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Víctimas y trasegares:
forjadores de ciudad
en Colombia 2002-2005
Colección CES
Víctimas y trasegares:
forjadores de ciudad
en Colombia 2002-2005
SEDE BOGOTÁ
FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS
Centro de Estudios Sociales - CES
GRUPO Conflicto social y violencia
Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia
Salcedo Fidalgo, Andrés, 1971-
Víctimas y trasegares : forjadores de ciudad en Colombia 2002-2005 / Andrés
Salcedo Fidalgo. -- Primera edición -- Bogotá : Universidad Nacional de Colombia (Sede
Bogotá). Facultad de Ciencias Humanas. Centro de Estudios Sociales - CES. Grupo
Conflicto Social y Violencia, 2015
292 páginas : ilustraciones, mapas -- (Colección CES)
ISBN : 978-958-775-367-7
Víctimas y trasegares:
forjadores de ciudad en Colombia 2002-2005
Colección CES
© Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas, Centro de Estudios Sociales (CES)
© Andrés Salcedo Fidalgo, PhD
Preparación editorial
Facultad de Ciencias Humanas
Centro de Estudios Sociales (CES)
cesed_bog@unal.edu.co
Carlo Tognato, director del CES
Diana Catalina Hernández, coordinadora editorial del CES
Heidy Ramírez, correctora de estilo
María Cristina Rueda Traslaviña y Wilson Martínez Montoya, realización gráfica
Agradecimientos 7
Prefacio 9
Introducción 13
Bogotá: ciudades desconectadas 24
Trabajo de campo 28
Antropología y el dolor de la violencia 36
2. Víctimas y movilidad 83
Técnicas del miedo 85
Discursos humanitarios 92
Política estatal de asistencia humanitaria (1998-2005) 100
La victimización 105
Lugar y estigma 115
Conclusión 124
3. El lugar de antes 125
Lugares y memoria 126
Lugar de previa residencia 130
Una tierra de abundancia 134
Oficio y posición social 139
Olvidando la guerra 144
Recordatorios 146
Conclusión 151
Referencias 251
Lista de abreviaturas 273
Índice onomástico 277
Índice temático 285
Agradecimientos
uisiera dedicarle este libro, de manera especial, a las mujeres
y hombres que compartieron conmigo parte de sus experien-
cias vividas al sobrellevar la cruel escalada paramilitar em-
pleada por parte del Estado colombiano entre 2002 y 2005.
Agradezco y recuerdo con afecto el interés y la colaboración que
recibí por parte de la hermana Shirley Anibale Guerra, Luz Angélica
Díaz y Jenny Briceño en la Casa de Atención al Migrante de la Arqui-
diócesis de Bogotá. Quisiera expresar mi gratitud, afecto y admiración
hacia Carmen Millán y Guillermo Hoyos, del Instituto Pensar de la
Universidad Javeriana, quienes me acogieron en su grupo de investi-
gación “Ética en nuestras propias palabras” y permitieron realizar las
entrevistas, en el año 2003, que hacen parte de esta investigación. Mó-
nica Salas contratada por el Instituto Pensar realizó la primera versión
traducida de mi tesis doctoral en el primer semestre de 2012. Mis agra-
decimientos a la Consultoría para los Derechos Humanos y el Despla-
zamiento (Codhes) por el espacio que me brindaron para organizar los
diferentes talleres con la Organización Nacional Indígena y el Proceso
de Comunidades Negras.
Una mención importante a mis antiguos estudiantes y ahora queri-
dos amigos y colegas Enrique Martínez y Luz Andrea Cruz por todo
su apoyo en esta investigación durante mi primer año de vinculación
como profesor de planta de la Universidad Nacional.
7
Quisiera expresar un reconocimiento especial a mi colega del de-
partamento de Antropología, Myriam Jimeno, por ser mi mentora y
consejera en momentos cruciales de mi carrera, y al grupo de investi-
gación Conflicto Social y Violencia, por su rigor y compromiso con la
investigación.
A Marta Zambrano, mi gratitud por permitirme compartir y
aprender en espacios académicos y no académicos.
Gracias a la Convocatoria Nacional “Apoyo para el Fortalecimien-
to de Grupos de Investigación”, en el 2012, conté con la invaluable
ayuda de dos de mis más brillantes estudiantes de pregrado, Daniel
Bermúdez y John Jairo Osorio, para traducir y transformar mi tesis
doctoral en libro durante mi año sabático en el 2013.
Finalmente, quisiera mencionar el apoyo emocional dedicado e in-
condicional de Carlos Lombo, el cual me ha impulsado a terminar esta
publicación y arriesgarme a explorar nuevos temas de investigación.
8
Prefacio
H
e escogido el término ‘trasegares’, que proviene de la palabra
latina transicāre (pasar), para explicar las innumerables mudan-
zas, cambios, movimientos e itinerarios que muchos colom-
bianos emprendieron, de un lugar a otro, en medio de las confrontacio-
nes entre campañas paramilitares, operaciones militares y reacciones
guerrilleras en los albores del nuevo milenio (2002-2005). Me interesa
discutir y analizar las diversas formas en que la violencia política, parte
constitutiva de la construcción de la nación colombiana, ha producido
una trashumancia, lo cual tiene que ver con el hecho de que, de manera
constante, distintas poblaciones han huido, reconstruido sus vidas y re-
inventado sus espacios y redes sociales varias veces.
Me interesa colocar el acento en la paradoja entre el nomadismo im-
puesto y el carácter enraizado que manifiestan muchas de estas poblacio-
nes migrantes con respecto a sus territorios de origen. Propongo abordar
el concepto de territorio como una apuesta política en la que hombres y
mujeres, despojados, humillados y expulsados por el dominio del poder de
las armas, reivindican una fuerte filiación sobre espacios que han luchado
y han perdido, y que también constituyen patrimonios, posiciones sociales
y reconocimiento dentro de una historia que los ha excluido y relegado. El
territorio corresponde, precisamente, a esos trasegares vividos y conquis-
tados, gracias a los cuales estas personas lograron hacer vida y crear lazos
comunitarios sin tener que someterse al parecer de los grupos armados.
9
Seleccioné con una intencionalidad crítica la palabra ‘víctimas’ por-
que evoca el personaje sacrificado dentro de la cosmología judeo-cris-
tiana. Esta imagen me permite abordar la lástima y la conmiseración
que acompañaba los discursos de asistencia a “los desplazados”, des-
de mediados de la década del noventa hasta mediados de la primera
década de los dos mil, y que eran proferidos por parte de la iglesia, las
organizaciones no gubernamentales, los organismos internacionales, los
medios de comunicación y el habitante de a pie. Estas intervenciones
discursivas, además, tuvieron un rol preponderante en la formulación
de la política pública que resultó de la Ley 387 de 1997 y que buscaba
atender a los centenares de miles de personas que, debido a amenazas,
masacres y reclutamientos forzosos, tuvieron que cambiar su lugar de
residencia.
No he querido incluir un análisis de los discursos que empezaron a
circular y a crear opinión pública alrededor del denominado “poscon-
flicto”, luego de la aprobación de la Ley de Víctimas y Restitución de
Tierras (2011), porque quiero que el lector perciba los cambios que han
tenido las maneras de pensar y hablar sobre el conflicto armado. Ce-
lebro la entrada de Colombia a una etapa de justicia transicional, que
busca que los actores armados involucrados en violaciones al Derecho
Internacional Humanitario rindan cuentas de sus actos. Este cambio es-
tructural parte de dejar de considerar al Estado como enemigo y aliado
de los grandes intereses y capitales económicos, y de empezar a enten-
derlo como construcción colectiva del interés común de una sociedad.
Mi propósito es el de señalar los efectos que tuvieron los discursos
sobre victimización y desplazamiento en el periodo entre 2002 y 2005;
considero como un gran logro el paso de una posición asistencialista,
centrada en la victimización de los desplazados, a una postura jurídica
de reparación, indemnización y no repetición. Por primera vez en la
historia de Colombia, la supuesta ausencia de indignación que nos ha-
bía caracterizado para oponernos a los interminables ciclos de violencia
tuvo un quiebre que intenta institucionalizarse a través de la firma de
los diálogos de paz entre el Gobierno Santos y la guerrilla de las farc,
los cuales tienen lugar mientras escribo estas líneas.
Sin embargo, a pesar del poder hipnótico y simbólico de estas con-
versaciones y del efecto transformador que ha tenido el mantra del pos-
conflicto, no podemos pensar que las violencias, simplemente, se erra-
10
dican o desaparecen sin más. Es necesario un cambio en las inercias
estructurales de la sociedad colombiana que reproducen dichas violen-
cias. Es nuestro deber entender que el auge del extractivismo no puede se-
guir siendo la principal fuente de progreso e ingreso de la economía na-
cional; está pendiente desaprender y deconstruir los encadenamientos
que existen entre los maltratos, frustraciones, represiones y abandonos
familiares, y la manera dogmática y antagónica que hemos asumido,
por siglos, para relacionarnos con otros diferentes a nuestros familiares
o amigos y con ideas distintas; quedan por fortalecer las esferas públicas
(incluida la educativa) para contribuir a la disminución de los altos ni-
veles de desigualdad y proponer un modelo de sociedad que aprecie el
bien colectivo sobre el individual ; y, también, está pendiente la desar-
ticulación de todas las violencias y delincuencias derivadas de las ban-
das criminales ligadas a la producción, transporte y comercialización de
drogas y armas.
En diciembre del año 2014, 70% de la población respondía que no
quería volver a sus tierras ya que, según el Observatorio de Restitución y
Regulación de Derechos de Propiedad Agraria, el 85% temía ser revic-
timizado. Vale la pena preguntarse: ¿qué pasará con esta población que
no quiere regresar y que puede acogerse a la nueva Ley de Víctimas?
¿Podrán nuestras ciudades sostener este ritmo de llegada de población
migrante como el que se ha vivido en las últimas dos décadas?
Finalmente, la segunda parte del título del libro se refiere a las per-
sonas que llegaron a Bogotá hace más de diez años y que han sido for-
jadoras de redes urbano-rurales. Mientras hombres y mujeres se tras-
ladaban a la ciudad y la transformaban, esta también generó cambios
en quienes decidieron instalarse y permanecer en ella. A partir del año
2002, las proporciones del conflicto armado modificaron radicalmente
la geografía y la demografía del país; lo que estaba sucediendo en Bo-
gotá –y que trato de documentar en este libro– era reflejo, justamente,
de lo que estaba teniendo lugar, en términos de conflicto armado, en
otras regiones de Colombia. Asimismo, lo que estaban viviendo estos
hombres y mujeres en la capital del país, para tratar de sobrevivir y
hacerse escuchar en espacios sociales y políticos, tenía repercusión en la
dinámica de los contextos familiares y comunitarios que habían dejado.
Estas personas son forjadoras, porque, a pesar de sobrellevar todo el
peso de la desigualdad y la inequidad, evidenciadas en las barreras y
11
Andrés Salcedo Fidalgo
12
Introducción
D
esde el año 1996 hasta el 2004, miles de personas murieron
y cientos de miles más fueron forzadas a dejar sus lugares de
residencia; fue un periodo histórico con niveles de violencia
sin precedentes en Colombia, resultado de una gran disputa territorial
entre los paramilitares, el Estado y las guerrillas. Es por ello que prefie-
ro caracterizar este suceso como un conflicto de gran magnitud por la
posesión de tierras y sus recursos, pues no se trató únicamente de una
expulsión violenta, injustificada y arbitraria de la población. Justamen-
te, la salida obligada de pobladores ha sido una técnica de guerra em-
pleada en varias ocasiones en la historia del país, que ha desencadenado
una diversidad de prácticas sociales y culturales ligadas a los procesos de
duelo y recuperación de las víctimas, así como a la creación de todo un
aparato técnico humanitario y jurídico para atender este otro capítulo
de la violencia colombiana. En particular, desde mediados de la década
de los noventa hasta mediados de los dos mil, las personas denomina-
das como “desplazados” fueron protagonistas de procesos cruciales de
urbanización y recomposición en las periferias de pequeñas y grandes
ciudades tales como Bogotá.
El enfoque que aquí propongo, entonces, parte del hecho de conside-
rar que el desplazamiento forzoso contiene las pistas para comprender
los itinerarios vitales y las estrategias de reconstrucción emprendidas por
las víctimas de la violencia política. Al acercarme a las diversas maneras
13
en que las personas interpretan y hablan sobre el impacto de la guerra
en sus vidas, pretendo analizar el desplazamiento forzoso no solo como
una movilidad impuesta y destructiva que desarticula organizaciones
sociales y familiares, sino también como una experiencia que obliga a
las personas a tejer nuevas redes sociales y políticas a nivel municipal,
regional, nacional y global.
El desplazamiento forzoso en Colombia posee, además, otras pers-
pectivas de análisis. Por un lado, se enmarca en ese periodo histórico
de procesos nacionales y globales de destrucción, ligados al extractivis-
mo a gran escala, y, por otro, se relaciona también con respuestas de
reconstrucción como las movilizaciones antiguerra, reasentamientos,
organización política, y otras acciones y reclamos que se oponían a la
victimización.
Es así como los conflictos que cobraron vidas y provocaron tras-
lados masivos de población en esos años estaban estrechamente vin-
culados con sentidos divergentes de la construcción de nación. La
noción oficial de desarrollo, relativa a la explotación transnacional
de recursos, era contraria a la concepción de bienestar promovida
por los movimientos sociales; la explotación y el dominio de corre-
dores y territorios móviles por parte de grupos insurgentes y grupos
armados asociados al comercio de armas y drogas discrepaba de la
idea de proteger las tierras colectivas e inalienables, fomentada por
movimientos indígenas, afrocolombianos y demás pobladores rurales
que se levantaban en contra del conflicto.
Más aún, afirmo que la guerra colombiana es una situación de sobe-
ranías en competencia, en la que diferentes formas de dominio, gestión,
uso y control de territorios conjugan interpretaciones antagónicas de
la historia, la inclusión y la justicia social. La prioridad de la primera
administración de Álvaro Uribe (2002-2006), por ejemplo, fue la de re-
cobrar la seguridad y la de refundar el Estado a través de unas fuerzas
armadas fuertes y motivadas. Por su lado, los grupos paramilitares se
presentaron como guerreros redentores en una cruzada antinsurgente y
fueron empleados por el Estado para proteger los intereses de grandes
latifundistas, a través de un cambio radical en la tenencia de la tierra
y la introducción masiva de la agroindustria. En contraste, los grupos
guerrilleros se mostraban como el ejército del pueblo y establecían sus
propios cacicazgos con fines militaristas y como fuentes de recursos e
14
ingresos económicos. Mientras tanto, los migrantes que llegaban a las
ciudades –fueran indígenas, afrocolombianos o trabajadores agrícolas
que no se sentían pertenecientes a ningún grupo étnico– y que habían
sido expulsados de sus lugares de origen defendían “sus territorios”, es-
pacios sociales y políticos, como respuesta a esta incorporación violenta
a la nación y como un pulso de poder con el Estado. Esto los condujo
a adoptar un discurso de prácticas tradicionales y derechos culturales
sobre sus territorios.
Desde una perspectiva mundial, los conflictos sobre tierras y territo-
rios no fueron ajenos a procesos políticos y económicos globales. El pri-
mer referente es la repercusión en el país de la guerra contra las drogas
luego de los eventos del septiembre 11, que empezó a formar parte de
la gestión del Gobierno Bush contra el terrorismo, además de la imple-
mentación del Plan Colombia –firmado el 23 de julio del 2000–, cuyo
propósito era arrasar con la producción de narcóticos en Colombia.
El segundo es el tratado de libre comercio firmado en el 2005 entre
Colombia y los Estados Unidos, el cual marcó la incorporación de las
reformas neoliberales no solo en el ámbito económico, sino también
en las esferas de la salud y la educación, con efectos devastadores en
la vida cotidiana de los ciudadanos. Las personas con quienes realicé
las entrevistas relacionaron esta nueva etapa del neoliberalismo con la
modificación radical del paisaje de sus regiones de procedencia y con
la preparación para la extracción de madera, oro, aceite y otras acti-
vidades de explotación agroindustrial. El tercero son las redes globales
de ayuda humanitaria y derechos humanos, que llegaron a Colombia a
inicios del nuevo milenio con todo un contingente de expertos y oficiales
que definieron los estándares y programas de asistencia humanitaria, e
impusieron un nuevo modelo de desarrollo para su aplicación en países
pobres y afligidos por la guerra.
Un argumento central de este libro es, entonces, que el desplaza-
miento forzoso no puede analizarse únicamente como crisis humani-
taria o solamente en términos de un proceso traumático aislado del
contexto humanitario internacional y local. De hecho, el principal
foco de análisis será entender, desde una perspectiva antropológica,
el papel que desempeñan las poblaciones desplazadas en los procesos
de urbanización y construcción de ciudad, puesto que, al tiempo que
buscan sobrellevar el dolor, la pena y la pérdida, también reinventan
15
sus vidas e identidades, y crean nuevas formas de subjetividad y agen-
cia. Estas maneras de reiniciar proyectos y planes de vida revelan,
claramente, las circunstancias en que estas personas lograron reinser-
tarse en entornos urbanos contemporáneos, los cuales constituían es-
cenarios muy distintos a los que enfrentaron generaciones previas de
poblaciones migrantes, quienes se ubicaron en las grandes ciudades
en Latinoamérica cuando el contexto imperante estaba marcado por
los modelos fordistas y desarrollistas de mediados del siglo xx. Activi-
dades de emprendimiento económico informal, enclaves económicos
de tipo étnico y una vibrante red de organizaciones y ong son algunos
de los espacios sociales y políticos que poblaciones desplazadas han
abierto y consolidado en su proceso de reconstrucción.
Este libro trata de las migraciones forzosas resultado de la expulsión
de miles de personas luego de amenazas, persecuciones, masacres y
asesinatos, desde mediados de la década del noventa hasta mediados
de la década del dos mil. Estos desplazamientos no son los primeros
en la historia de Colombia, un país marcado por episodios sucesivos
de migraciones y de violencia sectaria. Durante el periodo conocido
como La Violencia (décadas del cincuenta y sesenta), 40.000 lotes de
tierra fueron abandonados y 2.000.000 de colombianos dejaron sus
territorios, lo que afectó la demografía colombiana. Con excepción
de la Comisión Especial de Rehabilitación, creada con el propósito
de la parcelación y colonización de zonas afectadas por la violencia
(Machado, 2009: 339-340), el Gobierno de esa época asumía a las
personas expulsadas y desplazadas como parte de los flujos de pobla-
ción que se creía progresaban y contribuían al desarrollo gracias a su
llegada a las urbes.
Después de 1985 y, particularmente, luego del desastre provocado
por la erupción y posterior avalancha del Nevado del Ruiz, las políti-
cas de atención y asistencia a los damnificados por desastres naturales
marcó la forma como se implementó el modelo de atención a desplaza-
dos. En 1995, estas poblaciones fueron, finalmente, reconocidas como
desplazados internos y, en 1997, fueron favorecidas por la Ley 387 de
1997. Luego, la Sentencia T-025 de la Corte Constitucional declaró el
desplazamiento como un estado de cosas inconstitucional, y aumentó la
cobertura y el tiempo durante el cual una persona podía recibir asisten-
cia humanitaria.
