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SPENCER¡SMO
Durante la mayor parte del siglo XVIII la incipiente disciplina geológica lan-
guideció bajo la tutela de la autoridad de la Biblia. Excepto por las modio
ficaciones que habia introducido el diluvio, se consideraba que la Tierra
había preservado la forma que recibió al comienzo de los tiempos. Una gran
parte del esfuerzo de los estudiosos se consagró a probar que el Génesis y
los estratos de la Tierra contaban una misma historia. Los depósitos alpi-
nos con restos de vida marina se celebraban como confirmación de la pre-
sencia en otros tiempos de aguas lo bastante profundas como para sumer-
gir las más altas cumbres. Los fósiles de animales extintos no planteaban
problema: simplemente probaban que no todas las criaturas antediluvianas
habían conseguido refugiarse en el arca de Noé.
Cuando la historia de la Tierra empezó a ser estudiada desde un punto de vista geo-
lógico, se supuso simplemente que el diluvio universal tenía que haber producido
cambios ingentes y que habría sido un agente primario en la formación de la 'superfi-
cie actual del globo. Su existencia daba prueba de que Dios regia el mundo además
de haberlo creado [GILLI8J>IE. 1951. p. 42].
Entre los geólogos, Theorv of the Eartñ (1788). de James Hutton, el fun-
dador de la llamada escuela vulcanista, representó la primera refutación
consecuente de este punto de vista. Las teorías de Hutton rechazaban la
explicación que de los estratos de la Tierra daba la escuela neptunista. Esta
última estaba representada en Gran Bretaña por Robert Jameson, a su vez
discípulo del fundador del neptunismo, Gottlieb Wemer, profesor de mí-
neralogía en Friburgo de Sajonia. Inspirándose en la narración bíblica.
Wemer y Jameson sostenían que todas las rocas de la Tierra se habían
precipitado de una solución marina en varios estadios bien definidos que
correspondían a los estadios de la creación y que desde entonces habían
ocupado su lugar fijo en los correspondientes estratos geológicos. Hutton, por
su parte, eludió por completo el tema de la creación e intentó interpretar
los rasgos geomorfológicos en función de los efectos acumulativos de los
procesos naturales físico-químicos, tales como el calor, la presión y las va-
rias formas de acción de la intemperie. En lo tocante a la edad de la Tierra,
las implicaciones de esta interpretación de Hutton resultaban heréticas, ya
que lo que hasta entonces se había atribuido a la acción de cataclismos
instantáneos pasaba a presentarse como el efecto paciente de fuerzas rela-
tivamente pequeñas que actuaban a lo largo de dilatados periodos de tiempo.
A mi me parece siempre como si mis libros salieran por mitad del cerebro de Lyell y
como si yo no lo reconociera nunca suficientemente. Ni sé cómo podría hacerlo sin
muchas palabras, porque siempre he pensado que el gran mérito de los Principies es
que le hacen cambiar a uno toda su actitud mental [ibidem].
Lo que aquí le perecía más absurdo a Lyell iba a constituir el tema ceno
tral de la obra de Spencer: la demostración de que el universo exhibía «UD
esquema continuo y progresivo de desarrollo. que abarcaba todos los fenó-
menos inorgánicos, orgánicos y superorgánicos.
V. LA CONTRIBt.lCION DE MALTHUS
Hay que señalar que en Lyell el rechazo de Lamarck era congruente con su
aceptación de las teorías pesimistas del mayor de todos los enemigos de las
doctrinas del progreso, Thomas Malthus. Malthus era el responsable de la
introducción del concepto de la lucha por la existencia, concepto clave en
las teorías de Lyell, Spencer, Darwín y Alfred Wallace. Pero dentro de este
grupo sólo LyeIl aceptaba las conclusiones negativas de Malthus en lo reía-
tivo a la perfectibilidad del hombre, a saber: que una porción considerable
de la humanidad estaba para siempre condenada a la miseria por el des-
equilibrio existente entre la capacidad de reproducción y la capacidad de
producción.
