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n°11.

octubre de 2010

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Mundo Moderno

“El Mundo Actual" (II)


Santidad, en los próximos meses mis compañeros y yo seremos ordenados sacerdotes.
Pasaremos de una vida bien estructurada por las reglas del seminario a la situación
mucho más compleja de nuestras parroquias. ¿Qué consejos nos da para vivir lo
mejor posible el inicio de nuestro ministerio presbiteral? (Marco Ceccarelli, diócesis
de Roma, diácono; será ordenado sacerdote el próximo 29 de abril)
Benedicto XVI: Aquí en el seminario tenéis una vida bien articulada. Yo diría, como
primer punto, que también en la vida de los pastores de la Iglesia, en la vida diaria del
sacerdote, es importante conservar, en la medida de lo posible, un cierto orden: que
nunca falte la misa; sin la Eucaristía un día es incompleto; por eso, crecemos ya en el
seminario con esta liturgia diaria. Me parece muy importante que sintamos la
necesidad de estar con el Señor en la Eucaristía, que no sea un deber profesional, sino
que sea realmente un deber sentido interiormente, que nunca falte la Eucaristía.
El otro punto importante es tomar tiempo para la liturgia de la Horas, y así para esta
libertad interior: con todas las cargas que llevamos, esta liturgia nos libera y nos ayuda
un párroco o de los demás oficios sacerdotales. Pero no conviene olvidar nunca estos
puntos fijos, que son la Eucaristía y la liturgia de las Horas, para tener durante el día
cierto también a estar más abiertos, a estar en contacto más profundo con el Señor.
Naturalmente, debemos hacer todo lo que exige la vida pastoral, la vida de un vicario
parroquial, de orden, pues, como dije al inicio, no debemos estar inventando cada día.
Hemos aprendido: «Serva ordinem et ordo servabit te». Esas palabras encierran una
gran verdad.
Asimismo, es importante no descuidar la comunión con los demás sacerdotes, con los
compañeros de camino; y no descuidar el contacto personal con la palabra de Dios, la
meditación. ¿Qué hacer? Yo tengo una receta bastante sencilla: combinar la
preparación de la homilía dominical con la meditación personal, para lograr que estas
palabras no sólo estén dirigidas a los demás, sino que realmente sean palabras dichas
por el Señor a mí mismo, y maduradas en una conversación personal con el Señor.
Para que esto sea posible, mi consejo consiste en comenzar ya el lunes, porque si se
comienza el sábado es demasiado tarde: así la preparación resulta apresurada, y tal vez
falte la inspiración, porque hay otras cosas en la cabeza. Por eso, ya el lunes conviene
leer sencillamente las lecturas del domingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles,
como las piedras de Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: «Pero, ¿cómo puede
brotar agua de estas piedras?».
Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente las palabras
trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente, también hay que consultar libros, si
es posible. Con este trabajo interior, día tras día, se ve cómo poco a poco va
madurando una respuesta, poco a poco se abre esta palabra, se convierte en palabra
para mí. Y dado que soy un contemporáneo, también se convierte en palabra para los
demás. Luego puedo comenzar a traducir lo que veo en mi lenguaje teológico al
lenguaje de los demás; sin embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para los
demás y para mí.
Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la Palabra, que no
requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no tenemos. Pero reservadle un poco de
tiempo: así no sólo madura una homilía para el domingo, para los demás, sino que
también nuestro propio corazón es tocado por la palabra del Señor. Permanezcamos en
contacto también en una situación donde tal vez disponemos de poco tiempo.
Ahora no me atrevo a dar demasiados consejos, porque la vida en la gran ciudad de
Roma es un poco diversa de la que yo viví hace cincuenta y cinco años en Baviera.
Pero creo que lo esencial es precisamente esto: Eucaristía, liturgia de las Horas,
oración y conversación con el Señor cada día, aunque sea breve, sobre sus Palabras
que debo anunciar.
No hay que descuidar nunca la amistad con los sacerdotes, la escucha de la voz de la
Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con respecto a las personas que nos han
sido encomendadas, porque precisamente de estas personas, con sus sufrimientos, con
sus experiencias de fe, con sus dudas y dificultades, podemos aprender a buscar y
encontrar a Dios, encontrar a nuestro Señor Jesucristo.

