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discurso crítico
Peter Burke.
Gregorio Magno.
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Contenido
1. Introducción…………………………………………………………………………........ 4
4. Conclusiones……………………………………………………………………………….37
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Introducción
Nueva novela histórica es el término utilizado para designar aquellas novelas históricas
latinoamericanas que se apartan, en sus estrategias narrativas y en el modo en que asumen el
pasado, de las novelas históricas escritas en el siglo XIX. Estas últimas fueron fundamentales
en la consolidación de los proyectos independentistas y en la formación de las jóvenes
repúblicas. Sin embargo, como ya lo expusieron Seymour Menton (1993) y María Cristina
Pons (1999), a principios del siglo XX la producción de estas novelas históricas se vio
reducida de forma considerable debido, por una parte, al auge del movimiento modernista, y
por otra, a la esperanza que suscitó la Revolución Cubana1.
Solo hasta comienzos de los años setenta, en medio del fracaso de las promesas
revolucionarias, y en plena consolidación de las dictaduras militares, la novela histórica
participó de un nuevo protagonismo en el panorama literario de Latinoamérica. Frente a la
actitud reverente, épica y mitificadora, característica de los narradores decimonónicos, la
nueva novela histórica se destaca por su actitud irreverente y revisionista hacia los discursos
hegemónicos de la historia oficial. Tal actitud se apoya en recursos narrativos y estilísticos
que resaltan el carácter subjetivo del proceso de reconstrucción del pasado. El anacronismo,
los efectos de inverosimilitud, la ironía y la parodia son algunos de ellos. Estos
procedimientos derivan en una (re)escritura desmitificada de la historia misma.
En el caso particular de Colombia, según lo expuesto por Pablo Montoya (2009) en su libro
Novela histórica en Colombia 1988-2008, la producción de narrativa histórica ha oscilado
entre la pompa y el fracaso. Los motivos que conducen a Montoya hacia un balance tan
negativo del género se fundamentan, principalmente, en la observación de que muchas
novelas históricas producidas en este período, en lugar de transgredir e interpelar las versiones
hegemónicas de la historia, hacen de ellas un monumento al que rinden homenaje,
privilegiando con ello las voces de victimarios y opresores.
1
Para un análisis completo sobre las condiciones históricas que contribuyeron al surgimiento de la Nueva
novela histórica, véase Historias híbridas: la nueva novela histórica latinoamericana (1985-2000) ante
las teorías postmodernas de la historia, de Magdalena Perkowska.
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Para llegar a esta conclusión, Montoya utiliza en este libro, “por razones de equilibrio y
extensión” (15), un corpus de veintidós novelas. De ellas excluye aquellas que abordan la
Primera o la Segunda Guerra Mundial, así como las que tratan “el Bogotazo y sus
consecuencias nacionales” (14). Así, veintiuna de las veintidós novelas abordadas por
Montoya recrean realidades nacionales que van de la Conquista y la Colonia, en los siglos
XVI, XVII y XVIII hasta el período de la Independencia y la consolidación de la República
en el siglo XIX. La novela sobrante, Tamerlán, trata una realidad “extraterritorial”, que sirve
al autor para mostrar la influencia del “imaginario modernista de matices cosmopolitas” (14).
En Novela histórica en Colombia 1988-2008 (2009), las novelas que abordan el tema de la
Conquista se analizan y valoran en un capítulo que lleva por título “Apología y rechazo de la
Conquista”. De las tres novelas que allí se estudian (Ursúa, de William Ospina; Balboa, el
polizón del Pacífico, de Fabio Martínez y Muy Caribe está, de Mario Escobar Velásquez), dos
de ellas salen mal paradas: Ursúa y Balboa, el polizón del Pacífico. De la novela de William
Ospina, Montoya dice que la denuncia que se hace de los actos viles y crueles de los
conquistadores españoles es ambigua (Nov. Histórica en Colombia, 2009, 114), ya que
Ospina extiende una valoración positiva sobre las empresas de los caudillos. Esto obedece,
según el autor, al interés de Ospina de recuperar la hispanoamericanidad que se había visto
ensombrecida por la leyenda negra del exterminio y el saqueo de las tribus y pueblos
indígenas.
Además de la denuncia ambigua, Montoya critica el tono solemne y épico de Ursúa: “La
solemnidad que penetra las novelas de Ospina está hundida en una retórica que surge
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desprovista de humor y de irreverencia frente a los discursos oficiales de la historia” (116).
Esta falta de irreverencia se manifiesta en la forma en la que el narrador insiste, por medio de
acotaciones y notas al pie, en la verdad de los hechos que se narran y en la existencia real de
los personajes. Según Montoya, “Ospina es un narrador que prefiere no inventar” (118). Y en
este sentido, “Ursúa se caracteriza por su servidumbre a lo que ‘realmente pasó’”. “El escritor
[Ospina] ahoga las verdades de la literatura para revitalizar y divulgar ciertas verdades
históricas” (119).
El caso de Balboa, el polizón del pacífico es similar al de Ursúa. Su afán de verdad empuja al
narrador a enseñar, de manera didáctica y ejemplarizante, documentos y fuentes bibliográficas
como pruebas indiscutibles de la historicidad de la novela (120). En otras palabras, en la
novela de Fabio Martínez se privilegia la verdad exacta de la historia por encima de la verdad
simbólica de la imaginación. Ahora bien, a esta reverencia documental de la historia,
Montoya contrapone una novela en la que “los cimientos de la historia tiemblan, se
desplazan” (53). Se trata de La risa del cuervo, de Álvaro Miranda. Esta novela, que narra al
mejor estilo de Edgar Allan Poe las vicisitudes de José María Ribas, compañero de Simón
Bolívar en la lucha independentista, utiliza el humor y la poesía para mostrar el fracaso y la
desolación provocados por la guerra. En la novela de Miranda, Ribas se pasea por el territorio
colombiano llevando su propia cabeza en las manos luego de ser capturado y decapitado por
las tropas realistas.
Parafraseando a Montoya, la novela de Miranda abreva en las fuentes del surrealismo europeo
y hace de los sueños un mecanismo apropiado para representar lo instantáneo de los
acontecimientos, así como su fragilidad ante el carácter destructivo de la violencia. Según el
crítico,
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según unos, se aproxima al pasado cual si este fuera un recinto sagrado y veraz.
(Montoya, 103)
Las valoraciones estéticas y éticas expuestas por Montoya sobre las novelas de Ospina,
Martínez y Miranda son la puerta de entrada para interpretar, en Tríptico de la infamia, la (re)
escritura de la historia de la Conquista. Esta novela, a diferencia de Ursúa, no es ambigua en
la denuncia de la crueldad de los conquistadores españoles; tampoco vacila en dudar de las
ideas de progreso y civilización que supone el renacimiento europeo. En cambio, la revisión
que se hace del pasado en Tríptico de la infamia responde a la necesidad de explicar un
presente convulso en el que se imponen sistemas políticos autoritarios y represivos que
tienden a reducir la realidad a visiones univocas, acabadas de una vez y para siempre, con el
fin de legitimar su poder.
Teniendo en cuenta lo anterior, este trabajo busca profundizar en los modos en que Tríptico
de la infamia (re)escribe y valora la historia de la Conquista. ¿Qué recursos narrativos y
estilísticos utiliza Pablo Montoya para hacer temblar los cimientos de la historia que ocultó
las voces de los vencidos?, ¿cómo valorar la imagen del indígena y la naturaleza sin caer en el
cliché del exotismo o en la pose decorativa y prescindible del paisaje?, ¿de qué manera
resaltar que toda representación de los hechos está ligada al individuo que los observa?
