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El caso Arriola, o las penurias del maximalismo

Lucas S. Grosman1

1. Introducción

Aunque una Corte Suprema como la argentina decide numerosos casos por año, existen
siempre algunas sentencias que resultan emblemáticas en razón de los ideales, las
concepciones del derecho y los modos de entender el papel de los jueces que ellas
encarnan. Bazterrica2 fue, para la Corte de 1983-1989, uno de tales fallos. Esta
decisión, en la que se declaró inconstitucional la penalización de la tenencia de drogas
para consumo personal, reflejó como pocas la concepción liberal de la Constitución que
caracterizó ese período de la Corte, con la entronización de la autonomía personal como
el derecho fundamental que organizaba y daba sentido a todos los demás. Unos años
después, en Montalvo3, la Corte Suprema con su composición ampliada se apartó de lo
resuelto en Bazterrica y reflotó la doctrina del fallo Colavini4, que era anterior al
retorno a la democracia. Finalmente, en el más reciente episodio de esta pendular
evolución jurisprudencial, la Corte Suprema en su actual composición dictó el fallo
Arriola5, donde se decidió volver a la doctrina Bazterrica remitiendo expresamente a
sus fundamentos, en particular los del juez Petracchi. En palabras del juez Zaffaroni, “es
menester recuperar y consolidar el valor central de esta norma [el artículo 19] como
viga maestra del derecho argentino”.6

Arriola es un fallo trascendente en virtud de lo que dice sobre los derechos


involucrados, y en particular el derecho a la autonomía, pero también lo es porque
ilustra una particular visión acerca del modo en que la Corte debe encarar los casos y
fundar sus decisiones. En este sentido, aunque Arriola se refería específicamente a la
tenencia de una pequeña cantidad de marihuana, los fundamentos de la Corte son mucho

1
Director del Departamento de Derecho y profesor de la Universidad de San Andrés. Agradezco a
Sebastián Elias, Paola Bergallo y Federico Morgenstern por sus valiosos comentarios y a Sergio Giuliano
por asistirme en la investigación.
2
Fallos 308:1412.
3
Fallos 313:1333.
4
Fallos 300:254.
5
CSJN, 25 de agosto de 2009.
6
Arriola, voto de Zaffaroni, considerando 12.
más abarcativos, y esto, según sostendré, es un defecto de la decisión. Identificaré este
defecto con una posición conocida como “maximalismo”, que en esencia consiste en
utilizar fundamentos mucho más ambiciosos y abarcativos que los necesarios para
decidir el caso concreto. Según argumentaré, el maximalismo de esta decisión obsta a su
coherencia interna y la convierte en un precedente poco adecuado para encarar casos
futuros.

2. El precedente incómodo

A la hora de justificar su apartamiento de lo resuelto en Montalvo, la Corte intentó


socavar el valor de dicho precedente mediante dos argumentos: en primer lugar, que
Montalvo no había tenido las consecuencias esperadas en lo referido al control del
tráfico a través de la punición de la tenencia; en segundo lugar, y siguiendo una línea
argumental que ya le es muy familiar, que los tratados internacionales de derechos
humanos incorporados a la Constitución la impelían a retornar a Bazterrica.

En relación con el primero de estos argumentos, la Corte afirma en el considerando 14


de Arriola que en Montalvo “se había sostenido que la incriminación del tenedor de
estupefacientes permitiría combatir más fácilmente a las actividades vinculadas con el
comercio de estupefacientes y arribar a resultados promisorios que no se han cumplido
(ver considerando 26 de [Montalvo]), pues tal actividad criminal, lejos de haber
disminuido se ha acrecentado notablemente, y ello a costa de una interpretación
restrictiva de los derechos individuales.”

Dicho de otra manera, Montalvo había prometido que la penalización de la tenencia


ayudaría a combatir el tráfico, pero éste, de hecho, ha aumentado considerablemente en
los 19 años transcurridos desde aquel fallo. En apoyo de esta afirmación, la Corte cita
profusamente distintos documentos de organismos internacionales.7

7
Arriola, primer voto, considerando 15.
Sin embargo, cabe detenerse a analizar qué es exactamente lo que prometía Montalvo en
su considerando 26, al que Arriola nos remite. Como este considerando es bastante
breve, me permito transcribirlo íntegramente:

26) Que en época de la vigencia de la ley 20.771 y en especial a partir de los


fallos de este Tribunal in re "Bazterrica" y "Capalbo" (Fallos: 308:1392) se
dijo que no estaba probado que reprimir penalmente la tenencia de
estupefacientes fuese un arbitrio eficiente para conjurar el problema de las
drogas; pero lo cierto es que la actitud permisiva de los últimos tiempos,
lejos de disminuir el consumo, el tráfico y la actividad delictiva, ha
coincidido con su preocupante incremento. Por lo que la desincriminación
del tenedor de drogas que las tuviere en escasa cantidad facilitaría la
actividad de los traficantes, los que en los tiempos actuales utilizan un nuevo
sistema de expansión del comercio, que consiste en "regalar" dosis extras a
los consumidores a cambio de la captación de nuevos clientes. Y los medios
utilizados hasta el momento para contrarrestar el avance de la drogadicción –
propaganda en medios gráficos, radiales y televisivos, conferencias, etc.– no
han logrado contenerlo, sino sólo parcialmente.

Como se puede apreciar, Montalvo, en este considerando, respondía a su vez a


Bazterrica y Capalbo, que afirmaban que no estaba demostrado que la punición de la
tenencia ayudara a disminuir el tráfico. Contra esto, Montalvo afirma que, tras la
despenalización, el consumo y el tráfico han aumentado. Ahora, en Arriola, la Corte
retruca: han pasado 19 años desde Montalvo, y en ese lapso, a pesar de la penalización
de la tenencia, el tráfico ha seguido creciendo.

El razonamiento de Montalvo ciertamente adolecía de un defecto: ¿cómo podemos saber


que fue la despenalización de la tenencia por Bazterrica lo que condujo al aumento del
tráfico? La pregunta no es si el tráfico aumentó o no, sino cuánto habría aumentado si la
tenencia hubiera sido perseguida penalmente. No podemos concluir que el castigo de la
tenencia contribuye –o contribuye de manera significativa– a disminuir el tráfico por el
solo hecho de que éste haya aumentado en el periodo analizado.

Ahora bien, el intento de Arriola de refutar este argumento empírico de Montalvo no


solo no escapa al defecto señalado, sino que lo profundiza: el hecho de que el tráfico
haya seguido aumentando tras Montalvo tampoco permite inferir que la penalización de
la tenencia no haya tenido efecto alguno, o que no haya tenido un efecto significativo.
Nuevamente, la pregunta es cuánto habría aumentado el tráfico si no se hubiera
penalizado la tenencia.

