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Colección CES

Víctimas y trasegares:
forjadores de ciudad
en Colombia 2002-2005
Colección CES

Víctimas y trasegares:
forjadores de ciudad
en Colombia 2002-2005

Andrés Salcedo Fidalgo, Ph.D.


Autor

SEDE BOGOTÁ
FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS
Centro de Estudios Sociales - CES
GRUPO Conflicto social y violencia
Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia
Salcedo Fidalgo, Andrés, 1971-
Víctimas y trasegares : forjadores de ciudad en Colombia 2002-2005 / Andrés
Salcedo Fidalgo. -- Primera edición -- Bogotá : Universidad Nacional de Colombia (Sede
Bogotá). Facultad de Ciencias Humanas. Centro de Estudios Sociales - CES. Grupo
Conflicto Social y Violencia, 2015
292 páginas : ilustraciones, mapas -- (Colección CES)

Incluye referencias bibliográficas e índices

ISBN : 978-958-775-367-7

1. Desplazamiento forzado 2. Desplazados por la violencia - Bogotá - Colombia –


2002-2005 3. Paramilitarismo 4. Conflicto armado 5. Multiculturalismo - Bogotá –
Colombia I. Título II. Serie

CDD-21 303.60986148 / 2015

Víctimas y trasegares:
forjadores de ciudad en Colombia 2002-2005
Colección CES

© Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas, Centro de Estudios Sociales (CES)
© Andrés Salcedo Fidalgo, PhD

Primera edición, Bogotá, Colombia


Isbn: 978-958-775-367-7

Preparación editorial
Facultad de Ciencias Humanas
Centro de Estudios Sociales (CES)
cesed_bog@unal.edu.co
Carlo Tognato, director del CES
Diana Catalina Hernández, coordinadora editorial del CES
Heidy Ramírez, correctora de estilo
María Cristina Rueda Traslaviña y Wilson Martínez Montoya, realización gráfica

Dibujo realizado por el capitán de navío Joaquín Francisco Fidalgo:


Museo Naval de Madrid, España.

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra


por cualquier medio sin el permiso previo por escrito de
los titulares de los derechos correspondientes.
Tabla de
contenido

Agradecimientos 7

Prefacio 9

Introducción 13
Bogotá: ciudades desconectadas 24
Trabajo de campo 28
Antropología y el dolor de la violencia 36

1. Cartografías históricas de guerra 47


Una historia de acaparamiento de tierras 49
Guerrillas y paramilitares: dominios en competencia 57
Plan Colombia, tratado de libre comercio
y desparamilitarización 62
Geopolíticas de la guerra 67
Conclusión 81

2. Víctimas y movilidad 83
Técnicas del miedo 85
Discursos humanitarios 92
Política estatal de asistencia humanitaria (1998-2005) 100
La victimización 105
Lugar y estigma 115
Conclusión 124
3. El lugar de antes 125
Lugares y memoria 126
Lugar de previa residencia 130
Una tierra de abundancia 134
Oficio y posición social 139
Olvidando la guerra 144
Recordatorios 146
Conclusión 151

4. Estado, tierra y reconocimiento 153


Multiculturalismo en Colombia 156
Historia del movimiento agrario en Colombia 163
Desterritorialización 174
Retorno a la ley del origen 182
Oro y tierra 187
Nueva esclavitud 191
Bombardeo en el Bajo Atrato 196
Fuego cruzado en Tumaco 199
Conclusión 202

5. Ciudad y Reconstrucción 205


El rebusque 209
Organizaciones de mujeres desplazadas 215
Tomas: Cruz Roja, Parque de la 93 y Parque Tercer Milenio 222
Espiritualismo y ambientalismo 225
Remedios y paga diarios 230
Cabildo Ambiká 234
Estilo afro en Bogotá 237
Conclusión 242

Conclusiones: usurpación de la riqueza 245

Referencias 251
Lista de abreviaturas 273
Índice onomástico 277
Índice temático 285
Agradecimientos


uisiera dedicarle este libro, de manera especial, a las mujeres
y hombres que compartieron conmigo parte de sus experien-
cias vividas al sobrellevar la cruel escalada paramilitar em-
pleada por parte del Estado colombiano entre 2002 y 2005.
Agradezco y recuerdo con afecto el interés y la colaboración que
recibí por parte de la hermana Shirley Anibale Guerra, Luz Angélica
Díaz y Jenny Briceño en la Casa de Atención al Migrante de la Arqui-
diócesis de Bogotá. Quisiera expresar mi gratitud, afecto y admiración
hacia Carmen Millán y Guillermo Hoyos, del Instituto Pensar de la
Universidad Javeriana, quienes me acogieron en su grupo de investi-
gación “Ética en nuestras propias palabras” y permitieron realizar las
entrevistas, en el año 2003, que hacen parte de esta investigación. Mó-
nica Salas contratada por el Instituto Pensar realizó la primera versión
traducida de mi tesis doctoral en el primer semestre de 2012. Mis agra-
decimientos a la Consultoría para los Derechos Humanos y el Despla-
zamiento (Codhes) por el espacio que me brindaron para organizar los
diferentes talleres con la Organización Nacional Indígena y el Proceso
de Comunidades Negras.
Una mención importante a mis antiguos estudiantes y ahora queri-
dos amigos y colegas Enrique Martínez y Luz Andrea Cruz por todo
su apoyo en esta investigación durante mi primer año de vinculación
como profesor de planta de la Universidad Nacional.

7
Quisiera expresar un reconocimiento especial a mi colega del de-
partamento de Antropología, Myriam Jimeno, por ser mi mentora y
consejera en momentos cruciales de mi carrera, y al grupo de investi-
gación Conflicto Social y Violencia, por su rigor y compromiso con la
investigación.
A Marta Zambrano, mi gratitud por permitirme compartir y
aprender en espacios académicos y no académicos.
Gracias a la Convocatoria Nacional “Apoyo para el Fortalecimien-
to de Grupos de Investigación”, en el 2012, conté con la invaluable
ayuda de dos de mis más brillantes estudiantes de pregrado, Daniel
Bermúdez y John Jairo Osorio, para traducir y transformar mi tesis
doctoral en libro durante mi año sabático en el 2013.
Finalmente, quisiera mencionar el apoyo emocional dedicado e in-
condicional de Carlos Lombo, el cual me ha impulsado a terminar esta
publicación y arriesgarme a explorar nuevos temas de investigación.

8
Prefacio

H
e escogido el término ‘trasegares’, que proviene de la palabra
latina transicāre (pasar), para explicar las innumerables mudan-
zas, cambios, movimientos e itinerarios que muchos colom-
bianos emprendieron, de un lugar a otro, en medio de las confrontacio-
nes entre campañas paramilitares, operaciones militares y reacciones
guerrilleras en los albores del nuevo milenio (2002-2005). Me interesa
discutir y analizar las diversas formas en que la violencia política, parte
constitutiva de la construcción de la nación colombiana, ha producido
una trashumancia, lo cual tiene que ver con el hecho de que, de manera
constante, distintas poblaciones han huido, reconstruido sus vidas y re-
inventado sus espacios y redes sociales varias veces.
Me interesa colocar el acento en la paradoja entre el nomadismo im-
puesto y el carácter enraizado que manifiestan muchas de estas poblacio-
nes migrantes con respecto a sus territorios de origen. Propongo abordar
el concepto de territorio como una apuesta política en la que hombres y
mujeres, despojados, humillados y expulsados por el dominio del poder de
las armas, reivindican una fuerte filiación sobre espacios que han luchado
y han perdido, y que también constituyen patrimonios, posiciones sociales
y reconocimiento dentro de una historia que los ha excluido y relegado. El
territorio corresponde, precisamente, a esos trasegares vividos y conquis-
tados, gracias a los cuales estas personas lograron hacer vida y crear lazos
comunitarios sin tener que someterse al parecer de los grupos armados.

9
Seleccioné con una intencionalidad crítica la palabra ‘víctimas’ por-
que evoca el personaje sacrificado dentro de la cosmología judeo-cris-
tiana. Esta imagen me permite abordar la lástima y la conmiseración
que acompañaba los discursos de asistencia a “los desplazados”, des-
de mediados de la década del noventa hasta mediados de la primera
década de los dos mil, y que eran proferidos por parte de la iglesia, las
organizaciones no gubernamentales, los organismos internacionales, los
medios de comunicación y el habitante de a pie. Estas intervenciones
discursivas, además, tuvieron un rol preponderante en la formulación
de la política pública que resultó de la Ley 387 de 1997 y que buscaba
atender a los centenares de miles de personas que, debido a amenazas,
masacres y reclutamientos forzosos, tuvieron que cambiar su lugar de
residencia.
No he querido incluir un análisis de los discursos que empezaron a
circular y a crear opinión pública alrededor del denominado “poscon-
flicto”, luego de la aprobación de la Ley de Víctimas y Restitución de
Tierras (2011), porque quiero que el lector perciba los cambios que han
tenido las maneras de pensar y hablar sobre el conflicto armado. Ce-
lebro la entrada de Colombia a una etapa de justicia transicional, que
busca que los actores armados involucrados en violaciones al Derecho
Internacional Humanitario rindan cuentas de sus actos. Este cambio es-
tructural parte de dejar de considerar al Estado como enemigo y aliado
de los grandes intereses y capitales económicos, y de empezar a enten-
derlo como construcción colectiva del interés común de una sociedad.
Mi propósito es el de señalar los efectos que tuvieron los discursos
sobre victimización y desplazamiento en el periodo entre 2002 y 2005;
considero como un gran logro el paso de una posición asistencialista,
centrada en la victimización de los desplazados, a una postura jurídica
de reparación, indemnización y no repetición. Por primera vez en la
historia de Colombia, la supuesta ausencia de indignación que nos ha-
bía caracterizado para oponernos a los interminables ciclos de violencia
tuvo un quiebre que intenta institucionalizarse a través de la firma de
los diálogos de paz entre el Gobierno Santos y la guerrilla de las farc,
los cuales tienen lugar mientras escribo estas líneas.
Sin embargo, a pesar del poder hipnótico y simbólico de estas con-
versaciones y del efecto transformador que ha tenido el mantra del pos-
conflicto, no podemos pensar que las violencias, simplemente, se erra-

10
dican o desaparecen sin más. Es necesario un cambio en las inercias
estructurales de la sociedad colombiana que reproducen dichas violen-
cias. Es nuestro deber entender que el auge del extractivismo no puede se-
guir siendo la principal fuente de progreso e ingreso de la economía na-
cional; está pendiente desaprender y deconstruir los encadenamientos
que existen entre los maltratos, frustraciones, represiones y abandonos
familiares, y la manera dogmática y antagónica que hemos asumido,
por siglos, para relacionarnos con otros diferentes a nuestros familiares
o amigos y con ideas distintas; quedan por fortalecer las esferas públicas
(incluida la educativa) para contribuir a la disminución de los altos ni-
veles de desigualdad y proponer un modelo de sociedad que aprecie el
bien colectivo sobre el individual ; y, también, está pendiente la desar-
ticulación de todas las violencias y delincuencias derivadas de las ban-
das criminales ligadas a la producción, transporte y comercialización de
drogas y armas.
En diciembre del año 2014, 70% de la población respondía que no
quería volver a sus tierras ya que, según el Observatorio de Restitución y
Regulación de Derechos de Propiedad Agraria, el 85% temía ser revic-
timizado. Vale la pena preguntarse: ¿qué pasará con esta población que
no quiere regresar y que puede acogerse a la nueva Ley de Víctimas?
¿Podrán nuestras ciudades sostener este ritmo de llegada de población
migrante como el que se ha vivido en las últimas dos décadas?
Finalmente, la segunda parte del título del libro se refiere a las per-
sonas que llegaron a Bogotá hace más de diez años y que han sido for-
jadoras de redes urbano-rurales. Mientras hombres y mujeres se tras-
ladaban a la ciudad y la transformaban, esta también generó cambios
en quienes decidieron instalarse y permanecer en ella. A partir del año
2002, las proporciones del conflicto armado modificaron radicalmente
la geografía y la demografía del país; lo que estaba sucediendo en Bo-
gotá –y que trato de documentar en este libro– era reflejo, justamente,
de lo que estaba teniendo lugar, en términos de conflicto armado, en
otras regiones de Colombia. Asimismo, lo que estaban viviendo estos
hombres y mujeres en la capital del país, para tratar de sobrevivir y
hacerse escuchar en espacios sociales y políticos, tenía repercusión en la
dinámica de los contextos familiares y comunitarios que habían dejado.
Estas personas son forjadoras, porque, a pesar de sobrellevar todo el
peso de la desigualdad y la inequidad, evidenciadas en las barreras y

11
Andrés Salcedo Fidalgo

fronteras propias del acceso de los canales educativos y laborales, tejían


nuevas relaciones sociales y seguían conectado(a)s con sus lugares de
previa residencia; en ese sentido, estas nuevas dinámicas propiciaron
la relación entre personas con trayectorias diversas, pero con historias
de vida similares. En estos últimos diez años, migrantes y desplazados
siguen generando procesos de urbanización y densificación, así como
zonas de contacto intercultural. Por ello, son multiplicadores de lazos
sociales, agentes de cambio, intermediarios entre los nuevos migrantes
y las parentelas que no han querido trasladarse, y, en general, propician
nuevos escenarios de fricción y convivencia.

12
Introducción

D
esde el año 1996 hasta el 2004, miles de personas murieron
y cientos de miles más fueron forzadas a dejar sus lugares de
residencia; fue un periodo histórico con niveles de violencia
sin precedentes en Colombia, resultado de una gran disputa territorial
entre los paramilitares, el Estado y las guerrillas. Es por ello que prefie-
ro caracterizar este suceso como un conflicto de gran magnitud por la
posesión de tierras y sus recursos, pues no se trató únicamente de una
expulsión violenta, injustificada y arbitraria de la población. Justamen-
te, la salida obligada de pobladores ha sido una técnica de guerra em-
pleada en varias ocasiones en la historia del país, que ha desencadenado
una diversidad de prácticas sociales y culturales ligadas a los procesos de
duelo y recuperación de las víctimas, así como a la creación de todo un
aparato técnico humanitario y jurídico para atender este otro capítulo
de la violencia colombiana. En particular, desde mediados de la década
de los noventa hasta mediados de los dos mil, las personas denomina-
das como “desplazados” fueron protagonistas de procesos cruciales de
urbanización y recomposición en las periferias de pequeñas y grandes
ciudades tales como Bogotá.
El enfoque que aquí propongo, entonces, parte del hecho de conside-
rar que el desplazamiento forzoso contiene las pistas para comprender
los itinerarios vitales y las estrategias de reconstrucción emprendidas por
las víctimas de la violencia política. Al acercarme a las diversas maneras

13
en que las personas interpretan y hablan sobre el impacto de la guerra
en sus vidas, pretendo analizar el desplazamiento forzoso no solo como
una movilidad impuesta y destructiva que desarticula organizaciones
sociales y familiares, sino también como una experiencia que obliga a
las personas a tejer nuevas redes sociales y políticas a nivel municipal,
regional, nacional y global.
El desplazamiento forzoso en Colombia posee, además, otras pers-
pectivas de análisis. Por un lado, se enmarca en ese periodo histórico
de procesos nacionales y globales de destrucción, ligados al extractivis-
mo a gran escala, y, por otro, se relaciona también con respuestas de
reconstrucción como las movilizaciones antiguerra, reasentamientos,
organización política, y otras acciones y reclamos que se oponían a la
victimización.
Es así como los conflictos que cobraron vidas y provocaron tras-
lados masivos de población en esos años estaban estrechamente vin-
culados con sentidos divergentes de la construcción de nación. La
noción oficial de desarrollo, relativa a la explotación transnacional
de recursos, era contraria a la concepción de bienestar promovida
por los movimientos sociales; la explotación y el dominio de corre-
dores y territorios móviles por parte de grupos insurgentes y grupos
armados asociados al comercio de armas y drogas discrepaba de la
idea de proteger las tierras colectivas e inalienables, fomentada por
movimientos indígenas, afrocolombianos y demás pobladores rurales
que se levantaban en contra del conflicto.
Más aún, afirmo que la guerra colombiana es una situación de sobe-
ranías en competencia, en la que diferentes formas de dominio, gestión,
uso y control de territorios conjugan interpretaciones antagónicas de
la historia, la inclusión y la justicia social. La prioridad de la primera
administración de Álvaro Uribe (2002-2006), por ejemplo, fue la de re-
cobrar la seguridad y la de refundar el Estado a través de unas fuerzas
armadas fuertes y motivadas. Por su lado, los grupos paramilitares se
presentaron como guerreros redentores en una cruzada antinsurgente y
fueron empleados por el Estado para proteger los intereses de grandes
latifundistas, a través de un cambio radical en la tenencia de la tierra
y la introducción masiva de la agroindustria. En contraste, los grupos
guerrilleros se mostraban como el ejército del pueblo y establecían sus
propios cacicazgos con fines militaristas y como fuentes de recursos e

14
ingresos económicos. Mientras tanto, los migrantes que llegaban a las
ciudades –fueran indígenas, afrocolombianos o trabajadores agrícolas
que no se sentían pertenecientes a ningún grupo étnico– y que habían
sido expulsados de sus lugares de origen defendían “sus territorios”, es-
pacios sociales y políticos, como respuesta a esta incorporación violenta
a la nación y como un pulso de poder con el Estado. Esto los condujo
a adoptar un discurso de prácticas tradicionales y derechos culturales
sobre sus territorios.
Desde una perspectiva mundial, los conflictos sobre tierras y territo-
rios no fueron ajenos a procesos políticos y económicos globales. El pri-
mer referente es la repercusión en el país de la guerra contra las drogas
luego de los eventos del septiembre 11, que empezó a formar parte de
la gestión del Gobierno Bush contra el terrorismo, además de la imple-
mentación del Plan Colombia –firmado el 23 de julio del 2000–, cuyo
propósito era arrasar con la producción de narcóticos en Colombia.
El segundo es el tratado de libre comercio firmado en el 2005 entre
Colombia y los Estados Unidos, el cual marcó la incorporación de las
reformas neoliberales no solo en el ámbito económico, sino también
en las esferas de la salud y la educación, con efectos devastadores en
la vida cotidiana de los ciudadanos. Las personas con quienes realicé
las entrevistas relacionaron esta nueva etapa del neoliberalismo con la
modificación radical del paisaje de sus regiones de procedencia y con
la preparación para la extracción de madera, oro, aceite y otras acti-
vidades de explotación agroindustrial. El tercero son las redes globales
de ayuda humanitaria y derechos humanos, que llegaron a Colombia a
inicios del nuevo milenio con todo un contingente de expertos y oficiales
que definieron los estándares y programas de asistencia humanitaria, e
impusieron un nuevo modelo de desarrollo para su aplicación en países
pobres y afligidos por la guerra.
Un argumento central de este libro es, entonces, que el desplaza-
miento forzoso no puede analizarse únicamente como crisis humani-
taria o solamente en términos de un proceso traumático aislado del
contexto humanitario internacional y local. De hecho, el principal
foco de análisis será entender, desde una perspectiva antropológica,
el papel que desempeñan las poblaciones desplazadas en los procesos
de urbanización y construcción de ciudad, puesto que, al tiempo que
buscan sobrellevar el dolor, la pena y la pérdida, también reinventan

15
sus vidas e identidades, y crean nuevas formas de subjetividad y agen-
cia. Estas maneras de reiniciar proyectos y planes de vida revelan,
claramente, las circunstancias en que estas personas lograron reinser-
tarse en entornos urbanos contemporáneos, los cuales constituían es-
cenarios muy distintos a los que enfrentaron generaciones previas de
poblaciones migrantes, quienes se ubicaron en las grandes ciudades
en Latinoamérica cuando el contexto imperante estaba marcado por
los modelos fordistas y desarrollistas de mediados del siglo xx. Activi-
dades de emprendimiento económico informal, enclaves económicos
de tipo étnico y una vibrante red de organizaciones y ong son algunos
de los espacios sociales y políticos que poblaciones desplazadas han
abierto y consolidado en su proceso de reconstrucción.
Este libro trata de las migraciones forzosas resultado de la expulsión
de miles de personas luego de amenazas, persecuciones, masacres y
asesinatos, desde mediados de la década del noventa hasta mediados
de la década del dos mil. Estos desplazamientos no son los primeros
en la historia de Colombia, un país marcado por episodios sucesivos
de migraciones y de violencia sectaria. Durante el periodo conocido
como La Violencia (décadas del cincuenta y sesenta), 40.000 lotes de
tierra fueron abandonados y 2.000.000 de colombianos dejaron sus
territorios, lo que afectó la demografía colombiana. Con excepción
de la Comisión Especial de Rehabilitación, creada con el propósito
de la parcelación y colonización de zonas afectadas por la violencia
(Machado, 2009: 339-340), el Gobierno de esa época asumía a las
personas expulsadas y desplazadas como parte de los flujos de pobla-
ción que se creía progresaban y contribuían al desarrollo gracias a su
llegada a las urbes.
Después de 1985 y, particularmente, luego del desastre provocado
por la erupción y posterior avalancha del Nevado del Ruiz, las políti-
cas de atención y asistencia a los damnificados por desastres naturales
marcó la forma como se implementó el modelo de atención a desplaza-
dos. En 1995, estas poblaciones fueron, finalmente, reconocidas como
desplazados internos y, en 1997, fueron favorecidas por la Ley 387 de
1997. Luego, la Sentencia T-025 de la Corte Constitucional declaró el
desplazamiento como un estado de cosas inconstitucional, y aumentó la
cobertura y el tiempo durante el cual una persona podía recibir asisten-
cia humanitaria.

16
Ahora bien, aunque las tres fuentes principales de estadísticas que en
aquel periodo existían sobre desplazamiento nunca coincidían ni pro-
porcionaban cifras totalmente fiables, estos datos se habían convertido
en un instrumento de poder. El Estado, con la Red de Solidaridad So-
cial y su Sistema Único de Registro (sur), administraba y producía sus
propias estadísticas y reportes cada seis meses. Estos reportes indicaban
que el número acumulado de personas desplazadas, hasta el 2004, era
de 1.732.551 (sur, 2006). La Consultoría para los Derechos Humanos
y el Desplazamiento (Codhes) contaba con su propia fuente de datos,
el Sistema de Información sobre Desplazamiento Forzado y Derechos
Humanos (Sisdes), y afirmaba que la cifra acumulada de individuos
desplazados, desde 1985, estaba cerca de los 3.000.000. La iglesia, por
su parte, usaba un método estadístico más riguroso producido por su
propio centro de seguimiento, tanto de migraciones internas, como de
migraciones de colombianos por fuera del país; no tenía un registro
acumulado de personas desplazadas, sino un registro trimestral, a dife-
rencia de las dos fuentes anteriores. Es importante mencionar que las
estadísticas que pretendían ser acumulativas no tenían en cuenta a las
personas que habían fallecido, ni tampoco definían después de cuánto
tiempo alguien dejaba de estar “en una situación de desplazamiento”
(véase la tabla 1).
A diferencia de los desplazamientos masivos que habían tenido lugar
en África, luego de las guerras civiles en Darfur (2003-2009), Costa de
Marfil (2003-2003), Liberia (1999-2003) y Sierra Leona (1991-2002),
en Colombia, las personas huían, en su mayoría, de manera individual
o en pequeños grupos, e iniciaban una serie de trasegares en barrios
periféricos de la ciudad o en movimientos escalonados que los llevaban
de ciudades intermedias a aquellas más grandes. Bogotá era el primer
lugar de recepción de personas en situación de desplazamiento: a la ca-
pital se trasladaban, aproximadamente, el 19% del total de la población
desplazada, en 1997; el 15%, en 1998 (Pérez, 2004); y 9%, en el año
2000 (Meertens, 2002). Luego de su destierro o fuga y antes de llegar a
Bogotá, la mayor parte de estas personas habían permanecido en las ca-
beceras municipales y capitales departamentales, y sus familiares o ami-
gos los hospedaban temporalmente. Sin embargo, en una gran propor-
ción, volvían a ser víctimas de posteriores persecuciones, pues también
llegaban integrantes de grupos guerrilleros o paramilitares a estas zonas.

17
Tabla 1. Número de desplazados por año en Colombia (1999-2004)

Red de Solidaridad
Año Codhes
Social
1999 288.000 25.216
2000 317.375 266.605
2001 341.925 322.104
2002 412.553 365.961
2003 207.607 219.971
2004 287.681 159.956
Total 1.855141 1.359.813

450.000
400.000
350.000
300.000
250.000
200.000
150.000
100.000
50.000
0
1999 2000 2001 2002 2003 2004

Codhes
Red de Solidaridad

Fuente: Red de Solidaridad Social (2005) y Codhes (2005)

18
Aunque en Bogotá esperaban contar con anonimato, no siempre era
posible: se veían sometidos a maltratos y explotaciones en los cuartos
de inquilinato o paga diarios, situados en casas grandes y céntricas de la
capital, o en los pequeños ranchos localizados en barrios periféricos de
las localidades del sur-occidente.
Justamente, las poblaciones desplazadas se reasentaban en las áreas
más pobres del sur y del occidente de Bogotá: Ciudad Bolívar (26%),
Kennedy (11%), Bosa (10%) y Usme (8%). La municipalidad de Soa-
cha, adyacente al borde sur-occidental de la ciudad de Bogotá, tenía la
tasa más alta de arribo de personas desplazadas del país (Pérez, 2004:
29). Entre 1993 y 2005, las poblaciones de migrantes forzados habían
contribuido a crear y consolidar cincuenta nuevos barrios pequeños y
autoproducidos (Pérez, 2004) (véase la figura1).
Al enfocarme en la interpretación que estas personas hacían de la
guerra que los sacó de sus hogares y tierras, propongo documentar no
solamente un cambio brutal en términos espaciales y temporales, sino
también una redistribución estructural de riqueza, lealtades y mano
de obra útil para la puesta en marcha del modelo global de extracción
a gran escala en Colombia. Por desplazamiento, me refiero no solo al
traslado obligado de individuos, sino a una tecnología de poder que
termina quebrando y cambiando el rumbo de las vidas de las perso-
nas. En su mayoría, los hombres y mujeres jóvenes, activistas, líderes
comunitarios, agricultores y aparceros huyeron de los señalamientos
y amenazas que emprendieron los grupos armados como parte de
su despliegue de poder. Mis entrevistado(a)s se referían a la manera
como, en ciertos casos, los grupos armados infundían el miedo al re-
clutar muchacho(a)s cuando se tomaban un poblado o municipio. El
concepto de rumor somatizado, propuesto por Feldman (1995), es el
que considero más apropiado para expresar la creciente atmósfera de
ansiedad y desconfianza que llevaba a las personas a abandonar su
trabajo, su tierra y sus posesiones.
La población desplazada creaba unas narrativas sobre el tiempo
anterior al desplazamiento como parte de lo que denomino “políticas
del lugar”. A través de los trabajos de rememoración, ellos y ellas re-
clamaban derechos sobre un espacio en el que habían invertido, du-
rante años, sueños, esfuerzos comunitarios y luchas políticas.

19
Figura 1. Localización en Bogotá de los
lugares de arribo temporales de mis entrevistado(a)s

Convenciones
Perímetro
urbano
Lugares en
los que mis
entrevistados(a)
se reasentaron
temporalmente
en la ciudad

Mapa realizado durante mi investigación doctoral (Salcedo, 2006: 8)

20
Mis entrevistado(a)s denunciaron que el desplazamiento fue una técnica
que los y las expropió de sus pertenencias y acabó con una etapa de sus
vidas en la que habían gozado de felicidad y riqueza, pero también lo
caracterizaron como una estrategia estatal y paraestatal para instau-
rar unos intereses neoliberales sobre recursos minerales y petroleros, los
cuales se presentaban ante la opinión pública como medios para alcan-
zar las cifras macro de desarrollo y crecimiento económico.
El análisis que presento a continuación se fundamenta en una com-
binación de datos obtenidos a través de la revisión documental y de
un seguimiento antropológico a los procesos de reasentamiento de po-
blaciones desplazadas en la ciudad de Bogotá. En primer lugar, para
establecer el contexto político comprendido entre el 2000 y el 2005 –sin
dejar de lado el proceso de justicia y paz con los grupos paramilitares
propuesto por el Gobierno Uribe, el tratado de libre comercio firmado
con los Estados Unidos y el Plan Colombia, programa antidrogas pro-
puesto por el Gobierno de Estados Unidos–, reviso los respectivos docu-
mentos oficiales, así como los artículos de prensa publicados sobre estos
temas, entre el 2004 y el 2005, en los diarios El Tiempo y El Espectador.
Con el fin de comprender la etapa reciente de la guerra política en
Colombia, recurro a una lectura crítica de la historia de la violencia
en el país y analizo el sentido social y político que los actores armados
querían darle a los textos que difundían a través de las páginas web de
sus organizaciones.
En segundo lugar, para recoger los recuentos y narrativas de las per-
sonas que huían de varias regiones en conflicto, me apoyé en entrevistas
y conversaciones mientras se encontraban alojado(a)s en la Casa del
Migrante de la Arquidiócesis de Bogotá. Para tener acceso a los dis-
cursos colectivos de organizaciones y movimientos sociales, obtuve el
apoyo de Codhes. Organicé talleres con líderes pertenecientes a la Or-
ganización Nacional Indígena de Colombia (onic), a la Asociación de
Afrocolombianos Desplazados (Afrodes) y al Proceso de Comunidades
Negras (pcn). Conocí sus historias y luchas por el territorio, en medio
de noticias de asesinatos y amenazas, y de su relación con familiares y
amigos, lo cual los obligaba a permanecer en Bogotá.
Debido a la constante movilidad interurbana de las personas que
llegué a contactar, no pude acompañarlos en el sentido estricto del tér-
mino. Sin embargo, a lo largo de dos años, a través de visitas y encuen-

21
tros en diferentes escenarios, logré mantenerme en contacto con ellos e
informado sobre su situación; luego, estos testimonios se convertirían en
valiosos estudios de caso.
Al seleccionar tanto a aquellos grupos que reclamaban la reivindi-
cación étnica como a comunidades desmarcadas de dichas filiaciones,
quería resquebrajar los supuestos culturalistas que habían naturalizado
la diversidad cultural del país bajo tres grupos étnicos –blancos, indí-
genas y afros–, como si fueran tres poblaciones esencialmente diferen-
tes por su color de piel, su origen espacial y un conjunto de atributos
visibles, usualmente asociados con tradiciones, costumbres, lengua y
vestido. Partiendo del hecho de que la distinción cultural no se deriva
del conjunto de rasgos ni atributos comunes, sino de una relación de
diferencia históricamente producida dentro de relaciones de poder (Fer-
guson y Gupta, 1996), quisiera demostrar cómo estos movimientos de
personas desplazadas, con necesidades de reconocimiento étnico, expo-
nen sus peticiones mediante un discurso contrahegemónico, en el que la
tradición y cuidado del entorno son dos de los elementos más poderosos
para emprender la defensa de sus territorios. Mi interés por acercarme a
estos grupos residía en que tenían una posición contraria a los discursos
y opiniones dominantes propios de los grupos de clase media. Estos dis-
cursos circulaban en los medios, celebraban los beneficios de la expan-
sión del neoliberalismo e interpretaban el conflicto colombiano como
una serie de actos bárbaros de grupos delincuenciales que insistían en
permanecer por fuera de los códigos de la civilización y la ley.
Organizaciones de filiación étnica como la onic y Afrodes alegaban
que la manera desproporcionada como el desplazamiento había afec-
tado a grupos indígenas y negros obedecía a que el Estado tenía un
proyecto de desarrollo en el cual ellos no tenían cabida, ni sus estilos de
vida, ni sus nociones de desarrollo y naturaleza. Ellos invocaban me-
morias de un lazo espiritual y cultural con sus territorios, respaldado
jurídicamente por los derechos especiales que sobre estos les otorgaba la
Constitución, y afirmaban que eran los guardianes de la naturaleza y sus
riquezas. Eran conscientes de que la tierra por la que habían luchado
durante largas décadas tenía un enorme poder político en un momento
histórico en el cual se estaban jugando la supervivencia y la custodia de
recursos naturales que volvían a adquirir un significado neocolonial como
tesoros codiciados por las industrias globales extractivas.

22
Las poblaciones desplazadas negras adoptaron una posición similar
al dirigir sus esfuerzos para hacer efectiva la Ley 70 de 1993 que, desde
mediados de la década de los noventa, había abierto las puertas para la
titulación de tierras colectivas y el reconocimiento de consejos comuni-
tarios; gracias a ello, podían practicar y resignificar una cultura distin-
tiva y respetuosa de la naturaleza, que valorara su legado ancestral y su
acervo por una paz y desarrollo alternativos.
Con frecuencia, definidos por instituciones humanitarias como dam-
nificados, víctimas de violaciones a los derechos humanos, sujetos trau-
matizados, gente desarraigada, quisiera argumentar que los y las des-
plazadas internos son actores con las capacidades para sobreponerse a
las heridas de la guerra y para mantener lazos con sus lugares de previa
residencia, a la vez que tejedores de nuevos lazos laborales y sociales en
las ciudades que los alojan.
Al poner el énfasis en los límites borrosos y las transmutaciones entre
movilidad forzada y migración voluntaria, descubrí que la población in-
ternamente desplazada no solo seguía las rutas y horizontes de migran-
tes previos de sus mismas comunidades y parentelas, sino que, además,
creaban nuevos espacios económicos y políticos, pues traían consigo sus
propuestas ecológicas y el uso de su cultura política.
Miles de las personas que se habían trasladado a la ciudad de Bogotá
cada año se encontraban con contingentes de personal humanitario,
pertenecientes a agencias internacionales y ong, que ponían a su dis-
posición programas y proyectos destinados a transformarlos en sujetos
emprendedores y modernos. Al sobrellevar su constante reinserción
en nuevos entornos de escasez y marginalidad, las personas también
creaban una red social informal que vinculaba a parientes, conocidos y
amigos localizados en diferentes departamentos, municipios y ciudades.
Los líderes de organizaciones y asociaciones, a su vez, se conectaban
con un amplio espectro de ong, organizaciones y movimientos políticos
recientes que abrían nuevos circuitos informales de trabajo. Prácticas
culturales, conocimientos y servicios presentados en la ciudad como
“ancestrales” y “auténticos” entraban en los circuitos de consumo de
públicos interesados en corrientes de pensamiento considerados como
alternativos.
A pesar de que esta investigación no es sobre la ciudad de Bogotá,
quisiera ofrecer al lector la descripción de los contrastes que alcancé

23
a percibir entre los contextos de la periferia, espacios en los cuales las
personas desplazadas planeaban rehacer sus vidas, y los cambios ver-
tiginosos que sufrió la capital del país a partir del ímpetu que adquirió
la especulación de finca raíz y la infraestructura, transformaciones
propias de una economía globalizada desde inicios de la década de
los noventa.
A través de algunas viñetas tomadas de la vida social en Bogotá, en-
tre el 2002 y el 2004, quise ilustrar las múltiples desigualdades sociales
que coexisten en la ciudad y cómo la experiencia de lugar es diferente
para actores sociales sometidos a diferentes matrices de relaciones de
poder (Moore, 2005). Bogotá podía llegar a ser una isla, un paraíso ale-
jado de la guerra, si se navegaba a través de sus más seguras y prósperas
redes sociales. Sin embargo, era una ciudad en la que también se po-
dían descubrir las principales fibras del conflicto, reveladas a través de
fricciones con el terror y la coexistencia de una creciente desigualdad
social con flujos de derroche y prosperidad de sectores beneficiados con
la especulación y el mercado neoliberal.

Bogotá: ciudades desconectadas

A diferencia de otras metrópolis suramericanas como São Paulo, Bue-


nos Aires o Lima, Bogotá estuvo relativamente aislada, por más de
cuatro siglos, del resto del mundo, ubicada en un gigantesco altiplano
al pie de montañas verdes y oscuras que forman una barrera natural
en su borde oriental. Bogotá había sido una ciudad configurada, re-
configurada y expandida por sucesivos flujos de migración forzosa que
tuvieron lugar en los siglos xix y xx. A partir de la década del cuarenta,
los migrantes dejaron de ubicarse en barrios obreros adyacentes al cen-
tro colonial o en los primeros pisos de las viviendas en zonas céntricas
de la ciudad, y poblaron los sectores del sur y occidente de la sabana,
lo cual resultó en la ampliación y densificación de la capital, que hoy
en día se acerca a los 8.000.000 de habitantes. Durante las décadas del
cincuenta y del sesenta, la capital creció tres veces en extensión: miles
de migrantes internos que habían huido de la violencia bipartidista en
la mayor parte de la provincia, así como migrantes laborales, llegaron
a la ciudad.

24
Desde entonces, cientos de barrios ilegales han proliferado a través
de la invasión de lotes y terrenos, que luego logran su incorporación a
la legalidad gracias a la presión que ejercen organizaciones y asocia-
ciones de barrio ante la administración distrital. Como muchos otros
núcleos urbanos del mundo, Bogotá se ha convertido en una ciudad
policéntrica y segregada con sectores económicos formales e informa-
les, una metrópoli reorganizada alrededor de la preocupación obsesiva
y global por la seguridad.
Ciudad Bolívar es el nombre de la localidad situada en el borde sur
de la capital que cuenta con una población de más de 700.000 habitan-
tes. Sus áreas comerciales, conectadas por grandes vías pavimentadas,
contrastan con pequeños senderos destapados que suben y bajan por
colinas totalmente urbanizadas. Cuando llueve, estas sendas residencia-
les se convierten en lodazales, mientras que durante los periodos secos
se vuelven caminos polvorientos.
Al recorrer los barrios catalogados como peligrosos –pero con nom-
bres que evocan aquello que puede describirse como resplandeciente,
tales como El Tesoro, La Estrella y El Diamante–, rememoraba mis
visitas a San Cristóbal sur, a mediados de la década del noventa, y re-
cordaba, también, la familiaridad que llegué a tener con los ladridos
de minúsculos perros y las imágenes de gallos atados por las patas, que
comían lo que podían encontrar en algunos parches verdes que sobrevi-
vían a la aglomeración urbana.
Podía identificar a los migrantes que llegaron en los cincuenta y se-
senta a esta parte de la ciudad, porque sus viviendas ocupaban los lu-
gares propicios para construir, y replicaban la disposición especial de la
edificación campesina, con su patio central para criar animales, secar la
ropa y guardar parte de los materiales que posteriormente serían usa-
dos para realizar mejoras a la construcción. En contraste, los migrantes
que habían llegado hace más de quince años tenían casas de concreto y
ladrillo, con dos o tres pisos, equipos de comunicación, antenas de tele-
visión y otros aparatos electrónicos. Mientras tanto, los migrantes recién
llegados improvisaban casas de madera con tejas de zinc unidas por
piedras y palos. Sus ranchos se ubicaban, por lo general, en zonas califi-
cadas por el Distrito como de “alto riesgo” y estaban conectados a una
antena de televisión, un cable eléctrico y una fuente de agua. Además, la
constante venta y reventa de lotes de tierras en las periferias de Bogotá,

25
en el marco del comercio ilegal, se desarrollaba de manera paralela a la
dinámica de pequeños y diversos negocios informales emprendidos por
los antiguos y nuevos residentes, quienes disponían, con frecuencia, el
primer piso de su propia vivienda para la actividad comercial.
En las partes bajas de las colinas y a lo largo de las vías pavimenta-
das, se extendían sectores más consolidados a nivel urbano. Se podía
observar el gran centro polideportivo construido por la Administración
de Enrique Peñalosa, que contaba con canchas de fútbol, baloncesto
y tenis –días antes de mi visita, el presidente Uribe había celebrado la
reinserción de los paramilitares que pensaba reubicar en la localidad de
Ciudad Bolívar–, y, en la misma manzana, se levantaba otro edificio con
el nombre de Colsanitas Internacional, una de la nuevas corporaciones
de salud que han hecho parte de la privatización del servicio, iniciada
por la Ley 100 de 1993.
El conflicto armado y las iglesias cristianas habían inundado las ca-
lles de Ciudad Bolívar: «Madre, no dejes que tu hijo se tuerza», rezaba
uno de los panfletos distribuidos por una iglesia cristiana, en los cuales
‘torcido’ tenía que ver con el hecho de dejarse tentar o adherirse a las
milicias guerrilleras que operaban en la zona. Justamente, recuerdo que,
cinco años antes, al realizar este mismo recorrido, Esteban me contaba
de los rumores de que los grupos guerrilleros ocultaban en cuartos sub-
terráneos a las personas que secuestraban, y que eran trasladadas direc-
tamente y a través de la región del Sumapaz de los departamentos de
Caquetá y Guaviare. En cuanto a las milicias paramilitares, estas con-
trolaban otras cuadras del barrio, vigilaban a los vecinos y eran respon-
sables de la lista de cientos de jóvenes desaparecidos. Era en estas zonas,
irónicamente, en donde las poblaciones desplazadas se veían obligadas
a establecerse, contextos en los que los grupos armados habían montado
sus unidas de operaciones urbanas.
Esta cercanía y convivencia con el conflicto armado contrastaba con
lo que vivían clases medias y acomodadas, las cuales solían circular en-
tre centros comerciales, nuevos y enormes complejos de edificios, en los
que se intercalaban oficinas de corporaciones multinacionales, bancos,
agencias humanitarias internacionales, embajadas, exclusivos restau-
rantes, gimnasios y centros de spa.
En pocos años, Bogotá se había convertido en un nodo de interco-
nexión dentro de la red mundial de circulación de capital, desde los ini-

26
cios de la reestructuración económica que comenzó en 1990, y, a partir
de entonces, había visto proliferar complejos residenciales encerrados
y fortificados (Caldeira, 2000), en zonas periurbanas del norte, sur y
occidente, cuyas características sobresalientes eran las calles cerradas,
las rejas, los muros, los sistemas de vigilancia privada y los circuitos elec-
trónicos integrados de monitoreo en garajes y áreas comunes. Esta in-
fraestructura de seguridad, incluyendo, para algunos, carros blindados
y guardaespaldas, no solamente respondió a un periodo de profunda
preocupación por las más altas tasas de criminalidad, en términos de
atracos y homicidios, sino que se debió al aumento, desde el año 2000,
del número de secuestros cometidos por grupos guerrilleros. Cabe acla-
rar que las administraciones distritales comprendidas entre 1998 y 2006
señalaban que la disminución de las tasas de homicidios y la inversión
en grandes obras de infraestructura, tales como las redes de bibliotecas
públicas, parques, ciclorrutas y el nuevo sistema de transporte, Trans-
milenio, eran las pruebas de que Bogotá podía cambiar su imagen ne-
gativa, asociada al peligro y al crimen. En medio de este impulso de
reducción de la violencia y de aparente mayor prosperidad, era difícil
reconocer que la gran disputa entre guerrillas, fuerzas paramilitares,
fuerzas paraestatales y ejército afectaba la vida de pequeños municipios
localizados a lo largo y ancho de Colombia.
La capital del país pasó de ser una ciudad con los más altos índices
de crimen en el mundo, en 1992, a una con unos niveles de violencia
“aceptables”, en el 2006. Dejó de ser la ciudad que los residentes so-
lían catalogar como sucia, desordenada, fría y peligrosa, en las décadas
de los ochenta y noventa, para convertirse en un ejemplo cívico, luego
de diez años de administraciones distritales que lograron combatir la
corrupción e incentivaron la importancia de un manejo eficiente y res-
ponsable de los recursos públicos. Junto con estos programas exitosos
de seguridad y transparencia en la administración pública, la alcaldía
también llevó a cabo planes de educación ciudadana para inculcar la
importancia del respeto a la ley, y proyectos de renovación y embelleci-
miento de espacios públicos para motivar su uso y disfrute.
Bogotá había adquirido, también, un rol central como sede de la in-
versión corporativa extranjera en relación con la extracción de petróleo
y con la minería; era un nodo conectado con la extracción transnacional
de recursos, pero apático ante la violencia que suele acompañar a estas

27
fiebres o bonanzas. A este respecto, por ejemplo, en febrero de 2003, la
guerrilla de las farc se atribuyó la detonación de una bomba que mató a
36 personas e hirió a 160 dentro del Club El Nogal, símbolo de grandes
empresarios y ejecutivos del país. El dinamismo económico de la ciudad
era indiferente ante la falta de protección y de oportunidades para el
número creciente de migrantes no calificados que llegaban a la ciudad
con expectativas de empleo y con grandes deseos de poder superar la
profunda pérdida que les produjo el desplazamiento forzoso.
Esta imagen de Bogotá, como un experimento exitoso de una ciu-
dad del hemisferio sur, opacaba los actos de terror relacionados con
la violencia política colombiana que ocurrían en las últimas décadas:
asesinato de sindicalistas, activistas de derechos humanos y periodistas,
y exterminio de los integrantes del partido político de izquierda de la
Unión Patriótica. La explosión de la bomba atribuida a la guerrilla de
las farc el 7 de febrero de 2003 señalaba que, bajo este orden económi-
co supuestamente próspero, se seguía reproduciendo un orden político
y social increíblemente violento y arbitrario.

Trabajo de campo

En 1995, el cardenal Mario Revollo Bravo inauguró el Centro de Aten-


ción al Migrante como un programa central de la Arquidiócesis de Bo-
gotá y su Pastoral de la Movilidad Humana, el cual pretendía atender
la creciente migración de desplazados hacia la ciudad de Bogotá. Desde
entonces, las hermanas misioneras de San Carlos Borromeo o herma-
nas scalabrinianas tenían a su cargo esta edificación de ladrillos –de dos
plantas, y con rejas, bordes de puertas y ventanas pintadas de azul– en
la que alojaban, durante dos o tres días, a personas desplazadas por la
violencia. La vivienda contaba con una cocina amplia, un comedor,
una sala de conferencias, una capilla, tres oficinas, un gran sótano y, en
el piso de arriba, dos cuartos conectados con baños, duchas y patios,
donde las personas podían lavar y poner a secar su ropa. Siguiendo la
vocación del padre italiano Scalabrini, llamado el apóstol de los mi-
grantes, esta casa seguía sus principios de fraternidad y caridad hacia el
peregrino y los migrantes pobres, como se podía leer en un retablo con
la imagen de Scalabrini colgado a la entrada del Centro:

28
Las migraciones están por encima de los espacios étnicos, juntan cul-
turas y dan nacimiento a un pueblo universal. El mundo necesita, más
que nunca, gente generosa dispuesta al encuentro con los migrantes para
alojarlos, convivir con ellos y guiar el peregrinaje de la humanidad. El
pobre es la imagen de Cristo viva. (notas de trabajo de campo)

En uno de los cursos ofrecidos por el Centro para convertirse en


voluntario, nos indicaban reiteradamente que el corazón de un dona-
dor podría transformarse ayudando a otros. Como en el caso de Visión
Mundial en Zimbabwe, analizado por Bornstein (2001): una parte in-
tegral de la misión de esta fundación consistía en el servicio para lograr
mejorar las condiciones del migrante. Como veremos más adelante,
el humanitarismo promulgado por agencias y ong, que se estimaban
neutrales y seculares, también compartía estos principios cristianos que
marcarían la manera como las poblaciones desplazadas eran vistas y
representadas. En el caso colombiano, la iglesia católica, representada
por la Pastoral Social, había jugado un papel crucial en los últimos diez
años de conflicto armado. Las personas en situación de desplazamien-
to confiaban más en iglesias católicas, evangélicas y en ong que en el
Estado colombiano, ya que estas les proveían ayuda real y oportuna en
términos de albergue, alimento y apoyo, durante y después de las emer-
gencias y masacres.
La hermana Janeth me recibió ese día con la misma cordialidad y
deferencia que me manifestó dos años antes, cuando inicié mi trabajo de
campo. Me contó que estaban llegando demasiadas personas a la casa,
tal vez como nunca antes, termómetro de que el conflicto había recru-
decido notoriamente. Estaba conversando por teléfono, justamente, con
un congresista que le informaba que le iba a remitir más desplazados;
ella, sin embargo, lo contradecía e indicaba que era la fundación la que
debería enviar a las personas para que fueran atendidas en las oficinas
estatales. «–¡Esa es la manera como el Estado colombiano atiende a las
personas en situación de desplazamiento!», exclamó con indignación, la
cual no era una reacción aislada. La mayoría de las personas desplazadas
tenían que interponer una tutela para acceder a las ayudas de emergen-
cia de la Red de Solidaridad Social. Como consecuencia, en enero de
2004, la Corte Constitucional, a través de la sentencia T-025, declaró el
estado de cosas institucional y reconoció que la vulneración de derechos

29
afectaba a buena parte de la población desplazada y que no existía una
capacidad institucional para atender la magnitud del “problema”. Antes
de esta sentencia, la Casa del Migrante era una de las pocas institucio-
nes en Bogotá que, gracias a un constante flujo de donaciones, ofrecía
alojamiento, comida, ropa, asesoría jurídica, apoyo para útiles escolares,
consejerías psicológicas y la posibilidad de participar en sus programas
de capacitación, tales como cursos de corte de pelo, manicura, pedicura
y artesanías; todo esto, sin las trabas burocráticas exigidas por el Estado.
En cuanto a mí, realicé dos visitas a la semana por un periodo de
seis meses. Solía sentarme con las personas, en las sillas que disponían
alrededor del patio, y abordaba a quiénes iban a ser registrados por
Yenny, trabajadora social, o por Luz Angélica, psicóloga encargada de
las sesiones de terapias para los casos más difíciles de angustia, ansiedad
y duelo. Ambas funcionarias me apoyaron de manera generosa para fa-
miliarizarme con el personal de la casa y me presentaron a varias de las
personas con quienes pude interactuar y, entonces, reconstruir y realizar
un seguimiento de sus trasegares dentro y fuera de la ciudad.
En la primera fase de mi trabajo de campo, comprendido entre agos-
to de 2002 y julio de 2003, llevé a cabo treinta entrevistas a profundi-
dad con hombres y mujeres que llegaban a Bogotá desde poblados y
municipios del norte del Chocó, de la costa del Pacífico nariñense, del
piedemonte llanero y las planicies del Meta y Guaviare, del Magdalena
Medio, de la bota caucana y del departamento de Antioquia. Durante
estos encuentros, aprendí sobre las dimensiones de la guerra que estas
personas experimentaron, la dolorosa añoranza por recuperar el curso
de la vida que tenían antes del desplazamiento, y el papel de las mujeres
como cuidadoras de sus hijos, promotoras de paz y agentes de recons-
trucción durante y después de su fuga. Estas personas me expresaron sus
sentimientos hacia los paisajes, tierras, animales, posesiones y relaciones
sociales, así como las razones por las cuales tomaron la decisión de huir.
Indagué, igualmente, sobre su proceso de reinserción en la ciudad, los
trámites que tenían que realizar ante instituciones estatales y no esta-
tales para obtener ayudas, los lugares en los que pudieron alojarse, las
prácticas que emplearon para afrontar la escasez, los intentos para en-
contrar trabajo, y las percepciones que tenían de su nuevo vecindario,
del barrio y de los nuevos registros sociales de trato, reconocimiento,
sociabilidad y movilidad.

30
De manera simultánea, entrevisté a delegados de la Coordinación
Nacional de Atención al Desplazamiento Forzado de la Defensoría
del Pueblo, y a investigadores y defensores de derechos humanos de
ong que trabajaban el tema. Entre otras organizaciones, consulté a la
Fundación Social Colombiana CedaVida; al Centro de Investigación
y Educación Popular/Programa por la Paz (Cinep/ppp); a la Consul-
toría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes); al
Centro de Desarrollo y Consultoría Psicosocial Taller de Vida; y a la
Corporación Dominicana Opción Vida, Justicia y Paz. No solamente
me percaté del papel que tenían estos organismos para posicionar y
dimensionar lo que estaba sucediendo en el país en términos de éxodos
y violaciones a los derechos humanos, sino que también evidencié la
presión que ejercieron para que la población desplazada tuviera una
atención diferencial, así como la manera como afrontaron y resistieron
las amenazas, persecuciones y señalamientos por parte del Gobierno
de Álvaro Uribe.
También, realicé entrevistas con funcionarios del Alto Comisiona-
do de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y la Organiza-
ción Internacional para las Migraciones (oim) en las oficinas de Quibdó
(Chocó), para entender cómo se canalizada la ayuda de la cooperación
internacional, teniendo en cuenta la ruta de donadores desde Europa,
pasando por Bogotá, hasta llegar a esta región, y entender, así, el trabajo
que estas organizaciones realizan “hombro a hombro” con las entidades
campesinas étnicas y la Diócesis de Quibdó, en el marco de lo que de-
nominaban Plan de Acción Humanitaria.
Parte de mi trabajo de campo fue posible gracias a mi vinculación
con Codhes, con quienes llevé a cabo una investigación interdisciplinar
para conocer de cerca la situación de varios integrantes de organizacio-
nes étnicas y organizaciones rurales que estaban llegando a la ciudad de
Bogotá. En 1992, un grupo de académicos comprometidos, integrantes
de la Pastoral Social, e intelectuales y activistas iniciaron la discusión
sobre el desplazamiento en Colombia. Ellos crearon esta organización
que, desde entonces, producía y llevaba un registro minucioso sobre
las dimensiones de la guerra, el número de víctimas, las modalidades
de expulsión, y las condiciones de huida y refugio de las poblaciones
desplazadas. Como centro académico y político, trabajaba de la mano
con movimientos campesinos y organizaciones sociales de indígenas y

31
de afrodescendientes, con el fin de apoyar las labores de divulgación
y cabildeo internacional. Publicaban, además, un boletín mensual con
artículos y estadísticas sobre la situación de desplazamiento en todas las
regiones del país.
Contacté a líderes e integrantes de organizaciones pertenecientes a
la Afrodes, al pcn, a la Asociación Nacional de Población Desplazada
Víctima de la Violencia en Colombia (Advicora) y a la onic, con quienes
discutimos el propósito de la investigación. Varios líderes cuestionaron
el hecho de que fuera un estudio; argumentaron que había muchos de
estos y que, en realidad, tenían un impacto nulo en la vida de los y las
desplazadas. Afirmaban que los investigadores, instituciones y univer-
sidades se estaban beneficiando del dolor y de las dificultades de las
víctimas, y que estaban cansados de los sondeos y entrevistas. Solo par-
ticiparían si Codhes se comprometía a trabajar con ellos de manera
horizontal, con el fin de tener un impacto en las políticas públicas del
Estado frente a la población desplazada. Fue así como contacté a quince
líderes, hombres y mujeres que habían estado viviendo en Bogotá por
un periodo inferior a dos años.
Para poder recoger y analizar los discursos sobre el desplazamiento
emitidos por las organizaciones indígenas y afrocolombianas, realiza-
mos, junto con el equipo de Codhes, una primera serie de talleres, des-
de finales del año 2002 hasta marzo de 2003, en la sede de la onic en
Bogotá. En estos encuentros, intercambiamos información biográfica
y datos sobre los lugares en los que habían pasado su niñez, sus otras
zonas de residencia previa, su ocupación y demás actividades –todo,
antes del desplazamiento–, así como sobre el tiempo que tenían de
estancia en Bogotá. En la segunda serie de talleres, que llevamos a
cabo en las instalaciones de la fundación Taller de Vida, los y las par-
ticipantes rememoraron los aspectos de su vida familiar y social que
consideraban parte de la cotidianidad y las relaciones que los marcaron
antes del desplazamiento; recordaron, también, sus circunstancias en
la ciudad de Bogotá, especialmente su vinculación a organizaciones
y asociaciones mediante las cuales tenían ahora, proyectos políticos y
económicos. En una tercera etapa de talleres, les pedimos dibujar los
elementos especiales y sociales relevantes del territorio del cual fueron
expulsados, y las estrategias de supervivencia en Bogotá. Conocimos
a un grupo de hombres y mujeres afiliados a Afrodes, pcn y Advicora,

32
quienes habían escapado de zonas como Riosucio (Chocó), Barbacoas
(Nariño), la región del Magdalena Medio y los Montes de María (costa
atlántica).
Asimismo, a través de estos encuentros, conocimos a quince líderes
pertenecientes a los grupos étnicos kankuamo, pijao, inga, nasa y uitoto,
quienes asistieron al primer taller. Desde el principio, se tomaron la vo-
cería y me pidieron cambiar la dinámica de la reunión para enfocar
la discusión en temas como la historia de violencia de las regiones de
donde venían, las causas del desplazamiento que estaban sufriendo, los
actores de esta guerra, la historia de sus movimientos y una propuesta
de política pública para población indígena desplazada.
Sin haberlo previsto, entre abril y agosto de 2004, organicé, por mi
cuenta y gracias al apoyo del centro educativo de la Casa de Atención
al Migrante, cuatro talleres adicionales durante los cuales me reuní, por
separado, con indígenas kankuamo y pijao que habían llegado reciente-
mente a la ciudad de Bogotá.
Las personas que entrevisté y conocí tenían historias muy distintas
pero todas de intensa movilidad. Llegué a conocer a líderes indígenas
y afrocolombianos que habían abandonado sus pueblos desde muy jó-
venes, habían trabajado como funcionarios, estudiado en las capitales
de su provincia y se habían entrenado como dirigentes políticos de sus
municipios. Iban y venían de sus territorios como representantes tradi-
cionales de sus pueblos en diferentes escenarios políticos nacionales e
internacionales. Interactué con familias de afrodescendientes de secto-
res relativamente aislados del norte del departamento del Chocó, como
Riosucio y Salaquí, pero también con familias que habían trasegado a
través de los cascos urbanos del sur de la costa del Pacífico: Tumaco,
Buenaventura y Cali. Tuve contacto con grupos indígenas que tenían
lazos forjados de larga data con la ciudad de Bogotá, como el grupo
étnico pijao, así como con nativos y sus parentelas que venían de res-
guardos en el departamento del Amazonas y que, por primera vez, se
encontraban en Bogotá.
Algunos, como los pijaos, viajaban con frecuencia como parte de sus
actividades comerciales. Otros, como los kankuamo, no podían acercar-
se a la región aledaña a la sierra y solían ir a Valledupar y regresar a Bo-
gotá, en el marco de su trabajo por la preservación de la Sierra Nevada,
reserva natural del mundo.

33
En su caso, trabajadores rurales, mayordomos y aparceros que se
habían adherido a organizaciones étnicas a raíz de su desplazamien-
to permanecían trasladándose de una finca a otra y de un poblado a
otro. Algunos habían contribuido a la creación y gestión de barrios en
ciudades intermedias, habían sido cultivadores, importantes líderes co-
munitarios, y empleados de fincas y de la agroindustria. Durante su
vida, la mayoría de ellos y ellas tuvieron que construir y reconstruir sus
ranchos y casas en varias ocasiones. Muchos tenían parcelas y cultivos y,
al mismo tiempo, tiendas para complementar sus ingresos. Gran parte
de los dirigentes indígenas que conocí compartían largas historias de
activismo en la lucha por la recuperación de tierras de resguardos, así
como una gran cualificación política, tanto a nivel regional como na-
cional, debido a su participación en comisiones de planeación, comités,
programas de formación y proyectos de desarrollo.
Su insistencia por discutir sus puntos de vista sobre el conflicto, más
que en comentar las circunstancias particulares de su desplazamiento,
se relacionaba con el compromiso que habían adquirido por la defensa
de sus pueblos frente al impacto económico y social que tenían las nue-
vas concesiones otorgadas a firmas internacionales de extracción a gran
escala y la llegada de empresas de monocultivo a sus regiones. Líderes
más jóvenes habían ingresado a las universidades con el fin de cualificar
sus conocimientos y discursos sobre la posición política de los indígenas
en una sociedad pluralista y multicultural.
Para trabajar con las organizaciones indígenas y afrodescendientes,
decidí definir la estructura y los temas de los talleres teniendo en cuen-
ta la motivación y los intereses de los participantes. La interacción y el
diálogo fueron aspectos clave para asegurar una participación franca
y entusiasta. Muchos de los y las participantes quisieron que los en-
cuentros se centraran en su vida previa al desplazamiento; esto dio
como resultado una manera de narrar un tanto esencialista en la que
el pasado estaba necesariamente asociado a una ancestralidad que les
servía como estandarte y respaldo para contraponer sus discursos a las
lógicas e imposiciones del Estado. La imagen idílica que construían de
una vida familiar armoniosa y próspera les servía para oponerse a una
concepción explotadora, depredadora y metalizada de los gobiernos
de turno. También hablamos de sus vidas en la ciudad: las diferencias
de habitar en medio del caos, sus esfuerzos por acceder a la vivienda,

34
las nuevas redes sociales y políticas, y su relación con instituciones
estatales y ong. De alguna manera, las reuniones resultaron ser impor-
tantes espacios de reflexión, durante los cuales cobraba sentido una
cultura política a través de la rememoración. Los y las participantes
enfatizaron en la trascendencia de la noción de territorio, vinculada al
motivo de sus luchas y al papel que estas han tenido en la construcción
de nación.
En nuestros encuentros, además, los líderes indígenas hombres que-
rían reproducir el estilo y la manera como solían realizar sus asambleas,
controlando intervenciones que consideraban demasiado individuales e
imprimiéndoles, en escenarios públicos, un sello colectivo, unificado y
estratégico. Durante sus carreras políticas habían sido entrenados por
sus organizaciones para el uso prolongado de sus discursos políticos, de
manera que los talleres estuvieron impregnados por la retórica y el buen
sentido del humor. Las organizaciones afrodescendientes, aunque reti-
centes y radicales al principio, me acogieron con el tiempo de manera
afectuosa y generosa. Los momentos compartidos con ellos y ellas se
caracterizaron por las bromas, generalmente con ciertas connotaciones
sexuales, y las interacciones tranquilas, aunque acompañadas también
por largas pausas y silencios que indicaban que no estaban dispuestos a
narrar, una vez más, historias tristes y dolorosas.
Como investigador asociado al Instituto de Estudios Sociales y Cul-
turales Pensar, pude visitar, en sus respectivas casas, a quienes habían
logrado comprarlas gracias a la posición privilegiada de su parentela
dentro de las organizaciones y, en los cuartos de alquiler, a quienes solo
habían logrado rentar. Por lo general, las personas que conocí se ubica-
ban en viejas casonas de sectores céntricos de Bogotá (Santa Fe, Cande-
laria), mientras que otros vivían en arriendo en zonas del sur-occidente:
Ciudad Bolívar, Altos de Cazucá, Engativá y Usme (véase la figura 1).
En Neiva, al visitar la Unidad de Atención a Población Desplaza-
da, la directora me indicó varios contactos de familias reasentadas en
los barrios de Falla Bernal y Nueva Esperanza. La capital del departa-
mento del Huila está localizada estratégicamente entre las cordilleras
Central y Oriental, y es una ciudad que recibía, por aquella época, un
importante número de personas que huían de las acciones de grupos
guerrilleros en el Meta y el Caquetá, así como en las zonas rurales de los
departamentos de Huila y Cauca.

35
En un segundo viaje, visité Quibdó, destino que había recibido la
mayoría de desplazados expulsados o sobrevivientes de acciones pa-
ramilitares y campañas militares llevadas a cabo en el norte del Cho-
có entre 1997 y 2003. En la Diócesis de Quibdó, consulté el archivo
mediante el cual realizaban un importante trabajo de seguimiento
a las múltiples violaciones de los derechos humanos que se habían
cometido en el Chocó en los últimos años. Visité tres asentamientos
de población desplazada que había llegado en diferentes momentos
a Quibdó: La Gloria, barrio construido y autosugestionado por so-
brevivientes del éxodo de 1996; Villa España, edificado gracias a la
cooperación española y la denominada invasión; y El Futuro, lugar
en el que las personas recién llegadas estaban limpiando el monte e
instalando los primeros palos de sus cambuches. También visité la Red
Departamental de Mujeres Chocoanas, la Asociación Campesina In-
tegral del Atrato (acia) y la organización Proceso del 96, conformada
por hombres y mujeres que escaparon al bombardeo de la región de
Riosucio por parte del ejército y que, desde entonces, trabajan en
contra de la guerra.
Entre 2002 y 2004, logré realizar seguimiento a cinco personas, a pe-
sar de sus cambios constantes de residencia y números de teléfono den-
tro de la ciudad. Con estos contactos, pude entender mejor los traslados
y esfuerzos por mantener y multiplicar sus redes sociales, a través de la
asistencia a eventos sobre el desplazamiento y de las visitas persistentes a
oficinas y organizaciones. A lo largo de cinco meses, pude seguir el caso
de algunas personas pijao que habían llegado recientemente a Bogotá
y estaban trabajando por el reconocimiento del cabildo Ambiká ante el
Ministerio del Interior y la Alcaldía de Bogotá.

Antropología y el dolor de la violencia

Mi primera experiencia en el Centro de Atención al Migrante sigue ví-


vida en mi mente. La joven mujer indígena con quien conversé tuvo el
coraje de contarme su rosario de tragedias: había tenido que abandonar
su tierra y pocas pertenencias, pero, además, había contraído el virus del
vih y estaba en la fase de Sida; su esposo había muerto de esa enferme-
dad hacía poco. El día que se enteró de los resultados del examen médi-

36
co, quería «tirarse a los carros». Me confesó que lo único que todavía la
ataba a la vida eran sus dos hijos, quienes no eran portadores.
Después de varias entrevistas como esta, me encontré en la incómo-
da situación de atestiguar el sufrimiento íntimo de las personas y de no
ser capaz de aliviarlo de alguna manera. Asimismo, me parecía estar
lidiando con el fantasma cristiano de la compasión y la caridad, pre-
sentes en el humanitarismo y la actual preocupación por las víctimas
de los desastres y las guerras. Otros fantasmas del antropólogo, tales
como el cazador de información, el misionero, el sufriente, el redentor
de poblaciones pobres o vulnerables y el activista, también acudieron
a mí al escribir esta introducción. Me perturbaba estar recogiendo
datos mientras las personas enfrentaban situaciones de precariedad y
sufrimiento. No solo experimenté impotencia, sino que también sen-
tí la urgente necesidad de ofrecer algo a cambio que trascendiera la
simple remisión de las personas que conocía a organizaciones u ofi-
cinas estatales. Quería debatir el papel que habían tenido los princi-
pios religiosos, como la compasión y el don del compromiso político
o ciudadano, en las ciencias sociales en América Latina, así como en
grandes escuelas tales como la teología y filosofía de la liberación o la
investigación-acción participativa. Además, pretendía discutir sobre
el hecho de que la exigencia de acciones inmediatas para aliviar el
sufrimiento de otros respondía, igualmente, a preceptos religiosos que
habían permeado la práctica del etnógrafo y del activista y, en general,
a varias de las ciencias sociales que incluyen dentro de sus prácticas el
trabajo con la gente.
Bourdieu y el equipo de investigación que participó en su compen-
dio La miseria del mundo (1998) me proporcionaron ciertas respuestas.
En particular, el capítulo titulado “Comprender”, en el cual hay un
esfuerzo por defender el oficio del sociólogo que sabe ponerse en los
zapatos de los demás y crea empatía con los entrevistados cuando lo-
gra compartir con ello(a)s las dificultades de su existencia. Siguiendo a
Bourdieu, estos encuentros implicaron un pacto de confianza que me
permitió compartir las dificultades existenciales –que no me eran aje-
nas– con las personas que conocí; esto, sin embargo, no resolvía la dis-
crepancia entre la posición desventajosa y vulnerable de estas personas
y mi posición privilegiada y resguardada de persecución. Para quienes
participaron, el ejercicio de la entrevista era una oportunidad de ser es-

37
cuchados, de construir su propio punto de vista sobre los demás y sobre
el mundo, y de hacer parte de lo que estos autores han denominado la
felicidad de expresión.
Al contarme fragmentos de sus historias de vida, las personas me
confiaron recuentos claros y lúcidos de cómo configuraciones macro-
económicas y políticas podían precipitar trayectorias de vida en di-
recciones inesperadas. El asunto de cómo la guerra había entrado a
formar parte constitutiva de las biografías de la mayoría de los colom-
bianos les concernía no solo a ellas y ellos, sino también a mí como
etnógrafo y como ciudadano, aunque, desde luego, mi experiencia de
violencia no había sido directa o al menos eso había aprendido a creer.
Había tenido ese ambiguo y tormentoso sentimiento de haber estado
allí no como víctima, sino como espectador no politizado. Desde que
era niño, había atestiguado la violencia de mi país de oídas o por los
medios, a partir de una “omnisciencia visual”, como si estuviera pre-
senciando la destrucción resguardado en un escondite temporal, acu-
diendo al término acuñado por Feldman (1995: 224).
Mientras las historias de expulsiones y huidas se apilaban en mi men-
te, advertía que me tornaba irritable, especialmente cuando escucha-
ba los comentarios y conversaciones de las personas de la clase media
sobre “los desplazados”. Este término se incorporó dentro de las con-
versaciones del día a día en Colombia hasta llegar a adicionarse en la
lista de nuestros problemas cotidianos. Siempre había sospecha y duda
acerca de la veracidad de los letreros de cartulina, escritos de puño y le-
tra, que las personas portaban frente a los semáforos en Bogotá cuando
pedían dinero. La palabra ‘desplazado’ resonaba en todo lugar: desde
los diálogos en el bus hasta las campañas del gobierno en televisión:
«El desplazamiento no puede ser invisible a nuestro espíritu, actitud y
compromiso. No podemos acostumbrarnos al desplazamiento, tenemos
que verlo y asumirlo, es un problema que concierne a todos los colom-
bianos» o «con los desplazados tenemos todo en común», proclamaban
dos de las propagandas de la Red de Solidaridad Social en el año 2003.
A pesar de que el mensaje hacía un llamado al compromiso ciudadano,
en un país que se había caracterizado por una indolencia relativa ante
del exterminio de la izquierda organizada durante las décadas de los
ochenta y noventa, aún había amplios sectores de la población de clase
media que avalaban las medidas militares del Gobierno de Uribe y se

38
empeñaban en negar que estaba ocurriendo una sangrienta disputa por
territorios y que, en consecuencia, cientos de miles de personas llegaban
a las ciudades como perseguidos políticos y víctimas.
La forma en que ciertos grupos pertenecientes al gobierno y otros
segmentos de la población ignoraban el contexto de enfrentamiento ar-
mado correspondía a una actitud percepticida, como la llamaría Taylor
(1997:10) en su libro Disappearing Acts, al describir los gestos de usuarios
de a pie que pretendían ser indiferentes ante las detenciones arbitrarias
en lugares públicos durante la dictadura militar de fines de la década de
los setenta en Argentina. Esta indiferencia, en Colombia, está relaciona-
da, además, con un cierto tabú para involucrarse en problemas, trage-
dias e infortunios de otros. Por eso, la opinión pública, en el periodo que
este libro considera (2002-2005), y en especial la prensa oficial, repre-
sentaba los desplazamientos, las expulsiones, las torturas y la violencia
como asuntos de personas ajenas, localizadas en la periferia del espacio
social en zonas lejanas del país, en la “otra Colombia”, o en el “revés de
la nación”, como diría Serje (2005). El Gobierno de Álvaro Uribe pro-
movía la idea de que no había conflicto armado en Colombia, sino una
amenaza terrorista que provenía de la insurgencia. El llamado de este
Gobierno para alinearse con la cruzada global contra el terrorismo co-
rrespondía a un esfuerzo por conseguir el apoyo y la popularidad para
su Política de Defensa y Seguridad Democrática, y para su promesa de
combatir y eliminar de una vez por todas a “los violentos”.
La falta de apoyo y solidaridad de amplios sectores no politizados
de la sociedad civil ante las demandas de movimientos políticos que,
precisamente, exigían justicia y divulgación de todas las atrocidades
cometidas durante las últimas dos décadas en Colombia era reforzada
por los muros que históricamente habían establecido una brecha entre
los sectores relativamente indiferentes a la persecución y la violencia, y
quienes sí habían sido victimizados. Esta actitud se alimentaba, enton-
ces, de las divisiones gestadas históricamente en la sociedad colombiana
y sus formas de exclusión más arraigadas. Ciertos grupos habían sido
catalogados por la clase dirigente como maliciosos, violentos, salvajes
y sospechosos. La relación colonial patrón-cliente había perpetuado
estas fabulaciones sobre ciertos individuos, racializados y excluidos de
la participación y acceso a espacios públicos ciudadanos. A través de
diferentes modalidades de integración nacional, con códigos coloniales

39
de discriminación, se había producido una geografía de la diferencia
regional por vía del conflicto armado, como lo afirma Bolívar (2004).
Todavía es frecuente el uso del término ‘indio’ para descalificar a al-
guien como abusivo, grosero y de poco fiar. Pues bien, propongo aquí
que esta forma peculiar de entender la alteridad, a partir de la vio-
lencia, impide reconocer de manera amplia y colectiva el dolor de los
otros, un asunto ampliamente analizado por Scarry (1987). Este análi-
sis nos permite explicar la indiferencia y apatía de ciertos grupos hacia
lo que le sucede a las demás personas, así como el contrapunteo entre
negar la violencia sobre otros y afrontarla atizando las diferencias. Lo
cierto es que, después de dos siglos de guerras y violencia generaliza-
da, el dolor no había propiciado la integración, de 2002 a 2005, entre
quienes sufrían el conflicto y quienes no lo hacían, dentro de una sola
comunidad moral (Das, 1995: 176, 178).
Un discurso excluyente y antagónico era usado para atribuirle a
la alteridad política, social y cultural las causas de la violencia: el Go-
bierno de Uribe calificaba a los guerrilleros como bandidos y terro-
ristas que debían ser exterminados. En particular, cuando se refería
a las farc decía: «este grupo narcoterrorista de las farc es asesino y
mentiroso. Y es cínico. […] Derrama sangre, y miente» (2010). Los
eslóganes de ese Gobierno, tales como “mano firme, corazón grande”,
“la seguridad la hacemos todos” y “los héroes en Colombia sí exis-
ten” (Gordillo, 2011: 1-4), creaban un maniqueísmo moral, en el cual
el Gobierno y el ejército cumplían una labor de ángeles guardianes
encargados de acabar con los subversivos calificados como malos y
sangrientos. Eran empleadas, entonces, expresiones como las siguien-
tes: «Aunque no nos veas… siempre estamos ahí. Aunque no nos oi-
gas… también estamos ahí. Y aún… en medio de la oscuridad: somos
tus guardianes. Los héroes en Colombia sí existen. Ejército Nacional»
(Gordillo, 2011: 10).
Los grupos insurgentes, por su parte, hablaban de la necesidad de la
guerra para desmontar un orden social injusto, un gobierno ilegítimo,
un Estado que practicaba una democracia de papel. En un medio in-
formativo en línea (2007), Granda describía al Estado como sinónimo
de altas esferas de poder y burguesía, torturadores que solo entendían el
lenguaje del castigo. Como se evidencia a continuación, mediante este
discurso se justificaban las acciones de las farc:

40
Nosotros lo que hacemos es responder a una guerra que se nos im-
puso desde las altas esferas del poder en Colombia. Contra nosotros y
nuestro pueblo se ha utilizado durante décadas el terrorismo de estado
como método de exterminio.
[…]
La burguesía colombiana es una burguesía sanguinaria, retrógrada
que lo único que entiende es el lenguaje de las armas. Si no hubiéramos
respondido a la agresión, ya nos hubieran marcado con hierro al rojo
vivo, y encadenado, como en la época de la esclavitud.