El papel de Malthus en el desarrollo de las síntesis de Darwin y de Spen-
cer puede muy bien haber sido más importante que el de Lyell. De hecho es
la actitud negativa que Malthus había adoptado respecto al progreso y a la
perfectibilidad la que explica por qué Darwín y Spencer reaccionaron con
tanta fuerza contra el antievolucionismo de Lyell. Cada uno a su manera,
Darwin y Spencer se esforzaron por probar que una parte de la teoría de
Malthus era exacta y la otra errónea. Aunque lo habitual es presentar la
contribución de Malthus a la teoría darwinlsta s6lo en su aspecto positivo
y olvidar enteramente su contribución a la de Spencer, en realidad en amo
bos casos la reacción contra Malthus fue decisiva. Veamos primero la re-
lación entre Malthus y Darwin.
Hoyes sobradamente conocido que Darwin atribuyó el «descubrimien·
to» del principio de la selección natural a su lectura de An essay on the
Spencerismo 99
El ver al espíritu humano, en una de las naciones más ilustradas del mundo, envilecido
por la fermentación de pasiones repulsivas, por el temor, la crueldad, la maldad, la
venganza, la locura, que habrlan deshonrado a las naciones más salvajes en las edades
más bárbaras debe haber representado un choque tremendo para sus ideas del pro-
greso necesario e inevitable del esplritu humano, un choque tal que sólo la más finne
convicción de la verdad de sus principios contra todas las apariencias podía resistirlo
[ibidem].
Todo lo Que podernos hacer es recordar constantemente Que cada ser orgánico está
esforzándose por multiplicarse cn razón geométrica: que en algún periodo de su vida,
en alguna estación del año, en cada g..,neradúJl o a intervalos, todos han de luchar por
su vida y sufrir gran destrucción. Cuando pensamos en esta lucha, podemos consolar-
nos a nosotros mismos con la firme creencia de que la guerra de la naturaleza no es
incesante, que no inspira temor, Que la muerte es por lo general rápida y que el
fuerte, e¡ sano, el afortunado sobrovíve y se nnuupñca [DARW¡:ol, 1958, p. 861.
Como todas las formas de vida existentes descienden linealmente de aquellas que vi-
vieron mucho antes de la época cémbríca. podemos estar seguros de que la sucesión
crdinarin por generación no se ha interrumpido ni una sola vez y que ningún cataclismo
ha desolado al mundo entero, De aquí que podamos mirar con cierta confianza a un
futuro seguro de larga duración. Y como la selección natural no actúa más que por y para
el bien de cada ser, todas las dotes corpóreas y mentales tienden a través del progreso
hacia su perfección.
Por mi parte, mi propia conclusión es que de todas las causas que han producido las
diferencias de apariencia externa entre las razas del hombre y hasta cierto plinto entre
el hombre y los animales inferiores, la selección sexual ha sido, con mucho, la más
eficaz [DARWIN, 1871, 11, p. 367].
Hay que dejar en claro, sin embargo, que Darwin no concebía la selec-
ción sexual como si fuera opuesta a la selección natural, del mismo modo
que tampoco creía que la selección natural excluyera la posibilidad de la
evolución por el uso y desuso lamarckista. Al introducir el principio de la se-
lección sexual, Darwin esperaba explicar aquellos rasgos de los organismos
que no parecían ser útiles en la lucha por la supervivencia. Las astas del
venado y las plumas del pavo real son los dos ejemplos clásicos que esco-
gió en el nivel subhumano. Mientras no desequilibraran la balanza desfa-
vorablemente para la supervivencia, rasgos como esos podian desarrollarse
por diversas, vías si conferían determinadas ventajas para el apareamiento.