Si bien no creo que este punto sea decisivo, cabe señalar que no parece descabellado
partir de la presunción de que, tras la despenalización de la tenencia de drogas, el
consumo y el tráfico tiendan a incrementarse (ceteris paribus, claro está). Es razonable
esperar que la despenalización tenga un efecto positivo sobre la demanda de drogas en
la medida en que haya personas en el margen que decidan consumir –o consumir más–
en ausencia de la amenaza de una sanción penal.8 Este probable aumento en la demanda
empujaría el precio hacia arriba, y generaría así incentivos para que aumentara la oferta,
es decir, el tráfico. Desde ya que para determinar a ciencia cierta en qué medida esto
efectivamente es así, necesitaríamos un estudio empírico serio que esclareciera la
cuestión aislando la variable que nos interesa identificar para estimar con alguna
precisión el impacto de la persecución penal de la tenencia sobre los niveles de consumo
y tráfico. Aunque, como dije, no creo que esta cuestión sea decisiva a los fines de
decidir la cuestión constitucional, no es vano señalar que la incursión en el terreno
empírico de Arriola y los anteriores fallos sobre la materia no ha sido muy feliz.9

En cualquier caso, el argumento central para apartarse de Montalvo es el segundo, que


sostiene que el fallo Bazterrica encajaría mejor que aquél en la “cosmovisión o
constelación jurídica” derivada de la incorporación de los tratados internacionales sobre
derechos humanos a nuestra Constitución. En este sentido, el derecho a la autonomía o
privacidad, reconocido en diversos pactos, impediría que se sancionen acciones
privadas, esto es, acciones que no perjudiquen a terceros. Ese es en Arriola, como lo fue
en Bazterrica, el pilar de la decisión. No obstante, la Corte alude asimismo a otras
consideraciones que alimentan la referida “cosmovisión o constelación jurídica”, y que

8
Hay quienes creen que de hecho algunas personas dejarían de consumir drogas si éstas fueran legales
porque la prohibición es parte de lo que las hace atractivas para ellas. Este razonamiento puede
encontrarse, por ejemplo, en el considerando 20 del voto de Petracchi en Bazterrica. Parece improbable
que una persona que consume drogas deje de hacerlo por el solo hecho de que esa conducta se legalice; y
más improbable aún sería que ese efecto sobrecompensara el efecto disuasorio de la prohibición (es decir,
que ante la legalización la reducción en el consumo superase su aumento).
9
Puede verse una discusión sobre el papel que desempeñan en Arriola los argumentos sobre la eficacia de
la penalización en Hernán Gullco, “Diálogo sobre el caso Arriola”, Revista de Derecho Penal y Procesal
Penal, 2010, fasc. 3, p. 442-443.
robustecerían la conclusión apuntada. Así, el principio de dignidad, que obstaría a que
se utilizara a las víctimas como meros medios para alcanzar el fin de identificar a los
traficantes (considerando 18); la preocupación general por las víctimas, que aconsejaría
evitar revictimizar a los consumidores mediante la sanción penal (considerando 19); la
tendencia en el ámbito del derecho internacional a prohibir la sanción penal “en base a
la consideración de la mera peligrosidad de las personas”, que sería incompatible con el
castigo del consumidor ante la perspectiva de que éste pudiera delinquir (considerando
20); el principio según el cual la posibilidad de invocar el bien común como potencial
fundamento para limitar derechos debe interpretarse de manera restrictiva (considerando
22) y con especial atención al principio pro homine (considerando 23). Por último, la
Corte recuerda que “ninguna de las . . . convenciones suscriptas por Argentina la obliga
a criminalizar la tenencia para consumo personal” (considerando 25).

En lo que sigue, analizaré los problemas derivados del alto grado de generalidad de los
fundamentos de la decisión y su falta de articulación con los hechos particulares del
caso.

3. El maximalismo

Como adelanté, consideraré que una decisión es maximalista cuando sus fundamentos
son mucho más amplios que los necesarios para resolver el caso concreto. Tomemos,
por ejemplo, el célebre caso Saguir y Dib,10 en el que la Corte Suprema debió decidir si
correspondía permitir que una menor de 17 años donara un riñón a su hermano, a pesar
de que la ley respectiva exigía que el donante tuviera como mínimo 18 años cumplidos.
Un modo maximalista de decidir el caso habría consistido en sentar un principio amplio,
como por ejemplo que el requisito legal en materia de edad mínima para donar podía
pasarse por alto en tanto mediara asentimiento de los padres del menor. Un fundamento
de ese tenor se abstraería de circunstancias particulares del caso en cuestión, tales como
la edad específica de la donante, su nivel de madurez, la urgencia del transplante, etc. El
efecto en el caso concreto habría sido el mismo: se habría autorizado a la menor a donar

10
Fallos 302:1284.
el órgano a su hermano; pero los efectos para el futuro, desde ya, habrían sido mucho
más amplios.11

Ahora bien, supongamos que alguna de las circunstancias de las que la Corte se
abstrajo, como por ejemplo el grado de madurez del potencial donante, no fuera
obviamente relevante para decidir el caso. Imaginemos que, por las razones que fueran,
la trascendencia de ese hecho en particular motivaba opiniones encontradas o dudas
entre los distintos jueces. A pesar de esa falta de consenso o certeza, entiendo que
habría sido aconsejable que se hiciera mención específica de esa circunstancia y se
aclarara que no se estaba adelantando opinión, ni en un sentido ni en el otro, sobre el
caso en el cual un menor no presentara claros signos de madurez. Ese supuesto debería
decidirse cuando un caso con tales características se presentara, pero no antes. La
versión maximalista de la decisión, en cambio, implícitamente estaría diciendo algo
sobre el caso de un menor inmaduro, a pesar de que ello no era necesario para decidir el
caso bajo análisis, en el que a juicio del tribunal se encontraba acreditada la madurez del
menor.

En toda decisión es importante distinguir el holding de los obiter dicta. Sobre la base de
esta distinción, alguien podría intentar realizar una lectura menos maximalista de la
hipotética decisión descripta alegando que su holding es que el asentimiento paterno
resulta suficiente siempre que el menor demuestre madurez, ya que ese era un hecho del
caso. El problema es que como la decisión, en su maximalismo, no asignó relevancia a
la madurez del menor, tal lectura no sería para nada obvia; tal vez ni siquiera sería
pertinente. En efecto, no basta que la decisión haya mencionado que el menor demostró
madurez: es necesario que, además, asigne relevancia a tal hecho conectándolo con el
principio utilizado para resolver el caso. De lo contrario, no hay razón para presumir
que la madurez del menor es relevante ni, por ende, que ella forma parte del holding de
la decisión. Profundizaré este punto al analizar el voto en Arriola de la jueza Argibay.