16
Ahora bien, aunque las tres fuentes principales de estadísticas que en
aquel periodo existían sobre desplazamiento nunca coincidían ni pro-
porcionaban cifras totalmente fiables, estos datos se habían convertido
en un instrumento de poder. El Estado, con la Red de Solidaridad So-
cial y su Sistema Único de Registro (sur), administraba y producía sus
propias estadísticas y reportes cada seis meses. Estos reportes indicaban
que el número acumulado de personas desplazadas, hasta el 2004, era
de 1.732.551 (sur, 2006). La Consultoría para los Derechos Humanos
y el Desplazamiento (Codhes) contaba con su propia fuente de datos,
el Sistema de Información sobre Desplazamiento Forzado y Derechos
Humanos (Sisdes), y afirmaba que la cifra acumulada de individuos
desplazados, desde 1985, estaba cerca de los 3.000.000. La iglesia, por
su parte, usaba un método estadístico más riguroso producido por su
propio centro de seguimiento, tanto de migraciones internas, como de
migraciones de colombianos por fuera del país; no tenía un registro
acumulado de personas desplazadas, sino un registro trimestral, a dife-
rencia de las dos fuentes anteriores. Es importante mencionar que las
estadísticas que pretendían ser acumulativas no tenían en cuenta a las
personas que habían fallecido, ni tampoco definían después de cuánto
tiempo alguien dejaba de estar “en una situación de desplazamiento”
(véase la tabla 1).
A diferencia de los desplazamientos masivos que habían tenido lugar
en África, luego de las guerras civiles en Darfur (2003-2009), Costa de
Marfil (2003-2003), Liberia (1999-2003) y Sierra Leona (1991-2002),
en Colombia, las personas huían, en su mayoría, de manera individual
o en pequeños grupos, e iniciaban una serie de trasegares en barrios
periféricos de la ciudad o en movimientos escalonados que los llevaban
de ciudades intermedias a aquellas más grandes. Bogotá era el primer
lugar de recepción de personas en situación de desplazamiento: a la ca-
pital se trasladaban, aproximadamente, el 19% del total de la población
desplazada, en 1997; el 15%, en 1998 (Pérez, 2004); y 9%, en el año
2000 (Meertens, 2002). Luego de su destierro o fuga y antes de llegar a
Bogotá, la mayor parte de estas personas habían permanecido en las ca-
beceras municipales y capitales departamentales, y sus familiares o ami-
gos los hospedaban temporalmente. Sin embargo, en una gran propor-
ción, volvían a ser víctimas de posteriores persecuciones, pues también
llegaban integrantes de grupos guerrilleros o paramilitares a estas zonas.
17
Tabla 1. Número de desplazados por año en Colombia (1999-2004)
Red de Solidaridad
Año Codhes
Social
1999 288.000 25.216
2000 317.375 266.605
2001 341.925 322.104
2002 412.553 365.961
2003 207.607 219.971
2004 287.681 159.956
Total 1.855141 1.359.813
450.000
400.000
350.000
300.000
250.000
200.000
150.000
100.000
50.000
0
1999 2000 2001 2002 2003 2004
Codhes
Red de Solidaridad
18
Aunque en Bogotá esperaban contar con anonimato, no siempre era
posible: se veían sometidos a maltratos y explotaciones en los cuartos
de inquilinato o paga diarios, situados en casas grandes y céntricas de la
capital, o en los pequeños ranchos localizados en barrios periféricos de
las localidades del sur-occidente.
Justamente, las poblaciones desplazadas se reasentaban en las áreas
más pobres del sur y del occidente de Bogotá: Ciudad Bolívar (26%),
Kennedy (11%), Bosa (10%) y Usme (8%). La municipalidad de Soa-
cha, adyacente al borde sur-occidental de la ciudad de Bogotá, tenía la
tasa más alta de arribo de personas desplazadas del país (Pérez, 2004:
29). Entre 1993 y 2005, las poblaciones de migrantes forzados habían
contribuido a crear y consolidar cincuenta nuevos barrios pequeños y
autoproducidos (Pérez, 2004) (véase la figura1).
Al enfocarme en la interpretación que estas personas hacían de la
guerra que los sacó de sus hogares y tierras, propongo documentar no
solamente un cambio brutal en términos espaciales y temporales, sino
también una redistribución estructural de riqueza, lealtades y mano
de obra útil para la puesta en marcha del modelo global de extracción
a gran escala en Colombia. Por desplazamiento, me refiero no solo al
traslado obligado de individuos, sino a una tecnología de poder que
termina quebrando y cambiando el rumbo de las vidas de las perso-
nas. En su mayoría, los hombres y mujeres jóvenes, activistas, líderes
comunitarios, agricultores y aparceros huyeron de los señalamientos
y amenazas que emprendieron los grupos armados como parte de
su despliegue de poder. Mis entrevistado(a)s se referían a la manera
como, en ciertos casos, los grupos armados infundían el miedo al re-
clutar muchacho(a)s cuando se tomaban un poblado o municipio. El
concepto de rumor somatizado, propuesto por Feldman (1995), es el
que considero más apropiado para expresar la creciente atmósfera de
ansiedad y desconfianza que llevaba a las personas a abandonar su
trabajo, su tierra y sus posesiones.
La población desplazada creaba unas narrativas sobre el tiempo
anterior al desplazamiento como parte de lo que denomino “políticas
del lugar”. A través de los trabajos de rememoración, ellos y ellas re-
clamaban derechos sobre un espacio en el que habían invertido, du-
rante años, sueños, esfuerzos comunitarios y luchas políticas.
19
Figura 1. Localización en Bogotá de los
lugares de arribo temporales de mis entrevistado(a)s
Convenciones
Perímetro
urbano
Lugares en
los que mis
entrevistados(a)
se reasentaron
temporalmente
en la ciudad
20
Mis entrevistado(a)s denunciaron que el desplazamiento fue una técnica
que los y las expropió de sus pertenencias y acabó con una etapa de sus
vidas en la que habían gozado de felicidad y riqueza, pero también lo
caracterizaron como una estrategia estatal y paraestatal para instau-
rar unos intereses neoliberales sobre recursos minerales y petroleros, los
cuales se presentaban ante la opinión pública como medios para alcan-
zar las cifras macro de desarrollo y crecimiento económico.
El análisis que presento a continuación se fundamenta en una com-
binación de datos obtenidos a través de la revisión documental y de
un seguimiento antropológico a los procesos de reasentamiento de po-
blaciones desplazadas en la ciudad de Bogotá. En primer lugar, para
establecer el contexto político comprendido entre el 2000 y el 2005 –sin
dejar de lado el proceso de justicia y paz con los grupos paramilitares
propuesto por el Gobierno Uribe, el tratado de libre comercio firmado
con los Estados Unidos y el Plan Colombia, programa antidrogas pro-
puesto por el Gobierno de Estados Unidos–, reviso los respectivos docu-
mentos oficiales, así como los artículos de prensa publicados sobre estos
temas, entre el 2004 y el 2005, en los diarios El Tiempo y El Espectador.
Con el fin de comprender la etapa reciente de la guerra política en
Colombia, recurro a una lectura crítica de la historia de la violencia
en el país y analizo el sentido social y político que los actores armados
querían darle a los textos que difundían a través de las páginas web de
sus organizaciones.
En segundo lugar, para recoger los recuentos y narrativas de las per-
sonas que huían de varias regiones en conflicto, me apoyé en entrevistas
y conversaciones mientras se encontraban alojado(a)s en la Casa del
Migrante de la Arquidiócesis de Bogotá. Para tener acceso a los dis-
cursos colectivos de organizaciones y movimientos sociales, obtuve el
apoyo de Codhes. Organicé talleres con líderes pertenecientes a la Or-
ganización Nacional Indígena de Colombia (onic), a la Asociación de
Afrocolombianos Desplazados (Afrodes) y al Proceso de Comunidades
Negras (pcn). Conocí sus historias y luchas por el territorio, en medio
de noticias de asesinatos y amenazas, y de su relación con familiares y
amigos, lo cual los obligaba a permanecer en Bogotá.
Debido a la constante movilidad interurbana de las personas que
llegué a contactar, no pude acompañarlos en el sentido estricto del tér-
mino. Sin embargo, a lo largo de dos años, a través de visitas y encuen-
21
tros en diferentes escenarios, logré mantenerme en contacto con ellos e
informado sobre su situación; luego, estos testimonios se convertirían en
valiosos estudios de caso.
Al seleccionar tanto a aquellos grupos que reclamaban la reivindi-
cación étnica como a comunidades desmarcadas de dichas filiaciones,
quería resquebrajar los supuestos culturalistas que habían naturalizado
la diversidad cultural del país bajo tres grupos étnicos –blancos, indí-
genas y afros–, como si fueran tres poblaciones esencialmente diferen-
tes por su color de piel, su origen espacial y un conjunto de atributos
visibles, usualmente asociados con tradiciones, costumbres, lengua y
vestido. Partiendo del hecho de que la distinción cultural no se deriva
del conjunto de rasgos ni atributos comunes, sino de una relación de
diferencia históricamente producida dentro de relaciones de poder (Fer-
guson y Gupta, 1996), quisiera demostrar cómo estos movimientos de
personas desplazadas, con necesidades de reconocimiento étnico, expo-
nen sus peticiones mediante un discurso contrahegemónico, en el que la
tradición y cuidado del entorno son dos de los elementos más poderosos
para emprender la defensa de sus territorios. Mi interés por acercarme a
estos grupos residía en que tenían una posición contraria a los discursos
y opiniones dominantes propios de los grupos de clase media. Estos dis-
cursos circulaban en los medios, celebraban los beneficios de la expan-
sión del neoliberalismo e interpretaban el conflicto colombiano como
una serie de actos bárbaros de grupos delincuenciales que insistían en
permanecer por fuera de los códigos de la civilización y la ley.
Organizaciones de filiación étnica como la onic y Afrodes alegaban
que la manera desproporcionada como el desplazamiento había afec-
tado a grupos indígenas y negros obedecía a que el Estado tenía un
proyecto de desarrollo en el cual ellos no tenían cabida, ni sus estilos de
vida, ni sus nociones de desarrollo y naturaleza. Ellos invocaban me-
morias de un lazo espiritual y cultural con sus territorios, respaldado
jurídicamente por los derechos especiales que sobre estos les otorgaba la
Constitución, y afirmaban que eran los guardianes de la naturaleza y sus
riquezas. Eran conscientes de que la tierra por la que habían luchado
durante largas décadas tenía un enorme poder político en un momento
histórico en el cual se estaban jugando la supervivencia y la custodia de
recursos naturales que volvían a adquirir un significado neocolonial como
tesoros codiciados por las industrias globales extractivas.
22
Las poblaciones desplazadas negras adoptaron una posición similar
al dirigir sus esfuerzos para hacer efectiva la Ley 70 de 1993 que, desde
mediados de la década de los noventa, había abierto las puertas para la
titulación de tierras colectivas y el reconocimiento de consejos comuni-
tarios; gracias a ello, podían practicar y resignificar una cultura distin-
tiva y respetuosa de la naturaleza, que valorara su legado ancestral y su
acervo por una paz y desarrollo alternativos.
Con frecuencia, definidos por instituciones humanitarias como dam-
nificados, víctimas de violaciones a los derechos humanos, sujetos trau-
matizados, gente desarraigada, quisiera argumentar que los y las des-
plazadas internos son actores con las capacidades para sobreponerse a
las heridas de la guerra y para mantener lazos con sus lugares de previa
residencia, a la vez que tejedores de nuevos lazos laborales y sociales en
las ciudades que los alojan.
Al poner el énfasis en los límites borrosos y las transmutaciones entre
movilidad forzada y migración voluntaria, descubrí que la población in-
ternamente desplazada no solo seguía las rutas y horizontes de migran-
tes previos de sus mismas comunidades y parentelas, sino que, además,
creaban nuevos espacios económicos y políticos, pues traían consigo sus
propuestas ecológicas y el uso de su cultura política.
Miles de las personas que se habían trasladado a la ciudad de Bogotá
cada año se encontraban con contingentes de personal humanitario,
pertenecientes a agencias internacionales y ong, que ponían a su dis-
posición programas y proyectos destinados a transformarlos en sujetos
emprendedores y modernos. Al sobrellevar su constante reinserción
en nuevos entornos de escasez y marginalidad, las personas también
creaban una red social informal que vinculaba a parientes, conocidos y
amigos localizados en diferentes departamentos, municipios y ciudades.
Los líderes de organizaciones y asociaciones, a su vez, se conectaban
con un amplio espectro de ong, organizaciones y movimientos políticos
recientes que abrían nuevos circuitos informales de trabajo. Prácticas
culturales, conocimientos y servicios presentados en la ciudad como
“ancestrales” y “auténticos” entraban en los circuitos de consumo de
públicos interesados en corrientes de pensamiento considerados como
alternativos.
A pesar de que esta investigación no es sobre la ciudad de Bogotá,
quisiera ofrecer al lector la descripción de los contrastes que alcancé
23
a percibir entre los contextos de la periferia, espacios en los cuales las
personas desplazadas planeaban rehacer sus vidas, y los cambios ver-
tiginosos que sufrió la capital del país a partir del ímpetu que adquirió
la especulación de finca raíz y la infraestructura, transformaciones
propias de una economía globalizada desde inicios de la década de
los noventa.
A través de algunas viñetas tomadas de la vida social en Bogotá, en-
tre el 2002 y el 2004, quise ilustrar las múltiples desigualdades sociales
que coexisten en la ciudad y cómo la experiencia de lugar es diferente
para actores sociales sometidos a diferentes matrices de relaciones de
poder (Moore, 2005). Bogotá podía llegar a ser una isla, un paraíso ale-
jado de la guerra, si se navegaba a través de sus más seguras y prósperas
redes sociales. Sin embargo, era una ciudad en la que también se po-
dían descubrir las principales fibras del conflicto, reveladas a través de
fricciones con el terror y la coexistencia de una creciente desigualdad
social con flujos de derroche y prosperidad de sectores beneficiados con
la especulación y el mercado neoliberal.
24
Desde entonces, cientos de barrios ilegales han proliferado a través
de la invasión de lotes y terrenos, que luego logran su incorporación a
la legalidad gracias a la presión que ejercen organizaciones y asocia-
ciones de barrio ante la administración distrital. Como muchos otros
núcleos urbanos del mundo, Bogotá se ha convertido en una ciudad
policéntrica y segregada con sectores económicos formales e informa-
les, una metrópoli reorganizada alrededor de la preocupación obsesiva
y global por la seguridad.
Ciudad Bolívar es el nombre de la localidad situada en el borde sur
de la capital que cuenta con una población de más de 700.000 habitan-
tes. Sus áreas comerciales, conectadas por grandes vías pavimentadas,
contrastan con pequeños senderos destapados que suben y bajan por
colinas totalmente urbanizadas. Cuando llueve, estas sendas residencia-
les se convierten en lodazales, mientras que durante los periodos secos
se vuelven caminos polvorientos.
Al recorrer los barrios catalogados como peligrosos –pero con nom-
bres que evocan aquello que puede describirse como resplandeciente,
tales como El Tesoro, La Estrella y El Diamante–, rememoraba mis
visitas a San Cristóbal sur, a mediados de la década del noventa, y re-
cordaba, también, la familiaridad que llegué a tener con los ladridos
de minúsculos perros y las imágenes de gallos atados por las patas, que
comían lo que podían encontrar en algunos parches verdes que sobrevi-
vían a la aglomeración urbana.
Podía identificar a los migrantes que llegaron en los cincuenta y se-
senta a esta parte de la ciudad, porque sus viviendas ocupaban los lu-
gares propicios para construir, y replicaban la disposición especial de la
edificación campesina, con su patio central para criar animales, secar la
ropa y guardar parte de los materiales que posteriormente serían usa-
dos para realizar mejoras a la construcción. En contraste, los migrantes
que habían llegado hace más de quince años tenían casas de concreto y
ladrillo, con dos o tres pisos, equipos de comunicación, antenas de tele-
visión y otros aparatos electrónicos. Mientras tanto, los migrantes recién
llegados improvisaban casas de madera con tejas de zinc unidas por
piedras y palos. Sus ranchos se ubicaban, por lo general, en zonas califi-
cadas por el Distrito como de “alto riesgo” y estaban conectados a una
antena de televisión, un cable eléctrico y una fuente de agua. Además, la
constante venta y reventa de lotes de tierras en las periferias de Bogotá,
25
en el marco del comercio ilegal, se desarrollaba de manera paralela a la
dinámica de pequeños y diversos negocios informales emprendidos por
los antiguos y nuevos residentes, quienes disponían, con frecuencia, el
primer piso de su propia vivienda para la actividad comercial.
En las partes bajas de las colinas y a lo largo de las vías pavimenta-
das, se extendían sectores más consolidados a nivel urbano. Se podía
observar el gran centro polideportivo construido por la Administración
de Enrique Peñalosa, que contaba con canchas de fútbol, baloncesto
y tenis –días antes de mi visita, el presidente Uribe había celebrado la
reinserción de los paramilitares que pensaba reubicar en la localidad de
Ciudad Bolívar–, y, en la misma manzana, se levantaba otro edificio con
el nombre de Colsanitas Internacional, una de la nuevas corporaciones
de salud que han hecho parte de la privatización del servicio, iniciada
por la Ley 100 de 1993.
El conflicto armado y las iglesias cristianas habían inundado las ca-
lles de Ciudad Bolívar: «Madre, no dejes que tu hijo se tuerza», rezaba
uno de los panfletos distribuidos por una iglesia cristiana, en los cuales
‘torcido’ tenía que ver con el hecho de dejarse tentar o adherirse a las
milicias guerrilleras que operaban en la zona. Justamente, recuerdo que,
cinco años antes, al realizar este mismo recorrido, Esteban me contaba
de los rumores de que los grupos guerrilleros ocultaban en cuartos sub-
terráneos a las personas que secuestraban, y que eran trasladadas direc-
tamente y a través de la región del Sumapaz de los departamentos de
Caquetá y Guaviare. En cuanto a las milicias paramilitares, estas con-
trolaban otras cuadras del barrio, vigilaban a los vecinos y eran respon-
sables de la lista de cientos de jóvenes desaparecidos. Era en estas zonas,
irónicamente, en donde las poblaciones desplazadas se veían obligadas
a establecerse, contextos en los que los grupos armados habían montado
sus unidas de operaciones urbanas.
Esta cercanía y convivencia con el conflicto armado contrastaba con
lo que vivían clases medias y acomodadas, las cuales solían circular en-
tre centros comerciales, nuevos y enormes complejos de edificios, en los
que se intercalaban oficinas de corporaciones multinacionales, bancos,
agencias humanitarias internacionales, embajadas, exclusivos restau-
rantes, gimnasios y centros de spa.
En pocos años, Bogotá se había convertido en un nodo de interco-
nexión dentro de la red mundial de circulación de capital, desde los ini-
26
cios de la reestructuración económica que comenzó en 1990, y, a partir
de entonces, había visto proliferar complejos residenciales encerrados
y fortificados (Caldeira, 2000), en zonas periurbanas del norte, sur y
occidente, cuyas características sobresalientes eran las calles cerradas,
las rejas, los muros, los sistemas de vigilancia privada y los circuitos elec-
trónicos integrados de monitoreo en garajes y áreas comunes. Esta in-
fraestructura de seguridad, incluyendo, para algunos, carros blindados
y guardaespaldas, no solamente respondió a un periodo de profunda
preocupación por las más altas tasas de criminalidad, en términos de
atracos y homicidios, sino que se debió al aumento, desde el año 2000,
del número de secuestros cometidos por grupos guerrilleros. Cabe acla-
rar que las administraciones distritales comprendidas entre 1998 y 2006
señalaban que la disminución de las tasas de homicidios y la inversión
en grandes obras de infraestructura, tales como las redes de bibliotecas
públicas, parques, ciclorrutas y el nuevo sistema de transporte, Trans-
milenio, eran las pruebas de que Bogotá podía cambiar su imagen ne-
gativa, asociada al peligro y al crimen. En medio de este impulso de
reducción de la violencia y de aparente mayor prosperidad, era difícil
reconocer que la gran disputa entre guerrillas, fuerzas paramilitares,
fuerzas paraestatales y ejército afectaba la vida de pequeños municipios
localizados a lo largo y ancho de Colombia.
