Sei sulla pagina 1di 178

STEFAN ZWEIG

S IG M U N D
FR E U D

EDITORIAL DIANA
MEXICO
la. Edición, febrero de 1951
9a. Impresión, octubre de 1975

TRADUCCION DE =

GREGORIO GARCIA MANCHON

EDITORIAL DIANA, S. A.
Galles de Tlacoquemécatl y Roberto Gayol, México 12, D. F.
Im preso en M éxico — Printed in M éxico
CAPITULO PRIMERO

L A SITUACION DESPUES DEL SIGLO

i Cuánta verdad soporta, a cuánta


veidad se atreve un espíritu? Esto ea
lo que ha constituido para mí, ca­
da vez más, la verdadera medida de
los valores. El error (la fe en el
ideal) no es ceguera, el error es co­
b a rd ía ... Cada conquista, cada pa­
so hacia adelante en el conocimiento,
destila valor, duración hacia sí, lim­
pieza para sí.
Nietzsche.

La medida más segura de toda fuerza es


la resistencia que soporta. Así, la acción de
Freud, revolucionaria primero y reconstruc­
tiva después, no es verdaderamente compren­
sible más que si se representa uno la moral
de antes de la guerra y la idea que se tenía
entonces de los instintos humanos. Hoy, las
ideas de Freud — que hace veinte años eran
todavía blasfemias y herejías — circulan
corrientemente en el lenguaje y en la sangro
de la época; las fórmulas concebidas por él
aparecen tan naturales que es necesario un
esfuerzo mayor para desecharlas que para
adoptarlas. Precisamente porque nuestro si­
glo XX no puede concebir por qué el XIX se
defendía con tanta exasperación contra el
descubrimiento de las fuerzas instintivas del
alma, tanto tiempo esperado, es necesario
examinar retrospectivamente la aptitud psi­
cológica de las generaciones de entonces y
saber una vez más de su féretro la momia ri­
dicula de la moral de la guerra.
El desprecio de esta moral — nuestra ju­
ventud ha sufrido demasiado con ella, para
que nosotros no la odiemos ardientemente
— no significa el de la moral y su necesidad.
Toda comunidad humana, unida por el es­
píritu religioso o nacional, se ve obligada,
en interés de su conservación, a refrenar las
tendencias agresivas, sexuales, anárquicas del
individuo, y a contenerlas detrás de las ba­
rreras llamadas Moral y Ley. No es necesa­
rio decir que cada uno de estos grupos se
crea formas particulares de la moral. Desde
la horda primitiva hasta el siglo de la elec­
tricidad, cada comunidad se esfuerza, por
medios diferentes, en dominar los instintos
primitivos. Las civilizaciones duras ejercían
duramente su poder; las épocas lacedemonia,
judaica, calvinista, puritana, trataban de ex­
tirpar el instinto de voluptuosidad, pánico
de la humanidad, quemándolo con hierro al
rojo. Pero, por muy feroces que fuesen sus
órdenes y sus prohibiciones, esas épocas dra­
conianas servían, a lo sumo, a la lógica de
una idea. Toda idea, toda fe, santifica en
cierto grado la violencia de su aplicación.
Si los espartanos llevaban la disciplina has­
ta la inhumanidad, es con el objeto de depu­
rar la raza, de crear una generación viril,
apta para la guerra: desde el punto de vis­
ta del ideal de la comunidad, la sensualidad
relajada debía ser a los ojos del Estado una
usurpación de su autoridad. El cristianismo
combate la inclinación carnal en nombre de
la salvación del alma, de la espiritualización
de la naturaleza siempre extraviada. J u s ta ­
mente porque la Iglesia, el más sabio de los
psicólogos, conoce la pasión de la carne en
el hombre eternamente adamita, le opone
brutalmente la pasión del espíritu como
ideal; rompe su empecinamiento orgulloso
por los verdugos y los torturadores, para ha­
cer volver el alma a su patria suprema —
lógica cruel, pero lógica de todos modos.
Ahí, como en otra parte, la moral tiene por
base una concepción del mundo sumamente
aferrada. La moral aparece como la forma
física de una idea metafísica.
¿Pero en nombre de qué idea, en servicio
de qué idea exige todavía una moral, codi­
ficada el siglo XIX, cuya piedad no es, des­
de hace mucho tiempo, más que superficial?
Groseramente material, gozador, ansioso de
dinero, sin la sombra de la gran fe coheren­
te de las antiguas épocas religiosas, defen­
sor de la democracia y de los derechos del
hombre, no tiene derecho a tratar seriamen­
te de prohibir a sus ciudadanos el derecho
del líbre goce. Este, que sobre el edificio de
la civilización ha izado la tolerancia a guisa
de bandera, no posee el derecho señorial de
inmiscuirse en la concepción moral del indi­
viduo. En efecto, el Estado moderno no se
esfuerza ya francamente, como en otro tiem­
po la Iglesia, para imponer una moral inte­
rior a sus súbditos: sólo el código de la so-
• ciedad exige el mantenimiento de una con­
vención exterior. No se pide, pues, al indi­
viduo que sea moral, sino que lo parezca, que
tenga una actitud moral. En cuanto a saber
si obra de un modo verdaderamente moral, el
Estado no se preocupa; eso no incumbe más
que al individuo mismo, que únicamente es­
tá obligado a no dejarse sorprender en fla­
grante delito de faltar a las conveniencias,
j Pueden ocurrir muchas cosas, pero no se
hable de ellas! P ara ser rigurosamente exac­
to se puede decir, pues, que la moral del
siglo XIX no aborda siquiera el problema
real. Lo evita y toda su actividad se reduce
a pasar a otra cosa. Durante tres o cuatro
generaciones, la civilización ha tratado, o
más bien apartado, todos los problemas se­
xuales y morales únicamente por medio de
ese ilogismo necio que pretende que una co­
sa disimulada no existe. Esta situación se
encuentra expresada del modo más terminan­
te, por esta frase de ingenio: netamente, el
siglo XIX no ha sido regido por Kant, sino
por el “ cant” (el canto).
I Cómo una época tan razonable y lúcida ha
podido extraviarse hasta ese punto y adhe­
rirse a una psicología tan insostenible y tan
falsa? ¿Cómo el siglo de los grandes descu­
brimientos, de las conquistas técnicas, ha po­
dido rebajar su moral hasta hacer de ella
una bolsa de prestidigitador cosida con hilo
negro? La respuesta es sencilla: precisamen­
te por orgullo de su razón; por infatuación
optimista de su cultura; por arrogancia de
su civilización. Los progresos inusitados de
la ciencia habían sumergido al siglo XIX en
una especie de embriaguez de la razón. To­
do parecía someterse servilmente al dominio
del intelecto. Todos los días, a cada hora
casi, se anunciaban nuevas victorias del es­
píritu; se conquistaban, cada vez más, los
elementos refractarios del tiempo y del espa­
cio; las cúspides y los abismos revelaban su
misterio a la curiosidad sistemática de la mi­
rada humana; la anarquía cedía por todas
partes a la organización; el caos a la volun­
tad de la inteligencia especulativa. ¿Es que
no era capaz la razón de dominar los instin­
tos anárquicos existentes en la sangre del
individuo, de disciplinar y hacer entrar en
juicio a la masa indócil de las pasiones? El
trabajo principal a este respecto está realiza­
do hace ya mucho tiempo, se decía, y lo que
se enciende de tiempo en tiempo en la san­
gre de un hombre moderno, de un hombre
culto, no son más que los últimos y pálidos
relámpagos de una tormenta que ya ha pa­
sado, las últimas convulsiones de la bestia­
lidad agonizante. Es necesario tener pacien-
cía todavía, unos años más, algunas décadas,
y el género humano, que ha hecho una as­
censión tan magnífica desde el canibalismo
hasta la humanidad y el sentido social, de­
purará y absorberá estás últimas y misera­
bles escorias, en sus llamas éticas; es inútil,
pues, mencionar siquiera su existencia. No
traigamos, sobre todo, la atención de los
hombres sobre las cosas sensuales, y las ol­
vidarán. No excitemos con discursos a esa
bestia humana antediluviana, aprisionada de­
trás de los barrotes de hierro de la moral,
no la alimentemos con preguntas y se domes­
ticará. Pasar de prisa, volviendo la vista an­
te todo lo que es desagradable, hacer siempre
como si no se viera nada; éste es, en suma,
todo el código del siglo XIX.
El Estado arma todos los poderes que de­
penden de él para esta campaña concéntri­
ca contra la franqueza. Todos ellos, ciencia,
arte, familia, iglesia, universidad, reciben las
mismas instrucciones de guerra: eludir toda
explicación, no atacar al adversario, sino
evitarlo, dando un rodeo; no entrar jamás
en discusión seria, no luchar nunca por me­
dio de argumentos, sino recurriendo única­
mente al silencio, boycottear siempre e ig­
norar.
Todas las potencias intelectuales, sirvien­
tes de la cultura, admirablemente obedientes
a esta táctica, han hecho a un lado el pro­
blema, hipócrita y deliberadamente. La cues­
tión sexual ha sido puesta en cuarentena du­
rante un siglo, en toda Europa. No ha sido
negada ni confirmada, ni agitada, ni resuel­
ta, sino colocada muy dulcemente detrás de
una mampara. TJn ejército de formidables
guardianes, disfrazados de instructores, pre­
ceptores, pastores y censores, se levanta pa­
ra arrebatar a la juventud su espontaneidad
y su alegría carnal. Ningún golpe de aire fres­
co debe rozar el cuerpo de esos adolescentes,
ninguna palabra sincera, ninguna iluminación
debe llegar a su alma casta. Mientras en otro
tiempo, no importa dónde, en todo pueblo sa­
no, en toda época normal, el adolescente nú-
bil entra en la edad viril como en una fies­
ta, mientras que en las culturas: griega, ro­
mana, judaica y hasta donde existe la cul­
tura, el muchacho de 13 ó 14 años es recibi­
do francamente en la comunidad de los que
saben, hombre entre los hombres, guerrero
entre los guerreros, en el siglo XIX, una pe­
dagogía maldita lo aleja de toda sinceridad
por medios artificiales y antinaturales. Na­
die habla delante de él libremente, y por
tanto nadie lo libera. Lo que sabe, no ha po­
dido aprenderlo más que entre las mucha­
chas o por cuchicheos de camaradas mayo­
res. Y como nadie se atreve a repetir más
que en voz baja esta ciencia de las cosas más
naturales de la naturaleza, todo adolescente
que crece sirve inconscientemente de un nue­
vo auxiliar a esta hipocresía de la civiliza­
ción.
La consecuencia de este siglo de reserva
y de hipocresía obstinada, la vemos en un
envilecimiento inusitado de la psicología en
el seno de un cultura intelectualmente ele­
vada. Porque, ¿cómo una ciencia profunda
del alma hubiera podido desarrollarse sin
rectitud ni honradez, cómo se hubiera propa­
gado la claridad cuando justamente los que
estaban llamados a repartir el saber, los
maestros, los pastores, los artistas, los sa­
bios, eran también ignorantes o hipócritas?
La ignorancia engendra siempre la dureza,
y por lo tanto una generación de pedagogos
sin piedad, aunque sin saberlo, hace un mal
irreparable a las almas de la juventud, pres­
cribiéndole eternamente que se domine y
que sea moral;.
Muchachos medio formados, que bajo la
presión de la pubertad y sin conocer la mu­
jer, buscan el único exutorio posible para
sus cuerpos, no tienen para informarlos más
que las sabias recomendaciones de esos men­
tores esclarecidos que al decirles que se en­
tregan a un vicio espantoso que destruye la
salud, les hieren profundamente el alma y
les inculcan a la fuerza un sentimiento de
inferioridad, una conciencia mística del pe­
cado. Los estudiantes de la universidad, (yo
mismo he pasado por ello), reciben de este
género de profesores que agradaba enton­
ces designarlos por la expresión florida de
eminentes pedagogos, noticias por medio de
las cuales aprenden que toda enfermedad
sexual, sin excepción, es incurable. Tales son
los cañonazos que el vértigo moral de la épo­
ca descarga sin vacilar sobre los nervios de
estos jóvenes. Y se ha calzado estas botas
claveteadas con que la ética pedagógica pa­
tea el mundo de los adolescentes. No se ad­
miren, pues, si por el hecho de esta educa­
ción sistemática de temor a la cual son some­
tidas almas todavía indecisas, parten de
cuando en cuando tiros de revólver; no se
admiren tampoco si este esfuerzo violento
rompe el equilibrio violento de innumera­
bles niños y se produce en serie ese tipo de
neurasténicos que arrastran toda la vida el
fardo de sus temores de adolescentes y de
sus retrocesos. Millares de estos seres pri­
vados de consejo, estropeados por una moral
hipócrita, vagan de médico en médico; pero
como entonces los profesionales de la medi­
cina no llegan nunca a descubrir la raíz de
la enfermedad, es decir, la sexualidad, y la
psicología de la época ante-freudiana, no se
atrevía, por conveniencia ética, a introducir­
se en estos dominios secretos, los neurólogos
fueron tomados de improviso en esos casos
críticos. No sabiendo qué hacer, envían to­
dos los enfermos del alma, no madurados
todavía, para la clínica o el asilo de alienados,
a establecimientos hidroterápicos. Se les h ar­
ta de bromuro, se les maltrata con la electri­
cidad, pero nadie se atreve a abordar las
causas reales de su enfermedad.
Los anormales son mucho más víctimas to­
davía de la necedad humana. Juzgados por
la ciencia como seres éticamente inferiores,
y por la ley común como criminales, estos in­
felices, cargados con una terrible herencia,
arrastran toda una vida teniendo ante sí la
prisión, detrás de ellos el chantaje, el yugo
invisible de su secreto homicida. A nadie pue­
den pedir ayuda ni consejo, porgue si en la
época ante-freudiana, se dirigía un homosc*-
m al a un médico, este señor, frunciendo las
cejas, se indignaba porque se atrevía a im­
portunarlo con esas porquerías. ¡No se tra­
tan esas cosas privadas en un gabinete de
consultas! ¿Pero dónde se tratan, entonces?
¿A quién puede dirigirse el hombre turbado
o extraviado en su vida sentimental, qué
puerta se abrirá para socorrer, para liber­
tar a esos millones de individuos? Las uni­
versidades se desentienden, los jueces se ci­
ñen a las leyes, los filósofos (a excepción del
valiente Schopenhauer), prefieren no seña­
lar en su Cosmos estas desviaciones; la so­
ciedad cierra los ojos por principio y decla­
ra que esas cosas lamentables no pueden ser
discutidas. Por lo tanto, silencio en los dia­
rios, en la literatura, en los medios científi­
cos : la policía está informada, y eso es su­
ficiente. ¿Que centenares de millares de cau­
tivos deliran en la prisión refinada de este
misterio? Eso lo sabe el siglo supremamente
moral y tolerante, y se burla de ellos; lo
que importa es que no llegue al exterior nin­
gún grito, que la aureola que se ha fabrica­
do la civilización, este más moral de los mun­
dos, permanezca intacto a los ojos del públi­
co. ¡ Esta época pone la apariencia moral por
encima del ser humano!
Durante todo un siglo, pero un siglo horri­
blemente largo, domina a Europa su ruin
conjuración del silencio moral. De repente lo
rompe una voz.
Un día, sin la menor intención revolucio­
naria, un médico joven se levanta en el círcu­
lo de sus colegas, y tomando como punto de
partida sus investigaciones sobre la historia,
habla de las perturbaciones, del retroceso de
los instintos y de su liberación posible. No
usa grandes gestos patrióticos, no proclama
con tono emocionado que es tiempo de apo­
yar las concesiones morales sobre una nue­
va base, que ha llegado el momento de dis­
cutir libremente la cuestión sexual. No, este
médico joven, rigurosamente realista, no imi­
ta a los oradores en el medio' académico. Pro­
nuncia exclusivamente una conferencia de
diagnóstico sobre la psicosis y sus orígenes.
Es precisamente la calma y la naturalidad
lo que emplea para establecer que gran par­
te de las neurosis, casi todas, en suma, se
derivan del retroceso del deseo sexual, lo que
provoca el espanto helado de sus colegas. No
es que éstos consideren como falsa esta etio­
logía, — al contrario, la mayor parte de entre
ellos han adivinado o experimentado a me­
nudo estas cosas, y se dan cuenta perfecta
personalmente del papel que desempeña el
sexo en el equilibrio del individuo. Pero en
tanto que los representantes de su época, en
tanto que los sirvientes de la moral en cur­
so, se sienten también heridos por esta fran­
ca comprobación de un hecho claro como la
luz del día, como si la indicación del joven
profesor equivaliese por sí misma a un gesto
indecente, se miran embarazados. ¿Es que ig­
noraba aquel joven docente el convenio táci­
to que prohíbe abordar esos temas espino­
sos sobre todo en una sesión pública de la
muy honorable Sociedad de Médicos f
Sin embargo, el recién llegado debía cono­
cer este convenio y respetarlo: el capítulo se­
xual se trata entre colegas por una guiñada
de ojos, se lanza, cuando hace a.l caso, una
pequeña broma en una partida de naipes, pe­
ro no se exponen estas tesis en pleno siglo
XIX, un siglo tan cultivado, en una reunión
académica. Esta primera manifestación pú­
blica de Freud — la escena se ha desarrolla­
do realmente, — es para sus colegas de la
Facultad como un tiro de revólver en una
iglesia. Y los más benevolentes de entre ellos
le hacen notar inmediatamente que sería pru­
dente, en su interés propio, en interés de su
carrera académica, que renunciara en el por­
venir a hacer investigaciones sobre asuntos
tan enojosos que a nada conducen, o por lo
menos a nada que sea susceptible de ser dis­
cutido en público.
Pero Freud se preocupa de la sinceridad,
y no de la conveniencia. Ha encontrado una
pista y la sigue. Precisamente el sobresalto
de sus oyentes le muestra que, sin querer,
ha puesto el dedo en la llaga, que en el pri­
mer golpe ha tocado el nervio de la cuestión.
Se siente satisfecho. No se deja intimidar
por las advertencias, que parten lealmente
de un grupo de sus mayores, ni por las la­
mentaciones de una moral ofendida, que no
está acostumbrada a sentirse asida tan brus­
camente in pimcto puncti. Con esta intrepi­
dez tenaz, con este valor viril y esa capacidad
de intuición que reunidas forman un genio,
no cesa de presionar cada vez más fuerte­
mente el punto sensible, hasta que finalmente
el abceso se revienta, la llaga se abre y pue­
de trabajar en su curación. Al primer contac­
to de la sonda en lo desconocido, este mé­
dico solitario no presenta todavía todo lo que
descubrirá en aquella obscuridad, pero adi­
vina el abismo, la profundidad, que atrae
siempre al espíritu creador.
El hecho de que a pesar de la insignifi-
rancia aparente del motivo del primer en­
cuentro de Freud con su generación, se trans­
forma en un choque, es un símbolo y no una
casualidad. No son solamente la pudibundez
ofensiva, la dignidad moral en vigor, las que
se ofenden por una teoría aislada: no, la mo­
ral impedida de dejar pasar las cosas en si­
lencio olfatea aquí, con la clarividencia ner­
viosa que se tiene ante el peligro, una oposi­
ción real. No es' la manera cómo Freud abor­
da esta esfera, sino el hecho que toca, que
se atreve a tocar, que equivale a una pro­
vocación a duelo en el que uno de los adver­
sarios debe sucumbir. Desde el primer ins­
tante, no se trata de mejoramiento, sino de
subvención total. No invoca preceptos, sino
principios. No es cuestión de detalles, sino
de un todo. Frente a frente, se alzan dos for­
mas del pensamiento, dos métodos tan opues­
tos, que ¿ntre ellos no hay acuerdo posible,
ni puede haberlo nunca. La psicología ante-
freudiana, encerrada en la ideología del do­
minio del cerebro sobre la sangre, exige al
individuo, al hombre instruido y civilizado,
que reprima sus instintos por la razón. Freud
responde a esto, neta y brutalmente: los ins­
tintos no se dejan reprimir, y es vano supo­
ner que cuando se reprime, se ocultan y des­
aparecen para siempre. A lo sumo se llega
a rechazar los instintos de lo consciente en
lo inconsciente. Pero entonces, sometidos a
esa desviación peligrosa, se callan en el fon­
do del alma y reengendran por su constante
fermentación, la inquietud nerviosa, las tu r­
baciones y la enfermedad. Sin ilusiones, sin
indulgencias, sin creencia en el progreso,
Freud establece perentoriamente que las fuer­
zas instintivas de Libido, estigmatizadas por
la moral, constituyen una parte indestructi­
ble del ser humano que renace en cada em­
brión, que ese elemento no puede ser deshecho
nunca, pero que en ciertos casos se consigue
hacer inofensiva su actividad por el paso a
lo consciente. Así, pues, el estado de cons­
ciencia que la antigua ética social considera
como un peligro capital, lo encara Freud co­
mo un remedio; el retroceso que aquélla es­
timaba beneficioso, él demostraba que era
perjudicial. Lo que el viejo método trataba
de encerrar en un cajón, él quiere mostrarlo
a plena luz. Quiere identificar en vez de igno­
rar, abordar en vez de rehuir profundizar
en vez de apartar la vista, poner al desnudo
en vez de cubrir. Sólo puede disciplinar los
instintos el que los conoce; sólo puede domi­
nar a los demonios el que los saca de su abis­
mo y los mira cara a cara. La medicina tie­
ne tan poca relación con la moral y el pudor,
como con la estética o la filosofía-, su tarea
más importante no es reducir al silencio los
secretos más misteriosos del hombre, sino
obligarlos a que hablen. Sin el menor cuida­
do por la pudibundez del siglo, Freud lanza
estos problemas del retroceso y de lo incons­
ciente en el hermoso medio de la época. Por
ahí emprende la curación, no sólo de innume­
rables individuos, sino de toda la época mo­
ralmente enferma, desterrando de la disimu­
lación en la ciencia el conflicto fundamental
que quería tener oculto.
Este método revolucionario de Freud ha
transformado no solamente nuestra concep­
ción del alma, sino que ha indicado una di­
rección a todas las cuestiones principales de
nuestra cultura presente y futura. Por esta
causa, todos aquellos que desde 1890 quieren
considerar el esfuerzo de Freud como una
simple obra médica, la estiman groseramen­
te y cometen un gran error porque confun­
den conscientemente el punto de partida con
el fin. El hecho de que Freud haya derri­
bado la muralla china de la psicología anti­
gua, partiendo de la medicina, es una casua­
lidad históricamente exacta, pero sin impor­
tancia para sus resultados. Lo que importa
en un creador no es de dónde viene, sino a
dónde ha llegado. Freud viene de la medi­
cina, del mismo modo que Pascal de las ma­
temáticas o Nietzsche de la filosofía antigua.
Sin duda, este origen da a su obra una tona­
lidad, pero no determina, ni limita su gran­
deza. Porque sería, en fin, tiempo de obser­
var ahora que entra en los setenta y cinco
años, que su obra y su valer hace mucho tiem­
po que no se basan más en el detalle secun­
dario de la. curación anual por el psicoaná­
lisis de algunos centenares de individuos más
o menos neuróticos, ni sobre la exactitud de
cada una de sus teorías y de sus hipótesis.
Que Libido esté textualmente fijada o no,,
que el complejo de la .castración y la aptitud
narcisiana — y sabe Dios cuántos más artícu­
los de fe codificados — sean o no canoniza­
dos por la eternidad, estas cuestiones se han
convertido hace ya tiempo en motivo de su­
tilezas escolásticas entre universitarios, y no
tienen la menor importancia para la reforma
histórica y duradera que Freud ha impuesto
al mundo por su descubrimiento del dinamis­
mo del alma y su nueva técnica frente a pro­
blemas psicológicos. Lo que interesa es que
un hombre, por su visión creadora, ha trans­
formado nuestra esfera exterior. Y el hecho
de que se trataba de una verdadera revolu­
ción, que su sadismo de la verdad trastorna­
ba todas las concepciones del mundo del al­
ma, los representantes de la generación mo­
ribunda lo reconocieron los primeros; com­
prendieron el peligro de su teoría. Porque
para ellos había la seguridad de que era pe­
ligrosa: aquellos ilusionistas, aquellos opti­
mistas, aquellos idealistas, aquellos abogados
del pudor y de la buena vieja moral, lo advir­
tieron inmediatamente y con espanto, en cuan­
to se vieron frente a un hombre que quema­
ba todas las señales indicadoras, que no ha­
cía retroceder y no intimidaba ninguna con­
tradicción, para el que en realidad, nada per­
manecía sagrado. Sintieron instintivamente
que con Freud, inmediatamente después de
Nietzsche, el Anticristo, resultaba otro gran
destructor de las viejas tablas santas, un an­
tiilusionista, en quien el rayo Roentgen de la
mirada, iluminaba implacablemente los pla­
nos posteriores, veía bajo Libido el sexo, en
el niño inocente el hombre primitivo, en la
dulce intimidad familiar, las antiguas y pe­
ligrosas tensiones entre padre e hijo> y en
los sueños anodinos el ardiente hervidero de
la sangre. Desde el primer instante los ha
S 1 G M Ü N D F B E V V
- ..................'____________________________ t

