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RAÚL ERNESTO CAMPBELL ARAUJO

PA’ TAN GRANDE QUE ES NACO


(Aventuras Infantiles)

EDITORIAL AVISA
Primera Edición, 2008

Campbell Araujo, Raúl Ernesto


Pa’ Tan Grande Que Es Naco (Aventuras Infantiles) —
México , 2008
COLECCIÓN PRIVADA

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra


- incluido el diseño tipográfico y de portada-,
sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico,
sin el consentimiento por escrito del editor.

Comentarios y sugerencias: avisa@prodigy.net.mx

Diseño de Portada: Ana Paula Campbell Girón

D.R. © 2008, Editorial Avisa


Benito Juárez, 250; 83190 Hermosillo, Sonora

Impreso en México · Printed in Mexico


Pa´ tan grande que es Naco
(Aventuras Infantiles)
I N D I C E:

INTRODUCCION………………………………………….. 11

DE LOS CONDES DE ARGYL…………………………….17

MIS ORIGENES Y ASCENDENTES …………………….18

PRIMERA NEVADA ..………………………………………19

LA CONFUSION DE MI NOMBRE …...…………………..21

CARNICERIA Y VERDULERIA AMBULANTE ..……….23

LOS ASES DEL VOLANTE ………………………………...24

LA NOCHE DE LOS ALACRANES ..………………………26

PRECOS AVENTURA DE MOJADO.………………………29

LAS NAVIDADES DE MI PUEBLO...………………………32

AVENTURAS EN PRIMARIA ..…………………………….39

LAS DIVERSIONES DEL PUEBLO ……………………….45

DE LA FLORA DE MI PUEBLO ..………………………….48

DE PAPALOTES Y VIENTOS ..…………………………….51

PASEO Y CACERÍA ….…………………………………...…53

DE LOS JUEGOS Y JUGUETES INFANTILES .………….55

LOS ADOBES DE MI CASA ..……………………………….59

LOS POLLITOS TIENEN FRIO ...…………………………..62

LAS GALLINAS DE MI MADRE……………………………64

EL TREN CARGUERO ..……………………………………..66


LOS PERSONAJES PINTORESCOS ...……………………..68

EL PADRE PORTELA ..………………………………………77

LA ESTACION DE RADIO ………………………………….79

EL INGENIO DE MI PADRE .……………………………….82

PRINCIPIANTE DE VENDEDOR .………………………….85

LOS FANTASMAS Y EL SAUZ …………………………..…88

EL INCENDIO DE LA ADUANA ……………………………90

LA ESTUFA DE MI MADRE ..……………………………….92

LA VIDA NOCTURNA .………………………………………94

LA FLOTILLA DE CARROS ..………………………………95

DE LOS VIAJES A CANANEA...…………………………….97

PARIENTES Y AMIGOS EN CANANEA ….……………….102

LOS VIAJES AL OTRO LADO ...……………………………105

LOS DEMAS AVENTURADOS VIAJES …………………...108

SECUNDARIA EN CANANEA ..…………………………….112

EL FINAL DEL CAMINO ………………………………….116


I NT R O D U C C I O N:
Para definir el título de este mi primer libro “Pa’ tan gran-
de que es Naco”, hubo mucha resistencia de mi parte para
aceptarlo, porque siempre que se referían al pueblo era para
contar chistes de color subido con relación a la vida nocturna
del mismo; inclusive, en alguna ocasión, en mis tiempos de
estudiante quise escribir de manera formal la historia de mi
pueblo y nos faltó quién me respondiera, en el periódico, con
bromas de mal gusto que hacían alusión a mi entrañable Na-
co.
En esta ocasión, sinceramente, lo hago con todo el respeto e
ingenuidad del mundo. Cuando uno es niño cualquier calle,
cualquier arroyo, cualquier tienda, la escuela, el trabajo, son
imponentes y, entre otras cosas, están a una gran distancia,
casi hasta el final del mundo. Son muchos los largos infantiles
pasos que tenemos que dar para llegar a un lugar y más largos
aún cuando tenemos mucha creatividad de niños; sin embar-
go, nos damos cuenta con el pasar de los años que aquel gran
mundo, como en “El Principito” puede ser el patio de nuestra
casa y concluimos que podía más nuestra fantasía que el área
geográfica que estamos localmente pisando.
Ya de adultos llegamos a la conclusión de que “Pa’ tan
grande que es Naco” era una realidad que nuestra mente in-
fantil, en su momento, no aceptaba, en ese gigante e imagina-
rio universo en que nos movíamos.

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Por otra parte, platicando con un buen amigo escritor, me
decía que admiraba de mi estilo la capacidad de síntesis y yo
le decía que admiraba su capacidad de expresión al tratar sufi-
cientemente amplio un tema. No sé, si influyó mi carrera uni-
versitaria de contador, para permitirme ser muy concreto en
mis comentarios; Lo anterior, como una justificación a la esca-
sez de un florido léxico y como parte de esta introducción co-
mo explicación de los motivos del libro.
Hace mucho tiempo que tengo la inquietud de escribir un
libro de acuerdo a mis posibilidades y limitaciones literarias,
para recordar mi agradable infancia con los personajes pinto-
rescos, los eventos significativos y los lugares que fueron lle-
nando mi vida de imborrables recuerdos y gratas experiencias,
mismas, que definitivamente formaron mi carácter para em-
prender mi vida de adulto en familia, en la sociedad y ser par-
te del mundo en que nos toca seguir bregando el resto de
nuestra vida.
De ninguna manera existe la pretensión de lograr una
obra literaria, ni de concurso, ni de “palabras domingueras”, ni
rebuscadas, ni de diccionario, sino más bién desarrollar un
estilo sencillo y claro, como ha sido el mismo en el transcurso
de más de 40 años de escribir inconstantemente en varios me-
dios impresos de comunicación.
Con toda la desvergüenza que esto implica, confieso que
en este intento existe una carencia absoluta de diálogos, lo
que me obliga a ser muy ameno en mi narrativa, la cual tam-

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poco he desarrollado en mi incipiente vida de escritor, y bus-
co aderezarla con mucha imaginación, con cosas chuscas y
expresiones muy detalladas.
Por otra parte traté de respetar los pochismos (1), aunque
Horacio Sobrazo en su libro de “Vocabulario Sonorense” no
este muy de acuerdo en el uso de estas palabras, la pronuncia-
ción típica del sonorense y algunas palabras muy regionales lo
cual me justifica en mis faltas de ortografía que solo he apren-
dido por excepción y actualmente por las ayudas que ofrecen
los programas de informática para revisiones de ortografía y
gramática. Esto último me dá pauta para afirmar que cual-
quier persona que sepa usar una computadora, ahora, puede
ser escritor siempre y cuando busque su propio estilo. Con las
nuevas tecnologías la parte gramatical está resuelta.
En alguna anterior ocasión que pretendía ser aprendiz de
cuentista y osadamente me atreví a entrar a un concurso estu-
diantil de este género literario, donde obviamente no obtuve
ningún premio. En esa ocasión, la Profesora Josefina de Ávila,
me recomendó que leyera mucho a cuentistas clásicos, cosa
que nunca obedecí dentro de mi rebeldía, pero que hoy la-
mento. Obviamente reconozco la estrechez de mi vocabulario,
la falta de sinónimos, los errores gramaticales, en que puedo
incurrir; sin embargo, mando el corazón por delante con algo
que me apasiona y me quita el sueño: Escribir un Libro.
Siempre he mantenido fresca, en mi mente, la conseja popular
que dice que el hombre para sentirse completo en su objetivo,
para que fué concebido en este espacio vital, debe tener un hijo,

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sembrar un árbol y escribir un libro. Sin muchas pretensiones de
mi parte y a como el sentido común y la experiencia me lo ha
indicado busco lograr estas metas; es decir, Empíricamente he,
____________________
(1)“Pochismo”: m. Vocablo o giro del inglés, correcto o deformado, usado en el
habla española.-“Vocabulario Sonorense”. Autor: Horacio Sobra-
zo.

ricamente, he cumplido satisfactoriamente las dos primeras


metas, aunque humildemente pretendo, en esta ocasión,
cumplir con la tercera. Aprovecho este espacio para reconocer
sincera y públicamente que la primera meta de mi vida se de-
be al trabajo arduo y entregado de mi compañera de toda la
vida que supo tener, criar y educar a nuestros hijos, en un nú-
cleo familiar bién integrado y de la cual me siento orgulloso y
me estoy colgando las medallas.
Es importante señalar, antes de empezar la narración de
mi novela anecdótica, de mis años de infancia, y que someto a
la crítica y al comentario del lector al que puedan llegarle es-
tas líneas que hoy escribo.
Quizás al final, los expertos, observarán que no he leído
ninguna obra de ningún autor clásico, ni siquiera “Hermanos
Karamazov”, ni “Crimen y castigo”, ni ningún otra de Fedor
Dostoyevsky, pero si estaría muy dispuesto para contradecir
una de las frases celebres de este escritor ruso: “Lo peor que
le puede pasar a un hombre es escribir”; Por el contrario, Lo
mejor que me ha pasado, como entretenimiento y ociosidad,
es la inquietud innata de escribir algo de mis días de infancia
tan empíricamente como pueda.

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Quizás la profesora Conchita leal que un día por allá en los
años sesenta, en la clase de literatura española, en las aulas
de la secundaria de la Universidad de Sonora, enseguida del
edificio principal de rectoría, me entusiasmó y motivó dicién-
dome que tenía aptitudes para escribir, hoy se arrepienta de
tal aseveración y atrevimiento. ¡ Pero, en fin, la suerte esta
echada!
Los que tengan una manera sencilla de ver las cosas, los que
pequen de ingenuidad, sabrán que este disparate escrito pue-
de traerles una hora de amena lectura, sin muchas complica-
ciones, sin mucho rebuscamiento.
¡Si no cumplo este objetivo tan sencillo, entonces, sí,
habré fallado!
Todo lo anterior lo recalco para al final explicar lo que
heredé o tomé de mis padres y tratando de darle una justifica-
ción y explicación a mi existencia.
Aunque parezca insignificante todos estos detalles influ-
yeron decisivamente en la formación de mi vida.
Afortunadamente, cuando uno analiza la información re-
trospectivamente uno se va dando cuenta con los años por-
qué estamos aquí, el camino que hemos recorrido, cual es la
ruta que nos está trazada y que tan visible es el horizonte al
final de camino terrenal. Bajo esta premisa fundamental po-
dríamos decir que nada es casual y que con todo este caudal
de información nosotros podemos construir nuestro destino, a
veces muy a tiempo a veces demasiado tarde; pero, a fin de

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cuentas, como decía Nervo: “¡ nosotros somos los arquitectos
de nuestro propio destino!
Este es el comienzo de mi vida, rodeado de muy buenos
augurios, que me hicieron y han hecho feliz a medida que pasa
el tiempo, agradeciendo al creador, algún ángel y quizás una
estrellota que anda resguardando mi espalda, a pesar de las
cosas buena y malas que pudieron haberme sucedido, pero al
final son cuentas reconfortantemente positivas y formativas;
pero en este momento, solo quiero plasmar aquella niñez in-
igualable, alegre, aventurera que me toco vivir en mi pueblo.
¡Que disfruten los niños y lo que aún tienen alma de niño!

DE LOS CONDES DE ARGYL:

Si quiero entender el porqué de mi carácter y de mis ge-


nes, les diré que Los estudiosos de nuestros antepasados afir-
man que provenimos de las tierras altas de Escocia, descen-
dientes de los Condes de Argyl y pertenecientes al famosos
Clan Campbell; otros dicen, que somos herederos de las trope-
lías que hicieron los piratas ingleses, incluyendo escoceses,
provenientes de Europa al llegar a Carolina del Norte. Ya pose-
sionados en las llanuras norteamericanas, al pasar de los años,
y con su espíritu aventurero, durante la guerra civil de “La me-
silla” el Gobierno de Estados Unidos les dió la concesión de
explorar las tierras mexicanas rumbo a las californias quedan-
do las últimas raíces del tronco de estos intrépidos conquista-
dores al sur, en suelo mexicano, y particularmente esta ramifi-
cación quedo en tierra Sonorense.
Después de la Revolución Mexicana, a inicios del siglo pa-
sado, mi abuelo paterno se casó con Carolina López Campbell

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y fué Presidente Municipal de la Villa de Magdalena, Sonora,
lugar que acogió los restos del Padre Francisco Eusebio Kino;
sus parientes cercanos Santiago y Adiodato, con el mismo es-
píritu aventurero tuvieron una participación muy activa en la
vida social y política e nuestro Estado en aquéllos tiempos.
Santiago R. Campbell Noriega, hermano de mi abuelo aparece
en el Archivo Histórico del H. Congreso del Estado en la Segun-
da Época en la IV Legislatura que comprendió de 1869 a 1871
como Diputado de ese período. En la Legislatura VII de 1875 a
1877, también, aparece Adeodato Campbell con el mismo car-
go. Además, fueron reconocidos revolucionarios que partici-
paron en las campañas internas bélicas que marcaron el inicio
de la etapa moderna del mismo periodo en nuestro país en el
siglo pasado; se vivía en esos momentos fuertes enfrenta-
mientos militares, sobre todo en el Estado de Sonora y espe-
cialmente en Naco y en Agua Prieta, done conocieron a caudi-
llos revolucionarios como Venustiano Carranza, Álvaro Obre-
gón, Pablo González, Manuel M. Diéguez, José María Maytore-
na. En 1915 pasó por Magdalena Francisco Villa y el General
Cañedo con planes de iniciar el famoso ataque a mi pueblo y
el vecino de Agua Prieta.
Mi padre tuvo tres hermanos mayores Luz, que siendo
joven aún, emigró a Palomas, Chihuahua, ocupando importan-
tes puestos públicos localmente, entre ellos el de la Presiden-
cia Municipal; mi tía Dora, casada con el ilustre maestro Gua-
dalupe Minjares Hernández, estableció su residencia en Benja-
mín Hill; finalmente mi tío Héctor, que formó parte de nues-
tra historia infantil, decidió radicar en el pequeño y pintoresco
pueblo fronterizo de Naco. Debo decir que mi padre se llama-
ba solo Raúl. Un buen hombre, sin vicios, muy trabajador, que
le gustaba mucho la inventiva, empleado federal, técnico del
pueblo, cácaro(1) del cine, músico lírico con especial inclina-
ción al piano, ocasionalmente compositor, poeta y no se cuan-
tos oficios mas.

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Un gran hombre al que admiré por su trabajo, por su ma-
nera de aferrarse a la vida y con quién compartí muchas expe-
riencias y aventuras, con quién aprendí de los oficios elemen-
tales, a quién admiré hasta los últimos momentos de su vida.
Verdaderamente un ejemplo a seguir. Cumplió cabalmente
con la misión de un padre y predicó con el ejemplo, que es lo
más importante.

(1)Cácaro: m. Adjetivo. Expresión común durante la función de cine dirigida al opera-


dor cuando se interrumpía la proyección por causas imputable al
mismo o a la cinta. Similar a “cácalo” que significa artificio, maña,
ardid.-Diccionario para Entender al Sonorense.

MIS ORIGENES Y ASCENDENTES:

Si quisiéramos buscar mi conformación genética por los


Araujos, de sangre árabe y española, mi madre era una mujer
bajita de estatura, piel rosada, ojos color miel, nariz recta, de
espíritu emprendedor, muy tesonera, trabajadora y de mucha
ambición.
Bajando de la Sierra Madre Occidental, cerca de la Colonia
Morelos y el río Bavispe, antes de llegar a la Angostura y en las
faldas de la Sierra del Tigre en parte noreste del Estado, casi al
inicio de los años veinte del siglo pasado, nació mi madre. La
cuarta de seis hermanos descendiente de gente ligada a la
minería. Con el cierre de este mineral bajo hasta Pilares de
Nacozari, tierra de Jesús García Corona héroe universal falleci-

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do en 1907 en los tiempos de auge de la compañía minera de
ese lugar hasta su cierre a mediados de los años treinta; de ahí
buscaron colocarse en minerales como el de Cucurpe residien-
do en Magdalena, en los tiempos de los Trelles, los Lafontai-
ne, los Arellano, los Colosio, los Fernandez, los Grijalva, los
López, los Dávila, los Villegas y los Luján, entre otros, que vie-
nen a mi memoria. Eran tiempos de los bailes en la Terraza del
Cuervo, con la orquesta de los Hermanos Othón, en las fiestas
de Octubre donde se conocieron mis padres bailando al ritmo
de los valses de aquellos tiempos.

PRIMERA NEVADA:

No sé por qué siempre asocio el día 7 de Diciembre de


1941 cuando los japoneses sorprendieron y derrotaron humi-
llantemente a los Norteamericanos en Pearl Harbor, 7 años
antes de mi venida al mundo. Batalla épica que fue la más
grande lección de guerra a nuestro vecino coloso del norte.
Eran los finales de la Segunda Guerra Mundial.
Cuenta mi madre que el 7 de Diciembre del año de mi na-
cimiento fué una mañana nevada como aquellas que solo re-
cordamos, en detalle, más adelante, como extraídas de una
postal navideña.
Debo decir que mi pequeño pero simpático pueblo está
bajo el cobijo de la ladera norte de la solitaria Sierra de San

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José, escenario de muchas leyendas e historias de revolucio-
narios, espantos y aparecidos; siguiendo por la entonces pol-
vorienta y pedregosa carretera de Cananea 15 kilómetros an-
tes de llegar a Agua Prieta tomando a la izquierda en el Ran-
cho los Difuntos y pasando por Mina de Oro, entrada oriente
natural a esta montaña. Llegando al pueblo mi primera casa
estaba situada en la calle principal, Calle Madero, esquina con
Insurgentes después de la Plaza de Toros y de la antena de la
radio, frente a los Ramírez, donde estaba el tanque de agua y
donde estuvo después el Cine ALZA en contra esquina de la
Escuela General Ignacio Zaragoza; esta última donde cursé mi
educación primaria y de la cual hago referencia más adelante
para contarles todas mis aventuras, los recuerdos de los Direc-
tores, mis maestros, mis compañeros y otros personajes liga-
dos a esta institución de enseñanza primaria. Donde nací,
pues.
Mi primer morada era de paredes de madera con techo
de lamina con pronunciada inclinación que servia para evitar
la acumulación de nieve en cada temporada invernal y que
pudiera provocar el hundimiento de la cubierta de dos aguas;
también tenía, el terreno de nuestra casa, una entrada lateral
para el automóvil de mi papá y un inmenso patio al fondo
donde corríamos todas nuestras aventuras sin necesidad de
andar en la calle, que era una consigna fundamental de los
principios familiares de nuestra madre.
En el tiempo de mi nacimiento, fuí el sexto hermano, an-
tecediéndome solo dos vivos y siguiéndome posteriormente
cinco más, de la prolífica descendencia de mis padres, que
total, entre vivos y difuntos, hubiéramos sumado 11 herma-
nos.
De mis hermanos mayores vivos, inmediatamente anteriores a
mí, una nació en Magdalena de Kino, tierra originaria de mi
padre, y el hermano de en medio nació en Cananea, tierra últi-
ma por adopción de mi abuela materna y los hermanos de mi

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madre.
Mi padre llegó a Naco, tuvo varios oficios y después fue
invitado por su hermano mayor para trabajar en la Aduana
Fronteriza; sin embargo su actividad laboral fué intensa en el
pueblo.
En este hogar, con esta familia, Este fué él inició de mi
vida.
En Naco viví desde mi nacimiento hasta los 11 años termi-
nada mi preparación primaria en la Escuela Ignacio Zaragoza,
durante el tiempo que fueron directores el famoso Profesor
Tomás Camacho Puente y el no menos famoso Francisco “El
Diablo” Villa.

LA CONFUSIÓN DE MI NOMBRE:

A los pocos días de haber nacido fuí dado en bautismo a


mi querida tía Ernestina, una morena, alta, de hablar suave y
delicado, a quién admiro, respeto y recuerdo con mucho cari-
ño.
La conjunción del deseo de mi tía y el nombre de pila de mi

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padre dieron origen a mis dos nombres propios. Obviamente
en pueblo chico, en aquellos tiempos, era ley general la pala-
bra y no se requerían papeles; sino más bién, de la confianza
entre sí de sus habitantes; pero mi Acta de Nacimiento ante el
Registro Civil tenía solo inscrito el nombre de mi padre, cosa
que mucho tiempo después, en mi juventud, supe.
La algarabía del día de mi bautizo y la euforia de mi tía
hizo que cundiera entre los asistentes a este evento el nombre
completo de Raúl Ernesto.
En el pueblo, por ser tan pequeño, se entrelazaban confia-
da y sanamente las buenas relaciones familiares, compadraz-
gos y todo acto que requiriera de testigos, padrinos y demás
circunstancias ante la escasez de firmas en un círculo social
muy pequeño y cerrado, de tal manera que el Director de la
Escuela Primaria, el inolvidable “Flaco de Oro”, Profesor To-
más Camacho Puente, originario de Cananea, maestros de
mucho prestigio, en aquellos tiempos era compadre de mis
progenitores y abusando de su amistad omitió exigirnos pape-
les formales y exactos que me identificaran para mi ingreso al
primer año en el plantel educativo de educación básica; con
trabajo si se fijó en que fueran eso: solo los Papeles oficiales.
Seis años después, precedido por el prestigio intelectual de mi
hermano mayor, Faustino el joven de 10 de calificación, en la
Secundaria Mártires de 1906, en Cananea, tampoco se cuidó
el más mínimo detalle en cuanto a mi nombre de pila incom-
pleto, lo que años posteriores y ante la exigencia de los tiem-
pos modernos me creo problemas en una episodio muy largo
de contar. Pero, esa es otra historia.