La capital del país pasó de ser una ciudad con los más altos índices
de crimen en el mundo, en 1992, a una con unos niveles de violencia
“aceptables”, en el 2006. Dejó de ser la ciudad que los residentes so-
lían catalogar como sucia, desordenada, fría y peligrosa, en las décadas
de los ochenta y noventa, para convertirse en un ejemplo cívico, luego
de diez años de administraciones distritales que lograron combatir la
corrupción e incentivaron la importancia de un manejo eficiente y res-
ponsable de los recursos públicos. Junto con estos programas exitosos
de seguridad y transparencia en la administración pública, la alcaldía
también llevó a cabo planes de educación ciudadana para inculcar la
importancia del respeto a la ley, y proyectos de renovación y embelleci-
miento de espacios públicos para motivar su uso y disfrute.
Bogotá había adquirido, también, un rol central como sede de la in-
versión corporativa extranjera en relación con la extracción de petróleo
y con la minería; era un nodo conectado con la extracción transnacional
de recursos, pero apático ante la violencia que suele acompañar a estas
27
fiebres o bonanzas. A este respecto, por ejemplo, en febrero de 2003, la
guerrilla de las farc se atribuyó la detonación de una bomba que mató a
36 personas e hirió a 160 dentro del Club El Nogal, símbolo de grandes
empresarios y ejecutivos del país. El dinamismo económico de la ciudad
era indiferente ante la falta de protección y de oportunidades para el
número creciente de migrantes no calificados que llegaban a la ciudad
con expectativas de empleo y con grandes deseos de poder superar la
profunda pérdida que les produjo el desplazamiento forzoso.
Esta imagen de Bogotá, como un experimento exitoso de una ciu-
dad del hemisferio sur, opacaba los actos de terror relacionados con
la violencia política colombiana que ocurrían en las últimas décadas:
asesinato de sindicalistas, activistas de derechos humanos y periodistas,
y exterminio de los integrantes del partido político de izquierda de la
Unión Patriótica. La explosión de la bomba atribuida a la guerrilla de
las farc el 7 de febrero de 2003 señalaba que, bajo este orden económi-
co supuestamente próspero, se seguía reproduciendo un orden político
y social increíblemente violento y arbitrario.
Trabajo de campo
28
Las migraciones están por encima de los espacios étnicos, juntan cul-
turas y dan nacimiento a un pueblo universal. El mundo necesita, más
que nunca, gente generosa dispuesta al encuentro con los migrantes para
alojarlos, convivir con ellos y guiar el peregrinaje de la humanidad. El
pobre es la imagen de Cristo viva. (notas de trabajo de campo)
29
afectaba a buena parte de la población desplazada y que no existía una
capacidad institucional para atender la magnitud del “problema”. Antes
de esta sentencia, la Casa del Migrante era una de las pocas institucio-
nes en Bogotá que, gracias a un constante flujo de donaciones, ofrecía
alojamiento, comida, ropa, asesoría jurídica, apoyo para útiles escolares,
consejerías psicológicas y la posibilidad de participar en sus programas
de capacitación, tales como cursos de corte de pelo, manicura, pedicura
y artesanías; todo esto, sin las trabas burocráticas exigidas por el Estado.
En cuanto a mí, realicé dos visitas a la semana por un periodo de
seis meses. Solía sentarme con las personas, en las sillas que disponían
alrededor del patio, y abordaba a quiénes iban a ser registrados por
Yenny, trabajadora social, o por Luz Angélica, psicóloga encargada de
las sesiones de terapias para los casos más difíciles de angustia, ansiedad
y duelo. Ambas funcionarias me apoyaron de manera generosa para fa-
miliarizarme con el personal de la casa y me presentaron a varias de las
personas con quienes pude interactuar y, entonces, reconstruir y realizar
un seguimiento de sus trasegares dentro y fuera de la ciudad.
En la primera fase de mi trabajo de campo, comprendido entre agos-
to de 2002 y julio de 2003, llevé a cabo treinta entrevistas a profundi-
dad con hombres y mujeres que llegaban a Bogotá desde poblados y
municipios del norte del Chocó, de la costa del Pacífico nariñense, del
piedemonte llanero y las planicies del Meta y Guaviare, del Magdalena
Medio, de la bota caucana y del departamento de Antioquia. Durante
estos encuentros, aprendí sobre las dimensiones de la guerra que estas
personas experimentaron, la dolorosa añoranza por recuperar el curso
de la vida que tenían antes del desplazamiento, y el papel de las mujeres
como cuidadoras de sus hijos, promotoras de paz y agentes de recons-
trucción durante y después de su fuga. Estas personas me expresaron sus
sentimientos hacia los paisajes, tierras, animales, posesiones y relaciones
sociales, así como las razones por las cuales tomaron la decisión de huir.
Indagué, igualmente, sobre su proceso de reinserción en la ciudad, los
trámites que tenían que realizar ante instituciones estatales y no esta-
tales para obtener ayudas, los lugares en los que pudieron alojarse, las
prácticas que emplearon para afrontar la escasez, los intentos para en-
contrar trabajo, y las percepciones que tenían de su nuevo vecindario,
del barrio y de los nuevos registros sociales de trato, reconocimiento,
sociabilidad y movilidad.
30
De manera simultánea, entrevisté a delegados de la Coordinación
Nacional de Atención al Desplazamiento Forzado de la Defensoría
del Pueblo, y a investigadores y defensores de derechos humanos de
ong que trabajaban el tema. Entre otras organizaciones, consulté a la
Fundación Social Colombiana CedaVida; al Centro de Investigación
y Educación Popular/Programa por la Paz (Cinep/ppp); a la Consul-
toría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes); al
Centro de Desarrollo y Consultoría Psicosocial Taller de Vida; y a la
Corporación Dominicana Opción Vida, Justicia y Paz. No solamente
me percaté del papel que tenían estos organismos para posicionar y
dimensionar lo que estaba sucediendo en el país en términos de éxodos
y violaciones a los derechos humanos, sino que también evidencié la
presión que ejercieron para que la población desplazada tuviera una
atención diferencial, así como la manera como afrontaron y resistieron
las amenazas, persecuciones y señalamientos por parte del Gobierno
de Álvaro Uribe.
También, realicé entrevistas con funcionarios del Alto Comisiona-
do de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y la Organiza-
ción Internacional para las Migraciones (oim) en las oficinas de Quibdó
(Chocó), para entender cómo se canalizada la ayuda de la cooperación
internacional, teniendo en cuenta la ruta de donadores desde Europa,
pasando por Bogotá, hasta llegar a esta región, y entender, así, el trabajo
que estas organizaciones realizan “hombro a hombro” con las entidades
campesinas étnicas y la Diócesis de Quibdó, en el marco de lo que de-
nominaban Plan de Acción Humanitaria.
Parte de mi trabajo de campo fue posible gracias a mi vinculación
con Codhes, con quienes llevé a cabo una investigación interdisciplinar
para conocer de cerca la situación de varios integrantes de organizacio-
nes étnicas y organizaciones rurales que estaban llegando a la ciudad de
Bogotá. En 1992, un grupo de académicos comprometidos, integrantes
de la Pastoral Social, e intelectuales y activistas iniciaron la discusión
sobre el desplazamiento en Colombia. Ellos crearon esta organización
que, desde entonces, producía y llevaba un registro minucioso sobre
las dimensiones de la guerra, el número de víctimas, las modalidades
de expulsión, y las condiciones de huida y refugio de las poblaciones
desplazadas. Como centro académico y político, trabajaba de la mano
con movimientos campesinos y organizaciones sociales de indígenas y
31
de afrodescendientes, con el fin de apoyar las labores de divulgación
y cabildeo internacional. Publicaban, además, un boletín mensual con
artículos y estadísticas sobre la situación de desplazamiento en todas las
regiones del país.
Contacté a líderes e integrantes de organizaciones pertenecientes a
la Afrodes, al pcn, a la Asociación Nacional de Población Desplazada
Víctima de la Violencia en Colombia (Advicora) y a la onic, con quienes
discutimos el propósito de la investigación. Varios líderes cuestionaron
el hecho de que fuera un estudio; argumentaron que había muchos de
estos y que, en realidad, tenían un impacto nulo en la vida de los y las
desplazadas. Afirmaban que los investigadores, instituciones y univer-
sidades se estaban beneficiando del dolor y de las dificultades de las
víctimas, y que estaban cansados de los sondeos y entrevistas. Solo par-
ticiparían si Codhes se comprometía a trabajar con ellos de manera
horizontal, con el fin de tener un impacto en las políticas públicas del
Estado frente a la población desplazada. Fue así como contacté a quince
líderes, hombres y mujeres que habían estado viviendo en Bogotá por
un periodo inferior a dos años.
Para poder recoger y analizar los discursos sobre el desplazamiento
emitidos por las organizaciones indígenas y afrocolombianas, realiza-
mos, junto con el equipo de Codhes, una primera serie de talleres, des-
de finales del año 2002 hasta marzo de 2003, en la sede de la onic en
Bogotá. En estos encuentros, intercambiamos información biográfica
y datos sobre los lugares en los que habían pasado su niñez, sus otras
zonas de residencia previa, su ocupación y demás actividades –todo,
antes del desplazamiento–, así como sobre el tiempo que tenían de
estancia en Bogotá. En la segunda serie de talleres, que llevamos a
cabo en las instalaciones de la fundación Taller de Vida, los y las par-
ticipantes rememoraron los aspectos de su vida familiar y social que
consideraban parte de la cotidianidad y las relaciones que los marcaron
antes del desplazamiento; recordaron, también, sus circunstancias en
la ciudad de Bogotá, especialmente su vinculación a organizaciones
y asociaciones mediante las cuales tenían ahora, proyectos políticos y
económicos. En una tercera etapa de talleres, les pedimos dibujar los
elementos especiales y sociales relevantes del territorio del cual fueron
expulsados, y las estrategias de supervivencia en Bogotá. Conocimos
a un grupo de hombres y mujeres afiliados a Afrodes, pcn y Advicora,
32
quienes habían escapado de zonas como Riosucio (Chocó), Barbacoas
(Nariño), la región del Magdalena Medio y los Montes de María (costa
atlántica).
Asimismo, a través de estos encuentros, conocimos a quince líderes
pertenecientes a los grupos étnicos kankuamo, pijao, inga, nasa y uitoto,
quienes asistieron al primer taller. Desde el principio, se tomaron la vo-
cería y me pidieron cambiar la dinámica de la reunión para enfocar
la discusión en temas como la historia de violencia de las regiones de
donde venían, las causas del desplazamiento que estaban sufriendo, los
actores de esta guerra, la historia de sus movimientos y una propuesta
de política pública para población indígena desplazada.
Sin haberlo previsto, entre abril y agosto de 2004, organicé, por mi
cuenta y gracias al apoyo del centro educativo de la Casa de Atención
al Migrante, cuatro talleres adicionales durante los cuales me reuní, por
separado, con indígenas kankuamo y pijao que habían llegado reciente-
mente a la ciudad de Bogotá.
Las personas que entrevisté y conocí tenían historias muy distintas
pero todas de intensa movilidad. Llegué a conocer a líderes indígenas
y afrocolombianos que habían abandonado sus pueblos desde muy jó-
venes, habían trabajado como funcionarios, estudiado en las capitales
de su provincia y se habían entrenado como dirigentes políticos de sus
municipios. Iban y venían de sus territorios como representantes tradi-
cionales de sus pueblos en diferentes escenarios políticos nacionales e
internacionales. Interactué con familias de afrodescendientes de secto-
res relativamente aislados del norte del departamento del Chocó, como
Riosucio y Salaquí, pero también con familias que habían trasegado a
través de los cascos urbanos del sur de la costa del Pacífico: Tumaco,
Buenaventura y Cali. Tuve contacto con grupos indígenas que tenían
lazos forjados de larga data con la ciudad de Bogotá, como el grupo
étnico pijao, así como con nativos y sus parentelas que venían de res-
guardos en el departamento del Amazonas y que, por primera vez, se
encontraban en Bogotá.
Algunos, como los pijaos, viajaban con frecuencia como parte de sus
actividades comerciales. Otros, como los kankuamo, no podían acercar-
se a la región aledaña a la sierra y solían ir a Valledupar y regresar a Bo-
gotá, en el marco de su trabajo por la preservación de la Sierra Nevada,
reserva natural del mundo.
33
En su caso, trabajadores rurales, mayordomos y aparceros que se
habían adherido a organizaciones étnicas a raíz de su desplazamien-
to permanecían trasladándose de una finca a otra y de un poblado a
otro. Algunos habían contribuido a la creación y gestión de barrios en
ciudades intermedias, habían sido cultivadores, importantes líderes co-
munitarios, y empleados de fincas y de la agroindustria. Durante su
vida, la mayoría de ellos y ellas tuvieron que construir y reconstruir sus
ranchos y casas en varias ocasiones. Muchos tenían parcelas y cultivos y,
al mismo tiempo, tiendas para complementar sus ingresos. Gran parte
de los dirigentes indígenas que conocí compartían largas historias de
activismo en la lucha por la recuperación de tierras de resguardos, así
como una gran cualificación política, tanto a nivel regional como na-
cional, debido a su participación en comisiones de planeación, comités,
programas de formación y proyectos de desarrollo.
Su insistencia por discutir sus puntos de vista sobre el conflicto, más
que en comentar las circunstancias particulares de su desplazamiento,
se relacionaba con el compromiso que habían adquirido por la defensa
de sus pueblos frente al impacto económico y social que tenían las nue-
vas concesiones otorgadas a firmas internacionales de extracción a gran
escala y la llegada de empresas de monocultivo a sus regiones. Líderes
más jóvenes habían ingresado a las universidades con el fin de cualificar
sus conocimientos y discursos sobre la posición política de los indígenas
en una sociedad pluralista y multicultural.
Para trabajar con las organizaciones indígenas y afrodescendientes,
decidí definir la estructura y los temas de los talleres teniendo en cuen-
ta la motivación y los intereses de los participantes. La interacción y el
diálogo fueron aspectos clave para asegurar una participación franca
y entusiasta. Muchos de los y las participantes quisieron que los en-
cuentros se centraran en su vida previa al desplazamiento; esto dio
como resultado una manera de narrar un tanto esencialista en la que
el pasado estaba necesariamente asociado a una ancestralidad que les
servía como estandarte y respaldo para contraponer sus discursos a las
lógicas e imposiciones del Estado. La imagen idílica que construían de
una vida familiar armoniosa y próspera les servía para oponerse a una
concepción explotadora, depredadora y metalizada de los gobiernos
de turno. También hablamos de sus vidas en la ciudad: las diferencias
de habitar en medio del caos, sus esfuerzos por acceder a la vivienda,
34
las nuevas redes sociales y políticas, y su relación con instituciones
estatales y ong. De alguna manera, las reuniones resultaron ser impor-
tantes espacios de reflexión, durante los cuales cobraba sentido una
cultura política a través de la rememoración. Los y las participantes
enfatizaron en la trascendencia de la noción de territorio, vinculada al
motivo de sus luchas y al papel que estas han tenido en la construcción
de nación.
En nuestros encuentros, además, los líderes indígenas hombres que-
rían reproducir el estilo y la manera como solían realizar sus asambleas,
controlando intervenciones que consideraban demasiado individuales e
imprimiéndoles, en escenarios públicos, un sello colectivo, unificado y
estratégico. Durante sus carreras políticas habían sido entrenados por
sus organizaciones para el uso prolongado de sus discursos políticos, de
manera que los talleres estuvieron impregnados por la retórica y el buen
sentido del humor. Las organizaciones afrodescendientes, aunque reti-
centes y radicales al principio, me acogieron con el tiempo de manera
afectuosa y generosa. Los momentos compartidos con ellos y ellas se
caracterizaron por las bromas, generalmente con ciertas connotaciones
sexuales, y las interacciones tranquilas, aunque acompañadas también
por largas pausas y silencios que indicaban que no estaban dispuestos a
narrar, una vez más, historias tristes y dolorosas.
Como investigador asociado al Instituto de Estudios Sociales y Cul-
turales Pensar, pude visitar, en sus respectivas casas, a quienes habían
logrado comprarlas gracias a la posición privilegiada de su parentela
dentro de las organizaciones y, en los cuartos de alquiler, a quienes solo
habían logrado rentar. Por lo general, las personas que conocí se ubica-
ban en viejas casonas de sectores céntricos de Bogotá (Santa Fe, Cande-
laria), mientras que otros vivían en arriendo en zonas del sur-occidente:
Ciudad Bolívar, Altos de Cazucá, Engativá y Usme (véase la figura 1).
En Neiva, al visitar la Unidad de Atención a Población Desplaza-
da, la directora me indicó varios contactos de familias reasentadas en
los barrios de Falla Bernal y Nueva Esperanza. La capital del departa-
mento del Huila está localizada estratégicamente entre las cordilleras
Central y Oriental, y es una ciudad que recibía, por aquella época, un
importante número de personas que huían de las acciones de grupos
guerrilleros en el Meta y el Caquetá, así como en las zonas rurales de los
departamentos de Huila y Cauca.
35
En un segundo viaje, visité Quibdó, destino que había recibido la
mayoría de desplazados expulsados o sobrevivientes de acciones pa-
ramilitares y campañas militares llevadas a cabo en el norte del Cho-
có entre 1997 y 2003. En la Diócesis de Quibdó, consulté el archivo
mediante el cual realizaban un importante trabajo de seguimiento
a las múltiples violaciones de los derechos humanos que se habían
cometido en el Chocó en los últimos años. Visité tres asentamientos
de población desplazada que había llegado en diferentes momentos
a Quibdó: La Gloria, barrio construido y autosugestionado por so-
brevivientes del éxodo de 1996; Villa España, edificado gracias a la
cooperación española y la denominada invasión; y El Futuro, lugar
en el que las personas recién llegadas estaban limpiando el monte e
instalando los primeros palos de sus cambuches. También visité la Red
Departamental de Mujeres Chocoanas, la Asociación Campesina In-
tegral del Atrato (acia) y la organización Proceso del 96, conformada
por hombres y mujeres que escaparon al bombardeo de la región de
Riosucio por parte del ejército y que, desde entonces, trabajan en
contra de la guerra.
Entre 2002 y 2004, logré realizar seguimiento a cinco personas, a pe-
sar de sus cambios constantes de residencia y números de teléfono den-
tro de la ciudad. Con estos contactos, pude entender mejor los traslados
y esfuerzos por mantener y multiplicar sus redes sociales, a través de la
asistencia a eventos sobre el desplazamiento y de las visitas persistentes a
oficinas y organizaciones. A lo largo de cinco meses, pude seguir el caso
de algunas personas pijao que habían llegado recientemente a Bogotá
y estaban trabajando por el reconocimiento del cabildo Ambiká ante el
Ministerio del Interior y la Alcaldía de Bogotá.
36
co, quería «tirarse a los carros». Me confesó que lo único que todavía la
ataba a la vida eran sus dos hijos, quienes no eran portadores.
Después de varias entrevistas como esta, me encontré en la incómo-
da situación de atestiguar el sufrimiento íntimo de las personas y de no
ser capaz de aliviarlo de alguna manera. Asimismo, me parecía estar
lidiando con el fantasma cristiano de la compasión y la caridad, pre-
sentes en el humanitarismo y la actual preocupación por las víctimas
de los desastres y las guerras. Otros fantasmas del antropólogo, tales
como el cazador de información, el misionero, el sufriente, el redentor
de poblaciones pobres o vulnerables y el activista, también acudieron
a mí al escribir esta introducción. Me perturbaba estar recogiendo
datos mientras las personas enfrentaban situaciones de precariedad y
sufrimiento. No solo experimenté impotencia, sino que también sen-
tí la urgente necesidad de ofrecer algo a cambio que trascendiera la
simple remisión de las personas que conocía a organizaciones u ofi-
cinas estatales. Quería debatir el papel que habían tenido los princi-
pios religiosos, como la compasión y el don del compromiso político
o ciudadano, en las ciencias sociales en América Latina, así como en
grandes escuelas tales como la teología y filosofía de la liberación o la
investigación-acción participativa. Además, pretendía discutir sobre
el hecho de que la exigencia de acciones inmediatas para aliviar el
sufrimiento de otros respondía, igualmente, a preceptos religiosos que
habían permeado la práctica del etnógrafo y del activista y, en general,
a varias de las ciencias sociales que incluyen dentro de sus prácticas el
trabajo con la gente.
