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ATENTOS A LOS SIGNOS DE NUESTRO TIEMPO

Luis González-Carvajal Santabárbara

http://www.ocd.pcn.net/capitolo/doc11ES.htm

INTRODUCCIÓN

Siguiendo la consigna conciliar de «escrutar a fondo los signos de los


tiempos»[1], me han invitado ustedes a intervenir en su Capítulo General, sin otro
mérito por mi parte —supongo— que haber publicado recientemente un librito sobre
los interrogantes y retos pastorales ante el tercer milenio [2]. Como el tiempo del que
dispongo es muy escaso y en España solemos decir que «el que mucho abarca, poco
aprieta», hablaré únicamente de cuatro temas que, en mi opinión, interpelan con
fuerza a la Orden.

Es de justicia observar que mi intervención está hecha desde un país del


Norte, aunque no sea en absoluto de los más ricos del Norte (España ocupa el puesto
número 21 del Índice de Desarrollo Humano elaborado por las Naciones Unidas, y es
el penúltimo de la Unión Europea). Pero también esa limitación es inevitable. La
Orden está extendida por todo el mundo y no es posible hacer un análisis que recoja
datos válidos para todas partes a la vez. Hasta el mismo Hijo de Dios, cuando se hizo
hombre, tuvo que hacerlo en un lugar y en un momento preciso.

LA GLOBALIZACIÓN

El fase actual del capitalismo

Hoy es inevitable que cualquier análisis de la realidad incluya un apartado


sobre la globalización; ese fenómeno que es para unos objeto de vilipendio y para
otros de entusiástica alabanza.

Ante todo, una aclaración terminológica: «mundialización» y «globalización»


son dos términos prácticamente sinónimos. «Globalización» (globalization)
predomina entre los anglosajones y «mundialización» (mondialisation) en el mundo
francófono. En España se aprecia cierta tendencia a designar con el término
«mundialización» la paulatina unificación del planeta Tierra —es decir, un fenómeno
muy amplio que tiene dimensiones políticas, tecnológicas, culturales, etc.— y
reservar el término «globalización» para los aspectos económicos de la
mundialización.

De acuerdo con esa opción terminológica, podríamos decir que la


globalización no es otra cosa que el nombre de la etapa actual del capitalismo. El
capital, tras fortalecerse en el interior de los Estados-nación, ha roto las fronteras y
ha salido a conquistar el mundo entero.

Dos factores han impulsado decisivamente ese fenómeno. El primero de ellos


es la eficacia y abaratamiento de los transportes, así como el desarrollo de las
Tecnologías de la Información y de la Comunicación (TIC). El segundo, la caída del
muro de Berlín, que ha dejado al sistema capitalista como único referente mundial.

No es éste el momento de hacer un balance de lo que supuso el comunismo,


pero quizás no sea exagerado decir que hizo más por la justicia social en los países
occidentales, donde nunca gobernó, que en los propios países donde estuvo
implantado, puesto que las clases dirigentes, conscientes de la seducción que ejercía
el modelo comunista sobre la clase trabajadora, se empeñaron en dar un rostro
humano al capitalismo.

Seguramente recordarán ustedes la pregunta de Catón cuando fue destruida


Cartago: «¿Qué será de Roma sin sus enemigos?». Pues bien, algo parecido me
pregunté yo cuando desapareció el comunismo de la Europa del Este: ¿Qué será del
capitalismo sin sus enemigos?

El temor, expresado por Juan Pablo II en la Centesimus annus, de que, sin el


contrapeso comunista, «se difunda una ideología radical de tipo capitalista» [3],
desgraciadamente se ha hecho realidad. Hoy el capitalismo, extendido por el mundo
entero, ha logrado desmantelar buena parte de las regulaciones que los poderes
públicos habían ido estableciendo en los años dorados del Estado de Bienestar. El
mercado internacional prácticamente carece de reglas y los distintos Estados llevan
años flexibilizando las suyas para no perder competitividad respecto de los demás.

Una nueva cuestión social

Permítanme un ejemplo tomado de España, el país donde están celebrando


ustedes su Capítulo General. Desde que se promulgó el Estatuto de los Trabajadores
en 1980, para dar cumplimiento al art. 35 § 2 de nuestra Constitución, ha sido
reformado en quince ocasiones —la última de ellas el 2 de marzo de 2001—,
teniendo siempre como objetivo la búsqueda de una mayor flexibilidad, que, en
última instancia, equivale a dejar que los agentes económicos compitan en el
mercado con absoluta libertad, sometidos únicamente a las leyes de la oferta y la
demanda[4].

Si al principio sólo había una modalidad de contratación —la indefinida, tras


un período de prueba— después han ido apareciendo otras muchas: contrato
eventual, contrato de interinidad, contrato en prácticas y para la formación, contrato
a tiempo parcial, contrato de relevo (de trabajadores próximos a jubilarse), contrato
de trabajo a domicilio... En la práctica, esa diversidad de contratos ha servido para
abaratar la mano de obra, muy especialmente cuando se recurre a ellos en
circunstancias que nada tienen que ver con aquellas para las que fueron pensados. A
partir de 1994 es posible contratar también a través de las llamadas Empresas de
Trabajo Temporal (ETT), con lo cual la precarización del trabajo llega hasta unos
límites verdaderamente increíbles: contratos con duración de semanas e incluso de
días.

La relación laboral está igualmente mucho menos regulada que en el pasado,


permitiendo la movilidad geográfica y funcional de los trabajadores, así como una
duración de la jornada laboral variable a lo largo del año.

También se ha hecho mucho más fácil rescindir el contrato laboral,


ampliando las causas de despido procedente y abaratando el despido improcedente,
con lo cual la diferencia entre contrato indefinido y contrato temporal casi ha
desaparecido, puesto que, llegado el caso, el trabajador puede ser despedido con un
coste mínimo.

Estamos asistiendo, en definitiva, al triunfo del capital. Si hasta hace unos


años la legislación laboral defendía a la parte más débil de la relación laboral —es
decir, a los trabajadores—, hoy defiende la competitividad y la lucha en el mercado
de las empresas. En la práctica, «flexibilidad» significa que los trabajadores deben
adaptarse a las conveniencias empresariales, trabajando dónde, cuándo y cómo a la
empresa le interese.

Esta situación de fuerte competencia no entraña grandes problemas para los


individuos mejor dotados, para los que están muy bien preparados porque han podido
fabricarse un curriculum de bandera sin reparar en gastos, pero deja abandonados a
su suerte a los demás. Hoy muchos jóvenes trabajan en lo que sale: quizás no más de
dos o tres horas a la semana, pero deben estar siempre localizados por si acaso les
llaman; un día sirven copas en una discoteca; otro, reparten pizzas o propaganda; y
así, de empleo en empleo, de trabajo eventual en trabajo eventual, se van
desdibujando para ellos los límites entre trabajo y desempleo.

