Sei sulla pagina 1di 19

La Revolución Francesa

La Revolución Francesa (1789-1799) ha sido tradicionalmente considerada


como el indicador del final de una época histórica y el punto de arranque de
una nueva etapa: la Edad Contemporánea. Por este motivo puede aceptarse
que, aunque cronológicamente el siglo XIX comenzase en 1801,
históricamente se inició en 1789. Ciertamente, el estallido de la Revolución
Francesa señala una línea divisoria entre dos sistemas sociopolíticos
opuestos: en el Antiguo Régimen, anterior a la Revolución Francesa, el
absolutismo monárquico regía una sociedad feudal; en el Nuevo Régimen
surgido tras la misma, en cambio, reconocemos muchos de los rasgos que
caracterizan la organización política y social del mundo contemporáneo.

La toma de la Bastilla (14 de julio de 1789) ha quedado


como el suceso icónico de la Revolución Francesa

En el terreno político, la Revolución Francesa acabó con el sistema de


monarquías absolutas que había prevalecido durante siglos en muchos países
europeos. Dicho sistema político se basaba en el principio de que todos los
poderes (el de promulgar las leyes -legislativo-, el de aplicarlas -ejecutivo-,
y el de determinar si las leyes habían sido o no cumplidas -judicial-) residían
en el rey. El monarca era fuente de todo poder por derecho divino; tal
derecho era la base jurídica y filosófica de su soberanía.

La Revolución Francesa establecería la separación de estos poderes, de tal


manera que el legislativo correspondería a una Asamblea o Parlamento; el
poder ejecutivo seguiría residiendo en el rey y sus ministros, o en un
gobierno en las repúblicas; y el judicial recaería en los tribunales de justicia,
como poder técnico e independiente. En definitiva, la monarquía dejaría de
existir o de ser absoluta para convertirse en un sistema político en que los
distintos poderes servirían de contrapesos y se controlarían mutuamente. Se
entendía, además, que la soberanía no procedía sino del pueblo, el cual
delegaba el ejercicio del poder en gobernantes libremente elegidos en
procesos electorales periódicos.

En el plano social, las consecuencias de la Revolución Francesa serían


igualmente trascendentes. El Antiguo Régimen se había caracterizado por
consolidar un tipo de organización social rígido y de carácter marcadamente
estamental, en la que se habían consagrado dos grupos o estamentos
inamovibles: el clero y la nobleza. Estos estamentos gozaban de una
jurisdicción especial que les eximía de pagar impuestos, entre otros
privilegios. El tercer estamento lo integraban los campesinos, que estaban
obligados a sostener los gastos del Estado con el pago de tributos.

Pero no solamente campesinos, artesanos o siervos componían el tercer


estamento; una nueva clase social dinámica y próspera, enriquecida
mediante los negocios, el comercio y la industria, también pertenecía
jurídicamente a aquel «tercer estado» carente de privilegios: la burguesía.
Esta clase emergente aspiraba a que su ascenso y su poderío económico se
reflejase en el ordenamiento político. De hecho, la Revolución Francesa y su
más inmediato precedente, la independencia de los Estados Unidos,
constituyen los primeros ejemplos de lo que los historiadores han llamado
«revoluciones burguesas». En ambas, el triunfo de la burguesía sobre la
aristocracia anquilosada determinó una configuración social en concordancia
con la mentalidad y los valores burgueses.
El carácter débil e indeciso de Luis XVI favoreció a los revolucionarios

De este modo, la Revolución Francesa creó una nueva sociedad cuya principal
característica sería la eliminación de los privilegios y la proclamación de la
igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; sin embargo, este ideal de
igualdad se quedaría en el plano de lo teórico, ya que la nueva sociedad
establecería un nuevo tipo de jerarquización entre los ciudadanos marcada
no por el origen o la sangre, como antes, sino por la posesión de riquezas.
Se pasó así de una sociedad estamental cerrada (se era noble por ser hijo
de nobles, sin importar méritos o riquezas) a una sociedad abierta pero
clasista (la nuestra), en que el dinero y los bienes materiales determinan la
clase social. El resultado de la Revolución Francesa, en suma, sería la
universalización del ideario burgués y la ascensión al poder de la misma
burguesía, que sería la principal beneficiaria de los cambios.