En el hombre, los rasgos equivalentes, en opinión de Darwin, eran aquellos
aspectos de las diferencias raciales -color de la piel, forma del cabello,
color de los ojos, forma y tamaño de la nariz y de los labios- que durante
largo tiempo se había supuesto generalmente que debían guardar conexión
con algo vital para el funcionamiento del organismo humano en las dife-
rentes regiones del mundo. El objetivo expreso de Descent of man, apoyado
en una digresión que ocupa varios capítulos sobre ejemplos tomados de los
organismos inferiores, era probar que la selección sexual explicaba las di-
ferencias raciales externas entre los hombres mejor que la selección natu-
ral. Esta era una posición perfectamente respetable y hoy día son bastantes
los antropólogos físicos y los biólogos que continúan defendiéndola. Mas
Darwin no dudó ni por un momento que entre las razas había también
importantes diferencias internas y que éstas se establecían por selección na-
tural. Al señalar que «ni una sola de las diferencias externas entre las ra-
zas del hombre son de valor directo para él», y que, en consecuencia, no
pueden adquirirse por selección natural, hace excepción expresa de todos
aquellos rasgos raciales que son significativos en la cuestión de los diferen-
Spencerismo 103
Hay que señalar también que Darwin distinguía la evolución de «las cua-
Iidades morales» y la de las que él llamaba «cualidades mentales». Es a estas
últimas a las que «el hombre debe principalmente [ ... } su posición eminente
en el mundo». Y es en la lucha por la supervivencia en donde la facultad
de la inteligencia se perfecciona en los individuos, se hace hereditaria y
pasa a las generaciones sucesivas:
Todo lo que sabemos sobre los salvajes, o todo 10 que podemos deducir de sus tradI-
cíones y de los viejos monumentos, cuya historia han olvidado por entero los que hoy
viven junto a ellos, demuestra que desde los tiempos más remotos las tribus triunfan-
tes han suplantado a las otras. Reliquias de civilizaciones extintas y olvidadas se han
des -utnerto por todas las regiones civllizadas de la Tierra, en las salvajes llanuras de
América y en las islas perdidas del océano Pacífico. Hoy. las naciones civilizadas su-
plantan por doquier a las naciones bárbaras, excepto allí donde el clima opone una
barrera mortal, y obtienen el triunfo sobre todo, aunque no exclusivamente, por sus
artes, que son producto de su intelecto. En consecuencia, es sumamente probable Que
en la humanidad las facultades intelectuales se hayan perfeccionado gradualmente a
través de la selección natural [ibidem, p. 154].
X. LA PRIORIDAD DH SPBNCHll
Tanto en las obras más tempranas de Spencer como en las más maduras,
la discusión de la evolución, la lucha y la perfectibilidad se encuadra en el
marco de unas ideas políticas explícitamente reconocidas. Su abierta defen-
sa del liberalismo económico y su condena del cooperativismo, el socialismo
y el comunismo, es un ejemplo más de la imposibilidad de separar el des-
arrollo de las teorías de la cultura de su contexto sociocultural. Para apre-
ciar debidamente la contribución de Spencer debemos ver en él al portavoz
científico más efectivo del primitivo capitalismo industrial, exactamente
108 Marvin Harris
llegó básicamente a una solución del mismo tipo de la que Darwin había
alcanzado en 1838 (pero se iba a guardar para sí hasta 1858) y de la que
Wallace no alcanzaría hasta 1855. Dicho de otro modo, Malthus fue la base
no de dos, sino de tres «descubrimientos» independientes de la idea de la
evolución proerestva como resultado de la lucha por la supervivencia. Cier-
to que «A thcorv of population » contenía un buen número de observaciones
sumamente originales subre los factores determinantes del aumento de po-
blación y además sólo se ocupaba de la evolución sociocultural y humana.
Pero la cuestión que nos estamos planteando es precisamente la de las
fuentes del «darwinismo social» en la medida en que se aplicó a la sociedad
humana.
Para escapar al dilema maltbusíano. Spcncer recurrió a la idea de que
la inteligencia y la fertilidad estaban en relación inversa. Resulta caractens-
tico que interpretara esa relación en términos fisiológicos y no en términos
socioculturales, Las células de la mente y las células del sexo compiten por
los mismos materiales. El exceso de fertilidad estimula una mayor actividad
mental porque cuanta más gente hay, más ingenio se necesita para mante-
nerse en vida. Los individuos y las razas menos inteligentes mueren y el
nivel de inteligencia se eleva gradualmente, Pero este aumento de inteli-
gencia sólo se logra a costa de intensificar la competencia entre las células
de la mente y las células del sexo, y, en consecuencia, se produce una pro-
gresiva disminución de la fertilidad.
