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TIERRA DE DRAGONES

Javier Ramírez Viera

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JavierRamirezViera.com
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2013, Las Palmas de Gran Canaria, España.

Printed in USA-Impreso en Estados Unidos.

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procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento
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mediante alquiler o préstamos públicos.
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A mi amigo Israel;
él sí que es un auténtico domador de dragones.

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TIERRA DE DRAGONES
Javier Ramírez Viera

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Capítulo primero

“En primavera, volveremos a la tierra que nos


vio nacer”.
Así se lo había prometido a su ejército. Dos mil
hombres. Ni uno más, ni uno menos. Algunos,
acomodados guardias de palacio que habían elegido
otro destino militar en busca de fortuna y gloria.
Muchos, una soldadesca heredera de tiempos de bien.
Los que menos, algunos caballeros de casas viejas, así
como viejos y gordos, holgazanes, que habían
respondido a la llamada alentados por la codicia…
Mil escuderos, monturas, cocineros,
exploradores, músicos, doctores y algún brujo sin
verdaderos poderes… y hasta un carromato con tres
prostitutas, tan aventureras como desgraciadas en su
destino; fueron presas de los ladrones de caminos,
cuando decidieron devolverse al hogar defraudadas de
tanta miseria.
Hoy todas aquellas promesas en días de la
partida quedan congeladas en la nieve. Llega un
momento en que los cien hombres que vuelven de ese
tormento ya no miran atrás. Muchos han caído en alta
mar, en el naufragio. Antes que eso, en las
escaramuzas fronterizas con bestias que jamás habían
conocido, las verdaderas criaturas de cuentos de cuna,
los monstruos de las historias para dormir de las
abuelas cuando todos eran niños.
—Haga un recuento, capitán —dice Dehoán.
Se deja caer, como casi todo el mundo. Otros van
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llegando ahora, desplomándose… mientras que es
muy cierto que el mismo heredero al marquesado no
siempre es quien va a la cabeza. Tampoco quien
decide cuándo se ha de parar, o qué caminos hay que
seguir. Su liderazgo se ha ido diluyendo con los días
de penuria, mientras son su explorador y un caballero
de antaño quienes van tomando las riendas en la
penosa vuelta al hogar.
El capitán obedece, cansino. Apenas tienen
fuerzas o alimentos para intentar volver a casa. Hacer
un recuento de efectivos se hace tan al límite del rigor
humano, como descorazonador.
—No cuente las muertes, capitán —dice el
caballero. Su barba está salpicada de granos blancos.
De nieve. Los cuerpos son bultos grises amasados
unos contra otros, buscando calor. —No vale la pena
—advierte.
El capitán se tumba. Quizá más tarde levante la
cabeza, y quizá pueda ir resolviendo ese extraño don
que va aprendiendo y para intuir de una sola mirada
que poco a poco son menos en número a través del
cada vez más menguante cúmulo de cuerpos.
—Deberíamos mantener la disciplina —dice
Dehoán, al que muchos ya empiezan a tildar de necio.
—Ahora mismo no somos hombres,
Excelencia. Somos bestias de carga intentando volver
a casa. Bestias de carga de nuestros propios cuerpos.
Bestias… Algunas van desplomándose por el
camino, entre el bosque helado. Sólo los más fuertes
han sobrevivido. Entre éstos, el caballero. El único
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que queda. De doce, sólo el de más avanzada edad, Su
Señoría Belood de Izvart, ha mantenido el coraje
suficiente como para estar ahí, por encima de la
voluntad de jóvenes y valientes.
…Quizá demasiado valientes. Quizá demasiado
cabezota. Así se antoja ahora el joven Dehoán de
Mowa, heredero al marquesado de Mowa, fronterizo
territorio habituado a los viejos conflictos.
Seguramente, sus fantasías de juventud fueron
demasiado lejos. Quizá atendió con demasiado ímpetu
las líricas de palacio, cuando fue sorprendido por las
riquezas y el poder que vio en La Corte, en El
Imperio.
—Tenía que haberle dejado morir —dice el
caballero. —Juré luchar esta causa, pero la causa se
desvaneció cuando su propósito fue un imposible.
—Lo hemos conseguido, Señoría —dice
Dehoán. Sí, es cabezota. —En verano, las tropas del
otro lado de Meritia coparán las playas.
—Ja —se burla el caballero. —¿Aún cree que
quedará oro en el marquesado para pagarlas? ¿Aún
cree que queda reino libre de parásitos para unirse a
su desquiciado sueño?
Dehoán no responde. Le tiemblan las manos.
Los pies son ahora mismo una roca sólida. Le duele
todo… pero sigue siendo un cabezota:
—Vendrán… Eso es suficiente. Ya pensaré
algo para animarles a la guerra.

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—La guerra… La guerra ya ha terminado,
Excelencia. Y no hemos estado en ella. Hemos estado
en tierra de nadie, muriendo gota a gota por las
inclemencias del cielo. Ya ha visto el bloqueo naval.
Ya ha visto que algo ha cambiado en los mares libres.
—No atenderé habladurías, Su Señoría. Una
panda de piratas no puede haber pisoteado nuestras
tierras.
—¿Una panda de piratas…? —el caballero
suspira. Y no volverá a hacerlo, porque al tomar ese
aire se le clavan mil dagas heladas en los pulmones.
—Arriba, Mi Señor —dice el explorador.
¿Dónde diablos se había metido? Desapareció ayer, y,
tal como se fue, reaparece de la nada, como una
sombra. …No es la primera vez que quienes aún
tienen ganas de comentar algo discuten si ha
desertado. Tiene cualidades para ello, para avanzar
diez veces más aprisa que cualquier infante, para
sobrevivir sin agua y sin comida, para saber encontrar
el camino entre desfiladeros y bosques sombríos. Es
un hijo de la nada, una criatura de las montañas, de La
Tierra de los Demonios, cobijo de brujas y maleantes,
y otras bestias… las de cuento. —Debemos seguir, Mi
Señor —advierte. Tiene los ojos azules. Enormes.
Con ellos, sobretodo, sabe mirar, ver lo que él llama
los secretos de la naturaleza, un don maravilloso para
saber qué frutas o raíces son comestibles… aunque no
las haya visto nunca. Otro de sus legados es la
intuición. Sin ella, en mitad de la estepa blanca del
norte hubieran estado perdidos. Y es casi un niño…

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Delgado, apenas sin cuerpo… Quizá por eso, al verlo
ir, la sensación es que flota, más que corre.
—El gobierno que haces de tus funciones me
incomoda —dice Dehoán. —Necesito saber dónde
están todos mis hombres en todo momento.
—¿Bromea, Excelencia? —dice el caballero. —
No le he visto devolverse por ninguno de los que han
caído.
—Hicimos ese pacto, Su Señoría. Eso ya ha
quedado más que zanjado.
—No lo discuto… Sólo me preocupa su
confusa visión militar. No es más, Excelencia.
—Señoría… —y Dehoán se pone en pie, a
duras penas. —Su Señoría Belood de Izvart... os doy
mi eterno agradecimiento por vuestros servicios —
parece delirar. —Como he notado vuestra desidia
hacia mis convicciones, os libero de vuestro cargo de
conciencia; sois libre. ¿Qué habéis encontrado, Liam?
—le pregunta hora al explorador.
Éste aún está confuso. La tropa mira ahora
mismo el fuego cruzado entre el heredero al
marquesado y el hasta ahora más fiel, y sobretodo útil,
caballero. La tensa situación no alivia el frío, pero
despierta las mentes.
—Información, Mi Señor —dice Liam,
señalando la distancia. Sólo él sabe dónde, pues
siguiendo su dedo lo único que hay por intuir es más y
más bosque, que desde hace semanas se antoja
interminable.

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—Información…

* * *

Liam ha encontrado una cabaña.


Parece en mitad de la nada, pero allí, en La
Tierra de los Demonios, nada está en mitad de la
nada. Ésa es la impresión que tienen los foráneos, tan
perdidos. En cambio, los habitantes de esas tinieblas
se conocen, se rehúyen… y han aprendido a tener una
convivencia relativamente pacífica.
—Debemos pagar, Mi Señor. Unas pocas
monedas serán suficientes —explica Liam, cuando el
mundo entero parece haberse convertido en aquella
cálida luz que sale por las rendijas de las ventanas de
madera; lejos, una cabaña plantada adonde termina el
bosque.
Poco a poco, los soldados van acumulándose
en la fenomenal vista; no ven una construcción desde
hace más de un par de lunas. Suena a un castillo de
hadas. Una chimenea… quizá un puchero… un suelo
cálido, en madera… o una roca que se pueda calentar
echando encima unas brasas.
—Pagaremos el cobijo —dice Dehoán.
—O lo exigiremos —dice el caballero, con una
mano sobre la empuñadura de su espada, por instinto.
—No, no debemos hacerlo. Apenas entrar, y
salir —recomienda Liam. —Es una bruja. No

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podemos dormir bajo su mismo techo. Ni aún en el
caso en que la bruja no esté, o haya fallecido.
Tampoco debemos aceptar nada de ella. Sólo
información, y nada más que información —asevera.
—Dos hombres. No más —exige ahora. Quizá eso
está en el trato, el que ya ha pactado con la bruja.
—Bien, ¿a qué esperamos, Excelencia? —dice
el caballero.

* * *

No es la puerta al infierno. Hay unas calaveras


en la puerta, sobre el dintel. Y dentro podría aguardar
el mismísimo Señor de las Tinieblas… pero la calidez
de un hogar en mitad de la miseria helada borra todos
los temores. Liam ya ha estado allí. Ya ha pactado…
pero no ha podido verle el rostro a la bruja.
Su hogar es común. No hay nada que se salga
de la norma. Cacerolas, una rueca, un baúl, una
mesa… y una anciana envuelta en intensos ropajes,
como si para ella, única y exclusivamente para ella,
hiciese más frío dentro que afuera.
—Pasen a mi casa, caballeros —dice.
Dehoán no se había percatado, pero hay una
marca de sangre en el suelo. De alguna forma, Liam le
ha estado conteniendo tras ella con un gesto de la
palma de su mano. Ahora la retira. Ahora que la bruja
ha dado su permiso, los extraños pueden pasar.

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La rutina del encuentro pide que se sienten,
pero no hay sillas; no es una mesa de caballeros. De
hecho, la bruja está sentada en el suelo, y seguramente
pide que se haga lo mismo, frente a ella. Hay un
círculo trazado a sus pies. Un círculo sencillo, sin la
confusa simbología que se asocia a la magia.
Dehoán “toma asiento”, y el explorador; el
cabezota y el animoso en descubrir milagros en mitad
de la nada. El caballero, en cambio, rehúsa hacerlo.
Queda en pie, en guardia. Sabe cuál es su papel en este
mundo.
—Habéis recorrido un largo camino —dice la
bruja, como introducción; parece leer el barro de las
bota ajenas, más que otra cosa.
—Venimos del norte, señora.
—Y más allá de esas tierras, desde luego.
Habéis estado en alta mar.
Dehoán mira al explorador. Éste parece
fascinado con la bruja, y no responde. La bruja…
Apenas es una sombra en mitad la luz de bronce que
pinta la estancia. No se ven sus manos… ni su faz.
Apenas una barbilla, convertida en una especie de
roca granulada.
—Habéis perdido a muchos hombres…
—Ha sido un periplo tortuoso. Lo peor que
hemos vivido.
—Lo peor que se haya podido vivir ya se ha
vivido en el reino que dejó atrás, muchacho.

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…No es la mejor forma de hablar a un noble.
Muchacho… Dehoán sopesa ese aparente insulto,
pero lo deja estar; la anciana no tiene por qué saber
quién es.
—Habladurías —responde.
—¿Aún niega la realidad? —y la bruja mira al
caballero. Éste no responde. La está observando, pero
asimismo observa la casa. No quiere sorpresas.
—¿Sabe algo de lo que ha ocurrido en Los
Reinos en nuestra ausencia, señora?
—¿Que si lo sé…? Yo estuve en esa guerra.
—Entonces… hubo guerra…
—La hubo, sí…
—¿Y el marquesado de Mowa se vio
implicado?
—El marquesado de Mowa ha caído, joven.
Dehoán aprieta los puños. Por un momento
niega con la cabeza. Luego se vuelve, y mira al
caballero. Éste asiente, con pesar.
—¿Dónde está mi padre?
—Lo desconozco… No estuve en esas tierras,
pero sé que por esos lares las cosas no fueron nada
bien; hubo mucho insurrecto. Muchos rebeldes se
pueden traducir en muchas represalias… Creo que
sobra explicar más.
Dehoán suspira. Mil imágenes inventadas ahora
mismo a través de sus recuerdos le muestran el

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castillo, sus hombres, sus súbditos y otros fieles a su
familia, todos cayendo. Pero… ¿contra quién?
—Entonces… es Su Señoría el heredero del
marquesado… —analiza la bruja.
—Lo soy, sí —responde Dehoán, pero el
orgullo de otros momentos, al reconocerlo, no está
presente ahora mismo. Siente vergüenza, y desazón;
puede que sí, que haya estado fantaseando fuera de
casa cuando en ésta se le ha necesitado más que
nunca.
—…Entonces, sois señor… y habéis ido a
buscar una absurda alianza más allá de Los Reinos —
corrobora esta impresión la bruja. —¿Tan pocos
aliados se ganó vuestro padre en sus funciones?
Dehoán no sabe qué decir. Viene del caos, pero
no esperaba encontrar un lugar peor del que viene.
—Llegaron por cientos de miles, caballeros —
explica la bruja. —Muchos cientos de miles. Algunos
de este mundo… Otros… no.
El caballero titubea. Quizá ha llegado la hora de
hablar:
—Cambiamos el rumbo por un asalto de naves
piratas.
—Mercenarios, desde luego —dice la bruja. —
Toda la costa está plagada de ellos. Mantienen un
exhaustivo control sobre el comercio.
—Pero… eso es inverosímil. El mundo no
puede haber cambiado tanto en tan poco tiempo.

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Nuestros Reinos no han podido permitir que la paz se
vea tan truncada.
—¿Los Reinos…? ¿Que hayan cambiado… en
poco tiempo? ¿Hablamos de lo mismo? ¿Poco
tiempo, caballero? ¿Qué edad tenéis, mi señor?
—¿Eso importa?
—Creo que en estos momentos, sí.
El caballero duda. No le gustan las brujas, pero
mucho menos las brujas inquisitivas.
—Sesenta primaveras, señora.
—Sesenta y nueve, señor.

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Capítulo segundo

Hablar demasiado podría costarle la vida. Una


bruja vendiendo información… que también podría
comerciar en otros fueros a buen precio. Quizá podría
hablar de que el heredero al marquesado de Mowa ha
viajado lejos de Los Reinos para buscar una alianza.
Quizá para reclamar nuevas jerarquías, otros
marquesados… Esa información es muy delicada.
“Hablamos, y, si es cierto que esa bruja sabe
demasiadas cosas, lamentablemente tendrá que
perecer bajo mi espada”. Eso ha advertido el caballero
antes de entrar a la casa. Ahora, la bruja le apunta
nueve años más de los que tiene. ¿De dónde diablos
los ha sacado?
—Erráis en vuestras apreciaciones, bruja —
dice el caballero.
—No. Y cierto que eso es relativo, porque es el
mundo el que ha envejecido nueve años, no vos.
Todos, caballeros, infantes, el joven heredero y el
explorador, sí que habéis mantenido vuestras edades
en todo este tiempo; la tierra que pisáis, no.
—Eso es absurdo —dice Dehoán.
—Lo es en el mundo de las armas. En el
mundo de la magia, no.
El explorador pide paciencia. Es un gesto,
cuando Dehoán y el caballero intercambian una
mirada de desaprobación; quieren salir de allí.
Probablemente, cortarle la cabeza a la bruja, por

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charlatana, reaprovisionarse, dormir cómodamente en
el calor de su hogar hasta el día siguiente, o hasta
recuperar fuerzas, y partir.
—Según Su Señoría —empieza a decir el
caballero, —algún tipo de desorden en nuestro
periplo por el norte nos ha sacado de la elemental
lógica.
—Lo hicimos, sí —dice la bruja.
…Lo hicimos… Encima, se atribuye haber
estado implicada en esa locura.
El caballero no va a permitir más rodeos; saca
su espada, cuyo acero silba la peculiar melodía del
metal.
—Hable, pero concisa.
—Desde luego, caballero… —sonríe la bruja;
el mentón refiere ese gesto. —Ya he dicho que
llegaron a cientos de miles. Precisamente, la ruta que
ahora os trae de vuelta a casa ha sido la que ellos
eligieron para invadir Los Reinos. Tronaba el suelo
con sus pisadas. Un número imposible de soldados
oscuros recorriendo grandes distancias. Sin orden, ni
un plan claramente concebido... pero en un número
tal que no pudimos hacer nada.
—¿Los Reinos? ¿Han caído? —pregunta el
explorador.
—…Sólo una alianza los ha librado del
exterminio total… pero sí, se puede decir que sí,
cuando eres un títere del invasor que te gobierna.

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—Mentís, bruja —dice el caballero. —
Confundís mi medida.
—Os sacamos de Los Reinos con el mejor plan
que tuvimos a mano —dice la bruja, cuando el acero
amenaza su garganta.
—Dejadla hablar, Señoría —pide Dehoán;
tiene que apelar a la misericordia, porque el caballero
no va a obedecerle si no lo cree oportuno.
—Escupe veneno.
—El veneno de la verdad, Mi Señor —dice el
explorador.
—La verdad no siempre es placentera —dice la
bruja.
…El caballero retira el acero:
—Seguid mintiendo, que no volveré a
interrumpir. Eso sí, si no me convencéis, vuestra
cabeza acabará en una cesta.
—Es justo —dice la bruja. —Os sacamos de
Los Reinos —repite. —Sobretodo al chico —dice,
refiriéndose a Dehoán. —El marquesado de Mowa…
Menuda estupidez. Veo que hasta hoy ha sido muy
útil haberos borrado los recuerdos.
—Ahora seré yo quien os decapitará si no le
dais sentido a esas palabras, bruja —dice Dehoán.
—Lo tiene... Tanto, como que hemos
conseguido esconder al heredero del Imperio de las
manos más indeseables de este y del otro mundo, Mi
Señor.

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* * *

Afuera, el frío sigue siendo una cruel maldición.


Y parece un absurdo seguir a la bruja en la intemperie,
adonde empieza a nevar de nuevo. Anda cansina, casi
a punto de desfallecer.
…Es una impresión falsa. Esa bruja ha
soportado cosas peores que una helada perpetua. Es
una guerrera, desde su peculiar estilo. Y una vigía,
destacada en aquellos parajes del norte. Mandó
levantar la cabaña allí, adonde predijo que volvería
sobre sus pasos el heredero que esperan. Y ese
momento ya ha llegado.
“Sígame, Mi Señor”, ha dicho. El caballero
duda que aquello signifique algo más que los delirios
de una anciana. Del otro lado, el explorador ha
intuido voces en la distancia. Voces y almas. Incluso
cierto bullicio, pero siempre creyó que eran lamentos
propios de las montañas más malditas del mundo, de
las ánimas oscuras del Reino de los Demonios.
—Allí, Mi Señor —señala la bruja. No lo hace
con ningún gesto. Lo hace al detenerse. Lo que queda,
abajo, es un valle profundo, dormido a los pies de los
barrancos. La niebla va y viene… y se antoja que no
hay nada. Empero, sí es cierto que se oyen voces. Se
oye vida… Hay algo allá abajo. Hay incluso un trajín
de pertrechos y vida militar. Voces marciales, desde
luego. Y se antoja algo grande. Se antoja un gran
ejército… el mismo que empieza a tomar cuerpo
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cuando un gran claro en la espesura permite que se
vayan viendo las muchas fogatas del gran
acampamiento.
—¡Firmes! —se oye. Es una voz distante, un
grito poderoso que exige mucho rigor. —¡Honren las
armas, caballeros! —se repite. Dehoán abre los ojos
como platos. Son voces magníficas, de hombres de
guerra. Luego, cuando empieza a desvelar el sinfín de
hombres en la gigantesca formación, los vellos de su
cuerpo quieren convertirse en púas capaces de hacerle
daño. Son soldados en rojo, con sus pertrechos de
guerra, sus escudos, sus lanzas y espadas…
—¡Honren a su Alteza! —dice el capitán de la
formación. Son muchos, y, al golpear tres veces los
escudos, el sonido es atronador, tan capaz de ocupar
la distancia que produce un confuso eco que recorre
los desfiladeros. Y no es una sola compañía. Hay
otras, en otros puntos del enorme valle, que asimismo
van organizándose en formaciones para rendir
honores al heredero. Hay oficiales redondeando las
escuadras, y jinetes conteniendo a sus bestias, en
líneas tras los diferentes banderines de cientos de
casas de guerra muy antiguas.
—¿Qué diablos es esto…? —duda el caballero.
Apenas le brota la voz. Más allá de la inmensa
soldadesca hay un campamento militar tras las
empalizadas de campaña. La simple imagen de todo
ese contingente hace pensar en una guerra verdadera,
en una cruzada que excede de cualquier ejercicio de
entrenamiento.

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* * *

“Sargento… Provean a estos hombres de todo


cuanto necesiten”.
Ésa es la orden. Los soldados de la desdichada
cruzada del heredero al marquesado de Mowa son
atendidos por los llamados privilegios de campaña, con
alimento, curas, un baño caliente… Dehoán reusa de
ellos. El caballero no los necesita. Eso hace
entender… El explorador nació para eso, para saber
qué hay detrás de cada recodo… así cómo qué hay
tras cada misterio, y tampoco quiere atender las
debilidades del alma precisamente ahora, cuando
queda tanto por saber.
—Lleguemos inmediatamente al fondo de todo
esto, sin dilación —dice Dehoán, renegando de las
atenciones. Han bajado, las tropas son reales… no
son un espejismo. De hecho, sobretodo no son
indiferentes a lo que ellos llaman Su Señor.
¿Dehoán, señor de todo un ejército? Su meta
apenas comprometía a unos mil hombres, más otros
dos mil que se avendrían del otro lado de Meritia.
Ésas eran sus aspiraciones...
…Allí hay cerca de cincuenta mil soldados. “Y
habrá cañones, Mi Señor”, explica el capitán.
¿Cañones…? ¿El marquesado de Mowa
dispondrá de tecnología punta? ¿Qué clase de locura
es ésta?

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—Entre… Sólo eso; entre —dice la bruja.
Andaba cansina, como lo que es, tras los pasos de un
Dehoán sobrecogido cuya ansiedad por saber le había
llevado a profundizar el campamento. Ahora, la
anciana parece solidificarse de la nada e invita al
heredero a que aún pase a la gran barraca de oficiales,
que aguarda misteriosa, profusamente decorada con
motivos reales, y custodiada por los mejores soldados
y sus perros de presa; una caseta casi imperial.
Duda, por supuesto. Pero no es un sueño… Es
real… El caballero asiente, y el explorador va
grabando a fuego todo cuanto va viendo.
Dehoán entra.
Afuera, los oficiales y la milicia han saludado
con el puño en el pecho a Su Señor. Ahora, dentro de
la barraca, enorme como una casa, los generales
esperan con tensión al hombre que llevan esperando
tanto tiempo.
—¡En pie! —dice uno de ellos. Es una
formalidad. Nadie está sentado. Si lo estuvieran,
alrededor de aquella mesa de tácticas y su mapa habría
un revuelo y los hombres de guerra y honor se
levantarían del asiento accionados como por un
resorte.
Sin embargo, la decepción toma cuerpo en sus
caras. Ninguno reconoce en Dehoán al heredero al
Imperio. Parece sólo un crío, un muchachuelo recién
iniciado a las armas. Son hombres rudos, con la vida
del campo de batalla escrita en las caras; cicatrices y
magulladuras. Unos son generales, con sus cotas de

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mallas y abrigos o capas de piel de oso o de arce.
Otros parecen nobles, con las barbas perfiladas.
Gente aguerrida, que tuerce el gesto cuando ven en las
promesas de un líder apenas una ilusión.
—¿Quién diablos es este chico, bruja? —
inquiere Brilawhin de Olila, un general ahora mismo
proscrito, sin patria. Su barba gris recuerda a la ceniza.
—Nos pedisteis ocultar eficazmente al
heredero al trono… Nos disteis ese compromiso… y
lo hemos cumplido —explica la bruja, dirigiéndose a
todos y a ninguno en concreto.
—Tener esto es como no tener nada —dice un
noble, Drew-Alea de Oniend. Tiene un parche en el
ojo izquierdo. Cosas de las salas de tortura, en
tiempos peores.
—Hasta ahora hemos evitado la debacle total
—dice la bruja. Ahora toma lugar en alguna parte,
pero Dehoán no es capaz de verla; está en la sombra,
en alguna parte de la caseta. —Si no fuera por nuestra
intervención mágica Los Reinos estarían arrasados.
—Bien, se salvó el antiguo régimen… ¿Y,
ahora, qué es lo que tenemos?
—No lo sé… ¿Una paz duradera?
Y siguen observando al chico. El caballero,
Belood de Izvart, cree reconocerse con aquellos
señores de la guerra. Hay armas en un armero que
invitan al uso, en las pecheras de los generales hay
amuletos, pero asimismo medallas ganadas con todo

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orgullo… Cree que él pertenece asimismo a la guerra
e involuntariamente saca pecho, y hombría.
Liam, en cambio, sopesa en instantes el gran
mapa sobre la mesa, el mapa de Los Reinos, y cree
entrever piezas de un esmerado juego de intrigas y
traiciones porque parece que hay banderines militares
en miniatura adonde sólo debiera haber desolación;
bosques frondosos, cañones, montañas cavernosas…
¿Qué están preparando a lo largo de todo el
continente? ¿Qué esconden, ejércitos?
—Nadie reconocerá a este chico como el
heredero legítimo —dice Brilawhin de Olila. —No sé
qué clase de artimaña os traéis los hacedores de la
magia con todo esto.
—Sopéselo meramente como un ejercicio de
confusión. Lo que el chico lleva en el rostro es un…
“maquillaje”, nada más.
—No es él —dice, tajante, el Conde Ceri de
Eths. —Conocí al heredero en persona. Lo esperaba
reencontrar aquí, pero sólo veo un truco.
—Sin embargo, es él.
—No… El heredero es más alto.
—Un pequeño error de apreciación. Nueve
años no pasan en balde.
—Basta de trucos, bruja.
—…Con el heredero o sin él, no veo la
diferencia.

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—Seguiremos el plan sin desviarnos ni un
ápice.
—Es de locos.
—La diplomacia, caballeros —insiste la bruja.
—La diplomacia y no la fuerza bruta será la que nos
lleve a recuperar Los Reinos.
—No pondré mi vida ni la de mis hombres en
manos de un disfraz.
—¿No…? ¿Y la pondréis al juicio de un
absurdo ataque frontal? —duda la bruja. Es burlesca,
y sabe hacer daño.
—Moriremos si es necesario, pero no viviré ni
un día más en el exilio —dice el general Brilawhin de
Olila. Sabe de lo que habla. Lleva mucho tiempo
escondiéndose.
—Yo no participaré de esa locura —dice el
conde Ceri de Eths. —Esperaba encontrar en este
lugar lo prometido.
—Lo tenéis a la mano —dice la bruja. —Que
volvamos a tener nuestras opciones sólo es cuestión
de seguir un minucioso plan. Y miradlo… El chico no
entiende nada —aprecia, sobre un Dehoán
completamente perdido. —De hecho, parece que
nadie de este acampamiento sabe realmente qué es lo
que ha sucedido en estos nueve años.
—Cuéntelo, señora —dice Dehoán, dando un
paso al frente, aunque no sabe a ciencia cierta dónde
está la anciana.

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Lo miran. El chico es valiente. No tiene reparos
en ponerse imperativo.
—¿Reconoceis, oh conde Ceri de Eths, a
arrogancia del heredero? —pregunta la bruja.
El conde vacila. Es pronto para decirlo. Nada
de lo que ve tiene sentido.
—Hace una década las bestias cruzaron este
mismo paraje. Hay un rastro mortecino que dejaron
sus pisadas. Se pueden reconocer a media legua de
aquí. En ese lugar, en esa lengua del terror, ni siquiera
ha vuelto a crecer la floresta… Mirad esto —y la bruja
no aparece, pero, de alguna manera, con un paso en
este mundo y otro nadie sabe dónde parece cernirse
sobre el mapa de Los Reinos, consiguiendo que su
sombra señale los distintos parajes del continente. —
Se repartieron por los lugares más inhóspitos de
nuestras tierras haciendo acopio de fuerzas. Más o
menos tal como han dispuesto sus señorías las tropas
de esta alocada reconquista. Cinco mi hombres en los
bosques de Roenna… cañones en Hailidia, un esmero
trabajo de los herreros… tres mil campesinos
dispuestos a alzarse en Dweclya en cuanto se dé la
señal… Nuestros invasores hicieron algo parecido.
Vinieron, sí, pero asimismo llamaron a todo lo oscuro
y clandestino que habitaba nuestras tierras. Brujas,
demonios de las montañas, trolls del bosque,
enanos… Todos aquellos indeseables que el hombre
ha perseguido y dado caza o explotado durante siglos
se alzaron contra los opresores de los opresores —
sonríe, una bruja que parece desquiciada. Se sabe que
ha sonreído. Es su tono, que lo denota. —Muchos
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lucharon… Muchas vidas se perdieron… Muchos
reinos cayeron… y otros muchos pactaron. Un
concilio, y un tributo eterno para sobrevivir. Los
Reinos ya no nos pertenecen y eso ha pasado porque
quienes los habitábamos no supimos unirnos. Entre la
brujería y la caballería había un inmenso vacío de
incomprensión. De hecho, aún lo sigue habiendo —y,
no sabe cómo, la bruja está ahora a las espaldas de
Dehoán. Éste lo intuye, y se gira. Espera ver a la
anciana… pero lo que ve es a una hermosa mujer. Sus
ojos son dos gemas verdes, y su cabello invita a la
oscuridad. Hay quien se sonríe, pues el muchacho ha
dado un respingo. —También muchos se escondieron
—dice, y quizá se refiere al general Brilawhin de Olila,
que asiente con un bufido. Le hierven las venas, pero
no tiene que explicar o rendir cuentas por un acto
aparentemente deshonroso; su señor lo “despidió”,
prescindió de él. La bruja explica cómo: —Los
invasores conocían la magia… No sólo tenían al
servicio de sus malditas tropas el mejor acero que se
haya visto nunca a la virtud de sus alianzas con
humanos, sino que supieron profanar las mentes de
los más débiles de nuestros gobernantes… mientras
otros muchos se sometían voluntariamente para
detener el baño de sangre.
—¿Dónde encajamos nosotros en todo eso,
bruja? —dice el caballero. Dehoán no puede hablar.
Está confuso por todo, pero sobretodo sobrecogido
por la hermosura de la bruja. Belood de Izvart es otro
cantar:

27
—Siempre refunfuñón, Maestro —le dice la
bruja.
¿Maestro? ¿El caballero?
—Os temblaba la mano cuando apuntasteis
vuestra espada a mi garganta —explica la bruja,
burlándose de la poca talla que le ha visto en las dotes
para la guerra. —Un extraño caballero, ¿no os parece?
Y un heredero legítimo que no lo parece. ¿Qué clase
de maldición es ésta?
—Lo ocultasteis… —dice Drew-Alea de
Oniend, noble de las tierras del norte. Es curioso que,
aún tuerto, su visión de las cosas sea tan amplia.
—Y demasiado bien, por lo que veo —
reconoce la bruja. Toma cuerpo, ya del todo y afuera
de las sombras que siempre la han rodeado, y se la ve
en su plenitud. Tiene un bonito traje de seda blanca.
Su belleza es excepcional, lo que siempre despertó
desconfianza entre los hombres de los que se rodea,
habida cuenta de que ese tipo de tentaciones y la
magia o brujería invitan al descalabro; algunos aún se
preguntan qué hacen pactando con brujos y brujas. —
No sólo sacamos al heredero de las tierras donde sería
preso y condenado a muerte… Lo llevamos lejos, en
todos los sentidos. Más allá de la Tierra de los
Demonios… y más allá de la comprensión humana.

28
Capítulo tercero

“Habéis reunido los ejércitos tres veces en


nueve años. Nunca habéis llegado a un consenso. Hoy
todo eso es distinto, pues vais a llegar a un acuerdo
para hacer algo de una maldita vez, pero asimismo
enviareis a todos estos hombres a casa”.
…Sólo la brujería ha permitido que la bruja
haya negociado con los generales y nobles. Una
mujer… y una mujer normal nunca hubiera podido
expresar su opinión, a no ser que fuese de la más alta
nobleza. Ese título lo suplanta el aura mágica y a
menudo casi diabólica que los hombres confieren las
brujas. Las temen, aunque sean ahora mismo, alguna
que otra, buenas aliadas; se sabe de comarcas y
pueblos olvidados que han sobrevivido a la barbarie
porque sus señores han sucumbido o han rendido
honores a los invasores, pero, sus brujas, quizá la que
habitara con toda discreción una cabaña olvidada, o
una posada, ha usado su extraña ciencia para hacer de
esos lugares un pasaje misterioso que nadie quiere
pisar. También avivaron cosechas en aquellos
territorios donde hambruna ha hecho estragos cuando
los nuevos monarcas de Los Reinos han querido
exterminar alguna facción a través de un castigo tan
mísero como quemar sus campos de cultivo. Y
sanaron muchos heridos… y profirieron muchas
salvaguardas para que las patrullas de la muerte
pasaran de largo.

29
…El mundo del revés… Los buenos son
malos, y los malos son buenos… También Dehoán
tiene la impresión de eso mismo, de que el mundo se
ha vuelto loco.
“…Ocultamos al heredero lejos de Los Reinos.
Inventamos para el una nueva cara, y un nuevo
cometido”. Eso ha explicado la bruja.
—¿Por qué? —pregunta Dehoán. Recibe un
baño caliente, uno en el que las llamadas madres de
batalla, en realidad prostitutas en otros momentos del
día, les frotan el cuerpo. Es una costumbre del sur,
que a la soldadesca de otros lares sorprende mucho.
De hecho, el caballero ha negado que se le den esas
atenciones; se restriega solo. Liam, sin embargo, está
limpio. Está cansado, y desde luego que no tiene su
mejor aspecto… pero no necesita darse un baño;
parece que formara parte de La Naturaleza más
salvaje, pues los avatares de la intemperie o el hambre
no le han hecho mella.
—Entonces, era Su Alteza demasiado valiosa
para que el enemigo le capturase —dice la bruja.
Preciosa… Es una imagen perfecta. De hecho, su
cuerpo está tan esculpido que parece artificial. Y se
sienta lejos, entre los algodones de una cama de
reposo; los soldados del sur y sus gustos por la buena
vida, otra vez… Gustan acomodarse antes de la
muerte, ante la guerra. Suelen llevar madres y esposas…
y disponen de áreas de descanso y placer,
desconectando los sentidos de la realidad más cruel
para descansar el cuerpo en una batalla que pueda
durar días. —Ahora no sé el valor que Su Alteza tiene.
30
—¿He de valer algo?
—Sois el quinto en la línea de sucesión al trono
de El Imperio. Lo del marquesado de Mowa sólo es
una invención.
—Mentís, por favor, señora —dice el caballero.
—Ya lo he dicho; teníamos que esconder al
heredero. El consejo de brujería se reunió y encargó a
los brujos esconder el cuerpo del heredero…
Nosotras, las brujas, escondimos su alma.
—¿El alma? —pregunta Liam. Ese parecer lo
atrae sobremanera.
—Sí, ese hilo vital que la brujería de los
invasores podría llegar a localizar. Debíamos
confundir tanto la mente del heredero que nadie
pudiese localizarlo. Por eso, de algo manera le
extrajimos la memoria y la metimos… en un frasco —
y se sonríe. Sí, es un parecer bastante desagradable. —
Luego introducimos el alma del heredero en un
cuerpo común, que es el que viste ahora, Mi Señor —
y señala a Dehoán, que se empequeñece. —El
marquesado de Mowa existe, desde luego, pero no
tiene nada que ver con Su Alteza. Su cruzada sólo es
una invención nuestra para que, en caso de ser
interrogado, en caso de caer bajo torturas, Su Señoría
sólo repitiese una y otra vez el anhelo por ese
insignificante pueblo.
—¿Quiere decir eso que todos mis vínculos
con el marquesado son sólo eso, una mentira?

31
—Ni siquiera el marqués de Mowa es su padre,
Mi Señor.
Dehoán no quiere creerlo. Sacude la cabeza.
No quiere decidir la realidad de esa manera, con
frialdad. Sería mucho más fácil perderlo todo
luchando, que mataran a sus seres queridos delante de
él, que incendiaran las casas de su pueblo… Así,
borrarlo todo con sólo palabras, suena demasiado
desolador.
—…Tenía mucho cariño aguardando en casa.
El servicio, los labriegos… incluso una yegua
preciosa; va a tener un digno potrillo.
—Lamento que hayamos sido tan “crueles”
con Su Alteza —parece redimirse la bruja, aunque
mantiene su tono sarcástico. —Olvídelo todo. No le
pertenece. Si aparece en el marquesado le van a mirar
de arriba abajo sin saber quién es, pues su vínculo con
esa gente es ficticio. Incluso sus datos sobre ese lugar
son inventados. Es más que probable que el
marquesado no se parezca a lo que cree. La gente de
la que habla no existe sino en su cabeza; no tuvimos
tiempo y sobretodo interés en calcar el marquesado
imaginario al de la realidad. Incluso ese potrillo del
que habla nunca ha existido, si bien, de hacerlo
probablemente habrá sido confiscado para engrosar el
orden de batalla de la milicia invasora.
—Sois monstruosa, señora —dice el caballero.
—La realidad no puede soslayarse —es la
respuesta. —Inventamos vuestra cruzada y os
escondimos cerca de aquí, a quince leguas, en una

32
caverna. La idea era incluso abandonaros, que no
hubiese alma cerca; nadie debía intuir dónde
estabais… ningún poder místico debía poder
localizaros. Por eso la caverna, adonde os congelamos.
Fuisteis absolutamente paralizados en estos eternos
parajes helados, manera de engañar a cualquier posible
intruso a la idea de que vuestra expedición de patosos
idealistas no era más que esa incursión loca de
juventud que termina en tragedia. La lectura que haría
de vuestros cuerpos cualquier extraño sería la de un
golpe de frío que os había congelado. Luego sólo fue
cuestión de añadir sortilegios y algún ánima guardiana
para evitar que las alimañas de bosque devorasen
vuestros cuerpos mientras llegaba el momento de
despertaros.
—¿Habláis de estos nueve años, señora? —
pregunta Liam.
—Es lo que hemos tardado debatiendo,
reorganizando y planificando nuestra rebelión.
Algunos desde el plano estrictamente militar, y otros,
como yo, desde el punto de vista… “diplomático”.
Y ahora el silencio se cierne en la estancia. Sólo
queda la rutina de las madres, que saben que delante de
una brujan deben mantener la boca cerrada. Frotan el
cuerpo de Dehoán con gasas suaves, y vuelven a echar
más agua caliente, la que se va caldeando en una gran
olla.
—De acuerdo, bruja. Ya has desplumado al
joven falso heredero, —dice el caballero. —¿Qué es lo
que guardas para mi persona?

