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PÁGINAS DE

La leyenda del Rey Arturo LECTURA

I. Arturo, un noble rey para Bretaña


1.El nacimiento de Arturo

–¿Es que no puedes andar más despacio? -exclamó fastidiado Uther Pendragón.
No era lógico que él, el rey, el que había devuelto el orden y la prosperidad a la tierra de los bretones,
caminara apurado siguiendo a aquel anciano de cabello y barba blanca. ¿Cómo era posible que ese hombre
fuera tan ágil como un ciervo? ¿No decían, en la corte, que tenía más de setecientos años?
Claro que, tratándose de Merlín, el mago, nada le asombraba.
–El dragón nos espera en el lago antes de la noche, no debemos hacerlo esperar –dijo enigmáticamente el
anciano.
–Y ¿no es que el dragón está en todas partes al mismo tiempo? ¿No podría estar ahora aquí, por ejemplo?
–protestó el rey, esquivando las retorcidas ramas de un roble que producían un chasquido metálico al rebotar
contra su armadura.
Uther Pendragón no era un mal hombre, pero sí brutal e impetuoso, acostumbrado a luchar cuerpo a
cuerpo con la espada y poco dado a entender las sutilezas del mago, a quien, sin embargo, respetaba como a
nadie en el mundo.
Merlín le hablaba como se le habla a un niño impaciente:
–Tú lo has dicho: la niebla es su aliento, su voz es la voz del viento que hace gemir a los árboles, pero…
¿puedes entender la voz del viento? ¿Puedes ver algo a través de la niebla?
Uther Pendragón guardó silencio resignado.
Finalmente, dejaron atrás la maraña del bosque para llegar a la ribera del lago. El solo caía detrás de las
montañas, en el embudo de un valle desconocido. Las nubes, de pronto, se removieron con la fuerza de un
tornado hasta que dieron forma a una criatura imponente, suspendida entre el cielo y las tranquilas aguas. El
rey observó aquel prodigio con curiosidad, pero sin temor.
–Por Dios, ¿qué es eso que estoy viendo? –manifestó.
–Es el dragón, tu pariente. La criatura que dio origen a tu linaje. Llevas su sangre en tu sangre –aclaró
Merlín. Ignorando la perpleja expresión del rey, Merlín le explicó el significado de la visión: –Tendrás un
hijo, y será el más grande de los reyes: el dragón señala con su rayo las estrellas de la buenaventura y el
tamaño del reino que vendrá. Anuncia el inicio de la edad dorada, de las buenas cosechas, de la larga vida
para tu pueblo y dice que ya es tiempo.
–¿Tiempo de qué? –balbuceó Uther Pendragón.
Merlín, con una sonrisa franca, concluyó:
–Mi buen rey, es hora de que consigas una esposa.
Volvieron al camino donde aguardaban los caballeros de la custodia. A esos guardias cubiertos con
negras armaduras de la cabeza a los pies, luchadores de mil batallas, no les agradaba estar en el bosque,
poblado de murmullos, agitaciones, de súbitos silencios. Temían a los enanos de los mundos subterráneos, a
las hechiceras que solían adoptar las formas de una iguana o de un oso, según el caso. En ese bosque, las
apariencias engañaban; hasta las piedras eran piedras y, tal vez, algo más. Ellos, que acechaban a sus
enemigos sin piedad, eran a su vez, acechados por el temor al Otro Mundo, tan próximo y tan distante, cuyas
puertas se abrían y cerraban mediante una voluntad sobrehumana.
Regresaron a la corte, iluminando con antorchas la completa negrura del bosque; mientras Uther
Pendragón ya tramaba la futura boda.
Durante los días siguientes, los heraldos recorrieron las tierras de Bretaña anunciando una gran fiesta en
la corte, en la que no faltarían bailes ni torneos.
Y el día llegó, con los pájaros que alegraban los jardines, las flores abiertas, los perfumes llevados y
traídos por el viento. Decenas de músicos entretenían a las encumbradas personas allí reunidas: poderosos
barones; caballeros y, por supuesto, las mujeres más hermosas, con sus largos cabellos milagrosamente
arreglados hasta la cintura, oro en los vestidos y modales que seducían a los rudos caballeros; mientras, en la
mesa se disfrutaba la exquisita comida de la corte. Nadie sabía exactamente a qué atenerse, salvo a reír y a
divertirse; al fin y al cabo, era el rey más ocupado. Uther Pendragón, por cierto, no hacía más que recibir a
sus invitados y pasear y observar todo lo que ocurría en los jardines, hasta que vio a una dama dejándose
llevar por la alegre melodía ejecutada por los músicos. La mujer se movía con gracia y sentimiento; tal
actitud y su belleza estremecieron al rey para siempre, cómo si aquella danza no fuera otra cosa que un pase
de magia.
Hubo dos personas, además del rey, que notaron aquel estremecimiento: Gorlois, duque de Cornualles,
quien había incitado a danzar a su esposa y ahora estaba arrepentido; y Merlín, que iba de aquí para allá con
gesto cabizbajo, ajeno a la algarabía general.
Muy pronto, el rey se le acercó:
–Esa mujer… -dijo, señalando a la causante de su conmoción.
–Lo sé, Igraine, la duquesa de Cornualles –completó el mago.
–¿Cómo lo sabes? Bah… lo olvidaba. Tú siempre sabes.
–Ya tiene esposo. Y te aclaro que es Gorlois, tu poderoso aliado, el duque de Cornualles –dijo Merlín.
–¿Y eso qué? ¡Lo sabes mejor que yo mismo! ¡No puedo dominar los designios de las estrellas!
–exclamó loco de furia el rey.
–¿Llamas designio a un rapto de pasión? –protestó el mago.
–Llamo… ¡llamo a lo que llamo! –contestó fuera de sí el soberano.
Merlín sabía que no podía cambiar el curso de los acontecimientos una vez lanzados. No era Dios, no
estaba en sus manos cambiar el destino de las personas. Pero, a pesar de eso, aquella elección le provocaba
un profundo desagrado.
Si era cierto que las estrellas decidían el curso de las cosas, aun él, el hombre más sabio del mundo, el que
podía ver el futuro y conocía toda clase de encantamientos mágicos, debía aceptar y tratar de que las cosas
no se fueran de cauce. Y, en lo posible, controlarlas. Al fin y el cabo, su misteriosa misión no era otra que
equilibrar las fuerzas en perpetua tensión entre el mundo de los hombres y el mundo de la magia.
El rey, entusiasmado, se acercó a la duquesa y le dio a entender sus: intenciones; pero Igraine consideró
que debía preservar la honra de su marido y rechazó los galanteos. Gorlois, que no estaba dispuesto a ser
ofendido por nadie, aunque se tratara de su rey, partió por la noche, junto a Igraine, rodeado de su escolta,
rumbo a sus dominios, hacia Tintagel, el más inexpugnable de sus castillos.
Cuando Uther Pendragón supo de esto, se consideró ofendido y preparó a sus caballeros para tomar
Tintagel y hacer su voluntad. Se desató así una guerra: la fortaleza fue asediada por las tropas reales durante
días y noches; el fuego de las catapultas surcaba el cielo de un lado; las flechas de los arqueros, del otro; y
hubo muchas bajas de los dos ejércitos. Tintagel, ubicado en lo alto de un promontorio, sobre la saliente de
un acantilado, resistía muy bien el asedio; pero el rey no pensaba dejar de atacar cuando una compacta niebla
cubrió todo alrededor.
El rey ordenó a su ejército replegarse y entonces, tan veloz como había venido, la súbita niebla se
desvaneció y se llevó al castillo con ella.
Tintagel, la majestuosa fortaleza del duque de Gorlois, no era más que aire en la mañana.
Frustrados por la resolución del asedio, el rey volvió a la corte y no tardó en referirle a Merlín lo
sucedido. El mago, con una media sonrisa, le explicó:
–Tintagel está encantado. Durante los dos solsticios del año, el castillo ingresa en el Otro Mundo para
reaparecer al día siguiente.
–Entonces, volveré allí –exclamó el impulsivo rey.
–No, no vuelvas. No volverás con tu ejército. Te has metido en problemas: has traicionado a un leal
súbdito, has derramado sangre por ello; muchos dejarán de confiar en ti; y eso no tiene retorno.