Se ha podido hablar de una «nueva cuestión social» que, en opinión de


algunos sociólogos, «tiene la misma amplitud y la misma centralidad que el
pauperismo en la primera mitad del siglo XIX» [5]. Esta nueva «cuestión social» viene
caracterizada por el concepto de «exclusión social», que —como todo el mundo sabe
— está sustituyendo en estos últimos años al de «pobreza». Pobreza es la situación
de quienes están en la parte inferior de la escala social; exclusión social es la
situación de los que están fuera. Si bien todos los excluidos son también pobres, no
todos los pobres son excluidos.

Los principales factores de inclusión social son cuatro: trabajo estable,


capacidad adquisitiva, preparación profesional y derecho a las prestaciones del
Estado de Bienestar. Quienes poseen los cuatro son los individuos plenamente
integrados y quienes carecen de los cuatro constituyen el grupo de los super-
excluidos (mendigos sin techo, drogadictos en situación límite, delincuentes del
atraco o el robo en pequeña escala, personas dedicadas a la prostitución masculina o
femenina de baja calidad, algunos inmigrantes, usuarios de albergues, etc.). Entre
esos dos extremos existen muchas situaciones intermedias.

Por la misma razón que la competencia de todos contra todos, carente tanto
de reglas como de mecanismos protectores, prescinde de los individuos menos
competitivos, prescinde también de países enteros. En la economía globalizada que
hoy vivimos tanto las mercancías como los capitales pueden circular con gran
libertad de un extremo a otro del Planeta, pero eso no significa que lo hagan
efectivamente. Cuando la globalización se produce en el ámbito de un mundo tan
desigual como el nuestro, aumenta las desigualdades porque los recursos de todo tipo
tienden a desplazarse hacia los países donde presumiblemente se obtendrá mayor
rentabilidad, provocando la exclusión de los demás, como es el caso de gran parte de
África.

Allí existen países y regiones con los que nadie cuenta ya para nada; ni
siquiera para explotarlos. El África Subsahariana, por ejemplo, es prácticamente
inexistente para el sistema económico planetario: sólo unos pocos países de esa
región, y sólo de tarde en tarde, aparecen en las estadísticas sobre los países pobres
que publica semanalmente el periódico económico más influyente del mundo, The
Economist. Es una región sin interés para los agentes económicos. Cuando aplicamos
el concepto de «exclusión» a zonas geográficas enteras queremos decir que en ellas
resulta estadísticamente muy difícil escapar a la exclusión.

El lugar social del Carmelo

En mi opinión, el Capítulo General no debería pasar por alto el hecho de que


vivimos en un mundo roto en mil pedazos, como si fuera un dato irrelevante para el
seguimiento de Jesús. Con una formulación ya famosa, Bonhöeffer se preguntaba si
fue legítimo durante la Segunda Guerra Mundial que los monjes siguieran cantando
gregoriano en las abadías alemanas mientras fuera se gaseaba a los judios.

Creo que el problema de la exclusión social plantea una pregunta ineludible


sobre el lugar social del Carmelo. Sirviéndome de un provocativo ejemplo utilizado
por Coenraad Boerma[6], me atrevería a preguntar: Si el tren se pone en marcha sin
que todos hayan conseguido plaza en él, ¿con quienes estarán los carmelitas? Desde
luego, pueden gritar que muchos se han quedado en la estación, pueden romper el
cristal de una ventanilla y lanzarles cosas, e incluso ayudar a subir al tren a algunos
de los que no han conseguido billete, pero ¿se bajarán quizás del tren y
permanecerán con los que se quedaron atrás sabiendo que, esté donde esté el Señor,
ciertamente ha de estar ahí? Naturalmente, el ejemplo admite mucha más
complejidad: dentro del tren se puede viajar en clase turista o en clase preferente,
aunque esa diferencia resulta secundaria comparada con los que no pueden viajar.

En mi opinión, esta primera pregunta relativa al lugar social del Carmelo no


afecta únicamente al voto de pobreza, sino también a algo que suele pasar más
desapercibido: nuestra forma de pensar.

En opinión de Marx, «no es la conciencia la que determina la vida, sino la


vida la que determina la conciencia»[7]. Engels lo dijo de forma más sencilla: «En un
palacio se piensa de otro modo que en una cabaña» [8]. Y Gramsci, de forma más
sencilla todavía: «Si supiéramos lo que ha comido un hombre antes de hacer un
discurso, estaríamos en mejores condiciones para interpretar ese discurso»[9].

Economía de las comunidades religiosas


Junto al lugar social del Carmelo, será necesaria una actitud de vigilancia
permanente sobre la economía de las comunidades y de la Orden en su conjunto. Es
un tema sobre el que se pronunció recientemente la Unión de Superiores
Generales[10], por lo cual me limitaré a recordar algunas afirmaciones del documento
en cuestión, incluso citando literalmente sus palabras. El punto de partida era que
«no se puede emprender un proceso de revitalización de un Instituto religioso sin
prestar una atención especial al uso evangélico de los bienes» (p. 759).

Es necesario revisar, en primer lugar, las fuentes de financiación. «Hay


provincias o Congregaciones religiosas que ya se apoyan más sobre los beneficios e
intereses de sus inversiones que sobre los salarios o ingresos que reciben los
religiosos por su trabajo» (p. 765). «Una Comunidad religiosa no tiene que vivir de
sus reservas económicas, sino del propio trabajo» (p. 788).

En segundo lugar será necesario atender al destino de los recursos


económicos: «No estarán bien orientados si no se les pone al servicio de la misión»
(p. 767). «Si se crea un fondo de reservas, se tiene que establecer el tope máximo del
mismo» (p. 788) y lo que pase de ahí compartirlo con los demás, dentro y fuera de la
Orden. «En el compartir algunos llegan hasta quedarse con lo conveniente y dan lo
superfluo, otros con lo necesario y dan lo conveniente; otros se quedan sólo con lo
indispensable y llegan a dar hasta lo necesario» (p. 772).

Por último, en cuanto a la gestión financiera de ese fondo de reserva, es muy


importante estar atentos para no tomar decisiones orientadas exclusivamente a
maximizar el beneficio, de acuerdo a los criterios propios de una economía
capitalista de orientación neoliberal que fácilmente se infiltran en la vida religiosa (p.
773). Debería hacerse una opción por «los títulos que se refieren a empresas social y
civilmente útiles» (p. 780), para lo cual se recomienda la consulta a profesionales
competentes, cristianamente orientados y desligados de las entidades de crédito» (p.
780).

LA SOCIEDAD DE RIESGO GLOBAL

Stefan Zweig recuerda en sus Memorias como comenzó el siglo XX: «Estaba
sinceramente convencido de encontrarse en el camino más recto e infalible del
“mejor de los mundos”. Se miraba con desprecio a las épocas anteriores. (...) Y esta
fe en el “progreso” ininterrumpido e irresistible tenía para aquellos tiempos, en
realidad, la fuerza de una religión. Se creía en el “progreso” más que en la Biblia, y
su evangelio parecía incontrovertiblemente comprobado por los milagros, renovados
a diario, de la ciencia y de la técnica»[11].