Bourdieu y el equipo de investigación que participó en su compen-
dio La miseria del mundo (1998) me proporcionaron ciertas respuestas.
En particular, el capítulo titulado “Comprender”, en el cual hay un
esfuerzo por defender el oficio del sociólogo que sabe ponerse en los
zapatos de los demás y crea empatía con los entrevistados cuando lo-
gra compartir con ello(a)s las dificultades de su existencia. Siguiendo a
Bourdieu, estos encuentros implicaron un pacto de confianza que me
permitió compartir las dificultades existenciales –que no me eran aje-
nas– con las personas que conocí; esto, sin embargo, no resolvía la dis-
crepancia entre la posición desventajosa y vulnerable de estas personas
y mi posición privilegiada y resguardada de persecución. Para quienes
participaron, el ejercicio de la entrevista era una oportunidad de ser es-
37
cuchados, de construir su propio punto de vista sobre los demás y sobre
el mundo, y de hacer parte de lo que estos autores han denominado la
felicidad de expresión.
Al contarme fragmentos de sus historias de vida, las personas me
confiaron recuentos claros y lúcidos de cómo configuraciones macro-
económicas y políticas podían precipitar trayectorias de vida en di-
recciones inesperadas. El asunto de cómo la guerra había entrado a
formar parte constitutiva de las biografías de la mayoría de los colom-
bianos les concernía no solo a ellas y ellos, sino también a mí como
etnógrafo y como ciudadano, aunque, desde luego, mi experiencia de
violencia no había sido directa o al menos eso había aprendido a creer.
Había tenido ese ambiguo y tormentoso sentimiento de haber estado
allí no como víctima, sino como espectador no politizado. Desde que
era niño, había atestiguado la violencia de mi país de oídas o por los
medios, a partir de una “omnisciencia visual”, como si estuviera pre-
senciando la destrucción resguardado en un escondite temporal, acu-
diendo al término acuñado por Feldman (1995: 224).
Mientras las historias de expulsiones y huidas se apilaban en mi men-
te, advertía que me tornaba irritable, especialmente cuando escucha-
ba los comentarios y conversaciones de las personas de la clase media
sobre “los desplazados”. Este término se incorporó dentro de las con-
versaciones del día a día en Colombia hasta llegar a adicionarse en la
lista de nuestros problemas cotidianos. Siempre había sospecha y duda
acerca de la veracidad de los letreros de cartulina, escritos de puño y le-
tra, que las personas portaban frente a los semáforos en Bogotá cuando
pedían dinero. La palabra ‘desplazado’ resonaba en todo lugar: desde
los diálogos en el bus hasta las campañas del gobierno en televisión:
«El desplazamiento no puede ser invisible a nuestro espíritu, actitud y
compromiso. No podemos acostumbrarnos al desplazamiento, tenemos
que verlo y asumirlo, es un problema que concierne a todos los colom-
bianos» o «con los desplazados tenemos todo en común», proclamaban
dos de las propagandas de la Red de Solidaridad Social en el año 2003.
A pesar de que el mensaje hacía un llamado al compromiso ciudadano,
en un país que se había caracterizado por una indolencia relativa ante
del exterminio de la izquierda organizada durante las décadas de los
ochenta y noventa, aún había amplios sectores de la población de clase
media que avalaban las medidas militares del Gobierno de Uribe y se
38
empeñaban en negar que estaba ocurriendo una sangrienta disputa por
territorios y que, en consecuencia, cientos de miles de personas llegaban
a las ciudades como perseguidos políticos y víctimas.
La forma en que ciertos grupos pertenecientes al gobierno y otros
segmentos de la población ignoraban el contexto de enfrentamiento ar-
mado correspondía a una actitud percepticida, como la llamaría Taylor
(1997:10) en su libro Disappearing Acts, al describir los gestos de usuarios
de a pie que pretendían ser indiferentes ante las detenciones arbitrarias
en lugares públicos durante la dictadura militar de fines de la década de
los setenta en Argentina. Esta indiferencia, en Colombia, está relaciona-
da, además, con un cierto tabú para involucrarse en problemas, trage-
dias e infortunios de otros. Por eso, la opinión pública, en el periodo que
este libro considera (2002-2005), y en especial la prensa oficial, repre-
sentaba los desplazamientos, las expulsiones, las torturas y la violencia
como asuntos de personas ajenas, localizadas en la periferia del espacio
social en zonas lejanas del país, en la “otra Colombia”, o en el “revés de
la nación”, como diría Serje (2005). El Gobierno de Álvaro Uribe pro-
movía la idea de que no había conflicto armado en Colombia, sino una
amenaza terrorista que provenía de la insurgencia. El llamado de este
Gobierno para alinearse con la cruzada global contra el terrorismo co-
rrespondía a un esfuerzo por conseguir el apoyo y la popularidad para
su Política de Defensa y Seguridad Democrática, y para su promesa de
combatir y eliminar de una vez por todas a “los violentos”.
La falta de apoyo y solidaridad de amplios sectores no politizados
de la sociedad civil ante las demandas de movimientos políticos que,
precisamente, exigían justicia y divulgación de todas las atrocidades
cometidas durante las últimas dos décadas en Colombia era reforzada
por los muros que históricamente habían establecido una brecha entre
los sectores relativamente indiferentes a la persecución y la violencia, y
quienes sí habían sido victimizados. Esta actitud se alimentaba, enton-
ces, de las divisiones gestadas históricamente en la sociedad colombiana
y sus formas de exclusión más arraigadas. Ciertos grupos habían sido
catalogados por la clase dirigente como maliciosos, violentos, salvajes
y sospechosos. La relación colonial patrón-cliente había perpetuado
estas fabulaciones sobre ciertos individuos, racializados y excluidos de
la participación y acceso a espacios públicos ciudadanos. A través de
diferentes modalidades de integración nacional, con códigos coloniales
39
de discriminación, se había producido una geografía de la diferencia
regional por vía del conflicto armado, como lo afirma Bolívar (2004).
Todavía es frecuente el uso del término ‘indio’ para descalificar a al-
guien como abusivo, grosero y de poco fiar. Pues bien, propongo aquí
que esta forma peculiar de entender la alteridad, a partir de la vio-
lencia, impide reconocer de manera amplia y colectiva el dolor de los
otros, un asunto ampliamente analizado por Scarry (1987). Este análi-
sis nos permite explicar la indiferencia y apatía de ciertos grupos hacia
lo que le sucede a las demás personas, así como el contrapunteo entre
negar la violencia sobre otros y afrontarla atizando las diferencias. Lo
cierto es que, después de dos siglos de guerras y violencia generaliza-
da, el dolor no había propiciado la integración, de 2002 a 2005, entre
quienes sufrían el conflicto y quienes no lo hacían, dentro de una sola
comunidad moral (Das, 1995: 176, 178).
Un discurso excluyente y antagónico era usado para atribuirle a
la alteridad política, social y cultural las causas de la violencia: el Go-
bierno de Uribe calificaba a los guerrilleros como bandidos y terro-
ristas que debían ser exterminados. En particular, cuando se refería
a las farc decía: «este grupo narcoterrorista de las farc es asesino y
mentiroso. Y es cínico. […] Derrama sangre, y miente» (2010). Los
eslóganes de ese Gobierno, tales como “mano firme, corazón grande”,
“la seguridad la hacemos todos” y “los héroes en Colombia sí exis-
ten” (Gordillo, 2011: 1-4), creaban un maniqueísmo moral, en el cual
el Gobierno y el ejército cumplían una labor de ángeles guardianes
encargados de acabar con los subversivos calificados como malos y
sangrientos. Eran empleadas, entonces, expresiones como las siguien-
tes: «Aunque no nos veas… siempre estamos ahí. Aunque no nos oi-
gas… también estamos ahí. Y aún… en medio de la oscuridad: somos
tus guardianes. Los héroes en Colombia sí existen. Ejército Nacional»
(Gordillo, 2011: 10).
Los grupos insurgentes, por su parte, hablaban de la necesidad de la
guerra para desmontar un orden social injusto, un gobierno ilegítimo,
un Estado que practicaba una democracia de papel. En un medio in-
formativo en línea (2007), Granda describía al Estado como sinónimo
de altas esferas de poder y burguesía, torturadores que solo entendían el
lenguaje del castigo. Como se evidencia a continuación, mediante este
discurso se justificaban las acciones de las farc:
40
Nosotros lo que hacemos es responder a una guerra que se nos im-
puso desde las altas esferas del poder en Colombia. Contra nosotros y
nuestro pueblo se ha utilizado durante décadas el terrorismo de estado
como método de exterminio.
[…]
La burguesía colombiana es una burguesía sanguinaria, retrógrada
que lo único que entiende es el lenguaje de las armas. Si no hubiéramos
respondido a la agresión, ya nos hubieran marcado con hierro al rojo
vivo, y encadenado, como en la época de la esclavitud.
Estoy de acuerdo con Nordstrom (1995: 2-9) cuando afirma que la vio-
lencia no es una entidad localizada en algún lado de la mente de la cultu-
ra de un pueblo. La violencia no es ajena a la existencia humana, como
tendemos a pensar; tampoco es un mal que se puede exterminar y que
aqueja a ciertas sociedades no civilizadas, ni una condición separada de
la sociedad ni de las dinámicas culturales que moldean nuestras vidas. La
violencia es una dimensión de la vida de la que no podemos escapar. Es
precisamente el enfoque en la cotidianidad de la guerra la que demuestra
que la violencia no es simplemente un asunto de destrucción y muerte que
le ocurre a otros, localizados en lugares remotos y salvajes, sino que es una
manifestación de las luchas de poder, recomposición y supervivencia que
nos implican a todos. Muchos se movilizan políticamente al compartir la
dolorosa experiencia de la violencia política (Kleinman, Das y Lock, 1997:
xix) porque, precisamente, el ser perseguido, estigmatizado, ultrajado o hu-
millado exige una respuesta por parte de los victimarios.
En este libro, argumento que, en lugar de acudir a una debilidad
del Estado (Pécault, 1988) para explicar la reproducción de la violencia
en Colombia, es necesario buscar una explicación de cómo histórica-
mente, diversas poblaciones, provenientes de distintas regiones, han sido
incorporadas de manera violenta y a través de diferentes dispositivos de
estatalidad.
Con demasiada frecuencia, los infortunios y pesares de las personas
que conocí a lo largo de mi trabajo de campo invadieron mis sueños. ¿Aca-
so mi insomnio significaba que la empatía con mis informantes se estaba
convirtiendo en identificación? Eventualmente, aprendí a distanciarme
del sufrimiento que experimentaba al conocer las penas y dolores de
los demás. No podía tampoco culpar a quienes vivían confortablemente
41
de las tragedias de otros, pero menos aún podía hacerle el quite a la
dimensión estructural de la violencia que tenía efectos en el aquí y en el
ahora y que, por lo general, permanecía invisible y ajena para muchos
grupos encerrados en sus burbujas de comodidad. Pero, entonces, ¿el
distanciarse hacía parte de la forma como nos habituamos al sufrimien-
to humano, hecho discutido ampliamente como característica de nues-
tra manera de lidiar con las contradicciones de nuestro orden social?
(Taussig, 1992).
No he podido olvidar los deseos de Antonio de continuar con su
vida, de salir adelante, un hombre joven y despierto, con ojos negros y
vivaces, que venía de Cartagena del Chairá (Caquetá). Intercambiamos
números porque ese día ya salía de la Casa del Migrante, y acordamos
encontrarnos algunos meses después. Me mostró con orgullo un horno,
y algunas mesas y moldes para elaborar pan y pizzas. Había conseguido
y almacenado dichos utensilios en un cuarto húmedo en el barrio Patio
Bonito que compartía con otra familia. Antonio había separado cuida-
dosamente, con cortinas, las áreas de dormir de las zonas para comer
y del baño. En el Caquetá, había sido uno de los pocos propietarios de
un negocio. Por mi parte, sentí como depositaba en mí la esperanza
de que pudiera ayudarlo de alguna manera y, probablemente, mantuvo
dicho anhelo por algunos meses. Yo estaba seguro de que un panadero
talentoso como él podría tener alguna oportunidad en esta ciudad, pero,
tristemente, nunca pude ayudarlo de una manera concreta.
Mantuve una relación de amor y odio con el tema de este libro, hasta
el punto de querer abandonarlo varias veces, debido a los dilemas éticos
que planteaba. Esto también me llenaba de tristeza. Lo que finalmente
alimentó mi interés y compromiso fue poder escribir sobre las formas
violentas de movilidad a través de las cuales se había construido este país
y que habían obligado a mucha gente a vivir otros mundos y realidades.
Me reconciliaba el deseo de saber más sobre los efectos migratorios de
la violencia y las maneras recursivas de hacerle frente.
Como investigador interesado en entender la forma como en Co-
lombia diversos agentes (Estado, fuerzas paraestatales y guerrillas) se
abrogaban, al mismo tiempo, el poder de dar muerte (Foucault, [1979]
2009, Agamben, 2006) a sus conciudadanos, me producía profundo
malestar las contradicciones que estos poderes evidenciaban y como
perpetuaban relaciones violentas en la sociedad colombiana. La cues-
42
tión de la brutalidad de la guerra y el consentimiento tácito de muchos
sectores de la sociedad civil al dejar que ciertos grupos se armaran para
defender sus intereses particulares demostraba una acendrada práctica
que consistía en eliminar al enemigo político, convertido en amenaza
simbólica. Asimismo, como etnógrafo e investigador, tuve que calibrar
cuidadosamente el lenguaje empleado en este libro para no reproducir
la sensiblería y la saturación de lenguaje que impregnaba la producción
académica y los reportes estatales sobre este tema.
Este libro consta de cinco capítulos. En el primero, “Cartografías
históricas de guerra”, argumento que los grupos armados han usado
el desplazamiento forzoso para crear dominios móviles y temporales, y
para imponer control sobre poblaciones jóvenes que luego se necesitan
como soldados y colaboradores. Del año 2002 al año 2005, la ofensiva
militar y paramilitar lanzada para eliminar la influencia guerrillera que
se creía infiltrada en el activismo político local estuvo al servicio de pla-
nes del Gobierno para exterminar la insurgencia y establecer un nuevo
régimen de economías globales o locomotoras de economía extractiva y
monocultivo, lo cual dejó a su paso transformaciones sociales y ecológi-
cas radicales (Escobar, 2003). Tres procesos políticos hicieron parte del
contexto histórico en el cual se enmarca esta investigación: a) el llamado
“Plan Colombia”, dirigido a la intervención militar, financiera y geopo-
lítica. b) La desmovilización y reintegración de los grupos paramilitares
como un capítulo más de impunidad en la historia de Colombia; y c) el
tratado de libre comercio con los Estados Unidos, que en ese momento
estaba en proceso de negociación.
En el capítulo 2, “Víctimas y movilidad”, discuto el desplazamiento
forzoso como una de las técnicas de disciplinamiento y sometimiento
que más han marcado las trayectorias y biografías de la población jo-
ven rural colombiana. Abordo la manera como las víctimas somatiza-
ban el miedo de que los grupos armados fueran a reclutar, a la fuerza, a
sus hijas e hijos o a amedrentarlo(a)s, hasta obligarlos a abandonar sus
lugares de residencia. Muestro cómo la literatura sobre desplazamiento
forzoso carece de articulación con teorías de la migración, por lo que
prima el sesgo de asumirlo como tragedia. Una gruesa y densa red de
organizaciones humanitarias internacionales, gubernamentales y no
gubernamentales han creado un estilo, unos discursos, unas formalida-
des y unos rituales que las personas desplazadas tienen que seguir para
43
conseguir asistencia, y de los cuales empiezan a depender. Las y los
entrevistados para esta investigación pensaban que el desplazamiento
forzado lo(a)s había marcado para siempre: una experiencia que los
había despojado de sueños y proyectos de vida; pero se oponían a los
discursos y modelos humanitarios que los representaban como vícti-
mas, desprovistos de cultura o traumatizados psicológicamente. Argu-
mento que el desplazamiento no era solamente un evento violento o
una desconexión definitiva de lugares, sino también un proceso brusco
de incorporación de las poblaciones a la nación, que involucraba la
articulación de quienes estaban migrando con aquellas personas que
quedaban atrás, así como la creación de una nueva y densa red de lazos
sociales y políticos que se establecían con sus trasegares.
En el capítulo tres, “El lugar de antes”, doy cuenta de la forma en
que los desplazados internos usaban la rememoración de un lugar de
previa residencia, idealizado, como un recurso cuidadosamente selec-
cionado para darle sentido a su recomposición subjetiva y política. Las
dimensiones afectivas y sensoriales relacionaban a las personas con sus
parcelas, paisajes, posesiones y prácticas sociales, activadas a través de
actos en el presente. Las personas que conocí narraban y describían su
lugar de procedencia evocando la imagen de un retrato fijo e idílico, de
un lugar bello, pacífico y apacible, que no necesariamente correspondía
con los varios lugares en los cuales habían vivido y luchado, y de los cua-
les habían sido expulsados por acusaciones y señalamientos políticos. En
su trasegar, ellos y ellas habían tenido una intensa historia de migración:
se habían trasladado de un lugar a otro por eventos relacionados con la
violencia intrafamiliar; habían pasado de pequeños municipios a ciuda-
des intermedias en búsqueda de trabajo; habían sido migrantes agríco-
las, comerciantes y líderes comunitarios. Esta idealización, usada por los
diferentes grupos de personas a quienes me acerqué, no solamente era
un índice de respetabilidad, sino también una manera de posicionarse
ante el Estado, una postura política que les permitiera ser escuchado(a)s
para reclamar espacios de ciudadanía en la ciudad.
En el capítulo cuarto, “Estado, tierra y reconocimiento”, analizo el
discurso de organizaciones indígenas y afrodescendientes desplazados
que reclamaban hacer validos los derechos contenidos en la Consti-
tución de 1991; abordo también los discursos globales vigentes sobre
cultura, naturaleza y multiculturalismo, empleados para posicionarse
44
en contra del modelo de la guerra, el cual era, en últimas, una estrate-
gia de modernización e incorporación de la nación a los términos de la
economía global. Algunos líderes de movimientos indígenas afirmaban
estar conectados espiritualmente con sus territorios y que, a diferencia
de lo que hacía el gobierno, defendían la naturaleza. Integrantes de
organizaciones afrocolombianas como Afrodes y pcn argumentaban
que, por siglos, habían podido hacer vida manteniendo relaciones ar-
mónicas con su entorno, y discrepaban del modelo de desarrollo que la
guerra quería imponer. Participantes e integrantes de organizaciones
de desplazados, activistas de derechos humanos y figuras políticas que
no se afiliaban dentro de movimientos étnicos también defendían una
nueva civilidad campesina y rural, desde la cual diferían de la mentali-
dad depredadora que subyacía a los planes de gobierno para el futuro.
En el capítulo cinco, “Ciudad y reconstrucción”, describo las diver-
sas prácticas de reinserción, marcadas por un contrapunteo entre utopía
y desesperanza para los integrantes de familias, asociaciones y grupos
que se transforman en nómadas interurbanos y empleados no califica-
dos en el amplio sector de los servicios y la informalidad. En el marco
de un registro distinto al de la tradición de autonomía, que caracteriza-
ba su vida como colonos, agricultores y comerciantes, muchas de estas
personas creaban organizaciones conectadas con ong y programas de
financiación, estatales y no estatales, para materializar sus proyectos de
vivienda, negocios y acciones de reparación emocional y psicológica.
