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RAPHAEL SAMUEL

HISTORIA Y TEORÍA
En el contexto de una historiografía estrechamente política y constitucional,
dedicada en su mayor parte al arte de gobernar, la sociología apareció como una
fuerza progresista e incluso subversiva que abría nuevos campos para la
investigación histórica – la familia, la comunidad, la cultura popular – y dirigía la
mirada de los historiadores hacia terrenos inexplorados hasta entonces. Alentó
a los historiadores a utilizar el método comparativo y, en vez de prohibir las
alusiones a la actualidad, los estimulaba decididamente a modernizar sus notas
de pie de página y a alinear su labor con los hallazgos sociológicos o
antropológicos más recientes. La temática de la historia fue ampliada
generosamente, en muchos aspectos el método básico de la investigación
histórica no cambió. La sociología aportó las cajas teóricas vacías: la tarea de
llenarlas de hechos correspondía a los historiadores.
El estructuralismo va asociado a un intento definido de expulsar a la historia del
reino de la teoría social y colocar la explicación “sincrónica” en el lugar de la
“diacrónica”: es decir, a estudiar fenómenos en un momento dado en vez de en
su evolución histórica. Sin embargo, plantea cuestiones importantes que los
historiadores deberían afrontar. Ataca a la inducción (obtención de argumentos
y conceptos partiendo de los hechos). Arguye que es el lenguaje y no la realidad
lo que estructura el pensamiento y que éste es el que “significa”: da significado
a la realidad. No hay ningún mundo “real” que sea independiente de nuestras
percepciones del mismo: solamente hay un circuito autónomo de “signos”. Ataca
lo que define como historicismo.
La historia no contiene en si misma sus propios métodos de explicación, ni su
propia lógica de investigación. Finalmente desplaza su posición central al sujeto
humano: la historia no es el estudio del hombre, sino de los lenguajes y los
códigos subliminales cuyos “portadores” compulsivos son los hombres y las
mujeres.
El estructuralismo en Francia durante años sesenta constituye una respuesta
principalmente izquierdista al derrumbamiento a la puesta en duda de las ideas
evolucionistas y humanistas del progreso. Al estructuralismo lo caracterizan
cierto todo de pesimismo cultural, insistencia en presentar a las personas como
víctimas y prisioneras del proceso social. Nos enfrentamos con una importante
corriente intelectual: la lingüística, la crítica literaria, la antropología, el cine y el
arte. Los marxistas que más han sentido la influencia de las variantes del
enfoque estructuralista toman sus categorías y su compromiso político del
marxismo, pero sus conceptos unificadores, su visión metafórica están tomados
en préstamo del psicoanálisis, de la lingüística estructural y de las teorías
antievolucionistas de la ciencia. La preocupación por los elementos escondidos
del orden social, el hincapié en el carácter irreal e ilusorio de las
representaciones ideológicas proporcionan la visión social fundamental sobre la
que se edifica el estructuralismo y es evidente que procede del concepto
freudiano del inconsciente.
El estructuralismo marxista británico es un fenómeno contradictorio. Por un lado,
al tratar el marxismo como “inacabado” no hay duda de que ha liberado una
enorme cantidad de energía teórica en la izquierda y ha ayudado a incrementar
la difusión de textos básicos sobre el marxismo. Por otro lado, ha creado un clima
de ansiedad en torno al concepto mismo de la teoría. El ataque justificado contra
la teoría empírica del conocimiento (es anti- empírico, rechazo hacia la labor
empírica misma). Pero, sin embargo, el estructuralismo aborda una serie de
problemas reales que no dan a los historiadores ningún motivo para sentirse
satisfechos de sí mismos. Al llamar la atención sobre los medios de
representación nos empuja a desviar la atención del mundo real de los objetos
para dirigirla hacia las categorías del leguaje y el pensamiento a través de los
cuales percibimos: esto es, hacia lo imaginario, lo subjetivo y lo subconsciente.
 Representaciones históricas como construcciones ideológicas más que
como el registro empírico de acontecimientos pasados.
Pone el duda la categoría que se asigna a los documentos como reflejos de los
“hechos” y nos pide que consideremos los artificios que usamos para darles
contexto y forma. Los documentos no solo corroboran, también falsifican,
introduciéndonos únicamente en un sistema de representaciones. La
transparencia es imposible.