11
Aunque es tentador pensar que el problema en este caso hipotético que planteo es que la Corte no eligió
el principio correcto, me interesa poner el foco no tanto sobre el contenido del principio como en su grado
de generalidad, para vislumbrar las dificultades que esto podría generar.
Volviendo a nuestro hipotético Saguir y Dib, entiendo que las razones para rechazar el
maximalismo en un caso así podrían ser varias, todas ellas íntimamente relacionadas
entre sí:

En primer lugar, se estaría abriendo la puerta a que otros jueces entendieran que se ha
sentado el precedente de que la madurez del menor es irrelevante, a pesar de que ello no
resultaba nada obvio para los jueces que suscribieron la decisión. Esto podría fomentar
decisiones incorrectas.

En segundo lugar, los jueces están en mejor posición para evaluar una cuestión cuando
ella forma parte del caso bajo análisis que cuando es una mera hipótesis. Una de las
razones por las cuales el proceso judicial es un mecanismo idóneo para dar contenido
específico a las leyes en casos concretos es que los jueces deben enfrentar los
argumentos de las partes y darles razones fundadas cuando los rechazan.12 Al conjeturar
sobre cuestiones que no forman parte del caso concreto, los jueces no cuentan con el
beneficio de tales argumentos ni de las particulares vivencias que los motivan.

En tercer lugar, cuanto más maximalista es una decisión, más se acerca a la tarea
legislativa propia de otros poderes. Si el juez, en vez de buscar el principio que se ajusta
a los hechos del caso, pretende enunciar otro mucho más general que alcance
situaciones distintas, su tarea comienza a parecerse al tipo de regulación general y
abstracta más propia del Congreso.

En cuarto lugar, la decisión maximalista promueve disidencias de fundamentos que


resultarían perfectamente evitables tan solo restringiendo la decisión a aquellos
fundamentos sobre los que todos están de acuerdo. Incluso si las diferencias no llegan a
motivar disidencias de fundamentos, el solo hecho de que se eviten los votos
particulares parece algo deseable, ya que la práctica, cada vez más frecuente, de que
cada juez se sienta obligado a dar su opinión individual sobre el caso no contribuye a
facilitar la interpretación de la decisión, en especial como guía para casos futuros.

12
Ver Owen Fiss, “Foreword: The Forms of Justice”, Harvard law Review vol. 93 p. 45 (1979).
En quinto lugar, la probabilidad de que un tribunal se aparte de un precedente será
mayor cuanto más maximalista sea ese precedente. En nuestro ejemplo, sería más
probable que Saguir y Dib fuera posteriormente ignorada si se basara en un fundamento
muy abarcativo que si se ciñera a las particulares circunstancias del caso. Esto es así
independientemente de la bondad del principio general elegido para fundar el caso, ya
que como cuestión general, un principio que engloba las situaciones A, B y C será más
probablemente dejado de lado que otro que solo se refiere a la situación A.

Estas críticas generales al maximalismo, así como las más específicas que efectuaré más
adelante, deben entenderse en términos relativos. Al fin y al cabo, el maximalismo de
una decisión es siempre una cuestión de grados, ya que toda decisión judicial, y
ciertamente una decisión de la Corte Suprema, en alguna medida incurrirá en
generalizaciones y derramará sus efectos sobre situaciones distintas de las planteadas en
el caso concreto; pero la cuestión es en qué medida y respecto de qué cuestiones.13

En cualquier caso, me interesa notar que existe una versión del maximalismo más
acentuada, y ciertamente más perniciosa, que la que he tratado hasta aquí. Supongamos
ahora que en nuestro hipotético Saguir y Dib la Corte no solo se abstrajera al
fundamentar su decisión de un hecho de relevancia discutible (en nuestro ejemplo
original, la madurez del potencial donante), sino también de un hecho claramente
relevante, por ejemplo, la urgencia del transplante. En este caso, el maximalismo de la
decisión agravaría los problemas descriptos anteriormente. En particular, se invitaría a
los jueces, en casos futuros, a hacer caso omiso de una circunstancia a la que
ciertamente deberían atender. Así, si se presentara un caso en el que un menor
pretendiese donar un órgano pero el transplante no resultase urgente –al punto de que no
hubiera razones médicas valederas para no esperar a que el pretendido donante
alcanzara los 18 años de edad– un juez, siguiendo el precedente de la Corte Suprema en
su versión maximalista acentuada, podría inclinarse por permitir el transplante. Lo que
resulta especialmente grave de este tipo de maximalismo es que la hipotética decisión

13
Para un análisis exhaustivo de las razones a favor y en contra del maximalismo, y de las distintas
situaciones en las que éste resulta más o menos deseable, es indispensable consultar la extensa producción
de Cass Sunstein en la materia, que incluye, entre otros trabajos, los siguientes: “Leaving Things
Undecided”, Harvard Law Review vol. 110 p. 4 (1995); One Case at a Time (2001); “Testing
Minimalism: A Reply”, Michigan Law Review vol. 104 p. 123 (2005); “Problems with Minimalism”,
Stanford Law Review vol. 58 p. 1899 (2006); “Burkean Minimalism”, Michigan Law Review vol. 105 p.
353 (2006); “Trimming”, Harvard Law Review vol. 122 p. 1049 (2009).
futura que permite el transplante en un caso no urgente no habría sido suscripta por la
Corte, pero ésta, por no fundamentar de manera suficientemente acotada su decisión,
invitó al juez inferior a fallar en ese sentido.14

Este maximalismo acentuado puede parecer difícil de entender. Sin embargo, no es


inimaginable que un juez, obnubilado por el modelo del Hércules dworkiniano, se
incline por la discusión los grandes principios en desmedro del más mundano análisis
minucioso de los hechos del caso.

Con esto en mente, pasemos a Arriola.

4. Las cuatro dimensiones del maximalismo de Arriola

Aunque la difusión periodística de Arriola haya tendido a presentar la sentencia como


una despenalización de la tenencia de marihuana, sus fundamentos no habilitan una
interpretación tan restringida. Lo dicho allí parecería igualmente aplicable cuando la
droga se llama cocaína, heroína, éxtasis, cristal, paco o lo que fuere. Esto implica que
hay una serie de distinciones –algunas de ellas indispensables, otras pertinentes– que la
argumentación de la Corte torna difícil realizar. Estas distinciones se vinculan con
cuatro dimensiones: en primer lugar, cuán dañina es la droga para la salud del
consumidor; en segundo lugar, cuán adictiva es la droga y, por ende, cuán autónomo es
el sujeto que la consume; en tercer lugar, en qué medida el consumo de una droga está
correlacionado con la comisión de delitos; y, finalmente, qué tipo de intervención estatal
resulta procedente.

