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CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL

Revista del Poder Judicial nº 31. Septiembre 1993

Gimeno Sendra, Vicente

Magistrado del Tribunal Constitucional

LA ACUSACIÓN POPULAR

Estudios

Serie: Procesal

VOCES: PARTICIPACION POLITICA. ACUSACION PARTICULAR.


PROCEDIMIENTO PENAL. ACUSACION. SEDICION. DESORDENES PUBLICOS.

ÍNDICE

1. Regulación

2. Fundamento

3. Concepto y notas esenciales

A) La acción popular como derecho fundamental

B) La acción popular como derecho cívico y activo

C) Acción popular y querella: las discriminaciones del acusador popular

D) Capacidad y legitimación

4. Uso y abuso de la acción popular


TEXTO

1. REGULACION

Los orígenes de la acción penal popular española se remontan a los de la propia


democracia. Por vez primera se instauró durante el «Trienio Liberal» (1820-1823) en
la legislación de imprenta con el objeto de que los ciudadanos pudieran perseguir
aquellos delitos que pudieran atentar el sistema de libertades (1). Con carácter ya
más general se consagró, tras el triunfo de nuestra Revolución liberal de 1868, en la
Ley Provisional de Enjuiciamiento Criminal de 1872, de donde pasó a incorporarse a
nuestro Código Procesal Penal o Ley de Enjuiciamiento Criminal vigente de 1882
(LECr en lo sucesivo).

En la actualidad la acción popular está prevista en nuestra Constitución (art. 125:


«los ciudadanos podrán ejercer la acción popular») y desarrollada por el artículo 101
de la LECr, en cuya virtud «la acción penal es pública; todos los ciudadanos
españoles podrán ejercitarla con arreglo a las prescripciones de la Ley» así como en
el artículo 270, conforme al cual «todos los ciudadanos españoles, hayan sido o no
ofendidos por el delito, pueden querellarse, ejercitando la acción popular establecida
en el artículo 101 de esta Ley».

2. FUNDAMENTO

Lo que nos indican tales preceptos es que en nuestro país no rige el principio de
la oficialidad de la acción penal. Es cierto que, tal como dispone el artículo 105 LECr,
«los funcionarios del Ministerio Fiscal -o Ministerio Público (MP en lo sucesivo)-
tendrán la obligación de ejercitar las acciones penales», pero tampoco lo es menos
que dicho ejercicio de la acción penal no lo asume el Ministerio Público en régimen de
monopolio, pues, junto a él, pueden además ejercitar la acusación los ciudadanos,
sean o no ofendidos por el delito.

Mediante la consagración de la acusación popular y privada se separa así nuestro


ordenamiento del resto de los de Europa continental y se aproxima al del Reino
Unido, con la peculiaridad de que, si en el sistema inglés el Attorney General controla
en definitiva la «fase intermedia», por lo que en dicho ordenamiento puede producirse
el archivo de una instrucción en contra de la voluntad del acusador particular (2), esta
posibilidad está vedada en nuestra LECr, la cual sitúa al acusador popular y al
privado en «igualdad de armas» con el Ministerio Público (3).

Precisamente el fundamento histórico de la instauración de la acción popular


residió en la utópica creencia del legislador de que, mediante la consagración de este
derecho de los ciudadanos a sostener la acusación, iría disminuyendo la función del
Ministerio Público en el proceso penal hasta el punto de conseguir su desaparición,
en la medida en que los particulares fueran paulatinamente asumiendo el ejercicio de
la acusación. Fue este principio de desconfianza hacia la institución del Ministerio
Público, unido al deseo de democratizar la justicia penal, incrementando en ella la
participación popular, lo que impulsó la instauración de la acción popular (4).

Naturalmente, en el momento actual no puede indagarse el fundamento de esta


institución desde tales premisas. La mejor prueba de ello lo ha constituido el curso de
la historia, en el que un siglo después sigue evidenciándose la necesidad del
Ministerio Público en el proceso penal. La acusación popular no puede suplantar a
este celoso «guardián de la legalidad», sino, antes al contrario, ha de coadyuvar al
ejercicio de esta función e incluso, por qué no, convertirse en el último reducto de la
defensa de la legalidad frente a una eventual «burocratización» del Ministerio Fiscal,
sobre todo en la perseguibilidad de aquellos delitos que, por comprometer el
patrimonio social colectivo (V. gr., el delito ecológico, delitos masa contra la salud
pública o grandes estragos) o por poderse presuponer un escaso interés en la
persecución por parte del Poder Ejecutivo (v. gr., los delitos de cohecho,
prevaricación y demás delitos de funcionarios que puedan dar lugar a la denominada
«corrupción política»), la sociedad puede incluso llegar a confiar más en la acusación
popular que en la oficial del MP.

