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Vida biológica y vida política

Autor: Roberto Esposito

Fuente: Vie biologique et vie politique. Rue Descartes,


No. 87. 2015/4, pp. 44-57. (Trad. al francés del original
italiano par Paolo Quintili). Collège International de
Philosophie. ISSN 1144-0821.
URL original:
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http://www.cairn.info/revue-rue-descartes-2015-4-page-44.htm
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Disponible en UniNómada:
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http://www.uninomada.co/inicio/index.php/biblio
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Para citar este artículo:


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Esposito, Roberto. « Vida biológica y vida política ». Trad. Ernesto Hernández B. Disponible en:
www.uninomada.co/inicio/index.php/biblio
Título original: « Vie biologique et vie politique », Rue Descartes 2015/4 (N° 87), pp. 44-57.
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Vida biológica y vida política

Roberto Esposito

Trad. Ernesto Hernández B.

UniNómada, Colombia

§1

¿Qué relación existe entre la vida biológica y la vida política? ¿O más simplemente entre la
política y la vida, cuando entran en contacto, cuando se superponen en el régimen que se
define como “biopolítica”? ¿Y qué significa este término, actualmente en el centro de un
interés internacional creciente? Seguramente, una relación entre la política y la vida
biológica siempre se ha dado; desde siempre la vida biológica ha constituido el horizonte de
la política, tanto como la política, en tanto que organización de las relaciones humanas, ha
sido necesaria para la conservación de la vida. Ninguna sociedad habría podido sobrevivir a
sus propios conflictos, ni a los ataques provenientes del exterior, sin una forma cualquiera
de organización política.

Pero lo que cuenta para definir la idea de biopolítica es que, hasta cierto momento, que se
puede fechar entre los siglos XVIII y XIX, esa relación era indirecta –es decir, mediatizada
por una serie de filtros, de diafragmas que luego fueron rotos, de modo que se instauró un
empalme más cerrado y restrictivo entre la política y la vida–. Como sostiene Foucault, a
quien debemos el primer desarrollo orgánico de este asunto, durante el largo periodo que
representa toda la historia antigua, y en particular la historia griega, la vida política no hacía
parte de ninguna manera de la esfera biológica, tanto como ésta no implicaba a aquélla. O
mejor, la vida política –consagrada a la participación y al gobierno de la polis– estaba
caracterizada precisamente por su independencia respecto de los problemas relativos a la
esfera de la subsistencia y de la reproducción de la vida biológica, reservada al dominio del
oikos, al dominio de la casa, y a todas las actividades relacionadas con ella. La definición


Antiguo director del CIPh. Enseña filosofía teorética en la Escuela Normal Superior de Pise y en el Istituto
Italiano per le Scienze umane de Florence y de Nápoles. Entre sus libros más recientes están: Due. La
macchina della teologia politica ed il posto del pensiero (Turin, Einaudi 2013) y Le persone e le cose (Turin,
Einaudi, 2014).

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misma del hombre como aquel que posee el logos se funda en Aristóteles (tanto en la Ética
como en la Política) sobre la exclusión del bios, de la vida nutritiva o vegetativa. El
concepto de la polis se constituye en la diferencia entre el simple “vivir” (zen) y el “vivir
bien” (eu zen), es decir, en la exclusión de la esfera política de lo que ha sido llamado –con
una expresión de Benjamin– la “vida desnuda”. Hannah Arendt ha insistido más que ningún
otro filósofo sobre esta diferencia entre el dominio de la polis y el dominio del oikos, al
punto de descubrir en la modernidad, cuando esos dominios comienzan a relacionarse entre
sí, el inicio de un proceso de despolitización cuyo resultado es la sustitución o el
recubrimiento de lo social sobre lo político. Para Hannah Arendt, la política no sólo debe
permanecer libre de las manchas de la vida biológica; además alcanza su apogeo cuando
una parte de la población, compuesta de esclavos y de quienes hacen un oficio demasiado
modesto para ocuparse de la política, abastece las necesidades materiales de los ciudadanos.
Desde el momento en que esta distinción entre política y sociedad se deshace, como sucede
de hecho en el mundo moderno, el actuar político tiende a agotarse y confundirse con otras
actividades humanas. A pesar de los acentos románticos de esta reconstrucción, ella
representa efectivamente una cierta organización de las relaciones sociales, destinadas a
durar por muchos siglos. Sólo con el inicio de la modernidad las cosas cambian cada vez
más netamente. Originariamente separadas, las dos esferas de la política y de la vida se
aproximan cada vez más la una a la otra.

