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De este modo, la Revolución Francesa creó una nueva sociedad cuya principal
característica sería la eliminación de los privilegios y la proclamación de la
igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; sin embargo, este ideal de
igualdad se quedaría en el plano de lo teórico, ya que la nueva sociedad
establecería un nuevo tipo de jerarquización entre los ciudadanos marcada
no por el origen o la sangre, como antes, sino por la posesión de riquezas.
Se pasó así de una sociedad estamental cerrada (se era noble por ser hijo
de nobles, sin importar méritos o riquezas) a una sociedad abierta pero
clasista (la nuestra), en que el dinero y los bienes materiales determinan la
clase social. El resultado de la Revolución Francesa, en suma, sería la
universalización del ideario burgués y la ascensión al poder de la misma
burguesía, que sería la principal beneficiaria de los cambios.
Durante el siglo XVIII, Francia vivió una serie de desajustes sociales propios
de unas estructuras anquilosadas incapaces de adaptarse a la dinámica de
los tiempos. El desarrollo de la economía, con importantes avances en
sectores como la industria y el comercio, había favorecido el protagonismo
de la burguesía, cuyo creciente poder económico no se veía correspondido
con la función que le era asignada en la sociedad del Antiguo Régimen. A la
eclosión de la burguesía como nueva realidad social cada vez más reacia a
tolerar las prerrogativas y prebendas de los estamentos superiores, había
que añadir la insoportable situación del campesinado francés, sujeto a un
sistema de explotación señorial que, lejos de suavizarse a lo largo del siglo
XVIII, tendía a hacerse aún más oneroso.
Pero esas medidas no sirvieron para tranquilizar a los grupos exaltados que
pugnaban abiertamente por la instauración de la República; la izquierda más
radical acusaba al rey de traicionar la revolución y de mantener compromisos
secretos con sus enemigos (los emigrados y los monarcas extranjeros). La
influencia de los aristócratas que habían huido de la Francia revolucionaria
se había dejado sentir en la ya citada declaración de Pillnitz (agosto de 1791)
de Leopoldo II de Austria y Federico Guillermo II de Prusia, en la que se
manifestaba que la causa de Luis XVI era común para todas las monarquías.