Al emprender una resistencia desafiante y activa desde el supues-
to centro del país, Bogotá, colectivos indígenas buscaban aliados entre
otros grupos neoespirituales y neoindígenas urbanos, y descubrían causas co-
munes de lucha contra el actual modelo de desarrollo y modernidad. Si
en un pasado lejano habían sido sitiados y obligados a salir de sus tierras
hacia el monte y hacia las cabeceras de ríos y montañas, ahora, nueva-
mente, eran reubicados en las ciudades porque sus tierras adquirían un
nuevo y estratégico valor en relación con la economía global. Organiza-
ciones de afrodescendientes adoptaban los estereotipos que la sociedad
dominante quería ver en ellos y ellas: bailarines, folclóricos y sexual-
mente fogosos, y demostraban coraje para sobrellevar la adversidad y el
racismo. Familias y colectivos negros habían aprendido los códigos de
inserción en la ciudad para manejar un entorno urbano hostil, mientras
conservaban fuertes lazos con sus parentelas y territorios.
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1. Cartografías históricas
de guerra
E
n este capítulo, analizo el periodo de recrudecimiento del con-
flicto armado comprendido entre 2002 y 2005, y considero el
desplazamiento como su tecnología de sometimiento y expul-
sión más efectiva. Para explicar la manera como el desplazamiento for-
zoso ha sido una técnica de guerra recurrente a lo largo de la historia
de nuestro país, argumento que el Estado colombiano ha ejercido una
soberanía diferenciada sobre su territorio (González, 2003b) y ha fa-
vorecido pactos y arreglos entre élites políticas y económicas, con la
intención de repartirse la riqueza, y preservar prebendas y privilegios
bajo la necesidad de “modernizar” y desarrollar el país. La lucha agra-
ria y campesina que intentó oponerse a esta historia de abuso y despojo,
desde la década de los veinte hasta la década del setenta, fue constan-
temente criminalizada y favoreció la vía guerrillera durante ese tiempo,
en el cual, además, la tierra se asoció siempre al poder político y al
control social (Machado y Meertens, 2010). Palacios (2011) lo explica
como una lucha política e ideológica alrededor de la asignación de los
derechos de propiedad agraria y argumenta que, desde la Ley de tierras
de 1936, se premió el atesoramiento de la tierra a través de un modelo
agrario rentista de gran concentración y desigualdad, en el que predo-
minaron derechos oligárquicos de tenencia para consolidar el mando
local y ampliar la propiedad mediante el uso de la violencia y el acceso
privilegiado al poder estatal.
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Cartografías históricas de guerra
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Hacia 1850, Agustín Codazzi estimó que el 75% de las tierras loca-
lizadas en las llanuras amazónicas, los valles del Caribe y las selvas de
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Geopolíticas de la guerra
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Figura 2. Mapa de recursos estratégicos y macroproyectos
Convenciones
Capital del país
Capital del Departamento
Ciudades y municipios
Carreteras
Oleoducto
Cultivos de coca 2002
Cultivos de palma
Canal interoceánico Atrato-Truandó
Ampliación prevista de la Carretera Panamericana
Central hidroeléctrica de Ituangó
Central hidroeléctrica de Urrá
68
Fuente: Salcedo, 2006: 761
Cartografías históricas de guerra
1
El mapa se realizó con las siguientes fuentes: Instituto Geográfico Agustín Codazzi, 2000;
Ecopetrol (http://www.ecopetrol.com.co/documentos/mapa-oleoductos.GIF, http://www.
ecopetrol.com.co/paginas.asp?pub_id=36123&cat_id=108&idCategoriaprincipal=10&
cat_tit=Mapas); Banco de la República (http://www.banrep.gov.co/blaavirtual/letra-c/
cpacifi2/59a.htm); Universidad de Texas, 2001 (http://www.lib.utexas.edu/maps/ameri-
cas/colombia_rel_2001.jpg); Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial e
Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales ideam (http://bart.ideam.gov.
co/images/deslizamientos/colombia.jpg); Transnational Institute (http://www.tni.org/ima-
ges/misc/map-colombia.jpg, http://www.tni.org/drugsconflict-docs/colombia.htm); Na-
ciones Unidas, Oficina para las Drogas y el Crimen y Gobierno de Colombia, 2005 (http://
www.unodc.org/unodc/en/crop_monitoring.html). Todos estos links fueron consultados en-
tre diciembre de 2005 y enero de 2006.
69
Figura 3. Municipios de procedencia de las personas
desplazadas entrevistadas
Convenciones
Regiones de guerra
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Figura 4. Mapa de de las regiones en disputa
Convenciones
Capital del país
Regiones de guerra
2
Se emplearon las siguientes fuentes para la elaboración de este mapa: Instituto Geográfico
Agustín Codazzi, 2000; Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial; Instituto
de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales ideam; Disaster Info (http://www.disaster-
info.net/desplazados/Colombia/imagenes/zonadistension1.jpg, http://www.disaster-info.net/desplaza-
dos/Colombia/imagenes/muniafect2001.gif); Sistema de Información por Fuentes Contrastadas
(sifc); Base cartográfica dane; González, Vásquez, Bolívar, 2003.
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Conclusión
Todas las contiendas por tierras y recursos que han tenido lugar en
Colombia a lo largo de toda su historia corresponden a una situación
de soberanías en competencia (Comaroff y Comaroff, 2006). En el pro-
ceso de conformación del Estado nación colombiano, ha tenido espe-
cial importancia la rivalidad y el antagonismo visceral entre caudillos
que, a toda costa, han querido imponer su manera de gobernar. El uso
de ejércitos privados para defenderse de opositores y contradictores
responde a un sistema mafioso en el que el honor, la hombría y el reco-
nocimiento juegan un rol desproporcionado frente al ejercicio político
que persigue el bien colectivo. La obsesión por el dominio territorial
responde a una larga historia de usurpaciones y la reproducción de
patronazgos clientelares, abusivos y arbitrarios, que han primado sobre
la defensa de un proyecto de nación público, amplio y tolerante. A
falta de un dominio homogéneo y parejo sobre el territorio, el Estado
aplica, una y otra vez, la teleología de la conquista: colonizar, poblar,
fundar poblados, evangelizar, colonizar selvas y terrenos baldíos, explo-
tar minas, mantener haciendas, extraer recursos, generar “desarrollo”,
urbanizar y modernizar a su población. Más recientemente, el despla-
zamiento ha sido usado por grupos insurgentes, así como por fuerzas
paramilitares aliadas a las élites regionales, como verdaderas geopo-
líticas bélicas que buscan el enriquecimiento fabuloso derivado de la
producción, el procesamiento y comercialización de la coca, el tráfico
de armas, la economía extractiva y las agroindustrias a gran escala.
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2. Víctimas y movilidad
A
partir de las narrativas presentes en las entrevistas que realicé,
analizo las técnicas de represión, persecución, vigilancia, ame-
naza y terror a las que fueron sometidas las personas desplaza-
das a quienes conocí. Estos regímenes arbitrarios exigían total sumisión
a través de actos performativos de poder como visitas, distribución de
listas de personas, prácticas sutiles de persecución, y la creación de una
atmósfera de confusión, ansiedad y tensión. Mis entrevistados se refi-
rieron a cómo los grupos armados los amenazaban con reclutar a sus
hijos e hijas para utilizarlos como trabajadores, soldados y productores
de cultivos de uso ilícito. Empleo el material de mis entrevistas para
ilustrar cómo estos hombres y mujeres expresaban y concebían su dolor,
no como un trauma inscrito en sus vidas de forma indeleble, sino como
una prueba que los fortalecía y los vinculaba, bruscamente, con organi-
zaciones políticas, agencias estatales y con nuevos desafíos. Las personas
confesaban la rabia que sentían porque sus sueños y proyectos –que
creían iban a formar parte de su futuro– no pudieran cristalizarse por
culpa de actores armados involucrados en una violencia política dog-
mática. El desplazamiento marcaba una bifurcación en sus trayectorias
vitales; sin embargo, el trauma no se vivía como patología, sino como
una reestructuración en sus vidas.
En este capítulo explico también cómo la literatura producida des-
de mediados de la década de los noventa en Colombia quiso llamar
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Víctimas y movilidad
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general, acciones con poco gasto militar, pero con un elevado control
estratégico (Echandía y Bechara, 2006: 31-54). Por su parte, los grupos
paramilitares utilizaban la técnica de infundir el terror en poblados y
municipios rurales a través de asesinatos selectivos y masacres, circula-
ción de panfletos, listas negras, detenciones, desapariciones; todas, ac-
ciones que respondían a la lógica de eliminar a los enemigos fueran es-
tos sindicalistas, líderes populares o dirigentes de izquierda. Del mismo
modo, fueron los encargados de ejecuciones extrajudiciales atribuibles a
la fuerza pública cuyas víctimas se conocieron como “falsos positivos”.
En los relatos de mis entrevistados, se mencionaba como, luego de
una toma guerrillera, el ejército bombardeaba la zona de manera in-
discriminada con el famoso “avión fantasma”, el cual no hacía ruido,
se iba y le abría paso a los paramilitares. Es así como las guerrillas em-
pleaban acciones de destrucción y repliegue; en zonas rurales, solían
visitar a los cuidanderos o dueños de fincas durante tres o cuatro días,
exigían que se les preparara comida y se les diera provisiones para lue-
go desaparecer. Luego de esta visita, solían llegar los grupos del bando
opuesto para tomar represalias por la supuesta ayuda prestada a los
guerrilleros. Los grupos paramilitares se integraban, se articulaban y se
institucionalizaban dentro del tejido social a través de empresas, pro-
yectos agroindustriales y negocios. Ellos apuntaban a un control socio-
espacial y económico del área, para lo cual eliminaban a los enemigos
y se aseguraban una microhegemonía sobre el lugar. En estos casos,
era prácticamente imposible mantenerse neutral; los habitantes eran
obligados a mostrar su lealtad o, de lo contrario, serían sentenciados
por ser “sapos”. A partir de ese momento, aquellos que manifestaban
su desacuerdo con estos grupos armados experimentaban paranoia,
nervios, molestia y desespero; no sabían en qué momento los visitarían
o interrogarían sobre cuestiones ante las cuales no sabrían cómo y qué
responder. La mayoría de mis entrevistado(a)s coincidían en que lo que
más temían era el posible reclutamiento de sus hijo(a)s, puesto que tan-
to paramilitares como guerrillas enlistaban jóvenes para que fungieran
como soldados, compañeras sentimentales o cocineras para la tropa.
De hecho, mencionaban cómo estos grupos tentaban y seducían a sus
hijos para que se unieran a ellos. Muchos de estos padres y madres, en-
tonces, procuraban que sus hijo(a)s se quedaran en casa de familiares,
mientras decidían qué hacer con sus propiedades y posesiones.
86
Víctimas y movilidad
Vemos, así, que eran varias las técnicas empleadas para amedren-
tar y desterrar. La primera consistía en emprender acciones contra los
sospechosos de colaborar con el enemigo. Hacían correr rumores de
que se encontraban personas amarradas y desmembradas, y que otras
más habían sido arrestadas, torturadas o desaparecidas, rumores sobre
el secuestro de sobrino, el asesinato de un tío, la desaparición de un
esposo, el reclutamiento de un hermano. Así, «by producing victims and
delivering corpses, armed groups exhibit and symbolically affirm their own power»1
(Lair, 1999: 97).
La segunda práctica consistía en controlar la salida y entrada al pueblo,
con el fin de que la gente no pudiera circular libremente. Las personas em-
pleaban la expresión “se cierra todo” para aludir a los bloqueos de las prin-
cipales carreteras que conectaban el municipio o poblado con el resto de la
región. A través de retenes, impedían que los pobladores pudieran comer-
cializar sus productos o moverse con libertad por ríos o caminos; destruían
almacenes y tiendas para evitar que las personas pudieran aprovisionarse;
establecían toques de queda a partir de las 8:00 p.m.; realizaban requisas
y pedían documentos de identidad; expedían permisos de trabajo para
reclutar jóvenes en los cultivos de coca, para servir como soldados o en la
construcción de puentes y caminos. Aquellos que trabajaban cuidando fin-
cas o cultivando tenían que entregarles a los grupos armados sus cosechas
y animales, además de someterse al control sobre el monto de efectivo que
podían portar cuando salían por mercado o compras.
Otra técnica, ampliamente usada por grupos paramilitares, consistía
en reunir a todos los residentes en la plaza del pueblo, instalar una reu-
nión y leer en voz alta los nombres de sospechosos u objetivos militares.
Imponían ultimátums para las personas y plazos perentorios de doce horas
para abandonar el área en el caso de quienes aparecían en la lista. Si las y
los sentenciados permanecían después de vencerse los plazos, podían ser,
sistemáticamente, asesinados. En lo que respecta a los casos que conocí,
grupos de paramilitares empleaban emisarios para visitar a familias de
aparceros que supuestamente habían recibido a grupos de guerrilleros en
sus fincas. Estas primeras visitas tenían la apariencia de encuentros ami-
gables, durante los cuales los interrogaban sobre el tipo de relación que
1
Traducción del autor: «Al generar víctimas y entregar cadáveres, los grupos armados exhi-
ben y simbólicamente afirman su propio poder».
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Y a los poquitos días que nos llegaron, a los quince días nos llegaron
con más gente de ellos, pero es gente que uno no puede voltear a mirar
a la cara; son caras terribles, o yo no sé si por lo malos que son, pero no
puede uno mirarlos a ellos, porque es terrible, el susto, la sola mirada a
uno le cortan todo, en la forma que le hablan, porque no son decentes
como los primeros que le mandan a uno; eso es como estrategia, man-
dan gente muy suave, muy querida, muy tratable, pero después viene
gente que es terrible. (Entrevista a Mirella2, Miravalle, Meta, 27 años, 3
de diciembre de 2003)
2
Los nombres de los entrevistados son seudónimos.
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3
Traducción del autor: «ideas que lastiman todo el tiempo y [de la sensación] de que uno
podría morir».
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Víctimas y movilidad
Sapos [are] social agents who come from deep within the community but [turn]
against it by pointing out some of its members for extermination […] the figure of
the sapo thus condenses all of the ambiguity inherent in the neighbor-stranger dyad.4
4
Traducción del autor: «los “sapos” [son] agentes sociales que vienen de dentro de la comuni-
dad, pero que se vuelven contra ella al señalar a algunos de sus miembros para el exterminio
[…] la figura del “sapo” reúne, en consecuencia, toda la ambigüedad inherente a la díada
vecino-desconocido».
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Discursos humanitarios
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Figura 5. Presencia de organizaciones
de ayuda humanitaria internacional 2002-2005
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La victimización
A menudo, y tal vez por la crudeza de los conflictos internos, las pobla-
ciones internamente desplazadas han sido representadas –por parte de
la mayoría de las organizaciones no gubernamentales, los organismos
humanitarios y periodistas– como personas necesitadas y no como ac-
tores sociales con todo el derecho de estar indignados por lo que les
sucedió. Como Rajaram (2002: 251) afirma, estas personas son con-
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Víctimas y movilidad
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Esa es mi meta mía […] deseo que si llega esa oportunidad de irme,
que todo me salga bien, todo me salga un éxito […] que lo que tengo
pensado, salir adelante, me salga todo, me salga todo bien.
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Quedó la casa, mejor dicho, con todo. Hay casas que quedan con
las puertas abiertas, porque uno ni siquiera se acuerda de cerrar la casa.
Esto es terrible. Nosotros salimos unos atrás, otros adelante, con una
canoa se subían unos, en un canoa se subían otros, y la gente, a veces
incluso que la misma gente de ahí, cuando ya empezaba a llegar no sabía
qué pasaba. (Entrevista a Isabelina Rojas de Riosucio, Chocó, 40 años)
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Lugar y estigma
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La percepción que tenían las personas de las regiones en las que ha-
bían transcurrido sus vidas dependía de las diversas maneras en que la
guerra y la economía política habían afectado sus trayectorias e itinera-
rios. Mi material etnográfico mostraba que los sentimientos e ideas so-
bre estos lugares estaban ligados a una cierta lealtad y a un fuerte y en-
raizado sentido de pertenencia, mientras despreciaban la ciudad como
símbolo de decadencia y olvido de las tradiciones. Algunos expresaban
un gran apego a su tierra y, en consecuencia, sentían una gran tensión
entre un hogar idealizado y un nuevo entorno de desarraigo. Cuando
habían tenido experiencias relacionadas con el robo o la inseguridad
en la ciudad, la percibían como lugar asediado de peligros. Otros entre-
vistados, que no habían sufrido robos, veían a Bogotá como la ciudad
en la que, a futuro, podrían concretar sus expectativas alrededor de una
cierta movilidad social ascendente.
A través de tres ejemplos, me gustaría ilustrar la variedad de relatos
que he encontrado entre mis entrevistado(a)s y el uso intencionado de
estos esquemas duales (rural/urbano, idílico/perverso), para demostrar
que los lugares son representaciones discursivas y afectivas.
Ricardo, de 67 años, y quien llegó con su esposa, de 57, dos hijas y
un hijo, llevaba menos de dos años en la ciudad de Bogotá. Me contó
que estaba enfermándose en la habitación que alquilaba porque era
muy húmeda e incómoda y porque la ciudad era peligrosa y violenta.
Su esposa logró emplearse en trabajos temporales a través de las co-
nexiones que tenía con diversas organizaciones no gubernamentales.
Más adelante, en la entrevista, Ricardo mencionó que unos ladrones
le habían robado una costosa guadaña que él había traído desde El
Filo (Santander), donde trabajaba como jardinero de una finca. Los
ladrones también asaltaron a uno de sus hijos en el vecindario. Al
cabo del tiempo, supe que Ricardo se había trasladado con su esposa
a una finca a las afueras de Bogotá y había aceptado un trabajo tem-
poral como cuidandero, que le permitía cultivar y estar en contacto
con la naturaleza, dos de las cosas que más extrañaba cuando vivía
en la ciudad.
Llama la atención el hecho de que Ricardo nunca asoció su lugar de
procedencia con la inseguridad, a pesar de que había salido huyendo de
la misma debido a las amenazas de la guerrilla de secuestrar a sus hijos.
Ricardo había migrado previamente varias veces, pero hablaba de su
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Andrés Salcedo Fidalgo
casa como un espacio sano y saludable en el que la gente tenía una re-
lación cercana con el suelo, disfrutaba de la familia y el vecindario. En-
contraba más sentido de pertenencia en los lugares en que había vivido
antes que en Bogotá, ciudad que percibía como individualista y carente
de todo apoyo social. Él asoció lo urbano con los espacios cerrados y la
falta de libertad, en claro contraste con un campo que recuerda como
más saludable y moralmente más sano.
Según Ricardo (entrevista, 29 de julio de 2003), en la ciudad se podía
encontrar entretenimiento fácilmente. Señalaba que estas actividades
estaban asociadas a vicios especialmente inconvenientes para sus hijas,
que, según dijo, «son niñas buenas, muy sanas, muy de la casa». Ricardo
estaba hablando desde la perspectiva de alguien que había envejecido y
a quien le preocupaba el cuidado y el futuro de sus hijas. Esto teniendo
en cuenta que asociaba a Bogotá con la inmoralidad.
En el segundo caso, las familias desplazadas pertenecientes al pueblo
Kankuamo se negaron a admitir que se habían “reasentado” en Bogotá,
ya que esto implicaba el olvido de su territorio y su paisaje, fuentes de
su conocimiento e identidad. En los dibujos en los que representaron las
casas que habían dejado atrás, señalaban los hogares en los que vivían
todos sus conocidos y familiares, así como los puntos y aspectos del pai-
saje que tenían importancia social: la piedra del varao, el sitio del chisme,
el río Guatapurí, la loma del Gallinazo, el Cerro Bukunkusa (véase la fi-
gura 6). Al contrario de los “cachacos” o citadinos de Bogotá, ellos y ellas
eran muy conscientes de la importancia que su territorio tenía en térmi-
nos ecológicos, culturales y espirituales; aunque opinaron que muchos
de ellos eran más valorados por las oficinas del Estado y los organismos
internacionales en Bogotá, que en la capital de la provincia del Cesar,
Valledupar, donde con frecuencia eran discriminados.