En realidad, el autor que marca ese giro es Hobbes, cuando afirma, al final de las guerras de
religión, que el problema fundamental de la política no es el del gobierno de la cosa pública
o de la distribución del poder, como ocurría justamente en la ciudad antigua, sino primero y
ante todo, la conservación de la vida, puesta en peligro por conflictos potencialmente
destructores. La institución del Estado –Leviatán– en el cual (y en el seno del cual) todos
los hombres transfieren sus propios derechos, tiene como primer objetivo defender la vida
de los sujetos frente al riesgo de muerte, vuelto posible a causa de la agresividad recíproca
entre los hombres que rivalizan por asegurarse subsistencias insuficientes. Pero esta
institución tiene también el objetivo de garantizar a todos una vida aceptable en el plano de
las necesidades, y más concretamente, de las necesidades primarias. A esta meta, la meta de
la seguridad, los hombres le sacrifican todo lo que tienen de más precioso, sus derechos y

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sus propios poderes, al servicio de un Tercero, a saber el Estado, capaz de defenderlos y de
hacer temer, con sus leyes, a quienquiera que proyecte violarlas.

Se trata, como dijimos, de un cambio de paradigma que puso fin a una concepción de la
política que subsistió durante aproximadamente dos milenios. Si durante largo tiempo –
como lo expresa Foucault– los hombres vivían y practicaban una actividad política, en
cierto momento de la historia comienzan a hacer de la vida el asunto de esta actividad. Este
giro es de una importancia extraordinaria, pues está destinado a marcar el conjunto del
pensamiento político posterior. La vida biológica que se mantenía por fuera de ámbito de la
política, deviene la tarea histórica y política del hombre. Vivir políticamente significa, en
adelante, tomar al cuidado a esta vida nutricia que hasta ahora había sido excluida por el
logos político. A partir de este momento, el léxico de la vida biológica comienza, de
manera cada vez más neta, a integrarse con el de la vida política, a la que condiciona
profundamente. Es verdad que la metáfora del “cuerpo político” tiene una tradición que se
remonta mucho más lejos y que puede ser llevada hasta Platón; pero con Hobbes, conectada
con la metáfora de la máquina, asumirá un carácter inmunitario claro: el cuerpo político
debe inmunizarse, es decir, protegerse de los riesgos contenidos en la communitas.

§2

Sin embargo, para que tal proceso se desarrolle en toda su amplitud, es necesario esperar
dos acontecimientos. Primero, la transformación progresiva del paradigma de soberanía en
el paradigma del gobierno –cuando las condiciones de vida de la población, su subsistencia,
sus necesidades vitales comienzan a ser consideradas en los objetivos políticos del poder–.
Entonces, a finales del siglo XVIII, nacen las políticas urbanas, demográficas, sanitarias
que entran en un horizonte que se puede llamar biopolítico. La población es finalmente
considerada por el soberano como algo por explotar, un recurso por consumir, un bien
precioso por proteger, una riqueza que hay que conservar y desarrollar. Todo esto tiene una
relación directa con lo que Foucault llama “gubernamentalización de la vida” –que va del
llamado poder pastoral hasta la razón de Estado, a la organización material de la vida
citadina, a la higiene pública, a los saberes de la “policía”, término que antaño tenía un

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sentido más amplio que el que ha adquirido hoy en día y que concernía precisamente a
tomar a cargo el bios colectivo–. En ese momento se esparcen lo que en nuestros días
llamamos “servicios públicos”: las estructuras sanitarias y hospitalarias, así como las
estructuras penitenciarias destinadas, ciertamente, a castigar, pero también a defender a la
población de las amenazas, o de los posibles contagios por enfermedades endémicas. En
esta transformación paradigmática de los agenciamientos conceptuales precedentes, el
nacimiento de una disciplina que tomará el nombre de biología, a inicios del siglo XIX,
representa un acontecimiento crucial. La vida biológica comienza entonces a entrar en el
campo de visión de un saber especializado, en el que los nombres de Bichat, Cuvier,
Lamarck y Darwin son los más conocidos. ¿Qué se produce entonces? ¿Qué consecuencias
ejerce el nacimiento de la biología sobre la organización del saber moderno? Sin duda
podemos responder que, con la biología, el horizonte de la historia entra en una relación
cada vez más estrecha con la naturaleza; la política se sitúa precisamente en el punto de
contacto, y frecuentemente de tensión, entre historia y naturaleza; poco a poco el hombre
comienza a ser considerado como miembro de una especie, y esta especie humana entra en
relación con otras especies vivientes. Esto determina un proceso de des-subjetivación
progresivo o de modificación y crisis de la subjetividad política. Este individuo, que la
filosofía política moderna había considerado siempre como un sujeto dotado de razón y
provisto de voluntad, es gradualmente percibido como un ser viviente, atravesado y muchas
veces determinado por fuerzas irracionales, pasionales, instintivas que escapan al
autocontrol de la razón, porque se enraízan en una capa de la vida biológica más profunda
que la vida de relaciones y sutilmente en colisión con ella.

