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Todas las circunstancias

son agravantes
DEL MISMO AUTOR

El mito Neruda, ensayo, Ediciones de L’Herne, 1965. (Edición revisada y corregida en 1972)
España en el filo, (Ensayo) Robert Laffont, 1976
Taiwán clave del pacifico (Ensayo) PUF, 1986
Jules Supervielle, el convicto voluntario (Ensayo), Ediciones Le Rocher, 1987 (Edición revisada y
corregida en 2002)
Elogio del analfabetismo, la costumbre de las cartas falsas, (Ensayo), Robert Laffont, 1989.
Poesía (antología personal), traducción A. Robin, M. Maurin y el autor, Ediciones Le Temps qu’il
fait, 1991
En altamar del aire y mortal amor de la batalla, (poemas), trad. Y. Roullière, De Corlevour,
2003.
El amor dividido, (Poemas), trad. Y. Roullière, De Corlevour, 2003

Sobre Ricardo Paseyro

Expediente publicado en la revista Nunc, n° 5, abril 2004 (dirigida por Y. Roullière, con las
contribuciones de J. Bergamín, C.-E. de Ory, C. H. Rocquet, J. –R. Cortés, L. Calle, I. Gómez de
Liaño, precedidas de una entrevista).
Ricardo Paseyro

Todas las circunstancias


son agravantes

Memorias políticas y literarias

ediciones
ROCHER
Todos los derechos de traducción, de reproducción y de adaptación reservados para todos
los países.

Ediciones Rocher, 2007

ISBN : 978 2 26806 233 4


La tarea del hombre es rehacer en sentido inverso el acto de creación, y
devolver al mundo a la transparencia cristalina de su origen. El mundo
debe volver al paisaje interior del alma.

KOSTAS PAPAIOANNOU
AVISO

Quiero ser libre significa:


Quiero hacerme yo mismo aquello que seré.

FICHTE

<< ¡Qué novela es mi vida!>>, exclamó hace casi dos siglos un gran depredador, incapaz de
redactar una novela, pero prodigiosamente dotado para escribir la historia. El cándido encuentro
de Napoleón fue flores. Tan fuerte como la de nuestros hermanos los animales, las plantas y los
virus, la vis imitativa propia de la especie humana pone a cada quien a considerar su propia vida
como una novela. Esta certeza posee una virtud edificante: el más humilde de los seres puede
creerse alguien. El aumento de la impresión, el analfabetismo general y la disponibilidad de
palabras, ofrecidas sin defensa al agradecimiento de cualquiera, provocando de nuevo un diluvio
universal. Llueven libros como en la época de Noé llovían cuerdas.
¿De qué se quejan? Puesto que se sufre al saber escribir por ser escritor, sería incongruente que
nosotros sufriéramos; puesto que es siempre necesario nacer poeta para ser poeta, tratemos de
nacer poetas; toda vida entraña una novela, contemos una vida que será la novela de una vida. En
el curso de la suya, el protagonista de esta historia no es apenas concedida << la libertad de la
indiferencia>> quien, según los filósofos, implica la posibilidad de escoger esto o aquello sin razón
aparente. Él no ha dejado de elegir, rechazar, reaccionar; poco prudente a pesar de su vejez, ha
persistido en hacerlo, motivado por la manía de ser libre. Cuando adopta una ideología, él se
pierde, se enfrenta enseguida a los gustos de sus contemporáneos, quien, después de haber
abrazado los materialismos miserables, vacías ahora las palabras de sus sentidos.
El autor de esta novela ha visto y entendido lo que los personajes dicen y hacen; nada lo excusa,
hasta su buena fe, <<la locura de casa>> le equivoca. Para él, todas las circunstancias son, desde el
inicio, agravantes. El gameto de donde ha debido salir, como los sextillones de sus congéneres,
naufraga la cita fatal con el ser. Ahora bien, ella golpea lo justo. Concebido en Mercedes, capital
del departamento de Soriano, Republica República Oriental de Uruguay, el embrión se anima,
crudo durante nueve meses lanza sus primeras lágrimas el 5 de diciembre de 1925.
Nuez tomada en tenaza por sus gigantescos vecinos –Brasil e y Argentina-, el Uruguay cuenta
desde hace mucho tiempo con más bovinos que humanos. La probabilidad de nacer en este lugar
es a la fecha infinitesimal: el protagonista de esta novela lo constata.
De vieja cepa española, su padre, su abuelo y su bisabuelo (que llego llegó a Uruguay alrededor de
1830) fueron francmasones, liberales, revolucionarios, propietarios de periódicos y de tierras,
diputados, empresarios, diplomáticos, siempre listos a sacar las armas, manejar la pluma y
combatir la administración. Ochenta años de crueles guerras civiles, en las que ellos participaron,
antes de hacer del valor un rasgo de su carácter.
Ciertamente, en el siglo XlX, los inmigrantes vasco-bearneses, italianos, españoles, ingleses,
libaneses, desembarcan en Montevideo deslumbrados por la obsesión del enriquecimiento,
siempre eludiendo las sanguinarias vicisitudes locales. Banqueros, comerciantes, médicos,
agricultores, artesanos, descalzos, se aplican a convertir en un <<eEdén austral sin nNegros, ni
iIndios, ni sismos ni tifones>> los 186 000 Km 2 de un país habitado en 1890 por alrededor de 200
000 nativos.
Entre los extranjeros imbuidos de un ideal de progreso a la europea, se aventura entonces en estas
tierras el doctor Samuel Shackleton Bergen, pariente germano-vikingo del explorador británico
muerto en el Polo Sur, quien lego legó su fantasma a Escocia, y obsesiona siempre la región de
Perth. Antes de morir degollado, a los 33 años, en pleno campo, por un <<gaucho>> quien le roba
su reloj de bolsillo y sus espuelas de plata maciza, el doctor Shackleton había tenido la suerte de
esposar a la hija de un rico <<estanciero>> vasco-uruguayo y de engendrar dos niños, donde la
menor será la madre del protagonista. Pensionaria de un colegio ultra católico, <<hijos de María>>,
bella, dulce, generosa, ella no vacila en casarse con un ateo envuelto de un aura romántica con su
prestancia viril, sus escritos, sus duelos y sus conquistas.
En este medio, uno convendría que las pulsiones y los defectos redhibitorios de la herencia de tales
ancestros tienen en parte sus orígenes. <<La fuente señala casi siempre el curso del riorío>>
observa un ilustre sabio. En este caso preciso, las dos fuentes habrían ciertamente aprobado el
curso de su riorío.
El protagonista que escribe esta novela sufre por estrepitosos pruritos metafísicos. Se queja de
tener que pasar el él mismo por la experiencia de que todos los hombres son mortales, y se
resuelve a realizar una eventual verificación de una hipótesis parecida. La perspectiva de terminar
en polvo le toma el pelo,; y de regresar a nuestro mundo reencarnado en buey le preocupa; ahí
donde cantan los ángeles, se escucha en silencio; en el Purgatorio, se purga; en el Infierno, se
gime, y se le privaría de su sola consolación: la poesía y la risa.
Dios o no Dios, metamorfoseado o no. Juicio final o vacío final, más vale prevenir que lamentar. 1

1 Agradezco a Yves Roullière por su ayuda y paciencia en el curso de su largo trabajo, también a Pierre Guillaume de
Roux por su escrupulosa lectura.
PRIMERA PARTE

(1925- 1950)
CAPITULO CAPÍTULO 1

No se puede ya
Dormir tranquilo
Una vez que se tienen
Abiertos los ojos.

PIERRE REVERDY

Pocas instantáneas han impresionado mi memoria de niño. Ni caras, ni nombres, sobretodo ni


lugares, ni objetos, ni colores, ni voces, ni gestos. En el hogar, mi chalet, la fortaleza de mi abuelo
paterno, yo me veo recorrer los pasillos, tropezar sobre falsas escaleras y sobre puertas con efecto,
atravesar la sala de esgrima, rozar las bibliotecas, retirar con cuidado mis piernas para subir hasta
el último piso. ¡Misteriosas alcobas, casi todas al asecho! A la hora del desayuno, mi madre me
hacía descender los pasos uno a uno. A lo largo del muro del comedor sonaba un péndulo con un
tic-tac que me fascinaba. Las altas partes posteriores de las doce sillas españolas en cuero negro
me ocultaban en parte su vista, excepto cuando la compañía no era muy numerosa. Mis primos
alemanes, todos mayores, me enseñaron que el péndulo contaba los minutos y las horas, y que
ellos detentaban el privilegio de reponer –gloria a la que yo no tenía acceso. Yo miraba sus
travesuras locas con un ojo inquieto, temiendo que el tiempo no se detuviera, y yo con él, si nunca
alguno de ellos olvidaba o fallaba su misión. Este fue, creo, mi primera y muy egoísta aproximación
a la metafísica… De mi propia casa natal, yo conservo un recuerdo muy nítido: la tarde llegaba, la
cueva del jardín, un laberintico laberíntico murmullo del vuelo furtivo de los murciélagos.
¿Despertar, parada nupcial, efecto de mi voz infantil? Sus alas rozaban las paredes, yo las
contemplaba, inmóvil, alrededor de mi niñera y del rápido sabueso Keraban que sería el único
perro de mi vida, tanto me afligió su pérdida. En ocasiones, mi padre me recibía en su recinto
inviolable donde él tenía instalados pesados aparatos de largas antenas: era el asiento de su radio
amateur. De ahí, las noches de insomnio y de sus frecuentes migrañas, el intercambiaba mensajes
con sus electores. Reelecto diputado en 1932, el obtendría del Parlamento un estatuto privilegiado
para sus hobbies.
Mi padre me tenía una gran ternura; yo le daba mi corazón lleno de amor. Él fue para mí el mejor
de los pedagogos. Periodista por vocación desde su adolescencia, su lenguaje era claro y preciso,
contundente –como sus artículos que yo leería más tarde y como su risa, que me encantaba.
Jugando con su humor a flor de piel, el él me recalcaba, con un gesto, con una mirada, el ejemplo a
seguir donde una mala acción no se cometía. Sobre los seis años, gracias sin duda a nuestra
traviesa complicidad, mis sentidos comenzaron a afinarse, yo buscaba un poco de autonomía, me
rociaba de perfume, saboreaba el té chino que me servían en pequeños tragos para
recompensarme de ser bien portado. Escapando de los centinelas, yo bebí un día la tetera llena a
ras del borde y me emborraché. Súbita, violenta y breve, mi indisposición desconcierta a los
médicos. Mi silencio salva a la negligente cocinera: ella me paga con pasteles suplementarios. Tal
fue mi iniciación consciente al trueque, preludiando al fabuloso descubrimiento de la escuela, de
sus delicias y de sus peligros.
País de mayoría laica, anticlerical, jacobino, garibaldino, igualitario, el Uruguay practica en materia
educativa una severa emulación. Revolucionarios o cristianos conservadores, los burgueses tenían
fácilmente bajo la mano toda suerte de excusas válidas para evitar a sus progenies la enseñanza
pública: sus pequeños necesitan cuidados privados. El Colegio Alemán, el British School, el Liceo
Francés, el Seminario jesuita, el Sagrado Corazón, la escuela y el liceo Elbio Fernández (querido por
ateos) ofrecían una gama de lenguajes y de métodos.
Yo brinqué de una a la otra. Mis padres supervisaban la orientación política, la higiene, el promedio
intelectual de los profesores. En homenaje a su padre, que fue el doctor Shackleton, mi madre
escogió el Colegio Alemán. Yo estaba con los Teutones hacía un cuarto de hora cuando mi padre –
recibido por el director con el trato dado a un parlamentario distinguido- observa sobre el
escritorio un retrato de Hitler. Él tuvo una reacción eléctrica: salta, me presiona los brazos, recoge
mi libreta, lanza al maestro una mirada asesina, voltea la espalda y me pone afuera. << Nazi >> me
dice, << ¡este colegio es Nazi! >> Él me explica, caminando el sentido de la palabra y, arrebatado
por la cólera, añade que él lo había puesto en duda… Ese día de abril de 1932, la pasión de la
política mundial se apoderó de mí. Como forma de revancha, se me inscribió en la escuela liceo
Francés. La joven maestra tuvo el defecto de prodigarme los primeros premios; mi madre vivió su
favoritismo. Me merecía el oro, porque yo era un entusiasta, insaciable verdugo de trabajo y
llevaba a la escuela la impetuosidad de un solo hilo en busca de compañeros. Se me confía al
cuidado de una caja inglesa, muy rigurosa. Yo no podía darme cuenta, debido a ciertos eventos que
me transformaron en paria. El 31 de marso de 1933, la crisis política latente degenera en un golpe
de estado. Transformado en dictador, el presidente suprime el régimen constitucional, amordaza la
prensa, suspende el Parlamento. Mi padre y otros diputados llaman, sin éxito, a la insurrección. En
la noche que caía, mi madre pasa a recogerme a la escuela. Cuatro años de vicisitudes me
esperaban.
Luego de ser detenido, mi padre fue enseguida desterrado a una isla insalubre que cobijaba ya una
quincena de proscritos. Durante el invierno, el buque insignia de la marina nacional, la balandra
Héctor Miranda, nos transportó para unas breves visitas. Cargados de vituallas, los familiares de los
prisioneros se amontonaban. La atmosfera era cálida: la nave se movía, sus cabriolas me divertían.
Yo tenía el pie marinero y miraba, con una amarga compasión, a los pasajeros mareados. El viaje
duro tres o cuatro horas. Al fin, el fuego giratorio del faro situado en la punta de la isla atravesó la
espesa niebla. ¡Hurra, capitán!, ¡Hurra, sirenas de llegada!, ¡Hurra, ruido del ancla!, ¡Hurra,
pañuelos agitándose por las ventanas de la penitenciaría!
Una pregunta me atormentaba: ¿por qué estos marinos tan gentiles entre las damas, guías
juguetones que me paseaban de pasillo en pasillo, servían a la dictadura?
Las discusiones sobre el deber, la ley y la libertad comenzaban siempre con el estímulo de la
veterana señorita Doña Sinforosa Martínez Trueba, hermana de un cautivo que sería, veinte años
más tarde, el presidente legítimo de la Republica. Doña Sinforosa atacaba a los oficiales y tenía un
serio litigio con las nubes.
<<El cielo cubierto>> decía ella, << me da migraña y me vuelve belicosa. >>
Todos rezaban, in petto, para que, durante la travesía, el firmamento fuera limpio. Al primer cirro,
la señorita preguntaba a la ronda:
<< ¿No sienten ustedes vergüenza de recibir su salario de un dictador?>>
Sus invectivas llamaban a retiro, pero los fugitivos no podían ir lejos: la dama los seguía, y la
tomaba hasta con el comandante: << ¡Usted, señor capitán de navío!, ¡En lugar de transportarnos
a la isla de Flores, debería piratear este artefacto y rebelarse!
Impasible pero molesto, la victima levantaba la cabeza, confortada por la esperanza de que la
próxima vez, la Providencia desgarrara el cielo. Cuando el sol brillaba sin velas, Dona Sinforosa se
explayaba en murmullos: << para embellecer esta deliciosa excursión, yo voy a regalar algunos
presentes >> anunciaba ella al capitán, desempacando los dulces destinados en principio su
hermano prisionero. El efecto calmante de sus ofrendas repercutía alrededor y la navegación fluía
en calma.
El Río de la Plata es un muy largo estuario, uno no distingue algunas de sus riveras. Las corrientes
del Atlántico muy próximo azulean sus aguas caqui, receptáculo del barro y de la arena del fondo
de los ríos Uruguay y Paraná. Una tarde, al volver a Montevideo contra un viento salino que
golpeaba y ensordecía, las olas lamiendo los suaves apoyos. Yo miraba en compañía de nuevo de
Doña Sinforosa, agradable y delgada camarada que se ofrecía a protegerme y cuidarme. A pesar de
sus veinte años, ella tuvo una idea pueril: me arrancó mi sombrero y tomándolo como estandarte
de barco, me retó:
<< ¡Atrápalo, si no yo te aviento!>> Ella lo tenía bien agarrado de mi mano tendida en alto. << Yo
cuento: uno, dos…
- ¡Si tú haces eso, yo me aviento toda en seguida!
- ¡Tres! >> (La gorra se dobla, baila y se pierde en la espuma del mar.)
Instantáneamente, yo me lance, mis brazos sacudieron en el vacío, con mano de hierro un
marinero anónimo me agarra el tobillo y me clava en el puente. Mis amigos casi se desmayan; mi
madre susurraba, al borde del infarto: << ¡incorregible, incorregible! >> Ella me lanza la única
amenaza disuasiva: << ¡Tu no vendrás más a ver a tu padre! >> Ella no logro cumplirla, porque mi
padre fue exilado; bajo falsas identidades, nos reintegramos en el extranjero.
Sometidos, como Uruguay, al lamentable Mussolini, Argentina, Paraguay y Brasil, países con
fronteras porosas y con vastas extensiones, se prestaban mejor a la clandestinidad. Las junglas, las
montañas, los ríos, los desiertos, los mosquitos, las culebras: todo era de una talla desconocida en
Uruguay. Los desplazamientos aguzaban mi curiosidad y me habituaban a ser responsable.
Presentando nuestros papeles falsos a la policía, a los aduaneros, a los inspectores, en los
hotelitos, él me hacía calmar los nervios sobreponiéndome al miedo. Ejercicio azaroso, porque yo
usurpaba un nombre y un apellido que acababa de aprenderme. Por suerte, los guardianes
participaban de la pasividad general, espectáculo con el cual yo construí un pequeño catálogo de
individuos sospechosos de ser <<blandos>>, <<cobardes>>, <<abúlicos>>, <<tibios>>,
<<oportunistas>>…
Ahí donde fuimos, mis padres tenían que hacer respetar <<la obligación escolar>>, verdadero reto
cuando uno está asediado. Privado de profesores, mi educación itinerante pasa por los manuales,
los periódicos, las lecciones de música. En Concordia, somnolienta ciudad argentina, los amigos se
redujeron a un viejo violinista, que trabajaba en el teatro de la ciudad. Para honrar a sus invitados y
colmar a sus alumnos, el virtuoso sacaba de su bolsillo un repertorio deslumbrante. Buena
pianista, de voz agradable y bien plantada, mi madre me ayudaba a explorar las bizarras escaleras
del solfeo y a pellizcar las cuerdas de mi pequeño violín. Este periodo de bonanza tranquila se
prolonga cuatro meses, pero enseguida yo falle en la discreción, y mi pesca me mordía la
conciencia.
Habiendo alcanzado la edad de la razón, si oportunamente llega a los siete años, yo habría de
saber que el mal no descansa jamás. Acodado en el balcón del tercer piso, yo lamentaba a la hora
del meridiano, a mi padre ausente. Vi hacia abajo a muchísimos chiquillos del barrio, nosotros nos
saludamos, me invitaron a descender para jugar con ellos. Era imposible, mi madre había
bloqueado la puerta y dormía. Los chiquillos me lanzaron un cortante <<adiós>>; para retenerlos
yo les grité que esperaran un minuto. Entrando de prisa, yo tome de lo alto del armario las llaves
del baúl, saque algunos sobres, y me precipité sobre el balcón. Demasiado llenas, mis manitas
esparcieron los paquetes de pesos, guaranís, reales, libras esterlinas, los billetes zigzagueaban en el
aire, mis compañeros los atrapaban y pedían más. Despertada por el alboroto, mi madre me
detiene y me hace avergonzarme por dilapidar el dinero recolectado para comprar armas contra la
dictadura. Su mirada me petrifica. Sin decir nada, ella remedía las perdidas.
Aunque bien organizada después de un año, la sublevación fracasó: en lugar de rebelarse, el
pueblo escuchaba en la radio la trasmisión del partido Uruguay-Argentina, disputado en junio de
1935 en Lima. El Uruguay gana el campeonato, el dictador triunfa… Más tarde, mi padre conoció
mi <<hazaña>> y, delante de mí, se carcajea con una risa consoladora, que dilata mi corazón. Yo
había adquirido la reputación de <<aventar el dinero por las ventanas>>…
En junio de 1937, el dictador, muy amable, decreta una amnistía general, mi padre regresa
<<oficialmente>> a Montevideo, donde aquí y allá a escondidas, el dirigirá su partido político.
Nosotros lo reencontrábamos en secreto, hasta en nuestra estancia, disfrazado de <gaucho>>, el
fusil de caza en bandolera. Nosotros formamos un conjunto de caballos, me dio un alazán sin
hábitos viciosos, yo lo monté sobre un amplio recado a la uruguaya – más cerca de la manta que de
la silla inglesa. Mi padre tendía, tal vez, a provocar mi endurecimiento, yo seguí a mis padres y
recuperé en el camino la pequeña caza, moribunda y ya fulminada. Esas mañanas me gustaban
poco. Los ojos vidriosos del lobo y del armadillo me conmovían y me convencían de nunca disparar
sobre los animales. Yo lo haría más voluntariamente sobre ciertos hombres: el impulso de
descender sobre algunos turba en ocasiones mi espíritu.
Habituado a arriesgar su vida, mi padre amaba la esgrima y las armas de fuego: con mil
precauciones, él me enseña a servirme de ellas. Estas actividades paralelas no me dispensaban de
cumplir mis deberes escolares: yo me había reintegrado con alegría al colegio y liceo Elbio
Fernández. La tempestad parecía alejarse, fue el luto que llega. En octubre de 1937, una banal
infección mal tratada se lleva a mi padre en diez días, a la edad de cuarenta y siete años.
Su muerte me sacude. La pantalla que me separaba del más allá había de repente desaparecido:
ese día selló el fin de mi infancia.
CAPITULO 2

… un frágil adolescente
cuyo futuro está todavía
sobre las rodillas de dios.

LOUIS DE BROGLIE

La herencia de mi breve pasado – exilio, preocupaciones, drama- comprometieron mi futuro. Mi


principal defensa desapareció apenas iniciada la más ambigua estación de la vida- aquella de los
doce a los diecinueve años-, el ridículo muchacho de mi edad me hacía temer de ser, yo mismo,
transformado en burla. Yo descubrí sobreponerme a este periodo intermedio, abierto a todas las
tentaciones. La guerra inminente y la muerte de mi padre me habían impedido de hacer mis
estudios en Inglaterra, como estaba previsto. Una gran decepción me pesaba, yo sufría de estar
confinado al Uruguay. Europa ardía, la Republica española se desmoronaba, Hitler tragaba una
presa tras otra: paso a paso se inflamaba la Tierra, una bulimia de informarme y de leer y de saber
me lleva. Enamorado de Byron, de la Edad Media, los trovadores, yo ojeaba la Enciclopedia, amaba
a Julio Verne, Kipling, Homero, Dumas, London y devoraba los clásicos españoles. El Hidalgo de la
Mancha era todavía demasiado sutil para mí; Quevedo me revelaba la fuerza del castellano: Lope
de Vega y Calderón captaban mi imaginación, la música flexible y armoniosa del Cancionero2 me
encantaba.
Mis profesores perdonaban mi turbulencia pero, a causa del parloteo y de salidas intempestivas,
ellos me infringieron una carga que, al inicio me humilla. Mi liceo poseía una colección única de
instrumentos de pedagogía, además de manuales de lenguas extranjeras al oso disecado, dispersos
en desorden en un sótano de ocho cientos metros cuadrados donde las telas de araña le
disputaban al polvo. Yo comprendí porque nuestros maestros eran reacios a la aventura y me
escogieron como arqueólogo en jefe de la caverna. Antes del inicio de las clases, ellos me
prestaban el repertorio de objetos para subir a la superficie y el manojo de llaves necesarias. Al
final de tres o cuatro exploraciones, un gran ropero empotrado a pocos metros de la puerta me
intriga. La cerradura resiste, mi perseverancia bastó. ¡El Gran Premio! Desde hacía una década, los
mozos amontonaban los largos cuadernos mensuales de nuestros profesores, donde calificaban a
los alumnos y comentaban los problemas del liceo. El nuestro practicaba, solo en Uruguay, una
suerte de elitista democracia interna. A final del año escolar, alumnos y profesores votaban, en dos
urnas diferentes, por los seis mejores estudiantes de su clase. Se proclamaba en seguida el
veredicto, a lo grande, en presencia de los padres. En general, profesores y alumnos seleccionaban
las mismas cabezas de reparto. El sistema funcionaba desde el primer año; niños y adolescentes
aprendieron a jugar y a separar sus antipatías personales. Todos me relegaban a lo más bajo del
tablero en materia de buena conducta (que daba lugar a un escrutinio aparte), mis amigos me
galardonaron dos veces número uno.
Me resultaba imposible confiar a cualquiera mi secreto relativo a los cuadernos; no obstante, por
las enigmáticas sentencias sobre la conducta a seguir, yo sabía el fracaso de muchísimos de mis
compañeros más cercanos. Un mañana, debido a mis encuestas subterráneas, yo tarde demasiado
en regresar. El profesor director del liceo, Jerónimo Zolesi, que me quería bien, me interroga a este

2 Recopilación de canciones y poesías españolas del siglo XlV y XV.


tenor. Algunas cosas, yo le aporté, le dije en la ofuscación de algunos objetos, tres huesos de
esqueletos humanos, en mal estado por las ratas. La eventualidad de tener una inspección al lugar
suaviza su aspereza. Sin embargo, la tensión nerviosa comprometida por el dialogo me persuade
de parar una broma ahora superflua. Huérfano ansioso de la mirada de mi padre, que me había
enseñado que yo era, un yo de catorce años que había al fin sabido, consultando los cuadernos,
como lo percibían los profesores: ellos le conceden muchos diecinueve sobre veinte, suficiente
para calentar su corazón.
Estos excelentes resultados cayeron en el vacío y no se restablecieron nunca. La inclinación que me
llevaba a las letras y a la política fue por efecto perverso de mi confusión con las materias
exteriores a mi centro de interés; yo cometí un error costoso, porque se alcanzó penosamente los
conocimientos que no se registrarían si la memoria trabajara a pleno régimen. A ejemplo de
Francia, el Uruguay había emprendido del camino de la alfabetización unificadora favoreciendo a
los profesores liberales. Los millares de diplomas demostraron que era uno de los raros países
instruidos de América del Sur; sin embargo yo no me veía en la piel de un ingeniero, de un
agrónomo, de un banquero, de un abogado.
Insípidos de aquí en adelante a mi gusto, los estudios cedían a los verdaderos placeres: el piano, la
teoría musical, los fracasos; la política me ocupaba permanentemente: <<la joven’ principiante>>
me tentaba menos que la guerra y sus protagonistas, el incomparable Churchill, Stalin y la esfinge,
Hitler, Mussolini… En un mes, en 1940 la guerra se torna en favor del Eje. Los fascistas del Río de la
Plata exultaban, los nazis conspiraban y los liberales creían en el milagro de que resucitara Francia.
Para tener información de primera mano, uno buscaba colocarse alrededor de los pasajeros que
llegaban de Lisboa, de donde partían casi todos los navieros que portaban bandera neutral. Los
franceses que después de la caída, huyeron de su patria, eran oficiales: Churchill deliraba, Hitler
temía a Inglaterra, Francia no se levantaría más. A diez mil kilómetros la confusa Europa, sus
buenas almas propagarían el fatalismo.
El Uruguay apoyaba a los <<aliados>> reunidos en la Commonwealth. El abastecimiento
proveniente de América del Sur era vital para la supervivencia de la Gran Bretaña; abundaban los
productores y exportadores de mercancías agrícolas, Uruguay se convirtió en un actor
indispensable de la estrategia inglesa en el Atlántico. La batalla de Río de la Plata, librada bajo
nuestros ojos y ganada en diciembre de 1939 por tres cruceros ligeros británicos que obligaron al
acorazado alemán Graf Spee a hundirse en la salida de Montevideo, había asegurado las llegadas
de la Armada Real. Pero los submarinos alemanes continuaron golpeando las naves de la marina
mercante –con el provecho indirecto de Uruguay y Brasil.
Nuestra burguesía atesoraba, los voluntarios uruguayos se enrolaban en la RAF o en la naciente
<<Francia libre>>, yo estaba frustrado: la guerra llegaba demasiado pronto para mí, cualquier
participación era imposible, provocando mi congoja. A los dieciséis años, yo vivía mi <<juventud>>
a ciegas, incapaz de visualizar mi destino. Aunque había sido designado por una gaceta de esquina,
yo tenía el proyecto de ser un periodista profesional. ¿Qué debía elegir? Alumno de ganadería en
Argentina o perforador de pozos en Estados Unidos, como lo reclamaba mi tío materno -¿abogado,
diputado, soltero, millonario, avaro e hijo de puta?
Después de algún tiempo yo mal rimaba, mi equipaje era nulo, los epigramas, los madrigales, las
imitaciones. La maravillosa perspectiva de ser un poeta me parecía inaccesible. Una también
patética indeterminación ha debido apoyar a mi ángel guardián, ya que las dudas me roían, yo tuve
el impulso de releer mi autor ideal, Rubén Darío, y la inspiración de caer en este grito: << ¡poetas!
¡Pararrayos de Dios! >> Yo supe, al instante mismo, que esta era realmente mi voz. Yo debía,
primero, aprender la prosodia y conocer mejor el castellano y sus raíces. Yo oculté mis deseos y
mis borradores y, a fin de servir como balanza, yo coleccionaba los <<poemas>> detestables del
autor de moda -buena prevención contra mis propios extravíos.
Mis humores cambiantes inquietaban a mi madre, porque yo deje también las lecciones de piano.
Ella tuvo la perspicacia de ofrecerme lugares para el teatro Colón de Buenos Aires, entonces
resplandeciente: era la más prestigiosa institución de la cultura sudamericana. Las circunstancias le
ayudaban a sostener su rango: la guerra había arrojado al exilio a innombrables artistas europeos.
Oro, al lado del peso argentino y la riqueza de la ciudad autorizaban al Colón a ser generoso. Las
maravillosas compañías, las maravillosas orquestas, las divas de la ópera y la danza se
concentraban en Buenos Aires y recorrían a veces Montevideo. Deslumbrado por el decorado,
desconcertado por la música, superado por tema –Apolo de Stravinski, donde Pavel Tchelitchev
había arrojado un ballet- yo no sabía estarme quieto. Yo marque con una piedra blanca esta breve
sesión musical que renueva mi interés por los compositores contemporáneos.
Por otra razón, de un orden distinto, ese día en Buenos Aires permanece inscrito en mi memoria.
Yo me alojaba en la casa del doctor Emilio Troise, viejo amigo de mi familia. Medico dedicado,
generoso con los pobres y muy buen practicante, él estaba entusiasmado con la filosofía. Marxista
reclutador, se apresuró a iniciarme en el <<materialismo dialectico>> y en el <<materialismo
histórico>>, temas favoritos de sus meditaciones y de sus escritos. Falto de poder adoctrinar a sus
propios hijos, impermeables a sus ideas, toma la tarea que está más cerca de su corazón. Él saca el
gran juego y me presenta a sus amigos, colega, contemporáneo y mentor, el doctor Augusto
Bunge, personaje notorio en razón de su inmensa fortuna, sus títulos universitarios adquiridos en
todas partes, su ciencia y su traducción al español del Fausto de Goethe. De origen judío, él
extendió la sospecha de que Stalin era de pensamiento antisemita: que aprobó las carretadas de
comunistas ruso-judíos ejecutados en la URSS; según él, responsable de combatir al sionismo
ancestral que había perdido e impulsado la traición a los antiguos discípulos de Lenin. Yo
escuchaba: ¿cómo contradecir las palabras de un hombre de ciencia tan ilustrado, sagas y culto?
Este <<humanista>>heredero y copropietario de un trust que, por su tamaño y sus ramificaciones,
figuraría en el último cuarto del siglo XlX como uno de los que más producían en el mundo, había
sido, durante su vida, el financiero del partido comunista de la Argentina. Todavía, tenía al nivel
más envidiable el tiempo de pensar, los medios de verificar, la libertad de saber y de hacer saber.
Era, por otra parte, como un mercenario ignorante. Este desdoblamiento del alma, define sus
explicaciones, excepto el de la posesión que, en principio, no toca a los racionalistas, criaturas que
habiendo recibido una educación positivista son invulnerables al fideísmo. Un muchacho de
dieciséis o diez y siete años no puede detectar la paja en el acero. Así, regresando a Montevideo,
en mi espíritu la música del Colón se confundía con las lecciones de marxismo.
CAPITULO 3

… quien sirve una revolución ara el mar.

SIMÓN BOLIVAR

Al fin de 1942, parecía seguro que la guerra mundial se terminaría con el colapso del Eje: el
nerviosismo de numerosos nazis argentinos y uruguayos era un buen barómetro de la situación. En
los cuarteles de la armada argentina, se discutía a puerta cerrada. Los obstinados creían todavía en
el Fuhrer, que medían sus fuerzas y presenciaban una degradación gradual, para sacar al país del
impase donde lo tenían los fanáticos. Controlado por una camarilla de militares anglófobos de
mentalidad prusiana, el régimen se alineo lo más posible con Alemania y Japón. Buenos Aires era
el centro de todas las intrigas encaminadas a desmantelar, en beneficio de los nazis, las raras
democracias del continente; en las bases secretas del sur de la Argentina se cargaban y reparaban
los submarinos de la Kriegmarine, en previsión al futuro, el oro del Reich financiaba empresas de
todo tipo. En 1943, una serie de golpes de estado y actos de indisciplina señala la vehemencia de
las luchas intestinas; la nueva junta, maniobrada por el coronel Perón, modifica un poco el rumbo,
bajo la creciente presión de los americanos y los reveses sufridos por los alemanes y japoneses.
Hasta en la casa de las personas hostiles al marxismo, la repulsión hacia los nazis se mezclaba con
simpatía de cara a la Armada Roja: el prestigio personal de Stalin se agrandaba, los hechos de sus
errores se comenzaban a ocultar, las deportaciones, las purgas, los procesos, el pacto con Hitler, la
partición de Polonia… La formidable máquina comunista había respondido a todo: a cada queja
correspondía una razón que la volvía nula. Yo había leído Regreso de la URSS: olvidados. Panaït
Istrati: olvidado. Víctor Serge: olvidado. La mirada de cobra corrompía mi pensamiento. Una cosa
era verdad: no únicamente los comunistas, Romain Rolland y sus centenares de maestros y
científicos juraban por su honor que el marxismo había regenerado a Rusia y ayudaron
admirablemente a salvar a Europa. Al exceso, la palabra <<revolución>> producía en mí el efecto
mágico consecutivo a la lectura de Michelet. En América del Sur no menos que en Europa, se
atribuía a la revolución bolchevique una filiación directa con la Revolución francesa, la menor
crítica contra una u otra era desterrada. Llevado por el torbellino progresista, yo deseaba no
alentar esta censura.
La mayoría se acercaba: tanto mejor lanzar mi sombrero por debajo del molino. Fui feliz de
reprobar dos exámenes y, lo más grave todavía, dije adiós a cuatro años de piano y al juego de
ajedrez. Dejándolos no los desmantelé: más bien los asimilé. Los movimientos y las casillas blancas
y negras me habían permitido explorar algo más que las palabras: esta experiencia me sería
preciosa. Yo actuaba en paz con mis principios: pianista mediocre y jugador de ajedrez irregular, yo
había traicionado mi amor por cosas bien hechas.

Al día siguiente de mi décimo octavo aniversario, tres personajes me llegaron de visita. Periodista
el primero, un ministro el segundo, el tercero, un banquero, los tres eran de la misma consistencia,
del mismo color, la misma expresión. Me felicitaron, en coro, por haber accedido a la mayoría;
buenos amigos de mi padre, ellos querían prospectar los medios que se abrían ante mí (me caían
mal, yo estaba cansado de los discursos protectores que me daban desde hacía siete
años).Después de las celebraciones acostumbradas, ellos atacaron. Era un cachorro, un poco,
ahora me iniciaba; en general, esperaba más, ellos fueron una excepción, mi carácter les gustaba
(¿ellos me han observado entonces?) Sus alabanzas cubrían una reserva de respeto a mis vínculos.
Hablamos de…
Fue largo, cuidadoso, rico en promesas y consideraciones relativas al estado del presente y del
futuro del mundo (el periodista iba a volver a Nueva York). Se me propone afiliarme a la
francmasonería, yo iba a investigar, asistiría a una celebración y decidiría. El periodista me sugiere
elegir la logia que era la suya y había sido la de mi padre. Yo acepte, tuve el domicilio, la fecha, el
modo de pasar, la hora (tardía, lo que convenía a mi noctambulismo). Se me invitó de buena fe: tal
vez los francmasones me ahorrarían <<el error de unirme al comunismo>> En la biblioteca
heredada de mi padre, abundando los textos accesibles a neófitos y otros, más velados, relativos al
Gran Arquitecto. En la logia, abrí desmesuradamente los ojos y aguce las orejas, para agarrar el
sentido.
Al tercer golpe, la puerta se entreabre, por el estrecho corredor se llega al segundo nivel: el
periodista me recibe, el dedo índice en diagonal sobre sus libros. Bajo la luz incierta, los asientos
del gran salón parecían suaves. Se me nublan los ojos, yo no discernía el decorado: ¿había
símbolos colgados sobre el muro, estrellas o un sol pintado en el techo? Dos voces intercambian
preguntas y respuestas, al respecto deduje que había estado en la logia Lautaro. Mi aburrimiento
duro también mucho tiempo como el aspecto. El oficio se prolonga y se cruza, yo pensé en los ritos
católicos. Las iglesias de Montevideo eran antiestéticas, ello no molestaba a mi madre ni a mis tías
abuelas: <<Una misa bien dicha y la comunión suscitan una gran alegría que hasta los paganos la
recienten>>, me aseguraban ellas –discreta y dulce forma de atraer al altar a un descreído.
En la logia, yo habría querido determinar, si no el esplendor de la belleza, si el soplo de la razón.
Después de la Independencia, la historia de la américa española y lusitana se identifica con la
lucha de personas ilustradas contra las dictaduras fundadas en la fuerza bruta. Aristócrata, anti
demagógico, cultivado y europeo por la sangre y por el espíritu, Simón Bolívar fue el primero en
irrumpir cuando su América, se asoma al abismo de la barbarie, que no engendra más que guerras
y déspotas. Los francmasones de la época debían operar en el secreto, tomados por la urgencia de
instaurar o de restaurar <<la ley moral>> en la que, según las Constituciones de la Gran Logia de
Inglaterra, se debía obrar. En Montevideo en 1944, ellos no tenían necesidad de conspirar en la
sombra: todos los actores de la escena que sobrevivía apartada al orden democrático restablecido
y lo que decían no me parecía natural. Yo no buscaba hacer carrera: yo ansiaba la libertad para
determinarme, sin tutores, padrinos o promociones esotéricas. Yo no volví a la logia.

Los menores no son nadie: una vez emancipado, la excusa de mi dependencia no servía más, yo
resolví estudiar y trabajar bajo mi propia responsabilidad. Hacerme de enemigos no me molestaba;
la complacencia reinante me irritaba. Alrededor de mí el mundo era plano. Nada se aferraba a mi
mirada, excepto los crepúsculos y las noches estrelladas de Montevideo. En la primavera y en el
otoño, las magnéticas tormentas eléctricas, de repente el silencio, traspasando las nubes: la lluvia
y la súbita detonación del rayo estallando en el cielo. Este fuego de artificio y el aguacero me valen
siempre una alegría puramente psíquica a la que soy aficionado.
Impedido de ir muy lejos, yo atravesaba frecuentemente el estuario y me hospedaba en Buenos
Aires. La guerra europea se terminaba, pero, destruido en Europa, el nazismo podría implantar sus
sucesores en América del Sur. Para ser admitida en las Naciones Unidas, Argentina había soltado
una Alemania expirante; Perón salía del anonimato tomando el relevo. Él y sus cómplices
organizaron la acogida de criminales de guerra a golpe de millones, en algunas zonas cercanas a
Bariloche, al sur del país, en las instalaciones destinadas a fabricar la bomba atómica. En 1945,
señor ya de la Argentina, Perón atiza las discordias y se proclama vengador de los pobres y los
humildes. Hábil estrategia, porque la riquísima república sufría una penetrante injusticia social. En
lugar de atenuar, una prosperidad interrumpida desde hacía veinte años la volvía más flagrante, sin
que los poderosos tuvieran voluntad de rendir cuentas. Antiguo representante militar en Italia,
inteligente y amoral, Perón estudia en ese lugar la técnica de manipulación de masas; de regreso a
Buenos Aires, el control del Estado por la armada facilitaría su elección, bajo el signo de una
violencia disfrazada de patriotismo. El ataque frontal contra los <<terratenientes>> y contra <<el
imperialismo extranjero>> seducía a <<los descamisados>> (<<sin camisa>>) frustrados de la
gloria perdida de la Argentina con decepción de sus antiguos gobernantes.
La oligarquía argentina era egoísta, obtusa, odiosa. Se orgullecía de pertenecer a una casta de
aristócratas con elementos demasiado diversos para justificar sus pretensiones. Ciertamente,
algunos nobles con antepasados españoles habían hecho de la alquimia veterinaria: la vianda de
sus vacas se transmutaba en lingotes de oro, la lana de sus borregos en hoteles particulares,
avenidas de Madera, en Paris; el alto linaje de casi todos los demás se remontaban a menos de un
siglo –tiempos donde saqueadores y soldados de fortuna devastaban los campos, saqueaban las
ciudades, violaban a la población civil y liquidaban a los indígenas. En 1945, nueve o diez mil
hectáreas de tierra representaban un patrimonio corriente. En el Jockey Club de Buenos Aires
abundaban los millonarios y los cazadores de dotes: sus sospechas revelaban una patología.
Gracias al azar, yo pude jinetear a los pura sangre y los caballos de publicidad.
Una vez al año, estas dos especies se exhibían y se aglutinaban en una magnifica <<feria de
ganado>>, fiesta mundana y de elegancia. Los hombres vestidos por sastres ingleses, escoltaban a
sus mujeres y a sus hijas, emperifolladas a la parisina y fuertemente excitantes bajo los aires de un
candor peludo. La escarapela argentina plantada sobre la piel o sobre los chaquetones, bípedos y
cuadrúpedos filosofaban juntos, sacudidos de mutua admiración. ¡Que avalancha de discursos y de
premios! Los <<círculos de labradores>> no son idénticos: en Argentina, solo compiten los
animales. Después de un ciclo de conferencias que dio en Buenos Aires, el escritor español Jacinto
Benavente quién se burla ferozmente: <<volveré cuando sea caballo>>, respondiendo a un
periodista <<porteño >>que lo interrogaba sobre su partida precipitada. La oligarquía argentina
merecía esta afrenta, porque llevados por el impulso adquirido al inicio del siglo, su país habría
podido ser el alma del continente. Ciudad a la europea, Buenos Aires superaba en riqueza, sino en
esplendor, a todas las metrópolis ibéricas, pero la arrogancia de sus habitantes irritaba a los
Sudamericanos.

Verdadera pura sangre. Laure era cara: de tres años mayor que yo, ella respiraba inocencia; alegría,
hecha al camino y espontanea (virtud poco extendida en su medio estirado), su frescura de espíritu
le evitaba ser engañada de su propia hipocresía. Esa noche allá, nos separamos de buena manera,
porque habíamos convenido participar juntos, al día siguiente en la mañana, en la grandiosa
parada antiperonista que preludiaba las elecciones del 26 de febrero de 1946. Mi presencia en la
reunión era para mí un asunto de honor: poco tiempo, antes, la policía me había prohibido
participar, porque yo era extranjero, el << tren de la libertad >>, que llevaba de provincia en
provincia el candidato de la oposición unida, Tamburini, y su suite. Viaje accidentado, porque las
milicias peronistas bloqueaban y asaltaban la caravana muchas veces. La armada, la mayor parte
del clero, los sindicatos podridos, los <<calabacitas negras>> (mulatos nativos de las zonas andinas
a los que se les garantizaba como recompensa, la bolsa de Buenos Aires, la explotación de ranchos)
habían instituido ya un <<orden>> tres cuartas partes terrorista. Yo estaba seguro de la victoria del
coronel y de su Evita, pareja ideal para el populacho, pero yo debía abuchearlo.
Nos acomodamos sobre la inmensa explanada. Las patrullas, los nervios, los provocadores, los
<<camisas pardas>> y los grandes caballos no consiguieron retenernos: la gente corría,
desbordando las barreras. Obreros, mujeres, burgueses reventaban en gritos: << ¡Perón, Perón,
muera!>> (<<muera Perón>>) La tropa golpeaba, los oradores inaudibles gesticulaban sobre el
estrado. El grito se amplificó, cubriendo los ruidos de las barreras: << ¡Perón, Perón, muera!>>
¿tres horas, cuatro horas? Ya sin aliento, la gente se dispersa, uno con los brazos ensangrentados,
el otro con una costilla rota y la ropa en pedazos.
Este gran tumulto no cambia nada: Perón gana, el descenso al infierno de la Argentina se acelera al
punto que la dictadura podrá instalarse, bajo las aclamaciones de sus descamisados: << ¡aquí no
habrá justicia ni para nuestros enemigos ni para los hijos de nuestros enemigos; ni para los amigos
de nuestros enemigos ni para sus hijos! >> La mitad de la Argentina fue declarada fuera de la ley y
así se mantuvo. La nueva era fue un salto mortal para atrás, simbolizado por el culto al caudillo y la
ruptura con el modelo europeo al que la Argentina debía un crecimiento sin igual en América del
Sur. En su lugar el peronismo impuso una mitología bárbara, surgida en el siglo XlX: la leyenda del
<<gaucho>> erigida en la quintaescencia de los << valores y mentalidad nacionales>> había
entonces engendrado su prototipo, Martín Fierro. Protagonista de un largo poema en verso
promovido al rango de poema homérico, este personaje encarna un mundo rural donde patrones y
sirvientes no aspiran más que a vegetar en la mediocridad por medio de un utilitarismo mezquino,
sin desarrollo, autista. En tributo a una cultura vernácula montada en todas sus piezas (la cultura es
una cosa, los usos y costumbres son otra), la Argentina se borró del grupo de países más ricos,
donde estaba en septiembre de 1934. Uruguay amenazaba la misma involución, porque los
bromistas añadían a su modesto folklore un <<aporte indígena>> -fraude refutado por una simple
observación de la realidad. A diferencia de aborígenes originarios de civilizaciones precolombinas,
que en Uruguay no dejaron ninguna legado, correspondiente a sus condiciones primitivas. Su
suerte fue atroz: batidos y muertos por los conquistadores españoles, finalizó en 1833 con una
orden del primer presidente del Uruguay, la última familia de Charrúas3, constituida de una pareja
y un niño, fue exhibida en una jaula en el Campo Marte en Paria, con ocasión de la Exposición
universal, y fallecida en 1867.
Estas trágicas circunstancias permitieron al Uruguay ser el único país de Sudamérica en no tener
problemas étnicos, o religiosos o de lenguas, o de tradiciones concurrentes entre ellas: se podía
por lo tanto preservar la herencia española y europea que formaron ilustres extranjeros refugiados
en sus tierras. Oro, la inteligencia europea, francesa, italiana o hasta británica produjeron
marxistas en abundancia; en las librerías Hachette de Río de la Plata estaba La Pensée, revista
elegante de un racionalismo muy seguro de sí mismo. Aunque inquieta al criterio de la autoridad y
la ley, estos hechos concomitantes me impresionaron. Por otra parte, uno esta, a los veinte años,
orgulloso de unirse a una elite que profesaba la verdad y anunciaba la victoria. Pero cuando se está
prevenido cuando la convicción despista a la reflexión, el error no justifica las circunstancias
atenuantes. El partido comunista uruguayo tenía siete mil afiliados; por bravata, yo tuve la
credencial diez mil. <<Cuán largo me lo fiáis>>, me dije. ¡Oh sorpresa! La hora suena antes de lo
previsto. Con reservas yo deje mi periódico burgués y firme el <<pedazo de cartón florido>>,
símbolo de mi adhesión.

3 Indígenas de tribus de Río de la Plata, exterminados desde 1800, en Uruguay y en Argentina durante la independencia de estos dos
países.
CAPITULO 4

Bien considerado,
No hay más que dos tipos de hombres en el mundo,
Los que permanecen fieles a sí mismos, y los otros.