torturado un presentimiento penoso: seme­


jante hombre que, en sus valores más sagra­
dos, cultura, civilización, humanidad, moral
y progreso, no ve ninguna otra cosa que sue-
íios-deseos, ¿no llevará todavía más lejos su
sonda feroz"? Este inconoclasta, no transpor­
tará finalmente su impudente técnica analí­
tica del alma individual al alma colectiva?
¿No llegará a golpear con su martillo los
fundamentos de la moral del Estado y los
complejos familiares aglutinados a costa de
tantos esfuerzos hasta disolver con sus áci­
dos violentamente cáusticos la, idea de pa­
tria y hasta el espíritu religioso? En efecto,
el instinto del mundo agonizante de antes de
la guerra, ha visto justo: el valor, la intre­
pidez de Freud no se han detenido en nin­
guna parte. Indiferente a las objeciones y a
las envidias, al ruido y al silencio, con la
paciencia inquebrantable y sistemática del
artesano, ha continuado perfeccionando su
palanca de Arquímedes, hasta poder atacar
al mundo. A los setenta años de vida, ha em­
prendido Freud la obra última de aplicar su
método (con el cual había realizado experi­
mentos en un individuo), a. la humanidad en­
tera y hasta a Dios. Ha tenido el valor de
avanzar siempre más sobre las ilusiones has­
ta la nada suprema, hasta esc infinito gran­
dioso donde no hay más fe, más esperanzas
ni sueños, ni siquiera los del cielo y donde
no existe la cuestión del sentido y la mancha
de la humanidad.
Sigmund Freud ha dado a la humanidad,
— obra admirable de un hombre aislado, ■—
una noción más clara de sí misma; digo más
clara, no más feliz. Ha profundizado la con­
cepción del mundo de toda una generación:
he dicho profundizado y no embellecido, por­
que lo absoluto no hace nunca dichoso, ni ha­
ce más que imponer decisiones. La ciencia no
tiene el deber de mecer nuevos apaciguado­
res del corazón eternamente pueril de la hu­
manidad ; su misión es enseñar a los hombres
a marchar derechos y firmes sobre nuestro
duro planeta. La parte de Sigmund Freud en
esta tarea indispensable ha sido ejemplar: en
el curso de la obra que él ha emprendido su
dureza se ha hecho fuerza, su severidad ley
inflexible. Freud nunca ha demostrado al
hombre, por el placer de consolarlo, una sa­
lida cómoda, un refugio en un paraíso celes­
te o terrestre, sino siempre y únicamente 9]
camino que conduce al conocimiento de sí mis­
mo, la vía peligrosa que conduce a lo más
profundo de su YO. Su clarividencia no tie-
S I G M U N D F B E U T)*

ne indulgencia; su modo de pensar uo ha


aliviado en nada la vida humana. Agudo y
cortante como el cierzo, su irrupción en una
atmósfera sofocante, ha disipado muchas nie­
blas doradas y nubes rosadas; pero, más allá
de los horizontes iluminados, se extiende aho­
ra una nueva perspectiva sobre el dominio
del espíritu.
Gracias al esfuerzo de Freud, una nueva
generación mira una época nueva, y lo hace
con ojos más penetrantes, más libres y más
sinceros. Si la peligrosa psicosis del disimu­
lo que ha tenido en trailla durante un siglo
a la moral europea, está definitivamente des­
cartada, si hemos aprendido a mirar sin fal­
sa vergüenza en el fondo de nuestra vida;
si las palabras vicio y pecado nos hacen es­
tremecer de horror; si los jueces, informa­
dos sobre la fuerza dominante de los instin­
tos humanos, vacilan a veces en pronunciar
una condenación; si los instructores admiten
generalmente las cosas naturales y la familia
francamente las cosas francas; si hay en la
concepción moral más sinceridad y en la ju­
ventud más camaradería; si las mujeres
aceptan más libremente su sexo y su deseo;
si hemos aprendido a respetar la esencia úni­
ca de todo individuo, y poseemos la compren­
sión creadora del misterio de nuestro sér es­
piritual, todos estos elementos de corrección
moral, nosotros y nuestro mundo nuevo, lo
debemos, en primer término, a este hombre,
que ha tenido el valor de saber lo que él sa­
be y el triple valor de imponer ese saber a
la moral obstructiva y torpemente residente
de la época. En la obra de Freud pueden ser
discutidos muchos detalles, ¿pero qué impor­
tan los detalles? Los pensamientos viven
tanto de las negaciones como de las con­
firmaciones. Una obra nc existe menos por
el odio que por el amor que despierta. El
único triunfo decisivo de una idea, el único
al mismo tiempo que estamos todavía hoy
dispuestos a reverenciar, es su incorporación
a la vida. Porque en nuestro tiempo de justi­
cia incierta, nada reaviva tanto la fe en el
predominio del espíritu como el ejemplo vi­
vido, por el hecho de que basta que un hom­
bre solo tenga el valor de decir la verdad,
para aumentar la verdad en todo el Uni­
verso
CAPITULO II
RETRATO DEL CARACTER

La autoridad es el manantial de
todo genio.
Boerne.