En particular, el gran fisiólogo francés Xavier Bichat, sostiene que cada vida está
compuesta de dos capas vitales, que él define como “vida orgánica” y “vida animal”: la
primera orientada hacia las funciones vegetativas (respiración, digestión, circulación de la
sangre, etc.), y la segunda hacia las actividades motrices sensoriales e intelectuales. Ahora
bien, el elemento que caracteriza esta teoría, y que influencia no sólo al saber biológico
sino también a la filosofía ulterior, es la predominancia de la vida orgánica o vegetativa
sobre la vida animal y relacional. Bichat observa, por ejemplo, que después de la muerte,
cuando cesa la vida relacional –es decir, cuando las funciones cerebrales se detienen–, la

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vida orgánica y vegetativa continúa funcionando por lo menos durante unas horas, o días,
como en el caso de las uñas y los cabellos que no detienen su crecimiento. Este fenómeno
determina una consecuencia precisa en la relación entre la vida biológica y el actuar
político, de una manera que modifica cada vez más profundamente el paradigma moderno
de política: la teoría de Bichat de la predominancia, cuantitativa y extensiva, de la vida
vegetativa y automática respecto de la vida de relación, debilita la idea hobbesiana de la
oposición entre la política y el estado natural. Según la nueva concepción biológica, el
estado civil tiene una raíz inextirpable en el estado natural. Uno no puede separarse de sí
mismo, de su propio cuerpo y de los mecanismos profundos que lo rigen. Desde el
momento en que la voluntad se enraíza en la vida vegetativa y es gobernada en buena parte
por ella, el fundamento esencial de la teoría política moderna se degrada: esto es, se
degrada la idea de sujetos dotados de voluntad racional que se unen en un pacto libremente
fundador del orden civil. Si las pasiones están determinadas por brotes instintivos e
inconscientes que hunden sus raíces en la vida orgánica, no es posible orientarlos conforme
a una intención asumida racionalmente. La idea misma de contrato social se desvanece. Los
hombres no son ya considerados –o sólo lo son en parte– como los autores de las
instituciones que los rodean. Ya no son los maestros de su destino, y, al contrario, este está
marcado ahora por las características hereditarias que cada uno recibe de sus progenitores.

§3

Como lo creían autores influenciados por el vitalismo de Bichat, entre ellos Schopenhauer,
los individuos así como los sujetos colectivos tienen un fondo natural no modificable por la
educación y el medio exterior. La unidad de la vida ya no se articula en el dualismo entre
alma y cuerpo –que remite a la idea cristiana de “persona”, o en otros aspectos al sujeto
cartesiano–, sino en la desnivelación biológica entre la vida orgánica y la vida animal. El
núcleo inseparable constituido de voluntad y razón, que hasta ese momento formaba la
esencia del sujeto político, es puesto en cuestión. La idea de que la parte racional o
espiritual del sujeto pudiese dominar su parte corporal, en la cual está instalada, y la idea de
que hay un lugar de control (comando) intelectual desde donde se puede gobernar al cuerpo
y sus instintos primarios, se desfonda. Igualmente, respecto a la idea de “democracia”, es

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como si el poder, el kratos, no tuviese ya como punto de referencia el demos, el pueblo o el
conjunto de los individuos, sino el bios, la vida de un organismo extraño a cualquier
connotación jurídico-política, porque está movido por fuerzas naturales incontrolables. Se
trata de un proceso de des-subjetivación y despersonalización que todavía puede tener, a
mediados del siglo XIX, salidas diferentes y no necesariamente regresivas.

