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ESTUDIO 17

Pintura y pintores en Puebla: Una


revisión a los modelos y tendencias
del siglo XIX
Painting and painters in Puebla: a review to models
and trends of xix century
Isabel Fraile Martín1

Resumen
La ciudad de Puebla desde su fundación, ha contado con una gran producción
artística, particularmente en el período novohispano, así como en el siglo XIX,
etapa en la que se focaliza el presente texto; describiendo las características de
los artistas de este período, así como la variedad de géneros cultivados, con-
viviendo aún las obras religiosas protagonistas de periodos anteriores, con el
retrato, bodegones, paisajes y pinturas costumbristas. Se describe la obra de
José Manzo y Jaramillo, Molina de Urac, José Agustín Arrieta, Francisco Mora-
les Van Den Einden, José Luis Rodríguez Alconedo y, Mariano Centurión, en-
tre otros, así como sus aportaciones a la historia del arte de la ciudad. Se hace
mención también, de la influencia ejercida por la creación de la Academia de
Bellas Artes de Puebla; así como de los antecedentes y desarrollo de los géne-
ros pictóricos del bodegón, los paisajes y las llamadas pinturas costumbristas,
amén de las influencias que dieron pie a su instauración.

Palabras clave: Puebla, siglo XIX, arte, pintura, géneros.

Abstract
The city of Puebla since its founding, has had a great artistic production,
particularly in the novohispano period as well as in the nineteenth century, a
period in which this text focuses; describing the characteristics of the artists of
this period as well as the variety of genres cultivated, still living together the
religious works, protagonists of earlier periods with portraits, bodegones (still
lifes), landscapes and genre paintings. The work of José Manzo y Jaramillo,
Molina de Urac, Jose Agustín Arrieta, Francisco Morales Van Den Einden, José
Luis Rodríguez Alconedo and Mariano Centurion and their contributions to
the art history of the city is described. Mention is also made of the influence
exerted by the creation of the Academia de Bellas Artes de Puebla; as well as the
history and development of pictorial genres of still life, landscapes and genre
paintings calls, in addition to the influences that led to its establishment.

Keywords: Puebla, nineteenth century, art, painting, genres.

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Profesora-Investigadora de la Maestría en Estética y Arte (BUAP).

Número 20 enero-junio 2015


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1. Introducción
La historia ha otorgado un lugar privilegiado a la ciudad de Puebla, la cual,
desde que fue fundada en 1531, ha gozado de una férrea salud artística, siendo
sede indiscutible de uno de los principales focos de acción de todo el territorio,
así como receptora de importantes creadores y movimientos, que han marcado
el devenir artístico del resto de la nación. Caracterizada por un amplio y delicio-
so periodo novohispano, que desde el punto de vista artístico supuso una eclo-
sión de manifestaciones que le valieron para que su centro histórico haya sido
distinguido por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad en 1987, Pue-
bla sigue manifestando un bagaje cultural rico y destacable desde los albores
del siglo XIX. Si bien es cierto que la ciudad emanaba múltiples construcciones
religiosas anteriores a esta fecha, prolijas de retablos, esculturas, cuadros y de-
más enseres necesarios para el culto, también lo es que los artistas de esta nue-
va era se colaban en el panorama social con una nueva realidad favorecedora,
marcada por su formación artística en la Academia de Bellas Artes, así como la
demanda de obras por parte de una sociedad pudiente. Sin abandonar la face-
ta religiosa, temática recurrente aún en el xix pese a que muchos de los gran-
des ciclos iconográficos de templos e iglesias estaban ya cubiertos, los artistas
deberán seguir abordando estos temas, aunque lo harán desde otro prisma. La
temática religiosa convivirá con otras fuentes recurrentes en este periodo como
la pintura de paisaje, los prolíficos retratos o los bodegones, tan desarrollados
en el foco pictórico poblano.

2. El artista poblano del 1800 y la riqueza de géneros


El pintor poblano de principios del siglo XIX se encuentra influenciado por las
nuevas corrientes estéticas que se vienen desarrollando en el resto de focos ar-
tísticos. Es un artista que a menudo se encuentra ayudado en su formación por
los viajes de estudio a Europa; experiencias en las que además de empaparse
de todo el arte posible, adquiría estampas y libros que le servían de modelo
para, al regresar, poder crear sus nuevas composiciones. Es un artista moder-
no, en el amplio sentido de la palabra, polifacético y versátil, aficionado en mu-
chos casos al manejo de varias disciplinas artísticas, que lo encaminan hacia el
perfil del artista romántico, claramente vinculado a la multiplicidad de oficios.
Con estas características encontramos a varios de la amplia cartera de pin-
tores poblanos que acaparan el ambiente artístico del momento, aportando al
panorama una oferta plástica en la que florece la proliferación de géneros abor-
dados. Los cuadros de marcado sabor religioso, protagonistas indiscutibles en
periodos anteriores, ceden protagonismo a otros géneros que, si bien no sur-
gen ahora como tal, al menos sí se presentan como una propuesta más atrac-
tiva para la sociedad del momento. Nos referimos al desarrollo prolongado
del género del retrato de todo tipo, tanto civil como religioso y que encuentra
protagonismo igual en hombres que mujeres, así como bodegones, paisajes y
pinturas de costumbres que empiezan a perfilar los encargos de los poblanos,
marcando con ello las nuevas tendencias de los artistas y por ende, el devenir
pictórico de la Puebla del momento.
Para la apertura temática entre los pintores que ejercieron en la ciudad, fue
importante la aparición de una institución cultural que ayudó a que la forma-
ción artística y a que el bagaje cultural y académico de los interesados fuese
mayor, con una preparación más amplia y una utilización de recursos mucho
más rica, lo que sin duda se traduciría en la culminación de trabajos más mo-
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dernos, capaces de representar las nuevas tendencias puestas de moda en el


