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octubre de 2010
Mundo Moderno
María
Con su ayuda vosotros, queridos seminaristas, podéis prepararos hoy para vuestra
misión de presbíteros al servicio de la Iglesia. Hace poco, cuando me arrodillé para
orar ante la venerada imagen de la Virgen de la Confianza en vuestra capilla, que
constituye el corazón del seminario, pedí por cada uno de vosotros. Mientras tanto,
pensaba en los numerosos seminaristas que han pasado por el Seminario romano y que
después han servido con amor a la Iglesia de Cristo; pienso, entre otros, en don
Andrea Santoro, asesinado recientemente en Turquía mientras rezaba. Así, invoqué a
la Madre del Redentor, para que os obtenga también a vosotros el don de la santidad.
Que el Espíritu Santo, que forjó el Corazón sacerdotal de Jesús en el seno de la Virgen
y después en la casa de Nazaret, actúe en vosotros con su gracia, preparándoos para
las tareas futuras que se os encomendarán. Asimismo, es hermoso y adecuado que,
junto a la Virgen Madre de la Confianza, veneremos hoy de modo especial a su esposo
san José, en quien monseñor Marco Frisina se ha inspirado este año para su Oratorio.
María
María
JUAN PABLO II, Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión
del Jueves Santo.1988
n°15. octubre de 2010
María
Además, Cristo ¿no nos ha dejado quizá una indicación especial al respecto?.
Ciertamente, durante su agonía en la Cruz, pronunció las palabras que para nosotros
tienen el sentido de un testamento. "Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien
amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo:
He ahí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa" (Jn 19,
2627).
Aquel discípulo, el Apóstol Juan, estaba con Cristo en la última Cena. Era uno de los
"doce", a los que el Maestro dio, junto con las palabras que instituían la Eucaristía, la
recomendación: "Haced esto en conmemoración mía". El apóstol Juan recibió la
potestad de celebrar el sacrificio eucarístico instituido en el Cenáculo la víspera de su
Pasión, como santísimo sacramento de la Iglesia. En el momento de su muerte, Jesús
confía su Madre a este discípulo. Juan "la recibió en su casa" (Jn. 19, 27): la recibió
como primera testigo del misterio de la encarnación. Y él, como evangelista, expresó
precisamente de la manera más profunda, y al mismo tiempo más sencilla, la verdad
sobre el Verbo que "se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14): la verdad de la
encarnación y la verdad del Emmanuel. Y así, al recibir "en su casa" a la Madre que
estaba al pie de la cruz del Hijo, acogió al mismo tiempo todo lo que ella tenía dentro
de si en el Gólgota: el hecho de que ella "sufrió profundamente en unión con su
Unigénito y se asoció con espíritu materno a su sacrificio, consintiendo amorosamente
en la importancia de la víctima engendrada por ella". Todo esto -toda la sobrehumana
experiencia del sacrificio de nuestra redención, impresa en el corazón de la misma
Madre de Cristo Redentor - fue confiado al hombre, que en el Cenáculo recibió el
poder de hacer realidad este sacrificio mediante el ministerio sacerdotal de la
Eucaristía.
¿No posee esto un significado particular para cada uno de nosotros?. Si Juan al pie de
la Cruz representa en cierto sentido a todos los hombres, a cada uno y a cada una,
sobre los cuales se extiende Espiritualmente la maternidad de la Madre de Dios,
¡Cuánto más no será válido esto para cada uno de nosotros, llamados
sacramentalmente al servicio sacerdotal de la Eucaristía en la Iglesia!.
De veras, es estremecedora la realidad del Gólgota, el sacrificio de Cristo por la
redención del mundo. Es estremecedor el misterio de Dios, del cual somos ministros
en el orden sacramental (cf. 1 Cor 4, l). Sin embargo, ¿no estamos amenazados por el
peligro de ser ministros no suficientemente dignos; por el peligro de no presentarnos
con suficiente fidelidad al pie de la Cruz de Cristo, al celebrar la Eucaristía?.
Procuremos estar cerca de esta Madre, en cuyo corazón está grabado de modo único e
incomparable el misterio de la redención del mundo.
JUAN PABLO II, Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión
del Jueves Santo.1988
n°16. octubre de 2010
María
Más adelante el texto conciliar desarrolla esta analogía tipológica: Ahora bien, la
Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo
fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha Madre, por la palabra de Dios
fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida
nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y
también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo e
imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva
virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad"(4).
Todo esto tiene una importancia fundamental para todos los hijos e hijas de la Iglesia.
Todo esto tiene un significado especial para nosotros, que hemos sido marcados con el
signo sacramental del Sacerdocio, el cual, aunque sea "jerárquico", es al mismo
tiempo <,ministerial" a ejemplo de Cristo, primer servidor de la redención del mundo.
Si todos en la Iglesia -hombres y mujeres, que por medio del bautismo participan en la
función de Cristo sacerdote - poseen el "sacerdocio real" común, del que habla el
Apóstol Pedro (cf. 1 Pe 2, 9); todos deben aplicarse las palabras de la Constitución
conciliar citadas hace poco; estas palabras también se refieren de manera especial a
nosotros.
JUAN PABLO II, Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión
del Jueves Santo.1988
n°17. octubre de 2010
Eucaristía
Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras
mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir « Éste es mi cuerpo », « Esta
copa es la Nueva Alianza en mi sangre », sino que añadió « entregado por vosotros...
derramada por vosotros » (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de
comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial,
haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz
algunas horas más tarde, para la salvación de todos. « La misa es, a la vez e
inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y
el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor ». La Iglesia
vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un
recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se
hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por
manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de
hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de
todos los tiempos. En efecto, « el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía
son, pues, un único sacrificio ». Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: «
Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino
siempre el mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo [...]. También
nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se
consumirá ».