33
—Ya le dije, Señoría, que el acero y vos no sois
una buena pareja.
—Me llamaste Maestro…
—Maestro, sí. En realidad no sois mi maestro.
Lo sois de una orden de brujería.
Eso sí que suena a delirio. Suena a verdadera
locura. El caballero niega con la cabeza mientras cree
sonreírse. En su haber, en su alma y su ciencia, prima
el alma militar. Siente apego por las armas. Se
identifica con su cota de mallas, su insignia en el
pecho, con un águila mordaz. Son alusiones a la
guerra, a la presa y al cazador… a la hombría, si se
quiere… Son las necesarias bravuconadas de los
guerreros, que deben alentarse a lo peor de este
mundo; un duelo, una carga en primera línea, un
asedio…
Brujos… Suena a vejez, a parsimonia, a retiro,
misticismo… No, el caballero no puedo reconocerse
como tal. Él es un guerrero, no un gusarapo de trucos,
palabrería extraña y librejos malditos.
—Mentís, señora —lo niega, tras meditarlo no
sin un ápice de miedo.
—Sois brujo, Señoría. Y un buen brujo.
Detuvisteis una gran oleada enemiga a las puertas de
palacio. ¿No lo recordáis?
El caballero cree hacer un esfuerzo, incrédulo
pero sagaz. Quiere averiguar la verdad… pero esa
verdad, incluso ese episodio de heroísmo que se le
cita, no aparece por ninguna parte de su memoria. Es

34
como intentar pedirle a un pez que recuerde qué se
siente volando entre las nubes.
—No lo recuerdo —dice.
—Hicimos bien nuestro trabajo, Señoría. De
hecho, quien investigó y maduró el hechizo que vivís
fuisteis vos.
—¿Yo? —y el caballero se desvanece, cuando
la voz se le apaga.
—Sí, un gran brujo. Muy ingenioso. Innovó en
muchas áreas de nuestra ciencia. Ya sabéis que no es
una ciencia que haya llegado a un punto muerto. El
talento de ciertos eruditos, como voz, la va
enriqueciendo. Proyectasteis un hechizo capaz de
extraer los recuerdos de los cuerpos, esencial para
pasar desapercibido todos estos años.
Otra vez el silencio ocupa su lugar. Son
momentos horribles, de verdad y confusión.
Confusión, aunque la certeza esté de por medio.
Descorazonador.
—Y vos, explorador —añade la bruja. —Vos
seguís siendo increíble, aún cuando se os haya
extraído la psique.
—¿Yo, mi Señora?
—Y ningún otro. Sois un artista de la
comunicación, un retal de viento fresco que se aviene
directamente de la naturaleza; os confundís con ella…
tenéis vuestro don.

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Liam mira el entorno. No es la caseta lo que
ve… Puede presentir el bosque más allá de las lonas.
Es su entorno. En medio de lo salvaje y lo extremo se
siente como en casa.
—Liam… hasta no hace mucho los titiriteros
como vosotros no eran de gran utilidad. Hoy día sois
esenciales… —y la bruja va hacia él, para ponerle el
dedo índice en el pecho. —Sois un increíble domador
de dragones, Liam. Un gran comunicador.

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Capítulo cuarto

“Estáis loca, señora. Pactáis con soldados de


fortuna, con ciudades estado tan volátiles como el
humo…”
Son las últimas palabras del general Brilawhin
de Olila, que volverá a su protectorado de la costa sin
su guerra. Le habían prometido algo muy grande… y
todo queda en una promesa que nadie quiere
respaldar. Los nobles no ceden. No se la quieren jugar
con artimañas mágicas. Hace falta algo más palpable
que un muchacho despistado, un caballero que no lo
es… unos pocos soldados que a duras penas
entienden qué les ha pasado.
—No recuperaremos Los Reinos con una
campaña relámpago, general —es la respuesta de la
bruja. —No mientras no tengamos en el corazón del
poder monárquico suficientes aliados… así como,
fuera de palacio, en nuestras filas de primera línea,
nuestra mayor fuerza bruta.
—¿Fuerza? ¿Qué fuerza?
—Dragones, general. Dragones…
—Es una locura. Nadie ha conseguido
domesticar nunca un dragón.
La bruja no responde. Sabe que muchas mentes
se han borrado… que quizá la del general sea una de
ellas.
Las tropas se disipan. Eso parece. Durante la
noche, el acampamiento se levanta. Las formaciones
37
toman distintos caminos y las diferentes casas
guerreras se regresan por donde han venido… quizá
dando un rodeo, alterar el plan preestablecido… Tal
vez seguir existiendo en la clandestinidad, burlar a
quienes podrían estar espiando sus movimientos
desde las sombras.
—Partiremos a distintos reinos del continente
—esclarece la bruja. —Diversificaremos quienes
somos, por si algo sale mal —resopla.
Dehoán no lo entiende. Como un espejismo, el
ejército ya no está. Apenas quedan las fogatas
humeando hilachos grises, y las miles de pisadas que la
nieve de la próxima madrugada se encargará de cubrir.
No es quien debe ser… y, para confundirlo todo un
poco más, la hermosa bruja en seda blanca vuelve a
convertirse en esa anciana horrenda envuelta en
harapos.
¿Dónde está la hermosa mujer?
…Parece que sigue en el mismo sitio. Ese gesto
de acercarse a Liam y ponerle el dedo en el pecho ya
lo ha visto antes.
—Tierra de Dragones, explorador. Ése es tu
destino. Naciste para eso… Naciste de una piel de
lagarto —parece que es su burla. Liam no suele tener
gestos en el rostro, pero en sus ojos parece dibujarse
un abismo de dudas. —Su Señoría, gran caballero…
—parece reírse ahora de Belood de Izvart, el supuesto
brujo apegado a su espada. —Debe abrir su mente,
conectar con las fuerzas místicas que el ser humano
común desoye aunque esté rodeado de ellas —y la

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bruja se abre de brazos, dejando las palmas hacia
arriba, como si recibiera en ellas sendos torrentes de
agua; ¿a qué se refiere… a una energía mística
omnipresente que cae del cielo? —He estado pensado
mucho en sus virtudes de guerrero y creo que tiene
toda la razón, Mi Señor; no voy a enviarle a tierra de
brujos… Allí podrían descubrirle. Se alistará en las
fuerzas de mercenarios en la frontera con el reino de
Molog, cerca de la ciudad estado de Ataane. Allí
pasará desapercibido hasta que su mentor lo
encuentre.
—¿Mi mentor? ¿De qué diablos me habláis,
Señora?
—De vuestro maestro y para recuperar la
conciencia y sus grandes artes mágicas… —y la bruja
ladea la cabeza, sopesando lo curioso que es a
menudo el destino: —Para mi gran sorpresa, esa
persona que lo convertirá de nuevo en uno de
nuestros mejores hacedores de la magia es en realidad
alumno de Su Señoría. ¿Absurdo, verdad?
Sí, suena aún más delirante. No sólo los
desconcertados hijos de la nada no saben quiénes son,
sino que parece que tienen un pasado muy palpable,
con sus consecuencias.
—Y Su Alteza, Dehoán de “Mowa” —ultima la
bruja, —tenéis quizá el papel más sentimental de
todos… recuperar la confianza de vuestra hermana,
en La Ribera de Swyron.

* * *
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El falso capitán no quiere separarse del
caballero. Falso porque no es quien cree ser. El
marquesado de Mowa no lo va a conocer. No es un
capitán de esas huestes, sino del sur. De hecho, la
bruja se le burla porque, en realidad, de los
voluntarios que ofrecieron sacrificar su memoria a
favor de escenificar el engaño, el capitán era de los
oficiales más reticentes para con la brujería.
“En realidad odias a este hombre”, ha añadido
la bruja, viendo su apego por el caballero. “Es un
brujo, y los odias”.
El capitán no responde. Su corazón le dicta que
no. Adora al caballero. Ha luchado a su lado en el
penoso periplo por las tierras del norte, tras el
naufragio. Eso no se olvida.
“…Tampoco habéis luchado nunca juntos,
capitán” es la respuesta de la bruja. “Lo inventamos
todo, ¿recuerda?”
Pero niega con la cabeza.
—Seguiré a Mi Señor adonde el destino nos
lleve.
—Como quieras.
Y, del grupo renacido de esa caverna del olvido,
es el único soldado que quiere seguir la lucha. El
resto, agotado, ha decidido unirse a las tropas que se
han disgregado. Y aún no serán nadie porque sus
identidades no les serán devueltas. Al menos, aún no.
Sus recuerdos son mentira… De hecho, casi ni

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existen, porque en la soldadesca los brujos que
obraron el artificio no perdieron el tiempo en detalles
superfluos con hacer reversible el olvido. Con ellos,
no.
…Con el caballero, tampoco obraron un gran
milagro. Belood de Izvart ha participado en cientos de
cargas a caballo de primera línea. Es un perfecto
jinete… Ha luchado no sólo sobre una montura, sino
que ha lidiado al tiempo con su pesada armadura y
otros pertrechos de guerra. Espada al cinto, escudo,
lanza, hacha de guerra… Ha cabalgado con todo eso,
luchando con un solo brazo mientras el otro somete
las riendas.
…Empero no sabe montar. Parece su primer
día a caballo. Sube, desde luego, pero, una vez arriba,
a los lomos del corcel, el equilibrio lo quiere
traicionar. Ve el suelo demasiado lejos de sus pies…
Siente el horror de la caída antes de que ésta tenga
algún sentido.
Se lo calla, desde luego. Finge que no ocurre
nada. Van al paso, con un guía silencioso y entendido
que lleva un par de mulas. Nada más.
“Tardaremos dos semanas en llegar, Señor”, ha
dicho el guía. El caballero suspira su mala fortuna,
pero sobretodo repara de mala fe en quien no sabe si
se le refiere con burla, viendo su poco instinto en
montar.
…El capitán, de veras, si es un auténtico jinete.

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* * *

Aún sigue en pie el viejo cartel de la discordia.


Así lo siente el caballero cuando descubre que lo han
tallado de nuevo y clavado en el mismo poste varias
veces. En lo alto de la última montaña, cuando se
extienden a lo largo los bosques junto al Lago
Esmeralda, la disputa por gobernar las tierras del
Reino de Medirth ha propiciado una guerra en la
sombra que pocos se figuran; los tallistas y
carpinteros, por todo el reino, han ido enfrentándose
una y otra vez para colgar el letrero que los invasores
o defensores desclavan y cambian una y otra vez a sus
intereses.
¿Qué clase de nueva locura es ésta? Piensa el
caballero. La siempre corrección y orden de los
medirthos. Gustan tenerlo todo bajo control. Por eso
no sólo señalizan el fin de sus fronteras con dólmenes
de piedra, como es norma. Asimismo, para con los
peregrinos, suelen dar sentido a los caminos con sus
letreros en letra preciosa. Hay siempre un poste alto
anunciando la llegada al reino. Inclusive al norte,
adonde linda con el Reino de los Demonios.
Indeseables vecinos, desde luego, pero el detalle
pulcro y galante de anunciar el reino suena asimismo a
una advertencia; “cuidado, Su Señoría se adentra en
un territorio civilizado”.
…El caballero desmonta, por fin y da gracias a
los dioses que estaba esperando una razón para ello, y
con la punta de la bota va indagando los restos de

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carteles que han sido rotos a conciencia. Otros han
sido calcinados… Unos están divinamente tallados, y
otros vienen de las manos de los vulgares y retorcidos
invasores, que a duras penan pueden o saben copiar la
lengua común con buena letra.
—¿Qué pone, Mi Señor? —pregunta el
capitán; él si se mantiene sobre su montura, como
buen jinete que es.
—Tierra de gigantes… —y, de seguido, el
caballero vuelve a leer otro de aquellos retazos. —
Aquí parece que dice: Medirth, tierra de grandes
señores… Tierra de gigantes, otra vez… Medirth…
Medirth, aunque éste esté casi calcinado. Tierra de
gigantes, de nuevo… ¿Qué clase de riña de verduleras
es ésta?
—Los nativos y los extraños luchan una guerra
de apariencias, mi Señor —explica el guía. —Escriben
el lugar según les apetece, o como creen que quedará
algún día descrito en los tratados. Medirthos por un
lado e invasores por el otro. De hecho, aquí, los
invasores intentaron que Medirth cayera trayendo
infantería pesada.
—¿Infantería pesada? ¿Qué clase de orden
militar es ésa?
—Gigantes… Las bestias más altas y
corpulentas, Mi Señor. Ogros, trolls, grows… Hubiera
sido una lástima que Medirth hubiese caído y que lo
gobernase ahora una de esas criaturas colocado como
jerarca. Afortunadamente, la capital del reino y sus
mejores ciudades no cayeron nunca, pese a los asedios

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—y el guía señala la distancia, adonde, es cierto, se
divisa una tímida columna de humo. —Hoy
pediremos asilo a los gigantes que quedan en esta
“tierra de nadie” tras firmar la paz, Mi Señor.
—¿Asilo? ¿Qué clase de estupidez es ésa?
—Es la norma. Si nos encontraran cruzando
estos parajes sin rendir pleitesía estaríamos muertos,
Mi Señor.

* * *

Hay un muy claro rastro de las huestes


invasoras. Por capricho, en algunos derroteros del
camino no hay nada, sólo destrucción al paso. Aún
después de una década no ha crecido la floresta.
Empero, en otras lenguas del amplio camino ha
crecido un vergel verde o multicolor, ¡con flores!
capaz incluso cuando la nieve no ha desaparecido del
todo.
La bruja, que precisamente no va en cabeza
aunque vaya al mando, parece ir husmeando esas
pisadas y restos de fogatas y acampamentos de antaño
con cierta curiosidad, una inquietud que se
compromete mucho más allá de lo meramente visual.
Porque, Dehoán, ve los raros indicios en lo que se
supone fueron columnas y columnas interminables de
bestias semihumanas y bestias de tiro, algunas
desconocidas en Los Reinos… pero, la entendida en

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las artes de la hechicería, profundiza a unos niveles
que la repugnan y hasta que dice ¡basta!
—¡Basta! —se repite. Se ha detenido. Hay una
docena larga de buenos soldados a su servicio que en
el acto se detienen, en cabeza. Son una escolta de
disuasión, pues la bruja sabe defenderse sola. Apenas
son espadas y escudos para persuadir a los asaltantes,
aunque, lo que cuenta, es que entre ellos hay un
médico:
—¿Os encontráis bien, Señora?
—Salgamos de esta ruta. No puedo seguir
oliendo esta mierda —y suspira, agotada de lo que
solamente ella puede percibir.
El paso arrollador de los invasores a través del
Reino de los Demonios ha propiciado un camino
amplio, cómodo. Algunos peregrinos han empezado a
usarlo. Inclusos se dice que ha supuesto un nuevo
horizonte a las rutas de comercio y no son pocos los
mercaderes que se adentran al norte por él para
abastecer a los seres más inmundos del continente de
enseres civilizados, joyas, alientos exóticos que no
pueden cultivarse en el frío, vinos, calzado y telas…
De hecho, ya se han cruzado con una caravana de
aparentes gitanos, que terminan siendo una subespecie
de alimañas humanas con colmillos de jabalí. Muy
amables… pero apestosos; quizá el mercader tipo
propio para con aquellas tierras.
Empero, no todo es una buena senda. La bruja
pide un descanso, a destiempo. No está previsto, pero
parece necesario.

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La ayudan a bajar de su montura. Parece débil,
quizá más que en días anteriores.
—Haremos un fuego, Mi Señora —dice uno de
los soldados.
—No, no hace falta —y la bruja chasquea los
dedos. Con ello, unas ramas secas del suelo prenden
instantáneamente. Ante la sorpresa general, los
soldados resoplan resignados y corren a alimentar del
todo ese fuego primigenio y a hacer acopio en él de
más ramas secas. Luego tienden sobre la bruja un par
de mantas de sus propias alforjas. Parece que la
conocen, que llevan tiempo con ella… o que intuyen
que deben atenderla como a una madre.
…De todos modos, aunque no se alejan
demasiado, la milicia monta su propia fogata y se
acomoda en otro lugar, adonde un cúmulo de rocas.
Dehoán va con ellos… y luego vuelve adonde
la bruja; queda tanto por saber…
—¿Estáis bien, Mi Señora?
—Náuseas, no es más —dice. Inclina la cabeza
hacia atrás, como si la mente le fuese a estallar y
necesitase de un reposo extraño, con una postura que
aleje las malas vibraciones de su psique.
—¿Por qué hemos salidos del camino?
—Porque está maldito, ¿no lo ves? —y señala
adonde no crece la hierba. En otro confín, ésta se
alienta con esmero. —Del otro lado, allí no ha habido
sortilegio, o sí lo ha habido, pero es regenerativo, no
destructor.

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—No entiendo, Mi Señora.
La bruja sonríe. Sí, el mundo psíquico/mágico
es un lugar muy confuso.
—¿Está el mundo rodeado de aire, joven
heredero?
Dehoán duda. ¿Un acertijo?
—Sí, supongo.
—No es una suposición, es una certeza.
Respiráis en cualquier parte. Eso quiere decir que hay
aire en todo el mundo, aunque no lo veas. En el mío,
en mi mundo, hay “aire”, y a veces mucho, también
en todas partes. Por eso la brujería existe, por ese
“aire”. Cuando al aire pasa a ser un vendaval, o un
huracán, el dolor de cabeza es insoportable —y la
bruja mira el camino, renegando de él.
—¿Ve algo en él, Mi Señora?
—No se ve. Al menos no con los ojos. Los
invasores eran bestias horrendas, pero carentes de
magia. Fueron sus comandantes brujos los que
trajeron consigo muy malas artes. Brujería maldita, de
muy mal gusto. Eso destroza los parámetros de la
naturaleza —y, de nuevo, la bruja señala la parte del
camino más desolada, —o, quizá —y señala la parte
florida, —enloquece las pautas del mundo en un ciclo
antinatura.
Dehoán sacude la cabeza. La bruja está
hablando de un mundo todavía muy confuso para él.
Aún no ha descubierto quién es, como para

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profundizar más allá de lo que se ve o no se ve a
simple vista.
—Habéis hablado de una hermana —dice.
Sugiere una respuesta.
—¿Os hace ilusión tener una hermana? —se
burla la bruja; no, no ha cambiado, aunque se duela.
—No tenía hermanos en mi mundo imaginario
de Mowa.
—Bien, muy bien. Ya ha aceptado que no es
quien cree ser. Ese es un paso importante. Y sí, en su
mundo real tiene una amplia familia. Eso sí, —y, si
tuviera ganas, la bruja le apostaría el dedo en el pecho,
como suele hacer, —pero le adelanto que no se hagas
ilusiones porque no es la suya precisamente una dulce
parentela. De hecho son deplorables, y le garantizo
que tendrá que vérselas con ellos a través del peor
rencor que pueda salir de un ser humano.
—¿Entonces…? ¿Por qué acudimos a ella?
—Porque Su Alteza es el heredero a Los
Reinos. Ellos, sus hermanos, sus primos, también lo
son… Habrá sangre, traiciones, dolor, muerte… Es
Su Señoría de casta noble, pero eso no significa que
no seáis auténticas mujerzuelas de prostíbulo.
Es un caos. Entender a la bruja es exactamente
eso, confuso. Dehoán quiere saber muchas cosas…
pero, a cada paso que da, de alguna forma no quisiera
sino estar más y más lejos de allí.
—¿Qué ha pasado con vuestra belleza? —
suspira ahora. No ha querido preguntarlo. Lleva días

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con ese pensamiento en la cabeza. Su intención era no
desvelar esa duda… pero se ha traicionado a sí
mismo. —Mil perdones, Mi Señora, si es una
indiscreción.
La bruja sonríe.
—¿Te gusta, verdad?
—…No es mi intención.
—Es la de cualquiera, desde luego. Aún le
queda mucho que aprender sobre apariencias, Alteza
—y la bruja parece estar mirando una escena distante.
Seguramente, rememorando otros tiempos. —Somos
presumidas, ¿por qué no? —se sonríe otra vez. —Los
poderes humanos o místicos toman muchas formas.
Si estuviera sola en estos parajes, una anciana débil y
torpe, sería asaltada por maleantes de camino que
intentarían robarme, violarme, quizá degollar mi
arrugado cuello… y yo, en ese caso, apenas
chasquearía de nuevo los dedos y generaría una
absurda e inofensiva cortina de humo con cara de
alguna bestia de las nieves. Eso, que sólo es una
esencia inocua, serviría para espantarlos. Incluso
hablarían de mí en la distancia; la bruja del camino…
la maldición de la bruja del camino… Estúpido, desde
luego, pero eficaz —y ahora sí que toma
protagonismo su dedo, pero para clavarlo en el
hombro del heredero. —Mi gran belleza sirvió en
otros tiempos para abrirme muchas puertas, Alteza.
Un juego de apariencias muy poderoso. Por eso,
querido niño, va siendo hora de que vaya dejando de
lado esa omnipresente cara de sorpresa y adquiera una

49
mirada más punzante. Necesito un futuro rey, no un
crío asustadizo y volátil.

50
Capítulo quinto

El caballero, un incrédulo Belood de Izvart,


tiene que mirar más de dos veces adonde va. No lo
cree. Por un momento, aquellos desalmados en la
distancia están aquí, cerca, al alcance de la mano. Ésa
es la sensación. Los ve, encima, pero luego recapacita,
mira el suelo, y entonces entiende que aún no están
cerca del campamento, que es una ilusión.
Es descorazonador. Incluso se aviene alguna
sensación de vértigo. Son gigantes. Son ogros.
Acampan en el bosque, en un claro inclinado que
termina desembocando en el interminable Lago
Esmeralda. A sus pies parecen andarse unos
pigmeos… pero los pigmeos crecen, para convertirse
en humanos y psedohumanos de una talla natural.
El capitán y el caballero se detienen. No
pueden dar un paso más. El pánico les empieza a
crecer dentro y se hace insoportable. Es justo lo que el
guía no quiere que hagan:
“No muestren miedo ni sorpresa. Naturalidad,
eso es lo que ellos quieren ver en nosotros para no
sentirse como bichos raros”.
Eso es pedir demasiado. Hay ogros con piel de
roca, y otros con aspecto tan rechoncho que son tan
anchos como altos. Algunos tienen los antebrazos tan
enormes como su propia talla, con puños peludos
aparentes a piedras de asedio. Unos van vestidos… y
otros no. En unas pocas de zancadas van y vuelven
del lago al campamento con cacerolas de hierro con
51
agua; preparan un puchero, un enorme puchero en
una enorme grieta en la roca.
Ogros… Son los más grandes. En otras fogatas
andan los trolls, peludas bestias con aspecto de
gorilas, pero con mirada humana. Despellejan alces, y
un par de jabalís. Cortaran algunas carnes, pero, en
general, las echarán al puchero en trozos que no
podría levantar un humano.
Los grows son enanos gigantes. Parecen una
contradicción, pero existen. Y un enano, en general,
no es pequeño. Un enano es tosco, grueso, enorme…
Su cabeza es como la de un caballo, y sus espaldas
como una alcoba. Empero, son así, rechonchos, y la
sensación de enanismo los ha marcado para siempre.
Los grows, en cambio, son enanos de la talla de una
cabaña. Malhumorados, barbudos, huraños, hostiles…
Nadie los ofende ni suele hablarles. Un puñetazo
perdido de un grow puede echar abajo un roble. De
hecho, son grandes artesanos de esa misma madera y
sus armas son estacas toscas y pesadas, como troncos.
…Hay que aprender muy deprisa. Eso es lo que
pide la situación. El caballero y el capitán están
desbordados, pero ya no hay vuelta atrás porque los
han visto venir. Tiene que integrarse, aunque ello
suponga un esfuerzo monumental.
Pero no todo es imposible. Hay hombres.
Quizá no los mejores hombres del mundo, pero al
menos son humanos. Es una suerte que exista algo
lógico en todo lo que están viendo.

52
—Nos uniremos a esos caballeros —dice el
guía. Y charla con ellos. Éstos no comerán del
puchero de los gigantes, sino que tienen su propio
acampamiento, con su propia sopa. Son soldados de
fortuna. Eso parecen. Llevan armas dispares, y sus
atuendos no son legítimos, sino improvisados. Se
entiende que no son caballeros en el término estricto
de la palabra. Llevan corazas de oportunidad, escudos
con simbología que a menudo ellos mismos
desconocen… Armas de contrabando, robadas en un
cementerio de nobles, compradas de ocasión…
—Sed bienvenidos, caballeros —dice el
cabecilla. —Aquí apesta menos que unos pasos más
arriba —explica, sin querer señalas los enormes pies
de los ogros. Ellos, los humanos, ocupan la ribera,
adonde el agua preciosa del lago.
—Ese olor caldea el ambiente —dice otro de
los supuestos caballeros. —Una hediondez que nos
abriga, aunque también enloquece los sentidos.
Son necios. El caballero lo entiende enseguida.
Empero, en los alrededores no parece haber nada
mejor. Tienen sopa caliente, y un fuero adonde
esconderse de la desconfianza de los gigantes.
—¿Sobrecogido, señoría? —pregunta el
cabecilla del grupo a Belood de Izvart, rendido otra
vez a imitar al capitán en cómo adecuar sus pertrechos
de campaña, o cómo anudar las riendas de su montura
a una rama o piedra segura.
—Vigilad las monturas, caballeros —dice
alguien. —Los ogros se los comen…

53
—La semana pasada hubo sangre en esta costa,
señorías —dice otro. —Aún se ve el reguero rojo —y
es cierto. Hay sangre cerca. Sangre humana, desde
luego. Algún ogro decapitó a un caballero que le
incriminara eso mismo, devorar a su bonito corcel
blanco, del cual el monstruo se había encaprichado
por eso mismo, porque creyó que tendría un sabor
azucarado.
El caballero se acomoda, que es un decir.
Como siempre, hay que echar la espalda a una roca,
presumiblemente con una base de musgo para las
posaderas. Por fortuna, el musgo que nace en la ribera
del Lago Esmeralda parece algodón; hoy, pese a la
amenaza de los gigantes, dormirá apaciblemente.
—Hoy os tocará montar guardia, caballeros —
dice el cabecilla del grupo. —Los últimos en llegar
hacen las horas nocturnas.
—Imprescindibles para sobrevivir aquí,
señorías.
—…Los ogros suelen pisarnos si acuden a la
orilla a hacer sus necesidades.
—Se duerme pegado a una roca, y con el fuego
cerca, para que nos vean.
—Aún así, hay que mantenerse alerta.
Belood de Izvart niega con la cabeza.
Nuevamente, el mundo que ve no le convence.
—Sería más sensatos acampar allí, señorías —
señala, sobre el linde del bosque.

54
—Sin testigos asimismo nos podrían devorar;
luego nadie sería el culpable, claro —explica alguien,
entre risas. El caballero lo entiende ahora; están
tomando mucho vino y las voces se van del juicio a la
idiotez.
—Nos quieren tener vigilados, señoría. No nos
van a quitar el ojo de encima.
Y, para justificar ese parecer, un despojo
humano aparece con una lista garabateada en un libro
viejo. Es una especie de intendente de poca monta, un
alguacil. Un deforme, grande y seguramente bastardo
entre un troll y un grow. Su nariz está retorcida, sus
pies están torcidos, su mirada es torcida… Sí, la
naturaleza no ha sido generosa con él, si bien es cierto
que su nacimiento ha debido ser todo un reto para el
mundo natural.
—Papeles, señorías —inquiere. Y no es broma.
A su espalda anda un ogro enano. Es decir, otra
deformidad de cuidado. Un ogro enorme, pero
asimismo víctima de enanismo en su especie. Una
bestia absoluta, desdentada y descuidada, capaz de
cargar al hombro un carromato cargado de piedras; es
la guardia, se supone. Es decir, los encargados de
registrar el paso de soldados de fortuna, caballeros,
milicianos regulares, mercaderes, diplomáticos…
Llevan grilletes para los que no cumplan los
requisitos, que el ogro enano desplaza atados a su
cinto sin atender a su peso; un humano no podría
cargarlos todos.

55
—La guardia, señorías… papeles… —redunda
el cabecilla de los mercenarios.
El guía, por fortuna, lleva esos documentos que
ni el caballero ni el capitán sospechaban que debieran
existir. Son falsificaciones, pero es evidente que la
mayoría de los papeles que circulan ahora mismo Los
Reinos son falsos. De hecho, se acepta que los sea,
pero aún así se debe seguir cierto protocolo:
—Estos papeles son falsos —dice el alguacil.
—Iguales que los míos, Señoría —dice el
cabecilla de los mercenarios, otra vez. Está
desempeñando su papel, el de custodiar a los
humanos según los intereses de los humanos
—Pero no tienen el sello de la frontera del
norte, en La Necrópolis —y el alguacil estrella su
sucio dedo en los papeles, casi perforándolos con sus
uñas de sierra.
—Yo tampoco pasé por La Necrópolis —dice
otro mercenario. —Hemos venido de un lugar lejano
y misterioso… —se inventa, escenificando sus
palabras con las manos, como un mago. Se ríen.
Juegan con la muerte. Les encanta, porque hacerlo
forma parte de sus vidas.
El alguacil refunfuña, al uso de una lengua que
nadie entiende. Se rasca la barbilla… y luego el
trasero.
—¡Wis tuar mah! —dice, cabreado. Y no
entrega los papeles, sino que los tira al suelo, aunque

56
al menos ha puesto el sello en todos ellos. El guía los
recoge: están dentro.

* * *

Ha caído la noche… y el cielo desaparece en


una obscuridad absoluta; está nublado, y no hay
estrellas. Quizá por eso el Lago Esmeralda refulge en
todo su esplendor. Las algas luminiscentes de sus
profundidades empiezan a hacer su magia, a iluminar
el lago de un verdor difuso que hay que mirar dos
veces para correlacionar con la realidad. Parece un
engaño, una burla a los sentidos… ¿Brilla, o no brilla?
¿Es una impresión?
Los ogros comen su puchero frío, usando las
manos como cucharas o cazos. Comen todos del
mismo sitio, sin remilgos. Los trolls piden su ración, y
se les brinda patas enteras de alce que luego ellos
reparten a su juicio, por jerarquías. Suele haber peleas
cada noche. Una y otra vez, las mismas riñas y las
mismas amenazas.
—No solemos hacer muchas preguntas sobre
el pasado de cada cual —dice el cabecilla. Es guapo.
Un tipo atractivo. Si bien, una cicatriz horrenda le
cruza el rostro. Su melena rubia parece hecha de
hilachos de oro. Empero, sus dientes no están todos
en su sitio; algunos han volado en las muchas
escaramuzas en las que ha participado. —Sin
embargo, ¿sois un caballero de la Orden del Cielo?

57
Están tumbados en el mismo sitio. Aún no
tienen sueño. Algunos ya roncan, sí, pero el caballero
y el capitán no. Ni siquiera el guía, que hará la primera
guardia. Quienes no duermen, aún toman abundante
vino.
—No conozco esa orden —dice el caballero.
—¿Qué no la conocéis? —duda algún
malandrín.
—Eso sí que es sorprendente —dice el
cabecilla, mirando a los suyos. —¿En serio que un
caballero no conoce a la orden más famosa de todos
los tiempos?
El caballero no sabe qué decir. Mira adonde
puede, intentando encontrar algo que responder
mirando al algo, a los ogros… y luego descubre que le
miran el pecho, el águila que lleva en su coraza.
—Oh, ¿lo decís por esto? —duda. —No es un
águila, es un halcón peregrino.
—¿Y sugerís que un halcón peregrino no vuela
tan alto como un águila, Señoría? —ríe alguien.
El resto de los mercenarios también se ríen.
—Está claro entonces que con un halcón
peregrino en el pecho no se puede llegar al cielo,
Señorías —ríe, a medias, el cabecilla. —¿Lo veis? No
solemos preguntar mucho. Ni siquiera os vamos a
indagar sobre el lugar o al caballero a quien robasteis
esa coraza.
—No es robada —objeta Belood de Izvart, en
su sitio. —No soy un sucio ladrón.
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—¿Ladrón, malandrín, bazofia…? —sopesa el
cabecilla. —Hay muchas órdenes de caballeros que
prefieren que quienes les han dado muerte lleven sus
armas. Al entender de muchos nobles, es una forma
de seguir vivo. De seguir guerreando, desde luego.
—Así el honor no se disipa —dice uno de los
mercenarios, aunque mastica chorizo y pan a dos
carrillos y no parece un gran entendido de los modales
en la mesa… como tampoco de la moral militar.
—Somos soldados sin patria, señoría —
reflexiona el cabecilla. —Somos hijos del mejor
postor. Y no estáis aquí por otra cosa que para
alistaros en los ejércitos de la ciudad estado de Ataane.
Buscáis la misma gloria y oro que cualquiera de
nosotros.
—Sobretodo el oro —se bufa alguien.
—Quizá me muevan otros ideales… —dice el
caballero.
—…Unos ideales que brillan bajo la luz —se
ríe otro.
—Ideales… —sopesa el cabecilla del grupo.
Piensa en voz alta, porque rememora momentos
pasados. Otros episodios de su vida, quizá justo
cuando él perdió ese honor del que hablan. —Los
Reinos son un estercolero de cerdos. Muchos han
vendido sus tierras al enemigo por la codicia. Muchos
se han apuñalado por la espalda. Hermanos contra
hermanos, padres contra hijos… hijos contra
padres… contra sus más leales guardias… contra su
pueblo…
59
—En Bronw nos pagaron por matar inocentes
—dice uno de los mercenarios; éste mastica cuero,
por vicio. —No nos gusta matar gente que no pueda
defenderse, pero mejor eso que enfrentarse a un
amigo.
—No entiendo, señorías —duda el caballero.
Mira al capitán, que está fuera de lugar para
comprender semejante forma de pensar. —¿Por qué
habría de luchar contra un amigo?
—Pues, es sencillo —duda el cabecilla, mirando
a los suyos, entre risas, —porque le está pagando otro
noble que no es el tuyo.

* * *

“Allí…” señala la bruja.


Dehoán continúa el paso. Empero, los
milicianos se detienen; saben qué significa aquel
enorme valle, ahora mismo difuso entre una neblina
casi fantasmal.
—La bruma de guerra aún no se ha disipado…
—comenta uno de los soldados, empequeñecido por
lo que ve… aunque Dehoán no va nada.
…No es bruma de guerra.
—¿Qué hay allí, Mi Señora? —pregunta el
heredero. Al fin detiene a su animal. Gira la cabeza, y
ve que nadie lo sigue; quieren seguir por otro camino.

60
—Lo que no ve, Alteza, es el primer campo de
batalla de nuestra gran guerra —explica la bruja. Se
apoya agotada, otra vez, sobre el lomo de su animal,
en la silla. A menudo parece que está a punto de
desfallecer. —No iré por ese lugar… pero Su Señoría
sí.
—¿Yo…? ¿Por qué he de hacerlo?
—Porque uno de sus hermanos murió en esa
batalla. Quizá Su Señoría sea capaz de sentir el grito
de sus hombres, o quizá oler la quemazón de la
pólvora de sus cañones.
Dehoán mira otra vez el valle. Aparentemente
allí no hay nada. Es sombrío, y cóncavo, como una
trampa mortal si una milicia apostase sus efectivos allí,
en mitad del caos.
—Por entonces sólo hubo rumores de la
existencia de las fuerzas invasoras. De hecho, incluso
la certeza de sus escaramuzas fronterizas, aunque
muchos nobles se negaron a creerlo; un imperio
enemigo capaz de hacer doblar las rodillas de los
monarcas de Los Reinos… Sonaba delirante.
Precisamente uno de sus hermanos visitaba el Reino
de Medirth en un viaje de cortesía diplomática.
Firmaba un acuerdo de protección mutua entre El
Imperio y Medirth a favor de unir fuerzas en caso de
los que mogoles tentasen una nueva alianza con
fuerzas extranjeras, las que respondían a esos
rumores. Es pronto para que aprenda de toda esa
política, Alteza. Sólo atienda a que es hijo de
alguien… pero eso no le concede el beneplácito de los

61
suyos. Ni siquiera a su hermano, por entonces, que
quisieron quitarse de en medio con prisas pidiéndole
que simplemente observara cómo el ejército medirtho
aniquilaba a los extraños.
—…Y no fue así.
—No… Pagó su arrogancia muy cara. Incluso
los medirthos la pagaron. Las huestes enemigas eran
muy superiores… y, aunque a su hermano lo ajustició
un medirtho, tampoco hubiera salido con vida del
caos del campo de batalla si no hubiese sido
traicionado.
Dehoán no responde. Mira el valle, otra vez.
¿Hubo allí otra traición más? ¿Qué clase de mundo de
diablos intentaba defenderse entonces precisamente
de eso, de los diablos de otro continente?
—¿Por qué lo mataron?
—Alegaron que fue el enemigo, pero tengo
testigos de que no fue así. Claro que —sopesa la
bruja, —aún con testigos, tampoco desde Los Reinos
tus hermanos reclamaron justicia; tu padre, el Rey,
palidecía en su lecho de muerte… ¿Para qué un
aspirante más al trono?
—Suena deplorable, Mi Señora.
—Suena a monarquía. Sin embargo, reconozco
que, aún así, debe haber cierto lazo entre su alma y el
de su hermano. Quizás Su Señoría sea capaz de
sentirla…. Vaya…
¿Ir…? ¿Al campo de batalla?

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Dehoán lo mira. Sigue siendo obscuro.
Empero, de alguna manera la bruma parece levantarse
como un telón de teatro invitando a los espectadores
a ver la función. Muy misterioso…
—¿Qué voy a encontrar…? ¿La espada de mi
hermano?
—¿Armas…? ¿Cuerpos, quizá? No… —niega
la bruja. —Ya no hay nada de eso. Este lugar lleva
diez años siendo saqueado por las alimañas, humanas
o no humanas. Ladrones, saqueadores de tumbas,
mercaderes de poca monta… Nadie vino en aquellos
días a retirar los cuerpos, pero de eso ya se ha
encargado la bazofia de los asaltadores de caminos.
Dehoán suspira. Hondo. Entonces alienta a su
caballo, que lo lleva al paraje. Y sí, no hay nada… Es
un valle… eso sí, pisoteado y abrupto. Aún hay
cráteres de los impactos de los cañonazos. Hay trapos
sucios, los que una vez fueron capas o ropajes… o
vendas improvisadas para las heridas. Quedan las
astillas de las empuñaduras, o los palitroques que una
vez fueron lanzas o flechas.
…Tampoco siente nada… Sólo se oye silencio,
y a menudo un silbido casi humano de una brisa que
no levanta los cabellos.
De repente, una sombra… Alguien anda entre
otros despojos. Si bien los saqueadores y chatarreros
ya se han llevado el metal y el cuero, siempre se aviene
alguien a remover la escoria sobrante en busca de
alguna moneda, un latón, un anillo de oro, con mucha
suerte.

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Es un gitano, cuyos colmillos de jabalí
intimidan, aunque no hay nada que temer porque
devuelve la mirada, intentando intimidar, pero pronto
se asusta y sale corriendo; a lo lejos hay un carromato,
y otras muchas sombras rebuscando entre los huesos.
Huesos… Sí, los hay. Muchos han sido
devorados por los animales carroñeros. Otros han
quedado para escenificar la muerte y la destrucción.
Algunos están astillados, adonde el acero ha hecho
mella. Otros, cortados por la mitad, o de cuajo.
Los que están calcinados… nadie que no
estuviera en la batalla podría señalar porqué.

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Capítulo sexto

“¿No podéis dormir, caballero?”


