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La arquitectura de los jesuitas.

Educación y evangelización en Iberoamérica.

Carlos A. Page

Después de la aprobación canónica de la Compañía de Jesús en 1541, solo


pasaron pocos años para que seis jesuitas, con el P. Manuel de Nóbrega como
superior, zarparan de Lisboa en 1549 rumbo a América y al poco tiempo se radicaran
en la aldea indígena de Piratininga, instituyendo el Colegio de San Pablo (Fig 1).
Pronto y desde 1557 se expandieron estos “aldeamentos” por Bahía, alcanzando a
11 en pocos años, convirtiéndose en las primeras expresiones reduccionales donde
intervinieron los jesuitas, aunque no con mucho éxito. Pero el intento ganó
experiencia en los misioneros que incluso, fueron pacientemente recogiendo las
prácticas de los jerónimos en Santo Domingo, los franciscanos, dominicos y
agustinos en todo el continente.

Fig. 1 Colegio de San Pablo (Brasil)

La llegada de jesuitas a la América hispana tardó un poco más, e incluso el


mismo San Ignacio no pudo ver concretado aquel anhelado proyecto que llevó
adelante el general San Francisco de Borja. Corría el año 1566 cuando los PP.
Pedro Martínez, Juan Rigel y el catequista Francisco Villarreal arribaron a las costas
de La Florida.

Volvieron a América 1568 con el P. Jerónimo Ruiz de Portillo como provincial


de las Indias Occidentales, junto con otros siete jesuitas provenientes de diversas
provincias españolas. En Lima inició el colegio de San Pablo, mientras que entre
1570 y 1605 se crearon otros colegios y las doctrinas o parroquias de Huarochiri, del
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Cercado y Juli, en la provincia del Perú, que abarcaba de Panamá a Tierra del
Fuego.

No poco fue el interés de San Francisco de Borja en América, y continuó


empeñándose en enviar jesuitas también a Nueva España. Allí arribó con 15
acompañantes el flamante provincial P. Pedro Sánchez de Canales en 1572. Al año
siguiente fundaron el colegio de San Pedro y San Pablo, convertido en el más
importante centro de estudios de humanidades, filosofía y teología.

Estas serían las primeras corrientes evangelizadoras jesuitas en América, y


que se extendieron luego hacia otras regiones (Provincias de Nueva Granada,
Paraguay y Chile) creando innumerables centros educativos y misionales que
tuvieron una enorme gravitación en la historia colonial de todo el continente.

Los domicilios urbanos y el “modo nostro”

Entre la llegada de los primeros misioneros hasta la expulsión, transcurrieron


218 años, donde los jesuitas levantaron innumerables edificios que podríamos
clasificar genéricamente en colegios en ciudades españolas y reducciones de indios,
para conformar su objetivo pastoral: educación y evangelización. Pero sería limitar
demasiado el análisis, pues en las ciudades construyeron diversos edificios, con
ciertas similitudes pero con funciones diferentes, que les fueron propias a sus
actividades. Solo un Colegio Mayor (Universidad con enseñanza de teología y
filosofía) se erigía en la capital de cada provincia y diversos Colegios Menores
(enseñanza de gramática) en casi el resto de las ciudades. Cuando no llegaba a la
categoría de estos últimos se levantaban Residencias. Pero la administración
central de cada provincia contaba a su vez con Casas Profesas para los sacerdotes
que habían profesado su cuarto voto de obediencia al Papa, Noviciados para los
jóvenes ingresantes, Convictorios para los estudiantes universitarios que no tenían
residencia en la capital, Casas de Ejercicios para laicos. La mayoría de estos eran
sostenidos por estancias que a su vez contaban con residencia, complejos
habitacionales para africanos esclavizados, obrajes e iglesias para el culto de sus
esclavos. Siguieron los beaterios de mujeres, casas redituales o de rentas, oficio
de misiones o procuradurías como centros comerciales de distribución. Finalmente
las reducciones con un sistema mucho más complejo, pues se ciernen en centros
urbanos, con una fuerte identidad y con tipologías arquitectónicas también propias o
similares a las hispanas adaptadas a la función urbana que cumplían y que contaban
con Cabildo, residencia de los PP. Iglesia, viviendas para los indígenas, casas de
viudas, como veremos específicamente.

Con toda esta importante variedad de “domicilios”, diversificados como


respuesta a una intensa actividad pastoral, aún se relaciona la Contrarreforma con el
Barroco y hasta se impone la idea que il Gesú fue el modelo de sus iglesias (Fig. 2).
Pues nada más alejado de estas cuestiones que primeramente formuló Benedetto
Croce en 1929 que identificó el triunfo del Barroco con el jesuitismo. Postura
superada tanto por Pierre Moisy y Galassi Paluzzi quienes se afirmaron en la
hipótesis de la no existencia de un estilo jesuítico relacionado al Barroco y este con
el arte de la Contrarreforma. Pero advirtieron la clara diversidad regional que por

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cierto evidenciaba cierta unidad y que fueron reafirmadas más recientemente por
Richard Bösel y Rodríguez G. de Ceballos y su saga.

Fig. 2 IL Gesù construida bajo el generalato de San Francisco de Borja. El cardenal Alejandro
Farnesio encargó la construcción a Jacopo Barrozi de Vignola, quien al morir (1573) lo
reemplazó Giacomo della Porta para modificar la fachada finalizada en 1584.

Ciertamente el Barroco en las naciones latinas y aún en la Alemania católica


fue la exaltación del catolicismo sin adoptar una ruptura total con el Renacimiento.