Estoy de acuerdo con Nordstrom (1995: 2-9) cuando afirma que la vio-
lencia no es una entidad localizada en algún lado de la mente de la cultu-
ra de un pueblo. La violencia no es ajena a la existencia humana, como
tendemos a pensar; tampoco es un mal que se puede exterminar y que
aqueja a ciertas sociedades no civilizadas, ni una condición separada de
la sociedad ni de las dinámicas culturales que moldean nuestras vidas. La
violencia es una dimensión de la vida de la que no podemos escapar. Es
precisamente el enfoque en la cotidianidad de la guerra la que demuestra
que la violencia no es simplemente un asunto de destrucción y muerte que
le ocurre a otros, localizados en lugares remotos y salvajes, sino que es una
manifestación de las luchas de poder, recomposición y supervivencia que
nos implican a todos. Muchos se movilizan políticamente al compartir la
dolorosa experiencia de la violencia política (Kleinman, Das y Lock, 1997:
xix) porque, precisamente, el ser perseguido, estigmatizado, ultrajado o hu-
millado exige una respuesta por parte de los victimarios.
En este libro, argumento que, en lugar de acudir a una debilidad
del Estado (Pécault, 1988) para explicar la reproducción de la violencia
en Colombia, es necesario buscar una explicación de cómo histórica-
mente, diversas poblaciones, provenientes de distintas regiones, han sido
incorporadas de manera violenta y a través de diferentes dispositivos de
estatalidad.
Con demasiada frecuencia, los infortunios y pesares de las personas
que conocí a lo largo de mi trabajo de campo invadieron mis sueños. ¿Aca-
so mi insomnio significaba que la empatía con mis informantes se estaba
convirtiendo en identificación? Eventualmente, aprendí a distanciarme
del sufrimiento que experimentaba al conocer las penas y dolores de
los demás. No podía tampoco culpar a quienes vivían confortablemente

41
de las tragedias de otros, pero menos aún podía hacerle el quite a la
dimensión estructural de la violencia que tenía efectos en el aquí y en el
ahora y que, por lo general, permanecía invisible y ajena para muchos
grupos encerrados en sus burbujas de comodidad. Pero, entonces, ¿el
distanciarse hacía parte de la forma como nos habituamos al sufrimien-
to humano, hecho discutido ampliamente como característica de nues-
tra manera de lidiar con las contradicciones de nuestro orden social?
(Taussig, 1992).
No he podido olvidar los deseos de Antonio de continuar con su
vida, de salir adelante, un hombre joven y despierto, con ojos negros y
vivaces, que venía de Cartagena del Chairá (Caquetá). Intercambiamos
números porque ese día ya salía de la Casa del Migrante, y acordamos
encontrarnos algunos meses después. Me mostró con orgullo un horno,
y algunas mesas y moldes para elaborar pan y pizzas. Había conseguido
y almacenado dichos utensilios en un cuarto húmedo en el barrio Patio
Bonito que compartía con otra familia. Antonio había separado cuida-
dosamente, con cortinas, las áreas de dormir de las zonas para comer
y del baño. En el Caquetá, había sido uno de los pocos propietarios de
un negocio. Por mi parte, sentí como depositaba en mí la esperanza
de que pudiera ayudarlo de alguna manera y, probablemente, mantuvo
dicho anhelo por algunos meses. Yo estaba seguro de que un panadero
talentoso como él podría tener alguna oportunidad en esta ciudad, pero,
tristemente, nunca pude ayudarlo de una manera concreta.
Mantuve una relación de amor y odio con el tema de este libro, hasta
el punto de querer abandonarlo varias veces, debido a los dilemas éticos
que planteaba. Esto también me llenaba de tristeza. Lo que finalmente
alimentó mi interés y compromiso fue poder escribir sobre las formas
violentas de movilidad a través de las cuales se había construido este país
y que habían obligado a mucha gente a vivir otros mundos y realidades.
Me reconciliaba el deseo de saber más sobre los efectos migratorios de
la violencia y las maneras recursivas de hacerle frente.
Como investigador interesado en entender la forma como en Co-
lombia diversos agentes (Estado, fuerzas paraestatales y guerrillas) se
abrogaban, al mismo tiempo, el poder de dar muerte (Foucault, [1979]
2009, Agamben, 2006) a sus conciudadanos, me producía profundo
malestar las contradicciones que estos poderes evidenciaban y como
perpetuaban relaciones violentas en la sociedad colombiana. La cues-

42
tión de la brutalidad de la guerra y el consentimiento tácito de muchos
sectores de la sociedad civil al dejar que ciertos grupos se armaran para
defender sus intereses particulares demostraba una acendrada práctica
que consistía en eliminar al enemigo político, convertido en amenaza
simbólica. Asimismo, como etnógrafo e investigador, tuve que calibrar
cuidadosamente el lenguaje empleado en este libro para no reproducir
la sensiblería y la saturación de lenguaje que impregnaba la producción
académica y los reportes estatales sobre este tema.
Este libro consta de cinco capítulos. En el primero, “Cartografías
históricas de guerra”, argumento que los grupos armados han usado
el desplazamiento forzoso para crear dominios móviles y temporales, y
para imponer control sobre poblaciones jóvenes que luego se necesitan
como soldados y colaboradores. Del año 2002 al año 2005, la ofensiva
militar y paramilitar lanzada para eliminar la influencia guerrillera que
se creía infiltrada en el activismo político local estuvo al servicio de pla-
nes del Gobierno para exterminar la insurgencia y establecer un nuevo
régimen de economías globales o locomotoras de economía extractiva y
monocultivo, lo cual dejó a su paso transformaciones sociales y ecológi-
cas radicales (Escobar, 2003). Tres procesos políticos hicieron parte del
contexto histórico en el cual se enmarca esta investigación: a) el llamado
“Plan Colombia”, dirigido a la intervención militar, financiera y geopo-
lítica. b) La desmovilización y reintegración de los grupos paramilitares
como un capítulo más de impunidad en la historia de Colombia; y c) el
tratado de libre comercio con los Estados Unidos, que en ese momento
estaba en proceso de negociación.
En el capítulo 2, “Víctimas y movilidad”, discuto el desplazamiento
forzoso como una de las técnicas de disciplinamiento y sometimiento
que más han marcado las trayectorias y biografías de la población jo-
ven rural colombiana. Abordo la manera como las víctimas somatiza-
ban el miedo de que los grupos armados fueran a reclutar, a la fuerza, a
sus hijas e hijos o a amedrentarlo(a)s, hasta obligarlos a abandonar sus
lugares de residencia. Muestro cómo la literatura sobre desplazamiento
forzoso carece de articulación con teorías de la migración, por lo que
prima el sesgo de asumirlo como tragedia. Una gruesa y densa red de
organizaciones humanitarias internacionales, gubernamentales y no
gubernamentales han creado un estilo, unos discursos, unas formalida-
des y unos rituales que las personas desplazadas tienen que seguir para

43
conseguir asistencia, y de los cuales empiezan a depender. Las y los
entrevistados para esta investigación pensaban que el desplazamiento
forzado lo(a)s había marcado para siempre: una experiencia que los
había despojado de sueños y proyectos de vida; pero se oponían a los
discursos y modelos humanitarios que los representaban como vícti-
mas, desprovistos de cultura o traumatizados psicológicamente. Argu-
mento que el desplazamiento no era solamente un evento violento o
una desconexión definitiva de lugares, sino también un proceso brusco
de incorporación de las poblaciones a la nación, que involucraba la
articulación de quienes estaban migrando con aquellas personas que
quedaban atrás, así como la creación de una nueva y densa red de lazos
sociales y políticos que se establecían con sus trasegares.
En el capítulo tres, “El lugar de antes”, doy cuenta de la forma en
que los desplazados internos usaban la rememoración de un lugar de
previa residencia, idealizado, como un recurso cuidadosamente selec-
cionado para darle sentido a su recomposición subjetiva y política. Las
dimensiones afectivas y sensoriales relacionaban a las personas con sus
parcelas, paisajes, posesiones y prácticas sociales, activadas a través de
actos en el presente. Las personas que conocí narraban y describían su
lugar de procedencia evocando la imagen de un retrato fijo e idílico, de
un lugar bello, pacífico y apacible, que no necesariamente correspondía
con los varios lugares en los cuales habían vivido y luchado, y de los cua-
les habían sido expulsados por acusaciones y señalamientos políticos. En
su trasegar, ellos y ellas habían tenido una intensa historia de migración:
se habían trasladado de un lugar a otro por eventos relacionados con la
violencia intrafamiliar; habían pasado de pequeños municipios a ciuda-
des intermedias en búsqueda de trabajo; habían sido migrantes agríco-
las, comerciantes y líderes comunitarios. Esta idealización, usada por los
diferentes grupos de personas a quienes me acerqué, no solamente era
un índice de respetabilidad, sino también una manera de posicionarse
ante el Estado, una postura política que les permitiera ser escuchado(a)s
para reclamar espacios de ciudadanía en la ciudad.
En el capítulo cuarto, “Estado, tierra y reconocimiento”, analizo el
discurso de organizaciones indígenas y afrodescendientes desplazados
que reclamaban hacer validos los derechos contenidos en la Consti-
tución de 1991; abordo también los discursos globales vigentes sobre
cultura, naturaleza y multiculturalismo, empleados para posicionarse

44
en contra del modelo de la guerra, el cual era, en últimas, una estrate-
gia de modernización e incorporación de la nación a los términos de la
economía global. Algunos líderes de movimientos indígenas afirmaban
estar conectados espiritualmente con sus territorios y que, a diferencia
de lo que hacía el gobierno, defendían la naturaleza. Integrantes de
organizaciones afrocolombianas como Afrodes y pcn argumentaban
que, por siglos, habían podido hacer vida manteniendo relaciones ar-
mónicas con su entorno, y discrepaban del modelo de desarrollo que la
guerra quería imponer. Participantes e integrantes de organizaciones
de desplazados, activistas de derechos humanos y figuras políticas que
no se afiliaban dentro de movimientos étnicos también defendían una
nueva civilidad campesina y rural, desde la cual diferían de la mentali-
dad depredadora que subyacía a los planes de gobierno para el futuro.
En el capítulo cinco, “Ciudad y reconstrucción”, describo las diver-
sas prácticas de reinserción, marcadas por un contrapunteo entre utopía
y desesperanza para los integrantes de familias, asociaciones y grupos
que se transforman en nómadas interurbanos y empleados no califica-
dos en el amplio sector de los servicios y la informalidad. En el marco
de un registro distinto al de la tradición de autonomía, que caracteriza-
ba su vida como colonos, agricultores y comerciantes, muchas de estas
personas creaban organizaciones conectadas con ong y programas de
financiación, estatales y no estatales, para materializar sus proyectos de
vivienda, negocios y acciones de reparación emocional y psicológica.
Al emprender una resistencia desafiante y activa desde el supues-
to centro del país, Bogotá, colectivos indígenas buscaban aliados entre
otros grupos neoespirituales y neoindígenas urbanos, y descubrían causas co-
munes de lucha contra el actual modelo de desarrollo y modernidad. Si
en un pasado lejano habían sido sitiados y obligados a salir de sus tierras
hacia el monte y hacia las cabeceras de ríos y montañas, ahora, nueva-
mente, eran reubicados en las ciudades porque sus tierras adquirían un
nuevo y estratégico valor en relación con la economía global. Organiza-
ciones de afrodescendientes adoptaban los estereotipos que la sociedad
dominante quería ver en ellos y ellas: bailarines, folclóricos y sexual-
mente fogosos, y demostraban coraje para sobrellevar la adversidad y el
racismo. Familias y colectivos negros habían aprendido los códigos de
inserción en la ciudad para manejar un entorno urbano hostil, mientras
conservaban fuertes lazos con sus parentelas y territorios.

45
1. Cartografías históricas
de guerra

E
n este capítulo, analizo el periodo de recrudecimiento del con-
flicto armado comprendido entre 2002 y 2005, y considero el
desplazamiento como su tecnología de sometimiento y expul-
sión más efectiva. Para explicar la manera como el desplazamiento for-
zoso ha sido una técnica de guerra recurrente a lo largo de la historia
de nuestro país, argumento que el Estado colombiano ha ejercido una
soberanía diferenciada sobre su territorio (González, 2003b) y ha fa-
vorecido pactos y arreglos entre élites políticas y económicas, con la
intención de repartirse la riqueza, y preservar prebendas y privilegios
bajo la necesidad de “modernizar” y desarrollar el país. La lucha agra-
ria y campesina que intentó oponerse a esta historia de abuso y despojo,
desde la década de los veinte hasta la década del setenta, fue constan-
temente criminalizada y favoreció la vía guerrillera durante ese tiempo,
en el cual, además, la tierra se asoció siempre al poder político y al
control social (Machado y Meertens, 2010). Palacios (2011) lo explica
como una lucha política e ideológica alrededor de la asignación de los
derechos de propiedad agraria y argumenta que, desde la Ley de tierras
de 1936, se premió el atesoramiento de la tierra a través de un modelo
agrario rentista de gran concentración y desigualdad, en el que predo-
minaron derechos oligárquicos de tenencia para consolidar el mando
local y ampliar la propiedad mediante el uso de la violencia y el acceso
privilegiado al poder estatal.

47
Andrés Salcedo Fidalgo

La lógica de la guerra tiene importantes antecedentes históricos.


En el caso de Colombia, propongo rastrear los siguientes periodos de
violencia: una presencia desigual y diferenciada del Estado durante
la primera parte del siglo xx, acompañada de un viejo modelo agra-
rio de hacienda y peonaje; la emergencia de movimientos rebeldes
radicales que respondían, a través de la lucha armada, a un sistema
político y social excluyente e impermeable; los procesos de paz con
las guerrillas y su fracaso; el fortalecimiento gradual en términos de
poder militar, tanto de guerrillas como de paramilitares, durante el
boom del narcotráfico; y la dominancia de los grupos paramilitares
después de 1995.
Para proveer un cuadro claro de cómo los principales actores se nu-
tren de esta situación de soberanías en competencia para transformar
territorios en microrreinos de poder despóticos, recurro a la informa-
ción contenida en la prensa, así como a las publicaciones de las páginas
web con las cuales contaban estos grupos armados para dar a conocer
sus programas y discursos ideológicos en el año 2005. Por medio de ta-
les datos, pude corroborar cómo estos grupos influían en la distribución
de recursos públicos, elecciones políticas locales, distribución de pues-
tos, y como, en general, tenían impacto en las esferas pública, privada
y cotidiana de las personas.
Después de 1995, el conflicto armado colombiano se recrudeció
como nunca antes. En el periodo comprendido entre 2002-2005, se
puso en marcha una geopolítica clara dirigida a acabar con la militan-
cia de izquierda y su supuesta alianza con la subversión, a través del
uso de grupos paramilitares. Para responder a esta gran confrontación,
denominada por algunos autores como “crisis humanitaria” (Bello,
2014), se desplegó todo un régimen humanitario con misiones interna-
cionales de paz y resolución de conflictos, cuyo propósito colectivo fue
el de instaurar la paz en Colombia en términos de un liberalismo políti-
co hegemónico. Para entender la agenda subyacente a esta geopolítica
mundial, al igual que el actual contexto político, analizo tres procesos
que convergen durante este periodo: (a) el Plan Colombia o la ayuda
militar estadounidense que formó parte de la cruzada internacional
antiterrorista; (b) los diálogos de paz con paramilitares, con todo su
manto de impunidad y corrupción; y (c) el tratado de libre comercio
con los Estados Unidos, que terminó por consolidar la apertura econó-

48
Cartografías históricas de guerra

mica como parte de las buenas prácticas de gobernanza impuestas a las


naciones del sur global para ser incorporadas en la economía global.
Finalmente, para elucidar en qué zonas tuvieron lugar los desplaza-
mientos entre 2002 y 2005, elaboro una geografía de la guerra: indico
las regiones afectadas por este reordenamiento laboral, demográfico y
económico a gran escala, y fundamento mi análisis en los reportes de
seguimiento a la violación de derechos humanos que, por esa época,
produjo Amnistía Internacional. Esta cartografía será útil para enten-
der los motivos y los contextos históricos que obligaron a mis entrevis-
tados a huir.

Una historia de acaparamiento de tierras

La historia colombiana ha estado marcada por innumerables confron-


taciones, reclutamientos forzosos de mano de obra y antagonismos sig-
nados por el dogmatismo y la intolerancia.
Durante la primera parte de la Colonia, es claro que la mita, la en-
comienda y su consabida instrucción religiosa, la reducción en pueblos
de indios, el tributo, el sometimiento de mano de obra indígena para la
construcción de ciudades y la creación de haciendas fueron todos pro-
cesos que comprendían reclutamientos forzosos y destierros. Durante
los siglos xvii y xviii, la trata de esclavos, el papel de las cuadrillas en
la economía minera y de plantaciones también fueron procesos imple-
mentados por medio de la violencia y el desplazamiento forzoso.
En el proceso de la Conquista, no solamente se despojó a las civili-
zaciones precolombinas del acceso a la tierra. Las capitulaciones fueron
los mecanismos jurídicos a través de los cuales los encomenderos obte-
nían derechos de propiedad sobre tierras descubiertas, licencias para
poblar, repartir casas, solares, caballerías y peonas (Machado, 2009: 21-
24). Se concedían capitulaciones por los servicios prestados durante el des-
cubrimiento; mercedes, cuando el dominio de la tierra no era “de nuevo
descubrimiento y nueva población”; y reparticiones, cuando los terrenos
eran otorgados entre descendientes y compañeros de expedición.
A comienzos del siglo xvii las llamadas composiciones obligaban a la
explotación económica de las tierras. Entre 1595 y 1642, la creación
de resguardos adjudicados colectivamente a grupos de indígenas buscaba

49
Andrés Salcedo Fidalgo

proteger a esta población del abuso de los encomenderos (Machado,


2009: 42). Sin embargo, los hacendados españoles introducían ganado
dentro de las parcelas indígenas, los presionaban para vender a precios
irrisorios o en subastas públicas o, simplemente, se las arrebataban. El
concierto agrario fue otra modalidad de expropiación bajo la cual se reu-
nía a los habitantes pertenecientes a diferentes resguardos y pueblos de
indios en un solo lugar, alejado de centros urbanos, para luego vender
sus parcelas que habían quedado desocupadas (Machado, 2009: 39).
También, durante el siglo xvii, la encomienda y la mita fueron poderosos
mecanismos de control de mano de obra que involucraban el servicio
personal y otro tipo de tributos. De hecho, muchos indígenas migraron
a centros urbanos o haciendas para evitar estos excesos, y, aunque cé-
dulas como las de San Lorenzo (1754) y San Ildefonso (1780) buscaron
proteger a los nativos de estos abusos, no pudieron evitar que estos se
quedaran sin tierras y enganchados en un sistema de servilismo y ex-
plotación en las haciendas y propiedades de los grandes terratenientes
(Machado, 2009: 32-33,46).
Durante todo el siglo xix se dio lo que Machado (2009: 51) acerta-
damente ha denominado feria de baldíos, esto es, la compra y privatiza-
ción de tierras públicas para privilegiar el predominio del latifundio.
Bajo esta figura, se adelantaron políticas de poblamiento y colonización
para ocupar zonas supuestamente “deshabitadas” (colonización antio-
queña entre 1860 y 1890), se le entregaron vastos terrenos a empresa-
rios capitalistas extranjeros, a colonos y a campesinos independientes, y
se otorgaron concesiones a constructores de vías y obras estatales. Estas
tierras públicas fueron empleadas para amortizar la deuda externa en
lo que se conoció como el proceso de desamortización de tierras de
manos muertas. De este modo, se expropiaron resguardos, corporacio-
nes civiles y eclesiásticas, instituciones educativas y de beneficencia, los
cuales pasaron a ser propiedad de la nación y fueron puestos en venta
en el mercado de tierras. Los terratenientes aprovecharon la ocasión
para expandir sus haciendas y hatos ganaderos, e instauraron la apar-
cería como mecanismo para asegurarse el cuidado y la tenencia de sus
propiedades en manos de trabajadores rurales que quedaban, en con-
secuencia, sometidos a la servidumbre y a un trabajo mal remunerado.
Asimismo, durante el siglo xix, decenas de guerras resultaron de los
choques entre centralistas y federalistas, entre reformas liberales y reac-

50
Cartografías históricas de guerra

ciones religiosas y conservadoras, entre los promotores del laissez faire y


los movimientos proteccionistas; todo lo cual reflejaba las enormes di-
ficultades para construir una nueva nación y abandonar los principios,
privilegios y jerarquías fuertemente arraigados del orden colonial. La
disolución de los resguardos, medida cimentada en la idea liberal de que
los grupos indígenas deberían convertirse en propietarios, resultó en su
desposesión, empobrecimiento, mestizaje y en la desbandada de cientos
de ellos hacia las ciudades.
El éxodo de mujeres y hombres jóvenes a áreas distantes de colo-
nización reciente, su traslado a pueblos y ciudades, y la incorporación
de niños en las filas de varias tropas hicieron parte de las innumerables
emigraciones que reconfiguraron la demografía colombiana en el siglo
xix. Los reclutamientos provenían de preceptos legales que buscaban
enrolar a los “vagos”, a los hombres de “mal vivir”, y a los muchachos
solteros y sin obligaciones familiares. Aunque, para muchos de estos
jóvenes, la medida era vista como castigo y sentencia de muerte, sus
padres y los dirigentes de las tropas la consideraban una disposición
correctiva y disciplinaria a través de la cual esta población alcanzaría la
adultez, la hombría y la pertenencia ciudadana. En consecuencia, como
parte de las denominadas levas o encierros, los ejércitos republicanos ce-
rraban los caminos de acceso a un pueblo, al momento de una feria,
la visita al mercado o mientras se llevaba a cabo la misa dominical, y
enlistaban a todos los hombres con los que se topaban, sin discriminar
su edad (Parra, 2012). Una de las ideas subyacentes era que los niños no
solo eran útiles en el combate, sino también para la atención de heridos,
la carga y preparación de alimentos, el cuidado de los caballos, o como
informantes, espías o mensajeros (Gutiérrez, 2012). A propósito, el si-
guiente es un ejemplo de lo que ocurría:

Me sucedió a mí lo que a muchos otros jóvenes de mi tiempo, que,


de la curiosidad pasamos al entusiasmo, y de meros espectadores nos
convertimos en soldados. Sin saber cómo, fui enrolado en las filas de los
patriotas, que engrosaban por instantes, y me hallé formando en la plaza
mayor con mi lanza al hombro. (Espinosa, 1942: 22)

Hacia 1850, Agustín Codazzi estimó que el 75% de las tierras loca-
lizadas en las llanuras amazónicas, los valles del Caribe y las selvas de

51
Andrés Salcedo Fidalgo

la costa del Pacífico en Colombia eran baldíos (véase la figura 2). En


contraste, desde 1827 a 1931, tres cuartas partes de todo el territorio
nacional se había otorgado a particulares y compañías en concesiones
mayores a mil hectáreas (Le Grand, 1988: 79).
Después de la década de 1920, el Estado participó, plenamente, en
la modernización de la agricultura y el fomento del progreso a través
de la reforma a la tenencia de la tierra firmada en 1875. Las personas
debían trabajar y poner a producir la tierra para ser poseedores legí-
timos. Por un lado, los empresarios agrícolas obtenían con gran faci-
lidad títulos para sus grandes extensiones de tierra gracias al favor de
las oficinas públicas; por otro lado, los colonos que no poseían títulos
formales, pero habían residido y trabajado en parcelas muy pequeñas
durante más de diez años, buscaban liberarse del trabajo en grandes
predios para convertirse en productores independientes con títulos de
propiedad. También, durante la década de los veinte, se gestaron estra-
tegias de organización y resistencia como las ligas de campesinos y la
Federación Nacional Campesina e Indígena (fnci), quienes impulsaron
ocupaciones ante el incumplimiento de sus derechos laborales y los
irrisorios salarios agrícolas.
Asimismo, durante las primeras décadas del siglo xx, se fomentó
la colonización y la parcelación de grandes extensiones de tierra para
incentivar la economía nacional a través de la creación de colonias
agrícolas y el establecimiento del comercio en los Llanos Orientales
(Ley 52 de 1926). Diez años después, con la Ley 200 de 1936, se inten-
tó controlar los privilegios de los latifundistas a través de la “función
social de la propiedad”, que estipulaba las obligaciones que también
generaba la propiedad privada. Sin embargo, durante la década de los
cuarenta, la Ley 100 de 1944 declaró la aparcería “de conveniencia
pública”, y muchos campesinos se desplazaron hacia zonas de coloni-
zación localizadas en la periferia para escaparse de las ataduras de la
estructura hacendataria.
En lugar de acercarse a los movimientos sociales que luchaban por
acceder a la tierra, las élites políticas de provincia emplearon el pode-
roso sistema político bipartidista para combatir la insurgencia. Los dos
principales partidos políticos (conservadores y liberales) funcionaron
como un gran sistema clientelista de tipo segmentario (Evans-Pritchard,
[1940] 1992). Las élites políticas urbanas y rurales comandaban y

52
Cartografías históricas de guerra

garantizaban votos electorales a través de los terratenientes o gamona-


les, quienes reclutaban lealtades locales entre el campesinado y se ase-
guraban la afiliación partidaria al asignar tierras y ofrecer la protección
económica.
Durante los años cuarenta, Jorge Eliécer Gaitán denunció el abuso
contra aparceros e inquilinos. Sus programas de redistribución de la
riqueza y mayor participación política produjeron una increíble mo-
vilización social, por lo que se convirtió en una gran amenaza para la
maquinaria política bipartidista y fue asesinado el 9 de abril de 1948. La
reacción violenta que siguió a su asesinato recogía décadas de descon-
tento y reveló la urgencia de una transformación en la estructura social
y en la tenencia de la tierra del país.
Esta insurrección impulsó a movimientos campesinos rebeldes que,
posteriormente, colonizaron los territorios al oriente y al sur de la cor-
dillera oriental andina. Pequeños grupos armados llenaron el vacío de
poder institucional y sustituyeron algunas de las funciones del Estado
mediante la constitución de formas de gobiernos locales semipúblicas
y semiclandestinas (Braun, 1994) o microsoberanías. Con el fin de pa-
cificar al país, las élites liberales y conservadoras alternaron el poder,
incluyendo la presidencia, cargos ministeriales y puestos en el Congreso
entre 1957 y 1973, durante el periodo conocido como Frente Nacional.
En ese momento, los medios de comunicación y amplios sectores del
gobierno etiquetaron a los movimientos políticos rurales rebeldes como
“bandidos” y, en varias operaciones de represión, la policía y el ejército
asesinaron, entre 1963 y 1965, a varios de sus dirigentes.
La violencia de la década de los cincuenta entre los dos partidos
también recogió odios acumulados al no ver cristalizada una revolución
social que transformara un orden social inequitativo. Los movimientos
campesinos rebeldes no encontraron ningún espacio político dentro de
este sistema endogámico y bipartidista de poder, que prohibió la parti-
cipación de un tercer partido político.
Durante las décadas de los setenta y ochenta, las guerrillas crearon
“bases sociales de apoyo” en zonas rurales relativamente aisladas y de
colonización (sur del Cauca, serranías de la costa Caribe, llanos orienta-
les de la Amazonia y región del Catatumbo), multiplicaron el número de
sus frentes, y expandieron su presencia territorial a través de su partici-
pación en la economía del narcotráfico y la extorsión a la economía pe-

53
Andrés Salcedo Fidalgo

trolera y minera. Las farc pasaron de ser una organización de cuatro-


cientos hombres, en 1970, a 17.000, a finales del 2002 (Saumeth, 2010).
Negociaciones de paz entre el gobierno y los diferentes grupos guerri-
lleros tuvieron lugar entre 1984 y 1992. Esto contribuyó a la creación de
vigorosos movimientos políticos de izquierda, como la Unión Patriótica
(up) y de la Alianza Democrática M-19, que participaron en la reforma
constitucional de 1991. Esta apertura inusitada en la historia de la prác-
tica política colombiana fue frustrada por una campaña de exterminio,
entre 1986 y 1992, durante la cual fueron asesinados, aproximadamente,
3.500 de sus activistas y dirigentes. A esta guerra contra la izquierda le
siguió un viraje radical en las estrategias de las guerrillas, las cuales se
dividieron. Algunas de ellas se acogieron a los procesos de paz iniciados
durante el Gobierno de Virgilio Barco y concretados por la Adminis-
tración de César Gaviria: la guerrilla del Ejército Popular de Libera-
ción (epl), fundada en 1963 y que ejercía el control de la zona bananera
del Urabá, dejó las armas durante las negociaciones de paz de 1991; el
grupo M-19, originado en 1970 y conformado por cuadros intelectuales
de izquierda que fraguaron varias tomas y operaciones en la ciudad de
Bogotá, incluida la toma del Palacio de Justicia en noviembre de 1985,
entregaron las armas en 1990 y conformaron el partido político Movi-
miento M-19, que contó con amplio respaldo popular durante el proceso
de la constituyente; el Movimiento Armado Quintín Lame (maql), por
su parte, conformado en su mayoría por indígenas nasa del Cauca, en
1984, para la defensa de los resguardos indígenas del Cauca y el Tolima
afectados por operaciones paramilitares, dejó las armas en 1991.
Otras guerrillas, en cambio, optaron por la radicalización de sus
frentes de lucha y la diversificación de sus fuentes de financiamiento,
que no se limitaban al narcotráfico y a la extorsión, sino que abarcaban
también el secuestro. Ellos pasaron de una lucha guiada por la ideolo-
gía y la revolución, a contundentes acciones subversivas subvencionadas
con una economía de guerra (Richani, 2002).
El auge del narcotráfico permeó la vida social y política de Colom-
bia desde la década de los setenta y alimentó las fantasías de poderío,
movilidad social ascendente y enriquecimiento de grupos mafiosos,
funcionarios estatales y actores armados. Es bien conocida la historia
del narcotraficante José “Chepe” Santacruz, quien, ante la negativa de
la élite vallecaucana de aceptar su ingreso al Club Colombia, ordenó

54
Cartografías históricas de guerra

construir una réplica del mismo en la Hacienda El Imperio, en la sali-


da de Cali a Jamundí. Igualmente famosa es la historia del traslado de
hipopótamos, cocodrilos y jirafas a la Hacienda Nápoles, propiedad de
Pablo Escobar, para la creación de un gran zoológico al estilo del arca
de Noé, y el posterior abandono de dichos animales, desde 1993, en la
región del Magdalena Medio.
Ganaderos, comerciantes de oro y agricultores financiaban cultivos
de coca en sectores de difícil acceso, como la Sierra Nevada de Santa
Marta o áreas escondidas en las vastas llanuras de la Orinoquía y Ama-
zonia, para luego venderla a los carteles. Durante las décadas de los
ochenta y noventa, el auge de la coca atrajo a antiguos migrantes que
habían llegado a zonas de colonización en la época de la violencia bi-
partidista y a muchos otros trabajadores agrícolas y jornaleros de todas
las regiones del país, que, entonces, fueron contratados como cultivado-
res y recolectores (Thoumi, 2003), bajo la oferta de obtener buenos y
mejores salarios. En 1997, Reyes demostró que los traficantes de drogas
habían comprado el 37% de las tierras más productivas en Colombia,
las cuales habían destinado, principalmente, a la explotación maderera,
la extracción de aceite de palma y la ganadería.
Las guerrillas, y más tarde los paramilitares, encontraron en el lu-
cro económico una importante fuente de poder simbólico: obtenían
mayor visibilidad en los municipios que dominaban, amedrentaban al
establecimiento, lograban mejorar los salarios de sus soldados y de los
trabajadores bajo su mando, podían comprar armas más sofisticadas y
reclutar más combatientes. Las farc aumentaron de 3.500 combatien-
tes, en 1986, a 8.000, en 1995, mientras que el eln pasó de 800 a 3.200
soldados combatientes (Lair, 1999: 91). Así, en 2001, las guerrillas lo-
graron controlar más de un tercio de los 1.100 municipios de Colombia.
A mediados de los años ochenta, terratenientes y ganaderos, cansa-
dos de la guerrilla, de sus secuestros y de su inusitado poderío, crearon
un grupo de mercenarios llamado Muerte a Secuestradores (mas), e ins-
tauraron, así, la modalidad de contratación de ejércitos privados para
salvaguardar la seguridad y la propiedad privada de personajes podero-
sos y hacendados en las zonas rurales. Los grupos paramilitares se mo-
vieron siempre en prósperos municipios bien integrados a la economía
nacional y mundial, y controlados por élites políticas locales y regiona-
les (González, Bolívar y Vázquez, 2003). Estos grupos antiguerrilleros

55
Andrés Salcedo Fidalgo

reunieron sus frentes de Urabá, Córdoba, Llanos Orientales y Magda-


lena Medio bajo el nombre de las Autodefensas Unidas de Colombia
(auc), en 1997, y se presentaron como civiles y empresarios con el de-
recho de legítima defensa contra los ataques de la guerrilla terrorista.
Desde mediados de 1995, una ofensiva paramilitar sin precedentes
intentó tomar el control de los supuestos bastiones de la guerrilla a tra-
vés del aniquilamiento de los dirigentes y activistas de izquierda en todo
el país. Ya para el 2004, los grupos de paramilitares, cuyos jefes podían
ser exmilitares, exguerrilleros y gamonales locales, alcanzaron a reunir
10.000 combatientes y estaban presentes en 382 municipios colombia-
nos (de un total de 1.100 en el país). Ganaderos, políticos, narcotrafican-
tes, funcionarios del Estado, integrantes del Ejército y dueños de minas
ilegales figuran entre quienes utilizaron “el servicio” de vigilancia y se-
guridad prestado por estos agentes paramilitares que se movían libre-
mente para ejecutar sus acciones dentro sus áreas de control (Sanford,
2004: 259). Los habitantes de zonas tradicionalmente dominadas por
las guerrillas fueron tildados de simpatizantes de los grupos insurgentes
o tildados de ser “guerrilleros vestidos de civil”.
Como parte de la campaña militar contra la guerrilla, llamada des-
pués del 11 de septiembre de 2001 “guerra contra las drogas y contra
el terrorismo”, se llevaron a cabo intensas fumigaciones de cultivos de
coca en el departamento del Putumayo, a pesar de todas las evidencias
que demostraban las graves secuelas que estas dejaban en términos de
desplazamiento, enfermedades, muerte de animales y contaminación
de cultivos y alimentos. El Plan Patriota inició en el 2004 una de las
operaciones militares más grandes en la historia de Colombia (18.000
soldados) para recuperar el dominio guerrillero de las farc en el depar-
tamento del Caquetá. Esta operación también provocó varios desplaza-
mientos de población (El Tiempo, 3 de mayo de 2005: 1-6, 1-11).
Las guerrillas que operaban en lugares donde se llevaban a cabo activi-
dades mineras y petroleras buscaban captar parte de las regalías y ganan-
cias de estas empresas a través del secuestro, la voladura de infraestruc-
tura y la extorsión. Ambos grupos, guerrillas y paramilitares, lograban,
por medio de la presión, alianzas con los alcaldes de municipios mineros
para obtener un porcentaje de las regalías, además de que participaban
en acciones de minería ilegal (vale la pena tener en cuenta que esta forma
de minería representa cerca del 50% de actividades que se desarrollan en

56
Cartografías históricas de guerra

este sector en Colombia). Es importante aclarar que muchos integrantes


de grupos paramilitares, desmovilizados a través de la Ley de Justicia y
Paz, terminaron vinculados a bandas criminales que se lucraron indirec-
tamente de empresas mineras de fachada, arriendo de concesiones, con-
trabando de combustibles y empresas de seguridad que ofrecían servicios
de protección a grandes organizaciones multinacionales.
Previo a la llegada de proyectos extractivos y a las expectativas de
una fabulosa generación de riqueza, los actores armados acentuaron su
dominio territorial y construyeron condiciones favorables para poder
beneficiarse económicamente de la llegada de las empresas encargadas
de la exploración y explotación de minerales. De este modo, ejercieron
una gran presión, dispusieron órdenes, impusieron horarios, asignaron
zonas de extracción, establecieron “vacunas” e impartieron permisos
de trabajo sobre los mineros artesanales. A pesar de que la ley exigía
que las concesiones fueran informadas, consultadas y discutidas con
la comunidad, los pobladores fueron desalojados o presionados para
vender sus propiedades (Massé, 2012).
En consecuencia, no fue sorprendente que, en mi trabajo de campo,
me topara con varias familias que, durante sus trayectorias de vida y en
una sola década, hubieran pasado de un régimen de terror impuesto por
un grupo a otro implantado por el bando opuesto.
La anterior reseña muestra que la aparición de movimientos insur-
gentes posee antecedentes históricos relacionados con un modelo agra-
rio excluyente y una manera peculiar de concebir el Estado y la esfera
pública: terratenientes emparentados entre sí establecieron alianzas y
arreglos con el Estado, como la creación de grupos paramilitares, para
no perder el monopolio que habían tenido sobre la explotación de re-
cursos. En la siguiente sección, describiré los proyectos políticos de gue-
rrilleros y paramilitares como evidencia de la pequeña escala de sobera-
nías temporales y móviles que impusieron.

Guerrillas y paramilitares: dominios en competencia

Las tierras del campo colombiano eran fortines de “ejércitos privados”


(Gómez et al., 2003), lo que creó una cambiante geografía del terror con
áreas de no paso, lugares de escondite y de retaguardia, vías de escape

57
Andrés Salcedo Fidalgo

y rutas de comercio ilegal de armas y drogas (Feldman, 1991). Los gru-


pos armados formaban organizaciones militares que ofrecían servicios
de seguridad, erradicación de la criminalidad y administración de justi-
cia privada. Ambos, paramilitares y guerrillas, se lucraban de activida-
des económicas ilegales como el narcotráfico y la minería ilegal. Ambos
decían tener proyectos y agendas políticas para alcanzar la legitimidad
con la que no contaban. Justamente, en la página web creada a inicios
del 2002, las farc se presentaban como “el ejército del pueblo y de los
pobres contra la oligarquía” que ejercía el Gobierno colombiano. Para
construir la paz con justicia social, sostenían, era necesario que los go-
biernos implementaran una justa distribución de la riqueza y respetaran
la libre autodeterminación de los pueblos. “Con Bolívar, por la paz y
la soberanía nacional” era uno de sus lemas más conocidos. Inspirados
por el sueño revolucionario de refundar la nación, las farc manifestaban
luchar contra el saqueo de riquezas que realizaban las multinacionales
bajo el amparo de las recientes reformas neoliberales y tratados econó-
micos. Ellos invitaban a aquellos que creían en la democracia y la justicia
social a unirse a su movimiento bolivariano por la “Nueva Colombia”.
En el 2000, las farc sacaron a la luz pública la “ley 002 de tributación”,
un “impuesto para la paz”, por medio del cual chantajeaban a perso-
nas o entidades cuyo patrimonio fuera superior a 1.000.000 de dólares.
Ellos tomaron algunos de los ritmos del himno nacional y compusieron
“el himno del pueblo”, que dedicaron a los trabajadores colombianos,
oprimidos por aquellos que dirigían el Estado. En dicha composición,
transcrita a continuación, enunciaban las tres carencias del pueblo co-
lombiano, a saber: la justicia, para lo cual aludían a la impunidad gene-
ralizada del sistema judicial colombiano; la verdad, en relación con el en-
cubrimiento del Estado oficial colombiano en cuanto a su participación
en el conflicto armado; y la falta patriotismo, evidenciada en la narrativa
oficial. Ellos pretendían contrastar esta narrativa con su propuesta de un
proyecto nacional inclusivo que promoviera el amor por la patria.

Por justicia y verdad, junto al pueblo ya está


con el fuego primero del alba,
la pequeña canción que nació en nuestra voz guerrillera de lucha y futuro.
Con Bolívar, Galán ya volvió a cabalgar.
No más llanto y dolor de la patria

58
Cartografías históricas de guerra

somos pueblo que va tras la libertad construyendo la senda de paz.


La opresión secular quiere aún acallar, el sentir de los trabajadores.
Compañeros alzad la bandera de paz, los sagrados derechos del pueblo.
Del imperio brutal ya se siente el final,
con los brazos de América toda,
a los pueblos la paz y la felicidad socialista el futuro será.
Guerrilleros de las farc pon el pueblo a triunfar
por la patria, la tierra y el pan.
Guerrilleros de las farc a la voz de la unidad,
alcanzad la libertad.

(Este himno estuvo colgado temporalmente en archivo sonoro en el


2005 en la página oficial de las farc https://resistencia-colombia.org/farc-ep/
consultado, consultado el mayo 3 de 2005, cursiva mía)

Como en un juego de espejos frente a lo que proponían las guerrillas,


las auc se presentaban como “una resistencia civil armada”, organización
de ganaderos honestos, agricultores y empresarios, cuyo objetivo principal
era erradicar a la guerrilla, a quienes se referían como dementes, bárba-
ros e irracionales. Este movimiento tenía un claro origen fundador: Jesús
Antonio Castaño González (padre del comandante principal de las auc,
Carlos Castaño), ganadero de la región del Córdoba, con fuertes vínculos
con el narcotráfico, secuestrado y asesinado por la guerrilla en 1980, cuya
muerte fue el detonante para la creación del grupo armado; el movimien-
to, liderado por los hermanos Castaño, pretendía garantizar la justicia y
defender a otras familias colombianas de sufrimientos similares. Se auto-
denominaban como «gente equilibrada y racional (cuerdos), personas con
un buen nivel de educación, con familia y niños». Según su lógica, solo
derrotando a los guerrilleros podían reactivarse las economías regionales y
establecer armonía entre capitalistas y trabajadores. Los principales pun-
tos de su propuesta incluían reformas a nivel político, agrario y en cuanto
al sistema judicial, así como una reforma a la planificación urbana, un
modelo de desarrollo, una política alrededor de la explotación de recursos
energéticos, un reordenamiento territorial, y la discusión de cuestiones
relativas al tráfico de drogas relacionadas con el derecho internacional.
En las líneas del himno de las auc y al ritmo de una marcha militar
española era posible leer los pilares de su movimiento: ante Dios y con

59
Andrés Salcedo Fidalgo

base en la razón, se congregaba una “raza” de ascendencia españo-


la de hombres leales, valientes, con acento sublime, civilizados y con
principios católicos. Esta canción era una oda a un patriotismo anclado
en la propiedad privada, que enaltecía los parajes verdes y le rendía
homenaje a los paisajes de Colombia. La organización paramilitar auc
se mostraba, así, como un grupo de padres redentores que defendían
a quienes caían víctimas de la subversión en Colombia. Las siguientes
líneas transcritas constituyen su himno:

Con acento sublime entonemos


notas gloriosas del himno triunfal
por la paz de Colombia adelante
salve armas de la libertad
Sobre el verde esplendor de tu suelo
guerrero soy, valiente y leal,
la justicia y la paz son mi anhelo
gloria a las armas de la libertad
Levantando la frente hacia al cielo
imploramos de dios protección
con mi voz muy altiva proclamo
Colombia libre, fuera la opresión
Por llanuras, montañas y valles
mi consigna es vencer o morir
nuestro destino avanza victorioso
del yugo subversivo al pueblo redimir.
De Bolívar, Nariño y Colón
somos raza que lucha con valor
heredera de sus gestas y sueños
defiendo mi patria con dolor.
Llevo el compás de mi paso marcial
mi fusil, mi bandera y mi fe
mi esperanza, mi vida, mis ansias
serán siempre mi entrega a la patria inmortal.

(Este himno estuvo temporalmente colgado en archivo sonoro en la


página web de las Autodefensas Unidas de Colombia que en el 2005
era www.colombialibre.org, consultado el mayo 3 de 2005, cursiva mía)

60
Cartografías históricas de guerra

Como es notorio, ambos actores proponían refundar “patrias”


que liberaran al pueblo de sus enemigos y sus vidas. Al autorrecono-
cerse como gestas de soldados que sacrificaban y entregaban todo,
debían expurgar cualquier versión que no casara con su forma cau-
dillista de plantear la libertad. Dentro de estos enclaves territoriales
utópicos, los grupos armados eran reyes: dispensadores de vida y
muerte, impartían castigos, impuestos y justicia. Construían su re-
putación y prestigio basados en el temor y en el respeto que les otor-
gaba el poder escópico de la vigilancia y el terror (Feldman, 1991).
Ambos grupos armados controlaban las esferas cotidianas de
la vida de las personas. Decidían quiénes se quedaban, quiénes se
iban, cómo debían celebrar, de qué color debían pintar sus casas y
qué tipo de música podían escuchar.
Las guerrillas establecían leyes estrictas que prohibían el adulte-
rio y el consumo de drogas y alcohol, así como medidas de protec-
ción del medio ambiente (Taussig, 2003: 92).
Los paramilitares, de forma similar, imponían prescripciones so-
bre la manera de vestir y sobre la organización de ciertos eventos:
«los hombres no podían llevar pendientes, no había concursos de
belleza gay, no se permitían las minifaldas para las mujeres, [se ha-
bían establecido] las prohibiciones de llevar el cabello largo en los
hombres y vestir gorras de béisbol hacia atrás» (Taussig, 2003: 9, 93).
Las acciones brutales con un alto grado de demostración perfor-
mativa de poderío habían sido los mecanismos más eficaces para
garantizar el dominio absoluto sobre una población a la que nece-
sitaban y de la cual abusaban. La aparición de cuerpos torturados
y desmembrados y la expulsión de enemigos eran símbolos de una
soberanía absoluta impuesta a través de la ley de la fuerza. Estos
“cacicazgos” temporales y móviles mediante los cuales los actores
armados emulaban algunas de las funciones del Estado lograban el
respeto de la población, pero por medio del terror. Los guerrilleros
afirmaban su necesidad de recurrir a la violencia para que el Esta-
do los tomara en serio; de igual manera, los paramilitares decían
que las técnicas de violencia eran necesarias para que los movi-
mientos guerrilleros comprendieran la importancia de su misión
antisubversiva.

61
Andrés Salcedo Fidalgo

Plan Colombia, tratado de libre comercio


y desparamilitarización

Tres procesos adicionales alimentaron la guerra por la explotación de


los recursos y aceleraron las transformaciones radicales que el paisaje
y la demografía tuvieron lugar en Colombia en la última década. En
primer lugar, el famoso “Plan Colombia” se lanzó como una inter-
vención militar y financiera de Estados Unidos para ayudar al Go-
bierno colombiano en su lucha contra las drogas y contra los grupos
guerrilleros. En segundo lugar, los diálogos de paz con los grupos pa-
ramilitares o “desparamilitarización” se inauguraron por el Gobierno
Uribe, con el apoyo estadounidense, y se proclamaron como el inicio
del fin del conflicto armado. Finalmente, el acuerdo de libre comercio
entre los ee.uu. y los tres países andinos Colombia, Ecuador y Perú,
que se firmó entre 2005 y 2006, fue usado como eslogan del segundo
Gobierno de Uribe y, posteriormente, por el de Santos, como uno de
los indicadores más favorables para el crecimiento de la economía
colombiana.
Lo que originalmente fue concebido como una ayuda militar para
atacar las actividades relacionadas con la producción de droga en áreas
controladas por la guerrilla se convirtió, a mediados de 2002, bajo la
Administración de George Bush, en uno de los frentes de su lucha con-
tra el terrorismo. Los objetivos del Plan Colombia se formularon, desde
la Embajada de los ee.uu., en la hoja informativa de 23 de marzo de
2000 como sigue:

La propuesta de asistencia de ee.uu. ayudará a Colombia a dirigir la


amplitud de los desafíos a los que se enfrenta, sus esfuerzos para comba-
tir el tráfico ilícito de drogas, aumentar el Estado de derecho, proteger
los derechos humanos y expandir el desarrollo económico, instituir la
reforma judicial y consolidar la paz.

Bajo la Administración Clinton, $7,5 billones de dólares fueron apro-


bados para el Plan Colombia y, durante el Gobierno Bush, un promedio
de $700 millones de dólares al año fueron asignados para la ayuda mi-
litar. El llamado “Plan Patriota” –componente militar del Plan Colom-
bia– fue uno de los operativos militares a través del cual Uribe anunció

62
Cartografías históricas de guerra

su determinación de destruir a los grupos guerrilleros. Sorprendente-


mente, el paquete de ayuda no incluyó ninguna acción en contra de la
amenaza paramilitar. El estudio de Wola (2004) demostró el fracaso de
esta inyección de recursos para combatir el narcotráfico, teniendo en
cuenta que la producción de pasta de coca y cocaína, exportadas ilegal-
mente a los Estados Unidos, no disminuyó. Además, las fumigaciones
aéreas con herbicidas sobre los cultivos de coca tampoco redujeron la
producción de la droga y, en cambio, sí obligaron a numerosas familias
a abandonar sus tierras.
Desde mayo del 2004 hasta su firma en el 2006, el Gobierno colom-
biano luchó por el tratado de libre comercio con los Estados Unidos,
que consideraba panacea del crecimiento económico y que entró en
vigor a través de su promulgación con el Decreto 993 del 15 de mayo
de 2012, luego de que el Partido Demócrata aplazara su aprobación
por la ausencia de garantías para el ejercicio de los derechos laborales y
sindicales en Colombia.
Ahora bien, en cuanto a recursos naturales, en las selvas del Cho-
có, donde ocurrieron la mayoría de los desplazamientos forzados desde
finales de 1996 hasta el 2002, había cuatrocientas especies vegetales,
ochocientos vertebrados, el 69% de reservas de pesca, el 43% de la ma-
dera, el 82% del platino, el 18% del oro y el 14% de la plata del total de
estos bienes naturales en Colombia (Gómez, 2002), los cuales represen-
taban grandes intereses para los tratados comerciales internacionales.
Los planes de desarrollo de la segunda Administración de Uribe
priorizaron la plantación extensiva de monocultivos de exportación por
parte de empresas agroindustriales en regiones que coincidían con áreas
de intenso conflicto armado y expulsión de poblaciones. Por lo general,
las grandes empresas agroindustriales de palma de aceite arribaron a
ciertas zonas, luego de asesinatos, masacres y desplazamientos forzados
perpetrados por grupos paramilitares. Estas plantaciones ocurrieron,
por ejemplo, en la región de Jiguamiandó, Curvaradó y Alto Mira y
Frontera sin el debido consentimiento de los consejos comunitarios.
Asimismo, durante ese mismo periodo presidencial, mediante los
Decretos 4488, de diciembre de 2005, y 3391, de septiembre de 2006,
se crearon “los programas de proyectos productivos para la paz”, diri-
gidos a grupos de paramilitares “reinsertados” y, si bien se presentaban
como remedio para «acabar con la improductividad rural que se estaba

63
Andrés Salcedo Fidalgo

viviendo en varias regiones del país por la presencia de grupos ilegales»,


«convertían [a los paramilitares] en propietarios con empresas viables»
(Bouley y Rueda 2009: 8). Posteriormente, y en nombre de un renovado
impulso al desarrollo empresarial del sector rural, la segunda Adminis-
tración de Álvaro Uribe creó el programa “Agro, Ingreso Seguro”, a
través de la Ley 1133 de 2007, con el propósito de prepararse para la
internacionalización del campo por medio del «ordenamiento produc-
tivo del territorio» y la «empresarización del campo» (Mejía, 2012: 2).
Sin embargo, en el año 2009, estalló un gran escándalo de corrupción
que reveló que el programa, en lugar de reducir las desigualdades en el
campo y subsidiar a pequeños agricultores, le otorgó, de manera irre-
gular, millonarias sumas de dinero público a grandes empresarios del
campo y poderosas familias con influencia política en la costa atlántica,
el Valle y la Guajira, entre otros.
Uribe fue elegido como un “patriarca redentor”; sectores pobres y
ricos creían que él encarnaba la mano dura que tanto habían esperado
para recuperar la dignidad, la imagen y el honor. Para su Gobierno, la
guerra era un mal necesario legitimado a través de su lema de “seguri-
dad democrática”. Con respecto a su primer mandato, Uribe inició un
proceso de paz a través de la desmovilización de unos 4.000 paramilita-
res. Estos grupos de las auc justificaban sus acciones a través del argu-
mento de que llevaban seguridad a los lugares en los que el Estado había
fracasado: «hemos sustituido el Estado, para satisfacer las necesidades
de la población. El gobierno no tiene la credibilidad ni la legitimidad
que tenemos entre estas personas» (Arnson, 2005: 11). Finalmente, el 1
de julio de 2004, las fuerzas paramilitares se reunieron en Santa Fe de
Ralito, en el noroeste del departamento de Córdoba, como condición
para iniciar las conversaciones con el Gobierno (véase la figura 4). Ma-
nifestaron su compromiso por la desmovilización completa en diciem-
bre de 2005 y su contribución a un país «sin tráfico de drogas» (Arnson,
2005: 10). Para esa misma fecha, el Gobierno colombiano declaró que
las órdenes de detención se suspenderían por lo menos seis meses y no
se procesarían los pedidos de extradición (Wola, 2004: 1). De hecho,
los líderes paramilitares declararon públicamente su negativa a pagar
largas penas en la cárcel y solicitaron la eliminación de la amenaza de la
extradición a los Estados Unidos como condición necesaria para man-
tener sus diálogos con el Gobierno.

64
Cartografías históricas de guerra

Todo este proceso de paz planteó serios cuestionamientos éticos. Las


auc habían sido responsables de las peores atrocidades cometidas du-
rante los últimos diez años de guerra y la mayoría de sus dirigentes
estaban acusados de tráfico de drogas por parte de la justicia de Estados
Unidos. Peor aún, grandes capos de la droga se habían adherido a los
grupos paramilitares de las auc con el fin de recibir los beneficios re-
lacionados con el acuerdo de paz con el Gobierno (Arnson, 2005: 14).
Además, a pesar de las ceremonias simbólicas de la reinserción y la en-
trega de las armas, el proceso de paz no tuvo el marco legal que garanti-
zara la confesión, investigación, el procesamiento y el castigo de los jefes
de las auc por sus crímenes (Wola, 2004: 1). Tampoco había ninguna
garantía de que los grupos desmovilizados suspenderían sus actividades
ilegales o los asesinatos por contrato. Los programas gubernamentales
denominados “Reincorporación a la vida civil” y “Reincorporación a la
sociedad” eran de muy corta duración y alojaban a los beneficiarios en
hogares de paz sin oportunidades laborales concretas.
También sucedió que, en los lugares donde estos grupos de para-
militares desmovilizados operaban, se reestructuraron bandas crimi-
nales que continuaron con las actividades de microtráfico y mantu-
vieron cierto poder para imponer a sus candidatos durante épocas de
elecciones. De hecho, los paramilitares ejercieron una gran influencia
en el Ejército, la Policía y la Fiscalía General de la Nación (New York
Times, 19 de mayo de 2003: A10). Durante la desmovilización, no se
contaba, entonces, con un tribunal independiente para investigar los
delitos relacionados con su proyecto político militar. Esta información
fue corroborada años más tarde, cuando salió a la luz pública el es-
cándalo conocido como “parapolítica”, nombre con el que se conoció
que, a través de la creación de ciertos partidos, los paramilitares y élites
políticas regionales lograban llegar al Congreso, acceder a cargos en
alcaldías, consejos, asambleas municipales y gobernaciones y desviar
dineros para financiar acciones armadas.
El proyecto de ley presentado por el Gobierno del presidente Uribe
durante en el segundo semestre de 2003 estableció un marco jurídico
para la desmovilización y reinserción de los paramilitares llamado “Ley
penal alternativa”. Aunque esta fue presentada al Congreso de la Repú-
blica de Colombia, no garantizaba la verdad, justicia y reparación para
las víctimas de acciones paramilitares. En lugar de obligar a los victima-

65
Andrés Salcedo Fidalgo

rios a confesar sus crímenes, los invitaba a “colaborar” y “cooperar” con


la justicia (El Tiempo, 23 de febrero de 2005: 1). Primero, este proyecto
de ley no hizo ninguna distinción entre los crímenes de guerra, aquellos
contra la humanidad y los crímenes ordinarios, contradiciendo así el
Derecho Internacional Humanitario. Segundo, las sanciones previstas
en el proyecto de ley no eran proporcionales a los delitos cometidos, lo
cual implicaba que todas las acusaciones contra una persona serían par-
te de un solo proceso judicial que no sobrepasaría un castigo superior a
diez años. Como resultado de esto, esta Ley legalizó la impunidad de los
paramilitares por las violaciones de los derechos humanos y hacía muy
poco por penalizarlos.
Con la Ley 975 de 2005 o Ley de Justicia y Paz, se creó la Comisión
Nacional de Reparación y Reconciliación que, por primera vez en la
historia, asumía la misión de trabajar por la verdad, la justicia, la repa-
ración integral de las víctimas y la no repetición de crímenes violentos.
Integrantes del Gobierno, representantes de la sociedad civil y de las
asociaciones de víctimas formaban parte una comisión mixta que traba-
jaba en el marco de cinco programas: “Reparación y atención a las vícti-
mas”, “Desmovilización, desarme y reintegración”, “Grupo de memoria
histórica”, “Género y poblaciones específicas” y el programa “Reconci-
liación”. La Comisión planteó una reflexión nacional sobre el conflicto
armado desde 1985, a partir del registro de testimonios y de expedientes
judiciales. En el ámbito de la justicia, la Comisión no adquirió funciones
judiciales, ni tampoco era un consejo de la verdad, teniendo en cuenta
que el conflicto no podía darse por terminado; aún así, tenía que garan-
tizar la participación y la protección de las víctimas en el esclarecimiento
judicial y recomendar lineamientos tendientes a su indemnización a tra-
vés del “Fondo de reparación para las víctimas de la violencia” y el pro-
grama de restitución de bienes. Asimismo, generó una reflexión nacional
sobre las esferas y espacios sociales atravesados por la injusticia que ha-
bían propiciado las acciones de los grupos armados, y ayudó a construir
elementos jurídicos novedosos para la desmovilización y el desarme de
grupos ilegales. Por último, contribuyó a sentar algunas de las bases para
forjar una paz duradera, “cerrar las heridas” y lograr la reconciliación a
través de mecanismos y espacios de participación ciudadana.
En la siguiente sección, caracterizo las diferentes zonas desde donde
las personas que entrevisté fueron desalojadas, para demostrar que estas

66
Cartografías históricas de guerra

corresponden a regiones ricas y estratégicas para el reordenamiento que


propuso el proyecto militar y económico iniciado hacia el año 2002.

Geopolíticas de la guerra

Las amenazas de muerte, las masacres, el reclutamiento forzado de jó-


venes, las tomas temporales de los pueblos, los asesinatos selectivos, el
confinamiento y el control de una zona fueron estrategias que los actores
armados emplearon para obtener el dominio sobre un territorio. Las
modalidades de escape a las que las personas recurrían eran múltiples: la
mayoría de aquellos a quienes entrevisté salieron definitivamente y, a pe-
sar de que manifestaron su intención de querer regresar, con el tiempo,
poco a poco, olvidaban la posibilidad de retorno. Osorio (2003) docu-
mentó el caso de personas que optaban por salir durante un tiempo pru-
dente y volver para el momento de la siembra y la cosecha. Otros grupos
huían para luego regresar, exigir protección y no ser involucrados con
ninguno de los bandos que se disputaban el territorio. Las comunidades
de Cacarica y las de Urabá, por ejemplo, se declaraban “comunidades
de paz”, se negaban a dejar entrar a cualquiera de los dos grupos arma-
dos y exigían no continuar con el asedio sus pueblos.
Pérez (2002) encontró que, entre los espacios afectados por el desplaza-
miento forzado, se encontraban los siguientes: las áreas de expansión del
capital con grandes proyectos de inversión; las zonas con cultivos ilícitos y
cultivos de palma de aceite; las áreas de ganadería extensiva; y las regio-
nes de extracción de oro. De igual manera, el equipo de investigación de
González, Bolívar y Vázquez (2003) demostró que la disputa territorial se
daba por corredores utilizados para el tráfico de drogas y de armas, por
zonas de extracción de petróleo y por aquellas destinadas a la agricultura
y a ciertas agroindustrias. La Consultoría para los Derechos Humanos y el
Desplazamiento (Codhes, 2004) afirmaba que el mapa de desplazamiento
forzado coincidía con el mapa donde se habían formulado macroproyec-
tos, los cuales localizo en la figura 2: el canal interoceánico Atrato-Truan-
dó, en la región de Urabá; las carreteras que conectan el Océano Pacífico
con Medellín y Pereira; la central hidroeléctrica de Ituangó, en el nudo de
Paramillo; la ampliación de la Carretera Marginal de la Selva, que conec-
ta la región amazónica del Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela.

67
Figura 2. Mapa de recursos estratégicos y macroproyectos

Convenciones
Capital del país
Capital del Departamento
Ciudades y municipios
Carreteras
Oleoducto
Cultivos de coca 2002
Cultivos de palma
Canal interoceánico Atrato-Truandó
Ampliación prevista de la Carretera Panamericana
Central hidroeléctrica de Ituangó
Central hidroeléctrica de Urrá

68
Fuente: Salcedo, 2006: 761
Cartografías históricas de guerra

Los grupos paramilitares buscaban una redistribución de la tenen-


cia de la tierra y de la mano de obra, y, para esto, vaciaron algunas
áreas estratégicas, expropiaron terrenos valiosos para la implementa-
ción de monocultivos y agroindustrias, y contrataron a aliados de la
zona o llevaron trabajadores de otras regiones. La economía de la gue-
rra produjo, de este modo, una nueva geografía política en Colombia.
Detrás de esta geopolítica de guerra, se registró un relevo de poder
que condujo a los paramilitares a dominar territorios previamente con-
trolados por grupos guerrilleros; justamente, de estas zonas provenían
las personas desplazadas a quienes tuve la oportunidad de conocer y en-
trevistar. Incluyo un mapa de la guerra (véase la figura 3), en el que se-
ñalo las zonas de expulsión con mayores niveles de violencia política de
acuerdo con la información reunida por González y su equipo de inves-
tigación (2003). Basándome en los informes de Amnistía Internacional,
identifico ocho áreas (véase la figura 4) que corresponden a corredores
estratégicos donde los actores armados se están disputando, entre otros,
el control de zonas aledañas a los principales oleoductos del país, y de
áreas caracterizadas por la presencia de cultivos ilícitos y otros recursos
extractivos como el aceite de palma (véase nuevamente la figura 2). Es
allí donde el desplazamiento ha tenido su mayor impacto.
Las ocho zonas que identifiqué en donde suceden disputas entre los
actores armados son las que describo a continuación:

1. Magdalena Medio y sur de Bolívar: esta región que, históricamente ha


conectado a la zona andina con la costa del Caribe a lo largo del río
Magdalena, alberga una de las refinerías de petróleo más grandes
del país, así como minas de cobre y de oro, y hace las veces de corre-


1
El mapa se realizó con las siguientes fuentes: Instituto Geográfico Agustín Codazzi, 2000;
Ecopetrol (http://www.ecopetrol.com.co/documentos/mapa-oleoductos.GIF, http://www.
ecopetrol.com.co/paginas.asp?pub_id=36123&cat_id=108&idCategoriaprincipal=10&
cat_tit=Mapas); Banco de la República (http://www.banrep.gov.co/blaavirtual/letra-c/
cpacifi2/59a.htm); Universidad de Texas, 2001 (http://www.lib.utexas.edu/maps/ameri-
cas/colombia_rel_2001.jpg); Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial e
Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales ideam (http://bart.ideam.gov.
co/images/deslizamientos/colombia.jpg); Transnational Institute (http://www.tni.org/ima-
ges/misc/map-colombia.jpg, http://www.tni.org/drugsconflict-docs/colombia.htm); Na-
ciones Unidas, Oficina para las Drogas y el Crimen y Gobierno de Colombia, 2005 (http://
www.unodc.org/unodc/en/crop_monitoring.html). Todos estos links fueron consultados en-
tre diciembre de 2005 y enero de 2006.