Belood de Izvart cree que esa voz forma parte
de su imaginación. Por unos instantes retoza. Abre los
ojos, ve el lago… y luego se sume otra vez en ese halo
olvidadizo del sueño. Empero, despierta, por la voz.
Despierta de nuevo, y ahora, no sabe por qué, cree
saber de dónde viene.
Por instinto, o por algo más, mira a las
monturas. Los corceles, juntos y custodiados cerca,
pero lejos de los gigantes y su hambruna perpetua.
Y ahora calla… pero la voz no engaña a nadie.
Por eso el caballero va a investigar. Va adonde los
animales, donde el capitán monta guardia.
—¿Ocurre algo, Mi Señor? —pregunta el
capitán.
El caballero no responde. Aún no sabe ni por
qué está despierto. Si algo ha terminado por aceptar,
es que acaso se viven tiempos muy confusos.
—He creído haber oído algo…
—Yo no he oído nada —dice el capitán, pero
no desconfía de sus propios sentidos y se pone en pie,
oteando la distancia y las cercanías; quizá algo se le ha
pasado por alto.
—No, no hay nadie… —reconoce el caballero.
Sin embargo, alguien le está observando. Intuir eso es

65
posible. Saber quién ya es otro cantar. Allí no hay
nadie, sólo los caballos. ¿Un ser invisible, quizá?
—Vuelva a dormirse, Mi Señor —le pide el
capitán. —Descanse. Yo me encargaré de que no
ocurra nada indeseado —resopla, viendo los enormes
cuerpos del campamento, los trolls y ogros, roncando
como con voces y vientos de caverna. Suspira porque,
si se diera el caso de tener que reñir a un intruso,
¿cómo diablos iba a hacerse respetar ante una bestia
semejante?
—Cualquier indicio y me despierta, capitán —
exige el caballero. El capitán asiente.
“Pasa en los primeros días, caballero” dice
Melac, el cabecilla de los mercenarios. Está despierto,
aunque el caballero juraría que hacía apenas un
instante estaba dormido. Eso, o duerme con un ojo
abierto.
—¿Qué es lo que “pasa”?
—El temor, claro. No es fácil estar rodeado de
tanta gentuza. Se acostumbrará enseguida.
Belood de Izvart abraza la empuñadura de su
espada. Es un gesto natural, aferrándose a lo único
que sabe va a aliarse a su favor. ¿O se equivoca…?
—Confíe en su capitán; parece buena persona.
¿Qué…? ¿Un mercenario, un soldado de
fortuna, distinguiendo y honrando la buena fe?
Sorprendente. Incluso, quizá hasta dé algún consejo:
—De aquí al puerto del Santuario de Sthela hay
dos días por la ribera, bajo la atenta mirada de
66
poderosas tropas de medirthos. No se separe de su
capitán…
Eso vuelve a complicarlo todo. Andar bajo la
atenta mirada de los medirthos. Éstos han abierto un
corredor en la ribera del Lago Esmeralda para que los
mercenarios vayan y vengan por su territorio. Un
camino profusamente vigilado, mientras se pelean con
los cartelistas que una y otra vez quieren redescribir la
propiedad de las tierras. Desde arriba, a lo alto,
mientras las caravanas de soldados de fortuna se
encaminan al Santuario, y de vuelta se avienen o de
ida se atropellan los mercaderes en sus negocios, las
legiones de soldados medirthos atienden a los pactos
de paz y las cesiones oportunas para que las tropas
invasoras y las tropas a sueldo puedan ir
acumulándose en la frontera con el Reino de Mogol.
El caballero alza la mirada una y otra vez, y, una
y otra vez los estandartes de los soldados medirthos,
unas banderolas rojas con cabezas de perro
mostrando sus fauces, asoman entre los pinares.
Luego están sus escudos plateados, y sus lanzas, de las
que dicen saben hacer uso como nadie.
—Son picas —comenta Melac al día siguiente,
al paso en sus monturas, por la ribera. Abre paso un
ogro, a unos doscientos pasos humanos y apenas diez
en su propia talla. El cabecilla de los mercenarios se
refiere a las armas de los medirthos. Picas… o lanzas,
como se las quiera llamar, propias para abatir ogros
apoyando sus bases en el suelo; no son de madera…
son de hierro. Incluso la base es plana, manera de que
no se hunda en la tierra por la presión del peso de un
67
gigante. —También tienen trampas por todo el
bosque, y acumulan pilas de troncos en estos
barrancos que usarán como avalanchas si se da una
rebelión, si se rompe el tratado.
—¿De qué tratado habláis, Señoría? —pregunta
el capitán.
—Medirthos y mogoles se odian a muerte. De
hecho, todo Los Reinos odian a los mogoles. Por eso
podemos pisar Medirth, para llegar a la ciudad estado
de Ataane y unirnos a la guerra más sucia que se haya
visto en mucho tiempo. Parte de sus honorarios serán
sufragados por los medirthos, caballero. Y pagan bien.
—Entonces… ¿no vamos a combatir a los
invasores? —duda el caballero.
Melac lo mira dos veces. No puede creer que
aún haya alguien tan despistado.
—¿De dónde venís exactamente, caballero? Es
evidente que no vamos a luchar contra nuestros
mecenas. Mataremos mogoles, Señoría, pero no
demonios.

* * *

Los llaman demonios. Y es evidente que no


todos pertenecen a esa especie. Empero, la gente
llama demonios a los elfos negros, a los trasgos, a los
duendes, a los orcos…

68
No es para menos. Las pintas suelen ser
horribles. Las milicias invasoras no son nada aliñadas.
Es cuestión de carácter. Mientras los regimientos
humanos de Los Reinos visten sus mejores galas en
sus destacamentos y llevan la pulcritud militar a
rajatabla, las hordas bárbaras hacen de su estado de
sitio todo un estercolero. Festejan, riñen, juegan y
gobiernan desde la perspectiva de su gran ignorancia.
Lógico, acostumbrados como están a la carroña, a la
miseria de la guerra más rastrera.
“Vienen de un continente helado, señor”, dice
el guía. Curioso… un guía haciendo de eso mismo, de
guía, a un explorador. Liam escucha con atención:
“Suelen bañarse muy poco, por eso apestan. No
tienen apego a la higiene. Adonde el frío nunca les ha
hecho falta. También son rastreros. Gustan de
comerse hasta las suelas de sus botas, cuando ya están
viejas. Nada se desperdicia… Comen hasta el tuétano
de los huesos de animales podridos”.
Y beben. Beben mucho. Carburante para las
venas, como ellos lo llaman.
—¿Carburante…? ¿Qué es un carburante? —
duda Liam.
—¿Nunca habéis oído hablar de él? —dice el
guía. Apenas son dos hombres. Dos hombres sin
escolta, andando en sus monturas en tierra de nadie,
que es lo mismo que decir en una tierra sin ley. —
¿Nunca habíais visto un motor?
¿Un motor…? ¿De qué diablos habla el guía?

69
Los invasores, en una extraña perspectiva de la
novedad y el progreso, o de las necesidades y
ansiedades de los pueblos conquistados, hacen gala de
una engañosa élite social:
“Cierta facción elitista en ellos quiere hacernos
creer que traen el progreso a nuestras vidas”.
Por eso el motor. Ronronea a partir de la tarde,
cuando el sol empieza a decaer. Lo han instalado a la
entrada del pueblo, para maravillar a los lugareños y a
los peregrinos. Inclusive a los emisarios. Un motor
antiguo, tosco, herrumbroso… pero que genera la
energía suficiente como para iluminar una bombilla
con aspecto de pieza de cuarzo. Y no ilumina mucho,
pero es el orgullo de los puestos de guardia avanzados
de los invasores. Por ello instalan allí las mesas de
contabilidad y empadronamiento. Allí se presentan las
quejas, las ansiedades, los negocios, los pagos y
tributos, las leyes… todo lo relativo a la comarca. En
su propio lustre, aunque lleva las gafas rayadas, el
alguacil de turno, lugarteniente del alcalde, toma notas
y registra el paso de peregrinos, engrosando un
confuso archivo que no es sino papel mojado, habida
cuenta de que poco puede sacarse en claro de él.
Escribe con faltas ortográficas. Tacha a
menudo sus errores, cuando hasta un campesino se
los corrige… Empero, se cree un gran erudito entre
los suyos. Es Bokeexool, un demonio bastardo con
los cuernos de carnero algo torcidos. Piel oscura, ojos
verdes, enormes… pero mirada de burro. Apenas esas
gafas, y un corbatín. De hecho, lleva lo que él cree un
ropaje elegante.
70
A su lado, dos soldados de la guarnición de la
colonia. Un orco, y otro demonio. No se llevan bien,
y mantienen posiciones algo relajadas a ambos lados
de la mesa.
—Peregrinos, por aquí —dice. Se refiere a
quienes ahora entran al pueblo, Liam y su guía. Es el
protocolo. Deben registrarse; se persiguen rebeldes, y
espías, por todo Los Reinos. —Papeles, señorías.
El guía los entrega.
—Estos papeles parecen falsos… —sopesa el
alguacil. Bokeexool sabe que hasta su licencia de
letrado es falsa, pero así de hipócrita es su mundo.
—Debe haber un error de apreciación, Señoría
—dice el guía. —Como podéis apreciar, nos los han
sellado tres veces.
—Ajá… Veo los sellos, desde luego. Están
ahí… pero, ¿quién me dice que no son una
falsificación? Es fácil de imitar el sello real.
—Entonces deberían cambiar ese sello —dice
Liam. Da un paso al frente, y mantiene la mirada de la
bestia.
El “animal” refunfuña, con un bufido.
—¿Adónde se dirigen sus señorías? —pregunta
al fin.
—Vamos al sur, a las escuelas.
—¿Estudiantes?

71
—Tenemos una recomendación para estudiar
ingeniería —y el guía entrega otro papel. Debe ser
importante, o muy sobrecogedor.
—¡Ey, por todos los dioses…! ¿Estudiantes de
Las Terrazas de Veutunie!
—Eso dice ahí —dice el guía. Liam, asimismo,
ha captado el tono. No hay que dejarse amedrentar.
Sabe que pueden negociar con las bestias, incluso
intentar desmoronarles la autoridad. —Es un permiso
a prueba de intrusos.
—¿Lo dice porque podría negarles el paso…?
No está en mis funciones interferir en la ciencia —y
Bokeexool señala la bombilla, a sus espaldas, con un
gesto de su pluma, con la que ya anota los nombres de
los nuevos peregrinos. Luego pone el sello a sus
papeles. —Les envidio, señorías… Fui primero de mi
promoción en la academia de ciencias, pero ciertas
diferencias raciales que los humanos no llegan a
diferenciar en nosotros, aunque sí comprender
profundamente en sus retorcidas mentes, me han
destinado a este cuchitril.
…Curioso, que un ser abominable hable de
cuchitriles.
—No parecéis un ser horrible —dice Liam. El
guía le ha ido describiendo el talante de los
invasores… Quizá le ha hablado demasiado, pero lo
que sí es seguro es que Liam no tiene una diplomacia
tan hipócrita como la de muchos gobernantes;
siempre dice la verdad, aunque le acarree problemas.

72
Bokeexool deja la pluma en la mesa, y pone los
codos en ella, casi cruzándose de brazos; curioso… le
dan conversación. Nada más y nada menos, que unos
extraños quieren hablar de él; eso es una novedad,
pues está más acostumbrado a sólo escuchar quejas y
lamentos de los lugareños.
—Recibí clases profundas sobre humanización
y protocolo, aparte de recuento y producción; ya os podéis
imaginar, agropecuaria moderna. Aparte comprendo a
los seres humanos. Los analizo, incluso. Estoy
haciendo un estudio sociológico que presentaré a mis
superiores. No todos los que hemos venido a estas
tierras somos bárbaros. Es decir, un ser horrible,
como me ha calificado.
—Mis disculpas —dice Liam. Es un poco una
burla, y un poco en serio.
Se recogen, montan… van a irse… y el alguacil
se lo piensa dos veces:
—Esperad, señorías —dice. —No partáis aún.
Quizá sea peligroso.
—Hemos parado en el pueblo para
registrarnos, para no parecer proscritos —explica el
guía. —Pensábamos que así evitaríamos cualquier
peligro.
—De ser apresados sí, desde luego, pero no de
ser asaltados por los rebeldes y otro tipo de gentuza.
Vagar estos bosques puede llegar a ser muy peligroso,
especialmente si siguen la ruta sur; hemos tenido
muchos altercados allí.

73
El guía mira alrededor, a lo lejos. Por encima de
los tejados sólo se ven árboles, y más árboles.
—¿Sugiere un rodeo?
—Sugiero que pernocten en el pueblo dos días;
en breve llegará una patrulla y podrán contar con su
protección camino al sur, al menos hasta que
abandonen la comarca. Es lo menor que puedo hacer
por la ciencia… es decir, por dos futuros ingenieros.
El guía mira a Liam. Éste no es quien para
opinar. A su entender, el mundo que conoce no es
real. No puede tomar ese tipo de decisiones.
—Yo mismo proveeré los alojamientos —
insiste el alguacil.
Vaya… se suponía que eran bestias. Tanta
cortesía deja a los peregrinos en jaque.
—Bien, pernoctaremos.
—Estupendo… “Invita la casa”. Es decir, el
valiente ejército de los Zort corre a cargo de los
gastos. Bienvenidos a Roviw.

* * *

El caballero desconfía. Ayer creyó oír una voz


que lo indagaba… Hoy, de alguna manera sospecha
que esa misma voz se anda entre la comitiva.
¿Quién es…? Son soldados de fortuna, el guía,
su entregado capitán… y las monturas.

74
No… no puede ser… ¿O sí?
Lleva una hora intentando comprender qué
clase de humanidad tienen éstas. Es decir, de alguna
forma cree haber visto una mirada humana en uno de
los corceles. Ha girado la cabeza, su hocico, y le ha
echado una mirada al caballero. Una mirada suspicaz,
incapaz de contenerse en un animal.
¿Cuál…?
Está desencajado. Ahora mismo no es capaz de
identificar cuál es.
—He aquí el lugar… —dice Melac, el cabecilla
de los mercenarios. Se ha tomado la molestia de
aminorar la marcha para señalar al caballero su
destino. El Santuario de Sthela, debidamente
profanado no sólo por el tiempo, sino por la guerra.
Incluso por el pillaje. —Tuvo mejores momentos,
claro está —explica el soldado de fortuna.
Los tuvo, por supuesto. Ahora parecen ruinas,
sin sus tejados de cobre, sustraídos por el pillaje y
suplantados por el intenso palmeral. Las columnatas
se disparan al cielo, pero no llegan a ninguna parte; ya
no soportan los pórticos. Algunos muros de
contención han cedido… ¿o los han debilitado al
robarles las piedras?
“Malditos mogoles”, critica algún mercenario.
Sí, los mogoles habitan al otro lado del lago. En
tiempos pasados saqueaban el santuario y la ciudadela
que lo rodea para llevarse su fabulosa piedra, con la
que han levantado templos en la otra ribera, tan a lo

75
lejos que no son visibles. De hecho, el lago parece un
mar… y, para robar a través de él, los mogoles al
menos tuvieron la gentileza de, con la misma piedra
que iban robando, al menos construir un muelle para
sus navíos.
Luego llegó hasta allí la guerra. Hay
quemazones de cañonazos en la piedra blanca. Incluso
abundante ceniza adonde ardieron los patios y los
cobertizos, tiempo ha. Hoy, el bullicio de un lugar
sagrado, cuyo el culto a los dioses que encierra sus
templos se ha extinguido, se sustituye por los
vozarrones de perro de los orcos, nuevos custodios y
administradores del tráfico marítimo.
Nuevamente, hay más apuntes. Hay una
extraña correlación, algo inesperada para con bestias
del infierno, entre su afán de conquista y cierta
ansiedad por contabilizarlo todo. A duras penas
anotan las mercancías, que van y vienen por la costa
precisamente del Reino Mogol y otras regiones más
distantes camino a los pueblos de Medirth y al interior
de Los Reinos. Paradójicamente, un comercio
clandestino entre reinos que no se soportan, aunque
conlleven un trato de vecindad sin enfrentamientos.
Unos comerciantes sin escrúpulos hacen dinero… los
legionarios de Medirth cobran los tributos a las
mercancías… otras huestes harán lo propio en la otra
ribera del lago… y, sin embargo, allá en el destino
final del periplo del caballero, en la ciudad estado de
Ataane, unos y otros contratan mercenarios para
llevar a cabo una guerra tan “secreta” e hipócrita
como lo son sus relaciones comerciales.

76
Capítulo séptimo

“Seréis distinguidos invitados a la ejecución


de mañana, señorías”.
Así viene Bokeexool, tocando a la puerta de
la habitación, en la posada. No se le espera. Liam y
su guía no esperaban tener un parásito en su
presuntamente corta pero, visto lo visto, obligada
estancia en el pueblo de Roviw.
Viene sonriente. Servicial, con las manos
cogidas y un poco reverente… o es acaso cierta
corcova endémica en las bestias que se dan al
estudio.
—¿Necesitan algo, sus señorías? —insiste.
—No, está todo perfecto.
Y es obvio que el intruso tiene interés por
saber del equipaje de los forasteros. Olisquea,
quizá llevado por un instinto natural que los orcos
y otras alimañas salvajes emplean buscando bayas
o carroña, lo dulce o lo podrido, en mitad de los
bosques.
—Puedo facilitarles hierbas o bebida
afrodisíaca, cuanto deseen —se ofrece.
—Se la pediremos, si nos urge.

77
—Bien, bien… Muy bien… —y parece que
no quiere irse. Se ajusta las gafas, como un
entendido; ahora pone las manos atrás.
—¿Ha dicho una ejecución? —pregunta, no
obstante, Liam. Arregla sus botas, poniéndoles
unos cordeles nuevos porque la helada los ha
corrompido.
—Sí, mañana. Temprano… Sería para mí un
privilegio, como prefecto de esta comarca, que sus
señorías se dignaran a ser mis invitados de honor
en la ceremonia.
—¿Una ceremonia para ejecutar presos? —
pregunta el guía.
—Sí, presos… No hemos podido calmar los
ánimos belicosos de los humanos aunque hemos
puesto de nuestra parte todo y cuanto más hemos
podido. Y solemos darles una muerte digna, desde
luego. No somos unos salvajes. Queremos
imponer el orden, claro está, pero es evidente que
debemos tratar el ajusticiamiento de humanos con
mucha delicadeza.
—¿Van a ejecutar personas?
—Es mala imagen, pero no tenemos más
remedio. Quisiéramos una convivencia pacífica,
pero no siempre eso es posible.
—Este pueblo es pequeño… —sopesa
Liam. —No parece que dé lugar a muchos

78
delincuentes. Incluso el bosque tiene un aura
serena… No es una vía de comercio… No le veo
el sentido a los asaltantes.
—Yo tampoco, la verdad —y, poco a poco,
el alguacil, que termina siendo más de lo que
parece y ostenta todos los poderes posibles en el
pueblo, ya se ha introducido del todo en la
habitación; con curiosidad coge una flauta, del
explorador. —Me he entrevistado cientos de veces
con la asamblea popular, pero no he conseguido
que calmen a los disidentes. ¿Es suya, Señoría? —
pregunta, sobre la flauta, al guía.
—No —dice éste. —Es de Su Señoría —
aclara éste, sobre Liam.
—Es mía, Señor —dice Liam.
—¿Tocáis la flauta?
—No la tendría si no fuera así.
—Por supuesto… —y la entrega. —Tocad,
por favor.
—¿Que toque? —Liam mira al guía. Éste
frunce el ceño. No entiende.
—Tocad, por favor. Es un anhelo que
tengo; hace mucho que no escucho la música de
un solitario y melancólico flautista.
Liam duda. Tampoco estaría bien negarse.
Por eso deja las botas, coge la flauta… y toca.
Toca algo sereno, como se espera. Una delicia.
79
Entretanto, el demonio ladea la cabeza para que el
sonido le llegue directamente a sus oídos, a sus
orejas en punta, las cuales parecen estar usando
todas sus dotes porque hasta tienen movimiento
propio.
El sonido es suave. No hay altibajos. Son
unas notas dulces, que adormecen o despiertan los
sentimientos, según cada cual.
—Precioso —dice el demonio, cuando Liam
da por terminado su pequeña exposición. —Sois
un gran romántico —y casi “aplaude”, chocando
las puntas de los dedos.
“Llevo esta melodía grabada a fuego en la
mente”, diría luego Liam, cuando el intruso tuvo
que irse. El guía le aproximaría entonces que todo
debe tener un sentido, que no desperdicie nada de
cuanto vaya recordando. “No… no es un
recuerdo. Es parte de mi, como el latido de mi
corazón”.
—Genial… Sencillamente, genial —dice el
demonio, otra vez. —He ordenado que les
preparen una cena especial; la cocinera hace un
queso frito delicioso.
—…No imaginé que trataran tan bien a los
extraños por estos lares, Señor —dice el guía.
—Diplomacia… mucha diplomacia.
Queremos cambiar la perspectiva bárbara que los
humanos tienen de nosotros, nada más.
80
* * *

“No subáis a ese barco”.


Otra vez la maldita voz. El caballero cree
oírla a su vera, justo cuando lo único que tiene a
su alrededor son las monturas del grupo, bajo la
sombra de una arboleda vigilada a poca distancia
por un centinela; coge de sus alforjas su bolsa de
aseo, adonde los paños, el lino, el jabón y las
piedras… Aparentemente esta solo, aunque le
hablen, y el centinela está claro que no ha abierto
la boca.
“Creo estar volviéndome loco”, le comenta
al capitán, de vuelta. Éste no sabe qué responder.
No está entre sus conocimientos poder debatir
sobre asuntos que tengan como trasfondo algo
mágico, como lo es que Su Señoría pueda o no ir
recuperando la memoria cuando ésta se ha
volatilizado por un conjuro.
“Serán signos de recuperación, Mi Señor”
ha sido la respuesta, demasiado alentadora.
“No, no lo creo… Quizá todo lo contrario”.
Y lo dejan estar.
Se acopian en el Santuario de Sthela los
oportunistas. Una gran inmigración de otras
tierras, buscando fortuna adonde el frente, aunque
81
se suponga que éste es imaginario. Hay obreros,
que acuden a la frontera para construir las cientos
de fortificaciones que permiten los nuevos
tratados de paz. Curiosamente, los nuevos tratados
de paz, que solapan una guerra confusa y
conspiradora. Otros muchos son herreros, prestos
a acumular riquezas fabricando armas para los
soldados de fortuna; hay cierta tendencia a fundir
las que se arrebatan a las milicias del bando
contrario y fabricar otras nuevas que nadie
reconozca. Así no hay muchos más conflictos de
los que debiera.
…Peregrinan muchas prostitutas, en sus
torpes y abarrotados carromatos, que a cada alto o
propuesta sirven de prostíbulos rodantes. Las
cocineras mueven un suculento negocio de
comidas, donde intervienen desde los que se
dedican a recolectar setas o raíces, hasta los que
captan clientes entre los peregrinos. Hay doctores
y sus atrezos de campaña, e ingenieros dispuestos
a levantar molinos y granjas modernas afín de
hacer mucho dinero; detrás van los panaderos, los
artesanos, los recolectores y los carpinteros. Una
guerra mueve a mucha gente, aunque la discordia
no esté abiertamente declarada ni firmada en
ningún papel.
—¿Adónde va toda esta gente? —pregunta
el caballero, a la orilla del lago. Se asean los
hombres los bigotes, los dientes, las barbas…

82
incluso se lavan los pies, o sus parte íntimas; es el
aseo del mediodía, cuando hace más calor y la
gente empieza a apestar.
—Van a hacer dinero, como nosotros —
señala Melac. Hay que apartarse del muelle, que
está abarrotado. Un bullicio, aún en las horas de
calma. Va y viene todo el mundo, y se levanta
alrededor del tumulto una especie de mercado de
oportunistas. No faltan los predicadores, y los
mendigos que suelen seguir a las multitudes.
Otros, le lavan los pies o les asean las uñas a los
ogros, que a cambio de alguna servidumbre, como
mover fácilmente algunos bártulos que para los
humanos supondrían horas de arduo trabajo, se
divierten de las cosquillas de la contrapartida, pues
el aseo a ellos nos les preocupa lo más mínimo.
Esperan en el muelle… pero, curiosamente,
no hay barcos.
—¿Toda esta gente va a embarcar? —
pregunta ahora el caballero.
—No habrá barcos para todos —resopla
Melac. —Algunas de las gentes que veis, señorías,
llevan aquí muchas jornadas. Puede que los haya
que lleven incluso años. Una permanencia
demasiado larga en un punto sin retorno como
éste y no tendrás dinero ni para avanzar, ni para
volver. Entonces tendrás que hacer vida en este
lugar; por eso, como veis, sobre la ladera se están

83
construyendo casas —y las señala. Son barracas,
apenas con lo justo y necesario. —Hay quien gana
dinero en invierno alquilándolas a los peregrinos,
en masa… pero, según me han contado, el año
pasado los medirthos bajaron de las montañas en
una embestida de caballería y las prendieron fuego.
Lo arrasaron todo. Los medirthos no quieren que
se haga un asentamiento cosmopolita en este
lugar. Somos una plaga —se sonríe. —No somos
bien recibidos, pero hay un tratado de libre
circulación por el lago y tienen que transigir.
—No entiendo nada.
—¿De política? Sí, es muy complicado —
reconoce Melac. —Nosotros, como meros
rumiantes de a pie, debemos contentarnos con
acatar qué es lo que promueven las altas esferas,
señorías —y ahora enseña orgulloso un
documento que guarda en un doble fondo de su
pechera de cuero. —Tengo un permiso de
embarque de cincuenta hombres, señorías —
explica, al caballero, al guía y al capitán; se les
ofrece: —Tenéis cabida en él si queréis embarcar
en un navío de primera clase; me faltan diez
hombres.
El caballero mira al guía. Éste parece tener
el voto absoluto de las decisiones. No por rango,
sino que, después de todo, parece el único cuerdo

84
o legítimo en un mundo revolucionado por la
posguerra.
—Podemos hacer uso de él, desde luego —
accede. —Su Señoría es muy gentil.
—Eso no significa ninguna contrapartida,
desde luego —se explica el mercenario, en un
mundo de trueques y pactos. Guarda su
documento, y vuelve a sonreír; sus dientes falsos
parece que delatan ciertas intenciones ocultas.
—No sé, capitán —dice el caballero. Es a
solas, cuando el aseo termina y buscan un lugar
medianamente cómodo adonde reposar. —Subir a
ese barco… A cualquier barco…
—Habéis oído que en breve llegaran los
navíos, Mi Señor —redunda el capitán, sobre las
explicaciones de Melac. —El tratado permite tres
navíos por luna. Tenemos que llegar a Ataane,
como explicó la señora. No hay otro camino; por
tierra es imposible.
—No, por tierra es imposible… Pero… —y
el caballero suspira. De forma absurda, vuelve a
mirar a los corceles. Desde allá, uno en particular
parece devolverle la mierda… ¿o es una impresión
suya? —Algo me dice que no deberíamos subir a
ningún barco.

* * *

85
El comedor es una experiencia muy
agradable. Liam, acostumbrado a pernoctar en el
bosque, a dormir sobre la hojarasca en una cueva,
pese a su sentimiento por la natura debe reconocer
que la calidez de la posada supone todo un lujo.
Hay un olor maravilloso que se aviene de la
cocina. Es el asado en leña, y el pan harinoso tiene
tropezones en forma de enormes semillas locales.
Hay salsas, y el postre son manzanas en caramelo
de miel; cortesía del alguacil, según explica el
posadero.
¿Por qué? ¿Por qué tanta gentileza?
Es una experiencia extraña, porque
revolotean las mariposas dentro de la posada. Las
gentes no suelen hacer caso a eso, pero Liam
siente que la madera del edificio está en perfecta
sintonía con el bosque, aunque haya sido tallada, y
que las mariposas acuden a ella para libar su
néctar. Y, es cierto, la madera aún “sangra” una
savia agridulce de tono cobrizo; eso no tiene
explicación, a no ser que la magia esté de por
medio.
—Señorías, un momento de atención, por
favor —dice el posadero. Es un tipo gordo, con
un delantal que mantiene milagrosamente
inmaculado. —Tenemos entre nosotros esta

86
noche ni más ni menos que a un linfo… Un
forastero de tierras muy, muy lejanas y misteriosas.
Liam no comprende nada. El posadero lo
presenta. Se refiere a él… ¿Un linfo…? ¿Qué
diablos es un linfo?
El guía asiente. Nunca ha visto uno, pero se
lo imaginaba. El posadero tampoco ha visto nunca
uno, pero, entre “bambalinas”, en la sombra, Liam
entrevé la figura del alguacil, observando desde
algún lugar que no logra entrever. Hay lugareños
locales, y asimismo algunos pocos orcos. Todos en
mesas separadas, pero ya casi habituados a
convivir. Que haya cierto espectáculo para todos,
o que se sugiera cierta actuación que compartir, no
desaira, pero contradice el ambiente con miradas
de desconfianza. ¿Qué más va a allegarse al pueblo
con la llegada de los invasores?
—¿Podríais tocar algo, por favor? —
pregunta ahora el posadero, en voz baja y humilde;
se supone que está todo preparado, que no tiene
que rogar.
—¿Que toque algo?
—Una de sus maravillosas melodías, por
favor. Sería para nosotros un honor escuchar la
música milagrosa de una delicada lirum…
¿Una lirum…? ¿Qué es una lirum?

87
Liam sólo debe deducirlo. Su flauta. No es
una flauta común. Es una lirum, una pieza maestra
de origen élfico.
…Siempre la dio por una flauta común.
—Toque algo, Señoría. Se lo ruego —insiste
el posadero.
Al fondo, Bokeexool toma asiento. Va con
ropas elegantes, aunque su cara de monstruo no
tiene remedio. Otros, orcos en este caso, van con
él. Son oficiales del ejército. Llevan uniformes
limpios, y hay algunos soldados orcos más en la
cantina, empezando a tomar cerveza caliente.
Bokeexool asiente, con un saludo.
Liam suspira.
“Vale, tocaré algo… pero luego tendrán que
explicarme qué es un linfo”.

* * *

Vienen los barcos. Las gentes lo celebran.


Parecen fantasmas. Buques fantasmas.
Empero, al cabo alguien toma forma a proa.
Saluda, y el gentío devuelve la cortesía con su
fervor.
“Estúpidos… creen que van a hacer
fortuna”.

88
No… no es la voz. Es la conciencia del
caballero. Por un momento la ha confundido con
el tormento que lo persigue desde hace días.
—Tres días de navegación, señorías —dice
Melac, organizando a los suyos. —Nada de peleas
o hurtos… —y recogen los bártulos, organizan
sus armas, estriban sus animales… Muchos
recogen a toda prisa, a pesar de que el proceso de
embarque es lento y farragoso. Habrá peleas y
discusiones, y muchas reclamaciones, en las mesas
de acogida, adonde el mucho papeleo se convierte
en falsas esperanzas.
…Hay quienes han pagado de sus ahorros
por un pasaje… Habrá sangre, seguro. Habrá
quien se bata en duelo, o quienes serán reducidos
allí mismo; por eso siempre hay un ogro a la salida
del acampamento, más allá del santuario, y otro
cerca del muelle, que, para no pisotear a la gente,
aguardará con el agua hasta las rodillas.
—¡Medirthos! —señala alguien.
Sí, siempre están ahí. Es una cuadrilla de
doce jinetes a las órdenes de un oficial. Sus capas
rojas los delatan. Su orden… Sus corazas brillan
con buen lustre, aunque estén destacados en el
bosque y al medio rural.
No intervendrán. Supervisan que no haya
nada extraño. Harán un recuento informal de las
mercancías, pasando por alto muchas infracciones;

89
cobrarán tributos legales y no legales, y todos en
paz.
“No subas a ese barco…”
La voz. De nuevo, la voz. El caballero cree
estar volviéndose loco. Hacen cola, los soldados
de fortuna, que embarcarán en el tercer navío.
“¡No subas!”
—¡Por todo los dioses! —salta el caballero.
Es una voz altisonante que coge por sorpresa a la
muchedumbre. Hay un fuerte bullicio, mientras las
gentes discuten e incluso sobornan, a veces sin
éxito, a los oficiales de embarque… pero Belood
de Izvart pinta como un caballero… y un
caballero no suele perder los papeles.
—¿Ocurre algo, Mi Señor? —pregunta el
capitán.
—No, nada…
—¿Todo bien, Señoría? —pregunta ahora
Melac. Haces sus gestiones en las mesas; no puede
estar perdiendo el tiempo es histéricos. —¿Tenéis
algún tipo de horror a las aguas?
—No, ninguno… creo… —duda el
caballero. Y, al contestar por sí mismo, se refiere a
quién es, que es algo que la mayoría de las
personas tienen más que asumido… pero que, a él,
le va sorprendiendo poco a poco. Su ser, que se le
desvela misterioso, y aún más confuso que la

90
realidad. —¿No oís una voz? —pregunta, como
un delirio de quien ha estado mucho tiempo bajo
el sol.
—Será el tumulto, Mi Señor —dice el
capitán.
—Yo no permitiría que me llamasen viejo
de esa manera, Señoría —dice alguien. No es
nadie en especial. Otros ríen… Son gentuza… En
las huestes, como en la cola y cada cual en sus
oficios, no son sino gentuza.
—A bordo no se está mejor que aquí —dice
otro. —Habrá que acostumbrase.
—No pienso dormir a tu lado.
—Vigilad vuestros macutos, señorías…
Nadie conoce a nadie en alta mar.
“Basta”, piensa el caballero, para sí.
—No puedo —dice. El capitán no entiende.
—¿Qué no puede, Señor? —duda el capitán.
Y no se explica. La voz… otra vez la voz.
No ha sido él quién ha pensado esa palabra. Ha
sido la voz.
—Podríamos aguardar afuera de este
tumulto unos momentos, si cree encontrarse
indispuestos, Señoría —sugiere el guía. Algunos
mentecatos de alrededor esperan la respuesta del
caballero con interés.

91
Belood de Izvart no responde. Mira al
frente… Están embarcando a las monturas de los
soldados de fortuna. Los corceles irán en las
bodegas, con atención de unos mozos expertos en
caballerizas de alta mar. Empero, algo no va
bien… Ese maldito animal… ese caballo le
devuelve la mirada. Mira hacia atrás, mejor dicho,
con ojos descaradamente humanos. Es decir, una
mirada humana.
“Sácame de aquí, anda”.
Ésa es la sugerencia. La voz brota de nuevo,
pero ahora parece que pide auxilio.
¿Sacarte de aquí?
“Sí, sácame de aquí. No permitas que me
embarquen. Tampoco lo hagas tú”.
Es una locura. Es un error… Eso cree, el
caballero, pero se zafa de las atenciones, sacando
un genio que desconocía le durmiera dentro, y se
abre paso entre el tumulto; algunos caen al agua,
para con las estúpidas risas en general.
¡Mi señor! Es el grito del capitán. Otros se
quejan a los dioses, a la mala fortuna… o
maldicen. Lo cierto es que Belood de Izvart
avanza decidido y agarra con fuerza aquellas
malditas riendas, las del maldito caballo que lo está
volviendo loco. Entonces lo mira, fijamente.
…No pasa nada. Es un corcel, y punto.

92
—Es un animal extraño, Señor —dice un
chico. El caballero agacha la cabeza y lo mira. Es
un mozo de cuadras. Es uno de los escuderos de
los soldados de fortuna; ni siquiera se había
percatado de que existieran hasta ahora este tipo
de subordinados incluso entre la escoria a sueldo.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de especial? —duda
el caballero, mirando a la bestia.
—No podría decirle, Señor… Es su mirada.
Es su forma de estar… Es… “diferente”.
El caballero suspira. No sabe por qué, pero
el maldito corcel lo llama a la rebeldía. Ya está
sujeto al resto de los animales por medio de unas
cuerdas, pero nada de lo que una espada no pueda
dar cuenta…
Duda… Le da vueltas al asunto, pero no le
encuentra motivos…
“¡Libérame, ahora!”
No… sería contraproducente…
“¡Ya!”
Y, cuando el caballero desenvaina su espada,
los gritos desencadenan una estampida entre las
gentes; muchos caen al agua, animando más risas.
Otro tumulto arrolla una de las mesas, y ésta
asimismo cae al agua.

93
—¡Un ladrón! ¡Un ladrón! —grita el mozo.
Parecía servil, pero, claro, sólo sirve a quienes le
pagan.
—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! —empieza a gritar
la gentuza.
Pues sí, es un ladrón. El caballero sube a
lomos de la bestia, y no hace falta que tire de las
riendas para que ésta empiece un frenético galope
por el muelle. Las gentes aplauden, otros grupos
humanos o psedohumanos chillan, y hay quienes
quieren tomarse la justicia por su mano y
anteponen sus cuerpos a la bestia… o acaso creen
que se trata de un animal desquiciado al que hay
que dominar; un accidente con bestias de carga,
nada más.
—¡Espero que tengas un plan, amigo! —
dice el caballero. Le habla al corcel, mientras éste
se abre paso más allá del muelle y ahora en el
santuario, entre mercancías, entre los cuerpos de
los que ya no se hacinan pero se esconden o
corren, e incluso pasa cerca de los medirthos, que
suponen el estropicio y el revuelo como parte
irrenunciable de la gentuza.
…No hay plan. Hay un ogro apostado a las
afueras del santuario. Bosteza, de aburrimiento,
hasta que ve cómo se las juega el corcel y su
caballero. Sonríe, se esconde tras una tapia… y,
como puede, por lo grande que es, les lanza un

94
puño sin apuntar demasiado, sino al bulto. Con
delicadeza, sin ganas de matar… y ese puño es
suficiente como para que el corcel y el caballero
terminen por los suelos.

95
Capítulo octavo

Amanece… Hoy, según el revuelo, es el


“gran día”. Un día diferente. Eso parece, porque la
gente se va acumulando en la plaza del pueblo.
Liam se asoma a la ventana de la habitación;
hay eso mismo, cierto peregrinaje hacia la plaza.
Hay gente preocupada, con paso comedido y hasta
con miedo… como soldados orcos
bravuconeando. Son las dos caras de la misma
moneda, del día de la ejecución.
Hay dos soldados orcos que se detienen
junto a la posada. Su presencia sólo quiere decir
que el alguacil espera que sus huéspedes de honor
participen en el brutal espectáculo de la ejecución.
La presencia no es sólo supone esa cortesía… sino
hasta cierta presión, por si hay un desaire.
—No creo que pueda presenciar la muerte
de alguien a sangre fría —dice Liam.
—Sobretodo teniendo en cuenta que
seguramente los ejecutados no son ladrones,
Señoría. Juraría que sólo son combatientes a esta
farsa.
—Apostaría lo mismo. Quizá podríamos
escapar por “la puerta de atrás”, por decirlo de
alguna manera.

96
El guía deja de afilar su cuchillo; matan el
tiempo, mientras llega esa fatídica hora.
—…Podrían convertirnos en esos mismos
reos, Señoría.
Sí, no es buena idea. La cordialidad de los
orcos podría desaparecer.
Velan por la muchedumbre. Eso hacen los
soldados orcos. Algunos incluso se atreven a
acariciar a los niños, o a regalarles una manzana.
Como respuesta, los críos van acostumbrándose a
las caras de monstruos del armario de las bestias,
quizá justamente lo que desean los invasores. Sin
embargo, esa aparente preocupación por el pueblo
humano podría esfumarse en instantes si uno de
éstos conspirase contra esos planes. Huir, hacer un
feo, correr como renegados, podría ser esa misma
afrenta. Entonces, la mala fama de los orcos
cobraría forma.
—Iremos —dice Liam, resoplando.
—Anoche los conquistó con su música,
Señoría. Otra vez. Eso nos da su voto de
confianza, pero no debemos irnos sin una
despedida.
Liam mira al guía. Éste hace un gesto de
incomprensión; les gusta el sonido de la lirum. De
hecho, parece que saben mucho de las lirum, y de
los linfos.