Así pues los historiadores no reflejan el pasado, sino que lo significan y
construyen: el significado está en los ojos del observador. En modo alguno quiere
decir esto que los historiadores sean inevitablemente las víctimas de sus propias
percepciones o que los datos empíricos del pasado estén tan irreparablemente
contaminados que el intento de ponerlos en orden se transforme en amontonar
hechos mientras el significado retrocede en el crepúsculo.
Puede decirse que con ello el estructuralismo subvierte su propia empresa al
abolir la tensión dialéctica sobre la que en última instancia reposa cualquier idea
del orden simbólico.
Tampoco es posible aceptar la sugerencia de que los historiadores sencillamente
constituyen el pasado de acuerdo con sus propias preconcepciones. Cuando
acudes a los datos no encuentras una única cosa el ejemplo o la ilustración que
andabas buscando, sino que hallas también media docena de cosas que te
cogen desprevenido. Tal vez un texto demuestre, pero, desconcertantemente,
puede que al mismo tiempo sugiera lecturas alternativas que discrepen sutilente
de la que tú hayas elegido, y necesitarás tener una confianza acorazada en la
suficiencia de tus conceptos si las dejas sin explotar. Tampoco los datos
sencillamente los constituye el historiador. Poseen una realidad preexistente.
Nuestra propia experiencia puede embotar nuestras percepciones en ciertos
sentidos, pero no hay duda de que las agudizará en otros, dándonos acceso a
significados que no estaba a la disposición de los actores históricos en aquel
momento y permitiéndonos contradecir sus “representaciones” con las nuestras
propias.
¿Qué decir sobre esa otra mediación crucial sobre la que centra su atención el
estructuralismo: la imperfección radical de nuestros documentos? Al poner en
duda la lectura “ingenua” de textos y argumentar que el lenguaje camufla mas
de lo que revela, el estructuralismo también pone necesariamente en duda la
categoría que asignamos a nuestros documentos como reflexiones, o guías, de
los hechos: no hay ningún mundo “real” del pasado, sólo un retroceso infinito de
disfraces. Es verdad que lo que tenemos en los documentos no es el pasado,
sino sólo sus restos fugitivos que, como dijo el marxista alemán Walter Benjamin,
nos mandan destellos “en un momento de peligro”. Y es cierto que la realidad
palpable de los documentos que llegan a nosotros puede hipnotizarnos hasta el
punto de confundirnos con la realidad misma. Pero el historiador no queda
necesariamente deslumbrado por la apariencia superficial de los textos y, de
hecho, a menudo la yuxtaposición de unos con otros es lo que permite averiguar
algo acerca de los intersticios en los cuales existían. Tampoco se halla el
historiador forzosamente a merced de la representación que el pasado hace de
sí mismo.
Los historiadores no trabajan sólo partiendo de lo que los estructuralistas
denominan “textos”. Buena parte de su trabajo tiene que ver con artefactos y
restos materiales. La numismática, los tesoros enterrados, caballones y surcos,
la investigación de campo y la fotografía aérea. A nuestros textos escritos sólo
se les puede tratar como “representaciones” y es totalmente reduccionista
tratarlos como si fueran todos de una misma clase.
Es cierto, como afierma el estructuralismo, que no existen textos inocentes y
está bien que se nos pida que consideremos el contexto ideológico en el cual se
producen nuestros documentos: los conceptos de la familia que hay debajo de,
pongamos por caso, una lista de hogares. Pero esto no quiere decir que toda la
temática del historiador pueda disolverse en “interpelaciones” del “discurso”.
Aprender el código -las categorías del pensamiento dentro de las cuales
producen los documentos- puede ser esencial si hemos de situarlos e identificar
sus selectividades y silencios. Pero no hay motivo para que eso usurpe toda
nuestra atención.
Sería absurdo pensar, basándose en esto que el único uso legítimo que
podríamos hacer de ellos sería reconstituir el “discurso” de los enumeradores.
Gran parte de a tarea del historiador consiste en escapar de las categorías del
pensamiento en las cuales se conciben los documentos.
Mas difícil es el caso de las autobiografás, ya que los historiadores ciertamente
acostumbran a utilizarlas como si constituyeran un testimonio espontáneo, no
mediado. Está bien que nos pidan que las consideremos como ejercicios de
memoria y que investiguemos los convencionalismos invisibles a que obedecen.
Pero ello no quiere decir como aveces se arguye que sea ésta la única aplicación
que pueda dárseles y que los historiadores no deberían tener acceso a ellos
parausarlos en otros contextos: en la experiencia subjetva, de alguna afirmación
generalizada sobre las relaciones de clase, la vida familiar o la economía
doméstica.