Según María Cristina Pons (1999), uno de los recursos narrativos utilizados en la nueva
novela histórica para desmitificar el pasado es la estrategia autorreflexiva; es decir, la
narración resalta el proceso de reconstrucción de los hechos representados en ella. No se
oculta, en este sentido, la presencia de un observador en la valoración de la historia. Augusto
Roa Bastos, con su novela Yo el supremo; Fernando del paso, con Noticias del Imperio y
Tomás Eloy Martínez, con La novela de Perón hacen de la estrategia autorreflexiva su
caballito de batalla para cuestionar la legitimidad de la historia oficial. Tríptico de la infamia,
por su parte, no se queda atrás en el uso de la estrategia autorreflexiva. De hecho, podemos
afirmar, sin temor a equivocarnos, que en esta novela el carácter autorreflexivo es el recurso
más importante en la (re)escritura y desmitificación de la historia de la Conquista.
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palabras, el lector de Tríptico de la infamia acepta un pacto de lectura en el que debe
establecer analogías entre la actividad de pintar y el ejercicio de escribir. Pero más allá de
esto, el lector de Tríptico de la infamia recibe, durante el proceso de lectura, y a partir de las
semejanzas que establece con las pinturas citadas y (d)escritas en la novela, toda la
información sobre las condiciones de producción del texto que lee.
Es necesario aclarar, en este punto, que en la novela de Montoya las artes visuales no
aparecen de forma material; es decir, el texto no se acompaña de ilustraciones salvo en la tapa
del libro (en la carátula del libro editado por Random House, primera edición, se nos muestra
“La matanza de San Bartolomé”, pintura de François Dubois; en la edición de Celarg,
editorial venezolana, se nos muestra una acuarela de un cacique timucua, elaborada por
Jacques Le Moyne). Entonces, si no es de manera material, ¿cómo se presenta la pintura, el
grabado y el tatuaje en Tríptico de la infamia?, ¿a partir de qué estrategias discursivas?
Para responder a estas preguntas, dividiremos nuestra exposición en dos capítulos. El primero
de ellos tendrá como eje principal la articulación de las artes visuales con la construcción de
una historiografía crítica y heterogénea sobre la Conquista de América. Allí se definirán, en
un primer momento, conceptos clave como écfrasis, lectura iconotextual y circunstancia
onírica de la historia; luego, resaltando el carácter autoanalítico de la novela como producto
de la reflexión sobre lo visual, analizaremos el papel del narrador y los personajes artistas. El
segundo capítulo, por su parte, estará dedicado a la explicación del funcionamiento
subversivo de la écfrasis. Esta explicación se llevará a cabo por medio de una selección de
pinturas y grabados, “traducidos” y reorganizados al lenguaje verbal por intervención de la
écfrasis. Hemos decidido, para acompañar el análisis de estos textos ecfrásticos, incluir los
respectivos referentes visuales en nuestra exposición.
Los dos capítulos que constituyen esta monografía tienen como objetivo apoyar la tesis de que
Tríptico de la infamia, como nueva novela histórica, propone una historiografía crítica sobre
la Conquista de América por medio de la relación intermedial que establece con las artes
visuales. Esta relación dota a la obra de un carácter autorreflexivo, que pone en duda aquella
consigna del pensamiento moderno que distingue entre objeto conocido y sujeto cognoscente.
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Frente a esto, Tríptico de la infamia enfatiza “la enunciación que enuncia, […] la mano que
dibuja la mano” (Mignolo, 2009, 166).
Capítulo I
Lewis Hein
A las palabras de Lewis Hein, pueden sumarse las siguientes: aunque la historia no miente,
son los vencedores quienes escriben la historia. Al final de la introducción que precede a este
capítulo, dijimos que las artes visuales en Tríptico de la infamia favorecen la construcción de
un discurso histórico autorreflexivo y crítico sobre la Conquista de América. Sin embargo,
para sostener esta afirmación es necesario aclarar primero el modo en que lo visual se
relaciona con lo textual. En las líneas anteriores dijimos que en la novela de Montoya las
pinturas, los grabados y los tatuajes no tienen presencia material, como sí ocurre en el cómic,
la novela gráfica o los poemas iluminados de William Blake. A diferencia de estos materiales,
en la novela de Montoya lo visual aparece “traducido” al lenguaje verbal y presentado a través
de la voz de un narrador (ya sea un personaje o una proyección ficcional del autor). En
palabras de Luz Aurora Pimentel (2012),
ciertos textos establecen una relación tanto referencial como representacional con
un objeto plástico que el propio texto propone como otro con respecto al discurso
que intenta representarlo. (Pimentel, 2012, 307)
9
Constelacioles I (2012). Como observa la autora, la definición de este término se remonta
hasta “los Progymnasmata de los siglos I al V d.C., en especial en los manuales que
proliferaron durante la llamada Segunda Sofística” (307). Por esta época, la écfrasis tenía una
virtud particular que consistía en su capacidad de describir vívidamente un objeto, hasta un
grado tal que el oyente pudiera “ponerlo ante sus ojos” (307). Esta virtud de la écfrasis se
denominaba enargeia; sin embargo, con el transcurso del tiempo, la descripción de la écfrasis
se limitó a “objetos plásticos de tipo figurativo” (307), es decir, pinturas, esculturas, grabados,
etc. de modo que la écfrasis, en la crítica literaria contemporánea, se redujo a la
“representación verbal de un objeto plástico” (307).
Con todo, aunque en la écfrasis no está presente lo visual, al menos de forma directa, la
representación verbal del objeto plástico (pinturas, grabados o tatuajes) supone una
interacción compleja entre dos sistemas semióticos. En la écfrasis, el objeto plástico se lee, re-
presenta y (d)escribe como si fuera un texto (Pimentel, 308), lo que permite comprender la
écfrasis como un ejercicio intertextual. El otro semiótico de la palabra (el objeto plástico
citado) es incorporado, en forma de texto, al discurso verbal que intenta representarlo; pero en
el proceso de incorporación, lo visual, además de ser transformado y reorganizado, transforma
a lo verbal añadiéndole cualidades que son del orden de lo icónico (Pimentel, 309). El
resultado es un iconotexto2, es decir, “un texto complejo en el que no se puede separar lo
verbal de lo visual” (309). Pimentel aclara que si bien el concepto de iconotexto designa la
yuxtaposición intermedial de texto e imagen, “ciertos textos […] se construyen como
verdadera invitación a una lectura iconotextual” (310). Tríptico de la infamia es uno de esos
textos.
2
Para otra perspectiva sobre este término, véase “Más allá de la comparación: imagen, texto y método”
de W.J.T Mitchell, en Literatura y Pintura (2000).
10
de este periodo se fundamenta en la cronología de las acciones descritas a lo largo de la
narración. Sin embargo, es necesario aclarar que aunque este trabajo, por razones que
obedecen a su tipología expositiva-argumentativa, presenta las tramas narrativas de la novela
de forma lineal, no imita en ello la lectura que propone la matriz visual de Tríptico de la
infamia. El título mismo de la obra indica al lector una lectura dinámica de la historia3 en la
que las partes de la obra –las voces y los espacios narrativos incluidos en ellas– se pliegan y
dialogan la una sobre la otra.
3
Según el DEL (Diccionario de la lengua española) un tríptico es “una pintura, grabado o relieve
distribuidos en tres hojas, unidas de modo que puedan doblarse las de los lados sobre la del centro”.
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Ahora bien, hay que decir que en la configuración de la historia que propone Tríptico de la
infamia se observa, de entrada, un gesto subversivo con respecto a la tradición de novelas
históricas que han representado el periodo de la Conquista en los últimos años del siglo XX.