97
…Liam no sabía lo que un linfo hasta que el
mismo Bokeexool fue a honrarles a la mesa. Tomó
asiento, con confianza; después de todo, ¿quién
iba a quitarle su autoridad?
—Enamorador… —comenta. Liam se
siente sobrevalorado. Quizá, la palabra oportuna
para describirlo es presionado.
—¿Ofrecería Su Señoría un mecenazgo a
mis dotes? —pregunta entonces Liam.
—Ojalá pudiese, Señoría. Empero, vuestra
vocación es la de ingeniero, ¿no es así?
—Sí, lo es.
El demonio hace círculos con su dedo
índice sobre los nudos de la madera de la mesa. Es
su uña, que casi discrimina los surcos en la misma.
—Curiosa vocación de músico para un
matemático de la física. Incluso su intención de mi
protectorado más allá de estas tierras; ¿desea un
salvoconducto más… eficaz? Quizá Su Señoría
sabe que los papeluchos con los que los
peregrinos recorren estos pueblos perdidos no
tienen validez en las grandes ciudades sometidas
por la gloria de los orcos.
—No es mi intención tal cosa.
—Un linfo… estudioso de ruedas dentadas,
árboles de levas, poleas… No vi que sintiera
curiosidad por nuestro motor, Señoría.

98
Liam no sabe que responder. Debería
inventar algo, pero no le gusta mentir. No es buen
actor.
—Si va a detenernos hágalo ahora.
—¿Con qué cargos? —duda el mismo
alguacil.
—Eso me pregunto. ¿Los necesita?
—No… Nunca los he necesitado.
Intentamos no torturar a la gente. Nos da mala
fama. Quizá Su Señoría confesaría cosas que ni
siquiera sabe. Por ejemplo… ¿quién es?
—Eso está en mis papeles.
—En sus papeles hay una identidad… pero
una que no concuerda con Su Señoría. Un linfo,
intentando alejarse de su mundo natural
estudiando ingeniería...
Liam no puede más. Los jueguecitos no son
lo suyo:
—¿Qué es un linfo?
El demonio mira al guía. Éste lo sabe, pero
claro, sabe lo que todo el mundo; habladurías.
—Son muy raros de ver. Los Reinos no
suelen saber de ese tipo de razas. Son como los
elfos, desconocidos por estas tierras. De hecho, un
linfo es un semielfo con raza propia, habitante
natural de más allá de Tierra de Dragones. Ojos

99
grandes y azules… Vista muy aguda, dicho sea de
paso… Orejas ligeramente puntiagudas, pero
posibles incluso en un ser humano. Por eso os
confundís con los hombres… si bien hay algo
crucial que os diferencia de ellos.
—¿El qué? —inquiere Liam; quiere saberlo
de una maldita vez, saber quién es en realidad.
—Vuestra comunión con lo natural… —y
el demonio abre los brazos. La posada, en efecto,
sigue sangrando savia. Las mariposas siguen
libando…
—¿Está sugiriendo que este fenómeno es
por mi causa?
—No lo sé… La posada suele sangrar, pero
sólo en primavera, cuando el subsuelo enloquece
víctima de los embrujos de la guerra. Supongo que
sus señorías estarán al tanto que la gran guerra
supuso la primera cruzada bélica entre brujos y
hechiceros. Muchos sin experiencia. Por ello,
muchos embrujos terminaron desquiciados,
arraigados a la tierra o a la naturaleza. Hay
estudiosos de esos efectos indeseados.
—¿Y qué tenemos nosotros que ver en eso?
—pregunta el guía.
—Su Señoría, nada —dice al guía. —El
linfo… quizá sea un estimulante del mundo
natural. Lo llevan en el alma. Los elfos son parte
esencial de la esencia salvaje de bosques, mares y
100
desiertos… ¿No habéis oído las fábulas? Los elfos
de los grandes bosques más allá de Meritia…
Elfos que se hermanan con la floresta, que
desaparecen en ella… Van y vienen como el
viento… Elfos que viven bajo el mar… Esto es
más fábula que otra cosa, porque hace siglos que
nadie ve a ninguno.
—Demasiadas leyendas.
—Sí, puede… Quizá algún día estéis
perdido en el desierto y un elfo abra para Su
Señoría un pozo en mitad de la nada; sus bastones
tienen poderes mágicos… como, por
descendencia directa de los elfos, los linfos poseen
artificios igualmente mágicos.
—¿Se refiere a mi flauta?
—¿La lirum? —el demonio deja de
tamborilear con los dedos en la mesa. Se levanta.
—Puede… He leído mucho de la civilización de
Los Reinos. Lo sé todo de este inmenso pueblo…
Quizá demasiado —sopesa ahora, dejando abierta
una puerta hacia el error, una que le haga
reconocer que quizá esté delirando demasiado. —
Como quiera que sea, lo comprobaremos si las
circunstancias son favorables. Disfruten de la
velada, señorías; mañana será un día espectacular.

* * *

101
Belood de Izvart despierta en mitad de la
nada. Eso cree, hasta que la vista empieza a
aclararse y descubre que está a la sombra de un
árbol. La sensación es agradable, pero, apenas
mueve un poco la cabeza, el dolor y el mareo lo
hacen desistir de moverse.
No está atado. Son sus huesos,
completamente adoloridos. No es preso, como era
de suponer tras su comportamiento. Alguien le ha
quitado la coraza, los guantes y hasta las botas,
pero de buena fe. Parece que le han acunado con
mimo, habida cuenta de que su cabeza reposa en
un paño enrollado que hace las veces de
almohada.
—¿Os encontráis bien, Mi Señor? —
pregunta el capitán.
El caballero no responde. Se da por muerto.
Evidentemente, no lo está. Incluso, tampoco está
preso, insiste.
—¿Dónde estoy? —pregunta ahora.
—A salvo, Mi Señor. El mercenario se ha
encargado de todo.
—Maldito caballero —aparece éste. Melac,
completamente enfurecido. Empero, guarda las
distancias. Incluso guarda las formas, como debe

102
ante un caballero. —Señoría, os volvisteis loco.
¿Qué demonios pretendíais?
—Salir de allí. No más —reconoce Belood.
Pide agua, y el capitán se la sirve. —Me iba a
estallar la cabeza.
—Y a mí el pecho, caballero —reconoce
Melac. —Firmé un contrato por Su Señoría. Era, y
soy, responsable de vuestros actos. Entrasteis en
mi grupo…
—Lamento haberos ocasionado perjuicio,
Señoría.
—Y yo os agradezco haberme metido en
semejante lío —es el sarcasmo por respuesta. —
He tenido que pagar por vos. He tenido que
sobornar a la guardia.
—Os lo agradezco mucho. Esto en deuda
con Su Señoría.
—Desde luego que lo está. Por desgracia,
nos han denegado la posibilidad embarcar. Somos
ahora más proscritos que antes.
…Pero no han tenido que huir. Allí está el
santuario, al alcance de la mano. Eso parece,
mientras aguardan tomar alguna decisión cerca del
muelle. ¿Quizá embarcar la próxima luna? Habría
que volver a mover hilos. Pagar de nuevo.
—¿Y vuestros hombres, Señoría? —
pregunta el caballero.

103
—¿Mis soldados? Han embarcado, claro.
Negocié un acuerdo con ellos y con las
autoridades del puerto. Os he librado de un
castigo disciplinario. Da igual que Su Señoría sea o
no de la milicia de este enjambre de locos; le
hubiera correspondido la misma justicia: veinte
latigazos y una multa, todo por alteración del
orden público.
—En fin, eso ya pasó —dice el capitán,
poniéndose en pie. —Su Señoría está en un
proceso delicado del que no puedo dar detalles —
lo defiende. —Es suficiente por hoy, Señoría. Le
agradecemos mucho su lealtad y será
recomendado allá adonde vayamos.
—Esa es una buena pregunta —duda Melac.
—¿Adónde ir? ¿Qué hacer ahora?
—He dicho que es suficiente, soldado —
insiste el capitán.
Melac no lo puede creer. El capitán se le
encara.
—He visto lenguas más pesadas que la suya
colgando de un roble, capitán —lo advierte.
—No he venido al mundo a otra cosa que a
morir, soldado —es la respuesta.
—Basta, por favor —dice el caballero. —
No conduce a nada un enfrentamiento, y menos
por mi comportamiento de locos —y el caballero

104
se reincorpora. —El mío y el del corcel, que salió
disparado sin que apenas yo lo espoleara —se
justifica. Es entonces que, como debe, repara en
él, en el caballo extraño y su voz prodigiosa. —
¿Dónde está? —salta ahora, poniéndose en pie.
No responden. Es la imagen misma de la
montura la respuesta. El corcel está cerca, bajo los
árboles, tendido con rara pose. Melac asimismo ha
negociado por él, así como por otras monturas y
como parte de las compensaciones por sus dotes
de liderazgo desde tierras remotas hasta aquel
puerto. Quizá, asimismo por tratarse del cabecilla
de unos desalmados que no han sabido sacar bien
las cuentas.
—¿Por qué? —duda el caballero, mientras
se encamina al animal. El capitán lo asiste, y Melac
lo sigue, algo malhumorado. —¿Por qué habéis
pagado por nosotros, pero sobretodo por el
animal?
Melac se encoge de hombros. Resopla,
inconforme contra sí mismo en todo lo que ha
hecho, así como satisfecho de sus actos.
—Escuché sus delirios sobre una voz…
Escuché las inquietudes del mozo de cuadras
varias veces… No quise hacer caso. Ciertamente,
sólo hay que mirar a este caballo a los ojos para
saber que no es un animal corriente.

105
No, no lo es. Ahora se tumba como ningún
otro animal. Parece otro tipo de bestia. ¿Un
híbrido, quizá?
Duerme… Incluso ronca. El guía, que lo
asiste, lo ha tanteado; no tiene ningún hueso roto.
—Está sano —redunda, cuando recibe al
caballero asintiendo con la cabeza; aprueba que él
también esté bien, después del manotazo del ogro.
—Lo oí —reconoce el caballero. —No
quería que embarcase. El por qué es todo un
misterio.
—Embarcar… Embarcar es ahora mismo
un sueño muy, muy lejano —bufa Melac,
señalando que, a lo lejos, los tres navíos ya
hinchan sus velas al viento. Adiós a Ataane. Adiós
a hacer fortuna, al menos por el momento.

* * *

La plaza está desierta, pero no es fácil llegar


hasta ella. Es decir, la gente se agolpa en las calles
aledañas, en las bocacalles de la misma plaza…
pero no la pisan. Hay unas vallas de madera
delimitando eso mismo, la plaza y sus tres postes,
adonde han atado a los reos. Los orcos hacen un
amplio círculo alrededor de los que van a
ajusticiarse, y Bokeexool hace una última revista a

106
las circunstancias, a las cadenas de los presos, a
que se les ha alimentado bien la noche anterior…
a que están sanos, aunque debidamente
amordazados para que no empañen la ceremonia
con sus blasfemias.
…Hay desperfectos en la plaza. Liam se
percata de ellos enseguida. Hay tejados rotos en
las casas circundantes, adoquines reventados en el
empedrado del suelo, sangre oscura grabada como
a fuego junto a los postes… Incluso, uno de éstos
es nuevo, de madera recién tallada. ¿Por qué?
¿Qué ha podido quebrar el anterior?
La gente no acude con interés. Está allí por
una proclama impuesta. Las leyes de los orcos, las
nuevas leyes, obligan a los pueblerinos a
presenciar los escarmientos. Liam y el guía lo
deducen sólo viendo las caras de los lugareños,
completamente sometidas a la resignación.
“¡Fuego, mucho fuego…!” dice un crío.
Liam lo observa. Va detrás de sus amigos con una
especie de aguilucho de madera en sus manos,
haciéndolo volar.
Fuego… Los críos huyen… No es un
aguilucho. Es un dragón. Los críos están
entusiasmados con la idea. Incluso con la
ejecución.
Luego, en un balcón privilegiado hay
personalidades dentro de la raza de los orcos,

107
avenidos de pueblos vecinos. Otros gobernantes
orcos, claro está. Incluso un artista orco, que ya
prepara su lienzo para pintar a toda prisa… ¿el
qué, una matanza? ¿Y qué tipo de matanza?
—Señorías —dice Bokeexool, leyendo una
proclama. —Hoy, día dos mil ciento veintinueve
del nuevo orden, a petición de la voluntad del
nuevo pueblo orco/humano que nos reúne
amistosamente en esta plaza, siguiendo los
artículos de las leyes de trato a los criminales de
insubordinación y sabotaje, el magistrado
competente en la materia ha hallado culpables a las
señorías apresadas y expuestas a detalle público en
este emplazamiento. Los reos que responden a los
nombres de Liaram de Huxte, Sabroa de Kalmah y
Labram de Sobrath-Ille, han sido condenados a
muerte después de haber oído sus argumentos,
que, por unanimidad, han sido desestimados y
señalados como faltos a la verdad por el tribunal
para la justicia y el orden. La ejecución se llevará a
cabo a través del método educador y
ejemplarizante descrito en las contratas con la alta
comandancia del cuerpo de combate aéreo. Que
los ajusticiados lleguen a Los Reinos en otras
vidas.
Y asiente. Eso es todo. Mientras hablaba,
unos orcos han puesto a punto un enorme cuerno
situado en otro balcón. Y no es un cuerno natural.
Parece una especie de obra de ingeniería, con

108
abundantes teclas como de piano. Alguien soplará
por él, mientras otro entendido, con lentes,
manipulará las válvulas y teclas para modificar el
sonido del viento a su paso.
—Bajo su voluntad, Señoría —dice el
alguacil, tras situarse bajo el palco de autoridades y
llevar su mano al pecho; dos soldados orcos que lo
han seguido todo el tiempo lo imitan en el gesto.
—Adelante —dice el oficial de más alto
rango, desde arriba.
Hay murmullos. La gente empieza a hablar.
Supuestamente no se puede, es un acto solemne…
pero, no son voces altisonantes. Los orcos las dan
por voces de estupor, propias ante lo que van a
ver, ante una verdadera demostración de fuerza.
Los orcos en su cuerno empiezan su
función. Llevan uniformes distintos a los soldados
habituales. De hecho, llevan los uniformes más
distinguidos del susodicho cuerpo de combate
aéreo.
¿Cuerpo de combate aéreo? ¿De qué diablos
están hablando?
Y suena el cuerno. Su sonido es torpe. No
hay nota… Es sólo ruido de becerro, que sopla
uno de los entendidos. Y, empero atronador, no es
precisamente lo que se espera de una gran
tecnología; es un sonido horrendo, muy mal
concebido. Los orcos que lo manipulan discuten,
109
se arman de nuevo de paciencia y van tensando
algunas válvulas y presionando algunas otras teclas
hasta que un sonido que parece brotar de la nada
surca el espacio uniforme y racional. Es la mera
brisa, que hace un efecto vibrante en el aire a su
paso por el orificio del cuerno. Al fin, el orco
vuelve a soplar. Es un tipo gordo, enorme. Un
orco de gran tamaño. Ha sido elegido por sus
pulmones, más que otra cosa. El sonido del
cuerno pasa a ser atronador. Hay corazones que
quieran reventar por el miedo. Por lo que ha de
venir, como por aquella brutal onda de choque
que parece avenirse de otro mundo.
—¿Qué demonios están haciendo? —duda
Liam.
“No lo sé”, es la respuesta del guía. Liam no
la atiende. Vuelve sonar el cuerno… y le ha
parecido poder diferenciar una de las notas. Notas
aparentemente imposibles, las mismas que nacen
prodigiosamente de su lirum.

110
Capítulo noveno

El tumulto del muelle grita. Muchos se han


dispersado, desilusionados con no haber podido
embarcar. Empero, ahora el interés por las siluetas
en la distancia toman cuerpo de nuevo y las gentes
giran las cabezas. El horizonte toma otra vez todo
su protagonismo. Eso sí, el revuelo no es por la
silueta de los barcos en su partida.
“¡Allí!” fue el primer aviso. Desoído, por
supuesto. ¿Allí…? ¿Qué…? Sólo la distancia, la
inmensidad del lago. Sin embargo, los más
crédulos creen ver algo más que los que apuntan a
que sólo son águilas pescadoras o cualquier otra
ave rapaz.
¿Aves...? ¿De ese tamaño…?
No es fácil saber de tamaños cuando no hay
muchas referencias. La distancia confunde las
cosas. Empero, hay quienes creen ver dragones.
—Caballero… —dice Melac. Tiene la boca
abierta, y mira la distancia con angustia y estupor.
—¿Qué diablos le decía el maldito animal?
—¿La voz? —dice el caballero. Está
tendido, de espaldas al lago. Ahora recupera la
compostura, después de haber despertado del
todo y comprobar que los huesos le duelen más de
lo que pensaba.

111
—Sí, el sortilegio del más allá.
—¿Cómo sabe que era del más allá?
—Porque nadie más podía oírlo… y porque
parece que predijo una fatalidad.
…La que se abalanza sobre los tres navíos.
Precisamente, tres dragones. Eso es lo que
describen las gentes.
Hay quienes corren. Saben que unas bestias
voladoras de esa talla pueden personarse en el
muelle rápidamente. La matanza sería horrible.
Otros, en cambio, no pueden apartar la vista de la
grandeza de unos verdaderos monstruos en el aire,
de unos “lagartos” de esa talla irrumpiendo de
entre las nubes.
Tres… Tres animales excepcionales. Caen
en picado, a una velocidad vertiginosa. Sólo su
gran tamaño, el gigantismo, hace pensar en cierta
ralentización de los acontecimientos… pero, qué
duda cabe, todo sucede muy deprisa. Hay
graznidos de por medio. Graznidos que recorren
toda la inmensidad del lago. De un confín a otro.
Es el grito de guerra de las bestias, su gruñido. En
unos, como de aves de rapiñas. En otros, como de
felino. Después de todo, hay cierto aire felino en
el aspecto del primero de los tres. Delgado, con el
cuerpo anguloso. Sus barbas son prodigiosas, y sus
ojos de rana miran a través de dos rendijas negras.
Su llamarada azul prende rápidamente el primero

112
de los barcos. Un fuego poco intenso, pero con
apetencia acuosa. Sí, parece fuego líquido. Sólo al
contacto con la madera del barco, ésta prende en
fuego rojo, casi como un fuego místico. Los gritos
en el muelle hacen que sea imposible oír los gritos
de horror de las gentes en el barco. En todos ellos.
Ya saben qué es lo que se avecina, y muchos se
tiran al agua.
…Viene el segundo dragón. Éste no emite
sonidos, sino que baja calmoso, como si flotara en
el aire más por la magia que por la naturaleza,
extendiendo sus alas de murciélago. Tiene manos
en las puntas, con garras afiladas que centellean
con la luz del sol. Sus dientes también lo hacen, y,
al abrir sus fauces, una lengua con punta de flecha
señala el objetivo. …Es hermoso, en un color
cobrizo que refulge asimismo bajo el astro rey…
empero, lo que viene es muerte. Sucia e inapelable
muerte, avenida de un animal terriblemente bello.
Escupe, pues, su fuego, que es volátil y termina
levantando un sinfín de ascuas incandescentes.
Explosiona, casi, lo que es su terrible escupitajo.
…El tercero cae ahora sobre su presa, el
último de los barcos. Tampoco emite sonidos. Es
un flautista a lomos del animal, en lo que parece
una especie de silla de montar para dragones, lo
que recorre ahora mismo la terrible escena. Unas
notas preciosas, que hacen de la catástrofe toda
una ironía.

113
Es un dragón gris. Sus escapas hacen juegos
de arco iris según el paso de la luz sobre ellas. Al
caer sobre el mástil, no sólo escupe una llamarada
blanca que se pega al barco como lava caliente;
también parte el palo mayor por la mitad con un
violento coletazo.
…Harán dos pasadas más, arropados en sus
decisiones fatales por la bonita música. Hay notas
que se repiten con cada pasada… para cada cual.
Obedientes, y sumisos al precioso sonido.
…Una locura.

* * *

—¡Allí! —señala alguien.


Primero, el silencio. Luego, el bullicio, el
asombro… y el silencio otra vez.
Hay quienes quieren correr, pero hay
muchos soldados orcos apostados por todo el
pueblo y nadie quiere ser detenido por “traición”,
por no dejarse educar con “el ejemplo”.
Liam no lo puede creer. Algo se aviene por
el cielo. Algo rapaz, elegante… ¡y enorme! No lo
duda. Sabe distinguir la mayoría de las aves de Los
Reinos. Incluso sabe intuirlas en su condición de
aves de presa o no, dependiendo del carácter de
sus cuerpos. La que se aviene, pues, no puede ser
114
sino un demonio devorador, un verdadero
carnívoro.
—¡Mi señor! —señala el guía. Liam tiene
que aferrarle la mano para que calle. No es
momento de hablar. Es momento de estarse
quieto; no montarían el maldito espectáculo de la
ejecución con un dragón si la parte sangrienta de
ese mismo espectáculo estuviera formada por el
público. Deben tenerlo todo bajo control… o
acaso la bestia está debidamente domesticada.
Y nada de eso. No se puede “domesticar” a
un dragón. Liam lo tiene más que entendido. Las
bestias de ese talle tienen un alma demasiado
sangrienta como para dejarse embaucar con
trucos. Eso sí, la bestia ha aprendido que los orcos
habitualmente le sirven alimento. Sin restricciones.
Tres cuerpos humanos son suficientes para
saciarla.
—¡Debemos irnos! —propone el guía.
—No… —dice Liam, seguro de sí. Ve a los
críos… Se maravillan de la bestia. Están
habituándose a verla. —Si los niños no se mueven,
nosotros tampoco.
Y el dragón parece desaparecer. En su
descenso, primero casi toca tierra, más allá de los
tejados de las casas. Luego reaparece, tras una
deceleración en su peculiar trampolín de aire. Es
entonces que su envergadura se muestra en todo

115
su esplendor. Son alas de murciélago, con
ramificaciones que se corresponden con los dedos
de una mano. Terminan en espolones, como
espolones son sus codos, rodillas y talones. De
hecho, el número de garras y espolones lo hacen
terriblemente “espinoso”. También sus escamas,
que son afiladas. Un gesto, de agresividad, y esas
mismas escamas se erizan, dándole un aspecto
áspero, como de erizo. Es su carta de
presentación. Gruñe, y entonces cae en toda la
plaza.
Nadie sabe diferenciar un ejemplar grande,
de uno mediano, pequeño… o de uno enorme.
Simplemente, la gente cree que es un prodigio de
la naturaleza que no tiene igual. Un animal
peligroso, aunque el peligro se vista de una belleza
inusual. Porque sus escamas aperladas son
preciosas, sus ojos de miel son cautivadores y su
lengua viperina, rosada, parece esponjosa y
cariciosa.
Nada que ver con la realidad. La bestia
sobrecoge incluso a los orcos, a los que siempre
les abarca la duda de que ejemplarizar a la
población con su más poderosa arma puede tener
siempre sus más terribles consecuencias, las de
que su armamento se vuelva en su contra, como
cuando un cañón de artillería detona en plena cara
de los artilleros.

116
Ruge, y luego escupe al cielo graznidos de
ave. El sonido es aterrador, y su nota aguda hace
que un pitido quede arraigado en los oídos.
Y come… Devora… Sus mordiscos son
tremendos. Come a los reos, que a duras penas
pueden entender qué pasa hasta que ya es
demasiado tarde, hasta que sus vidas se
desvanecen… y lo que queda son sus cuerpos
vapuleados por el cazador más efectivo del
mundo, hoy convertido en “carroñero”.

* * *

“¿Por qué no tenemos sentimientos,


Señora?”
La bruja mira a Dehoán bajo una
sustanciosa picaresca.
—¿Quizá porque sois unos auténticos
desconocidos? —dice.
Dehoán no asiente, pero sabe que la verdad
puede estar cerca de esa respuesta. El caballero
siguió su camino, el explorador también…
Ninguno exigió nada a cambio. No esperaron
ninguna frase, ningún adiós. Ningún argumento…
Cada cual abrazó su destino, pero nadie se
pregunto qué sería del prójimo.

117
—No los siento —dice Dehoán, haciendo
oídos al silencio de su corazón.
—Sus señorías eran voluntaros, no íntimos
de Su Alteza. Es normal que no haya ningún
recuerdo, ningún anhelo.
Andan sobre los corceles, lentamente. Lo
que se extiende es una sucesión misteriosa de
colinas que no parecen terminar nunca. Hay cierto
serpenteo lógico siguiendo el curso del río, que es
manso y refulge con la luz del sol como si
estuviera habitado por pececillos de cristal.
…Hay estacas en la distancia. ¿Otro campo
de batalla, o algo peor? Y no hay ni que preguntar
por ellas. En esas estacas se reprimieron a los
prisioneros de guerra, los que eran ajusticiados
sólo por combatir bajo la bandera equivocada.
…Aún hay banderolas roídas agitadas por el
viento. Allí hubo mucho odio, mucho horror.
…Hoy no hay nadie, como si las gentes se
reuniesen en un lugar que no interesa a nadie para
pelear, morir, y luego de vuelta a casa, como si
nunca hubiera pasado nada.
—No sé mi verdadero nombre, Señora —
dice Dehoán. Lleva días dándole vueltas a todo y,
aunque la bruja le ha venido a la cabeza muchas
veces como un enigma que quisiera desvelar, todas
las dudas sobre sí mismo han sido todavía más
inquietantes que cualquier otra cosa. Eso sí, si no

118
ha preguntado sobre sí mismo, acaso es por
miedo, mucho miedo.
—Su nombre no es necesario en todo esto,
Alteza —dice la mujer. No ha vuelto a tomar su
forma más hermosa. Se reserva, o acaso todo
puede ser una ilusión, como las vidas pasadas de
los que se avinieron del norte. —Si su alteza
cayese ahora en malas manos, sus pobres
convicciones sobre ser o no el heredero al Imperio
no se las creería nadie. Es mejor que no sepa aún
quién fue, por si le interrogan.
—¿Quiere decir eso que no sois capaz de
garantizar mi seguridad, Señora?
—Tenemos lo que tenemos —suspira la
bruja. —No hemos convencido a nadie. No
tenemos prácticamente el apoyo de ninguna casa.
Vamos casi a ciegas… Sólo deciros que los tres
sois unos argumentos más que poderosos para dar
la vuelta a la situación… pero claro, sólo en el
caso en que logremos recuperaros del todo. Ahora
mismo, confusos y perdidos, no valéis mucho.
Se aviene el guía, en avanzada. Viene a dar
las nuevas; nada de qué preocuparse, porque en
muchas leguas no hay un alma.
—¿De qué nos escondemos, Señora?
—Batidas de caza de proscritos —explica la
bruja. —Quieren tenerlo todo bajo control.

119
—Los orcos… —redunda Dehoán. La bruja
ya le ha hablado de ellos. Los orcos… aunque las
hordas invasoras no sólo son esa mediocre raza.
Sus tácticas militares dejan mucho que desear. Son
desorganizados, refunfuñadores, poco intuitivos…
La bruja recuerda las muchas veces que las
grandes formaciones de orcos han retrocedido en
estampida movidos por el pánico, todo y a pesar
de ser una formación mucho más numerosa que
aquéllas que los somete con movimientos más
inteligentes.
…Hay algo más. Incluso, a pesar de
disponer de ogros y demonios, hay algo más que
ha marcado la diferencia. Algo que somete a los
pueblos por encima de todo. La bruja parece
callárselo. Dehoán lo ha intuido.
—¡Allí, Señora! —señala un soldado.
La compañía se detiene. Los hombres no
dudan en sacar sus espadas. Algunos bajan de sus
monturas, por error. Es su capitán quien los
reorganiza.
¿Qué es lo que ha visto el infante? No se ve
nada… Dehoán no ve nada, sólo la distancia. Eso
sí, la bruja abre los ojos como platos, y luego los
cierra, irónicamente, intentado ver algo que,
precisamente, no detectan las pupilas naturales.

120
Se aviene una sombra. Bah, sólo es la
sombra de una nube. Dehoán cree que es eso. No
parece otra cosa.
…Lamentablemente, es un día despejado.
No hay nubes. Lo que quiera que sea que se
aviene no es algo natural. Una sombra… que
recorre el suelo rápidamente.
—¡Elfo negro! —grita la milicia. Parece que
lo han reconocido. Aún así, sabiendo de cómo se
las gasta la amenaza, no pueden hacer menos que
blandir sus aceros. Galopan, en círculos y
hostigando con incisivas miradas a la bruja,
pidiendo que tome las riendas de la situación. Ella
sabrá cómo enfrentarse a un ser de ultratumba.
Eso creen, ciegamente.
De repente, uno de los soldados se detiene.
Con la tensión del momento no se ha dado cuenta
antes, pero sangra abundantemente. Eso es lo
peor de luchar contra un elfo negro, que son almas
incomprensibles que habitan el mundo de los
vivos y el mundo de los muertos, que son espíritu
y cuerpo a partes iguales… y que rondan el mundo
antes o después; nadie sabe decirlo a ciencia cierta.
Por eso, aunque la pelea no ha empezado, ya hay
una víctima de sus malas artes. Ya ha herido de
muerte a alguien, aunque aún no lo haya hecho. Es
decir, es un hecho irrenunciable del destino,

121
ocurrirá… sólo que se manifiesta antes de que
ocurra.
—¡Mi Señora, elfo negro! —grita el capitán.
Ya hay una fuerte ventisca que dificulta la
comunicación. Aún gritando, las voces no llegan a
ninguna parte. La sombra ya los ha envuelto, y
entonces el mundo parece distorsionarse.
—¡Mi Señora, el enemigo! —señala Dehoán.
También ha desenvainado, esperando que su
carácter tenga una contrapartida lógica en el
campo de batalla. Ha visto una sombra, una
sombra difusa con rasgos humanos. Y no es un
cuerpo en un punto concreto. Ocurre aquí y allá,
mientras se desvanece y vuelve a existir.
—¡No se separe de mi lado, Alteza! —dice
la bruja. Hasta ahora ha permanecido con los ojos
cerrados, concentrándose tanto como puede; debe
contener y racionalizar el extraño mundo que
rodea a los elfos negros.
…Se oye a la milicia. Ahora sí se la oye. Y
alguien ha entrado en lo que parece un bucle
absurdo del espacio tiempo y su cabeza se ha
volteado. Es decir, lo de dentro para afuera.
…Quizá es el tacto mágico de los elfos negros,
cuya hechicería sólo sirve para hacer daño;
paradójicamente, todo lo contrario que los elfos
“buenos”.

122
—¡Muéstrate, demonio! —lo señala la bruja.
Hace un sortilegio con sus manos. A pie. Su
montura parece que ha reventado…
¿Reventado…? ¿Por qué…? —No respiréis,
Alteza —lo señala la bruja, un instante antes de
que Dehoán también estalle.
¿No respirar? Tampoco tiene sentido.
Dehoán puedo no hacerlo por unos momentos…
pero no podrá contener la respiración por mucho
más tiempo, sobretodo con el corazón en un
puño.
“No respires”, oye una voz, dentro de su
cabeza.
…Las sombras se disipan… y se ven los
cuerpos de los infantes asimismo reventados. El
capitán parece haber implosionado… Los corceles
también.
“¡No respires!”, escucha de nuevo Dehoán,
en su mente. “El entorno de un elfo negro tiene
sus propias reglas”.
Sí, tal cual la de poder vivir en un ciclo
confuso en el que no es necesario el oxígeno.
Suena a delirio, pero es así. La bruja se acerca a un
Dehoán a punto de ceder, de escupir del alma el
profundo deseo de inhalar aire. Empero, la bruja
lo sujeta, le pone la mano en la frente… lo
calma… Dehoán sigue sin respirar, cree que
muere… pero ahora no siente ningún tipo de

123
agobio. Su cuerpo no demanda ningún ciclo
propio del normal espacio tiempo. Están en lo que
muchos llaman un lapsus en la existencia, la que
rodea a los elfos negros.
—¡Sfraverich sak tak! —grita la bruja. Sus
manos se abren prodigiosamente, como si sus
dedos formasen una estrella. Con este gesto, y sus
palabras, pero sobretodo su voluntad, el elfo
negro toma forma. Se le obliga a ello.
Curiosamente, aún no ha llegado a la escena.
Dehoán lo ve a lo lejos… Y no hay garantías de
sobrevivir a él aunque se le derrote. La bruja
transmite a los pensamientos de Dehoán que no
debe dejarse tocar, que puede no herirle… pero
que, como acaso ha habido un soldado que ha
sufrido de su espada en un aparente error en el
tiempo, asimismo cuando todo acabe podría surgir
alguna herida mortal que nunca ha recibido.
—¡No sois bienvenido, bestia! —lo señala la
bruja. No hay voces, pero Dehoán sabe interpretar
los pensamientos. Están en la “línea” propia para
ello, cuando la bruja lo ha “conectado” al mundo
de ultratumba. —¡Os ruego que os vayáis!
—El chico… Es mío… —dice una voz.
Empero, la voz es una interpretación a través de la
misma bruja. Nunca ha ocurrido… pero está ahí.
Dehoán no oye, sólo siente, y ha sentido esas
palabras.

124
—No es para ti, bestia.
—Entonces, no será de nadie.
Y aparece. Toma forma. Y no es un elfo.
Los llaman elfos negros por su aspecto. Son
angelicales, pero con aires de demonio. Bellos,
pero raramente artificiales. Casi como figuras de
porcelana. Sus atuendos negros no son de tela,
sino de una sustancia vaporosa que adhiere
diferentes formas, y cuyos velos confusos
revolotean no por la brisa del mundo natural, sino
por los vientos de otros mundos.
—Negociemos esta pelea —propone la
bruja.
—No quiero negociar. Quiero lo que es
mío.
—Lo que no es tuyo… ¿Quién te envía?
—Perspicaz… muy perspicaz… ¿Quién
somete a un elfo negro es tu duda, gran dama?
—Es mi duda, bestia. Un elfo negro…
supeditado… Os deshonra.
—El honor es para los vivos.
—Y las posesiones también; no podéis
poseer a este chico. Los elfos negros no poseen…
—Cierto… Entonces, esta guerra no es mía.
Y se desvanece. Tampoco tiene sentido que
todo termine así. Dehoán suspira hondo, y cae de

125
rodillas. Al fin respira, y la sensación de “renacer”
lo asombra.
—En pie, Alteza —dice la bruja. —Sólo ha
ocurrido un hecho.
¿Un hecho? ¿A qué diablos se refiere?

126
Capítulo décimo

Aún tienen el miedo en el cuerpo. Huye la


gente, aunque haya terminado todo. …Ya nadie
podrá dormir tranquilo.
El caballero, su guía, el capitán y el líder de
los mercenarios, ahora sin un futuro certero,
deciden abandonar el muelle, como gran parte de
la multitud. Quizá pocos quieran aún subirse a
otro navío. Seguramente el gran desastre, la gran
matanza, caminará de pueblo en pueblo y de plaza
en plaza extendiendo el rumor de que los orcos
son aún más aterradores de lo que creían, que tres
de sus grandes armas, tres dragones, han
aniquilado tres navíos en el Lago Esmeralda.
—¿Por qué? —duda Melac. Andan en sus
monturas un camino en desuso. Ha crecido en él
la hierba, pues los medirthos no permiten que los
peregrinos crucen su reino y no hay suficientes
pisadas en él como para pelarlos. Son caminos
prohibidos, si bien los que huyen del infierno
alado ya no temen las arrogantes espadas de los
guardianes de aquellos bosques y empiezan a
usarlos. Dicen que el estrecho corredor en la
ribera del Lago Esmeralda ya no es seguro. Ya
sueñan dragones en el revoloteo lejano de
cualquier ave de carroña.

127
—Por qué… Es una buena pregunta —dice
el capitán. Al menos, los dos enfrentados están de
acuerdo en algo. El oficial también lleva tiempo
pensando en ello.
—A los orcos les interesa la guerra con los
mogolitas, no esta matanza —redunda Melac. —
Iban a por Su Señoría, caballero —cree pensar. —
El motivo lo desconozco.
Belood parece despertar de su
ensimismamiento; piensa en la voz, en la ahora
bendita voz.
—La voz… —dice. Mira a la montura que
lleva de las riendas, sin jinete. Ésta devuelve la
mirada. Son ojos son asustadizos, incluso
confusos. Ni es animal del todo, ni parece persona
en toda su extensión. Obviamente. —¿Qué
misterio encierra este corcel?
—¿Por qué el corcel? —duda el capitán. —
…Podría ser Su Señoría.
—No… Es la voz… Provenía de él… Eso
creo… —explica el caballero.
El capitán suspira. Melac ve algo más allá de
las meras apariencias:
—Es demasiado aventurar que la bestia
tenga ciertas ansias humanas, Señoría… pero, ¿una
especie de ángel de la guarda?.

128
Belood asiente. A cada momento que pasa,
las cosas parecen más confusas, o más claras:
—Me advirtió. No debía subir al navío… y
los navíos son atacados, salvajemente atacados.
—Entonces… no sólo dudo de quién es la
bestia, si es que la bestia es alguien —dice Melac.
—También dudo de vos… ¿Quién es Su Señoría,
caballero?
Belood niega con la cabeza. Aún no sabe
quién es.
—¿Cree en la magia, Señoría? —pregunta al
mercenario.
—La he visto, pero no en los cielos.
—¿Lo dice por los dragones? No son
magia… Son ingeniería de los dioses.
—Y algo de magia. Un animal de esa talla
no puede volar… El fuego… Son llamas
mágicas…
El caballero debe reconocerlo. No, no han
visto algo común. El capricho de la naturaleza no
es tan retorcido. Detrás de todo eso está la mano
del hombre, desde luego.
—Bien, primer misterio resuelto —dice el
capitán. —Ahora lo segundo; no sólo quién es Su
Señoría, mi señor caballero, sino quién sabía que
Su Señoría partiría a Ataane.

129
No hay muchas más dudas. La bruja. Ella lo
sabía…
—¡Por todos los dioses…! —salta el
caballero. —¡Nuestro heredero!
—Sólo espero que esté a salvo, Señoría.
…Porque nada es lo que parece. Ni siquiera
el caballero parece un caballero, y quienes se
emplean en un rol no siempre terminan siendo lo
que presumen. Eso lo deduce ahora Melac, en una
intuición aprendida en la vida del pillaje. Porque
un pálpito lo despierta, le hace mirar atrás… y
percatarse que no sólo es extraño que el guía ande
a la cola, sino que éste no esté.
—Caballero… —dice. —¿Y vuestro guía?
Es demasiado tarde para reaccionar. Las
flechas afloran de la espesura del bosque. Una de
ellas atraviesa la garganta del capitán. Es una
muerte segura. Por fortuna, es un tiro entre un
millón. Los orcos atacan desde un flanco, pero su
pericia con el arco es mediocre y la lluvia asesina
apenas logra su primer gran triunfo.
—¡Corred, Mi Señor! —grita Melac.
El caballero tarda en reaccionar, y
seguramente es más el corcel que creía llevar de las
riendas que su propia montura o él mismo quienes
reaccionan.

130
Alguien señala a los asaltados desde el
bosque. Melac lo ve por un instante. Es el guía,
dando órdenes marciales para el asalto. Por suerte,
también da voces porque los orcos no saben de
tácticas militares y atacan desde un sólo lado. De
esa forma, el fuego cruzado no existe. Huir es
mucho más sencillo. No es una gran emboscada.
—¡Corred, corred! —sigue gritando Melac.
Alguna flecha le atraviesa el muslo. Por suerte, el
destino quiere que su animal no caiga.
…El que sí cae es el del caballero. Belood
de Izvart cae por los suelos, rodando con todo
estropicio junto a su caballo. Pierde un guante, su
espada… su casco vuela… Su montura está
herida. Sendas flechas atraviesan su cuerpo, y
ahora se revuelve en la hojarasca como una
tortuga boca arriba.

