Sei sulla pagina 1di 226

EL ÚLTIMO REFUGIO

por Francisco Liñeira González


Primera Parte

! Prólogo a la tormenta que viene

1. Hago amigos
2. Un pequeño problema de higiene
3. Asumo que voy a morir
4. Conozco al misterioso mago machista
5. Vera y el lobo
6. Me pierdo buscando manzanas
7. Cedo la palabra
8. Me visitan
9. Nubes negras
10. El primer trueno

10.5 Éxodo

Segunda parte

! Dejados atrás
0.
1. Límites
2. Lo que un día cayó
3. Linaje
4. Malas tierras
5. La leyenda de Astracán el Imposible
6. Pero lo estaremos
6. El vuelo del halcón
7. Una carta salvaje
8. Las batallas perdidas
9. El hombre sin magia
10. Monstruos
11. Siempre y después

Epílogo

! La princesa de las cenizas


PRIMERA PARTE
PRÓLOGO A LA TORMENTA QUE VIENE
1.
HAGO AMIGOS

Ergo, la ciudad de los mil ojos, la última ciudad. Con sus calles como serpientes de asfalto
y sus noches interminables, los matones sin alma y los antros subterráneos. Desde el
coche toda la desgraciada marea humana del pueblo rojo se confundía con las luces
temblorosas de neón y las cuatro notas desafinadas del loco trompetista de la calle mayor
sonaban distorsionadas, irreales.
Me secuestraron esa noche en Ergo.
Una botella ardiendo golpeó los cristales tintados y me aparté de la ventana, cautelosa.
Oía el rugido de la ciudad, las miles de personas echadas a las calles para intentar
sobrevivir entre la anarquía. Vi hombres barbudos vestidos con harapos y mujeres
amenazando a grupos enteros con cuchillos enormes. Había niños tiznados corriendo
entre restos de coches calcinados y vi los cristales rotos de las tiendas saqueadas.
Antiquísimas hojas de periódico amarillas ardían y volaban hasta perderse entre los
rascacielos. Vi nubes de humo salir del barrio de los alquimistas y vi inmensas estatuas
de piedra y palabra proteger aquellas calles. Las torres de ladrillo inclinadas desafiaban a
la gravedad una noche más. Los peculiares vehículos que huían a toda velocidad dejaban
estelas brillantes que podía ver incluso con los ojos cerrados. Apenas quedaban. Apenas
quedan.
Vi grandes mansiones bajo un silencio pesado como una tumba y animales desconocidos
con ojos brillantes de luna llena fundirse con las sombras. A lo lejos estaba el cementerio
y casi pude ver a las familias intentando, como cada noche, taparse con las mantas que
pudieran robar y sobrevivir hasta que la mañana trajera la calma engañosa y pasajera en
la que vivían.
Eso vi en Ergo la noche que me secuestraron.
La limusina en la que viajaba, seguramente la última, se alejó cada vez más de la ciudad
y pude verla desde la colina como a un gigante dormido. Miré de reojo a los tres hombres
que permanecían atentos a todos mis movimientos y repasé en mi cabeza todas las
formas que se me ocurrieron de noquearlos. Los hermanos Merced. Ben, Antón, Jota.
Sombras sin cara en el vehículo. No intenté convencerlos ni pagarles para salvar mi vida;
ya nos habíamos encontrado antes y no les daría el gusto de verme suplicar. Moriría
peleando. Mamá habría estado orgullosa.
Esperaba que alguno de los enemigos que había hecho en todos mis años en Ergo les
hubiera pagado para que me llevaran a las afueras, donde nadie me pudiera ayudar–
probablemente algún descampado en las lindes de la floresta Umbría–y, una vez allí, me
liquidaran de la forma más cruel que se les ocurriera. Por suerte sabía que su imaginación
no daba para demasiado, pero eso no cambiaba el hecho de que iba a morir. Cuando me
sacaron de mi oficina me acosó un escalofrío que me devolvió sensaciones de tiempos
más tristes, pero según nos alejábamos de la ciudad dejé de sentir. Ni desesperación, ni
miedo al abismo, nada. Si acaso, un poco de hambre.
Atar los últimos cabos del suceso de las gárgolas desaparecidas me había llevado más de
lo previsto, y, para cuando Vera se fue, no quedaba nadie que pudiera bajar al garito de
Tados y traerme algo grasiento y delicioso con nuestras últimas monedas de cobre con la
efigie del alcalde Saga. Me esperaron detrás de la puerta y me pincharon la espalda.
Muévete, zorra. Apestaban a pescado podrido.
El coche se paró a un gesto de Antón. Los hermanos Merced se inclinaron hacia mi.
Tragué saliva y pensé que podía ser la última vez que lo hiciera.
–Sentimos haberte sacado de tan malas maneras de tu oficina–hablaba Jota, esa
serpiente que podría venderle hielo a un pingüino–. En esta ciudad las paredes tienen
oídos.
No me iban a matar. Eso era positivo, supongo.
–Entonces queréis algo de mí–sonreí un poco.
Se revolvieron incómodos en sus asientos.
–No somos nosotros. Ha sido nuestro actual... benefactor–una vez más me sorprendí de
lo suave que era la voz de ese reptil–. Él ha pensado que eras la mejor opción para
solucionar su problemilla.
–Por nosotros no estarías aquí, zorra–gruñó Antón desde la esquina.
Jota le dirigió una mirada asesina y Ben se inclinó más. ¿Me estaba oliendo?
–¿Hacia dónde vamos?–pregunté, conforme. Un trabajo era un trabajo, y si el tipo tenía el
suficiente dinero como para poner a los hermanos Merced así de dóciles, me interesaba.
–Vamos a la mansión Caras, Laura–Jota golpeó el cristal que nos separaba del conductor
y el coche se puso en marcha–. Supongo que su propietario te sonará.

No había un alma en Ergo que no hubiera oído hablar de la mansión Caras, esa casona
gigantesca que se levantaba en una de las pequeñas montañas que rodeaban la ciudad,
o de su propietario, Georgio Caras, que había consumido la fortuna amasada por Máximo
Caras, el hombre más rico de Ergo, dueño y explotador de todas las minas.
Máximo murió y nadie volvió a ver a Georgio.
Decían que vivía en una habitación rodeado de hechizos grabados en papeles negros
como el carbón y enfermeras que vigilaban las puertas veinticuatro horas al día para
evitar que la muerte entrara. El rumor hablaba de que había matado a su padre mientras
dormía y se había bañado en su sangre y que desde entonces nunca había vuelto a la
ciudad y su negocio, sin la mano firme de Máximo, había ido disolviéndose en una Ergo
cada vez más perturbada. Otros decían que en realidad una bestia de la floresta lo había
mordido siendo un niño y se había transfigurado en un gigantesco tigre negro que vagaba
de noche por las calles en busca de víctimas. Incluso se contaba que había empleado los
recursos de su padre para atrapar su espíritu en una habitación llena de espejos y
minerales del espacio profundo y que allí estaban los dos, atravesando la muerte para
mirarse.
Si haces caso a lo que dice la gente.
En mi opinión eran gilipolleces que se habría inventado un iluminado demasiado aburrido,
pero estaba a punto de comprobarlo por mí misma. Tardamos un buen rato en atravesar
los jardines a toda velocidad con la limusina desvencijada. Una avalancha de hojas secas
de otoño daba vueltas con el viento y caían las primeras gotas de una tormenta
inminente. Pavos reales, flamencos y animales de los que nunca había oído hablar con
largos cuernos, dientes afilados y alas emplumadas y esponjosas huían hacia el bosque
en miniatura que la avaricia de los Caras había construido. El relámpago hendió el cielo a
lo lejos. ¡Bum! Me estaba empezando a encender.

El ama de llaves arrugada con aquella mirada de absoluto desprecio abrió los portones.
Se llamaba Derrida, pero yo aún no lo sabía.
La mansión estaba vacía. El polvo se depositaba en las escaleras de mármol, en los
pocos muebles que habían sobrevivido a la purga y parecía formar capas de suciedad en
el mismo aire. Las mantas carmesíes ajadas que colgaban de las paredes eran en
realidad espejos tapados. La vieja nos condujo a través de desolados pasillos y
habitaciones ajedrezadas que parecían no tener fin hasta un cuarto inmenso en el ala
oeste de la choza aquella. Todo en ese sitio parecía estar hecho a una escala mayor que
la humana, y que ni siquiera la luz entrase le daba a todo un aire de tristeza cansada, de
silencio tenso.
Una chimenea colosal crepitaba, llena de fuego y rabia, en el fondo de la sala. Y allí, en
un catre inmundo que hasta yo hubiera tenido reparos en usar, con un enorme cuerno
retorcido y quebrado colgando de un lateral, Georgio Caras me miraba desde unos ojos
vidriosos e inyectados en sangre. Estaba pálido y dañado por los años, pero no habría
podido precisar su edad. Miré su cuerpo y casi grito allí mismo. Su brazo izquierdo, buena
parte de su torso y sus piernas estaban hechas de piedra negra grabada que relucía a la
luz del fuego. Un trueno a lo lejos. Él notó mi mirada asustada.
–Me levantaría a saludarla pero, como puede ver, querida, me es imposible...–susurró.
Tosió tan fuerte que casi se hace grava. El ama de llaves se apresuró a colocarle los
cojines y las mantas y se retiró a una esquina.
Me acerqué con precaución.
–¿Qué le ha pasado?–pregunté curiosa. Oí la puerta cerrándose y vi de reojo que los
Merced se habían quedado fuera. Me sentí considerablemente más libre.
El hombre me miró desde las cuencas hundidas de sus ojos. Me habló con una voz que
intentaba ser firme.
–¿Sabe eso que se rumorea sobre mí en la ciudad?
–No sabría decirle.
–Evidentemente no todo lo que dicen sobre mí es cierto–se giró con dificultad para mirar
al fuego–. Me refiero a todo aquello de ‘mató a su padre’.
Bajé la vista para ocultar una risa inapropiada.
–No tienes que intentar caerme en gracia, niña. Es cierto.
Ah, qué sería de nosotros sin esos silencios incómodos.
–Mi padre era un hombre cruel, señorita Zafiro. Se merecía lo que le pasó, al igual que yo
me merezco esto.
–No entiendo, ¿no busca ayuda para usted?
–¿Para mí?–se rió–No, por favor. No necesito ayuda. No quiero ayuda. ¡Y llámame por mi
nombre! Verás, Laura, ¿puedo tutearte? Que tengamos buenos motivos no quiere decir
que lo que hagamos sea menos malo. Pago por lo que hice. Maté a mi padre, hundí su
legado y condené a mi familia a vivir en una casa llena de un pasado al que nunca
podremos volver. Y aún así–tosió–volvería a hacerlo una y otra vez.
Parecía que el tipo no había charlado de verdad con nadie en mucho tiempo, y dejé que
se desahogara, aunque con ese hablar lento y costoso la conversación habría sido más
rápida si hubiera ido cincelando en piedra lo que decía. Lo cual era bastante irónico.
–¿Qué quieres de mí, Georgio?–pregunté cuando acabó, acercándome a su cama. Hasta
a mí me inspiraba algo de pena verlo ahí postrado.
–Mi hijo Alsan ha desaparecido. Quiero que lo encuentres y lo traigas de nuevo a casa.
–Georgio–dije, suave–. Me gustaría ayudarte, pero no me dedico a eso.
–Oh, pero sí que lo haces. Por favor, Derrida...
La vieja pelleja se movió, sin dejar de mirar mal mi gabardina o mi pelo rojo desmarañado
ni un momento, y recogió de una mesita una caja pequeña. Me la acercó, y puedo jurar
que me la hubiera estampado en la cara si hubiera podido. Cuánta hostilidad.
La abrí y vi dentro un medallón con una runa grabada. Georgio me miraba, ávido.
–¿Y bien?
–No se parece a ninguna runa que haya visto antes–decreté, sin tocarlo–. De todas
formas estos medallones son versátiles, alguien experimentado puede hacer casi lo que
quiera con ellos. ¿Lo han manoseado directamente?
–Sólo Derrida cuando lo puso en la caja.
Me acerqué al ama de llaves. Él trató de seguirme con la mirada, pero su cuerpo se lo
impedía.
–¿Hizo algo cuando lo agarraste? ¿Brilló, expulsó algún tipo de gas, notaste cómo tu
percepción de la realidad se alteraba, viste alguna criatura extraña, falleciste...?
–No sabría decirle, detective. No pasó nada de lo que dice. Nada raro–hasta me
disgustaba su voz chirriante y su condescendencia.
–¿Quién más vive en la casa?–pregunté.
–Sólo nosotros dos y mi hijo. Derrida lleva con mi familia desde antes de que mi padre
falleciera, y mi mujer también nos dejó hace mucho tiempo.
–¿Cómo se dieron cuenta de que Alsan no estaba?
–Derrida se disponía a llevarle el desayuno cuando encontró en su cuarto el medallón. No
había rastro de él en toda la casa. Hace dos días de eso.
–¿Por qué no ha acudido a la guardia?–pregunté con sincera curiosidad. Era habitual que
los ricos acudieran a uno de los nuestros como último recurso y depositasen su fe en la
magníficas y muy ausentes fuerzas de Cobra.
–Puede que no me pueda levantar de aquí, pero sé lo que ocurre fuera, Laura. Disturbios,
descontrol, anarquía. La guardia tiene mucho que hacer desde que cayó el Fulgor. No
intentarían encontrar a mi hijo.
–Antes de continuar–lo interrumpí sin miramientos–. Has de saber, Georgio, que soy cara.
No quisiera insultarte, pero no estás pasando por tu mejor momento.
–Me imaginaba que nos encontraríamos con ese problema–suspiró–¿Sabes algo
curioso? Son mucho más baratos tres matones buenos que un detective malo.
Golpeó con la mano buena una campanilla y los hermanos Merced entraron. Jota tenía
una sábana entre las manos. Ben metió la mano dentro y sacó una ornamentada daga
pequeña. Intenté huir, pero Derrida–¡qué mirada más viciosa para parecer una mosquita
muerta!–y Antón, esa gran bola de sebo, ya me habían agarrado. Noté cómo la criada
invocaba un hechizo de anulación sin siquiera hablar. Perfecto, pensé, otra puta maga.
Me sentía débil y no pude hacer nada. Ben, ansioso y con los ojos muy abiertos, me abrió
la mano y me hizo un corte en la palma con el filo ondulado. Caí al suelo.
–Siento hacerte esto, detective. De verdad.
Los Merced disfrutaban. Me miré la mano y la sangre manaba negra y tomaba la forma de
un círculo con símbolos complicados en su interior. Comenzó a cicatrizar a toda velocidad
y en unos segundos tenía una marca tribal azabache y maldita y fría.
No era un emblema cualquiera, era una Marca. Condenaba a muerte al que la llevara.
Intenté incorporarme con dignidad. Lo conseguí a medias.
–¿Cuánto tiempo tengo?–pregunté al aire con calculado desinterés. Me froté la palma con
la esperanza de que se borrara.
–Quince días a partir de ahora mismo, Laura–Antón habló con altivez y desdén. Ya estaba
pensando en cómo devolvérsela. Ben se rió de forma histérica. Jota sólo me miraba, frío,
mientras guardaba el arma de nuevo.
–En Ergo, quince días desaparecido es una sentencia de muerte–Georgio observaba la
Marca con interés–. Es tiempo suficiente. Cuando mi Alsan esté de nuevo en su hogar,
haremos que eso desaparezca.
–¿Cómo se llama?–pregunté a los hermanos–¡La daga! ¿Cómo se llama?
Ben seguía riendo.
–¡Esnec!–gritó mientras salivaba de pura excitación.
Me lo repetí diez, veinte veces. No podía olvidarlo, mi vida dependía ahora de mi
fluctuante memoria.
–Ahora ve a revisar su cuarto–me indicó Georgio con impaciencia.
–Esta no es la mejor manera de hacer negocios, cariño–dije mientras me iba de la
habitación de la chimenea con la palma escociendo y un agujero negro en el estómago.
–Hago lo que debo hacer para salvar a mi hijo–me miró con fiereza desde la cama, los
miembros pétreos brillando–. Y lo haría las veces que hicieran falta.
Podía entender el sentimiento y no me consoló ni una pizca.
2
UN PEQUEÑO PROBLEMA DE HIGIENE

La noche no fue, nunca lo era en esta ciudad, un momento de descanso; sólo un largo
paréntesis de oscuridad. Golpeé la vieja puerta de madera oscura y dañada con fuerza
una, dos, tres veces. Cuando mi tío Lancel me abrió me descubrió con el pelo escarlata
pegado a la cara y el abrigo empapado y mis lágrimas de rabia se mezclaban con la lluvia
de la fenomenal tormenta que había azotado la ciudad.
Había hecho el trayecto de la mansión Caras al sur de Ergo corriendo bajo una tempestad
colosal. Y el sol se asomaba riéndose de mí y la Marca seguía en mi mano,
resplandeciendo funesta entre las gotas.
La casa de mi tío era una cabaña en la jungla, una torre de madera y teja que se retorcía
apuntando alto en un mar de edificios de roca y mármol que le apretaban el cuello. Pero
resistía.
–Pareces una furcia–observó el viejo mientras me dejaba pasar.
Entré. Cuando cierro los ojos aún puedo ver el sitio donde crecí. La sala bajo la torre era
una acogedora estancia de madera con una hoguera danzando en el centro. Saquitos de
comida colgaban del techo como pequeños animales aferrados a lianas en esa bendita
selva privada. Una escalera quejica subía hasta el despacho del hombre que me crió y la
puerta cerrada al nivel del suelo, esa con una alegre ‘A’ amarilla pintada, escondía la
habitación de Alicia. La miré un momento.
Mi tío lo notó mientras me lanzaba una toalla.
Vestía una túnica celeste desteñida que la barba blanca intentaba tapar. En general tenía
el aspecto de un viejo halcón; los brazos arqueados hacia el bastón, mirada fija desde
aquellas ojeras eternas que conducían a sus dos pozos negros y siempre preparado para
atacar. Ese hombre es lo más parecido a un padre que nunca he tenido.
–Sigue dormida, por supuesto. No esperarás que se levante a la salida del sol, como los
animales–gruñó–¿Qué haces aquí?
Levanté mi mano derecha.
–Me han marcado–murmuré, avergonzada.
Lancel me miró un momento y se dio la vuelta, buscando algo entre el desastre de
papeles, libros e instrumentos zumbones que tenía desperdigados por la habitación. El
caldero sobre el trébede olía a lugares lejanos, a naranja y a desierto.
–Sienta. ¿Seguro que no es de no lavarte?
Dejé el abrigo ocre en una percha improvisada e hice lo que ordenó mientras me
intentaba secar sin mucho éxito. Grandes gotas golpeaban el suelo y me quedé
embobada. Caían y se deshacían y ya no quedaba más que un charco. Se acercó a mí
mientras se colocaba los quevedos.
–Déjame ver–susurró mientras examinaba la mancha azabache en mi mano. A un gesto
de su mano huesuda varios cristales de aumento flotaron mansos hacia el espacio entre
sus anteojos y mi palma y se colocaron en posición con sólo un pensamiento de Lancel.
Me miró por encima de las gafas.
–¿Quién te ha hecho esto?
Me acerqué al fuego, me sequé la cara y le conté la historia del hombre de piedra de la
mansión Caras.

–¿Puedes quitármelo?–concluí.
Se sacó la gafas y se recostó contra la humilde silla de madera.
–¿Cómo se llamaba el arma? ¡Tendrías el buen juicio de averiguar eso por lo menos,
detective!
–No soy imbécil, tío. Esnec.
Ya tenía un libro inmenso de tapas marrones en sus manos en el que buscaba con la
avidez de un drogadicto.
El cuarto estaba vivo.
No sé qué magia extraña tienen ciertos lugares de mi infancia, pero los llena una energía
que viene del aire y la tierra y nace en el pasado. Vibran y parece que objetos y personas
formen parte de un organismo que sueña y respira amable. Siempre tendré nostalgia de
aquel lugar, de aquel gigante dormido, no importa a dónde vaya. Soy parte de él me guste
o no.
–La casa está sucia, Lancel. ¿No tienes un truco para limpiarla?
Sin mirarme ni responder a la provocación chasqueó los dedos y la desvencijada escoba
del rincón empezó a bailar con un recogedor limpiando hasta el techo. Cómo no.
–Lo aprendí de un mago de Genodia que también me enseñó los beneficios de cierta
hierba psicotrópica–sonrió un poquito–. Eslom, Esmaun, Esmos... ¡Esnec!–paró y leyó a
toda prisa. La pausa se extendió un par de minutos y tres o cuatro páginas.
–Cuando te sientas cómodo puedes decirme algo. Pero vamos, sólo me estoy muriendo.
Me miró con cierta furia.
–Tiene una historia interesante, tu arma–habló pausado con su voz grave de antiguo
profesor–. La descubrió una princesa en la tumba de sus antepasados, se cortó y murió a
los quince días. Era la última de su estirpe, una familia real se fue al garete. Su huella se
ve en buena parte de la historia antigua de los reinos de oriente. Lo último que se sabe es
de hace unos trescientos años y en Bohemia, así que imagínate. Me pregunto cómo la
habrá encontrado Caras...
–¿Me ves pinta de que me importe?
Empapada, humillada, cabreada, con los ojos relampagueando de frustración y una
sentencia de muerte en la mano. Me daba bastante igual.
Lancel comparó los dibujos de su libro con mi piel.
–La mala noticia es que sí, te atacaron con ella y la cura es cortar la Marca con la daga.
La buena es que tengo té y esa hierba del Netam–fue a por la bebida a la chimenea.
–¡Pero eso es genial!–me levanté–¡Sólo tengo que robársela, cortarme otra vez y
problema resuelto!
Mi tío negó con la cabeza mientras dejaba el té en la mesa y masticaba una masa verde
llena de olores graciosos.
–Es un arma vinculante. La maldición sólo la puede deshacer la misma persona que la
conjuró.
Hice memoria y la cara de loco de Ben, mirada febril y cabellos alborotados, volvió a mí.
Me senté, no, casi me desplomé sobre la silla de madera.
–Es muy raro–apreció Lancel–. Desde luego no es una propiedad que tengan todas las
armas malditas. Me gustaría saber quién la creó y por qué...
–Me consuela mucho–me tapé los ojos con las manos y la idea de que podía morir por
eso pasó de molestia a angustioso pavor por primera vez. Y no me gustó.
Se hizo un largo silencio que el frusfrús de la escoba intentó llenar. Yo empecé a notar
una garra helada apretándome el estómago.
–Quizá deberías ir a verla–dijo con sencillez mi tío.
–Quizá–repetí.
–¿Necesitas ayuda con algo?–preguntó, oh sorpresa, delicado–Puedo poner mis
habilidades a tu servicio. Sólo por esta vez, naturalmente.
Respiré con fuerza. Intenté que no me viera, que ni me intuyera llorar. Me levanté y cogí
mi abrigo aún mojado.
–No te preocupes, ya haces bastante. Cuida de Alicia–añadí con un hilo de voz.
Me iba a marchar cuando me llamó.
–Espera–dijo–. Toma.
Con un gesto seco de su mano una venda negra envolvió mi herida, ocultándola por
completo. Me miró, yo al lado de la puerta, él cerca de la chimenea. Los ojos azabache le
brillaban y tenía el gesto de un halcón herido cayendo en picado. Se acercó a mí y nos
dimos un abrazo torpe. La escoba y el recogedor seguían limpiando en la pared, tirando el
polvo en pequeñas bolsas que se esfumaban.
–No somos buenos en esto–dije empapándome en su olor a vejez y libros rotos.
–Sobrevive–contestó con la voz tensa.
Lancel no iba a dejar que lo viera llorarme. A ningún precio. Lo respeté y me marché de su
casa. Era mi padre, al fin y al cabo. Teníamos que parecernos en algo.

Ni una hora después abría la puerta medio rota de Zafiro y asociados, nuestro bajo
desordenado, nuestra triste oficina, y me encontré las persianas cortando la luz contra la
sala de espera como un cuchillo y se me ocurrió pensar que nosotros también, como esas
franjas luminosas, estábamos vivos en una ciudad de tinieblas gracias a una
concentración de casualidades, así de frágiles éramos.
Qué grandes tiempos. Era mi mayor lujo. Mi casa. Abrí mi puerta al final del corredor y
lancé el abrigo contra el pequeño sofá que debería haber estado vacío.
Digo debería porque una figura se inclinaba con grosería hacia mí entre las rendijas de
luz y el polvo que flotaba. El abrigo ocre cayó al suelo y ninguno hicimos nada por
levantarlo.
–De verdad, has elegido un mal día para fastidiarme.
Me senté tras mi enorme y desordenada mesa, llena de pilas de papeles sin clasificar y
pedazos de comida a medio terminar, y lo miré con desprecio.
–Siéntate ahí, CK. ¿Cuánto tiempo llevas en mi sofá?
Si Lancel era un halcón, CK era el lobo feroz. Cobra Kao. El jefe de todas las fuerzas
armadas–era un decir, apenas tenían armas–de Ergo. Capitán corrupto y vicioso
descontento con la cantidad de detectives que habían–habíamos–encontrado nuestra
forma de vida entre la anarquía y la magia de la mejor y la peor ciudad que nunca habrá.
Me miraba en silencio, asesinándome una y otra vez con los puñales de hielo que tenía
por ojos. Corpulento y con una nariz exagerada, se sentó frente a mí y se rascó la barba
clara, juzgándome, condenándome.
–¿Al fin te has quedado mudo? Habla o vete, no tengo tiempo para ti ahora mismo.
–Tienes otra denuncia–habló con voz grave y bien modulada.
–¿De quién?
–De la guardia. Mía.
–Déjame adivinar–fingí pensar un momento–. ¿Fue por dejar en ridículo a tus chicos en el
asunto de los incendios perpetuos? ¿Por tener que noquear a los oficiales hace un par de
semanas, cuando pasó lo de los armarios?¿O directamente por envidia?–no acusó el
golpe. Empecé a limpiar la mesa con aire distraído–Tú dirás. En todo caso te recuerdo
que en el cumplimiento de mi profesión, bla, bla, bla, me ampara el boletín especial, bla,
bla, bla del alcalde Saga, bla, bla, bla. Por si no lo has leído, que no me extrañaría
teniendo en cuenta que te empeñas en seguir allanando mi oficina acusándome de
gilipolleces, dice que puedo hacer básicamente lo que quiera si tengo un caso mientras la
ciudad siga en estado cuatro. Y sigue, de modo que aire.
La burocracia en Ergo era una anécdota, útil sólo en estos casos. Era lo que tenía el
estado de emergencia, o, en clave–porque cualquier cosa suena mejor que ‘estamos
jodidos’–, cuatro. Los recaudadores de impuestos acudían como sombras una vez al año
para mantener a los parásitos del reino superior y poco más se sabía del alcalde. Mucho
más de sus fiestas. Mucho más de su guardia. CK sonrió siniestro.
–Es la última vez.
–¿Que qué?
–Que acato el boletín. Pensé que debería avisarte. La próxima vez que interfieras con los
cuerpos oficiales–lo dijo como si tuviera que significar algo para mí–estás acabada.
Era una presencia amenazadora, allí sentado sin perder la sonrisa.
–No te tengo miedo, CK–repuse, apartándome un mechón de la cara. De reojo reparé en
la venda negra y tuve que hacer un esfuerzo para no gritar–. Te sugiero que me dejes
hacer mi trabajo.
–Voy a disfrutar destrozándote, Zafiro. No te lo puedes ni imaginar.
–Oh, sí puedo. Márchate.
Se irguió y me miró desde lo alto con superioridad.
–Os creéis la justicia desde que cayó el Fulgor. En esta ciudad yo soy la ley, detective. No
lo olvides.
¿Qué ley había en Ergo aparte de la del más fuerte? Empecé a perder los estribos, que
visto con perspectiva debía de ser lo que quería el narigón aquel. Se iba ya cuando lo
llamé.
–CK, no vuelvas a entrar sin permiso aquí. O Gloria se encontrará con las fotos de Mirah
por casualidad.
La cara le cambió. Clásico chantaje amante-esposa. Me daba algo de pena, en realidad
parecía tener una lealtad extraña hacia la mujer y el hijo, pero qué se le va a hacer. Eres
un putero, perfecto, pero asume las consecuencias. Oí la llave girando en la puerta, allá al
fondo. Vera llegaba (tarde). Se aproximó a la mesa y me cogió de la camisa con violencia.
–No sé cómo cojones sabes...
–Tienes barra de labios fucsia en la camisa y llevas apestando la oficina con perfume muy
barato desde hace un rato. Llevas encima un hechizo para parecer más alto y...–me
concentré un momento–otro anticonceptivo, bribón–le guiñé el ojo, fiera–. Aparte de que
te seguí hace mes y pico. Muy fácil. Lo sorprendente es que la pobre Gloria no se haya
enterado.
Oí los tacones de Vera llegando al pasillo. CK me agarró con más fuerza, como un perro
de presa.
–Lo sabe.
–¿Problemas en casa, capitán?–murmuré con voz de seda.
–Tenga mucho cuidado, Zafiro–gruñó, indignado–. Igual se encuentra haciéndole
compañía a su amigo el traidor más pronto que tarde.
Le lancé una mirada peligrosa mientras se separaba y se marchaba. Nadie hablaba de
Rex en esos términos en mi presencia. Me señaló con el dedo.
–Me vas a tener pegado a la nuca.
Yo y todo el edificio oímos su portazo al salir.
Vera asomó la cabeza.
–¿Puedo?
–Pasa–asentí y me llevé las manos a la cabeza.
–¿Qué?–apenas oí la voz cantarina de mi ayudante.
–Que la acabo de joder bien–murmuré.
–¿Mmm?–se acercó. Vera está, siempre lo estuvo, libre de defectos a mis ojos. Caminaba
con tal gracilidad que parecía flotar. Su melena rubia se balanceaba, y debajo de ella, la
mente más organizada que he conocido giraba sus engranajes. Su carita pálida se
contorsionó en una adorable mueca de preocupación.
–Que la jodí–ladeé la cabeza–. No nos va a pasar otra ni harto de vino. Supongo que
meterme con su familia no ayudó demasiado.
–Rezaré porque no pase nada, descuida–repuso con la sonrisa brillante. Estaba su
pequeña obsesión paranoica con la religión de sus padres, pero nadie es perfecto.
–Intenta que Capi contacte con Álex o Enca, a ver qué pueden arreglar–suspiré–. Qué día
de mierda...
–Sólo puede ir a mejor–comentó Vera con ligereza–. ¿Qué te pasó en la mano?
Se me olvidó respirar por un segundo. No estaba preparada para decírselo, ni en broma.
–¿Por qué?–pregunté con cautela.
–La venda. ¿Te cortaste o algo?
–¡A que me queda bien!–exclamé con demasiada intensidad mientras me la ponía al lado
del pelo escarlata–Es un regalo de Lancel.
–Me alegra que os llevéis mejor–sonrió con sinceridad–. ¿Qué tal Alicia?
–Dormida.
–Es un cielo. Por cierto, no te conté lo que hice ayer. Cuando salí, Julio me llevó...
Lo sentí por Vera y sus problemas, pero en ese momento mi cerebro se desconectó e
intenté asimilar aquel día terrible.
Fui vagamente consciente de que Capi, el Julio de Vera, entraba y me desgranaba tres o
cuatro casos que le habían llamado la atención de la pila que teníamos pendiente. Tengo
la impresión de que le mandé aceptar uno o dos. Él y su barba recortada y su ridículo
sombrero se fueron, espero que a trabajar, y no pude evitar que mi mente vagase hacia
Rex. Me habría dicho: ‘No pasa nada, pelirroja. Siempre podemos buscar al crío de Caras
y luego marcharnos a una isla’. Quería enseñarle a Alicia el mar. Quería que lo viera con
Rex. Por primera vez en un año me planteé con seriedad la posibilidad de ir a visitarlo.
De soñar también se vive. Cómo podía atreverme.
Cobarde Laura. Cobarde y malvada. Pobre Alicia, condenada a cargar conmigo.

La mañana había volado y mi tiempo también. Tic, tac.


Me levanté y comprobé que Pops también estaba en el despacho que compartía con
Capi. Era un hombre mayor, negro, de dientes blanquísimos y gesto divertido, que
siempre estaba leyendo algo.
–¡Buenos días, Laura!–dijo con una sonrisa en la voz sin levantar la vista del tomo–¿Mal
día?
–Cuando acabes–lo interrumpí con la voz más firme que pude–, ¿puedes averiguar todo
lo que puedas sobre el niño Caras, la mansión y lo que se te ocurra relacionado con
ellos?
–¿Qué pasó?
–Nada, investigación particular.
–No–dijo bajando el libro–, ¿qué te pasó a ti, querida? Estás mustia.
–No dormí bien–contesté. No mentía–. ¿Puedes tenerlo cuanto antes, por favor?
–Claro, jefa. Conocí a varios empleados de los Caras cuando yo tenía más pelo y ellos
más dinero. No sé cuántos siguen vivos, pero puedo comprobarlo.
Se puso el abrigo y se marchó después de apretarme el brazo con cariño.
Y de pronto necesité marcharme de allí. Me imaginé que las paredes se cerraban sobre
mí y me aplastaban. Que las bombillas explotaban mientras los cristales se me clavaban.
Que una lengua terrorífica surgía del sótano y me empapaba con su saliva impía. Que
todo el edificio y sus tres plantas eran una trampa para capturarme y matarme. Y noté la
mano bajo la venda arder y combarse la carne y volverse un agujero negro que me
devoraba.
Ni siquiera cogí la gabardina. Vera se quedó preguntándose dónde estaba.

Sabía con precisión a dónde quería ir y estuve un buen rato rodeando el barrio de Lora,
una zona residencial bastante limpia y tranquila, antes de decidirme a llamar a su timbre.
Me recibió y era todo telas cortas y pintura en las mejillas
–Podías haber dudado en casa igual de bien sin pasar frío. Por poco no me pillas, estaba
a punto de irme una temporada a las montañas. Debería, pero...
Lora, la profetisa. Quizá la única persona en Ergo después de los hechos de los
monstruos de las horas con el don de la Visión.
Al pueblo de los profetas lo perseguían sueños sobre lo que pasó, lo que sucede y lo que
está por venir. Desde que nuestros caminos se cruzaron cuando yo aún no llevaba la
agencia no había podido dejar de visitar de vez en cuando a esa joven amable y
terrorífica que hablaba de irse a las montañas cuando nadie había salido de Ergo en
años. Es una curiosidad morbosa. No me gusta saber nada del futuro. Funciono mejor
cuando voy a ciegas y tengo miedo a las profecías. Gajes de poder morir de forma
horrenda en cualquier momento.
Pasé a una sala grande sin muebles. Había empezado en un lienzo mohoso, pero toda la
pared estaba cubierta con la imagen, hecha de manchas salvajes de colores, de una
ciudad destruida. Los edificios como sombras negras rodeaban una gran columna de
llamas en el centro. Los trazos eran remolinos y el dibujo hipnótico. Un escalofrío me
susurró ahí acabarás tú y Lancel y Rex y Alicia y Ágata, todos ardiendo y chillando
derretidos y seréis huesos negros y os hundiréis con esta ciudad.
Lora cruzó las piernas en el suelo y me sonrió.
–Se llama ‘El reino viejo’. Alguien lo pintó, o lo pintará, ni idea. Soñé con él. Muchas
veces. Tenía que sacármelo de la cabeza. ¿Qué tal está Alicia?
–Muy bien, sigue con Lancel–me hacía ese tipo de preguntas por cortesía; sabía mucho
mejor que yo todo lo que preguntaba.
–Lancel es un buen hombre–suspiró–. Siempre lo ha sido. Lo tienes muy preocupado,
deberías dejarlo ayudar.
Recorrí la pintura de sus dedos con la vista. No podía mirarla. Temía lo que pudiera
encontrar en su rostro.
–No puedo, él...
–Ya lo sé, cariño–dijo cogiéndome de la mano.
Aspiré hondo. Si no lo preguntaba ahora, no lo haría.
–¿Qué me puedes decir de la Marca?
–¿Ya te han marcado?–replicó–Creía que eso no tocaba hasta la semana que viene... En
fin, a veces pierdo la noción del tiempo. Qué se le va a hacer. A ver. Pregúntame lo que
quieres saber, Laura. No te sobran los minutos como para malgastarlos dudando.
Me tembló la voz. La duda me acosaba los labios.
–¿Voy a morir?
Sus ojos brillaron. Si no la conociera mejor habría dicho que algo le hacía gracia.
–No es bueno saber demasiado. Esa pregunta en concreto, cielo, es complicada. Sí, vas
a morir. Pero en fin, ¿quién no?–rió, suave–Lo siento, cariño, pero no puedo contarte
cosas muy concretas o el futuro cambiará. Y ya sabes que suele ser a peor.
Asentí. Había tenido mis experiencias con el conocimiento del futuro y habían sido tan
extremas como para que ni yo protestase. Me contaría lo que pudiera. Punto. Confiaba en
esa mujer.
–Lo que sí te puedo decir es que este asunto que tienes entre manos es importante.
Investiga al niño, no intentes burlarlos. Antes de que acabe el plazo de la Marca lo
resolverás, pero eso no solucionará casi nada–su voz sonaba triste como los grises de su
pintura–. En cuanto a lo de la muerte...
Tragué saliva. Quería saberlo con desesperación y al tiempo necesitaba taparme los
oídos y correr hasta quedarme sin pies.
–He soñado que llegará tu hora cuando golpee dos veces y el cristal no se rompa. Es
todo lo que te puedo decir. Lo siento, cariño.
–Lo comprendo–murmuré, conmocionada. Me repetiría muchas veces esas palabras a
partir de ese momento y hasta mi última hora.
–Y ya es hora de que hables con Rex–añadió–. Enfréntate a tus demonios. Si alguien
puede ayudarte con esto, y necesitarás ayuda, créeme, es él.

–Quince minutos–susurró Álex–. Ni uno más. Me la estoy jugando. No toques nada.


Cerró la puerta de la celda y las luces se encendieron. Era enorme y húmeda, y apestaba
a electricidad y moho. Rex estaba atado de pies y manos, con cadenas de plata
sujetándole el cuello y la cintura. Caminé y vi hechizos rituales de contención; quebrantos
dibujados en rollos de papiro y encantamientos grabados en las paredes y el suelo.
Reconocí la inmensa runa de retención que le impedía moverse a sus pies. Habrían
hecho falta por lo menos diez hechiceros competentes para trazarla y embrujarla.
¿Quedarían diez brujos en Ergo?
Me acerqué a él con cuidado de no pisar nada. No pude evitar sonreír. Cada cabello
naranja en mi melena se sacudía de alegría a pesar de saberlo moribundo. Mis ojos
claros lo veían con la cabeza agachada, derrotado, humillado, y seguían viéndolo
magnífico. Mi cuerpo firme caminaba hacia él un año después.
–Te veo desmejorado, corazón–susurré, emocionada.
–Ya ves–pudo articular con dificultad. Claro que sabía que era yo–. Me levantaría a
saludarte, pero creo que podrás disculparme.
–Sin duda–afirmé–. La cárcel no te viste, Rex.
–Ah, pero aquí estoy–apenas movía un poco los labios; el único lugar donde los conjuros
no lo alcanzaban.
Me agaché y lo besé, breve, robándoselo.
–No es justo que te aproveches de mí–dijo divertido, con su voz clara que recordaba a
habitaciones cerradas y noches largas furtivas y lunas y gravedades alienígenas
sosteniéndome.
Me arrodillé frente a él. Junté mi frente con la suya y le hablé de verdad.
–Necesito que me ayudes, Rex.
–Mis intenciones son nobles, pero me temo que la situación no colabora.
–¿Crees que puedes esconderte de CK?
–El tiempo que haga falta.
Le alcé el rostro y lo miré fijamente. Tenía el pelo castaño revuelto y el gesto
desmejorado, pero los ojos oscuros no habían perdido ni una gota de vida. Trataba de
grabarse mi imagen, ávido. Quizá había perdido la esperanza de verme de nuevo.
–Lo siento mucho. Te quiero–murmuró vencido.
–Ya lo sé–susurré con un nudo en la garganta–. Ya lo sé.
Le robé otro beso suave y me levanté. Saqué del bolsillo una pegatina con un
encantamiento explosivo escrito y se la coloqué en la frente.
–Sólo necesita mecha.
Vi su mirada de niño perdido y no aguanté más. Borré con el zapato un pedazo mínimo de
runa, lo suficiente para rescatar de un castigo inhumano al hombre que había liberado a
todos los criminales de la prisión de Cerrada, al único al que había querido de verdad en
mi vida, y le guiñé el ojo mientras abría la puerta.
–Nos vemos en el otro lado.
La runa brilló un instante y se rompió en silencio.
Rex levantó la cabeza despacio y me sonrió.
3
ASUMO QUE VOY A MORIR

Había una zona al oeste de Ergo que concentraba a una gran cantidad de hombres y
mujeres de tez amarillenta y ojos rasgados, exiliados de las antiguas Inderia y Netam. Sus
calles estaban decoradas con grandes arcos rojos iluminados con bombillas sucias y olía
a frito y a marea humana.
Allí podías encontrarte a rateros en camisa interior desapareciendo entre el humo y
serpientes monstruosas de papel lanzando lapas de fuego al cielo como rojos gritos de
júbilo. Caracteres de lenguas de un mundo acabado y banderillas de colores rodeaban
aquel hormiguero caótico, donde los animales despellejados se secaban a la vista de
todos en los escaparates y los charlatanes vendían capas de invisibilidad que
funcionaban hasta que girabas la esquina. He visto en sus tenderetes unicornios en
miniatura y figuras de madera que cobraban vida. También he visto gafas capaces de
desnudar a los caminantes, instrumentos musicales que gritaban con voz humana, libros
que literalmente–ja–te absorbían y jamás te dejaban salir de sus historias, sombreros que
llevaban a mundos lejanos y manos cercenadas que concedían deseos envenenados. Y,
por supuesto, allí era donde vivía Yu.
Mi gabardina y yo bajamos aquella noche por una callejuela empinada. Saludé a Mayu, la
joven experta en magia del viento que se alejaba flotando entre las luces difuminadas.
Cuando vi escrito en caracteres del oeste Fantástico emporio de animales extraños de Yu
Chi Hao no me entretuve. La pequeña campana me recibió con tres notas que hablaban
de montañas lejanas y lagos olvidados y de inmediato todos los bichos de la tienda
rugieron en una algarabía de ladridos, píos, graznidos, crujidos, balidos y ruido en general
que se dirigía hacia mí. Corrí entre jaulas y alientos animales a la trastienda, donde Yu
leía un libro azul de letras apretadas. Era un hombre pequeño de larga coleta blanca y
arrugas profundas que parecían licuarse en la barba perenne. Sus ojos eran ágiles y su
voz grave venía de un mundo más amable. Parecía el rey de la jungla, quieto entre fieras.
Un ave de un azul brillante me miraba desde su hombro con dos gemas resinosas por
ojos.
Los rodeaban huevos grandes y pequeños, moteados y rayados, de todas las texturas y
algunos hasta triangulares. Pequeños nidos de paja y bambú los sostenían y las luces
violetas y granates de la calle entraban por una oportuna ventana. Era una montaña
silenciosa. Era el guardián de las criaturas nonatas.
–Los animales están inquietos. Traes algo malvado a este lugar.
Siempre hablaba con esa contundencia, tal vez porque aún no se acostumbrara a la
lengua común, demasiado diferente del intrincado netamiano. Después de un par de años
acabé por apreciarlo.
Levanté la mano de la venda negra. Él dejó de leer, me miró a los ojos y calló. Y todos los
animales y las criaturas fantásticas de su tienda callaron con él.
Una lágrima brillante bajó por su mejilla.
–Mi pobre niña...
Casi me emociono. Casi. Pero había pasado por demasiado ese día, y demasiado me
quedaba aún, como para permitirme un momento de debilidad.
–Vengo a pedirte ayuda de nuevo, Yu.
Ese hombre del antiguo reino de Netam asintió. Él, que había dedicado cuerpo y alma a
convertirme en alguien capaz de sobrevivir entre los criminales y lo peor de esta ciudad
maravillosa movido sólo por su bondad arrolladora.
–Siempre–se levantó, y la sombra que proyectaba, siendo tan pequeño, me cubrió
entera–. Has dado tanto a tantos, has sido un motivo de orgullo tan grande, que nunca te
faltaré. Te seré fiel. No importa lo que venga.
Ahí sí me emocioné.
–Oí que Rex ha escapado.
Estaba implicándolo todo. Ni se me pasó por la cabeza intentar mentirle. La trastienda de
madera empezó a aprisionarme, sentí que me faltaba el aire. La silla, los huevos, la luz
misteriosa, era instrumentos que me presionaban y me atacaban. Bajé la mirada.
–No puedo hacer esto sola.
–Oh, pero no estás sola, yeha–paseaba por su trastienda acariciando al pájaro azul–.
Tienes a Lancel. A Vera, a Pops, a mucha gente a la que ayudas. La pregunta es–se giró
y me miró, acusador–¿Por qué ahora?
Tardé un rato en contestar. Bebí un sorbo largo de mi té. Se oía una sirena a lo lejos y el
olor a animal enjaulado me había embotado los sentidos ya.
–¿Sabes en qué pensaba cuando me hicieron esto?–señalé la Marca negra bajo la
venda–No en el momento, no, cuando todo se calmó. Mientras corría a casa de Lancel,
llovía y pensaba que podía morir, que iba a morir con Rex creyendo que lo había
abandonado.
Yu Chi Hao me miró sin piedad. La lámpara arrojaba sombras que danzaban tétricas.
–Estábamos juntos en esto, él y yo. Y cuando estaba allí, tan delgado y atado entre esas
runas y cadenas y...–se me quebró la voz.
En algún lugar de la tienda un zorro gruñó y arañó las barras. Traté de volver a tomar el
control.
–Me pidió perdón, Yu–ya estaba al borde de un abismo que yo misma había cavado–. Un
año sin saber nada de mí, pudriéndose en una celda en la que hasta le daban de comer
por un tubo para evitar que pudiera moverse. ¡Un año después de todo aquello sin poder
siquiera rascarse, joder, por las cuatro banderas y los ocho putos cielos y sus putos
infiernos!–me había levantado ya y caminaba sin rumbo en la habitación, como si
estuviera dibujando un mapa–Y lo primero que hizo fue pedirme perdón.
–Debiste sacarlo de allí–dijo el oriental, implacable.
–Qué quieres que te diga, me faltó valor...–musité–No podía arriesgar a Alicia.
–¿Ahora sí?
–¡Pero no te das cuenta!–exclamé, ojos brillantes de lágrimas escondidas–¡No sé que
hacer! ¡Tengo esta cosa en la mano y una investigación que acabar y llevo un año
llorando cada vez que paso por delante de Cerrada o cada vez que Alicia me pregunta
dónde está Rex! Debería haberlo sacado en cuanto lo cogieron, y he llevado esa carga
todos los días y todas las noches que no he podido dormir, te lo aseguro. Y ahora tengo
otra carga igual de horrible, porque por mis muertos que CK no me va a quitar el puto ojo
de encima, y si descubre que Alicia está con Lancel, si lo descubre, Yu, se acabó. ¡Se
acabó, fin para ella, para todos nosotros! Y ya no va a haber nadie para sacarnos–me fui
dando cuenta con la inexorable lentitud de una apisonadora que no teníamos esperanza–.
Vamos a morir en las celdas de Cobra.
–¿Y huirás, yeha? No muy sabio–se refería a la marca, claro, con su voz lenta y
contundente.
–Ya–dije secándome la cara con las manos–. No, tengo, tengo que encontrar a ese niño
primero, ya, y desaparecer, marcharme de Ergo para siempre. Que se hunda este reino
viejo, yo me marcho.
Yu se acabó su infusión, que aún humeaba, y la dejó en el suelo. La madera resonó y el
eco me calmó un poco. Pasó un ángel. Fuera el viento aullaba, pero de momento estaba
a salvo.
–Creo que no has actuado bien–sentenció–. Pero, otra vez más, sólo eres humana,
Laura. No te tortures.
–No. Soy una cobarde. Si hubiera tenido algo de valor, nada de esto habría pasado–lo
dije con convencimiento; una y otra vez ese pensamiento me había destrozado. Cobarde.
Cobarde Laura. Ya ni me lo repetía, era sólo una certeza que había echado raíces y su
tronco era yo. Eres una cobarde, Laura, y siempre lo vas a ser. Cobarde, cobarde Laura.
–Algún día tu miedo te servirá de algo–concluyó, imperturbable e inmune a mi dolor–. Te
has desahogado, mira hacia adelante. Ven.
Volvimos a la entrada. Encima del humilde mostrador un pequeño huevo se movía y
vibraba. No era más grande que el de un pájaro del abismo o el de un ave fénix, de un
intenso bermellón con vetas blancas.
–Será un milagro–dijo embelesado. Lo observó con reverencia mientras se bamboleaba
sobre el pequeño soporte de paja y bambú.
Yo ya me estaba recuperando de mi inoportuno llanto.
–No lo reconozco, ¿qué es?
Yu lo acarició. Su textura parecía áspera y dura.
–Es una hidra. Único que quedaba en el nido, llevo diez años incubándolo y va a punto de
salir.
Su desliz lingüístico me hizo sonreír un poco. Un pedacito de cáscara roja se abombó y
cayó, dejando fluir un líquido amarillento y pegajoso. En el lado contrario del huevo
sucedió lo mismo, y pronto un pequeño reptil gordo de dos cabezas y larga cola
lanceolada luchaba por respirar en el mundo exterior, en pie, boqueando y mostrando sus
colmillos diminutos.
–¿No tienen tres cabezas al nacer...?
Resbaló del huevo y se derrumbó sobre la mesa, y entonces vi la tercera destrozada,
apenas un hilillo de carne verde pálida saliendo del robusto tronco. Había muerto
rompiendo el huevo, o puede que ahogada en el líquido amniótico, y no pude evitar sentir
una honda pena. El huevo quedó atrás, bello en su ruina, mientras la hidra daba sus
primeros temblorosos pasos. Y, para mi sorpresa, la piel comenzó a secarse y se
desprendió dejando un muñón claro en lugar de la cabeza.
–Son criaturas maravillosas, las hidras–murmuró Yu, extasiado, acariciándole el lomo–.
Mírala, no más grande que el dedo. Crecerá hasta medir como diez hombres, será terror
de aldeas o países enteros. Sobrevivirá semanas con una comida insignificante. Sus púas
y sus dientes cortarán diamante igual que mantequilla y su sangre arderá más y mejor
que cualquier combustible.
Algo golpeó desde debajo del muñón. La carne se movió azotada por un sismo interior.
Las dos cabezas sisearon sibilantes por primera vez, dejando al descubierto lenguas
bífidas y largas. Y otro par de testas surgieron en el lugar de la anterior, y nacieron con los
ojos abiertos y gritando de alegría porque estaban vivas de nuevo y porque veían y olían
y llegarían a ser temibles. Y yo sentí también su gozo salvaje, y acaricié la nueva piel con
la punta de mis dedos temblorosos.
–Puedes quebrarla, destrozarla, humillarla y matarla una y otra y otra vez. No importa.
Siempre que quede un reducto de vida volverá a nacer, más grande y más fuerte–me
miró–. Así debes ser tú.
La hidra chilló fiera con sus cuatro cabezas.

El o la bebé hidra (me explicó que tenía algo que ver con la disposición de las púas
respecto a las cabezas, pero no lo recuerdo con claridad) seguía intentando caminar más
de tres pasos sin caer mientras Yu preparaba té. Los animales se habían calmado gracias
al anciano, pero todavía me miraban con recelo. Las ovejas zíngaras de lana infinita, que
miden menos de cincuenta centímetros y pueden proveer a un pueblo entero de tejido en
una sola esquila, se alejaban de mí como si las fuera a devorar. Las pequeñas quimeras–
parte cabra, parte serpiente, parte león–me miraban con mala baba desde la esquina de
sus jaulas de cristal reforzado. Incluso el enjambre de moscas polimorfo había
desaparecido. Me acerqué hasta la puerta y giré el cartel de ‘signos orientales
incomprensibles uno’ a ‘signos orientales incomprensibles dos que espero que signifiquen
cerrado’. Cuando me volví, Yu ya estaba sentado tras la mesa, dándole trocitos de carne
cruda a la hidra y convocando hechizos de limpieza ligeros sobre ella con la otra mano. El
té estaba servido, así que lo cogí y seguí dando vueltas por la tienda, aún un poco
nerviosa. El calor me calmó.
–¿Y dónde está Rex ahora? ¿Cómo lo esconderás?
–Oh, Lancel lo está tratando. Resulta que le dieron este–traté de encontrar la palabra–
veneno, un neurodepresivo o algo así. Eso dijo el viejo. Así que lo tienen que purgar, y,
aunque no tuviera que hacerlo–suspiré–, está muy mal. Sus músculos apenas
funcionaban, salió de milagro de la celda.
–Milagro fue que no os capturaran–apuntó, distraído, Yu.
–Aún tengo el mejor encantamiento desmaterializador de la ciudad.
–Ya lo sé, yeha. Yo lo enseñé.
Ladeé la cabeza. Él ni me miró.
–En fin, no vine sólo de visita. En el cuarto del niño de los Caras encontraron este
medallón–saqué la caja del bolsillo interior de la gabardina y lo dejé al lado de la hidra–.
Repasé mis libros y contactos habituales. Nada.
–No me extraña que los drogadictos no te hayan sabido decir. Estos grabados no son
chapuza de principiantes–dijo después de echarle un vistazo–. Sólo hay una persona en
Ergo que trate con objetos de Siracusa.
Tenía todo mi interés. Siracusa fue la primera ciudad del mundo antiguo arrasada por la
magia. No la única, claro, que se lo digan a los soldados de la Gran guerra y a los
habitantes de las últimas ciudades. En Siracusa una civilización a orillas del mar se fue al
garete cuando invocaron a Nostoi, una bestia blanca y alada que en teoría debía
ayudarles a librarse de las tribus del sur para expandir su imperio. Ni todos los hechiceros
de una de las ciudades más poderosas del mundo antiguo pudieron doblegar al monstruo,
que dejó un cráter donde antes estaba la floreciente urbe. Nada de esto me interesaba
demasiado salvo por el detalle de que, mira tú, una muchacha de la época, princesa y
vidente superdotada, Freya, predijo el desastre y se aseguró de que una buena cantidad
de grimorios, armas encantadas, tratados de hechicería, botánica, matemática, lógica,
ética y objetos mágicos y artísticos en general estuvieran muy lejos de la ciudad. Siracusa
sería recordada y algunas de sus más notables creaciones fueron rescatadas del olvido.
Freya no tuvo suerte convenciendo a sus compatriotas, pero ella se salvó. Supongo que
sobrevivir le endulzaría la catástrofe.
Siracusa, esa ciudad que describían como de callejuelas, plazas suaves y puertos
sencillos frente a un mar dorado, fue eterna en sus creaciones. Y éstas dejaron su huella
en la historia, vaya si lo hicieron. El cáliz de Vert, que licuaba a quienes bebían de él. La
espada de Olaf el Santo, que doblegó con fuego y muerte a los pueblos montaraces del
norte. El Brisingamen, peligroso collar que tenía el poder de estirar, adelantar, acortar,
eliminar y modificar sin límite el día y la noche. Era un legado tan poderoso que el solo
nombre de Siracusa, incluso en Ergo, la ciudad que no dormía, la del pueblo rojo, la
última, provocaba escalofríos y un temor reverente.
–¿Quién sabe sobre el medallón?
–Eme–cogió un papel en blanco del pequeño cajón bajo la mesa, dispuesto a realizar uno
de sus trucos preferidos–. Sus señas.
Según me iba pasando el papel, éste brilló y crecieron en su superficie letras negras como
hormigas. Era un truco barato que solía impresionar a los clientes que lo creían el
dependiente de una tienducha de animales cualquiera.
–Digamos que está a sueldo para A–añadió, volviendo a la alimentación de la pequeña
hidra–, pero no será complicado que te ayude. Di que vas de mi parte.
–¿De qué lo conoces?
–Fui a pedirle consejo más de una vez.
Alcé una ceja, sorprendida.
–¿Tú, consejo?
No me respondió, y le eché un ojo a la tarjeta. No levanté la vista. Tenía la sensación
opresora de que algo malo se estaba conjurando sobre mí.
–¿Crees que voy a morir, Yu?
Yu llevó a la hidra con cuidado a un pequeño terrario en un lateral de la tienda. Allí se
acurrucó, buscando el calor que daba la pequeña estufa que mi maestro tenía bajo la
esquina de los reptiles.
–Todos morimos, Laura.
–Pero...
–No te preocupes por eso–dijo dándose la vuelta–. Si está en mi mano, no morirás ahora.
Lucha hasta tu último momento y merecerá la pena–calló y me dirigió una mirada
profunda como la de un animal salvaje, desconocida y pavorosa–. Todos morimos, pero
no te dejes matar.
Noté un dolor intenso en la mano bajo la venda. Me la arranqué sin miramientos; la
sangre negra volvía a cubrirme la palma como una capa de petróleo y caí sobre mis
rodillas. Yu me abrazó y me acarició el pelo mientras el líquido se solidificaba y notaba la
mano palpitar como un corazón ajeno y extraño, una parte de mi cuerpo que ya no era
mía y que me odiaba. Olía a metal oxidado, corrupto. Embriagaba y me llegaba a la punta
de la lengua. Un asco penetrante me subió por la boca del estómago y casi me hizo
vomitar allí mismo. Me encontré, cuando el dolor acabó, febril, con la cabeza palpitando y
el cuerpo débil. El líquido que aún quedaba en mi mano era denso y se secaba a toda
velocidad, deshaciéndose entre los dedos de Yu mientras lo examinaba.
–¿Qué pasa...?–pregunté, entre la niebla del dolor.
–Una cuenta atrás–decretó–. Es un dialecto indírico de Yol, el país secreto.
Estaba harta de lugares lejanos y niños desaparecidos y medallones misteriosos. Quería
irme a casa, a un sitio seguro, acurrucarme entre las mantas con Alicia y dormir las dos
juntas. Hacerle una taza de chocolate caliente al levantarme y despertarla haciéndole
cosquillas. Sólo quería estar con mi niña y que ese dolor incómodo de mi mano
desapareciese, porque echaba de menos su pelo rubio, tan delicado como ella,
amenazando con quebrarse en mi mano en cualquier momento. Echaba de menos esa
carita pálida y los ojos verdes que me miraban inquisitivos esperando a que yo les
descubriera el mundo. Mi niña. Mi cielo. Mi hogar.
–¿Qué dice?–logré articular.
–Catorce.
Todo se hizo aún más real. Recordé que hacía días que mi pequeña no me veía.
Semanas hundida hasta la coronilla en casos a cual más loco, dejando que Lancel la
atendiera mientras me iba alejando más y más de su vida. ¿Cómo podía haberla
abandonado? Había encontrado fuerza en ella para superar el arresto de Rex, el acoso
de CK, la rutina en aquella ciudad demente que me comía. ¿Cómo podía dejar pasar un
día sin verla? Alicia se fue y sentí mi estómago vacío succionándome. Me tragaba. Me
derrumbé de nuevo.
–Voy a morir–gimoteé, partida por el daño–. Voy a morir...
Yu Chi Hao me sujetó con más fuerza en el suelo de su tienda y me apretó contra él. Miré
al lejano techo y vi, me pareció ver, pequeñas estrellas planeando sobre nosotros. Contra
nosotros.
–Era muy joven y un chamán predijo que moriría cuando viera al perro de siete colas–me
contó, otra vez, un cuento. Me dejé acunar mientras él intentaba no romperse. Estaba
siendo un calvario verme así–. El hombre era un estafador y el perro un animal que dicen
que trae la muerte con dos aullidos. Esa misma noche huí, y no paré. Hasta que hace
muy pocos años, saliendo de la tienda, lo encontré. En un lugar normal, no en un bosque
lejano ni un glaciar o un volcán–me giró para que le mirara a los ojos–. Y no pasó nada.
Me aulló, lo espanté. Y sigo muy vivo. Mi antiguo yo se hubiera apagado sólo por verlo.
Tienes que librarte del futuro para poder tener uno.
–La profetisa dijo...
–¡No importa!–sus ojos rasgados y sabios me miraron con candidez y miedo. No me
había ido y ya me echaba de menos–Tienes la marca. Quítatela. Luego, huye. Llevas un
año en el purgatorio, Laura. Tienes que salir.

Avanzaba en aquel barrio de luces de colores entre la niebla urbana maloliente,


abrigándome a duras penas e intentando aún contener las emociones que pretendían
hacerme estallar una vez más, cuando vi un lirio azul señalándome acusador al fondo de
una calle aberrante–aquí aberrante significa larga y que gira sobre sí misma como un
pasadizo a todos los infiernos. Estaba en el expositor de una de aquellas tienduchas
sombrías y no pude resistir el impulso de cogerlo y desaparecer entre las débiles farolas
que me llevaban por caminos sinuosos al cementerio de Altabruma. Oía a los chavales de
las bandas armar jaleo en algún punto remoto de la noche que me envolvía, puede que
los Rojos sangre, con sus armaduras que exudaban líquido carmesí, o los Carcomidos,
con sus vehículos amarillentos de siete ruedas roídos por el óxido. Niñatos que si se
encontraran con verdaderos peligros como la banda del Gato o las de las máscaras
rogarían por algo de misericordia. Nada de eso me importaba. Yo y mi lirio azul, mi paz y
mi dolor, mi gabardina y mi silencio y mi cabello ardiendo entre el leve viento glacial y las
lágrimas llenándome los bordes de los ojos y los músculos entumecidos ateridos de frío y
miedo subíamos a la necrópolis.

Estabas abiertas las viejas puertas de hierro. Los muros de ladrillo rojo sangraban con la
lluvia. Pasé y vi la pesadilla. A un lado pasillos interminables de nichos de piedra gastada,
asesinados todos por el tiempo y la añoranza, permanecían en silencio, quietos, sin nadie
que los visitara de noche y llorara. El musgo se extendía sobre ellos como una garra sin
alma. Al otro, aquel campo terrible de lápidas y cruces que no tenía fin, envuelto por una
neblina húmeda que atravesé sin pensarlo.
Oí el rumor podrido de los finados, sus susurros solitarios sangrantes. El hedor era
insoportable, una mezcla de putrefacción reposada y flores descompuestas. Aquí y allá
luces violáceas flotaban pálidas y cansadas sobre la tierra removida. Fuegos fatuos. El
eco de los vivos. Hablaban en lenguas antiguas de últimos momentos y pesadumbre,
apenas una resonancia mágica y punzante de los restos humanos de Altabruma. Manos
se levantaban del suelo y se movían, verdosas, pustulosas, casi descompuestas,
buscando tobillos a los que agarrarse. El paraíso de los nigromantes. El cementerio de
Ergo, de niebla y muerte. En mi camino hacia los mausoleos me crucé con un hombre
joven y otro viejo que llevaban con dificultad valijas y morrales arrastrándolos por el suelo.
Una línea de sangre señalaba a los saqueadores de tumbas, de fosas comunes o túmulos
pobres que no habían podido proteger a sus muertos del suelo maldito de ese lugar que
los despertaba de su reposo o de esos sin corazón que cavaban y robaban lo último que
quedaba de ellos. Un relámpago iluminó el aire un segundo y vi hoyos abiertos y
sarcófagos rotos por todo el camposanto. Y al fondo los mausoleos, grandes edificios
encantados, templos dedicados al culto a los desaparecidos. Sin mirar casi, me dirigí a
aquél de puertas de madera oscura y recia, el que tenía una zeta grabada. Si tenía
suerte, yo acabaría allí algún día.
Hacía mucho tiempo que Lancel lo había construido. Acerqué la mano y me reconoció; la
sangre llama a la sangre. Las puertas se abrieron y las antorchas se encendieron para mí
y bajé a la pequeña catacumba que contenía los cuerpos de mi familia. El sepulcro de mi
padre, a la izquierda en la sala de mármol blanco. Lo rocé con la mano, con el gesto como
oración. La tumba de mi madre, en el centro, sin cuerpo; No había quedado nada de ella.
No los conocí, a mis padres. Lancel fue el que me crió en su ausencia, y siempre me
contó historias sobre ellos, sobre cómo eran los más valientes, los más brillantes, los más
queridos. Nunca pude sentirlos como a él le gustaría, y supongo que ese fue el problema.
Ahora que empezaba a envejecer lo lamentaba un poco, pero era algo sin lo que podía
vivir. El hermano de Lancel era menos padre mío que él.
Me giré a la tercera sepultura, otra caja de mármol blanco sencilla sin inscripciones ni
ornamentos. Dejé el lirio azul en ella. A Leto siempre le gustaron las flores azules.
–A ti también te abandoné. Lo siento mucho.
Iba poco por ahí. No me gustaba lo impersonal de la habitación, lo siniestro del
cementerio. Le di la espalda a la tumba de mi hermano, que siempre será un niño
pequeño por mi culpa, y caminé fuera, y me llegó de golpe el olor a muerte y me apoyé
contra la columna. Me aferré a ella, me aferré a la gabardina y me aferré a mi orgullo,
pero no llegaron para sostenerme y caí con un aullido, todos mis muros derrumbados,
llorando ruidosa a moco tendido.
Y entonces una mano fuerte me levantó por el cuello y me estampó contra las puertas ya
cerradas. Vi los ojos claros como puñales asesinándome una y otra vez, y a Cobra Kao
apuntándome con un arma a la cara. No podía parar de llorar.
–¿¡Dónde está?!–gritó.
Casi no podía hablar, pero murmuré un montón de excusas sobre que no sabía qué
decía.
–¡Rex! ¿¡Dónde está Rex!?
Un relámpago le iluminó la cara, aquellos ojos claros de loco, la barba mal afeitada. Vi a
una distancia prudencial a dos agentes de uniforme azul océano mirándome acusadores.
Los abrigos con el lema de ‘Guardia de Ergo’ brillaron. La necrópolis me asustó
alumbrada así y esos idiotas se apoyaron en tumbas ajenas esperando a su jefe. Aún con
la venda negra tocando el suelo y mis pies tanteando el aire gracias a aquel bruto,
encontré fuerzas para mirarlo directa a los ojos.
–Lo último que sé de él es que lo detuvo, capitán. Debe seguir en la celda.
Me observó un momento como si me fuerza a dar una paliza. La fuerza de su puño en mi
cuello creció y empezó a faltarme el aire. Me soltó con un empellón y retrocedió un par de
pasos. Turbada, tosí y lo miré. Me acechaba como si fuera una oveja.
–Puedo denunciarte por esto, gilipollas–escupí a sus pies.
Se agachó y me levantó la barbilla con fuerza.
–No tengo pruebas contra ti, Zafiro. Te libra que quiero detenerte como es debido. Quiero
que te jodas pudriéndote en Cerrada y quiero que sepas que no puedes salir. Los
sistemas de seguridad de la prisión se fueron al garete, ya ves. No sé cómo lo hiciste ni
me interesa, pero tengo a Álex en interrogatorio y tarde o temprano va a cantar como un
pájaro. Como un pajarillo. Y cuando confirme que eres tú–se relamió de gusto–, entonces
veremos. ¿Crees que estás por encima de la ley?–me traspasó con un instinto asesino
sorprendente–. Pon tus asuntos en orden, porque es la última vez que me puteas, ¿me
escuchas? Voy a por ti.
Se irguió e hizo una seña a sus agentes, que se retiraron sin prisa. Había tenido mucha,
muchísima suerte, pero no me pude resistir a tentarla un poco más.
–Capitán–exclamé cuando se marchaba–. Si ve a Rex... salúdelo de mi parte.
Entrecerró los ojos con odio y su figura desapareció entre la niebla, y las lápidas y los
fuegos fatuos.
Al salir del cementerio un rato después, recuerdo que pensé que iba a acabar mal para
uno de los dos, y que yo tenía todas las papeletas para dar con mis huesos en uno de sus
calabozos más pronto que tarde.

Esa noche estaba aterrorizada. Es comprensible, pero eso no me hace menos estúpida.
Debería haberle plantado cara, sólo eran tres contra una y la chica le tenía una guardada
ese matón. Volvía a casa, un pequeño apartamento cerca de la oficina, en el centro. Oí
rumores de hojas secas volando entre la lluvia. Me di la vuelta, asustada. Un trueno, grité
del miedo. Miraba tres veces antes de girar una esquina. Estaba empapada y acobardada
y escuché aullidos detrás de mí. Un grupo nutrido, unos diez o quince, caminaba en mi
dirección. Me silbaban. No fue hasta que se acercaron demasiado cuando vi sus
capuchas negras con dientes colgados. Sus ropas hechas de piel canina. Sus miradas
lascivas.
–¡Ven aquí, hermana! ¿Quieres pasar un buen rato?
–¡Filo sabe, chica, ven con nosotros un poco!
No tuve ni fuerzas para decir nada. Me rodearon y el líder se acercó a mí. Era un chaval
joven, no más de veinte, vestido con la piel de un perro negro. Utilizaba su cabeza de
capucha y su cola de bufanda. El animal estaba irreconocible. Ese taxidermista con tanta
clase se acercó a mí y me olió. Me recordó a Ben por los tornillos que le faltaban.
–¿Qué tenemos aquí?–acercó su mano a mi bolsillo y empezó a hurgar. Di un grito de
advertencia y uno de sus compinches, un hombre grande y musculoso, me inmovilizó. Se
abalanzaron sobre mí como insectos negros.
Reaccioné en el último momento, cuando ya me empezaban a rasgar la ropa. Me libré de
sus agarres con un giro de manos brusco mientras gritaba algo que no entendieron.
Un anillo de fuego se desplegó bajo la lluvia y yo recé a todos los dioses en los que no
creía para que ninguno de ellos supiera anular ese hechizo tan sencillo. Se apartaron,
algunos chamuscados, no los suficientes, y el líder sacó un puñal largo como un fémur.
Vino hacia mí, amenazante, pero yo estiré el brazo hacia él y murmuré una frase
considerablemente más larga. Daga, hiende la carne de tu amo. El arma salió de sus
manos y se le clavó en la rodilla, encajándolo contra el suelo.
–¿Sorprendido, gilipollas?–susurré, notando cómo la energía huía de mi cuerpo. Ya había
tentado al azar lo suficiente para lo mala verbucum que era. Una maga de las palabras, sí.
Mi modesto as en la manga.
El resto de criminales ya estaban levantándose, así que empecé a correr. Y no paré, sin
saber por dónde iba o qué hacía. Las calles siniestras y las lámparas y la lluvia y la gente
corriendo pasaban ante mí como rayos de colores y breves imágenes conocidas que me
guiaban bajo la tormenta. Vi miedo en Ergo esa noche porque miedo era lo que sentía.
Huí mucho, muchísimo más de lo necesario, hasta que las piernas me gritaron basta,
hasta que el aire frío y húmedo me abrasó los pulmones. Y cuando me cansé, vagué. Con
los ojos medio cerrados, derrotada y soñolienta, fui a parar al barrio de las brujas; la
fortuna me llevó justo a donde quería ir. Aunque no lo supiera. Sentí rápido el olor dulzón
del incienso y las hierbas machacadas. La piel me picaba. Caminé sin rumbo viendo
hogueras en las plazas, carpas y bacanales al aire libre, viejas caminando juntas y
riéndose a mi costa, casas de madera antiguas e inexpugnables, sombras volando por
encima de mi cabeza y las inconfundibles chispas de la magia desplegándose por todas
partes. Mujeres y hombres horrendos con piernas de cabra y verrugas y cuernos
retorcidos y locos se movían en la noche mojada sin miedo. Era lo que quedaba del reino
sin fronteras de la Madre. Algunos llevaban velas o estatuas ardiendo en las manos que
dejaban un olor ácido en el aire, y las risas desquiciadas caían con la lluvia.
Y vi al pequeño búho.
Casi una bola de plumas blancas con grandes ojos amarillos, casi un conejo volador, giró
su cuello y me miró. Pió. Y voló.
Ignorando el griterío de placer y furia y magia desatada lo seguí por las calles oscuras
porque lo reconocí y supe a dónde me llevaría. Podría haber estado en cualquier otro
lugar, podría haber sido cualquier otra cosa. Seguía al animal a duras penas, jadeando e
intentando no perderlo de vista entre las ventanas abiertas y las llamaradas y toda esa
locura que era el último hogar de las brujas en cualquier tierra. Pero estaba allí. Estaba
allí metida hasta el cuello en un océano que yo misma había ido llenando desde hacía
mucho más tiempo del que estaba dispuesta a recordar. Estaba allí erguida sobre mis
pies de barro. Estaba allí, corriendo tras una señal blanca. Estaba allí, ensangrentada y
vejada, llena de cólera y miedo, en la última ciudad del mundo, perseguida; me
arrancaban los brazos y las piernas y todos mis miembros, me presionaban por todas
partes, me golpeaban y me atravesaban y me emponzoñaban y no dejaron un centímetro
de piel sin machacar. Pero aún estaba allí.
El búho se posó en el larguero inferior de esa ventana de la casa de puerta turquesa. La
madera se resquebrajaba despacio, las grietas le daban el aspecto de algo sagrado. Una
casi podía imaginarse ante aquellas cortinas escarlatas una tarta inundando la vía con un
olor dulzón. Un hogar como cualquier otro, cualquiera de los que había huido o deseado
huir. No sé por qué siempre he huido del hogar, incluso entonces. Sobre todo entonces.
Cuántas veces escapé a esta casa de la magia, cuántas veces quise sentarme en la
ventana y dejar pasar las horas mirando, admirando, absorbiendo esperanza de estas
calles maravillosas en las que todo podía suceder. Cuántas veces lo hice. Toqué dos
veces la madera azul. El búho blanco me miró curioso y extraño. Un pequeño guía. Me
recordó a Alicia y la imagen de mi niña fue un bálsamo.
Cuando encerraron a Rex pasábamos largas horas echándole de menos juntas, tiradas
en la cama. Un día yo leía para ella, intentando convencerme a mí misma de que nunca
volvería a ver a aquel hombre fantástico, cuando me agarró de la mano sin miedo, con el
pelito rubio desordenado cubriéndole la cara, y dijo: ‘No estés triste, Laura. Estoy contigo’.
Y siempre lo estuvo. Yo fui la que se alejó.
¿Qué habrá sido para ella el tiempo que ha pasado bajo la tutela de Lancel? Viendo
adultos extraños y desequilibrados venir y marcharse, sintiendo todo el caos de la última
ciudad. Sus compañeros más fieles estaban impresos. Le pregunté si echaba de menos a
sus amigos del orfanato, si no creía que merecía estar en un lugar mejor.
Dijo que desde que yo estaba allí, ese era el mejor lugar.
Es mi niña. Es mi niña y yo soy suya y ya había pasado suficiente tiempo sola y herida.
Era hora de volver a casa.
Dejé caer la venda negra mientras oía la llave moverse. La puerta se entreabrió y un ojo
grande y azul me acarició. La persona al otro lado se retiró y yo crucé el umbral. El cuarto
lleno de libros, calaveras de animales increíbles con cuernos extraños y pequeños
cachivaches dorados. Atriles, ropa encantada, útiles de química y lámparas de colores
que veían lo invisible se acumulaban aquí y allá. En lugar de la locura aérea de la casa de
Lancel, ese lugar parecía estar firmemente anclado en la tierra, como un puerto seguro,
una montaña inamovible. Un último refugio.
–Abuela, de verdad, deberías limpiar esto un poco.
El búho entró antes de que yo cerrara la puerta y se acomodó en un niño de plumas y
ramitas de olivo en una estantería. Ágata, mi abuela, avanzó con cierta dificultad hasta un
sillón al lado de la chimenea crepitante y el gran caldero negro burbujeante y se dejó caer,
simple y feliz. Su cara recordaba un poco a la mía; algún patrón extraño en la disposición
de ojos y nariz. Era pequeña, de indomable pelo blanco y arrugas fuertes, hermosas. Iba
vestida con un simple vestido floral y removía un cuenco con fruición.
La abracé y la besé antes de que dijera nada.
–Siento no poder corresponderte, cariño, pero no puedo dejar de agitar esto.
Busqué un taburete entre el desorden, tiré la gabardina en cualquier parte y me senté a
su lado. El fuego le iluminaba la cara fatigada, pero tenía ese brillo en la mirada que se
encendía cuando se concentraba en sus hechizos.
–¿Qué es?
–Es un espejo–susurró–. El otro día soñé con espejos, y pensé que sería útil crear uno
que te enseñara no lo que está enfrente sino lo distante. Resultó que ya estaba inventado,
así que busqué el libro y los ingredientes. Es fácil, en realidad.
Verla así me dio valor. Ya no era la más grande ni la mejor, pero conservaba el aplomo,
aquella elegancia submarina. Estaba viva, estaba ahí. Aún tenía una magia que no
entendía de hechizos o pociones.
–Bendita bruja–la besé en la frente.
–Me ves con buenos ojos–dejó de batir–. Ajá.
Vertió el contenido en la gran caldera de la chimenea, dejó el cazo en el suelo y me
abrazó con cariño.
–¿Qué tal está Rex?
–¿Cómo te has enterado?
–Las noticias en esta ciudad vuelan, sobre todo entre magos. Lancel no puede tener la
boca cerrada, nunca ha podido.
–Está bien–me encogí de hombros–. Descansando, supongo.
–¿Y me vas a dejar ver tu mano ya, o vamos a huir del tema?–preguntó con serenidad.
Yo le mostré mi marca, mi cuenta atrás, pero lo hice sin miedo. Ya no tenía miedo.
–Pensé que estarías un poco más preocupada.
–No estoy preocupada por ti, cariño–Ágata se estiró en el sillón para revolver el caldero
grande–. Siempre fuiste la única fuerte.
–Pues me siento una cobarde.
–¿Por qué?
La lámpara, hecha de velas, tembló, y la luz bailó en la habitación. Acaricié el pelo de mi
abuela.
–Abandoné a Rex porque tenía miedo de que me pillaran a mí también. Abandoné a Alicia
porque me sentía culpable de que Rex se estuviera pudriendo allí. Eso no es muy
valiente.
–No son tus mejores años, es verdad–cogió el cuenco y sopló sobre él. Una imagen
abstracta comenzó a formarse sobre la superficie plateada del agua–. Te veo así y sí, te
estás escondiendo, ocultas a Alicia, mientes, engañas y chantajeas y vives en el límite de
la ley–me observó con tranquilidad, rememorando–. Pero entonces te recuerdo con diez
años, golpeando a Benjamín Rojas con un palo para que no le pegara a ninguno de tus
amigos. No te importaba que te doblara la edad o lo que te pudiera hacer. Y te miro a los
ojos y sigues siendo esa niña que se ponía las grandes gabardinas de Lancel. Esa niña
nunca fue cobarde. Con el tiempo cometemos errores, pero que nos cambien o no es
cosa nuestra–hizo una pausa emocionada–. Sé que, acabe como acabe esto, te vas a
tener que ir.
Yo asentí, muda.
–Quién sabe–sonrió, con una lagrimilla indiscreta–. Puede que eso haya ahí fuera. Algo
viejo. Algo nuevo. Algo mejor. Ven, mira.
Vertió el contenido del cuenco en el caldero negro, que borboteó un segundo con
redoblada intensidad y luego se aplanó.
–Enséñame a Rex–pidió mi abuela.
El líquido tembló y la cara de mi mejor amigo apareció en él. Se había peinado el pelo
castaño y afeitado la barba, y respiraba dulce en el cuarto de invitados de Lancel,
escondido bajo su torre. Sonreí.
–Siempre me gustó para ti–comentó–. Te centra.
–No es de lo que me tengo que preocupar ahora–alargué la mano y agité el agua–.
Enséñame a Alsan Caras.
El agua se tiñó de negro. Nada.
–Enséñame a Georgio Caras.
El hombre con la mitad de piedra apareció en el caldero. Miraba sombrío al fuego
mientras jugueteaba con una taza rota, postrado en su camastro, en la misma habitación
en la que lo había conocido.
–Ya tengo una pista–le dije–. Eme en Tintagel sabe qué es el medallón que encontraron
allí. Eso me llevara al crío, me sacarán la Marca y podré escapar de aquí.
–Fuera necesitarás toda la ayuda posible, sobre todo con una niña pequeña.
Me observó frágil y fuerte.
–¿Quieres decirme algo?
–Te acompañaré cuando te vayas–susurró–. No voy a dejarte sola.
–Pero tienes el aquelarre y las tríadas y...
Ágata me hizo callar con el gesto rutinario de quien está acostumbrada a ser escuchada y
obedecida.
–Juana, Blavatsky, Madre Shipton o Tamsin se encargarán perfectamente de todo en mi
ausencia. El mayor problema será que obedezcan a la líder–me sonrió tan cálida como
una manta–. Los ocho cielos saben que son testarudas.
Me acosté sobre su regazo lentamente y empecé a llorar en silencio, avergonzada de que
mis lágrimas fueran de felicidad, de que ni siquiera pudiera fingir oponerme a que esa
dama extraña en la casa bruja dejara sus compañeras y toda su vida para correr detrás
de mí.
Prometo que no siempre soy así, todo llanto y confusión y miedo. Sólo me habéis
conocido en un momento extraño.
4
CONOZCO AL MISTERIOSO MAGO MACHISTA

No me molesté en volver a la oficina.


Por la mañana caminé entre la ciudad de tonos crema mirando a los edificios en ruinas y
al humo y los gritos a lo lejos. El ritmo de la condena. Alguna anecdótica pareja de
guardias. No era vida. No lo era. Siempre con miedo, siempre esperando que alguien me
arrebatase a los que quería. Sufriendo cuando pasaba, recuperándome y volviendo a
sufrir. No, no era vida la de esa ciudad enferma, siniestra, un monstruo mitad magia mitad
ciencia que me destruía poco a poco.
Me pregunté qué habría más allá. Sólo había salido una vez de la ciudad, hacía mucho,
demasiado tiempo. Había sido en pradeal, el mes de la calma. Lancel me había llevado a
ver el mar en un coche destartalado hecho de partes de otros vehículos que tuvimos que
tirar al volver. Era joven, una niña, y era feliz con el viejo, que condujo durante horas por
un camino de tierra casi borrado hasta que el terreno simplemente se acabó. Era un
mundo salvaje y espeso, más denso y libre, como si el aire estuviera completo. Animales
desconocidos ululaban entre árboles que no he visto en ningún otro sitio. La base de una
montaña cincelada en piedra negra detrás, un acantilado inmenso bajo nuestros pies y
allí, a lo lejos, una gran columna de humo negro y agresivo, como si hubiera un volcán en
el horizonte. “¿Qué es eso?”, le pregunté, sobrecogida. Él me miró con tristeza. “Era la
otra ciudad”.
Pareciera que todas las ciudades en este mundo estén condenadas a desaparecer. Ergo,
pensé, era la última y estaba enferma, vejada, herida de muerte. Años después de aquella
excursión sabría que Lancel me llevó a presenciar el desastre de Lumina, el momento en
el que los historiadores que quedaban pudieron escribir al fin que estábamos solos.
Dejé los pensamientos funestos para otra ocasión y otra Laura en un lugar distinto, y
golpeé la puerta de Lancel sin miedo. Se abrió sola. La hoguera crepitaba con las llamas
casi apagadas del amanecer, y alcancé una manzana colgada del techo.
–¿Está despierta?–pregunté al viejo halcón.
–¿Dónde has pasado la noche?–se abalanzó sobre mí–¡Estábamos muy preocupados
por ti!
–En casa de la abuela–respondí–. Me ha encantado la venda para que sienta menos
dolor, cosa que podrías haber hecho tú y así me hubieras ahorrado pensar que me
tendría que amputar la mano. Sabes que los verbucum no podemos...
–No hay tiempo para discutir, Laura–su voz grave se impuso, y sentí movimiento en algún
lugar de la casa–. Álex ha hablado. La policía ha acordonado tu casa.
Me alarmé y miré ansiosa al cuarto de Alicia.
–¿Van a venir aquí?
–No lo creo, pero deberías preparar un par de amuletos.
Asentí y saqué de la gabardina cuatro piezas de hierro con una gema azul incrustada. Me
llevó casi diez minutos hechizarlas con un encantamiento desmaterializador; era un gran
problema que tenía mi huída perfecta, que tenía que prepararla con antelación. Cuando
acabé de recitar los salmos–como buena maga mediocre el proceso me dejó agotada–me
di la vuelta hacia Lancel y allí estaba ella, en su pequeño camisón, toda sueño y pelos
locos. Tragué saliva mientras se le iluminaba la cara y me abrazaba.
–¿Qué tal, cariño?–susurré con un hilillo de voz–Estás guapísima.
–Hola, Laura–sonrió Alicia–. ¡El tío Lancel y yo estuvimos plantando camándulas!
–Caléndulas–corrigió mi tío mientras yo intentaba controlarme–. Y ya están creciendo.
Lancel sacó de entre las profundidades de su toga azul desvaída un par de regalices y las
empezó a masticar. Alicia saltó de mi regazo–noté un vacío doloroso–y le tiró de la barba
blanca con sus manitas de ocho años.
–¡Yo también quiero!
Lancel acercó su nariz ganchuda hacia ella.
–¡Son mías!
Musité a toda velocidad un encantamiento sencillo y un par de golosinas se escabulleron
de sus bolsillos y vinieron a mis manos. Mi tío puso mala cara.
–Alicia–sonreí–. Mira.
–¡Gracias, gracias, gracias!–las atacó sin piedad, sonriendo y sacándole la lengua al viejo.
Vi de reojo que se le había caído su primer diente, y me dio pena no haber estado allí
para verlo.
–¿Cómo se piden las cosas, malcriada?–gruñó Lancel disgustado.
–Mmm...¡Por favor!
–Se dice antes.
–No seas quejica, Lancel–me levanté y tiré el corazón de la manzana, que había quedado
en la mesa.
–¡Laura, te tengo que enseñar el bicho que cogí...!
–Claro–dejé que me guiara hasta su habitación. Antes de traspasar el umbral aún oí a
Lancel quejándose mientras volvía a su trabajo en la cocina. Parece ser que estaba
hirviendo una lámpara.
–Malcrías a la niña. No entiendo por qué no puedes dejar tranquilas mis regalices ¡Sabes
que me encantan y quedan muy pocas! ¡No es como si tuviéramos recursos ilimitados,
mocosa!–me señaló acusador con el bastón.
–Para ella sí–sonreí una vez más, complaciente con mi egoísmo, y me dispuse a ponerme
al día con mi pequeña.

Habían pasado varias horas cuando Rex entró, débil y vestido con una bata vieja de
Lancel. Vivo y libre. Ya la luz del día entraba por las cortinas de flores de Alicia. Su cuarto
era pequeño, apenas una cama amarilla, un escritorio y un baúl antiguo. En cuanto lo vio,
mi pequeña, tímida, me miró con inseguridad, se acercó a él y le abrazó las piernas.
–Gracias, señor Rex. Siento mucho lo que le pasó.
Mi amigo se agachó y la miró a los ojos.
–Lo volvería a hacer todas las veces que hicieran falta. ¿Estás contenta?
Alicia asintió.
–Bien.
Ella se giró hacia mí.
–Me estabas contando el cuento. ¿Qué pasó después?
Rex se sentó en la cama también.
–Después el gran edificio cayó. Y la gente se desesperó. Pensaron que los que querían
podrían morir de hambre, o de frío. Y las personas desesperadas hacen cosas
impensables, así que se echaron a la calle, y robaron, y se aseguraron de que sus
familias tuvieran algo que llevarse a la boca y una casa donde dormir. Se había acabado
la calma.
–¿Y después?
Rex me apretó la mano.
–Espera un segundo, cariño–la besé en la frente–. Ahora vuelvo.
Alicia cogió un libro grande y sin dibujos de su mesilla de noche y siguió leyendo por
donde lo había dejado.

–¿Cómo se te ocurre contarle esas cosas horribles?–me espetó Rex en cuanto cerré la
puerta. Tragué aire. Era cierto que tenía algo de siniestro contarle nuestra historia.
–He pensando que si se lo cuento ahora, cuando sea más grande...
–¿Más grande? ¡Laura–bajó el tono y me miró preocupado–, no es tu hija! ¡No puedes
planear...!
–No te atrevas a repetir eso–lo corté, y me miró sorprendido. Estaba amenazadora.
Protectora. Menuda reunión. Vi a Lancel intentando escuchar a hurtadillas y lo bajé al
sótano por la puerta secreta de las escaleras.
Allí, en la oscuridad, con apenas dos rayos tímidos del sol de invierno iluminándonos,
seguí.
–La cuido cuando está enferma, lloramos juntas, te hemos echado de menos juntas.
Desde hace un año paso la mayor parte del día pensando en cómo hacerla feliz, así que
sí, no la di a luz–respiraba con fuerza. Era la primera vez que lo decía en voz alta–pero es
mi niña y yo su madre. Me cortaría un brazo por ti, Rex, pero por ella no te gustaría saber
lo que puedo hacer, así que no me presiones.
No era una amenaza. No pretendía serlo. O un poco. Él se puso a la defensiva, mirando
con tranquilidad hacia arriba. Me juego algo a que Lancel estaba con la oreja pegada a la
pared de piedra falsa.
–Comprendo que te hayas sentido sola, pero no puedes cargar con ella. Es peligroso.
–Pero así funciona esto–estallé–. Nos sentimos solos y nos apoyamos en los demás. Esa
niña fue mucho tiempo lo único que me mantuvo en pie. Y todo gracias a ti.
Era sincero, y Rex lo supo. Se relajó. Estuvimos callados un minuto, dos, tres, en los que
pareció pensar en una manera de convencerme para que dejara a Alicia atrás. Luego se
rindió a lo inevitable, con elegancia, como siempre lo hacía. Me cogió la mano, delicado, y
cambió de tema.
–Lancel me puso al día. ¿Qué piensas hacer?–por supuesto, se refería al hecho de que
era mujer muerta. Inspiré, controlando el miedo.
–Primero tengo que encontrar al niño para sacarme la marca. Luego, huir con Alicia.
–¿Fuera de la ciudad? ¿A dónde?
Pregunta con trampa, claro. Nadie se había aventurado fuera de la ciudad, no que yo
supiera, en al menos quince o veinte años. Y ya hacía más de un siglo que el exterior era
un gran interrogante, más allá de algunas excursiones aisladas. Nadie volvía.
–No sé cómo es el mundo fuera, Rex, pero no pienso vivir más en un sitio donde no
puedo pasear con Alicia por la calle–tomé su rostro y le miré a los ojos–. Te debía la
libertad. La tienes. Puedes ayudarme o no, pero no me intentes detener porque no
acabará bien para ti.
Otra vez, no era una amenaza. O un poco.
–Te recordaba más inteligente–suspiró como si fuera una niña que hubiera hecho una
travesura.
Furiosa, bajé el tono todo lo que pude. Apenas gesticulaba con los labios.
–Y yo a ti menos gilipollas.
–No quiero que te pase nada–una nota de desesperación. Genial, chantaje emocional.
–No me va a pasar nada–rogaba–.Sólo tengo que asegurarme de que Alicia esté bien.
Me miró. Yo le miré. Fuerza absoluta contra objeto inamovible. Ni uno ni otro íbamos a
ceder. Se parecía demasiado a mí.
–Esta bien–claudicó–. ¿Qué hacemos ahora?
Adopté un tono más neutro, intentando desvestir al caso de emoción.
–¿Sabes que encontramos un medallón en la habitación del crío?
–Sí, Yu llamó.
–¿Tiene un teléfono?–me parecía increíble no saberlo. En Ergo un teléfono podía ser más
valioso que la mayoría de mansiones de tan pocos que había. Funcionaban con una red
electrónica que emitía la central. O eso dice la leyenda. Curioso, tanto Lancel como Yu
tenían uno. En fin, magos–¡Viejo zorro!
–¿Tenemos que ir a Tintagel entonces?–se remangó, preparado para la acción. Dudaba
mucho que pudiera seguirme el ritmo, recién salido de la cárcel, débil y cansado, pero
tendría que valer. No podía pedírselo a nadie más; nadie asumiría el riesgo de ser
descubierto con Rex. Menos con mi querido admirador obsesionado guiando a la guardia.
–Sí, necesitamos esa información.
Comencé a caminar hacia la sala central cuando me agarró del brazo.
–No te he preguntado qué tal estás–estaba serio como un muerto–. ¿Cómo llevas lo
de...?
No podía soportar su compasión.
–La Marca. Bien. Normal–me encogí de hombros–. Soy más dura que eso, querido. Sólo
me preocupa qué haríais sin mí.
Me atrajo hacía si, me miró a los ojos un segundo largo, y me besó, tierno y electrizante
como el primer día. Cómo se las apañó para conseguir un aliento fresco allí es algo que
se me escapa, pero lo agradecí.
–Gracias por venir a buscarme.
–Bueno, ya sabes lo que dicen. Más vale tarde que nunca.
–¿Tarde?–se rió y pegó su nariz a la mía–Se me pasó en un suspiro. Estaba sorprendido
de que ya fuera un año. Creí que Lancel me estaba puteando.
Le tapé la boca.
–Ssh. No digas eso tan alto–hasta yo me sentí estúpida diciéndolo. Me puse colorada. La
libertina Laura controlando las buenas maneras en casa por el bien de su niña.
–¿Por qué? Ah.
Casi pude ver la idea formarse en su cabeza. Le acaricié el pelo, en un intento (vano) de
recuperar mi orgullo.
–¿Laura?–me miró de forma tan profunda que me asusté–Realmente has cambiado.
Le cogí la mano y lo guié hacia arriba. No pude evitar algo de tristeza mientras hablaba.
–Sigo siendo la misma. La misma cobarde.