Tanto los colegios como las residencias, se ubicaban en sitios preferenciales


de la traza urbana (Diapo 8) y se componían de dos áreas fundamentales: una, la
amplia iglesia para uso público y otra, un claustro generalmente dividido en, uno
para enseñanza, actos académicos y disputas escolásticas, y otro para vivienda
sometida a la clausura canónica; diferenciada de los sacerdotes, coadjutores y hasta
novicios, cuando no tenían edificio propio con su exclusiva capilla, además de un
ingreso independiente. Precisamente la entrada y portería a todo el complejo
arquitectónico se hacía desde el atrio que presidía la iglesia, muchas veces
extendido en una Plaza Menor, cuando no hacía frente a la Plaza Mayor como en
Cuzco. Había comunicaciones entre los claustros, pues a veces compartían ámbitos
comunes como el refectorio, los “lugares comunes” (baños), biblioteca. Aunque esta
última podría haber una en el Noviciado, otra en el Colegio y otra en la residencia.
También había algunas salas destinadas a las reuniones de las tan difundidas

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congregaciones y otras a la práctica de los Ejercicios, hasta tanto comenzaron a
construirse edificios especiales para esta función en el Siglo XVIII. No dejaba de
haber un sector para huerta y viviendas de esclavos, donde podría haber bodegas,
herrería, carpintería, etc.

Fig 3. A la izquierda la catedral y a la derecha la iglesia de los jesuitas en la Plaza de Armas de


Cuzco. Se destaca la fuerte presencia de la Compañía de Jesús con una arquitectura barroca en el
marco de la diversidad regional.

Siguiendo esta descripción funcional arribamos a la confusión del “estilo


jesuítico” de quienes estudian el Barroco y lo relacionan con la Compañía de Jesús,
que recordemos nació en el siglo XVI y sus principios estéticos se acomodaron
siguiendo el Renacimiento. Tampoco es exacto relacionar este lenguaje con la
Contrarreforma del catolicismo llevada a cabo en el Concilio de Trento (1545-1563),
por más que los jesuitas tuvieran amplia participación.

De tal manera que los jesuitas no tuvieron un “estilo” propio, pues no existió
una voluntad de imponerlo uniformemente en sus edificios, ni generaron
instrucciones especiales de cómo hacerlos. Ni siquiera en las Constituciones,
escritas por Ignacio, se mencionan particularidades constructivas para sus ámbitos,
que simplemente debían expresar humildad. Sin embargo en la primera
Congregación General que presidió San Ignacio en 1558, en el decreto 34, De
ratione aedificiorum, se afirma esta idea con el enunciado “Impóngase a los edificios
de las casas y colegios el modo que nos es propio de manera que sean útiles,
sanos y fuertes para habitar y para el ejercicio de nuestros ministerios, en los cuales,
sin embargo, seamos conscientes de nuestra pobreza, por lo que no deberían ser
suntuosos, ni curiosos”. A partir de entonces aparece la idea del “modo nostro” (lo
que nos es propio), circunscripto a un concepto funcional y no a un estilo artístico,
que por el contrario estaba alejado de la suntuosidad y decoración del clasicismo y
el manierismo renacentista imperante.

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Para hacer cumplir este precepto, en la segunda Congregación General de
1565, se estipuló que se remitieran para su aprobación al Prepósito General en
Roma, las plantas de los proyectos edilicios a construir. La máxima autoridad jesuita
remitía estos proyectos a personal idóneo que se aseguraba cumpliera con los
requisitos de utilidad, salubridad, orientación y sobre todo austeridad. Pero hasta
entonces nada se expresa de lo morfológico, es decir que quedaba en libertad de
cada nación y región la ornamentación de los edificios a la usanza de ellas.

Pero mientras en Europa no era nada habitual entre los jesuitas las iglesias
basilicales, como recomendaba San Carlos Borromeo entre otros, en América y
entre los guaraníes -como veremos- se hicieron hasta de cinco naves (por ejemplo
Concepción del coadjutor milanés J. B. Prímoli).

Los jesuitas europeos preferían templos de una sola y amplia nave por una
cuestión funcional, pues respondía mejor para sus ministerios y los propios de la
Contrarreforma, como la predicación y la administración de los sacramentos.

Con este requerimiento se llegó a formar una interesante colección de planos


que, aunque mermada en poco más de un millar, se conserva en la Biblioteca
Nacional de Francia y su catálogo fue publicado por Jean Vallery-Radot con una
prolija introducción suya. De la Asistencia de España en América solo se conservan
planos de la provincia de Perú (Colegios de Huamanga (Fig 4), Lima y Sucre),
México (Puebla), y Chile (Santiago). No así de Paraguay y Nueva Granada y de la
Asistencia de Portugal se conservan planos de Brasil (Río de Janeiro).

Fig 4. Planta del Colegio de Huamanga (Ayacucho) que se envió a Roma para su aprobación
(Biblioteca Nacional de Francia)

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Solo otra colección de planos, mucho menos pretenciosa, encontró el P.
Furlong en el Colegio de la Inmaculada en Santa Fe (Argentina), pero de tan solo 16
plantas, aunque excepto la iglesia de San Ignacio de Buenos Aires, el colegio e
iglesia de Córdoba (Fig. 5), dos del colegio de Montevideo que no se llegaron a
construir y un proyecto apenas reformado de Quito, el resto son de sitios españoles.
Eso se debe, posiblemente, a que se constituyen en una colección copiada por el
maestro de obras H. Antonio Forcada, antes de salir de España para que le sirvieran
de modelos. Pero los planos se dispersaron o perdieron, aunque por suerte fueron
publicados, y solo encontramos el original de Córdoba.

Fig. 5 Planta del Colegio de Córdoba (Argentina) que realiza el coadjutor español Antonio Forcada
(1701-1767) (Museo Jesuítico de Jesús María-Córdoba)

El gusto por el Barroco comenzó a imponerse lentamente y con ello se


inclinaron a la búsqueda de efectos visuales que provocaban costosos ornamentos y
que representaban la Iglesia triunfante. Pero los jesuitas no adhirieron hasta la
llegada del general Juan Pablo Oliva (1664-1681). Pues bastaría decir que era
amigo personal de Bernini y lo colocaba en una situación de sensibilidad especial
por la estética Barroca, como lo demuestran sus escritos. Transgresión que justificó
reinterpretando que el “modo nostro” (Fig. 6) se refería a las residencias y no a los
templos que debían “alcanzar la sublimidad de la omnipotencia eterna de Dios con
tanta pertenencia de gloria como podamos conseguir”. De allí que los proyectos que
se remitían a Roma, ahora debían ser acompañados por el orden arquitectónico y
los ornatos con que contarían. Pero no había una intensión de favorecer la
ostentación sino por el contrario de regularla, pues los ricos benefactores que
aportaban el dinero para la construcción de las iglesias, caprichosamente competían
entre sí para ver quien ornamentaba los templos con más riquezas decorativas. Por

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cierto que en América esta condición va a
depender de las economías regionales, donde no
siempre hubo fundadores o bienhechores que
aportaran a la creación de un colegio, aunque
para ello fuera fundamental y requisito impuesto
en las Constituciones.

