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Crisis de la educación peruana

Por Carlos Molina Romero*

La realidad actual pone de manifiesto de que vivimos una crisis de la política, de la


economía, el papel de la ciudadanía, etc. y la más importante: la crisis de la educación,
pues ésta al fin y al cabo es la estructura sobre la que se apoya la sociedad y de lo que
se acusa es que la crisis no es solo político-económica, sino fundamentalmente de
valores.

Vivimos en una sociedad globalizada y tecnificada de todos los tiempos, en la actualidad


asistimos por suerte a una gran variedad de movimientos pedagógicos a nivel mundial y
que tratan de cambiar una educación arcaica y obsoleta. De hecho, prácticamente casi
todos los países están rediseñando sus planes de estudios con nuevas leyes educativas
mediante las que tratan de apostar por una educación más democrática, eficiente,
holística, integradora e inclusiva y en la que las competencias, los conocimientos
formales (especialmente idiomas y saberes técnicos) y las nuevas tecnologías de la
información y la comunicación (TIC) tengan un peso fundamental en la formación del
estudiante.

En el Perú hay muchos críticos y especialistas en educación que entienden que los planes
de estudio de los niveles de Inicial, Primaria y Secundaria se debe más a una cuestión
política de grupos de poder transnacional y oligárquico que ejercen tutela bajo sus
intereses privados y de privilegio y que por lo tanto no están al servicio de las grandes
mayorías. En el país ha aumentado la pobreza llegando al 21.7 % para el 2017,
profundizándose así las desigualdades sociales.

Las leyes educativas son diseñadas por funcionarios del Ministerio de Educación en la
que están más centrados en medir el trabajo pedagógico desde el punto de vista
numérico y cuantificado como si fuera un negocio de camisetas.

Hay que preguntarse con seriedad y urgencia: ¿Cuántas horas de trabajo burocrático
asumen los profesores? ¿Cuántas horas se dilapidan entregadas a tareas absurdas que
no sirven para nada? ¿Cuánto aburrimiento se acumula en las mentes y en el corazón
de los docentes por estas iniciativas cada vez más ridículas?.

La burocracia potencia el régimen organizativo jerarquizado e impone una obediencia


irracional y ciega. Hay que obedecer: “Esto hay que hacerlo porque hay que hacerlo”.
Pero, qué sentido tiene?, para qué sirve?, qué impide hacer?, qué consecuencias tiene?,
son preguntas que nadie se hace y si se las hace se las contesta cada uno en privado sin
que las respuestas ayuden a corregir las situaciones injustas e irracionales. Cuántas
horas dedican los directores y directoras a la burocracia?. Pueden destinar su tiempo a
tareas pedagógicamente ricas, como coordinar, inspirar proyectos innovadores,
investigar sobre la práctica, crear un clima positivo, hacer equipo, proponer iniciativas o
bien, a tareas pedagógicamente pobres, una de las más apremiantes y absorbentes sería
la de rellenar papeles, hacer estadísticas y así cultivar la burocracia.
Es necesario replantear nuevas formas de propuestas educativas para nuestro país
centradas en la nueva filosofía humana: un intento de resistencia de la democracia, de
la educación y de los valores para el siglo XXI, tales que debe situarse al alumno y al
docente en el centro del sistema educativo y no en acciones de políticas educativas que
rigen actualmente aferradas a un estricto currículo vertical y de obediencia ciega que
fijan contenidos, objetivos, criterios de evaluación, y de resultados cuantificados. A esta
forma de educación Paulo Freire lo llamó en forma peyorativa educación tradicional o
bancaria. La educación, tal y como la entendemos ahora, es demasiada pasiva: los
alumnos llegan al aula, escuchan, memorizan y se marchan. La educación actual está
extremadamente cerrada en hacer que la gente se eduque sólo para el trabajo y lograr
una carrera profesional. A veces se confunde el valor de la educación con la formación
para el trabajo. Sí, están relacionadas, pero no son lo mismo: adquirir formación para
un empleo consiste en adquirir las destrezas necesarias para trabajar en una empresa,
mientras que la educación es para dotarnos de competencias que sean útiles para
nuestro desarrollo personal e intelectual para la vida y saber desenvolvemos dentro de
la sociedad.

Si apostáramos a los saberes humanísticos desde el punto de vista de la filosofía de la


educación seguro que serían más ajustadas a la realidad pluricultural peruana, más
centradas en el alumno y en el docente cuyo resultado nos llevaría de que la educación
en las aulas escolares sean más creativas, reflexivas y críticas. Dewey, nos decía de que
si queremos aspirar a vivir en democracias plenas debemos educar en y para la
democracia y que según cómo eduquemos estaremos experimentando o jugando con
un estilo de convivencia u otro. Y aún más, Dewey decía que toda convivencia educa,
orienta de una u otra manera el sentido de nuestras vidas, por eso decimos que es
normativa. De esta forma, toda educación, o todo auténtico proceso de comunicación
en el que entran en relación los usos lingüísticos de las personas, es reguladora, genera
expectativas de comportamiento, hábitos mentales y usos compartidos para la
convivencia.

Por eso, resulta grotesco y confuso escuchar a quienes dicen que el Estado no debe
regular en la educación, ninguna manera de formación en valores, argumentando que
ésa es una tarea privada y exclusiva de los individuos en el ejercicio de su libertad.

La formación integral del individuo se impulsa desde la tarea educativa; para ello se le
apuesta al desarrollo intelectual estimulando la búsqueda de la verdad, el observar, el
indagar, el sintetizar, el comprender, el analizar, desarrollando una capacidad
propositiva en el individuo para que se vincule a la sociedad como ser que propenda por
el bien común.

Madrid, 26 de Septiembre del 2018

Carlos Molina Romero


*Máster en Estudios Avanzados en Pedagogía en la Universidad Complutense de
Madrid.

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