La Revolución afectó a otros países además de Francia. Los gobernantes y la


aristocracia de los países vecinos se convirtieron en sus mayores enemigos,
y diversas monarquías europeas formaron coaliciones antifrancesas que
tenían como objetivo acabar con el proceso revolucionario y restaurar el
absolutismo. Pero la Revolución encontró apoyo en los campesinos, en los
trabajadores de las ciudades y en las clases medias, y sus ideas penetraron
en los estamentos no privilegiados de los restantes países europeos, que, en
procesos revolucionarios o reformistas, acabarían por adoptar muchos de sus
principios a lo largo del siglo XIX, quedando sus sociedades y sus gobiernos
configurados de forma similar. En este sentido, la Revolución Francesa fue
un acontecimiento de alcance universal.

Causas de la Revolución Francesa


Antes de entrar en el análisis del proceso revolucionario francés hay que
señalar las causas que lo desencadenaron, dando por sentado la dificultad
que supone establecer un orden de importancia en las mismas. Debe
destacarse, en primer lugar, que el impacto de la filosofía ilustrada en el
proceso revolucionario es una realidad incuestionable. Las ideas que difundió
la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert (1751-1772), y las doctrinas políticas y
sociales de Montesquieu, Rousseau y Voltaire dinamitaron los fundamentos
teóricos de la monarquía absoluta y pusieron en manos del elemento burgués
el ensamblaje teórico con el que justificar la destrucción del Antiguo
Régimen. El barón de Montesquieu desarrolló la teoría de la división de poderes
en El espíritu de las leyes (1748); Voltaire censuró el poder y fanatismo de la
Iglesia y defendió la tolerancia y la libertad de cultos; Jean-Jacques
Rousseau planteó en El contrato social (1762) el principio de la soberanía
popular, que el pueblo ejerce a través de representantes libremente elegidos.

Durante el siglo XVIII, Francia vivió una serie de desajustes sociales propios
de unas estructuras anquilosadas incapaces de adaptarse a la dinámica de
los tiempos. El desarrollo de la economía, con importantes avances en
sectores como la industria y el comercio, había favorecido el protagonismo
de la burguesía, cuyo creciente poder económico no se veía correspondido
con la función que le era asignada en la sociedad del Antiguo Régimen. A la
eclosión de la burguesía como nueva realidad social cada vez más reacia a
tolerar las prerrogativas y prebendas de los estamentos superiores, había
que añadir la insoportable situación del campesinado francés, sujeto a un
sistema de explotación señorial que, lejos de suavizarse a lo largo del siglo
XVIII, tendía a hacerse aún más oneroso.

En la década de 1780, una sucesión de malas cosechas y graves crisis


agrícolas desencadenaron la casi paralización de los restantes sectores
económicos, íntimamente dependientes del sector primario. La prolongada
depresión se dejó sentir con notable intensidad en el campo y en la ciudad,
sucediéndose, en los años que precedieron a la Revolución, una serie de
motines y levantamientos populares provocados por la carestía y la escasez
de los productos de primera necesidad.
La crisis financiera como desencadenante inmediato
Si las causas mencionadas contribuyeron a preparar el clima para el estallido
de la Revolución Francesa, el factor que lo precipitó fue la crisis política
surgida cuando Luis XVI intentó hacer frente a la caótica situación financiera
por la que pasaba el erario público. El déficit crónico de la monarquía se había
convertido en el problema más acuciante para los últimos gobiernos del
despotismo ilustrado. Los gastos provocados por el apoyo a la independencia
de las colonias británicas en América y por los dispendios de la corte de
Versalles hacían inaplazable la toma de medidas urgentes en unos momentos
en los que el Estado carecía de crédito ante los banqueros y ya no podía
recurrir al clásico expediente de incrementar la presión fiscal a los que
siempre la habían soportado.
En estas circunstancias, los responsables de finanzas de los gabinetes de Luis
XVI, Robert Jacques Turgot (1774-1776) y Jacques Necker(1778-1781), sugirieron
al monarca algunas medidas encaminadas a equilibrar el presupuesto,
aunque no lograron su objetivo al ser destituidos de sus cargos por la presión
de los sectores más conservadores de la nobleza y del clero. Jacques Necker
llegó a publicar en 1781 un presupuesto de la nación (Compte rendu au roi) que
supuso su inmediato cese: por primera vez la opinión pública conoció las
elevadas partidas destinadas a sufragar los gastos de la corte. Tal ejercicio
de transparencia le reportó un gran prestigio entre el pueblo y la burguesía.
En 1783, Charles Alexandre de Calonne, nuevo ministro de finanzas, intentó poner
en práctica un plan de reforma fiscal basado en las ideas de sus antecesores,
que, en síntesis, suponía la desaparición de los privilegios fiscales de la
nobleza y el clero. La frontal oposición de los poderosos provocó su caída en
abril de 1787; le sustituyó Loménie de Brienne, arzobispo de Toulouse y uno
de los más acérrimos enemigos de las reformas.
Sesión inaugural de los Estados Generales (5 de mayo de 1789)