–¿Y qué haremos, entonces? ¡Porque los designios de las…!
–Sí, lo sé… ¡las estrellas!... Lo haremos con la magia. Te daré la forma de Gorlois, entrarás en el castillo
cuidando de no hablar demasiado. Dirás que estás cansado y te irás al lecho. Pero debes jurarme algo.
–Lo que quieras –replicó el rey.
–Tu hijo quedará a mi cuidado. En los tiempos que vendrán, no será bueno para él vivir en la corte.
Merlín sabía demasiado bien que una traición engendraba otra traición.
Cuando las artes adivinatorias de Merlín indicaron la ausencia de Gorlois, introdujo a Uther Pendragón
en Tintagel, para sorpresa de Igraine. Igraine y el duque tenían dos hijas; una de ellas, Morgana, poseía la
misma capacidad innata de Merlín. En el preciso momento en que un combate confuso en medio de la noche
dejó como saldo una herida mortal a Gorlois, ella gritó en su cuarto que su padre había muerto.
Igraine fue a calmarla y le indicó que era un mal sueño: su padre estaba en el castillo, ya que había
regresado a descansar. La niña, no del todo convencida, no tuvo más remedio que aceptar la evidencia.
Pero, al día siguiente, se confirmaron las funestas noticias: Gorlois había muerto, tal cual lo había
presentido Morgana. Igraine, desconcertada, no lograba entender la fantasmal aparición de su esposo; más
tarde, cuando comprobó que esperaba un hijo, le encontró un sentido divino.
El rey, tiempo después, se acercó a Igraine y le rogó que ahora –que ya no debía cuidar la honra de su
esposo – le hiciera el favor de aceptar ser su reina. Igraine, esta vez, dio el sí con una sola condición: que sus
hijas Morgana y Morcades recibieran el trato de princesas.
Cuando Igraine dio a luz a Arturo, Uther Pendragón se enterneció mirando a su hijo. Sentimientos que
antes nunca había experimentado dieron un nuevo calor a su pecho y comprendió cuán duro le resultaría
cumplir con el juramento hecho al mago.
Merlín, mientras Igraine dormía, vino a reclamar al niño; y Uther Pendragón, a su pesar, lo entregó, no
tanto por respeto al juramento hecho, sino por el prudente consejo dado por Merlín: “Vendrán tiempos de
luchas internas, y el niño corre peligro de muerte. Muchos reclamarán la corona. Vivirá entre gentes
comunes hasta que llegue su hora.”
Al despertar y constatar la ausencia del niño, Igraine comprendió que, de un fantasma, sólo podría nacer
otro fantasma; sin embargo, durante muchos años, llevó en su corazón el dolor por su hijo perdido, Arturo,
esfumado en las sombras mientras ella dormía.

2. La espada en la piedra
La lluvia cubría de barro los caminos cuando, en el castillo de Sir Héctor, los criados se disponían a
despedir 1a jornada. Un extraño visitante llegó y pidió, de inmediato, por el señor. Sir Héctor, un hombre
justo y de palabra, dueño de muchas tierras, ese día no esperaba visitas, pero fue hacia la entrada de su
castillo y, en la oscuridad del umbral, un relámpago iluminó la inconfundible figura de Merlín, que producía
en él reverencia y temor:
–Pero… Merlín, ¿es posible que seas tú? ¿Qué llevas en los brazos?
La respuesta del célebre mago y consejero del rey, mojado por la lluvia y envolviendo amorosamente a un
niño entre sus brazos, fue sorprendente:
–He de pedirte algo muy importante para el futuro de este reino: cría a este niño como si fuera tu propio
hijo, sin mencionar a nadie que yo te lo he traído.
–Pero…
–No dudes, Héctor. Tú, tu hijo Kay y toda tu familia serán recompensados por esto.
Si algo sabía Héctor era que Merlín era un hombre de secretos, secretos que no eran revelados hasta que
él mismo lo considerase necesario. Por lo demás, el ilustre visitante se retiró sin dar más explicaciones entre
los prodigiosos fuegos del tormentoso cielo nocturno.
Poco le costó al buen hombre aceptar a ese pequeño, tan vulnerable e indefenso, acaso un huérfano
desgraciado que requería cuidados, atención y una crianza digna. Tanto él como su esposa lo adoptaron y le
brindaron todas las atenciones y cariños en igualdad con Kay, su hijo de sangre, que por entonces tenía tres
años.
Con el paso del tiempo, al ver que Arturo era un muchacho tan parecido a todos los muchachos de la
comarca, Héctor llegó a olvidar las proféticas palabras de Merlín.
Mientras el pequeño Arturo crecía a salvo de las conspiraciones, en la corte, las cosas no marchaban bien.
A partir de la guerra con el duque de Cornualles, los súbditos de Uther Pendragón ya no le guardaban la
confianza ciega de otros tiempos. Poco a poco, esa falta de confianza fue potenciada con la natural codicia y
envidia que un grupo de señores cultivaba, no sólo por Uther Pendragón, sino por cualquiera que ostentara el
trono. Eran los eternos aspirantes al poder, los que habían acumulado tierras en guerrillas con señores
vecinos, los que no conocían aún sus límites. Sin embargo, Uther Pendragón era un rey guerrero y mantenía
un ejército personal conducido por mano firme. Por lo tanto, nadie se atrevía a enfrentarlo abiertamente.
Durante esos años difíciles, Merlín apareció poco y nada por la corte. Sus propios asuntos lo mantenían
ocupado en el Bosque de Brocelianda y en el Valle Sin Retorno, y lo cierto es que el rey extrañaba su
presencia y sus consejos. Pero Merlín ya no estaba pendiente del presente, cuyos conflictos sabía
inevitables: la decadencia del rey estaba escrita en leyes que él podía descifrar, pero nunca modificar. Su
obligación era cuidar su energía para entronizar a Arturo, y ninguna emoción humana lo apartaría de ese
objetivo.
Y el futuro llegó de pronto, precipitado con la muerte del rey, víctima de una extraña enfermedad que lo
tuvo postrado en el lecho real varias semanas. Se rumoreaba en secreto que uno de sus sirvientes le había
colocado veneno en la comida. Lo cierto es que aquel hombre que no había conocido la derrota por la
espada, se debatía ahora, débil y postrado, incapaz de pronunciar palabra.
Cuando dejó este mundo, el reino no tenía cabeza para colocar la corona vacante. Y a pesar de las
reuniones que las gentes más sensatas propiciaron para dar con el nuevo soberano, nadie se ponía de acuerdo.
Si no había un pretendiente por derecho de sangre, eran muchos los que deseaban ese lugar por el derecho de
la fuerza. Mientras tanto, los señores feudales dictaban sus propias leyes en sus dominios, sin preocuparse
por el resto; así que poco a poco, las divisiones entre ellos se fueron acentuando. Los campesinos sufrieron
una inexplicable serie de malas cosechas; y los antes orgullosos caballeros del rey deambulaban sin destino
por los caminos, sufriendo terribles necesidades. Muchos soldados, movidos por la desesperación y la falta
de conducta, se convirtieron en bandidos y se les unieron. Bandas sin ley asaltaban las empobrecidas y
maltrechas villas. Poco a poco se vieron retornar, con renovada crueldad, los males de tiempos antiguos: el
hambre, la enfermedad, el delito. Entonces, al tener noticia de que los pueblos de Bretaña se desangraban
entre sí, los sajones invadieron la península de Armor.
Así, Bretaña se encontraba en una espiral de violencia y miseria, cuando Merlín supo que había llegado la
hora.
Hábil tejedor de la trama que llevó al trono al ignoto Arturo, que continuaba a resguardo, perdido en las
brumas del centro del país, se reunió con el arzobispo de Londres y le sugirió festejar la próxima Navidad
con un gran torneo, tras prometerles a todos los señores y nobles del reino purificar sus almas y así poder
elegir al nuevo rey.
–El reino decae en la peor de las miserias, pronto seremos muchos reinos dispersos entre sí, si no
elegimos a un nuevo soberano en esta Navidad.
Cuando el mensajero llegó a las tierras de Sir Héctor con la noticia, el noble hombre pensó que ya estaba
viejo para batirse en justas; pero Kay había sido nombrado caballero y poseía yelmo y armadura. ¿Y qué
mejor escudero podría tener que su hermano de leche, el joven Arturo?