En la novela de Montoya, las guerras religiosas europeas atraviesan la intriga novelesca, hasta
transformarse en un elemento estructurante y composicional. Pero lo subversivo de esta
novela no debe buscarse en la exaltación de la guerra sino en su rechazo y denuncia
contundentes. La guerra se nombra con el único fin de mostrar su faz infame. En este sentido,
se comprende la elección que hace el autor de las voces narrativas y los personajes que
protagonizan las acciones. Tríptico de la infamia, a diferencia de novelas como Ursúa o
Balboa, el polizón del Pacífico, no hace apología alguna de caudillos o acciones militares,
pues estos adquieren un lugar secundario en la narración. En cambio, los protagonistas de esta
historia son tres pintores protestantes: Jacques le Moyne, pintor de Diepa; François Dubois,
pintor de Amiens y Théodore de Bry, pintor de Lieja. A cada artista, Montoya dedica una
parte de las tres que conforman la totalidad de la novela. Todos ellos son perseguidos por la fe
que profesan y por su actitud crítica frente al trato que reciben los indígenas por parte de los
conquistadores españoles. Esto deriva en una escritura que se realiza desde los márgenes de
las historias oficiales.
De entrada, el hecho de que los protagonistas de Tríptico de la infamia sean artistas introduce
en la narración la reflexión sobre la actividad de representar. En esta reflexión, los
protagonistas discuten sobre los alcances de sus materiales artísticos –las posibilidades
expresivas del color, la amplitud generada por la perspectiva, la tradición artística en la que se
incluyen las figuras y motivos que representan–; dejan al desnudo sus prejuicios y su
subjetividad en la configuración de la realidad y analizan la función social de sus
producciones. Con todo, aunque los tres artistas están vinculados por su postura crítica frente
al catolicismo y por su adhesión a la religión protestante, cada uno de ellos asume actitudes
particulares de acuerdo con sus propias vivencias y con el espacio geográfico en el cual se
inscribe. Por ello, en los siguientes párrafos analizaremos en detalle cada una de las figuras
que componen las tres partes del tríptico.
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2. Jacques Le Moyne, Françoise Dubois y Théodore de Bry: sujeto y enunciación
Según la historia contada en Tríptico de la infamia, Jacques le Moyne, pintor de Diepa, antes
de embarcarse en la expedición hacia el “Nuevo Mundo”, militaba en las tropas hugonotes del
almirante Coligny. Sin embargo, “no manejaba bien el arcabuz y nunca fue diestro con la
alabarda. Se la pasaba, en cambio, haciendo dibujos de caballos en reposo, de fortalezas y
castillos, de sus compañeros que jugaban a las cartas o bebían en las posadas de la holganza”
(Tríptico de la infamia, 11). Su rechazo de la guerra y su amor por la pintura son los que lo
llevan a trabajar en el taller de Tocsin, un viejo y sabio cosmógrafo. Allí fabrica cartas de
navegación y portulanos4; le obsesionan las imágenes con las que su maestro representa la
geografía y los habitantes americanos.
¿Eran parecidos los indios que habitaban América a los que un sabio como Tocsin
suponía encerrado en su taller, y que colocaba desperdigados, con sus flechas,
plumas y taparrabo, en las latitudes de un planisferio? ¿Hasta qué punto decían la
verdad las cartas trazadas por hombres que lo saben todo y están quietos?
(Montoya, 20)
Estas preguntas son las que motivan a Le Moyne a trazar en el papel su propia representación
de América, basado en los testimonios alucinantes de los cronistas de Indias (Beda el
venerable, Thomas de Cantimpré y Cristobal Colón). Pero, más que nada, lo que encierran
estas preguntas es una profunda reflexión sobre la relación que existe entre la representación
del mundo y el mundo representado por ella. O mejor, lo que estas preguntas evidencian es el
carácter indisociable que hay entre el sujeto cognoscente y el objeto cognoscible. Sobre esta
postura epistemológica se articula la relación entre artes visuales, literatura e historia que
propone la novela de Montoya. Mediante un sistema de analogías, en Tríptico de la infamia la
historia, al igual que el arte visual, es definida como la valoración de los seres humanos sobre
los eventos y las cosas. Hacemos énfasis en la palabra valoración porque implica,
necesariamente, tanto un sujeto como un lenguaje particulares.
4
Según el DLE (Diccionario de la lengua española) un portulano es “una colección de planos de varios
puertos, encuadernada en forma de atlas”.
13
En este sentido, cuando el discurso histórico se reconoce como tal, es decir, como narrativa,
deja al descubierto sus dimensiones retórica, subjetiva y contextual. Los personajes artistas de
Tríptico de la infamia son conscientes de estas dimensiones. Así lo demuestran las palabras de
Tocsin que llegan a la mente de Le Moyne cuando este último, habiendo arribado ya al
continente americano, conversa entre sueños con su viejo maestro:
[Jacques le Moyne] hundió los ojos entre las formas despedazadas del cielo, y se
encontró de pronto conversando con Tocsin en el taller de Diepa. […] El maestro
hablaba de una carta posible en la que se ilustrara el paso de lo transitorio. Una
carta que se refiriera al movimiento de las nubes, a la caída de las nevadas y al
vaivén de las tormentas. Mientras usted viaja por esas tierras incógnitas, joven
Jacques, me lanzaré, como si ello fuera mi último deber, a levantar una carta en la
que lo importante sea la fijación de lo efímero. […] Le Moyne lo miró y le dijo
que, a ese paso, maestro, usted me propondrá algún día que fije una cartografía de
los sueños. […]Le Moyne se preguntaba, suspendido en ese diálogo radiante entre
cielo y mar, […] si todo esto que vivía no era más que un trozo de esa carta
desgarrada por una entidad poderosa5. Le llegaban las palabras de Tocsin que
decían, no olvide, en todo caso, que al levantar mapas construimos metáforas,
retazos de discursos de algo que intenta sobrevivir en medio del tiempo que es
inasible. Hacemos mapas con círculos, con cuadrados, con líneas y puntos, pero la
verdad es que estamos describiendo relaciones de poder, divisiones jerárquicas,
ambiciones sociales y sueños. Sobre todo sueños que se difuminan en el espacio de
la imaginación como lo hace el polen en el aire de las fecundaciones.6 (T. de la
infamia, 48)
De esta cita, vale la pena detenerse en dos aspectos que están estrechamente relacionados. El
primero de ellos tiene que ver con algo en lo que ya hemos insistido en las líneas anteriores,
pero que merece ser resaltado. El arte visual –en este caso los mapas, cartas de navegación y
portulanos– cumple una función metafórica doble: no solo representa la actividad literaria
sino también el ejercicio historiográfico. Sin embargo, no se trata de una metáfora
generalizada o abstracta. Lo que esta metáfora representa es la manera particular en la que
Montoya asume la historia y la escritura, y de forma todavía más específica, es la apuesta
estética del autor colombiano en Tríptico de la infamia.
5
Las cursivas son nuestras.
6
Ibíd.
