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Elogio de la facilidad

En uno de los textos para las Norton Lectures de la Universidad de Harvard, en los
que estaba trabajando cuando murió, Italo Calvino reproduce un antiguo relato taoísta;
según recuerdo, era así: el emperador mandó a llamar al artista más importante del reino
para solicitarle que le dibujara un cangrejo; debía ser un dibujo de cangrejo perfecto. A
cambio, podía pedir lo que quisiera. Después de meditar un momento, el artista dijo que
para la realización del dibujo necesitaba vivir en un palacio junto al mar, con sirvientes,
durante cinco años, además de mil monedas de oro. El emperador aceptó y puso a su
disposición el mejor palacio que hubiera junto al mar.
Al cabo de los cinco años exactos, se escucharon los caballos de la guardia imperial,
que llegó a buscar el dibujo prometido. El artista dijo que no lo había comenzado aún y que
necesitaba otros cinco años, que fueron concedidos por el emperador. Pasaron diez años y
se sintió nuevamente el galope de los caballos imperiales. En ese brevísimo tiempo que
medió entre el sonido de los caballos a lo lejos y la entrada de la guardia en el palacio, con
un solo gesto y un único trazo, el artista dibujó el cangrejo más perfecto jamás visto.
Desde luego, las lecturas posibles de esta historia son muchas; por lo pronto,
además de la inspiración, el ocio o la rapidez en el arte, es posible encontrar aquí un motivo
que sin duda concierne al arte pero lo excede: la facilidad. Prefiero pensar que el sentido de
esta pequeña narración no es la necesidad de acopiar inspiración durante diez años para que
el cangrejo saliera en un instante que presupone a todos los anteriores; prefiero que su
sentido sea otro: el maestro de dibujo hubiera podido hacer el cangrejo inmediatamente y
sin necesidad de un palacio junto al mar; se trata sólo de una facilidad demorada para
disfrutar de diez años de holganza.
En la tradición occidental, lo que esencialmente designa la palabra “epicureísmo” –
empleada como maldición y estigma a lo largo de la completa historia de la cultura- no es
tanto la reducción de la vida buena al cultivo de los placeres sensuales como una
afirmación de la facilidad contra la moral de la fatiga, el esfuerzo y la vigilia; una
celebración de la facilidad contra la melancolía y la virtud, contra el deseo de gloria y
honores, contra las ideas de recompensa y de mérito. Opone el disfrute inteligente de lo que
la vida otorga, a las seriedades y las culpas que, desde siempre, arruinan supersticiosamente
la existencia humana. Pero sobre todo, me parece que el elogio epicúreo de la facilidad y
del placer denuncia el carácter sacrificial implícito en los valores morales que finalmente
triunfarían en Occidente.
Una contracultura epicúrea sería una cultura de la facilidad: una ausencia de
cualquier ejercicio de poder sobre los otros y sobre nosotros mismos; una destitución del
sacrificio de la criatura a los espectros de la cultura por medio de la disciplina y la
postergación, pero sobre todo una abolición de ese automatismo bastardo que es la
comparación entre los seres. El imperativo ideológico que exige a las vidas cotejarse unas
con otras para aventajarse mutuamente aliena toda singularidad en un fantasma, bloquea el
devenir múltiple de los seres subordinándolo al ideal ascético, que separa a las existencias
de su propia potencia.
Hay artistas que trabajan con una alegría furiosa, sin jamás volver sobre sus pasos,
libres de cualquier idea de enmienda o corrección -lejos de Valery, quien afirmaba que el
escritor “es aquél que no encuentra las palabras”; más cerca de Picasso que decía: “yo no
busco, encuentro”. Sin embargo, un gran gozador de la literatura como Borges, que
recomendaba –contra los pastorales imperativos de lectura que abundan inútilmente en
nuestra educación- desistir de la lectura de Shakespeare o El Quijote a quien no encontrara
allí un placer inmediato y físico; alguien como él que hizo de la facilidad una ética –se
escribe como se respira, porque sí, porque no puede ser de otro modo- y produjo una
escritura tan poco torturada, tan diáfana a pesar de su complejidad, corregía sus textos
indefinidamente.
Sería un error creer que la facilidad es rara y adjudicarla a seres especiales o
particularmente dotados. Nada más democrático que la facilidad, que se destruye sólo
cuando alguien aspira a ser como otro o hacer lo que hace otro. La autoimposición cultural
y existencial, la lógica de la comparación y del mérito introducen la dificultad donde no la
había, la interpone entre los hombres que dejan así de ser la medida de sí mismos y olvidan
para siempre la facilidad de estar en el mundo.
En el prólogo de ese testamento borgiano que es Los conjurados, dice el viejo poeta:
“La dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra
humana es deleznable, afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es. No profeso ninguna
estética. Cada obra confía a su escritor la forma que busca... Al cabo de los años he
observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en el que no
estemos, un instante, en el Paraíso. No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito
el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. La belleza no es el
privilegio de unos cuantos hombres ilustres...”.
Esto, que más o menos convencionalmente se ha mencionado aquí bajo el nombre
de epicureísmo, tal vez no sea verdad, tal vez sea más bien un recuerdo o un anhelo; quizás
sólo un repentino destello del lado claro de la condición humana.

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