CARNICERIA Y VERDULERIA AMBULANTE:

La compañía Minera de Cananea, las CCCC (Cuatro “C”)

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tenía convenios con la aduana para surtir de la cooperativa
carnes y verduras, de tal manera que todos los lunes, días frí-
os, húmedos y nublados, se estacionaba en mi casa una ca-
mioneta blanca, modelo 1950, sin ventanas laterales en la par-
te posterior con doble puerta en la parte trasera, que poco a
poco empezaba a surtir el pedido de mi madre.
Cuantas veces esperamos temprano y vimos llegar la ca-
mioneta con el chofer, impecablemente vestido de blanco, sus
botas blancas y hasta guantes del mismo color que con mucha
destreza, pulcritud y eficiencia surtía rápidamente las cocinas
de nuestras casas y de quienes dependía nuestra buena ali-
mentación.
En el interior de la casa, en la cocina, mi madre tenía una
inmensa mesa de madera rústica de gruesos troncos donde se
cubría la superficie de rabanitos, zanahorias, cebollas, pepi-
nos, papas, lechugas y un sin fin de coloridas frutas y verduras
que cubrían la mitad de la mesa principal; y, por otra lado,
variados productos cárnicos y viseras como sesos, riñones,
hígado, corazón, pulpas, pollos y otras cosas de la despensa,
que desde muy niños nos enseño mi madre a comer para que
fueran parte de nuestra nutritiva alimentación; pero, lo que
más nos impresionaba era la cola de vaca que servía para un
buen cocido, toda vez que se cortaba en trocitos y que alguna
vez nos tocó participar en esta concreta actividad culinaria
bajo la supervisión de mi madre; se ponía a cocer y se le
agregaba el repollo, la papa y las zanahorias. Cualquier caldo
que llegaba a nuestro paladar y estomago era como un recon-
fortante y cálido bálsamo que servía para irradiar calor al in-
terior de nuestro pequeño cuerpo y mitigar el frío que por
aquellos días se hacía sentir en el ambiente.
Eran tiempos de los cincuenta del siglo pasado, donde
poco o nada se sabía del cáncer, solo de productos del campo
que nada tenía que ver con enlatados o químicos conservado-
res. Era raro ver latas, solo la leche carnation y las sopas

23
Campbell´s son marcas que todavía recordamos. Inclusive,
eran los tiempos, en que el lechero entregaba en litros de cris-
tal. Todas las mañanas recogían del marco de la puerta princi-
pal los embases vacíos de repuesto y dejaba los nuevos rebo-
santes de leche bronca con un “sellito de vaca” de aluminio
con motivos rojos y azules solo para que no se derramara el
blanquecino líquido y fácil de desprender de la botella, que
identifican la calidad de lácteo. El café servido con leche pre-
viamente hervida, dejaba en la parte superior de líquido una
deliciosa y espesa nata, que en otras ocasiones acostumbrába-
mos a untarla cual mantequilla sobre un pan Birote bién tosta-
do y partido por la mitad. Casi el cien porciento de la alimen-
tación era natural, fuera de toda contaminación y procesos
que implicarían al pasar de los años el uso de conservadores.
Había que ir cada fin de semana a los quesos y requeso-
nes de Doña María a Mina de Oro, punto de entrada a la Sie-
rra de San José. Ahí estaba con todas sus hijas batiendo la
mezcla láctea para después colgarla dentro de saquitos hari-
neros amarillentos medio percudidos sobre las vigas de su
pequeña vivienda donde las moscas volaban impacientes sin
poder penetrar en el queso, librando una feroz batalla con el
mantelito viejo, húmedo y muy usado con que constantemen-
te las queseras las espantaban. Ya en nuestro hogar saborea-
ríamos en una pequeña tortilla de harina recién hecha o so-
bre frijoles recién cocidos y medios molidos, que nos hacían
olvidar el antihigiénico espectáculo del proceso de la elabora-
ción del queso.

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LOS ASES DEL VOLANTE:

La aventura más grande que tuvimos en esta casa a la


edad de cinco años mi hermano Faustino y yo, fue el día en
que mi madre mientras aplicaba un permanente en su blonda
cabellera a una vecina decidimos aprender a manejar.
Brincando desesperadamente sobre el asiento, girando
incesantemente el volante y emitiendo sonidos parecidos al
motor, freno y llantas de nuestra nave, iniciábamos estaciona-
dos nuestra loca carrera, imaginado que de tal velocidad im-
primida a nuestro vehículo casi volaba. Era como recorrer el
mundo sin tiempo y a mucha velocidad.
Un día de esos, porque no había de otros, sobre el pasillo
lateral había dejado mi padre su automóvil, Obviamente sin
las llaves de encendido. Era un automóvil cuarenta y cinco de
aquellos que parecían tanques de guerra por su peso, formas
curvilíneas, amplios guardafangos, asientos corredizos de
puerta a puerta, llantas Rin 15 que parecían 20. Hoy no puedo
creer la fuerza de mi hermano y mía para mover dicha unidad
con las fuerzas que nos daban nuestros pocos años de edad;
quizás la pendiente del terreno estuvo a nuestro favor.
Siempre nos hacíamos ilusiones de ser grandes pilotos
con el auto estacionado y el motor apagado; pero, ese día
nuestra aventura iba a tener su máxima realización.
Esa tarde, ante la ausencia de mi padre en el hogar, hábi-
dos de más emociones, se nos ocurrió salir del enfado con el
auto estacionado en el callejón interior y decidimos iniciar una
loca aventura, más excitante por la desolada calle principal de
nuestro pueblo, camino abajo rumbo a la garita o entrada
fronteriza a 5 cuadras de distancia. Abrimos el pesado portón
doble de madera del garage(1), metimos cambio el cambio en
_____________________

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(1)“Garage”: m. Pochismo. Lugar donde se guardan autos. Puede ser un callejón,
terraza o patio exclusivo para ese fin.
neutral y con el motor apagado logramos que el auto tomara
una cuneta de la calle y se moviera hacía la izquierda de la am-
plia avenida.
Acordamos, ya sobre la pista de arranque en dirección
correcta, que mi hermano Faustino de 7 años empujaría el
carro, yo sería el piloto y acto seguido toda vez que el auto
tomara velocidad el se uniría a mi como copiloto en la loca
carrera que emprenderíamos. Faustino al ver el avance de
nuestro auto, rápidamente abrió la puerta, se trepó al asiento
raudo y veloz, y tomó posesión como segundo de abordo, de
la nave para iniciar nuestra gran aventura. Hacía tiempo, en
aquellos días, que mi madre con su espíritu de emprendedora
daba permanente(1) en el pelo de las vecinas; algo así como la
estilista del pueblo con tintes y pelos ondulados. Ahí estaban
las señoras sentadas oliendo a amonia con sus grandes tubos
rosados, pedacitos de papel aluminio, el color de pelo húmedo
muy intenso, las manos de mi madre manchadas de negro o
rubio y la tertulia en todo su apogeo.
Mientras esto sucedía, afuera, pasamos por enfrente de la
casa y la vecina que en ese momento se estaba arreglando el
pelo con mi madre sorprendida al vernos por la ventana, pasar
conduciendo un automóvil pegó el grito de alerta a mi madre
informándole incrédula que acaba de ver pasar el carro de mi
padre por enfrente de la casa conducido por nosotros. Inme-
diatamente salió mi madre a la banqueta y corrió tras del ca-
rro para alcanzarnos una media cuadra más abajo, enfrente de
la entrada de la escuela, haciéndonos indicaciones de que de-
tuviéramos la marcha.
Con gran pericia, desesperación y nerviosismo, metimos
freno y como pudimos estacionamos el automóvil y no pasó a
mayores, solo el susto y la reprimenda de tal osadía con pro-
mesas de amenaza para cuando llegara nuestro padre dar
cuenta de todo nuestro atrevimiento, lo cual poco nos impor-

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taba, después de esta estrujante aventura.
(1)-“Permanente”.- Se refiere a un estilo de peinado ondulado en las mujeres. Vgr.-Las
ondulaciones constantes que se forman en los caminos de
terracería reciben este mismo nombre.

LA NOCHE DE LOS ALACRANES:

Mi abuela materna Salomé, era un mujer grandota, muy


blanca, nariz recta, muy parecida en su cara a mi madre, vos
fuerte y muy estricta. Era viuda y vivía con ella mí Tío Emete-
rio, el más chico de mis tíos maternos, uno joven moreno, al-
to, delgado, nariz recta, pelo negro azabache, ojos picarescos,
buen sentido del humor y que trabajaba en migración como
celador.
La casa estaba a media cuadra de la nuestra en la calle
Madero, la principal del pueblo, y la avenida García Morales.
Era una casa en esquina y a línea de calle con una banqueta
muy grande y una puerta principal enorme con marco de ma-
dera hasta el piso; siempre pintada de blanco.
También tenía un patio posterior muy grande con cerco
de ocotillo. No jugábamos mucho, ya que este espacio era co-
mún para otras casas y sobre todo porque tenía el sanitario al
fondo del patio. Este era, un cuarto de madera vieja con una
fosa cuadrada grande de olores fétidos y sobre ella un piso y
banca de madera con un orificio al centro que servía para
hacer las necesidades fisiológicas de los habitantes de esa mo-
rada. Inclusive era peligroso, a nuestra edad ir solos.
Por las noches la única luz era de un poste en la esquina
de los pocos que había en esa calle principal.
De niños nos entreteníamos platicando y contando toda
la noche el número de los automóviles que venían de Cananea
que eran bién pocos y no llegaban a diez.

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A lo lejos, dirigiendo la mirada al sur de la calle principal,
veíamos cada cierto tiempo, quizás quince minutos, un par de
luces redondas, algunas de ellas parpadeantes, otras impares,
que poco a poco se acercaban a la esquina, mientras adiviná-
bamos que tipo de unidad podía ser: carro cerrado, pick-up,
camión o troque(1). Pasaban los minutos, de esas largas no-
ches que llegaban al pueblo y que eminente tenían que pasar
por la calle principal.
Siempre fui el más chispa y extrovertido de mis hermanos,
de tal suerte que por las noches en otras ocasiones me dedica-
ba a platicar con los traunsentes, sin importar sexo, ni edad,
el chiste era entablar una conversación. Aunque no sabía lo
que hacía a mi tierna edad, era fácil pedirle la bacha(2) a cual-
quier señor que pasaba fumando. ¿Me dá la bacha señor?, era
el saludo obligado de un mocosito de 5 años, lo que provoca-
ba las risas de los noctámbulos vecinos. Me llamaba mucho la
atención ver la brasa encendida de los cigarrillos en la oscuri-
dad, como luciérnagas intermitentes.
Cada año llegaban las atracciones al pueblo y se coloca-
ban a un lado de la plaza por la calle Hidalgo rumbo al ponien-
te. Siempre estábamos esperando la presencia de estos pocos
acontecimientos de entretenimiento; en el pueblo la única
diversión era el cine con sus películas del Santo, Pedro Infante,
El Águila Negra y una que otra de caricaturas; que más bién,
estas últimas, eran una recopilación de cortometrajes de 3
minutos. No había televisión, salvo blanco y negro en algunos
lugares de Bisbee. Aquella noche de fin de semana, muy tem-
prano, fuí el primero que estaba listo para irme a pasear en los
carritos, los caballitos, las sillitas voladoras y los volantines.
Recién bañado, me senté a esperar en el marco de madera de
la puerta principal a que mis restantes hermanos, siete en to-
tal, estuvieran listos para ir a disfrutar de los juegos mecáni-
cos. Habría que imaginarse todo el trabajo y tiempo necesario
que implicaba a mi madre alistar con baño, peinado y cambio

28
de ropa limpia a 8 hermanos.
Esperando sobre el marco de la puerta me hizo mucha
gracia ver para mí unos desconocidos animalitos de color ne-
gro con pinzas enfrente con la cola bién parada en la parte
trasera,
_____________
(1).-“Troque”.-Vgr.-“Troca”.- Camioneta con caja para carga (Angllicismo).- Dicciona-
rio para entender al Sonorense.
(2).-“Bacha”.- Parte útlima del cigarro a punto de consumirse.
que desfilaban por todo el marco en un incesante ir y venir; y,
el atractivo era girar la cabeza a un lado y otro de las piernas
hacía el marco de madera del piso de la puerta, para verlos
caminar como en procesión. Muy bién ordenaditos.
Ya estando todos listos, nos fuimos a divertirnos a las
atracciones que cada año se colocaban a un lado de la Plaza
Principal que estaba junto al Palacio Municipal, rumbo al po-
niente por donde cruzaban las vías del ferrocarril que venían
de la línea fronteriza, en la aduana, para pasar por la calera y
luego acelerar rumbo a Cananea para llevar la imponente ma-
quinaria de la minera.
Al estar en los carritos del carrusel, primer juego en que
me subía, me sentí mal sin explicarme el porque de mi inco-
modidad. No sentía dolor solo malestar y no sabía que estaba
pasando, ni podía explicarlo. Solo un llanto interminable.
Mi padres preocupados porque no cesaba de llorar suspendie-
ron la diversión familiar. Llegamos a la casa de la abuela y nos
fuímos a la medianoche a Cananea bajo la constante observa-
ción de mis reacciones por parte de mi madre.
Solo recuerdo, acostado en el asiento trasero de la camio-
neta de mi padre, con la vista al cielo y la marcha de las luces,
una tras otra, del alumbrado público de las calles del mineral
bién entrada la noche.
El diagnóstico de los médicos del Hospital del Ronquillo
fue que presentaba envenenamiento por picadura de alacrán.
Nunca más he vuelto a jugar con estos venenosos insectos;

29
por el contrario, no les tengo la más mínima consideración en
busca de su exterminio.

PRECOZ AVENTURA DE MOJADO:

De las aventuras iniciales que pintaban para definir mi carác-


ter, contrario al inteligente, dedicado y serio de mi hermano
mayor Faustino, la que recuerdo fue en mis primeros días de
escuela cuando me inicié en el estudio en el “kinder” del pue-
blo, al doblar la esquina de mi casa y a una cuadra de la casa
de mi abuela. En este jardín de niños ya había estado mi her-
mano Faustino un año anterior. Exactamente en la Calle Ma-
dero y Cananea. En seguida, sobre la calle principal, estaba el
correo o Servicio Postal Mexicano atendido por Don Jesús Itu-
rrealde.
Un buen día a la hora de recreo se me ocurrió, ¡vaya que era
ocurrente!, invitar a mi hermano a ir de compras al lado ame-
ricano. La pre-primaria por la calle principal quedaba a cuatro
cuadras de la línea divisoria con Estados Unidos. Mi padre tra-
bajaba en la aduana y todos los celadores mexicanos nos co-
nocían; también, algunos elementos de migración americana
conocían a mi padre.
De la operación del supermercado americano del señor

30
Wilson, Naco Mercantil, sabia cuando llegaba mi padre a com-
prar la provisión semanal para nuestra alimentación cada uno
de sus movimientos. Mi progenitor hablaba con el dueño de la
tienda, revisaba cuidadosamente un cuaderno para ver su sal-
do, abonaba a su cuenta y solicitaba los productos de la nueva
despensa que nos serviría para la alimentación de la siguiente
semana. No era una operación desconocida para mí a mis cin-
co años de edad. Generalmente íbamos toda la familia por las
tardes o al empezar la noche en el automóvil de mi papá.
De acuerdo a los conocimientos anteriores el momento
llegó para aplicar lo aprendido en la práctica.
Caminamos las cuatro cuadras a la frontera, cruzamos la
aduana mexicana y la gringa, sin pasaporte, ni visa, ni nada.
No había nadie que nos detuviera, ni se diera cuenta o por
enterado; sin necesidad de escondernos, ni brincarnos la ma-
lla, ni buscar un hueco, solamente caminar tranquilamente
con desenfado y sin preocupación.
Llegamos a la tienda, hablamos con el gerente, un señor
chapito, de piel blanca y regordete con lentes. Ni tardo ni pe-
rezoso y causándole mucha gracia y admiración que visitára-
mos su tienda solos a esas horas de la mañana, mi hermano y
yo. Esbozo una dulce pero maliciosa sonrisa y se dispuso a
atendernos como todos unos adultos responsables de sus ac-
tos. Nos proporcionó dos bolsas de papel cuadradas de color
café y un pesado cucharón de plomo fundido y nos dirigimos a
los grandes cajones de madera con dulces surtidos, de todos
colores y sabores, que tenía a discreción en los pasillos de los
cuales depositamos tan ricas golosinas con el mismo cucharón
en las bolsas.
El gerente siguiendo con el juego de nuestro atrevimiento
nos atendió de la mejor manera posible, como los clientes
más importantes de ese momento y nos presentó el libro don-
de aparecía la cuenta de nuestra familia para que firmáramos
la página por el importe el consumo de dulces en que había-

31
mos incurrido, ese día, sin la autorización de mi padre y mi
madre. Nos dio una pluma para firmar y no sé que garabato
habremos hecho pero era una constancia de que habíamos
estado ahí y habíamos consumido productos de la tienda.
Hasta ese momento, todos nuestros movimientos habían
estado fríamente calculados. Todos había salido a la perfec-
ción; pero, nuestro error fué que no pudimos aguantarnos las
ganas de devorar tan rico banquete y esperar a hasta regresar
del lado mexicano para consumir las golosinas adquiridas y a
la primer sombra que encontramos nos dispusimos a tomar
acción. Caminamos por la acera oeste, contraria a la de las
oficinas de migración, hacía donde estaban tres grandes tan-
ques de gas butano estacionarios montados sobre enormes
bases de concreto que surtían los cilindros domésticos de las
casas del pueblito americano. Era una inmensa sombra. Con
todo el tiempo del mundo ahí nos sentamos tranquilamente a
degustar nuestras ricas golosinas. Cómodamente sentados en
la tierra al amparo de la sombra de los gigantescos tanques y
habiendo apenas desenvuelto el primer dulce, nuestra paz y
nuestro deleite terminó cuando dos agentes de la aduana
americana se aproximaron a nosotros y tomándonos de la
mano nos llevaron a la oficina de la garita mientras localiza-
ban a algún familiar nuestro.
¡Pa’ tan grande que es Naco!, no tardó más de cinco mi-
nutos en llegar nuestro querido padre, muy molesto y aver-
gonzado de nosotros. Con el consabido regaño y las disculpas
a las autoridades norteamericanas por tal atrevimiento de sus
hijos, nos tomó fuertemente de los bracitos y casi nos llevaba
levantados en el aire, uno por cada lado, de regreso a lado
mexicano.
Habría que analizar en la historia del pueblo si mi hermano y
yo fuimos los primeros “mojados” menores de edad que vo-
luntaria y temerariamente desafiamos a los guardias nortea-
mericanos para invadir suelo extranjero en aras de realizar

32
actos comerciales cuando no se tenía la más remota idea de
entrar en un tratado de libre comercio o participar en un mun-
do globalizado, en la compra de una maravillosa bolsa de dul-
ces gringos. ¡Ni el arroyo de los Morales, tres cuadras al orien-
te de la garita, registra en su anales históricos tal afrenta|
En fin, la imaginación no tiene límite y menos en dos pe-
queños infantes que no entendían de razas, ni nacionalidades.
Pensar que hoy, cincuenta años después se piensa en un muro
de acero para evitar el cruce de con-nacionales a tierras nor-
teamericanas en busca del sueño americano, en busca de me-
jores oportunidades de trabajo y dar un mejor nivel de vida a
sus familias.

LAS NAVIDADES DE MI PUEBLO:

Ya casado, viviendo en Hermosillo unos cuantos años


atrás, cuando mi hija mayor estaba en primaria, le pidió a mi
esposa que le tradujera un cuento de navidad de la película
sobre una versión actualizada del famoso hombre barbado de
rojo que aparece en noche buena entregando regalos por la
chimenea, personaje principal de toda una leyenda que ha
perdurado por años, olvidándonos muchas veces del verdade-
ro significado del nacimiento del hijo de dios; Pero, al igual
que en otra película de Cuentos de Navidad donde un niño y
su hermano menor tienen las más grandes aventuras, quise

33
convertirme en el actor principal de las navidades de mi infan-
cia y dicté mis vivencias en el pueblo en esas fiestas decembri-
nas tan recordadas por mí.
La historia comenzaba más ó menos así: Después de salir
de ansiadas vacaciones a mediados del último mes del año
empezaban los preparativos navideños con el primer acto de
ir por la tarde en el amplio chevrolet modelo 51 de mi padre
cerca de la sierra San José, por el lecho del arroyo, a buscar el
pino, entre muchos, de nuestra total predilección. Sobre una
loma rojiza y plana, nos esperaba la enorme plantación natu-
ral interminable de coníferas que nos obsequiaba todo los
años la madre naturaleza.
Después de algunos minutos de discusión entre ocho her-
manos del tamaño, si se veía más bonito gordo o flaco, alto o
bajo, se tomaba la decisión de cual sería el que adornaría me-
jor la sala de la casa en navidad; para luego, hacha en mano
ayudando los hermanos mayores hombres a nuestro padre,
proceder a cortarlo de la parte baja del tronco y fijarlos con
cuerdas sobre la parte superior del auto con las ventanas
abiertas para poder pasar por el interior la cuerda que lo suje-
taba ante el delicado cuidado y la algarabía de todos por el
éxito de nuestra misión y la alegre esperanza de verlo adorna-
do con las luces multicolores en forma de velas con burbujas
efervescentes y guirnaldas plateadas a su alrededor, una gran
estrella luminosa en lo alto y otros motivos de decoración en
color rojo.
Llegando a la casa, era motivo de seguir reunidos en la
ceremonia de adorno del árbol navideño. Había que sacar las
cajas viejas del año pasado, revisar una a una las extensiones
de luces que todos los focos estuvieran prendidos y reponer
los que no, revisar una a uno los adornos y buscar en las tien-
das los reemplazos de alguno de ellos que ya no estuvieran en
buenas condiciones. Ya todo estaba listo para empezar la de-
coración: primero colocar las esferas, pirinolas, figuras de San-

34
to closes, de Ángeles y demás adornos, luego colocar en espi-
ral cada extensión de foquitos multicolores y finalmente en el
mismo sentido color las guirnaldas. El momento cumbre era
cuando las extensiones se conectaban y el árbol quedaba lu-
minosamente encendido. Ahí podíamos pasar las horas de las
noches disfrutando nuestro éxito, contemplando cada uno de
los motivos, esperando la llegada de los regalos y la Navidad.
Pasando los días y ante la proximidad de la Noche Buena,
no había fiestas decembrinas en mi pueblo que no estuvieran
acompañadas por una o varias nevadas; que generalmente era
por las mañanas. El cielo cerrado con nubes en forma de boli-
tas de algodón, semejando la piel del borrego, era presagio del
hermoso fenómeno natural y como plumitas reventadas del
mismo algodón de una vieja almohada rota, empezaba a caer
la nieve ligeramente para ir creciendo su intensidad hasta con-
vertirse en una cortina permanentemente blanca caída del
cielo. En este momento la nevada nos obligaba, contra nues-
tra voluntad, a resguardarnos en el interior de la casa con jue-
gos de mesas, comiendo palomitas alrededor del calentón,
cantando canciones y en fin muchas actividades para que lle-
gara el momento exacto de disfrutar los juegos en la nieve.
Contra nuestra voluntad, para evitar un resfriado, solo nos
quedaba asomar nuestra carita por las ventanas para contem-
plar tan increíble fenómeno natural y sorprendente espectá-
culo. Poco a poco el suelo se iba cubriendo de una sábana
blanca inmaculada, que a veces lograba más de treinta centí-
metros de altura. Era el momento de buscar en la cocina la
taza de peltre blanco con orilla azul para pasarla suavemente
por el escalón de cemento la puerta principal y tomar toda la
nieve posible, ir a la cocina y agregarle una buena cantidad de
leche del clavel y dos cucharadas de azúcar para tener nieve
de sabor al instante.
Esperando el momento, mi madre nos invitaba a reunir-
nos en familia en las sillas que circundaban el calentón que

35
estaba en la sala para saborear el sabroso esquite(1) de maíz,
que improvisadamente en una olla de aluminio vertía los gra-
nos mi madre, para esperar pacientemente entre tronido y
tronido, como de ametralladora, cada vez más intenso, de los
granos reventados, mientras momento a momento incesante
Doña Marina agitaba la olla. Finalmente, aderezar con sal tan
rico postre.
La historia del calentón con la ingenuidad de un niño, la
malicia desenfrenada y el vuelo a la imaginación, se asemeja-
ba al cuerpo de una mujer morena, buena piernas, esbelta
cintura y curvilínea en todas sus formas que se perdía al mo-
mento de llegar al grueso tubo de escape del humo que termi-
naba en el techo del cuarto y la enorme parrilla que tenía el
calentón en su parte superior y que suplía su hermosura de la
parte inferior, en un cambio brusco de sentimientos encontra-
dos, permutado por el deleite del delicioso esquite. En otras
ocasiones, con más tiempo y como segunda parte del proceso,
mi madre, preparaba una rica miel de piloncillo con canela
que agregaba a las palomitas para formar sólidas bolas de
“ponteduro”.
Las mañanas nevadas de mi pueblo podía más el juego y
las distracciones que el abrigo, la ropa rota o el hoyo de los
zapatos, sobre todo cuando sabíamos que íbamos a participar
en una cruenta guerra infantil sin cuartel con bolas de nieve.
No había tiempo para preparar el tradicional muñeco de nieve
porque mi primo “El Caneli” ya estaba apertrechado en la es-
quina más próxima del callejón de los Morales dispuesto a
________________
(1).-“Esquite”.- m. Palomitas de maíz.- Diccionario para Entender al Sonorense
la batalla viniendo desde la otra punta del pueblo, cerca de la

nea, a invadir y ocupar nuestro territorio. Aquí cabe la frase
famosa que distingue a mi pueblo:” ¡Pa’ tan grande que es
Naco!”.