14
El segundo aspecto está relacionado, justamente, con el modo en que se interpretan y dialogan
estas dos prácticas discursivas (la historia y la literatura). En Novela histórica en Colombia
1988-2008. Entre la pompa y el fracaso (2009), libro que mencionamos en la introducción de
este trabajo, Pablo Montoya, refiriéndose a los logros de La risa del cuervo de Álvaro
Miranda, se expresa en los siguientes términos:
Lo poético de la Risa del cuervo es una fuerza que estremece las leyes de la verdad
realista y, en ese camino, desbarata cualquier certeza ideológica del ayer. Al ser
una novela que está sumergida en algo que podría denominarse la circunstancia
onírica de la historia7, el libro de Miranda se convierte en un ataque, entre
divertido y feroz, hacia la clásica narración de este género. La relación es
conflictiva. ¿Cómo puede ser la historia parte del mundo de los sueños y sólo apta
para ser narrada desde la perspectiva poética? “La verdadera imagen del pretérito
–afirma Walter Benjamin– pasa fugazmente. Sólo como imagen que relampaguea
en el instante de su cognoscibilidad para no ser vista más”. Es lo efímero de todo
acto humano lo que limita con lo ilusorio y lo fantasmagórico, con la imposibilidad
de la permanencia y lo fantástico. La literatura, por ello, envuelve al pasado en una
atmósfera inevitablemente onírica. […] Lo que desde Aristóteles es claro, es decir,
que la historia es el discurso de los eventos tal y como ocurrieron, y que la poesía
supone estos acontecimientos tal y como debieron ocurrir, está plasmado con
agudeza en la obra de Miranda. (Novela histórica en Colombia, Montoya, 96)
Lo que Montoya dice acerca de la novela histórica de Miranda lo aplica de manera coherente
en Tríptico de la infamia, apoyándose en eso que él designa como circunstancia onírica de la
historia. Con todo, hay que ser enfáticos en afirmar que tal circunstancia no significa una
cancelación de la historia en la que se impone el caos de lo inabarcable. El fondo de los
eventos en Tríptico de la infamia es tan histórico como sus personajes. Simplemente, esta
condición onírica de la historia rescata lo instantáneo de los actos humanos para contraponerlo
a las muy cuestionables ideas de permanencia y eternidad. Lo instantáneo abre el camino de
lo posible. Por este camino, y no por el de certezas acabadas, es por el que transita la
imaginación literaria; en ello reside su fuerza subversiva y desmitificadora.
Puede afirmarse, incluso, que en la novela de Montoya la idea de lo posible se lleva al plano
de la alteridad. El deseo de Jacques le Moyne, pintor francés, por comprender y abarcar a su
otro cultural que es el indígena americano, encuentra su correlato expresivo en el deseo de lo
7
Ibíd.
15
verbal por imitar lo visual. En Tríptico de la infamia, el texto sueña con ser imagen. En ese
proceso de reorganización y traducción de lo visual a lo verbal, la imagen adquiere un potente
dinamismo a la vez que el texto se nutre con cualidades icónicas. El efecto estético se refuerza
cuando los procesos de traducción semiótica son tematizados en el nivel de la intriga. Ejemplo
de ello es el episodio en el que Le Moyne intercambia con Kututuka un repertorio simbólico
que refleja lo propio de cada cultura:
Kututuka asintió con la cabeza y lanzó una carcajada cuando Le Moyne le propuso
que se pintaran mutuamente. […]Le Moyne hizo un compendio de su imaginación.
Estableció un puente que unía, a su modo, la reluciente vigilia americana con los
viejos sueños europeos. En la frente dibujó una rosa de los vientos. […] Pintó cruces,
anclas, blasones entrelazados en los carrillos en los que sobresalían el trébol, el
diamante, la pica y el corazón. […] El mentón de Kututuka devino el angosto territorio
donde tres flores de lis formaban un triángulo. […] Las nalgas las cubrió de diseños
espirales que había visto dibujados en los pisos de ciertas catedrales. Finalmente, con
el esmero de un orfebre, hizo alas de golondrinas azules y negras en las piernas y los
pies. […] Luego fue el turno del indígena. […] Le Moyne vio el reflejo de su mirada
detenida en una especie de terror jubiloso. […] El pintor indio y sus ayudantas se
hundieron en un silencio hasta que el otro también se convirtió en un cuadro
ambulante. Le hicieron, con unos pigmentos blancos y rojos, unas manchas abstractas
que, en vez de situar el cuerpo en alguna coordenada especial, lo arrojaban a un
interregno donde se intentaba definir un misterio fragmentariamente.
8
Cursivas nuestras.
16
el gran problema que suscita la concepción del mestizaje americano en Ospina es la
manera en que está expresada. No sólo está el hálito ceremonioso de su narrativa,
sino también algunos rasgos del ingrediente indígena en sus novelas, que resulta
bañado por ese color local que ha terminado por reducir los alcances interpretativos
de gran parte de la literatura latinoamericana. Lo que quiero decir es que el
indígena y su mundo en Ursúa y El país de la Canela son decorativos, y su espesor
no supera la colorida estampa exótica. El peso de este neoindianismo, no obstante
se le valore desde sus rituales mágicos y su sabiduría ancestral, es de prosapia
europeizante. De tal manera que al confrontar los esquemas poéticos en los que
quedan reducidos los indígenas en la obra de Ospina, se terminan añorando las
visiones más complejas, así estén sesgadas por la denuncia sociológica y el boceto
antropológico, que plantearon en su momento los novelistas del indigenismo
latinoamericano. (Novela histórica en Colombia, 2009, 121)
Para no caer en esa prosapia europeizante, que hace del indígena una viñeta exótica, Montoya
retoma en Tríptico de la infamia las visiones sociológicas y antropológicas sobre los ritos y
costumbres de los pueblos americanos. Estas visiones se manifiestan en la empresa de Jacques
Le Moyne de acceder al sistema de representación de los timucuas, tribu que habitó las tierras
de la Florida. El pintor de Diepa reconoce en los tatuajes corporales de estos pueblos un tejido
de complejas significaciones sociales, políticas y estéticas. Cada color, cada figura y cada
parte del cuerpo implicados en el tatuaje tribal son motivo de admiración y respeto para el
joven artista:
17
que las artes visuales se presenten como instrumento privilegiado para construir un discurso
crítico de la representación.
Conozco algo de ella [de la selva] por los viajes que he hecho al Putumayo y a la
Amazonía colombiana. Pero mi conocimiento de esos bosques vírgenes, como
dicen los francófonos, es vago, superficial y prejuicioso. No idealizo la selva ni la
condeno. Simplemente es un vasto territorio que ignoro. (Montoya, 236)
18
2.2 François Dubois y el lado oscuro del Renacimiento9
19
Cantonal de Bellas Artes. “Lo que hice fue meter mis vivencias, mis experiencias, mis
perspectivas y visiones del arte del siglo XVI francés en ese personaje” (Montoya, entrevista
2014), dice el novelista.
Sin embargo, como lo veremos más adelante, estas palabras pueden aplicar para los tres
personajes artistas de Tríptico de la infamia. Si bien la novela se fundamenta en una estricta
investigación de las fuentes históricas para construir, de manera verosímil, la profundidad
psicológica de los pintores, sobresale la relación que estos últimos entablan con el presente
del autor. Montoya no tiene problema con descubrir esa íntima relación ante los ojos del
lector. Al contrario, la enfatiza por medio de estrategias autorreflexivas.
En este sentido, nos aventuramos a decir que aunque la narrativa de Montoya suele privilegiar
intrigas ubicadas en realidades “extraterritoriales”, pertenecientes a tiempos remotos –así
ocurre, por ejemplo, en La sed del ojo (2004), Lejos de Roma (2008) y Sólo una luz de agua.
Francisco de Asis y Giotto (2009) –, pocas novelas hablan de Colombia y de sus problemas
contemporáneos con la fuerza narrativa y la calidad poética de su prosa.
Ahora bien, volviendo a François Dubois, y a los fantasmas que este pintor intenta
representar, es importante retomar la noción de écfrasis que expusimos al inicio de este
capítulo. Una de las obsesiones de este personaje es la de “extraerles un movimiento a
naturalezas que parecían muertas” (Montoya, 122). La dinamización de lo que en principio
parece inmóvil, corresponde, justamente, a la transformación que sufre lo visual en el proceso
de traducción al lenguaje verbal. Montoya utiliza la enargeia de la écfrasis para darle voz a lo
que ha sido silenciado y ponerlo ante los ojos del lector con la fuerza de un organismo vivo.
De este hecho podemos derivar una primera conclusión, cuyo alcance va más allá de las
posibilidades retórico-discursivas de la écfrasis, para inscribirse en lo que hoy conocemos
como el debate post-moderno. La historia de lo visible es también la historia de lo que ha sido
ocultado. Paralelamente, la historia de la mirada es, de una u otra forma, la historia del poder,
ya sea del poder legitimado o del poder desacralizado. Peter Burke, en la introducción a su
libro Visto y no visto (2005) dice que en lo que atañe a la historia del cuerpo “las imágenes
son una guía para el estudio de los cambios experimentados por las ideas de enfermedad y de
20
salud, y todavía son más importantes como testimonio del cambio experimentado por los
criterios de belleza, o de la historia de la preocupación por la apariencia externa tanto por
parte de los hombres como de las mujeres” (Burke, 2005, 11).