69
Figura 3. Municipios de procedencia de las personas
desplazadas entrevistadas

Convenciones

Capital del país

Capital del Departamento

Regiones de guerra

Ciudades o municipios donde ocurrieron


operaciones militares, y masacres y ataques
de los grupos armados

Fuente: Salcedo, 2006: 77


Cartografías históricas de guerra

dor para el tránsito de drogas a diferentes sectores del país. La selva


y las montañas que bordean el río Magdalena se utilizan para la
siembra de cultivos de coca. El cartel de Pablo Escobar, precisamen-
te, estaba ubicado en esta zona. Los grupos armados utilizaban las
colinas para ocultarse y las aprovechaban para extorsionar, secues-
trar, y participar del mercado negro del petróleo robado. La zona
del Magdalena Medio ha sido, literalmente, el “laboratorio de la
estrategia paramilitar” encaminada a destruir los movimientos so-
ciales fuertes y sindicatos de trabajadores, tales como la Asociación
de Trabajadores Campesinos del Carare (atcc) y la Organización
Femenina Popular (ofp). Hacia el 2005, los grupos paramilitares
controlaban casi la totalidad de los centros urbanos de esta región, y,
al igual que la guerrilla de las farc, cometieron varias masacres, una
tras una, en la zona. Justamente, en el año 2000, los paramilitares
ejecutaron a 36 personas de la ciudad El Salado, quienes eran acu-
sadas de ayudar a las guerrillas de izquierda. Algo similar ocurrió
el 28 de enero de 2001 en Chengue (Sucre), cuando mataron a 26
hombres (véase la figura 4).
2. Sierra Nevada de Santa Marta: las comunidades indígenas Kogui, Arua-
co, Wiwa y Kankuamo, que viven en las zonas más altas de la Sie-
rra, consideran que su hábitat es el corazón del mundo y el lugar
donde la humanidad se originó. Esta cosmogonía es la base de su
compromiso y su lucha por la conservación de este ecosistema úni-
co. Los colonos del área central Andina, que huyeron de la violen-
cia desde la década de los cincuenta hasta la década de los setenta,
se han reasentado en los claros del bosque, lo han tumbado y han
secado centenares de ríos que alimentan la zona plana del Caribe.
Los grupos paramilitares se ubicaron, entre el 2002 y el 2005, en las
tierras bajas y en las estribaciones de la Sierra, mientras que los gru-
pos guerrilleros, en las zonas altas y frías de sus cordilleras. por su
topografía, esta zona les era útil a los movimientos insurgentes como
refugio natural para esconderse y emprender acciones armadas es-
porádicas en las partes bajas. Sin embargo, las comunidades indíge-
nas y los colonos quedaban atrapados en este fuego cruzado. Desde
principios de la década de los ochenta, tres grupos guerrilleros (las
farc, el epl y el eln) entraron en la zona. Más tarde, a mediados
de la década de los noventa, dos bloques de grupos paramilitares

71
Figura 4. Mapa de de las regiones en disputa

Convenciones
Capital del país

Capital del Departamento

Regiones de guerra

Ciudades o municipios donde ocurrieron


operaciones militares, y masacres y ataques
de los grupos armados

Fuente: Salcedo, 2006: 782


Cartografías históricas de guerra

llegaron a la región oriental y se instalaron en su parte baja. Desde


2001, los paramilitares asesinaron a sindicalistas, maestros y a varios
dirigentes indígenas de la etnia kankuama.
3. La región de la costa pacífica: este litoral selvático de 900 km de largo,
y entre 50 y 180 km de ancho, que se extiende desde Panamá hasta
Ecuador, con una fuerte pluviosidad y una de las áreas de mayor
biodiversidad en el mundo, posee el 90% de su población con ascen-
dencia afrocolombiana y 5% provenientes de los grupos indígenas
kuna, emberá y emberá-Chamí. También ha sido testigo de las dis-
putas entre los actores del conflicto.
4. Urabá y Bajo Atrato: esta región selvática del Urabá chocoano y an-
tioqueño, que colinda con Panamá, se ha caracterizado por ser una
región agroindustrial bananera y ganadera, pero también como una
ruta de ingreso ilegal de armas y salida de cocaína. Con una doble
salida al mar (al Océano Pacífico, y el Mar Caribe), se ha utilizado
como corredor predilecto para el comercio ilegal de drogas, armas
y contrabando. El sistema montañoso llamado Nudo de Paramillo
fue utilizado como refugio del epl y las farc desde la década del
setenta. Estos grupos tuvieron gran influencia en los sindicatos Sin-
trabanano y Sintragro y en la conformación de los partidos Espe-
ranza, Paz y libertad, y Unión Patriótica. Luego del proceso de paz
de 1990 con el epl, las personas que dejaron las armas se unieron
a la Unión Patriótica y al Partido Comunista Colombiano, pero la
mayoría fueron perseguidos y asesinados. El frente 57 de las farc
intensificó sus acciones bélicas y se tomó el municipio de Riosucio
en diciembre de 1996 ante una ofensiva paramilitar para parecía
dominar la región de manera definitiva. Posteriormente, hacia fi-
nales de febrero de 1997, la séptima Brigada del Ejército puso en
marcha la Operación Génesis, durante la cual varias comunidades
de la zona del río Salaquí y del río Cacarica fueron bombardeadas,
y más de 15.000 personas tuvieron que huir de la región. Algunos


2
Se emplearon las siguientes fuentes para la elaboración de este mapa: Instituto Geográfico
Agustín Codazzi, 2000; Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial; Instituto
de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales ideam; Disaster Info (http://www.disaster-
info.net/desplazados/Colombia/imagenes/zonadistension1.jpg, http://www.disaster-info.net/desplaza-
dos/Colombia/imagenes/muniafect2001.gif); Sistema de Información por Fuentes Contrastadas
(sifc); Base cartográfica dane; González, Vásquez, Bolívar, 2003.

73
Andrés Salcedo Fidalgo

alcanzaron a llegar a Turbo y se refugiaron en el Estadio de di-


cha ciudad. Otros llegaron a Pavarandó, donde permanecieron en
un campamento de refugiados; otros más cruzaron la frontera con
Panamá a través de la selva del Darién, pero fueron deportados
unos meses más tarde por el gobierno panameño. Desde 1997, las
personas desplazadas que establecieron su residencia en casas aban-
donadas de San José de Apartadó se levantaron contra los grupos
paramilitares que intentaron tomarse el pueblo y se declararon
“Comunidad de Paz”. En febrero de 2005, sin embargo, el funda-
dor de esta comunidad y cinco personas más fueron masacrados. El
Gobierno del presidente Uribe envió al ejército bajo el alegato de
que no podría haber ningún territorio en Colombia que impidiera
la presencia de las fuerzas armadas.
La disputa entre grupos guerrilleros y paramilitares produjo las
peores masacres en la historia de Colombia: en mayo de 2002,
un enfrentamiento entre estos tuvo lugar en Bellavista y Vigía del
Fuerte. Un mortero lanzado por las farc cayó en la iglesia de Be-
llavista, en donde muchos se habían reunido para resguardarse
de las balas, mató a cerca 119 personas y causó el desplazamien-
to de 4.248 pobladores. Desde el año 2007, bases paramilitares y
del ejército se dispusieron a lo largo del río Atrato y bloquearon
la principal ruta fluvial de la zona. Las comunidades negras e in-
dígenas quedaron sometidas a los controles, requisas y preguntas
que se les hacía en los puestos de control. Las comunidades de
paz y las organizaciones políticas regresaron bajo protección in-
ternacional y habitaron nuevos asentamientos –en Comunidades
de Autodeterminación, Vida y Dignidad (Cavida)– a pesar de las
amenazas de los grupos paramilitares. Además de esto, empresas
que poseen plantaciones de palma aceitera han talado grandes
áreas del bosque y se han adueñado de las pequeñas parcelas de
tierra pertenecientes a poblaciones desplazadas.
5. Sur de la costa del Pacífico: en esta región de deltas, caños y esteros
formados por los ríos que desembocan en el sur del Pacífico, es-
pecialmente en el puerto de Tumaco, el frente 29 de las farc y el
Mariscal Sucre del eln iniciaron su participación en el narcotráfico
en la década de los noventa. Los grupos guerrilleros asesinaron a
los líderes comunitarios que se oponían a extorsionar a propietarios

74
Cartografías históricas de guerra

de negocios y a controlar los movimientos de las comunidades a lo


largo de los ríos. Luego de las fumigaciones y de las operaciones mi-
litares derivadas del Plan Colombia en el Putumayo, en el año 2000,
narcotraficantes dedicados al negocio de producción, procesamien-
to y comercialización de la coca se instalaron en la región. Se inició,
por un lado, una verdadera migración cocalera de campesinos y
colonos paisas y costeños y, por otro, un éxodo imparable por parte
de cientos de residentes de este puerto. Igualmente, el comercio de
la droga atrajo al Bloque Libertadores del Sur, a las Águilas Negras
y a las Autodefensas Campesinas de Nariño, que perpetraron ejecu-
ciones y masacres de supuestos colaboradores de la guerrilla. Luego
de la desmovilización del Bloque Libertadores del Sur, en 2005, las
farc decidieron operar bajo la modalidad de milicias urbanas para,
supuestamente, defender a la población de las bandas criminales
emergentes (Bacrim) que reclutaban jóvenes de las comunas 4 y 5
en los barrios Los Ángeles California, Buenos Aires, Viento Libre,
Panamá y en la zona conocida como Puente del Pindo. Este pe-
queño puerto se convirtió, entonces, en lo que va corrido del nuevo
milenio, en un campo de batalla por el control de sus barrios: se
registraron 53 homicidios por cada 100.000 habitantes, en el 2000;
82, en el 2001; y 99, en el 2002.
Buenaventura, por su lado, ha sido, por excelencia, el lugar de em-
barque, procesamiento y exportación de cocaína hacia Centroamé-
rica. Desde el año 2000, tanto el Bloque Arturo Ruiz como milicia-
nos del Frente treinta de las farc se enfrentaron con paramilitares
de los Bloques Calima y Pacífico. Luego de la desmovilización del
Bloque Calima, la banda de Los Rastrojos heredaron el negocio;
cuando ocurre un decomiso de sus cargamentos, extorsionan a los
vendedores, distribuidores minoristas y mayoristas e imponen to-
ques de queda en los barrios de la ciudad donde reclutan a los jóve-
nes para lucrarse (Molinares y Le Paliscot, 2012).
6. Corredor entre Tolima-Huila y Meta-Caquetá: utilizado como un punto
de conexión estratégica central entre las ciudades andinas y la re-
gión de mayor influencia de las farc, ha sido una zona tradicional
de colonización rural de inmigrantes procedentes de los sectores
centrales de la cordillera Oriental. Como condición previa a las
negociaciones con el Gobierno de Pastrana, en 1998, los grupos

75
Andrés Salcedo Fidalgo

guerrilleros lograron que la zona fuera desmilitarizada (véase la fi-


gura 4), pero, luego del fracaso de las conversaciones de paz, el 20
de febrero de 2002, el ejército bombardeó el lugar y produjo in-
numerables desplazamientos y daños significativos a las propieda-
des. La Columna Móvil Teófilo Forero perpetró más de veinticinco
ataques a la estación del ejército en Vegalarga, secuestró a quince
personas en un edificio en Neiva (2001), un avión de Aires (2002) y a
doce diputados del Valle del Cauca (2002). Este mismo grupo reali-
zó atentados en Bogotá y Neiva (2003), y se atribuyó el asesinato de
decenas de concejales y servidores públicos (Puerto Rico, Caquetá,
en el 2005, y, en Rivera, Huila, en el 2006). Los paramilitares tu-
vieron presencia en las zonas planas del departamento del Caque-
tá, desde finales de la década de los noventa, cuando los hermanos
Castaño mandaron tropas desde Córdoba para formar el Frente Sur
de los Andaquíes del Bloque Central Bolívar, con el fin de imponer
impuestos a los productores de cocaína y de reclutar a jóvenes de la
región para cultivar amapola y látex para la elaboración de heroína.
7. Corredor Catatumbo: en la frontera con Venezuela, entre la cordille-
ra Andina y las llanuras abiertas, se encuentra el oleoducto Caño
Limón-Coveñas (véase la figura 2). La estrategia del grupo guerri-
llero eln, que entró en la región para oponerse a la exploración de
petróleo por parte de la multinacional Occidental Petroleum Corpo-
ration, consistía, desde 1984, en hacer explotar oleoductos y torres
eléctricas. Tanto las farc como el eln han competido por el control
de esta región cocalera, así como por los recursos provenientes de las
regalías petroleras; establecieron “impuestos de guerra”, manipula-
ron el manejo de los dineros públicos y controlaron el contrabando
de cocaína, gasolina, municiones y armamento (Ávila, 2009). Por
otro lado, los paramilitares presentes en la región desde 1997, a tra-
vés del Bloque Catatumbo, liderado por Salvatore Mancuso, mon-
taron laboratorios de procesamiento de coca y mesas de compra de
hojas de coca abastecidas, bajo amenazas, por los campesinos de la
región. De 1999 a 2005, estos grupos paramilitares asesinaron a más
11.200 víctimas entre activistas sindicales, periodistas, profesores y
trabajadores de la salud (Molano, 2012).
Las discrepancias surgidas entre los Gobiernos de Colombia y Ve-
nezuela repercutieron en el cierre y el bloqueo de esta frontera en

76
Cartografías históricas de guerra

los años 2005, 2007, 2008 y 2009. Uribe acusaba al Gobierno de


Hugo Chaves de apoyar a las farc, y Chaves, a su vez, al Gobierno
de Uribe de tener una alianza narcoparamilitar. La captura de Ro-
drigo Granda, en diciembre de 2004, condujo al Gobierno de Ve-
nezuela a acusar a su homólogo colombiano de violar la soberanía
venezolana y, en consecuencia, a cerrar la frontera por varias sema-
nas. A finales de la década de los noventa, el Bloque Catatumbo de
las auc sembraron el terror en esta frontera a través de una masacre
ocurrida en 1999 en la Gabarra, evento en el que fueron asesinados
veinte jóvenes trabajadores. Varias familias de refugiados huyeron
y cruzaron la frontera con Venezuela, pero fueron intimidados por
las fuerzas armadas de ese país y obligados a volver a Colombia.
La ofensiva paramilitar obligó a las guerrillas a replegarse en las
zonas selváticas de la serranía del Perijá, El Catatumbo y el pie-
demonte llanero. Posterior a la Ley de Justicia y Paz, proliferaron
grupos neoparamilitares o bandas (Águilas Negras y Rastrojos) que
han prestado servicio a los carteles para administrar los negocios de
narcotráfico, juegos de azar y la venta ilegal de gasolina.
8. Región del Cauca: en cuanto a esta región, hare mención a los siguien-
tes dos aspectos: (a) Macizo caucano: esta zona, en la que confluyen
las tres cadenas de los Andes, al sur del país, ha sido un corredor
para el tráfico de armas y drogas que comunica la región del Ama-
zonas con el Océano Pacífico. Alberga un importante porcentaje de
población indígena nasa, inga y guambiana (21%), y de población
afrocolombiana (23%). Es una zona con una larga historia de resis-
tencia étnica que ha criticado el modelo de desarrollo implantado
desde el siglo xx hasta hoy. La población negra se ha enfrentado a
las haciendas esclavistas, luego ha reclamado sus derechos laborales
a través de movimientos sindicales en el sector de la agroindustria
azucarera y, desde 1993, con la Ley 70, ha reivindicado su identi-
dad y autonomía a través de movimientos como el Cenecio Mina,
Cimarrón y Proceso de Comunidades Negras (pcn). Los grupos in-
dígenas, por su parte, han trabajado por la recuperación de tierras
usurpadas a antiguos resguardos y por la protección de sus derechos
desde la década de los setenta, como es el caso del Consejo Regional
Indígena del Cauca (cric) y, desde 1994, de la Asociación de Ca-
bildos Indígenas del Norte del Cauca (acin). El proyecto Nasa, por

77
Andrés Salcedo Fidalgo

su parte, creado en el año 1980 en el municipio de Toribío, es una


asociación y un proyecto cultural y político basado en la agricultura
sostenible y la conservación, la educación tradicional y los progra-
mas de salud y asistencia a las familias. Han respondido como “co-
munidades en resistencia” a la presencia de cualquier actor armado
en sus territorios, con firmeza y haciendo valer sus principios de
autonomía, dignidad y respeto. En esta zona han operado, desde
inicios de la década del ochenta, todos los grupos guerrilleros. Ac-
tualmente, están activos más de ocho frentes de las farc, incluida la
Columna Móvil Jacobo Arenas y el eln. Los grupos paramilitares
realizan incursiones desde los inicios de la década de los noventa,
luego de la compra de varias fincas y haciendas por parte del Cartel
de Cali. Durante la Semana Santa de 2001, los paramilitares ata-
caron el pueblo del Alto Naya y asesinaron, con armas de fuego,
machetes y motosierras, a 130 indígenas indefensos. Tras esta ma-
sacre, los líderes indígenas del Cauca decidieron crear la Guardia
Indígena, grupo organizado no violento, pero con gran poder sim-
bólico, que actúa como mediador de paz cuando hay una intrusión
de algún grupo armado en sus comunidades. Luego de la desmo-
vilización del Bloque Calima, los grupos conocidos como Bacrim
son quienes, bajo los nombres de Rastrojos, Nueva Generación y
Bloque Central Cauca, se han disputado el control de los cultivos
de coca a lo largo de los ríos Guapi, Naipi, Timbiquí y Saija. (b)
Bota Caucana-Putumayo: esta zona ha sido utilizada por la guerrilla
de las farc como área de retaguardia y abastecimiento, así como
territorio privilegiado para su financiación a través de la regulación
del ciclo productivo de la coca (41% de los cultivos de coca en el
país se concentran en el Putumayo). Las acciones de este grupo se
han dirigido contra los varios oleoductos interandinos y refinerías
presentes en este territorio, desde finales de la década de los sesenta.
Las farc-ep han estado presentes en el Putumayo desde inicios de
la década del ochenta, a través de los Frentes 32 y 48, como parte
de su plan de expansión desde el Caquetá hasta el bajo Putumayo.
De 1997 a 2001, llega una nueva estructura narcoparamilitar que
resulta de la venta del Bloque Sur Putumayo por parte de Carlos
Castaño a Carlos Mario Jiménez, alias “Macaco”, en 1998, para
consolidar el Bloque Central Bolívar (González, 2007) A través de

78
Cartografías históricas de guerra

una serie de masacres, en 1999, sembraron el terror y consolidaron


su dominio territorial en las zonas urbanas y en algunas inspeccio-
nes de los municipios de Puerto Asís, Orito, Valle del Guamuez y
San Miguel. Este periodo de consolidación paramilitar coincidió
con la ejecución del Plan Colombia, debido al cual se realizaron
innumerables fumigaciones aéreas que provocaron la destrucción
de miles de hectáreas de cultivos de alimentos y pastos, y el éxodo
masivo de varias comunidades. Aproximadamente 30.000 refugia-
dos colombianos cruzaron la frontera con Ecuador para escapar
de las fumigaciones, las operaciones militares del Plan Patriota y la
amenaza de los grupos armados. Más recientemente, familias de
indígenas awa tuvieron que abandonar sus parcelas, huir de la de-
lincuencia narcoparamilitar y engancharse como obreros agrícolas
asalariados (Schmit, 2009: 45). En marzo de 2008, el ejército co-
lombiano atacó el campamento que tenía las farc en Sucumbíos
(Ecuador) y fue dado de baja Raúl Reyes (idmc Internal Displacement
Monitoring Center, 2009: 1).
9. El Oriente Antioqueño: grupos de poder antioqueños proyectaron la
extensión de la industria de Medellín hacia Rionegro y allí implan-
taron la agroindustria de exportación de flores y sus fincas de recreo
(García, 2007: 136). En 1982, el Estado inicia la construcción del
gran complejo hidroeléctrico del Peñol, San Rafael y San Carlos
–que para ese año producía entre el 22 y el 24% de la energía hi-
dráulica de todo el país–, así como la autopista Medellín-Bogotá
(García, 2007: 135). Durante las décadas de los ochenta y noventa,
guerrilleros del eln y de las farc reclutaban en sus filas a adolescen-
tes y niños provenientes de las “comunas” de Medellín en milicias
populares que llevaban a cabo labores de “limpieza social”, esto
es, el asesinato de delincuentes, drogadictos y miembros de bandas
criminales. Durante la década de los ochenta, el Cartel de Medellín
instaló expendios de droga en los barrios bajo su control, y gestó
una verdadera guerra urbana entre bandas criminales y los bloques
de paramilitares ligados al narcotráfico. A partir de 1996, el eln y
las farc se disputaban este territorio con grupos de paramilitares.
Ese mismo año, el Bloque Metro de las auc hizo presencia en la
ciudad y logró el control territorial de diferentes barrios periféricos.
En el año 2001, los paramilitares en el noroccidente antioqueño

79
Andrés Salcedo Fidalgo

cooptaron a pequeñas bandas para obtener el control armado en las


comunas. Luego, en el 2003, los paramilitares presentes en muchos
de los barrios pobres de Medellín afirmaban que habían contribui-
do al descenso de la delincuencia en un 40%.
Miles de personas que cruzaron la frontera para escapar de estas
masacres, combates y bombardeos y, en especial, quienes huyeron
de Riosucio, en 1997, y de Juradó, en 1999, se encontraron con esta
situación: la policía panameña, desplegada en la frontera para evi-
tar la propagación del conflicto colombiano, los retenía mientras el
Servicio Nacional de Migración remitía el caso a la Oficina Nacio-
nal para la Atención de los Refugiados (onpar), y esta, a su vez, lo
dirigía a la Comisión Nacional de Elegibilidad, entidad encargada
de definir, luego de varios meses, si se otorgaba o no el estatus de
refugiado. En otras circunstancias, los colombianos también estu-
vieron sometidos a toques de queda, en los que no podían circular
luego de las siete de la noche y solo obtenían una “protección tem-
poral humanitaria” que debían renovar cada 2 meses. (Laverde y
Tapia, 2009: 148-156). En el año 2003, se puso en marcha un plan
de repatriación y retorno de cincuenta familias desde Jaqué (Pana-
má) hasta Juradó (Colombia) por parte de la Red de Solidaridad
Social del Gobierno colombiano. Se les asignaron viviendas tempo-
rales, pero con deficiente infraestructura; sin embargo, la gestión de
la alcaldía de los lotes y la construcción de sus viviendas definitivas
nunca se concretó (Laverde y Tapia, 2009: 160).
En esta geografía bélica que acabo de reseñar queda claro que,
desde mediados de la década del noventa, el proyecto paramilitar se
cristalizó a través de la persecución de cualquier tipo de activismo
social y el exterminio de dirigentes y simpatizantes de movimientos
sociales, sindicalistas y defensores de los derechos humanos, quie-
nes fueron etiquetados como colaboradores de los grupos guerrille-
ros. Como se evidenciará en este libro, todas y todos los entrevis-
tados y participantes en esta investigación fueron víctimas de ese
sangriento relevo en el dominio territorial entre grupos armados,
movidos por el dogmatismo político, las ansias de enriquecimiento
y el deseo de acaparamiento de poder territorial. Los nombres y el
número de los frentes, carteles, bloques, unidades, bandas, cabeci-
llas, jefes, caciques y señores, de uno y otro bando, nos evocan su

80
Cartografías históricas de guerra

afán de poderío y su participación en las estructuras mafiosas que, a


través de la combinación de poder político y narcotráfico, lograron
aliarse con las élites regionales para la introducción de economías
de extracción y monocultivos. El paisaje social y económico de Co-
lombia, en el periodo comprendido entre 2002 y 2004, fue el de un
campo de batalla donde predominaron las relaciones criminales,
una obsesión por el mando –que yo llamaría de orden totémico–,
una sed de dominio, centrado obsesivamente en el territorio, y una
gran facilidad para resolver venganzas y rivalidades a través de la
contratación de ejércitos privados.

Conclusión

Todas las contiendas por tierras y recursos que han tenido lugar en
Colombia a lo largo de toda su historia corresponden a una situación
de soberanías en competencia (Comaroff y Comaroff, 2006). En el pro-
ceso de conformación del Estado nación colombiano, ha tenido espe-
cial importancia la rivalidad y el antagonismo visceral entre caudillos
que, a toda costa, han querido imponer su manera de gobernar. El uso
de ejércitos privados para defenderse de opositores y contradictores
responde a un sistema mafioso en el que el honor, la hombría y el reco-
nocimiento juegan un rol desproporcionado frente al ejercicio político
que persigue el bien colectivo. La obsesión por el dominio territorial
responde a una larga historia de usurpaciones y la reproducción de
patronazgos clientelares, abusivos y arbitrarios, que han primado sobre
la defensa de un proyecto de nación público, amplio y tolerante. A
falta de un dominio homogéneo y parejo sobre el territorio, el Estado
aplica, una y otra vez, la teleología de la conquista: colonizar, poblar,
fundar poblados, evangelizar, colonizar selvas y terrenos baldíos, explo-
tar minas, mantener haciendas, extraer recursos, generar “desarrollo”,
urbanizar y modernizar a su población. Más recientemente, el despla-
zamiento ha sido usado por grupos insurgentes, así como por fuerzas
paramilitares aliadas a las élites regionales, como verdaderas geopo-
líticas bélicas que buscan el enriquecimiento fabuloso derivado de la
producción, el procesamiento y comercialización de la coca, el tráfico
de armas, la economía extractiva y las agroindustrias a gran escala.

81
Andrés Salcedo Fidalgo

Históricamente, los sectores rurales de la población colombiana han


sido expulsados, expropiados, desterrados, relocalizados, reubicados y
contratados, una y otra vez, como trabajadores, obreros y soldados de
varios bandos armados. En este flujo constante de movimientos invo-
luntarios e impuestos, las poblaciones de campesinos, colonos y mi-
grantes han aprendido que esa es la manera violenta como muchas
generaciones de colombianos se han incorporado a la nación. Lo que
hoy el discurso humanitario internacional llama “desplazamiento for-
zado interno” ha sido utilizado en diversos momentos de la historia
colombiana como recurso para fundar poblados, evangelizar, explotar
minas, extraer recursos, generar “desarrollo”, urbanizar y modernizar
a su población. Esto explica por qué, en el caso del desplazamiento
forzado interno, las personas anhelan con frecuencia una tierra imagi-
nada, en la que intentaron varias veces instalarse y en la que invirtieron
sus sueños, esfuerzos comunitarios y luchas políticas.

82
2. Víctimas y movilidad

A
partir de las narrativas presentes en las entrevistas que realicé,
analizo las técnicas de represión, persecución, vigilancia, ame-
naza y terror a las que fueron sometidas las personas desplaza-
das a quienes conocí. Estos regímenes arbitrarios exigían total sumisión
a través de actos performativos de poder como visitas, distribución de
listas de personas, prácticas sutiles de persecución, y la creación de una
atmósfera de confusión, ansiedad y tensión. Mis entrevistados se refi-
rieron a cómo los grupos armados los amenazaban con reclutar a sus
hijos e hijas para utilizarlos como trabajadores, soldados y productores
de cultivos de uso ilícito. Empleo el material de mis entrevistas para
ilustrar cómo estos hombres y mujeres expresaban y concebían su dolor,
no como un trauma inscrito en sus vidas de forma indeleble, sino como
una prueba que los fortalecía y los vinculaba, bruscamente, con organi-
zaciones políticas, agencias estatales y con nuevos desafíos. Las personas
confesaban la rabia que sentían porque sus sueños y proyectos –que
creían iban a formar parte de su futuro– no pudieran cristalizarse por
culpa de actores armados involucrados en una violencia política dog-
mática. El desplazamiento marcaba una bifurcación en sus trayectorias
vitales; sin embargo, el trauma no se vivía como patología, sino como
una reestructuración en sus vidas.
En este capítulo explico también cómo la literatura producida des-
de mediados de la década de los noventa en Colombia quiso llamar

83
Andrés Salcedo Fidalgo

la atención sobre los daños y trastornos psicológicos, derivados de si-


tuaciones dolorosas, que padecían miles de personas localizadas en las
zonas disputadas por las guerrillas, los paramilitares y el ejército. En el
año 2000, además, organismos internacionales llegaron al país como
nuevos emisarios de modernidad y desarrollo, con la intención de ayu-
dar al Estado colombiano a recobrar los parámetros de estabilidad y
respeto de los derechos humanos, propios de las democracias occiden-
tales modernas. Mientras tanto, por su parte, el Gobierno interpretaba
el desplazamiento forzado como tragedia o un asunto de poblaciones
pobres. Las organizaciones no gubernamentales y las organizaciones
humanitarias compartían una visión humanitarista, con una larga tra-
dición en occidente, que se remontaba a la creación de la Cruz Roja
Internacional y que partía de la importancia adquirida por el “trauma”
como condición psicológica del individuo, susceptible de ser diagnos-
ticada y tratada a través de terapia. Protocolos jurídicos internaciona-
les, así como dispositivos científicos y médicos, inauguraron el famoso
Síndrome de estrés postraumático, referido a las secuelas individuales
y sociales que los eventos violentos y trágicos tenían en la memoria co-
lectiva y en la psique de los individuos (Fassin y Rechtman, 2009: 6). A
partir de una lectura crítica de los programas de asistencia del Estado
colombiano entre 2002 y 2004, ilustro cómo se creó una política del
dolor que apelaba a preceptos cristianos como la conmiseración y la so-
lidaridad, y veía a los desplazados internos como personas necesitadas
y no como sujetos a quienes se les debía indemnizaciones y reparacio-
nes, tal como se indicaba en la Ley 387 de 1997.
También discuto la manera como académicos, expertos e institucio-
nes sitúan a las y los desplazados como si quedaran atrapados en un
espacio liminal, desorientados y privados temporalmente de las com-
petencias culturales necesarias para funcionar adecuadamente en el
nuevo contexto en el que logran ubicarse. Sorprenden las interpreta-
ciones que consideran el traslado, las luchas por sobrevivir y ajustarse a
nuevos códigos de conducta, como algo anómalo (Malkki, 1995), cuan-
do, en realidad, los cambios de residencia voluntarios e involuntarios
han hecho parte de la vida de un sinnúmero de personas en la historia
colombiana. Lo que debería ser calificado como anómalo es el uso del
desplazamiento como un arma biopolítica empleada por grupos po-
derosos que deciden sobre la vida y la muerte de pobladores, y que

84
Víctimas y movilidad

obligan a las personas a reubicarse por el hecho de pensar diferente


o porque no son útiles para ciertos proyectos económicos o políticos.
Para analizar y discutir situaciones de movilidad forzosa, solemos em-
plear nociones duales y fijas que asumen el “lugar de origen” como
única fuente primordial de identidad de los grupos que han tenido que
migrar y el “lugar de recepción” como principal factor de su transfor-
mación. Por su lado, los y las entrevistadas hablan de los lugares de ori-
gen para referirse a todo el tiempo transcurrido en sus vidas hasta antes
del desplazamiento y a los lugares de llegada para aludir a su situación
actual. Propongo pensar críticamente esa manera de clasificar a gru-
pos poblacionales diferentes como situados en otro tiempo y en otro
espacio (Fabian, 1983). Sostengo que muchas prácticas de discrimina-
ción hacia las personas desplazadas provienen de un pensamiento que
tiende a espacializar, tanto a la diversidad interna como a la disidencia
ideológica, situándolas al margen de la nación y empleando escalas
unilineales y evolucionistas de clasificación. Es un pensamiento que, a
través del tiempo, se ha inspirado en estereotipos e imaginarios colo-
niales y desarrollistas que han situado a ciertos grupos sociales y a sus
lugares de procedencia en categorías fijas y duales: salvaje/moderno,
urbano/rural, antiguo/moderno. En resumen, aspiro a analizar críti-
camente este discurso en torno a los lugares y personas, y sostengo que
las prácticas de discriminación hacia los desplazados están relaciona-
das con esa forma categórica de pensar, que suele interponer distancias
espaciales y temporales para relacionarse con grupos que opinan y ven
las cosas de manera diferente.

Técnicas del miedo

En la mayoría de los casos que conocí, el desplazamiento forzoso ocurrió


porque, en ese momento, tanto paramilitares como guerrillas se dispu-
taban áreas estratégicas. Parte de la población que vivía en dichas zonas
fue, automáticamente, tildada de colaboradora del enemigo por parte
del grupo que buscaba el dominio del sector. Dentro de las estrategias
empleadas por la guerrilla, cabe mencionar los ataques intermitentes a
poblados y municipios acompañados de un repliegue o huida posterior,
el uso de minas en los caminos de acceso a sus lugares de refugio y, en

85
Andrés Salcedo Fidalgo

general, acciones con poco gasto militar, pero con un elevado control
estratégico (Echandía y Bechara, 2006: 31-54). Por su parte, los grupos
paramilitares utilizaban la técnica de infundir el terror en poblados y
municipios rurales a través de asesinatos selectivos y masacres, circula-
ción de panfletos, listas negras, detenciones, desapariciones; todas, ac-
ciones que respondían a la lógica de eliminar a los enemigos fueran es-
tos sindicalistas, líderes populares o dirigentes de izquierda. Del mismo
modo, fueron los encargados de ejecuciones extrajudiciales atribuibles a
la fuerza pública cuyas víctimas se conocieron como “falsos positivos”.
En los relatos de mis entrevistados, se mencionaba como, luego de
una toma guerrillera, el ejército bombardeaba la zona de manera in-
discriminada con el famoso “avión fantasma”, el cual no hacía ruido,
se iba y le abría paso a los paramilitares. Es así como las guerrillas em-
pleaban acciones de destrucción y repliegue; en zonas rurales, solían
visitar a los cuidanderos o dueños de fincas durante tres o cuatro días,
exigían que se les preparara comida y se les diera provisiones para lue-
go desaparecer. Luego de esta visita, solían llegar los grupos del bando
opuesto para tomar represalias por la supuesta ayuda prestada a los
guerrilleros. Los grupos paramilitares se integraban, se articulaban y se
institucionalizaban dentro del tejido social a través de empresas, pro-
yectos agroindustriales y negocios. Ellos apuntaban a un control socio-
espacial y económico del área, para lo cual eliminaban a los enemigos
y se aseguraban una microhegemonía sobre el lugar. En estos casos,
era prácticamente imposible mantenerse neutral; los habitantes eran
obligados a mostrar su lealtad o, de lo contrario, serían sentenciados
por ser “sapos”. A partir de ese momento, aquellos que manifestaban
su desacuerdo con estos grupos armados experimentaban paranoia,
nervios, molestia y desespero; no sabían en qué momento los visitarían
o interrogarían sobre cuestiones ante las cuales no sabrían cómo y qué
responder. La mayoría de mis entrevistado(a)s coincidían en que lo que
más temían era el posible reclutamiento de sus hijo(a)s, puesto que tan-
to paramilitares como guerrillas enlistaban jóvenes para que fungieran
como soldados, compañeras sentimentales o cocineras para la tropa.
De hecho, mencionaban cómo estos grupos tentaban y seducían a sus
hijos para que se unieran a ellos. Muchos de estos padres y madres, en-
tonces, procuraban que sus hijo(a)s se quedaran en casa de familiares,
mientras decidían qué hacer con sus propiedades y posesiones.

86
Víctimas y movilidad

Vemos, así, que eran varias las técnicas empleadas para amedren-
tar y desterrar. La primera consistía en emprender acciones contra los
sospechosos de colaborar con el enemigo. Hacían correr rumores de
que se encontraban personas amarradas y desmembradas, y que otras
más habían sido arrestadas, torturadas o desaparecidas, rumores sobre
el secuestro de sobrino, el asesinato de un tío, la desaparición de un
esposo, el reclutamiento de un hermano. Así, «by producing victims and
delivering corpses, armed groups exhibit and symbolically affirm their own power»1
(Lair, 1999: 97).
La segunda práctica consistía en controlar la salida y entrada al pueblo,
con el fin de que la gente no pudiera circular libremente. Las personas em-
pleaban la expresión “se cierra todo” para aludir a los bloqueos de las prin-
cipales carreteras que conectaban el municipio o poblado con el resto de la
región. A través de retenes, impedían que los pobladores pudieran comer-
cializar sus productos o moverse con libertad por ríos o caminos; destruían
almacenes y tiendas para evitar que las personas pudieran aprovisionarse;
establecían toques de queda a partir de las 8:00 p.m.; realizaban requisas
y pedían documentos de identidad; expedían permisos de trabajo para
reclutar jóvenes en los cultivos de coca, para servir como soldados o en la
construcción de puentes y caminos. Aquellos que trabajaban cuidando fin-
cas o cultivando tenían que entregarles a los grupos armados sus cosechas
y animales, además de someterse al control sobre el monto de efectivo que
podían portar cuando salían por mercado o compras.
Otra técnica, ampliamente usada por grupos paramilitares, consistía
en reunir a todos los residentes en la plaza del pueblo, instalar una reu-
nión y leer en voz alta los nombres de sospechosos u objetivos militares.
Imponían ultimátums para las personas y plazos perentorios de doce horas
para abandonar el área en el caso de quienes aparecían en la lista. Si las y
los sentenciados permanecían después de vencerse los plazos, podían ser,
sistemáticamente, asesinados. En lo que respecta a los casos que conocí,
grupos de paramilitares empleaban emisarios para visitar a familias de
aparceros que supuestamente habían recibido a grupos de guerrilleros en
sus fincas. Estas primeras visitas tenían la apariencia de encuentros ami-
gables, durante los cuales los interrogaban sobre el tipo de relación que


1
Traducción del autor: «Al generar víctimas y entregar cadáveres, los grupos armados exhi-
ben y simbólicamente afirman su propio poder».

87
Andrés Salcedo Fidalgo

poseían con el grupo armado al que supuestamente habían ayudado:


qué tipo de comida les daban y con qué frecuencia aparecían en dichos
predios. Estos emisarios permanecían todo el día en la finca, y la familia
que vivía y trabajaba allí estaba obligada a servirles comida y bebida en
abundancia. Durante estos encuentros, se sobreentendía que nadie podía
moverse ni salir a trabajar; era un secuestro amigable y temporal. Más
adelante, hacían una segunda visita que tomaba la forma de amenaza
violenta. Enviaban personas bruscas y groseras que entraban a las ca-
sas, desordenaban y rompían lo que encontraban a su paso. En algunas
ocasiones, secuestraban a los hombres que estuvieran presentes en el mo-
mento de la redada. Algunas entrevistadas comentaron que sus maridos
fueron ejecutados frente a ellas y a sus hija(o)s. Las víctimas recordaban a
sus victimarios como hombres con “caras que le cortan a uno el cuerpo”,
hombres que insultaban y amenazaban con llevarse a sus hija(o)s. Los
agresores permanecían todo el día en la casa y pedían que se les prepa-
rara y sirviera comida; luego, establecían un plazo de veinticuatro horas
para abandonar el lugar, lo cual no era otra cosa que una sentencia de
muerte, después de la cual las familias debían empacar y huir. Como lo
explicaba Mirella, una mujer que entrevisté, los grupos armados inocu-
laban el miedo lentamente: primero, se servían de personas que parecían
amables, pero luego eran agentes violentos los encargados de las amena-
zas y las expulsiones. Esta mujer, quien proviene del departamento del
Meta, se refería al carácter contaminante y letal de las miradas de estos
atacantes; el siguiente es su testimonio, en el que ella usa el verbo ‘cortar’
con el sentido de descomponer:

Y a los poquitos días que nos llegaron, a los quince días nos llegaron
con más gente de ellos, pero es gente que uno no puede voltear a mirar
a la cara; son caras terribles, o yo no sé si por lo malos que son, pero no
puede uno mirarlos a ellos, porque es terrible, el susto, la sola mirada a
uno le cortan todo, en la forma que le hablan, porque no son decentes
como los primeros que le mandan a uno; eso es como estrategia, man-
dan gente muy suave, muy querida, muy tratable, pero después viene
gente que es terrible. (Entrevista a Mirella2, Miravalle, Meta, 27 años, 3
de diciembre de 2003)


2
Los nombres de los entrevistados son seudónimos.

88
Víctimas y movilidad

Hubo familiares de personas muertas o desaparecidas que también


me relataron la imposibilidad de indagar por dichas muertes. En efecto,
los grupos armados les prohibían recoger los cadáveres. Las familias
empezaban a notar que “las cosas se ponían malucas”: envenenaban
a los perros y demás animales, y se rumoraba que habían encontrado
varios cuerpos de desaparecidos flotando en el río. Había llegado el mo-
mento de empacar y dejar la zona con sigilo. Algunos vecinos les acon-
sejaban “que se perdieran”. El mutismo fue la constante: las personas
permanecieron calladas ante la muerte de sus parientes y su causa, así
como, debido a amenazas y agresiones frecuentes, guardaron silencio
ante la presencia de los grupos armados en el pueblo.
Como lo he mostrado, el desplazamiento forzoso comprendía varias
técnicas para inculcar el miedo y asegurarse el total dominio sobre una
comunidad dada. El régimen de violencia que se vivió en Colombia en
los primeros años del nuevo milenio impuso a miles de civiles una for-
ma de tortura comunitaria de alta intensidad. A través del miedo y la
expulsión, se destruían prácticas de sociabilidad vecinal y capacidad de
expresarse abierta y libremente.
Primero, el miedo era una sensación inmediata e individual pro-
vocada por los rumores y el desconocimiento de las circunstancias
en las cuales las personas se encontraban. Una mujer proveniente
de Miravalle, departamento del Meta, describió este miedo encar-
nado, producto de una visita de un grupo paramilitar; recordaba, en
especial, los uniformes de los hombres armados, así como el uso de
códigos cifrados y palabras pronunciadas en clave como estrategias
para infundir miedo:

Entonces mi esposo [estaba] asustado y yo también, porque eso a


uno le entra un susto terrible; uno no puede comer, por más que la co-
mida la haga uno buena, así en el campo a uno no le sabe igual; no
duerme; no come. El niño [estaba] traumatizado porque él miraba a
alguien vestido de militar y decían que eran paramilitares. El miedo era
que se lo llevaran a uno, porque como hablaban con sus claves. Hubo un
momento en que el comandante de los paramilitares habló: –Ya vamos
a hacer la vuelta y están listos; pues uno en ese momento piensa ya va-
mos a ser víctimas. (Entrevista a Mirella, Miravalle, Meta, 27 años, 3 de
diciembre de 2003).

89
Andrés Salcedo Fidalgo

Además de ser una sensación parecida a la de sentirse enfermo, el


miedo también era aprehensión de no poder saber qué pasó exacta-
mente, qué vendría después; era un estado somático acompañado de
pensamientos de preocupación que causaban aflicción, derivado de
«ideas which hurt all the time and from which one might die»3 (James, 1997:
126). El miedo se acrecentaba al no contar con toda la información
sobre qué les pudo haber sucedido a las personas desaparecidas.
El terror es un medio poderoso de dominación que se retroalimen-
ta de una realidad de ficción o incierta que Taussig denomina tiniebla
epistémica, es decir, una situación en la que uno no sabe qué es verdad
y qué es ilusión (1986: 121). El miedo fabrica una realidad semántica
ambigua y borrosa que hace dudar a las personas sobre sus propias per-
cepciones del entorno y del mundo (Green, 1995: 60).
El temor inoculaba confusión e incertidumbre en el día a día de las
personas a través de la desconfianza y los rumores. La efectividad con
la que operaba residía en la creación de indistinción, ambigüedad y
confusión sobre las reglas y códigos de relación que se manejaban en
una región y sobre la identidad de las personas. En ese sentido, el miedo
desestabilizaba las relaciones sociales y promulgaba una cuña de des-
confianza entre vecinos, familiares, conocidos y paisanos. La expresión
“no se puede confiar en nadie” había sido una premisa ampliamente ex-
tendida que marcaba la manera como el temor mediaba las relaciones
de dominación en Colombia.
Casos en otros países reflejan también esta situación. Warren (1993),
por ejemplo, examinó las lógicas de terror que se pusieron en marcha
contra comunidades indígenas por parte de los militares guatemaltecos
en la década de los ochenta. Logró identificar un universo paralelo de
traición y desconfianza que coexistía con un día a día sin eventos per-
turbadores. Esto creaba un mundo comunitario en el que súbitamente
las personas no eran lo que parecían y no estaban seguras de si alguien
era o no un delator. En estos espacios envenenados de escepticismo,
no era posible tener certeza de quién era quién o con quién vivía uno
(Warren, 1993: 47). En Colombia, por su parte, durante el segundo
gobierno de Uribe (2006-2010), muchas personas fueron seleccionadas


3
Traducción del autor: «ideas que lastiman todo el tiempo y [de la sensación] de que uno
podría morir».

90
Víctimas y movilidad

por grupos de guerrilleros, paramilitares y por el mismo Estado como


informantes (véase Salcedo, M.T. y Salcedo, A., 2012) para obtener
nombres de personas que colaboraban con el enemigo. Espías e infor-
mantes, dentro de los mismos vecinos de una cuadra, servían para in-
fundir terror entre los miembros de la comunidad del pueblo o munici-
pio. Era una técnica brutal que transforma amigos en monstruos, caras
conocidas en abominaciones. María Victoria Uribe (2004: 85) define el
rol que los espías han desempeñado en periodos previos y actuales de la
violencia en Colombia de la siguiente manera:

Sapos [are] social agents who come from deep within the community but [turn]
against it by pointing out some of its members for extermination […] the figure of
the sapo thus condenses all of the ambiguity inherent in the neighbor-stranger dyad.4

Los excesos de los victimarios (Blair, 2004) parecían centrarse en


las agresiones físicas contra sus capturados, sobre quienes liberaban
sus frustraciones y su rabia. Los perpetradores de masacres, por ejem-
plo, intentaban deshumanizar los cuerpos de sus víctimas a través de
mutilaciones y desmembramientos. Al manipular de este modo los
cuerpos de los enemigos, los grupos armados demostraban su deseo
de, literalmente, eliminar y castigar al otro. En una de las entrevis-
tas, Graciela, una importante líder del departamento de Nariño en la
costa del Pacífico, describía la tortura y el exterminio vividos por su
amplia familia:

Así pues, antes de venirme, mataron [a] cuatro primos hermanos,


les cortaron los pies, las piernas, los brazos, la cabeza, los abrieron y les
cortaban el pene. No más se encontraba el cuerpo y después una mano, a
veces una pierna; así, cada cosa por su lado. […] Una parte de mi familia
sigue en Tumaco, pero con miedo. Nunca dicen nada, [están] atemori-
zados. (Entrevista a Graciela, proveniente de Tumaco, Nariño, 50 años,
25 de noviembre de 2003)


4
Traducción del autor: «los “sapos” [son] agentes sociales que vienen de dentro de la comuni-
dad, pero que se vuelven contra ella al señalar a algunos de sus miembros para el exterminio
[…] la figura del “sapo” reúne, en consecuencia, toda la ambigüedad inherente a la díada
vecino-desconocido».

91
Andrés Salcedo Fidalgo

El asesinato de integrantes varones de las familias era otro aspecto


cruel y doloroso del desplazamiento. Algunas mujeres que entrevisté no
pudieron organizar el funeral de sus maridos y otras no habían podido
siquiera reclamar sus cuerpos. Intentaban elaborar su duelo y aceptar
las pérdidas de sus compañeros, por lo que nuestros encuentros estu-
vieron marcados por la aflicción. Estas entrevistas evidenciaban que lo
más doloroso era lo que ellas denominan muertes inexplicables, “malas
muertes”, las cuales generan sentimientos de impotencia, rabia y coraje
en ellas y sus hij(a)os. El daño que el desplazamiento les había causa-
do iba más allá de la indignación; interrumpía sus expectativas y sus
planes o trayectorias de vida; les había impedido conservar vivos sus
sueños individuales y colectivos de una vida mejor. De hecho, luego de
una masacre, las personas decían que los grupos armados tenían la in-
tención de acabarlos, lo cual aludía a un intento por destruir proyectos
familiares y comunitarios específicos.

Discursos humanitarios

Mediante el uso de un lenguaje técnico y neutral, el derecho interna-


cional definía como “personas internamente desplazadas” a quienes
se ven obligados a huir dentro de las fronteras de sus propios países
por conflictos armados, confrontaciones armadas internas o desastres
derivados de fallas humanas que implicaban violaciones sistemáticas
de los derechos humanos. A pesar de que la Convención de las Na-
ciones Unidas sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 reconocía
la situación especial de los “refugiados dentro de las fronteras nacio-
nales”, su Protocolo de 1967 solamente protegía a los refugiados y no
a los desplazados internos. Así, de acuerdo con este, los refugiados se
definen como las personas que «por razón de un temor bien fundado
de persecución estaban fuera del país de su nacionalidad y, por esta
misma razón, no querían volver a ese país» (Richmond, 1992: 348). En
otras palabras, la comunidad internacional había elaborado todo un
sistema jurídico e institucional para la protección y la asistencia a los
refugiados que cruzaban la frontera con otros países, pero no contaban
con la misma sofisticación normativa para quienes que eran obligados
a trasladarse de un lugar a otro al interior de sus propios países. De for-

92
Víctimas y movilidad

ma paradójica, las personas internamente desplazadas quedaban bajo


la tutela de su Estado, así dicho régimen político fuera el responsable
de su desplazamiento.
Francis Deng, representante del Secretariado General de Naciones
Unidas para desplazados internos, tuvo a su cargo reformular los prin-
cipios que buscaban regular los efectos de las guerras en la población
civil contenidos en el Protocolo II de 1977 de la Cuarta Convención
de Ginebra de 1949, los cuales estaban dirigidos a la protección, el
respeto, el trato humano y la asistencia médica de combatientes y ci-
viles heridos, accidentados y enfermos. La idea era crear una norma-
tiva que protegiera a una población particularmente afectada por el
número creciente de guerras civiles de carácter no internacional que
caracterizaron a la última década del siglo xx. En la formulación de
estos principios rectores, Deng señaló los derechos de los desplazados
internos y las obligaciones de protección y asistencia por parte de los
Gobiernos nacionales; sin embargo, no diferenció a las personas que
huían de sus hogares de manera inadvertida de aquellas que eran ex-
pulsadas por haber sufrido actos de violencia. Además, en su nueva
definición, los desplazados internos podían ser tanto las personas que
tuvieron que huir por violencia política, como quienes lo hicieron por
desastres naturales o por tragedias ocasionadas por causas humanas,
como si eventos naturales y eventos de violencia política pertenecieran
a una sola categoría jurídica:

Los desplazados internos incluyen a las personas o grupos de per-


sonas que se han visto obligadas a huir o a abandonar sus hogares o
lugares de residencia habitual en particular como resultado de, o con el
fin de evitar los efectos de, conflictos armados, situaciones de violencia
generalizada, violaciones de los derechos humanos o desastres naturales
o provocados por el hombre, y que no han cruzado una frontera estatal
internacionalmente reconocida. (Deng, 1998: 14)

En 2003, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los


Refugiados publicó los Principios Rectores de Desplazamiento Interno, inspi-
rados en el derecho internacional humanitario, los derechos humanos
y el reconocimiento a los refugiados, los cuales estipulaban el dere-
cho que tiene toda persona a no ser desplazada arbitrariamente y las

93
Andrés Salcedo Fidalgo

obligaciones que Gobiernos y autoridades tenían para proteger y


asistir a esta población, en condiciones adecuadas de alojamiento, se-
guridad, nutrición, salud e higiene (Principio 7), antes y durante el
desplazamiento, y en los procesos de retorno, reasentamiento y rein-
tegración (Principios 28 y 29). Los entes estatales tenían que facilitar
y garantizar el apoyo humanitario internacional de acuerdo con unos
estándares generales de conducta (Principio 27), principios de huma-
nidad e imparcialidad (Principio 24) y de no interferencia en asuntos
internos (Cohen y Deng, 1998: 3).
Su formulación apuntaba a atender y proteger la vida, la seguridad,
la libertad, la dignidad y la integridad física, mental y moral de las per-
sonas expuestas a genocidios, asesinatos, ejecuciones sumarias, desapari-
ciones forzadas, secuestros, detenciones arbitrarias, maltratos, despojos,
insultos y discriminaciones. Estos principios intentaban cobijar una serie
de situaciones diversas derivadas de la guerra, tales como violaciones,
mutilaciones, tortura, prostitución forzosa, esclavitud, trato indecente,
amenazas (Principio 11), reclutamiento forzoso (Principio 13), detencio-
nes arbitrarias, confinamiento (Principio 12) y retorno forzoso, y esta-
blecer la prioridad de atención para poblaciones con diferente grado de
vulnerabilidad, tales como mujeres, niños, personas mayores, enfermos
e inválidos (Principio 4), indígenas, minorías y campesinos (Principio 9).
Aunque la existencia legal de esta normativa era importante para fijar
prohibiciones y estándares internacionales de trato, así como raseros
para evaluar las acciones del Gobierno, grupos paramilitares y rebeldes,
su implementación era insuficiente y no tenía efectos penales que per-
mitieran resarcir daños irreversibles en la población civil. Por eso, vale
la pena preguntarse: ¿en qué medida fueron simples formulaciones de
retórica legal que nunca fueron tenidas en cuenta por ninguno de los
agentes armados en Colombia en el periodo estudiado?
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados
(Acnur) no podía hacer más que colaborar para garantizar el paso segu-
ro de civiles, su relocalización y evacuación desde áreas en conflicto, la
asistencia a las poblaciones que se encontraban sitiadas y no podían o
no querían desplazarse de sus hogares, la intermediación con las autori-
dades locales a fin de impedir el regreso involuntario de personas inter-
namente desplazadas a las zonas de peligro. Asimismo, tenía el papel de
alertar a los Gobiernos y a la opinión pública acerca de los abusos con-

94
Víctimas y movilidad

tra los derechos humanos (Hampton, 1998). Con base en el principio de


“soberanía como responsabilidad”, su función se limitaba a recordarle
al Estado colombiano que las personas internamente desplazadas eran
su responsabilidad y que debía prestarles protección, asistencia y apoyo.
Las organizaciones humanitarias internacionales de carácter guber-
namental como la Acnur y la Organización Internacional para las Mi-
graciones (oim) adoptaban una “absoluta neutralidad” y una máxima
de no intervención en el conflicto colombiano. No obstante, crearon en
el país una gran burocracia de funcionarios especializados en derechos
humanos, encargados de producir y divulgar informes estandarizados
sobre sus diversas misiones humanitarias. Con el fin de no sustituir las
obligaciones del Estado, canalizaron su ayuda humanitaria a través de
la Iglesia Católica y de las organizaciones sociales y no gubernamentales
que trabajaban de cerca con las poblaciones. En colaboración con es-
tos organismos y con la academia colombiana, establecieron estándares
para la ejecución de los programas y proyectos priorizando la «medición
de los resultados», la «mitigación de factores de riesgo» y la «limitación
de los factores de vulnerabilidad» (Salcedo, 2012: 39). Al igual que los
planes estatales humanitarios, estos programas enfatizaban en las secue-
las dejadas por el trauma del desplazamiento y minimizaban los análisis
críticos que destacaban las condiciones estructurales que habían llevado
a los abusos por parte de movimientos insurgentes y a la colaboración
entre paramilitares y ejército para seguir atacando a la población civil.
La aproximación funcionalista para explicar los efectos del despla-
zamiento, como si este fuera un epifenómeno que podía ser resuelto a
través de la identificación de sus causas, se inspiraba en la premisa de
que los móviles de los desplazamientos internos y los flujos de refugiados
eran similares en todo el mundo, y que se podían prevenir y erradicar
adecuadamente.
Los Gobiernos nacionales, incluido el colombiano, acogieron la asis-
tencia internacional como una ayuda bondadosa proveniente de los paí-
ses ricos del norte que mitigaba, en parte, los presupuestos nacionales
que nunca eran suficientes. Cohen y Deng (1998) caracterizaban a las
personas desplazadas internamente como personas vulnerables y “en
estado de emergencia”.
Lejos de tener una actuación apolítica, el Alto Comisionado de las
Naciones Unidas seguía, desde la década de los noventa, la prioridad de

95
Andrés Salcedo Fidalgo

una agenda internacional para la prevención de desplazamientos inter-


nos que pudieran convertirse en flujos de refugiados internacionales. Su
mayor preocupación era que dichos desplazamientos comprometieran
la seguridad y la estabilidad de otros países y regiones y que, a través de
un efecto en cadena, amenazaran el sistema internacional en su conjun-
to (Cohen y Deng, 1998). A través de “la coordinación entre agencias”
y “el establecimiento de corredores y áreas protegidas”, la Acnur inten-
taba garantizar, en primer lugar, la seguridad de sus agentes y oficiales
de campo –en entornos cuyos códigos de protección no dominaban– y,
en segundo lugar, la seguridad de los civiles.
Según los indicadores internacionales de estabilidad y desarrollo,
«el desplazamiento reflejaba problemas profundos dentro de una socie-
dad [y un] síntoma de disfuncionalidad del Estado nacional» (Cohen y
Deng, 1998: 11). Las implicaciones de este postulado descansaban en la
creencia generalizada de que las sociedades que carecían de indicadores
macroeconómicos de crecimiento eran más propensas a tener conflictos
internos. De ahí que los organismos internacionales recomendaran la
adopción de instituciones democráticas que se creía iban de la mano de
un desarrollo económico y de la protección automática de los derechos
humanos (Cohen y Deng, 1998: 11).
Los programas de ayuda humanitaria parecían combinar los mode-
los de rescate, empleados en casos de emergencia y catástrofes naturales
–y centrados en salvar vidas–, con los programas de promoción de de-
rechos humanos, que estaban dirigidos a “aumentar los factores de pro-
tección” y a aportar una dosis de desarrollo económico. La cooperación
técnica consistía en dar instrucciones y promover el respeto del derecho
internacional humanitario, que parecía garantizar por sí solo la protec-
ción de la vida, la promoción de la estabilidad económica y la disminu-
ción de situaciones de caos, anarquía y arbitrariedad. En septiembre de
2000, en la Declaración del Milenio, el Secretariado General de la onu
declaró como prioridades de la ayuda humanitaria la protección de los
grupos vulnerables y el desarrollo de una «cultura de la protección». A
través de «las actividades de socorro y desarrollo» sugería que las zonas
de conflicto mundial podían llegar a alcanzar los estándares de las so-
ciedades occidentales modernas (Oficina de las Naciones Unidas para
la Coordinación de Asuntos Humanitarios ocha, consultado el 18 de
febrero de 2005).

96
Víctimas y movilidad

Además del énfasis puesto en los derechos humanos, la asistencia


y los programas de socorro seguían los requerimientos y formalidades
exigidas por las agencias financiadoras o donadores de recursos y sus
respectivos instrumentos de seguimiento e informes de resultados. Estos
protocolos de obtención de recursos y exigencias técnicas hacían que los
programas humanitarios tendieran a agrupar a las personas desplazadas
internas en términos de una “categoría problema” y no se apoyaran lo
suficiente en los mecanismos que las mismas víctimas ya habían puesto
en marcha para hacerle frente a sus necesidades y privaciones. El marco
de referencia desde el cual se proveía la asistencia partía de que “los
expertos” ayudaban a “sus beneficiarios” a superarse y mejorar a través
de programas de capacitación, formación y emprendimiento. Dentro
de los objetivos de los programas del Alto Comisionado de las Naciones
Unidas, a inicios del milenio, tales como “Ciudades solidarias” y “Ge-
neración de ingresos”, en Colombia se buscaba entrenar a las personas
desplazadas para que pudieran ser “autosuficientes e integrales”, apo-
yándolas a llevar a cabo proyectos que fomentaran su “autosuficiencia”.
Las organizaciones de ayuda humanitaria internacional promovían
valores cristianos incuestionables, acendrados y secularizados en gran
parte de occidente, desde una visión unilineal de paz y progreso, y a
través de una “política de la compasión” que contaba con la simpatía y
la aprobación de todos (Pandolfi, 2000: 64). Visión Mundial Colombia
publicó en aquella época, en su página web, el testimonio de un niño
colombiano –transcrito y traducido por mí del inglés al español a conti-
nuación– que explicaba su compromiso como promotor de paz en su co-
munidad. Al niño se le presentaba como forjador de prácticas religiosas
(rezar) y como figura icónica de la víctima inocente en un entorno cruel
que era portador de valores cristianos como el trabajo y compromiso:

Visión Mundial: ¿Qué es el movimiento para la construcción de


la paz?
N: […] hay muchos niños que sufren porque no saben cómo actuar
en situaciones de violencia. No saben qué hacer, así que sufren y sufren
porque el entorno en que crecen es violento. Están viviendo en medio
de la guerra y de lo que aprenden acerca de la guerra. Si el movimiento
de constructores de paz llega a estos niños, nosotros podemos enseñar-
les para qué sirve la paz […]

97
Andrés Salcedo Fidalgo

Visión Mundial: Los niños son muy vulnerables. ¿Cómo pueden


vivir en una situación de violencia?
K: somos vulnerables porque no somos grandes. Y somos vulnera-
bles si no nos escuchan […] Además, los niños podrían vivir en medio
de una guerra, pero si hay paz en sus corazones y tienen fe en Dios.
Ellos pueden estar en paz e influir sobre los demás para que sigan su
ejemplo. Por lo que los demás niños van a decir: “¡Mira a ese niño! ¡Se
ve muy feliz!” y van a preguntarse: “¿Por qué no hacer lo mismo?”. De
esta manera, la paz se multiplicará. Me gusta trabajar como construc-
tor de la paz, no creo que sea difícil […] podemos disfrutar buscando
soluciones a los problemas sin perder el tiempo. La idea es aprovechar
el tiempo con el fin de recoger los más grandes frutos, más temprano
que tarde.
Visión Mundial: ¿Qué consejo les daría a los niños, de modo que
puedan convertirse en forjadores de valores y constructores de la paz?
K: Creo que todos tenemos que trabajar juntos en la construcción
de la paz y también debemos orar. Dios nos escuchará. Cada uno de
nosotros puede ser una pequeña vela de la paz que ilumina su propio
entorno. (World Division, consultado el 10 de marzo de 2006)

Entre el año 2002 y el 2005, Colombia entró en la cartografía de la


ayuda humanitaria como uno de los tantos epicentros de desastres hu-
manitarios en el sur global (véase la figura 5).
La ayuda se canalizó bajo los supuestos que los países donadores
tenían sobre el sur pobre, esto es, la convicción de que las sociedades
avanzadas podían hacer el bien y transformar la vida de las personas
que viven atrapadas en sociedades “atrasadas”. Fundados en represen-
taciones e indicadores simplistas que caracterizaban a las sociedades
no-occidentales como lugares con una pobreza endémica y con una vio-
lencia “natural”, su agenda política y su deber era remodelar sociedades
enteras que no funcionaban de acuerdo con los preceptos de la demo-
cracia y la economía liberales.
Hacía algunos años, Ferguson (1990), en su libro The Anti-politics
machine, demostró la manera en que estas nuevas instancias de ayuda
humanitaria despolitizaban esfuerzos políticos y adoptaban un tipo
de gobernanza de orden técnico. El peligro era que este régimen
humanitario redujera las desigualdades sociales estructurales o las

98
Figura 5. Presencia de organizaciones
de ayuda humanitaria internacional 2002-2005

Oxfam Christian Aid

Comité Oficina de las Naciones Unidas


Internacional de la para la coordinación de asuntos
Cruz Roja (CICR) humanitarios (OCHA)

Consejo Noruego para Refugiados

Fuente: Salcedo, 2012: 39

99
Andrés Salcedo Fidalgo

prácticas violentas a un problema técnico relacionado con “prácticas


tradicionales” que podían ser reemplazadas por los expertos en
desarrollo de estas agencias y organizaciones. Con frecuencia,
los entes humanitarios veían la erradicación de la pobreza y el
desarrollo económico como remedios contra la inestabilidad global.
En lo que respecta a Colombia, estos organismos humanitarios y las
organizaciones no gubernamentales internacionales desempeñaron un
papel crucial en tanto nuevos promotores y guías sobre cómo lograr el
desarrollo y poder erradicar la violencia y la pobreza.

Política estatal de asistencia humanitaria (1998-2005)

En esta sección analizo la legislación y las políticas públicas sobre el


desplazamiento forzoso emprendidas por la administración de Andrés
Pastrana y el primer gobierno de Álvaro Uribe. En ese entonces, el des-
plazamiento se asumía como una tragedia que podría prevenirse, al estar
asociada a las zonas de mayor pobreza rural y, por ende, bajo la influen-
cia potencial de la guerrilla. A pesar de que desde 1997, la Ley 387 (y
posteriormente el Decreto Nacional 790 de 2012) establecía un Sistema
Nacional de Atención Integral a la Población Desplazada por la Violen-
cia que comprendía diecinueve entidades estatales, las políticas públi-
cas se centraban en la ayuda de emergencia y alentaban a una pequeña
parte de estas poblaciones a “estabilizarse”, mediante la adopción de
parámetros modernos como la productividad, la autogestión y el espíritu
empresarial. De esta manera, las dos administraciones analizadas evita-
ron el debate de cuestiones esenciales de indemnización y reparación.
Gracias a la presión ejercida por parte de las organizaciones socia-
les, la Pastoral Social, organizaciones no gubernamentales y organis-
mos internacionales, la Ley 387 de 1997 definió un marco legal para la
prevención, atención y protección de las poblaciones desplazadas por la
violencia en Colombia. Por primera vez, se les otorgaba a las víctimas
del conflicto armado derechos especiales, y los despojos, amenazas y
desalojos (prácticas comunes en la historia de Colombia) se postularon
como actos que atentaban contra los derechos de estas personas. Exis-
tía, sin embargo, una enorme brecha entre esta elaborada legislación y
su práctica y aplicación.

100
Víctimas y movilidad

El 12 diciembre de 2000, mediante el Decreto 2569, se establecían


las atribuciones de la Red de Solidaridad Social, la cual debía coordi-
nar los comités departamentales y municipales, entre cuyos miembros
no solamente se encontraban delegados de organizaciones locales, sino
también representantes de las siguientes entidades: el Consejo Nacio-
nal Antinarcóticos, los organismos asesores de la Presidencia en ma-
teria de política social y derechos humanos, la Defensoría del Pueblo,
la Dirección Nacional para la Prevención y Atención de Desastres, el
Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, el Instituto Colombiano
de la Reforma Agraria (Incora), el Instituto Nacional de Vivienda de
Interés Social y Reforma Urbana (Inurbe), los Ministerios de Defensa,
Interior, Salud, Educación, Agricultura y Desarrollo Económico, la
Oficina del Alto Comisionado para la Paz y el sena. Desde entonces,
la Red de Solidaridad Social tuvo diversas reformas para incrementar
su cobertura, que en el 2002 llegaba a apenas el 43% (International Cri-
sis Group icg, 2003: 19), y fue interpelada por diversas sentencias de la
Corte Constitucional (Muggah, 1999: 143), sobre lo cual discutiremos
más adelante.
Es interesante señalar el énfasis puesto en la prevención del des-
plazamiento forzoso a través del uso del Sistema de Alertas Temprana
durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002). El Estado reto-
mó el esquema de atención de desastres naturales puesto en marcha a
partir de 1985 –luego del la avalancha ocasionada por la erupción del
Nevado del Ruiz–, el cual se inspiraba en el supuesto técnico de que se
podían anticipar ciertos traslados de población, si se reportaban opor-
tunamente cambios en el registro de tierras (Muggah, 1999: 144). En el
Plan Nacional para la Paz y el Desarrollo, denominado “Cambio para
construir la paz”, el Estado se comprometía a priorizar su presencia en
las zonas donde habitaban los grupos más marginados y vulnerables en
los cuales se encontraban los desplazados internos, y también a prever
incentivos para el retorno y reasentamiento rural de estas poblaciones.
Luego de que el proceso de paz con las farc se rompió, el gobierno
de Pastrana declaró algunas regiones como Zonas de Rehabilitación
y Consolidación (zrc). El uso de las palabras ‘rehabilitación’ y ‘con-
solidación’ reflejaba un doble propósito: la primera aludía a que estos
eran sectores pobres y necesitan rehabilitarse mediante la aplicación de
medidas excepcionales (detenciones, registro de domicilios, restricciones

101
Andrés Salcedo Fidalgo

de libre circulación), para luego –y esa era la segunda intención– garan-


tizar el restablecimiento del orden público (Decreto 1837, 11 de agosto
de 2002).
Alrededor de la “Respuesta humanitaria de emergencia” se creó
una burocracia encargada de los trámites de quienes declararon for-
malmente los hechos que habían causado su desplazamiento, ante al-
guna instancia estatal (Defensoría del Pueblo, Fiscalía, Alcaldía local).
Estas personas recibirían una ayuda de un salario mínimo durante un
periodo de tres meses que podía extenderse por tres meses adicionales.
Muchas de las tutelas, derechos de petición y tomas a oficinas de la
Red y Unidades de Atención y Orientación a Población Desplazada se
originaban por las demoras y las dificultades que tenían las personas
para acceder a las prórrogas de esta ayuda de emergencia. También,
se les ofrecía un “kit humanitario” con alimentos, utensilios de cocina
y enseres básicos para alojamientos cortos. Sorprendentemente, y en
el periodo comprendido entre 2002 y 2005, la Red de Solidaridad no
proporcionó subsidios para el pago de alquiler o arriendo.
La “declaración” que rendían los y las desplazadas se enviaba a la
Red de Solidaridad Social, que verificaba la información e incluía den-
tro del Sistema Único de Registro los nombres de los beneficiarios y sus
números de identificación. Aunque la verificación de los datos era nece-
saria para evitar la corrupción, varios de mis entrevistados se quejaron
de que muchos sujetos que no eran desplazados utilizaban estos recursos
regularmente. En observaciones realizadas por Rojas (2011) sobre las
protestas y tomas en las Unidades de Atención y Orientación a Pobla-
ción Desplazada de Puente Aranda, Ciudad Bolívar y Suba, a lo largo
del 2009, se encontraron los siguientes reclamos en contra de la entidad
que, desde el año 2005, reemplazó a la Red de Solidaridad Social:

“¿Qué pasa con las ayudas internacionales?”; “Acción Social no cum-


ple”; “No más violación a nuestros derechos”; “Reclamamos nuestros
derechos constitucionales”; “Somos desplazados”; “Acción Social no res-
peta nuestros derechos”; “Exigimos cumplimiento del decreto 1290 de
Agosto de 2008”. (Rojas, 2011: 49, 50)

Entre sus demandas, los usuarios exigían el respeto de sus derechos,


así como explicaciones sobre dónde estaba el dinero, destinado por

102
Víctimas y movilidad

ley, para la población desplazada. Uno de mis entrevistados afirmaba


que el Estado siempre tenía buenas razones para no proporcionarles
asistencia: «dicen que no hay dinero. Pero sabemos que hay dinero.
Si ellos tienen el dinero para comprar armas y aviones también deben
tener el dinero para aquellos que son amenazados por los grupos ar-
mados» (entrevista a Marcos Narváez procedente de El Cerrito, Valle,
29 de octubre de 2003).
De forma insistente, ellos reclamaban el cumplimiento del Decreto
1290 del 2008, que creó el programa de “Reparación individual por
vía administrativa para las víctimas de los grupos armados organizados
al margen de la ley”. Este Decreto contemplaba, dentro de la catego-
ría de “hechos victimizantes”, a los homicidios, desapariciones forza-
das, secuestros, lesiones personales o psicológicas, etc., que hubieran
ocasionado o no incapacidad permanente, torturas, delitos contra la
libertad e integridad sexual, reclutamientos ilegales de menores y des-
plazamientos forzados (Acción Social, 29 de mayo de 2011).
De acuerdo con la ley, los programas de “retorno, reasentamiento
y estabilización” incluían apoyos financieros para la compra de tie-
rras, vivienda e inserción de las personas desplazadas en el sector pro-
ductivo mediante la capacitación técnica. En la práctica, muy pocos
lograban acceder a este tipo de asistencia. El Incora aprobaba crédi-
tos para los pequeños agricultores dispuestos a erradicar y cambiar
cultivos de coca por cultivos alternativos. Sin embargo, los productos
agrícolas contemplados en los programas no eran económicamente
viables para poder pagar los intereses del crédito. También, se puso
en marcha un sistema de subsidios para la compra de terrenos, me-
diante los cuales las personas podían adquirir tierras al 30% del cos-
to total. Sin embargo, estos predios de bajo costo estaban aislados
y localizados en las regiones de conflicto, no eran fértiles y poseían
una productividad limitada (Muggah, 1999: 145). El Estado también
abrió créditos a través del Fondo para el Financiamiento del Sector
Agropecuario (Finagro) y el Banco de Comercio Exterior de Colom-
bia s.a. (Bancóldex), pero pocas personas los tomaban, ya que solo
se asignaban a «unidades productivas modernas con altos estándares
de calidad y productividad, orientadas al mercado y articuladas a las
cadenas productivas, que tuvieran asegurados los contratos de venta»
(Forero, 2004: 349).