Así fue como los tres partieron hacia Londres, deslumbrados por las promesas de aventuras:
–Quién sabe, Kay, estaremos allí donde surgirá el nuevo rey de una vez por todas. Quizá, puedas lograr
un lugar en la corte –le dijo Héctor a Kay, quien ya vestía su nueva cota de malla, hecha en plata pura.
–¿Y qué me dices si acaso soy yo elegido rey? –le comentó el muchacho, lleno de confianza en sí
mismo, lo que despertó una tierna mirada en su padre. “Todos los sueños están permitidos para un joven
valiente”, pensó Sir Héctor.
Luego de viajar tres días, llegaron al campamento, muy cerca de las murallas que defendían a la ciudad de
los invasores. Había anochecido, y apenas se veía el tenue resplandor de unos candiles delante de oscuras
fortificaciones. Arturo era testigo del ajetreo del campamento, con decenas de imponentes guerreros que
conversaban, el ruido de los martillos que trabajaban el metal de las armaduras, los sirvientes que caminaban
apurados por los senderos, el saludable olor de los caballos cansados –el olor de los caminos y de la
aventura para el maravillado Arturo –. Pronto supo que, entre los caballeros, circulaba un rumor
extraordinario.
De la noche a la mañana, había surgido una piedra frente a la catedral: un bloque de granito de color rojo
con una espada incrustada. La piedra tenía grabada una leyenda:
AQUEL QUE SAQUE LA ESPADA DE ESTA PIEDRA SERÁ LEGÍTIMO REY DE TODA
BRETAÑA.
Nadie se explicaba aquella aparición: algunos caballeros, incluso, se atrevieron a tocar la espada y, luego,
a tirar de ella con todas sus fuerzas; pero el arma se mantuvo en su sitio sin despegarse un milímetro. "¿Qué
es esto? ¿Qué significa?", farfullaban los más desconfiados, pretendiendo ver en la espada Excalibur alguna
especie de trampa. Pero el mismísimo arzobispo mandó a los caballeros a tornear por la mañana: el ganador
sería el primero en hacer el intento de quitar la espada de su vaina de piedra.
Al final, se establecieron las reglas: los caballeros combatirían en grupos de doce, todos contra todos. Por
último, los ganadores de cada torneo lucharían entre sí; y este ganador entre los ganadores sería el campeón.
Muchos decidieron descansar en las posadas de la ciudad, pero los más preferían el fuego y la fraternidad
del campamento. Todos durmieron y al llegar el amanecer, con la primera luz, los dos muchachos ya estaban
contemplando el milagroso espectáculo jamás visto por ellos: la ciudad.
–¿Qué son esas torres? –preguntó Arturo.
-Campanarios -dijo presuntuoso Kay.
Las increíbles murallas abrazaban la enorme ciudad; sus campanarios, los tejados brillantes bajo esa luz
fresca les hablaban a Kay y al pro pio Arturo de otras magias, distintas de las magias de Nimue, la dama del
lago, y de Merlín y los druidas de la Antigüedad. La magia del hombre, de sus arquitectos, resplandecía en la
gloriosa luz de aquel amanecer. Los prodigios pensados por algunos y hechos con los sacrificados brazos de
otros miles.
Ya las trompetas llamaron a batirse en el primero de los torneos, Kay que estaba desayunando bayas
silvestres, corrió a calzarse la pesada armadura de plata. Aún no estaba del todo acostumbrado a ella –y por
cierto que le costó un tiempo más hacerlo–.
Varios caballeros disputaban en los primeros torneos. Cada tanto, alguno caía derribado por un mazazo y
se retiraba del juego con dificultad, a causa del peso de la armadura y del dolor por los golpes recibidos;
mientras el polvo que levantaban los caballos provocaba una niebla más y más oscura a medida que
aumentaba el fragor de la contienda. Kay observaba con interés. Su padre le dijo:
–Tal vez, recibas un golpe doloroso; pero te aseguro que es muy divertido.
–¿Puedes ceñirme la espada? Se acerca mi turno –le preguntó Kay a su escudero, impaciente, montado a
su caballo.
–¿La espada? ¡La espada! –exclamóArturo.
–Un buen escudero debe alcanzarle la espada a su caballero –lo reprendió con una sonrisa paternal
Héctor.
Aturdido como estaba, el inexperto escudero corrió hacia el campamento para encontrarse con que la
espada de Kay no estaba donde él suponía que debía estar. Desesperado, buscó y preguntó a todos los que se
cruzaron en su camino, avergonzado por ser un escudero tan descuidado.
Entonces, la magia obró.
Arturo vio a un niño ¿o acaso, a un enano? Era, por cierto, un veloz corredor. Y llevaba algo entre sus
manos ¿huía con la espada de Kay? El pequeño corría hacia la ciudad, y lo siguió sin pensar. ¡El turno de su
caballero empezaba! ¡Ya casi podía sentir las trompetas! A las puertas de la ciudad, una multitud de personas
entraba y salía: carretones con alimentos, comerciantes de gestos ceñudos, soldados y bestias. Arturo corría
maldiciéndose por su torpeza. Y de pronto, chocó contra las patas de un caballo, tendido en el suelo, observó
cómo el ladrón se perdía entre las gentes, cerró los ojos, los abrió… y vio la espada Excalibur. Sobre el
bloque de piedra roja, a la sombra de la catedral, la aguja del campanario vertiginoso que buscaba el cielo.
La espada... la espada que comenzó a brillar con una extraña luz verdosa, nerviosa como la idea que
comenzó a latir con fuerza en su mente angustiada.
No reconoció, en el menigo que le sonreía muy cerca de él, al terrible Merlín en uno de sus mil disfraces.
El mendigo lo empujaba... ¿toma esa espada!, ¡es tuya!, ¡te espera desde el inicio de los tiempos y es para ti,
para que lleves este reino a su máxima gloria, para que quede en la memoria de los hombres el recuerdo de
que, alguna vez, existió la paz y la perfección en la tierra!
Entre todos esos hombres apurados que pasaban sin saber y miraban con distraída curiosidad el
monumento nuevo frente a la imponente catedral, estaba el joven Arturo, solo. Entonces, sus dos manos
cayeron a pleno sobre la empuñadura y tomaron la espada; y ésta, dócil, hecha para él, se desprendió con
facilidad de su piedra madre; y Arturo sintió el vértigo y la locura pero, aún en. ese vértigo y en esa locura,
recordó que era un aprendiz de escudero y su deber: reemplazar otra espada robada por un insensato ladrón.
Y corrió nuevamente hacia el campo, feliz y esperanzado. Aún no habían sonado las trompetas de la lid,
pero otras trompetas sonaban en el Otro Mundo, en la isla de Avalón donde Excalibur había sido forjada por
las hadas guerreras. Ya sabían, ya todas las hadas sabían que Excalibur había sido tocada por su único dueño,
sonaban las trompetas de la gloria en Avalón, y las hadas sonreían: ¡Sabrían los hombres que la edad dorada
también era posible para ellos!

3. Un pueblo, un rey
–Y bien, le llevaré ésta -se ordenó sin dudar, Arturo, movido por la urgencia.
Y se la dio a su hermano, inquieto por la demora.
–¡Ésta no es la mía! –protestó Kay. Pero, al ver la hermosa espada que Arturo había colocado entre sus
manos, casi se cae del caballo –. ¿De dónde la has sacado? –preguntó, maravillado por la belleza del arma.
–De la piedra, frente a la Cátedra! La tuya la robaron, pero ¿no es ésta más hermosa? –dijo con
inocencia Arturo.
–¡Padre! –gritó Kay.
Sir Héctor se acercó al muchacho.
–Tengo la Excalibur. ¿No soy, acaso, el rey?
Sir Héctor quedó sin palabras por un momento pero, finalmente, recobró la lucidez.
–¿Puedes jurarme que la sacaste tú? ¿Sabes lo que significa?
El impetuoso Kay vaciló, miró la espada, luego a Arturo, finalmente, a su padre. Con un ademán, señaló a
su hermano.