RUDYARD KIPLING

En la célula obrera de frigoríficos, feudo del partido, la abnegación de los sin-grado que
sacrificaban a la causa sus días libres y sus últimos fondos, convertida en un fundamento
inquebrantable. El ambiente, guerrero y caluroso, puso en relieve los caracteres impregnados por
las privaciones de una existencia alejada del confort y de las grandes ambiciones. Para ellos, la
caridad era un insulto, ellos reivindicaban la justicia. Cuadratura del círculo, porque la primera es
frecuentemente sospechosa pero concreta, mientras que la segunda, pura visión del espíritu, al
beneficio técnico de las utopías. La pregunta me plantea un problema moral para el cual yo no
tengo éxito en desenredar –mucho menos que niño, yo había escuchado a mi padre, amante de la
justicia, y a mi madre, muy caritativa, discutir sobre esto, sin llegar a un acuerdo.
La ideología me obliga a llegar a la justicia por la lucha de clases; para burlarme de la caridad, yo
edité un epigrama español original del siglo de oro, cuya la lectura ponía a los risueños de mi lado:
<<El señor don Juan de Robles / Con caridad sin igual / Hizo este santo hospital / Y también hizo a
los pobres. >> Su anónimo e irreverente autor había pasado por la criba de la inquisición, para caer,
tres siglos después, en la alforja de un pequeño agitador marxista.
En las tareas de propaganda, se me asignó pulir los textos de ciertos dirigentes en pleito con la
sintaxis. Trasplante difícil, el lenguaje de madera es prácticamente imposible de iniciar; las
exigencias de un aparato piramidal, burocrático, aburrido, desprovisto de humor, impedían todas
mis iniciativas. Yo baje el tono, el proletariado estima a los hijos de papá que se postran frente a los
jefes comunistas. Pero no era hijo de papá, yo no tenía a nadie a quién confiar mis reservas; se me
medía, se me toleraba.
En 1947, un aliado de peso entro en mis opciones: José Bergamín era uno de esos españoles
proteiformes, contradictorios, paradójicos, que trastornan la historia de su patria. Él había fundado
en abril de 1933 la revista Cruz y Raya, tribuna de un catolicismo abierto a colaboradores
eminentes: Manuel de Falla, Max Jacob, Gómez Serna, Maritain, Ortega y Gasset, Zubiri,
Emmanuel Mourier… Con la guerra civil perdida para su campo, Bergamín se exila, primero en
México, después en Venezuela, y finalmente en Uruguay. Yo le conocí en la Facultad de
Humanidades de Montevideo, vetusto local donde se caía más fácilmente con una pulmonía que
con un buen profesor de griego, razón por la cual yo había escogido el latín. El viento polar
desalentaba a los snobs: la casa segregaba aburrida humedad, solos los fanáticos asistían a las
conferencias sin reto universitario.
Bergamín se domicilio en un jardín encantador, a pesar de su mezza voce a la vez monótona y
aguda. Ministro de Justicia de Alfonso Xlll, su padre se enorgullecía de ser el más feo de los
españoles; delgado, pequeño, perfilado, la nariz aquilina, su vástago José cautivaba y encantaba a
las mujeres. Ellas se le rendían, atentas a su forma de seducir –casi sin esperanza. De tarde en
tarde, el halcón atrapaba una presa –tonta, oveja o hechicera- que él tragaba con apetito de viudo
inconsolable.
¡Que bendición para mí de tener a la mano un escritor español burbujeante en inteligencia! La
novela picaresca, Cervantes, Quevedo, los barrocos, los grandes dramaturgos eran sus temas
predilectos. Él sobresalía al hablar de poesía. Sus autores literarios y su extravagante status de
<<republicano- católico de izquierda pro-soviético>> le hacían un parangón para mí.
Después de dos meses de presencia muda en sus cursos, yo me encaminé una tarde hacía la salida
del salón de clases casi vacío, cuando él me aborda y se identifica sonriendo: <<yo soy José
Bergamín… -Maestro, yo…>> Él me cortó la palabra y me segura que tengo la facha de un violinista
loco… él está informado, me felicita de mi compromiso comunista y me lanza al vuelo: << Es
secreto, yo acompañaré a los comunistas hasta la muerte, y más allá!>> Inaugurada en el buen
humor y las confidencias, nuestra amistad inicia bien. Yo fui rápidamente uno de los tres o cuatro
mosqueteros que le hacían menos doloroso su destierro. Nuestras conversaciones en el Tupi-
Namba, el más agradable café <<literario>> de Montevideo, me permitió explicarle las dudas
relativas a la estética realismo-socialismo. El reporte de Jdanov, Sobre la literatura, la filosofía y la
música, leído en Moscú el 24 de julio de 1946, me había por principio, consternado: decretar una
ciencia del buen arte, una verdad en filosofía, me parecía trágicamente extravagante. Cuando yo
tuve, al final de 1947, la entusiasta versión completa del reporte publicado por Aragón, yo solicite
su opinión a Bergamín: según él, se trata de consignas para uso interno de rusos, inaplicable a
otros…
Algunas semanas más tarde, Bergamín y los <<intelectuales comunistas>> del Uruguay me
enviaron a Buenos Aires, llevando un mensaje y cartas para Rafael Alberti. Soleado, amplio,
silencioso, el departamento de la calle Las Heras funcionaba como taller del artista. Acompañado
de la pequeña Aitana, que él exhibió como sus ojos, Rafael dibujaba, pintaba acuarelas, ilustraba
libros: los pinceles le procuraron mayor resonancia que la poesía. Ni su crédito, ni la llorosa
habilidad de su mujer María Teresa León, ni la benevolencia de su editor Gonzalo Losada, íntimo
compañero, aumentaron el tiraje de sus obras. Desde mi punto de vista, Rafael era el mejor poeta
de su generación, titulo concedido a García Lorca, contra el cual el conservaba, in petto, una muela,
a causa de su malvado epigrama: << Dichoso Alberti quien es una pena sensible / y más feliz
todavía María Teresa / porque esa no experimenta nada…>>
Nuestra entrevista termino, Alberti me invita a visitarlo en cada uno de mis viajes por Buenos
Aires. Tanto como él lo quiso (hasta 1956), yo no falte. Su casa era en ocasiones La Corte de los
Milagros no de mendigos y harapientos, sino de poderosos y magnates: que siempre se
compadecieron de su suerte, Rafael y María Teresa tenían el chic para atraer millonarios, incluido
Peralta Ramos, director del Banco de Buenos Aires, hombre de confianza de Perón. Yo prefería las
reuniones restringidas, animadas por Miguel Ángel Asturias: su vena de narrador inventivo y
profuso nos alegraba, pero inevitablemente, él se emborrachaba y se derrumbaba, con la
desesperación de su mujer Blanca y de su bella hermana Lila, siempre a su lado. Llevado y
depositado en un taxi apresurado con la urgencia era un ejercicio psíquico formidable.
En público, Alberti y Asturias evitaban los temas espinosos. Su prudencia se justificaba, el menor
error podía molestar al régimen: ser refugiado político en un país sumiso a una dictadura
chauvinista obligaba a vestirse de color muralla. Oro, cuando ellos estaban de suerte, Alberti y
Asturias exageraban sus dotes al punto de renunciar crisma y bautismo, yo lo sabía por los muy
próximos comunistas. Anne-Marie Supervielle me narra una anécdota donde ella había sido testigo
en Buenos Aires, después de una comida con su hermano Henri, banquero mal refinado y
reaccionario al que Alberti y Asturias debían favores. Interrogados por su anfitrión indiscreto,
Rafael y Miguel Ángel respondieron al unísono que en caso de guerra entre la URSS y los Estados
Unidos, ellos se irían con los Yankees…
La virtuosidad de Alberti me desalentaba, hasta si mis borradores me daban la
ilusión de progresar. Finalmente despegar me ayudaba. La predisposición hogareña
de mis colegas, extenuados por una perpetua luna de miel –especialidad donde se
distinguían Supervielle en Montevideo, Borges en Buenos Aires- debilitaba la
literatura de Río de la Plata. Un testigo perspicaz valida mis recuerdos; Gombrowicz
anota en Peregrinaciones Argentinas4 (e incidentes uruguayos): <<Aquí, el sentido
lirico hacía falta>> tanto <<el sentido de realidad: el arte argentino hoy en día
parece hecho y escrito sobre la luna>>. Y añade: << lo que ellos querían, era poder
tener una literatura porque las otras naciones tenían una. >> En cuanto a los
nutrientes terrestres, Gombrowicz <<medita, no sin melancolía sobre cierta
maldición de la cocina argentina>>. Él condensa todo en una línea: <<Bajo sus
climas, es una liberación. >>
¡Una liberación! Mi buena fortuna me dispensa de esta fatalidad. Una nota interna del secretario
del Comité central me comenta que Moscú iba a celebrar en Paris en abril de 1949 una misa
universal por la paz. El buró político había ya designado dos de sus miembros como únicos
delegados de Uruguay: tuve una iluminación. Estábamos a mediados de marzo, el tiempo
presionaba. Construir un reporte nutrido por <<las referencias culturales marxistas>> y transmitirlo
antes de la fecha a su futuro <<autor>>, el secretario general Eugenio Gómez. El documento
policromo comprendía Lenin, Lunatcharski, Gorki, Gramsci, Mariátegui, él lo sopesa y tosió,
satisfecho. Al momento de llevárselo, bruscamente yo le pregunté por qué la juventud uruguaya no
estaba convidada al congreso de Paris. Mi audacia me sobrecogió de frio <<el mejor hijo del
pueblo uruguayo>>: el argumenta que los organizadores habían ofrecido dos boletos de avión…
¡pésima objeción! Yo me comprometí a pagar el mío y los gastos, le ofrecí una serie de artículos e
información para nuestros periódicos. Con cautela Don Eugenio me prometió tantear el terreno…
Los comunistas no improvisan jamás, ellos titubean, diluyen las responsabilidades personales y las
repercuten ficha por ficha. Es porque para ellos, la cabra emisario individual es una rareza: sus
crisis internas se resuelven con purgas masivas, jugadores colectivos y una legión de culpables.
Encerrado en la casa, yo repase febrilmente mi francés. En el último minuto, la balanza se inclina
en mi favor, tal vez porque, durante de dos años, yo presté sine die mi Nash al partido para
transportar a sus capos al Parlamento y a la playa… Al seno del Comité central se me comenta que
yo encarnaría a la Juventud Uruguaya y por lo mismo, a la Patria, en la que los comunistas
asumirían el futuro. Los solemnes mayúsculos tenían curiosidad de mí, pero mi cerebro relleno de
propuestas revolucionarias salvaguardaba todavía parcelas de autocrítica yo supe al vuelo que las
dos mil <<encarnaciones>> reunidas en sala Pleyel serían marionetas voluntarias. Yo contaba
realizar mi misión escrupulosamente, con una reserva mental en paralelo: yo no volvería tan
pronto. Yo huía de mi familia, mi medio, mis relaciones, mi país, del Río de la Plata, la vida
prefabricada y del posible futuro.

4 Christian Bourgois, 1984.


CAPITULO 5

Stalin, el más grande filosofo de la historia.

LUIS ARAGÓN

Stalin, el hombre que más amamos en el mundo.

PAUL ÉLUARD

Stalin, más sabio que todos los hombres juntos.

PABLO NERUDA

Una hora después de la partida de Montevideo, el 18 de abril de 1949, el frágil artefacto de Air
France sobrevolaba Brasil; bordear su costa hasta el punto más occidental exigía dos escalas, una
en Sao Paulo, la otra en Río de Janeiro, y parar una noche en Recife, justo antes de afrontar el
océano. El aparato navegaba a mediana altitud, su baja velocidad permitía apreciar el paisaje y sus
detalles. Saturada de imágenes, mi retina deseaba una pausa: la lentitud del vuelo sobre el océano
Atlántico se la procura.
En Dakar, los franceses en short y los Negros todos vestidos de blanco me ayudaron a llenar
muchísimos formularios: la administración colonial tomaba nota de sus visitantes… Navegamos
hacía el norte. ¡Europa! ¡Vivamente Europa! Las heridas abiertas de Londres me despertaron, a
pesar de que transbordar de aeropuerto en aeropuerto después de cuarenta horas, mi poder de
exaltación se fue amortiguando. La vista de Francia, me dije, me restaura el tono. Oro, los
temblores provocados por Éole no perturbaron mi siesta; en el crepúsculo, las luces del Bourget
disimularon mi torpeza.
Policías y aduaneros rivalizaban en acidez, ellos nos querían regresar a nuestras pampas o a
nuestra jungla, todos nosotros, Uruguayos, Argentinos, Brasileños, Senegaleses. << ¡Pasaportes!
¡Visas! ¡Dinero! ¡Mercancías a declarar! ¡Vacunas!>> Nosotros éramos, sin excepción,
indeseables… En ruta hacia Paris, mi taxi cruzó los suburbios, después los barrios mal iluminados.
Mis instrucciones no me dejaban de repetir: <<Al llegar, presentarse en La Casa del Pensador, 1,
calle del Élysée, a fin de recibir la acreditación para el “Congreso de Combatientes por la Paz”>>
Eran las nueve horas de la tarde. Detrás del majestuoso portal, el vigilante, sacudido por mis
múltiples golpes de campanilla, abría por fin el zaguán y me mostró su severo perfil. Él me
aconseja volver al día siguiente a las ocho horas y me cierra la puerta en la nariz.
A la hora dicha, la sede del racionalismo hierve; emocionado, yo traspase el umbral. El encargado
de las cartas de crédito firmo las mías y susurro sonriente que yo soy el benjamín de la fiesta. Sus
amables atenciones me devolvió el rango de aprendiz respecto a personas eminentes. Mis
camaradas uruguayos (él, secretario general de la CGT, ella, la única senadora del partido) me
contaron, maravillados, la escena inaugural del congreso, la antevíspera, 20 de abril, <<ceremonia
histórica, abierta por el ilustre sabio premio Nobel Frédéric Joliot Curie ante 1 748 delegados que
ya habían llegado, abanderado de 600 millones de hombres y mujeres>> 5
Este lirismo torrencial era de puesta en escena. <<Saludos afectuosos a los dos mil representantes
de 67 países que durante seis días van a hacer de Paris el centro luminoso de la Paz Humana (…)
Nunca en la Historia una elite humana (sic) no fue investida de una más noble misión.>> La
editorial inflada de Marcel Cachin enumera la Tierra, la Razón, el Mundo, el Pueblo, el Universo, la
Ciudad, los Hombres y las Mujeres, los Amigos, la Buena Voluntad, los Blancos, los Jóvenes, los
Negros, la Fraternidad. La barra de palabras ubicadas bien alto, lo panegírico fluía naturalmente.
Cada uno siembra, cada uno recolecta, en particular Cachin, icono del Partido comunista francés.
Fougeron le pinto sobre un fondo de niños, el viejo achacoso se metamorfoseaba, bajo la pluma
del negro de Thorez, Fréville, en un dios providencial: << ¡Más sangre, fosas, lagrimas! ¡Más
bombas! / ¡En la eterna primavera que brota de tu corazón!>> Es así, a pesar de su aspecto
ordinario, los héroes comunistas son inmarcesibles; la misma virtud discreta y prudhomenesca de
Cachin se manifiesta, al extremo y punta de la escalera, en un personaje de una resplandeciente
genialidad: << yo canto un hombre de luz (Joliot Curie) / La ciencia hace la claridad / y la virtud de
querer ser, en medio de los pueblos del mundo / así aparecen los hombres >> (Jean Marcenac).
Aragón, quien, intrusivo, revoloteaba de extra a escena, saludando en prosa a este Fausto
marxista: <<yo elevo mi vaso a este joven caballero Henri, este joven Fausto de cincuenta años
(Joliot Curie, nacido en 1900) que los años no pueden faltar que ellos no faltan al rostro de la
esperanza humana, el rostro resplandeciente de la paz.>> Los residuos útiles de la especie social-
demócrata cerco y compromiso hasta la muerte por Aragón –Nenni, Zilliacus y otros- escuchaban
satisfechos, <<La Caravana de la Paz>>, poema de Aragón: <<Todas las carreteras de Francia /
Desbordan de hombres sobre Paris (…) / Ellos vienen no importa cómo / Y los ciclistas por los
hombros / se soportan el uno al otro alegremente.>>

Esta almibarada satisfacción, parecida a aquella a la usanza del Río de la Plata, me desconcierta: yo
atribuí al francés hacer demasiado para encontrar los anfitriones venidos de regiones donde se
perseguía el marxismo. El francés no era todavía mi lengua, yo creí por un instante que ciertas
finesas en los discursos se me escapaban – oro, sombras, en la sala Pleyel, no las tenían- El sabio
Langevin había prevenido, antes de morir, en 1946, que <<un comunista debe siempre instruirse
pero yo puedo decirles que, entre más me instruyo, más comunista me siento. En esta gran
doctrina ilustrada por Marx, Engels, Lenin, yo encontré claridad en las cosas que no había
comprendido con mi propia ciencia>> El primer gran Congreso de la Paz, celebrado en Génova en
1867, había sin duda fracasado porque sus promotores –Stuart Mill, Alexandre Herzen, Víctor
Hugo, Garibaldi, Quinet, Pierre Leroux- ¡carecían de instrucción marxista! Después, aquí hubo un
auge grandioso: en 1949, se predica el marxismo en prosa, en verso hasta en sermones: En Pleyel,
Paul Éluard firmaba autógrafos y predicciones: La URSS, sola promesa: <<Amigos, nosotros nos
vemos en un espejo humano / Que no se podrá oscurecer o destruir / (…) Amigos, la URSS es el
único camino libre / Por donde pasaremos para llegar a la Paz. >> Envuelto en su sotana, el abad
Boulier nos asimila en los evangelios: <<Dejarme hacer mi oficio de hombre y mi trabajo de
sacerdote, y predicar a todos los hombres el precepto del Señor: <<Tu no morirás>> ¿Dónde está el
juego del comunista aquí entre todos? Yo juego el juego de la Iglesia, el juego de la vida contra el
juego de la muerte y de la horrible masacre. Ustedes me dicen que es el juego de los comunistas:
ustedes no sabrían hacer un más hermosos elogio. >>

5 L’ Humanité, 21 de abril de 1949.


¡No le rindió un mejor servicio! Joliot Curie toma al vuelo la perorata del abad y subraya:
<<Nuestra llamada ha sido entendida en el mundo religioso y su participación en nuestro Congreso
es importante: en Hungría doscientos sacerdotes católicos han dado su adhesión (aplausos).Las
dos Iglesias protestantes de este país, la Iglesia Luterana y la Iglesia Calvinista, se han igualmente
adherido (aplausos). En Checoslovaquia, todas las Iglesias, católica, protestante, ortodoxa, se han
adherido a la iniciativa del Congreso Mundial (aplausos). En Albania, la adhesión de la Iglesia
ortodoxa, etc., etc. Esta enumeración me deja soñando. ¿Joliot Curie creía de corazón que las
Iglesias de la Europa oriental eran libres en sus palabras y en sus actos? Las dos respuestas posibles
a esta pregunta revelan su carácter y su conciencia.

La prensa comentaba las escenas cotidianas de la sala Pleyel de una manera a veces ridícula. En L’
Humanite del 27 de abril, Pierre Hervé reproduce al Le Monde, que se burla del entusiasmo
ingenuo de los congresistas –apreciación en apariencia poco sagaz. La verdad Le Monde hacía una
flor a los comunistas: Con <<ingenuidad>> los aduaneros empujaban a <<los compañeros de
ruta>> todavía inocentes a no abrir los ojos. En realidad para los extranjeros al comunismo, el
entusiasmo de Pleyel no podía ser más que primario, irrisorio, patético, inquietante –todos,
excepto los ingenuos. Las Carreras de nuestras vendettas no debían nada al candor. ¿Naïf, Fadéev,
Ehrenbourg, el cosmopolita Nicolás? ¿Naïves, señoría Joliot Curie, Cotton, Anne Seghers? ¿Naïf,
Nenni, Cárdenas, Zilliacus? ¿Naïf, Picasso y el decano de Canterbury? ¿Naïf, los delegados
soviéticos y los enviados de diez países del bloque del Este dominados por Moscú?
De Mongolia a la Patagonia, cada dirigente comunista no era tonto; al final de algunos años de
trabajo en sus respectivas células, poco militantes conservaban la piel fresca; destinados a hablar y
actuar ambiguamente, los <<compañeros de ruta>> sabían que volvería. Estas personas no tenían
ninguna dificultad para integrar la idea de que la revolución en marcha costaría los océanos de
sangre: era el curso normal de la Historia; así podría seguir, el alma de la paz, sin cargar con casos
particulares ni los guijarros que se aplastan. La suerte de los antiguos jefes comunistas
exterminados por las purgas, redadas y deportaciones, nos dejaban de mármol: terminar colgados,
en cualquier parte, era un riesgo consentido al avance de verdaderos revolucionarios. Esta
implacable convicción derivaba del más ortodoxo lenguaje marxista. Los clichés habían concedido
a los bolcheviques intensiones puras y opiniones altruistas, la <<lucha de clases>> tal como la
concibió Marx y sus discípulos descansaba sobre una guerra civil universal y perpetua justo hasta la
aniquilación del último enemigo. Estos instintos asesinos penetraban por capilaridad el cuerpo
entero del partido, de la nomenklatura a la manada. En 1917, Lenin escribía: << ¡Es un Fouquier-
Tinville quien nos lo hace!>> Celebrando, en el poder, el primer aniversario de la <revolución>>, él
declara: << ¡La Tchéka encarna directamente la dictadura del proletariado, en este caso su rol es
irremplazable!>> ¿se imagina un altruista encarnando la policía? Por lo tanto, en la sala Pleyel, se
aclamaba de pie a Stalin y a Mao, con las tropas rodeando Nankín. Al nivel del congreso, yo
apostaba también mi prometedor futuro –un poco al vuelo de mi insumisión al realismo socialista,
que era un intocable punto de doctrina.

Regresando a Pleyel el 26 de abril, la víspera de la clausura del congreso, un contratiempo me


esperaba.
Más allá de su gran auditorio, el edificio tenía otras salas; donde diversas células deliberaban.
Desconcertado por el laberinto de colores, yo pase una puerta que alguien se apresuró a cerrar y
me precipitó sobre una silla vacía. Se trataba del debate de la fundación de una <<internacional>>
de escritores comunistas y asimilados. En la penumbra, mal se distinguían las caras. Un fogoso
orador exclama: << ¡tenemos el espíritu de nuestra sublime labor! >> La admonición me toca tanto
como escuchar nuestra influencia: << ¡hay que cambiar las palabras de una sociedad en crisis! >> El
sermón finaliza, algunas damas mantienen estricto asiento en las filas, su vaso en la mano: << ¡un
esfuerzo!>> murmuran ellas. Yo deposite mi contribución, el susurro de los asistentes se pierde, las
luces se iluminan, un órgano suena. Todo el mundo se levanta. ¡Cantan! ¿Malddone? ¡Ni la
internacional ni la Marsellesa! Es un Deo gratias…Imposible salir sin golpear a la multitud… La
pausa llega, yo me deslizo sobre una salida: <<prohibido pasar sin fuego>>. Una voz grave
pregunta: << ¿Queridos iniciados, quieren ustedes el bautismo? >> ¡Horror! ¿De quién soy
involuntario catecúmeno? Los padrinos se aproximan, en zigzag, oblicuos, caracoleando…Un
grandulón me grita: << ¡haga las piruetas! - yo busco a los combatientes de la paz… - ¡el piso de
arriba! >> Él desbloquea la salida y me expulsa. Tal fue mi poca gloriosa forma de evitar el bautizo
mormón. La burrada me fue rebotada justo en el conclave de escritores… Los camaradas me
reprocharon mis <<perezosas mañanas>> Avergonzado de haber tomado a los mormones por
marxistas, yo me trague la lengua, mi subconsciente embalsama mi malentendido, mi yo
racionalista se pregunta por qué comunistas y mormones utilizan el lenguaje de la Iglesia romana.
Los camaradas devenían en… <<hermanos>>; los combatientes fusilados, <<mártires>>; Marshall,
<<diabólico>>; la suerte eterna, <<la esperanza humana>>; la tierra prometida, <<la URSS>>; el
bautismo, <la credencial del partido>>; el rostro de Cristo, <<la cara maravillosa dela paz
humana>>.

Después del apoteótico final del 27 de abril, y hubo un post congreso: de la fiesta y los bastidores,
regresamos a la acción. Hacía falta recolectar los dividendos del suceso, aplicar las directivas del
buro electo por los delegados (ocho comunistas de trece miembros, presididos por Joliot-Curie),
coordinar las múltiples redes de influencia, intensificar las campañas contra el imperialismo y el
capitalismo europeo. Nuestra célula distribuía el trabajo; Pablo Neruda al que conocía desde
agosto de 1945, me propuso ser su adjunto durante un mes. En Pleyel, él había acudido como
<<una víctima de la dictadura chilena>>. Electo en 1946 por el Frente Popular a la francesa, el
radical Gabriel González Videla, no admitía más que al Partido Comunista, representado en el
poder por tres ministros, organizando huelgas similares a aquellas activadas en Francia y en Italia.
Él les agradece, y enseguida, golpea una prohibición del PCC. Neruda abandona Chile y, durante su
exilio voluntario, reside en Montevideo en los soberbios chalets de rica arquitectura. La
propaganda comunista transforma las agradables estancias en caminos de cruz y a Neruda en
héroe. Monótona, tierra a tierra, estancada –yo debo este último y justo epíteto a Juan Ramón
Jiménez, la poesía nerudiana me interesaba menos que su mito. Inventando un error pueril,
debido a la situación política de su país, él vuela a Francia, donde el partido le prepara una
retumbante publicidad.
En Paris, él me atendió en el George V, en compañía de <<Hormiguita>> del Carril, su mujer fuera
del matrimonio, vieja dama (en relación a él) salida de la aristocracia argentina más chic y más
acaudalada. Neruda me explica que habita este hotel a fin de evitar la policía… Su tren de vida no
me molesta apenas, un pretexto así de infantil denota una pobre psicología. Mi tarea se limita a
secundarlo en sus salidas. Una vez concluidos moralmente los temas de mi voluntario
<<secretariado>>, él me ofrece mi primer regalo: me presenta, en la planta baja, un habitual del
hotel, Ilya Ehrenbourg. Misionero de Stalin al lado de los escritores occidentales, él les seducía con
invitaciones a Moscú. Él se alaba de amar el castellano, <<adoraba>> a Don Quijote y subrayaba
las afinidades entre al alma rusa y el alma española –estereotipo inventado en el siglo XlX por los
románticos inclinados al sincretismo lagrimal. Delgado y brillante, Ehrenbourg miraba sin cesar a su
alrededor: ¿miedo o ganas de ser reconocido? Me cuenta que en 1939 él y Neruda, ambos en
Paris por ese entonces, habían salvado a los antifranquistas internados en los campos franceses. Yo
ya sabía el resto, Neruda acababa de escribir sobre este gesto en una carta en L’ Humanite. En la
época, muchísimos países hispano-americanos otorgaban visas a las víctimas de la guerra civil
española; su selección da lugar a sórdidas gangas. Ilya Ehrenbourg, el hombre de Moscú, y Neruda,
cónsul de Chile en Francia, otorgaban los documentos necesarios solo a los comunistas y a sus
leales; feudo de Trotski, México comparte la maniobra y prefiere a los trotskistas, anarquistas y
republicanos; Chile, Argentina y Uruguay prefirieron sobre todo a los estalinistas. De estos detalles
no se habla en el George V, donde por ignorancia, yo cometí la imprudencia de preguntar a
Ehrenbourg sobre Babel6: él respondió, susurrando, que esta fábula no era del gusto de los
soviéticos. Neruda interviene rápidamente y habla de sus manías: derechos de autor, traducciones,
coloquios, editores. Cierta cocina será mi menú cotidiano…

Sin saber conducir el Peugeot que el partido le prestó, Neruda me lo confía. Previamente, me había
hecho aprobar el permiso de conducir. Pocas vías tenían un sentido único, parís me parecía más
aireado que Buenos Aires. Con tres cuartos vacías, las avenidas se abrían a mi paso, yo ejecutaba
todo mi repertorio de figuras libres. El inspector no decía palabra. A nuestro regreso a su oficina
ubicada en la avenida de la Gran Armada, en la esquina de la glorieta de la Estrella, él había
comprendido que yo era un conductor inspirado y, calificándome de <<peligro mortal>> me otorga
la licencia.
Al día siguiente, él y yo alcanzamos, en L’ Alsace à Paris del boulevard San Miguel, a la pareja
Aragón-Elsa. Ella gozaba de una reputación de mujer de repunte y de amoríos sulfurosos: esto
picaba mi curiosidad. Su sombrero coronaba un rostro agradable, un mentón voluntarioso y una
piel bien cuidada. Aragón el soberbio tenía una musa a la altura de las costureras de alcoba. Luis
se admiraba con naturalidad, ella le desinflaba sin esfuerzo: en el almuerzo, afuera, ella le espeta
un trato que Neruda remarca con su risa. Espectador muerto, yo no tenía opinión. Aragón sacude
la cabeza, medita un instante y continúa su parloteo: derechos de autor, firmas, manifiestos. Los
tres se compadecen de tener que pagar a las prensas comunistas un enfadoso tributo de textos
inéditos y mal distribuidos; Oro, por el bien del partido, sus obras exigen una difusión a nivel
mundial, bajo el sello de un gran editor. Como todos los Sud-americanos, Neruda sueña con
Gallimard, entonces inaccesible, y juzgaba su traducción tan abnegada como mala…

Yo esperé en el lugar. Mi frustración se justificaba: iglesias, teatros, museos, jardines, cines me


abrían los brazos, mi programa me confinaba entre cuatro muros y me condenaba a escuchar
pasivo las mismas cantaletas; solo me quitaba el aburrimiento las situaciones cómicas donde me
colocaban a veces mi trabajo y las escapadas nocturnas. Yo me alojaba en el hotelito Littré ubicado
en Montparnasse. Neruda traslada sus reliquias al 22, del embarcadero de Orleans, donde habita
un militar, cuadro del partido. El apartamento no se vacía. Contreras, antiguo ministro de
Agricultura del Frente popular chileno, furioso se encuentra un día cara a cara con una fotografía
trotskista y observa que don Pablo frecuenta hasta a los traidores, si ello convenía a su publicidad…
Pero aquí frecuentaba sobre todo a los mandarines comunistas. Una mañana, yo conducía hacía la
casa de Picasso, subiendo al automóvil, él pifiaba de impaciencia: yo comprendí.
Vulcano nos muestra sus fraguas sin ninguna fatuidad. Neruda le prodiga los criaderos y, la visita de
lugares concluye, se deshace de mí para una conversación a solas con el maestro. A algunos pasos

6 El poeta ruso IssakBabel había desaparecido en las purgas ordenadas por Stalin.
de ellos y concentrado en apariencia en la contemplación de una pintura, yo pare la oreja.
Pensando en su Canto general ya casi concluido, Neruda pretendía que un <<gran pintor
comunista>> le hiciera la portada. Esta candidatura para ser su modelo suaviza a Picasso, que había
dibujado el rostro de Vicente Huidobro, poeta chileno muerto en 1948, al que Neruda detestaba, y
de Cesar Vallejo, el poeta peruano muerto en Paris en 1938. El dialogo se prolongaba, los mimos
no pudieron nada: cansado de la guerra, se despidió, alicaído y la sonrisa amarga. El espectáculo
de su vanidad mortificada era humillante, en el auto, se mordió su rencorosa decepción. En el
muelle de Orleans, él lanza a <<Hormiguita>>: << ¡no hay nada que hacer! >> Así, de tres poetas
sud-americanos el mayor de su tiempo, Neruda fue el único que no recibió la consagración de
Picasso7…

Los hispano-americanos gustaban de reunirse entre ellos, aunque a mí no me encantaba. La foto


donde aparecemos juntos (somos una treintena) en el atrio de Notre-Dame muestra casi
exclusivamente los Blancos; el rostro característico de Miguel Ángel Asturias y la tez negra de
Nicolás Guillen detonante. Esta fraternal proximidad psíquica disimula las feroces antipatías; las
costumbres de los escritores comunistas eran parecidas a las de los <<burgueses>>. Aunque
achinado, mi vena crítica me ayudaba a individualizar a los actores. El más necio me parecía ser
Miguel Otero Silva, director propietario del principal diario venezolano, El Universal, que incitaba a
mis colegas a participar en sus bromas y a felicitarlo cuando el cacareaba su oda pindárica al
<<gallo rojo>>, orgullosos de cuadrar el pájaro terrestre que se eleva para el combate. El <<gallo
rojo>> simbolizaba la revolución rusa. Nicolás Guillen aborrecía a Neruda, que le llamaba <<Guillen
el malvado>> para distinguirlo de Jorge Guillen el Español (no menos malvado que el resto). De
esta asamblea, donde el arribismo saltaba a los ojos, uno de los raros personajes auténticos era
Jorge Amado. Los pinceles que lavaban mi memoria se estampaban en la mía con filosos cuchillos:
Cardoso y Aragón, guatemalteco con el cuerpo demasiado menudo para contener toda su
jactancia, el cubano Juan Marinello que, pensando en él mismo, se dormía de aburrimiento,
Antonio Berni, argentino que aspiraba a transformar Buenos Aires con monumentales frescos
realistas y socialistas.
Llego la hora de devolver el Peugeot: la pareja Neruda vuela hacía Moscú y las democracias
populares. Tibio adiós, recomendaciones: <<Reflexiona sobre tu papel en el partido, sé disciplinado
y todo marchará>> (mi visa para Moscú queda en suspenso 8). Al fin de este primer mes, yo
experimenté la incomodidad de no poder frecuentar más que a los <<intelectuales>>, todos de la
misma orilla y, ante mi asombro, numerosos millonarios, millonarios y aristócratas pasados al
comunismo; el partido reclutaba una flota de adherentes ricos y favorecidos. Convidado a comer
en una socorrida vivienda, 1, de avenida del Maréchal-Maunoury –inmueble donde habitaba
también Marcel Dassault-, una disputa nos opone, Jorge Semprún y yo: su fanatismo me eriza.

Leer y vagar sin obligaciones era delicioso, uno iba muy rápidamente del Louvre casi desierto al
hormiguero del barrio Latino, Paris ofrece al curioso la mejor combinación posible: largos trotes y
pocos automóviles. Caminando sin brújula para trazar la figura de mi propio Paris, yo vi, cercana a
una fachada del boulevard Haussmann, el escudo y la bandera del Ecuador. Lo que me recordó que
el embajador de este país en Francia era Jorge Carrera Andrade, el poeta sud-americano al que yo
tenía por el mejor. De improvisto, me topé con la puerta de su legación: como excusa a mi

7 A la larga, él realizaría por encargo una serie de estampas de Neruda.


8 La visa no fue nunca autorizada.
desenvoltura, yo emborroné sobre mi escuálida carta de visita uno de sus poemas. Carrera no
tenía el aura de un monstruo sacro. Cónsul en Japón o en San Francisco, pasar de un puesto al otro
por los caprichos de la política, no era de utilidad para los miles de literatos del continente, que
buscaban porta estandartes manipulables y demagógicos. Él cuidaba su poesía y cuidaba las
formas: un secretario me condujo al despacho donde me atendió, primero. Indio con estampa real,
su amabilidad de gran señor castellano se añadía a su excepcional prestancia Distante, incluso
protocolario, se animaba y su rostro se iluminaba cuando hablaba de poesía. Complejo, discreto,
imbricada, su vida privada y su vida pública no entregaron jamás sus secretos. Carrera Andrade
tendrá una carrera sinuosa: exiliado, embajador, subalterno de la UNESCO, Ministro de Asuntos
extranjeros...

El 15 de junio, yo debía recoger mi visa del consulado checo. Todos los delegados sud-americanos
estábamos invitados a visitar durante dos semanas Checoslovaquia; se nos expedían por paquetes
sucesivos, yo había escogido el último vuelo previsto… A pesar de mi horror a los viajes en grupos
cerrados, este me hizo obedecer. El cónsul me retiene largamente, él jugaba sobre los terciopelos:
cuando uno se pasea con gastos de princesa, no se atreve, antes, ser ingrato, incluso si se solicita
trato parejo. Yo prometí entonces un lugar en la prensa del continente sud-americano a la
construcción del socialismo emprendido en Praga y concertar, a mi regreso, con la legación checa
en Montevideo.
CAPITULO 6

Demencia y bandolerismo son una combinación mortal.

JOSEPH CONRAD

El 21 de junio, nuestro cicerone y ángel guardián se sumerge en nuestros brazos; él nos adoraba.
¡Pobre profesor Kouchvalek! Su obsequiosidad me enfada: me trataba como si yo fuera un
personaje… Su español atestiguaba su cultura literaria acrecentada entre las dos guerras, cuando
los checos se inclinaban sobre su pasado y reencontraron su parentesco con España inscrita en las
piedras, la arquitectura, las artes que tenían de ellos. En 1949, en plena depuración, las librerías en
Praga reorganizaban, tal vez por una curiosidad olvidada, las obras clásicas castellanas, Cervantes,
Quevedo, Góngora, Calderón, santa Teresa de Ávila juraban entre Wurmser, Triolet, Stil, Garaudy,
Roger Vailland… Nos quedamos en el hotel Paris, administrado por el PC checoslovaco, uno de los
más elegantes de Europa: en 1948, había hecho Togliatti una donación de setenta y cinco millones
de dólares para su campaña electoral contra De Gasperi. En Paris residían de forma permanente
algunos cuadros superiores del partido comunista español en el exilio. Los primeros días de
peregrinaje se agotaban al recorrer las oficinas y cerrar las manos de subsecretarios, adjuntos,
vice-ministros, hazmerreir de la nomenclatura. Traduciendo sus peroratas idénticas, Kouchvalek se
extasiaba. El <<programa cultural>> inicia, enseguida, fuera de Praga, en la fábrica de zapatos
Molotov, donde los obreros, convertidos en <<artistas>>> gracias a las directivas de Jdanov,
exhibían sus pinturas. Nosotros compartimos una comida proletaria intercalada de copas. La
puerta del comedor se abrió, se aplaudieron primero a los dioses lares: enganchados a los muros
del salón de fiestas, vimos los titanes: <<Lenin en la estación de Finlandia>>, <<Stalin a la cabeza
de un héroe de Stalingrado>>, <<Karl Marx redactando El Manifiesto Comunista>>… El libro de oro
adornando la mesa, a cada uno su turno de firmar. Yo me aproximé a Kouchvalek y le murmuré <<
¿puede uno escribir lo que piensa? >> Mi provocación fracasa, él mira fijamente el techo. Yo
borronee dos líneas de una firma ilegible. El ángel guardián no dormía más que con un ojo: <<si
Usted gusta, escriba su nombre y su opinión en letras capitales. >> Yo accedí y di la vuelta a las
páginas perfumadas de incienso para los ilustres escritores extranjeros…
Al día siguiente el Museo Nacional nos satura de manducas similares; los tesoros del arte checo, de
la escuela alemana, de Flamencos, italianos, Impresionistas, estancados en el subsuelo… Este odio
obtuso hacia las civilizaciones y culturas anteriores al golpe de estado de 1948 alimentaba, en
nuestros anfitriones, el miedo que los visitantes establecieran en Praga ligas peligrosas.
Veinticuatro horas antes de la visita al museo, dejamos las fábricas y el arte socialista por la
agricultura y la <<música popular>>. Al amanecer, se nos mete en un autobús sin fuerza que se
detiene en la noche en Strasnice, ciudad donde había un festival de danza y de folclor. Dos noches
castas en las clausuras: fraternización típica entre <<intelectuales>> y campesinos, chozas típicas,
bordados típicos, rubias y sanas jóvenes mujeres típicas, comidas típicas, ritmos típicos, retratos
típicos. En mi ventana, adornada con floreros, sonreía Slansky, <<la mejor chica>> de la región,
sobre las pancartas que celebraban su cincuenta aniversario. Yo reconocí sin pena su rostro: Praga
era un enorme espejo de rostros, que devolvían, en giros, los retratos de Lenin, Stalin, Gottwald,
Zapotocky, Slansky…
Los stakhanovistas disfrazados de campesinos nos alaban <<el método revolucionario de
Lysenko>>. Se recolecta para mí un manojo de legumbres <<socialistas>> que yo regale,
regresando a Praga, al cocinero del Paris. Él me lo agradece, porque la penuria lo obligaba a hacer
proezas. Nosotros, los extranjeros estábamos bien alimentados, me comentó, pero él y sus
ayudantes babeaban. Yo no lo habría creído si, después de uno de mis breves paseos cuando
ingrese a un café, el encargado al que traté de comprar unos pasteles no me hubiera reclamado los
<<tickets de aprovisionamiento>>. Yo regresé murmurando y perplejo: durante nueve días de ir y
venir de un rincón al otro del país, yo no había percibido su existencia. La vida artificial de las aves
de paso, compañeros de ruta, diplomáticos en misiones temporales, congresistas, conferencistas,
expertos, reporteros ocasionales, excluidos de toda aproximación fiel a la realidad.
Me desconsolaba llevarme de Checoslovaquia una visión incompleta, parcial, selectiva. Praga era la
apoteosis del barroco, perene en mi constitución metal y estética. Me caía mal la insistencia de
tragar el <<realismo socialista>> y de escamotearme las maravillas de una ciudad donde la belleza
dejaba sin aliento. <<El realismo socialista es realista por su forma y socialista por su contenido>>,
me sermoneaban en vano, los burócratas. En el arte y en la literatura, no se puede definir donde
termina la forma y comienza el contenido. A mis ojos, Nietzsche –que yo leí ávidamente durante
años- había ya dilucidado el problema: <<se es artista a condición de se sienta como un contenido,
como “la cosa misma”, lo que las personas que no son artistas llaman “la forma”>>. Admirable
aforismo, al que me ajuste siempre.
La fortuna vino en mi auxilio. Una tarde, yo me distraía en el bar del Paris cuando, escuche a un
compatriota al que llamaban el conejo, Otto de Sola 9, encargado de negocios entre Praga y
Venezuela, me pregunta si yo era también nativo de este continente. Extrovertido, cordial -¡y
poeta!-, Otto llenaba su conversación de metáforas ingeniosas.
Habíamos simpatizado, me invita a cenar. Yo salté la cortesía para mis <<camaradas>> y le
acompañé. Al soberbio restaurante reservado a los diplomáticos en un rincón de la vieja Praga,
donde me colé. Mi decepción era grande, yo quería prolongar mi estancia, y tropezaba con dos
obstáculos: mi visa expiraba pronto, además faltaba poder efectuar las transferencias (prohibidas)
con Uruguay, y estaba falto de dinero. El alcohol y las buenas palabras acaloraron a Otto, su lengua
se suelta. Sus diagnósticos sobre la vida en Checoslovaquia me aturden. En el extranjero, las
coronas checas no tenían curso más que Austria que las compraba a Praga al tipo de cambio oficial
(yo lo había hecho) revelando al idiota: en el mercado negro, púdicamente bautizado <<mercado a
la sombra>> ellas valían seis o siete veces menos: el régimen recogía así divisas fuertes. Él, Otto,
contaba con dólares en Viena, y me propone cambiarle los míos y dispensar el equivalente en
coronas en Praga.
Mi ética comunista protesta: << ¿Mercado negro, aquí? >>, <<Aquí>>, responde Otto, <<la ética
comunista se resume en robar y aterrorizar>> En la locura, él me sugiere declararme su huésped,
lo que arreglaría, de golpe, el asunto de la visa. ¡Adiós escrúpulos! Otto vivía en Praga desde hacía
dos años: sus afirmaciones me turbaban. Lo que permanecí en Checoslovaquia, me permitió
verificarlas. La carta de Otto fue aceptada, yo obtuve un permiso de dos meses suplementarios.
Casi todos mis <<camaradas>> me desaprobaron: insensibles a las maravillas de Praga e
impacientes por volver a sus casas, invocaban los principios y deberes de sus respectivos partidos
comunistas. Yo comprendí más tarde que la doctrina de <<militar con ellos cuando las
circunstancias lo permitieran>> (dixit Lister) servían para justificar porque solo unos pocos
comunistas occidentales de instalaron en Moscú o en las <<democracias populares>>: ellos no se