El fundamento, pues, de la acción popular en la actualidad es doble: de un lado,


al igual que el jurado, asume un papel político de participación del pueblo en la
justicia con todos los efectos favorables que, en todo lo referente a incrementar la
confianza de la sociedad en sus Tribunales, dicha participación popular siempre
comporta, y, de otro, constituye la garantía más directa y económica de la aplicación
del principio de legalidad, pues, a diferencia de otros ordenamientos en los que, ante
renuncias o sobreseimientos infundados de la acción penal por el MP, tan sólo puede
el ofendido instar la responsabilidad disciplinaria de dicho colaborador jurisdiccional o
acudir a procedimientos especiales para intentar constreñir al MP al cumplimiento del
principio de legalidad (así, la Klageerzwingungsverfahren de los parágrafos 172 y
sigs. de la StPO alemana), en el nuestro dicha función se asegura mediante la
comparecencia del particular en el proceso penal y en el otorgamiento, como se ha
dicho, de un estatus de parte acusadora similar al del MP, de tal manera que, frente a
una falta de ejercicio de la acción o retirada de la acusación por el MP, siempre tiene
el ciudadano abierto el libre acceso al proceso penal y, una vez dentro de él, está
facultado para mantener con independencia la pretensión punitiva en orden a obligar
al propio Tribunal decisor a pronunciarse sobre la fundamentación de la acusación.

3. CONCEPTO Y NOTAS ESENCIALES

La acción penal popular puede concebirse como un derecho fundamental, cívico y


activo, que se ejercita en forma de «querella», mediante el cual todos los sujetos de
derecho, con la capacidad de actuación procesal necesaria y que no resulten
directamente ofendidos por el delito, pueden suscitar la incoación del proceso penal y
comparecer en él como partes acusadoras en orden a ejercitar la acusación pública.

Del referido concepto se infieren las siguientes notas esenciales:


A) La acción popular como derecho fundamental

La acción popular, en primer lugar, es un auténtico derecho fundamental, pues,


como se ha indicado, está prevista en el artículo 125 de la Constitución Española (CE
en lo sucesivo), el cual ha de ser puesto en relación con el artículo 24.1.º CE, que
consagra el «derecho de acción» o derecho que asiste a todas las personas «a
obtener la tutela efectiva de los jueces y Tribunales en el ejercicio de sus derechos e
intereses legítimos».

De la exégesis de ambos preceptos se extraen dos importantes consecuencias


prácticas. Desde un punto de vista negativo la constitucionalización de la acusación
popular vincula al Poder Legislativo, quien no podrá en un futuro derogarla, si bien,
como todo derecho de «configuración legal», es dueño de regular esta institución,
modulando su ejercicio, siempre que no altere su contenido esencial. Desde una
vertiente positiva o subjetiva constituye un auténtico derecho fundamental, por lo que,
sí el Poder judicial negara a un particular su ejercicio o lo limitara a través de
obstáculos o rigurosos requisitos que impidieran el acceso efectivo del ciudadano al
proceso penal, podrá reaccionar el interesado mediante la interposición del recurso
constitucional individual o «de amparo» ante el Tribunal Constitucional (SSTC
62/1983 y 147/1985).