El nuevo ministro, una vez comprobado el colapso financiero que amenazaba


al Estado, recurrió de nuevo al proyecto de Calonne, retocado en algunos
puntos. En esta ocasión, los «privilegiados», que se habían erigido en
representantes de los intereses de la nación, negaron al monarca toda
capacidad legal para cambiar el sistema fiscal francés y solicitaron la
convocatoria de los Estados Generales, argumentando (conforme a la tesis
del duque Luis Felipe II de Orleans) que eran la única institución histórica que
tenía poder para ello.

Como cuerpo legislativo que actuaba en representación de cada una de las


tres clases sociales, la nobleza, el clero y el pueblo (el «Tercer Estado»), los
Estados Generales habían tenido un importante papel en la Francia de los
siglos XIV y XV. Sin embargo, la deriva centralista y absolutista
protagonizada desde entonces por las monarquías europeas había por lo
general reducido este tipo de instituciones a órganos consultivos o
decorativos; era el caso de los Estados Generales, de los que puede incluso
afirmarse que yacían en el olvido: su última reunión había tenido lugar en
1614.

Los Estados Generales (1788-1789)


Enfrentado a una situación insostenible, Luis XVI aceptó al fin (5 de julio de
1788) la reunión de los Estados Generales para primeros de mayo de 1789
y la dimisión de Loménie de Brienne; Jacques Necker, puesto otra vez al
frente del ministerio de finanzas, se convertía en el nuevo hombre fuerte de
la situación. Aparentemente, con la convocatoria de los Estados Generales,
la llamada «revuelta de los privilegiados» se había anotado una victoria; en
realidad, era el principio de una nueva etapa caracterizada por el exclusivo
protagonismo de la burguesía. Si los poderosos pretendían aprovechar los
Estados Generales para perpetuar sus privilegios, los burgueses perseguían
acabar con ellos; de ahí que sus primeros objetivos fueran conseguir para el
Tercer Estado una representación similar en cifras a la nobleza y clero juntos,
y que se votase por cabeza y no por estamentos.

El decreto que organizaba los comicios (27 de diciembre de 1788) estableció


el modo en que cada estamento elegiría a sus representantes en los Estados
Generales, pero sin hacer referencia a la importante cuestión del voto,
verdadero caballo de batalla de los dirigentes de la burguesía. La libertad
que, en la práctica, concedía la normativa electoral favoreció a los distintos
aspirantes a liderar el Tercer Estado, que pudieron difundir sin cortapisas sus
ideas y proyectos políticos, asumidos por un importante sector de la sociedad
francesa, como quedó reflejado en los cuadernos de quejas (cahiers de
doléances) enviados al rey por instituciones y grupos ciudadanos.

