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EL AMIGO BRAULIO

(MANUEL GONZALES PRADA)

En ese tiempo era yo interno de San Carlos. Frisaba en los dieciocho años y tenía
compuestos algunos centenares de versos, sin que se me hubiera ocurrido publicar
ninguno ni confesar a nadie mis aficiones poéticas. Disfrutaba de una especie de
voluptuosidad en creerme un gran poeta inédito.

Repentinamente nacieron en mí los deseos de ver en letras de molde algunos


versos míos. Por entonces se publicaba en Lima un semanario ilustrado que gozaba
de mucha popularidad y era leído y comentado los lunes entre los aficionados del
colegio: se llamaba “El Lima Ilustrado”. Después de leer veinte veces mi colección
de poemas, comparar su merito y rechazar hoy por malísimo lo que ayer había
creído muy bueno, concluí por elegir uno, y copiarlo en fino papel con la mejor de
mis letras. Temblando como un reo que se dirige al patíbulo, me encaminé un
domingo por la mañana a la imprenta de “El Lima Ilustrado”. Más de una vez quise
regresarme, pero una fuerza secreta me lo impedía. Con el sombrero en la mano y
haciendo mil reverencias, penetré en una habitación llena de chibaletes, galeras, y
cajas llenas de tipos de imprenta.

—¿El señor director? —pregunté queriendo mostrar serenidad, pero temblando.

—Soy yo, joven.

Me dio la respuesta un coloso de cabellera crespa, color aceitunado, mirada


inteligente y modales desembarazados y francos. En mangas de camisa, con un
mandil blanco, cubierto de sudor y manchado de tinta, se ocupaba en colar fajas y
pegar direcciones.

—Me han encargado que le entregue a usted una composición en verso.

—Pasemos al escritorio.

Ahí se caló las gafas, me quitó el papel de las manos y sin sentarse ni acordarse de
de convidarme asiento, se puso a leer con la mayor atención.

Era la primera vez que ojos profanos se fijaban en mis lucubraciones poéticas. Los
que no han manejado una pluma no alcanzan a concebir lo que siente un hombre al
ver violada, por decirlo así, la virginidad de su pensamiento. Yo espiaba la cara
fisonomía del director para ir adivinando el efecto que le causaban mis versos: unas
veces me parecía que se entusiasmaba, otras que me censuraba acremente.

—¿Y quién es el autor? —me dijo, concluida la lectura.

Me pues a tartamudear, a quiere decir algún nombre supuesto, a murmurar


palabras ininteligibles, hasta que concluí por enmudecer y tornarme como una
granada.

—¿Cómo se llama usted, joven?


—Roque Roca.

—Pues bien, yo publicaré la composición en el próximo número y pondré el nombre


de usted, porque usted es el autor: se lo conozco en la cara. ¿Verdad?

No pude negarlo, mucho más cuando el buen coloso me daba una palmada en el
hombro. Me convidó asiento y se puso a conversar conmigo como si hubiéramos
sido amigos de muchos años.

Al salir de la imprenta, yo habría deseado poseer los millones de Rothschild para


elevar una estatua de oro al director de “El Lima Ilustrado”.

II

Cuando el semanario salio a luz con mis versos, produjo en San Carlos el efecto de
una bomba. !Poetam habemus!, gritó un muchacho que se acordaba de no haber
podido aprender latín. En el comedor, en los patios, en el dormitorio y hasta en la
capilla, escuchaba yo alguna vocecilla tenaz y burlona que entonaba a gritos o me
repetía por lo bajo una estrofa, un verso, un hemistiquio, un adjetivo de mi
composición. La insolencia de un condiscípulo mío llegó a tanto que al pedirle el
profesor de Literatura un ejemplo de versos pareados, indicó los siguientes:

El poeta Roque Roca


echa flores por la boca.

Con decir que el mismo profesor lanzó una carcajada y me dirigió una pulla, basta
para comprender el maravilloso efecto de los dos pareados: a la media hora los
sabía de memoria todo el colegio y andaban escritos con lápiz negro en las paredes
blancas y con polvos blancos en las pizarras negras. No faltaban variantes, como:

El poeta Roque Roca


echa coles por la boca.

El poeta Roque Roca


echa sapos por la boca.

Un bardo anónimo no muy versado en la colocación de los acentos, escribió:

El poeta Roque Roca


es un inconmensurable alcornoque.

Agotada la paciencia, recurrí a las trompadas; mas como el remedio empeoraba el


mal, acabé por decidir que el partido más cuerdo era no hacerles caso y no volver a
publicar una sola línea.

Sólo encontré una voz amiga. Había un muchacho a quien llamábamos el


Metafórico, por su manera extraña y alegórica de expresarse. El Metafórico me
llamó a un lado y me dijo, con la mejor buena fe:

—Mira, no les hagas caso y sigue montando en el Pegaso: el ruiseñor no responde a


los asnos; Poeta-aurora, desprecia a los Hombres-coces.