–¡Volvamos a dejarla en su sitio! -atinó a decir Sir Héctor, conmovido por un remolino de emociones. Él
ya comenzaba a saber: aquella lejana· noche, Merlín, el relámpago en el umbral; las palabras de Merlín
danzaban ahora en su cabeza; y las colinas brumosas que rodeaban a
Londres parecían decirle: "¡Grítalo! ¡Tenías al rey que se alimentaba en el pecho de tu esposa! ¡Criaste a
un rey sin saberlo!". Héctor ya sabía, como sabían las hadas en Avalón.
Los tres estaban frente a la piedra. Otros los habían seguido.
–Coloca la espada en su lugar –ordenó Héctor, y Arturo obedeció–.Ahora, sácala –Arturo lo hizo sin
dificultad.
"Por Dios”, murmuró Héctor, aterrado de gozo, aterrado por su increíble lugar en aquel inmenso juego de
magia. Había sido rozado por un destino demasiado grande para su pequeña vida de rico propietario de
tierras. Le pidió a Arturo que volviese a incrustar la espada; él mismo intentó sacarla sin éxito y, luego, le
pidió a Kay que lo hiciera; pero los fuertes brazos de Kay no pudieron quitar la Excalibur. Algunos
caballeros, advertidos de lo que estaba sucediendo, se acercaron. Nadie entendía lo que estaba pasando, hasta
que el propio Héctor gritó con todas sus fuerzas:
–¡Por Dios que, si entiendo algo de la vida, el nuevo rey está ante nosotros! –Y de inmediato, se
arrodilló ante el desprevenido Arturo.
–Padre, no hagas eso –rogó consternado Arturo, pero las hadas bailaban en Avalón, las hadas reían y
festejaban. ¡Los hombres sabrán! ¡Conocerán el gran juego del dragón que está en todas las cosas! ¡Probarán
el sabor de la gloria! ¡Aprenderán a vivir como reyes porque tendrán un Rey Verdadero, mitad hombre,
mitad prodigio!
Ah, pero esos guerreros que habían andado por muchos caminos para tornear allí, esos hombres
acostumbrados a matar, no iban a aceptar las cosas tan fácilmente.
–¿De qué se trata esta acción tan baja? ¿Cómo es posible que este joven escudero pueda siquiera aspirar a
ser más que paje de un señor? ¿A qué clase de torneo hemos venido?
Así se elevaron muchas voces de protesta: demasiadas ambiciones había allí reunidas; y todos esperaban
impacientes lucirse en el torneo y, acaso al final, reclamar para sí el derecho a desenterrar esa espada. ¿O
cualquiera podía sacarla de allí? ¿Cualquiera?
–Él no es mi hijo –gritó Héctor. Y luego, al notar e1 desconcierto de Arturo, aclaró–: sólo Merlín sabe
quién eres en realidad. Te he criado como a un hijo bajo su influjo, mas te quise siempre como a Kay.
–¿Quién es Merlín? -preguntó Arturo.
Merlín, que había pasado inadvertido, envuelto en una raída capa de mendigo, dejó caer su disfraz,
enderezó su figura y exclamó con voz calma mirando al flamante rey:
–Yo soy Merlín –y luego, a los demás –: escuchen todos: Arturo no es un escudero, es hijo de Uther
Pendragón, y yo lo he llevado cuando niño al castillo de Sir Héctor para que lo criara. Excalibur lo ha
designado rey porque era su destino.
Arturo escuchaba aquellas palabras sin comprender.
–Todos los que duden, intenten por sí mismos –bramó Merlín para que se convencieran los incrédulos.
Durante horas, todos –y si acaso niños, si acaso mujeres– ¡todos acudieron! Nadie debía dudar que sólo
un par de brazos pudiera quitar esa espada de la piedra.
Una larga fila de hombres, casi todos enojados y más que enojados, furiosos por la forma en que se
desarrollaban los acontecimientos. Habían ido allí a lidiar. Confiaban en sus brazos, en los herreros que
habían forjado sus armaduras, confiaban en pasar un día entero con la esperanza de ser consagrados reyes.
No, reyes, no. ¡Rey! Y un muchacho sin sombra de barba, un niño casi, un campesino, les robaba el sueño
más grande con la misma facilidad que un oso cazaba ardillas en los bosques.
Uno por uno probaron los señores, luego los caballeros y hasta los más humildes pobladores. Nadie pudo
sacar la espada.
Merlín consideró que el asunto ya llevaba demasiado tiempo. Pronto llegaría la noche, y era Navidad, y el
rey debía surgir a la luz en esa Navidad.
–Arturo, prueba por última vez.
Con toda facilidad, sin esfuerzo visible, Arturo levantó la espada, y su brillo encandiló a los presentes, y
alguien gritó:
–¡Un pueblo, un rey!
Y como si recitaran un salmo, muchos se fueron agregando y, por varios minutos, mientras el aire del
ángelus cubría la escena como un manto misterioso, Arturo con su espada, que señalaba lo más alto, con su
espada que apuntaba al infinito como el campanario de la catedral de Londres, escuchaba el hipnótico canto
de sus primeros súbditos fieles.
Pero algunos se alejaron: no todo resultó tan sencillo. Dejaron atrás las murallas y, en las tenebrosas
sombras del bosque, planeaban qué hacer. Reducir a los fieles de Arturo, convencer con la espada de que
triunfará el más fuerte.
Arturo sentía la vibrante energía de Excalibur y, sin saberlo, sin pensamientos, sin haber sido proclamado
aún siquiera caballero, sin que ningún acto oficial lo coronara, con toda la masa de su cuerpo aún por crecer
en altura y musculatura, sentía que era el rey de Bretaña. Excalibur se lo decía; se lo decían los ojos de
Merlín; la reverencia de Héctor, su padre adoptivo; el desconcierto de Kay; los gestos de muchos otros,
cuyos nombres aún no conocía, pero que bien pronto, ahora mismo, ya eran sus fieles aliados, sus caballeros,
su ejército, los miembros de su corte aún vagabunda.
–¡Háblales! –le sugirió Merlín con firmeza–. Son tus hombres.
–¿Y qué les diré?
–Tú eres el rey ¿qué puedo saber yo de lo que dirá un rey? –dijo con una sonrisa maliciosa Merlín.
Y Arturo habló:
-Aquel que sea esforzado y valiente, y quiera convertirse en caballero de mi corte, ¡que me siga!
***
Merlín llevó a Arturo a la orilla de un lago de aguas cristalinas. Le explicó el origen de aquella milagrosa
espada:
-Excalibur fue forjada e n Avalón por las hadas guerreras, en el inicio de los tiempos. Con ella, serás casi
invencible, pero te falta algo para que tu protección sea completa.
En ese instante, una mujer bellísima emergió de las aguas. Era Nimue, la dama del lago. Sus poderes
mágicos alcanzaban alturas apenas inferiores a los de Merlín, y le indicó dulcemente al atribulado rey:
–Tienes el arma más poderosa de la tierra, pero te falta la vaina. Con ella en tu costado, nunca morirás de
ninguna herida, jamás la pierdas.
–Pero... ¿dónde está esa vaina? -preguntó Arturo.
-Ven, tómala tú mismo.
Dicho esto, la dama volvió a desaparecer, pero instantes después, su pálido brazo en la superficie del agua
sostenía una vaina. Arturo se zambulló en las aguas y, con delicadeza, tomó la envoltura de oro, rozando con
la yema de sus dedos la mano de la dama.
Luego, fue todo silencio.
Comenzó un período de grandes pruebas para el joven rey y para sus aliados. Era preciso afianzarse en el
poder; para esto, era necesario luchar contra los rebeldes más cercanos, y luego, extender el reinado hacia el
resto de los pueblos.
La coronación oficial se cumplió un frío y soleado día de invierno en el palacio que sirvió
provisoriamente como vivienda real.
El encuentro de Arturo con su madre verdadera, Igraine, fue conmovedor. La viuda, que había visto cómo
la noche se había tragado a su hijo y cómo el destino se lo devolvía, ahora, no podía dar crédito a lo que veía.
Al fin escuchó de Merlín la verdad y supo que Arturo era hijo suyo y de Uther. Ambiguos sentimientos de
amor y odio despertaron en Morgana, pues de algún modo, asociaba a Arturo con la muerte de su padre
Gorlois, el duque de Cornualles. Siendo desde su más tierna juventud discípula de Merlín, se hizo experta en
el arte de curar las heridas, pero también, aprendió a provocarlas con toda impunidad. El mago intentó
dominar su lado maligno; pero Morgana se mecería siempre entre el bien y el mal, sin distinguirlos con
claridad.