Con Darwin en particular, ese proceso de biologización permanece aún potencialmente


abierto. También él desconstruye el léxico humanista, pero sin sacar consecuencias
políticas directas. Ciertamente, lo que la teoría clásica definía todavía como la “esencia
humana” es reemplazado por una serie de invariantes de tipo biológico, puestas, aún con
caracterizaciones específicas, al interior de la gran cadena de las especies vivientes. Esto no
significa que Darwin reduzca el comportamiento humano a un simple reflejo de sus
componentes orgánicos, ni que oponga la naturaleza a la historia. Más bien las unifica,
según una idea de historia natural que interpreta la naturaleza humana como modificándose
de manera casual, sobre la base de una serie de desvíos normativos no definidos de entrada
y que se producen de manera imprevisible. El mecanismo de la selección natural actúa
sobre la base de esos desvíos –no es la salida de un destino teleológico prestablecido, sino
el resultado de la comparación y de la colisión entre tipologías biológicas diferentes, que
intentan imponerse recíprocamente. La tradición filosófico-política clásica y la tradición
moderna aparecen, en ese momento, igualmente impugnadas de manera radical. Esta vida
biológica que no había constituido más que el segundo plano de la acción política, acción
con la libertad de tomar la dirección que quiera el sujeto hasta entonces maestro de sí
mismo, penetra ahora cada vez más profundamente en el corazón de la escena política,
condicionándola radicalmente.

Hemos visto que la teoría de Darwin, que habitualmente se ubica al inicio de ese proceso,
debe situarse al final de un recorrido iniciado muchos decenios antes y que coincide con la
historia de la biología. Pero, después de él, la biologización de la política o la politización
de la vida biológica se parte en dos direcciones diferentes, una de las cuales está cargada de
elementos inquietantes de carácter determinista. Es lo que podríamos llamar la “biopolítica”
negativa, a la cual se opone una “biopolítica” afirmativa. ¿Qué tenemos que entender por

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“biopolítica negativa”? Hay, en su origen, un desplazamiento conceptual y un uso
instrumental del darwinismo, en una dirección diferente de la seguida por Darwin. Spencer
marca ya un primer paso, introduciendo un elemento jerárquico y de cerradura en lo que
Darwin consideraba todavía como un proceso abierto. Con él, la selección natural se vuelve
una lucha por la existencia, en la cual solamente las especies más fuertes, o como lo
expresa, las más aptas conseguirían sobrevivir. Enseguida, esta superioridad teorizada de
ciertas especies sobre otras será traspuesta con poco esfuerzo al interior del género humano
y asumirá un carácter racial. Para Gobineau, autor de un célebre libro sobre la desigualdad
de las razas humanas, la fuerza desemejante de los pueblos diferentes no está determinada
por su organización política, ni por sus circunstancias ambientales o climáticas, como lo
creía anteriormente Montesquieu, sino por su constitución biológica interna. La historia,
según él, cuenta mucho menos que la naturaleza, o mejor: la historia misma es naturalizada.
Sobre estas nuevas bases, la política no es la expresión de la voluntad libre de personas
dotadas de derechos subjetivos, en tanto que árbitros de su propio destino, como había sido
durante al menos dos siglos; ahora deviene el simple resultado de la transmisión hereditaria
de caracteres naturales, diferentemente distribuidos en las diversas tipologías humanas.
Entonces, la posibilidad se abre para que la identidad del sujeto político sea cada vez más
aplastada por el dato biológico-racial desnudo.

En este punto, lo que hemos llamado “biopolítica” comienza a invertirse en una especie de
zoopolítica, ahora en contraste no sólo con la concepción filosófica moderna, sino también
con el paradigma darwiniano. La cadena continua de las razas humanas –de las más fuertes
a las más débiles– es interrumpida por la introducción, en su interior, de la referencia
animal. Ya a inicios del siglo XX, en Alemania como en América, los hombres
pretendidamente “inferiores” son relacionados con las bestias más bien que con los
hombres “superiores”. La categoría de humanidad, antes que ser un todo homogéneo,
aparece recortada en dos zonas distintas, separadas por la fractura que constituye la
animalidad. El resultado jerárquico y excluyente de esta biologización de la política es
evidente. Algunos pueblos de sangre pura están destinados a dominar a los de sangre
impura, que no pueden rebelarse contra una subalternidad enraizada en su sustrato
biológico. Más aún, como los ideólogos nazis lo teorizaron inmediatamente, las razas

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superiores están autorizadas para bloquear la contaminación degenerativa que nace de su
contacto con las razas inferiores, deportando o exterminando a estos últimos. Lo que, según
Darwin, era una selección natural, se convierte en ese momento en una selección artificial
que aspira a impedir cualquier mezcla de sangre y a recobrar la tipología racial original. Lo
que los antropólogos se proponen es el objetivo delirante de recrear la naturaleza a través
de los procedimientos artificiales, re-naturalizar artificialmente la naturaleza, eliminando
los organismos degenerados o destinados a la degeneración.