Esta expansión del arte barroco que


comienza un poco antes del inicio del Siglo XVIII,
en el generalato del P. Oliva, no siempre va a ser
lineal y tendrá sus retractores en América como el
temperamental general Miguel Ángel Tamburini
(1706-1730) quien no se cansará de ordenar que
sean austeros en las construcciones. Así por
ejemplo escribía contundentemente en 1713 para
el Paraguay: “De qué sirve sino de mostrar una
gran falta de pobreza, e igual vanidad un patio de
300 pies geométricos en cuadrado, un refectorio Fig. 6 General Juan Pablo Oliva
de 50 pasos, dorado el techo, cuarenta gradas de (1664-1681).
terraplén, y esto cuando no se han hecho según a
mandado el rey, casas para que vivan los indios?”. Entonces, reitera la orden
manifestando que en lo sucesivo: “las fábricas que de nuevo se hicieren, se observe
la religiosa moderación, para que en caso de ser visitadas las Doctrinas, nada se
encuentre que desdiga de mucho estado”.

Fundadores y hacedores

Para llevar adelante los programas educativos, la Compañía de Jesús (Fig. 7)


necesitaba fondos para la construcción de los establecimientos y su adquisición
estaba contemplada en las Constituciones. Los primeros que contribuían eran los
Cabildos que entregaban una manzana para su instalación, como lo hacían con el
resto de las órdenes religiosas. Seguido de la toma de posesión, se buscaban los
“fundadores”, es decir quienes no solo aportaban el dinero para construir tal o cual
edificio, sino que para ser considerados como tal, también debían contribuir con
bienes necesarios para el mantenimiento de por vida. La educación era gratuita y
solo se pagaba el pupilaje de los convictores que no entraban dentro de la fundación
que generalmente tenían.

Igualmente los jesuitas no se quedaron con solo recibir donaciones, sino que
hicieron sus propias inversiones en tierras y sobre todo esclavos, que era su mayor
riqueza económica. Los africanos y afrodescendientes residían algunos en el
colegio, pero la mayoría lo hacía en las estancias que solventaban las instituciones
jesuíticas. Era tan importante el número de esclavizados, que se desarrollaron
tipologías arquitectónicas especiales para su uso exclusivo, desde lugares para el
trabajo (obrajes), complejos habitacionales (despectivamente llamados rancherías),
e iglesias para el culto religioso que eran de su uso exclusivo.

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Fig. 7 Colegio de San Idelfonso, ciudad de México. Posee tres grandes patios donde se distribuían las
dependencias necesarias a la labor de los jesuitas. Tuvo varias etapas constructivas pero la mayor se
realizó entre 1727 y 1742, participando el arquitecto Pedro de Arrieta, entre otros.

Las actividades de las estancias o


haciendas que prevalecían en el Paraguay, eran
la agricultura y cría de mulas destinadas al Perú,
mientras que en México predominaba la
agricultura y minería, como la de Santa Brígida,
donde se extraía mercurio, (Fig. 8) indispensable
para la producción argentífera. No obstante estar
especializadas en alguna producción en
particular, siempre contaban con obrajes de
paños, molienda de harina, huertas que servían
para el consumo propio e incluso el intercambio
entre ellas y las reducciones, de los productos en
los que se especializaba.

En cuanto a los hacedores de arquitectura


que actuaban en la construcción de las obras,
indudablemente los jesuitas fueron protagonistas,
sin dejar de tener en cuenta que al mencionar el
respeto por las arquitecturas regionales, estamos
aludiendo a una fuerte intervención de mano obra Fig. 8 Hornos de la hacienda de
indígena en las reducciones y africana en Santa Brígida, Guanajuato. Los
jesuitas la explotaron desde 1589
colegios y estancias. Pero tendrán una diferencia construyendo estos hornos en 1595.
fundamental, ya que en todo momento se
incentiva el respeto por las culturas originarias,

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no así con los africanos. Esto se reflejará claramente en la arquitectura.

En el generalato (Fig. 9) del P. Everardo


Mercuriano (1573-1580) fracasó una interesante
propuesta de crear en el Colegio Romano, una
academia o aula de arquitectura para maestros
de obra y oficiales jesuitas. No obstante, la
incorporación de los Hermanos Coadjutores,
permitió a los jesuitas sumar profesionales y
técnicos de diversas especialidades. Mientras,
los jesuitas españoles, comenzaron a recibir en
las aulas del Colegio Imperial de Madrid la
enseñanza de materias nuevas como
arquitectura, con lecciones de matemáticas,
cosmografía y arquitectura militar. Los profesores
fueron preferentemente extranjeros de la Europa
Central de los que no pocos publicaron textos de
arquitectura.

Los arquitectos no llegaron en los primeros Fig. 9 Evelardo Mercuriano (1578-


momentos fundacionales, siendo las primeras 1592).
iglesias y colegios de factura muy sencilla. Incluso en las reducciones eran
simplemente una choza que servía de templo: “semejante al portalito de Belén”
como escribía el P. Lorenzana en el Paraguay.