Una vez efectuadas las votaciones, el 5 de mayo de 1789 tuvo lugar la


apertura de los Estados Generales con un discurso de Luis XVI, donde dejaba
entrever la exclusiva misión de solucionar el problema financiero que se
asignaba a la institución, sin aludir en ningún momento a las peticiones de
los portavoces del estamento popular. El Tercer Estado pidió que las
votaciones se llevasen a cabo individualmente y no por estamento, ya que
en caso contrario el voto conjunto de la nobleza y el clero prevalecería
siempre sobre el de los plebeyos. La propuesta difícilmente podía prosperar:
si se votaba individualmente, el Tercer Estado, que disponía de mayoría de
representantes, pasaría a controlar los Estados Generales.
El juramento del Juego de Pelota, de Jacques-Louis David
Tras varias semanas de discusiones estériles, el Tercer Estado acordó
abandonar tanto su denominación como su condición de organismo
representativo de tan sólo un estamento, y, sobre la base de sus miembros,
se constituyó en Asamblea Nacional, autoproclamándose auténtica
representación de la nación e invitando a los demás estamentos a unirse a
sus deliberaciones (17 de junio). El rey respondió privándoles del salón donde
se reunían; bajo el liderazgo de Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau, y
del abate Emmanuel Joseph Sieyès, la Asamblea Nacional se trasladó a un edificio
público utilizado como frontón para el juego de pelota, y, en medio del
entusiasmo general, pronunció el 20 de junio el célebre Juramento del Juego de
Pelota: no separarse hasta que hubiesen dotado a Francia de una
Constitución. Numerosos representantes del bajo clero y otros nobles
liberales se unieron a la Asamblea. Luis XVI hubo de ceder: el 27 de junio
reconoció la Asamblea Nacional y ordenó al clero y a la nobleza que se
incorporaran a la misma, lo que suponía una aceptación de hecho, por parte
del rey, del principio de soberanía nacional.
La revuelta popular (1789)

En tanto que abierto desafío a la autoridad monárquica y triunfo de la


soberanía nacional sobre el absolutismo, debe considerarse la constitución
de la Asamblea Nacional (y no la toma de la Bastilla) como el primero de los
sucesos revolucionarios; es preciso reconocer, sin embargo, que difícilmente
se hubiera llegado más lejos de no haber contado la Asamblea con el apoyo
popular. Tras el forzado reconocimiento por parte del rey, en efecto, la
aristocracia cortesana empujó de inmediato a Luis XVI a actuar contra la
Asamblea Nacional, acuartelando tropas en Versalles (20.000 soldados) por
si era preciso utilizar la fuerza contra la Asamblea y destituyendo otra vez a
Jacques Necker, verdadero ídolo de la burguesía.

En París crecía la agitación por semejantes noticias: el 12 de julio, conocida


la sustitución de Necker e intuyéndose que la Asamblea iba a ser disuelta por
las armas, las masas populares se amotinaron, sumiendo la ciudad en el caos
y la anarquía. Bajo la dirección del joven periodista Camille Desmoulins, muchos
manifestantes tomaron armas del arsenal de los Inválidos y se dirigieron a
la prisión de la Bastilla, símbolo de la opresión despótica.
El 14 de julio, que se convirtió desde entonces en la fiesta nacional francesa,
la Bastilla fue tomada por los revolucionarios. El acontecimiento tuvo un
efecto extraordinario. Se crearon comités por todas partes, las mansiones
nobiliarias fueron asaltadas, se destruyeron documentos y se dejaron de
pagar los derechos señoriales. En la capital se formó una municipalidad
revolucionaria, se creó una Guardia Nacional (a cuyo mando se puso
al Marqués de La Fayette) y se adoptó una escarapela con los colores rojo y azul
de París, a los que se añadió el blanco real.
La toma de la Bastilla (14 de julio de 1789)

La rebelión popular de París tuvo inmediata repercusión en los núcleos de


población de toda Francia. En pocas jornadas, la burguesía conquistaba el
poder municipal, estableciendo comunas revolucionarias en lugar de las
antiguas oligarquías locales, y encuadrando a las clases medias en milicias
cívicas encargadas de velar por el orden público. Luis XVI aceptaba, mientras
tanto, los hechos consumados retirando las tropas, restituyendo en su cargo
a Necker (16 de julio) y recibiendo con todos los honores la nueva enseña
nacional: la escarapela tricolor de la municipalidad de París, origen de la
actual bandera francesa.