14
Es verdad que la Corte Suprema tendrá la oportunidad de refinar su criterio cuando estos casos
ulteriores finalmente lleguen ante sus estrados. Nada impide que la Corte interprete, reinterprete, acote o
incluso se desdiga de sus propios precedentes. Pero convengamos que esto no es lo más deseable desde el
punto de vista de la administración de justicia y la seguridad jurídica.
a. Daños a la salud

Según el voto de Petracchi en Bazterrica, que la Corte actual suscribe en Arriola, el


artículo 19 protege frente a la interferencia estatal los actos individuales realizados
dentro de una esfera privada definida por la ausencia de perjuicios a terceros. De allí
surge que el individuo está, por imperio del artículo 19, a resguardo de la interferencia
estatal aun cuando realice actos contra sí mismo, es decir, actos que le causan un daño.15

El daño en cuestión podría ser de importancia considerable sin que por ello la
protección constitucional se viera jaqueada. Recordemos si no el voto del propio
Petracchi en Bahamóndez.16 En ese caso, se analizaba si la decisión de un testigo de
Jehová de rechazar una transfusión de sangre, que implicaba un riesgo considerable de
muerte para el paciente, se encontraba protegida por el artículo 19. La mayoría de la
Corte consideró improcedente pronunciarse al respecto porque entendió que el caso
había devenido abstracto –el paciente se encontraba fuera de peligro al momento de la
decisión–, pero Petracchi disintió sobre el punto17 y aprovechó la oportunidad para dejar
sentado que el derecho a la autonomía consagrado en el artículo 19 protegía la conducta
descripta frente a cualquier intromisión estatal.

Si bien se podría distinguir el caso de quien elige morir por convicciones religiosas del
de quien lo hace por otras razones, la interpretación del artículo 19 que suscribe la Corte
en Arriola, siguiendo a Petracchi, no tolera tal distinción. Interpretado como una oda al
liberalismo, el artículo 19 protege cualquier plan de vida, sin importar que sus raíces
sean religiosas, filosóficas, ideológicas o simplemente hedonistas. En consecuencia, a la
luz de los argumentos sostenidos en Arriola, no importaría cuán dañina es la droga en
cuestión para la salud del consumidor: en la medida en que la decisión sea autónoma y
no se afecte a terceros, la tenencia de cualquier droga está comprendida dentro de la
esfera que el artículo 19 sustrae de toda interferencia estatal.

15
Bazterrica, voto de Petracchi, considerando 12.
16
Fallos 316:479.
17
A juicio de Petracchi, “dada la rapidez con que se produce el desenlace de situaciones como la de autos,
es harto difícil que, en la práctica, lleguen a estudio del tribunal las importantes cuestiones
constitucionales que aquéllas conllevan sin haberse vuelto abstractas. Para remediar esta situación, que es
frustratoria del rol que debe poseer todo tribunal al que se le ha encomendado la función de garante
supremo de los derechos humanos, corresponde establecer que resultan justiciables aquellos casos
susceptibles de repetición, pero que escaparían a su revisión por circunstancias análogas a las antes
mencionadas . . . “ Bahamondez, voto de Petracchi, considerando 5.
¿Es ésta la mejor interpretación del artículo 19?

El punto central de mi crítica al maximalismo de Arriola es que para decidir el caso no


era necesario responder esta pregunta. El consumo de marihuana –cabe recordar que no
es otra cosa lo que Arriola debía analizar– implica un daño menor a la salud,
probablemente (y esto sería fácil de verificar por el tribunal, si hubiera dudas al
respecto) equiparable al provocado por otras sustancias o actividades cuya legalidad
está fuera de discusión. No nos encontramos frente al caso de una persona que elige
dejarse morir o que está dispuesta a sufrir un menoscabo importante en su salud; por
ende, no es éste el caso para sentar precedente acerca de lo que, de acuerdo con nuestra
Constitución, debería hacer el Estado ante tales situaciones.

Para resolver este caso del modo en que la Corte lo hizo en Arriola o Bazterrica, no era
necesario descartar –o, mejor dicho, utilizar argumentos que invitaran a descartar– que
ciertas formas de paternalismo fueran constitucionalmente válidas. De hecho, el artículo
de Nino que sirvió de fundamento teórico a Petracchi en Bazterrica no carece de
matices en este punto.18 En ese artículo, Nino justifica intervenciones paternalistas
obviamente válidas como la exigencia de utilizar cinturón de seguridad o casco a partir
de la idea de la debilidad de la voluntad o akrasia. Según Nino, muchas veces una
persona identifica que lo mejor para ella es usar casco o cinturón, pero su débil voluntad
le juega una mala pasada y la lleva a omitir tal precaución. En tales circunstancias, se
justifica, según Nino, que una pena estatal venga a reforzar la voluntad débil; así, en
definitiva, se ayuda al individuo a hacer aquello que él mismo identifica como algo
deseable.

Sin embargo, Nino consideraba que este argumento no resultaba convincente en el caso
del consumo de drogas porque era imposible distinguir de manera efectiva entre quien
se drogaba por debilidad de la voluntad y quien lo hacía por otras razones. Nótese que el
patrón general del argumento de Nino no es inusual: puede preferirse una regulación
que proteja la conducta A y la conducta B, aun cuando en realidad se preferiría que B no
se realizara, por temor a que la prohibición de B terminara desalentando algunas

18
Carlos S. Nino, “¿Es la tenencia de drogas con fines de consumo personal una de las ‘acciones privadas
de los hombres’?”, LL, 1979-D-743.
conductas de tipo A. En un caso así, se consideraría que es preferible que se “cuelen”
algunas conductas B antes que perder algunas conductas A. Esta es la lógica del
“breathing space” en el contexto de la libertad de expresión.19 En igual sentido, Nino
prefiere no abrir la puerta a distinciones basadas en la debilidad de la voluntad por
temor a que se cometan errores en contra de la autonomía. Es decir que, ante la duda,
Nino prefiere correr el riesgo de que no se refuerce la voluntad débil al de que se
obligue a renunciar a su plan de vida a una persona cuya voluntad no era débil. Esta
línea argumental fundada en razones epistemológicas presupone una preferencia por
ciertos riesgos sobre otros, lo cual, en muchos contextos, puede resultar plenamente
atendible. Pero como la anterior discusión sugiere, esto solo se puede analizar de un
modo altamente contextualizado, e incluso para un liberal a ultranza como Nino la
cuestión no carecía de sutilezas.

Más allá de lo que se pueda opinar sobre el enfoque de Nino o Petracchi sobre el punto,
es importante entender que la pregunta acerca del grado de paternalismo que resulta
tolerable en virtud del artículo 19 es la menos relevante a la luz de los particulares
efectos que tiene la marihuana sobre la salud humana. Es precisamente la discusión de
estos efectos lo que resulta indispensable para resolver un caso de estas características, y
tal discusión probablemente habría tornado innecesario pronunciarse en Arriola acerca
de qué daños a la salud pueden ser objeto de interferencia estatal sin violar el artículo
19.