Precisamente los sacerdotes hacían de arquitectos y en muchos casos la


ausencia de profesionales daba tanta libertad a los indígenas, que construyeron
templos con una fuerte identidad local como en las reducciones de Chiquitos (diapo
18) en Bolivia donde el sacerdote suizo Martin Schmid (1694-1772) participó en la
construcción de una serie de iglesias que levantaron los propios chiquitanos. Entre
ellas San Rafael, San Javier y Concepción, de un total de 10 poblados.

Fig. 10 San Rafael de Chiquitos fundada originalmente en 1696 por los PP. Zea y Hervás. Su primera
iglesia se incendió y en 1747 el P. Schmid promovió la construcción actual.

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La idea del proyecto la daban al principio los mismos sacerdotes contando
con una nutrida mano de obra con experiencia en un tipo constructivo. Pero eran los
mismos religiosos quienes en 1618 informaban que en el Paraguay habían: “hecho
casa y unas iglesias admirables y capaces”, en Loreto y San Ignacio, mientras que
ellos eran a la vez “los carpinteros, albañiles y arquitectos, y enseñando a los indios
y haciéndoles oficiales”.

Toda la arquitectura se sustentaba básicamente en los materiales que


predominaban en la zona. En el caso del Paraguay la madera, de allí que como
transición entre los sacerdotes idóneos y los arquitectos, pasaron a tener gran
protagonismo los coadjutores carpinteros que fueron llegando.

Los tratados de arquitectura se usaron para resolver fundamentalmente


cuestiones estéticas y tecnológicas más que funcionales, donde los superiores
imponían su decisión aprobando, sugiriendo o rechazando proyectos. Un ejemplo
notable es el libro que usó el H. carpintero Felipe Lemair para la construcción de la
bóveda de la iglesia del colegio de Córdoba (Argentina) (hacia 1640) (Fig. 11). Se trata
del escrito por su compatriota Philibert Delorme titulado “Nouvelles inventions pour bien
bastir á petits frais” (Nuevas invenciones para construir bien y barato), publicado en
1561. Es un tratado sobre la práctica de la construcción. Conciso, con sus 57 folios y
34 grabados, aborda únicamente la estructura de madera ligera por él inventada. El
sistema consta de un gran armazón liviano que evita la utilización de grandes vigas,
permitiendo el uso de largos tramos en complejas bóvedas, que se adoptan en lugar
de la “primitiva” estructura de par y nudillo.

Fig. 11 Cúpula interior de la doble cubierta usada en la iglesia de los jesuitas en Córdoba, única
sobreviviente del sistema Delorme.

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El ejemplo del “sistema constructivo Delorme”, que utilizó Lemair por primera
vez en Córdoba, sirvió de modelo para otras construcciones jesuíticas como las
iglesias de la Orden ubicadas en Asunción, Santa Fe y Salta, todas ellas
desaparecidas. Pero la abundancia de maderas y
mano de obra produjo una alta difusión de las
bóvedas encamonadas con armaduras de madera
tanto en las misiones, como en Brasil, Perú, Chile y
gran parte de América.

El tratado de Sebastiano Serlio,


seguramente el más conocido, se encontraba en
casi todas las bibliotecas jesuíticas. Pero también y
entre otros, las bibliotecas contaban con el tratado
del jesuita Andrea Pozzo (1642-1709) (Fig. 12), una
verdadera exposición de los recursos
arquitectónicos del barroco romano. Tuvo una
influencia excesiva y los principales arquitectos
europeos del siglo XVIII lo conocieron y utilizaron.
También fue difundido en España y América. De tal
forma que no es extraño encontrar su influencia
tanto en los retablos de la iglesia jesuítica en Quito Fig. 12 Andrea Pozzo SJ autor de
como en varios motivos ornamentales en Córdoba. Perspectiva pictorum et
architectorum

Las reducciones jesuíticas

Tema imposible de soslayar en la historia de la arquitectura jesuita son las


reducciones que se extendieron por toda Iberoamérica. Una amplia bibliografía hay al
respecto, pero muchos autores han considerado las reducciones como utopías, pero lo
cierto es que se desarrollaron y tuvieron un relativo éxito, sobre todo en el Paraguay,
por tanto mal podemos llamarlas utopías como sinónimo de la ciudad ideal de Moro.
No obstante los jesuitas tomaron como propia una larga experiencia de frustraciones
que pudieron concretar con una fuerte identidad.

Los Reyes Católicos asumieron el compromiso de la evangelización, decidiendo


agrupar a los naturales en poblados para facilitar la tarea, aunque por sobre todas las
cosas, perseguían facilitar el cobro del tributo y quedarse con las tierras que
compulsivamente abandonaban los indígenas.

El primer fracaso fue el del gobernador de las Indias, Nicolás de Ovando (1502-
1509), quien había recibido Instrucciones para agrupar a los indígenas en pueblos,
viviendo bajo costumbres españolas y dirigidos por un europeo, quien tendría la
obligación de educar y evangelizar a los naturales, a cambio de utilizar sus servicios
laborales. Los excesos en esta última cuestión, indugeron a que la evangelización
estuviera a cargo de religiosos y en este sentido arribaron los Jerónimos, que pusieron
en práctica un plan reduccional inspirado en fray Bartolomé de las Casas, donde
recomendaba que estos poblados no fueran esclavizados, que fueran gobernados por

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los caciques y tutelados por un religioso. Pero la presencia de soldados españoles hizo
fracasar el intento, aunque lograron agrupar 17 poblados (Fig. 13).

Fig, 13. Primero Nicolás de Ovando y luego los jerónimos en la Isla de Santo Domingo. (Carta plana de la
Isla de Santo Domingo llamada también Española por D. Juan López 1784).

A la experiencia de La Española o Santo Domingo, continuaron muchas otras


similares. Pero todos los intentos fracasaban ante la desmedida codicia de los
españoles. Por tanto los Papas León X (1521) y Adriano VI (1522) decidieron confiar
la evangelización en las órdenes mendicantes. Los primeros en arribar al continente
fueron los franciscanos en 1524, quienes crearon en Michoacán, dos años después,
la reducción de San Francisco Acámbaro de chichimecas, que perduró por una
década. En esta primera reducción en tierras Novohispanas, previamente se erigió
una gran cruz de madera y luego un portal con dos campanas, continuaron las
viviendas de los indios y finalmente el convento con su huerto y un hospital. Solo
había dos sacerdotes y estaba gobernada por un cacique y un Cabildo de indios
elegidos entre ellos.