* * *

Ha sido una matanza. Y sí, también una


ejecución ejemplarizante. Pocos quisieran verse en
las fauces de un dragón. Porque éste decide qué
hace con su comida. Ha desgarrado a un reo, pero
luego ha ido a por otro sin que el primero haya
fallecido aún.
…Ha sido horrible.

131
—Os repudio, Señoría —dice Liam. Le sale
del alma. No puede evitarlo.
—La ley es la ley —es la respuesta de
Bokeexool. No se lo toma a mal. Sabe que en el
pueblo no sucede lo que debería; su soñada paz.
—Estamos obligados a actuar de esta manera.
Espero que su señoría al menos entienda que esta
misma represión la ha vivido mi pueblo por parte
de los humanos.
Antaño... Los hombres desconfían de lo
horrendo. A su entender, de lo que ven horrendo.
Y cierto que los ogros son seres deplorables, con
costumbres bárbaras, mal aliento, peor pinta…
Carroñeros, asaltantes, tramposos, maleantes… y
los exploradores de sus tierras, y otros
conquistadores, han hecho estragos en los pueblos
de orcos y han forjado a fuego la leyenda de que el
hombre es el verdadero salvaje.
—¿Creéis que soy un monstruo por el
aspecto que tengo? —pregunta Bokeexool,
sellando el permiso de tránsito de Liam, y su guía;
están a punto de abandonar el pueblo y entregan la
documentación allí, en la misma mesa adonde se
toparon por primera vez con el alguacil. El motor
hoy está callado. La bombilla está apagada.
—No juzgo vuestro aspecto.
—Pero juzgáis lo que hago… aún sabiendo
que el hombre hace exactamente lo mismo con el

132
hombre —y el demonio mira a su alrededor, a las
casas del pueblo. —No nos es desconocido que
nos odian primero por lo que parecemos, y luego
por lo que nos vemos obligados a ser, Señoría. Y
es obvio que Su Señoría, aún siendo un
“monstruo”, un linfo, goza de la hipócrita
admiración de los humanos. Su Señoría es un mito
dentro del ámbito de la vida… y nosotros una
blasfemia.
—Señoría… —resopla Liam, —le deseo
suerte en su peculiar campaña de crear de todo
esto una hermandad con los humanos. Nuestro
camino se separa aquí, y ahora.
—Señoría… Que el buen destino ande a su
lado.
Liam asiente. Es hora de irse. Y va, si bien
se percata de que hay más orcos de lo que es
habitual rondando la calle. De hecho, a cada paso
que da se hace un acopio más notable de
centinelas orcos; algunos se cruzan de brazos,
otros cuchichean.
…Ahora, los orcos parecen tomar la salida
del pueblo. Alguna ventana se cierra. No hay ni un
solo humano en la calle.
Liam se detiene. El guía ya no camina a su
lado. Ha quedado atrás.
—Suerte, Señoría —dice el aquél.

133
Maldita sea… Algo va mal. Liam lo siente
enseguida. Alguien les ha mentido. Alguien está
moviendo más hilos de lo que parece.
—¿Y esto es todo? —duda Liam.
Bokeexool, en silencio, también ha caminado la
calle, con las manos atrás. Está ahí, para
explicarse:
—Un silfo… un caballero y un heredero…
Aún no sabemos si todo lo que han contado de
sus señorías es cierto, pero no nos la vamos a
jugar. Su Señoría entenderá que no puedo dejar
que un silfo ande suelto por ahí. Sobretodo un
silfo tan especial.
—En fin, acepto mi arresto —dice Liam. —
Eso sí, agradecería a Su Señoría cualquier
información a mi respecto.
—Eso… Eso es lo que no tengo —dice el
demonio, colocándose mejor las gafas. —Y es
precisamente lo que quiero averiguar, si todo es un
mito o una realidad. Lo que hago ahora, bueno…
por lo que veo, lo hago por los dos, Señoría. Yo
desvelaré el misterio… y Su Señoría se conocerá a
sí mismo.
—Ni entiendo.
—Es sencillo —dice el demonio, señalando
más allá del pueblo, al bosque. —Corra, Señoría.
Sólo corra.

134
* * *

El corcel retrocede. No quiere hacerlo, pero


debe; el caballero está en peligro. Vuelve adonde la
lluvia de flechas.
“Aquí y ahora termina todo”, piensa Belood.
“No soy un caballero…” reconoce. Se mira las
manos. Le falta un guante… y también le falta la
espada. Un caballero no la hubiera perdido. Un
caballero la hubiera atado a su cuerpo con la
misma ansia con que sujeta su cabeza sobre los
hombros. Lo sabe, lo reconoce, porque además le
tiemblan las piernas cuando ve las siluetas de los
orcos moviéndose en la penumbra del bosque.
—¡Suba a ese maldito caballo, Señoría!
Es todo cuanto puede hacer Melac. Le grita,
de lejos. Se ha detenido, pero no cree que se
decida a volver a por el caballero. Éste ya tiene en
sus manos su oportunidad. El “caballo hablador”
está a su lado. Incluso, ante el estupor del
caballero, éste lo agarra con los dientes de la cota
de mallas y lo arrastra por el suelo.
“¡Despierte, caballero!”
¡La voz! ¡Otra vez la voz!

135
Belood reacciona. Es como despertar de una
pesadilla estando despierto. Casi, como si el
mundo tuviera dos caras.
“¡No te rindas tan pronto, maldito
hechicero”!
Eso sí que no se lo esperaba. ¿Hechicero?
¿La voz lo ha tildado de hechicero?
—¡Cukkpula ens! —grita el caballo.
¿Grita…? ¿Lo ha hecho el corcel? Belood no
puede entender qué sucede. Sólo sabe que una
agitación a su alrededor altera la realidad, la
distorsiona, y se siente sin aire unos instantes, al
mismo tiempo que la visión se desvanece. Luego,
para cuando vuelve a ver, está rodeado de una
cortina acuosa que diluye la perspectiva hacia los
orcos. Éstos siguen disparando flechas, pero ahora
ésta se congelan en el aire cuando impactan con la
pantalla de… ¿gelatina?
—¡Suba a nuestro lomo de una maldita vez!
—repite la montura. Y no ha abierto la boca… Es
una onda de choque que recorre sus oídos. Ya no
es la voz en su cabeza… Ahora es palpable,
aunque no venga de ningunas cuerdas vocales.
Y parece muy tarde. Uno de los orcos se ha
alentado demasiado y ya está allí. Ya blande su
cimitarra en el aire. Ya va a dar muerte al
caballero… Tienen orden de eso, de matarlo a
cualquier precio; quienes lo quieren capturar,

136
saben que la muerte no es un impedimento para
interrogarle. Le sonsacarán información al
cadáver, le extraerán la mente… acaso si el corcel
lo permite. Porque el animal sabe de la hechicería.
Tienes sus dotes mágicas… pero asimismo su
físico animal. Por ello, mientras el orco se cree
amo y señor de la situación, jamás se podría llegar
a imaginar que la montura supusiera un riesgo. Los
caballos no suelen intervenir en una pelea por
iniciativa propia. No tiene sentido… pero, con la
talla de sus herraduras, la bestia usa las dos patas
traseras para partir por la mitad la caja torácica del
orco de una monumental coz de doble
proporción.
“¡Suba, demonios!”
Es el último aviso. Belood obedece. Monta,
y, justo cuando el hechizo de protección se
desvanece, el galope toma cuerpo en la bestia y
para desaparecer bosque avante como una
centella; otro hechizo, uno que altera brevemente
el tiempo, y cada trote vale por el doble en la
mitad de espacio de tiempo. Dura poco pero, para
los orcos, la impresión que tienen del momento es
que el caballero y su montura se han convertido en
una incomprensible estrella fugaz.

* * *

137
—¡Me ha herido! —salta la bruja. Se
encorva, y se lleva las manos al abdomen.
Dehoán vuelve a no entender nada. El elfo
negro no está allí. El día vuelve a ser pletórico… y
es ya de lejos, muy en la distancia, que el ciclo de
la sombra a ras del suelo se repite.
—¡Rápido, Alteza! —lo zarandea la bruja.
—¡Sáqueme de aquí antes de que este hechizo se
haga realidad! —pide, cuando sus manos ya están
manchadas de sangre.
—¡Mi Señora, os ha estocado!
—¡Aún no, maldita sea! —se duele la bruja.
—¡Sácame de aquí!
Y Dehoán busca su animal. Su montura…
No existe. No hay medios para salir de allí. Luego
abraza a la bruja, la recoge del suelo… ¿Cómo va a
imaginarse que la herida que sufre la mujer es sólo
un preludio de lo está por venir, que aún no
existe…?
—¡Está en mi mente, está en mi mente…!
—¿Qué está en su mente, Señora?
Y la sombra se aviene deprisa. No hay
tiempo. En breve, el elfo negro volverá a existir en
ese nuevo tiempo que los abarca, como si nunca
hubiera estado allí… aunque queden sus primeras
consecuencias; los soldados están muertos, las
monturas están reventadas…

138
—Es frío, frío de muerte —murmura la
bruja. Así “corta” la espada del elfo negro. Un frío
de muerte.
Están perdidos. La inmensidad de la colina
no da lugar a salir de ésta. La bruja intenta
localizar algún “punto fuerte” en la hechicería a su
alrededor, como un elemento natural “curioso”,
fantástico. Quizá unas piedras en forma de runa
antigua alineadas de forma casual. Quizá un
alineamiento celeste de las constelaciones, aunque
sea de día… pero no, no es una jornada de gran
poder. Es un día cualquiera, y no hay señas en la
naturaleza que aumente sus dotes mágicas.
—Busca unas piedras… Haré una barrera…
Eso sí que no tiene sentido. ¿Unas piedras?
¿Cómo va a hacer un muro con unas piedrecitas?
Dehoán se antepone a la bruja, haciendo
cara al infortunio que se aviene. Su espada va al
frente, sobre su faz. Tiene la hoja muy cerca de sus
labios, y puede sentir cómo su agitado aliento se
parte en dos. No le tiembla el pulso. No le
tiemblan las piernas… ¿Dónde está el miedo?
Quizá sea un momento inoportuno para pensar en
ello, pero no tiene miedo. Es una sensación
extraña, y al mismo tiempo maravillosa. Casi,
como si hubiera nacido expresamente para
afrontar este tipo de momentos.

139
…Suena una bonita melodía. Dehoán ya la
ha oído antes. Al menos, algunas de sus notas.
Junto a la frialdad con que afrenta aquellos
instantes, los recuerdos toman forma despótica en
su mente. No hay manera de escapar de ellos. Es
el explorador, Liam… Toca su flauta, mientras
pasan frío en un refugio improvisado, en el norte,
en la nieve y refugiándose de la tempestad. Unas
bonitas notas, que ahora recorren las colinas con
una armonía capaz de enraizarse en la tierra y en el
aire con un ánimo natural y ficticio, con un
engañoso truco que usa los parámetros de la
realidad para manifestarse, pero que
probablemente tenga consecuencias en otros
planos de lo que existe y de lo que aparentemente
no existe.
Dehoán lo sabe, porque esa melodía a veces
ni suena. A veces no va a los oídos. A veces, sólo
se siente.
…Tres sombras pasan por encima. Son
centellas, tres fogonazos obscuros de gran
envergadura. ¡Tres dragones! Tres bestias que
vuelan en dirección al elfo negro, buscando su
presa.
Dehoán baja la espada. No puede creerlo.
Un combate de otras magnitudes en la guerra está
a punto de acontecerse ante sus ojos. De hecho,
empieza antes de tiempo cuando el dragón

140
cobrizo pierde aliento. Sus alas se doblan, y cae.
Un aviso, de la talla del enemigo al que se
enfrentan. O, mejor dicho, de las raras
particularidades de hacer frente a un elfo negro.
Porque el dragón cae, y termina posándose en el
suelo con estropicio, aunque sólo con
magulladuras que parecen no tener sentido; en
apariencia, nada lo ha tocado.
Sigue el fuego, desde luego. Es lo que debe.
Las llamaradas dispares de las dos bestias que
quedan irrumpen en la sombra. Parte de ese flujo
rebota. Asimismo se diluye. …Y nadie podrá decir
si acaso un elfo negro es uno de los pocos seres o
entes que habitan la tierra que pueda resistir la
llamada de un dragón… o acaso no es el elfo, sino
su entorno quien lo asimila, quien recoge todo ese
calor extremo. Quizá la especial naturaleza que lo
rodea.
Hay un estallido. Una implosión. Quizá, el
fuego y la maravilla mística no son compatibles.
Seguramente, es un combate en tablas. Breve, y
muy confuso. Los dragones desaparecen… y
vuelven a aparecer en otro confín, lejos de la
sombra. Hay que parpadear varias veces para, al
final, no entender nada. Acaso, que todo ha
terminado, que el día sigue siendo pletórico y que
quedan los cuerpos aniquilados, pero que el elfo
negro se ha ido.

141
Capítulo decimoprimero

“Ha conectado con el dragón… Ha salido


ileso”. Ése es el informe que darán los orcos sobre
el destino de Liam, el explorador, silfo y músico de
hadas, tal como los refieren en muchas leyendas.
“Corra…” Así lo despide Bokeexool.
“Corra, Señoría…” Empieza una cacería. Liam lo
intuye, y camina el bosque con prudencia. Hay que
mirar lo alto de las copas de los árboles, escuchar
el sonido en la distancia, atender a las llamadas y
alertas de las especies, aquéllas que se anticipan a
los agudos sentidos de un silfo y puedan hacer
correr la voz de que un dragón sobrevuela el
bosque.
“…No parece un silfo, pero actuará como
tal si lo lleva debajo de la piel”. Así lo expresa
Bokeexool, para sí y ante la mirada de estupor de
sus subordinados. ¿Cómo puede sobrevivir alguien
a la caza de un dragón?
Es entonces que hacen sonar el gran cuerno.
Ese sonido profundo camina la distancia hasta las
lejanas montañas, donde mora la bestia. Allí, sus
sentidos se activarán ante el aviso de un juego.
Quizá no tenga hambre, pero está “domesticado”
para matar cuando oye la llamada. Una serie de
cálculos aparentemente científicos, descifrados
con maestría por algunos estudiosos que muchos

142
pueden presuponer que no son de la raza de los
orcos, y las vibraciones de la llamada llegan al
dragón, pero luego se orientan hacia el bosque.
Allí, esa carga mágica de las notas quedará
impregnada en los árboles durante un tiempo, el
mismo que el dragón necesita para orientarse hasta
su presa.
Liam está en tensión, pero algo le dice que
no sólo debe guardar la calma para poder pensar,
sino para no transmitir al aire ese nervio de los
seres vivos muertos de miedo que algunos
dragones pueden detectar a distancia. No sabe por
qué, pero intuye que es así.
Luego entiende que para la bestia hay otras
muchas maneras de localizar a una presa. ¿El olor,
quizá?
Le da muchas vueltas a eso mismo. Su olor
puede delatarle. Debe buscar un remedio a eso…
y lo encuentra en lo más profundo de su psique
cuando algo le dice que las flores de las estrellas de
jazmín lo envolverán en su intenso aroma. Muchos
cazadores usan la estrella de jazmín para camuflar su
olor humano en las trampas para osos. Quizá
funcione… Por eso se tumba entre las flores, a la
sombra de los árboles, hasta que su cuerpo
desaparece entre el sinfín de estrellitas blancas de
unas flores con los pétalos casi plateados.

143
Su respiración… quizá hasta su
pensamiento… Todo puede ser un fiasco. Ahora
mismo no sabe si incluso el calor de su cuerpo
será detectado por la bestia, si es que sus sentidos
naturales o aquellos debidamente magnificados o
implantados con la magia serán un despropósito.
Por fin, cree pensar dentro de su
incertidumbre, oye el inmenso aleteo. Los árboles
se sacuden, y las flores a menudo tocan el suelo. Si
ha de pasar lo que tiene que pasar, que pase de una
maldita vez. Porque Liam levanta la cabeza, y lo
que ve es al precioso dragón mirándolo fijamente.
O eso parece, porque la bestia pasa de largo.

* * *

El silfo desciende del dragón ante la


sobrecogida mirada de Dehoán. La bestia es
sumisa, pero su talla y su aleteo corrompen el
entorno. El suelo baila al son de sus alas. Es decir,
la hierba se mece.
Un silfo es precioso. Es una especie de
duende delgado y altivo, con los ojos enormes y
azules. Precisamente, el mismo color que el cielo.
Su pelo es blanco, y lacio. Viste ropas vegetales,
pues trata de un ser tan arraigado a la naturaleza
que parece que se vista de ella.

144
Y el silfo se olvida de la bruja, a la que ha
venido a salvar. Y sabe que está herida por la
fatalidad, pero se preocupa del dragón que ha sido
herido. Éste no le aviene… Está demasiado
rabioso como para dejarse calmar. El silfo lo sabe,
y lo observa desconsolado desde la distancia, en
calma. Son seres calmosos y prudentes, como si
meditaran cada paso en cada momento. Una
extraña alianza, los silfos con los animales más
salvajes del mundo.
—¿Estáis heridos?… —pregunta el silfo, al
fin. No viene. Habla desde la distancia, sin mucho
interés. Lleva una bolsa en el cinto; seguramente,
allí lleva ungüentos para la sanación.
—Estoy bien, estoy bien —dice la bruja.
Dehoán la ha olvidado unos instantes… Es lógico
que lo haya hecho. Sorprendentemente, bajo
aquellas telas roídas no aparece la anciana, sino la
hermosa hechicera. La hermosa mujer. Se herida
ha desaparecido, aunque parece dolida por algo
que le ha cicatrizado en el vientre, si es que acaso
ambas mujeres son la misma persona. Porque no
tiene las manos manchadas de sangre… y sí que
Dehoán ve que la bruja anciana, su cuerpo, ha
quedado junto a las ropas… o eso cree hasta que
describe que lo que en realidad se desinfla ahora
mismo es sólo la piel. ¿Ha mudado… como una
serpiente?

145
—Señora… —dice ahora Dehoán,
incrédulo.
—¿Sorprendido?
—Desde luego…
—Tendré que sanar mi reflejo… —sopesa,
arrodillándose ahora mismo en lo que queda de su
otro yo. Lo recoge, y mira la herida del vientre;
ahora, sólo es una especie de roto en el cuero.
Dehoán reniega preguntar. El de la alta
hechicería es un mundo muy complejo. Las cosas
no siempre son lo que parecen.
—…He oído algo… —dice el silfo. Viene,
tranquilo. Mientras lo hace, mira con tristeza los
cuerpos mutilados.
—¿Qué has oído, Gizuethmé?
El silfo mira la distancia. Algo viene de lejos,
algo que no camina por el viento, ni por otros
medios.
—Nuestra melodía, Señora… Alguien ha
tocado nuestra melodía.

* * *

El dragón pasa de largo. Liam no lo puede


creer. Ya estaba muerto. Ya era una presa sin
solución.

146
Se va. Al menos, se pierde en el bosque. Le
ha visto, pero no ha objetado sobre él.
Tiene que tensar todos sus sentidos. Liam
tiene que atender todo cuanto le rodea para poder
entender. No cree que la bestia haya hecho caso
de sus instintos. Hay algo más que la ha sometido.
Siente. Siente el entorno. Tiene que sentir tal
como lo hace un dragón. De alguna manera, Liam
sabe que puede hacerlo. Cierra los ojos, y escucha.
Y lo hace porque huir, aprovechar el momento
para salir de allí, no tiene sentido. La bestia lo
cazará si cobra “tanta vida”. Debe mantenerse en
segundo plano, calmoso, tranquilo… y sobretodo
entender qué es lo que siente un dragón.
Cuando “escucha”, Liam oye la melodía. Es
una sola nota, como una sola orden… pero que
tiene encerrada una canción de antaño. Un
fragmento, al menos. Y Liam sabe cuál es. Sus
recuerdos se refuerzan, su psique se abre a otros
confines dentro de su mente… Deja de intentar
intervenir en el mundo, y se somete al que ocurre
dentro de su espíritu. Sólo así correlaciona la
hermosa melodía con el sonido de su propia
flauta, de la lirum. Y, para cuando abre los ojos, ya
sabe qué es lo que sigue, lo que guía al dragón. La
reverberación del cuerno, su nota, aún camina por
el bosque, como un eco que nadie más que el
instinto más profundo puede escuchar, o sentir.

147
La bestia aún sigue esa reverberación, la que Liam
sabe que se terminará extinguiendo. Cuando ese
momento llegue, el dragón ya no estará confuso,
sujeto al embrujo de la música. Para entonces, será
tan mortal que ya no pasará de largo.
…Otros dicen que es el latido del corazón
de los linfos, que toca esa nota constantemente y
pueden confundir a un dragón por unos instantes.
Liam lo entiende, o cree entender. Su aura
musical tiene mucho que ver en el amansamiento
de la bestia. Saca su lirum… y toca. Suave, con
mucho cuidado. Apenas un murmullo, que
seguramente tiene una intensidad muy diferente en
otros planos de la realidad.
…Toca un poco y escucha. Las aves han
volado, y los animales rastreros se han escondido.
Empero, el bosque parece que se reverdece. Hay
una reacción en el entorno. Casi como la llegada
de la primavera.
…El dragón viene. Liam no lo ha visto
venir, pero, para cuando se quiere dar cuenta, la
bestia está cerca. Es un ronroneo de su interior el
que lo delata. Calmoso, y tranquilo, como un silfo.

* * *

148
“Alguien ha hechizado a una bestia”, dice
Gizuethmé. “Ha sido un maestro. Lo intuyo”.
—El chico ha despertado… —sopesa la
bruja. El chico… ¿Qué chico?
La hechicera mira la distancia, y suspira, y su
belleza se llena de la luz del atardecer, en un rojo
sangriento. Dehoán está maravillado de esa
perfección, como de todo cuanto ocurre. El
mundo ha cambiado mucho. Dragones, un linfo,
la hermosa bruja o hechicera… incluso ya sabe
que no teme a la muerte. Mucho ha cambiado su
destino. Nada hace pensar en aquellas tristes horas
en la nieve, en la tempestad.
—Creo entender, Mi Señora, que ocurren
más cosas de las que puedo siquiera analizar —
sugiere el heredero.
—Así es. El destino está cobrando forma,
como no puede ser otra manera.
Y se lo calla. No le dice que su explorador
está despertando antes de lo que esperaba. Pronto
se desvelará como quien es, un silfo maravilloso.
Dehoán sacude la cabeza. Vale, que el
destino cambie, pero no tanto. Todo es tan
confuso como impredecible.
—Alteza… reúna los cuerpos, por piedad
—dice la hechicera. —Los quemaremos en una
ceremonia de honor.

149
—Sí, Señora.
Es lo menos que se merece la escolta. Ha
sido valiente, pero, lamentablemente, sus artes
estaban en otra escala muy distinta a la de los
rivales propios de la alta hechicería.
Del otro lado de la “bondad”, ocurren otras
cosas muy distintas:
—Señora… —murmura Gizuethmé. Sabe
que el heredero no debe oírles, por eso hablan
cuando el muchacho se afana con los cuerpos, en
sumarlos en una pila de carnaza. —Calciné los tres
barcos en el Lago Esmeralda… pero no “oí” la
muerte. El gran hechicero no estaba a bordo.
—¿No…? Debería haber estado…
—Alguien más se ha involucrado en esta
cruzada, Mi Señora. Alguien muy poderoso, que
sabe muchas cosas. Que el elfo negro la ha haya
atacado es una muestra más de ello.
—Sí, lo sé. No estamos solos en todo esto.
Y se recopilan los cuerpos, se quemarán con
magia… si bien no es por piedad, seguramente sea
por no dejar rastro a quienes puedan leer de ellos
lo sucedido.

* * *

150
Melac lleva muchas horas buscándolo,
olvidándose incluso de que lleva una herida de
flecha en la pierna, la cual ha sabido contener y
casi sanar. Maldito caballero... De repente, sus
dotes de jinete se han desquiciado. Ha
desaparecido… Debe estar en alguna parte,
aunque un explorador experto como el mercenario
debería ser capaz de seguir su rastro con mayor
facilidad sino fuera porque se fue asistido de la
magia.
Se confunde, desde luego, porque hay
muchas voces lejanas en el bosque. Incluso falsas
pistas. La estampida de las gentes en el Santuario
de Sthela ha provocado que el bosque se llene de
intrusos. Los soldados medirthos deben estar en
máxima alerta y acabarán locos de aquí a la noche
buscando a los indeseables, capturándolos y para
llevarlos a la frontera, adonde librarse de la
gentuza.
…Melac sólo espera que no sean ellos los
que encuentren al caballero.
Por fortuna, éste aparece. Tendido,
somnoliento… Haber ocupado otros medios en la
existencia, cosa que ocurrió durante la magia que
trastocó el tiempo, lo ha conmocionado. Melac le
pone la mano en el cuello, pero evidentemente no
está muerto, sino profundamente dormido. Y
hecho un desastre. Ha perdido de sus hábitos

151
guerreros lo que ningún caballero pierde. Su cinto,
su guante, su espada, su bolsa… Menudo desastre
de caballero.
…Y hay algo más. Cerca huele a perros.
Melac lo distingue enseguida. Sólo tiene que
caminar un poco para encontrar un reguero de
sangre. También hay vísceras, y órganos de
caballo.
“Demonios… Alguien ha descuartizado al
caballo parlante”.
Eso cree Melac. Empero, lo que encuentra
es el cuerpo animal, pero vacío. Casi, como la piel
de una serpiente tras la muda. El resultado: dos
enormes capullos carnosos apegados al tronco de
un árbol. Dos grandes piezas, que laten vagamente
y que, al trasluz, cuando Melac los mira muy de
cerca, ocultan sendos cuerpos humanos.
—¡Que los dioses me permitan negarles! —
retrocede Melac. Por un acto reflejo desenvaina su
espada. Quizá atraviese las abominaciones sin
pensarlo, por instinto de rechazo hacia todo
aquello que parezca horrendo. —¡Demonios! —
cree reconocer.
“Danos un poco de tiempo, muchacho” —
dice una voz. Es la primera vez que Melac la
escucha.
—¡¿Quién diablos quiere robarme la mente?!
—duda el mercenario. Mira a su alrededor,
152
creyendo que hay espíritus escondidos por
doquier. Anochece, y la oscuridad favorece esa
impresión.
“No queremos nada de ti, necio. Apenas
que envaines la espada”.

153
Capítulo decimosegundo

“Sólo espero que sea importante”.


Así piensa Melac. Se lo rebate al caballero,
que no sabe qué decir.
…Las voces sí saben qué decir:
“Monte guardia, soldado”, dice una de ellas.
Custodiar a dos vainas carnosas... En poco
tiempo se han ido solidificando, pero se sigue
intuyendo que hay algo vivo dentro; parece que
respiran. Se inflan y desinflan como el pecho de
quien toma y exhala aire. Poco a poco, asimismo
el árbol del que están prendidas empieza a
consumirse. Parece envejecer, o adelgazarse tanto
que su tronco se llena de arrugas. La tierra de
alrededor también se obscurece de muerte; algo
está chupando la energía vital circundante y ya no
queda ni una sola brizna de hierba.
—Montaré guardia, pues, Señoría —le dice
Melac al caballero, ajustándose el torniquete de la
pierna; la herida aún sigue ahí, pero se va
encalleciendo en un tipo decididamente duro de
pelar. —Creo que todo esto tiene un sentido que
abarca algo más grande que todo en lo que he
luchado en esta vida.
—Lo tiene, Señoría. Se lo aseguro —no
duda en reconocer Belood. No puede decirle nada

154
más, pero a grandes rasgos le ha explicado que su
encomienda tiene contactos con las altas esferas
de Los Reinos. —Soy un mero instrumento y aún
no tengo de mi mano todas las verdades que
quisiera compartirle.
—Entonces, como instrumento que es,
guarde descanso mientras yo controlo esta
desquiciada situación. Le he visto… No tiene alma
de caballero. No sirve para las armas.
Belood agacha la cabeza. Es cierto. No es
un guerrero.
—Su Señoría pertenece a este mundo —y
Melac señala a los capullos, en su rara
metamorfosis. —Su Señoría tiene los dos pies en
el mundo de la magia, pero se ha disfrazado para
pasar desapercibido. Es decir, según me ha
contado, lo han disfrazado a la fuerza.
—Aún no sé quién soy, amigo mercenario.
Os juro que si hay en todo esto una recompensa a
nuestros esfuerzos, Su Señoría será elevado por mí
al mayor rango, a la mayor recompensa.
—No me subestime; soy un mercenario, sí,
pero su crédito ahora mismo no es de metales
preciosos o de mi orgullo.
—Entonces... ¿por qué se presta a este
servicio?

155
—Caballero… Señoría… —rectifica Melac;
no quiere llamarlo por lo que no es. —Llevo toda
una vida buscando algo por lo que luchar que
valga la pena. Lamentablemente, a los perros de
las praderas como yo sólo se les ha dado la
oportunidad de poner en riesgo su vida por
riquezas o renombre. Poco más. Y es todo lo que
la escoria como yo necesita y anhela. Es el día a
día de unos truhanes… Pero yo no llevo eso
dentro de mí, Señoría.
—¿Qué es lo que lleváis, pues?
—No lo sé… Aún estoy buscándolo.

* * *

La hechicera ha enrollado la piel de su


apariencia de anciana como si fuera una manta. La
guarda en un macuto, y sube a un dragón. Quizá,
como anciana no podría haberlo hecho. Es difícil.
Afortunadamente, la bestia “cae” sumisa a la
hierba y la mujer puede llegar hasta la silla de
montar de su lomo caminando sobre el cuello. Un
cuello de serpiente. A Dehoán le cuerda eso, con
cierta sensación acuosa, como si ese cuello
estuviera relleno de líquido. Luego, para cuando la
mujer está en su sitio, ese mismo cuello se torna
rígido, fuerte.

156
Un sinfín de correas de cuero sujetan la silla.
Por lo demás, los dragones no llevan riendas.
Nadie los gobierna, al menos físicamente. Dehoán
ha notado que el precioso linfo hace pequeños
silbidos y melodías entre dientes, con calma. Son
pequeñas voces para con pequeñas órdenes, como
la de agachar el cuello para recoger a un pasajero.
Hay un gesto, que obviamente sigue a lo que
sucede, que deja a Dehoán absolutamente
maravillado. Era obvio que no iban a dejarlo en
mitad de la nada. Tiene su valor. Es el heredero…
Quizá, y seguramente, una moneda de cambio
para trabar complejas alianzas. Eso sí, Dehoán no
quiso nunca creer que lo invitarían a montar en un
dragón. Porque el silfo contacta con su dragón
cobrizo con una orden casi siseada y la bestia se
rinde a sus pies.
—Suba, Alteza —dice.
¿Subir…?
“No lo dudes más, Dehoán; se te está
invitando a algo maravilloso”.

* * *

Es una infinita locura intentar montar


encima del dragón. Volar con él…

157
Liam se lo quita de la cabeza. ¡Qué tontería!
…Nadie puede subir al lomo de una bestia de esa
talla. Tiene que “conformarse”, maravillado,
viendo cómo el dragón le ronda. Le da vueltas,
alrededor y desde lo alto… Eso sí, nada hacer
suponer que vaya a atacar. Simplemente, la bestia
está tan maravillada como pueda estarlo el
explorador.
…Poco a poco, Liam va dejando de tocar la
lirum. Así va indagando al dragón, sabiendo qué es
lo que quiere. Presumiblemente, lo único que
desea la bestia es averiguar la pinta de quien
todavía se esconde en la sombra, y quien ahora va
saliendo poco a poco a la luz, saliendo de la
espesura. En el claro, adonde un animal de caza
como el que tiene delante puede engullirlo en un
parpadeo.
Es un animal precioso. Quizá, así valga la
pena morir. Sus escamas son perlas planas, con un
reflejo difuso, casi nebuloso adonde se estrella la
luz del sol. Sus ojos de miel parecen gotas
precisamente de eso, de miel encapsulada en una
esfera de cristal adonde una pupila de media luna
va y viene examinando al linfo, o falso linfo, que
es lo que el animal relativiza al verle la pinta, tan
humana. Demasiado humana para estar tratando
con un linfo auténtico.

158
Pero da igual. Lo que cuenta es lo que
“suena”, la música, que tiene un reflejo físico y
otro que sobrevuela un plano existencial al que no
todos los seres vivos tienen acceso. El nexo,
absolutamente místico, entre quien toca la lirum y
quien recibe el fantástico estímulo de un modo de
comunicación que no tiene equivalente natural.
Liam mueve la mano. La bestia la sigue.
Pues, esa mano hace un bello gesto. Vuela con la
música, poco a poco. Eso armoniza el contacto.
De hecho, Liam nota que una puerta acaba de
abrirse en su memoria, que la sensación de pánico
y paz que está viviendo ya la conoce. Sí, es un
magistral domador de dragones. Ya lo dijo la
bruja.

* * *

Amanece oliendo a puchero. Alguien está


cocinando.
También se han oído voces. Una discusión.
Hay quien quiere cocinar, y quien advierte que
hacerlo, y tan rico, con un olor que despierte tanto
el apetito, va a atraer a los intrusos del muelle del
Santuario de Sthela, como a las patrullas de
medirthos.

159
“Ya nos encargaremos de ese problema
cuando ocurra; ahora, lo único que deseo es comer
algo que tenga sentido porque ya estoy hasta la
coronilla de comer alfalfa”.
Belood abre los ojos. Tampoco un caballero
duerme de esa manera. Un guerrero está más
alerta. Desconfía más de su entorno. …Tampoco
le tendría miedo a un par de ancianos cocinando
en una olla imaginaria entre dos aros metálicos.
¿Una olla imaginaria? Belood tiene que
mirar dos veces. Porque las vainas carnosas se han
abierto, de hecho ya están resecándose, y el
resultado de la gestación son dos ancianos de
barba gris que ahora mismo se cubren con
harapos improvisados; los ceñidores son ramas
flexibles, y las togas son las mantas del
mercenario, que anoche no la usó montando
guardia, y del supuesto caballero; por eso, éste ha
pasado tanto frío en la madrugada, aunque nunca
despertó.
—No me gusta la carne de conejo —dice
uno de los ancianos.
—Entonces, cómete el hueso —dice el otro.
—No me gustan los huesos.
—Tampoco te gustan las raíces de flora gris
que me has traído y fuiste lo primero que me
pediste que echara al fuego —y no se miran. Se
conocen. Discuten casi como un matrimonio mal
160
llevado de campesinos preocupados por la
cosecha y los quehaceres de su granja. —Ya sabes
que la parte más aguda quedó en mi cabeza y que
la tuya no es más que una sesera aleatoria.
—Es del revés, amigo —se enfrenta su
doble. Sí, son dos ancianos calcados. Ambos con
barba gris. Ellos sí que parecen brujos. De hecho,
deben serlo porque cocinan con una olla
imaginaria, es decir, con dos aros perpendiculares,
uno arriba y otro abajo, que se distancian a través
de un campo de fuerza que permite el paso del
calor. Con ese singular hechizo los brujos
preparan sus pócimas de emergencia cuando no
están en su laboratorio. Hoy, simplemente es un
puchero, manera de “desintoxicar” el paladar de
sus estómagos de la comida que alimenta a un
caballo; llevaban dentro de la bestia bastante
tiempo y tanta hierba los trae desquiciados.
—Señorías… —dice Belood,
reincorporándose.
—¡Ey, Maestro! —salta uno de los brujos.
—¿Quién es? —pregunta el otro.
—Oh, no le hagáis caso —y, el que parece
ser el cabecilla del dúo, gentilmente va al
reencuentro con su mentor, no sin antes dejarle la
“cuchara”, un simple palo, a su doble y para que
siga removiendo el caldo: —Remueve, anda…y no

161
pienses tanto o se te derretiré el cerebro. ¡Maestro,
qué alegría verlo entero!
Belood adelanta las manos, que es lo que
pide el gesto del desconocido. Éste se las estrecha,
con ánimo. Asimismo, gracias a ese tacto el
entendido en las artes mágicas lo analiza:
—Maestro… Ha perdido mucho peso… —
analiza el tipo, en un análisis meramente
superficial. Luego profundiza, y para ello se toma
la libertad de ponerle la mano en la frente: —
Hummm… Veo que su nivel de confusión sigue
siendo muy alto, Maestro.
—¿Maestro? ¿Por qué me llama así?
—Es obvio. Tiene que haber deducido ya
que mi amigo y yo formamos parte de su pasado,
aunque su pasado esté completamente perdido.
—¿Perdido? Vayamos más despacio, por
favor… Os lo ruego, Señoría.
—Sí, claro, claro… Tome asiento, Maestro.
Así lo invitan alrededor del cocido. Todo
improvisado, pero con un ambiente más acogedor
de lo que pueda suponerse en mitad del bosque;
han colgado ramitas en dos árboles conformando
trazados mágicos y el calor cerca del fuego no sólo
se explica por las llamas, sino por una ausencia del
frío matinal que, visto los elementos mágicos,
parece que prefiere tomar otro camino.

162
—Éste es Hummlar Segundo. Yo soy
Hummlar Primero —se presenta el brujo
dominante.
—¿Por qué tengo que ser yo Hummlar
Segundo? —se queja el otro. Éste no parece
reconocer al Maestro.
—Eso ya lo hemos discutido. Ya repartimos
los roles, más allá de lo que hizo la magia.
—…Me habéis llamado Maestro —insiste
Belood.
—Sí, Maestro. Entré en vuestra escuela
cuando apenas era un crío. Por entonces su
Señoría ya era un brujo más que reputado.
¿Un crío…? Los dos ancianos parecen
mucho mayores que Belood. Hay cosas que no
concuerdan. Parecen impostores.
—¿Y su gemelo?
—No es mi gemelo. Es decir, no mi gemelo
natural. Es una replicación mágica sacada de
quicio. Carnosa y pensante, pero sólo accesoria.
—Volvemos a lo mismo —dice Hummlar
Segundo. —Habíamos acordado que la réplica
eras tú.
—Eso está por ver.

163
—…En fin, acepto la tiranía de que mi
mismo nombre me ponga en segundo lugar, pero
ya que se dude de mi autenticidad…
—Quiero saber más, señorías —los
interrumpe Belood. —¿Quién soy?
—Sois el Gran Ivaram de Loria, Señoría,
catedrático de la Universidad de Alta Hechicería
del Imperio. Al menos, en tiempo en que la
universidad no era un infierno como lo es hoy día.
—Eso escapa a mi imaginación, señorías —
suspira Belood. —¿Soy un maestro?
—Un maestro muy revolucionario, sí.
Vuestras investigaciones en el campo de la
hechicería removieron cielo y tierra en la
Comunidad de Brujos de medio mundo. Hoy, sin
embargo, supuestamente estáis no sólo
inhabilitado, sino en paradero desconocido.
Belood vuelve a suspirar. Recuperar la
memoria sobre todo eso puede ser todo un shock.
No se habla de un pasado sencillo, sino de un
pasado repleto de responsabilidades y de una
notable presencia social.
—Incluso desacreditado —añade Hummlar
Primero. —Fue necesario para preservar vuestra
vida, Maestro. Lamentablemente —sopesa, —
cuando íbamos a ganar la guerra, la perdimos…

164
Es contradictorio. Cuando se iba a ganar la
guerra, la perdieron. Eso no tiene mucho sentido.
—Es un dicho popular, Maestro —aclara
Hummlar Primero. —Está penado con prisión o
castigo mayor pronunciar esa frase. Empero, sigue
siendo común entre quienes aún albergan algo de
esperanza de revertir los poderes que hoy día
someten a Los Reinos.
“…Cuando estábamos a punto de ganar la
guerra, la perdimos”. Belood piensa en eso. Esas
palabras le avivan los recuerdos. De hecho, pronto
se imagina en lo alto de una montaña, y lo que ve
es una inmensa marea de soldados volviendo del
frente, abatidos. Sus espadas no han probado la
sangre, y sus uniformes están limpios.
—Veo… Veo soldados regresando del
frente —dice Belood. Hummlar Primero abre los
ojos como platos.
—¡Diablos! —dice éste. —Creí que el
hechizo había borrado vuestra mente. Es decir,
que la había sacado de su lugar —y el brujo se
rasca la barbilla a través de su barba picuda. —Lo
hicimos cuando los conspiradores iban a
machacarnos, Maestro. Decidimos esconder a los
herederos después de sacarlos del aprieto y
dispersar nuestra conjura a tiempo.
Supuestamente, vuestra mente de antaño no debe
estar en vuestro cuerpo, Maestro.