De este modo, «al final, la presión de la población y los males que la
acompañan desaparecerán enteramente» (1852a, p. 500), Aunque esto va con-
tra Malthus y es mucho más optimista que la formulación de Darwin, su
clímax utópico se reserva para un futuro indefinidamente remoto hacia el
que la humanidad avanza lenta y constantemente. Hasta alcanzarlo, las exi-
gencias de la lucha por la vida producen el progreso a través de la dismi-
nución de los ineptos y la preservación de los aptos, exactamente lo mismo
que Darwin iba a decir seis años después. Según Spencer:
Aquellos a quienes esa creciente dificultad de ganarse la vida que conlleva el exceso
de fertilidad no estimula a mejoras en la producción -esto es, a una mayor actividad
mental- van directamente a su extinción y, en último término, serán suplantados por
aquellos otros a los que la misma presión sí que estimula [ .. I y así verdaderamente y
sin más explicación se verá que la muerte prematura bajo todas sus formas y cual-
quiera que sea su causa no puede dejar de actuar en la misma dirección, Porque como
los que desaparecen prematuramente en la mayor parte de los casos suelen ser aque-
llos en quienes el poder de autoconservación es menor de aquí se sigue inevitablemente
que los que quedan en vida y continúan la raza son los que tienen más capacidad de
autoconservación son los selectos de su generación. Así que, tanto si los peligros que
acechan a la existencia son del tipo de los que producen el exceso de fertilidad, como si
son de cualquier otra clase, es evidente que el incesante ejercicio de las facultades
necesarias para enfrentarse a ellos, y la muerte de todos los hombres que fracasan
en ese enfrentamiento, aseguran un constante progreso hacia un grado más alto de ha-
bilidad, inteligencia y autorregulación, una mejor .coordinación de las acciones, una
vida más completa [1852a, pp. 459-60].
Otro hecho del que es preciso tomar nota es que fue Spencer y no Darwin
el que popularizó el término «evolución», usándolo por primera vez en un
artículo titulado «The ultimare law of physíology» (l857a). Tampoco fue
Darwin quien introdujo la expresión «supervivencia de los más aptos», sino
Spencer (en sus Principies 01 biology, 1866, p. 444; original, 1864). como el
propio Darwin reconoció en la quinta edición de Orígin 01 species cuando, al
cambiar el título del capítulo sobre la selección natural, que pasó a llamar-
se «Selección natural o la supervivencia de los más aptos», dio esta expli-
cación:
He llamado a este pr-incipie por el que toda ligera variación si es útil se conserva,
el principio de la selección natural, para resaltar su relación con el poder de selección
del hombre. Pero la expresión de la «supervivencia de los más aptos», que Herbert
Spencer usa frecuentemente, es más precisa y muchas veces resulta igualmente ade-
cuada [DARWIN, 1958, p. 541.
Aún hay más. Como Robe-t Carneíro (1967) ha sefialado, desde 1852 Spen-
cer fue amigo de Thomas Huxley, el más eficaz de los defensores de Dar-
wín, cuyo formidable estilo polémico le valió el sobrenombre de «el bulIdog
de Darwin». En su autobiografía, Spencer describe las vivas discusiones en
el curso de las cuales trataba de convencer a Huxley de la verdad del «des-
arrollo progresivo». Y, finalmente, hay que hablar de la alta estimación en
que el propio Darwin tenía a Spencer llamándole «una docena de veces su-
perior a mí» e insistiendo en que «se ha de ver en él al más grande de los
filósofos vivos de Inglaterra; quizá tan grande como cualquiera de los que
le han precedido» (DARWIN, citado en CARNEIRO, p. IX). Tomando en consi-
deración todos estos factores parece evidente no sólo que la palabra espen-
ceriemoe es adecuada para dar nombre a las teorías bioculturales que han
Spencerismo 111
terminado por conocerse como «darwinismo social», sino incluso que la
expresión «spencerismo biológico» resultaría una denominación apropiada
para aquel periodo de la historia de las teorías biológicas en el que las
ideas de Darwin ganaron ascendiente.