De esta manera, lo que hemos definido como biopolítica se invierte en una forma de
tanatopolítica aclamada. La humanidad deviene el terreno operacional de una separación
violenta entre dos formas de vida radicalmente opuestas, destinadas la una al mejoramiento
de la otra a través de su esclavitud o su muerte. La vida misma está dividida en dos: una
vida superior y fundamentalmente inmortal, y una vida inferior hasta el punto de no
merecer ser vivida. Binding y Hoche, autores de un célebre ensayo sobre la vida “no digna
de ser vivida”, escrito en los años precedentes a la toma del poder por Hitler, llegan a argüir
que sería inhumano aplicar el mismo tratamiento a tipos de hombres esencialmente
diferentes, porque son biológicamente diferentes. Ese saber de la vida que nace a inicios del
siglo XIX, y que entra en relación con el saber político en los decenios siguientes, se
convierte en ese momento en una monstruosa máquina de muerte. La muerte se instala en el
corazón de la vida política y la determina. En el origen de ese deslizamiento catastrófico se
encuentra la sustitución de la raza en lugar del cuerpo viviente, y de la sangre en lugar de lo
que había sido llamado por largo tiempo el “alma”. Simultáneamente, el cuerpo deviene el
sujeto único y el objeto único de una política identificada con el medicamento, o mejor, con
la cirugía racial, utilizada para extirpar del gran cuerpo del pueblo alemán su parte
infectada. No por azar, en los manuales alemanes de los años treinta, Hitler es definido
como “el gran médico”. Sabemos hasta qué punto el papel de los médicos fue considerable
en la máquina del genocidio. Ellos operaban la selección de los prisioneros, enviando a la
muerte a la gran mayoría; activaban directamente los dispositivos de asesinato y trataban
los cadáveres de las víctimas. Traducir la política en términos médicos, o atribuir a la
medicina una meta política y tanatopolítica, quiere decir cortar todos los puentes detrás de
sí con la tradición política occidental, o mejor, llegar a un punto de no retorno. Al final de

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ese recorrido está el genocida. En el genocida está la defensa de la vida de un pueblo único,
imaginado como superior, y la producción de muerte para los otros, tocando un nivel de
identificación absoluta. El carácter autoinmunitario –en el sentido de un sistema
inmunitario que se vuelve contra sí mismo– es la cosa más impresionante en ese proceso de
destrucción en masa. Hemos visto cómo en el origen del giro biológico hobbesiano la
política moderna incorpora una presión inmunitaria fuerte –una tendencia a la defensa y a la
autoprotección contra las amenazas exteriores–. Ahora, al hilo del tiempo, este elemento
inmunitario se vuelve cada vez más fuerte, hasta asumir un carácter autoinmunitario. La
enfermedad que los nazis querían eliminar era la muerte potencial de su propia raza. Esta
posibilidad la querían matar, en el cuerpo de una raza considerada inferior, o mejor, como
ellos decían, de una no-raza. Ellos no percibían su acción como asesinato, pues
consideraban una tal raza como ya muerta. Creían restablecer los derechos de la vida,
dándole muerte a una vida degenerada, y por tanto, consagrada de entrada a la muerte. La
catástrofe de la Segunda Guerra Mundial fue la salida de esta locura mortífera.

§4

El fin del nazismo no marca el fin de la biopolítica, que aún está frente a nosotros. Todas, o
casi todas las cuestiones a las cuales nos enfrentemos –las de la salud, el medio ambiente, la
inmigración– tienen que ver con la biopolítica. A tal punto que la referencia a la vida
biológica se ha convertido en el elemento de legitimación necesario para todo tipo de
política. Hoy en día, una política que no se relacione con la vida aparecería como abstracta
y lejana respecto a nosotros; perdería todo su interés. Para darle sentido a este giro, me
limitaré a relacionar tres acontecimientos emblemáticos, que después de algunos años han
cambiado radicalmente el panorama existente.