La puerta severa de un inmueble vienes


vuelve a cerrarse después de medio siglo so­
bre la vida privada de Sigmund Freud: es­
taríamos por decir que no la ha tenido, tan
silencioso curso ha tenido su existencia per­
sonal, modestamente relegada a último tiem­
po. Setenta años en la misma ciudad, más de
cuarenta años en la misma casa. Aquí, el con­
sultorio en la misma habitación, la lectura
en el mismo sillón, el trabajo literario ante el
mismo escritorio. Pater familias de seis hi­
jos, sin ninguna necesidad personal, sin otra
pasión que la de la profesión y de la vocación.
Jamás se pierde un átomo de su tiempo, par­
simoniosa y sin embargo generosamente uti­
lizado, en el deseo de grados y dignidades, en
vanidosas actitudes exteriores; el creador de
la obra realizada nunca se cuadra delante de
ella preparando la publicidad; el ritmo de la
vida de este hombre se somete tínica y total­
mente al ritmo incesante, uniforme y pacien­
te del trabajo. Cada una de las mil y mil se­
manas de sus setenta y cinco años, está ence­
rrada en el círculo de una actividad delimita­
da ; todos los días son semejantes uno a otro.
Durante todo el período universitario, confe­
rencia una vez por semana; el miércoles por
la noche, regularmente, según el método so­
crático, una reunión intelectual en medio de
sus discípulos; el sábado por la tarde, un par­
tido de naipes; aparte de todo, desde la ma­
ñana hasta la noche, o más bien hasta la me­
dia noche, cada minuto, cada segundo, está
dedicado al análisis, al tratamiento de los en­
fermos, al estudio, a la lectura y a la tarea
científica. Este inexorable calendario del tra­
bajo no contiene hojas en blanco; esta jor­
nada sin fin, en el curso de medio siglo, no
cuenta una sola hora de reposo de espíritu.
La actividad perpetua es tan natural para
este cerebro siempre en movimiento, como lo
es para el corazón el golpeteo generador de
la sangre; en Freud, el trabajo no aparece
como una acción sometida a la voluntad, sino
por el contrario, como una función permanen­
te e inherente al individuo. La indefectibili-
dad de este celo y de esta vigilancia, es pre­
cisamente el rasgo más sorprendente de su
sér intelectual: la norma se convierte en fe­
nómeno. Desde los cuarenta años, Freud se
entrega diariamente a ocho, nueve, diez, y a
veces hasta once análisis; es decir, que nue­
ve, diez, once veces, se concentra durante una
hora entera en una tensión extrema, casi pal­
pitante, a fin de no formar más que uno solo
con él y su sujeto, cuyas palabras otea y pe­
sa una por una, no obstante que su memoria,
que jamás le falla, le permite comparar si­
multáneamente los datos del psicoanálisis del
momento con los de todos los casos preceden­
tes. Así vive en el corazón de esa personali­
dad extraña y, al mismo tiempo que estable­
ce el diagnóstico del alma, lo observa en la
parte exterior. Y de pronto, al terminar esa
sesión, debe dejar a ese enfermo, entrar en
la vida del que le sigue, y esto, ocho o nueve
horas diarias, guardando en sí mismo, sin
anotaciones ni medios neumónicos, los hilos
secretos de miles y miles de destinos que él
domina y cuyas ramificaciones más delica­
das discierne.
Un esfuerzo tan constantemente renovado
exige una vigilancia del espíritu, un acecho
del alma, una tensión de los nervios que nin­
guna otra persona sería capaz de soportar
durante más de dos o tres horas. Pero la vi­
talidad asombrosa de Freud, su fuerza supe­
rior en el dominio de la potencia intelectual,
no conocen el agotamiento ni el cansancio.
Cuando termina su trabajo analítico, por
la noche bien tarde, cuando la jornada de
nueve o diez horas al servicio de la humani­
dad ha terminado, empieza el otro trabajo,
el que el mundo cree que es su tarea única:
la elaboración creadora de los resultados. Y
esta labor gigantesca, practicada sin descan­
so en millares de hombres, y que repercute
sobre millones, se efectúa a lo largo de me­
dio siglo, sin ayudantes, sin secretario, sin
ayuda alguna; todas las cartas de Freud son
manuscritas, las investigaciones las sigue
hasta el fin por sí mismo; y, sin mediar la
menor ayuda, da forma definitiva a todos sus
trabajos. Sólo la regularidad grandiosa de su
potencia creadora traiciona bajo la superfi­
cie trivial de esta existencia el elemento pro­
fundamente demoníaco. Unicamente en la es­
fera de la creación es donde esta vida, apa­
rentemente normal, revela lo que hay en ella
de único e incomparable.
Este instrumento de precisión que funcio­
na hace décadas sin detenerse nunca, sin de­
bilitamientos ni desviaciones, sería inconce­
bible, si la materia que lo envuelve no fuese
perfecta. Como en Haendel, Rubens y Bal-
zac, creadores torrenciales, la superabundan­
cia intelectual se deriva en Freud de una sa­
lud espléndida. Hasta la edad de setenta
años, este gran médico nunca ha estado gra­
vemente enfermo; este profundo explorador
de las enfermedades nerviosas jamás ha sen­
tido el menor desarreglo nervioso; este in­
vestigador lúcido de todas las anomalías del
alma, este sexualista tan difamado, ha per­
manecido durante toda una Vida con una uni­
formidad, una salud admirables en sus ma­
nifestaciones personales. Este cuerpo no co­
noce por experiencia ni aun las enfermeda­
des más comunes que vienen a turbar el tra­
bajo intelectual, y nunca ha conocido, por
decirlo así, la jaqueca ni la fatiga. Durante
decenas de años, Freud no ha tenido nunca
necesidad de consultar a un colega, nunca lo
ha obligado una indisposición a suspender
una clase. Unicamente en la edad patriarcal
es cuando una enfermedad maligna se esfuer­
za en romper esta salud policrática. Pero es
en vano. Apenas se lia cicatrizado la herida,
en el acto y sin disminución alguna, recobra
la antigua vitalidad: para Freud, la salud
va con la respiración, el estado de vigilia con
el trabajo, la creación con la vida. Y cuanto
más viva y continua es la tensión del día,
tanto más completo es el descanso nocturno
para este cuerpo tallado en roca. Un sueño
breve, pero total, renueva todas las mañanas
ese vigor magníficamente supernormal del
espíritu. Cuando Freud duerme, duerme pro­
fundamente y cuando vela, está formidable­
mente despierto.
La imagen exterior del sér no contradice
en manera alguna este equilibrio completo de
las fuerzas interiores. Proporciones perfec­
tas en todos sus rasgos, aspecto esencialmen­
te armónico. La estatura no es ni demasiado
elevada ni demasiado baja, el cuerpo no es
ni muy grueso ni muy delgado: en todo y
siempre, existe un término medio verdadera­
mente ejemplar. Hace años que los caricatu
ristas se desesperan frente a este rostro, cu­
yo óvalo, perfectamente regular, no da nin­
gún motivo para la exageración del dibujo.
Es inútil que se coloquen uno junto a, otro los
retratos de su juventud para sacar de ellos
algún rasgo dominante, algún signo caracte­
rístico. Y a los treinta, a los cuarenta, a los
cincuenta años, esas imágenes no nos mues­
tran más que un hombre bello, un hombre
viril, un señor de rasgos regulares, demasia­
do regulares quizá. La mirada sombría y
concentrada revela ciertamente el sér inte­
lectual, pero por más esfuerzo que se haga,
no se encuentra en esas fotografías descolo­
ridas nada más que uno de esos rostros de
sabios, de una virilidad idealizada, con la
barba cuidada, tales como le gustaba pintar
a Lenbach y Makart, tenebroso, grave y dul­
ce, pero en suma, nada menos que un reve­
lador. Se cree ya deber renunciar a todo es­
tudio de caracteres ante este rostro encerra­
do en su propia armonía. Pero de pronto, las
últimas fotografías comienzan a hablar. So­
lamente la edad, que en la mayor parte de
los hombres disuelve los rasgos personales y
los desmenuza en arcilla gris, solamente la
vida patriarcal, la vejez y la enfermedad,
con su tijera creadora, dan al rostro de Freud
un carácter especial innegable. Después que
los cabellos blanquean, cuando la barba no
encuadra ya tan ricamente el mentón obsti­
nado, cuando el bigote sombrea menos la bo­
ca severa, cuando avanza el basamento hue­
sudo y sin embargo plástico de su rostro, se
descubre algo duro, incontestablemente ofen­
sivo: la voluntad inexorable, penetrante y
casi irritada de su naturaleza. Más profun­
da, más sombría la mirada, en otro tiempo
simplemente contemplativa, es ahora aguda
y penetrante; un pliegue amargo y descon­
fiado hiende como una cicatriz la frente des­
cubierta j surcada de arrugas. Los labios
delgados y apretados se cierran como en un
no o en un no es cierto. Por primera vez se
observa en el rostro de Freud el vigor y la
vehemencia de su ser y se adivina que no hay
allí un gaod grey oíd m<mdr al que la edad ha
hecho dulce y sociable, sino un analista im­
placable, que no se deja engañar por nadie,
ni admite el menor engaño. Un hombre ante
el cual se tendría miedo de mentir, que con
su mirada sospechosa y disparada como una
flecha desde el fondo de la oscuridad, corta
el camino a todo fuego fatuo e impide el
avance a toda escapatoria; un hombre de ros­
tro tiránico quizá, más bien que libertador,
pero dotado de una admirable intensidad de
penetración; no un simple contemplativo, si­
no un psicólogo inexorable.
No se trate de hacer desabrida la máscara
de este hombre de atenuar su dureza bíblica
o la enérgica intransigencia que flamea en
la mirada casi amenazadora de este viejo lu­
chador ; porque si esa energía cortante e im­
placable hubiera fallado en Freud, su obra
hubiera carecido de lo que tiene de más apre-
ciable y decisivo. Como Nietzsche con el mar­
tillo, Freud ha filosofado toda una vida con
el escalpelo: bien manejados por manos in­
dulgentes y dulces. . . La cortesía, la com­
placencia, la urbanidad y la compasión se­
rían absolutamente inconciliables con el pen­
samiento radical de su naturaleza creadora-
cuyo sentido y misión son únicamente la re­
velación de los extremos y no su armoniza­
ción. La voluntad combativa de Freud exi­
ge siempre el pro o el contra netos, el sí o el
no quién sabe y sin embargo, no obstante y
quizá. Cuando se trata de razón en los domi­
nios del espíritu, Freud no conoce reservas
ni componendas, ni compromisos ni piedad t
como Jove, el Eterno, perdona menos a un
tibio que a un apóstata. Casi no tienen valor
para él, que solamente es tentado por un cien­
to por ciento de verdad. Toda penumbra va­
ga, tanto en las relaciones personales de hom­
bre a hombre, como en esos sublimes daros-
euros intelectuales de la humanidad que se
califican de ilusiones, provoca inevitablemen­
te su necesidad violenta y casi exacerbada de
dividir, de delimitar, de ordenar; su mirada
quiere o debe siempre hacer resaltar los fe­
nómenos con la fortaleza de luz directa.
Ver claro, pensar claro, obrar claro, no es
para Freud un esfuerzo ni un acto de su vo­
luntad; la necesidad de analizar es en él ins­
tintiva, innata, orgánica e irreprensible.
Cuando Freud no comprende entera e inme­
diatamente una cosa, es incapaz de coordinar
el punto de vista con nadie; lo que no le pa­
rece claro desde el fondo de sí mismo, nadie
puede aclarárselo. Sus ojos, como su espíri­
tu, es autocrático y absolutamente intransi­
gente; y es en la lucha, cuando se levanta
sólo contra sus enemigos cien veces superio­
res en número, cuando se despliega en su
plenitud el instinto agresivo de esa voluntad
intelectual que la naturaleza ha hecho cor­
tante como un machete.
Duro, severo, implacable para los demás,
Freud no lo es menos para sí mismo. Ejerci­
tado en la desconfianza, acostumbrado a des­
cubrir la menor falsedad hasta en los replie­
gues más secretos de lo inconsciente, a des­
enmascarar detrás de cada declaración una
confesión aun más sincera, bajo cada verdad
una verdad más profunda, aplica a su propia
persona la vigilancia de ese control analítico.
Por esto es por lo que la frase tan a menudo
empleada de pensador audaz me parece que
no conviene de ningún modo a Freud. Su
pensamiento no tiene nada de improvisación,
y apenas algo de intuición. No es un aturdi­
do que modela fórmulas a diestra y siniestra:
algunas veces vacila años antes de convertir
en afirmación una suposición; para un genio
constructivo como el suyo, serían verdaderos
contrasentidos las generalizaciones prematu­
ras, los saltos peligrosos del intelecto. No ca­
minando más que a pasos cortos, con cir­
cunspección y sin experimentar nunca la me­
nor exaltación, Freud descubre el primero
todo lo que no es seguro; en sus escritos se
encuentran muchas advertencias que se ha­
ce a sí mismo, tales como: Esto no es más
que v/na hipótesis, o yo sé que respecto a es­
to tengo poco nuevo que decir. El verdadero
valor de Freud empieza tarde, con la certi­
dumbre. Solamente cuando este implacable
desilusionista se ha convencido a sí mismo
cuando ha triunfado de su propia desconfían
za, cuando ha vencido su temor de enriquecer
la quimera del mundo con una nueva ilusión,
cuando expone su concepción. Pero cuando
ha admitido y defendido públicamente una
idea, ésta entra en su carne y en su sangre,
se hace una parte de su existencia intelectual
y ningún Siloc podría extraer de ella ni una
onza de su cuerpo viviente. La certidumbre
de Freud tarda en afirmarse, pero una vez
adquirida no puede romperse.
Esta tenacidad, esta energía para mante­
ner sus puntos de vista hacia y contra todos,
la han considerado los adversarios irritados
de Freud como dogmatismo y hasta sus pro­
pios partidarios se han quejado de ello en
voz baja unas veces y en voz alta otras. Pero
este carácter entero de Freud está ligado in­
disolublemente a su naturaleza. De él se des­
prende una actitud no voluntaria, sino espon­
tánea, una manera particular de ver las co­
sas. Lo que abarca su mirada creadora lo ve
como si no lo hubiera visto nadie antes que
él. Cuando piensa, olvida lo que otros han
pensado antes sobre el mismo asunto. Perci­
be sus problemas en un mundo natural e inne­
gable, y por cualquier sitio que abra el libro
sibilino del alma humana, lo hace siempre
por una nueva página; antes que su pensa­
miento crítico se haya apoderado de ella, su
vista ya ha realizado la creación. Se puede
corregir un error de opinión, pero no modi­
ficar la percepción creadora de una mirada :
la visión está fuera de toda influencia, la
creación más allá de la voluntad. ¿Qué es
entonces, lo que nosotros calificamos de crea­
ción sino ese don de ver las cosas archiviejas
e inmutables como si nunca las hubiese ilu­
minado la estrella de un ojo humano, de ex­
presar lo que fué dicho diez mil veces con
tanta frescura virginal como si la boca de un
mortal no lo hubiera hecho nunca? Es impo­
sible enseñar esta magia de la visión intui­
tiva del sabio, como es imposible también
aprenderla, y la firmeza con que una natura­
leza genial mantiene su primera y única vi­
sión, no es obstinación, sino una necesidad
inevitable.
Por esto es por lo que Freud no trata nun­
ca de convencer, de persuadir, de engatusar
a sus lectores, a sus oyentes. Freud expone,
eso es todo. Su lealtad sin reservas renuncia
absolutamente a presentar ni aun los pensa­
mientos que le parecen más importantes ba­
jo una forma poéticamente seductora, dulci­
ficando la expresión. Comparada a la prosa
embriagadora de Nietzsche, que siempre ha­
ce aparecer los fuegos de artificio más locos
del arte, la suya aparece desde el primer mo-
mentó incolora, sobria y fría. La prosa de
Freud no fascina, no conquista; renuncia to­
talmente a toda poetización, a toda euritmia
musical (carece como lo confiesa él mismo, de
toda inclinación interior hacia la música, evi­
dentemente en el sentido de Platón que la
acusa de turbar el pensamiento puro). Y es
precisamente el objeto único de Freud, que
obra según la frase de Stendhal: Para ser
buen filósofo, es necesario ser seco, claro
sin ilusión. La claridad en el lenguaje como
en todas las manifestaciones humanas le pa­
rece el Optimum y el Ultimum; subordina to­
dos los valores artísticos, como secundarios,
a esa limpieza, a esa luminosidad, y de este
modo obtiene el filo diamantino al cual debe
la incomparable vis plastica de su estilo. Pro­
sa latina, prosa romana, desnuda de todo or­
namento, manteniéndose rígida a su objeto,
no eleva al modo de los poetas sino que lo
expresa con palabras duras y crudas. No ade­
reza nunca, no acumula vocablos, no es en­
marañada, evita repeticiones, llega hasta el
límite en la obtención de imágenes y compa­
raciones; pero cuando elige una, es podero­
samente persuasiva y alcanza como una bala.
Ciertas fórmulas de Freud tienen la sensua­
lidad traslúcida de las gemas cortadas y se
alzan en la claridad helada de su prosa co­
mo camafeos engastados en copas de cristal.
Todas ellas son inolvidables. En el curso de
sus demostraciones filosóficas, Freud no
abandona ni una sola vez el camino recto,
pues odia los circunloquios estilistas, tanto
como las desviaciones intelectuales, y en toda
su obra, tan vasta como es, no se encuentra
una sola frase que no sea netamente accesi­
ble, sin esfuerzo, ni a un hombre de cultura
media. Su expresión, como su pensamiento,
tiende siempre a una precisión casi geomé­
trica; sólo un estilo aparentemente tierno,
pero en realidad de una luminosidad extre­
ma, podía satisfacer su esfuerzo hacia la cla­
ridad.
Todo genio, dice Nietzsche, lleva una más­
cara. Freud ha elegido una de las máscaras
más impenetrables: la de la discreción. Su
vida exterior disimula una potencia demo­
níaca de trabajo bajo una especie de burgue­
sismo sobrio de filisteo. Su rostro: el genio
creador, bajo rasgos tranquilos y regulares.
Sú obra, atrevida y revolucionaria en extre­
mo, reviste las exterioridades modestas, pro­
pias de los métodos universitarios de una
ciencia natural exacta. La frialdad incolora
de su estilo oculta el arte cristiano de su po~
tencia creadora. Genio de la sobriedad, le
gusta manifestar lo que, en su sér, es sobrio
y no lo que es genial. Sólo aparece al princi­
pio la medida; lo desmesurado se revela más
tarde en profundidad. En todas las cosas,
Freud es más de lo que quiere parecer y sin
embargo en cada una de sus manifestaciones
es siempre el mismo, sin equívocos porque
allá donde domina y se extiende en el hombre
la ley de la unidad superior, ésta se encarna
triunfalmente en todos los elementos de su
ser, vida, obra, estilo y aspecto.
CAPITULO III
E L PUNTO DE PARTIDA