36
Terminada la guerrita, mínimo de media hora de dura-
ción, con toda la tranquilidad del mundo empezábamos a jun-
tar nieve para elaborar tres bolas grandes que darían cuerpo a
nuestro orgulloso y simpático mono de nieve y buscábamos
los artefactos, piedras, ramas, botes, trapos viejos y cualquier
objeto más próximo que teníamos para darle forma y que fue-
ra el monumento a nuestra victoria. Al primo le ganábamos
porque éramos muchos contra uno solo, de cualquier manera
nos daba mucha pelea. Vale la pena la aclaración. A fin de
cuentas se regresaba sonriente de su osadía.
Durante los días fríos de estas temporadas lo mínimo que
podíamos esperar era una helada y donde amanecíamos con
los charcos de agua con una capa de hielo espesa sobre la su-
perficie; o bién, sobre los árboles observar las estalactitas o
figuras caprichosas sobre rocas u otros objetos que habían
quedado la noche anterior a la intemperie y expuestas al agua.
Previo a la navidad nos llevaban, según mi recuerdo, por
las noches a las tiendas de Douglas, Arizona, para ver el Santa
Claus y desde el momento de estarnos estacionando en la ca-
lle principal veíamos con desesperación a través de los inmen-
sos e impecables cristales de la tienda, en primer plano una
gran cantidad de juguetes sobre el piso, un caminito despeja-
do al centro y al fondo, en lo alto, sobre un pedestal la impre-
sionante figura de nuestro visitado. Había que decirle que nos
habíamos portado bién, aunque esto traicionara nuestro prin-
cipio de no decir mentiras. En algunas ocasiones nuestros pa-
dres influían para que comentáramos el pecado más grande
cometido en el año ante la amenaza de que al mentir perdía-
mos la oportunidad de que nos visitara Santa la noche del 24
de Diciembre; y después, hacíamos un amplio relato de todo
lo que queríamos que nos trajera en navidad, casi la lectura
del periódico completo. Después de este emotivo acto nos
veníamos con la esperanza de que todas promesas de Santa
nos serían cumplidas aunque esta fuera una larga e intermina-

37
ble lista de juguetes.
De los juguetes inolvidables, ante mis inquietudes depor-
tivas me amaneció un raro balón redondo con costuras que no
sabía si era de basquet ball, fútbol americano, rugby o algún
otro deporte desconocido. Me quedé pensando sin Santa
Claus sabía de deportes o quizás no tenía tiempo para dedicar-
se a ellos por tan grave error cometido; pero, terminó siendo,
sin serlo, un excelente balón de fútbol soquer en la amplia
calle improvisada de cancha y porterías tan largas como las
amplias bocacalles, sin alumbrado público con iluminación
natural de las noches de luna llena salvo en el extremo de la
calle principal donde si existía un poste con una anaranjada
luz a punto de desaparecer. Esos eran nuestros juegos noctur-
nos que a la luz de la luna practicábamos con nuestros amigos
vecinos.
Mi mejor regalo de navidad fueron mis pistolas vaqueras y
la estrella de Sheriff que con mi amplia chamarra de cuero con
barbitas en los brazos, mi sombrero de fieltro tipo americano
y la mascada de seda roja que le había quitado a mi hermana
mayor, me invitaba a emular al artista mexicano de moda Gas-
tón Santos. No quedó ni una silla completa en mis suertes del
lazo arrastradas por todo el patio trasero montado en mi brio-
sa escoba que obedientemente me seguía cual corcel estricta-
mente educado a la alta escuela. Mi hermano Héctor Guiller-
mo, de apenas una año, también participó en estas aventuras
arriesgando el pellejo cuando montado sobre mis hombros
sorteaba las ramas bajas de los árboles frutales con precisión
milimétrica cual más diestro jinete en mancuerna con un ca-
ballo humano loco, desenfrenado, pero, súper inteligente que
calculaba muy bién las alturas en un galope a gran velocidad
por todo lo ancho y amplio de este patio entre surcos, sem-
bradíos y árboles frutales. Tantas veces lo hicimos hasta que
nos descubrió mi mamá a punto del soponcio(1).
En otra navidad, a mi hermano mayor le amaneció un rifle

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de municiones que para empatar la batalla y al viejo estilo del
western americano me obligó a tomar el papel de indio. En
ese tiempo, estaba mi padre construyendo una inmensa reca-
mara, pues éramos seis hijos hombres. Las paredes de adobe
sin enjarre, ni ventanas, era un buen refugio, tipo Santa Fé,
para la lucha que tenía que enfrentar con mi hermano Fausti-
no. El tenía todo el estereotipo del soldado americano de la
Guerra de Sucesión: delgado, blanco y de ojos azules. Toman-
do cada quién su posición al fondo del terreno, atrás de los
árboles frutales y la siembra, estaba apertrechado en el galli-
nero con su rifle de municiones muy bién cargado. Mis peñas-
cos de indio bravío solo lograban impactar las paredes; pero,
afortunadamente el soldado americano nunca acertó con sus
municiones, era de mala puntería, y así terminó una cruenta
batalla más donde no hubo vencedores ni vencidos.
La mañana del 25 de Diciembre siempre íbamos temprani-
to a la escuela, inclusive con los juguetes que nos habían ama-
necido, mi hermana con una muñeca rubia, ojos redondos
azules y de cabellos rizados tan grande como ella, que casi la
arrastraba. Yo clásicamente vestido de vaquero con mis pisto-
las al cinto y mi sombrero vaquero. Hacíamos cola para recibir
una
gran bolsa con muchos dulces, naranjas y cacahuates de los
que nos regalaba “guisler” y su secretaria la “Licha Pacheco”.
El cúmulo de dulces que recibí en una navidad los vertí sobre
la caja de mi carro de lanzadera y los pasié algunos días por el
patio trasero de la casa.
Una más de estas navidades inolvidables, fué el día que
muy temprano fuimos a una pista aérea pedregosa de terrace-
ría atrás del panteón, al lado poniente del pueblo. Por la ma-
ñana había una larga fila de niños con sus padres dispuestos a
disfrutar del espectáculo único de viajar en avioneta.
Con el atractivo de que Rubén Pérez y su hermana la pri-
mer mujer piloto que estuvo en el pueblo, eran los promoto-

39
res de tan singular evento. Después de las indicaciones de per-
manecer a distancia de la pista, cuando menos pensamos, ya
abordado la nave.
______________________
(1).-“Soponcio”.- Dicese cuando una persona está a punto del infarto.
ya estábamos abordado la nave. Con las instrucciones de no
acercarnos a las puertas iniciamos el despegue dimos una
vuelta sobre ambos Nacos, observando desde las alturas la
división territorial entra ambas fronteras, la diferencias en las
construcciones de un lado y de otro, la gran extensión de te-
rreno rojizo con muchos terrenos baldíos y escasas casas pero
con la emoción de algo que nunca habíamos hecho: realizar
nuestro primer vuelo en avión a la edad de 7 años.

40
AVENTURAS EN PRIMARIA:

Como platicaba en un principio, no hubo problema alguno


para inscribirme en la Escuela Primaria Ignacio Zaragoza y con-
cluir ahí mis estudios de educación básica.
Ya nos habíamos cambiado de domicilio a la calle García Mo-
rales a la vuelta de la escuela doblando la esquina de los Se-
queiros en la calle principal.
El primer personaje, que infundía mucho respeto y tenía-
mos que saludar formalmente era Pacheco. Este señor con
hechura militar, impecable y formalmente vestido de “caqui”,
zapatos tipo botín muy bién voleados, voz gruesa y fuerte,
cuerpo erguido, era el conserje o mozo y era el primero ante
quién pasábamos revista al ingresar a los patios de la escuela
por la puerta principal. La figura y la voz fuerte, sobre todo, de
Pacheco eran impresionantes y con el tiempo nos íbamos
acostumbrando a ella de tal manera que avanzado el ciclo es-
colar ni lo oíamos, ni lo tomábamos en cuenta, con la confian-
za de que su autoridad solo era actuada y poco convincente.
De ahí surgió una frase que usábamos cuando niños: ¡Como
dijo Pacheco!, porque llegaba un momento en que nadie escu-
chábamos lo que decía este insigne personaje y mucho menos
le hacíamos caso.

41
De los primeros recuerdos en los juegos con los amiguitos
de primer año y que más me quedó grabado en mi memoria,
era hacerle rueda al Buelna y jalarle las trenzas que traía en su
pelo, mientras este giraba en el centro para evitar que no lo-
gráramos nuestro objetivo. Este niño, de mayor de edad que
nosotros, cursaba el primer año y era compañero de salón y se
decía que había tenido una enfermedad muy grave y su madre
lo había encomendado a San Francisco lo cual lo obligaba a
traer un hábito café hasta los tobillos, con un cordón blanco
en la cintura y trenzas largas; aparte, de haber perdido algu-
nos años de escuela.
Ramírez, Delgado, de la Rosa, Martínez, Buelna son algu-
nos de los apellidos que recuerdo de mis compañeros de pri-
mer año.
Los viajes de aventuras de Mario Martínez con sus posta-
les de Hermosillo, sus edificios y el mar, era algo extremada-
mente lejano que nos parecía increíble, sin embargo siempre
nos tenía boquiabiertos contándonos de sus vacaciones en la
capital.
En ese tiempo la capital del Estado estaba por terracería a
seis horas de camino de mi pueblo; de hecho, ya ir a Magdale-
na era toda un odisea al cruzar las Sierra de La Mariquita y
Sierra Blanca, con su curva de la herradura, que anteriormen-
te era a través de un túnel en el camino. Era un sueño imposi-
ble de alcanzar en ese momento.
De las maestras las Tamayo, eran serías y distinguidas, mo-
renas altas y muy preparadas. El inolvidable “Coqueno”(1)
Córdova, muy atlético, bién vestido y bueno para las mate-
máticas tenía fama de enamorado y de muchas ocurrencias.
Las clases de este maestro las recibíamos en el desayunador
escolar separado del edificio principal y donde inclusive
recibíamos clases por las tardes que parecían pesadillas mo-
tivadas por la necesidad de la siesta de mediodía, después
de una buena comida de aquellas que preparaba mi madre.
Total que un día me tocó el vaso de agua helada, pero a

42
Martínez, uno de los aguerridos del grupo, ante su mal com-
portamiento le pidió el maestro que trajera una rama larga
de los eucaliptos del patio que se veían al través de las ven-
tanas del desayunador, lo cual Martínez hizo presto con to-
da ingenuidad, sin saber del acto suicidad que estaba come-
tiendo. Acto seguido, le pidió que colocara, una encima de
otra, tres cajas de plástico azul vacías donde se acomodan

__________
(1).-“Coqueno”.- Masculino. Gallinea o coquena. Perdiz de tamaño mediano, de plumaje
moteado como el armadillo. Anidan en el suelo y casi no vuelan. Ellas y las godor-
nizas hacen nidales en común, ponen y parten por docenas en el monte. SALOMÓN
GARCÍA JIMÉNEZ.-“Pájaros libre.”.
y a espaldas de los mesa bancos de los demás compañeros y
las botellas de refresco indicándole que se colocara encima de
ellas, de frente a la pared que inmediatamente se remangara,
una a una, las mangas de los pantalones hasta las rodillas. A
cada vuelta del pantalón el compañero husmeaba los movi-
mientos del maestro quién tranquila y malévolamente des-
hojaba lentamente la rama del árbol para reducirla a una vara.
Cada vez que Martínez volteaba para conocer las ocultas in-
tenciones del maestro, este zumbaba la vara sin tocarlo y el
llanto desesperado no se hacía esperar; es decir, cuando la
vara dejaba de zumbar el compañero dejaba de gritar con un
llanto desgarrador, sin que nunca fuera la intención del maes-
tro pegarle con la vara.
Dora Toscano, una rubia despampanante, escultural, de
pelo corto rubio, muy bonita cara, faldas cortas, piernas bién
torneadas era la novia de todos los que estábamos en cuarto
año; nos embelesábamos con sus clases o más bién con su
figura; eso sí, tal cual bella era, era su exigencia; sin embargo,
aprendimos mucho de ella. Era el sueño de muchos imberbes
niños de 10 años.
Por el contrario Berta Romo, a nuestra corta edad, nos
parecía una viva réplica de María Félix, “La Generala”. More-
na, espigada, pelo largo negro ondulado, ceja arqueada, voz
fuerte y vestida a estilo de la diva. Toda una artista y declama-

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dora profesional; se daba el tú por tú con Edna Campbell Ra-
mírez, maestra también de nuestra escuela. Aunque no nos
dio clases no quiero dejar pasar la oportunidad, por su recono-
cida vocación, a la prima, que siempre gozó de una reputación
envidiable como mentora, independiente del parentesco.
De los eventos inolvidables de la Primaria, aunque hasta
cierto punto accidentado, se desarrolló una tarde en las can-
chas de la escuela cuando jugando básquet-ball, Manuel de la
Rosa, de la misma generación, enojado con otro alumno de la
escuela corrían alrededor y lanzó un peñasco de regular tama-
ño tratando de atravesar la cancha para atacar a su rijoso ami-
go; pero coincidió, con una descolgada que me dí para ences-
tar el balón en el aro contrario que intercepté la piedra en su
camino e inmediatamente se inflamó mi tobillo provocando
un insoportable dolor y el llanto obligado. Como siempre Fa-
bián Martínez Bojórquez, era muy acomedido, tomó acción
para llevarme a mi casa de caballito o a papuchi(1) a la vuelta
de la escuela. Toda una larga tarde de ungüento de “la campa-
na” y vendas, muchas vendas.
Del Director de la escuela les platico más delante, por que
fue todo un personaje ligado escolar y familiarmente a mi vida
de niño. Tomás Camacho Puente, maestro de vocación e ilus-
tre sonorense forjador de muchas generaciones de estudian-
tes.
Las graduaciones de Primaria con alumnos de sexto año se
hacían en el Cine Internacional de los Liera, ubicado por la
Avenida principal y la calle Hidalgo dos cuadras de la línea divi-
soria con Estados Unidos. Recuerdo la noche que me gradué
elegantemente vestido con saco y corbata; pero, con mi pei-
nado relamido al frente en el copete y parado esponjosamen-
te en la parte posterior de mi cabeza, como cresta de gallo de
pelea. Una foto no muy digan de verse; es decir, se echó a per-
der la foto del recuerdo de mi graduación de primaria. En el
programa aparecía la Maestra Edna Campbell declamando con

44
mucha expresión y emoción “La Caída de las Hojas” de Fer-
nando Celada, “El cantor del Proletariado”. Recuerdo un verso
que decía:”……..espera, me decía suplicante, espera la caída
de las hojas……..”; y Edna se posesionaba dramáticamente de
su personaje con voz y gestos al borde del drama.
En estos mismos festivales de fin de año, en otra ocasión,
cuando se graduó mi hermana Francisca bailó el Jarabe Tapa-
tío llevando por charro bravío a mi primo “El Canelí”; Son
Mexicano que ejecutaron impecablemente ante un público
que abarrotaba las butacas de la sala principal del cine y que
se desbordaba en aplausos para tan imberbes danzantes fol-
klóricos.
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(1).- “Papuchi” .- Llevar a cuestas una persona a otra sobre las espaldas….Diccionario
para Entender al Sonorense

LAS DIVERSIONES DEL PUEBLO:

Aparte de los recuerdos de las épocas decembrinas y de los


días de escuela, como diversión en su máxima expresión, te-
níamos que buscar otras actividades que distrajeran nuestras
inquietudes infantiles.
Habían pasado los buenos tiempos de las corridas de to-
ros y todavía, en mi época, quedaban ruinas de lo que había
sido el importante coso taurino con su redondel impecable
añorando una tarde de toros. Único en la región. Testigo mu-
do de faenas inolvidables, contaban nuestros antecesores.
Una de las épocas de apogeo del pueblo fue durante la Segun-
da Guerra Mundial cuando en sus periodos de descanso regre-
saban de Europa a Fort Huachuca los soldados norteamerica-

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nos y venían a mi pueblo, cruzando la frontera, a divertirse de
diferentes formas, entre ellas, eran famosas las corridas de
toros por los importantes diestros del capote que aparecían
en los carteles. Era un círculo inmenso de paredes que ocupa-
ban la cuadra y cuyas entradas principales habían sido cerra-
das con rejas negras. Esta construcción era un mudo testigo
de esos buenos tiempos económicos del pueblo.
En comunidades chicas, muchas veces pequeños e insigni-
ficantes eventos, son motivos de grandes acontecimientos
sobre todo para la mente infantil que no tiene límite en cuan-
to a la imaginación, es por eso que las crecidas del arroyo de
la ladrillera, que atraviesa de norte a sur a Naco, era un espec-
táculo después de cada lluvia o aguacero fuerte de tempora-
da. Dejando de caer la última gota de lluvia el ruido del brami-
do de la caudalosa corriente anunciaba que el arroyo venía
crecido, llevando entre sus aguas todo tipo de objetos de uso
doméstico y de automóviles. Llantas, palos, estufas viejas, col-
chones, varillas, maderas, que kilómetros arriba había recogi-
do de los basureros del sur, rumbo a Mina de Oro. No me ima-
gino cuanta de esta basura iba a parar al lado americano.
Esperar que amainara la corriente para ver cual era el va-
liente conductor que se atreviera con su modelo cuarenta cru-
zar las aguas del caudaloso arroyo hasta el final ; o bién, de
quién lanzaba una cuerda de extremo a extremo para cruzar a
pie.
Del otro lado estaba la ladrillera de los Morales, que gene-
ralmente era a quienes veíamos cruzar al arroyo en su tonela-
da negro a veces cargado de ladrillo y otras veces solo con su
plataforma vacía.
Donde vivían los Romero había una vinatería que aunque
no era una diversión para menores era una actividad impor-
tante en el pueblo y seguir sus procesos, para nuestra edad,
era todavía más impresionante. Llegaban los camiones rabo-
nes cargados de unas duras pencas verdes con rombos blan-

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cos de las hojas espinosas recortadas, con forma de piña. Se
depositaban sobre una enorme fosa que previamente se había
calentado y se mantenía hirviendo para luego ser tapada. Al
destaparse la fosa, las pencas habían perdido su fuerza y su
color era miel. En grandes molinos se extraía el jugo y queda-
ban solo los gajos convertidos en gabazos. Cuando quedaba
uno que otro gajo antes de moler este se convertía en un deli-
cioso fruto dulce que se chupaba y que se podía adquirir en
esa vinatería. No había que comer mucho porque podía alcan-
zarlos el alcohol o por lo que se escaldaba la lengua con tanta
fibra de la penca.
El líquido extraído se fermentaba y se envasaba en pachi-
tas(1) de vidrio llenas de mezcal. No recuerdo la marca, ni
hacia donde se llevaba ese licor, pero si se decía que era del
mejor de la región.
Ahí nos enviaba mi padre por el gabazo, la fibra de des-
hecho para los adobes; pero, algunas veces, confieso, chupa-
mos de las pencas dulces su delicioso jugo, aunque todavía no
estaba fermentado,¡Ni sabía a licor!.¡Era un delicioso postre!
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(1).- “Pachitas”.- Botellas de 250 milímetros cúbicos planas de cristal que se acostum-
bra a llevar en la bolsa interior del saco o en la bolsa posterior
del pantalón generalmente con bebida alcohólica.