A finales de los años sesenta del siglo XX toma cuerpo, literalmente, el problema del
género, de la generación y de la genética, en una forma que parece reemplazar la semántica
biopolítica del genos por la semántica democrática del nomos, del género como diferencia
sexual y de la generación como conjunto de personas definidas por una serie de
características socioculturales diferentes y frecuentemente alternativas respecto a las que

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fueron propias de las generaciones precedentes. Poco tiempo después, en 1971, se cumple
en los Estados Unidos el primer ensayo de modificación genética, operado sobre el cordero
Dolly, y destinado a prefigurar, al menos en el nivel de las posibilidades, una relación cada
vez más abierta y problemática entre la técnica y la vida, de la que solamente hoy en día
reconocemos su fuerza de ruptura respecto de las categorías políticas tradicionales.
Finalmente, al año siguiente, en 1972, la primera conferencia mundial sobre el medio
ambiente, que tiene lugar en Estocolmo, hace de la ecología un problema político de
importancia primordial. De esta manera, se determina un cambio total del que hemos
tardado en medir su envergadura: la vida del hombre, la vida del género y la vida del
mundo entran, de manera violenta, en la escena de una política que no está aún preparada
para captar su sentido. Imaginar que esta verdadera revolución, que tiene en su corazón,
como apuesta, el problema del bios, pueda dejar intacto el diccionario político precedente,
es una ilusión destinada a ser constantemente desmentida.

Desde entonces, podemos decir que la disolución de las fronteras entre lo que es biológico
y lo que es político, provocada por esas grandes olas repetidas e insistentes, caracteriza
cada vez más nuestro tiempo y cambia profundamente la dimensión cualitativa de la
experiencia contemporánea, redefiniendo de manera inédita nuestra realidad y nuestro
imaginario. Desde los nuevos conflictos étnico-religiosos hasta la creciente ola de
inmigración, desde el problema de la salud pública hasta el cada vez más exagerado de la
seguridad, lo que habitualmente se llamaba política cambia de manera radical, se enriquece
y complica, se dilata y se deforma. Sucede como si el aparato conceptual que ha expresado
la configuración de la política durante casi un siglo, o mejor, en sentido amplio, durante
más de cuatro siglos a partir de la época moderna, se hubiese desplomado de un golpe en su
conjunto. Entonces, en el momento en que el nacimiento y la muerte, la salud y la
sexualidad, la modificación del medio ambiente y la transformación del cuerpo se vuelven
argumentos públicos de importancia extraordinaria, toda la semántica de la democracia
parece perder su eficacia. No sólo no consigue ya captar la realidad, sino que no llega a
interpretarla. ¿Cómo podemos utilizar el léxico democrático de la igualdad formal entre
sujetos jurídicos abstractos, puros átomos lógicos, llamados periódicamente a expresar una
opción racional y voluntaria sobre el gobierno de la sociedad, cuando lo que cuenta ahora

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es cada vez más la diferencia étnica, sexual, religiosa de grupos de hombres definidos
esencialmente por los caracteres de sus cuerpos, de su edad, de su sexo, de su estado de
salud? ¿Y cómo puede conciliarse la esfera del Estado, en la cual la democracia moderna ha
nacido y se impone, con el horizonte sin fronteras de la globalización que rompe, de arriba
a abajo, desde el interior y el exterior, las fronteras del Estado-nación, en un
entrelazamiento inédito de lo global y lo local?

Resulta de manera evidente, para todo ese discurso, que las antiguas categorías europeas
que habían definido el marco semántico e interpretativo del siglo XX ya no funcionan.
¿Cómo imaginar un consentimiento informado, necesario para la expresión democrática del
voto, en la situación de concentración de los medios en pocas manos y con relación a
problemas complejos tales como, por ejemplo, el de las células estaminales o el de las
fuentes energéticas, el de la modificación del medio ambiente o el del sentido de la vida
humana, problemas sobre los cuales los comités técnicos no llegan a tener opiniones
compartidas? Es a la vez imposible e inadecuado querer resolver los problemas de este tipo
con golpes de mayorías parlamentarias. Lo que se pone en cuestión aquí no es solamente el
principio de igualdad, sino toda la serie de oposiciones sobre las que se funda la concepción
moderna de la democracia, a saber, la oposición entre público y privado, artificial y natural,
derecho y biología. Pues desde el momento en que el cuerpo llena la subjetividad abstracta
de la persona jurídica, se vuelve difícil distinguir lo que concierne a la esfera pública y lo
que concierne a la esfera privada, la técnica y la naturaleza, el derecho y la teología. De
hecho, nacimiento y muerte, pero igualmente vida sexual y generacional, cuerpo y etnia,
son otros tantos derechos sensibles, puntos “calientes” en los cuales esas fronteras ceden y
se desploman.