viejo continente pero con un indiscutible sello particular; de esta manera, asis-
timos a un enriquecimiento apoyado por la Academia de Bellas Artes en Pue-
bla, cuya obertura data de 1796. Sobre la institución que cambia por completo
el sistema de aprendizaje de los artistas ya se han escrito múltiples textos, pues
las claras diferencias que muestra el sistema poblano con la sede metropolita-
na, por ejemplo, han generado investigaciones que claramente exponen el sa-
bor afrancesado de la academia poblana, resultado de los gustos exquisitos de
quienes la fundaron y la mantuvieron viva desde su apertura; a diferencia del
dejo español e italianizante presente, por su conformación y desarrollo, en la
Academia de la ciudad de México.

3. Artistas, obras, géneros y estilos


El abanico de pintores que trabajan en Puebla en esta centuria es muy amplio,
y aún está sujeto a cambios, ante el ingreso de pintores en los últimos años que
hasta ahora habían permanecido en la sombra, e incluso en el más absoluto
anonimato. No obstante, existe una bien conocida nómina de pintores que se
consagran en un periodo de riqueza creativa para Puebla. Tal es el caso de José
Manzo y Jaramillo (Puebla, 1789-1860), el artista con el que iniciamos este reco-
rrido, por convertirse en una de las insignias del periodo referido en la ciudad.
Artista de formación versátil y polifacética, coquetea con la pintura abarcan-
do tendencias estéticas que seguramente conoció en el viaje que hace a Euro-
pa en 1824, cuando acompaña al Obispo Francisco Pablo Vázquez en su visita
a la Santa Sede, aunque su verdadera pasión será la arquitectura. Es median-
te el manejo de esta última disciplina cómo logra cambiar gran parte del perfil
arquitectónico de diferentes templos poblanos que abandonarán el sugerente
estilo barroco para innovar con la nueva estética del neoclasicismo decimonó-
nico. Como pintor tiene también una carrera amplia aunque no tan reconocida;
no obstante, su buen posicionamiento le permite participar en el ornato pictó-
rico de diferentes templos de la ciudad. Su actividad más conocida al respecto
es la que desarrolla para el Templo de la Soledad, sede de diferentes cuadros
del autor, en los que algunos investigadores han querido ver la influencia de la
escuela nazarena que pudo conocer en Italia. En la catedral de Puebla, donde
su labor arquitectónica es fundamental en la década de 1850, destaca una poco
reconocida obra pictórica de este artista.
Hasta épocas recientes se consideraba que a él pertenecían los cuatro lien-
zos del retablo de la Capilla del Sagrado Corazón de Jesús, así como los cuatro
que aparecen en el retablo de la Capilla de la Soledad, dentro del mismo recin-
to. No obstante, en una investigación minuciosa de la colección catedralicia, se
aprecia que estas ocho pinturas salieron sí, de un mismo pincel, pero no del de
José Manzo, pues se arroja el descubrimiento de una rúbrica, la de su contem-
poráneo Molina de Urac, un pintor del que nada aún se conoce pero cuya fir-
ma aviva la nómina de pintores que intervienen en el foco catedralicio y que,
además, sirve para definir los trabajos que erróneamente se habían adjudica-
do a Manzo. Curiosamente él, Manzo, sí firma un cuadro catedralicio sobre el
que nadie hasta la fecha había reparado; se trata de uno de los lienzos de los
jóvenes santos jesuitas, Luis Gonzaga y Estanislao Kostka (Figura 1), que cubren
el frente que oculta la gran pintura de la Sábana Santa, en la Capilla de Nuestra
Señora de Ocotlán. Según la documentación consultada, nadie había advertido
la firma del autor en una de ellas y por eso habían pasado hasta el día de hoy,