Las palabras me consolaron, aunque venían de un chiflado. ¡Qué voz no suena


dulce y agradablemente cuando se duele de nuestras desgracias y nos sostiene en
nuestras horas de flaqueza!

Yo contaba con un amigo de corazón: Braulio Pérez. Juntos habíamos entrado al


colegio, seguíamos las mismas asignaturas y durante cinco años habíamos
estudiado en compañía. En cierta ocasión, una enfermedad le retrasó en sus
cursos: yo velé dos o tres meses para que no perdiera el año. ¿Quién sino él estaría
conmigo? Como ni una palabra me había dicho sobre mis versos, ni salido en mi
defensa, su conducta me pareció extraña y le hablé con la mayor franqueza.

—¿Qué dices de lo que pasa?

—Hombre —me contestó—, ¿por qué publicar los versos sin consultarte con algún
amigo?

—De veras.

—Tú sabes que yo…

—Cierto.

—Estoy hasta resentido de tu reserva conmigo.

—Lo hice de pura vergüenza.

—Si alguna vez vuelves a publicar algo…

—¿Publicar? Antes me degüellan.

Mantuve mi resolución un mes, y la habría mantenido mil años, si el director de “El


Lima Ilustrado” no se hubiera aparecido en el colegio a decirme que se hallaba
escaso de originales en verso y que me exigía mi colaboración semanal. Quise
excusarme; pero el hombre —lisonjero— me comprometió a enviarle cada
miércoles una composición en verso.

Concurrí al amigo Braulio, le conté lo sucedido y le enseñé todo mi cuaderno de


versos para que escogiera los menos malos; pero no logramos quedar de acuerdo:
todas mis inspiraciones le parecía flojas, vulgares, indignas de ver la luz pública en
un semanario donde colaboraban los primeros literatos de Lima. Imposible sacarlo
de la frase: “Todas están malas”. A escondidas del amigo Braulio copié los versos
que me parecieron mejores y se los remití al director de “El Lima Ilustrado”.

La tormenta se renovó con mi segunda publicación, pero fue amainando con la


tercera y la cuarta; a la quinta, las burlas habían disminuido, y sólo de cuando en
cuando algún majadero me endilgaba los pareados o me dirigía una pulla de mal
gusto.

El único implacable era el amigo Braulio, convertido en mi Aristarco severo, todo


por amistad, como solía repetírmelo. Apenas recibía el número de “El Lima
Ilustrado”, se instalaba en un rincón solitario y, lápiz en mano, se ensañaba en la
crítica de mis versos: uno era cojo, otro patilargo; éste carecía de acentos, aquél
los tenía de más. En cuanto al fondo, peor que la forma.

—Mira —me lanzó en una de esas expansiones íntimas que sólo se conciben en la
juventud—, mira, el hombre no sólo se deshonra con robar y matar, sino también
con escribir malos versos. A ladrones o asesinos nos pueden obligar las
circunstancias; pero, ¿qué nos obliga a ser poetas ridículos?

III

Hacía dos meses que publicaba yo mis versos, cuando en el mismo semanario
apareció un nuevo colaborador, que firmaba sus composiciones con el seudónimo
de Genaro Latino. El amigo Braulio empezó a comparar mis versos con los de
Genaro Latino.

—Cuando escribas así, tendrás derecho a publicar —me dijo, sin el menor reparo.

Fui constantemente inmolado en aras de mi rival poético: él era Homero, Virgilio y


Dante; yo, un coplero de mala muerte. Cuando mi nombre desapareció de “El Lima
Ilustrado” para ceder sitio al de Genaro Latino, muchos de mis condiscípulos me
reconocieron el merito de haber admitido mi nulidad y sabido retirarme a tiempo.
Sin embargo, algunos insinuaron que el director del semanario me había negado la
hospitalidad.

Todos creían envenenarme la bilis con leerme los versos de mi rival, figurándose
que la envidia me devoraba el corazón. Braulio mismo me atacaba ya de frente, y
se le atribuía la paternidad de este nuevo pareado:

Ante Genaro Latino


Roque Roca es un pollino.

Un día, Braulio, triunfante y blandiendo un papel, se instaló sobre una silla, pidió la
atención de los oyentes y empezó a leer una silva de Genaro Latino, publicada en el
último número de “El Lima Ilustrado”. De pronto, cambió de color, se mordió los
labios, y estrujó el periódico y lo guardó en el bolsillo.

—¿Por qué no sigues leyendo? —le preguntó una voz estentórea: era el Metafórico.

—¡Que siga, que siga! —exclamaron algunos.

—Yo seguiré —dijo el Metafórico.


Se encaramó en la silla que el amigo Braulio acababa de abandonar, y leyó:

Nota de la Dirección.- Como hay personas que se atribuyen la paternidad de las


obras ajenas, avisamos al público (a riesgo de herir la modestia del autor), que los
versos publicados en “El Lima Ilustrado” con el seudónimo de Genaro Latino son
escritos por nuestro antiguo colaborador, el joven estudiante de Jurisprudencia don
Roque Roca.

El amigo Braulio no volvió a dirigirme la palabra.

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