De igual forma, la historia de las imágenes proporciona al historiador información sobre los
cambios de mentalidad del ser humano a lo largo del tiempo. Sin embargo, muchos
historiadores han rechazado el valor de la imagen, fundados en el falso supuesto de lo que
Burke denomina “invisibilidad de lo visual” (12). Aunque no es nuestro objetivo principal
profundizar en la conocida y violenta separación de la literatura y la pintura establecida por
Lessing en su Laocoonte, es importante conocer los arbitrarios motivos que subyacen a esta
lucha de territorios. Carlos Rincón (2012) en su artículo “Texto-imagen más allá de la
comparación” dice que Lessing se propuso prohibir a las artes visuales
La separación de lo espacial y lo temporal que heredamos de los siglos XVII y XVIII también
afectó la forma de hacer historia. Según Walter Mignolo (2009), autor de “El lado más oscuro
del Renacimiento”,
En la relación intermedial de las artes visuales con la literatura, Montoya encuentra la forma
adecuada para articular las dimensiones espaciales y temporales que fueron separadas por el
discurso ilustrado. En ello reside la fuerza crítica de la novela y su poder desestabilizador. La
hibridez se convierte, en Tríptico de la infamia, en estructura, en forma profunda de
21
conocimiento. No se trata, como en otras novelas históricas colombianas, de evocar en tono
épico y ceremonioso la imagen irrecuperable del indígena; tampoco de elogiar las empresas
sanguinarias de conquistadores ni de una apología a la religión católica que justificó, en un
principio, la conquista del indígena a costa de endilgarle una esencia monstruosa y
demoniaca. Se trata, sí, de una denuncia contundente de la mirada. Según Enrique Dussel
(1994),
Aunque con estas consideraciones parecemos alejarnos del análisis de François Dubois, no lo
hacemos del todo. François Dubois es semejante, en Tríptico de la infamia, a un claroscuro
que recoge las contradicciones del nacimiento de la modernidad europea. Esto explica el duro
cuestionamiento que hace el personaje a la idea de que su época es un “siglo pleno de luz”
(Montoya, 115).
Hay dos rasgos de Dubois que develan la desconfianza del personaje en el mito moderno. Por
un lado, el cuestionamiento de la dicotomía entre lo mental y lo natural:
Tal vez esté errado, pero desde que era muchacho, al pintar las fachadas de la
catedral y los palacios de Amiens, e incluso cuando me lanzaba a hacer esbozos
donde aparecían las herramientas que me ayudaban a representar el mundo, se me
venía la idea de que el pensamiento y las emociones no solo pertenecen a los seres
vivos, sino que también son un atributo de los objetos. (Montoya, 122)
Por otro lado, la descreencia en la razón de los seres humanos como atributo que guía sus
acciones y conductas. La naturaleza del ser humano, como ser contradictorio y complejo, se
esboza claramente en las palabras que Dubois emplea para describir París.
22
Es paradójico, de todas formas, que en medio de la realización de este proyecto
surgiera una expresión particular de París. Solo hay que imaginar a un pintor
tratando de nombrar la vitalidad del lugar en que vive, suponerlo empujado por un
deseo imposible, así sea comprensiblemente humano, verlo sumergido en una labor
que no es más que su única justificación frente al tiempo que le ha correspondido;
basta verlo consternado y feliz porque esos y no otros son los límites que subyugan
al artista, y creyendo con candor que su obra se consolida en un propósito enorme
pero en el fondo infecundo; y basta confrontarlo entonces con la otra cara de la
ciudad, la que está sedienta de destrucción y muerte, y tal vez podría entenderse lo
que pasó conmigo y mi obra al estallar la violencia de San Bartolomé. (Montoya,
167)
En Tríptico de la infamia, la creación artística libra una batalla con la muerte y la destrucción
que se ciernen sobre ella. El desborde pasional de la violencia, manifestado en las guerras
religiosas de Francia, contrasta con la luz racional atribuida por algunos historiadores a la
época renacentista. No son gratuitas, en este sentido, las palabras del epígrafe que precede la
narración de esta segunda parte dedicada a Dubois: “Nuestra tradición es el desamparo”. Las
contundentes palabras de Reinaldo Arenas son las que recibe el lector antes de enfrentarse al
horror que marca la vida del pintor de Amiens.
Con todo, en el arte visual del siglo XVI comienza a gestarse una especie de apertura que es
celebrada por Dubois con enérgico entusiasmo. Esta apertura no es otra sino la secularización
de la representación. Según Dubois,
Una de las posibilidades expresivas que permite la secularización del arte en el siglo XVI es
la progresiva liberación de la imagen del lazo de la Iglesia y el Estado. El autorretrato, en este
sentido, adquiere un lugar importante en la historia de las artes visuales. De pintar y grabar
23
reyes o figuras religiosas, el artista pone la mirada en lugares y escenas privados. Por ejemplo,
Jacques Le Moyne, en la primera parte del tríptico, gusta de pintar a Ysabeau –mujer con la
que él y François Dubois mantienen relaciones sexuales en tiempos diferentes de la intriga, y
que será brutalmente asesinada en la matanza de 1572– y a las campesinas que rondan las
plazas públicas.
Pero volviendo al autorretrato, este género pictórico cumple, en Tríptico de la infamia, una
función metatextual; sirve a las estrategias autorreflexivas de la novela en la medida en que
acentúa el carácter subjetivo de la imagen y la distorsión de la realidad que se ejerce en toda
representación. Uno de los autorretratos que es traducido, por medio de la écfrasis, al lenguaje
verbal es el de Théodore de Bry, el personaje que articula la narración de la tercera parte del
tríptico y del que hablaremos a continuación.
El epígrafe que abre la tercera parte de Tríptico de la infamia, dedicada al grabador de Lieja
Théodore de Bry, pertenece a “Amor América”, uno de los poemas del Canto General de
Pablo Neruda:
Antes de la peluca y la casaca / fueron los ríos, ríos arteriales: / fueron las
cordilleras, en cuya onda raída / el cóndor o la nieve parecían inmóviles: fue la
humedad y la espesura, el trueno / sin nombre todavía, las pampas planetarias.
El hombre tierra fue, vasija, párpado / del barro trémulo, forma de la arcilla, / fue
cántaro caribe, piedra chibcha, / copa imperial o sílice araucana. / Tierno y
sangriento fue, pero en la empuñadura / de su arma de cristal humedecido, / las
iniciales de la tierra estaban / escritas.
Nadie pudo / recordarlas después: el viento / las olvidó, el idioma del agua / fue
enterrado, las claves se perdieron / o se inundaron de silencio o sangre.
No se perdió la vida, hermanos pastorales. / Pero como una rosa salvaje / cayó una
gota roja en la espesura / y se apagó una lámpara de tierra.11
Yo estoy aquí para contar la historia. / Desde la paz del búfalo / hasta las azotadas
arenas / de la tierra final, en las espumas / acumuladas de la luz antártica, / y por las
madrigueras despeñadas / de la sombría paz venezolana, / te busqué, padre mío, /
11
Los versos en cursiva son los que aparecen como epígrafe en la tercera parte de Tríptico de la infamia.
24
joven guerrero de tiniebla y cobre / oh tú, planta nupcial, cabellera indomable, /
madre caimán / metálica paloma.
Yo, incásico del légamo, / toqué la piedra y dije: / Quién / me espera? Y apreté la
mano / sobre un puñado de cristal vacío. / Pero anduve entre flores zapotecas / y
dulce era la luz como un venado, / y era la sombra como un parpado verde.
