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Redefinición de fascismo

Daniel Miguel López Rodríguez


Un intento de redefinir filosóficamente al
fascismo y de aclarar y distinguir semejante
fenómeno en el concurso de las ideas políticas

Introducción
El presente artículo es un intento de dar una
explicación filosófica al fascismo, es decir, de
explicar (aclarar y distinguir) la Idea de fascismo, si
es que éste existe como Idea. Así pues, estamos
ante un intento de una filosofía de la historia del
fascismo, que, obviamente, para su desarrollo
requeriría no ya un libro sino bibliotecas. Esto implica
que el fascismo «a secas» no puede ser explicado
por las ciencias beta-operatorias, porque los análisis
históricos, antropológicos, económicos y políticos no
agotan el contenido del fascismo (por muy amplias
que se presenten las distintas categorías, que por
supuesto damos como necesarias pero no
suficientes). Dicho de otro modo: vamos a estudiar al
fascismo más allá de sus conceptualizaciones
categoriales, vamos a intentar verlo como Idea
filosófica. El fascismo debe de ser interpretado,
pues, filosóficamente, si es que se quiere hacer un
ejercicio de síntesis. La filosofía es una actividad de
segundo grado, y parte de saberes de primer grado,
de saberes técnicos, científicos, artísticos y políticos;
luego la Idea de fascismo ha sido reformulada en
retrospectiva, sin perjuicio de que los propios
fascistas tuviese una Idea de fascismo y los
antifascistas (o no fascistas) coetáneos al fascismo
tuviesen otra Idea; pero como dijo Hegel, la lechuza
de Minerva emprende su vuelo al atardecer.
Que el fascismo es una Idea filosófica yo creo que lo
demuestran las altas dosis de polémica que éste
lleva cuando se menciona. Como dijo el divino
Platón, si hablamos de oro y de plata todos
pensamos en lo mismo y estamos de acuerdo, pero
cuando se trata de la justicia, de la piedad, de la
bondad o de la belleza todos discrepamos, y a través
de esas inconmensurabilidades y de esas
confrontaciones surge la filosofía (la esencia de la
filosofía es la dialéctica, la symploké de las Ideas).
Del mismo modo cuando hablamos de «fascismo»
todos polemizamos, y los politólogos no han llegado
a un consenso de definición. Así pues, el fascismo
no es un tema, el fascismo es un problema, y es a la
filosofía, a la filosofía de la historia materialista, la
que le corresponde hacer una visión trascendental
(en sentido materialista no emergentista) del
fascismo, sin perjuicio de que en este artículo
haremos, inevitablemente, mucha historia.
«Fascismo» es, quizá, el término más oscuro y
confuso que hay entre las ideas políticas. La
confusión es enorme, y es por tanto difícil de
sistematizar. Tampoco el fascismo puede explicarse
por sí mismo: la Idea de fascismo, digámoslo así,
está envuelta por otra ideas, otras posturas, que la
desbordan y codeterminan: socialismo, comunismo,
anarquismo, nazismo, nacionalismo, franquismo,
catolicismo, &c. Señalamos a estas tendencias como
«ideas» porque todo Estado y toda disciplina política
tiene irremediablemente su filosofía, y por tanto sus
sistema de ideas, más o menos definido.
Precisamente el presente artículo trata de definir,
más bien de «redefinir», a ese sistema de ideas
llamado «fascismo» y su relación con los otros
sistemas, aunque también tendremos muy cuenta
algunos aspectos de su política real en su contexto
histórico.
No pretendo desarrollar explícitamente la esencia
genérica del fascismo a través de
su núcleo, su curso y su cuerpo. El artículo estará
enfocado a confrontar y contrastar al fascismo con
las distintas tendencias contra las que competía.
Pero no estaría de más un artículo en el que se viese
al fascismo como una esencia genérica que tiene
un núcleo, un curso y un cuerpo. Tampoco sería
superfluo un trabajo sobre el fascismo visto desde
las tres ramas del poder (poder operativo, poder
estructurativo y poder determinativo) y las tres capas
del poder (la capa conjuntiva, la capa basa y la capa
cortical). No obstante, las siguientes líneas es de
momento lo que puedo ofrecer. Veámoslo.
¿Qué es el fascismo?
El término «fascismo» proviene del italiano «fascio»
(que significa «haz», «fasces»), y deriva del latín
«fasces» (en plural «fascis»). Las fasces eran unos
fajos de varillas amarradas que simbolizan la unidad
popular (solidaridad frente a terceros, diríamos), en
las cuales sobresalía un hacha, la cual a su vez
simbolizaba al líder, al guía-caudillo, esto es, dicho
en el idioma del fascismo, al Duce, que como todos
saben no era otro que Benito Almicare Andrea
Mussolini (Dovia di Predappio, Forlì, 29 de julio de
1883- Giulinio di Mezzegra, 28 de abril de 1945). La
palabra «fascismo» deriva, pues, del símbolo
romano del fascio littorio.
El fascismo ha sido diagnosticado por Gustavo
Bueno en El mito de la derecha como una
derecha no alineada, esto es, no tradicional, en
oposición a las derechas alineadas, tradicionales
(derecha primaria, derecha liberal, derecha
socialista), las cuales se proyectan como
«modulaciones» que derivan como géneros
plotinianos y se presentan frente a las generaciones
de izquierda que trataban de desmembrar al Antiguo
Régimen (izquierda jacobina, izquierda liberal,
izquierda libertaria, izquierda socialdemócrata e
izquierda comunista). Sin embargo, advierte Gustavo
Bueno, «el fascismo podría ser, por analogía,
considerado como un movimiento de izquierda,
porque en realidad a la vez es derecha e izquierda
en sentido tradicional, en la medida que presenta
analogías significativas con ambas. Si lo
consideramos aquí de derechas, es porque estamos
subrayando sus analogías con la derecha tradicional,
puesto que estamos en una obra dedicada a la
derecha». (Gustavo Bueno, El mito de la
derecha, Temas de hoy, Madrid 2008, pág. 266).
El fascismo pudo tener ciertas analogías con la
derecha socialista, sin perjuicio de que también
mantuvo semejanzas con la derecha liberal e incluso
con el comunismo, tendencias a las que sin embargo
se opuso, autodiagnosticándose como «tercera vía».
Pero la oposición del fascismo a las distintas
generaciones de izquierdas fue muy distinta de la
oposición realizada por las derechas tradicionales.
Así pues, el fascismo fue algo nuevo, y no una nueva
versión de la derecha de toda la vida, en sentido
sustancialista metafísico, como si fuese la esencia
del mal (que es como ingenua y míticamente lo
entiende casi todo el mundo). Dicho de otro modo: el
fascismo no fue una derecha que pretendiese volver
al Antiguo Régimen, como si fuese una
derecha reaccionaria o cavernícola.El fascismo no
puso su mirada en el pasado, la puso en el futuro,
porque fue un movimiento eminentemente
escatológico, creyendo que el futuro de la
humanidad era de su propiedad (del mismo modo
que los marxista se creían dueños del futuro). No
sólo el Antiguo Régimen era «cosa de ayer»,
también lo era el liberalismo. La historia se
encaminaba hacia la «nueva civilización», hacia un
escatológico imperio fascista, el nuevo Imperio
Romano.
También hay que tener en cuenta, como hemos
dicho, que al fascismo no hay que verlo como una
esencia fija, sino más bien como una esencia
genérica con núcleo, curso y cuerpo, pues no ejerció
ni mucho menos un tipo de política continuo y
homogéneo, ya que pasó por muy distintas fases
llenas también de disputas internas. También hay
que hacer saber que el fascismo se incubó en una
democracia parlamentaria transformándola dictadura
que tuvo a un rey (Vittorio Emmanuel III), lo cual lo
convierte en algo muy particular y por tanto difícil de
definir (eso sí, volvió a sus orígenes republicanos en
la efímera República de Salò, cuando el fascismo
daba sus últimas bocanadas).
El fascismo, visto así, fue una «diarquía» entre el
Duce y el rey (el cual fue llamado, tras la conquista
de Etiopía, «rey-emperador»). Los poderes fácticos
estaban en las manos de Mussolini, pero el rey era el
Jefe del Estado; un título de papel, pues no supo
frenar a Mussolini en la sistemática desmembración
del ordenamiento constitucional fundado en el
Estatuto Albertino: he ahí lo que podríamos llamar el
proceso revolucionario fascista, aunque el proceso
no llegó a realizarse del todo, a causa de la derrota
en la guerra mundial. Según el rey, por aquellos
entonces «no se podía obstaculizar al jefe del
gobierno». (P. Puntoni, Parla Vittorio Emmanuele
III, Bolonia, 1993, pág. 321).
Para nuestro objetivo sería muy interesante leer una
definición del propio Mussolini sobre el fenómeno
fascista:
«Siendo antiindividualista, el sistema de vida fascista
pone de relieve la importancia del Estado y reconoce
al individuo solo en la medida en que sus intereses
coincidan con los del Estado. Se opone al liberalismo
clásico que surgió como reacción al absolutismo y
agotó su función histórica cuando el Estado se
convirtió en la expresión de la conciencia y la
voluntad del pueblo. El liberalismo negó al Estado en
nombre del individuo; el fascismo reafirma los
derechos del Estado como la expresión de la
verdadera esencia de lo individual. La concepción
fascista del Estado lo abarca todo; fuera de él no
pueden existir, y menos aún servir, valores humanos
y espirituales. Entendido de esta manera, el fascismo
es totalitarismo, y el Estado fascista, como síntesis y
unidad que incluye todos los valores, interpreta,
desarrolla y otorga poder adicional a la vida entera
de un pueblo.
No hay individuos ni grupos (partidos políticos,
asociaciones culturales, coaliciones económicas,
clases sociales) fuera del Estado. Así pues, el
fascismo se opone al socialismo para el que la
unidad dentro del estado (que amalgama las clases
en una única realidad económica y étnica) es
desconocida, y que no ve en la historia otra cosa que
la lucha de clases. Del mismo modo, el fascismo se
opone al sindicalismo como arma de clase. Pero
cuando se crea dentro de la órbita del Estado, el
fascismo reconoce las necesidades reales que
hacen surgir el socialismo y el sindicalismo,
otorgándoles el peso debido en el gremio o sistema
corporativo en el que se coordinan y armonizan
intereses divergentes en la unidad del Estado.
Agrupados de acuerdo con sus intereses diversos,
los individuos forman clases; forman sindicatos
cuando se organizan con arreglo a sus actividades
económicas diversas; pero primero y sobre todo
forman el Estado, que no es un mero asunto de
número, la suma de los individuos que forman la
mayoría. Por lo tanto, el fascismo se opone a esa
forma de democracia que equipara una nación con la
mayoría, rebajándola al nivel del número mayor; pero
es la forma más pura de democracia si la nación se
considera –como debe hacerse- desde el punto de
vista de la calidad y no la cantidad, como una idea, la
más poderosa por ser la más ética, la más
coherente, la más verdadera, expresándose en un
pueblo como la conciencia y la voluntad de unos
pocos, cuando no, en efecto, de uno solo, y tendente
a expresarse en la conciencia y la voluntad de la
masa, de todo el grupo moldeado éticamente por las
condiciones naturales e históricas en una nación,
avanzado, como una conciencia y una voluntad, a lo
largo de una idéntica línea de desarrollo y formación
espiritual. No una raza ni una región definida
geográficamente, sino un pueblo, perpetuándose en
la historia; una multitud unificada por una idea
imbuida de la voluntad de vivir, la voluntad de poder
y la conciencia de la propia identidad y
personalidad.» (Benito Mussolini (1935), «Fascism:
doctrine and institutions», en C. F. Delzell (ed.)
(1971), Mediterranean Fascism 1919-1945, Londres,
Macmillan, pág. 93-95. [La doctrina del
fascismo, Florencia, Vallecchi Editore, 1938].)
Fascismo y comunismo
Desde la perspectiva emic el fascismo no fue
clasificado ni de izquierdas ni de derechas (como
tampoco se autodenominó así el comunismo
soviético, considerando dicha distinción como
«pequeño burguesa»), hasta el punto de que
muchos fascistas afirmaron que el fascismo
superaba la disyunción entre la izquierda y la
derecha. Ahora bien, desde la perspectiva etic, con
respecto a la derecha primaria al fascismo hay que
colocarlo a la izquierda, pues la soberanía no recaía
en el Duce o el rey sino en la nación (Italia por
aquellos entonces era una monarquía constitucional
con una dictadura fascista, lo cual, como hemos
dicho, hace del fascismo algo muy peculiar). Pero
con respecto al comunismo al fascismo hay que
colocarlo a la derecha; podríamos decir que su
derechismo es meramente posicional. Luego el
fascismo es de derechas porque no es de izquierdas
y porque se opone frontalmente a las izquierdas, en
especial al comunismo: fue el fascismo desde la
semiclandestinidad quien frenó la bolchevización de
Italia y de la futura expansión del bolchevismo por
occidente, por eso fue, en principio, alabado y
respetado por las potencias democráticas (incluso, al
principio, por los propios demócratas italianos). Para
los fascistas la oposición de izquierda/derecha era
propia de los regímenes parlamentarios, la cual
debía de ser borrada, pues, según ellos, era cosa del
pasado.
Sin embargo, en la España de la Segunda República
y de la Guerra Civil todo derechismo se identificó
acríticamente (o interesadamente) con el fascismo
(como «la noche en la que todos los gatos son
pardos»). Como dice Santiago Montero Díaz en su
opúsculo Fascismo (Cuadernos de Cultura, Valencia
1932), «En pocos países como en España se han
difundido ideas tan lamentablemente equivocadas
sobre este régimen». La expresión «fascista» se
usaba en tono despectivo, para descalificar al
contrario, como insulto universal y arma
propagandística; pero esto es simplemente
un fascismo etológico o estético, por así decirlo, y no
político o filosófico. Toda esta confusión se debe a la
impresionante campaña de propaganda diseñada
por el comunismo estalinista (en realidad, junto al
leninista, el verdaderamente existente) que
transformó el dualismo metafísico de
comunismo/capitalismo por el dualismo no menos
metafísico de comunismo/fascismo. Esta versión
hizo ver al fascismo como «agente del gran capital»,
como la corrupción última de la burguesía, junto a la
socialdemocracia (teoría del «socialfascismo»). «La
lucha contra el fascismo» fue la excusa y justificación
propagandística empleada por los secuaces del
Frente Popular y las brigadas internacionales
reclutadas por Stalin en la Guerra Civil (también fue
empleada esta ideología en la Segunda Guerra
Mundial, pero con menos intensidad, pues
lo aliados no sólo eran comunistas, sino también
demócratas liberales, esto es, capitalistas). El
antifascismo se convirtió en un instrumento
ideológico para legitimar al comunismo, y todo lo que
se opusiese al comunismo era fascismo; he ahí la
confusión, un confusión claramente interesada. Pero
en España la propaganda hizo que la lucha no fuese
entre comunismo contra fascismo, camuflándola en
una imposible lucha entre democracia contra
fascismo (republicanos frente a fascistas, la
izquierda contra la derecha, los pobres y parias de
España contra los ricos burgueses y terratenientes,
el pueblo contra el ejército; en definitiva: los buenos
contra los malos). Bajo este «camuflaje», los
comunistas (la URSS) evitaban que las potencias
democráticas (capitalistas) apoyasen a Franco (la
bestia negra del estalinismo en España). Este es,
como bien apunta Pío Moa, el mito fundamental de la
Guerra Civil; la gran patraña que nos han contado; la
cual, al parecer, ha quedado como dogma
indiscutible, y si alguien lo discute entonces es un
«fascista».
Así pues, fue precisamente Stalin el culpable de esta
confusión. A finales de julio de 1935, en el VII
Congreso de la Comintern celebrado en Moscú, se
diseñó la nueva estrategia comunista: la formación
de los «frentes populares». La caída del Partido
Comunista alemán en 1933 (el partido estrella del
comunismo más allá de las fronteras soviéticas) hizo
pensar que el «fascismo» –en un sentido muy amplio
y por tanto confuso– era una especie de
epifenómeno del capitalismo y de la burguesía
internacional u oligarquía financiera «más
reaccionaria, más nacionalista, más imperialista»
para fomentar una guerra interimperialista entre las
potencias capitalistas (supuestamente fascistizadas
por la alta burguesía internacional) frente al
bolchevismo, que, pese a las palabras de Lenin, era
todo un imperialismo (un imperialismo generador, al
menos en la política internacional, a través del
diseño del ideal del Estado de Bienestar –plan
Beberidge en plena Segunda Guerra Mundial–, y no
a pesar de los millonarios crímenes del Gulag y de
las hambrunas de Ucrania, sino precisamente por
ello: Stalin, como Franco, hizo el trabajo sucio).
Esta visión del fascismo como epifenómeno del
capitalismo es la tesis defendida, en una fecha
anterior al VII Congreso de la Comintern como es la
de 1932, por el opúsculo citado de Montero Díaz.
Dice Montero:
«el fascismo ha significado sencillamente el más
genial ensayo realizado hasta el día para dotar a la
sociedad burguesa de una estructura política tal que
se imposibilite la existencia de todo organismo
revolucionario […] Lo interesante, lo sustantivo,
innegablemente era salvar a la burguesía italiana;
organizar y estabilizar rápidamente la
contrarrevolución […] Despojada la concepción
política de todo su colorido nacionalista, que no es
sino el pretexto, la hojarasca retórica, las soflamas
conmovedoras que necesita la Dictadura, nos
encontramos con la primera esencia del fascismo:
afirmar de una manera mucho más radical que los
demás países burgueses el poder absoluto del
Estado y al mismo tiempo identificar en la práctica el
Estado con los intereses de la burguesía».
Esto, aunque en ello hay parte de verdad, no es toda
la verdad, y habría mucho que matizar ahí; pero,
como veremos, el fascismo no fue un mero
anticomunismo y tampoco fue simplemente el brazo
ejecutor de la burguesía, ya que también estuvo muy
preocupado por la «cuestión social» y por el
bienestar de los trabajadores.
Una de las grandes semejanzas que hubo entre el
fascismo histórico y el comunismo histórico (y por
tanto no mitológico, esto es, no escatológico y por
tanto políticamente definido por el Estado, esto es, el
monopolio legítimo de la violencia) es que el Estado
fascista fue el más intervencionista de su época,
junto al Estado soviético. Fascismo y comunismo
fueron la alternativa al capitalismo en el siglo XX, y
es simplemente brocha gorda, pereza intelectual o
pura impostura simplificar tan complejos sistema
bajo la homologación de «totalitarismos» o
«dictaduras totalitarias», como hicieron Karl Popper
en 1945 (recién terminada la guerra) y Karl J.
Friedrich y Zbigniew Brzezinski en 1956, en los
primeros años de la guerra fría.
Fascismo y nazismo
A mi juicio la génesis de esta confusión tan
generalizada se debe a la identificación del fascismo
con el nazismo y sobre todo, aquí en España, con el
franquismo (del cual escribiremos luego). Fascismo y
nazismo han sido considerados como lo mismo, pero
no es así ni mucho menos; dichas tendencias no
pueden reducirse a un denominador común, y
hacerlo es simplemente una impostura, un ejercicio
perezoso de brocha gorda o pura ignorancia. Desde
el agudo y meticuloso análisis de El mito de la
derecha tanto el fascismo como el nazismo han sido
clasificados como derechas no alineadas, pero eso
no significa que dichas tendencias se identifique
plenamente. El fascismo ha sido considerado como
«totalitario» (término oscuro y confuso, como
veremos), al igual que el nazismo y el comunismo,
pero dicho «totalitarismo» dicta mucho de las
dictaduras nazis y comunistas (conocida es la tesis
de Hannah Arendt en la que se afirma que el
fascismo no es totalitarismo, restringiendo dicho
término al nazismo y al bolchevismo).
Para evitar confusiones propongo, y esta es la tesis
del presente artículo, que el término «fascismo» se
circunscriba tan sólo al fascismo italiano, al régimen
que se desarrolló en la nación italiana desde la
«marcha sobre Roma» el 28 de octubre de 1922
hasta el 25 de julio de 1943, cuando Italia fue
invadida por las potencias aliadas y el Duce fue
sustituido por el Gran Consejo Fascista y
encarcelado. Y también al fascismo que
efímeramente se desarrolló en el norte de Italia (una
vez que Hitler ayudó a Mussolini a escapar de la
cárcel), el cual sucedió desde el 13 de septiembre de
1943 hasta el 25 de abril de 1945, en la República
Social Italiana, más conocida como la República de
Salò, último bastión, por tanto, del fascismo, el cual
era más bien un Estado títere del Tercer Reich (y ya
tenía poco de fascista y mucho de nazi).
Luego, en este sentido, habría que hablar de un
fascismo definido, tomando como criterio de
definición el Estado; siendo lo demás
fascismo indefinido, es decir, fascismos borrosos,
pseudo-fascismos, regímenes fascistoides o
filofascistas, pero no plenamente fascistas. En el
momento que extrapolemos el término «fascismo»
de su realidad histórica (en el espacio italiano y en el
tiempo que transcurre desde 1922 hasta 1945) se
convierte en algo totalmente borroso, oscuro y
confuso, por eso propongo hablar de un «fascismo
circunscrito». Como fascismos indefinidos tenemos
como ejemplos varias corrientes muy heterogéneas:
las Cruces de Fuego de François de la Rocque y el
Partido Popular francés de Jacques Doriot en
Francia, el Movimiento Rexista (de Cristo rey) de
León Degrelle en Bélgica, las Juntas de Ofensiva
Nacional Sindicalistas de Ramiro Ledesma Ramos y
la Falange Española de José Antonio Primo de
Rivera en España (ni de lejos era fascista la CEDA
de José María Gil-Robles), la Unión Fascista de
Oswald Mosley en Gran Bretaña, las Cruces
Flechadas de Ferenc Szálasi en Hungría, la Guardia
de Hierro de Cornelio Codreanu en Rumania o la
Organización Revolucionaria Croata Insurgente o
Partido de los Ustasha o rebeldes de Ante Pavelic en
Croacia. Estos partidos no conquistaron el poder, por
lo tanto no estaban definidos políticamente, pese a
sus intenciones. Habría que decir que dicho fascismo
sólo fue intencional, pero no efectivo, como al fin y al
cabo fue el italiano (me refiero al fascismo
escatológico totalitario del que luego hablaremos).
En España, aparte de la Falange y las JONS
(dejando fuera a la CEDA, como hemos dicho), lo
más parecido que hemos tenido al fascismo, según
palabras del propio Mussolini, que era el que
entendía de esto, fue la figura de don Manuel Azaña,
debido a la rectitud de su liderazgo. Cierto que esto
lo dijo Mussolini en 1932, un año antes de la
fundación de la Falange y las JONS. Aun así
suscribo la tesis de Mussolini refiriéndose a Azaña
como lo más parecido al fascismo que hubo en
España, pues don Manuel implantó una ley electoral
inspirada en la legge de Acerbo mussolinina, una ley
diseñada en Italia en 1923 por Giacomo Acerbo, de
ahí el nombre de la ley. Dicha ley hipertrofia los
resultados haciendo que unas mayoría mínima si
convierta en una mayoría aplastante, garantizando
así que una coalición parlamentaria que obtuviese
una mayoría mínima alcazase el 66% de los
escaños. Curiosamente esa ley se volvió en contra
de los izquierdistas en la elecciones de 1933, cosa
que les estuvo muy bien empleada por ese bienio
realmente negro.
Sin embargo, no sería correcto denominar al
nazismo como fascismo indefinido (si tomamos como
criterio de definición el Estado), pues el nazismo en
1933 llegó al poder. Pero el nazismo, sin perjuicio de
sus tremendas analogías, no es fascismo. El Partido
Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores tomó
una cierta estética fascista, estética que sin duda
jugó un papel muy importante, sobre todo en las
labores propagandísticas. Pero la fascistización de
regímenes como el de la Alemania nazi sólo era un
ingenuo deseo de Mussolini, el cual creía que el
fascismo iba a ser un fenómeno trascendental, un
juicio normal en su acostumbrada extravagancia.
¿Y por qué no fue el nazismo fascismo? Para
empezar habría que decir que mientras que el
nazismo (al igual que el comunismo y el anarquismo
e incluso el liberalismo) proponía como finalidad la
abolición y extinción del Estado, postulando un
fantasioso e incluso escatológico dominio
del volk (que no era otra cosa que el mito de la raza
aria, que hoy en día vuelve a ser el mito de la
cultura), el fascismo proponía como finalidad la
realidad plena y totalitaria del Estado fascista, la
fascistización de todas las instituciones y de todas
las gentes del país; es decir, la finalidad estaba no
en la extinción sino en la supremacía del Estado
(para que el régimen fascista y el pueblo de Italia
fuesen una unidad, como presumía Mussolini). El
Estado era, pues, la máxima y última aspiración del
fascismo, un Estado de expansión imperialista (por
eso hablo de «fascismos indefinidos», pues para un
partido fascista estar fuera de las instituciones del
Estado carece de sentido: sin Estado no hay
fascismo que valga). El fascismo pedía así el
monopolio absoluto del aparato del Estado con el
Duce como figura sobresaliente, estando el Partido
Nacional Fascista subordinado al Estado (en el caso
alemán el Estado estaba subordinado al Partido
Nazi). Como dijo Mussolini: «El partido no es más
que una fuerza civil y voluntaria a las órdenes del
Estado, al igual que la Milizia Volontaria per la
Sicurezza Nazionale es una fuerza armada a las
órdenes del Estado […] Si en el fascismo todo está
en el Estado, tampoco el Partido puede huir a tal
inexorable necesidad [he aquí lo que podemos
llamar el fatum del Estado fascista, el fatalismo
fascista], y debe, por tanto, colaborar
subordinadamente con los órganos del Estado».
(Opera Omnia, cit. XXXIV, págs. 141-142). La
subordinación del partido al Estado fraguó rencillas
entre los representantes del partido y los
representantes (los ministros, el Duce) del Estado.
Este dualismo (o trialismo, si contamos la institución
de la monarquía) fue lamentado por el secretario del
PNF como «problema insoluto», porque ello suponía
un «débil equilibrio no siempre fácil de alcanzar».
(Archivo Centrale dello Stato, Ministero degli Interni,
Direzione Generale di Pubblica Sicurezza, Divisione
Polizia Politica, b. 102). Este dualismo entorpecía el
avance hacia el escatológico Estado totalitario, por
falta de consenso. Detrás de la organización
monolítica y eficiente del fascismo, como política
plenamente disciplinada hacia una mística del
Estado que daba la propaganda, existía una lucha
por el poder entre los oligarcas del fascismo, lo cual
impedía la armonía que era necesaria para la plena
realización del Estado fascista hacia su camino
escatológico como Imperio Universal.