Las personas mayores de la comunidad Kankuama veían con pre-
ocupación el desplazamiento de personas jóvenes y el peligro de que
no preservaran sus tradiciones y adoptaran “la mentalidad occiden-
tal”. Según los líderes de la organización, los jóvenes eran el blanco
de las estrategias seductoras del consumo que caracterizaba a las ciu-
dades grandes o estaban atraídos por las expectativas de obtener asilo
en países extranjeros como Canadá. Los jóvenes, por su parte, afir-
maron que en Bogotá habían encontrado buenas instituciones educa-
tivas y oportunidades para trabajar en nombre de sus comunidades.
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Víctimas y movilidad
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Conclusión
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3. El lugar de antes
E
n este capítulo, abordaré la forma como, a través de sus relatos, las
personas hicieron mención a las nuevas temporalidades y espacia-
lidades que tuvieron que asumir para hacerle frente a las condi-
ciones difíciles en las que se encontraban cuando los conocí. Al referirse
a la ausencia del contexto espaciotemporal en el que se situaban antes
del desplazamiento, ellos y ellas construyeron una práctica opuesta del
tiempo (Mueggler, 2001:7). Las personas entrevistadas rememoraron y
relacionaron su pasado con la imagen de un hogar originario, un terruño
estable y próspero, opuesto a la discontinuidad y fragmentación que la
violencia y el desplazamiento forzado habían impuesto. Al recordar el
lugar de donde venían, los lazos sociales, la abundancia, las propiedades
y los derechos fundamentales sobre la tierra, concebida como un patri-
monio valioso, las víctimas del desplazamiento forzado interno exigían
que alguien se hiciera responsable por las pérdidas sufridas. Al respecto,
en este capítulo, critico el uso de la expresión ‘lugares de origen’ como
fuente primordial de identidad, la cual es empleada por la mayor parte de
la producción académica que aborda los temas de arraigo, sentido de per-
tenencia y desplazamiento (Osorio, 2006). Prefiero usar el término ‘lugar
de antes’ para aludir a las narrativas que recogen los recuerdos afectivos
y sensoriales, y los sentimientos de estabilidad y unidad de estas personas.
Propongo el término ‘lugares de memoria’ (Ricoeur, 2004: 121,405) para
referirme a las descripciones que, desde el presente, realizan estos hom-
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Lugares y memoria
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El lugar de antes
A: –¿Qué se trajeron?
F: –Nada, las botas, la ropa que tenía uno puesta y con eso nos vini-
mos, ropa de trabajo. Las botas que uno usa allá [son hasta] a la rodilla.
¡Me tocó quedarme aquí veinte días con esas botas porque no tenía con
que comprar! (Entrevista a Flor María, proveniente de El Filo, Santan-
der, 48 años, 13 de noviembre de 2003)
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El lugar de antes
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El lugar de antes
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Pues mi papa tenía era herencia, las herencias que sus viejos le ha-
bían dejado, mis abuelos […] Mi papá siempre me recomendaba:
‒Pastora, acuérdese de las tierras que usted puede vender eso y con eso
puede comprar vivienda, con eso puede comprar muchas cosas y esto y
lo otro. (Entrevista a Pastora Rosero, 22 de enero de 2004)
Para esta mujer, con una larga y dolorosa historia de persecución, es-
tas tierras se convirtieron en una obsesión, ya que constituían un patri-
monio que hubiera podido salvarla de las penurias que pasó en Bogotá
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El lugar de antes
Me acuerdo que una vez me fui así como cuando llueve, no, y me
bajaba a andar por ahí y encontraba pedazos de oro y yo: ‒Vea tía como
me encontré esto. Entonces, ella lo cogía y lo llevaba para donde el jo-
yero. (Entrevista a Pastora Rosero, proveniente de Tumaco, Nariño, 48
años, 22 de enero de 2004)
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El lugar de antes
empleaban las atarrayas, mientras que las mujeres utilizaban las trin-
cheras, e insistían en la gran variedad de peces que lograban recoger.
Al respecto, una mujer de 48 años de Salaquí (Chocó) decía: «La trin-
chera es como una canasta y uno la colocaba en la boca de los ríos,
cuando uno quería comer otro tipo de pescado diferente a la sardina o
al barbudo que aquí llaman capaz» (Entrevista a Ana Rosa Mosquera,
febrero 21 de 2004).
En Bogotá, en vez de carne, estas personas tenían que contentarse
con comer arroz, agua de panela y toda clase de “pepas”: fríjoles, len-
tejas y arvejas. Ellas afirmaban que la carne que vendían en la ciudad
tenía sustancias químicas y hormonas que afectaban su salud, y que no
podían utilizar las hierbas con las que acostumbraban sazonar sus ali-
mentos. El pescado que observaban en los refrigeradores era demasiado
costoso, fuera del alcance de su escaso presupuesto. En la ciudad, estos
hombres y mujeres tenían que racionar sus alimentos. Como apunta Jai-
me (10 de agosto de 2003), uno de los hijos de Doris, una mujer inga que
se encontraba rentando un cuarto en Ciudad Bolívar en el momento de
la entrevista: «ahora nosotros comemos un poquito de todo». Además,
algunas personas tenían que ir a Corabastos para conseguir las sobras
en buen estado que los vendedores les regalaban.
La mayor parte de los entrevistados coincidían en que la abundan-
cia de comida que tenían antes les aseguraba su bienestar y buena sa-
lud. Las celebraciones comunitarias y las prácticas relacionadas con el
cultivo de sus alimentos reforzaban los encuentros sociales. Eran activi-
dades que resaltaban la importancia de seguir la costumbre de cocinar
y comer alimentos hechos en casa, que contenían la potencia afectiva
y sexual que la comida contaminada de la ciudad no poseía al estar
“llena de químicos”. Aún más, los alimentos preparados en el hogar
eran los principales recursos para recrear costumbres y sentimientos
colectivos.
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R: –Por ciertas cosas quisiera estar allá pero es que el miedo es mucho.
A: –¿El miedo a qué?
R: –El miedo a la violencia, a todo lo que pasa. Yo cuando estaba por
allá, como lo mataron a él [a su esposo] y mataron a mi papá, uno piensa
que lo van a matar a uno. (Entrevista a Rocío Salazar, de Granada, An-
tioquia, 17 años, 25 de noviembre de 2003)
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Olvidando la guerra
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Sí, como que uno quiere seguir, pero como que no es capaz. Como
que uno, no quiere pensar en esas cosas del pasado, pero siempre están
ahí, es que no se le salen a uno del pensamiento. (Entrevista a Ángela
Salazar, proveniente de Granada, Antioquia, 17 años, 25 de noviem-
bre de 2003)
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Recordatorios
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El lugar de antes
M: –[…] uno acostumbra tener las… las alhajas, que aquí llaman
oro. Uno por allá llama alhajas al oro, o sea que uno tiene sus anillos,
cadenas, aretes… Todo el mundo eso es normal que todo el mundo lo
tenga porque como que...
A: –¿Eso es de buena suerte o qué?
M: –No, es como que uno invierte la plata. Allá no existen los bancos,
entonces como que uno invierte la plata… a medida que va teniendo sus
posibilidades en eso. Porque uno no sabe en qué momento… Como uno
en el campo no tiene seguro ni nada de eso, entonces uno no sabe en qué
momento se puede enfermar.
A: –Claro
M: –Y uno por allá no va al médico y [cuando hay] una enfermedad
grave, uno dice vendo esto, vendo esta cadena, vendo los anillos. Eso es
como una inversión que uno… (Entrevista a Myriam Mosquera, prove-
niente de Salaquí, Chocó, 48 años, 23 de enero de 2004)
147
Andrés Salcedo Fidalgo
por parte del Estado como de la policía, por delatar a una banda de
narcoguerrilleros en la región del sur del Valle del Cauca.
La mayoría de la gente guardaba celosamente una fotografía de sus
hijos, pero también de los compañeros que habían sido asesinados o
desaparecidos. De estas fotos, emanaba la presencia de las personas au-
sentes, el retorno de los seres queridos en un tiempo pasado (Barthes,
2009: 126, 131 y 135). Estas personas abrían, de repente, no solamente
la dimensión del recuerdo, sino también un caudal afectos y emociones
de los momentos vividos con aquellos que habían muerto o se encontra-
ban desaparecidos. Al cargar con estas imágenes o colgarlas en cuadros
y altares familiares, se rememoraba, entonces, a los seres queridos que se
encontraban ausentes (Riaño, 2000: 279). María Nancy, quien salió de
Algeciras (Huila) hacía un año, luego de que mataron a su mamá y a sus
dos hermanos, me mostró un retrato de su madre, que había dispuesto
cuidadosamente en un pequeño altar iluminado por una bombilla eléc-
trica y que estaba ubicado junto a la cama, en un modesto cuarto, con
piso de tierra, que compartía con sus cinco hijos:
Pues hasta ahora, gracias a Dios se les ha borrado todo […]. Al prin-
cipio, cuando llegamos aquí, ella lloraba mucho, porque recordaba mu-
cho […]. Pero a esta fecha ya como que se les va borrando […]. Como
yo tengo una foto ahí, entonces comienzan que mami, que mi abuelita;
que mami, que no sé qué; que mami, que no es cierto que a mi abuelita
la mataron. Como ellos la vieron ahí tirada, puedes ellos que cada nada
me recuerdan eso, porque la ven en la foto. (Entrevista a María Nancy,
de Algeciras, Huila, 33 años, enero 21 de 2004)
A pesar del dolor que sentía por el ataque que sufrió su familia y
porque pensaba que el pueblo de donde venía “murió para ella”, estaba
dispuesta a echar azadón, a abrir las trochas que fuera, a lavar cuanta
ropa le pidieran, con la intención de que sus hijos tuvieran educación.
Los certificados, diplomas, fotografías y credenciales servían para de-
mostrar que tenían una profesión o trabajo. Libia, una mujer a quien
encontré en la Casa de Atención al Migrante, acababa de llegar de Ca-
racolí (Cesar) y había dejado a sus tres hijos con su mamá en Valledupar.
Me contó que estaba a punto de perder la cabeza, porque necesita-
ba con urgencia el dinero para poder pagar la renta. Además, un
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El lugar de antes
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A: –¿Y el otro?
R: –De Progresar. También lo hice por esta época, el año pasado.
A: –¿Y sobre qué?
R: –Manejo… restablecimiento social empresarial
(Entrevista a Rita Moreno, proveniente de Lejanías, Meta, 13 de no-
viembre de 2003)
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El lugar de antes
¿Por qué no me reciben los niños con las cosas que ellos traen?
¡Por favor!
Que tenían que ir con los uniformes y con todos los libros y la su-
dadera y tenis blancos. Bueno eso es un poco de requisitos. (Entrevista
a Amaranta Álvarez, proveniente de Tumaco, Nariño, 32 años, 2 de
febrero de 2004)
Las posesiones más valoradas y los artículos que las personas lo-
graron rescatar fueron utilizados como reservas para cuando se veían
en necesidad apremiante de dinero en la ciudad. Mientras aprendían
a manejar los implacables costos de vida en Bogotá, en términos de
arriendo, servicios, ropa y apariencia, las personas se sentían humilla-
das y relegadas a un lugar marginal dentro del orden social que con-
trastaba con sus testimonios acerca de las comodidades y el reconoci-
miento que tenían antes del desplazamiento.
Conclusión
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4. Estado, tierra y reconocimiento
D
urante esta investigación, interactué con sectores pertenecientes
a organizaciones étnicas, así como también con trabajadores de
zonas rurales que no estaban adscritos a entidades de este tipo.
Dicho contacto con poblaciones de distinta procedencia rural y múltiples
trasegares me ha conducido a entender mejor la relación compleja e im-
bricada que existe entre el desplazamiento forzoso y la historia política
de los movimientos campesinos y étnicos en Colombia, sus luchas por la
tierra y, más tarde, sus reivindicaciones de la diferencia cultural. Por este
motivo, intentaré dar cuenta de las formaciones discursivas en las que
han estado inscritas las demandas y protestas campesinas y étnicas desde
los inicios del siglo xx, las cuales se sustentan en la Constitución Política
de 1991. Esta última replanteó la noción de diversidad cultural en nues-
tro país, gracias a la intervención de movimientos sociales y, también, a la
participación e influencia de la producción académica, quienes desmon-
taron viejas representaciones sobre la pluralidad e introdujeron otras
(como la tríada indígenas, afrocolombianos y campesinos). Sin embargo,
aunque estas nuevas acepciones significaron un avance, no alcanzan a
dar cuenta, con justeza, de una población rural móvil y heterogénea que
se ve presionada a apelar a dichos bloques identitarios para reivindicar
expresiones de diferencia cultural y ciudadanía étnica.
Para referirme al devenir del campesinado y de los movimientos étni-
cos en Colombia, recurro a investigaciones sociológicas, antropológicas
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Estado, tierra y reconocimiento
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Multiculturalismo en Colombia
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Desterritorialización
Grupos indígenas senú, pijao, nasa y kankuamo que habían tenido que
huir debatieron, durante los encuentros que organicé, sobre la historia
de sus territorios amenazados por el desplazamiento forzado. La resis-
tencia indígena contra este tipo de hechos estuvo enmarcada, precisa-
mente, en la defensa de la tierra y de su autonomía cultural, a pesar de
los desafíos que representaba el recrudecimiento de la guerra en zonas
que se habían convertido en objeto de disputa por el control del nar-
cotráfico, o en botines de guerra, dado que albergaban oro o petróleo.
Jóvenes líderes kankuamo denunciaban que el desplazamiento forzado
había violado un territorio sagrado y que era necesario restablecer el
equilibrio natural resquebrajado por el asesinato de 78 líderes de su or-
ganización, entre el 2003 y el 2004, en la Sierra Nevada de Santa Mar-
ta. Por otro lado, líderes pijao argumentaban que la guerra les había im-
pedido continuar su lucha por la recuperación de tierras de resguardos,
parte fundamental de su historia de valentía y resistencia.
Todos los participantes coincidieron en afirmar que el desplazamien-
to forzado era el proceso continuo y progresivo de pérdida cultural al
que habían estado sometidos desde la conquista española. Además, el
desplazamiento forzado no podía ser discutido como ajeno a una histo-
ria de violencia durante la cual cientos de líderes políticos indígenas ha-
bían sido asesinados. Estas comunidades consideraban, justamente, que
su invocación a la historia era la única manera de rescatar una versión
no estigmatizante de su pasado, que explicara las razones para resistir y
fortalecer su organización política. Un líder pijao me explicaba el tribu-
to que su organización le ofrece a los innumerables dirigentes indígenas
muertos, como parte de sus estrategias de no olvido:
174
Estado, tierra y reconocimiento
rar las ideas [de los muertos], porque el que murió, como dice el dicho,
salió de tierra y a tierra volverá. Nadie llegó con nada y nadie se va con
nada. Pero, sin embargo, como para recobrar nosotros las ideas o la san-
gre, podríamos decir, de un compañero de lucha, nosotros lo recordamos
con el no desfallecimiento de la lucha. Esa sangre allá todos los días nos
está diciendo “ve, echen p’adelante”. (Heliodoro, líder pijao, taller indí-
genas onic, 9 de noviembre de 2002, 48 años)
175
Andrés Salcedo Fidalgo
Los hemos elegido con nuestros votos. Es que nosotros somos los que
votamos. Tenemos los mismos líderes que elegimos que nos llevan allá
como marranos a la canoa, por un tamal, por una teja de zinc, por un
bulto de cemento. Entonces, si sabemos el sistema de elegir al presidente
y nosotros le ponemos el hombro para subirlo [aludiendo al reciente-
mente elegido presidente Álvaro Uribe] con el voto, permitimos, somos
nosotros los principales criminales, somos nosotros los que votamos por
nuestros representantes. (Leandro, indígena nasa, taller indígenas onic,
9 de noviembre de 2002, 35 años)
176
Estado, tierra y reconocimiento
tiene roja. Porque los que eran liberales o cachiporros, que llamaban, ro-
baban, masacraban, pero eran perdonados por nuestro señor Jesucristo
representado en el Sagrado Corazón. Para los godos [conservadores], que
mataban y robaban, entonces la abogada de ellos era la Virgen y le pu-
sieron su manto azul. Fíjense ustedes hasta donde esa gente corrompió
nuestra religión que, sin querer queriendo, metieron en la política parti-
dista de color al Sagrado Corazón y a la Virgen del Carmen. (Heliodoro,
indígena pijao, taller indígenas onic, 9 de noviembre de 2002, 48 años,
cursiva mía)
Heliodoro, líder pijao que llevaba varias décadas trabajando con in-
dígenas de diferentes etnias y que vivía en Bogotá, señalaba los patrones
repetitivos y dogmáticos de una guerra que, en Colombia, se convirtió
en genocidio, como lo evidenciaba el hecho de que entre el año 2003 y
el 2013 más de mil indígenas hubieran sido asesinados (Martínez, 2013);
esto, por ejemplo, fue lo que llevó a la Corte Constitucional a declarar,
en 2009, el riesgo de extinción física y cultural de 35 etnias indígenas.
La lucha histórica de estos pueblos por la tierra les permitía asumir su
territorio como un universo de derechos culturales y políticos por el cual
habían luchado, aunque con muchos muertos a cuestas; además, a pesar
de que estos reconocimientos socioculturales quedaron plasmados en
la Constitución de 1991, venían siendo violados, año tras año, con los
asesinatos y desplazamientos de sus hermanos.
Mediante el uso de conceptos provenientes de la producción antro-
pológica de los inicios de la década de los noventa, los líderes indígenas
argumentaban que sus leyes retomaban una cosmovisión que imponía
un vínculo permanente y armónico con el territorio. Este era un bien
necesario para pensar y compartir los saberes. El pensamiento y la na-
turaleza estaban ligados. Víctor Jacanamijoy (entrevista, 29 de enero
de 2005), sabedor inga que también participó de los talleres, explicaba:
«Nuestro territorio está abierto al pensamiento. El territorio enseña a
pensar, es un multiplicador de la vida, produce comida cuando se culti-
va». Como hogares, sus territorios eran los lugares para sentarse, escu-
char a los ancianos y transmitir el conocimiento. Una actividad como
divagar, en el caso de los indígenas de la Sierra Nevada, o la práctica
nasa de observar el paisaje eran mencionadas como vías para mante-
ner la comunicación con la historia. Estas personas afirmaban que el
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Andrés Salcedo Fidalgo
Our ancestors, the elders, are in front, guiding our actions in the present, the foun-
dation of the future of our people. Our actions correspond to the teachings of the elders
and determine the future of our existence. Our people walk, observing the footprints of
the elders in front of us.1 (Piñacué, 1997: 32-33, citado en Jackson, 2002: 58)
1
Traducción del autor: «Nuestros antepasados, los ancianos, están al frente, guiando nuestras
acciones en el presente, la base del futuro de nuestro pueblo. Nuestras acciones corresponden
a las enseñanzas de los ancianos y determinan el futuro de nuestra existencia. Nuestra gente
camina, observando las huellas que los ancianos dejan en frente de nosotros».
178
Estado, tierra y reconocimiento
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2005: 268). A pesar de la vigencia del discurso sobre el rol que desem-
peñaban los indígenas como cuidadores de la naturaleza, en diciembre
del 2005, una nueva ley forestal fue aprobada a favor de la extracción y
comercialización de los recursos naturales bajo la excusa de “promover
el desarrollo del sector maderero colombiano”. Esta ley eliminó el Sis-
tema Nacional de Parques Naturales y permitió la extracción comercial
de maderas bajo el nombre de “reforestación comercial”. Grupos indí-
genas organizados se opusieron abiertamente a esta ley a través de la
página web de la onic:
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abajo del río está el pozo tradicional donde todos nos reuníamos para
bañarnos. Para llegar a ese pozo es un sitio especial, el sitio turístico por
excelencia, el sitio donde [va] todo el mundo que llega al pueblo. Ese
pozo se llama el Pozo de Sixto, eso es en honor de uno de los patriarcas
de la comunidad y era de él. Ese es el pozo nuestro llega hasta por aquí,
llega de nuevo al río. Hay un puente para ir al pozo, para ir a paseos.