Siguieron los dominicos y agustinos, clérigos seculares como el obispo Vasco


de Quiroga... Todos los pueblos se agrupaban en torno a una plaza mayor con una
fuente central y de un tianguiz o mercado, donde se encontraban los edificios
públicos y la casa de comunidad, mientras los solares eran adjudicados en
propiedad a los jefes de familia.

El sistema reduccional se extendió por América aunque no en forma idéntica,


pero las consecuencias para los indígenas fueron irreversibles. Pues el mismo
franciscano Jerónimo de Mendieta quien en su tiempo, denunció que las
reducciones servían para profundizar la explotación de los nativos y –como dijimos-
apropiarse de las tierras que se les hacía abandonar. Los indígenas por su parte,
sufrieron desarraigo de sus tierras, en concentraciones que favorecían la virulencia
de las epidemias traídas por los europeos. La mortandad en América significó el
mayor genocidio de la Historia de la Humanidad.

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El tema reduccional en el Perú antes de la llegada de los jesuitas

Los jesuitas llegaron a América y se asentaron en el Perú (1568), cuando ya


estaban establecidos los dominicos (1529), franciscanos (1553), mercedarios (1535)
y agustinos (1551). Ya había experiencias reduccionales que fracasaban porque los
encomenderos no querían que los indios se gobernaran a así mismo.

Un año después que llegaran los jesuitas, asumió el virrey Toledo y, entre
otros temas, el reduccional fue importante. Paralelamente el jurista Juan de
Matienzo (Fig. 14) tenía un modelo urbano de reducción, con trazados en lugares
adecuados, con agua y pastos, en sitios elegidos por un visitador. La población no
debía superar los quinientos habitantes y si lo hacía, había que fundar otro pueblo
con el excedente. Las manzanas debían ser cuadradas con cuatro solares, con
calles anchas, plaza central con iglesia, casa para españoles de visita, cabildo,
hospital, cárcel y casa de corregidor. A cada cacique se le adjudicaría una cuadra
(dos solares) y a cada indio un solar. Además del Tucuirito, donde vivía un sujeto
designado por el inca para que hiciera las veces de observador. Curiosamente
Matienzo aún sostenía que los solares restantes junto a la plaza se adjudiquen a
españoles casados que quisieran vivir entre los indios. Incluso especifica los
materiales a emplear en las construcciones, como la teja en los techados de los
edificios más importantes.

Fig. 14 La disposición de una reducción según el tratado sobre el gobierno del Perú de Juan de
Matienzo de 1567.

Toledo no solo utilizó el modelo, sino que dictó una serie de disposiciones
basadas en las experiencias acumuladas, incluso en la conversión en las lenguas
originarias, como pretendía Solórzano, como lo dictaban las Constituciones de la
Compañía de Jesús, que fueron fortalecidas en el III Concilio Limense.

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El virrey instó a los jesuitas a tomar a su cargo las doctrinas de Huarochirí
(1569), el distrito indígena de Santiago del Cercado en Lima (1570) y Juli (1576).

Estos fueron tres enclaves con experiencias misionales distintas, pues


Huarochirí fue una reducción de indios creada especialmente, que dejaron los
jesuitas en 1573, El Cercado un barrio de indios de Lima, creado en 1571 teniendo
como modelo el poblado de Matienzo, y Juli una ciudad indígena preincaica, que
habían abandonado los dominicos y que los jesuitas mantuvieron hasta la expulsión.
En estos sitios los jesuitas se adscribieron como párrocos según instrucciones del
virrey, que desentonaban con las Constituciones ignacianas, que ordenaban no
tomar ese oficio (cura de ánimas), por quedar subordinados al clero secular.
Igualmente fue acepado con ciertas restricciones.

Por eso se la ocupó “ad experimentum”, esperando una decisión del P.


general Everardo Mercuriano, quien se expidió por la negativa de tomar parroquias,
pero sí autorizó a crear residencias desde donde salir a predicar a los indígenas.

La población aymará de Juli contaba por entonces con catorce mil habitantes
(Fig. 15) Los jesuitas levantaron una residencia donde vivía un superior y de tres a
ocho compañeros. Tuvieron entre otros objetivos, que Juli fuera para ellos un centro
de aprendizaje de las lenguas aimará y quechua. Para 1608 atendían cuatro
parroquias con trece y catorce jesuitas. También tenían imprenta y cuatro estancias
que se dedicaban al sostenimiento económico de su colegio y hospital. Es decir que
funcionaban prácticamente igual que en una ciudad española. Aún no había llegado
el tiempo de fundar reducciones independientes de las que bregaban y que se
convirtieron en estandartes de su historia.

Fig. 15 Iglesia de Santo Tomás de Aquino en Juli, más conocida como iglesia de San Pedro Mártir,
fue comenzada por los dominicos hacia 1565 y terminada por los jesuitas en 1576.

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Hacia un modelo reduccional propiamente jesuítico

El jesuita español Diego de Torres Bollo (1551-1638), que en sus inicios como
sacerdote del Perú, trabajó cinco años en Juli, fue compañero del visitador Esteban
Páez (anteriormente provincial de México), tuvo la enorme posibilidad de recorrer y
tener un amplio panorama de lo que sucedía en lugares muy alejados de Lima.
Motivo suficiente para ser designado luego, procurador a Europa, por la provincia del
Perú (1600-1604) donde en Roma pudo explicar la situación real que se vivía en
América. De allí que el general Claudio Aquaviva lo designó primero provincial de la
flamante provincia del Nuevo Reino de Granada y Quito (1605-1606) y luego en la
del Paraguay (1607-1615).