103
Andrés Salcedo Fidalgo

La primera administración de Álvaro Uribe fomentaba la idea de


que las poblaciones desplazadas debían llevar a cabo “proyectos pro-
ductivos”. Los solicitantes se enfrentaban a requisitos técnicos y eco-
nómicos difíciles y costosos de cumplir, y los recursos se destinaban a
quienes demostraban que sus proyectos eran emprendedores y renta-
bles. El acento de estos programas era la eficiencia de los proyectos;
por eso, las personas desplazadas debían aprender las técnicas moder-
nas de producción, comercialización y organización empresarial. En
las zonas rurales, el Gobierno creó programas de apoyo a las familias
que estaban dispuestas a volver, erradicar manualmente los cultivos
ilícitos y convertirse en familias guardabosques.
Lo que en la política pública se llamaba “restablecimiento” se pre-
sentaba como una etapa en la que las personas desplazadas lograban
satisfacer sus necesidades básicas, sociales y psicológicas: una comuni-
dad se consideraba “restablecida” una vez «se alcanzaban sus necesi-
dades materiales y de seguridad, se superaban sus efectos psicológicos,
se recuperaba su sentido de pertenencia y se alcanzaba su capacidad
de organizar y llevar a cabo sus decisiones en función de sus intereses»
(Forero, 2004: 332). No había referencia alguna a los derechos que
los desplazados tenían en cuanto a la verdad, la justicia y a la indem-
nización moral y material. Esto significa, en primer lugar, que, entre
el 2002 y el 2004, el sistema judicial no investigaba los crímenes y las
violaciones cometidas contra las poblaciones desplazadas y, en segun-
do lugar, que las ayudas económicas y materiales no se asumían como
compensaciones a las cuales tenían derecho, sino como “ayudas”. En
términos de Alberto, desplazado hace diez años desde el sur de Bolívar
y quién, a pesar de haber obtenido el asilo en Quebec, no quiso irse
porque quería servirle al país: «lo mira[ban a uno] como el pordiose-
ro, como si solamente fuéramos a recibir dádivas, como el limosnero,
como aquel que no ten[ía] dignidad».
El Decreto 2007 de 2001 ordenaba la identificación de los pro-
pietarios, residentes y ocupantes de las áreas declaradas bajo “inmi-
nencia de riesgo de desplazamiento”, con el fin de limitar y congelar
cualquier tipo de transferencia o transacción de títulos de propiedad
de predios rurales durante el tiempo que durara esta declaratoria. Se
procedía a identificar a los propietarios, tenedores y ocupantes y el
tiempo de vinculación con los terrenos. Sin embargo, a pesar de que

104
Víctimas y movilidad

las personas desplazadas que eran propietarias podían aspirar a una


reubicación rural a través de “predios de paso” y “asentamientos tem-
porales”, para llevar a cabo labores agropecuarias, la práctica demos-
traba que muchas personas se resignaban a perder sus tierras y rara
vez reclamaban sus derechos sobre estas. La razón era que, por un
lado, tenían que resolver sus necesidades de supervivencia y, por otro,
no se atrevían a volver a las regiones por temor a represalias. Por su
parte, quienes no eran ni propietarios ni poseedores podían acudir a
un subsidio de tierras, que generalmente se le otorgaba a empresas o
asociaciones comunitarias, o a un programa de “estabilización socioe-
conómica” de carácter transitorio.
Dentro de las políticas de “seguridad democrática” del gobierno
de Uribe, los programas de retorno pretendían el regreso de 30.000
familias para el año 2006. Sin embargo, estos procesos no garantiza-
ban la seguridad, no siempre eran voluntarios, limitaban los derechos
civiles y conllevaban mucha presión. En estos esquemas, el retorno se
presentaba como una necesidad de hacer volver a los y las desplazadas
a los lugares a los que pertenecían.
Los reportes de organismos humanitarios internacionales y los re-
portes de seguimiento de la situación de desplazamiento por parte de
entidades del Estado contrastaban con la manera como las víctimas de
la guerra explicaban su situación y sus deseos de justicia y rendición de
cuentas. En la siguiente sección, contrasto la literatura que se refiere a
los desplazamientos forzados, principalmente, como una experiencia
traumática y anómala con las narrativas de mis entrevistados, las cua-
les aluden al miedo, al silencio y al valor que han tenido frente a sus
experiencias de intimidación, expulsión y despojo.

La victimización

A menudo, y tal vez por la crudeza de los conflictos internos, las pobla-
ciones internamente desplazadas han sido representadas –por parte de
la mayoría de las organizaciones no gubernamentales, los organismos
humanitarios y periodistas– como personas necesitadas y no como ac-
tores sociales con todo el derecho de estar indignados por lo que les
sucedió. Como Rajaram (2002: 251) afirma, estas personas son con-

105
Andrés Salcedo Fidalgo

sideradas como desprovistas de voz y sometidas a toda una cadena de


trámites para poder ser atendidas por un contingente de funcionarios
burocráticos. En últimas, las víctimas terminaban siendo esencializadas
desde representaciones de impotencia y pérdida, lo que se utilizaba
para fines de recaudación de fondos y a partir de lo cual se interpretaba
comúnmente su situación, aumentando su indignación y sufrimiento.
Kleinman, Das y Lock (1997: xi-xviii) indican la inquietante existencia
de un mercado de sufrimiento, en el que un público distante, desde
regímenes y estándares de vida seguros, espera consumir imágenes y
espectáculos ligados al peligro y a las tragedias que ocurren en lugares
del sur global; todo, a través de la televisión y demás medios de comu-
nicación.
En Colombia, los enfoques psicosociales que estuvieron en boga
entre el 2000 y el 2005 se centraron en los efectos devastadores del
desplazamiento y, generalmente, ocultaron la discusión sobre el con-
texto histórico y las responsabilidades de quienes provocaron estas
situaciones violentas. Las aproximaciones psicosociales y psicológi-
cas que acompañaron a la ayuda humanitaria desde mediados de la
década de los noventa se centraban en el tratamiento de las secuelas
y los problemas de salud derivados del trauma (Fassin y Rechtman,
2009: 5-8). Los protocolos del famoso Síndrome de estrés postraumá-
tico estandarizaron situaciones tan variadas como el abuso sexual,
la guerra, el combate y los ataques violentos, hasta las catástrofes
naturales y las situaciones de peligro para la vida, y olvidaban que las
víctimas podían tener diferentes maneras de expresar su miedo y su
ira, así como unas prácticas no institucionalizadas, íntimas y sociales
para elaborar sus duelos.
El querer actuar sobre una población “inhabilitada” por el trauma
o una “población en riesgo” tiene efectos patologizantes, en lugar de
centrar esfuerzos en la creación de espacios políticos y jurídicos para
hacer sus reclamaciones contra los abusos de la guerra. Dos psiquia-
tras de la Corporación Avre, una organización no gubernamental que
prestaba asistencia a los desplazados internos en Bogotá, escribían, en
1999, lo siguiente:

Una vez que la persona desplazada se ha reasentado en un nuevo


lugar[,] él o ella tiene que enfrentar el aumento de las alteraciones emo-

106
Víctimas y movilidad

cionales y de comportamiento propios de los síntomas depresivos carac-


terizados por la distorsión del sentido del tiempo, la falta de interés en
el futuro, las dificultades para la toma de decisiones, la falta de espe-
ranza y los sentimientos de aislamiento y de vacío interno. (Sánchez y
Jaramillo, 1999: 98, cursiva mía)

Esta medicalización del desplazamiento despolitizaba los efectos


del desplazamiento forzado y definía los sentimientos de tristeza y de-
presión como condiciones permanentes de las personas internamen-
te desplazadas. Los discursos médicos, con frecuencia, hacían caso
omiso de la gran variedad de impresiones de los desplazados, de los
reclamos cifrados detrás de sus narraciones, del lenguaje metafórico
para encontrarle sentido a lo que sucedió. A menudo, se localizaba
el “problema” no en los procesos políticos y los delirios de poder de
los actores armados, sino en el cuerpo y el espíritu de las personas
desplazadas (Malkki, 1995: 33). Quienes vivían y experimentaban el
desplazamiento no solo hablaban de sus sentimientos de ira y rabia,
de sus huidas y desalojos, sino también de la importancia que tenían
los integrantes de su familia que estaban muertos o desaparecidos.
Las y los entrevistados recuerdan que, justo antes de escapar, el mie-
do y el insomnio que los embargaba fueron dejando paso a un senti-
miento de impotencia e indignación. Ana María, una mujer que había
tenido una larga historia de migración laboral en toda la región del
Magdalena Medio, me explicó que, cuando los paramilitares amena-
zaron con secuestrar a su hija, ella sentía que estaba bloqueada como
persona, debido a la angustia cotidiana de que estos grupos lastimaran
a su hija. Más adelante, ese mismo temor le dio la fuerza para encontrar
la manera de escapar. Transcribo aquí su testimonio:

Inicialmente, es el miedo; posteriormente, ese miedo se convierte en


una impotencia bárbara, es una impotencia que no te deja dormir, ni
estar bien, ni tener una cotidianidad normal. De la impotencia, en nues-
tro propio caso, después del insomnio y todas esas manifestaciones de
la misma impotencia, fue ya como el coraje, la rabia, la indignación, la
soberbia y cobramos fuerza para ir diseñándonos esta estrategia de fuga.
(Entrevista a Ana María Capera, procedente de San Miguel, Magdalena
Medio, 48 años, 23 de noviembre de 2003)

107
Andrés Salcedo Fidalgo

El terror vivido en la guerra ha dejado sus huellas en las personas


a través de la somatización en sus cuerpos. Algunos de ello(a)s afirma-
ron que estuvieron enfermos o en cama después de ser desplazada(o)s.
Mientras algunos sentían que sus cuerpos no funcionaban correcta-
mente, otros mencionaban que padecían dolores frecuentes de cabeza.
Casi todas y todos mencionaron que sufrían de nervios asociados a la
impotencia de no poder cambiar el curso irreversible de su situación.
Algunas mujeres anotaron que sus hijos se resfriaban con frecuencia.
Algunos niños, que eran descritos como traviesos antes del desplaza-
miento, ahora parecían apagados y tristes. Estas reacciones podían ser
patologizadas como traumas psiquiátricos o disfunciones de la mente
y el cuerpo de estas personas. Sin embargo, interpretados en su justa
medida, eran respuestas del cuerpo apenas lógicas ante el daño de la
total alteración del curso de sus vidas. En general, las y los entrevista-
dos manifestaban que aquello a lo que más le temían mientras trataban
de encontrar medios de subsistencia era que fueran hospitalizados. Su
sufrimiento aumentaría, sus posibilidades de encontrar un trabajo se
postergarían y su sentido de la autonomía se quebrantaría. Es nece-
sario interpretar la angustia de las personas desplazadas como mani-
festaciones de una violencia política que quiebra el dominio que estas
tenían sobre su diario vivir.
Luego de leer y releer el material de mis entrevistas, reparé en una
expresión que aparecía una y otra vez en las narrativas, y que se refería
a la ira y a la rabia hacia aquellos que les hicieron daño: “¿por qué no
nos dejaron con nuestros sueños de seguir?”. El desplazamiento forza-
do los obligó a tener que habitar espacios insostenibles, por la urgencia
de conseguir el dinero del día a día, y contextos adversos, por el trato
hostil de personas desconocidas que los miraban con pesar o con ex-
trañeza.
Myriam, recién llegada de Tumaco y con cuatro hijos, estaba pa-
sando por momentos muy difíciles; cuando conversé con ella, habían
asesinado a su marido en esta ciudad, y, por seguridad, la familia de su
esposo le había recomendado no asistir al sepelio. Ahora, en la capital
del país, se sentía humillada, como cuando iba en el bus y escuchaba
que “Bogotá estaba llena de enrazaos”; cuando no aceptaban a sus
niños en el colegio porque no llevaban completo el uniforme; cuando
no podía reunir el dinero de los cuatro meses que debía del arriendo.

108
Víctimas y movilidad

Además, vivía con el presentimiento de que tocaba alguien a la puerta


para hacerles daño. En distintos momentos de la entrevista lloraba, y
me explicó que sentía odio contra quienes pensaban que todo se podía
solucionar con la violencia. Este tipo de personas eran los responsables
de que ella, quien tenía una finca propia, estuviera obligada a vender
en las calles bolsas de basura, cuando en el pasado lo había tenido todo:

Nos ha afectado mucho el desplazamiento por el motivo de que no


se dan las cosas a como se daban allá, que teníamos ma’ posibilidades de
tener las cosas y, como digo, una vez más, esto no es un lugar para mí.
(Entrevista a Myriam Gallón, proveniente de Tumaco, Nariño, 32 años,
28 de noviembre de 2003)

A diferencia de lo que sucede con la migración voluntaria, el despla-


zamiento provoca que las personas queden despojadas de su prestigio
y que sus sueños se trunquen temporalmente o se posterguen para el
futuro. A pesar de interpretarlo como una prueba, una mala racha, una
situación durante la cual los proyectos y la vida en general no funcio-
nan bien, Myriam insistía en perseguir sus sueños más adelante. En la
misma entrevista, cuando se discutía sobre la posibilidad de retornar,
ella expresaba su deseo de tener un futuro mejor:

Esa es mi meta mía […] deseo que si llega esa oportunidad de irme,
que todo me salga bien, todo me salga un éxito […] que lo que tengo
pensado, salir adelante, me salga todo, me salga todo bien.

Las personas con quienes conversé consideraban su situación pre-


sente como un proceso extremadamente difícil de sobrellevar, por lo
indignante que resultaba pedir ayuda. Su dolor estaba relacionado no
solamente con el asesinato o la desaparición de sus esposos, familiares
o conocidos, sino también con la persistente certeza de que habían sido
grupos de desconocidos los responsables de que ellos y ellas estuvieran
pasando por esos momentos difíciles. En sus narrativas subyacía un de-
seo de que estos actores fueran procesados por lo que hicieron; para
ellos y ellas era difícil aceptar el costo de un quiebre semejante en sus
trayectorias de vida, por lo que dividían sus narraciones en un antes
idealizado y un terrible presente.

109
Andrés Salcedo Fidalgo

Flor María, oriunda de la vereda El Filo (Santander), expulsada dos


veces por el eln y cuyo esposo la abandonó, me comentaba que su hijo
había sido asesinado a puñaladas hacía unos meses, en el barrio Julio
Rincón de Soacha, cuando visitaba con su esposa a sus suegros. En el
barrio San Isidro, de la localidad de San Cristóbal, la inseguridad tam-
bién la tenía desesperada y, por eso, decía que lo más duro del desplaza-
miento era enfrentarse a gente mala, capaz de matar para robar, como
le sucedió a su hijo; en cambio, para ella, el campo era muy “sano” y allí
no sucedían ese tipo de situaciones:

Este es incomparable. Nadie, de pronto de las personas que les ha


pasado algo, nadie puede imaginar lo que uno sufre, de todas maneras,
por haberlo sacado a uno del lugar donde uno vivía, en donde vivía-
mos bien, a conocer personas que de pronto uno no ha visto. (Entre-
vista a Flor María, proveniente de El Filo, Santander, 48 años, 13 de
noviembre de 2003)

Las personas querían transmitir la idea de que había ocurrido un


brutal cambio en sus planes de vida, así como pérdidas incalculables.
La pérdida de un sentido de lugar, de una reputación, del reconoci-
miento social que tenían, de los medios económicos con los que conta-
ban para vivir bien, de soportes materiales para su estabilidad y de su
buen nombre. Estos daños se somatizaban en no poder dormir, comer
o estar en paz, sumado al hecho de tener que pensar cómo superar sus
dificultades y la escasez de recursos económicos. El uso del término la
‘pensadera’ traducía un permanente estado de inquietud y búsqueda
de salidas, que en ningún caso correspondía a la parálisis o desorienta-
ción de las cuales hablan los estudios psicosociales.
Bloquear los recuerdos a través del silencio fue una de las formas
más comunes de elaborar el duelo del asesinato de sus parientes o de
sus parejas. Las víctimas y los desaparecidos eran ausencias irreconci-
liables, como lo dice Feldman (1991: 238). Dondequiera que estuvie-
ran, llevarían y homenajearían la memoria de sus seres queridos y, por
un tiempo, requerirían que no se hablara de su duelo. De hecho, varias
mujeres me confesaron que era doloroso para ellas no ser capaces de
darles a los niños una explicación razonable de la muerte de sus pa-
dres, madres o abuelas. No encontraban razones válidas para explicar

110
Víctimas y movilidad

estas muertes. El silencio reflejaba «la primera herida de la violencia, el


daño inicial y simultáneo infringido sobre el cuerpo individual y sobre
el cuerpo colectivo» (Feldman, 1991: 234). El callar también protegía a
las personas de que su sufrimiento pudiera ser apropiado y distorsiona-
do por expertos, por el Estado, por el antropólogo o por los funciona-
rios públicos a cargo de su asistencia.
La destrucción por parte de agentes externos de un sentido previo
de bienestar se interpretaba como una “invasión”, una ocupación y
una irrupción en la intimidad e “interioridad” (Said, 1999: 51,84). Las
víctimas expresan la sensación de que la violencia y la muerte trans-
formaron el mundo en el que vivían. Hablaban de que los espacios
que alguna vez fueron habitados cambiaron por los abusos que allí se
cometieron. Los espacios físicos y simbólicos se alteraron para siempre
y los rituales de la intimidad fueron violados.
Todas sus historias describían un cambio repentino en la rutina, debido
a la urgencia de escapar. Lamentaban haber tenido que huir de esa ma-
nera tan brusca; incluso, muchos reiteraban que habían dejado sus casas
con las “puertas abiertas”; no tuvieron siquiera el tiempo para cerrarlas
adecuadamente, ni para despedirse de su tierra, ni de sus animales:

Quedó la casa, mejor dicho, con todo. Hay casas que quedan con
las puertas abiertas, porque uno ni siquiera se acuerda de cerrar la casa.
Esto es terrible. Nosotros salimos unos atrás, otros adelante, con una
canoa se subían unos, en un canoa se subían otros, y la gente, a veces
incluso que la misma gente de ahí, cuando ya empezaba a llegar no sabía
qué pasaba. (Entrevista a Isabelina Rojas de Riosucio, Chocó, 40 años)

Las personas trataban de darle sentido al repentino punto de inflexión


en sus trayectorias de vida; hablaban en términos de “ruptura”, “des-
balance” y “vacío”. Bibiana, importante dirigente sindical afrocaucana,
vivía con cinco hijos varones, dos hijas y cinco nietos en el barrio El Ro-
cío, en las faldas de la localidad de San Cristóbal. El desplazamiento ha-
bía sido especialmente duro para ella, porque el ejército quiso reclutar a
sus hijos varones y dejarlos en manos de los grupos paramilitares y, por
otro lado, porque tenían la orden de asesinarla. Ella misma señala que
el ejército y la policía «se enamoraron de ella» y se ensañaron en ate-
morizarla y perseguirla dondequiera que fuera. Bibiana salió de Suárez

111
Andrés Salcedo Fidalgo

a Cali en 1985; luego de Cali a El Tambo; después estuvo de nuevo en


Cali; hasta que, finalmente, llegó a Bogotá en el 2003. Sin embargo, en
esta ciudad, no había podido recobrar la sensación de sentirse en casa,
a pesar de que tenía importantes conexiones con organizaciones de de-
rechos humanos como Afroamérica, Ilsa y Afrodes, y de que su temple y
su labor organizativas tenían reconocimiento internacional. Como ella
misma lo explica, este proceso de adaptación y recomposición requería
un nivel avanzado de madurez:

Es un impacto muy fuerte, porque es un cambio de costumbres,


de cultura. Todo, todo, todo se rompe; se rompe de un momento a
otro; entonces uno queda como en el vacío, uno queda como en una
balanza; sí, porque se rompe todo. No sé, para uno asimilar tiene que
tener un una madurez bastante… para poder madurar esa situación.
(Entrevista a Bibiana Chará, procedente de Suárez, Cauca, 48 años,
16 de octubre de 2003)

A pesar de que sentirse blanco de persecuciones había arruinado


algunos de los sueños de estas mujeres, esto no significaba que queda-
ran inmovilizadas en un permanente estado de imposibilidad. Marlene
me demostraba en su relato la valentía para negociar con los actores
armados y reconstruir sus planes en Bogotá. Ella estuvo en la mira de
los grupos paramilitares, quienes la amenazaron y advirtieron que iban
a secuestrar a su hija, porque querían que fuera la amante de uno de
los comandantes. Ejercieron tanta presión, que tuvo que pedir una cita,
reunirse con ellos y plantearles un trato. Les propuso entregarles todos
sus ahorros, que sumaban 12.000.000 de pesos, su negocio de comida
rápida y su taller con todos los materiales de cerámica que tenía, a
condición de que no tocaran a su hija. Pidió algún tiempo para huir
y le dieron solamente doce horas. Más tarde, se trasladó a Bogotá y,
como maestra y administradora de empresas, contactó a instituciones
de caridad conectadas con un grupo evangélico al que pertenecía. Les
expresó poder impartir talleres de oración a cambio de los víveres y
artículos de limpieza que sus nuevos estudiantes estuvieran dispuestos
a obsequiarle.
Los trasegares de estas mujeres y sus proezas no eran desorientación,
como lo afirmaban los reportes humanitarios. En este constante paso

112
Víctimas y movilidad

de un lugar a otro, al huir de la persecución y al intentar tejer redes y


construir acuerdos informales, estaban recomponiendo sus vidas. Los y
las entrevistadas se oponían a la victimización todo el tiempo. Helena
señalaba que la idea era «no […] inspirar lástima, pero organizarse ellas
mismas [según sus] necesidades e intereses» (entrevista a Helena, 1 de
diciembre de 2003). La ruptura de los proyectos de vida generaba un
nuevo «código de identidad colectiva», como lo plantea Osorio (1998:
79; 2001: 71-75), a fin de diferenciarse de otros campesinos recién lle-
gados o de otras poblaciones pobres que también autogestionaban su
diario vivir en las ciudades.
Trabajar con Codhes me dio la oportunidad de conocer y aprender
de varios líderes indígenas, hombres que venían del Cauca, la Sierra Ne-
vada de Santa Marta, el sur del Tolima y el departamento de Córdoba.
A ellos no les dolía haber perdido una posición social o un patrimonio
material. Destacaban, en cambio, viejas y largas luchas relacionadas con
la recuperación y defensa de su “territorio”, fuente de vida, alimentos y
de una visión clara sobre lo que querían ser a futuro. Las condiciones en
las que muchos de estos líderes vivían en Bogotá, alquilando un cuarto
en La Candelaria o en un paga diario en el barrio Santa Inés, eran nue-
vas y humillantes, pues estaban imposibilitados para cultivar la tierra
y constreñidos por el espacio para preparar la comida y sobrevivir con
dignidad. El resto de dificultades, como la marginalidad y la pobreza,
eran condiciones bien conocidas por todos. En consecuencia, todo esto
los había fortalecido organizativamente como comunidad intercultural
y emocional (Jimeno, 2011).
A través de un recuento en el que destacaron su participación en la
historia de la violencia en Colombia, estas personas denunciaron el ase-
sinato de sus dirigentes y la presencia de intereses gubernamentales y
multinacionales en sus territorios ancestrales. Ellos afirmaron la necesi-
dad de atender las “causas reales del problema” y no “los pañitos de agua
tibia” que los organismos solían proveer a través de kits humanitarios, ta-
lleres o terapias psicosociales. Los golpes particularmente crueles que ha-
bían vivido, los numerosos asesinatos de líderes y parientes, los atribuían
al hecho de ocupar las tierras más extensas y ricas del país en términos
de biodiversidad y recursos naturales. Criticaron la falta de resultados de
varias investigaciones, y el hecho de que muchos organismos y organiza-
ciones, para adquirir fama y nombre, se aprovecharan de su sufrimiento.

113
Andrés Salcedo Fidalgo

De manera similar, grupos afrochocoanos contactaron organizacio-


nes transnacionales y nacionales, y reactivaron redes con parientes cer-
canos que vivían o trabajaban en Bogotá, con el fin de hacerle frente
a las sangrientas masacres y acciones militares y paramilitares que ha-
bían afectado a la zona de la costa del Pacífico desde 1996 (matanzas
de Truandó, Cacarica, Riosucio, Bojayá). Para ellas y ellos, el dolor del
desplazamiento residía en encontrarse aislados de su parentela, dadas
las distancias residenciales entre unos y otros, y las inclementes jorna-
das que exigía el trabajo informal. Aunque su presencia en Bogotá no
era nueva, los afrocolombianos percibían un arraigado y disimulado
racismo, un gran obstáculo para rehacer su cotidianidad en los barrios
periféricos del sur. Pronto se percataron de que las formas en que eran
asumidos desde los imaginarios del interior podían ser empleadas para
su supervivencia. A través de prácticas urbanas asociadas a su comi-
da, a ciertas destrezas para cortar el cabello, al estilo y las maneras de
llevar la ropa, a formas de componer y escuchar su música, se volvían
exóticos y atractivos a los ojos del público callejero. Si en el pasado las
expresiones, gestualidades, acentos y ritmos culturales negros fueron
despreciados en la zona andina, ahora esas mismas manifestaciones
artísticas, musicales y políticas eran altamente apreciadas en las ciuda-
des grandes.
En general, las personas a quienes me acerqué se esforzaban por
deshacerse del estigma de la victimización que los y las privaba de
su autonomía. Hablaban del desplazamiento forzado como un epi-
sodio traumático y doloroso, un punto de inflexión en sus vidas, una
invasión y destrucción del lugar social que, con tanto esmero, habían
construido con los años, pero también se resistían a quedar atrapa-
dos en los discursos psicosociales que solían tratarlos como personas
traumatizadas.
En la siguiente sección, abordaré críticamente la manera como
ciertas suposiciones y formas de hablar que usamos para referirnos
a las personas y los lugares pueden convertirse en mecanismos sutiles
de poder y discriminación; en particular, cuando se refieren a estas
poblaciones como si estuvieran atrapados en estados liminales e inter-
medios, entre un nicho primordial de origen y un lugar de llegada y
pérdida cultural.

114
Víctimas y movilidad

Lugar y estigma

Discursos institucionales y académicos suelen representar a refugiados y


desplazados internos como portadores de una identidad indeterminada
a causa de la pérdida de “su lugar” o de sus “orígenes”. Estos discursos,
que toman a los lugares geográficos o a los territorios como los únicos
atributos de una persona, terminan por producir «encarcelamientos es-
paciales» (Malkki, 1995: 28) y categorizaciones duales, simplistas y je-
rárquicas para clasificar a la gente y sus zonas de procedencia.
Las intervenciones académicas que afirman que los desplazados in-
ternos se encuentran en una situación de liminalidad, a menudo ter-
minan reforzando la producción de alteridad cuando no explican la
manera como los acontecimientos violentos y políticos condujeron a
estas personas a ocupar esas circunstancias no deseadas y provisionales.
Cuando el desarraigo se asocia con la liminalidad, aflora una corres-
pondencia entre distancia geográfica y distancia social (Bourdieu, 1989:
16-17), que refuerza imaginarios como el de que los indígenas habitan
los lugares remotos de la selva o que tienen estilos de vida atrasados,
como sostienen algunos. Estas son representaciones que median no so-
lamente el encuentro entre los desplazados y los funcionarios que los
atienden en las instituciones encargadas de proporcionarles ayuda, sino
también entre los encuentros con los vecinos que residen en los barrios
en los que las y los migrantes encuentran un lugar para habitar.
La literatura sobre refugiados y personas internamente desplazadas
ha analizado la migración forzada como una pérdida automática de
identidad enraizada y de subjetividades; lo definen como un proceso
de alteración, pérdida y reacomodamiento (Morgan y Colson, 1987:
11-34); es estimado como una pérdida de confianza, «una disyunción
entre una familiaridad de estar en el mundo y una nueva realidad que
amenaza esa forma de ser» (Daniel y Knudsen, 1995: 1); también se ha
analizado como una ausencia de espacio cultural o como una condición
intermedia (Agier, 2002:57).
En el nuevo orden global que Bauman (2004: 67) caracteriza como
«un festival del consumo» que se vive en la afluencia del norte y «un
profundo sentimiento de desesperación y de miseria en gran parte del
resto del mundo», los refugiados están fácilmente representados como
parias, expulsados de sus ciudades hacia barrios pobres y guetos donde

115
Andrés Salcedo Fidalgo

se cree que los migrantes acceden a un espacio vital en condiciones de


miseria inaceptables. Esto es bautizado por Bauman como «vidas per-
didas» (2004: 80).
Cuando se les pide a las personas que acaban de llegar a la ciudad
que describan sus odiseas, usan términos que pueden ser interpretados
como poblaciones que se encuentran en la marginalidad y la desespe-
ranza. Si se analizan estas narrativas a lo largo del tiempo, las perso-
nas que habían estado más de dos años en la ciudad confesaban haber
tenido un cambio personal increíble y haber logrado rehacer nuevos
rumbos en sus vidas.
Considero que las personas desplazadas se vieron obligadas a mul-
tiplicar sus lazos sociales, económicos y culturales, los cuales compren-
dían los distintos lugares en los que habían estado en su trasegar (Rouse,
1991: 353-354; Lavie y Swedenburg, 1996: 14). Por un lado, mantenían
contacto con parientes o conocidos que se quedaron cerca de sus luga-
res de previa residencia, con familiares que se habían ubicado en otros
lugares de Colombia y, por otro, forjaban nuevos lazos con personas
que encontraban en sus nuevos lugares de residencia o que conocían en
reuniones u oficinas.
Encuentro que, en contextos de movilidad forzada, la construcción
de lugares y los procesos identitarios no son cosas que las personas po-
sean o pierdan, sino que son posiciones de poder marcadas por signos
de diferencia (Gupta y Ferguson, 1997: 13; Bourdieu, 1989: 20). En
vez de la pérdida de atributos culturales de las personas desplazadas
internas (como los migrantes), se trata de un movimiento pendular en-
tre ocultarse y volverse visible, un continuo pulso entre no dejar que
otros los nieguen y poder ganarse el reconocimiento. Los y las migrantes
escondían algunos aspectos de su identidad y enfatizaban otros depen-
diendo de la situación; sabían usar varios códigos culturales para hacer
frente a las nuevas circunstancias de su desplazamiento.
Dentro de las estrategias de la invisibilidad de las poblaciones des-
plazadas recién llegadas, algunas no revelaban quiénes eran realmente.
Afrocolombianos desplazados integrantes de Afrodes, por ejemplo, se
negaban a ser llamados desplazados, un término que decían los priva
de la dignidad humana. Indicaban que dicha palabra estaba asociada a
la pobreza y sus víctimas, y que estas eran etiquetas de las que habían
lograron deshacerse con el reconocimiento de su diferenciación étnica

116
Víctimas y movilidad

en la Constitución de 1991. Aunque ellos y ellas se asentaban en zonas


marginales de la ciudad, estigmatizadas como pobres y peligrosas, des-
plegaban con orgullo ciertos signos y estilos que los habitantes de las
ciudades veían hoy como deseables. Cuando buscaban un lugar para al-
quilar o durante las entrevistas de trabajo, estas personas debían ocultar
sus historias de despojo y desalojo; cuando requerían servicios de salud
o asistencia ante las oficinas públicas, debían mostrar las cartas que los
y las certificaba como personas desplazadas ante la Ley 387 de 1997.
Algunos grupos, incluso, organizaron tomas y marchas en nombre de
los desplazados internos para hacerse visibles.
En los discursos académicos y en aquellos de instituciones defenso-
ras de derechos humanos, el desplazamiento se pasaba por alto la im-
presionante movilidad de poblaciones urbanas y rurales que no habían
parado de trasladarse hacia varias direcciones muchas veces en su vida.
Los “lugares de origen” se tomaban como la única fuente de identidad
social, mientras que la evidencia mostraba que las poblaciones despla-
zadas habían nacido, a menudo, en una ciudad, se habían trasladado
con sus padres a otra –como resultado de las persecuciones políticas
que caracterizaron el campo en las décadas de los cincuenta y los se-
tenta–, y habían pasado varias temporadas en otras capitales y pueblos,
detrás de las oportunidades de empleo o de los auges económicos de
café, caucho y coca.
Según este concepto de “lugar de origen”, los migrantes internos
quedaban supuestamente desconectados de sus entornos sociales, eco-
sistemas primordiales y espacios de interacción comunitaria (Suárez,
2003: 96). El principal problema de concebir el desplazamiento forzado
como desconexión de una cultura originaria era que los desplazados
podían ser definidos por las instituciones y las políticas públicas del Es-
tado en términos de carencias: carecían de competencias urbanas, de un
buen nivel de vida, de reconocimiento social, de patrimonio material,
de vivienda, de trabajo y de identidad.
Con frecuencia, instituciones, organizaciones, medios de comuni-
cación y residentes reproducían discursos discriminatorios acerca de
los refugiados, tipificándolos como anómalos por no tener un “lugar”.
En su estudio sobre los refugiados hutus en Rwanda, Malkki (1995:
8) demostró que “desarraigo” era interpretado como señal de pérdida
moral o como estado patológico, mientras que una persona “normal”

117
Andrés Salcedo Fidalgo

tendía a ser concebida con vínculos a un territorio. Se suponía que no


tener un lugar de origen era ocupar «un territorio peligroso de no-
pertenencia» (Said, 1984: 162). Los refugiados no eran considerados,
entonces, como personas comunes y corrientes; se representaban, por
el contrario, como una anomalía que requería de correctores especiali-
zados e intervenciones terapéuticas (Malkki, 1992: 33).
El desarraigo no era la única fuente de prácticas discriminatorias en
torno a la movilidad. Tomar los lugares como atributos culturales fijos,
de distinción, era una de las prácticas discursivas más poderosas y más
ampliamente utilizadas para referirse a los refugiados y los desplazados
internos. Generalmente, se asumía, dentro de los imaginarios locales,
nacionales y globales, que las calidades de una población dependían del
prestigio que tenían según sus lugares de procedencia. En el lenguaje
cotidiano, se tendía a explicar los movimientos migratorios y la presen-
cia de poblaciones marcadas como diferentes a partir de imaginarios
inexactos, exagerados y simplificados sobre estas y su origen, en vez de
reconocer que las brechas de condiciones entre lugares distintos eran el
resultado de formaciones históricas y estructurales de alteridad (Brio-
nes, 2008: 18-21). Estos supuestos, con frecuencia, se fusionaban con la
creencia de que las diferencias culturales eran insuperables, o de que las
comunidades procedentes de “fuera” eran incompatibles con las habi-
lidades y las mentalidades de los residentes que habían llegado antes y
decían haber vivido allí toda su vida (Balibar, 1992: 21).
Las lógicas de la estereotipia sobre lugares y personas reforzaban el
efecto de las fronteras socioraciales para marcar las diferencias, pero
también enfatizaban los discursos y clasificaciones eurocéntricas rela-
cionados con el evolucionismo y el desarrollismo. Estos discursos ubica-
ban a las poblaciones en una escala unilineal progresiva que se trazaba
entre quienes estaban próximos a la naturaleza y eran “atrasados” y
quienes estaban más próximos a los estándares y rasgos con los cuales
se ha definido la modernidad euroamericana (Friedman, 2001: 246).
Por lo general, las personas le han dado sentido a las zonas de origen
y a otros individuos, de manera «aforística», a través de «topografías
externas», al asignar a cada grupo de personas una serie de caracterís-
ticas (Srathern, 1988: 91). Los lugares y los sujetos se han imaginado y
representado moralmente mediante el uso de convenciones dualistas y
esquemas evolucionistas (Ferguson, 1999: 42), tales como rural/urbano,

118
Víctimas y movilidad

desarrollados/subdesarrollados, ricos/pobres. Estos discursos duales,


usados como herramientas de poder, controlan y fijan las identidades
de los otros.
En los procesos de construcción de la nación, también se producen
topografías de poder que clasifican a sus poblaciones de acuerdo con
valencias biomorales y con su mayor o menor importancia dentro de
los programas y políticas estatales (Briones, 2008: 17; Salcedo, 2012:
27). La producción de fronteras y las relaciones asimétricas entre la
ciudad y el campo, y centro y periferia, han tenido profundas impli-
caciones para el tipo de identidad y los términos dentro de los cuales
la hegemonía social y política espera que las personas provenientes de
otros lugares sea inscrita (Wiborg, 2004). Mis informantes tuvieron que
enfrentar y contrarrestar la discriminación proveniente de esta pode-
rosa simbología de los lugares para ser aceptados como ciudadanos y
como habitantes de la capital del país.
Desde la conquista, las zonas de reciente colonización y la selva, en
Colombia, se han asociado con el atraso, la ignorancia y el salvajismo,
por estar ubicadas fuera de las cordilleras andinas, baluartes de la vida
civilizada y el progreso. Los habitantes de los sectores urbanos percibían
a las personas desplazadas internas como si estas llegaran de tiempos
anteriores y primordiales. De manera inversa, los “espacios urbanos”
eran concebidos como polos que irradiaban desarrollo, emprendimien-
to y decencia.
En Colombia, los estereotipos y las representaciones con las que se
pensaba a las personas desplazadas habían sido forjados a partir de cier-
tos pánicos y fobias con respecto a los lugares remotos habitados por la
alteridad. A pesar de que los habitantes de los barrios a los que llegaba
la población desplazada habían sido también migrantes, a veces se los
veía como bandidos o como damnificados (Naranjo y Hurtado, 2002:
140). También se les veía como sobrevivientes de la guerra, potenciales
transmisores de la misma, competidores por los recursos del Estado o
como nuevos mendigos (Osorio en Salcedo, 2006: 375). Algunos de los
vecinos asociaban la llegada de las personas desplazadas con la sensa-
ción de un aumento de la inseguridad, mientras que otros pocos men-
cionan que eran personas que merecían todo su apoyo y solidaridad
pues eran migrantes como ellos y ellas un día lo fueron (Bello, Mantilla,
Mosquera y Camelo, 2000).

119
Andrés Salcedo Fidalgo

María Teresa Uribe (2001) se había encontrado con el uso de una


expresión en la ciudad de Medellín que decía: “La gente huye porque
debe algo”. Esta expresión provenía de una prescripción ampliamente
aceptada, según la cual uno no debe “meterse con” personas descono-
cidas que acaban de llegar, ya que seguramente estarían huyendo de
problemas con la ley.
La palabra ‘desplazados’ tenía una fuerte connotación de clase y su
uso se asociaba únicamente con el destierro o la expulsión de poblacio-
nes pobres. Ana María, una líder activista proveniente del Magdalena
Medio, explica el peso de estigma y lástima que conlleva la palabra
‘desplazados’ en Colombia, y la importancia de develarlo:

Porque usted tiene una etiqueta de persona desplazada, usted co-


mienza a sentirse infravalorado, usted deja de quererse a sí mismo,
usted no encuentra ningún sentido a la calle, a caminar o al espacio
donde usted tiene la posibilidad de descansar. (Entrevista a Ana María
Capera, procedente de San Miguel, Magdalena Medio, 48 años, 23 de
noviembre de 2003)

La difusión de campañas televisivas propuestas por el Gobierno


colombiano para desmitificar los estereotipos negativos terminaban
creando otros asociados con visiones esencialistas sobre las “mino-
rías” étnicas y exóticas que habitan las regiones remotas del país:
hombres y mujeres afro bailando y cantando, indígenas represen-
tados como agentes espirituales ancestrales idealmente adaptados a
sus entornos. Los donantes privados y los organismos de asistencia
humanitaria en sus películas y videos, a menudo, idealizaban a las
comunidades desplazadas como prístinos ejemplos de estoicismo y
de paz.
Hay que recalcar que los y las entrevistadas también representaban
y hablaban de sus lugares con narrativas de corte moral y afectivo, ha-
ciendo uso de esas clasificaciones usuales del sentido común. Cuando
hablaban de sus “hogares” y “casas”, se referían a todos los sitios en
los que habían residido desde su infancia, que describían como “na-
turales” y “auténticos”, en contraposición a las zonas de llegada, que
denominaban como “urbanas” y describían como encerradas, impues-
tas, contaminadas y transitorias.

120
Víctimas y movilidad

La percepción que tenían las personas de las regiones en las que ha-
bían transcurrido sus vidas dependía de las diversas maneras en que la
guerra y la economía política habían afectado sus trayectorias e itinera-
rios. Mi material etnográfico mostraba que los sentimientos e ideas so-
bre estos lugares estaban ligados a una cierta lealtad y a un fuerte y en-
raizado sentido de pertenencia, mientras despreciaban la ciudad como
símbolo de decadencia y olvido de las tradiciones. Algunos expresaban
un gran apego a su tierra y, en consecuencia, sentían una gran tensión
entre un hogar idealizado y un nuevo entorno de desarraigo. Cuando
habían tenido experiencias relacionadas con el robo o la inseguridad
en la ciudad, la percibían como lugar asediado de peligros. Otros entre-
vistados, que no habían sufrido robos, veían a Bogotá como la ciudad
en la que, a futuro, podrían concretar sus expectativas alrededor de una
cierta movilidad social ascendente.
A través de tres ejemplos, me gustaría ilustrar la variedad de relatos
que he encontrado entre mis entrevistado(a)s y el uso intencionado de
estos esquemas duales (rural/urbano, idílico/perverso), para demostrar
que los lugares son representaciones discursivas y afectivas.
Ricardo, de 67 años, y quien llegó con su esposa, de 57, dos hijas y
un hijo, llevaba menos de dos años en la ciudad de Bogotá. Me contó
que estaba enfermándose en la habitación que alquilaba porque era
muy húmeda e incómoda y porque la ciudad era peligrosa y violenta.
Su esposa logró emplearse en trabajos temporales a través de las co-
nexiones que tenía con diversas organizaciones no gubernamentales.
Más adelante, en la entrevista, Ricardo mencionó que unos ladrones
le habían robado una costosa guadaña que él había traído desde El
Filo (Santander), donde trabajaba como jardinero de una finca. Los
ladrones también asaltaron a uno de sus hijos en el vecindario. Al
cabo del tiempo, supe que Ricardo se había trasladado con su esposa
a una finca a las afueras de Bogotá y había aceptado un trabajo tem-
poral como cuidandero, que le permitía cultivar y estar en contacto
con la naturaleza, dos de las cosas que más extrañaba cuando vivía
en la ciudad.
Llama la atención el hecho de que Ricardo nunca asoció su lugar de
procedencia con la inseguridad, a pesar de que había salido huyendo de
la misma debido a las amenazas de la guerrilla de secuestrar a sus hijos.
Ricardo había migrado previamente varias veces, pero hablaba de su

121
Andrés Salcedo Fidalgo

casa como un espacio sano y saludable en el que la gente tenía una re-
lación cercana con el suelo, disfrutaba de la familia y el vecindario. En-
contraba más sentido de pertenencia en los lugares en que había vivido
antes que en Bogotá, ciudad que percibía como individualista y carente
de todo apoyo social. Él asoció lo urbano con los espacios cerrados y la
falta de libertad, en claro contraste con un campo que recuerda como
más saludable y moralmente más sano.
Según Ricardo (entrevista, 29 de julio de 2003), en la ciudad se podía
encontrar entretenimiento fácilmente. Señalaba que estas actividades
estaban asociadas a vicios especialmente inconvenientes para sus hijas,
que, según dijo, «son niñas buenas, muy sanas, muy de la casa». Ricardo
estaba hablando desde la perspectiva de alguien que había envejecido y
a quien le preocupaba el cuidado y el futuro de sus hijas. Esto teniendo
en cuenta que asociaba a Bogotá con la inmoralidad.
En el segundo caso, las familias desplazadas pertenecientes al pueblo
Kankuamo se negaron a admitir que se habían “reasentado” en Bogotá,
ya que esto implicaba el olvido de su territorio y su paisaje, fuentes de
su conocimiento e identidad. En los dibujos en los que representaron las
casas que habían dejado atrás, señalaban los hogares en los que vivían
todos sus conocidos y familiares, así como los puntos y aspectos del pai-
saje que tenían importancia social: la piedra del varao, el sitio del chisme,
el río Guatapurí, la loma del Gallinazo, el Cerro Bukunkusa (véase la fi-
gura 6). Al contrario de los “cachacos” o citadinos de Bogotá, ellos y ellas
eran muy conscientes de la importancia que su territorio tenía en térmi-
nos ecológicos, culturales y espirituales; aunque opinaron que muchos
de ellos eran más valorados por las oficinas del Estado y los organismos
internacionales en Bogotá, que en la capital de la provincia del Cesar,
Valledupar, donde con frecuencia eran discriminados.
Las personas mayores de la comunidad Kankuama veían con pre-
ocupación el desplazamiento de personas jóvenes y el peligro de que
no preservaran sus tradiciones y adoptaran “la mentalidad occiden-
tal”. Según los líderes de la organización, los jóvenes eran el blanco
de las estrategias seductoras del consumo que caracterizaba a las ciu-
dades grandes o estaban atraídos por las expectativas de obtener asilo
en países extranjeros como Canadá. Los jóvenes, por su parte, afir-
maron que en Bogotá habían encontrado buenas instituciones educa-
tivas y oportunidades para trabajar en nombre de sus comunidades.

122
Víctimas y movilidad

Figura 6. El territorio de Antes

Taller con líderes Kankuamo, julio de 2004

Había, en el seno de esta comunidad, una gran tensión entre el com-


promiso que tenían con su proyecto cultural de revitalización étnica y el
riesgo de que dicho acervo se debilitara en la ciudad de Bogotá, lugar
donde, sorpresivamente, habían encontrado más respeto y reconoci-
miento hacia el indígena que en otras ciudades, tales como Valledupar.
En las narrativas de otras personas entrevistadas, Bogotá figuraba
como una ciudad donde encontrarían prosperidad material, puestos de
trabajo, recursos y un futuro mejor. En varios de los relatos, el régimen
de las armas y las amenazas contrastaba con una ciudad imaginada
como lugar de ofertas de tipo cultural y educativo. Ana María (entrevis-
ta, 8 de diciembre de 2003), una migrante que recorrió en su trasegar
pueblos y ciudades de la zona media del río Magdalena y que llevaba
en Bogotá siete meses, había soñado siempre con vivir en una ciudad
como esta. A pesar de lo que ella definía como una cierta paranoia que
caracterizaba a la gente de la capital, encontró un gran número de es-

123
Andrés Salcedo Fidalgo

pacios educativos y recreativos: bibliotecas, escenarios de teatro, danza,


música y conferencias. Ella pensaba que, junto con su hija, podrían en-
contrar un buen punto para vender, en las calles de la ciudad, las joyas y
los accesorios que diseñaban y fabricaban. Tenía en mente un proyecto
para crear una asociación de madres solteras y emprendedoras. En este
caso, el relato correspondía a una persona que siempre se había movido
en entornos urbanos de provincia dominados por grupos armados, y
que decidió migrar a una ciudad más grande para poder cristalizar con
éxito sus sueños de joyera y artesana.

Conclusión

En este capítulo quise demostrar cómo el desplazamiento forzado es un


proceso que trasciende los discursos victimizantes que el humanitaris-
mo internacional y nacional han construido alrededor del trauma del
desplazamiento, así como las causalidades que los discursos guberna-
mentales solían establecer entre pobreza y presencia de conflicto arma-
do. Los programas institucionales de la Red de Solidaridad o Acción
Social ofrecían una ayuda humanitaria de emergencia que reflejaba la
forma asistencialista como consideraban a las víctimas del conflicto ar-
mado. Por un lado, se creía que las personas quedaban desprovistas de
identidad y, por el otro, exigían la adquisición de un espíritu empren-
dedor para poder acceder a los programas de “restablecimiento”. Las
personas en situación de desplazamiento debían enfrentar los estigmas
y estereotipos que circulaban sobre lugares “devastados por la guerra”
y personas vistas como emblemas del sufrimiento y obstáculos al de-
sarrollo. En el siguiente capítulo, mostraré que el desplazamiento no
implica solo un cambio espacial, sino también un malestar, principal-
mente temporal, que abre la posibilidad de pasar de un presente a otro
(Coutin, 2005:195). Las personas llevan consigo recuerdos y objetos de
sus hogares y, al mismo tiempo, usando dichos recuerdos, reconstruyen
imaginativa y materialmente sus nuevos hogares.

124
3. El lugar de antes

E
n este capítulo, abordaré la forma como, a través de sus relatos, las
personas hicieron mención a las nuevas temporalidades y espacia-
lidades que tuvieron que asumir para hacerle frente a las condi-
ciones difíciles en las que se encontraban cuando los conocí. Al referirse
a la ausencia del contexto espaciotemporal en el que se situaban antes
del desplazamiento, ellos y ellas construyeron una práctica opuesta del
tiempo (Mueggler, 2001:7). Las personas entrevistadas rememoraron y
relacionaron su pasado con la imagen de un hogar originario, un terruño
estable y próspero, opuesto a la discontinuidad y fragmentación que la
violencia y el desplazamiento forzado habían impuesto. Al recordar el
lugar de donde venían, los lazos sociales, la abundancia, las propiedades
y los derechos fundamentales sobre la tierra, concebida como un patri-
monio valioso, las víctimas del desplazamiento forzado interno exigían
que alguien se hiciera responsable por las pérdidas sufridas. Al respecto,
en este capítulo, critico el uso de la expresión ‘lugares de origen’ como
fuente primordial de identidad, la cual es empleada por la mayor parte de
la producción académica que aborda los temas de arraigo, sentido de per-
tenencia y desplazamiento (Osorio, 2006). Prefiero usar el término ‘lugar
de antes’ para aludir a las narrativas que recogen los recuerdos afectivos
y sensoriales, y los sentimientos de estabilidad y unidad de estas personas.
Propongo el término ‘lugares de memoria’ (Ricoeur, 2004: 121,405) para
referirme a las descripciones que, desde el presente, realizan estos hom-

125
Andrés Salcedo Fidalgo

bres y mujeres en situación de desplazamiento sobre los lugares que en el


pasado constituían recursos importantes de riqueza, trabajo, progreso y
elementos de identidad. El recordar las inscripciones y monumentos de
un lugar afectivo, por ejemplo, se convirtió en un ejercicio de la memoria
que invocaba un territorio ideal donde la gente tenía abundancia y felici-
dad; esto permitía sustituir los recuerdos de muerte, horror y destrucción
que la guerra había dejado en sus vidas (Riaño, 2002: 278-279).
En la primera parte del capítulo, analizo cómo los entrevistados des-
cribían sus lugares de antes en términos idealizados de abundancia y
prosperidad. Alimentos, ganado, animales, trabajo, vínculos sociales,
propiedades y saberes se convirtieron en posesiones intangibles alre-
dedor de las cuales era importante establecer un discurso para no ser
tratados con lástima. En sus relatos sobre el territorio que tuvieron que
abandonar, las y los entrevistados evitaban mencionar elementos rela-
cionados con el dolor de la guerra, ya que estos ensombrecían el cua-
dro moral, altamente valorado, de ese espacio imaginado que querían
recordar. En sus relatos, estas personas establecían un diálogo cons-
tante y una comparación frecuente entre los lugares de antes y el sitio
donde viven actualmente.
En la segunda parte del capítulo, muestro que la cultura material y la
memoria están profundamente relacionadas. Como se verá, algunos de
mis entrevistado(a)s lograron conservar una parte de sus posesiones, las
que alcanzaron a rescatar durante su huida, y las utilizaban en Bogotá
como medios materiales para enfrentar sus procesos presentes de rein-
serción y reconstrucción.

Lugares y memoria

Muy pronto, durante mi trabajo de campo, noté que era inapropiado


preguntarles a las personas sobre las posesiones que se habían traído
a Bogotá. Muchos habían tenido que huir y traer consigo únicamente
lo esencial: «Nosotros no trajimos nada, únicamente la ropa. Nada,
[trajimos] la ropita no más; con las puras mechas [salimos], no más»,
repetía Flor María, desplazada dos veces en su vida y quien recordaba
lo mal que se sentía cuando tuvo que presentarse a la oficina de la Red
de Solidaridad Social con sus botas de trabajo puestas:

126
El lugar de antes

A: –¿Qué se trajeron?
F: –Nada, las botas, la ropa que tenía uno puesta y con eso nos vini-
mos, ropa de trabajo. Las botas que uno usa allá [son hasta] a la rodilla.
¡Me tocó quedarme aquí veinte días con esas botas porque no tenía con
que comprar! (Entrevista a Flor María, proveniente de El Filo, Santan-
der, 48 años, 13 de noviembre de 2003)

Advertí que hombres y mujeres querían hablar de lo que habían de-


jado, y que esto hacía parte del universo de cosas y relaciones del lugar
de previa residencia. La ausencia de sus propiedades, las cuales estaban
conectadas a las prácticas del pasado, era un tema crucial. Es por ello
que propongo abordar el mundo material y la memoria como partes
de una cosmología imaginada, a través de la cual las personas se obser-
vaban a sí mismas en relación con su experiencia de desplazamiento
y con sus anteriores y actuales lugares de residencia. Esta manera de
recordar era un proceso de idealización del pasado con un propósito
integral de reconfiguración identitaria (Battaglia, 1995:94).
Concuerdo con las perspectivas que critican la memoria como
un “gabinete” en el cual las personas guardan, registran y decantan
eventos, y en el que se almacenan posesiones e imágenes importantes
del pasado en un sentido lineal y acumulativo del tiempo. Pienso, en
cambio, que rememorar es un juego permanente entre el “entonces”
y el “ahora”, un ejercicio dialéctico e incesante de recordar y olvidar,
asimilar y descartar (Terdiman, 1993: 8,22). Memoria y olvido hacen
parte de un proceso impreciso de selección, que implica distancia
y la repentina evocación de eventos con una fuerte carga emocio-
nal. Por medio del recuerdo, revivido desde el presente, las personas
rectificaban las deficiencias de su pasado, «para acomodar los mo-
delos de lo que debería o tendría que haber sucedido» (Kirmayer,
1996: 176).
Como parte de una representación diferente del tiempo, el espa-
cio y la realidad, argumento que la memoria involucra emociones,
imaginación, delirio y fantasía. Más aún, las emociones juegan un
papel importante en las reconstrucciones que las y los entrevistados
hicieron de su pasado. Experiencias de inestabilidad, pérdida y temor
recurrente produjeron lo que Clifford (1994: 318) denomina «tem-
poralidades discrepantes por medio de las cuales la historia lineal se

127
Andrés Salcedo Fidalgo

rompe y el presente está constantemente ensombrecido por un pasado


que es, a la vez, un futuro deseado pero obstruido».
Recordar un lugar es una interpretación y una reconstrucción del
pasado que se entromete insistentemente en el presente. Por ‘pasado’
no me refiero a un cúmulo objetivo de experiencias pretéritas, sino a las
formas mediante las cuales los individuos reconstruyen procesos socio-
culturales significativos que han vivido (Trouillot, 1995: 14). Me gustaría
agregar, también, que los pasados de estos hombres y mujeres son cami-
nos por medio de los cuales ellos y ellas narran y recuerdan moralmente.
Me interesan las maneras mediante las cuales los grupos que entrevisté
representaban el ayer, y relataban y reflexionaban sobre sí mismos en
relación con sus trayectorias de vida. Viviendo el presente en térmi-
nos históricos (Malkki, 1995: 105-152), las personas desplazadas fueron
capaces de integrar y suturar un proyecto de vida que creían estaba a
punto de disolverse.
La memoria y el olvido hicieron parte de este diálogo entre un antes
y un después, pero también involucraban una fuerte dimensión emo-
cional y afectiva que conectaba a las personas con su vida previa. Al
respecto, Seremetakis (1994: 4) se refiere a la dimensión sensorial de la
memoria. Las mujeres y los hombres que entrevisté, por ejemplo, evoca-
ban aspectos y lugares del pasado a través de sus cuerpos y experiencias
sensoriales: el olor a madera de sus casas, el aroma de la comida recién
preparada, los sonidos de la música y las actividades cotidianas durante
el trabajo o los momentos de ocio, en general, hacían parte de los re-
cuerdos que las personas utilizaban para describir su modo de vida ante-
rior. Despertar sentimientos y sensaciones corporales del pasado a través
de olores, texturas o situaciones del presente se acentuaba con el exilio.
La dimensión sensorial es, entonces, esa reserva almacenada de expe-
riencia material dispersa en la superficie de las cosas, que puede invadir
el cuerpo y devolver a las personas a experiencias del pasado (Sereme-
takis, 1994: 9). En su novela À la recherche du temps perdu, Marcel Proust
llamó a esas sensaciones, impresiones y sentimientos repentinos «me-
morias involuntarias», recolecciones inanimadas y experiencias afecti-
vas del pasado que recrean su intensidad en el presente:

La mejor parte de nuestra memoria está afuera de nosotros, en la


suave brisa, en la añeja fragancia de una habitación o el olor del fue-

128
El lugar de antes

go matutino […] ¿Fuera de nosotros? Dentro de nosotros, incluso, pero


oculto de nuestra vista en un olvido más o menos prolongado. (Proust,
1987, citado en Terdiman, 1993: 218)

Las narrativas de las personas estuvieron cruzadas por imágenes sen-


soriales que producían momentos de gozo y felicidad o recapitulaban
sentimientos de angustia y profunda añoranza. Uno de mis encuentros
con una de las personas entrevistadas, por ejemplo, estuvo marcado
por las dimensiones afectivas y sensoriales de los recuerdos (sensaciones
que incluso me involucraron a mí). En cierta ocasión, cuando llegué a
la casa de Nancy Pren, ubicada en el barrio Molinos al sur de Bogo-
tá, me parecía estar entrando a un palafito con plataformas de madera
puestas a manera de puente, para evitar la inundación que producía
la época de lluvias, y que nos permitían pasar hacia su casa. Como
regalo, yo le había llevado una torta, y cuando Nancy abrió la caja dijo
que sentía el aroma de su tierra y el del plátano con queso que solían
preparar en su casa. En contraste, durante una de mis visitas a la Casa
del Migrante, Orlando Ruiz me contaba que prefería evitar la música
que solía escuchar en su pueblo, porque la melancolía lo invadía y se
deprimía; no estaba preparado para la avalancha de sentimientos que
los recuerdos le producían.
Por su parte, las personas pertenecientes a organizaciones étnicas
consideraban importante rememorar las relaciones sensibles que te-
nían con el mundo material y social que conformaban sus territorios.
Durante los dos talleres colectivos que organicé con Afrodes y la onic,
revisamos aspectos importantes de las trayectorias vitales de estos gru-
pos: discutimos sobre la naturaleza, el trabajo, sus rutinas y la manera
como la violencia había afectado estos espacios. Las y los participan-
tes manifestaron sentirse transportados al tiempo en el que vivían en
“sus territorios”. Mediante los talleres pudieron incorporar y articular
afectos del pasado para compartirlos, en el momento presente, con los
demás miembros del grupo. En otras palabras, hombres y mujeres evo-
caron y revivieron el pasado junto con otros, y ayudaron a cada quien a
recordar sucesos y conocimientos comunes (Ricoeur, 2004: 38). Pienso
que, mediante estas reminiscencias y narrativas sobre espacios sociales,
los entrevistados se comprometieron con su pasado y reflexionaron so-
bre él de manera personal y colectiva (Basso, 1996: 32).

129
Andrés Salcedo Fidalgo

Las personas que conocí y con quienes trabajé consideraban que


recordar sus lugares de procedencia era fundamental en la recomposi-
ción de sus identidades. De hecho, muchos habían invertido esfuerzos
increíbles para hacer vida y para participar en las actividades colectivas
dirigidas a mejorar sus viviendas durante su permanencia en distintas
zonas. Estos hombres y mujeres activistas percibían el territorio como
repositorio de cultura e indicador de respetabilidad. En este capítulo,
argumento, justamente, que la alusión a los lugares de origen no tenía
que ver únicamente con categorías geográficas, sino que se vinculaba a
formaciones discursivas de orden temporal y político que las personas
usaban para reclamar el reconocimiento social que no se les otorgaba
debido a las circunstancias del desplazamiento. El sentido de lugar era
un compromiso político que los desplazados empleaban para dar cuen-
ta de lo que les había sucedido y para hacerles saber a las entidades y
al antropólogo que muchas comunidades habían tenido pasado, tierra,
trabajo, identidad social, espacios colectivos, conocimientos, relaciones
con la naturaleza. Como lo indicaba un hombre joven afrocolombia-
no, procedente de Montes de María (Caribe colombiano), la memoria
constituía lo único que no les podían arrebatar:

Lo que me alegró bastante es recordar uno esos tiempos buenos


que se vivieron en el pasado y que nadie podrá destruir. A nosotros nos
pueden sacar de la casa, de la finca, de todo lo que teníamos, pero eso
que disfrutamos allá, de todo lo que teníamos, nadie nos lo va a poder
quitar. (Entrevista a Miguel Córdoba, líder afrocolombiano, 35 años, 2
de noviembre de 2002)

Esta afirmación dejaba claro que el proceso de rememoración tenía


un valor dignificante frente a las pérdidas y a las expulsiones sufridas,
pero también advertía sobre el sentido político que tenía la memoria en
circunstancias de despojo o destrucción.

Lugar de previa residencia

Algunos entrevistados solían atender pequeños quioscos de comidas rá-


pidas y restaurantes en los municipios y pueblos en los que residían. Un

130
El lugar de antes

segundo grupo de personas vivían en una casa en el pueblo y trabajaban


como recolectores en parcelas que cultivaban en el área rural. Otros
habitaban en veredas y trabajaban temporalmente en agroindustrias ex-
tractivas, haciendas o fincas ganaderas, y poseían sus propias tiendas, las
cuales atendían los fines de semana. Para todas y todos, la tierra alber-
gaba una poderosa fuerza vital: era fuente de recursos, de alimento, de
autonomía y de sustento. De hecho, quienes trabajaban en actividades
agrícolas y comerciales insistían en la abundancia de alimentos.
La distancia temporal y el extrañamiento geográfico ampliaban el
significado simbólico de su saber hacer y de sus prácticas antes del des-
plazamiento: trabajadores agrícolas llegados de Caquetá decían extra-
ñar la libertad de despertarse y poder ir y venir, con lo cual se referían a
que, como cultivadores, en el campo no tenían que cumplir un estricto
horario de trabajo y estaban en contacto directo con la naturaleza.
Esta asociación entre la vida antes del desplazamiento y la libertad
tenía sentido en las luchas que muchos realizaron para acceder a par-
celas de tierra concebidas como únicas posesiones estables a las que
podían aspirar (véase Gutiérrez de Pineda, [1968] 2000: 139-141). El
acceso a la tierra había implicado, durante todo el siglo xx, un largo y
penoso proceso de invasiones, trabajo y reclamos de derechos de po-
sesión sobre ella. Poseer un terreno y una casa propia (lo propio) era un
tema recurrente en las remembranzas de los entrevistados. Los colo-
nos decían que ellos estaban unidos a sus tierras (apegados), a pesar de
que algunos eran empleados de compañías extractivas o en haciendas
ganaderas. Trabajar en la tierra de uno significaba sacarle provecho, bene-
ficiarse de una fuente de riqueza que les permitiría evitar emplearse
como aparceros. Los terrenos significan derechos adquiridos, esfuerzos
y tiempo invertidos en su mejoramiento, además de un importante pa-
trimonio familiar.
Los hombres indígenas kankuamo y nasa afirmaban que la tierra era
proveedora de vida y le daba sentido a su organización política. Como
analizaré en el capítulo 4, para el discurso indígena, el centro de la lucha
política ha sido la recuperación de territorios ancestrales con los que han
establecido un vínculo espiritual, lo cual ha ido de la mano con el rescate
de las tradiciones y prácticas comunitarias de trabajo agrícola (minga).
Conservar la integridad de sus territorios implicaba la lucha política por
ellos y la garantía de la pervivencia cultural en términos de conocimien-

131
Andrés Salcedo Fidalgo

tos y autonomía. Los grupos indígenas kankuamo no concebían sus tie-


rras como posesiones separadas de sus tradiciones, de su vida colectiva o
de la naturaleza. Argumentaban que el desplazamiento forzado era sín-
toma de la ruptura que la mentalidad capitalista occidental había creado
entre el hombre y la naturaleza. Por eso, proponían una nueva postura
ecológica para regresar a los mandatos culturales originarios, que pres-
cribían respetar, hacer pagamento y alimentar a los ancestros dueños de
la tierra y ordenadores del cosmos (Morales y Pumarejo, 2003: 37).
De manera similar, los grupos de afrocolombianos de Riosucio, Sa-
laquí y Tumaco catalogaron sus tierras como “herencia”, teniendo en
cuenta el carácter ancestral de sus derechos territoriales y los títulos
colectivos de propiedad, recientemente adquiridos gracias a la Ley 70
de 1993. Al igual que en el caso de los grupos indígenas kankuamo,
los afrocolombianos recordaban sus territorios como fuentes de vida y
subsistencia que ellos sabían usar y preservar. Ellos afirmaban que su
sentido de lugar implicaba un modo de vida único, de disfrute y respeto
hacia la naturaleza, basado en prácticas combinadas de horticultura
y pesca. Los terrenos colectivos se habían convertido en importantes
pilares de quiénes eran y cómo imaginaban sus proyectos de vida. Sin
embargo, la titulación colectiva e individual, iniciada a finales de la
década de los noventa, se hizo particularmente difícil en regiones como
la de Tumaco, donde las empresas de palma africana compraron enor-
mes extensiones de tierra (Ramírez, 2007: 416).
Una mujer afrocolombiana, cuyo trasegar estuvo relacionado con
estas disputas de tierra y que estaba viviendo en el barrio Galán en
Bogotá, me explicó la importancia que tenían para ella las fincas que su
padre había heredado:

Pues mi papa tenía era herencia, las herencias que sus viejos le ha-
bían dejado, mis abuelos […] Mi papá siempre me recomendaba:
‒Pastora, acuérdese de las tierras que usted puede vender eso y con eso
puede comprar vivienda, con eso puede comprar muchas cosas y esto y
lo otro. (Entrevista a Pastora Rosero, 22 de enero de 2004)

Para esta mujer, con una larga y dolorosa historia de persecución, es-
tas tierras se convirtieron en una obsesión, ya que constituían un patri-
monio que hubiera podido salvarla de las penurias que pasó en Bogotá

132
El lugar de antes

cuando vivía en uno de los apartamentos de la sede de la Cruz Roja que


se habían tomado grupos de desplazados en 1999. No perdía la espe-
ranza de recuperar esos predios, porque la gente en la región sabía que
ella era la titular y le reiteraban que no debían ceder ante la presión que
las empresas de palma y los actores armados estaban ejerciendo para
apropiárselas.
Al recopilar y escoger cuidadosamente los aspectos más reconfortan-
tes y apacibles de sus trayectorias, los y las entrevistadas le otorgaban
un significado con connotaciones morales a sus tierras y posesiones.
Durante los talleres impartidos en el trabajo de campo, por ejemplo, los
y las participantes definieron su casa y el entorno social que la rodeaba
como el lugar del afecto, la unión, la familiaridad y la intimidad, todas
expresiones de un sentido de pertenencia que se agudizaba con su ac-
tual situación de pérdida y despojo.
Las personas que conocí evocaban el hogar acogedor que habían
mantenido a través de las relaciones sociales. Al recorrer con la memo-
ria sus espacios domésticos, los embellecían y exaltaban. Así, un líder
indígena kankuamo describía su casa y señalaba que él siempre recor-
daría la vivienda tradicional, cuya disposición espacial debía responder
y facilitar las conversaciones en comunidad (un valor indígena impor-
tante), y en la cual se localizaban árboles frutales (que no podían faltar):

En un rincón de cada casa había un gajo de guineo maduro; asimis-


mo, un palo de mango, una mata de piña y un palo de naranjo. Empe-
zando de que uno como indígena empieza desde pequeño a compartir
con la naturaleza, y desde el mismo entorno donde uno vive. La casa
de nosotros era una choza, unos ranchos; aquí comíamos, dormíamos,
nos sentábamos a hablar, pero ahora la occidentalización llegó y ahora
las cosas de nosotros son es así y cada uno coge por su lado. Cuando en
nuestra tradición nos sentábamos al menos a hablar, a compartir entre
los mayores la sabiduría que ellos tenían sobre el entorno. (Taller con
indígenas kankuamo, Bogotá, 24 de julio de 2004)

Como vemos, para este grupo, la noción de hogar estaba estrecha-


mente relacionada, desde niños, con el aprendizaje y la transmisión
de la tradición oral a través de las charlas y las reuniones con los
mayores.

133
Andrés Salcedo Fidalgo

El poder afectivo y moral de estas imágenes del lugar de residencia


tradicional se intensificó durante su ausencia o el abandono impuesto
por la movilidad forzosa. La desposesión agudizaba el sentido de perte-
nencia y la evocación del hogar mediante imágenes de un espacio feliz
(Bachelard, [1957] 2000: 27) que se relacionaba con el pasado y con
prácticas sociales altamente valoradas, tales como el cultivo de la tierra,
la obediencia a las tradiciones, el respeto por la palabra de los ancianos
y la responsabilidad en el liderazgo político. El contenido de la memo-
ria seguía, en este caso, las convenciones sociales y la aceptación de la
tradición, en nombre de una continuidad necesaria entre el pasado y el
presente (Misztal, 2003: 99).
La mayor parte de la literatura colombiana sobre desplazamiento
forzado había asumido las referencias de las personas sobre sus tierras
y zonas previas de residencia bajo la categoría de lugares de origen (Be-
llo, 2004; Pécaut, 1999; Suárez y Henao, 2001; Uribe, 2000). Ninguno
analizaba como estas alusiones correspondían con un discurso cuida-
dosamente seleccionado y presentado al entrevistador(a) que develaba
un lugar de pertenencia idealizado: siempre familiar, seguro y acogedor
(Ahmed, 1999: 339). Estas publicaciones no discutían el lugar de origen
como una representación romántica, una dimensión permeable que po-
día comprender varias experiencias emocionales y espaciales del pasado
(Marte, 2008: 12). En las narraciones sobre las zonas previas al despla-
zamiento, se desvanecían las relaciones discordantes y autoritarias, los
abusos domésticos y las persecuciones políticas.
Las personas transformaban los lugares abandonados, destruidos
o perdidos en un edén o en lo que se denomina «un lugar imagina-
do de pertenencia» (Rodgers, 2002, citado en Turton, 2004: 23). En
las narraciones recogidas, se marca un “antes”, en el que se vivía con
tranquilidad y alegría, que es repentinamente interrumpido por un mal
presagio: la llegada de extraños armados, la muerte de los perros por
envenenamiento, el asesinato de miembros de la familia.