165
—Eso sólo puede significar que, al igual que
de mi mente se hizo una réplica para crearos a vos
—insiste Hummlar Segundo, en eso de
legitimizarse y mientras remueve el caldo, —al
separar los elementos que formaban al Maestro
hubo algún error de cálculo o apreciación y no fue
una separación, sino un duplicado.
Hummlar Primero sopesa esa posibilidad.
Lo hace en silencio, mirando las hojas del suelo
para poder centrarse.
—Eso significaría que existen ahora mismo
dos Grandes Ivarames de Loria… Eso sería
fantástico… o terriblemente desastroso.
—¿Habláis de una persona semejante a mí?
—duda Belood.
—Sí, de otro Gran Maestro. Si eso fuera
posible, es de carácter imperativo que lo
encontremos antes que el enemigo. Imaginaos, un
Gran Maestro en manos de los invasores…
—Ya tienen bastante poder dominando a
los dragones —dice Hummlar Segundo.
—Dragones… —dice Belood. —Los que
atacaron los barcos… ¿iban a por mí?
—Se lo llevábamos avisando todo el día —
es la queja de Hummlar Segundo.

166
—Estuvimos excediendo nuestras virtudes
como animal enviándole mensajes a su psique,
Maestro —quiere explicar Hummlar Primero.
—¿Qué por qué éramos un caballo? —se
malhumora de nuevo Hummlar Segundo. —
Pregúnteselo a mi hermanito.
—…Porque necesitábamos pasar
desapercibidos —explica Hummlar Primero. —
No era agradable, pero pasar por un animal de tiro
o monta me pareció acertado. Eso hasta que me di
cuenta que convivir con Hummlar Segundo
dentro del mismo cuerpo era un fastidio aún
mayor que hacerlo cada cual en su propia física.
Se miran… No se odian, pero se indigestan
mutuamente.
—Pero… ¿cómo…? —duda Belood.
—Oh, es su más importante
descubrimiento, Maestro —explica Hummlar
Primero. —Replicación Autónoma de Cuerpos…
Creo que se llamaba así… Hasta que Su Señoría lo
descubrió, los hechizos sobre reflejos personales o
materiales eran bastante limitados. Meros
espejismos. Ninguno podía conservar el halo
mágico o las cualidades naturales mínimas para
considerarse de este mundo. Ya sabe, el viejo
truco de la imagen espejo que es muy visual, pero
no palpable. Muy útil para combatir, a no ser que
el brujo rival no se guíe por las imágenes que ven

167
sus ojos, sino por el “tacto astral”. En vuestra
genial teoría, Maestro, la que luego se confirmaría
como un sorprendente hallazgo dentro de los
parámetros no sólo de la magia, sino quizá de La
Creación, lograba duplicar las esencias con una
idoneidad más que concluyente. Tanto, que hasta
El Rey y La Cámara de Alta Hechicería tuvieron
que intervenir porque había serios temores de que
si el hechizo se popularizaba más de la cuenta
habría quien quisiera duplicar con él el oro, y eso
supondría una quiebra absoluta del sistema
financiero.
Belood niega con la cabeza. Sí, van
demasiado deprisa.

168
Capítulo decimotercero

Quizá, subir a lo alto de una gran montaña


pueda inspirar algo semejante. Empero, volar
sobre un dragón no tiene cabida dentro de los
campos de la imaginación. Hace falta mucha
intuición para siquiera llegar a sentir algo parecido.
El mundo se empequeñece… Se hace de
juguete. Las nubes, de algodón, apaciguan en vano
el aparente caos, adonde el viento azota con tanta
fuerza que Dehoán cree no poder respirar, pero
sobretodo que los cielos van a engullirle de un
momento a otro. Sí, es caos, porque no puede oír
nada. Apenas los graznidos aleatorios de los
dragones, que suenan misteriosos y como de
fantasía allá arriba.
Hace frío, mucho frío. La bruja se ha
cubierto con una lona de cuero que se extrae de la
misma silla de montar. Dehoán lo descubre muy
tarde, cuando sus huesos están helados.
…Da igual. Es espectáculo es soberbio. Hay
sombras en el suelo que ni se imaginaba, las que
proyectan las masas nubosas. El sol es más fuerte,
más poderoso, y centellea como nunca se imaginó
cuando rebota contra las aguas de un río. Las aves,
por vez primera, vuelan allá abajo… Es una
sensación extraña, acostumbrado a alzar la vista y

169
ver a las bandadas cruzar el cielo por encima de su
cabeza.
“…No gritéis; alguna vez, un dragón le ha
arrancado la cabeza a su pasaje porque éste se ha
vuelto histérico”.
Precisamente, ahora esa recomendación
última del linfo se le aviene a la cabeza. Sí, un
pasajero de dragón, cuando no es un amo o
domador, debe pasar desapercibido. La bestia no
puede ponerse nerviosa. Eso sería un error fatal.
Ahora, el dragón cobrizo que monta
Dehoán grazna. El sonido es ensordecedor. El
heredero siente, incluso a través de la silla, cómo el
sonido ha tomado forma dentro de los pulmones
de la bestia. Las vibraciones recorren incluso su
propio cuerpo, así como es notable el “peso” o
presión de las alas en un sonido calmoso pero de
caverna que le eriza el pecho. Siente cada aleteo,
que mueve una fuerza descomunal para desplazar
al aire. Así como la respiración del dragón, que
parece rugir sin ánimo de hacerlo.
Suena otra vez la bonita música. Es increíble
que pueda oírse allí, en los cielos. A ese son, las
bestias cambian el rumbo y el mundo gira. El
pánico se apodera por segundos del corazón de
Dehoán, hasta que el vuelo vuelve a estabilizarse;
la sensación de estar a salvo es tan frágil, que el
heredero piensa que de un momento a otro van a

170
caer. Por fortuna, eso nunca sucede. Es el cuerpo,
y la mente, cree pensar, que se mueven en distintas
direcciones cuando hay un movimiento brusco. Es
vértigo puro, y las extrañas fuerzas que pegan a los
seres al suelo, que se vuelven locas.
“El Palacio de Meukoulor…”
Es la voz de la hechicera. Dehoán la escucha
en su cabeza. También se imagina, sin verla, cómo
señala a lo alto de la montaña, allá abajo. Y sí, hay
un hermoso palacio. Y, más que el hermoso
palacio, su hermoso y extenso jardín, trabajado
minuciosamente allá arriba, adonde aún hace
mucho frío y adonde las montañas siguen estando
nevadas.
—Ése fue el último lugar donde viste a los
de tu casta, Dehoán —explicaría luego la
hechicera. —El Palacio de Meukoulor… Se eligió
como “lugar seguro” y sobretodo neutral para las
negociaciones con el enemigo. No pertenece a
ninguna casa, sino que se erige en un páramo
incómodo y casi inhabitable sostenido por la
magia que aún perdura en sus raíces. Por eso el
jardín sigue luciendo rodeado de las nevadas
perpetuas de un invierno que nunca termina en
esas montañas. Lo habitan sus jardineros, y, en
tiempos de parlamento con los orcos, se llena de
bravuconas compañías de soldados y escoltas para
proteger a emisarios y delegados reales. Tú

171
estuviste allí, negociando. Muchos herederos de
Los Reinos estuvieron allí. Incluso sus hermanos,
y su hermana, en especial. Lamentablemente, no
llegasteis a ningún acuerdo. Al menos, Su Señoría
no.
Pero los dragones no van al palacio. Siguen
surcando el cielo hasta una inmensa planicie
dorada que parece no tener fin. Son campos de
trigo silvestre, seco y quemado por el poder
abrasivo del sol. Y, en esa interminable llanura,
dos grandes formaciones militares.
Dehoán tarda en describir qué son. Cree que
son dos grandes plagas animales, separadas por un
río que cruza parsimonioso y cansino, casi sin
flujo. Empero, son cúmulos y hasta “ciudadelas”
militares. De un lado, centenares de miles de
casetas de campaña de colores y sus escudos y
banderolas, empalizadas y atalayas de vigilancia
construidas en madera, conforman un
asentamiento de milicias de caballeros, infantes y
jinetes en sus cuarteles y caballerizas. Muchos de
esos “barrios” son campamentos ahora mismo
abandonados, o en tiempo de “espera”… mientras
otros suponen una ferviente actividad militar.
Curiosamente, los cañones no apuntan a la otra
ribera del río. Miran del revés, al otro confín.
Ésa es la cara Sur. En la cara Norte, las
tropas se organizan en clanes alrededor del fuego y

172
en chozas de madera y paja. Hay abundantes
empalizadas, a menudo formando intrincados
laberintos que nadie podría describir si son
elaborados a propósito o por error. Algunas
manos esperanzadas han empezado a construir un
muro de piedra, pero éste se ha quedado a medias.
También se ha quedado a medias un torreón de
piedra que nunca ha llegado a insinuarse como
fortaleza, la cual era su intención hasta que los
acuerdos entre los bandos rivales dieron al traste
con la posibilidad de implantar en Tierra de Nadie
cualquier asentamiento de carácter perpetuo.
Los dragones descienden… Es el momento
de la verdad… Dehoán lo nota en el pecho. Hay
dos grupos bien diferenciados… Hay dos castas
que se vigilan mutuamente con la única barrera de
un río ancho, pero de poca profundidad; si
quisieran, ambos ejércitos lo podrían atravesar
apenas mojándose los tobillos.
Para la sorpresa del heredero, los dragones
van cayendo adonde las personitas en el suelo van
tomando forma de orcos. Incluso, ya de muy lejos,
iba viendo con claridad cómo los ogros y otros
seres gigantes discordaban con la realidad para
homogenizar una horda bárbara que los acoge con
entusiasmo.
…Suelen celebrar la llegada de los dragones.
Hay júbilo y mucho griterío. Eso pone tensas a las

173
bestias, pero sobretodo a los humanos del otro
lado del río.
Hay un recinto vallado que se va haciendo
cada vez más grande. Dehoán cree que tres
dragones no pueden embutirse en él… pero,
nuevamente, las distancias de quien vuela son
engañosas para quien no esté experimentado y
todo “crece” de una forma exponencial cuando
están a punto de tocar el suelo. Hay más orcos en
las vallas, festejando la llegada.
Algunas brujas acuden adonde su ama. Son
ancianas de mal aspecto, encorvadas y harapientas.
La hermosa mujer que desciende del dragón
permite que la besen las manos, pero pronto las
pone al recaudo de su ya maloliente piel, la que
vestía el cuerpo de bruja cuando el elfo negro la
hirió: las brujas lo analizan al contraluz, como si
fueran costureras. Asienten, y se llevan la
“prenda” para ponerse a trabajar con ella
enseguida.
—Alteza… —dice un orco. Viene seguido
de cierta escolta, que no es precisamente para el
oficial que le está hablando. Es para El Heredero,
para garantizar su seguridad en un campamento de
bestias… ¿o para algo más?
Dehoán está desconcertado. No sólo por lo
que ve, sino por lo que siente; al bajar del dragón,

174
sus pies reaccionan como si nunca hubiera pisado
el suelo, como si viviera una sensación nueva.
—Estamos en Tierra de Nadie, Alteza —
dice la bruja. —Soy Yabertiht, Hechicera de La
Noche —se presenta. Por fin, la bruja desvela su
identidad. Una que no dice nada a un Dehoán
completamente perdido en las argucias de la
política de la guerra. Incluso de la política de la
ocupación. Yabertiht… No le dice nada… Más le
dice su título: Hechicera de La Noche. No podía
ser otra manera. Sus ojos verdes son intensos…
Su seda blanca, pegada a su cuerpo, la “ilumina”…
pero su cabello es oscuro, muy intenso.
—¿Qué significa Tierra de Nadie? —duda
Dehoán, mientras se encaminan fuera de las
cuadras de dragón.
—Se firmó un espacio neutral entre el Norte
y el Sur para mantener la paz. Curiosamente,
desplegamos aquí gran parte de neutras fuerzas
militares para mantener estable este tipo de…
“frontera”.
—¿Por qué? La guerra ha terminado…
—La guerra sí… Quizá no la expansión. Es
diferente.
Y Dehoán es conducido a través de
acampamiento de orcos. Poco a poco, el heredero
empieza a describir que dentro de la anatomía del
orco existen diferentes razas. Las hay, por decirlo
175
de alguna manera, más gallardas, mientras otras
son más plebeyas, e incluso rastreras. Ese germen
determina en muchos aspectos el oficio; algunos
son buenos guerreros, mientras otros no sirven ni
para centinelas y luego están los que terminan
siendo escuderos o limpiabotas. Otros fraguan las
armas, o cocinan. En general, un acampamiento
un poco menos organizado que el de los humanos,
con estercoleros improvisados adonde no se debe
y para las peleas de los que quieren ser algo más
civilizados y los que quieren seguir viviendo de la
carroña.
—Es para mí un privilegio estar a su
servicio, Alteza —dice el oficial de los orcos.
Dehoán no se había percatado, pero su guardia
personal y su oficial le siguen. Ahora, el capitán se
extiende en sus funciones mientras caminan el
acampamento: —Mi persona y mis hombres
daremos nuestras vidas por su seguridad, Alteza.
…Parece contradictorio. Algo le dice a
Dehoán que no está en el lugar adecuado. Puede
que su mente haya sido borrada, o enterrada en los
confines de su psique… pero allí no hay
humanos…
—Quisiera ponerle a la orden del día, Su
Alteza; las tropas están listas para actuar en
cualquier momento del día o de la noche. Hemos
seguido mintiendo en las buenas relaciones con

176
los humanos y seguimos realizando pequeñas
acciones de mercadeo de buena fe. Ya sabe…
algunas especies y buena voluntad. Sin embargo,
alguna que otra vez nuestros intereses han
chocado en los últimos días… Hay un sinfín de
rocas acumuladas allá, ¿las ve, Su Alteza? —y el
oficial orco señala la distancia. Sí, hay una
pirámide de piedras adonde descansan con
desgana unos ogros últimamente no muy
atareados. —La última reyerta ocurrió hace dos
lunas, cuando El Sur denunció que los orcos
levantábamos una fortaleza clandestina.
Supuestamente está descrito en el tratado de paz
que no podemos levantar nada perpetuo en Tierra
de Nadie ni en los territorios ocupados o cedidos.
Un absurdo porque es obvio que hemos venido a
quedarnos, Su Alteza.
—¿Quedarnos?
—La legitimidad natural de la raza del orco,
Su Alteza. Nos atribuye el derecho de
asentamiento allá adonde vayamos. Lo hemos
venido haciendo desde tiempos remotos y es ley.
—Nosotros también tememos nuestras
leyes… —murmura Dehoán. Sí, ya empieza a
recordar algo. No todo, por supuesto, pero algo le
dice que él no pertenece a este mundo de bestias.

* * *

177
—Señoría… —dice el orco, con la voz
entrecortada. Han venido corriendo bosque arriba,
hasta el pueblo. La patrulla trae información: —El
linfo… Señoría…
—Tome aire, soldado —le aconseja
Bokeexool. Como demonio, mira de arriba abajo
al absurdo orco, sudoroso y con el miedo clavado
el la mirada. Menuda especie.
—El linfo… No ha sido devorado por el
dragón, como presumisteis.
—Yo no he presumido nada… —y los
vuelve a mirar, mientras escribe en sus libros de
puntes. Sí, supone que para ellos habrá sido una
misión suicida, adentrarse en un bosque para
indagar las peripecias de un prófugo y un dragón.
—Está bien… ¿Oísteis música?
Los orcos se miran.
—Era preciosa, Señoría.
—Sí, imagino que las grandes mentes saben
apreciarla, pero la vuestra se habrá sentido
seducida de otra manera.
—Daban ganas de flotar, Señoría —añade
otro orco.
—A eso mismo me refería. Muy bien… —y
Bokeexool cierra su cuaderno. —Tenemos que
notificar al Alto Consejo de la Hechicería que un
178
linfo camuflado de humano anda suelto. Y
seguirlo, desde luego —rectifica, justo cuando iba
a despedir a la cuadrilla, y para su desdicha. —
Haced un seguimiento del linfo y mantener una
línea de información con las comarcas y hasta mi
persona; tengo que partir de este pueblucho de
mala muerte y encargarme personalmente de esto
—y mira a su alrededor; no, no va a echar de
menos la hospitalidad pueblerina. —Preparad mi
carruaje.

* * *

Liam no ha vuelto a tocar la lirum, pero la


bestia va y viene en torno a los pasos del linfo. Su
aleteo lo antecede, pero sólo cuando quiere. En
otras ocasiones, su extraña estampida sónica es
sólo un murmullo callado hasta que cae sobre su
presa; siempre sin sombra, cara al sol y para no
alertar a su comida. Es entonces que al venado
elegido se lo engulle, capturándolo con sus fauces.
Es rápido, en todo. Caza deprisa, y come veloz.
Tres bocados y ha terminado. Quizá se cuida de
no estar mucho tiempo en el suelo…
Liam lo ha visto comer. Es un depredador
innegociable. De no existir la música de los linfos,
el explorador no sería sino un pequeño aperitivo
entre sus dientes. Por ello, Liam vuelve a mirar la

179
lirum, sorprendido de que un poder semejante, el
del control de un monstruo, esté confinado en una
pequeña flauta.
—Sorprendente, ¿verdad?
La voz hace que Liam se agache
instintivamente. Asimismo corre a la sombra,
sorprendido de no haber oído venir a la intrusa.
Porque es una mujer. La voz es de una mujer.
Tenía que haber oído, al menos, sus pisadas en la
hojarasca del suelo.
Una rápida mirada a su alrededor y
enseguida entiende porqué no la ha visto venir. Es
que aún no está ahí. La voz viene de muy lejos,
siguiendo el cauce casi imaginario del viento.
—¿Quién eres? —pregunta Liam, a esa
misma brisa que igual arrastra una hoja como trae
olores de las montañas.
No hay respuesta. Al menos, de viva voz.
Lo que ocurre, casi como si se aviniera con la
naturaleza y su aliento de vida, es que suena una
bonita melodía… ¡de otra lirum!
—¿Quién eres? ¡Muéstrate! —insiste Liam.
Y, quienquiera que sea, sólo toca su propia
lirum. Por ella, por su sonido, hay un aleteo sobre
las copas de los árboles que inquieta al explorador.
Porque el dragón está ahí, dando círculos cada vez

180
más cerrados; es un cerco, alrededor de un linfo
que acaba de convertirse en presa.
—¡Basta, deja de tocar! —insiste en su juicio
Liam.
No hay respuesta.
“Corre”, piensa el explorador, a traición.
“Corre deprisa…”
…Es el primer paso del inexperto. Correr.
Quienquiera que sepa cómo se las gasta un
dragón, sabe que correr no sirve para nada. Quizá,
hasta avive el ánimo de ave de presa de la bestia.
—No, no debo correr —dice Liam,
exaltado. Lleva dos días flirteando con el dragón,
sabiendo de su presencia, mutuamente, y
caminando el bosque hacia el Sur a sabiendas que
siempre tiene cerca su fantástica compañía.
Oculto, o en las nubes. Quizá como una silueta
muy distante, y tan alto, que los sentidos hagan
pensar que, para cuando descienda, el que sea
perseguido por un dragón tenga tiempo de
ocultarse.
Liam corre. No lo debe hacer, pero su
razonamiento más simple lo lleva a ello. Es
instinto. Le tiemblan las piernas y sabe que no será
capaz de contener al animal con otras razones que
seguir manteniendo las distancias. Así obran los
ciervos huyendo de los lobos. A veces funciona…
pero, claro, son lobos.
181
“Correr es un error, y lo sabes”.
Pero no va a obedecerse a sí mismo. En los
días pasados ha tocado la lirum cerca del arroyo.
Solía hacerlo por placer adonde arrullara el agua a
sus pies en sus muchos viajes. En esta ocasión,
con una complicidad de animales de compañía el
dragón a descendido para tomar de las aguas junto
a su… ¿amo? Fue un momento hermoso.
…Por la noche, dos estrellas fugaces
recorrieron el cielo en medio de la oscuridad. Eran
los ojos de la bestia, que centelleaban como
canicas de cristal iluminadas desde detrás de su
transparencia. Luego, por la mañana, el dragón
descendió desde las montañas para comer
arbustos. Una purga, o algo por el estilo con
relación a su sistema digestivo…
¿Una vida en común? Porque, el dragón, iba
y venía siguiendo la lirum aunque nadie la tocara.
¿Por qué?
“…Porque suena incluso si no la tocas”.
Así se lo señala Seevia. El juego del gato y el
ratón entre el dragón y un torpe y lento bípedo
por el bosque ha terminado con el explorador
acorralado. Una gruta estrecha, adonde no cabe.
Porque hay un muro de piedra a sus espaldas… y
aún perjura que será capaz de esconderse bajo las
rocas y quedar fuera del alcance del dragón…

182
pero, ¿y si la bestia se frustra y decide lanzar una
llamarada? ¿Quiere comer, o quiere matar?
Por fortuna, la lirum vuelve a sonar. Seevia
vuelve a tocarla. Vuelve la preciosa música, y la
bestia se apacigua.
—Tenías que haber tocado El Nexo…
El Nexo… Seevia se refiere a la enigmática
comunión entre dragones y linfos a través de la
lirum. El Nexo… o el Idioma de los Dragones.
—Este animal tiene grabado en la psique
una especie de “código” que conecta directamente
con las hondas musicales de tu instrumento —
explica Seevia, caminando apaciblemente al lado
del dragón. Se aviene, tan hermosa… Liam cree
que nunca ha visto un ser así. Sus ojos azules son
enormes, limpios y perfectos. Su tez es clara,
como de porcelana. Estilizada, y fantasiosa. Casi
como una caricatura. Y sí, tiene un lirum, y
también viste ropas que parecen haberse
confeccionado con la floresta.
…No toca al dragón. Le hace un gesto,
mientras silba ligeramente. No se fía de él… Sabe
que es un animal salvaje.
—No te hará daño, mientras puedas
controlar su furia —se redunda la “mujer”. —
Puedes calmarte; sólo estaba poniendo a prueba tu
fe.

183
—¿Mi fe? —duda Liam.
—Sí, la que has perdido. ¿Por qué no
tocaste la lirum? Lo hiciste la primera vez que este
dragón te puso en verdadero peligro.
Liam no sabe qué contestar. La presión a la
que se vio sometido entonces era la misma, pero
entonces supo reaccionar.
—No lo sé —responde.
—Yo te diré por qué… Eres un linfo, pero
te han convertido en un humano para que pases
desapercibido. Eso debe haber anulado gran parte
de tu intuición con la naturaleza —Seevia hace
otro gesto, y entonces el dragón eleva el vuelo.
Apenas retrocede, un salto, y enseguida ya vuela
por encima de las copas de los árboles.
—¿Eres una linfa?
—Sí, lo soy.
—Y, entonces, es cierto que yo soy un linfo.
—En alguna parte de tu interior, sí. Quizá
una parte muy escondida, por lo que veo. Por ese
desequilibrio entre humano y linfo tenías al dragón
completamente confuso. Me extraña que no te
haya devorado.
Liam se mira las manos. No sabe por qué,
pero ahora siente deseo de ver su reflejo en alguna
parte.

184
—¿Me has salvado la vida?
—No… Olvidas que yo he provocado este
ataque. Si fueras un linfo del todo lo que se
hubiera acontecido aquí hubiera sido un bonito
concierto sin violencia de ninguna clase; los linfos
podemos hacer que los dragones sean muy
violentos, pero sólo si no suena otra música de
linfo en las inmediaciones.
—No lo entiendo. Es un mundo muy
complicado…
—Sí, lo es. Sin embargo, hace mucho que lo
aprendiste. De hecho, que lo superaste con crees
—Seevia pone la palma de su mano al frente.
Despacio. Liam entiende el gesto y junta la suya
con aquélla. —Si es cierto que eres quien debes
ser, la aprendiza en todo esto debo ser yo.
Es bonito… El tacto de las palmas genera
una corriente de sonido singular. Los linfos no
sólo tocan sus lirum. Parece que el sonido circula
incluso por el torrente de sus venas.

185
Capítulo decimocuarto

“Dignase, caballero, el conseguirnos algo de


ropa decente”.
Y Melac niega con la cabeza. Él no es un
caballero. El anciano es muy gentil… pero no le
ha llamado así por gentileza. Para cualquiera de los
dos “Hummlares”, un caballero es un tipo
barbudo enfundado en hojalata.
…Hay unos gitanos cerca. Son expertos en
burlar a los Medirthos, pues con sus hocicos, que
si bien no son de cerdo sí aparentan narices
respetables entre sus dientes retorcidos, montan
sus campamentos en los bosques de medio
mundo. Comercian, desde luego, desde la más
remota antigüedad. De hecho, a pesar de que no
son eruditos en modales o en discreción, la visión
de un poblado de gitanos es para muchos como
encontrar un oasis en mitad del desierto; siempre
venden de todo.
Y son ropas vistosas. Amplias y coloridas.
Tanto, que los brujos reniegan con la cabeza al
tiempo que se sienten como magos de feria.
—El Maestro también debería de dejar de
llevar toda ese hierro encima —comenta Hummlar
Primero, a un Belood, o Gran Ivaram de Loria,
que reconoce que la cota de mallas y su espada
siempre le han pesado demasiado. No se puede
186
encallecer el ánimo con esos “hierros” si no se
llevan a cuestas desde la niñez. …Ya sospechaba
Belood de Izvart que su sangre no corría
precisamente entre el filo de una espada y la
monta de caballos de guerra.
—¿Cuál es nuestro destino, señorías? —
pregunta Melac.
—La primera cuestión es si el caballero es
de fiar como para permitirle conocer esa
información —y Hummlar Segundo le posa el
dedo en el pecho.
—¿A cuántas bandas jugáis, caballero? —
pregunta ahora Hummlar Primero.
Melac se siente presionado:
—Lo mío no son las conspiraciones reales
ni los trucos de hechicería.
—Sin embargo, se codea con brujos —
sopesa Hummlar Segundo. —¿Quién te envía?
—El alma, señorías —dice Melac, con un
puño en el pecho. —He oído vuestra historia.
—¿Nos espiabas?
—Sí, lo he hecho.
Y ha oído. Junto al fuego del caldo, los dos
brujos, aprendices del Gran Maestro, han contado
los últimos días de la Gran Guerra. En especial, el
último gran combate entre brujos, justo cuando

187
Los Reinos “cayeron”. O pactaron, que es lo
mismo.

* * *

Yabertiht, la Hechicera de la Noche, se


detiene. Con la palma de la mano detiene el paso
de Dehoán. Están a punto de entrar en una caseta
de caballeros de gran tamaño, de oficiales y
nobles. Los estandartes de un lado no tienen nada
que ver con los del otro. Al Norte, las banderolas
roídas de los orcos y demonios, de los trasgos, de
algunas razas menores… Al Sur, los estandartes de
las casas de guerra de caballería y otros señores
feudales.
—Aún en Tierra de Nadie, hay un lugar que
es aún más tierra de nadie que ningún otro —dice
la hechicera. —Es aquí dentro, Alteza. Fuera de
este parlamento podéis ser el heredero auténtico a
acaso una farsa, pero ahí dentro nadie os podrá
hacer daño. Ahí dentro sois inmortal, como
cualquiera que pase a una asamblea de este tipo.
—¿Qué hay dentro, Señora?
—¿Dentro…? Amigos… y enemigos… Al
menos, así los considero y nos consideran ellos
cuando están fuera de esta barraca de oficiales.
Una vez reunidos en este lugar de paz y

188
conversación, nadie es nadie peligroso hasta que
abandona estas paredes de tela.
Dehoán mira el pabellón, preciosamente
ornamentado con motivos heráldicos. Es de
humanos, pero allí se apodera de cierta calaña
solemne hasta la peor raza de los orcos.
—¿Con quién vamos a debatir? —pregunta
Dehoán. —¿Y el qué?
—Bueno, tú eres la moneda de cambio —
sopesa la hechicera. —Hace años la guerra
terminó… o quizá sea más justo decir que quedó
en suspenso. Tal vez mutó a lo que es una
expansión menos… “violenta”. Allá arriba —y la
bruja señala las montañas; se refiere al Palacio de
Meukoulor, —Su Alteza y sus hermanos
discutisteis el futuro de la contienda. El Imperio y
sus millares de caballeros bien pertrechados y sus
milicias perfectamente adiestradas contra las
horrendas y desorganizadas hordas de orcos y
demonios, aún con sus ogros y otras bestiecillas de
poca monta. Superiores en número, pero mal
organizadas. Y, ¿qué es lo que marcó la diferencia?
Dehoán niega con la cabeza.
Evidentemente, no lo sabe.
—La magia… Al fin y al cabo, la magia. En
esta misma llanura…

189
* * *

—…En la amplia llanura, Gran Maestro,


librasteis una increíble batalla contra la Hechicera
de La Noche —cuenta Hummlar Primero,
mientras andan el camino a través del bosque. Es
un día muy bonito y el relato de tiempos horribles
parece eso mismo, un cuento. —Las numerosas
hordas invasoras y las líneas de caballeros, infantes
y cañones hicieron un alto cuando los dos más
grandes brujos de nuestro tiempo libraron su
peculiar pelea. Uno de ellos era Su Señoría, el
Gran Ivaram de Loria. Vuestro contrincante era
una mujer, una hechicera llamada Yabertiht.

* * *

Cuando una carga de caballeros en sus


pesadas armaduras arremete la masa de carne, los
cuerpos ruedan por el suelo como la hierba
pisoteada. Así describirían los cronistas la última
gran batalla de la Gran Guerra, con los jinetes de
las casas nobles empezando la lucha. En plena
llanura, con el río manso partiendo por la mitad el
campo de batalla, los caballeros, en su arrogancia,
aún viendo el inmenso grueso de bestias alineadas
en el horizonte y sin saber de sus tácticas o trucos
en un grueso tal de efectivos, pretendieron
190
alcanzar la gloria de una vez por todas y cargaron
en sus monturas. El suelo tembló a su paso, así
como palpitaba fuerte el pecho de todos y cada
uno de los que tenían que recibir semejante
embestida.
Hubo empujones, desertores, cobardes y
valientes… Pocos orcos y bestias de mala casta
mantuvieron la línea. Una masacre… como
masacre fue la respuesta del ejército invasor
cuando, de retaguardia, aparecieron cinco ogros.
Uga, el ogro tuerto… el de mayor edad, tenía la
piel tan gruesa que las espadas apenas le suponían
algunos rasguños. Path, el de mayor tamaño,
llevaba un garrote de la talla de un roble entero.
Sus golpes aplastaban a la nada los cuerpos…
caballero y montura a la par. Apenas quedaban
huesos troceados y hierros con la pinta de platijas,
todo tintado del rojo de la sangre; casi, como
matar a un mosquito.
Entonces entraron en escena los arqueros.
Muchos, como expertos jinetes capaces de
alcanzar un cuerpo de la talla de un humano desde
la distancia incluso al galope… como para no
alcanzar la sesera de un ogro. Eso sí, pocas flechas
terminaron clavándose en los cuerpos agigantados
y endurecidos de los humanoides más rudos del
mundo.

191
También hubo una gran carga de infantería.
Una carga de entretenimiento, para lograr la
retirada de los caballeros. En su mayoría, críos de
los pueblos colindantes a Los Reinos, labriegos o
hijos de artesanos, así como tribus pagando sus
tributos y presos en busca de redención.
Fue una absoluta sangría. Los momentos
más desquiciados de la pelea. La plebe de guerra,
como se la llamaría entonces, no tenía ninguna
oportunidad contra los ogros y unos más que
envalentonados orcos. Murieron miserablemente,
mientras las hordas se reorganizaban al tiempo
que se corría la voz de que el frente de batalla era
suyo.
…Luego las fuerzas independientes. Había
cazadores que disponían trampas a los pies de los
orcos. Incluso los que proyectaron una absurda
trampa para ogros que, al cabo, ¡terminó
funcionando! Memoth cayó en ella, torciéndose un
tobillo. Y eso suena absurdo, porque los ogros casi
no tienen tobillos. Sus pies son humanos…
peludos y desaliñados… pero sus piernas son
pilares. Quizá el abultado peso… Quizá la mala
suerte.
…Fue el primer ogro en caer. No lo
mataron, pero tuvo que retirarse de la lucha casi a
gatas. Por eso las risas, a destiempo y a mala hora,
de los que lograban encajar en su trasero una

192
jabalina; “¡ajá, su punto débil!” quiso aleccionar de
esperanza un general a sus tropas de humanos, lo
que terminaba siendo más un golpe de efecto cara
a la moral que a las verdaderas bajas de guerra
inflingidas a unos rivales que aún estaban por
conocerse.
Yaht, un experto en cetrería, demostró que
un par de águilas bien entrenadas podían dejar
ciegos a muchos enemigos, ya fueran orcos o
trasgos. Los bárbaros de las montañas hicieron lo
propio con las guadañas implacables de sus
hachas, demostrando que un arma de gran talla no
estaba anticuada, como muchos estrategas
defendían. En realidad, sólo coraje, mucho coraje;
hubieran cortado las mismas cabezas con cuchillos
de cocina.
Del lado de las hordas invasoras, los
demonios de rostros cambiantes fueron los más
temidos. Sus expresiones faciales al límite
causaban auténtico pavor a los humanos más
supersticiosos. Seres de este mundo, con fama de
haberse avenido del más allá, de los Infiernos.
“¡El Infierno está aquí, mendrugos!” llegó a
gritar un oficial de artillería, protegiendo a quienes
huían de los demonios y sus trucos con las
hondonadas más precisas que se vieran en años.
Precisamente, el mismo oficial abatió a otro ogro
cuando éste, bien bruto, se enroló en una tarea

193
imposible; desde hacía más de treinta leguas que
llevaba a cuestas una gran roca que perjuró
borraría de la faz de la tierra al más engalanado de
los generales humanos. “Plancharé sus medallas”,
había dicho, a sabiendas de la burla de los orcos
hacia los militares humanos y su admiración por
vestirse como chicos guapos. Patorah, con sus
enormes pies, fue pues un blanco fácil mientras
cargaba su enorme roca, tan ancha como una casa,
pero seguramente casi tan pesada como una
montaña. …Un cañonazo le abrió un agujero en el
abdomen y hasta el estomago, haciéndole vomitar
por él el desayuno. Luego la piedra cayó, pero para
aplastarle la cabeza.
Hubo peleas de perros… Los orcos los
conducían a la rabia en sus cadenas, y los humanos
los domestican y endurecen con intensivos
entrenamientos… Animal contra animal, cuando
no atacaban decididamente el cuello de sus
víctimas.
Virtuoso fue Sharjplak, un demonio negro
domador de lobos. Su jauría de doce miembros
duró toda una mañana haciendo estragos, y hasta
que lograron reducirla a la mitad; lógico, llevaban
gruesas corazas de cuero y habían sido malditos
con un embrujo que los tornaba confusos, como
sombras de medianoche. Fueron, pues, los
primeros indicios de que la magia estaba tomando
parte en la guerra.

194
* * *

—Negociemos… Hemos venido para eso


—dice la bruja.
Una simple bruja… Una anciana vestida en
harapos. Muchos esperaban otra cosa. La siguen
los oficiales orcos de mayor rango y algunos
generales demonios, que se han avenido montaña
arriba con calma, como si la guerra no fuese con
ellos. Es el Palacio de Meukoulor y abajo, en la
gran llanura, se está desarrollando la última batalla
de la guerra. O eso han venido a pactar. Con la
delegación de invasores no sólo hay bestias, sino
humanos. Algunos son nobles sometidos, como
aquéllos que siempre han estado enfrentados al
Imperio.
Del otro bando, los caballeros y nobles del
Sur, con los herederos al Imperio, se someten al
primer contacto serio con las huestes avenidas de
otras tierras, las que quieren implantar su tiranía
adonde nadie les ha llamado. Ya pagaron tributos
a los orcos las primeras naciones ocupadas. A
veces, para que los orcos y sus huestes
abandonasen el estado de sitio y para formar
estados títere. Hoy, lo que se quiere abordar son
las concesiones a la paz, habida cuenta de que ya

195
se han perdido muchas vidas y, lo que es aún peor,
algunas travesías de comercio.
—Negociemos —accede el mayor de los
herederos al Imperio, Naegead de Lenium. Es un
chico hermoso, y un gran guerrero. Otros cinco
chicos hermosos y grandes guerreros forman la
casta de herederos al Imperio, los del linaje de los
Lenium. Ellos son Eiku de Lenium, el más
joven… Baseiva de Lenium, el más arrogante…
Roorulor de Lenium, el más grueso y tosco, con
un pensamiento de piedra… Riusodeo de Lenium,
callado y triste… y Dehoán de Lenium, todo un
soñador.
¿Por qué han venido todos…? Eso parece
preguntarse algún que otro general… y hasta los
guardias que custodian el palacio. Un lugar neutral,
proclamado así durante las próximas veinticuatro
horas.
…Raeme de Lenium es asimismo una
heredera al Imperio, la única hija del Rey, si bien
con las limitaciones de gobernadora de provincias.
Apenas podrá llegar a eso, aunque es tratada con
uno más. Sin voto, pero con cierto halo de poder
que no termina en su guardia personal; después de
todo, gobierna la provincia de la costa, la más
prometedora cara al futuro.
—…Creí que hablaríamos cara a cara con
Satanás —dice a través de su impertinencia

196
Baseiva de Lenium, cuando a regañadientes y
mucha desconfianza el centenar de delegados
toman forma de asamblea en la gran sala de
conferencias. Hay un púlpito, pero nadie se sube
en él. Simplemente, bajo el artesonado de cristal y
bajo la poderosa luz solar, los dos bandos se
someten a cierta distancia.
—Quizá no has visto mi cara oculta, Alteza
—dice la bruja. Es educada, si bien su pinta no
augura nada bueno. Hay mucha desconfianza, y
entre los humanos nadie cree que los monstruos
de otras tierras tengan por costumbre respetar las
asambleas de guerra. —Soy Yabertiht Liana,
también conocida como la Hechicera de la Noche,
Comandante de las Huestes del Norte y Oradora.
Los poderes que me han otorgado mis superiores
me permiten haber venido en calidad de regenta
absoluta de sus fuerzas. Inclusive con poder para
tomar las decisiones políticas que se acuerden en
esta reunión.
—Bien… Soy Naegead de Lenium, primer
heredero al Imperio —y, mientras quienes debaten
se discriminan del resto ocupando un espacio
vetado por la multitud en un lugar junto al púlpito
en el precioso damero de mármol, un cronista va
anotando las conversaciones. Un cronista de los
humanos, porque las fuerzas de orcos y bestias no
se andan con esas formalidades. —Mis hermanos
y sus delegaciones hemos venido a declarar este

197
santuario y la Gran Llanura “tierra de nadie”. Si Su
Señoría no entiende ese concepto, entre los
humanos conocemos la “tierra de nadie” como un
espacio vetado al odio y la destrucción que
provoca la guerra.
—¿Un cese de las hostilidades… de eso que
está pasando ahí afuera? —señala la bruja. Su dedo
parece atravesar imaginariamente el palacio,
llegando a discernir las miles de muertes que se
están produciendo ahora mismo en el campo de
batalla; las grandes puertas se han sellado y el
rumor de la guerra ya no se oye. —Acordaré
Tierra de Nadie cuando hallamos llegado a un
compromiso por ambas partes, Alteza.
—De acuerdo. Quisiera oír su pliego de
condiciones.