Sin embargo, para los nazis el Estado «no
representa un fin, sino un medio […] la condición
preliminar para crear una civilización humana
superior». (Cfr., E. Jäckel, La concezione del mondo
in Hitler, Milán, 1972, pág. 96). Sin embargo, en la
práctica los nazis monopolizaron más que los
fascistas las instituciones del Estado (por no hablar
de la Unión Soviética).
Si el régimen fascista se implantó con una no muy
especialmente cruenta (habría que decir incruenta)
«marcha sobre Roma» (incruenta gracias al rey, el
cual pactó con Mussolini e hizo que el ejército no
interviniese a fin de que no hubiese una carnicería),
el régimen nazi se implantó a través de las
instituciones democráticas de la República de
Weimar. Una vez que Hitler paró las intenciones
revolucionarias del ala más extrema del partido nazi,
hizo el intento, y con éxito, de llegar al poder por la
vía parlamentaria, para que una vez en el poder se
realice la revolución (una revolución desde
arriba, como también desarrolló la derecha socialista,
pero con resultados muchísimos menos incruentos y
totalmente generadores, pese a quien le pese).
¿Podría decirse que el ascenso de un hombre como
Hitler al poder a través de las instituciones
democráticas, siendo encima encarcelado tras una
desastroso Pustch de Múnich para una ulterior
«marcha sobre berlín», imitando a Mussolini, fue una
especie de «corrupción no delictiva»? Suele decirse
que Hitler fue financiando por la alta burguesía
internacional para implantar un régimen fuerte de
cara al comunismo bolchevique. Puede haber algo
de cierto en ello, pero el nazismo no es tampoco,
como el fascismo, un mero anticomunismo, también
funcionaron en dicho régimen ideas positivas, no
sólo negativas en cuanto a la reacción antiproletaria
se refiere.
En la práctica, es decir, en la política real, al margen
de las distintas formalidades de los respectivos
Estados, las relaciones entre el régimen fascista
italiano y el régimen nazi alemán no fueron ni mucho
menos armónicas. Recién llegado Hitler al poder
esto no fue ningún consuelo para Mussolini, que
consideraba a Hitler como un loco exaltado (a pesar
de que Hitler considerase a Mussolini como maestro
del anticomunismo e imitase a éste con el saludo
romano de brazo en alto). En 1934 Mussolini envió
tropas a Austria para evitar que ésta se anexionase a
Alemania (el famoso Anschluss que al fin se lograría
en 1938); además, ¡fue el único en hacerlo!
Mussolini pretendía que Austria no fuese nazificada,
para que en su lugar fuese fascistizada (ya vemos
aquí una clara oposición). Al principio las potencias
democráticas (Francia e Inglaterra sobre todo) vieron
con buenos ojos la llegada del fascismo al poder,
pues suponía una buena reacción frente al
comunismo, pero después también vieron en el
fascismo una buena forma de oposición al nazismo.
Por un momento el fascismo se convirtió en la
esperanza de las democracias occidentales y era un
movimiento respetado; pero todo eso se fue al traste
cuando Mussolini invadió Etiopía, su principal error, y
fue sancionado por la Sociedad de Naciones, siendo
consecuencia de ello el Pacto de Acero con
Alemania (24 de octubre de 1936) que dio lugar a lo
que Mussolini llamó «Eje Roma-Berlín». Pero si el
principal error (el primer error, queremos decir) de
Mussolini fue invadir Etiopía, el gran error fue
subordinarse a Hitler (de lo cual miserablemente se
arrepintió, porque fue simplemente su ruina y su
mala fama). Aun así, después del Pacto de Acero, ya
empezada la guerra, Italia avisó a Bélgica, Holanda y
Francia de lo que los alemanes le tenían preparado.
Mussolini titubeó (ya que quería aplazar la guerra)
pero al final decidió aliarse definitivamente con
Alemania el 10 de junio de 1940, al creer que la
victoria del Eje sería inmediata, debido a las
impresionantes conquistas de Hitler en menos de un
año sin apenas coste. Ni que decir tiene el enfado
monumental entre Hitler y Mussolini tras la invasión
frustrada de Italia a Grecia, sacando Alemania a
Italia las castañas del fuego, cosa que hizo que se
retrasase la Operación Barbarroja (la invasión de la
URSS que supuso hacer letra muerta al pacto
Ribbentrop-Molotov, ¡qué diálogo cabía aquí!). Y es
que Italia más que una ayuda supuso un estorbo
para Alemania. Como dijo Churchill, «Italia es el
suave vientre del Reich». Las derrotas en el norte de
África (en Libia, el 23 de enero de 1943) y la
invasión aliada en Sicilia (10 de julio de 1943)
pusieron en jaque mate al régimen fascista,
corroborándose la tesis de Churchill.
Fascismo y sangre
Además de esto hay que decir que el fascismo
italiano fue poco sangriento en comparación con la
Alemania nazi, la Alemania de los campos de
concentración en la que murieron 6 millones de
judíos y un millón más entre otras etnias; por no
hablar del Gulag soviético y de las cien millones de
víctimas del comunismo (en lo que a sangre
derramada se refiere fascismo y comunismo no
tienen parangón), o de la represión brutal, de la que
muy poco se habla, de las potencias «democráticas»
después de la guerra, con campos de concentración
en Francia y en Estados Unidos en los que murieron
cientos de miles de personas. La «marcha sobre
Roma», que supuso la subida del fascismo al poder,
fue prácticamente incruenta (sobre todo gracias al
pactó que forjó el rey, como hemos dicho). En 1932,
con motivación del décimo aniversario en el poder, el
régimen concedió una amplia amnistía a los presos
políticos, cosa inconcebible para nazis y
bolcheviques. A pesar de los muchos exiliados, el
fascismo sólo condenó a muerte a unas 25
personas.
La sangrienta carrera del fascismo italiano comenzó
el 3 de octubre de 1935, en la conquista de Etiopía,
la cual fue llamada Abisinia por los conquistadores.
Ésta era ya la Segunda Guerra Ítalo-Etíope,
resarciéndose Italia de la derrota en 1896. No he
podido dar con las fuentes de la masacre que
cometieron los italianos en Etiopía, pero según
Wikipedia, fuente no muy fiable, la población etíope
pasó de 16.900.000 en 1935 a 15.300.000 en 1936.
En dicha invasión se usó gas mostaza no solamente
contra las tropas etíopes, sino también contra la
población civil, para desmoralizar a la resistencia de
las guerrillas. Algunas fuentes hablan de 500.000
bajas etíopes, luego el millón de víctimas que habría
que sumar según la tabla de la población etíope que
nos ofrece Wikipedia se debió a las terribles
hambrunas, pero eso está por confirmar. Winston
Churchill y Pío XI aplaudieron la eficacia italiana en
las tierras africanas.
También, dicho sea de paso, la violencia generada
por el fascismo para conseguir el poder, cosa que se
consiguió entre 1917 y 1922 semiclandestinamente,
fue proporcionalmente inferior a la que se generó en
España durante los meses de febrero y julio que
supusieron el derrumbe de la Segunda República.
Como afirma Stanley Payne, «Juan Linz ha
observado que el total aproximado de los 270
homicidios políticos de España en los cinco meses y
medio primeros de 1936 contrata desfavorablemente
con el volumen de los 207 homicidios políticos
registrados en Italia durante los cuatro meses y
medio primeros de 1921, posiblemente el apogeo de
violencia allí. Como Italia tenía una población casi un
50 por ciento mayor que la de España, el índice de
violencia italiano fue proporcionalmente claramente
inferior». Y añade: «La violencia fue en España
proporcionalmente más grave que la de las luchas
intestinas producidas antes del derrumbe de la
democracia en Italia, Alemania y Austria, con la
posible excepción de los primeros meses de
semiguerra civil en la República de Weimar en 1918-
1919». (La primera democracia española, Paidós
Estado y Sociedad, Barcelona, 1995, pág. 403).
También observa Payne: «El golpe final y decisivo
fue el asesinato del líder derechista Calvo Sotelo por
un grupo compuesto por guardias de asalto
izquierdistas insubordinados y socialistas exaltados.
Aquel asesinato fue por su efecto el equivalente
español al Asunto Matteotti en Italia. Este último
produjo una crisis que precipitó la dictadura fascista;
el primero fue el último catalizador de la guerra civil.
El que Matteotti fuese matado por fascistas y Calvo
Sotelo por socialistas refleja las diferencias
existentes en cuanto a fuente principal de
violencia entre los dos sistemas. Pero hubo también
otras diferencias, igualmente importantes, entre la
situación de Italia y la de España. En la primera, el
gobierno fascista había alimentado la violencia
contra la oposición izquierdista aunque
probablemente no había ordenado el asesinato de
Matteotti, y sus propios partidarios lo obligaron por
último a hacerse responsable de su muerte. En
España, el gobierno republicano de izquierdas nunca
había alentado la violencia, pero sencillamente fue
incapaz de reprimirla y después mostró su absoluta
ineficacia para perseguir a los responsables». (La
primera democracia, pág. 405).
Curiosamente la mala fama del fascismo, visto como
algo absolutamente sanguinario, se debe a los
propios fascistas. Los fascistas proclamaban a los
cuatro vientos, una vez bien asentados en el poder,
que la marcha sobre Roma fue una revolución
violenta, como una de las influencias del leninismo
en el fascio.No obstante, el 29 de octubre de 1922 Il
Popolo d’Italia afirmaba lo siguiente: «La totalidad de
Italia central, Toscana, Umbría, Marche y el norte de
Lazio han sido ocupados por los camisas negras»,
sugiriendo una ocupación militar e impuesta con las
armas. Sin embargo, el 31 de octubre Mussolini
declaró en el diario milanés Corriere della sera:
«Hemos hecho una revolución sin parangón en el
mundo entero […] Hemos hecho la revolución
mientras los servicios públicos seguían funcionando,
sin interrumpir el comercio, con los empleados
sentados a sus mesas, los trabajadores en sus
fábricas y los campesinos labrando en paz sus
campos. Es un nuevo estilo de revolución». Pero el 5
de julio de 1924 dirigiéndose al Senado el Duce se
contradice afirmando que el ascenso del fascismo al
poder fue «un acto incuestionablemente
revolucionario», a mano armada, lo cual es
rotundamente falso. Que el fascismo no se impuso
de manera violenta lo confesó Mussolini en una
fecha tan tardía como la de 1944, cuando ya era una
simple marioneta de los nazis en la República de
Salò.
En 1922 Mussolini abandonó los recurso violentos,
pues vio en ellos un impedimento a la obtención del
poder; el cual fue mucho mejor obtenerlo
renunciando a la violencia y pactando con el Rey (de
hecho, la madre del Rey, la reina Margarita,
simpatizaba con el fascio). El futuro Duce vislumbró
que el poder estaba al alcance de la mano; por ello
el 31 de octubre se disculpó ante el Rey por vestir
con camisa negra debajo de su traje formal: «Ruego
a Su Majestad que me excuse por llevar aún puesta
mi camisa negra, pero vengo de una batalla en la
que, por fortuna, no ha habido bajas»; y además
añadió: «Soy un leal sirviente de Su Majestad». El
Rey pudo parar la marcha sobre Roma en cualquier
momento, pero vio que aquellos fascistas eran la
única solución que tenía la desolada Italia. El ejército
controlaba perfectamente a los «marchadores», y
con una sola orden los fascistas (entre unos 30.000
ó 40.000 combatientes acampados en las afueras de
Roma con rifles de caza y antiguos fusiles del
ejército y encima con escasa munición) no hubiesen
tenido ni para empezar. No obstante, los líderes
del fasciotuvieron suficiente delicadeza para saber
llevar la situación, y hacían saber a sus reclutas que
«el ejército es el defensor supremo de la nación», y
por ello era menester no librar ningún combate con
semejante patrimonio, porque «el fascismo no
marcha contra las fuerzas del orden público».
(Citado en Antonino Répaci, La marcia su
Roma, Rizzoli, Milán, 1972, pág. 455).
Más que en su llegada al poder y en la manera de
obtener éste, el fascismo fue violento antes de
alcanzarlo. Los miembros del establishment liberal
de Giovanni Giolitti temían más a la marea roja que a
la marea negra, e intentaron usar a los fascistas
como títeres (cosa que les salió por la culata, pues
éstos, una vez asentados en el poder, prohibieron los
partidos liberales, como los demás partidos que no
fuese el fascista). De este modo no se puso freno a
la violencia de los fascistas de
la squadristis, comportándose como un Estado
dentro del Estado, consintiendo el gobierno las
palizas que el fascio daba a los socialistas
revoltosos, con la estimable ayuda, para asombro de
los propios fascistas, de la policía local y
los carabinieri y la «cautelosa benevolencia» de los
altos mandos del ejército (cosa parecida al
consentimiento que el Frente Popular en España
daba a los socialistas y compañía durante los
sucesos de la «primavera trágica» del 36; violencia
proporcionalmente mayor, como hemos visto).
En Italia la violencia fue de mayor intensidad en los
primeros años de posguerra que en 1922. Dada la
situación desastrosa del país, un país en el que no
se podía formar gobierno por culpa de un parlamento
totalmente fragmentado, los terratenientes y la
burguesía vieron en los jóvenes fascista una
solución; así lo manifiesta en noviembre de 1920 el
periódico burgués de Ferrara: «Se necesitan fuerzas
jóvenes, intrépidas. Por suerte, la reciente pugna
electoral ha desvelado estas nuevas fuerzas: los
fascistas […] Sólo ellos tienen derecho a formular
demandas sobre el futuro de Italia; sólo ellos, que
aman la juventud y la fuerza, pueden frenar la oleada
de locura que está abatiéndose sobre Italia». Una
vez en el poder, Mussolini negó que el fascismo
representase a los intereses de los terratenientes y
burgueses (cosa que en parte era verdad y en parte
no).
El carácter violento de la marcha sobre Roma es
sólo un mito fundacional fascista, trasfigurado
falsamente en un movimiento revolucionario violento.
Así, tras la violencia desarrollada en la
semiclandestinidad gracias al amparo y financiación
de liberales y terratenientes asustados por la marea
roja (sobre todo en los «años rojos» que van de 1918
a 1920), los fascistas, una vez en el poder, volvieron
a restablecer el orden y cesaron las violencias. En
plena Italia fascista se vivía mal o bien, y el Estado
fascista era justo e injusto, pero no era mucho peor
que otro regímenes; aunque ya sé que decir esto es
hacer que los indocumentados progres se pongan de
uñas, pero en fin. El mismísimo Winston Churchill,
tras una reunión con el Duce en 1928, llegó a decir
que si hubiese sido italiano habría estado «de todo
corazón» con Mussolini desde el primer momento
(esto no quiere decir que el célebre político inglés
fuese simpatizante del fascismo, al cual lo
consideraba «inevitable», pero sí era fervorosamente
anticomunista, de ahí su admiración al Duce como
tantos otros). Sin embargo, la mala fama del
fascismo es un dogma inquebrantable, pero hay que
reconocer que, paradójicamente, a la divulgación de
dicho dogma contribuyeron los propios fascistas
fantaseando sobre una sangrienta marcha sobre
Roma (sin perjuicio de sus tremendas palizas al
campesinado socialista en el valle de Po, en
Toscana, Umbría y el sur de Apulia, y entre febrero y
mayo de 1921, en el contexto de las elecciones
generales, las palizas y asesinatos a los propios
líderes socialistas, atacando también a los católicos
de Partito Populare; y así hasta un año y medio
hasta la marcha sobre Roma). Su sangrienta marcha
se produjo en 1935 con la conquista de Etiopía,
preparando así el escenario para la próxima guerra
mundial.
El abuso de los términos «fascismo» y «fascista»
La imprudente extrapolación del término «fascismo»
ha llevado a denominar «fascista» a regímenes tan
distintos como el de «Juan Perón en Argentina, la
república presidencial de Charles de Gaulle en
Francia, los regímenes de partido único del Tercer
Mundo, la dictadura de los coroneles de Grecia, la
presidencia de Richard Nixon en Estados Unidos, los
regímenes militares de América Latina [como el de
Pinochet], e incluso, las democracias burguesas
[Jesús Gil y José María Aznar] y los propios
comunistas [Stalin]. Se ha hablado, en efecto, de
“fascismo rojo” a propósito de la izquierda
extraparlamentaria y de los grupos terroristas
comunistas, y de involución “fascista” del régimen
comunista chino en ocasión de la masacre de plaza
Tienanmen en Pekín (3-4 de junio de 1989).
Recientemente ha sido acuñada una nueva
categoría de fascismo, el “fascismo medio-oriental”
para definir al régimen de Sadam Hussein en Iraq».
(Emilio Gentile, Fascismo. Historia e
interpretación, Alianza Editorial, Roma-Bari, 2002,
págs. 52-53). También se le ha llamado «fascista» a
Felipe González, a José María Aznar (llamado así
delante de ZP y del Rey por el inefable Hugo
Chávez), a Franco y a Carrero Blanco (y a cualquier
franquista en general), al impresentable Joan Tardá
de ERC (llamado así por Eduardo Zaplana), a
Manuel Fraga (el cual, según Tardá, sus manos
estaban «llenas de sangre»), a los asesinos etarras
(los cuales, a su vez, llaman «fascista» a todo lo que
tenga que ver con España). El pasado 14 de mayo
del 2010 los magistrados de la Audiencia Nacional,
tras suspender cautelarmente a Baltasar Garzón por
prevaricar en su investigación de los crímenes del
franquismo, fueron llamados fascistas por la multitud
simpatizante del juez estrella: «¡Fuera fascistas, de
la judicatura!». «Fascista» es, pues, todo aquél que
se pase de la raya. Es obvio que se designa como
«fascista» a estos regímenes por su carácter violento
y para desprestigiarlos, lo cual está hecho no con
fines historiográficos sino propagandísticos. Para la
oposición parece ser una especie de remedio
psicológico llamar «fascista» a quien les gobierna, y
«fascista» es simplemente un arma propagandística.
La confusión llega al colmo cuando se habla de
fascismo de «izquierda», de «derecha» y de
«centro», y si somos coherentes hablaríamos de un
fascismo de «centro izquierda» y otro de «centro
derecha»; y, para oscurecer más el asunto, también
hablaríamos de un fascismo de «extrema izquierda»
y un fascismo de «extrema derecha» (ya sería el
colmo llamar a alguien fascista de «extremo
centro»). La expresión fascismo de «extrema
derecha», para la mayoría, sería redundante, porque
el fascismo y la extrema derecha se identifican;
aunque la idea de «extrema derecha» es más
oscura, aún si cabe, que la de «fascismo». En 1923
el sacerdote italiano Luigi Sturzo, uno de los padres
de la democracia cristiana y fundador del Partito
Populare Italiano, llegó a oscurecer más el asunto
cuando definió al bolchevismo como «fascismo de
izquierda» y al fascismo como «bolchevismo de
derechas». La cosa ha llegado a simplificarse tanto
que «fascista» es sinónimo de «hijo de puta», es el
peor de los insultos; luego políticamente no define
nada.
No obstante, la palabra «fascio» (haz o manojo) no
fue un invento de los fascistas ni de Mussolini. Dicho
término ya llevaba bastante tiempo en boca de
muchos. Esa palabra hoy tan difamada y denigrada
empezó a funcionar en Italia en los inicios
del Risorgimento precisamente por movimientos de
izquierda, tanto en el proletariado como en el
campesinado, sobre todo en el oeste de Sicilia.
Existieron, por ejemplo, los fasci siciliani, allá por
1890, derrotados por el primer ministro Crispi. En
octubre de 1914, los sindicalistas de izquierdas que
quería sumergir a Italia en la Gran Guerra fundaron
el Facio Rivoluzionario d’Azione Internazionalista. En
febrero de 1917, unos ochenta parlamentarios pro
intervencionistas de la guerra mundial fundaron el
Fascio Nazionale di Azione, constituido tanto por
conservadores, socialistas reformistas como Bissolati
y liberales como Luigi Albertini, editor del
periódico Corriere della Sera. En diciembre del
mismo año unos 150 diputados y 90 senadores
nacionalistas, entre los que destacaba Antonio
Salandra, formaron el Fascio Parlamentare di Difesa
Nazionale. Estos últimos recibieron la alabanza de
Mussolini el cual los llamó «los 152 diputados
fascistas».
Fascismo e imperialismo
Como decimos, el fascismo no fue una derecha
tradicional, ya que fue «un fenómeno político
moderno, nacionalista, revolucionario, totalitario,
racista e imperialista decidido a destruir la civilización
democrática y liberal, proponiéndose como una
alternativa radical a los principios de libertad y de
igualdad concretados en el proceso histórico de
afirmación de los derechos del hombre y del
ciudadano, iniciado con la Ilustración y con la
revoluciones democráticas de finales del siglo XVIII»
(E. Gentile, Fascismo, pág. 18). El fascismo se
presentó como una tendencia antiliberal y
antimarxista (y por supuesto antianarquista), es
decir, se enfrentó a las izquierdas de segunda,
tercera, cuarta y quinta generación. Dicha tendencia
se organizó en un partido milicia de veteranos de
guerra, con intención de totalizar la política y el
Estado, y con una visión mística y militarizada de la
política. Sus fundamentos eran míticos, viriles y
antihedonistas. Los fascistas estaban imbuidos en
una especie de panteísmo del Estado, pues el
Estado se sacralizaba, considerándose al fascismo
como una «religión política», en competencia con el
Vaticano (y por tanto anticlerical o al menos no
clerical, cosa que coloca al fascismo más a la
izquierda que a, por ejemplo, los liberales
conservadores o democristianos como Luigi Sturzo).
La vocación de la tendencia fascista, sin ser
especialmente sangrienta después de todo, era
totalmente belicista, con vista a una futura expansión
imperialista (expansión por el Adriático, conquistas
de Etiopía y Albania), la cual daría lugar a un nuevo
orden mundial y a una nueva civilización, siendo
«una forma palingenésica de ultranacionalismo
populista» (Roger Griffin, The Nature of
Fascism, pág. 26). El fascismo fue, por tanto, una
doctrina que consistía en regenerar a la nación,
siendo así, en palabras de Stanley Payne, «una
forma de ultranacionalismo revolucionario para el
renacimiento nacional, basado en una filosofía
fundamentalmente vitalista, y estructurado sobre un
utilitarismo extremo, sobre la movilización de masas
y en fuerherprinzip; tiene una actitud positiva en
relación a la violencia como fin y como medio y
tiende a dar carácter normativo a la guerra y/o a las
virtudes militares» (El fascismo, Madrid, Alianza
Editorial, 2001, pág. 21). El régimen fascista aprobó
la fundación del Imperio Italiano el 9 de mayo de
1936, desde el cual se proponía la hegemonía
italiana en el Mediterráneo (Mare Nostrum) e
implantar por la fuerza su apertura hacia los
océanos.
Fascismo y clase media: la pequeña burguesía
como la masa del fascismo. La «tercera vía»
Se suele decir que el fascismo recibió su respaldo
social en las clases medias; fue, por así decir, una
revolución de las clases medias (frente a la
revolución de las clases proletarias escindidas en
anarquismo, socialdemocracia y comunismo, cuyos
enfrentamientos fueron mortales). Estas clases
medias, en mayor o en menor medida, pueden
identificarse con la pequeña burguesía, pero también
con obreros asalariados (de todos modos el
concepto de «clase media» es oscuro y confuso
pues no está definido su dintorno; tampoco se sabe
dónde limita su contorno y cómo son sus
intersecciones con su entorno, el cual es tanto la
«clase baja» como la «clase alta»). Algunos autores
han llegado a sostener que el fascismo fue
una revolución burguesa antiburguesa, aunque más
bien habría que decir que fue una revolución
pequeño burguesa antiburguesa. Esto hizo que el
fascismo se convirtiese en un fenómeno de masas,
pues la clase media representaba un 47% de la
población (también hay que decir que el Partido Nazi
estuvo ampliamente respaldado por las clases
medias, pero como decimos el concepto de «clase
media» está por definir, y quizá fuese una ideología
estadística diseñada por sociólogos para encubrir la
existencia de un proletariado fuerte y numeroso). Sin
embargo, el fascismo, pese a la importancia que le
daba a las masas, no consintió que estas
expresasen e impusiesen sus ideas políticas, sin
perjuicio de que en 1939 el Partito Nazionale
Fascista tuviese afiliado a más de 21 millones de
italianos, incluyendo a niño a partir de los seis años
(sobre una población de 43 millones de habitantes).
Con esto no queremos decir que el fascismo quedó
reducido a una mera reacción antiproletaria, como si
fuese un epifenómeno del capitalismo (en una
especie de capitalismo de emergencia o «forma
contingente» del poderío burgués), el cual fue
financiado por la alta burguesía para derrocar a los
movimientos marxistas (esa fue la versión marxista).
El fascismo, pese a sus influencias, tenía sustancia
propia y ni mucho menos fue una continuidad del
régimen liberal, pues en muchos aspectos era
diametralmente opuesto a éste, y a lo largo del
tiempo las tensiones fueron incluso creciendo. Lo
digo porque hay muchos pánfilos de «extrema
izquierda» (izquierda fundamentalista) que creen que
capitalismo y fascismo es lo mismo.
El fascismo, pues, aun habiendo sido
fervorosamente antimarxista, fue más allá del
antimarxismo, no definiéndose sólo por lo que
negaba sino también por lo que afirmaba. Así pues,
al negar al marxismo y al liberalismo se presentó
como «tercera vía», como alternativa a dos
modalidades que consideraban «decadentes». El
fascismo propuso una organización corporativa de la
economía (cosa que se puso de moda en países
liberales como Inglaterra y EEUU, ahí estuvo en New
Deal de Roosevelt), la cual coartó la libertad sindical,
cosa que hizo ampliar la esfera de intervención de
Estado. El fascismo a base de fundamentos
tecnocráticos y solidaristas (siempre contra terceros
y cuartos) amplió la colaboración de las clases
productoras con el propósito de unificar a la nación
en vista de una futura expansión imperialista y de
una «nueva civilización». Aun así preservó la
propiedad privada y la división de clases. La misión
del fascismo era regenerar a la nación, y para ese
propósito había que destruir a la democracia
parlamentaria y a los partidos marxistas (que a la
postre también querían destruir a la democracia
parlamentaria).