9 Seudónimo de un diplomático relacionado aquí.


presentaban a su llamada, más que para tomar las recompensas, subsidios y derechos de autor sin
valor fuera del bloque comunista.
Me cambie al hotel Ambassador. Otros lugares, otras costumbres: su fauna contrastaba con
aquella, tan triste, del Paris. Situado en el centro de la villa moderna y reputado hacía mucho
tiempo por su cocina y por su elegante clientela, el Ambassador había devenido en una amalgama
donde se mezclaban diplomáticos, espías, traficantes, putas, estafadores, turistas, agentes,
aventureros. El brutal pasaje al <<socialismo>> impuesto el 25 de enero de 1948 había dislocado a
la sociedad. Las represalias y las discriminaciones no perdonaron a algunos miles, los universitarios
fueron muy duramente castigados. A diferencia de aquella de occidente, la Inteligencia checa no
estaba inclinada al comunismo: algunos meses antes el golpe de estado, las elecciones en la
Universidad habían previsto la derrota de los comunistas: que eran apenas el 24% de las voces.
Hélène, la joven maestra de Otto, soñaba con abandonar el país. Hija de un profesor enemigo de
los nazis pero también del comunismo, ella debió renunciar a sus estudios de medicina: desde
hacía un año, la carta del Partido y los orígenes sociales eran los filtros que decidían las carreras.
Para ella y para las capas cultivadas refractarias al dominio de su patria por los marxistas, su futuro
estaba en emigrar. Una forma de matrimonio funcionaria plenamente: resueltas a adquirir (era el
término exacto) un extranjero soltero que quisiese con ellas provisionalmente, jóvenes mujeres de
calidad recorrían las calles, las tabernas, los escasos centros nocturnos tolerados y respetados,
sobretodo de los soviéticos. De una manera sorda en el Ambassador, más franco que el célebre
U’flecu, favorito de bebedores de cerveza y de personas ilegales, se negociaban los contratos de
estas alianzas, los divorcios garantizados en Suiza… según los vendedores ambulantes de ilusiones.
La <<marcha de la sombra>> era una necesidad para todo y para todos. Mejor dotado de cupones
que los checos, me era posible en ocasiones abastecer a mis amigos. Ellos me reseñaban los
procesos en curso, consecutivos a los que, en 1948, habían cortado la vida del general Pika y de
otros integrantes de la resistencia. El terror no era palpable, ni soldados ni policías en uniforme
recorrían Praga: buen alumno de Stalin, Gottwald practicaba la farsa, las golpizas y el
internamiento imprevisto. La oposición estaba agónica, solo islas heroicas combatían todavía al
régimen.
He aquí el reverso de la medalla: la ideología que yo tenía abstractamente me parece, de pronto,
horrible. Yo sabía sin embargo que en los inicios, según los bolcheviques <<la construcción del
socialismo exige desarmar, de entrada a las clases enemigas>>. Este programa teórico se realiza
bajo mis ojos en Praga, el sectarismo, la represión se encarna contra el arte, la cultura y el amor a
la belleza. Incapaz de renegar sin equivocar la utopía mortífera, me parecía indecente escribir los
complacientes artículos prometidos a cambio de la invitación. En agradecimiento a un recordatorio
al orden, yo acaricie la idea que, engranaje ínfimo de una maquinaria inmensa, mi propia
insignificancia me salvaría. Inquieto y desamparado, yo cruce las aguas termales y la calma de
Karlovy-Vary y de Marienbad disiparon mis demonios. Estaba equivocado.
Para Karlovy-Vary, el famoso hotel Rapp era el feudo de los altos mandos de la Armada Roja (la
tropa, más discreta, ocupaba los caseríos en los parajes). A la orilla de Alemania occidental, los
soviéticos velaban y, sin duda, la espiaban. La novedad para mí fue el espectáculo de
<<colaboradores>> checos y en particular las <<colaboradoras>>. En la noche, en un estruendo
infernal, dos o tres orquestas animaban los briosos bailes. Tarde o temprano presas de la bebida,
los generales y coroneles venidos solteros se lanzaban al abordaje de mujeres checas
acompañadas de sus maridos en los grandes salones de recepción. Las danzas cosacas aceleradas
en diabólicas sucesiones languidecían, los lascivos valses vieneses. Algunas rondas y las coplas se
eclipsaban poco a poco cabeceando. Se escuchaba cloquear las puertas de los ascensores y de los
cuartos. A diez metros de la mía, en el tercer piso, un general entretenía un harem… Estas
bacanales se realizaban justo al alba. Las damas repartían abrazos mientras debajo esperaban sus
pacientes esposos, quebrada su cartera en rublos. ¡Infortunado pueblo checo! Apenas liberado de
la salvajada nazi, cae en el despotismo comunista: esta doble tragedia provoca el hundimiento de
su moral y de su moraleja.
Faltaban los medios de transporte, yo aprendí un nuevo deporte: el senderismo. En los
alrededores de Karlovy-Vary, los villanos y los campesinos tenían un aire sereno. Yo aporreaba los
caminos rústicos, las colinas, los bosques, yo circulaba entre innombrables estatuas e iconos de
santos, de la Virgen, de Cristo. Esta presencia del pasado católico de la Bohemia no me extraña,
pero las flores, siempre frescas y renovadas que adornaban las imágenes eran el termómetro de
un fuego silencioso más fuerte que el miedo o la desesperación. Hasta este modesto signo de
insumisión alarma al régimen que a partir de 1950, hará cacería a las piadosas ofrendas y prohibirá
las caminatas individuales. En Karlovy-Vary se encontraba champaña rusa imbebible, buen whisky
escoses, cigarros americanos y buenos muebles, que se exportaban de contrabando a Zúrich o a
Alsacia. Se comía bien mejor que en Praga, pero las repetidas orgias nocturnas del Rapp se
volvieron fastidiosas, yo agarre mis maletas. Un automovilista suizo en tránsito, al que yo surtí de
cupones, modifica un poco su itinerario y me deja en Marienbad (Marianske Lazné). De esta ciudad
nostálgica y propicia a la ensoñación, yo conservo en mi retina la imagen de preciosas y agraciadas
jovencitas húngaras de ojos azules, que jugaban y cantaban melodías sobre el escenario de un
teatro rococó. Mis esfuerzos nemotécnicos no rescatan ningún otro vestigio de la semana en
Marienbad. Redactar un diario íntimo exige un narcisismo contrario a mi naturaleza y una
paciencia opuesta a mi carácter; las agendas me parecían superfluas: no se les puede confiar
secretos. En su lugar, yo revise mis viejos pasaportes, testimonios infalibles de mis decires. Yo
inscribí, sin que en la época las autoridades se ofuscarán, nombres, direcciones, comentarios
diversos. La cronología que me sirve aquí corresponde a los sellos de la policía checa; yo debía
informar al comisario más próximo del lugar donde residía durante los seis o siete días que estuve
ahí: era una manera de seguirme la pista. Tuve también la evidencia de mi estancia en el
Ambassador durante las tres últimas semanas de mi estadía en Praga. Mis amigos se acogían para
evadirse, de plano al estatus diplomático de Otto que les protegía, yo experimenté sin embargo un
malestar crudo que cubrí jugando al turista sin preocupación.
A fines de agosto. Yo escuche el mensaje de una atractiva criatura de ojos divinos, que me trasmite
por su conducto, inoportuna, Kouchvalek. Al teléfono, con una voz neutra, me comunica la noticia:
recientemente mudados a Moscú, la dupla Neruda querían verme. Cita urgente en el hotel Alcyon,
donde no descendía más que la fina flor de la nomenclatura comunista. La angustia de tener que
regresar a su servicio me tortura; no tenía escapatoria: vivir a parte, por mi propia cuenta y a mi
propio arreglo, era la peor de las circunstancias agravantes… ¿iba yo al matadero? A primera vista,
el carrusel del triunvirato atenúa mis aprehensiones: el jefe me da palmadas en los cachetes
paternalmente, <<Hormiguita>> me abraza, Kouchvalek me sonríe… ¡Aleluya! Ellos tenían
necesidad de mí… Ellos no se sobrecargan de sutilezas: reponen para más tarde la literatura y la
política, ellos ingresan en su propia leyenda. Francia e Italia se niegan a aceptar a Neruda, que mira
de reojo, en última instancia, hacia el Reino Unido. Él poseía un pasaporte chileno a nombre de
<<Neftalí Ricardo Reyes- sin profesión>>, armado de una foto muy borrosa. Ahora bien si ingresaba
al consulado británico, él se arriesgaba a ser reconocido (<< ¡la gloria de estos inconvenientes! >>).
Pausa, suspiro…<<tú te manejas en inglés>> (en la época, esto era verdad), <<ve allá, di que yo
estoy enfermo, tu, mi secretario, tienes un pasaporte sud-americano, será creíble…>>
Kouchvalek me conduce en limusina al lado de Neruda, habla en checo a su chofer, que se
estaciona prudentemente lejos del consulado. El Escoces taciturno que me recibe escucha la
perorata sin resistirse y me promete entregar los documentos en las cuarenta y ocho horas
siguientes. Así fue hecho: en los días siguientes, yo continúe confiado mis buenos oficios, con el
sobre dirigido a <<Neftalí Ricardo Reyes-Esq. >>. Fui al Alcyon, los Neruda y el ángel guardián
estaban felices: tenían fotografías del barrio de la Mala Strana con una la placa de la calle Neruda 10
y se disponían a distribuir el cliché a la prensa sud-americana para demostrar que, ya sus amigos,
los checos habían celebrado su ingenio… Él me arranca el sobre de las manos, lo abre y lanza, diez
segundos después, un grito de rabia. El cónsul, que no era un papamoscas, <<tenía el pesar de no
poder dar enseguida >>, etc. El rechazo genera vociferaciones: << ¡Miserables laboristas, lame
botas de los Yankees!, traidores, los ahorcarán! ¡Permanecer aquí cuando yo tengo tantas cosas
que decir a la base! >> (<<La base>> englobaba a todo el abyecto mundo occidental, que su
palabra debía evangelizar).
En la suntuosa habitación, nosotros parecíamos como almas en pena, invadidos por el
aplazamiento: ¡el más estalinista de los poetas era contrario a vivir únicamente en la URSS, o en
una cualquiera <<democracia popular>>! La consternación se transforma en alegría cuando se
anuncia a Kouchvalek una información proveniente de la radio francesa, captada por el servicio de
escuchas del Comité central praguense: ¡un pronunciamiento comandado por los militares había
terminado con la dictadura chilena! ¡Qué inesperada buena suerte!, ¡Abrazos!, ¡hosanna!, ¡Hurra!,
¡Viva!, ¡pasen camaradas! (Los directores del hotel se unieron a nosotros) ¡Champaña!, ¡Caviar!,
¡Exaltación! Una segunda llamada enturbia nuestra alegría. El corresponsal de Kouchvalek
multiplica sus escusas: en francés <<Syrie>> y <<Chili>> son casi homófonas y, al verificar la
información, el redactor se había apercibido de su metida de pata. ¡Nosotros estábamos tratando
de festejar el golpe de estado del general Sumi Hennavi, nuevo líder de Damasco. El estupor nos
tira, maldita jornada, cada uno esquiva el golpe. Yo fui demasiado lento. Mientras que los demás se
eclipsaban, Neruda y Kouchvalek se volvieron contra mí: nosotros debíamos discutir, los camaradas
checos no habían conocido todavía mis artículos, explícate… ¡aposiopesis! Esta palabra científica
designa el vacío producido por la irrupción de un silencio que mata el discurso… <<no lo he escrito,
yo he escrito poemas donde hablo de Praga. >>

Neruda tenía la boca enharinada: la URSS ha sobrepasado a los Estados Unidos, la genial estrategia
de Stalin, reducirá al capital en polvo, la América <<latina>> se emancipará pronto de los Yankees.
(Él balbuceaba las barbaridades aprendidas en Moscú, que él descarga en forma de <<poemas>>
en Las Uvas y el viento). Él obedecía las consignas del partido; en Hungría, había repudiado
públicamente toda su obra anterior a España en el corazón y adoptado el realismo socialista,
doctrina que los poetas jóvenes rusos admitían: <<Ahora, se pagan sus poesías por el número de
líneas y hasta tasa la prosa>> (¡Señor! Aquí porque hasta el mismo endeudaba sus <<versos>> en
pedazos de tres o cuatro palabras ¡Aquí porque el Canto general lleno 568 páginas y completa con
el ridículo A mi partido.)
Él apartaba así toda preocupación de belleza, toda búsqueda interior, toda aproximación al
espíritu, todo rigor técnico, toda moral. El aparato había borrado las últimas trazas del poeta. ¡Si él
quería condenarse, que se condenara sin mí! Yo le había escuchado en silencio: no se discute nada
con un ventrílocuo de fuego Jdanov. Al terminar esta función, yo sabía que no le vería más.
En adelante, se me obligo a partir, porque yo había sido objeto de grandes presiones. Me dolía
dejar a mis amigos, que no me habían despabilado, sino salvado. Yo adivine que mi deuda a su
deferencia permanecería impagable.

10 Ian Neruda, poeta y escritor del siglo XlX, al que Neruda (Pablo) plagia su nombre.
Mi estancia en Praga se termina el 9 de septiembre de 1950. Viena fue el siguiente relevo de mi
educación.
CAPITULO 7

Viena encarna el incesto.

ADOLF HITLER

Yo llegue a Viena para descubrir un arte de vivir, para hacer de mi conocimiento el barroco,
saturarme de música, explorar los museos, saborear el Estilo Moderno de la época Biedermeier. El
fracaso de Stalin en Berlín, salvado en 1948 por <<el puente aéreo>>, falseaba mi perspectiva. Yo
imaginaba que en Austria cuatro potencias cohabitaban en buenos términos, yo no sospechaba ni
el deterioro ni la miseria de un país <mutilado y acosado por todos sus vecinos>>, donde <<la
capital concentraba, ella sola, diez millones de seres hambrientos y tiritando de frio 11>> Stefan
Zweig describe así el estado de su patria en noviembre de 1918; son constancia prefigurada,
palabra por palabra, de la situación de Austria, después de 1945: la Primera Guerra Mundial había
repetido ahí la tragedia, sin pasar por la farsa. Yo tome conciencia en el lugar; mientras, presentaba
mis documentos a los controles checos, ingleses, americanos, soviéticos, franceses en el tren de
Praga a Viena. Un sello atravesado, una fotografía dudosa, una firma tachada significaba la
expulsión del carro; al partir, éramos doce, al llegar, cinco.
Las <<cuatro potencias>> tenían requisitos, a la usanza de sus respectivas residencias, los únicos
buenos hoteles de Viena. Los ingleses preferían el Bristol; los americanos, el Sacher; los soviéticos,
el Imperial. Menos solicitado, el Hotel de Francia hospedaba también, extranjeros portadores de
divisas. La noche llega, yo tomo, a pie, el rumbo sobre este remanso.
En el primer carrusel, una patrulla francesa me interpela. La revisión de mis maletas termina, el
joven chofer del jeep pedorro me conduce a buen puerto. Discretamente iluminado, las sobrias
líneas del edificio cambian en hotel confortable las tinieblas. El chelín no valía un suelo, yo tuve,
por un puñado de dólares, un cuarto, un baño, calefacción y ¡la cocina francesa! A falta de
alojamiento en la ciudad, quince o veinte funcionarios y militares franceses practicaban en el hotel
una suerte de celibato; instalados en la mansión, una cantante italiana, un barón belga y el
encargado de negocios de la Argentina peronista, que tenían la mesa abierta. El mayordomo me
enumera las ventajas de la situación: la extraterritorialidad nos espantará la penuria de alimentos,
frutas y legumbres frescas los impuestos exorbitantes sobre los alcoholes y las prohibiciones que
golpean a los indígenas: los huéspedes teníamos el derecho de recibir (hombres y mujeres) en
nuestros cuartos. <<Evite usted la zona soviética>> agregaba él, <<y en la ciudad, distinga un
escoces de un ruso, húngaro de un gitano, un austriaco pura azúcar de un espía americano
disfrazado de tirolés. >>
Al día siguiente, al apartar las persianas de mi tercer piso, me di cuenta que había crespones en
cada puerta; banderas negras agitaban en los balcones. Viena homenajeaba a Richard Strauss,
muerto en la ciudad. Homenaje conmovido, discreto, unánime. Un poco hecho de la historia de los
alemanes, este luto me sorprende. Desde mi punto de vista, Richard Strauss era un alemán –un
bávaro, nacido en Munich, muerto en Garmisch- quién salvo el breve periodo durante el cual dirige
(de 1919 a 1925) la Opera de Viena, había siempre residido en Alemania. Él protege, su primer
poema lirico que se inspira en Don Juan de Lenau. Escoge, enseguida, como libretista, dos
11 Stafan Zweig, El Mundo de Ayer, Belfond, 1993, p. 329
austriacos celebres: Hofmannsthal y Zweig. Los vieneses veían en Strauss uno de los suyos,
producto palpable de la imbricación de los pueblos germánicos, y en particular, de Bavaria y de
Austria.
Salida de su entorpecimiento, la ciudad recupera la semblanza de actividades que disimula su
desarrollo. A diferencia de Paris y de Praga, intactas a pesar de sus vicisitudes. Viena estaba en
parte en ruinas. En el atrio de la catedral Saint- Étienne se amontonaban los escombros; por todas
partes, las rejas protegían las fachadas tambaleantes, los palacios pulverizados, los jardines
deshechos; preciosos restos yacían entre los escombros. Ni la ciudad ni el Estado tenían los medios
de restaurar, reconstruir, desenterrar; para hacerlo los emprendedores privados esperaban el retiro
de los <<cuatro>>. Fatalistas y enojados, los vieneses aprehendían a los soviéticos. Sin embargo,
Austria no se arriesgaba con los bloques, la anexión o el desmembramiento, a semejanza de
Alemania. El partido comunista local lleno de folklor en la minúscula zona soviética no podía
convertirse en Estado. Los austriacos desdeñaban las decisiones consoladoras, desesperaban por
asistir un día al retiro de sus ocupantes.
El nombre de Hitler parecía ausente en las conversaciones de mis conocidos. Yo frecuentaba a dos
francófonos, mayores que yo. Apremiado por comprender mejor la ciudad y su gente, yo intenté
un aprendizaje expedito del alemán. Viena me seducía, yo me acoplaba para una larga sesión.
Mi maestra, una vieja dama viuda, pobre, judía y poliglota, habitaba en el último piso de un
hermoso inmueble de la Ringstrasse, perforado verticalmente por un obús. El edificio permanecía
en ese estado, unas tablas suplían el andar disparatado de una escalera. La lluvia infiltraba las
tejas, la ventana de Pannonie, ya temida por las guarniciones romanas de Augusto establecidas al
borde del Danubio, silbaba en mis orejas: mi primer invierno en Europa me prometía frio y llovizna.
La vieja dama hablaba el alemán a la vienesa, el bemol lo acentuaba sobre la inflexión: ella
redondeaba la <<r>> y decía <<Herr Oba>> en lugar de <<Herr Ober>>. Mis dos horas de lecciones
cotidianas versaban en ocasiones sobre la política, la historia, la literatura. Ella no titubeaba para
maldecir a Hitler, <<tan criminal como Stalin>>, yo la sabía víctima de los dos: su marido el doctor
Fischer, murió en un campo soviético. El antisemitismo había emponzoñado su existencia. Al inicio
del siglo, hasta los barrios <<chics>> de Viena cobijaban un tercio de judíos; la inteligencia, los
comerciantes, los artistas judíos ocupaban la cumbre en numerosas materias y disciplinas. Esto
molestaba tanto a la clase obrera y la burguesía como a la aristocracia. El cosmopolitismo vienes
acarreaba esta forma particular de xenofobia, la cual, despedazado el Imperio Austro-Húngaro en
1919, servirá de justificación.
El 13 de marzo de 1938, Hitler había tomado una Austria más bien adquirida por violación. La idea
de l’Anschluss remontaba al menos a marzo de 1918, cuando los vieneses, en búsqueda de un
paliativo al previsible desastre, sitiaron la embajada alemana reclamando una utópica anexión. Los
jefes de la Entente, Clemenceau el primero, la prohibía. ¿Hitler habla de incesto porque él había
llegado a Austria, que detestaba a la madre Germania?
Estas reflexiones sobre el patético descenso de Austria, yo las guarde en mi fuero interno: yo
prefería tratar sobre literatura. Mi profesora escogía a los románticos austriacos, ella traducía al
francés, palabra por palabra, a Lenau, a Grüm, a Helms; los lieder de la época Biedermeier pasada,
flanqueados de colegas alemanes. Aunque aproximativos, estos ejercicios de traducción me dieron
la idea de que la poesía llamada romántica era tan sobreestimada en el mundo alemán como en
Francia: la pira de traductores no puede matar una poesía excelente y el mejor de los traductores
no salva la maldad. La interpenetración de la música y la poesía amplifico los problemas y
cuestionó si los textos disfrazados, mediocres, planos, que son el eco oral de partituras, perjudican
o no a la gran música. Schubert compone seis centavos lieder; la música y el canto vuelven
inofensiva la eventual nulidad de los letristas. <<Las longitudes celestes>> de Schubert como las
llamaba Robert Schumann, me arranca siempre las lágrimas –a pesar de la mala literatura.
Las circunstancias volvían inaccesibles las pinturas y las colecciones que yo buscaba: algunos
museos activos exhibían pocas cosas y los expertos jugando a los Arlesianos, era mejor cuidarse:
en Viena subsistía un pillaje descarado. Aristócratas y burgueses aferraban sus bienes, no por no
dejar la ciudad, como Praga, pero por no emigrar. Los anticuarios americanos se daban al ojo
alegre; los extranjeros en misión oficial amasaban tapices, divanes, relojes, pinturas, libros
antiguos, alhajas, adornos, que revendían fuera de la frontera cientos de veces más caros. Si uno se
interesaba en este tipo de asuntos, hacía falta mi entusiasmo juvenil para comprar una casa
característica, del siglo XlX, por tres verbos tentadores: <<beber>>, <<amar>>, <<cantar>>. Ellos
eran en 1949, inadecuados y obsoletos…
Mi perseverancia en hurgar en las bodegas de las raras galerías abiertas, me permitieron entrever
el expresionismo, y de rencontrar a Klimt. Las obras de kokoschka y de Schiele me cimbraron, la
sensibilidad está hecha también de flagrantes trasgresiones a los cánones clásicos. Entendí porque
Hitler los aborrecía y porque los comunistas, resucitaban su neutralidad a través de los
<<modernistas>> tan obedientes que tuvieron libre desarrollo en Rusia en 1918-19, desautorizaron
pronto el trágico realismo expresionista en beneficio del <<realismo socialista>>: feroz auto
celebración, los regímenes totalitarios no aceptan más que las versiones <<positivas>> de la vida.
Todo marcha bien, puesto que los falsos artistas lo confirman…
Protector de Kokoschka y de Schiele, futuros líderes del expresionismo vienes – certeros, con la
paleta, sin más límite que sí mismos-, Klimt tenía cambios constantes de estilo, sin perder su
liderazgo. Mis conocimientos sobre esta persona no sobrepasaban su periodo simbólico y fui
sorprendido al enterarme que una parte capital de su trabajo posterior a 1907 desapareció
después de 1945, mientras, sueltas sobre Viena, las tropas soviéticas incendiaron el palacio
Dimmedorf y los decorados de los muros reunidos por Klimt desaparecieron en 1918. Kokoschka y
Alma Mahler –voraz consumidora de artistas a la que Klimt evita- conocí su nombre por mediación
de un joven judío austriaco habitual del Tupi-Namba, el Flor montevideano.

Que Viena fuera un nido de espías y el centro de la guerra fría me incomodaba apenas: yo no lo
pensaba cuando paseaba por mi barrio favorito, el de la catedral Saint-Étienne, donde se reunían
armoniosamente el gótico, el renacimiento, el barroco y vestigios romanos de la Ruprechskirche,
con el campanario desplomado, el antiguo ghetto y el canal del Danubio. Ubicado entre ellos y el
rio, el parque Prater ofrecía modestas distracciones. ¡Por fin! Estaba en el sector soviético, al
borde, una barriada ocupaba la calle. El propietario de un auto que me conducía tenía, como yo,
un pase en regla. Pero la aproximación de los soldados con grandes y doradas hombreras espanta a
nuestros invitados: para dos estudiantes vieneses, un medio día entero en el Prater era un lujo;
recuerdo, que muertos de miedo, nos obligaron a hacer el camino para atrás y replegarnos en uno
de eso cafés que perpetuamente, con un poco de medios, tenían el rango de instituciones
nacionales. Los vieneses rumiaban en ellos su infortunio; como yo hablaba francés, ellos
rivalizaban en cortesía a mi favor, el español era también una eficaz introducción para los fieles de
los Habsburgo.
Se comía mal, muy mal, en los restaurantes, yo saltaba entonces las comidas y vagabundeaba,
desde mediodía, de barrio en barrio. La caminata agudiza mi apetito: cada día durante seis horas,
yo emprendía la localización del Demel Konditrei. El cuadro, el público, la sonrisa de los camareros,
la vajilla, la platería, los manteles incitan al festín: ¡a mí el té, las tostadas, los chocolates, la tarta
linze, las mil hojas, la fogata, los pasteles, el kugelhof, la bavaresa, los cuadritos de moka! Una vez
cumplido este rito, delicias venidas del antiguo arte de vivir vienes, empujado de tiempo en tiempo
lejos del hotel Imperial, 16 Kartnerstrasse. Hacía mucho tiempo siguiendo las huellas de Hitler, los
soviéticos la habían convertido en fortaleza. Su extraño manejo distraía, permanentemente, los
peatones y curiosos de lejos, detrás los deflectores, el carrusel de limusinas negras. Los reflectores
barrían el perímetro y caían a menudo en el umbral del palacio con las siluetas masivas de los
dignatarios soviéticos. Visitado desde su inauguración en 1873 por una clientela principesca, el
Imperial guardaba su donaire. Los soviéticos se entusiasmaban de sus decorados, sus salones, sus
escaleras de curvas suaves y majestuosas, pero la economía del establecimiento les era
indiferente. Obsesionados por el asunto de la seguridad, ellos le dotaron de un apéndice ridículo,
del que todos los vieneses se lamentaban, haciendo gargantas calientes. Sobre el vasto techo del
Imperial, sus nuevos amos habían trasplantado una granja, con vacas, un jardín y una huerta y
todos los instrumentos necesarios para su explotación, puesta en manos de agricultores venidos
de la URSS. Los señores del Imperial no tenían más que estos alimentos sanos, garantizados contra
el veneno y las pestes imperialistas.
Estas pequeñas recreaciones no me distraían de lo esencial: cuidaba, también, de mi alma. La
melancolía de mi habitación ensombrecía mi humor; las excursiones al Mirador, en Schönbrunn,
eran los espacios claros de un tablero de ajedrez. La duda me invadía: la poesía me puso mala cara.
Estaba lo peor: la privación de la música. Llegando a Viena, yo había visto la destrucción casi total,
bajo las bombas, de la Opera y del Burgtheater, los dos <<templos>>. Para concluir, la vida musical
y el teatro de Viena habían desaparecido. Yo perdí un par de semanas en comprender que Viena
tenía un renacer, precisamente gracias al fuego de sus músicos y comediantes. Un cartel pegado
sobre el muro acribillado de balas de una sala de aspecto austero hizo latir mi corazón: se
presentaba Elektra de Richard Strauss y de Hugo von Hofmannsthal, los dos últimos grandes del
<<romanticismo>>. De Strauss, yo conocía muchísimos discos grabados por la Deutsche
Gramophon, y de Hofmannsthal, algún poema en versión española. Clôturant de la era Wagner,
Strauss había inaugurado al inicio del siglo un nuevo tipo de ópera, consustancial a la poesía: los
<<poemas liricos>>. Strauss y Hofmannsthal trabajaron juntos durante quince años: Elektra fue su
primera obra en común.
¡Que vértigo!
Yo no había visto ni escuchado algo tan conmovedor. Bajo mis ojos revivía la tragedia griega, los
diablos se proyectaban en persona alimentando sus flamas, los cantos fúnebres desgarraban los
cielos. Como un espectro, la figura de Elektra vibra todavía en mi memoria. Así comienza, mi
extravagante perversión de música y teatro. Yo descubrí las bodegas humildes, los caballetes en
pleno aire, los bailes campestres… La electricidad intermitente, las sillas disparatadas y las miradas
escrutadoras sobre mis hábitos parisinos no me impedían volver, tímido extranjero según yo
melómano loco, dignamente vestido de harapiento smoking usado. En una crónica para el
semanario uruguayo Marcha, cite más de veinte espectáculos. La pesadilla Doctor Caligari del cine
mudo, Werner Kraus, tuvo en octubre de 1949 una súbita reencarnación, sobre la escena, de Julio
Cesar; mi bulimia se alimentaba de Fidelio, de Don Juan, del Soulier de satén de Claudel y
Honegger. Escuchar en alemán las obras de las que conocía el contenido fue una ventaja, porque
yo concentré mi atención sobre la mímica, la música, la dirección de orquesta.
¡Cuarenta días de frenesí! Al despertar, una mañana brumosa, mi inconsciente me sugiere una
pausa. ¿Gritaba que demasiado teatro y música me apartaba de la poesía? Muy al contrario, este
intermedio me daba nuevos aportes. Casi todos mis proyectos habían sido exitosos: la suerte de
los museos y la reconquista por los austriacos del arte de vivir no dependían de mí. Yo deseaba
permanecer en Viena, pero el frio me ahuyentaba: dos congestiones, dos doctores me propusieron
volver al sur.
La tarde del 25 de noviembre, el tren hizo rechinar los rieles, yo dormitaba envuelto en mi
chamarra. Al momento, comenzó a caer la nieve, se detuvo al ras del campo. Un policía austriaco
verifica mi pasaporte, él me lo da, sus colegas soviéticos lo interceptan. Ellos platican en jerigonza
germano-rusa. El soviético persiste: sin un salvo conducto librado en Viena, un <<americano>> no
puede atravesar las líneas de la Armada roja. Yo rectifico: <<yo soy un americano del sur, tengo una
visa italiana, es suficiente. >> El trajín, los pasajeros mezclándose: ellos los están descuidando por
mi causa. Un escolta confuso me señala una favela, iluminada a giorno, donde los soviéticos han
colocado un puesto de comandancia. Mi tren, helado, atiendo el alba por llegar, después un
extravagante desfile de coroneles con cintas pintorescas.
CAPITULO 8

El encanto de Italia es pariente del amor.

STENDHAL

Al amanecer, el sol sonrosaba las nubes del cielo de Venecia. Lector de Ruskin, el gris de las
piedras, el techo bajo y la neblina me convenían: una suerte de augurio me anuncia que, desde
ahora, Venecia me recibiría siempre vestida así.
El gondolero recitaba, al ritmo de sus remos, la leyenda o la historia de los palacios fundidos en la
bruma. En previsión de la llegada de mi <<fidanzata>> o <<sposa>>, él me detalla su repertorio de
paseos románticos: no concibe que un joven <<molto accurato>> se pasee solo por Venecia, y en
un tiempo horrible: yo debía tener una dama conmigo. Él se desencanta y me deja en el
embarcadero del Europa Britannia, lugar ideal para contemplar desde lo alto el más grande y
hermosos panorama de la ciudad. Los clientes no abundaban, y me hice de una suite: a mi regreso,
en la tarde, ella me parece abandonada, no escuche a nadie y el ambiente se llenaba de
melancolía.
Como todo ser normal y hasta anormal, yo fui hechizado por Venecia. Entre dos vagabundeos, yo
me instale en el Florian donde el Quadri, oscurecía el papel. Enseguida, ¿qué hacer, si no ir tras la
aventura? El cliché más escuchado a propósito de Venecia, es que quieren ser originales:
técnicamente, guías y cicerones han agotado el sujeto. Para obviar sus sentidos muertos, la poesía
va mejor que los expertos. Como antes Praga y Viena, Venecia merece mis elogios; ella permanece
como una de las visiones a las que mi memoria está más aferrada. Feliz de haber iniciado mi
primer viaje por Italia a través del Véneto, yo accedí a hasta la Emilia-Romaña para ver los
mosaicos de Ravena, capital de Teodorico y eslabón de la cadena entre Venecia y Bizancio.
El descontrol general de los ferrocarriles de la región no me descorazona: valijas en mano, yo tome
a la acometida italiana un automóvil abarrotado con destino a Roma, via Florencia. La nariz sobre
el vidrio yo contemplaba la luminosidad de la Toscana que, hasta en el umbral del invierno, guarda
un dulzor sedoso. Al atravesar la Umbría, el tren dividía el bosque, los jardines, los dominios,
cruzaba los arroyos. Llegando a la ciudad eterna por lugares risueños: el agua cantaba por todas
partes.

Yo tenía veintitrés años, era libre. ¿Por qué no vivir en Roma? Porque ya era demasiado tarde: yo
trabajaba para ser un poeta no un diletante, y solo los romanos de cepa pueden entreabrir sin
peligro la bolsa de las tentaciones de su ciudad. La curiosidad excesiva dispersa el espíritu, la mía
me incita a perderme en las calles, descifrar las inscripciones, acariciar los muros color ocre, trotar
de fuente en fuente. La pereza de este paraíso me condujo un día, a la hora de la puesta de sol, a la
iglesia de los Capuchinos, calle Vittorio Veneto. ¡Todavía una capilla! El aire y el estado oprimente,
nada llamaba mi atención. Yo partía, hasta que un capuchino saliendo de la sombra me susurra
que, <<veramente, veramente>>, la cripta, de la que yo ignoraba su existencia, <<sarebbe
utilissima per l’edificazione de la sua anima>>. (Yo me hice con facilidad del italiano, sublime
lengua de poesía, que es, por lo visto, la única que yo hablo sin acento dudoso). Provocado por la
promesa, mi alma y mi salvación el venerable religioso con dedos ganchudos. Improvisado guía,
me describe las agarraderas de las puertas, las custodias, los vasos, los retablos. Atolondrado por el
aspecto podrido de la madera que me repulsa. El reverendo padre me confirma que se trata de
huesos de capuchinos. El religioso agrega, que esto servirá para colocar los ornamentos y llamar a
las personas olvidadas que son polvo, y que ellos… yo les di la espalda y de ahí en adelante, yo
repetí: <<Carpe diem, carpe diem, carpe diem…>>
Afuera, me interrogue sobre su conducta. ¿Buena merced a un palurdo? ¿Lección infringida a un
muchacho en apariencia despreocupado? ¿Alegría perversa? Sobre todo, falta de olfato: yo
pensaba constantemente en la muerte de una manera menos indiscreta que la suya. Esto me
enfada, yo había podrido mi jornada. Yo retome mi aire y me fui a saludar los laureles rosas del
Capitolio- mi lugar preferido en el mundo.
Yo debía a Stendhal las horas de lectura más apasionantes de mi adolescencia, yo trate de tomar
prestado su itinerario romano, después fue el de Chateaubriand, Keats, Goethe, Delacroix –reflejo
automáticamente libresco. Consciente, en fin, que yo me haría bulímico en una ciudad insaciable,
resolví abandonar mis quimeras y mis fugaces musas. Franca llevaba un alegre nombre mentiroso,
Valeria valía su peso en oro, pero si para Rubén Darío <<la mejor musa es aquella de carne y
hueso>>, para mí la mejor musa es aquella, ideal, que vela en mis poemas. El mediterráneo muy
próximo, donde uno escucha todavía << la música celeste de las esferas>>, era la culminación
natural de mi circuito. Yo cotice en las agencias y descubrí el cargo Roselin que enlazaba Génova a
Estambul en un lapso de tiempo fluctuante entre seis y ocho semanas.
Insatisfecho hasta allá, mi pasión teórica por la mar databa de mi infancia. Los oficiales de marina
que mantuvieron a mi padre prisionero en la Escuela Naval de Montevideo, después en la isla de
Flores, neutralizaron mi hostilidad a su encuentro relatándome sus viajes tal vez ficticios. Los países
exóticos me cautivaban, yo puntee sobre el mapa a Afganistán, Chad, Mongolia. ¡No se llega ahí
más que por tierra, al término de tres duras pruebas! ¡Yo maldecía las salidas capciosas que había
relegado al Uruguay en la base del planisferio y, también, del globo! ¿Cómo acceder a la mar y
llegar a Islandia o a China? Aprendiz, rectifique el tiro: yo apunte a Europa. Emplazados en la
embocadura de un estuario cruzando Argentina, Brasil, Paraguay, Montevideo acogiendo las líneas
regulares sobre Europa; desde 1948 o 1949, los navieros marchaban con banderas bizarras
atendiendo al nacimiento de nuevos Estados.
Como todos los puertos Montevideo tenía su folklore, sus personajes, sus mata-ratas (la caña, la
grappa, la cazalla), sus bares y sus burdeles, donde marselleses y genoveses (ellos-aquí, agalla por
debajo) estafando a los oficiales y, en caso de escasez, hasta a los grumetes. Yo iba seguido al
puerto sin asistir a los lugares de perdición, no por virtud más porque la promiscuidad y el
<<placer>> venal me helaban. Al contrario, yo trepe voluntario a la escalera de barcos marchando,
cuando los marineros estaban de parranda: entonces, los puentes permanecían ajustados, y la
carga, las cuñas. En las novelas de Melville y de Conrad los navíos albergaban a veces a los
huéspedes indeseables: piratas, esclavos, contrabandistas, fugitivos. En los años 20, los barcos no
se prestaban más que al fraude y no eran más que buques negreros: anticipando, yo aprobé bien
en las tres experiencias que tuve de largos viajes en barco. En 1960, el buque griego Taxïarchis me
lleva en un mes, sin escalas, de Amberes a Montevideo; en 1997, yo hice la vuelta al mundo
(ciento diez días) a bordo del naviero inglés Speybank. Yo me habitúo instantáneamente a los
husos horarios que, en tierra, me son insoportables. Una vez a bordo, yo adiviné que el duodécimo
ingeniero de máquinas lamentaba su jardín peloponesio, que el comisario es, por el pensamiento,
de Kiev, que el comandante añoraba Ullapool. Si el mar los llama por vocación, los marinos se
someterán a su yugo sin refunfuñar; si ellos buscan simplemente una paga, los pesos de sus
cadenas les agobian. Por tanto, la proporción de marinos felices no sobre pasa apenas la de los
terrenos satisfechos…
El Roselin sobre el que me embarque en Génova en diciembre de 1949 transportaba un conjunto
gruñón de cuatro pasajeros. A lo largo del mar Tirreno se navega al cabotaje. En la punta de la bota
italiana, yo me acordé del poema de Cicalese, clérigo desertor y regocijado que fue mi profesor de
latín: << Dextrum Schylle latus, laeoum implacata Charybdis/ obsident. >> Nosotros no vimos ni el
torbellino, ni el escollo, ni Mesina y sus naranjas, y nos escabullimos en el estrecho. Sicilia
permanecía separada; los italianos, sobre todo los nativos del norte, la evitaban. El mediterráneo
ignoraba los embotellamientos; el material anticuado de sus lanchas quitaba la audacia a los
pescadores; el tráfico comercial se resentía de las incalculables pérdidas sufridas, durante la
guerra, por los países rivereños. La flota americana señoreaba sin complejos el Mare nostrum.
El ingegnere Lanari y el comandante del Roselin se querellaban en la mesa cada tarde a causa de
Mussolini y el fascismo. El matraqueo de su esgrima dialéctica me divertía y me instruía. Pasajero,
y al mismo tiempo, comandante del barco, el ingegnere antifascista detentaba una ventaja, pero la
comida terminó los dos compadres se reconciliaron <<por el bien de Italia y del navío>>.
Lanari controlaba el flete con un ojo de águila desde el puesto. Él platicaba sobre el Mediterráneo,
sus raíces, tribus, grupos, costumbres, leyendas. Veterano de Túnez y de Libia, pronosticaba un
futuro desarrollo árabe: <<Usted lo verá, joven, ellos proliferaran, basta>> Mis únicas referencias
directas en estos dominios procedían de comerciantes sirios y libaneses escuchados en Uruguay.
Se les llamaba con el sobrenombre de <<turcos>>, porque ellos o sus padres habían nacido bajo la
copa del Imperio otomano. Fuera de las Mil y una noches, su literatura se limitaba para mí a los
poemas traducidos al español por Emilio García Gómez, discípulo de uno de los mejores arabista
del siglo XX, Miguel Asín Palacios… Mi saber en la materia se detuvo en la caída de Granada: el
reciente desastre de la coalición árabe derrotada por Israel acentuaba la impresión de que los
musulmanes no se entregarían en el corto plazo. Deseoso de enriquecer mi inconsistente
información relativa al Líbano y a Turquía, yo engullía precipitadamente algunos Baedeker.
Estábamos entrando ya al Mediterráneo oriental, el comandante me invitaba frecuentemente a
seguir con él las peripecias de la navegación. Incapaz de gobernar hasta una piragua, yo adquirí al
menos aquella de apreciar la voluptuosidad del mar nutricio de Europa prodigando a todos mis
sentidos. La Odyssée, los mitos, las guerras de la antigüedad, la Eneida, las Cruzadas, los baños de
Alger no eran más que abstracciones.
El Roselin debía desenganchar en Alejandría dos o tres semanas. A pesar de sus prevenciones,
Lanari se ocuparía de un jugoso asunto con los árabes. Despidiéndose de mí, me desea <<suerte y
calma>> ¿Era esto un litote? ¿Significaba que, en estos parajes hacía falta la prudencia y la
ecuanimidad? Su aviso me será útil… El comandante acepta guardarme la cabina y recuperarme en
la próxima escala, Puerto Saíd.
Los dos aduaneros egipcios del servicio en tierra aplican la encuesta de rigor. Mi único equipaje de
mano rápido cacheo, pasa las verificaciones. Sí, yo era un uruguayo que deseaba una estadía de
transito; sí, yo tenía con qué pagar mis consumos; no, Uruguay es un país independiente, no
adherido a la Commonwealth. Su celo me recuerda las preocupaciones de los soviéticos en Austria,
yo sugerí que ellos consultaran al administrador de pasajeros, cónsul honorario de mi país en
Egipto. En la época con la locura de grandeza que una furtiva prosperidad inspira, los Estados sud-
americanos se limitaban nombrar, en el país lejano, agentes elegidos entre los notables locales.
Aquí se disputaban este honor, que daba el derecho de figurar en el Gotha diplomático, muy
codiciado entonces. Los aduaneros no se atrevieron a molestar a tal señor, absolutamente
indiferente a la suerte de un joven desocupado salido de un barco italiano.
¿Cómo ablandar a los oficiales? Tal vez una mordida… Mi falta de experiencia me perjudica, yo
creía que estos funcionarios tan respetuosos de las normas y de la jerarquía no me tenderían una
trampa… Pre-cau-ción- yo movía mis dólares de una bolsa a otra de mis pantalones. Una mirada
cómplice y tres dedos verticales (treinta dólares) sellaron nuestro entendimiento. Mientras el
primero avanza la mano, el segundo empuña el sello cuadrado e imprime sobre la página
veinticuatro de mi pasaporte la inscripción, rodeado de florituras en árabe:
10 ENE
Transito Alejandría
Pasaporte Control

Estos engaños fueron una buena preparación sobre las costumbres de Egipto en particular y de la
región en general. Natural a las castas dirigentes, la codicia había deslavado sobre todo el cuerpo
social. El soborno envilecía tanto a pordioseros como a ricos y, hasta cuando el recibimiento es
cordial o cortés, detrás las reverencias apuntaban siempre al dinero: la colonización no era la
principal responsable de la corrupción. En 1950, los ingleses protegían teóricamente al Egipto,
pero, bajo la efervescencia superficial de la calle, se desgarraba una confusión de fondo que los
viejos políticos no osaban indagar. El jefe de Walf, Nahas Pacha, había retomado el poder en el
momento de mi llegada a Egipto. Creyendo posible soltar a sus maestros británicos, él delató
enseguida, en 1951, el Pacto con Londres. Él se descarrila, trabajando, en representación con
Nasser…
La reputación de Alejandría no era a mi llegada de mi conocimiento, sino, yo habría concedido más
atención a sus huellas variopintas. Su cosmopolitismo difería del de Paris, Londres o Viena. Los
<<intelectuales>> y los burgueses hablaban bastante correctamente el francés, el inglés
permanecía como lengua vehicular; en los alrededores del puerto, se entendía el griego, el italiano,
el turco, el ruso; los habitantes de Alejandría formaban voluntariamente diversos asentamientos
europeos, mientras, el Oriente dominara. Un grupo de jóvenes anticuarios francófonos, que conocí
en el curso de mis vagabundeos, me vendieron un puñado de estatuas presumiblemente
auténticas. En sus casas, las pintaban de negro, ni la población ni las autoridades creían ya en
Faraones, la tormenta amenazaba, ellos temían a los Hermanos Musulmanes… Se burlaban del
enemigo: el pronunciamiento de la armada impone un tipo de economía que arruinaría por largo
tiempo a Alejandría.
Sin retraso, yo tome un tren de la <<British>> y me fui al Cairo, capital del mundo árabe. En los
superpoblados barrios periféricos los ancianos harapientos y los niños demacrados asediaban a los
extranjeros: en la época, no existía el término de <<turistas>> sólo el de viajeros. Yo comprendía
que en Egipto había una miseria estructural, proveniente de otra era, en pleno apogeo helénico,
los Ptolomeos habían reprimido las revueltas de los fellahs: los verdaderos culpables de las
perpetuas e invencibles plagas de Egipto eran los autóctonos –más que, del resto, que por otra
parte, después de veinte siglos, se han multiplicado por cientos. Desde mi balcón en el
Sheapeard’s, yo veía el Nilo a mis pies, la ciudad parecía calmada, un dulce farniente enriquecía mi
adormecer. El sur y sus monumentos se impusieron a mi indolencia. Al día siguiente, yo dormía en
la cabina de un tren rápido que llegaba a Lúxor en la mañana siguiente. Al despertar en mi cabina
con la ventana y las cortinas cerradas, un polvo grisáceo cubría las sabanas, mis cabellos, mi cama.
Mi sorpresa divierte al vigilante, que comenta: <<el polvo del desierto se burla de las instalaciones
herméticas>>.
El Winter Palace hace feliz al ser; su inmenso jardín perfuma, envidia, tranquiliza 12. Un guía y su
asistente me propusieron un programa para la semana. Salida cotidiana de seis horas. Algunos
alimentos ligeros y agua en abundancia. Pasaje por el Nilo en una barcaza de tres remos. Burro y
camello. Tormentas de arena, arena y tormentas. Calor seco, sudor. Alto en minúsculos oasis. El
viento se eleva, uno cierra los ojos, se acurruca, escucha. Y después el inmutable desierto nos
rodea. A la hora del regreso, la puesta de sol extasía el horizonte. De repente, se deforma y cae.
Mejor, yo lo espero, que en prosa, yo narre todo esto en mi segunda recopilación, Poema para un
bestiario egipcio, escrito un año después, el tiempo necesario para impregnarme de imágenes
pulidas del desierto.

En Puerto Saíd, sórdido nido de bandidos, ubicado entre Asia y África, el Roselin pone rumbo hacia
Beirut, donde descubrí, de entrada, las delicias del Estado confesional. El formulario a llenar
recelaba de las nuevas presas. ¿Cómo era posible que mi honesto pasaporte, incapaz de perjudicar
a nadie salvo a mí, provocara mini-cataclismos cada vez que lo mostrara? << ¿Usted afirma
entonces ser uruguayo? >>, Me sondea, burlón, el vista libanes. << Yo lo afirmo, lo soy >> Él se
cubría: << Sin embrago, por debajo de su fotografía se lee: Nacionalidad: Oriental. Los orientales,
no son como Usted >> Él tiene razón, los brazos se me caen, solo los uruguayos podrían, y no
siempre, dilucidar esta cuestión. Yo solicito un aplazamiento, se deja la respuesta en suspenso.
Décimo segundo caso: religión: <<Ella no está señalada. >> Y por causa: << no tengo espacio. >>
¡Patatras!13 <<en el Líbano es necesario declarar las creencias. >> Nervioso, yo insisto: << ¿Y si uno
no tiene? >> Una voz ronca se escucha en mi lugar: << ¡Se inventa una!>> El autor de la ocurrencia
es el joven cónsul honorario del Uruguay, que, había visto la venta de mi pasaje, estaba ahí para
ayudarme. Él me presta su pluma, habla con sus compatriotas y me tiende el formato; es necesario
escribirla: <<Católico>> Lo hice.
Uruguayos y libaneses se querían bien, ellos se decían unos a los otros, los <<suizos del medio
oriente >>, los otros, <<los suizos de América del sur >> Esta parentela imaginaria significaba que
sus respectivas monedas eran sólidas, sus finanzas, sanas, sus instituciones, democráticas, sus
burgueses, prósperos. Sin embargo, los únicos suizos que ignoran la guerra civil y, la ruina de la
dictadura son los suizos de Suiza…
Mis primos putativos me arrastraron por todas partes. En la Bekaa, el jefe de un clan católico me
hospeda en su casa que, por su arquitectura, su disposición y sus patios floridos, parecía un sitio
andaluz. En público, cristianos, musulmanes, drusos alaban la paz interior: su coexistencia
descansaba en su común abominación a Israel y la ocupación de Palestina. Aunque la evidente
corrupción y las peleas por las prebendas atestiguarían la existencia de los problemas que la guerra
perdida enardecía, nula representación de la catástrofe por venir.
El Roselín partía, yo interrumpí provisionalmente mis ocios libaneses y deposité mis cosas en casa
del cónsul Ayoub Mansor.

Me tarde en llegar a Grecia, pero, al mismo tiempo, la lenta navegación del Roselín me regocijaba.
Bajo el sol, el mar, el cielo, las nubes cargadas de color paso a paso, mientras que en las islas los
bosques, las rocas, los ríos, las aldeas encaramadas sobre los acantilados, formando el fondo del
paisaje. La noche, la luna y las embarcaciones platinando las olas: yo recorrí el Mediterráneo a la

12 Churchill lo frecuenta y trabaja sus diseños, en pleno aire.


13 Expresión francesa que indica un gran ruido de caída. (N.d.T.)
cadencia justa. La nave remontaba la orilla del Peloponeso, rozaba Hydra, rumbo al norte. Nos
aproximamos al Pireo de mala gracia: los griegos escuchaban al gobernador para hacer su fiesta,
en recuerdo a la vergonzosa derrota de los italianos, en 1941, de cara a Joannis Michel Metaxas.
Habituado, por lo tanto, a sus pullas, el equipo del Roselín disimulaba mal su exasperación…
Levantado desde el amanecer, yo observé, gracias a los prismáticos, la Acrópolis de Atenas. El Pireo
era la desolación personificada, yo no quería perder ni un minuto de mi tiempo. Yo tuve que
apresurarme, taxis, autobuses y otros medios de comunicación con Atenas brillaban por su
ausencia. << Siempre pasa con los italianos >>, mascullaba el comandante. Oh luminosa idea: al
grito de << yo no soy italiano, soy sudamericano, y quiero ir rápido a Atenas >> remonte las
reticencias. Instantáneamente, un automóvil se bamboleaba a mi lado; su conductor discutía el
precio de la ruta. Testigo de la escena y seguro de ser escuchado, el comandante grita mi dirección
en italiano: << Si usted se va en esta chingada a la ciudad de Atenas, quédese en el hotel Gran
Bretaña, el único, donde usted no sufrirá ni cucarachas, ni ratas, ni griegos. >>
Menos tres o cuatro personas extravagantes de mi especie, el hotel hospedaba oficiales, de civil o
de uniforme, británicos o americanos. La rebelión comunista había rendido las armas dos meses y
medios antes (en octubre de 1949), pero los francotiradores resistían y rescataban a los lugareños.
Como en Checoslovaquia, las ventanas cerradas y las miradas esquivas transparentaban el miedo
colectivo. El acre perfume de la guerra civil volvía el aire irrespirable. En la recepción del Gran
Bretaña, me aconsejan no dejar la capital y elegir, para desplazarme, alguno de los choferes
autorizados por el hotel: para mí era un enredo, nadie comprendía los lenguajes occidentales (en
el bar o en el restaurante, casi todos británicos y americanos se hablaba el griego; en conclusión
que ellos brindaban los servicios, por aproximación, de inteligencia). Se me asigna, como cochero,
a Leónidas, que se afana en hacerme conocer Atenas y, venderme algunos libros suplementarios y
clandestinos, a través de cortos paseos por los alrededores.
Aunque salpicados de piedras picudas, los senderos de la Acrópolis me parecían tapices suaves.
¡Los Propileos… el umbral… el vasto recinto! ¡Qué aflicción y qué alegría! Yo me obstiné en localizar
los templos, las estatuas, los relieves. ¡El Partenón! Mis ojos no me mentían. ¡El Erecteón! El día
pasa empecinado sobre los breñales, las losas, los amontonamientos. Leónidas me jala por la
manga, el atardecer está por llegar…
Al día siguiente, yo hubiera querido desvalijar las raras librerías de Atenas, ellas estaban tan vacías
de documentos como la Acrópolis de visitantes; no pude tener ni un mapa de Atenas, ni un
diccionario bilingüe, ni una guía. Yo repetí el camino de la vieja: ¿dónde se haya tal pórtico, tal
cornisa? Yo debería recurrir a mis recuerdos literarios. Un solitario mito, el codicioso Poseidón
había reivindicado la posesión del Ática y, para mejor sellarla, él había plantado su tridente en la
colina de la Acrópolis. Su golpe fue tan poderoso que de ahí surgió un pozo de agua salina. Yo no lo
vi brotar… Barbudo, cubierta la cabeza con un borsalino y envuelto con una gruesa bufanda (el
viento frio calaba los huesos), yo deslucí los lugares. Los hermosos mármoles yacían en pedazos y
traspasaban a mi contemplación: ellos reclamaban ayuda urgente de los arqueólogos y de los
vigilantes. Los griegos no tenían cura para tanta maravilla… y, gracias a Dios, los saqueadores no
tenían más. Tal vez las circunstancias explicaban ellos para esta negligencia, y la crisis, la
indigencia, la tristeza de Atenas, fea y deforme. Los turcos habían abandonado la ciudad en 1834,
los helenos tenían ahora la ocasión de restaurarla. ¡Desgraciadamente! Llamados para el rescate,
los arquitectos bávaros impusieron a Atenas, de 1840 hasta el fin del siglo XlX, una infausta y
monótona rejilla, a la que Plaka, el barrio más simpático, fue el único en escapar. Después de la
Segunda Guerra Mundial, se repetía el error: los griegos escogieron el hormigón, el turismo bien
encaminado y la chacota. La famosa Acta de Atenas (1932), que pretendía ser la biblia del
urbanismo moderno, dio lugar al horror del Corbusier.
Mis expediciones volvieron pronto. Al Eliseo, patria de Esquilo y sede de misterios inviolables, yo
habría querido extraer del fondo <<la piedra triste>> donde Ceres, lanzada sobre los pasos de
Perséfone, descansan en llanto. Las hierbas devoraban la vieja << via sacra >>: en los Propileos,
algunos muñones simulaban los cuervos. La suerte me lleva a una taberna próxima, yo batí en
retirada, todas las moscas de la región y estaban reunidas ahí en coloquio. En despecho, yo rogué a
Leónidas la conquista del monte Parnaso. Desde los primeros ascensos, se suelta la tierra y hace
viento, él exclama: << ¡Boum, Boum! >> A pesar de mi insistencia, él frunce las cejas y parte veloz
en dirección de Atenas. ¡Por temor a la guerrilla! Estos disgustos me desmoralizaban, tanto como
renunciar a las escapadas. Oro, en el centro de la ciudad, en el único barrio vagamente tranquilo, la
situación no tolera más deambulaciones nocturnas; la plaza Sintagma y sus edificios, llenos de
balazos contra los muros del antiguo palacio royal, cerrando un gracioso cuadro: los jeeps de los
militares parados y ametrallados le daban el aspecto de un polígono de tiro. Yo me hice una razón:
esta primera visita fracasada era la caricatura de los próximos viajes a Grecia. Yo no me equivoque:
en el futuro, los habitantes del Parnaso me fueron siempre propicios. Justa recompensa, por otro
lugar, porque yo les dedique mucho incienso.
CAPITULO 9

La inteligencia es una categoría moral.