Inevitablemente, con las formas de organización social y de acción social van las ideas
y los sentimientos apropiados. Para ser estables, las formas de una comunidad deben
ser congruentes con la naturaleza de sus miembros. Si un cambio fundamental de cír-
cunstancias produce un cambio en la estructura de la comunidad o en las naturalezas
de sus miembros, las naturalezas de sus miembros o la estructura de la comunidad
deben sufrir de inmediato el cambio correspondiente (SPENCER, 1896, rr , p. 593; origi-
nal, 1876J.
reditaria al aprendizaje del ritmo de las danzas africanas; los ingleses edu-
cados en China llegan a hablar chino impecablemente; los negros america-
nos que estudian en el conservatorio escriben sinfonías de tradición clásica
europea; los japoneses no tienen ni la más mínima incapacidad hereditaria
para adquirir los conocimientos electrónicos occidentales; los judíos que han
crecido en Alemania tienen preferencias gastronómicas alemanas, mientras
que los que se han criado en el Yemen adquieren gustos yemenitas; bajo
la influencia de los misioneros occidentales, los pueblos de los Mares del
Sur han aprendido a ajustar su vida sexual a estrictos códigos protestantes,
y en cualquier lugar, los hijos de personas analfabetas, en el marco de las
condiciones enculturadoras adecuadas, pueden adquirir en el transcurso de
una vida las enseñanzas y el saber que han acumulado centenares de gene-
raciones de hombres de todas las razas del mundo. Aunque no es posible
probar que todas las grandes divisiones del horno sapiens tengan igual ca,
pacidad para el aprendizaje de todos los diversos tipos de respuestas, sí
que está fuera de toda duda que la parte, con mucho, mayor y principal
del repertorio de respuestas de cualquier población humana puede ser apren-
dida por cualquier otra población humana. Y, en todo caso, si hay diferen-
cias medias en la capacidad de aprendizaje, puede demostrarse que son
insuficientes para explicar los contrastes culturales y subculturales que ocu-
pan la atención de las ciencias sociales.
Nadie que esté familiarizado con la etnografía moderna puede dudar del
papel preponderante del condicionamiento enculturador en el establecimien-
to de las variedades de comportamiento. Nunca se ha establecido una cone-
xión plausible entre genes humanos especificos y rasgos culturales también
específicos, tales como matrimonio de primos cruzados, filiación bilateral,
poliandria, monarquía divina, monoteísmo, precio de la novia, propiedad prí-
vada de la tierra, o millares de rasgos mayores o menores de la conducta
humana de difusión no universal. Por otro lado, la inadecuación de las ex-
plicaciones racistas de las diferencias y las semejanzas socioculturales re-
sulta aun más patente por el contraste con los éxitos cada vez mayores que
alcanzan las explicaciones estrictamente culturales o culturales y ecológicas
de esos fenómenos. Porque, fuera de un reducido número de incapacidades
hereditarias, patológicas, no existe ni un solo ejemplo de diferencias medias
hereditarias en la capacidad de aprendizaje para el que no sea fácil díspc-
ner de hipótesis contrarias que lo expliquen por las diferencias en las ex-
periencias del proceso de condicionamiento. Este es sin duda el caso en la
correlación que se ha querido establecer entre los niveles alcanzados en
los llamados tests de inteligencia y las distintas razas. Una y otra vez se ha
demostrado que esos niveles corresponden con prontitud al número de años
de escolarización, la calidad de la enseñanza, el entrenamiento para la sí-
tuación del test, el medio familiar, nuclear y extenso, y una gran abundan-
cia de otros parámetros condicionantes no genéticos (KLINBBBRG, 1935, 1951,
1963; COMAS, 19t¡1; 1. C. BROWN, 1960; DRBGBR Y MILLBR, 1960).
Spencerismo 115
Una de las críticas que con más frecuencia se hacen a Spencer y a sus
contemporáneos es que, creyéndose representantes de la avanzada de la
civilización, se consideraban a sí mismos el modelo respecto del cual juzga-
ban a los otros pueblos. Sin embargo, en el caso de Spencer esta crítica es
contraria a los hechos. De la existencia de diferencias en la naturaleza hu-
mana para él se seguía que cada grupo tenía que ser juzgado en sus propios
términos y tratado de la manera adecuada a su propio estado de desarrollo.