Fascismo, nacionalismo e internacionalismo
Antes de fundar el Partito Nazionale Fascista
(fundado el 7 de abril de 1921) Mussolini era
miembro del Partido Socialista Italiano (algo así
como PSOE de allí). Muy conocida es la frase que
dijo Lenin refiriéndose a Mussolini: «Si hay alguien
que pueda hacer la revolución en Italia ese es Benito
Mussolini», cosa que se consiguió, aunque fuese
una revolución fascista, revolución muy exagerada
por los propios fascistas. En 1932 un corresponsal
extranjero le preguntó a Mussolini que por qué
abandonó el socialismo y creó el fascismo. Mussolini
le respondió que la Primera Guerra Mundial (la
llamada por entonces Gran Guerra) le demostró que
la lucha internacional del proletariado era algo
completamente falso; dicho de otro modo: la Gran
Guerra echó por tierra, y además por completo,
aquella frase con la que Marx firmaba y terminaba
el Manifiesto Comunista: «Proletarios de todas las
naciones, uníos». Mussolini durante toda su vida fue
un socialista internacionalista, pero observó que los
proletarios franceses no se unieron con sus
hermanos de clase, los proletarios alemanes, para
hacer la guerra a las clases burguesas, prefiriendo
defender a sus respectivas naciones. Así pues,
Mussolini, desilusionado, cambió el socialismo
internacionalista por el socialismo nacionalista. La
Gran Guerra le hizo ver como utópica la unión del
proletariado internacional, e ideó un sistema en el
cual las distintas clases de un mismo país se unirían
(como se unieron en la Gran Guerra y después
volverían a unirse en la Segunda Guerra Mundial)
con el propósito de formar una gran nación, una
nación con aspiraciones imperialistas.
De este modo, dicho sea de paso, se demuestra que
el motor de la historia no es sólo la dialéctica de
clases (como pensaba el materialismo histórico),
sino la dialéctica de clases y la dialéctica de
Estados (que es la propuesta del materialismo
filosófico). Ambas dialécticas, vistas desde
el materialismo filosófico,no están subordinadas una
a otra porque no son disyuntas sino que están
codeterminadas (luego sólo es una dialéctica).
Habría que decir que en el contexto histórico del
fascismo (sobre todo en los años de la Segunda
Guerra Mundial), la dialéctica era de imperios, sin
perjuicio de la lucha de clases dentro de cada Estado
y su repercusión en el conflicto mundial
o interimperialista.
Muchos liberales han pensado que, como Mussolini
venía del socialismo revolucionario, el fascismo no
sería otra cosa que una herejía socialista (o
comunista) o una variación del revisionismo
marxista. Pero un fascista no era un «hereje»
marxista, más bien era un «ateo», y negaba por
completo el igualitarismo internacionalista que
postulaban los marxistas. Así pues, se podría decir
que el imperativo proselitista de la última frase
del Manifiesto Comunista («Proletarios de todas las
naciones, uníos») quedó cambiado, parafraseando,
de la siguiente forma: «Fascista de toda Italia, uníos»
o más bien «Italianos de toda Italia, uníos y sed
fascistas para fascistizar a Europa y a todo el
mundo».
Hemos visto arriba que el fascismo y el nazismo no
fue lo mismo. Ahora bien, sí tenemos en cuenta sus
semejanzas. La principal semejanza está en ese
socialismo nacionalista (nacional socialismo). Pero
claro está, no es lo mismo la nación italiana que la
nación alemana; y, por mucho Pacto de Acero que se
quiera, ahí surgen las polémicas, como
efectivamente las hubo. Podría llevarse a engaño la
expresión que usó Stalin de «socialismo en un solo
país», pues podría parecer que Stalin es un
«nacional socialista» o un «socialista nacionalista»
(un «fascista»), pero se trataría más bien de un
socialismo multinacionalista (y por tanto, al fin y al
cabo, internacionalista); pues la Unión Soviética,
como advierte Gustavo Bueno en El mito de la
izquierda, no era un Estado nacional de 40 ó 70
millones de habitantes, sino un Estado multinacional
con 250 millones de habitantes y 22 millones de
kilómetros cuadrados. Luego el comunismo
realmente existente dispuso de
una koinonía internacionalista: las distintas naciones
que formaban la URSS y los países satélites.
El fascismo era fervorosamente nacionalista, e
idolatraba a la nación con un fervor religioso. Hay
que tener en cuenta que el nacionalismo que
postulaba el fascismo era un nacionalismo canónico:
la nación política italiana. He aquí la dificultad de
hablar de un fascismo internacional, y por tanto de
«fascismos» (en plural). El internacionalismo es una
tendencia que se asocia con el comunismo (llegó a
existir, no obstante, una Comintern, pero nunca llegó
a existir una Fascintern). Si al principio el fascismo
tuvo cierta relevancia internacional fue por su
eficacia contra el comunismo, y por eso fue visto
como ejemplo a seguir, como la primera respuesta
contundente al bolchevismo, al imperio que soviético.
La crisis de la democracia liberal, ante el desastre de
la posguerra, hizo que el fascismo fuese visto no
como un escándalo sino como un método fuerte para
afrontar la que se avecinaba (que no era poca cosa).
Cuando Mussolini dijo que en el futuro Europa
estaría fascistizada probablemente quiso decir que
Europa estaría subordinada al régimen fascista
italiano, esto es, al Imperio Italiano (¿imperio
depredador o generador?), en reminiscencia del
Imperio Romano (imperio generador). El dogma
fundamental del fascismo era la supremacía de la
nación italiana sobre el resto de las naciones
(incluyendo a Alemania, sin descartar una posible
alianza, pues veían a Italia y Alemania como
«naciones jóvenes», frente a las decrépitas Francia e
Inglaterra, por no hablar de España).
Pese a ser antiliberal, el fascismo durante su
mandato conservó la propiedad privada y muchas
instituciones del capitalismo, exaltando el papel de la
burguesía productiva, dando por buena la función
histórica del capitalismo (en este sentido sí es cierto
que las posiciones del fascismo son más cercanas al
capitalismo que al comunismo, del cual fue fervoroso
rival, sin perjuicio de que el propio Marx también
admiró la misión histórica de la «sociedad
burguesa»). Los fascistas abogaban por la
colaboración de clases (corporativismo) e
incrementar la producción (productivismo), centrando
y solidarizando a la nación y superar así las luchas
de clases, pues la nación debe de solidarizarse para
una ulterior y escatológica expansión y fascistizar el
mundo. Como si dijesen: «id y predicad el fascismo
en todas las naciones», como una especie de
conversión a la religión política del fascismo, primero
a los italianos (el «italiano nuevo») y después a
Europa y al mundo entero (el «hombre nuevo», de
claras resonancias del Superhombre nietzscheano),
a través del dogma «creer, obedecer y combatir»
(trilogía, dicho sea de paso, que se oponía a la
trilogía de la Revolución francesa: «libertad, igualdad
y fraternidad»). El mito del imperio y el culto a la
romanidad con el brazo en alto estuvo presente
desde el principio, pero la historia tiró por otros
derroteros, y el fascismo quedó muerto y enterrado
para dejar de osar abrir la boca para asuntos que
conciernen a la humanidad precisamente el 25 abril
de 1945. Tres días después, el 28 de abril de 1945,
moría en una gasolinera de Milán, torturado y
humillado por los partisanos comunistas, Benito
Mussolini. Muerto el perro se acabó la rabia. Aunque,
por lo visto, no fueron los partisanos comunistas los
que acabaron con Mussolini humillándolo y
torturándolo, sino agentes secretos británicos, según
dice el protestante César Vidal.
Fascismo y democracia
Dada la naturaleza del fascismo, éste era por
completo opuesto al parlamentarismo, transformando
el Estado italiano en un régimen de partido único,
suprimiendo al resto de partidos para «prevenir
revoluciones», según dijo Mussolini. Es decir, el
régimen fascista suponía la liquidación de la
democracia realmente existente, el fin de la izquierda
o derecha liberal. A finales de 1926 el Partido
Nacional Fascista era el único partido legal; siendo,
pues, como el Partido Comunista de la URSS, ya
que el Partido Fascista, por decirlo con palabras de
Buharin, admitía pluralidad de partidos, estando uno
en el poder y los demás en la cárcel; mutatis
mutandis, los nazis. «Su dictadura total de partido
[…] quiere la dictadura de parte y el “partido único”,
es decir, la supresión de todos los partidos, esto es,
el final de la vida política como se concibe en Europa
desde hace cien años». («Secondo Tempo», en La
Stampa, 25 de abril de 1923).
El ascenso del fascismo al poder no fue debido a
una revolución violenta (como los propios fascistas
reivindicaron), sino que fue estrictamente legal.
Mussolini al ser nombrado primer ministro juró
fidelidad al Rey y a la Constitución, pidiendo, eso sí,
plenos poderes. Y así como el ascenso de Mussolini
fue de riguroso reglamento, también su destitución lo
fue; pero en este caso no fue ya la antigua institución
de la monarquía quien lo sustituyó, sino el Gran
Consejo Fascista, el cual fue creado por el propio
Benito Mussolini.
En lo que a elecciones se refiere el fascismo no tuvo
gran éxito y fue lo que se dice electoralmente
hablando muy impopular. En 1919, siendo aún un
movimiento y no un partido (cosa que no sería hasta
1921), los fascistas se presentaron a sus primeras
elecciones. Los resultados de estas elecciones
fueron todo un desastre para el movimiento. El
movimiento fascista se fundó el 23 de marzo de 1919
en la plaza de San Sepolcro, Milán. El único órgano
relevante para la propaganda y la política del que
disponían los fascistas adheridos al liderazgo de
Mussolini era el periódico Il Popolo d’Italia, periódico
que no debe ningunearse, pues en aquellos tiempos
quizá fuese más importante la posesión de un
periódico que la de un partido.
El programa del movimiento fascista estaba inclinado
a la derecha a causa de su rivalidad con los rojos.
Aun así, por muy de derechas que fuese, en dicho
programa había muchos proyectos que suscribirían
hasta los más extremados de la izquierda, pues se
pedía la extensión del derecho de sufragio universal
a la mujer (es decir, hacerlo realmente universal), se
pedía que se bajase la edad del voto a la de
dieciocho años, también se pedía la abolición de la
Camara Alta, esto es, el Senado. El programa
también exigía un salario mínimo, una jornada
laboral de ocho horas, los derechos sindicales de los
trabajadores, la nacionalización de la industria de
armamento, una subida de los impuestos a los más
ricos y la expropiación de terrenos eclesiásticos.
Mussolini declaró que el movimiento fascista no era
enemigo de la clase obrera: «De hecho, estamos
dispuestos a combatir por ella». (Mussolini, Opera
Omnia, vol. 13, pág. 14). Todo esto no despertó la
atención de la prensa, ni siquiera los socialistas
estaban preocupados por el nuevo movimiento que
iba a ser hegemónico andando el tiempo en Italia.
Tan sólo Antonio Gramsci en noviembre de 1920 se
percató del peligro fascista, diciendo que éste iba a
ser el brazo ejecutor de la burguesía, el brazo que
iba a realizar el trabajo sucio que la burguesía no
podía hacer legalmente, esto es, la mano de obra
«rompehuelgas». Para Gramsci el fascismo suponía
un cambio de orientación de la pequeña burguesía;
según Gramsci, ésta había estado «esclavizada por
el poder parlamentario», volviéndose de repente
antiparlamentaria, «imitando a la clase obrera y
saliendo a la calle». (Gramsci, en L’Ordine Nuovo, 2
de enero de 1921). En marzo 1921 el líder del recién
fundado Partido Comunista de Italia (PCI), Palmiro
Togliatti, también percibió la amenaza fascista; pero
el resto de fuerzas italianas vieron al fascismo con
desdén, y todos se centraban en Giolitti, en los
socialistas y en los católicos, los principales centros
de atención de la política italiana de entonces. Con
esto quiero decir que el fascismo incipiente era algo
absolutamente marginal y secundario, e incluso para
algunos algo completamente desconocido.
En ese mismo año de 1921, el fascismo estaba en
pleno proceso de gestación, y según el biógrafo de
Mussolini, Renzo de Felice, el propio Mussolini no
tenía muy claro de qué iba eso del fascismo. En
1919, en el discurso fundacional de Milán, Mussolini
tuvo conocimiento de que el nuevo movimiento
albergaba posiciones heterogéneas y contradictorias:
«Podemos permitirnos el lujo de ser aristócratas a la
vez que demócratas, reaccionarios además de
revolucionarios, de defender la legalidad mientras
cometemos ilegalidades de acuerdo con las
circunstancias, el momento, el lugar y el ambiente en
el que nos veamos obligados a vivir y actuar»
(Citado en Nino Valeri, D’Annunzio davanti al
fascismo, Le Monnier, Florencia, 1963, pág. 20). Esto
último recuerda a Pablo Iglesias, el fundador del
Partido Socialista Obrero Español, cuando dijo que
su partido usaría la legalidad cuando le fuese
conveniente, pero rompería con ella cuando ésta no
lo fuese (cosa que efectivamente hicieron, como bien
se sabe).
Puede decirse que su catástrofe electoral se debió a
lo incipiente de la formación; pero en el mismo año
también fue fundado el católico Partito Popolare
Italiano (PPI), liderado por sacerdote Luigi Sturzo,
partido que obtuvo una gran representación
electoral. El PPI representaba más a la «nueva
Italia» que el movimiento de Mussolini. Pero también
esa nueva Italia estaba representada por el Partito
Socialista Italiano (PSI); partido que, como el PSOE,
estaba escindido entre reformistas y revolucionarios
(maximalistas), y también empezaba a separarse
otra tendencia decididamente comunista.
Curiosamente Mussolini, en su discurso de Milán
publicado el 28 de marzo de 1919, acusó al PSI de
«reaccionario» al no querer participar en la Gran
Guerra contra los imperios «reaccionarios» de
Alemania y Austria-Hungría. También advirtió
Mussolini a los socialistas que si no es por la Gran
Guerra no hubiese habido revolución en Rusia. El
PSI obtuvo un total de 156 escaños, un 32,3% de los
votos; el PPI obtuvo unos 100 escaños, un 20,5% de
los votos. Estos dos partidos eran las fuerzas más
numerosas de la Italia de entonces, perdiendo así los
liberales la mayoría parlamentaria por primera vez.
Aun así, las dos formaciones no podían formar
gobierno debido a su claro antagonismo (es como si
en España pactasen el PSOE y la CEDA), ya que el
PSI no estaba dominado por los reformistas de
Filippo Turati, sino por los maximalistas
revolucionarios, crecidos por la revolución rusa.
En 1921 los fascistas, agrupados en la formación del
Blocco Nazionale dirigido por el liberal Giovanni
Giolitti, obtuvieron una mejora en resultados, unos 35
escaños sobre 535 del total. Por entonces, los
afiliados del movimiento sumaban unos 80.000 en el
mes de marzo, incrementándose en una cantidad de
204.000 miembros en junio del mismo año. Para
mayo de 1922 los afiliados al fascismo eran ya unos
322.000, una cifra nada desdeñable. El Blocco
Nazionale de Giolitti fue, indudablemente, el
trampolín que usaron los fascistas para el
incremento de su popularidad, legitimándose no ya
como movimiento social o cultural, sino como partido
político dispuesto a llegar al poder a medio camino
entre la legalidad y la brutalidad (la cual fue
consentida por el establishment). Aun así, los
fascistas se pasaron a la oposición, sentándose
Mussolini en la extrema derecha de la Camara de los
Diputados y desafiando al establishment, aunque el
futuro Duce era consciente de que a partir de ahora
había que actuar con moderación, abandonando la
truculenta retórica que hasta entonces había
caracterizado al fascismo, porque Mussolini era
consciente de que los industriales y terratenientes
sabían que él había sido socialista y que usaba una
retórica socialista muy peligrosas para ellos. Por eso,
firmó el 3 de agosto de 1921 un patto di
pacificazione, y el 23 de agosto en Il Popolo
d’Italia empezó a dar las directrices para que el
movimiento fascista se trasformase en un partido
político: «Es necesario formar un partido bien
organizado y disciplinado que sea capaz, cuando se
precie, de transformarse en un ejército capaz de
utilizar la violencia defensiva u ofensivamente. Este
partido ha de tener un pensamiento, es decir, un
programa. Hay que revisar, ampliar, y de ser
necesario, abandonar nuestros supuestos teóricos y
prácticos». Esta medida no gusto mucho a fascistas
fanáticos como Dino Grandi e Italo Balbo, los cuales
fueron pagados por terratenientes locales para
machacar al socialismo rural, trabajo que no habían
finalizado y que por fines lucrativo obviamente
querían finalizar.
En la Camara de los Diputados Mussolini se movió
como pez en el agua. Hizo las paces con la
monarquía, la Iglesia y los industriales. Prometió
hipócritamente que su economía política sería liberal,
aunque advirtió que el fascismo «está destinado a
representar en la historia italiana una síntesis [lo que
se llamó «tercera vía»] entre las indestructibles
teorías del liberalismo económico y las nuevas
fuerzas del mundo del trabajo». (Citado en Araldi,
Camicie nere a Montecitorio, pág. 117).
Agrupar a los fascistas en su bloque electoral fue el
principal error de la carrera política de Giolitti, el cual
no calculó bien su política antisocialista,
subestimando a los fascistas y creyendo que éstos
«serán como fuegos de artificio. Harán mucho ruido,
pero detrás no dejarán nada salvo humo». (Citado en
Richard J. B. Bosworth, The Italian Dictatorship.
Problems and Perspectives in the Interpretation of
Mussolini and Fascism, Arnold, Londres, 1998, pág.
41).
Cabe preguntarse quiénes eran realmente los
fascistas entre 1920 y 1922. «Según sus propios
cálculos de noviembre de 1921, un 24 por 100 era
“trabajadores rurales”, un 15,5 por 100 “obreros
industriales”, un 13 por 100 estudiantes (muy por
encima de la media nacional), un 11,9 por 100
pequeños agricultores, un 14 por 100 trabajadores
de cuello blanco (muy por encima de la media
nacional) y un 9 por 100 comerciantes (equivalente a
la media nacional)». (Donald Sassoon, Mussolini y el
ascenso del fascismo, Crítica, Barcelona, 2008, pág.
111). Ha de destacarse el apoyo estudiantil que
recibió el fascismo. El total de estudiantes que había
por entonces en Italia era 135.000 alumnos (de
enseñanza superior y universitaria), de los cuales
19.000 eran fascistas practicantes.
En 1922, una vez realizada la marcha sobre Roma,
tanto los terratenientes e industriales como buena
parte de los liberales, vieron con alivio y con buenos
ojos la llegada del fascismo. No todos los industriales
pensaban de manera unívoca, y unos se inclinaban
hacia el proteccionismo y la intervención del Estado
en los asuntos económicos y otros se decantaban
por el laissez faire y la desregularización de los
mercados. Los industriales tenían buenos motivos
para apoyar a aquellos que saboteaban las huelgas
y destruían las sedes del PSI, ya que para ellos era
más temible el peligro «rojo» que el «negro». Sin
embargo, en 1921 el peligro rojo estaba
prácticamente controlado, no había amenazas serias
de revolución ni de bolchevización en Italia. La época
de la ocupación de las fábricas por los socialistas
había llegado a su fin. Ello se debía a que la
izquierda había quedado fragmentada en tres
partidos: el recién formado Partido Comunista, el
Partido Socialista maximalista de Giacinto Serrati, y
el nuevo partido reformista Partido Socialista Unitario
que encabezaban Filippo Turati y Giacomo Matteotti.
En esta escisión puede verse perfectamente la
incompatibilidad entre la cuarta y la quinta
generación de la izquierda, esto es, entre la Segunda
y la Tercer internacional (siendo llamados los de la
Segunda por los de la Tercera «socialfascistas»).
Aunque la izquierda estuviese dividida, el presidente
de Confindustria, el orgulloso burgués Ettore Conti,
se refería a Mussolini en estos términos el 7 de
enero de 1922: «Un hombre de tal altura, que
defiende los frutos de la victoria; que está en contra
de las ligas campesinas que atacan y amenazan a
quienes tienen propiedades, a sus bienes y
cosechas; que es el enemigo de quienes quieren
establecer el imperio de la hoz y el martillo; que
confía más en las élites que en las masas; no puede
disgustar a la Confederazione Industriale […] Espero
que él y los fascistas participen en un Gobierno con
mayor autoridad que el tibio [Luigi] Facta». (Ettori
Conti, Dal taccuino di un borghese, Garzanti, Milán,
1971 (1.ª ed. 1948), pág. 169-170).
El 20 de octubre de 1922, una semana antes de la
marcha, Mussolini, en una entrevista en
el Manchester Guardian, tranquilizó
demagógicamente a los industriales afirmando que
su política sería liberal. «El Gobierno fascista
inaugurará una nueva era de la libertad económica,
gastaría menos e ingresaría más, equilibraría la
exportaciones y la importaciones, aunque hacerlo
significara que los italianos tuvieran menos que
comer, y el gasto público se reduciría al mínimo».
Tras la marcha sobre Roma, en su discurso
inaugural como primer ministro pronunciado el 16 de
noviembre de 1922, el Duce afirmaba que «hoy, en
octubre de 1922, ha nacido un Gobierno sin
aprobación del Parlamento. Debo advertirles que
estoy aquí para defender y expandir la revolución de
los camisas negras, que se convertirán en una
fuerza para el desarrollo, el progreso y la reputación
de la nación. Podría haber ganado arrolladoramente,
pero me impuse límites a mí mismo […] Con 300.000
jóvenes armados, listos para cualquier cosa y
espiritualmente a mis órdenes, podría haber
castigado a todos los que han hablado mal del
fascismo e intentado arrastrarlo por el fango. Podría
haber transformado esta Cámara gris y sombría en
un campamento para mis pelotones […] Podría
haber clausurado el Parlamento y formado un
Gobierno exclusivamente fascista. Podría haberlo
hecho, pero al menos hasta el momento, no he
querido hacerlo».
Hasta el momento. Pero en 1923, un año después
del ascenso al poder, los fascistas abolieron el
sistema de representación proporcional, sistema
culpable de la fragmentación parlamentaria por la
que no se podía formar gobierno. El nuevo sistema,
creado en julio, la legge Acerbo (cuyo nombre se
debía a su autor: Giacomo Acerbo, como vimos),
garantizaba que una mayoría mínima se
transformase en mayoría absoluta. Así, en la
elecciones generales que se celebraron el 6 de abril
de 1924, el Listone, esto es, la gran lista que
encabezaba Mussolini, consiguió un 65% de los
votos y un total de 375 escaños, siendo la victoria
electoral fascista abrumadora. El socialista
moderado del Partido Socialista Unitario, Giacomo
Matteotti, tras su apasionado discurso en la Cámara
en abril del mismo año, fue secuestrado y asesinado
por denunciar la violencia y el amaño de las
elecciones. Posiblemente su asesinato se cumplió
por órdenes de Mussolini, cosa que no se ha
demostrado (ya vimos el parecido de este secuestro
y asesinato con el de Calvo Sotelo, haciendo Prieto
de Mussolini; aunque según, Ricardo de la Cierva, el
asesinato de Sotelo pudo haber sido orquestado por
la Masonería; pero Prieto no era masón ni marxista,
Prieto era prietista). Y así, «Mediante una
combinación de brutalidad y cuestionables
procedimientos legales, los adversarios del fascismo
–socialistas, comunistas, sindicalistas, liberales
democráticos y los contados conservadores que se
habían arrepentido de su apoyo inicial al fascismo–
fueron eliminados, despojados del poder, apaleados
en las calles por pelotones de fascistas,
encarcelados u obligados a exiliarse». (Donald
Sassoon, Mussolini y el ascenso del
fascismo, Crítica, Barcelona, 2008).
En realidad, como dijo el líder comunista Palmiro
Togliatti, la dictadura fascista no se impuso en 1922
con la marcha sobre Roma, sino que fue implantada
desde el poder (revolución desde arriba) en el
período que va de 1925 a 1930. Desde que se
implantó la legge Acerbo y esta resultó ser efectiva,
empezó a abolirse la libertad de prensa y sindical,
pues los sindicati revoltosos fueron sustituidos por
sindicatos verticales fascistas. Y por si fuera poco la
ley «defensa del Estado» terminó prohibiendo al
resto de partidos políticos. Incluso el PNF perdió su
importancia, subordinándose así al Estado.
El parlamento dominado por los fascistas fue una
creación de Alfredo Rocco, el arquitecto del Estado
fascista, quedando así destruido el régimen
parlamentario (sin perjuicio de que la fachada
monarquía institucional del estatuto de 1848
quedase casi intacta, pese a que los orígenes del
fascismo fuesen republicanos, republicanismo que
tuvieron que renunciar sin más remedio). Sin
embargo, el 8 de octubre 1926 quedó abolida la
democracia interna y el PNF tuvo que someterse a
las órdenes del Duce. El papel de Mussolini como
Duce del fascismo estaba respaldado por una
concepción mitológica, ritualista y simbólica de la
política, vista más bien como religión política, y fue
algo determinante para el partido y para la política de
masas de partido único en la Italia de los años 20 y
30.
Fascismo y totalitarismo
La intención de los fascistas (su finalidad, e incluso
su escatología, dada su concepción mística de la
política), hemos dicho, fue monopolizar el poder, de
ahí que en 1923 los antifascistas liberales
denominasen al fascismo como «dictadura total» y
como «espíritu totalitario». Fue de la boca de los
liberales donde surgió la palabra «totalitarismo», en
clara oposición al liberalismo (posiblemente el que
acuñó el término «totalitario» fuese el liberal
antifascista Giovanni Amendola). Amendola señaló al
fascismo como «el “espíritu totalitario”, que no
consiente al porvenir tener albas que no serán
saludadas con gesto romano», desencadenando en
Italia una «singular “guerra de religión”», implantando
obligatoriamente la fe en el fascismo en todos los
italianos. (G. Amandola, «Un’anno dopo», en Il
Mondo, 2 de noviembre de 1923, en id., La
democracia italiana contro il fascismo, 1922-1924,
Milán-Nápoles, 1960, pág. 193).
En la década de los 30 el fascismo se autodenominó
como una dictadura totalitaria liderada por el poder y
carisma del Duce, a raíz de una paulatina
fascistización de las instituciones tradicionales,
aunque ya después de 1925 los fascistas empezaron
a utilizar el término «totalitarismo» para definir su
política. El totalitarismo consistía, pues, en
«fascistizar» a las masas e impregnar a toda la
nación de fascismo y, en última instancia, fundir lo
privado en lo público (en lo público fascistizado) y
llevar hacia la vida italiana la «primacía de la
política», esto es, la primacía del fascismo. El que no
estuviese con el fascismo estaba contra el fascismo.