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE A LAS PREGUNTAS DE ALGUNOS SEMINARISTAS DEL


SEMINARIO ROMANO, 17 DE FEBRERO 2007
n°12. octubre de 2010

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María

“María, Madre de los Sacerdotes" (I)


Desde hacía tiempo esperaba la ocasión de venir personalmente a visitaros a vosotros,
que formáis la comunidad del seminario, uno de los lugares más importantes de la
diócesis. En Roma hay más seminarios, pero este es propiamente el seminario
diocesano, como recuerda también su ubicación aquí, en Letrán, junto a la catedral de
San Juan, la catedral de Roma. Por eso, siguiendo la tradición establecida por el
amado Papa Juan Pablo II, he aprovechado esta fiesta para encontrarme con vosotros
aquí, donde oráis, estudiáis y vivís fraternalmente, preparándoos para el futuro
ministerio pastoral. En verdad, es muy hermoso y significativo que veneréis a la
Virgen María, Madre de los sacerdotes, con el singular título de Virgen de la
Confianza. Esto hace pensar en un doble significado: en la confianza de los
seminaristas, que con su ayuda realizan su camino de respuesta a Cristo, que los ha
llamado; y en la confianza de la Iglesia de Roma, y especialmente de su Obispo, que
invoca la protección de María, Madre de toda vocación, sobre este vivero sacerdotal.

Con su ayuda vosotros, queridos seminaristas, podéis prepararos hoy para vuestra
misión de presbíteros al servicio de la Iglesia. Hace poco, cuando me arrodillé para
orar ante la venerada imagen de la Virgen de la Confianza en vuestra capilla, que
constituye el corazón del seminario, pedí por cada uno de vosotros. Mientras tanto,
pensaba en los numerosos seminaristas que han pasado por el Seminario romano y que
después han servido con amor a la Iglesia de Cristo; pienso, entre otros, en don
Andrea Santoro, asesinado recientemente en Turquía mientras rezaba. Así, invoqué a
la Madre del Redentor, para que os obtenga también a vosotros el don de la santidad.
Que el Espíritu Santo, que forjó el Corazón sacerdotal de Jesús en el seno de la Virgen
y después en la casa de Nazaret, actúe en vosotros con su gracia, preparándoos para
las tareas futuras que se os encomendarán. Asimismo, es hermoso y adecuado que,
junto a la Virgen Madre de la Confianza, veneremos hoy de modo especial a su esposo
san José, en quien monseñor Marco Frisina se ha inspirado este año para su Oratorio.

Le agradezco su delicadeza, porque eligió honrar a mi santo patrono, y me congratulo