Lo que era bueno para los hombres civilizados no tenía por qué ser bueno
para los enatívos». En otras palabras, Spencer defendía una versión inicial
del relativismo cultural, una perspectiva que suele considerarse que no exis-
tió hasta la crítica posboasiana antievolucionista y que hoy se acepta sin la
menor duda como la única adecuada para el investigador de campo. En
PrincipIes oi sociology, Spencer escribió:
Aunque ha llegado a convertirse en un lugar común que las mismas instituciones con
las que prospera una raza no responden i¡ual cuando se trasplantan a otra, el reco-
nocimiento de esta verdad sigue siendo, pese a todo, insuficiente. Hombres que han
perdido su fe en las «constituciones sobre el papel» siguen, a pesar de ello, defendién-
dolas para las razas inferiores, pues no a otra cosa equivale su creencia de que las
formas sociales civilizadas pueden imponerse beneficiosamente a los pueblos incivili-
zados, las disposiciones que a nosotros nos parecen defectuosas han de ser defectuosas
para ellos, y las instituciones domésticas, industriales o políticas que les beneficien tie-
nen que parecerse a las que nosotros encontramos beneficiosas. Siendo as1 que aceptar
como verdadero que el tipo de una sociedad viene determinado por la naturaleza
de sus unidades, nos obliga a concluir que un régimen, intrínsecamente de los más
bajos, puede, a pesar de todo, ser el mejor posible en las condidones primitivas (SPBN-
CBR, 1896, 1, pp. 232-33].
Puesto que otras gentes son tan diferentes a nosotros, hemos de evitar
el imponerles nuestras normas de conducta. Nuestras ideas éticas no pue-
den tener sentido para ellos. Los modernos relativistas culturales, y en es-
116 Marvin Harris
Según Lichtenstein los bosquimanos «no parecen sentir en lo más mlnimo ni siquiera
los cambios más acusados de la temperatura de la atmósfera». Gerdíner dice que los
zulus «son perfectas salamandras» que remueven con los pies las brasas de sus fuegos
e introducen las manos en el hirviente contenido de sus vasijas. Los ebípones, a su
vez, «soportan extremadamente bien las inclemencias del cielo». Y 10 mismo ocurre
con los sentimientos causados por las heridas corporales. Muchos viajeros han expre-
sado su sorpresa ante la serenidad con la que los hombres de tipo inferior se someten
a operaciones graves. Evidentemente, los sufrimientos que experimentan son muy in-
feriores a los que padecen los hombres de tipo superior [SPENCER, 1896, r, p. 511.
Spencerismo 117
Mientras estas líneas estaban en la imprenta, se ha vuelto a demostrar una vez más
de qué puede ser capaz el hombre social, incluso el de una raza adelantada. Para
justificar la destrucción de dos ciudades africanas de Batanga se nos informa de que
su rey deseaba que se estableciera una factoría comercial, y la promesa de que se
establecería una subfactoría le decepcionó. Por eso subió a bordo de una goleta inglesa
y se llevó al piloto, Mr. Grovier, negándose a liberarlo cuando se le pidió que lo hi-
ciera y amenazando con «cortarle la cabeza a este hombre»; extraño modo. si fuera
cierto, de conseguir el establecimiento de una factoría comercial. Mr. Grovier se es-
capó algo después sin haber sido maltratado durante su detención. El comodoro Richard
ancló con el «Boadicea» y con dos cañones en la costa ante Kr-íbby's Town, residencia
del «rey Jack», y ordenó al rey que acudiera a bordo y se explicara, garantizando su
seguridad y amenazándole con graves consecuencias en caso de que se negara. Pero el
rey no se fió de sus promesas y no fue. Sin preguntar a los nativos si tenían alguna
razón para haber capturado a Mr. Grovíer. distinta de la muy inverosímil que les atrí.