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desapercibidas. Esperamos, no obstante, que la Dra. Montserrat Galí, investi-


gadora que está dedicando un amplio estudio monográfico a la vida y obra de
este artista, las incluya en su libro sobre el polifacético personaje.
Aprovechamos el entorno catedralicio y las colecciones de pinturas religio-
sas para retomar la actividad de otros personajes de interés en el ámbito pictó-
rico de Puebla en el siglo XIX pues, como se señaló anteriormente, aún ahora
se continúan solicitando encargos de obra con carácter religioso. Si bien es cier-
to que no todos los artistas trabajan el género, al ser en esta etapa una temática
considerablemente menos demandada que en periodos anteriores, también lo es
que cuando los artistas se desenvuelven en este registro, lo hacen con un gusto
refinado que aún sigue viejas pautas y recurre a los modelos de inspiración pro-
cedentes tanto de estampas, como de modelos compositivos claramente influen-
ciados por el barroco anterior. Prueba de ello es el aspecto todavía apastelado y
dulzón, con líneas marcadamente serenas que muestran los rostros de los per-
sonajes, herencia de las composiciones netamente murillescas tan seguidas por
los pintores novohispanos del siglo XVIII y que aún siguen calando entre los ar-
tistas del XIX. José Agustín Arrieta (1803-1874), por ejemplo, y de quien hablare-
mos más tarde con mayor amplitud por ser uno de los pintores que destaca en
diversos registros, alardea de esta característi-
ca tan apegada a modelos anteriores en una de
sus obras. Se trata de una pintura triple desti-
nada a la vida de San Juan de Dios, en la que
la interpretación de los ángeles resulta clara-
mente barroca, así como la disposición de los
personajes que adoptan posturas y esquemas
de representación muy apegados, todavía, a la
estética preferente en el periodo anterior para
este tipo de temáticas, pese a que el trabajo de
Arrieta se ejecuta a mediados ya del siglo XIX,
concretamente en 1852.
El mismo autor recalca ese carácter se-
reno habitual en los trabajos de sabor mu-
rillesco, en otra de sus pinturas de temática
religiosa realizada en 1822, Santa Ana con la
Virgen María, en la que encontramos a una jo-
vencísima María en los brazos de su madre
madura. Ambas se representan con amplios
rostros blanquecinos y mejillas sonrosadas
que agradan al espectador y confieren una
nota de amabilidad al conjunto. Ya en estas
escenas el maestro poblano apunta maneras
en el trazo de los utensilios y elementos or-
namentales, clave de su gran éxito artístico que será, sin duda, el desarrollo de
los llamados bodegones o cuadros de comedor, por los que será internacional-
mente conocido.
Otro elemento importante a tener en cuenta al analizar las pinturas pobla-
nas de los mil ochocientos, es que el artista sigue usando de manera cotidiana
los grabados para inspirar escenas de temáticas religiosas. Y cuando hablamos
del uso de la estampa no hay que limitarse a la estampa de origen francés que
formaba parte de la preparación de los artistas dentro de la Academia de Bellas
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Artes de Puebla y que en muchas ocasiones eran totalmente contemporáneas,


sino que los pintores del xix seguían utilizando estampas de épocas anteriores,
obras grabadas que fueron realizadas en torno al 1600, por ejemplo, pero que
seguían circulando por los talleres de los artistas y que pese a su antigüedad,
continuaban inspirando por igual a los pintores decimonónicos. Es por ello
habitual que nos encontremos con lienzos con facturas relativamente recientes,
aunque las cuestiones compositivas nos conduzcan a momentos muy anterio-
res. Prueba de ello, es la recientemente descubierta obra: Cena en casa de Simón
el Fariseo (Figura 2), ubicada en una de las capillas de la magnífica Iglesia de
San José e inspirada, con total seguridad, en la estampa de La Penitencia que el
galo Nicolás Poussin hiciera en 1647 (Figura 3), de Francisco Morales Van Den
Eynden (1811-1884), (Hernández, 2010). Se trata de un autor que se forma en
la Academia poblana, aunque por su estilo marcadamente afrancesado se lle-
gó a cavilar que había viajado a la distante Europa. Considerado un pintor clá-
sico, su fecunda obra se halla repartida en diversas partes de México, Europa
y en colecciones particulares. Sus primeros pasos en el mundo de las artes los
da en Atlixco, su localidad natal, y nada más trasladarse sus padres a Puebla
empieza a dedicarse al dibujo en la Academia de Bellas Artes de esta ciudad.
Algunas de sus mejores obras se pueden apreciar en los templos de la ciu-
dad de Puebla. En el templo de la Concepción, por ejemplo, se conservan dos
grandes lienzos laterales en el altar mayor, la Asunción de María y la Corona-
ción de la Virgen, obras de gran mérito y rigor dibujístico para las que se inspira
en la escuela veneciana, y que manifiestan esta sensibilidad especial que tiene
el pincel del artista hacia las temáticas protagonizadas por mujeres, a las que
dota de una extraordinaria belleza. Podemos también contar, entre sus trabajos
mejor definidos, la pintura de gran tamaño María Auxiliadora de enfermos, que
forma parte del acervo de la catedral poblana. En esta obra el pintor se decan-
ta por el uso de una estética especialmente apegada a lo francés que, en lo par-
ticular, presenta cierto sabor davidiano en el detalle del varón que se dispone
en la parte inferior del lienzo, dejando caer su brazo con la misma delicadeza
y languidez que lo hace el revolucionario Marat al morir trágica y dramática-
mente en la bañera de su solitaria estancia.
De nuevo es el espacio catedralicio el que nos ofrece el trabajo de más ar-
tistas que trabajan el ámbito religioso dentro de la ciudad. Tal es el caso del
hasta ahora desconocido Molina de Urac, a quien mencionábamos en líneas an-