por esta composición, a la vez que doy las gracias de corazón a los solistas, a los
coristas, al organista y a todos los miembros de la orquesta. Este Oratorio,
significativamente titulado "Sombra del Padre", me brinda la ocasión de poner de
relieve que el ejemplo de san José, "hombre justo" —como dice el evangelista—,
plenamente responsable ante Dios y ante María, constituye para todos un estímulo en
el camino hacia el sacerdocio. Se nos muestra siempre atento a la voz del Señor, que
guía los acontecimientos de la historia, y dispuesto a seguir sus indicaciones; siempre
fiel, generoso y abnegado en el servicio; maestro eficaz de oración y de trabajo en el
ocultamiento de Nazaret. Queridos seminaristas, os puedo asegurar que cuanto más
avancéis, con la gracia de Dios, por el camino del sacerdocio, tanto más
experimentaréis cuán rico es en frutos espirituales referirse a san José e invocar su
ayuda en el cumplimiento diario del deber. Queridos seminaristas, os expreso mis
mejores deseos para el presente y el futuro. Los pongo en las manos de María
santísima, Virgen de la Confianza. Los que se forman en el Seminario romano mayor
aprenden a repetir la hermosa invocación "Mater mea, fiducia mea", que mi venerado
predecesor Benedicto XV definió como su fórmula distintiva. Pido a Dios que estas
palabras se graben en el corazón de cada uno de vosotros, y os acompañen siempre
durante vuestra vida y vuestro ministerio sacerdotal. Así, podréis difundir en vuestro
entorno, dondequiera que estéis, el aroma de la confianza de María, que es confianza
en el amor providente y fiel de Dios. Os aseguro que todos los días estaréis presentes
en mi oración, ya que constituís la esperanza de la Iglesia de Roma. Y ahora con gozo
os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a todos los presentes, así
como a vuestros familiares y a quienes os acompañan en el camino hacia el sacerdocio.

DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI


A LA COMUNIDAD DEL SEMINARIO ROMANO MAYOR
Sábado 25 de febrero de 2006
n°13. octubre de 2010

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María

“María, Madre de los Sacerdotes" (II)


Queridos Hermanos, al comienzo de mi ministerio os encomiendo a todos a la Madre
de Cristo, que de modo particular es nuestra Madre: la Madre de los Sacerdotes. De
hecho, al discípulo predilecto, que siendo uno de los Doce había escuchado en el
Cenáculo las palabras: “Haced esto en memoria mía”. Cristo, desde lo alto de la Cruz,
lo señaló a su Madre, diciéndole: “He ahí a tu hijo”. El hombre, que el Jueves Santo
recibió el poder de celebrar la Eucaristía, con estas palabras del Redentor agonizante
fue dado a su Madre como “hijo”. Todos nosotros, por consiguiente, que recibimos el
mismo poder mediante la Ordenación sacerdotal, en cierto sentido somos los primeros
en tener el derecho a ver en ella a nuestra Madre. Deseo, por consiguiente, que todos
vosotros, junto conmigo, encontréis en María la Madre del sacerdocio, que hemos
recibido de Cristo. Deseo, además, que confiéis particularmente a Ella vuestro
sacerdocio. Permitir que yo mismo lo haga, poniendo en manos de la Madre de Cristo
a cada uno de vosotros sin excepción alguna de modo solemne y, al mismo tiempo,
sencillo y humilde. Os ruego también, amados Hermanos, que cada uno de vosotros lo
realice personalmente, como se lo dicte su corazón, sobre todo el propio amor a Cristo
Sacerdote, y también la propia debilidad, que camina a la par con el deseo del servicio
y de la santidad. Os lo ruego encarecidamente.

La Iglesia de hoy habla de sí misma sobre todo en la Constitución dogmática Lumen


Gentium. También aquí, en el último Capítulo, ella confiesa que mira a María como
Madre de Cristo, porque se llama a sí misma madre y desea ser madre, engendrando
para Dios los hombres a una vida nueva. (58). Oh, queridos Hermanos. ¡Qué cerca de
esta causa de Dios estáis vosotros! ¡Cuán profundamente ella está impresa en vuestra
vocación, ministerio y misión! En consecuencia, junto con el Pueblo de Dios, que
mira a María con tanto amor y esperanza, vosotros debéis recurrir a Ella con esperanza
y amor excepcionales. De hecho, debéis anunciar a Cristo que es su hijo; ¿Y quién
mejor que su Madre os transmitirá la verdad acerca de Él? Tenéis que alimentar los
corazones humanos con Cristo; ¿Y quién puede hacerles más conscientes de lo que
realizáis, si no la que lo ha alimentado? “Salve, o verdadero Cuerpo, nacido de la
Virgen María”. Se da en nuestro sacerdocio ministerial la dimensión espléndida y
penetrante de la cercanía a la Madre de Cristo. Tratemos pues de vivir en esta
dimensión. Si es lícito recurrir aquí a la propia experiencia, os diré que, escribiéndoles,
recurro sobre todo a mi experiencia personal.
Al comunicarles esto, al comienzo de mi servicio a la Iglesia universal, pido
continuamente a Dios que os llene a vosotros. Sacerdotes de Jesucristo, de su
bendición y gracia y, como prenda y afirmación de tal comunión orante, os bendigo de
corazón en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Recibir esta bendición. Recibir las palabras del nuevo Sucesor de Pedro, de aquel
Pedro, a quien el Señor ordenó: “Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos”.
No ceséis de rezar por mí, junto con la Iglesia entera, para que yo responda a aquella
exigencia de un primado de amor, que el Señor ha puesto como fundamento de la
misión de Pedro, cuando le dijo: “Apacienta mis ovejas” . Que así sea.
n°14. octubre de 2010