THEODOR W. ADORNO

En el pequeño y rustico pueblo de Iskanderun, los baños turcos son adecuados y los oficiantes
enérgicos. A la salida de la sala de masajes, yo me fui para arriba. Me sentía limpio, pulido, nuevo.
Este anticipo de Turquía me parecía buen signo, a pesar del frio, el viento y el cielo sombríos. El
rigor del invierno me obliga a empaquetarme, yo me subí al puente del Roselín que no se balancea.
El equipaje se ajetrea, la nave se escurre entre las riveras del estrecho. La llegada a Estambul es
grandiosa, las cúpulas de la ciudad centellean con una luz blanca. Hiela como piedra astillada;
retenidos por los altos minaretes, los copos de nieve, parecían estar suspendidos en el aire. Los
muelles accedían directamente hacia la ciudad, ubicada hacia abajo. Fue el 7 de febrero de 1950,
hacia las nueve de la noche.
La calle de Péra había perdido su prestigio de antaño, pero las boutiques, los tenderetes, los
fumadores, las tiendas desprendían un encanto marchito que yo no había encontrado en otro
lugar. Caduco y adormecido, el Péra Palas ofrecía unos pasillos para fatigar al correo de Maratón,
los techos tan altos como para Gulliver, las recamaras capaces de albergar un harem. Los grifos
destilaban a cuenta gotas un agua amarillenta, la calefacción entibiaba lo justo en un rincón de la
alcoba, las fastuosas cobijas apiladas sobre las camas en columnas invitaban a cubrirse. Yo
raramente dormí tan bien como esa noche.
Saliendo al día siguiente en la mañana a buena hora, el ceremonial permanecía tal como lo
describían los viajeros al inicio del siglo: desde la puerta de entrada justo abriendo hacía la calle,
muchos sirvientes acompañaban al cliente y se acababan en cumplimientos y reverencias. La mano
sin cesar al horizonte, cada uno aceptando todo –pequeña moneda o grueso billete; se debía
interrogar las jerarquías y variar las propinas según los rangos: el menor error de apreciación te
desacreditaba. Hasta en la noche se repetía la escena: los voraces domésticos vigilaban, sin pausa
ni reposo.
Yo pase casi todo el tiempo afuera, aunque el temor de pescar una faringitis, como en Viena, me
hacía dudar en detenerme. Mi primera visita fue a la basílica de la Sabiduría Divina, Santa Sofía,
desafectada y convertida en museo por orden de Atatürk en 1935. Los estambulenses consiguen
cuidarlo apenas, parecidos, en eso, a los atenienses: ni mapas, ni postales, ni noticias, ni
prospectos de ayuda a los profanos. Después de una fábula, cuando Mehmet ll ocupa Bizancio, él
penetra a caballo en la basílica y, se sube sobre los estribos, imprimiendo sus cinco dedos de la
mano, sucios de polvo café, en la fusta de una columna. Yo no descubrí ninguna traza; al contrario,
me fue imposible no ver los tres imponentes medallones rayados de inscripciones en árabe
adosados al cruce: ellos viciaban el conjunto y enmascaraban la luz de los vitrales.
Los monumentos religiosos que están tan desnudos y vacíos como la Acrópolis y Santa Sofía: nada
más propicio para la concentración y la comprensión del visitante. Se me hicieron los ojos de
Chimène por la mezquita de Suleiman y me detuve a contemplar cada elemento: las seis cúpulas,
los arcos sobre las columnas, los capiteles de estalactitas típicos de la arquitectura otomana. En
homenaje al << gran Solimán >>, Sinan había realizado un milagro de luz y armonía. Los planos
dirigidos muy bien por el mejor arquitecto musulmán y de su siglo sirvieron, algunos, como
modelos utilizados para Santa Sofía: Solimán se sentía el continuador si no el heredero del Imperio
Bizantino. Él repondría los territorios, la política, el protocolo, mucho a la usanza y pasión de
legislar y de construir como el propio al fundador de Santa Sofía, Justiniano.
De la Mezquita de Suleiman, la vista abrazada al Cuerno de Oro. Yo atravesé bajo las borrascas el
puente Gálata y, la estación marítima de Eminonu, una embarcación de motor asmático me lleva a
Scutari. Yo bebí, en un cabaret, un samovar de té a la rusa; bajo las ráfagas del viento, las aguas de
Bósforo se encrespaban. ¿En dónde había nadado Byron de un lado a otro del rio? Desde mi punto
de vista, es aquí donde reta al destino; si no, la perversa <<corriente del diablo>>, que viene del
mar Negro, lo habría engullido.
El mar negro, la corriente del diablo: por asociación de ideas, estas palabras suscitan en mí
reflexiones geopolíticas concernientes a la Sublime Puerta.
¿Por qué los autores de los tratados de Versalles y de Lausana los habían privado de sus posiciones
en África, la habían reducido, en Europa al enclave de Estambul-vacío, además, de dos quintos de
sus habitantes de origen griego, cambiados contra quinientos mil turcos traídos de Grecia? Estos
éxodos y de amputación confinaron a la nueva república en su única dimensión asiática. El
debilitamiento de momento donde el comunismo ruso, en plena expansión geográfica e
ideológica, constituían el peor peligro para el Occidente. Estirado sobre tres continentes, ella había
sido una muralla más contra la expansión soviética. En 1941, la mayoría de los turcos deseaban
que Hitler destruyera a la URSS y que enseguida los occidentales hicieran la paz. La primera
promesa no se concretiza, y la guerra termina, Turquía se vuelve sobre el filo de la navaja: su ruso
fobia facilitaría su adhesión a la OTAN, que le servía de escudo. Stalin no se frota el punto.
Para el instante, yo perdía el tiempo durante la noche, se escuchaban aullar los lobos, reunidos en
la estepa nevada detrás de los muros en ruinas de las fortalezas que, hace mucho, habían
protegido la ciudad. Una tarde, yo entre al Gran Bazar, en búsqueda de algunas baratijas. Un
mercader me dijo <<buenos días>> en varios lenguajes, yo no puse atención a su palabrería. De
golpe, sus << ¡buenos días, doncel14! >>, Me divertía. << ¡Doncel!, ¡Doncel! >> Anacrónicas después
de siglos, alguna de las tres acepciones del termino no me convenía. Alelado, le pregunté al
comerciante, que se explica: Estambul fue hogar de una de las tres antiguas colonias Sefarditas
que, llegadas a Turquía luego de la expulsión de los judíos por los reyes católicos, Isabel y
Fernando, consideraban el español como su lengua natal y publicaban una gaceta de la que me
exhibe un ejemplar. La gramática y el vocabulario de esta jerga llena de arcaísmos que remontan al
Siglo de Oro, y hasta a la edad media; transcritos en caracteres hebreos, seguidos de una bizarra
fonética castellana. Yo elogie esta fidelidad al mundo hispánico, nosotros trabamos amistad. Él
estaba encantado de conocer un escritor español en ciernes, yo, de relacionarme con este
fenómeno. Tomamos nota para cenar en un restaurante <<hispano>> turco-judío, él me acerca
entre tanto a un cocinero que champurreaba esta jerga y dirigía, en el barrio de Péra, una
pastelería donde encontré té souchong, producto raro en Turquía. El propietario, M. Michel Levy,
salía de un cajón de ejemplares desaparecidos de antiguos libros impresos en Zaragoza, Toledo y
Córdoba, mantenidos como objetos de culto y de instrucción. Nos confabulamos y yo fui a
depositar en el consulado de Siria mi pasaporte y mi petición de visa de transito via Damasco, por
Beirut.
Al día siguiente, el canciller del consulado me otorga una negativa sin motivo. A fuerza de insistir,
porque la negativa me obligaba a sufrir un largo e incómodo rodeo, me obstine en hablar con el

14 Esta antigua palabra equivale a <<señorito>>.


cónsul. Alto, seco, la nariz comba, una mueca que hacía tic-tac de izquierda a derecha, no me da
oportunidad de sentarme. Militarmente, él declara su negativa absoluta. << ¿Por qué? – Porque
no. -¿entonces? –Siria no tiene relaciones diplomáticas con Uruguay. >> Pretexto ridículo, porque
ni Austria, ni Grecia, ni Turquía las tenían, y sin embargo… Mi objeción, lo disgusta, y decreta: <<la
entrevista termino>> Yo creí lanzar la flecha de Parto: << En Montevideo, yo haré aplicar sus
métodos barbaros a los Sirios que habitan con nosotros. >>
Él se precipita sobre mí, yo comprendí en un chispazo que largarme era mi única salvación; yo
descendí la escalera. ¡Cuatro pisos! Muy enojados me acosan: el cónsul, el subordinado y el
encargado del teléfono. Yo había avanzado, pero, tope con estruendo en el sofá, el conserje me da
una impecable zancadilla. Los cuatro bribones me agarraron justo en el elevador, me atiborran de
golpes y me encierran en el baño del consulado. Yo entable, un dialogo asimétrico, a través de la
puerta. A mi propuesta de no interponer denuncia si se me liberaba, el energúmeno reía y me
predecía <<tres años en chirona en Turquía>>. Mis represores atizaban su coraje: por cada objeto
estrellado (el espejo, el lavabo, la ducha), él doblaba la tarifa: << ¡seis años!, ¡doce años! >>
Tal perspectiva me asusta: mi pasaporte había desencadenado un mecanismo ciego… Mis
violaciones materiales me señalaban, mi coraje se volvía contra mí mismo… Ante estos hechos, los
dos policías turcos llamados por el cónsul sirio llegaron. Ellos escucharon a mis enemigos, me
arrancaron de mi calabozo y me pusieron las esposas. La barba crecida, el abrigo y la ropa en
pedazos, un ojo negro para terminar de dar la imagen de delincuente capturado en flagrante
delito. La elegante clientela de Michel Levy incluye muchos clientes, algunos buenos y jóvenes
abogados. Instruidos del problema, ellos se congratularon de romper la rutina. M. Levy se pone de
acuerdo con un amigo abogado, periodista en ratos, el maestro Ismail Agah Akan: él había
acordado un plan de ataque. Iba a combatir a mi enemigo sirio por sus hechos, secuestro y
denuncia calumniosa. Promovido por él, el tribunal de referencia nos atendió de urgencia. El
intérprete le informa al presidente que yo había estudiado derecho: el viejo kemalista se interesa
por el laicismo uruguayo, toma notas. Me asigna una prisión domiciliaria y me ahorra la cárcel.
Yo hice bajo la noche un exquisito paseo pedestre: se me condujo en dirección a la Seguridad. A lo
largo de los cien o doscientos metros se atropellaban a nuestro paso: ¿Quién es? ¿Cuál es su
crimen? <<Suriye konsolosunodava eden Uruguail>>: estas palabras repetidas (las únicas que mi
memoria retuvo) me desollaban las orejas. La derruida compasión de algunos mirones me
tranquilizaba, y devoraba una cierta antipatía generada por Siria. Los curiosos alentaban nuestra
marcha: en el local de la policía, el cónsul nos había precedido. Su denuncia por escrito me
imputaba <<injurias a funcionario diplomático, destrucción de mobiliario, tentativa de agresión y
amenazas contra el Estado Sirio>>. En la dirección de la Seguridad, se habla solamente el turco, yo
rechacé los papeles sometidos a mi firma y reclamé un traductor. Se localiza a un oficial que masca
el italiano. Él daba en la medida mi versión de los hechos, el auditorio, excitado lo avasalla de
preguntas para mí: yo era el animal más exótico que habían encontrado en el curso de su carrera.
Al termino de tres horas de un ametrallamiento estrambótico, la síntesis de mi declaración en
italiano me parece correcta, yo le puse mi rubrica y solicité al interprete su opinión y sus
pronósticos sobre mi suerte. Respuesta unánime: tanto el cónsul como yo habíamos violado la ley,
cada uno a su manera, la justicia turca debería fallar después de seis o siete meses en prisión. La
destreza y el miedo aguzaron mi cerebro: el combate me vivifica, esta vez, lo que está en juego es
mi libertad. Oro, el oficial había añadido que mediante un buen abogado y la custodia de un
ciudadano turco, yo podría solicitar la libertad provisional. << Señor Levy, me exclame, ¿mi suerte
depende del hombre del salón de té?>> Los policías aceptarían escoltarme, brazaletes en las
muñecas hasta su pastelería, después un paseo por el Péra Palas donde yo recuperaría mi dinero y
vestimentas adecuadas.
Con aire misterioso, Agah Akan me requiere al día siguiente a las siete horas. Ante mi estupor, él
llega en compañía de dos periodistas de tres medios cotidianos de Estambul, incluido el
Cumhuriyet. Veinticuatro horas más tarde, el 21 de febrero, los turcos tuvieron la oportunidad de
leer que el cónsul de Siria había vapuleado a un joven estudiante uruguayo destinado a un gran
papel como jurista. La noticia circula hasta América del Sur y el delegado uruguayo ante la ONU
exige mi reivindicación ante el secretario general de la bienhechora institución. Mi causa
evoluciona muy rápido-de lo que me sentía tranquilo. ¿Pero por cuánto tiempo?
Nosotros ganamos la guerra en treinta y seis horas. Estos sirios no tenían los nervios solidos ni las
ganas de espolear más, por el error de un extranjero insignificante, sus malas relaciones con
Ankara: la prensa turca no habría adoptado mi partido sin el acuerdo tácito de la puntillosa censura
en vigor. Al medio día, un emisario del emir Adil Arslan, ministro de Siria en Turquía, ofrecía una
transacción: si yo reconocía mi demanda, él haría lo mismo, desautorizaría a su subordinado y me
concedería la visa en el curso de una reunión pública en el consulado. No obstante el maestro
Akan, que quería un <<proceso espectacular y justo>>, yo acepté. El presidente del tribunal me
entregó mi pasaporte y el Journal de Oriente narra en estos términos, fotos de apoyo, el desenlace
del asunto: << Como conclusión del asunto que hemos relatado en nuestro número de anteayer, ha
tenido lugar ayer en la mañana, en el consulado de Siria, una conferencia de prensa en presencia
de abogados de las dos partes , el Ministro de siria, el agregado militar y otras personas testigos del
incidente. El Ministro de Siria declara, en dirección del abogado de Ricardo Samuel Paseyro, que el
cónsul había procedido incorrectamente al respeto de un joven estudiante uruguayo. Por
consiguiente, al fin de la reunión, las dos partes han renunciado a sus procedimientos judiciales en
curso. El incidente se ha cerrado. >>
Se admira la rapidez del <<teléfono árabe>> y el eco resonante del tam-tam africano, ahora, la
maestría del lobby hispano-judío me arranca del peligro. Cierto, el cónsul era un bruto y yo, un
simplón, pero, para cumplir su misión, la justicia inmanente necesita el brazo secular. Yo agradecí a
sus representantes con efusión, puesto que, no habiendo nada en común, ni la raza, ni la religión,
ni la geografía, ellos habían actuado espontáneamente. Me guardé bien de utilizar la visa siria, yo
me subí al primer avión que partía para Beirut –un tosedor aparato griego que aterriza primero en
Nicosia, burgo siniestro que ningún colorete embellecerá jamás.
Entre dos bolsas de aire, yo medité sobre los eventos. Yo había salido indemne de una situación a
la vez grotesca y peligrosa, que me estaba costando fuertemente caro y alteraba mis planes. De
aquí en adelante, en cada frontera, en cada diligencia, yo me sentiría muy mal acomodado, sin
querer mi pasaporte: la falta volvería en odios homicidas que sirven en la zona. La evidencia que la
Segunda Guerra Mundial no produjo un mundo mejor me consterna, doble razón para saludar mi
buena estrella: sin la menor salvaguarda, sin experiencia de viajes, provisto solamente de trocitos
de cultura, yo había atravesado dos sistemas ideológicos enemigos y pernoctado en las capitales,
ciudades, pueblos y campos de seis grandes civilizaciones. Durante un recorrido que autorizaron
todas las sospechas, yo fui víctima de una sola agresión –episodio infinitesimal en relación a la
violencia reinante.
Mi último pasaje para el Líbano y Egipto preludia mi regreso al Uruguay: mi generosa madre me
reclama, la aventura en Turquía había puesto sus nervios en vilo. Haciendo la pinta escolar, yo
había conocido Nápoles. Una avería de gasolina había inmovilizado el transporte egipcio de la línea
El Cairo-Roma.
SEGUNDA PARTE
(1950-1960)
CAPITULO 10

Trabajar es aniquilar el mundo o maldecirlo.

HEGEL

La Piel de Malaparte me ahorra toda opinión mirando la vida, en 1950 de la trepidante ciudad real.
A Paestum, calma plena. Las minas, el templo de Neptuno la basílica y el ciprés sereno parecían
visiones figuradas en un escenario de teatro. Los caballos atados a sus sillas, pintados en una vieja
muralla, seguían su carrera desenfrenada. La mía, sobre Roma, iba más bien a marcha lenta. En mi
paso, polvosos y sucio, las familias enteras con desbordantes valijas de cartón, se descolgaban
sobre los asientos podridos. Las tierras quemadas por la guerra y la sequía se sucedían lentamente
frente a mis ojos. ¡Vivo contaste con la Toscana y la Italia del norte!
La gran estación de Roma llena de multitudes demacradas. Sí, Italia estaba empobrecida, lacerada
por las batallas, dividida en dos bloques, y se trabajaba duramente. Los comunistas asimilaban a
Marshall por encima de Hitler; oro, sin la canasta que su plan desarrollaba, del cual los efectos eran
más visibles en Italia que en Francia, las dos, << hermanas latinas >> se habían hundido. Al inicio
de la guerra fría, Stalin hacía apuestas sobre su agotamiento; así, la estrategia comercial de los
Estados Unidos venía a revelar las ruinas, en las que Stalin destilaba un veneno mortal. Él usaba el
fanatismo para negar que Roma retomaba vida. Todo un plan de inteligencia hacía todavía flamear
las recetas estalinistas, realismo, populismo, asistencialista, curiosos sucedáneos del fascismo. La
terrible guerra civil opuesta grosso modo los fascistas a la Resistencia, la transición política fue
desordenada y funesta. Al contrario, en el dominio de la cultura, los escritores, artistas, cineastas,
estudiosos, que habían trabajado con Mussolini han continuado, después de él, libremente, sus
carreras. Enfocada en su solipsismo, la inteligencia francesa de 1950 desperdició, neciamente, a
Italia, donde los pintores, los novelistas, los filósofos, los poetas, los músicos, los hombres de
ciencia, los investigadores, eran tan dignos como sus homólogos franceses.
Al inicio del onceavo mes de ausencia, yo regrese en Paris al hotel Littré. Su conserje me comenta
que los sindicatos y el Partido habían remontado la fecha de la gran tarde. En principio, yo
continuaba siendo miembro de la célula de comunistas hispano-americanos y de la de
<<Combatientes de la paz>>. Yo los evitaba. En la noche, saliendo de La Coupole donde, a falta, de
La Rotonde, mi noctambulismo se abría hacia los Halles. Las centenas de actores apostaban, por
los millares de clientes y de espectadores, de escenas diversas, donde el gozo popular se juntaba
con el gusto más refinado. Cada exponente era digno de Bruegel o de Arcimboldo. La educación
del palacio pasa, frecuentemente, por el concierto de los ojos. El púdico alcachofa se rodea de
mujeres; gris o rosa, la armadura de la gamba esconde una piel tierna; los pechos vuelven al sol;
los faisanes deciden que se les desvista. El homenaje supremo es tomarlos desnudos y remojados
de alcohol, este filantrópico asesino de microbios, que todo purifica. Cuando la aurora indiscreta
pretendía mezclarse en el partido, juerguistas, cocineros, mujeres alegres, borrachos, tragones y
diablos jalados por la cola desaparecieron en un santiamén. Vacío y silencioso, la charola se arroja
sobre los autos. La noche próxima, el ciclo se repetirá…
¡Paris! ¡Que buen lugar para vivir y trabajar y ser un poeta! Yo no dude en confiar en mi destino. Yo
me iría, pero volvería pronto; antes debía llenar una formalidad indispensable. Ya que yo había
elegido ser poeta, debía enfocarme en algún resultado seguro: el resplandor de la poesía
empañaba cualquier otra materia. Heme aquí contrario a volver a Uruguay, donde el medio
literario era, desde mi punto de vista, compartido. Yo había fabricado mi miel a la carta y en
secreto: a los veinticuatro años de edad, el periodo probatorio de mi competencia tocaba su fin.
Stefan Zweig decía: << El impulso sobre lo espiritual, la energía de aprehensión del alma, no se
ejerce más que en los años decisivos de la formación 15. >>
La mía estaba hecha: condicionado al inicio por mi ignorancia y mi ardor político irreflexivo, yo
comprendí, a mi regreso a Paris, que mi viaje había puesto las piezas junto a mis certidumbres.
Para mi constituían un ponerse de pie –prueba delicada, refractaria a las modas.
Desde mis lecturas, yo había llenado a mi gobierno de aforismos frecuentemente contradictorios.
Mi cuaderno vagabundo había recibido, extractos de no sé qué texto de Kant: << la filosofía no es
un arte para formar a los humanos sino para formarse a sí mismo. >> (La lógica de este postulado
entrañaba la prohibición de los filósofos, secta egoísta, indiferente al otro.) Cuando yo deje de
pensar de otro modo que como poeta, mi formación se completa: mi primera recopilación de
poemas, cuyo depósito del manuscrito original en la maleta, debería certificarlo.
La partida próxima, acelera mi corazón a galope. En la estación de Montparnasse, yo falto de
abordar el tren… El repugnante suburbio precede los campos fértiles y las tierras de cultivo; desde
la ventanilla de mi compartimento, yo salude los paisajes casi intactos que veían Flaubert,
Maupassant, Barbey d’Aurevilly. Despejada de nuevo, la primavera ilumina la hierba, alagada de
flores, abre el cielo a los pájaros. En la estación marítima de Havre, el funcionario de la Cunard Line
nos apapacha. Yo trepe la escalera cortada, mi cabina me esperaba, yo la cerré con cerrojo. Tres
horas más tarde, una sacudida casi imperceptible me arranca del continente: la rasgadura me hace
mal. Las voces del mayordomo que desdobla mi smoking, obligatorio para las cenas, no ahuyentan
mi humor taciturno. Oro, el gerente del hotel había resuelto reunir a los pasajeros de habla
española que tenían el mismo nombre y viajaban cada uno individualmente. Su plan de mesas
compartidas, el funcionario me acoge en el umbral del comedor y me acomoda frente a un frágil
señor de aspecto delicado y con gruesos anteojos. Yo lo saludé, él me invita, con un gesto, a
sentarme, y su voz bien modulada articula: << yo me llamo Ricardo Baeza. >> ¡Carajo! Yo era su
<<fidelísimo lector>>, pero la sorpresa me enmudece: yo no me lo imaginaba así de insignificante.
<< ¿Tiene Usted miedo?>>, insinúa él. Su ojo de halcón miope me observa. Yo me senté. Baeza
inhalaba, impasible, un medicamento -<<contra el asma>> susurra él. Mi tardía reacción fue muy
calurosa, yo no le escatime mis sinceros cumplimientos. Su conversación deliciosa; << su sonrisa
era la flor de su figura. >>, irradiaba un encanto inesperado. 16
Ensayista, critico, traductor, periodista, ministro plenipotenciario de la Republica Española en Chile
en 1932, Baeza pertenecía a la excepcional generación española de entre dos guerras. Erudito sin
fanfarronerías y hombre discreto, él no se hacía un aderezo con las desgracias que trastornaron su
vida. Apremiado por mí, él se resigna a desgranar el relato de sus peligrosas incursiones en Irlanda,
luego del levantamiento que dio lugar a la independencia, y en Rusia como enviado de la
fundación Nansen, en los años de la primer gran hambruna. (1921- 1922). Ayudado por su
envidiable memoria, él narra con una justeza cristalina. Sus trabajos en España, y su exilio. Cuando
la guerra civil estalla, en julio de 1936, Baeza creía en la victoria y no estuvo en Madrid y sus
penurias. Pero la suerte de las armas se torna en favor de los <<nacionalistas>> y, en la primavera
de 1938, su amigo el presidente Manual Azaña, quien juzgaba la debacle ineluctable, e inminente,

15 Op. Cit.
16 <<…cuya sonrisa es la flor de su figura >>, había escrito Rubén Darío a propósito de Ramón del Valle
Inclán.
sin salvación. Él le convoca en el Prado, lo nombra cónsul general en Australia y lo conmina a partir.
Baeza duda en abandonar su inmensa biblioteca, su colección de pinturas, sus discos y sus archivos
que contienen millares de cartas y documentos inexplorados aún hoy en día.
El 1° de abril de 1939, la Segunda República Española desapareció, Baeza se convirtió en un
desterrado, alejado de su esposa y de sus dos hijos, huéspedes temporales en México. Victoria
Ocampo, que lo había conocido en 1932, hará una batalla cerrada para sacarlo de Sídney y llevarlo
a Buenos Aires, donde será, durante siete años, su hombre. Baeza veía en Victoria una admiración
bajo la cual se escondía, tal vez, una vieja pasión dolorosa y sin esperanza. En 1947, la nostalgia de
Europa le hizo aceptar la oferta de Julián Huxley, que lo llevo a Paris para dirigir el servicio de
traducciones de la UNESCO. Tanto como Huxley, quién renunciará enseguida, empalagado por la
burocracia, Baeza se desencanta y decide regresar a la Argentina, donde Perón redoblaba las
persecuciones contra Victoria Ocampo, su célebre revista Sur y su grupo: Baeza acudirá como
paladín. Sus largos va y viene lo habían llevado para mi buena suerte a bordo del mismo naviero
que yo; en dos semanas, yo aprendí mucho y mi depresión desaparece…

El viaje toca a su fin, el barco deja el océano, el Rio de la Plata se estrecha, se ve el puente del
Uruguay, el remolque nos atrae, las maquinas bajan la velocidad. Se atraca. Desde el puente, una
Asamblea me saluda… A falta de distracciones, los uruguayos ansiaban escuchar mi versión del
pugilato en Turquía. Mis dichos abandonarían rápido a mis frívolos auditorios: en el Rio de la Plata
las modas duran menos que las rosas. Mi vagar cae sobre la playa; liberado de lo mundano, me
remití a corregir mis poemas.
La política del Uruguay había asumido un violento viraje anticomunista. En 1946, el comunismo
había obtenido apenas el cinco por ciento de votos, en los tres barrios de Montevideo: antiguo
picadero de caballos de la democracia uruguaya, él no ponía en peligro el sistema bipolar, pero la
guerra fría lo había disfrazado de cabra emisaria de dolor en este país pastelero. El escandalo fue
eficaz, el <<proletariado>> permanece inerte, se pronostica, en el Partido, un bajón vertical en las
elecciones de noviembre. Yo observe el catastrófico panorama desde la casa de mi madre.
Una mañana, clasificando mi correo, yo note un sobre envuelto en color rojo con una hoz y un
martillo. Los recuerdos de Praga invadieron mi espíritu… Dulce-amarga, la carta me fijaba una cita
en el seno del Comité central: la comisión de control y la célula de <<intelectuales>> querían
debatir conmigo sobre mis actividades, pasadas, presentes y futuras. Una calamitosa
incertidumbre golpea mi entendimiento. Yo esperaba borrar sin sacudidas; yo quería desatender la
convocatoria. En lugar de qué, el racionalista razonador que hiberna en mí sin soñar elige intentar
un divorcio al amigable, argumento, preciso. Negociando, yo entregue al Partido una herramienta
sobre mí. Disfrazadas de victimas dolientes del Imperialismo, me propusieron obstinadamente a
permanecer con ellos, me despedazaron la jubilación y tenían el arma absoluta: << ¡tú no
desertaras en el momento en que somos acosados y perseguidos! >> Desgastada la cuerda lo justo,
este truco se impuso todavía: a los hombres de carácter endurecido por las pruebas y la desilusión
les llena de pánico, como a mí, la idea de pasar por traidores. Yo retome el menú y participe, un
poco, en la campaña electoral. Los bandos organizados que nos lapidaban no valían más que yo…
Yo tenía vergüenza de mentir, equivocar, disimular. Al menos, no me perdonaba la estrepitosa
puesta a muerte (en este caso, simbólica) reservada por el aparato comunista a los
<<renegados>>, <<traidores>>, <<tránsfugas>> en desacuerdo. Mi primer libro, de aparición
inminente en Buenos Aires, estaba a salvo.
Desafiando el viscoso calor estival de la capital, yo atravesé de nuevo el río. Victoria Ocampo me
invita muchísimas veces a su legendaria quinta17 de San Isidro, fuera de la ciudad. A los sesenta
años, su prestancia, su hermosa madurez, su energía, su voluntad permanecía entera. Aunque las
molestias y las amenazas del peronismo no la tumbaron, su posición era muy espinosa. Desde su
juventud, su independencia había molestado a los patricios de su casta, confinados por sus
prejuicios, su catolicismo ficticio, su xenofobia caduca. La <<izquierda>> odiaba el <<elitismo>> de
Victoria, y la juzga de derecha <<tradicional>>, criticando su indefectible adhesión europea.
Enojosa conjetura la que afronta una dictadura populista, imbuida del nacional-socialismo.
Prohibida Sur, tan preciada por los grandes autores franceses, ingleses, italianos, españoles,
alemanes, que colaboraban en ella, se levantaron muchos remolinos; Perón adoptaría, por el
momento, métodos indirectos. Las autoridades suspenderían o suprimirían las dotaciones de
papel; misteriosos y frecuentes apagones de corriente eléctrica ponían en tinieblas el despacho de
la revista, dirigida por el leal José Blanco; cartas anónimas argumentaban que su homosexualidad
desacreditaba a la Argentina; la quinta de San Isidro, supervisada por la policía –que escuchaba la
línea y abría el correo de Victoria-, recibía frecuentemente la visita de extraños inspectores,
encargados de verificar los techos, los jardines, la resistencia de los muros…
Consagrada a la literatura y, por deber, a la política, el círculo de Sur me gustaba, pero no lo
suficiente para integrarme. Como todas las relaciones osmóticas, la de Bioy Casares con Borges me
parecía perniciosa. ¿Y porque Borges se pavoneaba alrededor del enjambre de barberos
incondicionales y de poetas kitsch? La poesía se pasa de rastrera.
Tomándole el pulso a América del Sur donde Perón consolidaba su poder y formaba sus émulos,
nada predisponía al optimismo. Cierto, la guerra de Corea estimulaba en la mayor parte de los
sudamericanos la esperanza de que una próxima conflagración universal remontaría las finanzas
del continente y contribuiría a su salvación. Transferidos desde Europa y de Estados Unidos,
millares de divisas fuertes se guardaban ya en las bodegas de los bancos australes. De acuerdo con
los economistas locales, la canasta se multiplicaría de manera exponencial si el conflicto de Corea
degenera en un ataque a Europa o en altercado colectivo en Asia. Hasta las personas honestas e
inofensivas tenían el cínico candor de felicitarse de una perspectiva así.
Bajo mis ojos, el peso uruguayo resplandecía, ya que las devaluaciones en cascada animaban las
monedas europeas. Mi ausencia de casi un año del Río de la Plata me había permitido inaugurar mi
<< carrera >> literaria; convencerme, además, de la persecución definitivamente de Paris. En abril
de 1951, yo me embarque en el Charles-Terrier que conectaba todavía la ruta directa de
Montevideo- Havre.

17 Residencia de verano. (En español en el original.)


CAPITULO 11

¡Paris! Tú me creces a mis ojos.

RESTIF DE LA BRETONNE

De un libro de Chestov, leído en Buenos Aires, yo había seleccionado una impactante cita: de la
filosofía griega de Antístenes, maestro de Diógenes, << preferible perder la razón que perder el
placer>>. Lejos de volverme loco, la indecible alegría de amarrar largo tiempo en Paris fertiliza mi
cerebro. Poco cínico, deseaba una vida iluminada por un entusiasmo hedonista que no usurpaba
mi trabajo.
Preocupados de trazarme un camino, Victoria Ocampo y Baeza me habían ofrecido unas cartas de
introducción; salvo una, yo los desatendí. Estar solo, desconocido y disponible agregaba picante a
mi deseo de explorar en profundidad una ciudad tan compleja; las relaciones, los amigos, los
adversarios vendrían naturalmente, siguiendo la pendiente de mis afinidades y de mis rechazos. En
el Havre, donde desembarque, el primaveral sol de mayo calentaba las ruinas y las grullas en plena
acción; en Paris, las personas <<chambeaban>> con furor: a pesar de la guerra fría y de las
querellas políticas, se percibía la voluntad general de salir. Bastante sumisos al poder, las
actualidades del Pathé exaltaban la reconstrucción en curso; los espectadores manifestaban: vivas,
gritos, invectivas, se derretían de un rincón al otro en las salas abarrotadas.
Para medir la temperatura de las <<masas >>, nada iguala el contacto de muchedumbres
tributarias del metro, los autobuses y los caminantes. Las mujeres jóvenes buscaban adornar, con
pequeños detalles personales, la modestia de sus vestidos; experto en desenmarañar, al
<<populo>> refunfuñando pero deslomándose por la necesidad. El francés imagen de los
artesanos enriquecía mi vocabulario, el obrero, el cartero, el empleado, el cristalero, el
comerciante de cuatro estaciones hablaban correctamente. Este acuerdo unánime unificando a las
personas en torno al lenguaje me parecía una durable prenda de la superioridad de Francia.
Se atribuía a los barrios periféricos de Paris una estampa campirana. Sin embargo, el distrito Xlll
era el reino de la chatarra y de los tugurios; la redonda punta de su Loma de Cailles no tenía
apenas el aire bucólico; en el XlX, las Lomas de Chaumont y los toldos de la avenida de la Lilas
cultivaban el color local; fronterizo de Bagnolet, el XX era el más florido, festivo, ventilado de
<<casitas>>: el verso de Maurice Chevalier sobre Ménilmontant pegado a la oreja. La isla San Louis
estaba, en el corazón de Paris, ¿una entidad aparte? Tapiado entre dos orillas, este teatro de fastos
antiguos practicaba una cierta autarquía. Algunos millonarios se ocultaban en el muelle Bourbon y
en el muelle de Orleans, pero el común de los inmuebles, sus fachadas y sus patios interiores
tenían una falta de higiene deprimente.
Propicios a las discusiones y a las palabras, los mercados de Paris servían de observatorio. Ahí yo
percibí la agresiva presencia de comunistas. El precio, la penuria de productos y alojamientos
excitaban las chalupas y favorecían a los militantes, adinerados, en sus células, con imparables
consignas en lenguaje del bosque. La empresa del comunismo era ruda a soltar… Oro, yo venía de
emanciparme: después de seis meses de indecisión, el periódico oficial del partido comunista
uruguayo había condenado mi primer libro de poemas, Plegaria por las cosas, en la picota; sus
furiosos epítetos desvanecían toda ambigüedad. Como respuesta, yo les expedí una carta de
ruptura y, rompí en pedazos la postal de adherente número diez mil. Por esos cuatro años de
aberración, yo no apele por circunstancias atenuantes: en lugar de insubordinarme, ejercer mi
derecho de conciencia, había escrito o firmado textos obtusos, calumniosos, viperinos. Una vez
fuera de la secta, me fue permitido paso a paso el uso del rigor del intelecto y la moral, virtud que
los totalitarismos baten de entrada en boquete, cegando sus miradas. Reponer un libro-árbitro
obnubilado por la fidelidad ideológica exigía tiempo, mi separación del marxismo no me separaba
de la <<izquierda>>, herencia ancestral y la influencia de la inteligencia parisina me retenían.
Hasta el extranjero más retorcido se pierde en el laberinto de la política interior francesa, tejido de
alianzas extravagantes, crisis recurrentes y batallas frontales o enmascaradas. La impresión de caos
era tramposa. La escena comprendía tres protagonistas: el comunismo, el anticomunismo y un
gaullismo totalizador, con tendencias dispares. Estos tres amantes captaban los pedazos de
pequeños partidos donde las siglas pretendían disfrazaban su vocación a venderse al encanto.
El mejor aspecto de la lV Republica era la amplia libertad de expresión que ella concedía. Virulenta,
diversa y numerosa, la prensa se aprovechaba sin mesura. Las secuelas de la guerra, de la derrota y
de la depuración no habían sanado en algunos años. Vencedores y vencidos se mordían a
dentelladas, panfletarios y cancioneros sobrepasan a veces los límites; esto no era una paradoja:
encontraban fácilmente un <<canario>> donde replicar, las ofensas se desviaban a los tribunales. El
proceso Kravchenko había sido una útil excepción, porque, a fuerza de rechazar la evidencia, los
comunistas desarrollaron su aptitud a mentir sin vergüenza. Sin empacho, su fecunda propaganda
se encarga de denigrar todos los conceptos gubernamentales de la lV República. Para desacreditar
las diversas y sucesivas armas francesas en Indochina, a las que América entregaba material
pesado, los comunistas y sus afines lanzaban campañas rencorosas contra la <<guerra sucia>>.
Partisanos incondicionales de Ho Chi Minh, se alegraban de la victoria de Mao: en adelante China y
la Indochina se confundirían en un solo bloque.
Los llamados a la deserción dirigidos a los soldados y combatientes en Indochina no habían tenido
eco, salvo en la extrema izquierda y en los habituales peticionarios <<antiimperialistas>> -perros
de Pavlov que eran. Cuando ellos estigmatizaban a los Estados Unidos como <<factores de
guerra>>, su actitud se llenaba de insondable maldad loca. En abril de 1951, después de la
destitución de McArthur por Truman, este gran presidente expone en un discurso celebre su
estrategia de cara al comunismo: se trata de <<contener>> sin aceptar el retroceso de posiciones
que se tenían ya. Truman encara así la perspectiva de un tercer conflicto mundial y tranquiliza a
Europa, en la defensa contra todo ataque convirtiéndose en su prioridad. Desbaratando a Stalin y
Mao, entonces aliados, él evitaba clavarse más en los lodazales asiáticos. La <<Doctrina Truman>>
siembra en los europeos la justa convicción de paz con su apoyo garantizado: por esta razón, las
horribles guerras en Indochina y Corea no apasionaron, a la mayor parte de los franceses. Que se
equivocaban. Agitados y solícitos por los rudos errores, frecuentemente graves, en ocasiones
violentos, ellos se replegaban en sí mismos, sin medir la importancia de apostar a los hechos
mundiales. Ellos se equivocaban: la derrota en Indochina condicionaría su futuro.
Una aprehensión residual a la mirada de los americanos y un escepticismo absoluto en cuanto a la
descolonización sangrienta –que nacieron todas con Bonaparte- me inspiraban una cierta
indiferencia con relación a las antiguas batallas. En mi falta de conducta percibía todavía la ilusión
de una posible <<tercera vía>>, coartada fuertemente extendida que dispensaba a las utopías de
tomar abiertamente partido en la guerra fría.

El verano se aproximaba, el prurito de viajar me devoraba. En Paris circulaban todavía los vehículos
tirados por caballos, Danone distribuía sus depósitos de leche a caballo, los <<cuatro caballos>> de
la Renault comenzaban a sobrecargar los caminos, los agentes de circulación convertidos en
verdaderos artistas del silbato y de los gestos imperativos. Flamante, mi carro americano cantaba
sobre las aceras y me obligó a partir. Por otra parte, la delicada administración francesa me
conminaba a ausentarme del país al fin de cada trimestre, lo que, automáticamente renovaría mi
visa de permanencia y mi derecho de poseer en Francia un automóvil con chapas rojas adornando
con una X. Policías y aduaneros hostigaban las infracciones con el estatus de <<no residente>>,
ellos andaban por todos lado, inclusive mi pequeño hotel de Ternes, donde habitaba. <<Papeles,
por favor>>, tal era la cantaleta del inspector que tamborileaba sobre su puerta. Hacían también la
ronda en los cafés de San Germain-des-Prés y en Montparnasse.

A la hora de cumplir el implacable ritual de ida y vuelta, yo excluí la vecina Bélgica. La nostalgia de
Italia y Austria me pellizcaba el corazón: tanto afrontar las carreteras de Francia y las de Europa
central. El equipo fichaba los peligros inherentes al estado desastroso de las vías de comunicación;
descubrir una bomba de gasolina, un mecánico, un albergue hospitalario por la tarde parecía una
hazaña. Mi Chevrolet y yo tragamos diez mil kilómetros por montes y valles. Cabalgar, la noche, los
negros Apeninos fue prueba mayor; En el Tirol, una curva nevada echó mi deportivo sobre el
abismo; las campanillas de las vacas tintineaban en el cercado del palacio principesco de Vaduz;
cualquiera asistiría al nuevo festival de Salzburgo presenciando su mutación en flor; las terrazas de
Roma encendidas bajo el cielo azul; fuera de horario, todo me gusto en Suiza, querido oasis…
Estos recuerdos se imprimirían en mi memoria porque yo elegí, para regresar en Francia, el camino
de los escolares. En Paris, yo apunte hacia el hotel Relais Bisson, dirigido con mano segura por la
simpática pero de carácter Señora Marcelle Dupuy, viuda de guerra vuelta a casar con un anciano
compañero de trinchera del difunto. Seis veces yo había tratado de alojarme en el Relais. Una
parecida pretensión atacaba a su propietaria: ella aceptaba solamente celebridades. Iniciando
septiembre, y nada más para escuchar su voz de falsete, yo atravesé el vestíbulo mágico del
muelle de Grandes-Agustinos número 37. Como de ordinario, ella me rechazo, pero, de repente, se
retractó: uno de sus clientes había cancelado de improviso. Ella me desafió: si, en media hora, yo
encontraba como honrar el avance de dos semanas de alquiler, ella me daría el cuarto.
¡Módico! La cuenta sería baja. Las avenidas y calles principales del barrio Latino y de
Montparnasse ignoraban, todavía, el sentido único. En seis minutos yo llegue al hotel Littré, calle
Littré número 1, donde yo residí después poco; recoger mi tilichero, bajar la calle de Rennes y
zigzaguear hasta el Relais me tomo un cuarto de hora. El azar jugaba a mi favor: mi agente de
mercado <<paralelo>> -hipócrita eufemismo de << mercado negro>>, me había suministrado, la
víspera, mi pitanza mensual… Ávido de divisas fuertes, el Estado francés alentaba esos cambios,
provechosos también para los extranjeros de paso, diplomáticos, funcionarios y militares
instalados en Francia bajo cubierta del Plan Marshall.
El elegante, sobrio, amplio, discreto vestíbulo del Bisson cuenta, al fondo de la sala con un bar, una
escalera y un cocinero de gran clase. Por lo tanto, el Relais no se adorna de un lujo poco adecuado
a sus prestaciones: una sola línea de teléfono servía a la veintena de cuartos, al recibir una llamada
debía transportarse hasta el estándar. Falto de correspondencia, yo hablaba suave, eso me
distinguía delos otros clientes, asiduos autores de óperas, secundado por el silencioso M. Dupuy.
No había ascensor y la escalera, estrecha y empinada, dejaba un minúsculo pasaje. La amabilidad,
con las damas y con los ancianos me destinaba a pegarme sobre los muros. Borrarme delante de la
<<Divina>> Greta Garbo, ataviada de curiosos peinados y de anteojos oscuros, aceleraba mi pulso y
me atraía, como gratificación, un esbozo de sonrisa. En mi cuarto y último piso a la izquierda, la
soberbia vista sobre el Sena, la isla de la ciudad, los árboles, los libreros de antiguo, eran la mejor
recompensa. Desde la ventana, yo asistía al espectáculo cotidiano del muelle donde amorosos,
pescadores de agua dulce, marineros de gabarras y vagabundos compartían los beneficios
propicios a sus fantasías.
Las caras observadas en el Relais no me llamaban apenas; tal estupidez sofocaba M. Dupuy. Sin
embargo, yo había identificado desde el primer día la fina silueta de mi vecina de plataforma,
sentada de manera suelta sobre un alto taburete del bar; Juliette Gréco tenía, todavía, su nariz
original y, ya, su estilo. Nosotros charlábamos a veces de la lluvia, del buen clima; estas amables
atenciones me valieron el acceso a la Rosa Roja y algunas entradas para Bobino. Yo le agradecí y le
ofrendé un delgado libro con la pasta rosa, el Cecile de Benjamín Constant, que las ediciones
Gallimard habían desenterrado, creo, de los inagotables archivos de Mme. De Staël. En este
tiempo, Constant y Stendhal eran mis ídolos, Suiza por su liberalismo, el Saboyano por su estilo sin
falla. La fluctuante pero eficaz vis política de uno y el tierno cinismo del otro se conjuntaban
amigablemente en mi espíritu. Envuelto de seda, el Diario íntimo de Constant y su correspondencia
me acompañaban para todo; entonces un pasaje para Coppet, la morada, el paisaje, las sombras
de los poetas que aparecían en el lago hacían correr mi cuerda romántica. Lo mismo, donde que yo
me hallase, mi zurrón llevaba un libro de Stendhal. En Civitavecchia, yo perdí una jornada
buscando en vano la casa de consola francesa, demolida desde hacía un siglo… Desde mi llegada a
Paris, yo frecuentaba el Diván, templo de la cultura stendhaliana; a fuerza de insistencia, yo
conseguí del severo Martineau –buen caballo en cuanto a sus derechos exclusivos sobre la menor
reliquia de Bayle –un inédito que, lleno de entusiasmo, yo mande a la revista uruguaya Escritura.
Alucinada por la elite menor y las personas de letras, la señora Dupuy les prefería a los actores que
habitaban el Bisson: Claude Dauphin, Anne Vernon, Anouk Aimé; en su herencia personal, Kessel,
Edmonde Charles-Roux o la princesa Ruspoli que llevaban meses. A mis preguntas relativas al
propietario del Rolls-Royce, hombre guapo de cara y cabellos rojos, en el entorno femenino, fue y
vino, su vestuario, la evidente confianza en su estrella mostraban su alta situación, mi anfitriona
gritaba: << ¡Maurice Druon! >> Así conocí la suerte del terrible destino de los reyes malditos de
Francia y el éxito envidiable de su cronista. Entreviendo, de lejos y ampliamente, al hijo de Glaoui,
Alí Khan y sus maniquíes, me dejaban de mármol; al contrario, yo me divertía en la tarde, cerca de
la escalera, casi codo con codo a mí, el serio presidente del consejo Rene Mayer le echa un ojo de
una manera indiscreta, golosa, a la chica negra que, temporalmente, sostuve. Con un ojo Meyer la
devoraba, con el otro el miraba al coronel que le contaba la batalla de Indochina.