Una tierra de abundancia

Como parte de la visión romántica del “antes”, la mayoría de estas na-


rrativas se remontaban a la infancia como periodo de prosperidad des-

134
El lugar de antes

bordada. Los y las personas provenientes de regiones mineras del Pacífi-


co mencionaban que se topaban con oro y reliquias en las fincas donde
habían crecido. Algunas mujeres de Nariño explicaban que les habían
enseñado a recoger oro como una medida de respaldo, pues, según fue-
ran sus necesidades, lo vendían por dinero en las ciudades. Por eso, era
importante adquirir y acumular alhajas. Ellas mencionaban, además,
que en las viviendas de las haciendas donde sus familias habitaban era
usual la presencia de baúles y cajas llenas de cadenas y monedas de oro:

Me acuerdo que una vez me fui así como cuando llueve, no, y me
bajaba a andar por ahí y encontraba pedazos de oro y yo: ‒Vea tía como
me encontré esto. Entonces, ella lo cogía y lo llevaba para donde el jo-
yero. (Entrevista a Pastora Rosero, proveniente de Tumaco, Nariño, 48
años, 22 de enero de 2004)

Pastora describía la abundancia de la enorme finca de su tío, que


producía coco, guayaba, caña de azúcar, piña y naranja, productos que
eran empacados en guacales de madera y canastos, y que se vendían en
Tumaco, ciudad en donde vivió durante su infancia. Ella recordó que
tenían una cocina grande con pailas de cobre enormes y brillantes, don-
de preparaban mermelada de guayaba y bocadillo:

Buena alimentación, eso sí, mejor dicho, allá no había escasez; yo


no sé, allá no había escasez. Allá no tenía uno que comprar nada. Todo
estaba allí, los bananos, los bocadillos, caían al piso, la naranja, eso caía,
toda la fruta cae al piso cuando está madura […] los bienes a uno se los
pueden quitar, lo único que le queda a uno es el estudio […] como le
digo eso allá, eso era mejor dicho, en la casa habían ollas, ollas de cobre,
en eso se hacen los dulces y yo me pongo a pensar: ¿será que los mismos
[grupos armados] se apoderaron de eso? (Entrevista a Pastora Rosero,
proveniente de Tumaco, Nariño, 48 años, 22 de enero de 2004)

Como parte de la evocación de la infancia, los recuerdos fueron tam-


bién ocasiones de autorreflexión sobre las prácticas del trabajo manual
que, por lo general, ocupaban una gran parte de la cotidianidad. Al-
gunas mujeres del sur del Pacífico narraban, por ejemplo, que habían
olvidado esas tareas y prácticas de cestería, labores exclusivamente fe-

135
Andrés Salcedo Fidalgo

meninas y claves en los procesos de empaque y comercialización en las


haciendas. En la siguiente cita, el recuerdo de Pastora sobre las activi-
dades en su hogar alrededor del fogón expresa los sentimientos de pro-
tección y prosperidad que rodearon su infancia:

Las mujeres mantienen tejiendo, que canasto, hacen los abanicos,


porque por lo menos allá… el fogón era de leña, se hacen los abanicos
para soplar el fogón y hacer los canastos para cargar la cantidad de
chocolate o cargar el naranjal o traer la artesanía. Por allá se hacen esas
cosas. Yo ya creo que me estoy olvidando y de hacer canasto. Entonces,
por lo menos, se coge la rampira, que es un palito. Venga le digo, se les
saca una guasca; entonces, las mujeres se dedican a aprender eso de la
cestería. (Entrevista a Pastora Rosero, proveniente de Tumaco, Nariño,
48 años, 22 de enero de 2004)

En otra conversación, Pastora describió como el “paraíso” en el que


vivía cambió radicalmente el día en que presenció una pelea a machete
entre su tío y un vecino, por los linderos de la finca; el altercado resultó
en el asesinato de su tío y en ella como el único testigo. Desde entonces,
su vida había transcurrido de un lugar a otro; se mudó con su familia
desde Tumaco a Candelillas, en donde, según un rumor, el asesino de
su tío la estaba buscando por doquier. En ese corregimiento, ella se casó
con un hombre de Guapi y decidió regresar a Tumaco para reclamar la
herencia de sus tierras, pero la guerrilla asesinó a su marido. Luego, ella
se desplazó otra vez a Buenaventura, pero se encontró con que grupos
paramilitares estaban reclutando y asesinando a niños y a jóvenes; por
lo que decidió, entonces, proteger a sus hijos y trasladarse a Bogotá.
La rememoración era intrínseca al mundo material y suscitaba re-
flexiones sobre el presente de las personas, sobre quiénes habían sido en
el pasado y cómo se habían transformado con el paso del tiempo. Lo
que hacía el relato de Arnodio particularmente nostálgico era el hecho
de que él era reconocido en Riosucio (Chocó) como líder comprome-
tido, pero ante todo como navegante de primera, oficio que no podía
desempeñar en Bogotá:

Yo me dediqué mucho tiempo a la navegación, treinta y pico de años


navegando. Esto para el cambio fue muy brusco, muy duro para uno.

136
El lugar de antes

En el ambiente donde me crié, a orillas del agua, comiendo pescado y


nadando. Yo sé nadar antes de los seis años. Porque yo fui navegante de
mucha trayectoria, muy comprometido y con mucha influencia allá y
responsable ante todo. (Taller afrodescendientes, Arnodio Rivera, pro-
veniente de Riosucio, Chocó, 50 años, noviembre 1 de 2002)

Por su parte, la comida no solo adquirió un valor simbólico impor-


tante como marca de bienestar, sino que estuvo estrechamente relacio-
nada con historias locales, prácticas culinarias heredadas, actividades
curativas relativas al manejo de plantas, y con la cría y cuidado de
animales domésticos y ganado. El acto de cocinar adquirió una im-
portancia y un significado especial durante el desplazamiento, ya que
sabores e imágenes de familiaridad y abundancia suscitaron memorias
sobre encuentros, procesiones religiosas, festividades y celebraciones
en familia.
Los y las participantes en las entrevistas se preguntaron sobre la po-
sibilidad de cocinar durante los recesos en los talleres. Estas pausas se
convirtieron en espacios significativos para recordar aromas, olores y
sabores, pero también para comentar sobre las tradiciones culinarias y
las prácticas de intercambio, sociabilidad y solidaridad asociadas a la
comida. En uno de los talleres, cocinamos viuda de pescado, el plato princi-
pal servido durante las asambleas (importantes consejos organizados por
los líderes de los cuatro grupos étnicos de la Sierra Nevada de Santa
Marta), que se prepara con un pescado de agua dulce llamado bocachico.
Al referirse a la preparación del plato, Arquímedes se ubica geográfica-
mente en Atánquez, su lugar de origen, que está localizado en el valle,
entre los ríos Badillo y Guatapurí, con sus tres montañas (Pampa, Gloria
y Juaneta), y a lo largo de la vía que conecta la Sierra con el resto de la
sabana caribeña:

A: –Desde que nacimos, por la ubicación de los ríos Badillo y el


Guatapurí, nosotros comemos pescado. Se come el cunche con el pes-
cado encima. Lo que les hablaba hace rato del bastimento. Se echa el
bastimento abajo y arriba se echa la carne y se cocina. Ahí coge el sabor
[…] básicamente nosotros utilizábamos allá todo de palo, de totumo. Y
cuando estamos en asamblea sí se echa en unas hojas, hojas de guineo. Y
ahí se come, todo el mundo come de ahí. Pero, por naturaleza, nosotros

137
Andrés Salcedo Fidalgo

los kankuamo somos comilones, porque nos criamos en esa abundancia.


Nosotros comemos mucho, yo digo a veces, hasta demasiado; por eso
nosotros aquí pasamos trabajo. En asamblea eso es comida a la lata […].
Q: –¿Pero ustedes todavía pescan el bocachico ahí?
A: –Claro, le pescábamos, pero tú sabes que el río, la vaina de la
destrucción, el medio ambiente; entonces la gente de Valledupar en-
traba con la dinamita y esa vaina mataba la matriz. Ya básicamente el
pescado que comemos hay que llevarlo del Banco, Magdalena, porque
toca, tocó. Para poder aliviar un poquito se están haciendo los pozos
esos, los criaderos para poder ahí nuevamente restablecer ese alimento
que es básico allá. (Taller indígenas kankuamo, Arquímedes, prove-
niente de la Sierra Nevada de Santa Marta, 40 años, Bogotá, 24 de
julio de 2004)

Aunque los y las participantes disfrutaron el taller, porque saborearon


el plato que más les gustaba, admitieron que el pescado que habíamos
comprado en Bogotá era muy pequeño para dividirlo en dos porciones
y prepararlo con la sazón correcta. Esta actividad fue una oportunidad
para conversar sobre la época antes de la llegada de los paramilitares,
cuando las comidas ceremoniales eran organizadas con pompa y cuan-
do empezaban a discutir su proyecto de reetnización.
Las personas se referían a los lugares del pasado en términos de
abundancia de alimentos, plantas, enseres y animales. Nunca habían
experimentado la escasez que estaban sufriendo en la ciudad. En sus
fincas y casas criaban animales como gallinas, cerdos, loros y pájaros,
y un gran número de personas acostumbraba tener perros, vacas y
mulas (las mulas servían para desplazarse, trasladar y vender las co-
sechas). Antes del desplazamiento, estos hombres y mujeres comían
carne, por lo menos una vez a la semana, cuando mataban una vaca
o un cerdo; ordeñaban las vacas, y consumían huevos de las gallinas
(que no podían faltar). Los animales de cría, como los cerdos y pollos,
eran especialmente apreciados, porque podían venderse en caso de
emergencia. Sin embargo, esta era una práctica que no podían llevar
a cabo en la ciudad.
Quienes provenían de la zona norte del Chocó acostumbraban
combinar el cultivo de plátano y yuca (realizado en parcelas de tie-
rra alejadas de la vivienda) con las actividades de pesca. Los hombres

138
El lugar de antes

empleaban las atarrayas, mientras que las mujeres utilizaban las trin-
cheras, e insistían en la gran variedad de peces que lograban recoger.
Al respecto, una mujer de 48 años de Salaquí (Chocó) decía: «La trin-
chera es como una canasta y uno la colocaba en la boca de los ríos,
cuando uno quería comer otro tipo de pescado diferente a la sardina o
al barbudo que aquí llaman capaz» (Entrevista a Ana Rosa Mosquera,
febrero 21 de 2004).
En Bogotá, en vez de carne, estas personas tenían que contentarse
con comer arroz, agua de panela y toda clase de “pepas”: fríjoles, len-
tejas y arvejas. Ellas afirmaban que la carne que vendían en la ciudad
tenía sustancias químicas y hormonas que afectaban su salud, y que no
podían utilizar las hierbas con las que acostumbraban sazonar sus ali-
mentos. El pescado que observaban en los refrigeradores era demasiado
costoso, fuera del alcance de su escaso presupuesto. En la ciudad, estos
hombres y mujeres tenían que racionar sus alimentos. Como apunta Jai-
me (10 de agosto de 2003), uno de los hijos de Doris, una mujer inga que
se encontraba rentando un cuarto en Ciudad Bolívar en el momento de
la entrevista: «ahora nosotros comemos un poquito de todo». Además,
algunas personas tenían que ir a Corabastos para conseguir las sobras
en buen estado que los vendedores les regalaban.
La mayor parte de los entrevistados coincidían en que la abundan-
cia de comida que tenían antes les aseguraba su bienestar y buena sa-
lud. Las celebraciones comunitarias y las prácticas relacionadas con el
cultivo de sus alimentos reforzaban los encuentros sociales. Eran activi-
dades que resaltaban la importancia de seguir la costumbre de cocinar
y comer alimentos hechos en casa, que contenían la potencia afectiva
y sexual que la comida contaminada de la ciudad no poseía al estar
“llena de químicos”. Aún más, los alimentos preparados en el hogar
eran los principales recursos para recrear costumbres y sentimientos
colectivos.

Oficio y posición social

Los recuerdos alrededor de prácticas y momentos compartidos con


amigos y familiares fueron recurrentes en esta idealización del lugar
de antes, no solamente como una necesidad de los y las entrevistadas

139
Andrés Salcedo Fidalgo

de narrar prácticas grupales de identidad, sino también para reivindi-


car valores familiares y comunitarios que creían haber perdido (Fortier,
2000: 4). Las personas extrañaban a sus compadres, sus amigos y a los
miembros de su familia. Rocío se refería a un día normal en su hogar,
cuando desempeñaba labores de ama de casa y era una época feliz,
pues su padre y su esposo –a quien ella extrañaba profundamente– es-
taban vivos:

A: –¿Cómo era un día normal en tu casa de antes?


R: –Feliz […] todo como tan bueno, pasaba uno el día feliz […] vivía
muy rico porque me visitaban mucho las amistades, salíamos a campa-
mentos, a retiros. (Entrevista a Rocío Salazar, de Granada, Antioquia, 17
años, 25 de noviembre de 2003)

En su relato, Rocío, quien en el momento de la entrevista trabajaba


por días en aquello que tuviera oportunidad, atesoraba los momen-
tos entrañables cuando solía esperar a su esposo (que trabajaba como
conductor de un bus escalera) para comer, o cuando lo acompañaba a
las actividades y campamentos organizados por la junta de acción co-
munal de la vereda. A ella le parecía importante mostrarle las fotos de
su marido y de su padre a su bebé, para familiarizarlo con ellos, pues
fueron asesinados justo antes de que el niño naciera. Más adelante, du-
rante la entrevista, le pregunté a Rocío si le gustaría volver a Granada
(Antioquia), municipio de donde había llegado, y esto fue lo que me
contestó:

R: –Por ciertas cosas quisiera estar allá pero es que el miedo es mucho.
A: –¿El miedo a qué?
R: –El miedo a la violencia, a todo lo que pasa. Yo cuando estaba por
allá, como lo mataron a él [a su esposo] y mataron a mi papá, uno piensa
que lo van a matar a uno. (Entrevista a Rocío Salazar, de Granada, An-
tioquia, 17 años, 25 de noviembre de 2003)

Las personas que tenían sus propios negocios manifestaban que


llevaban una vida alegre y estaban satisfechos con sus ingresos. Ana,
madre de cinco hijos y reubicada cerca de Bogotá, como socia de una
empresa comunitaria dentro de un programa para mujeres desplazadas

140
El lugar de antes

del Incoder, recordaba su vida antes del desplazamiento y se refería a


aquellos días como momentos felices que nunca volvió a vivir; en ese
entonces, asistía a los paseos organizados por la iglesia evangélica a la
que pertenecían, visitaba y contaba con el apoyo de sus hermanas, y
poseía cierta estabilidad económica, gracias al trabajo de su esposo, que
era propietario de una distribuidora de alimentos en la región costera
del departamento del Magdalena:

Salíamos para tal parte, salíamos, la pasábamos rico a la orilla del


río, pasábamos dos o tres días. Venían amigas que se llevaban a los niños
[…]. Ahorita es diferente […] esos días sé que no van a volver, yo sé que
no van a volver. (Entrevista a Ana, proveniente de Pivijay, Magdalena, 30
años, 13 de diciembre de 2003)

Hablar del reconocimiento social, de la participación en la vida co-


lectiva y del aprecio que les tenía su gente como dirigentes sociales o lí-
deres de procesos comunitarios eran motivos de orgullo en la situación
presente en Bogotá, ya que, por ahora, permanecían en el anonimato.
Cuando le pregunté a don Arnodio si era conocido en el pueblo donde
vivía, me contestó: «Figúrese, yo voy por allá y es como si llegara el
alcalde, o algo así» (entrevista a Arnodio Palacios proveniente de Sa-
laquí, Chocó 19 de agosto de 2002). Al evocar el pasado y la posición
social que tenían en sus lugares de previa residencia, las personas res-
tablecían su dignidad en el presente. Esta forma de recordarse a ellos
mismos quiénes habían sido era una práctica significativa elaborada
por un grupo para articular, legitimar y constituir su identidad y su
relación con otros (Antze y Lambek, 1996: viii).
Algunos hombres comentaban que las relaciones laborales antes y
después del desplazamiento eran radicalmente distintas. Quienes ha-
bían sido trabajadores agrícolas, aparceros o incluso dueños de sus pro-
pios negocios establecían acuerdos laborales de palabra e insistían en
que, en sus regiones de procedencia, los trabajadores eran valorados
y protegidos; para ellos, como el caso de Miguel que tenía una granja
integral en Ciudad Bolívar cuando lo conocí, las condiciones de trabajo
en la ciudad son distintas a las que tenía con su tienda de venta de ga-
seosas y cerveza. Según decía, en Bogotá predominaba la competencia
y la explotación:

141
Andrés Salcedo Fidalgo

No había papeles, no había comisiones, porque nosotros, la gente del


campo, somos muy organizados y serios. Cuando se tienen empleados
allá, se les tiene que dar hospedaje, bebidas y comida. Mientras que
aquí [en Bogotá] toca vivir humillado, hacer lo que el patrón quiera y
lo despide a uno apenas hace algo mal. Allá los empleados se cuidan,
se conservan. (Taller afrodescendientes, Miguel Torres, proveniente de
Santa Rosa, Bolívar, 40 años, 1 de noviembre de 2002)

De la confianza y el cumplimiento que, en el campo, se le daba a la


palabra para acordar las obligaciones laborales, dependía el prestigio
de las personas. En Bogotá, una gran parte de quienes se registraron
como desplazados internos pasaban a ser parte de la categoría “traba-
jadores no calificados” y debían enfrentar barreras de exclusión, explo-
tación y, sobretodo, humillación, al verse obligados a pagar arriendo
en viviendas de otras familias, cuando habían tenido su casa o su finca
propia.
Las herramientas de trabajo ocupaban un lugar muy importante
en los relatos de estas personas, como mecanismos para obtener reco-
nocimiento. A través de los recuerdos de sus pequeños negocios, ellas
evocaban el estatus del que gozaban y lo revestían de sentimientos de
apego y afecto. Mostrar a otros lo que sabían hacer era un medio impor-
tante para dar cuenta de su prestigio y de sus interacciones con otros.
Aquellos que contaban con pertenencias y además eran dueños de algu-
nos negocios expresaban que vivían con ciertas comodidades y que sus
tiendas se mantenían bien surtidas. Mediante una enumeración de sus
propiedades, Miguel explicaba cómo sus establecimientos de venta de
mercado y bebidas le dieron cierta fama, lo que resultó en la multiplica-
ción de sus relaciones sociales:

Se sembraba toda clase de agricultura, tenía negocio dentro de la


misma casa, tenía una fama, mataba una res cada ocho días. Tenía estan-
co para pescado, tenía porquerizas, tenía corderos, tenía plátano, piña
y toda clase de agricultura. En el día yo me comunicaba o me saludaba
con conocidos, con cien o doscientas personas. Nos visitaban muchas
familias, nos visitaban cualquier día ochenta o hasta cien familias. (Taller
afrodescendientes, Miguel Torres, proveniente de Santa Rosa, Bolívar,
40 años, 1 de noviembre de 2002)

142
El lugar de antes

En este relato, la representación que asocia a la persona desplazada


con imágenes de cultivadores pobres y desvalidos queda desvirtuada.
Este hombre se refería al significado de su propiedad como inversión
económica, pero sobretodo como potencializador de relaciones sociales.
Combinar la agricultura, la venta de carne y la administración de un
restaurante, en su propiedad, le otorgaron renombre, aprecio y una vida
social muy dinámica.
En un gran número de casos, la pérdida de sus posesiones y pertenen-
cias ocurrió cuando habían alcanzado los sueños de construir sus casas o
después de que habían acumulado suficientes ahorros como para tener
sus propios negocios o para solventar el mejoramiento de sus viviendas.
La mayoría de las personas habían realizado inversiones importantes
para ampliar sus domicilios y sus tiendas. Eran proyectos y procesos en
curso y a largo plazo en los cuales invertían gran parte del patrimonio
familiar. Con el desplazamiento, estas inversiones y esta acumulación
de capitales económicos y familiares se perdieron. Sin embargo, lo que
para muchos había sido una situación reiterativa en sus vidas, no ne-
cesariamente les había arrebatado la esperanza. En la siguiente cita,
Rosa, líder política afrocolombiana, desplazada tres veces desde el norte
del Cauca debido a persecuciones políticas tanto por parte del Estado
colombiano como por parte de grupos paramilitares, señalaba que, a
pesar de la adversidad, empezaba de nuevo y retomaba sus proyectos:

Me pasó lo mismo que me pasó en el 85 en Suárez, que apenas me


estaba restableciendo me tocó salir dejando todo. Yo decía, no se justifi-
ca, porque yo mi casa apenas la estaba construyendo. Apenas la terminé
una parte, porque le faltó la plancha y todo el material eso se lo llevaron
[los paramilitares]. (Entrevista a Rosa Lucumí, proveniente de Suárez,
Cauca, 48 años, 26 de noviembre de 2003)

Tanto hombres como mujeres extrañaban las herramientas de tra-


bajo que habían sido los medios a través de los cuales habían adqui-
rido valor social (Graeber, 2001: 78). No eran meros objetos. Tenían
poderes, capacidades y potencialidades para llevar a cabo acciones,
procesos, proyectos y vínculos sociales. Sierras eléctricas, machetes,
hachas, atarrayas, azadones, cinceles, palotes, ollas, vajillas, máquinas
de coser, canoas, anzuelos, guadañas, implementos de cocina, camas,

143
Andrés Salcedo Fidalgo

closets, electrodomésticos, televisores, neveras, “cosas con las que uno


creció” estaban estrechamente ligados al trabajo de años y les habían
proporcionado a muchos un sustento. La maquinaria y la dotación, que
con esfuerzo habían logrado completar para que sus negocios y tiendas
funcionaran, no solo eran importantes recursos de intercambio, sino
también artefactos revestidos de una experiencia personal de años y de
valor sentimental incalculable.
La tierra, sus cultivos, los animales, el paisaje, las pertenencias y las
herramientas de trabajo hacían parte de un sistema de relaciones y de
circulación de riqueza que, según su uso y significado, implicaban los
medios por los cuales estas personas eran conocidas en áreas rurales
o semirrurales. Las herramientas de trabajo y los enseres que habían
perdido adquirían un sentido superlativo relacionado con lo que habían
logrado hacer y acumular durante años. Los elementos entrañables de
un mundo material valorado y querido cobraban un simbolismo con-
memorativo trascendental en la recomposición de subjetividades indivi-
duales y colectivas.

Olvidando la guerra

Los y las entrevistadas nunca mencionaron recuerdos dolorosos de la


guerra cuando hablamos de sus vidas antes del desplazamiento. Sola-
mente, cuando yo insistí y pregunté por los efectos del desplazamiento
forzado, ellos se refirieron a las heridas y al dolor que las muertes y des-
apariciones despertaban en ellos.
En ese contrapunteo entre memoria y olvido, las personas admitie-
ron que “los recuerdos los perseguían”. Si bien no querían abrir heri-
das cada vez que se les preguntara sobre su desplazamiento, esto no
significaba que hubieran olvidado. El silencio, mas no el olvido, era un
mecanismo que contrarrestaba los efectos aniquiladores del recuerdo
doloroso y les ayudaba a reunir las fuerzas para recomponerse. Por el
bienestar de sus hijo(a)s, tratarían de evitar que el odio o rabia de los
eventos trágicos inundaran la cotidianidad de sus hogares y confiaban
en que estos se disiparían con el tiempo en las mentes de sus hijo(a)s.
Ángela, una mujer muy joven que hacía poco tiempo había tenido un
niño, estaba muy deprimida, y me contó que, con frecuencia, recordaba

144
El lugar de antes

a su papá y a su esposo, ambos asesinados. De acuerdo con ella, estos


recuerdos la atormentaban con una pregunta persistente: ¿por qué los
mataron?

Sí, como que uno quiere seguir, pero como que no es capaz. Como
que uno, no quiere pensar en esas cosas del pasado, pero siempre están
ahí, es que no se le salen a uno del pensamiento. (Entrevista a Ángela
Salazar, proveniente de Granada, Antioquia, 17 años, 25 de noviem-
bre de 2003)

Las rupturas, vacíos y brechas en los relatos alrededor de lo que pasó


son lo que Ricoeur (2004: 78) ha llamado “heridas de la memoria”,
amnesias o pérdidas de conciencia de los eventos que testimoniaron. Al
preguntarle a Isabelina sobre los hechos de su desplazamiento, cuando
ella y casi toda la población de Salaquí tuvieron que salir en estampida
por el río luego del bombardeo del ejército, me dijo que había perdido
la conciencia cuando presenció el asesinato de su esposo:

Q: –¿Sabe cómo se quedaron los vecinos que iban detrás suyo?


S: –Me imagino que tristes. Y es que unos salieron y se fueron tam-
bién. Los que estaban más cerca salieron más atrasito, pues yo me di
cuenta hasta cuando salí de la casa, yo no me di cuenta ni cuando llegué
al pueblo ni nada. Yo totalmente perdí, como que me fui ese día, no sé,
es que no me di cuenta. (Entrevista a Isabelina, 50 años, 1 de noviembre de
2002, cursiva mía)

La abundancia de relatos sobre el hermoso lugar de antes contrastaba


con los silencios alrededor de los dolores, la rabia y el estado de conmo-
ción provocados por la violencia y el terror. Los silencios manifiestos o
encubiertos (Vinitzky-Seroussi y Teeger, 2010: 1110-1112) alrededor del
trauma respondían a no querer hablar y a que era muy difícil recordar
sin fomentar posibles resentimientos, venganzas y retaliaciones futuras
por parte de sus hijo(a)s. De alguna manera, lo que las personas dejaban
de lado eran recuentos que podían desvirtuar la memoria de los buenos
tiempos y estigmatizarlos como individuos atrapados en el trauma. Las
omisiones revelaban el reclamo por un espacio más íntimo y reservado
para hablar de las muertes y de sus duelos. Las personas seleccionaron

145
Andrés Salcedo Fidalgo

recuerdos ideales del pasado como negaciones simbólicas de la guerra


y los presentaron como lugares moralmente valorados sobre los cuales
querían reconstruir sus nuevas vidas. Desde luego, los silencios también
constituían una respuesta estratégica ante las demandas inquisitivas de
los estudiosos del tema y las exigencias de las declaraciones que tenían
que realizar y que los presionaba a revivir la crueldad de las situaciones
a las que habían logrado sobrevivir.

Recordatorios

Las personas mencionaban objetos queridos y recordatorios personales


que habían hecho parte de la historia de su trasegar y que formaban
parte de su proceso de recomposición luego del desplazamiento. Estas
posesiones les habían servido para negociar y reclamar dignidad ante
las prácticas de discriminación y exclusión con las que se encontraron
en Bogotá. Sus mobiliarios incluían algunos equipos costosos que les
pertenecían, tales como sierras eléctricas, bombas para dragar y plan-
tas eléctricas, y objetos valiosos como televisores o joyas, que habían
vendido o empeñado cuando el dinero no era suficiente para comprar
víveres o pagar la renta por unos días. Amaranta Álvarez había recupe-
rado su televisor hace poco y lo había tenido que empeñar para poder
pagar la pensión del colegio de su hijo. Este electrodoméstico tenía un
enorme valor para ella, porque se lo habían enviado desde su pueblo:

Llamé a la Secretaría de Educación para ver si me daban un cupo


para los niños porque no tenía plata, y no, no cedieron. Y ahí fue que a
mí me tocó empeñar el televisor […] ir a matricularlo y, gracias a una
señora que yo estaba lávele, lávele y lávele, pude sacar el televisor porque
me da tanta tristeza perderlo porque hace parte de mi vida allá, porque
después de que llegamos aquí, yo mandé traer ese televisor acá […] son
cosas que son muy importantes para mí y no puedo salir de ellas de la
noche a la mañana. (Entrevista a Amaranta Álvarez, proveniente de Tu-
maco, Nariño, 32 años, 2 de febrero de 2004)

Luego del desplazamiento, las mujeres afrocolombianas del norte y


sur del Pacífico reservaban el oro y las pertenencias de valor en caso

146
El lugar de antes

de enfermedad o para cubrir los gastos médicos. En la costa Pacífica,


cada mujer acostumbraba a usar candongas de oro, pequeñas y gran-
des, como inversiones a las que podrían recurrir en caso de escasez. La
mayoría de ellas, como Myriam, había utilizado esas sortijas para cubrir
diferentes gastos, el costo de su viaje hacia la ciudad y para sobrevivir
por algunos meses:

M: –[…] uno acostumbra tener las… las alhajas, que aquí llaman
oro. Uno por allá llama alhajas al oro, o sea que uno tiene sus anillos,
cadenas, aretes… Todo el mundo eso es normal que todo el mundo lo
tenga porque como que...
A: –¿Eso es de buena suerte o qué?
M: –No, es como que uno invierte la plata. Allá no existen los bancos,
entonces como que uno invierte la plata… a medida que va teniendo sus
posibilidades en eso. Porque uno no sabe en qué momento… Como uno
en el campo no tiene seguro ni nada de eso, entonces uno no sabe en qué
momento se puede enfermar.
A: –Claro
M: –Y uno por allá no va al médico y [cuando hay] una enfermedad
grave, uno dice vendo esto, vendo esta cadena, vendo los anillos. Eso es
como una inversión que uno… (Entrevista a Myriam Mosquera, prove-
niente de Salaquí, Chocó, 48 años, 23 de enero de 2004)

Muchas de las personas que conocí guardaban cuidadosamente los


registros escolares y certificados de nacimiento de sus hijos, la docu-
mentación de los estudios que habían hecho y las cartas de recomen-
dación de sus anteriores jefes, del cura, del alcalde del pueblo o del
presidente de la junta de acción comunal, porque en la ciudad las re-
ferencias personales o laborales eran fundamentales para conseguir un
empleo. Algunos llevaban consigo, de una oficina a otra, los documen-
tos relacionados con sus propiedades, las pruebas de que eran dueños
o poseedores de sus tierras.
Adondequiera que iba, don Ricardo llevaba las fotos de la finca que
le pertenecía. Las mostraba como evidencia de su proyecto ecológico,
que buscaba conservar los nacimientos de agua ubicados en su finca. Las
imágenes de los cedros, yarumos y balsos le servían como prueba para
realizar sus reclamos de protección ante la persecución que sufría, tanto

147
Andrés Salcedo Fidalgo

por parte del Estado como de la policía, por delatar a una banda de
narcoguerrilleros en la región del sur del Valle del Cauca.
La mayoría de la gente guardaba celosamente una fotografía de sus
hijos, pero también de los compañeros que habían sido asesinados o
desaparecidos. De estas fotos, emanaba la presencia de las personas au-
sentes, el retorno de los seres queridos en un tiempo pasado (Barthes,
2009: 126, 131 y 135). Estas personas abrían, de repente, no solamente
la dimensión del recuerdo, sino también un caudal afectos y emociones
de los momentos vividos con aquellos que habían muerto o se encontra-
ban desaparecidos. Al cargar con estas imágenes o colgarlas en cuadros
y altares familiares, se rememoraba, entonces, a los seres queridos que se
encontraban ausentes (Riaño, 2000: 279). María Nancy, quien salió de
Algeciras (Huila) hacía un año, luego de que mataron a su mamá y a sus
dos hermanos, me mostró un retrato de su madre, que había dispuesto
cuidadosamente en un pequeño altar iluminado por una bombilla eléc-
trica y que estaba ubicado junto a la cama, en un modesto cuarto, con
piso de tierra, que compartía con sus cinco hijos:

Pues hasta ahora, gracias a Dios se les ha borrado todo […]. Al prin-
cipio, cuando llegamos aquí, ella lloraba mucho, porque recordaba mu-
cho […]. Pero a esta fecha ya como que se les va borrando […]. Como
yo tengo una foto ahí, entonces comienzan que mami, que mi abuelita;
que mami, que no sé qué; que mami, que no es cierto que a mi abuelita
la mataron. Como ellos la vieron ahí tirada, puedes ellos que cada nada
me recuerdan eso, porque la ven en la foto. (Entrevista a María Nancy,
de Algeciras, Huila, 33 años, enero 21 de 2004)

A pesar del dolor que sentía por el ataque que sufrió su familia y
porque pensaba que el pueblo de donde venía “murió para ella”, estaba
dispuesta a echar azadón, a abrir las trochas que fuera, a lavar cuanta
ropa le pidieran, con la intención de que sus hijos tuvieran educación.
Los certificados, diplomas, fotografías y credenciales servían para de-
mostrar que tenían una profesión o trabajo. Libia, una mujer a quien
encontré en la Casa de Atención al Migrante, acababa de llegar de Ca-
racolí (Cesar) y había dejado a sus tres hijos con su mamá en Valledupar.
Me contó que estaba a punto de perder la cabeza, porque necesita-
ba con urgencia el dinero para poder pagar la renta. Además, un

148
El lugar de antes

hombre que la había contratado para planchar y realizar el aseo no


le quería remunerar su trabajo. No tenía los papeles para reclamar la
ayuda de la Red de Solidaridad. La única cosa que logró rescatar fue
una escarapela donde se indicaba que ella era enfermera y, al menos,
eso le serviría para conseguir algún empleo para cuidar a una persona
anciana en Bogotá.
Rita, una mujer divorciada que llevaba cerca de cuatro años en la ca-
pital de país, salió de Lejanías (Meta), debido a amenazas de la guerrilla.
Perdió su finca en donde cultivaba fríjol y plátano, y tenía ganado. Aun-
que ella enfrentó muchas situaciones difíciles al llegar a Bogotá, pudo
superarlas. Contó con la ayuda del padre de Lejanías, quien la refirió
a la iglesia de Fontibón, y, gracias a este contacto, sus dos hijas estuvie-
ron en un internado en ese sector hasta cuando pudo volver a hacerse
cargo de ellas. Tuvo éxito con su propio negocio de comidas, al vender
tamales, y logró reunirse con sus hijas. Con el tiempo, pudo cubrir el
arriendo de un apartamento y, más adelante, comprar una pequeña
casa y pagarles el colegio a las niñas. Cuando le pregunté qué clase de
documentos había traído, enumeró un listado largo, lo que demuestra
su permanente deseo de seguir preparándose y continuar trabajando en
su negocio:

[Mostrándome sus diplomas]


A: –¿Cuénteme dónde ha hecho todos estos cursos?
R: –Este diploma es de salud: Promotora de Salud del
Departamento del Meta
A: –¿En dónde hizo este?
R: –En Acacías
A: –¿Y el otro dónde lo hizo?
R: –En Lejanías
A: –¿Meta también?
R: –También
A: –¿Y este sobre qué?
R: –Sobre salud también, salud básica familiar
A: –¿Este dónde lo hizo?
R: –En el sena
A: –¿Sobre qué?
R: –Administración de negocios detallista

149
Andrés Salcedo Fidalgo

A: –¿Y el otro?
R: –De Progresar. También lo hice por esta época, el año pasado.
A: –¿Y sobre qué?
R: –Manejo… restablecimiento social empresarial
(Entrevista a Rita Moreno, proveniente de Lejanías, Meta, 13 de no-
viembre de 2003)

Las posesiones, y especialmente los documentos y certificados, en


el caso de Rita, fueron usados como recuentos de presentación y expe-
riencia personal para encontrar una forma de sustento en la ciudad. Los
papeles y diplomas son pruebas de sus logros, aspiración y cristalización
de metas personales.
Las carencias y escasez de las personas desplazadas en la ciudad con-
trastaban con la imagen de abundancia que relataban sobre el pasado.
Esta discrepancia entre el lugar imaginado de antes, lleno de recursos,
y un lugar presente de escasez y carencias incrementaba el sentimiento
de despojo y desprotección.
Estos hombres y mujeres se quejaban de su dependencia del dinero
en la ciudad y señalaban que, en cambio, la movilidad y el acceso a los
alimentos y al alojamiento en sus lugares de procedencia no estaban
mediado por el flujo de capital. Muchos señalaban que no pagaban el
transporte o que se alojaban y comían en casa de familiares y amigos.
Ellos conseguían la comida mediante cadenas de reciprocidad y víncu-
los de obligación, mientras trabajaban y viajaban por sus regiones. Las
mujeres discutían que, antes, no tenían control sobre el dinero, mien-
tras que los hombres estaban encargados de vender los productos, aten-
der los negocios o recibir el pago del jornal, por lo que tenían siempre
efectivo en el bolsillo. En la ciudad, se encontraban en la situación in-
versa: los hombres no lograban conseguir empleo y su nueva situación
de absoluta dependencia era interpretada como una caída repentina y
radical en sus vidas. En contraste, las mujeres, luego del desplazamien-
to, usaban estrategias ingeniosas para ahorrar dinero: intercambiaban
mercado y otros artículos con amigos, ganaban dinero extra a cambio
de lavar ropa, prestaban el servicio de aseo a sus vecinos e identificaban
los sitios más baratos en la ciudad para mercar.
En la ciudad, sentían la presión de nuevas prácticas de consumo re-
lacionadas con su situación y con el hecho de no aparecer ante los ojos

150
El lugar de antes

de los demás como “necesitados”, para no seguir alimentando la idea de


que los desplazados internos tenían que ser pobres y mendicantes. Por
ejemplo, enviar a los hijos con uniformes y útiles educativos era un re-
quisito impuesto por las escuelas que no lograban cumplir por los costos
que esto implicaba. Ellos intentaban enviar a sus hijo(a)s como mejor po-
dían para evitar actos de discriminación. Los costos relacionados con los
útiles y los trajes escolares producían una gran tensión entre los padres
y madres, como lo muestra este aparte de Amaranta, quien le rogaba a
la directora de la institución educativa que le permitiera el ingreso a sus
hijos aunque no portaron todas las prendas conforme al reglamento:

¿Por qué no me reciben los niños con las cosas que ellos traen?
¡Por favor!
Que tenían que ir con los uniformes y con todos los libros y la su-
dadera y tenis blancos. Bueno eso es un poco de requisitos. (Entrevista
a Amaranta Álvarez, proveniente de Tumaco, Nariño, 32 años, 2 de
febrero de 2004)

Las posesiones más valoradas y los artículos que las personas lo-
graron rescatar fueron utilizados como reservas para cuando se veían
en necesidad apremiante de dinero en la ciudad. Mientras aprendían
a manejar los implacables costos de vida en Bogotá, en términos de
arriendo, servicios, ropa y apariencia, las personas se sentían humilla-
das y relegadas a un lugar marginal dentro del orden social que con-
trastaba con sus testimonios acerca de las comodidades y el reconoci-
miento que tenían antes del desplazamiento.

Conclusión

Por medio de las narraciones que describían la riqueza, abundancia y


felicidad de un lugar y un tiempo de antes idealizados, las personas des-
plazadas reclamaban territorios ancestrales asociados con proyectos y
luchas. De esta forma, desmantelaban estereotipos dominantes según
los cuales se creía que las personas que migraban forzosamente venían de
lugares aislados, atrasados y remotos. Lo(a)s desplazado(a)s interno(a)s
consideraban importante relatar una historia de su vida pasada para

151
Andrés Salcedo Fidalgo

oponerse a los incontables rumores y miedos que se tejían sobre los


habitantes que provenían de zonas afectadas por el conflicto arma-
do. Cuando las personas explicaban sus relaciones con el paisaje, la
naturaleza, los espacios abiertos de trabajo, sus animales, sus lazos
familiares y de amistad, la abundancia de comida, la producción de
valor y sus patrimonios, reclamaban ser reconocidos como individuos
con una importante trayectoria y estima social. Aunque contaban con
las pocas cosas que habían logrado rescatar, se lamentaban por ha-
ber dejado propiedades en proceso de construcción o mejoramiento.
Tuvieron que enfrentar nuevos regímenes de valor y apariencia, y
reafirmaban su rechazo a ser categorizados como desterrados per-
manentes.

152
4. Estado, tierra y reconocimiento

D
urante esta investigación, interactué con sectores pertenecientes
a organizaciones étnicas, así como también con trabajadores de
zonas rurales que no estaban adscritos a entidades de este tipo.
Dicho contacto con poblaciones de distinta procedencia rural y múltiples
trasegares me ha conducido a entender mejor la relación compleja e im-
bricada que existe entre el desplazamiento forzoso y la historia política
de los movimientos campesinos y étnicos en Colombia, sus luchas por la
tierra y, más tarde, sus reivindicaciones de la diferencia cultural. Por este
motivo, intentaré dar cuenta de las formaciones discursivas en las que
han estado inscritas las demandas y protestas campesinas y étnicas desde
los inicios del siglo xx, las cuales se sustentan en la Constitución Política
de 1991. Esta última replanteó la noción de diversidad cultural en nues-
tro país, gracias a la intervención de movimientos sociales y, también, a la
participación e influencia de la producción académica, quienes desmon-
taron viejas representaciones sobre la pluralidad e introdujeron otras
(como la tríada indígenas, afrocolombianos y campesinos). Sin embargo,
aunque estas nuevas acepciones significaron un avance, no alcanzan a
dar cuenta, con justeza, de una población rural móvil y heterogénea que
se ve presionada a apelar a dichos bloques identitarios para reivindicar
expresiones de diferencia cultural y ciudadanía étnica.
Para referirme al devenir del campesinado y de los movimientos étni-
cos en Colombia, recurro a investigaciones sociológicas, antropológicas

153
Andrés Salcedo Fidalgo

e históricas sobre el tema, a entrevistas con líderes de estos movimien-


tos y a textos divulgados por las mismas organizaciones que denuncian
cómo el desplazamiento fracturó, de manera particularmente brutal, a
estos grupos. Es importante entender que estos organismos se referían
al desplazamiento forzado como un nuevo crimen de guerra contra la
cultura, el territorio y la naturaleza, ya que tanto indígenas como po-
blaciones de afrocolombianos habían sido históricamente esclavizados,
expropiados, explotados e incorporados de manera violenta a las es-
tructuras económicas de este país. Estos grupos subalternizados encon-
traron refugio en las márgenes de la nación y luego, desde mediados de
la década de los noventa, volvieron a ser expulsados como nunca antes
y obligados a migrar a centros urbanos grandes e intermedios. Estas
personas asumieron el proceso de etnización y multiculturalismo pro-
puesto por la Constitución de 1991, el ambientalismo y los movimien-
tos contra el neoliberalismo como sus principales herramientas para la
defensa de su territorio, amenazado por la alianza entre el Estado y
los paramilitares, quienes vieron en estas zonas geográficas una notable
oportunidad de “desarrollo” e implementación de grandes proyectos de
minería y monocultivos a gran escala. Sin embargo, los grupos étnicos
no alcanzaban a vislumbrar la paradoja de que el multiculturalismo y el
reconocimiento de sus derechos especiales también formaban parte de
un código de gobernanza que Hale y Millamán (2006: 284) denominan
«el indio permitido», desplegado por instituciones neoliberales.
En la segunda parte de este capítulo, utilizo el material recogido du-
rante los talleres que organicé con hombres indígenas kankuamo, pijao
y nasa, y con mujeres afrocolombianas, para analizar las formaciones
discursivas que sus organizaciones empleaban para referirse al despla-
zamiento forzado. Complemento la información recolectada durante
estos encuentros con trabajos académicos recientes que revelan el uso
estratégico de discursos oficiales de organizaciones sociales para de-
nunciar el desplazamiento como afrenta a su integridad cultural. Las
entidades étnicas a las que pertenecían los líderes de los desplazados,
desarrollaban, en el momento de esta investigación, una intensa labor
de reconstrucción de la memoria social de sus grupos, con base en los
lineamientos de la Constitución de 1991 y en los derechos especiales
que esta les había otorgado. Como veremos, los participantes de los ta-
lleres insistieron en una relación primordial, que para ellos existía, entre

154
Estado, tierra y reconocimiento

identidad y territorio, y que se convirtió en el argumento más importan-


te para reclamar reconocimiento político y responsabilidad por parte
del Gobierno, el cual no había sabido salvaguardar la vida de estas po-
blaciones dentro de sus regiones.
Los líderes indígenas kankuamo afirmaban estar conectados espiri-
tualmente con sus territorios y ser, por su historia y características socio-
culturales, protectores de la naturaleza. Los nuevos derechos constitu-
cionales les otorgaban autonomía cultural sobre terrenos que hoy eran
codiciados por el sistema económico global en términos de recursos
naturales y biodiversidad. Incluso, estos líderes afirmaban que el des-
plazamiento forzado era una tecnología global de poder utilizada para
extraer y negociar la riqueza de sus territorios. En las líneas que siguen,
ilustro el pensamiento indígena sobre los derechos territoriales a través
de dos casos: primero, la situación de los indígenas kankuamo desplaza-
dos que huyeron de la Sierra Nevada de Santa Marta y que continuaron
con el proyecto de rescatar sus tradiciones aun residiendo en Bogotá; y,
segundo, el caso de la comunidad de desplazados del grupo indígena
pijao, que formó una importante red de paisanos entre migrantes anti-
guos y recientes, y se organizó para reclamar una jurisdicción especial
indígena en Bogotá.
Las mujeres pertenecientes a organizaciones de afrocolombianos
presentaban su propia interpretación del desplazamiento y afirmaban
que su objetivo era reforzar y defender la Ley 70 de 1993 que protegía
sus territorios colectivos, lugares en los que decían haber practicado
una cultura distintiva, respetuosa del medio ambiente y basada en un
concepto alternativo de desarrollo y paz. Los líderes del Proceso de Co-
munidades Negras (pcn) explicaban que habían sido expulsado(a)s de
sus tierras como parte de un plan premeditado, trazado para explotar e
integrar la región del Biopacífico en el mercado global. Para ilustrar la
reciente movilización afrocolombiana en contra de la guerra y en defen-
sa de sus territorios colectivos, considero dos eventos: el caso de Riosu-
cio, un municipio ubicado en el norte del departamento del Chocó, que
fue, literalmente, vaciado por incursiones militares y, posteriormente,
por masacres paramilitares. Desde el exilio y en escenarios internacio-
nales de protección de los derechos humanos, lo(a)s desplazado(a)s de
Riosucio denunciaron la invasión paramilitar y estatal a sus territorios
colectivos, y la irrupción de corporaciones dedicadas al monocultivo

155
Andrés Salcedo Fidalgo

de aceite de palma. El segundo hecho tiene que ver con la historia de


dos mujeres líderes, una procedente de Barbacoas y otra de Candelillas
(Nariño), quienes se opusieron a la presencia de empresas madereras y
al monocultivo de palma en sus territorios y fueron víctimas de innume-
rables persecuciones.

Multiculturalismo en Colombia

La producción de un orden social fundamentado en jerarquías, exclusio-


nes e imposición de fronteras internas entre las poblaciones, de acuerdo
con su color de piel, clase social, apariencia y genealogía, lo cual mu-
chos denominan pigmentocracia (La Furcia y Urrea, 2014:145), ha mar-
cado la historia del racismo y el clasismo en Colombia desde el periodo
colonial. Durante la Colonia y hasta bien entrado el siglo xix, las élites
políticas y los intelectuales manifestaban abiertamente su desprecio por
“lo indio” o “lo negro”. En las primeras décadas del siglo xx, medidas
gubernamentales inspiradas en la eugenesia –ciencia que postulaba so-
luciones sociales para contrarrestar la degeneración racial– reforzaron
los imaginarios sobre negros, indígenas y mulatos como poblaciones con
condiciones morales y culturales “no aptas” para el progreso y el orden
de la nación (McGraw, 2007: 63-65). Por otro lado, desde el siglo xix
y hasta mediados del siglo xx, la ideología del mestizaje y el blanquea-
miento, entendidos como fusión de tres herencias (la hispana, la indí-
gena y la negra), eran la vía de incorporación a la nación y la manera
de lograr la movilidad social ascendente y la superación de las prácticas
de exclusión. Para validar el pensamiento nacionalista, se promovió un
sentido de hermandad que superaba y borraba las diferencias racia-
les y sociales entre quienes legítimamente construían la nación (Sawyer,
2004: 34). Se gestó, así, la unidad de una colombianidad que celebraba
la constitución de un proyecto nacional de democracia racial que, sin
embargo, seguía manteniendo privilegios para unos pocos y desigual-
dades e inequidades socioraciales para la gran mayoría. Las políticas
republicanas del siglo xix trataron de abolir los resguardos y asimilar,
mediante el mestizaje, a los grupos indígenas que seguían siendo fuerte-
mente menospreciados, mientras que, por su parte, la población negra
era discriminada por su color y considerada rural e inferior, aunque

156
Estado, tierra y reconocimiento

no como una minoría étnico-racial. Además, la identidad nacional fue


promovida a través del patriotismo, imaginado como fuente de integri-
dad moral, arraigo y valentía; todos, valores formulados como atributos
masculinos emanados de un sentimiento profundamente ligado al terri-
torio nacional delimitado geográficamente.
Entre los variados estereotipos que han compartido aquellos que se
consideran cercanos al hombre blanco y que se han empleado para de-
finir y situar a las minorías étnicas en Colombia, se encuentra la con-
cepción de que la población indígena es maliciosa e irracional, aunque
poseedora de enormes poderes chamánicos, y que la población negra es
perezosa, supersticiosa, inclinada al goce y al baile, y caracterizada por
poderes sexuales y libidinosos. A pesar de lo arraigado de estos imagi-
narios racistas y de las consecuentes discriminaciones en el trato social,
cualquier referencia al respecto ha sido negada, tanto por mentalidades
dominantes como populares. Hasta 1991, se evitó el debate sobre la raza
en Colombia y las categorías de clase seguían primando para expresar
prejuicios (Cunin, 2004: 150-152). Este racismo silencioso y encubierto
invisibilizó y excluyó de los escenarios sociales, económicos y políticos a
las personas marcadas racialmente por los grupos dominantes. El pre-
dominio de las categorías que han denotado diferencias regionales para
expresar la alteridad en Colombia ha sido la excusa para argumentar que
no ha existido el racismo en el país, cuando, en la práctica, los prejuicios
raciales, combinados con las barreras de clase, han sido una manera en-
cubierta, sutil y virulenta de clasificar y discriminar a ciertas personas
bajo el supuesto de que ciertos comportamientos son heredados biológi-
camente a partir de los tres troncos fundacionales del mestizaje.
La Constitución de 1991 desafió radicalmente esta ficción de ho-
mogeneidad nacional acompañada de discriminación y prejuicios al
declarar a Colombia como una nación pluriétnica y multicultural.
Se inició, entonces, un proceso de etnización en el que participaron
agentes estatales, expertos académicos, organizaciones y movimientos
(Restrepo, 2013). En la Carta constitucional, grupos indígenas y afro-
colombianos fueron inventados y redefinidos en términos esencialistas
como «pueblos tradicionales», profundamente arraigados a sus terri-
torios ancestrales (Wade, 1994: 263). Se reforzó la idea de una indi-
genidad y una afrocolombianidad entendidas como exterioridades del
núcleo blanco y desmarcado de la nacionalidad colombiana (Restrepo

157
Andrés Salcedo Fidalgo

y Bocarejo, 2011: 10; Salcedo, 2012: 34). Es así como se espacializó la


diferencia indígena y afro, y el reconocimiento de estos grupos se ligó a
un excepcionalismo culturalista, según el cual los verdaderos y autén-
ticos grupos indígenas y afrocolombianos eran quienes poseían ciertos
atributos culturales y vivían juntos en espacios geográficos delimitados
(Bocarejo, 2011: 99). Bajo esta lógica, fue imposible reconocer la exis-
tencia de otras comunidades étnicas, urbanas y campesinas, o entender
las relaciones interétnicas y articulaciones que se habían sedimentado
históricamente entre poblaciones y colectivos que también demanda-
ban reivindicaciones socioculturales, pero que no estaban organizados
alrededor de dichas afiliaciones. Por su parte, aquellos desmarcados
étnicamente conservaron la ilusión de pertenecer a la nación sin tener
que demostrar una “cultura distintiva”, pero quedaron en desventaja
frente al enfoque diferencial que todas las políticas públicas adoptaron
en los primeros años del nuevo milenio.
El Decreto 2164 de 1995, mediante el cual se regulaba parcialmente
el capítulo xiv de la Ley 160 de 1994 con respecto a la adquisición de
tierras para la constitución o expansión de resguardos de comunidades
indígenas, definía a estas últimas en los siguientes términos:

Comunidad o parcialidad indígena. Es el grupo o conjunto de familias


de ascendencia amerindia que tienen conciencia de identidad y comparten
valores, rasgos, usos o costumbres de su cultura, así como formas de gobierno,
gestión, control social o sistemas normativos propios que las distinguen de otras
comunidades, tengan o no títulos de propiedad, o que no puedan acre-
ditarlos legalmente, o que sus resguardos fueron disueltos, divididos o
declarados vacantes. (Artículo 2, Decreto 2164 de 1995, cursiva mía)

En esta definición, llama la atención el uso del término ‘amerindio’,


una categoría usada en la antropología de inicios del siglo xx para refe-
rirse a pueblos originarios, no mestizados y troncos raciales no occiden-
tales que sobrevivieron a la colonización y al mestizaje. En consonancia
con la definición de cultura de inicios de la década de los noventa, se
privilegiaban los valores, rasgos, usos y costumbres como si estos fueran
atributos ahistóricos, externos, visibles y permanentes. Bajo un prisma
funcionalista, se concebían los sistemas normativos, de control social y
las formas de gobierno indígenas como si ellos y sus formas de orga-

158
Estado, tierra y reconocimiento

nización social no estuvieran en permanente conflicto y negociación


con otros grupos dominantes y no dominantes, tanto en escalas locales,
como regionales y nacionales.
Por su parte, la Ley 70 de 1993, y específicamente el numeral 5 del ar-
tículo 2, reconocía los derechos de propiedad colectiva para las comuni-
dades negras. Estas eran definidas como grupos tradicionales que vivían
en tierras del Estado, en las zonas ribereñas de la cuenca del Pacífico, y
que compartían una historia de sistemas sostenibles de producción que
incluían actividades agrícolas y de recolección, caza y pesca, además de
las prácticas de minería artesanal (Grueso, 2000: 76). El numeral 5 del
artículo 2 de esta Ley proveía, entonces, la siguiente definición:

Comunidad Negra. Es el conjunto de familias de ascendencia afro-


colombiana que poseen una cultura propia, comparten una historia
y tienen sus propias tradiciones y costumbres dentro de la relación
campo-poblado, que revelan y conservan conciencia de identidad que
las distinguen de otros grupos étnicos.

En esta definición, se tenía en cuenta una historia compartida, de


continuidades con un legado africano, y unas relaciones entre campo y
poblado que implicaban una variedad de actividades productivas. Sin
embargo, las personas afrocolombianas que habían vivido en las ciuda-
des o que se consideran campesinas, pero que no habitaban el litoral
pacífico quedaban excluidas. De nuevo, se privilegió el apego a la tierra
y la expresión de tradiciones y costumbres como esencias inmanentes
que se convertirían en condiciones sin las cuales no sería posible acceder
a estos derechos especiales.
A partir de los planteamientos de la Constitución de 1991, los in-
dígenas –que contaban con una larga historia de lucha por la recupe-
ración de sus resguardos– y los afrocolombianos –cuyos movimientos
intelectuales y organizativos previos a 1991, aunque desconocidos, ha-
bían cuestionado la discriminación– iniciaron un proceso intenso de
revitalización cultural. Ambos grupos se esforzaron por encajar en las
definiciones mencionadas arriba y emprendieron proyectos utópicos de
recuperación cultural mediante el redescubrimiento de sus tradiciones.
Las prácticas y legados que antes eran parte del inconsciente de estas
personas se convirtieron en indicadores cruciales de reconocimiento

159
Andrés Salcedo Fidalgo

estatal, que implicaban la adquisición de derechos culturales trascen-


dentales: derechos a la tierra y a la autonomía legal y política. Estas
comunidades adoptaron, entonces, lo que algunos autores han llamado
un esencialismo estratégico (Jackson, 2002: 8) o prácticas ligadas a una re-
invención de las tradiciones. Algunos grupos indígenas comenzaron a
realizar censos en los cuales escogían y registraban cuidadosamente los
nombres de las familias indígenas; trazaban su cosmología a partir de
tradiciones orales que todavía sobrevivían y organizaban ceremonias
para legitimar los cabildos; recuperaban las narrativas de lo que llama-
ban los “mitos de origen” y elaboraban glosarios con las palabras de sus
extintas lenguas indígenas (Chaves, 2003: 130).
Asimismo, las organizaciones afrocolombianas le dieron vida y se
apropiaron de diversas maneras de los nuevos derechos constituciona-
les. Algunas organizaciones iniciaron una intensa lucha por afirmarse
en sus tradiciones, revertir la forma como habían sido subalternizados
dentro de la sociedad colombiana y acceder a la titulación colectiva de
sus tierras. Otros explicitaron sus tradiciones orales; documentaron y
reconstruyeron, en tanto académicos, las fugas de sus ancestros desde
las haciendas y las minas esclavistas, y su reasentamiento en las selvas
del Pacífico. Otros valoraron prácticas y actividades que habían hecho
parte de su cotidianidad desde siempre y que, desde 1993, formaban
parte del inventario cultural que reconocía el Estado y la sociedad en
general: música, baile, comida, conocimientos medicinales y de cuida-
do. Junto con la emergencia del discurso ambientalista, proliferaron las
representaciones de la población negra en armonía y relación simbió-
tica con una naturaleza que, a finales del milenio, se consideraba como
de una riqueza infinita (Restrepo, 2013: 160-161). Otros integrantes de
organizaciones se presentaron como “campesinos, ribereños y gente de
paz”, quienes recobraban una identidad anclada al territorio. Fue así
como unos y otros dejaron en claro que su fuerte relación con la tierra
no se debía a ningún atavismo, sino a una resistencia a renunciar a sus
derechos adquiridos (Agudelo, 2004:176).
Una notable líder del Proceso de Comunidades Negras, Libia Grueso,
definía la política cultural afrocolombiana no como «una defensa rígida de
la tradición [,] sino como una posibilidad real de construir una realidad so-
cial alternativa basada en valores más democráticos, no solo entre los seres
humanos, sino también entre ellos y la naturaleza» (Grueso, 2005: 104).

160
Estado, tierra y reconocimiento

Las personas con quienes interactúe durante mi trabajo de campo


insistían en que estaban en el proceso de “recuperar las tradiciones”. No
solo se estaban refiriendo a la defensa de las formas de vida ancestrales,
sino que buscaban transformar las relaciones de poder que los había
puesto en franca desigualdad con otros grupos, y revertir políticas esta-
tales que hasta ahora reconocían su existencia. Cuando los grupos indí-
genas aludían a esencias culturales, estaban, de hecho, redescubriendo
fortalezas de orden cultural, constantemente orientadas a la adquisición
de nuevas ideas y nuevas maneras de pensar. Los líderes indígenas nasa
y pijao hicieron menciones estratégicas referidas a su integridad cultural
y, al mismo tiempo, aceptaron el carácter heterogéneo e intercultural de
sus comunidades, que incluía la participación de activistas no nativos,
colaboradores y ayudantes ocasionales (Rappaport, 2005: 81).
Las organizaciones indígenas y afrocolombianas reinterpretaron sus
nociones de cultura como proyectos políticos de contramodernidad a
través de los cuales decían defenderse y pelear contra los abusos de nue-
vas formas de dominación, tales como los procesos de globalización o
las concesiones que, en pleno siglo xxi, feriaban sus territorios. Del mis-
mo modo, estas comunidades denotaban una diferencia de corte cultu-
ral, social y política insalvable, frente a la mentalidad cobarde y poco
solidaria que siempre había caracterizado a los gobiernos colombianos.
Uno de los líderes pijao, miembro de la Organización Nacional Indíge-
na de Colombia (onic), enunciaba lo siguiente en unos de los primeros
talleres que organizamos: «Resistencia no solo es esconderse. Es garan-
tizar que vamos a consolidar nuestro gobierno, a acompañar a nuestros
compañeros en el dolor. Es la defensa del gobierno, es la defensa de la
ley, es la defensa de la tradición» (Tomás, taller con indígenas de la onic,
9 de noviembre de 2002, 40 años).
La principal agenda política de los grupos étnicos era la defensa de
los derechos constitucionales que les garantizaban acceso al territorio
y autonomía legal y política. Sin embargo, desde 1995, la lucha arma-
da del Estado contra las guerrillas, a través de las acciones de grupos
paramilitares, interrumpió y resquebrajó estos procesos de titulación
de tierras y autonomía cultural. En respuesta, los movimientos de afro-
colombianos e indígenas emprendieron una intensa campaña contra la
guerra. Para los agentes del Gobierno, sin embargo, la beligerancia de
las comunidades étnicas internamente desplazadas se tornó inquietan-

161
Andrés Salcedo Fidalgo

te. Las definiciones constitucionales de etnicidad quedaron supeditadas


a una certificación y a un reconocimiento estatal de pruebas y demos-
traciones del carácter étnico de grupos que no contemplaban muchas
de las situaciones de desintegración familiar, salida del territorio y alo-
jamiento temporal, a las cuales estaban sometidas las personas que es-
taban huyendo. El Estado colombiano decidía quiénes cumplían con
los rasgos de autenticidad y ancestralidad fundamentándose en delimi-
taciones espaciales y definiciones caducas de pertenencia cultural. En
el caso de las jurisdicciones especiales indígenas, solo las comunidades
que demostraran particularidades culturales reconocibles, tales como
vestido, lengua y acciones comunitarias y de habitabilidad colectiva,
podían acceder a la creación de un cabildo en la ciudad y a la puesta
en práctica de su cultura.
Aunque el propósito de la reforma constitucional de 1991 fue rever-
tir el desdén con que el Estado nacional y la sociedad dominante ha-
bían asumido el conocimiento y las formas de pensamiento indígenas,
las definiciones institucionales terminaron naturalizando las diferencias
culturales como raíces profundamente arraigadas (Wade, 1994:259).
Más aún, en consonancia con los discursos sobre multiculturalismo,
las autoridades nacionales y los representantes oficiales celebraron la
diversidad mediante la creación de una imagen nacionalista, folclórica
y armónica de un país con una riqueza cultural valiosa, para poder,
así, promocionar el turismo y la inversión; sin embargo, no lograron
reconocer a los grupos étnicos como ciudadanos modernos y coetáneos
(Fabian, 1984: 30-31). Ante esto, las comunidades de afrocolombia-
nos y los grupos indígenas promovieron políticas de diferencia para
oponerse a esta supuesta armonía folclórica de la diversidad nacional
(Nelson, 1996: 180), mientras exigían el cumplimiento de sus derechos
especiales constitucionales.
Aunque estos pueblos compartían con la mayoría de las poblacio-
nes campesinas sus principales actividades y ocupaciones, estas últi-
mas consideraban que la Constitución de 1991 los había excluido de la
protección especial que sí habían logrado los grupos étnicos (Salgado
y Prada, 2000:171). Aparceros, trabajadores, comerciantes agrícolas
y pobladores urbanos pobres, sin filiaciones étnicas, sentían que sus
reclamos de ayudas, indemnizaciones y reparaciones no eran escucha-
dos con la misma atención. De manera similar, quienes no se sentían

162
Estado, tierra y reconocimiento

identificados con las distinciones raciales esencialistas e idealizadas no


podían reclamar ningún lugar en términos de la nueva legislación so-
bre las diferencias culturales. Incluso, el Estado consideraba que las
comunidades campesinas ejercían prácticas económicas depredadoras
(Salgado y Prada, 2000: 128).
La historia de los movimientos sociales en Colombia que voy a pre-
sentar en la siguiente sección muestra la manera como la adopción de
estos nuevos discursos ha redefinido la agenda política de los movimien-
tos étnicos en el país: la antigua insurrección por las tierras donde las
relaciones de clase eran cruciales se transformó en un discurso de de-
fensa de la cultura y el territorio, y en contra de la guerra alimentada
por el capital transnacional, que estaba ligado al extractivismo y a los
monocultivos.

Historia del movimiento agrario en Colombia

Las prácticas colectivas indígenas de defensa del territorio pueden ras-


trearse hasta finales del siglo xix. Una vez suprimidas las encomiendas,
estas comunidades fueron forzadas a congregarse en pueblos bajo la
tutela del cura, el cacique, el cabildo y el corregidor, y se les asignaron
resguardos o propiedades comunales para asegurarse de que las cultiva-
ran (Solano y Bolívar, 2011: 73). Muchos de los resguardos de Santafé,
Tunja y Vélez fueron abolidos, transformados en parroquias de vecinos
libres con el fin de liberar tierras para la ganadería y agricultura. Ade-
más, para escapar del peso del tributo, muchos indígenas huían de sus
pueblos, se arrochelaban y se radicaban como mestizos en otros pobla-
dos (Solano y Bolívar, 2011: 76). La Ley 89 de 1890, que determinaba
la manera como se gobernaba a pueblos indígenas “salvajes”, aunque
reconocía el carácter comunitario de sus territorios y los consejos locales
semiautónomos llamados cabildos, también regulaba su disolución defi-
nitiva una vez se fueran reduciendo a la vida civilizada (Pineda, 2002).
En los denominados “Territorios de Misiones”, se convocó a diversas
órdenes religiosas católicas para civilizar a los indígenas y enseñarles la
moral cristiana (Pineda, 2002). Luego, con la Ley 5 de 1905, se legali-
zó la venta de los resguardos mediante subasta pública y remates. Vas-
tos territorios indígenas fueron usurpados y privatizados debido a este

163
Andrés Salcedo Fidalgo

proceso de parcelación que los hacendados manipularon a su favor gra-


cias a las conexiones que tenían con funcionarios del Gobierno.
Bajo el sistema de extensión de latifundios –que prevaleció durante
la primera parte del siglo xx y que consistía en anexar terrenos baldíos–,
colonos, trabajadores rurales, campesinos, negros e indígenas se incor-
poraron a las grandes haciendas como peones, terrajeros y arrendata-
rios. Mientras que a los peones se les contrataba en época de cosecha
por un salario ínfimo, los trabajadores fijos recibían pequeños lotes de
subsistencia a cambio de tumbar el monte, limpiar el terreno, sembrar
pasto y servir al patrono (Zamosc, 1989: 30).
Desde mediados de la década de los veinte, el Partido Agrario Na-
cional, la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria y el Partido So-
cialista Revolucionario se opusieron a la explotación latifundista y a las
condiciones de maltrato y miseria de los trabajadores rurales. Con el
auge de las ideas socialistas y a través de la acción de mediadores como
Erasmo Valencia y María Cano, estos movimientos apoyaron luchas
agrarias, principalmente, en Sumapaz, Viotá, Tequendama y el depar-
tamento de Córdoba. Las Ligas Campesinas, los Sindicatos de Obreros
Rurales y las Unidades de Acción Rural se pronunciaron a favor de los
campesinos colombianos en todo el país y lucharon por el fortalecimien-
to de la Ley 200 de 1936 que, mediante la expropiación, penalizaba la
acumulación de vastos terrenos abandonados e improductivos. Desde
la Asociación Patriótica y Económica Nacional, y bajo el amparo de la
Ley 100 de 1944 que declaraba de conveniencia pública de los contratos
de aparcería, los terratenientes se opusieron a las movilizaciones orga-
nizadas por la primera organización nacional campesina, la Confede-
ración Campesina e Indígena. Luego de los ataques a los movimientos
campesinos del Cauca (en 1947) y Viotá (en 1948), y del asesinato de
Jorge Eliécer Gaitán (en 1948), los dirigentes de la Confederación fue-
ron asesinados y se intentó ponerle fin a esta (Mondragón, 2002: 29).
Los campesinos resistieron bajo la modalidad de guerrillas liberales en
Viotá, Sumapaz, Llanos Orientales, sur del Tolima y norte del Valle.
Solo hasta 1961, se aprobó la Ley 135 de reforma social agraria,
cuya intención fue la de una redistribución significativa de la tierra
entre los trabajadores rurales, para contener la insurgencia campesina
y como parte de los propósitos contemplados por la iniciativa “Alian-
za para el progreso” promovida por Estados Unidos. Sin embargo, el

164
Estado, tierra y reconocimiento

objetivo de esta Ley fue la colonización y no la redistribución, pues,


mediante programas de reubicación directa del Instituto Colombiano
de la Reforma Agraria (Incora), se trasladaron a las poblaciones des-
plazadas afectadas por La Violencia hacia “áreas de colonización” y se
crearon planes de modernización del campo en los ámbitos departa-
mentales. Además, a través de la capacitación de cientos de líderes, el
Incora asignó parcelas para la producción familiar, reservando el resto
de las áreas para cultivos comerciales. En 1967, se creó un registro de
usuarios campesinos de los servicios del Estado para el campo (Asocia-
ción Nacional de Usuarios Campesinos, anuc) y granjas comunitarias ad-
ministradas colectivamente tendientes a crear un empresariado rural.
Desde entonces, el Gobierno decidió promover la agroindustria
como parte de la Revolución Verde. La idea era erradicar los «sistemas
antieconómicos de explotación agraria», incluyendo los resguardos in-
dígenas y las pequeñas propiedades rurales, las cuales eran vistas como
formas arcaicas de tenencia de la tierra. Las Leyes 4 y 5 de 1973, y luego
la Ley 6 de 1975, legalizaron la aparcería, reorientaron el crédito hacia
la asistencia técnica para el campesinado y disminuyeron las interven-
ciones del Incora para afectar los predios de terratenientes. En 1975, el
Estado creó el programa de “Desarrollo rural integrado” para ofrecer
crédito, servicios y asistencia técnica a los sectores más prósperos del
campesinado.
Los grupos indígenas, por lo general, se unían a los campesinos en las
tomas e invasiones de tierras, pero pronto descubrieron que sus propios
esfuerzos de organización étnica eran más exitosos, gracias a la inte-
gración de tierras recuperadas dentro de sus resguardos, así como a la
reconstitución de las autoridades políticas indígenas. Además, en la me-
dida en que las luchas campesinas masivas eran reprimidas, las acciones
guerrilleras aumentaron. Los sectores indígenas, por su parte, marcaron
diferencias con las reivindicaciones agrarias, al pretender no ser consi-
derados como campesinos. Un líder indígena proveniente de la región
Zenú explicó, en uno de los talleres que organicé, el origen campesino
de los movimientos indígenas en la región de Córdoba:

Antes, como del 75 al 80, indígenas se habían organizado como


campesinos. Pero la organización indígena comenzó más o menos
en los ochenta. Los primeros cabildos se organizaron del 82 al 83.