Pero el siglo XX resultó ser un despiadado enterrador de esperanzas. El


británico William Golding, premio Nobel de Literatura de 1983, dijo que el siglo XX
«ha sido el siglo más violento de la historia humana»[12], y no parece que el XXI haya
comenzado mejor. Tenemos todavía muy reciente la guerra contra Iraq. La televisión
—especialmente cuando se trataba de cadenas norteamericanas— ha sabido
disimular las escenas más desagradables, pero los reporteros gráficos han puesto ante
nuestros ojos imágenes que no pueden contemplarse con el ánimo intacto: la niña a la
que un misil reventó sus pies; el niño que ha perdido no sólo sus brazos, sino a toda
su familia... Ni siquiera es necesario pensar en las llamadas armas de destrucción
masiva ABC (atómicas, biológicas y quimicas); las mismas armas que llamamos
«convencionales» pueden provocar daños irreparables.

Además es necesario mencionar las agresiones ecológicas. Los Informes al


Club de Roma, desde Los límites del crecimiento [13] hasta el Factor 4[14], pasando por
Nuestro futuro común[15] han insistido una y otra vez en que nuestro Planeta tiene
unos recursos limitados y una capacidad también limitada para absorber residuos.
Ignorar esas evidencias puede poner en peligro la supervivencia de la humanidad.

Pero, como hacía notar Hannah Arendt[16], si preocupante es el poder


destructor del hombre, no plantea menos interrogantes su poder creador. A principios
de este año, Brigitte Boisselier, en nombre de la excéntrica secta de los raelianos,
anunció el nacimiento de una niña clonada. Puesto que no aportó ninguna prueba
concluyente, debemos pensar que, tanto ese anuncio como otro semejante hecho por
el ginecólogo italiano Seveniro Antinori, eran simple propaganda. Pero no es
arriesgado suponer que, antes o después, alguien logrará hacerlo. Tras la clonación
de la famosa oveja Dolly, se dijo gráficamente: «Hoy la oveja, mañana el pastor».

Si a la clonación se unen las manipulaciones genéticas, podría ocurrir que


acabemos produciendo seres humanos en serie, que respondan a normas
bioindustriales precisas, como en aquella pesadilla que Aldous Huxley llamó
irónicamente «Un mundo feliz»[17].

Ulrich Beck ha definido el mundo actual como una sociedad de riesgo


[18]
global . Se trata de un riesgo provocado por el propio hombre que, curiosamente,
podría poner punto final a la historia de la humanidad.

Solemos pensar que el futuro es algo que llega con el tiempo. Y así ha sido,
en efecto, hasta hoy. Pero los atentados de la humanidad contra ella misma han
puesto de manifiesto que el futuro quizás no sea algo que llega automáticamente,
sino algo que necesitamos «crear» de modo consciente.

Me temo que el poder total ha llegado demasiado pronto para la tosquedad de


nuestras costumbres. Una humanidad dotada de inmenso poder, pero de escasa
sabiduría, puede encaminarse hacia disyuntivas verdaderamente dramáticas.

Fausto —el mítico personaje de Goethe— leyó en el prólogo del Cuarto


Evangelio aquello de: «En el principio era el Verbo» e intentó traducirlo de otro
modo. Se le ocurrieron varias traducciones: en el principio era la mente; en el
principio era la fuerza... pero ninguna le dejaba satisfecho; hasta que exclamó: «De
repente veo claro y osadamente escribo: “En el principio era la acción”»[19]. Se lanzó
a actuar con «fáustico» frenesí y, como es sabido, acabó desencadenando la tragedia;
esa tragedia que nace siempre de una acción y de un vivir que no se han alimentado
del silencio contemplativo.

Tillich habla de la profundidad como de la «dimensión perdida», que es


menester reencontrar[20], y me parece que ésta podría ser una importante aportación
del Carmelo Teresiano-Sanjuanista al mundo actual.

TESTIGOS DE DIOS EN UN MUNDO SECULARIZADO

Autonomía de lo profano

Un segundo rasgo característico del mundo en que vivimos es la


secularización[21]. En cualquier manual podemos leer que el núcleo originario de ese
fenómeno que llamamos «secularización» es la progresiva pérdida de funciones que
ha experimentado la religión en las sociedades modernas.

Por ejemplo, en el pasado se daba por supuesto que ninguna sociedad podía
subsistir si no estaba unida por el cemento de una religión común que sacralizaba las
normas y valores, contribuyendo de este modo al control social, al orden y a la
estabilidad. En cambio las sociedades modernas han descubierto que no es necesario
tener la misma religión para vivir juntos; basta ponerse de acuerdo en una serie de
objetivos prácticos que, al estar fundados en la razón, serán aceptables para todos los
ciudadanos, cualquiera que sea su creencia.

En las sociedades tradicionales la religión parecía igualmente necesaria para


legitimar el poder político y, de hecho, los reyes gobernaban en nombre de Dios. Hoy
los políticos ya no gobiernan en nombre de Dios, sino en nombre del pueblo; y por el
tiempo y en las condiciones que el pueblo quiera. Esto ha hecho posible una rigurosa
separación de la Iglesia y el Estado, reservándose éste último la gestión exclusiva de
los asuntos públicos.

En las sociedades antiguas el renacer de la tierra después del invierno se


interpretaba como una victoria de los dioses sobre la muerte y el caos y, en
consecuencia, la siembra de los campos iba unida a una serie de ritos religiosos. El
cristianismo abolió todo eso, pero las personas mayores han conocido todavía la
práctica de asperjar los campos con agua bendita para obtener buenas cosechas.
También aquí ha llegado la secularización: Hoy los agricultores prefieren «asperjar»
sus tierras con abonos químicos, porque dicen que dan mejores resultados.

De forma parecida se han secularizado la enfermedad y la medicina. En el


pasado, cuando un niño tenía anginas, su madre colgaba del altar de San Blas una
rosquilla que simbolizaba la garganta enferma; hoy se limita a llamar al médico.

No es necesario poner más ejemplos para comprender que, en efecto, ha ido


desapareciendo paulatinamente la dependencia que los diferentes subsistemas
tuvieron en otro tiempo respecto de la religión y se han vuelto autosuficientes; pero
esto no es en absoluto algo que debamos lamentar. Ya lo dijo el Concilio Vaticano II:
«Si autonomía de la realidad terrena quiere decir que las cosas creadas y la sociedad
misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre debe descubrir, emplear y
ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es
sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además
responden a la voluntad del Creador»[22]. Dios quiere hombres y mujeres mayores de
edad[23].
Declive de la religiosidad

Desgraciadamente, esa autonomía de la sociedad ha coincidido en Europa


con un declive de las creencias y de las prácticas religiosas. Quizás para muchos
Dios era sólo —por utilizar la famosa expresión de Bonhöffer— el tapa-agujeros de
su conocimiento imperfecto[24] y, cuando dispusieron de medios para resolver por sí
mismos sus problemas, prescindieron de Él. Si la secularización llega hasta ese
extremo, no sólo deja de ser legítima, sino que se vuelve contra el propio hombre.
Por eso, el Concilio añadía: «Por el olvido de Dios la propia criatura queda
oscurecida»[25].