–Voy a poneros bajo un encantamiento de engaño. Como ya sabes, Alicia, encantar a dos
personas es espinoso.
Mi pequeña estaba sentada con las piernas cruzadas en el taburete de madera mientras
Lancel nos miraba por encima del desorden.
–¿Tiene que ser ahora?–bufé.
–Tú fuiste la que me pediste que le enseñara. Y ya está en el tercer tomo verbucum, así
que esto le va tocando.
Rex me dirigió una mirada difícil de interpretar. Algo entre ‘eres estúpida’, ‘te adoro’ ,
‘menuda irresponsable’ y ‘la niña es mejor maga que tú’.
–Como iba diciendo–Lancel se aclaró la garganta, dramático–. La clave siguen siendo las
palabras. Palabras, palabras... Es la forma más débil de la magia–debatible–, casi todo el
mundo puede usarla, pero la libertad que da lo compensa. Energía firme, que fluya,
siéntela en tu cabeza antes de que la lengua te la quite. Multiplícala por dos y procede
con normalidad. Es más difícil de lo que suena. Y recuerda que en este caso, todo está en
la mente. Quieres engañar a las mentes de alrededor, no cambiar nada de verdad. Eso es
magia real y aún te quedan años para siquiera rozarla–Lancel tenía tendencia a ridiculizar
a los débiles verbucum, magos del lenguaje a falta de talento para otra cosa. Pedante.
Alicia asentía y nos miraba, muy concentrada. Lancel exclamó con voz potente y clara un
salmo que parecía un trabalenguas. Rex ya no era Rex. Su suave pelo castaño había
desaparecido para dar paso a una calva imponente y brillante. Mientras, sus ojos se
hundían, su nariz se torcía y sus labios se volvían más gruesos. Incluso creció un par de
centímetros. En mí pasaba algo semejante; me miré al espejo y no me reconocí. Ahora
era una rubia rechoncha de pelo rizado. Lancel se sentó, y justo en ese momento Vera y
Pops irrumpieron en la estancia.
–¡No me lo puedo creer, Zafiro!–exclamó mi amiga dirigiéndose a la rubia, es decir, a mí.
Dudó–¿Eres tú, no?
Asentí varias veces, nerviosa.
–La oficina cercada por polis. Julio teniendo que inventarse excusas para ellos. ¡Menos
mal que nos dio por ir a ver a Yu! Y ¡sorpresa!, descubro que tienes una Marca, que te
has dado un paseo por la puñetera ciudad llorándole a todo el mundo y que no te
molestaste en contarme nada–estaba al borde del llanto–. ¿Pensabas decírmelo siquiera?
Allí estaba, como una princesita en medio del salón de Lancel, agitando sus puñitos y
conteniendo las lágrimas. Qué valor, qué miedo había pasado ese día. Qué egoísta me
sentí por no haber ni pensado en mi única amiga. Pops me dio una palmada cariñosa en
la espalda con una risa franca.
–Usted no se preocupe, jefa, que todos tenemos un olvido de vez en cuando.
–¡Se supone que soy tu amiga!–se acercó a mí y yo retrocedí por instinto. El lugar más
peligroso que conocía era frente a una Vera furiosa–Dime, ¿tú...?
Se fijó en el hombre calvo a mi lado y ató cabos.
–¿Es...?
Asentí.
Se echó a sus brazos y permaneció allí casi un minuto largo, recuperando a un camarada.
–¡Rex, Elohim bendito, cómo estás!
–Mejor que nunca–mentía, claro, con su voz de hombre joven fuera de lugar en ese
cuerpo viejo.
–¡Y Alicia! ¿Te gustaron las fresas?
La pequeña asintió y le sonrió a Vera. Esta le devolvió la sonrisa y se giró hacia mí, ya
lista para la reprimenda de nuevo.
–¿Qué tienes que decir?
–Nada. No quería implicaros más. No era justo.
–¿Y pensabas estar una temporada fuera de la oficina y que nadie preguntara nada, ni
atara cabos? Porque claro, Rex desaparece y tú te vas y es todo casualidad, ¿no? ¿Pero
qué clase de detective eres, Laura? Tú no te preocupes, Rex, majete, no es culpa tuya.
Deberíamos haberte sacado de ese agujero hace meses.
Estaba avergonzada. No me había parado a pensar en ellos, y sí que había sido injusto.
Les habría hecho menos daño apuñalándolos.
–¿Decir que lo siento sirve de algo?
–A mí me vale–sonrió Pops, que ya estaba intercambiando impresiones entre susurros
con Lancel.
–A mí no–se empeñó Vera en tono autoritario–. Me debes una muy gorda, Zafiro–calló
unos momentos y me miró con fruición–. Y ahora ponme al día.
Pops, discreto, tomó a Alicia de la mano y se fue a jugar con ella a su cuarto mientras yo
le explicaba todos los detalles escabrosos a Vera. No cambió el gesto mientras le contaba
cómo casi me violaban, o cómo había un niño perdido cuya única esperanza era que un
grupo de casi-fugitivos descifrara un medallón procedente de una antigua ciudad
arrasada.
–¿Entonces a qué estamos esperando?–frunció el ceño–¡Vamos a Tintagel!
–No tan rápido–la paré–. ¿Quién te ha dicho que vienes? ¡CK y todos los suyos saben
que trabajas conmigo, no te puedo llevar!
Alicia y Pops volvieron a la habitación con un pequeño tren de juguete.
–¿Necesitáis magia? Puedo hacerlo yo.
Alicia nos miraba con gesto sereno. Con su vestido blanco y su pelo de recién levantada
parecía que estaba bromeando, pero sus ojos eran serios y resueltos. Me quedé callada
un momento y luego me acerqué a ella, intentando ser delicada. No quería que se llevara
una desilusión.
–Cariño, ¿no crees que igual es un poquito demasiado para ti? Aún estás aprendiendo.
–Déjala–murmuró Lancel–. A ver qué hace.
–Mira–y se adelantó y recitó el salmo completo, a la primera, con voz confiada y clara. Y
Vera se volvió a nuestros ojos, con una rapidez que rozó el insulto, una anciana morena y
delgaducha. Alicia se giró hacia mi cara de asombro, fresca como una lechuga, sin una
pizca de cansancio–. ¿Ves?
Sin habla, sólo pude abrazarla, preocupada. Llevaba practicando el lenguaje antiguo por
lo menos decenio y medio y el hechizo me habría dejado noqueada. ¿Cómo podía haber
hecho eso una niña de ocho años?
–Es increíble, cariño–todos me dirigían miradas graves, y yo clavé la vista en Lancel, que
sonreía inocente–. Es impresionante.

Menudo trío éramos. Aquella vieja delgada, un grano de cacao largo y fino, al lado del
hombre calvo y encorvado y la rubia oronda. Vera, Rex, y la incomparable y nunca
suficientemente valorada Laura Zafiro, servidora, caminábamos a plena luz del día como
animales oscuros, nerviosos entre las calles con edificios cada vez más altos y metálicos
que apuntaban al cielo como un dedo desafiante. Atravesamos de parte a parte la calle
Mayor y bordeamos el barrio de las brujas y el de los sastres.
Nos estábamos adentrando en la zona cero, una de las pocas áreas en Ergo con calles
transitables, aire limpio del olor metálico de la sangre y hombres y mujeres sonrientes que
se paseaban por los parques tranquilos, ignorando, conscientes o no, que más allá de su
pequeña burbuja de paz la ciudad ardía.
Sorprendía encontrarse, entre todos aquellos edificios de acero, cristal y ambición, una
construcción como Tintagel.
Rodeado de un pequeño bosque verde intenso parecía un castillo, todo piedra y
magnificencia, ecos de un pasado más cercano de lo que parecía. Era un edificio bajo
pero rotundo, imponente, bañado de gravedad y sueños, y también lo era su interior, con
esos salones iluminados por las chimeneas gigantes y las lámparas ancianas y frágiles
como flores, y aquel olor a majestad, y ese sonido de pasos jugueteando por las paredes.
No tuvimos problemas en que nos dejaran pasar, y, mencionando el nombre de Yu, un
servicial guardia privado–sin uniforme, tan sólo un rifle largo–nos llevó a los mismos
aposentos de Eme. Oímos un rumor creciente.
Tintagel era la poca energía que le quedaba a la ciudad. La central. Después de la caída
del Fulgor, sólo quedó una fuente de electricidad: la suya. Sólo una fuente de
radioemisión y recepción masiva: la suya. Sólo una fuente de agua limpia: la suya. Sólo
una vía para que los campos del este de Ergo siguieran dando frutos y alimentando a la
ciudad. La suya. Y se acababa. Se moría. Todos lo sabíamos, aunque habíamos
intentando que nuestro acuerdo tácito de ignorarlo se elevara a verdad. Vivíamos en el
borde del abismo negándonos a mirar al fondo y algunos, nosotros, los más afortunados,
nos dábamos el lujo de disfrutar dando pasos hacia el vacío.
Los goznes de las puertas de madera y acero negro se abrieron como las mandíbulas de
una criatura abismal y vimos el estudio de Eme. Dejaba en pañales cualquier cosa que
nadie se pueda imaginar. Dos mesas largas estaban llenas de pociones y útiles
alquímicos que se removían o mezclaban solos, elevándose y cayendo como cascadas
de colores en miniatura. Pequeñas humaredas subían y bajaban, naturales, fluidas, casi
vivas, partes de un todo. Cristales chispeantes afloraban aquí y allá como musgo. Llamas
claras se movían de un lado a otro. Los grandes ventanales encantados dejaban pasar
una luz de perpetuo atardecer. Matraces, varitas, espadas, escudos y armaduras
completas, balanzas, joyas y ropa, pequeños astros, champiñones inmensos,
instrumentos musicales ignotos, esqueletos bailando y libros, miles de libros se apilaban,
se movían y orbitaban alrededor de una silla regia de madera. Y al lado de la silla, dos
hombres hablaban entre susurros. Nos miraron cuando llegamos.
Uno tenía la espalda recta y la mirada noble. En la barba recortada con cuidado se
empezaban a adivinar canas entre el frondoso negro, y su mirada era la de quien te
puede perdonar la vida con una palabra. El otro hombre era aún más notable. De grácil y
desproporcionada barba blanca como la nieve, sus ojos, verdes y brillantes, eran furia.
Vestía una larga túnica roja como las manzanas que recordaba de mi infancia, y me
alcanzó la misma sensación de impotencia y secreta protección que entonces; me parecía
estar ante un árbol más antiguo que el mundo, cuyas ramas podían darme cobijo o caer
sobre mí. A un gesto del anciano de la túnica, el guardia se retiró y las puertas se cerraron
de nuevo.
El hombre recto se acercó a nosotros y nos ofreció su mano a los tres.
–Bienvenida, señorita Zafiro–amagó una respetuosa inclinación hacia mí–. Yu Chi Hao
nos advirtió de su llegada.
Le devolví el saludo a pesar de su absurda pomposidad. Me preocupó un tanto que nos
hubieran reconocido tan rápido.
–¿Usted es...?
–Puedes llamarme A–pasó al tuteo con elegancia y naturalidad. Se dirigió a las puertas y
las abrió del todo, dirigiéndonos una mirada cariñosa–. Tendremos tiempo de sobra para
conocernos más adelante. Os dejo con Eme.
Cerró con un sonido de estampida y Eme, el anciano de la túnica escarlata y la mirada
fiera, caminó a grandes zancadas hacia nosotros. Con un gesto de su mano deshizo el
encantamiento de engaño como si no fuera nada. Se plantó en el suelo a medio paso y
nos miró desde sus dos metros de estatura.
–Prefiero hablaros a la cara.
Rex y Vera me miraron, nerviosos. El aura de poder y seriedad que emanaba Eme era
abrasadora.
–Así que tú eres la famosa Zafiro–me escudriñó, y me sentí desnuda de forma violenta
ante sus ojos ancianos–. No me interpretes mal, pero las mujeres deberían quedarse en
casa. Son tiempos complicados. Siento lo de tu marca, pero no deberías haberte metido
en tantos problemas.
Miré a Vera, que reprimía un gesto de enfado notable. Sus labios finos se combaban en
formas casi imposibles. Rex tenía una sonrisilla estúpida.
–Quizá es porque soy de otra generación–continuó–. Pero siempre he pensado que los
más débiles deberían ser protegidos–casi tuve que parar a Vera–. Es un lujo que no
tienen en esta era oscura. Y más oscura será, aunque aquí en la zona cero nos
empeñemos en negarlo–gruñó y suspiró–. Pero en fin. Yu me ha dicho que estás
investigando al niño de los Caras. Conocí a su abuelo hace mucho tiempo. Era un hombre
complicado que tuvo un final horrible. ¿Veníais por un amuleto, tengo entendido?
Me adelanté y lo saqué de las profundidades de la gabardina. Lo tomó sin miedocon sus
manos surcadas de venas gruesas y manchas.
–Siracusa. Hacía años que no me traían nada de allí–murmuró mientras lo examinaba. Se
aproximó a la mesa y tomó un instrumento parecido a un martillo con el que lo golpeó sin
piedad. Sonó una especie de gong hueco–. Cian, ¿por qué suena a cian?
Un cuentagotas flotó suave hacia su mano y Eme lo tomó y vertió una, dos, tres gotas de
líquido azul sobre el amuleto, que brilló unos instantes, palpitando con luz rojiza, y se
apagó. Eme asintió y me lo devolvió.
–El veredicto está bastante claro. Obvio.
–¿Qué es?
–No lo voy a decir aún.
Rex iba a hablar cuando Eme le cerró la boca, literalmente, con un chasquido de sus
largos dedos. Sus labios se pegaron y él compuso una mueca de fastidio como pudo,
inasequible al desaliento. Vera ahogó un grito. ¿Mantener ese universo de locuras a su
alrededor y callar así a Rex? El hombre era un monstruo con la magia. Un auténtico
prodigio.
–Hay un precio para todo. El mío es una fruta.
Yo lo miré con un deje de amenaza.
–¿Qué fruta?
–Dicen que existe una manzana dorada en algún lugar de esta ciudad. Cuentan que viene
de algún descendiente del Cadalso de los colgados y que lo custodiaba una orden de
sacerdotisas desequilibradas. El regalo de una dios árbol a los mortales–su voz era grave
y mística, pero los gemidos indignados de un Rex con los labios pegados le restaban
encanto–. La protege aquí un laberinto entero que se extiende bajo buena parte de Ergo.
He descubierto recientemente dónde está–extendió un mapa con un gesto de dos dedos
y señaló un punto entre la calle Mayor y el barrio de las brujas–. Por desgracia, una
antigua enemiga ha puesto un interés particular en que no consiga el fruto y me impide la
entrada.
Asentí. No me gustaba nada hacia dónde estaba yendo la conversación.
–No lo pediría si no fuera vital. Debe ser una mujer la que entre allí, gracias a un conjuro
que protege el laberinto. Y ahora entras en la conversación–hizo una pausa y me miró
intentando valorarme–. Consigue la manzana y te prometo que tu caso estará resuelto y
tu Marca se irá.
Una nota de esperanza sonó en mis ojos.
–¿Para qué quiere alguien como tú una manzana?
–Eso es problema mío.
Nos sopesamos mirándonos a los ojos un buen rato, a un lado el mago anciano, al otro la
joven desesperada. Cedí yo. Memoricé la dirección que había señalado, cercana a la
casa de Ágata.
–Vámonos.
–Esperaba más del hechicero que destrozó Cerrada, la verdad–dijo, despectivo, mirando
a Rex–. Si no supiera que no puede ser diría que no tienes ni gota de magia en tus venas.
Con otro chasquido, su boca se abrió. Él aspiró todo el aire que pudo. Eme nos dirigió una
mirada divertida y nos dio la espalda, volviendo a sus asuntos.
–Ge, llévatelos, por favor–exclamó con voz potente–. Traedme mi manzana y hablaremos
sobre el amuleto.
Un hombre muy joven vestido con armadura y casco blancos anacrónicos nos sacó del
lugar con gentileza mientras yo rechinaba los dientes. Estaba segura de que Eme, con su
túnica roja y su mala baba, lo sabía todo.

Hasta el aire parecía burlarse de nosotros cuando salimos de Tintagel. Me sentía


frustrada, engañada, timada. Más aún, desprotegida sin el hechizo de modificación. Envié
a Vera a la oficina a toda prisa para que nadie la pudiera relacionar con nosotros y
comenzamos nuestro camino por calles secundarias, tapándonos con los abrigos y
sobreponiéndonos al frío que empezaba a soplar.
Y tres pares de manos nos aplastaron contra la pared.
–¡Hey!–advertí. Entonces les vi las caras.
Los Merced, de nuevo. Antón agarrándonos con fuerza brutal, Jota mirándonos retorcido
con su cara de serpiente sosa y Ben respirando fuerte, conteniendo alguna impúdica
excitación.
–Buenos días, Laura y compañía–dijo Jota con una sonrisa radiante–. Sólo veníamos a
preguntar en qué fase está nuestro proyecto común. Han pasado un par de días y no
tenemos ninguna noticia tuya, Zafiro. Eso está muy mal.
–Estamos siguiendo una pista, cariño–dije reprimiendo mi monumental cabreo.
–¿De verdad? ¿A ti qué te parece, Antón?
–Me parece que lo único que hizo fue sacar de la cárcel a este idiota.
Rex bufó.
–Vete a pastar, genio.
Puñetazo en el estómago. Menudo día estaba teniendo.
–Considéranos avisados, Jota–murmuré–. Mañana al anochecer tendré el caso resuelto.
–Eso espero, Zafiro–me observó con desprecio–. Siempre podemos seguir investigando
tras tu muerte. Eres la principal interesada en que ese criajo aparezca enseguida,
recuérdalo.
Estábamos aplastados contra una esquina de la calle. Un par de minutos más y
tendríamos que abrirnos camino a golpes entre los Merced, lo cual atraería la atención de
todos los guardias que hubiera cerca. Que con toda probabilidad no sería ninguno, pero
no había tenido suerte hasta entonces y no veía motivos para creer que la tendría.
Antón nos soltó y retrocedieron.
–Te esperamos mañana en la mansión–sonrió Jota–. No tardes.
–¡No tardes!–me gritó Ben, salpicándome de saliva.
Los Merced se fueron y nos dejaron una pequeña prórroga más en nuestra lucha contra el
tiempo. Rex bufó. Estaba débil. Yo reí. Él sonrió. Éramos como dos grandes amigos que
habían cambiado de forma tan parecida que se seguían entendiendo a la perfección.
Huimos por calles ocultas hasta perdernos en la ciudad que nos devoraba, Ergo, la última,
la maldita. Todo parecía un poco mejor con ese hombre bueno a mi lado, caminando
hacia Alicia y Lancel con un objetivo en mente. Todo parecía llevar hacia la manzana
dorada que nos haría libres, todo parecía fácil, y todo era falso. Sabía que podía contar
con todos mis compañeros, y en las próximas horas eso sería mentira. Sabía, con algo de
valor estúpido, que con la suficiente voluntad ningún obstáculo sería preocupante, y me
equivoqué. Sabía que eran mis últimos días dorados en Ergo–porque ese sentimiento
mezcla de adrenalina, peligro y amor loco era dorado y brillante–, y en eso tenía toda la
razón.
Lo que no sabía era que, en ese momento, Cobra Kao nos espiaba desde una esquina al
otro lado de la calle, con tres uniformados detrás y una sonrisa siniestra en su cara de
lobo feroz.
5
VERA Y EL LOBO

Mientras estábamos ocupados preparando el ataque nocturno al laberinto en casa de


Lancel, con Alicia girando como una peonza dorada alrededor, Vera tenía sus propios
problemas.
Siempre hablando por miedo a lo que pudiera pensar si tenía un minuto de reflexión. Mi
más querida amiga, jugadora de cartas consumada, abstemia, impulsiva, la única gran
detective de nuestra asociación; un hermoso relámpago de inteligencia y fe que caminó
ese día por las ramas de Ergo buscando el rostro negro de Pops. Lo encontró en la
taberna subterránea. El pianista destrozaba una partitura medieval sin que sus dedos
tocasen el instrumento y había que bracear para apartar el humo que cubría la sangre y
calaba hasta los huesos como una niebla tóxica.
Pops estaría sentado en la barra, seguramente vestido con un ridículo esmoquin de
rombos. Vera no se dignaría a intercambiar ni una sola palabra con nadie más, seguro.
Los tipos del billar con bolas virtuales, esa reliquia electrónica que el dueño había
conseguido quién sabe dónde, dejarían caer lo que estuvieran fumando. Ella le tocaría el
brazo y se mirarían. Pops diría algo como:
–Todos los hombres del local me consideran ahora mismo el tipo más suertudo del
universo, señorita.
O:
–Vayámonos a otro sitio, señorita, este lugar no tiene clase suficiente para usted. ¿Un
restaurante, quizá?–sabiendo que sólo había restaurantes en sus libros, que no existían
desde hacía siglos o que quizá nunca existieron.
Entonces Pops se levantaría, con todas las miradas de los borrachos decadentes de las
diez de la noche puestas en él y mi aguda ayudante, y se irían por la puerta escondida.
Sé que en algún punto entre las escaleras y la puerta de la iglesia Vera le contó al
ingenioso truhán los detalles de lo que había pasado en Tintagel. Y sé, aunque no me lo
haya dicho, que Pops preguntó en tono de confidencia cómo lo llevaba Laura, la débil
Laura, la cobarde Laura.
Espero que Vera lo tranquilizara, de verdad lo espero.
Entraron en la iglesia de la calle del Capitán, un edificio casi en ruinas, el último refugio
para los suyos. Eran apenas diez fieles. Un miembro de la banda del gato que iba con
miedo. Una madre de tres que sólo rezaba por sus hijos en un mundo que no se sostenía.
Un anciano circunspecto como la muerte. Cada día menos. El sacerdote joven, barbudo,
los miró con gesto triste y amable.
–Recemos.
Se tomaron de las manos y el clérigo, vestido con aquella túnica blanca desgastada,
cogió como de costumbre el libro roto y leyó pasajes al azar.
–Diré yo al señor Elohim: yo te espero y te guardo. Eres mi dios, en quien confío. Elohim
me libra del lazo del cazador y de la peste. Con sus plumas me cubre y debajo de sus
alas estoy seguro. No temerás el terror nocturno, ni a saeta que vuele bajo la luz, ni a la
pestilencia en la oscuridad. Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo, Elohim me
protegerá. Líbranos, señor, de los labios mentirosos y de la lengua traicionera.
Elohim. Cuando estaba en su lecho de muerte, no hace tanto tiempo, la madre de Vera la
tomó de las manos. La habitación en la que estaba se caía a pedazos, fuera la ciudad
rugía y entre la enfermedad y el miedo encontró fuerzas para abrazar a su hija y
susurrarle al oído: “Libra, Elohim, señor mío y padre mío, el alma a tu sierva, como
libraste a los tres jóvenes del horno de fuego ardiente y de las manos de un rey cruel...”
Mantuvo la llama hasta el último momento. Cuando cayó, sonreía.
No creo en el dios de Vera.
No lo hice cuando pisé por primera vez la tumba de mi hermano ni cuando mis padres se
fueron adonde no se vuelve. Elohim nunca me ha ayudado. No me dio cobijo. No hizo
tranquilas las noches de invierno cuando pensaba que moriría de fiebre, ni los días largos
y melancólicos de verano cuando Lancel intentaba meter algo de magia en mi cabeza.
No, en aquella ciudad no veía espacio para ningún dios, no para las deidades sangrientas
que veneraban algunos, no para ese dios salvador del que hablaba Vera, no para los
extraños entes gigantescos y terroríficos que los locos decían que vendrían a por nosotros
en el juicio final. No para los espíritus del bosque y del fuego. No para los cuatro
guardianes de las esquinas del mundo. No, mi dios tenía ocho años y el pelo loco y rubio.
Pero de alguna forma extraña y maravillosa, en aquella ciudad de dementes y oscuros y
muertos vivientes y golems guardando las calles y disturbios y fuego y muerte y ese
sentimiento de fatalidad que parece que nos arrastra a todos como una riada maligna,
Vera, como su madre, había mantenido protegida la llama. Había embotellado su fe y la
había protegido contra todo en un rincón inaccesible de su alma, un santuario secreto que
llevaba con ella y que jamás la abandonaría. Tenía una fuerza, una verdad. No
desesperaba, no la desaprovechaba, no la imponía. Desde Alicia, la comprendí mejor. No
era tan importante que fuera cierto como que lo creyera. Era lo que la levantaba cuando
caía, ¿quién era yo para decirle que era falso?
Rezaron, como cada semana, juntando sus manos y rogando por el alma de la ciudad.
Luego, después de lo que Vera llamó ‘un paseo’ y que yo veía más bien como caminar
veloces y ocultos por calles desiertas llenas de humo negro, gente huyendo y ruidos
extraños, Pops, lleno de gracia celestial o como lo llamen, comenzó a sermonear acerca
de las cosas bellas de la vida–como los policías corruptos con manía persecutoria, las
maldiciones asesinas, los pícaros hechiceros ancianos machistas y la amenaza de tres
criminales desequilibrados–, y llegado un momento le habló de su pasado, o eso jura
Vera.
–Cuando no era más que un mocoso–diría en medio de un discurso digno del alcalde
Saga–estuve trabajando un tiempo para el hombre más bueno de Ergo.
–¿Quién era?–preguntaría Vera entre susurros esquivando las botellas que lanzaban dos
bandas enfrentadas.
–Se llamaba Dozo. Era un mago, viejo ya pero joven y bondadoso. Yo me encargaba de
organizar su biblioteca. ¡Libros de todas las clases, señorita Vera, no se lo puede ni
imaginar: grimorios, tratados de historia, biología! Ojalá hubiera visto la ciudad en aquel
entonces. Estaba gobernada por un hombre sabio. No había caos, ni problemas. Era
como una tarde de verano sin final, como una buena copa de vino.
Vera lo seguiría interrogando, curiosa como siempre.
–¿Fue antes de la caída del Fulgor?
–¡Muchos años antes!
–¿Y qué pasó con ese Dozo?
–Como todos, señorita–diría el hombre negro con tristeza–. Desapareció después de que
empezara... esto–miraría quizá la calle desierta, arruinada, como el escenario de una
guerra masiva–. Nunca encontraron su cadáver, como el de tantos. Estará en Altabruma
pudriéndose.
–Lo siento mucho, Pops.
–No lo sienta–diría frenándose: sus caminos se separaban allí–. Me dejó algo importante,
Vera. Creo en hombres como él, sé que un hombre como él podría solucionar esto. Tengo
esa esperanza, y la tuve desde que desapareció. Cada vez que rezo–admitiría, un poco
avergonzado–es para que vuelva y arregle esto, esta vida.
Vera le dio, estoy segura, un abrazo reparador en medio de la ciudad enferma.
–Ven a casa de Lancel más tarde, ¿de acuerdo?
–Claro.
Pops silbando calle abajo, qué viejo debió de parecer, y Vera miraría a su alrededor y
correría a su piso pequeño por calles estrechas, segura de no estar siendo perseguida
por CK o algún otro guardia con ganas de una medalla de plástico.
Me imagino que subió las escaleras desconchadas de madera mal pintada de rojo y se
encontró a un hombre desnudo en su cocina. Pablo era mayor y estaría friendo un huevo
y cantando una canción alegre.
–Papá–resignada–. Papá. ¿qué haces?
El hombre se daría la vuelta, pegaría un respingo.
–Ah, eres tú, Lorena–sonrió, confiado, con la voz algo frágil, la barba naciendo trémula,
las arrugas explorando las profundidades de su rostro–. Mamá debe de haber salido, pero
no te preocupes, hoy hago yo de comer.
A Vera, como cada vez, se le rompería un poquito el corazón. Luego hasta se reiría, o lo
comentaría de forma casual, pero sé, porque lo he visto, lo insoportable que es para ella
acercarse a ese hombre, al padre que recordaba fuerte y topoderoso, pasarle la mano por
el hombro, hablarle como si no sucediera nada, como dándole las gracias por el amor en
un lenguaje secreto.
Dejaría sus cosas en ese cuarto que nunca se abría, tan cerrado como ella al mundo.
Protegería su fe frágil y ayudaría a su padre a hacer de comer. Bromearía con él como si
fuera Lorena, su hermana, llevada por la plaga muchos, muchísimos años atrás. Y
soportaría una y otra vez el dolor de no verse reconocida. Sé que al principio se armó de
valor y le dijo que no era Lorena, que mamá no vendría a comer nunca más, que tenía
casi setenta años y que estaba confuso y solo con su hija. Y él preguntó con ojos de niño
pequeño llenos de agua:
–¿Entonces dónde están Lorena y mamá?
Y sé que en ese momento Vera no pudo con la pena, que lloró en el hombro del padre
perdido. Y entonces él se quedó callado y mi amiga lo miró y no reaccionaba a ningún
estímulo, no a sonido ni a tacto ni a vista. Le cogió su cara surcada de pequeñas venas
azuladas, esa que ella ayudaba a afeitar, y la sostuvo entre sus manos mientras lágrimas
grandes como puños caían libres al suelo dejando pequeñas huellas de hiel. Su padre
parpadeó despacio y la miró de nuevo.
–Hola, Lorena. ¿Estás bien?
–Hola, Pablo–no pudo parar de llorar–. Sí, estoy muy bien, cariño.
Ya tenía, cuando entró en el piso aquel día fatídico, sus sentimientos en orden, ya había
decidido, ya había pasado el duelo por su padre. Y, aún, ese extraño al que conocía tan
bien, ese fantasma, rondaba por su casa con la imagen del fallecido en un tiempo feliz.
Un recuerdo arrancado del tiempo para hacerle daño. Y no podía evitar que a veces fuera
demasiado, no podía esquivar la pregunta a su dios. ¿Dónde estabas? ¿Dónde estabas
cuando empezó a dejar de recordarme? ¿Dónde, cuando creaste su mente enferma?
¿Dónde, cuando hiciste los lagos y las montañas y el cielo y el sol, dónde estabas y por
qué no te importó esto? ¿Por qué no hiciste nada?
Pero ese día no. Ese día hizo de tripas corazón y aseguró la puerta para que su padre no
saliera y se perdiese. Y caminó hacia nuestro despacho para aparentar normalidad,
intentando no pensar y centrarse en la llamita de su fe, que apenas iluminaba. Estaba
decidida a mantener el fuego.

Estaría todo cercado por policías, CK no suele dejar nada al azar cuando tiene una
captura segura. Y la tenía, claro que la tenía. Me cercaba por todas partes. Se aferraba a
mi piel, quería quebrar mis huesos. Seguía el laberinto de mis venas hasta hallar mi
corazón, y lo golpeaba una y otra y otra vez.
Vera entró en la oficina y allí estaba el lobo con tres secuaces. Y, entre ellos, Julio, con su
gabardina y su sombrero, fumando un puro que apestaba toda la sala, sentado y
sonriendo confiado.
–Mire por dónde, Inca, precisamente estábamos hablando de usted.
Supongo, quiero creer, que la cara de Capi cambió. Quizá en el recibidor bajó la mirada, o
palideció, o dejó de reír. Espero que se avergonzara cuando vio a Vera. Espero que su
mirada de desolación le persiguiera muchos años después de ese día. Espero que aún
hoy sus descendientes se despierten acosados en sueños por unos ojos tristes. Espero
que muriera de culpa. Ojalá no le hubiera roto el corazón.
–¿Y de qué estáis hablando, Julio?
Cobra le contestó, jubiloso en el cuarto apestado.
–De la situación de Laura y Rex, claro. El amigo Capi, o Julio, aquí presente–seguro que
en este punto posó su garra sobre el hombro de mi segundo detective–asegura que
nuestra colega está ocultando al fugitivo Rex y sostiene que están en casa de un tal...
Lancel. Es curioso, ¿sabes por qué?
–No.
–No, capitán–la corrigió.
–No, capitán.
–Porque–continuó, satisfecho–teníamos registros de un hermano, mago para más señas,
de Silvestre Zafiro llamado así, pero consta que... oh, que murió en la catástrofe del
Fulgor. ¿No es curioso?
–Supongo, capitán–Vera ya estaría al borde del llanto.
–Me pregunto de cuántas formas distintas habrá violado la ley Zafiro en los últimos días.
Esconder del gobierno la muerte de un mago de clase cinco nada menos, quién lo hubiera
pensado–suspiró, dramático–. En fin, la última dirección conocida de ese hombre es en el
quince del paseo del Cóndor. ¿Puedes negar o confirmar esto, Vera?
–No, no puedo. No sé nada.
–Perfecto. Bueno, creo que deberíamos ir a mirar, ¿verdad, chicos?–CK estaba en
éxtasis. Había ganado y lo sabía. Sus compinches asintieron, seguro, y se marcharon.
Antes de irse acercó su cara sin afeitar y sus ojos como armas heladas a Vera y susurró,
malvado:
–Buena suerte avisándoles, querida.
Y cerró con un portazo, dejando allí a Capi.
Se hizo, lo sé, un silencio incómodo y frágil, como un cristal paralizado en mitad de su
caída antes de destrozarse definitivamente contra el suelo.
–Me lo creí–susurró Vera–. Ayer, ¿sabes? Cuando me levantaste y me dijiste que me
querías, que estaba guapísima por la mañana, todo eso... me lo creí.
No dijo nada. Se quedó sentado. Para ella cada segundo que él no hablaba era una
puñalada trapera.
–¿Por qué?
Al principio no hubo respuesta. Luego él se levantó e intentó abrazar a la creyente Vera, a
la dulce Vera.
–No le dije nada de ti, ni de Alicia. Nada. Tienes que creerme–balbuceaba–, me ofreció...
Vera no está segura de lo que oyó. Lo que fuera. Se marchó porque necesitaba salir de
ese cuarto viciado y ni lo miró; lo dejó allí, en la oficina a la que ya jamás volvería, y corrió
a avisar a Yu. Quizá él sabría cómo evitar la catástrofe.
Cómo curar esa herida que Julio había abierto en ella era otro tema para el que ya habría
tiempo más tarde.

Mientras tanto me dirigía a la entrada del laberinto, pues no podía esperarla más. Hacerlo
de otro modo supondría aventurarse de noche en un lugar desconocido y con toda
probabilidad mortal y ya estaba corriendo suficientes riesgos. CK pisaba a fondo el
acelerador de uno de los tres automóviles que le quedaban a la guardia, dirigiéndose
hacia Lancel, hacia Rex, hacia Alicia. ¡Qué sola se debió de sentir Vera forzando sus
piernas en un intento desesperado de llegar a Yu a tiempo! Y quiero creer que Capi, ese
hombre con el que trabajé y en el que confié, se quedó en la oficina intentando no llorar,
buscando viejos recuerdos y sensaciones entre los objetos que allí dejamos. Quiero
creerlo.
La mayoría de la gente no es complicada ni tiene una historia triste. A pesar de dudar
acaban haciendo lo que sea para conseguir sus objetivos porque es lo correcto, porque
es justo y porque se lo merecen después de todo el sufrimiento y los sacrificios y las
noches de insomnio.
Luego están el resto, los que, como Vera, quedan rotos y decepcionados y se obligan a
seguir adelante con sus convicciones a pesar de todo, porque los buenos siempre ganan,
porque hay que seguir caminando, porque aunque sea mentira necesitamos creer.
Y es que, más que cualquier otra cosa y como siempre proclama mi socia, somos
criaturas de fe.
6
ME PIERDO BUSCANDO MANZANAS
! ! ! ! ! ! ! !
No conocemos lo que pisamos. Debajo de mis pies, en aquella ciudad entre colinas que
se extendía quilómetros y quilómetros a la redonda protegida por las altas murallas de
acero de Fosablanca–acantilados humeantes al revés que aislaban Ergo del casi
desconocido mundo exterior–había un laberinto que guardaba una manzana de oro. Y
pensar que debía adentrarme sola en él.
Crucé la calle Mayor de Ergo, una enorme línea de casas ahora ennegrecidas por el
humo y mancilladas con cascotes que conducía a la plaza Vieja. A mi paso los restos de
un golem, palabra y barro, se removieron entre una pila de hierros doblados y candentes
como corazones de fuego. La calle estaba destrozada; todos los que vivían allí habían
huido a zonas más seguras cuando se convirtió en el centro del caos eterno en el que
vivía mi ciudad. Por suerte, las mañanas eran una hora tranquila. Todas las bandas tenían
que dormir en algún momento, todos los ladrones ocultarse, todos los hechiceros
reponerse. Cada vez quedaban menos. Quizá fuera por los cuerpos apilados por la
guardia un poco más adelante, en aquella plaza antigua.
Había notado una reducción en la cantidad y calidad de disturbios, hurtos y crimen en
general. Me había preocupado porque era malo para el negocio, pero no pude evitar
preguntarme si nosotros, el pueblo rojo, los habitantes de la última ciudad, no estaríamos
muy cerca de la extinción. Aspiré aire para intentar dejar de pensar–la mejor solución a
mis problemas–y me adentré en uno de los caminos que salían como raíces de la calle
Mayor. Según el mapa de Eme allí estaría la entrada a un laberinto al que sólo mujeres
pasarían, al que su impresionante poder no alcanzaba. Estupendo. Me lamenté de que
Vera no hubiera llegado antes; hubiera estado bien tener su compañía, pero necesitaba
más el tiempo.

No cabía duda, según las indicaciones del viejo estaba en el sitio correcto pero, qué
buena detective soy, no conseguía encontrar la entrada. Me llevó casi media hora hallar
aquella losa en el suelo con una manzana grabada. Todo sutil en extremo. La tanteé, la
empujé y la giré hasta que algún mecanismo oculto hizo ‘clic’ y el suelo se hundió,
revelando unas escaleras de caracol que descendían hacia algún abismo secreto. Me
recorrió la espalda el mismo escalofrío que sentí la noche que liberé a Rex. Toqué el fajo
de hechizos explosivos en la gabardina. Los medallones de hierro con el encantamiento
desmaterializador se habían quedado en casa; servirían de mucho más allí si por un
casual Cobra o algún otro los asaltaba. Creo sinceramente que dejarlos fue uno de los
momentos de mayor lucidez de mi vida, ya que en el momento en el que yo me recogía
los rizos anaranjados en una coleta y descendía al laberinto, ellos los estaban usando.
Pero no adelantemos acontecimientos.
Olía a cansancio y polvo, eso fue lo primero que noté. Bajé unos minutos en la oscuridad
y pronto vi un punto de luz enfrente de mí: una conveniente antorcha al lado de una
puerta. Los rayos del sol cansado de aquel día aún me tocaban la cabeza.
–No puede ser tan fácil–casi exclamé mientras la cogía. Iluminé la puerta y vi de reojo que
estaba en una funcional sala cuadrada de musgo y piedra. Pude oír a lo lejos la roca de
arriba cerrándose. No sabía cómo iba a salir, pero recé a mi suerte porque se me
ocurriera algo. Y avancé, porque era lo que podía, debía y quería hacer. Igual que cuando
recorría los pasillos de la prisión acompañada de Álex para sacar a mi mejor amigo de su
cautiverio. Recordé las luces de la cárcel, simétricas, blancas, eléctricas, inhumanas,
pasando sobre mi cabeza y lo comparé mentalmente con esa estancia antigua, y entre la
conciencia dolorosa de mi egoísmo al sacar a Rex de allí cuando más me había
convenido tuve un pensamiento extraño, tanto que ni siquiera era verbo, sólo una
sensación de repulsión y nostalgia dirigida hacia quién sabe, la cárcel, Ergo, el mundo.
Luego volvió a mí el laberinto, Alicia, Eme, pero por un momento sentí que mi ciudad
estaba condenada, y que no me disgustaba del todo.
La puerta parecía normal. Lo típico en estos casos: madera decrépita llena de termitas,
detalles en algún desconocido metal negro, un pomo solitario y un poderosísimo hechizo
rodeándola. Hasta una verbucum tan mala como yo podía notarlo y eso era un problema.
Toqué la puerta con la antorcha y no sucedió nada. La golpeé, ni se inmutó. Casi sentí a
la madera oscura riéndose de mí. Intenté quemarla con la antorcha sin éxito. No parecía
ser ningún encantamiento repelente, ni de repulsión o de explosión–o las paredes
estarían ennegrecidas, y sólo estaban llenas de bichos y distintos tipos de vegetales y
hongos asquerosos–o de nada que me pudiera hacer daño físico. Supuse que sería la
protección contra hombres del lugar, una extraña maldición, y me arriesgué a abrirla de
golpe. Aspiré aire, pensé en Alicia y me adentré en la negrura.
No sucedió nada salvo que noté cómo atravesaba una membrana mágica. Un escalofrío
provocado por la energía chispeante acumulada allí me amenazó de la cabeza a los pies.
Quien hubiera protegido ese lugar no era ningún novato. Claro que no. No podía ser fácil.
Mi plan en ese punto era no hacer ruido, conseguir la manzana y huir sin ser detectada.
Seguía todo en completa oscuridad, pero vi a mi derecha un pequeño canal con aceite
que brillaba con la escasa luz añil del hechizo de la puerta. Arrimé la antorcha y el fuego
corrió como un maravilloso animal de la sabana, saltando por un ingenioso mecanismo
hacia las lámparas del techo, que se volvieron fuentes que lloraban llamas. Entonces lo vi.
Y era precioso.

Ante mí un pasillo largo hasta donde alcanzaba la vista. Se alzaban dos estanterías
paralelas tan altas como el techo llenas de fósiles, frascos de tinta y pequeños objetos,
pero sobre todo libros. Viejos, polvorientos, granates, verdes, de piel o de tapas duras y
recias, algunos escritos con símbolos indescifrables que me hablaban en un lenguaje
ignoto sobre dioses primigenios gigantes que surgían del océano y arrasaban el mundo.
Otros contaban, comprobé mientras caminaba, la historia de las últimas ciudades, la del
gran silencio más allá de las murallas de Fosablanca, la de los bosques que volvían a
florecer y los animales que resurgían de las cavernas para caminar sobre la tierra una vez
más.
Manuales para construir armas que jamás había visto mezclando magia y la ciencia
industrial de antes de la guerra. Diarios de navegación por los mares de este nuevo
mundo tras las batallas. Grimorios de hechizos prohibidos que ululaban cuando los
tocaba. Catálogos de demonios y criaturas de otros planos con las instrucciones para
invocarlos. Manuales de magias inauditas. Tratados de biología de seres que jamás había
visto ni veré. Un grabado del Enemigo. También del emperador megalómano que
enloqueció de tristeza, Numu de Vespa. Planos de Ergo, mapas de Lumina, la gran
ciudad azul frente al mar, y de las otras diez ciudades, Becasia, Eco, Al-Masr, Mengadha,
Aurea, Bubi, todas ellas y muchas más desconocidas y atrayentes como sirenas
distribuidas en el tiempo y el espacio. Cartografías secretas de aquellas montañas que
sólo podíamos intuir desde un edificio alto en un día claro y representaciones incluso de la
luna blanca, marcando mares sin agua y montañas sin viento.
Había crónicas de la gran guerra, detalladas, con descripciones pavorosas de las batallas,
los ejércitos, las gigantescas pilas de cadáveres. De los Diez, del Pulso, del mundo que
cambiaba y renacía y moría al compás de los tambores de las tropas. Leí sobre la batalla
del Eje y sobre el mito de los tenientes. Sobre los monstruos del abismo. Sobre la
extinción de los hechiceros de las llamas de la antigua Inderia. Sobre cómo sólo el
exterminio nos unió. Todo esto vi mientras me adentraba sin darme cuenta en el laberinto.
Vi nombres que no significaban nada para mí–Edred, Fenrir, Cavac–y otros que había
oído en un sueño infantil, o tal vez ni siquiera eso, como Lorden Medianoche o Dozo o
Foul. Grandes hechiceros, líderes, héroes, dirigentes, sacerdotes, todos con lugares en
aquellas estanterías. Vi un lirio tumbado sobre un libro y sentí un pinchazo de dolor y
pensé en mi hermano y en que nunca tendría la oportunidad de estar ahí por mi culpa.
Entonces volví de pronto a la tierra y me giré.
Ya hacía tiempo que había perdido de vista la entrada y había cambiado de pasillo varias
veces, deslumbrada por ese lugar imposible. Estaba perdida.
Continué caminando durante horas, moviéndome al azar entre las arterias de la biblioteca
colosal. Notaba la sed, el cansancio, las pulsaciones malvadas de la Marca en mi mano,
ese segundo corazón que se agazapaba en las sombras dispuesto a atacarme. Todo eran
libros, mapas, atlas, huesos de animales insólitos, pieles de reptiles impensables. Vi
serpientes disecadas y cabezas de hidras, y astas de ciervos gigantes. Lo vi todo y siento
que no he visto nada, nada. Llegué a conocer como a mi propia casa la madera oscura,
casi negra, de las estanterías, y descubrí un orden misterioso en ellas, líneas enigmáticas
que los unían como preceptos de un dios de tinta. Derecha, derecha, izquierda, centro,
corriendo hasta sudar y tener el corazón en la garganta, descansando hasta la
somnolencia tumbada contra una armadura medieval. Parecía que toda la historia
humana se concentraba en aquel lugar, y yo estaba extraviada, confusa entre todos
aquellos universos ajenos dentro de mi mundo.
Encontré una pequeña sala conectada a un corredor secundario con un atril pavoroso en
el que un libro inmenso de tapas negras pasaba las páginas solo. Me acerqué, curiosa, y
vi que las palabras aparecían sobre él como escritas por una pluma invisible. Estaba en
mi idioma, y leí: “La detective inclinó su rostro enfebrecido por las largas horas en la
Biblioteca sobre el atril de los escribas invisibles. El rostro fuerte se contrajo en una
mueca de extrañeza y comprensión y los rizos anaranjados casi se erizaron de puro
miedo cuando leyó que la detective inclinaba su rostro enfebrecido por las largas horas en
la Biblioteca sobre el atril de los escribas invisibles...”
Me aparté, terriblemente asustada, y corrí fuera de aquel lugar. Seguía temblando cuando
en un pasillo sentí cómo la temperatura subía un par de grados y vi libros combados y
vidrio derretido en el suelo. No me detuve a hacer preguntas; me parecía que había
estado descendiendo, lenta, constantemente, y me pareció hasta lógico. Pero lo cierto es
que era un calor distinto, pegajoso como el arroz blando, invasivo. Caminé pasándolo por
alto.

Apoyada en una estantería, sintiendo crecer la impotencia en mi estómago, las luces se


apagaron. El aceite se consumió, o alguna magia singular lo sofocó, o el mecanismo falló,
no importa. Al principio me quedé quieta y fue entonces cuando oí una respiración, lenta,
pesada, rotunda en la oscuridad.
Pasos ligeros.
Tap, tap, tap.
Conjuré mi mejor hechizo de luz, una modesta bola luminosa que debería haberme
permitido verlo todo, y no pasó nada. Una risa traviesa.
Lo repetí, ansiosa. Luces tenues, una sombra animal que se abocaba a mí. Aire caliente,
olor a pelo y a llama.
Aunque estaba agotada, corrí como si me pagaran por ello.
Me golpeaba contra las piezas de ese gran puzzle, y tomos y pergaminos y calaveras
caían y resonaban por igual. Incluso grité un par de veces, sin poder contenerme. No dejé
de sentir esa presencia, no paré de acechar por encima de mi hombro, porque aquella
respiración pesada de cenizas y humo siempre me alcanzaba. Notaba una mirada en la
nuca, atisbaba un color violáceo en alguna parte del laberinto. Creí ver una estrella blanca
en la frente de un gran felino, a pocos pasos de mí.
En aquel cruce, advertí lejos luz locuaz reflejada sobre los libros. Un resplandor
amarillento o anaranjado, diminuto, casi insignificante pero a la vez un grito en la
lobreguez confusa de aquella cueva llena de texto. Y lo seguí, me aferré a ese clavo
ardiendo, fijando mi vista en él sin poder olvidar la sombra que me pisaba los talones.
Doblé la esquina y el brillo súbito me cegó mientras un olor distinto, olor a hongos, a pino,
a nieve fresca, a bosque oculto, a humedad y a tierra mojada se me clavaba en el
cerebro. Seguí huyendo casi a tientas, distinguiendo formas confusas de tonos claros.
Antorchas, eran antorchas.
Y, frente a mí, el árbol.
Espléndido, radiante, lleno de vitalidad sin necesidad de sol, de un blanco que refulgía y
arrojaba leves brillos sobre las plantas redondeadas que crecían a su alrededor en un
ensanchamiento monumental de la caverna que dejaba al descubierto la roca viva,
desnuda. No, no desnuda, comprobé con el rabillo del ojo. Marcas blancas de tiza la
parasitaban aquí y allá. Números, grandes masas de pequeñas rayas, cruces, círculos
extendiéndose por la pared. Y en el árbol, que se alzaba al menos cinco metros sobre la
tierra sorprendentemente blanda a mis pies, tocando el techo de piedra, algo
resplandecía.
Las manzanas. El premio. La necesidad. Mi pasaporte fuera de Ergo y lejos de la muerte.
Bajo él una figura pequeña avanzaba hacia mí extendiendo sus manos. Noté el sabor a
perla e infusión de la magia, un poder rotundo y vasto, que convocaba. Antes de que
pudiera siquiera girarme para salvarme de la bestia que oía llegar a mis espaldas, me
derrumbé, dormida, y soñé con tiempos pasados y huesos desenterrados.

Abrí los ojos y vi una manzana dorada sobre mí. No amarilla, como son algunas
variedades que hace años que no se ven por Ergo, sino dorada como un mineral,
satinada, centelleante. Un producto sobrenatural tópico. Me recosté, ya nerviosa
pensando en el tiempo que habría pasado, y me topé de bruces con las fauces del león.
Fui consciente de una forma lejana y vaga del olor a ceniza y a carne a medio digerir, de
su pelaje blanco, del ronroneo peligroso que subía por su garganta, pero me centré, no
pude apartar la vista de la estrella de su frente, un tatuaje de luz parecido a un cometa.
Iluminaba sus ojos amarillos y negros, animales, puro instinto y lo distinguía como una
corona y estaba segura de que le daba fuerzas. El león no parecía hostil, se limitaba a
mirarme severo, pero retrocedí asustada hasta chocar contra el tronco del árbol.
–No temas, no te hará daño.
Quien habló, con un acento extraño que nunca había oído, fue una mujer vieja sentada en
una de las raíces del árbol blanco que salían como cabellos enmarañados, tentáculos de
madera clara. Había sido muy bella hacía tiempo y era aristocrática, alta y delgada como
una rama, de grandes ojos azules y ligeramente estrábica. Su ropa elegante estaba
manchada de tierra y ¿eso era sangre? Agh. Parecía que no había conocido los
beneficios del agua y el jabón desde hacía muchísimo tiempo. Se apoyó para levantarse
en un bastón rematado en un elegante círculo de aquella misma madera blanca y,
apartando al león con una sola mano, me ayudó a incorporarme. Olía a madreselva, a
nostalgia y a sudor. Me sacudí las ramillas y el polvo mientras evaluaba mi situación, y
concluí que estaba atrapada en la caverna-jardín-espacio recreacional de una vieja en
una biblioteca laberíntica con un león albino mirándome con hambre. Sin problema, había
estado peor.
–¿Estás segura? Parece que quiere catarme–el gran gato me vigilaba mientras daba
vueltas en la cueva.
–No ha de tocarte a menos que yo se lo ordene.
Amenazas. Sensacional. La vieja se me acercó.
–Soy el último reducto de una época tiempo ha enterrada. Mi nombre es Laurel, hija de
Latvia, guardiana de Geafra, la encina blanca, protectora de la biblioteca, soy la que ha
caído del techo del mundo y la que ha dormido en el roble sagrado. Aster y yo
protegemos este lugar desde antiguo; hace muchos lustros que no vemos el sol... Ahora
dime, niña, ¿quién eres y por qué perturbas la paz de la biblioteca?
–Me llamo Laura–dije, intimidada por su parrafada autopropagandística–¿Qué es este
lugar?
Lucer me miró severa.
–Estás en el bastión de todo el conocimiento que queda en el mundo. Algo me dijo, tal vez
fueran tus pasos errantes o tu cabaretesca vestimenta–alcé las cejas mientras ella
acentuaba con gestos algo groseros sus palabras–, que eras ajena a toda la historia
contenida en este santuario. Me ofende sobremanera, has de saberlo, niña, que
desconozcas nuestro baluarte, al que hemos dedicado años solitarios y amargos... Es una
desgracia, para ti y para los tuyos, no quisiera callarlo.
Quizá había enloquecido mientras caminaba por los pasillos de aquel laberinto y la vieja y
el león eran un delirio de mi imaginación. Recé con fervor porque fuera así.
–Me he perdido–admití–¿Hay alguna salida que pueda usar?
–No para ti, me temo–era áspera–, pues antes he de saber quién te ha enseñado este
lugar y con qué propósito. No trates de mentirme, pues veo a través de ti como si fueras
un río tranquilo.
Callé, aún asimilando la situación. La mujer era una maga poderosa, eso estaba claro.
Podía sentir su aura doblegando al león, entrelazada con la biblioteca, ahogando la mía y
la de cualquiera que se atreviera a entrar. Comprendí por qué no había podido usar la
lengua vieja antes: ella me lo impedía.
–Yo... Me ha...
–¡Habla, ganapán!
–¡Encontré la entrada por casualidad!–mentí apresurada. No me pareció buena idea
decirle la verdad a esa loca.
El león, Aster, me acorraló contra el árbol y Lucer me apuntó al cuello con la vara. Un
movimiento y podría cortármelo.
–¡Canalla! ¡Sólo pueden hallar la puerta a la biblioteca aquellos a quienes les es
mostrada! ¿Quién te envía?–se paró en seco y calló, atacada por una idea repentina.
Cuando me volvió a mirar su rostro era un huracán bárbaro, terrorífico, inflexible–Eres una
pupila de Eme.
Aster gruñó y me enseñó sus dientes y su aliento fétido de muerte y ácidos gástricos
mientras yo negaba con la cabeza. Por casualidad, toqué los hechizos explosivos en mi
bolsillo. Había tenido suerte, la vieja era patética desarmando al enemigo.
–¡Sabía que el carcamal intentaría hacerse con mis manzanas de nuevo! ¡Y pensar que
encontraría una muchacha para esquivar mi hechizo...! ¿Dime, te ha seducido?
–¡No, no! Yo...–rebusqué en mi cabeza algo que me pudiera ayudar–he oído que tus
manzanas pueden salvarme. Estoy muy enferma–me saqué la venda anestésica con una
punzada de dolor y enseñé la Marca, que durante mi sueño había cambiado de nuevo,
confiando en su piedad. No era una mentira, al menos no del todo. Noté cómo dudaba
pero no bajó la vara.
–Se presenta con varios nombres, como el diablo–insistió–. Lleva años tras mi secreto, y
es lo último que le falta para partir y jamás regresar de esta ciudad. Nos robó. Nos robó
hace muchos años y pudimos impedir que volviera. ¡No toleraré que nadie saque de aquí
mis frutos, no si pueden caer en sus manos!
–¿Entonces pueden salvarme?–pregunté, sorprendida de mi suerte, con una temblorosa
llamita de esperanza en la voz. Eso acabó de convencerla.
–Me temo que no de eso, niña–fue una decepción inesperada y dolorosa, y a ella
tampoco le gustó dar la noticia–. Así que vete de aquí y deja de molestarnos.
A un gesto de su mano una roca se deslizó con un chirrido grimoso y horrible y una
lúgubre escalera ascendente apareció en lo que antes era piedra muerta.
Bajó el bastón. Aster inclinó la cabeza y perdió interés en mi. Parecía que me dejaba libre,
pero necesitaba una manzana como fuese. Vi una en el suelo con el rabillo del ojo,
perfecta y mágica entre la tierra blanda y los restos podridos de fruta. Valía la pena
arriesgarse. Tosí exageradamente.
–Disculpe, Lucer–me dirigí a ella con más respeto–, pero ¿cuánto tiempo lleva aquí?
–Amargos y desangelados años–se sentó con una mirada desequilibrada–. Nací muy
lejos de aquí hace más tiempo del que puedo recordar, muchos siglos...–no era extraño
que los magos, en concreto los más diestros, vivieran mucho más que la gente normal,
pero casi todos habían muerto en la Gran Guerra, acabada hacía ya casi cincuenta años.
La última guerra, la que dejó a las doce ciudades aisladas y asustadas. La que destrozó a
la humanidad como un carnicero ciego. Esa. Casi nada–Hube de permanecer aquí por
motivos–suspiró, muy dramática–que no vienen al caso, pero pronto estos años negros
llegarán a su justo final.
–¿Por qué?–volví a toser, calculadora.
–Una tormenta caerá sobre Ergo–susurró–. Es la última, ¿sabes? La última ciudad de la
ciencia y del acero, la última de la magia y la madera. Se acerca una tempestad. Lo noto
en el laberinto, noto el calor, la humedad. Es el infierno que viene–me inquieté un poco,
tampoco demasiado, recordando los libros destrozados, los objetos derretidos–. Nosotros
huimos, abandonaremos la biblioteca a su suerte, pues ya no es nuestro su destino. Otro
se encargará de vigilarlo, o quizá pasen muchos años hasta que de nuevo los escribas
invisibles tengan alguien a quien llamar amo. En otro lugar o en ninguno, en un mundo
distinto o en este yermo desolado, dentro de mucho tiempo o mañana, la encina morirá.
Llevaremos la semilla. Nuestra misión continuará y podremos vengarnos del que nos
robó. Huye mientras puedas.
–¿Eme?–me retorcí acosada con imaginarios dolores terribles.
Lucer se acercó, su cara de abuela rica preocupada, su bastón a mi alcance. Vi al león
blanco muy lejos de mí y de la escalera.
Reconozco que lo que hice no estuvo bien, que no fue honorable ni decente ni muy
inteligente si me apuro. Pero eh, no es como si hubiera tenido muchas más opciones.
Le pegué la patada más fuerte que pude a la vara–y de paso a las piernas de Lucer,
pobre anciana snob–, cogí la manzana del suelo y corrí a la entrada esquivando ramas y
pisando tierra blanda. La oí chillar de rabia y vi al león abalanzarse sobre mí, así que
decidí ofrecer al mundo otra muestra de mi sabiduría. Me di la vuelta y saqué un
encantamiento explosivo de mi bolsillo.
–¡Detenlo o lo reviento y tu árbol desaparece!–exclamé.
Ni habló. Aster se paró a sólo un paso de mí. Criaturita.
–¡Bastarda, canalla, granuja, embustera, pensar que caí en tu trampa, bárbara!–insultaba
con gracia mientras se incorporaba.
–Oye, lo siento mucho, de verdad, pero me vas a dejar marchar si no quieres que tu
leonera explote–sudaba del nerviosismo.
–Podría hacer que Aster te redujera a sangre y carne en mi jardín–amenazó.
–No puedes saber si llegaría a tiempo.
Nos miramos, midiéndonos.
–¿Se la entregarás a él?
–Tengo que hacerlo.
–Entonces habrá construido su reino sobre el robo y la mentira.
–No sé de qué me hablas y no me preocupa. Sólo quiero quitarme la Marca y largarme, el
resto no es cosa mía.
–Te está utilizando...
–¡No me preocupa!–la corté, retrocediendo. Mis ojos en los suyos.
–Dile que voy tras él–añadió, desesperada–. Dile que me las pagará algún día. Dile a
Merlín que una guardiana se convertirá en una vengadora.
Yo ya estaba en el nacimiento de las escaleras llenas de musgo y polvo. Aster me gruñía,
pero no se había movido del sitio. Veía en sus ojos cuánto le gustaría arrancarme
algunas extremidades.
–Pero ¿qué te pudo hacer para merecer tal odio?–pregunté empezando a subir.
–Me encerró aquí hace casi cincuenta años–escupió.
Movió su mano delgada y vieja y la puerta se cerró ante mí, dejándome con una extraña
desazón, una manzana dorada en mi mano y una subida considerable esperando en la
oscuridad seca.

No sé por qué no me sorprendió que cuando salí al exterior–en la otra punta de la ciudad,
el antiguo barrio de los druidas, con el alba despuntando–Eme me estuviera esperando
con los brazos cruzados.
–Esto es tuyo, Merlín–dije el nombre con un retintín de sabihonda. Sostuve la manzana
ante sus orgullosas narices. A la luz del día vi que no era exactamente una manzana sino
una especie de melocotón duro con vetas doradas.
El viejo me miró con altivez. Su túnica escarlata estaba impoluta, su barba grácil se mecía
con el viento de la mañana, sus ojos verdes de archimago sabio me vigilaban como tigres
en medio de la jungla. Alargó el esquelético brazo para tomar la fruta dorada, pero yo la
aparté.
–Ah-ah. Primero hablamos, luego te la llevas.
Me miró con condescendencia, como si pudiera tomarla en cualquier momento, pero no
dijo nada. Lo interpreté como que consentía.
–Encerrar viejas. No me esperaba de alguien tan estirado.
–Te sorprendería lo que esa mujer es capaz de hacer–habló por primera vez, voz grave,
frases claras y elegantes–. Si consigues huir de la ciudad, como sé que quieres hacer, ve
hacia el oeste. Yu sabrá.
Lo interrumpí.
–Está el pequeño tema de que me mentiste cual bellaco–exageré el vocabulario
anticuado con un gesto flemático–“He descubierto recientemente dónde está”. Y una
mierda reciente.
La cita literal fue un momento de inspiración magnífico, pero a él no pareció afectarle.
–¿Por qué está ahí?
–Eso no te concierne.
–¿Para qué la quieres?
–Tampoco te importa.
–¿Qué le robaste?
–No robé nada–no alzó la voz. No movió un músculo–. Los bienes de la Biblioteca se
crearon para el uso de todo aquel que los necesitase. Es un tesoro y uno de los mayores
logros de la humanidad, no pertenece a ningún lugar y menos a ninguna mujer
desequilibrada que se autodenomine guardiana–juro que apenas parpadeó o respiró
mientras hablaba.
–¿Entonces está loca?
Acompañé la frase de un gesto muy gráfico. Había conseguido la manzana, seguía viva,
en cuestión de minutos sabría dónde estaba Caras pequeño. Mi humor estaba mejorando
considerablemente.
–Cuando la conocí sólo mostraba síntomas, pero tantos años cautiva han debido
trastocarla del todo, sí. La naturaleza femenina es así de voluble. Era una hechicera
formidable. Lástima que esté obsesionada con ese árbol.
Fue la primera vez en la conversación que dejó de interpretar perfectamente a un bloque
de hielo. Miró un momento a la entrada ya cerrada, que había sido apenas un agujero en
la roca, con algo parecido a nostalgia. Le golpeé el hombro con camaradería. A juzgar por
la mirada asesina, no le gustó.
–Anímate, Merlín...
–No utilices ese nombre.
–...por lo que me dijo, tiene planes de verte.
–¿Qué?
–Dice que va a por ti y que se acerca una tormenta. Prepárate para ser perseguido por
una ancianita. Igual te hace un pastel. Podéis luchar hasta la muerte con vuestras
caderas de repuesto.
–¡Silencio, niña!–me agarró de los hombros–Es muy importante que me digas lo que
hablasteis, palabra por palabra.
Se lo conté, descolocada por su–exagerada aunque previsible–reacción. Cerró los ojos y
casi oí a aquel cerebro de dinosaurio hacer sonidos gástricos del esfuerzo. Sus ojos
recorrían la piedra, y todo su cuerpo anciano estaba en tensión.
–¿El gran Merlín tiene problemas por una vieja?
Eme me miró, serio. Yo vacilé.
–¿No puede salir, verdad? La encerraste y allí se queda. ¿No?
No sabía cuál era el peligro real de que la guardiana-barra-vengadora y su león salieran
del laberinto, pero la expresión del mago me aconsejaba no apresurarme a descubrirlo.
Me dio la espalda.
–Encerré allí su carne hasta el fin de los días–suspiró. Se volvió rudo de pronto–¿Dices
que en la Biblioteca hacía mucho calor?
–¡Se derretían los libros, jefe, imagínate!
–Tengo que investigar eso. Dame la manzana.
Yo la guardé en el bolsillo.
–Antes dime qué coño es el amuleto.
Exasperado, se inclinó hacia mi oreja y habló.
Antes de que pudiera recuperarme, él y la manzana se habían esfumado. Había
amanecido en la amarilla callejuela de casas bajas de árboles domesticados en la que me
encontraba y poco faltaba para resolver el caso que me devolvería mi capacidad de huir.
Parecía que la vida mejoraba.

Caminé hacia la casa de Lancel, hacia el sur de mi ciudad. Atravesé calles recién
destrozadas y vi bandas recogiendo cadáveres, y vi cadáveres levantándose de los
adoquines rotos, y vi adoquines rotos descubriendo agujeros negros que llevaban a una
oscuridad infinita entre las alcantarillas. Y no me produjo pena, y no sentí el habitual
nerviosismo, la presión magnífica de vivir con la muerte acariciándote el cuello y
queriendo robarte un beso. Me sabía libre. Yo, y mi niña, y Ágata, Lancel, Rex, Yu, Pops y
Vera, todos nosotros teníamos un pasaje a ese otro mundo desconocido más allá de las
murallas de Fosablanca de Ergo, mi ciudad medieval a vapor, de magia y ciencia, de
superstición y mito.
Fue la primera vez que pude pararme a pensar en lo que me costaría decirle adiós para
siempre al lugar que me había visto perderlo todo y mantenerme en pie una y otra vez.
Decirle adiós a la guerra continua, a los disturbios, a los líderes desconocidos, a las
bandas en la sombra, sí, pero también a la tumba de mi hermano y a la esperanza de que
mañana fuera un día mejor. A la alegría cuando lo era. Al sol que ahogaba, ¿calentaría así
fuera de ese sitio? A donde íbamos, ¿podría llevar a Rex a la azotea de un edificio
inmenso en ruinas, acero sobrante de un pasado desconocido, y declararnos reyes de
todo el tiempo y el espacio?

En eso pensaba cuando encontré entreabierta la puerta de la torre de madera y teja. La


casa de Lancel parecía lúgubre. Una garra negra me atenazó el cuello. Invitaba a la huida
pero no lo hice, porque allí estaba todo lo que valoraba en el mundo y si había caído
quería saberlo. Quería verlo. Así que avancé por el pequeño camino entre la hierba
salvaje que se adueñaba de los pocos ladrillos que quedaban en el suelo y crucé la
puerta.
–¿Lancel? ¿Alicia?–pregunté al aire.
La casa estaba vacía. No quedaban muebles ni cachivaches ni locuras, sólo tablas de
madera, listones oscuros y tristes en el suelo y las paredes. Las escaleras de roca
parecían la boca del lobo, y el lobo en persona salió de ellas. El filo de sus ojos de hielo
me hirió, pero lo que más que asustó fue su sonrisa. Torcida, cruel, viciosa. Como un
trazo mal hecho en un lienzo, como la parte que falta en un mecanismo, como la nota
desafinada en una melodía intrincada, así atraía mi atención y así me confundía y así me
aterraba.
Su escuadrón, su guardia, salió de quién sabe donde y me rodeó, apuntándome con
armas de fuego, rifles extraños que jamás había visto.
–Quedas detenida, Laura Zafiro–respiraba agitadamente, feliz–. Te acuso de ocultar al
criminal conocido como Rex, en base a pruebas circunstanciales y la confesión de un
informante anónimo... o anónima–el muy cabrón sabía que pasaría horas en la celda
preguntándome quién me habría traicionado.
Un verbucum, un mago del lenguaje–Lancel discutiría esta definición–afín a ellos, ya me
había anulado pronunciando palabras antiguas que cortaban los enlaces con mi escaso
poder. Podría haber roto el hechizo con tiempo y tranquilidad, pero en ese momento sólo
pude caer al suelo, cada vez más pequeña en mi gabardina y bajo el pelo de fuego
ondulado y enmarañado. Me esposaron con dos piezas de plata encantadas con un
sortilegio paralizante leve y CK se acercó a mí.
–¡Por favor, Cobra!–exclamé; aún podía chillar–¡Estoy marcada! ¡Moriré en doce días si
no me dejas solucionarlo!
Él me miró, con la sombra de la sorpresa y algo que parecía un aleteo de duda sobre sus
ojos de hielo. Miró al verbucum, un guardia como los otros que permanecía en una
esquina hilando hechizos de contención. Éste pronunció un encantamiento de detección
que yo no conocía y asintió, confirmando mis palabras.
–Como comandante supremo de la guardia de Ergo, en posesión de plenos poderes
judiciales, comprendo tu situación–murmuró con voz grave, para mí y para sus hombres,
que se quedaron quietos–. Y por eso reduzco tu condena.
Sentí esperanza. En realidad el lobo se había apiadado de mí. Podría salvarme. Quizá
hasta podría escapar.
–Trece días bastarán–sonrió como una fiera.
Cerré los ojos y así, después de haber rozado la salvación, perdí la esperanza y parte de
mi cordura. Y empecé a chillar. Y él lo vio, y le pareció bueno.
7
CEDO LA PALABRA

Los rumores sobre mi actividad criminal han sido exagerados. Como poco.
Pensaba mientras me abría paso entre los apestosos caminos de las alcantarillas, esos
llenos de aguas fecales y animales de ojos rojos pérfidos, que ya no podía caer más bajo,
que había tocado fondo.
Literalmente, estaba en el fondo de la puta ciudad. Ahora sería el momento de comenzar
a ascender de alguna manera.
Encarcelado y fugitivo por hacer explotar una cárcel con magia–¡con magia, cuando no sé
ni encender una vela sin pedernal!–, la mujer de mi vida atrapada y a dos días de la
muerte por sacarme de la prisión, sin un plan claro y caminando entre un líquido pastoso
que me empapaba los pantalones y se colaba hasta los dedos de mis pies. He vivido
épocas mejores, sí.
Golpeé la linterna medio rota, que se había apagado, y la pequeña luz mostró una rata de
pelo negro descomunal que me chilló y huyó a nado entre la mierda estancada de Ergo.
Llámalo metáfora.
Avancé penosamente entre pequeños cuerpos sólidos sumergidos en el líquido turbio. Al
doblar la esquina respiré aliviado cuando vi los pedazos de metal medio rotos que
conformaban la escalera y me apresuré a subir, apenas soportando el olor a excrementos
estancados, cadáveres y quién sabe cuántas cosas más. Me pregunté si desde algún
lugar el inventor del alcantarillado podría entender mi elegante forma de maldecir a toda
su familia. Espero de corazón que pudiera. De veras.
Era de noche en el exterior. ¿El día? No me importaba. Sólo sabía que quedaban dos
para que Laura muriera. Uno, y otro, así de fácil, y la Marca se la llevaría de alguna
manera grotesca y dolorosa. Dentro de dos días sólo quedaría de la persona a la que
amaba un recuerdo. Es comprensible que no tuviera ánimo para apreciar las maravillas
del barrio de las brujas.
Sí, vi las tríadas y olí la magia, esa mezcla entre hierbas aromáticas y brisa marina de otro
tiempo.
Sí, las brujas pasaron a mi lado disfrazadas de extrañas versiones antropomórficas de
carneros, de gallos, de halcones, de serpientes.
Sí, llamas locas salían de los caserones misteriosos. Sí, pociones se cocinaban bajo la
luna menguante.
Sí, la casa de la puerta turquesa, la de la madera rota, la de las cortinas del color de la
sangre, me recibió como a uno de los suyos.
Pero todo eso no tenía importancia. Mientras cerraba la puerta y Ágata deshacía el
hechizo de camuflaje mágico que me convertía en otra persona a los ojos de los demás,
pensé que parecía mentira que entre tanta magia nadie pudiera salvar a Laura de una
prisión de mierda.
Bueno, nadie no. Nadie a quien quisiéramos acudir.
–¿Has tenido suerte?–me preguntó con afecto la abuela de Laura a la vez que, con un
sortilegio hecho de polvo de noche y dientes de amapola, me libraba de la porquería
acumulada. Continuó creando lucecillas y colgándolas de la pared con aire distraído.
–Ninguna, preciosa–negué mientras dejaba el abrigo y el sombrero en la mesa. Me
senté–. Parece que nadie quiere saber nada de nosotros.
–¿Has probado con ella?
–¿Ella? ¿Ah, Lora, la profetista?–cerré los ojos–No estaba.
–¿No estaba?
–No quería estar–precisé–. Dejó algo.
–¿Lo qué?
Abrí los ojos y me encontré con los suyos, azules, grandes, inquisitivos, ojos de abuela
sabia. Dejé vagar la vista por la habitación. Los cachivaches de Lancel se apelotonaban
aquí y allá, y sólo la urgencia del destino de Laura impedía que esos dos viejos sabios se
gritaran como de costumbre. Su casa, pequeña, apenas un par de pisos, no perdía esa
sensación de ser un laberinto, de tener misterios por todas partes, sentimiento agudizado
por el hecho de que jamás he encontrado nada que haya perdido allí.
–Grabado en la puerta–dije, recordando una de las decenas de pequeñas excursiones
infructuosas en busca de ayuda–ponía ‘oeste’.
–En su momento sabremos qué significa–estaba convencida de una forma mística. Yo
estaba más bien mosqueado, oh, pragmático que soy. Si yo fuera profeta lo habría
explicado todo con un esquema de cinco puntos comprensible y habría mandado una
copia a cada implicado. Para que todo saliera bien. Porque tengo algo de consideración.
–¿Y qué opciones tenemos ahora?–me pregunté.
Ya sabía la respuesta. Claro que la sabía.
–Lo he hablado con Yu y Lancel. Podemos intentar usar algún hechizo de teletransporte,
aunque ya no quedan libros y no creo que la memoria del carcamal de para tanto.
Callé.
–También podemos volver a intentar contactar con Eme.
No iba a funcionar. Una especie de guardia privada cerraba el paso a cualquiera. Cinco
capas de barreras mágicas infranqueables, según Lancel, Ágata y Yu, expertos en el
tema, lo protegían. No se arriesgaba, decía el pequeño oriental de la coleta, a que nadie
entrase en su santuario. Yo hacía tiempo que sabía lo que tenía que hacer. Ágata, la bruja
del pelo blanco indomable, también lo sabía.
–O podemos hablar con Luque–dije con un hilo de voz.
Ella no habló. Sólo me miró. Luque. El ciervo y la lengua. La bebida y la sal. El hombre en
la sombra, no, la sombra misma. Se levantó.
–Lo organizaremos por la mañana, entonces–susurró Ágata, antes de que yo me
arrepintiera. Me puso la mano en el hombro en un gesto de apoyo–. Nunca dijiste con qué
le pagaste la última vez.
–Nada importante, Ágata–miré a las llamas–. No te preocupes.

–Casi me descubren un par de magos ayer. Hay menos, pero afinan más. Cobra
realmente quiere pillarnos.
–No debes caminar a la luz del día, Rex. Te has arriesgado suficiente.
–Me lo imaginé. De ahí el paseo por las alcantarillas. Pero pronto no importará,
¿verdad?–suspiré–. Tenemos día y medio.
–No le servirá de nada que vayas a la celda de al lado, ¡ten más cuidado!
Yu y Lancel me miraron con gravedad. Estábamos en la cocina de Ágata las únicas
esperanzas de Laura en el mundo, y estábamos fallando. Pops y Vera miraban desde una
esquina, sin participar: hacía días que habíamos agotado todas las maneras no-mágicas
de salvar a nuestra amiga común. Y, como la hechicería era un recurso raro a pesar de
que en nuestra familia particular lo usásemos como oxígeno, buscábamos grietas,
pequeñas posibilidades, oportunidades delicadas para salvarla. Y estábamos fallando. Y
estábamos fallando.
–Tenemos que ver a Luque–añadí–. No quería llegar a esto, pero no queda otra.
–El mentiroso–habló Yu–. Realmente debemos estar desesperados para acudir por
segunda vez a la sombra entre el humo.
–Te van a hacer papilla, chaval–decretó Lancel, como un ave de presa–. Si no lo hacen
los guardias de la casa de Saga, lo hará cualquiera de sus magos. Si no lo hacen ellos,
que son de los pocos que saben lo que hacen–miró alrededor con gesto contundente–, lo
hará Luque, o algún ente que le proteja. En cualquier caso, estás condenado. Lo mismo
te podrías presentar en casa de CK.
Ágata lo miró con gravedad.
–¿Tienes alguna idea mejor?
–No me pasará nada, Lancel–lo interrumpí antes de que discutieran–. Ya lo he hecho
antes. Sólo necesito una manera de entrar en el palacio.
–¿Cómo sabes que está en la casa?–preguntó Yu tocándose el largo bigote, nervioso.
–¿Dónde si no iba a estar?
Pops se acercó con su gesto, algo sospechoso si mi opinión interesa a alguien, de sabio
indulgente. Nos miró desde el pozo tranquilo de sus pensamientos mientras pasaba las
páginas de uno de sus libros.
–He oído que hoy hay una fiesta allí.
–¿Y cuándo no la hay?–preguntó Vera–Son el reino superior de Ergo, ¿no? Los jefes, los
que saben mucho más de la ciudad que todos nosotros, ¿por qué deberían preocuparse
de conseguir comida, o refugio, o de que sus amigos mueran?
Su voz tembló, pero no cedió. Aunque estaba de acuerdo con su débil pataleta política, ni
servía de nada ni era el momento.
–¿Conoces a alguien que me pueda colar?
Pops me miró con ojos oscuros y se rascó la barba entre la piel azabache.
–En un par de horas lo sabremos.
–Bien, ve–indicó Ágata. Sacó de un bolsillo oculto un pequeño frasco y derramó la poción
sobre él, moviendo la mano derecha como si cosiera algo en el aire. Magia de bruja, de
paciencia y brebajes.
De pronto Pops era alto, blanco, joven y llevaba los signos, tatuajes de sangre, de la
banda del gato, los mismos que se decía que adoraban a una diosa omnisciente y peluda
que demandaba sangre con cada cambio de luna. Asintió y se marchó sin apenas hacer
ruido.
–Estamos al borde entre la niebla–la bruja cerró los ojos claros–. Un paso y puede que
caigamos.
Mientras esperábamos–y eses eran los peores momentos, las esperas; en los que todos
los escenarios eran posibles, en los que el mundo caía sobre nosotros con peso
insoportable–me acerqué al cuarto de Alicia. ¿Qué creería que estaba pasando?
Jugué con ella. Le hablé. Nada importante. Me enternecí un tanto cuando cogió un vaso
con la muñeca doblada en un gesto antinatural que había sacado de Laura. Se parecían.
Pude ver por qué pensaba en ella como una hija. La niña sin padres, la mujer solitaria.
No me engañé con respecto a Laura. Nunca. Aunque me hubiera salvado del pozo más
profundo, aunque me hubiera dado nueva vida, aunque hubiera expulsado conmigo el
veneno, lo había hecho por justicia poética, no por amor. Había aprendido a amar otra
vez, sin miedo a la pérdida o con más temor que nunca con esa niña, en ese momento lo
supe.
A mí me tenía sólo cariño. Yo era un pasatiempo. Y aún así lo quería.
Haría cualquier cosa por ella. En mi celda había tenido todo el tiempo del mundo para
asumirlo. Me había llegado la iluminación.
Alicia me habló de estrellas con las que soñaba y de una cárcel que caía y un malvado
que huía en la oscuridad. Uno de tantos en esta ciudad loca. Me habló con dulzura y yo la
acaricié. Ojalá pudiera vivir para ver en qué te vas a convertir. Eso espero, pensé. Eso
espero, descubrí con sorpresa.
Qué niña más extraña.
Así, cuando Pops confirmó que podía ir al corazón del infierno, estaba preparado.

Colarme fue la parte fácil. Para llegar al reino superior, que es como llaman a la sala de
fiestas con ínfulas que tienen montada en la cima de la mansión de Saga en el centro de
Ergo, se debían atravesar siete capas mágicas de siete clases distintas, introducir siete
contraseñas, atravesar a siete guardas y subir en las escaleras celestiales de mármol
blanco hasta el pasillo aterciopelado. Una vez allí, se debía atravesar la puerta pequeña.
La mediana y la grande conducían a una muerte segura a manos de criaturas encerradas
hacía muchos años.
Debían seguir todo este embrollo los invitados a los bailes de Saga y Octavio, su segundo
de abordo y, dicen las malas lenguas–las únicas que se atreven a hablar del maestro de
los cotillas en voz alta–, su amante. Pero, después de la caída del Fulgor, cuando
empezaron a organizar este tipo de guateques–fiestas sexuales y sangrientas a veces,
insultantes borracheras la mayoría del tiempo–, vieron que era muy poco práctico hacer
pasar a la servidumbre, ciudadanos sin conocimientos serios de magia que cocinaban y
limpiaban para ellos, por tanta chufla de seguridad. Así que pusieron una puerta de atrás
con un solo guarda fácilmente sobornable. Pero siguieron manteniendo el ritual para los
invitados de mayor ralea. Las apariencias, ya se sabe.
Crucé la puerta previo pago al portero, un viejo conocido, y el aliado de Pops me permitió
la entrada por la escalera del servicio. En lugar de ir por la puerta pequeña entré por las
cocinas. No me molesté en ocultarme demasiado; se creían invulnerables allí y nadie se
fijaría en mí con mi disfraz mágico. Ni me molesté en verme al espejo, así que no sabía
qué cara tenía, pero mis manos eran grandes y peludas.
Además, desde el momento en que crucé el umbral podía oír la voz suave de Luque en
mi oído, susurrándome oscuros acertijos. Sabía que venía a por él y estaba bajo su
protección. Eso bastaba.
Era una casa de muchos reyes. Tuve que cruzar el salón principal, encantado para
hacerlo similar a la visión de Saga del hogar de los dioses–ya se sabe: nubes flotando
alrededor, todos entunicados, un cielo azul cristalino infinito sobre nosotros, temperatura
agradable. Pijadas–, y no pude evitar toparme con algunos de los que dirigían el bote
hundiéndose que era la ciudad. Estaba la encargada de otorgar justicia ciega a los
criminales, Adala, gorda, fea y malhumorada. Hacía años que no salía de los aposentos
que Saga le había preparado. Bebiendo de un cáliz de oro algo que se parecía
sospechosamente a sangre humana estaba Madame de Montespan, cabeza de todas las
órdenes de los magos de Ergo, que no contarían ni con una cincuentena de miembros en
total. Era una víbora estilizada y joven de la que huí: no quería armar revuelo
descubriéndome sin necesidad. También huí de Octavio, orondo y sonrosado, que
permanecía a un par de pasos del gran maestre de ceremonias, Saga, alcalde, visionario
y camorrista profesional. Algunos malvados le llaman loco, psicópata, megalómano y otras
cosas mucho menos refinadas. Todo líder tiene sus enemigos, me imagino.
Aproveché mi camino hacia las habitaciones del norte del reino superior donde la voz de
Luque era más fuerte para coger algunos aperitivos de las mesas flotantes de mármol
blanco. Me crucé con Tiresias, el profeta oficial del reino. Ciego, no lo recordaba ciego.
Susurraba algo con evidente dificultad en el oído de un halcón albino y, aún con la venda
que le cubría los ojos, noté un gesto torvo, un terror sin nombre en él. Y vi de refilón que
le habían cortado la lengua. ¿Quizá los augures sólo son divertidos cuando profetizan
bonanza?
También vi a los tres buitres, Álastor, Ros y Joanes, los tesoreros del reino, bebiendo todo
lo que podían, y a los hermanos cuentacuentos, visires de Ergo, los Wolfhart, sentados
con aire siniestro en una esquina. Y entre todos estos culpables vi a chicas jóvenes y
guapas que eran arrastradas a habitaciones que se abrían entre las nubes. Los gritos
eran ignorados entre la risa obscena general. Los vestidos se rompían en el suelo mismo
del reino superior, los cuerpos se profanaban sin vergüenza. Giré la cara para no verlas.
Laura las habría salvado a todas. Yo, gracias a Elohim o a quien sea, soy mucho menos
honorable.
Tuve tan mala suerte que llegué justo en el momento en el que el gran alcalde de Ergo,
esa figura intocable e insensible, Saga, daba paso a un invitado de honor. El alcalde era
bajo, de ojos torturados y pelo denso y revuelto. Un día, no hace tanto, los ciudadanos de
Ergo lo habían elegido para guiar el barco. Hace mucho tiempo, cuando éramos otras
personas. Vi entrar al mago rojo, Eme, con su barba ondeando al viento y la mirada
destilando frialdad, y no pude menos que quedarme a disfrutar, discreto, del espectáculo.
Saga se sentó como un dios en su trono y Eme empezó a hablar mientras avanzada.
–Saga...
–¡Silencio!–cortó éste–No te he dado permiso para dirigirte a mí. Aguarda.
Y esperó un minuto entero sosteniéndole la mirada a un viejo que lo podría haber
fulminado. Jugueteaba con monedas de oro con su imagen grabada. Eme estaba en
tensión. El resto reían y se burlaban del archimago, todos menos Montespan. Madame,
así se hacía llamar, se había acercado con su copa sangrienta y lo contemplaba con
gesto cauteloso. Era curioso: llevaba oyendo hablar de ella desde que era un niño más en
las calles y parecía más joven que yo. Malditos magos.
–Saga...
–¡No te he dado permiso!–aulló.
–¡Silencio, mequetrefe!–gritó de pronto Eme. Guau, inesperado y definitivo como una
campana rompiéndose. Se hizo un silencio sepulcral en la inmensa sala–¡Ya es hora de
que aprendas un poco de respeto!
El alcalde se levantó, furioso, y Octavio se colocó a su lado. Incluso la voz de Luque, ese
sonido que me guiaba, desapareció, interesada en el recién llegado.
–Habla con cuidado, mago–susurró el gordo Octavio, masticando las palabras–. Podemos
hacer que te desollen y te torturen de formas tan crueles que la muerte parecerá una
recompensa.
–¡Cierra esa bocaza, tonel!–interrumpió–No he venido aquí y soportado vuestros
estúpidos rituales para destruir lo que queda de una clase decadente.
Eme parecía escupir al hablar. Nadie se atrevía a mover un dedo. Giró la cabeza hacia
ambos lados, un dragón peligroso, y me miró, y sé que supo quién era yo y me atrevería a
decir que hasta supo qué me había llevado ahí. Compuso una media sonrisa y se volvió a
Saga.
–Vengo a anunciarte que nuestra hermandad deja la central. Nos vamos de Ergo.
Murmullo general. No me sorprendió, todos huían. Quién pudiera.
–Para que un mago de tu nivel se vaya de la última ciudad necesitas la aprobación de la
jefa de las órdenes–negó Saga, tomando asiento–. Madame de Montespan, por favor...
Saga, qué diplomático, le había pasado la pelota a otro. Si fracasaba, estaba seguro de
que Montespan estaba acabada. Si tenía éxito, Eme probablemente la destrozaría. La
mujer se adelantó como un animal desconfiado.
–Te lo prohibo, Eme–dijo de mala gana pero serena a pesar de todo–. No andamos
sobrados de magos, y tus habilidades son necesarias para el buen funcionamiento de la
ciudad.
–Querrás decir de vuestro palacete–gruñó el viejo–. Impide que me vaya.
Montespan palideció.
–Puedo conjurar espíritus y encantamientos...
–¡Impídelo!
–Podría encadenarte a la central para que ni...
–Lo único que puedes hacer es dormir a los bebés que matas para tus pócimas, mujer
necia–proclamó. Todos se pusieron a gritar, indignados, pero Eme se hizo oír entre el
tumulto–. He soportado esto suficiente. Ofendéis a cualquiera con una mirada limpia.
Detenme aquí y ahora, arpía, y no me iré.
He de admitir que el viejo tenía estilo. Ultrajada, Madame de Montespan lanzó, con un
gesto, un hechizo de llamas azules hacia él. Eme, sin báculo ni ayuda, sólo con su mano,
deshizo el ataque y la envolvió en vendas blancas y firmes. No se molestó en mirarla.
–Viene una tormenta, estúpidos–proclamó–. Y es de fuego, y viene de lo profundo de la
tierra. Vuestros banquetes y el vino y las muchachas a las que violáis y los muertos a los
que habéis traicionado no os van a librar de ella–respiró, como tomando una decisión.
Miró hacia atrás casi como si le tentara marcharse–. Vengo para daros esperanza.
Caminad hacia el oeste y nos encontraréis, pues vamos a fundar un reino nuevo. Un reino
mejor.
Todos callaron hasta que Saga se empezó a reír en su trono. Se descojonaba. Escupía y
una incipiente papada temblaba presa de terremotos crueles.
–¿Un reino nuevo? ¿Y quién será rey? ¿A? ¿El cornudo en la central?
Risas. Eme parecía a punto de sufrir una embolia.
–¿No me digas que pretendes que abandonemos esto–con un amplio movimiento abarcó
todo el reino superior–por el señor de los espacios vacíos? ¡Despierta, Eme! No estamos
en las edades tempranas y estás viejo para éxodos.
–No hay más que muerte fuera de Ergo–secundó Octavio con convencimiento–. Todo el
mundo lo sabe. Mi abuelo hablaba de criaturas extrañas. Naturaleza salvaje. El camino
está cerrado a orden nuestra y hace veinte años que nadie ha vuelto para contarnos qué
hay más allá. Incluso la patrulla cero está reducida al mínimo necesario.
Todos parecían haber olvidado a la pobre Montespan, que rompió las vendas e intentó
lanzar otro ataque contra Eme. Esta vez ni la dejó. Una mirada. De su boca, en lugar de
muerte o lo que fuera, salieron insectos y arañas y gusanos. Monstespan se retorció y
chilló de asco.
–Mujeres–susurró Eme, con esa leve misoginia que tan entretenida me resultaba. Seguro
que Laura y Vera no opinaban lo mismo, pero bah–. Estoy hecho de otra pasta, Saga. Tus
magos y sus órdenes son petardos de feria y lo sabes, ¡por eso me dejaste en la central,
por miedo! Ya no pienso tolerarlo. Deberíais haber leído más y conspirado menos.
Saga permanecía callado. No podía hacer nada, estaba claro. Un murmullo de
desaprobación llenó la sala.
–La era de las ciudades ha terminado, alcalde–pronunció el título con un desprecio tan
sutil pero tan evidente que quise aplaudir–. Ha pasado demasiado poco tiempo desde la
guerra, así que quizá nunca ha empezado. Son cadáveres y hemos dejado que se
pudran. Estuve cuando Lumina cayó, Saga. Estuve aquí cuando nos quedamos solos. ¡Y
también estuve cuando fundamos Ergo, muchos años antes de que tú nacieras! He
aguantado todo lo que he podido, pero no tiene salvación. Me marcho de aquí a buscar
una nueva esperanza.
Todos los ricos, y los nobles y los mandamases de Ergo contemplaban el momento,
seguramente transcendental, como si fuera un divertimiento más para su goce. Tiresias, el
ciego, el mudo, se abrió paso entre la multitud y se acercó a Eme con lágrimas que salían
de la venda y bajaban por sus mejillas. El halcón albino estaba aún en su hombro.
–Tiresias...–susurró Eme–¡Bárbaros! ¡Bárbaros, putas, demagogos, cobardes! ¿Qué le
habéis hecho?
–Pronosticó que moriría asfixiado, y que sufriría, y que sería culpa mía, viejo–Saga
parecía aburrido y ofendido a un tiempo–. Me llamó criminal. Le dije que rectificara y no lo
hizo, así que lo acallé.
Eme me dirigió una mirada llena de significado. No sabía cuál, pero algún significado
había, oculto en esos ojos verdes de druida sabio. Agarró de la mano a Tiresias.
–Aún puede oler la comida–añadió el que una vez fuera alcalde con malicia–. Pero no
puede tocarla. Ese es su castigo.
Pareció que Eme iba a dejarse llevar por la ira y destrozarlos a todos, pero se contentó
con respirar con brutalidad. Yo pensé que si alguien había merecido la ira del viejo era
nuestro querido tirano, y que debería atarlo de los pelos al último piso de uno de los
jurásicos rascacielos que aún quedaban. No es como si a nadie le importase mi opinión,
claro.
–Adiós–casi murmuró el viejo rojo, impresionado y asqueado–. La muerte es demasiado
piadosa para vosotros.
Él y el ciego se marcharon por la puerta pequeña, y los allí presentes, ay, no tardaron ni
dos minutos en volver a sus viandas y olvidarlo. Y yo no volví a verlos jamás.
Madame de Montespan, que había ido a lavarse la boca, imagino, volvía cabizbaja al
amparo del señor. Saga permanecía en silencio. Octavio apoyaba su mano en el hombro
enorme del alcalde. Lo vi todo. Vi el nerviosismo de los nobles enjaulados, vi los guardias
temblar en sus puestos, vi a los Wolfhart, cuentacuentos y visires, marcharse de la sala
turbados. Vi el humo y lo que había detrás. Y oí la voz, cada vez más fuerte. Ven, Rex,
ven.
Saga levantó la cabeza. Lágrimas como puños danzaban en su cara.
–¿Por qué no pueden quererme?–le susurró a Octavio mientras se apoyaba en su pecho.
–Lo harán–respondió el hombre gordo y enamorado en su oído–. Eres un buen alcalde,
Saga. Lo harán.
–¡Montespan!–gritó de pronto Saga. Un silencio breve como un latido. Se acercó,
temerosa.
El alcalde aún lloraba, y apretaba los labios tanto que estaban blancos y amenazadores.
Ella lo abrazó y pegaron sus frentes. Discreto, me acerqué. ¡Chismes!
–¿Por qué me fallas, madame?–susurraba–¿No puedes controlar a tus magos?
–Ya os lo expliqué, alcalde, en Ergo hay magos más allá de mi control, y él es...
–¡No, no es así! ¡Yo conozco esta ciudad!
Se separaron.
–Lo siento en el alma–Saga se aferró al brazo de Octavio como si lo fuera a salvar de
algo, de cualquier cosa. Madame de Montespan lloraba mientras besaba manos y pies
descalzos del alcalde, dejando que la túnica le resbalara y el pecho quedara al
descubierto. Su rabia crecía.
–No, señor, por favor, permitidme quedarme, señor, os lo suplico, ¡estoy de rodillas!–y lo
estaba–No me dejéis, señor, ¡no sois nada sin mí! ¡Os atacarán, te destruirán! ¡Me
necesitas para controlar la ciudad!
–Yo te expulso del cielo, amor–la besó en la mejilla, pomposo, prepotente, lleno de
llanto–. Tu deber ahora es cuidar la central de Eme, mantener la ciudad en la tierra. No
me decepciones.
Levantó el brazo y cuatro guardias se aproximaron. Pero no sólo cuatro guardias. Cobra
Kao, el hombre al que mataría en cuanto pudiera, se movía también en ese círculo vicioso
de indecentes y malvados. Se acercaba. Posó sus ojos en mí, sólo un momento, y yo no
podía parar de pensar voy a destrozarte, voy a a hacerte pagar lo que le hiciste a Laura,
lo que me hiciste a mí, no vas a salir vivo de esta sala... Pero pasó de largo, él y sus ojos
como filos, y yo intenté quemarle la nuca con la vista mientras tomaban a una llorosa
Madame de Monstespan y la escoltaban fuera del edificio. ¿Qué poder tenía Saga sobre
estas personas? ¿Era para ellos maestro, padre, amante, benefactor? Se esforzaba,
podías ver que se esforzaba por ser amado por todos y cada uno de los necios en el reino
superior. Miró a CK esta vez, aún sonrosado por la ira o la tristeza o lo que fuera.
–Cobra Kao, ¿dónde estabas mientras el mago nos amenazaba?
El jefe de la guardia, comandante de las fuerzas del orden de Ergo, dejó caer una ojeada
resbaladiza y fría en el alcalde.
–Guardando las puertas como me ordenasteis, alcalde.
–¿Y sabes por qué lo hice?–exclamó Saga–Dime, Cobra, ¿por qué te puse a ti,
comandante, mi comandante, a hacer algo que podría haber hecho un guardia
cualquiera?
CK murmuró algo, apretando los puños. Permanecía a una distancia prudencial del
alcalde y Octavio, y su abrigo se confundía con las nubes mágicas que lo rodeaban. Le
había tocado pagar la rabia acumulada de Saga, el hombre detrás de la ciudad.
–Repítelo.
–Porque no hay suficientes guardias, señor.
–¿Y por qué no hay suficientes guardias, mi eficaz imbécil?
Los ojos claros enrojecidos del alcalde se clavaron en un humillado CK. Éste levantó la
vista, fiero, y atacó.
–Porque no tengo presupuesto, ni gente, ni nadie a quien reclutar. Porque todo el mundo
odia a la guardia. Porque la gente que queda está en las las alcantarillas y no saldrán.
Porque la ciudad está en guerra y no hay nadie que pueda poner orden.
–La ciudad va bien, Cobra–intervino Octavio, posando dedos como salchichas en la
mejilla del alcalde–. El único inconveniente son los bandidos en la floresta Umbría, pero
confío en que pronto lo solucionarás.
–¡Tengo cincuenta compañeros! ¡Cincuenta, para toda una ciudad! ¡Es insostenible!–CK
parecía genuinamente desesperado. Nunca había visto así al implacable comandante.
–Una vez más vienes proclamando desgracias, una y otra vez, como un reloj que da la
hora siempre, y siempre mal–Saga lo trató con crueldad, con desprecio–. Tal vez si no
invirtieras tanto tiempo en búsquedas personales tendrías más efectivos.
Cobra calló. Oh, menudo gustazo. Y mientras, la voz seguía en mí oído. ¿Qué buscas,
niño? Vuelves a mí.
–Creo que Gloria tiene una opinión parecida, ¿verdad, comandante? Hasta Mila se
pregunta por qué pasas tantas horas muertas buscando a los amigos de Zafiro–Octavio,
maestro de los susurros y los cotilleos en general, remató el golpe–. Bueno, Gloria se lo
preguntaría si siguiera durmiendo en casa.
Qué buena pareja hacían, él y el alcalde. Empezaba a ser un admirador.
Fue un golpe bajo. Un guardia tocó, suave, el brazo de CK justo antes de que sacara su
pistola–un pieza de museo que robaré de su cadáver algún día–y los desgraciara a todos.
La voz empezaba a hacerse molesta, así que no me quedé a ver cómo Cobra Kao salía
de allí y me dirigí a las habitaciones del norte. Vuelves a mí, Rex. ¿Qué me ofreces esta
vez?
El ciervo y la lengua. No era la primera vez que recorría el camino entre nubes falsas y
mesas de mármol. Un año antes lo había seguido movido por la desesperación y el
resultado a la vista estaba; prisión, degradación, casi muerte. Y el retorno a una ciudad
extraña, hostil. Vuelves a mí, Rex. ¿Qué me darás a cambio? ¿Qué secreto te trae? Ven,
niño, ven.
Sólo me puede pasar a mí, en aquel momento trascendente de onírica hipnosis, en el que
casi corría siguiendo la voz de Luque, chocarme con alguien. Con un chavalín, ni veinte
años tendría, delgado como un palo y tunicado. Alrededor de él un remolino de lo más
malvado de Ergo–Adala, esa justicia fondona y fea, incluida–se reía y seguía
comentando, ignorándome con una amplitud tan ofensiva como conveniente, algo sobre
maneras amorales y lucrativas de solucionar el tema de la central, la única central de
energía y agua de la ciudad. Él negaba a duras penas intentando que la transición fuese
suave y estable. No tardaría mucho en volverse loco, o malvado, en mi opinión, los
hombres se amoldan a los tiempos en los que viven y estos son muy putos. Un niño
pequeño, diez años o menos, le tiró de la túnica y él lo miró con cierto temor.
–Claudio, ¿cuánto tiempo vas a tardar en dejar que alguien competente ocupe tu
puesto?–preguntó, angelical.
Joder para el chaval, qué bien la dejó caer.
–Cripi, no tienes nada que ver en esto–replicó él mientras seguía andando.
–Tengo que ver en todo, genio–sus voces se deshicieron entre las nubes y el cielo de
mentira.
La voz de Luque me susurraba algo erótico y siniestro directo al cerebro. Era húmeda y
potente, vieja y sangrienta, dulce y feliz a un tiempo. Llegué al límite del cielo falso, toqué
la pared en la que la magia pintaba el sueño de un loco. Justo como la última vez,
encontré un pomo negro y lo giré.
Y allí estaba, rey de reyes en el reino superior de la última ciudad. Sentado de espaldas a
mí en una extraña piedra grabada entre mantas de terciopelo que caían de un techo
demasiado alto para que mi vista lo alcanzara. No había nada de falso en aquello, no era
un truco barato como el hogar de dioses que había dejado atrás.
Luque, el mentiroso, el astuto, el maestro de políticos, el que estaba allí primero, el que se
iría el último. ¿Criatura ancestral, mago de poder inmenso? Timador, hacedor de pactos
imposibles. Se giró. Su cara era diferente a la última vez que la había visto. Antes había
sido larga, de ojos verdes brillantes y nariz casi inexistente. Ahora era más achatada y
tenía dos pozos oscuros como abismos circulares. El cabello y la barba, claros,
perfectamente arreglados y cortos. Pero, como entonces, bajo aquella apariencia normal
que sabía–podía sentirlo de una manera indefinible–que no tenía que ver con ningún
encantamiento sino con su propia naturaleza ignota, había algo raro. Que no encajaba.
Que te obligaba a mirar dos veces.
–¿Cómo sé que eres Luque del norte?–no sé si fue la voz la que me obligó a preguntarlo
o si fui tan estúpido como para dudar lo que era obvio.
Sonrió y su mandíbula se desencajó mostrando una lengua inmensa y roja como si fuera
la sangre viscosa de un animal salvaje. De su nuca surgieron dos cuernos negros que
desafiaron a la gravedad y a la biología y todo el ambiente se ensombreció y el tiempo
pareció dilatarse y sus ojos fueron dos espirales rojas, brillantes, que llevaban a una sima
que no quería conocer porque quizá intuía que me volvería loco. El ciervo y la lengua.
–Soy Luque del norte. Y tú eres Joan Savar de Ergo y vienes a hacer un trato. Nos hemos
visto antes y nos veremos una última vez.
Me recorrieron escalofríos mientras el espacio entre nosotros se relajaba y Luque recogía
sus atributos.
–Te has cruzado con Cripi–afirmó, invitándome a sentarme a su lado en la piedra. Su voz
era suave y sonora, grave como un padre tranquilizador.
–¿Es obra tuya?
–No, es un talento natural–sonrió mostrando un colmillo de oro alargado–. Pero me
divierte más que todos los paletos pretenciosos de por aquí.
No estaba seguro de si se refería al reino superior, a la ciudad, a la región o al mundo.
–Me pareció algo resabido.
–Es más que eso. Será muy importante. Espero que lo conozcas algún día, pero dudo
que tengas tiempo.
Me callé y lo observé en silencio.
–La pregunta que deberías hacerte es ¿qué tienes para ofrecerme?–me cogió por
sorpresa.
–¿Sabes por qué estoy aquí?
–Laura Zafiro está en Cerrada. No hace falta ser un genio. Aunque–taimado, me tocó el
hombro–ella no vino a verme para sacarte a ti.
–Tenemos a CK pisándonos los talones–lo ignoré, aunque el ataque me dolió–. Laura
está marcada, va a morir en dos días y está vigilada todo el tiempo. No hay fisuras.
Necesitamos un milagro.
–Y un milagro te daré. Pero, volviendo a mis honorarios.
Aspiré con fuerza. Sabía lo que iba a costar. Sabía lo que iba a doler. Sabía que, después
de lo que había hecho por mí, Laura lo merecía. Tener honor y amar en un mundo cruel y
seco como este salía caro. Qué estúpido fui. Y cuántas veces volvería a hacerlo.
–Te daré lo mismo que la última vez.
–No me vale.
Un jarro de agua fría en medio de una nevada.
–¿Por qué?
Luque bajó la cabeza y me miró desde las oscuras profundidades de sus ojos.
–Te lo voy a explicar claro, Rex. Si no me falla la memoria, y sería la primera vez, hace un
año me diste la mitad de la vida que te quedaba para que abriera las puertas de Cerrada
y así una niña pequeña pudiera salir. Un pacto excepcional. Además de llenar de
criminales la ciudad, que mataron a cientos de guardias y empeoraron aún más si era
posible Ergo, te hicieron responsable a ti y fuiste el primer prisionero de la nueva cárcel–
un resumen válido, aunque se saltó algunas partes importantes y todos los porqués.
Paladeó con parsimonia–. No puedo volver a hacer el mismo trato contigo porque no te
queda suficiente vida como para que me merezca la pena.
Que te digan que vas a morir pronto siempre anima. A Laura, según Lancel, casi la
destrozó, pero yo había tenido un año para acostumbrarme a la idea en un lugar en el que
no me podía mover más que con la mente. La muerte no me asustaba porque era libre. Y
era libre porque ya no me hacía ilusiones con llegar a viejo. Era libre porque no tenía
nada, ni esperanza. Sólo quería devolverle a Laura, de alguna manera, todo lo que me
había dado.
–Escucha, tiene que haber alguna manera, cualquier manera...
Luque, ese manipulador magistral, me ofreció una sonrisa torcida como los labios
malformados de un golem.
–Claro que la hay.