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teriores. El artista del que no se conocen más datos que su nombre y al que se
le atribuyen las pinturas de los retablos principales de dos de las capillas de la
catedral, salió del más absoluto anonimato cuando fuera del recinto se encuen-
tra otra obra rubricada por su pincel. Se trata del retrato de un prelado, que el
pintor resuelve con factura discreta y características seriadas, ubicado en las
estancias privadas de un añoso establecimiento hostal de la ciudad de Puebla,
lo que al menos ayuda a ampliar su poco numerosa producción artística cono-
cida (Fraile, 2009).
Sin embargo, tampoco es la pintura de retrato, precisamente, la que aporta
los resultados más novedosos en la práctica artística de la Puebla decimonóni-
ca, pues el corte seriado y con lineamientos tan restringidos para el uso de un
retrato religioso, aún presente en el periodo, ofrece pocos avances al respecto.
Todo lo contrario sucede con el retrato de tipo civil, en donde se aprecian al-
gunos avances notorios en ciertas obras de renombre que los autores poblanos
produjeron en este tiempo. No obstante, será a través de otros registros donde
veamos de una forma más clara los gustos de la época, así como el avance y la
apertura de los artistas locales hacia otras corrientes. La pintura que relata las
anécdotas vividas por el ciudadano, por ejemplo, puede adentrarnos perfecta-
mente en estas nuevas inclinaciones que ahora se tornan necesarias en el ima-
ginario de los artistas. El conocido Cuadro de costumbres tiene por ello, un gran
desarrollo en estos momentos.
Entendemos por costumbrismo, un género que desde luego no sólo se aplica
al arte pictórico, sino que también ocupa inquietudes entre autores dedicados a
otras disciplinas, como el caso de los literatos entre quienes gozó, por cierto, de
gran aceptación en este periodo. El género costumbrista desarrolla en esencia la
representación de lo propio y característico de cada región o país. De esta for-
ma, mientras la literatura se deshace por narrar con detalle las costumbres arrai-
gadas en cada pueblo, la pintura hace lo mismo, tratando con mimo los lugares,
las vestimentas típicas, las artesanías, así como los alimentos y platillos, entre
otras expresiones, que hacen único a cada lugar. Las características que propone
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el género hacen ideal su adecuación con el movimiento romántico al que estuvo


estrechamente vinculado, al poner de moda esa exaltación de lo propio, de los
hechos históricos de cada pueblo y su difusión entusiasta a través de las artes.
Un aspecto fundamental de este costumbrismo aplicado al ámbito pictórico,
que es el que nos interesa destacar ahora, es la representación de los llamados
“tipos populares”, es decir, la descripción plástica de personajes característicos de
la sociedad, junto con sus atuendos, sus rasgos físicos más comunes, sus costum-
bres, las tradiciones y fiestas, paisajes típicos, hábitos de vida, etc. En palabras
de Coral Vicente, autora de una de las investigaciones más actualizadas sobre el
arte y la pintura poblana decimonónica, “esta tipificación era la representación de
un personaje, cuyos rasgos distintivos podían, convencionalmente generalizarse
hacia el grupo al que dicho personaje pertenece en cada caso” (Vicente, 2010). A
tenor de estas consideraciones y debido a la amplia riqueza cultural que caracte-
riza al territorio mexicano, se puede considerar que existen dos antecedentes cla-
ros y determinantes para el surgimiento del costumbrismo pictórico en México.
El primero de ellos nos enlaza directamente con la pintura de castas, la va-
riante pictórica que resulta sumamente atractiva y popular durante los últimos
años del Virreinato, en la cual se representaban las distintas uniones sociales
mostrando a personajes con diferentes signos raciales, con sus correspondien-
tes rasgos distintivos y tonos de piel, así como vestimenta y accesorios típicos
de su clase social. Conviene rescatar al respecto las palabras de Xavier Moyssén:

Soy de la opinión que los famosos cuadros de castas, puestos en boga desde media-
dos del siglo XVIII, pueden ser considerados como un antecedente de los cuadros
de costumbres, pues aparte de mostrar las distintas etnias, ofrecen escenas vera-
ces de las formas de existencia que llevaban, desde las vestimentas que portaban,
corporaciones y trabajos, las diversiones a que se entregaban, entre ellas la música,
hasta los alimentos y frutas que consumían (Moyssen, 1993).