Las teorías convencionales de la secularización —elaboradas allá por los años


sesenta— consideraron que lo uno conllevaba necesariamente lo otro y, por lo tanto,
una de las características del mundo moderno sería vivir sin religión . Sin embargo,
en los años noventa los sociólogos descubrieron con sorpresa que, más que una
desaparición de la religión, lo que está ocurriendo es una regresión hacia formas más
elementales y primitivas de «lo religioso». Ambientes caracterizados por un elevado
nivel económico y altos índices de modernización se sienten fascinados por las
ciencias ocultas (quiromancia, cartomancia, astrología, videncia, cartas astrales,
cábala, alquimia, pitagorismo, teosofía, espiritismo, etc.); practican cualquier cosa,
desde el neodruismo hasta los ritos de resurrección de Osiris, creen en el retorno de
los Templarios y en los extraterrestres. En Francia «más de veinte mil brujos
modernos, videntes, astrólogos y otros arúspices oficiales, con la ayuda de algunos
cientos de morabitos llegados de África, apenas dan a basto para responder a las
demandas angustiosas de unos cuatro millones de clientes regulares. (...) La mitad de
los franceses consulta regularmente su horóscopo y la tirada de las revistas de
astrología no deja de aumentar»[26].

Otra forma de regresión religiosa ha sido la multiplicación de las «religiones


sin Dios». En el «mercado de la experiencia religiosa» existen hoy pequeñas
trascendencias, que son el resultado de sacralizar figuras del espectáculo, del deporte
o de los medios de comunicación social; así como trascendencias intermedias, que
resultan de sacralizar la nación, la raza, o la sociedad sin clases. Hoy, en muchos
espectadores de un partido de futbol o de un concierto musical, así como en los
nacionalismos fanáticos, se puede observar una devoción más profunda de la que
encontramos bajo los púlpitos o ante los altares.

Ante estos hechos es inevitable que aflore en la mente el tópico del «animal
incurablemente religioso». Ernesto Sabato recuerda en sus Memorias unas palabras
que le dijo Cioran: «Todo se puede sofocar en el hombre, salvo la necesidad del
Absoluto, que sobrevivirá a la destrucción de los templos, así como también a la
desaparición de la religión sobre la tierra» [27]. Quizás por eso muchos europeos, tras
volver la espalda a Dios, han llenado ese vacío con realidades como las que
acabamos de recordar, a las que Tillich llamó «cuasi-religiones»[28].

Por otra parte, tampoco parece que la modernización de una sociedad


implique necesariamente una desaparición de las religiones en sentido estricto. El
sociólogo Peter Berger escribe: «A nadie se le ocurrirá decir que los Estados Unidos
no son una sociedad moderna; en realidad, desde ciertos puntos de vista, quizás se
trate de la más moderna de todas. No obstante, según todos los criterios
convencionales, continúa siendo un país intensamente religioso. (...) Es más elevada
que nunca la cifra de estadounidenses que asisten con regularidad a los servicios
religiosos, prestan su apoyo a organizaciones religiosas y se describen a sí mismos
como poseedores de sólidas creencias religiosas»[29]. Podríamos referirnos también el
resurgir de las religiones en los antiguos países comunistas, pero en realidad basta un
solo ejemplo en contra para «falsificar» (en sentido popperiano) la tesis de que el
proceso de modernización social implica necesariamente un retroceso de la religión.

De hecho, hoy los sociólogos de la secularización están revisando la tesis del


inevitable declive de lo religioso. Uno de los casos más llamativos de «cambio de
paradigma» lo encontramos precisamente en Berger, quien, tras predecir en los años
60 que las tradiciones religiosas se conservarían únicamente entre pequeñas
«minorías cognitivas»[30], hubo de reconocer a finales de los años 90 el error de su
predicción y hoy habla de una «de-secularización del mundo»[31].

Así, pues, la secularización supone únicamente una autonomía de los


diferentes subsistemas —político, económico, etc.— respecto de la religión; pero no
tiene por qué suponer un declive de la religión. La tesis del final de la religión podría
ser eso que Robert K. Merton llamó «una profecía que se cumple a sí misma» (self-
fullfilled prophecy)[32]. El ejemplo más sencillo es un falso rumor sobre la quiebra de
un banco. El banco puede estar completamente saneado, pero como los ahorradores
piensen que va a quebrar y todos pretendan retirar sus depósitos a la vez, quebrará de
verdad. También la profecía de los años sesenta sobre la inevitable decadencia del
cristianismo era falsa —y así lo reconocen hoy los sociólogos de la religión—, pero
si la damos por buena alimentará en nosotros actitudes derrotistas y podría acabar
siendo verdadera. No olvidemos que, según Dodds, una de las causas más
importantes del éxito de la primera evangelización fue que, mientras los paganos
habían perdido la confianza en sí mismos, el cristianismo aparecía a los ojos de todos
«como una fe que merece la pena vivir porque es también una fe por la que merece la
pena morir»[33].

El peligro de secularización de la Iglesia misma

Quizás porque hoy la situación se ha invertido y, de forma más o menos


inconsciente, hemos interiorizado en Europa esa falsa tesis del inevitable declive de
la religión, apenas nos atrevemos a ofrecer Evangelio y vamos derivando hacia un
vago humanismo, con la esperanza de que tenga mejor acogida.

No es difícil entender por qué nos ha ocurrido eso. En nuestra sociedad


predomina un tipo de personalidad que Erich Fromm ha calificado de «orientación
mercantil». Esas personas se experimentan a sí mismas como una mercancía cuyo
valor depende en cada momento de la mayor o menor demanda que su estilo de vida
tenga en el mercado[34]. Salta a la vista el grado de inseguridad personal que genera
una concepción semejante. Si la autoestima no depende de lo que uno haya llegado a
ser, sino del aprecio de los demás, estará siempre amenazada y necesitará ser
continuamente confirmada desde el exterior.

Pues bien, ocurre precisamente que el proceso de emancipación de la


sociedad respecto de la religión ha disminuido la cotización de ésta última en la
«bolsa de valores». Si en las sociedades tradicionales la religión era la clave de
bóveda que sostenía todo el edificio, en las sociedades modernas se ha convertido en
un subsistema particular —como la economía, la política o la cultura— netamente
diferenciado de los demás y además muy devaluado en el aprecio de la gente.
Resulta obvio, por ejemplo, que lo que una sociedad secularizada considera
importante no son las cuestiones religiosas (pecado, gracia, salvación, destino último
del hombre...) sino las cuestiones técnicas y económicas (qué producir, cómo hacerlo
para que salga más barato y aumente el beneficio, etc.). Como síntoma de ese cambio
de valores podemos mencionar que en las últimas ediciones de la Encyclopaedia
Britannica hay un artículo dedicado a la conversión, pero no se refiere a la
conversión religiosa, sino a la conversión de las monedas. Por lo que se ve, en una
sociedad secularizada es más importante la conversión de las libras esterlinas en
dólares que la conversión del hombre a Dios.