165
Andrés Salcedo Fidalgo

Se comienza con un solo objetivo que se llama recuperación de tierras


a las buenas o a las malas. Nos organizamos y echamos a reestructu-
rar cabildos y es la fecha en que tenemos 35.000 hectáreas de tierra
recuperadas. Como de ñapa en esta lucha, que es lucha pura, tenemos
como 50 líderes asesinados y otros amenazados, y otros desterrados, y
otros desplazados. (Juan, indígena Senú del resguardo Mayor de San
Andrés de Sotavento, taller indígenas onic, 9 de noviembre de 2002)

A principios de la década de los setenta y por medio de la creación


del Consejo Regional Indígena del Cauca (cric), muchas organizacio-
nes indígenas locales organizaron parte de la resistencia agraria. Duran-
te la década de los ochenta, estos diferentes organismos regionales desa-
rrollaron una agenda común y crearon la onic en 1982. El Incora, por
su parte, reactivó su labor de adquisición de tierras en zonas de violencia,
mientras las tomas de tierra y marchas campesinas resurgían apoyadas
por la Unión Patriótica, el movimiento A Luchar y el Frente Popular.
Durante los setenta y ochenta, las discusiones de diferencia cultural
cobraron relevancia para sectores intelectuales urbanos de afrocolom-
bianos, inspirados por los movimientos internacionales contra la segre-
gación y el racismo, tales como los liderados por Malcolm X, Nelson
Mandela, Frantz Fanon y Martin Luther King. Dentro de estos, vale la
pena mencionar el Círculo de Estudios de la Problemática de las Comu-
nidades Negras en Colombia, creado en Pereira en 1976, y la organiza-
ción Cimarrón, creada en Buenaventura en 1982, ambos liderados por
Juan de Dios Mosquera, y el movimiento cultural liderado por Cinecio
Mina en el norte del Cauca en 1989. Estas entidades trabajaron contra
el racismo y a favor de la exaltación del legado afro en Colombia, y re-
clamaron compensaciones por un pasado de esclavitud.
Mientras tanto, en áreas rurales del Chocó, sectores de la Iglesia
católica, inspirados por la teología de la liberación, y con el apoyo de
la Asociación de Cabildos Indígenas Wounaan, Embera Dobida, Ka-
tío, Chamí y Tule (orewa) y la Diócesis de Quibdó, llevaban a cabo
programas implementados con el campesinado afrocolombiano. En el
norte de la provincia del Chocó, además, el Consejo Comunitario Ma-
yor de la Asociación Campesina Integral del Atrato (Cocomacia) y la
Asociación Campesina del Baudó y sus Afluentes (Acaba) adoptaron
el concepto de herencia africana y la reinterpretaron como las huellas

166
Estado, tierra y reconocimiento

que los distintos grupos de esclavos dejaron en los sentimientos de las


sociedades americanas (Arocha y Friedemann, 1986: 34-35); ellos in-
tentaron recobrar su historia de resistencia y, por ende, su contribución
al proceso de construcción de la nación colombiana, y propusieron
desmantelar los estereotipos andinos que los percibían como pobres,
atrasados y primigenios.
Al mismo tiempo, organizaciones de trabajadores rurales mestizos
formaron vínculos y alianzas con movimientos regionales y cívicos, y
con nuevos partidos de izquierda, tales como la Unión Patriótica (up), A
Luchar y el Frente Popular, con el objetivo de realizar reclamaciones de
tierra, crédito, servicios y derechos laborales, a través de paros cívicos,
tomas, marchas, huelgas y protestas, bloqueo de vías y ocupaciones de
las oficinas del Incora.
La Ley 30 de 1988 cambió el concepto de reforma agraria y adoptó
el de comercialización de tierras, por lo cual las acciones del Incora se
redujeron a una simple acción de compra y venta de tierras (Mondra-
gón, 2002: 39). Por su parte, la Ley 160 de 1994 –cuyo artículo 111
derogó la Ley 30 de 1988– creó la figura de reservas campesinas en zo-
nas de colonización y baldíos, con la que se quiso redistribuir la tierra
mediante el mercado asistido y reconocer la existencia de comunidades
organizadas que podían contribuir a la “estabilización de la frontera”.
En el movimiento cocalero de 1996, durante el cual más de 300.000
campesinos demandaron acceso a la tierra, protección para sus vidas,
crédito y asistencia técnica para la producción y comercialización de sus
mercancías, se revelaba la creación de latifundios por parte del narco-
tráfico, la vinculación masiva de cultivadores, la circulación de enormes
capitales derivados de esta economía en provincia, la producción de la
violencia mafiosa y la creación de enormes disparidades sociales.
La Coordinadora Nacional Agraria, el Consejo Nacional Campesi-
no y la Asociación Nacional para la Salvación Agropecuaria de Colom-
bia –compuesta por integrantes de la organización Unidad Cafetera,
minifundistas y pequeños empresarios paneleros, cerealeros y paperos–
se opusieron a las políticas neoliberales y al Tratado de Libre Comercio
entre Colombia y los Estados Unidos (Mondragón, 2002: 42).
Aunque más débiles que las organizaciones indígenas y afro, los
movimientos campesinos colombianos unificaron sus exigencias y es-
tablecieron alianzas internacionales para formar bloques contra las

167
Andrés Salcedo Fidalgo

reformas neoliberales a lo largo del continente. La Federación Nacional


Sindical Unitaria Agropecuaria (Fensuagro) y la Asociación Nacional
de Usuarios Campesinos - Unidad y Reconstrucción (anuc-ur) se afi-
liaron al movimiento internacional campesino conocido como la Vía
Campesina, que agrupaba organizaciones de todo el mundo para mo-
vilizarse en contra de la privatización de los recursos naturales y de
las políticas neoliberales derivadas de acuerdos entre la Organización
Internacional del Comercio, el Banco Mundial y los tratados de libre
comercio (Mondragón, 2002: 59).
Luego de la Constitución de 1991, el florecimiento del activismo in-
dígena marcó un giro en sus objetivos: a la lucha por la recuperación de
tierras, se le sumó otra encaminada a defender los derechos colectivos
directamente articulados con los territorios que eran amenazados por
la explotación de sus recursos. Estas comunidades empezaron a tra-
bajar por una nueva forma de hacer política, transitando de la politi-
quería hacia una nueva ciudadanía étnica que incluía la autonomía en
la administración de la justicia y el control del territorio. Los artículos
171 y 176 de la Constitución de 1991 abrían espacios de participación
indígena en el Senado y la Cámara; el artículo 246 legislaba sobre la
jurisdicción especial indígena, y el artículo 286 definía las entidades
territoriales indígenas. Todos, fundamentos para un renovado empo-
deramiento político indígena.
Definida como parte del sistema nacional de justicia, la jurisdicción
especial indígena les otorgaba a los integrantes de estas comunidades
la capacidad de impartir sus propios códigos de justicia, teniendo en
cuenta el respeto constitucional por una ancestralidad y unos usos y
costumbres delimitados geográficamente al “territorio”:

La Jurisdicción Especial Indígena es la facultad constitucional de


las autoridades indígenas de administrar justicia en todas las ramas
del derecho, en forma autónoma, integral e independiente de acuer-
do con los usos y costumbres ancestrales, las normas y procedimien-
tos propios y la legislación indígena especial vigente dentro de su
ámbito territorial (Arbeláez, 2004: 27).

En realidad, los usos y costumbres ancestrales resultaban ser fruto de


negociaciones desiguales e interculturales entre comunidades y repre-

168
Estado, tierra y reconocimiento

sentantes del Estado. La Ley 270 de 1996, por su parte, determinaba


que las autoridades indígenas oficiales (cabildos) podían reemplazar a
los jueces en investigaciones y decisiones legales dentro de los territorios
indígenas, pero estaban subordinadas al control de las autoridades judi-
ciales nacionales:

Las autoridades de los pueblos indígenas podrán ejercer funciones


jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, de conformidad con
sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios
a la Constitución ni a las leyes de la república. La ley establecerá las
formas de coordinación de esta jurisdicción especial con el sistema ju-
dicial nacional. (Artículo 246, Ley 270 de 1996 reformada por la ley
1285 de 2009)

En términos del control sobre el territorio, las normas constitu-


cionales regían el ordenamiento del territorio nacional y específica-
mente el artículo 330 (sin implementar aún) creaba las nuevas entida-
des territoriales indígenas con autonomía administrativa y su propio
gobierno. Los cabildos reglamentarían estas entidades territoriales de
acuerdo con las “costumbres” indígenas, según lo establecido en este
artículo:

De conformidad con la Constitución y las leyes, los territorios indí-


genas estarán gobernados por consejos conformados y reglamentados
según los usos y costumbres de sus comunidades y ejercerán las siguien-
tes funciones:
1. Velar por la aplicación de las normas legales sobre usos del suelo y
poblamiento de sus territorios.
2. Diseñar las políticas y los planes y programas de desarrollo eco-
nómico y social dentro de su territorio en armonía con el Plan
Nacional de Desarrollo.
3. Promover las inversiones públicas en sus territorios y velar por su
debida ejecución.
4. Percibir y distribuir sus recursos.
5. Velar por la preservación de los recursos naturales.
6. Coordinar los programas y proyectos promovidos por las diferen-
tes comunidades en su territorio.

169
Andrés Salcedo Fidalgo

7. Colaborar con el mantenimiento del orden público dentro de su


territorio de acuerdo con las instrucciones y disposiciones del Go-
bierno Nacional.
8. Representar a los territorios ante el Gobierno Nacional y las de-
más entidades a las cuales se integren; y
9. Las que les señalen la Constitución y la ley.

Parágrafo. La explotación de los recursos naturales en los territorios


indígenas se hará sin desmedro de la integridad cultural, social y eco-
nómica de las comunidades indígenas. En las decisiones que se adopten
respecto de dicha explotación, el Gobierno propiciará la participación
de los representantes de las respectivas comunidades. (Artículo 330,
Constitución de 1991)

Desde 1991, los movimientos indígenas colombianos se fueron


apropiando de las políticas multiculturales relacionadas con el recono-
cimiento de una etnicidad que, gracias a los aportes de expertos y aca-
démicos, fue definida en términos de usos y costumbres atemporales,
visibles, distintivos, aislados, coherentes y perfectamente cohesionados.
Durante esta reivindicación de derechos culturales, la posesión de una
identidad distintiva y un modo de vida aislado a nivel geográfico primó
sobre las disparidades y exclusiones históricas, estructurales y de clase,
relacionadas con posiciones subordinadas dentro de los largos procesos
de racialización y discriminación. A pesar del pluralismo político al
interior de los movimientos indígenas, sus acciones se inspiraban en la
convicción de que debían reversar el proceso de desindianización que
marcó la primera parte del siglo xx, y conservar un pensamiento cen-
trado y arraigado que «[actuara] desde la propia cultura» y «[pensara]
desde el corazón» (Rappaport, 2005: 18).
A inicios del nuevo milenio, los movimientos indígenas colombia-
nos formaban, a nivel nacional, una compleja cadena interétnica. Ellos
tenían una agenda política pan-indígena que resistía a someterse a las
corrientes neoliberales, que buscaban explotar los recursos naturales y
apropiarse de conocimientos culturales sobre plantas y animales. En
cuanto a sus relaciones con otros países, recibían apoyo de organizacio-
nes internacionales de derechos humanos y participaban activamente
en el Foro Social Mundial. Incluso, tenían una visibilidad pública al

170
Estado, tierra y reconocimiento

presentarse como “ecológicos”, poseedores del conocimiento sobre for-


mas alternativas de desarrollo sostenible (Ulloa, 2005: 37-38). En los
últimos años, los movimientos indígenas también se resistían a la guerra.
En el 2001, la Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonía
Colombiana (Opiac) demandó al Estado por la fumigación aérea en
sus resguardos, argumentando que esta acción violaba sus derechos a la
salud y a la seguridad alimentaria. En septiembre del 2004, 60.000 in-
dígenas provenientes de diferentes municipios del suroccidente del país
utilizaron sus bastones de mando como símbolos de resistencia pacífica
y organizaron una marcha sobre la vía Panamericana. Año tras año,
desde el 2002, la guardia indígena se convirtió en símbolo de superiori-
dad cultural y espiritual al lograr mantener fuera de sus territorios, de
manera pacífica, a los grupos armados. En 2004 y 2005, los indígenas
nasa exigieron la liberación del gobernador del cabildo de Toribío, Ar-
químedes Vitonás, y de otros cuatro líderes, y se opusieron al Tratado
de Libre Comercio negociado entre Colombia y los Estados Unidos (El
Tiempo, 10 de diciembre de 2004: 1-10). Estos indígenas se declararon en
una minga permanente por la vida, la justicia, la seguridad, la libertad
y la autonomía para la movilización; establecieron, así, la necesidad de
poseer voz y voto con respecto a la paz, el ordenamiento territorial, la
reforma agraria, los planes de desarrollo y, en general, manifestaron
el derecho a decidir sobre el tipo de sociedad que deseaban construir
(onic, 2003: 62). Percibidos en el pasado como obstáculos para el pro-
greso de la nación, ahora, en el momento de esta investigación, los gru-
pos indígenas eran considerados como respetables actores políticos.
En el caso de los movimientos afrocolombianos, hubo también una
explosión de cientos de pequeñas organizaciones desde 1991. Estas tra-
bajaron intensamente en el diseño e implementación de la Ley 70 de
1993 y conformaron consejos comunitarios, cuerpos administrativos
creados por el Estado como territorios colectivos que dependen de los
municipios para la transferencia de recursos y presupuesto (Ng’weno,
2001: 38). Por ley, estos consejos comunitarios debían proteger el medio
ambiente. Asistentes a los talleres que organicé mencionaron que, desde
el 2002, hubo casos en los que los procesos de titulaciones de tierras co-
lectivas fueron influenciados por representantes de los partidos políticos
tradicionales a favor de los intereses de las compañías palmicultoras y
madereras. Öslender, en su artículo “La lógica del río” (2002: 86-117),

171
Andrés Salcedo Fidalgo

analizó el caso del Consejo Comunal Unicosta del municipio de Iscuan-


dé (Nariño), que evidenciaba la manera como representantes estatales
del Incora favorecieron la intervención de una empresa extractora de
palma para que pudiera encausar sus intereses económicos en la región.
A través de la fundación y el apoyo otorgado a este consejo comunitario,
la empresa obtuvo los permisos requeridos por Corponariño para obte-
ner un contrato exclusivo de explotación de palma.
El nuevo valor relacionado con la preservación del bosque húmedo
tropical del Pacífico cobró importancia para las organizaciones afroco-
lombianas que lo empezaron a considerar como su mayor patrimonio
cultural y recurso de subsistencia. Sin saberlo, habían habitado la selva
por cientos de años y habían combinado sistemas de cultivo localizados
en afluentes relativamente distantes a su vivienda con prácticas de pesca
que no habían dañado su entorno. Para la organización Acaba, creada
en 1993, sus territorios eran esenciales para preservar su vida y su digni-
dad como pueblo con tradiciones y costumbres particulares. Según estu-
dios de intelectuales y académicos afros (Mosquera, 2011: 20), el pueblo
afrocolombiano formaba una unidad indisoluble con la naturaleza, que
era su fuente de conocimientos botánicos y curativos. Estas comunida-
des se presentaron ante el Estado, entonces, como gestores ecológicos,
pero también como forjadores de un desarrollo propio en el marco del
fortalecimiento cultural y la igualdad de oportunidades.
Teniendo en cuenta que la guerra había transformado todo el litoral
del Pacífico desde 1997, los movimientos afros adoptaron una defensa
del territorio fundamentada en una política de paz que era promovida
por las agencias humanitarias internacionales. La Asociación Campe-
sina Integral del Atrato (acia) fue pionera en la creación de “territorios
de paz” y el pcn de “territorios de protección”. Con frecuencia, en mis
entrevistas, las personas afirmaban: «Nosotros, los negros, siempre he-
mos sido gente de paz, usted no nos ve poniéndole problema a otro o
así; obviamente si la gente nos busca encuentra, ¿cierto?» (entrevista a
Myriam Mosquera, 24 de enero de 2004). En noviembre del 2005, 47
organizaciones agrupadas alrededor del Foro Interétnico Solidaridad
Chocó (fisch) rechazaron las incursiones de la guerrilla y los paramili-
tares dentro de sus territorios. Estos colectivos denunciaron que los acto-
res armados interferían en las actividades de los consejos comunitarios
y perjudicaban la seguridad de las poblaciones; señalaron, además, los

172
Estado, tierra y reconocimiento

homicidios, las masacres, las invasiones, las expropiaciones y el recluta-


miento forzado, y conminaban a los grupos armados a respetar el de-
recho internacional humanitario. Como en el caso de los movimientos
indígenas, los afrocolombianos se opusieron al neoliberalismo y a los
“macroproyectos” o concesiones que el Gobierno le ha otorgado a fir-
mas multinacionales extractivistas para el cultivo de palma africana, la
ganadería extensiva y la extracción a escala industrial de madera, oro,
platino y camarones.
Al igual que los movimientos indígenas, las comunidades afros crea-
ron alianzas internacionales para difundir su trabajo político en vez de
dirigirse al Estado colombiano, un ente desacreditado y poco fiable. Jus-
tamente, Alfredo, miembro militante de Afrodes, expresó las razones de
esta desconfianza en los siguientes términos:

Si el Estado rechaza nuestro manifiesto romperíamos relaciones con


el Estado. Nosotros nunca nos arrodillaremos frente al Estado. Nosotros
hablaremos de tú a tú con el Estado, porque tenemos la autoridad moral
para hacerlo. Nosotros nunca hemos confiado en el Estado y, por eso,
en cambio, nosotros hemos trabajado con y hemos preferido acudir a
agencias y ong antes que al Estado. (Entrevista a Hattan Ilele, líder afro-
colombiano, Afrodes, 35 años, 15 de octubre de 2002)

El congreso americano, movimientos afroamericanos en América


Latina como la Gran Comarca del Pacífico (que incluye comunidades
negras de Panamá, Colombia y Ecuador), la Alianza Regional Andina
de Afrodescendientes y los movimientos brasileros de afrodescendientes
denunciaron la violación de los derechos humanos y las masacres come-
tidas contra su pueblo en el Chocó.
Mientras que la lucha por la tierra sufrió un grave revés por la cru-
zada paramilitar, la etnicidad, en cambio, emergió gradualmente como
un reconocimiento institucional de diferencias y herencias culturales
ignoradas por largo tiempo. Los movimientos étnicos en Colombia
adoptaron las políticas de la etnicidad como políticas de la diferencia
(Young, 1990: 157) y empezaron a forjar sus proyectos culturales pro-
pios. En el mismo periodo, la convergencia de modelos económicos
neoliberales, la expansión del tráfico de drogas y el enfrentamiento de
la guerrilla y los grupos paramilitares resultó en una guerra por los

173
Andrés Salcedo Fidalgo

territorios que movimientos sociales campesinos –a los cuales se adhi-


rieron, en distintos momentos, indígenas y afrocolombianos– contribu-
yeron a recuperar y defender.

Desterritorialización

Grupos indígenas senú, pijao, nasa y kankuamo que habían tenido que
huir debatieron, durante los encuentros que organicé, sobre la historia
de sus territorios amenazados por el desplazamiento forzado. La resis-
tencia indígena contra este tipo de hechos estuvo enmarcada, precisa-
mente, en la defensa de la tierra y de su autonomía cultural, a pesar de
los desafíos que representaba el recrudecimiento de la guerra en zonas
que se habían convertido en objeto de disputa por el control del nar-
cotráfico, o en botines de guerra, dado que albergaban oro o petróleo.
Jóvenes líderes kankuamo denunciaban que el desplazamiento forzado
había violado un territorio sagrado y que era necesario restablecer el
equilibrio natural resquebrajado por el asesinato de 78 líderes de su or-
ganización, entre el 2003 y el 2004, en la Sierra Nevada de Santa Mar-
ta. Por otro lado, líderes pijao argumentaban que la guerra les había im-
pedido continuar su lucha por la recuperación de tierras de resguardos,
parte fundamental de su historia de valentía y resistencia.
Todos los participantes coincidieron en afirmar que el desplazamien-
to forzado era el proceso continuo y progresivo de pérdida cultural al
que habían estado sometidos desde la conquista española. Además, el
desplazamiento forzado no podía ser discutido como ajeno a una histo-
ria de violencia durante la cual cientos de líderes políticos indígenas ha-
bían sido asesinados. Estas comunidades consideraban, justamente, que
su invocación a la historia era la única manera de rescatar una versión
no estigmatizante de su pasado, que explicara las razones para resistir y
fortalecer su organización política. Un líder pijao me explicaba el tribu-
to que su organización le ofrece a los innumerables dirigentes indígenas
muertos, como parte de sus estrategias de no olvido:

Primero, para nosotros eso era espantoso, la muerte de un compañe-


ro. Eso nos revolcábamos como gusanos. Desgraciadamente ya se volvió
deporte la muerte. Sin embargo, nosotros como que tratamos de recupe-

174
Estado, tierra y reconocimiento

rar las ideas [de los muertos], porque el que murió, como dice el dicho,
salió de tierra y a tierra volverá. Nadie llegó con nada y nadie se va con
nada. Pero, sin embargo, como para recobrar nosotros las ideas o la san-
gre, podríamos decir, de un compañero de lucha, nosotros lo recordamos
con el no desfallecimiento de la lucha. Esa sangre allá todos los días nos
está diciendo “ve, echen p’adelante”. (Heliodoro, líder pijao, taller indí-
genas onic, 9 de noviembre de 2002, 48 años)

El testimonio anterior deja entrever que, en esta dolorosa lucha, pri-


mó el ideal político sobre la muerte, y dicho ideal le daba sentido a su
pelea por recuperar sus tierras. Por eso, para los participantes de los
talleres, el desplazamiento forzado era una “desterritorialización” que
no era nueva, sino que había durado más de quinientos años y estaba
ligada al ejercicio de poder que el Gobierno había empleado histórica-
mente, en alianza con los terratenientes, para expropiarlos de sus tie-
rras. Estos grupos indígenas señalaban que el desplazamiento forzado
era la versión actual de las viejas expropiaciones, saqueos y expulsiones
a las que habían estado sometidos los últimos 510 años. La llegada de
los españoles fue mencionada como una desgracia con la que sobrevino
el olvido de su cultura y sus tradiciones. Si el proceso de conquista y
colonización provocó devastación y pérdida cultural, para ellos el actual
desplazamiento forzado era una nueva forma de colonización. Se hizo
referencia a los desplazamientos pasados, durante los cuales muchos es-
caparon a las montañas y fueron adoptados por otros grupos indígenas
que les dieron sus nombres, como sucedió con los numerosos terraz-
gueros guambianos que se establecieron entre las comunidades nasa del
norte del Cauca durante el periodo de La Violencia. En cambio, a causa
de eventos de desplazamiento más recientes, ahora los indígenas tuvie-
ron que buscar refugio en la ciudad, porque casi todas las regiones en
donde habitaban habían sido golpeadas por la guerra.
Por otro lado, de acuerdo con el recuento que estas comunidades ha-
cían de la historia de Colombia, el desplazamiento forzado había estado
estrechamente vinculado a dos aparatos ideológicos y agentes efectivos
de dominación cultural: el Gobierno colombiano y la Iglesia católica.
En sus recuentos, la mayoría de los gobiernos nacionales fueron tildados
de corruptos e incompetentes para ajustar el problema de la tenencia de
la tierra y llevar a cabo la reforma agraria.

175
Andrés Salcedo Fidalgo

Alejandro, un líder nasa que se encontraba en Bogotá trabajando en


reclamaciones interpuestas por su comunidad posteriores a la masacre
del Naya en abril del 2001 –en la que cuarenta personas fueron asesi-
nadas; sesenta, desaparecidas, y cientos, desplazadas por los paramili-
tares–, afirmaba que la sociedad civil, es decir, todos nosotros, éramos
responsables de elegir el tipo de dirigentes políticos que teníamos como
representantes:

Los hemos elegido con nuestros votos. Es que nosotros somos los que
votamos. Tenemos los mismos líderes que elegimos que nos llevan allá
como marranos a la canoa, por un tamal, por una teja de zinc, por un
bulto de cemento. Entonces, si sabemos el sistema de elegir al presidente
y nosotros le ponemos el hombro para subirlo [aludiendo al reciente-
mente elegido presidente Álvaro Uribe] con el voto, permitimos, somos
nosotros los principales criminales, somos nosotros los que votamos por
nuestros representantes. (Leandro, indígena nasa, taller indígenas onic,
9 de noviembre de 2002, 35 años)

Otros líderes indígenas afirmaban que la Iglesia católica era el pilar


que sostenía la cultura nacional dominante. A través de la evangeliza-
ción, la iglesia había condenado cualquier tipo de resistencia indígena
o de insurrección, y había tenido el control de la educación pública
estatal en los resguardos durante la primera mitad del siglo xx, impar-
tida a punta de rejo y castigo físico. Uno de los participantes consideró
importante hacer una referencia histórica al periodo denominado La
Violencia para comentar cómo los sacerdotes católicos también habían
sido agentes activos del conflicto en Colombia. En su discurso, este lí-
der indígena afirmaba que los sacerdotes católicos habían sido instiga-
dores activos de la violencia, al usar las imágenes religiosas y manipular
los colores del bipartidismo para crear odio entre los conservadores y
los liberales:

Y si hacemos cuentas desde 1821, cuántos años hace que nació el


partido liberal con la participación de las altas jerarquías eclesiásticas,
tanto liberales como conservadoras. Para meternos en la cabeza el con-
vencimiento, le echaron mano a los colores: y ustedes se dan cuenta de
que la virgen del Carmen tiene una túnica azul y el Sagrado Corazón la

176
Estado, tierra y reconocimiento

tiene roja. Porque los que eran liberales o cachiporros, que llamaban, ro-
baban, masacraban, pero eran perdonados por nuestro señor Jesucristo
representado en el Sagrado Corazón. Para los godos [conservadores], que
mataban y robaban, entonces la abogada de ellos era la Virgen y le pu-
sieron su manto azul. Fíjense ustedes hasta donde esa gente corrompió
nuestra religión que, sin querer queriendo, metieron en la política parti-
dista de color al Sagrado Corazón y a la Virgen del Carmen. (Heliodoro,
indígena pijao, taller indígenas onic, 9 de noviembre de 2002, 48 años,
cursiva mía)

Heliodoro, líder pijao que llevaba varias décadas trabajando con in-
dígenas de diferentes etnias y que vivía en Bogotá, señalaba los patrones
repetitivos y dogmáticos de una guerra que, en Colombia, se convirtió
en genocidio, como lo evidenciaba el hecho de que entre el año 2003 y
el 2013 más de mil indígenas hubieran sido asesinados (Martínez, 2013);
esto, por ejemplo, fue lo que llevó a la Corte Constitucional a declarar,
en 2009, el riesgo de extinción física y cultural de 35 etnias indígenas.
La lucha histórica de estos pueblos por la tierra les permitía asumir su
territorio como un universo de derechos culturales y políticos por el cual
habían luchado, aunque con muchos muertos a cuestas; además, a pesar
de que estos reconocimientos socioculturales quedaron plasmados en
la Constitución de 1991, venían siendo violados, año tras año, con los
asesinatos y desplazamientos de sus hermanos.
Mediante el uso de conceptos provenientes de la producción antro-
pológica de los inicios de la década de los noventa, los líderes indígenas
argumentaban que sus leyes retomaban una cosmovisión que imponía
un vínculo permanente y armónico con el territorio. Este era un bien
necesario para pensar y compartir los saberes. El pensamiento y la na-
turaleza estaban ligados. Víctor Jacanamijoy (entrevista, 29 de enero
de 2005), sabedor inga que también participó de los talleres, explicaba:
«Nuestro territorio está abierto al pensamiento. El territorio enseña a
pensar, es un multiplicador de la vida, produce comida cuando se culti-
va». Como hogares, sus territorios eran los lugares para sentarse, escu-
char a los ancianos y transmitir el conocimiento. Una actividad como
divagar, en el caso de los indígenas de la Sierra Nevada, o la práctica
nasa de observar el paisaje eran mencionadas como vías para mante-
ner la comunicación con la historia. Estas personas afirmaban que el

177
Andrés Salcedo Fidalgo

territorio se vivía y se sentía, y que sus mayores les habían enseñado a


experimentar lo sagrado de la vida cotidiana.
Durante los talleres, se hizo alusión a que su historia seguía las huellas
que generaciones anteriores les habían dejado para seguir. En ese sen-
tido, el pasado era experiencia y conocimiento que recuperaban diaria-
mente para tener una mejor visión de quiénes eran y quiénes buscaban
ser. Estos vínculos entre presente, pasado y futuro no estaban desligados
de las nociones espaciales del territorio, el cual nombraban, bendecían y
recorrían. Líderes arhuacos, kankuamo y uitoto coincidieron en señalar
la importancia de recorrer el territorio en búsqueda de aquellos sitios
sagrados donde sus ancestros residían y los vivos aprendían sobre el
mundo (Vasco, 2001: 469).

Our ancestors, the elders, are in front, guiding our actions in the present, the foun-
dation of the future of our people. Our actions correspond to the teachings of the elders
and determine the future of our existence. Our people walk, observing the footprints of
the elders in front of us.1 (Piñacué, 1997: 32-33, citado en Jackson, 2002: 58)

El tiempo de los abuelos no podía olvidarse, porque era el tiempo en


que las cosas se hacían de acuerdo con la tradición, cuando los indíge-
nas gozaban de un modo de vida tranquilo y sano, en contraste con la
degeneración moral que observaban en la ciudad. Era también la época
en la que comían bien y los alimentos no tenían químicos. Antes de que
la guerra llegara a sus territorios, la gente moría a causa de su vejez o
por enfermedades, pero no por la violencia. Sin embargo, en el 2003,
ellos se estaban muriendo de plomonía, de epidemia de balas.
En su narración sobre el destierro de varios compañeros kankuamo,
los líderes definían su territorio como cósmico y espiritual. El territorio,
decían, era la madre tierra, de la cual nacieron todos los seres vivos.
Como parte de un universo más amplio, los lugares a los cuales perte-
necían eran armonizados mediante rituales que aseguran el equilibrio
entre sus habitantes y que estaban regidos por las leyes del creador de
sus ancestros.


1
Traducción del autor: «Nuestros antepasados, los ancianos, están al frente, guiando nuestras
acciones en el presente, la base del futuro de nuestro pueblo. Nuestras acciones corresponden
a las enseñanzas de los ancianos y determinan el futuro de nuestra existencia. Nuestra gente
camina, observando las huellas que los ancianos dejan en frente de nosotros».

178
Estado, tierra y reconocimiento

Reverdecer Almendro, médico tradicional del grupo amazónico ui-


toto y quien trabajó con la onic desde 1993, participó en la construcción
de una maloka para el Jardín Botánico de Bogotá. Él estaba muy conten-
to cuando lo invité a mi clase, en la Universidad Nacional de Colombia,
para que los estudiantes conversaran con él sobre el desplazamiento
forzado y el pensamiento alternativo indígena. Difundir la palabra de
su pueblo era una de sus principales misiones en la ciudad. Nos explicó
que, de acuerdo con el pensamiento holístico de los indígenas amazóni-
cos, el territorio tenía la forma de una espiral que conectaba el cosmos,
la tierra y los nueve mundos subterráneos. En el subsuelo y bajo los
territorios indígenas, albergaban los tesoros que se habían convertido
en “las bombas y las enfermedades del mundo”. Cuando saqueaban las
esmeraldas, el oro y el petróleo, todas esas energías represadas se libera-
ban y se salían del control humano. Los pueblos indígenas sabían que,
para extraer los recursos de esos nueve mundos, debían primero obte-
ner permiso de los espíritus guardianes de la naturaleza. Esta relación
mística, construida entre los indígenas y la tierra, puede provenir de este
discurso que los hace controladores de riquezas y fuerzas espirituales
y telúricas a las cuales hacía referencia Reverdecer. Muchos indígenas
amazónicos tenían una profecía por revelar que podría resumirse en tres
conceptos: la palabra, el tabaco y la coca. Reverdecer hacía referencia
al rito mediante el cual los grupos uitoto recordaban su conocimiento
ancestral. La coca y el tabaco eran plantas sagradas que, una vez pro-
cesadas ritualmente, hacían posible a los líderes espirituales conectarse
con la madre del corazón y con el padre de la palabra. La sabiduría de
cómo vivir bien estaba inscrita en el uso ritual de la coca y el tabaco y
podía cambiar la manera distorsionada como occidente había entendi-
do el mundo.
Reverdecer afirmaba que el Gobierno estaba utilizando el despla-
zamiento para sacarlos de sus tierras y propiciar la pérdida del conoci-
miento que tenían para manejar su territorio. Por eso mismo, no podían
alejarse de sus resguardos; tenían que proteger su supervivencia, porque
un indígena fuera de su territorio era un indígena que no valía nada.
Grupos nasa de la región del Cauca aludían al derecho mayor, según
el cual ellos estaban encargados de la conservación y preservación de
una vida armónica en el planeta Tierra. Afirmaban que su respeto por
la naturaleza estaba relacionado con su carácter espiritual (Rappaport,

179
Andrés Salcedo Fidalgo

2005: 268). A pesar de la vigencia del discurso sobre el rol que desem-
peñaban los indígenas como cuidadores de la naturaleza, en diciembre
del 2005, una nueva ley forestal fue aprobada a favor de la extracción y
comercialización de los recursos naturales bajo la excusa de “promover
el desarrollo del sector maderero colombiano”. Esta ley eliminó el Sis-
tema Nacional de Parques Naturales y permitió la extracción comercial
de maderas bajo el nombre de “reforestación comercial”. Grupos indí-
genas organizados se opusieron abiertamente a esta ley a través de la
página web de la onic:

Somos titulares de un Derecho Mayor, sustentado en que estamos


aquí desde el principio de todos los tiempos y es nuestro deber garantizar
la pervivencia de nuestras futuras generaciones. Y como siempre hemos
creído en la ley desde el 91 hasta nuestros días, estamos esperando pacífi-
camente a que el Estado colombiano, con todo y las bondades de los de-
rechos consagrados en la Constitución Nacional, cumpla con su respon-
sabilidad social y jurídica de realizar nuestros derechos y cumplir con los
acuerdos que, en el entretanto, suscribió para mitigar las desgracias que
nos han ocasionado con sus políticas económicas y desmanes militares.
Demandamos que se nos respeten y protejan nuestros territorios y recur-
sos naturales fundamento y esencia de nuestra vida colectiva e identidad
cultural. Que se suspenda y archive la ley forestal. (En: Salcedo, 2008)

En un tono bastante elocuente, los grupos indígenas reivindicaron


una ancestralidad que se remontaba al comienzo de todos los tiempos
y a un derecho legal natural y superior, al haber sobrevivido el dominio
blanco y a la reciente amenaza de destrucción de recursos y modos de
vida planteados por el extractivismo a gran escala, y al plantear que la
naturaleza no era simple mercancía, sino una entidad viva, fuente de es-
piritualidad. Los acuerdos a los que hacían mención en esta cita corres-
pondían al carácter inalienable, imprescriptible e inembargable de sus
territorios, según la Constitución de 1991, pero también a los tratados
internacionales firmados por el Gobierno colombiano, como el conve-
nio 169 de 1989 de la Organización Internacional del Trabajo (oit).
Luego de tantas expropiaciones, engaños y muertes, tener acceso y
control sobre un territorio se convertía en herramienta política para
denunciar la amenaza que se levantaba sobre vastas regiones que, de

180
Estado, tierra y reconocimiento

la noche a la mañana, pasaban de ser lugares inhóspitos a convertirse


en fuentes de enriquecimientos colosales y en el principal renglón de la
economía venidera.

¿Pero, en últimas, esa palabra desterritorialización qué es lo que dice?


Lo que dice es que a nosotros no solamente nos están corriendo a cada
uno, sino es que van por lo que hay donde estábamos nosotros. Si nos
ponemos a ver todos van por recursos naturales, por la represa, por la
minería, por el petróleo. (Entrevista a Reverdecer Almendro, hombre
indígena uitoto, 31 de enero de 2005, 51 años)

Aunque muchos habían trabajado como líderes de organizaciones,


artesanos, conductores y funcionarios públicos afirmaban que la tierra
era el medio de asegurarse la comida. En la ciudad, habían sido forza-
dos a soportar el hambre y a depender de la asistencia alimentaria, lo
cual era una humillación para personas acostumbradas a «cultivar la
tierra de forma tradicional» y a «ganarse lo que comen». Estos grupos
indígenas hacían énfasis en el hecho de que no exigían más que un lote
de tierra para cultivar lo necesario para comer. Sus ambiciones no iban
más allá, ni tampoco les interesaba acumular bienes y propiedades.
Mencionaban que una diferencia entre los antiguos y los nuevos
desplazamientos era que, en la actualidad, los indígenas eran política-
mente más fuertes y bien organizados, lo que les permitía desbaratar
un modelo de desarrollo errado, que ya había hecho suficiente daño y
que se basaba en una mentalidad corrompida cobijada bajo la idea de
“civilización”.
Hacia los años 2003 y 2004, los grupos paramilitares monopolizaron
la explotación maderera y minera en ciertas zonas, e iniciaron una cam-
paña de terror que los participantes de los talleres denominaron guerra
psicológica, cuya intención era la de expulsar a las personas que vivían en
áreas ricas en hidrocarburos y en minerales, las cuales estaban incluidas
dentro de los planes estatales y globales de desarrollo.
Uno de los líderes pijao que participó en los encuentros decidió ilus-
trar el nivel de impunidad que había prevalecido en su territorio y que
tenía lugar en nombre del orden; quiso también referirse al uso de es-
pías para dar información en el relevo sucesivo de poderes armados y
autoritarios que él había visto desfilar en las últimas tres décadas. Este

181
Andrés Salcedo Fidalgo

dirigente describía en tono cínico la lista interminable de grupos arma-


dos que se habían disputado el control del orden público, difundiendo
desconfianza, impunidad e ilegalidad:

El llamado orden público no es un orden, es un desorden en la prác-


tica. Hay guerrilla, hay paramilitares, hay ejército, hay policía, hay das,
hay Sijín, f2, pm, asesinos a sueldo; todos armados dizque guardando
el orden. Porque si hay orden hay justicia, hay equidad. Pero eso es un
desorden y de los muertos nadie es culpable de eso. (Heliodoro, hombre
pijao, taller indígenas onic, 9 de noviembre de 2002, 48 años)

Para los pueblos indígenas, el desplazamiento comprendía a quie-


nes se habían quedado en sus territorios soportando los enfrentamien-
tos y la arremetida paramilitar contra las guerrillas, a aquellos que se
encontraban trasegando y trabajando para obtener alguna protección
y a quienes seguían siendo amenazados de muerte. No era permitido
olvidar a quienes permanecían en las zonas de guerra, porque se esta-
ban haciendo viejos a causa de la falta de sueño y de la angustia que
generaba el conflicto. Esta alianza entre aquellos que se quedaron y los
que vivían en Bogotá o en otra ciudad significaba vínculos estrechos con
un territorio en común, alrededor del cual se iniciaban viajes de ida y
vuelta; era un lazo que implicaba también la esperanza del retorno y un
énfasis puesto en la reindianización como respuesta al Gobierno, que
argumentaba que los indígenas perdían su cultura y conocimiento una
vez que se encontraban por fuera de sus territorios.

Retorno a la ley del origen

Conocí a Imer durante el primer taller que organicé en la onic. Luego,


coincidíamos en las innumerables reuniones y seminarios sobre el des-
plazamiento forzado, organizados en la ciudad entre el 2003 y el 2004.
Imer usaba su vestimenta tradicional blanca y el poporo, otorgado por
un máma de la sierra, símbolo de la mujer y del fortalecimiento mental
necesario para asumir la responsabilidad que, como adulto, tenía sobre
su familia, su comunidad y el universo. Imer me contó que su esposa ha-
bía visto con buenos ojos su desplazamiento. Él había dejado de beber

182
Estado, tierra y reconocimiento

y había encontrado su vocación como artista y escritor en Bogotá. Su


experiencia positiva en la ciudad no significaba que hubiese olvidado los
mandatos de sus líderes espirituales. Al contrario, creía profundamente
que «solo observando los mandatos del Máma de la Sierra Nevada de
Santa Marta [podríamos] cambiar nuestros corazones que se han vuelto
negros por estos días».
Los indígenas kankuamo fueron tremendamente golpeados por las
amenazas y el asesinato de más de cincuenta compañeros por parte
de individuos contratados por grupos paramilitares que habían logra-
do infiltrarse desde dentro de la comunidad para señalar a supuestos
guerrilleros. El trabajo de quienes lograron llegar a Bogotá, con y sin
ayuda del Gobierno, consistió en visibilizar y denunciar lo que estaba
ocurriendo, y en apoyar a los que iban llegando. Gracias a esto, la Cor-
te Interamericana de Derechos Humanos expidió medidas cautelares y
la Corte Constitucional, medidas provisionales de protección al pueblo
kankuamo, de acuerdo con sus usos y costumbres, en el 2007.
Aproximadamente, veinticinco familias vivían en el barrio La Can-
delaria de Bogotá y, a través de una cooperativa, los hombres comer-
cializaban las artesanías, mochilas y bolsos que sus mujeres elaboraban.
Sin embargo, todos los hombres, sin excepción, le dedicaban el resto
de su tiempo al trabajo político de fortalecimiento cultural. La tradi-
ción era su protección y su fuerza para resistir y sobrellevar la situación.
Ellos contaban con la solidaridad de grupos indígenas muisca y de otros
grupos étnicos provenientes de la región amazónica para llevar a cabo
lo que les correspondía por tradición y por misión: trasnochos, retiros y
limpias espirituales en varios de los sitios de la sabana de Bogotá que los
mámas habían señalado como propicios para tales actividades.
Se encontraban en pleno proceso de reetnización, iniciado desde
comienzos de los años noventa, y de lucha por el reconocimiento de
su resguardo ante el Estado, cuando los paramilitares emprendieron su
campaña de exterminio en la Sierra. Esa es la razón por la que, en el
2003, insistían con vehemencia en la importancia de concentrarse en su
identidad cultural, la cual era fuente de sabiduría, espiritualidad y, des-
de luego, fortaleza organizativa. Ellos consideraban el desplazamiento
forzado como una violación de la ley del origen, mito fundacional de la
creación para los grupos de la Sierra Nevada de Santa Marta, y como
una afectación profunda a su espiritualidad e identidad cultural, que los

183
Andrés Salcedo Fidalgo

obligaba a intensificar los pagamentos que le debían a la tierra y demás


rituales espirituales necesarios para restablecer la armonía cósmica.
Desde 1871, los misioneros Capuchinos llegaron a la Sierra Nevada
y emprendieron un largo e intenso proceso de evangelización a través de
la escuela de Atánquez. De acuerdo con las conversaciones sostenidas
con varios de los dirigentes de la Organización Indígena Kankuamo
(oik), la Iglesia católica, así como el contacto con mestizos migrantes
de las tierras bajas del Caribe, llevaban a estos indígenas a realizar sus
rituales a escondidas, a avergonzarse de sus costumbres y a restarle im-
portancia al pensamiento de los Mámas, autoridades políticas y espiri-
tuales tradicionales que poseían el conocimiento ancestral de la ley del
origen. Hasta mediados del siglo xx, el grupo kankuamo era considera-
do como una comunidad mestiza de indígenas en proceso de campesini-
zación, apodados “indios inguaneros”, que adoptaban los estilos de vida
y gustos mestizos de los habitantes de Valledupar y que interactuaban
con los colonos que provenían del interior a la Sierra, cuya intención era
escapar de la violencia bipartidista luego de 1948. A mediados del siglo
xx, seguían siendo llamados “indios”, cuando se desplazaban a la capi-
tal departamental, y “civilizados”, por otros grupos nativos de la Sierra
que consideraban que ellos no se apegaban estrictamente a las tradi-
ciones. Las familias kankuamo usaron circuitos de migración laboral a
Valledupar y otras ciudades del Caribe hacia donde solían enviar a sus
hijos a estudiar. En esos lugares, el prestigio y el estatus eran obtenidos
mediante la educación occidental y el uso de vestuario y accesorios oc-
cidentales (Reichel-Dolmatoff y Dussán, [1961] 2012: 18). Sin embargo,
desde 1994 e incluso antes, estas familias indígenas iniciaron un movi-
miento de reetnización, gracias al cual decidieron escuchar la voz de la
tradición «para seguir las huellas y retornar al ciclo», como lo expresaba
Diomedes. Este movimiento se fortaleció frente a la potencial expansión
de los resguardos kogui, arhuaco y wiwa sobre territorios kankuamo, y
empleó el discurso más tradicional de los cuatro grupos que habitan la
Sierra para insistir en que sus ancestros los habían dejado al cuidado
de un territorio con límites precisos, inscritos en accidentes geográficos
como ríos, grandes rocas, árboles y lagos.
Los líderes kankuamo insistían en que su territorio estaba localizado
dentro de la Línea Negra, la delimitación territorial que enmarca a 39
sitios sagrados importantes, reconocidos por el Gobierno colombiano

184
Estado, tierra y reconocimiento

en 1993 como lugares ancestrales de los indígenas de la Sierra Nevada


de Santa Marta. La Línea Negra no solo marcaba la integridad del
territorio tradicional, sino que probaba que su identidad estaba estre-
chamente unida a ese territorio (Ulloa, 2005: 114). Teniendo en cuenta
la mitología de su creación, los indígenas afirmaban que este amplio
territorio era concebido como un fogón sostenido por cuatro piedras,
cada una de las cuales representaba a un grupo de la Sierra Nevada.
Los kankuamo se identificaban con la cuarta piedra, la cual se había
alejado de la tradición y necesitaba regresar a la ley del origen, prin-
cipio de vida y conocimiento sagrado, para equilibrar y preservar la
integridad de la Sierra.
Para comunicarse con sus ancestros, este grupo étnico necesitaba
recuperar el pagamento, los alimentos ofrecidos a los espíritus de las
especies para restablecer el equilibrio de la naturaleza. Los ritos de pa-
gamento devolvían a la madre tierra lo que los hombres habían tomado
en lugares específicos en los que el equilibrio entre los seres humanos
y la naturaleza se había roto. Con el poder de su pensamiento, ellos le
pedían a la madre tierra no destruir a la gente con el envío de pestes y
calamidades. Cuando les pregunté cómo recuperaron el ritual del pa-
gamento, me respondieron que, desde inicios de los noventa, habían
abandonado las visitas a las iglesias católicas y habían construido sus
terauricas, casas ceremoniales tradicionales en las que oficializaban asam-
bleas y reuniones comunitarias.

Ahora es que estamos retomando este nuevo proceso. Nosotros he-


mos dicho, bueno listo, si se fijan las iglesias no las vamos a tumbar ni
nada por el estilo, pero nosotros sí queremos fortalecer lo que es la parte
de las casas tradicionales que entre nosotros se llaman las teruaricas […]
que es la casa tradicional. Esa debía ser la iglesia de nosotros real, esa
sería, eso se está recuperando a como vaya evolucionando el proceso de
identidad. En estos momentos están en los pueblos de arriba Guatapu-
rí y Chemesquemena. (Diomedes, hombre kankuamo, taller indígenas
kankuamo, 24 de julio de 2004, 42 años)

Diomedes me explicaba que las iglesias católicas que aún se encon-


traban en sus territorios eran vestigios de este proceso de tensión entre
querer volverse más kankuamo y despojarse lentamente de la cultura

185
Andrés Salcedo Fidalgo

católica hispánica. Como han descrito Morales y Pumarejo (2003: 48),


dentro de la tradición oral kankuamo hay alusiones a la frecuente des-
trucción de las iglesias católicas. La influencia del catolicismo en el rito
de pagamento puede observarse en la celebración sincrética del Corpus
Christi en la cual representaciones indígenas y antiguas prácticas y sim-
bologías católicas coexisten.
Los participantes de los talleres mencionaron, además, que habían
recuperado parte de su antigua lengua y ropas tradicionales, aunque
no en todas sus formas y colores. Por los días en los que sostuve estos
encuentros, ellos fueron advertidos por parte de la Fiscalía y el Minis-
terio de Defensa de no usar el traje blanco llamado makeka en Bogotá
por razones de seguridad, ya que podían ser fácilmente identificados.
A pesar de esto, muchos continuaron usando sus atuendos y alegaban
que estos hacía parte de su toma de conciencia identitaria. Frente a esta
discusión, Daniel, oriundo de Atánquez y quien vivía con su hermano
en una casita ubicada en los confines del norte de Bogotá, enfatizaba en
la importancia que para él y sus compañeros tenía el retorno:

Porque en mi tierra yo soy alguien, en cambio aquí en Bogotá tú no


eres nadie. En mi tierra la gente siente mi presencia. Cuando uno pasa
saluda a todo el mundo y si se le olvidó saludar ya sabe que se mamará
un insulto. Y eso hace que uno sea alguien en alguna parte.
(Entrevista realizada por Andrea Oramas a Daniel Mestre, 20 de
abril de 2007)

Cuando les pedí a varios de los participantes que describieran Che-


mesquemena y Atánquez, dibujaron las colinas y las piedras –que re-
presentaban marcadores temporales y espaciales que demostraban su
“verdadera indianidad”–, las casas de familiares y vecinos, al igual que
lugares en los que conversaban y pasaban el día:

Aquí está la piedra de los varados debajo de un palo de guanábana


(risas) y aquí es el palo de aguacate entre la casa de nosotros y la de
Milcíades. Aquí, sobre todo en este centro va un río, el Guatapurí. Aquí,
seguido de este perímetro llega la vía de acceso que viene de las otras
comunidades. Todo cerca. Esta era la casa de Flaminio. De este lado de
la carretera era la casa de mi abuelo, allí la casa de mi tío y aquí hacia

186
Estado, tierra y reconocimiento

abajo del río está el pozo tradicional donde todos nos reuníamos para
bañarnos. Para llegar a ese pozo es un sitio especial, el sitio turístico por
excelencia, el sitio donde [va] todo el mundo que llega al pueblo. Ese
pozo se llama el Pozo de Sixto, eso es en honor de uno de los patriarcas
de la comunidad y era de él. Ese es el pozo nuestro llega hasta por aquí,
llega de nuevo al río. Hay un puente para ir al pozo, para ir a paseos.
(Miguel, hombre kankuamo, taller indígenas kankuamo, 24 de julio de
2004, 28 años)

La guerra los condujo a reforzar su proceso de recuperación de la


tradición. Los líderes indígenas kankuamo que llegaron a vivir a Bogotá
reconocían que en esta ciudad habían aprendido de la experiencia de
otras personas no indígenas y que esta dura prueba les había mostrado
que no debían perder sus costumbres y debían retornar. Su resistencia
política cobraba la forma de un fortalecimiento cultural para oponerse
al uso de las armas que los había disociado, pero que no había logrado
debilitar su fortaleza espiritual indígena, arraigada en su tradición y su
relación armónica con la naturaleza.

Oro y tierra

Luego del feroz exterminio contra este grupo por parte de los españoles,
que terminó en 1608, se crearon varios flujos de migración forzosa de
indígenas pijao a Bogotá, especialmente durante la expansión del lati-
fundio ganadero del siglo xix, durante la violencia bipartidista y desde
el año 2003, fecha en la que empezó a llegar en gran número de ellos
huyendo de las operaciones militares y acciones paramilitares destina-
das a desvertebrar el corredor que conecta el sur del Tolima con el
departamento del Meta. Tuve mi primera reunión con varios líderes del
movimiento Ambiká en una inmensa casa colonial localizada en una es-
quina del centro histórico de Bogotá. Esta edificación, arrendada por el
director de la organización de indígenas wayuu, servía para apoyar las
acciones y reuniones encaminadas a brindar ayuda a todos los grupos
indígenas que residían en Bogotá.
Para seguir a este grupo, tuve que convertirme en un activista cir-
cunstancial (Marcus, 1998: 98) y representarlos como un antropólogo

187
Andrés Salcedo Fidalgo

experto en su proceso de la certificación de su “indianidad” ante la


Oficina de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior. Actué como
colaborador durante tres meses, tiempo durante el que me encargué
de recolectar información que ellos necesitaban para obtener la juris-
dicción indígena mediante la creación del Resguardo Ambiká en Bogotá.
Me confiaron varios manuscritos que documentaban sus “antecedentes
históricos”, “experiencias”, “conservación de las costumbres”, “mitos
y leyendas”, “creencias” y “comidas tradicionales”. Mediante la reco-
pilación de estos rasgos y a partir del estilo de los libros escolares de
geografía e historia, demostraban un somero conocimiento de antiguas
costumbres e historias que sus abuelos y abuelas sí dominaban. En aras
de presentarse bajo los términos requeridos por la Oficina de Asuntos
Indígenas del Ministerio del Interior, escribieron un documento en el
cual se podía leer en clave de metáforas una intensa historia de des-
posesión y recuperación de tierras. En uno de los capítulos, llamado
“Historias y leyendas”, ellos narraban cómo las montañas que rodean
los pueblos de Coyaima y Natagaima (Tolima) abrían sus puertas todos
los viernes de Semana Santa. Las personas que se atrevían a entrar
por esas puertas observaban mucho oro y tesoros, entre los cuales se
encontraban una pata con sus pequeños patitos y la campana de oro
gigante de la iglesia de Natagaima que fue robada por los españoles
durante la Conquista. La mayoría de los cuentos narrados oralmente
en el sur del Tolima hacían referencia a montañas que ocultaban pre-
ciosos tesoros. Esta metáfora era recurrente para rememorar su huida
de la persecución española y su búsqueda de refugio en las montañas
en las que enterraron sus riquezas y tesoros, los cuales se manifestaban
y aparecían cada Semana Santa.
De manera sorprendente, en el material que recopilé no presentan
ninguna información concerniente a su vida en Bogotá. En el documen-
to soporte de su petición ante el Estado, mencionaban que eran agricul-
tores arraigados a sus tierras y omitían que algunos habían habitado por
más de cinco años en la ciudad. Intentaban ocultar la información que
mostrara que ellos también eran “urbanos”. Solo después de insistir mu-
chas veces sobre sus actividades en la ciudad, pude saber que la mayoría
de los hombres trabajaban como obreros de construcción y auxiliares,
y que incluso eran conocidos como excelentes maestros en este sector
laboral en Bogotá. Las mujeres se empleaban como aseadoras, mientras

188
Estado, tierra y reconocimiento

que otras vendían tamales por medio de las cadenas comerciales del
circuito informal que conectaba a Bogotá con sus pueblos en el Tolima.
Los líderes pijao aludían a un largo recorrido de recuperación de
tierra. Formaban un grupo a duras penas considerado “indígena” por
el resto de colombianos y por el Estado. La mayoría de ellos tenía una
larga historia de movilidad voluntaria e involuntaria y un fuerte vínculo
con las periferias de barrios como Santa Rosa de la Loma en la locali-
dad de Usme.
Para sustentar sus exigencias y ser reconocidos como un grupo ét-
nico con la urgente necesidad de protección en Bogotá, argumentaban
que debía tenerse en cuenta que ya habían sufrido cruentas guerras
de resistencia y varias migraciones para escapar de la subyugación, la
explotación y la dominación. Informados por una serie de estudios et-
nográficos y lingüísticos, coordinados en la década de los cuarenta por
Paul Rivet, Gerardo Reichel, Alicia Dussán y Roberto Pineda (Cubillos,
1946: 48), así como por investigaciones realizadas por miembros de su
movimiento, estos indígenas se presentaban como expertos en las artes
de la resistencia.
Ellos me explicaron que la Iglesia católica obtuvo la administración
de sus territorios en 1887 y reclutaron a la fuerza a jóvenes pijao para los
servicios requeridos por las enormes haciendas de la región. Los líderes
de este grupo utilizaban estas referencias históricas con el fin de explicar
las razones por las que perdieron su lengua y fueron incorporados a la
economía campesina de las regiones planas del Tolima.
De acuerdo con documentos antropológicos sobre el sur del Tolima
(Triana, 1993: 114; Pachón, 1996: 155), los grupos indígenas pijao que
habitaban los municipios de Ortega, Chaparral, Coyaima y Natagaima
habían sido considerados campesinos que migraban de manera per-
manente en dos sentidos: hacia Bogotá y desde Bogotá hacia el sur del
Tolima. De hecho, varios funcionarios habían declarado la inexistencia
de indígenas en el Tolima ya que compartían características cultura-
les comunes a cualquier otro grupo campesino en Colombia (Triana,
1993: 105).
Apoyados por el partido comunista y los movimientos campesinos de
las primeras décadas del siglo xx, el movimiento indígena del Tolima se
opuso a la intención de los terratenientes de expandir sus propiedades.
Durante los talleres, varios líderes mencionaron que, junto con Manuel

189
Andrés Salcedo Fidalgo

Quintín Lame, un indígena no pijao desplazado del departamento del


Cauca, se organizaron y obtuvieron el reconocimiento del resguardo de
Ortega y Chaparral en 1939. La desposesión y expulsión de las familias
que vivían en el área se intensificó durante los años cuarenta y cincuen-
ta, y la mayoría de ellos se acogieron a los programas de crédito y titu-
lación individual de tierras promovida por el Incora. De acuerdo con
los líderes más curtidos en el tema, esta fue la estrategia empleada por
el Estado para comprar luego las tierras parceladas de sus resguardos.
En 1964, una comunidad pijao fue expulsada de un terreno fértil
denominado Yaguará. La mayoría de sus integrantes aceptaron firmar
un pacto con el programa estatal que, a cambio, les ofreció tierras en el
Yarí (Caquetá), comunidad que bautizaron Yaguará II. Desde entonces,
abrieron un circuito de migración entre el sur del Tolima, Caquetá y
Meta, en el marco del cual jóvenes llegan a trabajar como recolectores
de las haciendas ganaderas y las fincas arroceras de Granada, Acacías
y San Martín.
Inspirado en la reforma agraria de 1967, el Consejo Regional Indí-
gena del Tolima instó a la invasión de las tierras sobre las cuales tenían
derechos jurídicos, localizaron los títulos originales de lotes identifica-
dos como “tierras en disputa” por el Incora, e iniciaron un proceso de
presión política al ocupar, cultivar la tierra, y construir enramadas in-
dividuales y comunitarias. A pesar de que mis entrevistados insistían
en que desde pequeños cultivaban la tierra, también sabía que durante
gran parte de sus vidas habían viajado entre el Tolima y Bogotá. Como
parte de los soportes que enviaron al Ministerio, se encontraban unos
textos escolares destinados a sus niños en los que ilustraban el monte,
los cursos de agua, los charcos donde residían seres sobrenaturales y se
escondían tesoros valiosos, sus huertas, las parcelas comunitarias, sus
casas con techo de palma y la casa en cemento en la que algunos inver-
tían para vivir en el futuro. Ellos afirmaban que lo que más extrañaban
era cultivar la tierra porque la tierra era la madre, el recurso de la vida.
Antes de la Constitución de 1991, esta comunidad indígena solía
ocultar su indianidad adoptando la identificación de campesinos em-
pleada por terratenientes locales y funcionarios públicos. Al igual que
los kankuamo, los pijao optaron por emprender un proceso de recupe-
ración de tradiciones culturales que sustentaran el reconocimiento de
una jurisdicción especial en Bogotá, por fuera del territorio que el Es-

190
Estado, tierra y reconocimiento

tado consideraba como su región geográfica originaria. El grupo pijao


apelaba a una historia de defensa y recuperación heroica de resguardos,
en la que viejos tesoros indígenas, que se salvaron del robo y el saqueo,
servían de testimonio. En otras palabras, invocaban las memorias del
sufrimiento por el territorio para establecer exigencias sobre derechos
territoriales (Moore, 2005: 5, 22). Al mismo tiempo, como obreros mi-
grantes, se movían entre tres lugares: la tierra de origen, que sus padres
y abuelos conservaron por medio de invasiones, Yaguará, un segundo
hogar que animaba a algunos jóvenes a buscar trabajo, y Bogotá, donde
mantenían un fuerte vínculo social de soporte y un circuito urbano en el
sector de la construcción y la comida étnica.

Nueva esclavitud

La violencia en nuestros territorios no es gratuita. Es un intento por


apropiarse de los recursos naturales que hemos protegido por genera-
ciones con el propósito de construir megaproyectos en nuestras tierras.
¿Por qué la vida de civiles inocentes no pueden ser protegidas de la
violencia del conflicto armado mientras que las grandes compañías
que quieren robar nuestros recursos naturales sí obtienen protección?
(Córdoba, 2002)

Con estas palabras, Tomás Mosquera abría su texto publicado en


la web como parte de su cabildeo de líder afrocolombiano en el exilio,
mediante el cual denunciaba la violación de los derechos humanos de
las comunidades negras ante el congreso de Estados Unidos. En la pá-
gina web de Afrodes, en el 2005, sobresalían cuatro palabras: tierra,
cultura, autonomía y vida. Como en el caso de los grupos indígenas,
las organizaciones afrocolombianas implicadas con el desplazamiento
forzado, como pcn y Cimarrón, argumentaban que estaban viviendo un
momento comparable a cuando llegaron como mercancías durante el
comercio trasatlántico de esclavos. Así como los antiguos fugitivos hu-
yeron a las montañas y a las selvas para construir palenques, los despla-
zados afrocolombianos hoy eran cimarrones contemporáneos: escapa-
ban por dignidad y en búsqueda de “territorios de libertad”. Esta toma
de conciencia histórica era importante porque «el que no conoc[ía] su

191
Andrés Salcedo Fidalgo

historia est[aba] condenado a repetirla», como lo decía una joven del


colectivo Nuevo Arco Iris en una capacitación sobre reparación por vía
administrativa que acompañé en Bellavista, Chocó, el 14 de noviembre
de 2008. Era pertinente mencionar los 334 años de secuestro y los 150
años de discriminación, y sus consecuencias en términos de desigualdad
social y económica. La abolición de la esclavitud en 1851 los hizo “li-
bres, pero excluidos”, según decían para referirse a la invisibilidad a la
que estuvieron sometidos por más de 150 años.

Para nosotros el territorio no es la tierra. Es todo: el subsuelo, el


aire, el agua, la naturaleza. En la apertura económica surge toda esa
carreta del transporte y los megaproyectos. Después de que hemos
avanzado tanto se dan cuenta de que la embarraron. Están necesitan-
do tierras. Nosotros pedimos el aire porque eso hace parte de la natu-
raleza. Decimos que eso es un bien de uso. (Entrevista a Jattan Ilele,
Afrodes, 15 de octubre de 2002)

Es interesante el giro que se da a la definición de territorio, que de


manera integral abarca el aire y el subsuelo, por principio constitucio-
nal, propiedad del Estado colombiano. Al indicar que «la embarraron»
está aludiendo a que la titulación colectiva de tierras lograda a través
de la Ley 70 de 1993, y que por primera vez en Colombia reconocía el
fuerte enraizamiento de la población negra a sus tierras, iba en contra-
vía de los intereses derivados del actual auge extractivista que requería
enormes extensiones de tierra.
Las mujeres miembros del pcn, por su parte, mediante el uso del
discurso oficial ambientalista de su organización, alegaban que su te-
rritorio les proporcionaba autonomía y que habían vivido de mane-
ra apropiada causándole poco daño al medio ambiente. Para ellas, la
pérdida del territorio, debido al desplazamiento forzado, significaba
un retorno a la esclavitud, pues se veían obligadas a abandonar dicha
integridad con la tierra y a emplearse en los sectores laborales urbanos
más desfavorables.
Para la mayoría de organizaciones afrocolombianas, la afirmación
identitaria iba de la mano con el derecho a diferenciarse del modelo
económico, cultural y social dominante. El director de Afrodes me lo
explicaba de la siguiente manera:

192
Estado, tierra y reconocimiento

[Es] lo que llamamos autorreconocimiento, para saber claramente


quién es usted y quién quiere ser. Nos asumimos como negros y como
tales nos diferenciamos de otros grupos, respetando la diversidad de la
población colombiana, por supuesto. (Entrevista a Jattán Ilele, Afrodes,
15 de octubre de 2002, cursiva mía)

Según Libia Grueso, activista, académica e intelectual afro, la de-


fensa de lo propio comprendía los siguientes aspectos: 1) el derecho a
ser negros, a tener una identidad distintiva; 2) el derecho al territorio
como el espacio para estar en armonía con la naturaleza; 3) el dere-
cho a la autonomía; y 4) el derecho a construir su propia perspectiva
del futuro y su propia visión del desarrollo económico y social (Grue-
so, 2005: 113).
Las mujeres provenientes del bajo y medio Atrato mencionaban las
orillas del río en las que habían vivido durante siglos como referentes
centrales de su sentido de pertenencia, símbolos de un modo de habitar
que era presentado por el discurso de las organizaciones negras como
“ecológico”, pero que resultaba de haber aprendido a vivir, manejar y
clasificar por siglos un rico ecosistema selvático y fluvial óptimo para su
autosubsistencia.
Los y las desplazadas del norte y sur del litoral pacífico colombiano
decían haber convivido y haberse movido a través de los ríos por años,
antes de que llegaran los retenes de guerrilla, militares y paramilitares.
Ellos y ellas solían visitar a integrantes de su extensa familia que habi-
taban en las partes más bajas del río o en un afluente aledaño. Estos
traslados estructuraban su ciclo anual de actividades y los aprovechaban
para abastecerse en las tiendas, asistir a reuniones, realizar trámites,
descansar y permanecer unos días en casa de sus padrinos o familiares.
Usualmente, mencionaban que los hombres jóvenes de la familia tenían
que irse a buscar nuevos horizontes y volver años después, práctica que
denominan “coger camino” (Arocha, 2002: 93).
Este era un sistema de pensamiento que vinculaba y demarcaba
fronteras y relaciones entre el mundo de la naturaleza y el mundo hu-
manizado de la cultura, las etapas de la vida humana, lo masculino y
lo femenino, el nacimiento y la muerte, lo divino y lo humano, el día y
la noche, animales, vegetales, órganos humanos, enfermedades, objetos
y fuerzas mágico religiosas (Losonczy, 1993: 40). Las mujeres evocaban

193
Andrés Salcedo Fidalgo

a los árboles que no solo daban sombra, sino que eran referentes de
congregación que ayudaban a preservar los ríos y, por ende, la vida y el
movimiento:

Los árboles son parte fundamental… los usamos como madera para
nuestras propias casas y son muy útiles. Existen árboles maderables y
árboles frutales que son de los que comemos, como el árbol de zapote,
el de papaya, el de guayaba; todos esos árboles son muy importantes
para nosotros, porque nos dan sombra […]. Uno dice que donde hay
árboles siempre hay agua; una quebrada sin árboles se seca, eso ya ha
pasado, muchas quebradas se secaron porque la empresa taló todos los
árboles, por eso hay muchas partes secas. (Entrevista a Elena Martínez,
mujer líder del pcn-Tumaco, Nariño, 1 de diciembre de 2002)

Las mujeres sabían domesticar las plantas y los animales para usos
terapéuticos y prácticas culinarias. Ellas se referían a una larga lista de
actividades curativas tradicionales cuando los niños se resfriaban, enfer-
maban o tenían parásitos. En sus pueblos, había siempre una comadrona
con mente poderosa que sabía las oraciones y conocía las hierbas para
purgar a los niños, sanar las enfermedades más frecuentes o curar la
fiebre amarilla o el “mal aire”. Hablaron de los baños con plantas y las
dietas que preparaban como parte de la recuperación después de parir
un hijo. La mayoría de ellas daba a luz con la ayuda de las comadronas,
quienes actuaban como parteras. Las mujeres narraban cómo los médi-
cos de los hospitales públicos eran incapaces de tratar adecuadamente
algunas afecciones, mientras los curanderos tradicionales sabían cuando
una persona tenía “mal de ojo” o era víctima de la brujería.
En varias ocasiones, estas mujeres hicieron mención al uso mági-
co y terapéutico que interpreta y enlaza el mundo vivo e inorgánico
analizado por Losonczy (1993: 41). Ellas mencionaban que sus abuelos
conocían una serie de secretos basados en el conocimiento mágico para
dominar a los seres sobrenaturales que vivían en el monte. Únicamente
los curanderos y curanderas conocían los “secretos y las oraciones” para
neutralizar las fuerzas malignas. Todos insistían en que Elena, comadro-
na de Barbacoas, nos hablara sobre estos espíritus de la selva a los que
temían desde niño(a)s, pero sobre los cuales querían escuchar de nuevo.
Elena explicó que la gente se podía perder si se adentraban mucho en

194
Estado, tierra y reconocimiento

la selva mientras pescaban. Mencionó a la tunda, una mujer sin rostro,


con el cabello rubio, que cantaba, llamaba a las personas por el nombre,
las seducía y luego las ahogaba con sus genitales. También mencionó al
hojarasquín de monte, un ser masculino protector de los animales, hecho de
lianas entrelazadas y coronado con frutas silvestres y flores, que regu-
larmente ayudaba a los que estaban perdidos a encontrar el camino de
vuelta al río.
Desde organizaciones como el pcn, se insistía en que su vida tradi-
cional al borde del río legitimaba su derecho ancestral sobre espacios
sociales discontinuos. Las personas con quienes compartí el trabajo de
campo acostumbraban a tener parcelas o terrenos agrícolas familiares
río abajo, en las que trabajaban con sus compadres en cultivos de maíz,
plátano y frutas. En las partes altas del río, hombres y mujeres combi-
naban actividades de minería artesanal de oro de aluvión con la pesca
artesanal y la recolección en manglares de camarones, jaibas y piangua,
actividad eminentemente femenina.
Los combates entre ejército y guerrillas habían impedido a varias
familias de esta región del Atrato llevar a cabo los rituales funerarios de
sus familiares asesinados como era debido. Las personas que Constanza
Millán (2005) conoció durante su trabajo de campo en Bojayá (Chocó)
comentaban que, si la muerte violenta sorprendía a una persona por
fuera de la casa, su alma no tenía tiempo para deshacer los pasos; si no
tenía su novena, tendría “una mala muerte”, penaría en la oscuridad del
monte, sufriría y se les aparecería a los vivos.
Para referirse a aspectos de su identidad cultural, que los diferencia-
ba de la personalidad apagada y aburrida de los habitantes de Bogotá,
decían que «la música [les había] aliviado las penas». En Bogotá, con los
vecinos, sacaban los parlantes y cualquiera podía llegar a comer, beber y
bailar. Esto los hacía recordar las procesiones de sus pueblos durante las
cuales se reunían para vestir a la virgen, pasearla por el pueblo y por el
río en las piraguas. El día del patrono del pueblo y durante la Semana
Santa cocinaban para todo el pueblo y la música de las chirimías invadía
las calles. Muchas de las líderes comunitarias extrañaban las navidades,
cuando se encargaban de armar y organizar los concursos de pesebres.
Recién llegado(a)s a Bogotá, el grupo de afrocolombianos con quie-
nes discutí manejaban diferentes repertorios discursivos producto de un
proceso de etnización que comprendía organizaciones afrocolombia-

195
Andrés Salcedo Fidalgo

nas, movimientos ambientalistas y académicos, así como la revaloriza-


ción de sus vivencias y modos de pensamiento, con los cuales habían
conquistado el estatus de grupo étnico. El desplazamiento desmembra-
ba sus territorios, acababa con la naturaleza y desarticulaba su cultura.
Con claridad, ellos indicaban que su pérdida incluía la destrucción de
una cosmogonía que englobaba ríos, árboles, lazos familiares, víncu-
los sociopolíticos, creencias religiosas, y saberes medicinales y botánicos
(véase la figura 7).