* * *

…Llegan los demonios alados. En realidad,


su presencia no debería suponer ningún cambio
drástico en la situación. Los humanos van
ganando… Sus formaciones militares son más
efectivas. Hay orden, y relevos oportunos. Los
brazos son más solidarios, hay un rigor más
efectivo en el cara a cara en la defensa del
honor… pero, lógicamente, vulnerar con osadía la
epopeya del cielo convierte a los demonios alados
198
en toda una admiración. Además, arman sus
estrategias con tridentes y redes que dejan caer
sobre la infantería, causando estragos al romper
una y otra vez las formaciones.
Los temen mucho. Escenifican mejor que
ninguna otra bestia lo que es el infierno. Y son
fácilmente abatibles, con un peso militar bastante
dudoso… pero su despliegue táctico corrompe la
hegemonía de los generales humanos; “¡a la
retaguardia!” es la orden que reciben esos
demonios, que desordenan las formaciones y los
relevos y apoyos se merman o desorientan.

* * *

—Nuestras condiciones se anteceden de una


propuesta; el fin de la guerra. Luego, la concesión
de legitimidad sobre los territorios ya
conquistados. Es decir —dicta la bruja, de
memoria, —la diócesis de Looblor y Sehoiw, La
fortaleza de Zuth, El Paso de Wealast, los reinos al
este de Movuwue, Las Tribus Bárbaras, la
ciudadela de Ataane y la ruta del Lago
Esmeralda…
—Basta, bruja —salta Eiku de Lenium, —
jamás accederemos a todas esas concesiones —
…es el más joven de los herederos, y quizá aún no
ha entendido que en una asamblea el derecho de
199
parlamento debe adquirirse por otros medios que
acaso sólo abrir la boca. Su hermano mayor lo
amonesta. Al menos con la mirada. Desde atrás,
un general lo hace verbalmente, recordándole los
compromisos que todo asistente a una asamblea
militar debe cumplir.
Yabertiht Liana sonríe. Sí, hay
temperamento en la familia. Eso es muy alentador
de cara a sus planes. De hecho, los herederos se
dividen allí mismo en sus ideales; muerte, o
concesión. Lo ve en sus rostros. Hay quienes son
partidarios de degollar ahora mismo a los
comisarios de las huestes invasoras, bruja incluida.
Es un divertido riesgo a correr. Los humanos
discuten, allí mismo, y rompiendo el protocolo,
mientras los orcos y las otras bestias se asustan y
observan reiteradamente a su señora.

200
Capítulo decimoquinto

“Abajo”, en la llanura, los modales o las


forman van desapareciendo poco a poco. Los
caballeros tienen un código de honor en la guerra
y hay acciones que no llevan a cabo…
precisamente, aquéllas que los monstruos de otros
mundos están empezando a utilizar; masacrar por
la espalda, atacar en un número abusivo contra los
débiles, ajusticiar heridos moribundos…
“Arriba”, en el palacio, aún hay algo de
dignidad:
—Esta sala no se convertirá en un campo de
batalla —los alecciona un general. Camina al
frente, orgulloso, y da un puño al pecho para
hacer entender que será capaz de sacar su espada
para defender a la bruja y sus escoltas y comisarios
si se rompe el protocolo de asamblea militar. Es
Brilawhin de Olila, ya un grueso anciano de barba
gris, pero de aún enorme talla y más reconocido
prestigio. No sólo en la mesa de tácticas, sino en el
cuerpo a cuerpo. Muchos dan fe de que será capaz
de matar a un heredero si siguen importunando las
normas.
—Agradezco que medie, general —dice la
bruja. —Creí que el protocolo era una fuente
interminable que crecía en la abundancia del
progreso; hablan maravillas de la corte del

201
Imperio. ¿Es el linaje que hoy acaudilla el trono
merecedor de ese esplendor?
—La duda es una ofensa, señora —alega
Naegead de Lenium, el mayor de los herederos. —
Nuestra cuna es limpia —se defiende, sobre la
legitimidad del Rey para gobernar.
—Entonces, decidid con juicio, Alteza
soberana —dice la llamada Hechicera de La
Noche. —Parad esta locura y conceded las
cesiones pertinentes. De lo contrario, el orco no se
detendrá.
—No lo hará en ningún caso —sopesa Eiku
de Lenium. Joven… muy joven… Sigue siendo un
bocazas. Sincero, pero bocazas.
—El orco será destronado hoy de sus
posesiones —sopesa Roorulor de Lenium, el más
bruto de todos. Cree ciegamente en el poder de
los brazos y de la espada que éstos sujeten. —
Nuestras valiosas tropas doblegarán vuestra
desalmada estirpe.
—La de mis señores es una raza dura —dice
la bruja. —Ha sobrellevado encrucijadas peores
que ésta. Antaño, sin ir más lejos cuando el
humano quiso eliminarlo de la faz de la tierra.
—Eran otros tiempos de odio, Señora —
dice el general. Quiere la paz. No quiere más
sangre.

202
—Conceded, pues, la convivencia —insiste
la hechicera, una Yabertiht Liana que no usará sus
dotes mágicas allí; acaba de ver entre los delegados
humanos a un caballero con serios apuros para
seguir resistiendo la incomodidad de su cota de
mallas.
¿…Seguro que es un caballero?
Sí, los humanos se guardan un haz en la
manga. La bruja lo sabe.
—Bien… negociemos afuera, os lo ruego,
señorías —dice.
—¿Afuera?
—En las terrazas, señorías, con la vista de
nuestras huestes en disputa.

* * *

Vienen algunos pocos caballeros oscuros.


Nadie osa adivinar si son seres vivos o entes de
otros mundos. Muertos… Esa es la duda. Al
verlos venir, se corre la voz de que en efecto se
han abierto las puertas del infierno.
Nadie quiere luchar con ellos. De hecho, los
tumultos vuelven a moverse en la dirección
opuesta a la cabalgada de los jinetes en sus

203
armaduras de acero negro. Llevan capas roídas, y
escudos que parecen caparazones de escarabajo.
“¡Son pura invención”! grita uno de los
generales. A su mando, hay quien hace un voto de
piedad a los dioses y se enfrenta contra lo que
muchos afirman que tratan de los auténticos
portadores de las espadas de la peste. Los
caballeros negros, quizá con suerte no maten al
tacto de sus armas… pero, apenas un rasguño,
apenas el metal maldito toma contacto con la
carne, y, el cuerpo, ya maldito, acabará
pudriéndose en unas horas.
En efecto, es un truco. El guerrero que los
combate logra derribar uno. Lo abate, cortándole
el cuello. Su sangre es roja. Muy roja.
“¡Pueden morir!” son las voces.
Desde retaguardia, los demonios que han
ideado la gran cabalgada maldita de los caballeros
negros reconocen que la táctica ha fallado. Ha
durado poco… Usar los miedos tradicionales de
los humanos, el miedo natural a lo desconocido y
fundado en leyendas sobre el Averno, tiene un
límite… el límite de la guerra.

* * *

204
—El orden y la uniformidad de los
hombres, contra el tumulto aberrante de los orcos
y otras bestias —sopesa Yabertiht. Desde las
terrazas, con una fenomenal vista de toda la
llanura, se distinguen los inmensos grupos de
invasores y las cohortes organizadas de humanos.
Se van perfilando en ésta las primeras catapultas.
Llevan tiempo a la espera, y hubieran querido
tener a su merced el brazo fuerte de los ogros para
armar una y otra vez sus proyectiles, artificio que
los artilleros llevan a cabo a través de mucho
sudor y un sinfín de poleas.
Del otro lado, esos mismos ogros que
anhelan los humanos para con las peores tareas de
carga lanzan piedras que vuelvan casi una legua
hasta las tropas de infantería. Son dos maneras de
entender el mismo concepto; dañar en la distancia.
—¿Os vais a recrear en la miseria de la
guerra? —pregunta Naegead de Lenium, el mayor
de los herederos. Ambos grupos de comisarios no
se relajan, pero se tiende a pensar eso cuando lo
que ocurre en realidad es que no se enfrentan
mirada a mirada, sino que se arriman a los
balaustres para contemplar el brutal
enfrentamiento. —Son sus tropas, Señora. Las de
sus amos… Podrían estar en otro lugar, viviendo
sus propias vidas y no la conjura por unas tierras
que no les pertenecen.

205
—Las riquezas de más allá de Meritia no
pertenecen a los hombres de estos reinos, y, sin
embargo, vuestras naves han surcado los mares
saqueando otros pueblos. Es ley de vida, Alteza —
explica la bruja. —No he venido aquí a hablar de
moralidad. He venido a debatir la paz.
—La paz tras el tributo de nuestros pueblos.
—La paz de los hermanos. El orco,
arraigado en la cultura humana.
—Una verdadera falacia —sopesa Raeme de
Lenium. Es la “chica”, la primera vez que la
heredera abre la boca. Es bonita, muy bonita. La
bruja la observa conociendo su destino. Ya sabe
que no se casará con un hombre. Lo ha visto en
las estrellas de la madrugada, en horas brujas.
—Mi señora… —la dice Yabertiht. —Jamás
cuestione al destino lo que es del destino. Quizá
en un futuro no muy lejano sea vuestro vientre el
que confraternice con la raza de los orcos.
—¡Alto, bastarda! —salta de una vez
Dehoán de Lenium. Es joven, y aventurado. Ha
querido estar en primera línea de batalla, abajo, en
la llanura. Empero, alguno de sus hermanos ha
insistido sobremanera de que no lo haga, que su
lugar está en el cargo de conciencia de la
diplomacia, no del acero. Hoy no. Hoy toca
debatir. O, al cabo, asimismo “pelear”, de otro
modo: —Las impertinencias de una bruja tendrán

206
que justificarse —y el muchacho señala las
medianías. Hay cientos de guardias humanos
apostados por doquier. El palacio está tomado…
La reunión de buena fe podría tornarse una
sangría para los orcos y su peculiar emisaria.
—No habrá violencia aquí, Alteza —se
reitera el general, de nuevo. Lo advierte.
—Habrá justicia.
—Y el final de los días de los enemigos del
Imperio —quiere jurar Riusodeo de Lenium. Se
golpea el pecho, en un gesto que significa ansias
de juramento. Habla muy en serio.
—Mirad, Señora, las cartas con las que
negociáis —dice ahora Eiku de Lenium. Joven,
pero perspicaz. —Mirad vuestras huestes —
señala. Y, es cierto, allá abajo la pelea se decide del
lado de los humanos. Un solo hombre vale por
diez necios. Es el precio que hay que pagar por la
vida en desorden, por la despreocupación de los
que se dedican a holgazanear y tienen por
costumbre confundir la batalla con el saqueo de
aldeas indefensas. —No tenéis ejército, Señora.
Tenéis número… Un sinfín de bestias que caen
moribundas una tras otra. No hay lugar a esta
negociación.
—¿Tan seguro estáis de eso, Alteza?

207
* * *

…Hay tropas que se marchan por donde


han venido. Eso no tiene sentido. El frente pide
que los humanos sigan luchando, pero hay quienes
retroceden con calma, agotados, como si llevaran
días combatiendo… o con la paz interior de haber
cumplido, de haber sobrevivido a la guerra.
Eso sí que no encaja con la realidad. La
batalla no está terminada. No se ha dado la orden
de retirada. Los cuernos no han sonado.
El aire está enrarecido. Hay quien comenta
lo mismo dos veces. Hay quien cree volver por
donde ya ha vuelto.
¡Brujería…! ¡Brujería…!
Son las primeras voces. Hay quienes se dan
cuenta de eso. Una brujería maléfica, que trastorna
los sentidos. Eso creen muchos, sobre un embrujo
que confunde las mentes. Sin embargo, lo que
sucede es real. No es figurado… Hay formaciones
de soldados, de caballeros, que alternan su
existencia en tiempos diferentes. No es ahora, ni
después. Una envolvente de sombras cubre la
llanura... y entonces hacen aparición los elfos
negros.

* * *

208
—Comencemos de nuevo, señorías —dice
la bruja. Se gira, con la llanura a sus espaldas. Allá,
el suelo se ennegrece. No hay nubes que proyecten
su sombra, pero la sombra copa el territorio de
guerra como una plaga. Una nebulosa, que a
menudo distorsiona las imágenes cuando el
pasado y el futuro se entremezclan.
—¡Brujería…! —salta Naegead de Lenium,
el mayor de los herederos. —¡Habéis ensuciado de
malas artes la gloria de nuestros hombres!
—¿Me tildáis de jugar sucio? —sonríe la
bruja. Los orcos que la acompañan ya estaban
suficientemente atemorizados, pero ahora se
llevan las manos a las empuñaduras en un
momento fuera de lugar. Los humanos también
tocan sus espadas, aunque nadie desenvaina. —
Procurad ahora mismo uno de vuestros delegados
contra uno de los míos… —y la bruja tira de uno
de los orcos. Lo pone enfrente, y lo obliga a
desenvainar.
—¡Estáis loca!
—Lo propuesto, Alteza —se reitera
Yabertiht. —Este torpe orco contra el más torpe
de vuestros caballeros —y, sabiendo a quien acusa,
señala al supuesto señor feudal que se incomoda
de llevar acero y armadura. Es un brujo. Está claro
que los humanos han llevado un brujo a la

209
asamblea. —O… ¿quizá debería retarlo yo misma,
como hechicera?
Los herederos se miran. No, no hay brujos
en Los Reinos… ¿O sí?

* * *

—Durante la última batalla, los herederos


del Imperio se reunieron en el Palacio de
Meukoulor para intentar pactar un acuerdo de paz.
¿Curioso, no? En un lugar se combate, y en el otro
se dialoga.
Hummlar Primero rememora lo que su
doble, Hummlar Segundo, desconoce. Por
entonces, en aquella batalla, el aprendiz de brujo
no había visto duplicada “su especie”, como se
suele decir.
Es de noche, junto al fuego. Los medirthos
han pasado cerca, pero un pequeño hechizo ha
hecho que los olores humanos o de las monturas
se hayan diluido al cielo. Por eso los perros no han
dado con su rastro.
—¿Estuve yo allí? —insiste Belood de
Izvart, algo absurdo.
—¿El Gran Ivaram de Loria…? Encabezó
la partida de brujos que participó en la batalla.

210
—…Oí de ese momento que fue el
renacimiento de la magia, Señoría —comenta
Melac. El mercenario se ha portado; no sólo ha
dado caza a un par de tejones para la cena, sino
que ha organizado medio acampamento, incluso el
fuego. Los brujos lo han dejado hacer para que se
sienta útil, para rendir la pleitesía que un soldado
debe tener con sus superiores. Hummlar Primero
ya advirtió que, hasta el levantamiento del sitio por
parte de los orcos en todo Los Reinos, un decreto
universal concedía a los brujos el grado de
oficiales del ejército… algo que hoy día no se
aplica en la práctica a los brujos proscritos.
—Los brujos nunca han desaparecido de
Los Reinos, soldado —lo niega Hummlar
Primero. Hummlar Segundo calla… Es decir, se
ha dormido. Cosas de la vejez y de no tener la talla
personal de su doble, el que seguramente es la
pieza original del entuerto físico y mental de la
dualidad. —Un acuerdo de los nobles y reyes
obligaba desde la antigüedad a practicar la brujería
en la intimidad. Lo hicieron para no perder poder
de cara a sus súbditos. Lo único que hizo la guerra
fue revertir ese mandato y es obvio que las fuerzas
militares pidieron nuestra ayuda llegado el
momento, aunque no lo hicieran formalmente.

* * *

211
…Parecen caballeros. Se han vestido como
tales… Han querido pasar desapercibidos. Incluso
han cabalgado con las formaciones de caballeros
durante las embestidas a los orcos, aunque sin
hacer uso de sus armas de acero, las que no
entienden.
Tienen una nueva esperanza. Esperan que,
de sorprender a la orden militar, de tener su papel
en aquella última batalla, quizá los nobles y reyes
permitan la reapertura de las escuelas de magia. Y
ha llegado el momento de demostrar de qué talla
están hechos. Pues, la magia, la brujería, toma
forma en la pelea. Los elfos negros distorsionan la
realidad con sus dotes y hay soldados que son
heridos antes de que ninguna espada de hielo los
llegue a tocar. Hay incluso un capitán que ordena
reagruparse y rodear al elfo negro que aún no ha
aparecido…
“Hemos vencido, señorías” dice uno de los
brujos, aún en su atuendo de caballero. Es una
contradicción… La pelea con los elfos negros aún
no ha comenzado… pero el vaivén del tiempo ya
da pistas de que a los brujos les va a ir bien, si
acaso es que pierden a ese brujo confiado en la
victoria porque ya la ha vivido. Acaba de
hacerlo… y se retira, conforme.

212
* * *

—Fueron momentos muy extraños —


sopesa Hummlar Primero. —Jmuhoum, el viejo
brujo de los bajos fondos de la ciudadela de
Urhim, no desertaba de la primera línea, sino que
se devolvía sobre sus pasos convencido de que la
pelea con los elfos negros había terminado…
¡pero aún no los habíamos visto!
—Eso no tiene sentido —se queja Melac,
conocedor como nadie de la guerra.
—Un elfo negro sí que no tiene sentido.

* * *

Elfos negros… La percepción popular les


ha conferido ese nombre… Algo bello y horrendo
a la vez. Ésa es la intención… Son bonitos, con
aires delicados y casi de mujer, de diosas
blanquecinas y heladas, dentro de su aura maldita
de entes demoníacos. Muchos los señalan así
porque se desconoce el origen de su magia, y
luego se rodean de un ambiente lóbrego y
fantasmal, lo que hace pensar a los soldados que la
noche está tomando cuerpo.
Esta vez, los elfos negros invocan asimismo
a los seres de ultratumba. Hay algún infante que
213
cree estar oyendo, literalmente, la voz de un
antepasado que, ¿quién sabe? podría estar
combatiendo desde el más allá.
…Cuando el primer elfo negro aparece, el
clamor de los humanos es sobrecogedor.
Enseguida aparecen los más valientes y quieren
abatirlo con sus flechas, pero eso no da resultado.
Algunas flechas siguen otro camino en el mismo
sitio… pero en otro momento. …Por eso, hace
horas que sobrevuelan el campo de batalla algunas
flechas perdidas que nadie sabe reconocer como
suya. Las reprimendas brutales de los oficiales a
los grupos de arqueros toman ahora otro sentido
cuando se deduce que esas flechas erradas en el
campo de batalla no son de nadie… sino de los
elfos negros y su predilección por liarlo todo.
...Muchos mueren o han muerto por esas
flechas, pero no así los elfos negros.

* * *

—Convirtieron a unos pocos soldados en


zombies… —comenta Hummlar Primero. —
Terminada la guerra, debatimos largo y tendido si
acaso los elfos negros llegaban a tener un contacto
tan cercano a la muerte como para “revivir”
cuerpos, o acaso simplemente el suyo era un truco

214
bastante teatral que anulaba la voluntad de los que
aún estaban vivos.
—Los muertos están muertos, Señoría —
insiste Melac en sus observaciones; ha visto
muchos cadáveres… y nunca a sentido que
ninguno se haya vuelto a mover.
—Lo sé… sin embargo, algún que otro elfo
negro alzó del suelo varios muertos, los que
anduvieron el campo de batalla hasta la noche. Y
no era una estrategia combativa, sino
desmoralizadora. Las unidades de primera línea
fueron presa del pánico; curioso… que el hombre
no tenga a menudo miedo a morir cuando se
rodea de la atmósfera sangrienta de la guerra, pero
acaso tenga un miedo horrible a no poder
descansar eternamente.

* * *

Unos inusuales caballeros dan un paso al


frente. Se miran, y entonces se dirigen a la primera
línea de batalla en solitario.
Son apenas una docena. Apenas les separan
de los elfos negros unos centenares de pasos…
Nadie entiende esa táctica descabellada. Sin apoyo,
van a morir. No tienen quien les cubra las
espaldas. No hay quien los rescate del suelo

215
cuando estén malheridos… El número los abatirá,
aunque sean atacados por los orcos menos
apasionados de las hordas enemigas. …Luego
enfrentarse así a los elfos negros es más que un
suicidio. No tendrán su oportunidad… hasta que
el halo helado que congela los pulmones y que
muchos señalan como el aliento de los elfos
negros se detiene. De hecho, hay un efecto natural
con forma de vapor que deshace la magia negra.
Es Sawooh de Loria, un maestre de la brujería que
se destapa no sólo quitándose su armadura, su
capa de caballero… sino alzando los brazos para
lanzar un hechizo de… ¿obviedad en el campo de
batalla? Porque, a su orden, los elfos negros dejan
de estar ocultos. Son siete, y siete siluetas, que han
sembrado el caos, toman forma humana. Son
definidos… Su talle estilizado ahora puede ser
señalado, y no sólo intuido.
Los doce brujos se descubren de sus
artificios. Ahora, la magia seguirá con la pelea en
otra escala de la guerra, una que, desde tiempo
atrás, se ha venido llevando en la clandestinidad.

216
Capítulo decimosexto

Cuando Sociesort, brujo de la Orden


Perdida, da una palmada, el humo de tabaco que
sale de su pipa se solidifica. Cobra vida…
Curiosamente, a sabiendas del temor popular al
mito de los dragones, es en un dragón de cuerpo
nebuloso en lo que se convierte el peculiar
embrujo de “esencias libres”. Y son fauces de
humo… pero mortales si llevan consigo la
podredumbre de calcinar todo aquello que no viva
plenamente este plano de la realidad. Con él, hará
daño verdadero al alma de los elfos negros.
Riguth, El Bondadoso Sanador, el mismo
que en el Bosque Ilusorio socorre a los peregrinos,
ahora se convierte en todo lo contrario a un
doctor de buenas causas. Ha analizado “los
huesos” de los elfos negros. Es decir, les ha visto
el “tuétano” del que están hechos… En realidad,
son gelatinosos. Eso deduce, viendo que no
comparten los mismos órganos racionales de los
seres vivos. ¿En qué momento pactaron los elfos
negros con otro medio de vida? ¿De qué se
alimentan…?
La respuesta la tiene cuando indaga el
interior de uno de ellos con sus propias manos.
Porque intuye una nueva disyunción temporal,
entra en ella y en cuestión de segundos está tan

217
cerca de un elfo negro que introduce sin
precaución una de sus manos en su cuerpo. Y hay
allí esencias humanas… Hay mentes, y almas…
Los elfos negros se alimentan de la vida natural de
este mundo. Por eso quienes tienen contacto con
ellos pierden parte de su identidad, o acaso la
identidad entera.
Es un acto reflejo, pero el Bondadoso
Sanador retira la mano casi a tiempo. Y es casi a
tiempo porque algo de su ser se ha quedado
irremisiblemente atrapado dentro del demonio que
acaba de ultrajar.
…En fin, al menos le ha arrancado “el
corazón”. Es decir, el primero de los elfos negros
en caer queda quieto, como una estatua de
mármol. Su propia curiosidad le ha hecho permitir
que Riguth le sustraiga el misterioso cuerpo sólido
que llevan por alma. Una piedra gris e informe,
con la dureza de un diamante, pero con el tacto
esponjoso de una gelatina.

* * *

—Conversamos con ellos, claro está —


cuenta Hummlar Primero. —Es decir, no íbamos
a pelear, sin más. Ambos bandos nos sometíamos
al misterio de la magia y no todo iba a ser puro
músculo.
218
—Y no cedieron…
—No… Discutimos sobre su postura en la
guerra, sobre la necesidad de sus señorías, los elfos
negros, de combatir en el bando equivocado.

* * *

Evidentemente, nadie oye las


conversaciones en el más allá, en un plano distinto
al que pueden acceder los seres vivos.
…Los brujos conocen ese “idioma”.
“No sé quién os somete, pero os juro que
podemos ayudaros a liberaros de la maldición que
os apresa”, dicta desde su mente el Gran Ivaram
de Loria, en plena comunicación con los elfos
negros. Su mayor preocupación es el tiempo, el
tiempo perturbado en un torrente absurdo.
Porque entra en un bucle. Un bucle temporal. Por
él, el Gran Ivaram de Loria asiste por dos veces al
inicio de la pelea. Aún rezan con una rodilla en el
suelo y con el puño en el pecho, según el credo de
cada casta humana, las grandes formaciones
militares antes de derramar una sola gota de
sangre. A lo lejos se avienen los ejércitos orcos,
como una marea negra.
El bucle vuelve a actuar, y entonces el brujo
vuelve a formular su propuesta:

219
“No sé quién os somete, pero os juro que
podemos ayudaros a liberaros de la maldición que
os apresa”.
…Y recapacita… ¿Se ha visto a sí mismo
proponiendo… o acaso ha vuelto a ofrecerse
sometido él mismo a un poder aún más poderoso
que la voluntad propia?
Ve a los brujos combatiendo con los elfos
negros. En tres ocasiones. Maojaoja de Geoloath-
tak utiliza sus artes de la tierra para generar casi de
la nada compactos bloques de piedra que
delimitan un espacio que no debería poseer
existencia alguna, pues son parte natural y parte
esencia de otras esencias en otros mundos… Son
elementos muy pesados, aún cuando son bloques
del tamaño de un puño. Con ellos, con lo que
muchos brujos llaman la velocidad cercana al
infinito, el hechicero encierra a un elfo negro en
un campo de fuerza de carácter místico y físico a
la vez, el que genera un campo gravitatorio que
desoye las leyes naturales. Y lo captura, al rival,
porque duda en matarlo… No sabe de la
naturaleza de un elfo negro… o de que un nuevo
paso atrás en el tiempo es el que lleva al poderoso
campo gravitatorio a otro momento y genera una
especie de “roto” en el espacio tiempo. Se define
así, aunque en la práctica se trate de una especie de
nudo de lo que existe que se mantiene estático en
el aire. Quien lo ha osado tocar, siente que sus

220
manos se diluyen como el agua y ya nada vuelve a
ser lo mismo.
El Gran Ivaram de Loria asimismo asiste a
la temible liza entre el Gran Pagaeva con otro elfo
negro, mientras ambos distorsionan tanto la
realidad que se pierden para siempre que un lugar
que no existe. Son las primeras bajas en la magia…
Las más “reales”, aunque parezca una
contradicción llamarlo así.
Veehaam El Sabio y Xneuba El Gentil
rodean a otro de los elfos, el que consiguen
paralizar al uso de un hechizo capaz de helar las
sustancias… aunque un ser vivo no sentiría
precisamente frío. Es “hielo absoluto”, como lo
llaman los brujos. Es decir, la congelación total de
lo que existe, cuando las partículas se detienen.
Curiosamente, el producto de esa improvisación,
unido al espectral “cuerpo” del elfo negro, da
como resultado por apenas unas milésimas de
segundo un cuerpo nuevo que es ajeno a las leyes
universales y que sale disparado a la velocidad de
rotación de la galaxia.

* * *

—Estudiamos ese fenómeno por mucho


tiempo… No nos lo esperábamos… —comenta
Hummlar Primero. —El elfo negro contraatacó

221
con un hechizo de inoperancia en este mundo, o
con la intangibilidad total y para que el hechizo de
los brujos pasase de largo… Empero, el hechizo
no era para atacar a lo que existe en este mundo,
sino para alejarlo aún más de él.
—No puedo entender eso, Señoría —
sopesa Melac. El supuesto Gran Ivaram de Loria,
un Belood de Izvart mas que desencajado,
tampoco.
—No hay mucho más que contar sobre ello
—resopla el brujo, aún en ascuas por aquel
episodio. —Imaginamos que el elfo negro
“despertó” en mitad del cosmos, completamente
confuso como tan fuera de lugar, en todos los
sentidos.

* * *

“Negociemos”, oye el Gran Ivaram de


Loria. Por fin, el líder de los elfos negros contesta.
“Sí, hagámoslo”.
“Libéranos del embrujo y abandonaremos el
campo de batalla”.
¿Embrujo? Era lógico pensarlo. Si en la
particular filosofía de los elfos negros aún la
necesidad o sentido de la existencia misma es
cuestión de debate y objeción entre los mismos
222
elfos negros, imaginar que uno de ellos, o un
grupo, se decante por luchar a favor de cualesquier
especie del mundo suena a disparate.
“¿Quién?” pregunta el Gran Ivaram.
“La bruja…”

* * *

…Nadie entiende qué diablos de lucha se


traen entre manos los brujos y los elfos negros.
No hay sangre, ni aspavientos. Lo que sucede es
que a menudo el sonido no llega del otro lado del
campo de batalla. Tampoco se aviene siquiera el
viento. Su peculiar pelea tiene otros tintes distintos
a la natural bruma de guerra.
De repente, la gente cree que ha caído un
rayo. Hay un estampido sónico. El suelo parece
que emana vapor… y entonces los elfos negros
abandonan el campo de batalla; el brujo y los elfos
han llegado a un acuerdo.
“Libéranos… si puedes…”
Son las últimas palabras del líder de los elfos
negros. Porque el Gran Ivaram de Loria propone,
y ellos aceptan. Es más, participan. En una última
voluntad en la llanura, el tiempo confuso y la
magia del Gran Brujo se conjugan en una
estrategia completamente desconocida. Sucede el
223
“milagro”, la gran paradoja de todos los tiempos, y
una mujer camina el campo de batalla vestida con
un precioso traje de seda, precisamente camino al
río.

* * *

—Entonces apareció ella —cuenta


Hummlar Primero. —Yabertiht Liana, Hechicera
de la Noche… Una mujer hermosa, de cabello
muy oscuro. Más oscuro que la oscuridad total.
Joven, y preciosa. La mujer perfecta, en la vanidad
de las brujas por apreciarse como las mujeres más
hermosas del mundo.
—¿Una mujer? —la desmerece Melac. Una
mujer en el campo de batalla… Eso es una
estupidez.
—No es una mujer cualquiera. Es una
hechicera… curiosamente, la misma que observa
la batalla desde las terrazas del Palacio de
Meukoulor.

* * *

—¿Qué diablos está pasando aquí? —duda


la bruja. Desde las terrazas, sólo los entendidos de

224
la magia pueden saber qué ha pasado en él, en la
extraña pelea entre brujos y elfos. Acaso, la bruja y
el hechicero que se ha descubierto ya de entre la
comitiva de parlamentarios humanos. Sin
embargo, ahora se aviene a la llanura algo
extraño… algo de difícil comprensión. —¿Soy
yo…? —duda.
Es ella… Es ella, pero en otro tiempo. La
particularidad que rodea a los elfos negros ha
llevado la magia del Gran Ivaram de Loria, ahora
su libertador, a otro tiempo… y se ha conjurado el
magnífico hechizo de La Duplicación de Cuerpos
que el Gran Maestro ya domina con excelentes
resultados.
—No es posible… —duda la bruja. —He
oído sobre ese hechizo, pero para que tuviera
lugar tendría que suceder que yo pisase el campo
de batalla, cosa que no pienso hacer —advierte,
girándose en redondo, sobre los herederos… que
no entienden nada. —A no ser… —sopesa ahora,
—que la rara esencia de los elfos negros hayan
logrado mezclar el tiempo y el destino a partes
iguales, lo potencialmente posible y lo ocurrente,
aunque no ocurra, y que el sólo hecho de mi lugar
en esta tierra suponga una endeble lógica a todo
esto. Porque soy yo… —se señala, incrédula. Casi
se sonríe, amante como es de la magia. —¡Yo en
mi juventud!

225
…Con menos experiencia en las artes de la
magia. Eso pretende el Gran Ivaram de Loria.
Sabe que la verdadera Hechicera de la Noche es
un enemigo total, muy complejo. No quiere dejar
Los Reinos en manos de un encuentro tan
desigual como la mejor bruja de todos los tiempos
contra una decena mermada de brujos del
momento. Joven, arrogante, pretenciosa… Lo es
tanto que no se extraña de estar allí, en mitad de la
nada.
“Un momento…” dice, la preciosa
hechicera, mirando a su alrededor; estaba en
“casa”, en su laboratorio… y ahora aparece en
otro lugar, una gran llanura, un río… dos
ejércitos…
—Mi Señora… —dice el Gran Ivaram de
Loria, —estáis en una guerra.
—¿Una guerra…? —duda. —Tiempo ha
que leí en mis sortilegios sobre la llegada de una
gran guerra… No creí que me implicaría…
—Os ruego pongáis atención porque no
quisiera combatiros con el desconocimiento de los
hechos por vuestra parte, Señora. No puedo
explicar ni dar detalles de las alianzas que La
Señora ha pactado con las fuerzas del más allá, o
con las fuerzas terrestres de orcos, demonios y
otras bestias. No sabemos de la asamblea propia ni
de sus planes. Solamente os ruego atención en este

226
singular combate entre nuestras fuerzas y, dado el
momento que nos ha tocado vivir, si me es
posible, la dejaré con vida.
La hechicera se gira. Ve las tropas. Ve la
llanura… Hay un palacio precioso en lo alto de las
montañas. Sabe cuál es.
“Yabertiht Liana… sabrás quién soy si miras
dentro de tu alma… Nos han duplicado para
dividir nuestro peso mágico. Una treta sucia, pero
reconozco que muy hábil por parte de nuestros
enemigos. Eres mi parte joven y mi esencia más
elemental, pero suficiente para derrotar a eso
imbéciles”.
—¿Así, sin más? —duda la “hechicera
joven”. Mira a palacio. Eso lo ve el Gran Ivaram
de Loria, que ya sabe que se está comunicando
consigo misma, con su yo absoluto, pero de otro
tiempo. —¿Qué diablos significa esto? —y se mira
las manos.
“No llego a entender cómo la magia de ese
maldito brujo logra perturbar la lógica y permitir la
existencia simultánea de elementos de distintos
tiempos que, al cabo, son los mismos elementos.
No sé cómo su magia no corrompe la existencia…
pero ocurre. Ya nos preocuparemos de eso en
otro momento. Ahora lo que importa es que seas
fuerte, pues el efecto ha tardado en llegar… pero
ya lo noto; me han extraído energía sobrenatural”.

227
Allá arriba, en las terrazas de palacio, hay
una bruja anciana que cae de rodillas. La sensación
que tiene es la de vacío interior, como si debajo de
su piel sólo hubiese aire. Porque el efecto ha
tardado en aparecer, pero ni con la magia se puede
llegar a engañar al destino y a la realidad de
cuerpos y partículas y ahora la esencia vital y la
esencia mágica de la bruja son arrancadas de este
mundo, y de este tiempo, para dividirse en dos
mitades.

* * *

—Vimos cómo la bruja joven se retorcía de


dolor. Nos miraba angustiada… —cuenta
Hummlar Primero. —Ella también sintió de
forma tardía que su potente juventud, toda su
fuerza, se dividía —y el brujo sopesa lo que cuenta
ladeando la cabeza; aún hay muchas incógnitas
que responder sobre aquel suceso. —Algunos
miden esa intensidad mágica con ecuaciones que
incluyen unidades de fuerza por centímetro
cuadrado, por unidad de tiempo, por flujo
radiactivo… Es absurdo intentar encontrarle una
medida exacta, porque la magia se diluye apenas
empezamos a llegar a entenderla. Sus cauces
dimensionales son confusos, su relación con la
realidad es caprichosa… Responde a ciertos

228
estímulos naturales para desenvolverse de forma
sobrenatural… Unos creen que es una
particularidad de la existencia para poder
evolucionar, como si fuese un ser vivo. No sé —y
el brujo da un manotazo al aire, —hay muchas
teorías al respecto.

* * *

“¿Estáis lista, Señora?”


No responde. Sabe lo que ha de venir. Por
eso, en silencio toma la iniciativa. A veces, los
grandes ataques se vienen venir. Los pequeños
gestos, en cambio, son los más efectivos en
momentos de indefensión. Por eso, la Hechicera
de la Noche concentra todo su poder en un
diminuto punto del cerebro de uno de los brujos,
el que está más cerca desde el punto de vista de
abarcarlo sin que éste se percate de ello. Un punto
muy pequeño, pero que destruye a distancia con
una honda expansiva que se genera dentro del
cerebro ajeno para crear instantáneamente un
vacío del tamaño de unos milímetros.
Eso, simplemente, destroza aquella mente.
La rompe… El brujo cae de rodillas,
completamente lobotomizado en segundos.

229
—¡Ha empezado! —grita otro de los brujos.
—¡Atrás, atrás!
Son los primeros momentos de tensión. Los
primeros momentos de incertidumbre. Nadie sabe
hasta dónde llega el poder de la hechicera, aunque
esté dividido, debilitado. Todo lo que tienen entre
manos son suposiciones. Llevan semanas
apercibiendo un gran “peso mágico” que se aviene
desde el norte… Lo han creído localizar en la
bruja, y ahora lo confirman cuando la intuición les
habla a voces para decirles que esa magnitud ha
menguado, o se ha movido de sitio en el tiempo y
en el espacio.

230
Capítulo decimoséptimo

Los elfos negros llevaron la sombra al


campo de batalla… pero la Hechicera de la Noche
lleva la oscuridad.
El día se desvanece. Los colores se
emparejan a un gris turbio, mortecino. Es su
territorio, adonde sus hermosos ojos verdes se
convierten en preciosas gemas luminiscentes.
Parecen ojos de felino, que emiten una luz sin haz,
pero que se proyecta incluso en la distancia; hay
quien cree haberlos visto impresos en su coraza,
como acaso el sol centellea en las aguas.
El Gran Ivaram de Loria invoca el fuego. Es
una elección obvia. Quizá demasiado. La luz,
rompiendo la oscuridad. Y, en un campo de
batalla sobre una llanura, pocas más cosas pueden
arder que los propios cuerpos de los cadáveres.
Son éstos los que prenden, convertidos en un
combustible antinatura. Y lo son precisamente
porque el fuego que los ilumina no es natural. Son
llamas intensas que prenden en otra sustancia muy
distinta al fuego convencional. No necesitan aire,
ni nada que prenda sino la materia. Eso sí,
producen luz, la que hace falta para combatir la
oscuridad.

231
Yabertiht Liana sonríe. Sí, en una elección
demasiado obvia. En el supuesto de un fuego
emisor de luz, tendría sentido con una oscuridad
convencional. Empero, la “noche” que sigue a la
hechicera no es tal. Es sustanciosa. No es
precisamente la ausencia de luz. Es una oscuridad
con cuerpo, gelatinosa. Es pesada, y no sólo agota
y “asfixia” el oxígeno, sino también la luz.
…En fin, ya que los cuerpos están ardiendo,
la hechicera promueve algunos “actos divertidos”.
Un preludio de quien es, lo que piensa, a sabiendas
que aún no quiere jugar sucio. Porque, a su mano,
algunos cuerpos se reincorporan, y sus cabezas
ardientes, decapitadas en mil vueltas, salen
disparadas como meteoritos que atemorizan a las
formaciones de humanos, que retroceden
estupefactas.
“De acuerdo…” sopesa el Ivaram. “Esto
pasa por blasfemar contra el recuerdo de los
caídos…”
Y ya sabe que haber prendido fuego a los
cuerpos no será bien acogido por las milicias.
Nadie quiere acabar muerto, pero sobretodo
convertido en una simple lámpara y mucho menos
en un proyectil burlesco. La animadversión hacia
el mundo de la hechicería cobra cuerpo de nuevo.
Se refuerza… y más aún va a tomar protagonismo
cuando la hechicera usa las armas de los mismos

232
caídos en el campo de batalla como nuevos
proyectiles. Algunos de éstos arrastran aún las
manos de sus legítimos dueños, partiendo el
sagrado vínculo de los caballeros con sus armas de
larga tradición familiar y por el cual los cadáveres
deben enterrarse con su acero, sean o no
calcinados en diferentes rituales fúnebres.
Son armas arrojadizas contra el brujo. Todas
contra él. La hechicera ya ha hecho los preludios
contra la tropa, la aleja de una eventual
intervención de héroes… la que ya no va a
acontecerse, y ahora se centra en su rival mágico.
Y un ataque físico tiene una respuesta física. El
Gran Ivaram solidifica su capa hasta límites
semejantes al metal, manteniendo no obstante su
flexibilidad y peso. Con ella, las armas rebotan o se
quiebran. Hay mil esquirlas y chispazos, pero de lo
que es un primer ataque de tanteo sobrevive un
brujo que ya prepara una respuesta a la altura de
las circunstancias.