“ En mi juventud, y menos aún al princi­


pio por otra parte, yo no había sentido nun­
ca preferencia por la situación y la profesión
de médico” , confiesa Freud en la historia de
su vida, con esa franqueza inexorable hacia
él mismo, tan característica de su sér. Pero
a esta confesión vienen a agregarse aún estas
palabras ricas en aclaraciones: “ Yo estaba
más bien movido por una especie de sed de
saber, que se refería a las relaciones huma­
nas, más bien que a los objetos naturales” .
Pero a esta inclinación íntima no correspon­
de ninguna asignatura; el programa de es­
tudios médicos de la Universidad de Viena
no conoce ningún texto titulado Relacionen
humanas. Por otra parte, como el joven es­
tudiante debe pensar muy pronto de ganarse
el pan, no puede abandonarse mucho tiempo
a sus preferencias y se ve forzado a marcar
pacientemente el paso con los demás, duran­
te los doce semestres prescritos. Siendo es­
tudiante todavía, Freud trabaja ya en inves­
tigaciones independientes; sus deberes uni­
versitarios, en cambio, los cumple con basr
tante negligencia, según su sincera confe­
sión, y no obtiene el diploma de doctor en me­
dicina hasta el año 1881, a la edad de veinti­
cinco años, con un atraso bastante grande.
Es la suerte de un gran hombre: en este
hombre, incierto de su vida, se prepara una
vocación misteriosa del espíritu que debe
cambiar ante todo por una profesión que no
le dice nada. Porque desde el principio el
artesanismo de la medicina, la parte clásica
y la técnica curativa no atraen casi a este es­
píritu atento a lo universal. Psicólogo nato
— lo cual ignorará durante mucho tiempo,—
el joven médico busca sin embargo, instinti­
vamente el medio de transportar su campo
de actividad teórica a las vecindades del al­
ma. Por lo tanto, escoge como especialidad la
psiquiatría y se ocupa de la anatomía del ce­
rebro, porque entonces se considera todavía
en los auditorios medicinales la psicología
del individuo tomada en particular; esta
ciencia del alma, de la cual no podemos pres­
cindir hoy, habrá de inventarla Freud. La
concepción mecánica de la época considera
toda anomalía del alma únicamente como una
desviación de los nervios, como una deprava­
ción. Se ha conseguido por la inquebrantable
ilusión del poder, gracias a un conocimiento
cada vez más profundo de los órganos y ex­
perimentos en el dominio animal, calcular un
día exactamente el mecanismo del alma y co­
rregir en ella toda desviación. Esta es la
causa de que el taller de psicología esté si­
tuado en esta época en el laboratorio de fisio­
logía, donde se cree hacer experimentos con­
cluyentes recurriendo a la lanceta, al escal­
pelo, al microscopio y a los aparatos eléctri­
cos de reacción para medir las oscilaciones y
las vibraciones de los nervios. También
Freud debe sentarse primero en la mesa de
disección y buscar con la ayuda de toda clase
de aparatos técnicos, causas que, en realidad,
no se manifiestan nunca bajo una forma ma­
terial. Trabaja durante varios años en el la­
boratorio de los célebres anatómicos. Brücke
y Meynert, los cuales no tardan en reconocer
en el joven asistente el don innato del des­
cubrimiento creador e independiente. Los dos
tratan de tenerlo como colaborador perma­
nente. Si él quierp, hasta dará en la plaza del
maestro Meynert un curso sobre la anatomía
del cerebro. Pero una fuerza interior resiste
inconscientemente en Freud. Quizá su instin­
to presiente el porvenir que le espera; cual­
quiera que ella sea, declina la proposición
halagadora. Por otra parte, sus trabajos his­
tológicos y clínicos, conformes con el método
universitario, bastan ya para que lo hagan
nombrar agregado de neurología a la Uni­
versidad de Viena.
Agregado de neurología, era en aquel mo­
mento, para un médico sin fortuna y con
veintinueve años de edad solamente, un títu­
lo codiciado y una función lucrativa. Enton­
ces Freud debería cuidar sus enfermos, de
año en año, sin alejarse del camino derecho,
según el bravo método universitario prescri­
to y concienzudamente aprendido, y podrá
hacer una carrera brillante. Pero ya se ma­
nifiesta en él ese instinto característico de
autocontrol, que lo arrastrará toda su vida
cada vez más lejos y más adelante. Este jo­
ven profesor reconoce lealmente lo que to­
dos los otros neurólogos disimulan entre sí,
y con frecuencia a sí mismos, a saber: que
toda la técnica del tratamiento nervioso de
los fenómenos psicógenos, tal como se pre­
senta en 1885, es totalmente inoperante, inca­
paz de aportar ninguna ayuda y se encuentra
detenida en un impasse. ¿Pero cómo practi­
car otra, puesto que en Viena no se enseña
más que aquella? Lo que se podía aprender
de los maestros vieneses en 1885 (y mucho
después todavía), lo había aprendido el jo­
ven profesor hasta el más mínimo detalle;
observación clínica escrupulosa y anatomía
de una exactitud perfecta, sin olvidar las vir­
tudes fundamentales de la escuela de Viena,
que son la conciencia más rigurosa en el tra­
bajo y una aplicación inexorable. Después de
esto, la noticia de que en París se practicaba
la psiquiatría desde hacía varios años, por un
método completamente distinto de los admi­
tidos en Austria, ejerce en Freud una tenta­
ción irresistible. Sorprendido y desconfiado,
pero extremadamente atraído, sabe que
Chareot hace singulares experimentos con la
ayuda de aquella infame y maldita hipnosis,
herida en Viena de excomunión, desde el día
en que, — ¡gracias a Dios! — se arrojó de
la villa Franz Antón Mesmes.
Freud comprende en seguida que desde le-
jos, y sólo por los informes de las revistas
médicas no puede formarse una idea real de
aquellos experimentos; es necesario verlos
por sí mismo para poder juzgarlos. Guiado
por ese impulso interior misterioso que hace
adivinar a los creadores su camino verdade­
ro, Freud decide irse a París. Su maestro
Brücke, apoya la solicitud del joven médico
sin fortuna, que pide una bolsa para gastos
de viaje. Se le concede, y en 1886 parte para
París el joven médico para comenzar nuevos
estudios y aprender antes de enseñar.
Inmediatamente se encuentra en otra at­
mósfera. Aunque Charcot, como Briiche, ha­
ya partido de la anatomía patológica, él la
ha sobrepasado. En su célebre libro “ La fe
que cura” , el gran francés ha estudiado las
condiciones psicológicas de los milagros re­
ligiosos desechados hasta entonces como in­
verosímiles por la morgue médica científica,
y ha establecido ciertas leyes típicas en sus
manifestaciones. En vez de negar los hechos,
los ha interpretado y se ha acercado con la
misma ausencia de prejuicios de todos los
otros sistemas de curas milagrosas, compren­
dido en ellos el famoso mesmerismo. Freud
encuentra por primera vez un sabio que en
contra de su escuela de Viena, no echa a un
lado con desprecio la histeria, como una si­
mulación, sino que examina esta enfermedad
del alma, la más interesante, porque es la más
plástica de todas, y prueba que sus crisis y
sus accesos son las consecuencias de trastor­
nos interiores y deben tener causas psíqui­
cas. En el curso de conferencias públicas,
Charcot demuestra sobre pacientes hipnoti­
zados, que esas parálisis típicas pueden ser
provocadas o suprimidas por la sugestión,
en cualquier momento del estado de sueño
de sonambulismo, y que por consecuencia, no
constituyen simples reflejos fisiológicos, si­
no que están sometidos a la voluntad. Aunque
los detalles de su doctrina no consiguiesen
siempre persuadir al joven médico vienés,
éste está poderosamente impresionado por el
hecho de que en París la neurología reconoce
y tiene en cuenta no sólo causas físicas, si­
no también psíquicas, y hasta metafísicas..
Ve con alegría que allí la psicología se acer­
ca a la antigua ciencia del alma, y se siente
más atraído por este método intelectual que
por el que se le ha enseñado hasta entonces.
En esta nueva esfera de actividad, Freud
siente nuevamente la dicha, — ¿pero se pue­
de calificar de dicha lo que en el fondo no
es más que la eterna y recíproca adivinación
instintiva de los espíritus superiores? — de
despertar en sus maestros un interés parti­
cular. Lo mismo que Brücke, Maynert y
Nothangen, en Viena, Chareot reconoce in­
mediatamente en Freud una naturaleza crea­
dora y lo atrae a su esfera íntima. Le en­
carga la traducción de sus obras en alemán,
y lo honra con su confianza. Cuando Freud
vuelve a Viena, unos meses después, su ima­
gen interior del mundo ha cambiado. Siente
vagamente que el eamino de Chareot no es
completamente el suyo; este sabio también se
ocupa demasiado de la experimentación fí­
sica, y muy poco de la que domina en las re­
giones del alma. Pero esos pocos meses han
hecho madurar por sí solos en el joven mé­
dico una voluntad de independencia y un va­
lor nuevo. Ahora puede comenzar su propio
trabajo creador.
Es cierto que le queda todavía una peque­
ña formalidad que cumplir. Todo beneficia­
rio de una bolsa de viaje de la Universidad,
está obligado a su regreso, a hacer una rela­
ción sobre sus experimentos científicos en el
extranjero. Freud presenta la suya a la So­
ciedad de Médicos. Habla de los nuevos mé­
todos de Chareot, y describe sus experimen­
tos hipnóticos en la Salpetriere. Pero desde
Franz Antón Mesmer, los médicos vieneses
desconfían terriblemente de todo lo que es
hipnosis.
Se recibe con una sonrisa desdeñosa la co­
municación de Freud, es decir, que es posi­
ble provocar artificialmente los síntomas de
la histeria; en cuanto al anuncio de que exis­
ten también casos de histeria masculina, des­
pierta en sus colegas una franca alegría. Al
principio se le toca con benevolencia en el
hombro, lamentando que se haya dejado con­
tar en París semejantes patrañas; pero como
Freud no cede, se cierra en seguida al indig­
no apóstata el santuario del laboratorio de
psiquiatría, donde — ¡Alabado sea DiosI —
se estudia todavía psicología seña y cientí­
fica.
Desde entonces, Freud ha sido la bestia ne­
gra de la Universidad de Viena; nunca más
ha franqueado el umbral de la Sociedad de
Médicos, y únicamente gracias a la protec­
ción de una enferma influyente (como lo con­
fiesa alegremente él mismo), pudo obtener
después de algunos años, el título de profe­
sor extraordinario. Pero la ilustre Facultad
no se acuerda más que a la fuerza, de que
pertenece al personal académico. El día que
cumple setenta años, pre/_ere deliberadamen­
te no acordarse de ello, y se dispensa de todo
mensaje y de toda congratulación, Freud no
ha sido nunca titular- de una cátedra de pro­
fesor: ha sido siempre lo que era al princi­
pio : ¡ un profesor extraordinario entre los
profesores ordinarios!...
Oponiéndose al método mecánico de la neu­
rología, que se esforzaba en curar las enfer­
medades del alma exclusivamente por las ex­
citaciones cutáneas o por medicamentos,
Freud no solamente cortó su carrera acadé­
mica, sino que perdió también su clientela
privada. Desde entonces debía desenvolverse
solo. Apenas había pasado entonces el lado
negativo de la cuestión; si sabe que por el
estudio anatómico del cerebro y con el uso
del aparato para medir las reacciones ner-
vi )sas no se puede esperar que se hagan des­
cubrimientos psicológicos decisivos, y que só­
lo un método enteramente distinto, con otro
punto de partida diferente, permitiría acer­
carse a los misteriosos laberintos del alma,
ahora se trata de hallar, o mejor dicho, de
inventar ese método. A esto es lo que se con­
sagrará Freud apasionadamente durante los
siguientes cincuenta años. París y Nancy le
han suministrado ciertas indicaciones que lo
colocan en el camino. Pero en la esfera cien-.
tífica, lo mismo que en el arte, un pensa
miento único no puede dar nunca nacimiento
a formas definitivas. La fecundación verda­
dera no se produce más que por cruzamiento
de una idea y una experiencia. Basta enton­
ces el menor impulso para que se afirme la
fuerza creadora.
Es su colaboración amistosa con el doctor
José Breuer, a quien Freud había encontrado
poco antes en el laboratorio de Brücke, lo que
va a dar ese impulso. Breuer, médico muy
ocupado, muy activo en el dominio de la cien­
cia, sin ser creador, había hablado con Freud
ya antes de su viaje a París, sobre un c a so
de histeria de una joven a la cual había lo­
grado curar de un mod<? imprevisto. La pa­
ciente presentaba los fenómenos ordinarios
de esta enfermedad: parálisis, contracturas,
inhibiciones, oscurecimiento de la conscien­
cia.
Ahora bien. Breuer había observado que
aquella joven se sentía liberada, que se pro­
ducía una mejoría temporaria en su estado,
siempre que podía hablarle de sí misma du­
rante un buen espacio de tiempo. El doctor,
inteligente, escuchaba, pues, con paciencia,
cómo la enferma daba curso libre a su fanta­
sía afectiva. Así, la joven relataba y relata
ba. Pero durante estas confesiones bruscas,
sin ningún lazo, Breuer olfateaba que la en­
ferma evitaba siempre intencionalmente lo
más esencial, lo que había desempeñado un
papel decisivo en la eclosión de su histeris­
mo. Observó que aquel sér sabía de sí mismo
algo que no quería saber, y que en consecuen­
cia, lo reprimía. Para despejar el camino
obstruido que conducía al acontecimiento
oculto, se le ocurrió a Breuer hipnotizar re­
gularmente a la joven. En ese estado en que
la voluntad se ha suprimido, esperaba poder
barrer de una manera radical todas las inhi­
biciones que se oponían todavía a la aclara­
ción definitiva. En efecto, su tentativa triun­
fa,; en estado de hipnotismo, en el que todo
pudor queda abolido, la joven expresa libre­
mente lo que con tal obstinación había ocul­
tado al médico, y ante todo a ella misma: a
la cabecera de la cama de su padre enfermo,
había experimentado ciertos sentimientos,
que, rechazados por razones de decencia, ha­
bían encontrado, o más bien inventado, como
derivado los síntomas de enfermedad com­
probados. Porque cada vez que la joven los
confiesa en estado hipnótico, su substituto,
el síntoma histérico, desaparece inmediata­
mente. Breuer siguió sistemáticamente el
tratamiento en ese sentido. A medida que se
manifiesta en su interior claramente la en­
ferma, los fenómenos histéricos peligrosos se
ocultan. Al cabo de algunos meses, la pacien­
te es dada de alta completamente curada.
Breuer había referido este caso a su joven
colega, como excepcionalmente notable. Lo
que más le satisfacía de este tratamiento era
la curación de una neurótica. Pero Freud,
con su profundo instinto, vió en el acto, bajo
la terapéutica descubierta por Breuer, una
ley mucho más vasta, esto es: que las ener­
gías del alma son cambiables, que debe exis­
tir en lo subconsciente una fuerza que obra,
que metamorfosea los sentimientos detenido,3
en su curso natural, y que los lleva hacia
otras manifestaciones psíquicas o físicas. El
caso hallado por Breuer muestra en cierto
modo y desde un nuevo punto de vista, las
experiencias referidas de P a rís; los dos ami­
gos resuelven trabajar juntos para seguir
hasta las tinieblas la traza descubierta. Las
obras que escriben entonces en colaboración:
“ Sobre el mecanismo psíquico de los fenó­
menos histéricos” (1893) y “ Estudio sobre
la histeria” (1895), representan la primera
exposición de estas ideas nuevas; en ella.s
brilla la aurora de una psicología enteramen-
* T K
- n-n—,-,.... r.....
F A
.......... -......
N
- -
Z
■■■ ■. ___
W
-
E
,
I G
.................. ......... ...... J