LA FLORA DE MI PUEBLO:

En mi pueblo abundaban los bellotales(1), pero sobre todo


los mezquites.
Yo recuerdo que en alguna ocasión comí unas bellotas
inmensas como de tres centímetros de largo que podían ser la
envidia de Chip y Dale, las ardillitas de las tiras cómicas de
nuestros tiempos, por su tamaño y su dulzura.

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Los árboles de mora de la escuela primaria eran una delicia al
paladar y por las tardes íbamos a recoger mis hermanos mayo-
res y yo este fruto del suelo; o bién, treparnos a sus inmensas
ramas para obtener moras moradas y algunas rosadas que
eran más frescas. Parecían unos verdaderos ahuehuetes. Por
la calle Madero, enfrente de la entrada a la escuela primaria,
había una señora, cuyo nombre no recuerdo, que tenía en su
patio interior muchas matas de higo simulando una espesa
selva y nos invitaba esta amable señora, por las tardes, para
que le ayudáramos a recoger los frutos de los árboles y nos
pagaba con parte de la cosecha. Llegábamos a la casa bién
surtidos con este fruto, duraznos, manzanas, granadas y mem-
brillos.
Otro tipo de fauna eran los ocotillos(2) que en su estado
original en el monte parecían banderillas de toros clavadas en
el suelo de todos los llanos de lugar y que después cortadas en
largas varas rectas se convertían en originales cercos. Las va-
ras largas muy derechas cubiertas de una cáscara delgada de
espinas, enterradas en el suelo, con tres líneas de alambres de
púas entrecruzados separados a la misma distancia servían
para delimitar el interior de los terrenos entre un lote y otro.
Lo curioso era la temporada en que florecían estando las varas
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(1)”Bellotales”.- Deformación de la palabra derivada del fruto, la bellota, del encino
blanco, también llamado cusi. Diccionario para Entender Al Sono-
rense;
(2).-“Ocotillos”.-Arbusto regional de pequeñas hojas y varas rectas espinosas.- Diccio-
nario para Entender al Sonorense

largas, tiesas y secas, aparecían en la parte superior del ocoti-


llo unas pequeñas florecitas de hojas rojas y pistilos amarillos,
las cuales cortábamos inmediatamente para llevárnoslas a la
boca y chupar su dulce néctar, poco abundante, pero muy ri-
co.
Al margen del arroyo de los Morales, donde jugábamos a los
indios y vaqueros montados en nuestras escobas de madera,

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en la parte alta había mucho mezquite con su varas curvas,
desnudas y esqueléticas, pero con muchas vainas de péchitas
(1) colgando y grandes grumos de “chucata” en los nudos de
sus troncos.
Cuando no era temporada de lluvias, este arroyo fue testigo
de innumerables aventuras infantiles, de los suculentos ban-
quetes con péchitas y de la recolección de “chucata”, savia del
mezquite que era un excelente pegamento mejor que el
“engrudo” de harina cruda. No hubo cuaderno despastado ni
trabajo manual que ofreciera resistencia a estos adhesivos
naturales.
En el entronque de la carretera Agua Prieta Cananea en el
Rancho los Difuntos había una casa de Hacienda con sus corra-
les de madera y una pileta en medio donde se alimentaba el
ganado y donde mi inteligente hermanos Faustino un día, a un
yate de plástico que le había amanecido se las ingenió para
colocarle una propela de lámina de bote, un motorcito de otro
juguete viejo y un par de baterías. Lo hacía navegar de extre-
mo a extremo de la pila, aunque a veces le hacía agua el casco
y se suspendía el viaje. También ahí, en la parte sur del casco
de la hacienda pasaba un arroyo entre inmensos árboles don-
de más de una vez jugamos a los indios y vaqueros montados
en nuestras escobas de palo ataviados con sombreros y pisto-
las al cinto. Inocentemente moríamos y revivíamos una y otra
vez mientras surcábamos todas las veredas a punta de balazos
sin descanso.
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(1).-“Péchitas”.- s.f.-La vaina del Mezquite.- Fruto para elaborar un atole. -Vocabulario
Sonorense. -Horacio Sobarzo.

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DE PAPALOTES Y VIENTOS:

Tomar una par de varas largas, bién rectas y delgadas,


ponerlas en forma de cruz, unirlas por el centro y a los extre-
mos con un hilo para cubrirlas con papel cebolla de colores
lisos, pero vistosos, pegadas con mucho engrudo sobre los
hilos de los extremos del rectángulo, buscar un trapo viejo
ligero que hiciera de cola, era todo lo necesario para volar
nuestro papalote en forma de rombo en tiempo de vientos.
En la parte baja de la pequeña cuesta delante de nuestra
casa e iniciar carrera de la calle Independencia hacia lo alto de
la pendiente era un buen lugar para lograr el ascenso sin nin-
gún contra tiempo augurándonos un éxito seguro en el despe-
gue de nuestro vistoso cometa. Salvo que el tamaño y los ajus-
tes de la cola no hubieran sido lo correcto lo cual nos provoca-
ba que el aparato volador se viniera en picada haciendo giros
cual avión derribado de la Según da Guerra Mundial, lo cual
nos incitaba a tratar de lograrlo nuevamente. Ya en el aire a
mínimo veinte metros de altura era un placer observarlo, todo
serenidad, eran momento de relajación. El regreso implicaba
irse moviendo de lugar para evitar en el descenso quedar en-
redado en los cables de energía eléctrica, hasta que lográba-
mos tener nuevamente entre nuestras manos la obra de arte
concebida para intentar otro día una nueva aventura.
Los ventarrones de mi pueblo, con lo amplia de sus calles
y la planicie donde esta situado, eran fuertes e inolvidables.
Decíamos que “estaba chiflando el diablo” cuando el viento
empezaba a soplar y al pasar sobre los cables conductores de
energía eléctrica, entre poste y poste, produciendo un inter-
minable chiflido tetrícamente musical. Era la señal de que
habría grandes ventarrones.
Después, había que guarecerse ya que la pequeña arena
que levantaba el viento de las calles de tierra golpeaba fuerte-
mente algunas partes del cuerpo por donde se filtraba con

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gran fuerza esas pequeñas partículas. Lijaba la cara y las ma-
nos al grado de que nos obligaba a cubrirlas con el cuello de la
camisa hasta el último pelo de la cabeza y las manos ocultas
sobre las bolsas delanteras del pantalón. La visibilidad era im-
posible y solo por referencias de postes y bardas en las cuales
nos cobijábamos tratando de protegernos; solo así, podíamos
seguir y llegar a nuestra casa. Era como caminar por instru-
mentos. Los pasos eran lentos y en contra de la fuerza del ai-
re, echando el cuerpo hacia enfrente a pesar de nuestra corta
edad. Muchas tardes al ir por el mandado al changarrito(1) de
la esquina, teníamos que enfrentar este fenómeno de la natu-
raleza, cual si estuviéramos cruzando el desierto del Sahara.
Para nosotros parecía que estábamos viendo remolinos
gigantes o tornados; pero, afortunadamente el viento no le-
vantaba objetos pesados de la tierra, solo la incomodidad de
la arena penetrante.
Los vientos por la noche además de la arena iban acompa-
ñados de un aire frío, que igualmente penetraba por nuestras
ropas y se no hacía largo el camino para llegar a arroparnos
con las cobijas o calentarnos a la orilla de calentón de leña.

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(1).- “Changarrito”.- Diminutivo.-Cualquier tipo de negocio pequeño incluyendo aba-
rrotes.- Diccionario para Entender al Sonorense.
Irma Rascón

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PASEOS y CACERIAS:

Nosotros de cacería solo sabíamos tirarle con la mano


piedras a los botes. Aprendimos a hacer resorteras con una
horquilla de una rama de mezquite en forma de “Y”, bién pe-
lona, que tuviera de diámetro más o menos el grueso del dedo
gordo y de largo un poco más grande que la mano. Unas ligas
de hule gruesas amarradas al extremo de cada punta y en me-
dio la lengua de vaqueta de un zapato viejo, recortada ovalada
como camita para sostener entre nuestro dedos las piedras
que lanzaríamos a cualquier animal pequeño o insecto que se
moviera. A veces en lugar de piedras tomábamos frutos pe-
queños los cuales podíamos lanzarlos a nuestros amigos en
“guerritas”. Los más elegantes cuando tiraban a las cachoras
era con canicas ó catotas de cristal de muchos colores.
No se cuando ni como un día mi padre nos enseñó un rifle
22 que había adquirido y por las tardes, durante una semana,
nos estuvo invitando de cacería a pie rumbo a la Sierra de San
José a mi hermano Faustino y a mí. Ocasionalmente nos salía
entre los arbustos una liebre y mi padre preparaba con antici-
pación su arma de fuego para que nosotros hiciéramos el dis-
paro que nunca daba en su blanco. Para no regresar con la
frustración de ser malos cazadores buscaba latas de refrescos
y a disparo fijo afinábamos puntería hacía el blanco inmóvil
hasta terminar las balas o perforar las latas; generalmente
sucedía lo primero. Nunca más volvimos saber del rifle ni que
sucedió con él. Como que solo fue un gusto y una aventura
más que compartimos con mi padre.
Los paseos de la escuela eran rumbo a Mina de Oro en-

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trando hacía la Sierra de San José de la que se contaban mu-
chas historias de revolucionarios y tesoros escondidos que
nadie jamás había podido encontrar, lugar cercano y único
para los amantes de la cacería en el pueblo que se perdían por
el poniente en lontananza hasta el final del cañón central que
los llevaba al corazón de este solitario monte. Una agradable y
fresca mañana le tocó a mi grupo de sexto de Primaria salir del
pueblo a primera hora de la escuela y tomar camino al pie al
sur rumbo al entronque de Cananea. Llegamos a Mina de Oro.
Dimos vuelta a la derecha y a cien metros estaba una inmensa
alfombra de zacate de pastizal amarillo y a poca distancia, uno
de otro, los frondosos bellotales, como le decían en mi pue-
blo, cuyo nombre correcto es encinos o nogales, que daban
una amplia sombra donde cabía todo el grupo de alumnos. En
ese lugar cantábamos y bailábamos rondas infantiles, jugába-
mos incansablemente a las “encantadas” y otros juegos, hasta
que despertábamos nuestro hambriento apetito para degus-
tar unos exquisitos lonches o sándwiches de carne para untar,
huevos cocidos en su cascarón, sardinas entomatadas en lata,
entre otras viandas, que nuestras madres habían preparado la
noche anterior. De postre, hasta el hartazgo, una deliciosas
bellotas de todos tamaños. En especial unas que tenían el ta-
maño de las que aparecen en los cuentos de ardillitas, llama-
das bellotas de cochi, ya que afirman que estas son las preferi-
das de los puerquitos de la región.
En otra ocasión, mí tío Faustino de espíritu aventurero y
minero, tomo el mismo camino, junto con nosotros, rumbo al
poniente entre las dos crestas de la Sierra de San José y logra-
mos llegar por el cañón a un peñasco cobrizo que en su parte
inferior tenía una entrada en forma de boca y de donde sur-
gieron muchos comentarios de pobladores de Naco que en
alguna ocasión habían osado penetrar a las lúgubres cavernas
con pasillos estrechos, amplias explanadas y grandes precipi-
cios internos en busca de los tesoros ocultos de Pancho Villa y

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otros revolucionarios.

DE LOS JUEGOS Y JUGUETES INFANTILES:

En la esquina de la calle principal un pobre foco alumbra-


ba las cuatro esquinas y poca luz llegaba al frente de nuestra
casa que estaba casi a la otra esquina de esta calle. Los juegos
de la noche eran solo de pelotas y otros como “La chinchila-
gua” (1 ), “la burriquita”, “Las cebollitas”, “Esconde la cuarta”.
El primer juego consistía en que un equipo se ponía abrazados
unos de otros con la cabeza oculta por debajo de los brazos, a
un lado de las sentaderas del de adelante, formando una es-
pecie de gusanito y el equipo contrario corriendo a prudente
distancia brincaba sobre esta cadena humana tantos cuantos
fueran del equipo hasta caer o doblegar al equipo que estaba
clavado. A este se le permitía hacer movimientos, cual potros
salvajes, para tratar de derribar al contrario.
En “La burriquita” se trababa de brincar a un compañero
que estaba de frente a una larga cola de participantes con las
manos sujetas a las semi-dobladas rodillas con la cabeza ocul-
ta entre ambos brazos para evitar cualquier mal golpe. A cada
brinco había que hacer una rima predeterminada de acuerdo
al número de brinco que tocaba. Por ejemplo: “A las Dos te dá
la tos”, “A las cuatro sale tu retrato”, “Cinco de aquí te brin-
co”, “A las ocho te lo pico y te lo mocho”, total que cada nú-
mero consecutivo tenía su rima.

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En “La esconde la Cuarta” que no era otra cosa que un
cinto alguien se ofrecía a prestarlo porque era el más grueso,
el más largo y quizás el más doloroso. El juego era sencillo:
Había una base que regularmente era el poste más grande, se
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(1).- “Chinchilagua”.-f. Vgr. “Chinchilegua”.- Diccionario para Entender al Sonorense.-
Irma Rascón

trataba de esconder en algún rincón el cinto y todos los juga-


dores tenían que ira buscarlo. Obviamente nos íbamos prime-
ro al rincón más cerca que veíamos y que nos latía pudiera ser
el escondite de la prenda. Entre más lejos nos íbamos tenía-
mos más

riesgo de que el contrario encontrara la prenda y nos agarrara


a cintarazos. El que la encontraba tenía derecho, aparte de los
cintarazos, a esconderla pero no a participar en la búsqueda
hasta el próximo turno.
Había que esperar el día para dar rienda suelta a los jue-
gos infantiles con los juguetes de la época; además de la
“Bebe-leche” con sus cuadros numerados y orejas pintados
sobre banquetas con gises de colores que habíamos tomado
del salón de clases de la escuela.
Si hoy hablamos de los juegos de mi infancia comparados
con el Atari, Nintendo, X-box y demás los niños de hoy no nos
entenderían. La electrónica solo llegaba a los tocadiscos, ra-
dios y a los nuevos televisores blanco y negro que empezaban
a aparecer en las tiendas americanas.
Para nosotros los juegos eran el “Chapete” hecho de un
viejo calcetín impar, sin importar el color, ni los dibujos que
tenía, al cual le introducíamos un puño de arroz, fríjol o cual-
quier gramínea. Lo zurcíamos con hilo y aguja en mano para
lograr una bolsita amoldable a los golpes del talón por la parte
interna o externa de ambos pies y a veces hasta con la rodilla,
logrando malabares acrobáticos y suertes de acuerdo al inge-

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nio de cada quién. La prueba consistía en hacer más suertes y
durar en mayor tiempo posible antes de que el “chapete” ca-
yera al suelo.
Jugar a las “Canicas” tenía varías modalidades en circulo,
a la rayita, al hoyito y en todas corría la apuesta de perder el
total de las mismas. Había una serie de trampas que no se per-
mitía que se cometieran como el hueso el mandolón. Se ven-
dían en redes plásticas en forma de bolsa y que contenían es-
feras de cristal de todos colores y de dos o tres tamaños.
El trompo de madera con punta de fierro, un juguete arte-
sanal mexicano, aunque algunas veces no faltaba un infante
osado que con mezquite, pino o cualquier tronco de algún ar-
busto, navaja en mano, torneara algo parecido al trompo y
con un clavo acerado en la punta. Aprender a enredarlo con la
cuerda, bailarlo, sostenerlo en la mano, deslizarlo sobre la
misma cuerda, y lanzarlo sobre otro trompo del compañerito
era todo un proceso de la temporada.
Toda que lográbamos dominar el trompo empezaba la
competencia. Pintábamos con el dedo o un palito un círculo
de regular tamaño en la tierra y al centro se ponía el trompo
del amigo que había perdido a la suerte y tenía que iniciar
“clavado”. Con su respectivo turno uno a uno iba intentando
golpear al trompo “clavado” lanzando con la mano y bién en-
redado el trompo propio, Tenía que golpear al del compañero
y seguir bailando. Cualquier falla implicaba tomar el lugar del
trompo “clavado”. Cuando al fin se lograba sacar a golpes al
trompo en el piso, fuera de quién fuera, el castigo era darle
diez picotazos con la punta de acero del trompo, sin importar
que se partiera en dos.
Los “Yo-Yos” originalmente, también eran de madera y
había una o dos compañías nacionales que hacían giras artísti-
cas con jóvenes que habían logrado en concursos los prime-
ros lugares en la destreza con este juguete
Una de las reglas principales para dominar el Yo-Yo era

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extender la cuerda y humedeciendo el dedo gordo e índice
con saliva pasarlo de arriba a abajo por toda la cuerda tratan-
do de desenredar cualquier nudo o giro demás que tuviera. El
trompo debería quedar inerte al realizar esta prueba. Luego
cautelosamente y con toda libertad se iba enredando la cuer-
da en la parte central del mismo para colocar el ojillo en nues-
tro dedo anular.
Lo principiantes solo lográbamos subir y bajar el Yo-Yo en
no más de cinco oportunidades. Los expertos hacían el trape-
cio, el perrito y otra serie de suertes que eran de concurso.
Todos los años había una fecha en que primero aparecían los
Yo-Yos en la tienda y al mes ya estaba la caravana de artistas
para mostrarnos sus gracias.
El Balero de madera, otro juguete artesanal mexicano de
fuertes colores rojo, verde, morado pintados en círculos y gre-
cas muy artísticas labradas sobre la misma madera. Este ju-
guete a diferencia del Trompo y el Yo-yo era muy fácil de imi-
tar. Solo había que tener un palito y algún objeto cilíndrico
que tuviera un orificio en medio para amarrarlo un hilo corto
entre ambas piezas. Aquí no había más que encestar el cilin-
dro en el palito con un giro curvo en forma de arco asiendo el
palito con los dedos de la mano. Había quién le daba dos que
tres vueltas en el aire antes de encestar cual clavadista en al-
berca olímpica. El triunfador era quién lograba más encestes
continuos sin fallar.

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LOS ADOBES DE MI CASA:

En el transcurso de esta historia no me cansaré de men-


cionar las virtudes de mi padre y todo el ingenio que ponía en
resolver cualquier situación del oficio que se tratara en la casa,
con el carro ó en la oficina.
Mi padre, una tarde llegó con unas guías de madera las
cuales unió en pares, poniendo pedazos de la misma en inter-
valos semejando una escalera. Ante nuestra curiosidad insis-
tente nunca nos revelaba el secreto final y nos llevaba paso a
paso como todo un maestro. Después de la madera, al si-
guiente día, apareció una dompada(1) de tierra, arcilla o barro
del arroyo. Al tercer día nos envió a la vinatería que estaba
calle abajo, doblando la esquina, media cuadra adelante, por
Avenida Independencia, entre García Morales y Plutarco Elías
Calles, para pedir regalado un poco de gabazo del que queda-
ba después de haberse horneado la penca del maguey de la

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región, habiendo exprimido sus pencas y habiendo extraído su
mezcal, producto a comercializar. Aquel gabazo eran unos ga-
jos secos y fibrosos que poco a poco desmenuzábamos sobre
la tierra convertida en lodo y que daba una masa consistente.
Era el momento de, pala en mano, empezar a vaciar los cua-
dros intermedios de la supuesta escalera en el suelo con barro
revuelto con fibra de cabeza de maguey.
Toda la parte posterior del terreno de mi casa amanecía
cubierto por hileras de mosaicos de tierra simétricamente
cuadrados. El siguiente paso era levantarlos del suelo y po-
nerlos de canto de acuerdo como proyectaba el sol sus rayos
de luz. Un día hacía un lado, el otro hacia el otro y después de
una tres
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(1).-“Dompada”.-Medida para materiales petreos de construcción, equivalente a la
capacidad de un “Dompe”, camión de volteo..
Dompe”.- Camión de Volteo que se utiliza para cargar piedra,
arena, etc. Diccionario para Entender Al Sonorense.

volteadas siguiendo al astro rey el adobe ya se encontraba


listo para ser utilizado en las paredes de mi casa.
La siguiente parte de nuestra actividad, era ir a la calera
que se encontraba en centro del pueblo hacía la salida a Cana-
nea. Ubicación geográfica natural ya que el ferrocarril aparte
de servir de medio de transporte de los equipos de la Compa-
ñía Minera de Cananea, que cruzaba la línea fronteriza y el
pueblo de punta a punta, servía para llevar la cal hacía otras
partes de la región.
Dos sacos de ixtle(1) sobre nuestro poderoso carro de lan-
zadera que había sido pintado igual que el chevrolet de mi
padre, el de Camacho y el de mi tío Emeterio, muy temprano
iniciábamos nuestro caminar tres cuadras adelante rumbo a
Agua Prieta y en las rampas que servían para cargar los furgo-
nes de ferrocarril encontrábamos grandes peñascos de cal
viva.
Ya de regreso a casa, con arena se hacía un rodete y en el cen-

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tro colocábamos la cal misma que no impresionaba cuando
estaba en ebullición, semejando erupciones volcánicas a pe-
queña escala y donde el consejo era no acercarse más que a
una distancia prudente por el peligro de quemarnos. Tres días
observábamos el fenómeno natural y espectáculo del enfria-
miento de la cal hasta que mansamente quedaba como una
torta tranquila y reposada.
El Siguiente paso era agregarle la arena y ya estaba lista la
mezcla para pegar adobe y enjarrar paredes.
Empezando por las esquinas, con un hilo de guía, poco a poco
las paredes iban subiendo hasta llegar a las dos vueltas finales
que dejaban huecos de 4 pulgadas, separados un metro uno
del otro, donde iban a reposar las enormes vigas que iban a
servir para soportar la madera amachambrada(2), sobre la
cual, de abajo hacia arriba, de un lado a otro, corrían los rollos
______________________
(1).-“Ixtle”.- Fibra textil obtenida principalmente del maguey que sirve para confeccio-
nar cuerdas y tejidos.
(2).-“Amachambradas”.- Madera con bordes que coinciden para embonar y permane-
cer unidas una con otra.
de cartón negro, rojo o verde arenados que eran pegados con
chapopote(1) y una enormes tachuelas. Ayudar a mi padre,
desde sostenerle la escalera, porque era el primero que me
subía al techo por los brazos del verde sauz llorón que estaba
muy cerca de las paredes, hasta poner los clavos era una dis-
tracción más en las tardes desocupadas.
La misma cal viva se separaba en cubetas metálicas de 20
litros con el mismo procedimiento para otro uso. Había que ir
al supermercado de los Córdova y comprar polvos colorantes
que se mezclaban con la cal reposada para pintar las paredes
de acuerdo a los colores de los gustos personales de cada
quién. Con una cuadrilla de 6 hermanos hombres, que no pa-
saba de 12 años el mayor, brocha en mano, iniciábamos el
espectáculo de pintar las paredes de los cuartos, que previa-
mente habían sido enjarrados.