Tierra mía sin nombre, sin América, / estambre equinoccial, lanza de púrpura, / tu
aroma me trepó por las raíces / hasta la copa que bebía, hasta la más delgada /
palabra aún no nacida de mi boca. (Neruda, Antología general, 2010, 215-216)
En su tono [el tono de Ursúa], a pesar de que proviene con claridad de Canto
general de Pablo Neruda –y en especial de sus dos primeras partes “La lámpara en
la Tierra” y “Los conquistadores”–, y por ende nombra la crueldad española, hay
algo que termina seducido por los códigos de la valentía caballeresca de una época.
Si Neruda, en los poemas sobre Cortés, Balboa, Jiménez de Quesada, Pizarro,
Almagro y Valdivia, es radical en su rechazo al saqueo español y abomina sin
ambages de ‘la sangre de tres siglos, la sangre océano, la sangre atmósfera’ que
cubrió a América y aplastó a los vencidos; Ospina extiende una valoración positiva
de los vencedores. […] Los conquistadores son para Ospina, no los malditos
carniceros con garras y cuchillos de Neruda, sino ‘Hijos de una fortaleza de piedra
con las raíces hundidas en suelo de siglos’. (Montoya, 114)
25
A nivel discursivo, la narración de la tercera parte de Tríptico de la infamia no se presenta
desde un único punto de vista. Al contrario, en ella se intercalan las voces de Théodore de Bry
y de la proyección ficcional del autor, estableciendo un diálogo que tiende un puente entre el
pasado recreado por la novela y el presente de la escritura. El anacronismo se utiliza con
frecuencia para transitar de una época a otra y para resaltar que el análisis del pasado
responde a un interés profundo por entender un presente convulso. En este sentido, el
concepto de intertextualidad adquiere especial relevancia.
Aunque este concepto lo hemos abordado ya al hablar de las relaciones entre lo visual y lo
verbal, el entrecruzamiento de fronteras que se observa esta vez implica otro tipo de
hibridación. Hay aquí una mezcla de prosa poética, ensayo y crónica. Con la introducción en
el relato de la proyección ficcional del autor, la intención revisionista de la historia adquiere
un peso notable. El papel que desempeña el personaje de Pablo Montoya es el de un
recopilador y organizador de información, el de un armador de un rompecabezas; sin
embargo, dicho de esa forma parece como si negáramos la presencia del componente sensible
de la creación artística, reduciendo el proceso a un ejercicio que linda más con la metáfora de
una máquina que con la de un organismo vivo. Nada más alejado de lo que significa el acto de
escritura para el autor colombiano. Al contrario, como hemos explicado en las líneas
anteriores, el vínculo que se tiende entre literatura y artes visuales muestra la unidad de lo
sensible y lo inteligible, del tiempo y el espacio, del sujeto que conoce y el objeto conocido.
En Tríptico de la infamia, razón y sensibilidad son una sola cosa.
Sumado a lo anterior, hay que resaltar la cercanía entre Théodore de Bry y la proyección
ficcional de Montoya. Lo que los une es la producción de una obra que recopila la mirada de
diferentes viajeros y que recoge el testimonio de diversas personalidades acerca de sus
experiencias en el Nuevo Mundo. Hans Staden, John White, Walter Raleigh y el propio
Jacques Le Moyne, son algunas de las voces que hacen parte de los últimos trabajos del
grabador de Lieja.
Hay, sin embargo, una fuente que resulta determinante para la obra de Théodore de Bry. Se
trata de La brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas. Así
26
habla la proyección ficcional de Pablo Montoya mientras recorre las calles de Amberes en
busca de pistas que le ayuden a reconstruir el pasado de Théodore:
En efecto, la intriga de la tercera parte seguirá los pasos de De Bry hasta ver concluida la
denuncia que expresan sus grabados de la obra de Bartolomé de las Casas. Así, en uno de los
últimos capítulos12, titulado “El exterminio” el lector asiste a un texto ecfrástico de los
diecisiete grabados del pintor de Lieja. En esa reorganización y traducción del texto visual a
lo verbal, la voz de Bartolomé y la denuncia de Montoya, unidas a la iconicidad del texto y el
dinamismo de la imagen, derivan en un efecto catártico del genocidio indígena. El efecto que
esta narración provoca en el lector, además de piedad y compasión, es el hastío de semejante
12
La tercera parte de Tríptico de la infamia está dividida, a su vez, en pequeños capítulos dedicados a
diferentes personajes y eventos históricos que contribuyeron a los proyectos del grabador de Lieja,
pero también encontramos capítulos donde predomina la proyección ficcional del autor. Los títulos de
estos capítulos son, por lo general, nombres propios de lugares y personajes. El uso de estos nombres
contribuye, de hecho, al incremento icónico de la obra. Tal como observa Pimentel (2012), “el
lenguaje no es solamente inteligible sino también sensible, como bien lo saben los poetas, y esta
dimensión sensible de la significación puede tener diversos grados de iconicidad. Ahora bien, la
iconicidad, término propio de las semióticas visuales, se ha hecho extensivo a la lingüística discursiva.
[…] Este concepto de iconización verbal nos puede ser útil para ese efecto de realidad, o más bien ese
efecto de lo sensorial que tienen algunos lexemas, el nombre común y el adjetivo, de manera muy
especial. Nombres y adjetivos funcionarían así como operadores de mimesis; como puentes
representacionales entre el mundo del texto y el del extratexto” (Pimentel, 2012, 314).
27
infamia reunida en tan pocas páginas. El autor, consciente de ello, se cuida de aminorar el
efecto estetizante de la crueldad. Lo hace por medio de las estrategias autorreflexivas en las
que hemos insistido a lo largo de esta exposición. Así, antes de la écfrasis del último grabado,
el narrador previene al lector en los siguientes términos:
La novela concluye con un episodio que reúne a Théodore de Bry, su esposa y sus hijos, en el
taller del grabador. El libro ilustrado de Bartolome de las Casas ha sido terminado, al tiempo
que termina también la narración de Tríptico de la infamia. El título del último capítulo tiene
un fuerte contenido icónico y simbólico: “Velas”. Asistimos a una especie de luto por todos
los muertos y fantasmas asesinados, tanto indígenas como protestantes. Las palabras del
grabador son las que cierran el último panel del tríptico:
Cuando regresó y se unió a los tres, el padre ya sabía lo que debían hacer. Trae tú
una vela y tú otra, dijo señalando a los hijos. Tú, Catalina, prenderás una en
homenaje al padre De las Casas. Por darnos ese libro suyo que es un faro en medio
de la noche más aciaga y enseñarnos la negación de toda violencia. La otra la
encenderé yo, aunque sé que no es suficiente y tampoco tendríamos las velas
necesarias para dulcificar sus dolores, y si las tuviéramos no creo que cupieran en
esta ciudad, para recordar a nuestros hermanos en persecución. Después haremos lo
que dices, Jean-Théodore. Descansaremos un poco. (Montoya, 303)
En este punto de la monografía, es necesario sintetizar y recoger las relaciones que hemos
establecido entre la historiografía crítica que propone Tríptico de la infamia, entendida como
nueva novela histórica, y su relación con las artes visuales.
A partir del análisis del papel de los tres personajes artistas y de los diferentes narradores,
podemos decir, en primer lugar, que la (re)escritura de la historia de la Conquista se
fundamenta, en Tríptico de la infamia, en la desestabilización de la representación objetiva
de los acontecimientos. La estrategia retórica-discursiva que apela al texto ecfrástico, devela
28
que detrás de toda imagen hay una mirada humana que la produjo, basada en su particular
visión del mundo.