De este modo los creyentes —y muy especialmente los agentes de pastoral—


tendrán que afrontar una profunda crisis de relevancia: hacen al mundo una oferta
que consideran esencial y descubren que apenas interesa a nadie. Para aterrizar
mejor, pensemos en un religioso perteneciente a una Orden cuyo carisma sea vivir
una «“misteriosa unión con Dios” por el camino de la contemplación y de la
actividad apostólica indisolublemente hermanadas» (Constituciones, n. 15); «la
promoción de la vida espiritual» (Ib., n. 100). Si se trata de una persona de
orientación mercantil, en cuanto perciba una baja estimación de su estilo de vida en
la bolsa mundana de valores tenderá, o bien a abandonar esos valores (muchos
abandonos del sacerdocio o de la vida religiosa pueden deberse simplemente a eso),
o bien a una conclusión del tipo de: «Es urgente cambiar de imagen; ésta ya no
vende». Una forma sencilla de cambiar de imagen es disminuir la importancia de lo
religioso y concentrarse en tareas que se consideran «importantes» en las sociedades
secularizadas —un liderazgo social o vecinal, por ejemplo—, silenciando, por
supuesto, las posibles motivaciones cristianas que puedan estar inspirando ese
compromiso.

Es significativo, por ejemplo, que al morir Teresa de Calcuta todos los


medios de comunicación social alabaran su caridad heroica, pero sin mencionar que
ella intentó siempre unir íntimamente el ejercicio de la caridad fraterna con la
contemplación. Esa insensibilidad social hacia los elementos específicamente
religiosos afecta a los propios creyentes, de modo que lo que valoran como más
importante en el cristianismo, al menos en sus evaluaciones explícitas, son las
contribuciones de la religión a la educación y a la moralidad de la sociedad. Un
ejemplo de lo que decimos es un reciente libro dedicado a estudiar las aportaciones
del cristianismo a la humanidad, con motivo de sus dos mil años de existencia [35]. En
él se habla de la universalidad, de la noción de persona, de los derechos humanos, de
la promoción de la mujer, etc. etc., pero ningún capítulo trata de sus aportaciones
específicamente religiosas. Yo siempre había creído, por ejemplo, que el cristianismo
introdujo en el mundo una nueva imagen de Dios.

Lo malo es que, actuando así, superamos la crisis de relevancia al precio de


caer en una crisis de identidad («¿en qué me distingo yo de los demás?»)[36]. Por otra
parte, una Iglesia que no es nada más que un grupo benevolente socialmente útil
puede ser reemplazada por otros grupos que no tienen por qué ser iglesias. Una
Iglesia semejante no tiene justificación alguna para su existencia. La Iglesia es más
que un grupo de presión, más que un agente de bienestar social. Debe tener una
identidad religiosa distintiva que le llevará, por una parte, a buscar los bienes eternos
y, por otra, a dedicarse a los bienes temporales por motivaciones religiosas.

Como observaba Schillebeeckx, «si la Iglesia se hace idéntica con el


“mundo” y con la “mejora del mundo”, y nada más, entonces la Iglesia ha dejado de
dar al mundo su mensaje. En ese caso, la Iglesia, no tiene ya nada que decir al
mundo. Y lo único que puede es repetir maquinalmente lo que el mundo ha
descubierto ya hace muchísimo tiempo. Sé por propia experiencia que esto
precisamente es lo que decepciona hoy en día en la “Iglesia moderna” a muchos
laicos que son expertos en el terreno secular»[37].

No olvidemos que —a veces de forma consciente y más frecuentemente


todavía de forma inconsciente— los hombres actuales demandan religión; si las
iglesias se empeñaran en ofertarles «ética», «derechos» o incluso «ecología»,
canalizarán su demanda insatisfecha hacia formas degradadas de religiosidad o bien
hacia las llamadas «religiones sin Dios».

No estará de más recordar que la vida de Jesús, a partir de la crisis de


Cesarea, provocó un rechazo creciente hasta terminar abandonado por casi todos en
la cruz. Si él hubiera tenido eso que Erich Fromm llama personalidad de orientación
mercantil, habría renunciado a su misión o bien se habría puesto a buscar
urgentemente un estilo de mesianismo más acorde con los gustos de la época.

Sin embargo, como su personalidad no era de orientación mercantil, pudo


mantener una fidelidad inquebrantable a Dios y una obediencia fiel a su voluntad,
viviendo sin complejos la irrelevancia social. Como Pablo de Tarso, que no tenía
reparo en reconocer: «A nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último
lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los
ángeles y los hombres» (1 Cor 4, 9).

Recuerda Paoli que «los primeros pilotos aéreos que trataron de atravesar la
barrera del sonido perdieron la vida porque, al tener la impresión de topar con una
superficie dura, de chocar contra una montaña, les sobrevino la reacción natural de
frenar. Hubo uno más intrépido que, en lugar de frenar, aceleró, y pasó»[38].

Pues bien, igual que aquellos primeros aviadores, muchos agentes de pastoral
se han «estrellado» porque, sin apenas darse cuenta, pisaron el freno cuando se
dieron cuenta de que en el mundo actual su vida despertaba más conmiseración que
admiración.

Importancia de una actitud de resistencia cultural

Si todo lo que he dicho en el apartado anterior no es una sarta de disparates,


quizás sería pertinente observar si hay diferencias perceptibles por lo que se refiere a
la experiencia de fe entre las comunidades establecidas en países donde se mantiene
una profunda religiosidad y las establecidas en países secularizados. Es este último
caso hay quienes se han atrevido a hablar incluso de increencia dentro de la vida
religiosa[39].

Podría parecer que «increencia» y «vida religiosa» son términos mutuamente


excluyentes, sin embargo lo verdaderamente asombroso sería que la secularización
ambiental no hubiera tenido ninguna influencia en el interior de las comunidades
religiosas. La Iglesia —decía Pablo VI—, «como todos saben, no está separada del
mundo, sino que vive en él. Por esto los miembros de la Iglesia sufren su infuencia,
respiran su cultura, aceptan sus leyes, se apropian sus maneras de proceder[40].

Dijo Jesús que la fe mueve montañas (Mt 21, 21). Ciertamente, esto resulta
evidente en la vida de Santa Teresa de Jesús. El P. Rubeo, General de los Carmelitas,
le da una «patente» autorizándole a fundar más monasterios como el de San José. No
le da ni cinco céntimos, sólo la «patente». Ella escribe: «Helaquí una pobre monja
descalza, sin ayuda de nenguna parte, sino del Señor, cargada de patentes y buenos
deseos y sin ninguna posibilidad para ponerlo por obra» [41]. Sin embargo, como creía
firmemente que tenía «la ayuda del Señor», a los cinco días había fundado ya en
Medina del Campo; después en Malagón, Toledo, Beas de Segura, Sevilla... y así
hasta 15. A una persona de fe todo le parece posible. Se lanza a las empresas más
arriesgadas sin tener un duro en el bolsillo, diciendo: Dios proveerá. Y lo dicen con
la misma seguridad con que podrían decir: mañana saldrá el sol. ¿No es verdad que
hoy antes de dar un paso analizamos cuidadosamente los pros y los contras, para no
correr prácticamente ningún riesgo? Nuestras vidas son tan «razonables» que para
vivir así no hace falta tener fe.

