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Existe además otra vía: la de la predicación. Siendo discípula del único Maestro
Jesucristo, la Iglesia, a su vez, como Madre y Maestra, no se cansa de proponer
a los hombres la reconciliación y no duda en denunciar la malicia del pecado, en
proclamar la necesidad de la conversión, en invitar y pedir a los hombres
«reconciliarse con Dios». En realidad esta es su misión profética en el mundo de
hoy como en el de ayer; es la misma misión de su Maestro y Cabeza, Jesús.
Como Él, la Iglesia realizará siempre tal misión con sentimientos de amor
misericordioso y llevará a todos la palabra de perdón y la invitación a la
esperanza que viene de la cruz.
Existe también la vía, frecuentemente difícil y áspera, de la acción pastoral para
devolver a cada hombre —sea quien sea y dondequiera se halle— al camino, a
veces largo, del retorno al Padre en comunión con todos los hermanos.
Existe, finalmente, la vía, casi siempre silenciosa, del testimonio, la cual nace de
una doble convicción de la Iglesia: la de ser en sí misma «indefectiblemente
santa»[54], pero a la vez necesitada de ir «purificándose día a día hasta que
Cristo la haga comparecer ante sí gloriosa, sin manchas ni arrugas» pues, a
causa de nuestros pecados a veces «su rostro resplandece menos» a los ojos de
quien la mira[55]. Este testimonio no puede menos de asumir dos aspectos
fundamentales: ser signo de aquella caridad universal que Jesucristo ha dejado
como herencia a sus seguidores cual prueba de pertenecer a su reino, y
traducirse en obras siempre nuevas de conversión y de reconciliación dentro y
fuera de la Iglesia, con la superación de las tensiones, el perdón recíproco, y con
el crecimiento del espíritu de fraternidad y de paz que ha de propagar en el
mundo entero. A lo largo de esta vía la Iglesia podrá actuar eficazmente para
que pueda surgir la que mi Predecesor Pablo VI llamó la «civilización del amor».
Hablar de pecado social quiere decir, ante todo, reconocer que, en virtud de una
solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el
pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. Es ésta la otra
cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio
profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual se ha
podido decir que «toda alma que se eleva, eleva al mundo»[72]. A esta ley de la
elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte que se
puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por
el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras
palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más
estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo
pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño en
todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana. Según esta primera
acepción, se puede atribuir indiscutiblemente a cada pecado el carácter de
pecado social.
7. Cuáles son los medios y los caminos sugeridos por la IGLESIA para la
promoción de la penitencia y la reconciliación