La expansión evangelizadora en la provincia del Paraguay fue notoria a pesar


de todos los escoyos que debieron enfrentar, e incluso de las decenas de jóvenes
mártires que trajo aparejado. Se iniciaron, no solo entre guaranís, sino también
desde los chiquitos en el Chaco boliviano, hasta los pampas de la región
bonaerense, creando cerca de un centenar de reducciones, desde que se
establecieron hasta que fueron expulsados.

Fig. 16 Expansión de las reducciones jesuíticas en América del Sur. Nótese que constituían un
verdadero escudo contra el acecho y los avances portugueses.

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Pero también se desarrollaron las reducciones de las regiones de
Tarahumara, Sonora y Sinaloa (norte de Nueva España) desde 1641; (Fig. 16) Los
Llanos y Casanare (Orinoco) desde 1659; Moxos en la selva boliviana del norte,
desde 1682; California en 1695; Mainas en la selva amazónica quiteña, desde 1700.
Todas ellas permanecían al producirse la expulsión en 1767, cuando el número de
reducciones jesuíticas alcanzaba a más de 200 centros poblacionales, que
agrupaban a un cuarto de millón de habitantes, correspondiendo 130.000 a las
reducciones del Paraguay (indios guaraníes), 40.000 a las de Moxos, 22.000 a
California y 19.200 a Mainas (no hay datos para Casanare). En su conjunto
formaban un verdadero cordón defensivo contra el avance portugués.

Las reducciones de guaranís

De todo este extenso continente donde, como vimos, pulularon reducciones


por doquier, se destacaron por su organización social, urbana y arquitectónica, las
de guaranís. Incluso su proceso evolutivo se constituyó en principio en un modelo
americano cuya arquitectura fue procesando un lenguaje europeo.

Las reducciones jesuíticas en la provincia del Paraguay (Fig. 17) se crearon


en primer término entre guaranís y guaicurúes, aunque previamente se habían
realizado diversos viajes entre otras etnias ubicadas en el sur de Bolivia y norte de
Argentina.

Fig. 17 Mapa que muestra las reducciones


levantadas hasta la expulsión

16
Llegado a Asunción en la segunda mitad de 1609, el P. Torres envió un par
de jesuitas hacia el Gauyrá y otro par hacia el Paraná, dándoles precisas
instrucciones, basadas en el planeamiento indiano, que se fijan en las Ordenanzas
de Nuevas Poblaciones de 1573 (Fig. 18), preparadas por el eclesiástico, jurista y
presidente del Consejo de Indias, Juan de Ovando y sus colaboradores, refrendada
por Felipe II. Pero que a su vez venían de dos claras inspiraciones: la de Vitruvio
(Fig. 19) (Los Diez Libros de Arquitectura), quien define las condiciones necesarias
para la fundación de una ciudad, como por ejemplo en el Capítulo IV (De la elección de
parajes sanos) y en el Capítulo VI (De la recta distribución y situación de los edificios
de muros adentro). Y la de Santo Tomás de Aquino (Fig. 20) (Gobierno de los
príncipes, terminado por Tolomeo de Luca entre 1265 y 1284), donde en el Lib. II
Cap 2, maniefiesta: Cómo los reyes han de fundar ciudades (salubridad…
ubicación).

Fig. 18 “Ordenanzas de nuevas Fig. 19 Las instrucciones se Fig. 20 Santo Tomás de


poblaciones” (1573) preparadas corresponden al Vitruvio, cuando Aquino (S. XIII) "De
por Juan de Ovando y sus define las condiciones Regimine principum ad
colaboradores, y firmada por el necesarias a la fundación de una regem Cypri“ (Gobierno de
rey Felipe II ciudad los príncipes) Terminado por
Tolomeo de Luca (1265-
1284)

En las Instrucciones del P. Torres, recomienda: que los pueblos se asienten,


de acuerdo a lo que los vecinos les informen más conveniente, que el sitio “tenga
agua, pesquería, buenas tierras, y que no sean todas anegadizas, ni de mucho
calor, sino buen temple (…) donde puedan sembrar, y mantenerse hasta
ochocientos ó mil Indios, en lo qual ellos mismos darán mejor parecer”. En cuanto a
cómo debía ser la reducción, escribe: “El Pueblo se traze al modo de los del Perú, ó
como mas gustaren a los Indios (…) con sus calles, y quadras, dando una quadra á
quatro Indios, un solar á cada uno y que cada casa tenga su huertezuela; y la
Iglesia, y Casa de VV.RR. en la Plaza, dando á la Iglesia, y Casa el sitio necessario
para Cementerio, y la Casa pegada á la Iglesia”. Expresar “como mas gusten a los
Indios”, confiere cierta libertad, como la de elegir el sitio, muchas veces ya eran
pequeños poblados indígenas y hasta de cómo construir sus viviendas.

17
De tal forma que las reducciones jesuíticas, en cuanto a una propuesta
urbana, se trazaron posiblemente en base a la normativa hispana en la materia
(como vimos en el trazado de Matienzo), pero con los traslados y nuevas
fundaciones, surgidas con el transcurrir del tiempo, se gestaron ciertas
particularidades que le dieron un carácter propio y diferenciado de los
emplazamientos hispanos. No sabemos a ciencia cierta si esas Instrucciones del P.
Torres se cumplieron y que en vez de manzanas con solares se haya construido
viviendas dispersas como un siglo después el P. Paucke ilustró sobre las recientes
fundaciones de los mocovíes del Chaco (Fig. 21). Pero hay una referencia
documental que dice: “Los pueblos estaban dispuestos en forma cuadrada con
calles rectas e iguales, y con casas cómodas y elegantes. Cada una tenía su patio
con jaulas de gallinas, gansos y otras aves domésticas”. Estas dos posibilidades
seguramente coexistieron pero fueron de la primera etapa del Guayrá, donde las
reducciones fueron destruidas por los bandeirantes y, a pesar de ser vencidos en la
batalla de Mbororé de 1641, se reinstalaron en el Paraná-Uruguay. De tal manera
que a partir de un trabajo colectivo se evolucionó con el ordenamiento de esas
viviendas que serán el tema más importante de estos pueblos.