Dirán ustedes, sin embargo, que nos mantenemos fieles a las prácticas
litúrgicas y oracionales. Y es verdad, pero a veces confundimos la fidelidad con la
regularidad. Hay personas que son muy regulares: todos los días a la misma hora van
a la capilla, y bendicen la mesa, y hacen no sé qué otras cosas... pero no porque sean
fieles, sino porque son «regulares». Les dieron cuerda hace mucho tiempo y todavía
no se les ha acabado. Sin embargo, han dejado de hacerlo con calor; ya no vibran con
nada de eso. Son como la rutina de la rutina.

Sin embargo, esas personas no suelen ser conscientes de su vacío interior.


Erich Fromm dijo en cierta ocasión que «la industria contra el aburrimiento sólo
tiene éxito en conseguir que el aburrimiento no llegue a ser consciente» [42]; es decir,
las discotecas, las salidas en caravana todos los fines de semana para ir a la sierra,
etc., sólo tienen éxito en conseguir que el aburrimiento no llegue a ser consciente.
Pues bien, parodiando esa frase me atrevería a decir que quizás la «industria» contra
el ateísmo —el rezo de la Liturgia de las Horas, la celebración de la eucaristía, la
bendición de la mesa...— sólo tiene éxito en conseguir que la increencia tampoco
llegue a ser consciente.

¿Hará falta explicar que una comunidad religiosa enferma de increencia


resulta tan poco atractiva como un cantante afónico?

La vida religiosa —como, por otra parte, la vida cristiana en general— debe
caracterizarse por un equilibrio entre «ser con» y «ser diferente», a semejanza de
Cristo que fue en todo igual a nosotros, «excepto en el pecado» (Heb 4, 15). Si el
proceso de aggiornamento promovido por el Concilio Vaticano II puso el acento en
el «ser con», hoy —sin negar en absoluto eso— quizás tengamos que insistir con
más fuerza todavía en el «ser diferentes»; es decir, fomentar entre quienes vivimos
en países secularizados actitudes de resistencia cultural, sabiendo que, como decía
Chesterton, «una generación se salva por las personas que saben oponerse a sus
gustos».

LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

Dije al empezar que cualquier análisis del mundo actual inevitablemente debe
hablar de la globalización. De forma parecida podríamos decir que, cuando el
análisis lo hacemos los cristianos, es inevitable terminar señalando la urgencia de la
tan traída y llevada «nueva evangelización», puesto que, como dijo Pablo VI, en la
Iglesia, hasta «la vida íntima —la vida de oración, la escucha de la Palabra y de las
enseñanzas de los Apóstoles, la caridad fraterna vivida, el pan compartido— no tiene
pleno sentido más que cuando se convierte en testimonio, provoca la admiración y la
conversión, se hace predicación y anuncio de la Buena Nueva»[43].

Las nuevas perspectivas que hemos visto en el apartado anterior obligan, en


primer lugar, a reflexionar sobre quiénes son los interlocutores del esfuerzo
evangelizador: ¿la increencia, la credulidad excesiva, las demás religiones, la
desintegración de la conciencia religiosa en las sociedades complejas...?

En segundo lugar, es necesario eliminar nuestra pereza mental. La mentalidad


que se requiere en estos momentos «es muy distinta a la que dominaba en tiempos de
monopolio, cuando ante la demanda de religión de un individuo, éste sólo podía
acudir a un “proveedor”: su propio párroco, por muy limitado que fuera»[44]. Si el
«mercado» discrimina entre las buenas y malas «ofertas» religiosas, es necesario
dedicar mucho tiempo a preparar bien la nuestra; lo cual, por otra parte, no es tan
nuevo. El cristianismo —sobre todo al comienzo de su historia, pero también
después en los países de misión— tuvo que expandirse en concurrencia con otras
ofertas religiosas y tratando de presentar la mejor vía de salvación.

Tres cosas me parecen indispensables:

Alimentar la experiencia de Dios

Muchas veces hemos repetido una famosísima afirmación de Rahner: «El


cristiano del futuro o será un “místico”, es decir, una persona que ha
“experimentado” algo, o no será cristiano» [45]. Es decir, el cristiano del futuro deberá
tener esa experiencia inicial de Dios que llamamos conversión y esa experiencia
cotidiana de Dios que llamamos oración.

Para la mayoría de las personas, la palabra «conversión» evoca la idea de un


cambio radical de conducta, abandonando una vida licenciosa. Eso tendrá que
ocurrir, desde luego, en los casos en que existiera dicha vida licenciosa. Pero la
conversión es, antes que nada, un encuentro con Dios, que puede ser imprevisto
(como en el caso de San Pablo) o gradual (como en el caso de San Agustín). La
descripción puede variar, pero esencialmente es «la toma de conciencia de la propia
relación con Dios a nivel experiencial»[46] y de su importancia para la vida de la
persona. Las ideas religiosas, que hasta entonces tenían posiciones marginales en la
conciencia del individuo, ocuparán en lo sucesivo un punto central y se convertirán
en la principal fuente de energía.

Un ejemplo de conversión que no exigió abandonar una vida licenciosa —


porque no existía— fue aquello que el filósofo español Manuel García Morente
calificó de «hecho extraordinario». Era el 29 de abril de 1937. Estaba escuchando el
oratorio de Berlioz intitulado «La infancia de Cristo» (L'enfance de Christ) cuando
de repente notó que Jesús estaba con él en la habitación. «Volví la cara hacia el
interior de la habitación y me quedé petrificado. «Yo no lo veía, no lo oía, yo no lo
tocaba, pero Él estaba allí»[47]. Reaccionó: «¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas
empecé a balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror!, (...) ¡se me había olvidado! (...)
Lentamente, con paciencia, fui recordando trozos del Padrenuestro, algunos se me
ocurrieron en francés, pero al traducirlos restituí fielmente el texto español. Al cabo
de una hora de esfuerzo logré restablecer íntegro el texto sagrado...»[48].

El profesor García Morente recordaba con precisión la hora en que comenzó


todo aquello: «En el relojito de la pared dieron las doce». Y para determinar cuándo
terminó hizo toda clase de averiguaciones. Se informó del paso de los trenes por la
estación vecina porque recordaba que en ese momento entró un tren, concluyendo
que debió de ocurrir hacia las dos de la madrugada. Martín Velasco comenta
acertadamente que se tomó todas esas molestias porque al fin y al cabo se trataba,
«de establecer el acta de un nuevo nacimiento, el del hombre nuevo que ha nacido
con ese acontecimiento»[49].

El cristiano del futuro necesariamente tendrá que haber vivido un momento


semejante. Naturalmente, después vendrá lo que Berger llamó «el problema de la
mañana siguiente»: «Aunque se me haya aparecido un ángel la noche anterior, (...)
las cosas pueden parecerme muy distintas esta mañana. (...) ¿No habré estado
soñando, no habrá sido todo una imaginación?»[50].

García Morente vivió, desde luego, «el problema de la mañana siguiente».


Tres años después, estando ya en el Seminario de Madrid, escribe: «Si se me
demuestra que no era Él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la
demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo,
resurgirá en mí la convicción inquebrantable de que era Él, porque lo he
percibido»[51].