En este sentido, es doctrina reiterada del TC que el derecho a la acción penal


popular no conlleva un derecho incondicionado a la apertura del juicio oral (pues
también se cohonestan con nuestra Constitución los autos de sobreseimiento o de
archivo), ni mucho menos a la condena del acusado, sino tan sólo a la incoación del
proceso penal y a tener al querellante como parte acusadora si la notitia criminis
reviste los caracteres de delito. Por tanto, es perfectamente legítimo que un juez de
Instrucción pueda repeler de plano una querella; ahora bien, siempre y cuando dicha
inadmisión se efectúe mediante una resolución fundada. Si dicha resolución aparece
falta de motivación o si la misma es irracional, podrá el querellante interponer el
recurso de amparo y obtener el restablecimiento de su derecho, esto es, la condena
del TC al juez a la apertura de la instrucción (SSTC 6/1982, 108/1983, 89/1985,
148/1987, 150/1988, 238/1988 ... )

B) La acción popular como derecho cívico y activo

Dentro de la clasificación de los derechos subjetivos que efectuó JELLINEK (5), el


derecho a la acusación popular hay que encuadrarlo en el status activae civitatis.

En efecto, en nuestro ordenamiento el derecho a la querella es, en primer lugar,


un derecho cívico, porque aparece reservado a los españoles. Así lo proclama, de un
lado, la propia Constitución, que circunscribe la titularidad de la acción popular a los
«ciudadanos», y, de otro, los artículos 101.2.º y 270.2.º LECr, que reservan el
ejercicio de la acción penal popular a los españoles», facultando exclusivamente a los
extranjeros a querellarse «por los delitos cometidos contra sus personas o bienes»,
es decir, cuando resulten «ofendidos» por el delito.
Así pues, los extranjeros pueden ejercitar la querella «privada», pero no la
«pública» o acción popular, si bien esta tesis (por lo demás propia de la exacerbación
de las nacionalidades del siglo XIX) precisa ser revisada a la luz de la tendencia del
Derecho comunitario hacia la consecución de la «ciudadanía europea» (6).

Asimismo, este derecho cívico es «activo», porque, como se ha dicho, mediante


la acusación popular los ciudadanos pasan a ejercitar, en paridad de armas con el
MP, una función pública, cual es la acusación, tradicionalmente considerada como un
monopolio del Estado.

C) Acción popular y querella: las discriminaciones del acusador popular

Dicho derecho, cívico y activo, se ha de ejercitar en forma de querella. La querella


es un acto de iniciación del proceso penal que, a diferencia de la denuncia, tiene la
virtualidad de, sí es admitida, convertir en parte acusadora a quien la suscribe.

Pero la querella no es el único acto idóneo para obtener el estatus de parte


acusadora. También nuestro ordenamiento, al igual que el austríaco (7), conoce la
denominada acción penal «adhesiva», en cuya virtud puede el ofendido comparecer
en una instrucción penal ya iniciada. Dicha comparecencia del sujeto pasivo del delito
puede efectuarse como consecuencia de la llamada del Juez a la causa en el trámite
del «ofrecimiento de acciones» (art. 109) o espontáneamente siempre que
comparezca, sin necesidad de presentar querella, con anterioridad al trámite de
formalización de la acusación (art. 110).

Pues bien, de conformidad con la literalidad de estos preceptos, de la acción


penal adhesiva está excluido el acusador popular. Tales prescripciones, si bien no
siempre han sido interpretadas gramaticalmente por nuestros Tribunales, lo han sido
y han servido para excluir a los partidos políticos de la acción penal adhesiva en las
querellas «políticas» en las que no aparezcan directamente como ofendidos (8).
Sobre esta corruptela forense nos ocuparemos después.

Como puede observarse, existe una prevención del legislador frente a un abuso
torticero de la acusación popular, fruto de la cual es la situación discriminatoria en la
que se encuentra en la LECr el querellante público frente al privado.

Dentro de esta línea discriminatoria (de la que son una buena muestra la
exclusión al acusador popular del beneficio de pobreza -art. 119- o, por el contrario, la
imposición automática a él de las costas en la inadmisión de las querellas contra
jueces y Magistrados -art. 776.1º.-). se encuentra la exigibilidad al querellante público
de la fianza para prevenir la responsabilidad en la que podría incurrir como
consecuencia de una conducta temeraria (art. 280), requisito del que queda
exonerado, en cualquier caso, el querellante privado (art. 281.1.1º).