buían nuestros hombres, el comodoro Richard les dio unas horas de plazo y luego
procedió a despejar la playa a cañonazos, quemó la ciudad, de trescientas casas, arra-
só los cultivos de los indígenas y destruyó sus canoas. Por fin. no contentándose con
haber quemado la ciudad del «rey Jack», fue más al sur y quemó la ciudad del _rey
Long-Long». Todos estos hechos los publica el Times del 10 de septiembre de 1880. En
un articulo sobre ellos, este órgano de la respetabilidad británica lamenta el que «a
la mentalidad infantil de los salvajes el castigo ha debido parecerle totalmente despro,
porcionado a la ofensa», implicando con ello que a la mentalidad adulta de los civili-
zados no puede parecerle desproporcionado. Más todavía: este influyente diario de la
clase gobernante. que sostiene que si no existieran los dogmas teológicos establecidos
no habría distinción entre lo verdadero y lo falso ni entre lo bueno y 10 malo, comenta
que «de no ser por la triste sombra que sobre él arroja la pérdida de las vidas [de dos
de nuestros hombres, evidentemente] todo el episodio resultaría más bien humorís-
tico•. Y qué duda cabe de que después de que la «mente infantil del salvaje» ha acep-
tado la «buena nueva» que le enseñan los misioneros de «la religión del amere, hay
118 Marvin Harris
mucho humor, aunque sea quizá del más negro. al mostrarle la práctica de esa reli-
gión quemándole la casa. Usar el lenguaje de las explosiones del cañón para hacer co-
mentarios sobre la virtud cristiana, y todo ello apropiadamente acompañado por una
sonrisa mefistofélica. Posiblemente, lo que al rey le impulsó a negarse a subir a
bordo ele un barco inglés fue la creencia general de su pueblo de que el diablo es
blanco (SPENCI'.R., 18%, n, pp. 239-40].
Uno de los aspectos peor entendidos del racismo de finales del siglo XIX
es el de la relación entre la doctrina de la unidad psíquica y la creencia
en la existencia de tipos raciales inferiores. La unidad psíquica era la idea,
extremadamente común entre los monogenistas, de que la mente humana es
en todas partes esencialmente similar. En la versión de Adolf Bastian, se
recurría libremente a la unidad psíquica para explicar todas las semejanzas
culturales dondequiera que se presentaran. Como Bastian defendía una ver-
sión especialmente exagerada del idealismo cultural, el hecho de que una
idea fuera potencialmente común a toda la humanidad le parecía una expli-
cación suficiente de su presencia en uno o más lugares. También cuando se
da particular importancia a la evolución paralela se acepta implícitamente
alguna forma de unidad psíquica, puesto que si los diversos pueblos del
mundo pasan a través de secuencias similares, hay que suponer que todos
empezaron con un potencial psicológico esencialmente similar. Mas esta supo-
sición no tiene relación necesaria con el concepto posboasiano de la igual-
dad racial. De hecho, las ideas decimonónicas sobre la unidad psíquica tie-
nen muy poco en común con las ideas del siglo XVIII o del siglo xx sobre
la relación entre la raza, la lengua y la cultura.
Entonces, ¿qué sentido habría que atribuir a las palabras «Ia igualdad
específica del cerebro en todas las razas de la humanidad»? Tan sólo el de
que en sus últimos años, como señala Resek, Margan rechazó la idea de la
poligénesís y se convirtió en un monogenista firmemente convencido. Mas
como hemos visto, esa posición no resultaba incompatible con el determi-
nismo racial. Como todos los monogenistas, Margan tenía que ser, hasta
cierto punto, evolucionista antes incluso de empezar a acusar la influencia
de Darwin y de Spencer. Al evolucionar, las razas pasan a través de esta-
dios bioculturales similares. En un estadio particular, la condición mental
innata de los descendientes de cualquier rama de la especie humana tiende
a ser esencialmente similar. Por eso, en condiciones similares, tienden a
reaccionar de formas similares y a pasar de modo paralelo del salvajismo a
la civilización. Sin embargo, desde luego no avanzan en tándem, todos a la
vez. De aquí que en este preciso momento de la historia haya hombres que
representan todas las fases de la evolución biológica y cultural o, lo que
viene a ser lo mismo, con otras palabras, que haya razas «superiores» e
«inferiores».
Parece razonable la hipótesis de Que la última Que se formó en la región templada fue
la raza blanca, menos apta Que las otras para resistir el calor extremado o vivir sin
las aplicaciones de la cultura, pero dotada de las facultades de elevarse al conocimien-
to científico y gobernar, facultades Que han colocado en sus manos el cetro del mun-
do (ibidem, p. 113].