Distinta sería la cuestión si estuviéramos frente a un caso en el que la droga involucrada


fuera, por ejemplo, heroína o paco. Allí sí resultaría ineludible precisar el nivel de
paternalismo que tolera nuestra Constitución, y cómo se concilia ello con el deber del
Estado de proteger la salud, que la Corte ha reconocido con particular contundencia.
Pero ¿para qué adelantarse?

19
Ver al respecto la decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso “New York Times v.
Sullivan”, 376 U.S. 254 (1964).
b. Adictividad, agentes y pacientes

Aunque desde el punto de vista de la interpretación maximalista del artículo 19 que


suscribe Arriola no parecería importar demasiado cuán dañina es la droga en cuestión, sí
debería importar en qué medida ella produce una adicción. En efecto, quienes entienden
que la autonomía es un valor insoslayable reconocen que ello no obsta a restringir
ciertas conductas que, aunque son en sí mismas autónomas, en definitiva tienden a
cercenar la propia autonomía de manera significativa, en especial si lo hacen de manera
definitiva. Esta es la razón por la cual los liberales en general se oponen a permitir que
una persona libremente elija esclavizarse.20 Si se quiere un ejemplo más cercano, el
argumento se podría aplicar a la decisión autónoma de autocercenarse de manera
irreversible la libertad futura de disolver un vínculo matrimonial.21

En Bazterrica, Petracchi analiza esta cuestión. Lo hace al justificar por qué, aunque sea
inconstitucional penar la tenencia, no lo es penar el tráfico. El argumento de Petracchi,
que según veremos tiene implicancias paradójicas, es el siguiente:

“[N]o todas las decisiones de cada individuo se adoptan en un estado de ánimo que
suponga que ha considerado lo que le conviene hacer en base a una libre deliberación
racional. El condicionamiento absoluto de la voluntad originado por la dependencia
patológica . . . impiden decidir ‘libremente’, y el Estado puede y debe interferir en la
actividad de terceros que toman ventaja de, o fomentan, o en definitiva explotan estos
estados, impulsando al que los padece a transitar por caminos irreversibles de ciertas
formas de adicción que conducen, sin escalas, a una muerte omnipotente . . . Resulta
pues incuestionablemente justo castigar al traficante, con fundamentos que no son
aplicables al consumidor (arg. art. 83, Cód. Penal).”22

El artículo del Código Penal citado es el que castiga la asistencia al suicidio. El


argumento, entonces, es que no se sanciona penalmente al que intenta suicidarse, pero sí

20
El clásico argumento liberal al respecto puede encontrarse en John Stuart Mill:
“By selling himself for a slave, he abdicates his liberty; he foregoes any future use of it beyond that single
act. He therefore defeats, in his own case, the very purpose which is the justification of allowing him to
dispose of himself.... The principle of freedom cannot require that he should be free not to be free. It is
not freedom to be allowed to alienate his freedom”. (On Liberty, p. 158).
21
Ver al respecto CSJN, “Sisto y Franzini s/ información sumaria”, Fallos 321: 92.
22
Bazterrica, voto de Petracchi, considerando 17.
al que lo asistió o instigó, y lo mismo cabría prescribir respecto de la droga. Aunque es
entendible que Petracchi recurra a esta analogía para explicar el diferente tratamiento
que recibe el consumidor, por un lado, y quien vende, regala o convida droga, por el
otro, parece inevitable que este argumento afecte el pilar fundamental de Bazterrica (y
Arriola); esto es, la entronización de la autonomía personal como valla frente a
cualquier interferencia estatal. En efecto, mientras que hasta ahora parecía que
estábamos protegiendo a quien autónomamente elegía cierto plan de vida, resulta que,
de repente, nos encontramos frente a una especie de autómata sin voluntad que transita
de manera irreversible el camino hacia la muerte. 23

La tensión entre las dos imágenes es evidente. Por un lado, el acto de drogarse aparece
como una decisión autónoma de quien persigue su plan de vida y por ende se encuentra
inmune, merced al artículo 19, a toda interferencia. Por el otro, nos encontramos frente
al cuadro del consumidor como mero instrumento de traficantes, no ya el sujeto de su
propia vida sino el objeto de los perversos planes de otros.

Petracchi también recurre a esta segunda imagen del consumidor sin voluntad al refutar
un argumento que pretende conectar la persecución del consumo con la de la venta.
Dice el magistrado: “Aducir que el castigo al consumidor permite disminuir la demanda
y, en consecuencia, el negocio del traficante, importa tanto como afirmar que proteger la
vida es contribuir a crear las condiciones necesarias para la ejecución de homicidios.”24
Como se puede apreciar, según esta analogía el comprador de drogas es tan responsable
de la transacción como lo es la víctima de un homicidio de ese acto. Más aún, en este
caso Petracchi ni siquiera está refiriéndose estrictamente al caso del adicto, sino que
extiende la imagen de víctima pasiva a todos los consumidores de drogas.

El problema es que si esta imagen fuera un adecuado reflejo de la realidad, poca cabida
debería tener el artículo 19 en nuestro análisis. Cobraría cuerpo, en cambio, la idea de
víctima, a la que la Corte ciertamente recurre,25 pero ella solo tendría sentido una vez
que hubiéramos renunciado a la idea de agente autónomo, y por ende a la protección
derivada del artículo 19.

23
En el mismo sentido, ver María Angélica Gelli, “Privacidad e incriminación en el caso ‘Arriola’”,
Revista de Derecho Procesal y Procesal Penal, 2010, fasc. 3, p. 438.
24
Bazterrica, voto de Petracchi, considerando 18.
25
Ver Arriola, considerando 19 del primer voto.
Claro está, ambas imágenes reflejan un aspecto de la realidad: hay consumidores adictos
que encajan en la segunda imagen, pero muchos otros consumidores, tal vez la mayoría
de ellos, eligen consumir drogas de manera razonablemente autónoma, en línea con la
primera imagen. Como la anterior discusión sugiere, es posible que ni en uno ni en el
otro caso se justifique la persecución estatal, pero ello sería así por razones y normas
distintas que incluso estarían en tensión.