–¿Sabes lo que es esto, Rex?


Estábamos en una sala circular con inscripciones complejas en el acero y la madera que
la cubrían. Signos en lenguas olvidadas, líneas y círculos entrecruzados formando dibujos
evocadores se extendían por paredes, techo y suelos. En el centro, justo enfrente de
aquel hombre que parecía corriente, un altar de roble grabado con hechizos–supongo que
lo eran, digo yo–y un libro grande y polvoriento. Había algo de sagrado, algo de santuario
en aquel gran salón. Incluso yo, negado para cualquier actividad sobrenatural, notaba una
chispa en el aire. Memoria y milagro.
–Ni idea.
–¿Sabes que había más ciudades?
–Todo el mundo sabe eso.
Luque paseó la vista por el lugar, muy despacio,
–Este es el sitio donde se perdió la esperanza.
–En mi idioma, por favor.
–El centro de comunicaciones, conectado con cada ciudad del mundo.
Puso la mano en el libro, apartando el largo abrigo negro, y la luz que brotó de él, azulada
y cálida, se extendió por el altar, llegando hasta las líneas e iluminándolas. Había círculos,
once círculos azules. Doce ciudades. Como si fuera un cable perdiendo la conexión, la luz
parpadeó y se apagó.
–¿Has visto al mago que se marchaba de la ciudad?
–¿Eme?
–Él estuvo aquí–susurró–. El día en que Ergo se convirtió en la última ciudad en el
mundo, él estuvo aquí. Puso la mano en el libro y dijo que las barreras de Lumina habían
caído, que no había magos que dieran energía a sus estructuras. Luego viajó hasta allí y
vio lo que había sucedido–suspiró–. Penoso final. Se necesitan unos cincuenta magos
bien entrenados para abastecer a una ciudad grande. Él lo hacía solo desde la central
desde hace diecisiete años, desde que el Fulgor se derrumbó–¿eso que notaba era
respeto?–. Quedan dieciocho brujas y treinta y siete magos en Ergo. Treinta y ocho, si
contamos a la niña de Laura, aunque aún queda tiempo para eso.
La lección, notable. La valoración del estado de la ciudad, pasable y repetitiva. Aún no
veía el motivo.
–No es la primera vez que veo cómo pasa. Pero es particularmente patético en la última
ciudad del mundo.
–¿Y me has traído aquí para...?
Luque se rió, con el ánimo alto. Tomó una antorcha y se dedicó a acariciar la llama
mientras me hablaba. Parecía que el fuego le hablaba.
–Yo conozco esta ciudad, y Eme tiene toda la razón. Una tormenta viene. Lo he visto. Tú
lo intuyes también.
–Bueno, con una de cada dos personas avispadas huyendo no hace falta tener muchas
luces...
–Viene y se acerca rápido–murmuraba casi para sí–. Y necesito tu ayuda con algo.
–¿Quieres escapar?
–No–negó despreocupado–, digamos que tengo interés en estar aquí cuando suceda.
–¿Muchos tratos por hacer?
–Qué puedo decir, soy un hombre de negocios–conseguía que una frase inocente,
cualquiera, se convirtiera en una amenaza siniestra–. Tengo mis motivos. Y aquí es donde
entras tú.
–¿Qué puedo hacer? No soy lo que se dice un experto en magia.
–De hecho, Rex, precisamente por eso te necesito. He conocido a personas a las que no
les afectaba la magia, personas que podían devolverla, personas que tenían tanto talento
natural que podrían haber destruido edificios enteros con un gesto. Pero–me lanzó una
mirada significativa–no ser capaz de utilizarla, rechazarla a nivel físico, no tener ni una
pizca, apenas notarla... Es un don extraño–cierto, desde pequeñito. Ni siquiera era capaz
de usar los conjuros en lenguaje viejo de los verbucum. Tampoco es que me preocupara.
–Es muy útil.
–Lo será ahora. Necesito crear una ruta de escape. Una segura, duradera y fiable. Y para
eso me haces falta. A cambio de tu ayuda, tendrás amnistía para Laura y estará libre
dentro de un par de horas.
–No hay manera humana de que puedas conseguir eso.
–Tienes razón–sonrió.
–¿Y para qué puedes querer tú una ruta de escape?
–Digamos que la voy a reservar para un momento de necesidad.
Cerré los ojos y me lo pensé un momento. Comparado con darle la mitad de mi vida esto
era un petardo. Mañana a esas horas Laura sería libre de su marca y podríamos
marcharnos de la ciudad. Miré las líneas y los hechizos grabados y respiré la magia de
esa iglesia de la comunicación, de esa capilla silenciada. Era una tumba. Luque, el
sepulturero.
–¿Qué tengo que hacer exactamente?
–Es un proceso bastante largo, pero tu parte es sencilla, el resto lo completaré por mi
cuenta. Verás, todos los cuerpos están preparados para usar magia. Está en nuestra
sangre, casi siempre–me enseñó el colmillo dorado otra vez–. Yo necesito carne viva no
mágica, que es sorprendentemente rara, para que sirva de punto de enlace. La enviaré a
un lugar, fuera de la ciudad, y conectaré con ella. Si no fuera de esta manera la magia
natural interferiría y la conexión sería defectuosa, temporal. ¿Todo claro?
Me asusté un tanto.
–No. ¿Necesitas carne?
–Una mano bastará–dijo abriendo el libro, distraído. Se dio cuenta de que era importante
y me miró sonriendo–. No dolerá.
Extendí el brazo izquierdo, intentando calmarme. Siempre, a pesar de las explicaciones
interminables y la amabilidad y la tranquilidad y sus palabras reptantes, siempre había
truco con Luque. Sus labios se curvaron en un gesto de macabra alegría y se aproximó a
mí.
–Acaba rápido.
Luque avanzó, rey del caos y la lujuria y toda la loca degeneración del reino superior,
sonriendo, tocando manos, bendiciendo a su paso a los depravados, los embusteros, los
indignos viles bajo un cielo eternamente azul. Sé que olía a crispación y a saciedad. Saga
comía en su trono, pornográfico, un racimo de uvas. El jugo caía por su barba cuidada y
brillante, los sonidos de mordida y succión llenaban el espacio. Todos devoraban lo mismo
que su señor, todos menos los Wolfhart, que hablaban con Claudio entre susurros en una
esquina. Me pregunté que conspiración tramarían, qué oscuros animales marinos
navegaban sus océanos interiores. Pero no era nada que tuviera que ver conmigo, ya no.
Aún podía sentir la mano al final de mi brazo izquierdo.
Si me concentraba podría flexionar los dedos. Notar la cicatriz que me había hecho con
veinte años, cuando en un mal viaje había recorrido las calles de Ergo amenazando a
todos los que se cruzaban conmigo. Cometí el error de ir a por una de las aún nuevas
bandas, y me atacaron, me cortaron, me vejaron como nunca nadie lo había hecho antes
hasta que quedé sangrando en la acera boca arriba, viendo pasar las estrellas y la luna
en un cielo inalcanzable, y el sol salió y me golpeó en el rostro y me eché a llorar,
moviéndome con mucha dificultad hasta alcanzar una posición fetal que mantuve tanto
tiempo que ya no lo recuerdo. Ya estaba en mi camino para encontrar a Laura, ya me
esperaba la salvación que venía con ella.
Y ahora esa cicatriz, recuerdo del dolor y de las lágrimas abriéndose paso entre el rostro
seco, de los psicodélicos y las amenazas, ya no estaba. Ya no, como el resto del miembro
cercenado de forma limpia y antinatural. Estaba esforzándome por no llorar mientras
Luque susurraba al oído de Saga. Vi a CK bebiendo a un lado copa de colores tras copa
de colores, sabores exóticos que lo confundían y supongo que lo hacían inmune al dolor.
Saga lo llamó y él ascendió las escaleras al trono como un animal ciego.
–Este es el señor T. Rojo–me presentó–. Tengo entendido que Zafiro está en Cerrada,
¿cierto?
Vi su miedo subir por aquella espalda y explotarle en la cabeza. Lo vi todo en sus ojos de
lobo anestesiado y cínico.
–Sí, alcalde–su voz estaba tensionada, casi bloqueada.
–Tiene amnistía por todos sus crímenes pasados, sean cuales sean–miró a Luque, sólo
un segundo, con miedo y reverencia. Éste asintió–. Libérala de inmediato, él se hará
cargo de ella.
Cobra Kao me vio. Me vio. Con un movimiento discreto intentó deshacer el hechizo de
camuflaje para mostrarme ante todos como Rex, el criminal, el malvado, el veneno que
emponzoñaba su ciudad ordenada y su cielo corrupto. Oh, si hubiera conocido a Joan
Savar.
No funcionó, por supuesto. Tenía la protección de la sombra entre el humo, del verdadero
rey de aquellos tunicados ridículos. CK, pálido, dijo sí las veces que fueron necesarias y
me acompañó en un silencio tenso hasta las escaleras, por la puerta pequeña. Luque me
despidió con un gesto y una sonrisa; lo volvería a ver de nuevo. Espero, y tal vez sea
demasiado, no volver a pisar ese reino superior, ese cielo falso y esas nubes que se
arrastran como reptiles entre las piernas de charlatanes y engañabobos obscenos.
Esperé dejar para no volver ese hogar de un diablo que veré más pronto que tarde. Cobra
Kao me agarró del brazo antes de que la puerta se cerrara detrás de nosotros.
–No sé cómo lo has hecho–susurró, casi echando bilis–. No sé qué has planeado, pero no
te vas a salir con la tuya. Voy a pillaros, ya no me importa si por las buenas o no así que
corred. Corred porque os voy a meter en un pozo tan profundo que no vais a volver a ver
el sol.
Dos guardianes se nos acercaron, cuadrados y cuadrándose ante CK, el comandante de
la guardia de Ergo, ridiculizado por sus superiores, odiado por sus protegidos,
abandonado por su familia y obsesionado con una pelirroja que dormía a mi lado. O lo
haría pronto, vamos.
–Acompañadlo a Cerrada y que saque a Zafiro. Dejádsela.
–¿Jefe?
Tenía los puños apretados y un hilo de sangre caía de la piel oscura de su mano.
–Hacedlo y punto, imbéciles.
Bajé las escaleras en silencio. Él sabía que era yo, o lo intuía. Estaba en una situación
peliaguda aún con la protección de Luque; un lobo feroz me acechaba entre los árboles
de mármol y terciopelo. Trastabilló, algo borracho, y se giró en lo alto de las escaleras. Me
llamó. Me gritó. Me susurró. Me puso los pelos del cuello de punta mientras salía del
cuarto.
–Por culpa de Zafiro no tengo familia–un poco exagerado–. La justicia va a llegarle, no
importa lo que se esconda, no importa lo lejos que huyáis, voy a estar justo detrás.
Cuando creáis que estáis a salvo os aplastaré, a vosotros y a vuestros niños y a todos los
que os han ocultado alguna vez. No te confundas–me señaló mientras se apoyaba en el
pasamanos de mármol rosa–. Yo soy la ley en Ergo. Yo soy el orden. Y es la última vez,
¡me oyes!, la última vez...
No sé qué dijo al final. La puerta se cerró antes de que pudiera oírlo. Supongo que sería
alguna amenaza mil veces repetida en sueños o en fantasías que al fin tomaba forma. Iba
hacia Laura, esperaba dejar a Joan Savar detrás de mí para siempre, había perdido una
mano y ganado un mundo. No me importaba nada, nada, nada, salvo la pelirroja.
Con lo que yo he sido.
8
ME VISITAN

Me encadenan de pies y manos y no puedo moverme durante días. Todo pasa demasiado
rápido y demasiado lento. Demasiado confuso. Es una sala pequeña, vacía salvo por las
cuerdas y los signos que me atan al lugar. Hay una puerta sucia justo enfrente de mí que
deja pasar luz artificial fría como una gota de lluvia pero suficiente para encender una
esperanza que me atrapa y me golpea con cada vez más fuerza hasta que la frustración
se filtra y me humedece el alma. Pronto el mundo alrededor de mí se dobla y se expande
y empiezo a sentir los músculos doloridos por la falta de movimiento, es una molestia que
crece hasta cegarme, hasta que no siento nada excepto el quejido claro y fluido de mis
piernas, de mis manos, de mi pecho.
Las maldiciones no me dejan moverme ni un centímetro.
No sé cuándo lo intento romper, pero la descarga eléctrica me disuade de volver a
hacerlo. En algún momento llega un guardia atareado y me recuerda mi ficha policial.
Intenta que le diga cuándo nací. Dónde. Cuánto mido, cuánto peso. Si me reconozco
culpable de ocultar a Rex. Apenas puedo mover los labios. Le escupo.
Tengo que hablar con Georgio Caras. Ya sé dónde está su hijo. A veces oigo música al
otro lado del edificio. Cuerdas. No me puedo mover.
Una guardia entra y me ciega con una linterna de luz punzante. No sé si ha pasado hoy o
ayer o si aún va a pasar. Murmuro algo que no entienden. Se ponen guantes de plástico
aséptico y máscaras de papel. Me bajan los pantalones. Los rizos despeinados recogen
las lágrimas. No me puedo mover. Con un recipiente sucio de porcelana que huele a
amoníaco me obligan a orinar. Vienen a menudo. Vendrán.
Rex ha pasado por todo esto. Yo lo dejé. Lo traicioné. Espero que alguien venga a por mí,
quien sea. Es el purgatorio. Un niño al que no identifico me mira desde una esquina. Sólo
veo ojos verdes entre la oscuridad. A veces oigo risas burlonas en mi cabeza, pero no es
lo peor; oigo las cañerías y me engaño creyendo que es la puerta que se abre y ruego por
un poco de compañía. Rezo en la oscuridad a todos los dioses que puedo recordar. Grito.
Ya no siento las piernas, son pedazos de carne que cuelgan inútiles. Siento que estoy
suspendida en el aire.
Olí, huelo a azul. Es como oler el miasma de la mañana. El cadáver del día. Creo que soy
eso.
Voy a morir aquí. Cuento los días por el dolor insoportable de la Marca en mi mano. Crece
y cambia, la noto cosquilleando bajo mi carne. Tengo mucho miedo y no tengo a nadie
aquí. Oh, Rex, lo siento tanto. Voy a morir sola.
Ya no duermo. Ya nunca estoy despierta. El tiempo se arrastra sobre mí, me pisa, me
vapulea como la rueda de un molino. Yo soy el grano.
Quiero marcharme de Ergo. Quiero que Alicia venga conmigo. Quiero que no tenga que
vivir en este lugar lleno de mierda y de mentirosos y de gente que ya no es gente. Son
muertos vivientes, una masa sin nombre, son miedo y cada vez son menos. Después de
la guerra se hicieron las ciudades. No más muertes. No se puede salir.
Pero yo salí. Recuerdo el mar y recuerdo el humo a lo lejos. ¿Era niebla, fue sueño?
Lancel, ¿me lo explicarás? ¿Lancel...?
El niño ríe y lo veo mejor. Es pelirrojo, tiene la cara llena de pecas como archipiélagos de
azúcar y me mira con sorna.
–¿Estás sola, Laura? Yo estoy solo. ¿Quieres jugar?
Intento ignorarlo. Leto. Leto. No está ahí. Cierro los ojos.
Un sueño del que no quieres despertarte.
Una flor me hace cosquillas en la nariz. Es azul, lo sé sin mirar.
Me concentro en otra cosa. Eme. ¿Eme?
Recuerdo las telas, los tapices que cubrían toda superficie reflectante en la Mansión
Caras.
–El amuleto convoca y controla un hechizo para atrapar a cualquiera dentro de otro plano.
Me siento, me sentía cercana a la verdad. Los pájaros emigran. Ya no veo animales
salvajes en Ergo, ¿hace cuánto que no lo hago? Lancel dice que viene una tormenta y
está loca y no la puedes capear.
–¿Otro plano? ¿Qué otro plano?
Escapa mientras puedas. Sonreí, aliviado. Un verbucum de segunda que matará al niño
para escapar. El epicentro del hechizo original. Bichos no domesticados. Ya no hay
pájaros en Ergo. ¿Dónde está mi manzana dorada?
–Dentro de los espejos.
Las ruinas de Ergo. Los espejos de la mansión Caras. Tu tontería de caso. Las fronteras
de Ergo, la amenaza más concreta, Lancel, Eme. Alicia en el mar. La cara de pena de la
profetisa. Está encerrado en el submundo. Lo está matando. Viene una tormenta.
Vi la ciudad y era un gran lienzo azulado. Edificios con llamas. Lo vi todo. El barrio de los
alquimistas, el de las brujas. La gran orden de magos de Ergo y su torre espiral de
azabache. Vi la casa de los espíritus y vi este hormiguero casi apagado. Vi el cielo de
Saga. Vi la central de energía de Eme. Y las alcantarillas, con criaturas lacustres exiliadas
y olvidadas viviendo en grandes mares bajo Ergo. Vi las torres de los difuntos magos del
aire. Desde allí cantaban hace mucho tiempo, ¿o fue mañana? El Fulgor, la cuna de la
magia de Ergo. Ya no está pero su sombra aún se proyecta sobre la ciudad. Las bandas
eran manadas de demonios que arrasaban lo que encontraban. Segadores. No podía ver
el fin de la ciudad. De mi ciudad. Ojalá hubieras nacido en un mundo mejor.
No recuerdo a mi padre. De mi madre conservo la sensación de una caricia. No hay fotos.
Todo ardió.
¿Qué pasará cuando la última ciudad del mundo muera? ¿A dónde irán los que
sobrevivan? No hay atlas, ni sur ni oeste. Flotamos en el vacío. Somos un milagro que se
apaga.
Lo veo todo y no lo puedo soportar. Alicia no se merece esto. Recuerdo cuando los niños
jugamos en la calle en Ergo. Recuerdo a Leto. Lo miro a los ojos en mi celda y me cae
una lágrima. Soy una enfermedad que mata a todo el que esté cerca.
–Lo siento–susurro.
Y me sumerjo en un mundo de tinieblas donde los lirios azules rotan en entramados
imposibles y los pelos de Alicia son un camino amarillo que galopa fuera de la ciudad.
Rex, Lancel, Pops, Yu y Vera están cada vez más lejos según corro hacia ellos. Estoy
sola en la última ciudad del mundo y me estoy pudriendo bajo tierra.

Lancel y Yu me despiertan con voces que arrojan ecos oníricos. Son ellos. No veo sus
ojos. No veo sus rostros. No me puedo mover. Son ellos. ¿Dónde está Rex? Siento una
sonda en mi garganta. Hora de comer. Me hablan. No los entiendo, ¿por qué no los
entiendo? Me señalan la puerta. Quiero ir con vosotros. Rex. ¿Dónde está Rex? Leto me
mira desde la esquina. Sus ojos verdes me hablan de tardes bajo el sol y mundos dentro
de mi mundo. Me apremian. Intento moverme. Grito. La sonda me desgarra la garganta y
siento cómo me ahogo en mi propia sangre. Lancel me mira con pena, un halcón cayendo
en picado. Yu, mucho más bajo, me acaricia y es el primero en darse la vuelta sabiendo
que es inútil.
Quiero abrazarlos. La puerta se abre. Hago un esfuerzo sobrehumano para moverme; los
músculos no me responden, la Marca me duele, me siento vejada y destruida. Pero me
muevo. Y una descarga eléctrica me atraviesa de pies a cabeza. Me doblo y grito tan
fuerte que un chorro de sangre escarlata y viva me mancha la ropa. ¿Qué había dicho
Eme?
Rex está aquí, guapo como siempre, ojos oscuros sonriéndome y dándome apoyo.
Recuerdo cuando aún no te llamabas Rex. Me limpias la comisura de los labios con un
pañuelo blanco.
¿Cómo puedo considerarme buena si dejé que pasaras por esto?
Me hablaste en la oscuridad.
Te seré fiel.
Pase lo que pase.
Y yo te digo, te dije, gracias. Gracias por entenderme. Gracias por no pedirme nada. Te
necesitaba. No te vayas. Rex. Rex.
Miro hacia abajo, con los ojos húmedos. ¿Cuándo ha pasado esto? Descubro un camino
dorado que me lleva hasta los ojos claros y juguetones de mi niña preferida.
¿Qué haces aquí?
No quiero que me veas así. Herida. Colgada. Maldita dos veces. Vete, por favor.
Leto me mira con crueldad y apoya un brazo en el hombro de Alicia con saña, con
maldad. No te la lleves.
–Cuéntale cómo me mataste, hermana.
No te maté. No quería. Por favor. Por favor, perdóname.
–¿Quieres una flor azul? ¿A dónde vas por las noches, por qué no se lo dices al tío
Lancel?
No lo repitas. Por favor. Chillo. Déjame. Déjame. No eres real. No estás ahí.
¿Me habría visto Rex decirle una y otra vez que no saldría de Cerrada? Quizá soy sólo la
alucinación de Rex en su celda. Me reconforta.
Estoy en un campo de lirios azules y cementerios con el nombre de mis padres en cada
lápida, creciendo alrededor de mí como fractales macabros. La hierba y el óxido me
cubren y noto a los gusanos en mis cuencas, cosquillas mortales. La putrefacción. El pelo
se vuelve duro y seco. La carne se retira. Giro la cabeza entre la tierra que cae sobre mí y
en la que caigo, y allí está Leto dándome la mano, un esqueleto sonriente de ojos verdes.
Y al otro lado está Alicia.
La Marca me destroza.
Vera, enséñame a rezar. Por favor. Sé que has sufrido. Estoy a tu lado, siempre. Lo
estaré, siempre. Nunca me has abandonado.
No la hagas ahora, por favor.
Por favor, sácame de aquí.
No me puedo mover.
No puedo salir.
Quiero vivir y quiero huir de esta ciudad de mierda.
Por favor, no podéis dejarme sola.

–Estás sola. Nadie va a venir a buscarte.


Un lobo feroz me acecha en la habitación. Lo miro sin poder evitar una expresión de dolor
con la boca entreabierta. La garganta está seca pero curada. Oigo mi respiración rasgada
en tercera persona.
Se acerca. Hasta el chico de los ojos verdes ha escapado. Me cuesta distinguir el color de
los ojos de Cobra Kao. ¿Es un azul pálido, es gris?
–Me encantáis, los detectives.
Murmura algo inaudible.
–Sois como niños jugando a ser los buenos. No sé por qué os dimos alas.
Porque no podíais más. Porque la ciudad ya no tenía remedio. Porque necesitabais un
milagro. Me siento febril. Los sonidos llegan a mí atravesando todo el espacio que
conozco.
–¿Sabes quién fue mi padre? Trabajó para el mago más grande que haya habido nunca
en esta ciudad, Dozo de Aritania. Era el jefe de su guardia, lo fue hasta que murió. ¿Quién
fue tu padre, eh? ¿Un yonki?
Muevo la cabeza, negando como puedo. Mi padre fue un héroe. CK, vete.
–Yo estuve allí. Cuando Lumina cayó, estuve allí con todos los grandes hombres de Ergo.
Sabía que nos iba a pasar lo mismo si no lo impedía. Y no pude, no pude por vuestra
culpa. ¿Quién te crees que eres para saltarte la ley?–está genuinamente cabreado–No
eres de ayuda. Nunca fuisteis de ayuda. Yo conozco esta ciudad.
Babeo mientras lo miro, patética. El aire se comba a mi alrededor, perspectiva y lógica
alteradas por el aislamiento.
–¿Y qué sabes tú de familia? ¿Quién te crees que eres para hacerme chantaje? ¡A mí!
Soy el comandante de la guardia de Ergo, tengo que lidiar con imbéciles por encima y por
debajo de mí. Saga, los detectives, las bandas. Estáis pudriendo mi ciudad.
Creo que había planeado ese discurso hacía mucho tiempo. Es una pena que no fuera el
mejor orador, pero la emoción estaba ahí, podía palparla entre el dolor y el sueño.
–Si no estás conmigo estás contra mí, Zafiro. Morirás pasado mañana.
Lo hizo real. Y lo merezco. Por Rex. Vera está al lado de un CK con lágrimas en los ojos.
¿Está sufriendo por lo que hace? No puedo distinguirlo bien. Mi amiga lo mira con gesto
triste.
–Vas a morir–repitió, convenciéndose a sí mismo–. Has emponzoñado mi ciudad y no
puedo perdonarte.
Se da la vuelta. Vera no está.
–Casi no tenemos armas–susurra apretando los puños–. Ni dinero. Ni apoyos, en ninguna
parte. Somos lo último que queda del orden en Ergo. Soy el comandante, soy el protector
del orden. Y estamos perdiendo. Ya hemos perdido.
Su cuerpo tiembla, violento. No está acostumbrado a hablar. Quizá soy su enemiga, su
opuesto. No lo creo. ¿Por qué me matas, Cobra? Veo rostros entre la neblina. Oigo
sombras en la oscuridad entre nosotros.
Quise ser detective para que nadie tuviera que perder a un Leto, a un padre, a una
madre. Nunca más. Somos unos fracasados, tú y yo. Eso es lo que sé. Pero algo queda.
Algo bueno queda en algún lugar. Necesito creer en eso.
–Ojalá murieran otros–susurra derrotado.
Por haber dejado a Rex. Por no ser fuerte como para criar a Alicia. Por decepcionar a Yu,
a Lancel, a Ágata. Por no ayudar a Vera. Pienso en Capi también, triste. Los que nos
traicionan dejan un hueco especial.
–Lo siento tanto. Pero tienes que morir para que se haga justicia. Hago lo que debo.
CK también tiene que creer en algo aunque le duela. Como todos. No es un hombre
malvado. Hace cosas malas. Se va, se fue, se irá. ¿Ha estado?

Recuerdo cuando conocí a Rex. Fue poco después de que muriera Leto. La memoria se
mezcla con las paredes grises de mi celda y lo veo todo otra vez.
Veo a Joan Savar de Ergo apuntándome con un cuchillo que el mono apenas le permitía
empuñar. ¿Cómo pudo aguantar ese hombre asustado todo esto? Recuerdo el tiempo
que pasó en aquella habitación ruinosa. El tiempo que pasamos. Las charlas a media luz,
las risas que rebotaban una y otra vez en las paredes de papel. Los vómitos, los delirios.
El dolor insoportable. Déjame morir, me decía. No sé por qué me aferré a él. No quería
que muriera nadie más, supongo. Me apoyo en él. Siempre ha sido mi mano amiga, mi
compañero. Lo veo ante mí. Déjame morir. No tengo miedo. Aquel día que lo pillé con una
jeringuilla en el cuello, dudando entre pincharse o no. Temblando. Sudando frío. Lo poco
que le quedaba de pelo–lo había vendido por un pico–mojado y grasiento, la cara sucia.
Olía a rancio y a comida medio hecha, la boca entreabierta en un gesto de callada
necesidad, los labios secos, la lengua áspera. Doblado hacia su chute como un creyente
ante su dios. Sus venas azules bombeando sangre que gritaba. Me miró con los ojos más
torturados que he visto. Me acerqué. Me acerco. Me acercaré.
Gemía. No hay nadie que me pueda comprender. No hay nadie que me quiera. Así que da
igual. Le golpeé en la cara. Le besé, la primera vez. Si no es amor está cerca.
No tengo miedo. Es un pensamiento delicado, frágil. La mínima duda puede destruirlo
para siempre. Me siento libre en mi celda, libre en mi mundo de recuerdos. Y me siento
feliz, feliz porque pronto pasará el dolor de la mano, porque podré rendirme y porque he
luchado. Me siento egoísta pero lo acallo.
Tal vez fuera eso la felicidad. Poder caminar hacia el vacío sin miedo.

La puerta se abre. Un destello de luz me ciega y unas sombras con uniforme entran. Me
desatan. Borran los signos que me mantienen cautiva. Caigo al suelo como un fardo y
espero la muerte. Me informan de que alguien ha venido a por mí. Hablan de amnistía, de
formalismos, de errores.
Y lloro como una niña pequeña. Porque no voy a volver a ver al chico de los ojos verdes
que me acaricia la mano nunca más. Porque no voy a morir. Porque Alicia me espera
fuera. Me arrastran y grito y los insulto y tengo la ropa rasgada y no puedo hacer nada
más que acurrucarme sobre mí misma, congelada en la emoción, y mirar por última vez
hacia mis cadenas.
Y allí estoy, llorando atada. Y allí me dejo. Todo nace de nuevo, hasta la gente rota.
Aunque por el camino haya que destrozarse.
9
NUBES NEGRAS

Ergo, la ciudad de los mil ojos, la última ciudad. Sus cielos como pájaros con plumas de
atardeceres y sus días largos de letargo y cansancio, los amigos que no te olvidan y las
torres abandonadas que quieren acariciar las nubes. Caminando, el pueblo rojo, el pueblo
que ha sangrado, era nada más que pequeñas ascuas ocultas entre esquinas de cemento
y rayos de sol naranja que bañaban la canción pavorosa de una banda luchando en algún
lugar cercano, gritos y sangre rotundos y reales. En un piso superior de un edificio
cercano alguien lanzó una pila de cascotes y metralla que casi aterriza sobre nuestras
cabezas como un final inesperado. Nos apartamos, culpables del delito de existir en una
ciudad hostil, y seguimos caminando hacia la fantasmal mansión Caras.
Oímos el rugido de la ciudad, el caos en el que intentaban sobrevivir los habitantes que
quedaban del que fue el último gran asentamiento. Vi niños y las ratas que comían. Vi el
humo de la noche anterior solidificándose en la memoria de Ergo.
He visto magia allí, humanos capaces de tomar rostros animales, criaturas de pavorosas
fauces con colas llenas de espinas y calderos que hablaban como ancianos. Las calles
comenzaban a ser yermos desolados de edificios derruidos según salíamos del centro y
nos alejábamos de lo que quedaba del Fulgor. Había recorrido ese camino en otra
ocasión en una limusina, un fósil de otra época, en una noche de luna glotona y nacarada.
Eso era Ergo en esos días, nada más que un fósil que el tiempo descomponía
lentamente, con avaricia, o eso decía Lancel. A mí me la traía bastante al pairo.
Subimos la pequeña colina en la que descansaban los restos mortales de la mansión
Caras, los amos de las minas. Atardecía suavemente. Con un leve pinchazo en la mano,
cómo agradecí el hechizo anestesiante, mi Marca me indicó lo que ya sabía: moriría en un
día. Si lo hacía, moriría peleando.
Mamá habría estado orgullosa.

Sólo Rex, Lancel y Vera me acompañaban, como tres guardianes detrás de mí. Ágata, Yu
y mi pequeña ya habían empezado con los preparativos: esta noche sería mi última en
Ergo. Moriría en ese lugar o atravesaríamos Fosablanca y llegaríamos más allá. ¿A
dónde? No tengo manera de saberlo.
La ciudad es cruel. Yo la conozco. Me iba y otros, como Pops, continuarían viviendo en
ella porque no podían hacer otra cosa, porque eran como caballos desbocados que
seguían adelante no importa qué, no importa la distancia ni el mar bajo sus pies ni los
obstáculos ni las olas, seguían adelante hacia el siniestro amanecer. No sentía pena por
Ergo.
Es gracioso, en cierto modo, porque estaba convencida de que yo me iba a salvar y Ergo
iba a morir. Ahora veo la gracia, y entonces sólo veía, apoyada en una colina, la mansión
Caras; como mirar una escotilla abierta en el cielo derramando esperanza y luz.
Atravesamos las vallas oxidadas de metal que ya no defendían nada y Lancel golpeó la
puerta de la mansión vacía. Los golpes resonaron una, dos, tres veces, épicos, eternos.
Esperamos.
El ama de llaves malhumorada, vestida de negro de pies a cabeza, abrió, mirándonos
como si fuéramos cucarachas en un suelo de mármol blanco.
–Sé dónde está Alsan Caras–pronuncié con cuidado. Abrió los ojos, sorprendida y
emocionada. Intentó articular algún sonido pero nada salió de sus labios. Le guiñé un ojo
a Rex, deshice nuestros hechizos de camuflaje y entré seguida por Vera a la casa del
polvo y la grandeza perdida sin esperar a ser invitada. Pisé como si destrozara el universo
a mi paso aquellos pasillos con estampados ocres y suelo ajedrezado. Miré con desgana
a la criada.
–Dile a Georgio que llame a los Merced. No quisiera entretenerme demasiado, tengo otros
asuntos bastante más importantes que atender.
Y sé que me estaba muriendo y que me esperaba una aventura mucho mayor y más
peligrosa cuando saliera el sol, pero joder, qué bien me sentó.

Entré en el cuarto de Georgio sin esperar a que el ama de llaves me abriera paso. Los
demás me siguieron con cautela y no hicieron más que mirar mientras destapaba los tres
espejos de la sala.
–¡¿Qué haces?!–aulló ella.
Georgio, mitad piedra negra mitad persona oscura, me lanzó una mirada que bajó varios
grados la temperatura de la sala.
–Zafiro, detente–susurró–. No sabes lo que estás haciendo.
–Resulta que tengo una idea–dije mientras examinaba uno de los espejos. La luna estaba
quebrada; el marco, oxidado. Pequeñas manchas marrones empezaban a aparecer en
una esquina, cruzadas, casi acosadas por líneas inseguras que amenazaban con unirse y
despedazar la lámina. Normal, antiguo. Y sin embargo había algo que sobraba, un
añadido, un viento ajeno de otro lugar, quizá el olor a colores distintos.
Mi tío se acercó a un gesto mío y examinó con ojo clínico la superficie. La tocó con sumo
cuidado y se agitó como un charco argénteo.
–Asumo que no habéis encontrado a mi hijo aún–escupió con rabia Georgio, postrado–.
La única razón por la que Derrida no os ha liquidado es esa duda, así que ten cuidado al
contestarme.
–Sí, sé dónde está el crío. O lo sabré en un rato, vamos.
–Si esto es una táctica para librarte de la Marca no va a funcionar... ¡zorra pelirroja!–el
ama de llaves añadió esto último como gruñiría un animal doméstico, de forma
sorprendente pero inocua. Casi me río. Se lanzó al suelo ante Georgio, besándole incluso
el pie pétreo–. No dejes que lo hagan, Georgio, tapa los espejos o él volverá.
–¿Quién es él, por cierto?–preguntó Vera, que había observado al hombre de piedra
fascinada.
–Nadie que le incumba, señorita–cortó enojado y algo violentado Georgio.
Rex daba vueltas por la sala como un sabueso, olfateándolo todo. Me olvide de respirar
un segundo cuando me di cuenta otra vez del vacío al final de su brazo. No había dicho
nada. No se había quejado en ningún momento. Lancel interrumpió un silencio largo que
ni el fuego crepitando conseguía llenar.
–Laura, lo tengo.
–¿Lo tienes?
Se inclinó hacia mí en ese gesto tan definitorio suyo; abarcándome y contándome un
secreto nuevo mientras me protegía. Me vino de pronto el aroma del mar. ¿Por qué me
había enseñado el mar? Me guardé la pregunta.
–Es una trampa doble–me guiñó un ojo–. Muy astuto. Muy elegante. Si intentas entrar
directamente te seccionará la cabeza.
–Elegantísimo.
Me dio un coscorrón sin miramientos y me observó con un brillo travieso en los ojos. No
había peligro lo suficientemente grande para amedrentarlo.
–¿Quieres ver lo que hay dentro?
–Siempre.
Extendió su mano sobre la superficie de la lámina y la giró de manera antinatural,
trazando un sello de apertura muy lejos de mis habilidades. Mientras, me giré ante
Georgio y su chacha, que seguían tan horrorizados como si hubiéramos escupido sobre
suelo sagrado.
–Última oportunidad para contarnos de qué va esto–dije, musical.
Vera me agarró del brazo y me apartó unos metros, cabreada.
–¿Ves necesario entrar ahí?
–¡No voy a entrar!–repliqué ofendida–. Sólo voy a... echar una ojeada.
–No es seguro–Rex también se había acercado a darme una charla.
–No sabemos nada de quién está detrás de esto–apostilló Vera mirándome profunda–.
Podría ser muy peligroso.
Mentira, yo tenía una idea bastante aproximada de quién lo había hecho. De voz chillona
y vestida como una urraca estirada, si me lo preguntas, aunque saberlo todavía no
conseguía que me importase.
–Tampoco te creas, sólo una miradita no hará daño a nadie–miré a Lancel; estaba casi
listo–. Además podré seguir el rastro mágico hasta el enlace aquí, es decir, al niño.
–Me he perdido cosas.
–El amuleto era un conector entre dos dimensiones, la del espejo y esta–aproveché para
adoptar un tono de conferencia y explicárselo a los habitantes de la mansión vacía–. Algo
desde allí, seguramente una criatura media tipo lamia o fauno o algo por el estilo, intenta
entrar utilizando al niño del hombre-piedra.
El ama de llaves, Derrida, casi me destroza con la mirada. Bueno, quizá me había pasado
un poco.
–En todo caso será más rápido si busco el hilo allí–me encogí de hombros–. Y mucho
más seguro si me dijeran qué tienen encerrado, pero no se va a dar el caso.
Me dirigieron miradas vacuas cansadas de pelear. Me acerqué al espejo.
–Allá vamos–murmuré mientras Lancel se apartaba. Resplandecía de azul y magia.
Y me sumergí en una dimensión extraña de cabeza. Pensar un poco no me vendría mal.

Desde el punto de vista de aquel mundo dentro de los espejos debí de aparecer como
una cabeza flotante de rizos anaranjados, nada más y nada menos. Mi tío se las había
apañado para que surgiera en un sitio medianamente seguro; si yo hubiera hecho el
enlace y el sello habría ido a parar al fondo del mar o a un volcán en erupción.
Era un lugar extraño. Parecía estar en la base de un sombrero de copa negro brillante del
tamaño de un rascacielos, en un prado en el que algunos conejos blancos mataban
pajarillos cuya sangre manchaba su pelaje. Más allá había un laberinto de setos, un
bosque siniestro de árboles semidesnudos y a la derecha un pozo antiguo al que le
faltaban varios ladrillos: el tipo de lugares donde esperas que se haya cometido un
asesinato brutal. Por lo demás era bastante tranquilo, con el típico cielo rojo sangre y los
tres soles de rigor. No sé por qué, pero los magos tendían a andar muy escasos de
imaginación cuando se dedicaban a la terraformación. Extendí con esfuerzo y una letanía
larga los tentáculos de mi mente y pronto encontré lo que buscaba, el aroma
inconfundible de Ergo en aquel lugar. Me aferré a él y entonces sentí como si estuviera
dormida encima de un gigante de roca que se despertaba y era inmenso y era siniestro y
era ruidoso. La presencia se giró hacia mí–metafóricamente, claro; es complicado
ubicarse cuando extiendes tu consciencia con magia–y supe, aquello una pantera y yo un
ratón de campo, que mi mejor opción era replegarme, esconderme y huir para no regresar
jamás.
No fue tan fácil, claro. La cosa había visto en mí una oportunidad perfecta para salir de su
siniestro mundo de sombreros y bosques y no me iba a dejar ir sin luchar. Mi proverbial
habilidad para escapar no bastó esta vez; por mucho que intentara volver al rincón seguro
de mi mente me hostigaba, me perseguía, me impedía el paso y me lanzaba al cielo rojo,
y cuando intentaba dispersarme me acorralaba y trataba de aferrarse a mí como si fuera
una cuerda. Me tenía y no iba a soltarme. Sentí cómo me faltaba el aire y mi cuerpo se
relajaba, preparándose para un nuevo huésped, el poseedor de esa vasta energía
mágica. Ese prodigio.
Entonces alguien tiró y caí a la sala de la chimenea tétrica en la Mansión Caras.
Aunque la gravedad no había hecho nada por mí, ya que la dimensión de los espejos
tenía la suya propia, alguien sí notó que mi cuerpo colgaba como un pedazo de carne
muerta. Derrida, el ama de llaves de Georgio, dirigió su soberbia nariz de buitre a mi cara,
me aferró con vigor y examinó mis ojos y mi aura en busca de señas de posesión con una
profesionalidad y rapidez admirables. ¿Quién era esa mujer?
–¿Qué cojones has apresado ahí?–estaba lívida, temblaba un poco. Vera ya me agarraba
los hombros. Miré hacia el espejo sobre la que Lancel se apresuraba en restaurar el
hechizo original y vi una sombra, un terror sin nombre arrastrándose por los márgenes. Oí
su ulular sombrío. Me humedeció el corazón.
–Lo has encerrado en un espejo, en todos estos espejos–susurré–. ¿Qué clase de
monstruo eres tú?
¿La vieja ganándole mano a mano a la presencia del espejo? ¡Venga ya, eso no se lo
creía nadie!
–Vaya grosería–respondió, altanera–. Lo menos que una esperaría es un agradecimiento,
pero supongo que sería de un idealista subido.
Musité un ‘gracias’ fervoroso. Rex, Lancel y Vera me miraban con preocupación y yo
intenté tranquilizarlos. Mientras, Georgio temblaba y sudaba en su catre.
–Seguía teniendo la esperanza de que se hubiera ido a la ciudad–suspiró con resignación
y pavor. Miró a Derrida por primera vez como lo que era, un padre inválido y
desesperado–. Si lo tiene él no podemos hacer nada.
–¡A menos...–interrumpí–que lleguemos a tiempo para cortar el hilo! Era bastante fuerte,
esa es la mala noticia, la buena es que eso mismo nos ahorrará tiempo.
Y me levanté y caí como un fardo. Las experiencias fuera de tu cuerpo y tu dimensión
cansan, advertencia para navegantes.
–Llama a los hermanos–susurró Georgio de forma casi inaudible.
Derrida me vio en el suelo, agotada, y salió de la sala juzgando que no había peligro para
su amo.
–Dadme un minuto para recomponerme–gruñí, descontenta con mi debilidad.

Seguía el rastro como un sabueso entre pasillos aberrados lleno de espejos cubiertos,
fantasmas rojos que flotaban en las paredes y parecían reír viciosos cuando los
perdíamos de vista.
La casa sonaba. Gemía. Se dolía a cada paso que dábamos en ella.
El entramado del suelo reptaba y escalaba por las paredes hasta envolvernos en un
mundo sin lógica ni espacio. En medio, el hilo, el olor, la sensación de otro sol en mi piel.
Me seguían en silencio. Incluso Georgio, ayudado por Derrida, tropezaba y quebraba su
piel de piedra azabache detrás de mí, dejando migajas meteóricas a nuestro paso.
El camino moría de pronto. El hilo no.
–¿Qué hay detrás de esta pared?–pregunté. No respondieron. Repetí–¿Qué hay detrás?
–Laura–musitó Georgio–. Hace rato que no sé dónde estamos.
–¿Qué? Esto es tu... ¡Oh!–exclamé de pronto, golpeada por un raro rayo de inspiración–
¡Oh! ¡Claro!
Nos encontrábamos al final del pasillo frente a una pared desconchada, corte súbito del
camino. A ambos lados, puertas rojo sangre. Había visto eso antes. Era distinto, pero ya lo
conocía.
–Vera–llamé, señalando la puerta de la derecha–. Ve por allí. Camina recto y grita en dos
minutos.
Asintió, comprendiéndome, e hizo lo que le pedí.
–Lancel, Rex, id pensando en cómo cargarnos la pared.
–¿Qué pasa?–susurró un Georgio lívido a su ama de llaves.
–Ahora verás.
Tras una pausa llena de tensión oímos el grito de Vera, inconfundiblemente desde el lado
izquierdo.
–¡Estamos aquí!–exclamé.
Llegó desde el pasillo principal, como si hubiera vuelto sobre nuestros pasos.
–¿Todo recto?
–Justo como en la fuente carmesí–corroboró.
Lancel alzó una ceja poblada.
–Estamos en un espacio alterado–expliqué al resto–. Imaginaos que la dimensión espacio
es una manta normalmente lisa que tiene una doblez, ¿lo cogéis?
Derrida asintió, mirándome por una vez sin pizca de desprecio.
–Bueno, pues no tiene nada que ver, pero haceos una idea. Es un laberinto en el que
delante puede ser detrás, arriba o abajo–medité un momento–. De hecho, es una pena
que no hayamos aparecido en algún techo.
–¿Y cómo nos podemos guiar aquí?–preguntó Georgio.
–Está hecho–intervino Rex, algo sombrío–¿El rastro es un hilo, no?
Confirmé con un gesto distraído.
–Lancel, ¿puedes tumbar la pared, por favor?
Mi tío se acercó despacio y dibujó con tiza roja una runa diminuta y sus correspondientes
círculos concéntricos y órdenes en idiomas olvidados en el centro del muro. Nos
apartamos y le lanzó desde una distancia prudente la mecha: una pequeña llama verde.
El tabique brilló un momento y se redujo a cenizas dejando en el aire un olor a rosas.
Elegante, simple, magnífico. Lancel tosió con orgullo mal disimulado.
Atardecía cuando llegamos y ahora salía el sol; sospechaba que tampoco el tiempo fluía
con normalidad en ese lugar. En contraste con la mansión pobremente iluminada,
decadente y cansada como un centenario respirando por última vez, lo que había detrás
del pasillo era oscuro, húmedo, pavoroso: escaleras hacia lo profundo hechas de madera
e insectos.
–El demonio siempre está en el sótano–murmuró Vera tocando su cabeza, hombros y
caderas en el pentágono sagrado–. Elohim, líbranos de este cáliz.
Convoqué una pequeña bola de luz que todos siguieron hacia aquella caverna. Lancel me
paró antes de que entrara mientras mordisqueaba un regaliz.
–Hay algo que no le has dicho a Georgio.
No tuve valor para mirarlo.
–Este tipo de alteraciones no ocurren solas, es más, son asaz extrañas. Hace falta un
evento excepcional para que afecte sólo un poco al orden físico.
Le puse la mano en el rostro y tragué saliva. El demonio en el sótano.
–Vamos, camina, a ver si acabamos con esto.

Avanzábamos despacio entre telarañas y crujidos que no auguraban nada bueno cuando
Derrida, de golpe, alzó la cabeza como un. Georgio en sus brazos no hacía más que mirar
con horror ese mundo desconocido en su propia casa.
–Los Merced están a punto de llegar–murmuró ella–. Han cruzado la alambrada, ¿cómo lo
han hecho tan rápido? ¡No han pasado ni veinte minutos!
–El tiempo es distinto también–un escalofrío me recorrió la espalda y me llegó a la mano
marcada. Intenté no pensar en el riesgo–. No tengo mucho, ¿puedes transportarlos aquí?
–Una vez entren en la casa.
Seguimos caminando hasta que encontramos una puerta desvencijada de madera. Un
brillo fantasmagórico se colaba por las rendijas. Vera puso la mano sobre la oxidada
manilla y miró a Lancel, que asintió. No hay peligro. La puerta se abrió rápido, inevitable,
cruda.
Casi no quedaba nada del niño. Alsan Caras era carne desnuda sentada en una silla,
rosa, viva, vibrante como lava. Estaba lleno de callosidades, de burbujas de hedionda piel
muerta, de restos de sangre y negro líquido pastoso. Sus genitales se confundían en
aquella desgracia de piernecitas mínimas. Sostenía de forma milagrosa un espejo brillante
entre manos de dedos indeterminados. Ya no tenía pelo. Y lo peor era que no cabía duda
de que había sido un niño, de que había corrido por los pasillos de la mansión Caras, de
que se había inventado amigos imposibles y mundos de mentira ciertos, de que le había
gritado a su padre y de que luego se habían perdonado. No cabía duda, en fin, de que
había sido humano y ya no. Ahora era un maniquí, un recipiente. Un cadáver lúgubre que
permanecía en pie.
Sus ojos verdes seguían abiertos, estáticos, mirando al infinito sin párpados ni cejas.
Eran, como su boca, aberturas en un mar carnoso, ventanas al interior. Esto hace la
magia. Georgio y Derrida gritaron y se acercaron y lloraron sobre el cuerpo mutilado
impasible del niño.
–Lancel, ¿puedes cortar el hilo?–pregunté con tono neutro.
Negó con la cabeza.
–En este estado lo mataría.
Porque ama las causas perdidas, mi tío se acercó al pequeño espejo por el que se le
escapaba la vida a Alsan Caras. Estiró el brazo y posó suavemente la mano sobre él.
Como si hubiera cambiado la composición del aire, noté su magia furiosa vibrando y
tratando de eliminar lo que fuera que estuviera allí. Derrida y Georgio lo miraron
destrozados y él, sin cambiar su expresión de halcón calculador, igual que siempre, lo dio
todo en silencio. Puso sobre el espejo hasta la última pizca de su considerable poder
anciano. Como si una campana se rompiera, el acopio de fuerzas de Lancel se deshizo
con un sonido agudo y claro.
Se escurrió hasta caer al suelo entre su túnica azul. Me acerqué y comprobé que sólo
había sido el cansancio con la misma expresión de neutra cortesía y me dirigí a Georgio y
a Derrida. Iba a hablar cuando una furibunda Vera se me adelantó, un amasijo de
lágrimas de rabia y pelo rubio.
–¿A quién tenéis ahí?–nadie respondió, claro.
La Marca me dio una pequeña punzada de dolor a través de la venda anestesiante.
Apenas me quedaba tiempo. Los sollozos de Georgio se hicieron más fuertes mientras se
abrazaba al cadáver vivo de su niño y le pedía perdón.
Con un grito, el ama de llaves abandonó su postura de urraca llorona y, haciendo gestos
mágicos que se me escaparon, concentró una cantidad de energía tan grande que incluso
Rex notó que el aire de la habitación oscura temblaba. Le cogí la mano a mi amigo y fue
el único gesto de debilidad que me permití. Derrida se dirigió hacia el espejo y toda la
fuerza que había amontonado, ese algo intangible, se deshizo al contacto con el cristal.
Casi me pareció oír una risa siniestra. Entonces, perdió el control.
Apartando a Georgio de un golpe, empezó a descargar todo lo que pudo sobre el espejo.
Creó martillos de aire, bolas de fuego, cuchillas, lanzas, guadañas y golpeó, golpeó con
cada vez más saña y desesperación hasta que, con un grito horrible, cayó y ya no se
levantó. Desesperado. Noble. Y para nada.
Vera se tapó la boca con la mano y yo puse las mías sobre los hombros de Lancel. Rex
callaba, con la cabeza gacha. Era demasiado atroz, demasiado inhumano para hablar.
Georgio, arrastrándose patético al lado de su hijo, se arrancó una piedra larga y negra del
brazo con evidente dolor y la acercó al cuello del pequeño monstruo. Las lágrimas fluían
como un río por su lado derecho. Temblaba. Derrida cerró los ojos.
–¡¿Qué haces?!–chilló Rex.
–¡No te metas!–Derrida contestó despedazada.
Los labios de Georgio se curvaban, deformados por un dolor insufrible. Dioses, lo iba a
matar para impedir que el horror de los espejos volviera. Iba a asesinar a lo que quedaba
de su hijo. Le tocó la cara con la mano buena, tierno y triste, y entonces me di cuenta del
humo blanco y el olor a carne quemada que habían inundado la sala desde que llegamos.
El niño ardía por dentro. El padre se quemaba, ampollas como dedos se formaban rápido
en su mano.
–Adiós, cariño–susurró como pudo entre la pena. Supe que hasta que muriera reviviría
ese momento una y otra vez, el calvario y el pesar y el filo de su propio cuerpo maldito
matando a lo que más quería en el mundo.
Aparté la mirada. Pensé en Alicia. Oí el chapoteo de la sangre y el llanto del padre.
Georgio se desgañitaba en el suelo. Había perdido a su hijo dos veces.
El espejo cayó y se rompió.
Ojalá pudiera decir que volvimos sobre nuestros pasos, encontramos a los Merced, me
quitaron la Marca y los dejamos tranquilos con su dolor para no volver jamás a Ergo. Es
más, ojalá os dijera que el niño abrió los ojos y volvía a ser él mismo y estaba bien y Alsan
y Alicia pudieron escapar junto a nosotros de esta ciudad tan malvada como la luna que la
mira y ríe. Creedme, sería mucho más satisfactorio, pero sería mentira. Ojalá estuviera
aquí para contar una mentira.
Pasó un minuto entero sin que nadie dijera o hiciera nada, paralizados por el dolor y la
incredulidad.
Y entonces el niño muerto se levantó de la silla.
Su carne aún temblaba y era un fluido cambiante. Con el cuello rajado esa boca sin labios
sonrió amplia, espeluznante. Sus ojos eran blancos y profundos como la leche aguada.
Sus manos se estiraron y movió los dedos, dedos viejos. El pelo creció. Una túnica gris lo
cubrió. Ganó altura y peso, y poco a poco su piel fue dejando de borbotear. Las arrugas
se dibujaron en un instante. No era un engaño, no era una visión; la carne realmente
mutaba. Con los ojos cerrados aspiró aire, aspiró vida, y dirigió el rostro ciego hacia
Georgio, que se dejaba el alma y la roca en llanto a sus pies. No había emoción alguna
en él. Con un pisotón, destrozó el rostro del último Caras, que quedó congelado para
siempre en una expresión a medias de la pena más honda que he visto. Derrida aulló y,
sin fuerzas para lanzarle más magia, nos empujó hacia la puerta. Yo ayudé a un
confundido Lancel a levantarse y me di la vuelta para mirarlo.
Se alzaba, libre al fin, en la sangre de Georgio. Palpaba su rostro aún sin vista
asegurándose de que todo estaba bien. No necesitaba ojos para ver. Dirigió una nariz rota
hacia mí. Era alto y fornido, antiguo y firme. Una barba cerrada, plateada como un
cuchillo, ocultaba el rostro anguloso pero no disimulaba la cicatriz que le atravesaba el
párpado izquierdo en vertical, una fina veta roja que cruzaba su mejilla flaca y arrugada.
Sé que me miró como un gigante miraría a una mosca, como un ser ancestral de las
profundidades miraría a una gamba. Supo que estaba ahí y no le importó. Abrió los ojos y
aún no tenía ojos, se formaban rápidamente con hilos de tejido que se entrelazaban.
Primero las pupilas, puntos negros en medio de un océano de blanco ajeno. Iris violetas,
alienígenas, amenazadores.
Sus labios gruesos sonrieron con franqueza.
Lancel, pálido, me golpeó el hombro y me instó a que huyera. No estaba a más de cinco
pasos de ese hombre terrorífico.
El espanto alzó la mano y me despidió con un gesto informal y una voz grave que venía
de otro mundo más cruel.
–Podéis correr si os hace sentir mejor.
10
EL PRIMER TRUENO

Alcanzamos a Vera, Derrida y Rex antes de que llegaran al final de las escaleras. Aparte
de distintos grados de palidez cadavérica y de recuerdos que los acosarían toda su vida
estaban bien, y di gracias a todo el panteón de Ergo por ello. Comprobé mientras
corríamos que la alteración del espacio-tiempo se había desvanecido y las ventanas me
mostraban un atardecer anubarrado siniestro que marcaba mi muerte como un reloj
oscuro. Había pasado un día desde que entráramos en la mansión Caras. ¿Qué es un
hogar sin la familia que lo habita?
Sé que aquel sitio tenía algo de fósil triste, de musgo que crece en una estatua antigua,
de caparazón hueco. Se parecía a Ergo.
–¡Derrida!–exclamé mientras trotaba, sin aliento–¡Los Merced!
Ella me miró confusa y yo levanté la mano. Pareció darse cuenta de que mi hora se
acercaba.
–¡En la entrada!
Sentíamos en la nuca una respiración ajena, los ojos del cazador sobre nosotros, una
presencia sobrecogedora que reía con el viento y se movía con los sonidos de la mansión
muerta. O tal vez fuera sólo nuestra demasiado estimulada imaginación, pero corrimos
como si fuera verdad y eso fue lo que contó al final.
Atravesamos el ala este esperando morir con cada segundo nuevo. Los pies se hacían
pesados. Olía a quemado y aún podía escuchar el horrible sonido de Georgio quebrarse
como si nada, como una llama que se apaga, como un plato que cae y se rompe, con la
misma irrevocabilidad, la misma sensación de que era más sencillo de lo que queríamos
creer. Como es natural, esta línea de pensamiento era muy deprimente; me consoló
pensar en que ese tipo del sótano nos destruiría antes de que pudiera plantearme
cualquier otra cuestión filosófica.
Llegamos al hall, más tenebroso que nunca con su suelo ajedrezado y su falta de
muebles, y abrimos la puerta. Ben, Antón y Jora nos miraron con fastidio sentados
tranquilamente, fumando en las escaleras. Dejé a un Lancel débil con Rex y miré a Vera,
que asintió. Supe que si era necesario rompería su promesa. Los hermanos nos miraron
como si tuviéramos la peste. Hacía demasiado tiempo que no tenía la oportunidad de
humillarlos en una lucha justa.
–¡Llevamos horas aquí!–gruñó Antón con su sensibilidad característica.
–¿Dónde está la daga?–pregunté sin más miramientos acercándome a Ben y poniéndole
la mano maldita en su rostro de desequilibrado–¡Sácame esto!
El aire llevaba un salmo cruel, o eso me pareció. Jota iba a darme una agudísima réplica,
estoy segura, cuando todos fuimos absorbidos por la puerta abierta de la casa. Era
tornado y huracán, un remolino de viento que nos lanzó y nos sacudió a través de las
estancias de la mansión hasta llegar a la sala de la chimenea de Georgio. Su catre con el
gran cuerno roto seguía allí, triste recordatorio de su desaparición, y a Derrida se le
llenaron los ojos de lágrimas y enterró la cabeza entre mis brazos. Vera le pasó una mano
por encima. Sollozaba lenta pero incontenible, perdida toda esperanza.
Rex se levantó el primero sin importarle aquello de su extremidad desaparecida.
–¿Estáis todos bien?–preguntó. Nos fuimos alzando como banderas arrugadas mientras
asentíamos.
Vi la daga en el suelo. Me agaché rápidamente y se la arrebaté a Jota, que había tenido la
misma idea. Serpiente lista. Me saqué la venda anestesiante y casi caigo al suelo del
dolor.
–¡He cumplido mi parte!–exclamé–¡Derrida os lo puede confirmar! ¡Ben, sácame la Marca!
–Laura, tenemos que salir de aquí–murmuró Lancel–. Tenemos que salir ya.
–¡Tengo que acabar con esto!
Me acerqué a Ben y a sus ojos de pez sin vida. Le puse a Esnec, la daga maldita, en la
mano, y me la acerqué a la palma antes de que nadie pudiera decir o hacer nada.
Los momentos siguientes fueron muy confusos para todos. Mientras el filo avanzaba
hacia mi carne se escuchó claramente cómo los cráneos de Jota y Antón estallaban el
uno contra el otro. Lancel y Derrida gritaron y, cada uno por su lado, levantaron hechizos
de barrera que supongo que nos salvaron la vida. Ben giró la cabeza, confuso, sin
identificar el ruido, y chilló como un perro hasta que sus pulmones se quedaron sin aire.
Literalmente, pues dejó de emitir sonidos, de respirar. La vida se le escapó rauda e
incontenible.
Me miró horrorizado y cayó hacia mí, clavándome la daga en la palma de la mano. Me
atravesó de parte a parte y fue una descarga eléctrica que me hizo caer con el cuerpo del
hermano loco encima. Así murieron los Merced, rápidamente y casi sin importancia.
Pensé de pronto en todas las veces que los perseguí, en la importante parte de mi mundo
que representaban, en la sorprendente pena que me asaltaba tras su muerte a pesar o a
causa de odiarlos con todas mis fuerzas. Eran mis rivales y habían expirado en un
instante. Supongo que fue miedo. Nadie debería poder hacer algo así de manera tan fácil.
Y nadie entró por la puerta con calma.
–Siento este desastre–se disculpó tranquilo, refiriéndose a los charcos de sangre densa y
brillante y a los despojos de los hermanos.
Nos quedamos quietos, incapaces de movernos. Todos menos Lancel.
–Dozo de Aritania–murmuró.
¿Dozo de Aritania? El nombre me sonaba, pero no conseguía ubicarlo. Aproveché el
aparente respiro para sacarme la daga con cuidado. La piel se escamaba rápidamente,
rechazando la maldición antinatural. Estaba salvada. Estaba salvada. Estaba salvada
unos minutos más, hasta que el loco de la barba y la túnica nos destruyese en un
parpadeo.
Rex y Vera se colocaron a mi lado, inspeccionando la herida. Dejé que sangrara,
temerosa de que un sortilegio de cura restituyera la Marca. Era una suposición
seguramente errónea y algo estúpida, pero mejor prevenir. Derrida, el ama de llaves de un
muerto, seguía llorando en el suelo, muy digna, murmurando frases optimistas como ‘ya
no hay salvación’, ‘este es mi final’ y cosas por el estilo.
–¿De qué lo conoces, Lancel?–preguntó Vera.
–¿Por qué seguimos vivos?–gruñó Rex a la defensiva.
Dozo se sentó en el antiguo catre de Georgio y acarició el cuerno roto. Si no hubiera tres
cuerpos en el suelo habría parecido que estábamos charlando con un viejo conocido, y el
contraste entre la absoluta afabilidad del hombre y su elevada capacidad de matar sin
siquiera moverse fue lo que me provocó un pavor cerval que se agarraba a mi estómago
como una garrapata.
–Bueno, Lancel, a ti ya te conozco–empezó el mago después de un silencio cortés
aterrador–¿Quiénes te acompañan?
Lancel mantenía bien el tipo. Lo miraba con seriedad y me imagino que preparaba todos
los encantamientos defensivos que conocía entretanto.
–Mi sobrina Laura y sus amigos Rex y Vera–nos introdujo y el hombre saludó a cada uno
con un movimiento de cabeza. La cicatriz de su ojo izquierdo refulgía al compás del fuego
de la chimenea–, y Derrida, el ama de llaves del difunto Georgio.
Un pequeño matiz acusador en ‘difunto’. Dozo chasqueó la lengua.
–Sí, lo de Caras. Es una lástima que no pueda consentir que siga viva mucho más,
Lancel. Demasiado tiempo en un mundo extraño para perdonarlo.
–Te has vuelto muy frío–mi tío parecía sorprendido.
–Ni te lo imaginas.
Su voz grave retumbó en la sala lúgubre. Nos estaba midiendo.
–Él es Dozo de Aritania–nos lo presentó Lancel, formal, como si hubiera repetido muchas
veces los títulos de aquel hombre–. Teniente del Imperio Vespa en la única Gran guerra,
antiguo jefe de la orden mágica de Ergo, archimago, sumo arquitecto de Ergo, Gliese-al-
Rho, el asesino del leviatán de Glaston, amigo de los elfos de los bosques del sur, el
Contemplador, el amo de Ara, destructor del país sin lluvia, el terror púrpura...
Lancel fue dejando que su voz cayera. Durante su discurso Dozo nos miraba con gesto
serio, en silencio.
–Es uno de los magos más notables de la historia y mi maestro.
Ah, de eso me sonaba. Un nombre más en los libros de Lancel, una figura brumosa en
sus anécdotas que había salido de sus recuerdos para matarnos a todos.
Vera estaba asombrada.
–¿Tu maestro? ¿Cómo?
–Algunos magos pueden envejecer más lentamente que la mayoría. Otros, mucho más–
contestó con un hilillo de voz Lancel. No quería imaginar lo que pasaba por su cabeza.
Literalmente era un fantasma de su pasado que quería asesinarlo.
–Pero aún así–protestó mi amiga, decidida–. Si es quien dices que es no debería parecer
mucho más joven que tú, y podrías ser su padre.
–Es mucho mejor mago de lo que yo jamás podré soñar–casi no se le oyó. Esa cura de
humildad por parte de Lancel era extraña, y el horror de mi estómago creció un tanto.
–Pero eso es bueno, ¿verdad? Quiero decir, es tu maestro, seguro que tiene una
explicación para todo...
–¿Para matar a un niño pequeño, a su padre inválido y a tres personas que no conocía de
nada como si le diera igual?–Rex respiraba con fuerza–No hay razones. ¿Vamos a salir
vivos de aquí?
–Me temo que no–dijo Dozo con neutralidad mientras sacaba el cuerno de la cama y se lo
ponía en el regazo. Jugueteaba con él.
–¿Por qué?
–Porque me habéis visto y no me conviene que nadie sepa lo que ha pasado en esta
casa.
–¿Y por qué seguimos vivos?
–Quería saber qué había sido de mi pupilo–lo miró con ojo clínico–. Jamás te había visto
en peor forma, Lancel.
Mi tío agachó la cabeza, sumiso. Siempre había dicho que su maestro fue un buen
hombre. Dozo dirigió su mirada hacia mí. Era un dios primitivo invencible, un alienígena
de una especie superior. Me sentía pequeña y no me gusta sentirme pequeña.
–Tú debes de ser Laura Zafiro, ¿me equivoco?
–No.
–Tu padre era un gran hombre.
–Eso me cuentan, sí. Él querría que nos dejases en paz.
–He oído hablar mucho de ti desde el otro lado. Perdona mis modales, pero necesitaba
salir como fuere y me pareció una manera limpia.
–Oh, perdonado, como si no hubiera ocurrido. Podrías mostrar tu arrepentimiento
dejándonos marchar.
–No puedo hacer eso–esbozó una pequeña sonrisa–. Ni siquiera por mi aprendiz, me
temo.
–¡Menuda lástima!–dije con énfasis burlón. Aproveché para colocarme la venda
anestesiante, ya que mi mano despertaba y empezaba a molestarme con un dolor
intermitente. Podía oír en mi cabeza la bronca de Lancel sobre tratar con cuidado al
enemigo, lo cual era maravilloso porque quizá tuviera problemas para escucharlo después
de muerta–. No le diríamos nada a nadie, si sirve de algo.
–No sirve de nada.
Derrida se levantó y avanzó hacia él a pesar de que Vera y Lancel la intentaron detener.
Exclamó algo en una lengua muerta y una bola de fuego impactó contra la cara de Dozo.
Un hechizo digno de la verbucum más mala, debía de estar en shock como mínimo.
Cuando el humo se disipó vimos que ni lo había tocado. Él inspiró con más fuerza por
unos segundos y no me pasó desapercibido. Curioso.
–El único motivo por el que sigues viva es que podría excederme con la fuerza del
hechizo y matarlos a todos–le dijo con una frialdad apabullante. Derrida cayó al suelo de
rodillas.
–¿Cómo acabaste en los espejos, Dozo?–pregunté. Ya casi éramos íntimos.
–Un asunto que salió peor de lo previsto, aunque ya casi he tomado mi venganza por eso.
–¿Casi?
Señaló con la cabeza y absoluta economía de movimientos a Derrida. El ama de llaves
nos miró y suspiró, llorosa. ¿Por qué esa lentitud? ¿Por qué hablar con nosotros cuando
no le aportaba nada? ¿Por qué seguíamos vivos? Una idea se empezó a formar en mi
cabeza, pero necesitaba probarla.
–Cuéntales lo que pasó, Derrida–dijo con voz de terciopelo. ¿Por qué ganaba tiempo?
¿Qué tenía que perder?
–Hace quince años el padre de Georgio le pegó una paliza brutal–susurró Derrida,
obediente, manoseando su vestido negro–. Lo hacía una y otra vez. La noche en que
Alsan nació él entró en el paritorio, en la habitación de la señora Dana. Máximo Caras no
era un buen hombre, ¡no lo era! Amenazó con llevarse al niño si Georgio volvía a
desairarle. Dijo que sólo sabía gastar, que no valía la mitad que él. La discusión subió de
tono y se golpearon, allí mismo, enfrente de la mujer recién parida. Todos salimos con
miedo de los dos, de lo que pudieran hacernos si nos metíamos en medio. Antes había
más sirvientes aquí–hizo una pausa–. No sabemos qué sucedió en esa habitación pero
ambos salieron ensangrentados y heridos y Dana estaba muerta.
Dozo acariciaba el cuerno grabado y respiraba despacio, amenazador. Rex se enjugó una
lágrima indiscreta. Le cogí de la mano buena. De nuestras manos buenas.
–Georgio salió de la mansión pálido. Había rumores, rumores de un hombre que llevaba a
cabo cualquier tipo de encargo. Él sabía que no me lo podía pedir a mí, yo no podría
haber... No sé cómo lo encontró, pero trajo a este hombre–señaló a Dozo con manos
flacas y temblorosas–. Las vigas rechinaban sólo con su presencia. Mataron a Máximo
aquí mismo, sin pensarlo ni un momento. Había sangre por todas partes, un lago en...–
dejó de hablar–Entonces Georgio se negó a darle su pago.
–¿Cuál era su pago?–murmuró Vera, sobrecogida.
–¡El cuerno, ese cuerno de invocación antiguo que estaba cogiendo polvo desde no se
sabe cuánto tiempo en el desván!–sollozó Derrida–No quiso dárselo, le dijo que valía
más. Y él le tiró la casa encima, aplastó su cuerpo y lo sopló. El sonido...–enmudeció de
nuevo–no se parecía a nada que hubiera oído nunca. Sonó como un animal inmenso y
viejo. Georgio... él me había dado instrucciones al llegar, un hechizo muy concreto que
había encontrado en uno de los antiguos libros. ¡No sabía lo que hacía!–se justificó–¡Yo lo
ejecuté y el gran espejo de la sala lo absorbió y se partió en millones de pedazos que
destrozaron aún más a Georgio...!–tragó saliva–Pero eso no fue lo peor.
–¿Qué pudo ser peor?–dije con un nudo en la garganta.
–Georgio seguía vivo pero estaba destruido. Aplastado, cortado... No aguantaría mucho.
Así que bajé los restos de Dana. No podía dejarlo morir. No podía. No podía. Así que lo
reparé.
–¿Cómo?–preguntó Vera suave y temblorosa. Miré a Lancel. Ambos sabíamos la
respuesta.
Derrida inclinó la cabeza hacia el suelo y grandes lágrimas grises cayeron al suelo. Un
hilo de triste saliva burbujeante bajó de su labio inferior y tembló, hipando e inspirando
descontrolada.
–Usé los cuerpos de su mujer y de su padre para repararlo–gimoteó–. La piedra negra no
era, no era piedra... ¡Era su familia!
Lloriqueaba en el suelo. Callamos, impresionados.
–Nunca debí haberlo hecho.
–Ahora está muerto–susurré–. Ya no importa.
–¡No!–me interrumpió–No ahora. Murió hace quince años y su cadáver nunca me perdonó
que no lo dejara ir. Fui demasiado cobarde. Aún ahora podía sentirlo en mi nuca,
culpándome–bajó el tono y casi no pudimos escucharla–. Por lo menos pararán de
mirarme esos ojos odiosos.
Dozo de Aritania la miraba con esa expresión levemente reprobatoria en los labios,
inclinado hacia nosotros en el catre miserable. ¿Por qué no intervenía? ¿Por qué dejaba
al ama de llaves derrumbarse así? ¿Por qué seguíamos vivos aún si clamaba callado que
debíamos desaparecer?
–Derrida–me agaché mirando al archimago y la tomé de la mano con suavidad. Recordé a
Yu y sonreí–. Hace dos semanas me dijeron que iba a morir. Me dijeron que buscara una
señal, dos golpes y un cristal que no se rompe, y me dijeron que sería pronto. No sé tú,
pero aquí no veo cristales–me miró con extrañeza y yo bajé aún más el tono–. Yo también
me sentí culpable mucho tiempo. He cometido errores que creía que me perseguirían
hasta la tumba también. ¡Pero que me entierren aquí si voy a aceptar que no los puedo
arreglar!
La ayudé a levantarse y me dirigí al hechicero gris. ¿Por qué tanta pompa? Descartando
lo imposible encontré una verdad improbable. Todo encajaba de repente y las palabras
querían huir de mis labios. Desde el primer momento era imposible esa fuerza
omnipotente y neutral, esa tranquilidad. Las miradas de superioridad calculadas, el miedo
irracional medido. Del infierno vienen buenos actores.
–Dozo–anuncié–. Si creías que nadie se daría cuenta, lo siento porque estás equivocado.
Sé lo que nos quieres ocultar, chico malo.
Lancel me observaba con los ojos desorbitados.
–¿Eso es cierto?–su voz tenía un tinte de intranquilidad, una inflexión de esperanza–
Reconozco que tengo malos pensamientos.
–Más que malos pensamientos.
–Sí, mucho más–sus ojos brillaron con el peligro. Pronunciaba lento, con gran esfuerzo,
como si fuera un reflejo de sí mismo–. Parece que después de todo sí mereces que te
llamen detective, Laura Zafiro. ¿Cómo te diste cuenta?
–¿Cuenta de qué, Laura?–Vera no tenía ni idea. Lancel intentaba aguantar el miedo sin
éxito, reducido a un pobre viejo tembloroso. Rex permanecía a mi lado, fuerte y despierto.
–La dejaste hablar–sonreí un poco–. Todos nosotros temiéndote a ti, capaz de asesinar a
tres personas sin descolocarte un pelo, capaz de juzgarnos, tan neutral, tan calmado, tan
tranquilo que incluso nos permitiste charlar. Todo bajo tu mirada. Debe de gustarte pensar
que estás por encima de nosotros...
–Laura...–intentó interrumpirme Lancel. Pero yo no me dejé, estaba embalada. Los
cadáveres del suelo, ya no mis enemigos, sólo víctimas, esperaban que los vengara.
–...que no podemos ni imaginar lo que pasa por tu cabeza. El gran dios del mundo de los
espejos, el mago antiguo, el despiadado. Pues sorpresa, cariño. Te he resuelto en un
momento, manipulador de mierda. Diles la verdad, Dozo–exclamé–. Toda la magia tiene
un precio, y tú tienes un nuevo cuerpo pero fuerza vieja, creíste que todo seguiría tu
plan... Déjame decirte algo, no he vivido mil años pero he visto un par de cosas–me
hervía mi sangre cobarde. Un poco más y quizá habríamos muerto todos a sus manos–.
No somos cualquiera y fue un error subestimarnos. Nunca creerías lo que hemos hecho.
Vimos caer la magia en la última ciudad. La vimos descomponerse. Volé con ángeles
sobre los edificios de Ergo. Navegué en ilusiones de un mundo mejor hechas por un loco
y salí por mi propio pie. Lancel acabó de una pieza la Gran guerra y ayudó a construir las
últimas ciudades. Firmó la Declaración de la Burbuja. Es uno de los antiguos grandes
hechiceros–se me empañaron los ojos porque estaba viva y quizá lo seguiría estando al
día siguiente. Alicia, espérame, pensé. Espérame–. Todas las bandas callejeras de la
ciudad se espantan con sólo oír el nombre de Vera. Rex venció al último gran espadachín
y salvó a una docena de profetas y profetisas de los monstruos de las horas ¿Y crees que
no nos daríamos cuenta de que apenas puedes caminar? Llevas más de diez años en
una dimensión ajena, cariño, eras menos que una sombra ¿Crees que aunque finjas estar
por encima no sabríamos que después de cambiar de cuerpo, de huir de otra dimensión,
de aguantar nuestros ataques y de arreglar el espacio y el tiempo en esta mansión estás
agotado? No sé hasta dónde llegará tu poder cuando puedas recuperarte pero estoy
segura de que en este momento nos temes. Esperas–aspiré; si estaba equivocada estaba
muerta–recuperarte lo suficiente para acabar con nosotros. Esta es la verdad sobre tu
maestro, Lancel, esta es la verdad sobre el asesino de los Caras, Derrida: es un farsante
que nos ha manipulado, que está ganando tiempo para poder matarnos, pero no te lo voy
a permitir.
No fue nada demasiado espectacular; sólo se me ocurrió otra bola de fuego con mis
palabras viejas de verbucum del montón. Ojalá hubiera sido mejor maga, habría
convocado algo más portentoso. Con la ayuda vacilante de Lancel y firme de Derrida creé
con esfuerzo una esfera de lumbre enorme de llamas naranjas y amarillas que danzaban
en mi mano. Lo amenacé con ella.
Dozo rió suave y me ofreció una sonrisa larga y oscura como una cicatriz entre la barba
plateada. Los ojos hundidos en el rostro brillaban purpúreos entre sombras de locura.
Aplaudió dos veces y el sonido llenó la sala como un líquido. Entonces allá a lo lejos, en
el pasillo, entreví un espejo cuyo cristal tembló pero no se rompió. No puede ser. No
puede ser. No ahora. Dozo de Aritania, petulante, astuto, había prestado atención a mis
palabras; me dedicó una mirada victoriosa que hablaba de profecías cumplidas y de
miedos renacidos, pero no me amilané. Aguanté sus ojos aunque por dentro temblara.
Mamá estaría orgullosa si caía allí, luchando por el futuro.
–Muy bien, Laura Zafiro, parece que no eres totalmente subnormal. Te reconozco como la
mejor de las hormigas.
–¿Qué?–intenté mantenerme digna.
–Aún débil no creas por un momento que puedes equipararte a mí, mequetrefe. Tengo
rabia de quince años de encierro–gruñó por primera vez y miró a Lancel–. Siempre fuiste
una decepción, no debería extrañarme.
Noté cómo la energía que mi tío aportaba descendía vertiginosa, como si hubiera caído
en un barranco de maldades.
–No lo escuches, Lancel–dije–. Está intentando usarte.
–No me gusta decir adiós, pero a vosotros os lo digo con ganas.
Con visibles dificultades se levantó, apoyándose en la cama e invocó con una sola mano,
entonando una letanía monótona, un remolino de desequilibrio natural como nunca había
visto que se condensó en un rayo que agarró sin temor. Liberaba vapor en su mano. Insté
a mis músculos agarrotados a esforzarse al máximo. ¿Cómo sería el mundo de Alicia si
este hombre salía de la mansión Caras con vida?
–¿Acabamos con esto?–preguntó con elegancia.
Rex y Vera me miraron, sólidos. Confiaban en mí. Derrida y Lancel pugnaban por usar
cada ápice de su fuerza en ese ataque, quizá mi último embate. Pero la profecía no decía
nada de ellos; esperé desesperada que por lo menos se salvaran mientras pensaba en
una pequeña carita rubia que puede que me perdiera ese día. Rogué por algo más de
tiempo, por poco que fuera.
No sé quién embistió primero.
No sé si Dozo de Aritania se dignó siquiera a mirarnos.
No sé qué sucedió después del destello cegador que nos acogió a todos como una madre
acoge a sus hijos cansados del viaje.
Sé que la casa cayó. La vieja madera se astilló y voló lejos, los pilares cedieron y la roca
se quebró. Los cascotes llovían como ceniza de mundos antiguos. Se hundió sobre
nosotros, se desmoronó bajo la luna burlona que salía y cantaba sobre la última ciudad.
Y recuerdo como si lo estuviera oyendo el sonido del trueno, el primer trueno, justo
encima de nuestras cabezas. El trueno que lo devoró todo y retumbó con la voz de mil
trompetas sagradas, de mil cascadas furiosas, de mil volcanes estallando.
Al final, pensé en Alicia.
10.5
ÉXODO

Estas son las averiguaciones de Myrddin Emrys, el druida en la central de Ergo, el nacido
sin mácula, el enviado de Yol, el matador de Izra’il, la llave de Picomuerto, Lagosaña y
muchos otros títulos inútiles que de poco me sirvieron cuando las ciudades empezaron a
caer. He vivido milenios, la guerra silente en Inderia, la desaparición del Giallo, la Gran
guerra. He visto lo que el megi podía hacer y he comprendido que nunca debemos crearlo
de nuevo. Soy de los pocos archimagos que sobreviveron a la llamada de los Diez, he
firmado la Declaración de la Burbuja y vencí en la batalla del Eje. Conocí a Numu y lo vi
morir. Los netamianos me concedieron el título de ‘Chae ma kon’, más que un hombre. Y
tengo poca paciencia, así que cuando me molesto en investigar y escribir algo espero que
se le conceda la debida atención.

Encontré la manera de obtener una semilla de la encina blanca poco antes de que la
situación en Ergo se volviera insostenible y fue por medio de una chiquilla singular, Laura
Zafiro, una de las detectives sobrenaturales que parasitan el último refugio. Me vino
referida por un colega apreciado, Yu Chi Hao, netamiano, hechicero y dueño de una
tienda de animales al norte del barrio de los libreros. Tiene unas notables conexiones con
el exterior que fueron muy útiles a la hora de organizar el traslado de una buena porción
de los habitantes de la segunda ciudad. Zafiro, a pesar de una irritante tendencia a la
grosería y unas habilidades mágicas que rozan la subnormalidad, es más de lo que en
principio su condición femenina debería permitirle. Había oído su nombre alguna otra vez,
ya fuera relacionado con los sucesos de los tigres del hielo o con la fallida invasión de los
monstruos de las horas. Sé, además, que tenía cierta amistad con Lora, la profetisa, que
ya se ha adelantado en nuestro periplo hacia el oeste. Impaciente mujer. Zafiro me vino a
presentar un amuleto de Siracusa y se trajo consigo a Rex, que supongo será su amante;
fue lo que despertó mi interés, pues la pusilánime guardia de Ergo lo había encarcelado
acusándolo de destruir la prisión de Cerrada, liberar a cientos de criminales y, en fin,
condenarnos a todos.
Repito la estructura básica de una prisión en las doce ciudades, por si lo que esto implica
no es comprendido.
Además de una retención física clásica–barrotes de hierro pulido con hechizos de
fortalecimiento, cadenas de plata y aislamiento individual de todos los presos en
habitaciones diminutas–hay tres niveles distintos de protección mágica. Uno, el más
visible, hechizos rituales de retención, tanto verbales como no verbales, en runa y papel.
Dos, una red de vigilancia con pequeños pájaros chivato que yo mismo ayudé a
desarrollar, además de un sistema cerrado de cámaras que ha sido imposible implantar
en Nueva Cerrada porque ya no disponen de ninguna y el conocimiento de la electrónica
se ha perdido, tal vez para siempre y tal vez para mejor. Y el tercero sólo viendo un plano
de Ergo podría saberse, pero Cerrada tiene la forma de una estrella de seis puntas y por
tanto se crea fuerza mágica suficiente para mantener un hechizo-barrera que sólo debería
dejar pasar a los marcados por los guardias.
No sería muy difícil saltárselo con uno o dos compinches dentro y siendo un mago
competente, pero hay dos hechos que me extrañaron en grado sumo en este caso. Uno,
que no fue una huída sigilosa sino una enorme deflagración de origen evidentemente
mágico que derritió varias celdas y a cinco ocupantes, desequilibrando los sistemas de
defensa y arrancando media esquina de la enorme estrella de seis puntas de cuajo. Y
dos, que el “culpable” es un nullum, uno de los pocos pobres inútiles sin pizca de magia.
Fue la mayor desgracia desde que cayó el Fulgor, pero Zafiro no me parecía el tipo de
mujer que ayudaría a un criminal demente, ni infatuada. Empero ese parecía ser el caso,
así que decidí vigilar a la disfuncional familia que mantenía a pesar de las advertencias
del noble e ingenuo A, y cuál sería mi sorpresa al encontrarme una fuerza mágica rotunda
latente en la casa de Lancel Zafiro. Descarté enseguida que procediera de cualquiera de
los Zafiro y me centré en investigar a la niña de la que emanaba. Al principio la creía hija
de la detective, pero un rápido análisis de aura–la suya era amarilla y cálida como un
pequeño sol, y olía a viaje y a puentes por cruzar–me confirmó que nada tenía que ver
biológicamente con ella.
A partir de ahí he entrevistado–lo recuerden o no–a los pocos miembros de la guardia
vivos que recuerdan los hechos de hace un año, a los que estaban a cargo de la prisión
ese día, a varios de los criminales patéticos que fueron liberados y a los que conocieron a
la hermana Flex y su terrible destino y he reconstruido los hechos.

Como todo el que haya vivido en los últimos dieciocho años en Ergo sabe, las calles de la
última ciudad son refugio para una cantidad triste de niños sin hogar, ya sea porque
fueron abandonados o porque sus cuidadores han desaparecido en una refriega
cualquiera. Pequeños pececillos ahogándose fuera del agua.
En algún momento de su primer año de vida, Alicia Zafiro–a falta de otro apellido mejor–
fue dejada a cargo de la hermana Flex, una druida creyente en la Madre que acogía
desinteresadamente a los pequeños vagabundos y les daba un hogar, una pequeña casa
de piedra en las lindes de la Floresta Umbría. Allí vivió hasta los siete años, y los que la
recuerdan en esa época hablan de una pequeña feliz y despistada. Un drogadicto
aficionado a las hierbas dementes que había conocido a la hermana me habló de un
episodio que protagonizó la pequeña a los tres años que avivó mi interés.
Parece ser que la descubrieron sentada en la pequeña hoguera que utilizaban para
calentarse en los inviernos ingratos de la ciudad. Estaba allí, me dijo el hombre, riendo y
comiéndose las flamas como si fuera lo más natural del mundo. Para los no-iniciados, la
magia del fuego es, con toda seguridad, la más difícil de dominar, y hasta a los más aptos
les lleva decenios poder caminar sin miedo entre la más pequeña lumbre. En los tiempos
antiguos, cualquiera con esa clase de predisposición sería llevado a una de las grandes
universidades del imperio Vespa e instruido en todas las formas y usos de la magia hasta
que se convirtiera en uno de los grandes hechiceros de su tiempo, pero esto es el nuevo
mundo, me temo. Lancel Zafiro, uno de los grandes arcanos vivos, debe saberlo, o
intuirlo. Espero que la prepare para el décimo, de verdad lo hago.
De cualquier manera, parece que durante el transcurso de los hechos de la fuente
carmesí, en los que el espacio se combaba alrededor de la antigua universidad de Ergo–
nunca usada, siempre recordada por lo que no fue–, Laura Zafiro y sus compañeros se
encontraron a la niña a las puertas de una casa cerrada. La pequeña, según un testigo
ocular, lloraba diciendo que no podía entrar, y Zafiro, creyendo sin duda que era un caso
de abandono, reventó la puerta para cantarle las cuarenta a sus cuidadores. Pero lo que
encontró allí fue mucho más.
Esos asesinatos llevaban la marca de Don, un hombre escurridizo que se nutre del caos
de Ergo. Vive ahora en algún lugar en el este, controlando un pequeño imperio criminal
que rige en las sombras buena parte de la ciudad. Por qué atacó a la hermana Flex y a
sus pequeños, no lo sé. Me alivia, empero, que Alicia sólo viera una puerta entreabierta al
horror y que no entrara para descubrir los cadáveres destrozados de todo lo que conocía.
Sin duda Zafiro se dio cuenta también de que el hombre desfigurado de la camisa
ensangrentada era el responsable. Es una mujer notable a pesar de su inquieta forma de
vivir. La guardia no se tomó tanto tiempo. Los hombres de Cobra Kao descubrieron que la
niña era maga, juzgaron que había sido su culpa, intencionadamente o no, y la enviaron a
Cerrada. Fin del asunto.
Claudio, el hombre más amable de la casa de Saga, me susurró que dos hombres de pelo
grasiento, Zafiro y probablemente Rex–mal–disfrazados, entraron en el reino superior tan
solo unas horas después.
Parece ser que en aquel lugar que tan de los nervios me pone, Cobra Kao descubrió por
casualidad a Zafiro en una inspección rutinaria y la echó de allí. Son conjeturas, pero
sospecho que Rex visitó a Luque del norte, ese mutamorfo manipulador y extraño, e hizo
un trato con él para sacar a la niña.
Es imposible saber los detalles de la incursión; ni la guardia tiene más que ideas sueltas.
Lo que puedo asegurar es que una explosión originada por una niña de siete años
destrozó todas las barreras físicas y mágicas del segundo lugar más protegido sobre
Ergo. Y eso no es poco, habla de un talento innato que no he visto desde los días de Yol.
El resultado final de ese embrollo todos lo saben; Rex inculpado, juicio sumarísimo,
cadena perpetua en Nueva Cerrada, los criminales más peligrosos liberados, las calles en
guerra, la ciudad perdida.
No entregaré a ese hombre a la guardia de Saga. Los asuntos de la podrida última ciudad
ya no me conciernen, pues pronto dejaré de alimentar la central y su caída se precipitará.
Sólo un reino nuevo es la solución.
Quiero creer que buena parte del futuro recae sobre esa niña y su don y que no es casual
que nos hallamos encontrado de esta manera. Por ello, indicaré a Zafiro que se dirija al
oeste antes de que Ergo caiga. Ojalá me haga caso.
No juzgo sus motivos, pero una ciudad tan purulenta como para condenar a una niña sin
pruebas concluyentes merece morir. He sabido, además, que el hermano de Laura Zafiro
murió en circunstancias similares y que ella nunca ha podido dejar de sentirse culpable.
Comprendo.
Me recordó a la tragedia del Fulgor. Ambos sucesos tuvieron ese carácter inevitable y
ambos fueron losas sobre el cadáver hinchado de una ciudad delirante, y ambos fueron el
suicido desesperado de un hombre bueno, pero Rex ha vuelto a la vida y Dozo de Aritania
sigue lamentablemente muerto. ¿Cuántas almas más romperá está ciudad?