te distinta de la que está admitida. En el


curso de sus investigaciones comunes queda
establecido por primera vez que la histeria
no es debida, como se creía, a una enferme­
dad orgánica, sino a una turbación provo­
cada por un conflicto interior del cual no se
da cuenta el mismo enfermo; bajo la presión
ejercida por el conflicto, se forman esos sín­
tomas, esas desviaciones enfermizas. Los
trastornos físicos son engendrados pór una
retención de los sentimientos, como lo es la
fiebre por una inflamación interna. Y así co­
mo la fiebre decrece en cuanto la supuración
encuentra una salida, así también cesan las
manifestaciones de la histeria, más o menos
violentas, en cuanto se consigue desprender
el sentimiento nacido y rechazado, en cuan­
to se logra dirigir por las vías normales en
que se afirma libremente la fuerza afectiva
desviada, y por decirlo así, estrangulada, que
servía para mantener el síntoma,
Al principio, Breuer y Freud recurren a la
hipnosis como instrumento de liberación psí­
quica. En esta época prehistórica del psico­
análisis, esto no constituye de ningún modo
el remedio en sí, sino simplemente Un medio
de auxilio. Su tarea es únicamente ayudar a
detener las crisis del sentimiento: reprcsen-
ta, por decirlo así, el anestésico para la ope­
ración que hay que hacer. Sólo cuando las
trabas del estado de vigilia conscientes han
desaparecido, es cuando el enfermo expresa
libremente lo que tiene más secreto: el solo
hecho de la confesión disminuye la presión
angustiosa. Es un exutorio que se suminis­
tra a un alma que se ahoga; es la manumi­
sión de la tensión, que la tragedia griega can­
ta como una felicidad y una liberación; por
lo tanto, Breuer y Freud califican el princi­
pio su método de catártico, en el sentido de
la catnrtis de Aristóteles. Gracias al conoci­
miento de sí mismo, la desviación enfermiza
se hace superflua y el síntoma, que no tenía
más que un sentido simbólico, desaparece.
Breuer y Freud habían llegado conjunta­
mente a estos resultados importantes, hasta
decisivos. Pero su camino se bifurca. Breuer,
el médico, temiendo los peligros de esta in­
cursión en el dominio del alma, se inclina
hacia el lado médico; a él lo que le interesa
sobre todo, son los medios de curar la histe­
ria, de suprimir los primeros síntomas. En
cuanto a Freud, que acaba de descubrir en sí
mismo el psicólogo, está esencialmente fas­
cinado por el fenómeno psíquico, por el mis­
terio que se aclara, del proceso de transfor-
mac 5n de los sentimientos. El descubrimien­
to de que éstos pueden ser rechazados y
reemplazados por síntomas, excita más vio­
lentamente su curiosidad; presiente que todo
el problema del mecanismo psíquico está allí.
Porque si los sentimientos pueden ser recha­
zados, i qué los rechaza? i A dónde son recha­
zados? ¿Según qué leyes de las fuerzas se
transportan de lo psíquico a lo físico, y dón­
de se producen esas transformaciones ince­
santes de que el hombre consciente nada sa­
be y de las que sabe mucho, sin embargo,
cuando se le obliga a saber? Una esfera dea-
conocida en que la ciencia no había osado pe­
netrar hasta entonces, se bosqueja vagamen­
te ante Freud, que percibe a lo lejos los con­
tornos nebulosos de un mundo nuevo: Lo in­
consciente. En adelante se consagrará apa­
sionadamente al estudio de la religión in­
consciente de la vida del alma. El descenso
al abismo ha comenzado.
CAPITULO IV
E L MUNDO DE LO INCONSCIENTE