En la exigibilidad de este requisito formal pronto encontraron determinados jueces


la solución para «ahuyentar» a los acusadores populares del proceso penal, y así,
cuando los ciudadanos empezaron a hacer uso de este derecho, al inicio de la actual
democracia (en la Dictadura del General Franco no se recuerda uso alguno de la
acción popular), recurrieron a la imposición de desorbitadas fianzas que no podían
satisfacer los aspirantes a acusador popular. Los abusos fueron de tal envergadura
que, como consecuencia de la doctrina del TC (SSTC 62/1983, 113/1984 y 147/1985)
sobre la exigencia del principio de «proporcionalidad» en la interpretación de este
requisito, la Ley Orgánica del Poder Judicial se vio obligada a declarar en el artículo
20.3.º que «no podrán exigirse fianzas que por su inadecuación impidan el ejercicio
de la acción popular, que será siempre gratuita».

D) Capacidad y legitimación

Como es sabido, en aquellos ordenamientos que posibilitan la intervención


principal (Portugal) o adhesiva (Austria) de los particulares en el proceso penal, la
legitimación activa viene determinada por la cualidad de «ofendido» o de sujeto
pasivo de la acción delictuosa.

Pero en los escasos países que conocen la acción popular el requisito de la


legitimación activa se revela como indiferente, pues viene a confundirse con la
capacidad para ser parte y de actuación procesal. No en vano la acción popular es un
derecho cívico quivis ex populo, por lo que a su ejercicio están llamados todos los
ciudadanos que estén en el pleno uso de sus derechos civiles (art. 102.1.º y 4.º).

Ninguna dificultad plantea, pues, el ejercicio de la acción popular por las personas
físicas. Sin embargo, con respecto a las jurídicas no podemos afirmar otro tanto. La
jurisprudencia clásica del Tribunal Supremo (9), resucitada por una no muy lejana
sentencia (STS de 2 de marzo de 1982), desde siempre se mantuvo reacia a conferir
legitimación a las personas jurídicas para el ejercicio de la acción popular. Partiendo
de una interpretación gramatical de los artículos 101 y 270, que circunscriben el
ejercicio de la acción popular a los «ciudadanos», entendieron que las personas
jurídicas quedaban excluidas de este derecho fundamental, sin perjuicio de que
pudieran ejercitar la querella privada cuando resultaran ofendidas por el delito (10).

Con todo, hay que decir que la anterior jurisprudencia no se encuentra


consolidada, pues, en muchas ocasiones, los Tribunales suelen conceder
legitimación a las personas jurídicas no sólo para el ejercicio de la querella privada,
sino también para el de la acción popular.

4. USO Y ABUSO DE LA ACCION POPULAR

Los cambios jurisprudenciales sobre la legitimación activa de las personas


jurídicas en la acción popular no son el resultado del azar, sino que responden a las
importantes mutaciones que en la instancia sociopolítica se han producido en
España. A este respecto me permitiría señalar tres etapas por las que ha transcurrido
esta institución en los últimos tiempos: a) una primera fase abolicionista de la acción
popular que se extiende hasta la promulgación de la Constitución de 1978, en la que
la doctrina se manifestaba partidaria de su extinción (11) y en la que, en la práctica
forense, brillaba por su ausencia; b) una segunda etapa permisiva, que inaugura la
Constitución y alcanza hasta la promulgación de la Ley Orgánica del Poder judicial de
1985, en la que el Poder judicial todavía ve con recelo a la acción popular y dificulta
su ejercicio (y a la que responde su art. 20.3.º, anteriormente citado), y c) una tercera
fase expansiva, en la que nos encontramos y en la que los Tribunales han revisado
su doctrina restrictiva y potencian el ejercicio de la acción popular.

Sin duda alguna, la jurisprudencia contemporánea es la que mejor se adecua a


las exigencias del derecho constitucional a la tutela judicial efectiva, por lo que, en
este extremo, no debiera ser revisada. Y así, en lo que a la legitimación de las
personas jurídicas se refiere, no cabe olvidar que algunas de ellas son portadoras de
«intereses difusos» (v. gr. los sindicatos para la persecución del delito social, las
asociaciones de derechos humanos para la del delito de tortura, las ecologistas o de
consumidores para la de delitos ecológicos o contra la salud pública, los grupos
feministas para la de los delitos contra la libertad sexual, etc.), que han de merecer el
calificativo de «legítimos» a la luz del artículo 24 (12) .