«El fascismo no ha buscado tanto gobernar Italia,
como monopolizar el control de las conciencias
italianas. No le basta poseer el poder: quiere poseer
las conciencias privadas de todos los ciudadanos,
quiere la “conversión” de los italianos […] el fascismo
tiene las exigencias de una religión […] las supremas
ambiciones y las inhumanas intransigencias de una
cruzada religiosa. [Lo dicho: el que no estuviese con
el fascismo estaba contra el fascismo]. No promete
la felicidad a quien no se convierte, no concede
escapatoria a quien no se deja bautizar» (Il Mondo, 1
de abril de 1923).
Estamos, pues, ante una concepción monista de la
política. El «totalitarismo» es en política lo que el
«monismo» es en ontología. Si desde la ontología, al
menos desde la ontología del materialismo
filosófico, es imposible hablar de la realidad como
totalidad o como nihilidad, ya que la realidad (la
Materia) es pluralidad infinita de partes extra
partes, desde la política no se puede hablar de un
Estado liberal y ni de un Estado totalitario en sentido
estricto. Desde un punto de vista más bien
gnoseológico se dice, desde el materialismo
filosófico, que el saber filosófico oscila entre el
escepticismo y el dogmatismo; y desde un punto de
vista más bien ontológico podemos decir que la
realidad oscila entre el caos absoluto y el
determinismo absoluto (el fatalismo): la realidad, esto
es, la materia ontológico-general, es un caos
determinista de pluralidad y codeterminación.
También desde la doctrina de
la symploké del materialismo platónico que recoge
el materialismo filosófico se puede saber que ni nada
está conectado con todo ni nada está desconectado
con todo. Y así como el monismo de la sustancia y
del orden es imposible (pues la materia ontológico-
general es infinita e inagotable y no todo está
conectado con todo) el totalitarismo es imposible
(pues el Estado ni puede dominarlo todo ni conocerlo
todo). El totalitarismo pretende politizar hasta la vida
cotidiana, aboliendo de este modo la sociedad civil, y
eliminando así el pluralismo (por eso lo
diagnosticamos como monismo). Luego cabe decir
que el totalitarismo es un concepto metafísico, un
pseudo-concepto. La esencia del totalitarismo es
imposible, es un conjunto borroso y distorsionado de
todos los poderes de la nación en el Duce y en las
instituciones fascistas; como si el Duce fuese un dios
omnisciente y omnipresente a través de sus
burócratas fascistas y sus instituciones fascistas o en
proceso de fascistización. Dicho esquema es
totalmente heredero de la metafísica de tintes más
teológicos, una especie de espiritualismo (yo
diría asertivo, aunque también los hay exclusivos)
ascendente (sabeliano) en el que la humanidad va
paulatinamente desarrollándose, en una palabra,
progresando; por ello hablamos de fascismo
escatológico, que no era otra cosa que el fascismo
como vanguardia de la humanidad, al derrumbar «las
modernas torres de Babel», por decirlo con palabras
de Carrero Blanco (el cual, por cierto, no era
«fascista», sino «franquista», que es una cuestión
diferente, como se verá).
El totalitarismo, sin embargo, no es el principio del
fascismo sino el fin, no es un termino a quo sino
un termino ad quem. Pellizi, en 1925 vio al Estado
fascista «como el instrumento social para la
actuación de un mito», y por ello el Estado fascista
no era «una realidad fijada, sino un proceso en
curso». (Pellizi, Problemi e realtà del fascismo, págs.
164-165). El totalitarismo fue puesto en el horizonte
de la empresa fascista, como paradigma hacia el
cual debió de llegar; luego el totalitarismo fue
simplemente una aspiración escatológica. Así pues,
no era aún algo perfecto (acabado), sino infecto, y
por ello el fascismo era visto como un «Estado-
dinamo». Parafraseando a Hegel (cuando se le
preguntó si Dios existía, respondiendo a su vez que
«todavía no, existirá») un fascista podría decir que el
totalitarismo no existe, sino que existirá. Entonces el
fascismo, en su plena realización no existe ni existirá
porque sus ilusiones escatológicas se esfumaron con
la derrota en la Segunda Guerra Mundial; luego el
totalitarismo no existe, ni existirá, porque
simplemente no puede existir. La inexistencia del
Estado totalitario fascista demuestra la imposibilidad
ontológica del monismo (y de paso corrobora la
inexistencia del Dios omnisciente del panteísmo o
panestatismo fascista).
Visto esto, daríamos la razón a un anónimo del siglo
XXI cuando dijo que «Quizá el fascismo no ha
existido nunca». Si por «fascismo» entendemos el
fascismo escatológico, el totalitario y plenamente
realizado, es decir, un Estado omnisciente y
omnipotente, habría que quitar el «quizá»; luego el
fascismo nunca ha existido y ni el mismísimo Benito
Mussolini fue un fascista, sino un pretendiente
incualificado (vejado y acribillado por unos partisanos
en una gasolinera de Milán o más bien por unos
agentes británicos, como se ha dicho). Pero sería
más correcto decir que el totalitarismo nunca ha
existido, pues en este artículo tratamos de definir al
fascismo, y si el fascismo no ha existido nunca
entonces aquí estamos de más y tendremos que
callar; pero no tratamos de sistematizar las
coordenadas de un fascismo trascendente,
metafísico, extrapolado e inexistente, sino de un
fascismo positivo, el fascismo de la Italia de
entreguerras y de la Segunda Guerra Mundial, esto
es, del fascismo histórico (y no del fascismo meta-
histórico e hipostasiado, fascismo que muchos
progres se han sacado de la chistera).
El Estado totalitario fascista no pudo cumplir sus
pretensiones, su «cesarismo totalitario», como se
decía en el segundo decenio fascista; luego fue
meramente intencional, pero no efectivo. El fascismo
tendía a controlarlo todo, ningún sector de la vida
política podía quedarse al margen, todos los
acontecimientos de la nación estarían dentro del
control total del Estado, pero en modo alguno pudo
completar el fascismo semejante hazaña. Los
fascistas estaban, pues, obsesionados e ilusionados
con una concepción integra de la política, con el
control absoluto de la nación. La mística totalitaria
fascistas se echó a rodar por los suelos cuando las
tropas alidadas (hay que decir que el fascismo no
cayó por causas internas, sino externas) pisaron
Italia. El fascismo totalitario sólo fue una vana
esperanza. Así pues, el experimento de la revolución
fascista no llegó a consumarse, pues su misión era
imposible: ontológica y políticamente imposible.Pero
al fin y al cabo, como todos sabemos, la finalidad del
fascismo fue llevar a Italia a la ruina.
Madariaga dijo que «los fascismos emergen de la
charca de la desilusión». Bueno, aquello, me refiero
al tiempo que va desde 1917 a 1922, después de la
Primera Guerra Mundial, no era desilusionante,
¡aquello era una ruina! Fue por eso por lo que el
fascismo fue visto como una salida, una «tercera
vía»; quizá fuese normal que en aquellas
condiciones un hombre como Mussolini y su
alternativa fascista supusiese una esperanza para
millones de persona (y no sólo en Italia). Pero la
alternativa del Duce se truncó no sólo políticamente,
sino militarmente, pues el que no estuviese con el
fascismo y con el Duce estaba contra el fascismo y
contra el Duce; pero esto sólo se pudo saber en
retrospectiva. También fue imposible que existiese
una oposición al fascismo de manera «dialogante»,
como si con el diálogo se entendiese la
gente. Precisamente por esa oposición el
totalitarismo es materialmente imposible.
Otra de las imposibilidades del totalitarismo fascista
está en hallar la integración y homogeneización de
los gobernados, como si se cumpliese, en dicha
escatología, el primer artículo de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos de 1948 (la
declaración de los derechos burgueses, en
definitiva): «Todos los seres humanos [o todos los
italianos] nacen libres e iguales en dignidad y
derechos y, dotados como están de razón y
conciencia [¿acaso cuando nacemos estamos ya
dotados de «razón» y «conciencia»; es más, ¿qué
idea tuvieron estos señores en la cabeza cuando
hablaban de «razón» y «conciencia»?], debe
comportarse fraternalmente los unos con los otros
[como en el mítico reino de los cielos]». Pero el
artículo es falso, pues todos los seres humanos
nacen desiguales y no todos tienen los mismos
derechos, no tendrá los mismos derechos un
humano que haya nacido en España que un humano
que haya nacido en China (que por cierto, junto a la
URSS no firmó la Declaración, luego la Declaración
no fue universal). Ese «derecho» al que se refiere el
artículo es bastante oscuro y no dice casi nada (por
no decir nada).
Pero, volviendo a nuestra temática (o mejor dicho, a
nuestra problemática, ya que el fascismo es
un problema), diremos que lo que el fascismo
pretendía era integrar a las masas de lleno en la vida
política, como si por las cuatro esquinas se respirase
la política y el aroma del fascismo. Los fascistas
estaban empeñados en la conquista de la sociedad,
en fascistizar a la sociedad. Los fascistas veían en la
maquinaria del Estado y en su plena realización
(esto es, en el pleno control de la vida de los
gobernados, tanto individual como colectivamente) la
palingenesia que, «sacralizada en forma de una
religión política, con el propósito de conformar al
individuo y a las masas a través de una revolución
antropológica, para regenerar al ser humano y crear
un hombre nuevo, entregado en cuerpo y alma a la
realización de los proyectos revolucionarios e
imperialistas del partido totalitario, con el objetivo de
crear una nueva civilización de carácter
supranacional» (E. Gentile, Fascismo, pág. 84).
Según los fascistas, la nación italiana estaba
encomendada a llevar a cabo la solemne misión de
salvar a la humanidad de sus disidencias y
proyectarla hacia una nueva era en el que la paz y la
armonía reinen bajo el sol (mutatis mutandis:
anarquismo, comunismo, socialismo y también
liberalismo, e incluso judaísmo, cristianismo e
islamismo). Podemos ver entonces que el fascismo
totalitario escatológico es otra de las metamorfosis
de la Ciudad de Dios. El pensamiento escatológico
no era nada nuevo bajo el Sol, todas las sociedad
políticas han elaborado de una forma u otra el fin de
la humanidad y el fin del mundo. El fascismo fue una
versión recalcitrante de ese mito. Con todo, fue
relativamente poco sangriento, luego eso hace que
los nazis sean mucho más recalcitrantes.
Dada la naturaleza de la pretensión fascista, la
revolución que esperaban llevar a cabo los fascistas
tenía que tener un carácter permanente, era pues,
una «revolución permanente» (expresión que
también usó el comunista Trostki). El Estado fascista
debía de ser una red que cada vez ampliaba más su
esfera de influencia, hasta llegar a completar (a
totalizar) el control de la nación (siendo el paso
ulterior, el propiamente escatológico, el control de la
nación fascista sobre todas las demás, requisito
imprescindible para hallar la ansiada y
«emancipadora» nueva civilización). Visto así, es por
eso por lo que dijo Mussolini en Roma el 25 de
octubre de 1929 que «El sentido del Estado se
agranda en la conciencia de los italianos que sienten
que sólo el Estado es la garantía insustituible de su
unidad y de su independencia: que solamente el
Estado representa la unidad en el porvenir de su
estirpe y de su historia». El Estado totalitario
fascistas sería así una totalidad atributiva (en la que
todo está conectado con todo) en un estado de
hipóstasis metamérica en la que todo lo que existe
en el mundo existe en el Estado fascista; dicho de
otro modo: un círculo cuadrado. Aunque quizá más
correcto sería decir que todo lo que existe en la
sociedad existe en el Estado fascista, es decir, está
controlado y manipulado por un Estado totalitario
metafísico, sustancialista y recalcitrante a más no
poder.
Sin embargo, ya en 1943 Mussolini era consciente
del fracaso del Estado totalitario, según le confesó a
Ottavio Dinale: «Si pudieses imaginar el esfuerzo
que me ha costado la búsqueda de un posible
equilibrio en el que se pudiesen evitar colisiones
entre los poderes antagonistas que se friccionan,
celosos y desconfiados unos de otros: Partido,
Monarquía, Vaticano, Ejército, Milicia, prefecto,
federales, ministros, los ras de la Confederaciones y
de los importantísimos intereses monopolísticos, &c.,
&c. [Instituciones cuya unidad, en una integración
plenamente fascistizada, se hacía, muy a pesar de
Mussolini, materialmente imposible, porque como
hemos sentenciado el totalitarismo es esencial y
materialmente imposible]. Tú comprendes
perfectamente, son las indigestiones del totalitarismo
[a Italia se le atragantó el totalitarismo, como a
cualquiera] en el que no ha conseguido fundirse
aquel pacto hereditario que tuve que aceptar en
1922 sin beneficio de inventario. Un patológico tejido
conector entre las deficiencias tradicionales y
contingentes de este gran pequeñísimo pueblo
italiano que, una tenaz terapia de veinte años, sólo
ha conseguido modificar superficialmente». (Citado
en A. Aquarone, L’organizzazione dello Stato
totalitario, Turín, 1965, pág. 310).
«Italianos: el totalitarismo ha muerto», habría que
decir; o mejor dicho, ni siquiera ha nacido, ya que
hemos dejado claro que el totalitarismo ni existió ni
existe ni existirá, porque su configuración en la
materia real es inoperante desde la doctrina de
la symploké que va como un puño directo contra el
monismo, dejándolo KO y zurrándole hasta reducirlo
al absurdo, en su burbujita dogmática. Así que hay
que decirles a los antifascistas españoles actuales
(¡han leído bien, ya que existen esa clase
individuos!) que no se preocupen, porque el coco ya
está muerto. Antifascistas: el fascismo ha muerto.
Murió el 25 de abril de 1945; pero muchos aún
asombrosamente no se han enterado, por eso lo
digo.
Podría decirse que si el fascismo no fue totalitario,
porque la esencia del totalitarismo es imposible, sí
fue en cambio autoritario. Pero esto no dice nada,
porque cualquier Estado por definición es autoritario,
es decir, todo Estado tiene autoridad, y si no tiene
autoridad no es un Estado. El comunismo, que
tampoco fue totalitario, fue
considerado emic y etic como autoritario (al menos
en la fase de la dictadura del proletariado), frente a
los anarquistas libertarios (los cuales se saltaban «a
la torera» la dictadura del proletariado e iban
directamente al «comunismo libertario» y no
autoritario por emergencia metafísica sin que se
rompiese un solo cristal, como si tras la insurrección
no hubiese oposición que pusiese en peligro los
cimientos de la revolución). Federico Engels
ridiculizaba así al antiautoritarismo de los ácratas:
«los antiautoritarios exigen que el Estado político sea
abolido de un golpe […] exigen que el primer acto de
la revolución social sea la abolición de la autoridad.
¿Es que dichos señores han visto alguna vez una
revolución? Indudablemente, no hay nada más
autoritario que una revolución. La revolución es un
acto durante el cual una parte de la población
impone su voluntad a la otra mediante los fusiles, las
bayonetas, los cañones, esto es, mediante
elementos extraordinariamente autoritarios». (Citado
por Lenin en El Estado y la revolución, Alianza
Editorial, Madrid, 2006, pág. 108, las cursivas son
mías).
Fascismo y mussolinismo
Para las grandes masas el llamado «mussolinismo»
se impuso al «fascismo», es decir, la figura
carismática del Duce eclipsó al partido y al fascismo
en general. Pero el fascismo, naturalmente, no se
reducía a Mussolini. Sin embargo, ¿en realidad
había fascismo más allá del Duce? ¿Era posible el
fascismo sin Mussolini? «Para la amplia mayoría un
Fascismo sin Mussolini es incomprensible, mientras
sería quizá comprensible un Mussolini sin Fascismo.
Por lo demás, está en el destino del genio subyugar
la idea hasta sustituirla con la propia personalidad».
(Archivio Centrale dello Stato, Ministerio dell’Interno,
Direzione generale Pubblica Sicurezza, Divisione
Polizia Politica [1927-1944], b. 220). Una viuda de
Catania resume a la perfección la fascinación
delirante que sentían las masas por Mussolini: «Es el
padre que esperamos, el Mesías que viene a visitar
a sus ovejitas, a traerles la fe y con ella la palabra
que da los heroísmos inesperados, los máximos
holocaustos. ¡Duce! Esta palabra mágica hace
palpitar el corazón como si el destello eléctrico lo
atravesase, nosotros, los pobres, olvidamos como
por encanto nuestras miserias y corremos a las
plazas para admiraros, magnánimo de Vuestra
paternal sonrisa que brilla entre los centelleantes
aguileños [sic] que caracterizan Vuestra mirada,
mirada de hombre destinado por el hecho a dominar
los corazones, a formar de millares de voluntades
una sola, la Vuestra [monismo]. Por desgracia las
preocupaciones de la necesidad material nos
perturba del éxtasis y como el padre me dirijo a
Vos». (Citada por Emilio Gentile, Fascismo, pág.
147). Palabras que corroboran que Mussolini era
todo un mito.
No obstante, no sólo la gente analfabeta alababa a
Mussolini, también gente culta como Augusto Turati
se rendían a los pies del Duce, y así lo pregonaba en
1928: «En 1922 Él marcha sobre Roma. Él es Italia
en movimiento. La revolución continua. Tras medio
siglo de letargo, la nación crea su propio régimen.
Surge el Estado de los Italianos. Irrumpe su poder.
Se manifiestan sus virtudes. Su imperio se está
formando. Este gran renacimiento […] llevará Su
nombre. Se inicia en todo el mundo un siglo italiano:
el siglo de Mussolini». (Augusto Turati, Prólogo
a Partito Nazionale Fascista, Librería del Littorio,
Roma, 1928, pág. XV)
Con todo, Mussolini no empezó en el fascismo
siendo desde el primer momento el Duce. Hasta
1921 muchos fascistas consideraban a Gabriele
D’Annunzio como el Duce del fascismo, siendo
también venerado por muchos liberales. D’Annunzio
proclamaba abiertamente que no era un simple
poeta. El establishment liberal temía a D’Annunzio
dada su alta popularidad. Sin embargo, D’Annunzio
no poseía la prudencia que caracterizaba a
Mussolini, el cual sabía cuando había que actuar
violentamente y cuando no, cuando había que usar
la legalidad y cuando no. Pero D’Annunzio era
considerado por muchos como un héroe nacional.
D’Annunzio puso a prueba la debilidad
del establishment al tomar con sus tropas la ciudad
de Fiume, la «Ciudad en la Colina», situada en
Yugoslavia. Incluso muchos socialistas vieron con
buenos ojos a la figura de D’Annunzio porque en su
Constitución para Fiume –la que se llamó «Carta di
Carnaro»– se fusionaban tanto ideas izquierdistas
como derechistas, siendo algo caótico y
contradictorio. Hay que decir que buena parte de lo
que se llamó fascismo se incubó en las hazañas que
el poeta soldado hizo en Fiume. Al ser Fiume
reconocida como ciudad libre en el Tratado de
Rapallo en noviembre de 1920, D’Annunzio
respondió al gobierno Italiano de Giolitti ocupando
las islas de Arbe y Veglia, empresa que fue
rápidamente liquidada por el gobierno italiano. Fiume
fue ocupada en 1922 por las tropas italianas, pero
fue recuperada en 1924, cuando Mussolini ya estaba
pisando fuerte en el poder.
Mussolini era una personalidad muy conocida por los
ambientes nacional-revolucionarios, y uno de los
protagonistas que más hizo por la intervención en
Italia en la Primera Guerra Mundial (cosa por la que
fue considerado «traidor» por el Partido Socialista
Italiano, siendo expulsado de él). Pero sus
cualidades políticas y su carisma hacían que
superase a viejos y nuevos fascistas. Pero para
entonces su figura como Duce no era totalmente
aceptada. En los inicios, cuando se organizaron
los Fasci di Combattimento, Mussolini era tan sólo un
mero componente de la Oficina de Propaganda y de
Comisión ejecutiva. Todo lo que proponía era
discutido como se discutía lo que proponía cualquier
miembro, es decir, era uno más. Pero los fascistas
más adheridos a Mussolini eran aquellos que le
acompañaban desde los tiempos del socialismo.
Mussolini era el «camarada Benito», el que fundó
los Fasci italiani di combattimento, el director del
periódico Il popolo di Italia, periódico que no era el
órgano oficial del fascismo, lugar que ocupaba
el Fascio. Fue en un congreso en noviembre de 1921
cuando Mussolini emergió como «Duce del
fascismo», y no por méritos carismáticos sino
políticos. Pero incluso tras la «marcha sobre Roma»,
Mussolini tuvo rivales por ocupar el puesto de Duce.
En 1924 el corresponsal de Londres de la «gente de
Italia», Camillo Pellizi, le dijo al «Honorable
Presidente Mussolini» que «el Fascismo no se
resume en Vd.». Todavía no se imponía
soberanamente el mito del Duce en las instituciones
fascistas. Los enfrentamientos internos del partido
auparon a Mussolini como Duce del fascismo. El
mito de Mussolini como Duce del fascismo
cohesionó a los ducetti, cuya colaboración se hacía
imposible sin someterse consensualmente bajo la
tutela del Duce: «sus problemas y sus casos
personales podían resolverse solamente mediante
el mussolinismo y el ducismo». (M. Rivoire, Vita e
morte del fascismo, Milán, 1947, pág. 107).
En 1926 el proceso de canonización de Mussolini
como Duce del fascismo empezó a fraguarse en
forma de un gigantesco mito, pues era presentado
como el hombre más grande de cuantos hubo en
todos los tiempos (lo cual era una cosa totalmente
intolerable para la Iglesia católica, porque Mussolini
quedaba por encima de Cristo). Sobre este mito se
basó la propaganda para fascistizar a las masas, las
cuales fueron fascistizadas gracias al innegable
carisma de Mussolini. Las nuevas generaciones
veían al Duce como el nuevo César, como el
fundador de una nueva era para Italia, Europa y la
humanidad, que sería una civilización itálica
(cuyas anamnesis estaban basadas en el Imperio
Romano). Para ello era necesario que todos los
italianos aprendieran a «creer, obedecer y combatir»
en el nombre del Duce, y así Italia sería una nación
grande; sería, por decirlo de algún modo, primera
potencia mundial, el imperio hegemónico mundial, la
nación que lleva, por decirlo con palabras del
Hegel, la antorcha de la universalidad, la nación
dominante, la nación del futuro, del futuro fascista
Benito Mussolini como Duce, es decir, como líder, no
sólo ya de Italia sino del mundo; como si la Historia
entera fuese cómplice de su fascismo.
La mística del Duce inaugura el fascismo místico, el
fascismo del delirio, de un delirio al fin y al cabo
racionalizado, porque los mitos, como bien ha
señalado Gustavo Bueno, son racionales, tienen
logos. El caso del mito del fascismo místico es un
caso de mito oscurantista y confusionario, un mito
que señala a Mussolini como Primer Motor del
fascismo, como la sustancia de la doctrina, como el
Ser Necesario para que el fascismo tenga esencia y
existencia. El mito del Duce ve en Mussolini al ser
cuya esencia es su existencia, pues sin su existencia
el fascismo sería imposible. Como dice Emilio
Gentile, «El fascismo ha sido, también, el primer
movimiento político del siglo XX que ha elevado el
pensamiento mítico al poder, consagrándolo como
forma superior de expresión política de las masas y
fundamento moral para su organización»
(Fascismo, pág. 163). Pero es la figura de Benito
Mussolini el mito fundamental del Fascismo. Ya se
vio antes que para muchos Mussolini sin fascismo
era posible, pero un fascismo sin Mussolini sería
imposible, porque el fascismo estaba religado al
Duce, al Primer Motor, al Dios del fascismo, a Benito
Almicare Andrea Mussolini; el cual era un líder, un
guía, un Mesías, porque era el Caudillo que regirá al
pueblo imperialista italiano, a la nación joven y
emergente. En 1932 Mussolini estaba más allá del
partido, se entendía, como si tratase de la primera
hipóstasis neoplatónica, como el epekenia tes
usías del PNF, como el Uno que desbordaba al
partido, como «institución política», como el
verdadero guía y representante de la revolución. Su
figura era el centro de atención de la dirección
realmente existente de la política real italiana, y ello
era necesariamente así.
Con todo ello, la figura del Duce, del todo exaltada,
no disminuía a la figura del rey, cosa que me parece
de lo más asombrosa. Tan asombrosa que esa
«diarquía» de la que se habla suena a dualismo
metafísico, la dualidad armónica entre el rey y el
Duce; pero si el Duce era «la institución fundamental,
efectiva, dinámica y disciplinante de toda la vida del
Estado», ¿cuál era entonces el papel del rey? Vamos
a ver, si Mussolini era alabado casi como un Dios,
cómo es que entonces compartía su liderazgo con la
figura de un rey (eso es como si Dios compartiese su
infinita existencia con otro Dios o algo por el estilo);
eso es como si Alejandro Magno o Julio César (o
incluso el propio Hitler) que fueron líderes y
emperadores carismáticos tuviesen otro rey o algo
por el estilo; ¿cómo fue, pues, posible la
compatibilidad y convivencia del Duce con el rey?
Hay que decir aquí, aunque los izquierdosos
recalcitrante se pongan de uñas, que si lo vemos
desde el dualismo metafísico de izquierda/derecha el
rey era de derechas (un rey por definición nunca
puede ser de izquierdas) y el Duce
de izquierdas, porque los inicios (y el final) del
fascismo fueron republicanos; y el republicanismo,
como lleva entendiéndose dicha expresión desde la
Revolución francesa, y disculpen por la perogrullada,
es de izquierdas, porque se enfrenta a las
instituciones del Antiguo Régimen (al trono y al altar,
no olvidemos el anticlericalismo inicial del fascismo);
en definitiva: los fascistas (que para muchos
«alumbrados» fueron la encarnación misma de la
derecha más reaccionaria, cuando hemos dicho que
se trata de una derecha no alineada con la
modulaciones tradicionales de la derecha) se
enfrentaban también a los residuos institucionales
del Antiguo Régimen, a la derechona, y también,
como se ha visto, a la derecha liberal (si es que el
liberalismo es de derechas o de izquierdas, dada la
dificultad que presenta el «embrollo del liberalismo»).
Hemos dicho que el fascismo no es una derecha
tradicional porque su función no consistía en ser una
reacción agresiva de la vuelta al Antiguo Régimen. El
fascismo estuvo a años luz de eso.