Querer olvidar lo que se sabe, retrogradar


artificialmente de un nivel más elevado a
una concepción más sencilla, exige siempre
un esfuerzo particular. Por eso es difícil re­
presentarse hoy la forma en que el mundo
científico de 1900 comprendía la noción de lo
inconsciente. La psicología prefreudiana no
ignoraba, desde luego, que nuestras posibili­
dades psíquicas no son agotadas completa­
mente por la actividad consciente de la ra­
zón, que existe detrás de ese otro poder que
obra, en cierto modo, a la sombra de nuestra
vida y de nuestro pensamiento. Pero no sa­
biendo qué hacer de este conocimiento no tra­
tó nunca de transportar realmente la noción
de lo inconsciente al dominio de la ciencia y
de la experiencia. La psicología de aquella
época no se ocupa de los fenómenos psíqui­
cos más que en la medida en que éstos pene­
tran en el círculo iluminado por la conscien­
cia. Para ella esto no es un contrasentido, —
un contradicfio in adjecto — el tratar de
hacer de lo insciente un objeto de la concien­
cia. El sentimiento no es considerado como
tal, sino cuando se le siente netamente, la vo­
luntad cuando quiere activamente, pero
mientras las manifestaciones psíquicas no
se eleven por encima de la superficie de la
vida consciente, la psicología de entonces
las separa del espíritu, como imponderables
de los cuales no se debe tener cuenta.
Freud transporta al psicoanálisis el tér­
mino técnico de inconsciente, pero le da un
sentido muy diferente del de la filosofía es­
colar. Para Freud, lo consciente no consti­
tuye el único acto psíquico, ni lo inconscien­
te, en consecuencia, una categoría absoluta­
mente distinta o subordinada; por el contra­
río, declara enérgicamente: Todos los actos
psíquicos son en principio productos de lo
inconsciente; aquellos de que se tiene con­
ciencia no representan una especie diferen­
te ni superior; su entrada en lo consciente
no la deben más que a una acción exterior,
tal como la luz que llega a iluminar un ob­
jeto. Que sea invisible en una habitación obs­
cura, o que una lámpara eléctrica la baga
perceptible a la vista, una mesa será siempre
una mesa. La luz hace su existencia material­
mente más sensible, pero no es ella la que
produce su presencia. Es cierto que en este
estado de visibilidad acrecentada se puede
medir más exactamente que en la oscuridad,
por más que aun en las tinieblas mismas y
por otro medio, palpando y tentando hubie­
ra sido posible, en cierto modo, comprobar
y delimitar su naturaleza. Pero lógicamente,
la mesa invisible en la oscuridad pertenece
al mundo físico tanto como la mesa visible,
y así también, en el dominio de la psicología,
ló inconsciente forma parte del alma tanto
como lo consciente. Por consiguiente, para
Freud, por primera vez, inconsciente no sig-
n ?icaba incognoscible; la palabra entra en
la ciencia dotada de un sentido nuevo. Gra­
cias a esta voluntad admirable de Freud de
examinar no sólo el exterior de los fenóme­
nos psíquicos, sino también sus interiorida­
des, y de sondar bajo la superficie de lo
consciente con una nueva atención y con otro
instrumento metodológico, la campana su-
rnergible de su psicología del abismo, la psi­
cología escolar resulta en fin un verdadero
conocimiento del alma, una ciencia vital apli­
cable y hasta curativa.
La obra genial de Freud es esta reforma
fundamental, este descubrimiento de una
nueva tierra de experimentos, este ensanche
formidable del campo de acción del alma. De
un solo golpe, la esfera psíquica perceptible
multiplica su extensión anterior y ofrece a
la ciencia, bajo la superficie, la profundi­
dad. Todas las medidas del dinamismo psí­
quico son subvertidas, gracias a esta modi­
ficación — aparentemente insignificante —
con el tiempo: las ideas decisivas aparecen
siempre sencillas y caminando por sí solas.
También es probable que una futura histo­
ria del espíritu contará este instante creador
de la psicología entre los más grandes y los
más ricos en consecuencia, lo mismo que los
simples desplazamientos del ángulo de visión
intelectual de Kant y de Copémico han trans­
formado el pensamiento de toda una época.
Hoy, la imagen del alma que representan las
universidades al principio del siglo, nos pa­
rece ya que es un torpe grabado de madera,
estrecha y falsa como una carta ptolomeica,
que califica de Cosmos una pequeña y mise-
rabie parte del universo geográfico. Acudien­
do a estos cartógrafos cándidos, los psicólo­
gos antefreudianos ven sencillamente una
tierra incógnita en los continentes inexplora­
dos del alma; inconsciente es para ellos una
palabra que reemplaza a incognoscible e
inaccesible. Piensan ciertamente que debe
haber en ella en alguna arte, un reservado
obscuro y recóndito del alma, donde se depo­
sitan todos nuestros recuerdos inutilizados,
un depósito del cual saca la memoria a lo su­
mo de tiempo en tiempo a la luz de la con­
ciencia un objeto cualquiera. Pero la. concep­
ción fundamental de la ciencia antefreudiana
es, y sigue siendo, ésta; este mundo incons­
ciente en sí, es enteramente inactivo, absolu­
tamente pasivo; representa una vida vivida
y muerta, un pasado enterrado, y por tanto
sin ninguna acción, sin ninguna influencia
sobre nuestros sentidos presentes.
Freud opone a esta concepción la suya:
Lo inconsciente no es en modo alguno el
residuo del alma, sino por el contrario, su
materia prima, de la cual solamente nna
parte mínima alcanza la superficie ilumina­
da de lo consciente. Pero la parte principal,
llamada inconsciente, que no se manifiesta,
no está por esta razón muerta o privada de
dinamismo. En realidad, viva y activa, obra
sobre nuestro pensamiento y sobre nuestros
sentimientos; quizá representa también la
parte más plástica de nuestra existencia psí­
quica. Por esta causa, quien, en toda deci­
sión no hace entrar en consideración el que­
rer inconsciente, comete un error porque ex­
cluye del cálculo el elemento principal de
nuestras tensiones internas; lo mismo que se
engañaría groseramente valuando la fuerza
de un iceberg por la parte que emerge del
agua (quedando su verdadero volumen de­
bajo de la superficie), así se engaña el que
cree que nuestras energías conscientes, nues­
tros pensamientos claros, son los que deter­
minan solos nuestras acciones y nuestros sen­
timientos. Nuestra vida no se desarrolla li­
bremente en la esfera de lo racional, pero
cede a la incesante presión de lo inconscien­
te; todo instante de nuestra jornada vivien­
te es sumergido por las olas de un pasado
aparentemente olvidado. Nuestro mundo su­
perior no pertenece a la voluntad consciente
y a la razón lógica en la medida altiva que
suponemos, porque es de las tinieblas de lo
inconsciente de donde brotan, como relámpa­
gos, las decisiones esenciales; y en las pro­
fundidades de ese mundo de los instintos, es
donde se preparan los cataclismos que de re­
pente subvierten nuestro destino. Es allí don­
de yacen, apretados unos contra otros, todos
esos sentimientos que, en la esfera conscien­
te son registrados prácticamente en las cate­
gorías del tiempo y del espacio; los deseos
de una infancia olvidada, que nosotros creía­
mos enterrada para siempre, se mueven allí
impacientemente, y a veces, ardientes y ham­
brientos, invaden nuestra vida; el terror y el
espanto desde mucho tiempo borrados de la
memoria consciente, hacen subir de pronto
desde lo inconsciente sus aullidos por los hi­
los conductores de los nervios; allí se han
arraigado en nuestro sér no solamente los
deseos de nuestro propio pasado, sino tam­
bién los de antepasados bárbaros y de gene­
raciones convertidas en polvo. De esas pro­
fundidades salen las más características de
nuestras acciones; de este misterio, oculto a
nosotros mismos, brotan las repentinas ilu­
minaciones, el poder sobrehumano que domi­
na al nuestro. En ese crepúsculo habita el
YO antiguo, del cual no sabe nada, o no quie­
re saber nada nuestro YO civilizado; pero
de repente se levanta, rompe la delgada ca­
pa de civilización que lo retenía, y sus ins­
tintos primitivos e indomables se precipitan
contra nosotros amenazadores, porque es la
voluntad primordial de lo inconsciente salir
a la luz, ser consciente y liberarse por la ac­
ción: Puesto que soy, debo obrar. En todo
instante siempre que pronunciamos una pa­
labra, que realizamos un acto cualquiera, es­
tamos obligados a reprimir, o más bien a re­
chazar, movimientos inconscientes; nuestro
sentimiento ético o civilizador debe defender­
se siempre contra el bárbaro instinto del go­
ce. Así — visión formidable de elementos
evocados por primera vez por Freud — to­
da nuestra vida psíquica aparece como una
lucha incesante y patética entre el querer
consciente y el inconsciente, entre la acción
responsable y nuestros instintos irresponsa­
bles. Pero toda manifestación de lo que es
aparentemente inconsciente, aunque perma­
nezca para nosotros incomprensible, posee
un sentido preciso; hacer comprender a todo
individuo el sentido de sus impulsos incons­
cientes es la tarea futura que Freud exige
de una nueva y necesaria psicología. Nos­
otros no llegamos a conocer el mundo de los
sentimientos de un hombre más que cuando
podemos iluminar sus regiones subterráneas;
tampoco podemos descubrir las causas de
sus trastornos y de sus desórdenes, más que
cuando descendemos al fondo de su alma.
Aquello de que el hombre tiene conciencia,
no hay necesidad de que se lo enseñen el psi­
cólogo y el psiquiatra. El médico 110 puede
verdaderamente socorrer al enfermo más
que cuando éste ignora su inconsciente.
¿Pero cómo descender a esas regiones cre­
pusculares ? La ciencia de la época no conoce
ningún medio. Además, confiesa resuelta­
mente la imposibilidad de recoger los fenó­
menos de lo subconsciente por medio de sus
aparatos basados en los principios de la me­
cánica. La antigua psicología no podía, pues,
proseguir sus investigaciones más que a la
luz del día, en el mundo consciente; pero pa­
saba indiferente delante del hombre mudo o
que le hablaba soñando. Freud rompe y arro­
ja esta concepción como un trozo de madera
carcomida. Según su convicción, lo incons­
ciente no es mudo. Se expresa, es cierto, por
medio de otros signos y símbolos que lo cons­
ciente. Esto que quiere dejar su superficie
para descender a su propio abismo, debe an­
te todo aprender la lengua de este mundo
nuevo. Como los egiptólogos ante la Roseta,
Freud se dedica a interpretar signo tras sig­
no, después forma un vocabulario y una gra­
mática de la lengua de lo inconsciente, para
hacer comprender esas voces que vibran, ten­
taciones o advertencias, detrás de nuestras
palabras y de nuestro estado de vigilia, alas
cuales obedecemos generalmente con más fa­
cilidad que a nuestra ardiente voluntad. El
que comprende una nueva lengua adquiere
un nuevo sentido. Así Freud, con su nuevo
método de psicología abismal, descubre un
mundo psíquico inexplorado: gracias a él so­
lo, la psicología científica, que no era más
que la observación teórica de los fenómenos
de la conciencia, se convierte en lo que hu­
biera debido ser siempre: el estudio del al­
ma. Un hemisferio del Cosmos interior no
permanece ya relegado a la sombra lunar de
la ciencia. Y en la medida que se aclaran y se
precisan los primeros contornos de lo incons-
c, inte, se descubre en forma cada vez más
definida una perspectiva nueva en la estruc­
tura grandiosa y rica de sentidos de nuestro
mundo psíquico.
CAPITULO V
INTERPRETACION DE LOS SUEÑOS

¿ Cómo han reflexionado tan poco


los hombres hasta entonces en los
accidentes del sueño, que acusan en
el hombre una doble vida? ¿No ha­
bría una nueva ciencia en este fe­
nómeno?. .. Por lo menos anuncia la
desunión frecuente de nuestras do*
naturalezas. Yo tengo, en fin, un tes­
timonio de la superioridad que dis­
tingue nuestros sentidos latentes de
nuestros sentidos aparentes.

Bálzac, Louis Lambert, 1933.