Pero lo que tampoco cabe olvidar es la proliferación de querellas «políticas» que


se viene detectando en nuestro país en estos últimos años, la inmensa mayoría de
las cuales están condenadas, por infundadas, al más absoluto de los fracasos.
Sirvan, a título de ejemplo, las estadísticas judiciales que revelan un más que notable
incremento de las querellas contra autoridades «aforadas» al Tribunal Supremo (esto
es, Ministros, Magistrados y altos cargos del Estado). De este modo se ha pasado de
un total de 65 querellas en 1987 a 158 en el año 1992 (13).

La anterior situación, por lo demás no exclusiva de España -ya que puede


encuadrarse en lo que el profesor DUVERGER ha denominado recientemente «la
revolución de los Jueces» (14), está ocasionando el traslado de la lucha electoral a
los juzgados y la utilización del proceso penal para fines torticeros, como lo son el
obtener información reservada de los partidos políticos adversos, al amparo de la
publicidad que, para las partes, nuestra instrucción desde el año 1978 siempre
reporta; la neutralización política de determinados altos cargos que, aun cuando
pudieran beneficiarse en el futuro de una sentencia absolutoria, debido a la lentitud
de nuestra justicia penal sufren un juicio social anticipado (y estimulado por los
medios de comunicación social) de culpabilidad, de consecuencias irreparables para
su fama, y, en general, el sacrificio del derecho de defensa, para políticos y no
políticos, que tales «inquisiciones generales» siempre reportan.

Naturalmente el Poder Legislativo no es ajeno a esta avalancha de querellas


públicas infundadas, por lo que ha generado determinados mecanismos de
autodefensa, como lo son el incremento de los privilegios procesales de las
autoridades, tales como la proliferación de «aforamientos» a órganos superiores de la
jurisdicción, o la Ley 12/1991, de 10 de julio, que ha incrementado las exenciones de
comparecencia a la llamada del juez de Instrucción de los altos cargos del Estado
central y autonómico. Mientras tanto, el Tribunal Constitucional sigue manteniendo
una doctrina restrictiva de la inmunidad e inviolabilidad parlamentaria (SSTC 36/1981,
159/1991 y, sobre todo, la 206/1992), con lo que bien puede hablarse en mi país de la
existencia en esta materia de una pugna entre los Poderes Legislativo y Ejecutivo, de
un lado, y el Judicial, de otro.

Es cierto que en la existencia de esta lucha entre los más altos poderes del
Estado la acción popular mantiene un claro protagonismo. No en vano la vida de la
acción popular está ligada consustancialmente a la democracia. Pero antes que instar
su abolición, como se hizo en la época del franquismo, sería mucho mejor arbitrar
todo un conjunto de medidas procesales y materiales destinadas a evitar tales
corruptelas. De entre las primeras, cabría mencionar la negación de la legitimación
activa en el ejercicio de la acción popular a los partidos políticos (en el contexto de la
lucha «procesal-electoral», se entiende) y demás asociaciones que no fueran
portadoras de «intereses legítimos»; su exclusión, en cualquier caso, de la acción
penal adhesiva; dotar de una mayor celeridad a los procesos contra aforados e
imponer multas por temeridad, y las costas con estricto cumplimiento del principio del
vencimiento, y, de entre las segundas, habría que incrementar el celo en la
perseguibilidad de los delitos de falso testimonio y de acusación falsa.

Si nuestros juzgados secundaran estas y otras similares cautelas estamos


seguros de que la acción popular no sólo recobraría toda su función de protección del
principio de legalidad, sino que el propio Poder Legislativo se vería obligado a dar
marcha atrás en su política expansiva de los privilegios procesales de la clase
política, restableciendo el principio de igualdad de todos los ciudadanos ante su
«Juez natural». En cualquier caso, y como siempre, el Poder judicial tiene «la última
palabra».

NOTAS:

* Ponencia presentada para las «Terceras jornadas Hispano-Francesas del


Bidasoa», Pan (Francia), 10-12 de junio de 1993.

(1) Disponía el artículo 32 del Decreto de 22 de octubre de 1820 que «los delitos
de subversión y sedición producirán acción popular y cualquier español tendrá
derecho para denunciar a la autoridad competente los impresos que juzgue
subversivos o sediciosos».