Para afrontar «el problema de la mañana siguiente» es necesario que la


experiencia inicial de Dios que hemos llamado conversión se prolongue en esa otra
experiencia cotidiana que llamamos oración. Llevaba razón Santa Teresa cuando
decía que la oración es cuestión de vida o muerte para el cristiano, y que no hay
remedio para la falta de oración, salvo ponerse de nuevo a rezar.

Lo que menos acertado me parece del testimonio de García Morente que


acabo de proponerles a vds. es el nombre que le dió: el «hecho extraordinario».
Encontrarse con Dios escuchando una pieza musical —o en la naturaleza, o en las
experiencias de plenitud, o en un testimonio de amor desinteresado, o incluso en el
sufrimiento— es lo más natural del mundo. Como dijo un maestro del hasidismo,
«Dios está allí donde se le deja entrar»[52].

Vivir la fe en una pequeña comunidad

Como dije más arriba, hoy el cristianismo debe expandirse en concurrencia


con otras ofertas religiosas y tratando de presentar la mejor vía de salvación. Esto
sólo puede hacerse, como los meloneros de antes aquí en España, «a cala y a
prueba».

La evangelización del futuro se basará cada vez más en el método del «ven y
verás» (cfr. Jn 1, 39); ven a mi comunidad y descubrirás un estilo de vida alternativo,
caracterizado:

- Por la familiaridad con Dios «que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rom
8, 15).

- La igualdad humana: «No llaméis a nadie “padre”, ni “maestro”, ni “señor”


en la tierra, porque uno solo debe ser vuestro Padre, Maestro y Señor: El del Cielo.
Todos vosotros sois hermanos» (Mt 23, 8-10).

- El servicio: «Ya sabéis que en la tierra lo normal es que los jefes se


endiosen. ¡Que no sea así entre vosotros! Entre vosotros el primero debe ser el
esclavo de todos» (Mt 20, 25-28).

- La libertad: «Para ser libres nos liberó Cristo, de modo que manteneos
firmes y no os dejéis poner otra vez el yugo de la esclavitud» (Gal 5, 1).

- El compartir frente al tener, como aquellos primeros cristianos que «vivían


unidos y lo tenían todo en común» (Hech 2, 44).

- El amor incondicional: «Os doy un mandamiento nuevo: Que os améis unos


a otros como yo os he amado» (Jn 13, 34), es decir, hasta dar la vida por los demás
(Jn 15, 13).

Presentar la fe cristiana en diálogo con la cultura actual

Cuando oímos hablar de inculturación del cristianismo, pensamos


espontáneamente en su aclimatación en culturas exóticas, como si no tuviésemos el
problema en casa. Si en China el cristianismo parece una religión de «otro lugar», en
la Europa actual parece una religión «de otro tiempo». Al menos, así lo ven muchos
de nuestros contemporáneos.

Hasta ahora, el cristianismo sólo ha realizado con pleno éxito una


inculturación: la inculturación en el mundo occidental premoderno durante los
quince primeros siglos de la historia cristiana. El cristianismo, se esforzó por integrar
las categorías culturales greco-latinas. Es verdad que no logró evitar alguna
contaminación indeseable (pensemos, por ejemplo, en la aplicación a Dios de
categorías como la inmutabilidad o la impasibilidad, ajenas a la concepción bíblica; o
el dualismo antropológico alma-cuerpo), pero en conjunto fue un diálogo muy
fecundo[53]. A la vez fue incorporando poco a poco a dicha cultura los valores del
humanismo evangélico: igualdad radical de todos los hombres, dignidad de la mujer,
solidaridad con los débiles y vencidos, el perdón, la reconciliación, la paz...

Tan seria y profunda fue esta asunción de la cultura greco-romana que,


paradójicamente, ha constituido un obstáculo muy difícil de salvar a la hora de
asumir y redimir otras culturas. Es un hecho que durante siglos la Iglesia no ha
sabido evangelizar sin romanizar.

Todavía hoy muchos creen que el cristianismo forma un bloque indisoluble


con la cultura occidental premoderna. Y éste es «el supuesto común a dos posiciones
tan diametralmente opuestas como el ateísmo contemporáneo y el integrismo: el
ateísmo rechaza todo el bloque, porque rechaza una cultura obsoleta; mientras que el
integrismo quiere mantener “íntegramente” el bloque (sólo con retoques de detalle),
porque piensa que es la única manera de mantener la fe»[54].

El gran reto de nuestros días es vivir, pensar y expresar el cristianismo desde


una inserción real y crítica en la cultura moderna, igual que nuestros predecesores lo
hicieron con relación a la cultura greco-latina.

EPÍLOGO

Hemos pasado revista a cuatro problemas de envergadura. Es posible que, al


terminar, la sensación dominante es que nos ha tocado vivir en una época demasiado
llena de dificultades; pero, ¿qué época no fue mala? San Pablo decía a los efesios:
«Corren malos tiempos» (Ef 5, 16). En el siglo XVI Teresa de Jesús decía que le
había tocado vivir en «tiempos recios»[55]. Dickens, en el siglo XIX, hablaba de
«tiempos difíciles» (Hard Times)[56].

Pero hemos quedado que, a quienes confían en Dios, todo les parece posible.
Siempre me gustaron aquellos versos del Segundo Isaías que dicen:
«Los jóvenes se cansan, se fatigan;
los valientes tropiezan y vacilan;
pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas,
suben con alas como de águila,
corren sin cansarse, marchan sin fatigarse» (Is 40, 30-31).