Cuando la revuelta urbana comenzaba a remitir, la ola revolucionaria sacudió


con notable intensidad el mundo rural. Era «el Gran Miedo» (la Grande Peur),
un fenómeno de paroxismo colectivo surgido al socaire de noticias confusas
sobre partidas de bandidos que, en convivencia con los poderosos, recorrían
los campos sembrando la destrucción y la muerte. En todos los lugares
aparecieron grupos de campesinos armados que, ante la falsedad de las
noticias, dirigieron sus iras contra los castillos y registros notariales, donde
se suponían depositados los documentos acreditativos de los derechos
feudales que históricamente habían pesado sobre sus espaldas.
La Asamblea Nacional (1789-1791)
La Asamblea Nacional se había convertido en Asamblea Nacional
Constituyente con la misión de redactar una Constitución y dar a Francia una
nueva forma de gobierno. La rebelión del campesinado tuvo un profundo
impacto en la Asamblea Constituyente, cuyos miembros, ante el temor de
una situación que pudiera hacer fracasar sus proyectos, acordaron -en la
noche del 4 al 5 de agosto de 1789- la abolición de todo vestigio de régimen
feudal: se decretó la supresión de los derechos feudales y se declaró ilegal
el sistema de impuestos existente. En teoría, las ancestrales reivindicaciones
campesinas quedaban satisfechas; a partir de entonces quedaba por
construir un nuevo régimen que garantizara los principios del nuevo orden
burgués.

Siguiendo el ejemplo americano, el 26 de agosto de 1789 los miembros de


la Asamblea Constituyente aprobaron una relación de derechos del ciudadano
que había de servir de preámbulo a la constitución. La Declaración de Derechos
del Hombre y del Ciudadano (con una visión más universalista que su homónima
americana) establecía los principios de libertad, igualdad, inviolabilidad de la
propiedad y resistencia a la opresión, que iban a constituir la base de toda la
legislación revolucionaria. El rey no la aceptó hasta el mes de octubre;
después, se trasladó a París y se alojó en el Palacio de las Tullerías. La
Asamblea se trasladó también a la capital y se dispuso a continuar allí su
labor.

La burguesía moderada era el grupo que contaba con mayor representación


en la Asamblea; considerando la configuración de la cámara, sostenían
posturas centristas: eran partidarios de una monarquía constitucional con
poderes limitados que pusiese remedio a los males sociales. A la derecha se
encontraban los aristócratas, partido que aglutinaba los elementos más
conservadores, defensores del absolutismo. En la izquierda se situaban los
republicanos, entre los que figuraba Maximilien de Robespierre. Al margen
de la pluralidad ideológica surgida en la cámara y fuera de ella (clubes de
opinión y tertulias políticas: fuldenses, jacobinos, cistercienses,
franciscanos), los principales dirigentes del proceso revolucionario acordaron
llevar a la práctica una experiencia política de carácter monárquico y
parlamentario, fruto de un compromiso entre la corona y la revolución.
La conducta frívola y licenciosa de la reina María Antonieta contribuyó
al descrédito de la monarquía (retrato de Gautier d'Agoty)

La Constitución de 1791 sancionaba la división de poderes, concediendo al


rey las funciones del ejecutivo, y a un parlamento -elegido cada dos años-
amplias atribuciones legislativas. La filosofía burguesa que inspiraba el texto
legal aparecía, sin embargo, reflejada en el establecimiento de dos categorías
de ciudadanos: activos (los que poseían derechos civiles y políticos -
capacidad de voto- por ser contribuyentes) y pasivos (los que sólo tenían
derechos civiles). Con ello quedaban excluidas del derecho a voto las clases
bajas, hecho que condujo prontamente a su radicalización y a la exigencia
del sufragio universal.

Aparte de la obra constituyente, la Asamblea desplegó también una ingente


tarea legislativa. En primer lugar, se diseñó una descentralización y
racionalización administrativa, por la que Francia quedaba dividida en 83
departamentos, en los que coincidían las diversas jurisdicciones
administrativas con consejos de gobierno y autoridades locales elegidas por
los habitantes de cada circunscripción. Otro hecho importante fue la
reordenación de la administración de justicia, al establecer, según la nueva
división territorial, distintas instituciones judiciales (juzgados de paz,
tribunales civiles y tribunales de lo criminal), a cuyos cargos se accedía por
elección.