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Sobre la parte inferior de las vigas, en el interior del cuar-
to se ponían guías entrecruzadas sobre las cuales se extendía y
estiraba la manta a manera de plafón con una roseta eléctrica
estratégicamente colocada en el cruce de las guías del centro.
Finalmente, con la misma cal, se pintaba el cielo interior gene-
ralmente de color blanco.
Con esto y los pisos de concreto se daba por concluida la
obra.

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(1).-“Chapopote”.- Derivado del petróleo de contextura pegajosa que se usa para
pegar cartón ó usar con asfalto.

LOS POLLITOS TIENEN FRIO:

Los Viajes al “otro lado” me traen recuerdos de una de mis


inolvidables travesuras.
Resulta que mi madre tenía un gallinero en el fondo del
terreno donde en alguna ocasión mi hermana menor estuvo
en serios aprietos cuando sentada en una esquina un gallo
giro no la dejaba salir.
Sin desviarme del tema, lo que quería comentar es la oca-

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sión en que recibieron baño los pollitos.
Cada cierto tiempo íbamos a Zorrilera y mi madre adquiría
una caja rectangular piramidal más o menos de un metro, de
cartón con perforaciones redondas, por los lados, a manera de
respiraderos, y en el interior dividido en forma de cruz en gru-
pos de cuatro 25 pollitos recién nacidos para hacer un total de
100.
Un buen día de invierno, al caer la tarde, mis padres no se
encontraban en casa, nos quedamos los hermanos menores y
con todo el ocio del mundo registrando todo lo que estaba a
mi alcance se puso frente a mí una nueva caja de pollitos. Al
abrirla me dió un olor desagradable asociado con el piso de la
caja que estaba entre gris, blanco y amarillo producto de la
digestión de las pequeñas aves. Como era mi estilo, de acele-
rado y atrabancado, de inmediato, busque una tina galvaniza-
da inmensa, traje la manguera verde del jardín, cubrí como 10
centímetros de agua la tina y acto seguido tomé con mis bra-
zos la caja y la vacié sobre el recipiente. En esta acción algunos
pollitos le tuvieron miedo al agua y se resistieron volando a
diferentes lugares fuera de la tina quedando en el esparcidos
por el piso de la recamara. Con mis manos recogía, fuera de la
tina, los que no querían bañarse en esta inmensa alberca y de
inmediato los depositaba en ella.
No tardé mucho en darme cuenta de que no eran patitos,
ni sabían nadar, y que estaban titiritando de frío sin poder
hacer nada para defenderse de su destino inocentemente
cruel. La reacción de nuestra parte fue tardía. Empezó la
emergencia y para pronto lo primero que encontré a mi vista
fue un ropero de tres lunas con dos puertas laterales y cajones
al centro. De un lado iba la ropa sucia y del otro la recién lava-
da. Muy considerado de mi parte y ante el origen de la sucie-
dad de los pollitos opté por la puerta de la ropa que ese día
había lavado mi madre. Dentro de ropero acomodaba unos
pocos de trapos y sacaba de la tina uno pocos de temblorosos

62
pollitos. Los cubría por encima con más ropa y nuevamente
colocaba otra tanda de indefensos polluelos.
La acción fue rápida ante la premura de que mi madre
llegara y terminada la última acción de rescate de los pollitos
mojados cerré la puerta con llave, de aquellas que salían en
los cuentos de la abuelita.
Poco después, caída la noche, llegaron mis padres y al no
oír el piar de las avecitas empezaron a indagar con todos sus
hijos que había pasado durante su ausencia.
Primero apareció la caja semidestruida sin ningún pollito
en su interior lo que me obligo a confesar mi osadía. Antes de
terminar mi declaración mi madre se adelantó al ropero y con
asombro vio como estaban inertes sus cien pollitos. Ni uno
solo se pudo rescatar. Fue la pérdida más grande que tuvo el
negocio avícola de gallinas ponedoras de mi madre.

LAS GALLINAS DE MI MADRE:

Siempre, no me cansaré de repetir lo emprendedor de mi


madre y ¡eh, aquí! Que se de dio una nueva oportunidad de
iniciar un negocio desde la calidez del hogar.

63
Cada año compraba su caja de 100 pollitos, los cuales veí-
amos crecer en la parte trasera de nuestro patio. Había una
pequeña bodega de adobe y enseguida un cerco de tela de
gallinero. Alambre doble entrelazado en forma de hexágonos,
por donde solo podían asomar las gallinas su pico.
Todos los días tempranos teníamos que salir con el saqui-
to de salvado o grano para alimentar los polluelos que más
tarde serían gallinas ponedoras. Todas eran gallinas blancas de
cresta roja. Ya en edad productiva a la vez que las alimentába-
mos recogíamos los huevos, todavía calientes, que nos servían
para nuestro ponche de café con leche, desayuno Express
para los seis hermanos que íbamos a primaria. los blanquillos
sobrantes eran para tomar un baldecito galvanizado y vender
huevos con los vecinos del pueblo.
El negocio era redondo. Cuando las gallinas se hacían vie-
jas había que utilizarlas para un buen caldo o pollo en mole.
Mi madre nos enseño también a sacrificar gallinas, sobre cuyo
acto se tendía un mito: Había que hacer un círculo de un me-
tro de diámetro con dos diagonales en forma de cruz. Traía-
mos un tronquito de madera puesto justamente sobre el cen-
tro en la tierra y que nos quedara a la altura de nuestra cintu-
ra el otro extremo, colocábamos cuidadosamente el cuello de
la gallina asida de las patas con una mano y con machete en la
otra dábamos un golpe certero trozando el buchi(1) en dos.
Quitábamos apresuradamente el tronco y la gallina sin
cabeza se revolcaba en el círculo con movimientos epilépticos,
esparciendo su sangre que incesantemente salía del cuello.
Si el (cuerpo inerte en su reposo final no salía del círculo cruza-
do nuestra suerte seguiría siendo muy buena; pero, si el movi-
miento de muerte de la gallina la colocaba fuera del círculo
nos traería desgracias. El diablo nos castigaría. Nunca nos pasó
nada, pero siempre que matábamos una gallina nos acordába-
mos de esta sentencia.
La otra parte del proceso de sacrificio de las gallinas para

64
convertirlas en rica comida, era ver a mi madre con una enor-
me calentadera de aluminio con agua hirviendo, teniendo por
deposito una olla tamalera, vertía sobre el ave el agua para
que
aflojara todas las plumas, las cuales remojadas tenían un pes-
tilente olor. A la hora de la comida ni nos acordábamos de
este desagradable momento solo degustábamos, una y otra
vez, un sabroso caldo o ensalada de gallina.

________________
1).-“Buchi”.- f.- Garganta. “Buche”.-Papera, Bocio.- Diccionario para Entender al Sono-
rense.- Irma Rascón.

65
EL TREN CARGUERO:

Líneas atrás comentaba de la época de auge económico


que me tocó vivir por las grandes y constantes importaciones
que realizaba la Compañía Minera de Cananea.
Mi padre era responsable del archivo de la Aduana de Na-
co y trabajaba hasta las dos de la tarde; sin embargo, en este
tiempo, después de comer, regresaba para participar en los
trámites extraordinarios aduaneros de los equipos de la mine-
ra que implicaban horas extras de trabajo y obviamente ma-
yor remuneración.
Era impresionante ver las largas plataformas del ferroca-
rril cargadas con gigantescos tractores, “dompes” o “yugles”
que se desbordaban por los lados de las mismas plataformas y
que cortaban la circulación de una de las principales calles del
pueblo de oriente a poniente por espacio de algunos días. To-
dos los equipos de un invariable color amarillo.
Esta era la función más importante del tren en la ciudad y
era un atractivo más ver las maniobras del maquinista salien-
do del casco urbano del pueblo.
Más adelante, rumbo al sur, estaba la calera con sus pa-
tios, sus pisos y las paredes de las construcciones cubiertas de
blanco, donde había grandes rampas elevadas del nivel del
piso y por donde se descargaba toda la piedra viva que se ven-
día a un proveedor que la empaquetaba y vendía en todo el
Estado.
Era un espectáculo ver partir al tren carguero con su má-
quina de vapor y con sus clásicos sonidos anunciando su parti-
da. Los cabuses de pasajeros poco o nada recogían de viajeros
y prácticamente no nos causaban ninguna admiración; más
bién, las casas rodantes, vagones de madera, de los trabaja-
dores que se instalaban en la calle posterior a la plaza del pue-
blo que permanecían por tiempo indefinido y donde éramos
testigos de su peculiar forma de vivir y pensando como logra-

66
ban tener una casa habitación en tan poco espacio eso si nos
causaba admiración.
El tren venía de Agua Prieta llegaba al pueblo y seguía su des-
tino a Cananea. Del mineral tomaba rumbo a Santa Cruz y
Luego a Nogales.

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LOS PERSONAJES PINTORESCOS:

Los años en que pasé la infancia en Naco, políticamente


hablando, fueron los tiempos en la Presidencia Municipal de
Miguel Ayala Molina, Jesús Manuel Franco Martínez, José
Gonzalo Escobar, Jesús Ramírez Loaiza y Eduardo Monteverde
los cuales se caracterizaron por mantener un ambiente cordial
y pacífico en la comunidad.
En mi pueblo, de aquellos tiempos, había apellidos de
gente muy distinguida como los Villegas, Córdova, los Martí-
nez, los Franco, los Bravo, los Romo, los Acuña, los Morales,
los Saavedra, los Figueroa, los Pérez, los Castro y otros que se
escapan a mi memoria, pero siempre existen aquellos que se
distinguían por no ser el común denominador de los usos y
costumbres del pueblo.
Anteriormente en esta narración han surgido nombres
aislados de personajes de mi pueblo como Pacheco, Camacho,
los Martínez, y de los que más tarde pueden aparecer como
María la del “Peinado”, el celador “Fumanchú”, el Billy Saave-
dra, pero merecen un espacio especial los más pintorescos del
pueblo y puedo empezar con:
Siqueiros, El mil usos: Era un personaje muy ligado a la
escuela. Recuerdo cuando lo conocí que nos llevaron por pri-
mera vez a cortarnos el pelo. Nos sentamos por primera vez
en la vieja pero auténtica silla de un peluquero, que blandien-
do su navaja sobre la correa vieja desgastada de baqueta suje-
ta a una lado de la silla, platicaba sin parar, entre broma y bro-
ma, risa y risa, nos rasuraba los extremos de nuestras patillas y
el cuero cabelludo en su parte posterior. Previo al corte con

68
una vieja y ruidienta maquinita que entre tras y tras iba devo-
rando nuestro dócil cabello. Estaba, en un cuarto con muchos
cuadros, después de la cocina. Al salir al patio de su casa esta-
ba lleno de leña, que había recogido días antes en su viejo
“troque”, la cual comerciaba entre los vecinos al igual que las
gallinas, de las cuales nos tocó ver sacrificadas y totalmente
desnudas, entre otros productos que este viejito ponía a dis-
posición de la gente del pueblo. Pero, su relación con la escue-
la, aparte de que colindaba, eran sus famosas melcochas de
piloncillo que veíamos que estiraba y estiraba sobre un papel
encerado hasta lograr el punto y trenzarlas para darle una me-
jor presentación a su rica golosina; también, sus pirulínes color
rojo de azúcar que vaciaba sobre uno pequeños “cucuruchos”
recortados de papel encerado con un picadiente clavado al
centro que nos servía para sostener entre nuestros dedos tan
dulce producto. Todos los compañeritos de primaria, a la hora
de recreo, hacíamos largas colas, que a veces no respetába-
mos y era un solo amontonamiento, ante al urgencia de ad-
quirir tan rico manjar o por la presión que pendía sobre nues-
tros oídos de escuchar la campaña que de nuevo llamaba a
clases. Parecía que la vieja pared colindante con la escuela,
con ladrillos colocados alternados y que permitían huecos pa-
ra realizar estas compras, se vendría abajo ante la presión de
la turba desesperada; había quién, se trepaba a la barda o su-
bía tres huecos arriba para tener un lugar de preferencia.
Si quisiera describir físicamente a Siqueiros diría que era
el papá de Memín Pinguín, de los cuentos. Un hombrecillo
mayor de edad, de escaso pelo, chimuelo, muy platicador y
que se sabía todos los chismes de nuestra comunidad.
Monchi “La Loca”. Era una mujer de edad avanzada, de
quién nunca supe su nombre propio ni apeados, tez muy
blanca casi transparente, sus mejillas rojas carmesí y ojos muy
bién pintados, su boca extremadamente colorada contrastan-
do con su piel blanca lechosa, no muy cabal en sus sentidos

69
aunque no sabíamos si tenía demasiados ordenados sus pen-
samientos o eran motivo de sus elucubraciones, que no im-
portando si era temporada de frío o calor siempre andaba por
las calles con un abrigo café con cuello voluminoso de peluche
negro de animal de pieles exóticas, sus tacones altos, mucho
garbo al caminar y cuatro perros con elegantes correas detrás
de ella.
Era todo un espectáculo verla caminar por las desoladas
calles del pueblo. Inspiraba sentimientos encontrados de risa y
de miedo, aunque al conocerla y platicar con ella su formali-
dad y seriedad eran tenebrosas.
Platicaba muchas cosas del pueblo, en su ir y venir por
todas las calles, chismes pues, en voz baja y pastosa, con léxi-
co elegante y muy fluido. Decían quienes la conocían que en
su tiempo había tenido mucho dinero y se había quedado en
ese entorno. Su manera de ser, de vestir y de expresarse de-
notaba algo del pasado que de ella escasamente se sabía. ¡Era
un misterio su pasado! Sabía de todos los movimientos del
pueblo y de todos los chismes que escuchaba o le contaban
esquina tras esquina. Si no acertaba en sus comentarios, si
dejaba a mi madre con muchas dudas de lo que se decía en
Naco y los acontecimientos que estarían por venir. Le decía a
mi madre que se cuidará mucho de tal o cual persona y argu-
mentaba su dicho con una extensa explicación tratando de
justificar y fundamentar en plena labor de convencimiento lo
que ella estaba afirmando.
El Panadero “Chale Garner”: Venía todos los días por las
tardes a una hora en que ya lo estábamos esperando impa-
cientes para que apareciera en la esquina subiendo la pesada
cuesta con sus deliciosos productos. Después de regresar de la
escuela, nos poníamos a andar en bicicleta, jugar o contar
chistes con Lupe Camacho, hijo del profesor, quién decía que
los chistes no le trían chiste.
El “Chale”, como cariñosamente le decíamos porque nos

70
causaban ternura y admiración por su trabajo, era un señor
mayor de cuerpo atlético y gran altura cual todo prototipo del
anglosajón, pelo blanco, piel rosada y con una dona de tela
sobre su cabeza que le servía para apoyar la mesa de madera
con cuatro patas que siempre cargaba sobre la misma.
Cuando lo veíamos doblar la esquina, le gritábamos, cami-
naba unos pocos y apresurados pasos inmediatamente bajaba
su mesa cubierta con una pulcra sabana blanca que despedía
agradables olores a pan dulce recién horneado. Había que em-
pinarse con los tobillos un poquito para alcanzar a disfrutar
con la vista los geométricos y rojos “cortadillos” semi-
cubiertos de coco espolvoreado, las figuras en forma de red
del dulce de las conchitas de vainilla y chocolate y un sin fin de
opciones de diferente formas y colores de repostería. No
había más pérdida de tiempo y sacábamos nuestros veinte
centavos y ni tardos ni perezosos devorábamos la masa que-
mante de sus dulces panecillos. Se perdía al final de la calle y
doblaba hacia la escuela Primaria. Era el cuento de todas las
tardes.
Pocos años después descubrimos por el Panadero de Ca-
nanea que vendía sus productos por la calle Durango que los
panaderos de aquellos tiempos tenían el mismo estilo o siste-
ma de comercializar sus panes dulces.
”Magda” la de Don Telesforo. Era una mujer morena,
chaparrita, de largas trenzas y con vestido auténticamente a la
usanza de los inditos del sur, muy parlanchina y poco juiciosa,
pero al fin una buena vecina. Muchas veces nos cuidó o estuvo
pendientes cuando nuestro padres se ausentaban de la casa y
nosotros también muy seguido la visitábamos pues solo esta-
ba el callejón de los Morales de por medio entre casa y casa.
De sus ocurrencias recuerdo la noche en que platicando y
jugando con todos mis hermanos en presencia de mi madre
inventó un juego en que agarrados de su mano derecha nos
preguntaba si queríamos hacer un giro a la izquierda o a la

71
derecha como si fuera una apuesta que no íbamos adivinar
con sus respectivas consecuencias de sufrir un tropezón. Sin
saber en el último momento de la acción hacia que lado doña
Magda nos iba a girar su brazo. Yo fuí el primer atrevido que
pasé a superar la prueba en el primer giro, que sin adivinarlo y
yendo en sentido contrario me aferré inmediatamente a sus
cortas piernas, antes de sucumbir en el suelo, ante el engaño
recibido.
Mi hermano mayor, Faustino, era muy serio, no era muy
afecto a los juegos, ni tenía mucha destreza física y general-
mente me seguía en mis andanzas, juegos o aventuras que
corría por ser casi de mi misma edad. ¡El atrabancado era yo!
Cuando vió mi reacción y la prueba superada, pensó que
el juego estaba demasiado fácil y se ofreció a que doña Mag-
da le hiciera la prueba de equilibrio. Al primer giro salió por los
suelos, sin tener de donde asirse, con sus cuatro extremida-
des, cerca del árbol de navidad, con la nariz sangrando. Fue
una broma de mal gusto para mi madre que salió en defensa
de su hijo y que casi le cuesta la amistad a Doña Magda. Esta
fue la primera y última vez que practicamos este juego con
esta inolvidable personita. En otras ocasiones le hacíamos
mandados y nos invitaba a comer. Era como ir a un restauran-
te sureño, en el que nunca habíamos estado, con comida es-
pecializada. A veces era muy rica la comida y muy original;
otras veces era poco digerible por lo enchiloso y condimenta-
do del platillo.
Su esposo don Telesforo, ancianito de corte militar y de
físico muy parecido a Magda, siempre vestido de “caqui”, nos
contaba historias muy trágicas de su niñez, como el día que
vio morir a un hermano en los surcos de una parcela, allá en
su pueblo michoacano, atravesado en el estómago por una
vara jugando a los jinetes montado en la misma punta.
Este personaje siempre estaba impecablemente vestido
con el traje caqui, zapatos muy bién voleados y chamarra ver-

72
de, con su pistola al cinto para cumplir como celador de la
aduana, a veces en la línea y otras en la garita de “Los difun-
tos”.
María de Yépiz: Tenía una refresquería pintada de verde
perico, en la contra esquina de la comandancia de policía. En
la acera sur poniente de la Calle Madero y Morelos cruzando
la calle con Bertha Romo. Por la banqueta de su estableci-
miento había unas bancas y enfrente una inmensa ventana
donde vendía raspados y granos de elotes.
El atractivo eran sus pericos parlanchines que ante las
preguntas de tan folklórica dama respondían a la par con ella,
cualquier cosa. Parecía un concurso para ver quién hablaba
más.
Era una mujerona que impresionaba por su cuerpo, vesti-
menta desalineada, lo fuerte de su voz y lo mal hablado de su
léxico; parecía que siempre estaba enojada, pero ya tratándo-
la en el fondo era una amable persona. De aquellas que tie-
nen una defensiva coraza para impresionar, pero en el fondo
son buenas personas.
En contra parte su esposo, Gustavo Yépiz, era un hombre
de complexión delgada, elegante en su vestir, de voz baja y
educada, muy correcto en sus acciones y en su decir; sin em-
bargo su mujer era el show por las noches en el pueblo.
Mi buen amigo “Pancho López”: Un émulo del personaje
del corrido. Este Pancho López, era chico, no matón, pero muy
enamorado. Ni más ni menos oír la canción y ver a mi tío pan-
cho era una asociación involuntaria inmediata. Respetaba mu-
cho a la gente que había estudiado y se comportaba a la altu-
ra. A Pancho López le gustaba mucho la política, era su tema
preferido y siempre estaba hablando del tema criticando a
todos los políticos sin distinción de partido, también todo lo
que sucedía con el gobierno, en todos los niveles; pero con un
patriotismo en el hablar a prueba de fuego. Primero vivió por
la Avenida Madero enfrente de la Nóbel secundaria en el edifi-

73
cio municipal, enseguida del Doctor Clemente. Después se
cambio dos cuadras adelante por la Calle Madero rumbo al
poniente.
Cuentan que estando soltero, en Agua Prieta, se enojó
con la novia y esta emprendió graciosa huída a pie a pasos
acelerados. A una cuadra de distancia Pancho López sacó su
pistola y le disparó en el momento en que la muchacha trope-
zaba, en la guarnición de la banqueta de la esquina, lo que
permitió que no fuera herida por la bala; pero, al verla caer,
Pancho tomó la pistola, nuevamente se la puso en la boca y
jaló del gatillo con tan buena suerte que esta segunda bala se
desvió y le salió justo detrás de la oreja. No fué de gravedad,
solo quedó “colti” al recuperarse. Socorro su esposa era una
mujer sufrida, abnegada que se la llevaba lamentándose de
sus enfermedades y suerte al haberse casado con Pancho Ló-
pez , que quizás era la causa de sus quebrantos por tanto so-
bre salto que la mantenían al hilo de la navaja; pero, siempre
seguía junto a él.
Tenía dos hijas más o menos de mi edad, “la Negra” y “la
guera”, estaban en la escuela y eran las muchachas más gua-
pas, de carácter y coquetas de mi generación.
Memo Yates: Su tienda estaba al poniente doblando por
la madero una cuadra antes de llegar a la línea, pasando por la
Gasera de los Romo, cruzando las vías del ferrocarril, rumbo al
panteón. Por la Juárez Oriente, pasando la Lerdo.
Un señor entrado en años, alto, regordete, pelo negro con
copete caído y un amplio bigote. Siempre estaba riéndose,
contando chistes o hablando de los últimos acontecimientos
de la región mientras aten día diligentemente a los clientes
que se acercaban por el azúcar, fríjol, papas y demás artículos
de la despensa. Era muy agradable ir a visitar su abarrote. Se
llevaba muy bién con toda la gente y especialmente con mi
padre.
Era el clásico “Changarrero” bromista, muy enterado y