Esta tensión se torna más manifiesta cuando analizamos ciertos supuestos que la Corte
expresamente excluye de la despenalización. En efecto, en los casos que encuadren en
el supuesto del agente autónomo, cabría poner en duda los argumentos esgrimidos por
Petracchi para justificar la punición del convite y las conductas que fomentan el
“contagio” –me refiero, en particular, a la acción de consumir droga en público.
Recordemos que tanto Bazterrica como Arriola, más allá de los matices en los votos de
los distintos jueces, se esfuerzan por diferenciar el consumo en privado del consumo en
público. Lo que podemos apreciar ahora es que en los casos en los que, por sus
circunstancias específicas, la idea de autonomía tiene más peso que la de victimización,
las razones para castigar el convite o el consumo en público se debilitan. Al fin y al
cabo, si la persona puede autónomamente decidir si consume droga o no, ¿por qué
menospreciar su capacidad de decidir autónomamente si acepta o no el convite? ¿Por
qué tenerle tanto miedo al contagio cuando estamos entre personas adultas que
autónomamente deciden qué hacer con sus vidas?

Estas dificultades argumentales desaparecerían, o se atenuarían sensiblemente, si en vez


de aspirar a regular todas las posibles variantes de consumo, convite y venta mediante
una decisión, nos focalizáramos en el caso concreto. Arriola y antes Bazterrica, no está
de más recordarlo, se referían a un caso de consumo de marihuana. Si los hechos del
caso no se ajustaban a la segunda de las imágenes descriptas, esto es, la del consumidor
qua víctima pasiva irrefrenablemente encaminada hacia la muerte, no había razón para
apelar por sobre-argumentación a tal imagen, minando en el camino la principal razón
para despenalizar la conducta objeto del sub lite: el principio de autonomía consagrado
en el artículo 19.
En lo relativo a esta cuestión, habría bastado, entonces, con constatar que no nos
hallábamos frente a una droga cuya adictividad, en las circunstancias del caso, privara al
sujeto de volición y lo convirtiera en el objeto de los actos de otros. Cabe aclarar que,
aunque estoy presumiendo que ese no era el caso, ciertamente sería pertinente que los
tribunales encararan esta cuestión fáctica con mayor rigor, si lo creyesen necesario.

Otro será el caso para resolver qué ocurre cuando la droga en cuestión es más adictiva;
y otro, para analizar la cuestión del convite y el consumo en público. Como adelanté,
creo que el tratamiento de esta última cuestión también debería ser sensible al tipo de
droga: no creo que sea lo mismo convidar o consumir en público marihuana que paco;
pero, insisto, esto debería ser tratado en otra oportunidad, cuando los hechos del caso así
lo requieran.

En definitiva, la forma en que Arriola, por remisión al voto de Petracchi en Bazterrica,


trata la cuestión de la adictividad es acentuadamente maximalista en la medida en que
resulta relevante discriminar entre tipos de drogas y la decisión no lo hace. Una droga
con un bajo poder de adictividad y solo moderadamente dañina, como la marihuana,
ciertamente no encajaría en la imagen utilizada por Petracchi para justificar la punición
del convite y el consumo en público, y esto nos debería llevar a reconsiderar, cuando la
oportunidad se presente, si la reacción estatal ante tales conductas, en relación al menos
con la marihuana, debería ser la que la Corte hoy propugna. En definitiva, el
maximalismo de los fundamentos aludidos en relación con estas últimas conductas lleva
a que la interpretación de la Corte no sea necesariamente pro homine, como la Corte
ambiciona26, ni implique una restricción más amplia de las potestades punitivas del
Estado.

Otro aspecto en que resulta maximalista el modo en que la Corte encaró la dimensión
relativa al grado de adictividad de cada droga se vincula con los distintos tipos de
interferencia estatal que resultan permisibles en cada caso. Esta es una cuestión que
trataré en el siguiente apartado, al discutir la relación entre el consumo de drogas y la
comisión de delitos, aunque como veremos ella se cruza con las dos dimensiones ya
tratadas hasta aquí.

26
Arriola, considerando 23 del primer voto.
c. Droga y delito

Pocas cuestiones en esta materia han suscitado tanta controversia como la potencial
conexión entre el consumo de drogas y la comisión de delitos, lo cual se vincula con la
existencia de un perjuicio a terceros. El principal argumento de Petracchi en Bazterrica
para rechazar la relevancia de esa eventual conexión es el siguiente: “[s]i estar bajo la
influencia de ciertos estupefacientes puede facilitar la producción de infracciones
penales, el castigo siempre deberá estar asociado a la concreta realización de éstas y no
a la mera situación en que el delito podría cometerse.”27

Es decir que a quien cometa un delito para obtener dinero para comprar droga o
envalentonado por el consumo de droga se lo sancionará por este delito, no por
drogarse.28 Este argumento es harto conocido. Andrés D’Alessio alguna vez graficó el
punto de la siguiente manera: cuando un hombre encuentra a su esposa con otro hombre
en la cama, es muy posible que luego se ponga violento y cometa un delito, pero no por
eso metemos presos a los cornudos.29

Si en el argumento del daño a la propia salud se debate nuestro nivel de compromiso


con el liberalismo y la consiguiente neutralidad del Estado frente a los distintos planes
de vida, aquí lo que está en cuestión es en qué medida somos fieles al ideal de un
derecho penal de acto –otro pilar del liberalismo– que no mira la peligrosidad del
individuo sino que lo juzga por sus acciones. No obstante, según veremos, el grado de
generalidad de los fundamentos de Arriola, una vez más, nos puede llevar por un
camino que no necesariamente estamos dispuestos a transitar hasta el final.

Supongamos que existe una droga cuyo consumo está muy altamente correlacionado
con la comisión de delitos violentos, al punto que se logra determinar que la mayoría de
las personas que consumen esta droga cometen tales delitos dentro de un lapso breve

27
Bazterrica, voto de Petracchi, considerando 19.
28
En la segunda hipótesis jugará la doctrina de la actio libera in causa.
29
Cito de memoria. D’Alessio se habría manifestado en esos términos u otros similares, si recuerdo bien,
en una entrevista televisiva donde se le preguntaba específicamente sobre la relación entre consumo de
drogas y delito.
posterior al consumo.30 Llamaré a esta droga “paco plus”. Si partimos de fundamentos
generales y de grandes principios, es difícil distinguir el paco plus de cualquier otra
droga, como por ejemplo la marihuana: en uno y otro caso, será cierto que a quien
cometa un delito se lo sancionará por ese delito, y no por el consumo de drogas previo.
Sin embargo, el paco plus parece distinto a la marihuana en un aspecto relevante, y esto
necesariamente debe impactar en el tipo de conductas estatales represivas que proceden
en uno y otro caso. En este sentido, no me cabe la menor duda de que el paco plus
justificaría conductas represivas más intensas que la marihuana.

En este punto, resulta indispensable cruzar lo dicho hasta aquí con el análisis de otra
dimensión en la que Arriola incurre en maximalismo: las distintas formas en las que el
Estado puede interferir con una conducta. Según vimos, y según enfatiza la Corte, la
garantía que el artículo 19 concede a las acciones privadas alcanza a toda “interferencia
estatal”. “Interferencia estatal” abarca mucho más que encarcelamiento. Por ende, bajo
la lógica de Arriola, si el Estado detectara que una persona tiene en su poder una droga
altamente correlacionada con la comisión de delitos, tampoco podría proceder al
decomiso y destrucción de la droga o a otra respuesta represiva de esa índole.