Así pues, tras muchos avatares, antes de la guerra,
en 1939, el catecismo fascista rezaba así: «EL
DUCE, Benito Mussolini, es el creador del Fascismo,
el renovador de la sociedad civil, el Jefe del pueblo
italiano, el fundador del Imperio». (Il primo libro del
fascista, Roma, 1939, págs. 17-20). Es curioso que
fuese llamado «fundador del Imperio» cuando él
nunca fue llamado emperador, título que
correspondía a Vittorio Emmanuel III, llamado «rey-
emperador». Cierto es que la monarquía italiana era
una monarquía parlamentaria («el rey reina pero no
gobierna»). El rey era un emperador sin gobierno, un
«rey-emperador» de papel. Lo que el Duce y sus
secuaces hicieron fue transforma esa monarquía
parlamentaria en una dictadura fascista, un régimen
político muy peculiar y muy extravagante (como
extravagante era la personalidad de Mussolini).
Para más inri Mussolini era considerado el hombre
más grande de todos los tiempos porque sintetizaba
toda la grandeza de los grandes hombre: «Alejandro
Magno y César [los cuales no tuvieron, como hemos
dicho, que soportar a un rey, y ni mucho menos,
¡faltaría más!, a un rey-emperador], Sócrates y
Platón, Virgilio y Lucrecio, Horacio y Tácito, Kant y
Nietzsche, Marx y Sorel, Maquiavelo y Napoleón,
Garibaldi y el Soldado Desconocido». (O. Dinale, cit.
En Biondi, La fabbrica del Duce, cit., pág. 223). Sin
embargo, Mussolini, como hemos dicho, era una
persona extravagante, un tipo raro, podríamos decir.
Tullio Cianetti hace una ilustración paradigmática de
lo que supuso el fenómeno mussoliniano: «Soy un
ministro de Mussolini, estoy junto a una gran figura
de la Historia, un auténtico creador de Historia. He
amado tanto a este hombre fascinante, y ciertamente
lo amo todavía. En veintiún años no han faltado las
desilusiones, pero la vida no está sólo hecha de
flores y perfumes. Mussolini es quizá la figura más
desconcertante entre los dirigentes que se conocen:
habla como un genio, pero resbala en la puerilidad
más banal; parte con firmeza y se entretiene con
caprichos de crío mimado; predica como un gran
iniciado y deja perplejos con una frase de cinismo; se
somete a un trabajo desmesurado por su pueblo y
ostenta el desprecio por los hombres; invoca a Dios,
pero se complace en enunciar herejías; no obstante,
casi siempre es un gran hombre al que se ofrece
gustosos la mejor parte de uno mismo».
(Cianetti, Memorie, pág. 373).
Como epítome de la vesania, el mismo Mussolini
quedó imbuido de su propio mito, ¡se creía el mito, lo
cual le hace quedar peor! Mussolini se veía a sí
mismo como el educador de las masas, como
el fascistizador de las masas, como el director (el
dictador, porque dictaba) de las masas hacia el
modelo fascista. Estas masas debían de llevar a
Italia hacia la grandeza, hacia el Imperio. Al llegar las
derrotas consecutivas en batallas decisivas de la
Segunda Guerra Mundial, y los fracasos venían unos
detrás de otros, en una monumental crisis, Mussolini
empezó al culpar a los italianos de ser una materia
mala con la que su talento no podía trabajar, el
pueblo italiano no era digno del Duce (toda una
paradoja). Los italianos eran, pues, material de mala
calidad. Pocos días después de entrar en la guerra
ya decía que «es la materia lo que me falta. También
Miguel Ángel necesitaba el mármol para hacer las
estatuas. Si hubiese tenido solamente arcilla, habría
sido sólo un ceramista». (G. Ciano, Diario 1937-
1943, Milán, 1980, pág. 445). Una postura
curiosamente antipatriótica, lo cual demuestra lo raro
que era este tío.
Fascismo e intelectualismo
El fascismo ha sido considerado como algo bárbaro
y estúpido, sin embargo tuvo sus «intelectuales»
como el filósofo Giovanni Gentile, el historiador
Gioacchino Volpe, o jóvenes intelectuales como
Giuseppe Bottai. La filosofía fascista era
básicamente vitalista, y por tanto monista. El mismo
Mussolini fue alumno de Pareto en Suiza. Mussolini
había leído a Sorel, conocía a Bergson, y sobre todo
era un apasionado de la literatura filosófica de
Nietzsche (no hay que olvidar que Hitler le regaló las
obras completas). Pero Mussolini no era un teórico,
no era un tratadista, era un hombre de acción. Para
Mussolini «la doctrina es el acto» y «el fascismo no
necesita dogma, sino disciplina». Pero hemos visto
que el intelectualismo fascista, por así llamarlo,
estaba plagado de mitología, una mitología que no
sólo no se ocultaba, sino que se ensalzaba; el
fascismo era visto, y así se lee en los cursos de
preparación política que implantaban los fascistas
(con tal de fascistizar a las masas), como «la acción
creadora libre y volitiva de particulares grupos de
hombres que actúan bajo la influencia de mitos
sociales». (La dottrina del fascismo, Roma, 1936,
pág. 67). El fascista, como dice Emilio Gentile, «no
elegía una doctrina ni la discutía, porque era, sobre
todo, un creyente y un combatiente» (Fascismo, pág.
103). Para que se vea como muchos de los
intelectuales de la época no despreciaban al
fascismo léase esta declaración de Freud (el
psicoanalista ateo judío), la cual decía de Mussolini
lo siguiente: «de este anciano que saluda al héroe
de la cultura».
La «cultura» fascista era mítica, y estaba fundada en
un sentido trágico y activista de la vida, la cual era
concebida como la manifestación de la «voluntad de
poder». La juventud era vista como un mito que
realizaba la historia, siendo eso posible a raíz de la
militarización de la política que simbolizaba el
paradigma de la colectivización nacional. La
ideología fascista era de carácter «antiideológico» y
pragmático, y se declaraba como fervorosamente
antimaterialista (por tanto espiritualista),
antiindividualista (por tanto colectivista), antiliberal,
antidemocrática, antimarxista, anticapitalista y tendía
hacia un cierto populismo. Su meta era, pues, el
«hombre nuevo», con claras resonancias al
Superhombre de Nietzsche. Esta concepción del
hombre nuevo no sólo albergaba ideas
nietzscheanas, sino también incluía ideas de Sorel,
Pareto, Le Bon, de los críticos de la ciencia, de los
profetas del ocaso de Occidente (Spengler), y de los
filósofos del vitalismo, los cuales postulaban la
muerte de la razón por culpa de la misma razón. En
1921 el propio Benito Mussolini afirmó: «El fenómeno
fascista italiano debe aparecerse a Tilgher como la
más alta y más interesante manifestación de la
filosofía relativista; y si como Wahinger (sic) afirma,
el relativismo se anuda en Nietzsche y a su Willen
zur Macht, el fascismo italiano ha sido y es la más
formidable creación de “voluntad de poder” individual
y nacional». (B. Mussolini, «Nel solco delle grande
filosofie. Relativismo e fascismo», en Il Popolo
d’Italia, 22 de noviembre de 1921).
También el hombre nuevo tenía resonancias
platónicas, pues los fascistas serían modernos
platones que edificarían un Estado orgánico y
dinámico, siendo la política un valor totalmente
absoluto (otra cuestión metafísica, pues el Estado
quedaría hipostasiado como un todo). El fascismo
estaba imbuido en una «ideología del Estado», en
una idolatría del Estado, ya que, como hemos visto,
el Estado era un fin en sí mismo; el Estado fascista
era el fin del fascismo, el cual conducía al
imperialismo.
Los fascistas, como hemos dicho, respetaron la
propiedad privada, pero querían «humanizar» el
capitalismo, por eso ensalzaban los valores
«espirituales»; con lo cual estaban en contra del mito
de la producción industrial y del culto a la máquina,
lo cual los acerca un poco al ecologismo (Hitler, que
no era fascista, sí era ecologista). Los fascistas
veían en el materialismo la filosofía del comunismo y
del capitalismo, por eso eran «antimaterialistas».
Como dijo el filósofo neoidealista Giovanni Gentile en
1924 refiriéndose a la marcha sobre Roma, el
fascismo pensaba «contra todas las ideologías del
siglo anterior: la democracia, el socialismo, el
positivismo y el racionalismo»; para Gentile, la
marcha sobre Roma «fue la vindicación de la
filosofía idealista». (Giovanni Gentile, Che cosa è il
fascismo. Discorsi e polemiche, Vallecchi, Florencia,
1951-1963, vol.18, pág. 464).
Está claro, pues, que el fascismo era antimaterialista,
ya que, aparte de autodenominarse así, estaba
inmerso en una metafísica monista, en un monismo
teleológico, cuya finalidad era el Estado totalitario y
el Imperio Italiano, es decir, Italia como primera
potencia mundial, para así poder abrir la boca para
asuntos que conciernen a la humanidad (en palabras
de Thomas Mann). El monismo teleológico
representa precisamente el contra modelo del
pluralismo codeterminista del materialismo
filosófico. Luego un materialista filosófico no puede
ser fascista (como tampoco puede ser de cualquier
modulación de las derechas) y considerarlo así es
una solemne majadería. El materialismo
filosóficoniega tajantemente los delirios fascistas,
porque se mueve por derroteros bien distintos y
porque ya no tiene sentido ser fascista, ya que el
fascismo murió en combate y el materialismo
filosófico sigue en pie y con las botas puestas.
En varias ocasiones algunos energúmenos han
llamado a Gustavo Bueno «fascista». En una
ocasión alguien le dijo a Bueno: «Usted es Gustavo
Bueno, ¿verdad?», respondiendo don Gustavo con
esa ironía implacable que le caracteriza: «De
momento sí». «¡No sabe usted que es un fascista!»,
a lo que replicó don Gustavo: ¿Qué es un fascista?
El energúmeno, al parecer, dijo tonterías por
respuesta y no supo argumentar nadad. «¡Váyase
usted a leer un poco, hombre!», le recriminó don
Gustavo al energúmeno al mismo tiempo que lo
empujaba (don Gustavo no es sólo un hombre de
geniales libros y de palabras, también los tiene bien
puestos). Pues eso, decirle desde estas páginas al
energúmeno ese que lea El mito de la izquierda, El
mito de la Derecha, Zapatero y el Pensamiento
Alicia, El fundamentalismo democrático y que luego
vuelva. También le recomendamos que lea el
presente artículo. Pero claro, para unas
entendederas tan «alumbradas» como la de los
energúmenos de ese tipo, Gustavo Bueno y los
materialistas filosóficos seguirán siendo unos
fascistas «por muy temprano que se levanten»
(aunque el interlocutor no tenga muy claro de qué
trata eso del «fascismo» y tenga una idea muy
confusa y ridícula del asunto, pero en fin).
Fascismo y racismo
A parte de la revolución política que propugnaban los
fascistas, también propugnaban una revolución
antropológica, y defendían «la sanidad de la estirpe»
y la homogenización de la raza italiana de acuerdo
con el experimento totalitario: premisa clave para
crear una raza de soldados dominadores y
conquistadores. Sin embargo, el antisemitismo no
fue en principio algo en lo que cayeron los fascistas,
y empezaron a serlo tras el Pacto de Acero por
presiones alemanas. Al principio hubo judíos que se
hicieron fascistas, al igual que había fascistas
antisemitas; el antisemitismo, pues, no era en
principio de una de las «señas de identidad» del
fascismo. E incluso en 1930 Mussolini despreció
públicamente el antisemitismo. Sin embargo, como
hemos dicho, el antisemitismo empezó a formar
parte del fascismo, por presiones alemanas y
también por el convencimiento de Mussolini de que
el judaísmo internacional podría suponer una
amenaza para la expansión fascista y por tanto en
convertirse en una parte activa del antifascismo. Así
pues, en 1938 Italia se convirtió en un Estado
oficialmente antisemita, siendo los cincuenta mil
judíos que vivían por aquellos entonces en Italia
apartados y discriminados. Pese a todo, el
antisemitismo fascista no supuso ni por asomo los
horrores del antisemitismo nazi (otra diferencia que
deberíamos de señalar).
Fascismo y catolicismo
La institución más importante de los dos últimos
milenios, es decir, el catolicismo, suponía el gran
obstáculo con el que se enfrentaban los fascistas. La
Iglesia católica era la oposición a la fascistización
(sin perjuicio de que también la monarquía, el
ejército, la burocracia y la magistratura no fueron
fascistizados como desearon los fascistas, e incluso
en estas instituciones hubo un claro antifascismo).
La oposición al catolicismo era evidente porque el
fascismo se veía a sí mismo como una religión
política, una religión pagana o paganoide, que veía
al cristianismo como una «moral de esclavos», al
modo nietzscheano. Los fascistas intentaron, a nivel
político y en vano, crear una institución como la
Iglesia católica, cosa harto complicada; porque,
como hemos dicho en muchas ocasiones, la Iglesia
católica es una institución sin parangón. Como se lee
en Critica Fascista el 15 de julio de 1931, la
organización del Estado fascista «repite en cierto
modo algunos de los caracteres más sobresalientes
de la organización católico-romana: poder que suma
y unifica las actividades de los miembros, les
imprime su carácter, hace de sus fines los más
elevados de su vida civil, no tolera intentos
de cisma o de herejías civiles». Aun así se intentó
hacer del fascismo algo religioso. En 1922 un
entusiasmado Mussolini afirmó que «el fascismo era
una fe que ha alcanzado altitudes religiosas» (B.
Mussolini, «Vincolo di sangue», en Il Popolo
d’Italia, 19 de enero de 1922). En 1925 Luigi Sturzo
corroboraba, desde el catolicismo democristiano
antifascista, que la religión fascista era
«fundamentalmente pagana y contrapuesta al
catolicismo. Se trata de estatolatría y de divinización
de la nación» porque el fascismo «no admite
discusiones y limitaciones: quiere ser adorado por sí
mismo, quiere llegar a crear el Estado fascista». (L.
Sturzo, Pensiero antifascista, Turín, 1925, pág. 7-
16). Giovanni Gentile también afirmaba que el
fascismo era una religión puesto que transmitía «el
sentimiento religioso gracias al que se toma en serio
la vida, como culto rendido por todo el ánima a la
nación». (G. Gentile, Fascismo e cultura, Milán,
1928, pág. 58). En 1929 Schneider y Clough
sostuvieron que el fascismo «posee los trazos
embrionarios de una nueva religión. Queda por ver si
éstos se desarrollarán o no, pero no hay duda de
que este nuevo culto ha hecho presa en el corazón y
la imaginación de los italianos». (H. W. Schneider y
S. B. Clough, Making Fascists, Chicago, 1929, pág.
73). En 1930, Bottai afirma que el fascismo era una
«religión política y civil» y era, sin más, «la religión
de Italia». También afirmó que «un buen fascista es
un religioso. Creemos en la mística fascista, porque
es una mística que tiene sus mártires, que tiene sus
devotos, que tiene y somete a todo un pueblo en
torno a una idea». (G. Bottai, Incontri, Verona, 1943,
pág. 124 [discurso del 4 de mayo de 1930]).
Para crear el «hombre nuevo» y de paso una «nueva
civilización» el fascismo vaciló entonces un
enfrentamiento directo contra la Iglesia. Una nueva
civilización suponía acabar con la civilización
cristiana. El fascismo se presentaba como una
religión secularizada dentro de las instituciones del
Estado, la cual se fraguaba a través del carácter
mitológico, simbólico y ritualista con el que los
fascistas impregnaban su política, sacralizando de
este modo al Estado. En 1932 Mussolini sentenció
abiertamente que «el Fascismo es una concepción
religiosa de la vida». Sobre entendemos que el tipo
de religión que se refería el Duce era un tipo de
religión terciaria (una especie de panteísmo de
Estado, panestatismo, aunque se trata más bien de
una pseudo-religión, ¿o es que acaso la figura del
Duce era numinosa?). Pese a todo, el fascismo evitó
una cruzada contra el catolicismo, pues en un
enfrentamiento contra la Iglesia el fascismo
posiblemente hubiese salido mal parado. Así pues,
los fascistas, con respecto a la Iglesia, eran realistas,
y contra ella no actuaron con fanatismo ideológico,
sino con suma prudencia (de ahí el Pacto de Letrán).
El fascismo convivió después de todo con el
catolicismo, intentado los fascistas hacer partícipes a
los católicos de su proyecto totalitario (el cual era
imposible de realizar, como hemos demostrado y
como demostró la guerra). Las palabras de Mussolini
lo delatan: «Guerra Santa en Italia, nunca; los curas
jamás levantarán a los campesinos contra el
Estado». Podríamos decir que el anticlericalismo de
Mussolini fue mucho más prudente que el de don
Manuel Azaña, pues el clero sólo actuó militarmente
contra el fascismo casi terminada la guerra, pero
durante 20 años Mussolini supo mantener al clero a
raya.
Otro tanto de lo mismo hizo con la Masonería, en el
primer gobierno fascista había nada menos que doce
masones (¡estos misteriosos señores están por
todas partes!); pero Mussolini les dijo seriamente que
tenían que elegir entre el fascismo o la Masonería. El
anticlericalismo de Azaña era masón (sobre todo a
partir de 1932) y el de Mussolini fascista,
anticlericalismos muy distintos. No obstante,
Mussolini nunca se reconvirtió al catolicismo; cosa
que no se puede decir de don Manuel, que en 1940,
cuando se convirtió o reconvirtió en tierras francesas
al catolicismo, ya era un don nadie, y tuvo que vivir el
resto de sus pocos días como un gilipollas.
Mussolini, que era fervoroso lector y seguidor de la
literatura filosófica de Nietzsche, se consideraba un
laico, y además «purísimo»; la religión estaría al
margen de los asuntos del Estado: «[a los curas] los
combatimos, sin duda, en cuanto intenten invadir el
campo político, social y deportivo». (Archivio
Centrale dello Stato, Mostrad ella Rivoluzione
Fascista, b. 9). Sin embargo, el 18 de diciembre de
1934 en un artículo de Figaro Mussolini afirmaba que
«La religión, en el concepto fascista de Estado
totalitario, es absolutamente libre y, en su ámbito,
independiente. No se nos ha pasado jamás por la
cabeza la extravagante idea de fundar una nueva
religión de Estado o de subordinar la religión
profesada por la totalidad de los italianos al Estado.
El deber del Estado no consiste en intentar crear
nuevos evangelios u otros dogmas, destruir a las
viejas divinidades para sustituirlas por otras que se
llaman sangre, raza, pureza aria o similares [no
olvidemos, como se dijo antes, que en 1934 las
relaciones entre nazis y fascistas eran del todo
tensas debido a la crisis de Austria; y para
más inri Mussolini consideraba a Hitler como un loco
exaltado, por eso su crítica al mito de la raza aria]. El
Estado fascista no considera que sea su deber
intervenir en materia religiosa y, si esto ocurre,
solamente será en caso de que el hecho religioso
toque el orden político y moral del Estado […] Un
Estado que no quiera diseminar la turbación
espiritual y crear la división entre sus ciudadanos,
debe cuidarse de cualquier intervención en materia
estrictamente religiosa». Es decir, Mussolini
aceptaba a los católicos siempre y cuando no le
tocasen la eutaxia del Estado. Por otra parte, como
bien se sabe desde el materialismo filosófico, el
laicismo es imposible, y es una ideología, es decir,
una falsa conciencia (cosa que también sabe muy
bien, a su modo, el Papa Ratzinger).
La religión fascista y la moral fascista eran «toda una
exaltación de principios fundamentalmente
paganos». (A. Carlini, Filosofia e religione nel
pensiero di Mussolini, Roma, 1934, pág. 9). Pero
dicho interés religioso no era teológico, sino poético,
lo cual hizo que fuese una religión más irracional que
el catolicismo. Pero esta religión no se opuso
frontalmente al catolicismo, ya que incluso intentó
integrar al catolicismo a su burbuja mítica. Según
Mussolini, el catolicismo se fundó como secta en
oriente, pero sólo en occidente, en Roma, había
alcanzado la universalidad (de no haberse
romanizado el cristianismo hubiese sucumbido y hoy
en día sería un asunto para eruditos y arqueólogos).
El fascismo no consideraba a la Iglesia como
portadora de un mensaje praeter-racional, pero sí
veía a la Iglesia como una ierofania de «la
romanidad». Roma era la fascinación de Mussolini, y
por esa fascinación creía que del suelo italiano, del
suelo histórico de Roma, brotaba un «poder mágico»
y por ello era un «centro sacro». El catolicismo era
simplemente la religión de los padres, pero no una
religión universal revelada por Dios. Los fascistas
preferían celebrar la «Navidad de Roma» antes que
la navidad cristiana de toda la vida, pues creían que
con ello entraban en comunión con la «romanidad».
Los «italianos nuevos» serían «los nuevos romanos
de la modernidad». En fin, otro deliro fascista. Tal era
el delirio que se celebraba incluso la fundación de los
«Fasci di Combattimento» y la «marcha sobre
Roma» como el inicio de una nueva era, la «era
fascista».
La presencia ante las masas de Mussolini como
Duce del fascismo resultaba ser algo así como
numinosa, ya que el Duce era considerado como
divino. Mussolini era considerado como la
«proyección de todos los mitos de la divinidad». (O.
Dinale, La rivoluzione che vince, Foligno-Roma,
1934). En 1930 los estudiantes universitarios
estaban volcados con el culto religioso del Duce,
siendo este todo un mito viviente. El fascismo místico
veía en Mussolini el fundamento de la fe,
simbolizando el significado de la existencia de
millones de fascistas. La religión fascista se resumía,
pues, en «el culto al Duce»; he aquí el mito del
Duce, el mito del fascismo. Los fascistas tenían un
ritual análogo a la liturgia católica, y este era el de la
«leva fascista», un «rito de paso» para reclutar
auténticos fascistas, rito semejante a la confirmación
en la Iglesia. Dicho rito consagraba a los jóvenes
como definitivos fascistas. La primera «leva» tuvo
ocasión el 27 de marzo de 1927, en la cual los
jóvenes eran obsequiados con el carné y el
mosquetón: «el primero es el símbolo de la fe; el
segundo es el instrumento de nuestra fuerza», decía
Mussolini. Pero no debemos de olvidar que Mussolini
antes de montar el fascismo fue un socialista
revolucionario, y por tanto un ateo militante. Aun así
no dudaba el futuro Duce de la naturaleza
«religiosa» de su faceta revolucionaria (ya en las
filas del socialismo internacionalista ya en las filas
fascistas).
El pacto de Letrán (1929) supuso la conversión
oficial del Vaticano en un Estado (una Ciudad-
Estado), pese a seguir siendo éste una agencia
internacional, aunque no como en el Antiguo
Régimen. Pero el Estado del Vaticano era a la postre
un Estado dentro de un Estado (un Estado
eclesiástico dentro de un Estado fascista, el cual a
su vez «convivía» con una monarquía constitucional,
¡todo un embrollo!); esto supone otro punto a favor
de la tesis de la imposibilidad del totalitarismo, pues
el fascismo lejos de imponerse tuvo que pactar,
consciente, como hemos dicho, del peligro de abrir
un conflicto contra el catolicismo (la ayuda
internacional que solicitaría el Vaticano en caso de
conflicto explícito sería fulminante para el fascismo).
Así pues, el Duce estaba al tanto de que jugársela al
Papa (ahora era el turno de Pío XI) sería una actitud
temeraria. Mussolini pudo decir muy bien aquello de
«con la Iglesia hemos topao».
Con todo lo que llevamos dicho no estaría de más
citar el texto del Pacto de Letrán en sus artículos
más importantes:

«En nombre de la Muy Santísima Trinidad,


Considerando:
Que la Santa Sede e Italia han reconocido que
convenía eliminar toda causa de discrepancia
existente entre ambos y llegar a un arreglo definitivo
de sus relaciones recíprocas que sea conforme a la
justicia y a la dignidad de las dos Altas Partes y que,
asegurando a la Santa Sede, de una manera
estable, una situación de hecho y de derecho que le
garantice la independencia absoluta para el
cumplimiento de su alta misión en el mundo, permita
a esta misma Santa Sede reconocer resuelta de
modo definitivo e irrevocable la «Cuestión Romana»,
surgida en 1870 por la anexión de Roma al reino de
Italia bajo la casa de Saboya; que es necesario para
asegurar a la Santa Sede la independencia absoluta
y evidente, garantizarle una soberanía indiscutible,
incluso en el terreno internacional, y que, como
consecuencia, es manifiesta la necesidad de
constituir con modalidades particulares la «Ciudad
del Vaticano» reconociéndose a la Santa Sede,
sobre este territorio, plena propiedad, poder
exclusivo y absoluto y jurisdicción soberana; Su
Santidad el Soberano Pontífice Pío XI y Su Majestad
Víctor Manuel III, rey de Italia, han resuelto estipular
un tratado, nombrando a este efecto dos
plenipotenciarios, los cuales han acordado los
siguientes artículos:
Artículo 1.° Italia reconoce y reafirma el principio
consagrado en el artículo 1° del Estatuto del reino,
de fecha de 4 de marzo de 1848, en virtud del cual la
religión católica, apostólica y romana es la única
religión del Estado. [Luego si el catolicismo es «la
única religión del Estado», ¿qué pasó con la religión
fascista?]
Art. 2.° Italia reconoce la soberanía de la Santa Sede
en el campo internacional como un atributo inherente
a su naturaleza, de conformidad con su tradición y
con las exigencias de su misión en el mundo.
Art. 3.º Italia reconoce a la Santa Sede la plena
propiedad, el poder exclusivo y absoluto de la
jurisdicción soberana sobre el Vaticano, cómo está
constituido actualmente, con todas sus
dependencias y dotaciones, estableciendo esta
suerte de Ciudad del Vaticano para los fines
especiales y con las modalidades que contiene el
presente tratado [...].
Art. 4.º La soberanía y la jurisdicción exclusiva que
Italia reconoce a la Santa Sede sobre la Ciudad del
Vaticano implica esta consecuencia: que ninguna
injerencia por parte del Gobierno italiano podrá
manifestarse allí y que no habrá otra autoridad allí
que la Santa Sede [...]. [Es decir, el poder del
fascismo estaba fuera de las instituciones vaticanas
en propio suelo Italiano]
Art. 8.º Italia considera como sagrada e inviolable la
persona del Soberano Pontífice, declara punible el
atentado contra ella y la provocación al atentado,
bajo amenaza de las mismas penas establecidas
para el atentado o provocación al atentado contra el
Rey. Las ofensas e injurias cometidas en territorio
italiano contra la persona del Soberano Pontífice, en
discursos, actos o en escritos serán castigados como
las ofensas e injurias contra la persona del Rey [...].