74
con ciertas dotes políticas lo que los llevó posteriormente a
ocupar la Presidencia Municipal convirtiéndose en Don Gui-
llermo Yates León.
La última vez que lo ví fue a fines de los 70’s cuando re-
gresaba de una Convención del PRI en Hermosillo siendo la
primera autoridad del municipio. Nos encontramos, mi padre
y yo, en una nevada de 30 centímetros de alto en la curva
bajando del Puerto en el cerro de la Mariquita en Cananea.
Temprano a las 8 de la noche de ese día teníamos intenciones
de regresar a Hermosillo, habiendo pasado las vacaciones en
el mineral para pasar fin de años con nuestra familia. Toma-
mos el camión de Transportes Norte de Sonora a las siete de
la tarde cuando empezaba una leve llovizna de agua nieve.
Una hora después estábamos en el puerto y el camión hizo un
extraño deslizándose al lado derecho deteniéndose en una
roca. Más adelante solo el precipicio o voladero. Con mucha
serenidad y cautela el chofer nos indicó que deberíamos bajar
por la parte posterior del camión. Tratando de llegar a Hermo-
sillo a como diera lugar ayudamos a unos conocidos a empujar
su automóvil rumbo al sur llegando en el intento solo hasta el
ángulo de la pronunciada curva donde una veintena de auto-
móviles estaban en un completo desorden. En ese punto nos
encontramos con “Forito 60” de unos muy cuadraditos que
venía de regreso a Naco. Solo que para ganarnos el raite(1)
había que empujar la unidad unos 500 metros cuesta arriba.
Ante el cansancio y la desesperación de avanzar en nuestro
cometido el ingenio se nos agudizaba y se me ocurrió cortar
mazos de rama seca de la orilla de la carretera. Eran arbustos
cenizos con ramas espigadas y flores amarillas en la punta. En
cada oportunidad gritábamos nuestra intención de colocar en
la parte delantera de la llanta trasera dichas ramerías para que
los impulsores humanos estuvieran preparados a la reacción
acelerada del automóvil. Fue una serie de sentones de los cin-
cuentones empedernidos que instintivamente les provocaba

75
externar palabras altisonantes a cada movimiento improvisa-
do. Después de este infortunado incidente regresamos felices
a Cananea a las tres de la mañana a despertar al compadre
Sandoval por la Avenida Durango.
El Doctor Clemente.- Este galeno acaba de llegar recién
egresado de la escuela de medicina y cual su apellido era un
hombre tranquilo, apacible, buena gente, de complexión del-
gada, moreno, regular estatura y nariz pronunciada. Era todo
lo contrario de su vecino Pancho López. Había que tocar un
timbre a línea de calle sobre la puerta para ser atendido en su
consultorio. Fue el partero que con una ayudante atendió a mi
madre en los alumbramientos(2) de mis hermanos menores,
fue quien me atendió cuando me conmocioné, atendió a mi
padre cuando se quemó, Cuando tuvo apendicitis y cuando
estuvo mal de los riñones y no sé en cuantas ocasiones más.
Se ganó el respeto y admiración de toda mi familia y el pueblo.
Su actitud de servicio lo llevó a ocupar posteriormente la Pre-
sidencia Municipal.

——————
(1).- “Raite”.- m. Traslado.-Conducción de una persona que efectúa, generalmente sin
cobro, el dirigente de un vehículo. Del inglés ride paseo en caballo o
en coche.- VOCABULARIO SONORENSE. - Horacio Sobarzo.

(2).- “Alumbramiento”.-Dicese del acto de participar en el nacimiento de un ser vivo

EL PADRE PORTELA:

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El padre Elías Rafael Portela ocupa una página especial en
nuestro corazón, desde nuestros tiempos de infancia. Fué el
guía espiritual de la familia.
Llegó a Naco de párroco cuando tenía yo escasos 7 años.
Le debo toda mi inclinación religiosa, principios y moral que
quedaron fuertemente arraigos en mi mente.
La Iglesia estaba en la Calle Juárez y Avenida Independencia,
una acera antes de llegar a la casa de los Campbell-Ramírez.
Faustino y yo fuimos acólitos de sus misas de los sábados
por la noche y tuvimos que aprendernos el padre nuestro, ave
maría y el credo en latín, escritas sobre tres tarjetas brístol
con puño y letra del mismo padre, que más o menos repito
hoy sin ton ni son, como las tablas de multiplicar, pero que por
vergüenza nos se las daré a conocer en esta ocasión. Durante
misa le ayudábamos a recoger limosnas y ya en la sacristía,
con sus pisos de mosaicos blanco y rojo quemados, colocados
cual tablero de ajedrez, y unas largas cortinas del mismo color,
que colgaban del cielo al piso, contábamos las monedas que
habían depositado los fieles, en sus limosnas. Como premio
muchas veces el padre nos invitaba a cenar con él en la casa
cural.
Ya desde entonces eran muy bonitos los nacimientos que
todas las navidades detalladamente presentaba sobre una
mesa con todos los personajes bíblicos, el ambiente del pue-
blo de Belem y una bóveda celeste hermosamente iluminada
por las estrellas.
También, se hicieron famosos en Naco los rosarios vivien-
tes, donde una vez mi hermano menor Héctor fue niño Dios.
Acostado sobre una paja, en el piso de cemento de una amplia
bodega, cubierto tan solo por una “zapeta”, pañal de tela, es-
taba representando el pasaje del nacimiento del hijo de dios,
un 12 de Diciembre, una noche muy fría. Ante los reclamos al
padre por parte de mi madre ante tal atrevimiento, él le con-
testaba que tanto había sufrido Jesucristo que los que estaba

77
haciendo con el recién nacido era insignificante.
Mi hermano mayor y yo éramos muy parecidos y el Padre
Portela nos puso de apodo “los cuates FAB”, en alusión a un
comercial de radio que anunciaba dos jabones por uno, con
una melodía muy pegajosa que es escuchaba incesantemente
en la única radio local de los Franco y que estaba en boca de
todos. Lo que empezó como una sugerencia fue cobrando
fuerza con el pasar del tiempo y un buen día el Padre Portela
buscó una respuesta definitiva a su planteamiento de enviar-
nos a Hermosillo al seminario. El presbítero no fué muy lejos,
pues mi madre le contestó que con lo diablo que era yo no
tenía vocación, ni nada que hacer en dicha escuela e internado
católico. Quizás mi hermano Faustino pudiera haber sido un
buen ministro de dios, un buen sacerdote, tenía todo para
serlo y en eso tenía toda la razón del mundo mi madre. Por su
parte, el Padre Portela nunca más volvió a insistir en este pro-
pósito.
Hoy en día, la más reciente ocasión en que tuvimos oportuni-
dad de visitar al Padre Portela aquí en Hermosillo en el Clínica
San Francisco, poco antes de su defunción, entre risas y con
mucho gusto recordamos todos estos pequeños detalles de
nuestra infancia en la iglesia del pueblo.

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LA ESTACION DE RADIO:

En mi pueblo el único medio de comunicación disponible


era la radio y ligada a ella sucedieron algunas cosas en mi fa-
milia.
La Estación de radio era del señor Manuel Franco, que
estaba en el segundo piso de la mueblería, propiedad de la
misma persona por la calle Madero esquina con la calle que
daba a la Iglesia. Mi padre había participado en la instalación
de la antena trasmisora; algo sabía de comunicaciones tam-
bién.
Ya en cuarto año de primaria, ante la proximidad del 20
de noviembre, el Director solicitó alumnos para participar en
un programa radiofónico conmemorativo de la Revolución
Mexicana. De lo “aventado” que era fuí el primero en apuntar-
me y proponerme para declamar un modernista y pacífico
poema militar, de autor desconocido, que decía:

”Los soldados ya no marchan como antes a pelear,


Es la era del progreso,
Es la era de la paz,
En que hoy los hombres son felices en el pueblo y la
ciudad,
Yo quisiera ser soldado,
A la patria dar honor y
Marchar disciplinado a los toques del tambor,
¡Vivan!, ¡vivan los soldados!,
Les diremos con honor.”

Más de una semana “macheteando” desde que me levan-


taba hasta dormirme; en la escuela, en la casa, en el carro,
todo el día, no podía fallar. Era mi debut en radio, porque han
de saber que de niño yo quería ser, cuando fuera grande, jine-
te o artista.

79
Por fin llegó el día esperado, un sábado, no había clases en la
escuela. Había que estar temprano según había tomado nota,
antes de las 10 de la mañana, en la cabina, para presentarse
ante los micrófonos de la radio que se escuchaba en todo el
pueblo y la región, ya que tenía importante fuerza en su fre-
cuencia.
Me levanté temprano, me puse mi mejor ropa, me peinó
mi madre y presuroso tomé la calle principal para llegar a la
estación que estaba situada en el segundo piso de la mueble-
ría y cual sería mi sorpresa que en una cabina media oscura no
había nadie, solo el locutor. Con mucha cordialidad, tratando
de consolarnos, de la manera más atenta me informó que el
programa había sido a las 8 de la mañana y las trasmisión ya
había concluido.
Tal fue mi decepción y fracaso que hasta puedo declamar
cuantas veces quieran este militar poema.
Pero, no quiero dejar sentido a nadie y creciéndome al
castigo quiero aprovechando la oportunidad les diré que ten-
go otra poesía infantil que recuerda mis tiempos de infancia,
gracias a la inspiración de Rubén Dario:
“¡Que alegre y fresca la mañanita!
Me agarra un aire por la nariz,
Un perro ladra, un niño grita
Y una muchacha gorda y bonita
sobre una piedra muele maíz.
La cocinera bate que bate
Con una taza de chocolate
Que ha de pasarle por el gaznate (8)
con la tostada y el requesón.

Por la radio me enteré con profunda tristeza, un medio-


día, recién llegado de la escuela, de la muerte de mi ídolo inol-
vidable Pedro Infante al estrellar el avión que el mismo pilo-
teaba en Mérida, Yucatán, y del cual solo había quedado la
placa de platino en la cabeza de su operación de otro acciden-

80
te aéreo parecido.
Por aquellos tiempos las radioemisoras eran un medio
importante de estar enterado.
Otro momento que viene a mi memoria es el día en que el
campeón nacional de box de nuestros tiempos perdió la coro-
na ante un alemán.
Mi hermano mayor, Faustino, se hizo fanático del box al
seguir de cerca la trayectoria del Ratón Macías. Un buen día
por la tarde, a punto de caer, ya para oscurecer, estaba oyen-
do acostado en un sillón de la sala, tapado con una cobija para
el frío, en un radio portátil, la famosa pelea del alemán Halimi
contra el ratón Macías. Fue una batalla sangrienta, round tras
round, pero al final la decisión fue para el alemán y el Ratón
Macías había perdido su campeonato.
Cada vez que pasaba por la sala se iba descomponiendo el
rostro de mi hermano y poco a poco iba desapareciendo su
cara en la parte alta de la cobija, pareciendo que el tamaño de
la misma se encogía.
Finalmente, llegó lo inesperado, y debajo de la cobija ya-
cía mi hermano cubierto en llanto ante tal derrota. Evidente-
mente fui yo quién descubrió tan desagradable acontecimien-
to y presuroso corrí hacía mi madre para informarle de lo que
estaba ocurriendo. No hubo, toda esa noche, palabras de
aliento para consolar a mi hermano mayor.

81
EL INGENIO DE MI PADRE :

¡Este es un capítulo que me llena de orgullo comentarlo!


Mi abuelo paterno Enrique fué Presidente Municipal,
cuando todavía no se hacía oficial el pueblo de Magdalena, en
1916 o 1918, también fué telegrafista y era gente de sociedad
en aquellos tiempos, pero habían descuidado un poco la edu-
cación de sus hijos. Iban creciendo solos como la hierba. A mi
padre lo enviaron un año a estudiar inglés a Nogales, Arizona,
con pocos resultados. Después de trabajar en el Centro Mer-
cantil de Bencho Grijalva pariente de él en Magdalena, Sono-
ra, su hermano mayor Héctor a finales del 47 ó principios del
48 estaba trabajando de Sub-administrador en la Aduana de
Naco y lo llamó para que se fuera a trabajar al pueblo ocupan-
do el puesto de Jefe de Archivo. La oficina de mi padre estaba
en el segundo piso, al final del edificio que ocupaba esta de-
pendencia federal y que controlaba todas las importaciones
que por esa puerta de entrada a nuestro país se realizaban.
Labor que desarrollaba por las mañanas hasta las 2 de la tar-
de.
Al llegar a Naco por poco tiempo había trabajado en la
Junta de Agua, en el alumbrado público, pero la primera vez
que le fallaron los frenos al bajar de un poste aplicó la renun-
cia inmediata a este oficio.

82
En la construcción de la antena de la estación de radio
también tuvo su participación y presumía cada vez que tomá-
bamos camino rumbo a Cananea apuntando a las, para noso-
tros, inmensas torres de comunicación por encargo de Damían
Bustillos, cananense y todo un experto en radio comunicacio-
nes.
Toda vez que se asentó en su trabajo, en la aduana por las
mañanas, después de comer, por las tardes era el radiotécnico
del pueblo y a él llegaba todos los aparatos eléctricos, espe-
cialmente los radios y tornamesas.
Para complementar su trabajo, primero fue el operador de
máquinas del Cine Internacional y finalmente del Nuevo Cine
ALZA que se había construido, precisamente, en el lugar en
donde estuvo anteriormente nuestro primer hogar.
Recuerdo la vez en que muy obediente, como era costum-
bre al acostarnos, fui a darle el “beso de las buenas noches” y
él, con una barba entrecana, un tanto crecida, estaba reparan-
do un radio que estaba encendido de tal manera que haciendo
contacto con la electricidad generaba corriente la cual motivo
que al momento de extender mi labios para ponerlos en su
mejilla recibiera una pequeña descarga eléctrica ante la risa
pícara de mi padre y el festejo de mi madre. Después una nal-
gadita y a la cama.
Mi padre, como dije anteriormente, por la noches era “el
cacaro” del cine ALZA. Teníamos entradas gratis, pero sujetos
a que la boletera nos autorizara a entrar dependiendo de la
clasificación de la película. Siempre y cuando no fueran pelícu-
las para adulto.
No nos perdimos ninguna película de Pedro Infante, Fer-
nando Casanova y Gastón Santos, entre los más recordados,
de ahí nuestro espíritu de revolucionario, de vaquero, de au-
téntico mexicano. Todas estas películas dieron creatividad a
nuestros juegos de niños.
Al entrar al cine nos íbamos a la cabina de proyección

83
donde estaba trabajando mi padre y en la ventanilla que esta-
ba desocupada, de una de las máquinas, eran dos, asomába-
mos nuestra cabecita infantil, Faustino y yo, peleándonos por
el lugar para disfrutar de la función de cine.
De repente veíamos en la inmensa pantalla una mancha
negra que iba siendo devorada desde el centro por una man-
cha amarilla que después se convertía en blanca y detenía la
proyección de la película ante los desaforados gritos e impro-
perios de los asistentes a la función.
Mi padre más rápido que volando detenía la máquina,
avanzaba la película los suficiente para brincar el pedazo malo,
enrollaba casi suelta la nueva punta de la media película y en-
cendía la maquina de nuevo ante la algarabía de los presentes
que celebraban las rapidez con que se le daba solución a la
emergencia.
La cinta de celuloide que contenía la película, eran tres
estuches cilíndricos inmensos de lámina que llegaban por
Transportes Norte de Sonora del camión que venía de Cana-
nea a Agua Prieta y se regresaban el siguiente día en el mismo
medio.
Antes de devolver las películas había que regresar la cinta
al inicio carrete en una mesa larga con dos mangos en los ex-
tremos y un eje para que girara.
Las cintas cinematográficas había que regresarlas en buen
estado y para pegarlas había que localizar la parte mala, recor-
tar algunos cuadros con sumo cuidado, en ambos extremos, y
pegar con un buen pegamento transparente sin salirse de la
rayita que servía de margen entre cuadro y cuadro.
Cuando íbamos con mi padre a la cabina del cine para
ayudarle a estos menesteres el incentivo eran los carbones en
forma de lápiz cubiertos con una capa delgada de cobre que
por haberse consumido no alcanzaban a chocar uno con otro y
producir la chispa que iluminaba intensamente una bóveda
cerrada con una pequeña puerta que solo podía abrirse cuan-

84
do las máquinas estaban apagadas para cambiar de carbón.
Esta bóveda tiene un salida cuadrada al frente del tamaño de
la película de 36 milímetros. Pasa la película por unos carretes
dentados frente a la salida frontal y después con un gran lente
se proyecta sobre la gran pantalla del frente del escenario.
También, nos daba de regalo los cuadros que sobraban del
recorte de las películas que con mucha curiosidad mirábamos
frente al sol, algunos en blanco y negro y otros de colores.
Total que siempre andábamos con carbones para dibujar y
viendo cortos de películas.
Actualmente, cuando veo la película “cinema Paraíso”, me
acuerdo de este pasaje de mi niñez.

PRINCIPIANTE DE VENDEDOR:

En mi casa había un gallinero al fondo del terreno; en me-


dio, árboles frutales y bajo su sombra surcos sembrados de
hortalizas y al frente estaban los cuartos que habitábamos.
Mi madre era muy trabajadora y tenía espíritu de comercian-
te, siempre andaba buscando que hacer o que vender; modes-
tamente, son talentos que heredé de mi madre desde peque-
ño.
De mis ocho hermanos era el primero que me apuntaba
para realizar cualquier actividad y después entendió mi madre
que no le quedaba otra opción, de tal manera que algunas
veces, muy temprano por la mañana, recogía los huevos de la
granja con mucho cuidado para que no se me quebraran y los
depositaba en un balde galvanizado y empezaba mi recorrido
por todo el pueblo, calles abajo, para vender este producto de

85
gallina.
Decía, renglones anteriores, que mi madre nos enseño a
ser muy trabajadores, de tal manera que compraba sus sobre-
citos de semillas de verduras del lado americano. Llegando a la
casa, inmediatamente, ponía la pala más grande que nosotros
en nuestras manos para que volteáramos la tierra e hiciéra-
mos surcos derechitos. Terminada esta labor, nos traía los so-
brecitos y nos indicaba que usáramos solo tres semillas por
cada hoyito, que estaban distante uno del otro casi medio me-
tro. Los hoyitos los hacíamos con una pequeña y derechita
vara.
Todos los días había que levantarse temprano, extender la
manguera y surco por surco regar desde las semillas hasta ver
poco a poco como se habría la tierra, salía el broto, hasta que
se convertían en pequeños arbustos con sus flores y después
los frutos ya maduros; por su parte, en el maíz veíamos como
su espigado tronco iba creciendo hasta tener entre sus ramas
el elote.
Listos para la cosecha, a media mañana, recogíamos to-
mates, elotes, ejotes, calabacitas, pepinos y demás hortalizas
que habíamos sembrado tres meses atrás. Nuevamente el bal-
de no se hacía esperar y recorríamos las calles del pueblo ofre-
ciendo tan naturales y frescas verduras.
Por la tarde mi madre, que siempre estaba ideando que
hacer, en unas amplias zafatas de bordes delgados preparaba
harina con mucho carbonato y las ponía a secar en el sol, pre-
viamente cuadriculada la masa, para darle un tamaño regular
a los “duros”, chicharrones de almidón. En aceite hirviendo
freía los “duros” y los esponjaba, los depositaba en número de
seis en bolsitas, estas las ponía en una caja abierta de arriba y
con un cáñamo de ixtle la amarraba en la parte superior para
que el cordón pasara por mi cuello y dejara libres mis brazos
para manejar el producto y el pago del mismo. Había que
agregarle.

86
Íbamos al cine Internacional, de los Liera, a esperar la en-
trada y salida de la primera función para ofrecerles a los es-
pectadores nuestra golosina aderezadas con chile colorado de
una botella que llevamos ex profeso, perforada en la tapa con
un picahielo, para poder esparcir sobre los duros la salsa. Al-
gunas veces nos desviábamos, en contra esquina del cine, al
billar, enseguida de la gasolinera, donde algunos billaristas
empezaban a hacer tiros de calentamiento. Me asomaba por
la ventana, curiosamente, para ver las carambolas y escuchar
el ruido del golpe de una bola con otra, mientras los jugadores
se desplazaban suavemente de un lado de la mesa al otro,
buscando el mejor ángulo de disparo.
Fue tanta la fama que adquirí de vendedor que dos o tres
vecinas le solicitaban autorización a mi madre para que ofre-
ciera sus productos.
Así, con mi caja a la cintura y la soga al cuello vendía afue-
ra del billar, en el cine, en el estadio de beis-bol, en las calles
del pueblo y en cualquier lugar. Es importante señalar que no
era por necesidad mi afición a las ventas, sino por inquietud
personal de estar haciendo algo. Y por otra parte lo inquieta
de mi madre de estar ideando alguna forma de ganarse unos
centavitos más, quizás sin necesidad, pues mi padre tenía has-
ta tres trabajos. Pienso que más bién era para ocupar el ocio
de todos los días.

87
LOS FANTASMAS Y EL SAUZ:

Asociando la sierra de San José con Pancho Villa y sus mis-


teriosos y desconocidos tesoros, el sitio de Naco con la muerte
de muchos soldados revolucionarios, daban mucho para con-
tar historias verbales de terror y de aparecidos en las tertulias.