Una gran proclama del estilo “nunca se perseguirá a quien realiza una acción por el solo
hecho de que esta acción aumente las probabilidades de que se cometa un delito” no
puede ser suscripta en abstracto, sin atender a (a) de qué tipo de persecución estamos
hablando (¿decomiso?, ¿multa?, ¿cárcel?); (b) cuánto aumentan las probabilidades de
cometer un delito como consecuencia del consumo de esa droga; ni (c) cuán grave es el
delito en cuestión. Que estemos dispuestos a suscribir tal afirmación cuando lo que se
pretende es meter a alguien preso por consumir marihuana no es sorprendente; pero
cuando los hechos cambian en alguna de las tres dimensiones señaladas, o en varias de
ellas, nuestra reacción bien podría ser otra. En consecuencia, la decisión debe fundarse
de manera tal que no se obstruya más allá de lo necesario esta capacidad de realizar
distinciones. Si los fundamentos de Arriola hubieran sido más estrechos, más ceñidos a
los hechos del caso, tales distinciones futuras, cuando fueran necesarias o procedentes,
podrían establecerse más cómodamente, sin las piruetas argumentales a las que este
fallo probablemente obligue.

30
Y supongamos, para hacer las cosas más fáciles, que existe un grupo de control que nos permite afirmar
que el consumo de dicha droga tiene un efecto determinante en la conducta delictiva posterior.
El artículo 19 no debe ser interpretado a todo o nada, como una prohibición absoluta de
cualquier intervención estatal frente a conductas que no afecten a terceros de manera
palpable y evidente. Debemos analizarlo como un continuo susceptible de gradaciones:
cuanto más privada es la conducta, menos intervención estatal resulta procedente. En
consecuencia, frente a ciertas conductas no admitiremos ninguna interferencia estatal y,
del otro lado, el nivel más profundo de interferencia estatal –la cárcel– solo resultará
admisible frente a las menos privadas de las conductas, esto es, aquellas que
perjudiquen seriamente los derechos de terceros. En el medio, reinan los matices. En
este esquema, podemos sostener, por ejemplo, que fumar marihuana es una conducta
suficientemente privada como para que no resulte aceptable prácticamente ningún tipo
de interferencia estatal, sin que ello obste a que distintas formas de interferencia estatal
sí resulten procedentes, potencialmente, en otros casos.

Por ello, creo que un nivel de interferencia consistente en el decomiso y la destrucción


de la droga puede resultar un remedio adecuado frente a drogas cuya correlación con la
comisión de delitos sea demostrable. El mismo criterio, a mi juicio, debería aplicarse a
drogas que resulten altamente adictivas y dañinas para la salud. En estos casos, como
analicé anteriormente, los argumentos basados en el artículo 19 pierden peso a raíz de
que ya no nos hallamos frente a conductas genuina o razonablemente autónomas, a la
vez que cobra relevancia el deber estatal de velar por la salud de los individuos. Por
ello, en estos casos probablemente se justifiquen también determinadas medidas
coercitivas tendientes a combatir la adicción. Aunque parece innegable –y este es el
punto central del voto de Fayt– que la cárcel no es la mejor solución más allá de cuál
sea la droga consumida, el problema es que Arriola no ha sido escrita como una
decisión acerca de la inconveniencia de esta solución en particular, sino como una
garantía mucho más amplia frente a toda interferencia estatal con el plan de vida de una
persona, y es ese maximalismo el que obstaculiza soluciones que, potencialmente,
podrían resultar adecuadas en otros casos.

Lo paradójico es que tal vez muchas de las distinciones que propicié en los últimos
párrafos resultarían pertinentes para la mayoría de los miembros de la Corte. De hecho,
tal vez ninguno de ellos se opondría, por ejemplo, a que si a una persona se la encuentra
con paco, la droga sea decomisada y destruida; y probablemente, llegado el caso, no sea
otra la decisión de la Corte. Pero, si esto es así, ¿por qué fundamentar la decisión de
forma tal que se dificulte la introducción de distinciones relevantes?

Más aun, si las particulares características de la marihuana, como sostuve, resultan a


todas luces relevantes y probablemente hayan tenido mucho que ver con el modo en que
el caso fue resuelto, ¿por qué no destacar esas especiales características, con la ayuda de
estudios empíricos si fuera necesario, y sus implicancias jurídicas? Tal análisis hubiera
resultado mucho más pertinente que las citas de Hobbes, Locke, Dworkin y Seneca que
salpican el fallo.

5. Argibay y la teoría de los precedentes estrechos

Aunque hasta ahora no he analizado en particular los distintos votos que componen
Arriola,31 me detendré en la opinión de la jueza Argibay porque ella se vincula
íntimamente con la crítica al maximalismo de la sentencia que he venido desarrollando.

Sostiene Argibay, apoyándose en la distinción entre holding y obiter dicta, que una
decisión vale como precedente solo en la medida de los hechos particulares del caso. Si
esto es así, podría pensarse que ninguna decisión es más maximalista que sus hechos;
Arriola debería ser entendida como una decisión acerca de la tenencia de una pequeña
cantidad de marihuana en las particulares circunstancias que este caso involucra,32 y
nada de lo que he sostenido hasta aquí sería demasiado preocupante o, para el caso,
interesante.

Lamentablemente, no creo que esta postura, que Argibay ingeniosamente esgrime para
desdeñar Montalvo, sea sostenible con el alcance que la magistrada parece otorgarle. Sin
ir más lejos, el caso Elortondo, que Argibay cita en apoyo de su tesitura, es un ejemplo
interesante para analizar esta cuestión. Ese caso se recuerda no por lo que dijo sobre la
expropiación, sino por lo que significó en materia de control judicial de
constitucionalidad. A nadie se le ocurriría hoy decir que los principios de ese caso no

31
Para una crítica de la dispersión argumental de Arriola, ver Alberto Garay, “Breve nota a la sentencia
dictada en el caso Arriola”, JA 2009-III, suplemento del fascículo 14, p. 48.
32
Esto es precisamente lo que plantea Gullco, ob. cit., p. 440, quien sobre esta base distingue a Arriola de
Bazterrica, dado que ésta es singularmente silenciosa en lo que a los hechos del caso se refiere.
tendrían impacto más allá de los hechos particulares que en él se ventilaron –por
ejemplo, que se debe leer Elortondo en el sentido de que solo pueden ser declaradas
inconstitucionales las normas expropiatorias; o, peor aún, las normas expropiatorias
referidas a inmuebles de la Ciudad de Buenos Aires. No es ese, por cierto, el valor de
precedente que le otorgó nuestra práctica constitucional. Esto es así porque Elortondo
consagró un principio suficientemente general como para ser aplicado a casos cuyos
hechos diferían de manera considerable, ya que tales diferencias fácticas no se juzgaron
jurídicamente relevantes.