Para institucionalizar la igualdad civil y la libertad económica, la actuación de


los legisladores se dirigió a abolir toda clase de trabas que imposibilitaran el
acceso de cualquier ciudadano a cargos civiles y militares; se eliminaron
asimismo los impedimentos al comercio interior (supresión de aduanas y
peajes), a la industria (abolición de gremios y prohibición de asociaciones
obreras), a la agricultura (cercamiento), y, lo que era más importante, se
reguló la igualdad de todos los ciudadanos ante los impuestos. De este modo
la burguesía lograba establecer, junto al liberalismo político, las bases del
liberalismo económico, eliminando las limitaciones que obstaculizaban su
expansión económica.

Las acuciantes necesidades financieras del Estado, agravadas por la propia


revolución, contribuyeron a que la Asamblea Nacional Constituyente
determinara la nacionalización del patrimonio eclesiástico para enjugar con
su venta el déficit público. Minadas sus posibilidades de subsistencia, la
Iglesia católica pasó a depender del Estado, el cual, a través de la
Constitución Civil del Clero (12 de julio de 1790), impuso una reorganización
drástica de sus tradicionales estructuras y normas de funcionamiento
interno, adaptándolas a la nueva filosofía revolucionaria (reducción de los
134 obispados existentes a 83, uno por departamento; provisión de cargos
religiosos -párrocos, vicarios, obispos y arzobispos- por elección, como
cualquier empleo público).

Los grandes cambios impulsados por la Asamblea Legislativa encontraron la


férrea oposición de los privilegiados, muchos de los cuales emigraron a los
países limítrofes esperando una acción inmediata de las monarquías
absolutas europeas, que ya comenzaban a dar muestras de inquietud. La
actitud del papa Pío VI al condenar la Constitución Civil del Clero -y, con ella,
a la revolución- abrió un cisma en la Iglesia y en la sociedad francesas que
tendría graves e inmediatas consecuencias.
Arresto de la familia real en Varennes (21 de junio de 1791)

Impulsado tal vez por sus escrúpulos al haber sancionado la controvertida


legislación religiosa, Luis XVI acabó de convencerse de que el radicalismo de
la Revolución sólo podía detenerse con la intervención de las potencias
absolutistas. El monarca ya había negociado en secreto con soberanos
extranjeros mientras fingía aceptar las reformas, y esperando convencerlos
emprendió con su familia la huida del país. La fuga del monarca, sin embargo,
fue abortada al ser reconocido y detenido en Varennes por el maestro de
postas Drouet, el 21 de junio de 1791.

La noticia de la huida fallida del rey incitó a la emigración masiva de


aristócratas y clérigos. Simultáneamente, la agitación campesina volvió a
recrudecerse y una oleada de sentimiento antimonárquico comenzó a
extenderse por toda Francia. En París, los clubes y periódicos radicales
exigían que fuera la nación, y no la Asamblea Constituyente, la que decidiera
la suerte del monarca. La declaración de inocencia adoptada por la Asamblea
y el consiguiente restablecimiento de Luis XVI en el trono consumó la ruptura
entre la burguesía moderada y los republicanos.

El 17 de julio de 1791, la Guardia Nacional disparó en el Campo de Marte


contra una manifestación antimonárquica produciendo varias decenas de
muertos. La represión se extendió a los principales dirigentes de las
revueltas, entre los que figuraban Georges-Jacques Danton y Jean-Paul Marat. El
club de los franciscanos fue clausurado. La Revolución se cobraba sus
primeras víctimas, mientras en Pillnitz (Sajonia) Leopoldo II de Austria y
Federico Guillermo II de Prusia hacían pública una declaración, el 27 de
agosto de 1791, en la que proclamaban su deseo de "poner al rey de Francia
en estado de consolidar las bases de un gobierno monárquico", una
declaración considerada, no sin razón por los patriotas, como una clara
amenaza de intervención.
La monarquía constitucional: La Asamblea Legislativa (1791-1792)