Como un segundo antecedente de la pintura costumbrista podemos con-


siderar la influencia que despliegan en este territorio los llamados “artistas
viajeros”, que a su paso por México e imbuidos por el espíritu romántico, se de-
dicaron a plasmar en lienzos y litografías, escenas típicas del país. Entre ellos
podemos citar los trabajos sobresalientes de los alemanes Johann Moritz Ru-
gendas y Carl Nebel, unidos al del británico Daniel Thomas Egerton, el galo
Edouard Pingret o el italiano Claudio Linati.
Estos artistas realizaron pinturas en las que mostraban las vistas de las ciu-
dades, pero especialmente detenían su mirada en los paisajes de México, en el
amplio universo de sus valles, montañas y volcanes, donde los hombres y mu-
jeres se muestran como pequeños figurantes ante un universo infinito, al que
confieren una gran dosis de color a través de sus vestimentas; así como otro tipo
de composiciones en las que los protagonistas son los tipos populares, tanto ur-
banos como rurales, ataviados con sus trajes típicos, y participando de escenas
cotidianas, festividades y reuniones de cualquier índole, remarcando su con-
dición social y haciendo especial hincapié en las acciones de su vida cotidiana.
La influencia de la producción de todos estos artistas, entre ellos los pobla-
nos, es fundamental para entender el trabajo de los costumbristas mexicanos
decimonónicos. Para mediados de siglo, el subgénero de los tipos populares ya
se había afianzado en México, por lo que contaba con todo un repertorio bien
definido de personajes pintorescos que había sido plenamente asimilado por
nacionales y gratamente alabado por extranjeros. Los personajes y las escenas

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típicamente mexicanas habían nacido y, con ellos, toda una variante de artistas
nacionales que manejaban el género con destreza.
Este tipo de obras fueron bien acogidas por la sociedad del momento, pues
los cuadros de costumbres manejan la veracidad más absoluta en las facciones
de los personajes, lo que en algunos casos nos hace pensar en la posibilidad de
que fueran realizados a partir de modelos reales. Autores como Agustín Arrie-
ta, por ejemplo, se nutren de una gran variedad de personajes que constante-
mente protagonizan sus escenas: desde la mítica china poblana hasta el aguador,
pasando por el gendarme, el chinaco, los ancianos, la borracha, el mendigo, la
agualojera o el caballero, entre otros. Personajes, todos ellos, que se presentan
en actitudes totalmente cotidianas por lo que es frecuente encontrarlos en el
mercado o la cocina, así como en las pulquerías, espacios populares en la Pue-
bla de antaño propicios para la tertulia y el encuentro entre los vecinos.
En muchas de estas escenas, de las que el citado Arrieta es un gran espe-
cialista, es habitual la repetición de ciertos elementos comunes, y también lo es
la reiteración de los mismos personajes en diferentes cuadros, como si de una
historieta continuada se tratara. Así lo manifiesta Arrieta en sus obras China y
dos locos y Claco de risa, o también en los cuadros Escena popular de mercado, La
sorpresa (1850) y El requiebro, donde de nuevo acude a este recurso. En su Inte-
rior de una pulquería (Figura 4) el poblano hace un guiño a la pintura barroca
española situando una reproducción de Los borrachos de Velázquez en la parte
superior, una pintura muy apropiada que, con cierta ironía, nos recuerda los
motivos alegres de quienes visitan el lugar. A tenor de esta temática gozosa y
divertida vemos como el autor introduce algunos elementos con el mimo y el
cuidado propio del que introduce un cuadro dentro de otro. Se trata de los en-
seres de la vida cotidiana, la minuciosidad con la que el artista elabora estas
partes del lienzo nos hablan de su alta cualidad en el oficio y obedecen al de-
sarrollo de un género, en el que el pintor poblano se desenvolvió mejor que
ningún otro y que a continuación describiremos con mayor amplitud pues, en
efecto, el cuadro de comedor o bodegón, es otra de las vertientes temáticas más
atractiva entre los pintores de la Puebla del xix.
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El famoso bodegón, en efecto, tiene una relevancia especial en el mundo ar-


tístico de estos momentos; aunque bien es cierto que la concepción del elemen-
to doméstico como parte de una composición pictórica arranca desde tiempos
tempranos en la historia de la pintura es, sin embargo, gracias a los primiti-
vos flamencos que la representación de este tipo de objetos goza de un mayor
protagonismo dentro de la obra, hasta que, finalmente, se convierte en un ins-
trumento lo suficientemente meritorio para el artista y la sociedad como para
protagonizar por sí mismo una composición plena. En el viejo continente hay
un momento clave para el desarrollo del bodegón, y así lo demuestran muchos
de los pintores barrocos, que sucumben constantemente hacia la representa-
ción de estos elementos que componen la vida cotidiana. Para el desarrollo de
la pintura en Puebla, ese momento de esplendor se produce ahora, en el mil
ochocientos, y los artistas poblanos participan de esta corriente con inmejora-
bles logros, dotados de un cierto reconocimiento social, pese a la oposición de-
terminante de los miembros de la Academia, para quienes era considerado un
género menor, por lo cual su estudio como tal no formaba parte de las mate-
rias que enseñaba dicha institución. Afortunadamente, ese hecho no imposibi-
litó que se desarrollara este género del que incluso hubo artistas meritorios y
sobresalientes en el ámbito local, pintores que hicieron de la práctica del bode-
gón las delicias del momento, alcanzando con ellos un éxito verdaderamente
grato, que ofreció resultados que nada tenían que envidiar a los obtenidos por
algunos de sus contemporáneos especializados en otros géneros y temáticas.
De nuevo hay que destacar la labor ingente hacia este género del ya citado
José Agustín Arrieta, quien supo rescatar el valor importante que habían adqui-
rido los cuadros con esta temática durante el periodo barroco. Trabajó el géne-
ro de forma rica e intensa, pues decide incluir en estas pinturas a todo tipo de