29
Capítulo II
Ahora bien, el objetivo de este segundo capítulo es analizar el funcionamiento del texto
ecfrástico en Tríptico de la infamia para así comprender la relación que pintura y grabado
establecen con la historia y el discurso subversivo de la nueva novela latinoamericana. Para
ello, decidimos seleccionar dos pinturas que son traducidas en la novela al lenguaje verbal. La
selección de estos materiales la realizamos con base en los problemas expuestos en el capítulo
anterior. Las obras escogidas son la “Virgen de Melun” (1450), de Jean Fouquet y “Retrato de
Giovanni Arnolfini y su esposa” (1434), de Jan van Eyck.
30
“La virgen con el niño” y la secularización del arte
“A pesar de que mi vivienda es un espacio en que se evoca continuamente la injusticia y se nombra a los
culpables de nuestros infortunios, me doy a recordar los días en que gozaba viendo algunas de esas
pinturas prodigiosas. Había una en
particular por la que he guardado una
admiración sin altibajos. Se trata de La
virgen con el niño, de Jean Fouquet
[…}. La virgen, tan blanca como un
marfil de ensueño, era Agnès Sorel, una
de las amantes de Carlos VII. Aún
recuerdo […] ese rostro delicado. Los
ojos lánguidos que miran al niño, o
quizás a su propio seno descubierto,
poderoso y redondo el pezón como una
fruta madura. La boca diminuta y
bermeja, tan pequeña en el recato de
todos los días y tan amplia como debió
haber sido en los trajines de la molicie y
el placer. Esa virgen, asociada con una
mujer que murió envenenada luego de
un parto, es tan bella en su silencio que
parece un ser de otro mundo. Tal vez
por esa razón la rodean seis angelitos
rojos y tres azules, entre los cuales hay
uno que nos mira como explicándonos
de qué manera puede reflejarse la
belleza” (Montoya, 135).
Como vemos, en la incorporación del texto visual al lenguaje verbal, el primero sufre una
serie de modificaciones de acuerdo al contexto semántico en el que se inserta. Esta pintura
forma parte de un díptico (la virgen está ubicada en el panel de la derecha). La parte faltante
retrata a Étienne Chevalier, un caballero de la corte de Carlos VII, y a San Esteban portando
una biblia que sostiene una piedra.
Ahora bien, en el texto ecfrástico el narrador, en este caso Dubois, enfatiza el erotismo y la
sensualidad de la pintura, resaltando los colores rojos y las formas redondeadas de la virgen.
Se sugiere, incluso, el acto sexual entre la mujer representada y Carlos VII. Aunque es una
verdad histórica que Agnés Sorel mantuvo relaciones sexuales con el monarca francés, lo
31
profano de esta representación cobra un significado especial teniendo en cuenta que la
enunciación la lleva a cabo un pintor protestante. “Con vírgenes así, me dijo un día Jérome de
Bara, se puede ser un católico convencido hasta el fin de los tiempos” (Montoya, 135).
La Reforma, que dividió a cristianos entre católicos y protestantes, fue fundamental para el
giro pictórico que se dio en el siglo XVI. Además, debemos recordar que, según las palabras
de la proyección autoral de Pablo Montoya, “la historia es la herida irreversible provocada por
la propiedad privada, el Estado, y la religión” (Montoya, 214). Esta última, y en particular el
poder ejercido por el catolicismo sobre la representación artística y la construcción de la
historia, es desestabilizada por medio de la ironía.
Algo que debemos resaltar, además de lo que hemos dicho hasta ahora, es la dimensión
simbólica de la pintura. Hay algo que está siendo significado más allá de lo visible y que es
subrayado por la presencia de los ángeles que rodean a la virgen, la dirección a la cual
apuntan sus miradas y la del niño, y por la distribución de los colores. Esto hace que la pintura
se acerque más al plano de lo ilusivo que al espacio de lo real.
32
“Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa” Lo real y lo simbólico
“Los nuevos tiempos […] se presentaban en la tabla de Jan van Eyck. Su encanto brotaba casi de la escena
íntima que mostraba. Lo nuevo no sucedía en el afuera de esos cortejos de las familias nobles que había
pintado Benozzo Gozzoli, o en las batallas
profusas de Paolo Uccello, o en los
preparativos de viaje de san Nicolás de fray
Angélico, sino en una alcoba en la que un par
de amantes se prometen ternura y fidelidad.
Arnolfini y su mujer están de frente. Ella viste
un traje cuya cola se desparrama
contenidamente por el suelo. […] Arnolfini es
delgado y pálido, aunque un poco más oscuro
que su esposa. Porta, como es usanza en las
regiones flamencas, un gorro estrafalario en el
que parece naufragar su cabeza carente de
pelo. No es un hombre agraciado, mientras que
en su mujer todo es suave y bello. […] Pero
ambos personajes se aman, y acaso en toda la
pintura que he visto no he encontrado un pudor
más sosegado y una seguridad tan convincente
en lo que tiene que ver con los sentimientos
humanos. […] La luz que entra por la ventana
y lame sin ansiedad los contornos de cada
objeto doméstico. Esa luz que parece la mágica
cristalización de un sueño familiar. […] Podría
referirme a los chanclos del primer plano,
tocados por el barro, cuya sombra en el piso
los hace ver como seres vivos. A la manera
única en que el pintor, con blandas pinceladas,
logró plasmar el pelo del perrito que habla de la fidelidad del amor. […] La perspectiva de ese suelo no está
bien lograda y obedece a un nivel pictórico de aprendiz. Pero el secreto de la genial profundidad no respira
allí, por supuesto, sino en el espejo cóncavo, situado detrás de la pareja. Siempre he pensado que ese espejo
es como un pasadizo hacia el mañana. El universo en él se vuelve hondo e insinuante. De tal modo que
guarda una esperanza, la más menesterosa, de escapar de la realidad. Es como si el maestro flamenco nos
estuviera diciendo que esta no solo consiste en lo que vemos, sino en lo que se halla en los perfiles de un
reflejo, e incluso en lo que está más allá de él. El fin de toda imagen […] es decir que va de lo visible a lo
invisible, de lo corpóreo a lo espiritual13. Vivimos la realidad, nos susurra Van Eyck, al mostrarnos los dos
amantes del primer plano. Sin embargo, existen circunstancias que pertenecen a otro orden y están
guardadas en una ilusión suspendida. Y para corroborarlo ahí está el espejo en cuya superficie pulida se
reflejan las espaldas de los esponsales y los dos secretos e innombrados testigos14” (Montoya, 138)
13
Las cursivas son nuestras.
14
Ibíd.
33
En el texto ecfrástico del “Matrimonio Arnolfini”, el objeto plástico adquiere un vivo
dinamismo en el proceso de su traducción al lenguaje verbal. Es quizá, en este pasaje, donde
mejor se expresa la apuesta estética de Montoya en Tríptico de la infamia. En este sentido, lo
que pretendemos resaltar de la interpretación de Dubois sobre esta pintura es su aguda
observación de la mezcla de los elementos realistas y simbolistas de la obra. Por un lado,
encontramos el cuidado del detalle en la representación del mobiliario, el vestido y los
adornos de la habitación. Estos detalles pueden servir, incluso, para levantar un testimonio de
la época del autor a partir del análisis, por ejemplo, del modo en que eran celebrados los
matrimonios. El nivel de detalle podría justificar, para algunos historiadores, interpretaciones
sobre el nacimiento de una nueva clase social y para mostrar los límites entre el espacio de lo
público y lo privado.
Pero, junto con los elementos realistas, la pintura revela también una dimensión simbólica que
debe buscarse e interpretarse más allá de lo visible. En este sentido, cuando Peter Burke
(2005) se pregunta cómo la imagen puede servir de testimonio histórico cuando ella es todo
menos reflejo de la realidad, encuentra la respuesta en tres puntos:
1. La buena noticia para los historiadores es que el arte puede ofrecer testimonio de
algunos aspectos de la realidad social que los textos pasan por alto, al menos en
algunos lugares y en algunas épocas, como ocurre con la caza en el antiguo Egipto
(cf. Introducción).