Los dirigentes de la Asamblea Constituyente creían, sin embargo, que la


situación política se había normalizado a principios de otoño de 1791, y que,
cumplida su misión, debía procederse a la disolución de la cámara y a la
convocatoria de elecciones legislativas de acuerdo con la Constitución, que
había sido aprobada en su texto definitivo el 3 de septiembre de 1791.
Sometida a la extrema presión de las convulsiones internas y de la amenaza
exterior, la recién instaurada monarquía constitucional no llegaría a cumplir
un año.

Una vez efectuadas las elecciones, el 1 de octubre inauguraba sus sesiones


la Asamblea Legislativa, compuesta por 745 diputados pertenecientes en su
totalidad a los distintos sectores de la burguesía francesa. Las tendencias
ideológicas que tomaban asiento en la nueva cámara pueden agruparse en
tres bloques. La derecha estaba ahora integrada por unos 260 diputados que
apoyaban la monarquía constitucional; los antiguos aristócratas, valedores
del absolutismo, habían desaparecido.

En la izquierda se situaban los jacobinos, así llamados porque muchos de


ellos procedían de un club que se había instalado en el antiguo convento de
los jacobinos, en la rue Saint-Honoré de la capital francesa. No pasaban de
150 diputados y entre ellos destacaban los representantes de la región de la
Gironda, que por este motivo eran llamados girondinos; todos ellos eran
republicanos y se oponían claramente al régimen monárquico. La izquierda
también contaba con representantes que, frente al sistema censitario
establecido en la Constitución, defendían el sufragio universal y gozaban de
gran influencia sobre las clases bajas, privadas del derecho a voto. En el
centro, unos 350 diputados inclinaban sus apoyos indistintamente hacia la
izquierda o a la derecha según las circunstancias o los intereses del
momento; formaban tal grupo personas identificadas con la revolución, pero
sin definirse de forma tajante en cuanto a la forma de Estado.

La nueva etapa supuso un paso adelante en el proceso de radicalización


revolucionaria que vivía Francia desde 1787. La crisis económica, que había
hecho prohibitivo el precio de muchos productos básicos para la subsistencia,
así como la desacertada política de los anteriores ministerios en esta
cuestión, pusieron de nuevo a las capas populares a punto de estallar en
cualquier momento. Ante la presión y las continuas críticas de la izquierda,
la burguesía conservadora, que controlaba el poder, decretó la deportación
del llamado clero refractario (contrario al juramento de la Constitución Civil
del Clero) y la incautación de sus bienes junto a los de los aristócratas
emigrados.

Pero esas medidas no sirvieron para tranquilizar a los grupos exaltados que
pugnaban abiertamente por la instauración de la República; la izquierda más
radical acusaba al rey de traicionar la revolución y de mantener compromisos
secretos con sus enemigos (los emigrados y los monarcas extranjeros). La
influencia de los aristócratas que habían huido de la Francia revolucionaria
se había dejado sentir en la ya citada declaración de Pillnitz (agosto de 1791)
de Leopoldo II de Austria y Federico Guillermo II de Prusia, en la que se
manifestaba que la causa de Luis XVI era común para todas las monarquías.

La grave conflictividad interna y la actitud amenazante de las potencias


extranjeras hicieron creer a las autoridades de la Asamblea que la revolución
sólo podría salvarse adelantándose a declarar la guerra a los enemigos
exteriores. La burguesía conservadora esperaba una victoria de la que saldría
reforzado el sistema monárquico. Al mismo Luis XVI le convenía la idea;
incluso en caso de derrota, la intervención extranjera restablecería el
absolutismo. Frente a los partidarios de emplear la fuerza, la izquierda
jacobina, conocedora de la debilidad militar de Francia por las defecciones de
sus mandos, auguraba y temía una derrota que pondría fin a la revolución.