88
Todas las noches de reuniones con vecinos eran comenta-
rios de tal o cual situación sobrenatural que describía con lujo
de detalles lo acontecido, ante el asombro de los escuchas.
Yo no creo en esas cosas, ni nunca he creído, pero a mi corta
edad mi imaginación empezaba a dar vueltas por las noches y
semidormido en la recámara más grande, que tenía un amplio
ventanal, de 3 por 3 metros, hacía el callejón de los Morales,
las noches de luna llena, las ramas del Zaus llorón, pegado por
fuera a la pared, meciéndose de un lugar a otro al empuje del
viento, se proyectaban sobre los cristales y semejaban un
enorme gorila, dinosaurio, dragón o mounstro de los cuentos
de fantasías, que de un momento a otro podría romper la ven-
tana y devorarnos.
Esto era imaginación pura, pero una mala noche, los cuen-
tos de fantasmas se volvieron realidad cuando mi padre grito
espantado que veía sobre el vidrio de la cocina a una mujer,
vestida impecablemente de blanco, con un niño que se aso-
maban al interior de la casa desde el patio trasero.
Fueron varias noches que despertamos agitados ante el
grito estentóreo de mi padre, señalando con su dedo índice
sobre la ventana de la cocina, que ahí estaba, otra vez, la mu-
jer con su niño; Acto seguido, mi padre, presuroso, salía persi-
guiendo a los fantasmas, gritándoles que se fueran, desde el
interior e la casa, y contaba como veía que se desaparecían en
la barda contigua al fondo del terreno, donde estaba el galli-
nero. Cortas se nos hacían las cobijas para taparnos y no pre-
senciar tal evento, mientras esperábamos que nuestro padre
nos protegiera.
Esto no sucedió una vez sino varias, lo cual confirmaba
que los fantasmas si existían.
Es la única ocasión, en mi vida, que he estado tan cerca de
estos eventos sobrenaturales. Más adelante, por las noches,
temprano, íbamos a asomarnos, trepándonos en la barda, pa-
ra ver si podíamos ver tan fugaces figuras, sin resultado algu-

89
no.

EL INCENDIO DE LA ADUANA:

La aduana de Naco es un edificio de dos pisos con amplios


ventanales en la parte sur del segundo piso, mismos que se
quebraron con el impacto de la explosión.

90
El día que se incendió la aduana, era frío, estaba nublado, eran
como las ocho de la mañana.
Afortunadamente para los demás empleados y desgracia
de mi padre, otra de las grandes virtudes de mi progenitor, era
que siempre le gustaba estar temprano en el trabajo y esto
provocó que en esta ocasión casi le costara la vida.
Una mañana cruda de invierno, con el cielo nublado, nos saca-
ron de la escuela para que nos fuéramos a la casa sin saber el
motivo de lo que estaba pasando.
Poco tiempo después de que estábamos reunidos mi ma-
dre, todos los hermanos y yo, llegó sobre un amplio guarda-
fango delantero de un automóvil mi padre, si no fuera trágico
diría que como una reina en tiempo de desfile. Iba completa-
mente tieso, sin ningún gesto en su cara, las manos y demás
piel descubierta y ceniza, solo lo protegía una vieja chamarra
de cuero café tipo de piloto de la Segunda Guerra Mundial.
Posteriormente tuvo que ser hospitalizado en Cananea,
después de aplicársele provisionalmente una crema amarilla y
espesa para mitigar su dolor.
Al mes de que se recuperó de sus quemaduras, nos co-
mentó que habiendo sido el primero en llegar temprano y es-
tando en su escritorio al fondo del segundo piso, seguidamen-
te hizo su arribo el conserje el cual le comentó de prender la
calefacción. El piloto del gas estaba a la entrada del este se-
gundo piso y se conducía a través de tuberías a otros calefac-
tores de ambiente hasta el final del archivo donde trabajaba
mi padre.
Un día antes se había hecho un decomiso de más de cien
latas de naftalina que no se llevaron al almacén porque fue
una operación por la tarde cuando ya estaba cerrada la bode-
ga, de tal manera que se le hizo fácil colocarlas provisional-
mente en este lugar.
Recuerda mi padre que desde la entrada al segundo piso
el conserje le comentó que iba a prender el calentón porque

91
estaba haciendo mucho frío.
Claramente mi padre vió una flama azul que avanzaba
rápidamente, por afuera del tubo, hasta llegar al archivo don-
de estaba.
Mi padre se paró en la puerta y seguidamente escuchó la
explosión que lo lanzó cual pípila con la puerta de madera en
la espalda por todo el interior del segundo piso.
Todos los cristales del segundo piso se rompieron, el fuego no
se propago y la peor parte le tocó a mi padre.

92
LA ESTUFA DE MI MADRE:

Si en mi casa fuimos ocho hermanos, debemos imaginar-


nos la importancia de la estufa. Eran los tiempos en que se
empezaba a usar el gas en el pueblo, había un expendio de
cilindros de los Romo Mitre.
La cocina era el último cuarto, pequeño, de la casa hacía
el interior del predio. Siempre sobre la estufa de leña había
una cafetera. Hasta la fecha no he dejado de beber café y re-
cuerdo las mañanas apresuradas cuando sobre la mesa de la
cocina había varias tasas de café esperándonos antes de ir a la
escuela. Después de bañarnos, vestirnos y peinarnos relami-
dos con la Wildrot, brillantina o gel de moda de aquellos tiem-
pos, y a veces con una poquita de saliva, como toque final,
pasábamos a desayunarnos. Las humeantes tasas de café con
leche y nata estaban esperando que mi madre rompiera un
huevo calentito, de nuestro propio gallinero, para batirlo en
cada una de ellas y darnos de emergencia un “ponche” de café
con leche.
Por las noches las reuniones eran en la misma cocina,
mientras mi madre preparaba unos ricos frijoles con queso
con unas papas fritas riquísimas, acompañadas, por supuesto,
de una tasa de café.
Muy seguido mi madre compraba dos kilos de harina para
hacer tortillas sobre el comal y más tardaba en terminar de
tostar la última tortillas cuando ya se habían acabado las que
recién hechas había puesto sobre la mesa. Éramos muchas
bocas que alimentar.
La cocina también tenía sus aventuras. Como una tarde en
que estando mi madre tostando café, con un kilo de grano
verde y otro de azúcar, revolviendo y revolviendo, por un cos-
tado del sartén brinco la llama al azúcar, e inmediatamente la

93
flama alcanzó el plafón; Acto involuntario, pero de sobre vi-
vencia, mi madre, bajo el sartén al piso, que seguía encendido.
Tomó la arrobita de 10 kilos de harinado las deliciosas tortillas
y los vertió sobre el sartén incendiado; a los pocos segundos,
la harina fue perdiendo su blanco color para irse dorando y
adquiriendo un tono café en presagio de la prolongación de la
flama. Corrió mi madre al patio y tomo la tina galvanizada re-
donda, la misma de los pollitos, entró a la cocina y la volteó
sobre el sartén que había recuperado su fuego tratando de
sofocarlo. Con una de las asas de la tina y el palo de la escoba
invertido arrastró la tina hasta sacarla de la cocina al patio y
asunto arreglado. El asunto había pasado y no tuvo mayores
consecuencias, por la noche ya estábamos cenando como de
costumbre con tortillas calentitas unos ricos frijoles recién
machucados, con mucho queso y unas papas fritas a un lado
bañadas con salsa roja del “Búfalo” o “Devil Red”

94
LA VIDA NOCTURNA:

Evidentemente a mi edad no andaba por esos lugares,


estaba prohibido, pero recuerdo el famoso “Monterrey” cerca
de la línea que era un centro de baile más o menos decente
donde venía gente de toda la región los fines de semana a dis-
frutar de música de orquestas más populares de aquellos
tiempos. Mucha gente que visitó a Naco recuerda este centro
de baile como un icono de la diversión nocturna de nuestro
pueblo. Ya de adultos menores en alguna ocasión posterior
que visitamos nuestro querido pueblo nos tocó ir a bailar al
Monterrey y confirmamos que había una ambiente de diver-
sión agradable sin ningún incidente lamentable que comentar.
De la zona de tolerancia, donde estaba todo el ajetreo de
la vida nocturna del pueblo, recuerdo que estaba retirada al
sur poniente, después de pasar algunos terrenos baldíos y em-
pezaba donde estaba una jaula de changuitos en despoblado.
Hasta ahí era el límite donde se nos permitía llegar como ni-
ños bién portados. Por las noches al llegar de Cananea lo pri-
mero que veíamos eran las luces multicolores de la única calle
de estos centros nocturnos, aunque alejados cuatro cuadras al
poniente del pueblo. Nunca supimos de escándalos que invo-
lucraran al pueblo con la zona de tolerancia, ocasionalmente
se sabía de alguna mujer que andaba en malos pasos.
Es secreto a voces, que esta fuente de ingresos cobró su
auge durante la segunda guerra mundial cuando los soldados

95
de Fort Huachuca venían los fines de semana a liberarse de
tensiones y a deshogar sus instintos de placer sin límites con
las mujeres de mala nota de Naco. Como el chiste del “gringo”
que presumía en cada esquina del brazo de Rosita, su novia, y
al oído le decían sus interlocutores cada vez que la presentaba
que había tenido que ver con todos los hombres del pueblo.
Después de dos o tres comentarios adversos de su relación
con gran enfado y coraje el norteamericano pronunció la fa-
mosa frase: ¡Pa´Tan Grande que es Naco!

96
LA FLOTILLA DE CARROS:

Ya que estamos con el asunto de la pintada, esto me lleva


a contar las noches de pintura automotriz.
El profesor Camacho, mi tío Emeterio y mi padre tenían
automóviles muy parecidos y casi del mismo modelo. Siempre
tocaban en sus reuniones el tema automotriz, las marca y mo-
delo de vehículos de moda y sus preferencias en la próxima
adquisición tratando de influir uno en el otro. Eran los tiempos
cuando se emitían los decretos de importación temporal de
vehículos, trámites que mi padre conocía al detalle por su tra-
bajo en la aduana. ¡Vayan juntando dinero porque tal fecha
llegará el oficio para l autorización! le informaba mi padre a
sus amigos.
Un buen día tuvieron la ocurrencia de adquirir pintura por
cubetas, una azul cielo y otra rosa mexicano, en tonos muy
tiernos, ¿quizás estaban en oferta en el supermercado Naco
Mercantil o quizás en el Rancho Market? Decidieron el día que
iban a iniciar sus labores, el turno que tocaría cada carro y ma-
nos a la obra. Dada la voz de arranque, esto motivo a que du-
rante una semana estuvieran quitando vistas cromadas y acce-
sorios exteriores, empapelando vidrios, asientos, tablero y

97
cubiertas de tela del interior de las puertas, para compresor
de aire en mano empezar a pintar los guardafangos de un co-
lor y todo lo demás del carro de color previamente elegido.
Hasta nuestro carro de lanzadera no escapó a tan afortu-
nada oferta quedando pintado de un original rosa mexicano.
Lo curioso es que en el pueblo no había muchos carros, “Pa´
Tan Grande que es Naco”, y los que existían conservaban sus
colores sobrios y formales de fábrica como negro, blanco, gris,
verde. Lo anterior provocaba que cuando los automóviles re-
cién pintados en el patio de mi casa salían a las solitarias y pol-
vorientas calles de mi pueblo eran fácilmente identificables
desde la entrada del pueblo hasta la línea divisoria. Solo a este
trío de tranquilos, pero ocurrentes, personajes se les permitía
esta osadía. A veces parecía manifestación o desfile de alguna
marca cuando lograban coincidir en un punto de la calle prin-
cipal ó eran objeto de referencia. ¡No se podían esconder de
nadie! Allá ví a Don Raúl, allá estaba Emeterio y Camacho iba a
tal parte, nos se podían esconder de los demás habitantes del
pueblo.

98
DE LOS VIAJES A CANANEA:

De la familia y hermanos de mi padre a excepción de mi


tío Héctor, unos estaban en Magdalena, otros en Benjamín Hill
y los más alejados en Palomas, Chihuahua; pero los hermanos
de mi madre la mayoría estaban en Cananea, lo que motivaba
que casi todos los fines de semana tomáramos camino rumbo
a esta bella ciudad minera.
Desde la salida, como en los cuentos, tenían que checar (1)
mis padres que todos sus hijos estuviéramos arriba del carro
debidamente acomodados unos en el asiento de enfrente y
otros en el asiento de atrás. ¿Cómo acomodar diez pasajeros
en un solo automóvil? En toda ocasión, revisar que las puertas
estuvieran debidamente cerradas a excepción del día en que
enfrente de casa al dar la vuelta en “U” para tomar la calle
principal la puerta del copiloto, o sea de mi madre. Se abrió y,
como en las caricaturas, iba mi hermano mayor colgado de la
puerta en pleno giro, lo que motivo que cundiera el pánico y

99
se detuviera inmediatamente la marcha del vehículo.
El camino polvoriento y pedregoso a Cananea estaba lleno
de llanos y vaditos y sus campos cubiertos de espigas doradas
que suavemente se mecían con el viento y para romper la mo-
notonía del tapete dorado que formaban sus campos aislada-
mente algunos bellotales. Había lugares donde se veían unas
cadenas de álamos, pero eran lugares muy especiales. Había
dos lugares importantes: La ladera sumamente inclinada del
arroyo antes del entronque con la carretera de Agua Prieta y
el arroyo de los Alamos después de pasar un solitario cerro
pronunciado.
______________________
(1).-“Checar ”: Verbo. Tr. Revisar, confrontar cotejar.- Vocabulario Sonorense.- Autor:
Horacio Sobrazo
Ya fuera del pueblo, un mediodía en fin de semana, cuan-
do el automóvil había adquirido velocidad pasando de Mina
de Oro, donde vivieron una señoras amigas de mi madre y
donde
conocimos por primera vez como se hacía el queso, ante de
llegar a la pendiente pronunciada para conectarnos con el en-
tronque de Agua Prieta frente al Rancho los Difuntos brinca-
mos de un lado a otro en el asiento de atrás, como cinco her-
manos, meticulosa y previamente acomodados, e inmediata-
mente por la ventana trasera que daba hacía el interior de la
carretera vimos pasar, más rápido que el auto de mi padre,
una llanta rodando y que fácilmente nos estaba rebasando,
pero que identificamos inmediatamente como parte de nues-
tro automóvil.
Una gracia más de mi padre: era buen mecánico. Revisó la
llanta y se dio cuenta que las tuercas de las llantas habían que-
dado flojas y habían motivado el accidente. Con los birlos y las
roscas que quedaban ni tardo ni perezoso sacó el “yack” (1) ó
gato hidráulico, monto nuevamente la llanta, ajustó las pocas
tuercas que quedaban y continuamos nuestro viaje rumbo al
sur.

100
Llegábamos a la garita de Zaragoza y mi padre saludaba
con mucha alegría y camadería a todos los celadores que eran
conocidos de él, como si nada hubiera pasado.
Uno de los puntos más importantes en nuestros acostum-
brados viajes era cuando llegábamos a los Álamos. Lugar, que
precedido por una solitaria, empinada y alta loma que tenía la
opción de rodearla por la parte baja rumbo al poniente; pero,
sin embargo siempre en busca de la aventura era todo un es-
pectáculo subirla para después bajarla hasta llegar al arroyo
más grande de este trayecto y a cuya orilla se encontraban
una inmensa hilera de árboles de este nombre. Cuando llegá-
bamos a este punto ya era visible la chimenea de fundición de
la llamada “4C”, siglas de la minera Cananea Cooper Company
______________________
(1).-“Yack” (Jack): Herramienta mecánica . “Gato”, mecanismo auxiliar para elevar
suspensiones de autos.
Diccionario Enciclopédico de Términos Técnicos.-Collazo.-Mc-Graw
Hill.
Co., Las crecidas de este arroyo eran impresionantes, había
ocasiones en que los automóviles tenían que espera horas
para que bajara el nivel de sus aguas y solo con la ayuda de un
tractor se lograba cruzar.
De regreso a Naco el domingo por la noche era muy peli-
groso después de pasar el arroyo y ascender la loma de los
Álamos, la bajada ponía, muchas veces en aprieto al más ex-
perimentado chofer. Como la ocasión en que mi padre, con el
Profesor Camacho de copiloto, descendían en su automóvil
este cerro y en la parte baja se encontraba un pick-up blanco
de modelo atrasado atravesado sobre el camino. Estirando sus
largas piernas en su asiento delantero, casi formando una lí-
nea recta, con el carro de bajada sobre la empinada pendiente
y nada más se escuchaba nerviosamente, pero fuertemente,
exclamar: ¡Frénale Raúl!, ¡Frénale Raúl!, ¡Frénale Raúl!, cada
vez con más insistencia. Una ágil maniobra de mi padre y no
pasó a mayores el incidente. Ya después relajados y de buen

101
humor comentaban que Camacho venía agarrado con las uñas
de los pies.
Cuando recorro mentalmente estos detalles del camino a
Cananea asocio las aventuras de la Sierra de San José, la cual
conocí en una sola ocasión hasta sus entrañas un domingo
que le hablaron a mi padre sus sobrinos para informarle que
su hermano Héctor, un viejo aficionado a la cacería, se había
quedado en lo alto de la Sierra con su camioneta Jeep des-
compuesta. Mi padre salió con nosotros desde ese día a me-
diodía por un camino paralelo al arroyo de los Morales al po-
niente del pueblo viajando de norte a sur; mismo camino que
esta vez anduvimos. Había caído la tarde y sobre una alta ex-
planada en las entrañas de la Sierra San José estaba mi tío ba-
tallando solo pero tranquilo hasta que llegamos a ayudarle y
con los conocimientos empíricos de mecánica que tenía mi
padre hicieron prender el motor de la cuatro por cuatro. Ya
entrada la noche, con luna llena que nos indicaba claramente
el camino sobre una larga ladera que conducía de la sierra al
pueblo regresamos todos contentos al pueblo, no si antes
había oído aullar a los lobos en una noche de luna llena, pero
si me quedé impresionado por esta aventura en mi corta vida.
En otra ocasión, un día lluvioso, por la tarde, íbamos a
Cananea y a nuestro paso nos encontramos un pick-up, verde
oscuro, más ó menos “forito”36, cargado de sandías. Se detu-
vo mi padre a platicar con ellos y le regalaron unas pocas de
estas frutas y de despedida, al ver mi padre que el camioncito
no tenía cristales en las puertas laterales, muy amablemente
les preguntó que si no tenían frío, a los que ellos respondieron
que nada más subían el vidrio y simultáneamente, en el inter-
ior, se empinaron en la boca un galón de licor para enseñárse-
lo a mi padre y se diera cuenta que clase de vidrio. Episodio
que concluyó con sonoras carcajadas.
También fue un momento inolvidable el día que toda la
familia salimos de paseo al represo más cercano que estaba

102
pasando la garita de San José y donde mi padre invitó a don
Telesforo, un viejo celador, de pequeña estatura, regordito,
venido de Michoacán, de carácter muy estricto y con acento
sureño en su hablar. Abordo nuestro carro, por la tarde, y ya
estando en lo alto del cordón de tierra que contiene las aguas
del represo, después de haber jugado desde la orilla con pie-
dras arrojadas a las mismas aguas, volviendo la mirada atrás
donde estaba nuestro automóvil, pude ver un bulto muy gran-
de en medio de un esquelético mezquite. Corrí la voz entre
Don Telesforo, mi padre, mi madre y mis hermanos y corrimos
a ver de qué se trataba. El celador y mi padre se dieron cuenta
de que era una venada, pero cuya cacería estaba vedada, pero
con la ventaja de que los celadores fungían como inspectores
forestales. De cualquier manera esperaron a que cayera la
tarde para trasladar el ejemplar en amplia cajuela del
“chevroletito”.
Don Telesforo, su mujer Magda y su hija Esperanza eran
vecinos nuestros y solo nos separaba el callejón de los Mora-
les. Con ellos convivimos a diario y fueron parte de nuestros
días de infancia.
Llegamos a Naco y fué una fiesta ver como destazaban la
venada y fue tanta la carne que se obtuvo que quedaron lle-
nos los refrigeradores y muchos días comimos carne en sus
diferentes recetas hasta los consabidos tamales.
Lo curioso de este incidente, fue que mi padre, al siguien-
te día del hallazgo, muy temprano en la Aduana comentó de lo
sucedido con sus compañeros. Solo faltaba platicarle a su her-
mano Héctor, aficionado a la cacería, y cual sería su sorpresa
que mi tío le reclamo, primero, airadamente por el venado
que se había traído mi padre y que horas antes había cazado
él, pero finalmente terminó entre risas y carcajadas cediendo
mi tío la presa a su hermanos que ya había dispuesto de ella
junto con Don Telesforo un día antes. Y nuevamente se repitió
el refrán: ¡Pa´ tan grande que es Naco!