Fig. 21. Reducción de San Javier de Mocovíes. Constaba de una plaza central con una iglesia con
claustros para los jesuitas y alrededor de la plaza una serie de casas ubicadas sin orden (Florián
Paucke 1743).

La vivienda siguió el tipo funcional y tecnológico de los indígenas, e incluso la


distribución de ellas en torno a un espacio central comunitario y todo cercado, como
bien las representó Staden a mediados del siglo XVI.

Efectivamente el sistema constructivo guaraní pre-reduccional, fue


compulsivamente evolucionando al dejar de ser un pueblo semi-sedentario, pues sus
viviendas eran construidas con una trama de takuara o bambú, cruzadas con
tacuarillas y atadas con lianas. Tenían un ancho de 5 y 6 metros y un largo de 50,
llegando a ser ocupadas por 100 y hasta 200 personas. (Fig. 22) El muro-cubierta

18
era sostenido por un horcón y el
espacio formado entre ambos era
destinado a una familia. Al convertirse
en un puebo sedentario, el tipo de
vivienda debió reforzar su durabilidad,
pues corría peligros de incendio y de
putrefacción de las ramas. Por tanto lo
primero fue proteger los muros con el
sistema de tapias francesas de
encofrado, usado incluso por los
españoles de Asunción y que aún se
pueden ver en restos arqueológicos de
algunas reducciones. Lo segundo, fue
proteger la cubierta, incorporándole
tejas a un techo en tijera con largos
aleros que resguardaban el muro de
barro. Aunque lo más revolucionario fue
incorporar el “par y nudillo”, que surge
como refuerzo de sostén del peso de
las tejas, brindando a su vez mayor
amplitud al ambiente e incuso permitió
la ampliación del espacio en las iglesias
que llegaron a contar con cinco naves
construidas de esta forma. Y la última
“revolución”, que costó algunos años
incorporar, fue la división del gran Fig. 22 Del sistema guaraní prereduccional a las
espacio en casas familiares. iglesias de tres naves

Es decir que el sistema de viviendas guaraní fue el modelo tipológico que


subyace en toda la arquitectura de las misiones, incluso de las iglesias (recordemos
la de chiquitos en Bolivia, donde no hubo arquitectos. Pero con la llegada de los
carpinteros primero y los arquitectos profesionales después, las cosas fueron
cambiando, algunas radicalmente como las iglesias, otras solo estéticamente como
las viviendas.

Pero antes de seguir avanzando, podríamos ver varios planos de la época


que se conservan como el de Sao Joan Batista, donde se representa la entrada del
gobernador y otro sobre La Candelaria, que era como la capital de los 30 pueblos.
Pero para una mayor comprensión de los distintos componentes urbanos de estos
pueblos, una vista a vuelo de pájaro de la artista francesa Leonie Matthis (Fig. 23)
nos ilustra mejor. Vemos entonces la plaza como centro distribuidor de las
actividades, a donde se arriba por un claro eje que tiene como fondo la iglesia, la
residencia de los PP. y talleres a la izquierda y el cementerio a la derecha. Luego
el Cabildo sobre la plaza, las casas de los indígenas, sin que se diferencien de la
institución cabildar, el cotiguazú o casa de viudas, viviendas de indígenas
distribuidas por barrios (sobre la plaza la casa del cacique y finalmente la casa para
los viajeros, y detrás de la iglesia/residencia, la huerta común, y las capillas de
difuntos, el ingreso principal a la plaza.

19
Fig. 23 San Ignacio Miní de la artista francesa Leonie Matthis

La plaza (Fig. 24) era el ordenador del espacio urbano, tenía un profundo
sentido ceremonial dada por la multiplicidad de fiestas y procesiones, danzas,
comidas colectivas, etc.. Sus calles rectilíneas,
trazadas “a cordel” eran de 13 a 15 metros de
ancho, delineadas conforme al esquema de
clásico damero ortogonal, con una más ancha y
central de ingreso con punto focal hacia la
iglesia. El rollo que aquí vemos representado,
estaba coronado por una imagen de la Virgen.
También en los planos antiguos se muestran,
sobre el ingreso a la plaza, otras dos capillas
que eran para velatorios, una para párvulos, otra
para adultos. Pero que cumplían también una
función estética pues evocan vagamente el
dispositivo barroco de las torres de las iglesias
de Santa María in Monte Santo y Santa María
dei Miracoli en Roma, que enmarcan el eje
perspectivo de la Piazza del Popolo desde la Via
del Corso.
Fig. 24 La plaza

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Iglesia/cementerio El expulso P. Cardiel escribió que hay solo una iglesia en
cada pueblo con tres puertas por el frente y otras en los laterales (Fig. 25), que
abren una al cementerio y otra al patio de los jesuitas. Los techos de madera
recibían una cubierta de tejas que estribaban en grandes pilares, de fuertes y altos
troncos de árboles, a los que se le chamuscaban las raíces para contener la
humedad, al resto se lo labra y luego se lo inca en el hoyo. Después se colocan
tirantes, tijeras, soleras y finalmente el tejado. Concluido el techo, cuyo peso estriban
en los pilares, se prosigue con las paredes que se blanqueaban. Este sistema
constructivo deriva de la experiencia regional, cuyos muros primero fueron de
vegetales, luego de barro y finalmente de piedras (diapo 38). Las dimensiones de
aquellas grandes iglesias era de 60 o 70 metros de largo por 12 o 15 de ancho y
todas de tres naves, excepto Concepción que tenía cinco naves con un ancho de 35
metros. Tenían por lo común cinco altares con sus retablos dorados, como lo están
los pilares de la nave, la bóveda y marcos de las aberturas, que también llevan ricas
pinturas.

Fig. 25 Detalle, iglesia. Pueblo de San Juan que fue uno de los del Uruguay que se intentó entregar a
Portugal .1756. BNF, GeC2769.