__________________

[1]
CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 4 a (Once grandes
mensajes, BAC, Madrid, 14ª ed., 1992, p. 391).
[2]
Cfr. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Luis, Los cristianos del siglo XXI.
Interrogantes y retos pastorales ante el tercer milenio, Sal Terrae,
Santander, 2000.
[3]
JUAN PABLO II, Centesimus annus, 42 c (Once grandes mensajes, p.
790).
[4]
Cfr. IBÁÑEZ, Hilario, De la integración a la exclusión. Los avatares
del trabajo productivo a finales del siglo XX, Sal Terrae, Santander, 2002,
pp. 45-155.
[5]
CASTEL, R., Las metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del
salariado, Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 413; cfr. p. 389.
[6]
BOERMA, Coenraad, La cara pobre de Europa, Sal Terrae,
Santander, 1994, p. 120.
[7]
MARX, Karl, y ENGELS, Friedrich, La ideología alemana, Ediciones de
Cultura Popular, México, 3ª ed., 1978, p. 26; También en MARX, Karl,
Contribución a la crítica de la economía política, Alberto Corazón, Madrid,
2ª ed., 1978, p. 43.
[8]
ENGELS, Friedrich, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica
alemana, Siglo XXI, Buenos Aires, 1975, p. 44.
[9]
GRAMSCI, Antonio, El materialismo histórico y la filosofía de
Benedetto Croce, Juan Pablos Editor, México, 1975, p. 38.
[10]
Cfr. Economía y misión en la vida consagrada hoy. Documento de
la 60ª Asamblea de la USG: CONFER 41 (2002) 759-791.
[11]
ZWEIG, Stefan, El mundo de ayer (Obras completas, t. 4, Juventud,
Barcelona, 7ª ed., 1971, p. 1.295).
[12]
HOBSBAWM, Eric, Historia del siglo XX, Crítica, Barcelona, 2000, p.
11.
[13]
MEADOWS, Donella H. / MEADOWS, Dennis L. / RANDERS, Jørgen /
BEHRENS, William W., Los límites del crecimiento, Fondo de Cultura
Económica, México, 2ª ed., 1975.
[14]
WEIZSÄCKER, Ernst Ulrich von, Factor 4. Duplicar el bienestar con
la mitad de los recursos naturales, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores,
Barcelona, 1997.
[15]
COMISIÓN MUNDIAL DEL MEDIO AMBIENTE Y DESARROLLO,
Nuestro futuro común, Alianza, Madrid, 3ª ed., 1992.
[16]
ARENDT, Hannah, La condición humana, Paidós, Barcelona, 2ª ed.,
1996, p. 297.
[17]
HUXLEY, Aldous, Un mundo feliz (Obras completas, t. 1, Plaza &
Janés, Barcelona, 1970, pp. 189-403).
[18]
Cfr. BECK, Ulrich, La sociedad del riesgo global, Siglo XXI, Madrid,
2002.
[19]
GOETHE, Johann Wolfgang, Fausto (Obras Completas, t. 3, Aguilar,
Madrid, t. 3, 4ª ed., 1973, p. 1314).
[20]
Cfr. TILLICH, Paul, La dimensión perdida, Desclée de Brouwer,
Bilbao, 1970.
[21]
Sobre este tema he reflexionado en mi último libro. Cfr.
GONZÁLEZ-CARVAJAL, Luis, Cristianismo y secularización. Cómo vivir la fe
en un mundo secularizado, Sal Terrae, Santander, 2003.
[22]
CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 36 b (Once grandes
mensajes, p. 421).
[23]
La «mayoría de edad» (Mündigkeit) fue, como es sabido, uno de
los conceptos clave de Bonhöffer (cfr. Resistencia y sumisión, Sígueme,
Salamanca, 1983, p. 229).
[24]
BONHÖFFER, Dietrich, Resistencia y sumisión. Cartas desde la
prisión, Sígueme, Salamanca, 1983, p. 218.
[25]
CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 36 c (Once grandes
mensajes, p. 421).
[26]
RAMONET, Ignacio, Geopolítica de las religiones: Le Monde
diplomatique 49 (nov.-dic. 99) 19.
[27]
SABATO, Ernesto, Antes del fin, Seix Barral, Barcelona, 5ª ed.,
1999, p. 136.
[28]
TILLICH, Paul, El cristianismo y el encuentro de las religiones
universales (Teología de la cultura y otros ensayos, Amorrortu, Buenos
Aires, 1974, pp. 163-176).
[29]
BERGER, Peter L., Una gloria lejana, Herder, Barcelona, 1993, p.
52.
[30]
BERGER, Peter L., Para una teoría sociológica de la religión, Kairós,
Barcelona, 1971, p. 217.
[31]
BERGER, Peter L., The Desecularization of the World: A Global
Overview [BERGER, Peter L, (ed.), The Desecularization of the World:
Resurgent Religion and World Politics, Eerdmans, Grand Rapids-Mi., 1999,
pp. 1-18].
[32]
MERTON, Robert K., Teoría y estructura sociales, Fondo de Cultura
Económica, México, 2ª ed., 1980, pp. 505-520.
[33]
DODDS, E. R., Paganos y cristianos en una época de angustia,
Cristiandad, Madrid, 1975, p. 173.
[34]
FROMM, Erich, Ética y psicoanálisis, Fondo de Cultura Económica,
Madrid, 6ª ed., 2001, p. 82.
[35]
RÉMOND, René, (ed.), Los grandes descubrimientos del
cristianismo, Mensajero, Bilbao, 2001.
[36]
Como es sabido, fue Jürgen MOLTMANN quien formuló el dilema
crisis de identidad - crisis de relevancia (El Dios crucificado, Sígueme,
Salamanca, 1975, pp. 17-49), aunque con un enfoque no del todo
coincidente con el que yo le doy.
[37]
SCHILLEBEECKX, Edward, Dios futuro del hombre, Sígueme,
Salamanca, 2ª ed., 1971, p. 89.
[38]
PAOLI, Arturo, Buscando libertad, Sal Terrae, Santander, 1981, p.
45.
[39]
Cfr. TELLO, Nicolás, Ateísmo, agnosticismo, indiferentismo,
¿enfermedad en la vida consagrada?: Vida Religiosa 60 (1 enero 1986) 7-
17.
[40]
PABLO VI, Ecclesiam suam, 37 (Once grandes mensajes, p. 285).
[41]
TERESA DE JESÚS, Fundaciones, cap. 2, n. 6 (Obras completas,
BAC, Madrid, 4ª ed., 1974, pp. 524-525).
[42]
FROMM, Erich, La revolución de la esperanza, Fondo de Cultura
Económica, México, 1971, p. 47.
[43]
PABLO VI, Evangelii nuntiandi, 15 d (El magisterio pontificio
contemporaneo, t. 2, BAC, Madrid, 1992, p. 90).
[44]
OVIEDO TORRÓ, Lluís, La fe cristiana ante los nuevos desafíos
sociales: Tensiones y respuestas, Cristiandad, Madrid, 2002, p. 120.
[45]
RAHNER, Karl, Espiritualidad antigua y actual (Escritos de Teología,
t. 7, Taurus, Madrid, 1969, p. 25).
[46]
SZENTMÁRTONI, Mihály, Psicología de la experiencia de Dios,
Mensajero, Bilbao, 2001, p. 66.
[47]
GARCÍA MORENTE, Manuel, El «Hecho Extraordinario», Rialp,
Madrid, 1996, p. 42.
[48]
Ibidem, pp. 38-39.
[49]
MARTÍN VELASCO, Juan, La experiencia cristiana de Dios, Trotta,
Madrid, 1995, pp. 233-234.
[50]
BERGER, Peter L., Una gloria lejana, Herder, Barcelona, 1993, p.
169.
[51]
GARCÍA MORENTE, Manuel, o. c., p. 43.
[52]
En un libro al que aludí al principio he explicado con cierto
detenimiento lo «sencillo» que es tener experiencia de Dios (cfr.
GONZÁLEZ-CARVAJAL, Luis, Los cristianos del siglo XXI. Interrogantes y
retos pastorales ante el tercer milenio, Sal Terrae, Santander, 2ª ed.,
2001, pp. 96-104).
[53]
Véase una valoración bien hecha de ese diálogo en STOCKMEIER,
Peter, Helenismo y cristianismo (VARIOS AUTORES, Sacramentum Mundi,
t. 3, Herder, Barcelona, 1973, cols. 372-384).
[54]
FONT, Pere Lluis, Cristianismo y cultura (post)moderna: Iglesia Viva
195 (1998) 15.
[55]
TERESA DE JESÚS, Libro de la Vida, cap. 33, núm. 5 (Obras
Completas, BAC, Madrid, 4ª ed., 1974, p. 148).
[56]
DICKENS, Charles, Tiempos difíciles (Obras completas, t. 2, Aguilar,
Madrid, 4ª ed., 1987, pp. 1.235-1.437).

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