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Walter Benjamin (1892-1940). Imagen de Daniele Prati distribuida por Flickr bajo licencia creative commons CC BY 2.0.
En las pocas páginas que componían el texto, formado por dieciocho tesis y dos
breves apéndices, Benjamin condensaba y sistematizaba en su habitual estilo a la
vez contundente, críptico e incisivo el hilo rector que había estructurado toda su
producción filosófica a lo largo del turbulento periodo de entreguerras. Fundiendo de
manera original y única la influencia del misticismo judío por un lado y la recuperación de
un marxismo libre de las desviaciones que habían llevado hasta el estalinismo por otro, las
tesis planteaban la imperiosa necesidad de repensar la teoría y la práctica de la
interpretación del tiempo histórico. Y configuraban también, según sus propias palabras, el
armazón teórico de su Obra de los pasajes, ese proyecto laberíntico que fue alimentando
sin cesar a lo largo de sus últimos años de vida.
Claro que esta muerte, eso sí, tendría muy poco que ver con esa otra que unos
cincuenta años más tarde proclamaría Francis Fukuyama en su célebre ¿El fin de
la historia? Para Fukuyama, el fin de la historia implicaba no la destrucción, sino la
culminación de la concepción del tiempo histórico que Occidente había elaborado sobre la
base de la doctrina de la salvación cristiana (como tan bien puso en evidencia Karl Löwith).
El resultado era, por tanto, la articulación del tiempo según grandes relatos (cristianismo,
liberalismo, socialismo, etc.), configurados como la unión de dos puntos –principio y fin– ya
fijados de antemano: el único camino posible formado por la recta trazada por el tránsito
entre A y B. Y este era, precisamente, el dispositivo que Benjamin trataba de desactivar con
sus tesis. Pues en la complicidad con este tipo de discurso histórico encontraba Benjamin
las razones del triunfo del fascismo, propiciado por el fracaso de una socialdemocracia que
se había rendido a la confianza ciega en el futuro propia de la ideología liberal reinante (“la
opinión según la cual iban a nadar con la corriente”). Para él se trataba de acabar con la fe,
en buena parte de herencia ilustrada, en que la historia de la humanidad supondría por sí
sola un progreso infinito y continuado.
Se trata, por tanto, de recuperar la memoria de los vencidos, y, para ello, frente al
relato cerrado del historicismo, Benjamin nos propone abrir el tiempo histórico para
desplegar sus infinitas posibilidades. Pues abriendo un punto del tiempo se abren todos:
abrir el presente significa poner en cuestión el relato que explica cómo se ha llegado hasta
él, lo que a su vez implica poner de nuevo sobre la mesa todos los tiempos negados, toda
aquella posibilidad histórica que se cerró pero pudo perfectamente haberse hecho realidad.
Y esto abre también, por supuesto, el futuro, pues si todo pasado pudo ser, todo futuro
podrá también ser. Del mismo modo que para los judíos “cada segundo constituía la
pequeña puerta por la que el Mesías podía penetrar”, cada instante posee el potencial
mesiánico de redimir a toda la humanidad, de romper con el relato histórico hegemónico y
abrir las infinitas posibilidades que laten atrapadas en su seno.
Benjamin nos propone abrir el tiempo histórico para desplegar sus in;nitas
posibilidades. Abrir el presente signi;ca poner en cuestión el relato que
explica cómo se ha llegado hasta él, lo que a su vez implica poner de nuevo
sobre la mesa todos los tiempos negados. Y esto abre también el futuro
Frente al camino cerrado y fijado del historicismo, la historia sería el lugar del
“tiempo-ahora” (Jetztzeit), esos instantes cargados de astillas del tiempo mesiánico,
capaces de interrumpir la forzada continuidad de la historia reuniendo episodios históricos
separados por cientos de años en un abrazo revolucionario. Es decir, que la historia puede
salirse a cada paso del camino que el historicismo ha fijado para ella, puede romper con su
curso establecido, retorciéndose sobre sí misma o avanzando en una dirección inesperada –
o, incluso, de forma paradójica, haciendo las dos cosas a la vez–. Así obró la Revolución
Francesa al apropiarse del imaginario romano y reactivarlo, liberando potencialidades que
permanecían dormidas entre el peso muerto de la historia al enlazarlas con acontecimientos
separados de ellas pero con los que entraban en constelación: esto es, establecían una
relación distante pero fuerte, móvil al tiempo que firme.
Aunque todo esto pueda sonar muy extraño, se trata en realidad de una práctica
más bien común, puesta en evidencia por ejemplo en la relación que establecemos
con aquellas obras literarias o artísticas que consideramos clásicas: nunca
envejecen porque desde cada presente estamos siempre reactualizando su contenido,
poniéndolo en relación con nuestro tiempo, interpretando a este desde aquellas y viceversa.
Por ello la principal tarea del historiador o el filósofo (en palabras de Benjamin: el
“materialista histórico”) deberá ser “cepillar la historia a contrapelo”, pues cada bien cultural
está inmerso en un proceso de transmisión que lo encadena al relato de los vencedores,
convirtiéndolo así en cómplice de sus crímenes, del olvido de todas las víctimas dejadas
atrás; pues “no hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie”.
La historia puede salirse a cada paso del camino que el historicismo ha ;jado
para ella, puede romper con su curso establecido, retorciéndose sobre sí
misma o avanzando en una dirección inesperada
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