Figura 7. El lugar de antes

Taller realizado con hombres y mujeres del Bajo Atrato en mayo de 2003

Bombardeo en el Bajo Atrato

Durante el régimen colonial, las provincias de Citará, Nóvita y el Bau-


dó fueron epicentros de extracción aurífera gracias a la mano de obra
esclava (West, 1953: 23-29). Luego de la Independencia (1810) y de la

196
Estado, tierra y reconocimiento

abolición de la esclavitud (1851), parte de la población negra que tra-


bajaba en las minas del Chocó se refugió en las partes bajas del Bajo
Atrato y en el Baudó, región que, durante la Colonia, había acogido
la resistencia de arrochelados negros, indios y mulatos. Controlada por
autoridades civiles y religiosas que monopolizaban la extracción de oro
y las actividades comerciales de contrabando (Hernández, 2006: 18-
24), esta zona representó, para el Estado colombiano, una selva hú-
meda tropical de frontera, opuesta al interior andino y civilizado, útil
para la exportación de caucho y madera, y abierta a la incursión de
contrabandistas y piratas extranjeros, así como a la concesión de títulos
mineros en manos de firmas escocesas y francesas.
Vista como región de clima malsano, desconocida e ingobernable
en la percepción del Gobierno central, fue declarada como territorios
baldíos por La ley 2 de 1959, apta para el asentamiento tenaz de colo-
nizadores, conquistadores y tumbadores de selva (Escobar y Pedrosa, 1996:
77). Desde entonces, llegaron colonos de las zonas cafeteras andinas a
talar las selvas y fundar pequeños poblados de mestizos. En contraste
con este relativo aislamiento, a principios de los años noventa, la cuen-
ca del Pacífico pasó a ser vista como una región que debía ser incluida,
así fuera de manera violenta, dentro de los planes de apertura hacia
una economía global.
El caso del Bajo Atrato demuestra el contubernio entre bombardeos
militares y masacres de paramilitares que, bajo el pretexto de acabar
con la guerrilla, le abrieron paso a la adquisición ilegal de tierras des-
tinadas a la agroindustria maderera y a las empresas palmicultoras. El
desplazamiento forzado en estos territorios inmovilizó y oprimió a las
comunidades afrocolombianas e indígenas, ya acostumbradas a some-
terse de forma permanente a estrictos retenes de control.
Los enfrentamientos entre los paramilitares del Bloque Elmer Cár-
denas de las auc y el Bloque José María Córdoba de las farc, y los
bombardeos posteriores que hicieron parte de la operación Génesis,
conjunta entre el ejército y los paramilitares, transformaron la vida
social en el Bajo Atrato: aproximadamente ochenta personas fueron
masacradas y cerca de 25.000 personas huyeron de la región. Esta
acción militar coincidió con la titulación colectiva de más de 70.000
hectáreas adjudicadas a las comunidades de los ríos Truandó y Caca-
rica en 1996.

197
Andrés Salcedo Fidalgo

El ejército coordinó el reasentamiento de 3.000 personas en el es-


tadio del municipio de Turbo, las cuales permanecieron allí durante
tres años. Otras 6.000 se asentaron en carpas y refugios improvisados
en Pavarandó y, de estas, 49 comunidades lideraron un proceso de re-
torno en marzo de 1998 (Hernández, 2009: 32). Trescientas familias
más intentaron cruzar la frontera con Panamá, pero 45 fueron repa-
triadas ilegalmente por las autoridades panameñas y reubicadas por la
policía colombiana en la hacienda El Cacique, en Bahía Cupica, donde
permanecieron alrededor de un año. El 10 de diciembre de 1999, la
Comunidad de Autodeterminación, Vida y Dignidad de Cacarica (Ca-
vida) logró que el Gobierno les otorgara 103.024 hectáreas de tierra
en la cuenca del Cacarica para la creación de los asentamientos Nueva
Vida y Esperanza en Dios. Sin embargo, los paramilitares volvieron a
asediarlas en 2001 y 2002, y varios dirigentes sociales y sus familias tu-
vieron que partir de nuevo.
Por los días de mi visita a las periferias de Quibdó, en agosto del
2003, cientos de familias que habían sido desplazadas en 1996 esta-
ban viviendo en casas de concreto en el barrio llamado Villa España,
nombre que le rendía homenaje a la cooperación humanitaria española
que había hecho posible su construcción. La mayoría de sus habitan-
tes, apoyados por los claretianos, habían pertenecido a la Organización
Campesina del Bajo Atrato (Ocaba) y se habían manifestado en contra
de la explotación ilegal de madera. Para la creación del barrio, la perso-
nas del proceso del 96, como eran conocidos en la región, ocuparon el
estadio de Quibdó, se tomaron la oficina de la Red de Solidaridad So-
cial e invadieron y se tomaron lotes. Los residentes expresaban que, por
causa de toda esta situación, habían sido estigmatizados como colabo-
radores de la guerrilla, señalamiento que denunciaron ante la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos. Ellos demandaron al Estado
mediante 429 tutelas, de acuerdo con lo que me comentó Jesús Albei-
ro, sacerdote de la Diócesis de Quibdó, mano derecha de la gente en
esta región. Reclamaban que «en el Chocó nosotros los negros siempre
habíamos tenido resuelto el problema de vivienda y ahora lo tenemos
enredado» (Reunión Diócesis de Quibdó, acompañamiento al pnud, 12
de noviembre de 2008). Otras personas denunciaban la violación del
derecho de los niños a la educación por cuenta de la discriminación que
sufrían por parte de los profesores.

198
Estado, tierra y reconocimiento

Las familias que conocí en Bogotá escaparon de los bombardeos de


1996 y 1997 al tomar una piragua desde Salaquí hasta Riosucio y, des-
de allí, al dirigirse en lancha hacia Turbo. En este lugar, consiguieron
transporte para Medellín y luego hacia Bogotá. Mujeres y hombres en-
trevistados coincidían en que el Bajo Atrato fue una región en paz hasta
1996. Los grupos guerrilleros usaban esta región como escondite y para
descansar, pero no se metían con ellos. Sin embargo, cuando las fuerzas
paramilitares ingresaron ese año, toda la región se convirtió en un ver-
dadero campo de batalla.

Fuego cruzado en Tumaco

Una extensa red fluvial que se origina en las laderas de la cadena mon-
tañosa formada por la cordillera Occidental, en los límites con el Ecua-
dor, constituye el delta del río Patía, un área que se extiende por más de
3.000 kilómetros cuadrados al sur de la costa Pacífica colombiana. En
los primeros años de la década de los noventa, cerca del puerto princi-
pal de Tumaco, el cultivo de palma africana, la pesca de mariscos y la
ganadería se convirtieron en las principales actividades agroindustriales
en la región. Estas actividades fueron introducidas como parte del plan
de integración económica del Pacífico colombiano a los mercados inter-
nacionales. Los conflictos por la tierra se recrudecieron, en la medida
en que los cultivadores de camarones, en su mayoría blancos y mestizos,
destruían los manglares y derramaban el agua salada sobre las tierras de
los campesinos, en su gran mayoría afrocolombianos.
Durante mi trabajo de campo, conocí a cinco mujeres de Barba-
coas, un municipio ubicado a cuarenta kilómetros de Tumaco. Todas
ellas eran miembros del pcn, que luchaban por la titulación colectiva de
tierras y se oponían a la destrucción ambiental que la empresa Palmas
de Tumaco había causado en sus territorios. Todas trabajaban por la
titulación de sus tierras desde el Consejo Comunitario del Alto Mira y
Frontera, prescritas por la Ley 70, mientras que sus esposos eran em-
pleados de esta compañía maderera. En el 2000, la aparición de grafitis
en las calles de Tumaco anunció la llegada de los paramilitares, quienes
dirigieron sus acciones selectivas contra personas acusadas de ser cola-
boradores de la guerrilla por el hecho de trabajar como líderes comuni-

199
Andrés Salcedo Fidalgo

tarios y activistas. En marzo del 2001, treinta agricultores fueron desa-


parecidos. En junio del mismo año, el ejército llevó a cabo la operación
Tsunami que buscaba eliminar el Frente 29 de las farc y desmantelar
sus laboratorios de procesamiento de drogas.
Elena, dirigente comunitaria en Barbacoas, trabajó más de veinticin-
co años en esta región: desde 1995 era una de las líderes que organizó
tomas de carreteras y paros, para exigir que les pagaran a los profeso-
res de su vereda, para solicitar los cupos educativos monopolizados por
la ciudad de Pasto, para que pudieran tener electricidad, agua y una
carretera para conectarse con Tumaco. Además de madre comunita-
ria, trabajaba con la ong Plan Padrino en un programa sobre género,
familia y desarrollo, que contaba con veinticinco familias afiliadas y,
por medio del cual, cuidaba de sus nietos y a más de cincuenta niños
de la comunidad. Como promotora de salud, trabajaba en las brigadas
contra la fiebre amarilla y, como curandera tradicional, conocía los usos
terapéuticos de las hierbas para infecciones intestinales, dolor de estó-
mago y paludismo. En otras palabras, era la cuidadora de niños, niñas
y mujeres mayores:

[…] porque como yo era la que estaba pendiente de los niños y hasta
de las mismas viejas. Que un dolor de cabeza, ahí estaba yo ahí; que hay
que ponerle una hierbita, que hay que hacerle cualquier cosa. Cuando
yo veía que ya se me salían las cosas de las manos, entonces si ya acudía
al médico, pero cuando no, desde que le parara la infección que era lo
más duro, ya ahí yo les daba vitaminas, ya yo sabía cuál era la vitamina
que hay que darle el niño. (Entrevista a Elena Martínez, pcn, 1 de di-
ciembre de 2002)

Elena sentía orgullo al pensar que, justo antes de su desplazamiento,


hubiera logrado, por lo menos, que su comunidad tuviera electricidad y
la construcción de un parque, proyecto diseñado por ella misma. Estaba
trabajando en la titulación colectiva para el Consejo Comunitario de su
municipio cuando cuatro de sus primos hermanos fueron asesinados y
desmembrados como advertencia y amenaza en contra suya.
Ella sobrellevaba las masacres y la persecución política contra su fa-
milia, cuando vio que podía trabajar desde Bogotá a favor de su gente
en Barbacoas. Marién, su hija mayor, de veintiséis años, la remplazó en

200
Estado, tierra y reconocimiento

el pueblo al asumir las riendas del hogar infantil para los niños de la
comunidad. Sin embargo, pronto también fue blanco de las amenazas
por parte de los paramilitares. Ambas enviaban dinero y ropa para sus
familiares por los días en que las entrevisté. Ellas anhelaban retornar a
su hogar, ya que su comunidad las necesitaba. «Una comunidad nece-
sita alguien que la cuide y piense en el bienestar de todos, si queremos
que haya desarrollo», decía Elena.
Pastora, por su parte, venía de Candelillas, cerca de Tumaco, y sus
múltiples trasegares reflejaban los efectos que habían tenido en su vida
las venganzas a muerte entre integrantes de familias que se peleaban
por los linderos de tierras, el transporte de drogas y la participación en
el negocio de grupos guerrilleros y, posteriormente, en el de los grupos
paramilitares denominados “Águilas negras”. Su vida estaba marca-
da por la pérdida y la persecución. Cuando era niña, vivía en fincas
extensas de propiedad de su tío político, a quien consideraba como
su segundo padre. Recordaba la abundancia y la variedad de cocos,
plátanos, guayabas, piñas, arroz y caña de azúcar, que su familia cul-
tivaba y vendía en el puerto de Tumaco. Un día, Pastora fue testigo
de un duelo a machete que resultó en el asesinato de su tío por parte
de un hombre que organizaba bandas armadas en la región. Ella y
su familia, perseguidos por los familiares del finado, se fugaron y se
trasladaron para la vereda El Bolo. La policía capturó al hombre que
había acuchillado a su tío y Pastora declaró los detalles del hecho. Sin
embargo, el asesino salió libre dos años después, durante la época en
que ella estaba viviendo en El Bolo y ayudaba a su tía a atender una
tienda. En un día inesperado, Pastora reconoció el rostro del asesino
en un hombre que se acercó a comprarle cigarrillos y que no dudo en
amenazarla. Ella y su familia tuvieron que desplazarse nuevamente a
Tumaco y permanecer allí durante otros dos años. Sin embargo, en el
pueblo los rumores indicaban que el asesino seguía buscándola a ella
y a su padre, y que, incluso, el sujeto iba levantando el toldillo de las
hamacas de todas las casas para poder encontrarla. Su familia deci-
dió, en consecuencia, trasladarse a Buenaventura, ciudad en la vivió
por diez años con dos hermanos de su papá y en la que conoció a su
esposo. La joven pareja quiso regresar a Tumaco, con el deseo y la
esperanza de recuperar la herencia de Pastora, quien recordaba la voz
de su tío diciéndole que nunca se olvidara de sus tierras. Al volver, ella

201
Andrés Salcedo Fidalgo

y su marido cultivaron arroz y coco, pero tenían que pagarle a la gue-


rrilla el consabido impuesto o vacuna sobre el producido, y tenían que
soportar que les robaran cabezas de ganado. Desafortunadamente, su
esposo, quien estaba cansado de esta situación y se resistió a darles lo
que les pedían, fue asesinado. Entonces, Pastora regresó a Buenaven-
tura y vivió durante cuatro años allí. Sin embargo, por aquella época
los grupos paramilitares estaban reclutando y asesinando a los jóvenes,
y corría el rumor de que también se llevaban a los niños. Una noche,
mientras estaban viendo televisión, un grupo armado llamó a la puerta
y anunció que no tuvieran miedo, que ellos estaban realizando limpieza.
Al día siguiente, muchos jóvenes del vecindario habían desaparecido.
Incluso, estos sujetos armados condujeron a algunas personas hasta las
carreteras, detuvieron los buses y les indicaron a los conductores que
debían trasladarlas hasta Bogotá, en donde, según ellos, el Estado les
brindaría ayuda. Después de todos estos hechos, Pastora decidió, final-
mente, huir hacia Bogotá.
Estas dos mujeres de la región de Tumaco experimentaron situacio-
nes en las que estuvieron presentes múltiples hechos de violencia, provo-
cados por paramilitares y guerrillas, que les ocasionaron muchos dolores
y humillaciones, antes de llegar, por diferentes caminos, a Bogotá. En
el caso de Elena, su inteligencia y compromiso la llevaron a trabajar
por la defensa de los derechos humanos de las mujeres desplazadas y
continuar, así, con su labor de cuidadora en la ciudad. Pastora, madre
de ocho hijos y mujer de canalete y canoa, alejada de la política, fue
obligada a huir y a recorrer durante años gran parte del sur de la costa
pacífica, al intentar regresar a una finca que era de su propiedad, pero
de la cual quedó únicamente el recuerdo, porque se la disputaban ban-
das de guerrilleros y paramilitares ligados al narcotráfico. Tanto Pastora
como Elena conocieron a otra líder proveniente del norte del Cauca,
también afro, con quien se asociaron para sacar adelante proyectos que
beneficiaran a mujeres desplazadas y cabezas de familia.

Conclusión

La historia agraria de Colombia da cuenta de una usurpación continua


de tierras a través de barreras y exclusiones sociales internas, que ha-

202
Estado, tierra y reconocimiento

bían relegado la diversidad cultural y la protesta social hacia las márge-


nes de la nación. Este orden social desigual y jerárquico había quedado
plasmado en un proceso de poblamiento dispar y violento, así como en
una lucha encarnada por recuperar la tierra. Esto explicaba el profundo
arraigo e importancia que la defensa del territorio adquiría para una
diversidad de grupos campesinos y, en especial, para poblaciones afro-
colombianas e indígenas. La conformación de la nación colombiana
había seguido los lineamientos de un Estado que, de manera violenta y
arbitraria, había incorporado y colonizado, removido y desterrado a las
poblaciones subalternizadas en el proceso de modernización y desarro-
llo que había querido implementar a lo largo del siglo xx. En medio de
la guerra, las organizaciones étnicas afrocolombianas e indígenas inicia-
ron proyectos culturales encaminados a la recuperación de tradiciones
que sustentaran la representación que el Estado debía tener sobre ellas:
guardianas de la naturaleza y poseedoras de un conocimiento espiritual
superior.

203
5. Ciudad y reconstrucción

L
as personas desplazadas internamente enfrentaron enormes di-
ficultades para incorporarse laboralmente y de manera estable
en la ciudad de Bogotá, un contexto en el que el desempleo era,
en el año 2002, del 18% y en el que el 60% de la población estaba bajo
la línea de pobreza (Departamento Administrativo Nacional de Esta-
dística, dane, 2002). Solo los grandes sectores financieros y comerciales
a gran escala parecían haberse beneficiado de la riqueza generada por
las políticas neoliberales y un clima de mayor seguridad e inversión ex-
tranjera. La contracción del empleo formal y el crecimiento de la des-
igualdad de ingresos, documentados por Portes y Hoffman (2003: 50),
parecían un patrón común en toda América Latina luego de las refor-
mas neoliberales de la década de los noventa. Durante ese periodo, en
Colombia las actividades informales, distribuidas en comercio (45,3%),
servicios (20,0%) e industria (18,2%), representaron la principal fuente
de ingresos para más de la mitad de la población laboral urbana en Bo-
gotá (Maldonado y Hurtado, 1997).
En 2002, más de la mitad de las personas internamente desplazadas
afirmaron que no tenían empleo, mientras que el resto tuvo que trabajar
de manera informal en el sector servicios: vendedores ambulantes, tra-
bajadores y cuidadores de predios cerca de Bogotá, empleadas del ser-
vicio doméstico, asalariados en el sector de la construcción y ayudantes
en pequeñas tiendas de barrio (Pérez, 2004: 94; rut, 2002).

205
Andrés Salcedo Fidalgo

En este capítulo, quisiera argumentar que las personas desplazadas


que llegaron a la ciudad de Bogotá en el primer quinquenio del nue-
vo milenio contribuyeron a enlazar y tender puentes sociales entre co-
munidades rurales y urbanas en el marco de un vasto y estratificado
mundo de contactos. Los desplazados formaron franjas de migrantes no
calificados, en un itinerario de tanteos desde la provincia rural hasta la
metrópoli, que se caracterizó por el uso de redes de reciprocidad rural-
urbana que ocuparon nichos muy precarios, desdeñados o imposibles
de capturar por el mercado capitalista (Rivera Cusicanqui, 1996: 32,
128). Justamente, a través de casos etnográficos, demuestro que un nú-
mero significativo de estas personas encontraba inserción económica
en la ciudad a través de las organizaciones no gubernamentales con las
cuales habían trabajado como activistas (ong dedicadas a la defensa
de los derechos humanos), programas de organizaciones humanitarias
internacionales, prácticas de medicina tradicional, proyectos ecológicos
y actividades de autoempleo. La economía informal, los negocios do-
mésticos unipersonales y las actividades microempresariales, derivadas
de programas estatales de asistencia, constituían una combinación de
formas de subsistencia.
Varios casos demostraban las diferentes prácticas de reinserción que
las personas desplazadas utilizaron con el fin de rehacer sus vidas me-
diante la activación de circuitos de la economía informal y la ampliación
de sus redes de paisanaje y parentesco, así como de sus esferas de actua-
ción política. Sostengo que las posibilidades de estos colombianos para
emprender un proceso de recomposición dependían de su habilidad
para moverse a través de diferentes regímenes políticos y económicos
con fuertes líneas divisorias, los cuales abarcaban las rutas, obstáculos y
lazos establecidos desde los municipios de procedencia, pasando por las
ciudades intermedias donde, por lo general, los albergaron familiares o
compañeros de las organizaciones a las cuales pertenecían, hasta llegar
a las nuevas redes políticas que ellos tejieron en la ciudad de Bogotá.
En lugar de un proceso de transición entre dos mundos (uno rural y el
otro urbano), el reasentamiento hacía parte de una interfaz urbano-rural
(Roy, 2003: 35) en la cual los migrantes pasaban de la marginalidad rural
a ser participantes o agentes políticos de nuevos espacios de actuación.
Algunas personas consideraban seriamente la posibilidad del retor-
no, siempre y cuando las condiciones de seguridad se los permitieran.

206
Ciudad y reconstrucción

Otros tenían expectativas de permanecer temporalmente en la ciudad;


aspiraban, con el tiempo, a ahorrar dinero y poder trasladarse hacia
y desde sus lugares de procedencia. En cambio, otros más decidieron
quedarse en la ciudad y persistir en sus sueños de conseguir una casa a
través de organizaciones comunitarias y el apoyo de las ong.
Al observar las dinámicas de reasentamiento de los desplazados in-
ternos en la ciudad de Bogotá, quisiera explicar procesos más amplios
relacionados con el desplazamiento: movilidades, flujos intraurbanos y
situaciones de urbanización, que rearticulan las discriminaciones y las
líneas divisorias de pertenencia étnica, clase y género. Bogotá había sido
siempre un ciudad en la que habían coexistido estrategias formales e
informales de ganarse la vida, formas legales e ilegales de acceder a
la vivienda, estilos de vida urbanos y rurales, confluencia de culturas
regionales, intersección de prácticas, e intercambios y procesos de re-
territorialización, reorganización y despliegue de múltiples espacios y
centralidades físicas e institucionales (Salcedo, 2013; Sassen, 2002: 13-
14; Roy, 2003: 39). La capital conectaba a los migrantes que provenían
de todos los rincones del país con parientes o allegados que se ubicaron
en la ciudad varios años antes y que se convirtieron en los encargados
de movilizar redes de apoyo mutuo y relaciones de reciprocidad. A tra-
vés de estas conexiones, hombres y mujeres desplazados negociaban,
de manera desigual y diversa, su acceso a albergues o viviendas y sus
formas de sobrevivir y conseguir fuentes de ingreso. Si bien, para mu-
chos de los recién llegados, la ciudad era un espacio temido por su in-
mensidad y por sus códigos hostiles de pertenencia, trato y apariencia,
también era un lugar de oportunidades que les permitía dejar de lado la
violencia política y las relaciones patronales y gamonales que regían en
las zonas donde habían residido previamente.
En situaciones de constante cambio (Said, 1999: 12) y de traslados
interurbanos frecuentes de una habitación a otra, las personas despla-
zadas veían a Bogotá como una ciudad de encierros y dificultades, en
comparación con un pasado que había sido idealizado como estable y
abundante. Sin embargo, desde una perspectiva a largo plazo, Bogotá
también representaba el mito del progreso económico y social, de una
mejor educación para los niños, del acceso a servicios de salud y, sobre
todo, la posibilidad de estar vinculado a organizaciones comunitarias,
organismos humanitarios, ong e instituciones estatales. La ciudad era

207
Andrés Salcedo Fidalgo

un lugar estratégico para los actores menos favorecidos (Sassen, 1999),


nodo de contactos políticos y sociales que podían convertirse en patrimo-
nio marginal, pero que eran formas significativas de prestigio, influencia,
respeto y reconocimiento. La capital del país representaba la liberación
de la represión armada, aunque también la imposición de un ritmo de la
vida mediado por el dinero. Junto con el anonimato, muchas de las per-
sonas entrevistadas sentían que ya no se encontraban bajo la vigilancia
de los grupos armados y que, en ese sentido, habían recuperado cierta
tranquilidad.
Propongo el término ‘reconstrucción’ en lugar de ‘reasentamiento’
como una manera de señalar la capacidad renovada para recompo-
nerse socialmente después del desplazamiento y de organizarse po-
líticamente contra los efectos devastadores de la guerra. Si bien la
palabra ‘reasentamiento’ ha sido comúnmente discutida por parte de
las políticas estatales en términos de adaptación, integración y asimi-
lación, la ‘reconstrucción’ es un vocablo más apropiado, pues se refiere
a los compromisos prácticos y a la producción de espacios (Lefebvre,
2000) por parte de la población desplazada. Este proceso de recons-
trucción incluye esfuerzos para recomponer lazos u obligaciones de
parentesco, fortalecer los vínculos entre las personas que sobrevivieron
y huyeron y aquellos que se quedaron atrás, imaginar alternativas a las
situaciones de escasez, negociar las identidades, y crear nuevas formas
de filiación.
En la primera parte del capítulo, presento varios casos de personas
desplazadas provenientes de los departamentos de Meta y Caquetá, que
participaban en programas y espacios institucionales creados por enti-
dades estatales en Bogotá y empleaban prácticas de rebusque para sos-
tener, aunque de manera precaria, a sus familias. Describo, luego, tres
casos de organizaciones de mujeres que se apoyaron en movimientos
de derechos humanos, gestionaron recursos y trabajaron en el fortaleci-
miento de la autoestima y la recuperación emocional, en estrategias de
supervivencia económicas y en proyectos de vivienda. Finalmente, ex-
pongo la situación de una mujer que participó en una toma manipulada
por algunos líderes, pero desafiante en términos simbólicos: la toma de
la sede de la Cruz Roja Internacional en Bogotá, en 1999.
En la segunda parte del capítulo, discutiré la autenticidad cultural
como recurso sorpresivamente favorable para grupos indígenas y afro-

208
Ciudad y reconstrucción

colombianos que buscan hacer valer sus derechos étnicos en la ciudad.


La tradición parecía ser la clave para lograr mayor atención y tramitar
recursos institucionales con mayor efectividad. El objetivo era probar,
ante las políticas públicas distritales y nacionales, la preservación de las
tradiciones rurales, las cuales implicaron también una resignificación de
las categorías étnicas y de los estereotipos dominantes para emplearlos
en la vida urbana (Ferguson, 1999: 88). El uso intencional de marcado-
res como el traje indígena o la realización de ciertas prácticas (limpiezas
chamánicas y rituales espirituales) eran competencias que solo podían
tener efectividad simbólica cuando estaban en manos de “verdaderos”
indígenas, quienes poseían poderes mágicos y eran capaces de ampliar
y diversificar aún más el sector de servicios chamánicos y terapéuticos
en la ciudad.
Para ilustrar la conexión entre la producción de espacios “étnicos”
en la ciudad, presento cuatro casos sobre cómo las poblaciones indíge-
nas y afrocolombianas internamente desplazadas reinventaban sus pro-
pias utopías culturales en las ciudades. Algunos grupos indígenas ofre-
cían servicios curativos mágicos para el cuerpo y el alma, promovían la
conciencia ecológica y se especializaban en la producción de elementos
“culturales” vendibles en los circuitos globales del consumo, tales como
las obras de arte y las artesanías. Las comunidades afro utilizaban las
estéticas y los rasgos de personalidad desde los cuales la sociedad domi-
nante solía caracterizarlos –como alegres, tropicales y sensuales– para
contrarrestar las prácticas racistas y ganar el aprecio de los habitantes
de las periferias a las que llegaban. Estos grupos también dominaban
enclaves étnicos económicos informales, dedicados a prestar los servi-
cios de comida, y a establecer peluquerías y grupos de danza y música.

El rebusque

Las actividades de autoempleo, creación de cooperativas, asociaciones


solidarias y ventas callejeras eran solo algunas de las muchas acciones
que las poblaciones internamente desplazadas emprendían para resol-
ver su exclusión de la estructura laboral urbana. En esta estructura el
capital educativo (títulos, diplomas) y el capital social (redes de influen-
cia sociales y familiares) eran decisivos para enfrentar el clasismo, el

209
Andrés Salcedo Fidalgo

paternalismo, el ninguneo y demás exclusiones eslabonadas (Rivera Cu-


sicanqui, 1996: 2,6) que las personas recién llegadas tenían que sobre-
pasar para ganarse la vida.
La palabra misma de ‘rebusque’ hace referencia a las formas de
subsistencia basadas en la venta de una diversificada producción de ali-
mentos, en la elaboración de artesanías y en la prestación de servicios
domésticos, las cuales tenían lugar porque estas personas se encontra-
ban estructuralmente excluidas del mercado formal de trabajo. Entre
otras actividades de rebusque, se pueden mencionar la preparación y
venta de empanadas de carne, tamales o pasteles; los puestos de co-
cadas; la venta de limpiones o bolsas de basura; el lavar la ropa de los
vecinos; o el pago de la renta mediante la realización de labores de
limpieza y de cocina para los dueños de la vivienda. Los hombres que
conocí trabajaban como coteros en las plazas grandes de mercado de la
ciudad y se les pagaba a destajo según el número de bultos transporta-
dos. Uno de ellos afirmaba: «Yo no me varo» y señalaba su versatilidad
para encontrar nuevas formas de subsistencia (entrevista a Eduardo
Rodriguez y Arnodio Martínez, 19 de agosto de 2002). Otro, proce-
dente del departamento de Caquetá, vendía las cosechas que cultivaba
en su parcela de tierra, ahora en zona urbana, e indicaba: «La gen-
te está encontrando la manera de salir, necesitan moverse, no pueden
quedarse pasmados» (entrevista a Eduardo Rodriguez y Arnodio, 19
de agosto de 2002). Por eso, a la mayoría de estas personas se les veía
en las calles vendiendo toallas, piezas de arte y artesanías, jugos y la
comida de su región:

Yo lo que he aprendido ha sido mucho. Por eso es que no me varo


en ninguna parte vendiendo jugo en Corabastos […]. Puede ponerse a
cargar bultos, porque donde yo llegara a conseguir cualquier cosa. Yo
sé hacer salpicón costeño, chuzo. Yo trabajé en restaurantes, cazuela
de mariscos. No ve que quedamos sin cinco. Puedo vender cocadas,
bollo limpio, bollo de mazorca, chicharrones, guineo verde. (Entrevista
a Arnodio Martínez , 45 años, procedente de Valledupar, Cesar, 19 de
agosto de 2002)

Se categorizaba a estas personas como trabajadores no calificados,


mano de obra barata, cooptados por microempresarios que, a su vez,

210
Ciudad y reconstrucción

podían suministrar bienes de bajo costo y servicios a empresas del sec-


tor formal (Portes y Hoffman, 2003: 50). En Bogotá, grandes empresas
como Quala S.A., Comcel y BellSouth empleaban mano de obra no
calificada a través de cientos de distribuidores, con contratos de trabajo
no regulados, para vender tarjetas de teléfonos celulares, helados y ac-
cesorios de todo tipo alrededor de la ciudad entera. Los distribuidores
de Quala S.A. les pagaban a migrantes recién llegados sumas irrisorias
por recorrer enormes distancias, con su uniforme y nevera portátil,
para vender los famosos helados BonIce. Estos contratantes ofrecían a
las personas desplazadas salarios bajos, sin protección de seguridad so-
cial o beneficios sociales por la venta. Esta forma flexible de actividades
económicas les permitía, a su vez, a quienes se enganchaban en estas
relaciones eslabonadas de explotación, invertir sumas no tan grandes
de dinero, una mayor interacción personal en las calles, combinar acti-
vidades domésticas de cuidado con las actividades laborales y extender
o prolongar los horarios de trabajo.
Algunas mujeres que entrevisté mencionaban que la fuerza que las
motivaba a subsistir se la debían al hecho de haber sido criadas en el
campo, en donde todo el mundo estaba acostumbrado a trabajar duro
día y noche, y a su capacidad para diversificar negocios, gracias a sus
trayectorias migratorias que las condujo a emplearse en todo lo que uno
pudiera imaginarse. En sus lugares de procedencia, estas personas no
necesitaban del dinero para conseguir el alimento. Sin embargo, en las
calles y semáforos, tenían que alargar las jornadas laborales para conse-
guir el sustento del día y debían ignorar o hacer caso omiso a los prejui-
cios y discriminaciones que señalaban al desplazado como sinónimo de
pobre y atrasado; esto, para crear su propio puesto de trabajo, ganarse
a la gente, asegurar clientela, y aprender a manejar interacciones plaga-
das de las más sutiles jerarquías de poder, prestigio y trato.
Rosa, oriunda de Santander, madre de dos hijas y quien se desplazó
desde Acacías (Meta) en 1997 debido a las amenazas de la guerrilla con-
tra los propietarios de fincas, se instaló en Fontibón con unos familiares.
Ella tuvo que mudarse varias veces a causa del rechazo de los vecinos.
Creía que los habitantes de la ciudad rechazaban a los campesinos como
ella debido a que acostumbraba decir lo que pensaba de manera direc-
ta. Al poco tiempo, Rosa se asoció con la suegra de su sobrina y se fijó
en que las empanadas y tamales que preparaba se vendían muy bien:

211
Andrés Salcedo Fidalgo

Desde que salí de allá, llegué aquí a la ciudad con $200.000 y em-
pecé a bregar, a trabajar vendiendo empanadas en la calle puerta a
puerta y pasteles. Una familia, de verme así que tenía mis hijos peque-
ños y eso, me regaló para comprar una estufa y una olla, y con eso me
puse a hacer tamales. Era una estufa industrial de gas. (Entrevista a
Rosa Moreno, 50 años, proveniente de Lejanías, Meta, 13 de noviem-
bre de 2003)

Rita, mujer procedente de Urrao (Antioquia), quien sufrió el asesina-


to de uno de sus nueve hijos –que trabajaba en el Concejo de ese muni-
cipio–, tuvo que trasladarse con su marido a Bogotá en el año 2000. La
recibieron dos amigas mayores, también provenientes de Urrao, que es-
taban ubicadas en el barrio San Bernardo en el centro de la ciudad. Su
esposo, que estaba desesperado sin trabajo, consiguió un lote cerca de la
capital del país para cultivar granadillas. Rita se empleó lavando ropa de
referidos y luego trabajó en Taller de Vida y con la Asociación de Auto
Ayuda ada, dos ong dedicadas a apoyar a la población desplazada. Ella
fue contratada temporalmente como guía de pasajeros para orientar a
los usuarios en las estaciones del nuevo sistema de transporte público
en Bogotá, Transmilenio. Según comenta ella misma, a los miembros
de la Alcaldía les gustó mucho su trabajo, porque nunca manifestaba
cansancio. Esta fue, entonces, una oportunidad para demostrarles que
podían contratar personas desplazadas y que estas estaban dispuestas a
todo con tal de tener una oportunidad de trabajo:

A mí me admiraron mucho, porque yo nunca me sentía cansada,


y las mujeres más jóvenes, rendidas de los pies, que estaban cansadas,
que no sé qué. Yo, nunca, yo nunca llegué a sentir [cansancio]; como
se dice, siempre he vivido enseñada a vivir parada día y noche. (Entre-
vista a Rita Moreno, 59 años, proveniente de Urrao, Antioquia, 14 de
noviembre de 2003)

Para los hombres era más difícil conseguir un empleo, debido a que
su experiencia como trabajadores agrícolas no era valorada en la ciu-
dad. Sin embargo, algunos consiguieron contratos informales de tiempo
parcial con empresas de seguridad, y como auxiliares de construcción y
asistentes en la reparación de automóviles. A raíz del desplazamiento,

212
Ciudad y reconstrucción

los hombres tuvieron que participar más en las tareas domésticas y en


el cuidado de los niños, mientras que las mujeres pudieron, desde el co-
mienzo, obtener recursos económicos, debido a la gran demanda en la
ciudad de los servicios de comida y aseo, ámbitos en los que ellas tenían
una gran experiencia (Meertens, 1999: 426; 2002: 58).
Nancy, madre de cinco niños, salió de Algeciras (Huila) en enero de
2003; luego, estuvo seis meses en Neiva y, en vista de que a su esposo
nunca le pagaron en una obra de construcción, decidieron trasladarse a
la Casa de Atención al Migrante en Bogotá. Ella, quien sufrió el asesina-
to de su madre y hermanos hace un año, lavaba ropa y estaba dispuesta
a emplearse en el área de construcción, porque, según ella, su padre la
había criado como a un «macho», «voleando azadón», recogiendo café
y limpiando el rastrojo:

A: –¿Usted en qué cosa cree que podría trabajar ahora, pues aparte
de lavar la ropa?
N: –En lo que lo coloquen a uno. Si a mí me sale trabajo, que estén
trabajando en construcción y a mí me necesitan, yo con mucho gusto
voy, porque me toca revolver mezclas, yo las revuelvo; si me toca pasar
ladrillos, yo paso, porque yo he estado, como el cuento, yo he sido más
macho pa’l trabajo material que pa’ cocinar –se ríe–. Yo no sé, yo como
que me crié en realidad doctor, yo no le estoy mintiendo, yo me crié fue
como un macho, trabajando, sí señor. (Entrevista a María Nancy Truji-
llo, 33 años, proveniente de Algeciras, Huila, 21 de enero de 2004)

A pesar de que los empleos temporales en la economía informal no


les ofrecían ninguna protección social, las mujeres que llevaban más
tiempo en Bogotá que Nancy sentían que podían adquirir más autono-
mía y ampliar sus vínculos sociales en la ciudad. Muchas se imaginaban
horizontes de vida orientados hacia más oportunidades para la educa-
ción de sus hijos y podían liberarse de las dependencias y desigualdades
de género que habían vivido hasta ahora (Meertens, 2000: 118).
Entre las prácticas de rebusque y como parte de la indagación por
un espacio propio en el ciudad, se encontraba la autoproducción de
vivienda. Algunos sabían construir sus casas y lo habían tenido que ha-
cer varias veces en sus vidas como colonos en las zonas rurales. Ahora,
volverían a poner a prueba estas prácticas en terrenos empinados de

213
Andrés Salcedo Fidalgo

las laderas periféricas del sur de la ciudad de Bogotá. Luego de trasegar


varios meses, de pagar arriendo en inquilinatos o de tener cuartos en
alquiler, los desplazados recurrían al mercado ilegal de lotes, el cual les
resultaba mucho más accesible que los programas de vivienda de inte-
rés social, para poder iniciar, así, el proceso de edificación de su casa.
Algunos pagaron por lotes parcelados de 30 a 70 m2, con cuotas de
$80.000 a $120.000 pesos mensuales, un depósito de $250.000 pesos
y una cuota inicial de $1.000.000. El propio sujeto encargado de los
lotes les advertía que debían ocupar la casa tan rápido como pudie-
ran, ya que podían llegar otras personas a desalojarlos o a reclamar el
terreno como suyo. A las familias en situación de desplazamiento que
decidieron usar sus ahorros para adquirir terrenos en la ciudad, les
entregaban un recibo de promesa de venta y un cambuche fabricado de
tablas y plásticos que estaba conectado de manera ilegal a los postes
de luz y a mangueras de agua, por cuyo servicio también se les cobra-
ba mensualmente a estas personas. Como ellas conocían las técnicas
de construcción, desmontaban el cambuche y construían, poco a poco,
su vivienda: realizaban los huecos de los postes; empezaban a elevar
las columnas; recogían materiales de otras zonas de la ciudad, como
tablas, hormigón, ladrillos y tejas de zinc; echaban la plancha de un
cuarto único separado por cortinas; y, con el paso del tiempo, termi-
naban la construcción de los otros cuartos, la cocina y el baño. Luego,
estas familias pensaban en construir el segundo piso y más en la casa.
La población desplazada que esperaba poder escapar del conflicto
armado se encontraba con nuevas modalidades de violencia delincuen-
cial y enfrentamientos entre bandas de urbanizadores pirata, respalda-
dos por grupos armados. A mediados de la década de los noventa, el
Bloque Capital de las Autodefensas Unidas de Colombia (auc) quiso
adueñarse de algunos barrios de la ciudad, no solo con fines contrain-
surgentes para vigilar el corredor del Páramo de Sumapaz dominado
por las farc, sino también con propósitos de “limpieza social” y de
prestar servicios de seguridad a industriales, comerciantes y tenderos
de sanandresitos, Corabastos y el Siete de Agosto: «Se tomarán ac-
ciones fuertes de carácter militar para neutralizar ciertos grupos que
afectan el normal desarrollo de la comunidad que han creado insegu-
ridad y miedo en nuestras gentes» (Pinzón, 2006: 14, 18). Las acciones
de limpieza social llevadas a cabo en colaboración con la policía iban

214
Ciudad y reconstrucción

dirigidas a “ajuiciar”, corregir, controlar y monitorear a los jóvenes, y a


saber con quiénes se metían, a qué hora salían y entraban de sus casas.
Solían, incluso, dejar boletas amenazantes por debajo de las puertas:
«Dígales que si no se ajuicia, nosotros la ajuiciamos. A las putas las
acostamos temprano» (Pinzón, 2006: 46).
Como resultado, entre el año 2000 y el 2005, en Altos de Cazucá
y Ciudad Bolívar, cientos de jóvenes fueron requisados y arrestados
a diario, reclutados, asesinados y desaparecidos por distintas razones
(porque eran líderes comunitarios, viciosos, delincuentes, ñeros, pandi-
lleros o simplemente porque por su apariencia eran vistos como un
problema).
Mi investigación demuestra que, para muchas comunidades despla-
zadas pobres, la invocación de un “espacio perdido” y las luchas para
rehacer su vivienda en la ciudad hacían parte de un proceso de recom-
posición y trasegar permanentes. El pago de la renta era humillante, por
lo que construir y ser dueño de una casa los impulsaba a buscar terrenos
en zonas donde aprendían, nuevamente, a convivir con la delincuencia
y la presencia de las armas, mediante las cuales los actores armados pre-
tendían “limpiar” y corregir a los grupos que ellos consideraban como
“viciosos”. Al contrario de los discursos de asistencia humanitaria, que
crean la dependencia por parte de las y los desplazados a un poder ins-
titucional, en los casos que expongo fui testigo de la creación de nuevas
posibilidades de autogestión y acción en red (Escobar y Harcourt, 2005:
10), como lo mostraré en el siguiente apartado.

Organizaciones de mujeres desplazadas

Las nuevas circunstancias de las mujeres internamente desplazadas las


llevaron a movilizarse en torno a sus necesidades más urgentes (vivien-
da, salud, educación y seguridad), pero también a oponerse a la lógica
de la guerra y favorecer, en cambio, el derecho a la vida. El 25 de julio
de 2002, aproximadamente 20.000 mujeres del Movimiento Social de
Mujeres en Contra de la Guerra y por la Paz organizaron una marcha
en Bogotá que empezó desde el Parque Nacional y continuó hasta la
Plaza de Bolívar, para exigir el fin del conflicto colombiano con el lema
«no pariremos un hijo más para la guerra» (El Tiempo, 2002: 1-14). En

215
Andrés Salcedo Fidalgo

agosto 4 y 5 de 2004, varias de mis entrevistadas participaron en Bogo-


tá en el Encuentro Internacional de Mujeres en Contra de la Guerra,
organizado por la Ruta Pacífica de las Mujeres, cuyos ejes de discusión
fueron la negociación política de los conflictos y la Alianza Iniciativa de
Mujeres Colombianas por la Paz (imp). Estas mujeres discutieron sobre
la grave impunidad que rodeaba a los crímenes de guerra, sus procesos
de duelo, su necesidad de recuperación emocional luego de experiencias
de terror y violencia, y la creación de lazos de solidaridad económica
para apoyar proyectos de supervivencia. Estos movimientos fueron ca-
paces de incluir su agenda política en los planes de desarrollo de 48 mu-
nicipios, así como en los de cuatro departamentos. Con base en la reso-
lución 1325 de 2000 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas,
ellas reclamaron su inclusión en las negociaciones de paz con los grupos
paramilitares. Así, gracias a la presión de estos colectivos de mujeres, el
Gobierno colombiano incluyó el género como un tema obligado de sus
programas de asistencia humanitaria.
Las mujeres organizadas solían activar sus redes de solidaridad
y apoyo cuando se identificaban con otras que poseían pérdidas y
aspiraciones similares. Virgelina Chará1, una líder afro proveniente de
la cuenca alta del río Cauca, fue expulsada por primera vez debido a la
construcción de la represa La Salvajina en 1984 y luego, en el 2003, por
parte del ejército y los paramilitares que la declararon como objetivo
militar. Ella dirigía una asociación de mujeres desplazadas en Bogotá
gracias a su experiencia de toda una vida de trabajo como líder comu-
nitaria. Cuando estuvo en Cali, dirigió la creación del barrio Daniel
Guillard, en el Distrito de Aguablanca, pero tuvo que mudarse, ya que
se encontraba en la lista de personas que los paramilitares consideraban
se debían silenciar.
Para llegar a la casa de Virgelina en Bogotá, tuve que caminar por
calles pendientes, hacia el oriente del antiguo barrio colonial de La
Candelaria, desde donde se visualizaba la extensión de un sinnúmero de
casas pequeñas con techos de viejas tejas. Nuestros guías, dos de los hijos
de Virgelina, corrieron y subieron por las escaleras casi interminables

1
Este es nombre no se trata de un seudónimo. Lo utilizo porque Virgelina se convirtió en
una figura pública y ha sido entrevistada en los medios de comunicación a propósito de su
vivencia.

216
Ciudad y reconstrucción

que nos condujeron al pequeño pasillo con piso de tierra que separaba
su casa de las demás, la cual se elevaba en tres plantas pequeñas en la
zona llamada El Rocío.
Como todos los sábados, la casa se llenaba con la algarabía y las risas
de conocidos que llegaban a visitarla y a trabajar. Allí se encontraba
Nubia, una líder política del partido alternativo Frente Social y Político.
Ambas, Nubia y Virgelina, eran miembros de un movimiento de dere-
chos humanos llamado Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz,
creado en 1994. Más tarde, me enteré de que juntas habían gestionado
la adquisición de un horno para hacer tortas, una de las muchas activi-
dades que se manejaba desde la casa de Virgelina. También me enteré,
varios meses después, de que ella obtuvo un reconocimiento mundial
por sus programas de creación de paz y recuperación económica para
las personas desplazadas internamente, y que había sido incluida, junto
con otras mil mujeres, en la lista de los nominados al premio Nobel de
la Paz en el año 2005.
El día de nuestra entrevista, un equipo universitario de profesores y
estudiantes salía de su casa. Virgelina se despidió de ellos y les lanzó una
moraleja al señalar que, si bien ellos le debían enseñar a ella, termina-
ron también aprendiendo de sus experiencias. Nos invitó a sentarnos
alrededor de una larga mesa donde tenía todo tipo de artesanías para
la venta. Algunos de los afiliados a su asociación nos enseñaron a com-
binar el pegante, el trigo y el jabón para formar la masa que usaban
para modelar sus creaciones manuales. Entre las muchas figuras, una en
particular llamó mi atención: una muñeca afro con un vestido de noche
muy elegante de color rojo y con las curvas de sus caderas prominen-
tes. Las características de esa muñeca me recordaron los estereotipos
generalizados que había escuchado de muchos hombres en los espacios
públicos en Bogotá, estereotipos que se utilizaban para sexualizar a las
mujeres afrocolombianas, y me percaté de la manera como estas inicia-
tivas comerciales de base respondían a dichos estereotipos.
Virgelina nos invitó luego a sentarnos en la terraza de su casa. Desde
allí, teníamos la vista más increíble de la ciudad y, como telón de fondo,
los cerros orientales con sus visos negros y su aspecto siniestro y fresco.
Virgelina nos habló de la conveniencia de vivir cerca del centro de Bo-
gotá, señalando con el dedo las oficinas de la Red de Solidaridad Social
y los Ministerios que por lo general visitaba, así como Cachivaches, la

217
Andrés Salcedo Fidalgo

tienda en donde vendía algunas de las artesanías que ella y las mujeres
de su asociación producían. Con ese dinero, ellas invertían y compraban
nuevo material o lo utilizaban en caso de que alguna de sus afiliadas
tuviera una situación de emergencia.
Virgelina me explicaba cómo había logrado crear su asociación:
en primer lugar, visitaba a las mujeres que estaban dispuestas a adhe-
rirse; luego, corroboraba que fueran madres solteras a cargo de sus
hogares y constataba que tuvieran necesidad de apoyo económico;
finalmente, sondeaba qué era lo que mejor sabían hacer para ganarse
la vida y, de esta forma, lograba organizar y movilizar el potencial
humano que veía en sus compañeras:

Empecé a decirles: ¿Ustedes qué quieren? Entonces, todas me de-


cían: Ay, yo no tengo trabajo. ¿Usted qué sabe hacer?: Que yo sé hacer
bolsos. ¿Y usted sabe hacer bolsos y está sin trabajo? ¿Usted qué sabe?:
Yo sé tejer. Pero el cuento que yo he manejado es que yo me meto a la
casa de la gente y si usted dice “yo estoy mal” yo voy a su casa a ver
si es verdad […] porque hay mucha gente que maneja el “yo estoy
mal” para coger a las otras personas como vacas lecheras […]. Usted
tiene que arrancar de lo que usted sabe. Usted arranca de cero. Iba a
donde la otra. ¿Que usted qué saber hacer?: Que yo sé tejer. Camine
vamos a su casa. ¿Usted qué tiene aquí?: Ah no, pues tengo todos estos
hilos. ¡Cómo así que usted está aguantando hambre, que ustedes están
pasando trabajo, que no tienen pa’ pagar el arriendo, cuando ustedes
tienen aquí una inversión, tienen materia prima para ustedes trabajar!
Póngase a hacer eso y lo vendemos. (Entrevista a Virgelina Chará, 48
años, proveniente de La Toma, Cauca, 26 de noviembre de 2003)

Virgelina señalaba que muchas de las personas que conocía y que se


lamentaban de estar pasándola mal no se habían dado cuenta del valor
y el potencial que tenía su saber hacer en la ciudad. Como una persona
crítica frente al asistencialismo y la instrumentalización de las víctimas
que solían hacer muchos programas de asistencia humanitaria, ella ve-
rificaba y comprobaba que todas tuvieran una necesidad apremiante.
Más de un centenar de colectivos de mujeres desplazadas, organiza-
dos en Bogotá, apoyaban, hacia el año 2005, a redes de parientes y
a víctimas de la violencia política para articularlos en estrategias de

218
Ciudad y reconstrucción

supervivencia y reconstrucción. Dentro de estas estrategias, figuraban


la manufactura de toda clase de accesorios y artesanías, la venta de
comida rápida, los eventos para apoyar a las mujeres afiliadas, las ase-
sorías para saber reclamar sus derechos como personas desplazadas y
la activación de redes nacionales e internacionales de apoyo para la
movilización política. Con frecuencia, las asociaciones de mujeres filia-
ban a lideresas desplazadas que, por lo general, habían trabajado toda
su vida en proyectos destinados a la consecución de vivienda digna y de
opciones de trabajo propio y autogestionado.
Amanda Solano, por su parte, asistía a personas desplazadas pro-
venientes del departamento del Meta, región en la que trabajaba
como líder cuando fue expulsada. Su organización funcionaba en un
pequeño apartamento del centro de Bogotá, que un estudiante uni-
versitario le subarrendaba a ella durante el día. Amanda y su asis-
tente, Margarita, me invitaron a sentarme a la mesa del comedor en
donde habían apilado y clasificado los archivos de sus afiliados bajo
los nombres de sus programas: “Madres solteras”, “Edad avanzada”,
“Programas productivos” y “Proyecto de vivienda”. Me mostraron los
adornos de Navidad que habían terminado para vender y me indica-
ron que estaban buscando fondos para los regalos de los niños de sus
afiliados este año. Amanda estaba liderando un proyecto de vivienda
denominado Villa Hermosa, de 1.500 casas, las cuales fueron diseña-
das con la ayuda de algunos arquitectos que contactó en Bogotá. Ella
empezaría con la construcción de 250 viviendas para sus afiliados en
una parcela de tierra que estaba buscando. Como su situación econó-
mica era muy difícil, tuvo que vender sus pertenencias y mudarse a
un cuarto más pequeño para mantener viva su organización. Por eso
mismo, se encomendaba a sus santos favoritos: Santa Marta, la Santa
Trinidad y el ejército hindú, a todos juntos. Amanda tendría, según
nos manifestó, una conversación seria con ellos y les pediría «ponerse
buenos», para que intercedieran por ella en ese momento. En lugar
de invocar al Estado colombiano, Amanda recurría al poder de sus
santos más allegados para cumplir las promesas que les había hecho
a sus afiliados.
Virgelina, por su parte, demostraba el ingenio de una activista expe-
rimentada que había trabajado su vida entera construyendo redes con
ong, organizaciones étnicas y de derechos humanos, y que no recibía,

219
Andrés Salcedo Fidalgo

por cuestiones éticas, ninguna ayuda del Estado. A través de su aso-


ciación de mujeres, ella movilizaba el talento y la destreza de muchas
otras que habían sobrevivido a la persecución y que habitaban en ba-
rrios como Sierra Morena, en Ciudad Bolívar; Quiroga, Diana Turbay,
Nueva Esperanza y San Marcos, en Rafael Uribe Uribe; Villa Rosita,
en Usme; y Rincón de Suba, en Suba. Su asociación no solo generaba
procesos productivos que permitía a las mujeres autonomía económi-
ca, sino que también lideraba actividades de formación social y política
que, a través de la familia y el desarrollo, promovieran el cambio social.
Su asociación Asomujer y Trabajo en Colombia logró, con el paso de
los años, agrupar a cincuenta organizaciones de mujeres y participar
en programas de concertación entre la cooperación internacional y las
instancias estatales nacionales. El caso de Amanda, por otro lado, ilus-
tra la capacidad de una líder que sabía moverse entre las redes clien-
telares de líderes políticos barriales, urbanizadores y promotores de
vivienda y arquitectos. Las centenares de cartas que ella enviaba para
pedir recursos comprendía un sinnúmero de entes privados, partidos
políticos y donadores internacionales.
Taller de Vida era una organización de mujeres cuya sede se ubi-
caba en el barrio La Soledad y que fue creada por colombianas des-
plazadas que, durante la década de los noventa, habían hecho parte
del partido de izquierda Unión Patriótica y se desempeñaban como
docentes en la región del caribe colombiano. Con el apoyo de Fecode,
Terre des Hommes, Codhes y de varias organizaciones de derechos huma-
nos europeas, ellas crearon una organización para apoyar el proceso de
recuperación emocional de mujeres víctimas del conflicto armado por
medio del trabajo remunerado, pues partían del principio de que reco-
brando la autoestima y la seguridad podrían luego denunciar y exigir
justicia. Se opusieron al asistencialismo y a la caridad porque, según
ellas, esas prácticas desembocaban en la mendicidad y marginalidad.
En sus reuniones regulares de terapia psicológica, sesiones de baile
y talleres se dieron cuenta de que, a través de la sensibilidad y creati-
vidad artística plasmadas en tarjetas, artesanías de madera, espejos y
adornos, las mujeres y sus hijos podían recobrar su autonomía y darle
nuevos sentidos a sus vidas. Habían logrado adquirir los equipos, inclu-
yendo televisión, video cámaras, dvd, equipo de música y los materiales
necesarios para sus creaciones manuales y para las actividades de los

220
Ciudad y reconstrucción

grupos de teatro y danza que habían sido invitados a presentarse en


Europa año tras año. Una de las fundadoras de la organización destacó
el hecho de que esta funcionaba gracias a sus principios de solidari-
dad colectiva y al no haber adoptado una lógica empresarial de mente
estrecha. Si bien realizaron pruebas de viabilidad o productividad, la
reconstrucción para ellas significaba luchar contra los efectos destruc-
tivos, silenciadores y represivos de la violencia. Stella Duque, directora
de Taller de Vida, validó esta postura política en sus propios términos:

Hay que hacer algo para fortalecernos como familias, como perso-
nas. Y que la violencia no nos niegue la posibilidad de ser personas con
decisión y acción. La violencia te niega eso, porque instaura en ti todo
el resentimiento, el dolor, la tristeza, y a ti te cuesta luego interactuar
y relacionarte. (Entrevista a Stella Duque, directora de Taller de Vida,
1 de octubre de 2002)

Esta es una historia exitosa de mujeres capaces de contrarrestar


los efectos del aislamiento y la rabia, propios de la guerra, con princi-
pios de solidaridad, libertad de expresión, autonomía y recuperación
emocional. Como una experiencia única de emprendimiento, con un
impacto fuerte en la comunidad, fueron galardonadas con el premio
internacional de la organización Ashoka: Innovadores para el Público
y, de este modo, difundieron su trabajo en los circuitos de las agencias
humanitarias internacionales, a través de los cuales venden sus artes y
artesanías, tarjetas, muebles y objetos decorativos.
Myriam Mosquera, socia de Taller de Vida y proveniente de la re-
gión de Urabá, huyó debido a que los actores armados reclutaron a
su hijo mayor y ella quiso, entonces, salvar a su otro hijo más joven.
Trabajó en Taller de Vida elaborando tarjetas postales hechas a mano
para ser enviadas y vendidas en el extranjero. Myriam me decía que
había podido pagar un tratamiento dental para arreglar sus dientes y
que estaba feliz por eso. Desde que estaba en Taller de Vida, cuidaba
su apariencia personal (algo en lo que nunca había reparado) porque,
según ella, esta era una llave importante para abrir nuevas oportuni-
dades de empleo en el mundo urbano. En la Fundación, las mujeres
habían creado un sistema de compra de atuendos que respondía a su
deseo de vestirse como mujeres ejecutivas. Ellas deseaban poder estar a

221
Andrés Salcedo Fidalgo

la moda y no conformarse con llevar la misma ropa vieja o los mismos


zapatos de tacón rotos. La Fundación recibía y seleccionaba ropa muy
buena de las donaciones, la cual vendían entre ellas mismas a un costo
muy bajo. De esta forma, recobraban su capacidad de poder comprar
su vestimenta y sentirse satisfechas con su apariencia.

Tomas: Cruz Roja, Parque de la 93 y


Parque Tercer Milenio

En diciembre de 1999, cerca de un centenar de personas desplaza-


das se tomaron el edificio de la sede de la Cruz Roja Internacional,
ubicado en la exclusiva Zona Rosa de la ciudad, famosa por albergar
negocios, restaurantes, hoteles y bares. Estos desplazados mantuvie-
ron a 37 funcionarios de la Cruz Roja como rehenes y los liberaron
ese mismo día tras acordar un compromiso con el Gobierno para
atender sus demandas. La Cruz Roja, por su parte, cerró su centro
de atención a desplazados mientras que este grupo no se retirara del
edificio. En abril del año 2000, la Cruz Roja dio por terminado su
papel como mediadora entre el Gobierno y los manifestantes, al no
obtenerse resultados y avances en las negociaciones, y suspendió tem-
poralmente sus labores en las dieciséis oficinas existentes en el país. El
24 de noviembre de 2000, el organismo internacional logró cambiar
de sede, cuando el contrato de arrendamiento se venció, lo que dio
por terminada la inmunidad diplomática del edificio. Esto hizo posi-
ble expedir una orden de desalojo del inmueble, ante la invasión de
un bien privado por parte de un número de ocupantes que alcanza-
ba los trescientos. Entre estos se encontraban varios líderes externos
que se infiltraban y persuadían a los manifestantes a permanecer en
las oficinas invadidas para beneficiarse de las ayudas humanitarias y
subsidios de vivienda que ascendían a los $3.150 millones de pesos,
proporcionados por la Red de Solidaridad Social, de acuerdo con un
informe de la prensa (El Tiempo, 6 de noviembre 2002 y 22 de diciem-
bre, 2002).
El 27 de diciembre del año 2000, la Corte Constitucional le dio un
plazo de treinta días al entonces presidente Pastrana, al procurador, al
defensor del pueblo y al director de la Red de Solidaridad para gestio-

222
Ciudad y reconstrucción

nar la reubicación total de los manifestantes y asegurar la protección


de las 208 personas inscritas en el Sistema Único de Información que
seguían viviendo en el edificio. Sin embargo, la toma se extendió por
dos años más y, en diciembre de 2002, el edificio fue allanado y desalo-
jado por orden de la Fiscalía. Aproximadamente, trescientos agentes
de la Policía Metropolitana de Bogotá llevaron a cabo un operativo
que empezó a las 5:00 de la mañana y terminó a las 2:00 de la tarde
para reubicar a 106 personas, entre quienes se encontraban cincuenta
menores de edad. Algunos se trasladaron a viviendas de familiares;
otros, a las casas a las que pudieron acceder gracias a créditos para vi-
viendas de interés prioritario; y, finalmente, varios fueron trasladados
a un hotel del centro de Bogotá mientras se les resolvía su situación.
Obligada por una sentencia de la Corte Constitucional, la Red de
Solidaridad Social revisó y rectificó todos y cada uno de los casos de los
manifestantes, los registró como corresponde y recomendó a algunos
de mis entrevistados que participaron del proceso no seguir a los diri-
gentes del movimiento, ya que solo buscaban lucrarse individualmente.
En julio de 2008, cerca de cien personas, en su mayoría campesi-
nos, se tomaron el Parque de la 93, lugar emblemático para las clases
acomodadas de la ciudad por su amplia oferta gastronómica y por
haberse convertido, desde mediados de la década de los noventa, en
centro de negocios y esparcimiento. La toma se prolongó unos cuantos
días después de los cuales el alcalde de ese momento, Samuel Moreno,
les aseguró atender sus exigencias y demandas. Los manifestantes se
quejaron del trato que recibieron por parte del Escuadrón Móvil An-
tidisturbios (Esmad) de la policía, por la negación del servicio de baño
y por el intento de quitarles a los niños como primera estrategia para
iniciar el desalojo. El 8 de septiembre, el mismo grupo de desplazados,
acompañados de nuevos manifestantes, intentaron volver a tomarse el
Parque por el incumplimiento de Acción Social y de la administración
distrital frente a sus exigencias como víctimas del conflicto. Las protes-
tas solo duraron una jornada, pues el despliegue mediático hizo que el
Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, la Personería Distrital, la
Defensoría del Pueblo, la Policía Metropolitana y la alcaldesa de Cha-
pinero acudieran para atender personalmente el asunto. Sin embargo,
ningún funcionario de Acción Social se hizo presente. Hacia las 3:00
p.m., el Esmad inició su operativo de “disuasión lenta” y prosiguió con

223
Andrés Salcedo Fidalgo

el desalojo, que estuvo acompañado de ocho detenciones y el traslado


de varios menores de edad a hogares de paso, pues su participación en
este tipo de protestas estaba prohibida.
A finales de marzo de 2009 y tres meses después de varias tomas en el
parque de la localidad de Bosa, unas 2.000 personas invadieron el Par-
que Tercer Milenio ubicado en el centro de Bogotá. Ellos exigían aten-
ción humanitaria, restablecimiento de derechos, reparación, garantías
de acceso a servicios de salud y educación, vivienda propia con escritura
en mano, proyectos productivos, alimentos y seguridad. Al cabo de algu-
nos meses, la población denunció con indignación dos violaciones por
parte de integrantes de la policía. Luego de cuatro meses, durante los
cuales las personas improvisaron cambuches de plástico, templados con
cabuyas, las condiciones de salubridad e higiene se deterioraron y el frío
se tornó insoportable. Las bancas del parque se usaban como fregade-
ros para lavar la ropa y las mujeres cocinaban en “ollas comunitarias”
con los escasos víveres de que disponían. Con el paso de los días, se
instalaron veinte baños públicos y tanques de agua potable. La Alcal-
día decretó la emergencia sanitaria y ordenó realizar un conteo oficial
que arrojó la presencia de 1.437 adultos y 502 niños, más 320 personas
oportunistas. Finalmente, los manifestantes llegaron a un acuerdo con el
Gobierno para poner fin a la ocupación del parque; el operativo de des-
alojo duró más de veintiséis horas en el que la Policía Nacional empleó
35 camiones y veintidós buses para el traslado de personas a diferentes
barrios de Bogotá, así como a las ciudades de Ibagué, Villavicencio,
Tumaco, Medellín, Cali y el Magdalena Medio.
La presión ciudadana ejercida a través de estas tomas y otras llevadas
a cabo en lugares emblemáticos, visibles e importantes para los habitan-
tes de la ciudad, impactaron lo suficiente para que se diera un giro no-
torio y una ampliación progresiva de la respuesta de la administración
de la ciudad para hacerle frente a la llegada de cuarenta familias por
día a la capital. De la creación de la Unidad de Atención Integral a la
Población Desplazada, en 1999, se pasó al Plan de Acción Distrital para
la Atención Integral a la población desplazada por la violencia en el
país, en el 2001, y luego, en el 2004, al Plan Integral Único de Atención
a la Población Desplazada (Samper y Candamil, 2010). Desde luego, la
sentencia T-025 de la Corte; la posterior Ley 1190 de 2008, que declaró
ese año como de promoción de los derechos de las personas desplazadas

224
Ciudad y reconstrucción

por la violencia; y el Decreto 1997 de 2009, que introdujo estrategias de


verificación, seguimiento, coordinación y designación de presupuesto
también repercutieron para la creación de una política distrital de aten-
ción complementaria para personas en condiciones de desplazamiento
forzado que no estuviera centrada únicamente en la atención humani-
taria de emergencia, sino también en el restablecimiento de derechos,
en la participación de las organizaciones de esas poblaciones en la for-
mulación de estas políticas y en la inclusión de criterios diferenciales de
género, etnicidad y discapacidad en la prestación de servicios de salud
y educación. Del mismo modo, a partir del 2005, se crearon las Unida-
des de Atención y Orientación (uao) en Puente Aranda, San Cristóbal,
Bosa, Usme, Ciudad Bolívar y en la Terminal de Transportes de Bogotá
(Samper y Candamil, 2010: 94, 112, 116).

Espiritualismo y ambientalismo

El caso que presento a continuación ilustra la forma en que prácticas re-


lacionadas con la recuperación intercultural de una espiritualidad indíge-
na y la difusión de una conciencia ecológica se volvieron parte de un mo-
vimiento neoespiritual y neoindígena en Bogotá. A través de este movimiento
los pueblos indígenas internamente desplazados de la Sierra Nevada de
Santa Marta, en alianza con grupos amazónicos, muiscas y movimientos
urbanos ecológicos y de nueva era, promovieron el aprendizaje de ritua-
les, danzas, trabajos y modos de vida tradicionales como un nuevo culto
a la ancestralidad, mediante el cual buscaban recobrar vínculos sociales
con los antepasados y una conexión diferente con el orden cósmico, que
estaba siendo amenazado por la mentalidad occidental.
Aunque los indígenas kankuamo se sentían insignificantes en una
ciudad tan grande como Bogotá, esta les había servido de escape a la
guerra sucia y a los asesinatos selectivos y, sin duda, se convirtió en un
lugar más seguro que su propia casa o territorio. En la capital del país
parecía haber menos corrupción política que en las ciudades de pro-
vincia, donde toda la ayuda estaba supeditada a las conexiones con
caciques políticos. En Bogotá, encontraron apoyo financiero, especial-
mente de los donantes internacionales, pero, sobre todo, cadenas de
solidaridad con otros pueblos indígenas interesados en su proceso de

225
Andrés Salcedo Fidalgo

fortalecimiento cultural. Si en la capital del Cesar no eran apreciados,


sentían que en Bogotá eran valorados como indígenas, aunque los ob-
servaran de manera «pintoresca» o como «impedidos para entender y
asimilar la realidad de la tecnología y el progreso» (Oramas, 2006: 38).
Estar en Bogotá representaba una valiosa experiencia en términos de
lazos con universidades y programas de formación técnica.
De manera paralela a su compromiso con el proyecto de reetniza-
ción de la organización indígena kankuamo, la mayoría de jóvenes que
se encontraban estudiando pensaban que su llegada a Bogotá había sido
una buena oportunidad para compartir con los no indígenas, aprender
de estos y difundir en espacios académicos y políticos sus conocimien-
tos. Junto con otros grupos indígenas muiscas, se pusieron en la tarea
de identificar antiguos sitios sagrados como la Laguna de Guatavita y
el Cerro de Monserrate, con el fin de realizar rituales encaminados a
restablecer la armonía con la naturaleza, aplacar de cierta manera la
crueldad del conflicto armado vigente y mostrar el valor histórico, es-
piritual y ecológico de estos lugares. En una maloca ubicada en Chía a
15 km de Bogotá, ellos participaron y ayudaron a organizar sesiones de
limpieza ritual para enseñarle a los residentes urbanos cómo volver a
conectarse con la naturaleza. Estas reuniones eran “viajes espirituales”
a lugares propicios para que los y las visitantes pudieran adquirir una
mejor visión de sí mismos y del entorno.
En la ciudad y en especial en el barrio La Candelaria, en donde inten-
taban vivir cerca unos de otros y no lejos de la onic, los kankuamos que
recién llegaban conocieron a otros grupos indígenas que, como ellos, se
organizaron en torno a la reivindicación y la afirmación de tradiciones
ancestrales. Mencionaron que uno de los pocos aspectos positivos de
este desplazamiento era la posibilidad de olvidar por un momento las
situaciones de violencias de donde provenían y compartir experiencias
con otros grupos. Algunos de ellos encontraron su vocación de escrito-
res o artistas y habían podido publicar su trabajo, gracias al apoyo que
académicos y activistas les habían ofrecido en Bogotá. Bromeando, se-
ñalaron que la ciudad los había disciplinado, en referencia a su anterior
estilo de vida, flexible y relajado, que era distinto a las rutinas estrictas y
rígidas que habían tenido que adoptar en la ciudad.
Cada fin de semana, las familias que vivían en el centro se reunían
para comer guandú y discutir cómo iban a actuar la semana siguiente.

226
Ciudad y reconstrucción

Por lo general, estas rutinas consistían en visitar las organizaciones no


gubernamentales, las oficinas de Presidencia, el Ministerio del Interior,
la Red de Solidaridad para saber «cómo iban las cosas». Ellos expre-
saban que «les gustaba ir a tocar la cabeza del poder», lo que hacía
referencia a poder hablar con el poder central directamente, sin inter-
mediarios.
La mayoría de los indígenas hacía uso de la dicotomía urbano-rural
para hablar de la ciudad. Ellos percibían una ciudad deshumanizada
y fría, como el cemento, en contraposición a la belleza de la naturale-
za que ellos respetaban y adoraban. En sus habitaciones, en el casco
antiguo del barrio La Candelaria, manifestaron que vivían a puertas
cerradas, debido a la inseguridad, la prostitución y la delincuencia. El
dinero regía su experiencia de movilidad en la ciudad: tenían que pagar
el alquiler, si no querían que los sacaran, y se mudaban constantemente
de una habitación a otra. En su territorio, jamás tenían que pagar para
ir a trabajar o a visitar a sus familiares. Se desplazaban a caballo o en
burro, o tomaban una piragua conducida por algún conocido que no
les cobraba el viaje. En Bogotá, tenían que pagar para ir a todas partes.
Por eso, se acostumbraron pronto a caminar por la ciudad para aho-
rrar dinero y poder asistir a las reuniones y talleres que formaban parte
de sus agendas diarias. Un referente central espacial para ellos dentro
de la ciudad era el servicio de transporte Transmilenio, al que llama-
ban “Transdemonio”. Estos buses eran “demonios”, por la cantidad de
personas que transportaban, aunque eran una novedad que no podían
menospreciar, porque acortaba distancias y les posibilitaba cumplir con
sus obligaciones. A diferencia de los grandes espacios y la sensación de
libertad que tenían en sus territorios, se sentían encerrados en habita-
ciones que ellos describían como pequeñas jaulas o “cajas de fósforos”.
Aunque decían que el ser kankuamo era ante todo una vivencia in-
terna, portar el vestido tradicional blanco, llamado makeka, contribuía
a su proceso de fortalecimiento cultural. Con humor expresaron que, si
antes solían usar las mochilas para cargar los aguacates, los bollos y la
panela, en Bogotá cargaban teléfonos celulares, cruciales para su comu-
nicación y seguridad. Las mujeres, incluso, tejían mochilas pequeñas en
forma de fundas para cargar allí sus teléfonos celulares. El uso del popo-
ro había cobrado relevancia como práctica de apoyo para sobrellevar la
dureza de la vida en Bogotá. Ellos debían cuidarlo porque simbolizaba

227
Andrés Salcedo Fidalgo

a la mujer y una práctica para pensar. Por eso, se sentían aliviados mien-
tras sacaban la cal del recipiente para mezclarla con las hojas de coca y
mascarla. Mencionaban, con gracia, que era su elemento de identidad
personal, similar a la cédula que la policía les pedía cuando los detenía
en las calles al verlos usar dicho recipiente. Las mujeres mencionaron
las cuentas de colores bendecidas por los Mámas como protección en un
entorno como el de Bogotá.
La comida era un elemento central de la discusión acerca de sus vi-
das en la ciudad, porque en ella el alimento escaseaba y no se intercam-
biaba como era costumbre en sus lugares de procedencia; tenían que
comprarlo, estaba contaminado y, según expresaban, a los hombres los
privaba de cierto poder sexual. Pronto, articularon el discurso sobre la
comida limpia y la medicina tradicional, el cual circulaba en la ciudad,
con sus preocupaciones por la seguridad alimentaria. Estas comunida-
des indígenas advirtieron que sus prácticas agrícolas correspondían con
lo que en la ciudad se llamaba ‘agricultura limpia’, y que la defensa de
especies vegetales y animales también tenía adeptos en Bogotá. A fina-
les del mes de mayo de 2007, ellos organizaron el Encuentro Cultural
de la Sierra Nevada y Festival de la Cultura Kankuama, una ocasión
para preparar el guisado de bocachico, la sopa de mondongo o la viuda
de pescado con ingredientes que les habían enviado desde la Sierra,
tales como el ñame y la malanga (Oramas, 2007: 18). Desde Bogotá, y
en manera de reciprocidad, ellos enviaban regularmente recordatorios,
chaquetas, abrigos, zapatos y botas.
Los entrevistados kankuamo mencionaban que los habitantes de la
ciudad solían percibirlos como costeños debido a su bullicio, acento y
personalidad. También, hicieron hincapié en sus diferencias con los ca-
chacos, pues estos se caracterizaban, según su percepción, por ser bas-
tante amargados. Me expresaron, además, que cuando se encontraban
en espacios públicos, les gustaba romper con su acento y sus bromas el
ambiente lúgubre y triste que solía reinar. Ellos percibían a las perso-
nas de Bogotá como desconfiadas, pero como «gente, que una vez te
conoce, te ofrece su confianza». A diferencia de algunas personas de la
capital, a ellos les gustaba festejar en sus casas y no en las discotecas, les
gustaba compartir el chirrinchi que les enviaban sus familiares desde el
territorio, e intentaban reunirse a pesar de las quejas de sus vecinos, que
los obligaban a terminar sus reuniones temprano.