(Miguel, hombre kankuamo, taller indígenas kankuamo, 24 de julio de
2004, 28 años)
Oro y tierra
Luego del feroz exterminio contra este grupo por parte de los españoles,
que terminó en 1608, se crearon varios flujos de migración forzosa de
indígenas pijao a Bogotá, especialmente durante la expansión del lati-
fundio ganadero del siglo xix, durante la violencia bipartidista y desde
el año 2003, fecha en la que empezó a llegar en gran número de ellos
huyendo de las operaciones militares y acciones paramilitares destina-
das a desvertebrar el corredor que conecta el sur del Tolima con el
departamento del Meta. Tuve mi primera reunión con varios líderes del
movimiento Ambiká en una inmensa casa colonial localizada en una es-
quina del centro histórico de Bogotá. Esta edificación, arrendada por el
director de la organización de indígenas wayuu, servía para apoyar las
acciones y reuniones encaminadas a brindar ayuda a todos los grupos
indígenas que residían en Bogotá.
Para seguir a este grupo, tuve que convertirme en un activista cir-
cunstancial (Marcus, 1998: 98) y representarlos como un antropólogo
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Estado, tierra y reconocimiento
que otras vendían tamales por medio de las cadenas comerciales del
circuito informal que conectaba a Bogotá con sus pueblos en el Tolima.
Los líderes pijao aludían a un largo recorrido de recuperación de
tierra. Formaban un grupo a duras penas considerado “indígena” por
el resto de colombianos y por el Estado. La mayoría de ellos tenía una
larga historia de movilidad voluntaria e involuntaria y un fuerte vínculo
con las periferias de barrios como Santa Rosa de la Loma en la locali-
dad de Usme.
Para sustentar sus exigencias y ser reconocidos como un grupo ét-
nico con la urgente necesidad de protección en Bogotá, argumentaban
que debía tenerse en cuenta que ya habían sufrido cruentas guerras
de resistencia y varias migraciones para escapar de la subyugación, la
explotación y la dominación. Informados por una serie de estudios et-
nográficos y lingüísticos, coordinados en la década de los cuarenta por
Paul Rivet, Gerardo Reichel, Alicia Dussán y Roberto Pineda (Cubillos,
1946: 48), así como por investigaciones realizadas por miembros de su
movimiento, estos indígenas se presentaban como expertos en las artes
de la resistencia.
Ellos me explicaron que la Iglesia católica obtuvo la administración
de sus territorios en 1887 y reclutaron a la fuerza a jóvenes pijao para los
servicios requeridos por las enormes haciendas de la región. Los líderes
de este grupo utilizaban estas referencias históricas con el fin de explicar
las razones por las que perdieron su lengua y fueron incorporados a la
economía campesina de las regiones planas del Tolima.
De acuerdo con documentos antropológicos sobre el sur del Tolima
(Triana, 1993: 114; Pachón, 1996: 155), los grupos indígenas pijao que
habitaban los municipios de Ortega, Chaparral, Coyaima y Natagaima
habían sido considerados campesinos que migraban de manera per-
manente en dos sentidos: hacia Bogotá y desde Bogotá hacia el sur del
Tolima. De hecho, varios funcionarios habían declarado la inexistencia
de indígenas en el Tolima ya que compartían características cultura-
les comunes a cualquier otro grupo campesino en Colombia (Triana,
1993: 105).
Apoyados por el partido comunista y los movimientos campesinos de
las primeras décadas del siglo xx, el movimiento indígena del Tolima se
opuso a la intención de los terratenientes de expandir sus propiedades.
Durante los talleres, varios líderes mencionaron que, junto con Manuel
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Nueva esclavitud
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a los árboles que no solo daban sombra, sino que eran referentes de
congregación que ayudaban a preservar los ríos y, por ende, la vida y el
movimiento:
Los árboles son parte fundamental… los usamos como madera para
nuestras propias casas y son muy útiles. Existen árboles maderables y
árboles frutales que son de los que comemos, como el árbol de zapote,
el de papaya, el de guayaba; todos esos árboles son muy importantes
para nosotros, porque nos dan sombra […]. Uno dice que donde hay
árboles siempre hay agua; una quebrada sin árboles se seca, eso ya ha
pasado, muchas quebradas se secaron porque la empresa taló todos los
árboles, por eso hay muchas partes secas. (Entrevista a Elena Martínez,
mujer líder del pcn-Tumaco, Nariño, 1 de diciembre de 2002)
Las mujeres sabían domesticar las plantas y los animales para usos
terapéuticos y prácticas culinarias. Ellas se referían a una larga lista de
actividades curativas tradicionales cuando los niños se resfriaban, enfer-
maban o tenían parásitos. En sus pueblos, había siempre una comadrona
con mente poderosa que sabía las oraciones y conocía las hierbas para
purgar a los niños, sanar las enfermedades más frecuentes o curar la
fiebre amarilla o el “mal aire”. Hablaron de los baños con plantas y las
dietas que preparaban como parte de la recuperación después de parir
un hijo. La mayoría de ellas daba a luz con la ayuda de las comadronas,
quienes actuaban como parteras. Las mujeres narraban cómo los médi-
cos de los hospitales públicos eran incapaces de tratar adecuadamente
algunas afecciones, mientras los curanderos tradicionales sabían cuando
una persona tenía “mal de ojo” o era víctima de la brujería.
En varias ocasiones, estas mujeres hicieron mención al uso mági-
co y terapéutico que interpreta y enlaza el mundo vivo e inorgánico
analizado por Losonczy (1993: 41). Ellas mencionaban que sus abuelos
conocían una serie de secretos basados en el conocimiento mágico para
dominar a los seres sobrenaturales que vivían en el monte. Únicamente
los curanderos y curanderas conocían los “secretos y las oraciones” para
neutralizar las fuerzas malignas. Todos insistían en que Elena, comadro-
na de Barbacoas, nos hablara sobre estos espíritus de la selva a los que
temían desde niño(a)s, pero sobre los cuales querían escuchar de nuevo.
Elena explicó que la gente se podía perder si se adentraban mucho en
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Taller realizado con hombres y mujeres del Bajo Atrato en mayo de 2003
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Una extensa red fluvial que se origina en las laderas de la cadena mon-
tañosa formada por la cordillera Occidental, en los límites con el Ecua-
dor, constituye el delta del río Patía, un área que se extiende por más de
3.000 kilómetros cuadrados al sur de la costa Pacífica colombiana. En
los primeros años de la década de los noventa, cerca del puerto princi-
pal de Tumaco, el cultivo de palma africana, la pesca de mariscos y la
ganadería se convirtieron en las principales actividades agroindustriales
en la región. Estas actividades fueron introducidas como parte del plan
de integración económica del Pacífico colombiano a los mercados inter-
nacionales. Los conflictos por la tierra se recrudecieron, en la medida
en que los cultivadores de camarones, en su mayoría blancos y mestizos,
destruían los manglares y derramaban el agua salada sobre las tierras de
los campesinos, en su gran mayoría afrocolombianos.
Durante mi trabajo de campo, conocí a cinco mujeres de Barba-
coas, un municipio ubicado a cuarenta kilómetros de Tumaco. Todas
ellas eran miembros del pcn, que luchaban por la titulación colectiva de
tierras y se oponían a la destrucción ambiental que la empresa Palmas
de Tumaco había causado en sus territorios. Todas trabajaban por la
titulación de sus tierras desde el Consejo Comunitario del Alto Mira y
Frontera, prescritas por la Ley 70, mientras que sus esposos eran em-
pleados de esta compañía maderera. En el 2000, la aparición de grafitis
en las calles de Tumaco anunció la llegada de los paramilitares, quienes
dirigieron sus acciones selectivas contra personas acusadas de ser cola-
boradores de la guerrilla por el hecho de trabajar como líderes comuni-
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[…] porque como yo era la que estaba pendiente de los niños y hasta
de las mismas viejas. Que un dolor de cabeza, ahí estaba yo ahí; que hay
que ponerle una hierbita, que hay que hacerle cualquier cosa. Cuando
yo veía que ya se me salían las cosas de las manos, entonces si ya acudía
al médico, pero cuando no, desde que le parara la infección que era lo
más duro, ya ahí yo les daba vitaminas, ya yo sabía cuál era la vitamina
que hay que darle el niño. (Entrevista a Elena Martínez, pcn, 1 de di-
ciembre de 2002)
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Estado, tierra y reconocimiento
el pueblo al asumir las riendas del hogar infantil para los niños de la
comunidad. Sin embargo, pronto también fue blanco de las amenazas
por parte de los paramilitares. Ambas enviaban dinero y ropa para sus
familiares por los días en que las entrevisté. Ellas anhelaban retornar a
su hogar, ya que su comunidad las necesitaba. «Una comunidad nece-
sita alguien que la cuide y piense en el bienestar de todos, si queremos
que haya desarrollo», decía Elena.
Pastora, por su parte, venía de Candelillas, cerca de Tumaco, y sus
múltiples trasegares reflejaban los efectos que habían tenido en su vida
las venganzas a muerte entre integrantes de familias que se peleaban
por los linderos de tierras, el transporte de drogas y la participación en
el negocio de grupos guerrilleros y, posteriormente, en el de los grupos
paramilitares denominados “Águilas negras”. Su vida estaba marca-
da por la pérdida y la persecución. Cuando era niña, vivía en fincas
extensas de propiedad de su tío político, a quien consideraba como
su segundo padre. Recordaba la abundancia y la variedad de cocos,
plátanos, guayabas, piñas, arroz y caña de azúcar, que su familia cul-
tivaba y vendía en el puerto de Tumaco. Un día, Pastora fue testigo
de un duelo a machete que resultó en el asesinato de su tío por parte
de un hombre que organizaba bandas armadas en la región. Ella y
su familia, perseguidos por los familiares del finado, se fugaron y se
trasladaron para la vereda El Bolo. La policía capturó al hombre que
había acuchillado a su tío y Pastora declaró los detalles del hecho. Sin
embargo, el asesino salió libre dos años después, durante la época en
que ella estaba viviendo en El Bolo y ayudaba a su tía a atender una
tienda. En un día inesperado, Pastora reconoció el rostro del asesino
en un hombre que se acercó a comprarle cigarrillos y que no dudo en
amenazarla. Ella y su familia tuvieron que desplazarse nuevamente a
Tumaco y permanecer allí durante otros dos años. Sin embargo, en el
pueblo los rumores indicaban que el asesino seguía buscándola a ella
y a su padre, y que, incluso, el sujeto iba levantando el toldillo de las
hamacas de todas las casas para poder encontrarla. Su familia deci-
dió, en consecuencia, trasladarse a Buenaventura, ciudad en la vivió
por diez años con dos hermanos de su papá y en la que conoció a su
esposo. La joven pareja quiso regresar a Tumaco, con el deseo y la
esperanza de recuperar la herencia de Pastora, quien recordaba la voz
de su tío diciéndole que nunca se olvidara de sus tierras. Al volver, ella
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Conclusión
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L
as personas desplazadas internamente enfrentaron enormes di-
ficultades para incorporarse laboralmente y de manera estable
en la ciudad de Bogotá, un contexto en el que el desempleo era,
en el año 2002, del 18% y en el que el 60% de la población estaba bajo
la línea de pobreza (Departamento Administrativo Nacional de Esta-
dística, dane, 2002). Solo los grandes sectores financieros y comerciales
a gran escala parecían haberse beneficiado de la riqueza generada por
las políticas neoliberales y un clima de mayor seguridad e inversión ex-
tranjera. La contracción del empleo formal y el crecimiento de la des-
igualdad de ingresos, documentados por Portes y Hoffman (2003: 50),
parecían un patrón común en toda América Latina luego de las refor-
mas neoliberales de la década de los noventa. Durante ese periodo, en
Colombia las actividades informales, distribuidas en comercio (45,3%),
servicios (20,0%) e industria (18,2%), representaron la principal fuente
de ingresos para más de la mitad de la población laboral urbana en Bo-
gotá (Maldonado y Hurtado, 1997).
En 2002, más de la mitad de las personas internamente desplazadas
afirmaron que no tenían empleo, mientras que el resto tuvo que trabajar
de manera informal en el sector servicios: vendedores ambulantes, tra-
bajadores y cuidadores de predios cerca de Bogotá, empleadas del ser-
vicio doméstico, asalariados en el sector de la construcción y ayudantes
en pequeñas tiendas de barrio (Pérez, 2004: 94; rut, 2002).
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El rebusque
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Desde que salí de allá, llegué aquí a la ciudad con $200.000 y em-
pecé a bregar, a trabajar vendiendo empanadas en la calle puerta a
puerta y pasteles. Una familia, de verme así que tenía mis hijos peque-
ños y eso, me regaló para comprar una estufa y una olla, y con eso me
puse a hacer tamales. Era una estufa industrial de gas. (Entrevista a
Rosa Moreno, 50 años, proveniente de Lejanías, Meta, 13 de noviem-
bre de 2003)
Para los hombres era más difícil conseguir un empleo, debido a que
su experiencia como trabajadores agrícolas no era valorada en la ciu-
dad. Sin embargo, algunos consiguieron contratos informales de tiempo
parcial con empresas de seguridad, y como auxiliares de construcción y
asistentes en la reparación de automóviles. A raíz del desplazamiento,
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Ciudad y reconstrucción
A: –¿Usted en qué cosa cree que podría trabajar ahora, pues aparte
de lavar la ropa?
N: –En lo que lo coloquen a uno. Si a mí me sale trabajo, que estén
trabajando en construcción y a mí me necesitan, yo con mucho gusto
voy, porque me toca revolver mezclas, yo las revuelvo; si me toca pasar
ladrillos, yo paso, porque yo he estado, como el cuento, yo he sido más
macho pa’l trabajo material que pa’ cocinar –se ríe–. Yo no sé, yo como
que me crié en realidad doctor, yo no le estoy mintiendo, yo me crié fue
como un macho, trabajando, sí señor. (Entrevista a María Nancy Truji-
llo, 33 años, proveniente de Algeciras, Huila, 21 de enero de 2004)
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Este es nombre no se trata de un seudónimo. Lo utilizo porque Virgelina se convirtió en
una figura pública y ha sido entrevistada en los medios de comunicación a propósito de su
vivencia.
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Ciudad y reconstrucción
que nos condujeron al pequeño pasillo con piso de tierra que separaba
su casa de las demás, la cual se elevaba en tres plantas pequeñas en la
zona llamada El Rocío.
Como todos los sábados, la casa se llenaba con la algarabía y las risas
de conocidos que llegaban a visitarla y a trabajar. Allí se encontraba
Nubia, una líder política del partido alternativo Frente Social y Político.
Ambas, Nubia y Virgelina, eran miembros de un movimiento de dere-
chos humanos llamado Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz,
creado en 1994. Más tarde, me enteré de que juntas habían gestionado
la adquisición de un horno para hacer tortas, una de las muchas activi-
dades que se manejaba desde la casa de Virgelina. También me enteré,
varios meses después, de que ella obtuvo un reconocimiento mundial
por sus programas de creación de paz y recuperación económica para
las personas desplazadas internamente, y que había sido incluida, junto
con otras mil mujeres, en la lista de los nominados al premio Nobel de
la Paz en el año 2005.
El día de nuestra entrevista, un equipo universitario de profesores y
estudiantes salía de su casa. Virgelina se despidió de ellos y les lanzó una
moraleja al señalar que, si bien ellos le debían enseñar a ella, termina-
ron también aprendiendo de sus experiencias. Nos invitó a sentarnos
alrededor de una larga mesa donde tenía todo tipo de artesanías para
la venta. Algunos de los afiliados a su asociación nos enseñaron a com-
binar el pegante, el trigo y el jabón para formar la masa que usaban
para modelar sus creaciones manuales. Entre las muchas figuras, una en
particular llamó mi atención: una muñeca afro con un vestido de noche
muy elegante de color rojo y con las curvas de sus caderas prominen-
tes. Las características de esa muñeca me recordaron los estereotipos
generalizados que había escuchado de muchos hombres en los espacios
públicos en Bogotá, estereotipos que se utilizaban para sexualizar a las
mujeres afrocolombianas, y me percaté de la manera como estas inicia-
tivas comerciales de base respondían a dichos estereotipos.
Virgelina nos invitó luego a sentarnos en la terraza de su casa. Desde
allí, teníamos la vista más increíble de la ciudad y, como telón de fondo,
los cerros orientales con sus visos negros y su aspecto siniestro y fresco.
Virgelina nos habló de la conveniencia de vivir cerca del centro de Bo-
gotá, señalando con el dedo las oficinas de la Red de Solidaridad Social
y los Ministerios que por lo general visitaba, así como Cachivaches, la
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tienda en donde vendía algunas de las artesanías que ella y las mujeres
de su asociación producían. Con ese dinero, ellas invertían y compraban
nuevo material o lo utilizaban en caso de que alguna de sus afiliadas
tuviera una situación de emergencia.
Virgelina me explicaba cómo había logrado crear su asociación:
en primer lugar, visitaba a las mujeres que estaban dispuestas a adhe-
rirse; luego, corroboraba que fueran madres solteras a cargo de sus
hogares y constataba que tuvieran necesidad de apoyo económico;
finalmente, sondeaba qué era lo que mejor sabían hacer para ganarse
la vida y, de esta forma, lograba organizar y movilizar el potencial
humano que veía en sus compañeras:
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Ciudad y reconstrucción
Hay que hacer algo para fortalecernos como familias, como perso-
nas. Y que la violencia no nos niegue la posibilidad de ser personas con
decisión y acción. La violencia te niega eso, porque instaura en ti todo
el resentimiento, el dolor, la tristeza, y a ti te cuesta luego interactuar
y relacionarte. (Entrevista a Stella Duque, directora de Taller de Vida,
1 de octubre de 2002)
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Espiritualismo y ambientalismo
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a la mujer y una práctica para pensar. Por eso, se sentían aliviados mien-
tras sacaban la cal del recipiente para mezclarla con las hojas de coca y
mascarla. Mencionaban, con gracia, que era su elemento de identidad
personal, similar a la cédula que la policía les pedía cuando los detenía
en las calles al verlos usar dicho recipiente. Las mujeres mencionaron
las cuentas de colores bendecidas por los Mámas como protección en un
entorno como el de Bogotá.
La comida era un elemento central de la discusión acerca de sus vi-
das en la ciudad, porque en ella el alimento escaseaba y no se intercam-
biaba como era costumbre en sus lugares de procedencia; tenían que
comprarlo, estaba contaminado y, según expresaban, a los hombres los
privaba de cierto poder sexual. Pronto, articularon el discurso sobre la
comida limpia y la medicina tradicional, el cual circulaba en la ciudad,
con sus preocupaciones por la seguridad alimentaria. Estas comunida-
des indígenas advirtieron que sus prácticas agrícolas correspondían con
lo que en la ciudad se llamaba ‘agricultura limpia’, y que la defensa de
especies vegetales y animales también tenía adeptos en Bogotá. A fina-
les del mes de mayo de 2007, ellos organizaron el Encuentro Cultural
de la Sierra Nevada y Festival de la Cultura Kankuama, una ocasión
para preparar el guisado de bocachico, la sopa de mondongo o la viuda
de pescado con ingredientes que les habían enviado desde la Sierra,
tales como el ñame y la malanga (Oramas, 2007: 18). Desde Bogotá, y
en manera de reciprocidad, ellos enviaban regularmente recordatorios,
chaquetas, abrigos, zapatos y botas.