Como si fuera constante que el pecado atrae el castigo, el Relais fue herido, de un golpe, a causa
de su muy hermosa joyería – un aristócrata con ojos de tiburón adulterado que exhibía a la
redonda un cortejo de choferes, elegantes guardaespaldas, parejas en su mesa y en su cama. Al
teléfono, el ostentoso individuo derrochaba miel: << ¡Reverenda Señora Duquesa! >>, << ¡Querida,
querida señorita! >>, << Si, mi niña, yo estaré en el baile >>, <<Queridísima, dulcísima Arnica >>
(las mayúsculas pululaban en su voz empática)… En resumen, el barón de Vaufreland embaucaba,
cada día, a los poderosos ricos y con títulos de Europa occidental. Alelados por su arrogancia y sus
gratificaciones, las gentes del Bisson no escuchaban nada más que a él, de pronto al amanecer y
después de haber cerrado el muelle de Grandes-Agustinos en el boulevard San Michel con la calle
La Pérouse, una brigada de CRS allanaba el hotel en búsqueda del barón. Mi sueño fue cortado por
la cabalgata y las sonoras interjecciones, yo entreabrí la ventana: un vigilante me amedrenta a
<<cerrar>> y a <<cerrarla>>. Dos inspectores invadieron mi cuarto. Por definición, un joven
extranjero sin oficio era ambiguo. Escarbadero, afilado interrogatorio. Una vez agarrado el barón y
a sus secuaces, yo fui soltado después de haber contribuido a revisar mi sospechoso automóvil,
saliendo del asunto manoseado pero inocente. Sobre medio día, los visitantes doblaron a retirada,
Vaufreland y los suyos, todos con esposas en las muñecas, sufrieron algunas vejaciones durante su
traslado en los furgones… De pie en el hall sucio y pisoteado, los Dupuy eran dos estatuas de sal.
Al día siguiente, la prensa provoca un alboroto del infierno y cuenta la técnica empleada por el
barón. Con ayuda del Directorio de teléfonos mundano y de su propia agenda, adulaba a las viudas
nobles e ingenuas, les hacía visitas a fin de reconocer los lugares, aprendía sobre las fiestas, galas y
matrimonios entre la nobleza y los ricos del sur de Francia. La banda asechaba sus presas al
regreso por rutas polvorientas y solitarias. Despojados del dinero, de adornos o de automóviles,
amenazados si denunciaban, las cándidas víctimas no suponían que el jefe de ladrones departía en
su medio. El infortunio de los incautos arranca lágrimas al chupatintas compasivo, otros se
escandalizan de la <<degeneración>> de la aristocracia francesa. Ciertamente, la << pandilla del
castillo >> dirigida por Vaufreland, la << pandilla de alhajas >> y la << pandilla de tracción
delantera>> -existentes entonces en Francia- compartían el nombre de hijos de papá: que los
privilegiados de espíritu torvo gustan de tramar con el hampa es un hecho viejo como la especie
humana.
A pesar del escándalo, el Relais preserva su aura –un tanto empañada… Donde viví diecinueve
meses divertidos, instructivos, provistos de permanentes anécdotas crujientes, informaciones
inéditas, juego de papeles. Sensible al aire de los tiempos y, a veces, algunos eventos, este
microcosmos abigarrado personificaba muchísimas cubiertas de la sociedad francesa. Él se abría a
mi mirada como un abanico, acurrucado, oculto en el anonimato yo me deleitaba.
Mi amor por Francia crecía. Yo viaje, deslumbrado, por todo el conjunto armonioso de su territorio.
La interconexión de ríos y riveras, la profusión de canales que atraviesan el país de lado a lado, los
bosques, las dunas, los jardines, los acantilados, las minas, los volcanes, los lagos, los glaciares, los
mares, las islas embonaban a la perfección. La mejor arquitectura no hubiera concebido una más
bella lección de geometría. La impronta cristiana que sella, por todos lados, la identidad de un
Estado que presume de jacobino y laico fue para mí motivo de reflexión. La toponimia y los
repertorios de las calles, que son sobretodo catálogo de santos y mártires católicos, subrayaban la
omnipresencia de la iglesia Romana. El sueño al acostarse, para la mitad de Francia –aquella de
ateos, agnósticos o paganos que rinden homenaje a la decrepita ideología revolucionaria- que se
obligan a sepultar en el fondo de su cerebro las trazas indelebles de la tradición. Esta represión es
una prueba de esquizofrenia.
En la Sorbona, en 1947, Bernanos clamaba: << Francia tiene, hoy en día, la más grande riqueza y la
más grande oportunidad de su historia, tal es la verdad que yo querría diseminar por todas partes
si yo tuviese el poder 18. >> Él se sometía al alma, al espíritu, a la inteligencia de Francia: su mensaje
se perdía en el bullicio de cifras. Los dirigentes franceses de los años cincuenta respondían por el
balance de la economía. ¡El buen balance! La industria se empaquetaba, el país aceleraba su tren,
el comercio interior y exterior se reorganizaba… Apenas salida de una tragedia, Francia se tapa las
orejas para no ver ni escuchar al profeta de malas noticias…

18 ¿La libertad para hacer qué?, Gallimard, 1953, p. 32


CAPITULO 12

¿Qué es el arte, o que es el método,


o que es el ejercicio que nos conducirá
a ese lugar sobre el que hay que caminar?

PLOTINO

Los viajes forman a la juventud… La mía, efervescente, daba el último toque a mi conocimiento del
Viejo Continente, cebado dos años antes. Semilla original de mi adhesión a Europa, España me
estaba prohibida: mis amigos españoles en el exilio la defendían sin rendirse <<como Franco
contamina aquí el aire >> valiente prohibición que provocó una fulminación que afecto hasta las
figuras simbólicas de la << España peregrina>>; como el día en que la veterana artista Margarita
Xirgu, actriz preferida de García Lorca, anuncia la intención de dejar Montevideo, donde ella
habitaba, para ir a morir a su patria, abrumada por las injurias y amenazas.
Las << izquierdas >> del mundo entero empujaban la rueda contra el Caudillo; la palma de la
competencia venía de Franceses e Italianos, sostenidos, en teoría, por los laboristas británicos.
Nada aconsejaba que, en el poder entre 1945 a 1951, Attlee, Bevin y compañía no tenían ninguna
empresa para batir a Franco: la geopolítica imperial prima sobre sus buenas disposiciones. Sin
embargo, los <<politólogos>> persistían en pedir la caída del régimen. Para atemperar mi
impaciencia, yo resolví continuar en la Sorbona y en el Colegio de Francia cursos de filosofía. Los
temas propuestos por ciertos profesores me provocaban; yo les consagre durante dos años, la
mayor parte de mis tardes.
Maurice de Gandillac no era ni impetuoso ni rutilante. Su deber de metrónomo desajustaba el
nombre de los auditores; Plotino les aburre: asimilar a la vez su inspiración de poeta y los
subtítulos de su sistema racionalista exigían un esfuerzo tanto más serio que muchas escuelas se
disputaban una herencia abierta a interpretaciones divergentes. Marsile Ficin y otros humanistas
del Renacimiento preferían a Plotino sobre el cristianismo; en su historia de la filosofía, Émile
Bréhier adscrito en falso contra esta hipótesis. Haciéndose cargo, su discípulo Gandillac analiza
minuciosamente la cuestión y prueba sin duda posible que las Enéadas eran la última gran
construcción de un pensamiento helénico integralmente pagano 19. Yo había mal leído a Plotino, o,
al menos omitido su tratado 111, 4-2, que explicita su activa creencia en la metensomatosis: << los
amigos de la música cuya alma permanece pura se transforman en pájaros cantantes 20. >> Esto fue
para mí una decepción. ¿Con qué medida se evaluaría la pureza de mi alma? Gazouiller disfrazado
de ruiseñor era, en rigor, honorable, pero los ornitomélografos al servicio de Un poder, también,
me cambiarían en pinzón… Después de eso, yo releí a Plotino con un ojo inquieto y siempre
maravillado por la belleza de sus escritos.
Alternante el cielo griego y las brumas hiperbóreas, yo iba, simultáneamente, con Jean Wahl. Yo
acompañaba, así, sin saberlo, la moda que desde 1949 anticipaba el centenario de la muerte de
Kierkegaard (celebrado en 1955). Se atribuía al torrencial Danois una influencia directa sobre
Nietzsche, Berdiaev, Chestov, Kafka, Gabriel Marcel, Jaspers, Heidegger, Unamuno; yo había

19 La Sabiduría de Plotino, Hachette, 1952.


20 Enéadas,lll, Las Bellas Cartas, 1951, p. 65.
desmenuzado sus textos accesibles, aquellos de sus apóstoles y los de sus raros competidores. La
elevación de su alma y su genio especulativo me impresionaban, pero su cristianismo sísmico
exacerba mis incertidumbres –razón válida para escuchar su principal exegeta francés. El aspecto
de Wahl, su talla, los gestos rápidos de sus manos, sus silenciosas introspecciones, suscitan una
angustia difusa. Tal es mi recuerdo, agradable por otra parte, porque yo respeto a los
perfeccionistas. Gracias a la completa abnegación a su causa, Wahl donará los Estudios
kierkegaardianos, cumbre del género21.
Las revueltas de Jankélévitch divertían la galería, tal vez el público estimaba sobretodo la
excentricidad del maestro. Sus risas y sus imprecaciones, los largos monólogos en griego o en
hebreo, los saltos de humor, su gyromania, los intermedios musicales, hacían cuerpo con sus
enseñanzas. La exuberancia llevada a este punto le encausaba a acosar al mismo tiempo, como un
zapatero indeciso, muchísimas presas –todas deseables. Para decir verdad, yo no recuerdo a los
personajes de sus exposiciones y mis notas han desaparecido luego de una mudanza; sus
bordaduras de poliglota, a veces incomprensibles para mí, no me mortificaron más. Que él hablara
apasionadamente, y bien, de la música, y en particular de las óperas de Richard Strauss, me movía
a simpatía esta filosofía descifradora de partituras.
El prestigio adquirido en la Sorbona por Merleau-Ponty drena sobre el Colegio de Francia una
locura de amateurs ociosos que invadían cada una de sus presentaciones en el anfiteatro donde el
austero auditorio penetraba discretamente. Él recogía sobre el pupitre un puñado de hojas,
lanzaba una mirada circular que paraba los murmullos y arrancaba con una voz neutra, puesta. A la
hora exacta, recuperaba sus recordatorios, saludaba con un signo casi imperceptible del mentón y
se eclipsaba rápidamente. Esta elegancia y tal vez tímida cuadragenaria ejercía, por sus palabras,
una sutil seducción. En la lectura, la magia dejaba de operar en mí.
¿Algunos sedimentos dejaron en mi espíritu estas fachadas de opinión tan diferentes? <<Hacer
filosofía>> no se adapta a mis aptitudes, pero siguiendo a los honrados estandartes de filósofos en
lances contradictorios A la búsqueda de la verdad22, mi trabajo como aprendiz de poeta se
impregna de conceptos esenciales. El pecado natural que me empuja como un despojo que yo no
había todavía enriquecido de problemas y de visiones donde lo trivial y lo ridículo no eran
admitidos. Mi disgusto tan racional instintivo del realismo socialista, de la literatura surrealista, del
surrealismo y su vulgar banalidad se acentúa y se depura: el riguroso lirismo al que aspiraba se
funda en mis cursos en la Sorbona.
En plena cogitación viene a sustraerme de los nimbos un episodio cómico, a mis expensas. Desde
Buenos Aires, Baeza me regaña porque me resistí a honrar sus cartas de introducción. Preocupado
por no chocar, yo escogí como cobaya al Irlandés, para mi desconocido, al que Baeza, entonces en
la UNESCO, había confiado la traducción francesa de sus textos ingleses. Yo añadí a la misiva una
solicitud de cita, deseando, in petto, que está permaneciera sin eco. En la época, el cartero
distribuía la correspondencia al menos tres veces por día: dos en la mañana, una en la tarde. Al día
siguiente, yo recibí el más cortes de los mensajes, se me atendería el viernes siguiente a five
o’clock. A esta misma hora, yo cultivaba habitualmente en la Sorbona, los salones de té: Angelina,
La Compañía Inglesa, Pera –Blanca, la Marquesa de Sévigné, Boissière… Mi imaginación galopa, yo
preveía con mi Irlandés una ceremonia a la Okakura Kakuro, acompañado por un gentleman
apasionado de la divina bebida.

21 Vrin. 1949.
22 A la búsqueda de la Verdad era la divisa de la colección de obras de filosofía editada entonces por Hachette.
Diecisiete horas, menos tres minutos: yo me subí, parece que al último piso, a una leprosa
<<escalera B>>, del número X de la calle del Cherce-Midi. Al tocar, mi anfitrión abre la puerta casi
instantáneamente: me encontré en la buhardilla habitada por Samuel Beckett. Quién me tiende su
mano, larga y firme, yo noto su alta estatura, su postura derecha, sus anteojos, sus cabellos a ras;
su modesta instalación admite una estantería de libros. Sentados sobre sillas viejas alrededor de
una mesa insegura, nuestra entrevista inicia sobre los mejores auspicios. Beckett me encarga
reiterar su gratitud a Baeza, evocamos la Argentina, después, amablemente, se ocupa de mí. Sus
frases concisas exigen reciprocidad. En pocas palabras, le explico mis ambiciones y la oferta, como
Baeza le anunciaba, mis dos selecciones. Beckett no sabe español, tanto mejor: tengo horror de
que hojee mis libros delante de mí. Entonces él propone: << ¿un té?>> ¡Por supuesto! Él se
aproxima al rincón-cocina, el recipiente exhala la primera ronda de vapor, preludio transvase del
agua cantando en la tetera. Beckett la llena, saca de un tirón un sobre de té Lipton, lo toma por el
hilo y lo hace sumergir. Siempre en silencio, extrae de un molde los biscochos marinos
evidentemente humildes, pone frente a mí una tasa cascada y me invita, dando el ejemplo, a
probar mi golosina. ¡Gesto fatal! El ligero objeto se deshizo, se dispersa y, se reduce a migas,
irritando mi glotis y mi paladar. Una explosión de todo y un estornudo me sacude. ¡Incontrolable!
A cada tentativa de emitir un sonido o de tragar, la saliva se atora. Mis ojos llorosos,
empequeñecidos, ansiosos, viendo al impávido Beckett tomar su merienda y lanzar sobre mí sus
miradas ralas, sin culpas ni apuro. ¿Cuatro minutos?, ¿cinco minutos? Aprovechando una brevísima
calma, me fui y le lance un <<adiós>> poblado de borborigmos. A pesar de mi derrota, yo tuve la
simpatía de mi anfitrión. De él, yo sabía solamente que fue secretario de Joyce, no me imaginaba
el fabuloso destino de su obra futura; al contrario, su personalidad me encanta: subsistiendo,
durante cuarenta y cinco años, tan rebelde a las costumbres de las camarillas dominantes probaba
su independencia. Yo habría podido ser su amigo: el miedo de hacer, por segunda vez, el ridículo
frente a él me paraliza. Este impedimento psicológico me plantea otra desventaja: de su propio
jefe, Beckett había pasado mis compilaciones a un joven escritor inglés profesor de español, que
para mi sorpresa, me envía, traducidos, diez de mis poemas. Yo les perdía, así como su dirección –
acto falto, del recuerdo del infernal biscocho.
Mi incursión fracasada me confina al papel de simple observador. La alta sociedad de la literatura
era presa de un movimiento perpetuo, convulso e hirviente. ¡Qué forma de empuñar! ¡Qué
desafíos oratorios! El Diccionario de marionetas y muchos florilegios de este género habían
desenmascarado a los fariseos, yo no creía ya a los celosos de la virtud cívica. En la feroz lucha, el
existencialismo tallaba la parte del león. El alboroto hecho alrededor de Sartre impedía todo
análisis crítico: se le adoraba o se le odiaba. El gran folletín que le oponía a Camus parecía una
querella de colegiales; su proselitismo llevaba a la demagogia. Él conquistaba a la clase obrera y a
los condenados de la tierra y a los jóvenes y a las mujeres y a los guerrilleros: el cadáver
existencialista engloba todo. En la radio, donde cada semana durante una hora, Sartre vociferaba,
yo le escuche una tarde protestar porque se le atribuía ser hostil al deporte. Él tranquiliza a los
atletas: su actividad era compatible con el existencialismo… palabrería pueril, indigna de un
filósofo presto a denunciar a la burguesía impactante. Los informes recíprocamente odiosos que le
amarran los comunistas se insertan en un cuerpo de convicciones irracionales. Sus frenéticos
cargos contra Europa, desembocaban en un amor no menos exaltado para un Tercer-Mundo
mítico, donde él no había vivido nunca; del resto era, sujeto, de información de manera parcial y
particular23. Ciertos países todavía colonizados o ya emancipados a los que él prodigaba una
afección apuntalada, entonces, con menos compasión que la mitad de Europa. Así su carrera
política se singulariza por una serie de obstinados errores y condenas. Es su culpa si, hablando de

23 La expresión <<Tercer Mundo>> es aquí un ligero anacronismo: no comienza a ser de uso común hasta 1955.
él, uno pone un epígrafe. Él privilegia tanto su virtud de <<escritor comprometido>>, que mide
realmente sus escritos con el peso de sus prejuicios, desdeñaba dogmáticamente los <<valores>
simbolizados por la Acrópolis de Atenas (<< que revienten>> exclamaba) que, en definitiva, sus
gestiones absurdas hicieron pantalla a su literatura. Sin haberlo releído, yo reconozco una
debilidad por dos o tres de sus obras de teatro, que yo glose en un periódico de Estados Unidos.
Por otra parte, la pira de Sartre era Simone de Beauvoir… Las feministas no merecían tener una
figura de proa que transpiraba la vulgaridad por todos los poros de su prosa. ¡Qué literata! Gracias
a Dios poco inteligente, él la lleva a tirar, por la rígida falta de imaginación, contra su propio campo.
Le debemos Los Mandarines, siniestra galería de personajes calcados sobre el corazón y sacados de
su propia casta. Circe sin encanto, Daumier sin vitriolo, San Juan-Boca-de Oro sin candor, en ella
todo deparaba en el eterno femenino.
Los autores franceses contemporáneos y antiguos que yo descubría ponderaban la literatura sud-
Americana, pero, partidarios del Uruguay por sentimientos y por interés, yo iba algunas veces al
soberbio hotel de L’Ambassade, en la calle Jean- Giraudoux número 33. El administrador Vicente
Gramuglia, era mi providencia, él me instruía sobre novedades y, también picado apostador de
compras y amigos extraños, la suerte le sonreía. Podía conseguir prestadas fuertes sumas, con solo
empeñar su palabra. Él no fue traicionado, se le sabía indispensable. Visitándolo en privado en la
primavera de 1952, me avisa de la próxima llegada del presidente Luis Batlle (El tercer presidente
de su dinastía). Antiguo colega de mi padre en el Parlamento y, como él, proscrito en 1933, yo
tenía desde hacía tiempo buenos informes de él. Cuando la tarjeta del embajador me previno, yo
dude hasta el último minuto-demasiado. Se dice que el primer movimiento es el bueno; el mío fue
lento, a mi llegada al coctel resuelto al fin, Batlle había abandonado el lugar. Yo partí con prisa
hasta el final hasta que una periodista, Griselda Zany, me detiene a la fuerza y me presenta a Jules
Supervielle y a su hija menor, Anne-Marie – reencuentro sorpresivo aunque en el orden de las
cosas: Supervielle ejercía las funciones de embajador desde 1946. La Segunda Guerra Mundial lo
había encontrado en Montevideo, su cuna, donde, desde hacía cuatro o cinco años, él pasaba sus
veranos. Rico desde su nacimiento, coheredero de la pujante Banca Supervielle fundada en Buenos
Aires y en Montevideo por uno de sus tíos y dirigido, en 1940, por uno de sus primos alemanes,
Supervielle recibía sin verificar las sustanciales rentas que le pasaban, mascullando, sus
autoritarios parientes. Cinco meses antes la debacle de junio de 1940, el poeta se hospedaba en el
hotel Nirvana, en el corazón de la campiña uruguaya, cuando se cae de su sofá: las sirenas de la
jornada aullaban a todo vapor para anunciar la caída de la banca. Absolutamente ajeno a la gestión
de la empresa, el poeta había, al contrario, invertidos todos sus bienes. Él estaba en la ruina, su
insolente entorno se vende al mejor postor. Supervielle recibe el golpe en silencio y, trascendiendo
su propia miseria, la desgracia de Francia le inspira tres buenos poemas. En 1946, puede al fin
volver a Paris gracias al gesto generoso del gobierno uruguayo, que lo nombra consejero cultural
en Francia con un buen salario. En Montevideo, yo nunca me le había acercado, su clínica de
libélulas y lambiscones me irritaba. ¿Cómo este loco de la poesía aceptaría y retribuiría homenajes
tan apetitosos? Ello me parecía una traición, porque yo hacía un aforismo de Goethe: <<en poesía,
no se debe elogiar más que lo excelente. >> Mudo por su hiperestética critica, opiniones o ideas
que le hubieran parecido hostiles a su mirada, él fijaba una complacencia universal al espacio de
sus congéneres. Esta actitud aliviaba sus nervios enfermos y ubicaba su obra separada de
conflictos políticos o literarios, pero haciéndose una imagen sensible, absolutamente equivocada,
de ingenuidad. Sus allegados conocían los estallidos de su carácter y se las ingeniaban para
esquivar sus rayos jupiterianos y sus rasgos de espíritu, dignos de su admirado Jules Renard. Sus
acomodos a la hipocresía no justificaban por tanto a sus consanguíneos, prestos en el arte de no
desagradar a nadie.
Heme aquí inmerso, si no en mi ignorancia al menos en mi sorpresa, en el mundo de las letras y las
artes. Una de mis primeras prestaciones, probatorio sin duda (pero la idea que me aforaba no me
rozaba) tuvo lugar en casa de una de las <<incontrovertibles>> musas de esta época, Mme Suzanne
Tézenas, nacida en Champaign y accionaria privilegiada de Total. Muy hermosa, mujer muy
elegante, ácaro almidonado, ella se muestra hospitalaria y protectora. Creyendo a los cronistas,
ella había compartido la capa de Drieu. La Rochelle, que robaba voluntariamente a las mujeres
ricas. En el curso de sus memorables cenas (su cocina era de primer orden), Mmme. Tézenas me
pregunta si yo había tenido la oportunidad de participar en el trabajo de Géorgien G.-I. Gurdjieff…
¿No? La sonrisa se volvió oblicua… ¡Desventaja! Al fuego de su consejo, ella le debía su sueño al
conocimiento, a la poesía, la música…me dijo, añadiendo, que usted es un joven poeta: la próxima
vez usted encontrara aquí a los mejores de Francia…
Al día siguiente, en la librería Maisonneuve, avenida Saint Germain, un empleado erudito me
informa: Gurdjieff ha recorrido la India, Egipto, Mesopotamia, el Mediterráneo; escapando de los
bolcheviques, ellos se habían instalados simultáneamente en Francia, en el Prieuré, y en Nueva
York. Él había prodigado por todas las <<elites>> lecciones orales, a menudo codificadas, donde se
prohibía, en general, la transcripción escrita; el 29 de octubre de 1949, después de haber
regresado al origen de todo, había partido de Paris para disolverse en la estructura del Universo.
¡Misericordia divina! Yo había fracasado dos años ante el gurú más corrido de Francia…
Mi segunda salida me reservaba una mirada al gran espectáculo. Bajo el fuego de las rampas, el
jardín interior del número 1, de la calle Sebastián Bottin, está invadido justo hasta el último cuadro
de pasto por los escritores de la caballeriza Gallimard. Al igual que el entorno que Penélope tuvo
en sus tiempos, Gastón teje la tela de sus pretendientes; a la vez gato y sonrisa, Jean Paulhan dirige
la batuta, en su flanco saltarín Marcel Arland; Caillois grita en buena prosa, Supervielle atrae a los
poetas. El suculento buffet colma a los columnistas bulímicos de caviar y de jaleo; las golondrinas
caen del cielo sin cartulina picoteada y sin cascar. El conjunto forma el <<Todo Paris>>, que
suministrará a los periódicos abundante material sobre esta cita literaria. En la confusión, un flaco
pelirrojo con la cabellera ondulada y ropas impecables pero modestas sella mis brazos, la flauta de
champagne cae por tierra. Excusas, lamentaciones: nuestros respectivos acentos nos divierten, uno
viene de los Cárpatos, el otro del Río de la Plata. El voluble Rumano me dice su patronímico y
esconde su detestable nombre, Emil; en un tono sentido, se felicita de sus guisos y los sándwiches
untados bajo nuestros ojos. Así inicia mi comercio con Cioran, mayor que yo por quince años.
Tuvimos buena química, nos encontraremos de nuevo… Mientras que nosotros hablábamos, Anne-
Marie Supervielle me acerca a Armand Robín. Pequeño, rechoncho, nervioso, miope con un par de
gruesos lentes, él me tiende su mano de campesino; su sonrisa manifiesta una viril ternura, listo
para el fervor y la amistad.
En febrero de 1953, yo desposé a Anne-Marie Supervielle. Este matrimonio entretiene a la policía.
Las amonestaciones reglamentarias publicadas por el ayuntamiento del XVl° alertaron al fisco: ¡que
me localizó! Al comprar, dos meses atrás, un Citroën más apto para los malos caminos que mi
Chevrolet, yo había omitido pagar tres multas por estacionamiento irregular. Basado en este grave
expediente, un inspector transformado en Humphrey Bogart, gabardina y sombrero incluido, toca
en casa de Supervielle; creyendo recibir a un admirador, él tenía la intención de preguntar a
quemarropa si estaba de acuerdo con mi boda y si el concesionario, extranjero y antiguo
comunista, tenía con qué mantener un hogar francés. Con estas dudas despejadas, me llevo, sin
embargo a comparecer ante la justicia: el desprecio habría sido prohibitivo. Alguno me recomienda
un joven y talentoso abogado, especialista en causas perdidas… que él ganaba. Maestro Stéphan
Hecquet escucha, verifica el expediente, reflexiona y me informa que el magistrado de la
Correccional carga estas infracciones al sobrenombre de <<presidente-minuto>>: imperioso y
bilioso, él se quita de prisa de los avisos humilde y contrito. Buen psicólogo y príncipe sin reír, el
señor Hecquet añade: esto va mejor usted aguante estoicamente, usted viene de las pampas,
usted no habla ni entiende ni una palabra de francés: al principio yo fustigaré su culpable
negligencia, después yo apelaré a las circunstancias atenuantes acordadas de oficio para los
ignaros y terminaré con un himno de amor a su exquisita futura esposa… Al día siguiente, en el
Palacio de Justicia, el <<presidente-minuto>> se hastía rápido de mi mutismo, aprecia, sin
embargo, mi visible arrepentimiento, calcula el precio de las multas y me condena a siete días de
arresto simbólico- automáticamente amnistiado.
Nos casamos; Bergamín y Alberti me otorgan el permiso de respirar el mismo aire que el Caudillo:
residimos diez meses en España, país bárbaro donde -los franceses aseguran- la aspirina es
inaccesible para los pobres…
CAPITULO 13

Por toda la espaciosa y triste España24…

FRAY LUIS DE LEÓN

Coincidencia: yo deje Paris el día en que, paralizados de horribles dolores en el alma, Francia y
Europa entera lloran todas sus lágrimas del cuerpo sobre los despojos mortales de Stalin. Un duelo
universal golpea al planeta, la única reticencia de los Americanos del Norte no cuenta apenas. 25
Desde la invención de los Anales por un escriba de Mesopotamia, nunca tantos humanos habían
conocido, a propósito de una muerte, una aflicción tan hiperbólica. La tierra es todavía pueblo de
participantes de esta perversión; pocos entre ellos experimentaron, antes, un reflejo de vergüenza:
la mayor parte exhibe una falsa ingenuidad, se acuerda un perdón arbitrario y conserva la simiente
marxista –hábil mutante que, poco apoco, recupera su vigor.
Tomando vía Lyon y Marsella las carreteras heladas que me llevaban a España, yo pensaba en otro
dictador. La prueba de fuego me esperaba, mi estancia aventuraba exacerbar mi hostilidad a
Franco y de convertirla en disgusto por España misma: yo debería conservar la razón. En España
más que en otros lugares, me parecía posible agarrar la realidad y auscultar a sus habitantes y sus
lugares26.
Yo había ya comenzado la encuesta, a espaldas de mis amigos, en julio de 1952: Anne-Marie
Supervielle veraneó en Mallorca con su familia, yo vine a reunirme con ella. Desde la isla se
emanaba un encanto que estimulaba los cinco sentidos; el interior le disputaba en bondad a las
costas; un enredado tejido de esencias perfumaban el aire; el cielo y el Mediterráneo se fundían
en una inmensa cerca azul. Los agricultores cuidaban las ricas praderas, desdeñando los frutos del
mar mientras que nosotros, las comimos por los cuatro bajos. Los platos de mariscos, erizos,
cangrejos, ostras, langostinos, camarones imitaban las pinturas de Pieter Claesz. En el archipiélago
español, se desdeñaban los productos ofrecidos por el mar; en Mallorca, más que la navegación o
la pesca, se prefería el contrabando. Los precios imbatibles de los cigarros y de relojes ilustraba la
extensión de este comercio: la guardia civil cerraba los ojos. El último gran pirata del
Mediterráneo, Juan March había dejado escuela ahí: se le guardaba una respetuosa admiración. Su
palacio de Palma, su residencia estival y sus posesiones eran zona prohibida, se les miraba de reojo
con prismáticos; su yate fondeaba permanentemente a algunas brasas de su playa de arena
inmaculada.
Una calma ligera, hechicera, envolvía la isla y hacia casi superflua la búsqueda de <<silencio y paz
de la Cartuja >> donde Rubén Darío se retira, un tiempo, solo con su gloria. Para él, todo en
Mallorca era <<fino, sano, sonoro>>: Raymond Lulle no lo hubiera dicho mejor.

El recorrido por la isla aportaba mucho de su historia, y las huellas de la guerra civil, la tensión
entre ciertas familias, los cuarteles, las naves de guerra del puerto provenían de su pasado reciente

24 En español en el original (N.d.T.)


25 Los Mexicanos, anfitriones de Trotski, los Yankees, que debían financiar la guerra fría y sus satélites canadienses no llevaban a Stalin
en su corazón.
26 Habitantes y lugares es el título de la admirable autobiografía de Georges Santayana.
que no había sido para nada idílico. Sus habitantes no confiaban en los extranjeros, la menor
alusión a la política se consideraba una impertinencia; Los Grandes Cementerios bajo la luna
parecían las memorias: el panfleto de Bernanos perjudicaba a la isla. Centro estratégico de la
región y apuesta para los dos campos. Mallorca cae en agosto de 1936 en manos de los
nacionalistas. El conflicto termina, su rango dentro de la galaxia catalana y la distancia la separa de
Madrid alimentando su desinterés a través de la tierra firme. Mallorca era una exquisita adición de
España, pero las llaves del mundo hispano no se encontraban ahí: un salto a Madrid se imponía.
A bordo del barco de la línea Palma-Barcelona, uno se sofocaba; en el tren Barcelona-Madrid, uno
se sofocaba y cabeceaba y se sofocaba en Madrid. ¡Pero que placer, que alegría de recorrer, a
pesar de la canícula, este gran burgo dormido! Se vivía lentamente, la frescura rondaba
lentamente: en la tarde, una clientela tan ruidosa que los tranvías y los autos del paseo de la
Castellana envolvían los cafés. Después de minutos, los grupos se dispersaban, prolongando afuera
sus inagotables conversaciones. La crisis de serenos27, los golpes secos de su bastón en los botes de
plomo, los manojos de llaves que tintineaban en sus cinturones, animaban las calles mal
iluminadas. Los serenos conocían a cada vecino, el adulterio y las aventuras nocturnas se volvían
imposibles: lámpara y manojos en mano, los maestros de la noche identificaban y, en rigor,
denunciaban a los sospechosos. Ellos irritaban a los españoles, pero no había voluntad para su
desaparición. <<El registro, por favor >> reclamaban en la sombra los vigilantes parisinos,
protegiendo mejor la intimidad.
Esta ciudad de aires provincianos no abonaba al lujo: durante el día se le atravesaba a pie, de lado
a lado, en tres o cuatro horas, solo la temperatura, exigía paradas bajo los árboles frescos. En
ocasiones los vehículos se apartaban delante de las manadas de cabras o de ovejas: que provenían
sobretodo de Toledo o de la planicie hirviente de Ávila; acribillada de baches y salpicada de
espaldas de burros, este camino se detiene bruscamente en el carrusel donde se ubicará el
monumental estadio Santiago Bernabeu. Con esta engañifa, un paso es suficiente para entrar a
Madrid o para salir.
Al lado de la Ciudad Universitaria, a pie sobre largos huecos, el encantador Paseo del pintor
Rosales realizado durante la periferia del norte. En la base del muro, se distinguía a los lejos el
sinuoso y minúsculo rio de Manzanares y, en el fondo la Florida. ¡Goya!, ¡el taller de Goya! Ni taxis
ni trenes pasaban, un coche de alquiler me servía de carrosa. En la Florida, las campanas y los
relinchos se evaporaban en el aire caliente; el guardia dormitaba como un tocón, disposición
inherente a los adeptos –todos los españoles- de la siesta mágica. De Goya, << poderoso
visionario/ raro genio y temerario >> (Rubén Darío), yo haría, enseguida, un uso insaciable…
El dicho: <<nueve meses de invierno, tres meses de infierno >> traducía alegremente la realidad
del clima español: yo rápido lo note y, después, evite el hervidor. En 1953, aquí había, sin embargo
una ventaja: pocos madrileños gozaban de vacaciones, la mayoría se resignaba al infierno, gracias a
ello yo podía estar con fieles amigos, escuchar, comprender que la capital administrativa era
también la capital intelectual y política del reino. Era también el primer panorama general de
España…
Ahora, siete meses más tarde, yo tenía los medios de afinar mi acercamiento a España. Nosotros
penetramos, saliendo de Andorra, por un puesto fronterizo nevado, en plena montaña: el invierno
español sabía, también mostrarse infernal. A fin de escapar de la intemperie, mi mujer y yo
seguiríamos, si la topografía lo permitiera, por la costa del mediterráneo. Hasta Málaga, fue un
curso de endurecimiento, un constante descubrimiento de maravillas, un inventario de tristezas.

27 Vigilantes nocturnos que garantizaban la tranquilidad de los habitantes de Madrid.


Los signos de pobreza no perdonaban ninguna región; las infraestructuras caducas y la agricultura
ridícula plagada de restricciones que tocaban todos los sectores. Cuando se habla de la época de
Franco, se omite frecuentemente, tal vez intencionalmente, que en diciembre de 1945 en la ONU
había metido a España en el bando de la comunidad internacional. Sus ineptas sanciones fueron el
efecto de… confrontar a Franco: herido en su orgullo, la gente decía que el honor español
prevalecía sobre la ideología de <<extranjeros>>. Conociéndome Sud-Americano, ellos me
felicitaron del gesto de Perón que, saltando las prohibiciones, hacía regalos al pueblo español, en
gran cantidad, trigo, legumbres, frutas, leche… Lección quemante para mí, porque, en su tiempo,
yo había aplaudido el embargo… Las medidas fueron poco apoco levantadas, desde que el Plan
Marshall incluye Madrid, en 1950, con un crédito de sesenta millones de dólares… Agravada por
los cinco años perdidos, la dilapidación general amenaza muy pronto la ruina; la esperanza
reposaba sobre la idea de que Madrid negociaría con Washington 28. La voluntad de aprobar daba
vuelo a las obras: sumidos en campañas de propaganda política, todos los obreros tenían
conciencia de que solo el trabajo los salvaría del marasmo. No obstante, una nueva ola de
emigración ganaba Francia, su volumen se calculaba por el número de visas liberadas por los
consulados franceses, reabiertos al término de la cuarentena que la lV República infringía a sus
vecinos, <<Estado católico social y representativo 29 >>.
Los paisajes nos ensombrecían; los pocos automóviles pisaban el acelerador, descendiendo en vía
libre… y paran por falta de gasolina, líquido que se vierte en chorritos por cisternas desvencijadas y
contaminantes. Los analfabetas que se encontraban en cada dificultad o en cada albergue
hablaban un castellano enraizado en su memoria oral: que tenía un sabor clásico. La palabra
exacta, la metáfora justa, el tono apropiado: un regalo, estos campesinos y artistas que
prediseñaban sin error las fantasías súbitas del viento, el estado de ánimo de los toros, las
inundaciones de tal río… En la Mancha, los descendientes de Don Quijote comentaban su itinerario
y sus aventuras a la manera seria de Cervantes, convencidos de la evidente verdad de la ficción; en
Andalucía, el lenguaje se viste de flores y de música: buena razón para persistir. En solitario el lugar
indicado Torremolinos, en las afuera de Málaga, nosotros alquilamos un chalet sobre la playa,
frente al mar. La penuria de gasolina me inquieta; cargado de bidones, emprendí el camino
pedregoso hacía Gibraltar, atestado de turistas españoles yendo al peñón, fuente de libras
esterlinas que regaban las provincias del sur. Me divirtió saludar a Gibraltar sus remedos de
libertad y a los británicos tan extravagantes por complacerse en su compañía. Montar por la calle
principal hasta la parte superior me sofoca: había valido la pena. ¡Un monolito, Gibraltar! Difícil de
hacerlo mejor… En la cumbre, la vista del estrecho abraza sus aguas, el mediterráneo al este, el
Atlántico al oeste, Marruecos, las sierras Andaluzas al sur. En cinco minutos, tal visión suministraba
verdaderas nociones de geopolítica y de historia que mil plataformas de mapamundi desplazados
sobre las mesas. Los políticos que piensan en el despacho serian menos nocivos si se ocuparan de
visitar los nudos gordianos del planeta: la geopolítica cobra un mejor sentido si ella entra
directamente por los ojos. Hábiles en la <<mentalidad naval>> faltaban al mariscal tudesco, el
marino Churchill y Franco el gallego sabrían, de vista, desde san Gibraltar que las probabilidades de
victoria del Fuhrer disminuían. En la Hendaya, el 28 de octubre de 1940, el astuto Caudillo los
cepilla; el largo año de 1941, la mayor tragedia para los Aliados, él calla, temporiza, disimula y
repele hasta el fin las presiones de Berlín. Providencial por sus consecuencias, su negativa voltea el
curso de la guerra: esto justifica la futura actitud de los británicos con respecto a Franco. Con

28 Los primeros acuerdos militares entre España y los Estados Unidos fueron firmados en 1953.
29 Definición de España según la <<Ley de sucesión>> promulgada en 1942.
reputación de ser bromista, Clio juega con el tesoro de ideas preconcebidas colgando con la ofensa
a su alrededor de hacer un buen papel30.
La primavera se perfila, las pistas de la España central atropellan, todas las trampas tensas, mi
esforzado Citroën. Agujero antes agujero, grava antes grava, rebotaba, roza, rechina, ruge…y
sostiene. Los mecánicos de la ciudad lo remiendan: la indigencia vuelta ingeniero. Y, gracias a Dios,
la belleza consola los baches. La estampa fascinante de Toledo hace un espectáculo de su
contemplación. En una de sus mejores pinturas, André Lhote reproduce minuciosamente los cubos
de esta ciudad aérea que, en la lontananza, inmóvil como un árbol, se abandona al éxtasis.
Toledano de adopción, el Greco había pintado ya bajo este cielo sus personajes sobrios por el
ascetismo; alrededor llamas y ángeles, recreando el paraíso.
La quietud de la provincia no contamina Madrid, hormiguero de rumores: se susurra que la
armada es refractaria al acercamiento con las democracias anglosajonas; la Falange molesta y los
seguidores del rey proponen una rápida restauración… Los intelectuales del café Gijón, nido de
opositores, elaboran planes sobre el meteoro: ellos creían en la caída de Franco y hasta en una
inminente revolución francesa. Sus discursos belicosos como los de Sartre se diluían en la bruma y
no asustaban a la policía civil, tipo Camilo José Cela, futuro premio Nobel. En Paris, los
<<subversivos>>, como los del Flore y el Deux Margots, no encontraron ningún escollo, los
Madrileños, todavía menos. Franco dejaba gritonear, previendo el movimiento –receta si no
original, si cómoda. Los verdaderos complots, cuando los había, se tramaban en los cuarteles, en la
nunciatura, en el palacio Santa Cruz31, por ETA, con los comunistas clandestinos. Entonces el
aparato represivo castigaba, dosificando la violencia al gusto del jefe supremo. Una dictadura
<<católica, social y representativa>> se debía conceder un mínimo de oxigeno político. Franco
manipulaba pulcramente, sin olvidar a las clases medias en vías de formación ni a los monárquicos
a veces impacientes pero dóciles. Unificador de tendencias y obediencias dispares, él preservaba el
margen de maniobra necesaria para durar –con la sorpresa general. Los españoles burlaban la
siniestra prensa oficial, la mojigatería, los ritos de las camisas verdes, la omnipresencia de un
catolicismo devoto sin ser piadoso. Sin prevenir que al interior y en el extranjero nadie fomentara
una nueva guerra civil – salvo los sádicos del Kremlin. Aquí se comprometieron a sabiendas de la
muerte de los kamikazes españoles imbuidos por el estalinismo. En respuesta a sus provocaciones
por el garrote vil32, Franco rehúsa a Khrouchtchev; por segunda ocasión. Moscú pierde la guerra
contra el Caudillo.
Mi año sabático de estudios y gozo me permite muchas reuniones. En Madrid, instalé una suerte
de base, yo intervendría en la vida literaria adoptando un principio claro: permanecer
independiente de los medios del régimen y no adherirme a la izquierda poco brillante. Mis
primeros adversarios aparecieron en la camarilla de un viejo surrealista, el empalagoso Vicente
Aleixandre. Incomprensibles en su verborrea, sus versos horripilantes. Corredor de jóvenes poetas,
él creía honrarme al invitarme a su vivienda, sede de la izquierda mundana. Mi respuesta negativa
veja su mensaje, él me vuelve la espalda; la pujante cofradía proclama mi inexistencia para
siempre33. Demasiado tarde: desde 1952, Índice, la más libre y dinámica revista del país, me había
acogido. El gran filósofo hispano-norte americano George Santayana acababa de morir: se me
encarga redactar su necrología. Fue un filósofo contemporáneo también maravillosamente
analizado, admirado, practica la poesía. Sus ensayos Tres poetas filósofos: Lucrecio, Dante, Goethe

30 Cf. Ricardo de la Cierva, Hendaya, Punto final, Planeta 1970.


31 Equivalente español del Quai d’Orsay.
32 <<Instrumento de tortura para estrangular>>
33 Aleixandre tendrá más tarde el Premio Nobel.
era uno de mis libros de cabecera. Y en su obra, La vida de la razón, él escribe: <<Cuando el poeta
no tiene espíritu, la filosofía entra necesariamente en su poesía, porque ella entra en la vida 34. >>
La poesía extranjera a la metafísica no es más que la figura creativa del sistema nervioso.
El comodín del Índice era el libreto militar de su director y propietario, Juan Fernández Figueroa.
Valiente oficial del campo nacionalista desde la guerra civil, él salva los requerimientos de la
censura: cuatro veces sobre cinco, recuperaba y publicaba los textos prometidos para ello en la
charcutería o en la canasta. Desplegadas durante veinte años, mis innombrables colaboraciones en
la revista miraban siempre por la literatura. En España, la ausencia de un dogma autorizaba la
proliferación de teorías y escuelas estéticas –contraste radical en respuesta a los estados
totalitarios.
A mi vuelta a Paris, yo hice la cuenta de la animalada escuchada en España a propósito de Francia,
y de las que fluían corrientemente en Francia contra España. A fuerza de cariño entre Francia y
España, algo parecido al desacuerdo me molestaba, necesitaba arreglar las causas, venían de atrás,
lanzar una mirada sobre sobre sus respectivas historias. España y Francia iban, después de largo
tiempo, en direcciones opuestas. Unidos por la geopolítica, por la sabia del tronco común, por mil
quinientos años de cristianismo y miles de mezclas mediterráneas, por los vasos comunicantes de
la civilización de occidente, los dos países no se estimaban apenas. Mientras que España vivía
detrás de las persianas, Francia brillaba en el mundo, liberada de juegos gitanescos, se convertía en
el pivote de la cultura occidental. Las dos hermanas de leche se enfrentaban en terribles y largas
guerras, pero no era el único recuerdo que nutria su desacuerdo: las naciones y los pueblos tienen
elecciones incompatibles, donde los prejuicios le toman el pie a la razón. Los españoles que
sostenían la antipatía por Francia tenían el argumento de sus formas demasiado libres, de su aura
desmesurada, su espíritu basado en el principio de igualdad, de su genio para remontar sus rudas
experiencias. La fascinación de los contrastes interviene también: los españoles subsisten a la
presión de Alemania, ellos admiran su disciplina colectiva, su eficacia, su flema, su piel clara. Ellos
debían a los germanos la resurrección en Europa del Siglo de Oro, de su teatro, de su poesía, de su
barroco; sin embargo, Alemania encarna la Reforma, enemigo contra el que España se bate hasta
la agonía como potencia predominante en Europa. La rabia anti luterana influía en el destino del
Imperio: << Por no comer la carne sodomita/ de estos malditos miembros luteranos,/ se morirán
de hambre los gusanos,/ que aborrecen vianda tan maldita.>> , escribía Francisco de Quevedo en
su célebre soneto, divulgado con profusión.
La identidad de España se construye primero por su lucha contra los musulmanes, enseguida
contra los herejes: esta pasión religiosa la lleva a ser, sobretodo, misionera y a convertir la misión
en cruzada. El hispanista italiano Giovanni Allegra recuerda esto y hasta dice que <<la guerra de
1804-1814 fue menos una “guerra de independencia” en el sentido literal del término que una
guerra contra la Revolución, encarnada en la época por Francia>> Las cruzadas fueron por tanto
menos impresas en la memoria del pueblo español que la nostalgia del imperio Hispano-germano
de Charles Quint. Esta germanofilia impenitente atenta, por rebote, a sus hostilidades contra
Francia. Luego de la Primera Guerra Mundial, se acredita Alfonso Xlll una significativa broma: <<En
España, solo la canalla y yo somos partidarios de Francia.>> El rey tenía el mérito, porque, después
de siglos, los grandes escritores franceses divagaban sin pudor ni arrepentimiento sobre los
asuntos de España. En su Ensayo sobre el espíritu de las naciones, publicado en 1756, Voltaire
sostenía que << los españoles fueron pintores de segundo orden y nunca una escuela de pintura>>.
¡Qué pedante desenfado! Él ignora a Velásquez, el Greco, Zurbarán, Ribera, Valdés Leal, Carreño,
Sánchez Coello, es decir al Siglo de Oro y sus predecesores: los primitivos, el magnífico arte

34 A la edad de 89 años, George Santayana muere en Roma, protegido de sus hermanos irlandeses, en 1952.
romano y sus talleres anónimos. Él hacía de España un proceso puramente político y de maloliente,
en parte por halagar a Federico ll (<<que los alemanes apodan el Grande, a falta de algo mejor>>,
ironizaba Hernri Heine), en parte para contentar a su clientela. Ubicaba a España en el rango de
llanura porque, según él, la fe era irreconciliable con las Luces.
En 1953, por la fuerza de sus respectivas tradiciones, la Francia <<revolucionaria>> y la España
<<reaccionaria>>continuaban mirándose como perros de paja.
CAPITULO 14

Mientras somos jóvenes

y no tenemos enferma ninguna parte,

no solamente creemos en la vida eterna,

la tenemos.