Lo inconsciente es 'el secreto más profun­


do de todo hombre. La tarea que se propone
el psicoanálisis es ayudarle a revelarlo. Pe­
ro, ¿cómo se revela un secreto? De tres ma­
ñeras. Se puede arrancar por la fuerza a un
hombre que lo oculta: los siglos han demos­
trado cómo se abren, por medio del tormen­
to, los labios más obstinadamente cerrados.
También se puede, combinando la tortura
con las dádivas, adivinar una cosa disimula­
da si se aprovechan los breves y fugitivos
momentos en que su contorno — como el lo­
mo de un delfín sobre el impenetrable espejo
del mar — emerge de la obscuridad. Por úl­
timo, se puede acechar con mucha paciencia
el instante en que, en el estado de vigilia re­
lajada, se traiciona a sí mismo el secreto.
El psicoanálisis emplea sucesivamente es­
tas tres técnicas. Al empezar, trata de hacer
hablar a la fuerza al inconsciente, subyugán­
dolo por la hipnosis. La psicología no igno­
ra que el hombre sabe acerca de él mismo más
de lo que se confiesa y no confiesa a los de­
más. Pero desconoce el medio de abordar a
lo subconsciente. El mesmerismo fué el pri­
mero en mostrar que, en el estado de su sue­
ño hipnótico, se puede obtener de un hom­
bre más que en el estado de vigilia. . . Como
aquel a quien se ha anestesiado la voluntad
no sabe, cuando está en trance, que habla
delante de otros, y cree estar solo consigo
mismo, expresa ingenuamente sus deseos y
sus secretos más íntimos. Por esto es por lo
que la hipnosis parece al principio el método
más rico en promesas; pero en seguida, por
razones que sería muy largo de expresar en
detalle, Freud renuncia a este medio de pe­
netración violenta en lo inconsciente, que os
inmoral además de estéril. Lo mismo que la
justicia, en una fase más humana, renuncia
voluntariamente a la tortura para reempla­
zarla por el arte más finamente urdido del in­
terrogatorio y de los indicios, el psicoaná­
lisis pasa del primer período en el que la
confesión es arrancada a la fuerza, a aquel
en que se adivina, combinando los datos. To­
do animal, hasta el más ligero, deja rastros
de su paso. Lo mismo que el cazador vuelve
a encontrar en la menor impresión la marcha
y la especie de la pieza, lo mismo que el ar­
queólogo, fundado en la fe que le merece un
trozo de un vaso, establece el carácter de una
generación en toda una ciudad sepultada, así
el psicoanálisis, en el transcurso de su fase
más avanzada, ejerce su arte de detective
adhiriéndose a los hechos aparentemente in­
significantes en los cuales la vida inconscien­
te se traiciona a través de lo consciente. Freud
descubrió una pista sorprendente: los actos
malogrados. Por actos frustrados (Freud
encuentra siempre la palabra exacta para
todo nuevo conocimiento, según conviene), la
psicología abismal entiende todos esos fenó­
menos singulares que parecen ínfimos a pri­
mera vista: equivocarse en la expresión, to­
mar una cosa por otra, cometer un error, lo
cual nos ocurre a todos diez veces por día.
¿Pero de dónde proceden estos malditos erro­
res? ¿Cuál es la causa de esta rebelión de la
materia contra la voluntad? La casualidad l
o el cansancio, sencillamente, responde la
vieja psicología, suponiendo que juzgue dig­
nos de su atención esos errores insignifican­
tes de la vida diaria. El aturdimiento, la dis­
tracción, la falta de atención, dice también.
Pero Freud tiene la mirada más aguda: ¿Qué
es el aturdimiento sino el hecho de no tener
el pensamiento donde queríamos tenerlo? ¿Y
si no ejecutamos el acto deseado, cómo ocu­
rre que otro involuntario ocupe su lugar?
¿Por qué decimos una palabra diferente de la
que queríamos decir?, puesto que en el acto
frustrado, se realiza otro en vez del que pro­
yectábamos, alguien debe haber deslizado de
improviso para ejecutarlo. Debe haber al­
guien que hace brotar el error en lugar de
la palabra exacta, que oculta la cosa que se
quería encontrar, que desliza malignamente
en el hueco de la mano en vez del que se bus­
caba conscientemente. Freud no admite nun­
ca en el dominio físico (esta idea domina
en todo su método), que una cosa se deba
a la casualidad simplemente o que esté des­
provista de sentido. Para él, todo aconteci­
miento psíquico tiene un sentido preciso, to­
da acción tiene su autor, y como en estos ac­
tos frustrados no obra lo consciente, sino
que está suplantado, ¿cuál puede ser esa fuer­
za que lo suplanta sino lo inconsciente, bus­
cado durante tanto tiempo y tan infructuosa­
mente? Así, pues, el acto frustrado no signi­
fica para Freud aturdimiento, ausencia de
pensamiento, sino, por el contrario, el triun­
fo de un pensamiento rechazado. Por medio
de ese error se expresa algo que nuestro pen ­
samiento consciente quería reducir" al silen­
cio. Y ese algo habla la lengua desconocida
de lo inconsciente, que es necesario aprender
primero.
Así se aclara un principio: en primer tér­
mino, todo acto frustrado, toda acción resul­
tante aparentemente de un error, expresa
una voluntad oculta. En segundo lugar, de­
be haber en la esfera consciente una resis­
tencia activa contra manifestación de lo in­
consciente. Si, por ejemplo, (y elijo uno
de los propios ejemplos de Freud), un pro­
fesor dice en un congreso respecto al trabajo
de un colega: “ Nosotros no podemos menos­
preciar suficientemente este descubrimien­
to ” , su intención consciente era con seguri­
dad, decir apreciar, pero en su fuero inter­
no había pensado decir despreciar” . El ac­
to frustrado traiciona su actitud verdadera,
divulga su propio estado, su deseo secreto
de ver rebajar más bien que exaltar el des­
cubrimiento de su colega. Al equivocarse, se
dice lo que, en efecto, no se quería decir,
pero lo que en realidad se había pensado. Se
olvida lo que interiormente de ningún modo
se quería olvidar. El acto frustrado es, casi
siempre, una confesión y una autotraición.
Este descubrimiento psicológico de Freud,
insignificante en relación con sus descubri­
mientos esenciales, es el más entretenido y el
menos chocante: para su teoría, no represen­
ta más que una transición, porque esos actos
frustrados son relativamente raros; no nos
suministran más que ínfimos fragmentos de
lo subconsciente, demasiado escasos y dema­
siado diseminados en el tiempo para que se
pueda componer con ellos un mosaico de im­
portancia general. Pero la curiosidad obser­
vadora de Freud, va desde luego, más lejos,
y examina toda la superficie de nuestra vi­
da psíquica, para hallar e interpretar en este
sentido nuevo otros fenómenos absurdos. No
tiene que buscar mucho tiempo; pronto se
encuentra frente a una de las manifestacio­
nes más frecuentes de nuestra vida psíquica
que pasa también por absurda, tómese como
modelo de lo absurdo: el sueño. La costum­
bre de considerar el sueño, ese v: itante dia­
rio de nuestro reposo, como un intruso extra­
ño, como un vagabundo caprichoso en el ca­
mino ordinariamente lógico y claro del ce­
rebro. “ Todo sueño es mentira”, se dice; un
sueño no tieue sentido ni objeto; es un espe­
jismo de la sangre, una pompa de jabón, y
sus imágenes carecen de significación. No
hay “ nada que hacer” con esos sueños; no
significan nada esos juegos inocentes de
duendes, a los cuales se entrega nuestra fan­
tasía, declara la vieja psicología, rechazando
toda interpretación razonable: empeñarse en
una discusión seria con un embustero bufón
como el sueño, no tiene interés ni sentido
desde el punto de vista científico.
¿Pero quién habla, quién obra en nuestros
sueños, quién los modela, pinta y esculpe ? La
antigüedad más remota adivinaba ya en ellos
la voluntad, la acción y el lenguaje de algún
otro distinto de nuestro Yo despierto. Y de­
cía que los sueños eran inspirados, introdu­
cidos en nosotros por un poder sobrehumano.
Babia en ellos una voluntad extraterrestre o,
si puede admitirse la palabra, superpersonal,
que se manifestaba. Pero para toda voluntad
superior al hombre, el mundo, místico no co­
nocía más que una sola interpretación: los
dioses, porque aparte de ellos, ¿quién tenía
poder para producir metamorfosis y detenía
el poder supremo? Eran ellos invisibles de
ordinario, quienes en sueños simbólicos se
acercaban a los hombres, les murmuraban un
mensaje, les llenaban el espíritu de terror o
de esperanza y, conjurando o advirtiendo, tra­
zaban imágenes lucientes sobre la pantalla
negra del sueño. Creyendo oír en esas mani­
festaciones nocturnas una voz sagrada, una
voz divina, los pueblos de los tiempos primi­
tivos, se dedicaban con fervor a traducir en
lenguaje humano esa lengua divina, el sue­
ño, para conocer por él la voluntad de los
dioses. Así, en el comienzo de la humanidad,
una de las primeras ciencias es la interpre­
tación de los sueños: en vísperas de batallas,
antes de tomar una decisión, después de una
noche surcada de sueños, los sacerdotes y los
sabios examinaban e interpretaban sus imá­
genes como símbolos de un peligro amenaza­
dor o de una alegría próxima, porque el an­
tiguo arte de interpretar los sueños, en opo­
sición con el del psicoanálisis, que quiere des­
cubrir el pasado de un hombre a través de los
sueños, cree que los inmortales anuncian a
los mortales el porvenir, por medio de estas
fantasmagorías. Esta ciencia mística se ex­
tendió, durante millones de años en los tem­
plos de los Faraones, en las necrópolis de
Grecia, en los santuarios de Roma y bajo el
cielo ardiente de Palestina. Para centenares
y millares de pueblos y de generaciones, «T
sueño era el verdadero intérprete del des­
tino.
La nueva ciencia empírica, desde luego-
rompe abiertamente con esta concepción que
juzga supersticiosa e ignorante. Negando los
dioses y admitiendo apenas lo divino, no ve
en los sueños ningún mensaje del cielo y no
les encuentra, por lo demás, ningún sentido
El sueño es para ella un caos, una cosa sin
valor, puesto que está desprovisto de sentido,
un acto psicológico puro y simple, una vibra­
ción tardía, atonada y disonante del sistema
nervioso, un hervidero de la sangre afluyen­
do al cerebro, un resto de impresiones no di­
geridas en el curso del día y acarreadas pot
la ola negra del sueño. Esta mezcla incoho
rente está privada naturalmente de todo sen­
tido lógico o psíquico. Por esto, la ciencia 110
concede a las imágenes de los sueños ni obje­
to, ni verdad, ni ley, ni significación; su psi-
«ología, no trata de explicar el absurdo, de
interpretar la importancia de lo que no la
tiene.
Con Freud sólo se llega a una apreciación
positiva del sueño considerado como revela­
dor de la suerte. Pero donde los otros no veían
más que el caos y la incoherencia, la psicolo­
gía abismal ha reconocido el encadenamien­
to; lo que parecía a sus predecesores un la­
berinto confuso y sin salida, se le parece como
la vía regia que rige la vida consciente y la
inconsciente. El sueño es el intermediario
entre el mundo de nuestros sentimientos ocul­
tos y el que está sometido a nuestro razona­
miento: gracias a él, podemos saber muchas
cosas que nos negamos a saber en estado de
vigilia. Ningún sueño, dice Freud, es comple­
tamente absurdo, cada uno, como acto psíqui­
co completo, tiene un sentido preciso. Todo
sueño es la revelación, no de una voluntad
suprema, divina, sobrehumana, sino frecuen­
temente, de la voluntad más íntima y más se­
creta del hombre.
S I G
- .—M —
— .. U . N D F R E
— U
,D f>
Es cierto que este mensajero no habla el
lenguaje diario de la superficie, sino el del
abismo, de la naturaleza inconsciente. Nos­
otros no comprendemos inmediatamente su
sentido y su misión; ante todo debemos apren­
der a interpretarlo. Una ciencia nueva que
tenemos necesidad de crear, debe enseñar­
nos a tomar, a percibir, a recomponer en len­
guaje comprensible lo que pasa con una ve­
locidad cinematográfica en la pantalla ne­
gra del sueño, porque así como todas las len­
guas primitivas de la humanidad, las de los
egipcios, caldeos y mejicanos, la lengua de
los sueños no se expresa más que por medio
de imágenes y nosotros tenemos cada vez ia
tarea de traducir esos símbolos o nociones.
Esta conversión del lenguaje de los sue­
ños en lenguaje del pensamiento la empren­
de el método freudiano con un fin nuevo y
característico. Si la antigua interpretación
profética quería sondear el porvenir, la in­
terpretación psicológica trata de descubrir
el pasado psico-biológico y de determinar
así el presente más íntimo del hombre. Por­
que el YO que existe en el sueño no es el
mismo que en el estado de vigilia, más que
en apariencia. Como entonces no existe el
tiempo (no es por casualidad por lo que deci-
mos que una cosa ha “ pasado como un sue­
ño” ) nosotros somos en el momento del sue­
ño, simultáneamente, lo que éramos antes y lo
que somos al presente, el niño, el adolescente,
el hombre de ayer y el de hoy, el YO total,
la suma no solamente de nuestra vida, de to­
do lo que hemos vivido, mientras que des­
piertos no percibimos más que nuestro YO
presente. Toda vida es, pues, doble. Abajo, en
lo inconsciente, somos nuestra totalidad, el
Antes y el Hoy, el hombre primitivo y el
civilizado, mezcla confusa de sentimientos,
restos arcaicos de un YO más vasto ligado a
la naturaleza; arriba, la luz clara y cortan­
te, nada más que el YO consciente que existe
en el tiempo.
Esta vida universal, pero más pesada, co­
munica con nuestra existencia temporal casi
únicamente durante la noche, por medio de
ese misterioso mensajero de las tinieblas: el
sueño; lo que adivinamos en nosotros de más
esencial, nos lo sugiere él. Por lo tanto, oírlo,
penetrar su mensaje, es conocer nuestra más
íntima esencia. Sólo quien percibe su propia
voluntad, no solamente en su vida consciente,
sino también en las profundidades de sus
sueños, conoce realmente esa sumí de vida,
vivida y temporal quo denominamos nuestra
personalidad.
¿Pero cómo echar el ancla en esas profun­
didades impenetrables e inconmensurables?
¿Cómo conocer de un modo preciso lo que
no se muestra jamás claramente, lo que no
se expresa más que por símbolos? ¿Cómo
puede iluminarse esta luz confusa que vaci­
la en los laberintos de nuestro sueño? Para
hallar una clave, para descubrir la cifra re­
veladora, que traduce el lenguaje de lo cons­
ciente las imágenes incomprensibles de los
sueños, parece que sea indispensable la intui­
ción de un vidente, el poder de un mago. Pero
Freud poseo en su taller psicológico una
ganzúa que le abre todas las puertas, usa un
método infalible: en todo aquello en que
quiere llegar a lo más complicado, parte de
lo más simple; coloca siempre la forma pri­
mera, cerca de la forma última; en todo y
siempre, para conocer la flor, llega primero
hasta las raíces. Esta es la causa de que
Freud parte del niño en su psicología del sue­
ño, en vez de partir del culto consciente y
culto. Porque en la conciencia infantil, la
imaginación ha almacenado todavía muy po­
cas cosas, el círculo de los pensamientos de
los sueños son fácilmente accesibles. El sueño
infantil no exige más que un mínimo de in­
terpretación. El niño ha pasado por delante
de una confitería; sus padres no han queri­
do comprarle nada, y el niño sueña con dul­
ces. De un modo muy natural, en el cerebro
del niño, la codicia se transforma en imagen,
el deseo en sueño. La contención, el pudor, la
inhibición intelectual o moral, todo eso está
todavía ausente. Tan ingenuamente como ex­
pone a cualquiera que llega, su físico, su
cuerpo, desnudo e ignorante de la vergüen­
za, el niño descubre en los sueños sus deseos
íntimos.
Así se prepara, en cierto modo, la interpre­
tación futura. Las imágenes simbólicas del
sueño ocultan, pues, para la mayor parte, de­
seos rechazados o no oídos, que no habiendo
podido realizarse durante el día, tratan de
volver a entrar en nuestra vida por el camino
de los sueños. Lo que por razones de cual­
quier clase no ha podido convertirse en el
día en acción o palabra, se expresa en ellos
en fantasías multicolores; desnudas y descui­
dadas las aspiraciones y las ansias del YO in­
terior, pueden recrearse cómodamente en la
ola libre del sueño, lo que no puede afirmar­
se en la vida real — los más sombríos deseos,
los menos admitidos y los más peligrosos —
se despliega en el sueño, aparentemente sin
trabas. (Freud corregirá muy pronto este
erro r); en este encierro inaccesible, el alma
encerrada tcdo el día, puede descargarse al
fin de todas sus tendencias agresivas y se­
xuales ; en sueños, el hombre puede alcanzar
y violar la mujer que se resiste a él en la vi­
da, el mendigo poseer riquezas, el ser feo,
adornarse con una máscara hermosa, el an­
ciano rejuvenecer, el desesperado convertir­
se en dichoso, el olvidado en célebre, el débil
en fuerte. Solamente en el sueño, puede el
hombre matar a sus enemigos, dominar a sus
superiores, vivir con un frenesí extático, di­
vinamente libre e ilimitado, su íntima y pro­
funda voluntad. Todo sueño no significa,
pues, otra cosa que un deseo reprimido duran­
te el día o disimulado a sí mismo: ésta parece
ser la fórmula inicial.
El gran público ha aceptado esta primera
comprobación provisional de Freud porque
la fórmula: el sueño corresponde a un deseo
insaciable, es tan cómoda que se puede jugar
con ella a la pelota. En efecto, en ciertos me­
dios se cree que es posible ocuparse seriamen­
te del análisis de los sueños divirtiéndose
con ese pequeño juego de sociedad que con­
siste en buscar a través de los sueños los sím­
bolos del deseo y de la sexualidad. En reali­
dad, nadie ha considerado con más respeto
que Freud las múltiples mallas de la red de
los sueños; nadie ha celebrado como él el arte
místico de esos dibujos embrollados. Su des­
confianza respecto a resultados tan rápida­
mente obtenidos no fué muy duradera al com­
probar que esas relaciones tan directas y tan
fáciles de reconocer -entre el deseo y el sueño
no habían traicionado más que al sueño poco
complicado del niño. En el adulto, la fantasía
creadora se sirve de un formidable material
simbólico de recuerdos y de asociaciones; el
vocabulario de imágenes, que en el cerebro
del niño contiene a lo sumo algunos centena­
res de representaciones diferentes, se com­
plica en el adulto en confusos tejidos, con
una rapidez y una habilidad inconcebibles, de
millones y quizá de miles de millones de he­
chos vividos.
Terminada en el sueño del adulto esa des­
nudez del alma infantil, ignorando la ver­
güenza, mostrando sus deseos sin trabas; ter­
minada esa charla descuidada de los prime­
ros juegos nocturnos, el sueño del adulto no
sólo es más distinto, más refinado que el del
niño, sino que es también hipócrita, doloso,
embustero; se ha hecho moral a medias. Has­
ta en ese mundo oculto de la fantasía, el
eterno Adán que vive en el hombre ha per­
dido el paraíso de la ingenuidad; conoce el
bien y el mal hasta en lo más profundo de su
sueño. Ni aun en el sueño está completamen­
te cerrada la puerta de la conciencia ética y
social, y, con los ojos cerrados y los sentidos
flotantes, el alma del hombre teme ser sor­
prendida en flagrante delito de crímenes so­
ñados, de ansias indecentes, por su censor
interior, la conciencia, el super YO, como la
llama Freud,
El sueño no conduce, pues, libre y abierta­
mente los mensajes de lo inconsciente, sino
que los desliza de contrabando, por vías se­
cretas, bajo los disfraces más singulares. En
el sueño del adulto quiere expresarse un sen­
timiento, pero no se atreve a hacerlo libre­
mente ; por miedo a la censura, no habla más
que por medio de deformaciones voluntarias
y muy refinadas, lanza cualquier absurdo pa­
ra no dejar adivinar un sentido real: el sue­
ño, como todo poeta, es un mentiroso verí­
dico; confiesa su rosa, descubre un suceso
interior, pero por símbolos solamente. Por
lo tanto, es necesario distinguir dos cosas
cuidadosamente: lo que el sueño ha poetiza­
do, con el objeto de velarlo, lo cual se deno­
mina trabajo del sueño, y los elementos psí­
quicos verdaderos que se ocultan bajo esos
velos confusos, es decir, el contenido del sue­
ño. La tarea del psicoanálisis es desembro­
llar ese cúmulo perturbador de deformacio­
nes y desprender de esa novela maestra, —
todo sueño es Poesía y Verdad, — la ver­
dad, la confesión verdadera y, por ella, la
base del hecho. No es lo que dice el sueño,
sino únicamente lo que en el fondo quería de­
cir lo que nos hace penetrar en el fondo de
lo inconsciente de la vida psíquica. Solamen­
te allí está la profundidad hacia la cual tien­
de la psicología abismal.
Pero Freud no se abandona de ninguna
manera a una vaga interpretación de los sue­
ños al atribuir a sus análisis una impoten­
cia particular para el estudio de la persona­
lidad. Exige un proceso de investigaciones
científicamente exacto, parecido al que la crí­
tica literaria aplica a una obra poética. Lo
mismo que ésta se esfuerza por separar los
accesorios fantásticos de la base vivida, so
pregunta lo que ha impulsado al poeta a con­
vertir en fábula los hechos, el psicoanálisis
busca en la ficción del sueño el impulso afec­
tivo de su enfermo. Donde más claramente
se aparece a Freud la imagen de un indivi­
dúo es a través de sus sueños; aquí, como
siempre, penetra más profundamente los sen­
timientos del hombre cuando está en estado
de creación. Como el fin principal de psico­
análisis es conocer la personalidad, se sirve
entonces de la sustancia inventiva del hom­
bre, de los materiales del sueño, pasándolos
por la criba de su juicio; si evita las exage­
raciones, si se resiste a la tentación de in­
ventar él mismo un sentido, puede, en mu­
chos casos, encontrar puntos de apoyo impor­
tantes para definir la situación interior de
la personalidad. Está fuera de toda duda que
la antropología, gracias a este descubrimien­
to productivo del simbolismo psíquico de
ciertos sueños, debe a Freud indicaciones pra>
ciosas; pero en el curso de sus investigacio­
nes ha pasado esta esfera para realizar una
conquista más importante: ha interpretado
por primera vez el sentido biológico del fe­
nómeno del sueño como necesidad psíquica.
La ciencia había establecido hace mucho tiem­
po la significación del sueño en la organiza­
ción de la naturaleza: renovación de fuerzas
agotadas por las acciones del día, sustitu­
ción de la sustancia nerviosa utilizada y que­
mada, interrupción del trabajo abrumador y
consciente del cerebro, por una pausa de ocio­