§5

Evidentemente, no pretendo afirmar que todo esto determina de por sí el agotamiento de los
procedimientos democráticos, que siguen en pie formalmente. Pero frecuentemente son
invertidos, tanto en su sentido como en su intención, y esto sucede justamente cuando las
viejas instituciones jurídicas se establecen de hecho en un horizonte nuevo. Sucede como si

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viviéramos en la luz póstuma de una antigua constelación, o de una estrella que se apaga,
pero que, durante milenios, continúa produciendo un destello al cual no corresponde
ninguna sustancia.

Las tres categorías constitutivas de la democracia –la delegación de los electores por parte
de los elegidos, la identidad entre gobernantes y gobernados, y la soberanía popular–
adquieren en adelante un sentido no conforme e inverso respecto al que tenían antes. Así, la
delegación se convierte cada vez más en representación –en el sentido teatral de la palabra,
o mejor, en el sentido de la televisión–, con la trasposición que se deriva de ella del
concepto político de lo “público” –opuesto a lo privado– al de “publico mediático”, bien o
mal llevado por programaciones manifiestamente destinadas a reducir las capacidades
críticas de los espectadores. Por no decir nada de los sondeos, cuyo resultado performativo
está predefinido por el tipo de formulación de las preguntas. Por su parte, la identidad entre
gobernantes y gobernados se ha convertido en la identificación imaginaria entre el líder y
las masas en la búsqueda de modelos ganadores, cada vez más degradados sobre el plano de
la cualidad –todo ello con una pérdida neta, tanto en el nivel simbólico como en el nivel
real, ambos engullidos por lo imaginario y por el deseo mimético, es decir, por un deseo
orientado sobre las mismas cosas y los mismos estilos de comportamiento–. Finalmente, de
modo semejante la soberanía popular se revierte en deriva populista, fundada a su vez sobre
la despolitización previa de lo que significa la idea de pueblo, al interior de la ideología
nacional, a saber, la voluntad indivisa de los ciudadanos que apunta a la elaboración de
valores comunes.

En la sociedad del espectáculo, o en el espectáculo de la sociedad que se pone en escena


cada día por los canales de televisión, cualquier desacuerdo tiende a volverse
consentimiento y cualquier consentimiento se vuelve puro asentimiento, e incluso ovación,
reglamentada por el realizador. El problema que tenemos frente a nosotros, hoy en día, no
es el límite o el inacabamiento de la democracia, “sus promesas no cumplidas”, sino su
realización paradójica en la inversión de sus fundamentos, en algo que constituye a la vez la
salida y lo contrario. Es lo que sucede cuando el dispositivo democrático se desplaza del
horizonte moderno a otro, que le es irreducible.

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¿Qué queremos afirmar con esto? ¿Que no hay hoy en día democracia posible? ¿Que se
debe regresar a algo que la precede? Esto no sería ni posible ni deseable. Lo que es urgente,
al contrario, es la modificación profunda de lo que entendemos por esa palabra, antigua
pero ineludible, hasta ahora. No hago alusión aquí a una reforma pura y simple de las
instituciones, sino a algo más profundo: a la transformación de todo el agenciamiento
categorial de una concepción alrededor de la cual ha girado el orden político moderno, pero
que no capta ahora una realidad como la nuestra, configurada de una manera irreducible en
términos biopolíticos. Esto significa que, lejos de impugnar el primado trascendental de la
vida biológica, su potencia constitutiva, es necesario, al contrario, ponerla cada vez más en
el corazón de la escena, trabajar sobre su sentido y sus exigencias, sobre los dilemas que
abre y las fuerzas que evoca. Es difícil resumir en unas cuantas líneas lo que esto quiere
decir, o peor, encerrarla en una serie de prescripciones. En términos de principios, se trata
de reanudar ese hilo biológico entre las generaciones que la democracia moderna ha
originariamente desatendido o aplastado sobre la reducida visibilidad del presente. Se trata
de proyectar la mirada sobre el porvenir, razonando no sólo sobre eso que es ya el mundo,
sino incluso sobre lo que podría ser, de aquí a algunas décadas, tanto por el crecimiento
demográfico como por la mezcla étnica inevitable y los cambios medioambientales que se
sufrirán.