* * *

—Imagino que pasaban más cosas de las


que veíamos a simple vista —sopesa Hummlar
Primero. —Su Señoría las conoce, por supuesto
—y señala a Belood de Isvart, que tiene la mente
completamente en blanco. No se acuerda de nada.

233
De hecho, ni siquiera es ya un brujo, ni tiene
atisbos de llegar a volver a serlo. Todo cuando
cuentan parece de otro mundo, uno que nunca ha
tenido lugar. —Pero… —y el brujo ahora alza el
dedo, —muchos sopesan que la conversación que
los dos grandes señores de la magia debatían entre
tinieblas deparó en un enamoramiento —y
carraspea. No le gusta ese asunto. Es decir, se
siente incómodo reconociéndolo.
—¿Un enamoramiento? —duda Melac.
—Es pura especulación, por supuesto —
quiere explicar con prontitud el brujo. —Aún no
nos explicamos cómo el Gran Ivaram no ajustició
a la hechicera cuando tuvo la oportunidad.
Nosotros, los brujos —quiere aclarar ahora, —no
creemos deliberadamente en el amor porque
sabemos que es algo que se puede inducir; es muy
probable que la hechicera utilizara como último
recurso un encantamiento de tipo… amoroso.

* * *

¿La guerra, perdida por el amor?


—¡Qué adorable…! —se burla la bruja, allá
en las terrazas de palacio, cuando vuelve a
reincorporarse; ya se encuentra mejor. Nunca
dejará de sentir ese frío interno, esa debilidad de

234
sentirse vacía… pero ahora es capaz de
sobreponerse a ello y sonreírse de lo fácil que es
doblegar el alma del hombre con las armas de una
mujer… sobretodo si está la magia de por medio.
Los herederos no la entienden.
—Mirad, Señora… —señala Eiku de
Lenium, el más joven de los herederos. —Vuestra
delegada en el campo de batalla está sentenciada.
Pero la bruja no responde. Se vuelve a
sonreír, justo antes de que le llegue un repentino
ataque de tos.

* * *

...Han visto cómo la brujería convertía el día


en la noche… y el fuego espontáneo adonde no
debe prender nada… Ahora, el Gran Ivaram ha
usado el zafiro de su anillo de poder para capturar
la imagen de la hechicera. No es ella… es sólo su
imagen… pero, al aguardar el anillo en lo oscuro
de su guantelete, entre sus manos, la hechicera se
sume en el caos de no entender dónde está.
…Eso parece absurdo. Está ahí… ahí
mismo. Muchos no pueden entender qué sucede.
La hechicera ha perdido la noción de su entorno,
del mundo entero… del aire que respira, de la luz
que la baña, del tacto de su propia piel…

235
Completamente inutilizada, y es víctima del
pánico.
—¡Oh, demonios! —dice la bruja desde
palacio. —¡Estoy perdida!
Y la hechicera, en el campo de batalla,
reacciona como tal, con toda desesperación. Por
eso, algo de su esencia escapa al influjo y busca
“materia y alma” en su entorno. Lo que haya, lo
más grande y poderoso que cree entender, que es
un ogro. El alma y la vida de un ogro, en la talla de
un ser descomunal. El mismo que irrumpe en la
noche ficticia con sus pies de montañero. Una
hecatombe en pleno movimiento, sometido a una
posesión en la que ha pasado a convertirse en un
mero títere; a su paso, de improviso, a arrollado y
pisoteado a los orcos que defendían las primeras
líneas. Un “ataque” de retaguardia que nadie se
esperaba.
…Es una gran masa. Veinticinco quintales
de “hombre”, enfurecido y más “heroico” que si el
ogro estuviera en sus cabales.
El Gran Ivaram de Loria debe detenerlo. A
su paso dispone una nueva cota de oscuridad. De
alguna manera, duplica la distancia, o la retuerce.
Por ello, los puñetazos del ogro, los que deberían
aplastar al brujo, se estrellan contra el suelo. Un
golpe de gravedad intenso hace que pierda el
equilibrio… pero, que un ogro caiga, apenas eso,

236
sólo supone ganar algo de tiempo, algo muy
valioso si hay que pensar que un brujo no está
habituado a las exigencias con su físico. Porque
debe huir, debe moverse… casi como un soldado
más. No debe separar los puños, permitir que el
reflejo de la hechicera vea la luz, o éste escapará de
su “encierro”. En ello, pasa cerca de lo que
realmente es ella… de su cuerpo… Y, tal vez, las
malas artes de los elfos negros han dejado algunas
reminiscencias muy sutiles en el aire de lo que es el
tiempo en secuencias de capricho, pues ha creído
sentir un embriagador olor a rosas que lo
enamora.
“¡Tonterías!” se dice. Es absoluto caer en
una trampa tan simple, tan mundana.
Se alzan los zombies, los cuerpos abatidos
de los muertos… Tanto los humanos como los
orcos caídos. Es lo que hay a los pies. Es la
materia colindante a disposición de la magia. Por
eso la batalla se repite de nuevo… Esa es la
impresión. Los cuerpos vuelven a enfrentarse a los
cuerpos, mientras unos los controla el Gran
Ivaram y otros la Hechicera de la Noche.

* * *

—Fue una auténtica sangría —cuenta


Hummlar Primero.
237
—¿De qué tonterías hablas? —protesta
Hummlar Segundo. Se acaba de despertar, y suele
hacerlo refunfuñando, de mal humor.
—Oh, estúpida copia… Tú no estabas allí
—lo manda callar su “gemelo”. —Las
formaciones en orden de batalla, pero de cuerpos
vivos, estaban sobrecogidas de miedo. Así pues,
como os cuento, los cuerpos de los que ya habían
caído volvieron sobre sus miserias para
enfrentarse de nuevo en un verdadero
despropósito que aún conmociona los sueños de
los que presenciaron semejante aberración.

* * *

Cae la noche… y no es magia.


La batalla de los muertos ha sido la peor
pesadilla que nadie hubiera podido imaginar. Es la
guerra más sucia y cruel que se haya podido
acontecer jamás. Los cuerpos, hasta que no son ya
una mera carnaza sin propósito, han combatido
hasta un final absoluto adonde no cejan los
músculos cortados, las vísceras por los suelos, los
huesos rotos… sino el ánimo de la brujería.
El Gran Ivaram de Loria está agotado. Cae
de rodillas, completamente exhausto.

238
Del otro lado, la hechicera hace tiempo que
reposa aparentemente tranquila en un espacio
vetado a la descomunal matanza. Nadie ha osado
acercarse a ella… Un halo misterioso, sometido al
poder de la misma hechicera, ha impedido que las
marionetas del brujo la hayan acosado.
—Esto queda en tablas —suspira la bruja,
allá en las terrazas de palacio. Se gira, y se dirige a
los herederos. —Firmemos la paz… El Gran
Ivaram de Loria está rendido. No podrá luchar
por mucho más tiempo; llevan horas luchando.
—Aún no ha cejado… —señala Dehoán de
Lenium, dando un paso al frente. Han comentado
las muertes… han sopesado que ocurría realmente
en el campo de batalla. Ha habido tiempo de
atender a los heridos, de reorganizar las tropas
para un nuevo asalto entre los vivos, apenas
cuando los muertos dicten su final. Incluso la
delegación de orcos en palacio ha debatido con los
humanos, al menos en dos ocasiones. Y ha habido
despropósitos, como “escoria humana” o “basura
bastarda”. Poco más, adonde los ánimos deben
calmarse porque aquello, arriba, es una asamblea
de guerra, se blasfeme lo que se blasfeme abajo, en
el campo de batalla y contra la dignidad y honor
de los caídos.

239
—Acordemos la paz, altezas —se reitera la
bruja. —Hacedlo, antes de que el brujo caiga y mis
tropas arrasen toda esta tierra.
—Es una farsa, hermanos —la niega
Baseiva de Lenium. —Hemos contemplado el
horror, pero su poder máximo, en esa hechicera
diabólica, se ha perdido. Está rendida… Hace
horas que no se mueve…
—La veis quieta, desde luego —suspira la
bruja, —pero os aseguro que está en pleno
movimiento.

* * *

—No sabemos qué os pasó entonces por la


cabeza. Vuestras descripciones eran muy vagas,
Gran Maestro —cuenta Hummlar Primero.
Belood de Izvart se empequeñece. Tanto
protagonismo no tiene cabida en sus pretensiones.
—Hablasteis de momentos muy bonitos… Eso
no cabe en la voz de un brujo, pero sobretodo
teniendo en cuenta que a vuestro alrededor
brotaba la sangre y el descuartizamiento de
cuerpos activos que ya deberían estar en
descomposición.

* * *

240
Y cejó… No pudo más… El Gran Ivaram
de Loria ha sido sometido al embrujo de amor y
cariño más poderoso que ninguna hechicera haya
empeñado para conquistar reino alguno, para
erigirse reina legítima adonde sólo hay fraude. La
voz cariciosa de Yabertiht Liana no sólo es pura
música, sino que su halo mágico toca y activa
biológicamente los recursos humanos que invocan
al amor. Una auténtica sumisión de los sentidos.
Un bombardeo inapelable. Por él, aunque no ha
caído aún al embrujo, el Gran Ivaram abre sus
puños… y mira el zafiro de su anillo.
¿Sumisión…? ¿Quizá Curiosidad…?
¿Prepotencia…?
Sólo el mismo brujo podría contestar a eso,
y no lo hizo nunca. Apenas contempló el reflejo
cautivo de la hechicera, que en ese mismo
momento se liberó de su encierro y, su imagen, su
esencia, se coló directamente a través de las
pupilas del brujo hasta su cerebro… lo que
muchos llaman el corazón.
—Los dioses tienen en su haber toda la
sabiduría… o acaso se han vuelto completamente
locos —dice. Porque tiene a la hechicera a sus
pies. Está indefensa. Está rendida… Apenas alza
la mirada, pero ha usado toda su fuerza, su fuerza
mermada a la mitad, para logra clavar en el Gran

241
Ivaram un hechizo no de destrucción, sino de
protección propia; sabe que el brujo no la
matará… Sabe que, completamente rendido de la
razón, no podrá hacerlo.
—Firmad el acuerdo, altezas —se reitera la
bruja, allá en palacio.
—Miradla, está vencida…
—No, no lo está. Sois los humanos los que
estáis derrotados.

242
Capítulo decimoctavo

Los más intuitivos creen oír una melodía


que se aviene con la brisa.
Es de noche, pero no una noche cerrada. El
trabajo de los vigías y exploradores se intensifica;
nadie se fía de algunas compañías militares den un
rodeo y busquen hacer un cerco improvisado,
reemprender la batalla por sorpresa.
Se hacen fuegos. Grandes fuegos. Con ellos,
se muestran las armas, la disposición a plantar
cara… Nadie va a dormir, eso es obvio.
Es entonces que sale la luna. Una luna llena
intensa. Quizá, los adoradores de la brujería han
elegido precisamente este día y esta noche para
emprender la batalla. Por el día los hombres, los
orcos, y sus armas convencionales… Al caer la
tarde, cuando la luna empieza a querer asomar el
cielo, la magia… y, ya de noche, con el elemento
clave de la hechicería en todo lo alto, hacer sonar
esa música suave que llega al campo de batalla.
El Gran Ivaram de Loria ha caído de
rodillas. Junto a él está la hechicera… Ninguno de
los dos se mueve.
—Pactemos —dice la bruja.
Los herederos se miran.

243
—No hay acuerdo posible. Aquí, y ahora,
nuestro poder militar expulsará al orco
definitivamente de nuestras tierras —resuelve con
arrogancia Naegead de Lenium, el mayor. No es
imperioso su carácter, pero sí su deber; da un paso
al frente, alza la mirada… de hecho mira
fijamente… —Firme la rendición, o ni siquiera
permitiremos una retirada. La unanimidad de
nuestra parte es absoluta —y mira a sus hermanos.
La respuesta son algunos pasos al frente,
Algunos…

* * *

—El joven Dehoán de Lenium,


reconvertido en Dehoán de Mowa, estuvo
presente en esa asamblea. Su señoría, el Gran
Ivaram de Loria, estuvo abajo, en la llanura… y el
tercer elemento crucial en esta nueva etapa de la
guerra, la que queremos emprender ahora, nada
más y nada menos que estuvo allí… pero en el
cielo —cuenta Hummlar Primero. —No todos los
herederos, no todos los hermanos, dieron un paso
al frente. Baseiva de Lenium no lo hizo. Para
cuando se le pidieron explicaciones, apenas
suspiró y miró el cielo, oyendo aquella bonita
melodía que se avenía de la distancia.

244
* * *

—Firmaremos un tratado de Tierra de


Nadie, hermanos —dice. Baseiva de Lenium no
alza la mirada, pero su postura es firme.
—¿Qué sandeces estás proponiendo,
hermano?
—No hay salida… —suspira. —El poder
militar que se aviene desde el cielo no es
combatible con nuestras armas. Firmemos la paz.
…Algo ha pasado al margen del
conocimiento de los hermanos. Algo, donde
Baseiva de Lenium tiene mucho que ver.
—Yo ya lo he hecho —afirma.

* * *

—Ya había pactado con la bruja —cuenta


Hummlar Primero. —Uno de los herederos ya lo
había hecho, en secreto. En parte llevado por su
ambición, queriendo acceder al trono del Imperio,
y en parte sometido a la gran demostración de
fuerza que le hizo entonces le bruja, la misma que
se cernía entonces sobre el campo de batalla.

* * *

245
Hay graznidos en el cielo. Vienen de lejos.
Graznidos misteriosos que los entendidos en el
medio natural desconocen. No hay ave capaz de
proferir esos potentes graznidos, los que recorren
leguas y leguas de distancia atemorizando a bestias
y humanos.
Están arriba, junto a la luna. Las siluetas
empiezan a tomar forma… ¿Murciélagos…?
Acaso, ¿murciélagos gigantes…?
No… Hay cuellos largos, garras y colas…
Son dragones, multitud de dragones sobrevolando
el campo de batalla y refulgiendo en sus escamas
bajo la luz de la luna. Una estampa que aterroriza a
las masas. Incluso los orcos están sobrecogidos.
Nadie sabe a qué han venido… nadie supuso que
existieran, al menos más allá de la leyenda y
fantasía de las “tierras prohibidas”, de la llamada
Tierra de Dragones. Allí habitaba el mito. Los
incrédulos los daban por falsos, por cuentos
absurdos para alejar de la codicia de los
buscadores de minas de oro una tierra salvaje e
indómita bajo el caluroso sol de un cañón rocoso
y profundo.
…Hay siluetas humanas sobre las bestias.
Los dragones son montados por quienes los
doman. Hacen sonar sus flautas, y los monstruos
voladores responden cambiando de dirección, de

246
altitud, de postura… Tres dragones, en perfecta
formación, sobrevuelan el Palacio de Meukoulor.
Pasan por encima de las terrazas, y luego se
empequeñecen sobre el campo de batalla,
causando el vértigo en sus observadores; han
pasado como flechas, pero ahora se ralentizan
según van conjugándose en la distancia.
Siehoocoex es un bello dragón de plata. Él,
precisamente, parece más bonito que ninguno allí,
bajo la luz de la luna. Por eso hay quienes sonríen
al verlo pasar en un vuelo rasante. Una admiración
que dura poco, porque la bestia sigue alientos para
intimidar y lo que hace es lanzar su poderoso
fuego contra la montonera de cadáveres. En ello,
los cuerpos se carbonizan pronto, las prendas
arden y, ante el chorro de calor, saltan por los aires
los mangos de manera de las armas y se volatilizan
las correas y ornamentos. Incluso hay cuerpos que
salen volando.
Guewutu, un elegante dragón rojo, pica
sobre el río y allí escupe su fuego azulado, con
temperaturas más que extremas… Por él, las aguas
se evaporan y se levanta una sorprende columna
de vapor.
Neeveti y Beewuonum son los últimos en
pasar… y sus llamaradas prenden la llanura. La
primera rebota varias veces, hasta que queda
impregnada en un punto en el que se solidifica en

247
una argamasa aparente al plomo. La otra se riega a
lo largo y a lo ancho, más allá de su primer
contacto, y allí hierve en su propia esencia por
largo rato. La llama que cae al río lo vaporiza.
Liam, el mejor de los linfos, sume ahora
bajo sus órdenes su dragón de cobre y éste pica
sobre el campo de batalla, luego trepa hacia las
montañas… y arremete el viento de las alturas del
Palacio de Meukoulor para desacelerar su vuelo.
Sus alas se abren al máximo, sus patas quedan por
delante, grazna y ladea la cabeza… y entonces se
posa en la misma terraza, ante el estupor de los
presentes. Su gesto es de reverencia, cuando su
jinete somete a la bestia con su silbido mágico; se
rinde pleitesía a la bruja, que la acepta con los
brazos en cruz, quizá capaz de olisquear en el
ambiente el inmenso poder que tienen entre
manos y el pánico casi sólido de quienes
contemplan a la criatura más perfectamente
dotada para la guerra.
—Escamas ligeras pero casi irrompibles…
—describe la bruja. —Un vuelo inigualable…
Ferocidad extrema, garras, dientes… y fuego,
mucho fuego —se sonríe. —Estos son los
argumentos que pongo sobre la mesa para declarar
Tierra de Nadie, señorías. Es la hora.

* * *

248
—No había mucho que pudiéramos hacer
—sopesa Hummlar Primero. —No había forma
humana de combatir a los dragones. Ni siquiera la
magia. Era muy arriesgado no transigir…
sobretodo porque el Palacio de Meukoulor fue
rodeado por las fuerzas humanas leales al heredero
rebelde, a Baseiva de Lenium. Tropas lideradas
por nobles simpatizantes con su causa, deseosos
de repartirse el pastel de honrar por primero al
futuro rey del Imperio.
—…Los hermanos fueron encadenados, o
muertos —prosigue el relato Melac. Eso cree.
Sabe de las habladurías, de las voces que han
recorrido el mundo para contar esa misma
historia.
—Pero no habéis podido oír eso —le niega
Hummlar Primero. —Las cartas del pacto que han
recorrido Los Reinos hablan de unanimidad entre
los herederos. Luego se citan detalles muy vagos
de la repartición de los reinos conquistados y los
reinos libres…
—Pero todos sabemos que eso es mentira
—refunfuña Hummlar Segundo.
—Lo es, desde luego. Las habladurías de
taberna son más propias a la realidad que las
versiones oficiales de los hechos. Es cierto,
soldado, que los herederos fueron sometidos a

249
diferentes destinos. Algunos fueron presos. Dos,
al menos, fueron ejecutados en días sucesivos…
pero uno de ellos, por fortuna, fue rescatado por
el mismo Ivaram de Loria con la ayuda inesperada
de un desertor a la causa de los invasores que la
misma bruja nunca sospechó… un tal domador de
dragones, líder de los linfos, llamado Liam…
simplemente Liam, aunque algunos empezaron a
llamarlo El Libertador.

250
Capítulo decimonoveno

…Han abatido a los orcos. Ha sido fácil.


Andan confiados y prepotentes creyéndose ya los
amos absolutos de Los Reinos. Les han prometido
el mundo entero, y se lo han creído.
A un lado del río se ha montado el
acampamiento de los invasores. Del otro, el de los
humanos. Una frontera muy vigilada para extraños
momentos de paz. Aún se recelan las miradas y se
mantiene un perpetuo acecho del rival. Se recela,
aún cuando las tareas funerarias mantienen las
bocas cerradas y los músculos tensos deseando
vengar las muertes amigas. Eso sí, se elevan las
columnas de humo de los entierros, así como las
voces de los cánticos de pena y gloria.
Sabiendo del enemigo, se empiezan a
levantar atalayas de madera, las únicas permisibles
en el tratado; ningún emplazamiento fijo, o que no
pueda arder y calcinarse hasta desaparecer.
Ninguna sentamiento definitivo… No es reino,
sino un lugar para ninguno de los dos bandos.
La Tierra de Nadie es ya un hecho.
Lo que también es un hecho trata de la
conspiración encubierta de los hermanos, los
herederos al Imperio. Por eso, el joven Dehoán de

251
Lenium es conducido en aquella caravana de orcos
debidamente enjaulado en un carromato de
prisioneros. Una prisión para él solo, así como la
custodia de treinta orcos armados hasta los dientes
que, no obstante, bravuconean y se distraen de
cualquier cautela bromeando todo el tiempo. La
gloria parece rodearles… hasta que lo que les
rodea son las flechas de una emboscada.
¡Muerte! se oye la voz. Es un oficial, un
capitán entregado a la causa de “desertar” de los
tratados de nobles y sangres reales. Sabe, y toda su
tropa también, que serán ejecutados por romper el
tratado de paz… pero, quizá, las cosas van a
empezar a hacerse así a partir de ahora, en lo
clandestino.
¡Emboscada, emboscada!
En vano, los orcos tratan de organizar una
defensa en la que nunca pensaron. Por ello caen
como moscas. Apenas quedan los que se rinden,
los que sueltan las armas a tiempo… pero el
capitán sabe que no sólo debe desertar de la
pleitesía que le debe a su rey, sino asimismo al
sentido común y al honor por el que se rigen las
castas militares. Por eso no perdona. No puede
hacerlo. No pueden quedar testigos de la
liberación del heredero.
“Matadlos”, ordena. Sus soldados se miran,
pero ya saben a qué han venido. Por eso no fallan.

252
Deshonran sus familias, pero saben que hacen lo
correcto; los orcos son degollados.
Dehoán de Lenium ha sido debidamente
amordazado. Cuando lo liberan, no sólo agradece
su suerte, sino que promete a los buenos
hacedores de su destino la recompensa de su
lealtad:
—Os estáis jugando el cuello, capitán…
milicia —y los mira a todos. —Os corresponderé
con mi vida si fuese necesario si aún pretendéis
hacer mayor justicia —promete.
—Es justo lo que esperaba oír, Alteza —
dice un anciano, que aparece tras la delirante
violencia de los soldados. Son dos, que se avienen
con sus ropas de magos. Son El Gran Ivaram de
Loria y su aprendiz, Hummlar El Torpe. —Os
hemos liberado porque un tratado siempre tiene
muchos puntos de presión, mucho chantaje…
pero pocos acuerdos que sean justos tienen de por
medio la traición familiar.
—Señoría… —y el heredero estrecha
aquellas manos. Fue apenas un niño cuando aquel
reconocido brujo estuvo en palacio. Un Dehoán
de ojos despiertos, entonces, lo anduvo admirando
toda su estancia, cuando sus demostraciones de
magia en la sala real, en los jardines… y luego
aquellas aulas ocasionales donde enseñó los

253
principios de sus artes. —Sois oído en todo
cuanto llevéis por razón.
—Hablemos —propone el brujo. Para ello,
y para sentarse, unas piedras en el camino son más
que suficientes, mientras los soldados apilan los
cuerpos de los orcos y trajinan sus heridas para
desvincularlas de la talla de sus armas; pasarán
desapercibidos, esos cortes, y nadie que sepa de
armamento podrá correlacionarlos con el acero de
soldados del Imperio. —Hemos tenido que ceder.
Los orcos se han implantado en Los Reinos. No
hemos podido siquiera plantearnos luchar contra
los dragones. Eso sería un suicidio.
—¿Y mi familia, Señor?
—Ha vuestra hermana, Raeme de Lenium,
se le ha perdonado la vida a cambio de que
contraiga nupcias con un jerarca extranjero. Aún
se debate el reino o condado que le será asignado,
siempre bajo el mando títere de vuestro hermano
Baseiva.
Dehoán suspira hondo. Son muy malas
noticias.
—¿Qué nuevas tenéis de mis otros
hermanos… en especial, de… —y suspira otra
vez, —de Eiku.
—Lo siento, Alteza. Demasiado hablador.
La juventud lo hace estallar con avidez. Me temo
que si los orcos se lo han llevado a sus tierras de
254
origen es muy probable que no sobreviva al
tortuoso viaje. El frío, la inanición, la tortura… He
enviado hombres de confianza a indagar su
paradero, la ruta por la que será sustraído de su
tierra natal… pero, lamentablemente, esta “paz”
está todavía demasiado fresca y son caminos muy
peligrosos. Tampoco hay acceso libre a todas las
comarcas.
—¿Y los difuntos?
—Siguen siendo dos, Alteza. Naegead,
vuestro hermano mayor, y Roorulor.
—Oh, Roorulor… —suspira Dehoán.
Ahora le viene a la mente aquellos tiempos en que
el más fornido y noble de los hermanos jugaba
con él, cogiéndolo en volandas. Eiku también
tiene cabida en esos sueños. Y, Naegead, siempre
liderando a los hermanos con su sabiduría; no
puede faltar.
—Por lo demás, Riusodeo ha pactado
sumisión a su hermano traidor, Alteza. Es ahora la
mano derecha de Baseiva. Eso parece… si bien
aquí las manos están atadas porque la que
gobierna es esa maldita bruja.
—La bruja… la hechicera… —dice una
voz. —Sabía que darías este paso, Gran Ivaram.
Y se alzan de inmediato. Nadie lo ha visto
venir… Es decir, los brujos no lo han hecho… ¿o
sí? Porque, mientras Hummlar El Torpe abre los
255
ojos como platos y pones sus manos en posición
de ejecutar un ritual mágico de protección o
ataque, y mientras Dehoán aprieta los puños, el
Gran Ivaram de Loria asiente, conforme; hace
horas que viene intuyendo la presencia del mal,
pero ha dejado correr al destino.
—No tengáis miedo —advierte. —Sólo es la
Hechicera de la Noche.

* * *

—Apareció de la nada. Es evidente que


seguía nuestros pasos. Es decir, no confió en que
lo hiciera ningún cuerpo militar de orcos u otras
bestias —sopesa ahora Hummlar Primero… El
Torpe. —Nos siguió ella misma. En sus dos
formas… La bruja, y la hechicera.

* * *

—Esa moneda de cambio que os queréis


llevar es mía, Gran Ivaram —dice la bruja, la
anciana; objeta sobre Dehoán, uno de los
herederos.
—¿Soléis robar vuestro sustento? —ironiza
el brujo. La preciosa hechicera está cerca… su

256
embrujo aún no ha menguado; por él, el Gran
Ivaram mantiene las distancias. Los soldados se
ponen tensos. Dehoán quiere buscar una espada,
pero es mejor que no se mueva.
—No tenéis derecho sobre él; habéis jurado
lealtad al Rey —dice ahora ella, y mira uno a uno a
los soldados, y luego a su capitán. —Un
juramento… Pase lo que pase, seréis ejecutados
—los advierte.
—…Sólo si el Imperio es gobernado bajo
vuestra mano negra.
—Cosa que pensáis impedir.
—A costa de la muerte de Su Señoría, o de
la mía misma.
—¿Mataríais incluso el amor? —sopesa la
anciana, maliciosa. Hay unos momentos para que
el silencio tome protagonismo.
—Incluso, sí —es la respuesta. —Librarme
de él —y mira a la preciosa hechicera, —sería lo
mismo que desencantar una casa embrujada, visto
que lo “sugerido” en ese trace es tan ficticio como
un hechizo de fortuna.
Y, caprichosa, sabiendo de su
sobrecogedora belleza… pero sobretodo de su
magnetismo más allá de lo físico, la hechicera
camina entre la soldadesca:

257
—Aún no habéis respondido a mi oferta…
—dice; allá, en el campo de batalla, sugirió un
pacto. Un pacto entre brujos. Quizá amor, pero
sobretodo poder compartido. Un pacto por
encima de nobles y hombres u orcos. Un pacto
para los dos.
—No caeré en vuestra redes —la reniega el
brujo. —No aceptaré un pacto para el que no
tengo poderes.
—Oh, vamos… No puede ser tan justo. Ni
tan imbécil —se ríe la hechicera, con su sonrisa de
media luna. —¿Necesitáis ser envestido por los
estúpidos humanos para tomar una decisión?
Tenéis el poder… Sobran las formalidades.
—No traicionaré mi civilización, hechicera.
—Eso es cierto —dice ahora Hummlar El
Torpe, dando un paso al frente. —Moriremos
aquí, y ahora.
La bruja sonríe. La hechicera la mira, y,
conociéndose como se conocen, copian el gesto.
—Parece que tu aprendiz ha pasado mucho
tiempo entre caballeros y se le ha pegado la
tozudez, el mal juicio y las ansias de morir a toda
costa por un ideal romántico.
—Habla con el corazón, desde luego —lo
mira el Gran Ivaram. —Quizá sí, hemos pasado
demasiado tiempo entre hombres de honor. Yo

258
mismo he sopesado que nuestras posibilidades son
escasas y, aún así, éste que veis es el resultado de
mis ansias. Es obvio que en estas primeras horas,
tan sombrías, ayudaría mucho más a mi pueblo si
accediera a negociar… incluso a la alianza total…
pero, qué duda cabe, creo que sabéis que un pacto
conmigo sólo supondría alargar nuestras
incoherencias en el tiempo.
—Si, eso es cierto —asiente la bruja. —No
seríais honesto. No tenéis corazón de dictador.
Por eso imagino que tenéis razón, que seríais un
gobernante sin mano férrea si cayeseis bajo mis
órdenes. Os va mejor el papel de líder clandestino.
Claro que eso no significa que vaya a permitiros
que os llevéis lo que es mío.
—¿Vais a enamorarme de nuevo para
impedirlo?
—No… Ni siquiera he venido a luchar —y,
paso a paso, la bruja y la hechicera van
retrocediendo. Es la hechicera, precisamente,
quien le lanza un beso, feliz y burlesca; del otro
lado del camino, entre la maleza, algo se mueve…

* * *

—Algo se movía entre la maleza —cuenta


Hummlar Primero. —Lo primero que vimos

259
fueron dos pupilas luminiscentes: Dos enormes
pupilas de gato. Luego, saliendo a la luz, la enorme
cabeza de dragón. Un dragón de tamaño medio,
escurriéndose con sigilo de felino de entre la
arboleda.
—¿Estás contando el momento de mi
nacimiento? —pregunta Hummlar Segundo,
interrumpiendo.
—Ajá.
—…Porque, no es eso lo que pasó.
—¿Qué es entonces lo que pasó? —
refunfuña Hummlar Primero.
—Que el Gran Ivaram separó mi cuerpo
para crear el tuyo, y no del revés.
—¿Otra vez vamos a discutir eso?

* * *

…No ha venido a pelear. Otros pelearán


por ella. El Gran Ivaram está débil; hace sólo unos
días de la última batalla entre orcos y humanos, y
entre la brujería. Sin embargo, la bruja también se
encuentra en sus mínimos. Por eso recurre a otros
medios de presión… Unos más… agresivos de lo
normal.

260
—En fin, buena jugada —sopesa el Gran
Ivaram, mientras la soldadesca palidece al verse
sometida a la atenta mirada de un dragón. —Creo
que no tenemos nada que hacer —dice a los
suyos, tensando la presión en los aceros.
—Una bestia sorprendente, ¿no le parece,
Señoría? —pregunta la bruja. Asoma asimismo, al
fin, el jinete que somete a la bestia. Es nada más y
nada menos que el domador con mayor pericia y
reconocimiento de todos los linfos, un muchacho
llamado simplemente Liam. El chico asiente, en su
presentación. —Un animal modificado a través de
las artes mágicas de nuestros antepasados en la
hechicería. Grandes pastores de los antiguos
mitos, claro está. Hablamos de la Gran Era de la
Creación, cuando los primeros hacedores de la
magia alteraron la evolución de las especies con
estos dones sobredimensionados que estáis
contemplando ahora; en alta mar, los
monstruos… en los bosques los espíritus y las
hadas… en el desierto, los seres de arena… y aquí,
en nuestro continente, más allá de la civilización,
en Tierra de Dragones, estas magníficas bestias.
Coraza, agilidad, pundonor, agresividad… Unas
preciosas escamas que actúan como reflectores de
los hechizos; ¿habéis probado a intentar dominar
la mente de un dragón?
—No, no lo he hecho —responde el Gran
Ivaram.

261
—Las hondas de la hechicería rebotan en el
singular diseño de las escamas. En el cielo,
predecir su llegada es harto difícil porque nuestra
intuición rebota en ellas… Son corazas más allá de
lo que supone un simple medio físico. Son de un
diseño excepcional. Por eso, sólo quienes conocen
el “código” que los creadores de dragones
introdujeron en sus cabezas pueden domarlos;
música, una preciosa música que despierta los
sentidos de la bestia.
Y, al tiempo, el joven linfo silba un poco. La
melodía es oída por el dragón, que obedece y
agacha la cabeza.
Música… Así de sencillo.
—…Y ahora mismo estaríamos muertos si
ese chico silbase otra nota —sopesa el Gran
Ivaram.
—Así es —dice la bruja.
—Bien… —y el brujo mira a los soldados.
Aferran sus armas, pero están atemorizados. Sólo
el capitán alza la barbilla, deseoso de morir. El
joven heredero ha recogido un arma de los orcos,
una cimitarra; luchará con ella. —Lástima, querida
bruja, —sopesa ahora el Gran Ivaram, —que la
voluntad del chico que lo doma sea muy distinta a
la del dragón, ¿no le parece?

262
* * *

—Y, justo entonces, el Gran Maestro


enseñó el anillo de zafiro azul con el que capturó a
la hechicera durante la gran batalla de la llanura.
Lo enseñó… y ¿sabéis, señorías, quién estaba
dentro?
—¿La bruja otra vez? —duda Melac.
Hummlar Primero niega con la cabeza,
decepcionado:
—No, demonios… No seáis tan torpe…
En el zafiro estaba apresado el reflejo del domador
de dragones. De Liam, el Libertador.

* * *

—Es obvio que esto lo cambia todo —dice


la bruja, viendo la imagen del domador de
dragones en las manos ajenas. La hechicera
asiente, con una media sonrisa. Mientras, Liam
parece muerto… Ni mira al frente, sino que
parece que lo hace para con otro mundo; está
sumido a la voluntad del anillo y su zafiro.
—Bien jugado —dice la hechicera. —¿En
qué momento nos arrebatasteis el control?

263
—Intuición. “Pacté” este poder por
sorpresa, en un remanso del río donde abrevaban
las bestias. Sólo tuve que “convencer” a su líder.
Es decir, es un poder magnífico, pero es efímero,
desde luego —reconoce el Gran Ivaram. —
Apenas, justo el control que necesito para
desaparecer.
—Justo lo que pensaba —reconoce la bruja.
—¿Adónde irá ahora, Maestre?
—No lo sé… No voy siquiera a pensarlo.
No voy a arriesgarme a que Su Señoría me lea la
mente. Por ahora, mi destino y el del Heredero, e
incluso el del domador de dragones, es un
misterio.

* * *

—No hubo combate, señorías —dice


Hummlar Primero. —Las fuerzas de ese momento
estaban desequilibradas. Gran Maestre… —le dice
ahora a Belood, que ha quedado mudo mirando el
fuego, —partió Su Señoría lejos, muy lejos…
pero, antes que eso, dejó en su rastro a un
malhechor que jugó muy sucio para que nuestra
gran enemiga no nos diese alcance, para repartir
por todo Los Reinos miles de pistas falsas afín de
vuestro paradero… —y toma aire… o más bien
aires de grandeza. —A mí, Gran Maestre. Y no
264
sólo a mí… Aquella misma noche, en lo alto de la
montaña, en un lugar no muy distinto a éste —y el
brujo mira a su alrededor; sí, hay runas antiguas…
Canalizan mucho mejor la magia que si no
existieran —Allí, obrasteis vuestro milagro.
—¿Qué, Señoría? —se anticipa a preguntar
Melac, sobrecogido.
—Me duplicasteis, Gran Maestre. Doce
equilibrados aprendices suyos a partir de uno solo.
—¿Hice yo tal aberración? —duda Belood.
—Sí, es vuestra mejor genialidad. Es invento
de Su Señoría. Sois el Gran Maestro en este tipo
de artes, y dejasteis a doce maliciosos brujos a
partir de uno solo y que desquiciaron tanto a las
fuerzas de ocupación que vuestra ruta de escape
fue segura.
Belood niega con la cabeza. Se levanta, y
camina junto a la hoguera completamente perdido.
—¿Por qué? —pregunta. —Yo no puedo
ser esa persona de la que me habláis.
—Lo sois, Gran Maestre. No cabe duda.
Estáis confuso porque tuvisteis que tomar
medidas para ocultaros en la sombra, para
desvaneceros más allá de lo imaginable o
comprensible. Por eso tomasteis las precauciones
de desvaneceros no sólo yendo a las fronteras de
Los Reinos, sino ocultando vuestra identidad y la

265
del Heredero más allá de lo racional. Dividisteis
vuestras almas, vuestros pensamientos… Aquí, y
ahora —y Hummlar Primero se pone en pie.
Hummlar segundo entiende el momento y hace lo
propio, con cierto aire ceremonial. —Estamos de
nuevo a sus órdenes, Gran Maestro. Somos dos…
dos de doce, que hemos sobrevivido. Algunos han
sido muertos, otros permanecen cautivos… Os
hemos buscado tanto tiempo, Maestro… entre
sangre y lágrimas... pero, Señoría… Gran
Maestre… ¡funcionó! Estáis aquí. Estáis vivo… —
y, entonces, el brujo recapacita. —¿Estáis
dispuesto?
Belood niega con la cabeza. Luego accede, y
vuelve a caminar.
—Suena a suicidio —dice Melac.
—Suena imposible —redunda Belood. Y,
contra todo pronóstico, al fin despierta, y toma
algo de ese juicio de líder que lleva dentro: —
Señorías… si todo eso que me habéis contado es
cierto, mi mano y mi voluntad están de vuestra
parte… pero, cierto es, estos primeros pasos son
fallidos… Todo va mal… y ya no tenemos al
Heredero entre nosotros.
—¿No? Entonces… ¿dónde está, Gran
Maestro?

* * *
266
Dehoán mira el acampamiento antes de
entrar en la caseta de oficiales. Obscurece, y los
orcos encienden sus rudimentarios motores de
combustión interna para iluminar el
acuartelamiento con sus topes bombillas de
cuarzo. Quizá, un intento algo baldío de intentar
hacer llegar a los humanos la idea que son una
civilización moderna, un estado de entendidos y
progresistas bestias de otros tiempos adecuados a
nuevos pensamientos.
Más allá, tres dragones sobrevuelan el
campamento, que nunca más allá del límite del río,
y, como cada noche, con sus poderosas llamaradas
encienden las pilas de madera que iluminarán los
puntos débiles del recinto; otra demostración de
ingenio, en este caso de poder.
—¿Qué encontraré ahí dentro, Señora? —
pregunta, a la preciosa hechicera.
—Su destino, Alteza. Su destino.

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