En los primeros tiempos, Merlín dedicó todo su tiempo y energía a enseñarle al joven rey el oficio de
reinar en un reino dividido y empobrecido, con miles de barones rebeldes.
Arturo ya tenía a sus caballeros leales, y entre los mejores guerreros; que cumplían los códigos de
conducta, estaban Kay, su hermano de leche; y sus sobrinos Sir Gawain, Agravaín, Ivaín, Gueheriet y
Guerrehet; Bedevere; y otros como Ulfius, Mador y Brastias. Muchos de ellos habían sido despojados de sus
tierras; y Arturo encontró así una oportunidad para ejercer su autoridad y aumentar la fidelidad de sus
aliados, devolviendo a sus dueños legítimos las propiedades robadas.
Fue contra el rey Uriens como Arturo celebró una de sus primeras grandes victorias, luego de varias horas
de combate cuerpo a cuerpo. El mismo Arturo derrotó a decenas de enemigos con el poder de su espada y
con la protección mágica de la vaina; de tal modo que, en un momento, el rey Uriens y sus cuatrocientos
caballeros, por cierto diezmados, comprendieron que la victoria era imposible y se rindieron. Arturo, que
precisaba aliados poderosos y no un enemigo derrotado y humillado, lo abrazó y le respetó parte de sus
tierras; y ambos ejércitos se convirtieron en uno sólo; y no mucho después, Uriens tomó por esposa a
Morgana.
A partir de esa victoria, las campañas lo condujeron por toda Bretaña, hasta que el último rebelde hubo de
capitular. En todos los casos, Arturo empleaba la misma táctica: ofrecer algo al derrotado y prometer más
riquezas en el futuro, a cambio de que el bienestar se trasladara a las gentes comunes del pueblo. Y así
guerreó contra el rey Lot de Lothian y de Orkney, y sus quinientos caballeros; contra Nentes de Gaulot y sus
setecientos caballeros; el rey de Escocia y sus seiscientos caballeros; y contra el llamado rey de los cien
caballeros; que no eran tantos, pero sí, los mejores. A todos los reinos, venció y les respetó a los reyes el
título de rey; pero Arturo era el rey por encima de todos los reyes; y cada uno de ellos era rey vasallo; y 1es
mantuvo sus capitales, aunque les aclaró que, al finalizar las guerras, construiría la ciudad de
Camelot, que fue la capital por sobre todas las capitales.
Pero faltaba aún expulsar a los invasores sajones en la península de Armor: hacia allá fue Gawain con un
gran ejército de caballeros, y los invasores fueron echados al mar. Regresó colmado de gloria, pues su
victoria cerraba el anillo protector a las dos Bretañas y culminaba el ciclo de las guerras que consolidaron el
poder de Arturo en unos pocos años.
¡Años cuya intensidad se notaba a simple vista en el cuerpo y en el alma del rey! De aquel jovencito torpe
a este soberano justo y generoso, había pasado una vida de campañas, de muerte, de noches heladas y
nevadas crueles que erizaban la piel y agarrotaban los músculos. Lejos de casa, lejos del hogar, pata defender
el hogar.
Así se sembró la semilla para hacer del reino el mejor lugar de la tierra; era el tiempo de construir
caminos seguros, impartir justicia, mejorar las ciudades, aumentar los rebaños, extender los campos de
siembra.
Y una cosa buena fue trayendo la otra; y pronto, comenzaron a verse los frutos y a cumplirse el destino
grandioso de Arturo, recordado por siempre como la edad dorada.
Arturo recorría los valles, aun en los más duros días de invierno, para ver en qué condiciones vivía el
pueblo. La gente acudía con grandes demandas y grandes ansiedades, pero nada de esto lo excedía. El
ejercicio del poder no lo agobiaba, tal era su fortaleza.

4. El senescal negro
Al ver Merlín que el curso de las cosas se encaminaba tan bien y que el joven rey había madurado y se
encontraba en la flor de la edad, le sugirió que era tiempo de tener una esposa.
Iba Arturo a responderle, cuando unos gritos lo distrajeron. Al otro extremo del puente levadizo que
protegía la entrada del castillo, un hombre pedía por el rey; pero los guardias dudaban.
–Que pase –ordenó.
El recién llegado vestía una túnica que estaba en muy malas condiciones, sucia y ajada por el polvo y el
viento, y todos sus ropajes se encontraban en idéntico mal estado, y llevaba en su cara la expresión fatigada
de un hombre sin fuerzas.
Luego de darle de beber y de comer, y de permitir que pudiera lavarse, Arturo lo escuchó.
Venía del lejano reino de Monts; el señor de esas tierras había combatido desde los primeros días junto a
Arturo; pero el noble había sido asesinado por su senescal en un acto de alta traición. Aquel oficial, aliado
con las fuerzas malignas del Otro Mundo, dominaba ahora el territorio y tenía en un castillo prisioneras a la
hija, conocida como Flor de Monts, y a la esposa del desaparecido señor de Monts.
Los caballeros de la corte comenzaron a disputarse el derecho para liberar a las dos damas, pero Arturo
sintió que debía encargarse en forma personal.
–Es una locura, ya lo han intentado decenas de caballeros; y todos han sido muertos misteriosamente –
explicó el mensajero.
–Pues, será para mí una aventura tan grande que no tendré otras en mucho tiempo. Es preciso que mis
aliados sepan que aun muertos, el rey en persona velará por sus familias.
Merlín asintió silenciosamente, conocía el poder de los símbolos; y aquella decisión del rey no hizo sino
asegurar aún más la fidelidad de sus aliados.
Luego de un largo viaje, Arturo y los caballeros que lo acompañaron fueron interceptados por una figura
enlutada, en plena noche.
–¿Te cuesta re conocerme ? Soy tu aliado, soy el rey de Monts, mejor dicho, su fantasma.
Los caballos retrocedieron nerviosos, pero Arturo se bajó del suyo y se acercó al aparecido.
–¡Por cierto, eres tú! Estabas vivo y sano cuando te vi la última vez. ¿Qué ha pasado?
–Sólo el castigo del traidor me procurará el descanso para poder partir hacia el Otro Mundo. No podré
hacerlo mientras mi familia esté bajo el dominio del senescal negro.
Luego, el aparecido le señaló el tenebroso paisaje que los rodeaba y le aconsejó cómo luchar contra el
maléfico enemigo.
–Sigue este camino hasta que te encuentres con un árbol cuya altura supera todas las de los demás. Es un
árbol que aún contiene el poder benéfico que supo ser común en estas tierras. Espera bajo sus ramas para que
te dé las fuerzas que necesitarás para enfrentarte al senescal y, por ningún motivo, te alejes de él. Cuando
amanezca, verás un claro y un camino que te conducirá al castillo del senescal. Y sabrás qué hacer de allí en
adelante.
El fantasma se desvaneció en la niebla nocturna. Arturo ordenó a sus caballeros que aguardaran por él y
continuó sólo y sin temores hasta hallar d árbol gigante. Apenas se sentó, apoyó su espalda contra el tronco,
rodeado por la oscuridad. Sentía que las fuerzas se renovaban en su cuerpo, cuando vio que varias
presencias se acercaban hasta cierto punto y luego se detenían, como si una barrera invisible les impidiese
acercarse más. Pudo ver a no menos de doce caballeros montados y a otras personas de pie. De pronto, vio
que algunos encendieron antorchas y marcaron un cuadrado luminoso, en medio del cual, los caballeros
iniciaron un torneo. Se daban golpes con sus lanzas y aun los que eran derrotados y caían al suelo no
aparentaban dolor, se reían y provocaban a Arturo.
–Eh, tú, que has venido de tan lejos a combatir con nosotros. ¿Por qué no lo haces ahora?
Insistieron tanto que estuvo tentado de abandonar la protección del árbol; pero las palabras del aparecido,
el padre de Flor, lo mantuvieron en su sitio.
–¡Cobarde! ¿Tú te crees rey? –lo provocaban.
Entonces otros caballeros reemplazaron a los primeros, y el combate se tornó sangriento. Ahora se
repartían golpes con mazas, y con el hacha, se producían terribles heridas bajo la luz de la luna y de las
antorchas.