Art. 12.º Italia reconoce a la Santa Sede el derecho
de legación activa y pasiva según las normas del
derecho internacional [...].
Art. 18.º Los tesoros de arte y de ciencia que existen
en la Ciudad del Vaticano y en el palacio de Letrán
permanecerán visibles a los estudiosos y a los
visitantes, reservándose a la Santa Sede, sin
embargo, plena libertad de reglamentar la entrada
del público.
Art. 20.º Las mercancías que provengan del exterior
y enviadas a la Ciudad del Vaticano se les permitirán
siempre pasar por el territorio italiano con plena
exención de derecho de aduana y de consumos.
Art. 24.º La Ciudad del Vaticano será siempre y en
todos los casos considerada como un territorio
neutral e inviolable.
Roma, 11 de febrero de 1929.
Pietro, cardenal Gasparri. Benito Mussolini.» (Pacto
de Letrán. Extractos de la primera parte
correspondiente a las cláusulas políticas. 1929.
Recogido en M. Laran y J. Willequet.)
Con todo esto, el Duce advirtió el 13 de mayo del
mismo año del pacto, apenas tres meses después:
«Que no se pretenda negar el carácter moral del
Estado Fascista, porque a mí me daría vergüenza
hablar desde esta tribuna, si no sintiese que
represento la fuerza moral y espiritual del Estado.
Qué sería el Estado si no tuviese su espíritu, su
moral, lo que da fuerza a sus leyes y gracias a lo
cual consigue hacerse obedecer por los
ciudadanos? El Estado Fascista reivindica
plenamente su carácter ético: es católico, pero ante
todo es fascista, exclusiva y esencialmente fascista.
El catolicismo es parte integrante de él, nosotros lo
declaramos abiertamente, pero nadie piense
cambiar las cartas por sutilezas filosóficas o
metafísicas». (Cursivas mías).
Fascismo y franquismo
Advertencia: No sé si después de escribir lo que aquí
voy a escribir me quedarán amigos, pero amicus
Plato, sed magis amica veritas; es decir: «amigo» de
los progres, pero más amigo de la verdad. Sé que
las siguientes palabras molestarán a
muchos izquierdosos (tanto definidos como
indefinidos), pero cuando se trata de la Historia, ya
en un nivel más o menos académico, lo que importa
es lo que verdaderamente pasó, no lo que a unos
«interesadamente» quieran que hubiese pasado. Yo
no pretendo aquí hacer apología o propaganda del
franquismo; tampoco intento hacer política, sino
historia, o si se prefiere filosofía de la historia.
Además, la filosofía no trata de complacer, sino de
instruir. Luego me juego que mis amigos progres me
sigan hablando, y que conste que tengo muchos.
Para los republicanos «de corazón» lo que voy a
decir aquí es algo completamente desesperante y
puede herir «sensibilidades», pues caerán las
escamas de sus ojos y verán el resplandor del sol al
salir de la caverna, y comprobarán que lo que han
creído durante toda su vida con devota fe era una
sarta de mentiras o una solemne majadería. Lo
mismo no es así y permanecen impermeables; en
ese caso peor para ellos. Como dijo Platón, cuando
el hombre sale de la caverna y ve lo que hay más
allá de las sombras y contempla el sol y comenta, al
volver a la caverna, a los que no han salido de la
caverna, que la caverna no es todo cuanto hay, a
este hombre lo quieren matar. A Pío Moa, en cuyas
tesis, junto a la de otros historiadores, me baso, lo
han querido matar (o al menos lo han amenazado de
muerte). Pío Moa estuvo también en la caverna
(como un servidor y como muchos, por no decir la
mayoría, de los españoles), y tras un período de
larga reflexión pudo salir de
esa cavernícola concepción que ha impregnado las
conciencias de falsedad: me refiero a la versión
progre-sectaria-negro-legendaria de la mal llamada
«memoria histórica».
Antes de desarrollar este capítulo quiero dejar claro
que yo no soy franquista porque sencillamente no
puedo serlo, como no puedo ser antifranquista (igual
que no puedo ser fascista ni antifascista ni comunista
ni anticomunista). El franquismo cayó (como cayó el
fascismo y el comunismo); ya no existe (¡que no se
enteran!). Y cayó no por derrumbe estrepitoso, en
combate, sino que cayó porque murió en la
cama Francisco Franco Bahamonde (Caudillo de
España por la gracia de Dios). El régimen
simplemente se desgastó, murió de viejo (no como
los regímenes fascistas y comunistas que cayeron
por circunstancias muy diferentes, sobre todo el
fascismo histórico realmente existente que fue
liquidado en la Segunda Guerra Mundial). Así que los
progres que consideran a Franco como un necio y un
bobo deberán de estar muy acomplejados, después
de estar bajo el caudillaje y «cruel» dictadura de «un
necio y un bobo» durante cuarenta años; ¡qué
vergüenza! El General Vicente Rojo, Jefe del Estado
Mayor de las Fuerzas de Defensa de la República
durante la contienda, en su obra Alerta los
pueblos, admiró los métodos de Franco para
alcanzar la victoria. Ese dato es mucho más de fiar
que el criterio de los progres. Es más, Franco hizo
que Hitler, Mussolini y el conde Ciano (yerno del
Duce) tuviesen que tragarse sus críticas una vez que
éste iba cosechando, para sorpresa de sus ilustres
críticos, una victoria tras otra. Y es que, aunque los
progres lo ignoren, Franco era un hombre de
profunda cultura, y no sólo militar, sino también
política y económica (véase su experiencia
económica en la Legión, en la Academia Militar de
Zaragoza, en el Estado Mayor Central de la
República, y por supuesto en la guerra, por no hablar
de los logros «milagrosos» de su régimen). Como le
dijo el Caudillo a don Juan, padre del actual Rey, en
una carta fechada el 8 de febrero de 1944: «Por mi
historia y mis servicios, creo merecer una mayor
estimación de mi capacidad».
Los progres piensan y están convencidos de que el
régimen de Franco fue puramente fascista, pero lo
cierto es que en los mismos años de la guerra las
lecturas políticas de Franco se orientaron hacia una
especie de corporativismo católico, más basado en
el corporativismo portugués o austriaco que en la
Italia fascista. En una entrevista que le hicieron en
abril del 37 el Caudillo declaró que «Nuestro sistema
estará basado en un modelo portugués o italiano,
aunque conservaremos nuestras instituciones
históricas». Estar basado no significa ser idéntico, y
también hay que tener en cuenta que el país
europeo más parecido a España, como bien se sabe,
es Italia. Así, aunque Franco hablaba de «Estado
totalitario», su sistema se basó más bien en un
Estado unitario y autoritario, dejando un cierto
margen de semipluralismo tradicional, con un partido
único y limitado el cual no podía penetrar en las
estructuras del Estado. Durante el poco tiempo que
disponía, el Caudillo estudió las doctrinas de las dos
«familias» más importantes del incipiente régimen:
las doctrinas carlistas y falangistas. Franco llegó a la
conclusión de que lo que el régimen necesitaba era
el mantenimiento de un «partido único», el cual fue la
fusión de tradicionalistas y falangistas: Falange
Española Tradicionalista de las Juntas Ofensivas
Nacional-sindicalistas, cuya fusión fue anunciada por
el Generalísimo el 19 de abril de 1937. En 1942 llegó
a tener 900.000 afiliados, convirtiéndose en la más
numerosa organización política de la historia de
España. Ni los carlistas ni los falangistas estaban
muy entusiasmados con la fusión; unos 200
falangistas fueron arrestados a breves condenas de
cárcel. A partir del 24 de abril de 1937 el saludo
fascista con el brazo en alto se hizo oficial (de ahí
que el nuevo Estado tuviese una
cierta estéticafascista, como la Alemania nazi).
También se hicieron oficiales la camisa azul oscuro,
el llamarse entre los militantes «camaradas» (como
se llamaban entre sí anarquistas, socialistas,
comunistas y fascistas), la bandera bicolor rojigualda
(la de toda la vida), el Cara al Sol como el himno del
partido («¡volverá a reír la primavera!»), y gritos de
«¡Arriba España!»
Pero, ¿era la Falange un partido fascista? En febrero
del 37, antes de la unión entre tradicionalistas
(derechistas alineados) y falangistas (¿derechistas
no alineados o más bien
derechistas socialistas alineados?), Franco llegó a
decir que la Falange no era un movimiento fascista:
«La Falange no se llama fascista a sí misma; así lo
declaró su fundador personalmente». Cosa que era
verdad. Si hemos hablar de fascismo, éste estaba
más representado por las JONS, de Ramiro
Ledesma Ramos, la cual se fusionó a la Falange,
abandonando Ledesma al partido por encontrarlo
poco fascista. La Falange era un partido de combate,
pero muy clerical: «mitad monje, mitad soldado»,
dispuesto a emplear «la dialéctica de los puños y las
pistolas cuando se ofende a la justicia o a la patria»,
como decía José Antonio Primo de Rivera, su
fundador. Sin embargo, fue el PSOE quien, de
manera más radical, empleó «la dialéctica de los
puños y las pistolas», llevándose la Falange la peor
parte; por eso los monárquicos empezaron a llamar a
la Falange Española «Funeraria Española». La
concepción de su política era, decía José Antonio,
«religiosa y poética» y su organización «no se
parece en nada a una organización de
delincuentes». La Falange no admitía el racismo de
los nazis, y el aprecio de José Antonio a Mussolini
era escaso y aún más escaso a Hitler. Pero José
Antonio apreciaba del fascismo y del nazismo su
anticomunismo y su superación del liberalismo (José
Antonio llegó a decir que el nacimiento del
socialismo fue justo). Aun así, José Antonio recibió a
partir de junio del 35 un sueldo de Mussolini.
Es interesante ver las analogías que había entre la
Falange y el PCE. Como señala Pío Moa, «La
ampliación explosiva de ambos en el curso de la
guerra tiene, en parte, una explicación fácil: estaban
mejor preparados, por su mística, disciplina y
organización, para una situación bélica. En ese
sentido fueron el producto más típico de la crisis
ideológica y moral de los tiempos. No obstante, hay
diferencias profundas entre ellos. Si el PCE era, de
modo muy literal, un agente de Moscú, la Falange no
lo era en modo alguno de Alemania o Italia, y su
fascismo difería algo del italiano y mucho más del
germano, del cual había dicho José Antonio: “No es
fascismo (…). Es la última consecuencia de la
democracia, una expresión turbulenta del
romanticismo alemán. En cambio Mussolini es el
clasicismo, con sus jerarquías, sus secuelas y, por
encima de todo, la razón”. Una interpretación
curiosa». (Los mitos de la guerra civil, Planeta
Deagostini, Barcelona, 2005, pág. 132).
La Guerra Civil se planteó como un conflicto entre
revolución y contrarrevolución, pero el Caudillo fue
consciente de que la contrarrevolución no significaba
una vuelta atrás en el tiempo, ya que la
contrarrevolución supone, desde luego, una
«reacción» («a toda acción se opone una reacción
igual», la tercera ley del movimiento de Newton),
pero una reacción revolucionaria a su vez. Como dijo
Joseph de Maistre, «La contrarrevolución no es lo
contrario a la revolución, sino una revolución
contrapuesta». Lo cierto y verdad es que el régimen
de Franco ni fue carlista, ni fue falangista y ni fue
fascista… fue franquista. Pero, ¿qué fue el
franquismo?
Desde el materialismo filosófico se ha clasificado al
franquismo como «derecha socialista», luego fue una
derecha tradicional, alineada; no fue, pues, como el
fascismo que, como hemos visto, fue una derecha no
tradicional, no alienada. «Con el rótulo derecha
socialista designamos a una familia o estirpe de
sucesivos movimientos políticos, con relaciones de
filiación, que (referidas a España) ocuparán el poder,
con cortas interrupciones, durante las tres primeras
cuartas partes del siglo XX: el maurismo, la dictadura
de Primo de Rivera y el franquismo. Por supuesto,
no confundiremos la derecha socialista con el
socialismo de derechas, aunque la expresión
derecha socialista también puede utilizarse para
definir al socialismo de derechas» (El mito de la
derecha, pág. 238). Puede parecer paradójico que
el materialismo filosófico señale al franquismo como
de «derechas» y socialista al mismo tiempo. Pero no
hay en ello ninguna contradicción, pues el
franquismo puede ser considerado de «derecha» por
su cercanía al altar, esto es, su clara influencia
católica y también por aquello de «Francisco Franco,
Caudillo de España por la G. de Dios», como
rezaban las monedas. Pero también puede ser
considerado «socialista» por la cuestión social cuya
revolución sería y fue desde arriba, esto es, desde la
maquinaria del Estado y desde la paz político-militar
franquista. Hay que advertir que el término
«socialismo», desde el armazón del materialismo
filosófico, no se circunscribe a la URSS y ni mucho
menos al PSOE, el término «socialismo» es un
género que contiene muchas especies (abría que
hablar, pues, de «socialismo genérico»): capitalismo,
anarquismo, socialdemocracia, comunismo,
fascismo, nazismo, falangismo, &c. El término
«socialismo» no se opone, pues, al capitalismo, ni
siquiera al fascismo, el término «socialismo» se
opone al individualismo, al particularismo y, en última
instancia, al «solipsismo» (el fascismo sería un caso
de «socialismo irracionalista», dada su explícita
tendencia imperialista, mística y mitológica).
Los propios franquistas ni se consideraban de
derechas ni de izquierdas, «constatación emic que
tampoco hay que subestimar» (El mito de la
derecha, pág. 261). Se ha señalado desde las
izquierdas que el franquismo supuso la máxima
expresión de la derecha (de la «extrema derecha»)
en España. A raíz de eso se ha identificado, ¡cómo
no!, con el fascismo. Dicha posición se basa en
señalar la estructuración de las organizaciones
obreras en «sindicatos verticales», olvidado que
dicha estructuración de sindicato no sólo era
fascista, sino también soviética y nacionalsocialista.
El mito del fascismo en España fue incubado por el
PSOE y la Esquerra en 1934, dando a entender que
la entrada de la CEDA (Confederación Española de
Derechas Autónomas, de carácter republicano
accidentalista y, pese a quien pese, legalista) en el
gobierno suponía un golpe fascista a la República.
La Segunda República, según esta caterva de
impostores, debía de ser salvada de la «barbarie
fascista», y por ello dieron un golpe de Estado
preventivo; que fue, como dice Pío Moa siguiendo a
Gerald Brenan, «la primera batalla de la guerra civil».
Pero los «fascistas» entraron en el poder no por la
fuerza de la violencia sino por la fuerza de las urnas,
es decir, democráticamente. Hoy ningún historiador
serio considera a la CEDA como «fascista», pero
quizá la cuestión no sea esa, quizá la cuestión esté
en saber si realmente el PSOE creía en el fascismo
de la CEDA. Y efectivamente, el PSOE sabía muy
bien que la CEDA no era fascista. Simplemente
utilizaron la supuesta (y, a nuestro juicio y a juicio de
aquellos «socialistas», imposible) fascistización de la
CEDA como momento psicológico para dar un golpe
de Estado de tintes revolucionarios (bolchevique o
bolchevizado) e implantar en España la dictadura del
proletariado, que no era otra cosa que la dictadura
del Partido Socialista. El PSOE no aceptó las reglas
del juego, y debe de ser denominado, contra todo lo
que se dice indocumentadamente, como
antidemocrático y a la postre como antirrepublicano.
Aunque hay que señalar que en 1933 y 1934 el
PSOE estaba dividido, y como dijo Madariaga, «la
guerra civil dentro del Partido Socialista provocó la
guerra civil general». Así pues, no fue el fascismo el
que acabó con la Segunda República, porque éste
en España prácticamente fue inexistente; pues la FE
de las JONS, si es que se puede catalogar como
«fascista», era un movimiento muy minoritario con
apenas 25.000 afiliados, y tan sólo obtuvo un 0’7 por
ciento de los votos en las elecciones de febrero del
36, con 46.000 votos y ningún escaño. Fueron el
sectarismo y las izquierdas de tercera, cuarta y
quinta generación las que masacraron a la
«república burguesa».
Los ideólogos del PSOE sabían muy bien que el
fascismo (tal y como se presentó en Italia y en
Alemania, si bien hemos dicho que, en sentido
estricto, la Alemania nazi no era fascista, como muy
bien sabía José Antonio) no podía cuajar en España;
dicho de otro modo: las condiciones para que
cuajase algo así como el fascismo en España no
eran política, social y económicamente muy
favorables. Esto ya lo dijo Luis Araquistáin en abril de
1934 en un artículo publicado en Foreign
Affairs. Araquistáin, ideólogo principal en
la bolchevización del PSOE, observó que en España
no había un ejército inmovilizado, que tampoco había
un paro urbano masificado, que tampoco existía la
cuestión judía (de momento en Italia tampoco), y que
tampoco en España había una imperiosa necesidad
de imperialismo. Joaquín Maurín, ex cenetista y uno
de los fundadores del POUM, afirmó en su
libro Hacia la segunda revolución, libro publicado en
Barcelona en 1935, un año después de la revolución
fracasada de octubre y un año antes de la Guerra
Civil, sus dudas con respecto a la implantación del
fascismo en España; pues, explica Maurín, la
dictadura del general don Miguel Primo de Rivera (el
padre de José Antonio) hizo que tras ella fuese
imposible la instauración de un régimen autoritario
de derechas. Los trabajadores, decía Maurín, no se
sentía atraídos, como en Italia, por la propaganda
fascista, y la derecha primaria, socialista y liberal (en
nuestra terminología) no eran revolucionarios
fascistas que pensasen en una marcha sobre Madrid
o algo por es estilo; no eran, pues, fascistas
radicales no alineados sino derechistas tradicionales
(si bien de diferentes modalidades y no siempre en
conformidad y armonía). Tampoco Julián Besteiro,
una de las pocas personalidades del PSOE con
decencia, creía en el peligro fascista.
Que el PSOE no creía en el fascismo de la CEDA lo
pone muy bien de relieve estas palabras de Pío Moa:
«La prueba fehaciente de su convicción resplandece
en el acuerdo de los dirigentes de no reivindicar la
revuelta si ésta fracasaba, a fin de aprovechar las
garantías de la legalidad burguesa y eludir en lo
posible la represión posterior. Es decir, apelaban al
peligro fascista como justificación y para excitar a las
masas, pero en realidad contaban con que la
democracia subsistiría incluso después de un
fracaso de su intentona, y podrían explotarla. Y
acertaron. De haber reivindicado su acción, aclara
muy bien S. Carrillo, uno de los jefes bolcheviques:
“Aparte de la suerte personal que hubiéramos podido
correr en el momento, nuestras organizaciones
hubieran sido aplastadas y no se hubieran
mantenido y fortalecido tan rápidamente”». (Los
mitos de la guerra civil, pág. 70).
La CEDA ganó los comicios del 33, ¿Por qué no
formó gobierno? La CEDA no tomó el poder por la
sencilla razón de calmar los rencores. Y es que la
derecha tiene muchos complejos; esto
del maricomplejinismo de la derecha no es sólo cosa
de hoy (Mariano Rajoy), sino que parece cosa de
siempre. Así que la CEDA no formó gobierno y se
lo cedió al Partido Radical de don Alejandro Lerroux.
¿Cabe cosa más contraria a un partido fascista? Si
Benito Mussolini gana unas elecciones, ¿permitiría
que otro partido en su lugar forme gobierno porque
prefiere «calmar los rencores»? Cuando Hitler ganó
las elecciones en el mismo año, ¿acaso cedió el
poder a sus rivales? Pero la CEDA hizo un ceda el
paso para que gobernase el Partido Radical. Todo lo
contrario del fascismo italiano, porque éste, como
hemos visto, subió al poder sin apenas apoyo
parlamentario; pero la CEDA teniendo un gran apoyo
parlamentario no quiso subir al poder; luego su
comportamiento, para más inri, fue totalmente
antifascista. ¿Cabe una personalidad política más
distinta de la de Gil-Robles que la de Mussolini o que
la de Hitler? Si Mussolini era un líder (Duce) y Hitler
otro líder (Führer), Gil-Robles era un antilíder, el
político menos mussoliniano y menos hitleriano de
los posibles (por mucho que los japos le llamasen
«Jefe»). Luego aquello de que la CEDA era fascista
o nazi o yo no se qué es una solemne majadería y
una soberana estupidez, y los políticos del PSOE no
eran tontos del todo para creerse semejante patraña,
sabían muy bien lo que era la CEDA y sabían muy
bien que no era fascista ni nada que se le
pareciese… pero no los de hoy (Zapatero, Pajín,
Aído, Moratinos, Chacón, Pepiño y toda esa caterva
de analfabetos militantes), sí parecen lo
suficientemente ingenuos para creerse ese cuento
de hadas. Si los «socialistas» de antes tenían mala
fe, los de ahora son sencillamente estúpidos (y de
mala fe).
Luego antes del estallido de la guerra los
«antifascistas» (si bien algunos verdaderos
impostores y conscientes de la imposibilidad de que
algo así como el fascismo cuajase en España,
justificando así, en el nombre del «antifascismo»,
cualquier acción violenta) eran más numerosos que
los «fascistas», si es que estos existían sobre el
suelo de la España de entonces. Los «antifascistas»
en realidad eran simplemente «antiderechistas» o
«anticedistas» (la Falange era un movimiento muy
reducido, a pesar de que en 1934 fue presa de los
ataques izquierdistas, los cuales pasaron a un
segundo plano para la preparación de la revolución
de octubre contra la CEDA y el Partido Radical). Así
como la izquierda tuvo como denominador común el
«antifascismo», sacado «de la manga», la derecha
tuvo como denominador común el antiizquierdismo
(o el anticomunismo no tan sacado de la manga). De
modo que, en la Guerra Civil, el enfrentamiento fue
más por lo que se negaba que por lo que se
afirmaba. Aunque, a decir verdad, durante la
«primavera trágica», que prologó a la guerra, el
comportamiento de los «antifascistas» era más
«fascista» que el comportamiento de los «fascistas»,
cuyo comportamiento parecía incluso «antifascista».
Pero para entender el contexto histórico, «debe
compararse la actitud de la CEDA con la del PSOE
con respecto a los dos grandes totalitarismo de
entonces. Si la derecha católica [y por tanto
imposible de ser fascista, porque el fascismo era
anticlerical o al menos no clerical; más bien se trata,
ya que es católica, de una derecha socialista]
repudiaba la violencia, el racismo y las concepciones
estatales nazis [a la CEDA no sólo se le acusaba de
«fascista», sino también de «nazi»; pero claro, para
los progres es lo mismo 8 que 80], el PSOE
aprobaba las ideas y el terror soviético». (Pío
Moa, Los orígenes de la guerra civil
española, Ediciones Encuentros, Madrid, 2007, pág.
473).
Es verdad que la Italia fascista fue la que más se
comprometió con Franco en la Guerra Civil. Luego
es interesante ver cómo fue la colaboración real del
bando nacional con el fascismo realmente
existente. «Más de dos tercios de sus pilotos
sirvieron en España, pero también la marina
desempeño un importante papel. Sus barcos
actuaron como apoyo en el estrecho de Gibraltar y,
más tarde, protegieron la isla de Mallorca frente a los
ataques republicanos. También escudaron a los
transportes destinados a la zona nacional,
colaboraron en la instrucción de parte del personal
de la marina franquista y, junto con los alemanes,
proporcionaron a Franco un servicio de inteligencia
naval […] También fueron los italianos quienes,
lógicamente, sufrieron las mayores bajas, unas
4.300, sólo superadas por las de los marroquíes
(más o menos el doble). Los alemanes perdieron 300
hombres, los soviéticos unos 200». (Stanley G.
Payne, 40 preguntas fundamentales sobre la Guerra
Civil, La esfera de los libros, Madrid, 2006, págs.
458-459). En total murieron unos 20.000 soldados
extranjeros.
He aquí una enumeración del armamento que el
fascismo realmente existentesuministró, a un precio
muy generoso, al bando nacional liderado por
Franco: 1.930 armas de artillería, 1.496 morteros de
45 mm, 8.750 ametralladoras y subametralladoras,
241.000 rifles, 7.500 vehículos motorizados, 149
tanqueta L/3, 500.000 uniformes, 13 hospitales de
campaña, 931 radios. (Fuentes: A. Rovighi y F.
Stefani, La pertecipazione italiana alla guerra civile
spagnola, Roma, 1992, II, págs. 462-464).
Aquello de que la Segunda República fue una época
de prosperidad, de progreso y de bienestar para
España es un camelo, una cosa que la propaganda
izquierdista se ha sacado literalmente de la manga.
Esa imagen idílica, progresista, armónica y pánfila de
la Segunda República que los progres nos han
pintado es históricamente falsa; y hay que decirlo de
una vez por todas con plena rotundidad: «No es
esto. No es esto». Pero eso sí, hay que reconocer
que los comunistas, los socialdemócratas y los
progres en general son unos auténticos maestros en
el arte de la propaganda (y que conste que los llamo
«progres» porque disfrutan fervorosamente cuando
ven que su cuenta corriente progresa
adecuadamente; pues si a los del PP les encanta el
dinero, a los del PSOE les conmueve).
En esa república ni hubo reforma agraria, ni reforma
bancaria ni una auténtica revolución y transformación
de la sociedad española. ¡Qué otra cosa se podía
esperar de una república que fue traída y presidida
en la casi totalidad de su tiempo por ese, como dice
Federico Jiménez Losantos, modelo de meapilas
democristiano maricomplejines traidor de todo lo
sagrado y todo lo profano llamado don Niceto Alcalá-
Zamora! Es más, esa república, que estúpidamente
se considera como la quintaesencia de la izquierda,
fue traída por la derecha liberal y la Guardia Civil,
para más inri. Pues sí, la Segunda República se
instauró gracias o más bien por culpa de los
católicos liberales Alcalá Zamora y Miguel Maura y
por la inestimable colaboración del director de la
Guardia Civil, José Sanjurjo; dicho de otro modo,
para que los progres me entiendan: la «maravillosa»
Segunda República llegó, por muy paradójico que
esto parezca, a causa de la acción de los «fachas» y
de los «picoletos».