THOMAS BERNHARD

Pocas novedades se habían filtrado hasta nuestro refugio andaluz; al regreso, el hiato me parecía
perceptible el nerviosismo de los radios y periódicos parisinos. El año 1954 cabeceaba: la sucursal
Joseph Laniel buscaba un emisario macho cabrío que asumiera la guerra de Indochina, todo en la
conjura. Elegido presidente del Consejo, Pierre Mendès France despierta una esperanza: después
de su investidura, él descuenta de sus 419 votos los de reputados comunistas. Se dice que por fin
la izquierda había encontrado una radical independencia, fiel a sus principios. Sus reuniones y sus
causas coloreaban la grisura parlamentaria, y atraía la confianza. Pero exhibía también un vaso de
leche, símbolo de su campaña contra los destiladores de aguardiente. ¡Que desajuste entre esta
irrisoria llamada y la mancha de saber y perpetuar la presencia francesa en Asia! La confusión de
géneros culmina cuando la Asamblea Nacional expresa su plan de paz y concordia en Indochina.
Creyendo impresionar a los vietnamitas, se propone, para responder, el límite de un mes; se ignora
la noción del tiempo propio de los asiáticos –fuerte diferencia con la nuestra en occidente- la
técnica retardataria de los negociadores comunistas. Se abandona también al enemigo el
contenido de la agenda, error capital que conducirá a firmar los acuerdos de Génova, el 27 de julio.

Las personas presentes eran una prole fácil de dictadores comunistas expertos en el arte de usar a
sus interlocutores. En Moscú entre 1939-1940, Stalin había retomado esta técnica leninista, él
conduce a bordo de un barco a los diplomáticos franceses y británicos, después Hitler, con la
precipitación por obtener la neutralidad de la URSS contribuía a su derrota final. Ni los ejemplos,
recientes todavía, ni la imprudencia del Kremlin, que hacía caso omiso de Europa Oriental desde
los acuerdos concluidos en Yalta, pusieron nervioso al Presidente del consejo. Su amenaza de
renunciar, a falta de un acuerdo rápido, dejar de mármol a los viejos zorros: una eventual enésima
crisis parlamentaria en Francia no era suficiente para modificar su estrategia. Dueños de un
imperio sólido, donde ninguna de las demandas a cuenta de los jefes, se inscribían en la duración.
Mendès France desestimaba también la influencia directa de Khouchtchev y de Chou Enlai,
padrinos, consejeros y proveedores de Ho Chi Minh; por otra parte, él veía en éste a <<un hombre
de paz>>. Ahora bien, el destino del Vietnam dependía de estos <<halcones>>. Precipitado, él
incurre en una majadería imperdonable, porque en el momento en que se inicia la conferencia de
Génova, Ho Chi Minh estaba en una fuerte mala racha y suplicaba a sus dos cómplices conseguirle,
a toda prisa una tregua inmediata. Con pánico por la pérdida de Dien Bien Phu, cuyo impacto
afectivo incrementa la importancia militar. Mendès tenía el propósito de ofrecer sin previo a los
dirigentes vietnamitas unas cláusulas tan generosas para ellos como onerosas para Francia que Ho
Chi Minh y los suyos permaneciendo atónitos… El cínico Khouchtchev aprecia el candor de
Francia… <<…yo tuve la ocasión de entrevistarme con Ho Chi Minh. Recuerdo nuestra colaboración
durante la conferencia de Génova en 1954. En la época, teníamos todavía buenas relaciones con el
Partido Comunista Chino.>> y añade: <<A la salida de una de las sesiones (a propósito de Génova)
en la sala Catherine, del Kremlin, Chou Enlai me jala la manga para lanzarme determinante. Me
dice: “El camarada Ho Chi Minh me ha dicho que la situación de Vietnam es desesperada, y que si
nosotros no obtenemos un cese al fuego, los vietnamitas no podrán resistir mucho más tiempo a
Francia.”>> Y Khouchtchev clavando un clavo: <<Después el milagro tuvo lugar. En el momento en
que las delegaciones llegaban a Génova, la resistencia vietnamita reportando una gran victoria
tomando Dien Bien Phu. Desde la primera sesión de la conferencia, Pierre Mendès France,
entonces Jefe del Gobierno francés, propone llevarse las tropas de su país más allá del décimo
séptimo paralelo. Reconozco que la novedad, cuando llegamos, nos deja con la boca abierta de
sorpresa y de placer. No debemos esperar nada de ello. >> Él se deleita: <<la retirada inmediata al
décimo séptimo paralelo era en efecto la máxima reivindicación a partir de la cual nos
comprometemos a negociar (…) hemos dado la consigna a nuestros diplomáticos de reportar con
el único propósito de afirmar entrando al juego una posición dura. Después de algunas
discusiones, aceptamos la oferta de Mendès France, y el tratado fue firmado. ¡Tenemos
consolidadas las conquistas de los comunistas vietnamitas! >>

Es verdad. Y públicamente, el francés, el chino, el soviético y el vietnamita se alegraron de este


engaño; el primer par cándidos, los tres asiáticos astutos. Los papeles prometían a los Viets la
reunificación en dos años (!), elecciones libres y un gobierno democrático (!!). Como en Yalta… A la
manera de otros líderes occidentales incapaces de socavar en profundidad la mentalidad, los
métodos, la felonía congénita de los leninistas o maoístas al poder. Mendès había provisto al
Kremlin de un opíparo regalo, recibido por ellos, el mismo que en Yalta, como si hubiera duda.

En Europa, Churchill fue uno de los raros en preconizar y practicar la intransigencia. Desde sus
discursos en Fulton, el 5 de marzo de 1946, y la formula <<la cortina de hierro>>, los marxistas y
pacifistas lo tachaban de << fabricante de guerra, perdido por su anticomunismo visceral>> La
mayor parte de sus colegas recelaban de este apodo, Churchill lo asimila voluntariamente. Bien
que habiendo renunciado al latín de su infancia, él había aprendido con De Quincey la fastuosa
etimología de la palabra <<visceral>>. <<Los romanos designaban el escaño de las pasiones y la
sensibilidad para los más nobles, esto quiere decir morales, indiferentes por los tres términos: el
pectus, la procardia y las vísceras. >>

Mientras que en Indochina, lejos de apaciguarse, el conflicto repuntaba, en Argelia los


independentistas preparaban la revuelta. El 1° de noviembre, la explosión de la violencia amenaza
la metrópoli. Mendès France y su ministro del Interior, Françoise Mitterrand, representaban al
fanfarrones: <<Nunca un gobierno francés ha parlamentado con los insurgentes >> declaraban
ellos. Entre tanto, en agosto, Mendès deja amortajar el proyecto judicial de armas europeo (CED):
participando al final, comunistas y gaullistas se frotan las manos. Convirtiéndose en su rehén, por
la tardía reacción de la derecha, Mendès France muerde el polvo el 6 de febrero de 1955.

Sus seis meses y medio en el bar compusieron un rosario de fiascos: para cenar con el Diablo, él
enarbola una cuchara rota; los destiladores bullían cada vez más; Europa se priva de un
instrumento apto para atemperar su inferioridad militar de cara a los Estados Unidos; el
levantamiento del FLN, que Mendès no había podido olfatear, degenera en guerra… Eso no impide,
que un verdadero prestigio póstumo lo aureole: El infierno está plagado de buenas intenciones, los
ideólogos transformaron sus hechos en cuentos de hadas. Detestaban, en cambio, a los socialistas:
Guy Mollet –autor de la famosa sentencia: <<Los comunistas no son de izquierda, ellos están al
Este. >> Jules Moch, Ramadier, Lacoste se las daban. Ellos, de comunistas.

Mi situación de extranjero exigía reserva, la omnipresencia de la <<guerra fría>> suscitaban sus


furias. Sin embargo, el círculo de mis relaciones se ampliaba. Las revistas literarias pululaban, La
Parisienne me publica en agosto de 1953 poemas traducidos por Armand Robin. Me canta
entonces en la oreja la sulfurosa reputación de sus pilares, Jacques Laurent, heterodoxo sobre de
Gaulle y Vichy, y Françoise Michel de costumbres homosexuales y de comentarios inusitados. ¡Bah!
Animal escritor, yo aspiraba a la gloria: ver mis poemas por primera vez en francés me entusiasma;
además, Robin deseaba seguir mi itinerario -promesa que cumplió hasta su muerte. Por intermedio
de este poeta genial, dotado para las lenguas y apasionado de la poesía, Jean Paulhan, que lo
patrocinaba, enriqueciendo a Gallimard y la novela NRF de voces lejanas, desconocidas en Europa.
Robin me fue próximo y muy querido, Paulhan me parecía sinuoso –prejuicio que su influencia
sobre Supervielle amplifica. Un ejemplo de hipocondría, él era, según su deliciosa cuñada
Mercedes Saavedra, <<un fastidio que animaba el ser>>. Nadie sabrá si Paulhan se molestaba de
sus caprichos; sea como sea él mantuvo la garantía de aceptar todos sus textos, con el riesgo- que
llego- de cobrar su fondos en efectivo. Tal condescendencia somete a Supervielle en una crisis de
nervios.

Los pagarés que ellos intercambiaron durante tres o cuatro decenios explicaban en parte la bizarra
simbiosis entre el poeta soñador, poco sobre él, y el gramático magistral al escarpelo; con astucia,
ellos se relajan a la siega de ciertos <<puentes>> con la NRF: su camaradería excluía toda
indiscreción. El tímido Supervielle admiraba el coraje cívico de Paulhan y, sin mojarse, él había, en
su momento, aplaudido su Carta a los Dirigentes de la Resistencia y su forma de incriminar al
siniestro Comité Nacional de Escritores animado por Triolet y Aragón.

La NRF y Gallimard permanecían donde ellos habían querido estar: los laboratorios de literatura
pura, donde profesores y sociólogos anotaban al margen la porción adecuada. Coartada ideal, el
eclecticismo inherente a sus funciones ubicaba a Paulhan en medio de la escaramuza: la revista y la
casa editorial debían lanzar una amplia red, reorganizarse al mismo tiempo, con monstruos sacros
y jóvenes en crecimiento. Los días de audiencia, los escritores acudían al galope al despacho de la
calle Sébastien-Bottin. Bien que habiéndose reunido en varias ocasiones, ninguna familiaridad me
ligaba a Paulhan. Pero Robin le había propuesto mis poemas, él los acepta, se acuerda insertarlos
en una de las tres próximas publicaciones y sugiere que le vaya a ver. El ritual adulador que él
consentía me molesta.

El vestíbulo simulaba el Purgatorio, ¿los candidatos al saludo serian armados caballeros o


devueltos al infierno? El psicodrama iniciaba cuando la puerta del Maestro se abría. Cortez, muy
ágil, impávido, la mirada fija de búho, Paulhan enjuiciaba al penitente confesarse a voz cantante; la
suya, cascada, ligeramente agria, sorprendía a los neófitos por su tesitura. Fuera de las numerosas
reuniones, Paulhan les llamaba también para reuniones privadas, terreno de predilecciones donde
las agudas maniobras manifestaban su voluptuosidad de poder. Él pulsa a los espectadores como
sandias, me hace la flor de reducir nuestra conversación a un solo sujeto, Uruguay –lo que me
exasperaba. Él ríe bajo su capa.

Tres meses se agotan; durante nuestro nuevo cara a cara, yo pensaba hablarle de los surrealistas –
que, yo sabía, él detestaba en sordina-, desde Char, a Cocteau, contra el que lanza el maquillaje…
En dos minutos, él se aparta de mi sujeto y me impone una de sus manías: coleccionaba
proverbios, auténticos o de su factura, timbrados malgaches, chinos, irlandeses, italianos… Se
explaya largamente de sus equivalencias en español –ejercicio de memoria y jocosos coqueteo,
extraño a la poesía… Yo salí como Gros-Jean por delante (cansado de balde…). ¡Hasta la vista y
gracias! Al día siguiente, por neumático acuerdo de un dicho castellano, yo le solicite confirmarme
la publicación de mis poemas, o devolvérmelos. Muy cordial, su respuesta atribuía el retaso a su
hazmerreir Marcel Arland. Los poemas aparecieron, adornados con un bello elogio . De estos lujos,
yo concluí que el nepotismo es pernicioso.

Instalar mis escritos al alquiler donde el factótum de mi suegro me hacía cosquillas. Mudo por
absurdos de tipo <<<ético>> o de <<honor intelectual>>, que yo no supe soltar, deje caer la
relación con Paulhan y no colaboré más con la NRF.

El sujeto desarreglaba, y se negaba a mí mismo la visita a la poesía surrealista francesa; la de los


sudamericanos, españoles, italianos e ingleses me habían hecho un fuerte desencanto. Los
fanáticos de Breton a los que estaba muy ligado –Valentine Hugo y la dupla Mandiargues- no eran
de ninguna ayuda para mí: hablar de su papa los llevaba al delirio, actitud frecuente también entre
los otros, menos inteligentes, llegados al <<movimiento>> cuando éste tocaba el cenit, durante los
años cincuenta. Para explicar esta perdurable fortuna, se debía examinar su génesis, su desarrollo,
su ideología, su estética.

El mal venía de lejos. En junio de 1914, bajo el seudónimo de Gabriel Arbois y el titulo << Ante los
ideogramas de Apollinaire>> aquí presentaba y alababa en sus términos su propia Carta-Océano,
publicada en la revista Noches de Paris:<<Yo llamé poema a la Carta-Océano, pero esto fue un
poco al azar. Evidentemente, esto no es una narración, porque la narración es de todos los géneros
literarios el que exige la mayor lógica discursiva. ¿Pero justo en aquel punto se puede llamar
“poema” a una producción donde casi todo elemento rítmico ha desaparecido? >>

Excelente pregunta si comprende su propia respuesta. Porque <<casi todo elemento rítmico ha
desaparecido>> la Carta-Océano, no sabría llamarse <<poema>>: la poesía exige ritmo y música. Y
la ontología obliga a identificar correctamente las cosas, evitando el azar. Hasta el burgués gentil
hombre lo sabía: <<Todo lo que no es verso es prosa. >> Un crítico de Apollinaire juzga <<su
tentativa>> de transformación del poema a la ideología una no-<<revolución>> [como él
pretendía] más bien una <<regresión >>. Apollinaire desdeña esta justa observación y ordena in
articulo mortis: <<publicar todo >>. Extraer de sus cosas toneladas de papeles que él había
ennegrecido implicando ocultar todo. En esto, los surrealistas fueron sus devotas criaturas: <<se
sabe que Apollinaire, en toda su potestad, decretó la ausencia total de puntuación>>, precisa
Salmon. Demasiado modesto, <<Dada>> no había apenas quebrantado el arte poético; al
contrario, Apollinaire abría una brecha por donde penetrarían los surrealistas que, tomando la
plaza, se aventurarían a contaminar la poesía francesa .

Los grandes poetas juegan a veces con las palabras, pero nunca reducen la poesía a un juego de
palabras o a la irrealizable escritura automática. Llenando de ideogramas, de caligramas, de
retruécanos, de manierismo, la jerga surrealista aparta a la poesía de su facultad de ser
memorizada. Por tanto, en sus orígenes ella fue oral: las múltiples métricas servían de esquemas al
recitador y de guía al auditorio. Entrada la escritura y, siglos posteriores, la imprenta consolidaron
la independencia y la filiación a la poesía, asociada a la música: <<provenientes del ritmo derivado
del Nombre, la música fragua, con el lenguaje, la poesía>> llamada Boèce en la institución musical.

Breton desterró la música; único melómano entre sus acólitos, el pintor André Masson asistió a
conciertos disfrazado y haciendo uso de trucos de Normando, por lo que fue expulsado de la
secta . Breton pretendía erigir su <<movimiento>> en modelo universal de todas las artes; la
resistencia que se le oponía en sonidos imperceptibles lo enfurecían. Yo lo vi, en casa de Joyce
Mansour , hacer parar a Mozart.

En el momento en que estalla la Segunda Guerra Mundial, y a pesar de mil peripecias, Breton
había consolidado su empresa. La dispersión que siguió a la debacle francesa habría podido causar
su perdida; eso no paso: al regreso a Paris en los años cincuenta, él retoma el curso de su
<<revolución>>. Menos afortunado sus adversarios –el tristísimo <<Dada>>, los <<Letristas>>,
<<Cobra>>, etc –se eclipsaron, el surrealismo tardío recupera su ventaja. En los Estados Unidos
aprende las lecciones del capitalismo americano. Se ponen en boga las artes plásticas que emergen
de una Europa apasionada por la novedad: él había desarrollado el genio comercial de etiquetar
<<surrealista>> al arte que se decía <<fantástico>> o <<maravilloso>>. Oro, para los pintores que
por oportunismo adoptaron esta etiqueta; eran simplemente los últimos años en la cadena
inaugurada en cierta fecha por Lascaux. El prefijo <<sur>> acompañaba el milagro de verter en la
bolsa de Breton toda pintura que no tenía un aire <<realista>>.

El mismo truco consistente en aprovecharse de la moda permitió a los <<surrealistas>> asociar la


<<Revolución surrealista>> inventada sobre 1924 y la <<Revolución Rusa>> de octubre de 1917: en
su megalomanía, el papa fantaseaba con avalar el marxismo intelectual y el poder político que él
engendra. En Praga, en 1935, Paul Éluard y él habían anunciado la conquista: <<Los debates
arrojaban absoluta evidencia (sic) la compatibilidad del surrealismo con la filosofía de Marx y
Lenin>>, y <<darían un viaje mucho más activo a la objetivación (sic) y a la internalización de las
ideas surrealistas>>. A la pregunta: << ¿Qué esperanza da usted al arte soviético? >>, Su respuesta
brota: << Toda esperanza, bien que el arte soviético actual no responde todavía a nuestra espera
(…) es natural que nuestros camaradas los escritores y artistas soviéticos que asisten y participan
en la edificación del mundo nuevo, un mundo donde el futuro abra a la esperanza humana un
campo ilimitado, habiendo intentado desde el inicio únicamente reflejar, que su ambición sea
ilimitada para hacerse conocer (…) Sin duda la solución que ellos aportaran, enriquece su magnífica
experiencia humana, hará efectuar al arte el mismo salto que las jornadas de octubre de 1917 han
hecho cometer a la vida. >>

Los guerreros tenían la sangre caliente y el alma belicosa: <<El tiempo ha llegado>>, proclamaban
ellos, << de nuestra conducción todos dueños de destruir físicamente (sic) a los esclavos del
capitalismo >> Otros treinta y siete <<artistas>> signatarios del Manifiesto Contraataque
compartieron sus sentimientos humanistas: Pierre Klossowski, Dora Maar, Léo Malet, Yves Tanguy,
Georges Bataille, Benjamín Peret, Maurice Henry, Georges Mouton, etc. Los dibujos surrealistas
atrajeron publicidad, el grupo Contraataque aguza las navajas de la <<Revolución agresiva >>.

En cuanto al valor de Breton y los suyos, devuelve a los lectores la necesidad de leer algunos
ejemplos significativos de su estilo. La medida será, naturalmente, el papa de la secta. En la época
del Manifiesto surrealista, Breton había liberado dos aburridas revelaciones: <<Yo sospeche, acudir,
al punto de vista poético (sic), estaba equivocado . >> y << en lo que me concierne, pase para
perforar como la lluvia (yo la pase [resic] todavía)>>. Juvenil diagnostico a la pertinente destacable.

No nos detenemos en las obras de la juventud –pecados que la edad adulta habría podido
deshacer. Heme aquí, a los treinta años, preconizar, en compañía de Éluard y Char, un paquete de
poemas de obra común. La recopilación se intitula Un Trabajo lento. La pieza El Mal Tipo dando el
tono del conjunto, lo mismo que las muestras a continuación:

(…) Con la buena voluntad que siempre caracterizo al amor que exige

Yo te haré saber cómo me llamo

Cuales eran mis virtudes y número de años que no he robado


(…) La ubre de la vaca de la sombra

Daría una leche de incendio

Que las serpientes disfrutarían de cuatro en cuatro como una escalera del terror

(…) Tú vas a ver como el bosque me calienta las ideas

Yo no me rasco más el cuero cabelludo con los clavos

Pero con el feto vitalicio

Encogido en el frasco de la familia

Yo soy la tosferina del siglo veinte

Queriendo o no, la vulgaridad es la ornamenta de los espíritus impedidos. Breton, Éluard y Char
acumularon en tres <<estrofas>> catorce líneas inconexas y groseras. <<La ubre de la vaca>>, <<el
feto vitalicio>>, <<el frasco de la familia>>, <<Tú vas a ver como el bosque me calienta las ideas>>,
no activan para nada la <<maravilla>> preconizada por Breton. Y la <<justeza de la expresión>>,
ambicionada por su entonces amigo y mentor Reverdy, no tiene punto de satisfacción . Historia
Natural padecía los mismos errores –como toda la <<poesía>> surrealista:

Los hipocampos son los animales más dignos de compasión

Y los helechos han dado origen a la antropometría

En cuanto al clavel-ágata es por casualidad que fue parte del mundo mineral

En la puerta de entrada se disimula por detrás un alfiletero

En las tiendas de gemidos.

Las coronas reales no son más los parachoques

El espectáculo lacerante del perro que levanta la pata en la corte de honor del cuartel

Hace pensar en los viejos tonos dejados por los uniformes

La buena sopa por la alegría mundial del matadero.


Estos versos parodian a pesar de ellos la escritura automática, falta de espontaneidad y de
imaginación –ingredientes necesarios a susodicha escritura. Que es la propia del surrealismo, su
prosa poco imaginativa no albergaba más que chistes y anécdotas, sin destellos de espiritualidad,
una intuición metafísica, una cercanía a la filosofía. ¡El vacío y la nada! Las piezas salidas de la
fábrica surrealista manufacturadas con pacotilla explican porque Aragón, Éluard, Breton, Sadoul,
Tzara, Bataille revolotearon fácilmente del <<surrealismo>> al <<realismo socialista>>, llamado
<<revolucionario>> al abyecto vasallaje en su relación con Moscú, la Cuarta Internacional, el PRI
mexicano .

Cada surrealista se movía en el lugar que era el suyo, alimentado de risibles querellas o de rabietas
insidiosas. Las denuncias cruzaron sus asuntos y sus vidas privadas, la impotencia para realizar la
<<teoría revolucionaria>> estremecía el movimiento –sin sacrificio. Él hacia oficio de emisario: los
snobs a la Peggy Guggenheim –la arrogancia que adquiere Max Ernest y otros personajes- se
alimentaba de una ideología fumadora accesible a todos los bobalicones. En Nueva York, el Museo
Solomon Guggenheim exhibe como preciados títulos de nobleza la penosa colección de cartas y
mensajes recibidos de Peggy. De esta correspondencia que involucra y nombra a escritores y
artistas no hace diferencia entre amistad y servilismo, entre gratitud y atadura .

Miembros fundadores o militantes de la secta habían aullado de superchería. Ellos se desahogaban


a golpes de sable. He aquí algunos ataques: Antonin Artaud: << [el surrealismo] está muerto del
sectarismo imbécil de sus adeptos>>; Prévert: << a veces, la necedad le cubre la cara [Breton]. Él
dudaba porque era astuto y se escondía detrás de las mayúsculas Amor, Revolución, Poesía,
Pureza, etc. >> Jacques Baron: <<Esteta de corral, este animal de sangre fría [Breton] no ha
aportado nunca otra cosa que la más negra confusión>> Robert Desnos: <<En definitiva, Breton es
despreciable porque su vida y sus acciones no son en respuesta a las ideas que pretende defender,
porque es hipócrita, falso y sin escrúpulos. >>

Reducidos aquí a extractos, pero in extenso en la época, estos cargos provocaron que el
surrealismo fuera como doctrina y como práctica, una injuria al intelecto y a la gran poesía
francesa. Mi amigo Gerald Messadie golpeo justo, cuando declara: <<Breton: uno de los más
formidables microcéfalos del siglo XX. >> Al falso papa de la anti-poesía, Novalis responde: <<
Existe en nosotros un sentido especial de la poesía –una resonancia poética. La posía es
absolutamente personal y, por consiguiente, indescriptible e indefinible. Aquel que no sabe ni
siente inmediatamente que es la poesía no pude tener alguna idea. La poesía es la poesía. De todo
a todo distinta del arte del discurso (del lenguaje). >>

La inquietante ofensiva surrealista destinada a descomponer la poesía francesa tenía, gracias al


cielo, un soberbio contrapeso: la Comedia Francesa y el teatro en general asegurando el respeto a
los clásicos y la pureza de la lengua. Los grandes actores de la dicción perfecta, en las puestas en
escena adecuadas a los textos, las costumbres elegantes, no eran propiedad única de la Casa
Moliere: el Teatro Nacional Popular, La Compañía Renaud-Barrault y hasta muchas compañías
menos encopetadas hacían un trabajo impecable. ¿Cómo no amar la poesía francesa siendo tan
cadenciosa? Llena de música y de sabor como la española, la inglesa, la italiana.
Por sorpresa una carta de Montevideo me invita a una minuciosa recapitulación de mi posibilidad
de permanecer en Francia. Durante los dieciocho días de viaje el perfume salado del Atlántico me
envuelve: para reconciliarme provisoriamente con la vida y sus inconveniencias, solo tengo que
pasar por encima de una canoa, una lancha, un ferry, barco de vela, un paquebote navegando
sobre cualquier océano, mar, río o ribera… Embarcarse dilata el corazón, limpia el cerebro, dispone
al bien ser. El barco de la línea italiana fondeaba la bahía de Cannes; una chalupa nos recupera, a
mi mujer, nuestro bebe y yo. Abordo nosotros vimos y escuchamos un equipaje alegre y pasajeros
anodinos; en la brecha, dos duplas de diplomáticos soviéticos, se dirigían uno hacía la Argentina, el
otro hacia Uruguay, no quitaban unos ojos tan feos como de gavilla hacia el bodoque y sus
progenitores. Obligados por el protocolo a honrar la mesa del comandante, los <<rusos>> no
hablaban con nadie. En el bar, las marejadas y el balanceo hacían tintinear las múltiples botellas de
aguardientes y vinos italianos… alegre preludio de mi ilusión: los ruidos de un naviero en marcha
se transformaron mágicamente en sinfonía musical. Poseidón piloto de la orquesta: mi oído
persevero en distinguir las maderas, los metales, los órganos, el viento, los cornos, la lluvia, el
tambor, las olas, el gong… Los mejores puestos de escucha son las pasarelas, a cubierto, o en la
proa, cerca de los cabrestantes.

La marmita del Rio de la Plata estaba todavía lejos…

En las Palmas de Canarias, nosotros nos aprestamos a descender en la escala; los dos diplomáticos
soviéticos nos atacaron, cohibidos: <<Ustedes son, nos dicen ellos, padres de un niño, nosotros
tenemos dos, pero, ciudadanos de la URSS, el territorio español nos está prohibido. ¿Tendrían
ustedes la bondad de comprar en tierra dos gorras para nuestros hijos, que están en riesgo de
insolación?>> Su castellano titubeante se añade a la molestia, ellos se lían, ofreciendo sus dólares.
Mi mujer tergiversa: nosotros entregaremos la nota después de la compra… A la caída de la noche,
encontramos a los soviéticos acodados en el barandal; previsora mi mujer ha comprado una
docena de bonetes, el viento del océano los vuela fácilmente. Reclamarles un adeudo ínfimo en
pesetas habría sido mezquino. Su sincera gratitud nos reserva sorpresas…

¡Al fin solos después de las Canarias! Para mí el océano desde ahora en adelante vacío, para mí las
velas nocturnas justo a la extinción de la última estrella. Los gemelos, una tumbona, una lámpara.
¡Y Lucrecio! Todas las cosmologías fecundaros el espíritu: los filósofos de la antigüedad eran
geómetras prendados de sublimes fantasías. Por su poema, Lucrecio les supera, construyendo un
universo de divina belleza. <<Fuente de gracia y placer>>, Venus lo inspira, él le pregunta por
Rerum Natura un embrujo nunca marchito . Invocación en adelante desusada, porque del big-bang
a la teoría de la Cuántica todo se identifica con fórmulas condensadas en cartuchos. Los
astrofísicos han batido los términos de los poetas, convertidas en abstracciones –cifras, letras,
códices. ¿Cómo nos atrevemos a calibrar la frialdad de las flamboyanes estrellas rojas o entristecer
a Venus, al travesar su atmosfera, hacer análisis espectrales? De Apeles a Antonio Watteau, miles
de esculturas y pinturas habían conocido a la diosa –en sueños, en carne y hueso, en espíritu-
mejor que los telescopios. Un día, el fulminante rayo de sus ojos verdes reducirá en cenizas los
humanoides indiscretos y sus chismes impertinentes.
Replegado en mi cabina, diez días más tarde, yo guardé mi Lucrecio bajo mis ropas: igual a ella
misma, Montevideo desfila detrás de la ventanilla. A pesar de su carácter de unión, Mis Uruguayos
estaban melancólicos: como en 1951, su moneda el peso, se derrumba. Los días sombríos se
aproximan; mientras tanto, Anne-Marie y yo habitaríamos la última gran morada colonial hispano-
portuguesa todavía de pie en Montevideo. Propiedad de los Saavedra, familia materna de mi
madre, la residencia de las antiguas damas célibes y deliciosamente ultracatólicas, bastante
asustadas por el matrimonio de su nieto con una atea y por la presencia, en su casa, de la atea en
persona. La amistad de Bergamín suaviza el choque. A las diecisiete horas en punto, mi maestro
aporta un pastel; a la ceremonia del té que se desarrolla, en el salón principal, él habla sobre
Medea y Melusina, o lee en público, con la luz temblorosa de las últimas lámparas de gas, algunos
poemas de su teatro.

El encargado de negocios de la URSS en Montevideo nos manifiesta su reconocimiento por medio


de un soberbio ramo de flores para Anne-Marie. Nunca una Saavedra habría imaginado que los
agentes de Moscú irrumpieran en su casa. Bergamín es consultado, él minimiza el peligro, la casa
fue desinfectada con agua lustral…

En el curso de alguna de sus lecturas, Julio Bayce, Director de la revista uruguaya Escritura, me
reporta que un desgraciado ha jalado a los literatos uruguayos de su inercia primitiva. En el
despacho de la revista, al comentar sus propósitos en lenguaje eslavo-argentino se aparece su
secretaria: ella ha comprendido la única palabra <<pornografía>> y un <<yo, Vital, Buenos Aires>>,
que acompaña a su renuncia y la deposita sobre la mesa en un manuscrito indescifrable. ¿Es un
loco, un bromista, un iluminado? La única pista devolvía a Buenos Aires.

Yo di un salto. El marasmo detenía duramente la economía argentina. Viudo fogoso, Juan Perón
seria, dentro de poco, excomulgado por Pio Xll. Después de muerta Eva, el general acuso a la
Iglesia Católica, en un tiempo su aliada, de conspirar contra él. Sus calumnias habían herido a la
opinión y al ejército; envalentonada la oposición se organizaba. En su quinta de San Isidro, Victoria
Ocampo me habla de los complots que se tramaban; Sur levantaba la cabeza, el poder se
deshilachaba. La plaga de Argentina, la extrema derecha chovinista comenzaba a dudar de Perón y
de ella misma: salvar los hermosos restos de Buenos Aires no era ya una ilusión, tanto que los
liberales no serían amordazados.

Husmeando, el enigma del desgraciado eslavo se aclara. Amigo de un polaco llamado Witold (y no
Vital), Sábato, del que no conocía sus escritos, todavía no traducidos, le había aconsejado
redireccionar su Pornografía a Escritura, porque la marcha literaria argentina se desbordaba de
autores extranjeros. Pequeña causa, grandes efectos: El Uruguay perdía la oportunidad de ofrecer
en prima a Europa, en lugar de Charrúas, uno de los mejores clowns metafísicos del siglo XX:
Witold Gombrowicz.
Mis asuntos seguían una siniestra curva descendente: las disposiciones detenidas por mis
vigilantes me desvestían. A cada uno su destino: después de veinte años, mi tío materno tenía el
papel. El vuelo Buenos Aires Paris fue triste…

CAPITULO 15

La fortuna, para llegar a mí

pasará por las condiciones

que le imponga mi carácter.

CHAMFORT

Heme aquí con las confusiones a las que no estaba acostumbrado. Mi subconsciente inhibía, desde
hacía tiempo, mi certeza de que un día la suerte castigaría mi despreocupación. El presagio acaba
de cumplirse; desde entonces, por intervalos irregulares, los fastidios del dinero acompañaban mi
camino. Mis defectos los agravaban: faltaba a mi naturaleza la fibra del propietario, el apartado del
ahorro, la sumisión que demanda. La circunstancia de haber construido mi vida en Europa me
salvaría. Faltaba que mi trabajo literario fuese por fin oportuno: en opinión de un conocedor, la
poesía puede nutrir a un pinzón. Mi nidada exigía más.

Paris abundaba en locales a precios blandos y constantes; situado en pleno corazón de Passy y,
aunque polvoriento, el pequeño hotel particular de la calle Massenet número 12 –era entonces
una vía que acaba en callejón sin salida – se adaptaba a nuestras necesidades. Como todas las
familias burguesas del siglo XVl, protegíamos a las cocineras y a los <<buenos>> españoles venidos
para construir un ahorro en Francia. Es en la Iglesia de la calle de la Pompe donde llegaban los
carros atiborrados de andaluces, vascos, alicantinos, valencianos… Los patrones de la casa los
tomaban por asalto a la pesca de huéspedes. Instalar en su casa a esta mano de obra barata con
relación al baremo –teórico– de la Francia molestaba la moral. Pero cierta inmigración era debida
al rechazo del francés, hombres y mujeres aceptaban las tareas domésticas. Esta carencia irá
crescendo de año en año, el flujo será al inicio hecha por españoles, enseguida portugueses, al fin
la locura dispara la salida en todas partes rompiendo el equilibrio étnico del país. Los batallones
ibéricos se asimilaron aquí o, en parte, volverían a España y al Portugal provistos de buenos
peculios. Ellos fomentaron una capa social descompuesta y violenta, hasta miserable, y empujaban
a los pequeños burgueses entonces momificados. Los vasos comunicantes habían funcionado en
beneficio de sus patrias.

Una plétora de amigos y algunos pájaros de bajo vuelo aparecieron en la calle Massenet; muchos
españoles, bastantes sudamericanos, me visitaron. Estos cabalgaban, en general, el corcel del
Nuevo Mundo listo para relevar no solo a la España cavernícola, sino también al resto de la
comatosa Europa occidental. Ellos me miraban con conmiseración: estos argentinos demasiado
europeos, estos colombianos cultivados, estos venezolanos riquísimos percibían su América del Sur
en conquista y faro de la humanidad.

Así, para treinta millones de brasileños el suicidio en 1942 en Río de Janeiro de Zweig y de su mujer
significaba el fin del occidente. La Europa ideal, <<humanista>> melómana, monstruo de la cultura,
semita y blanca desde hace veinte siglos, consagraba el Brasil, país del futuro. Serio cuando cuenta
el pasado, relata el presente, imagina historias. Stefan Zweig estaba ciego hacia el futuro –hasta de
su propio futuro inmediato. La narración de desgracias que le lanzaba paria roza el angelismo: <<…
al inicio de 1934, una visita domiciliaria estaba todavía en Austria una afrenta inaudita . Que un
hombre como yo, que era abstemio completamente de toda política (…) y no había nunca excedido
el derecho al voto, fue objeto de un registro, etc. >> Se abstenía sobre la URSS, sobre Hitler, sobre
<<toda política>> denotaba un carácter cobarde, que no vio hasta comprender que los nazis
sacaron su biblioteca y lo obligan a largarse. Para no ver la realidad, en el Brasil, su tierra de
elección, él la inventa. Cierto, el Brasil lo fascina, sus nativos emiten un encanto devastador, pero
después de su independencia en 1822, gracias al Emperador Pedro primero (nacido Braganza) que
lo arranca del Portugal y a la Triple Alianza, el país se precipita cada vez, mientras que su futuro se
evapora.

Zweig ensalza también a la Argentina; inflados de alabanzas los sudamericanos experimentan


efectos emolientes. La dilación de los pueblos beneficia a los tiranos: en el siglo Vl antes de cristo ,
Solón dirige a los atenienses, voluntariamente domeñados a Pisístrato, una reprimenda tallada en
bronce:

Si tenéis que sufrir vuestra es la culpa

No de los Dioses lo llaméis castigo.

Dando vosotros alas a estas gentes,

Los habéis ensalzado

Y ahora el permio es una torpe y mala servidumbre.

De ese varón os embelesa el habla,

Y nada reparáis de sus acciones.


La oclocracia hoy en día tiene todas las características de este régimen, temidas por los antiguos
griegos. Nuestras civilizaciones originarias del mundo grecolatino reproducen con saciedad el ciclo
democracia-dictadura-revolución (y viceversa). Del retorno periódico de la triada, se podría deducir
que la vida política de los pueblos avanzados comporta un numerus clausus de fórmulas, con la
iterativa reaparición de los mismos prototipos. La lV Republica es un flagrante ejemplo: se viste de
democracia liberal después del pasaje acelerado, de nueve años, del Frente Popular medio-
revolucionario al Estado Francés autoritario y a la <Liberación>>. Especificidad francesa,
experimentada constantemente desde 1789… (Bien entendido, el tiempo no se repite, él contiene
los hechos que se repiten).

Mientras que caían los ministerios de las coaliciones heteróclitas, París se enriquecía y despliega
sus gracias: Opera Garnier, sala Pleyel, sala Gaveau, sala Wagram, teatros <<generales>>, gran
guiñol, ferias, variedades, cancioneros, competencias, centros nocturnos, galerías de pintura,
librerías, cafés <<literarios>> … los salones mundanos donde se montan algunos individuos raros
que no valían el placer de tenerlos en nuestra mesa, bajo la férula de una hermosa cinta azul, cinco
o seis conversadores de elite, adictos a los amigos y al alcohol. Entre los elegidos, Cioran será mi
comodín. Prendido entre cuatro alfileres, cortés, sonriente, este dandi lleva en sí mismo un
apocalipsis que declina capitulo tras capitulo en conversaciones tan chispeantes como sus escritos.
Nadie dudaba de su inteligencia, algunos otros dudaban de su corazón. Erróneamente: Emil Cioran
era sensible, sentimental y compasivo. Él lo diría a su púdica manera: <<De todos los seres, los
menos insoportables, son los que odian a los hombres. Nunca se debe huir de un misántropo. >>
Sabio consejo aquel, de viva voz, y añade otro, propio para desestimar la melancolía: pasearse en
el Père-Lachaise era el mejor antídoto. Él lo hacía a veces; mi fobia a los cementerios me prohibía
seguirle. El integro Eugenio Ionesco hizo suyas las aventuras y palinodias de Cioran, los bobalicones
tomaron a mal esta indulgencia. Indigna el oficio, la patria, el horror de los malos escritores, su
común obsesión por la muerte los ligaba muy íntimamente: con nosotros, ellos hablaban sin
artificio.

Para compadecerse de la Segadora, los poetas poseían un registro más amplio que los prosistas:
ellos disponen de las mismas palabras, pero ennoblecidas por la música inherente a la lírica:
<<despide quejas, pero dulcemente >> (Góngora). Cioran transfería sus quejas a la filosofía,
Ionesco las confería al teatro y a la política. Los dos las dirigían a Dios por la blasfemia o por la
burla. Tal sería su tema central hasta el fin.

El <<menú a la Cioran>> significaba un quebradero de cabeza a la patrona de mi casa. Anne-Marie;


constreñido, a su alrededor, de curas espartanos, Ionesco se privaba del alcohol, de especias, de
sal… Ellos evocaban voluntariamente a sus enfermedades y, obsesionados con sus medicinas, se las
aplicaban para no morir: la vitalidad de los desesperados era la fuente inagotable de su energía. La
Descomposición Precisa de Cioran –aplastado bajo la masa de publicaciones-, La Cantante Calva –
estrenada en el Teatro de Noctámbulos ante un magro jardín- inauguró una época, a
contracorriente de la jerigonza filosófica y literaria introducida a nombre de la modernidad. <<Solo
lo moderno se transforma en “anticuado”>>, encasqueta Wilde a los modernistas –incapaces de
comprenderlo . A su manera Ionesco y Cioran trabajaban en lo clásico, y lo renovaban.

Las obras de Ionesco no perforaron rápido las fronteras de los países latinos, yo lo lamentaba: mi
nueva materia consistía en traducir al castellano las piezas francesas; Madrid me retenía
periódicamente durante dos semanas. Falto de la menor protección jurídica internacional, el
repertorio español se encontraba a la merced de plagiarios y pillos; la reciprocidad no era verdad,
los españoles respetaban y pagaban los derechos de autor. La apuesta de influencias extranjeras
culpables de sacudir el piso, porque la producción nacional vegetaba, los empresarios dieron
buena acogida a los proveedores y entretenimientos. Yo tome en serio este papel puramente
utilitario; mi selección se detiene en el <<teatro de bulevar>>. Saludar los espectáculos en
compañía de vedetes me molesta, estos <<triunfos>> no tenían ningún valor. Los asuntos
marchaban bien, diez o doce piezas eran de éxito (Para asombrar la galería literaria, el programa
anunciaba, en ocasiones en vano, un Cocteau, un Mauriac, un Supervielle, reservados al happy
few.)

Entre los vodeviles, yo cargaba las lagunas de mi cultura hispánica. A cincuenta kilómetros de
Madrid y a mil metros de altitud, la mustia población me ofrecía su silencio, la sierra, sus
perfumes, el sol, su calor, el cielo, de un azul perfecto y, en premio el monasterio de San Lorenzo
del Escorial, que Felipe ll ordenó construir, San Juan Bautista de Toledo lo comienza y el genial
arquitecto Juan de Herrera -<<depurador del Renacimiento Italiano>>- le da el último toque en
1584. Tres días pasaron para recorrer la <<octava maravilla del mundo>>. Me faltaba visitar los
Panteones, cuatro escalones abajo.

Al regreso de mi último salto corto a Madrid, Cioran me pregunta mis impresiones. Él ansia
conocer España, y, sobretodo Ávila, cuna de Santa Teresa; él rumea su decepción, porque, una vez
ya, las autoridades españolas le habían negado la visa. Su único documento de identidad, el
<<título de viaje Nansen>>, le confiere el derecho de sobrevivir en Francia, su país de asilo, sin
moverse. Clasificados <<refugiado político>>, <<deportado>>, o <<personas desplazadas>>, los
beneficiarios de esta caridad estaban en suspenso. El régimen franquista temía una infiltración de
falsos comunistas y no aceptaba otros refugiados que las cabezas coronadas. La economía
española no podía mantener ni dar cobijo a los necesitados. Este era el caso de Cioran, pero los
servicios de la Cancillería y de la policía madrileña no sabían separar el grano de la cizaña.
Fortuitamente, él se benefició en Paris, de una favorable rotación en el empleo en el Consulado
General. Mi amigo Enrique Llovet, asistente de Ricardo Baeza, fue trasladado a Paris. Culto,
inteligente, él construye un expediente irresistible, lleno de certificados garantizando a Cioran: se
le << aloja >> en mi domicilio, lo que cierra la seguridad de su regreso. Un escollo nos rondaba: no
se podía hacer de él un católico, condición, en principio, obligatoria. El aval arrastra… sin perderse.
La visa fue acordada, Cioran brilla de alegría: podría recorrer España en bicicleta. Partiendo de
Hendaya y cerrando el bucle en Puicerda, sus postales puntualizan su itinerario. El antiguo reino
ilusiona a Cioran, y sobretodo Santa Teresa de Ávila.
En España, la vida política parecía congelada. El heredero del trono, Don Juan de Borbón,
languidecía en la espera. El Caudillo había puesto bajo piedra la fecha de la sucesión; los
partidarios del pretendiente se hacían pequeños. En Francia -¡curioso contraste!-, los monárquicos
redoblaban de vehemencia. La muerte de Charles Maurras en 1952 no había extinguido los fuegos,
la vieja guardia y los nuevos reclutas rivalizaban en fervor. La Nación Francesa lideraba hacía poco
el tren del infierno contra el <<populacho>>. La llegada de su fundador, Pierre Boutang, tenía un
sentido lógico hacia sus hogueras. Mi cuñado Pierre David, caballero valiente y culto, prisionero en
Rusia, petainista enrolado a la fuerza por de Gaulle, que lo tachaba de <<disidente>> - lo que le
valió el internamiento, del cual escapó-, quería iniciarme en sus ideas. En su compañía, yo salude a
Boutang en la fila de un teatro donde él despotricaba con sarcasmo sobre la puesta de escena… Su
devoción por Maurras confirma que él no exageraba: Al signo de la Flor, en 1931, relata su
extraordinaria influencia sobre sus ideas, la política y las letras: <<…por el esfuerzo que le fue
especial y propio>>, escribe, <<La Acción Francesa producida a partir de 1906, 1908, 1909, un
hecho que había inscrito en el programa de su fundación: ella cambia la orientación natural de las
cabezas y los corazones>>. Concluyendo: << El prestigio intelectual, los honores del espíritu, la
hipoteca del futuro dejara de ser reservada a las doctrinas y tendencias de izquierda, las ideas de
derecha han tomado la altura del pavimento. >>

Válido hasta la <<liberación>>>, este balance no se ajustaba más a la realidad de la preguerra: de


lejos, el plato de la balanza se inclinó definitivamente a la izquierda, con la desesperanza de
generaciones a la vez barrèsistas y maurrasistas, todavía fieles al fondo nacionalista francés, que
odiaban la república . Esto disminuyó la defensa del país, amenazado desde el exterior, por la
URSSS, al interior por los comunistas. Recuerdo, en el primer número de La Nación Francesa,
Boutang declaraba: <<No ver los peores enemigos [del interés nacional] que el sistema y el espíritu
democrático >>. Él se equivoca: ¿peores que la URSS, donde el espíritu ciertamente poco
democrático liquida la monarquía en Rusia, Bulgaria, Rumania, Yugoslavia, Albania y, por
procuración del PC italiano, en Italia? Lo que sea que fuera, por su talento, su cultura
enciclopédica, sus crónicas de libros y poesía –a la que él tenía un fuerte cariño- y por sus propios
textos, Boutang dominaba de la cabeza a los hombros la colmena de <<filósofos>> moldeados en
la Escuela Normal casi todos bajo su tutela (él había entrado en 1935). A la <<liberación>>,
numerosos seguidores lejanos de la monarquía, habrían de replegarse a la izquierda, donde se
cocían a fuego lento las mejores carreras.

En literatura y en arte, la fortuna de arribistas está subordinada al humor de los snobs. Yo asistiría,
en el lugar, al suceso del Dominio musical. En 1954, el joven genio Pierre Boulez se aproxima, con
buena intensión, la mecenas Suzzanne Tézenas que – Pierre Drieu La Rochelle y G.I. Gurdjieff fuera
de juego- esperaba un gurú. El impetuoso músico aspiraba a las prebendas del <<Estado del sol>>,
pero las inamovibles momias propuestas para la administración de la <<cultura>> acapararían
todas las sinecuras: se desvió, triste, hacia lo privado, donde arte intelectual y vagabundos
mundanos araban el aburrimiento. Sin preverlo, él gana con el cambio.
El deus ex machina de su reencuentro fue François Michel que, en su espíritu ecuménico, barajaba
ministros, princesas, vagabundos, mujeres frívolas, obispos, banqueros. Los parisinos no ignoraban
ni sus modestos orígenes ni su virtuosidad para mover el florete. Fue en Stalag Xlll C campo de
prisioneros franceses en Alemania donde él teje sus redes. Melómanos como él, los rubios oficiales
alemanes le habían dado carta blanca para animar el campo: él entiende la benevolencia de los
Boches, los favores de franceses y la mistad de loreneses, sus <<paisanos>> a quienes él evita
servicios. La guerra termina, él regresa a Paris, donde habría podido retomar cualquier carrera.
Orgullosos de su independencia, elige, con cuarenta años y a perpetuidad, la música. En la escuela
de Belley, había tenido excelentes en latín, griego, canto, gramática francesa, historia, pero llevaba
adelante a Mozart y Bach. Pianista apasionado, él descifraba casi instantáneamente las partituras
más obtusas –lo que asombra a Michaux, que vino un día a someterle textos de la edad media.

Los intereses de François Michel y de Pierre Boulez coincidían. Hasta aquí, sus ambiciones
permanecían ocultas a las miradas. Él molestaba, con su impaciencia mal disimulada exhalaba
panfletos groseros, llenos de faltas de ortografía. Tal era entonces su <<literatura>>; su bagaje
como <<creador>> se limitaba a piezas musicales de René Char (¡) a algunas sonatas y a las
Estructuras (1951). Estos primeros pasos no presagiaban una mejora. Por los buenos oficios de
Suzzanne Tézenas, él se convirtió de repente en líder y profeta¸ por su lado, François Michel
buscaba al millonario que financiara su monumental Enciclopedia de la música. Sus métodos eran
diferentes, el uno todo redondeos, su pupilo todo en puntas.