Los caídos se retorcían de dolor en la hierba mojada y clamaban piedad.
–Sólo tú, Arturo, puedes detener esta matanza. Hay sangre en la hierba, nuestra sangre. Nosotros
defendemos a Flor y a su madre. Si tu Excalibur vale algo, ¿por qué no nos ayudas? –gritó uno de los
heridos.
Pero Arturo recordó las palabras del fantasma: "De ningún modo abandones la cercanía del árbol".
Durante horas, sintió el grito desgarrado de los heridos, soportó las agonías y el impulso de violar el límite
del árbol, pero suponía que aquélla era una trampa y, al fin, el amanecer llegó; y el fuego de las antorchas,
los heridos, los caballeros comenzaron a volverse lentos en sus movimientos y, cada vez, más transparentes,
hasta que se esfumaron por completo.
Ahora sí veía un camino y, en el fondo de éste, un puente y, al extremo del puente, un imponente castillo.
El castillo del senescal negro, el hechicero, el traidor.
Montó su caballo a toda velocidad, vigorizado y fresco como si hubiera descansado toda la noche, y
entonces vio al senescal, totalmente desprevenido, pues se creía invulnerable con su guardia de espectros.
Sin darle tiempo a nada, Arturo desenvainó la espada y cumplió su misión.
Abrió las puertas del castillo y se encontró con la hija del amigo, hermosa y serena, a pesar de la larga
temporada en cautiverio; a su venerable madre; a los criados y doncellas que habían compartido el amargo
encierro.
Ahora el señor de Monts podía descansar en paz. Arturo confortó tanto a la esposa como a la hija. Buscó
a sus caballeros, que lo esperaban en el bosque, dominados por la incertidumbre, y los llevó al castillo donde
festejaron por el feliz resultado de la empresa y por la valentía del rey.
Kay insinuó que la princesa Flor era la más indicada para ser la futura reina; pero Arturo respondió con
un leve ademán, negando esa posibilidad.

5. Arturo se enamora de Ginebra


En realidad, desde hacía tiempo, Arturo tenía deseos de conocer a la hija de Leodográn de Carmélida,
cuyas tierras no estaban lejos de allí.
Sir Héctor le había hablado de su perfección física y de su fuerte carácter, digno de una reina, y le había
asegurado que era la mejor esposa que podía hallar en Bretaña. Merlín también quería ver casado al rey, sin
embargo, nunca se mostró interesado en esta sugerencia. Su indiferencia acrecentó, sin duda, la curiosidad de
Arturo por conocer a Ginebra –tal era el nombre de la rica heredera–.
Entonces dejó las tierras de Monts y fue recibido con grandes pompas en el castillo del noble Leodográn,
quien no tardó en presentarle a su hija.
Arturo intentó disimular el impacto que le había producido la princesa. Hacía mucho tiempo que no temía
a nada, pero ante esa mujer, volvió a sentirse vulnerable. Instintivamente, rozó la vaina de Excalibur.
¿De qué le servirían la espada y la protección de las hadas en este lance? Se había enamorado y, a pesar
de todo su poder, tenía miedo.
A su vez, Ginebra se sorprendió por la juventud de Arturo. ¿Éste era el hombre providencial del que todos
hablaban?
–Princesa, me maldigo por haber tardado tanto en conocerla –le dijo Arturo con una breve reverencia.
-Es usted muy joven para llegar tarde a alguna parte –contestó ella con una sonrisa.
Animado por tales palabras y con un aplomo para él inesperado, Arturo comenzó a narrarle historias de
los bosques. No habló de criaturas tenebrosas, ni de emboscadas enemigas, tampoco de sus hazañas con la
espada mágica. Habló, con un tono cortés y desacostumbradamente tierno, de los árboles que mudan su color
cuando llega el otoño y de cómo las hojas abandonan el verde para ser amarillas, luego rojas, para caer al fin
en la tierra y fertilizarla. Y de cómo el bosque se renueva cuando la última nieve del invierno se derrite,
descubriendo las primeras flores en la hierba. Jamás había escrito un poema, pero esa noche hubiera podido
escribir sobre las cosas que nacen y mueren y vuelven a nacer transformadas en otras.
–Los hombres también obedecemos a las mismas leyes. ¿O no fue usted otro antes de llegar al trono? ¿O
no es otro ahora, que ha unido a todos los pueblos? –ratificó Ginebra.
Arturo no pudo evitar un aguijón de dolor en el pecho. ¿Estaría enfermando?
–¿Le ocurre algo, majestad? –se preocupó ella. Pero un instante después, conmovida por la expresión de
Arturo, dejó de lado la debida formalidad –: ¿Qué te preocupa? ¿Qué son esas arrugas en tu frente?
Sin armadura y envuelto en finas telas, embriagado por una emoción desconocida, Arturo comprendió, en
ese momento, que algo nuevo nacía.
Como el tallo de un roble ante la enérgica primavera, nacía otro Arturo, una nueva vida se agregaba a sus
vidas anteriores, al niño que creció libre entre los campos, al joven torpe y entusiasta, al rey prodigioso.
–¿Qué es esto que me has hecho? Me haces doler... –dijo Arturo.
–¿Dónde? ¿De qué hablas?
En ese momento, la conversación había derivado en un susurro íntimo. Los caballeros se alejaron
prudentemente, intercambiando miradas cómplices. Vistos desde cierta distancia; ambos enamorados ya eran
Uno, un resplandeciente Uno.
–¿Qué es lo que te duele? –preguntó Ginebra.
–Tú ... el corazón ... el miedo a que no quieras ser mi reina.
Ginebra, temblando, no pudo evitar aferrarle las manos. Arturo sentía que daba vueltas, vueltas en el aire,
que giraba por sobre el vuelo del dragón, en la frontera del universo, rozado por las hebras de un relámpago.
–Habla con mi padre y pide mi mano. Por favor, hazlo esta noche –rogó la princesa.
Aceptando el milagro, el soberano más valiente, el rey que todos amaban, le declaró su amor; y era bello
y joven y podía decir cosas hermosas.
Y si bien Ginebra era perfectamente consciente de su porte –decenas de pretendientes habían sido
delicadamente rechazados a las puertas de su castillo–, nunca soñó casarse con un rey de reyes. Más aún:
nunca pensó que su corazón era capaz de querer así, como una niña que, entre una multitud de juguetes, de
pronto, ve uno y lo señala: "A ése quiero. Solamente, a ése".
Para su boda, el rey Arturo ordenó construir la fabulosa ciudad de Camelot y el castillo del mismo
nombre, que fue levantado en el tiempo de seis meses; en parte, con ayuda de Merlín; y en parte, gracias al
denodado trabajo de miles de súbditos. Había surgido así el símbolo de aquel reino próspero, el centro de la
virtud y la justicia. Camelot era el digno lugar de residencia de los reyes y de su corte y el orgullo de los
bretones.
El casamiento fue seguido de banquetes y ceremonias durante treinta días. Se organizaron partidas de
caza y cabalgatas. Ginebra demostró ser una certera amazona: cazando varias presas, tensando el arco y
disparando la flecha con gran puntería. Aun en esos paseos nupciales, los pastores y los aldeanos se
acercaban a Arturo; y éste les concedía audiencias, escuchaba sus demandas y daba instrucciones para
satisfacer los reclamos. Para Arturo, las cosas buenas debían derramarse como una pródiga cascada sobre los
habitantes del reino y, por tanto, dejaba claro a sus ministros 1a obligación de proteger la vida de los
súbditos.

6. Los Caballeros de la Mesa Redonda


Caballeros llegados de lejanas regiones asistían a los torneos, demostraban sus habilidades con las armas;
tan bien utilizadas en los tiempos de guerra. Eran campeones en su arte, pero añoraban, justamente, esas
épocas en que sus brazos eran útiles para el reino y no simple pasatiempo. En verdad, pronto comenzó entre
ellos a prevalecer un fuerte sentimiento de disgusto. Temían convertirse en débiles cortesanos, viviendo una
vida cómoda y sin riesgos ni aventuras.
Entonces Merlín, que había captado esta preocupación de los caballeros, hizo una sugerencia, una más, al
rey Arturo.