Los progres con su propaganda lo han tergiversado y
manipulado casi todo, la única mentira que les ha
quedado por decir es que el Frente Popular ganó la
guerra, ¡sólo faltaría eso! (Aunque se han atrevido a
decir que Franco no ganó la guerra). Sin embargo, la
batalla de la propaganda, para vergüenza de los
progres, fue la única batalla que perdió Francisco
Franco Bahamonde (Caudillo de España por la
gracia de Dios). Como dice don Gustavo, «El
progreso de la República se apoyó, a su vez, en las
condiciones en que la dictadura de Primo de Rivera
había dejado a España: el parque de automóviles
que España tuvo en la República, por ejemplo, no
podía haber sido creado en dos años por ella, sino
que era la herencia del desarrollo industrial y viario
de la dictadura (“gobernar no es asfaltar”, era la
acusación propagandística de los republicanos
contra la dictadura de Primo de Rivera)». (Gustavo
Bueno, Zapatero y el pensamiento Alicia, Temas de
hoy, Madrid, 2006, pág.86).
Como muy bien dice Don Ricardo de la Cierva, el 18
de Julio no fue un golpe militar fascista: pues ni fue
un golpe, es decir, un pronunciamiento clásico, sino
que fue un alzamiento general de media España que
no se resignaba a morir, ni fue exclusivamente militar
y ni tuvo nada que ver con el fascismo, «¡pero qué
barbaridad!» «Suena muy bien en el Diario de
Sesiones de las Cortes democráticas de 1999, la
afirmación de que el fementido golpe militar fascista,
dado el 18 de julio de 1936, si dirigía contra la
legalidad republicana. El tal golpe es una mentira de
igual calibre que la legalidad republicana». (El 18 de
julio no fue un golpe militar fascista, Fenix, 2000,
pág. 363). Pues bien, este enunciado, andando el
tiempo, ha sido puesto como ley, como postulado a
través del cual se ha propagado una impostura: la
«Ley de la memoria histórica (Ley 52/2007 de 26 de
diciembre)», la patraña más grande jamás contada.
He aquí el mito por antonomasia de la Guerra Civil.
Como si la contienda española hubiese sido un
conflicto entre la democracia contra el fascismo.
¡Falso, rotundamente falso, de arriba abajo! La
rebelión militar no fue fascista, cosa que sabía muy
bien don Manuel Azaña según afirmaba en su Diario.
Pues bien, ahora resulta que Franco tenía razón; es
más, hay argumentos sobre la mesa (después de
leer y contrastar ciento y cientos de páginas) para
afirmar que Franco ha sido el mejor estadista que ha
tenido España en el siglo XX. ¡Así, ni más ni menos!
Observen ustedes: Franco fue el hombre que libró a
España del estalinismo (en realidad, es decir, sobre
el campo de batalla, ¡fue el único que venció al Zar
Rojo en su proyecto de imperialismo generador!).
Franco fue el hombre que libró a España de la
Segunda Guerra Mundial haciendo verdadero
virtuosismo diplomático entre los Aliados y el Eje
(nada que ver con alianzas de civilizaciones ni
tonterías por el estilo): el caudillo tuvo talento político
para moverse, sin perjuicio de sus complicaciones,
entre la espada nazi-fascista y la pared capitalista
(ya sólo por eso merece todo el respeto del mundo).
Franco fue el hombre que libró a España de una
Segunda Guerra Civil (me refiero el intento de
invasión del Maquis comandado por Santiago Carrillo
a las órdenes de Stalin). Franco fue el hombre que
hizo que España pasase a ser un Estado inmerso en
los problemas industriales, y a transformarse en la
novena potencia mundial económica, un desarrollo
industrial y económico sin precedentes (el mal
llamado «milagro económico español»), el primer
país más desarrollado de la segunda mitad del siglo
XX después de Japón, ¡ahí es nada! Y lo que es más
importante: Franco fue el hombre que transformó
España en un tierra de paz (militar y políticamente
implantada, ¡pues ontológica e históricamente no
pudo ser de otra forma!). Hay que reconocer que el
balance francamente es positivo.
Obviamente no me refiero cuando digo «Franco» o
«Franco fue el hombre…» con la sola figura del
Caudillo; me refiero a su forma de gobierno, que de
modo convencional se ha llamado «franquismo». Es
decir, me refiero al Caudillo, que tenía «más de zorro
que de cordero», como dijo un ministro inglés, y sus
ministros, como, por ejemplo, el general Francisco
Gómez Jordana, ministro de Asuntos Exteriores, el
cual sustituyó el 3 de septiembre de 1942
al cuñadísimoSerrano Suñer, uno de los ministros
más afines a las posiciones del Eje. Gómez Jordana
fue vital para que España no entrase militarmente en
la Segunda Guerra Mundial. La España de Franco,
todo hay que decirlo, no fue «neutral» durante la
contienda mundial, fue «no beligerante», que es una
cuestión diferente. Es más, es imposible,
materialmente hablando, que España fuese neutral,
pues las naciones no son sustancias megáricas ni
mónadas leibnizianas sincronizadas por armonía
preestablecida y están codeterminadas
en symploké de modo diamérico; y, por tanto, aquello
que acontecía en Europa determinaba a aquello que
acontecía en España, y viceversa (codeterminación).
España ayudó a Alemania exportándole minerales,
utilísimos para reforzar la artillería militar. Franco y
sus ministros (hasta el viraje hacia los aliados a
finales de 1942) siempre apoyaron a Hitler, y siempre
quisieron que el Führer ganase la guerra; aunque,
eso sí, España no podía entrar en la guerra «por
gusto». Franco vio en la contienda mundial una
oportunidad para que España se situase como gran
potencia y optar por un imperio en África, pues al fin
y al cabo Alemania e Italia se enfrentaban a Francia
e Inglaterra, naciones que desde siempre en la
historia habían sido enemigas de España. Luego la
alianza con Hitler y también con Mussolini (no militar,
pero sí económica, esto es, «no beligerante»
o neutralmente benévola con el Eje) se debía
principalmente a dos razones: por motivos históricos
y por la colaboración del Eje en el bando nacional
durante la Guerra Civil, pues España estaba
endeudada con Alemania e Italia. España no tenía
ningún motivo para aliarse con Francia e Inglaterra,
pues España nada debía ni nada debe a estas
naciones. Franco se alió con según quien iba
ganando la guerra, por eso el viraje hacia los aliados
(ya decía el ministro inglés que el Caudillo tenía
«más de zorro que de cordero»). Aunque al final todo
se fue al traste y el Führer terminó opinando de
Franco que sólo era «un charlatán latino». Pero las
intenciones del Caudillo, el cual sinceramente quería
que Alemania ganase la guerra, no son en absoluto
reprochables, ¡por qué diablos debía España (la
«España de Franco») defender a Francia e Inglaterra
de los alemanes! Es claro que los alemanes
cometieron crímenes horrendos (como los aliados)
pero hacia 1942 no se había llegado a la solución
final; eso se supo en retrospectiva; in medias res, el
Caudillo, como casi cualquiera, no sabía muy bien
quién era Hitler y qué significaba el nazismo. Quizá
sea fácil verlo ahora, o tal vez ni eso, pero sobre el
mismo escenario de la historia es difícil aclarar y
distinguir. Es más, los pensamientos psicológicos de
Franco son irrelevantes; lo que Franco deseó o dejó
de desear no es importante, lo importante es que
España se salvó de esa célebre y criminal guerra.
(Para todo esto véase el interesante libro de Stanley
G. Payne Franco y Hitler, La esfera de los libros,
Madrid, 2008).
De modo que el franquismo, volviendo al
balance francamente positivo de su mandato, fue
una dictadura, sin duda, pero no una dictadura
depredadora, sino una dictadura generadora (sin
perjuicio de la represión de los primeros años,
represión que a la postre fue inevitable y no muy
sangrienta si la comparamos con otras represiones,
ya que fueron sólo unas 28.000 personas las que la
padecieron de forma mortífera). Aunque, todo hay
que decirlo, en el Valle de los Caídos, caídos de
ambos bandos (no lo olvidemos), los presos estaban
asegurados y encima cobraban un sueldo, y
murieron tan sólo 14 personas, en su mayoría libres,
y por accidentes laborales, nada que ver con los
campos de concentración europeos y no europeos
de antes, durante y después de la guerra
interimperialista (por no hablar de las checas y de la
represión del Frente Popular durante la guerra, que
terminaron con la vida de unas 60.000 personas sin
contar los crímenes que se cometieron entre los
propios izquierdistas, ya que hubo dos guerras
civiles dentro de la guerra civil general, lo cual dice
mucho de cómo eran esos «republicanos»).
Como señala Moa, «Franco, pues, sale bien parado,
en cuanto a crueldad, si lo comparamos con, por
ejemplo, Churchill, Roosevelt o Truman, no digamos
Hitler o Stalin. Y también con Negrín, que instauró un
sistema brutal en su propio campo para mantener a
toda costa una guerra perdida, y con el designio de
volverla mucho peor al soldarla con la mundial».
(Los mitos de la Guerra Civil,pág. 484). No
olvidemos que el lema de Negrín al final del conflicto
era «resistir es vencer». A mi juicio, la intención de
empalmar el conflicto nacional con la conflagración
mundial era una auténtica canallada; por eso esos
«republicanos» no merecen ni el más mínimo de mis
respetos.
Así pues, la dictadura generadora franquista, el
llamado «régimen de Franco» duró 36 años (si lo
contamos desde el 1 de abril de 1939 hasta el 20 de
noviembre de 1975, día en que murió el Caudillo con
83 años bien vividos); 36 años de paz (y tras su
caudillaje hay que sumar los 3 años de transición,
que en el fondo era franquismo, y los 31 que
llevamos de democracia, la cual es totalmente
heredera del régimen de Franco y no del
antifranquismo). Para que se vea lo que quiero decir:
desde la hazaña (¡con h!) del franquismo hasta
nuestros días han trascurrido en España 70 años de
paz, cosa sorprendente si se observa la historia de
España. Y para poner la guinda al pastel, para
más inri, diríamos, Franco fue el hombre que tuvo
todo el poder en sus manos y no robó absolutamente
nada; cosa de la que no pueden presumir los
«socialistas» (más bien «socialistos»), que llevan
130 años de «honradez» en esto de la política, por
no hablar de los escándalos de corrupción delictiva y
no delictiva que últimamente asolan a España un
telediario sí y otro también. Hay que decir también
que los casos de corrupción delictiva en el
franquismo fueron escasos, minúsculos y además
ridículos; hubo un caso en el que un funcionario robó
una máquina de escribir… ¡bueno, aquello fue un
auténtico escándalo!
Y ahora dirán muchos que yo soy franquista porque
admiro a Franco; dirán: «¡Ah, este es un
propagandista de los fachas!». (¿Sabe alguien qué
diablos es un «facha»?) Pero insisto, no se puede
ser hoy en día franquista, pues es como si se fuese
maniqueo, mitraísta, arriano o cualquier anacronismo
por el estilo, ¡qué sentido tiene! Pero, eso sí, admiro
profundamente a la figura de Franco, a pesar de que
yo ni nací cuando él ya murió: no soy, por tanto, un
nostálgico del franquismo, porque nací en 1980;
luego estoy escribiendo sobre historia no sobre
«memoria histórica»; no se trata de volver al
franquismo, ¡eso es absurdo! Franco, con todo sus
errores, era otra cosa, ¡pero los
politicuchos aliciescos del tres al cuarto que
gobiernan nuestro país no tienen vergüenza! No
puedo decir lo mismo de Mussolini, el cual fue un
completo mamarracho, un completo desastre, sobre
todo al final (aunque al principio hay que reconocer
que lo hizo bien o no muy mal). Simplemente Franco
supo hacer las cosas bien o muy bien; pues visto lo
visto, y dada las difíciles circunstancias tanto a nivel
nacional como internacional, su logros no fueron
ninguna tontería. Y de Mussolini, pues qué decir: el
Duce, salvo en sus inicios y en buena parte de su
dictadura, no supo hacer nada o casi nada bien
(salvo llevar a Italia a la ruina, eso sí que supo
hacerlo muy bien). A la hora de la verdad el
franquismo supo triunfar, y a la hora de la verdad el
fascismo… no.
Los progres y fundamentalistas
democráticos primarios y también miserables(no sé
si también los canónicos) tienen una concepción de
la historia de la Segunda República, de la Guerra
Civil y del franquismo de cuento de Caperucita, es
decir, la concepción más simplista e infantil de una
historia, «y por tanto la más afín a un pensamiento
Alicia». (Zapatero y el pensamiento Alicia, pág. 86).
Érase una vez Caperucita (Caperucita roja) que
había sido encomendada por su madre, la
ciudadanía española (el Frente Popular), para que le
llevase leche y miel a su abuelita España. Entonces
la abuelita fue atacada por un lobo feroz llamado
Franco. El lobo se comió a la abuelita y estuvo la
abuelita en la panza del lobo durante 36 años. Pero
al final llegó la democracia (el leñador) y le rajó la
panza al lobo y la abuelita en su libertad (gracias al
consenso y el común acuerdo de los dialogantes
españoles) nos dio una democracia por emergencia
metafísica. Puro cuento infantil, pero así es como
más o menos ha calado esta historia en las
conciencias de la mayoría de los españoles (sobre
todo jovencitos y jovencitas). ¡Hay que ver cómo nos
han engañado! ¡Qué maestría en el arte de la
propaganda, sí señor!
Franco no era republicano y no vio con buenos ojos
la llegada de la República, quizá temiendo lo que iba
a pasar. Sin embargo, en la práctica, a Francisco
Franco hay que reivindicarlo como el último bastión
del republicanismo, esto es, de la legalidad
republicana, para más inri, pues fue el último en
sublevarse, esto es, en derribar violentamente la
República. Se sublevaron durante el primer bienio (el
mal llamado «bienio progresista», un bienio lleno de
disparates de don Manuel Azaña, más bien habría
que decir, francamente, que fue un «bienio negro»)
los anarquistas (con tres absurdas mini-
insurrecciones, aunque la última fue contra el
gobierno de Lerroux) y Sanjurjo (una insurrección de
una mínima parte de la derecha que costó sólo 10
vidas humanas y casi todas rebeldes y que tuvo
como motivación impedir el estatuto catalán, el cual
fue un intento de insurrección que, como bien dijo
Azaña, sirvió más para fortalecer que para dañar a la
República); se sublevaron la Esquerra y el PSOE en
1934 (tras no aceptar el resultado de las urnas, ¡acto
antidemocrático soberano!); Azaña también intentó
dar dos golpes de Estado tras perder el poder. Y lo
del 18 de julio fue un «golpe» (frustrado, pues se
transformó en guerra civil) planeado por Mola y
Sanjurjo, sumándose Franco al ataque cuando llegó
la gota que colmo el vaso: el asesinato de Calvo
Sotelo, el jefe de la oposición, y no por una «banda
incontrolada de pistoleros», sino por unos guardias
de asalto ordenados por el ministerio de la
Gobernación; señal inequívoca de que la Segunda
República estaba podrida hasta la médula. Es decir,
Franco fue el último en sublevarse, esto es, en
revelarse contra la República, ya que prácticamente
no quedaba ninguna personalidad política y militar
con suficiente relevancia como para hacerlo. Si
Franco hubiese sido fascista no hubiese dudado en
dar un golpe de Estado tras la insurrección del PSOE
y la Esquerra en el 34, cosa que no sucedió; luego el
Caudillo ni fue fascista antes de gobernar ni cuando
gobernó.
Pero, ¿hasta qué punto lo del 18 de julio fue una
sublevación, es decir, una rebelión (pues fueron
llamados «los rebeldes», título que le gustaba mucho
a Franco)? No fue exactamente una rebelión, pues
ya no había Estado (luego no fue un golpe de
Estado, como afirmé antes), pues el gobierno del
Frente Popular no era un gobierno, ¡era un
desgobierno!, y estaba llevando a cabo un ejercicio
de revolución dentro del propio Estado. Si la derecha
no se hubiese sublevado hubiese sido machacada.
Como dice Stanley Payne, para la derecha hubiese
sido más peligroso no alzarse que alzarse. Ya lo dijo
muy bien, ¡pero que muy bien!, José María Gil
Robles en las cortes: «un gran parte de la población,
que por lo menos es la mitad de la nación, no se
resigna a morir, yo os lo aseguro». Por eso
precisamente vino el 18 de julio, que fue un
movimiento «cívico-militar», ya que media nación no
se resigna a morir, ¡porque no se resigna a morir,
como es natural!
Franco, que ya lo dejó bien dicho en su manifiesto,
no se sublevó contra la República, sino contra el
gobierno del Frente Popular, que era un gobierno (un
desgobierno) que no cumplía la ley, que no cumplía
la constitución. Dicho de otro modo: la constitución
del 9 de diciembre de 1931 era papel mojado, ¡ya no
había República! Dicha República (y ello resulta
paradójico, dada la historia que nos han contado) fue
liquidada por los propios «republicanos» (después de
todo mal llamados así). Fueron ellos los que
acabaron con la República, con la democracia (¡con
tanto que presumen de «demócratas» y de
«republicanos»!), al no aceptar el resultado de las
elecciones del 34 y al manipular el resultado
(resultados que no han sido publicados) de las
elecciones del 36. La izquierda (la llamada así) fue el
lobo feroz que se comió a la abuelita; y Franco, eso
sí, era otro lobo, pero no porque atacase a la
abuelita, sino porque atacaba a otros lobos que la
estaban acechando.
En una carta dirigida al «infante» o «pretendiente»
don Juan de Borbón fechada el 6 de enero de 1944,
Franco analiza la situación de su régimen tras el
Alzamiento: «Poniendo por delante que para mí el
Poder es un acto de Servicio más, entre los muchos
prestados a mi nación y a su fin, el bienestar único,
he de sentar varias afirmaciones: a) la Monarquía
abandonó en 1931 el Poder a la República; b)
nosotros no nos levantamos contra una situación
republicana; c) nuestro Movimiento no tuvo
significación monárquica, sino española y católica, d)
Mola dejó claramente establecido que el Movimiento
no era monárquico; e) los combatientes de nuestra
Cruzada pasaron de un millón, y los monárquicos
constituían entre ellos exigua minoría. Por lo tanto, el
régimen no derrocó a la Monarquía ni estaba
obligado a su restablecimiento. Entre los títulos que
dan origen a una autoridad soberana, sabéis que
cuentan la ocupación y conquista, no digamos el que
engendra el salvar a una sociedad». El análisis del
Caudillo es, punto por punto y palabra por palabra,
¡rigurosamente cierto!
Pero los progres nos dirán que Franco era «fascista»
porque durante la guerra tuvo como aliados a las
«potencias fascistas». Hay que decir que esa alianza
fue muy polémica, fue una alianza muy sui
generis (tan sui generis como la que mantuvieron
Alemania e Italia). Las potencias del Eje (no había
comenzado aún la guerra mundial pero sí existía ya
el Eje Berlín-Roma) no dominaban a Franco, más
bien Franco las dominaba a ellas, ni punto de
comparación con el control casi «totalitario»
(podríamos decir) de la Comintern sobre el Frente
Popular (un Frente Popular que ni mucho menos
defendía la República democrática del 14 de abril del
31, sino que se revestía de democracia para que las
potencias capitalistas no interviniesen en el conflicto
a favor de Franco, según la tesis de Burnett
Bolloten).
La Comintern, pues, divulgó propagandísticamente
que la Guerra Civil española suponía un conflicto
entre las libertades democráticas («¡Libertad para
qué!») y la opresión reaccionaria fascista (o clerical-
fascista, «fascismo frailuno»). Según esta
interpretación maniquea y simplista, la contienda
española era una lucha entre el fascismo y el
antifascismo, entre la burguesía fascistizada y el
proletariado de la «República de trabajadores de
todas las clases». Esa interpretación de la Guerra
Civil es tan metafísica, tan falsa y en general tan
estúpida como la interpretación que le dio la Iglesia
católica como «cruzada» frente a la «barbarie
comunista». El fascismo no era entonces una
posición que, a nivel estatal (en el sentido de la
dialéctica de Estados) estuviese organizado para
enfrentarse al temible imperio comunista soviético, ni
Franco era fascista (sin perjuicio de su fervor
anticomunista). Por consiguiente, interpretar a
Negrín como el «abanderado español del
proletariado como clase universal» es tan
disparatado como interpretar a la figura de Franco
como «envidado de Dios para abanderar la cruzada
contra el comunismo, la masonería y el judaísmo».
Ni Negrín era el mesías del proletariado ni Franco
era el mesías del Dios de la Iglesia católica; Franco
fue simplemente el «Caudillo de España» pero no
«por la Gracia de Dios», y harto tenía con ello. A
Franco Dios no le hacía falta para nada (aunque sí le
fue muy útil las instituciones cristianas, pues lo
importante del cristianismo no es Dios, ni siquiera
Cristo, lo importante de cristianismo es la Iglesia).
Durante la guerra, los dos bandos buscaron en el
extranjero aliados que le suministrasen armas (causa
que hizo que el conflicto se prolongase). El Frente
Popular buscó la ayuda no en las potencias
democráticas sino en el nuevo imperio mundial, esto
es, en la Unión Soviética. El gobierno del Frente
Popular consiguió una gran cantidad de armas a
cambio de las reservas de oro (el famoso «oro de
Moscú»). Franco, en cambio, logró a crédito la
solidaridad italo-germana y también consiguió la
suministración de petróleo de parte de EEUU. Ahora
bien, los progres se ponen de uñas cuando ven que
Franco colaboró con las «potencias fascistas»
(sintagma oscuro y confuso donde los haya, por todo
lo que llevamos dicho), pero sin embargo ven con
buenos ojos la solidaridad soviética. Pero las
alianzas no son en absoluto reprochables, y son tan
importantes como las propias fuerzas. Sin embargo,
en honor a la verdad hay que afirmar que por
aquellos entonces (hablamos de los tres años que
trascurren entre 1936 y 1939) los campos de
concentración de aniquilación masiva de judíos y
otras etnias no existían y, como hemos dicho, el
fascismo italiano fue relativamente poco sangriento
(hemos dicho, junto a Stanley Payne, que
proporcionalmente fue menos violento en su ascenso
al poder que los acontecimientos turbulentos de
iniciativa izquierdista de la «primavera trágica»
durante el derrumbe de la Segunda República); y sin
embargo el Gulag ya lleva casi dos décadas
funcionando a toda máquina; el Gulag es 25 años
anterior a Auschwitz; es más, los campos de
concentración alemanes se inspiraron en los campos
de concentración soviéticos. Dicho sea de paso, esa
dicha red de campos de concentración no fue
diseñada por Stalin, sino por Lenin; lo digo porque
muchos pánfilos creen ingenuamente que Lenin era
el bueno y Stalin el malo, el que traicionó la
revolución; cosa del todo falsa pues el estalinismo no
supuso una ruptura con el leninismo, sino más bien
supuso la continuación. Así pues, los bolcheviques
fueron los maestros de los nazis en el diseño del
terror masivo en campos de exterminio. No diré que
dichos crímenes fueron «crímenes contra la
humanidad», pues esa expresión es absurda, tan
absurda como «patrimonio de la humanidad». Esos
crímenes fueron contra una parte de la humanidad
(judíos, gitanos, eslavos, burgueses, antinazis,
anticomunistas, &c.), pero no contra la humanidad
(desconozco a esa señora).
Pero la izquierda fundamentalista justificará los
crímenes izquierdistas como actos heroicos, como
dolores de parto necesarios para el alumbramiento
de la sociedad comunista: el fin de la explotación
«del hombre por el hombre»; y sin embargo los
crímenes derechistas son asesinatos horrendos.
Dicho llanamente: si uno de izquierdas mata a uno
de derechas es un héroe, pero si uno de derechas
mata a uno de izquierdas entonces es un asesino
hijo de la gran puta. Si uno dice que es un «fascista»
todo el mundo se escandaliza e inmediatamente lo
desprecian, pero si dice que es «comunista» es
respetado e incluso admirado. Pero, como hemos
dicho, el fascismo fue muy inferior, en lo que a
víctimas se refiere, al lado del comunismo. Es más,
entre fascismo, nazismo, comunismo y capitalismo el
fascismo es el menos sangriento de todos, ¡toda una
paradoja! Unos matan a millones y otros crían la
fama. (Y que conste, para que no se me
malinterprete, que, filosóficamente hablando,
considero que el comunismo es mucho más
interesante que el fascismo).
Voy a poner un ejemplo de esto último: en Franco
para antifranquistas, Pío Moa relata que el 16 de
marzo del 2005 varias personalidades de
la izquierda y de la cultura, es decir, de
antifranquistas (retrospectivos en su amplia
mayoría), homenajearon al ex líder del PCE Santiago
Carrillo en su 90 cumpleaños (entre esas
personalidades se encontraba el presidente del
gobierno: el masón José Luis Rodríguez Zapatero, y
digo que es masón porque él nunca lo ha
desmentido). El homenajeado fue el máximo
responsable de las matanzas de Paracuellos del
Jarama durante la Guerra Civil, pero aun así es
respetado porque es de «izquierda» (aquí en
España, sobre todo cuando gobierna el PSOE, el
mito de la izquierda funciona a toda máquina y el que
sea de «izquierda» está moralmente justificado, haga
lo que haga). Su regalo de 90 cumpleaños consistía
en presenciar cómo se retiraba una estatura de
Franco (al cual, por cierto, después de lo que
llevamos dicho, habría que construirle y levantarle un
monumento), colocándose en su lugar las estatuas
del Lenin español (el incualificado Largo Caballero) y
el ladrón del yate Vita (el exiliado y líder del primer
antifranquismo, Indalecio Prieto, uno de los políticos
más sinvergüenzas que ha parido la Nación
Española). Allí asistía la farándula socialdemócrata:
Ana Belén, Víctor Manuel y El gusto por la pasta es
nuestro, aplaudiendo la vida de Carrillo como
ejemplo. Estos progres dicen que son de «izquierda»
no para definirse políticamente, sino para justificarse
moralmente e ir de guay e intelectual por la vida,
como si el comunismo no hubiese acabado con la
vida de más 100 millones de personas. Pero, como
dice Ricardo de la Cierva, Carrillo miente. Este
Carrillo, por cierto, prefirió a Stalin que a su padre,
Wenceslao Carrillo. Allá él y su conciencia…
Pues bien, volviendo a lo que comentábamos, una
vez que Moscú se hizo con el oro tuvo al Frente
Popular a sus órdenes, es decir, tomó la sartén por el
mango y puso toda la carne en el asador, cosa que
ni por asomo ocurrió en el otro bando. Franco
siempre mantuvo su independencia, nunca le
ordenaron lo que tenía que hacer; e incluso dejó
desde el primer momento bien claro (durante la crisis
de Múnich en el año 38) que en caso de guerra
mundial España sería neutral: cosa que puso los
gritos mussolinianos en el cielo. Hitler también se
sintió molesto, y dijo con desdén: «Sé que es una
cerdada, ¡pero qué otra cosa iban a hacer los pobres
diablos!». Las intenciones de neutralidad de Franco
eran contrarias a las temibles intenciones
frentepopulistas: empalmar la guerra civil con la
mundial, ¡con las consecuencias desastrosas que
eso hubiese acarreado! Aunque durante la contienda
mundial, como hemos dicho, España no fue neutral,
sino no beligerante y favorable al Eje, por lo menos
hasta que éste se veía como vencedor de la guerra;
pues si España no colaboraba no participaría en la
paz nazi-fascista (más bien la paz nazi) ni en la
reconstrucción de Europa.