El punto de partida de la crítica estructuralista es que de los datos empíricos no
pueden obtenerse proposiciones teóricas. Es válido en cierto punto, pero no hay
que pensar por ello que lo contrario también sea cierto, es decir, que la
construcción de nuevos conceptos teóricos pueda realizarse mediante un
proceso de razonamiento puramente deductivo sin consultar la labor empírica.
Para los marxistas la labor teórica siempre ha generado proposiciones
destinadas a explicar y comprender el mundo real y a interpretar situaciones
concretas, aunque éstas no puedan verificarse consultado exclusivamente la
investigación empírica. La construcción de teorías es más bien una manera de
definir lúcidamente el campo de investigación, clarificando y exponiendo a la
autocracia los conceptos explicativos que se utilicen y señalando los límites de
la investigación empírica. No hay que confundir la ejemplificación de las
representaciones del pasado por parte del historiador con la realidad del pasado
mismo. Pero sería absurdo, por los mismos motivos, instar al abandono del
estudio de la historia.
La construcción de teorias no puede aspirar al privilegio de ser inmune a las
críticas basadas en el empirismo. En toda investigación histórica las formas de
leer los datos son tan importantes como las de construir la teoría y ambas son
forzosamente interdependientes, aunque ocupan distintos planos de
abstracción. Por lo que nos dice semejante trabajo, tendremos que rehacer
continuamente nuestras categorías teóricas, dado que es precisamente la
realidad desde la que tienen que construirse y a la que tienen que responder.
En la historia hay unos límites que señalan hasta dónde puedes ir basándote en
la síntesis o el razonamiento abstracto. Los acontecimientos hay que situarlos
en su contexto original; el lenguaje de las fuentes debe decodificarse, las líneas
de asociación que volver a trazarlas. La narrativa y la descripción, por muy
humilde que sea su rango en una teoría del conocimiento, son una parte
ineludible del repertorio del historiador.
Criticar las fuentes, es decir, sopesar el valor de distintas clases de datos,
también es una parte inevitable del repertorio del historiador si éste no desea ser
víctima precisamente de las ilusiones de “realismo” de las que se ocupa el
estructuralismo. En resumen, los problemas del método histórico son
inseparables de las complejidades de la recolección de datos y aunque se
asignen a dominios diferentes, habrá un tráfico continuo entre ellos.
Una historia socialista debería ser una manera diferente de examinar el conjunto
de la sociedad. Necesita estar teóricamente informada si quiere resisitir la
fragmentación escolástica de la temática, y librarse de las subdivisiones
territoriales que acorralan a la indagación histórica dentro de feudos definidos
profesionalmente. Necesita teoría si ha de contribuir a llevar a cabo la
reunificación de la historia con otras formas del conocimiento; si ha de dedicarse
a la indagación comparativa; si ha de fomentar el diálogo entre la interpretación
del pasado y la compresión del presente. Tambien necesita teoría para los
estudios en profundidad.
Pero la teoría no es algo prefabricado que espera que lo adoptemos bajo la forma
de “hipótesis”, “modelos” o protocolos. Tiene sus condiciones de existencia
materiales e ideológicas. Esta claro que es necesario relacionar la aparición del
estructuralismo, por ejemplo, con aquellos fenómenos políticos que han
socavado las visiones racionalistas y optimistas del universo. Asimismo, la
aparición en años recientes del movimiento feminista ha puesto en duda
todo el paisaje mental del pensamiento socialista: la sexualidad y el
patriarcado no pueden derivarse sencillamente de las relaciones de
propiedad; ni pueden los modos de producción, o los conceptos de la
conciencia de clase, seguir divorciados de las cruciales mediaciones del
hogar. Los avances teóricos a menudo surgirán de las dificultades y las
cuestiones no resueltas que so ruto de la práctica política. La relación entre
historia y teoría debe tener dos direcciones. Sólo vale la pena si nosotros mismos
realizamos una labor teórica, sin aceptar nada a ojos cerrados y, en vez de ello,
aplicando una comprensión histórica a las cuestiones con que nos enfrentamos.
El valor teórico de un proyecto no debe medirse por la manera en que se expresa,
sino por la complejidad de las relaciones que explora. Es compatible con una
gran variedad de modos analíticos y literarios, con distintos modos de
razonamiento y distintos campos de estudio. Tampoco es correcto asociar la
“teoría” con alguna escuela de pensamiento determinada, por imperialistas que
sean sus pretensiones. Intentamos demostrar que existen cuestiones teóricas
importantes en cada uno de los campos de la labor histórica.

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