Esto he visto y esto cuento para quienquiera que lo pueda encontrar en el nuevo reino del
oeste.
Ramanastra tul.

*! ! ! ! *! ! ! ! ! *! ! ! ! *

Mucho tiempo después una extraña comitiva se abría paso por el camino empinado que
llevaba a las murallas de Fosablanca. Pisaban despacio los viejos ladrillos del límite de
Ergo y sabían que sería un momento mil veces cantado en los años siguientes y hasta el
fin de los tiempos.
Tenían la extraña sensación de estar brillando sobre un abismo insondable y a punto de
despeñarse.
Algunos iban a caballo, otros a pie, los había que arrastraban pesados carros llenos de
comida y alforjas con los más increíbles útiles y los había que llevaban apenas un zurrón
y una muda. Más de cien hombres y mujeres guiaban dos; uno recto y fuerte como los
pilares de la tierra y una figura alta y vieja vestida con una larga túnica escarlata. Sus ojos
verdes brillantes eran furia. Se atusó la desmesurada barba blanca mientras reñía,
gruñón, a un niño de no más de diez años que intentaba seguir sus largas zancadas con
escaso éxito.
–¡Muévete más rápido, Héctor! ¡Debemos pasar la frontera antes de que salga el sol!
El hombre recto le sonrió al viejo y se agachó para hablar con su hijo. El niño, moreno y
cansado por las largas horas de vigilia, abrazó a su padre dejándose caer sobre él.
–Héctor–habló con voz grave y serena mirándolo en las profundidades de sus grandes
ojos azules–. Este es el momento más importante de tu vida.
Mentía, por supuesto, y ni siquiera lo sabía. Muchas cosas que igualaban al instante en
que dejaron Ergo para no volver esperaban secretas en el futuro del pequeño,
agazapadas en las oscuridades entre la niebla de Fosablanca.
–Pero aún no me habéis dicho ni a dónde vamos–protestó.
El hombre se levantó. En la barba negra se adivinaban más canas de las que le hubieran
gustado. Le dedicó al pequeño una mirada tierna y poderosa.
–Vamos al oeste y vamos a fundar un reino nuevo.
Lo cogió de la mano. Héctor le ofreció una sonrisa desdentada y juntos, padre e hijo,
dieron pasos firmes hacia lo desconocido.
Y sus figuras y miradas eran las de dos gigantes.
SEGUNDA PARTE
DEJADOS ATRÁS
0

Las murallas de Fosablanca se elevaban tapando la última ciudad casi temblando, pálidas
y patéticas, como si tuvieran miedo de lo que estaba a punto de suceder.
Nubes esponjosas de amanecer extraño se arremolinaban sobre las colinas, los postreros
rayos de sol caldeaban los cinco ríos allá a lo lejos entre bosques impenetrables, y Ergo
era un huevo envuelto en un cascarón de acero. Una inmensa sima oscura la rodeaba y
el único puente de piedra y encantamiento permanecía sólido y esperanzador como el
primer día. Tras un portalón de hierro oxidado se intuía la ciudad derruida de tonos
quiméricos que mostraba amenazante su sonrisa desdentada.
La compañía atravesaba el puente sabiendo que no volverían a pisarlo. Cientos, miles de
hombres, mujeres y niños, tantos que parecía increíble que hubieran salido de esa ciudad
de muerte, avanzaban a buen ritmo azuzados por el mago escarlata. Algunos sentían
piedras pesadas en sus estómagos que les murmuraban quédate, esta es la tierra de tus
padres y de los padres de tus padres y más allá no hay nada. Otros miraban la espesura
que se abría ante ellos apenas un par de pasos después de que la piedra musgosa
terminase y no pensaban, sentían un torrente de felicidad salvaje y ajena que desterraba
las pocas comodidades que les quedaban y los llamaba a dormir bajo estrellas nunca
vistas en tierras nunca holladas. Y estaba el hombre más fuerte que las rocas de puente
Cansado llevando al pequeño Héctor de la mano hacia la cabeza del grupo, y estaba el
mago carmesí asegurándose de que nadie se quedaba rezagado en su éxodo hacia la
salvación o la muerte, para caer o volar.
Marginados por voluntad propia, renaciendo con cada paso, huyendo de la podredumbre
y del milagro, allí estaban.
Lo llamaremos Eme porque no se atreve a utilizar sus otros nombres movido por la
vergüenza. El anciano alto y malhumorado gritó a A y a su pequeño que comenzaran a
caminar en el Bosque de los Murmullos si querían mantenerse con vida cuando llegara la
noche, y fue empujando sin piedad con su cayado a los que se retrasaban llorando o
dirigiéndole miradas lánguidas a lo que quedaba de Ergo. Ergo era un cadáver aún con
luz en los ojos.
No fue hasta que el último se perdió entre los troncos de un maravilloso marrón profundo
cuando se permitió volverse al que había sido su hogar durante el último medio siglo y
suspiró con lágrimas brillando en aquellos ojos verdes arrugados que vieron tanto y tan
magnífico y tan condenado. No lloraba apenado ni jubiloso por huir, hacía tiempo que
pocos lugares atravesaban su corazón endurecido; lagrimeaba elocuente afrentado,
deshonrado, escandalizado por la degradación, vilipendiado por sí mismo, abochornado y
atacado en el pundonor. Se sabía un malvado.
Se calmó despacio, en parte gracias al tacto cálido de la manzana dorada en uno de sus
bolsillos, y sólo entonces vio la figura que subía, renqueando, la colina al otro lado del
puente. Vio primero su cabeza, ensangrentada y con mechones quemados de pelo
plateado surgiendo de aquí y allá, y no creyó que fuera él. Vio sus ojos púrpuras y la
cicatriz en el lado izquierdo de su cara y aún no lo admitió.
Tú te has ido, pensó. Vuelve al otro lado, fantasma. No tortures a un viejo.
La última vez que lo había visto, diecisiete amargos años atrás, había muerto ante sus
ojos.
A pesar de los recuerdos el hechicero seguía avanzando a duras penas, la túnica
destrozada, morado como una uva, arrastrando un pie roto. Su rostro no traicionaba su
voluntad de hierro.
Se alzaba alto y antiguo, lejano, apoyado en el enorme portalón, y Eme sintió un
escalofrío que lo devolvió a la guerra a la que su corazón aún pertenecía. Reconoció el
mago escarlata la misma mirada aislada del tiempo y el espacio y le pareció volver como
se vuelve en sueños al día de la lluvia punzante oceánica, al día en el que el edificio
Fulgor se derrumbó.
Era un gran castillo rascacielos que desafiaba a la ciencia y la gravedad, el símbolo último
de la magia en Ergo y en el mundo vivo. En sus salas circulares, sus pasillos de piedra y
sus tapices bermellón se encontraban la escuela de brujería, un palacio, un santuario, la
fuente de todo lo que se debe musitar. Un templo de locura cuya sombra de proyectaba
por toda la ciudad, la cuna de la magia.
Se celebraba un baile ese día de verano de calor pegajoso y lluvia redentora. La flor y
nata de Ergo, toda la guardia y la mayoría de los magos, brujas y seres intermedios se
encontraban allí, sonriendo por la última ciudad, porque eran esperanza para su especie,
por la supervivencia, por el mundo salvaje y sus posibilidades, por la música magnífica y
los vestidos caros, por las alfombras ivarenses y los últimos refugiados de Zer y su viaje
de diez mil millas, porque aún eran, ay, jóvenes... ¿Por qué no? Porque estaban vivos y
no temían, la muerte vino a ellos.
Sus miradas se habían encontrado en las almenas de la cima, los ojos verdes y los lilas,
el druida y el arquitecto, el terror púrpura y el matador de Izra’il, héroes y leyenda,
vestigios de un pasado remoto y bloques sólidos del futuro. Llamas bajo la lluvia.
Eme lo sabía.
Sabía que algo horrible ocurriría, los astros lo susurraban, el viento llevaba el lamento, la
tierra gemía de pena. Había sentido una fuerza triste y asoladora arremolinarse en el este,
un pánico sin rostro.
No lo detuvo.
¿Y si hubiera bajado al salón y los hubiera trasladado a todos? ¿Seguiría Ergo viva?
¿Habría podido salvarlos? Se haría esa pregunta, erraría intentando remendar la herida
una y otra y otra vez.
Fue orgulloso.
Puedo detenerlo, se dijo, puedo hacerlo entrar en razón. Puedo destruirlo si quiero. No
dudaré. Debo defender la última ciudad.
Y cuando llegó el momento, Dozo de Aritania lo miró y él entendió su lucha y supo que
eran iguales, que ambos pelearían y no se rendirían pasase lo que pasase.
Porque el pasado era demasiado amplio y el dolor demasiado agudo.
Por los compañeros muertos y por los encerrados en la vida.
Por la ligereza y la crueldad.
Por la falta de agallas, por el llanto no expresado y las palabras que nunca pudieron decir.
Por unidad, por compasión, por miedo, por los campos ardiendo y la culpa que no remitía.
Todo eso vio en Dozo esa noche y también se estaba viendo a sí mismo.
El bien común, pensó con tristeza mientras su mente vagaba hacia una anciana y un león.
El bien común es una puta.
En el puente, Dozo no perdió el tiempo; un gesto desconocido con en el que pareció
torcerse la mano izquierda marcó el principio de una letanía cansada y rápida, casi
jadeada, que mezclaba varios idiomas más antiguos que el mundo y unos cuantos ignotos
para Eme. Se mordió un dedo y dibujó en el suelo un símbolo con ángulos imposibles que
cambiaban a cada instante de posición y lo rodeó con círculos que no eran círculos y
escupió sobre ellos una substancia negra como tinta de calamar. Palabras de poder.
Gestos de poder. Símbolos de poder. Sangre poderosa.
Eme se acercó a una velocidad impropia de su edad al hechicero herido y éste lo detuvo
con un gesto afable.
–No deberías pasar, viejo amigo–murmuró con la voz rota.
–¿Qué estás haciendo?–exigió más que preguntó el druida, parado a escasos metros de
Dozo.
El terror púrpura se arrancó lo que quedaba de la túnica dejando al descubierto un cuerpo
maltratado, lleno de quemaduras y moretones terroríficos. Eme ignoró su desnudez y
examinó veloz el símbolo que había esculpido y vio magias antiguas, terribles, que no se
deberían conocer en este plano ni en ningún otro. Vio en el símbolo criaturas de ojos rojos
y brillantes esconderse bajo las camas de niños pequeños, el hálito de la muerte sobre un
anciano, astros implosionando y bosques destruidos con placer. Vio la llamada de seres
del abismo y vio sangre y vio gozo.
–¿Qué estás haciendo?
Dozo invocó un pequeño cuchillo y dibujó sobre su tripa, lento, concienzudo, el mismo
signo impío. Eme no se escandalizó. Después de haber visto los ritos de los nigromantes,
eso no era nada.
–Os estoy salvando, viejo imbécil–apostilló, dolorido–. Y como probablemente será la
última vez que me veas, espero que vayas a donde vayas tengas una buena vida y jamás
te metas en mis asuntos de nuevo.
Eme no supo qué decir ante la sonrisa triste de Dozo.
–Creía que estabas muerto–murmuró.
–Esa era la idea.
Siglos de historia sin contar los acariciaban.
–Nunca llegamos a encontrarnos en la guerra, ¿verdad?–dijo Eme.
–No, y en el Eje estabas ocupado, o eso dice la leyenda.
–Esto fue peor.
–Sí–coincidió Dozo–. Nunca creí que acabaríamos así.
Una pausa que llenó el espacio. Eme luchaba contra el impulso de marcharse y dejar que
hiciera lo que quisiera con la ciudad.
–¿Qué estás haciendo, viejo amigo?
El mago de Aritania convocó al trueno en su mano y Eme retrocedió, alzando su cayado
en un movimiento reflejo.
–No te atacaré–prometió Dozo mientras hundía su mano en la tierra, justo en el centro del
símbolo de ángulos cambiantes. Si las pequeñas rocas lo hirieron no lo expresó. Retiró su
extremidad y miró a Eme y se incorporó con dificultad sin apoyarse en la pierna. La voz
era una lija.
–No me arrepiento del Fulgor.
De la extraña runa surgió una película chispeante que se extendía en todas direcciones,
rodeando Fosablanca y separando a los dos hechiceros.
–Gracias por no detenerme–se dio la vuelta y caminó con cuidado–. Ergo morirá pronto.
–Ergo ya está muerta. Murió el día en que cayó el Fulgor. Nosotros la matamos.
Dozo se dio la vuelta y miró a un Eme descolocado por sus propias palabras y sus
acciones. ‘¿Por qué no lo destruyo?’, pensaba.
–Merece que sus cenizas ardan–Dozo lo decía con la indiferencia que da el dolor
prolongado.
–¿Dónde has estado?–preguntó mientras la barrera seguía extendiéndose, de chispa y
azul. Le tiró una pequeña piedra que se desintegró.
–He visto el alma de Ergo y son niños muriendo y almas nobles corrompidas. Y tú lo
sabes.
Eme asintió y una lágrima rodó por su mejilla.
Se alzaba sobre el Fulgor diecisiete años atrás, volando, envuelvo en las nubes
vaporosas de una túnica violeta. Llevaba en la mano el rayo, pues era un mago del viento
y las nubes de tormenta eran su reino. Eme intentó contrarrestrarlo pero había
subestimado a su enemigo. Llevaba semanas preparándolo, había esperado con cuidado
al día propicio y dejó caer el relámpago, energía condensada y vibrante, sobre el edificio.
Se movía lentamente, atravesando el aire con dificultad. Dos minutos para el fin.
El mago escarlata se lanzó hacia aquel encantamiento terrible pero Dozo, su amigo en
otra vida, lo detuvo corriendo al techo de Ergo como una chispa púrpura.
–¡Desde esta distancia nos matará!
Dozo sacó de su bolsillo un papel con una runa escrita y lo miró triste. Un minuto.
–No, no te enterraré. A ti no. No me gusta decir adiós.
Eme vio al gran arquitecto de Ergo y lo vio destruyendo su mayor creación. Y sintió pena
porque lo conocía todo, conocía al hombre que había sido y las razones que lo habían
llevado a aquella locura, y sabía que no las contaría a nadie mientras viviese porque eran
justas y eran dolorosas y lo habían llevado a un camino que nadie tendría que recorrer.
Lo había agitado y le había privado de una parte imprecisable de sí mismo.
Lo había asesinado y había dejado un vengativo cadáver andante
Dozo juró destruir Ergo. Juró bañarse en la sangre maldita de su alcalde y sus secuaces.
Eme lo entendía. Lo entendía y lo compartiría si no tuviera esperanza.
Dozo pegó la runa a aquel rostro, el mismo que diecisiete años más tarde lo miraba
mientras se marchaba macabro, y Eme, el mago escarlata, desapareció de la cima del
Fulgor. Treinta segundos. Dozo de Aritania escupió sobre el edificio y suspiró pensando
en lo imaginativo de las almenas-rascacielos, su homenaje a un pasado que esperaba
que construyera un mañana más limpio. Si hubiera sabido.
El relámpago privó al instante y para siempre de preocupaciones a las miles de personas
que bailaban felices en el gran edificio de la magia y la ciencia.
La barrera se cerró.
El Fulgor cayó.
En dos tiempos distintos, el mago rojo sólo pudo observar con desamparo y aridez
desértica la ciudad condenada.
1
LÍMITES

Ellos eran la segunda ciudad.


En los lúgubres sótanos de la antigua universidad al norte de Ergo había una pequeña
sala circular con relojes inmensos, útiles para las físicas multidimensionales, el cálculo
discreto en planos ajenos y el estudio de realidades temporales comparadas. Olían a
historia, a desdicha. Algunos tenían decenas de agujas y engranajes que avanzaban a
velocidades de vértigo, otros no se movían en años, había colosales relojes de arena e
incluso reposaba en el suelo un medidor Quart, una lámina azulada cubierta de suciedad
que señalaba los puntos de convergencia entre dimensiones como una brújula futurista.
Hacía mucho tiempo que la universidad estaba abandonada–de hecho, nunca había
llegado a usarse–pero en aquel cuarto el polvo parecía menos denso, la luz que se colaba
entre los mecanismos dentados más viva, las puertas blancas menos amenazadoras.
Huellas claras de pasos recientes entre la mugre.
Oculto tras uno de los grandes engranajes se encontraba un pomo recién utilizado. Si se
giraba en secreto orden y disposición–derecha, derecha, hacia atrás, izquierda y un golpe
seco hacia dentro–se revelaba una puerta corredera que daba a pasillos de jubilosos
misterios y oscura forma.
Serpenteando entre ellos una débil luz mostraba poco a poco paredes arrancadas de la
roca negra viva y se empezaba a escuchar un murmullo creciente de actividad risueña.
Poco después el pasillo acababa en una descomunal caverna cuya luminosidad cegaba
por un instante, sólo uno, el tiempo preciso para dar espacio a la duda.
¿Esto es la realidad?
Una ciudad bajo Ergo alumbrada por velas flotantes.
Un hormiguero azul cobalto y naranja de construcciones de barro y felicidad.
Un secreto perseguido durante meses.
Escaleras de la misma piedra negra, una variante de ónix torpemente esculpida, llevaban
a la calle principal de aquella urbe. Era una línea recta que finalizaba en el único edificio
antiguo del lugar, un hemispeo con horribles gárgolas felinas en los laterales.
Gente, gente por todas partes. Pequeños niños pálidos, rostros amarillentos y cansados
pero encendidos por un fuego interior que suplía las carencias del subsuelo. Ancianos
apoyados en asientos improvisados en plazas inventadas.
Era su ciudad porque ellos la habían construido con promesas y tristeza.
En el templo de arenisca, tras una antecámara inmensa con tapices negros en las
paredes que representaban la historia de Ergo, había una serie de cuartos sencillos
destinados al gobierno y a la justicia en esa segunda ciudad bajo la última. En uno de
ellos, el que llamaban el cuarto rojo por el color terracota de sus tapices y la gran mesa
que lo coronaba, estaba la mujer.
Era pequeña y serena, casi anciana, y eligió para aquel día especial un vivo vestido
mandarina que contrastaba con su cara arrugada. Los ojos rasgados respiraron con
cautela y avanzó por el antiguo pasillo hasta el balcón que daba a la Gran plaza.
El lugar de reunión favorito de la segunda ciudad acogía ese día a una audiencia masiva.
Casi todo el pueblo estaba allí, miles de almas expectantes. Era el primer intruso del
exterior y no era cualquiera.
La fuente pública que bebía del río subterráneo era el único lugar vacío en la inmensa
plaza. En el resto no se podía ver un palmo del suelo.
La muchedumbre recibió a la mujer pequeña con una ovación fervorosa. Ésta levantó la
mano y todos callaron a un tiempo. El intruso estaba allí, apresado por el herrero y el
carpintero. Tenía la cabeza tapada. En lugar de mano izquierda tenía un muñón romo. Le
habían despojado de la mayoría de su ropa, sólo conservaba el pantalón embarrado, y las
cicatrices plateadas, heridas de magia, del pecho, refulgían como la luna creciente en el
cielo.
Porque había luna ese día en la caverna.
Una abertura en el techo de la gran plaza, cercano a las minas quizá, dejaba ver, casi un
espejismo, el satélite, y su débil fulgor azulado iluminaba a un pueblo escondido. No era
la luz lunar la que iluminaba esa noche la caverna.
La llamaban Barranco. Se oyeron vítores aislados a los que respondió con una sonrisa
afable.
–¡Segunda ciudad!–clamó con voz grave y potente, sin rastro de acento–Los rumores son
ciertos. Hace apenas una hora ha entrado un ciudadano de Ergo a través del paso de la
universidad. Creo que lo conocéis.
Populista, le sacó la capucha al hombre. El pelo castaño, suave, se le pegaba a la frente,
y sus ojos oscuros recorrían con nerviosismo la plaza. Una poblaba barba se
arremolinaba alrededor de la mordaza negra.
–El destructor de Cerrada, ¡Rex!
La multitud abucheó y algunos tiraron pequeños objetos que no alcanzaron el balcón.
–No hace falta que os recuerde lo que hizo este hombre–lo dijo sin malicia, constatando
un hecho–. Es su culpa que los últimos resquicios de civilización de Ergo se
desintegraran. Fue él quien liberó a los criminales y el responsable de la muerte de miles
de personas.
El rugido crecía. Gemas de sudor arrastraban la luz de las velas y la luna por el rostro de
Rex.
–No vamos a quedarnos callados ante la maldad, ¡Nosotros no somos Ergo!
Gritos de ‘no somos Ergo’ se elevaban como tambores rítmicos al cielo. Golpeaban sus
pies al compás con fuerza y la tierra temblaba. Dos mujeres con el rostro cubierto y
vaporosos vestidos negros salieron también al balcón llevando una gran hacha oxidada.
Tras ellas un hombre joven, delgado y tieso como un palo, encorvado y con las manos
detrás de la espalda, miraba a Rex con odio.
–Todos conocéis a Cos. Antes de que cayera Cerrada, su padre estaba encerrado allí por
tratar de matarlo a él y a su madre y hermanos–Barranco se acarició con nerviosismo bien
disimulado el pelo negro como un tizón–. Gracias a Rex, tuvo una segunda oportunidad.
Y la aprovechó.
Algunas lágrimas entre el público. Más alaridos contra el hombre apresado. Cos era un
miembro apreciado de la comunidad del subsuelo, diligente y amable, uno de los más
piadosos ayudantes de Barranco.
–Ha sugerido que usemos por esta vez la antigua tradición de cortar cabezas.
Vítores. La mujer respiró hondo. El rumbo que tomara ahora marcaría a varias
generaciones y era consciente. Sobre sus hombros recaía el desquite o la clemencia.
–¡No somos Ergo!–la luna creciente iluminaba la mitad de su rostro. Cos estaba tomando
el hacha ya.
Barranco puso una mano pequeña y firme como la tierra sobre el arma y miró a su
subordinado a los ojos.
–No somos asesinos.
El grueso de la segunda ciudad, confusos, callaron, liberando un silencio terrible como el
aleteo seco y frío de un roc. Cos la miró dolido y ella mantuvo sus ojos vengativos hasta
medio minuto. El joven agachó la cabeza. Barranco respiró aliviada.
–Todo el mundo–exclamó para todos–merece la oportunidad de explicar sus motivos, y
eso haremos. Lo escucharemos y deci...
Cos le habló al oído.
–Lo siento mucho, Barranco. Aceptaré cualquier castigo.
–¿Qué...?
Cos la apartó, decidido y helado con el hacha entre sus manos siendo de pronto la parca
y el devorador de almas y el negro vacío y lo que hay más allá y levantó el arma oxidada
naranja llena de irregularidades y cortes y la descargó sobre el cuello asustado de Rex.
Se clavó con un golpe seco en la barandilla del balcón mientras el público emitía un
gemido ahogado.
Quizá debamos ver esta escena desde otra perspectiva.
Mientras Cos hacía a un lado a su líder y escogía el camino de la venganza, una de las
bailarinas, aún tapada, noqueó a la otra de un golpe seco y, veloz, exclamó algo que sonó
a galimatías, ya que el lenguaje antiguo de los verbucum, dominadores de la palabra, no
se puede transcribir en este idioma ni en ningún otro. Los músculos peroneos anteriores
de las piernas del herrero y el carpintero que sostenían a Rex se contrajeron de golpe y
cayeron arrastrando al barbudo de rostro amable con ellos.
Rauda, disimulando el cansancio de la magia, la bailarina agarró a Barranco, asfixiándola
con el codo, y su capucha se deslizó dejando al descubierto ondas infinitas de pelo
anaranjado. Los ojos claros se clavaron en Cos ignorando al gentío que, despavorido,
intentaba entrar en el hemispeo.
–Déjalo ir o la degüello.
El herrero y el carpintero soltaron a Rex al instante. Éste se levantó, manco y digno, y
pasó delante del enjuto Cos con cautela para colocarse al lado de la pelirroja.
–Laura, ya era hora, creía que te había pasado algo.
–Nunca me pasa nada, querido–contestó ella con gracia.
Laura Zafiro apuntó con los dedos índice y anular a la cabeza de Barranco y le preguntó
al oído si tenía un rato para ellos, la típica bravuconada siniestra. Barranco no varió el
gesto de ligero fastidio y señaló una puerta al final del pasillo.
Atacados por la penetrante mirada de Cos, los antiguos detectives arrastraron a la mujer
hasta allí. El grueso de la población de la segunda ciudad comenzaba a subir por las
estrechas escaleras interiores y Laura, con apreciable esfuerzo, declamó un hechizo que
olía a ceniza y de su sonido pareció surgir una densa niebla gris que envolvió el corredor.
Jadeó. Atravesaron la puerta y Rex la bloqueó con un pesado escritorio de madera.
Se encontraban en el despacho de Barranco, un espacio grande preparado para acoger
al menos a diez personas con holgura. Tres escritorios, uno para ella y el resto para sus
ayudantes, dejaban un hueco excelente para los ciudadanos que venían a plantearle
problemas a la líder del submundo. También para una charla improvisada.
Laura aún agarraba con violencia a la pequeña mujer y Rex la encaró.
–Bueno, no tenemos mucho tiempo, así que iré directo al grano.
Los ojos rasgados de Barranco le devolvieron una mirada de calma jade. Rex sintió de
golpe el calor del interior de la tierra y notó que sudaba.
–¿Sabéis cuántos magos tenemos aquí abajo?–preguntó con voz templada.
Laura la observó y sintió un peligro hermético emanando de la netamiana.
–No–contestó ella–¿Ninguno?
–Tenemos tres magos. No creo en esas clasificaciones, pero todos de clase tres. Y
tenemos un cinco.
Laura tendía a perderse en los detalles después de la clase, o nivel, tres. Burocracias.
Estupideces. Sólo conocía a un mago de clase cinco.
Si había alguien así allí abajo no tenían ninguna posibilidad de salir.
–Es difícil organizar a los magos, te felicito–Rex habló con sarcasmo.
–Gracias, joven–Barranco sonreía aprisionada en la llave de Laura–¿Y queréis saber por
qué no entran?
El murmullo detrás de la puerta se iba haciendo más intenso, pero nadie trataba de
empujarla.
–No, verás, estamos más interesados...
–No se atreven a entrar porque, ahora mismo, el lugar más peligroso de la segunda
ciudad es este despacho.
Rex sintió que su adrenalina se disparaba, un chute de energía nerviosa que hizo que se
tensara en posición de ataque.
–Ahora te agradecería que me soltases, niña, si no quieres que se seccione el brazo.
Laura no se lo pensó. De un saltó, se separó y corrió hacia Rex para mantener un frente
común, pero antes de que llegara la arenisca del suelo se multiplicó y se elevó, se volvió
columna sólida y ondulante y golpeó con fuerza el estómago de la antigua detective. Ni
siquiera había hecho un gesto. Laura cayó al suelo, las pecas parecieron dispersarse, y le
dirigió a la mujer una mirada peligrosa y sorprendida mientras se llevaba la mano a los
zapatos, donde tenía escondido un hechizo deflagrador. Sabía que Barranco ni siquiera
se había esforzado.
–Deduzco que nunca habías conocido a una maga de la roca.
–A ninguna tan dotada.
Barranco se atusó distraídamente el pelo negro notó las intenciones de Laura.
–Eso no, niña.
La roca se expandió como gelatina y envolvió su brazo, que quedó apresado como si la
arenisca clara hubiera estado allí desde siempre.
Mientras tanto, Rex había roto un cuadro y amenazaba con dos pedazos largos de cristal
transparente a la maga. Un momento después la estructura mutó, los átomos se
disgregaron o, quién sabe, quizá volvieran a la infancia, y miles de granos de arena se
precipitaron al suelo.
Haciendo uso tan solo de su dominio terrorífico sobre la roca, sin respirar a destiempo ni
una vez, creó de la nada dos parejas de estalactitas y estalagmitas que dejaron
irremediablemente parado a Rex.
–No hace falta que diga cómo acabará esto si hacéis un movimiento más que no me
guste–su voz era clara, sin crueldad. La voz de una líder.
Se miraron, la pelirroja y el barbudo, y decidieron cada uno por su lado no hacer ninguna
locura, al menos aún.
–Ya sabía que había entrado una segunda persona–admitió entonces Barranco,
sentándose cómoda en uno de los escritorios–. Me preguntaba cuánto tardarías en
aparecer, Laura. Se cuentan los rumores más extraños.
–¿Qué clase de rumores?–preguntó Laura aún intentando separarse del suelo.
–Dicen que llevas muerta dos años, desde que la Mansión Caras se derrumbó. Que eres
un fantasma–sonrió.
–Oh, no. Hubo muertes ese día, pero no la mía.
–Estabas allí, entonces.
Laura miró a Rex, que negó firmemente con la cabeza.
–Era uno de los motivos para montar este tinglado–admitió–. Quería tenerte un momento
a solas para contarte algo que creo que te interesará.
–Aunque tu compañero no está de acuerdo–hizo notar Barranco.
–Eso es cosa suya.
Rex acusó el golpe y Barranco asintió, su vestido mandarina cayendo grácil en su cuerpo
mayor.
–¿Por qué no tocar a mi puerta?–preguntó.
–Tú lo has dicho, soy el destructor de Cerrada–intervino él rabioso–. No podemos ir
tocando puertas.
–Estoy segura de que debe de ser una historia fascinante–Barranco los miraba con
curiosidad–. Había oído mucho sobre vosotros, pero no estáis al nivel de vuestra leyenda.
Laura frunció el ceño.
–¿Leyenda?
–Dicen que él es un mago de increíble poder que hizo explotar la prisión y que tú tienes
ingenio para dar y regalar. Algo de unas caderas, pero es bastante vulgar.
–Puedes decirlo.
–Sin embargo–ignoró–me encuentro con un par de estúpidos que casi se matan
intentando hablar, ¡hablar! con una persona. Elohim me libre del sufrimiento de veros
luchando contra alguien.
Rex y Laura se observaron con gesto cansado desde sus prisiones.
–Hagamos algo–propuso la líder de la segunda ciudad con intuición certera–. Contadme
toda la historia: Cerrada y la mansión Caras. Puede, si me convencéis, que me piense el
ajusticiaros hoy.
–¿Y tanta clemencia?–preguntó Rex, cáustico.
–Por lo mismo por lo que te quería salvar de la muerte ahí fuera: todo el mundo merece la
oportunidad de explicar sus motivos–suspiró Barranco–. Hoy es un lujo, pero no debería
serlo. Vivimos tiempos jodidos.
Laura sonrió de medio lado, sólo un gesto rápido, y empezó a hablar. Sólo por esa
muestra de sentido de la justicia Barranco tenía su respeto, de una vez y para siempre.
Comenzó, sin modestia, por una detective que salvó a un hombre sin magia...

Laura acabó enseguida de contar un rápido resumen de lo que los había llevado hasta
ese momento, guardándose la identidad de una pequeña rubia que crecía muy rápido y
sustituyéndola por un mago anciano y brutal que moría antes de salir de la prisión. Rex
había permanecido en un silencio enfurruñado.
–¿Cómo sé que es verdad?
–Podemos traerte a Lancel Zafiro para que lo confirme. Su nombre aún significa algo,
¿no?
–Hace años que no veo al viejo–rió entre dientes la mujer pequeña–. Me alegro de que no
muriera en el Fulgor, siempre tenía algún conjuro nuevo para potenciar el husk–mentó el
opiáceo con cuidado y humor, pero cambió de registro casi al instante–. Comprende que
todo es terriblemente conveniente, suponiendo que lo que contáis es cierto.
–Cierto como la segunda ciudad.
–Lo cual me lleva a mi siguiente pregunta. Respóndela y quedaréis libres para tratar lo
que sea–Laura vio severidad en sus ojos, vio un destello letal y decidido y comprendió las
consecuencias de no obedecerla–. Nadie en la segunda ciudad os tocará.
–Dispara.
–¿Quién os ha hablado de este lugar? ¿Cómo lo habéis encontrado?
Rex abrió ojos oscuros como platos sin fondo y clavó con urgencia la mirada en Laura,
que suspiró.
–Siempre ha habido rumores.
–Laura, no.
–Creíamos que eran sólo eso, pero...
–¡No la conocemos de nada, podría matarnos después de decírselo! ¡Podría ir a matarlos
a todos!
–Podría–intervino Barranco–. Pero os doy mi palabra de que no lo haré.
–¿Ves?
–¡No seas imbécil!
–Llevamos intentando buscar una salida de Ergo desde que se levantó la corona.
–¿La que decís que levantó Dozo de Aritania?
–Bueno, no lo sabemos, pero es mucha coincidencia, ¿no crees?
–Laura, ¡Laura!
–Desde luego, mucha.
–En fin–la detective pelirroja ignoraba los avisos de un Rex que se ruborizaba de
intensidad–, después de casi un año removiendo todo Ergo sin éxito alguien nos dijo que
en la segunda ciudad sabían algo. Nos llevó otro año encontraros.
–Necesito saber el nombre. Como prueba de confianza–añadió para espolearla.
Laura dudó, pero, como siempre, se lanzó al océano de sus corazonadas sin más prueba
que su instinto.
–Pops.
Rex calló y bajó la cabeza, casi golpeándose con una de las puntas de arenisca. Había
arriesgado su vida y Laura ni siquiera lo había escuchado. Se había confiado a una total
desconocida y ahora pagarían las consecuencias.
Barranco cerró los ojos, reflexionando si aquellas personas desesperadas merecían saber
la verdad. Vio a un hombre herido por el pasado y a una detective que necesitaba creer
en alguien. Sabía con certeza de mujer madura acostumbrada a cazar mentiras que le
ocultaban algo, pero, más importante, sentía en los huesos que eran sinceros y todo lo
que habían dicho encajaba perfectamente y corroboraba habladurías que llevaba casi tres
años, desde que Cerrada explotara, escuchando.
–¿Qué buscáis?
–Lo que todo el mundo–dijo Laura–. Una manera de escapar.
La mujer pequeña asintió, comprensiva. Lo imaginaba.
–¿Qué sabéis de la segunda ciudad?
–Casi nada, en realidad. Cuando acabó el pasillo pensé que era un espejismo.
Barranco tomó su decisión, y, por supuesto, como todas las de cualquier soñador
fustigado por el tiempo, fue loca y en contra de toda lógica, pero en contra de toda lógica
existían. A una orden mental, las estalactitas volvieron al techo y el brazo de Laura quedó
libre. Con un brillo cauteloso y preparada para lo peor, la detective se acercó como un
felino. La netamiana le dedicó una sonrisa amplia.
–Nosotros somos la ciudad–le susurró, sólo para ella–. Venid conmigo.

La floresta Umbría brillaba con tonos rojizos esa noche. Decenas de sombras se
recortaban contra el fuego y el humo en una danza elegante con los pinos y la tierra
suave.
Ya no había grandes animales allí, ni venados ni águilas ni lobos, apenas pájaros y
algunos arácnidos escondidos. Apartando ramas que pinchaban la mujer de gris corría
como una gota de rocío entre las sombras, vigilando a las figuras que se calentaban en el
fuego. Todas llevaban consigo un pañuelo verde que se movía con brío feérico arrullado
por la fumarada.
“Los forajidos”, pensó ella con un temblor de contrariedad y hastío. “¿Por qué tenía que
encontrármelos hoy?”
Alzó la vista y vio el humo deshacerse contra la pálida luz azulada que sólo la luna
conseguía atravesar. La muerte y el rayo, el objetivo de su viaje alrededor de Ergo. Desde
fuera, había pensado mientras ejercía la penosa tarea de revisar su fuerza punto por
punto, debía de parecer una gran corona de relámpagos al revés que se elevaban
suplicando ayuda.
A veces los oía rozarse o explotar, chirridos, detonaciones o disparos que le daban
escalofríos.
Pensó.
Me gusta el sonido del trueno.
Buscaba un fallo, una grieta, una ilusión de esperanza tan siquiera. Estaba hechizada por
aquellas montañas de chispas sobre su cabeza.
Intentando esquivar a los bandidos, la mujer vestida de gris avanzó casi insolente dando
un rodeo, pensando que podría hacer noche en las minas si fuera imposible volver al
barrio de las brujas. Las sombras en la hoguera se revolvieron en su danza macabra. Se
alzó sobre los arbustos e intentó descubrir el camino más seguro.
Una rama.
Un sonido de ruptura.
Negro.
Negro sin rojo.
Sueños extraños de hombres de piedra y locuras purpúreas que amenazaban con
devorarla.
Negro.
Algo más allá de la fina barrera de los párpados. Luces intuidas.
Algo duro contra su espalda. Astillas y humo.
Algo bajo sus pies. Calor y condena.
Cuerdas que le cortaban la circulación. Razonaba sin sentido y su pensamiento llegaba a
todo. Metieron al demonio en el sótano. Los infiernos están vacíos y todos ellos han
vuelto. Las sombras bailan. Luces entre la niebla, caras que no conozco.
Abrió los ojos.
Menuda decepción. Ni demonios ni infiernos, sólo hombres y mujeres con pañuelos
verdes moviéndose como monos sucios alrededor de ella. Y a poca distancia, un
campamento de casas de madera entre la fronda.
“Mierda”, pensó Derrida.
En cuanto la palabra brilló en su mente clara como un cadáver bajo el lago se reprendió
en silencio por no haber dado a tiempo con un eufemismo que la salvara de la rudeza.
Asumió su estado, comprobó que tuviera la ropa sencilla, el moño y las gafas en perfecta
posición, y empezó a pergeñar un plan para huir. En ese orden. Así era.
Su cara, ya de por sí tensa, se deformó en una mueca antinatural de ira cuando no
consiguió hacer magia. Susurró con precipitación palabras en la vieja lengua, pero no
surtieron ningún efecto. No podía hacer nada. Quedarse quieta y aceptar la muerte o algo
peor no era su estilo.
–¡Eh, zoquetes! ¡Bajadme de aquí!
Si no puedes hacer otra cosa, sorpréndeles.
Se acercaron a ella en silencio tres personas a las que el resto miraban con reverencia.
Todos murmuraban, salvo ellos. Todos caminaban nerviosos, salvo ellos. Todos
permanecían prudentes y alejados de Derrida, salvo ellos. Ellos avanzaban sin miedo y
por eso eran superiores.
Vincel, hombre pequeño de canosas cejas pobladas, iba en cabeza, agitando a toda
velocidad sus piernecitas para no quedarse atrás con asertiva ligereza y una sonrisa
ancha. Llevaba atada a la espalda con cuerdas claras trenzadas una estrecha forma
vertical tapada con tela negra. A su izquierda una mujer caballuna, Niv, de pelo blanco
como cal viva y ojos cerúleos crueles calmados. Y caminando con pasos interminables,
Goro, un curioso gigantón de puños negros y pelo y barba enmarañados. Los tres se
colocaron entre la maniatada Derrida y las decenas de bandidos.
–¿Qué haces aquí?–preguntó Niv, seca.
–De donde yo vengo–le espetó Derrida sin miramientos–no se encadena a las damas, ni
se trata así a ningún prisionero. Todo eso podría consentírtelo, la situación es delicada,
pero lo más básico al dirigirte a alguien que no conoces y evidentemente mucho mayor
que tú es preguntarle su nombre, sea presa o deje de serlo. ¿Acaso te han criado los
gorrinos?
Niv, morena de piel, palideció hasta parecer albina. Vincel, el pequeño, rió flojito mientras
Goro se esforzaba en mantener la compostura.
–N-no...
–Ni no ni noes–Derrida se revolvió en sus ataduras–. ¿Quiénes sois vosotros, niños, y
qué os da derecho a atarme así?
–Soy Niv del valle de la Lamia–recuperó ella la compostura–. He visto escilas, he
caminado con...
–Ya, ya, ya–la cortó Derrida sin un ápice de nerviosismo–. Siento cortarte los títulos, pero
nunca me acuerdo de ellos y tampoco tengo ninguna necesidad de oírlos. ¿Vosotros dos?
Impresionados y tomados por sorpresa por la voluntad de la mujer, el risueño y el coloso
de los puños negros se presentaron, sucintos.
–Soy Goro, mucho gusto.
–Vincel del Fresno, ¿señorita...?
–A estas alturas puedes tutearme o llamarme señora Derrida, Vincel del Fresno–les dirigió
a ellos y a la comparsa de compinches que no salía de su asombro una mirada fría, agua
a punto de congelarse–. Y desatadme y llevadme a un lugar privado, por el amor de los
ocho cielos, estáis haciendo el ridículo delante de vuestros secuaces.
–¡No nos tomes por estúpidos!–exclamó de pronto Niv–¿Crees que te liberaremos así
como así?
–Peores árboles he enderezado–la hechicera sin magia suspiró casi para sí. Le llegó un
olor sugerente a especias secas y alcohol casero–. Por supuesto, habéis hecho algo con
mis habilidades o estaríais pidiendo clemencia. Sois casi cincuenta hombres y mujeres
habituados al bosque; todos podéis correr mucho más que yo y tumbarme a puños si
intento escapar. El único motivo para mantenerme aquí sería asustarme. Y es obvio que
habéis fallado, con estrépito además–Derrida le sostuvo la mirada a la joven del pelo
blanco con total indiferencia–. ¿Vais a soltarme de una vez?

Con todos los formalismos que acompañan a este tipo de ocasiones, como el ocasional
aviso de una muerte segura al menor intento de escape o el mucho más agradable
ofrecimiento de algo de agua y carne seca robada de la zona cero, cinco minutos después
Derrida conferenciaba a solas con los líderes de los bandidos de la floresta Umbría. En su
fuero interno sabía que podía haber sido mucho peor, pero era feliz pensando que todo
había salido como debía, ¿y quién se atrevería a contrariarla?
–Entonces vivís en el bosque. ¿Y la guardia?
–No nos molestan demasiado–Vincel se sentía a gusto con la mujer, y había incluso
dejado su fardo apoyado en un olmo delicado. El resto de los bandidos fingían que tenían
mucho que hacer cerca del fuego–. Tampoco es que queden los suficientes como para
atreverse a venir.
–No sé por qué confiáis en esta mujer–exclamó Niv–¡Si os parece, retiro la anulación y
que nos mate a todos, o nos delate, total...!
Hicieron una pausa un tanto incómoda.
–¿La chavala es nueva, verdad?–inquirió Derrida con un deje de malicia.
Goro rió desde las profundidades de la amplia caja de resonancia que era su pecho. Niv
se sonrojó.
–Lo es–se dirigió a ella–. Niv, mírala. Ropa de viaje, sin armas de ningún tipo. En la
mochila tenía medidores de densidad, apuntes. No es una guerrera, es una maga que
también se mantiene en secreto. Se ha topado con nosotros por casualidad, no estamos
en peligro.
–Caray. ¿No eres todo músculo, no?
–No señora.
–La próxima pregunta lógica–suspiró Derrida–es qué estoy haciendo aquí.
Vincel y Goro se miraron con satisfacción.
–Ayudaría a nuestro común entendimiento que lo explicaras, aunque nos podemos hacer
una idea.
La antigua ama de llaves de los Caras miró al fuego hipnótico, a las lapas que ascendían
y se esfumaban, a los troncos grisáceos y quemados.
–Estoy buscando una manera de burlar la corona.
–Qué casualidad–sonrió Vincel como si fuera un chiste privado–. ¿No lo estamos todos
los ergonitas de bien?
–Saga nos la ha jugado–repuso calmado Goro apretando esas manos negras que
recordaban a la mujer demasiadas cosas horribles. Roca oscura como migajas de pan en
el pasillo, por ejemplo.
–No creo que Saga haya tenido nada que ver en todo esto–Derrida fue cautelosa.
–Creo que hay pocas cosas en las que Saga no tenga la mano metida–el gigante tenía
una mirada turbia–. Sé que algunos dicen que el responsable es otro, pero me suena a
mentiras del reino superior.
–Supongo que querrás continuar entonces–cortó con delicadeza Vincel.
–Agradecería que me dejarais marchar sin problemas. Aún tengo mucha corona que
cubrir y una celebración en unos días.
–¿Una celebración?–preguntó Niv, suspicaz.
–Alguien muy querido cumple años.
–¡No podemos dejarla irse!–exclamó Niv a sus compañeros atusándose el blanco cabello.
Qué tontería, pensó, celebrar algo encerrados, nos engaña y soy la única que lo ve–
¡Podría alertar a la guardia!
–Lo dudo–Vincel habló con autoridad y ojo clínico–. Pero tienes razón, nunca está de más
ser precavidos y más cuando queda tan poquito. Lo siento, señora Derrida, pero tendrás
que permanecer un tiempo aquí.
Ya hacía rato que estaba planeando su huída pero sonrió, con un gesto débil y
comprensivo que fingió fastidio pero sumisión en el grado justo. Asintió lacónica.
–Siempre que no interfiera con mi trabajo no tengo inconveniente en tranquilizaros.
Aunque me gustaría saber qué estáis planeando hacer.
Niv sonrió con fiereza. Goro tensó inconscientemente los puños negruzcos y Vincel
acarició su fardo con fruición. Fue él el que habló, dejando la ligereza en un segundo
plano y trayendo de algún recóndito rincón un tono oscuro y retorcido que se adueñó de
su lengua y la volvió serpiente y la volvió grifo y la volvió león y garras y miedo en aquel
hombre pequeño y canoso. La miró, no, buceó en sus ojos y Derrida se dio cuenta por
primera vez de su nariz recta y fina, de las arrugas que empezaban a asomar y del tono
amarillento y draconiano de sus iris. Tuvo que mirarlo dos veces, como si algo fallara en él
y tuviera que convencerse de que su presencia era cierta. Las palabras fluyeron como
mercurio sobre tierra sana.
–Vamos a matar a Saga.

Alicia no se dormía. Por mucho que hiciera meses que los libros de Lancel apenas tenían
secretos para ella, seguía acosando al viejo druida con preguntas agudas a las que el tío
de Laura Zafiro temía responder, no tanto por desidia como por miedo a los progresos de
la pequeña.
Era noche de aquelarre y se encontraban solos en la casa amable de Ágata, rodeados de
un sinfín de cachivaches extraños que amenazaban medio entre las sombras iluminados
por un tenue fueguito en la rústica chimenea central. Lancel esperaba con cierto
desasosiego la vuelta de su sobrina y Rex mientras mataba el tiempo dejando que su
mente vagara hasta un antiguo maestro y volviera como un bumerán.
La niña jugueteaba con una pequeña cajita de regalo ambarina que le traía un sonido
distinto cada vez que la abría. Después de dos años habían conseguido aprender a
ignorar el rumor de la corona de relámpagos. Casi.
–¿Por qué estás fuera de casa tanto?
–Sigue intentándolo, enana.
El tiempo la había vuelto precozmente afilada de palabra y movimiento. En una ocasión
uno de los cabrones antropomórficos de los rituales de la Madre se había colado en casa
y lo había reducido con dos cucharas y un fíntino giratorio. Luego lo ató y esperó a que
Laura volviera para enseñárselo como un trofeo ingenuo.
Su pelo rubio había crecido abundante y espeso como selvas de cuento.
–¿Por qué le dices a Laura que no es una maga de verdad?
–¡Porque no lo es!–insistió el viejo. No había cambiado ni una pizca en aquellos dos años
de secretos, de ocultar y susurrar. La misma pose de halcón protector, la misma túnica
raída celeste, el mismo olor a libros rotos y bibliotecas vírgenes, los mismos quevedos y la
misma politoxicomanía.
–Sí, sí–Alicia asintió, avispada–. ¿Pero cuál es el motivo?
Había aprendido esa palabra dos semanas atrás y no dejaba de usarla, estirándola y
moldeándola con el gusto de haber encontrado un nuevo juguete. Lancel dio una calada
firme a su pipa y por un segundo el olor cosquilleó verde y gracioso en la nariz de la
pequeña.
–Los verbucum. No. Son. Magos.
–Pero hacen magia–argumentó Alicia–. Cambian la realidad de forma anatural.
–Antinatural–corrigió. Le pegó un coscorrón en el hombro–. Eres dura de mollera, ¿eh?
La magia es tan natural como el aire. Pero sí, tiene que ver algo con acelerar las fuerzas
básicas, ¿Y?
–¡Eso ya es magia!
–¡Que no!
–Pero yo soy maga.
–¡Qué vas a ser, piojo!
–¿Entonces cuál es el motivo?
–Atiende, porque sólo lo voy a explicar otra vez. Estoy harto de tener la misma puta
discusión siempre.
–Eh, eso no se dice.
–Pues no lo digas.
La pequeña puso los brazos en jarras y le sacó la lengua.
–La fuerza de los verbucum no-sale-de-ellos-mismos–precisó con repelente sabiduría
Lancel mientras sacaba una regaliz–. Esa es la diferencia. Druidas, conjuradores,
nigromantes, taumaturgos, todos menos las brujas sacan su poder de sí mismos y ellas lo
toman de la naturaleza. ¡Caray, hasta los puñeteros telépatas o los anuladores! El
esquema verbucum es palabra, poder, voz. La fuerza está en lo que dices, no en ti, por
eso todo el mundo puede hacer truquitos.
–Dame caramelos.
–Reconoce que los verbucum no son magos y te los doy.
–Sigue soñando, viejo.
–¡Eh, controla esa lengua o te la ato al pie!
–¿Qué dijiste, traumaturgo?–quebró la pequeña–¿Es un tipo de mago?
–Taumaturgo. Se les llama así a los que tienen una afinidad especial, total o parcial, con
un aspecto concreto del mundo, milagreros, pero no es una clase de hechicero per se–
recitó, dando una lección que le recordó dolorosamente a sus días en la Academia–. Los
grandes magos dominan toda la naturaleza. Los verbucum la palabra.
–Creo que es bonito eso. Pero de todas formas sí son hechiceros–Alicia pensaba
distraída admirando las formas del fuego, queriendo tocarlo–. ¿Si no sale de ellos, por
qué están cansados cuando acaban?
–¡Precisamente por eso no pueden ser magos!–apostilló Lancel aprovechando el
razonamiento de la pequeña–Todo lo que hacen con el viejo lenguaje les pasa factura
equivalente en el cuerpo. La magia no, claro. En la Academia lo llamábamos la ley del
retorno. Las palabras cobran su precio en sangre. Para funcionar, absorben energía, son
más que sonidos, son entidades propias que se nutren cada vez que las usan.
–Así que si digo ‘que el mundo explote’...–empezó Alicia.
–...morirías, porque no tienes energía suficiente para eso, así que yo que tú no lo haría.
No te digo que no sea útil para cosillas sueltas–otra larga calada y una mirada cansada al
techo–, de hecho es muy flexible, pero con un par de frases cualquier persona normal
estaría cansada.
–¿Por qué llevo dos años aprendiendo eso?
–Teníamos esa costumbre. Enseñábamos primero el viejo lenguaje para comprobar la
fuerza de los aspirantes, su capacidad, su voluntad, su imaginación. Luego, cuando
crecían un poco más, nos metíamos en temas más espinosos.
–¿Cuándo voy a ser maga entonces?–preguntó la pequeña con auténtico deseo.
–Pronto–dijo Lancel con un tono de preocupación que Alicia no captó. La pequeña metió
con cuidado la mano en la pequeña chimenea del centro y jugueteó con el carbón
encendido. Apenas notaba el calor. El hombre la miró con interés–. Igual piensas que
cuando seas maga podrás hacer lo que sea.
–Podré quitar los rayos–señaló por la breve abertura de la ventana la pálida luz azulada
en el horizonte.
–¿Entonces por qué no lo hago yo, genio?
–Porque eres viejo.
Otro coscorrón.
–¡La magia tiene límites, e-na-na!–enana banana, niña loca y feliz, alegría condensada,
curiosidad sin límites, amor de padre postizo. Lancel se derretía por la pequeña Alicia, por
sus preguntas, por sus avances, por su sonrisita larga y completa–¡Muchos límites! Es
algo natural regido por reglas naturales. Grábatelo.
–¿Cuáles?
Se rascó la larga barba blanca.
–Veamos... No puedes resucitar a nadie, no de verdad. Había toda una rama de magos
que estudiaban eso, pero nunca consiguieron nada que no fuera pavoroso o antinatural.
Estás limitada a tu propia fuerza interior, como un músculo que hay que entrenar. Los
traumaturgos...
–¿No era taumaturgos?
Lancel gruñó, fastidiado, mientras Alicia reía con deleite.
–Taumaturgos. Es como todo, depende de lo dotados que sean, pero suelen poder
manipular aquello a lo que son afines con muy poco gasto energético. Por ejemplo, el
hombre que hizo la corona de relámpagos, Dozo de Aritania, es un taumaturgo afín a la
electricidad.
Reprimió un escalofrío al pensar en el último encuentro con su maestro en la mansión
Caras y al saber con fría certeza que seguía en algún rincón de la ciudad, esperando su
momento para hacer quién sabe qué. Un cuerno de invocación. Otro misterio entre
misterios.
–Parcial. Entre otras habilidades, domina el relámpago de forma natural y de variadas
formas, como puedes ver.
–Guau–suspiró Alicia, feliz–. Ojalá yo controlara el rayo.
–Por lo que sé, se frió unas cuantas veces antes de aprender a hacerlo bien–a su pesar,
Lancel rió recordando otras personas, otros lugares, otro mundo más feliz.
No importaba lo que pasase. Nadie podría cambiar aquellos tiempos. Nadie podría
tocarlos jamás.
–Además, tú tienes algo mejor.
–¿Lo qué?
–¿Pero tú te ves, kontima?–insultó en avesiano–Dominarás el fuego, por si tu cerebrito no
sumó dos más dos.
–¡No faltes!–Alicia parecía satisfecha con las palabras del viejo halcón. Había confirmado
algo que sospechaba: no todos los magos podían hacer lo que ella. Era especial.
Lancel gruñó de nuevo, exasperado.
–Elohim da carne a los conejos, que diría Vera. No tienes ni idea de lo rarísimo que es.
Creía, yo y todos, que los clanes del fuego se habían extinguido en la guerra.
–¿Y por qué motivo–otra vez la palabra nueva y una risita suave y dichosa–no puedo
controlar ahora el fuego?
Alicia lo intentó, esforzándose por hacer crecer una llama entre sus manos, pero lo único
que logró fue marearse. Lancel le dirigió una mirada sombría.
–No te preocupes, ya te llegará. Los buenos magos pueden controlar muchos aspectos
de la naturaleza y unas cuantas cosas más, de todas formas, así que tampoco te lo
creas–utilizó un tono de calculada ligereza–. A ver, más límites. No puedes crear amor. No
puedes asimilar conocimiento con magia. No puedes alterar lo que ya sucedió. No puedes
hacer comida. No puedes crear música, ese es un reino con reglas propias. Hay cientos
de excepciones, varios tomos de hecho. Ojalá tuviera los libros a mano.
Un silencio dulcísimo hecho de recuerdos e ilusiones los acunó.
La casa los arrullaba.
Alicia seguía jugueteando con las llamas, intentando en vano controlarlas mientras sus
ojos empezaban a cerrarse y su boquita delicada se abría parsimoniosa.
–¿Lancel?
–Dime.
–¿Por qué no me estás enseñando magia de verdad entonces?
El viejo suspiró y miró a la ventana con cierto temor, una pelota con mil nudos en el
estómago. El barrio de las brujas estaba tranquilo aquella noche; el aquelarre era
silencioso y verde vivo y oscuro como decían que lo era la Madre. Abrazó a Alicia y la pilló
por sorpresa. Con torpeza, con cuidado, con ternura, con miedo. Ella correspondió natural
como el cariño a su gesto.
–No te preocupes por eso, princesa. Hoy, descansa.
Alicia intentó protestar, pero el sueño la venció en justa batalla y durmió en brazos de un
Lancel que luchaba por contener las lágrimas.
A pesar de todo habían encontrado felicidad. Aquellos días dorados eran felicidad.

Filo permanecía en la habitación sellada. Habían pasado tres días desde la última vez
que alguien había hablado con él, pero había oído voces. Oh, sí, estaban por todas
partes. En la casa las voces nunca cesaban. Voces graves y resonantes, agudas y
lastimeras, viscerales; pidiendo auxilio, gritando de júbilo, susurrando secretos, una y otra
vez las mismas voces y las mismas palabras que se repetían mezcladas con otras
extrañas que volvían en algún punto, ecos que rebotaban en las paredes del tiempo para
acabar confluyendo en sus oídos. Oía, sí, las voces, y el crepitar.
La sala ardía. La ceniza no cesaba, atrapada por algún extraño bucle temporal, y las
paredes desconchadas apenas se sostenían. Un fuego amarillento se intuía tras las
estructuras medio rotas. Filo se apretaba contra la pared caliente intentando dormir. No
podía. Nadie podía dormir allí. Cerraba los ojos y se saltaba un par de segundos de
tormento pero volvía a la realidad, confuso, y el proceso se repetía dejándolo vulnerable,
paranoico, temiendo irse, temiendo no poder regresar.
Oyó o se imaginó sonidos a su lado. No había puertas, sólo paredes lisas quemadas. Aún
así, una abertura y un par de fuertes manos lo arrastraron fuera al pasillo oscuro rodeado
de llamas y ceniza. Las voces seguían acosándolo, mezclándose entre sí, y vio entre el
humo negro que reptaban sin fin por el techo que sus captores llevaban gruesos tapones
de cera.
Lo golpearon–su lengua sabía a fin–y se desplazó penosamente hasta una sala circular y
limpia con sillas de madera donde sólo las voces podían amenazarlo, y algunas lo hacían.
Pensó que no había visto ventanas; debía estar en el sótano. Uno de aquellos hombres
en cuyo rostro no se había fijado le habló.
Te llevaremos ante el Gato.
Es un monstruo que vive en los tejados de Ergo.
Sorbe el alma de los niños con colmillos contrahechos, ¿qué no te haría a ti?
Dile lo que quiere saber.
Estuvo horas en aquel cuarto luchando por mantener la cordura. Del otro lado del pasillo
trajeron a un hombre ensangrentado al que tiraron frente a Filo. El rojo empapó el suelo
blanco. Filo le dio la vuelta y el hombre, con una horrible herida irregular que deformaba
su cara y que seguramente lo mataría–un sentimiento extraño, el ver la muerte por
consumar–, susurró sinsentidos y repitió varias veces:
No tiene piedad.
No tiene piedad.
No tiene piedad y se siente a gusto entre las voces sin sueño.
Arrastraron a Filo por el pasillo, ya no podía andar. Los ecos eran demasiado. Se volvían
sólidos, espíritus de sonido que se repiten y se repiten y se repiten y se repiten y se
repiten.
Apenas pudo ver a los hombres que lo llevaban, pero se fijó en la ropa negra y sucia,
deshilachada. Lo amenazaban. Le decían que Gato estaba loco. Que había matado a
toda su familia. En una sala húmeda ondearon el recorte de un periódico que ya no existía
ante él. Tres cuerpos. Heridas leves. Decapitados. Remolinos de sangre. ¿Esto es la
verdad?
El lugar estaba incendiado y lleno de ecos en bucle.
También su cabeza.
Cuando Filo, envuelto en su abrigo de huesos de perro torturado, entró sometido en el
gran espacio de fuego y sonido, el Gato lo esperaba entre las sombras. Solo dos
personas más estaban allí; su segundo de abordo, Glen, y Nora, la mujer de éste,
orgullosos y oscuros a ambos lados del gran sillón viejo que le servía de trono.
Glen, pelirrojo y barbudo, grande y serio, tomó con un solo brazo a Filo, que había sido
líder de la desaparecida banda del perro, y lo dejó con cuidado de no romperlo en el suelo
ante el Gato. Las voces seguían sonando pero ninguno llevaba tapones, y aquella figura
en sombras sentada en lo más alto del púrpura sillón desvencijado sonreía con dientes
blancos fulgurantes. No podía ver sus ojos, sólo dos conos de luz que pensó que se había
imaginado.
–Filo, ¿verdad?–preguntó Nora, una breve belleza morena–¿De la banda del perro?
El hombre intentó mantenerle la mirada con dificultad, pero ella se movió, cruel,
intencionadamente, y tuvo que bajar la cabeza.
–¿Dónde estoy?–logró articular.
–Os hemos cazado. La banda del perro está destruida, deshecha. Finilco–remató en
avesiano.
Lo dijo como quien tacha una tarea de una lista. Filo, sin poder contenerse, demolido por
las horas despierto y los ecos, empezó a llorar.
–Pregúntale–dijo la sombra entre el fuego crepitante.
–¿Sabes cómo salir de Ergo?
–Yo... no, no lo sé.
Filo alzó la mirada hacia Glen, que se la devolvió con frialdad. Notó los inmateriales
tentáculos de la magia enroscándose en su mente. Luchó contra ellos, pero era
demasiado ignorante y débil como para hacer algo.
–Sabe algo, Gato.
–Sacádselo.
La mujer avanzaba hacia él con aire siniestro cuando Filo levantó las manos, sollozando.
–¡Por favor, por favor! No sé nada, pero sé de alguien que puede que... por favor, no me
matéis.
Nora se paró. Filo no hablo más, sino que se hizo un ovillo y tembló en el suelo.
–¿Y bien?–preguntó la mujer.
–Dicen que Barranco, que Barranco sabe cómo. Dicen, dicen. No me comáis. No me
sepáis.
–¿Eso es todo?
La voz sonaba a filos y Filo miró de refilón hacia la silla y vio la sombra enfilando hacia él,
casi una espada negra y brumosa. Un pavor estimulado por el cansancio como nunca
había sentido lo invadió. Recordó a las putas y a los niños ensangrentados y a los perros
aullando al sol de ceniza y a los edificios rotos. Casi los veía.
–¡Si, sí! Dejadme marchar, por favor–sollozó.
El fuego chasqueó. Gato inclinó levemente la cabeza y vio sus ojos. No se lo había
imaginado. Eran como los de un animal salvaje, de pupila vertical e iris brillante, de una
heterocromía rutilante y con grandes ojeras. Su cara estaba cubierta de pelo blanco, sus
orejas eran felinas y sus bigotes también. Se colocaba encima de la silla como lo haría un
leopardo, y no tenía manos y pies sino patas y garras. Sonrió con amargura y las voces
parecieron aumentar en intensidad como si fueran un reflejo del mismo ser a medias que
asustaba a Filo.
–Tiradlo al fuego.

Blavatsky la bruja recibía visiones del hombre cuando dormía. Había dejado las
preparaciones del Samaín aparcadas en más de una ocasión para conciliar el sueño
antes y poder verlo. Él la amaba en silencio, con intensidad, y ella se estremecía cada vez
que sentía sus dedos hábiles bajando por su cadera. Vagaban desnudos por paisajes de
ensueño. Se bañaron en lagos vírgenes, vieron las tundras heladas, retozaron en parajes
blancos y ocultos. Ella se sentía joven y firme, su nariz ganchuda más grácil, sus verrugas
difuminadas, sus poderes mayores y sus formas infinitas y a cual más bella. Él había
descubierto en las geografías ocultas de su cuerpo la marca negra de las brujas, la
mancha que la señalaba como una elegida de la Madre. Y Blavatsky se sentía mítica y
leída pero viajera pero llovida pero un gran éxito pero un beso congelado en la retina pero
un ojo atravesado por la luz anaranjada del atardecer, todo a un tiempo y a distintos
niveles.
Veía antiguos símbolos cuando estaba con él, el Wolfsangel y el ojo del fuego, la cruz de
Juan y el Dunterbezem. Su lenguaje secreto le corría por los labios. En el éxtasis
explotaban en su cabeza como hechizos de deflagración.
Hacía tiempo que la vida real era una triste excusa, un pasatiempo, y que lo realmente
trascendente era el tiempo que pasaba con su hombre alto en el reino de los dormidos.
Lo rutinario cada vez le parecía más el precio a pagar por unas horas de felicidad como
jamás había conocido. Quizá no se equivocaba.
Le dijo él en una ocasión:
–Prepara el mayor Samaín que se haya visto. Hónrame al otro lado de los sueños, amor
mío.
Ella sonrió dormida en su cama del barrio de las brujas, a sólo cien metros de la casa de
Ágata, y le prometió a las pupilas púrpuras de Dozo de Aritania que nadie olvidaría el
Samaín.

Caminaban a duras penas y gritaban en la calle desesperanzada y sucia.


–Venid, chicos, venid.
Les cantaban un himno oscuro.
Sus ropas negras con huesos de perro torturado estaban rotas. Eran dos. Sangraban. Los
perseguían.
Los pequeños llevaban toda la noche huyendo. A la luz de la luna. Bajo edificios
semiderruidos en el límite de Ergo. Casi tocando la corona azulada que no comprendían
pero habían aprendido a temer.
Los mellizos se llamaban Dami y Darli y eran niños de Ergo, criados por la ciudad en las
calles, y tenían miedo y los ojos eran abismos sucios e inyectados en sangre de
permanecer despiertos queriendo burlar la muerte por instinto. Apenas sabían hablar,
nadie les había enseñado, pero sabían quererse. Se tomaban de la mano y se abrazaban
por la noche. Se sonreían con las bocas desdentadas como habían visto hacer y sentían
calor y burbujitas en sus estómagos cuando el otro les acariciaba. Siempre había sido así.
Siempre lo sería. Todo estaba bien porque no conocían ni conocerían nada mejor que su
mutua compañía.
Y ahora eran perseguidos. Los últimos miembros de la difunta banda del perro buscaban
su comida, su ropa recién robada o quién sabe qué, pero sabían–ellos y los niños–que no
habría testigos.
No podrían decir cuándo apareció la guardia, pero estaban de pie ante ellos
preguntándoles qué pasaba. Los niños retrocedieron, temerosos.
Eran dos, dos y dos. Dos asustados, dos perseguidos, dos desesperados.
Los hombres vestidos con huesos de animales inocentes rajaron con metal oxidado las
gargantas de los uniformados. Dami y Darli, paralizados, se bañaron, se bautizaron en
sangre roja que olía a mojado y a bosque urbano.
Pero lo habían visto y venían a salvarlos.
Pobre Cobra Kao. Pobre lobo. Estaba solo antes, mucho más ahora. Maldito para
siempre.
Salió del humo perpetuo que surgía de las alcantarillas con un arma tubular plateada y
brillante. La calle era larga y su alma rotunda.
No esperó. No tenía por qué esperar.
Disparó a uno de los miembros del perro y le dejó dos cráteres en la espalda.
Sin piedad.
Sin aspavientos.
Sin límites.
Había adelgazado, la vida nómada es lo que tiene, pero por encima de la gabardina
pastel sus ojos azules aún eran armas.
–Apártate–ordenó al otro.
El hombre rugió, dirigiéndose a los niños, y los huesos caninos titilaron en el suelo
después de que diez personas salieran de las sombras y lo descuartizaran en una
fracción de segundo.
Dami y Darli no se podían mover por el pavor. Eran niños de Ergo, pero no estaban
preparados para aquella muerte cruda.
Él y su piedad.
No sabía que la tenía.
Se acercó a los pequeños y los abrazó mientras sus compañeros, vestidos todos con
ropas de camuflaje grises, limpiaban el estropicio y paraban las hemorragias de los
guardianes de esa ciudad rota. Lo miraban con estupor.
¿Era este su impasible general? ¿Le había crecido al lobo un corazón a fuerza de
negarlo?
Les susurró palabras torpes que apenas los calmaron, les sonrió y pareció forzado pero le
salió de dentro, qué más da la forma si hay fondo. Quiso navegar en sus ojos y sólo
encontró miedo e instinto, supervivencia.
‘No tendrán ni diez años’, pensó aterrorizado.
Había visto niños de las calles, claro que sí, una y mil veces, pero jamás había sentido
esa conexión, esa metáfora física que lo vinculaba de una forma que le pareció cruel por
impuesta y bella por cierto sentido de predestinación que no había experimentado desde
que se cruzó con aquella detective de pelo anaranjado indomable.
–Quedaos aquí–pidió, y realmente lo quería. Con cuidado les limpió la sangre de los ojos,
óleo brutal, a los pequeños Dami y Darli y se forzó a controlar su ánimo.
Se dio la vuelta, de nuevo pupilas frías como el acero, y examinó de un vistazo a los dos
guardias. Se agachó ante ellos y susurró palabras en el viejo lenguaje que sabían a
regueros de tinta y almizcle. Con un ligero brillo las heridas se cerraron, primero la de uno
y luego la del siguiente. Se sintió sin energía y jadeó, imperceptible para aquella especie
de soldados pero no para los niños de ojos grandes.
Se apoyó contra una antigua pescadería derruida unos minutos mientras los pequeños se
calmaban y sus compañeros inspeccionaban la zona y se reagrupaban, y supo,
mirándolos en pequeñas ráfagas nerviosas preocupadas por asustarlos, que estaban
perdidos, y por primera vez en todo su tiempo en aquel sitio maldito quiso encontrar,
encontrar algo o alguien, tal vez un hogar.
No eran más que una llamita pero quería defenderla.
Todo esto sintió.
–Es un remiendo, vamos a la base–dijo con voz más suave de lo acostumbrado.
Con obediencia militar un hombre y una mujer fornidos se echaron los heridos a hombros
y comenzaron a andar.
–¿Comandante Cobra?–preguntó uno de los desdichados guardianes entre la
inconsciencia al pasar a su lado.
El lobo feroz asintió serio con aquellos ojos sorprendidos de sí mismos y alegres por ello.
Rió flojito, adusto mientras volvía a internarse en la niebla, y quiso tomar con firmeza a los
niños de las manos pero se agarraban a sus piernas impulsados por un primordial apetito
de protección y los tuvo que cargar a la espalda y con los brazos.
–Dami–decía uno señalándose, el más moreno y corpulento.
–Darli–el otro parecía un copo de nieve flacucho con ojos de hierba.
–CK–dijo algo confuso el antiguo comandante de la guardia de Ergo–Ce-ca.
Y así bajó la calle humeante, con dos pájaros rotos aún con sangre en la cara tocando
con curiosidad su barba sin afeitar.
CK pensó que nunca sabes lo que te espera, y dejó salir un momento la sonrisa que tenía
resguardada hacía rato en la garganta. No tenía límites, ya no y de pronto. Era bueno
creerlo.

–Este es el límite–la netamiana pequeña del vestido mandarina les franqueó el paso en la
caverna.
Después de caminar en silencio al menos un par de quilómetros por las calles de la
segunda ciudad, hervideros de vida sorprendente, de barro y velas, les indicó un estrecho
túnel lateral guardado por dos hombres armados.
Laura creyó ver entre las sombras de las calles del subsuelo unos ojos verdes, un burlón
niño pelirrojo, y agitó la cabeza. No era el momento, no era el lugar.
No más daño, se prometió.
Rex avanzó turbio aún semidesnudo mostrando orgulloso el muñón y envuelto en el calor
de la cueva.
Los ojos rasgados de Barranco transmitían calma verdosa y voluntad de seguir adelante
con su decisión de confiar en Laura, que pensaba en lirios azules mientras intentaba
permanecer optimista. Tenía la engañosa sensación de estar llevando a Rex ante una
trampa y de estar salvándolo al mismo tiempo.
Se les mostró la corona, nunca tan cercana. Oyeron antes de verlos los relámpagos
zumbando amenazadores, serpientes de energía. Estaba a sólo unos metros en una
caverna diminuta que la corona dividía en dos partes. Unos pasos significaban vida
nueva.
–Se extiende debajo de la tierra, también. Estamos a unos metros del puente Cansado–
indicó Barranco.
Estaban en la salida. Por allí podrían huir.
–¿Cómo planeas hacerlo?
–Con gran esfuerzo personal.
–Déjalo, Laura–gruñó Rex–. No lo va a decir. Te ha engañado.
–No os engaño–afirmó Barranco, molesta–. La palabra es lo único que tenemos, jamás la
pondría en juego.
El barbudo veía en los ojos de Laura una fascinación creciente y le dolía, le molestaba la
confianza y el salto al vacío. Él ya había saltado al vacío. Ya se había golpeado contra el
suelo. ¿Tan poco le importaba?
–Saldremos así–remató la netamiana.
Con un sólo gesto de sus poderosas manos grandes piedras slieron disparadas en la
pequeña caverna y, formando un semicírculo, abrieron un paso entre el rayo.
Como no podía ser de otra manera, las chispas redujeron la fuerte roca a terrones al
momento.
–Necesito un potenciador–suspiró la mujer–. Es un sortilegio demasiado bien planificado
como para eludirlo con mi magia a secas, pero es un principio. Me ha llevado años de.
–¿Cómo...?–Rex estaba boquiabierto, sus grandes ojos incapaces de asumir lo que había
visto.
Barranco se dirigió a la pelirroja.
–¿Cómo?
–Tu manipulación es extraordinaria–había sana envidia en la voz de Laura–. Rex, el rayo
y la roca se oponen. Se anulan el uno al otro. Es una cuestión de fuerzas contrarias.
–No exactamente, es más complicado que eso. La resonancia...
Por el pasillo llegaron jadeando un hombre envarado y furioso con dos mujeres pisándole
los talones. Una de ellas, Sal, estaba completamente calva y vestía un traje de pelo
humano que se extendía a su alrededor como una túnica prehistórica. La otra, Poc, era
una ancianita diminuta que cargaba a sus espaldas con lienzos, brochas de diferentes
formas y tamaños, reglas y tres botes alargados de tinte cian, magenta y amarillo.
–¡Hacedla entrar en razón!–exigía Cos, fuera de sí. Cuando se hubo parado adoptó una
postura inclinada hacia Rex, mostrando abominación fuera de toda duda.
–¿Qué significa esto, Cos?–estalló Barranco–¿Es un motín?
El joven palideció.
–No, Barranco, yo no...
–Porque no sé qué nombre le quieres dar a desobedecerme delante de toda la ciudad e
intentar matar a mi prisionero, pero no es menor que traición.
Sintieron al corazón de Cos olvidarse de latir. Bajó la mirada y su vergüenza se hizo
tangible.
La mujer calva se adelantó y analizó a Rex con curiosidad.
–¿Un nullum?–le preguntó con voz cascada de fumadora antigua. Hacía meses que no
habían visto un cigarro. Laura se fijó; bajó la garganta tenía una cicatriz que se contraía
como si respirara, una marca blanquecina, unos segundos labios–¡Dime si esto no es
interesante, madre!
–Dibujaría partituras de pelo y tundra en su estómago–susurró Poc, ávida–. Malas hierbas
y satélites detrás de la luna por ojos. Lírica y desquite, calderos y pantanos antiguos y
dragones en las extremidades.
Laura levantó las cejas y ocultó mal una risita.
–Cos–interrumpió Barranco–. ¿Te das cuenta de lo que casi haces? Tendría que haberte
encerrado allí mismo.
Cos no era capaz de mirarla a la cara.
–Barranco, sabes lo que ha hecho...
–¿Quién te ha erigido juez?–explotó en su cara con decepción y cólera–¡Ilumíname con tu
sabiduría, oh, gran Cos de la segunda ciudad! ¿Quién debe morir? ¿Quién merece la
vida?
Sal y Poc, las magas del subsuelo, apoyaron al unísono una mano en cada hombro de
Cos.
–Déjalo estar. Si es culpable lo seguirá siendo.
–Reyerta y cambio–aseveró Poc–. Aceptación tardía y cascadas de opiniones
contradictorias.
Asintió, acostumbrado a lo críptico de la anciana, y se giró para marcharse, pero
recapacitó en el último momento.
–Ellos tienen que adentrarse en las alcantarillas. Nadie debería morir por él–afirmó con
ojillos entrecerrados de hombre recto doblado. Escupió a los pies de Rex.
–Tú deberás sacarle lustro al techo, por lo pronto–repuso Barranco–. Cantando Malas
Tierras a todo volumen.
Parecía un castigo ideado para un niño pequeño, y Cos enrojeció. Dirigiéndole una última
mirada de furia a Rex se retiró, y Sal y Poc con él, después de despedirse con educación
y cierta reticencia.
Barranco se dirigió a ellos.
–Tiene razón. Os vais a las alcantarillas.
No era su estilo preguntar. Ni el de ellos aceptar la vida según les venía.
–¿Qué...?–empezó Rex.
–Quiero que vengáis a vivir a la segunda ciudad–la netamiana fue directa como una
bala–. Ayudadnos a construir ahí fuera algo que merezca la pena si realmente es cierto lo
que me habéis contado. Nunca hemos tenido un hogar aquí. Construyamos uno, algo
nuestro.
Laura no estaba acostumbrada a ese tipo de ofrecimientos por un motivo: casi nunca eran
desinteresados.
–A cambio...–dejó la frase perderse en el sonido de las chispas.
–No lo miréis así–Barranco suspiró–. Ya habéis visto a Cos. Yo os creo, pero tenéis que
demostrar vuestro compromiso con nosotros para que os acepten. No puedo decir que no
lo entienda.
La mujer mandarina se encogió de hombros.
–Ambos tenéis una reputación. El destructor de Cerrada, ni más ni menos, y la mujer que
lo soltó en la ciudad.
–¡He ayudado a cientos de...!
–Nadie se fija en los que ayudas, Laura–Barranco se ensombreció–. Recuérdalo bien.
Cuando te juzguen, y te juzgarán cada día de tu vida, sólo verán los agravios, la desdicha,
los fallos. Nadie te verá en tus mejores días, sólo en tus errores. Me encantan las
personas–confesó–, pero la gente me repugna. Son una masa ciega y basta un grito para
que se dirijan a cualquier precipicio.
Rex bajó la mirada, avergonzado. Ni siquiera podía contar la verdad de lo que había
pasado, que todo había sido por una niña pequeña, que era su redención, que su mano
perdida había creado un enlace con el exterior que nadie podía usar sin el permiso de la
criatura más taimada de Ergo. No, debía aceptar los golpes y el miedo y los escupitajos.
–¿Qué tenemos que hacer?–susurró.
–Me pondré en contacto con vosotros. Descansad–dudó antes de continuar–. Solucionad
vuestros asuntos. E informaos, si podéis, sobre la brújula de eclipse y los dientes del
espectro. Eso es lo que tendréis que buscar en las alcantarillas cuando os reclame.
Laura sonrió, excitada como siempre ante una nueva búsqueda. Intentó tomar la mano
buena de Rex pero éste la rechazó con suavidad y se dio la vuelta, marchándose por el
túnel.
–Y, Laura–añadió Barranco con gravedad–. Cuando vuelvas me contarás lo que sucedió
de verdad en Cerrada.
La detective asintió y se retiró, dejando una mancha mandarina serena y rotunda frente a
una barrera azulada de relámpago y masacre.
Tintagel era un mundo hueco.
Como un gran organismo de energía lleno de arterias de acero donde antes había risas y
antigüedad, madera y calor. Como un huevo pervertido.
Se había remodelado. Las almenas, derruidas, las grandes puertas de madera,
quemadas y substituidas por metal funcional, las entrañas de la mansión al descubierto
como un campo de metralla.
Y en la sala del gran cilindro eléctrico Madame de Montespan se moría.
Estaba sentada en un sillón hecho de remiendos metálicos, tiritas y vendajes, placas de
acero. De sus reposabrazos cuadrangulares salían agujas que se clavaban en los
mondadientes que tenía por brazos. La sangre fluía y manchaba la losa ágata que le
servía de asiento, llegando al suelo en un caos de densidad carmesí turbadora.
Detrás de ella, la gran máquina tubular. La fuente de energía. El gel chispeante que
zumbaba siniestro.
“Bebe”, pensaba. “Bébelo todo”.
Se arrastró como una babosa vieja por el suelo ensangrentado, con las ropas demasiado
grandes para su cuerpo y los ojos hundidos en piel de aguacero hecho carne. No había
espejos y las superficies que podían haber reflejado su decrepitud estaban rayadas o
dobladas.
Mil reflejos combados y tachados le devolvían la mirada desde todas partes y ninguna.
Siempre había odiado los espejos, ya en la guerra.
Se miraba y pensaba.
Voy a morir.
Voy a volverme vieja.
Mis mejillas se estirarán y mis labios perderán su color.
Seré amarillenta y estaré cansada.
Me mearé encima. Me cagaré encima.
No podré pensar con claridad.
Olvidaré quién soy.
Voy a volverme vieja.
Y voy a morir al final.
Lo pensaba de niña. Lo pensaba mientras agonizaba.
Llegó al fin a la mesa improvisada de madera negruzca, quemada, antinatural.
Sosteniéndose con dificultad machacó con una maza roída tres hierbas de reinos lejanos
y las mezcló con aquella sangre en la cuba.
Decidió buscar la manera de burlar al punto y final. Aprendió magia de verdad. Sobrevivió
a la guerra. Estudió en la Academia. Recorrió Bohemia mientras se deshacía y el gran
continente del sur. En una de las últimas ciudades, Juk, conoció a un brujo joven y rubio
que le enseñó su método. Era uno más, pero el único que conocía que le devolvería el
vigor de la juventud. Mató al brujo destrozándole los ojos con un alfiler. Empezó a
llamarse madame de Montespan, allí había nacido y era una señora, la única señora. Su
otro nombre no era ella, sólo una niña asustada.
Viajó a Ergo mientras la ciudad de los ocho ríos, Magadha, caía.
Y en Ergo encontró a Saga.
Quiéreme.
Quiero cantarle a las violetas en tu tumba.
Quiero darte lunas y desiertos.
Quiero ser la que haga que dejes de llorar.
Soy tan afortunada de haberte conocido.
Soy tan afortunada de haber vivido.
Soy tan afortunada.
Soy.
¿Soy?
No.
Eres. Eres y yo soy en ti.
Había matado bebés recién nacidos, había robado sus vidas, todo lo que podrían haber
sido, y bebía su sangre para hurtar tiempo y fuerza.
Los besaba mientras los degollaba, otra clase de amor enfermo.
Quería tener uno pero sabía que no resistiría el impulso de libar de su cuello fofo.
Había dejado de funcionar. Quizá fuera la energía que tenía que darle a la central para
que la electricidad fluyera por Ergo y el reino superior o quizá su cuerpo ya se había
acostumbrado, o había dicho basta, o la parca la había encontrado y se reía de sus
intentos inútiles de correr más que ella.
“El tiempo nos captura a todos y el cabrón nos deja correr”, pensó agria mientras
paladeaba el óxido y el asco.
La parca estaba con ella ese día en lo que había sido Tintagel.
Era menos que una chispa detrás del tubo. Un olor a ozono. Pero estaba allí con sus ojos
púrpura, un depredador agazapado.
Ya no tenía defensas mágicas. Le había dado todo a la central. Todo para Saga.
La parca fue piadosa. Casi no la dejó gritar.
Le deslizó un relámpago afilado por la garganta y sus músculos se paralizaron. La sangre
ajena salió por la abertura de la tráquea y la anegó, quizá clamando venganza en un
idioma antiguo.
Sólo vio un eco de chispas en la sombra. Su vida, como todas, se apagó, y ella no lo
aceptó hasta el último momento.
Primero dejó de ver, adiós ciudad imposible de arquitecturas contradictorias.
Después se fue su olfato; ya no olía la sangre, ya boqueaba inútil. Nunca llegó a perder el
gusto, no le dio tiempo a sentirlo. Perdió el oído, bienvenida al silencio, espero que estés
a gusto porque tendrás una eternidad para disfrutarlo. Y el tacto huyó burlón y quedó
encerrada en sí misma.
De haber podido habría gritado. Era un punto en el infinito. ¿Siempre lo había sido y se
había engañado? Su cerebro ejecutó el cierre despacio.
Luego, es un secreto.
El cuerpo cayó como un fardo y se volvió gris cuando la magia que lo sostenía se
desvaneció y todos los niños que había asesinado sonrieron en aquellas tumbas blancas
de Altabruma. Ese día los ecos de los muertos sonaron a profecías cumplidas y a
venganza justa.
El hombre de la cicatriz en el ojo izquierdo, que no podía ser otro que Dozo de Aritania,
villano en la sombra de Ergo, se irguió limpiándose las manos con desprecio y se atusó
sus ropas de piel parda, de mercenario más que de mago. Las heridas de la mansión
Caras habían sanado y el pelo había crecido plateado y fuerte una vez más. Estaba en la
cúspide de su poder.
La máquina tubular ofreció a Tintagel un chispazo último de energía, hizo una reverencia
y cayó el telón sobre ella.
Dozo miró impasible por un ventanal del pasillo anexo, ahogado por cables enormes que
conducían a la máquina muerta, cómo las escasas luces en Ergo se desvanecían en el
mismo vacío que se había tragado a Madame de Montespan. Vio el reino superior de
Saga oscurecerse y retumbar. Oyó desde allí el grito ahogado. Le pareció bueno.
Y continuó con su tarea.
Un mago menos. Quedaban apenas una decena.

Amanecía en Ergo. Cuánto había pasado. Cuánto pasaría aún.


Cerca del antiguo barrio de los druidas, que habían sido la quietud y los árboles con
nudos como cerraduras del mundo, humeaba un cráter. Más que una explosión violenta
parecía haberse licuado hacia dentro, inundación de piedra fluida al rojo vivo.
No hay una forma agradable de describirlo, pero es que esta no es una historia agradable.
El mago escarlata los había encerrado allí. Había dicho:
“Nunca jamás podrá tu carne dejar la biblioteca.”
Nunca jamás lo hizo.
Tuvo que esperar a que la tormenta se acercarse con las llamas y la cólera. Debió
convocar toda su congoja, toda su demencia para decidirse a ejecutar los hechizos
prohibidos que encontró entre los libros sellados de los escribas invisibles.
Ya no tenía carne. Tampoco el león.
El cráter humeante de su calvario contenía apenas un esqueleto encarnado con músculos
pegados con gravedad artificial, hilos nada más. Sus globos oculares seguían aún sujetos
al rostro, pero no tardarían en caerse y llevarse contigo esa paródica bizquera vieja. Su
sonrisa estaba manchada de granates. La calavera era oscura y las mandíbulas casi
desencajadas gritaban en silencio. No había cuerdas vocales que soportaran la emisión
de sonido. Ya no tenía ropa, ni pechos, ni era su pubis reconocible. Sólo era huesos
ajados teñidos cubiertos de articulaciones, sólo músculos y órganos partidos que se
aferraban al bastón tocado por un círculo blanco fulgurante. El sonido de sus falanges al
golpetear la vara de tejo traía a la memoria monstruos bajo la cama.
El león era una criatura lastimosa. En su cráneo felino quedaban tristes pelos
blanquecinos patéticos entre aquel escarlata rabioso e injusto. Su frente exhibía aún la
estrella blanca.
¿Qué sería de la biblioteca? Se había desvanecido en cuanto habían salido. Ya no tenía
guardianes. Seguía a la civilización y en Ergo apenas quedaba ese fuego.
¿Quedaban otros fuegos más allá?
La momia y el león, rojos, movidos por encantamientos vedados, habían caído en la
demencia y el delirio como espantos azotados por un dios oscuro, pero aún tenían claro
su objetivo.
Eme.
La aprendiz espuria.
Mientras el sol azulado de aquellos amaneceres irreales bajo la corona marcaba el
comienzo de su cacería, Laurel y Aster, renacidos y sostenidos por nigromancia insólita,
estiraron en siniestra simultaneidad sus brazos de hueso manchado y se tocaron con
idéntico pavor. Qué habían hecho. Qué habían hecho.
Olían a poemas quemados y a instrumentos de guerra enajenados.
Antes de que nadie en Ergo pudiera saber de su presencia desaparecieron entre las
callejas. Muerte al mago escarlata por su cúmulo de villanías.
2
LO QUE UN DÍA CAYÓ
!
Se oía su lamento por todo el cadáver putrefacto de Tintagel.
La corona chispeaba fuera. El bosquecillo resguardaba el sueño roto de aquel castillo
convertido en metal.
No era un llanto ruidoso o un feo aspirar de saliva y lágrimas, pues ya no tenían cosas
tales. Era un lamento pegajoso que impregnaba y entristecía arquitectura y objetos, acero
y restos de madera. Era un fantasma azul que atravesaba paredes y carne, opresión en el
pecho, opresión en el pulmón, puerta sin pomo, así de triste. Tintagel era en ese momento
y para siempre un océano amargo; la pena de ese día persistió, fue asimilada por las
estructuras como esponjas de sentires, tanto, que el castillo derruido llenó a partir de
entonces a todo el que lo vio de una congoja solemne que saltaba entre individuos como
un virus duro.
El león y la momia roja lloraban y no podían expresarlo más que con desdicha
avasalladora. Qué desastre.
La gran sala, con sus arterias de cable y su colosal máquina tubular, parecía un velatorio.
Oscura y quieta, densa. Cansada. El cadáver reciente de Montespan reposaba sobre un
charco de sangre. Y allí estaban en pleno proceso de descomposición Lucer y Aster, un
esqueleto doblado sobre sus rodillas huesudas y un triste león muerto mirándola con
melancolía. La mandíbula subía y bajaba reproduciendo el reflejo del llanto, pero ni sus
ojos ni su cara–si se le puede llamar cara a aquella piedra viva–mostraban nada. Y a
pesar de todo lloraban.
Merlín, a dónde has ido.
Merlín, qué ha sido de tu palacio.
Merlín, déjame, déjanos, déjame vengarme. Déjanos matarte.
Dame un cierre, por favor.
Aster acercó el hocico calcáreo al cadáver de la mujer en el suelo y lo manchó de sangre
nueva. Escarlata sobre placas de metal. Hacía días que no comía. ¿Podría comer? ¿Se
morirían de hambre y de sed? ¿Cómo, si no tenían vasos ni órganos que necesitaran
alimento? ¿Qué hemos hecho con nosotros, por la encina blanca y su semilla, qué hemos
hecho?
Aún tenía colmillos largos y amarillentos. Mordió a Montespan, arrancó un pedazo
substancial de lomo. Estamos vivos. Estamos vivos. Los seres vivos comen. Destrozó el
cúbito de un sólo movimiento.
La momia era el león.
El león era la momia.
Aquel esqueleto rojo, con sus músculos deshilachados y sus cuencas llenas, se agachó y
arrancó carne como pudo, con los dientes, con las falanges, clavando sus huesos como
lanzas.
Sangre de cientos de niños chorreaba por sus mandíbulas. La luz azulada proyectaba
sombras grotescas en la pared mostrando a medias un festín macabro. La carne caía al
suelo después de pasar por sus gargantas y perderse en el vacío de los costillares.
Merlín había muerto, había escapado, lo mismo daba. Nunca habría dejado que
transformaran su hogar en un engendro de metal. Era un druida y la naturaleza era su
reino y su dicha.
Con furia de errores irreparables miró por la ventana a la ciudad que recibía el amanecer
azul y pensó, entre chasquidos de relámpago, que quedaba ella. Que puede que quedase
ella. Que tenía que quedar ella, por favor, por el árbol sagrado y todos los dioses en los
que no creía esa guardiana de mundos antiguos en tierra hostil.
La pelirroja.
Dejando un reguero carmesí, el esqueleto saltó a lomos del león de hueso por la ventana.
Movió el bastón con decisión en círculos y sonó un rugido terrible por toda Ergo que
llevaba cólera y toda la tristeza de la naturaleza vejada.

Ya no había electricidad, así que buscaron otras luces.