Fig. 26 Restos de la monumental iglesia de São Miguel Arcanjo, fundado en 1632, trasladada en
varias oportunidades. Su iglesia la comenzó a construir el P. Francisco de Ribera y la terminó el
arquitecto jesuita milanés Juan Bautista Prímoli.

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Pero no es así que había una sola iglesia, se encontraban también algunas
capillas como la infaltable de Loreto (hoy solo se conserva la de Santa Rosa), o en
sus restos arqueológicos en la reducción de Loreto (Fig. 27). Pues la especial
devoción jesuítica la había traído el mismo P. Torres cuando en el artículo 3 de sus
Instrucciones señala que debían construirse en todas las reducciones con las
proporciones de la Santa Casa y debían llevar una reliquia de ésta.

Fig. 27 Restos arqueológicos de la Capilla de Loreto en el pueblo de Loreto (Misiones-Argentina)

Junto a la iglesia se encontraba el cementerio (Fig. 28), pues por higiene no


se enterraba a nadie dentro de la iglesia, excepto a los sacerdotes y al corregidor o
un cacique principal y dentro del cementerio cuadrangular se encontraban cuatro
parcelas perfectamente identificadas de niños, niñas, adultos y adultas.

Fig 28 Cementerio (San Juan Bautista) dividido en “cuarteles” destinados a varones, mujeres, niños y
niñas

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Residencia de los Padres / talleres Al otro lado de la iglesia se levantaba la
casa de habitaciones aporticadas de los jesuitas que siempre son dos o tres
individuos, donde se ubican sus aposentos, refectorio, almacenes del común, oficina
del mayordomo, armería y escuela de música y danzas, todas hacia un gran patio.
Luego hay otro patio de todo género de oficinas donde se ubican los herreros,
carpinteros, tejedores, plateros, estancieros, doradores, rosarieros, entre otros
oficios.

Huerta: Detrás de ambos patios (Fig. 29) se ubicaba la huerta de los Padres.
Era el espacio límite entre la misión y la propia selva. Espíritu barroco en plantas
exóticas, herbarios. Pero también almácigos de yerba que permitieron a los jesuitas
replantear el sistema laboral de los indígenas, pues las plantaban cerca y no tenían
que ir a buscarla a sitios lejanos.

Fig. 29. Huerto San Juan Bautista espacio límite entre la misión y la propia selva Espíritu barroco en
planta exóticas, herbarios. Pero también almácigos de yerba.

El P. Cardiel agrega que hay graneros para el común (ubicados al costado de


la casa de los Padres) y cárcel para los delincuentes, que suponemos se podía
encontrar en el mismo Cabildo como en las ciudades españolas. Pero parece ser
que fueron ocasionales y escasas, pues los delitos se castigaban en público.

No se señala la ubicación del Cabildo en los planos de la época, aunque se


encontraba junto a la plaza y lo único que lo diferenciaba de las casas era el escudo
real colgado sobre su puerta. Aquí se elegían cada primero de año las autoridades
indígenas. Es un edificio que no faltó nunca en las reducciones, pero a diferencia de
las ciudades hispanas, no resaltó en su arquitectura representativa del poder civil en
competencia con el poder religioso de las catedrales, sino que fue simplemente una
casa más. Así corresponde a estas repúblicas teocráticas donde el misionero
encarnaba el poder, como representante de Dios y de la Iglesia.

Una vista (Fig. 30) de los restos arqueológicos de Trinidad nos muetra
claramente los núcleos habitacionales aporticados, donde se circulaba por el pueblo
evitando las constantes lluvias, pero sobre todo queda en evidencia la calidad
constructiva de las mismas donde incluso había ocasión para la ornamentación.

23
Fig. 30 Restos Arqueológicos de Trinidad

Finalmente el Coriguazú. (Fig. 31) En cada pueblo había una “casa de


Recogidas y en algunos de Huérfanos”. Ubicada en el plano junto al cementerio,
calle de por medio, estos edificios comenzaron a construirse en 1714 en las
reducciones de Apóstoles, Santa Rosa y luego en casi todas, por órdenes del
provincial Luis de la Roca que advirtió el gran número de mujeres solas, como de
niñas huérfanas, debido a la pérdida de hombres en los reclutamientos militares.
Estos edificios, sustentados por el tupá-mbaé (bienes comunes), que se los ha
considerado originales en la traza urbana misionera, no lo fueron tanto, pues en las
ciudades españolas y desde el Medioevo exitían casas de huérfanas. Eran
regenteadas por una india mayor y hasta en ocasiones tenían una capilla.

Fig. 31 Cotiguazú (San Juan Bautista) O casas de viudas , o de las mujeres cuyos maridos habían
abandonado temporalmente el pueblo por trabajos en las estancias, viaje en los barcos, expediciones
(guerras)

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Bueno, hasta aquí llegamos, con un pantallazo muy general del desarrollo
arquitectónico y urbano de los jesuitas en Iberoamérica, concluyendo con uno de los
ejemplos más significativos de su labor, como fueron los poblados indígenas
cristianos, tutelados por los jesuitas del Paraguay. Pero, como siempre digo, el arte y
la arquitectura son maravillosos si somos capaces de ver su contexto, ese aciago
tiempo que transitó un grupo humano muy particular, que tenía como fin superior:
salvar vidas primero, y luego, salvarlas para Cristo.

Porqué digo ésto? Cuando comentamos las labores de las reducciones, es


digno mencionar que en una de ellas, había una fábrica de crucesitas de madera.
Ustedes se preguntarán qué hacían con ellas?, pues no solo repartirlas entre sus
comunidades, sino que las usaban para ocasiones especiales. Efectivamente, los
jesuitas, por ejemplo, se anotaban como capellanes en las entradas de castigo que
los españoles hacían al Chaco, arrasando con mujeres, niños y ancianos. Ustedes
dirán qué mal estos jesuitas?. Pues justamente lo hacían para adelantarse a la orda
asesina y colocarles las crucesitas en el pecho de los indígenas, sin que sean
cristianos, solo para identificarlos como tales y salvarles su vida.

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