228
Ciudad y reconstrucción

Los mayores destacaron que el cumplimiento con sus tradiciones y


costumbres constituía la fuerza de su organización. Por lo tanto, algu-
nos rechazaron a los que se estaban volviendo occidentalizados: «hoy
quieren ponernos sacos y muy pronto vamos a llevar es corbatas», decía
Diomedes (taller indígenas onic, 9 de noviembre de 2002), refiriéndo-
se irónicamente a la vestimenta utilizada por ejecutivos y burócratas.
Me indicaron también que, si encontraban a un miembro de su grupo
hablando cachaco, ellos lo «levantaban», lo «jalaban a rejo y penca»
hasta que cambiara su forma de expresarse, porque «tenía que hablar
atravesa’o». «Ellos no pueden perder sus usos y costumbres», insistie-
ron. «El problema no es un problema de blancos, negros o indígenas:
hay muchos indígenas vestidos con ropas indígenas que tienen una men-
talidad de blanco y hay muchos blancos, vestidos de blanco, que tienen
una mentalidad indígena» (habla Quique Molina, taller con indígenas
kankuamo, 24 de julio de 2004). Con esto, afirmaban que ser indígena
era un compromiso espiritual, serio, de respeto por la naturaleza y la
tradición.
En noviembre de 2002, indígenas kankuamo desplazados presenta-
ron, ante el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refu-
giados (Acnur), el proyecto “Organización y fortalecimiento cultural, e
ingresos de autogeneración para indígenas desplazados en Bogotá”. Su
propósito era obtener fondos para iniciar una cooperativa de artesanos,
hombres y mujeres. Con el apoyo de la acnur, el Fondo Financiero de
Proyectos de Desarrollo (Fonade) y el Servicio Nacional de Aprendizaje
(sena), financiaron los primeros diez meses de su proyecto, que estaba
dirigido a generar ingresos mediante la venta de artesanías, tales como
aretes, pulseras, collares, canastos y mochilas. Algunos indígenas se ne-
gaban a vender sus diseños originales de mochilas, dado que su carácter
espiritual y simbólico no podía ser mercantilizado. Sin embargo, deci-
dieron crear nuevos diseños y adaptarse a las exigencias y gustos de sus
clientes de la ciudad.
Los miembros de esta comunidad sentían una gran tensión entre su
lucha por la recuperación y permanencia cultural, y las redes intercul-
turales que establecían en el contexto urbano mientras se encontraban
fuera del territorio. Entre las nuevas redes de personas que habían co-
nocido en Bogotá, encontraron a otros grupos indígenas comprometi-
dos con una reapropiación y rememoración de prácticas ancestrales y

229
Andrés Salcedo Fidalgo

de una “espiritualidad indígena”, las cuales eran valiosas para muchas


personas que querían adherirse al movimiento indígena y trascender
sus objetivos culturales occidentales (Povinelli, 2002: 22). A pesar de
que no eran sacerdotes espirituales o Mámas, estos indígenas estaban
dispuestos a hablar de la sabiduría de sus ancestros para manejar los
dolores y los males contenidos en la civilización occidental. Al mismo
tiempo, en Bogotá encontraron los canales y contactos para comercia-
lizar sus tejidos y artesanías, y sostenerse en la capital, a pesar de que
podían ser criticados por los sectores más estrictos de su organización
como personas que estaban abandonando y traicionando el dogma del
fortalecimiento cultural.

Remedios y paga diarios

Las personas desplazadas provenientes de la región amazónica, espe-


cialmente miembros del grupo inga, recién llegados del Valle del Si-
bundoy en el Putumayo, se desempeñaban ofreciendo servicios y re-
medios terapéuticos con el poder de curación que provenía de la selva.
Tan pronto llegaban a Bogotá, ellos se conectaban con las redes de
curanderos que sus abuelos habían establecido desde la década de los
cincuenta. Esto les permitió engancharse en oficios varios dentro de
los puestos comerciales en el Centro Comercial Caravana, en donde
los ingas habían logrado un espacio para la venta de remedios para el
cuerpo y el alma.
Luego de subir cientos de escaleras de un conjunto de vivienda cons-
truido en la década de los setenta, llamado Ciudadela Santa Rosa, me
encontré con la pequeña casa verde de Víctor Jacanamijoy, encaramada
en los cerros orientales de Bogotá. Víctor era curandero perteneciente a
una prominente familia inga, dentro de la cual figuraban dos personajes
destacados en el mundo internacional del arte y el mundo nacional de
la política. Él me explicaba que los pueblos indígenas en Bogotá vivían
en casas de una sola habitación y con una puerta, y que, por eso, tenía
su propio huerto de plantas medicinales y hierbas sagradas detrás del
Cerro de Monserrate. También, estaba criando cuyes en la terraza de
su pequeña casa, ya que, para ellos, estos animales eran considerados
como los cultivos o el ganado.

230
Ciudad y reconstrucción

En Bogotá, Víctor organizaba tomas de yagé, un ritual indígena


amazónico con más de 10.000 años de antigüedad. Entre sus clientes
se encontraban grupos de profesionales, estudiantes, políticos y estrellas
de la televisión interesados en purgarse y en realizar un reconocimiento
interior para encontrar un significado en sus vidas. Hace algunos años
era una práctica poco difundida que se hacía de manera clandestina.
En ese momento, amplios sectores de clases medias e intelectuales en
Bogotá deseaban tener la experiencia alucinógena y purificadora del
yagé. El programa ofrecido por Víctor incluía una dieta antes y después
de la bebida, sesiones de yoga y meditación, danzas sagradas y circula-
res, y sesiones para despertar los sentidos. Durante estos rituales, Víctor
llevaba su traje tradicional azul, una magnífica corona de plumas y tres
collares con dientes de tigre y semillas acumuladas durante décadas.
Él derramaba una bebida en una taza mientras susurraba oraciones y
agitaba un manojo de hojas de Chaira o árbol del viento para limpiarla
de malas energías. Víctor afirmaba que lo que la gente experimentaba
durante el consumo del yagé no eran alucinaciones, sino visiones sobre
su propio cuerpo y el proceso de curación del alma.
Gracias al apoyo de integrantes de generaciones de grupos de ingas,
instalados en Bogotá desde la década de los sesenta y setenta, los indíge-
nas recién llegados se acomodaban en pequeñas casas o apartamentos
de familias nacidas en Bogotá, que poseían una vivienda propia en la
localidad Antonio Nariño. Luego de varios meses, estos indígenas se
trasladaban a paga diarios o a habitaciones en Santafé, Ciudad Bolívar,
Lourdes y Las Cruces, con el fin de residir cerca a los lugares donde
realizaban sus actividades estacionarias y comerciales, mientras logra-
ban conseguir una vivienda más estable. Al igual que sus paisanos, se
vinculaban con la venta ambulante de una gran variedad de artículos
que abarcaban desde cuentas, collares, amuletos bendecidos, collares
hechos de semillas, dientes de animales, plumas y todo tipo de bebidas
para combatir enfermedades incurables. En Bogotá, se consideraba que
los inga eran poseedores de un conocimiento mágico de gran alcance,
ya que dominaban tanto los conocimientos de la montaña como los que
provenían de la selva, así como los secretos de la suerte, la fortuna, el
dinero, el amor y la brujería.
Durante una de las entrevistas, un líder inga recién llegado expresaba
que ellos no eran mendigos, como muchos en Bogotá creían. Se habían

231
Andrés Salcedo Fidalgo

desplazado con sus «bolsas de medicamentos»; venían de Santiago (Va-


lle del Sibundoy) donde la guerra «estaba cruda» y, ahora, sobrevivían
en Bogotá gracias a su cultura y conocimiento. Afirmó, además, que,
debido a sus actividades comerciales, su costumbre como indígenas era
la de estar siempre viajando. Esto no significaba, sin embargo, que se
olvidaran de su chagra, a donde regresaban para recoger las hierbas y
plantas que cultivaban. De hecho, su principal plan era permanecer en
las ciudades por temporadas largas, para vender sus productos médi-
cos, ahorrar algo de dinero y asegurar sus casas y chagras para cuando
envejecieran. Últimamente, había sido más difícil para ellos volver al
Sibundoy, porque el conflicto armado en la provincia de Putumayo llegó
a un punto extremo. Él solía llevar a sus dos hijas, estudiantes de la Uni-
versidad Nacional, a visitar la casa de sus abuelos para que no olvidaran
cómo cultivar la tierra y compartir la cosecha. Estos viajes con los me-
nores y jóvenes hacían parte de la política del cabildo urbano, que con-
sideraba importante que sus hijo(a)s compartieran sus vacaciones con
los abuelos para aprender sobre sus raíces indígenas (Bessolo, 2012: 22).
El Cabildo Inga fue reconocido en 1993 como el primer cabildo
urbano en el país. En las últimas dos décadas, los hombres, y reciente-
mente las mujeres, habían recibido el apoyo de las políticas distritales
para las personas desplazadas con un enfoque diferencial en el campo
educativo y en el campo de la salud. También, era creciente la parti-
cipación de hombres y mujeres en las actividades de preparación del
Kalusturinda, festival sincrético del perdón que comprendía cantos,
bailes y la celebración de una misa católica en la iglesia San Judas Ta-
deo (Bessolo, 2012: 23).
Bessolo (2012: 58) encontró que, además de sus múltiples activida-
des, las mujeres también se desempeñaban como líderes del cabildo,
eran gestoras de proyectos sociales y creadoras de un proyecto de etno-
educación encaminado a transmitir la historia oral, las canciones y los
mitos de sus mayores a través del jardín infantil Wawita Kunapa Wasi
(“La casita de los niños”, en español). Estas mujeres se habían prepara-
do en leyes y política para cambiar el estilo retórico que empleaban los
hombres y que ellas llamaban “palabrería”. Ellas habían creado pro-
gramas educativos dirigidos a enseñarles a los y las niñas a no sentir
vergüenza de ser indígenas, a querer su cultura y a enfrentarse a esta
ciudad (Bessolo, 2012: 58).

232
Ciudad y reconstrucción

Las personas desplazadas de la etnia inga lograban ubicarse en Bo-


gotá gracias a una densa red de parientes de curanderos que domi-
nan el enclave económico del mercado esotérico y mágico en el centro
de la ciudad. Percibidos como los “auténticos” curanderos indígenas,
sus prácticas habían demostrado ser efectivas para curar los malestares
propios de los afanes y angustias del orden capitalista. El centro de la
capital colombiana entraba a formar parte de los repertorios culturales
que hombres y mujeres ingas entrelazaban con la reformulación que sus
conocimientos terapéuticos adquirían en las actividades comerciales, las
tradiciones orales que provenían de los abuelos del Sibundoy, las exi-
gencias del cabildo urbano inga en Bogotá, y la esfera de negociación
y participación que las políticas distritales de educación y salud abrían
para los grupos indígenas en esta ciudad.
En las calles de los barrios céntricos de Bogotá con las más al-
tas cifras de violencia y marginalidad, tales como San Bernardo, La
Favorita, Santafé y Los Mártires, se encontraban grupos de mujeres
(hermanas, madres y cuñadas), acompañadas de niños y niñas embera
katío y embera chamí, dedicadas a la mendicidad, al lavado de ropa o
a la venta de golosinas y minutos para llamadas a celular, en el mejor
de los casos. Los hombres embera, por su parte, trabajaban informal-
mente como voceadores e impulsores de ventas en los almacenes de
ropa de San Victorino, como vendedores de chance o como obreros de
construcción (Vía Plural, 2009: 74, 105). Grandes redes familiares, que
sumaban un grupo de aproximadamente quinientas personas, habita-
ban en decenas de paga diarios. Ellas afrontaban los obstáculos de la
indocumentación, el no poder comunicarse fácilmente en castellano,
el miedo a que el icbf les quitara a los niños, la angustia de que la
policía les decomisara los collares y manillas, y la zozobra de que el
administrador del paga diario los expulsara por no poderle pagar (Vía
Plural, 2009: 14, 73). Para alimentarse, estas familias se turnaban las
estufas de gasolina, prestadas en el mismo inquilinato, e intercambia-
ban y distribuían alimentos que les regalaban en sus recorridos diarios
por las calles (Vía Plural, 2009: 74). Procedentes de zonas mineras del
Alto Andágueda (Chocó), estos indígenas habían resistido la expulsión
por parte de mineros paisas en la década de los setenta y habían so-
portado la presencia del eln (Vía Plural, 2009: 56,57) desde mediados
de los ochenta. Luego, a mediados de los noventa, habían resistido a

233
Andrés Salcedo Fidalgo

la presencia de las farc, quienes robaban sus cerdos y cultivos y ame-


nazaban con reclutar a sus hijas e hijos más jóvenes. Además, desde
comienzos del 2000, estas comunidades indígenas tuvieron que lidiar
con la entrada de grupos de paramilitares, denominados Rastrojos,
quienes se dedicaban al comercio de drogas y a la explotación minera.
Como si fuera poco, tuvieron que huir también de los tiroteos y bom-
bardeos del ejército. En fin, asediados por todos los grupos armados,
«no les quedó monte donde esconderse» (Vía Plural, 2009: 59). En
Bogotá, estos indígenas debían hacerle frente al hacinamiento, a tener
que compartir el baño con decenas de personas, a la marginalidad
circundante, a la adicción latente de indigentes y habitantes de calle,
a la prostitución, a la presencia de ollas de expendio de drogas y a las
miradas de extrañeza, lástima y temor. Sin embargo, en estas zonas
deprimidas, de casonas viejas y abandonadas, también encontraron la
posibilidad de acceder a los nuevos programas impulsados por parte
del Ministerio del Interior y de Acción Social que, en el marco de los
autos de la Corte, en especial de la sentencia C-278 de 2007 y del auto
004 de 2009, debían desplegar todo su apoyo para asistir a las comu-
nidades indígenas en riesgo de desaparición colectiva. Esto a través
de programas de salvaguarda, comedores comunitarios del distrito,
bonos para mercado, capacitaciones y la posibilidad de algunos pro-
yectos productivos de venta ambulante.

Cabildo Ambiká

Preocupados por un concepto emitido en el año 2004 por parte de


la Oficina de Asuntos Indígenas, Rom y Minorías, del Ministerio del
Interior, en el cual se afirmaba que los grupos pijao desplazados de
sus territorios perdían sus derechos como indígenas si se encontraban
dispersos (lejos unos de otros) en Bogotá, quienes llegaban a la ciudad,
luego de huir de la violencia paramilitar en el sur del Tolima, deci-
dieron adherirse y fortalecer el movimiento conformado por viejos
paisanos pijao que residían en Bogotá desde la década de los ochenta
y que reclamaban un espacio indígena en ella. Este movimiento estaba
comprometido con la recuperación de su tradición indígena, la escri-
tura de su historia de lucha, la recuperación de tierras, el rescate de su

234
Ciudad y reconstrucción

tradición oral y su lengua, el recuerdo de los mojones y referentes de


su territorio, y el recobro de sus prácticas médicas y culinarias.
Este grupo tenía fuertes lazos históricos con Bogotá desde hacía si-
glos: su resguardo se encontraba a solo cuatro horas de la ciudad por
carretera y su gente solía viajar como migrantes o como visitantes desde
y hacia esta ciudad. La comunidad pijao vivía en varios barrios del sur
de la capital, tales como Ciudad Bolívar, Usme, Bosa y San Cristóbal.
Desde el año 2001, cuando los paramilitares llegaron al sur del Tolima
a repartir panfletos amenazantes contra los supuestos auxiliadores de la
guerrilla, un creciente número de personas desplazadas internamente se
ubicaron en estas zonas del sur de Bogotá gracias a las redes de parien-
tes que habían logrado adquirir vivienda allí. La comunidad pijao pedía
la rectificación del concepto emitido por la Oficina de Asuntos Indíge-
nas, donde se sostenía que ellos no constituían “una verdadera comuni-
dad indígena” en Bogotá. Yo les ayudé a escribir un documento, basado
en informes que varios líderes y miembros del cabildo prepararon para
demostrar que eran “verdaderos” y “auténticos” pueblos indígenas que
habían sido expulsados a la fuerza de sus territorios. El Estado argu-
mentó que, con el fin de calificar para el estatus de pueblos indígenas,
tenían que demostrar que eran residentes recientes de resguardos ple-
namente reconocidos en el Tolima. Si no lograban “certificarse” como
grupos étnicos, de acuerdo con las normas establecidas por el Estado,
los migrantes y residentes pijao podrían perder sus derechos especiales
como indígenas.
Este trabajo alrededor del reconocimiento de la diferencia del cabil-
do indígena pijao empezó en el 2002. A otros grupos se les había otor-
gado jurisdicción indígena y gobierno tradicional dentro de la ciudad
(como en el caso del Cabildo Inga y el Cabildo de Bosa). Sin embargo,
el Estado negó al grupo pijao dicha jurisdicción con el argumento de
que habían perdido su cultura y que vivían en “forma dispersa” en la
ciudad, de manera individual y no colectiva como se supone que de-
ben vivir las comunidades indígenas. El Estado señalaba que no tenían
ninguna prueba de cohesión social y que, al vivir en la ciudad, habían
perdido sus valores, sus prácticas agrícolas y sus costumbres. El Go-
bierno afirmaba, en resumen, que estos indígenas no constituían una
comunidad en la ciudad de Bogotá, porque vivían muy lejos los unos de
los otros y no podían ejercer plenamente su “indianidad”.

235
Andrés Salcedo Fidalgo

Los líderes del Cabildo Ambiká decidieron, entonces, presentarse


ante la Oficina de Asuntos Indígenas como un grupo con rasgos cultu-
rales esenciales que los diferenciaba del resto de campesinos del depar-
tamento del Tolima. Con todo el empeño y con la ayuda de sus propios
investigadores indígenas, se pusieron en la tarea de volver a escribir su
historia y sus actividades, de manera que destacaron su apego a los cul-
tivos y ocultaron sus habilidades urbanas como trabajadores en el sec-
tor de la construcción. Ellos tenían que demostrar que estaban en un
proceso de recuperación de la tradición, con el fin de que el Estado los
certificara como pueblo indígena.
Como parte del proyecto presentado ante el Ministerio del In-
terior, estos indígenas proponían la construcción de un museo para
mostrar a los visitantes urbanos diferentes aspectos de su cultura: la
forma en que cultivaban y preparaban sus comidas y bebidas tradi-
cionales, como la chicha de maíz, y la manera como construían sus
viviendas. En el texto inédito que me solicitaron revisar como antro-
pólogo, se incluían los principios de funcionamiento de su cabildo y
los principales objetivos de su organización política, como se eviden-
cia a continuación:

1. Mantener la cohesión de la comunidad que reside en Bogotá, con el


fin de recuperar las auténticas tradiciones y costumbres mediante la
organización de fiestas pijao en Bogotá.
2. Llevar a cabo proyectos de desarrollo basados en actividades artísti-
cas y manuales y empresas de alimentos étnicos y cooperativas.
3. El Cabildo apoyará a las personas pijao desplazadas recién llegadas.
4. Se construirá una maloca en Usme, el distrito donde la mayoría de
ellos viven, para revivir su organización política tradicional.
5. A nosotros nos gustaría ser capaces de aplicar nuestro propio siste-
ma de justicia indígena.
6. Queremos crear un programa de educación étnico con profesores
que enseñen a sus niños sus mitos de creación, cuentos y leyendas.

Finalmente, en el año 2005, esta comunidad obtuvo la jurisdicción


especial indígena como cabildo urbano. Era evidente el poder que te-
nía el Estado para obligarlos a adoptar la subjetividad indígena consti-
tucional que primaba sobre los motivos de fuerza mayor que los habían

236
Ciudad y reconstrucción

expulsado, como la guerra y la persecución. La recuperación de sus


tradiciones médicas, culinarias, artísticas y de pensamiento fueron re-
conocidas por parte del Instituto Distrital de la Participación y Acción
Comunal (Idpac), el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural (idpc), la
mesa interétnica, la Asociación de Cabildos Indígenas (Ascai) y el apo-
yo al Festival de la chicha. Estos indígenas eran conscientes del interés
que los residentes de los barrios de Bosa y Usme, así como visitantes
provenientes de otros barrios de la capital, podían tener con respecto a
las “artes” y “cultura” indígenas, por lo que proponían la construcción
de un museo y una casa de ritual o maloca.

Estilo afro en Bogotá

Las y los desplazados afrocolombianos reactivaban sus lazos de paren-


tesco para ayudarse mutuamente en la ciudad. Cuando conseguían una
vivienda, a través de préstamos gestionados por las organizaciones a las
que pertenecían, les ofrecían alojamiento a los parientes recién llegados,
entre estos, madres, padres, tíos, tías, padrinos, madrinas, sobrinos y de-
más miembros de sus familias. Aquellos que ocupaban un lugar destaca-
do en las organizaciones políticas conseguían más rápidamente vivienda
y empleo. Redes políticas y de parentelas operaban desde los municipios
de su procedencia hasta la capital, para conseguir algunos puestos en las
oficinas públicas estatales o en programas de las mismas organizaciones.
Los y las entrevistadas indicaban que, dondequiera que estuvieran,
tratarían de mantenerse unidos, conservarían el contacto unos con
otros, ya que constataban como la gente en Bogotá terminaba aleján-
dose. Ellos se quejaron de que ni siquiera conocían a sus vecinos, por-
que todo el mundo vivía en la ciudad con las puertas cerradas; mani-
festaron que, entre los bogotanos, había mucha desconfianza, y que,
de acuerdo con su percepción, solían ser hipócritas, asociales, racistas
y sin solidaridad. Pese a todo, esta había sido la ciudad que les había
ofrecido puestos de trabajo y educación para sus hijos. La mayoría de
las mujeres que conocí tenían que trabajar como empleadas domésti-
cas, lavando ropa o limpiando apartamentos, actividades con las que
no se sentían del todo cómodas al haber sido lideresas en sus lugares
de procedencia.

237
Andrés Salcedo Fidalgo

La reinserción en la ciudad había sido toda una negociación iden-


titaria. Rápidamente, la población de afrocolombianos aprendía a
manejar los discursos e imaginarios dualistas que los residentes del
interior usaban para ubicar y clasificar el mundo afro en oposición al
suyo: interior/costa, atrasado/moderno, tropical/andino, clima cáli-
do/clima frío (Meza, 2003: 89-90). Por lo general, los habitantes de
la ciudad asociaban a los afro con fiestas, manifestaciones abiertas de
alegría, fuertes interacciones verbales, erotismo, libertad corporal y
con interacciones relajadas. Estas familias entendieron que la pobla-
ción blanca y mestiza apreciaba esta manera de ser, que consideraban
como “tropical”, colorida y sabrosa. Ellas vendían “comida étnica”
lista para comer, como rodajas de piña, salpicón, chontaduros, man-
gos con sal, coco y cocadas (galletas de coco), con el valor agregado de
estar preparado por “auténticos afro”, con condimentos y productos
enviados directamente de las zonas donde se encontraban sus familias.
Como vendedores ambulantes en esquinas y semáforos, estas per-
sonas sentían, por un lado, que con dicha forma de empleo obtenían
mayor autonomía e independencia, pero que, por otro lado, tenían
que lidiar con la discriminación y la persecución de la policía, que
ponía en peligro su derecho al trabajo. Muchos migrantes forzados
afrocolombianos advirtieron que se desenvolvían mejor como vende-
dores ambulantes informales que cuando eran contratados, temporal-
mente, como trabajadores de la construcción o porteros, en el caso de
los hombres, o como sirvientas o empleadas domésticas, en el caso de
las mujeres.
Algunas personas desplazadas fueron contratadas, gracias a con-
tactos familiares, para trabajar en los restaurantes y las pesquerías
del centro de Bogotá, que otros migrantes provenientes del Pacífico
habían montado años atrás. Estos lugares solían estar decorados con
íconos alusivos al trópico y a playas paradisíacas, tales como palmeras,
olas del mar, playas y langostas gigantes, representando los imagina-
rios que la gente del interior tenía de la costa del Pacífico. Cuando los
clientes que atendían eran paisanos, los camareros decían que no ha-
cía falta explicarles nada del menú, mientras que sí tenían que adecuar
las comidas a algunas de las preferencias de sus clientes de Bogotá,
quienes buscaban la auténtica comida chocoana, pero con modifica-
ciones a la sazón tradicional (Godoy, 2003: 89-92).

238
Ciudad y reconstrucción

En el centro comercial Galaxcentro, ubicado en la Carrera décima


con Calle 18, muchas personas afro, que habían llegado de zonas en
conflicto habían sido contratadas en algunos de los restaurantes y pe-
luquerías. En ese centro comercial, los grupos provenientes del Chocó
se reunían en el pasillo que habían nombrado la «calle chocoana» (Go-
doy, 2003:62). Habían puesto sillas y mesas para comer, jugar dominó,
bailar, charlar y tener noticias sobre sus parientes y amigos, saber si las
celebraciones habían salido bien y discutir los acontecimientos políticos
y programas dirigidos a proteger los derechos de la población negra en
Bogotá (Godoy 2003: 68-69).
En las peluquerías y los salones de belleza, decorados con afiches de
Malcolm X, Martin Luther King, Nelson Mandela, Bob Marley y juga-
dores de baloncesto como Michael Jordan y Shaquille O’Neal, los hom-
bres afro se especializaban en el arte de la peluquería y ofrecían diseños,
cortes y estilos tan variados como rastas, congos, bongos, bollos de rap y
trenzas. Sus tiendas formaban espacios multifuncionales que ofrecían la
posibilidad de que los migrantes llegaran, se sentaran a charlar con sus
paisanos o a leer las publicaciones periódicas como Choco 7 Días y Mira,
y hablaran sobre lo último que sabían ocurría en sus pueblos.
Después de dos horas de ruta en el Transmilenio, tomamos el bus
que serpenteaba por entre los barrios más empinados de Ciudad Bolívar
que colindaban con el municipio de Soacha. Las casas recién construi-
das en las laderas escarpadas estaban conectadas a través de pequeños
senderos que subían y bajaban. Isabelina Córdoba, una joven mujer de
Salaquí (Chocó), huyó de la operación militar Génesis en 1997. Su ma-
rido era un funcionario de Afrodes y había logrado comprar una casa
que, para el momento de nuestra visita, estaba todavía en obra negra,
pero con ladrillos y concreto. La vivienda no contaba con electrodomés-
ticos, ni tampoco con la primera mano de pintura. Haber podido adqui-
rir propiedad en esta ciudad era un privilegio entre los afrocolombianos
desplazados. Isabelina me comentó que les habían otorgado el permiso
para construir su propia casa para sus reuniones. La cocina, localizada
en todo el frente de la edificación, obedecía a la distribución espacial de
las casas con pilotes del río Atrato. En la parte trasera del interior, pude
ver toldillos que rodeaban las camas. Isabelina nos dijo que nos sentá-
ramos y tomáramos algo antes de ir a conocer su discoteca. Sus hijos
eran los dj, por lo que habían salido muy temprano para seleccionar

239
Andrés Salcedo Fidalgo

la música de esa noche. Fui con Cecilia, una amiga de Isabelina, para
comprar lo que prepararíamos para las onces. Me sorprendió reconocer
en la tienda a la madre de Analicia, una mujer que estuvo en uno de
los talleres que organicé y que había puesto su tienda. Le compramos
plátanos verdes, chocolate, leche y pan. Carmen nos preparó una comi-
da tradicional hecha de queso frito chocoano, plátano frito y la bebida
clásica bogotana: el chocolate caliente. La discoteca que Isabelina admi-
nistraba estaba a diez cuadras de su casa. Allí, encontramos a sus hijos
dentro de su cabina de dj, tocando música de reggaetón. La discoteca
era un lugar muy pequeño con dos palmeras y las olas del mar dibujadas
en sus paredes. Charlábamos, nos reíamos y bebimos algunas cervezas.
Ya era de noche cuando nos dimos cuenta de que teníamos que regre-
sar, porque ese día no había transporte público después de las 6:00 p.m.
Era la fiesta de la Virgen del Carmen, santa patrona de los conductores.
Mientras caminábamos, Isabelina nos contaba que el área por donde
estábamos pasando era muy peligrosa. Un joven había sido asesinado
por presuntos paramilitares, la semana pasada, en una de las calles.
Cecilia vivía en la zona denominada Rincón del Valle, en el barrio
Molinos, al sur de Bogotá. La mayoría de las casas de ladrillo estaban
recubiertas por una capa de hormigón que eventualmente se pintó. Ese
sábado, las carnicerías, talleres mecánicos, tiendas de licores, tiendas de
video, tiendas de teléfonos celulares, etc., ubicadas en el primer piso de
las casas estaban abiertas y generaban un ambiente muy animado. Ce-
cilia nos estaba esperando en la estación con dos de sus hijos y dos sobri-
nas con cuentas de colores colgando de sus trenzas. Nos recibió con una
sonrisa amplia y unos ojos luminosos, cuidadosamente delineados con
maquillaje. Mientras caminábamos por la cuesta de una calle pavimen-
tada, fuimos dejando atrás las viviendas de ladrillo intercaladas por lotes
y empezamos a observar casas con pilares de madera, tablas, estaño y
techos de zinc. Para llegar a la entrada de su casa, la familia de Cecilia
había improvisado un puente de madera que les evitaba embarrarse con
los chorros de agua y arcilla que bajaban de la montaña erosionada. La
casa de Cecilia era la única con ventanas, construida en concreto y con
dos plantas. En el primer piso y a un lado, estaba la cocina con una ven-
tana y las paredes cubiertas con un plástico amarillo donde colgaban las
ollas. La casa contaba con un baño y un pequeño lavadero, cuyas pare-
des tenían el ladrillo al descubierto. En el segundo piso, la sala, con una

240
Ciudad y reconstrucción

puerta exterior cerrada, albergaba dos neveras grandes y, junto a ellas,


dos altavoces negros bien altos, un comedor y dos dormitorios.
La mamá de Cecilia había viajado desde Quibdó hasta Bogotá para
verla por última vez antes de que partiera a los Estados Unidos para
reunirse con su esposo. Ambas estaban seguras de que la Embajada de
Estados Unidos les iba a dar una visa tanto a Cecilia como a sus hijos.
Sin embargo, ella me mostró una carta que le acababa de llegar de di-
cha embajada, en la que le informaban que le habían dado la visa solo
a sus hijos. A ella le habían negado la visa porque no demostraba plena-
mente haber estado casada con Tomás. La mayoría de las parejas afro,
así como la mayoría de los colombianos, nunca se casan formalmen-
te. Aunque Cecilia estaba preocupada, me dijo que Tomás iba a pedir
formalmente la reunificación familiar que les permitiera viajar. Estaba
segura de que su marido tendría éxito en este intento de sacarlos de Co-
lombia, por lo que tenía la intención de vender la mitad de la tienda de
ropa que poseía junto con su socio de negocios.
Todos los integrantes de la familia se quejaban del intenso frío que
se sentía en Bogotá y el aburrimiento que abatía permanentemente sus
estados de ánimo. Una de sus cuñadas, una mujer muy alta y delgada
con extensiones de pelo que la hacían ver imponente, apareció con una
bandeja grande y un sancocho de gallina criolla caliente, la comida que
Cecilia había preparado para nosotros. Nos habló de lo mucho que ex-
trañaba a su marido y lo sola que se sentía desde su partida. Según ella,
los hombres no sufrían tanto como las mujeres, porque dondequiera
que estuvieran siempre buscaban compañía femenina. Para describir
la relación que tenía con Tomás, aludió al refrán “amor de lejos felices
los cuatro”, lo que significaba que ella temía que su esposo se hubiera
conseguido otra mujer en los Estados Unidos.
Después del almuerzo, Daysi, la más joven de sus cuñadas y de unos
veinte años de edad, llevó el reproductor de cd portátil de su habitación
y propuso enseñarnos a bailar. Dirigía un grupo de baile para adoles-
centes en La Isla, Ciudad Bolívar. Recientemente, ellos habían sido invi-
tados a hacer una presentación en Suiza. Daysi nos mostró cómo mover
el cuerpo al ritmo de la champeta y cómo bailar el currulao. Ella insistía
en que la primera regla para bailar bien era no avergonzarse, y nos con-
tó que las chicas blancas se avergonzaban cuando no podían imitar los
movimientos de cadera y cintura de ella y sus amigas afro.

241
Andrés Salcedo Fidalgo

A Daysi se le estaba haciendo tarde para ir a Ciudad Bolívar a reu-


nirse con sus alumnos en el grupo de baile que coordinaba. Tan pron-
to salimos, nos dimos cuenta de que los vecinos les lanzaban piropos
morbosos cuando las veían pasar. Cecilia reaccionó diciéndome que no
sabía cuándo pararían de decirle cosas en la calle. Para ella era muy
desagradable que los hombres en esta ciudad le pusieran una etiqueta
sexual que no estaba dispuesta a soportar. Al tomar el bus, reconocieron
al conductor y lo saludaron. La niña saltó al bus sin pagar y Cecilia nos
explicó que los conductores las conocían y no les cobraban los pasajes.
Dijeron que no sabían a qué se debía este trato especial, pero, en reali-
dad, todas sabían que esta manera de ser admiradas y deseadas también
les acarreaba unas cuantas ventajas. Cecilia parecía llevarse bien con
sus vecinos, aunque dijo que mantenía la distancia. Su familia era la
única de ascendencia afro en ese barrio. Le pregunté a Cecilia si Bogotá
terminaba después de este barrio y ella respondió que su vecindario no
era parte de Bogotá. «Después de este barrio solo hay montañas despo-
bladas», anotó.
Estas dos mujeres tenían una situación privilegiada frente a otros
grupos de población de afrocolombianos en Bogotá. Sus maridos eran
ambos figuras prominentes en el movimiento y les enviaban recursos, lo
que hacía sus vidas más llevaderas y les había permitido construir una
vivienda y realizarle mejoras. Isabelina decidió manejar una discoteca,
aprovechando la personalidad fiestera y musical que las y los residentes
de las periferias de Bogotá esperaban de ella, y a través de la cual se ha-
bía dado a conocer en la zona. Cecilia montó una tienda de ropa, con la
ayuda de Afrodes, pero este negocio se le había convertido en una carga
adicional. Isabelina vivía en un barrio en que la mayoría de la gente
procedente de Riosucio y Salaquí se había instalado, y esto les permitía
reunirse y organizar festejos y reuniones. Cecilia, en cambio, vivía rela-
tivamente aislada, y muchas veces no podía desplazarse a eventos que
organizaban sus paisanos en Kennedy o el centro de la ciudad.

Conclusión

En la ciudad, las personas desplazadas que conocí reiniciaron proyectos


de vida y procesos de recuperación cultural con base en expectativas

242
Conclusiones: usurpación de la riqueza

de un mayor reconocimiento y mejores oportunidades de educación


para sus hijos e hijas. Desde luego, esta dinámica iba acompañada por
un sentido de turbulencia y contingencia radical, ya que estas pobla-
ciones provenían de regiones en las que el Estado solo había hecho
presencia en términos militares y, en la capital, se localizaban en zonas
que también habían sido marginadas, que eran inseguras, densamente
pobladas y en las que también estaban presentes actores armados liga-
dos al conflicto rural en la ciudad. En este capítulo, demostré que las
personas desplazadas internamente obtenían apoyo y respaldo dentro
de las redes de paisanaje conformadas por aquellos que, en décadas
anteriores, habían abierto nichos laborales informales y de autogestión
en la ciudad. Los y las desplazadas internas encontraron trabajo en sec-
tores informales del comercio, pero también lograron poner a prueba
su experiencia como líderes al momento de conformar asociaciones y
cooperativas que apoyaran a otros en la consecución de vivienda y en
sus procesos de recomposición cultural y política.
Bogotá operaba como un activador de un intenso intercambio de
prácticas y conocimientos que viajaban y adoptaban nuevas formas
constantemente. Las personas internamente desplazadas encontraban
en esta ciudad nuevos ámbitos sociales y políticos que reconocían que
las y los recién llegados aportaban a las esferas de las expresiones esté-
ticas y artísticas, al ambientalismo y a los derechos humanos. La ciudad
era un lugar en el que algunas de las prácticas espirituales y corporales
de estos grupos entraban en los circuitos alternativos de consumo urba-
no con el sello de la autenticidad. Prácticas terapéuticas se convertían
en actividades importantes de dominio y competencia por parte de los
verdaderos “sabedores” indígenas ingas, cuyos clientes deseaban en-
contrar, en los usos milenarios de neochamanismo o de misiones espiritua-
les mesiánicas de salvación, la manera de combatir las enfermedades
generadas por la alianza entre la economía política de la guerra y la
globalización.

243
Conclusiones:
usurpación de la riqueza

E
n el periodo comprendido entre el año 2002 y el año 2005, el Es-
tado colombiano asociaba el desplazamiento con las condiciones
de pobreza en las que se encontraban ciertas regiones marginales
del país, asumidas como zonas propensas a caer en las “garras” de la sub-
versión. Sin embargo, el material que he presentado muestra que el des-
plazamiento, en cambio, ha sido una tecnología de poder a través de la
cual los grupos guerrilleros y paramilitares se disputaron regiones enteras
que habían permanecido por fuera del desarrollo dirigido, y en las cuales
el Estado planeaba introducir economías extractivas y agroindustriales.
La exclusión y el sometimiento de poblaciones subalternas diversas,
en la historia de configuración del orden socioracial colombiano, se ha-
bía perpetuado mediante la acumulación de poder y por vías del aca-
paramiento de tierras y recursos. Durante el proceso de poblamiento
del país, la población rural había sido sometida a la expropiación, los
excesos del poder y los desplazamientos forzosos. Gracias a mi trabajo
de campo, dilucidé que una gran proporción de las personas desplaza-
das eran descendientes de antiguos colonos desalojados y aparceros que
se habían trasladado por todo el país en las movilizaciones interdepar-
tamentales e intermunicipales provocadas por la violencia política, así
como por los auges del café, el oro, la madera y la coca.
En la convulsionada historia reciente de Colombia, la guerra ha sido
una de las pocas opciones de trabajo para miles de jóvenes de zonas ru-

245
Andrés Salcedo Fidalgo

rales. Las reclamaciones por justicia de las comunidades internamente


desplazadas, ante un futuro tan desalentador, rara vez se abordaban
como uno de los aspectos más dolorosos de sus procesos de traslado
involuntario. En particular, mi material etnográfico demostraba que el
desplazamiento y su tratamiento por parte de distintas instituciones era
una violación en contra de los deseos de las personas de pensar y actuar
diferente, y en contra de modos de vida que buscaban autonomía frente
a fórmulas estatalizadas de prosperidad y desarrollo.
En los relatos de las personas que participaron en esta investigación,
quedó plasmada una historia de liderazgos y deseos de autonomía que
contrastaban con los constantes movimientos de mano de obra joven y
rural, su reclutamiento forzoso en las filas de uno u otro bando armado,
su rebusque en la aparcería o en los circuitos laborales que conectaban
el campo y la ciudad, y su enganche como trabajadores de las grandes
empresas extractivas o agroindustriales que llegaban a sus regiones. En
un país en el cual amplias capas de población solo han conocido expro-
piación y expulsión, la defensa del territorio se convertía en una apues-
ta política que discrepaba del curso seguido por una construcción de
nación desigual y excluyente. Después de 1991, los derechos culturales
y los procesos de etnización se convirtieron en fuertes plataformas de
cohesión y resistencia para denunciar el desplazamiento forzado como
violación contra la cultura, el territorio y la naturaleza. Los movimientos
étnicos colombianos afirmaron su diferencia cultural y política luego de
siglos de trasegares impuestos a plomo, derivados de la concentración
de la propiedad, el narcotráfico y el nuevo extractivismo transnacional.
Debido a la intimidación y al terror, amplias capas de población
rural que habitaron durante décadas, y en ocasiones durante siglos, al
margen del Estado colombiano, se trasladaron a las periferias de las
zonas urbanas del país. Allí fueron consideradas, por una gran buro-
cracia ligada al humanitarismo internacional y estatal, como pobla-
ciones traumatizadas y atrasadas que debían ajustarse a los términos
asistencialistas de la ayuda humanitaria y a los términos culturalistas de
la Constitución, si querían obtener el reconocimiento de víctimas por
parte de las políticas distritales y nacionales.
La poderosa formación discursiva del enfoque psicosocial, reforzada
por sentimientos católicos de conmiseración y lástima, tendía a catalo-
gar el desplazamiento como un problema psicológico de las personas

246
Conclusiones: usurpación de la riqueza

que habían sufrido dicha experiencia y, de esta manera, deshistorizaba


el papel que habían tenido las estructuras gamonales, armadas y delin-
cuenciales en las reconfiguraciones del campo colombiano. Discursos
médicos y psicosociales legitimaban estas explicaciones y transmitían la
idea de que el trauma del desplazamiento se localizaba en las mentes y
cuerpos de las personas. Programas estatales de reasentamiento y ayu-
das de emergencia promovían la idea de que la población desplazada
debería curar sus heridas, olvidar el pasado, volverse emprendedora y
adquirir los nuevos valores de las sociedades más avanzadas con el fin de
volverse ciudadanos productivos.
Los programas estatales destinados a la población desplazada privile-
giaban a quienes respondían a valores neoliberales de emprendimiento
y a las exigencias de nuevas subjetividades económicas (Elyachar, 2005:
36). Las agencias de donantes y organizaciones de ayuda usaban la com-
pasión para la búsqueda de fondos y para poder aliviar una tragedia que
se presentaba asociada a las crueles condiciones de vida que caracteriza-
ban a los lugares del sur global, propensos a la violencia endémica.
Las mujeres desplazadas que conocí, provenientes de zonas del pie-
demonte, de regiones del Atrato Medio o de zonas costeras de Nariño,
se organizaban en torno a los temas de recuperación y reconstrucción,
y rechazaban los discursos que las victimizaban. Ellas se encontraban
trabajando en Bogotá a partir de sus propios procesos de fortalecimien-
to emocional y autonomía, formulados en sus propios términos. Estas
mujeres y sus familias expresaron impotencia, indignación y rabia ante
la impunidad flagrante que rodeaba a los crímenes en los que habían
caído sus esposos, primos, tíos y sobrinos. En las narraciones de estas
personas, que habían convivido durante tantos años con el uso del te-
rror, subyacía un fuerte reclamo por compensaciones y rendición de
cuentas ante lo que consideraban invasiones brutales a sus viviendas, a
su bienestar y a su intimidad familiar y social. Las personas desplazadas
se indignaban al advertir el contraste entre la precaria asistencia estatal
para las víctimas de la guerra en dicho periodo y el jugoso presupuesto
de programas destinados a los victimarios, grupos paramilitares incor-
porados a la sociedad civil a través de la Ley de Justicia y Paz, firmada
bajo el gobierno de Uribe en el 2005. La impunidad en la que queda-
ban sus historias de desplazamiento había contribuido a desestimar su
pérdida del honor, prestigio y reputación.

247
Andrés Salcedo Fidalgo

El segundo tipo de formación discursiva, que solía borrar la impor-


tancia histórica del desplazamiento forzado como técnica recurrente de
violencia, provenía de la manera en que se representaba a las personas
y sus lugares de procedencia mediante el uso de estereotipos construi-
dos históricamente. Por un lado, el desplazamiento era fácilmente con-
ceptualizado como la desconexión definitiva de entornos sociales pri-
mordiales o nichos culturales, generalmente concebidos como únicas
fuentes de identidad. La construcción social de los lugares y territorios,
así como las filiaciones identitarias, solían pensarse como posesiones,
rasgos o atributos que las víctimas perdían debido a su trasegar o des-
plazamiento. Por otro lado, las personas desplazadas eran enmarcadas
dentro de las representaciones históricas que se habían construido desde
el interior del país sobre las gentes y sus zonas de origen. Se clasificaba
a los sujetos y lugares siguiendo el dualismo urbano-rural, según el cual
se asumía que todas las personas provenían de sectores rurales, aislados,
remotos y atrasados, y que llegaban a las ciudades, los centros próspe-
ros, modernos, civilizados y desarrollados del país.
Las víctimas que no pertenecían a organizaciones étnicas compo-
nían sus relatos a partir de una representación moral de la época y de la
tierra que habían ocupado antes de los eventos de expulsión y desalojo.
A través de estas narrativas, exigían reconocimiento social por parte
de las entidades de atención. Las dimensiones afectivas y sensoriales
con las que rememoraban sus viviendas y entornos naturales y sociales
adquirían un simbolismo conmemorativo de gran valor. Los y las entre-
vistadas revisaban aspectos importantes de su pasado y destacaban sus
compromisos y logros en tanto adalides de sus comunidades y sus fami-
lias. El mundo material y la naturaleza que rodeaban sus vidas antes del
desplazamiento estaban imbuidos de una intensa experiencia personal,
sensorial y sentimental. Estos lugares de memoria constituían sus más
preciadas e inalienables posesiones (Weiner, 1992) y los medios para de-
mostrar la posición social que ocupaban antes de su expulsión. A través
de la evocación de un sentido idealizado del hogar en el que habían
logrado cierta autonomía y gozado de momentos felices que quizás no
vivirían nuevamente (como la abundancia de la comida, que ahora era
limitada, y las oportunidades de trabajo comunitario y colectivo, que
podrían intentar retomar), las personas interpretaban su desplazamien-
to como un punto de inflexión repentino en sus vidas. Ellas empleaban

248
Conclusiones: usurpación de la riqueza

esta misma idealización del tiempo antes de su desplazamiento para


hacerle frente a los tratos discriminatorios que los etiquetaban como po-
bres y desposeídos. Mediante una división radical entre un “antes”, de
abundancia y libertad, y un “después”, de escasez y penurias, la gente
transmitía en términos personales cómo ese pasado representaba tra-
yectorias y lugares intensamente vividos e interrumpidos por la violen-
cia política.
Desde mediados de la década de los noventa, el Estado colombiano
abrió su economía a la inversión extranjera y a los ajustes de corte neo-
liberal. Al mismo tiempo, implementó los estándares multiculturalistas
de reconocimiento de la diversidad cultural inaugurado por la Consti-
tución de 1991. La intensificación de la guerra demostró ser una gran
batalla por acaparar puntos estratégicos para las grandes economías del
narcotráfico, el monocultivo y las riquezas extractivas venideras que co-
rrespondían, justamente, con los territorios que los movimientos étnicos
habían empezado a reclamar y defender como espacios indivisibles e
inalienables.
Mientras que, en su primer periodo y particularmente en el segundo,
el gobierno de Álvaro Uribe servía como intermediario para la firma de
concesiones a grandes compañías multinacionales, las poblaciones des-
plazadas emprendían un trasegar intermunicipal, interdepartamental e
interurbano, y se organizaban para defender y proteger sus territorios.
Esta resistencia consistió en demostrar no solo que eran los guardianes
ecológicos de la naturaleza, sino que también habían habitado estas tie-
rras desde “el principio de todos los tiempos”. De acuerdo con su pen-
samiento, la “naturaleza” era fuente de sabiduría ancestral espiritual, y
su historia y “territorio”, dominios desde los cuales habían sobrevivido y
nutrido su integridad cultural (Sawyer, 2004: 48). Al afirmar que la men-
te occidental codiciosa enloqueció con el nuevo modelo económico, los
movimientos indígenas reclamaban su deber de cuidar el planeta Tierra.
Del mismo modo, las poblaciones afrocolombianas del Atrato y del
litoral pacífico se congregaron alrededor de un proyecto político para
acabar con la guerra que atentaba contra las personas que, por siglos,
habían ayudado a cuidar el litoral pacífico colombiano, y que mina-
ba los términos en los cuales querían forjar sus propios destinos. Ellos
se oponían al modelo hegemónico de desarrollo, implementado a ini-
cios del nuevo milenio, que amenazaba modos propios de producción,

249
Andrés Salcedo Fidalgo

conocimientos terapéuticos y botánicos, y relaciones armoniosas y estre-


chas entre los seres naturales y sociales. Al afirmar derechos sobre una
amplia cosmología que abarcaba espiritualidad, integridad y equilibrio,
los grupos étnicos colombianos defendían sus prácticas hacedoras de
lugar y sus territorios amenazados por la guerra.
Por último, en este libro demuestro que el desplazamiento forzado
también desencadenó un proceso de reconfiguración social, demográ-
fica y política sin precedentes en las periferias y zonas céntricas de Bo-
gotá. No solo las personas desplazadas habían creado nuevos circuitos
de rebusque, sino que también habían dinamizado y enriquecido las
organizaciones políticas con su participación en programas distritales.
Estos programas apoyaban proyectos de recuperación y preservación
cultural dentro de los cuales las celebraciones y festividades que los mi-
grantes querían retomar en Bogotá ocupaban un lugar central como
expresión identitaria fuera del territorio. Paradójicamente, ellos tenían
que enfrentar los ritmos y exigencias del rebusque y la marginalidad en
un contexto urbano en el que estaban excluidos del mercado formal de
trabajo o de la intricada red de favores e influencias que enlazaba las
regiones con la ciudad de Bogotá.
Durante este proceso de recomposición, se crearon espacios inespe-
rados y sorprendentes de contacto cultural donde los inmigrantes anti-
guos y los recién llegados, los organismos internacionales, las organiza-
ciones no gubernamentales, las asociaciones de mujeres, y las políticas
públicas distritales y nacionales convergían en temas como el fortaleci-
miento emocional, el ambientalismo, el multiculturalismo, los progra-
mas con enfoque de género y la afirmación de diferencias culturales. Por
primera vez en muchas décadas de migración laboral, las nuevas pobla-
ciones desplazadas utilizaban sus múltiples legados culturales y creaban
prácticas alternativas que se oponían a la mentalidad depredadora que
alimentaba el conflicto armado. Grupos de disidencia pacífica de origen
urbano adherían al discurso de autenticidad de los migrantes forzados,
los conocimientos ancestrales, el neoespiritualismo indígena y la oposición a
la guerra. Los alimentos limpios, los procesos de curación del cuerpo y
el alma, el pensamiento ecológico ligado a la espiritualidad, y la visuali-
zación de expresiones y sensibilidades estéticas fueron algunas de estas
nuevas prácticas urbanas y búsquedas de sentido presentadas como par-
te de los esfuerzos que se levantaban contra el extractivismo.

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Sitios web

Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (acnur):


http://www.unhcr.org/cgi-bin/texis/vtx/home

Amnesty International: http://www.amnesty.org

Comité Internacional de la Cruz Roja (cicr): http://www.icrc.org/web/eng

Consejo Comunitario Mayor de la Asociación Campesina Integral del Atrato


(Cocomacia): http://www.cocomacia.org.co/

270
Referencias

Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes):


http://www.codhes.org

Foro Interétnico Solidaridad Chocó: http://www.forointeretnico.org/

Fundación Hemera: http://www.etniasdecolombia.org

Movimiento nacional por los derechos humanos de las comunidades


afrocolombianas: http://www.movimientocimarron.org/

Organización Nacional Indígena de Colombia (onic): http://www.onic.org.co

Proceso de Comunidades Negras (pcn): http://www.renacientes.org

Red de Solidaridad Social: http://www.red.gov.co

ReliefWeb: http://www.reliefweb.int

Salud y desplazamiento en Colombia y países vecinos:


http://www.disaster-info.net/desplazados

un Office for the Coordination of Humanitarian Affairs (ocha):


http://ochaonline.un.org

The Connecticut Conference United Church of Christ: http://www.ctconfucc.org

271
Andrés Salcedo Fidalgo

272
Lista de abreviaturas

Acaba: Asociación Campesina del Baudó

Acamuri: Asociación Campesina del Municipio de Riosucio

acia: Asociación Campesina Integral del Atrato

Acnur: El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados

Advicora: Asociación Nacional de Población Desplazada Víctima de la


Violencia en Colombia

Afrodes: Asociación de Afrocolombianos Desplazados

Anmucic: Asociación Nacional de Mujeres Campesinas e Indígenas de


Colombia

anuc: Asociación Nacional de Usuarios Campesinos

anuc-ur: Asociación Nacional de Usuarios Campesinos-Unidad y


Reconstrucción

Ashoka: Global Association of World’s Leading Social Entrepreneurs

273
Andrés Salcedo Fidalgo

atcc: Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare

auc: Autodefensas Unidas de Colombia

Bancóldex: Banco de Comercio Exterior de Colombia

Cavida: Comunidades de Autodeterminación, Vida y Dignidad del Cacarica

CedaVida: Fundación Social Colombiana

cicr: Comité Internacional de la Cruz Roja

Cinep/ppp: Centro de Investigación y Educación Popular/Programa


por la Paz

Cocomacia: Consejo Comunitario Mayor de la Asociación Campesina


Integral de Atrato

Codhes: Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento

Conpes: Consejo Nacional de Política Económica y Social

cnc: Confederación Nacional Campesina

Corabastos: Corporación de Abastos S. A.

Corponariño: Corporación Autónoma Regional de Nariño

cric: Consejo Regional Indígena del Cauca

dane: Departamento Administrativo Nacional de Estadística

dri: Programa de Desarrollo Rural Integrado

eln: Ejército de Liberación Nacional

epl: Ejército Popular de Liberación

274
Lista de abreviaturas

farc: Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia

Fecode: Federación Colombiana de Educadores

Fensuagro: Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria

Finagro: Fondo para el Financiamiento del Sector Agropecuario

Fisch: Foro Interétnico Solidaridad Chocó

Fonade: Fondo Financiero de Proyectos de Desarrollo

Gaula: Grupos de Acción Unificada por la Libertad Personal

Incora: Instituto Colombiano para la Reforma Agraria

m-19: Movimiento 19 de abril

Ocaba: Organización Campesina del Bajo Atrato

oim: Organización Internacional para las Migraciones

ofp: Organización Femenina Popular

onic: Organización Nacional Indígena de Colombia

ong: Organización No Gubernamental

Opiac: Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana

pcn: Proceso de Comunidades Negras

Redif: Red de Investigadores sobre Desplazamiento Forzado

rss: Red de Solidaridad Social

sena: Servicio Nacional de Aprendizaje

275
Andrés Salcedo Fidalgo

Sisdes: Sistema de Información sobre Desplazamiento Forzado y Derechos


Humanos

sur: Sistema Único de Registro

up: Unión Patriótica

Usaid: United States Agency for International Development

276
Índice
onomástico

A Balibar, E.
Agamben, G. 118
42 Barthes, R.
Agier, M. 148
115 Basso, K.
Agudelo, C. 129
160 Battaglia, D.
Ahmed, S. 127
134 Bauman, Z.
Antze, P. 115, 116
141 Bechara, E.
Arbeláez, L. 86
168 Bello, M.
Arnson, C. 48, 119, 134
64, 65 Bessolo, S.
Arocha, J. 232
167,193 Blair, E.
91
B Bocarejo, D.
158
Bachelard, G. Bolívar, I.
134 40, 163

277
Andrés Salcedo Fidalgo

Bornstein, E. Das, V.
29 40, 41, 106
Bouley, C. Deng, F.
64 93, 94, 95, 96
Bourdieu, P. Dussán, A.
37, 115, 116 184
Braun, H.
53 E
Briones, C.
118, 119 Echandía, C.
86
C Elyachar, J.
247
Caldeira, T.
Escobar, A.
27
43, 197, 215
Camelo, E.
Evans-Pritchard, E.
119
52
Candamil, J.
224, 225
F
Chaves, M.
160 Fabian, J.
Clifford, J. 85, 162
127 Fassin, D.
Cohen, R. 84, 106
94, 95, 96 Feldman, A.
Colson, E. 19, 38, 58, 61, 110, 111
115 Ferguson, J.
Coutin, S. 22, 98, 116, 118, 209
124 Flórez, R.
Cubillos, J. C. 163
189 Forero, E.
Cunin, E. 103, 104
157 Fortier, A. M.
104
D Foucault, M.
42
Daniel, V. Friedemann, N.
115 167

278
Índice onomástico

Friedman, J. Hernández, M.
118 197, 198
Hoffman, K.
G 205
Hurtado, D.
García, C. I.
119
79
Hurtado, M.
Godoy, M.
205
238, 239
Gómez, H.
J
57
Gómez, P.
Jackson, J.
63
160, 178
González, F.
James, W.
47, 55, 67, 69, 73
90
González, J. J.
Jaramillo, L. E.
78
107
Gordillo, C.
Jimeno, M.
40
113
Green, L.
90
Grueso, L.
K
159, 160, 193
Kirmayer, L.
Gutiérrez de Pineda, V.
127
131
Kleinman, A.
Gutiérrez, J.
41, 106
51
Knudsen, J.
115
H
Hale, C. L
154
La Furcia, A.
Hampton, J.
156
95
Lair, E.
Harcourt, W.
215 55, 87
Henao, D. Lambek, M.
134 141

279
Andrés Salcedo Fidalgo

Millán, C.
Laverde, Z.
195
80
Misztal, B.
Lavie, S.
134
116
Molinares, C.
Lefebvre, H.
75
208
Mondragón, H.
Lock, M.
164, 167, 168
41, 106
Moore, D.
Losonczy, A. M.
24, 191
193, 194
Morales, P.
132, 186
M Morgan, S.
115
Machado, A.
Mosquera, C.
16, 47, 49, 50
119
Maldonado, C.
Mosquera, S.
205
172
Malkki, L.
Mueggler, E.
84, 107, 115, 117, 118, 128
125
Mantilla, L.
Muggah, R.
119
101, 103
Marcus, G.
187
N
Marte, L.
134 Naranjo, G.
Martínez, S. 119
177 Nelson, D.
Massé, F. 162
57 Ng’weno, B.
Mc Graw, J. 171
156 Nordstrom, C.
Meertens, D. 41
17, 47, 213
Meza, C. O O
238
Millamán, R. Oramas, A.
154 186, 226, 228

280
Índice onomástico

Öslender, U. R
171
Osorio, F. E. Rajaram, K.
67, 113, 119, 125 106
Ramírez, M. C.
P 132
Rappaport, J.
Pachón, X. 161, 170, 179
189 Rechtman, R.
Palacios, M. 84, 106
47 Reichel-Dolmatoff, G.
Pandolfi, M. 184
97 Restrepo, E.
157, 160
Pécaut, D.
Reyes, A.
134
55
Pedrosa, A.
Reyes, E.
197
75
Pérez, L. E.
Riaño, P.
67
126, 148
Pérez, M.
Richani, N.
17, 19, 205
54
Pineda, R.
Richmond, A.
163
92
Pinzón, N. M. Ricœur, P.
214, 215 125, 129, 145
Portes, A. Rivera Cusicanqui, S.
205, 211 206, 210
Povinelli, E. Rojas, D. J.
230 102
Prada, E. Rouse, R.
162, 163 116
Proust, M. Roy, A.
128, 129 206, 207
Pumarejo, A. Rueda, D.
132, 186 64

281
Andrés Salcedo Fidalgo

S S T
Said, E. Tapia, E.
111, 118, 207 80
Salcedo, A. Taussig, M.
20, 68, 70, 72, 91, 95, 99, 119, 42, 61, 90
158, 180, 207 Teeger, C.
Salcedo, M. T. 145
91 Terdiman, R.
Salgado, C. 127, 129
162, 163 Thoumi, F.
Samper, M. 55
224, 225 Triana, A.
Sánchez, R. 189
107 Trouillot, M.
Sanford, V. 128
56 Turton, D.
Sassen, S. 134
207, 208
Saumeth, E. U U
54
Sawyer, S. Ulloa, A.
156, 249 171, 185
Scarry, E. Uribe, M. T.
40 120, 134
Schmit, A. Uribe, M. V.
79 91
Seremetakis, N. Urrea, F.
128 156
Solano, S.
163
Srathern, M. V
118
Suárez, H. Vasco, L. G.
134 178
Swedenburg, T. Vásquez, T.
116 73

282
Índice onomástico

Vinitzky-Seroussi, V. Wiborg, A.
145 119

W Y
Wade, P.
Young, M. I.
157, 162
173
Warren, K.
90
Weiner, A. Z
248
West, R. Zamosc, León
196 164

283
Índice
temático

A Asistencia humanitaria
Actores armados 15, 16, 100, 120, 215, 216,
10, 21, 54, 57, 61, 67, 69, 218
83, 107, 112, 113, 172, 215, Atención diferencial
221, 243 31
Afrocolombianos Autoempleo
14, 15, 33, 114, 116, 132, 206, 209
153, 157, 161, 162, 166,
171, 195, 199, 237, 238, 242 C
Agentes
de cambio Comercialización de drogas y armas
12 11, 58, 71, 73, 77, 173, 201, 234
de reconstrucción Conflicto armado
30 10, 26, 39, 47, 58, 62, 66,
Ambientalismo 100, 124, 152, 191, 214,
154, 225, 243, 250 220, 226, 232, 250
Amerindio Consejos comunitarios
158 23, 63, 65, 66, 77, 98, 101,
Asentamientos 137, 163, 164, 166, 169,
36, 74, 105, 198 171, 172, 199, 200

285
Andrés Salcedo Fidalgo

Cooperación internacional 117, 125, 132, 134, 154, 174,


31, 36, 198, 220 182, 245, 248
Crisis humanitaria masivos
15, 48 14, 17, 79
Desterritorialización
D 174, 175, 181
Diálogos de paz
Derechos
10, 48, 62
culturales
Discursos
15, 160, 170, 177, 209, 234,
humanitarios
239, 246
92
humanos
victimizantes
7, 17, 23, 28, 31, 36, 45, 49,
124
62, 66, 80, 84, 92, 93, 95,
Disputa territorial
117, 171, 173, 202
13, 67
territoriales
Diversidad cultural
11, 19, 47, 93, 125, 131, 132,
22, 153, 202, 249
155, 160, 191
Desmovilización
43, 64, 65, 66, 75, 78 E
Desparamilitarización
62 Economía
Desplazados extractiva
10, 13, 16, 17, 28, 29, 36, 38, 22, 43, 81, 131, 245, 246,
45, 85, 104, 107, 116, 120, 249
155, 191, 206, 214, 215, 222, nacional
225, 229, 234, 237, 239 11, 52, 55, 59, 62
internos Espacio(s)
16, 44, 84, 92, 93, 96, 101, de ciudadanía
106, 115, 117, 118, 142, 151, 44, 153
207 políticos
Desplazamiento(s) 11, 15, 16, 23, 53, 106, 226
16, 17, 19, 21, 22, 29, 30, 32, sociales
34, 38, 49, 56, 74, 82, 94, 11, 15, 16, 66, 129, 195
140, 141, 179, 207, 246 Espiritualismo
forzoso 225, 250
13, 14, 15, 28, 43, 47, 49, 63, Estrategias de supervivencia
67, 82, 85, 100, 103, 105, 107, 32, 208, 218, 219

286
Índice temático

Etnoeducación indígena(s)
232 22, 33, 51, 73, 77, 132, 156,
Exclusión 158, 160, 161, 162, 265, 171,
39, 142, 146, 156, 209, 245 174, 175, 180, 181, 182, 187,
Explotación transnacional 189, 191, 208, 226, 229, 233
de recursos neoespirituales
14 56
Extractivismo a gran escala paramilitar(es)
14, 180 14, 21, 43, 48, 55, 57, 62, 63,
65, 69, 71, 74, 76, 78, 86, 94,
F 111, 112, 136, 143, 161, 173,
181, 183, 201, 202, 216, 147
Forjadores
de redes urbano-rurales H
11
Frente Nacional Humanitarismo
53 29, 37, 124, 246
Fuerzas armadas
14, 74, 77 I
G Inclusión
14, 216, 225
Geopolítica mundial Incorporación a la nación
48 156
Grupo(s) Indemnización
étnico(s) 10, 66, 100, 104
22, 33, 137, 154, 159, 161, Indígena(s)
162, 183, 235, 250 inga
armado(s) 33, 77, 139, 177, 230, 231,
9, 14, 19, 26, 43, 48, 52, 58, 232, 233, 235, 243
61, 66, 67, 71, 79, 80, 83, 86, kankuamo
87, 88, 124, 135, 171, 173, 33, 122, 131, 132, 133, 138,
182, 205, 214, 234 154, 155, 174, 178, 183, 184,
guerrillero(s) 185, 186, 187, 190, 225, 226,
14, 17, 26, 27, 34, 54, 62, 63, 227, 228, 229
69, 71, 72, 74, 78, 80, 199, Kogui
201, 145 71, 184,

287
Andrés Salcedo Fidalgo

Nasa Migrantes
33, 54, 77, 131, 154, 161, 171, 12, 15, 23, 24, 55, 82, 115, 116,
174, 175, 176, 177, 179, 119, 184, 191, 207, 211, 235,
Pijao 238, 250,
33, 36, 154, 155, 161, 174, no calificados
175, 177, 181, 182, 187, 189, 28, 206
190, 191, 234, 235, 236, Modernidad
Uitoto 45, 84, 118
33, 178, 179, 181, Monocultivo
Intercultural 34, 43, 63, 69, 81, 154, 155, 156,
12, 113, 161, 168, 225, 229, 163, 249
Movilidad
J 14, 23, 33, 42, 54, 83, 85, 116,
Justicia social 134, 150, 156, 189, 207, 227,
14, 58, Interurbana
21
L Movilizaciones antiguerra
Lazo(s) 14
Espiritual Movimiento(s)
22 Agrario
comunitarios 163
9 Campesinos
Sociales 31, 53, 153, 164, 167, 189
12, 23, 44, 116, 125, Indígenas
Líderes Comunitarios 14, 45, 165, 170, 171, 173,
19, 34, 44, 74, 141, 181, 195, 189, 230, 249
199, 215, Políticos
Indígenas 23, 39, 54
21, 33, 35, 45, 78, 113, 137, políticos rurales
155, 161, 174, 176, 177, 178, 53
187, 189, 236 Sociales
Lugar de origen 14, 21, 52, 71, 80, 153, 163,
85, 117, 118, 134, 137 174, 215
Mujeres desplazadas
M 140, 202, 215, 216, 218, 247
Microhegemonía Multicultural
86 34, 157, 170, 249

288
Índice temático

Multiculturalismo Proceso(s)
44, 154, 156, 162, 250 de recomposición
146, 206, 215, 243, 250
N de paz
Neochamanismo 48, 54, 64, 65, 73, 101
243 Proyectos
Neoindígenas urbanos de desarrollo
45 34, 229, 236,
Neoliberalismo Políticos
15, 22, 154, 173 32, 57, 161,

O R
Operaciones militares Reasentamientos
9, 56, 70, 72, 75, 79, 187 14, 21, 94, 101, 103, 160, 198,
Organismos internacionales 206 207, 208, 247,
10, 84, 96, 100, 122, 250 Rebusque
208, 209, 210, 213, 246, 250,
P Reclutamientos
Paramilitares 51, 67, 86, 94, 103,
9, 13, 14, 17, 21, 26, 36, 43, 48, 54, Forzosos
57, 58, 61, 73, 74, 79, 84, 91, 107, 10, 49, 94, 173, 246
136, 143, 154, 161, 172, 176, 181, Reconocimiento étnico
187, 193, 201, 216, 234, 240, 245, 22
Partidos políticos Reconstrucción
52, 171, 220 13, 14, 16, 30, 45, 126, 127,
Plan Colombia 128, 154, 168, 205, 208, 219,
15, 21, 43, 48, 62, 75, 79 247
Poblaciones migrantes Redes sociales
9, 16, 19 9, 14, 24, 35, 36
Política pública Refugiados
10, 33, 104 31, 74, 77, 79, 80, 92, 93, 94,
Posconflicto 95, 96, 99, 115, 117, 118,
10 229
Posesión de tierras Reinserción
13 23, 26, 30, 45, 65, 126, 206, 238
Prácticas tradicionales Reivindicación étnica
15, 100, 22

289
Relaciones Territorio(s)
de poder de origen
22, 24, 161 9
Sociales Trasegares
12, 30, 90, 133, 142, 143 9, 17, 30, 44, 112, 153, 201, 246,
Rememoración Trashumancia
19, 35, 44, 130, 136, 229, 9
Reparación Tratado de libre comercio
10, 45, 65, 66, 84, 100, 103, 137, 15, 21, 43, 48, 62, 63, 167, 171
162, 192, 210, 212, 224, Trayectorias de vida
Resguardos indígenas 38, 57, 92, 109, 111, 128,
54, 165
V
S Víctimas
Seguridad democrática 10, 11, 13, 17, 23, 31, 32, 37, 39,
39, 64, 105 43, 44, 60, 65, 66, 76, 80, 83, 86,
Soberanías en competencia 88, 89, 91, 94, 100, 103, 106, 110,
14, 48, 81 111, 116, 124, 125, 156, 218, 220,
Sociedad pluralista 223, 246, 247, 248
34 Victimización
Sometimiento 10, 14, 105, 113, 114
43, 47, 49, 245 Violencia política
9, 13, 28, 41, 69, 83, 93, 108, 207,
T 218, 245, 249
Técnica de guerra Vulneración de derechos
13, 47, 29
Víctimas y trasegares: forjadores de ciudad
en Colombia 2002-2005
fue editado por el Centro de Estudios Sociales (ces) de la Facultad de Ciencias
Humanas de la Universidad Nacional de Colombia.
El texto se compuso con fuentes Baskerville y MetaPro.
Se terminó de imprimir en Digiprint Editores E.U.,
en Bogotá, en abril de 2015.
Primera edición
300 ejemplares

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