En el mismo sentido, y aunque comparto la crítica de la jueza Argibay al grado de


generalidad de Montalvo, su particular visión sobre el modo en que tal generalidad
afectaría el valor de ese caso como precedente no parece respaldada por nuestra práctica
institucional. Montalvo, a pesar de la enorme generalidad de sus fundamentos y su
desdén por la discusión de los hechos del caso, que Argibay acertadamente señala, se
utilizó como precedente en casos diversos. Más aún, y siempre en tren de ilustrar
nuestra práctica institucional, no es casual que la visión que Argibay adopta respecto del
valor de Montalvo no sea suscripta por los restantes integrantes de la Corte, quienes
optan, según vimos, por otro tipo de argumentos para apartarse de dicho precedente.

Como dije al comienzo, no basta que una decisión enumere los hechos del caso para que
su alcance como guía para casos futuros pueda válidamente restringirse a tales hechos.
Esto en buena medida dependerá del modo en que la decisión, en sus fundamentos, haya
establecido la relevancia jurídica de determinados hechos en particular. En este sentido,
Petracchi cita en Bazterrica y luego en Bahamóndez el precedente Ponzetti de Balbín,33
a pesar de que los hechos eran muy distintos, porque el principio enunciado en este caso
era suficientemente general como para que resultara procedente aplicarlo en aquéllos.
Obviamente, esto no dependía del grado de detalle con el que se enunciaron los hechos
del caso en la sentencia, sino del modo en que sus fundamentos atribuyeron relevancia a
esos hechos y se articularon con ellos.

Hasta aquí me he centrado en el modo en que la sentencia es escrita y no en el modo en


que es interpretada. Ambos actos pueden teñirse de un mayor o un menor maximalismo,

33
Bazterrica, voto de Petracchi, considerando 6; Bahamóndez, voto de Petracchi y Belluscio,
considerandos 11 y 13.
pero el punto es que el maximalismo de la interpretación se verá propiciado o
dificultado, según el caso, por el modo en que la decisión a interpretar se ha
fundamentado. Los fundamentos maximalistas fomentan interpretaciones maximalistas.
Por ello, si bien es posible que Arriola sea interpretada de manera poco maximalista –
acaso tan poco maximalista como la lectura que Argibay realiza de los precedentes en la
materia— el punto es que su fundamentación, al establecer principios tan generales y
omitir referencia a circunstancias genuinamente relevantes, no invita tal lectura.

Más arriba he procurado llamar la atención sobre un particular vicio que denominé
maximalismo acentuado, y que según dije consiste en pasar por alto especificidades del
caso que son claramente relevantes. Sin embargo, no es más atractiva la alternativa
opuesta, que podríamos denominar “minimalismo acentuado”, y que consiste en
interpretar un precedente de modo tal que se excluya su aplicación sobre la base de
diferencias fácticas que claramente no son jurídicamente relevantes. Así, sería
maximalismo acentuado aplicar Arriola a un caso de tenencia de paco (en lo que a
“ningún tipo de interferencia” se refiere), pero incurriríamos en minimalismo acentuado
si no lo aplicáramos a un caso ulterior en razón de cualquier variación fáctica
claramente irrelevante. No son las diferencias fácticas en sí mismas lo que importa, sino
la relevancia jurídica de tales diferencias, y son los fundamentos del fallo los que nos
orientarán en la dirección correcta, o no.

Sin dudas, enunciar los hechos del caso con algún detalle es un paso en la dirección
correcta; pero ese gesto, sin fundamentos que expliquen la relevancia de esos hechos y
que se articulen en torno a ellos, no basta para que una decisión deje de ser maximalista.
No alcanza con que Arriola mencione que la droga involucrada era marihuana si no se
explica por qué eso es relevante. Esta relevancia no surge del fallo y, de hecho, sus
fundamentos, según vimos, están formulados con un grado de generalidad que deja
poco espacio para introducir distinciones relevantes.

Por supuesto, siempre es posible confiar en el buen criterio del intérprete; pero no se
trata de confiar en que la interpretación será la correcta, sino de propiciarla.
6. Maximalismo y vaivenes jurisprudenciales

Para cualquiera que emprenda el análisis del tratamiento jurisprudencial de la


penalización de la tenencia de drogas para consumo personal, será difícil no detenerse
en el hecho de que tal tratamiento ha seguido un movimiento zigzagueante –de Colavini
a Bazterrica, de Bazterrica a Montalvo, y ahora de Montalvo a Arriola. Más allá de las
particulares soluciones a las que se arribó en cada caso, parece inevitable concluir que
tales vaivenes son, en sí mismos, algo indeseable si se aspira a construir un estado de
derecho con instituciones sólidas y predecibles. Esta consideración no necesariamente
resulta decisiva a la hora de decidir si un precedente en particular debe ser respetado o
no, pero nadie, creo, le asignaría un peso menor.

No es vano preguntarse en qué medida este problema se vincula con el maximalismo


que caracterizó las decisiones mencionadas.34 Cuando una decisión sostiene principios
más pequeños, más ceñidos a los hechos particulares que debe tratar, es más factible que
se ajuste un rumbo jurisprudencial mediante la introducción de distinciones relevantes y
sin mayor costo institucional. Esa alternativa no está disponible si el juez se propone
regular de manera general los distintos aspectos relativos al consumo de droga –no solo
aquellos que el caso concreto involucra, sino también muchos otros.

En este sentido, aunque parece aventurado afirmar que los vaivenes jurisprudenciales en
la materia fueron producto de este rasgo en particular, es innegable que el maximalismo
de los fundamentos empleados dio lugar a reglas rígidas que, como tales, al no poder ser
maleadas debían ser quebradas. Probablemente las oscilaciones hubieran sido de todas
formas inevitables, pero no así, tal vez, su amplitud.

* * *

No es sorprendente que los grandes principios ejerzan sobre nosotros una fascinación
tan particular e intensa. No deberíamos olvidar, sin embargo, que las batallas, incluso
las más grandes, muchas veces se ganan o se pierden en la letra chica, en los detalles, en

34
Aunque mi análisis se centró en Arriola y, por remisión, Bazterrica (voto de Petracchi), el lector no
dejará de percibir que las restantes decisiones de la Corte en la materia no escapan a las falencias
apuntadas.
las distinciones sutiles que tanto desconciertan e irritan a los abanderados de las teorías
omnicomprensivas pero que han sido, desde siempre, la tierra de los abogados.

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