El padre de Ginebra había hecho traer a Camelot una enorme mesa redonda, de roble, como presente de
bodas, que había pertenecido a Uther Pendragón. Merlín conocía muy bien aquella mesa, pues él había sido
su creador. Viendo que había llegado d momento de utilizarla, le aconsejó al rey Arturo:
–Deja que tus mejores caballeros partan a la aventura. Manda que se reúnan dos veces al año, para la
Pascua y para la fiesta de Pentecostés, y narren, en torno a la mesa, de qué modo lucharon por la justicia en
el reino.
Arturo aceptó la idea, colocó la mesa en la sala más grande del castillo y ordenó la primera reunión de los
caballeros de la Mesa Redonda.
Algo que solo podía ser obra de un encantamiento, sucedió: cada una de las sillas tenía el nombre de un
caballero; y cada caballero se dirigió, sin saberlo, a la silla que tenía su nombre.
A cada lado del rey Arturo, quedaron dos sillas vacías. Una de ellas no tenía nombre, sino una extraña
inscripción: YO SOY LA SILLA PELIGROSA.
Merlín, que no ocupaba ningún lugar en la mesa; pero se mantenía en la sala, aclaró que algún día ese
lugar sería ocupado por Sir Galahad, por la pureza de su corazón. Y muchos años después, así ocurrió;
míentras tanto, sí alguno osaba sentarse en la silla peligrosa, corría peligro de muerte.
La otra silla, en cambio fue ocupada muy rápidamente. El propio Arturo se asombró al ver el nombre que
brillaba en su respaldo: Sir Pellinor, que había luchado cuerpo a cuerpo contra él en los primeros tiempos de
su reinado y estuvo a punto de darle muerte.
–¿Lo aceptarás? –preguntó Merlín.
En ese momento, Sir Pellinor entró en la sala luego de un gesto imperceptible de Merlín.
–Eres bienvenido, y es un honor que te unas a nosotros –lo saludó Arturo.
Sir Pellinor, que fue uno de los primeros caballeros en valor y en lealtad, se apuró a confesar que, de
todas las hazañas y glorias de su vida, ninguna podía compararse con formar parte de la Hermandad de la
Mesa Redonda.
Quedaban sin embargo, muchos sitios disponibles alrededor de la mesa, pues era tan enorme que podían
caber en ella doscientos cincuenta caballeros; y allí no había más que cuarenta y nueve. Con los años, Arturo
fue aceptando nuevos miembros, que venían de todas partes atraídos por pertenecer a tan fabulosa cofradía.
En aquella primera reunión, Arturo ordenó las reglas que debían mantener los caballeros, que eran, en
definitiva, las virtudes que él exigía a sus mejores hombres. Siendo Camelot una fuente de luz en medio de
un mundo rodeado de bosques tenebrosos donde tanto pululaban las
fuerzas del bien como otras, de orígenes siniestros, que trastornaban a los hombres haciéndolos cometer
actos innobles y criminales, ordenó que un caballero digno de la Mesa Redonda debía mantener las
siguientes siete reglas principales:
 Ser capaz de abandonarlo todo para ir a lo desconocido.
 Luchar contra la injusticia, el mal y el desorden.
 Proteger a las mujeres y no ofenderlas.
 Dar de comer a los hambrientos.
 Ponerse del lado del más débil si hay una contienda.
 Acatar las leyes.
 Luchar por la unidad del reino.
Y si la Mesa Redonda representaba la igualdad entre los pares, el propio rey era uno más en ella; y todos
debían beber la copa de la Hermandad y hacer el juramento de los ideales de la caballería.
(…)
10. La primera aventura de Lancelot
Mucho tiempo después, en Camelot, el hada Nimue presentó a Lancelot, un joven de dieciocho años, ante
Arturo, diciéndole que aquel muchacho era el mejor guerrero que podía encontrarse, que había crecido en la
ciudad sumergida del lago al cuidado de las hadas y que tenía un gran linaje, pues era un hijo de rey. El hada
le pidió que lo nombrase caballero y lo integrara en la Mesa Redonda. Arturo no tuvo inconvenientes en
cuanto a darle el espaldarazo y lo armó caballero, decidió que antes, debía mostrar su valía para formar parte
del selecto grupo de la Mesa Redonda.
La oportunidad llegó bien pronto, pues un mensajero vino con la noticia de que la dama de Nahaut
solicitaba ayuda, pues el rey de Northumberland quería casarse con ella por la fuerza. El mensajero
manifestó el deseo de que un caballero, en nombre del rey Arturo, fuera a combatir con tan brutal aspirante a
marido, y si lograba salir victorioso en una justa, ella, a cambio, no estaría obligada a casarse.
Lancelot se ofreció de inmediato para la misión; pero Arturo en principio rechazó el pedido, pues era tan
joven que consideraba una pena que muriera en una misión tan arriesgada. Tanto insistió el muchacho que
Arturo acabó por darle su bendición.
Durante el camino, Lancelot vivió diferentes aventuras, pues no le temía a nada y se sentía invencible con
la espada. Luchó contra diez enanos en una emboscada y luego contra dos caballeros, que mantenían
prisionera a una joven. Como resultado, mató a los dos indignos caballeros, pero fue herido en un hombro; y
las noticias llegaron a Kay, quien tras haber conocido apenas a Lancelot, sintió por él una mezcla de celos y
antipatía.
"Ni siquiera llega sano a lidiar con el rey de Northumberland, ¿cómo ha de triunfar?".
Y entonces, decidió reemplazarlo en la misión y partió hacia el castillo de la dama de Nahaut, deseoso de
quedarse él con los méritos.
Cuando llegó, Lancelot ya había arreglado el combate con el rey; pero como éste consideraba muy
sencillo lidiar con aquel muchacho, al ver a Kay, propuso un cambio y ofreció un combate entre cuatro. Por
un lado, Lancelot y Kay; y por el otro, él y su mejor caballero.
Apenas salió el sol, la mañana siguiente, los cuatro con sus armaduras y sus yelmos, y armados con
lanzas, espadas y mazas, aguardaron e1 aviso de las trompetas y, ante la mirada de la dama, empezaron a
combatir.
El rey de Northumberland era un gran guerrero; pero Lancelot poseía una habilidad única. En el primer
choque dé lanzas, el rey cayó al suelo, por lo que quedó en clara desventaja; Lancelot le ofreció subirse
nuevamente al caballo. En el siguiente choque, esquivó el lanzazo del rey y, con su espada, lo hirió en un
costado de tal manera que ya no pudo combatir más. En ese preciso momento, Kay a su vez era derribado de
su corcel por el caballero rival y quedó tirado en la hierba, sin tiempo a reaccionar, el caballero preparó la
espada para la embestida final, cuando Lancelot lo detuvo con estas furiosas palabras: –Si atacas ese
caballero caído, juro por el rey que serás desarmado como caballero y más aún, ahora mismo, sufrirás mi
espada.
El caballero dejó suspendido el golpe que pensaba descargar sobre Kay y azuzó a su corcel para ir por
Lancelot; y fueron y vinieron por campo, propinándose duros golpes; hasta que Lancelot lo derribó de un
mazazo y teniéndolo a su merced, perdonó al caballero diciendo:
–En honor de la palabra, solícito que dejen en libertad de decisión a la dama de este castillo y cada uno se
vuelva por donde vino.
Desde ese momento, Kay se congració con Lancelot y no tuvo reparos en contarles a Arturo y al resto de
los caballeros de la Mesa Redonda que el joven poseía una destreza y un valor jamás visto por él y lo
recomendó para integrar la Hermandad.
–No es uno más entre los mejores, es el mejor, opinó Kay sin ocultar su admiración.
En tanto, Lancelot aguardaba el veredicto del rey, en una antesala. La reina, que tenía la costumbre de
pasar por allí para recibir a los caballeros y felicitarlos por sus hazañas, saludó al nuevo campeón sin ser
indiferente a su estampa. Era poco más joven que Arturo cuando lo había conocido en su tierra natal y,
acaso, más hermoso. Los ojos de Lancelot poseían una energía indomable; pero al ver a Ginebra, dijo
humildemente:
–Permítame, señora, ser su caballero, cuidarla y protegerla siempre.
–Si es verdad la fama que te precede, no deberé temblar por nada –contestó Ginebra sin pensar que sus
palabras, que cada palabra suya, calaba en lo más profundo del joven.