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María

“María, Madre de los Sacerdotes" (III)


"Ave, verdadero cuerpo, nacido de la Virgen María: en ver -dad has sufrido y has sido
inmolado en la Cruz por el hombre"

¡Si, es el mismo Cuerpo! Al celebrar la Eucaristía, mediante nuestro servicio


sacerdotal, se hace presente el misterio del Verbo encarnado, Hijo consubstancial al
Padre, que, como hombre "nacido de mujer", es hijo de la Virgen María.

En la última Cena no consta que la Madre de Cristo estuviera en el Cenáculo. Sin


embargo estaba presente en el Calvario, al pie de la Cruz, "en donde -como enseña el
Concibo Vaticano II-, no Sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19, 25), se
condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su
sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada”. Esta es
la consecuencia de aquel "fiat, pronunciado por María en la Anunciación.

Cuando nosotros, al actuar in persona Christi, celebramos el sacramento del mismo y


único sacrificio en el que Cristo es y sigue siendo el único sacerdote y la única víctima,
no debemos olvidar este sufrimiento de la Madre, en la cual se cumplieron las palabras
pronunciadas por Simeón en el templo de Jerusalén: "una espada atravesará tu alma"
(Lc 2, 35). Eran unas palabras dirigidas directamente a María, cuarenta días después
del nacimiento de Jesús. En el Gólgota, al pie de la Cruz, estas palabras se cumplieron
totalmente. cuando su Hijo en la Cruz se manifestó plenamente como "signo de
contradicción", esta inmolación, la agonía mortal del Hijo afectó también al corazón
materno de María. Esta es la agonía del corazón de la Madre, que sufría con Él,
"consintiendo en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma". Se alcanza
aquí el ápice de la presencia de María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia en la
tierra. Este ápice se encuentra en el camino de la "peregrinación de la fe", a la que nos
referimos especialmente en el Año Mariano.

Amadísimos Hermanos, ¿a quién más que a nosotros es indispensable una fe


profunda y firme, a nosotros, que en virtud de la sucesión apostólica comenzada en el
Cenáculo celebramos el sacramento del sacrificio de Cristo?. Conviene, pues, que
profundice constantemente nuestro vínculo Espiritual con la Madre de Dios, que en la
peregrinación de la fe "precede", a todo el Pueblo de Dios.
Y de modo particular, cuando celebrando la Eucaristía nos encontramos cada día en el
Gólgota, conviene que esté a nuestro lado Aquella que, mediante una fe heroica,
realizó al máximo su unión con el Hijo, precisamente allí en el Gólgota.

JUAN PABLO II, Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión
del Jueves Santo.1988
n°15. octubre de 2010

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María

“María, Madre de los Sacerdotes" (IV)

Además, Cristo ¿no nos ha dejado quizá una indicación especial al respecto?.
Ciertamente, durante su agonía en la Cruz, pronunció las palabras que para nosotros
tienen el sentido de un testamento. "Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien
amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo:
He ahí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa" (Jn 19,
2627).