Volvieron a los abrazos cerca de las hogueras y a las mantas agujereadas. El barrio de
las brujas brillaba todas las noches sosteniendo buenos presagios bajo la corona azulada.
En los descampados de sur, grandes praderas ocres prólogo a la floresta Umbría, ella
bailaba. Olía a jungla.
Sólo llevaba puesto un abrigo de visón blanco y se movía pintando figuras sensuales en
el aire. La corona allá en el cielo, la bañaba y ella se regocijaba en ella, con ella, por ella.
Mila dejaba todas las noches su mansión en el sur y los esclavos que la adoraban y
conducía sola hasta las praderas; tenía uno de los pocos automóviles de Ergo, un
vehículo cuadrangular oxidado que gruñía y ronroneaba.
Sensual, caía y dibujaba redondeles. Sus manos acariciaban el aire. Sus pies se hundían
en tierra joven. Las sombras de sus brazos se entrecruzaban y mostraban animales
fantásticos y dónde encontrarlos. Estiró una pierna por encima de su cabeza. Un trueno
crepitó.
El abrigo se deslizó y, desnuda, siguió bailando.
El sudor sólo la hacía más bella. Sonreía pícara.
Gato estaba allí, Gato lo vio todo, pero el Gato no sintió nada.
Se escondía sin proponérselo entre las pequeñas colinas ocres. Desde tan lejos Mila
parecía mínima en la inmensidad de un campo trigueño desolado.
Tapado con una capucha parda caminó hacia ella, dejándose ver. No paró de bailar ni
cuando el Gato llegó a su lado y fue otra hormiga en un paraje colosal.
–Me contaron que vendrías.
Su voz era todo lo que un hombre teme, así de suave, así de profunda.
Desnuda y tajante se acercó a él. Incluso al andar condensaba belleza. Era más baja de
lo que había pensado. Con una mano de caramelo intentó sacarle la capucha. Él se
apartó.
–Vamos, vamos. Me muero de la curiosidad.
Gato consistió. Inclinó la cerviz lo justo y ella la retiró de golpe.
Sus orejas felinas, sus bigotes, sus ojos de pupila vertical, su pelo, su hocico, sus
facciones afiladas. Su vergüenza.
–¿Son de colores diferentes desde siempre?
–Desde que los tengo–gruñó grave.
Mila se apartó y recuperó su abrigo del suelo. Se lo puso con intención mientras lo miraba
a los ojos. El Gato no apartó la vista de su cara, aunque su visión animal le enviaba con
total nitidez el incitador abismo negro a su desnudez. No era negro para él, claro. Él podía
ver en la oscuridad, en todas las oscuridades.
–Estoy decepcionada, la verdad. Cualquiera diría que nunca fuiste un hombre.
El Gato bufó despacio pero constante. Mila lo miró burlona.
–Por favor, las noticias vuelan y mis chicos no me pueden ocultar nada. Además, los
fenómenos como tú no son tan habituales–caprichosa, cambió a un tono de confidencia–.
Dicen que matas niños para vivir, ¿es verdad?
–No.
–Pues te echan la culpa de los niños que mueren. Todo el mundo necesita monstruos,
supongo.
–Supongo.
Mila se sentó con las piernas cruzadas sobre el ingenio que la había traído.
–Tenía curiosidad por verte, la he satisfecho. ¿Has venido sólo para verme bailar?
–No.
Alzó las cejas, dándole permiso para hablar. El Gato no lo necesitaba, pero dejó que se
sintiera cómoda.
–¿Sabes dónde encontrar a Barranco?
–Nadie sabe dónde encontrar a Barranco, monstruo–rió–. ¿Has oído los rumores de la
segunda ciudad?
Asintió. Monstruo.
–Pues sabrás que nadie puede entrar, fue la idea al fundarla. Cava, igual tienes suerte.
–Muy bien.
Se acercó a ella. Alzó una garra. Notó algo en el aire, una abundancia de entusiasmo,
feromonas rebotando, un hechizo de atracción que llevaba con elegancia. A él no le
afectaba, no había manera. Ojalá la hubiera. Bajó la garra. Se llevó medio brazo y parte
del abrigo blanco. Ella gritó, pero no la escuchaba. Repitió:
–¿Sabes dónde encontrar a Barranco?
–¡Estás loco, déjame en paz, apártate, no lo sé, no lo... no lo...!
–No debiste venir sola, Mila. Los monstruos no pensamos dos veces, ¿sabes? Se nos va
un poco la cabeza.
Intentaba arrastrarse hacia el coche. Él no la escuchaba. Él no la escuchaba. Él no la
escuchaba, sus aullidos de fondo y él en otra parte, perdido en mares de asesinos y
huesos, en la música de la muerte y la desdicha. El Gato le cogió de la nuca y la sostuvo
en el aire. Ella se debatía y chillaba, asimilando la pérdida del brazo.
–Puto espanto, bicho asqueroso...
–¿Dónde está Barranco?
Mila le escupió.
–¡No te voy... ah, ah, ah, a decir nada, hijo de... hijo de puta!
El viento creció en la pradera seca inmensa. Sonrió, colmillos felinos y fiereza. Error, Mila.
–Entonces lo sabes.
Alzó una garra. Nada quedaba del hechizo, de la belleza. Todo era sangre manchando el
abrigo blanco y olor a brutalidad. La bajó de nuevo, cuchillas afiladas.
–A los monstruos no nos gusta que nos llamen monstruos–murmuró–. Veremos si lo
entiendes.
Ya no tenía piernas. Ella chillaba y gemía, sorbía y lloraba. Mila muerta, pensaba el Gato,
Mila mutilada carne machacada ajos rotos bichos cojos olor romo óxido monóxido dióxido
lágrimas llenas sangre hambre calambre, sí, sí, sí, sí. Se le erizaba el pelaje de la
excitación.
–¿Dónde está Barranco?
–¡La entrada... ugh... está en la universidad!–tosía, se atragantaba con su propia sangre–
¡Por favor, por favor, déjame!
Y la dejó caer en el suelo, un tronco, un brazo, una cabeza.
Hasta luego, chica monstruo.
Reprimió un gesto de rabia mientras se iba.
No había sentido nada al verla bailar.
Había notado su sensualidad con objetividad, como si estuviera lejos, como si viera a un
pavo real extendiendo sus plumas, apreciando el cortejo pero sin participar de él. Maldito
dos veces. Tampoco sentía nada viéndola desangrarse en el suelo, una patética imitación
de ser humano. Se puso la capucha y caminó a saltos de dos, cuatro, diez metros por la
pradera hasta que se encontró perdido en las calles respirando la niebla urbana, la
violencia a punto de estallar, la melodía de la desgracia en el espacio infinito. Se sintió
muy triste de pronto y pensó que tenía que salir como fuese de aquel lugar, de aquella
vida, de aquel cuerpo. Que si olvidar o morir fuera dulce lo haría sin ninguna duda, sin
ningún temor. Que el vacío sería mejor que aquello.

El cielo estaba en ruinas.


Descansa, querido.
Déjate mecer por mis brazos.
Saga, por favor, abandona esta locura.
Con un halo de extrañeza, todo es demasiado irreal para ser verdad, Saga se reclinó en
la silla de piedra quebrada. Un fuego abrasador apenas controlado iluminaba a medias la
titánica bóveda apagada de su cielo, de su sueño roto, de su último refugio.
Llevado por la paranoia, hacía días que no se arreglaba y olía al rancio de los deseos
pervertidos. Su túnica estaba rota y manchada de comida. La oscura barba y el pelo
revuelto enmarcaban ojos azules de tormenta torturada inyectados en sangre.
Octavio, su amante, su amado, lo miraba y quería llorar.
Ya no había invitados. Al principio habían huido poco a poco llevados por familias
destrozadas o miedos incontenibles. Luego intentaron salir. Luego sobrevivir en la ciudad
muerta.
Hacía tiempo que ya no tenían más comida que las pobres porquerías enlatadas que la
guardia les conseguía. El agua seguía corriendo, pero se preguntaban por cuánto tiempo.
Incluso aquella presencia burlona se había esfumado; Luque del norte no estaba en el
reino superior y eso sólo podía significar muerte; las altas esferas erguianas lo sabían y
habían dejado al alcalde solo.
Le dijeron en otra época a otra persona:
“El pueblo quiere que lo gobiernes, Saga.
Eres joven, eres el futuro, eres el espíritu de Ergo.
Tú conoces la ciudad.
Tú eres la ciudad.
Hazla grande.”
El futuro había llegado y era ruina y bóvedas celestiales a oscuras.
Habló con voz áspera preñada de estrellas muertas y azules profundos.
–Traedme a Álastor, a Ros y a Joanes.
Habrían pasado si aún existieran las siete capas mágicas, los siete guardias, las siete
puertas, las escaleras de mármol blanco ahora rotas, el pasillo aterciopelado, los tres
caminos. Las criaturas encerradas allí murieron y sus huesos querían ver el sol, pero ya
tampoco existía el sol, sólo aquella corona.
Llegaron tambaleándose, borrachos.
Los jefes de la guardia. Los comandantes de los escasísimos soldados que aún creían en
Ergo, que aún creían en Saga, que aún creían en una autoridad que no fuera el hambre y
la muerte.
–¿Qué ha sucedido?
Los antiguos tesoreros se lo explicaron objetivos y venenosos.
Álastor había investigado el apagón. Se presentó en Tintagel y un pedazo de Monstespan
se quedó pegado a su zapato. Aún lo tenía. Probable defunción.
–Madame de Montespan ha desaparecido. El tubo está destrozado. Aunque tuviéramos
magos no podríamos encenderlo de nuevo.
Ros se movió al noroeste. Sobrevivió por los pelos al paso de la momia roja y su león
esquelético y no tenía intención de volver.
–Una criatura desconocida está arrasando el antiguo barrio de los druidas. Tres guardias
han muerto.
Joanes había bebido hasta que pudo pincharse sin dolor. Los veinte guardias vivos de
Ergo debían presentarse ante él al principio y al final de cada turno.
–Otra pareja de guardias ha desaparecido al norte.
Claudio, que había sido el último hombre bueno, se alzaba con aspecto de pilar torcido al
lado de los Wolfhart, del pequeño Cripi, de la justicia ciega, Adala. Era los oídos.
–No se olvide de ciudad en las alcantarillas, alcalde–dijo con tono neutro, indiferente. Su
voz se arrastraba–. Sigo oyendo susurros, menos que píos.
Saga no hizo nada. Miró con ojos vacuos a sus compinches, los apoyos que le quedaban.
En un instante terrible vio su propia inutilidad, un futuro de sombras, todo lo que había
hecho, y el peso de su vida cayó sobre él en un parpadeo y en el siguiente volvió a
respirar. Ya no tenía invitados. Ya no tenía a Ergo, se le había escapado de las manos en
algún lugar del camino y ni siquiera lo había notado.
Era el rey de un paraíso hundido. El capitán de un barco anegado. El polizón enloquecido
que se creía un dios.
–¿Noticias de la patrulla cero?–pudo murmurar.
–Nada, Saga–Octavio no podía soportar el mutismo, el desastre, el fracaso del alcalde.
Giró la cabeza y reprimió un llanto sincero.
Adala mordisqueaba un pescado verdoso. Los Wolfhart miraban hacia otro lado. Claudio
era un chacal indiferente.
Y Cripi, doce años de caos, sonreía con un gesto ancho y profundo que sonaba como
hogueras en las calles abandonadas, hordas de desesperados matándose por una gota
de agua y cuchillos hechos de hueso.

Una variación mínima de los eventos y el futuro será del todo distinto.
Como Vera.
Si su padre no hubiera salido a las calles quebradas para ver la corona brillante entre los
escombros no se habría resfriado. Si no se hubiera resfriado no habría tenido que
quedarse encerrada con él durante cinco días angustiosos en el pequeño apartamento
viendo cómo vagaba preguntándole una y otra vez quién era. Por otro lado, si Ergo no se
hubiera quedado sin electricidad habría podido cocinar algo decente y no confiarse a la
comida enlatada que Laura le hacía guardar para emergencias y que, como no podía ser
de otra manera, estaba pasada y no servía.
En aquel cuarto cerrado, guardián de su fe, había un cachivache que pretendía arreglar
desde que tuvo memoria, una especie de caja de música que al fin había dicho basta y
gritó en bucle sin control una melodía que llenaba de gozo a Pablo y atacaba los nervios
de su hija rubia. Toda aquella mañana había tratado de arreglarla sin éxito y había
acabado lanzándola por la ventana resignada. Cuando bajó a por comida para el padre
enfermo estaba irritable y melancólica, así que no notó que una pequeña astilla no mayor
que un dedo bloqueaba la recia puerta mágica lo justo para que quedara abierta. Si no
hubiera pospuesto–de nuevo–la limpieza no habría habido astilla, o puede que sí; Elohim,
habría dicho ella, actúa de maneras extrañas.
Sin toda esta conjunción de comunes casualidades y hechos concatenados,
la caja de música rota,
la limpieza postergada,
la electricidad,
la comida caducada,
el encierro en el apartamento,
el resfriado,
que sólo cobraron sentido a posteriori, no habría regresado media hora después para
encontrarse a su padre clavado a la pared, sin vida entre una desgracia caótica de sangre
y muebles destrozados.
El pequeño apartamento, saqueado; el hombre al que había amado y cuidado, liquidado
con brutalidad y ensañamiento. No lo podía aceptar, no quería, no sabía, no, no, no, no,
cayó al suelo, tiene que haber alguna manera de solucionar esto.
Había pensado en sus horas más bajas, tumbada en su habitación, enclaustrada en sí
misma:
“Por favor, Señor, líbrame de esta espina.
Déjalo descansar, no me atormentes más, Elohim, tú libraste a los jóvenes del fuego
ardiente y del rey cruel y me condenas a vagar con este recuerdo ignorante, con esta
parte de mí a quien ya no pertenezco, con este doble maldito que mide el tiempo con
alegría, ¡con alegría...!
Nunca sabrá lo que hice por él y ya nunca estará orgulloso de mí y oh por favor llévatelo
sólo llévatelo y haz que deje de sufrir...”
A ella volvieron entonces todos aquellos pensamientos y entre la tristeza irreparable y la
sorpresa descubrió una chispa de alivio que le dio náuseas.
La puerta de su cuarto había saltado de los goznes oxidados, manchada con huellas
carmesíes que la arañaban, pero eso aún no lo sabía.

El nigromante cavaba tumbas mientras cantaba.


Hacía tiempo que los portones de hierro habían caído oxidados y golpeados. Fuegos
fatuos sobre nichos rotos, manos y cuerpos podridos arrastrándose por el suelo. El musgo
había engendrado plantas de colores que miraban al cementerio de Altabruma con
sarcasmo.
Un sonido crujiente y arrastrado ahogaba al camposanto; los no muertos luchaban por
respirar. Eran sus voces, él les había dado órganos ajados y consciencias difusas. Olía a
lenguas antiguas, a últimos momentos, a desgarro.
Cortaba miembros como un niño en un cajón de arena.
Palada.
Tierra fuera, pequeños granos en el hombro.
Palada.
Palada.
Madera.
Toc, toc.
¿Quién anda ahí?
Necesito un meñique, ¿tienes uno?
Ataba con hilo grueso y podrido la chicha. Tori estaba a punto de volver.
Debería haber notado la sombra que pisaba fuerte la tierra removida, pero no lo hizo.
Había dormido con el cadáver de su ayudante tanto tiempo que su propia carne se había
empezado a pudrir también. Su mano derecha era negra como un leño quemado, sus
órganos funcionaban a duras penas entre el aire maldito de Altabruma.
–Un navajazo en carne muerta–murmuró, desafinando áspero. Tosió.
El carraspeo cubrió a esa sombra que lo miraba desde la cima del agujero.
Se giró, alerta de pronto y suspiró tranquilo.
Allí no había nadie.
Entonó unas notas al azar mientras cosía:

Un navajazo en carne muerta,


dos cerebros donde no debería haber ninguno,
tres rupturas con la espina y el premio.

Se interrumpió y salió de un salto del agujero. La sucia barba canosa apenas se movió.
Ejecutó un movimiento en espiral con la mano izquierda y se mordió el pulgar de la
derecha con brutalidad. Un hilo consistente de sangre cayó sobre el cuerpo monstruoso.
Lloviznaba.
Una pena que no hubiera encontrado antes un hígado entero, Tori no habría pasado tanto
tiempo muerto. Todo sería más fácil si pudiera acceder a los mausoleos, con sus finados
en ataúdes blancos, sin tocar aún, tan deliciosos, tan expectantes. El nigromante pateó
una mano pustulosa que intentaba agarrarle el tobillo. Malditas pruebas. Eran inofensivas,
pero difíciles de matar, y tenía tan poco tiempo...
–Veamos–habló para sí–. Tres terceros ojos de murciélago de los hielos, un puñado de
humo de fuego asesino, el corazón de un inocente, el ala viva de un fénix muerto, un
pedazo de cielo, un cuerpo. ¿Está todo? Está todo.
Saltó, feliz, y chilló:

Cuatro antebrazos de orificios ocultos,


cinco bosques vírgenes calcinados,
seis cuerdas enrolladas en cuellos ajados.

La sombra acechaba con curiosidad y desprecio.


El nigromante invocó un libro demente y leyó en él a voz en grito un cántico a los muertos
en un idioma olvidado.
Pedía la resurrección de la carne.
Porque aquel cuerpo muerto ha de volver a hollar la tierra.
Aquellas armas humanas servir de nuevo al maestro.
Álzate y traspasa el umbral sin luz, rugía el nigromante.
Gruñe y hiede de nuevo. Muévete, lo ordeno y lo suplico.
Cogió un fuego fatuo con la mano desnuda, las ampollas surgiendo alegres en los dedos
rudos, y la lanzó a la tumba como si fuera una especia sobre carne, carne pútrida y
muerta, pálida y hedionda, pero carne al fin y al cabo.
Sacó de su túnica raída, que dejaba al descubierto una vejez mal llevada, la daga
ceremonial forjada a partir de un meteorito. Se la clavó en el brazo negro, en el brazo
muerto. Muerte con muerte, vida con vida.
Y la criatura del foso respiró y la lluvia arreció.
No estaba viva, comprobó la sombra. La nigromancia era nada más que tanteos entre
tinieblas
Pero respiraba.
Su corazón prestado latía.
Se movía y babeaba.
Y el nigromante cantaba:

Siete manchas de órganos vivos en el vestido blanco.


Ocho cubiletes en sus fosas nasales.
Nueve ríos de sangre negra en la espalda de la bestia gigante.
Diez nombres para el mismo diablo.

Porque la muerte no es más eterna que la vida


y un sentido último está fuera del juego,
las reglas desconocidas existen para romperlas
y lo que un día cayó debe ascender.

Dozo lo mató rápido, tiró su cadáver al foso, achicharró a la criatura, los cubrió de tierra y
se sentó pensativo en la colina de Altabruma hasta que el sol salió y las nubes se
deshicieron.

El silencio de la Floresta era cómodo como un saco de plumas y vacío hasta desgarrar.
Los forajidos umbríos dormían alrededor de la hoguera, tapados entre los pinos raquíticos
con abrigos y conciencias repletas.
Derrida se iba.
La mujer de gris, con su nariz de buitre y su gesto firme, se movía en silencio entre los
bultos oscuros. Crac, crac, cantaban las ramas. Respiraba con fuerza y se aferraba al
zurrón como si le fuera la vida en ello.
Unos pasos y estaría fuera.
Ya era la hoguera brillos sagrados en el bosque cuando Niv le salió al paso, todo blanco y
cólera de cráteres crepitantes. Se recortaba contra las sombras como un cocodrilo
cruento venido de abismos criminales y, muy a su pesar–jamás lo reconocería ante
nadie–la antigua ama de llaves quedó un instante paralizada.
–¿A dónde crees que vas, vieja?
Derrida suspiró mientras se recomponía. Menuda contrariedad. La chiquilla aún llevaba la
camisa ajada que usaba para dormir.
–¿Llevas dos noches espiándome?–inquirió con humor anaranjado.
–¿Qué has hecho con Toa y Lomos?–a ellos les tocaba la guardia esa noche.
La mujer se agachó y recogió una pequeña flor violeta con un gesto casual. La espalda le
dio un pinchazo, una queja merecida después de maltratarla dos noches en el duro suelo
de la floresta.
–Desquite del diablo–al no ver reconocimiento continuó, exasperada–. Una infusión
anestesiante. Les dolerá la cabeza unas horas, pero estarán bien mañana.
–Sabía que no eras trigo limpio.
–Al contrario, con una dosis mayor podría haberlos matado. Piensa un poco, niña–lo dijo
con un tono paternalista que puso a Niv de los nervios.
–No tengo nada que pensar, vas a volver al campamento o...
–¿O qué?
–O te llevaré yo misma a rastras.
Era un crótalo de aberraciones cromáticas imposibles, fiera y letal, una letra ce
pronunciada con rotundidad, bordes luminosos y ojos penetrantes. Derrida se ablandó un
tanto y le habló con dulzura que Niv juzgó falsa.
–¿Cuántos años tienes?
–Diecisiete.
–Eres joven para ser tan fría.
–No tienes ni puta idea. Vuelve a la hoguera.
–Te agradecería que moderaras el lenguaje en mi presencia, muchacha–se mordió los
labios iracunda.
–¡Puta, putas hordas destronadas y jodidos instrumentos de espinas, cabrona, mierda,
joder, hostia, desidia del dios muerto de los cojones, coño, jódete, jódete!–explotó.
Derrida la miró y la hizo enmudecer a fuerza de decepción.
–Por los ocho cielos, menuda grosería...
–¿Y a qué viene tanta prisa?–Niv se acercó, suspicaz–Y no me repitas que alguien
cumple años.
–Alguien especial.
–Manda huevos. ¿Tú no ibas a arreglar la corona?
–A anularla, dirás.
–Arreglarla, arreglar esto, contesta.
Derrida alzó la vista al cielo.
–Kontima... Ayer acabé de comprobar esta sección mientras vosotros cazabais.
–¿Y bien?
–Se lo dije a Vincel bien claro. No hay fisuras. La corona es perfecta. No podemos salir.
Niv se lo tomó como una patada en el estómago. Se apoyó en uno de los árboles y
respiró varias veces. La mujer de gris se acercó y puso una mano en su espalda
arqueada. Notaba las vértebras bajo la piel, sostén saurio de la cría criminal. Ésta se
apartó con brusquedad.
–No me vengas con esas ahora, el único motivo por el que no me has matado es porque
te estoy anulando.
Derrida se hizo a un lado y movió el Desquite del diablo en su mano. Sus estambres,
hasta ocho, se expandían como tentáculos dándole el aspecto de un demonio lila que
giraba como un remolino hacia el interior, giraba y volvía, giraba y volvía.
–Es una planta muy interesante. En altas dosis, letal. En dosis medias y bajas es un
anestesiante potentísimo, vasoconstrictor, antihistamínico...
–¿Qué coño tiene que ver con nada?
–...y en dosis continua debilita o elimina varios tipos de magia natural. Se usaba para que
los oyentes de otros planos pudieran dormir, pero funciona perfectamente con la
anulación.
–¿Qué?
–Te la colé en la comida–dijo suave, aleccionándola–. Llevo casi medio día con mis
capacidades a pleno rendimiento. Nací después del Eje, pero era de clase tres amplia, si
crees en esas cosas. Así que la que no os ha matado pudiendo hacerlo soy yo.
Niv se dejó caer contra el tronco y enterró la cabeza en los hombros.
–Me voy esta noche, Niv–dijo con suavidad pero firmeza–. Tengo un motivo para celebrar
algo en estos días difíciles y pienso aprovecharlo.
Hizo un examen de conciencia veloz mientras ella crujía y se crucificaba en su crisálida
privada. No podía creer que fuera a decirlo.
–Puedes venir conmigo, si quieres.
Niv alzó unos ojos claros y extrañados. Derrida se fijó por primera vez en que también sus
pestañas y sus cejas eran pelos blancos finos y suaves como piel de melocotón. Se
levantó.
–¿Qué?
–Ven conmigo–repitió. Su orgullo se resintió–. Te he observado. Tú no odias al reino
superior, sólo quieres salir de aquí.
–Te equivocas. Sí los odio. A todos–había crónicas de cráneos y credulidad crepuscular
en su voz.
–Tienes ira, pero no contra ellos. Vincel, Goro, Talud, el resto... Son un grupo de suicidas.
Con razón, no te lo niego, pero los mártires también mueren.
–¡Ellos no son suicidas!
–Sí lo son, querida. Son bandidos. Créeme, la vida ya es lo bastante dura. Saga ya no es
nadie, Ergo es un sálvese quien pueda y vosotros no ganáis nada con una venganza
tardía.
–¿Has visto alguna vez la casa roja en la esquina de los alquimistas con la platería?–
susurró Niv con la cabeza gacha, escupiendo las palabras como un motor arrancando–Allí
pasé media puta vida. Y sí, era un burdel, pero sigo de pie, apando y no me quejo, así
que no me hables de lo duro que es todo o de lo grosera que soy porque no tienes ni
idea...
Derrida le cruzó la cara con una bofetada decidida. Niv retrocedió. Una lágrima serena
bajó por las mejillas de la mujer de gris.
Sirviendo a un hombre con el corazón de piedra negra.
Recogiendo pedazos.
Nunca tan sometida.
–No te compadezcas de ti misma–su voz temblaba de intensidad–. No te pierdas de vista
a ti misma. Jamás.
Caminó, lejos de la hoguera y hacia la ciudad que se intuía mastodóntica más allá de la
arboleda. Pasó de largo ante Niv. Antes de perderla entre la oscuridad que la corona
apenas iluminaba la volvió a mirar.
–Volveré a veros pronto. Espero que consideres mi propuesta.
Se marchó sin decir ni una palabra más. Tenía debilidad por las criajas insolentes.
Niv quedó apoyada contra el tronco con la mejilla dolorida, el cabello blanco como nieve
mansa alrededor. Confusa, pensaba en alternativas, en tiempos más oscuros y en qué
habría sido de ella en otra ciudad, en otro tiempo, en otra historia.
! !
Vera le tocó la mejilla. Un cascote de hierro, parte del techo derrumbado, sujetaba a Pablo
contra la pared. La sangre aún bajaba por las fosas nasales y la boca. Tenía las manos
blandas, blasones blasfemos blancos.
Vera lo acarició.
Sus labios temblaban.
Notó la barba sin recortar húmeda. Recorrió el gesto tranquilo de sus labios. No, no
tranquilo. Derrotado.
Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.
Rezó. Se arrodilló. No encontró consuelo.
¿Cómo habría sido?
Se arrastró en onírica indiferencia por el apartamento. Parecía el escenario de un
naufragio terrible. La luz anaranjada de la tarde convertía las sombras en monstruos.
Encontró una bolsa grande. No varió el gesto.
Agarró el cascote en el pecho de su padre. Tiró de él con fuerza. Otra vez. Lo arrancó con
un crujido terrible.
No pensaba, no podía permitírselo.
Del agujero, justo debajo del comienzo del cuello, brotó sangre abundante. Se lo habían
clavado de golpe. Sólo había una persona en Ergo que pudiera hacer eso y Vera lo supo
entonces, vio el caos a su alrededor y vio una firma oscura, señales escondidas entre los
escombros. Vera inspiró con fuerza. Vera reprimió el llanto.
Vera no miró.
Envolvió a Pablo en la bolsa, tocando su cara por última vez. La cerró.
Con un pequeño macuto fue recogiendo lo poco que intuyó útil para su tarea en la casa
desvalijada. Se paró ante la puerta abierta de par en par de su habitación.
Recordó cuando su padre había comenzado a perder la cabeza. Cómo se había refugiado
allí y llorado durante días. Cómo lo había hecho desde que tenía memoria cada vez que
la situación la había sobrepasado. Cuando volvieron de la mansión Caras. Cuando
encerraron a Rex. Cuando Laura se sumergió en casos cada vez más peligrosos para
olvidar el influjo de Cerrada. Cuando los clientes dejaron de llegar porque sobrevivir era
más importante. Cada vez que oía que otro mago había muerto y temía que Lancel o
Ágata o Yu fueran los siguientes.
Ya ni había puerta. El cuarto estaba irreconocible, siniestro, destrozado. Su Libro de
Elohim, desaparecido.
¿Dónde estabas?
¿Por qué has dejado que pasara esto?
Elohim. ¿Elohim?
Desde esa cara pálida Vera recorrió los restos de su vida, decidió que era suficiente y
arrastró la bolsa con el cadáver de su padre hasta las colinas del sur, lejos del suelo
maldito de Altabruma. Cavó con las manos hasta que la luna se dejó ver a través del filtro
perverso de la corona. Lo dejó caer allí con apatía y lo cubrió con movimientos repetitivos
que duraron una vida.
Caminó manchada de tierra y sangre de vuelta a aquel apartamento, atrancó la entrada y
se apoyó en la pared de la sala, justo bajo el techo derrumbado donde había expirado
Pablo.
Cerró los ojos y tuvo un sueño plácido, sin pesadillas ni figuras simbólicas, sin el rostro
muerto del padre, sin profecías funestas, sin nada.

!
3
LINAJE

Tuvieron un búho blanco, pero se perdió en Ergo.


Un cadáver de egagrópilas y huesos huecos.
Allí no había guía.
Sólo estaban ellos.
Salió el sol en el barrio de las brujas y Ágata cruzó la puerta, satisfecha y cansada. Se
apoyó contra el marco y suspiró largamente mientras apretaba contra su pecho un
recipiente pequeño de madera y filigranas refulgentes.
La dádiva, la esperanza.
Lancel estaba sentado a la mesa envuelto en un humo suave que venía de una pipa de
agua que borboteaba lenta y relajante. Su dulzura empalagaba la nariz pero no lograba
apagar el aroma de la casa.
Ágata había aprendido a echar de menos ese olor a sueños comprimidos.
–Cualquiera diría que no duermes, viejo.
–Se llama pensar, Ágata. Pruébalo e igual le coges el gusto.
–Poco sabes tú de gustos o gustar.
Los ancianos se sonrieron.
¿Qué piensan de nosotros las paredes que nos contienen?
–El aquelarre ha ido bien, supongo.
–Mejor que bien–se sentó a su lado en el gran sillón que el halcón había dejado libre a
propósito para ella–. Traigo un milagro.
–Bueno–murmuró el hechicero, drogado y neblinoso–. Ya era hora.

Laura surgió de la espesura del hogar entre calaveras y artefactos dorados enfundada en
una bata que había sido rosa con evidente gesto de malhumor. Venía de las escaleras
que daban a las habitaciones y tenía cara de haberlas recorrido arrastrándose por el
suelo. Se encontró en el salón con Lancel y Ágata riendo plácidos frente a las brasas de
la chimenea y se apoyó en la ventana de las cortinas escarlata mientras bebía leche
fresca de las granjas diminutas de Yu.
Sentía rutina extraña y limones pintados.
–¡Vaya!–Ágata alargó la palabra mientras la mirada de arriba a abajo–¿Cómo nos honras
con tu presencia tan de mañana, querida?
–No dormí–gruñó.
Ya apenas lo conseguía, acosada por pesadillas, estimulada por el miedo y la pena. Se
cuidó de darles esos datos. Apartó de sus ojos un mechón ondulado de desaliño naranja.
–¿Y el buen humor?–dejó la botella abierta encima de la mesa que usaban de cocina y se
sentó en el suelo con las piernas cruzadas–¿Ha vuelto la luz?
–No.
–¿Tenemos agua caliente?
–No.
–¿La corona se ha esfumado?
–No.
–Entonces no me interesa.
–¿Tú crees?–Lancel se atusaba la barba con alegría.
–Estás deseando soltarlo–la antigua detective se apoyó en el sillón y cerró los ojos
imitando a Ágata, que llevaba unos instantes dormitando.
–Pregúntale a tu abuela.
–Me estoy hartando.
Ágata abrió los grandes ojos azules y pareció rejuvenecer medio siglo. Iba a hablar.
–¡Podemos salir de Ergo en el Samaín, Laura!–interrumpió Lancel con un grito de júbilo.
Un momento de silencio.
–¡Malditos los ocho putos cielos y maldita tu Academia y no vas a cambiar nunca, senil
pieza de museo!
–¡Oh, cállate, bruja de pacotilla, podías habérselo dicho tú si no hubieras estado ocupada
durmiendo!
Ágata se levantó y comenzó con la retahíla de cotidianos rencores. El mago la siguió,
remangándose y mirándola ceñudo.
–¡No veo que tú hagas mucho apestándome la casa y desapareciendo días sin decirnos
nada!
–¿Ah, sí?–Lancel se quedó sin nada que decir un momento, pero volvió a la carga con su
voz grave y ronca–Pues... ¡Si supieras lo que hago no te dedicarías a criticar,
encantaescobas, y me tendrías un poco más de respeto!
–¿Qué dices, carcamal?
–¡Me besarías los pies!
–¡No te besaría los pies aunque la Madre me lo ordenara!
–¿Podemos irnos?
Bastó un susurro de Laura para que se giraran y dejaran su riña. Ágata se agachó con un
quejido quedo, un ay meloso, y le cogió la cara con ambas manos. Sus pecas estaban
rodeadas de rojo y luchaba por no llorar, pero el labio superior le temblaba.
–Laura, Laura–murmuró–. Podemos irnos. Podemos irnos.
La abrazó y ella se dejó llevar a un mundo donde todavía necesitaba protección, donde
una palabra de aquella mujer era ley y un gesto cobijo. Se dejó llevar y acabó perdida en
su olor y su pelo y sus arrugas y la aferró y sollozó un momento, uno sólo, que contuvo la
angustia y las noches en vela y las tardes junto a Alicia y las noches con Rex y la
búsqueda interminable de una salida; en suma, la vida veloz de dos años de penurias y
amor escapó en aquel llanto breve y, cuando se separaron, Laura era alegría húmeda.
–¿Por qué gritáis?
Una figura pequeña, aún sin la desproporción injusta de la adolescencia, se frotaba los
ojos en el quicio de la puerta.
Dejaba caer las manos con indiferencia y el pelo rubio casi tocaba el suelo. Sus rasgos
seguían finos y su esencia inmaculada.
A pesar de todo su hija se había salvado.
Laura se acercó a ella y la abrazó tratando con todas sus fuerzas de transmitirle lo mismo
que había recibido de Ágata. El hogar en otros brazos. La despreocupación. La autoridad
y la protección. El amor, sobre todo el amor. Hundió su cara en el pelo de la pequeña,
jungla rubia de misterios, y dejó que una lágrima le cayera por la mejilla.
–Feliz cumpleaños, cariño.

–Es muy sencillo en realidad–explicó Ágata mientras mordía una judía–. Puaj, esta mierda
enlatada no la voy a echar de menos.
Laura la miró con cierto reproche, pero Alicia había vuelto a su habitación a por el libro
que le ocupaba la cabeza esos días (Animales mágicos, ¿supervivencia o intervención?),
y lo dejó pasar.
–A diferencia de otros–Lancel no se dio por aludido: miraba embelesado una mota de
polvo–, nosotras no hemos parado. Quiero decir, el Samaín está cerca, sí, pero esto tenía
prioridad, así que le dejamos a la pobre Blavatsky los preparativos y nos centramos en
pociones.
–¿Una poción?–preguntó Laura, en armonía absoluta con el mundo y sus habitantes.
–Sí. Tiene su lógica, los hechizos no funcionan porque no pueden superarlo, son lo
mismo, fuego contra fuego. Es lo que intentan hacer debajo, ¿no? Aprovecharse de
potenciadores y de ventajas naturales para anularla.
Asintió. La propuesta de Barranco había sido discutida largo y tendido, y, a pesar de cierta
reticencia inicial, todos habían acabado aceptándola como lo que era: su única
oportunidad. Hasta ese momento.
–Pues entonces pensé: ¡Eh, estamos mirando a esto mal!–Ágata, jovial, acarició el pelo
de Alicia cuando pasó como una exhalación hacia el sillón–No hacía falta ir contra la
barrera, sólo ignorarla. La poción de Muna.
–Me estás hablando en otro idioma.
–Es una poción básica de teletransporte–Lancel la miró con cautela–. Eso no ignoraría
nada, sólo acabarías churruscada. Esa barrera se extiende por todos los planos
conocidos.
–Y algunos que desconoces, estoy segura. Pero la idea no es transportarse fuera de la
corona, es transportase con la corona. Una modificación a la receta original.
–¿Cómo? Ah.
–No entiendo–dijo Alicia desde la chimenea–¿Con la corona? ¿Laura, cómo funciona?
Laura abrió la boca un momento, inspiró y la volvió a cerrar mientras apretaba las cejas
en un intento de poner en marcha los engranajes de su cerebro.
–Renacuaja, ¿qué pasa si estiras un chicle?–la salvó un oportuno Lancel divertido.
–¿Qué es un chicle?
–Una goma para masticar. ¿En serio no lo sabías? Da igual, el caso es que si lo estiras se
rompe. Pues lo mismo con la corona, si la estiras se rompe. Se regenerará en
microsegundos, ni siquiera lo veríamos, pero hay un momento mínimo en el que se puede
pasar–miró a Ágata–. Y tiene que ser una poción porque un hechizo iría contra el vínculo
causal de Dozo y ninguno de nosotros es tan fuerte como para romperlo–silbó,
sorprendido a su pesar–. Impresionante, no te creía capaz de esto. Supongo que tener a
quince urracas pensando por ti ayuda, pero excelente.
Ágata ignoró las pullas y se dirigió a una Laura que se movía hacia Alicia atraída por
gravedades emocionales.
–Llevábamos un tiempo con la poción preparada pero nos faltaban voluntarias para
probarla. Blavatsky–hizo una pausa–, bonita, buena Blavatsky, trabaja demasiado duro.
Ella lo hizo hoy, se marchó y luego volvió de una pieza. Nos vamos después del Samaín.
–Hay que avisar a Yu–la voz de Laura sonreía mientras se sentaba en el brazo del sillón.
Alicia parecía ridículamente pequeña en él–. Lancel, llámalo cuando puedas, ¿funcionará
el teléfono?
–Por favor–afirmó Lancel como si le insultara la mera sugestión de que no podía hacer
funcionar un raro aparato prácticamente prehistórico.
–Y a Pops. ¿Vera viene hoy?
–El otro día dijo que sí. Son los diez años de Alicia, va a venir.
–¡Vendimiario, cinco!–la pequeña no dejó de leer mientras hablaba con cierta sorna–¡Que
nadie se olvide!
Lancel, callado, mostró un segundo una expresión sombría que no le pasó desapercibida
a Ágata. Cuando Laura y Alicia se dirigieron una a la vivificadora ducha fría y otra a
robarle unos minutos más al sueño, fue directa.
–¿Qué le va a pasar, Lancel?
No tenía sentido escondérselo. De naturaleza distinta, sí, pero ella también sentía la
magia alrededor de la muchacha.
La condensación. El presagio. El calor. El cambio.
En la casa extraña de madera Lancel la miró con tristeza.
–Nada. Pero será hoy.

–¡En pie, señorita!


Alguien sacó las mantas de golpe. Estaba en la jungla y los árboles de troncos oscuros se
alineaban y amanecía y las sombras se acortaban y un cachorro de tigre en llamas se
paraba ante ella y la miraba la reconfortaba la calmaba y sus ojos eran sabios y
negrísimos y profundos y despertó. No sólo fue el frío, era el peso del mundo cayendo
sobre ella de golpe y aquella otra esfera de calor y sueños colapsando, escapándosele de
las manos. Eso era lo peor, el paraíso perdido cada mañana. Alicia hizo una bola con su
cuerpo y se revolvió buscando una posición cómoda.
Un hechizo quinético, apenas un gesto de la mujer vestida de gris que la miraba ceñuda a
los pies de su cama, la elevó y la tiró sin contemplaciones al suelo, donde quedó hecha
un amasijo de sueños a medio digerir.
–¡He dicho arriba!
No dijo nada, de poco le serviría. Gimiendo despacio en voz queda bajó las escaleras
hasta la cocina seguida por la mujer severa.
–Rex duermeee...–murmuró.
–Rex puede hacer lo que quiera, es un adulto y no es mi responsabilidad. Tú sí. Pasa.
–Derrida, quiero descansaaaaar–dejó morir la frase despacio. Ella dirigió hacia la
pequeña su nariz de buitre.
–Si estás hasta las tantas despierta luego el día será más duro. Es cosa tuya.
Su moño le pareció a Alicia una torre de control, o un nido de infútidos, aves arácnidas de
picos de media luna que repetían información con sus voces estridentes a los cronistas.
Nunca había visto uno, pero le gustaba creer que algún día lo haría y que sus nidos
serían como el moño de Derrida.
En la cocina Laura ya tenía un enorme tazón de leche y frutas preparadas para ella, que
se sentó aún aturdida intentando recordar más detalles del sueño que se le escapaba.
Derrida se acomodó a su lado, rectísima y con una sonrisa en los labios. Lancel y Ágata
en la sala estaban murmurándose quién sabe qué entre carcajadas francas y sonoras.
Era el ojo del huracán, un refugio de vida en el centro de la ciudad muerta. Era suyo. Ese
día, era felicidad.
–¿Está enterada?–preguntó Derrida a la pelirroja, que se esforzaba en montar un arma en
la gran mesa de madera. Implacable, sí, pero su voz se dulcificaba cuando se dirigía a
Laura.
No olvidaría. Nunca olvidaría a esa mujer increíble.
La había liberado. Le había regalado redención y lo pidió como el favor más grande.
Ayúdame a cuidar de mi niña. Sé el orden. Sé parte de nuestra familia.
Te seré fiel, criaja insolente. Me diste un hogar cuando lo perdí todo. Te seré fiel, pase lo
que pase.
Laura dejó por imposible volver a hacer funcionar la especie de daga-revólver de piedra
blanca y, con un suspiro resignado y un pequeño gesto de regocijo, asintió.
–Queda una semana, poco más, ¿no?–preguntó la pequeña.
–8 días–respondió Derrida, siempre concreta–. Tienes que empaquetar todo lo que
quieras llevar.
–¿Cómo voy a llevar los libros?–preguntó ella–Son demasiados.
–¡Los encogemos!–exclamó Lancel.
–Recuerda llevar algo de ropa también–comentó mordaz Derrida–, que en cualquier
momento la túnica pedirá huelga por compasión.
–Demasiados procesos mentales hacen que te despreocupes del exterior–asintió él
dirigiéndose a Alicia con parsimonia–. A veces es una maldición.
Derrida rió despacio y se atusó el pelo. Reía mucho en los últimos tiempos.
–¿Puedes ayudarnos después morfeando las dagas para el Samaín, Der?–preguntó
Ágata
–Claro, claro–sonrió ella mientras corregía la postura de Alicia, poniéndole la espalda
recta–. ¿Con forma de cabra o de gato?
–Necesitamos cabrones. Todo aquello del carnero que renace, nunca hay suficientes.
Alicia le cogió la manga con estudiada inocencia.
–¿Si te vas significa que no va a haber lección?
–Ni te lo plantees, señorita–Derrida, firme, dibujó en el aire un símbolo triangular con una
te al revés en el centro. La línea superior seguía más allá de los límites y se perdía en la
casa bruja. Se mantuvo unos segundos gracias a una mezcla compleja, precisa, de
oxígeno y fuego que la mujer manipuló con pericia. Parecían heridas abiertas.
–Hoy te voy a explicar qué es el Samaín. Éste es su símbolo. Ágata, intervén cuando
quieras.
La anciana miraba la casa con expresión indescifrable y brillos traviesos en sus ojos.
Estaban todos allí, y todos se habían salvado. Todos se habían salvado. Todos se habían
salvado.

Vera entró oliendo a limpio y con una mirada vacía de pez sacrificado mientras Alicia
acababa de repasar. Todo en ella era cascada, el pelo, las ojeras, los labios finos. Incluso
la ropa caía casi tocando el suelo. Fuera, la cascada; bajo las aguas, un torbellino
devorador de mundos, un lento descenso a solitarios lugares desconocidos. Nadie se dio
cuenta de su presencia, como si fuera un fantasma o una sombra.
–¿A quién celebramos?
–A la fuente de vuestro poder, a la, la Madre–dudó un momento, volviendo a los datos que
aquellos años había oído a hurtadillas–. ¿Espera, pero es vuestra diosa o la fuente o qué
es?
–No exactamente–Ágata, mucho más versada en el tema, había tomado el lugar de
Derrida y jugaba con la pequeña en su regazo mientras le explicaba. El resto estaban
callados escuchando a la bruja–. La veneramos, pero no es una diosa. De ella sale
nuestro poder, pero no es la fuente. La Madre es todo lo que nos sustenta y lo que nos da
cobijo. Es la tierra que nos sostiene, el aire que nos da libertad, el fuego que calienta, el
agua que da vida. Y el poder sale del rito, no de ella. No es la poción o el conjuro en sí lo
que es poderoso, sino la manera de hacerlo, la intención, la fe. De ahí sale el poder. ¿Muy
complicado?
–Un poco–Alicia arrugó la frente intentando asimilarlo.
Lancel soltó una carcajada breve, sarcástica y sincera a un tiempo. Ágata lo ignoró.
–Cuanto más veas más entenderás–sonrió.
–Entonces si el Samaín es la fiesta de los muertos, ¿la Madre está muerta?
Ágata rió y a Vera le hizo daño el sonido de una risa franca. Pensó que no sería capaz de
reírse así nunca más. Laura la vio al fin y la saludó con un movimiento de cabeza. Ella se
apoyó en una columna de madera observando a lo que quedaba de su familia. Los sentía
lejos. Veía una felicidad y se preguntaba por qué pero no participaba de ella.
–No está muerta, claro que no. La Madre está viva siempre, para todo y en todos. El
Samaín es el momento de recordar a nuestros muertos, a los que han vuelto a la Madre y
nos guardan.
–¿Y por qué Laura no es bruja y no cree en la Madre?
–No todas las brujas creen en la Madre, ranita. Antes aquellos machitos llamaban bruja a
cualquier hechicera como si fuera un insulto. Y respecto a Laura, bueno, eso tienes que
preguntárselo a ella.
Laura desvió la mirada, incómoda. Qué elegancia. Jamás había formulado aquella
pregunta pero ahí estaba, radiante entre las dos como un acuerdo tácito de paz.
–Mi madre tampoco creía en ella–le pareció importante remarcarlo y decidió ser honesta–.
Lancel tampoco así que, aunque Ágata me enseñó el credo, acabé estando de acuerdo
con él.
–Se planteó las cosas y pensó por sí misma, vaya–Lancel, sentado, le dio una palmada
en el brazo a su sobrina. Ágata lo fulminó con la mirada.
–¿Y tú por qué no crees en la Madre, Vera?
Vera se sentó y habló con voz arrastrada, suave.
–Yo creo en Elohim.
Se hizo el silencio y, como si los muros le devolvieran un eco deformado de su voz, se dio
cuenta con horror de lo ridículas que resultaban aquellas palabras. Creo en Elohim. Creo.
En. Elohim. Más lo repetía en su mente, más artificial sonaba.
–¿Y cuál tiene razón?–preguntó Alicia con verdadera curiosidad.
–A lo mejor las dos la tenemos–Ágata elegía sus palabras con cuidado tratando de no
mentir ni herir la sensibilidad de Vera. Ella pensó, para su sorpresa, que a lo mejor
ninguna–. Yo te puedo decir que la Madre es una fuerza primaria, existe y se manifiesta
en nuestros aquelarres, en el poder de las tríadas y en el Samaín, ya verás.
–¡Discrepo!–Lancel sonreía con los dientes amarillentos y pícaros.
–Eso es en lo que creemos las brujas, y nuestra fuerza es lo único que nos ha permitido a
todos–habló con rotundidad y miró al halcón con intención–vivir dos años en Ergo sin
demasiados problemas.
–¡Viva la Madre!–alzó él la mano en un gesto teatral.
–Es complicado–intervino Laura, buscando una lección para cerrar el tema cuanto antes–.
Cada uno tiene sus creencias, lo importante es no meterse con las del resto.
–¿Y tú, Derrida?–la pequeña hizo caso omiso del tono de cierre y la moralina forzada.
–Yo creo que es hora de que te laves los dientes. Andando.
–¡Espera, espera!–se acercó a la rubia triste–Vera, ¿jugamos a palmas?
Dudó un momento, pero accedió. Por un instante creyó que le devolvería todo, el padre
asesinado, la inocencia perdida, pero sólo fueron palmas. Golpes rítmicos al son de una
canción infantil dulce que no le sabía a nada. Ta-ca-tá, ta-ca-tá.

La emperatriz errante fue a cavar,


un esqueleto encontró,
La emperatriz errante fue a pescar,
un pez se la llevó,
La emperatriz errante fue a correr,
un malvado la persiguió.
La emperatriz errante en su casa está,
qué bien esa noche durmió.

¿Qué importaba la emperatriz errante? ¿Qué importaba la Madre? ¿Qué importaba


Elohim?
Alicia, feliz caos amarillo, la abrazó. Podría ser mi hija, pensó de pronto. Si Laura hubiera
muerto podría haber sido mi hija. Le intentó devolver el abrazo y fue dolorosamente
consciente de su incapacidad para sentirlo a un nivel profundo, de su shock, de su miedo,
de todo lo que sus océanos guardaban. Un sol los iluminó y lo intuyó todo debajo del azul
oscuro de sus aguas, y deseó que lloviera. Que el mar nunca se secara y los espantos de
sus profundidades se quedaran en el fondo al que pertenecían.
La niña se fue corriendo provocando sonrisas y Vera se detuvo en un gesto incompleto.
Quería llorar pero no podía y lo encontraba una tortura inmensa y mansa, blanda como
miembros amputados y definitiva como la ira de un dios.
Alicia subía mientras Rex bajaba, recién vestido y despejado. Se colgó de su brazo.
–¡Me acaban de contar lo que es el Samaín!
–¿Luego me lo explicas?–preguntó el hombre barbudo con un brillo juguetón en los ojos
oscuros–Hace tiempo que nadie me lo cuenta, y tú cuentas como nadie.
–¡Sí, señor!–hizo un gesto que pretendía ser resuelto, tiró de su cuello para besarlo en la
mejilla y subió los escalones de dos en dos.
En cuanto Rex miró a Verasupo que había algo que fallaba, una sensación instintiva de
desazón, de desvío al bosque oscuro, de vacío. No estaba contaminado aún por la
felicidad de saberse libre de Ergo y pudo verlo por eso, o puede que fuera el sentirse en
la linde de aquel abismo en el que Vera parecía a punto de caer, una resonancia entre
dos seres próximos a la misma dimensión de dolor. O quizá fuera más simple; Joan Savar
de Ergo, él en otra vida, había visto el abismo en otros, él mismo había vivido en el
abismo, había sido hasta feliz en aquel abismo maldito. Cómo no iba a conocerlo.
Se rascó el muñón limpio mientras le sonreía a Derrida. Ésta le devolvió un gesto cortés,
signo inequívoco de desconfianza. No la culpaba, ni siquiera después de dos años de
convivencia. Era el destructor de Cerrada. El diablo sin mano.
–Vera, escucha. Tenemos algo que contaros, chicos–dijo Laura intentando cogerle la
mano. Él la retiró con un gesto sutil que se interpuso entre ellos como un muro de desdén.
La pelirroja acusó el golpe y se alejó.
Entonces les dijeron que podrían salir de Ergo en ocho días y ninguno de los dos se
alegró, no realmente.

Cuando las brujas llegaron no pasó nada, es decir, los objetos del salón no levitaron y
danzaron con ritmos satánicos, no surgieron clavos del suelo, nada ardió y los habitantes
de la casa de las cortinas escarlata no se durmieron para que los niños pudieran ser
robados.
No, cuando las brujas llegaron todos las recibieron con los brazos abiertos y brindaron por
una pronta huida.
Las tres eran viejas, mucho más viejas todavía que muchísimo, y eran las mejores amigas
que Ágata tenía en aquella vida.
Juana, la bruja animal. Su magia, o más bien su relación con la Madre, había caminado
por cauces salvajes. Hablaba con cuervos y sapos, con carneros y lobos. Podía adoptar la
forma de cualquiera de ellos. Podía hacer que cumplieran su voluntad. El pelo negro
emulaba las ramas de un árbol milenario. La mancha oscura de la Madre, símbolo de
pertenencia al clan, adornaba su frente como una joya.
Tamsin, tizón, la que convocaba a los espíritus de bosques y fuegos, la que hablaba con
fantasmas escondidos con quejidos y balidos. La acompañaba un olor a estrellas lejanas
e imágenes tilitantes. En el dorso de la mano llevaba una forma oscura alargada.
Y Blavatsky.
Blavatsky, que había encontrado un lenguaje secreto, más antiguo que la lengua Vieja,
que le descubrió verdades ilusorias con sonidos trabalengüísticos y se basaba en la
creencia de que el alma no es diferente del absoluto y todo volvía y surgía en la Madre.
Blavatsky, regordeta y con aquella mirada ausente achacada al trabajo intenso de
preparar la única fiesta verdadera de las brujas.
Blavatsky, los sueños y la inexorabilidad.
Se llevaron a Ágata y a Derrida para finalizar los preparativos del último Samaín en Ergo.
Alicia las acompañó vibrando con la escasa veintena de brujas que aquel día eran un
poco más felices.
Una vez la niña se fue, Laura persiguió a Rex hasta su habitación y cerró la puerta con
llave.
Vera se sentó con Lancel a la mesa.
–No le gusta que los oiga discutir–gruñó el viejo–. Como si pudiera impedirlo si yo
quisiera. Bah.
Ella no dijo nada, lo miró largo y tendido sin verlo.
Lancel le agarró el brazo con cariño.
–Nos vamos de aquí, Vera–libertades granate se arremolinaban en sus venas–. Podemos
marcharnos.
Vera apenas movió las facciones delicadas. No vino todo a ella, no la muerte ni la
desdicha; todo estaba en ella e hirvió hasta que borboteó por su boca como palabras
extrañas dichas por una extraña.
–Pero yo no puedo irme.
Lo murmuró y fue profecía; luego cerró los ojos, cruzó los brazos y se durmió, agotada,
con las palabras esperanzadas de Lancel siendo un eco lejano que se fundió con aquella
realidad onírica, aquella pesadilla que no acababa. Sonidos reverberantes cada vez más
ausentes, cada vez más distantes, hasta que todo se apagó.

–¿Por qué coño te cuesta entenderlo?–susurró Rex enfurecido–No les debes nada. No
tienes que contarles nada.
–Le prometí que volvería cuando me llamase–Laura daba vueltas alrededor de la
pequeña habitación que compartía con él, nerviosa–. Ha sido buena con nosotros, con
todos. Merece una explicación, que le avisemos de lo que vamos a hacer, ¡que vengan
con nosotros, si pueden!
–¿Qué?
–Podemos hacer magia, o, no sé, lo que hizo Luque, algo así–intentaba buscar como
fuera una salida–¡Algo se me ocurrirá, siempre se me ocurre!
–¿Sabes cuál es tu problema, Laura? Te crees una heroína. Te crees una puta heroína...
–No vayas por ahí–aviso Laura cada vez en voz más baja–. No te atrevas, Rex.
–...tienes un complejo de, no sé, de que todo el mundo es tu responsabilidad, como si
pudieras hacer algo por ellos.
–Puedo...
–¡Tienes gente aquí, Laura!–exclamó él, sin ocultarse más, sin importarle que Lancel los
oyese–¡Dices que tienes una hija, preocúpate por ella! ¡Preocúpate por ti! ¡Por tu familia,
joder, no por extraños! Nadie va a dar una mierda por ti. Nadie la dio. ¿O no te acuerdas
de lo que pasó cuando recurrimos a toda la gente que habías ayudado?
–Rex.
–Todos se habían ido–estaba desbocado, fuera de sí. Jamás había estado tan enfadado.
Fue vicioso. Fue cruel–. O te rechazaron. Cerraron las puertas. Te mandaron a tomar por
culo. ¿Cómo te sentó eso?
–Rex–era una fuga de gas, imperceptible y ubicua. Se dejó caer apoyada en la puerta.
Lloraba.
–¿Y si te capturan? ¿O te matan? ¡¿Qué va a pasar si te matan, Laura?!
Rex se sentó en la cama amplia. La habitación, antigua armería, estaba decorada con
espadas y escudos oxidados. Diferentes batallas.
–No puedes hacerle eso a Lancel. Ni a Ágata. Eres todo lo que les queda.
–¿Y tú, Rex?–preguntó ella–¿A ti te daría igual? ¿A ti te doy igual?
Se levantó, rabia y agua.
–¿De eso va? ¡Dilo, si quieres! Lo siento, no te puedo devolver la mano...
–No quiero mi mano.
–...ni puedo compensarte por Cerrada, lo siento mucho, Rex. Joan–dijo con mala
intención. Hipaba–. Pero necesito ayudar a Barranco. Lo necesito. No me iré tranquila,
volveré, sabes que lo haré, yo... Yo no puedo.
Laura se llevó las manos a la cabeza y se apoyó contra el tronco de una vieja armadura,
como si esa incapacidad lo explicara todo.
–¡No quiero que me compenses nada, lo que quiero es que salves tu vida, idiota!–Rex se
arrodilló delante de ella y le cogió las manos. Era la primera vez que la tocaba en días.
Laura lo miró a los ojos murmurando excusas a medio razonar.
–Lo único que pido por todo lo que hice, lo único–él trataba de aplacar la ira; ira contra
Ergo, contra las calles, contra Dozo, contra aquella maldad intangible que se expandía
contra Laura. Una lágrima pura bajó por su mejilla y se perdió en la barba–. Hazme caso.
Hazme caso, por favor. Escúchame. No vayas a la segunda ciudad. Por favor.
–Rex–el nombre era una salmodia.
–Sé que no soy nada para ti–bajó la cabeza para evitar que lo viera llorar. Se
avergonzaba, a la vieja usanza, de demostrar sus sentimientos. Joan Savar, quién te ha
visto y quién te ve–. ¿Cómo iba a serlo? Soy la escoria de la calle. Pero me has dado
tanto. Te he visto dar tanto.
Un callarse tenso.
Un prepararse para caer o volar.
–¿Pensabas así en Cerrada?¿No me culpabas?
Lo preguntó ella mirando a la ventana, al aire del mediodía jugueteando fuera. La
pregunta la había carcomido hasta el hueso días y noches
–¡No!
–Sé lo que dijiste–interrumpió–. Sé lo que me contaste, y lo hiciste una y otra vez hasta
que me convencí, pero ahora dime la verdad. Por favor.
–¿Quieres saber si te culpé?–preguntó, triste, sin esperanza–No. Nunca. Créelo o no,
pero todo lo que he hecho por ti lo he hecho sin pensar en las consecuencias. Tú me
salvaste, Laura. Me diste otra vida. ¿Cómo podría alguna vez culparte por dejarme
demostrar lo que...?
Laura tenía los ojos claros húmedos y atravesados por un sol insuficiente. Sombras
alargadas en la habitación. Estaban cerca, olía su perfume a mapas y besos.
–¿Lo qué, Rex?
Le bajó por la mejilla otra lágrima, pero esta vez de rabia. Era cruel. Era cruel obligándole
a decírselo sabiendo que no era correspondido.
–Lo que siento por ti–se sentó y apartó la vista–. Te quiero, Laura. De verdad y espero
que para siempre.
Una pausa. Un millón de años.
–Nunca te lo he dicho, ¿verdad?–susurró ella–Ni una vez.
–Sé por qué.
–¿Por qué?
–Porque no me quieres–quiso bucear en sus ojos–. Soy un amigo, un pasatiempo. Una
necesidad a cubrir. No significo para ti lo que significas para mí. Lo sé y no te culpo.
Laura empezó a sollozar más que antes. El pelo anaranjado, escaleras de caracol de
fuego, le cubría el rostro. Llegó la primera bofetada, furibunda, cruda. La segunda. Un
puñetazo. Le golpeó los hombros fuertes hasta que se cansó. Rex, confuso, agarró sus
muñecas con una sola mano y ella se tiró sobre él. Quedó encima y se enterró en su
pecho.
–¿Cómo puedes pensar eso? ¿Cómo puedes, después de todo lo que hemos pasado,
pensar eso?–notaba las lágrimas húmedas en la camisa–Tú, tú me salvaste. No sabes
cómo estaba antes de conocerte. Fuiste el mejor compañero que podría imaginar.
–¿Fui?
–¡Aún lo eres! Sí te quiero, Rex–aspiró, con los labios temblando–. Y quiero salir de esta
ciudad contigo y quiero tener una vida, la que sea pero contigo y quiero morirme de vieja
a tu lado, imbécil. No soy buena diciendo estas cosas.
Rex observaba el techo como si esperara descubrir universos enterrados en las grietas
sagradas.
–Ya está–respiró con mucha fuerza y lo miró a la cara–. Tenía miedo de decírtelo. Soy
una cobarde, pero me estoy acostumbrando.
–Has esperado años. ¿Cuántos, cinco, seis?
–No te pases–se secó la cara con el brazo–. Tú tampoco habías dicho nada, pajarito.
–Creía que los dos lo sabíamos. Un acuerdo para no hacernos daño.
–Tú lo que eres es tonto.
Le acarició los rizos, recorriéndolos una y otra vez, y ella tocó su muñón, justo por encima
de la muñeca, donde el brazo moría.
Nunca se había quejado. Nunca se lo había echado en cara. Nunca le había exigido
nada, y la amaba.
Nunca lo había decepcionado. Siempre tocaba su alma como un instrumento musical y
conseguía las notas más bellas. Le había dado nueva vida, nuevo propósito, una familia.
Y lo amaba.
Así permanecieron unos segundos, flotando en su azucarada confesión como pompas.
–No te acostumbres–le advirtió–. Sigo siendo el tipo duro.
Ella se aproximó con un brillo satisfecho en la mirada y lo besó. Largamente,
apasionadamente, con alevosía, intentando decirle todo lo que se había quedado en el
tintero. Las noches sin él. Las noches con él. Los días y los secretos. Él, con honestidad,
no lo pensó, disfrutó del beso y de aquel cuerpo flexible sobre el suyo como la primera
vez, como todas las veces. Fue parecido al que compartieron en Cerrada, más que un
roce una lengua nueva, un idioma privado. Era una conexión mística, mitológica de un
modo que jamás había sentido y un hambre que no se saciaba y una luz que no se
apagaba. Y es justo añadir que se perdieron el uno en el otro.
Despegaron los labios mojados–un sonido feliz, un gritito de desesperación por el fin del
beso–y él le rozó la nariz con la boca entreabierta.
–Tengo que hacerlo, Rex–murmuró–. Tengo que avisarlos.
–Ya lo sé. No me gusta, pero ya lo sé.
–Gracias.
–No tienes nada que agradecerme–la abrazó–. Voy contigo. Vas a morir de vieja conmigo,
no en una cueva en Ergo.
–Espera. Antes de nada.
Laura se levantó y tanteó bajo la cama. Rex se incorporó, curioso. Sacó un fajo inmenso
de hojas de papel escritas a mano en ratos muertos, aprisa y con cierta vergüenza.
Podías oler la inocencia y el amor en la tinta. Podías ver el cuidado en las manos.
–Toma. Léelo. Creía que nunca iba a poder dártelo.
–¿Qué es esto?
–Lee.
Apartando papeles con encantamientos desmaterializadores, los mejores de la ciudad,
encontró una primera página. Un título.
–‘Prólogo a la tormenta que viene, por Laura Zafiro’–la miró, incrédulo–. ¿Qué?
–Vale, escucha con cuidado–estaba ruborizada, pero se esforzaba por continuar–. Existe
la posibilidad de que muera. De que muramos aquí.
Calló, no tenía sentido negarlo.
–Nadie sabrá cómo volvió Dozo. Nadie nos ha creído, nadie nos creerá. Pero quizá más
adelante... quizá más adelante lo necesiten. Somos los únicos que podemos contar esto.
Rex, anonadado, sintió las hojas pasar por sus dedos y examinó una página al azar.
–No es sólo para eso. ¡Es para Alicia!–la miró alarmado–¡Es para Alicia!
–Como te dije–susurró–. No sé si vamos a salir vivos de esta. Tengo que tener un seguro.
Quiero que lo sepa por mí, pero aún no es el momento. Cuando lo sea, tanto si estoy
como si no... Sólo necesito que alguien se lo dé.
–¿Me estás pidiendo que le dé esto a Alicia si mueres?
–No–dijo–. No. Quiero que escribas un capítulo.
No podía salir de su asombro, lo había atrapado y atontado. Rex abrió la boca y la cerró.
Una y otra vez.
–¿Qué?
–Que escribas un capítulo. Cuando estuve en Cerrada–estaba nerviosa e ilusionada–.
Pensé en pedírselo a Lancel, pero tú fuiste el que habló con Luque.
Rex lo meditó un momento. No decía nada.
–Rex, por favor–casi rogó con confianza renovada.
–Sí, sí, lo haré–interrumpió–. Lo haré, sólo... dame unos días.
–Gracias–Laura estaba realmente aliviada–. Ha sido difícil escondértelo.
–¿Cuánto tiempo llevas con esto?
–Como año, año y pico–contestó distraída. Él lo empezó a leer y ella estaba ávida de ver
sus reacciones, pero se forzó a detenerlo–. Vamos con Lancel, tendrás tiempo después.
Rex, obediente, le entregó los papeles y ella procedió a esconderlos. El valor de dejarse
escudriñar el alma. Cuando Laura se agachó él puso las manos sobre su cadera y se
apoyó allí. Le habló con tono indescifrable.
–Significa mucho para mí.
–¿Que te quiera?–preguntó, riendo y dándose la vuelta.
–No–se apresuró demasiado–. Digo, sí, pero me refiero al libro.
–¿Por qué?
–No era sólo para Alicia–un secreto a voces, un grito de auxilio.
Laura no contestó. Su sonrisa desapareció y la sustituyó una mueca resignada.
–Era para mí. Crees que vas a morir.
–Sé que voy a morir, joder–casi no podía sostenerle la mirada–. Estoy avisada. Dos
golpes y el cristal que no se rompe, ¿recuerdas? Sueño con ellos. A veces me despierto y
no sé si es verdad. El libro es muchas cosas–se levantó, y Rex la siguió–, también es un
intento de pedirte perdón por todo lo que has sufrido por mí.
Acabó la frase a duras penas. Él ya la estrechaba entre sus brazos, con calma, con
parsimonia.
–Te quiero–le dijo–. Tanto que duele.
–No vamos a convertirnos en una de esas parejas–gruñó Laura–. Ni de coña. Siempre me
dieron asco.
–Venga–la guió hacia la puerta con las manos entrelazadas, firmes–. Te haces la dura
pero eres blandita, pájara.
–Vete a la mierda.
Y así, riendo, de aquella habitación en la casa bruja salieron dos personas distintas a las
que habían entrado.

Cuando Vera despertó se encontró en el sofá. Alguien la había tumbado y la cocina


estaba llena de voces que la atravesaban con rudeza, agujas neurológicas, golpes
incansables que le mostraron fronteras nuevas de dolor en la duermevela.
–Puedes ladrar todo lo que quieras, vieja, pero las pociones seguirán siendo un arte
menor.
Si todo hubiera acabado un día antes de que Pablo muriera.
–Que yo sepa tu hechicería no nos ha sacado de aquí. Y haz el favor de limitar tu babeo
en esta casa–risas. ¿Habían vuelto Ágata y Derrida? ¿Estaban todos a la mesa?
Dormir y caer en el calor para siempre, no ese vacío sino una oscuridad mullida,
esponjosa, franca. Un lugar donde reposar.
–La suerte sonríe a los tontos.
“He vivido demasiado”, pensó con los ojos cerrados. La oscuridad le devolvió el eco como
confirmación.
Se levantó con pesadez cadavérica. Sentía los hombros lastrando al resto del cuerpo.
Todos los sentados a la mesa en la sala de la chimenea la miraron con preocupación.
Lancel y Rex, Laura y Derrida, Ágata y Alicia.
Les sonrió y sintió que se traicionaba a sí misma cuando lo hacía. Sintió el peso de su
propia hipocresía.
–¿Estás bien?–preguntó Derrida, acercándose y tomándole la temperatura con
movimientos expertos–Lancel dijo que te desmayaste.
–Me dormí.
Torturaba cada palabra que pronunciaba.
Alicia se acercó corriendo y le tiró de la manga. Le ofreció una sonrisa desdentada, como
si quisiera contagiarle el virus de la alegría.
Y la mueca de la niña, de esa niña pequeña cuyo único pecado había sido intentar
consolarla, se paralizó. Su cara se convirtió en un horrible rictus de miedo infantil. Gritó
pero su garganta estaba seca y sólo se oyó un espantoso rasgar, un aullido a medias.
Cayó al suelo y toda la casa se lanzó hacia ella.
Lo que venía era el pavor sin nombre, el monstruo bajo la cama, la consagración de lo
brutal. Alicia, una cascada dorada, empezó a calentarse. No podrían haberla tocado. El
aire tembló a su alrededor y un fuerte olor a chispas ardiendo se extendió por la
habitación.
Fue antes de que Laura y Rex, los más cercanos, llegaran.
De su piel surgieron pequeñas llamas, burbujas de fuego que hirvieron y se concentraron
sobre el cuerpo inerte. Lapas oscuras que parecían sonrisas malsanas. Vera seguía a su
lado, de pie, sorprendida pero comprendiendo la lógica siniestra, la inevitabilidad.
Y entonces Alicia estalló.
Irregular, el fuego se propagó por toda la casa a velocidad extrema. La mesa anciana, los
restos de comida, los cachivaches dorados, los libros y el polvo, pasaba por encima de
todo y todo lo devoraba.
El humo hizo lagrimear en segundos a Laura. Rex la arrastró fuera del salón sintiendo de
forma dolorosa su pataleo y sus gritos. Quería ir con ella. Quería morir con ella.
Ágata, instinto y experiencia, había lanzado una pócima de su manto al suelo y ya la
cubría una barrera de hielo de varios pies de espesor en la que encerró también a una
Derrida que parecía querer derribarla a puñetazos. Desde allí intentó conjurar algo, lo que
fuera, pero Lancel se adelantó.
El halcón ignoró a Vera, que en segundos sería una masa de huesos ardientes, y se lanzó
sobre la pequeña ejecutando complicados anagramas con los dedos. Atravesó el fuego,
no lo tocaba sino que lo acariciaba y seguía su camino.
Luego, con una resolución inusitada, golpeó a la niña justo encima del corazón tan fuerte
que pareció romperla.
Las llamas cesaron de pronto pues su núcleo había sido extinguido.
Y del sonido crepitante sólo quedó un silencio pesado y embriagador. Lancel seguía
golpeando el cuerpo de Alicia, una y otra vez.
Rezaba; las palabras acudían a su boca sin pasar por su cabeza. No rogaba a ningún
dios, ni a la Madre, ni a los espíritus ni a los antepasados. Sólo rezaba, combinando
pasajes de libros con oraciones de Elohim y ritos antiguos de deidades animistas en
varios idiomas perdidos.
Se inclinaba sobre la pequeña con desesperación, aún trenzando su hechizo.
Curaba. Sostenía.
El mensaje estaba claro.
Levántate.
Álzate.
Arriba.
Pasó un angustioso segundo en el que nadie dijo nada.
Otro, y otro más, y la esperanza comenzó a fugarse.
Alicia respiró de golpe, aspirando con toda su fuerza, haciéndose daño, asustada, y se
agarró a la túnica de Lancel y se hundió en ella y lloriqueó. Todos suspiraron de alivio.
El viejo hechicero levantó la cabeza en un gesto que arrastró todos sus años y miró a
Laura con los ojos enrojecidos.
–Te debo una explicación.

Alicia fue enviada a la cama hacia un sueño reparador, las escasas llamas que aún
quedaban apagadas, la barrera de hielo de Ágata limpiada. Las heridas de Vera, minucias
gracias a la velocidad de Lancel, curadas.
Caía la noche cuando el viejo halcón, azul sin duda, habló despacio con esa cadencia de
antiguo profesor.
–Los taumaturgos tienen muchos dones. No es exacto decir que controlan un aspecto de
la naturaleza; lo encarnan. A uno le bastará alzar la vista para que te ahogues, privado de
oxígeno. Otro podría hacer hervir tu sangre.
Suspiros y el eco de un evento inesperado llenaban la tarde. Aromas de infusiones,
inquietud.
–Los consideraron sagrados, al principio. Semidioses. Hubo guerras terribles antes de los
tiempos del Imperio Vespa. Se dice que alteraban geografías y aterrorizaban demonios.
Que la isla de la Serenidad fue el intento de un rey loco que dominaba la roca de crear un
homenaje eterno a su poder. Con el tiempo se lo creyeron y se obsesionaron con la
pureza de la sangre. Decían ser hijos del sol, de los ocho ríos, de las praderas infinitas,
del desierto helado. En realidad tiene que ver con un compuesto que segrega el
hipotálamo, pero a quién le importa eso. Eran historia. Más aún, leyenda. Grandes héroes
y grandes malvados.
Lancel remendaba con aire tranquilo su túnica, apenas tocada por el fuego. Enumeró
distraído mientras la chimenea ronroneaba.
–Pascal Mar, el escritor del primer grimorio, el padre de toda la magia. Áyax, que unificó a
las islas de Inderia gracias a sus tornados submarinos. Bricaonte, el embustero, que era
de aire y al aire volvió después de destruir Loj-no-katram la Bendita. Viracocha, señor de
las profundidades, Ahura Mazda, dador de vida eterna. Y tantos, y tantos otros nombres
extraños que un día seremos si tenemos suerte. Nuestra historia estuvo marcada por ese
don. Hasta que inventamos los reinos y la guerra y los mitos ya no importaron.
Se volvió sombrío, oscuro.
Mucho tiempo atrás.
Muchas personas atrás.
–Es hereditario. De padres a hijos, de madres a hijas. La familia empezó a ver con malos
ojos las uniones entre sus traumaturguitos y los simples mortales–una mueca de
desagrado–. Luego las prohibió. Os estoy hablando de hace unos mil, mil quinientos
años, las edades luminosas, magia, ciencia, evolución sin fin, sí, pero no se detuvieron a
investigar su propia naturaleza. El miedo a no ser dioses, supongo. A veces es mejor no
saber. Se hibridaron. Nacieron seres poderosos que vivieron un milenio. Taumaturgos
dobles, triples, cuádruples. Descontrolados, dementes, la mayoría morían antes de
cumplir un año, asesinados o incapaces de controlar su fuerza. Hubo luchas entre casas.
Extinciones de familias enteras. Matanzas. Y nacían, cada vez más, niños deformes,
incapacitados para la magia o hasta para la vida. Nacían muertos, con escamas, con
plumas. Dijeron que la sangre estaba maldita.
Las sombras del fuego parecían pintar en las paredes casi calcinadas historias de
destrucción, de amores prohibidos, de hogares aniquilados, de yugo.
Derrida se estremeció. Laura miraba a Rex, ausente.
–Con el tiempo apenas unas quince, veinte familias de magos sobrevivieron. Eran grupos
selectos, como la nobleza intelectual, la élite. Cualquiera podía nacer mago, pero ellos
eran distintos. Poderosos, altivos, trastornados. Se les educaba para ser dioses, ni más ni
menos, se les enseñaba concienzudamente cada mito y cada referencia divina. Y llegó la
Gran guerra, la única que importó. Y la Plaga. Y el megi. Y el Pulso. Y los Diez. Y el Eje.
Es evidente que eran una presencia constantemente requerida en la batalla. Incluso un
chaval podía destruir un destacamento enemigo entero. Cada nación tenía sus propios
dioses–otra vez el desagrado–. Bohemia tenía a los Confir, dominadores de la tormenta.
Se susurraba que el reino secreto de Yol acogía a los Gala, magos puros de fuego,
dragones con forma humana, a los Dhar y sus mansiones en las profundidades oscuras
del océano Disgregado y a los magos del veneno cuyo mismo nombre es ponzoñoso.
Todo esto, más o menos, ya lo conocíais aunque fuera de oídas.
Ágata apoyó la mano en el hombro de Lancel y él se la tomó. Sin bromas de por medio
quedaba el afecto profundo, el amor rojo. Las filas replegadas cerradas a cal y canto.
–En la guerra, y yo estuve allí para verlo, se convirtió en algo vital aniquilar a los
taumaturgos del oponente. Eran un objetivo militar prioritario. Tratamos a dioses ultrajados
en plena crisis como armas y en armas se volvieron. La guerra se alargó más de
trescientos años. Cuando llegamos al Eje la alianza del Este no tenía más taumaturgos, y
el oeste, el Imperio Vespa y sus aliadas Gomuta, Ivara y Jenodia contaban sólo con tres
Remor, terremotos andantes, y con Dozo. A ese creo que lo conocéis. Después, en las
ciudades, los que quedaron tuvieron el buen juicio de esconderse o desaparecer. Quizá lo
hicieron antes; yo lo habría hecho. Eran seres humanos y durante trescientos años los
convertimos en máquinas de guerra. El último, que yo sepa, estaba en Eco, un anciano
Chavín que apenas podía arrastrarse a su chabola submarina.
Lancel inspiró; llevaba guardando la charla en su interior casi un año, y salía extraña,
mezclada. Necesitaba expulsarlo todo.
–Cuando me di cuenta de que Alicia era... Bueno, no podía creerlo. Los clanes de fuego,
los Endrino, los Rango, los Falla, los Gala, eran especiales. Tremendamente destructivos,
con gran capacidad de hibridación y adaptación, una particular habilidad para dominar
otros tipos de magia y combinarlos con su propio poder natural y una tendencia notable a
morir jóvenes. Fueron los primeros objetivos del Este, el Imperio Vespa se quedó sin ellos
pocos años después de declarar la guerra. No podía creerlo. Pero era. Quizá una
mutación, quizá una anomalía, pero tenía que averiguarlo. He pasado los últimos meses
interrogando a cada habitante de Ergo vivo, leyendo cada libro que podía robar, buscando
crónicas y atajos para saber más de la pequeña. Y creo que tengo algo. No mucho, pero
suficiente para salvarla hoy.
El aire era extraño; cálido y ligero, demoledor y lleno de energía por liberar. Rex abrazó a
Laura inconscientemente. Una lágrima suya cayó al suelo.
–No es fácil ser un dios, parece–el viejo halcón sonreía, una sonrisa torcida que hablaba
de la rebelión de los mortales, de la afirmación de la entrega sobre el talento–. Los
cuerpos de los taumaturgos no están preparados para la cantidad de energía que tienen
que soportar, para el paso, para convertirse en nexos entre esa magia y lo humano. Los
Dhar, por ejemplo, tenían branquias. Su cuerpo era, sorprendentemente, un noventa por
ciento agua, no podían respirar fuera del mar. Muchas familias asociadas a la magia
telúrica se volvían gigantes o muy pequeñas, casi hadas. Algunos clanes de fuego, en los
últimos días, daban a luz a reptiles. El fuego es distinto.
Todo conducía aquí, la explosión de Cerrada, los años escondidos, el sacrificio. Derrida
bajó la cabeza; no querían que la vieran llorar. Lancel habló de nuevo con experiencia de
maestro de miles.
–¿Qué es el fuego? Energía pura, la magia más difícil de dominar, el enemigo de las
sombras. Fue purificación, claridad, lo místico, lo sagrado, pero también representó el
hogar, la transformación, la fuerza y el valor, la justicia, la pasión, la muerte. Es luz y es
destrucción, enemigo y aliado. Es una fiera. No he visto ningún mago en la Academia que
pudiera controlarlo sin sus buenos diez años de estudio severo. No podemos jugar con
fuego. Lleva un fuego en su interior. Casa sin fuego, cuerpo sin alma. Hasta en el
lenguaje, sobre todo en el lenguaje, fijaos–calló un momento y observó la chimenea, el
humo, la ceniza–. Sí, estamos fascinados por el fuego porque es incontrolable y porque
habla a lo que tenemos de salvaje y contradictorio en nosotros mismos. Alicia es una
Gala–aseveró–. Después de hoy, estoy seguro. Sé que viene del reino secreto de Yol. Sé
que su familia fue asesinada y ella acabó, no sé cómo, con la hermana Flex. Después del
cambio, que ha de venire en el dæcimo año, la composición de su sangre se parecerá a
la de la lava. Su temperatura corporal aumentará y será capaz de comer llamas de dragón
si quiere. Nunca enfermará. La piel se volverá ignífuga. Su control será suficiente para
que pueda aprender hechicería de verdad. Está destinada a ser una gran maga, una
leyenda viva, no tienes más que verla.
–¿Cuál es el problema, entonces?–preguntó Laura con un hilo de voz.
–Tenemos dos problemas. El primero, que...
–...Dozo lo sabrá–completó Ágata–. Lo sentirá, ese poder no se puede ocultar, y nos
aniquilará antes de que ella sea una amenaza.
–Correcto, pero creo que estamos a salvo de eso. La casa tiene unos cuantos hechizos
de ocultación que espero que aguanten, aunque si no consigo parar el cambio no habrá
esperanza. Aún sigue siendo el barrio de las brujas, el punto de mayor concentración
mágica de Ergo. El mejor sitio posible para esconderla.
–¿Y el segundo?–Rex, práctico como siempre.
–Los clanes de fuego guardaban sus secretos con celo. Nunca había oído hablar de todo
esto hasta ahora y llevo más de quinientos años dando vueltas por aquí. No puedo saber
qué va a pasar cuando cambie. ¿Una bola de fuego gigante, un volcán en miniatura?
Quién sabe. Podría destruir el barrio por lo que sabemos. ¿Después qué? Nadie aquí
puede enseñarle lo que necesita saber. Y es un procedimiento doloroso, va a sufrir. Lo he
parado–añadió–. He tenido que llevarla al borde de la muerte.
Un estremecimiento. Lágrimas.
Alicia, nuestra Alicia.
Qué carga más pesada.
Ojalá hubieras sido simple y feliz en tu simpleza.
–No sé cuánto más aguantará. Ahora que lo he visto calcularía... un par de semanas, un
mes a lo sumo. Pero si no estoy presente cuando pase no podréis evitarlo. Es magia
nueva, nadie jamás había querido pararlo.
Vera, que había atendido a la explicación con los ojos muy abiertos, se echó a llorar de
pronto. No lloraba por ella. No por el destino incierto. No por el padre muerto. No por el
dios ausente.
Lloraba porque no había sido capaz de proteger a Alicia, a esa pequeña inocente, de la
calamidad que llevaba consigo. Se supo dadora de destrucción. Un imán para todo lo
malo.
Laura sólo podía pensar, mientras Ágata y Rex la consolaban, que había sido una ilusión
cruel. Que cada vez que pasase algo bueno la ciudad contraatacaría con una nueva
desgracia más refinada y cruda que la anterior.
–Hay que decírselo a Yu–murmuró–. Él podría ayudar, lo necesitamos aquí.
–Lo llamo ahora mismo–Lancel le levantó y se dirigió a las escaleras.
–Será mejor que avise a Pops–Rex se levantó y se dirigió a Vera–. ¿Quieres venir
conmigo?
Vera negó, ya recuperada del repentino llorar. Se sentía vacía de lágrimas.
Rex se agachó junto a ella y la besó en la frente.
–Cuando estés preparada, cuéntaselo a Laura, ¿vale, encanto?
Rex se dirigía a la puerta cuando Laura lo interceptó y le dijo que lo quería con emoción
de primeras veces, puede que para compensar el miedo, y su estómago se contrajo y
sintió los pies elevándose en el aire como cometas, cometas hechos de un sentimiento
ligero y ubicuo. Le prometió que saldrían de esta y supo que lo harían.
Porque cualquier otra opción era demasiado cruel para creerla y seguir luchando.
Al cerrar la puerta quedó un aroma leve a flores y calles a oscuras.

Estaban sentadas la una frente a la otra como aquella vez, justo después de que
marcaran a Laura, como un reflejo terrible, todo al revés, las intenciones y los secretos.
La antigua detective la cogió de la mano sin temor, agarrándola como un cabo a la orilla.
No sabía que se hundía.
–¿Qué ha pasado, Vera? ¿No estás contenta de que nos marchemos de aquí o qué?
Medio en broma, medio en serio. Ella respondió en la casa bruja con el corazón en los
labios.
–No.
Fue un murmullo, el viento agitando las hojas de los libros, poco más.
–¿Por qué?
Laura no podía, aún no podía dejar de ver a la otra Vera, a la antigua Vera. La alegría, el
miedo, lo contaminaban todo.
–Han matado a mi padre ayer.
No dijo ‘ha fallecido’, ‘ya no está entre nosotros’ o ‘está con Elohim’. No tenía sentido en
aquel lugar diabólico. No tenía sentido suavizarlo. Había muerto. Más aún, lo habían
matado.
Laura se calló, intentando buscar rápido una respuesta. Nadie más estaba allí para
escucharla: Lancel estaba perdido en su habitación, Derrida y Ágata preparaban a las
brujas para salir de Ergo y Alicia dormía.
–Don lo ha matado–añadió. Necesitó repetirlo–. Don ha matado a mi padre.
Vera, sorprendida, completó ese pensamiento. Nunca lo habría hecho:
“No voy a escapar. Voy a buscarlo por todos los tugurios de Ergo, lo voy a acorralar, voy a
sentir su miedo, voy a hacer que ruegue.
Y voy a vengarme.”
–Y voy a vengarme. Por eso no puedo irme.
Lo dijo calmada. Nada tenían que ver sus sentimientos, eran hechos ineludibles, profecías
ya cumplidas. No sentía.
–¿Dónde está?–al fin preguntó Laura con un hilo tembloroso de voz.
–Lo arrastré hasta las minas y lo enterré allí anoche–añadió un secreto negro, una losa
sobre el alma–. Me alegré, Laura. Cuando lo vi clavado en la puerta me alegré.
Según pronunciaba notaba las palabras descomponiéndose, disgregándose en sus labios
como espíritus. Eran frías, siempre lo habían sido. Y ella una hipócrita que había sentido
alivio con la muerte de su propio padre. ¿De qué le había servido Elohim?
Laura se levantó y se llevó las manos a los labios. Se acercó a Vera y la abrazó.
–Vera, Vera, cómo lo siento...
Le llegaba su consuelo, su tristeza sincera. Le llegaba y le resbalaba pues estaba cubierta
de aquella pátina de muerte.
–Voy a vengarme–repitió.
La pelirroja no podía creerlo, se sentía sobrepasada, estúpida.
–Volveré para el Samaín–prometió Vera–. Hasta entonces no puedo irme.
–¿Estás segura de que fue Don? Tenemos muchos...
–No tenemos–la interrumpió con indiferencia–. Tengo muchos enemigos. Estoy rodeada
de demonios. Me estaba vigilando. No se atrevía a atacarme. Lo atravesó de parte a parte
con una viga, sólo puede ser él.
Se levantó.
Don.
Él y sus ojos negros. Y su sonrisa. Ella había pintado aquella sonrisa en su cara con
sangre y justicia. Ella fue la que no lo remató. Ella y su fe.
Allí sólo quedaba ella.
–Me voy, Laura.
Intentó retenerla pero Vera la apartó de un empujón suave. Negó con la cabeza.
–Si no llego no me esperéis. Marchaos sin mí.
Cerró la puerta tras ella con cuidado, como si no hubiera pasado nada.
Laura se movió errática en el salón y se dejó caer en el suelo, arrastrándose contra la
pared como intentando permanecer a flote.
Le temblaron los hombros, sacudidos por maremotos de pena.
Cuando Lancel bajó, mucho tiempo después, se la encontró sollozando a moco tendido al
lado de la chimenea, agarrándose el cabello anaranjado y–¡qué masoquista!–pensando
una y otra vez que no se había dado cuenta de que le acababan de quitar el corazón a la
amiga más leal que tenía. Que no se había ofrecido para ir a acabar con el asesino de un
hombre bueno por miedo. Que no había reconocido a Vera en aquella mujer fría.
–¿Laura, qué pasa?–se acercó a ella y la levantó. Secó sus lágrimas.
–Pablo ha muerto, Lancel. Don lo ha matado. Vera va a vengarse.
Su voz sonaba a alegrías resquebrajadas y dibujos sin talento. Las frases cayeron como
tumbas abiertas sobre el hechicero.
–¿Va a vengarse? ¿Vera?
Se sentó y le cogió la mano. Laura respondió a su contacto, ella sí necesitaba cabos. Ella
sí necesitaba la orilla que su amiga rechazaba.
La melena blanca de Lancel estaba teñida de rojo y no le gustó, quiso alejar ese color
vibrante, hermoso y horrible de él. En el techo las sombras confundían las grietas y las
alargaban, se fijaba en las cosas más insólitas.
–Va a vengarse. Es culpa mía.
Laura y la culpa.
–No lo es.
–No pudimos acabar con él y ahora estamos malditos–se secó la cara con la manga
desvaída–. Si no hubiera escapado nada de esto habría pasado.
–¡Laura Zafiro!–bramó, recordándole quién era y dónde estaba–¡No empieces con
despropósitos y simplezas! ¡No te eduqué para que te consumieran errores imaginarios!
Ella calló al momento y le devolvió la mirada a un Lancel ceñudo.
Cuando el halcón ruge es el rey del cielo. Hasta las moles terrestres y los espíritus
salvajes del mar callan para escuchar ese sonido de libertad. Pero Laura Zafiro estaba
hecha de otra pasta.
–Es como lo de Leto otra vez–dijo–. No puedo evitar que nadie muera. Ni siquiera me doy
cuenta.
–¡Por las huestes encadenadas! Eres una necia si piensas que todo lo que pasa en el
mundo es responsabilidad tuya. Si hubiera hecho, si hubiera dejado de hacer...
gilipolleces. ¡Ten valor, joder, y encara tu propia vida!
–Siempre fui una cobarde–aún apostilló, sabiendo que el hechicero azul reaccionaría.
Quizá necesitaba oírlo.
–No eres una cobarde, sólo tienes miedo–gruñó aspirando el vapor.
Se quedaron en silencio un momento.
–Esa noche no había nada que pudieras hacer para detener a Dozo. Eres hija de héroes,
no de magos–la analizó con orgullo desde las ojeras eternas–. Yo debería haberlo
asesinado en lugar de asustarme por un fantasma. No lo hice y no tiene sentido que me
torture por ello. He pasado cosas peores. La guerra, por ejemplo. O la muerte de Leto.
Laura torció el labio. Un gesto leve y un reproche profundo.
–¿Crees que no fue imposible de soportar?–le preguntó con un tono peligroso que
presagiaba la ira–No sólo perdiste a un hermano, mocosa. Perdí a un hijo. Ningún hijo
debería morir antes que su padre. Piensa un poco en los demás, eso sí podrías hacerlo.
Laura titubeó e intentó decir algo pero Lancel no la dejó. No, porque bastarían un par de
palabras suyas para hacerle perder el control de sus emociones y no podía permitirlo, no
ante ella. Por orgullo. Para protegerla. Qué más daba.
–No puedes ayudar a Vera. Créeme, he vivido historias de venganza. Algunas aún
continúan. Es un camino que debe recorrer sola, no te puedes entrometer. Si no lo hace
ahora se arrepentirá el resto de su vida y nadie podrá llenar ese vacío. Es triste y es
injusto, bienvenida a estar viva.
Laura iba a hablar para defender la seguridad ante la justicia poética pero Lancel la
interrumpió de nuevo.
–¿Qué haces aquí todavía?–espetó–Ve a dormir, ya mañana te explicaré con detalle por
qué estás diciendo un montón de estupideces.
Con la severidad de un mentor que no necesita alzar el tono para imponer su voluntad se
giró apenas un poco, lo suficiente para darle a entender que la conversación había
acabado. Laura, herida en su amor propio pero necesitada de descanso, se levantó y se
fue, volviendo por un momento a ser la niña que obedecía a Lancel en todo aunque no lo
entendiera porque lo sentía más sabio, más frío, más azul.
Por la mañana hablarían durante horas pero la conclusión sería la misma: Vera debía
continuar sola. Debían prepararse para el Samaín. Lancel no dejaría ni entrever la
preocupación que sentía por la joven pero Laura sabría que la estaba escondiendo.
Pasaron horas.
El hechicero encendió la pipa y se dejó acurrucar por el humo, por los olores y el picor en
la lengua. Recordó. Cajas de regalos y tinta fresca. Pórticos al amanecer en la Academia
y lagunas de oro líquido. Un abrazo a las puertas del caos.
El pestillo de la puerta tembló un momento, sonidos que resquebrajaban mundos, y Rex
pasó aterido. Saludó a Lancel y se dirigió a las escaleras con los hombros caídos,
arrastrando el cansancio emocional de una tarde en la última ciudad.
El hombre sin magia. En otros tiempos habría sido un paria, ahora era parte de su familia.
La persona que había levantado a lo más parecido que tenía a una hija una y otra vez.
El barbudo manco, el caballo desbocado.
–Rex–dijo desde su esquina entre el hálito del kush.
–Dime.
Se miraron con benevolencia y calma desde sus posiciones. Eran, excluyendo a Alicia, las
personas más importantes en la vida de Laura y se sabían unidos por ella, por su bondad,
por su culpabilidad y por su tozudez.
–Si alguna vez le haces daño a Laura te sacaré los riñones y haré que te los comas.
Rex no dudó. Comprendió el aviso del halcón y lo igualó con una mirada feroz. Se
probaron un momento y Lancel alzó una ceja, sorprendido de la decisión del joven.
–Lo mismo digo–lento, sin nerviosismo.
Por supuesto. Sonrió y fue una sonrisa que hablaba de guerra a un aliado. La causa era
Laura, siempre había sido Laura.
–Buenas noches, Rex.
–Que descanses.
Subió las escaleras y el día terminó como había empezado; con un halcón insomne y
vigilante ante la puerta, preparado por si en cualquier momento su antiguo maestro la
atravesaba y pretendía asesinar a los que más quería.
El aroma de la casa aguantaba, a pesar de todo, entre el humo, e impregnaba la nariz del
guardián del umbral como una confirmación de lo que ya sabía: puede que la tormenta
creciese y puede que pronto llegara el aguacero último pero, si algo tenía que salvarlos, el
amor que compartían sería lo que los salvaría, y si la caída y la muerte y el olvido eran
inevitables también entonces quedarían salvados por el amor imposible en la casa bruja.
4
AQUELLAS MALAS TIERRAS

Como si hubieran acuchillado la fronda.