Esto significa desplazar una masa considerable de recursos económicos, ecológicos y


médicos hacia los países en subdesarrollo, asumiendo una modificación del modelo de
desarrollo al interior del mundo occidental. Sólo de esta manera, hablar de derechos del
hombre no sonará en tono burlón frente a las heridas abiertas y las distancias abisales entre
países opulentos y países con hambre. Es ingenuo imaginar que esta transformación se
produzca sin resistencias ni colisiones. Personalmente no creo en un mundo sin conflictos,
en un desarrollo homogéneo y apacible del género humano, facilitado por el progreso
ilimitado y benéfico de la técnica. Cuando Nietzsche predecía que todos los conflictos por
venir versarían sobre la definición y la modificación de la vida humana, tocaba un nervio
fundamental de nuestro tiempo y abría un escenario por lo menos inquietante. Lo que no
implica necesariamente la extinción de las categorías políticas modernas –las de la

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democracia, la igualdad, la libertad– sino su desplazamiento, de la esfera formal de las
instituciones a la esfera esencial del cuerpo viviente de los individuos y las poblaciones.
Sólo quienes tengan la capacidad y la posibilidad de intervención sobre su propia vida, sin
por esto comprometer la de las generaciones futuras, serán hombres libres e iguales. Justas
serán las instituciones que lo permitan. La idea de democracia debe ser remodelada, en un
entrelazamiento inédito de naturaleza e historia, técnica y vida, espacio y tiempo. Deberá
ser situada en el punto de cruce entre el espacio horizontal de un mundo globalizado y la
sucesión vertical de las generaciones. La idea de democracia no tendrá un porvenir a la
altura de su pasado más que si demuestra una capacidad de auto-transformación.

Se trata de imaginar –teniendo en cuenta que es difícil describir lo que aún no se ve en el


horizonte– prácticas políticas externas tanto respecto del paradigma moderno, centrado
alrededor de las categorías de soberanía y de individuo, como respecto a la deriva
tanatopolítica que acabamos de evocar. Todo esto al interior de las dinámicas globales, que
parecen haber unificado el destino del planeta en un cuerpo viviente único, del que no es
posible salvar una parte a expensas de la otra, como por mucho tiempo se intentó hacerlo.
La crisis económica actual es ella misma la prueba del hecho de que hoy en día los
lenguajes de la política, del derecho, de la economía y de la técnica forman un conjunto
único que no es posible examinar por compartimentaciones disciplinarias. Esta crisis de
proporciones gigantescas, que sofoca la vida de cientos de millones de personas, encuentra
su origen en las elecciones políticas hechas por las clases dirigentes occidentales en los
últimos treinta años. Imaginar que pueda tener una solución puramente técnica o financiera
es una ilusión piadosa. Lo que aparece claramente es el hecho de que problemas en
apariencia separados, como los de la vida y el trabajo, de la salud y el medio ambiente,
deben ser afrontados en su complejidad y en sus relaciones. Lo que se produce en la selva
amazónica influye sobre la vida de los pueblos asiáticos y europeos, de la misma manera
que la crisis del dólar provoca consecuencias inmediatas en las bolsas europeas. El
desmantelamiento del welfare –desmantelamiento de la última biopolítica afirmativa en
Europa, dirigida a sostener y expandir la vida más débil– marca una línea divisoria a partir
de la cual las políticas contemporáneas se ven forzadas a medirse, tanto como el desempleo
y la recesión que son un reflejo inmediato de la calidad y de la cantidad de la vida, en las

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capas cada vez más extensas de la población mundial.

Frente a un acontecimiento de esta envergadura, la alternativa se plantea entre aquellos que


piensan que la crisis podrá resolverse al interior del modelo mismo de desarrollo y los que
piensan, al contrario, en un modelo diferente, con contornos que no son aún claros y netos,
un modelo capaz de abrir nuevas perspectivas para las generaciones actuales y futuras, sin
abandonar a su destino a los náufragos del desarrollo, los condenados de la tierra y del mar.
Hoy en día, o el mundo se salva o perece en su conjunto. En ese caso, la biopolítica –ese
nudo que, en la edad moderna, se cerró entre la vida biológica y la vida política– no es
solamente una opción entre otras: es a la vez destino y recurso de la humanidad futura. No
podemos regresar a lo que había antes de ella. La biopolítica está en el horizonte de nuestro
tiempo. Se trata de darle nuevos contenidos respecto de aquellos que le han sido dados en
los dos últimos siglos. ¿Seremos capaces de conducir bien esta tarea? El destino de las
nuevas generaciones depende de esto.

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