Aquel discípulo, el Apóstol Juan, estaba con Cristo en la última Cena. Era uno de los
"doce", a los que el Maestro dio, junto con las palabras que instituían la Eucaristía, la
recomendación: "Haced esto en conmemoración mía". El apóstol Juan recibió la
potestad de celebrar el sacrificio eucarístico instituido en el Cenáculo la víspera de su
Pasión, como santísimo sacramento de la Iglesia. En el momento de su muerte, Jesús
confía su Madre a este discípulo. Juan "la recibió en su casa" (Jn. 19, 27): la recibió
como primera testigo del misterio de la encarnación. Y él, como evangelista, expresó
precisamente de la manera más profunda, y al mismo tiempo más sencilla, la verdad
sobre el Verbo que "se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14): la verdad de la
encarnación y la verdad del Emmanuel. Y así, al recibir "en su casa" a la Madre que
estaba al pie de la cruz del Hijo, acogió al mismo tiempo todo lo que ella tenía dentro
de si en el Gólgota: el hecho de que ella "sufrió profundamente en unión con su
Unigénito y se asoció con espíritu materno a su sacrificio, consintiendo amorosamente
en la importancia de la víctima engendrada por ella". Todo esto -toda la sobrehumana
experiencia del sacrificio de nuestra redención, impresa en el corazón de la misma
Madre de Cristo Redentor - fue confiado al hombre, que en el Cenáculo recibió el
poder de hacer realidad este sacrificio mediante el ministerio sacerdotal de la
Eucaristía.

¿No posee esto un significado particular para cada uno de nosotros?. Si Juan al pie de
la Cruz representa en cierto sentido a todos los hombres, a cada uno y a cada una,
sobre los cuales se extiende Espiritualmente la maternidad de la Madre de Dios,
¡Cuánto más no será válido esto para cada uno de nosotros, llamados
sacramentalmente al servicio sacerdotal de la Eucaristía en la Iglesia!.
De veras, es estremecedora la realidad del Gólgota, el sacrificio de Cristo por la
redención del mundo. Es estremecedor el misterio de Dios, del cual somos ministros
en el orden sacramental (cf. 1 Cor 4, l). Sin embargo, ¿no estamos amenazados por el
peligro de ser ministros no suficientemente dignos; por el peligro de no presentarnos
con suficiente fidelidad al pie de la Cruz de Cristo, al celebrar la Eucaristía?.

Procuremos estar cerca de esta Madre, en cuyo corazón está grabado de modo único e
incomparable el misterio de la redención del mundo.

JUAN PABLO II, Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión
del Jueves Santo.1988
n°16. octubre de 2010

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María

“María, Madre de los Sacerdotes" (V)


"La Bienaventurada Virgen, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con
la que está unida al Hijo Redentor... está unida también íntimamente a la Iglesia" -
proclama el Concilio - "La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya enseñaba San
Ambrosio, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo.
Porque en el misterio de la Iglesia, que con razón también es llamada madre y virgen,
la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular
el modelo de la virgen y de la madre".

Más adelante el texto conciliar desarrolla esta analogía tipológica: Ahora bien, la
Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo
fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha Madre, por la palabra de Dios
fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida
nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y
también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo e
imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva
virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad"(4).

Al pie de la Cruz en el Gólgota el discípulo "recibió en su casa" a María, señalada por


Cristo con las palabras: "He ahí a tu Madre". La enseñanza del Concilio demuestra
cómo toda la Iglesia ha recibido a María "en su casa"; cuando profundamente el
misterio de esta Madre-Virgen pertenezca al misterio de la Iglesia, a su intima realidad.

Todo esto tiene una importancia fundamental para todos los hijos e hijas de la Iglesia.
Todo esto tiene un significado especial para nosotros, que hemos sido marcados con el
signo sacramental del Sacerdocio, el cual, aunque sea "jerárquico", es al mismo
tiempo <,ministerial" a ejemplo de Cristo, primer servidor de la redención del mundo.