El 20 de abril de 1792, Luis XVI, a instancias de la mayoría de la Asamblea


Legislativa, declaraba la guerra a Austria en medio de un clima de euforia
popular, truncado a poco de iniciarse las hostilidades. El ejército, sin dirección
y falto de preparación, se hundía en todos los frentes, provocando con ello
un agravamiento de la crisis interna y el fortalecimiento de las actitudes
antimonárquicas. A finales de junio los jacobinos, bajo el liderazgo de
Robespierre, redoblaron sus acusaciones de traición contra Luis XVI y
exigieron la disolución de la Asamblea Legislativa y la elección -por sufragio
universal- de una Convención Nacional que instaurase la República.
El asalto al Palacio Real de las Tullerías (óleo de Jean Duplessis-Bertaux)

La conquista de Verdún y el desafortunado manifiesto (25 de julio de 1792)


del duque de Brunswick, general en jefe del ejército prusiano, amenazando
con arrasar París si la familia real sufría alguna vejación, sirvió para que se
precipitaran los acontecimientos. La ira popular se desbordó el 10 de agosto
de 1792, fecha en que las masas asaltaron el Palacio de las Tullerías,
residencia de los monarcas, y asesinaron a la guardia del rey, que logró
ponerse a salvo. Luis XVI fue depuesto y encarcelado en la prisión del Temple
por haberse hallado en palacio documentos que le comprometían. La revuelta
instaló asimismo en el ayuntamiento parisino una Comuna revolucionaria
bajo el control de la izquierda jacobina. Desbordada por los acontecimientos
y bajo la presión de la Comuna, la Asamblea Legislativa se vio forzada a
convocar elecciones por sufragio universal (masculino).

A principios de septiembre surgieron los primeros brotes de terror


indiscriminado, que se cobrarían unas mil trescientas víctimas sólo en París:
monárquicos, clérigos y todo tipo de presuntos traidores fueron
sumariamente juzgados y ejecutados en las llamadas «matanzas de
septiembre». El 20 de septiembre, la Asamblea Legislativa se disolvía para
dar paso a la nueva cámara surgida de las elecciones, la Convención
Nacional, de carácter constituyente. Ese mismo día el ejército revolucionario
francés, al mando del general Dumouriez, hacía batirse en retirada en las
colinas de Valmy a las tropas prusianas del duque de Brunswick. París y la
revolución se habían salvado. En palabras de Goethe, testigo de excepción en
la batalla, "ese día comenzaba una nueva era en la historia del Mundo".

El fin de la Revolución Francesa


La coyuntura fue aprovechada por el general más audaz, Napoleón Bonaparte.
Enviado en 1798 a Egipto para asestar un golpe al poderío colonial británico
cuando se estaba organizando la Segunda Coalición antifrancesa, Napoleón
acudió a la llamada de dos miembros del Directorio (Emmanuel Joseph Sieyès
y Roger Ducos) y encabezó el golpe de Estado del 18 de Brumario (9 de
noviembre de 1799), que acabó con el régimen por la fuerza de las armas y
labró sobre su persona el nuevo destino de Francia.

Golpe del 18 de Brumario: Napoleón disuelve el


Consejo de los Quinientos (óleo de François Bouchot)
Napoleón disolvió las instituciones del Directorio y constituyó un gobierno
provisional; el nuevo orden surgido del golpe de Estado se dotó rápidamente
de una constitución (diciembre de 1799) que fijaba su entramado legal: el
Consulado. Se trataba de un régimen jerarquizado y autoritario que
culminaba en Napoleón, nombrado Primer Cónsul, al que quedaban
supeditados los otros dos cónsules. La Revolución Francesa había terminado.

Sin embargo, Napoleón consolidó algunos realizaciones revolucionarias


(destrucción de las estructuras feudales, superación de la sociedad
estamental, estabilización del liberalismo económico y ascenso de la
burguesía como clase social dominante) y dotó a Francia de unas estructuras
de poder sólidas y estables con las que se ponía fin al caos político
precedente. Aunque por el camino se perdieron los ideales de igualdad social
y democracia política, la restauración del Antiguo Régimen iba a resultar
imposible y, en muchos aspectos importantes, los logros de la Revolución
Francesa habían de perdurar y extenderse por Europa con las conquistas
napoleónicas.

Potrebbero piacerti anche