Emulo de Breton, Boulez afrentaba a sus predecesores: <<si no te niegas (?), si tu no haces tabla
rasa completa (sic) de todo lo que has recibido como herencia, si tu no cuestionas esta herencia,
he bien, tu no progresaras nunca>> (1951). Él insistía: <<Todo músico que no ha resentido la
necesidad del lenguaje dodecafónico es inútil, porque toda su obra se ubica además en las
necesidades de su época >> (1952). Puesto en guardia, él insultará también a los compositores
franceses contemporáneos, <<generación compuesta en su mayor parte [él perdonaba la vida a
Debussy] de analfabetas militantes… putañeros (resic) degenerados horribles cuyo inconsciente
rinde inconscientes cara a cara de sus inmundicias >> (1954).Esta escatología sin humor ni
invención pasmaba a sus << fans >> y sorprendía a aquellos que frecuentaban al Boulez íntimo,
cortes y simpático cuando no estaba en representación. Teniendo todos la misma edad,
bromeábamos juntos, en el campo, en casa de François Michel. Lejos de inquietar, sus
bravuconadas divertían –qué está mal, porque los niños son bombas desprendidas de narcisismo
enfermizo. En la barra del Dominio musical, él y los suyos cimbraban las bases de la dictadura
despiadada concretada en el IRCAM (Instituto de Investigación y Coordinación Acústica/Musical).
Patanes autoritarios, ciertos atonalistas reivindicaban <<la vanguardia>>, <<la democratización (?)
de la música>>y suprema idiotez <<la igualdad de las notas >>. En estricta lógica, los adherentes al
Dominio musical habrían podido formalizarlo; ya que ellos amasaban o no la dodecafonía (no la
amaban apenas), estos burgueses no tenían cura de los prejuicios que Boulez engendraba.

La cocina de Suzzanne Tézenas servía de señuelo. Los viejos convivios, y no más que los aspirantes
a ser, no osaban desairar a una patrona de casa tan hospitalaria, aunque susceptible: ella
pregonaba la ronda y se felicitaba de Boulez: << ¡…aquí hay uno que me da satisfacción!>> Antes
de las escenas del teatro de la compañía Renaud-Barrault, seguido del Pequeño Marigny, una
caravana de fervientes era acogido en las cenas de la calle Octave-Feuillet número 29 –
preliminares, si se conducía bien, a las invitaciones a cenar. La angustia roía el corazón si la
cartulina arrastraba al espectáculo… La fachada del apartamento reflejaba el de sus propietarios .
Muy alto montado, sobre columnas de mármol diversos, una docena de bustos de emperadores
romanos vigilaban los ágapes. Mirando el techo, nuestros espíritus se elevaban…

¡Hubo, por desgracia! Incidentes. El argentino que vino en brazos de la escultora Alicia P. Peñalva y
sentado a mi izquierda, sufre una crisis de epilepsia y se rueda por tierra. Presa de convulsiones, él
se arrastra, golpea los zócalos, quiebra los bustos y las columnas se precipitan a nuestros pies. Tira,
los bustos; estucos y cartón piedra, los mármoles de Carrara… Evacuado manu militari por un
servidor y depositado, gimiente, sobre el descansillo, el desdichado fue remitido a la policía, no al
hospital. En el momento del gran fracaso, Pierre Jean Jouve había, ejecutado por debajo de la
mesa un salto mortal cruzado de levitación. Su explosión implicaba la posesión de un sistema
nerviosos hipersensible al peligro. Su agilidad me sorprende, yo comprendí que este nervioso
dostoievskano vivía en estado de fusión permanente. Enfrente de él, Blanche Reverchon, su mujer
y psicoanalista, le mimaba.

Para evaluar bien el punto de vista intelectual del Dominio musical, yo confié a mis recuerdos un
inventario incompleto, pero de buena fe –las personas que tuve el placer, la indiferencia o el
desagrado de encontrar en la calle Octave-Feuillet número 29. La lista no incluye a las cónyuges –
¡qué de mujeres guapas se cruzaban ahí! – ni las intérpretes francesas y extranjeras de Berg,
Shönberg, Webern, Barók. Con el fin de suavizar los efectos dirimentes del dodecafonismo, el
astuto Boulez había abierto un teatro con los antiguos maestros vieneses, alemanes y húngaros.

El predominio de escritores picaba los ojos: al festín del Dominio musical reinaba la literatura; la
música era un sujeto anexo, dejado a los profesionales y a los verdaderos amateurs. Nicolas
Nabokof lanza burlas; Gilbert Amy cola de Boulez; tolerado, Sauguet amansa a las fieras; François
Michel aborrece al monstruo que él apadrina; Jankélévitch, Michaux, Cioran, Ionesco, guardan las
distancias. Además de ellos, ¿algunos artistas o gentes de letras han gozado de un instrumento,
seguido de estudios de música, debido a una inspiración de la musa epónima? Dos o tres torpes
como yo… no impide, a las eminencias instaladas en casa de Suzzanne Tézenas que habían, por su
silencio, abierto la carrera de Boulez –dictador que se agarra a la menor ventaja, acepta todos los
apoyos, terrorista sin nunca gastar. Su gusto por Char –<<el cacógrafo oficial>>, como lo llama
Philippe Muray- traducía su manera de utilizar el trapecio de la <<revolución>> como red de
protección institucional. Acolito en la quincallería de Boulez, el camelote de Char brutaliza la
poesía y la música. Promovido por las alabanzas y la publicidad, el dúo alborotador se desarrollara
impune. Así lo subraya François Crouzet: << no se dirá suficientemente cuanto el miedo de parecer
falto de comprensión pudo hacer brotar al genio (…) lo propio de René Char es la verbosidad, esto
quiere decir la producción sistemática y patológica de textos faltos de sentido. >>

Por pretenderse en simbiosis con la literatura, Boulez cita con profusión a Kafka, Rimbaud, Genet,
Baudelaire, Proust, Joyce, Mallarmé, Artaud. Sus referencias fijan los nombres más estropeados.
¡Extraña banalidad! ¿El rebelde, el precursor, la tabla rasa imbuida de novedad, serían un lugar
común preocupado por no salirse de senderos prefijados? Mi larga experiencia personal me
inducía a decir: raramente se encuentra a un músico menos poeta que Boulez. En él, todo es
geometría llana, sin un milímetro de elevación.

El Dominio musical tendrá algunos años, reproducirá, como fagocitos, los organismos a su servicio,
regados por el Estado: y tendría una última apoteosis oficiosa, consumada en Brétigny-sur-Orge,
donde François Michel que alquilaba una casa. De entrada, él propaga un rumor <<secreto>>:
Stravinski llega, al día siguiente estará ahí. Su asistente, Robert Craft, aparecería como explorador.
Cargado de maletas Gucci socavadas al interior de compartimentos con telas rojas capaces de
absorber las sacudidas. Seis botellas de un vino de Burdeos sublime, para beberse por Stravinski
solo, haciendo la siesta. Por precaución Craft guarda las otras botellas en la cava de un palacio
parisino. El hijo de Stravinski, Solimán, tocaba frecuentemente el piano a cuatro manos con
François Michel: ¿fue por su intermediación que Boulez obtiene la conjugación de las fiestas? El
joven genio hacia poco había contaminado a Stravinski…

¡Qué recepción! El sol y el jardín primaveral distribuían colores y aromas; detrás de las ventanas
abiertas, tres pianos asiáticos como lingotes de oro iban pronto a vibrar. Flautas, violines, oboes,
violoncelos languidecían en el salón, a la orden del maestro. Y todo tiene éxito: ningún error, una
metida de pata, un tropiezo. Ambiente sigiloso, cocina, champaña, caviar; impecable servicio al
cuarto. Stravinski observa a los músicos; avaro con su palabra, él no es de sus elementos. Yo,
tiemblo: condenado a ser la mosca en la miel sin equivocarme, primero al lado de François Michel,
leo, angustiado, la partitura: en el preciso instante, mi dedo voltea la página. Es mi más gloriosa
prestación como diplomado en solfeo y teoría musical.

Un ejercicio tan extenuante requiere refrescarse; la heterogénea asamblea se dispersa entre los
rosales. Ya comprometido a editar la Enciclopedia de la música, Jean Claude Fasquelle y la
espectacular Martha Lecoutre –desenmascarada al desintegrarse la URSS como espía soviética
desde antes de la Segunda Guerra Mundial- se juntan a mi paso; Solange Fasquelle, Arianne
Zographos y mi mujer nos siguieron. François Michel, Boulez, Stravinski y otros músicos platican
bajo sus sombrillas. Este flash, muy luminoso, suerte súbita de los escondrijos de mi memoria.

¡Una jornada sin literatura! ¡Una jornada de Stravinski! ¡Una jornada solariega!
CAPITULO 16
Descartes remarcaba que era imposible
Concebir la mitad de un alma.
Hoy, un alma cabe en dos
Es un fenómeno cotidiano.
Hasta es el rasgo característico
Del hombre contemporáneo.

GÜNTHER ANDERS

Durante los años cincuenta, la res pública interna acaparaba el mayor tiempo que los franceses destinaban a
conocer los principales problemas concernientes al planeta. Las encuestas reflejaban un porcentaje de
curiosidad ínfimo; las elites tenían dudas que debatían largamente, entre otros grandes temas, la marcha de
la <<segunda revolución industrial>>, en constante expansión. Los editores franceses descartaban a los
filósofos de lengua alemana que hubieran sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial; uno se tarda entonces
cuarenta y cuatro años en traducir el admirable libro de Günter Anders, La Obsolescencia del Hombre35. Yo lo
lamenté, porque su lectura me hubiera servido, sobre todo para mejor comprender mi época. Hasta si se me
acusa de tener el espíritu de escalera, ya que los dados se echan para siempre, me parece oportuno colocar
estas breves notas explicativas bajo el patrocinio de Anders.
En su obra, analiza a fondo las irreversibles caídas de la bomba atómica, denuncia la instrumentalización de
nuestra especie por las maquinas, considera nuestra alienación como un hecho adquirido y percibe la
empresa universal de la televisión, que lleva el mundo a domicilio, esparcida en millares de imágenes y lo
devuelve fantasmagórico. Eso que uno ve, explica él, <<no es el hombre en tanto que instrumento entre los
instrumentos, pero hombre en tanto que instrumento por los instrumentos>>.
Filósofo, esposo de Hannah Arendt, durante mucho tiempo obrera en fábricas americanas, única confidente
del piloto Claude Eartherly –verdugo de Hiroshima-, Anders codea el apocalipsis y lo hace centro de sus
reflexiones. El antisemitismo de Alemania, Hiroshima y Nagasaki, habían operado <<tabla rasa>> el mejor
éxito desde la aparición del Homo faber. De tal catástrofe, él retiene la certeza de que las futuras guerras
dotadas de ingenierías más mortíferas todavía hundirán al planeta. Las personas sienten crepitar la pira. Sin
embargo, en lugar de detener la maquinaria y la consumición excesiva, se deja crecer feliz una demencia
<<productiva>> todo terreno.
El ensayo de Anders publicado en Munich en 1956, en el corazón de los dispositivos de la OTAN y de la URSS.
La <<guerra fría>> bloqueaba los horizontes, Francia dependía de fuerzas extranjeras, convertida en una
potencia media, los estragos de la industrialización no tocaron la capital; el mundo rural, rico en buenos y
antiguos métodos, garantizaban su holgura. ¿Qué tenían para escuchar los aguafiestas Lanza del Vasto,
Bernanos, de Corte, Jaspers, Thibon, Guénon? Todo a la literatura, eso me lleva a admirarlos sin seguir sus
pasos.
Con la lectura de Anders, yo me pregunté, y volví a preguntarme si, durante el periodo 1930-1960, se
consideró, en Francia y en los alrededores, una seria alternativa a la evolución tipo americano.
A propósito de este asunto que engloba nuestro futuro, he recogido una muestra de hechos y opiniones.

35 La Obsolescencia del Hombre, sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial (1956), Ediciones de la Enciclopedia de
Nuisances/ivrea, 2002.
En 1934, Charles de Gaulle sermonea, en Sobre el ejército profesional, <<toda la literatura de reacción contra
la industrialización, de René Bazin a Gustavo Thibon>>, y elogia <<la máquina que gobierna todas las
materias, la vida de los contemporáneos36>> Su elogio de las maquinas parece definitivo.
Siete años pasaron, De Gaulle invierte su sistema de ideas: en Brazzaville, Congo francés, el 20 de octubre de
1941, vitupera <<la uniformidad de las sociedades>>, << el aumento creciente de las masas y el gigantesco
conformismo colectivo que son sus consecuencias>>. En Oxford, en noviembre reitera su sermón. En 1945,
insiste <<saber y hacer vivir al interior de la organización rígida y belicosa que la industrialización impone a
las sociedades. >> Convicción tan fuerte que lo lleva a profanar <<Rusia (sic) y la ideología materialista
aplastan al individuo y la mecanización general.37>>
Extrañamente, vista la importancia del tema de Gaulle deja de hablar. Su mutismo hace mella en aquellos
investigadores de izquierda que, después de una muy larga carrera dedicada al arduo pacifismo, se adhieren
en masa, en 1939, con la política de industrialización a todo va, comprendiendo, entre otros programas, la
fabricación de la bomba atómica… incluyendo Moscú. El testimonio de Sergio Beria, hijo de Lavrenti, lo
revela: << en 1939, él [Beria] recibió de científicos franceses documentos relativos a la elaboración de un
proyecto nuclear. Él elaboró un reporte para el Politburó, que no reacciona. >> Beria continua: << Nadie se
ocupa todavía de las armas nucleares en América y en Inglaterra en esta época, al menos, no existía un
programa de Estado. {…] Finalmente una comisión fue constituida en 1940. De aquí concluye que el arma
atómica era posible, pero que su fabricación tardaría diez o quince años: se esperaba una guerra de aquí a
tres años. Se renuncia entonces a este proyecto en noviembre de 1940 38. >> En una nota, Sergio Beria añade:
<<Federico Joliot Curie había ofrecido a la embajada soviética en Paris toda la información de la que él
mismo y sus amistades disponían (…) sin pedir en cambio ninguna contrapartida >>, asegura él a un adjunto
de Molotov39.
¡Diversión de pacifistas y sabios! Su trasgresión reserva el más terrible castigo: una justicia inmanente, tardía
pero eficaz, regresa su traición contra ellos mismos. Ciegos por la ideología, habían juzgado <<ineluctable>>
la victoria de la URSS sobre América y el mundo occidental. Este error de cálculo pone en marcha el curso
planetario hacia la industrialización y el armamentismo. Stalin obtiene la bomba y una <<victoria
ineluctable>> a… la Pírrica: la desmesura de sus ambiciones conduce su imperio a la ruina.
Los investigadores relacionados con la bomba no son todos culpables de estos errores: poco antes de su
muerte, un escueto y repentino mensaje de Einstein a los físicos italianos especialistas del átomo advertía
del peligro mortal: << Al borde del camino se dibuja cada vez más el espectro del aniquilamiento general. >>
Su aviso de tormenta alcanzaba en vano aquello de Marcel de corte: <<Los regímenes donde se instala la
supremacía de la técnica evolucionan todos, a diferentes niveles, en una dirección monárquica o más aun,
dictatorial (…); el hombre-robot será dirigido por una maquina (…) más hombres se someterán a las
necesidades de colaboración que exige la técnica pura, más de ellos serán tratados como cosas por el
pensamiento que les combina40. >> Todavía relativamente optimista, yo no me preocupaba…
Al contrario, la <<segunda revolución industrial>> desorienta a ciertos filósofos <<modernos>>… En 1954, al
regreso de algunas semanas en la URSS, Sartre regala a su periódico preferido un informe completo de su
viaje41. <<La libertad de expresión .dice él de entrada- es total en la URSS. Y el ciudadano soviético ha
mejorado sin cesar su condición al seno de una sociedad en progreso continuo>> (sic) El resto, por
corolario… y profetiza: <<Para 1960, antes de 1965, si Francia continua estancada, el nivel medio de la URSS
será de 30 a 40 por ciento superior al nuestro…>> Según Sartre, para recobrar su retraso industrial, Francia
debe <<seguir un camino que no puede ser contrario al de la URSS>> y sobre todo experimentar cansancio
de los <<monstruos sagrados>> que encumbraron los colores de la literatura, las nuevas generaciones – a las

36 Jean Touchard, El Gaullismo (1949-1969), Umbral, 1978, p. 37-38.


37 Op. Cit. p. 266.
38 Beria, mi padre, Plon/Criterion, 1999, p. 246 (Las cursivas son mías.)
39 Joliot Curie dirigía en 1948 la construcción de la primera batería atómica francesa y recibe en 1951 el premio Stalin de la Paz, dotado
de 9 millones de francos de la época.
40 El fin de una civilización, Remi Perrin, 2000, p. 118
41 Liberación, 15-25 de julio de 1954.
cuales yo pertenecía- buscaban un guía, un maestro, un filósofo sutil, fuerte y genial a la Nietzsche. En su
lugar, ellos encontraron una gran boca vociferante y maniquea. Su ambigüedad saltaba a los ojos de sus
lectores o espectadores; un buen crítico literario percibió rápido que una importante parte de la suma
sartriana era hecha molde por la galería. Así, Los Caminos de la Libertad y el Baudelaire lo indicaban, el uno,
de pie a su compromiso político, el otro, un certificado de conocedor de la poesía –que él nunca
comprendió. Él compartía esta penosa carencia con su rival y amigo Camus; por lo tanto, yo no los
acomodaba juntos: Sartre tenía sus intermitencias; la prosa de Camus, su novela tan plana, su teatro
indigesto me tiraban de manos. Sartre y sus exageraciones me irritaban, a su lado, Camus tenía el aire de un
periodista pasado por un profesor de ética. Era valiente y próximo a mis opciones políticas pero yo prefería al
escritor de raza: mis gustos literarios prevalecían siempre. La derrota entre los comunistas –borrachos del
realismo socialista- me había inspirado una alergia a los partidos, pilares, para ellos de la democracia. Desde
entonces, algún organismo de este orden no me tentaba, ni ganaba mi adhesión: las locuras embriagadoras
son el cáncer incurable de las civilizaciones. Sartre rechazaba la demagogia. Invirtiendo los roles, yo escribía
artículos elogiosos sobre algunas piezas de Sartre. Breve, las fluctuaciones de esta pareja daban lugar a
muchos flotadores vagabundos. De golpe, tuve, por asociación de ideas, unas ganas locas de visitar el mar.

Para refrescar mis recuerdos de 1949 y agarrar al vuelo una veintena inesperada de días libres, yo organice
una excursión a Grecia. Zadkine orienta mi itinerario: su Viaje en Grecia. Tres colores era la guía ideal. Yo
había conocido <<El príncipe de escultores>> en 1952, en casa del decorador Marc du Plantier, que poseía
muchas estatuas de él. Simple y cordial, Zadkine residía y trabajaba en su taller de la calle Assas. Los
domingos, teníamos discusiones cerradas, estimulados por deliciosos vinos blancos que homenajeaban las
cavas de Montparnasse. Fuerte, discreta, su esposa, Valentina Prax, pasaba por turista; caminando y
comprando se sumaba a nosotros en el jardín. Zadkine exigía mucho de él mismo y de los otros; escoge con
cuenta gotas, los alumnos se adaptaban a su sonriente severidad. A la caída de la noche, me paseaba en su
compañía (a veces para cenar en los buenos cafetines germanopratines) era una lección de cosas. La broca
blanca al viento, Zadkine charlaba, observando todo el decorado; su ojo expresivo, inestable, inquisidor,
saliente, al acecho del efecto prescindible, la fealdad, <<la adoración del pezón>> a la que demasiados de sus
colegas sucumbieron. La estatuaria y el urbanismo de Paris no tenían secretos para él… Zadkine me
recomienda rehuir, en Atenas los museólogos del crudo, que él detestaba: cuando él tenía solo seis años, su
charlatanismo hacia detonar el arte clásico…

La monarquía de Pedro 1° se reponía bien que mal de la guerra civil, el mariscal Alexandre Papagos había
gobernado tres años con la fuerza del poder; no menos popular, el elegante liberal conservador Constantin
Caramanlis le sucede. Una vez en Atenas, mi primera impresión será la sensación que produce un sueño
recurrente, que pensé en el arrebatador filme de Cavalcanti, A la caída de la noche. En la ciudad, nada se
había movido, ni empeorado, ni embellecido. La acrópolis siempre desierta, Plaka con las ventanas
entreabiertas, Omonia carrusel de cascajos, respiraban la calma: Grecia se habituaba a la paz. Taxis
destartalados y barcazas acosaban a los clientes; las mulas en las islas afectaban las ciudades abandonadas.
Por todos lados pastores, patrones, marineros, hoteleros te gritaban <<Americano>>. La condición de
parisino significaba cobros razonables; después de muchas mímicas, palabras y gestos, acordábamos los
precios.
Mi hoja de ruta incluía el Ática y la Argólida, cuadrilátero terrestre y marino que, de Maratón a Trecén,
desciende por Salamina, Égina, Poros, remonta a Epidauro sobre Corinto y, de ahí, Atenas… Necesitaba sufrir
algunas aventuras leídas en la higiene, en los albergues, en los botes, en la pobreza y la penuria de los
productos. ¡Qué importa! << ¡Cuando un Dios te da un presente, agárralo!>> (Proverbio atribuido a Diógenes
el Cínico). Yo tome estas tres semanas como un juramento de futuras expediciones en Grecia.
Dejar los olores y sabores del mediterráneo me llena de suspiros… En el aeropuerto de Orly, la lectura de un
panfleto parisino me da un golpe de cachiporra: diez días antes, las elecciones legislativas habían dado a luz
a sesenta diputados <<poujadistas>> en lugar de los tres o cuatro previstos. El UDCA aprueba un paquete:
dos millones cinco mil voces, sostenidas por dos impetuosos diarios –La Unión, 460 000 suscriptores, La
Fraternidad Francesa, 400 000 suscriptores-, representaban un movimiento marginal pero de unidad
indudable: el populismo. De entrada, uno lo etiqueta <<extrema derecha>> y amontona a sus elegidos a la
derecha del hemiciclo42. Los resultados trastornaron el rompecabezas parlamentario, pero se anuncia que los
tribunos del UDCA se ocuparan sobretodo de fundarse y conformarse en el sistema y a prodigar insultos y
calumnias. Yo tuve súbitamente la idea de comparar a Poujade con Perón. ¡Un abismo! Poujade no tenía ni la
altura, ni la fuerza amoral, ni la inteligencia, ni el carisma del <<caudillo>> argentino. Él no podía ser un
<<extremista peligroso>>, tal como quería la izquierda francesa: uno no construye en algunos meses un
partido popular masivo, ya sea de extrema derecha (o de extrema izquierda) sin complot permanente, sin
caja de campaña, sin combate en las calles, sin oradores fulminantes, sin penetración del aparato estatal. La
aventura poujadista no da el cambio y expira rápidamente. Sin embrago, un fugaz agitador había
conquistado una porción de dos millones y medio de ciudadanos. Esto no me lleva más que a reír y a
interrogarme: ¿Hasta cuándo Francia se enderezará? Yo ignoraba que los conspiradores, tramaban en esos
días una operación que haría que la lV República se hiciera harakiri.
Argelia bullía; el nuevo presidente del Consejo Guy Mollet, aterriza en Argelia el 6 de febrero de 1954, la
jauría lo esperaba; fue su annus horribili: Vietnam, Suez, Hungría, captura de Ben Bella. Se presentaba en
breve el vencimiento de las tormentas en el Imperio.
Las giras anticolonialistas del general de Gaulle lo habían minado: que promete a las colonias la
autodeterminación dependiendo, posteriormente, de sus anuncios. El peligro no molestaba a de Gaulle,
mudo por encima de la confusión. Cuando repite con brutalidad en las riendas del poder, las deudas del
honor hipotecaban su estrategia: sin embargo, su única arma será la táctica de la huida hacia adelante.
La avalancha de eventos extraordinarios o trágicos me parecieron culminar en el Reporte secreto de
Khrouchtchev. El mito de Stalin, <<cerebro de amor>>, <<el hombre que más amamos en el mundo>> (Éluard
dixit), palpita. Los rumores forzaban a los comunistas franceses a dejar su silencio. Ellos entran en pánico:
Khrouchtchev les había prohibido la entrada al XX° Congreso del PCUS donde se sataniza a Stalin. La
Humanité recluta entonces sus maestros aulladores favoritos –Kanapa, Garaudy, Pierre Daix, Aragón,
Wurmser, Courtade- y los catapulta al asalto del <<reporte atribuido (sic) al camarada Khrouchtchev>>. La
vista cae también deplorable hacia el hueco de su fosa común sin que me alegrara: yo los había frecuentado
a todos, a los unos en las Letras francesas, al otro, Wurmser, en Montevideo –imbuido de su infalibilidad. El
vals de desmentidos cesa el día en que, se sucedía una versión incompleta difundida en Italia y Polonia, el
documento fue autentificado por su enemigo los Estados Unidos… El PC francés envía a Thorez a Moscú en
busca de instrucciones. Bien sermoneada, la delegación emite, volviendo, con pesares menores: El PC
francés y sus gemelos del mundo entero encarpetaran el asunto en seguida.
La razón me inclina a presumir que por fin libres y desilusionados las duplas francesas de la URSS
recuperaran, sino el sentido crítico, al menos el sentido común. Pero su eventual toma de conciencia iba a
toparse con un escollo intimidante: el PCF era un gigantesco pulpo con miles de tentáculos. Veintiséis por
ciento de sufragios y ciento cincuenta y nueve diputados en la Asamblea Nacional se expresaban en su
nombre; cada día, sus periódicos sacaban de la prensa dos millones trescientos mil ejemplares 43. A este
arsenal se agregaban múltiples organismos de propaganda. Tal maquinaria vaciaba el cerebro y lo
reemplazaba con pamplinas deshumanizando el corazón y desechando el entendimiento.
Yo pude verificar, entonces, que las personas acomodadas -los universitarios, por ejemplo- figuraban entre
los más impermeables a la verdad: Sartre era el frente de burlas contra Khrouchtchev bajo el pretexto de que
las masas no estaban preparadas para conocerla… Yo estaba alelado de constatar que muchos, muchos
católicos veneraban una URSS irreal. <<Muchos intelectuales han observado la relación simbiótica que
mantienen la Francia comunista y el catolicismo>> escribe Tony Judt. Recordando, como, bajo Mounier, y
después con Jean-Marie Domenach, los editores del Espíritu <<fueron, en lo esencial, consagrados a
incomodas apologías del estalinismo: zalamero dialectico neo cristiano bajo su forma más repugnante. 44>>

42 Las invalidaciones sucesivas disminuyeron el número de diputados de la <<Unión de Defensa de Comerciantes y Artistas>>. (UDCA)
43 Cf. Thierry Wolton, Francia bajo influencia, Grasset, 1997, p. 61.
44 Un pasado imperfecto (1944-1956), Grasset, 1992, p. 107-108 y 361.
Procediendo de comunistas y acólitos, su voluntad no puede plegarse a evidencias lo que no me sorprende.
Pero tenía una singularidad: al margen de la URSS y del partido, las personas se apoyaban, en teoría sobre las
imperfecciones de la razón. La dialéctica, siempre lista, guía sus pasos, absuelve sus crímenes –promovidos a
errores-, la tiranía –disfrazada de democracia popular-, el belicismo –transformado en amor a la paz.
¿Cuándo sanará su herida? Hay que tener paciencia: <<El tiempo no perdona nada de lo que se ha hecho sin
él45>>

Hijos y nietos de periodistas cercanos a la prensa libre –en esto Uruguay destacó-, yo estaba convencido por
la diversidad de títulos que la lV Republica garantizaba la independencia de los principales diarios franceses.
¡Oh sorpresa! Los aficionados a la lucha libre profesional tuvieron de repente el placer de seguir, durante tres
años, un cuerpo a cuerpo inesperado y cómico: el <<proceso del Fígaro contra Le Crapouillot>>. Hasta este
año de 1955, tan lleno de eventos, el asunto excita una picante curiosidad. El anuncio de los protagonistas
era suficiente para comprender que un gigante atacaba a una paja; ciento cincuenta mil ejemplares iban a
atropellar a Jean Galtier-Boissière, que al azar de las circunstancias, apenas tenía un tiraje de veinte o treinta
mil ejemplares de su vieja revista Le Crapouillot. A pesar de la disparidad de medios, el pequeño tenía jugo,
llevaba la marca de un mortero francés de la Primera Guerra Mundial… Galtier-Boissière se lo servía
alegremente: él bombardeaba a los políticos, despeinaba a los presuntuosos, trabajaba fino. Después de un
intercambio agridulce con su examigo Pierre Brisson, celebre cronista y dueño del Fígaro, él enjuaga de este
gran señor una terrible amenaza: le reclama, en justicia, cinco millones de francos por concepto de <<daños
y perjuicios>>. Motivación de la queja: <<intensión de perjudicar>>. ¡Por supuesto! Galtier-Boissière
reprochaba a Brisson haberlo inscrito en la lista negra del Fígaro, <<Entre los autores está prohibido citar los
nombres>>. Furioso Brisson desmintió la <<mentira>> y se inflama. Esta exótica escaramuza me parecía una
distorsión a la equidad y desautorizaba el dicho: <<En Francia, el ridículo mata. >>
La indecencia de los periodistas que se plegaban al capricho de un jefe vengativo me ulcera. Además,
recorriendo los minutos del proceso, uno tenía la llave: se trata de una enemistad entre vichystas. Brisson
quería borrar los rastros de su juramento inmediato al Mariscal en 1940. Para hacerlo, él borra, a la Stalin, la
existencia y las obras de sus antiguos correligionarios. En principio, las depuraciones francesas eran como
dirigirse al enemigo; ésta, minúscula, que ejecutaba Brisson, tocaba a los afiliados a la misma ideología,
catalogados, casi todos, muy a la derecha. Guy Mollet lo veía justo: las derechas francesas son las más
bestias del mundo. El tiempo confirma su diagnóstico.
El proceso me recuerda que, salvo en breves pasajes de pleno liberalismo, todos los regímenes franceses –
monarquía, imperio, republica- han estado inclinados a practicar un solo tipo de prensa: la prensa de
opinión. La tendencia subsiste; buscando en un gran diario nacional una información verdadera sobre un
hecho preciso, me lleva a comparar entre tres o cuatro autores para encontrar una realidad aproximativa… El
tema de la censura es una tonada inagotable y, sin embargo, reconozco, con estupefacción, que ella ha
<<suscitado más polémica que estudios […] y poco menos estudios históricos>>, no se encuentra <<alguna
historia general de la censura, al menos limitada al domino francés. Tal vez el asunto es demasiado vasto, o el
tema demasiado ambiguo46 >>. Las dos carencias se complementan: abrir la caja de Pandora trastocaría la
Francia entera, incluidos los escritores y poetas maestros de la omertá. Los que yo quiero no son pusilánimes
prefieren los desequilibrios perpetuos; pienso en Henri Michaux, que poco he mencionado: reparemos el
error.

45 Veros de Fayolle (1806).


46 La Censura en Francia (bajo la dirección de Pascal Ory), Complejo, 1997, p.9.
CAPITULO 17
Un poco de uno es difícil sobre la poesía de otro
un poco de uno rrrrr
un poco de uno tchup…tchup…tchup...

HENRI MICHAUX

El destino post-mortem de Michaux me da asco: el corpus de este hombre que el dinero nunca pudo
contaminar fue vendido a viudas y banqueros abusivos; además, su trabajo, tan hostil a tesauros
universitarios, ha desaparecido, sepultado bajo el papel de tres Pléyades elefantinas.
Mi retina guarda intacta la imagen de un hombre sonriente, amable, calvo, cauteloso, sobrio, con un encanto
irresistible, tímido en público, cordial en privado. Saliendo de Bélgica, él tuvo prisa por acometer las
literaturas francesas <<normales>>. Potrillo de Supervielle, al que confía sus premisas, corta con cuchillo un
tipo de escritura aparte. Arrastraba sin saberlo él una aureola de misterio, descifrado según el gusto de cada
admirador incondicional. En algunos años, conquisto casi por unanimidad a los críticos literarios. A diferencia
de sus predecesores en el fantástico, siempre interesado, salvo la política; todo le fascinaba, para bien o para
mal. Esto lo obliga a estimar la vida que, por naturaleza, detestaba.
Narrador abundante, persistía en protestar contra su imperiosa necesidad de escribir. Por aquí por allá, se
acomodaba a un francés rutinario, a las <<palabras ya manejadas por los otros>> situación que lo desolaba:
¡Ah! ¡Qué trabajo!
Ejercicio sobre las palabras
Palabras cortas, palabras de larga circulación
Palabras que terminan en pan, en pon, etc.47
Deseaba con ansia lanzar su pluma al deshecho y volcarse únicamente a la pintura. Un día, en mi casa, en la
calle Massenet, rasgó un fajo de pinturas y acuarelas que él, tiempo atrás, nos había regalado. Le diría a mi
mujer que nos las devolvería cuando fuera un gran pintor…
En ocasiones, su sentido crítico se revelaba. Realizando <<poemas>> de una factura casi nula (cf. Supra)
fechados y editados en 1947, Michaux ha debido ponerse colorado, porque él se castiga agriamente: <<Mis
primeros libros son verdaderamente de amateur. Ecuador, es sorprendente por su ausencia de sabor. Y ¡Qué
fui! Y ¡Los sueños y la pierna! Después Mis Propiedades. Yo me digo que no soy lo que se llama un fracasado
(…) Con Pluma, comencé a escribir en lugar de hacer otra cosa para describir mi enfermedad (…) Yo escribí
en Ecuador que estaba vacío>> etc., etc.
Su justo mea culpa no descorre ninguna consecuencia.
Después de nuestras amigables conversaciones alrededor de una taza de té, yo tenía que refrenarme, dejar
la poesía en la puerta y escuchar a Michaux. La descripción oral de sus viajes era, para mí, más palpitante
que sus escritos. Al reflexionar, yo comprendo: Tanta y tanta movilidad, desplazamientos y contactos con la
gente y las costumbres exóticas no tenían como destino la búsqueda de la belleza o la trascendencia;
Michaux visita para abrevarse de emociones, destinadas a nutrir sus armas de personajes imaginarios… Él lo
dice en un poema rudo, claro que detona: <<Hay odio en mí, fuerte y de fecha antigua. / Y para la belleza
veremos más tarde.48 >> Espera vana, la fealdad era su debilidad: la belleza es esquiva…

47 Michaux, Por Robert Bréchon, Gallimard, 2005, p. 215.


48 La Noche se agita, Gallimard, 1935.
¿Qué identidad se puede dar a una amplia parte de sus trabajos? Cuento de su careo con la mezcalina,
Miserable milagro que tuvo un eco significativo49. Yo había visto a Michaux una semana antes de sus cuatro
prestaciones aventuradas, y poco tiempo después de ellas. La prueba, a cargo de médicos muy vigilantes,
confirmó su resistencia y dio a luz un bello oxímoron, que comportaba una advertencia –el epíteto
<<miserable>> - y una jubilación: el <<milagro>>al punto de reiterar sus experimentaciones todavía cuatro
veces: un acta medica disfrazada en seudo literatura y dibujos inarticulados dan fe. Por su lado, muchos
jóvenes acólitos borrarían el <<miserable>> y devorarían la droga. Michaux no mira demasiado sus siembras;
rebelde a las masas, a las locuras y a los medios, adoraba en cambio <<comunicar>> sus peripecias al happy
few: ellos eran todos buenos para hablar; su ritmo endiablado asistía al parto de nueve volúmenes cada
decenio…
La poesía lírica horroriza a Michaux por su rigor; él mismo, no celebraba su <<poesía>> al martillo en sus
deliberaciones: <<él no está seguro de su vocación de poeta, a pesar de que Supervielle, a quién ama y
admira, lo anima a seguir esta vía.50 >>
Estas vacilaciones y tanteos se integraban de dudas que lo asaltaban. Al zenit de un adquirido renombre,
nunca cesa de dar vueltas de caso en caso en búsqueda de un anclaje imposible. Él seguía la pintura
reservando la escritura y sus anexos para literatos. Sus adeptos hacían de él un icono: haciendo aplaudir sin
matices una máquina que se fabrica, que ignoraba la pausa y alternaba rubís y chapucerías. No sabiendo
discernir, los lastimosos proclamaron la ubicuidad universal de Michaux: <<Es evidente que refiriéndose a
tales géneros que aparecieron al nivel de la historia literaria, se encuentra que Michaux ha ejercido: el
ensayo, los pensamientos, el aforismo, el proverbio, el cuento satírico, la parodia, el verso, el diario de viaje,
el reportaje, el viaje imaginario, la ciencia ficción, la poesía épica, el verso amoroso, el poema apocalíptico, la
novela “de desventuras” en episodios, y hasta un eslogan publicitario. 51 >> ¡Oh!
Si Michaux ejerce seis géneros literarios, él tiene, por fuerza, que soltar algunos residuos. La voluntad de
imponer su propia tabla rasa muy lejos de los mediocres surrealistas, puestos en mi camino, y anclados a la
ideología: él tenía una rara aptitud para manipular paralelamente sus volapüks y el lenguaje común.
Nosotros lo encontramos en la calle Jacob, en el magnífico departamento de un grupo de amigos íntimos.
Celebrando una larga sucesión de Navidades, amenizadas por su sonrisa, su humor y la pintura, que él
experimentaba como un alquimista enamorado de sus pócimas…
Con tenacidad, tenía la virtud de remontar virilmente las hogueras trágicas: joven todavía, la muerte de su
primera mujer, devorada por un incendio, fue para él un suplicio. Cuando, a la larga, él reencuentra sus
fuerzas, no esconde su nueva vida sentimental. En Montevideo, en 1936, conoció una uruguaya de belleza
extraña y frágil; se enamoró. Culta, inteligente, mecenas de todos los artistas, única heredera de una
inmensa fortuna, Susana Soca, residente de medio tiempo en Paris, de medio tiempo en Uruguay. Por el
brillo de su pinacoteca, su gran mansión parecía un museo. Católica ferviente, ella no quería ni podía
desposar un hombre forastero a su fe. Michaux la amará en vano y, como su correspondencia lo corrobora,
malgasta los años en transformar, su pasión en amistad.
A falta de instalarse en Francia, Susana Soca hizo renacer, en 1953, en Montevideo, su hermosa revista La
Licorne52. Apasionada de la poesía, Victoria Ocampo en Argentina, la princesa Margarita en Italia, eran
munificentes: Susana me encarga encontrar escritores europeos, para dar a la revista un sello prestigioso.
Esta misión me encanta; ella me auguraba muchas emociones… Poseer una influencia, aunque ínfima, hizo
de mí una persona grata y solicita. Para mi gusto, el de mayor empuje entre mis <<clientes>> fue Francisco
Ponge, el más difícil, Jouve.
Tarde en la noche, una nueva urgencia me azota. Partiendo desde Paris sobre Buenos Aires, el aparato de
Lufthansa ha caído cerca de Rio de Janeiro, Susana Soca ha muerto, carbonizada en su compartimiento. La

49 Milagro miserable, La Rocher, 1956.


50 Marianne Beguelin, Michaux, esclavo y demiurgo, La Edad del Hombre, 2003, p. 183.
51 Op. Cit., p. 209.
52 La secuencia La Licorne desapareció con la muerte de su fundadora.
víspera del accidente, ella había reunido, a George V, Supervielle, Cioran, Paulhan, Jouve, Valentine Hugo,
Caillois, Ionesco, Jouhandeau, Arland, Cocteau; y a otros veinte cercanos: a su lado, Michaux…
El Destino golpea dos veces.
Los amigos de Susana publicaron una edición póstuma de La Licorne. El hermoso poema de Borges y quince
testimonios emocionados probaron cuanto era amada. Algunos guardaron el recuerdo de su valiente
intervención a favor de Boris Pasternak, en la época preso de la KGB. Hablante del ruso, ella aprobó extraer
de la URSS un ejemplar del Doctor Jivago, lo que para el poeta hubiera sido un gran riesgo.
Sin saberlo, La Licorne era un anfitrión indeseable: el profesor español Jorge Guillén había resbalado la
misma elegía dedicada anteriormente a otro difunto… El azar de una lectura tardía de Cantico –recopilación
de Guillen- me descubrió su engaño: él debía haber aprendido que la poesía requiere un mínimo de ética.
Contrariamente a la leyenda, <<los poetas rufianes>> no abundan mucho; cuando alguno de ellos insulta la
poesía (<< Como yo te conozco bien/ te falto al respeto >>), proclama su propia decrepitud.
Por esos días, Neruda se aplicaba en descomponer la literatura hispano americana. Su premio Stalin –que
recibió en 1952, dedicado al francés André Stil- le aporta un intocable <<culto a la personalidad>>. La
desidia de mis colegas poetas me consterna, así despreocupado del avispero que me espera, empecé una
batalla librada en pura perdida. En agosto de 1957, en Buenos Aires, un libro anónimo –Los Versos del
Capitán- plantó la confusión. Rafael Alberti y su arpía, María Teresa, quisieron confundir al insensible autor,
porque se le había atribuido. La vulgaridad, le hincha, la sensiblería del volumen lo une con Neruda: mi
divertida investigación lo confirma. Desde este primer golpe contra él derivará mi ensayo La palabra muerta
de Pablo Neruda (<<La parole morte de Pablo Neruda>>). Su bautismo tuvo lugar en mi casa, en la calle
Massenet. En conclave, Bergamín, Carrera, Andrade y Antonio Aparicio me ayudaron a reforzar el texto; con
la sonrisa en los labios, me acusaron de ser temerario…
Estas tribulaciones literarias no me impidieron estar al tanto de la marcha de Francia. Yo frecuentaba
amigablemente a Bernard Frank, leyendo a Michel Debré, este jacobino de derecha en trance perpetuo. Los
discursos conjugados por dos gladiadores sienten el azufre: en plena convalecencia, he aquí que la nación
fue de nuevo dividida. Por debajo la cabeza de las <<masas>> negligentes, las unas reivindican la herencia de
la Argelia francesa, los otros proponen la <<descolonización>> inmediata no importa cómo. Vietnam y el
reciente estira y afloja con Mohammed V –premonitorio – no alteraron el trajín cotidiano: nadie percibió en
público el riesgo de una guerra civil en el Magreb. La facultad de olvidar aguarda el grito de Casandra… En
ese momento los analistas daban a de Gaulle seis o siete puntos porcentuales de opiniones favorables, la
secuencia que revertirá la lV Republica fuerza el paso: la sorpresa juega plenamente, el despertador suena
demasiado tarde, fin de la historia.
El 24 ó 25 de mayo de 1958, en el bar de Fouquet’s, yo saboreaba un jerez en compañía de mi amigo
andaluz. Hablábamos en castellano; reconocí a un marroquí bien cincelado, un alto funcionario consulta su
reloj. En seguida, jadeante, su jefe llega, se sienta, mirando de reojo al asistente, parando la oreja a nuestro
dúo, suponiendo que nosotros ignorábamos el francés, tranquilo, se dirige en estos términos a su socio:
<<estamos fritos, Córcega ha caído, de Gaulle ganará. >> tuve noticia también, por el conducto inesperado
de Maurice Bourgès-Maunoury, el naufragio de la lV República, donde él permanece todavía como ministro
de los Ejércitos. De las migajas de la conversación, se resalta que no se enfeudará al general: su brillante
carrera se acaba.
Al día siguiente, me fui para Madrid; la tarde del 31 de mayo, en la última garita de la frontera de Hendaya, el
oficial visa mis papeles y los de mi automóvil y me informa, radiante: << ¡De Gaulle acaba de ser investido!
¡Viva de Gaulle!...>> Estando en España, el 31 de julio, yo encontré gente de la mayoría más <<gaullistas>>.
Siempre sensibles al peligro <<fascista>> y siempre cogidos de improviso los <<intelectuales>> pierden la
cabeza: este golpe de Estado toma prestada una voz inédita y se viste de candor institucional. Miles de veces
invocado, ¡he aquí a un hombre con energía y un gobierno estable! Ahora, según una antigua costumbre, la
mayoría de los franceses se deslindaban rápidamente de sus propias responsabilidades: el Rey Mago
proveerá… Ahí me parecía que el reino del general sería largo, movido, incomodo. Una policía paralela –el
SAC- golpea muy fuerte. Ella desacredita a su inocente jefe…
A primera vista, mi arraigo en la vida francesa parece conquistado; es una quimera. Mi estatuto no se mueve.
La administración atenaza a los escritores o pintores foráneos sin empleo fijo. Con excepción de mis hijos
nacidos en Paris o de mi familia política no valía la pena; publicar en España cuatro libros de poemas
ampliamente traducidos por Armand Robin y diseminados en muchas revistas francesas no enternecía ni al
fisco ni a la policía. En resumen, yo vivía en un castillo de arena. Mis conversaciones intermitentes para la
radio del Estado se estancaban; la agencia norteamericana que, gracias a mi querido Mario Maurin, acoge
mis crónicas de la vida parisina, corre el riesgo de suspender mis ingresos. Me hace falta concretar y
asegurar. Montevideo tiene para mí un dirimente sabor de exilio blando; sin embargo, el nudo se deshará
por allá. Por suerte, un naviero me abrió la suite que, por su cargo, reservaba a sus huéspedes. El
comandante habla dos o tres lenguas, la tripulación solo dialectos griegos. ¡Qué alegría! Treinta días en el
mar sin escalas es un regalo de dios.
Un horizonte azul, una escapada, refrescaban el espíritu. En cada periodo que considera consumado, el
poeta deberá dirigir o enriquecer su propio <<arte poético>>. Visvanâta. Maestro hindú de la Verbo, exige
del poeta un saber pleno de conocimientos y afirma: <<la poesía es una palabra cuya esencia es el saber>> la
noción de la poesía como sabor y saber me colma.
TERCERA PARTE
(1960-1980)
CAPITULO 18
<<DIPLOMATICO:
Persona lista, hábil en negociar algún asunto. >>

Diccionario Enciclopédico Quillet

En Montevideo, los dos partidos tradicionales confiscaban la vida política y la distribución de los lugares
disponibles para las candidaturas a cualquier organismo oficial. A remolque de sus sectores, mis esfuerzos
habrían naufragado: burlando el protocolo, toque a las pachas.
La jerarquía nacional exhibía a los banqueros y a los diplomáticos, denominadas <<clases superiores>>. Por
suerte, yo conocía a los <<decisores>> del ministerio de Asuntos Extranjeros, elegantes pilares del Jockey
Club y Casoni’s gran cocinero y príncipe de los cotilleos. En mi compañía, los amigos de los que dependía mi
suerte me reservaron una mala noticia: al exterior, los titulares de nuestras embajadas –diseminados hasta
en el Japón- se arrogaban como potentados inamovibles, permanecían quince, veinte, veinticinco años en las
mismas funciones.
En Uruguay no había fondos ni escuelas ni universidades para diplomáticos, de donde el reclutamiento
disparatado, la ausencia de normas, la esclerosis del personal. Esperar una vacante en Francia, destino muy
ansiado, era un sueño: se me aconseja no pensar en ello. Pero yo lo pensé. Al fin, yo tuve más que la razón:
yendo de nuevo hacía Paris, mi portafolio llevaba las instrucciones y los títulos necesarios para abrir el
primer consulado uruguayo en Ruan; el exequátur me llegó rápidamente.
Este buen consulado se conformaba así: una secretaria y un canciller nativos del lugar, una oficina bien
equipado, una calle tranquila (calle Littré no. 1), un cónsul que era su propio jefe y residía en Paris –solución
que me ahorro los trajines de la embajada. Mis colegas guardaban intactas sus prerrogativas y no se
ofuscaron de mis derechos. En cuanto a las franquicias –obsesión visceral de los diplomáticos-, el
embarcadero de Orsay mostraba una graciosa anchura. De entrada, en relación con mi antiguo estatus, yo
recibí la nueva, que me garantizaba inmunidad y las ventajas inherentes a la diplomacia. Escapar al fisco, a
las contravenciones, a los policías, que valían su peso en oro.
La euforia olvida un <<detalle>>: del comercio en general y, a fortiori, del comercio marítimo, yo ignoraba
absolutamente todo. Inmerso en las biblias referentes a estas materias, yo asimilaba muy mal su pitanza. El
vocabulario de la marina es gracioso, ingenioso, fantástico, aquel de las mercancías transformado en
toneladas de papeleo da vértigo. Mi incompetencia me enfría, experimentaba la sensación de un grumete
condenado por bloquear un transatlántico.
Mi pequeño equipo vuela en mi auxilio; gracias a ellos, compartimos el trabajo, sin el menor obstáculo, un
decenio.
Desde su puesta en marcha, la oficina me procura muchos motivos de diversión. Un oleaje de
convencionalismos había nacido, el prefecto, las <<fuerzas vivas>>, mis colegas, se afanaron a acogerme
galantemente. Los ricos notables rivalizaban en generosidad, oral o escrita. M. Léon Mouton, a quien había
dado el cargo de canciller del consulado, tarea que cumplía perfectamente, me abrió los ojos, estas florituras
se dirigían al mismo cabo: llevarse, por el alago y las promesas, una distinción honorifica del gobierno
uruguayo. Yo habría podido imaginarlo, tanto es notorio que los franceses adoran la caza de medallas, cintas,
cordones, cruces, laureles, collares, placas y otros perendengues. Los amables postulantes reciben mi
respuesta, verdadera, reservada y desoladora: según, digo, la divisa francesa expuesta en el frontón, el
Uruguay cultiva una libertad igualitaria y fraternal que se abstiene de clasificar a sus hijos… Los candidatos
decepcionados ganaran el pleito en otro lugar, con los sudamericanos y los americanos del centro,
aficionados a la vanagloria.
A título de interinato y demasiado seguido, yo dirigía también el consulado de Havre; ahí, era necesario
pegarse al poderoso CGT. Sus caciques desenvueltos inspeccionaban en Mercedes los muelles del vasto
puerto; por otra parte, ellos reclamaban a los consulados unos derechos indebidos. Las horas extras a precio
de oro y la prima al <<trabajo sucio>> chocando con los navieros, pero huían. Un conducto de buena fuente
me puso un día la pulga en la oreja. Acompañado de mis colaboradores, hice desembarcar de un buque de
carga fletado para Río de la Plata un contenedor etiquetado: Frágil Trabajo sucio. Se abrió: transportaba una
tonelada de impecable papel higiénico…
El Havre soportaba una dictadura comunista sostenida por el miedo: el ayuntamiento registraba como
habitantes a millares de electores que, en realidad, vivían en la periferia y trabajaban en la villa. Este trucaje
preludia al futuro colapso de la marina mercante francesa. Mientras tanto, la rivalidad separaba los dos
pulmones de la región sin cesar.
Desplazarme a Ruan dos o tres veces por mes me tomaba dos horas y pico, en tren o en automóvil. Al
aproximarse a la ciudad, la carretera, ya deteriorada, se hundía peligrosamente; el polvo o la lluvia o el cuero
del asno se ensañaba sobre los conductores. Contemplar las ruinas de la catedral me apena, la Gran Plaza
destilaba tristeza, pero detrás de la grisura, el silencio, el abandono aparente, palpitaba un corazón indómito.
El séptimo u octavo consulado establecido en Ruan dividía la opinión de mis colegas ingleses, que amaban a
la gente, los lugares y las costumbres de los habitantes. Normandía operaba, para mí, como una distracción
de Paris. De los libros había conocido su historia, Ahora yo recorría la Normandía magullada y la Normandía
en reconstrucción. Cada paseo me costaba el pesar de carecer de un <<país>>, un burgo, un rincón secreto,
un valle florido, una iglesia, un monumento, un páramo. Mientras tanto –mi indicación favorita-, alquilamos
un chalé cerca de los acantilados y dotado de un jardín tan oloroso y multicolor como el océano. Antes Henry
James, subyugado por la comarca, había depositado ahí sus dioses domésticos y perfilado sus cuentos.
Normandía tiene la virtud de codearse con Gran Bretaña: ¡un salto y viva Londres! ¡La miseria no esconde su
majestad! Su cocina exaspera, sus hoteles, faltos de lujo, racionan el agua; la libra esterlina se licua, el
virtuoso sastre Mister Ryan viste a los franceses en viaje casi gratuitamente. En las fábricas, las mujeres
reemplazan a los hombres; los prados y jardines apartan mis ojos del pavimento hinchado donde trotan
vehículos medievales… estos clichés, calcados de postales londinenses de 1949, probaban cuanto los
británicos penaban por recuperar.
CAPITULO 19
¿Por qué charlatanear con Dios?
Todo lo que tú puedas decir de él es contrario a la verdad.