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alimentos puramente mexicanos, sobre todo aquellos que son abundantes en


la gastronomía poblana (Figura 5). Este autor representó una gama tan amplia
de comestibles, que algunos estudiosos han afirmado que si se quisiese hacer
una historia de la gastronomía poblana del siglo XIX, sus cuadros de comedor
podrían ser utilizados como documentos históricos. Siendo conscientes de ello,
en estos lienzos, cuya producción, por cierto, es inmensa, se destacan otros va-
lores además de los puramente culinarios, encontrándonos a un autor esplen-
doroso en el realismo con el que maneja las texturas, su brillante colorido, así
como la maestría y la excelencia en el trabajo de los reflejos en los vidrios y cris-
tales, todo ello realizado con minucioso detalle.
Arrieta representó en estos cuadros todo tipo de frutas, dulces típicos, espe-
cias, platillos preparados, carnes, pescados, legumbres, verduras, panes, etc., en
compañía, a veces, de animales tales como gatos, guacamayas, loros y pericos.
Sobresale también la riqueza de los utensilios de cocina de distinta naturaleza,
magistralmente resueltos con la peculiaridad de cada material, ya sea porcela-
na fina, talavera poblana, metales, cristal tallado, así como diferentes envases y
recipientes de vidrio que se unen a los de barro, de aspecto más sencillo y que
conceden un carácter más cotidiano a la escena. Los fondos compositivos pre-
dilectos para Arrieta serán de tonalidades neutras, a menudo oscuras, con lo
cual queda resaltado el colorido de los objetos que componen el cuadro, otor-
gándole esa gracia natural que se desprende de cada una de sus composiciones.
Según Coral Vicente eran los bodegones y no los cuadros de costumbres los
que tenían mayor acogida entre el público con poder adquisitivo:

pues aun cuando el bodegón no era un género oficial aceptado dentro del ámbito
académico, sí respondía a las necesidades y gustos de las clases acomodadas . . .,
porque era de buen gusto y porque servía además para ostentar las riquezas de sus
hogares y la exuberancia de sus mesas . . . en cambio tuvieron poca demanda sus
cuadros costumbristas . . . las personas con poder adquisitivo estarían difícilmen-
te interesadas en decorar sus hogares con la representación de personajes a los que
todos los días se les podía encontrar en las calles (Vicente, 2010).

Esta observación nos ayuda a entender más allá de la valoración estética y


las virtudes técnicas que requiere el desarrollo de este género, la gran acepta-
ción social del mismo, sólo eso puede explicar la profusión de su desarrollo a
lo largo de toda la centuria pues, como veremos al finalizar este texto, alguno
de los artistas bisagra que nos vinculan con los albores del siglo XX en la plás-
tica poblana, siguen pintando este tipo de temáticas.
El último género importante abordado en esta ocasión para entender el
transcurrir de la pintura poblana de este periodo, y en el que también son mu-
chos los artistas que se mueven es, sin lugar a dudas, el retrato. Dicha temática
pictórica, a la que anteriormente se hizo alusión de forma genérica median-
te el trabajo de autores que inmortalizan a religiosos poblanos, efectivamente
nos deja una amplia colección de cuadros que conforman las amplias galerías
de pintura de los prelados de la Diócesis de Puebla, todos ellos retratos que se
centran en personajes masculinos, de carrera espiritual, trabajados de manera
encorsetada, para los que se sigue una puesta en escena heredada de periodos
anteriores y que pocos avances técnicos ofrece. Desde el punto de vista com-
positivo, el retrato de carácter religioso resulta limitado y bastante reiterativo
en su afán de vanagloriar las aptitudes y cualidades del retratado; no obstante,
es una vertiente temática que sigue atrayendo los pinceles de los artistas po-
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blanos del periodo a considerar, quienes consiguen, pese a todo, modificar tí-
midamente estas imágenes mediante la inclusión de algunos elementos, como
ricas alfombras bajo sus pies, zapatos especialmente galanos o joyas suntuosas
que enriquecen al personaje y vienen a sustituir el tradicional escudo de origen
nobiliario, tan presente en épocas anteriores y que, por ser un elemento tan es-
trechamente vinculado con la Corona Española, cuando llega la Independencia
mexicana desaparece por completo de este tipo de composiciones.
El desarrollo del retrato de corte social será el que más novedades presen-
te dentro de la pintura decimonónica poblana y no sólo por la múltiple capaci-
dad de interpretación del personaje, ya no tan sujeto a reglas ni a iconografías
tan definidas como en el caso del retrato religioso, sino porque algunos de los
artistas que más sobresalen con el género indagan en la elaboración de otras
técnicas artísticas con las que ofrecen resultados verdaderamente interesantes.
En cuanto a nombres propios debemos reconocer el meritorio trabajo que rea-
liza en este género la figura de José Luis Rodríguez Alconedo, el artista poblano
que nace 1762 y del que en fechas recientes se han celebrado los 200 años de su
muerte, acaecida el 1 de marzo de 1815. Se trata de un artista singular, de espíri-
tu rebelde y convicciones políticas que lo llevaron a participar en la guerra de In-
dependencia. Como bien apunta Toussaint, la obra de Alconedo no es abundante
en número, pero sus trabajos son notorios, sobre todo en este registro temático
abocado al retrato. A su quehacer se deben dos extraordinarios cuadros atesora-
dos en el Museo Universitario Casa de la Muñecos de la BUAP. Así, esta institu-
ción custodia lo mejor del trabajo de Alconedo. Se trata del retrato que hace a la
salmantina Doña Teresa Hernández Moro, y que el pintor firma en 1810 y su pro-
pio Autorretrato, fechado posteriormente, en 1811; ambos trabajos, sobre todo el
primero, vinculados a las experiencia vividas en su paso por España.
Parece bastante seguro que el artista poblano era un gran admirador de los
trabajos del pintor francés François Boucher (1703-1770), el gran maestro de
la técnica del pastel, siendo durante su estancia en España cuando el poblano
aprendió el manejo de dicha técnica (De la Maza, 1940). Ésta era hasta entonces
una técnica desconocida en territorios de ultramar y el buen aprendizaje de la
misma, le permitió trabajarla con resultados tan extraordinarios como los que
se aprecian en el mencionado retrato de Doña Teresa Hernández Moro, posible-
mente, lo mejor de su pincel. Firmado por el pintor en la ciudad de Cádiz, en
esta obra se desprende, según considera el propio Toussaint, una innegable in-
fluencia de Francisco de Goya sobre el artista poblano:

Aunque Alconedo no haya sido su discípulo, la influencia del artista español es vi-
sible, si no por la técnica, que aquí nada importa, por el concepto artístico, por el
realismo, por la explotación despiadada de la humanidad en su fase grotesca. El
retrato nos revela una conciencia adiposa y los adornos y las joyas realzan el carác-
ter (Toussaint, 1990).
Así mismo, Francisco de la Maza se refiere a esta obra en los siguientes tér-
minos:

Es una dama entrada en carnes y en años, cuyo gesto recuerda los retratos de Goya.
“la sensualidad adiposa de la dama –dice Toussaint– subrayada por la cínica sonri-
sa nos lleva al arte cruel y maravilloso de Goya cuando reproduce admirablemen-
te los horribles monigotes que formaban la familia de Carlos IV”. Está vestida de
blanco, con un escote desmesurado y sostiene negligentemente en la mano un aba-
nico cerrado. Lleva en la cabeza un ramo pequeño de flores y en las orejas y el cue-
llo luce perlas enormes . . . (De la Maza, 1940).

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Es indudable que el pintor pobla-


no utiliza un lenguaje muy próximo
al característico del pintor aragonés, y
puesto que existen obras de este ar-
tista en Cádiz puesto que hasta allí
va Goya en varias ocasiones, resulta
pertinente considerar que durante las
estancias del poblano en la ciudad an-
daluza, pudo conocer sus trabajos en
primera persona (Fraile, 2015).
En su otra gran obra, Autorre-
trato, de 1811 (Figura 6), Rodríguez
Alconedo­ consigue importantes lo-
gros, siendo considerado por muchos,
no sólo la obra maestra de este artis-
ta, sino también como una de las crea-
ciones más importantes de la pintura
mexicana. En palabras de Francisco de
la Maza (1940): “esta maravillosa pin-
tura, uno de los mejores pasteles del
mundo y una de las obras maestras de la pintura mexicana, cierra nuestra historia
del arte colonial y supera en grado sumo a todo lo que hicieron el neo-clasicismo,
dentro del cual actuó Alconedo, y todo el siglo XIX”. En estos mismos términos
se expresa Eduardo Merlo (2001), quien señala: “es una de las obras maestras de
la pintura neoclásica en México, el autor demuestra su habilidad para las obras
al pastel, hasta entonces algo desconocido en la Nueva España”. Otra de las opi-
niones más interesantes de esta obra es la que propicia de nuevo Toussaint:

une ese realismo, un poco brutal, con la suavidad con que inician su obra los pin-
tores del siglo XIX . . . la técnica, el pastel, se ha doblegado humildemente bajo la
mano del artista: ha obtenido efectos que nunca antes aparecen en nuestra pintura
. . . está pintado con una técnica minuciosa, perfecta, a la vez que con fervor y una
espontaneidad tales que nos entregan al artista completamente, con toda su inquie-
ta espiritualidad (Toussaint, 1990).