2. La mala noticia es que el arte figurativo a menudo es menos realista de lo que
parece, y que, más que reflejar la realidad social, la distorsiona, de modo que los
historiadores que no tengan en cuenta la diversidad de las intenciones de los
pintores o fotógrafos (por no hablar de las de sus patronos o clientes) pueden verse
inducidos a cometer graves equivocaciones.
3. Sin embargo, y por volver a las buenas noticias, el propio proceso de distorsión
constituye un testimonio de ciertos fenómenos que muchos historiadores están
deseosos de estudiar: de ciertas mentalidades, de ciertas ideologías e identidades.
La imagen material o literal constituye un buen testimonio de la «imagen» mental
o metafórica del yo o del otro.15
15
Las cursivas son nuestras.
34
La historiografía que realiza pablo Montoya en Tríptico de la infamia se propone, justamente,
develar los procesos de distorsión que sufrieron las identidades en el encuentro entre América
y Europa durante el período de la Conquista. En el capítulo anterior de esta monografía, por
ejemplo, vimos cómo la imagen y la identidad indígenas fueron acopladas a la representación
del mundo de los viajeros, cronistas y conquistadores. Sin embargo, esa proyección fantástica
y delirante de Europa dice más de su propia identidad que de la naturaleza de las tribus y
pueblos indígenas. En ese sentido, Jacques Le Moyne y Théodore de Bry contribuyeron a que
la deformación derivara en un nuevo mito que romanizó la figura del indígena, desdibujando
con ello las jerarquías de superioridad e inferioridad, instaladas con ayuda de la construcción
de una imaginería demoníaca y bárbara de los pueblos americanos.
En ese debate, los que adoptan una postura crítica han planteado algunos
argumentos importantes en detrimento de los «realistas» o «positivistas». Por
ejemplo, han subrayado la importancia de las convenciones artísticas y han
señalado que incluso el estilo artístico denominado «realismo» tiene su propia
retórica. Han llamado la atención sobre la importancia del «punto de vista» en la
fotografía y la pintura en el sentido literal y metafórico de la expresión, haciendo
alusión tanto al punto de vista físico como a lo que podría denominarse «punto de
vista mental» del artista. (Burke, 2005, 38)
35
En efecto, para el caso de Tríptico de la infamia, al tratarse de una novela que indaga en el
pasado histórico de la Conquista de América, la pregunta por “lo real” adquiere importancia
significativa. La forma intermedial de la novela, es decir, la propuesta de una lectura
iconotextual del pasado responde a la necesidad de abordar la historia como un conjunto
complejo de interpretaciones, no solo construidas por fuentes textuales sino por la historia de
las imágenes, ya que estas son capaces de mostrar aspectos de la realidad que no pueden ser
abarcados por el lenguaje verbal. En esto reside el logro estético de Montoya, ya que en la
hibridación de lo visual y lo verbal, el pasado adquiere una densidad que recoge no solo lo
“visible” de los hechos históricos, sino también lo que no que no puede ser dicho con
palabras, como lo es la infamia de los crímenes cometidos en la Conquista y en las guerras
religiosas de Francia. En términos de Burke,
Ejemplo de ello, en Tríptico de la infamia, son las cartas de navegación y los portulanos
construidos por Tocsin y Jacques Le Moyne en el taller de Diepa. Geográficamente, América
se construyó a partir de las representaciones europeas fundadas en presupuestos morales e
ideológicos bastante claros: la explotación económica de la tierra y la esclavitud y
sometimiento de los pueblos indígenas. Por lo tanto, dicho esto, es momento de derivar
algunas conclusiones acerca del discurso crítico e intermedial propuesto por Pablo Montoya
en Tríptico de la infamia.
36
Conclusiones
En los dos capítulos que constituyen esta monografía mostramos las formas en las que la
relación intermedial entre artes visuales y literatura histórica facilita, en Tríptico de la
infamia, la construcción de un discurso crítico y autorreflexivo sobre la historia de la
Conquista de América y las guerras de religión europeas. Así, en el primer capítulo, a partir
del análisis de los tres personajes artistas y del concepto de lectura iconotextual, vimos cómo
la novela de Montoya desestabiliza, desde los márgenes de la historia oficial, algunos de los
presupuestos ideológicos que han sido alentados por un discurso objetivo de la historia.
Este discurso, que se origina en los inicios del siglo XVI y se consolida en los siglos XVII y
XVIII con el desarrollo del pensamiento ilustrado, si bien permitió muchos avances en el
campo de la filosofía y las ciencias naturales, también legitimó una mirada dicotómica sobre
la forma en la que entendemos y valoramos el mundo. Ejemplo de ello, es la separación que
se produjo entre el espacio y el tiempo, entre lo sensible y lo inteligible, entre el sujeto
cognoscente y el objeto cognoscible.
En el caso de Colombia, las novelas decimonónicas y gran parte de las producidas en el siglo
XX, fueron determinantes en la construcción del mito nacional y sus próceres de guerra. En
este sentido, la historia transformó en monumento a caudillos militares, “próceres” de guerra
37
y “héroes” de la independencia, y no solo a los personajes, sino también a la ideología
católica y feudal que administraba la propiedad privada y el Estado. A modo de ejemplo, vale
la pena recordar las reacciones que, en 1989, suscitó la publicación de El general en su
laberinto, de Gabriel García Márquez. En esta novela, Bolívar es desmitificado a partir del
humor y la sátira. Su dimensión corporal se acentúa sin ambages, develando con ello el
fracaso, la enfermedad y la melancolía del héroe en los últimos días de su vida.
No fueron pocos los historiadores que consideraron el gesto literario del Nobel como una
verdadera falta de respeto ante el ideal libertario de la Independencia. Estas reacciones, sin
embargo, son tan solo una muestra del valor sacralizado y reverente que muchos otorgan a la
historia. De modo que es a esta reverencia de la “verdad” histórica a la que responde Tríptico
de la infamia, con base en los presupuestos estéticos de un género que, a finales de los años
setenta del siglo pasado, adquirió especial relevancia en el panorama literario de
Latinoamérica.
Con base en lo anterior, en los capítulos que preceden estas conclusiones mostramos el modo
en que Montoya (re)escribe la historia de la Conquista valiéndose de estrategias
autorreflexivas que ponen la mirada del lector en las condiciones de producción, mediación y
recepción de la obra que lee. Tríptico de la infamia, por medio de la relación intermedial e
intertextual con las artes visuales, deja en claro que detrás de lo visible de la historia hay un
nivel simbólico que obedece a la creación y el designio de un ser humano. Por medio de este
recurso, el autor muestra lo que está detrás de las fronteras tanto geográficas como
conceptuales en lo relativo a la formación de identidades culturales y semióticas. La
deformación cultural de la imagen del indígena en la mirada europea es análoga a la
deformación del objeto visual en su traducción al lenguaje verbal.
Sin embargo, Montoya utiliza esta hibridez semiótica para fines opuestos a la dominación de
un lenguaje sobre otro. Lo que su lectura propone es la unión de lo sensible y lo inteligible en
el acto mismo representar. El efecto final es la construcción de un discurso historiográfico
heterogéneo, profundo y complejo que deja de lado los colores locales de la identidad y que
38
rechaza y denuncia, enfáticamente, todo acto de violencia que se justifique en criterios
jerárquicos de superioridad e inferioridad.
39
Referencias
Barthes, Roland. (1993). El placer del texto seguido por lección inaugural de la cátedra
de semiología lingüística del collège de france. México D.F. (México): Siglo XXI.
Montoya Campuzano, Pablo (2009). Sólo una luz de agua. Medellín (Colombia):
Tragaluz editores.
40