Los entrevistados kankuamo mencionaban que los habitantes de la
ciudad solían percibirlos como costeños debido a su bullicio, acento y
personalidad. También, hicieron hincapié en sus diferencias con los ca-
chacos, pues estos se caracterizaban, según su percepción, por ser bas-
tante amargados. Me expresaron, además, que cuando se encontraban
en espacios públicos, les gustaba romper con su acento y sus bromas el
ambiente lúgubre y triste que solía reinar. Ellos percibían a las perso-
nas de Bogotá como desconfiadas, pero como «gente, que una vez te
conoce, te ofrece su confianza». A diferencia de algunas personas de la
capital, a ellos les gustaba festejar en sus casas y no en las discotecas, les
gustaba compartir el chirrinchi que les enviaban sus familiares desde el
territorio, e intentaban reunirse a pesar de las quejas de sus vecinos, que
los obligaban a terminar sus reuniones temprano.
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Cabildo Ambiká
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la música de esa noche. Fui con Cecilia, una amiga de Isabelina, para
comprar lo que prepararíamos para las onces. Me sorprendió reconocer
en la tienda a la madre de Analicia, una mujer que estuvo en uno de
los talleres que organicé y que había puesto su tienda. Le compramos
plátanos verdes, chocolate, leche y pan. Carmen nos preparó una comi-
da tradicional hecha de queso frito chocoano, plátano frito y la bebida
clásica bogotana: el chocolate caliente. La discoteca que Isabelina admi-
nistraba estaba a diez cuadras de su casa. Allí, encontramos a sus hijos
dentro de su cabina de dj, tocando música de reggaetón. La discoteca
era un lugar muy pequeño con dos palmeras y las olas del mar dibujadas
en sus paredes. Charlábamos, nos reíamos y bebimos algunas cervezas.
Ya era de noche cuando nos dimos cuenta de que teníamos que regre-
sar, porque ese día no había transporte público después de las 6:00 p.m.
Era la fiesta de la Virgen del Carmen, santa patrona de los conductores.
Mientras caminábamos, Isabelina nos contaba que el área por donde
estábamos pasando era muy peligrosa. Un joven había sido asesinado
por presuntos paramilitares, la semana pasada, en una de las calles.
Cecilia vivía en la zona denominada Rincón del Valle, en el barrio
Molinos, al sur de Bogotá. La mayoría de las casas de ladrillo estaban
recubiertas por una capa de hormigón que eventualmente se pintó. Ese
sábado, las carnicerías, talleres mecánicos, tiendas de licores, tiendas de
video, tiendas de teléfonos celulares, etc., ubicadas en el primer piso de
las casas estaban abiertas y generaban un ambiente muy animado. Ce-
cilia nos estaba esperando en la estación con dos de sus hijos y dos sobri-
nas con cuentas de colores colgando de sus trenzas. Nos recibió con una
sonrisa amplia y unos ojos luminosos, cuidadosamente delineados con
maquillaje. Mientras caminábamos por la cuesta de una calle pavimen-
tada, fuimos dejando atrás las viviendas de ladrillo intercaladas por lotes
y empezamos a observar casas con pilares de madera, tablas, estaño y
techos de zinc. Para llegar a la entrada de su casa, la familia de Cecilia
había improvisado un puente de madera que les evitaba embarrarse con
los chorros de agua y arcilla que bajaban de la montaña erosionada. La
casa de Cecilia era la única con ventanas, construida en concreto y con
dos plantas. En el primer piso y a un lado, estaba la cocina con una ven-
tana y las paredes cubiertas con un plástico amarillo donde colgaban las
ollas. La casa contaba con un baño y un pequeño lavadero, cuyas pare-
des tenían el ladrillo al descubierto. En el segundo piso, la sala, con una
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Conclusión
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Conclusiones: usurpación de la riqueza
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Conclusiones:
usurpación de la riqueza
E
n el periodo comprendido entre el año 2002 y el año 2005, el Es-
tado colombiano asociaba el desplazamiento con las condiciones
de pobreza en las que se encontraban ciertas regiones marginales
del país, asumidas como zonas propensas a caer en las “garras” de la sub-
versión. Sin embargo, el material que he presentado muestra que el des-
plazamiento, en cambio, ha sido una tecnología de poder a través de la
cual los grupos guerrilleros y paramilitares se disputaron regiones enteras
que habían permanecido por fuera del desarrollo dirigido, y en las cuales
el Estado planeaba introducir economías extractivas y agroindustriales.
La exclusión y el sometimiento de poblaciones subalternas diversas,
en la historia de configuración del orden socioracial colombiano, se ha-
bía perpetuado mediante la acumulación de poder y por vías del aca-
paramiento de tierras y recursos. Durante el proceso de poblamiento
del país, la población rural había sido sometida a la expropiación, los
excesos del poder y los desplazamientos forzosos. Gracias a mi trabajo
de campo, dilucidé que una gran proporción de las personas desplaza-
das eran descendientes de antiguos colonos desalojados y aparceros que
se habían trasladado por todo el país en las movilizaciones interdepar-
tamentales e intermunicipales provocadas por la violencia política, así
como por los auges del café, el oro, la madera y la coca.
En la convulsionada historia reciente de Colombia, la guerra ha sido
una de las pocas opciones de trabajo para miles de jóvenes de zonas ru-
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Terdiman, R. (1993). Present Past. Modernity and the Memory Crisis. Ithaca:
Cornell University Press.
Thoumi, F. (2003). Illegal Drugs, Economy, and Society in the Andes. Washing-
ton D.C.: Woodrow Wilson Center Press.
Trouillot, M. (1995). Silencing the Past. Power and the Production of History.
Boston: Beacon Press.
Ulloa, A. (2005). The Ecological Native: Indigenous Peoples’ Movements and Eco-
governmentality in Colombia. New York: Routledge.
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Referencias
Warren, K. (ed.). (1993). The Violence Within. Cultural and Political Opposi-
tion in Divided Nations. Boulder: Westview Press.
269
Andrés Salcedo Fidalgo
Prensa
El Tiempo
“Plan Patriota. A corazón abierto”, 3 de mayo de 2005, 1-6 y 1-11.
“Presidente Uribe ya tiene un nuevo proyecto de ‘ley de paras’”, 23 de
febrero de 2005, 1-2.
“Tres años de toma y nada”, 6 de noviembre de 2002, 1-6.
“Fin a toma de tres años en Zona Rosa”, 22 de diciembre de 2002, 1-18.
“Las mujeres de negro”, 8 de septiembre de 2002, 1-14.
Sitios web
270
Referencias
ReliefWeb: http://www.reliefweb.int
271
Andrés Salcedo Fidalgo
272
Lista de abreviaturas
273
Andrés Salcedo Fidalgo
274
Lista de abreviaturas
275
Andrés Salcedo Fidalgo
276
Índice
onomástico
A Balibar, E.
Agamben, G. 118
42 Barthes, R.
Agier, M. 148
115 Basso, K.
Agudelo, C. 129
160 Battaglia, D.
Ahmed, S. 127
134 Bauman, Z.
Antze, P. 115, 116
141 Bechara, E.
Arbeláez, L. 86
168 Bello, M.
Arnson, C. 48, 119, 134
64, 65 Bessolo, S.
Arocha, J. 232
167,193 Blair, E.
91
B Bocarejo, D.
158
Bachelard, G. Bolívar, I.
134 40, 163
277
Andrés Salcedo Fidalgo
Bornstein, E. Das, V.
29 40, 41, 106
Bouley, C. Deng, F.
64 93, 94, 95, 96
Bourdieu, P. Dussán, A.
37, 115, 116 184
Braun, H.
53 E
Briones, C.
118, 119 Echandía, C.
86
C Elyachar, J.
247
Caldeira, T.
Escobar, A.
27
43, 197, 215
Camelo, E.
Evans-Pritchard, E.
119
52
Candamil, J.
224, 225
F
Chaves, M.
160 Fabian, J.
Clifford, J. 85, 162
127 Fassin, D.
Cohen, R. 84, 106
94, 95, 96 Feldman, A.
Colson, E. 19, 38, 58, 61, 110, 111
115 Ferguson, J.
Coutin, S. 22, 98, 116, 118, 209
124 Flórez, R.
Cubillos, J. C. 163
189 Forero, E.
Cunin, E. 103, 104
157 Fortier, A. M.
104
D Foucault, M.
42
Daniel, V. Friedemann, N.
115 167
278
Índice onomástico
Friedman, J. Hernández, M.
118 197, 198
Hoffman, K.
G 205
Hurtado, D.
García, C. I.
119
79
Hurtado, M.
Godoy, M.
205
238, 239
Gómez, H.
J
57
Gómez, P.
Jackson, J.
63
160, 178
González, F.
James, W.
47, 55, 67, 69, 73
90
González, J. J.
Jaramillo, L. E.
78
107
Gordillo, C.
Jimeno, M.
40
113
Green, L.
90
Grueso, L.
K
159, 160, 193
Kirmayer, L.
Gutiérrez de Pineda, V.
127
131
Kleinman, A.
Gutiérrez, J.
41, 106
51
Knudsen, J.
115
H
Hale, C. L
154
La Furcia, A.
Hampton, J.
156
95
Lair, E.
Harcourt, W.
215 55, 87
Henao, D. Lambek, M.
134 141
279
Andrés Salcedo Fidalgo
Millán, C.
Laverde, Z.
195
80
Misztal, B.
Lavie, S.
134
116
Molinares, C.
Lefebvre, H.
75
208
Mondragón, H.
Lock, M.
164, 167, 168
41, 106
Moore, D.
Losonczy, A. M.
24, 191
193, 194
Morales, P.
132, 186
M Morgan, S.
115
Machado, A.
Mosquera, C.
16, 47, 49, 50
119
Maldonado, C.
Mosquera, S.
205
172
Malkki, L.
Mueggler, E.
84, 107, 115, 117, 118, 128
125
Mantilla, L.
Muggah, R.
119
101, 103
Marcus, G.
187
N
Marte, L.
134 Naranjo, G.
Martínez, S. 119
177 Nelson, D.
Massé, F. 162
57 Ng’weno, B.
Mc Graw, J. 171
156 Nordstrom, C.
Meertens, D. 41
17, 47, 213
Meza, C. O O
238
Millamán, R. Oramas, A.
154 186, 226, 228
280
Índice onomástico
Öslender, U. R
171
Osorio, F. E. Rajaram, K.
67, 113, 119, 125 106
Ramírez, M. C.
P 132
Rappaport, J.
Pachón, X. 161, 170, 179
189 Rechtman, R.
Palacios, M. 84, 106
47 Reichel-Dolmatoff, G.
Pandolfi, M. 184
97 Restrepo, E.
157, 160
Pécaut, D.
Reyes, A.
134
55
Pedrosa, A.
Reyes, E.
197
75
Pérez, L. E.
Riaño, P.
67
126, 148
Pérez, M.
Richani, N.
17, 19, 205
54
Pineda, R.
Richmond, A.
163
92
Pinzón, N. M. Ricœur, P.
214, 215 125, 129, 145
Portes, A. Rivera Cusicanqui, S.
205, 211 206, 210
Povinelli, E. Rojas, D. J.
230 102
Prada, E. Rouse, R.
162, 163 116
Proust, M. Roy, A.
128, 129 206, 207
Pumarejo, A. Rueda, D.
132, 186 64
281
Andrés Salcedo Fidalgo
S S T
Said, E. Tapia, E.
111, 118, 207 80
Salcedo, A. Taussig, M.
20, 68, 70, 72, 91, 95, 99, 119, 42, 61, 90
158, 180, 207 Teeger, C.
Salcedo, M. T. 145
91 Terdiman, R.
Salgado, C. 127, 129
162, 163 Thoumi, F.
Samper, M. 55
224, 225 Triana, A.
Sánchez, R. 189
107 Trouillot, M.
Sanford, V. 128
56 Turton, D.
Sassen, S. 134
207, 208
Saumeth, E. U U
54
Sawyer, S. Ulloa, A.
156, 249 171, 185
Scarry, E. Uribe, M. T.
40 120, 134
Schmit, A. Uribe, M. V.
79 91
Seremetakis, N. Urrea, F.
128 156
Solano, S.
163
Srathern, M. V
118
Suárez, H. Vasco, L. G.
134 178
Swedenburg, T. Vásquez, T.
116 73
282
Índice onomástico
Vinitzky-Seroussi, V. Wiborg, A.
145 119
W Y
Wade, P.
Young, M. I.
157, 162
173
Warren, K.
90
Weiner, A. Z
248
West, R. Zamosc, León
196 164
283
Índice
temático
A Asistencia humanitaria
Actores armados 15, 16, 100, 120, 215, 216,
10, 21, 54, 57, 61, 67, 69, 218
83, 107, 112, 113, 172, 215, Atención diferencial
221, 243 31
Afrocolombianos Autoempleo
14, 15, 33, 114, 116, 132, 206, 209
153, 157, 161, 162, 166,
171, 195, 199, 237, 238, 242 C
Agentes
de cambio Comercialización de drogas y armas
12 11, 58, 71, 73, 77, 173, 201, 234
de reconstrucción Conflicto armado
30 10, 26, 39, 47, 58, 62, 66,
Ambientalismo 100, 124, 152, 191, 214,
154, 225, 243, 250 220, 226, 232, 250
Amerindio Consejos comunitarios
158 23, 63, 65, 66, 77, 98, 101,
Asentamientos 137, 163, 164, 166, 169,
36, 74, 105, 198 171, 172, 199, 200
285
Andrés Salcedo Fidalgo
286
Índice temático
Etnoeducación indígena(s)
232 22, 33, 51, 73, 77, 132, 156,
Exclusión 158, 160, 161, 162, 265, 171,
39, 142, 146, 156, 209, 245 174, 175, 180, 181, 182, 187,
Explotación transnacional 189, 191, 208, 226, 229, 233
de recursos neoespirituales
14 56
Extractivismo a gran escala paramilitar(es)
14, 180 14, 21, 43, 48, 55, 57, 62, 63,
65, 69, 71, 74, 76, 78, 86, 94,
F 111, 112, 136, 143, 161, 173,
181, 183, 201, 202, 216, 147
Forjadores
de redes urbano-rurales H
11
Frente Nacional Humanitarismo
53 29, 37, 124, 246
Fuerzas armadas
14, 74, 77 I
G Inclusión
14, 216, 225
Geopolítica mundial Incorporación a la nación
48 156
Grupo(s) Indemnización
étnico(s) 10, 66, 100, 104
22, 33, 137, 154, 159, 161, Indígena(s)
162, 183, 235, 250 inga
armado(s) 33, 77, 139, 177, 230, 231,
9, 14, 19, 26, 43, 48, 52, 58, 232, 233, 235, 243
61, 66, 67, 71, 79, 80, 83, 86, kankuamo
87, 88, 124, 135, 171, 173, 33, 122, 131, 132, 133, 138,
182, 205, 214, 234 154, 155, 174, 178, 183, 184,
guerrillero(s) 185, 186, 187, 190, 225, 226,
14, 17, 26, 27, 34, 54, 62, 63, 227, 228, 229
69, 71, 72, 74, 78, 80, 199, Kogui
201, 145 71, 184,
287
Andrés Salcedo Fidalgo
Nasa Migrantes
33, 54, 77, 131, 154, 161, 171, 12, 15, 23, 24, 55, 82, 115, 116,
174, 175, 176, 177, 179, 119, 184, 191, 207, 211, 235,
Pijao 238, 250,
33, 36, 154, 155, 161, 174, no calificados
175, 177, 181, 182, 187, 189, 28, 206
190, 191, 234, 235, 236, Modernidad
Uitoto 45, 84, 118
33, 178, 179, 181, Monocultivo
Intercultural 34, 43, 63, 69, 81, 154, 155, 156,
12, 113, 161, 168, 225, 229, 163, 249
Movilidad
J 14, 23, 33, 42, 54, 83, 85, 116,
Justicia social 134, 150, 156, 189, 207, 227,
14, 58, Interurbana
21
L Movilizaciones antiguerra
Lazo(s) 14
Espiritual Movimiento(s)
22 Agrario
comunitarios 163
9 Campesinos
Sociales 31, 53, 153, 164, 167, 189
12, 23, 44, 116, 125, Indígenas
Líderes Comunitarios 14, 45, 165, 170, 171, 173,
19, 34, 44, 74, 141, 181, 195, 189, 230, 249
199, 215, Políticos
Indígenas 23, 39, 54
21, 33, 35, 45, 78, 113, 137, políticos rurales
155, 161, 174, 176, 177, 178, 53
187, 189, 236 Sociales
Lugar de origen 14, 21, 52, 71, 80, 153, 163,
85, 117, 118, 134, 137 174, 215
Mujeres desplazadas
M 140, 202, 215, 216, 218, 247
Microhegemonía Multicultural
86 34, 157, 170, 249
288
Índice temático
Multiculturalismo Proceso(s)
44, 154, 156, 162, 250 de recomposición
146, 206, 215, 243, 250
N de paz
Neochamanismo 48, 54, 64, 65, 73, 101
243 Proyectos
Neoindígenas urbanos de desarrollo
45 34, 229, 236,
Neoliberalismo Políticos
15, 22, 154, 173 32, 57, 161,
O R
Operaciones militares Reasentamientos
9, 56, 70, 72, 75, 79, 187 14, 21, 94, 101, 103, 160, 198,
Organismos internacionales 206 207, 208, 247,
10, 84, 96, 100, 122, 250 Rebusque
208, 209, 210, 213, 246, 250,
P Reclutamientos
Paramilitares 51, 67, 86, 94, 103,
9, 13, 14, 17, 21, 26, 36, 43, 48, 54, Forzosos
57, 58, 61, 73, 74, 79, 84, 91, 107, 10, 49, 94, 173, 246
136, 143, 154, 161, 172, 176, 181, Reconocimiento étnico
187, 193, 201, 216, 234, 240, 245, 22
Partidos políticos Reconstrucción
52, 171, 220 13, 14, 16, 30, 45, 126, 127,
Plan Colombia 128, 154, 168, 205, 208, 219,
15, 21, 43, 48, 62, 75, 79 247
Poblaciones migrantes Redes sociales
9, 16, 19 9, 14, 24, 35, 36
Política pública Refugiados
10, 33, 104 31, 74, 77, 79, 80, 92, 93, 94,
Posconflicto 95, 96, 99, 115, 117, 118,
10 229
Posesión de tierras Reinserción
13 23, 26, 30, 45, 65, 126, 206, 238
Prácticas tradicionales Reivindicación étnica
15, 100, 22
289
Relaciones Territorio(s)
de poder de origen
22, 24, 161 9
Sociales Trasegares
12, 30, 90, 133, 142, 143 9, 17, 30, 44, 112, 153, 201, 246,
Rememoración Trashumancia
19, 35, 44, 130, 136, 229, 9
Reparación Tratado de libre comercio
10, 45, 65, 66, 84, 100, 103, 137, 15, 21, 43, 48, 62, 63, 167, 171
162, 192, 210, 212, 224, Trayectorias de vida
Resguardos indígenas 38, 57, 92, 109, 111, 128,
54, 165
V
S Víctimas
Seguridad democrática 10, 11, 13, 17, 23, 31, 32, 37, 39,
39, 64, 105 43, 44, 60, 65, 66, 76, 80, 83, 86,
Soberanías en competencia 88, 89, 91, 94, 100, 103, 106, 110,
14, 48, 81 111, 116, 124, 125, 156, 218, 220,
Sociedad pluralista 223, 246, 247, 248
34 Victimización
Sometimiento 10, 14, 105, 113, 114
43, 47, 49, 245 Violencia política
9, 13, 28, 41, 69, 83, 93, 108, 207,
T 218, 245, 249
Técnica de guerra Vulneración de derechos
13, 47, 29
Víctimas y trasegares: forjadores de ciudad
en Colombia 2002-2005
fue editado por el Centro de Estudios Sociales (ces) de la Facultad de Ciencias
Humanas de la Universidad Nacional de Colombia.
El texto se compuso con fuentes Baskerville y MetaPro.
Se terminó de imprimir en Digiprint Editores E.U.,
en Bogotá, en abril de 2015.
Primera edición
300 ejemplares