MAîTRE ECKHART

La abrumadora insistencia de las autoridades francesas a declararse laicas desde la cumbre del Eliseo al
fondo de las guarderías infantiles me confirma que la espiritualidad de la anciana hija mayor de la Iglesia
atravesaba un desierto. La historia de la religión me jala; el impulso me vino de cuestionarme el estado de
los lugares. El Libro de los muertos tibetano y, más todavía, los envolventes paisajes del Himalaya me habían
inoculado la imposible tentación del Ladakh, sede apenas accesible de este budismo tradicional donde el
ascenso se difundió en occidente y en las américas: Aldous Huxley y su <<filosofía eterna>> cosechando una
extraordinaria audiencia. Todo en admiración de los monjes y sabios entregados a la meditación y al olvido
de sí mismo, mi psique y mis sentimientos no se adaptaban a los usos, mitos, costumbres de una civilización
tan disímbola de la mía. No creía apenas en el pretendido <<multiculturalismo>>, yo reconocía las
diferencias netas que separan las religiones.

Estamos en el lindero de 1960, de Gaulle ha ya ubicado sus balones, el prestigio casi unánime de que goza en
Francia y por todas partes el miedo de perder Argelia –asunto que poco a poco ha venido excitando a los
periodistas. A ejemplo de la mayoría, aposté que, secundado por el Primer ministro Michel Debré -paladín
de la <<Argelia francesa>>-, el general ablandaría sin demasiado quebranto las veleidades de los
independentistas del FLN. En algunas líneas, Michel Mourré resume el porqué de nuestra ingenuidad: <<las
seguridades ofrecidas por de Gaulle, la destrucción militar de la rebelión en curso en los años 1958- 1959, el
lanzamiento de un vasto programa de inversiones económicas francesas en Argelia (Plan Constantino, de
octubre de 1958), convencieron al ejército y a los colonos que Argelia no sería jamás abandonada 53. >>
Sin embargo, las señales de relámpagos, lanzadas por el General en persona, se develaban. Se oían sin
revelar malicia, sus discursos y proclamas infantiles: las formulas fluctuaban, esto habría debido
despertarnos. 4 de junio de 1958: <<Franceses de pleno derecho>> (a propósito de los argelinos); 23 de
octubre de 1958: <<La paz de los buenos>>; 16 de septiembre de 1959: <<Derecho de los argelinos a la
autodeterminación>>; 14 de junio de 1960: <<Argelia argelina (sic), atada a Francia>>. Se siente inmigrar.
Se conoce el resultado final: la Argelia de FLN será un caos sangriento y un osario de franceses… gaullistas.
Tengo varios amigos <<pies negros>>: su indeleble nostalgia de su tierra natal me deja siempre estupefacto.

Para sustraerme al achicharradero de agosto, Jean Lagrolet y su alter ego Jean-Louis Jacquet me invitaron a
juntarnos en su choza, en un lugar llamado Vilvodé, suburbio de Bagnolet. Injustamente olvidado hoy en día,
Lagrolet es autor de una excelente novela, que tuvo gran éxito y se embolsa el premio Médicis 54. Lo seguían
de cerca jóvenes escritores o escribanos, Jacquet había descubierto dos ejemplares de la especie y querían
mi opinión.
De entrada la compañía me divertía. Una vez hechas las presentaciones, descubrieron que yo tengo, sobre
los dos, una mayoría de edad de once años; esto me concede una paternal desviación para medir sus
talentos. Bien aceitada, su maquinaria se esfuerza, con demasiado afán, en alagar a la galería. Con dieciocho

53 Diccionario Enciclopédico de Historia, Bordas, 1996, p. 169.


54 Los vencedores del celoso, Gallimard, 1956.
años, sus precoces ejercicios encarnan ya el arribismo más dulce. Su agenda rebosa direcciones, sus mejores
cumplimientos remedan el reconocimiento… El par caza en común: el uno, fanfarronea; el otro, trabaja.
Jean-Edern Hallier y Philippe Sollers estaban hechos para llegar lejos.
1959 fue para mí un año pleno. Entre mis trabajos, figura el número especial de la bella revista Los
Cuadernos de estaciones, que sus directores, Jacques Brenner y Bernard Frank, me encargaron dedicar a
España. Finalizado en el inicio de enero de 1960, el volumen apareció normalmente. Uno de mis textos
critica la muy culpable traducción, por Camus, de La Devoción de la cruz. Lamentablemente, Camus acababa
de perecer; la decencia exigía insertar un vibrante homenaje a su memoria: se le hizo. El quid pro quo
espantoso me atrajo las injurias y la estima de Georges Pillement, concienzudo hispanófono que, en 1946,
había publicado una buena versión del auto sacramental de Calderón de la Barca 55.

55 La devoción de la cruz. Bellegrand, 1946.


CAPITULO 20

La fealdad del tiempo tiene una fuerza retrospectiva.

KARL KRAUSS

El nuevo decenio esta hecho una fanfarria: la prensa nos había informado que el 18 de enero de 1960 Nikita
Khouchtchev llegaba a Paris, en visita oficial de potencia a potencia. La preparación del reencuentro ocupo
largo tiempo: los soviéticos no se movían sin un motivo serio. A la entrevista con el Eliseo, Nikita había
agregado una visita de dos semanas en Francia, con un largo itinerario a través de varias regiones. Entre
ellas, Normandía; el consulado me previno que la caravana tocaría Ruan. La prefectura instala un gigantesco
dispositivo de seguridad y clasifica a los elegidos a la recepción. Los comunistas habrían querido birlar los
carteles y, los ruaneses olvidados, salvar la cara.
La muchedumbre daba fiebre a Khouchtchev, muy a gusto en el tropel. Mi canciller obtuvo un pase, yo
mismo un lugar en la segunda fila de un salón desde donde observe la mecánica y la mímica del personaje.
Obeso pero rápido y atentísimo, el jefe del Kremlin saboreaba su celebridad. Sus ojos vigilantes barrían la
escena, las <<masas>> poderosas, ávidas de cerrar las manos que él tendía. Discursos, presentaciones y
aplausos a la rusa retrasaban, para mi gran daño, su partida.
El asesino de millones de campesinos ucranianos desapareció bajo los vivos. Nunca se había visto preso de
personas de esta harina, yo me hacía preguntas relativas a su paseo; ¿disimulaba con ella una advertencia?
¿A quién: a los franceses, a los americanos? Él transparentaba su fuerza: <<la URSS, decía él, posee la más
grande potencia militar del mundo. >> Una certidumbre tal galvanizaba al PC francés, que por otra parte, no
sabía cómo cortar su nudo gordiano: en tanto que partido, abucheaba a de Gaulle y, al mismo tiempo,
sostenía su política antiamericana.
Khouchtchev regresa a Moscú el 5 de abril; sus interlocutores del Eliseo lo encuentran frustrado, chillón,
demasiado efervescente, pero de <<buena fe>> considerando el esfuerzo militar soviético como
exclusivamente defensivo (sic). El general no había mimado a su huésped; en cambio el <<populo>> francés
fue sensible a su <<pacifismo>>. Nikita vendía muy bien su mercancía: desde su despedida de Paris, él
despliega un peregrinaje por el lejano tercer mundo: Nueva Delhi, Nepal, Birmania, Indonesia. La opinión
pública de estos Estado creían todavía que los comunistas detentaban el monopolio de la paz: la inercia de
occidente me irritaba.
Mientras que de Gaulle hacía trabajar a los franceses a marchas forzadas, las <<izquierdas>> lo llenaban de
epítetos denigrantes: fascista, bonapartista, reaccionario, dictador absolutista… La realidad me parecía caber
en algunas palabras: la Constitución cortada a la medida dotaba a Francia de un régimen autoritario,
inteligentemente abastecida por válvulas de seguridad-referéndum, elecciones honestas, llamada constante
al pueblo, que faltaban al sistema de Franco.
Esto me hizo pensar en mis íntimos amigos españoles, tan preocupados del destino de su patria. Cada uno
de ellos tenía una historia y una multitud de libros a escribir: el incomparable pícaro César González Ruano;
Fernando Guillermo de Castro, todavía célibe, apasionado de la pintura, de Ibiza y de amoríos; Eugenio
García Luengo, dramaturgo a la Pirandello; Carlos Obregón, verdadero poeta místico; Juan Fernández
Figueroa, nacido en la Mancha como Don Quijote y, como él, esforzado; Ignacio Aldecoa, romancero del mar
y del país vasco; Valdivieso, La Rica, Ángel Nieto, poetas y editores, en Cuenca, de la revista La pajarita de
papel. Yo tuve nostalgia de ellos, e iría muy pronto a verlos.
En este momento, la bomba atómica del general explota cerca de Reggane, en el Sahara: de Gaulle apantalla
a Europa e integra la tercera revolución industrial, que después de Hiroshima golpeaba a tambor batiente
Estados Unidos. ¿Tal gigantismo se justificaba? Este régimen doctrinario, salpimentado de un innegable culto
al dirigente y de torceduras a la Constitución, al periodismo, a la justicia, me enferma; no obstante, mi coraje
se dirige principalmente a su desastrosa manipulación de la cultura. El 8 de enero de 1959, el general había
catapultado a André Malraux al rango de ministro de estado, encargado de asuntos culturales. El peor
charlatán de Francia se transformó en el delfín del rey abusando a su capricho y a su propio beneficio de la
carta blanca recibida del general. Esto no resiste más… La literatura y la música le dejan de mármol.

En ese mes de mayo de 1960, la muerte de Supervielle no me toma de improviso: los discretos silencio s de
su esposa Pilar y la cadena de médicos auguraban un desenlace fatal. Siempre púdica, Pilar evita los
prolegómenos: ella hablará después de haber implorado, en la cámara mortuoria, por el alma de Julio. << Tu
padre está muerto>>, tal fue el sobrio mensaje que ella transmitió enseguida a sus hijos. Esta mujer de
belleza legendaria, elegante, austera, divertida en sus horas de paz, vivió cincuenta años en compañía de una
enfermedad crónica, con estados de ánimo imprevisibles entre dos palpitaciones de su corazón. En Pilar, el
amor y el orgullo se conjugaron por salvar la vida y la obra de un hombre a menudo alcanzado por el
desatino. Cuando nos tocaba visitarla, nos admirábamos, mi esposa y yo, de su optimismo y su dignidad.
Difícil de llevar, Supervielle era, en familia, un burgués. Cuidaba de su progenitura, por sus hijos varones,
supe que si sus estudios iban a la deriva, les castigaba como un Júpiter tronante, portador del rayo… Pero
hablábamos sobretodo de poesía, hasta que giraba hacía la neurología y la psiquiatría y de ahí a la
cardiología, él saltaba de la realidad al sueño.
Nosotros estábamos en un tren de cercanías por Paris; Supervielle parlotea con Pilar, mi esposa y yo. De
golpe, él se eleva, estira su larga silueta, se anima, gesticula, habla solo y en voz alta: mudos de estupor, le
vemos presentar a los viajeros sentados en frente los nombres de personajes de su <<Bella en el bosque>>.
Recita su texto durante quince minutos, el prosaísmo de un inspector quebranta el sueño. <<Señor Barba
Azul, su portafolios ha caído al suelo…>> Saliendo de otro mundo, Supevielle se reenfoca y permanece
melancólico hasta Paris.
Esta posesión absoluta por la poesía le dicta su gran obra. Habiendo escrito mucho sobre él, no veo, aquí, el
caso de repetirme ni desmentirme: su admirable poesía se lee en las antologías y en las mejores
recopilaciones, no en el papel biblia hinchado de dinero. Su muerte me afligía doblemente, porque yo
percibía una rampante desafección de la poesía.
Antes de la muerte de Supervielle, mi esposa había publicado con Julliard una excelente novela, La Quinta,
que fue en Francia y en el extranjero, un verdadero suceso. La historia pasa en Montevideo, donde algunos
viejos charlatanes creyeron reconocerse: que solicitaron mi expulsión del consulado bajo el pretexto de
injurias (falsas) al Uruguay. Afortunadamente, Anne-Marie había firmado con su nombre, ellos tuvieron que
callarse… René Julliard tenía el aire y las maneras de un gran señor, su entorno formaba un equipo sólido. Él
me presenta al más joven de la banda: Christian Bourgois. Ágil, de izquierda y mundano a la Pompidou,
atento, observador, su energía anunciaba el lobo; tal vez de mala gana, sus anteojos oscuros no le envejecían
en absoluto. Nuestras relaciones serán fluctuantes, elásticas y sin asperezas. Si mi memoria no me falla y la
suya tampoco, es en un desayuno con él que le propuse ir a ver a Dominique de Roux, al que me unía una
reciente y agradable amistad: Christian rechaza categóricamente; un mes más tarde, él cede.
Dominique de Roux era diabólicamente convincente. En el curso de nuestras conversaciones en su luminoso
despacho del boulevard Raspail, su imaginación retenía miles de cosas interesantes, sin jamás rozar la
charlatanería: su coherencia y su madurez sobrepasaba la utopía. Dominique era diferente a casi todos los
colegas de su edad: él trabajaba no simplemente para sí mismo, se aventuraba a defender y publicar, a los
riesgos y peligros, a los escritores que amaba. Su invención de los Cahiers de l’ Herne hizo época, renueva el
panorama de la literatura francesa y extranjera.
El 10 de abril de 1961, día de la OAS surgida en Paris, Argelia y sus problemas consumían casi íntegramente la
política francesa. Ahora, el conflicto se repercutía en todas partes, las potencias y el tercer mundo se
mezclaban –en su cabeza, la ficha falsa de Nerhu, experto en descolonizaciones masacrantes. En el momento
de sus viajes precedentes a Gran Bretaña, al Canadá, a los Estados Unidos, de Gaulle había sufrido una
intensa presión de las opiniones públicas y de los dirigentes, unánimes a preconizar el abandono de Argelia.
Bajo el peso de la carga, él se inclinará. La geopolítica lo exige, la ONU gruñía. Sin embargo, los franceses
rememoraban sus vivas a <<la Argelia francesa>>, que había trastornado las conciencias. Salan y sus
generales actuaban en nombre de sus juramentos y compromisos solemnes prometidos a sus compatriotas.
Su revuelta se trasforma en pleito de honor, el poder tiembla… cuarenta y ocho horas.
Desde la primera tarde del golpe de los militares, de Gaulle ha despotricado contra los subversivos. A media
noche salgo en automóvil, el enloquecimiento de las autoridades es visible y audible. Michel Debré se
precipita a la sede de la televisión, en la calle Cognac-Jay, él exhorta al pueblo de reunirse en la plaza de la
Concordia <<a pie o en auto>> para recibir instrucciones y, en rigor, armarse, cuando <<las sirenas suenen>>.
Se cerraron, también, todos los aeropuertos interiores. Gracias a la placa de mi auto, yo llegue a la plaza
Beauvau, prójima al Eliseo; las consignas comunistas se escuchaban, algunos excitados gritaban <<no
pasaran>> tardíos, la confusión aumenta. Las multitudes corren el peligro de atestar los centros vitales, yo
cabalgue el puente de la Concordia para asistir, sobre la ribera izquierda, a la llegada <<inminente de
paracaidistas>> que Malraux y sus guardias esperan a pie firme. La mascarada se mantiene hasta el alba: en
Francia, el ridículo ha dejado de matar.
Defecto de juicio, fragilidad, infantilismo: es el balance que yo saco del doble error: el de de Gaulle, cogido
en frio, el de las jerarquías más encopetadas de un ejército que fabrica rebeliones evaporadas en dos días –
peor que en América del Sur.
Allá, precisamente otra tragedia enluta el Caribe: el 16 de abril, una operación militar que apuntaba a
derrocar a Fidel Castro se torna un desastre. La bancarrota del desembarco en Bahía de Cochinos me
acongoja, ya que fortalece la dictadura y, por la banda, desacredita al presidente Kennedy y a la CIA,
responsables de tan grave error. Desde su entronización en Cuba, Fidel Castro mira de reojo hacia la URSS: en
un año, funda un gulag tropical. Los marxistas impenitentes tienen en él un modelo nuevo de democracia
popular. Hostigada permanentemente, la elite cubana migra. El trabajo de Castro consiste en placar sobre
estos sujetos la misma camisa de fuerza que estrangula a la URSSS y a los países de Europa del Este.
Clonación perfecta: mismo lenguaje de palo, misma adoración al icono del dirigente, mismos procesos y
ejecuciones, mismas mentiras, misma miseria material, moral y espiritual. El drama de Cuba atestigua que el
comunismo puede transportarse en bloque, sobre todo si la inconciencia de los intelectuales se entromete.

Pasando por Paris para asuntos, François Michel los despacha de prisa; campesino aficionado, se destaca por
descubrir el rastro de esquinas perdidas y moradas que requieren restauración. Él me llama, yo acudo a verlo
en Recloses, su nueva fortaleza, cerca de Fontainebleau. Su joven amigo André Rigade lamentaba que
François hubiera gastado demasiado dinero en reparar la lujosa casa de campo. Ella puede ahora dar cobijo a
una legión de invitados; ancho y largo, el salón de música da cabida a dos pianos, tres mil libros y partituras,
con piezas únicas; una rosalera y un humilde pero productivo huerto se mecen en paz. Los saludos
concluyen, yo regalo a François, como de costumbre, un paquete de cupones de mis prerrogativas, nueve
veces menos costosa que los precios al consumidor. Los ogros jadean de sed: Rigade lleva los autos pesados
de François a una velocidad sorprendente.
François nos organiza como director de orquesta jornadas enteras de música. Pianistas, violinistas, flautistas,
cantantes acuden desde Suiza, Italia, Holanda, Alemania. La pasión de Mozart, predominante en su casa,
enmarañadas de doctas disputas; yo recuerdo una, a propósito de los libretos de Da Ponte y de Metastasio.
Pocas personas de su generación han hablado tan bien de la música y de su hermana la poesía. Por fatalismo
y por desdén por el futuro, él se niega a reunir y publicar los textos que siembra en la Enciclopedia, me dice:
<<Estos comentarios y reflexiones convienen a una obra determinada, su lugar está ahí. >>
El viaje a Recloses me revigoriza, una multitud de personajes llega: François Lalanne, diseñador de muebles
con cajones encarnando hipopótamos, rinocerontes, elefantes, con expresiones humanas; Jean Cau, hijo del
Medio día, su enemigo Bernard Frank; Beatriz de Rothschild, también bella de corazón; he aquí Luis de
Vilmorin; Cingria, de mutismo absoluto; Genet, amable y seductor: el piloto un muy joven trapecista y él
aprenden a ejercer sin red. Muy pronto, este desgraciado se mata, estamos petrificados. Martha Lecoutre y
su marido húngaro, terrible esgrimidor de sable muestran un asombroso tren de vida.
Regresando a Paris, el mozo del café donde yo quitaba la sed mira una pantalla grisácea, ahí de Gaulle
adoctrina a su pueblo: << se trata de un nuevo tipo de cine>>, me explica el barman. Limitado como soy, yo
no tenía todavía televisión.
CAPITULO 21

La única cosa que puedo decir, es que el tiempo y la vida son los
artistas que nos sobrepasan a todos.

HENRY JAMES

Durante un recorrido muy largo, los astros me preservaron de graves turbaciones; hábilmente, de repente,
Pandora despliega sus talentos en mi experimento: el descenso de los problemas me lleva lejos de la
literatura; un sombrío panorama se dibuja para mí.
En Montevideo, el nuevo presidente Bordaberry, preside solo la decadencia del país; el ejército, cómplice de
la oligarquía, a fuerza ha disuelto el parlamento –primer y fatal torcedura a la legalidad: la democracia
molusco me irrita, pero los putchistas, más todavía. En el consulado, se conoce la designación del coronel
Trabal –segundo en la jerarquía de los servicios secretos- como agregado militar en Francia. Curiosa conducta
la suya: llegado a Orly bajo riguroso incognito, él aparece en uniforme; no hablando una palabra de francés,
farfulla plagado de español. El protocolo me obliga a invitarlo bien pronto a mi casa, con su esposa, en el
muelle Blériot, número 15. Me crean o no: el día que vino apenas sentado en el salón, él desenvaina, apunta
con un arma y nos grita: << ¡este revolver es checoslovaco! >> Sus conocimientos me edifican: no dependen
de él, yo respiro.

A esta hora, en Uruguay, la dictadura toma forma. La dignidad me obliga a abandonar rápidamente el
consulado y a zambullirme en el futuro a ciegas; el coronel, mis colegas, los gobernantes recibieron mis
severas cartas de ruptura. Inmediatamente, las autoridades exigen mi retorno en tres meses. Mi imprevisión
me deja desnudo; la embajada, se declara a favor de los nuevos jefes. Mi ciclo llegó, quedo aislado: la
dimisión queda como única alternativa. Yo confié al Océano las llaves del consulado. El ministro exige mi
<<regreso>>: sirven de cebos los siete boletos Air France, vuelo Orly- Montevideo, first class: ellos adornan
todavía mis archivos. Yo no me iré en absoluto: la pulseada comienza, mis aburrimientos importantes
también.
Estamos en septiembre de 1974, la realidad me atemoriza: mi alma tiene carga de almas, pero yo soy un
paria; me es necesario inventar otra vida, otra identidad, otro oficio. El toque de alarma suena, mis amigos
acuden. La vigencia de mis papeles expira a fin de mes; la burocracia me descarga los documentos que, cinco
años antes ella estampó. Thomery, mi amigo de <<Servicios>>, me consigue una visa como residente exiliado
político, yo aspiro también a nacionalizarme francés 56. Philippe Bernert pregona en L’ Aurore: <<Uruguay
pierde un cónsul, Francia gana un poeta. >> La prensa sigue: Le Monde me bombardea <<embajador>>.
Cuando los dictadores uruguayos insisten en repatriarme, la exigencia de los periodistas me protege.
Viéndome libre y activo los pone nerviosos, Trabal a la cabeza, fabrica una <<prueba >> de mi infamia, pero
al primer peritaje, la duda se evapora: la existencia del diplomático soviético Eugène Miroukine que deposita
en la Unión de Banqueros Suizos veinticinco millones de dólares a mi nombre aparecerían solo en la
imaginación del coronel: su tentativa de profanar fracasa y le ridiculiza. Pronto, su resonante asesinato, en
Paris, el 19 de diciembre de 1974, levanta en Francia y en América del sur numerosas hipótesis sin solución;
sin embargo, descuidamos un detalle elocuente: el diputado comunista uruguayo Rodney Arismendi deplora,
en Montevideo, en conferencia de prensa, la suerte de Trabal. Este saludo póstumo se dirige a un <<espía>>
soviético: la KGB adora llorar por los que mata.

56 Thomery, nombre sin duda prestado, elegido por un excelente cuadro de servicios secretos franceses, trabaja mucho conmigo.
Después de tan fuertes turbulencias, yo me sentía como el gato de Schödinger, medio muerto, medio vivo.
Para refrescarme, en el norte, escogí Suecia, su frio, sus lagos, su cielo luminoso, su libertad y mi querido
amigo Dethorey, periodista y escritor español establecido en Royaume. Él se las arregla para ejercer su
trabajo en lengua sueca; durante años, sus artículos retrasaron la <<coronación >> de Neruda. En Stockholm,
me ayuda a comprender las costumbres y el intelecto de mis anfitriones. La majestuosa belleza de la ciudad
me seduce, su silencio sin autos ritma la marcha de los peatones. Tres reyes sostenían la dinastía: los
soberanos, el agua, la Fundación Nobel. Allá, su francófono director Anders Riberg afila las dentelladas que
coronaran el premio, emitido por un jurado de seis poetas (¡), tres novelistas, tres lingüistas, un filósofo, un
historiador de ciencia, un historiador de literatura, un historiador y crítico de arte, un jurista… ¡Qué
mezcolanza! Ahí chapalea Octavio Paz, <<poeta>>, dócil al surrealismo moribundo. Su pala remolca a la vez a
Trotski, el folklore mexicano, Buda, los haikús, la metafísica, el Todo. La salamandra es su emblema: << Entre
[sus] huevos dos solamente eclosionan/ y hasta el parto/ crecen los embriones en un caldo nutricio/ la pasta
fraternal de huevos abortados. 57>> Así Paz procreará millones… con gran júbilo de los suecos.
Calcada sobre la Academia francesa, su hija menor brilla hoy día por su mediocridad. Platicando en su casa
respecto a los escritores franceses, mis interlocutores me dejan estupefacto; ellos me confían que con el fin
de alumbrarse tienen en parís a los consejeros más ilustres: Claude Simon, Claude Mauriac, Alain Bosquet…
Las alas de la idiotez me rozan: ¡Vade retro! De Stockholm, un rápido vuelo de pájaro me deposita en
Holanda, donde mi esposa y yo embarcamos en la embocadura del Rin nórdico, para una excursión de cinco
días, hasta Basilea. El alegre crucero holgazanea; poblada y activa, la ribera del rio alemán – antaño, refugio
de exiliados revolucionarios- suscita en Coblenza, mi romanticismo latente: pienso en los poetas locos; de
frente, los raros signos de la vida se deben a los pescadores de caña.
Heme en Alemania, país doliente partido en dos; un peligro permanente oprime Berlín, la grandiosa ciudad
que debe olvidar, hierve, se divierte, se agobia de fatiga: su reconstrucción frisa el gigantismo. Yo llegue por
la vía aérea, esquivando la Alemania dicha según la antífrasis, <<democrática>>. El <<muro de la
vergüenza>> me horroriza, lo contemplo: él condensa la barbarie de sus dirigentes. Detrás del bunker
pegajoso, sus verdugos son tan criminales como los nazis; sin embargo, los intelectuales europeos, con
Michel Tournier a la cabeza, miman a los dueños. Una y otra vez, me crispa ver al estalinismo penetrar a los
marxistas flojos. De esta gente de cabezas duras, Schopenhauer ha hecho este análisis: <<Hay un misterio en
el espíritu de las personas que no lo tienen. >>
La visita a las prosperas naciones del norte y del noreste me impacta: en quince o veinte años, me dije, su
urbanismo babilónico saqueará estos países tan bellos. Mi colección de postales guarda la memoria; nunca
regreso a los lugares donde el vandalismo se libera, y, con él, el ruido y sus secuelas: sordera, anestesia de
los sentidos, disturbios del cerebro. <<Quien tolera los ruidos es ya un cadáver>>, afirma el filósofo italiano
Guido Ceronetti. El funcionamiento de nuestras actuales <<civilizaciones>>, muy poco civiles, es la misma
fuente algazara que envuelve nuestra vida cotidiana. Bajo mis ojos, la mayoría de los jóvenes adopta este
suplicio, aunque los espíritus débiles acuerdan el título de <<música>> o de <<creación>>. <<La cacofonía
universal>> afligía a Kierkegaard: He aquí deificada y multiplicada a fuerzas exponenciales. Un astrónomo de
primer orden me ha confiado una desconsolada novedad: la música celeste que desde hace trece millones
de años nos acompaña esta, por ahora, oculta a nuestros sentidos.
Ya traspasados los cincuenta años, yo fui literalmente otro hombre: un decreto del 23 de septiembre de 1973
me otorga la nacionalidad francesa y, después la ley, me atribuye el nombre de Richard. Enteramente libre,
entre periodista y escritor francés, sacar por fin del olvido mi trabajo como poeta de la lengua española me
reconforta.

57 De una palabra a otra, Gallimard, 1980, p.85.


CAPITULO 22

Yo admiro su belleza pero recelo de su espíritu.

MÉRIMÉE

Había que recobrar mi programa, ir a Roma. Transformado en mirón, visitaba los lugares, los museos, las
iglesias, y dejaba a los brillantes periodistas italianos el cuidado de enterarse de las apuestas. ¡Que embrollo,
la política italiana!
Grosso modo, la escena se componía así: a la derecha, la heterogénea democracia cristiana y su clientela de
pequeños partidos; a la izquierda, la masa comunista asociada a socialistas y a sus aliados. Si la fe
simplemente sostenía la derecha, la fe en Marx manifestaba bajo mis ojos las ganas de acceder <<al poder,
mañana>>, como las consignas lo sostenían.
Después mis amigos, los dos bloques temían un golpe de estado, sea comunista, sea militar; el partido
comunista –el más fuerte y más rico de Europa- se presentaba inteligente y audaz; un abismo lo separaba de
su alter ego francés… Los laicos se burlaban de los patrones de la democracia cristiana, confitados en
devoción.
Este incesante choque ideológico estremecía a la península; encima, la obsesión del terrorismo se justificaba:
las locuras sanguinarias de Acción directa y las locuras sanguinarias de la extrema derecha distribuían la
muerte en las estaciones, de Roma, de Milán; ellos soñaban con instaurar una Italia militarizada. Por suerte,
no obstante la tentación de un consenso, la democracia anticomunista se revela sólida. A pesar de una
situación tan meneada, yo sentí en Roma un muy vivo placer poético y me interesé por las contingencias
políticas.
Mis colaboraciones con la prensa y la literatura italianas remontaban al año de 1966: Il Tempo e Il Corriere de
Roma fueron los primeros en publicarme; enseguida Lo Specchio me firma un contrato que aguantó hasta su
desaparición; yo había inaugurado mi pluma con un artículo sulfuroso: <<La denuncia de un lacayo>>, que se
refería al fin de las Letras francesas y al apoyo innoble de Aragón al <<realismo socialista>>: mi seudónimo
<<Louis Dorcet>> me protegía de indiscreciones… Varios escritores tomaron mi partido, cuando Eraldo
Miscia –director de la muy prestigiosa revista Fiera Literaria- acepta y puso en relieve el expediente firmado
con mi nombre (La palabra muerta de Neruda). Total, los archivos de siete u ocho periódicos romanos y de
provincia, han localizado las huellas de mi pasaje.
Gracias a la incomparable volubilidad de los italianos, nuestros reencuentros eran siempre alegres.
Ciudadanos de una ciudad imperial –tal vez inmortal-, los romanos ironizaban libremente del país, me decían
ellos, donde uno cambia de dialecto cada cien kilómetros. Su inteligencia sufría de un complejo de
inferioridad respecto a sus vecinos franceses, celebrados por las elites, mientras que ellos eran mal vistos:
saturados de maravillosas estáticas, las masas italianas se burlaban de sus escritores y artistas. A la
defensiva, Silone, Saragat, Piovene, Ungaretti –al que visité- se sorprendían de saber mi predilección por
Roma… Luciano Pascucci edita en italiano una antología de mis poemas publicados bajo mis cuidados.
La efervescencia general obligaba a cada quien a elegir su campo: por no tener nada mejor, me inclinaba
sobre los <<liberales de derecha>>, que no eran, como se podrían creer, <<reaccionarios>>. Las izquierdas y
las derechas oficiales faltas de columna vertebral, los demo-cristianos y los comunistas ocupaban los dos
polos gigantes del país.
La necesidad de aproximarme a una corriente intelectual a fin a mis intereses me torturaba, yo fui felizmente
sorprendido cuando el brillante ingeniero turinés Alejandro Uboldi de Capei me convido a visitarlo. Él era el
fundador del verdadero liberalismo. Uboldi organiza dos importantes congresos sucesivos, uno en Turín, el
otro en Niza. Los dos tuvieron una vasta audiencia: las figuras ilustres de la cultura independiente sellaron la
tumba del marxismo y tomaron como divisa: <<el conocimiento por la libertad>>. Los actos del congreso
demostraron su carácter poético.
Después de deliberaciones, se me señala la existencia del <<Club de Roma>>, que publicaba diversos
informes sobre la demografía mundial, la ecología, el futuro. Yo descubrí uno, muy a propósito: << ¡basta el
crecimiento!>> Su lectura conforta mi desprecio sobre la ideología del progreso, ya esbozado por Max
Weber, porque éste conducía al <<desencanto del mundo>>. Aunque pesimista, yo no estaré desencantado
mientras Roma sea siempre Roma…
CAPITULO 23

Yo he llegado a creer que las personas aburridas


tienen mayor necesidad de cuidados que los locos.

CARL GUSTAV JUNG

La Aurora, al que me había sumado, me estimula a seguir los eventos de Irán como enviado especial en toda
la región; sus destinos me atraen: en mi oído resuena la palabra <<Afganistán>>; yo vería también el Irán
<<moderno>>, encarnado, desde 1941, por Mohammed Reza Pahlavi Chah.
Para mi información, yo recurrí a Enrique Llovet, antiguo encargado de asuntos españoles en Teherán. Él me
edifica: esta capital sobrepasa en disgustos lo peor del medio oriente; las incursiones del monarca sobre los
medios occidentales atizan un violento rechazo de las clases dominantes y, entre la juventud universitaria,
una desobediencia perpetua. Este panorama me hiela; tendré por lo menos, me dije para mi consuelo,
Isfahán, Koum, Persépolis, Shiraz, Mashhad…
Mi vuelo matutino de Air France aterriza en Terán dibujando círculos a baja altitud; la ciudad expone un
bizarro urbanismo. En el aeropuerto, un registro altanero signo de hostilidad de su personal xenófobo; en el
hotel donde se hospedan, de oficio, los periodistas, un portero me avisa del toque de queda: tenemos que
regresar a las diecinueve horas –a decir verdad, es lo de menos, tanta afluencia de automóviles es pesada.
Las <<prohibiciones>> -la comida, por ejemplo- carteles por todas partes nos <<protegían>> de posibles
errores: irrisoria cortesía, porque sin la complicidad que nos dispensaban, nos moriríamos de hambre.
Golpeaban a voluntad a la puerta de nuestros cuartos, los mensajeros del mercado negro presentaban sus
vituallas, exhibían sus tesoros: whisky, vinos, perfumes, sedas, objetos, direcciones de mujeres…
Las líneas de teléfono para el extranjero oscilaban al viento de la censura, ¿para qué buena causa de La
Aurora? De común acuerdo, el jefe de servicios de política exterior, Jacques Richard, me autoriza volver a
Paris para redactar mis <<papeles>> sobre el lugar. La situación de Irán, me parecía inasible, tirante,
gelatinosa, pero me reservé mi opinión: en un mes, no se puede explorar la mentalidad de la población y
penetrar los arcanos de una política sacudiendo la evidencia. Por lo tanto, yo advertí que la antigua
civilización persa se desmoronaba bajo la tiranía de una casta aislada en su autismo.
Fabulosamente enriquecido por el petróleo, Irán se descubre un día multimillonario, como en un cuento de
hadas. Reza Chah había rechazado, a partir de 1963, una profunda reforma agraria que beneficiará a doce
millones de campesinos, en detrimento de los grandes terratenientes, los ayatolas. Descontento, el exaltado
Ruhollah Khomeiny atiza contra la monarquía la revuelta de 180 000 mullahs.
El bombardeo de la prensa y de la inteligencia franceses detonaron esta realidad: el docto Michel Foucault
saluda, extasiado, <<la espiritualidad política>> de Khomeiny 58. Gracia siniestra, porque las 180 000
mezquitas de Irán se ocupan exclusivamente de lanzar anatemas contra Reza Chah, contra los infieles y el
mundo occidental, tal frenesí incendiario arropa una ideología a la Hitler.
La presión de los ayatolás obtiene el cierre del Gran Bazar, subterfugio hábil que arruina a los comerciantes;
las víctimas del desastre lo atribuyen, al monarca; el cerco se estrecha alrededor de él. Sin embrago, los
iraníes cultos no creen en el futuro triunfo de Khomeiny. Yo imagino, para mí mismo que, a la larga, el
ejército, en apariencia fiel, controlara la sublevación; hacía mucho tiempo, yo había visto desfilar sus

58 Khomeiny vivía cerca de Paris, en Neauphle-le-Château (Yvelines).


regimientos; su soberbia fachada levantaba el optimismo. (Entre paréntesis: es raro que las paradas militares
me sedujeran.)
Mientras que Terán explota, yo estoy en Paris; tomando el avión, llego al fin de la masacre, preludio de otras.
¡Heme aquí de nuevo en el campo de Agramante! La ley marcial a repetición paraliza al país; acurrucarme en
mi cuarto me crispa. Condimentados de impaciencia, la corrupción tienen ventajas: yo compré al enemigo
liberal, alquilé un automóvil y un chofer iraní, recogí a un fotógrafo francés perdido en los parajes: ¡a todo
vapor Isfahán!
Ocho horas de asfalto tan gris que el cielo concluía mal para mí. Titular juramentado de tres botellas gruesas
de Chivas asignadas a mis camaradas periodistas, clavados en Isfahán, tuve el infortunio de quebrarlas al
dejar el coche. Catástrofe, yo apresuré los pasos, corrí hacia el suntuoso gran palacio –ahora hotel de lujo
donde se hospedaban cinco colegas. La rubia estela del exquisito licor me acusa, por cierto, con la
indiferencia de los enemigos del alcohol: las propinas serán más jugosas ahí…
Durante una semana, bebimos pequeñas dosis; las redes con Terán permanecen mudas: cerrado Isfahán,
prohibidos sus jardines; las otras ciudades se retraen: ¡adiós tribu esclerótica! A penas llegue a Terán, un
breve terremoto afecta las comunicaciones: cuatro meses perversos se terminan. Faltos de mis noticias, La
Aurora me sigue la pista en vano, esta circunstancia afortunada me catapulta a mi estrella fija: Afganistán. Un
viejo avión me deja en Kabul: Ahí, instantáneamente, mi vis poética resucita, gracias a su cielo sembrado de
lagos blancos. ¡Demasiado breve, mi estancia! ¡Demasiado triste, la siguiente!
CAPITULO 24

… Mi amor extremo por la independencia.

D’ ALEMBERT

Al regreso de la inquisitorial ciudad de los Ayatolas, mis tormentos se concentraron sobre Paris, que los
<<señores de las inmobiliarias>> destruían sin piedad. Esta operación arranca cuando a las puertas de la
ciudad, los <<urbanistas>> se apoderan de <<La Defensa>> y de la siembra de torres. El mejor conocedor de
Paris, Louis Chevalier, comenta <<el grito de horror de los parisinos, que han descubierto algunas –unas ya
instaladas en el cielo (…), el grito de horror del ministro de finanzas Valéry Giscard d’ Estaing que expresa la
opinión general>>. El ministro propone reducir la altura de las torres: el hecho consumado lo impide, y nada
impide que el <<funcionalismo>> (sic) de Le Corbusier devaste los paisajes y se adorne al vandalismo 59.
Ahora, sabemos que somos la próxima presa –la más codiciada. Nadie viene a nuestra ayuda; de Gaulle y
Malraux asisten impávidos a la progresiva desfiguración de la ciudad. Aquí se soporta la Torre y la estación
Montparnasse, el Frente del Sena, la siembra de árboles y plantas, las viviendas en crisis, el cepillado
sistemático sufrido por las aceras, el daño a los peatones y a los lugares; los tecnócratas y especuladores se
embolsan Paris. De repente, una noticia suscita mi esperanza: el 17 de octubre de 1972 Le Monde anuncia
que en sus columnas, <<el presidente de la Republica [Pompidou] definía sus concepciones en los dominios
del arte y de la arquitectura. El señor Pompidou evoca las cuestiones relativas a la meseta Beaubourg y a las
torres de La Defensa. >>.
La clase magistral de <<cultura>> deriva rápidamente en ditirambo a la <<modernidad>> bajo todas sus
formas y normas. Poniendo el ejemplo, el presidente envía a las bodegas del Eliseo las mesas
representativas, caza el mobiliario antiguo y se erige en paladín de los asientos picudos y del arte abstracto.
<<Yo no compraré nunca más que las obras de los artistas contemporáneos>>, declara él. En efecto, a
dieciocho años, el elige La Mujer de 100 cabezas de Max Ernst. <<Cuestión de gusto>>, pero aquí, el gusto no
interviene: Es el prejuicio de un snob que perora y tiene el poder de reventar el paisaje.
El presidente percibe a Paris a través del prisma de la rentabilidad: la belleza, la magia, la alegría, la llama de
<<ciudad luz>> se perderán para siempre. A prueba, uno de los mil directivos de Pompidou desarrolla los
trabajos <<Cada uno de sus planes [el zonaje (sic), el eje norte-sur, el cuadrillo] deberá determinar la
densidad y hasta la altura de las construcciones que podrían extender atrevidamente según las normas de
construcción actuales (sic)60.
Es así como se deshace Paris: se le elimina, pieza por pieza, la columna vertebral…
Una falsa ciudad de Paris continua existiendo, hasta tiene el orgullo de exhibir sus impropias hazañas:
sostenido por los tres pilares de la utilidad moderna –fealdad, tedio, gigantismo-, los comerciantes del
templo engendraron la Torre Montparnasse, el centro Beaubourg, el Foro des Halles, las pistas del Sena, la
pirámide del Louvre, las muñones de Buren, la opera de la Bastilla, la Ciudad de Ciencias e Industria, la
biblioteca Françoise Mitterrand y, la maravilla suprema, Bercy y sus robots… 61

59 El expediente de Corbusier es edificante: en 1942, bajo la Ocupación él publica su Carta de Atenas. Su carrera de <<horribles
elementos>> ha sido objeto de una obra de Alain Paucard, Los Criminales de cemento, Las Bellas Letras. 1991
60 Cf. Louis Chevalier, El Asesinato de Paris, Ivrea. Chevalier, profesor del Colegio de Francia, donde enseña la historia de la ciudad de
Paris –a la que consagra una numerosa y docta bibliografía-, fue por largo tiempo amigo íntimo de Pompidou, su camarada desde la
calle de Ulm. Su obra choca contra un muro de silencio que prueba cuanto su requisitorio terrible fue justo. El autor de esta nota no
puede más que rozar el asunto tratado por Chevalier en 313 páginas ricas en revelaciones.
Desde su aparición en mayo de 1970, la revista Contrapunto gana mis sufragios. Sus jóvenes fundadores –
Patrick Devedjian, talentoso abogado y Georges Liébert, destacado discípulo de Raymond Aron –habían
concebido muy bien su publicación. Ella adquirió de entrada un notable prestigio, debido a la calidad de sus
colaboradores franceses y extranjeros; los escritores del Este, amordazados por los regímenes marxistas, ahí
encontraron refugio y confort. Pedida a Tocqueville, la profesión de fe de Contrapunto enuncia sus
principios: <<Qué quiere usted, somos viejos mareados que nos hemos entregado a la libertad humana… y
que no sabríamos, del todo, volver ahí. 62>> La revista no se contenta solamente con seguir los asuntos de la
ciudad: la literatura, las artes, la música clásica, las ciencias tomaban bastante espacio; su espíritu crítico y
transparente daba placer a su público, cansados lugares comunes con falsos ídolos. En contra de varios
colegas, ella rechazaba las subvenciones que ofrecían algunos ministerios.
Próximo de Liébert y de Devedjian –mis cadetes de veinte años-, yo admiraba su trabajo; llegando al número
22-23, ellos se pelearon; Liébert se retira, Alain-Gérard Slama asume el interinato. Contrapunto se arriesgaba
al cierre; absorbido en diversas tareas, Devedjian quería, sin embargo, continuar la partida. Falto de mejor
opción, y para mi completa sorpresa, me llama para trasmitirme el relevo. Este honorable voluntariado me
hizo trastabillar: la saturación me asechaba.
La Aurora, gran periódico cotidiano de aspectos bohemios –en verdad, seriedad, combativo, inflexible en la
forma de interpretar la libertad de prensa- detentaba el raro sistema de contar con cuatro directores durante
un tiempo. A pesar de mi pedigrí mínimo, se me incorpora al servicio <<cultural>> y al de la política
extranjera. Ahí conocí a periodistas brillantes, Jacques Richard y Georges Laffy eran mis amigos más
considerados. Pronto, me lanzaron –en Afganistán, en Irán, en los Estados Unidos, en Cuba, en España, en el
Líbano, en el Magreb- me prohíbe el ocio acariciar la poesía.
Mi labor de esclavo voluntario se redujo cuando la revista fue comprada por una derecha de sordos y
tacaños: así expira la segunda época, donde a título de redactor en jefe yo había integrado trece números,
del primer trimestre de 1978 al último, el 15 de junio de 1981. Yo estaba todo adolorido.

El decenio 70 una vez cerrado, su recuerdo, muy nítido, espanta mi memoria; durante este periodo, yo temía
la fractura: <<La línea de combate demasiado extendida, la vela arde de las dos puntas. 63 >> Estas
intervenciones cesan un milímetro al borde del abismo. Desde el protón, todas las circunstancias son
agravantes.

61 El autor trata de no cometer anacronismos; él sabe que en 1972 algunas de las piezas citadas
aquí no estaban más que en proyecto:
tiene por tanto el derecho de incluirlas, ya que, habiendo dado a conocer las obras y mostrando al público las maquetas, todos los
promotores llegaron a su fin.
62 Carta a Gobineau del 19 de febrero de 1854.
63 Francis Scott-Fitzgerald, La Fractura y otras novelas, Gallimard, 1963.

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