Decenas de cuerpos en el suelo, sangre roja que se mezclaba con la tierra.
Manchada.
La momia y el león caminando con lentitud insultante, rematando a los pobres forajidos
con bastonazos en el cráneo. El resplandor blanco los consumía y caían abrasados. Lo
hizo con uno, con otro, con otro.
Con el mismo, una y otra vez.
No funciona, ¿por qué no funciona?
–Oh, vaya, no has tardado mucho en pillarme.
Vincel del Fresno se levantó sin esfuerzo, pero Niv sólo escuchó un crujido de tierra y
hojas. De espaldas y tumbada, contuvo la respiración. No podía anular a esa criatura. No
comprendía su magia. Le caían lágrimas gordas de rabia que se perdían en el pelo
blanco.
–Veamos. A ti no te esperaba aquí, no ahora. Niv, querida, levántate, puedes ayudar.
Lo hizo temblando. La cercanía de la momia y el león tenía algo turbador. Entre los pinos
raquíticos que se alzaban desesperados alejándose de aquella tierra intentó retroceder.
La floresta nocturna era un gran cementerio de óxido y extraños cuerpos desencajados.
–Acércate.
Había caído sobre ellos en mitad de la noche y no tuvieron ni una opción. Con aquel
bastón había lanzado a Goro por los aires y procedido a registrar el campamento, tienda
por tienda.
Aquella horrible momia roja, con un ojo clarísimo colgando de su cuenca podrida, lanzó
con el largo bastón de tejo una ofensiva mágica contra Vincel. Niv saltó hacia atrás pero
él, con calma y aún con aquel fardo a la espalda, agarró ese algo intangible, el aire
maligno, y lo deshizo entre sus dedos.
Lo deshizo entre sus dedos.
Entre sus dedos.
Entre sus.
Entre.
Se desvaneció levantando apenas un vientecillo.
–Estás confusa, niña–casi le hablaba con dulzura a la criatura–. Este no es tu lugar.
Fuera.
El león de hueso le mordió el brazo y retrocedió casi al instante. Un aullido mudo de dolor
punzante.
Tenía los dientes mellados, quebradizos. Rotos.
¿Vincel?
¿Vincel, el de la alegría amplia, el de la picardía tenue?
Parecía otra persona con aquella luz azul de otro mundo cortando su figura en el bosque.
Con más aristas, más perfilado. Más real.
Chasqueó los dedos y la vara se partió.
–Marchaos. Y no volváis.
Con el rabo huesudo rozando el suelo el león comenzó a alejarse primero. La momia aún
quedó allí, mirando la destrucción que había causado. Y a pesar de que no era posible,
que sólo era extremidades de músculo seco en bracitos delgados y una calavera de
oscuridades pavorosas, pareció triste. Pareció decepcionada. Hasta herida y frágil.
Se dio la vuelta y se arrastró tras su león por la floresta.
Un lamento que no cesaba.
Un murmullo de hojas podridas.
Algo prohibido que sufría.
Cuando desapareció, Vincel se giró hacia Niv.
Todos sus compañeros tirados en el suelo en geometrías siniestras, quién sabe cuántos
de ellos muertos. No conseguía asumir toda la información, sentía cómo su cerebro había
creado una carcasa que lo protegía del exterior y sabía que se rompería y la dejaría sola
con la realidad. Lo peor era la expectativa del dolor.
Y pensó en Derrida, la vieja, y su oferta. Y se arrepintió de todo corazón de no haber
aceptado.
Y se sintió por ello traicionera.
Y supo que sería así siempre en esa ciudad, en aquella tierra maléfica, que la sangre y el
vicio y el horror estaban tan arraigados en ella como la magia y el milagro y que nada
podría expulsarlos. Que aquellas malas, malas tierras darían frutos negros y podridos
hasta el fin, que todo lo bueno que pudiera nacer caería.
Supo que aquel lugar era un reflejo suyo y de tantos como ella criados en la
desesperanza.
Que la tierra yerma y los que la hollaban compartían un destino del que nadie podía
escapar.
No lo pudo poner en palabras, pero lo sintió desgarrador como perder la inocencia. La
herida en la fronda abierta y la sangre ya coagulada. Los brotes arrancados antes de
nacer.
–No es lo mejor que podía pasar, pero entra dentro del plan. Han matado a unos diez,
tendremos cincuenta aún. Niv, voy a necesitar tu ayuda.
Hablaba Vincel con su acostumbrada dulzura, pero ella ya no lo escuchaba.
–¿Niv?
Le tocó el brazo y por un momento lo creyó una lengua enorme y puntiaguda que se
enroscaba en ella y la quemaba. Lo miró y no lo reconoció en su imagen, lo supo alguien
nuevo, extraño de formas antiguas.
Vincel se acercó a su rostro y lo tocó. Había algo fuertemente sexual y retorcido en aquel
tacto que le trajo a la memoria la casa roja y todo lo que había dejado allí. Era denso. Era
oscuro y un remolino de negro en aguas profundas. Era bosques fantasmales de los que
nunca saldría, lobos en un invierno perpetuo, fresnos mayores que todos los mundos. Le
temblaron los párpados blancos de melocotón.
–Será un secreto–la amenazó con cuidado Vincel–. Aquí desaparece gente todos los días
y una más no le extrañará a nadie, así que componte, carga cadáveres y despierta a los
que aún estén vivos. Tenemos trabajo.

Un anciano pequeño entre cientos de huevos rotos. El ermitaño en su monte solitario, en


su tienda destrozada, a eso se había visto reducido.
Yu Chi Hao abrió a Vera con semblante grave.
Pensó mientras le servía una infusión que estaban instalados en la oscuridad.
Habían construido edificios siniestros allí.
Se movían entre sombras.
Más lóbregos a cada momento.
La simetría era brutal. Laura había entrado allí buscando salvar su vida. Vera quería
acabar con una. Laura era un desastre de lágrimas y emociones descontroladas, Vera un
bloque de hielo. Y allí estaban como dos reflejos en tiempos diferentes en un mismo lugar,
sólo que ya no era el mismo.
–Te vi crecer.
Sin reacción, sin emociones.
–Te vi ser fuerte.
Ojos diluidos, fuego azul.
–Lancel me lo contó. No busques a Don. No vayas. Por favor.
Yu comprendía.
Los dioses eran la manera de dormir de noche sin miedo y sin ellos quedaba el insomnio
desnudo, terrible.
Insomne Vera, una uve afilada de aspecto frágil y ojeras inabarcables.
–Dime dónde está la Errante.
Yu se acarició la barba y caminó entre aquellos huevos malogrados. Ya no había animales
allí, ¿cómo podría haber dejado que murieran poco a poco de hambre en aquel sitio?
–Sé que estuvo en el barrio de la zapatería hace una semana. No sé más.
Reprimió la tristeza. No tenía derecho a negárselo. Nadie lo tenía.
–Vera. Vera, recuerda que la venganza...
Se había ido, rubia y furiosa.
La infusión humeaba triste.
No era ya tiempo para consejos o moral de hierro y nunca más lo sería.
Allí quedó Yu Chi Hao en su reino destruido, asustado y con ganas de llorar lágrimas
inútiles.

La llamaban Errante porque estaba condenada a no detenerse.


Llovía con maldad. Vera la vio y era un edificio como cualquier otro de la zapatería:
abandonado, bajo, húmedo, mustio. Tablones en puertas y ventanas. Inevitabilidad.
Balcones con barrotes sucios y rotos.
Pero estaba el símbolo en el suelo. La gota de agua con tinta mágica en la calzada hecha
pedazos que sólo podían ver quienes no tenían nada que perder, porque sólo aquellos
podrían querer entrar en la Errante.
El hogar de los perdidos.
La taberna fantasma.
Vera, con su cara pálida, pasó adentro mojada y oyó la melodía. Las risas. La pianola. Un
olor picante a alcohol. Hacia el sótano de la casa solitaria se cruzó con hombres
desnudos que la llamaban, sus miembros señalándola, sus ojos hundidos en mares
extraños. Parejas gimiendo contra las paredes, golpes rítmicos en el estucado. La sangre
y el orín se mezclaban en el suelo con semen y agua. La oscuridad sólo dejaba ver
contornos, y oler, y oír.
Agrio. Abismal. Ajado.
Bajó, indiferente, las escaleras. Una anciana mal maquillada subía y la agarró. La besó
con violencia y ella correspondió, sintiendo su lengua rasposa contra el paladar
resbaladizo. La manoseó y Vera se dejó hacer, las manos arrugadas bajo el vestido
buscando, siempre buscando.
Cuando se separaron su boca estaba rodeada de pintalabios granate como una mueca de
rabia. Con aquella mirada vacía, siguió adelante.
Ese era el lugar, el contrario exacto a la casa bruja.
En el sótano una barra improvisada sostenía bebidas y artilugios plateados misteriosos.
Un hombre gordo de barba gris sonreía al otro lado, casi desdentado.
No veía caras, no eran caras sino cuerpos que se clavaban agujas en el cuello en mesas
de madera, que se desangraban en el suelo, que bebían extraños líquidos blancos con
ansia. El ruido era insoportable. Unos cuantos se peleaban con brutalidad al fondo,
golpeándose una y otra vez en la cara. Era un lugar grande, habría por lo menos veinte o
treinta. En la barra, algunos aguiluchos miraban la madera con desolación.
Y el hombre de la barba gris sonreía.
–Eres nueva aquí–rugió con voz sórdida.
Vera asintió en silencio y se sentó. Alguien le agarró el hombro y ella, sin pensar, rompió
su muñeca de un giro. A nadie le extrañó. Lo miró y era Capi, su Capi, su Julio, tumbado
en el suelo y retorcido de dolor. El abrigo eran jirones y su cara angulosa estaba
manchada de sangre seca. Se agachó e intentó tocarlo, pero se contuvo. No le dedicó
más tiempo. Se volvió al camarero.
–Me llaman Iván el Loco–se presentó este, divertido–, y exijo pago por adelantado,
señorita...
–Vera. Quiero información, ¿qué pides?
–Pido puertas abiertas en la sombra, el pulmón de un antiguo amor o un naufragio.
Por un segundo, pareció aterrada y delicada de nuevo en su cara pálida.
–Tengo un naufragio–susurró–. Te puedo pagar un naufragio.
Era consciente de sí misma como nunca lo había sido, como si se viera en tercera
persona en la historia paralela de su vida.
–Aún no–aquella sonrisa sin dientes.
Vera se limpió el pintalabios sin darse cuenta. De pronto le molestaba, casi le escocía. El
submundo se volvió más sólido a su alrededor y los colores extrañamente ocres y
apagados.
–¿Una puerta abierta?
–Sabes lo que tienes que hacer, señorita. O siempre puedes darte la vuelta y volver a
casa.
Vera descubrió en ese momento algo sobre su corazón. Se imaginó de nuevo en la casa
bruja, feliz otra vez, y supo que no le bastaría. No sería suficiente para ella. Ya no era la
misma y todo a su alrededor estaba podrido, desvaído, vacío de significado o lleno de otro
nuevo y siniestro.
Vera descubrió ese día que, a veces, lo roto no se puede reparar, que la inocencia no se
recupera.
Vera vio con claridad sus propias grietas e intuyó la substancia oscura y podrida que se
filtraba a través de ellas.
Vera era un color claro manchado, un azote de esperanzas.
Recordó que en algún momento de esos días horribles había pensado que no se puede
tener fe sólo cuando hay milagros, que debía mantenerla el resto del tiempo. Se había
intentado convencer de que la vida pasa, y pasa. Y pensó que no era justo. Que nunca
fue justo.
Se giró despacio hacia Capi. Sólo sus hombros temblaban, leves.
Con una sola mano, lo levantó.
El terror de todas las bandas de Ergo. La fuerza desmedida.
Quien había sido le resultaba cada vez más extraño y más ridículo. Todos la temían, a ella
y a Don. A ella y a Laura.
Vera era un monstruo enmascarado esperando una señal para descubrirse y aniquilar.
Lo sostuvo frente a ella un buen rato, el Loco mirando y Capi asustado aún agarrándose a
su muñeca.
Juró no usar su fuerza nunca más, pero todas las promesas se rompen con el tiempo.
Vio todo con objetiva curiosidad. No le importaba, podría haber sido cualquiera. Sólo era
carne. Agarró su cuello y apretó.
Capi no murió por falta de aire, la tráquea cedió antes y se ahogó en su propia sangre
mirándola aterrorizado.
Vera era un espejo que reflejaba con indiferencia la ciudad maldita.
Forcejeó Capi, Julio, luchó por la vida que escapaba, pero era como si golpeara un bloque
de granito.
Estallaron varias venas en sus ojos del esfuerzo. Los labios se tensaron en una mueca
desesperada. Sus músculos fallaron y se movía como un pez patético. Los pies bailaban
en el aire. Era más baja que él, pero aún así lo tenía a un palmo del suelo sin ningún
esfuerzo. Los brazos colgaban como grandes morcillas tristonas y ya no veía aunque
seguía con los ojos abiertos. Sentía hilillos de carmesí cayéndole sobre la camisa. Y luego
ya sólo sintió miedo.
Y Vera miraba sin ver. Cuando estuvo segura lo puso sobre la mesa. Una sola gota de
sangre, podría haber pasado por un lunar, adornaba su cara terrorífica.
Un antiguo amor, sí, pero ya no importaba. Ya nada importaba. Ya nada importaba. Ya
nada importaba.
Si siguiese creyendo en él nunca habría podido perdonar a Elohim.
Alzó el rostro frío hacia el barbudo sonriente.
Coge tú mismo el pulmón, demonio.
–¿Tienes lo que querías?
–Lo tengo todo–rió Iván–. ¿Qué quieres saber, Vera?
No dudó. La Errante continuaba en su espiral negra alrededor, pero ya no le era ajena.
Había arrancado un pulmón de un antiguo amor.
Había encontrado la puerta en las sombras.
Había naufragado.
–¿Dónde está Don?

Los aquelarres empezaron como supervivencia. La magia era territorio de hombres antes.
Ellas se reunían y hablaban de chismes, de dibujo, de libros, de la vida y del amor, de la
seda y el sol, de hechizos. Cómo curar a los niños, primero. Cómo conseguir mejores
cosechas, cómo detener el invierno, cómo limpiar con mayor agilidad.
Luego se cuestionaron qué las hacía tan diferentes, por qué debían esconderse y hablar
en lenguas secretas y exhibir símbolos agresivos.
¿No hablaban y pensaban, como ellos?
¿No podían conjurar espíritus, como ellos?
¿No era para ellas también el cielo y el fuego y el mar rabioso?
Cuando se enteraron inventaron un insulto nuevo. Los brujos lanzaban huesos de pollo,
cortaban tripas, oteaban las estrellas para predecir el futuro. Los despreciaban. Y las
llamaron brujas. Inútiles.
‘¿Voláis en escobas?’, dijo un gracioso. ‘¿En cazuelas, quizá?’.
Y ellas le contestaron, muchos siglos después, cuando ya no eran quemadas ni
prohibidas ni confinadas al hogar y habían desarrollado su arte y su conocimiento:
‘La tierra es nuestra Madre. Su espíritu es el nuestro. De ahí surge todo, incluso la magia.’
No los escucharon más. Nada de ellos quisieron saber. Soberbias, despreciaron a
aquellas que aprendían hechizos de los magos. Les dijeron que no habían luchado y las
pensaron inferiores por ello. Las creyeron traidoras, vendidas al enemigo con capa y
báculo.
Y así marcaban a las suyas con manchas oscuras orgullosas que les daban el derecho a
ser escuchadas y comprendidas y la condición de hermanas.
En la guerra sus asentamientos eran oasis. Lugares de paz y sanación donde los
enemigos partían juntos el pan.
A la supervivencia habían vuelto en Ergo.
Quedaban una veintena y machacaban clavo y ruda con sal consagrada para iniciar el
aquelarre. La reunión.
Debía ser en contacto con la tierra, así que habían horadado en el suelo un semicírculo
enorme que podría acoger a centenares. Un hoyo de luz. En el medio, varias hogueras.
La luna creciente en lo alto a través de aquella corona terrible. La tierra oscura, cálida. El
humo grueso y denso y de olores que traían recuerdos infantiles.
Lancel estaba allí a pesar de ser el enemigo milenario. Algunas aún lo rehuían. No le
importaba. Probablemente fuera el único hombre que había asistido a varios aquelarres
con el beneplácito de las tríadas y aprendió mucho sobre su poder y su pensamiento.
Sobre los ciclos lunares. Los animales y lo que significaban. La tierra y su música secreta.
Alicia lo tomaba de la mano y para ella todo eran carantoñas y alegría. Asistían sin voz ni
voto sólo para saciar su curiosidad inabarcable.
La supervivencia los había hecho iguales, milagrosamente iguales.
Desde lo alto de un edificio en ruinas contemplaban las figuras danzando en el aquelarre.
Oían las notas que arrancaban de las cuerdas de la tierra.
–¿Qué hacen?–susurró Dami colgándose del brazo de CK.
–Hablan.
El niño calló un momento y lo pensó. Pronunciaba con dificultad.
–¿De qué hablan?
–No sé–CK masticó las palabras, distraído.
Era como la historia que había oído en algún momento neblinoso de la infancia, la del
mudo Ajenjo. El mudo Ajenjo nunca había pronunciado una palabra. Todos murmuraban,
musitaban, aclaraban, dilucidaban, charlaban, parloteaban, cacareaban cuando lo veían,
y en silencio lo servían o lo saludaban. Él sonreía mansamente y continuaba con su vida
dulce. Pero un día, en el pie del mudo Ajenjo cayó una enorme roca y él gritó con un
sonido rasgado y seco, horrendo. Entonces los habitantes del lugar pensaron que si podía
gritar, bien sería capaz de emitir otros sonidos. Y a él fueron y le preguntaron.
‘Mudo Ajenjo, ¿por qué no hablas?’
Para su sorpresa respondió con una voz meliflua y extraña como no ha habido otra.
‘Nunca me habían preguntado si podía’, dijo. ‘Y mientras tanto, me he enamorado del
silencio’.
Puede que los pequeños apenas supieran hablar, pero preguntaban a la perfección. Y
querían saberlo todo.
Dami era como la nieve, frágil y hermoso y capaz de tomar mil formas y ser lo mismo, la
misma tierna sonrisa invernal.
Darli era moreno y fuerte, más correoso. Recio, un pequeño pilar taciturno.
Los dos habían sido difíciles, cada uno a su manera. Pasaron semanas de adaptación y
dudas.
Y mientras tanto se enamoró del silencio. De sus silencios, de su calma. Quizá fuera la
primera vez que se sabían protegidos y de ahí sacó Cobra ansias nuevas.
El viejo capitán Pardo, arrugas y gravedad, se había opuesto al principio. Gruñó y se
quejó.
‘Somos el orden que le queda a Ergo, ¿por qué traes niños aquí?’
CK le contestó que eran el futuro y que él conocía la ciudad y que ellos eran Ergo.
Pardo le hizo prometer que no traería más.
Los lavó en su tienda, los vistió con camisetas demasiado grandes y viejas. Bajo la mugre
había piel morena.
Sentía piedad. Sentía ternura. Como nunca antes.
Ellos intentaron escaparse una sola vez, al tercer día. Los pilló robando comida.
De nuevo volvieron a sus camastros y esa noche los vigiló temeroso. Llovía aquella lluvia
incompleta que apenas atravesaba la corona de relámpagos y en el charco de las
goteras, oyendo los susurros de los suyos en el campamento, no se reconoció.
Esos ojos en el agua, esos filos claros, eran de su padre.
Siempre recordaría aquella mirada.
Parecía hablarle de nuevo en su reflejo, decía:
No eres suficiente.
Nunca serás suficiente.
Te lo he dado todo y tú sólo me has dado decepción.
Eres una vergüenza.
Le había gritado a Laura que su padre era el jefe de la guardia, un hombre honorable,
pero lo que no le había dicho es que olía mal, a barro y a podrido.
Que era alto como un mundo y que lo miraba sin inclinar la cabeza.
Que todo lo que era, todo lo que sería, se lo debía a él.
Vete, padre, vete de mi cabeza.
Nunca podré ser libre de ti porque me miras desde mis ojos.
Fantasmas. Había coleccionado unos cuantos ya.
Lo peor no eran los sueños, que hasta lo hacían sentir culpable por su escasez, sino la
memoria. El momento perfecto justo después del despertar cuando aún volvía a estar
limpio, y luego recordaba y descendía de nuevo en sí mismo, se hundía en el lodo
espiritual y se encontraba consigo y se saludaba y se contaba un chiste sin gracia.
¿Qué le dice una uva verde a una morada?
Respira, respira.
Dormía entre sudores y pensamientos terribles sobre moradas después de la muerte.
Respira, CK, respira.
A veces tardaba unos segundos agónicos en recordar el nombre de su mujer.
No había podido volver a ver a Mila después de aquello. Le había faltado estómago.
Fue al principio, cuando aún no sabían lo que era la corona. Pensaban que podrían
cruzarla. Pensaban que era un mentira de Saga. Había cogido a su hijo y se habían
lanzado a ella.
Decenas aniquilados en un instante.
Mi hijo.
Te llevaste a mi niño.
Eras mía y te llevaste todo.
No me has dejado ni siquiera algo que culpar.
Sólo estoy yo aquí.
Sólo estoy yo.
Solo.
Solo estoy yo.
Dejó la guardia.
Vagó.
Entró en la Errante y no salió durante días.
Pasó el duelo.
Le quedó una certeza, después. Hacemos lo que debemos. Porque repetía todo en su
cabeza y no podía encontrar el momento de ruptura, el momento en el que todo se fue a
la mierda, el momento en el que se le presentaron dos caminos y él eligió el equivocado.
No, porque no existía, si tuviera que hacer todo de nuevo lo haría igual, esa fue la verdad
que lo torturó y lo consoló. Hacemos lo que debemos hacer, se dijo mil veces.
Y a veces pensaba que asesinar a su hijo había sido un acto de piedad y suicidarse el
ínfimo precio que su mujer había pagado.
Había salvado al pequeño de un padre como el suyo, al fin y al cabo. En sus ojos veía la
misma fuerza tanto tiempo buscada, el temple, la imperturbabilidad de dos puñales
helados. El desprecio. La inferioridad. La falta de piedad. El orden irrompible.
Claro que odiaba a Laura Zafiro.
Era caos, era mentiras a medio organizar, era todo lo que le habían enseñado a
infravalorar.
Llévate lejos el huracán estúpido de tu desorden.
No me obligues a mirarlo a sus pupilas de viento furioso.
De vuelta a la realidad, Dami y Darli lo cogieron de la mano casi a la vez, sonrientes en la
ciudad derruida.
–¿Qué pasa?
Aún hablaban mal esos prófugos del silencio, arrastrando las palabras, acabando de
forma demasiado abrupta, pero aprendían. Cada día sacaban más y mejor a CK de su
mutismo, de su amor enfermizo por la ausencia.
Los acarició y sintieron, todos, burbujas de afecto en la boca del estómago.
Nunca podría redimirse, pero lo intentaría hasta el último aliento.
El antiguo barrio de los druidas era un bosque de árboles quemados, raquíticos, patéticos
palitos de ceniza crujiente.
Dozo avanzaba con cautela hacia el núcleo.
Una depresión en el terreno, escaleras al sótano. Humedad, hongos. Dozo bajó.
Champiñones como puños, setas de colores apagados, árboles vivos bajo la tierra
quemada. Oscuridad insinuante.
Los troncos eran gruesos, oscuros. Sus arrugas parecían rostros. La naturaleza bajo el
caos. Los brotes bajo el cemento. Los dioses hibernando.
Invocó al rayo y alumbró en su mano un momento. Se descontroló y voló directo a la
tierra.
Las ramas cerraron la entrada. Nada, sólo un negro agobiante que lo sobaba y lo
arrastraba. Dozo creó luz con sus dedos, apático. Lo vio entonces.
No eran arrugas en los troncos. Eran caras. Una cara repetida cien veces en el sótano
húmedo de barro y musgo.
Abrieron los ojos, todas a la vez. Rieron, todas a la vez.
De una pared lejana se desprendió el cuerpo con un crujido terrible y aquel olor dulzón a
esporas. Caminó, sus pies eran madera vieja.
Llevaba una capa de fresca hierba verde, su barba eran setas y su cabello salvaje. Era
pálido y de ojos extraños con decenas de perturbadoras pupilas diminutas.
Dozo estaba en su colmena.
Con la lucecita pudo ver un par de cadáveres siendo devorados por la vegetación, poco a
poco. La descomposición como arte.
Intentó invocar, de nuevo, al rayo, pero la tierra lo reclamó.
–Hay demasiada humedad, ¿no, amigo?–la voz era harinosa, se resquebrajaba y se
recomponía–No puedes usar eso aquí.
Se acercó a un Dozo calmado apoyándose en el bastón hecho de pequeñas ramitas
caídas.
–Rugir Balar–se presentó el hombre–. Último druida de Ergo. Odio esas palabras, último,
Ergo. Uso mucho ‘último’, o lo usaría si hablara. Me cansa. Ergo es vacía desde que la
pronuncias, no me extraña que la ciudad haya salido rana.
Hablando de ranas, un sapo saltó en el suelo, inesperado y de sonidos primitivos. Rugir
Balar lo capturó con un látigo hecho de manzanilla y le arrancó la cabeza de un mordisco.
Masticó.
–¿Así que tú eres el que ha montado este lío, hum?–lo juzgó–Y es callado, además,
amigo. No gran cosa. Magos del rayo y las tormentas, claro que sí, amigo. Bah,
presumidos. Cometió un error al venir aquí, si me preguntas a mí–parecía hablarle a uno
de los cadáveres, al de los ojos blancos como un pez muerto–. Ahora no saldrá. ¿Caerá
esa corona cuando mueras?
–No–Dozo habló con firmeza, curioso, y estimuló al anciano a continuar. Estaba quieto en
medio de aquella habitación pequeña a tres metros bajo la ciudad, ese ataúd para los
olvidados.
–Es magia interesante. Hecha de colas cortadas y grandes hojas pustulosas. Es
asquerosa, atractiva. Me pregunto cómo habrás aprendido. En fin, no lo dirás. Pero ahora
te tengo aquí. Te trataremos como a aquellos amigos.
Los cadáveres, quietos, saludaron a Dozo con sus sonrisas calcáreas.
–Cuéntanos cosas y vivirás más. Estoy solo aquí–Rugir Balar se sentó en el suelo,
manchando la capa de hierba con la tierra. Las cien pupilas brillaban y se movían a un
tiempo en sincronía pavorosa.
Dozo caminó poco, revisando el cuarto. Decidió cumplirle el gusto.
–El tiempo apremia. Todo se precipita–habló. La voz ronca no estaba acostumbrada, las
palabras surgían sin demasiado sentido–. He llegado demasiado lejos y ahora sólo puedo
avanzar.
–Notamos la tormenta–dijo el druida demente–. El fuego. La notamos revolviéndose en el
útero de Ergo como un huevo sagrado. ¿Eres tú, también?
–Hay una segunda ciudad debajo de esta. Allí hay magas, poderosas. Son una molestia.
–Sí, ssssí. Las vemos debajo. Cada vez son mayores. La segunda ciudad ya florece más
que la primera.
–Tienen bien protegidos sus sueños y sus cuerpos, pero encontraré la manera.
Hablaba, necesitaba hablar, descubrió. Se sentía bien comunicando, incluso con aquel
perturbado. Quizá alguien más. No lo había considerado en serio hasta ese momento,
pero acarició el pensamiento. Alguien. Más.
Una liana empezó a enrollarse en el pie de Dozo, serpiente sin alma, como una idea
retorcida.
–No la harás, nunca jamás. Vseslav el lobo lo advirtió cuando escribió sobre troncos
negros, amigos todos, arriesga lo menos posible y asesta los golpes en el estómago de la
bestia–gruñó y las miles de caras gruñeron con él.
Dozo se había detenido. Tenía una solución, esquiva y dulce.
–No importa que no los mate a todos–su verdad se alteraba mientras hablaba, ese era el
valor de la palabra libre de la prisión mental–. Será suficiente después del Samaín.
–No destruirás a nadie más, amigo. El mas alto honor es pudrirte entre plantas.
Alimentándolas vuelves a ser uno con ellas, polvo que vuelve a lo verde, el ciclo que se
completa y empieza otra vez.
Las caras asintieron con diferentes muecas. Elaboradas ilusiones de vida, repeticiones,
ecos del druida.
Dozo miró a aquellos ojos de insecto y decidió que ya bastaba.
Chasqueó sus dedos para crear la chispa y una ola de fuego se extendió en todas
direcciones, consumiendo primero a sus plantas, luego a sus amigos y sólo al final al
druida.
En agradecimiento dejó la liana de su pierna viva en el suelo entre la destrucción verde y
gris.

Cos cantaba cansado con voz clara y dulce en la segunda ciudad.


Sal, la maga calva vestida con pelo suave, fumaba cigarrillos hechos de hierbas
machacadas y papeles encontrados entre la destrucción mientras lo mantenía boca abajo
sobre el techo de la caverna. Aquel hechizo cinético no era sencillo, pero sólo sus
gruñidos delataban el esfuerzo.
!
! He visto payasos locos en el fin del mundo
! haciendo malabares con cabezas cortadas.
! Diamantes negros y demonios blancos,
! instrumentos que suenan solitarios.
! He nacido en Bohemia y no he conocido padre.!
! Mi madre era una puta de ojos claros.
! Llevo joyas y prodigios, llevo malas tierras
! escondidas en un bolsillo.
! Llevo mil nanas terribles que nunca me cantaron.

Poc, desde la plaza, pintaba con enormes brochas aquella imagen en el suelo. No dijo
una palabra. Los habitantes de la segunda ciudad se arremolinaban alrededor y lo
contemplaban.
Volvían a brillar las baldosas amarillas del cielo cavernoso como un camino al revés lejos
de la miseria.
Cos, remangado y sudoroso, limpiaba pegado al techo.
Jamás habían visto un espectáculo así.
Bello, profundo, aguamarina. La clase de momento que cimienta comunidades y define
fronteras.

! Estamos de camino al fin del mundo


! haciendo malabares con las almas.
! Kush y café en el oasis del desierto,
! la música de la noche y la arena.
! Elohim era un cuento de hadas y faunos.
! Mi dios es el miedo irreductible.
! Llevo joyas y prodigios, llevo malas tierras
! escondidas en un bolsillo
! Llevo mil nanas terribles que nunca me cantarán.

Barranco contemplaba desde su balcón cómo terminaba el día. La voz de Cos era
verdaderamente hermosa y a veces no hace falta más.
Tropezó allá en el techo y rió. La ciudad que lo contemplaba rió con él.
Barranco quería creer en aquella gente. Un fiero salto de fe a un vacío seguro, sí, pero así
era la pequeña mandarina con sus ilusiones. Necesitaba pensar que Ergo no se repetiría,
que las semillas negras que los últimos tiempos habían plantado se marchitarían y
nacerían selvas de colores y formas inauditas donde sólo quedó desesperanza. Barranco
quería creer en aquella gente rota.
Pronto debería avisar a Zafiro y poner en marcha la maquinaria que conduciría a la
destrucción, a la salvación o quizá a nada. La brújula, los dientes del espectro, los túneles
a los que nadie osaba entrar. Todo el mal del sótano de la última ciudad.
Pero aún estaba la canción y estaba aquel lugar de barro azulado iluminado por velas
felices.
!
! Soy cojines aplastados de habitaciones de niños.
! Bohemia es ahora un cuento de viejas,
! el país de los áticos y los deseos,
! de las luces anaranjadas, de los brillos traviesos.
! El país de las hadas y de aquellos faunos.
! Llevo joyas, llevo prodigios, llevo mil malas tierras salvadas en un bolsillo.
! Eran malas tierras, pero eran mías, y quiero
! las mil nanas terribles y quiero las joyas y los prodigios.
! Amo esas malas tierras.

Oyó un ruido amortiguado detrás y se volvió preparada para cualquier cosa.


Tres figuras encapuchadas la observaban desde la puerta recién cerrada de su despacho.
Una de ellas se reveló y Barranco vio los bigotes y el morro y los ojos felinos y supo quién
era; su reputación le precedía. El Gato, pesadilla de Ergo, espeluznante emperador
enigmático de la casa de las mil voces. Le quedaban pocas fuentes fiables en la ciudad
de arriba, pero todas coincidían en que las calles albergaban un nuevo terror y todas
sabían su nombre arrancado de labios de los moribundos.
Le sonrió si era posible que aquella mueca terrible fuera una sonrisa.
–Tenemos asuntos que tratar–indicó el endriago.
La líder dio la espalda al aplauso tímido que la ciudad le dedicaba a Cos en su castigo y
cerró los ventanales del balcón. A una orden silenciosa un enorme trono de arenisca y
ónix se formó y ella se acomodó en él. Era un aviso, una prueba de su capacidad. Los
miró grave y recordó, se forzó a recordar pues es difícil a veces, que todos merecen ser
escuchados, sobre todo los prodigios.
‘La justicia sólo es de verdad cuando es dura’, pensó.
–Vosotros habéis venido. Hablad.
El Gato, triunfal, se relamió los labios finos de animal salvaje y se dijo que estaba a un
paso de poder huir de aquellas malas tierras y que todo el veneno que llevaba quizá se
quedaría en ellas.
Quizá un día todo aquello sería un sueño, y nada más.

El niño rodeaba con aire curioso al perro.


Le rascó las orejas llenas de sarna y costra.
Arañó con la mirada la superficie de sus ojos legañosos.
Lo alimentó con galletas resesas.
Estaba solo en la calle oscura. Dos golems pequeños, pájaros de barro que avanzaban
dando pasitos por el suelo, lo cubrían. Cascotes y sangre seca. Humo y quietud en la
calzada pequeña, altos edificios locos a cada lado. Cualquier otro tendría miedo de ser
aplastado, pero él estaba cómodo. El chisporroteo de la corona llenaba el aire.
–Vamos, vamos–decía con voz jubilosa–. Quiero jugar.
El chucho, alegre, saltó y dio vueltas a su alrededor. Carcajadas cristalinas. Había salido
aburrido a dar un paseo nocturno, mucho mejor que ver a Saga pudrirse en un trono sin
futuro.
Subió la mano izquierda y con la otra cogió una piedra larga. Chasqueó los dedos y el
perro miró hacia arriba.
Se agachó con gozo.
Le vino una sensación, un olor lejano a huevos podridos.
Le destrozó los ojos de dos golpes certeros y sin dejar la sonrisa. La sangre manchó sus
dedos.
El perro gemía pero no huía. No comprendía.
Cripi se alimentó de su confusión y lo abrazó y le susurró palabras hermosas en tonos
que evocaban suavidad y deslizamientos tranquilos sobre un río turquesa.
Con la misma mano le agarró la cola y se la rompió de un giro doloroso.
Intentó morder y el niño se apartó, dejándolo ciego y desorientado en la calle. Gritó en su
oreja, se rió, y el eco destrozó aún más al animal.
Lo dejó marcharse a todo correr con crueldad rutinaria.
Limpió sus manos en el suelo malévolo de Ergo, uno con la ciudad, contaminándose
ambos de la esencia del otro. En el fondo pensaba que él era la ciudad, que el resto de
seres humanos eran parásitos o instrumentos para él y que todo se regía por un
mecanismo desconocido del que era la pieza central y la razón de ser.
¿Qué otra explicación podía encontrar al escenario ideal de milagrosa maravilla que era
Ergo?
Se irguió y sólo entonces vio a Dozo, una sombra entre sombras, figura tenebrosa
sonriente al final de la calle aplastada malvada.
–Vaya, Dozo de Aritania–había hecho los deberes. No lo temía–. ¿Qué puedes querer del
pobre y triste yo?
Claro que antes de que se acercara, Cripi, el niño, pensó en cinco formas de mutilarlo y
manipularlo para que lo creyera su amigo o un pequeño perdido o un salvador mientras lo
desollaba.
Vio su caminar e intuyó su lógica y los senderos virados que recorría y supo lo que le iba
a pedir.
Y le diría un sí grande como los espacios oscuros de Ergo, e igual de pavoroso.
5
LA LEYENDA DE ASTRACÁN EL IMPOSIBLE

Sabemos que se llamaba Astracán.


Sabemos que antes de la guerra, hace tanto tiempo que apenas se guarda memoria,
venció al tirano Tinieblas.
Sabemos que alguien dijo que jamás podría hacerlo y por eso le llamamos el Imposible.
Sabemos que no era un héroe.
Esto es todo lo que sabemos.
Cantaron sus hazañas. Se grabaron. Se parodiaron. Se escribieron en las arenas
movedizas de Inderia, hogar de los zorros historiadores. Se pintaron con luz eterna en los
palacios-museo de Min. Se reprodujo en mil ocasiones su imagen, distinta cada vez.
Llevándole la contraria a los otros héroes bellos y fuertes aparecía siempre feo y siempre
inesperado, como declarando que la perfección era aburrida.
Frente al barbudo y musculado Mucama, que destrozó a la serpiente de roca y metal que
acosaba las islas verdes de Bohemia, recordaba Astracán a un anciano bajito que apenas
alzaba un palmo del suelo.
Frente a la salvaje Dalila, un remolino moreno de magia y valor joven, campeona de la
armada de águilas ardientes, era Astracán deforme y casi sombrío.
Frente a los quince hechiceros firmes y sabios de Al-Simir, descubridores de las puertas
de la magia, Astracán era un malabarista jocoso y sucio, mofa y befa de todos los
elegidos.
Pasaron los héroes pero el multiforme Astracán permaneció como un mito vertebrador. Ni
la guerra lo pudo borrar. Durante generaciones fue símbolo y patrón de los personajes
secundarios, de los que no querían ni podían ser héroes pero que tenían la capacidad de
cambiar el rumbo del cuento. Dio propósito a todos sin distinción, porque todos tenían un
papel que cumplir.
Su historia no sobrevivió con él. Se perdió en los seis lagos del tiempo pasado y pronto
había tantas versiones que ya nadie sabía cuál era la verdadera. ¿Portaba una espada
mágica o una lanza helada? ¿Era ilusionista o carpintero? ¿Murió en la batalla o mucho
después, en paz?
Cada uno contaba como sentía, no podían evitarlo.
Les susurraban a los niños cuando ya dormían:
‘Astracán partió a derrotar a Tinieblas porque su pequeño había caído enfermo y sólo el
colgante mágico del tirano podía salvarlo...’
Les susurraban a sus hombres, a sus mujeres:
‘Astracán debía derrotar a Tinieblas porque habían profetizado que sólo así encontraría su
verdadero amor...’

Yu Chi Hao había escuchado la historia de Astracán en Netam, su Netam, más allá del
mar de Espinas.
Esa noche en la que tanto se podría haber evitado lanzaba pescado congelado a la
oscuridad. Se oía un crujir seco de dientes mastodónticos. Hablaba en su idioma natal y
casi cantaba trabalenguas hechos de cielo.
Hay algo en la primera lengua que escuchamos. Puede que sea el hogar, seguro que es
un refugio. Yu la sentía hecha de pequeñas colinas redondas y estaciones de lluvia junto
al fuego, de olor a flautas de madera y del color de bambúes perfectos cortando el sol.
Le decía a la sombra de su sótano que era bella, que era perfecta, que era un portento.
Fíjate, le contó muchas historias, pero nunca la de Astracán.
Para él había sido un niño pequeño de boca torcida y tres jorobas que conocía los
secretos del bosque de los Presagios. Tinieblas gobernaba con mano de hierro y la fronda
moría. En reunión urgente todos los animales hablaron. Panteras, chimpancés y pandas,
claro, pero también bogalotes e infútidos, unicornios y nebleros.
Y se decidió que el bosque plantaría cara a la destrucción.
Astracán dormía solo entre las ramas cuando se despertó de un sueño suave sonriendo.
Ante él un cuélebre, inmensa serpiente de mirada bondadosa y escamas brillantes que lo
llevó a lo profundo de la espesura sobre su lomo. Silbaba una melodía salvaje.
Los animales lo esperaban y le hablaron, el bosque y los árboles le hablaron, el cielo y la
tierra le hablaron, los ríos le hablaron, los susurros que nadie oye le hablaron. Y Astracán,
el horrendo niño solitario, escuchó.
No necesitaría armas.
No opondría resistencia.
Sería el árbol que resiste y sus raíces. Sería la cuenca del río blanco. Sería el Imposible.
Le prometieron victoria sobre Tinieblas y le regalaron la concha fósil de un cangrejo de
río. Gustaba de escuchar en su interior el mar; era la primera vez que intuía las
profundidades tranquilas, oscuras, vivas. Y él no lo supo hasta más tarde, cuando ya su
aventura hubo concluido, pero en la concha sólo podía escucharse lo que se llevaba
dentro. Sólo agua corriendo y trinos del bosquejo tenía Astracán, y le sobraban.
Caminó entonces fuera del bosque a la tierra yerma de Tinieblas. Allí se presentó en su
castillo y, sin guardia ni armas, se dejó arrastrar ante el amo.
‘Vengo del bosque de los Presagios’, dijo.
‘¿Qué sucede en aquellos cuatro pinos?’, contestó el tirano. ‘¿Serán diligentes y, por una
vez, volverán a la tierra sin que yo tenga que exterminarlos?’.
‘Vengo del bosque de los Presagios’, repitió. ‘Traigo un regalo’.
Le dio sin más la concha y lo invitó a escuchar en ella, sin malicia, pues ningún mal le
deseaba tampoco al mismo Tinieblas. Quiso regalarle lo que él escuchaba, la calma y el
bosque.
El severo tirano se arrancó el casco de acero y se la llevó a la oreja.
Pasaron siete segundos.
Palideció siete tonos.
Retrocedió siete pasos.
Al poderoso mandamás le temblaba la barbilla de horror.
Ese mismo día, sin lucha, Tinieblas cayó. Desapareció de su fortaleza y con él sus
generales. En unos pocos años sólo era un cuento, una tierra a reconstruir y malos
sueños.
En cuanto a Astracán, volvió al bosque y, en armonía con todo lo que allí habitaba,
continuó existiendo hasta que ya no existió más.
Eso le habían contado a Yu y esa historia llevaba en el alma grabada.
Nunca habría podido aniquilar a sus animales. Jamás. No podía llevarlos al exterior y no
parecía que pudiera en un futuro cercano, así que los liberó. Dejó a las moscas poliformes
en un callejón oscuro, llevó a las alcantarillas a las crías de caimán negro, permitió que
las aves coriáceas, casi muñecas de trapo, volaran con sus aleteares disonantes sobre la
floresta Umbría. Y buscó un lugar para cada cosa porque cada cosa tenía su lugar.
Sabía que era un riesgo dejarlas ir, pero también sabía que estaban vivas y que habitaban
un ciclo justo que no debía estar a merced del hombre, y que poco daño más podía
hacerse.
Sólo lo acompañaba un animal ahora, uno lo suficientemente peligroso como para
necesitar mantenerlo controlado.
–Alfard.
De entre las sombras surgió una hidra de cuatro cabezas tan grande como Yu. La criatura
reptiliana había crecido desde que Laura la viera nacer. Bajo largos cuellos verdosos un
cuerpo musculado pisaba con firmeza el suelo quebradizo. Grandes púas lanceoladas.
Las escamas mate parecían una armadura. Su nido de paja y huesos de perro estaba en
una esquina: son animales solitarios que prefieren la humedad. Cada una de las testas
tenía orejas palmeadas, ojos pequeños amarillos, dientes afiladísimos y una lengua
estrecha, rizada y viscosa. Alfard se dejó acariciar por el afable Yu y, repartiéndose el
pescado, las cuatro cabezas volvieron a la esquina dejando intuir la chata cola
puntiaguda.
Pops, que todo este tiempo había permanecido en la entrada del sótano con una media
sonrisa, pensó en la orden que Barranco le había dado. Se rascó la cabeza cada vez más
calva.
‘Revela la ciudad a quien la merezca’.
No había tardado una semana en darle a Laura el camino a seguir. Era consciente de que
Yu ya lo sabía todo, pero merecía oírlo una vez más de sus labios.
–Yu–llamó–. Seguro que quieres escuchar lo que te voy a contar, y si no, lo oirás igual,
que para eso te aguanto.
Y Yu Chi Hao, a quien nada se le escapaba, se volvió hacia su negro amigo con gran
regocijo y dejó que se explicase. Alfard, vigilante, casi parecía feliz viéndolos charlar con
su lengua bífida de reptil ridículo, fantástico, imposible.

El Gato había conocido a Astracán en otra vida.


Era honesto, su Astracán. El único ser que no mentía en Inderia, noble de intachable
honor y feroz reputación que no pudo menos que alzarse en armas contra Tinieblas en
cuanto este surgió.
Luchó contra él en mil escenarios, una y otra vez, solo o acompañado de su ejército, a
lanza o a pistola. Siempre empataban y siempre volvían a encontrarse.
Cansado de su rifirrafe, y sabiendo que era el único que se interponía entre él y la
dominación total, Tinieblas le azuzó a la quimera de Dorea. Para ello, en mitad de la
noche más oscura del año subió a la más alta montaña y pronunció al revés el nombre de
Astracán mientras ofrecía su odio a la tierra helada.
–Ve en los resquicios del viento, sobre los puentes quemados, entre las banderas rotas.
Destruye a Astracán.
Y en el silencio de la noche descuartizaron al noble.
Pasaron dos años con sus noches angustiosas y sus espantosos días.
La tierra estaba vacía y dominada y Astracán volvió, sólo que ya no era él.
Lleno de cicatrices, sin pelo y con ojos negros como botones iba de pueblo en pueblo
arengando a sus habitantes contra el tirano Tinieblas. Le hicieron caso a pesar de su
aspecto inhumano, a pesar de las dudas, a pesar de llamarlo Imposible, y cargaron en
bloque contra la fortaleza.
Ah, pero Astracán había cambiado. Había mentido.
Les prometió gloria, les prometió un reino libre, les aseguró que por eso había vuelto.
No, no había vuelto por eso.
La ira lo había traído.
Mientras morían a centenares se coló por una entrada secreta que sonsacó de los
sirvientes y llegó hasta el cuarto de Tinieblas. En el balcón mismo se batieron y, en un
descuido de Astracán, el tirano le clavó en el pecho un candelabro.
Se abrieron las cicatrices. Debajo sólo había gusanos y huesos carcomidos.
Agarrándolo con su último esfuerzo Astracán se lanzó con él desde las alturas del palacio,
y sus cuerpos se encontraron tan firmemente aferrados el uno al otro, tan viciosamente
paralizados en un gesto final de odio, que hubieron de enterrarlos juntos.
Apenas recordaba quién se lo había contado, la memoria le devolvía nada más que una
tarde de sol y frescura. Quizá suficiente.
–Soy un villano, nunca lo he negado. Lo digo orgulloso.
Nora y Glen permanecían en la puerta, con los tentáculos de su magia centrados en
comprobar que nadie espiaba la conversación del Gato. Los restos de hechicería cansada
del linaje de los lectores habían florecido en ellos, y, aunque nada tenían que ver con los
antiguos oscuros personajes que de una mirada podían conocer todos los secretos de
cualquiera, algo permanecía. Algo siempre permanecía.
Barranco, en el trono amenazador de arena, escuchaba al Gato.
–¿Qué pretendes que haga?–respiró hondo–Eres peligroso. Sería una irresponsabilidad
dejarte vivir aquí.
–No, no quiero ayuda. Ofrezco ayuda. A cambio, quiero que me dejes salir.
–¿Y qué querría yo de ti?
–Sé lo que se esconde en los pasillos a los que nadie entra.
Nora y Glen sonrieron un poquito. Barranco no varió el gesto.
–No vamos a jugar, Barranco–el Gato, serio, paseaba despacio en la habitación roja. Casi
nervioso–. Tú necesitas la brújula del eclipse y los dientes del espectro y yo sé cómo
conseguirlos. No intentes mentirme.
–Ve–para su sorpresa, la mujer movió la mano en un gesto expeditivo–. Ve entonces.
Tráemelos y saldrás de aquí.
Los lectores cayeron como fardos de pronto. Bluf, bluf. El Gato ni se inmutó.
Barranco se levantó y se acercó a aquel ser a medias sin miedo. Lo midió mientras
hablaba.
–No soy una novata, Gato. Cualquier mago sabe cómo anular a un mal lector. Cualquiera
sabe cómo dejarle ver sólo lo que se le antoje–una calmada demostración de control con
el mismo gesto severo tras las arrugas tensas. La roca inamovible–. Ya no estás en Ergo,
recuérdalo bien.
Mandarina y mándala, lo observó. No quería admitirlo pero necesitaba ayuda. Si tantas
ganas tenía de hacer el trabajo de Laura y Rex, tanto mejor, ya habría tiempo para
aclararlo todo más tarde.
Desde ese momento, estaba en marcha.
El Gato le sostuvo la mirada con altivez, el paria orgulloso, el monstruo bajo la cama al
servicio de los desesperados.
–Supongo que ya sabes qué hay en lo profundo.
–Sí.
–Entonces te deseo suerte. No deberías tardar más de tres días en ir y volver, si vuelves.
–Conozco los pasadizos.
–¿Quieres que cuide de tus amigos?
–No es necesario–el tono cuidadoso, la cólera contenida, la tristeza en el fondo, todo–.
Esperaré a que se despierten e iremos juntos.
Barranco asintió y el Gato cargó con facilidad con los dos cuerpos inertes y se marchó de
la habitación preparado, ansioso incluso. Pensó que, bajo las pupilas verticales y los
bigotes, parecía joven. ¿Qué era?
No se engañó. No confiaba en él de la misma manera en la que confió en Laura o en Cos
la primera vez que los vio. Aquel gato era noches sin luna en el bosque ensangrentado y
cucarachas en casas abandonadas, era la cólera y era la desdicha. Tenía algo del miedo
sin nombre que mora en las pesadillas. Pero como líder debía tomar la decisión más
eficiente para la segunda ciudad, debía aprovechar cada oportunidad de romper la
corona. Y no lo dudó, no hubo un problema moral ni un debate interno, no importaron los
rumores de niños asesinados ni su ira ni el tufo a muerte. Desde que lo ofreció lo tuvo
claro: el Gato ayudaría a la ciudad bajo Ergo.
Escribió en una hoja de papel unas palabras para Laura, las rompió y dejó los restos
sobre su mesa. Estaba nerviosa. Estaba feliz. Estaba melancólica.
Salió del palacio antiguo que había considerado su hogar pensando en la manera menos
dolorosa de pedirle a sus protegidos, a sus amigos, que se dispusieran a dejarlo todo.

El Astracán de Vera recibió la espada en sus sueños, como deseos materializados.


Toda su vida la había pasado ante el océano en Genoda, frente a la costa indírica,
construyendo redes. Miraba al mar repleto, ola arriba, ola abajo. Pececillos grises y duros
como el frío. Bloques de hielo. Misterios bajo el rugido.
Adoraba al sol–siempre lo mencionaban en la historia–, a ese sol agradecido entre las
nubes de colores acerados aguantando entre la neblina. Sus rayos que se dibujaban en el
vapor y en la superficie brillante.
Dicen que fue el sol quien le regaló los sueños.
Astracán lo mencionó mucho después, cuando ya había vencido y reconstruía él mismo el
terreno castigado por Tinieblas.
–Oí su voz en sueños. Era ubicua, esquelética, magnética, eufórica, ¡fantasmagórica,
fabulosa, alucinante, explosiva! Me dijo que al otro lado del océano había un hombre que
sufría. Y me dijo cómo sacarlo de su dolor.
Cuando despertó tenía una espada en la mano que más parecía un rayo que acero y una
barca lo esperaba en el mar tranquilo.
Se dejó ir porque no sabía adónde iba. Un día y una noche después encalló. Se hundió
en el agua y descendió a lo más profundo.
Las olas llenaban su cara de arena cuando Tinieblas lo despertó.
El tirano paseaba todas las mañanas por la playa. Lo que había empezado como un acto
curioso se había convertido en obsesión; en aquella parte del mundo la costa era verde y
frondosa, llena de acantilados y lugares que no estaban hechos para el hombre, sino para
los enormes albatros de cuatro colas, los delfines ciempiés, las cucarachas de relojería.
Tinieblas acudía allí para sentirse pequeño.
Astracán supo que era a él a quien buscaba y le entregó la espada del sol.
Y Tinieblas, quizá por saber qué sucedería quizá con verdadero afán suicida, se cortó la
muñeca con cuidado.
Obtuvo, si sirve de consuelo, la respuesta que buscaba: sí era pequeño. Ni las joyas ni las
fortalezas ni el poder podían disimularlo, sólo era un estuche de carne, una pieza más. Y
él, que ansiaba ser omnipotente y la voz que mueve universos y el puño que aplasta
dioses, murió una muerte rabiosa.
No hubo nadie que le llorara más que el ingenuo Astracán. Le oyeron decir mientras lo
felicitaban por acabar con Tinieblas que no era un héroe sino un villano, y le llamaron
Imposible. Dedicó lo que le quedaba de vida a restaurar a un pueblo dominado.
Vera deseaba más que nada que el sol le enviara un sueño. Un camino. Sentirse
protegida y libre para explorar de nuevo, volver a la infancia, a la fe, a lo que fuera. Le
dolían los ojos. Le dolían los ojos de ver a través de aquel velo de dolor.
La Errante la había traído ante la tienda de Don en el ajado mercado cerca de la calle
Mayor.
Antiguallas y rarezas, rezaba el letrero carcomido.
Y también:
Piensa cosas bonitas.
Era de noche, y no había nada bonito en lo que pensar.
Vera, veraz vapuleada Vera, entró en aquel lugar construido en los restos de uno de los
antiguos rascacielos que dominaron Ergo tanto tiempo atrás indiferente, con esa frialdad
triste que helaba el corazón.
Oh, pero sintió rabia como mil flechas erradas cuando lo vio en aquel lugar lleno de
objetos del pasado, muchos hechizados, todos ominosos. La tienducha era pequeña y
estaba coloreada de cobre y marrón, con luces mínimas de velas consumidas y peligro
supurando de cada estantería.
Don había salido de un recuerdo; estaba igual. El mismo aspecto de rama quebrada, el
pelo rubio grasiento, los ojos saltarines. El miedo que le inspiraba. La atracción que le
inspiraba. En la parte derecha, sus labios parecían continuar hasta el nacimiento de la
oreja; era una cicatriz terrible, una media sonrisa que ella misma había pintado.
No, ella no.
La antigua Vera le había perdonado la vida mucho tiempo atrás. Muchos corazones atrás.
Él dejó de mirarla desde el momento en el que entró.
–¿Qué tal en el infierno?–dijo Don desangelado.
Vera no contestó. Sólo temblaba de cólera. Sus ojos se empañaron como los remolinos
que eran.
–Ya que no preguntas, te contestaré yo. Lleno de muertos.
Se apoyó en el mostrador y, lentamente, se lamió la cicatriz. Rió.
Su camisa estaba manchada de sangre vieja y Vera pensó que podía ser la de su padre.
Sintió arcadas.
–Muchos objetos extraños, y distracciones–continuó–. Ahora hay coronas eléctricas que
te atrapan y todo el mundo parece empeñado en morir, pero yo no.
Vera no se movió. Sólo apretó los puños.
–Esto es más tenso que un enterrador en un parto.
Le cayó una lágrima mejilla abajo que luchaba por llegar a su hombro.
–Oh, vamos, no llores ahora–se rascó la cabeza compasivamente y golpeó la mesa,
enfurecido de pronto–. Estás aquí. Sabes lo que he hecho. ¿Has decidido que quieres
jugar?
–Sí–de tan bajito que lo dijo apenas lo oyó–. Voy a jugar, Don, y tú tienes que morir.
–Lástima. Tanto por vivir, tanto por hacer. Última oportunidad en la última ciudad en la
última chispa de piedad que tendré, Vera-Verita-Vera. Date la vuelta o volvamos a los
saxofones y a las alturas, decide tú.
Recordó a Pablo. Y la brutalidad. Y la sangre. Y los saxofones, miles de escalas salteadas
azules. Y la vieja Laura indómita. Y las alturas. Y la viga. Y el padre achacoso. Y el alivio.
Recordó con un nudo en la garganta el alivio y pensó que quizá jamás lo hubiera
descubierto si Don no lo hubiese matado.
Se puso en guardia con su fuerza sobrehumana, retazos de una magia remota.
Ni siquiera encontró palabras antes de cargar contra él.

Pensó que Vincel no es nombre de malvado como Astracán no es nombre de héroe.


¿Y Niv, nívea Niv? ¿De qué es nombre Niv?
Cualquiera, por sus cabellos blancos y su fuerza interior, la habría comparado con un
cristal de hielo. Las damas de la casa roja habían dicho desde el primer momento que era
un pequeño tomate.
Muchísimas lunas tristes antes de eso, bajo un cielo de mentira, Madre le había contado
la historia de Astracán como un secreto.
Astracán era Astracana y era hija de Tinieblas.
De pequeña los rebeldes del imperio indírico habían introducido dos rizos de león alado
de río en su cuna. Habían prendido y la habitación se había derrumbado con la fenomenal
explosión, pero ella no. Ella aún reía en la mecedora de madera clara.
Fue el milagro más grande para Tinieblas, que lo tomó como una señal divina y aplastó al
fin a todos los insurgentes desde su fortaleza de acero con la fuerza de un ejército
convencido de que su tirano era un dios.
Mucho más tarde, cuando creció, le partió a su padre el corazón.
Y Padre la destierra a la tierra húmeda de los pantanos subterráneos, hogar de los
peligrosos elefantes anfibios y de todas las historias sobre ranas que hayan existido.
Padre la llama de nuevo.
Vuelve, mi pequeña alondra, mi espíritu perverso.
Y ella vuelve, pero ha tenido tiempo para pensar entre el musgo y las plantas irrepetibles
y los caimanes.
Lo saluda. Lo besa. La llaman Imposible porque ha sobrevivido a la ira de Tinieblas.
Lo apuñaló esa misma noche, la rabia y el encierro, y al día siguiente se proclamó reina.
Fue mucho más justa que su padre, pero eso no evitó que uno de sus amantes la
estrangulara mientras dormía actuando en nombre de todos aquellos que habían
resurgido de las cenizas. Y aún así la fiera Astracana se llevó con ella a su asesino con la
sola ayuda de su voluntad de hierro.
Vincel la había llamado a su tienda y Niv estaba convencida de que ese día era el último.
Caminó en el campamento sintiendo cada paso.
La tierra húmeda bajo sus botas viejas.
Los sonidos del bosque arrullándola, ramas y hogueras.
El anochecer melancólico y sus colores.
Olía a cruces. Olía a laberintos y a pinos destrozados. A sangre.
La primera vez que los vio, a Lid, a Lum, a Cif, todos le habían dicho que su vida
empezaba entonces, que debían alzarse contra Saga, vencerlo, y la corona de
relámpagos caería y podrían marcharse a un lugar mejor, y ahora estaban todos muertos.
Goro vivía. Ella vivía. Otra veintena de compañeros y compañeras vivían. Vincel vivía
también.
Vincel.
La primera vez que se vieron, ella llorosa y sucia y él sonriente y ligero, fue a los pies de
las ruinas de la casa roja.
Después de la rapiña y las violaciones y el mundo que se derrumbaba y la habitación en
llamas y ella en un armario viéndolo todo llorando lágrimas blancas como sus cabellos,
inocente entre las inocentes, oh, cómo yacían Gertru y Mod mirando a ninguna parte bajo
las mesas rotas, cadáveres y astillas y aún así seguían riendo y riendo y aquel hombre de
la sonrisa a medias entre las sombras que provocaban las llamas y esos recuerdos que
entierras porque no podrías soportar que caminasen bajo la luz.
No pensó en escapar porque sentía–entonces lo supo–la voz del bosque, la voz de
Vincel, su presencia, qué más daba, por todas partes como barniz mal esparcido.
Llamándola.
Ven, Niv. Te daré respuestas.
Ven, ven, ven, ven, ven...
Lo odiaba pero sentía la necesidad acuciante de ir a donde él estaba, de quedarse y
mirarlo hasta que el tiempo se combara a su alrededor y los siglos pasaran y el mundo se
acabase y todo lo que permaneciera fueran ellos dos y ella atenta a cada movimiento
suyo como si fuese el único alimento que necesitara. Odiaba sentirse utilizada y sabia que
era un sortilegio, pero no pudo anularlo y tal vez no quería.
Entró a la tienda de Vincel y lo encontró a oscuras sobre un tocón, de espaldas, con los
brazos extendidos y las manos abiertas. El fardo alargado que siempre llevaba reposaba
a sus pies. Cuando cruzó el umbral la voz húmeda en su oído se desvaneció y pudo
volver a pensar con claridad.
Humillada, se acurrucó contra una esquina.
–Ved el hogar perdido de los hombres–susurró Vincel del Fresno–. Ved la postrera hora
de su tormento. Ved los viejos reinos. Ved el estudio de la caída.
Se giró hacia Niv y la miró con ojos serios.
–Lo dijo David Sin Sombra, el poeta, justo antes de que cayera el Fulgor. Estaba dentro.
Eres la única persona que ha oído esos versos perdidos. Aparte de mí, claro.
Niv conjuró todo su valor.
–¿Me has traído aquí para recitarme poesía? Eres un galán.
–No–respondió Vincel abriendo los ojos–. Te he traído aquí para que comprendas por qué
deberías estarme agradecida.
–¿Agradecida?
–Al fin y al cabo te he salvado la vida, ¿verdad?–repuso, volviéndose–Sigo siendo el
mismo Vincel que conociste. No he cambiado en nada.
Y Niv pensó que era verdad.
Menos en la sensación.
‘Porque antes olías a ligereza y a calma y ahora hiedes a despreciable gravedad, a
profundidad molesta, a aristas y a secretos...’
–El mismo, ya. Vincel me diría qué estaba haciendo ahora mismo, a oscuras con las
manos...
–Estaba viendo el futuro, Niv.
–¿Perdona?
Vincel se inclinó hacia ella con una mueca de felicidad en la cara.
–Viendo el futuro. Verás, hubo un punto hace unos días en el que la criatura del león
escogió entre seguir un rastro u otro. El hecho de que llegara aquí y de que yo la
mandase por el buen camino tiene consecuencias que estoy intentando prever.
–¿Qué quieres decir?–murmuró–No entiendo, ¿por qué quieres saber lo que hace esa
cosa? ¿Por qué me lo dices?
–Tengo interés–sonrió–. Igual que tengo interés en que tú entiendas que era inevitable
que esos chicos murieran. Hay cientos y miles de futuros replegándose y desplegándose
a cada momento. Si yo no hubiera estado hoy aquí, por ejemplo, habríais muerto todos.
Así que deberías agradecérmelo.
No añadió que si no hubiera estado allí la dama y el león nunca se habrían cruzado con
los bandidos de la floresta Umbría. Niv no necesitaba saberlo.
–¿Agradecértelo? Tú... ¡Nos ocultaste todo esto! ¡Pudiste haberlos salvado! Voy a
decírselo a Goro ahora mismo.
Niv retrocedió cuando Vincel se levantó. No avanzó un paso en la pequeña tienda, no le
hizo falta. Todo el lugar parecía una extensión de su sombra y su figura oscura, indefinida,
era un marco para los ojos brillantes.
–Si sales de esta tienda enviaré cuervos que te arrancarán cada pelo. Haré que lances
flechas de muérdago a todo el que ames. Te confundiré hasta que dudes de tu identidad,
de la de todos a tu alrededor. Haré que lobos gigantes y serpientes marinas te devoren
las entrañas–su voz bajó varias octavas y pareció la de alguien completamente distinto–.
Haré que los muertos te persigan hasta los confines de la tierra y más allá. Y cuando me
supliques que te mate, vieja y cansada de correr, te condenaré a vivir para siempre, y
siempre en agonía. Apártate de la puerta.
Ella lo hizo y cayó en sus ojos, ojos extraños verde hoja, y supo que decía la verdad.
–No sé quién eres.
–Soy astuto, es todo lo que tienes que saber. Pero regocíjate, Niv–cambió el tono y una
sonrisa traviesa apareció en su rostro–. Sé mi amiga y todo te irá de fábula, te lo
garantizo.
–¿Qué tengo que hacer?
–¿Disculpa?
–¿Quieres que haga algo, verdad?–temblaba incontrolable de nerviosismo y miedo–No,
necesitas que haga algo. Por eso sigo viva.
Se detuvo un momento antes de sonreír ampliamente.
–Para eso estás viva.
Vincel se dio la vuelta, dando por terminada la conversación, y Niv aún tardó un buen rato
en atreverse a salir de allí.
Esa noche volvió a soñar con la casa roja y con los que allí entraban, y con el hombre que
la había desvirgado por un montón de monedas que ya no valían nada. Y recordaba su
voz ruda y sus bigotes mojados de sudor y saliva y lo veía cayendo una y otra vez sobre
ella, y el dolor, y la sangre, y su aliento cálido, húmedo, apestoso. Y en su sueño la cara
de aquel hombre era la de Vincel y ella sonriente le dejaba hacer y lo abrazaba y le
arañaba la espalda, y aquellos muelles quejumbrosos, y la habitación que daba vueltas y
los ojos amarillos, no, verdes, brillantes, nublados, de bosque podrido y fantasmas, y el
olor, y los gemidos.
Se despertó entonces avergonzada y lloró amargamente y se cubrió con las mantas
sintiéndose peor que nunca en su vida.
En otra tienda, Vincel sonreía con pícara perversidad mientras oteaba posibilidades
infinitas de un futuro cada vez más concreto. Sentía por primera vez en mucho, mucho
tiempo, esperanza. Esperanza a cualquier precio.

A Blavastsky no le gustaba ese cuento. Le sabía a funerales y a desgracia.


No había un Astracán, no era un héroe.
Eran muchos astracanes y eran libres.
Primero, Tinieblas secó el río, su río, construyendo diques y presas y creando pantanos
que anegaron las hermosas tierras fértiles. Luego envió a sus bosques a los cazadores, a
los mercenarios. Allí cantaron, allí saquearon, allí quemaron.
Y el pueblo de los astracanes, conocedores de los árboles y sus deidades, se ocultaron
en lo profundo con tristeza.
Allí esperaron mientras el reino de Tinieblas se expandía y a su bosque cada vez llegaban
más fugitivos, más malvados, más malditos. Mujeres que bebían devastación. Criaturas
antropomórficas que vagaban entre los enormes castaños sagrados.
La cantidad limitada de presión soportable antes de estallar.
Y dijeron basta.
Basta de fiestas impías y de mancillar la tierra y las hojas.
Basta de sangre en la cuenca vacía del río.
Basta de troncos quemados.
Troncos quemados donde habitaban las leyendas.
Las leyendas que sólo los habitantes del bosque recordaban.
Así que corrieron, cientos, miles, hacia la fortaleza, y la cercaron. Imposible, dijo la gente
cuando oyeron la historia. Pero fue. La asediaron durante cinco largos años y la tomaron.
Y desde el trono Tinieblas los miraba con desprecio.
Mientras lo rodeaban los increpó.
‘Creéis que me habéis vencido a mí, pero aún permanezco’, les dijo. ‘Matadme y mataréis
a un hombre. Mi ciudad será ruinas y mis ejércitos se desbandarán, mis generales
renegarán de mí y ni siquiera mis hijos llevarán mi nombre, pero viviré. Viviré en cada
árbol que he quemado y viviré en vuestra memoria y cuando vosotros sólo seáis un
cuento de viejas vuestros descendientes aún temerán a Tinieblas. Y vuestro odio jamás
se apagará y no os bastarían mil vidas para consumiros en su fuego’.
Como respuesta, cada uno se llevó un pedazo del tirano. Qué elocuentes.
Pero no se equivocó. Los astracanes contrajeron, al poco de haber dejado su fortaleza de
acero, una enfermedad terrible. Ningún curandero pudo descifrarla antes de que
aniquilara a la raza; los ancianos decían que era odio, que el odio que mantuvieron a raya
combatiendo a Tinieblas se había acumulado y los había contaminado, y de ahí las
grandes pústulas fétidas y las muertes gritando.
Alguno escribió en el tronco de un árbol hueco y muerto:
‘El malvado nos ha envenenado y ahora somos como él. No podemos escapar’.

Blavatsky siempre fue parca en palabras, siempre vivió con un pie en sus sueños y
siempre se sintió triste.
Continuaba siendo una niña cruel y caprichosa y por ello capaz del más desinteresado
amor, del más eterno e ingenuo amor.
Líbrennos de aquellos que manipulan a los puros.
Soñaba, atrás y adelante en el tiempo y el espacio. No tenía sentido un tiempo ni un
espacio.
Soñaba con su hombre. Con sus ojos lilas. Con su cuerpo firme.
Era bella.
Era bella y era feliz.
Era bella y era tan feliz que no se daba cuenta, no.
–Démosles un gran Samaín–dijo la voz del sueño.
Y no hizo falta convencerla, ya estaba convencida con inexorabilidad onírica. No había
dobles verdades o extrañezas; todo era absoluto por el mero hecho de existir allí.
Todo el sueño era parte de la verdad. La verdad estaba en todo el sueño. Es sencillo a
pesar de las grandes palabras.
Dozo de Aritania la besó dulcemente en un paisaje cambiante que giró y giró y se volteó
sobre sí mismo de gozo. Rozó su nariz con los labios, siempre el amante obediente, y le
puso algo en la mano.
Y él desapareció y el sueño fue angustia, no opresivo ni terrible sino angustia destilada,
dolorosa, punzante y roja como la rabia.
Y ella se sintió desnuda y se encontró desnuda pues estaba en el sueño, y deseó que
volviese, gritó, juró, maldijo, se arrancó la piel a tiras y los dientes, cada uno y todos, miró
al cielo durante millones de años condensados en un instante y, llorando, cerró aquellos
crédulos ojos avellana.
Sentía algo cálido y el sueño lo dibujaba como luces de otoño más allá del mar. Tenía algo
en la mano y él volvería. Él volvería.
Y el sueño fue de nuevo alegría o gozo o profanación o simple masturbación o tres
estados temporales confluyendo, lo fue todo y fue nada, nata montada en grandes copas
de fresas estelares.
Blavatsky, pobre Blavatsky, nunca aprendió a guiarse por la razón. Se movía por instinto y
había algo hermoso en ello, algo sagrado.
Se despertó en el barrio de las brujas satisfecha, y apretaba en la mano un pequeño bote
negro.

En un tiempo de guerra y sitios, de grandes campos de ceniza y mareas tristes, Astracán


existía también. Era más breve, porque en la guerra los cuentos se dicen muy rápido y
con miedo, pero ahí estaba como una llamita que no se apaga.
La vieja y el león lo habían escuchado en una casucha en ruinas en las praderas. Decía la
historia:
‘Astracán había vivido muchos años.
Tinieblas lo maldijo y lo condenó a vagar por el bosque eterno.
En el bosque eterno lloró durante soles y amargas noches.
Amargas noches, dijo el diablo una mañana.
Una mañana que era, claro, noche.
Noche dueña de Astracán delirante y sucio.
Delirante y sucio Astracán suplicó.
Suplicó, hazle daño.
Hazle daño, mátalo.
Mátalo.
Mátalo, te lo daría todo.
Te lo daría todo por mi venganza si fueras el diablo.
El diablo, claro que sí, le regaló la espada a cambio de su alma.
Su alma de anciano vagabundo castigado y desterrado, su alma de noches.
De noches se había teñido cuando el diablo le mostró la salida.
La salida lo dejó en la fortaleza del malvado, y allí dijeron ‘Imposible’.
Imposible que haya vuelto del bosque eterno donde caen los justos.
Caen los justos. No era un héroe.
Un héroe no se habría ensañado así, sin dejar un alma viva.
Sin dejar un alma viva, ni siquiera la suya, Astracán el Imposible, tirano de tiranos, villano
de villanos, matador de Tinieblas y dueño de todas las sombras.
Todas las sombras ocultaban al diablo, que reía.’

La momia roja había olvidado su nombre. No sabría precisar cuándo, pero lo olvidó. No
tuvo más importancia. ¿Luzbel, Boreal, Jazmín? No podía acordarse.
El león huesudo avanzaba triste y sus vértebras tintineaban.
Seguían el rastro.
Por aquí, por allá, un aroma lejano a rizos pelirrojos.
A veces vagaban horas y horas creyendo haberlo perdido.
A veces caminaban en silencio y alerta creyendo haberlo encontrado.
Deambulaban por los descampados y allí recordaron a Eme y los cadáveres andantes se
entristecieron.
Estaban cerca de la torre azabache, de la zona cero, de las ruinas del Fulgor, de lo que
había sido Tintagel.
Y pensaron que no podían más, que sería mejor dejarse morir o arrojarse a la corona
fantasmal que los cubría y terminar de una vez porque al fin y al cabo no tenía sentido,
había dejado de tenerlo muchísimo tiempo atrás. Ahora ni siquiera tenían misión, ni una
mísera encina blanca a la que proteger. Se lamió la pata, se rascó el cráneo pardo de
sangre seca. Cuando yo es nosotros se pierde algo importante.
Pero espera, qué es eso.
Ese olor a tinta, ese olor a suciedad y a miedo.
Ese olor a rojo y a crueldad.
No los fragmentos que habían encontrado hasta entonces sino un rastro claro que no
decaía, que se adentraba en la Ergo lejana y peligrosa como un monstruo dormido.
Lo que quedaba de su nariz animal lo captaba, aroma a sangre y a matanza. Su boca
humana, aún plagada de tendones y dientes, se contorsionó en una mueca esperanzada.
Salía el sol.
Por la noche llegaron al barrio de las brujas y causaron gran destrucción.
6
PERO LO ESTAREMOS

Pasaron los días y Laura, que estaba harta de esperar y despedirse, salió a buscar a
Vera.
Con un sortilegio que Lancel le había prestado caminó de noche por Ergo, la última
ciudad, la de los mil ojos, la de la corona de ruina y relámpago. Llegó a la Errante, pero la
Errante ya no estaba. Sólo quedaba un edificio vacío. El rastro seguía y el hechizo la
guiaba.
Acababa en las ruinas. Encontró entre cascotes mechones de pelo rubio arrancados de
cuajo, aún con sangre en las puntas. Y un letrero roto:
Piensa cosas bonitas.
¿Qué había sucedido con la valiente y triste Vera? Laura, nudo infinito en la garganta y
lágrimas en los ojos, lo hizo lo mejor que pudo, la llamó en voz alta muerta de miedo e
incluso conjuró un encantamiento chapucero con sus palabras viejas. Vera no estaba.
Vera se había ido. Laura dio por seguro que su amiga estaba muerta.
No la lloró. Tenía la esperanza de que, antes del Samaín, apareciese por la puerta con
una sonrisa ancha y su parloteo interminable. No podía creer que la historia de Vera
acabara así.
Pero pasaron los días y se rindió a la aplastante ausencia casi sin darse cuenta, como
una nota que se apaga.
Tres días para el Samaín, en cualquier momento aparecerá.
Dos días para el Samaín, ¿qué hago si no aparece?
Un día para el Samaín. No pudo haber sobrevivido.
Así que si no lloró y no chilló y no intentó localizar a su amiga no debemos ser duros con
ella. Tenía otras responsabilidades y el caso estaba cerrado. Es verdad que en otra época
habría removido cielo y tierra hasta dar con Don para averiguar qué había pasado y hasta
para vengarse, pero Laura, claro, no era Laura.
Había sido Laura Zafiro, la detective de pasado oscuro, y esos dos años de rutinas y
cautiverio en Ergo habían obrado el milagro; ya no.
Ved.
Ahí está, la cara descubierta, el pelo enmarañado ordenado, la postura diferente, más
recta y tensa. Los ojos desvaídos confundiéndose con el rostro.
Difuminada. Esparcida.
Había cambiado de forma sutil. Rex lo sabría.
Intentó hablar con Ágata y Lancel varias veces para posponer la partida, pero ellos fueron
firmes. Recordaron la guerra y los amigos desapareciendo para no volver o volver
convertidos en algo más extraño. Y le dijeron no.
En ella aún aleteaba la esperanza de que el destino, como hiciera siempre, la reuniera
con Vera. Hablando con Derrida y una botella de vino una de aquellas noches, contando
aventuras y tropelías, le preguntó su opinión y la mujer le dijo que sin duda la brava Vera
no moriría sin decir adiós. Y aunque Laura dudó al recordar a esa chica fantasmal que
había visto la última vez, se dejó consolar y quedó en una calma difícil.
Debemos salir de aquí.
Debemos salir de aquí.
Soñó con su amiga todas las noches.
En el sueño sólo existía la pradera y un verano eterno. Luz tan clara que los colores
estaban cubiertos por una gruesa capa blanca.
Reían bajo el árbol gigantesco.
Vera era feliz y sus colmillos afilados. Al levantarse, junto a las ganas de llorar, recordaba
los dientes y los asociaba con un sentimiento de simple belleza, de fiero valor, de paz.
‘No estamos vivos, no en realidad’, decía Vera entre risas.
Y Laura respondía, luchando contra ese pesimismo alegre.
‘Pero lo estaremos’.
Siempre lo repetía aferrándose a las mejillas de Vera, rubia y sonriente como una muerta.
‘Lo estaremos. Sólo tenemos que salir de aquí’.
A veces, justo después de despertarse, cerraba los ojos y se engañaba; quería seguir
durmiendo. Quería volver a la pradera y a Vera y huir de aquel lugar en el que la presión
de su estómago la aplastaba. Algo iba terriblemente mal. Después de tanto tiempo, de
tanto ignorarlo, de tanto tratar de superarlo, la detective Zafiro se daba cuenta de que era
una cobarde. De que nunca había dejado de ser una cobarde.
Co-bar-de. Co de cobijo extraño que sentía al escudarse en sus propios traumas. Bar de
barahúnda, la de su interior que trataba de estirarla hacia todas las direcciones y la
rompía cada vez. De de decepción que rebotaba una, dos veces en el paladar y explotaba
en el cerebro dejándola agotada.
Llegó el Samaín, la fiesta de los muertos, el día de la Madre.
Era la última ciudad. No podía ser una historia feliz.

Todos estaban celebrándolo. Laura, Rex, Alicia y Lancel, por supuesto, y Derrida, y Ágata
y sus brujas, Tamrin, Blavatsky y muchas otras que eran para ellos nombres y caras
brumosas. Yu observaba desde un rincón, intranquilo. Pops se había despedido la tarde
anterior con una sonrisa blanquísima y se había marchado con la carta a Barranco.

Siento no cumplir mi palabra. No puedo arriesgar a los míos más tiempo, hemos perdido
demasiado.
Ojalá nos encontremos fuera.
Laura Zafiro.

–¿Estás segura?–susurró Rex mientras las brujas leían los cánticos de inicio.
–Nunca.
Incluso a través de la corona se podía ver la luna glotona. La luna burlona. El cielo
amenazando con destruirlos. Todos los astros estaban en posición, todos los ciclos de
siembra y recogida orbitaban en torno a ese día, el día de los muertos, el día de la Madre.
Las fogatas se alzaban entre aromas dulzones de incienso. El humo los rodeaba como la
incertidumbre.
Sombras entre humanas y animales, grises sobre capas naranjas de niebla.
La tierra que vibraba como un instrumento de cuerda.
La poción de Muna borboteando en el centro, llave y cerrojo.
Rugidos, balidos, bramidos prehistóricos, sutiles cantos de aves.
Rex alargó su única mano hasta la de Laura. Su cabo a la orilla. Alicia señalaba y
susurraba a Lancel y a Derrida describiendo todo lo que sus grandes ojos veían con gozo,
sin miedo. Eran ritos y saberes ancestrales que ni siquiera los arcanos conocían del todo.
Eran el caos en el hoyo.
Y, cuando la alegría salvaje cesó y el humo se disipó un tanto, comenzaron a recitar.
Tocaban la tierra o estaban tumbadas en ella, algunas desnudas, las más con leves
túnicas blancas.
Fue Ágata la que lo bramó. Siguiendo la tradición, improvisaba.
–Seremos vosotros.
Todas respondían: ‘seremos vosotros’, gemidos y declamaciones claras, las manos en el
aire como si dibujaran en él.
–Seremos la lucha del brote.
–Seremos la hoja que cae con gracia.
–Seremos el fuego que purifica.
–Seremos las dadoras de vida.
–Seremos exploradoras de un mundo ajeno.
La vieja emitió un sonido grave que nacía en el ombligo, vibraba. Las brujas, todas
manchadas y todas felices, la imitaron.
La misma tierra resonó en ellas. El aire, los astros, todo estaba vertebrado por aquel
rugido místico.
Entonces oyeron lo que murmuraba la tierra, la voz de todos los muertos y del polvo de
estrellas y de las galaxias rotando y de los bebés naciendo y todas las risas y los
engranajes y las pequeñas luces y los animales desconocidos y árboles centenarios aún
curiosos, lo oyeron todo por un segundo y era tan cálido, tan reconfortante y aliviaba de
tal manera la soledad que sólo pudieron llamarlo Madre. Derrida lo susurró como una
oración. Alicia sólo sonrió. Laura, apoyada en Rex, cerró los ojos y por un momento se
sintió curada de culpa y de cansancio y de rabia.
–Siempre es así–le dijo a Alicia cuando acabó–. Dicen que estamos conectados con todo
por un segundo.
–¿Y el resto del tiempo?
–Aislados, supongo. Perdidos. No lo sé.
Laura se mordió el dedo índice, nerviosa. Volvía despacio a la normalidad. Mareadas, las
brujas cerraban los ojos para intentar capturar un segundo más de esa sensación, pero el
momento se había acabado y quedaba un año hasta el siguiente. Todas las brujas,
satisfechas, se arremolinaron en torno a Ágata.
Pero Blavatsky no.
Ella caminó a tumbos hacia el gran caldero que contenía la poción y se dejó caer al lado.
–Hoy esquilamos al carnero–decía Ágata, señalando las dagas ceremoniales–. Sacamos
la lana y volvemos a ser sólo carne y hueso. Así renacemos.
Se acercó a la poción de Muna y, con una copita de cristal, bebió un sorbo. El primer paso
fuera de Ergo.
Blavatsky la miraba sonriente.
Del silencio respetuoso, casi sagrado, pasaron sin transición a un pandemónium de
vitalidad.
Blavatsky tenía la botella negra en la mano y la mirada perdida en otros parajes.
El tapón se deslizó, ¡pop!
Todas las brujas abrazaron a Ágata, y ésta se acercó a Laura y la miró a los ojos.
–Vámonos de aquí, amor.
Si pensó en Vera, no lo dijo.
–¿Serán tus piernas capaces de soportarte hasta el caldero, cadáver ambulante?
–Siempre y cuando cuente con tu cariño, Ágata, puedo sobreponerme a todo.
–Mala suerte entonces.
Besó a Lancel en la mejilla y se dirigió a la descomunal cacerola.
–¿Blavatsky?
La pócima había resultado un poco densa. Pegajosa como la miel. Tardaba en deslizarse.
Sólo hizo falta eso. Blavatsky, sosteniéndola, dejaba caer pequeñas gotitas mordiéndose
el labio. Los ojos de una veintena de brujas estaban clavados en ella.
A lo lejos sonó un cloqueo de huesos y un chillido, pero nadie le prestó atención.
Injuriaron a Blavatsky. Le tiraron piedras del suelo y lloraron agarrándose los vestidos
simples, arrancándose el pelo, desgañitándose con sentida exageración.
La poción corrupta.
Ágata ya había bebido y de un momento a otro desaparecería de Ergo.
Se abrió paso con violencia hasta la bruja torpe y regordeta y le agarró la cara.
–¿Por qué?
Blavatsky apenas era consciente de que estaba allí. Se encontraba en brumas estelares,
en los campos del sueño, atrapada en su propia fantasía.
Ya no quedaba nada del Samaín, se había vuelto cristales rojos rotos.
Y donde están las brujas tiene que estar el diablo.
El diablo apareció, él y sus ojos violetas de otro mundo, su cicatriz, su barba afilada y su
gesto severo. Se materializó entre las sombras, en el límite del cráter horadado en el que
estaban, y caminó, se abrió paso entre ellas sin mirarlas siquiera. Cuando Blavatsky lo
reconoció se echó a sus pies y los besó y lloriqueó más por confusión que por otra cosa.
–Dozo, qué ocurre, no sé qué...
Sin mediar palabra, inmenso y terrible, le seccionó la garganta con un relámpago afilado.
Dozo de Aritana apartó de un puntapié el cadáver de la bruja y se dirigió al resto.
Ágata le arrojó el caldero y un par de pócimas de su manto, pero sólo consiguió que se
generase un humo negro que apenas dejaba ver fogonazos de luz.
Con un gesto de fastidio, el terror púrpura, el sumo arquitecto de Ergo, se limpió una gota
de sangre traviesa del rostro.
Todas corrían confusas entre la niebla extraña y oscura. Por un momento se respiró una
malvada quietud.
Dónde.
Pasos, pa, pa, papapa.
Tierra arrastrada.
Gritos aislados, terribles entre el malvado silencio.
El humo se mete en los ojos que lagrimean.
Peligro.
Dozo miró al cielo concentrado y cerró los ojos como rezando una plegaria. Parecía una
estatua de sal y quizá alguna de las brujas pensó que pedía perdón, pero no era así.
No, esta era su mente.
Viene la tormenta.
Suena el trueno suena la tierra que llora suena un llanto animal.
Y la luna tiene ciudades grabadas en sus cráteres secos, en esas ciudades todos lo gritan
y las viejas se desgañitan arrancándose la ropa emocionadas y dicen:
Nadie puede detener la tormenta ya.
Nadie puede detener la tormenta ya.
Se acerca la lluvia.
Las brujas no se quedaban quietas. Invocaban conjuros de protección, se buscaban y se
abrazaban. Golpeaban patéticas la neblina. Algunas jamás habían presenciado una
batalla de verdad.
Hubo llantos, hubo grandes bolas de fuego y llamaron a la Madre.
Aquí y allá.
No pudieron ni acostumbrarse a la idea de la muerte.
En menos de un minuto, con precisión de cirujano, lanzó rayos, cortó yugulares, atravesó
pechos con un cuchillo curvo y la fuerza de un trueno. Se movía como un relámpago
dejando una estela brillante mientras asesinaba a toda velocidad. A Juana la atravesaron
miles de voltios y su cuerpo humeó durante horas; había ardido de dentro afuera. Tamsin
conjuraba una barrera cuando su cabeza salió despedida y rodó hasta chocar con un
cadáver y allí pestañeó por última vez.
Estaba en todas partes, como fuegos fatuos malévolos.
Allá y, ¡bu!, aquí.

Dozo danzaba y Lancel reaccionó rápido esta vez. Empujando a Derrida temblorosa y a
Laura pálida se lanzó tras él. Ellas dos sólo podían intentar acertarle con algún hechizo
suave o cuatro palabras viejas, pero nunca lo conseguían. Lancel, en cambio, chocó un
par de veces con él y salió todas ellas despedido, pero volvía con determinación feroz. Su
túnica azul ondeaba como un pedazo de cielo.
Por la corona.
Por Vera muerta.
Por la humillación en la mansión Caras.
Pronto sólo quedó Ágata en pie perdida entre la niebla. Laura llegó hasta ella y la abrazó
presionando con fuerza su cuerpo frágil. Olía a la casa bruja. Siempre recordaría aquel
olor a hogar y madrugadas.
–Abuela, abuela...
Ágata la besó, llorando. Todas sus amigas habían muerto.
–Corre. Ve con Barranco. Cuida a Alicia. ¡Rápido!
Dozo llegó a ellas. Lancel tardó unos segundos más.
Se dirigió a Ágata con un enorme rayo afilado que crepitaba y chispeaba. Lo blandió. La
vieja se colocó delante de Laura.
Se miraron a los ojos y eran ojos viejos.
Ágata escupió. Dozo descargó.
Pero antes de que su destino fatal se concretase, la bruja se deshizo en el aire y gritó
‘¡Laura!’ y el rayo golpeó el suelo.
El mago miró a la detective con calma pavorosa y se irguió. Ella lo encaró con rabia.
–Se te ha escapado, imbécil.
Por primera vez Dozo habló, con tono cavernoso y timbre duro.
–Tú no, hormiga.
Se escuchó una detonación que se confundió con el grito de Lancel y llenó aquel sitio
lúgubre de ecos. Dozo se desplomó hacia delante.
Cobra Kao, el lobo feroz, apuntaba con el rutilante rifle plateado al monstruo en el suelo.
Su gabardina lo rodeaba y subrayaba su delgadez. Físicamente apenas se parecía al
hombre que había acosado a Laura tanto tiempo, pero los ojos, ¡ah, los ojos! La antigua
detective no podría olvidar esos icebergs afilados, esas cuchillas. Por eso lo reconoció, y
no salió de su asombro cuando él le hizo un gesto para que se retirara.
En el suelo Dozo se revolvía y le endilgó otro disparo, esta vez en la cara.
Cobra lanzó una bengala que refulgió en el cielo como una lágrima de sangre por las
brujas. Entre la niebla parecía un puente ardiendo.
Como respuesta, él rió. Todos los fantasmas y los cuentos de miedo se intuían en aquella
risa.
Se levantó mientras Laura, que sabía aprovechar una oportunidad cuando se le
presentaba, huía.
Entre la neblina que se deshacía la detective distinguió los picos de los rascacielos
derruidos de Ergo y la corona. Mastodontes, titanes, gigantes. Viento ululante y
enredaderas como cabellos que colgaban de la cima. Eran profundamente fríos y se forzó
a no pensar en Ágata, no podría soportarlo. Se concentró en el movimiento de sus
piernas, en el frusfrús, en el roce.
El grito de Ágata resonaba en cada paso. Reverberaba.
Derrida, que había ido a reunirse con Yu, Alicia y Rex, la llamó angustiada, y los cinco
iban a perderse en las calles cuando Laura se dio cuenta.
–¡Lancel!

–Vete de aquí, Cobra–dijo el hechicero cansado mirando fijamente a su maestro–.


Gracias.
CK no necesitó que se lo repitieran dos veces. Saludándolo con un cierto aire marcial, se
echó a correr entre el humo cada vez más ligero.
Se empezaban a ver cadáveres de brujas esparcidos en el cráter. Dibujaban figuras
tenebrosas. Esas muertes eran una concreción irreal, el líquido que se filtra poco a poco,
el virus que invade en silencio. Olía a pollo, a carne y pelo quemados. Diez minutos antes
eran felices y libres.
Dozo de Aritania avanzó hacia Lancel e intentó apartarlo con toda la delicadeza que pudo
reunir, pero él permaneció firme.
–Era el último aquelarre, Dozo. Has destruido una cultura entera.
Lo dijo acusador y aterrorizado.
–Lo merecían. Lo merecían y sabes que lo merecían. Déjame pasar, Lancel.
–No vas a matar a nadie más.
Dozo ladeó la cabeza y le dirigió una mirada peligrosa. Se acercó hasta que estuvo a
menos de un palmo de su cara.
–¿Cómo piensas detenerme?
–No voy a detenerte, botarate–rió y era amargo, determinado–. Tendrás que pasar por
encima de mí.
Alicia se abrazó a la cadera de Laura y Yu, impotente, se restregó las manos preocupado.
Miraban desde la entrada de la calle. La niebla terminó de deshacerse. Aquel cementerio
estaba a oscuras y las figuras de Lancel y Dozo eran casi inseparables; no se sabía
dónde acababa uno y dónde empezaba el otro.
Parsimoniosos, se desenredaron y, a la antigua usanza, caminaron diez pasos en
direcciones opuestas. Se volvieron. Se miraron.
Ergo contuvo la respiración. Hubo hogueras naranjas, pero sólo quedaban cenizas. Los
colores de la tierra habían dejado paso a grises y negros, la fiesta y la reunión a un duelo
largo tiempo pospuesto.
Era de noche y todas las brujas habían desaparecido de Ergo. Sus cadáveres adornaban
la plaza siniestra como lápidas y la corona crepitaba carcajeándose. Crujían los edificios
oscuros, colosales engendros recortándose contra el rayo.
Dozo estaba, por primera vez desde que creara la corona, verdaderamente asustado.
7
EL VUELO DEL HALCÓN

–La magia es sorpresa. La magia es retorcer lo real. Es crear y es destruir. Eso es lo que
os dirán vuestros profesores, y tienen razón, claro, pero sobre todo la magia es vínculo.
Un lazo, si lo preferís, como el que ata a dos personas.
Extendió las manos aferrándose al aire. Volando.
–Un vínculo entre vosotros y una fuerza primaria, sagrada. Un río que corre por debajo de
la realidad. Pascal Mar lo llamó una esperanza de posibles. Bien, algunos os dirán que es
un arma, y sí, sí lo es, no tenéis más que mirar a vuestro alrededor. La Gran guerra. El
pulso, por todos los santos. Magia para destruir ciencia. El megi, no hay mucho más que
decir. Todo está saliendo bien con la hechicería, ¿verdad?
Algunas risas, las menos. Quedaban muchos años de guerra por delante y los peores
horrores estaban por llegar, pero no lo sabían. Eran la Academia, las diez torres blancas a
la orilla del lago. Eran el último refugio de la felicidad.
–Es una fuerza básica y como tal aquí la estudiamos en todas sus vertientes. No os
extrañéis cuando varios de vuestros compañeros se marchen a la semana,
decepcionados por no poder dominar el fuego aún. Para hacer los milagros más
pequeños os harán falta años de trabajo duro y constante. Aquí no entrenamos soldados,
a pesar de lo que piense el Imperio. Aquí intentamos cartografiar lo improbable, descubrir
las normas que rigen nuestra fuerza, ganarle el pulso a la física.
No más de treinta alumnos en la gran sala de piedra y madera. Cada año llegaban
menos. Lancel intentó no parecer preocupado y fracasó miserablemente. Se atusó el
espeso pelo negro. ¡Era tan joven, y en tantos sentidos!
–La magia es vínculo–repitió–. Entre vosotros y vuestros secretos y capacidades más
ocultos. Hay vínculos que se hacen más fuertes cuanto más los conoces y otros que
encuentran poder en el enigma. A vosotros os corresponde descubriros y, a nosotros,
guiaros. Bienvenidos.

Nervioso como un conejo, Lancel se abrió paso entre los nuevos alumnos y llegó a la sala
del correo atravesando los largos pasillos iluminados por cristaleras de colores. Todo era
impreciso como un recuerdo constante. El lago jade se intuía a lo lejos, tras grandes
ventanales por los que no dejaban de entrar búhos y cuervos.
–¿Ha escrito Silvestre?
–No hay suerte, jefe. Tal vez mañana.
–Más le vale–gruñó–. Ya me dirás a quién se le ocurre visitar las llanuras de cristal en
plena guerra. Y ni siquiera avisar. Cuando llegue lo voy a colgar de los meñiques en la
torre de los niños.
–Perro ladrador, jefe...
Lancel suspiró largo y tendido.
–Ya, ya.
Salía de la torre cuando los vio a todos, profesores y alumnos por igual concentrados en
la entrada, grandes moscas con túnicas. Algunos chicos pequeños, recién llegados,
intentaban saltar encima de los hombros de sus compañeros mayores.
–¿Es él?
–No puede ser él.
–Dicen que ha muerto.
–Dicen que mató mil dragones con una mano.
–Dicen que paró el sol.
–Dicen que le ha robado a Numu.
–Dicen que tiene más de dos mil años.
–¿Qué pasa aquí?–con voz grave y potente, Lancel los apartó con fastidio.
Las grandes puertas ceremoniales estaban abiertas.
Un hombre más anciano que la tierra lo miraba con una ceja alzada, sorprendido de que
sólo alumnos curiosos y profesores irrelevantes lo hubieran recibido. Vestía una capa roja,
peluda.
–¡Lancel Zafiro!–bramó con una voz potente impropia de su edad imprecisa–¡Desde
luego, no llegas temprano!
Con honda preocupación, él se acercó y le dio la mano al estilo de los bosques; hombro
con hombro, muñeca con muñeca.
–Desde luego no llego tarde, Merlín.