Si todos en la Iglesia -hombres y mujeres, que por medio del bautismo participan en la
función de Cristo sacerdote - poseen el "sacerdocio real" común, del que habla el
Apóstol Pedro (cf. 1 Pe 2, 9); todos deben aplicarse las palabras de la Constitución
conciliar citadas hace poco; estas palabras también se refieren de manera especial a
nosotros.

El Concilio ve la maternidad de la Iglesia -según el modelo de la maternidad de María


- en el hecho de que "engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos
por el Espíritu Santo y nacidos de Dios". Notamos aquí como un eco de las palabras
de San Pablo sobre los "hijos por quienes de nuevo sufre dolores de parto" (cf. Gál 4,
19), del mismo modo que sufre una madre en el parto. Cuando en la Carta a los
Efesios leemos de Cristo-Esposo que "nutre y cuida" a la' Iglesia como a su cuerpo
(c£ 5, 29), debemos relacionar este cuidado esponsal de Cristo sobre todo con el don
del alimento eucarístico, comparable a los muchos cuidados maternos de "aumentar y
cuidar" al niño.

Merece la pena recordar estas expresiones bíblicas, para que la verdad de la


maternidad de la Iglesia, a ejemplo de la Madre de Dios, se haga más cercana a
nuestra conciencia sacerdotal. Y si cada uno de nosotros vive esta maternidad
Espiritual más bien en cuanto hombres, como "paternidad en el espíritu", María, como
figura" de la Iglesia, tiene su parte en esta experiencia. Los textos citados demuestran
cuan profundamente está grabada esta parte en el corazón mismo de nuestro servicio
sacerdotal y pastoral. La analogía de Pablo sobre "los dolores de parto" ¿no se refiere
a nosotros en muchas ocasiones en las que también estamos implicados en el proceso
Espiritual de la "generación" y de la "regeneración" del hombre por obra del Espíritu
dador de la vida?. Las experiencias más intensas al respecto las viven los confesores y
no solamente ellos.

JUAN PABLO II, Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión
del Jueves Santo.1988
n°17. octubre de 2010

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Eucaristía

“La Eucaristía, Misterio de Fe" (I)


«El Señor Jesús, la noche en que fue entregado » (1 Co 11, 23), instituyó el Sacrificio
eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las
circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma
indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que
lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los
siglos. Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el
pueblo responde a la proclamación del « misterio de la fe » que hace el sacerdote: «
Anunciamos tu muerte, Seño ».

La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre


otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es
don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de
salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues « todo lo que Cristo es y todo lo que
hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los
tiempos... ».

Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su


Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y « se
realiza la obra de nuestra redención ». Este sacrificio es tan decisivo para la salvación
del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de
habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes.
Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe
de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe
que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan
inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad,
poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante
de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer
Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega «
hasta el extremo » (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida.

Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras
mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir « Éste es mi cuerpo », « Esta
copa es la Nueva Alianza en mi sangre », sino que añadió « entregado por vosotros...
derramada por vosotros » (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de
comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial,
haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz
algunas horas más tarde, para la salvación de todos. « La misa es, a la vez e
inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y
el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor ». La Iglesia
vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un
recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se
hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por
manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de
hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de
todos los tiempos. En efecto, « el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía
son, pues, un único sacrificio ». Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: «
Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino
siempre el mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo [...]. También
nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se
consumirá ».

La Misa hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo multiplica. Lo


que se repite es su celebración memorial, la « manifestación memorial » (memorialis
demonstratio), por la cual el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se
actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial del Misterio eucarístico no
puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una
referencia solamente indirecta al sacrificio del Calvario.

JUAN PABLO II, Eccelsia de Eucharistia 11-12

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