103
LOS PARIENTES Y AMIGOS EN CANANEA :

En alguna parte comenté que por parte de mi madre toda


la parentela estaba en Cananea y esto motivaba a realizar via-
jes frecuentes los fines de semana al mineral. En capítulo por
separado cuento de las aventuras del camino que nos tocó
vivir, pero quiero recordar a Cananea como lo viví en mis años

104
de infancia.
Los Castro Aldaco vivían en Mesa Sur subiendo la cuesta a
la izquierda hasta la tienda de los Holguín doblando a la dere-
cha. Ahí vivió mi abuela Salomé un tiempo con mi tío Fausti-
no, su esposa, Sandra, Griselda, Faustinito e Irene y en alguna
ocasión por enfermedad de la madre de mi madre vivimos
nosotros también en esa casa yendo por el callejón un tiempo
a la Escuela Melchor Ocampo. En ese tiempo por la noche el
ulular de la sirena de la Minera de Cananea para anunciar
cambio de turno muy de madrugada era impresionante com-
parado con las señales que hacían las bocinas de alarma de la
segunda guerra mundial cunado se aproximaba un ataque aé-
reo enemigo. También había un reloj que con su incesante e
incansable tic-tac no nos dejaba dormir. También recuerdo de
esta casa el oxidado cerco de madera de color grisáceo cubier-
to por enredaderas verdes y trompillos color morado.
Mi tío Emeterio Rico Duarte se casó con una compañera
de trabajo de la Compañía Minera, Carmela Díaz, de la dinastía
de los famosos Díaz como “Cuco” y “Chucurruy”. Este último
era único para relatarnos largos y fantasiosos cuentos de
aventuras del mar y de cacería. Nos mantenía atentos y embe-
lesados sentados en la mesa del comedor de la casa que se
encontraba por la Calle Chiapas Final, en la cuadro de “Los
Díaz” rumbo al estadio de béisbol y campo de Golf. Viniendo
del centro rumbo al escuela secundaria Mártires de Cananea
1906 dando vuelta por la Juárez rumbo al oriente en la casa de
Aurelio y Francisco Chico Rodríguez frente a la Gasolinera de
los Melicoff, tres cuadras adelante se encontraba la Colonia de
los Díaz.
Mi tía Ernestina esposa de Mario Bustillos y sus hijos Er-
nesto, La Nena y Fernando vivieron a la vuelta de la Calle
Obregón una o dos cuadra antes de llegar a la Unidad Deporti-
va frente al Clínica de los Mineros. En la Esquina por la misma
calle vivía Damián Bustillos un personaje ilustre de esta ciudad

105
por su cine, compositor, maestro de música y radioaficionado.
Era impresionante entrar al cuarto que tenía dedicado exclusi-
vamente para sus equipos de radio-transmisión. Hacía contac-
to con radio-aficionados de todas partes del mundo y lo veía-
mos con sus abultados audífonos en serias y cerradas conver-
saciones. Era una afición que ha mi padre le gustaba pero nun-
ca hizo el intento de tener un equipo como este. En estos
tiempos íbamos muy seguido a Cananea por la enfermedad de
mi abuela Salomé Duarte y llegábamos con mi tía Ernestina.
Un poco más abajo vivía mí tía Maria Araujo con Roberto y
Delia sus hijos.
Después estos últimos familiares mencionados se cambia-
ron por la Durango yendo por la iglesia de Nuestra Señora de
Guadalupe rumbo al sur pasando por arriba del puente de la
Juárez llegando hasta “La Azteca” y dando vuelta a la izquierda
antes de la bajada para llegar a la casa de los “Canela”. Ahí
vivían los Denojean, los Acosta, los Ortiz, los Sandoval que
habíamos conocido en Mesa Sur y que eran compadres de mi
papá los Escalante Camou viejos amigos de la familia de mi
madre y los Bustillos Rico. Hago referencia a este domicilio
porque era el punto reunión en las navidades cuando venía-
mos de Naco para iniciar un peregrinar con caravana de auto-
móviles en la media noche hasta la madrugada celebrando la
noche buena. Inolvidable el animo y entusiasmo de mi tío
Faustino cuando interpretaba la canción de moda de Javier
Solís: “Gema”. A donde quiera que fuera la cantaba con muy
buena entonación y mejor sentimiento, casi al punto de las
lágrimas; pero recobraba el ánimo y la risa al instante.

LOS VIAJES AL OTRO LADO:

A Bisbee, Arizona, viajábamos constantemente, casi todos

106
los fines de semana. Las viejas tiendas del JC-Penny con sus
altas paredes de ladrillo rojo, sus pisos de madera y, porque
no, sus paletas de nieve de vainilla cubiertas de helado de na-
ranja que eran el premio a nuestra obediencia y buen compor-
tamiento. Recuerdo, también, a la vuelta rumbo a Tombstone,
la tierra de Wyatt Earp y sus hermanos en el famoso duelo del
OK Corral, antes del túnel entre montañas, el impresionante
tajo abierto de la mina en plena producción con sus gigantes-
cos camiones, tractores y maquinaria que desde el punto de
observación sobre la carretera semejaban pequeños insectos
saliendo de un hormiguero dando giros interminables en espi-
ral desde el fondo del hoyo hasta lograr el nivel de la superfi-
cie del pueblo. Enfrente de la Mina estaba asentado el viejo
Bisbee con construcciones que parecían no haber superado el
tiempo. Casa multicolores con techo de lámina oxidada. Preci-
samente ahí, por el arroyo embovedado al norte, Mi padre
tenía al compadre Julián del cual lleva el nombre otro herma-
no mío. Había que dar vuelta a la derecha y tomar una cuesta
bién empinada llegando hasta la punta donde estaba la casa
de este compadre. Ahí jugábamos en los columpios colocados
sobre un verde, nivelado y tupido suelo de zacate americano.
Más tarde pasábamos a la sala y nos poníamos a ver televisión
degustando galletas y sodas “gringas”. Fueron nuestros prime-
ros encuentros con la Televisión en blanco y negro para disfru-
tar de algún western americano a la John Wayne.
Íbamos a Zorrillera una colonia pegada al poniente de Bis-
bee camino a Warren. Era una sola calle larga paralela a la
carretera y en la falda del cerro que colindaba con el otro po-
blado rumbo a Douglas. Llegábamos con una familia que su
hijo había estado en la Segunda Guerra Mundial y las fotos en
blanco y negro de este personaje vestido de militar nos impre-
sionaban. El se encontraba en Alemania y era nuestro héroe
americano por lo impresionante de insignias y traje militar. !
Sueños de niños al fin ¡

107
Entre el Rancho Market y Zorrillera, al norte, entrábamos
a la parte de atrás de la mina donde había grandes almacenes
y equipos cubiertos de plomo. En este lugar le regalaban a mi
padre unos troncos, en forma de bloques cuadrados que tení-
an el tamaño ideal para usarlos en la chimenea o estufa de
leña. Limpiábamos los maderos y al partirlos aparecía una ma-
dera fina, sin botones, muy blanca y que servían para alimen-
tar nuestros medios de calentamiento en tiempo de frío.
Los últimos tiempos de nuestra estancia en Naco, íbamos
de compras al Rancho Market, un pequeño supermercado que
estaba en el entronque donde iniciaba el camino a Fort Hua-
chuca o Sierra Vista. En contra esquina de este supermercado
había un lote de carros de desperdicio y refacciones usadas
donde acudía mi padre, los fines de semana, para adquirir lo
que necesitaba para echar mecánica y tener perfectamente
afinado el motor, alineada las llantas y que no le faltara una
sola vista a nuestro auto. Mi padre con la confianza que le
otorgaba el “Gringo” se paseaba por el inmenso lote de autos
“destartalados” que solo servían de partes usadas con el com-
promiso de que el cliente debería pinza, tenaza o desarmador
en mano quitar la refacción de su interés. Al final el Gringo”
decía cuanto había que pagar antes de salir del lote.
Otro punto cercano era Waren un pintoresco y clásico
pueblito americano, con verdes patios frontales en las casas
de la calle principal, sus estaciones de policía y de bomberos,
paso obligado cuando veníamos de Douglas, donde veíamos a
Santa Claus, rumbo a Bisbee y queríamos cortar camino a Na-
co para no entrar a este último pueblo. En Warren mi padre
tenía un viejo tío de apellido Samuel Moore, con el que se po-
nía hablar de los parientes mientras se tomaban una tasa de
café en una acogedora sala tipo americano que brillaba de
limpia. Ahí estaban el par de viejitos para atender al sobrino y
toda su prole desviviéndose en atenciones. Era un momento
muy agradable pasar por la casa de los Moore.

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Fue aquí, donde alguien nos regaló nuestro famoso carro
de lanzadera que para nosotros parecía un camión tonelada.
Un caja metálica, lo único que tenía de los carritos americanos
de catálogo, montada sobre dos tablones de 2x4, uno fijo para
los ejes traseros y el otro giratorio en forma de cruz, para salir
enfrente de la caja. En esta parte, de nuestro flamante carro,
un largo tornillo atravesaba el eje central para sujetar y darle
la posibilidad de giro al eje de enfrente. Cuatro llantas de hule
macizo en las terminaciones de los ejes y dos roldanas en el
parte del eje delantero para amarrar a sus extremos una piola
de regular tamaño que nos permitiera jalarlo estando de pie, o
bién convertirnos en intrépidos pilotos sentados sobre la caja
metálica, mientras otro hermano nos empujaba de la espalda.
El regreso por las noches, a la mitad del camino del Ran-
cho Market a Naco eran inolvidables, cuando desde lejos divi-
sábamos una majestuosa pantalla al aire libre con siluetas que
poco a poco se iban definiendo, era el anuncio de que la fun-
ción de cine ya había empezado. Mi padre estacionaba su ca-
rro, con toda la familia, por la carretera, fuera del drive in para
que disfrutáramos de una película de blanco y negro. Cuando
era película para mayores de 18 años imprimía más velocidad
con el acelerador y nos quedábamos con las ganas de de dis-
frutar el auto cinema.
Eran camino muy andado, mis padres, regularmente to-
dos los fines de semana o iban al norte o iban al sur. Casi nun-
ca estábamos en el pueblo el sábado y domingo.

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LOS DEMAS AVENTURADOS VIAJES:

A Agua Prieta viajábamos cuando íbamos de compra, en


Navidad y a visitar al primo y compadre de mi Papá Santiago
Campbell Fraijo, originario de Magdalena, casado con Rebeca
Campos Castillo y de cuyo matrimonio nacieron las primas
Elena y Elvia. Mi tío Santiago ocupó muchos puestos públicos
como Juez Local Propietario de 1936 a 1940, ejerció el cargo
de Presidente Municipal de 1941 a 1943 periodo en el cual se
edificó el Hospital Civil, la Plaza Mariano Azuela, el Monumen-
to a la Bandera y algunas escuelas de la ciudad. También fue
comisionado para organizar el Primer Juzgado Mixto en 1945.
También obtuvo la Notaría Pública No. 34 de Agua Prieta.
también él y su familia acostumbraban a visitarnos seguido en
Naco.
Roberto López Aguirre su esposa Mercedes, robertito y
sus demás hijos eran motivos suficientes para ir de visita con
toda nuestra familia. Ellos se habían mudado de Cananea y el
estaba en el poder judicial en esta plaza.
Los Campbell de Agua Prieta, de Betina, y sus hijos que
tenía un centro de capacitación eran otro motivo para tomar
rumbo a la frontera de Douglas y cruzar al lado mexicano, aun-
que había una carretera de terracería que seguía la línea divi-
soria hasta llegar a divisar la torre de fundición.
Finalmente, en este capítulo, visitamos al Profesor Tomás
Camacho Puente y su familia que recientemente se habían
trasladado de Naco a Agua Prieta con toda la carga de chistes
que nos había hecho en el límite del patio de nuestra casa en
la García Morales su hijo Lupe y todas las ocurrencias de que
hacía gala tan insigne maestro.

110
A mediados de los cincuenta acaba de adquirir mi padre
un automóvil chevrolet 1950 y obviamente con la novedad
andaba buscando siempre lugares que visitar. Recorrimos
muchos caminos de terracería y cada vez trataba de ir más
lejos en su aventura mi progenitor.
En alguna ocasión fuimos a Santacruz. Salimos por naco
rumbo a Cananea y a la altura del riíto tomamos una brecha
del otro lado de la Sierra de San José. Caminamos toda la tar-
de y llegamos casi al oscurecer a este poblado de ricas manza-
nas, estaba medio nublado. De regreso por un largo y solitario
camino de tierra muy liso, nada pedregoso, bordeando toda
la línea divisoria donde solo encontramos un viejo portón con
un guardia americano. De no ser porque era de noche diría
que estábamos viendo la película “Por mis Pistolas” de Mario
Moreno “Cantinflas”. Nada trascendente de escribir a casa,
viajamos sin pena ni gloria.
Mi tía María se había ido a vivir a Pitiquito y un buen día
se planeó en familia ir a visitar a la hermana de mi mamá. Sal-
dríamos ese fin de semana. Salimos un sábado a mediodía,
pasamos a Cananea por mi tío Emeterio, ya no éramos diez en
el carro éramos once, los tres adultos enfrente y los infantes
en los asientos de atrás. Lo más difícil de nuestro viaje era cru-
zar la Sierra de la Mariquita en Cananea, donde esta el Puerto,
y luego Sierra blanca con su Herradura y su túnel antes de
llegar a Imuris. En medio de este tramo carretero en la parte
alta de la Sierra descendiendo una pendiente en línea recta
venía un camión de redilas como a 100 metros. Al encontrar-
nos la polvadera fue doble y mi padre perdió el control del
volante de tal manera que tomamos la orilla de la cuneta rum-
bo al desfiladero. Por reacción instintiva mi tío Emeterio que
iba al extremo del otro lado de mi madre que iba en medio del
asiento delantero, estiró sus brazos y tomó el volante por de-
bajo de las manos de mi padre y enderezó de nueva cuenta el
auto para ponerlo en dirección correcta sobre la carretera. En

111
el asiento de atrás los hermanos nos caímos del asiento, cru-
zamos de un lado a otro y nos confundimos con las almoha-
das, cojines y presentes que llevábamos a la tía María. No me
acuerdo bién, pero creo que hasta una gallina voló.
Cruzada la sierra y después del susto, nuestro automóvil se
orilló en la última bajada antes de llegar a Imuris para disfrutar
del Río con sus abundantes aguas cristalinas debajo de una
hermosa y verde arboleda.
Legamos ese día por la noche a Pitiquito y entre la cena y
el acomodo de los tendidos se nos fue el día. Al siguiente por
mañana, un día nublado, como si se tratara de un tour turísti-
co caminando a pie nuestros primos Pastor, Carlos, Roberto,
Albino y Jesús “El Chino” nos invitaron a cruzar el río seco y
lleno de grava donde solo se veía una vereda de algún auto-
móvil que había cruzado más temprano. Nuestro destino final
era la Iglesia de Caborca que había construido el Padre Kino y
que es un monumento histórico de aquella región. Regresa-
mos cansados y hambrientos y ya nos estaban esperando mis
padres para iniciar el largo camino de regreso a Naco.
Después mi tía de fue a vivir más lejos de Naco. Unos dos años
después supimos que estaba en Hermosillo. Nuevamente a la
aventura, ahora más lejos.
Se organizó un viaje a Hermosillo un fin de semana. No
hubo contratiempos en el camino. Llegamos por la mañana
por un boulevard lleno de naranjos enfrente del café Comba-
te. Escuchando en la radio coincidentemente la marcha con
música de fondo y un estribillo, que decía:
“Café Combate de rica aroma,
Café Combate la gente toma,
Café Combate es el mejor,
¡Es exquisito!, ¡Es superior!
Por esos todos a una voz dicen:
Si no es Combate no es buen café
Café Combate hay uno solo,
Ese es el bueno pídalo usted.

112
Ya dentro de la ciudad nos dirigimos a la Colonia 5 de Ma-
yo arriba de la calle Revolución buscando un número por la
calle Fronteras, era el único dato que teníamos. No encontra-
mos a la Tía María y nos fuimos a desayunar al Mercado Muni-
cipal en la acera de la Zapatería Preciado. Un par de tacos de
cabeza en tortilla de maíz para cada quién y levantamos anclas
de regreso a Naco. Nunca se nos ocurrió poner un anuncio o
servicio social en la radio para indicar un punto de reunión y
ver a nuestros parientes. En fin, ¡En fin: bajados de la Sierra de
San José! , ¡En fin: gente de pueblo!

113
SECUNDARIA EN CANANEA:

Llegó el verano del 60 junto con mi graduación de prima-


ria. Se hablaba incipientemente de una secundaria en el pue-
blo, pero mi hermano mayor me había antecedido en la Escue-
la Secundaria Mártires del 1906, en Cananea, y era el deseo de
mis padres que continuara los estudios en la vecina ciudad
minera. Tuvimos que trasladarnos con toda la familia, a excep-
ción de mi padre que seguía trabajando en la aduana, y con
todos los muebles a Cananea. Llegamos de noche en el mes de
septiembre al famoso “Quequi” de los Rentaría. Una casa que
estaba ubicada al Norte del puente la Juárez y un lado de la
Cárcel de Cananea, la que está situada en una mesa. A la orilla
este de la mesa rumbo a la calle Durango, enseguida del mira-
dor existía una construcción de tres pisos el primero era el
sótano, el segundo era la casa donde habitaba la familia Ren-
taría, de gratos recuerdos, y en el último piso superior vivía-
mos nosotros. La única salida a tierra firma era entrando por
la Juárez por un pasillo de madera que servía de división para
bajara los siguientes pisos. La casa tenía un andador en muy
mal estado que la circundaba y al cual estaba prohibido salir.
No había patio, ni tierra y las puertas interiores estaban cance-

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ladas con candados a excepción de la entrada principal.
El inmenso abismo, lleno de altos quelites y acelgas, entre
la Juárez Durango, fue testigo de inolvidables batallas infanti-
les de indios y banqueros, de bandidos y ladrones y otra serie
de aventuras que compartimos con los “gueros” Escalante,
todo un ejercito; también, con Adrián, con Lalo Sandoval, con
el Denogian, el Montoya y muchos más de cuyos nombres no
puedo acordarme.
Igualmente, todas las tardes, después de que pasaba el
panadero, muy parecido al “Chale” Gardner de Naco, nos salía
la fiebre minera del béisbol y desde el inicio de la Durango
hasta el abarrotes “La azteca”, era el terreno de juego con pe-
lota de esponja en mano para realizar emocionantes y cerra-
das jugadas de este deporte.
Después vivimos por la Tercera y callejón Benjamín Hill,
enfrente del doctor Abril, a un lado de la escuela americana;
cerca de los Castros, las López y los Fragosos. La casa era muy
bonito, tipo americano, con un portal del dos aguas al frente,
con muchos arcos, toda de blanco, sus techos de dos aguas de
verde y al fondo un huerto de árboles frutales. La novedad, en
esa nueva morada era el diván que quedaba entre el plafón y
el techo, donde nos metíamos a ver en la oscuridad, a veces
con una pequeña lámpara, para buscar sorpresa que habían
dejado los inquilinos anteriores.
Mis hermanos de primaria iban a clases a la Leona Vicario
de lunes a viernes y madrugaban el sábado para que mi madre
los alistara y tomar el único camión de Transportes Norte que
salía del mineral rumbo a Agua Prieta, pasando por Naco, lle-
vando a mi madre de guía.
La escuela secundaria tenía clases los sábados por las ma-
ñanas hasta las 2 de la tarde. Llegábamos a la casa nos quitá-
bamos el pantalón, la camisa y cuartelera de “caqui”, al igual
que las polainas de lona blanca y nos poníamos ropa de vestir
para iniciar el largo y aventurado viaje a nuestro inolvidable

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pueblo. Eran tiempos en que no oíamos hablar de drogas,
cuando mucho de mariguana como algo muy oculto práctica-
mente invisible. Todo mundo se conocía. Se veía poca gente
de malos sentimientos y pocos acontecimientos violentos pro-
vocados por la maldad del hombre se sucedían. Había suma, o
quizás, exagerada confianza entre todos, aún siendo descono-
cidos y hablo de gente de Cananea, Naco y Agua Prieta.
Caminábamos hasta el aeropuerto a la salida norte de
Cananea, donde ocasionalmente veíamos aterrizar y despegar
aviones, los más grandes eran bimotores. En este lugar pedía-
mos “raite”, todos los sábados a mediodía, y de esta rutina
surgió una serie de aventuras.
El viaje más placentero fué la tarde que un norteamerica-
no, minero jubilado de la compañía, acompañado de su espo-
sa, una mujer adulta, de pelo blanco, de cuerpo frágil, de finas
hechuras, nos dio “raite” en una camioneta blanca pequeña.
Nos prendió el aire acondicionado, nos cedió el amplio asiento
trasero volteado a la inversa del los otros, nos ofreció soda de
sabores y una caja de galletas americanas y nos dispusimos a
disfrutar el amplio panorama, ante una inmensa polvadera,
los dorados campos de zacate con un que otro bellotal alrede-
dor del camino de terracería, y ver como se iba alejando la
torre de fundición, subimos las cuesta de “Los Álamos”, con
sus inmensos árboles en fila, seguíamos por lo Ejidos, dobla-
mos en los Difuntos, pasamos por Mina de Oro y llegamos fe-
lizmente a Naco. Un viaje de primera, VTP., mucho mejor que
tomar el camión de Transportes Norte.
En otra ocasión el viaje los hicimos en cuatro escalas: a los
Alamos, al Ejido Cuauhtemoc, al Ejido Zaragoza y por fin entra-
da la noche a Naco. Sin mucha malicia, entre raite y raite, ca-
minábamos tratando de ganarle tiempo al tiempo a pesar de
los 60 kilómetros de distancia que separaban a nuestros pue-
blos. Nunca pensábamos, a nuestra corta edad, que pudiéra-
mos, por circunstancias del destino, quedarnos a medio cami-

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no. De esta aventura el recuerdo que nos queda es el intermi-
nable, eterno para nosotros, tiempo para realizar este viaje;
amén, de frío, las cobijas y gente desconocida que nos acom-
pañaron en esta trayectoria.
Una tarde los Acuña, muy conocidos nuestros, en su viejo
pick-up color café, modelo del 40, a la altura del mismo aero-
puerto de siempre, le hicimos la parada para que nos llevaran
a Naco y a los lejos lograron detener la marcha del vehículo.
Nos comentaron que no traían frenos y que cuando llegára-
mos al pueblo avisáramos con anticipación de cual era la es-
quina de la casa para reducir la velocidad. Íbamos muy incó-
modos, Faustino y yo, ladera tras ladera, vado tras vado, afe-
rrados a una vieja plataforma de madera con muchos huecos,
sin “racas”. Solo la de la parte delantera pegada a la cabina
estaba completa. Parecía que de un momento a otro se iba a
desintegrar.
A llegar a la esquina de los Siqueiros la unidad había baja-
do la velocidad a su mínima expresión y era el momento de
saltar. Loa Acuña no harían la indicación y nos gritarían cuan-
do era el momento de dejar la nave. A un grito de ¡Ya!, Fausti-
no saltó por un lado y yo erróneamente, contrario a la grave-
dad, de atrás de la plataforma, dando una maroma que no se
logró concretar, golpeando con la cabeza en el suelo. Los Acu-
ña siguieron su marcha presurosos, sin detenerse haber que
había pasado, y mi hermano mayor me recogió del suelo. Lle-
gué consciente hasta la esquina y después no podía abrir los
ojos, pero sí escuchaba todo lo que alrededor se decía cuando
estaba llegando a la casa y mis hermanos menores le avisaban
a mi madre del accidente. Mi estado semiinconsciente duró
como unas cuatro horas y por la noche desperté con mucho
dolor de cabeza, después de que había estado pendiente de
mi recuperación el Doctor Clemente.
Lo sabroso de estos viajes de fin de semana, ya en Naco,
era cuando no iban mis hermanos menores, ni mi madre, al

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