Más tarde, en el despacho de la Cabeza del consejo de la Academia, ambos tomaban


sendas tazas del mismo espeso líquido lila humeante. Los acompañaba la Cabeza en
persona, que por aquel entonces era Roma Espina, jovencísima conjuradora de diablos y
engendros con un talento irreprochable para la diplomacia.
–Demasiados magos viejos, si me lo preguntas a mí. Demasiadas vidas estiradas. Es un
error dejar que cualquiera aprenda nuestros secretos. Lo sagrado debe ser escaso por
definición.
–Todo el mundo tiene derecho a desarrollar su don, Merlín.
–Hum. ¿Incluso los malvados o, peor, los mediocres? Mira a dónde nos ha llevado. ¡La
cantidad de muertos, por favor...! Un día intenté calcularlos. Me aburrí cuando llegué a
cien millones. No debe de quedar en pie más que una cuarta parte de la gente que había
en el 3.500. ¡En el mundo! Doscientos treinta años de guerra intermitente son
demasiados, Lancel. Que Numu no envejezca no ayuda.
–Está remitiendo, sin embargo–Roma intervino, algo intimidada por el viejo mago rojo–.
Netam se ha rendido. Käykö no tiene fuerzas para continuar. En el próximo año
deberíamos dejar toda esta pesadilla atrás.
Merlín la miró a los ojos, furia verde, y la gran sala pareció combarse y comprimirse a su
alrededor.
–¡Qué sabrás, friegaplatos!–Lancel hizo algún gesto apresurado de calma hacia Roma–
¿Netam, rendirse? ¡Antes verían arrasada la isla de la Sierpe y todos sus arrecifes!
Pasó el huesudo brazo ante la cara de Roma con un gesto iracundo y ella quedó dormida
al instante. Lancel le recogió la cabeza con suavidad antes de que tocara la mesa. La
dejó despacio y miró a Merlín como se mira a un viejo abuelo cascarrabias, con la misma
mezcla de vergüenza y ternura.
Un cascarrabias, en este caso, cuyo nombre significaba más que el de todos los
gobernantes e imperios juntos.
–Nunca comprenderé por qué no aceptas ser Cabeza de una vez, zascandil. Sin ti este
lugar se habría hundido antes del pulso.
–Es tu opinión. Roma es talentosa, trabaja duro y deberías ver lo que hace con las
entradas octodimensionales.
–Nada que no hayamos hecho nosotros en un día suave, estoy seguro.
–Tú y él, querrás decir–Lancel sonrió–. Yo sólo miraba.
–¡Qué habríamos hecho sin ti!
–Seguramente mucho más.
–Déjate de modestia, habríamos muerto de setenta maneras.
Lancel se acomodó en la silla y repasó al mago rojo de arriba abajo.
–¿Dónde has estado, Merlín?
El viejo hechicero bebió un sorbo largo y acarició la taza.
–Viajando. Por aquí y por allá, ya sabes.
–¿Has tenido noticias de Silvestre?
–¿Se ha ido otra vez a desfacer entuertos, a salvar damiselas, a alimentar su ego de gran
salvador?
Rieron juntos.
–El chaval es un héroe, qué le vamos a hacer.
–Ese chaval tiene más agallas en un dedo que tú en toda tu sabia cabezota, recuerda lo
que te digo. No, no me llegaron susurros suyos. He estado muy lejos.
–¿Atravesando el Azul?
–Inderia, de costa a costa.
–¿Por orden de Numu?
–El día que acepte una orden de ese estirado será el día que caiga al suelo muerto y
marchito–Merlín escupió–. No, he estado en las grandes urbes: Dorada, Trerríos, Pico de
chamanes. He visto netamianos entrar y salir.
Lancel lo dejó hablar. Condescendiente como era, llegaría al quid del asunto cuando le
viniera en gana. Y estaba en su derecho.
–Dicen que matas dragones y paras astros.
–¡Y también dicen que hablo con las mareas y que Numu me pide consejo y que tengo un
ejército de criaturas ancestrales preparado para destruir el mundo en cualquier momento!
Me llamaban el mago del Eclipse allá en Käykö, recuérdame que te cuente esa historia...
–¿Has visto a algún conocido?
–Tuyo, no. He visto a la tataranieta del marqués de la Ciénaga. ¡Esclavos en la casa de
Barro, habrase visto! La quemé hasta los cimientos, no hace falta decirlo. Qué disgusto,
por piedad. Además he confirmado nuestra teoría, querido Zafiro.
–¿Cuál? Espero que no sea la de los clavicordios muertos. Esa es siniestra hasta para ti.
–¡Un poco de respeto, botarate! ¡Recuerda con quién estás hablando!
Lancel calló, asustado de pronto por el tono de Merlín, y él se rió, doblándose con alegría.
–Qué primo. Es una expresión nueva, está surgiendo en Bohemia. Significa algo así como
pardillo. El avesiano que hablan tiene un argot fascinante... No, Lancel. En todas partes
las criaturas antiguas se retiran, ¿te suena? Van a dormir, se desvanecen, se esfuman,
entran en el mar, como quieras llamarlo. He observado a un lémur gigante de cien ojos
enterrándose en una llanura. Después de la tormenta se asemejaba a una colina como
cualquier otra. Está allí, esperando.
–¿Y teníamos razón sobre el porqué?
–Sienten algo en el aire. El peligro. La tierra vibra con ellos, que dirían las brujitas. Tienen
sistemas de predicción que simplemente desconocemos, ignorancia pura y dura. Es un
campo fascinante. El caso es que todo se marcha a dormir. Tenías razón. No es que crea
en ellos, si he de serte sincero me parecen una panda de charlatanes tarados, pero he
consultado al pueblo de los profetas.
Lancel calló. Conocer el futuro era una de las pocas cosas que lo asustaban de manera
insoportable, ineludible, insuperable.
–Nada en limpio, claro. Ambigüedades. A todos les parece estupendo que los dragones y
los leviatanes y los gigantes de roca se marchen a quién sabe dónde. Estoy de acuerdo
con una sola cosa: lo que duerme un día ha de despertar.
–¿Por qué has venido aquí, Merlín?–preguntó Lancel de pronto, queriendo cambiar de
tema–¿Por qué no acudir a Numu con esto?
Merlín paró un momento. Tomó aire.
–Numu es el enemigo, Lancel. Mira lo que hemos tenido hasta ahora: guerra de guerrillas
en todo un mundo, magos más viejos de lo que puedas concebir, demonios y todo tipo de
espantos arrasando pueblos, aniquilándose, un goteo lento y constante. Nadie está
seguro, aunque aquí queráis creer que sí. Es algo tan pavoroso... Tú eres demasiado
joven para haberlo visto, ¿cuántos tienes? ¿Quinientos?
–Trescientos sesenta y tres. Numu no es santo de mi devoción, pero de ahí a considerarlo
el enemigo hay un trecho.
–No ves lo que ha hecho con esta generación. Es un desastre, un desastre absoluto. El
miedo con el que nacéis, la... banalidad–el hechicero rojo luchaba por encontrar las
palabras. Parecía vulnerable por primera vez–. Como si fuerais soldaditos de juguete. No
tú, claro, tú has tenido a Dozo. Puedes echarle en cara muchas cosas, pero nunca ha
sido aburrido. Él y su hermano son una bendición en esta era oscura. Quizá todas las
eras son oscuras. En fin, me desvío.
–Sí, te desvías. ¿Estás bien? Esto no es propio de ti.
–No, no estoy bien, Lancel–colorado de pronto, se inclinó en la silla y sus ojos,
normalmente furibundos, le dirigieron una lastimera mirada cansada–. Me siento viejo. Y
lo soy, mucho más de lo que puedas imaginar. Mucho más de lo que dicen. Y mis
métodos para evitar a la Señora no son sangrientos, no, sabes que me enorgullezco de
eso... Estuve ahí cuando el primer emperador avesiano se sentó en el trono del Reloj–
susurró, como temiendo sus propias palabras. Lancel se dio cuenta de que temblaba–. Y
he visto reinos surgir y caer pero nada como esto. Nada como esto. Siento que estamos
condenados. Y estas criaturas son antiguas, son sabias; se dan cuenta también y por eso
se esconden... He encontrado Yol.
El corazón de Lancel se saltó un latido, y luego otro.
–¿El país secreto?
–El mismo país de los secretos, Lancel. Y los tiene, y son oscuros e inmensos. Créeme
cuando te digo que Numu es el enemigo. Deberías ver lo que están haciendo tus magos
en Käykö. Las grandes planicies heladas convertidas en un mar de sangre y vísceras.
Estamos haciendo algo terrible. Lo estamos haciendo. Numu y nosotros.
Miró hacia la ventana; la tarde pasaba volando, extrañamente plácida. Parecía estar
relatando un cuento horrendo pero ajeno, y el contraste daba fondo a su voz grave.
–Podemos ser ancianos pero estamos parados en el tiempo. ¿Cómo sino íbamos a
soportar ser responsables de tanto mal? Porque somos responsables, Lancel, todos
nosotros. ¿Me preguntas qué hago aquí? Quiero salvar a uno de mis pocos amigos, eso
quiero hacer. Ven conmigo a Yol.

Era el año 3898.


Lancel dijo no.
Dos años después la Academia cerraría por orden de Numu.
Cinco años después el emperador avesiano llamaría y anclaría a los Diez.
Y casi cien años después se fundarían las últimas ciudades.
Y luego sólo quedaría Ergo.
Pero eso no tenía manera de saberlo, aunque luego encontrara mil formas de lamentarlo.

Ese tiempo era una granja al sur de la isla Serena. Era aguamarina y verde brillante. Era
las grandes montañas cubiertas de bosques tranquilos y los ruidos nocturnos. Y las
playas de arena fina que invadía los entresijos de la tela.
Y era, claro que sí, libélulas y luciérnagas. Y su olor. Era sobre todo aquel aroma a eterna
tarde en la que todo podía pasar y todo pasaba.
Era los caminos, esos infinitos caminos de tierra batida y las murallas arbóreas que los
rodeaban.
Los niños se encontraron a los viajeros antes del anochecer, volviendo a casa. Los rayos
de luz naranja rebotaban en las hojas redondas. Del codo de uno de los pequeños
bajaban varios hilos de sangre sucia y espesa. Aún llevaban largas varas de madera clara
en la mano.
Desde que vieron a los dos viajeros, allá en el horizonte fresco, no dijeron una palabra.
Los miraban con curiosidad según se acercaban.
La ropa les llamó la atención. En la isla no se encontraban vestiduras tan recargadas,
tantas cadenas, colgantes, adornos de metales insólitos, ni esos báculos inmensos que
hacían aún más grandes a aquellos hombres sonrientes.
–¡Perdonad!–dijo uno de ellos en un avesiano académico y esgrimiendo una sonrisa total,
abierta, tranquilizadora–¿Sabéis por dónde podemos llegar a Eco?
Silvestre fue el que respondió, poniéndose delante de su curioso hermano menor.
–Tienen que seguir este camino hasta mucho más allá del bosque, pero no llegarán antes
de que se haga de noche.
–Gracias, chico.
Siguieron su camino, los dos, el hombre de los ojos violetas y el de la sonrisa franca.
–¡Esperad!–gritó el más joven antes de que se perdieran en la distancia–¿A qué vais a la
ciudad?
Los dos extraños se miraron y rieron ante el descaro del pequeño y el apuro de su
hermano.
De pie en aquel camino entre el follaje, Lancel parecía un enano de ojos enormes. Se
rascó el brazo de la herida con fruición mientras ellos se acercaban de nuevo. El gesto no
pasó inadvertido.
Uno se inclinó hacia él y Lancel pudo ver mejor sus ojos púrpuras, alienígenas.
–¡Qué ojos más raros tienes!
–Eso dicen. ¿Me dejas ver tu brazo?
Se subió la camiseta manchada de barro y sangre y le enseñó la herida, una gruesa línea
diagonal.
–¿No te duele?
–Me pica.
–Mira hacia otro lado.
–¿Por qué, qué vas a hacer?
–Tú hazlo, ya verás.
Lancel lo hizo y sintió una descarga leve en el brazo, un pinchazo que lo hizo saltar y
retroceder. Silvestre, que había permanecido al margen, levantó la vara y se interpuso
entre ellos.
El hombre que acompañaba a Dozo rió largo y puro.
–¡Tienen espíritu, ah!
A través del cuerpecito de Silvestre, Dozo le hizo señas a Lancel para que se mirara el
brazo. Su expresión era de una bondad sin medida.
Lancel lo miró, y aún tuvo que tocarlo para convencerse de que la fea herida había
desaparecido. Sólo quedaba sangre seca. La electricidad estática le dio un pequeño
calambrazo.
–¡Silvestre, mira!–dijo chupándose el dedo y poniéndole el brazo en la cara.
–¿Qué es esto? ¿Brujería?
–Hechicería, que no es lo mismo–Dozo mostró todos sus blanquísimos dientes–. Somos
magos, chicos.
Silvestre, asustado, lanzó un mandoble hacia Dozo. Por un momento pareció que le había
dado, pero fue como golpear el aire. El hechicero seguía en la misma posición. Si
Silvestre no echó a correr fue por el valor que le daba estar con su hermano.
–¡Hala! ¿Puedes enseñarme a hacer eso?
–Quizá–Dozo lo observó con cuidado, casi analizándolo, e intercambió un gesto de
complicidad con el otro hombre.
–¿Y a qué vais a la ciudad?–preguntó Lancel lanzado y cabezota, ajeno a la hostilidad de
Silvestre.
–Vamos a visitar a un... amigo, ¿no, Dozo?
–Sí, podríamos llamarlo así.
Se rieron los dos. Hasta Silvestre bajó la vara. El ambiente estaba cargado de luz y los
primeros sonidos del bosque nocturno. El mago de los ojos lilas se levantó y palmeó con
premura la espalda de su compañero.
–Tenemos que irnos, chicos, o no llegaremos a tiempo a Eco.
Por segunda vez, el pequeño los interrumpió.
–¡Esperad! Tú eres Dozo, ¿verdad?
Ante el asentimiento, Lancel se dirigió al hombre de la sonrisa ancha. Era muy parecido a
Dozo; ambos tenían una mandíbula fuerte y cuadrada y una expresión afable que parecía
espantar al miedo.
–¿Cómo te llamas tú?
–Soy su hermano, Dante. Dante de Aritania.
Dante saludó con una pronunciada inclinación. Era rubio y gallardo, casi pomposo. Noble,
sin duda.
–Yo soy Lancel, Lancel Zafiro. Y él es mi hermano Silvestre.
Silvestre, aún en tensión, no dejaba de mirarlos con aquellos preciosos ojos azul cielo que
tenía.
–Tengo la sensación de que nos volveremos a ver, chicos.
Dicho esto, Dante se marchó silbando por el camino. Dozo le guiñó un ojo a los pequeños
y lo siguió con pequeños saltos apresurados. No tardaron en desaparecer entre el polvo y
la noche que caía.
Los niños, con la imaginación excitada–¿viste cómo casi lo golpeo?–volvieron a la granja
y contaron a su familia lo que había sucedido, pero nadie los creyó hasta que dos magos
golpearon la puerta una mañana tranquila.

–¿Y vas a marcharte otra vez?


–No me lo eches en cara, querido. No me tolerarías si pasara mucho tiempo aquí.
Empezaríamos a discutir por los cubiertos y la ropa.
–Bueno, podríamos llegar a un acuerdo.
Ruido de sábanas y muelles. La luz en el lago le recordaba a Lancel a las tardes naranjas
en el bosque. Podía verlo a través de la ventana.
–Tomás.
–¿Mm?
–Quédate.
–¿Por qué?
–Somos mayorcitos para seguir así. Estoy harto de no saber si vas a volver.
–Oh, pero ¿y los reencuentros?
–Ya sabes lo que quiero decir.
–Sí, claro que lo sé. Es una suerte que tú no envejezcas, grandioso mago, todopoderoso
profesor...
–Estúpido.
–Menos mal, creía que eras el único.
–¿Y a dónde vas a ir, si puedo saberlo?
–Claro que puedes. Podrías hasta venir si quisieras.
Una pausa breve como un latido. Un cambio de tono.
–No me hagas esto.
–Pues no me pidas que me quede si no estás dispuesto a irte conmigo.
Silencio.
Dos silencios como dos estrellas, brillantes y rotundos. Lágrimas y orgullo que bajaban
por la garganta agazapados.
–¿Entonces a dónde esta vez?
–A los páramos de Ivara. Kolikata. Allí está Numu ahora, dicen que ha ido a pensar en el
final de la guerra.
–¿Así que es la última vez?
–Si acaba, sí.
–Imagina. Podríamos hacernos una casa en el lago.
–En el bosque.
–Donde sea. Algo de madera.
–Con chimenea.
La luz que se filtraba debajo de las finas sábanas. Tardes golosas. Lancel se levantó y se
puso la túnica nueva, de un azul vivo. Parecía un pájaro. Tomás se irguió también y lo
abrazó por detrás.
–Me gusta tan poco como a ti.
–Tan poco seguro que no.
–Oye, por lo menos nos tenemos. Podría ser peor.
Un beso, las barbas que picaban.
–Hm. Podrías ser muy alto. Eso sería peor.
Risas. Un abrazo a las puertas del caos.
–Me encanta la túnica, por cierto.

Ahí se alzó la Academia.


El automóvil quejica, un prodigio de latón y humo, sonaba extraño y pedregoso tras ellos.
Laura, la pequeña Laura, se movía como un relámpago carmesí entre la maleza y los
caminos, la infancia recobrada, la influencia de Ergo olvidada por un momento.
No reconocía los olores.
Lancel pensó que no quedaban ni las ruinas.
¿De verdad hicimos tanto? ¿De verdad existieron aquellos días, o son invenciones de una
imaginación delirante?
Solía ser su lugar favorito en el mundo, su hogar. Ahora apenas lo reconocía. Ni siquiera
quedaba el lago, sólo un cráter seco al lado del océano en el que empezaba a crecer un
bosquejo. Se abrigó con la viejísima túnica azul.
Veía a lo lejos Lumina ardiendo, una columna de humo diminuta más allá del mar.
Entonces fue consciente de lo solos que estaban y, lo que es peor, de que siempre lo
estarían.
Laura le estiraba de la manga para que jugase con ella.
No tenía los ojos de Silvestre, pero se parecían, como si su hermano estuviera escondido
detrás de esa personita esperando para manifestarse en cualquier momento. La cogió en
brazos y la subió por encima de su cabeza. Necesitó un hechizo de soporte para no caer
rodando.
–¿Sabes volar, enana?
Laura rió, y esa risa y los colores y los olores salvajes y extraños serían todo lo que
recordaría.
Pero Lancel lo recordaba todo. Recordaba la primera vez que la sostuvo entre sus manos,
tan pequeña, tan gritona. Lo miró con cara de pena y le agarró las gafas. Aquella sonrisa
infantil, tan redonda, tan dulce.
La mueca arrasada cuando entró en casa sosteniendo a Leto muerto.
Leto.
Lancel lo recordaba todo, pero a veces no quería.
Un bebé y una niña pequeña gritando por las escaleras de piedra. El eco, lo confortable
de la silla, sus cuerpecitos cálidos dormidos apoyados en él. Los ojos verdes de Leto y su
forma de señalar, con todo su cuerpo, como una flecha. Fue una flecha que voló
demasiado rápido.
Ahí se alzó la Academia. Lancel lo recordaba todo.

Silvestre llegó del exterior con las manos llenas de pústulas rojas. La Plaga, una de las
últimas cepas. Y le dijo:
‘Mantenlo en secreto. Por favor.
Retrásalo si no puedes pararlo. Quiero ver crecer a mi hija aunque sea un poquito.’
Utilizó todo su conocimiento para salvar al héroe. Tuvo que indagar, pasar semanas sin
dormir, sobreponerse a la pérdida.
Poco después Eva enfermaba también. Silvestre le había pedido que se alejase de él y
que lo dejase morir y ella había decidido quedarse.
Sin duda habría estado orgullosa de su hija, ella, tan noble, tan honorable. Le había
contado sus hazañas, a Laura y a Leto, en cada ocasión que había tenido.
Eva y Silvestre, salvadores ambulantes. Nunca cobardes, siempre yendo más allá, cada
vida una victoria.
Eva, la bruja fiera de las montañas de Aurea. Silvestre, el hechicero vagabundo de la isla
Serena.
Ágata solía decir que non le importaba que Eva compartiese su vida con él porque
Silvestre no era un mago en realidad; era un héroe.
Llevaban años luchando contra la Plaga. Habían conseguido que Saga enviase a su
patrulla cero a desinfectar la zona cavernosa en la que aún quedaban restos de la
enfermedad. Eso fue cuando aún quedaban esperanzas más allá de Ergo.
Lucharon contra la fiebre y la sangre, contra la infección y los vómitos.
Y vencieron también.
¡Si Lancel contase todo lo que recordaba de ellos! Eran héroes, eran héroes. Lo habían
sido al negarse a participar en la guerra y lo fueron en la batalla del Eje. ¡Ayudaron a
tantos!
Silvestre no dejó de ser el niño que defendía a su hermano con un palo.
–Gracias otra vez, Lancel. A Laura le encanta quedarse contigo.
–No hay problema, de todas formas sabes que detesto esos bailes.
Eva en la vieja casa de la torre, madura y bajita, bellísima, besó a su hija.
–Deja que tu hermano duerma, traste.
–Espero que dure poco, no tengo ganas de ir.
–Nunca tienes ganas de ir, Silvestre, pero luego hay que sacarte a rastras.
–¿Y dónde dices que es?
–En el Fulgor, creo.
–Pasadlo bien, es un edificio precioso. La obra maestra de Dozo.
–¡Cuídamelos bien, Lancel!–esa sonrisa valiente de Silvestre.
Sus espaldas. Se iban.
En el shock de los días siguientes, Lancel pensó que cuando has vivido tanto tiempo con
una persona no concibes la ausencia, esperas que en cualquier momento aparezca por la
puerta sonriendo y que todo sea una mala broma, te resistes a perder esa esperanza y a
veces es lo único que te mueve a hacer las cosas más rutinarias, más automáticas, que
de repente adquieren dimensiones nuevas e inquietantes y son como grandes monstruos
marrones hechos jirones, horribles espantapájaros en cada sillón, lenguas bífidas en la
chimenea y techos que caen sobre ti para aplastarte y ves con envidiable objetividad tu
carne haciendo crash y chof y el spliuk de la sangre y sus burbujitas pero resulta que
sigues ahí, vivo y azul, mirando a la esquina y recordando a todos los que se han ido
mientras una niña pelirroja llora.
Cerraron la puerta y el sonido tuvo algo de ominoso, algo de alegre.
Plas.
Lancel esperó y esperó a que volvieran a entrar.
Y mucho tiempo después deseó que no pudieran verlo.
Os he fallado y he dejado que vuestro hijo muera.
Soy viejo y estoy drogado y mi mente se mueve como una babosa y no pude hacer nada.
Laura está arrasada por la culpa.
Sentía tanta vergüenza.
La moraleja de esta historia, pensó, es que todo dura para siempre, desaparezca o no.
Y la gran tristeza es que hay tierras inexploradas de las que nadie regresa.
Estuvo en el frente antes de la Academia. Allí se acostumbró a tomar largas caladas de
hierbas alucinógenas. Rama de volcán, Niebla del este, Pacífica, todas machacadas y
apretadas en un molde pequeño de pipa. Picor en la garganta, humo saliendo entre los
labios y por la nariz, esa cosa que estaba dentro de ti pero no era tuya y desaparece y te
sientas, y te sientes.
Calmado.
En paz.
Pasaban los comerrocas matando a sus compañeros y Lancel lanzaba hechizo tras
hechizo. Tornados, huracanes, tempestades, plumas. Y reía. Vio cosas peores.
Altares homicidas que usaban los cuerpos de los caídos como marionetas.
Criaturas vestidas de rojo que aniquilaban con tres golpes.
Gatos negros. Cristales rotos. Mala suerte.
Pum, adiós.
Masas de agua flotando, sus luces deformadas iluminando a los combatientes.
Una breve historia de la crueldad. De la camaradería.
Ls lobos de Fausto corriendo como fantasmas hacia ellos.
Aquel volcán en Galena invocado por uno de los últimos magos del magma. El sofoco, los
gases.
Las puertas abiertas a otros planos. Lo que surgía de allí, garras y tentáculos y ojos
pavorosos y demonios, no, eso prefería olvidarlo.
La Plaga en todo su esplendor.
Grandes laderas llenas de tumbas blancas.
Campos de batalla de tierra gris y explosiones negras. El fervor.
La muerte haciendo horas extra.
Y veía a Dozo a veces, teniente general del imperio Vespa, y lo veía matar con elegancia
y precisión como un rayo, el terror púrpura. Y se sentía enfermo.
No duró ni un año.

Aún no le había crecido la barba y ya había viajado de punta a punta del mundo,
chapurreaba cinco idiomas y varios dialectos–con el tiempo llegaría a dominar decenas,
excepto el escurridizo netamiano–y comenzaba a trastear con hechicería y alquimia
avanzadas.
Sabía cómo destilar oro a partir de metal oxidado y cómo sintetizar tinta que sólo pudieran
leer los que él eligiera. Podía hacer de un día soleado una tormenta y de un hormiguero
un hoyo de casi cuatro metros de profundidad. Tenía cierta afinidad con la magia etérea y
ya había llamado a sus primeros diablillos, sentía los vientos, podía convocar a las
mareas.
Pero su auténtica pasión era la magia en sí.
De dónde surgía. Qué la formaba. ¿Por qué unos podían usarla y otros tenían que
conformarse con la vieja lengua, o ni eso? ¿Se acabaría? ¿Cómo algunos magos podían
retrasar la muerte gracias a ella? Resolvería sus dudas con el tiempo y, lo que es mejor,
nunca dejarían de manar más y más preguntas como ramificaciones vegetales o
neuronas siempre conectadas, siempre fluyendo.
Le fascinaba que estuviera enmarañada en la construcción misma de aquella realidad.
Como si un hacedor desconocido hubiera decidido que incluso las cosas más aburridas,
las más carentes de emoción o de espectacularidad tuvieran un sentido, una dirección, un
vínculo con el mundo, con el mundo debajo del mundo, con el río que discurre a través de
todo.
Como un reino viejo del que surge uno nuevo. Como una crisálida de la que brota un
insecto de colores y formas deslumbrantes.
La magia era el vínculo, la esperanza, la suerte. Veía en ella lo sagrado, mucho más que
Elohim, mucho más que aquellos dioses extraños que veneraban en los bosques. Era
vida, respirar vida.
¡Sentía que tenía tanta suerte!
No comprendía la amargura de Dozo. Y no era que el mago de Aritania lo tratase mal o
fuera cruel de ninguna manera, no, de hecho era atento, ingenioso, dulce y un gran
profesor que se alegraba sinceramente de los progresos del joven Lancel. Pero tenía un
poso de tristeza que no comprendía, una nota temblorosa y melancólica.
A veces se levantaba por la noche y lo descubría lejos, no llorando ni nada parecido, sólo
mirando a las estrellas, o al lago, o a la jungla, jugueteando con un pequeño relámpago
en la mano, sumido en sus pensamientos.
Le preguntó a Dante sobre eso en una ocasión, una de las pocas veces al año que se
reunían los cuatro, y él le contestó que Dozo había tenido una vida complicada. No le
molestaba el secretismo, pero quería encontrar una forma, cualquier forma, de ayudar al
que era más su hermano que su maestro.
Incluso muchísimos años después, cuando los hermanos Zafiro eran conocidos en todo el
ancho mundo, a Dozo lo perseguían penosos pensamientos lóbregos y, por mucho que
corriera atravesando océanos y selvas, no era capaz de adelantarlos.

Allí estaba su otro hermano, su mentor, sobre los cadáveres de las brujas preparado para
el duelo.
Sólo existían los dos en aquel momento, como si Ergo fuera Laura y los contemplase
desde la distancia corazón en un puño, lágrimas asomando y la irrevocable conciencia de
la muerte, cuervo negro gritón, planeando a través del aire viciado.
Se estudiaron.
El suelo tembló, una pequeña réplica.
–Lancel...–comenzó Dozo con una voz distinta, una voz parecía a la de aquella tarde en
isla Serena, una voz verdadera. Fuera manipulaciones, fuera todas las barreras. Allí sólo
estaban un hombre y su asesino. Quién fuese cual no tenía importancia.
Empezó el halcón. Murmurando lentamente una canción antigua manipuló varias ráfagas
de viento para que se concentrasen en su mano.
Y las lanzó.
Incluso los cadáveres se movieron con las corrientes generadas hacia Dozo. Él las
deshizo y, dubitativo, lo miró.
Pero ya no estaba allí.
Un corte, carne cediendo.
Ocurrió en unos segundos. Había afilado en un santiamén su bastón y había atravesado
su hombro desde atrás. Ninguno perdió el tiempo. Dozo convocó al rayo que vivía dentro
de él e intentó electrocutar a Lancel, pero la madera lo impidió. Metiendo la mano en la
roca como si fuera arcilla, Lancel extrajo una piedra dura y golpeó dos veces a Dozo,
cabeza y espalda. El hombre se dobló y puso su palma en dirección al mago de la túnica
azul. Con magia cinética que manipula la gravedad lo repelió y Lancel voló violentamente
hacia el extremo opuesto a Laura.
Lancel corrió de vuelta y lo envolvieron las llamas como un meteoro. Las luces que
provocó fueron desoladoras.
Chocaron y forcejearon unos segundos. Chispas largas como lanzas.
Susurrando y dibujando en el aire con una mano libre, Dozo marcó las tres runas de Lilith
y luego otras cuatro más hasta formar un pequeño archipiélago de brillos breves que
temblaban con el viento.
De entre ellos surgió una inmensa pitón de piedra y trueno. Lancel retrocedió y Dozo se
subió a ella con agilidad, cabalgándola. Sus anillos eran rocas concéntricas y sus ojos
relámpagos. Crujía y giraba sobre decenas de articulaciones colosales y una nube de
polvo envolvió al mago azul.
Nunca desde la guerra o puede que desde la caída del Fulgor se había reunido tanta
magia ofensiva en un mismo lugar. Había algo triste en esos dos hechiceros luchando sin
ganas, algo como ver dos magníficas esculturas reducirse a polvo.
Lancel, fatigado, esquivó un envite en el que los colmillos de la sierpe destrozaron varios
de los cadáveres de las brujas. La sangre le manchó la túnica y manaba de las fauces del
engendro como saliva hidrofóbica y espesa.
Lancel la señaló, estirándose cuan largo era. Con voz alta y potente recitó a velocidad
endiablada un conjuro que sabía a manzanilla y ruina y astros y libros viejos y dijo:
–Cae.
Lo dijo como si la palabra contuviese el hecho y lo fuese al mismo tiempo, como si la
hubiera aislado del tiempo y tuviera sentido absoluto.
Y la magia que sostenía a la pitón, claro, cayó, y Dozo se precipitó a una abundancia de
piedras afiladas. Un rayo que cegó a Laura. El estruendo, el sonido de ruptura. El olor a
magia, cobre y sueños ardiendo.
Dozo surgió con la mirada vacía del caos de roca humeante. Las piedras a su alrededor
estaban romas y suaves por el relámpago destructor que lo había salvado. Temblaba un
poco y cojeaba.
Era furia. Con las manos por delante, cegado y cegador, invocó dos larguísimas centellas
que erraron por poco el cuerpo de Lancel. La cicatriz de su ojo brillaba como una chispa
más.
Los zarcillos. El siseo.
Le humeaban las palmas.
–¡Soy el rayo!–gritó. El eco y el polvo flotando le daban el aspecto de un fantasma
rabioso–¡Soy la mano de la tempestad! ¡Soy el rey en Ergo! ¡No me subestimes, aprendiz,
huye y no vuelvas!
Lancel permaneció en pie mirándolo en la oscuridad terrible.
–Mataste a un niño. Le robaste el cuerpo a un niño.
Lo musitó porque no quería creerlo.
Decenas de pequeñas bolas blancas, rutilantes como estrellas, salieron de sus dedos e
implosionaron cerca de Dozo, que casi no tuvo tiempo de levantar sus escudos.
El terror púrpura lloraba. Dos lágrimas recorrieron el cerco arrugado de sus ojos y le
humedecieron la barba gris.
–Lancel...
Estaban lejos. El tío de Laura levantó la vista a la noche estrellada y vio la corona, los
horribles relámpagos fruto de una magia oscura, y decidió.
¿Cómo se muere después de tanto tiempo?
–Has sido muy prudente. Cuánto miedo tienes.
Se fijó en que Laura se había marchado. Menos mal. Menos mal. Así no tendría que ver
cómo se iba.
–Por favor, Lancel–no lo dijo, lo boqueó.
Él no dijo nada. Sobraría.
La tierra comenzó a moverse a su orden, a temblar, a resquebrajarse. Jadeaba. Estaba
realmente al límite, tantos años y tanto óxido en su magia que incluso tuvo que ayudarse
con la vieja lengua. ¡Ja, eso era gracioso, él usando palabras secas y ancianas, él, que
había movido mares con un pensamiento!
Con los tentáculos de su mente que todo lo alcanzaba encontró semillas en la capa
superior del subsuelo. Bien, no podría excavar más hondo. Les dio vida, las arrulló, las
mimó. Un último homenaje a las brujas, seguro que si Ágata volvía sabría que había sido
él. Plantas buscando venganza.
Laura y Alicia tenían que estar a salvo, sólo eso, así que hizo que las fenomenales
espinas que había transmutado tapiaran los muros y cercaran a Dozo. Eran gruesas, de
pinchos recios y tonalidades ocres. Apenas podía ver ya, no con sus ojos. Se le nublaba
la vista y la oscuridad no ayudaba.
¿A eso se habían visto reducidos, a meras figuras danzando en las sombras, jugueteando
con habilidades que los excedían? Se preguntó desde cuándo estaba condenado el
mundo, y cuándo y quién había decidido su destino. Porque no quería morir allí, no.
Quería vivir hasta ver a Alicia convertida en una hechicera grandiosa y a Laura en alguien
feliz. Quería desesperadamente darle la mano a Dozo y decirle te comprendo, te
comprendo mejor que nadie, maestro, hermano, y sé por qué luchas y lucharé contigo
incluso si eres cruel y malvado te seguiré a las puertas de los ocho infiernos y aún más
allá y perdonaré el exterminio y el encierro y la marginación y las noches silenciosas
mirando a la luna. ¿Por qué guardaste esas noches silenciosas sólo para ti? ¿Por qué no
compartiste la melancolía? ¿Por qué no pudiste decírmelo? ¿Fue mi culpa? ¿No confiaste
en mí?
Tú fuiste tanto, tanto. ¿Qué fui yo?
Le diría todo eso y lo abrazaría y caminarían juntos la senda de los malditos, todo como
debía ser, Lancel Zafiro y Dozo de Aritania juntos de nuevo contra lo que fuese.
Pero, por supuesto, no lo hizo. No podría. Porque los habría matado, estaba seguro,
aquella noche tan lejana en la mansión Caras. ¿A todos? Quizá dudara con él, puede que
incluso le perdonase la vida–quería su ayuda, su aprobación; eso Lancel lo sabía–, pero
Laura, Rex, Derrida, todos muertos y pudriéndose en aquel cementerio horrible donde ya
descansaban Eva y Silvestre.
No.
Sólo él podía detenerlo. Sólo con Lancel dudaría lo suficiente.
Las espinas rodearon a Dozo a toda velocidad creciendo como locas. Lo pincharon entre
sombras. Gritó.
Hacía demasiado tiempo que no convocaba a Omega. Sacó su lanza de fuego del
espacio entre planos en el que esperaba y avanzó hacia Dozo. Las espinas seguían
creciendo y él sajaba intentando cortarlas. Lancel se detuvo frente a aquel envoltorio que
rotaba y sangraba savia verde. El fuego iluminaba su cara triste. Respiraba con fuerza y
se le escapó algún sollozo entrecortado.
Dozo.
Dozo.
Perdóname, Dozo.
Clavó la lanza con fuerza entre dos largos pinchos. Acertó. El fuego se expandió y todo se
iluminó poco a poco.
No quería verlo.
Se alejó un par de pasos, cansado.
Ya está hecho.
Raudo como un relámpago y con el abdomen herido y en llamas, Dozo salió de su
cubierta de espinas y atravesó el pecho de Lancel con un rayo afilado.
Lancel.
Lancel.
Dozo aullaba, pero los sonidos se apagaban. Golpeó el suelo terroso al caer. Los
cadáveres de las brujas lo miraban dándole la bienvenida. Se ahogaba. Algo en el
pulmón.
Estiró la mano hacia él, tocó su rostro. Arañando con toda la fuerza y la magia huidizas
que pudo reunir le arrancó un pedazo de oreja. Le cayó algo de sangre en la cara, pero ya
no la sintió. No podía parpadear. Los ojos se le llenaron de lágrimas involuntarias.
Se iba.
Laura dormía, agotada, en la torre de Lancel. De vez en cuando temblaba o susurraba
pesadillas queriendo conjurarlas.
El viejo halcón se acercó a la cama y oteó a la pequeña. Tenía grandes quemaduras en
los brazos que los potingues que le había aplicado curarían rápido. El pelo, corto y
chamuscado, aún olía a pollo frito. Su cara era dulce como una nana.
–Así que eres tú de la que tanto habla Laura, ¿eh?–musitó entre dientes.
Se despertó quién sabe por qué y sus labios temblaron, asustados.
–¡No, no! ¡Sssh!–Lancel había perdido práctica con los bebés–¡No llores, pequeña secuaz
de Fenrir! ¡Vas a despertar a Laura!
Los sollozos iban en aumento. Descubrió el mejunje de sus brazos. A Lancel no se le
ocurría nada. Metió la mano en el bolsillo buscando la pipa.
–¡Toma, toma!
Le pasó una regaliz larga y roja.
–Es para comer.
Alicia la mordisqueó. Con la boca llena de dulce las lágrimas se calmaron.
–Quedan pocas, así que cómelo despacio.
–Más, por favor.
Lancel dudó un momento, pero pronto la pequeña tuvo otras dos en las manos (y no
duraron mucho).
–Perdone, señor...
–Dime.
–¿Qué me va a pasar ahora? Laura me ha dicho que no puedo volver con la hermana
Flex.
–Hmm, no, cierto, no sería inteligente que volvieras allí–Lancel se mesó la larga barba
blanca y emitió un sonido grave, pensativo–. Nosotros te cuidaremos, no te preocupes–se
le dulcificó el tono sin pretenderlo–. Ahora duerme, enana. Mañana te espera toda una
aventura.
Murmurando que no quería dormir, Alicia cerró los ojos.
El hechicero se sintió profundamente conmovido. Pensó que quizá había un universo tras
los párpados de los soñadores, uno mejor, y se sintió como una antigua fotografía llena de
grano y fuera de foco, o un dibujo una vez perfecto garabateado.
Puede que el sueño, se dijo, sea la tabula rasa definitiva. Encarar el mundo de nuevo
como un niño. Volver a maravillarte. Adiós al pasado. Adiós a lo que crees saber. Adiós a
lo que esperas. Eres una hoja en blanco y todo lo que pudo suceder, lo que se pudo
evitar, las posibilidades: eso es tuyo y lo es otra vez, por completo, cada noche.

Años más tarde, en otro lugar más frío, el viejo halcón cerró los ojos.
Y antes de irse, soñó.
8
CARTA SALVAJE

Dozo se desmaterializó triste como agua que se evapora.


En su refugio subterráneo cayó, herido, sobre la larga mesa plateada, y todo lo que había
en ella voló, cristales rotos, pantallas amarillentas, bisturíes, probetas, todo por los aires y
al suelo rompiéndose, ¡crash!, en cien cachos cristalinos.
El tintineo, el silencio después.
Calma en la oscuridad, ecos de pasos temblorosos.
El sollozo.
Dozo no podía parar los gemidos, la boca abierta engullendo sombras, saliva, gota, gota,
gota, sonidos constantes y graves, húmedos.
La forma del cuerno se fue dibujando poco a poco entre las tinieblas. Lo acarició y dejó un
rastro carmesí en su ondulado relieve.
Señalado por la desgracia, mil veces maldito, todo lo que tocaba condenado.
Se abrazó a sí mismo y se manchó las manos con la sangre expansiva. Se recostó sobre
el camastro duro y aún después de curarse no encendió ninguna luz. Pasó horas mirando
hacia el cielo aunque, por supuesto, no había cielo. Sólo roca y penumbra.

En la superficie de la ciudad todo continuaba como comenzó: con Laura huyendo del
horror.
Cargaba a Alicia. La notaba apretada contra su espalda mientras las calles pasaban
borrosas.
Se fijaba en lo más insólito.
Cascotes con forma de puente.
Vidrios como brazos, verticales, resquebrajados.
El aire que pinchaba tóxico, tétrico, tramposo.
Un niño con ojos salvajes columpiándose entre los restos de las vigas.
El color azul de la corona, las chispas acariciando el palacio monstruoso y sombrío de
Saga allá a lo lejos.
Lo alto parecía mucho más alto, lo pequeño diminuto.
Sentía los muslos pesados y la sangre palpitando.
Era consciente de que Rex, Derrida y Yu intentaban mantener su ritmo.
No hablaban. Ni una sílaba.
Sh.
No pudo verlo. Cuando Dozo le gritó a su aprendiz que huyese y no volviera, Laura se dio
la vuelta.
–Fuera de aquí.
Luego oyó al mago púrpura aullar y supo que Lancel ya no estaba.
Ya no estaría.
Se permitió pensar en ellos.
Ágata. Las arrugas de la bruja, los pequeños pelos de su cara.
Lancel. El olor a hogar y su gesto protector de pájaro viejo.
Había asumido que allí seguirían mucho después de que ella se marchase. Criaturas de
hechicería y mundos secretos, de pasado místico.
Ahora su tío estaba muerto. Su abuela, quién sabe. Fuera de Ergo.
Doblada y jadeando, Laura se detuvo. Aún no habían salido del barrio de las brujas.
No la pararon los pensamientos sobre los perdidos o arrebatados. La paró un esqueleto
cubierto de costras de sangre seca y su león.
Destrozaban a golpes la que había sido la casa de Juana, hogar de especies excéntricas
y cariñosas. Apenas estaban iluminados por la corona y parecían viajeros de una
pesadilla. El pavimento destrozado, cadáveres de hogares alrededor como siniestros
rostros gigantes.
–No–dijo–. No. No puedes ser tú.
Sus largos dedos acariciaban al esqueleto leonino. Se movía con piernas como palillos
hechas de hilos de músculo. Los ojos, abismos, las formas que aún quedaban de su
antiguo cuerpo, pavorosas, y lo peor eran aquellos labios abiertos ya con hongos y
gusanos diminutos. Hilos de carne. Un agujero podrido.
El león avanzó despacio.
La momia intentó hablar y fue lo más lastimero que Laura había oído. Un encadenamiento
de emes y erres balbuceadas con el aliño de la tensión muscular, de la incapacidad
evidente.
–No mires, Alicia.
Rex sacó de su cinturón una pequeña navaja, no tenía más. Derrida levantó las manos y
Yu hizo lo propio, ambos en una posición semejante a la de una marioneta; la séptima
postura de combate, la del desconocido.
Se contemplaron.
Crecía la crispación en los rostros muertos. Se olía la locura expandiéndose.
Pequeñas falanges arrastrándose en el suelo, despacio.
La momia roja extendió las manos quién sabe por qué.
Así de fácil, el león saltó primero y cayó sobre Laura. Alicia salió rodando.
Los dientes sobre su cara, oh, casi podía presentirlos destrozándola, devorando cabello
pelirrojo y cerebro machacado. ¿A qué estómago iría su carne?
La momia, con agilidad imposible, estaba agachada e intentaba agarrarse a sus piernas.
Forcejeó. Intuyó más que vio las luces y los colores difíciles de los hechizos de Yu y
Derrida.
Todo acaba rápido, pensó. En cualquier momento dejará de doler. En cualquier momento
voy a morir.
Tembló bajo el león esquelético. La momia había arañado profundamente sus piernas y
hasta su vientre. Hedía a lucha, a sudor, a chirrido.
Oyó a Alicia llamarla a gritos. Se dijo que tenía que hacer algo, lo que fuera. Se agitó y los
amarillentos dientes del animal se le clavaron en la palma, su propia sangre cayendo en
sus ojos y por un momento los encantamientos y sus luces le mostraron estrellas
desconocidas entre marcas escarlata.
‘Tened piedad, por favor’.
Piedad.
¿Por qué aún esperaba piedad? ¿Acaso la ciudad había sido piadosa alguna vez?
Golpeó con su rodilla el maxilar de la gran bestia y no sirvió para nada.
Se le iba la cabeza y era una caída sin fin, como si el suelo girase con ella hacia el
abismo. Los sonidos, amortiguados, rebotaban en Laura Zafiro. Pinchazos, tirones en las
piernas. El dolor la embotó y sus manos, firmemente aferradas a los dientes de la criatura,
cedieron de golpe.
La salvó la sorpresa.
El animal muerto mordió malvado el aire y sus ojos vacíos miraron a la cara de Laura
mientras el rabioso esqueleto desollaba sus piernas.
Una detonación y un silbido.
Sobre ella se astilló el cráneo del león mientras el impacto lo movía lo suficiente para que
Laura se deslizase gimiendo sobre su propia sangre. Un brillo metálico al revés tras ella.
Otra bomba allí, en algún lugar encima de su cabeza.
Esta vez el cráneo se partió en dos y una parte cayó inerte al suelo, cóncava y crujiente.
Si antes habían parecido estáticos quizá había sido por la emoción; ambos esqueletos
eran la perfecta imitación de dos panteras flexibles y peligrosas alzándose en la ciudad
negra. Como serpientes, sisearon hacia Laura.
El tercer disparo golpeó a la que había sido anciana y la elevó guiada por su rostro
vapuleado. El cuarto breve fogonazo de luz mostró la imagen pavorosa de dos criaturas
nocturnas saltando sobre los restos del barrio de las brujas ágiles, airadas, atormentadas.
Mientras, al otro lado del rifle, Cobra Kao y al menos una veintena de hombres y mujeres
con gastados uniformes verdosos las desafiaban asustados pero firmes.
Los pasos se alejaron y ellos respiraron tensos, esperanzados.
Cuando quedó claro que se habían marchado, tal vez a llorar lágrimas inexistentes en
algún lugar al que la luz no alcanzase, Derrida y Rex alzaron a Laura y comprobaron sus
piernas.
En algunos lugares se veía hueso, menuda ironía, y la recia tela de los pantalones
destrozados se confundía con la carne. Laura se apoyó, cayó sobre ellos, mareada. Las
luces daban vueltas y los orifalcos calafateaban las lúnidas de sus arácnidos. Se forzó a
centrarse.
–¿Quiénes eran?–preguntó Rex mientras Derrida escupía un cántico como tambores
relajantes. Las heridas se cerraban, burbujas que la completaban de nuevo. Alicia se
apoyó en su espalda y ella la acarició dejando un rastro sanguinolento en el delicado pelo
rubio.
–La vieja de la biblioteca. Esta me la merecía, creo–unos segundos después, cuando vio
que podía caminar de nuevo, apartó con un gesto amable a Rex y a Derrida y miró a CK y
a los suyos–. ¿Y vosotros quiénes sois?
Se acercó. Repasaban el terreno con gran disciplina y se apostaban en lugares
estratégicos formando una barrera perfecta. Si las miradas matasen Rex habría
desmembrado y desintegrado a Cobra.
–Somos el ejército de Ergo–CK lo dijo con orgullo y sus compañeros asintieron. Parco,
giró su cabeza de gran perro hacia ellos, casi olisqueándolos–¿Estáis bien?
–¿Has ascendido? Bonita arma.
–De las arcas de Saga. En teoría no hay magia capaz de pararla.
Se puso a su altura, ligeramente más baja que él, y le tocó el brazo despacio. CK,
inquieto pero complacido, sonrió. Laura no.
Inesperada como un beso fatal, le asestó un doloroso rodillazo en la entrepierna, oficial al
suelo, y, cogiendo el rifle plateado, apuntó a su rostro. CK enrollado en la gabardina sobre
un charco, asustado pero comprendiendo. Sus aliados, compañeros, lo que fuera,
rodearon a Rex, Derrida, Yu y Alicia y gritaron que Laura dejase el arma, que se apartase
de Cobra, pero ella no se movió un centímetro con el labio abrupto en una expresión
forastera de determinación.
–¡No le disparéis! ¡No la toquéis!
Una papada había temblado ahí. Con la barba recortada y la mirada limpia parecía otro, el
rostro no era tan anguloso y el gesto, desde luego, brillaba ahora mucho más digno. Algo
más tierno.
–Haz lo que merezca–dijo–. Estoy en paz.
–Cállate. Debería hacerlo. Quizá lo haga.
Los chillidos se redoblaron. Pasó el extremo del arma por el cuello de Cobra Kao y la dejó
bajó su mentón.
Rex, Yu y Derrida le hablaban, pero ella no escuchaba. ¿Piedad?
–¿Sabéis lo que me hizo el gran comandante?–preguntó, más para aquel ejército
improvisado que para sus amigos–Me persiguió.
Lo miraba a él, directo a los ojos como cuchillas.
–Me acosó. Me hizo la vida imposible. Me encerró.
Ja, cómo habían cambiado. Qué poco se lo habría imaginado. Apenas le tembló la voz, la
adrenalina aún le serpenteaba por las venas.
–Acabo de perder a mi abuela y a mi tío, Cobra, ¿lo sabías?
–Sí. Llegamos un poco después de que Lancel...
–Vale. Comprende que llevo un día duro. Pensaba estar lejos de aquí a estas alturas,
cariño. En lugar de eso estoy a punto de rematar a un gusano.
–¡Mamá!
Se giró y Alicia la miraba lagrimeando, los ojos enrojecidos. Le sonrió, la calmó. Recordó
de pronto lo que le esperaba sin Lancel para controlar su cambio. Y perdió el aliento. Era
la primera vez que la llamaba mamá.
–Dime una cosa, CK–el batiburrillo a su alrededor crecía, su dedo danzaba sobre el
gatillo. Susurró, íntima–. ¿Murió solo?
–El mago púrpura estaba allí.
Sudaban. Respiraban con intensidad. Se agachó y lo examinó de cerca, aún con el rifle
apuntando, metal vivo. Habló sólo para ellos dos.
–Viniste a mí en esa celda, ¿verdad?–él se estremeció–.Yo no olvido, Cobra. Nunca
olvido.
Dejó el arma en el suelo y pronto la redujeron hasta que quedó de rodillas. Abrió las
manos y dejó caer los cartuchos.
–No estaba cargada de todas formas, pero merecías pasar algo de miedo. Gracias.
Con la insistencia de un CK que le había visto las orejas al lobo–aunque no lo
reconocería–, incluso Rex pudo caminar sin ser esposado hasta el campamento del
ejército en Ergo. Laura pensaba en la recámara vacía y en que quizá eso era ella. Un
envoltorio agresivo que se había quedado sin munición.

Ejército. Sería más preciso decir comando, resistencia, pero así se nombraban a sí
mismos en las duchas miserables, en sus cabezas, en las pocas órdenes escritas. El
coronel Pardo nunca conoció una guerra y la ansiaba.
Ansiaba los campamentos y la amistad bajo fuego enemigo y los tuvo.
Ansiaba una ciudad destruida, lo hizo siempre, miraba en su juventud aquella Ergo
próspera de magos y sorpresas y la veía tan cotidianamente incomprensible que la
deseaba muerta. Aniquilada. Y él, el héroe que los salvaría a todos.
Un gran edificio cuadrado del barrio de los alquimistas, grande como una calle, le sirvió de
base. Lo robó en cuanto el Fulgor cayó. Sabía dónde encontrar camastros y uniformes,
armas oxidadas y palas. Él mismo apartó los escombros y organizó torretas y alambradas.
El lugar se convirtió en una fortaleza. Y en el interior, tiendas y tiendas desteñidas por la
lluvia.
Los reunió uno a uno. Los observaba, viejo y animal como era, y los medía.
Después les decía:
Ergo cae.
Defiéndela.
Álzate contra quien no te escucha y contra a los que no les importas.
Sé el pilar, sé la amenaza.
CK fue difícil. Tuvo que esperar a que lo perdiera todo.
Lo descubrió en su antigua casa, deshidratado, catatónico, con las pupilas clavadas en la
pared. Estaba tan delgado que más que un hombre parecía un insecto. Daba asco y veía
en el espejo resquebrajado grima y repulsión y arcadas aburridas. Había llegado a
extremos impensables para que su exterior reflejase las olas de odio que lo erosionaban.
Pardo, el hombre fuera del tiempo cuya hora había llegado, lo tocó con cariño. Lo abrazó
como un padre. Ayúdame a vencer la única batalla que nos queda.
Cobra pasó por el gran portón de metales cobrizos que repelían la magia y se presentó
ante Pardo con tensión amarilla de alegría.
–Traigo a Zafiro y a los suyos–le dijo en su tienda, tan pequeña como la de cualquiera.
–¿Era el mago púrpura?
Cobra asintió.
Sin ceremonias, los llamó. Algunos miembros del ejército aún los vigilaban ceñudos.
–Hemos tenido avistamientos, pruebas. Nunca testigos. Sois los primeros.
No los miró a los ojos. No eran sujetos. Eran piezas en su guerra. Eran los que revelarían
a su enemigo. Andaba errático, siniestro, por la tienda. La noche era oscura y la corona
sonreía allá arriba.
–Siempre fuimos los primeros–Laura lo dijo con rabia. El resto permanecían tras ella–.
Pero no me creísteis, ¿verdad, cariño?
Pardo, altísimo, parpadeó perplejo. Laura embalada.
–Te voy a decir lo que haremos. No me interesa la historia de mierda que tengas con este
ejército tuyo. Las conozco, son iguales y me han importado todas lo mismo: demasiado.
Así que ahora nos vas a dar una tienda, cariño. Nos vas a dejar descansar toda la noche.
¿Quieres nuestra lealtad, nuestra ayuda, información sobre Dozo? Es tuya. Lo que
quieras. Te la juro y te la perjuro. Meses en el campamento, lo que sea. Pero hoy no. Hoy
déjanos en paz.
Gruñó un asentimiento. A su pesar, estaba impresionado por los ojos fieros de Laura.
Salió sin más cogiendo a Alicia de la mano y siguió a un CK casi divertido.
Pardo quedó allí, cejas alzadas y sintiéndose de pronto triste, como si tras la antigua
detective quedara un rastro de desconsuelo.
Rex le susurró mientras avanzaban en un camino de tierra pisoteada.
–¿Es verdad? ¿Piensas quedarte aquí?
Lo miró, helada.
–No.
–¡Lo has jurado!–Rex enmudeció como si no creyera la mentira.
Habló bajo con la mirada fija en la espalda de Cobra
–Ya, ¿y?–tras una pausa, añadió–Nos vamos mañana.
Y pareció un algo más dolida, un poco más desencantada, un tanto menos brillante.

CK se paró en medio del camino, considerando algo, e indicó a Laura que lo siguiera. Por
un momento pareció que iba a decirle que dejase a Alicia, pero lo pensó mejor.
Laura miró a sus compañeros, al ceñudo Rex, a la frágil Derrida, al pequeño y grave Yu, y
quién sabe por qué, se detuvo en este último. El hombre del oeste miró hacia abajo y ella
supo que se iba, así de simple, quizá con algún encantamiento de urgencia en el bolsillo
de la túnica lila. Se entendieron y se calmaron, siendo bálsamo el uno para el otro.
Y Laura y Alicia se dieron la vuelta.
Cuando se encontraron de nuevo con Yu, llovía a mares y la ciudad había cambiado.

El campamento era más grande de lo que parecía, como un laberinto de tiendas verdosas
resistiendo frente a la corona. En una de ellas, aquella con dos guardias armados con
extrañas pistolas de cuello alargado, se detuvo CK.
Pasó.
Laura y una Alicia silenciosa lo siguieron.
Tristeza marina. Eso fue lo que pensó la pequeña. El leve tono azulado que se filtraba por
la tela, las sombras indefinidas, la tienda ondeando con el viento escaso, el olor a sal y a
medicina. Los restos de un naufragio.
Vera estaba tumbada, una bella durmiente en un camastro al fondo. Laura se acercó con
cuidado y CK permaneció respetuoso en la entrada.
Estaba destrozada. Heridas como cráteres en su rostro delicado. Dormida, seguramente
ahogándose en algún sueño inducido por la magia de las palabras. No tenía apenas pelo,
sólo quedaban jirones. La cubría una solitaria manta pesada.
Irreductible.
La piedad encarnada. O quizá la suerte.
Una iglesia en ruinas.
Viva.
Viva, estaba viva.
Laura se arrodilló y apoyó la cabeza en su hombro y, casi sin darse cuenta, derramó la
primera lágrima desde el Samaín. Sólo una, un barquito navegando ríos embarrados.
–¿La están curando?–preguntó.
–Sí–CK contestó, la voz ligera, suave y lenta–. Tuvieron que emplearse a fondo. Cuando
la encontramos, bueno, estaba fatal.
Apenas quedaba nada de su amiga, nada más que el cascarón, lo más básico, la vuelta al
principio.
Sabía que su esperanza no era vana.
Sabía, muy dentro, que algo bueno tenía que pasar esa noche.
Vapuleada y cansada, Laura Zafiro casi logró olvidarse del barrio de las brujas y la
destrucción y la muerte entre la niebla. Oh Vera viva.
–Gracias por no decírmelo ahí fuera. Habría sido demasiado.
–Lo imaginé.
–¿Cuidarás de ella?–preguntó, levantándose.
–Yo... Claro. Claro.
La extrañeza de unos roles extraños para dos extrañas personas cambiadas.
–Vamos, Alicia. Tenemos que ir a nuestra tienda.
–Adiós, Vera.
Alicia la besó en la mejilla.
Vera no despertó hasta mucho después de que la tormenta cayese sobre la ciudad
maldita. Pero dio esperanza a Laura. Como un tímido rayo de sol entre el cielo nublado, le
dio fuerza. Le dio voluntad.
Y pensó que tendría un favor más que pedirle a Barranco cuando bajase a la segunda
ciudad, decidida contra todos los vientos y todas las mareas a escupir sobre Ergo, a
pisotear Ergo, a humillar a Ergo con su victoria, a huir de Ergo de una vez y para siempre.
En aquel momento breve en la cama dura de su amiga supo que dejaría atrás a la ciudad
como ellos habían quedado atrás. Supo que por crear aquel sitio monstruoso estaban
malditos, y la lobreguez del sentimiento, y la amargura de la aceptación, y el valor
incontenible y la rabia, sobre todo la rabia, y el amor que latía y dolía.
Alicia iba invisible a su lado, por una vez anónima. Nadie lo sabría, pero su desolación
llenaba universos, y sólo permanecía fuerte sostenida en el pensamiento de que si ella no
lloraba y no se derrumbada y no se dejaba arrastrar por el dolor, Laura tampoco caería.
La pequeña no conocía peor sentimiento que el desamparo indefinible de ver llorar a su
madre.

Una conversación a oscuras en la tienda, entre susurros.


–Laura.
–¿Rex?
–¿Quieres hablar?
–No, no quiero hablar. No puedo.
–De acuerdo.
Silencio. Aún más bajo.
–Tengo algo para ti.
Ruido de hojas secas. Rex las sostenía con su única mano.
–Prólogo a la tormenta que viene. Lo escribí antes de dejar el barrio.
–Gracias. De verdad, gracias.
Un silencio largo después del crujido de las hojas desapareciendo en la chaqueta gruesa.
–Laura, háblame, por favor. No sé lo que te está pasando.
–No lo sé ni yo, Rex. No me entiendo. Si te sirve.
–Lo siento mucho.
Un beso distraído.
–Ya lo sé. Ya lo sé.
Silencios como uvas amontonándose hasta caer.
–Voy a dar un paseo. A aclararme.
–¿Quieres que vaya contigo?
–No, no. Quédate. Descansa. Sólo un momento.
Se vistió apenas y se calzó. No podría estar un segundo más en aquella tienda. No
soportaba la compasión de Rex. Ni su mirada fija en la oscuridad preguntándose cuándo
se quebraría.

CK en silencio, y sobre él la corona en una roca plana que servía de plaza para los
soldados de Pardo.
No pensaba en nada. Oía los gritos de alegría de Dami y Darli en su tienda y era, por un
momento, olvidado el crepúsculo, feliz.
Laura se le acercó desde atrás y se sentó a su lado. Hacía frío y olía a tiempos mejores
perdidos.
–Eh. Supongo que lo siento por el rifle. No ha sido el mejor día de mi vida.
–No, no, claro–pausa, duda–. Te lo estás tomando demasiado... bien, ¿no?
Laura sonrió. Cobra con tacto. Ahora sí lo había visto todo.
–¿Quieres un secreto?–se abrazó las piernas, fragmentaria, pedacitos de personalidad
que dolerían al recomponerse–No me lo estoy tomando. No dejo de pensar en que es
como cuando te golpean, tardas unos segundos en reaccionar, estás tonta. Lo mismo.
Ahora quiero hablar, me siento hiperactiva. Tengo ganas de saltar y de correr. Aunque no
debería recién curada. No sé, me siento rara. Debería llorar, supongo, y no creas que no
tengo ganas. Pero no me sale. Tengo miedo de dormir. Pesadillas. Y todos me tratan
como si fuera de cristal. ¿Desde cuándo soy tan frágil? No me siento frágil. Intento evitar
pensar en ellos. Y creía que Vera estaba muerta. Gracias por eso.
No dijo que tenía otro objetivo en mente. Que tenía que huir. Ya. Que no podía permitirse
pensar en nada más. Que antes de su dolor estaba una niña rubia. Su niña rubia, mucho
más suya que esa sensación desgarradora que sonreía desde la base de su estómago
susurrando estoy aquí soy la comemundos y la revientagigantes y pronto devoraré todo.
CK miraba a intervalos a la corona y a Laura.
Había un extraño lazo entre ellos. Quizá, siendo dos lineas paralelas recién descubiertas,
se habían girado en su rumbo y saludado con fraternidad.
En su tienda, allá a la derecha, dos niños se peleaban riendo con almohadas demasiado
grandes para ellos.
–¿Quiénes son?
–Dami y Darli. Dos huérfanos. Ya no.
Laura rió.
–Vaya, vaya.
–Somos, sí, ríete, pero somos más parecidos de lo que parece, Laura Zafiro. Por mucho
que me joda.
–Ojalá seas mejor padre que orador, querido.
–Padre. Eso es una palabra muy fuerte.
Se quedó mirándolos un momento. Conversaciones que sólo pueden darse de noche.
–Zafiro, lo siento. Por todo.
–Voy a empezar a pensar que el Cobra que yo conocía tenía un hermano gemelo.
–No, no, necesito... necesito decírtelo. Ahora veo las cosas desde otra perspectiva. Fui
desconsiderado. Me cegué con cosas con las que no debería haber... Estaba muy
confundido entonces. Esta ciudad nos arruina.
–Como disculpa es una mierda, pero gracias. No te perdono–lo dijo con severidad–.
Tienes mucho camino que recorrer. No creas que vamos a ser amigos de repente. Pero lo
aprecio.
–No me caes bien, Zafiro. No quiero ser tu amigo. Pero hacemos lo que debemos, tú
incluida, debería haberlo entendido.
Laura sonrió, apretó su hombro y se levantó para marcharse. Se dio la vuelta antes de
hacerlo.
–Mejor no hables con Rex. Creo que él no sacaría los cartuchos, no sé si me entiendes.
Asintió, cansado.
Laura no reconocía ninguno de los gestos, de las actitudes de aquel hombre. Diferentes
aristas del mismo diamante, quizá. No pudo evitar la pregunta.
–¿Entonces de qué vas, Cobra Kao? ¿Te estás redimiendo o algo así? ¿Quieres ser otra
persona?–una sonrisa pícara, estertores fútiles de una Laura muerta y enterrada–
¿Quieres meterte en mi cama?
–No. ¡No! Tenía que hacerlo, nada más. Es... lo justo.
–Cariño, la justicia es algo que nos inventamos para hacer más llevadera esta mierda,
pero aquí no existe.
Tenía un deje de desencanto, de rabia. Cobra la saludó con una inclinación brevísima de
cabeza y se marchó hacia su tienda. Laura lo vio coger a uno los pequeños en brazos,
como plumas. Se fijó en lo delgados que estaban, palitos morenos. Suspiró y volvió sobre
sus pasos, queriendo encontrarse a Rex dormido o puede que esperándola.
Nada de eso.

La tierra bajo ella era de pronto fría y asquerosa. Embarrada.


Alicia y Derrida estaban sobre su camastro y, antes de que entrase, extrañada, le hicieron
gestos de urgencia. La pequeña sobre todo, movía sus ojitos claros en todas direcciones.
Laura se dio más prisa.
Y cuando pasó la puerta de lona cayó tras ella con un sonido afilado. Además de la luz
azul de la corona sólo una lámpara de aceite en medio de la habitación los iluminaba a
todos. Derrida y Alicia estaban la cama y Rex sentado en el suelo a su izquierda con un
corte superficial en la cara.
Aromas ominosos a pino y metal, y a libros esparcidos y sílfides grasientas gordas y
viscosas, y a sonrisa estirada hasta el límite y el aire crepitaba de peligro.
En el otro extremo de la tienda Vincel la miraba con inocencia sentado en el baúl metálico.
Y Niv a su lado encogida sobre sí misma.
Vincel sostenía su fardo alargado. Sonreía. El mismo pelo canoso, los mismos ojos
peligrosos, pero algo más. Quizá la postura o el gesto, tan diferentes de los de antes. Más
rotundos. Más profundos. Era el amarillo saturado de sus iris sobre las arrugas, los labios
fruncidos, ese colmillo que asomaba: todo aquello lo definía.
¿Qué pasado para qué presente?
Las nuevas dimensiones humanas, planos secantes cambiantes.
–No os creeríais lo que he trabajado para llegar a esta conversación–abrió él. Su voz
transmitía picos e instrumentos de cuerda.
Derrida aún no se lo creía. Temblaba.
–¿Vincel?
Él la ignoró por completo.
–Laura, abre el fardo.
La pelirroja, con gesto adusto, lo hizo. Piernas tensas, desafiante. Mantuvo la mirada fija
en Alicia, que hacía esfuerzos descomunales por no llorar.
–¡Espera, Laura!–Rex esta vez. Impaciencia, urgencia, impotencia.
–No es que tengamos muchas más opciones.
Mientras lo desenvolvía, Vincel tamborileaba con sus dedos encima del baúl.
Emocionado, sonreía más y más conforme pasaban los segundos.
–Me daba respeto en el bosque. Un aura de autoridad. Los bandidos creían que era un
arma para acabar con Saga. Y lo es, en cierto modo.
–¿Qué has hecho con ellos?–Derrida se esforzaba en hallar una salida. La voluntad de
Vincel lo inundaba todo.
–Oh, los bandidos siguen ahí. Son más divertidos vivos. No saben ni que nos hemos ido.
¡Estoy emocionado, date prisita, venga, venga! No os creáis especiales ni penséis que
sois estúpidos–dijo dirigiéndose a Niv–. Engaño, trampeo, me deslizo. Es lo que hago. Y
llevo mucho tiempo haciéndolo. Una vez vendí estiércol a la reina pantera. Los dioses aún
hollaban la tierra.
La forma alargada era falsa, tela montada sobre tela. Sólo el núcleo central, sólido,
parecía contener algo.
Algo, algo, se retira aquella especie de venda ocre, algo suave,
algo blando,
algo con uñas,
algo con dedos,
algo cercenado.
Una mano incorrupta con una cicatriz en la palma. La mano de Rex.
Y miraron a Vincel y él abrió la boca, la mandíbula se desencajó y una lengua larga y roja
salió de aquella caverna antigua a la vez que dos astas surgían de algún lugar de su
nuca. El ambiente se oscureció, la llama temblaba y su luz se retiraba y el viento, perro
asustado, gruñía ante los ojos como remolinos de Luque del norte, mutamorfo, maestro
del engaño en Ergo y más allá.
Sonó en todas partes y en ninguna su voz, una voz vieja.
–Vincel del Fresno. Alguien como yo tiene que tener muchos nombres. Os diré un secreto
en este día tan especial: todos somos yo.
Estiró las palmas mientras sus atributos se retiraban, la lengua volviendo antinatural a su
lugar entre los colmillos y las astas bajando. Como un zahorí sus brazos se movían
leyendo el aire.
Ellos balbuceaban y se asustaban de mil maneras. Laura apretaba la mano de Rex contra
su pecho. El pavoroso mundo antiguo. Modos de la catástrofe.
Alicia gritó algo de pronto. Inesperada y fugaz. La lengua vieja se paseó fiera por sus
labios y de su mano surgieron llamas en forma de garra. Golpeó con ellas a Luque.
Contuvieron, todos, la respiración.
Por supuesto, aquel ser inefable las deshizo con apenas medio gesto divertido.
Como ver a un gatito revolviéndose.
Alicia, respirando con fiereza, enseñó los dientes. Luque la pasó por alto.
–Mira tú qué raro. Tanta gente que se preocupa por el futuro incluso cuando no lo hay, y a
mí me cuesta encontrar el pasado. Es un problema de la videncia, ¿sabéis? La memoria
funciona hacia delante, hacia todos los delante posibles y lo que hay detrás está bajo un
velo, difuso, escondido. Como el porvenir para vosotros, está hecho de deducciones, de
coherencia, de repetición. Es más nebuloso. No me quiero imaginar lo que le sucedería a
alguien humano. Pero estáis asustados, respirad. Tranquilos, no voy a haceros daño.
Lancel debería haber matado a Dozo. Todo sería mucho más fácil.
Acarició el pelo de Niv y ella se estremeció. Gimió de placer y miedo. Su expresión era
lasciva y sumisa de una manera tóxica, terrible. Derrida la miraba arrasada.
–¿Manipulas el futuro?
–Laura Zafiro, tu reputación te sobrevalora.
–¿Podrías haber salvado a Lancel?
–Sí, claro.
–Has dejado que muriese.
La contempló más frío que el frío y aún mucho más.
–¿Y?
Laura muda. Laura sorda y ciega ante todo. Laura incapaz de defender a su hija de tantas
amenazas innombrables.
–Es una habilidad exigente. Cuántas veces estaréis vivos gracias a mí, ni siquiera lo he
contado. Por los cuatro espíritus de la vieja Cátedra, soy incapaz de contenerme, ¡mirad
qué alegría! ¿Quieres una ofrenda, Zafiro, te sientes ultrajada? Te la daré, ya que estoy
magnánimo, como si fueras una de las antiguas criaturas. Lora, la ermitaña, ¿o era la
desértica? No lo recuerdo. Ella te dijo que morirías cuando sonara dos veces y el cristal
resistiera–Laura quería gritar y correr–. Por mucho que modifique lo que viene nada
cambiará ese hecho. Tu muerte está ligada a los sonidos y al cristal en todos los futuros.
Es extraño, muy extraño, un acontecimiento fijo que no cambia pase lo que pase. Justo al
contrario que tú, ¿verdad? No haces más que cambiar.
Rex intervino.
–¿Qué quieres, Luque? Mátanos o vete de aquí, pero no hurgues en nuestras heridas.
Laura estaba aterrorizada. No se podía respirar en la tienda, la vista se llenaba de
pequeñas manchas de luz. Y Vincel, Luque, seguía moviendo las manos con los ojos
cerrados, palpando el tiempo mismo.
–¿Mataros?–río franco y fuerte– ¡Vengo a ofreceros una salida! Monologo, pero sé que
me escucháis. Mientras hablo los futuros se desenredan y mutan, deberíais verlos,
cientos de nuevas posibilidades que surgen y mundos que mueren con cada sílaba, con
cada gesto mío. No hay mayor poder. No hay mayor gozo. Esa mano os llevará a todos e
incluso a algunos más fuera de aquí. Supongo que Rex habrá reconocido a su vieja
amiga.
–¿Cuál es el precio?–Rex llevaba ahora la conversación. Laura estaba bloqueada,
paralizada, anestesiada.
–Porque siempre hay un precio, ¿verdad? Sí, Rex. Tratos, tratos, tratos... El precio es–
pareció pensarlo, pero no lo necesitaba–Alicia. Si sale con vosotros morirá y yo puedo
cuidarla. Me aseguraré de que crezca como una gran maga. Le daré reinos y poder
ilimitado si lo quiere. Verá a la reina del río suicida, el desierto azul, las antiguas criaturas
despertando de nuevo. Te prometo que no le faltará de nada jamás.
Laura susurró con fuerza titánica.
–No.
–Ni se te ocurra–Rex y Derrida contorsionaron sus caras en una mueca de asco.
–Mamá...
–Piénsalo, ¿por qué quieres a Alicia?–Luque ayudaba, dulce y esponjoso–¿No crees que
estás demasiado dispuesta a sacrificarla por tu amor enfermizo, Laura? ¿Hasta dónde
llegarías para salvarla? Verla muerta o destruida por este lugar. ¿Tan terrible es
entregármela?
Laura se levantó y lo golpeó en la cara. Un puñetazo como una bomba. Giró el rostro pero
no varió el gesto. Alicia, abrazada a Rex, contemplaba la escena con los ojos muy
abiertos y sin lágrimas.
–¿Cómo te atreves?–gritaba–¿Por qué quieres tú a Alicia?
–Me interesa–sonrisa–. Me estoy ofreciendo a salvarla, Laura.
–No. Nunca. No a ti, no.
–¿Mejor morir juntos, eh? No cabe duda–paladeó la desesperación de la sala–sólo por
ver ese caos en tus ojos valía la pena intentarlo.
Laura no pudo sostener por más tiempo su mirada dura y se sentó, derrotada.
–Si eso es lo que querías vete, Luque. No va a suceder–Rex intentaba manejar con calma
la situación, pero Luque y se dirigió a la pequeña.
Se inclinó hacia ella, casi saboreándola. Y ella igualó sus ojos y lo contempló con algo
parecido a la voluble ira infantil, sólo que más profunda y más extraña.
Quién hubiera pensado que la pequeña Alicia guardaba dentro esa mirada.
–Princesa, algún día lejano nos encontraremos. Iluminas mil futuros con mil luces
distintas, niña. Eres una carta salvaje–miró en derredor, agachado–. Y vosotros habéis
elegido el camino difícil. De entre todos, el del agua y la sombra, el del averno y la
soledad avasalladora.
Se levantó y extendió el brazo hacia Laura.
–La mano.
Por un momento ella se contuvo, pero se la entregó con la cara muerta de frío y dolor.
Distraído, Luque rascó las orejas de Niv mientras caminaba pensativo por la tienda. La
joven aulló, un gemido no tanto de placer como de humillación, de rendición, de tierras
ahogadas. Agachó la cabeza y tembló. Se escondía para que no la vieran.
–Perdonadla. Intentó matarme mientras dormía.
Con un gesto dubitativo, señaló a Rex y se dirigió fuera de la tienda arrancando con
decisión la tela basta. Él lo siguió mientras Derrida intentaba obtener alguna reacción de
Niv.
Era un lugar fantasmal, desolado, el mismo campamento pero solitario y angosto, triste
como una sonrisa triste, dorado como una dorada torre que cae y se ve reducida a
cascotes grises y musgosos.
–Bueno. Parece que está vez sí, Rex. Viene la tormenta.
Rex calló, ceñudo.
–Me gustas, Rex. Eres leal y honesto. Eso es raro. En otras circunstancias habríamos
sido grandes amigos, o enemigos acérrimos, que he descubierto que es lo mismo en el
fondo.
–¿Por qué me dices eso?
Luque lo miró con algo parecido a la piedad.
–Mereces que te lo diga. Piensa en esto como un reconocimiento a tu valía. ¿Recuerdas
que me diste media vida para que liberase a Alicia?
–Lo recuerdo.
Rex pensó que quizá se la devolvería. Le pasó por la cabeza que algo bueno saldría de
ahí.
–Era mentira. Nadie en el mundo podría hacer eso.
–No te creo, ¿y el dolor? ¿Los días que pasé agotado, lo viejo que me sentía?
–Trucos baratos, manco–Luque del Norte lo escudriñaba con curiosidad–. Te falta
perspectiva.
–¿Por qué...?
–No tienes futuro, Rex. Este era el último tren para ti.
A Rex lo golpeó un puñetazo glacial. De entre los entresijos de su ropa ancha el
mutamorfo le tendió un cuerno pequeño, vacío, lleno de inscripciones y con diminutas
laderas y paisajes en su relieve asombroso.
–Cuando llegue el momento, y será pronto, prueba a soplarlo. Es el contrario de otro
cuerno de invocación parecido que hay en esta ciudad. No los vas a parar, nadie puede,
pero te prometo que será suficiente.
–Luque, ¿por qué?
–No hay porqués, Rex. Sólo mentiras sobre mentiras sobre mentiras.
Se contemplaron, la criatura ancestral y el joven, que era un perro leal de mirada limpia,
noble en su pequeñez.
–En fin, debería acercarme al reino superior, en cualquier momento vamos a tener toda
una fiesta allí–pausa solemne. Le dio la mano–. Espero reunirme contigo en las tierras sin
sol. Y espero que sea dentro de muchísimo tiempo.
Volvió adentro sin un sólo gesto más, y Rex lo alcanzó cuando levantaba a Niv de un
tirón. Derrida se alejó de él, es ponzoña y es muerte.
–Ya os dije que hoy es un día especial. Ven, Niv. Disculpadla otra vez, está un poco
indispuesta. Gajes de la rebelión, ¿no? Le voy a hacer un regalo a esta pillastre. Toma.
Con un crujido horrendo arrancó de cuajo el dedo índice de la mano cercenada de Rex.
Se lo dio a Alicia, que lo recibió serena.
–Un billete de ida. Sólo uno. Apriétala fuerte y repite tres veces: ‘el hogar es un veneno y
el último refugio está dentro’. Podría haber ido con el típico abracadabra, pero me pareció
más aburrido.
Luque guiñó un ojo a la niña. Laura se la sacó de las manos, apresurada y temblando de
miedo. Aquella criatura extraña le habló a la antigua detective con una mezcla de maldad
y dulzura.
–Debería advertírtelo, Laura. ¿Lo usarás para huir, se lo dejarás a ella, será Rex el que se
marche, Derrida, Yu, Vera la dormida? Debes saber que ese dedo es un adiós.
Laura, garganta seca, debilidad interior, tono bajo y lúgubre, raspado.
–¿Me mientes, cariño?
–Yo siempre miento. Menos ahora. Aunque si te mintiese diría lo mismo y te lo creerías
igual.
Se giró y miró a la corona a través de la puerta rota.
El azul devorador.
El encierro, la cúpula sobre una ciudad agonizante.
–Adiós, queridos camaradas. Qué tiempos más difíciles nos ha tocado vivir. De qué
manera están tocando a su fin, y qué bien se lo ha pasado este bufón–pausa–. Las
criaturas ancestrales se despiertan de su letargo, y de las cenizas de este mundo
pavoroso nacerá otro más viejo y más brillante. Me habéis ayudado tanto. Y no lo
entenderéis.
Con un silbido alegre, salió de la tienda arrastrando a Niv.
No olvidaron sus palabras aquella noche, ni la impotencia, ni la intolerable quietud que
quedó.

–Nos vamos de aquí. Ahora.


Cuando algo está saliendo tan mal que no puedes ignorarlo por más tiempo.
Recogieron sus escasos macutos.
Derrida callaba.
Rex acarició a Alicia y la pequeña bostezó, privada hasta del sueño.
Corre, corre, corre hasta la calle mayor y la plaza y ve la zapatería y las minas y el barrio
de los libreros y ve Fosablanca inmensa rodeando Ergo como un brazo de acero.
¿Ves ese cielo azul?
Se burla de ti.
Derrida habló a Laura.
Y Laura comprendió.
Laura no podía salvar a la muchacha de pelo blanco, pero ella sí.
No quería el dedo ni la marcha. Gracias, gracias, insolente maravillosa. Gracias.
La estrechó entre sus brazos y Derrida le murmuró palabras de pésame y ternura.
La mujer abrazó a Alicia.
Mi pequeña llamita.
Siguió abrazándola.
Duró hasta la incomodidad y mucho más allá, pero no importó. El precio de la decencia
son soledades y viajes hacia lo inhóspito.
Se marcharon del campamento en direcciones distintas esa misma noche.
Y nunca más se reunieron.
9
LAS BATALLAS PERDIDAS

Esta ciudad no es tu hogar. Esta gente no te ama.


No es más que la suma de todos sus habitantes, y ellos están rotos, y ellos tienen miedo.
Y qué miedo.
Porque el pistolero tiembla antes de apretar el gatillo.
Porque el humo piensa en el más allá antes de desvanecerse.
Porque el cielo amenaza con aplastarte, y te aplastará.
Esta ciudad no es el hogar.
No, aunque nazcas y crezcas aquí y aunque tus raíces aquí se hallen,
no es el calor,
y no es el resplandor amarillo,
y no es aquella sensación de omnipotencia.
El árido viento del oeste lija corazones
y ensancha sombras.
Todo sale increíblemente mal, pero no quieres verlo.
Todo está maldito, pero la ilusión de invulnerabilidad
prevalece.

No es que el mundo se acabe,


o no tengas palabras,
o te alejes, cada vez más,
o las batallas perdidas sean las únicas que puedes recordar,
las únicas que importan,
no.
Es fatalidad.
De la tierra cadavérica florecerán plantas siniestras.
El sol pálido apenas iluminará esta calamidad.
La ciudad impía no engendrará santos.
La lluvia después de la guerra no dejará que te muevas.
Esas son tus batallas,
y no has vencido ni tan siquiera una.

Lo escribió Antón Bajopuente, primer poeta de Ergo, y los pocos escritos que dejó tras su
muerte, gordo y resoplando en un burdel, los devoraron las panteras de ninguna parte.
Nadie supo que él fue el primero que predijo la maldición de Ergo.
Pero ahora nosotros sabemos. Nosotros siempre sabemos.

Todo el mundo merece conservar un pedazo de infancia. Laura guardaba el rumor gigante
de las olas y el color pastel del mar y el sol aquella tarde en la que Lancel la llevó a ver el
mar. Ergo eran tonos socios, rotundos y tan saturados que dañaban la vista.
El dedo era un adiós y como tal lo trataron. Estaba tan presente entre ellos que casi
ocupaba un espacio físico y acechaba, pequeño, desde uno de los bolsillos de la
gabardina sucia de Laura. Incorrupto, casi vulgar.
Salir a cualquier precio.
Laura, Rex, Alicia.
Tres torturas distintas.
Uno rumiando la profecía funesta de Luque del Norte.
Otra, impotente ante el destino pérfido.
La niña cansada, dolida y rabiosa.
Se despidieron de Vera devuelta de entre los muertos con gravedad.
Oh, Vera.
Oh, muerte.
Acariciaron su rostro. Las heridas tenían la consistencia pastosa de un gel sucio. Confeti
de carne y sangre coagulada.
Estaba entre sombras tumbada, respirando. Era un fuelle rasgado.
Recordaba.
Echaba de menos, atrapada en bucles sin sentido en el sueño.
Pensaba en la primera vez que vio a Don, aún inconsciente de su fuerza. Pensaba en sus
ojos vivaces y en que los hubiera besado de lo hermosos que eran. Ojos castaños por
todas partes, pestañas, engendros de pestañas dividiéndola. Su pensamiento proyectaba
espirales.
Volvía a la antigua oficina miserable y a la ciudad negra. Orbitaba alrededor de Laura.
Qué diferentes, ella y Don.
Dos caminantes que viajan por extremos opuestos del mundo. Mundos que dan vueltas y
giran como ojos, grandes ojos de una criatura extraña. Se enseñaron mutuamente. Laura,
una niña apenas de piernas largas y lengua afilada.
La trompeta. Casi se había olvidado de la trompeta y las notas, que en el sueño eran
sólidas, y fa era un gran cono amarillo, y re un cuchillo rojo, y del saxofón salían cada vez
más y más objetos de colores y Leto le daba la mano. Las brujas levantaban nubes de
humo blanco.
La última vez que lo vio, lo veía, ahora bajo la lluvia y oh muerte llévame este dolor, la
pierna, el costado atravesado por un latigazo insufrible,
llévame,
llévame,
te recibo,
no me dejes aquí sola.
Don la acariciaba. La tocaba sucio y sonriente y sangrando y asesino, asesino, asesino.
El rostro de CK extrañado levantándola. Llevándola en brazos. La consciencia de su
desnudez.
Las ideas dejaban de vibrar. Tomaban forma.
Los golpes.
Pablo, su padre muerto. La viga. Borbotones de sangre espesa. El alivio. La vuelta de las
minas, lloviendo y ella sucia durmiendo.
Oh, los golpes.
Ese olor a carne quemada, y la explosión sonora y la madera quebrándose, las polillas
huyendo y la termita cayendo sobre sus cabezas.
Espirales dentro de espirales, volvía a lo mismo.
Eterno retorno al sufrimiento.
Sácame de aquí, pensaba.
Sácame de este lugar.
Y Don bofetones, puñetazos, rodillas y articulaciones que se quejaban y partes blandas
que no sabes que duelen y me enseñaste, me enseñaste a ser fuerte y sonreímos juntos,
y la cicatriz, esa media sonrisa ampliada, ese pedazo de carne, esa ausencia que lo
definía más que todo lo que lo formaba.
Rex fue el último en marcharse. Pegó su frente a la de Vera y le susurró que al despertar
todo sería distinto.
Pero no lo sabía, y no, no lo fue. Era más bien un deseo. Una esperanza loca. Una
negación de la tragedia. Quizá Rex sólo hubiera querido ser Vera y simplemente dormir.
Hicieron una parada en el antiguo barrio netamiano. Ahora era un ghetto maloliente en el
que las peleas de perros se confundían con la niebla y veías estos enormes animales
hechos de sombra y vapor acechando. Olía, aún, a frito y a especias viejas.
Descansaron en la tienda de Yu unas horas.
Llena de huevos rotos, de cristales. Vacía, como si fuera sólo otra cáscara.
Rex lanzaba papeles contra la pared. Con una sola mano doblaba aviones que daban
vueltas e invariablemente se estrellaban.
Se iban amontonando en el suelo.
Alicia pedía un cuento. En realidad sólo buscaba que su madre le hablase.
No tengo ningún cuento para ti. No me quedan cuentos. Quiero darte uno feliz pero no
tengo.
–Cuéntame algo de cuando eras pequeña.
Laura consintió, azul. De fondo se oían gritos y golpes en metales oxidados.
–Leto era un niño feliz–empezó.
Rex oía, pero las palabras resbalaban por su superficie. Sus océanos rugían. Un inmenso
remolino, una espiral de esqueletos con capas negras y guadañas y ojos rojos y espirales
y esqueletos y cornamenta y lengua. Tanto tiempo durmiendo mal que los conceptos se
mezclan. El tiempo se estira.
–Leto era un niño feliz, y Leto era mi hermano, niña bonita, niña preciosa. Me perseguía
muchas veces. Tabernas y lugares de paso. Había–rió, breve y dolorosa–, había tipos
rarísimos. Yo cantaba, cuando aún era detective. Mucho antes de los monstruos de las
horas y de los gusanos cazadores de la llovizna. Eran buenos tiempos, eran los mejores
tiempos. Estaba este brujo. El hombre leía el futuro, de mentira, claro, nada que ver con
los videntes o los profetas. Llevaba una túnica. Llevaba rastas. Un pájaro muerto en la
cabeza.
–¿Se pudría?
–Claro que se pudría, listilla. Tenía hasta gusanitos blancos. Y dientes de tigre escarabajo
pegados a los labios. Bebía como un alquimista. Vera y yo nos hicimos sus amigas y nos
contó que venía de un lugar lejano, al sur, donde la gente va desnuda y existen islas que
devoran pueblos enteros. Leto quería eso, estar con nosotras, oír aquellas historias. Era
muy pequeño aún para andar de aquí para allá.
A Laura le bajaban lágrimas breves por la mejilla. Viejos tiempos en un reino agonizante.
–Yo soy pequeña también.
–Era otra época, Alicia. Ojalá lo hubieras visto todo. Leto era muy feliz. Y yo también. Una
vez me levantó, haciendo magia, ya sabes, con el lenguaje antiguo. Me hizo volar porque
yo se lo pedí. Estuvo tres días en cama por el esfuerzo.
–¿Y qué pasó con Leto?
Laura dudó, pero de perdidos al río, en cualquier momento vendría la última lumbre y los
devoraría y prefirió que todos lo supieran, estaba dispuesta a gritarlo, estaba decidida a
aferrarse a Alicia con sinceridad y sin ambages, a toda costa, cayese quien cayese.
–Leto murió por mi culpa.
–No fue culpa tuya.
Rex intervino mientras lanzaba otro avión de papel a la pared. No llegó tan lejos. Su voz
llenaba la oscuridad. Le temblaba la barba.
–No digas eso. No fue culpa tuya. Fue un accidente. Una casualidad.
–Si no hubiera estado allí no habría pasado nada. Y estaba allí porque yo no volví a casa.
Estaba allí porque le contaba historias de lo bien que nos lo pasábamos. Estaba allí
porque quería que me quisiera y porque no le hice caso. Fue mi culpa.
–¡No puedo aguantar esto, Laura!
Nunca tan desesperado.
–No puedo. No lo puedo soportar, no con esa indiferencia. No ves esa culpa que te
destruye y te paraliza y te...
–Ya no me paraliza, Rex.
Laura lo miró, seria como una muerta.
–Es lo que es. No puedo cambiarlo. No puedo cambiar lo que le pasó a Leto. Lo que pasó
en el aquelarre.
Alicia, todo ojos y pelo revuelto mojado, la abrazaba en silencio.
–Lo escondí mucho tiempo y sólo me destrozó por dentro. Mi pena es tan mía como mi
alegría. Y si no lo puedes aguantar es mejor que te vayas.
En la tienda a oscuras no se atrevía a entrar ni el frío.
–Ya no me paraliza–insistió Laura–. A todos por los que me he preocupado les han
pasado cosas horribles. Ya no me paraliza. Estoy acostumbrada a ella.
Le dio la espalda a Alicia y se acurrucó, dispuesta a dormir.
–Me tienes hasta los cojones con tu moralidad y tu mierda, Joan. Déjame tranquila.
Déjame vivir a mi manera–esperó un rato, pero no pudo contenerse–. Te has vuelto un
cretino pedante, dándole vueltas a todo y usando palabras que no entiendes. Cuando
hablas así casi se me olvida que sigues siendo el mismo desgraciado. Me juzgas, imbécil,
como si fuera un personaje, como si pudieras entenderme con saber mi historia. Para
sentirte superior. Pero no. Deja que esa idea cuaje, ¿vale, cariño?
Ellos callaron, pero Laura hubiera deseado que respondieran.
Que gritaran.
Golpes y porrazos.
Que la desterrasen.
Alicia y Rex durmieron juntos contra la pared entre un cementerio de huevos y aviones.
Melancólicos, sí, y apaleados.
Laura, alejada y triste, con el dedo salvador en el bolsillo, el adiós que pesaba sobre ella
más que todos los hola del mundo, pensó en tirarlo. Olvidarse de la salida fácil.
Estaba luchando contra la tentación desoladora de usarlo.
Lo susurró dos veces antes, mientras caminaba, pero no pudo reunir el valor para
completar el encantamiento.
El hogar es un veneno y el último refugio está dentro.
El hogar es un veneno y el último refugio está dentro.
Deseaba poder sostener a Alicia para siempre y después y mucho más lejos.
Deseaba escapar de la tierra maldita.
Y si creía de nuevo que era una cobarde, si por un segundo dejaba de aferrarse a la
ilusión de valentía, huiría. Sin Alicia y sin Rex, huiría. Sabía que lo haría.
Laura laureada batallando bichos voraces que cavaban entre las curvas de su cerebro
cobarde.
Echaba mucho de menos a Lancel y a Ágata. Profunda y miserablemente.

Barranco golpeó a Laura en la cara con la palma abierta. El tipo de golpe que deja marca
y escuece, que hace temblar carne y espíritu.
Su mirada de rojos angustiados, quizá eso fue lo peor.
En el palacio de piedra el viento era suave y dulce. Arrullaba. Y por muchas explicaciones
que Laura dio no le hicieron más caso que a ese aire tranquilo. Allí juzgaban los actos, no
la palabrería.
Barranco la miró, pequeña y enorme.
–¿Sabes quién es el Gato? Lo enviamos a él hace más de una semana. Y no regresó. Si
ha muerto caerá sobre tu conciencia, Laura.
La antigua detective no tenía tiempo para una conciencia. Sólo para una huida.
–Iré a por la brújula y los dientes.
–Tienes valor para venir aquí después de lo que has hecho. Cómo pudiste mentir así.
Creer que un pedazo de papel lo arreglaría. Lo que luché por ti. Cómo te defendí. Mírame.
Cómo os defendí. Tú sólo has visto a Cos, pero no te puedes ni imaginar toda la gente
que me ha pedido la cabeza de Rex. La tuya también.
–Pero tú sabes que no es así. Lo que ha pasado en el barrio de las brujas es prueba
suficiente.
–Sí, seguramente para quien se moleste en razonarlo, ¿pero quién lo hará?
–¿Qué podemos hacer, Barranco?–Rex.
–No os puedo imponer un castigo más grande. Si queréis nuestra protección tendréis que
conseguir la brújula y los dientes del espectro. Tendréis que ayudarnos a salir. Cumplid
vuestra promesa. Laura, me has decepcionado.
Ella no dudó, no tembló, no calló.
–Lo siento Barranco, pero no me importa.
Ya estaban a punto de salir por la puerta antigua de arena y refugio cuando Barranco,
puños cerrados, los detuvo hablando apresurada.
–¿Sabéis por qué nadie baja a esos pasillos? No es que alguien guarde las puertas, es
que nadie quiere morir. Nadie iría allí, todos podemos sentir ese mal viejo. Ergo es casi
como una persona. En sus cimientos existen oscuridades.
La buena fe que traiciona, las ansias de hacer el bien que devoran. Barranco sentía el
remordimiento carcomiéndola a su pesar y Laura lo vio claro como el día desde el rostro
impenetrable aún enrojecido.
–Todas las últimas ciudades fueron construidas cerca de fuentes de agua, para
sobrevivir–la lengua de Barranco corría más veloz que la piedra que cae–. Ergo tiene un
inmenso lago subterráneo, y encontraron algo en esos túneles. Un terror antiguo. Un
leviatán. Vivo desde siempre y amenazando, dormido. Yace y yacerá. Ahí están la brújula
y los dientes, en el antiguo almacén de las minas. No llevéis a la niña. No arriesguéis eso.
Pensó, pero no lo dijo, que no podría cargar con su muerte, no la de ese pequeño ángel
sucio y cansado, no la de la niña rubia de los ojos grandes.
Laura dudó. Había oído, sí, rumores de antiguas criaturas lacustres, de caimanes
gigantes, de grandes insectos comiéndose los pilares podridos de Ergo. Miró a Alicia y
ella asintió. Entendió que sólo sería una carga.
–Dejádmela. Estará aquí mismo cuando volváis.
Laura abrazó a Barranco, inesperada, y la estrechó entre sus brazos agradecidos.
–Una búsqueda para salvar a tu hija y burlar a un leviatán–susurró ella–. Tiene aire de
leyenda.
–Si le pasa algo a Alicia–musitó Laura con un tono glacial que conjuraba ankhs y
espectros–arrasaré tu ciudad hasta los cimientos y a todos los que viven en ella.
Barranco se apartó, impresionada, y Laura le advirtió con la mirada que ahora
ella era muerte.
Ella era terror.
Ella era el mayor monstruo de las profundidades.
Actuó apresurada. Llevándose a la pequeña a un lado le entregó sin ceremonias un
papelucho doblado.
–¿Te acuerdas del conjuro, verdad?
–Claro.
–Bien. Quiero que lo uses si no volvemos. Préndelo. Piensa en Yu y cuéntale lo que ha
pasado aquí, él te cuidará. Pero sólo si no volvemos en mucho tiempo. Mírame a los ojos.
Quiero que me lo prometas, Alicia. No vengas detrás de nosotros. Quédate con Barranco,
ella te puede proteger.
–Sí, mamá.
–Dilo.
–Te lo prometo.
La cubrió de besos.
–Estaremos fuera pronto.
Rex abrazó a Alicia.
Después de toda una vida luchando por sobrevivir, ahora no sentía ningún deseo de
rebelión. Había algo siniestro y extraño en esa calma chicha. Abrazó a la pequeña como
si no fuera a volver.
–Pórtate bien, preciosa.
Mascaba el anuncio de su muerte como una masa pastosa; cuando creía haberlo tragado
de todo encontraba restos tras los dientes, bajo la lengua, pegados al paladar y en el
centro de su cerebro.
Barranco se dirigió a ellos con cipreses y raíces gordas en la voz.
–No te atrevas a volver sin la brújula y los dientes.
Laura asintió y se fueron con liviana trascendencia.
Ninguno lo notó, preocupados como estaban por el viaje al abismo o las vidas segadas,
pero la temperatura de Alicia subía poco a poco, anunciando un cambio y un desastre.