Ginebra había madurado, y sus facciones dejaban traslucir un alma serena. De ella emanaba un precioso
esplendor muy diferente del de las hadas que habían criado y educado a Lancelot.
Morgana, que por azar pasaba por allí, observó el breve intercambio con interés. La escena fue
interrumpida por Kay, quien invitó a Lancelot a sentarse, por primera vez, en la Mesa Redonda. En una de
las sillas mágicas, ya reverberaba su nombre.
Fue entonces cuando algo inesperado sucedió: un magnífico ciervo blanco entró en la sala; y detrás de él,
decenas de perros salvajes. El animal, desesperado, tropezó con la silla de Arturo quien, ante la sorpresa y el
espanto de los presentes, cayó al suelo. El ciervo dio varias vueltas en círculo alrededor de la mesa acosado
por los perros, que ya lo habían herido de varias dentelladas. La sangre roja del animal manchó su pelaje
blanco como la nieve y, al salir nuevamente de la sala, embistió a la reina y salpicó su hermoso vestido con
gotas de sangre.
Arturo se recompuso, sin entender cómo había sido posible la aparición; pero tuvo su respuesta, junto a
Ginebra, quien igualmente alterada, había buscado la calma en los jardines de palacio.
Allí, su media hermana, Morgana, con una punzante mirada le dijo:
–Querido hermano, sabes bien que el ciervo blanco es símbolo de la pureza; y su presencia en el castillo
y las manchas en el vestido de la reina sólo pueden significar que tal pureza no será respetada en el futuro de
vuestro matrimonio.
Ambas mujeres se dirigieron una mirada fatal, llena de hostilidad. Arturo le ordenó a su hermana
comportarse ante la reina. Y con dureza, exclamó:
–Fuerzas interpretaciones para disgustarnos, tanto a mí como a la reina. Sólo voy a decirte una cosa: ¿por
qué pasas tanto tiempo aquí teniendo un magnífico castillo en la tierra de Gore?
Morgana comprendió que su hermano le ordenaba retirarse de Camelot y se alejó en silencio.
Cuando se enteró de lo sucedido, Merlín comprendió cabalmente el presagio de Morgana, tan impregnado
de rencor y celos como de verdad. Él sabía que, en el futuro, Ginebra sentiría un fuerte amor por uno de los
caballeros de la Mesa Redonda, y que ello acarriaría terribles consecuencias para el reino. Pero, a diferencia
de Morgana, el anciano mago contemplaba con frialdad el juego de las pasiones humanas, sin juzgar ni
buscar algún provecho de ello.
Morgana, en cambio, dominada por su carácter belicoso, sí buscaba sembrar celos en la corte. En pocos
días, partió a su propio castillo, y desde entonces, se hizo llamar Morgana el hada, reina de la tierra de Gore,
y desde allí conspiró contra la autoridad de su hermano.

11. El castillo del peligro


Hacía ya muchos años que el rey Arturo se dedicaba a administrar la justicia en Camelot, encargándose
de presidir las reuniones de la Mesa Redonda y enviando a sus caballeros por todo el reino para hacer
cumplir la ley. Y por cierto que comenzó a sentir melancolía de los tiempos en que era él mismo quien iba
errante por los caminos, en busca de lo desconocido. Con ese ánimo, se apeó de su caballo una tarde, para
refrescarse en las aguas del río, seguido de cerca por varios servidores; cuando una niebla súbita cubrió todo
de oscuridad. Entonces pudo ver en el río una embarcación iluminada por decenas de candiles sostenidos por
pies de plata y, a pesar de que navegaba en buena dirección, no se veía nadie a bordo. Al llegar frente a
Arturo, la nave se quedó inmóvil como si alguien hubiera arrojado el ancla.
Arturo no dudó: una aventura lo estaba llamando y, sin mirar atrás a sus vasallos, entró en las aguas y
logró treparse a la nave. Ya con los pies en cubierta, ésta viró en redondo y se puso en marcha, navegando
río abajo, hacia algún destino ignorado; mientras el fuego de las antorchas se reflejaba en el agua como
estrellas incendiadas. Mas no estaba solo: doce hermosas doncellas aparecieron y, sin mediar palabra,
iniciaron una danza silenciosa a su alrededor. De pronto, sonaron los cuernos de caza de las hadas, su
familiar sonido no despertó las sospechas de Arturo.
Una de las hadas lo invitó a un banquete en su honor; y Arturo, sin sospechar que estas hadas obedecían a
negros designios, aceptó con agrado, y por cierto que todo aquello era obra de un encantamiento.
Ingresaron en el interior de la nave, donde estaba servida la mesa y deliciosos alimentos: carne de ciervo
y jabalí, miel y frutos dulces, grandes panes blancos y un vino suave, de color rubí. Bebió el vino y comió
disfrutando el lujo de la sala: doce candelabros de plata iluminaban el salón y cortinados de seda blanca
ocultaban la niebla. Escuchó las mentiras de aquellas hadas, que sonaron ciertas a sus oídos: le agradecían la
justicia de su reinado y los bienes que había deparado a su pueblo, haciendo del mundo un lugar más
agradable también para las hadas.
Feliz y satisfecho, Arturo fue invitado a reposar después de la comida en una lujosa alcoba, donde lo
esperaba una cama tapizada de sedas azules y, al instante, se durmió profundamente.
Al despertar, no había nave ni río, ni banquetes ni sedas, sólo el frío y húmedo piso de un calabozo y los
quejidos de hambre y dolor de veinte caballeros prisioneros como él. Preguntó Arturo dónde estaba y quiénes
eran ellos, y así fue informado que estaban en poder del cruel señor del Castillo del Peligro, hasta que el
hambre y la sed acabaran con ellos. Sólo los alentaba una remota esperanza: que algún caballero fuera tan
fuerte como para vencer al amo del castillo.
–Pues si tal señor acepta una justa, yo soy el caballero para ese fin.
Apenas terminó Arturo de hablar, cuando una doncella lo sacó del calabozo, le dio un escudo y le dijo:
–En el prado, lo espera el señor, ya listo para la lid.
Y así era. Un imponente caballero le indicó que se subiera a un caballo; y Arturo lo montó, con gran
confianza, empuñó su espada. Sin embargo en el primer choque, al tocarse ambas espadas, notó que
Excalibur no le respondía como antes y pensó que era por la falta de uso de los últimos tiempos; pero en el
siguiente choque, su brazo se dobló ante la fuerza de la otra espada; y vio que era idéntica a la suya y, con
gran sorpresa, comprendió que su contendiente estaba usando su propia espada, al ver las joyas que
adornaban su empuñadura y comprobó que él tenía una idéntica, pero falsa. ¡Todo era una trampa! El señor
del castillo se quitó el yelmo para hablarle con gran insolencia: –Debes saber que tengo en mis manos tu
espada por obra del hada Morgana. Justo es qué lo sepas antes de morir.
Comprendió Arturo que había sido burlado como un niño y vio que su rival se calzaba nuevamente el
yelmo y le asestó tal mandoble que la espada cayó; cuando estaba a punto de dar un golpe fatal, un rayo
paralizó al caballero con Excalíbur en alto; los dedos que sostenían el arma se aflojaron y Excalibur cayó en
la hierba, a los pies de Arturo, quien no tardó en tomarla. El confundido caballero volvió en sí.
–Si eres tan valiente, pelea con tu propia espada –le ordenó Arturo lanzándole la falsa Excalibur.
El amo del castillo, dominado por el miedo, intentó huir; pero Arturo, pensando en los veinte caballeros
prisioneros, bien cerca de morir de hambre y sed, no tuvo piedad y le causó una herida mortal.
Luego pudo ver, en las aguas del río cercano, la rubia cabellera de Nimue y supo que la dama del lago
había llegado a tiempo y que le debía la vida.
Con alegría, liberó a los prisioneros.
Con honda amargura, pensó en cuán lejos había ido Morgana.
Nimué, antes de sumergirse en las aguas, le hizo llegar a través del viento palabras que sólo él pudo
escuchar:
–Eres demasiado importante para arriesgarte tanto. Tu pueblo te necesita vivo, deja que tus caballeros
luchen en tu nombre hasta los últimos días de tu reinado.
Arturo asintió y supo que su protectora hablaba con sabiduría.

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