(2) HUBER, «La posizioni degli organi di acusa in Gran Bretagna», en Pubblico
Ministero e accusa penale, Bolonia, 1979, pág. 253.

(3) Artículo 642: «Cuando el Ministerio Fiscal pida el sobreseimiento.... y no se


hubiere presentado en la causa querellante particular dispuesto a sostener la
acusación, podrá el Tribunal acordar que se haga saber la pretensión del Ministerio
Fiscal a los interesados en el ejercicio de la acción penal para que dentro del término
prudencial que se les señale comparezcan a defender su acción si lo consideran
oportuno.»

(4) «No cabe duda de que la acción pública debiera ser una sola: que los fines del
Ministerio Público al ejercitarla se confunden en un todo con los de la acción popular
y que ésta representa un principio de desconfianza de aquélla; pero a la extensión del
principio acusatorio debían responder fórmulas y amplitudes de procedimiento que
pusieran al alcance de todos los ciudadanos la intervención de tan absolutas
funciones, y al propio tiempo la mayor participación del sentimiento público en la vida
de las instituciones judiciales llevaba consigo el restablecimiento de la acción popular
como derecho del ciudadano, distinto y separado del particular ofendido y del
Ministerio Fiscal representante del Estado», SILVELA, «La acción popular», RGLJ,
1888, pág. 483.

(5) Sistema dei diritti pubblici subbiettivi, Milán, 1912, págs. 154 y sigs.

(6) Nótese que el articulo 13.1.º de la CE dispone que "os extranjeros gozaran en
España de las libertades públicas que garantiza el presente título en los términos que
establezcan los tratados y la Ley», esto es, en los términos que establezca, entre
otros, el Tratado de Maastriclit, que ha constituido el primer paso hacia el
fortalecimiento de una «ciudadanía de la Unión» basada en la igualdad de todos los
ciudadanos en el libre ejercicio de los derechos fundamentales y en la consecución
de un sistema jurídico europeo común, Dicho Tratado, como es sabido, ha provocado
la primera reforma de nuestra Constitución, efectuada mediante la Resolución del TC
1/1992.

(7) BERTEL Grundriss des österreichschen Strafprozessrechts, Viena, 1975,


págs. 53-55.

(8) Auto del Tribunal Superior de justicia de Valencia de 17 de abril de 1990 sobre
exclusión de los partidos políticos de la acción popular, confirmado por PTC de 5 de
octubre de 1990 y ATC: de 14 de enero de 1991.

(9) SSTS de 23 de febrero de 1987, 2 de enero de 1906, 3 de enero de 1912, 14


de octubre de 1914, 18 de octubre y 9 de diciembre de 1919, 15 de febrero de 1921,
26 de marzo de 1926...

(10) Y aun así la jurisprudencia sigue siendo restrictiva. De este modo, partiendo
de una concepción «personalista» del derecho al honor, el TS ha negado legitimación
activa a las personas jurídicas en la protección de este derecho fundamental, aun
cuando resultaren «ofendidas»; cfr. STS, Sala Primera, de 24 de octubre de 1988, 9
de febrero de 1989, 28 de abril de 1989 y 6 de junio de 1992. No obstante, el TS se
encuentra revisando su doctrina y retornando la clásica de concesión de legitimación
a las personas jurídicas; en esta línea se encuentran las SSTS de 28 de abril de
1989, 5 de octubre de 1989 v 15 de abril de 1992.

(11) VIADA y LOPEZ PUIGCERVER, «Notas sobre la necesidad de la reforma de


la Ley de Enjuiciamiento Criminal», RGTJ, núm. 187, 1950, págs. 337 y sigs.;
QUINTANO, «Naturaleza sustantiva y procesal de la querella privada», RDP, 1952,
págs. 117-133.

(12) En la ST(, 241/1992, de 21 de diciembre, el X ha conferido legitimación activa


para el ejercicio de la acción popular a la «Asociación de Mujeres de Policía Nacional
de Guipúzcoa» en los delitos de terrorismo.

(13) En el año 1987 se dedujeron 65 querellas, 75 en 1988, -77 en 1989, 93 en


1990, 115 en 1991 y 158 en 1992,

(14) DUVERGER, Maurice, «La révolution des juges», Le Monde, 26 de marzo


de 1993.

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