La momia siguió el rastro de Laura, pelos rojos y olor a maldición, por toda Ergo
lastimosa.
Destrozó la antigua universidad abriéndose paso.
Y destrozó la entrada a la segunda ciudad, y lloraba mientras lo hacía, no lágrimas, claro
que no, no podría, pero había encontrado un modo.
Se rompía pedazos de dedo cuando sentía pena y así la conjuraba. Un rastro de falanges
macilentas. Lo hacía poco a poco, como si la desesperación la destrozase, reflejando
quizá lo que sentía de forma más fiel que las antiguas gotas de agua salada.
Bajaron el túnel oscuro.
La oscuridad, la momia y el león.
La momia era el león sin medio cráneo.
El león era la momia con los dedos destrozados.
En el pequeño promontorio antes de emprender la última bajada a la segunda ciudad,
echaron un vistazo a aquel lugar de azul y naranja. De velas flotantes y huidas por
consumar.
Y, con un rugido que sólo ellos escucharon, se lanzaron al asedio.
Porque la oportunidad de venganza era ya todo lo que quedaba.
10
EL HOMBRE SIN MAGIA

Alicia no tardó ni una hora en escapar.


La hicieron simple y la convirtieron en simple alegría simple pensando que pensaba
simple y simple, no, nunca fue simple. Quizá no la amaron tanto por lo que era–no
tuvieron tiempo–como por lo que representaba. Un último refugio. La esperanza en la
ciudad malvada.
¿Qué era Alicia?
Oh, bueno, Alicia era Alicia. No cabe duda.
Se subió al marco de la ventana y vigiló a Laura y a Rex mientras los guiaban hacia la
entrada de la caverna. Anotó mentalmente el lugar y se lo repitió a sí misma varias veces
para no olvidarlo. Era la voz de Lancel la que resonaba en las concavidades de su
cerebro.
Ni principios ni finales sino el medio, Alicia pensaba que quería vivir siempre en el medio,
aferrada a ellos.
Pesadumbre honda por la muerte del halcón. No podía sostenerse sola.
Y sonrió a Barranco y esperó cuando le mandaron y oteó divertida las figuras que la roca
formaba. Se comportó como la perfecta dama, incluso mantuvo una postura recta y la
barbilla alzada como le había visto hacer a Lancel en alguna ocasión, siempre con un aire
de delicadeza feliz.
Corrió hacia los pasillos prohibidos y se perdió en ellos antes de que Barranco se diera
cuenta.
Poco después la momia roja y su león de pesadilla arrasaron el palacio de roca. Pero esa
es una historia para otro momento.

El rey de los cables fue el hombre sin magia. Cuentan que mucho antes de las ciudades y
la desdicha, en un lugar al que los hechizos no habían llegado, un monarca quiso ser
más; dominador de los elementos, castigador de la muerte.
Trajo a grandes expertos de la Inderia profunda, a los sabios de las citas de Miasma Vacío
y al gran ermitaño explorador del Fha. Vinieron los tres locos de las islas–que se
despreciaban y amaban a intervalos brevísimos–y también el duque del Picocuerda.
Todos reunieron su conocimiento científico, metalúrgico, cibernético, del acero y la chispa,
de las disciplinas ocultas y de los espíritus eléctricos, y nació un ser a medias desgraciado
desde el momento en el que abrió sus ojos de diamante.
El rey de los cables fue el primero que descubrió, en los albores del imperio Vespa, lo que
después sería Ergo.
Caminó por el mundo conocido y no hubo encantamiento que soportase su galvánica
frialdad, su rabia azul.
Caminó en las mismas cavernas que Alicia hollaba.
Caminó y sus miembros electrónicos, unidos a sus nervios y sentidos, dejaron huella en la
roca. Cicatrices que la niña rozó mientras descendía.
Caminó y rugió y fue él el primero que vio al gran monstruo y pudo contarlo.
Caminó y el leviatán dormía su sueño milenario de visiones y mundos jóvenes entre
grandes algas, nubes de plancton, calamares cíclopes y la negra quietud marina. Dice la
leyenda que el hombre sin magia ocultó allí los tesoros reunidos tras años de
peregrinación.
La leyenda tenía tantos años como el mundo y era cierta.
Lo llamaban el exiliado pueblo rojo porque se desangraba, porque estaba marcado por su
propia miseria.
El Gato siempre lo supo. Incluso antes de saberlo, lo supo. Lo supo incluso antes de ser
el Gato, lo supo.
Se despertaba con grandes bolas de pelo atoradas en su garganta. A veces creía que
moriría.
Mira al lindo gatito.
Sus testículos se volvieron pequeños y peludos, su pene sólo vagamente recordaba al de
un humano. Sentía la imperiosa necesidad de mear y frotarse en todas partes. El olor
rancio le repugnaba y excitaba por igual.
Mira al lindo gatito.
A veces ronroneaba. Las venas en su cabeza temblaban y ardían y el dolor lo martirizaba.
Su lengua tenía ganchos que despellejaban su paladar y encías. Largos bigotes partían
de su nariz chata.
Mira al lindo gatito.
Garras retráctiles que desgarraban la carne recién cicatrizada al salir. No podía
controlarlas. Tampoco sus ojos. Se habían vuelto tan sensibles que apenas podía tolerar
la luz solar.
El rey de los cables se alzó una vez más pero, se dijo Gato, él no. No más resurgir o
resucitar o huir, sólo descansar y dejarse mecer por el dolor que latía como si tuviera vida,
sólo descansar y marcharse al fin. Abandonar.
Quería dejarse ir contra la pared con la piel animal áspera y pegajosa. Con un ojo lechoso
ciego. Con la pavorosa sensación de ansiar el vacío.
Estaba siendo un alivio morir, sí, morir en completa oscuridad desangrándose como buen
miembro del pueblo rojo, el último pueblo.
Luchó cuando sintió que sus heridas se cerraban y que el olor a cobre fundido de la
magia le arrebataba el sueño de los justos.
Agitó los brazos contra la niña, la nebulosa niña rubia que recitaba un cántico en lengua
vieja con calma y control. Ella le tomó la mano y le dijo que estaba allí, que se estaba
curando y que pronto todo el dolor pasaría.
¿Pero no entiendes, niña, que ya no quiero respirar este oxígeno venenoso?
Cuando despertó, la niña todavía seguía allí como una estatua de sal, apoyada en la
pared de aquella especie de alcantarilla a la que había ido a parar el Gato. Estaban en la
acera estrecha que bordeaba un río pútrido.
–Me he escapado–informó Alicia.
–Mira qué bien.
Gato intentó incorporarse, pero sólo consiguió toser sangre.
–¡Espera, no te puedes erguir!
Alicia se acercó, pero estaba oscuro y tropezó. Cayó y se rascó el codo. Conteniendo un
llanto que se le antojó infantil se arrastró hacia Gato, la dignidad ya por los suelos.
–No te curé del todo porque cansaba. Nunca había tardado tanto en curar nada.
Recitó un pequeño trabalenguas y sus palmas se iluminaron sobre el pecho del animal.
Gato, curioso, la contempló con sus ojos de felino, restaurados y ágiles de nuevo. La niña
le palpaba las heridas y parecía fresca como una lechuga después de haberlo traído de
vuelta. Estaba sentado sobre el charco de su propia sangre. La ropa eran jirones y
respiraba con un sonido ronco que ahogaba el rumor del agua sucia.
Olía a rayos y Alicia sonreía entre las sombras.
–Tienes mucho pelo suave ¿Qué eres?
Lo dijo sin miedo, sin repulsión, sin prejuicio.
–Me llaman Gato.
–Hola Gato. Soy Alicia.
Le dio la mano y se la agitó con entusiasmo. Su hombro aulló de dolor, pero apenas cedió
una mueca.
–Me he escapado.
Gato revisó en silencio la cueva en la que estaban. No parecía haber peligro, así que se
tranquilizó un poco y se dejó caer contra la pared.
La calma de la caverna los arropaba y caldeaba. La oscuridad no era fría ni húmeda sino
cálida y eterna.
–¿Por qué motivo estabas herido?
–Nos atacaron a mí y a mis amigos.
–¿Y dónde están?
–Ya no tengo amigos, niña.
–Lo siento mucho.
Y lo sentía de verdad, Alicia. Se apretaba sin luz las manitas sudorosas en la camiseta.
Gato le acarició la cabeza y casi al momento se arrepintió, retirando la mano en un gesto
brusco que la niña tomó por dolor. Lo era, claro, aunque de otra clase.
–¿Tienes comida?–preguntó el animal.
–No.
–¿Algo de beber? ¿Mapas, un sitio al que ir?
–No.
Alicia se iba hundiendo a medida que el Gato abría hoyos en su plan.
–Sé que están en los túneles–aportó–. Buscando una brújula y unos dientes.
La voz de Gato sonó lapidaria y sombría y hedía a cuchillas.
–¿Quién está en los túneles?
Alicia, ya en pie, daba pequeños grititos para probar el eco.
–Mi madre y Rex. Tengo que buscarlos–después de analizarlo un momento añadió–. No
te preocupes, no te quedarás solo. Te llevaré conmigo.
Alicia no era muy alta, pero Gato tampoco. Pudo apoyarse en ella y comenzaron a
avanzar penosamente.
–Creo que antes he oído algo por el otro lado, niña–dijo Gato con la voz preñada de
enigmas y nervios.
–¿Detrás? ¿Sabes si eran ellos?
–No lo sé, pero podemos intentarlo. De todas formas estamos perdidos aquí.
Giraron en redondo, alejándose de la entrada a la guarida del leviatán, y se internaron en
las entrañas de Ergo. Gato, serio, dejaba un rastro de sangre del que se alimentaban
decenas de insectos de largas patas y antenas.

Laura y Rex habían encontrado y encendido una antigua antorcha. En perspectiva quizá
habría sido mejor caminar en la oscuridad, pues el limitado cerco de luz anaranjada
dibujaba monstruos horrendos en el relieve de la roca.
Encontraron la fuente del mal y sólo lo intuyeron.
En uno de aquellos túneles mohosos, rodeados por tinieblas, vieron una puerta.
Sin hablar–no habían intercambiado un verbo en todo el trayecto–la traspasaron.
Una gran sala y un camastro. Mesas largas con instrumentos alquímicos. Dibujos en las
paredes, números y dragones quemados en la roca suave. Vapores. Negrura. Pipetas y
matraces, líquidos borboteantes derramados en el suelo. Humo que reptaba y se
escondía, asustado como si tuviera vida y consciencia. Esquemas y diagramas sobre la
cama deshecha. Sangre seca marrón como la de las polillas. Parecía la ruina de un
científico demente y probablemente lo fuera.
El escondrijo de Dozo de Aritania no era suntuoso, pero sin duda emulaba su ánimo.
Había una gran máquina tubular en la que un rayo danzaba; cuando Rex se acercó tomó
la forma del rostro de una mujer cruel e intentó destrozar el cristal. Un colosal huevo
humeaba sobre la mesa: dentro había una mezcla pastosa que surgía de las pintas
celestes de su superficie. No se atrevieron a tocarla. Y encontraron pantallas amarillentas
que mostraban columnas infinitas de números, resultados de quién sabe qué experimento
vil. Pero lo más siniestro lo vieron en último lugar.
En una pequeña celda, apartada del resto de objetos y acosada por extrañas pinturas
tribales en la pared, algo se movía.
Estaba dividida en dos partes separadas por una red de pequeños rayos blanquecinos.
En la primera una criatura alígera, mezcla de murciélago, serpiente y búfalo, dormía un
sueño infinito a un paso de la muerte. Sus orejas eran de cuero duro y parecería un
dragón si no fuera por lo ajado de sus alas, lo basto de su diseño y el amarillo pálido y
sucio de su piel. Sus dientes deformes sobresalían entre los labios lívidos e incluso
arañaban las escamas circundantes. Le faltaba toda majestad aunque los grandes
pinchos y la cola larga y afilada hablasen de un matarife excelente. Inspiraba lástima, esa
especie de criatura fallida, y Rex se preguntó qué clase de creador podía permitir aquel
sufrimiento encarnado.
Les provocó un escalofrío comprobar que aquello que permanecía frío y quieto sobre la
cáscara partida de un huevo negro era una cría. Era evidentemente una cría, deforme y
agresiva, predadora patética y peligrosa, pero una cría.
El movimiento provenía del otro lado de la red eléctrica.
Si el engendro que habían visto les sorprendió por su pequeño tamaño e infantiles
proporciones los que ahora observaban se llevaron su aliento por lo contrario.
El cadáver de un hombre se pudría colgado de un poste de madera. Su olor se mezclaba
con el de la purulencia de las alcantarillas. Tres hombres-gato mordían apáticos su carne
o se afilaban las uñas en sus piernas. Eran adultos, algunos viejos, y parecían un
muestrario de las distintas fases de la transmutación entre hombre y bestia. A cual más
pelo, más rasgos felinos, los ojos más grandes, la postura más curvada y la cuadrupedia
más evidente. Ninguno parecía conservar intelecto o consciencia, o quizá nunca la habían
tenido. Los miraban con aburrimiento gatuno.
–¿Qué es esto, Laura?–susurró Rex aterrado.
–Magia para modificar vida–contentó ella en tono monocorde–. Lancel me contó que
antes de la guerra él y Dozo detuvieron a un brujo que utilizaba su poder para mezclar
animales. Tenía aterrada a una pequeña aldea cerca de Montfredo. Mezclaba leones con
osos marinos de Lerna, aves del rayo con rinocerontes. Parece ser que antes había toda
una rama de magos dedicados a crear quimeras, pero se quedó en nada, como todo.
Murieron, o de repente decidieron que no les parecía ético, no me importa.
–Espero que no sean conscientes–murmuró Rex cabeceando hacia las criaturas que
devoraban con rutinario cansancio el cadáver–. De verdad.

Gato obligó a Alicia a hacer una parada en un ensanchamiento del laberinto de cuevas
por el que vagaban. Procuraba llevarla por los pasadizos ascendentes que más se
alejaban del terror antiguo. Rodeaban el mal como siempre lo habían hecho, cada uno a
su manera.
Aunque le pesara conocía ese hormiguero sombrío como la palma de su mano.
–Deberías haberme dejado morir–susurró.
Alicia se sentó a su lado, lo miró a los ojos–incluso en completa oscuridad–, y lo curó de
nuevo con testarudez. Lagrimeando. Luego se abrazó a él, a ese completo desconocido
que hedía a muerte por los cuatro costados. Se separó y se quedó callada contra su
hombro.
Gato pensó en puente Cansado, la gran estructura cortada por el inicio de esa corona
funesta. Más de una vez y más de cien se había sentado allí a ver cómo el tiempo
pasaba, y sentía un pavor como miembros arrancados y heridas recientes. Temía, lo
temía con religioso fervor, que nada cambiase cuando saliera de esa ciudad tóxica porque
todo era igual en el límite de Ergo, todo se sentía igual, la misma oscuridad y la misma
ponzoña, el mismo terror y los mismos cientos de fantasmas habitando los espacios
infinitos de su mente. Ojalá, ojalá existiese la limpieza de uno mismo, el borrón y cuenta
nueva de aquella ciudad que lo impregnaba hasta la náusea.
Y ahora la niña, esa niña malvada, lo rescataba del vacío.
Podría aplastarle la cabeza, casi sentía las garras surgiendo de sus uñas y desgajando a
Alicia como si fuera una mandarina, sangre goteando plin, plin, plin, un cadáver más en
las profundidades de Ergo, el designio de un dios oscuro, luctuoso sueño lúbrico con
orgías de carne y sangre esparcida.
Por haberse atrevido a salvarlo.
Por haberse atrevido a darle algo parecido al cariño.
Por haberse atrevido a conmoverlo.
Sí Alicia merece la muerte y eso le daré ya alzo la garra y estoy a punto de dejarla caer no
sé qué me detiene por favor por favor mátala es la langosta la plaga y la muerte de los
primogénitos y todos los tornados de cadáveres que azotan este lugar por favor baja la
mano ¡baja tu mano Gato inútil mierda caminante puto engendro pusilánime asesino
monstruo! ¡Monstruo!
Gato acarició la cabeza rubia de Alicia y lloró en la oscuridad lágrimas se perdieron en los
bigotes, vagabundas en una geografía mezclada.

Lo oyeron antes de verlo.


La caverna irregular terminaba estrechándose, casi un ojo negro vomitando brumas. Un
sonido apagado de chapoteo demasiado grande para ser descrito se deslizaba junto al
empequeñecedor temblor de la matriz del mundo conocido. Era como una risa gutural de
tonos gravísimos retumbantes reproduciéndose a toda velocidad por las paredes, música
saltando como conejos sanguinarios hasta sus oídos, rebotando una y otra vez...
Atravesado el umbral se dieron cuenta de que habían entrado en otro mundo. Las
proporciones habían cambiado y ya no se adaptaban a su humana pequeñez; la cueva
era demasiado grande para abarcarla con la vista y ellos nada más que un diminuto punto
de luz.
Alrededor, el abismo.
Estalagmitas como montañas se elevaban a su alrededor, y aquel lugar era un bosque de
piedras mojadas de tonos oscuros, un templo de columnas de sal y agua. En lugar de
hierba y hojas secas se extendía en todas direcciones un pantano pestilente que
impregnó las piernas de aquellos dos insectos asustados con pegajosos materiales
extraños que no quisieron ni ver.
El borboteo, el eco de las gotas, la rotunda perversidad de ese sitio; todo era insoportable
y la oscuridad los asfixiaba extendiendo manos de dedos torcidos y uñas afiladas hacia
ellos. Quería sin duda soplar la débil llama de la antorcha.
Caminaron sin saber adónde iban un tiempo largo y quebradizo.
Arrastraban los pies en el lodo y a veces tropezaban con piedras y el pavor hervía, pero
no hablaban.
Porque lo sentían. Porque lo oían.
Aquella risa fantasmal no se había detenido.
Las aguas se hacían más profundas. Pronto estuvieron sumergidos hasta la cintura, y la
impotencia y la sensación de peligro afilado crecieron.
La antorcha se cayó de sus manos y Laura no lo pudo soportar más. Convocando lo poco
que sabía de la lengua antigua del hechizo y el cansancio creó una pequeña esfera
luminosa que ascendió, exploradora de lo desconocido, y brilló tres largos segundos
desvelando las fronteras de su desgracia.
Apenas creyeron lo que vieron. Se encontraban vadeando un desmesurado lago de
aguas verdosas. Frente a ellos, a unos minutos de penosa marcha entre algas podridas y
ranas con cuernos, una columna colosal de mineral negro brillante les regalaba una
abertura. Si había un tesoro, sin duda estaba en el pequeño islote, centro de aquel foso
circular más grande que la demencia.
–Son las minas–murmuró Rex recordando el tono de la piedra que fue Georgio Caras–.
Estamos bajo las minas.
Por pura casualidad habían atravesado una parte poco profunda de aquella bolsa de
agua, una especie de camino para acceder a la cueva dentro de la cueva. Unos pasos
más a la derecha se abría el pozo sin fondo, las profundidades insondables y la madre de
todos los ahogamientos. La risa borboteante se hacía más fuerte y se dirigieron
temerosos–pocos instantes de luz les quedaban ya–a la fuente de aquel sonido ruin.
Sobre el pantano manso, entre helechos y maleza podrida, se alzaba la colosal ballena
durmiendo y sin dormir, soñando y sin soñar. Sin duda algo tenía de los tiburones
nevados y de los pequeños peces marioneta, pero también del león, del lagarto gordo del
páramo e incluso del común grajo; hijo bastardo del océano y el vicio, máquina de
dentadura ensangrentada, titánica y gorda mole a la que no contenía ni el abismo del que
sobresalía. Su piel era barcos hundidos y sus brazos cortos fortísimos árboles milenarios.
Una nube de burbujas, que eran las que provocaban la gutural risa y su eco, lo marcaba
como vivo, peligrosamente vivo.
Jamás se habían sabido tan insignificantes como frente a esa masa anciana. Supieron
que había visto al mundo nacer y que lo vería morir rodeado de algas y suciedad, entre
calamares taquicárdicos y las rocas rodantes del fondo marino, alimentándose de los
incautos y los peces asquerosos del pantano y esperando, siempre esperando.
Supieron que yace y por siempre yacerá.
La esfera se apagó.
Oscuridad total.
Y un monumental ojo brillante y amarillo como la enfermedad se abrió lentamente entre la
negrura e iluminó la estancia como un sol de perdición. Podrían caber en su pupila y
pasearse por la orografía irregular de su iris.
Él sabía que estaban allí.
Él sabía que no eran nada.
No los atacó. Su simple incorporación provocó grandes olas que arrastraron a los dos
amigos en direcciones opuestas. Ellos nadaron desesperados hacia la entrada de las
minas. Rex tragaba agua sucia y se aferraba al pequeño camino hacia la abertura con su
única mano. Corría y chapoteaba, lastimero, mientras Laura se sacaba del pesado abrigo
empapado papeles con signos de la vieja lengua que envió como aviones flamígeros
hacia la cara del leviatán. Allí explotaron quedándose en meras anécdotas.
La columna de piedra negra casi alcanzada y a Laura le asaltó la sensación de que ese
descomunal monstruo era el pasado. Omnipresente, tóxico, enroscado como una
serpiente en los pilares de la ciudad maldita. Quizá era la misma maldición de Ergo o el
primer pecado.
Devoraba tiempo y lo masticaba lentamente, acostado y con el gran ojo amarillo
atravesando siglos. Soy cruel y pantano, soy fábula y sueño, soy la ciudad antigua y soy
el último día del mundo.
Entraron en la mina junto a una tromba de agua lodosa, pero no pudieron evitar girarse y
contemplar los dos enormes faros alzándose con lentitud en la cueva e iluminando el
cuerpo escamoso de la bestia que, sobre dos patas, agarraba las columnas y se iba
acercando a ellos, llamándolos a un mundo tenebroso de ciénaga y memoria. Se movía
con cadencia de sierpe y su aliento pestilente los envolvió y formó remolinos, sonrisas en
el aire, cuchilladas en la sombra, y vieron la grandísima lengua violeta asquerosa dejando
caer babas en el fango primigenio y no lo toleraron más, ya no más por piedad es
demasiado de esta cosa, esta criatura, este monstruo inabarcable pero no podían parar
de mirar. No podían parar de mirar la majestuosa malignidad del mastodonte milenario.
Siseó y sólo entonces huyeron, descendiendo por una estrecha escalera de caracol,
tropezando en la oscuridad y sintiendo en sus nucas la penetrante mirada ambarina del
antiguo.
El leviatán rugió y desató tempestades y terremotos.
Alicia oyó el rugido amplificado por la reverberación y se incorporó exultante, tirando de
Gato sin delicadeza.
–¡Por allí, vamos!
Los pasillos cincelados giraban sobre sí mismos mientras la niña y el gato se adentraban
en las entrañas de la bestia ciega y gigante que era Ergo.

Laura lloraba de puro miedo, a salvo. Resoplaba con la cabeza gacha y Rex la recordó
desnuda. Extraño, pensó. Extraño. Se abrazaron. Encontró cierto consuelo, cierta calma
en el sonido de fuelle, en su posición, en el suave balanceo del pelo.
Se agitaba y caía.
Era difícil con una sola mano, o al menos a él se lo parecía. Siempre le había gustado
abrazarla, apretarla contra él, alzarla o apoyarla suavemente contra la pared, dulce, lento.
Sí, ella era la apasionada. Rex luchaba por seguirle el ritmo o imponer el suyo, más
contemplativo. Muchas veces en los dos últimos años habían caído juntos, rodando por el
suelo y riendo por culpa de su brazo ausente.
Disfrutaba con las pequeñas cosas. El pezón erecto como una montaña solitaria. La
pequeña barriga, el ombligo. Acariciar el suave pelo de melocotón. Los paisajes que
dibujaban sus piernas, sus labios, sus rizos, su cuello. Su gesto concentrado. El momento
preciso en el que perdía la cabeza, la boca entreabierta, las cejas frunciéndose, los pies
inclinándose. A veces acababan y él se quedaba mirándola como si fuera una extraña,
como si la viera por primera vez.
Así la observaba mientras bajaban aprisa las escaleras acaracoladas de inclinación
peligrosa. Como la primera vez, o la última.
Sentía agradecimiento a pesar del leviatán y sus sonidos graves y sus patas arañando la
estructura por la que descendían. A pesar del estómago de Ergo y de la huida
inalcanzable y las profecías funestas. Tomó la mano de Laura.
–¿Qué pasa?–preguntó ella.
Él le respondió entre sombras con los ojos enrojecidos y la voz como una lágrima firme.
No podría explicar esa rampante sensación de desdicha, de iluminación, de alivio y de
pavor y de estar llegando a la última estación. Supo que iba a morir ese día y no sabía
qué pasaría después. Y estaba recordando a todos los que se habían ido, recordaba a
sus padres–apenas labios sin rostro–y también a Dalila y a Ana y a los chicos, a Costra y
a Moma, y recordaba como todos habían encarado la muerte con ese pavor, con esas
lágrimas y esos no quiero irme y no quiero morir y por favor, sólo un poco más o Elohim
no me lleves ahora, mis niños, qué será de mis niños, y las babas y el patetismo y el
corazón del pequeño Rex se encogía y temblaba en su pecho de adulto barbudo y
mojado en una caverna en el centro de todo.
–Tengo un poco de miedo.
Laura lo estrujó entre sus brazos, pero él no se sintió mejor.

Lejos de allí, Dozo reventaba un mausoleo a golpes.


El cementerio estaba por primera vez en silencio. Los murmullos de los muertos habían
cesado.
Aún quedaban los fuegos fatuos. Iluminaban las lápidas llenas de grietas y musgos y
danzaban. Una sociedad de pequeñas llamitas violetas.
El mago de Aritania cruzó la puerta con el cadáver en brazos y lo depositó en el suelo
blanco y vacío de la estancia.
Con su hechicería armó un féretro negro en el que acomodó a Lancel.
Lo había tomado y lo había limpiado.
Ya no quedan días. El futuro acaba aquí.
Con seriedad ancestral tocó su mejilla arrugada y sus párpados cerrados.
Lancel llevaba la túnica azul y parecía inalterable, como una montaña o un lago, como si
perdiendo la vida estuviera por fin en comunión con aquella tierra.
–Si fuera tú–murmuró Dozo–. Ah, si fuera tú. Al fin y al cabo fuiste yo, ¿verdad? Fuiste yo
mucho más de lo que nunca lo pude ser.
Cerró el sarcófago y reconstruyó la puerta blanca.
Olía a finales, a finales y a la inmensidad entre las estrellas.
Rodeado por las llamas bailarinas–casi tenían cabezas y colas sinuosas–sacó de su
cinturón el cuerno.
Los cuernos eran puentes. Los magos habían descubierto hacía mucho que existía un
más allá al que no podían llegar, lugar de energías y demonios y sonrisas malévolas y
alas emplumadas. Ellos no podrían hollarlo, pero sí llamar a la puerta. Eso fueron los
cuernos, mundos y conexiones entre mundos y contenedores de poder y de todo aquello
que los hechiceros no entendían.
Aquel, ni siquiera Dozo lo sabía, era el cuerno del Cazador. Para crearlo, un loco se
sumergió en la sangre de su primer amor y se suicidó con el cuerno vacío de un toro
virgen.
El primer rugido inspiraba vida quieta.
El segundo llamaba al espíritu del fuego negro salvaje y lo ataba.
El tercero abría sus ojos.
Dos veces lo había soplado en la mansión Caras, con muchos años de diferencia. La
cocción había terminado, las nubes se habían arremolinado, Lancel estaba muerto y la
tormenta se cernía sobre la ciudad agonizante.
Había tardado mares de tiempo en comprender y modificar el cuerno para sus propósitos.
Cuando hizo que sonara una tercera vez en el camposanto sintió calma, como si ese
sonido ronco que hacía que los fuegos fatuos huyesen pudiera acallar todas las voces de
su cabeza.
El plan se completó y la fatalidad se solidificó. En su laboratorio en los túneles de la
segunda ciudad, al lado de la guarida del vicioso leviatán, la criatura dormida se
desperezaba. Los hombres gato lo miraron con apática curiosidad. Alas, cuernos y un
cuerpo gordo y pequeño. Dozo la había creado a su imagen y semejanza. Un guiverno
dorado corrupto, una criatura penosa y rota, lo que pudo ser y no fue. El asesino de
Lancel era su dios, y la bestia tenía su imagen y su olor grabados en el cerebro junto a un
sentimiento de lealtad sin límites. La cría abrió sus ojos llenos de cicatrices, ciega, y aulló
con desgarro.

El rey de los cables se aseguró de que sus tesoros permaneciesen escondidos.


Doblegó al leviatán y construyó en su guarida su cámara, pero el antiguo fue más astuto.
Se durmió frente a la entrada y no dejó que nada entrase ni saliese durante diez años.
Por supuesto, con el tiempo acabó volviendo al abismo acuático, aburrido de abastecerse
siempre acostado sobre el angosto pasaje.
El rey de los cables pudo escoger, pues, su manera de morir. Dispuso de más tiempo que
la mayoría. Y cuando el padre de Georgio Caras, Máximo, encontró por un casual otra
entrada a su cámara de las maravillas, se lo encontró tal y como Laura y Rex lo vieron. Y
saqueó sus posesiones pero no se atrevió a tocar sus restos.
La habitación era una espiral gigante y húmeda. Un foso en el centro desprendía olas de
calor brutal y una luz rojiza que los tocó con suavidad.
Todas las maravillas soñadas, objetos mágicos y copas, grandísimos muebles de plata,
monedas de todos los reinos, ríos de tomos antiguos, ricas alfombras púrpuras y estatuas
amenazadoras se hacinaban por todas partes y reflejaban la luz rabiosa del pozo.
Y el rey de los cables frente a ellos.
Un enorme trono de riquezas fundidas en el que las pistolas y espadas se mezclaban con
libros y copas bruñidas, monedas e instrumentos musicales. Un gran sillón en el que el
cadáver del hombre que había gobernado un mundo se reclinaba, sonriente en su
limpieza.
No pudo con la muerte. La diosa lo cazó incluso en aquel lugar olvidado.
Sus tesoros eran su trono y sobre ellos ese esqueleto, más plástico y metal ya que
quebradizo hueso, sonreía funesto con majestad irreductible. Se declaraba vencedor en
una guerra que sólo él conocía.
Inspiraba temor. Inspiraba respeto e inspiraba grandeza.
Rex pensó que Ergo eran astillas en comparación con el gran tronco de gloria que
representaba el rey de los cables, y de inmediato se corrigió: parecía triste y falso y
albergaba alimañas.
Pues en el foso cientos de criaturas iguales al pequeño guiverno del laboratorio de Dozo
intentaban trepar y escupían lapas de fuego negruzco.
Ellos eran la tormenta y estaban a punto de despertar.

También Dozo vio el cadáver del hombre sin magia.


Después de la caída del Fulgor lo vio. Lo vio y lo odió. Pero no lo tocó.
En su cámara dejó los cuerpos sin vida de sus criaturas. Las había creado con magia
antigua y odio y les susurraba en las probetas, cuando eran menos que nada: sois hijos
del trueno y sois tormenta. Sois las nubes que desatarán la lluvia.
Las dejó en el foso.
El hombre sin magia.
Débil, pensó. Insultantemente débil. Un antiguo rey de un ajedrez enterrado y olvidado. El
patético vestigio de un tiempo enfermo. Serás el primero que arda.
Mi tormenta arrasará todo el pasado. La lluvia caerá y limpiará este páramo.
Las criaturas ciegas de alas rotas saldrían del foso en cualquier momento. Sobre la sala
planeaba un sonido terrible de perdición y salvajismo.
Laura y Rex retrocedieron, asustados por el caos a punto de desatarse.
–La brújula del eclipse y los dientes del espectro–recordó Laura con un hilo de voz–.
Tenemos que cogerlos.
Sólo entonces se fijó en los dos cuerpos inertes que se apoyaban contra la pared circular.
Eran cadáveres mucho más recientes que el anciano esqueleto del trono. Tanto que
puede que hubieran muerto tan sólo unos días atrás.
Y en sus manos rígidas, entre los dedos pálidos, una brújula negra y un collar de dientes
tallados y redondos asomaban diciendo hola. Hola, soy vuestro salvoconducto fuera de
este lugar. Hola, soy el camino y soy la verdad y soy la vida.
Con esfuerzo y tejidos rotos los robaron y la tierra tembló de manera violenta. Una nube
de polvo se precipitó desde el cielo de las escaleras. Varias rocas enormes se
despegaron del techo y se disgregaron sobre los tesoros.
–Mierda. Creo que acaba de arrancar la columna–Laura tenía la garganta seca y el
cuerpo temblaba incontrolable.
–Había un camino por arriba. Tenía que haberlo hacia las minas.
–Rex...
–Estamos atrapados entre los bichos y el leviatán.
–¿Qué hacemos?
Rex no quería. No quería, no quería, no quería, el pavor trepaba y le clavaba dardos en la
nuca.
Aquel flap flap, aleteo doloroso. Miraron hacia el pozo y unos dientes violentos se
clavaban en el extremo como amarras deformes. Las criaturas trepaban a mordiscos
resquebrajando la tierra bajo las dos ciudades.
–Coge las rocas y cúbrete.
–¿Qué?
–Ve a la entrada–su gesto era firme, su tono imperioso. Su única mano señalaba a la
abertura–. Cúbrete con las rocas y espera.
–¿Qué cojones dices?–Laura fruncía el ceño con ira a punto de estallar.
–Hazlo. Luque me prometió que saldría bien.
–Oh, entonces sí que te voy a dejar aquí. Menos mal que lo dijo Luque, pensaba que era
algo grave.
–Tienes que llevárselo todo a Barranco. Tienes que salir con Alicia.
Le cruzó la cara de una bofetada. Lo besó. Le pegó de nuevo, llorando. Lo abrazó.
–No voy a dejarte aquí. Lo que pase lo vamos a pasar juntos.
–Laura, querida Laura–se dio cuenta de lo mucho que extrañaría, fuera a donde fuese, su
abrigo remendado, sus rizos, su cara angulosa. Un nudo se le formó en la garganta, pero
consiguió sobreponerse y sonreír con aplomo–. Gracias. Gracias.
Rex la abrazó.
Con su única mano la alzó y la sorprendió con un beso largo y difícil. Iba acercándola a la
salida.
La miró a los ojos y apoyó la frente en sus labios.
Y luego la empujó hacia la puerta.
No perdió un segundo. Arrastró una piedra inmensa con gran esfuerzo y bloqueó la
entrada. Laura intentaba empujar y chillaba y lo maldecía y gritaba no, no, no puedes
hacerme esto, no puedes hacerte esto.
No tapaba toda la abertura. Podía verle los ojos medio iluminados por el resplandor
carmesí. Estiraba las manos y trataba de retenerlo con las puntas de sus dedos.
Un sonido grave, el leviatán en la gran bolsa de agua revolviéndose.
Ese aleteo ajado tras él.
Laura se agachó por instinto y se arrepintió al momento porque cuando se irguió Rex ya
estaba de espaldas frente a ella cara a cara con el guiverno que desplegaba sus alas de
murciélago. Su imposible envergadura sólo lo hacía más feo, más temible. El movimiento
le daba un punto de irrealidad mezclada con furia nueva y la cola traviesa se bamboleaba
llena de pinchos y peligro. Las narinas se abrían y cerraban. Lo olía.
Rex era el hombre sin magia.
Sabía de libertad y liberación, Rex. Lo sabía todo.
Era un escapista en el infierno. Joan Savar de Ergo renacido y redimido.
Tras el monstruo, varios de sus hermanos comenzaban a alzar el vuelo también. Olían a
carne descompuesta y a cenizas.
Rex ya tenía el pequeño cuerno en la mano. Se lo llevó a los labios y sopló. No salió del
aquel diminuto agujero negro ningún sonido.
Fue como si la llama oscura que movía a aquellos animales se multiplicara. El cuernecito,
ya inútil, los había despertado. Las fauces henchidas de calor y luz sucia se curvaban en
muecas que recordaban a sonrisas malsanas. Como insectos colosales pronto
empezaron a llenar la habitación. A posarse sobre los tesoros. A tirar al rey de los cables
de su trono. Se contaban por cientos y seguían llegando del agujero. Puede que del
mismo corazón de Ergo.
Laura lo vio todo. Laura lo vio todo y se tapó la boca con las manos para no hacer nada.
Llamados por el instinto o por quién sabe qué orden secreta, excavaron el techo.
Buscaban aire más puro. Brillaban como viejas lámparas con escamas, grandes y
gruñonas, violentas.
Rex supo lo que iba a suceder antes de que los carrillos del guiverno que tenía enfrente
se hinchasen.
Una llamarada granate por poco lo alcanza. Rodeando el foso y esquivando a los
monstruos que pudo se parapetó tras el trono. La atención de todos aquellos bichos
estaba centrada en él. Algunos seguían escarbando y el leviatán rugía en su pantano
subterráneo. Laura se salvaría. Laura se salvaría.
El agua verdosa empezó a llenar aquella cueva antes de que Rex pudiera hacer nada,
pero esos animales eran resistentes a humedad y a fango y nadaron y se encontraron al
leviatán y vieron que tenía mucha más carne que ese palitroque ridículo al que acechaban
en su nido.
Aunque una tromba de lodo se precipitaba al foso, Laura y Rex pudieron mirarse una
última vez.
Y en él había paz.
Esperanza a pesar de los monstruos y el agua y el pasado.
Satisfacción y tristeza.
No quería irse.
Su rostro era el de alguien que vuelve a casa después de un viaje largo y penoso.
La canción que termina y deseas que continúe para siempre pero sólo puede tener
sentido con las últimas notas. El círculo que se cierra.
Laura nunca supo qué sucedió en esa cueva; la cascada que los inundaba le tapó la vista
por un momento. No supo si fue por fuego o por roca o por garras o colmillos, pero las
criaturas se abalanzaron sobre el cadáver de Rex y ella no lo quiso ver y subió las
escaleras hacia una oscuridad húmeda sintiéndose
desierta.
11
MONSTRUOS

–Tenía un libro de guerrilla urbana que ponía que en caso de emergencia era mejor
esconderse en un hoyo. Así que lo hice.
–¿En un hoyo?–preguntó CK, distraído.
–En un hoyo. Justo cuando pasaba un bramante por la calle. No sé si sería el último o no,
me la trae al pairo, pero lo seguían tres o cuatro tipos que le tiraban piedras y, no sé,
cosas. Apenas lo vi. El caso es que el bicho pasó, yo esperé un par de minutos e intenté
salir, pero no pude. Estaba atrancado. ¡Ni una sonrisita, amigo!
–¿Qué hiciste?
–Lo que había que hacer–Pardo miraba al infinito con su cara de viejo asesino–. El
problema era el puñetero traje. Me quedaba grande y estaba enganchado a una punta o
algo así, pero claro, era tan resistente que no podía romperlo. Oí rugidos; el bramante
volvía. Así que estaba atrapado en mi propio hoyo. ¿Te vale como metáfora?
–Estupendamente. ¿Cómo es que sigo hablando contigo?
–Pues los tíos que lo perseguían se paran justo encima de mí. Les veo los pantalones y
descubro que son miembros de tu guardia.
–Te capturarían como mínimo. Son muy eficaces. Eran.
–Ni me notaron, amigo. El bramante se pone a dos pasos, amenazándolos, y ellos
retroceden. Error. Pone una de sus patas al lado de mi hoyo. Casi no tenía cascotes para
taparme, y si me pisaba me aplastaría como a un insecto. ¡Ñec! Entonces hago lo más
inteligente que se me ocurrió.
–Te sacaste el mono.
–Me saqué el traje de batalla. Estaba desnudo, sólo tenía las botas. El bramante aún
estaba allí encima, gritando, y ellos tirándole cosas para enfadarlo. Hacía un frío del
copón. Aparté las piedras y eché a correr hasta que llegué aquí. ¡Tus guardias me miraron
con una cara de papanatas que me voy a llevar a la tumba!
Pardo y Cobra reían, el uno apoyado en las vigas de madera y el otro fumando con
desencanto un cigarro de hierbas secas en la entrada de la tienda.
–¿Qué es aquello, Cobra? ¿Dónde están las gafas?
CK siempre pensó en Pardo como el hombre que te pediría perdón con frialdad mientras
te apuñalaba.
–¿Qué dices?
–Mira hacia allá, hombre.
Cobra contemplaba a Dami y Darli roncando a pierna suelta con serenidad, pero se giró
con esfuerzo.
Sus ojos de hielo se empañaron.
A lo lejos, en uno de los montículos al este, justo donde debería haber estado la mansión
Caras, se alzaba un volcán.
No expulsaba fuego ni humo venenoso ni piedras como mensajeras de la muerte, no.
Vomitaba engendros. Era una puerta al abismo. Decenas de grandes reptiles alados
brillaban sobre la cima como luciérnagas. Escupían llamas oscuras. Las minas ardían y
no hacían más que salir de sus entrañas más bichos, y el eco de sus chillidos rasgados
llegaba al campamento, a los bosques y a los edificios muertos y resonaba como
trompetas destructoras.
De las minas surgió el caos. Y Cobra Kao cayó de pronto en que estaban encerrados en
el mismo sitio que aquellos monstruos.
La corona azul de relámpagos sonreía maliciosa en las alturas.

El leviatán había arrancado la columna y Laura inspiraba con tanta fuerza que se hacía
daño en la garganta.
Cuando salió la enorme cueva ya no era sólo negrura sino un océano siniestro en el que
algas y cadáveres rajados de engendros flotaban por igual. Sangraban por igual. Decenas
de bolas gritonas de luz rojiza se abalanzaban sobre el gran saurio. Él mordía y agitaba
los brazos, torpe, con los grandes ojos amarillos empequeñecidos por el terror. Sus
movimientos hacían que la tierra temblase y grandes corrientes de aire revolviesen el
abrigo mojado de Zafiro. Los guivernos lo acosaban, masticaban, crush, crush, lamían el
agua podrida de los huecos de su piel, la sangre caía como ríos y lluvia carmesí y el
coloso era un enorme carbón aún ardiendo, negro y rojo.
Las llamaradas oscuras sajaban el aire. Cuando golpeaba a uno lo destrozaba, separaba
su carne como mantequilla y sus fluidos escapaban locos, expandiéndose y
encontrándose en el aire, pero llegaban demasiados. Manos brutales de escamas como
minerales acuchillando la nada. El leviatán era pavor.
La escala era terrible porque no importaba lo humano. La violencia, el fuego, las
profundidades, la antigüedad y los chillidos, sí, todo mucho mayor y más numeroso y más
horrendo. Incontrolable.
Laura no se quedó quieta y no esperó la destrucción. El lodo verdoso que se filtraba a la
cueva había bajado el nivel de la bolsa de agua y ahora aparecía ante ella un camino
recto y húmedo de roca basta. Corrió por su vida.
Y pensaba a toda velocidad, apenas alcanzando a condensar las palabras.
Los monstruos saltan de las leyendas para devorarnos.
¿Son ellos los monstruos o yo?
Soy vil, lo soy.
Pude haber muerto con él.
Con cualquiera de ellos.
Debería haber muerto en su lugar.
Soy un engendro.
Yo soy el mal de alas ajadas y larga túnica. Yo soy cruel.
Todo lo que toco se pudre.
Se van, todos, y estoy sola.
Y me duele más la soledad que la ausencia.
Rugidos, el suelo pasando a toda velocidad ante sus ojos y ese olor profundo a incendio.
En su mano estaban la brújula del eclipse y los dientes del espectro.
¿Qué es esta demencia en el corazón de la ciudad?
¿Qué es esta rabia y esta muerte?
Leto y Silvestre y Eva y Lancel y Rex.
Ellos la llamaban, cantos de sirenas sombrías mientras Laura Zafiro dejaba al leviatán y a
los guivernos rematar su batalla y se sumergía en todos los tétricos túneles, en los de su
cabeza y también en los de la cueva.

–¡Laura!–gritaba Alicia entre los rugidos reverberantes–¡Mamá!


–¡Niña, para!
Gato sujetó a la pequeña mientras la tierra temblaba. Él intentaba agarrarla y ella
escabullirse hacia la guarida del leviatán. Se intuía, allá al fondo en la oscuridad, un
resplandor rojizo temible.
Temible era la sospecha que guardaba Gato.
–¡No puedes hacer nada por ella!
El odio reprimido es peligroso. El amor reprimido es intolerable.
Gato la apartó de las pintadas apocalípticas de la pared. La sangre seca decía que Dios,
el único Dios, estaba en aquella ciénaga subterránea sonriendo malicioso mientras
envenenaba las raíces de la ciudad ruinosa.
¿Qué habían significado Glen y Nora para él?
Se respondió mientras sujetaba a Alicia y todos sus sentidos animales aullaban para que
saliese.
Menos que nada.
Y le dio mucha pena. Una tristeza como fuego que iluminaba las telarañas de su alma.
–Quédate aquí–le susurró a la niña buena–. Voy yo a por ellos.
Y se lanzó a la carrera, a cuatro patas y saltando mientras Alicia tiritaba de miedo y su
fiebre subía y subía como desciende un barco naufragado.
Gato se notaba débil y torpe, pero avanzó por los pasillos. Contra todos sus instintos,
corrió. Bufaba y maullaba sin control, los pelos como escarpias y la espalda arqueada.
Gato pensó que era un monstruo pero iba a salvar a esa niña.
Llámalo capricho, llámalo devaneo, llámalo curiosidad, o más bien rebeldía inútil contra la
ciudad, contra los túneles que conocía tan bien, contra el laberinto peludo que era su
forma felina. Un grito en el vacío, un árbol que cae en medio del desierto, verde y ruidoso,
el eco de demasiadas muertes y demasiada sangre en sus garras. No debería haber
tenido garras. No se acordaba, lo pavoroso era eso, de la época en la que tenía manos
suaves y mejillas sonrosadas. No recordaba su nombre.
Laura entraba en el túnel cuando él se abalanzó sobre ella. Vio en su mano la brújula y
los dientes y no dudó: la noqueó de un codazo en el cuello.
Laura Zafiro se apagó y tuvo un breve descanso en el que su mente inconsciente
engendró leviatanes que la violaban y hacían que Rex mirase, y Rex saludaba y se
despedía y lo engullían las sombras.
Ajeno a la mente rota de la detective delirante Gato echó un vistazo rápido al gran
pantano. Los engendros de Dozo volaban y dentelleaban y escupían lapas y acosaban al
leviatán agonizante y él los reconoció de una época tortuosa. Monstruos, pensó.
Monstruos ciegos. Monstruos felices.
Quizá sintió un punto de envidia.
Alarmado por el número siempre creciente de aquella especie de gigantescos
murciélagos cargó a Laura a sus espaldas y salió disparado de aquel lugar.
Podría haber salido con mucha menos prisa. Al fin y al cabo, el leviatán era una cantidad
inmensa de carne y se debatía con furia. Les llevaría un tiempo. Los guivernos caían por
decenas. Sus supervivientes disfrutaban, salvajes, y sabían que estaban vivos para la
lucha y la llama y la furia.
Muerte al pasado monstruoso. Arrasemos el nuevo mundo.

Pops le hablaba a Yu sobre Dozo. Descendían por la entrada de la antigua universidad.


La vieron destrozada y asumieron que Barranco lo había hecho.
Una cadena brillante se perdía en la oscuridad y el paso lento de la hidra resonaba
dándoles una cadencia sinuosa.
–Era el mejor hombre que he conocido–decía Pops con aire soñador. Por un momento
pareció más joven y su traje raído menos ridículo y su pose calmada menos forzada.
–¿Por qué no ir con él entonces?
–Supongo que todos cambiamos. Hace más de diez años que no sé de él. Hace diez
años, vaya, era otra persona. Quizá sea lo mismo pero a la vez no.
El barbudo netamiano se rió, limpio y claro. Las paredes del túnel devolvieron el eco.
–Qué sabio te has vuelto.
–Gracias a Barranco. Estaba muy solo y ahora he ayudado a tanta gente. Me conformo
con estar aquí. Me conformo, soy feliz. No me importa que la ciudad se caiga, dicen que
se cae, yo no lo sé. Para mí siempre ha sido así, sólo que distinta. Es como una persona,
Ergo. Una persona muy grande. Y nosotros sus parásitos. Pues soy feliz así.
–Ellos se irán.
–Algunos se irán. Otros no. Los hay adictos a estas tierras. Los de la Errante. Esos
militares de pacotilla que quieren hacerse los chulos defendiendo la nada. Elohim sabe,
¿no?
–Elohim es cuento de viejas, tanto como Fafner o las diez espadas o el atlas del tiempo.
No eres tan viejo como para creer en esas mamarrachadas.
–Señor Yu Chi Hao, qué blasfemo.
–Suelo serlo.
–¿No dices nada sobre Ergo? ¿O es que te han cegado las muertes y los magos antiguos
y todas esas cosas que no nos importan?
–Creo que este sitio es único. Lancel lo sabía. Somos afortunados por haber vivido esto,
incluso el Samaín.
–Podríamos haberla palmado de niños y al carajo.
–Siempre estamos a tiempo.
–Con Barranco tenemos menos posibilidades. Créeme, cuando le proponía a la gente que
bajara a vivir a este agujero sólo tenía que decirles: ‘está Barranco, domina la roca,
hechicera extraordinaria, vais a estar seguros, bla, bla, bla’. Y corrían. Y ninguno está
muerto. Y es lo mejor para los que queremos que nos dejen tranquilos y que nos dejen
vivir. ¡A quién le interesan las peripecias cuando puedes tener calma y verlo todo pasar
mientras te zampas algo grasiento y delicioso!
Alfard rugió de pronto. Yu lo calmó acariciando sus cuellos.
Cuando los túneles se abrieron a la caverna como cascadas que caen olía a gravilla y
fricción y la momia roja combatía a Barranco a lomos de su león. Varias casas de arcilla
estaban destrozadas y ellos se lanzaron a ayudar en lo que pudiesen, pero la historia
había acabado mucho antes de que pisaran el suelo subterráneo de la segunda ciudad.

Gato llegó hasta Alicia con Laura a cuestas, a cuatro patas, saltando de la pared al suelo
en un desfile de uñas y agilidad. La pequeña estaba sentada en el suelo, nerviosa y
asustada. Su nuevo amigo no había tardado más que un par de minutos.
–¿Y Rex?–preguntó inquieta.
–Olvídate de Rex, niña. Si no ha salido no va a salir.
Su tono fue duro y seco. El tono de voz de un enterrador.
Alicia empezaba a reunir fuerzas para una llantina melancólica, pero Gato no le dio
tiempo. La aupó sobre Laura y las llevó a las dos, corriendo con todas sus fuerzas, por el
entramado de túneles que había llamado hogar.
Sangraba como un cerdo y se esforzó por ignorar el olor penetrante a óxido y el mareo.
Las lágrimas de Alicia en su grupa le dejaron una inexplicable desolación. Quiero que no
llores más. Quiero asumir tu dolor y que tú nunca lo sientas.
Esa muestra de debilidad mental le hubiera molestado en otro momento, pero la tormenta
llegaba, monstruos como insectos reptilianos llamaban a las puertas de Ergo y todos los
amigos que no significaban nada se habían ido. Qué más daba ya.
Las depositó con cuidado en un lugar especial. Su primer refugio.
Era un cachorro cuando había acudido allí a llorar por primera vez. Las marcas de sus
arañazos aún se veían en las paredes. Podía no ser más que un pequeño agujero, un
cuarto improvisado, pero era suyo. Era quizá, todo lo que le quedaba de antes de ser
Gato.
Una vez se había golpeado tantas veces la cabeza contra la piedra que crecieron
margaritas en su sangre.
Allí dejó a Laura y a Alicia y encontró una roca para tapar la entrada. Se sentía débil y
enfermizo, pero la arrastró hasta el agujero con determinación.
Su pequeño refugio estaba conectado a los pasillos por medio de unas rudimentarias
escaleras que él mismo había tallado. La pequeña se quedó allí, mirándolo indescifrable.
Los túneles estaban callados. Conteniendo el aliento.
–Laura sigue dormida.
–Está cansada. Despertará pronto, niña.
–¿Qué haremos ahora?
–No lo sé–Gato lo dijo con sinceridad. Se sentó en el suelo. En la oscuridad, le dio una
antorcha apagada a Alicia–¿Puedes encenderla, verdad?
Ella lo hizo con apenas un par de palabras lóbregas. Ahí estaban, la niña y el hombre
bestia. Alicia lo examinó con curiosidad.
–¿Puedo preguntarte algo?
No contestó y lo tomó por un sí.
–¿Por qué no huiste de mí? Mírame.
Quería decirle que era un monstruo y un asesino y el que secuestra a los niños y el terror
animal en Ergo y el amo de la casa de las mil voces.
–Pero necesitabas ayuda.
Entonces Gato lo supo con certeza. Realmente no se daba cuenta. Realmente no le
importaba.
–Pero mira mi cara. Mis garras. ¡Tengo cola y colmillos, soy peligroso!
–¿Por qué odias que no me asuste?
Gato calló. Alicia estaba seria y lo miraba como alguien viejo, como un árbol antiguo en el
cuerpo de una niña pequeña.
–Yo no... Debes volver a la segunda ciudad con tu madre–cambió de tema con
brusquedad–. Si alguien puede protegeros es Barranco.
Alicia asintió. Gato la vio temblando y observó que luchaba con bravura para no llorar.
–El hombre. El que acompañaba a Laura, ¿era tu padre?
–No. Era Rex.
–¿Lo conocías bien?
–Vivía con nosotros–Alicia se acariciaba las manos despacio–. Rex reía a rabiar. Incluso
debajo de la barba se le veían arruguitas en los labios. Creo que no fue muy feliz y reía
igual. Lancel decía muchas veces que Rex no tenía magia, pero yo no estoy de acuerdo.
Nunca vi a nadie sonreír tanto, eso tiene que ser mágico, tiene que contar para algo. En
algún sitio.
Gato pensó que no allí. Nunca allí. No en la ciudad maldita, no en la última ciudad. Quizá
lejos de ese yermo ruinoso aquel hombre no habría muerto.
–Así que voy a hacer lo que hacía Rex. Aunque sea difícil.
Alicia sonrió y fue una sonrisa tristísima, la expresión de la pena y la espina y de todo el
terror.
Gato respiraba con fuerza. El costado le dolía y le empapaba la mano y la ropa con
sangre fresca. Su oído finísimo registró ecos de ecos de gruñidos y supo que tenía que
marcharse.
–¿Puedo pedirte un último favor? Cúrame una vez más, Alicia.
Consintió y se arrodilló ante él.
Casi parecía una canción de cuna.
Al terminar, Gato se levantó y la acarició. Sonrió de verdad por primera vez en mucho,
mucho tiempo, y era una sonrisa armoniosa. Bonita, hasta dulce.
–Los monstruos no sonríen–fue lo último que dijo Alicia–. Son serios y tristes y siempre
están enfadados.
Él tragó saliva. Deseó con todas sus fuerzas que la pequeña sobreviviera. Que Ergo no la
quebrara. Que todo el pesar que sentía fuera un día un recuerdo lejano de aquella ciudad
sombría.
–Gracias–musitó–. Gracias, gracias. Cuídate mucho, niña.
Gato, emocionado, agachó la cabeza y tapó la entrada.
Y corrió entre tinieblas, dispuesto a despejar el camino hasta la segunda ciudad para esa
niña a cualquier precio.
El fragor de la batalla sólo se da en contadas ocasiones. Los duelos singulares no suelen
tener en segundo plano un ejército tronando.
Lo que oyen los combatientes es su propia sangre tensionada y sus golpes y el
rozamiento.
¿Qué sangre podía oír el esqueleto de Laurel?
Sus sentidos recreados con brujería y magia de sangre y raíces le devolvían sonidos
huecos.
La roca silbando en el aire hacia ella.
Llantos lejanos de los niños de la segunda ciudad.
Las casas cayendo y el polvo flotando.
Barranco formando grandes lanzas y atravesando las costillas vacías de su león.
El león era ella.
Ella era el león.
Ella siempre había sido el león.
Mucho antes de la guerra. Bajo nubes tan negras como la tinta que nunca abandonaban
su pueblo, su lago. Se llamaba Nueve, el lugar, aunque ya ni siquiera ella lo recordaba y a
nadie le importaba.
En Nueve había crecido el Enorme Blanco a partir de uno de los frutos de miel del
Cadalso de los colgados. La leyenda decía que el Cadalso se alzaba más grande que el
mundo en algún lugar remoto y que, desde allí, su respiración daba aliento a las eras.
El Enorme Blanco no era un mito.
El Enorme Blanco protegía a Nueve y sólo cuando faltó Nueve fue arrasada por el viento
frío del este.
Laurel, ahora se acordaba, se llamaba así, fue la última de su orden. La última encargada
de proteger los frutos de nieve del Enorme Blanco. Ella y Aster permanecían cuando
Nueve ya había sido borrado de aquella tierra y el Enorme Blanco se había podrido y sólo
albergaba oscuridades y ramas retorcidas como carcajadas y los truenos lo iluminaban y
a veces Laurel lloraba desconsolada y Aster apretaba su lomo blanco contra ella.
Y conoció a Eme y amó a Eme y Eme la llevó a la Biblioteca y era tan feliz.
Juntos cultivaron aquellas pequeñas peras pálidas. Geafra nació y se hizo fuerte entre
libros y escribas invisibles.
Tengo los atlas, dijo Eme. Tengo los atlas y sólo me falta la manzana dorada. Son plantas
poderosas que protegerán el reino. El reino nuevo.
No puedes. No puedes llevarte mi fruto porque es sagrado y no nos corresponde a
nosotros decidirlo, amor. Geafra exige sus sacerdotisas y nosotros debemos, ¡gracias
damos!, nosotros debemos acatar porque no hay, Eme, no hay mayor dicha. Tus reinos
son polvo al lado del árbol eterno. No te lo daré.
Eme la encerró pero no pudo robarle la manzana.
Ah, sus manzanas. Geafra. Geafra, tú serás mi familia ahora. Aster, tú serás el padre y yo
seré la madre y los niños de Geafra poblarán el mundo, un mundo de árboles sagrados
que perseguirán a Eme para siempre.
No entrarás aquí, no, Eme. No entrarás aquí ni en mí nunca jamás y oh qué desastre. ¿En
qué se ha convertido esta vida, en qué monstruo patético y azul, en qué, qué puedo hacer
para volver a las noches llenas de miedo antes de conocerte?
Eme malvado. Eme, Eme malvado.

Barranco combatía con pericia. La momia roja conocía esa posición, la del desconocido.
Giros y hechizos contundentes. Un cuarzo gigante que rodaba hacia ella. Lo esquivó.
Todo valía. Se lanzó al cuello de Barranco y sus dientes mordieron tierra. Olas de roca de
pronto casi líquida, grandes dunas que se escurrían por sus huesos.
Era veloz, eso la había salvado. No podía hacer mucho más que cortar y morder. Toda su
energía estaba centrada en mantenerla con vida, en sostener el músculo con aquella
magia prohibida.
Barranco era una bola mandarina. Lanzaba piedras como balas que iban desintegrando
las patas del león. Pensaba en su pueblo y en la gran última prueba y en que debía ser la
columna que los sostuviera a todos.
Sólo usaba sus manos y la roca que arrancaba del suelo. Laurel pensó que quizá nadie le
había enseñado que su poder podía ir más allá. Barranco hizo rodar hacia ella una bola
afilada que esquivó por poco.

Geafra, sagrado árbol blanco.


Antigua en las profundidades de la jungla y de la perdición.
Todo lo que necesito saber me lo enseñas.
El mundo silencioso. El sacrificio que nadie ve.
La recompensa infinita.
Tú eres la reina de todos los árboles. Tú eres el faro blanco.
Salve, diosa del día, bendita, fértil.
Benditas las doradas manzanas y su fruto y su buena voluntad y su protección.
Eres la verdad. Eres el talismán. Eres yo y yo soy tú, para siempre, eternamente.
Todo parte del mismo designio, dichoso aquel que lo contemple y llore.
Dichosa Geafra y dichoso pentáculo y runa y dichoso fruto.

Un gran cilindro apresó a Laurel. La aplastó.


Sintió cómo sus patas de león se deshacían. Volvían a la tierra. La presión abría huecos.
Barranco, sudorosa y decidida, la miraba. Sólo su cabeza sobresalía, toda músculo rojo y
hueso y horribles huecos negros. Las manos, las garras se alargaban y podía tocar el
núcleo de la tierra y de todas las cosas.
Se desintegraba como las hojas caen. Gritó, abrió la boca y los gusanos reptaron. Ellos la
abandonaban, también. Les había susurrado alguna noche de febril soledad que eran sus
amigos, sus únicos amigos. No susurrado. No podía susurrar. Ni podría.
El cráneo de león era polvo entre sus polvorientas piernas.
Quiso poder hacer algo, pero estaba encerrada en ese cuerpo resquebrajado y viejo.
Merlín. Merlín. Éramos especiales, tú y yo, grandísimo patán, bastardo desalmado.
Te lo habría dado todo.
¿Por qué tenías que abandonarme?
Has dejado que me pudra en esta soledad vagando por los pasillos de antiguas
bibliotecas y envejeciendo, envejeciendo con el león y el bárbaro árbol, el árbol sagrado,
oh, el único consuelo y el único camino, dichoso fruto, odié las manzanas y amé las
manzanas.
Te odié, cómo te odié. Cómo te odio, mito andante, leyenda de pacotilla, bastardo.
Bastardo.
Espantajo, tú me has hecho esto y no lo sabes y no te importa y ahora muero y no te
importa.

Cuando Laura despertó, Alicia sostenía la antorcha y se apoyaba contra la pared. Parecía
recién salida de una crisálida; era lo mismo y era otra cosa aún ignota. Al principio no
recordó nada. Luego todo volvió.
Samaín. El campamento. La segunda ciudad. El leviatán. La brújula, los dientes. Los
engendros. Rex.
Fue como vivirlo de nuevo, sólo que esta vez no estaba en shock. Sus ojos estaban
abiertos. Ahora lo sentía todo.
La sonrisa triste de Alicia era igual a la de Rex.
Le llegó una oleada de desesperación, de apatía. Quería dejarse caer y morir allí mismo.
Deseaba rendirse y resignarse a lo que fuera que les pasase. Abrazar a Alicia hasta que
el hambre se las llevara y morir juntas y permanecer para siempre juntas, sus huesos
mezclándose en el pequeño agujero.
Mierda.
–Vámonos–susurró, conjurando los malos pensamientos.
Tomó a Alicia de la mano y localizó la entrada.
–¿Mamá?
–¿Alicia?
–¿Dónde está Rex?
Se lo pensó un momento, pero le respondió con voz trémula.
–Rex ya no está, cielo.
Silencio entre las dos. Se apretaron las manos y la pequeña la abrazó.
–Lo siento.
Ya no estaba atontada. Ahora lo sentía todo.
Dejó vagar sus manos por la carita frágil. Le apretó las mejillas, riendo apenada. Alicia se
frotó contra su hombro. Pequeño pajarillo. Por casualidad le tocó la frente y tuvo que
retirar la mano casi al momento. La niña se apartó y avanzó hacia la roca de la entrada.
–Alicia, cariño, estás ardiendo.
Ardiendo.
Fuego en la casa de la bruja.
Las piezas encajaron en su cabeza dibujando una risotada grave y cruel.
Alicia la miró con inocente inconsciencia y apartó la piedra, internándose en los túneles.
Ya no estaba atontada. Ahora lo sentía todo.

Derrida seguía el rastro corriendo. Tenía que guiarse por ramas y huellas en el barro; la
hechicería se burlaba de ella una vez más y se ahogaba en la punta de sus dedos.
El bosque se había vuelto tan espeso que la luna no lo atravesaba. Las ramas ahogaban
la tierra y se cerraban ante Derrida.
El suelo se removía. Temblaba, casi líquido. Se oían chirridos lejanos.
Derrida avanzó cortándose con las ramas y sin volver a por la ropa hecha jirones que se
enganchaba en aquellos brazos del bosque burlón.
El campamento estaba vacío. Exactamente como lo recordaba, pero vacío. Con primitivas
tienduchas de tela y palo, vacío. En un claro de pinos pálidos y raquíticos, vacío.
Primero vio la hoguera titánica que devoraba corteza y raíz.
Luego vio las runas. Grandes símbolos con forma de cuerda se enredaban en torno al
árbol gigantesco. Los nudos quemados en la tierra eran cenizas que olían a sombra y
tigre. Daban vueltas alrededor del campamento saltando los unos sobre los otros con rigor
natural.
Derrida avanzó sobre ellos, pero la ceniza no se movió.
Derrida era un fantasma en un lugar fantasmal.
Una niebla nocturna densa confundía al fuego, que bailaba en el bosque. Danza macabra
sobre grises blanquecinos. Madrigueras ardiendo.
Boca abajo y desnuda, atada al árbol de tronco gigantesco, Niv inconsciente era sólo una
pieza más del lienzo. En su ombligo tenía miel en forma de espiral y los insectos la
recorrían como temblorosos trazos negros.
Todo clamaba: soy el deseo de un lunático travieso.
Se escuchó un saludo en el bosquejo siniestro pero Derrida no podría haberlo descrito.
Como en un sueño, sabía que la habían saludado. Y reconocía la voz.
Alrededor de los símbolos se alzaban los muertos, cercándola.
Sus caras eran familiares pero no las ubicaba. Sabía quiénes eran pero le parecían
lejanos, como si los viera a través de una cascada. Le venían olores, timbres. Madreselva
y perro, un tono cálido y rasgado, un sonido casi tubular, metal y olor a tabaco y a pintura
fresca. Los olvidaba según los recibía.
Y entonces apareció Georgio.
Georgio Caras, el hombre y la roca negra, la llamaba.
Y Derrida quiso acercarse. Quiso acariciarlo. Ayudarlo. Servirlo. Dio la espalda a Niv,
colgada con su cabello blanco sucio y quebradizo, y avanzó hacia él.
Cuanto más se aproximaba, más real era. Más concretos se volvían. Aquel lunar en su
mejilla. Cada paso un descubrimiento. La pequeña cicatriz en la mano. Se hundía con los
muertos. La roca negra disgregándose. La furia.
Paró cuando apenas le quedaban un par de pasos. Podría, si se estiraba, tocar la nariz
curva de Georgio.
Oía las voces de los muertos y eran un grito enajenado, como si todos ellos fueran uno,
triste y neblinoso y quisieran arrastrarla.
Giró el rostro y vio a sus padres. No los había conocido, pero los vio y supo que eran ellos
y la llenó una ternura inabarcable en la que se ahogaba. Su maestra. Con ella enderezó
los picos esmeralda. Con ella vagabundeó por el gran río y las cinco montañas. Todas las
personas con las que se había encontrado, todos los que ya no estaban, todos ellos.
Todos le gritaban.
Todos dementes queriendo hundirla.
Retrocedió.
Niv. Niv.
Cortó las lianas que la ataban y comprobó que aún respiraba. Sobre el tronco quedó una
gran silueta negra. Su cabeza estaba roja como un tomate.
Los muertos se arremolinaban. Georgio sonreía, y en lugar de la piedra negra tenía
carbón encendido que sonreía también y todos se burlaban de ella y Derrida tenía que
despertar a Niv la agitaba y ella no respondía. La hechicería no funcionaba y se sentía
desnuda y allí estaban todos contemplando su derrota, Niv, despierta, muchacha
insolente, despierta y ayúdame no me dejes aquí de noche y sangrando llena de miedo y
esas voces y esos recuerdos que caminan por favor.
Niv abrió los ojos, hermosos y oscuros, y se abrazó a Derrida muy despacio.
Uno a uno los muertos fueron desapareciendo como arrastrados por la marea. Derrida
podía sentir cada vez más las manos de Niv con sus uñas mordidas, los dedos suaves
como plumón que la aferraban como si Derrida fuera un ancla. El último en marcharse fue
Georgio. Ella, por primera vez, pudo devolverle una mirada llena de ira, y escupió a sus
pies y le gritó, sin palabras, un gruñido profundo, un graznido desde el centro de la
humillación y la rabia.
Su moño estaba deshecho y Niv lloraba contra su pelo. Permanecieron abrazadas.
Se dio cuenta, en los siguientes minutos, de que el teatro de Luque había servido para
alejarla de Laura.
Y empezó a llover.

Aquellas llamas oscuras furibundas las perseguían por los túneles. Podían oír sus
graznidos repitiéndose repitiéndose repitiéndose.
Salieron del pequeño pasadizo y la segunda ciudad era un desastre. El polvo del viejo
mundo flotaba y Barranco aplastaba a Laurel y a su león con un gran cilindro rocoso.
Laura se quedó paralizada.
Pensó que nadie podía tolerar tanta muerte sin perder la cabeza.
La momia roja la vio mientras su cráneo se desintegraba bajo la magia de Barranco. La
miró a los ojos y Laura supo que la reconocía. Y no sirvió de nada porque segundos
después ya no era más que polvo de huesos.
A Laura la conmovió un instante, pero no dejó que eso la parase.
Vio a lo lejos a Cos y al resto del pueblo de la segunda ciudad acercándose a la mujer
naranja. Gritó.
–¡Barranco, los tengo, tengo la brújula y los dientes!
No tenía manera de ver al monstruo tras ella. Ojalá lo hubiera visto.
El engendro se abalanzó sobre ella y Alicia pudo apartarse, pero entre el caos de llamas y
garras y las rocas que Barranco llamó a toda prisa Laura soltó la brújula del eclipse y los
dientes del espectro.
Pasó despacio e irrevocable.
Mordía. Mordía a ciegas y era cuero duro sin piedad. Por mucho que golpeara, Laura no
podía ganar. Trató de buscar un hechizo o las palabras viejas o cualquier cosa en sus
bolsillos, pero no tenía más trucos.
Sangraba por los brazos quemados. En un bocado enorme, el guiverno arrancó un
pedazo de suelo.
El pedazo de suelo en el que estaban la brújula y los dientes.
Se los tragó y aulló en su rostro, amenazante. Una roca lo golpeó el la cara basta llena de
cicatrices. Y alzó el vuelo y se confundió con las decenas de guivernos que invadían la
ciudad subterránea.
Laura vio cómo se alejaba desde el suelo, con la mano estirada hacia él en vano. Alicia
corría hacia ella y susurró:
–Nunca podemos salir de aquí.
La voz era diminuta y estaba aterrada.
Sintió que ningún sacrificio sería suficiente. Se sintió devorada por Ergo, por el pasado,
por la culpa, por el egoísmo. Rex ha muerto para nada. Rex ha muerto para nada.
Viendo a los monstruos volando a su alrededor se sintió uno más, una creación de un
mundo que no comprendía y que la asustaba. Incapaz de salvarse a sí misma. Dadora de
desgracias. Maldita.
Acarició la cabeza de Alicia y dejó un rastro de sangre en su pelo.

La boca de Dozo tenía el sabor agrio de la ceniza y la arena.


Sumo arquitecto y deconstructor. Yo alzo y yo hago caer.
El reino superior era una pesadilla fuera de lugar. Octavio, Álastor, Ros y Juanes
humeaban, todos en el suelo y todos con los brazos estirados hacia el trono en el que
Saga temblaba. El trono era el centro y no era nada más que una silla y Saga un niño
envuelto en una túnica demasiado grande. Era de noche y las grandes antorchas estaban
apagadas.
Dozo avanzaba hacia él muy, muy despacio. El momento había llegado. La tormenta.
–Soy el trueno–proclamó–. Traigo fuego y muerte.
–¡Vete fuego y vete muerte!–gritó Saga–¡Marchaos los tres por la puerta de la mano y no
volváis más a mi casa!
Tenía la barba desgreñada y larga y los ojos hundidos. Sus brazos eran apenas huesos.
La piel seca, llena de escamas. Un náufrago famélico y cansado. Un emperador roto. Lo
que la ciudad hace con los que se atreven a habitarla.
–Dante–dijo Dozo–. Dante.
Lo dijo con una pena tan seca y honda que Saga delirante quiso llorar. Lo dijo con una
rabia tan roja y avasalladora que Saga tembló. Lo dijo con un desprecio tan vivo y rudo
que Saga bajó la mirada avergonzado.
Apenas recordaba a Dante de Aritania.
–A los tres señores ya no necesitaré–cantó el antiguo alcalde, ido–. Cuando marchito y
seco esté.
Dozo pensó en quemarlo con un rayo, pero no le pareció suficiente.
–Las palabras se pierden, las palabras hierven. Duérmete, niño, si quieres que te
conserven.
Él era la ciudad. Era preciso algo más íntimo.
–Ya no sé, ya no me acuerdo, de si estoy muerto o de si estoy cuerdo.
El reino superior era un nido de sombras cuando lo asfixió. Sus pómulos se volvieron tan
azules como sus ojos.
Dozo sintió, ¿qué sintió? Ni él podría definirlo. Era cansancio y era consumación. Se
sentía satisfecho y muy triste. Aplicaba toda la fuerza de sus manos viejas y quería dejarlo
libre, pero luego lo veía esquelético con la lengua fuera como un perro y le daba asco.
Sus ojos se quedaron quietos y el corazón de Saga dejó de latir.
El mago púrpura, ese mercenario, ese animal, lo tiró del trono y se sentó.
Ergo había caído y había sido justo.
Aplausos y el eco de los aplausos negros.
Plas, plas, plas.
–Menudo espectáculo.
Un hombre pequeño de agresivos ojos amarillentos sonreía mientras se acercaba a Dozo.
Colgada de su cuello, una mano con cuatro dedos. Avanzó relajado como un espíritu.
–Te quedan tres, allí–señaló una de las escaleras que llevaban a los cuartos
subterráneos–. Uno es Cripi, ya sabes. Lo conoces bien, te ayudó a entrar aquí. Los otros
son los Wolfhart.
–¿Quién eres?
–Soy Luque del Norte. Quizá hayas oído hablar de mí.
Dozo reaccionó al nombre y se acomodó en la silla, tensionado.
–Decían que eras una sombra entre el humo.
–Oh, sí, y lo soy. Y también tuve una lengua de plata y fui el dueño de la mala suerte. Lo
que pidas. Llevo muchísimo tiempo por aquí y no me he aburrido ni un minuto seguido. No
como tú, tan trágico, tan serio, qué asco.
Con la mirada baja, Dozo hizo que un relámpago temblara en su mano.
–¿Vas a ir por ahí?
El mago púrpura se levantó y disparó rápido y mortífero, pero Luque ya no estaba.
Apareció sentado en la cima del trono de Dozo con los brazos cruzados y una expresión
de dolor fingido.
–¡No! ¡Maldito! ¡Con lo bien que habíamos empezado siendo civilizados!
Estaba de pronto al lado de su oreja y era sólo una sonrisa en la oscuridad.
–Hay trucos y trucos de magia, y luego está lo que hago yo. Sólo podéis competir hasta
cierto nivel.
Tomó forma frente a Dozo, primero la cabeza y luego los brazos. Colgaba como un lienzo
siniestro. Monstruo frente a monstruo.
–¿Qué quieres de mí?–preguntó con rudeza el mago maldito.
–Pasaba a saludar–dijo, ligero–. Ahora eres tú el que manda por aquí, tú y tus bichitos. La
situación está a punto de descontrolarse y es buen momento para retirarme.
–¿Cómo vas a salir?
–¿Importa? Puedes detenerme si quieres. Si pudieras. Creo que no. Yo me marcho–habló
con tono paródicamente serio–. Mi trabajo aquí ha terminado. Es hora de moverse a
nuevos lugares. Nuevos retos. Quizá vaya a ver la antigua Juk. La arrasaron los hielos
eternos. Mala planificación. Habla, Dozo. No me digas que me tienes miedo.
Entre ellos crepitó una tensión densa y extraña. El terror púrpura de barba afilada y
cicatriz refulgente respiraba con fuerza calculando maneras de vencer a ese travieso
extraño.
–Yo no seré tu muerte, Dozo. Aún no. Hoy vengo a hacerte un regalo. Llama a tu
amiguito.
Dozo, despacio, abrió la puerta secreta con un sólo gesto mientras Luque sacaba del aire
su tronco y sus piernas. El terror púrpura estaba en guardia y preparado para atacar en
cualquier momento.
–Es una sensación estupenda. Este truco me ha llevado mucho, mucho tiempo, y queda
muy poco para que termine. ¡Venid, venid!
Los Wolfhart, casi cavernícolas, encadenados y todo barbas y suciedad, se arrastraban
detrás de un Cripi saltarín. El chaval pateó el cadáver de Octavio.
–Puto gordo. Buen trabajo, Dozo. Churruscados.
–Me voy a quedar con esos dos–dijo Luque tras unos segundos de reflexión señalando a
los hermanos prisioneros–. Me hacen falta.
–Son mis juguetes–proclamó Cripi con insolencia.
–Ya no, niño. Ahora son míos. Caballeros, ¿quieren conocer mundo?
Por sus caras se dio cuenta de que harían cualquier cosa con tal de huir del pequeño.
Cripi resopló y miró a Dozo, que negó en silencio.
–Estupendo entonces.
Las cadenas se arrastraron en el suelo marmóreo y Luque examinó sus rostros con más
cuidado. Tenía grandes planes para ellos. En algún lugar del gran edificio de Saga se
oyeron golpes y gritos.
–Tenemos poco tiempo. Ya no hay guardias ni barreras en el palacio y vienen a matar a
Saga. Cuánta ira desperdiciada, ¿no crees? Quizá se den cuenta de que el que ha
movido los hilos todo el tiempo eras tú–un gesto pícaro–. Más o menos.
–No voy a parar hasta arrasar Ergo–lo miró, y Dozo era el mundo antiguo reclamando sus
derechos–. Hasta oír su último latido.
Luque tomó su rostro entre sus manos.
–Sé que lo harás. Te has convertido en todo un villano, pequeño.
Le dio un cachete en la mejilla. Dozo se esforzaba por controlar su miedo y su rabia.
Luque se dirigió ahora al niño, que se entretenía pinchando a los Wolfhart con sus uñas
afiladas como agujas.
–Cripi, ¿te gustaría conocer el futuro?
Él se encogió de hombros.
–¿Por qué no?
Luque sonrió hasta el límite y se pasó la mano delante del rostro. Su ojo izquierdo se
reveló completamente blanco, peligroso, enfermo.
–Lo robé hace mucho. Ya no lo voy a necesitar.
Luque sonrió ampliamente y se sacó el ojo lechoso usando sus largos índices. No manó
sangre de su herida, y pronto cubrió la cuenca horrenda con un parche negro. Los gritos y
los pasos sonaban cada vez más cercanos.
–Luque el tuerto. Tiene gracia. Un hermano mío era tuerto. Un gran tipo. Valiente y muy
serio. Tómalo.
Le dio a Cripi esa canica blanca que parecía albergar un océano de sucesos.
–Deja que te mire.
Puso el ojo frente a los suyos y vio las edades y enormes colmillos que se abalanzaban
hacia él y lo masticaban y lo deglutían. Vio los actos y sus cadenas y las mentiras. Vio el
tejido del tiempo y todos los tiempos sucediéndose al mismo tiempo. ¡Eran tantos, y tan
hermosos, y tan horrendos! Se vio morir infinitas veces, vio a Ergo volver y liderar un
mundo nuevo de terror y a Ergo siendo un gigantesco hueco humeante y los futuros se
fueron desplegando ante él y eran demasiados, y eran demasiados y dolían todos a la
vez.
El grito hirió al aire y el niño golpeó el suelo en insoportable agonía.
Los ojos de Cripi se volvieron gotas de leche cortada girando sobre sí mismos. Ojos de
vidente. Ojos que no veían.
–Ups. ¿No te lo había avisado? Los videntes son ciegos. Los ojos ven hacia delante, no el
presente. Imagina el caos si todos pudieran verlo todo. Imagina mil personas jugando con
el futuro, como los estúpidos profetas viendo retazos de tiempo y creyéndose dioses.
Consecuencias–cantó–. Las grandes habilidades tienen consecuencias terribles. Incluso
para mí. Pronto me habría quedado ciego también.
–¿Qué has hecho?–preguntó Dozo con frialdad. Sostuvo a Cripi mientras se
convulsionaba.
–Sobrevivirá. Vosotros dos, venid aquí y agarrad la mano. Venga, visires cuentacuentos,
los he visto más rápidos.
Los Wolfhart lo hicieron entre temblores.
–Me encantaría quedarme, Dozo, pero ya sabes, Ergo no es el centro del mundo. De
hecho, ya no es el centro de nada. Son ruinas y las ruinas me aburren–se rascó las
orejas–. Chaíto.
Golpes a la puerta. Aullidos. Arietes improvisados que hacían temblar aquel reino de
mentiras.
Los colocó en la posición apropiada y ya iba a pronunciar el hechizo cuando miró al
hombre roto en el trono abrazando al niño demente y se dio cuenta de lo mucho que lo
había moldeado. Dozo lo observaba con una mezcla de furia e incomprensión y se sintió,
de una manera enfermiza, un padre orgulloso.
–Felicidades, Dozo. Eres el rey de la ciudad muerta.
Los bandidos de la floresta, con Goro a la cabeza, irrumpieron en la sala, pero ya no
quedaba nadie en el reino superior. Ningún monstruo en el armario, sólo la pena y el
encierro.
12
SIEMPRE Y DESPUÉS

Llueve.
Llueve en la ciudad que los engendros toman.
No me gusta la lluvia. Nunca me gustó. Moja y te cala hasta los huesos y oprime, es fría y
no hay manera de deshacerte de ella. Ergo está hecha de lluvia fangosa que no te deja
escapar.
Ahora veo Ergo. Ahora lo siento todo.
Mira, Laura, mira, grandísima egoísta. Los espantos horadan el techo de la segunda
ciudad. Buscan salir a Ergo.
El techo cae terrón a terrón y yo corro con Alicia lejos de los túneles. Nos parapetamos
bajo las rocas inmensas que la mujer mandarina, ahora todo desesperación, convoca.
Barranco y los suyos intentan salvar lo que pueden de su ciudad, pero la corona de
relámpagos ya aparece en el cielo mientras los bichos alados se estiran y escupen lapas
granates.
Grandísimas nubes de polvo y peligro y abrazo a Alicia. Es todo lo que me queda. Su
temperatura corporal es tan alta que tengo que soltarla tras unos segundos. Me mira, ojos
claros, pelo rubio frágil. No, tú no.
Me levanto y toco en mi bolsillo, casi por casualidad, el dedo de Luque.
Un billete de ida.
Toda la culpa y esta ciudad y el pasado y Leto y mis padres y los monstruos, todas esas
cosas que me han perseguido ya me han alcanzado. Estoy condenada. Ahora lo siento
todo.
Ahora puedo verme.
Hola, Laura. Tu mirada es la de una vagabunda. Tus gestos los de una posesa. Eres la
superviviente. Eres la que ha perdido a todos. Cada golpe ha sido un clavo en tu ataúd.
Hay difuntos que respiran y tú eres una.
Alicia está a punto de cambiar y si lo hace aquí morirá.
Ella puede salvarse.
–Usa el dedo, Alicia. ¡Úsalo!–se lo pongo en la mano y la cierro con fuerza–. Vete y busca
a Ágata fuera, ella te cuidará.
–Mamá, no voy a irme.
–Sí. Sí. No voy a permitir que te quedes aquí, cariño. Mira lo que le pasó a Rex y a
Lancel. No te pasará a ti–lo repito mirándola a los ojos. Tiemblo–. A ti no. A ti no.
Sobrevive. Sobrevíveme, por favor. Por favor.
–Mamá.
Mi mirada dura la decide.
Menos mal.
Los engendros están perdiendo el interés por excavar y se acercan. Oigo los gritos de
Barranco. Veo a Cos irguiendo una columna con la ayuda de las dos magas extrañas. Los
monstruos que bajan desde el cielo chillan en la segunda ciudad y el conjuro que Alicia
recita es una broma cruel de Luque y cada palabra se clava en mi pecho. No puedo
respirar.
–El hogar es un veneno y el último refugio está dentro.
La agarro de las manos como si sirviera de algo. Me queman pero es la última vez que
toco a mi hija. Me arrodillo delante de ella.
Gracias. Gracias, Alicia. Tengo que dejarte ir. No voy a retenerte conmigo para que
mueras o quedes maldita en esta ciudad, no, ni un segundo más. No te matará mi
cobardía. No te matará mi egoísmo.
Ahora lo siento todo.
–El hogar es un veneno y el último refugio está dentro.
La última mirada de mi niña. No nos volveremos a ver. No nos volveremos a ver.
Está asustada y decidida. Me grabo su imagen, el pelo rubio delicado sucio, la sangre
seca, los grandes ojos claros. La postura erguida. Eres verano y eres la libertad. Eres,
mira tú, el fuego purificador. No vas a acabar como Rex. No como Lancel. No voy a
condenarte a ti también. Eres la salvación, pero no la mía. Ya me has salvado. Ya me has
salvado.
Me mira con la misma intensidad.
Gracias, Alicia. Gracias. Gracias.
Llora, lloramos mientras recita de nuevo esa frase malvada. Quiero ser fuerte pero no
puedo, no puedo. Toco su cuerpecito y su cara, le limpio la suciedad y la beso y la
sostengo y hago esfuerzos por no gritar porque no quiero que me recuerde así. Huele a
suavidad. Huele a aquella tarde en el mar con Lancel. Huele a siempre y después.
–El hogar es un veneno y el último refugio está dentro.
Y mi niña desaparece de golpe. Ni un sonido. Ya no está.
Entre mis brazos sólo hay vacío.
Ahora sí que aúllo y me desgarro la garganta y golpeo una y otra vez la tierra maldita,
maldita mala tierra.
Me tomo mi tiempo. Me acomodo y toco con manos indecisas las últimas huellas de Alicia.
Tomo la gravilla entre mis manos esperando que quede algo suyo.
Así acabaré.
Da igual que sea hoy o mañana o en diez años, pero así será mi final. Ahora lo sé.
Devorada por mil engendros.
Con Vera rota e inconsciente, un fantasma lúgubre de lo que fue.
Sola y devastada en la ciudad en ruinas.
Dos golpes que se llaman Lancel y Rex y el cristal de relámpagos irrompible de la cúpula.
Así acabaré. Ahora lo siento todo.
Pero tú, niña bonita, niña preciosa, aún puedes salvarte. Ni siquiera podré verlo. No te voy
a ver crecer.
Vive. Vive lejos de mí. Lejos de Ergo.
Mira la segunda ciudad cayendo ante estos bichos deformes. Oye la desesperación,
Laura. Es tu desesperación también. Se siente como colores sacados de una leyenda y
malos presagios. Barranco intenta proteger a su gente del cielo que cae sobre ellos. Sigo
sentada y sola. Pronto dejará de oler a Alicia.
Sí, así acabaré.
Dejada atrás.

Un día, todo se irá.


Todos los viejos reinos.
Las antiguas murallas caerán y las torres decrépitas serán devoradas por el musgo y el
tiempo. Los engendros prehistóricos de cristal y acero se volverán montañas retorcidas de
cascotes. El cielo que amenaza con devorarnos nos devorará, vivos, y gritaremos
mientras desaparecemos en el lodo primigenio. Ni siquiera la tierra manchada nos
aceptará y vagaremos como fantasmas condenados a contemplar nuestra ruina para
siempre.
Un día, dejaremos que todo se vaya.
Para que algo nuevo y limpio crezca.
Epílogo
LA PRINCESA DE LAS CENIZAS

La lluvia en Ergo era nieve fuera. Las murallas y acantilados de Fosablanca protegían el
huevo chispeante que era la ciudad entre árboles.
El bosque de los Murmullos crecía alrededor de Ergo como grandes gigantes oscuros
entre la nieve y la niebla. Las copas se perdían en el cielo gris y vaporoso. La simetría de
las ramas y los troncos alineados parecía querer revelar un mensaje secreto sobre el
mundo. Un camino de nieve esponjosa.
Lo llamaron el bosque de los Murmullos porque los primeros moradores de aquel lugar
pensaron que las hadas los llamaban para que se quedaran. Fundaron el asentamiento
que andando el tiempo se convertiría en Ergo.
Si hubieran sabido.
El viejo y el niño avanzaban a duras penas, parando de vez en cuando para desenterrar
plantas entre el hielo frío. Con voz grave y firme, el anciano mago rojo le daba nombre a
los vegetales.
–Niebla del este. Sólo crece en invierno, necesita mucha humedad. Es alucinógena y
eficaz contra el dolor, pero tienes que machacarla primero, ¿entiendes? De otro modo no
hará nada. Sueño de bruja, cuidado con esta. Una gota en infusión alivia el dolor. Dos
gotas paralizan. Cuatro matan. El Azaroso...
–¿De verdad está hecha de rayos?
–Relámpagos, centellas, truenos. Electricidad. El Azaroso, niño, concéntrate o te dejo con
los lobos.
–Para el dolor de estómago y las heridas de las manos, pero no para la cara.
Eme puso los ojos en blanco. A falta de conocimiento, el pequeño Héctor le echaba
imaginación. Aunque se estaba comportando; no creía que fuera lo suficientemente
paciente o fuerte para tolerar semanas de viaje bajo las tormentas heladas del norte, pero
el niño respondía con ánimo y valentía a todas las tareas que le imponía el viejo mago.
Disfrutaba y se asustaba con intensidad, con inocencia. Un día, pensó Eme, será un gran
hombre.
–El Azaroso contiene un veneno tan fuerte que si lo rozas tendrás semanas de piel roja y
picores. Tiene los colores de un avispón–le dio un capón suave al niño–. Por lo menos las
venenosas, principito. No serías el primero que encuentra un final inesperado en una
planta. Y suele ser patético. ¿Quieres acabar así?
Héctor negó.
Caminaron un rato. La ventisca arreció. El hechicero se apoyaba, más por comodidad que
por necesidad, en un largo bastón de caoba. Pronto caería la noche y más les valía
encontrar refugio.
El viejo evitó pensar en la cercana Ergo.
–Eme, llévame a caballito.
–¿Atenderás a las plantas?
–Sí.
–Bueno.
Un rato después Héctor podía identificar tres variedades venenosas más y ya sabía lo
básico para realizar un emplasto. Se agarraba al cuello de Eme como una cría de koala,
feliz entre las ropas mullidas. El viejo, distraído, le golpeaba con el bastón cada vez que
apretaba demasiado.
Podía sentir la llamada de las ruinas de la última ciudad. Dozo y la magia sangrienta.
Podía engañarse en Avalon, pero el pasado aún proyectaba sombras en su mente.
Suspiró. Era muy viejo.
–Nos hemos acercado demasiado a Ergo–dijo el mago rojo.
–¿No podemos visitar Tintagel?
–No, Héctor. Probablemente a estas alturas Tintagel es una pila de piedras.
–Oh.
–Sí. Oh. Es mejor que demos un rodeo.
Se escuchó una deflagración que el viento sibilante llevó por todo el bosque de los
Susurros. Sordo susurro sucinto y secreto.
Una débil luz escarlata se intuyó entre la niebla. Eme frunció su poderoso ceño y avanzó
directamente hacia ella.
Llegaron al límite mismo de la ciudad.
Esas murallas habían sido blancas y ahora eran de un gris carcelario desvaído y sucio
invadido por el moho y el musgo. Bajo Fosablanca crecía un incendio.
Entre fractales de fuego curvos de los que crecían lapas y humo, como una gota pálida en
la tierra oscura, como la razón de ser de las cenizas, dormía una niña. Era un contraste
triste.
Las llamas la acunaban y derretían la nieve y saltaban entre los árboles despacio. Como
en una leyenda, calva, desnuda e inconsciente, la pequeña descansaba en el medio del
gran incendio. El impacto inicial de lo que fuera que lo provocase había sido tal que las
murallas de Fosablanca mostraban una concavidad y grandes porciones de roca se
habían derretido.
Tres manchas oscuras eran el único testimonio de tres osos pardos que se habían
acercado a husmear. Los lobos guardaban la distancia, pero el pequeño Héctor pudo
distinguirlos entre los árboles y la niebla verdosa.
Eme, intrigado, habló en la lengua del fuego y el fuego le contestó como un amigo–era
joven, vital y claro–y se deshizo entre chispas. El humo hablaba de nuevos comienzos.
Sólo con un par de palabras del anciano el incendio se detuvo y, unos segundos después,
la ventisca ocultó las marcas agresivas de las llamas en la tierra y los árboles.
Héctor miraba con curiosidad tras la túnica del hechicero y, cuando distinguió a la niña
tendida en el suelo, corrió hacia ella.
Estaba enferma. Tiritaba. Eme dijo algo, pero Héctor no atendió.
Le tocó el hombro para despertarla.
Bramó y se apartó. Su mano humeaba, cubierta de ampollas. Eme acudió enseguida y
alivió su dolor con un par de pases de manos, modeló una bola de nieve y se la aplicó a la
palma refunfuñando. El vapor tapó el rostro del niño. Héctor no había llorado. Apretaba los
labios esforzándose por mantenerse fuerte.
–Te va a quedar cicatriz, chaval.
Un pequeño golpe de bastón en la cadera. Más una palmada de aprobación que un
castigo. Desde la muñeca de Héctor una quemadura violenta e irregular se extendía hasta
el índice.
Eme observó a la pequeña. La nieve se derretía a su alrededor y la cara le resultaba
extrañamente tierna, aún sin cejas ni pelo. Una niña taumaturga recién cambiada,
comprendió. El décimo la había reclamado. Era dulce, fuerte. Dura, sin duda. Blancuzca
por los años bajo la corona, pero eso pronto se solucionaría.
Eran los últimos estertores del invierno y Eme no podría estar más exultante.
–Una damisela en apuros, Héctor. ¿Qué te parece?
–¿Podemos ayudarla?
–Me insultas, niño.
Pasó la madera oscura de su bastón sobre ella y al momento se enfrió.
El mago viejo la agarró con decisión. La cubrió con los pliegues de su propia túnica. La
pequeña era una gota pálida en un mar rojo.
Eme sonrió ilusionado.
–Alicia Zafiro, uhm.

Potrebbero piacerti anche