El PSOE (es decir, «los malos»), en cambio, hacía
todo lo que ordenaba Stalin; Largo Caballero y sobre
todo Negrín fueron los tontos útiles de Stalin (o mejor
dicho los tontos inútiles). El Partido Comunista
Español estaba totalmente infiltrado en las
instituciones del gobierno del Frente Popular, cosa
que les interesaba para ocultar sus intenciones
revolucionarias y evitar, como hemos dicho, la
intervención de las potencias capitalistas en apoyo al
bando nacional. Esto es lo que Burnett Bolloten
llamó «gran camuflaje». Hay que tener en cuenta de
que el PCE era el último bastión del comunismo en
Europa occidental.
Otra cosa que se discute son los gastos de pago de
cada bando: «el Frente Popular gastó, con los
soviéticos y en otras muchas cosas dispersas,
mucho más dinero que los nacionales, pues no sólo
agotó las reservas de oro y plata sino que, como
señala el historiador anarquista Francisco Olaya
[nadie pone peor a los comunistas que los
anarquistas], hubo muchos más pagos, procedentes
del expolio de bienes particulares y de la nación, otro
en especie (textiles), &c. Probablemente el
arriesgadísimo traslado de los mayores tesoros
nacionales, en particular los cuadros del museo del
Prado, tuvo por objeto servir de garantía para los
últimos envíos de armas concedidos por Stalin hacia
el final de la contienda, cuando ya se había
consumido el oro». En cambio, «Franco recibió más
ayuda de Italia que de Alemania, pero la primera no
sólo la pagó en largos plazos, sino a precio de saldo,
en las liras muy devaluadas de la posguerra mundial.
De Hitler no pudo arrancar condiciones tan
benévolas, pero pudo pagar la deuda poco a poco, la
última parte después de 1945, a los Aliados
vencedores del III Reich [para más inri]». «En
resumen, Franco obtuvo ayuda en condiciones
mucho mejores que sus contrarios, gastó mucho
menos en ella, pese a lo cual posiblemente consiguió
más armas; nunca perdió su independencia con
respecto a Roma y Berlín, al revés que sus
enemigos con respecto a Moscú; y no sufrió un
partido dependiente del exterior [como el Partido
Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores o el
Partido Nacional Fascista] como el PCE en el lado
opuesto». (Pío Moa, Franco para
antifranquistas, Áltera, Barcelona, 2009, pág. 104).
Otra cosa abominable dentro del Frente Popular eran
los nacionalistas fraccionarios vascos y catalanes,
que consiguieron algo que era absolutamente
imposible: hacer que Negrín parezca bueno, como
pone de manifiesto Azaña, palabras que no tienen
desperdicio: «Está muy irritado por los incidentes a
que ha dado lugar el paso de Aguirre por Barcelona.
Aguirre –dice [Negrín]– no puede resistir que se
hable de España. En Barcelona afectan no
pronunciar siquiera su nombre. Yo no he sido nunca
–agrega– lo que llaman españolista, ni patriotero.
Pero ante estas cosas me indigno. Y si estas gentes
van a descuartizar a España, prefiero a Franco. Con
Franco ya nos entenderíamos nosotros o nuestros
hijos o quien fuere. Pero esos hombres son
inaguantables. Acabarían por dar la razón a Franco.
Y mientras, venga a pedir dinero y más dinero…».
(Azaña, Obras completas, IV, pág. 701, cursivas
mías).
Hay que decir también que ya una vez finalizada las
guerras (Civil y Mundial) y, por tanto, en tiempo de
paz, lo peor del franquismo fue el antifranquismo,
que por supuesto no era democrático, sino
comunista o secesionista. Pero la oposición armada
al franquismo fue prácticamente escasa (o debió de
ser numerosa, pero en el fuero interno), sin el menor
apoyo de la población (Maquis, GRAPO, ETA, &c.).
El antifranquismo, ¡parece mentira!, es algo que
prácticamente no existió cuando vivía Franco;
cuando existe el antifranquismo es ahora (¡después
de 34 años de su muerte!). Ahora casi todo el mundo
(casi toda España) ideológicamente es
antifranquista, por motivos psicológicos o por
motivos políticos interesados (juego sucio al más
puro estilo socialdemócrata, como hacen con
los titiriteros que apoyan al juez Baltasar Garzón con
su complejo de Jesucristo). Estamos ante una
tremenda oleada de «antifranquismo retrospectivo»,
el antifranquismo después de Franco (¡claro, así
cualquiera!). Esta oleada de antifranquismo
trasnochado se debe a la campaña fundamentalista
de la Internacional Socialista y su gran aliada: la
Francmasonería, en concreto en Gran Oriente
español. Muchos que son del PSOE, como el
caudillo del Imperio PrisaicoLuis de Polanco (que
perteneció al frente de juventudes y fue uno de los
hombres más millonarios durante el franquismo),
fueron antifranquista una vez muerto Franco.
También el ex director de El País, Juan Luis Cebrián,
se pasó al antifranquismo tras la muerte del Caudillo
(dicho cambio jamás ha sido explicado públicamente,
por eso Pío Moa, y con razón, pide que estos
señores publiquen un libro que se titule Por qué deje
de ser franquista). Ahora, cuando es completamente
inútil, son antifranquistas; ¡qué pandilla de
mamarrachos! Pero, como digo, detrás de ese
«antifranquismo» no hay sólo mamarrachería, sino
también intereses claramente electorales y fines
descaradamente lucrativos (ya lo dije: a los del
PSOE les conmueve la pasta, por no hablar de
los titiriteros de la ceja, los que Gustavo Bueno llamó
«farándula socialdemócrata»).
La democracia actual no tiene prácticamente nada
que ver con la Segunda República (¡la nefasta
Segunda República!); la democracia actual es
producto del franquismo. La palabra transición es un
eufemismo entre ruptura y continuidad. Y
evidentemente ha habido más continuidad que
ruptura. La democracia actual no es producto del
fundamentalismo democrático, que por emergencia
metafísica ha sacado de su seno el régimen
democrático (que en el fondo es el régimen del
mercado pletórico de bienes y servicios: el régimen
capitalista, lo que ideológicamente se conoce como
«democracia liberal»). La democracia actual se debe
a los 36 años de dictadura generadora del
franquismo, que supusieron 36 años de acumulación
de capital para que en España subiese el nivel de
vida y se pudiesen desarrollar las condiciones
materiales, necesarias y realmente existentes que
hiciesen posible la eutaxia de un régimen
democrático. Ya en los años sesenta había más de
cuatro millones de niños escolarizados junto a cien
mil maestros, casi todo el mundo tenía su piso a
plazos, su seguridad social, su Seatseiscientos y su
billete de lotería calvinista en el bolsillo. Los años
que trascurren de 1954 a 1975 son los años que más
prosperidad económica e industrial ha tenido España
en toda su historia. Y de este modo se pudieron
erradicar de España las dos grandes lacras de la
nación: el hambre y el analfabetismo. ¡Vamos, desde
luego que España durante el franquismo no era el
paraíso pero tampoco el infierno, precisamente! Este
tipo de régimen poco tiene que ver con el fascismo.
Actualmente en España, dada la hegemonía
del realmente existentebipartidismo agresivo y
fundamentalista entre PSOE-PP (unas veces PSOE
otras veces PP, ese es el camino, y así no sabemos
hasta cuándo), se ha vuelto a popularizar el mito de
la izquierda y de la derecha (incluso en muchas
ocasiones por derecha se entiende ingenuamente
«fascismo»). La falsa conciencia de un buen
porcentaje de españoles está anclada en el
maniqueísmo metafísico dualista del bien y del
mal: la izquierda son los buenos, la derecha son los
malos. La gran mayoría de los españoles están,
pues, imbuidos totalmente por aquella frase de
Antonio Machado que rezaba: «una de las dos
España ha de helarte el corazón». Este infantilismo
ha cuajado sorprendentemente en millones de
sujetos operatorios antrópicos que habitan como
ciudadanos en la Nación Política Canónica
Española, todavía realmente existente, pese a quien
le pese. ¡Cómo se ha podido tergiversar la historia
de esa manera!
En El mito de la derecha, Gustavo Bueno ha
sostenido la tesis de que el mito de la izquierda y de
la derecha (inventado por las izquierdas) sólo está
incubado en los países católicos (Francia, Italia y
España, fundamentalmente). Durante 1000 años la
hegemonía del agustinismo político, esto es, el
providencialismo de la Historia agustiniano, trataba
de trasportar a la humanidad de la ciudad terrena (el
Estado) hacia la ciudad celeste; es lo que Bueno
llama el «anarquismo de San Agustín». San Agustín
antes de iniciarse y bautizarse en el cristianismo fue
maniqueo. Los maniqueos hablaban de dos dioses:
uno bueno y otro malo, he aquí el gran combate que
se desencadenará a favor del bien contra el mal
aplastado. Dicho esquema mitológico ya se venía
dando desde el mazdeísmo, con los dioses Ormund
y Oriman. Pues bien, San Agustín tomó las tesis
mitológicas maniqueas para reconstruirlas en un
montaje cristiano y llevar a cabo su teología de la
historia: La ciudad de Dios. Según Agustín, existen
dos ciudades: la Ciudad de Dios (Jerusalén, pero en
última instancia la Iglesia de Roma) y la Ciudad del
Diablo, la ciudad terrena (Babilonia, que ya fue
condenada por el Apocalipsiscomo «la gran ramera,
la madre de todas las abominaciones de la tierra»).
(Habría que decir aquí: «una de las dos Ciudades ha
de helarte el corazón»). Al final de los tiempos, tras
la segunda venida de Cristo, la Ciudad de Dios se
hará efectivamente universal, pues después de la
«alienación» viene la salvación y todo se reintegrará
en el seno de Dios Padre. Los condenados, eso sí,
irán para siempre a la Ciudad del Diablo, al infierno
de azufre y fuego y por toda la eternidad, entonces
«será el llorar y el crujir de dientes». Pues bien, este
mito se secularizó en innumerables doctrinas (las
llamadas por Gilson «metamorfosis de La ciudad de
Dios»). El mito de la izquierda y de la derecha es una
de esas metamorfosis de La ciudad de Dios.
Baltasar Garzón, el último bastión del
antifranquismo retrospectivo: el Complejo de
Jesucristo y el Pensamiento Alicia. En torno a la
particular «primavera trágica» del «defensor de la
utopía»
Antes de concluir este artículo me gustaría reiterar
mi más sincero aprecio y reconocimiento por la vida
y obra del Caudillo. Yo no soy de derechas, pero mi
máxima admiración por ese gran militar, ese gran
político y esa gran persona que fue Don Francisco
Franco Bahamonde; el cual, pese a quien le pese, es
como el grandioso Cid Campeador, pues vence sus
batallas hasta después de muerto. Lo digo por la
investigación frustrada que desde el año 2008 hasta
estos días de «primavera trágica» ha estado
llevando el juez (o ex-juez, o semi-juez, o anti-juez)
Baltasar Garzón con su patético «complejo de
Jesucristo»; complejo de Jesucristo que, por cierto,
se ha incorporado al Pensamiento Alicia.
Garzón es un perfecto desconocedor de la Segunda
República, la Guerra Civil y el franquismo. La
ignorancia del llamado «juez estrella» (ahora juez
estrellado en la suspensión cautelar) es supina. Al
parecer, Garzón no sabía que Franco, Mola y Queipo
de Llano están muertos, pues pidió el parte de
defunción de cada uno, por increíble y ridículo que
esto parezca (a pesar de que el entierro de Franco
fue el entierro más multitudinario de la historia de
este país). Este señor intentó procesar a Franco,
pero a los muertos no los juzga ni Dios. Garzón ha
sido suspendido no por investigar los crímenes del
franquismo, sino por investigar los crímenes del
franquismo prevaricando. Los delitos de la Guerra
Civil prescribieron penalmente en 1969, y quedaron
resueltos definitivamente en la ley de amnistía del 15
de octubre de 1977; una ley, por cierto, que reclamó
la «izquierda» en las calles con aquello de:
«¡Libertad, Amnistía, Estatuto de Autonomía!».
El pasado 17 de mayo del 2010, el juez suspendido
es premiado. Garzón es de esos pocos frescos que
cuando son despedidos (o suspendidos) siguen
ganando pasta. A este tío le gusta mucho,
¡muchísimo!, el dinero; el dinero le encanta, yo diría
que hasta le conmueve (no olvidemos que es del
PSOE, por eso no hay que reprochárselo, esa gente
siente una sensibilidad muy especial por el dinero, es
algo natural cuando se es progre). Pues bien, el
premio que recogió Garzón es uno de los galardones
más importantes de la defensa de los derechos
humanos, el Premio Libertad y Democracia René
Cassin, nombre del principal redactor de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos y
Nóbel de la Paz en 1968. Evidentemente este premio
es un premio de la masonería. Este René Cassin es
ni más ni menos que un masón (o era, porque ahora
está más muerto que Wojtyla). He aquí un
documento poco sospechoso que lo confirma: «La
Declaración de Derechos Humanos, en su articulo
primero, conlleva una visión mas (sic) trascendente y
menos localista que la de la Declaración de la
Independencia de los EEUU, sin duda gracias a la
influencia francesa, al considerar sujeto de derecho
al ser humano en general. Fue un Hermano francés “
René Cassin” (sic), el encargado de impulsarla y
elaborarla con la colaboración inestimable de una
mujer (sic) Eleanor». (Pongo el enlace para que se
vea que el presente documento no me lo invento:
http://masonerialiberal.com)
Garzón ha incorporado a su complejo de Jesucristo
el Pensamiento Alicia, al menos esa es mi primera
impresión al oírle decir la siguiente sarta de
majaderías, majaderías con las que recogió y
agradeció su premio: «Para mí es un honor recoger
este premio y hacerlo en estas circunstancias
especiales y difíciles». Se refiere a su particular
«primavera trágica». «Creo que esas circunstancias
me reivindican en mis principios y firmeza en la
justicia contra la impunidad y a favor de las víctimas,
casi siempre olvidadas. Me constituyo en defensor
de la utopía» ¡Y es que la cosa tiene bemoles! «Soy
juez y por tanto un hombre del derecho y para el
derecho, y como diría Cicerón esclavo de la ley. Pero
de una Ley no sólo local sino universal». Garzón
transforma lo local en universal, como hacían los
masones extrapolando la Declaración de
Independencia de EEUU a la Declaración Universal
de los Derechos Humanos, como hemos visto. ¡Anda
que si nos sale masón este Garzón! «Cuando
hablamos de impunidad casi siempre se hace
referencia a la que generan las normas legales que
la proclaman o la imponen después de que finalizó el
tiempo en que se cometieron las atrocidades que
quieren perdonarse o olvidarse». Garzón quiere
presentarse, según lo que dice, como un juez
inmisericorde con los asesinos, como inmisericorde
es Dios con los pecadores y los impíos. Y sigue con
su cháchara metafísica recalcitrante a más no poder:
«La justicia internacional y la universal tienen que
tomar la voz y la palabra y emprender la acción
contra la impunidad. Si existe un juez independiente
aún en el lugar más alejado del planeta aún no se ha
perdido la esperanza [la fe y la caridad]. La
inactividad o indeferencia frente a los crímenes
propios o ajenos supone la derrota de la justicia. No
se puede construir la democracia sobre millones de
cadáveres mudos» Habría que decirle al juez
antifranquista y antigenocida retrospectivo que
precisamente la democracia se construyó así, pues
la democracia realmente existente, la democracia
occidental, es fruto de la super ultra mega hiper
sangrienta Segunda Guerra Mundial. Si Garzón es
coherente, aunque mejor que no lo sea, ¿se atreverá
a juzgar entonces, no sólo ya a los nazis o a los
fascistas, sino también a las potencias
«democráticas» que bombardearon Dresde
asesinando cruelmente a 350.000 personas, que
tiraron dos bombas atómicas sobre Japón acabando
con otras tantas, y que impusieron campos de
concentración en Francia y EEUU para después en
la paz de los vencedores sobre los vencidos
impusiesen su Declaración Universal de los
Derechos Humanos burgueses? (Los cuales, por
cierto, no son realmente universales, porque ni China
ni la URSS la firmaron; y creo, y además estoy
convencido, que eso no es reprochable, porque
dicha Declaración es materialmente imposible. Son
normas éticas que se extrapolan a la política, pero
los masones no saben que lo que éticamente puede
ser reprochable políticamente puede ser correcto).
¿Juzgará Garzón también a Stalin por dar carta
blanca a las tropas soviéticas cuando tomaron Berlín
con el balance de 2 millones de violaciones y la
exportación de 10 millones de soldados alemanes a
campos de trabajo en Siberia?
La Guerra Civil, sin perjuicio de su horror, fue
una guerrita y su represión una represioncita si la
comparamos con la Guerra Mundial (tanto con la
Primera como con la Segunda). Se calcula que en el
conflicto segundo mundial murieron unas 60 millones
de personas, y en la represión, cosa que no se suele
decir, unas 20 millones de personas (e innumerable
es la cantidad de heridos y mutilados). En la Guerra
civil las víctimas en conflicto fueron unas 150.000 y
en represión otras tantas, y las víctimas se reparten
más o menos entre los dos bandos; aunque en
proporción los crímenes por represión del Frente
Popular fueron algo más numerosos.
Pero sigamos con la retahíla de disparates de
Garzón: «Precisamos una nueva conciencia
universal». Garzón como representante de la
«conciencia universal» en la Tierra: eso es algo para
echarse a temblar. «Ya somos muchos y creceremos
más y nos haremos una fuerza de choque». Sí, en
eso hay que darle la razón al juez estrella, el número
de progres aliciescos se está incrementando
preocupantemente. Los simpatizantes del juez
estrellado en pleno estado de alucine afirmaban: «No
se puede entender que suspendan a un juez que
abre las fosas comunes»; y otro deliraba: «estamos
aquí para homenajear a un juez que ha cambiado el
mundo, que ha hecho que las víctimas en el mundo
entero encuentren justicia y pedimos que haya
justicia para él en su propio país». He aquí la voz de
la fe en Garzón y en su complejo justiciero y
salvador.
Después de oír esto y después de leer Zapatero y el
Pensamiento Alicia, el Fundamentalismo
democrático, en especial el capítulo dedicado a
diagnosticar el complejo de Garzón, que Bueno
desde el bisturí crítico identifica con Jesucristo, sería
interesante constatar, al menos como hipótesis, las
analogías entre el complejo de Jesucristo y el
Pensamiento Alicia. Y claro, de algún modo u otro el
Pensamiento Alicia es una de las metamorfosis de la
Ciudad de Dios, la secularización del cristianismo, la
solidaridad de todos los hombres en la Alianza de la
Civilización, donde la justicia reinará hasta los
confines de la tierra y más allá (en la comunidad de
los espíritus desencarnados, a modo del espiritismo
krausista).
Garzón es un Jesucristo Alicia, y ha sido y está
siendo el instrumento de la que hace ya 10 años
llamó Ricardo de la Cierva «venganza masónica
contra Franco»: «Hoy la Masonería, identificada
genéricamente también con la Internacional
Socialista, interviene de forma decidida en la
abominación de Franco a que me estoy refiriendo en
el presente estudio». (Se refiere a su magistral
libro El 18 de julio no fue un golpe militar
fascista, pág. 83). Cuenta la leyenda que Franco
odiaba desde joven a la Masonería porque ésta
impidió su ingreso. «Eso es una patraña gratuita, de
la que no se ha ofrecido ni una sola prueba, pero que
se repite insistentemente; si el oficial joven más
famoso de África hubiera pedido ingresar en la orden
masónica, hubiera sido recibido con alegría y
solemnidad,recordemos que un agente masónico
importante para el reclutamiento de “hermanos” en el
Ejército de África era don Alejandro Lerroux, que
mostró siempre mucha inclinación a Franco, hasta el
punto que uno de sus gobiernos fue quien le
ascendió a general de división, el máximo grado
posible en la República». (El 18 de julio, pág. 482).
Esta guerra de venganza, por cierto, ya muy
retrospectiva, de momento, para más inri, la va
ganando Franco (el «Caudillo Invicto»); el cual, como
el glorioso Cid Campeador, y me repito, gana sus
batallas hasta muerto; ya le ganó tres batallas al
PCE cuando con 7 años de muerto –en 1977, en
1979 y 1982– contempló el honrado pueblo español
el estrepitoso fracaso de la verdadera oposición al
franquismo cuando este era vigente en el juego de la
democracia (en las urnas); ese partido se integró en
1986 en la coalición Izquierda Unida (o «Izquierda
hundida», como la llamó con sarcasmo, y con
acierto, Alfonso Guerra), expulsando al Stalinista y
máximo responsable de seguridad (más bien de
inseguridad) de los crímenes de Paracuellos,
Santiago Carrillo, el cual no quería ni a su padre.
Pero desde 1982, coincidiendo con el ascenso del
PSOE al poder, la Masonería, que fue legalizada
cinco años antes por Su Majestad el Rey don Juan
Carlos de Borbón y Borbón y más Borbón, ha ido
montando una campaña contra la figura histórica de
don Francisco Franco que de momento ha
desembocado en la aventura bochornosa de Garzón.
Es a partir de 1996, cuando el PP ganó las
elecciones, cuando la campaña se ha enfurecido de
una manera bochornosa, en plan el que no está
conmigo está contra mí, una campaña de sectarismo
puro y duro. Ahora resulta que hay más
antifranquistas en España que con Franco, y que si
con Franco eran lo peor, pues con la democracia
también. Garzón está imbuido de antifranquismo
retrospectivo y morboso hasta el corvejón.
Al complejo del adinerado Garzón se suma la idiocia
de los titiriteros,encabezados por la también
adinerada Pilar Bardem (¡a mí los progres forrados
de pasta me repatean, porque se creen que
son guays y pueden justificarse moralmente por ser
de «izquierda», como si eso les diese una especial
legitimidad!). El «director de cine» Pedro Almodóvar
dijo que otra victoria de Franco sería difícil de
aceptar (Por cierto, Almodóvar hace el anuncio
publicitario del Ministerio de Igualdad, el ministerio
feminista de la feticida Bibiana Aído o Bibiano Aída.
Y es que Bibiana es toda una chica Almodóvar).
También se ha incorporado al gobierno, en el
Ministerio de Cultura de infiltrada la titiritera Ángeles
González Sinde (González Sindescargas).
Estos titiriteros o titiricejas, entre ellos el
«antifascista» y lacayo del PSOE Gran Wyoming,
empezaron sus carreras en el programa La Bola de
Cristal y en esa vergüenza que da grima que
llamaban movida madrileña, creo que allá por 1982,
fecha en que el PSOE sube al poder, y no es
casualidad. Con la crisis económica que existe hay
suficientes motivos para liquidar el Ministerio de
Igualdad y el Ministerio de Cultura (por no hablar del
Ministerio de Justicia y la Audiencia Nacional), entre
otros ministerios aliciescos,que nos cuesta a los
españoles una pasta.
Claro que para Garzón no existe crisis económica
que valga, porque con esto del antifranquismo
retrospectivo, encima de quedar progre y guay ante
la indocumentada progresía, se gana mucha pasta.
Curiosamente, justo cuando es suspendido, a los
funcionarios les han bajado el sueldo. Y es que
Garzón para qué va a estar en la Audiencia Nacional
perdiendo el tiempo, con la de pasta que gana el
Gachón. Por lo visto les cobró al sindicato socialista,
UGT, sindicato muy culpable de la Guerra Civil, unos
12.000 euros por dar ¡una charla de una hora!
Pues bien, si ser fascista es ir en contra de Garzón y
los titiriteros entonces, citando a Calvo Sotelo, «yo
soy fascista». El pasado 24 de abril del 2010 cuando
llegaba a Sevilla desde mi pueblo me encontré por
sorpresa a los progarzonistas y antifranquistas
retrospectivos recalcitrantes manifestándose a favor
de Garzón en el Palacio de Justicia (gente sobre
todo del PSOE e IU, a cantos de «¡España, mañana,
será republicana!» y con el ornamento de la, a mi
gusto, horrenda bandera republicana presidiendo la
ceremonia, ¡con lo bonita que es la bandera de
España con el Águila de San Juan!). El diario El
Mundo, diario más posicionado a lo que llaman «la
derecha», dijo generosamente que asistieron unas
500 personas. Falso, no eran quinientas, eran 300,
que las conté. Cierto y verdad que era feria, pero 300
personas significa que a la opinión pública Garzón le
importa un carajo, y prefieren cantar y beber en la
feria antes que el «defensor de la utopía» resucite a
sus muertos. Un cosa: debo de tirarle un pequeño
tirón de orejas a Pedro J no sólo por esto sino por los
dos tomos de la Historia de Españasobre la república
y la guerra que publicó la Biblioteca El Mundo con
Austral, los cuales están basados en la versión
progre-sectaria-negro-legendaria de la Segunda
República y la Guerra Civil.
«Concluimos: el complejo de Jesucristo que
atribuimos al juez Garzón al anunciar su causa
general habría sido desencadenado precisamente
por la vigencia de esa Ley de Memoria Histórica. Sin
duda, el responsable del complejo es el superego del
propio juez. Pero su afán de notoriedad (que puede
ser causa necesaria, pero nunca suficiente) hubiera
caído en el vacío si no hubiera contado con un
terreno abonado por su misma corrupción ideológica,
un terreno abonado por su misma corrupción
ideológica, un terreno en el que pudiera germinar».
(Gustavo Bueno, El fundamentalismo
democrático, Temas de hoy, 2010, pág. 249).
Dicho todo esto, haremos nuestras las palabras de
Francisco Franco cuando dijo en su manifiesto del 18
de julio: «Españoles: ¡¡¡Viva España!!! ¡¡¡Viva el
honrado pueblo español!!!».

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