Resulta extraordinario poder contar con dos ejemplares de los mejores re-
tratos del momento, creados por un pintor poblano, en una misma sede mu-
seística, custodiados por la universidad.
En el mismo Museo Universitario de la BUAP nos encontramos con otro
interesante autor poblano cuya producción ha ingresado recientemente en sus
salas. Se trata del pintor Mariano Centurión (1879-1914), un artista del último
cuarto del XIX que nos anuncia el cambio de siglo con una serie de obras que
aún indagan en los géneros desarrollados con ahínco a lo largo de toda la cen-
turia. De este modo, a través de sus 25 pinturas conocemos las inquietudes
plásticas de quien, aún bien avanzado el siglo XIX, mantiene el interés por la
pintura religiosa, los cuadros de comedor o bodegones, así como la pintura de
retrato. El oficio de Centurión marca una amplia preocupación por la capta-
ción de la luz a través de la atmósfera en sus pinturas, especialmente presen-
te en su pintura de paisaje. Es precisamente este género, el paisaje, una de las
vertientes pictóricas más desarrolladas a lo largo de todo el periodo. En el caso
de México, donde dicha temática se perfila como una de las grandes claves de
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identidad nacional, los perfiles urbanos, pero sobre todo los rurales, forman
parte de la vida cotidiana de los artistas y, a menudo, tiñen con su omnipresen-
cia la minuciosidad que requieren las pinturas costumbristas, en las que no en
pocas ocasiones se presenta a estos personajes típicos en escenarios paisajísti-
cos de gran atractivo.
Si bien las pequeñas tablas que trabaja Centurión no escenifican los volca-
nes ni las extensiones más características del paisaje mexicano, se centran con
esmero en paisajes de sabor rural, casi íntimo, donde callejuelas tranquilas hi-
lan una sucesión de casas discretas de diversos colores, que se amoldan a los
caprichos sinuosos de las calles (Figura 7). Parajes rurales que dialogan con es-
cenas de bosques, en la que la frondosidad de los árboles sirve para la penetra-
ción de una luz que se proyecta con interés sobre el suelo, generando juegos
de sombras que dinamizan la profundidad de los espacios. Es por ello más que
evidente que aún a finales del siglo XIX, las inquietudes de los pintores pobla-
nos, siguen inclinándose a ciertas pautas establecidas con anterioridad, igual-
mente válidas aún bien entrado el siglo XX.

4 .Conclusiones
A través de este pequeño estudio hemos pretendido describir cómo las nuevas
corrientes estéticas hacen su incursión en la escuela poblana de pintura en una
centuria, la del xix, que estaba empezando a florecer a distintos y novedosos
géneros, escuelas y tendencias. Un repaso que incluye a varios de los artistas
destacados del periodo y que reflexiona sobre una sociedad que, sin abando-
nar las estéticas artísticas que conocía a plenitud, se entusiasma con agrado
ante la llegada de otras propuestas. De este modo, asistimos a la reconfirma-
ción de géneros como el retrato en su amplia vertiente social, con resultados
gratamente sorprendentes; la riqueza del paisaje y las pinturas de costumbres,
o el esplendor con el que se asiste a un cuadro de comedor, con el que el pin-
tor nos deleita a través de la vida cotidiana de los poblanos, mostrándonos sus
objetos de uso cotidiano y sus gustos culinarios. Se trata de una época que nos
sigue despertando el interés por conocer un momento de la historia del arte
en esta ciudad, en la que no dejamos de sorprendernos ante avances tan noto-
rios e importantes, como el que supone el hallazgo de nuevos artistas, como

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acontece con Molina de Urac y Mariano Centurión, quienes con su presencia


engrosan la nómina de pintores hasta ahora escasamente conocidos en el foco
pictórico poblano y que a partir de ahora hay que seguir investigando. Es una
época que en ocasiones se torna con orgullo hacia modelos compositivos anti-
guos, con esquemas que a menudo quedan marcados por la evidente vuelta al
pasado clásico, cuya influencia se pone de manifiesto en los pintores poblanos
a través de rostros de serenidad latente y dibujos de extremidades que buscan
tanto la perfección clásica, que a veces rozan lo irreal y como resultado ofrecen
lineamientos físicos generados con escaso atino, frente a otros estudios anató-
micos estos sí, perfectamente logrados, mucho más naturalistas en su esencia
y más modernos en cuanto a su producción.
En otras ocasiones, los artistas indagaron destrezas y aprendieron proce-
dimientos técnicos nuevos, de gran mérito e innovación en la escuela poblana,
como la técnica del pastel esgrimida por Alconedo. Precisamente de Rodríguez
Alconedo y del ya mencionado Mariano Centurión, se custodian obras en el re-
cinto artístico de la BUAP. En su amplio acervo que conforma el patrimonio
pictórico universitario, se incluyen obras de estos artistas. La indagación aca-
démica a este patrimonio es un broche de oro ideal ante los 50 años de exis-
tencia de la Facultad de Filosofía y Letras de esta institución, desde donde se
siguen investigando estos tesoros que como parte de la propia esencia univer-
sitaria, se comparten con el colectivo poblano en el que se insertan. Sirvan pues
de deleite, para que continuemos valorando los bienes artísticos de una época,
el siglo XIX, que en la ciudad de Puebla tuvo un brillo especial a través de este
amplio ramillete de artistas y la variedad y riqueza de cada una de sus obras.

R E F E R E N C I A S

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