sa
sidad. Por consiguiente, la forma higiénica
más perfecta del sueño debería ser en suma
un vacío oscuro, algo parecido a la muerte,
una paralización de toda actividad cerebral;
no ver, no saber, no pensar. ¿Por qué no ha
concedido, entonces, al hombre la naturaleza
esta forma que es aparentemente la más efi­
caz de descanso? ¿Por qué la naturaleza, que
es siempre sensata, ha proyectado sobre la
pantalla negra del sueño imágenes tan per­
turbadoras, por qué interrumpe todas las no­
ches el vacío total, el desvanecimiento en el
nirvana, con esas apariciones flotantes y en­
gañosas? ¿Para qué son los sueños, que in­
terceptan, perjudican, turban y traban, en
el fondo, el descanso tan sabiamente concebi­
do? En efecto, estos fenómenos que parecen
absurdos, ¿no son un contrasentido de la na­
turaleza, que ordinariamente tiene siempre
un fin y obedece a un vasto sistema? A esta
pregunta tan natural, la ciencia de la vida
no sabía hasta entonces qué responder. Freud
fue el primero que estableció que los sueños
son necesarios para la estabilización de nues­
tro equilibrio psíquico. El sueño es la vál­
vula de nuestros sentimientos. Porque nues­
tra sed infinita de vida y de goces, nuestros
deseos ilimitados están muy comprimidos en
nuestro cuerpo terrestre. Entre las miría-
das de deseos que asaltan al hombre medio,
¿cuántos puede satisfacer verdaderamente en
el transcurso de un día sencillamente deli­
mitado? Cada uno de nosotros apenas si lle­
ga a realizar una milésima parte de sus as­
piraciones. Un deseo insaciado que encare
lo absoluto, hierve hasta en el pecho del fun­
cionario, del modesto rentista, del trabaja­
dor más miserable. En todos nosotros fer­
mentan furiosamente malas ansias, una im­
potente voluntad de poder, ansias anárquicas
rechazadas y torpemente deformadas, una
vanidad disfrazada, violentas pasiones y en­
vidias; ¿no despierta cada mujer que pasa
por su camino múltiples y breves deseos?
Y toda esta sed de posesión, todas estas en­
vidias, todas estas ansias no satisfechas, se
deslizan, se entrecruzan y se acumulan tor­
pemente en el subconsciente, desde el toque
de la campana matinal hasta la noche. Bajo
esta presión atmosférica, ¿no debería el al­
ma estallar o descargarse en violencias homi­
cidas, si el sueño nocturno no procurase una
expansión a esos deseos rechazados?
Al abrir sin peligro la puerta del sueño a
nuestras ansias encerradas durante todo el
día, libramos a nuestra vida sentimental de
sus familiaridades, desintoxicamos nuestras
almas, lo mismo que por el sueño libramos
al cuerpo de la intoxicación de la fatiga.
Nuestros impulsos criminales, desde el punto
de vista social, los acortamos en vez de de­
jarnos llevar a actos pasibles de una prisión,
convirtiéndolos en acciones imaginarias e ino­
fensivas, en un mundo aparente y accesible
únicamente a nuestros sentidos. El sueño es
el sustituto del acto, que nos invita con fre­
cuencia; de aquí que la fórmula de Platón:
“ Los buenos son los que se limitan a soñar
lo que los otros hacen realmente” , sea tan
magistral y tan perfecta. El sueño no nos vi­
sita para turbar nuestro descanso, sino para
guardarlo; gracias a esas visiones alucinan­
tes, el alma sujeta a una presión se descar­
ga de sus tensiones — (“ Lo que se amasa
en el fondo del corazón, se eterniza en el sue­
ño”, dice un refrán chino) — de suerte que
por la mañana, el cuerpo reavivado vuelve
a hallar un alma purificada y ligera, en vez
de un alma que se ahoga.
Freud ha reconocido en esta acción liber­
tadora, catártica, el sentido del sueño en
nuestra vida, tan largo tiempo ignorado y
negado. Y este descubrimiento se aplica tan­
to al visitante nocturno del sueño, como a las
formas más elevadas de toda ilusión y de
todo sueño diurno, tales como el mito y la
poesía, porque el objeto y el deseo de la poe­
sía no es sino libertar al bombre de sus ten­
siones interiores por medio del símbolo, eva­
cuar en una zona apacible el exceso que su­
mergía su alma. Y lo mismo que los indivi­
duos se libran por el sueño de sus tormentos
y de sus ansias, así los pueblos escapan a sus
temores y encuentran descanso a sus deseos
en esas creaciones plásticas que llamamos
religiones y mitos: los instintos sangrientos
refugiados en el símbolo se purifican sobre
los altares sagrados, y la presión psíquica se
transforma en palabras libertadoras por la
oración y la confesión. El alma de la huma­
nidad no se ha revelado nunca más que en la
poesía como imaginación creadora. Nosotros
debemos la adivinación de su fuerza realiza­
dora únicamente a sus sueños encamados en
religiones, en mitos y en obras de arte. Nin­
guna ciencia psíquica — este conocimiento
lo ha impuesto Freud en nuestra época — no
puede, pues, alcanzar la esencia de la perso­
nalidad del hombre, si no considera más que
su actividad en vigilia y responsable: es pre-
císo que descienda también al abismo en que
sn sér, permaneciendo mito, forma las imá­
genes verídicas de su vida interior, precisa­
mente en el flujo de la creación inconsciente.
CAPITULO VI
LA TECNICA DEL PSICO ANALISIS

Es extraño que la vida interior del


hombre haya sido estudiada tan me­
diocremente y tan pobremente tra­
tada. Apenas si se ha servido de la
física para el almf> y del alma para
el mundo exterior.

¿V ova lis.

En raros puntos de nuestra corteza terres­


tre multiforme, el petróleo brota de las pro­
fundidades de la tierra, en forma repentina
e inesperada; en otros brilla el oro en las
arenas de los ríos; en otros también yace a
flor de tierra. Pero la técnica humana no es­
pera que esos acontecimientos excepcionales
nos hagan la gracia de producirse acá y acu­
llá. No cuenta con la casualidad, perfora el
suelo para hacer que salga el líquido precio­
so, cava galerías en las entrañas de la tie­
rra, y las cava en vano durante mucho tiem­
po antes de alcanzar el mineral buscado. Del
mismo modo, una ciencia psíquica activa no
puede contentarse con las confesiones fortui­
tas y por otra parte parciales que suminis­
tran los sueños y los actos frustrados; es
preciso también para aproximarse a la ver­
dadera capa de lo inconsciente, que recurra
a una psicotécnica, a un trabajo de profun­
didad que por un esfuerzo sistemático y siem­
pre inclinado hacia el objeto, penetre hasta
lo más profundo de la región subterránea.
A esto es lo que ha llegado Freud, dando a
su método el nombre de psico-análisis.
Este no recuerda en nada ninguno de los
métodos anteriores de la medicina o de la
psicología. Es completamente nuevo y autóc­
tono, representa un procedimiento indepen­
diente de todos los demás, una psicología al
lado de todas las anteriores, subterránea, si
así puede decirse, apellidada por esto, por
el mismo Freud, psicología abismal. El mé­
dico que quiere aplicarla se sirve de sus co­
nocimientos universitarios en una medida
tan insignificante que llega bien pronto a
preguntarse si el psicoanálisis tiene verda­
deramente necesidad de una instrucción mé­
dica especial; en efecto, después de haber va­
cilado mucho tiempo, Freud admite el análi­
sis laico, es decir, el tratamiento por médicos
no diplomados, porque el curador del alma,
en el sentido freudiano, abandona las investi­
gaciones anatómicas al fisiólogo, su esfuer­
zo 110 tiende más que a hacer visible lo invi­
sible. Como no busca nada palpable o tangi­
ble, no tiene necesidad de ningún instrumen­
to; el sillón en que está instalado representa
todo el aparato medicinal de su terapéutica.
El psicoanálisis evita toda intervención, tan­
to física como moral. Su intención no
es introducir en el hombre una cosa nueva,
fe o medicamento, sino extraer de él algo
que se encuentra allí. Solamente el conoci­
miento activo de sí conduce a la curación en
el sentido psicoanalítico; solamente cuando
el enfermo es conducido a sí mismo, a su
personalidad y no a una vulgar fe curativa,
se hace dueño y señor de su enfermedad. La
operación, por lo tanto, no se hace al exte­
rior, sino que se realiza por completo en el
elemento psíquico del paciente.
El médico no aporta a este género de tra­
tamiento más que su experiencia, su vigilan­
cia y su dirección prudente. No tiene reme­
dios preparados como el práctico: su ciencia
no tiene fórmulas ni está codificada, pero es­
tá destilada poco a poco de la esencia vital
del enfermo. Este por su parte, no lleva al
tratamiento más que su conflicto. Pero en
vez de aportarlo clara y abiertamente, lo pre­
senta velado, con las máscaras y las defor­
maciones más extrañas y más engañadoras,
de suerte que la naturaleza de su enfermedad
no es conocida al principio por su médico,
ni por él. Lo que el neurótico deja ver y con­
fiesa no es más que un síntoma; pero en la
viaa psíquica los síntomas no presentan nun­
ca la Enfermedad, sino que por el contrario,
la disimulan, porque según la concepción
completamente nueva de Freud, las neurosis
no tienen en sí mismas ninguna significa­
ción, pero todas tienen una causa distinta. El
neurótico, no sabe verdaderamente lo que le
trastorna, o no quiere saberlo, o no lo sabe
conscientemente. Su conflicto interior se ma­
nifiesta, hace años, en tantos síntomas y ac­
tos forzados que finalmente llega a no saber
en qué consiste. Entonces es cuando inter­
viene el psicoanálisis. Su tarea es ayudar al
neurótico a descifrar el enigma, cuya solu­
ción es él mismo. Busca con él en el espejo
de los síntomas las formas típicas que pro­
vocaron la enfermedad; poco a poco contro-
lan los dos retrospectivamente la vida psi-
quica del enfermo, hasta obtener la revela­
ción y el esclarecimiento definitivo del con­
flicto interior.
Esta técnica del tratamiento psicoanalítico
hace pensar al principio más bien en la cri­
minología que en la medicina. En todo neu­
rótico, en todo neurasténico, según Freud,
la unidad de la personalidad ha sido rota,
no se sabe cuándo ni cómo, y la primera me­
dida que hay que tomar es informarse lo más
exactamente posible de los hechos que la han
causado; el lugar, el tiempo, la forma de este
acontecimiento interior olvidado o rechazado
deben ser reconstituidos por la memoria psí­
quica todo lo más exactamente posible. Pero
desde este primer paso el procedimiento psi­
coanalítico encuentra una dificultad que no
conoce la jurisprudencia, porque en el psico­
análisis, hasta cierto grado, lo representa
todo al mismo tiempo; él es la víctima y el
victimario, el objeto del crimen y al mismo
tiempo el criminal. Por sus síntomas es acu­
sador y testigo de cargo, y simultáneamente
el que disimula y embrolla los hechos furio­
samente. En cierto modo, en lo más íntimo
de su sér, sabe lo que ha ocurrido y, sin em­
bargo, no lo sabe; las casualidades de que
habla no son la causa ; lo que sabe, no quiere
saberlo, y lo que no sabe, lo sabe, sin embar­
go, de un modo cualquiera. Pero hay algo
más fantástico todavía, y es que este proceso
no ha comenzado en la consulta del neurólo­
go; en realidad se desarrolla desde hace
años, en forma ininterrumpida, en el neuró­
tico mismo, sin que pueda terminar nunca.
Y lo que la intervención psicoanalítica debe
obtener en última instancia, es precisamen­
te el fin del proceso; es, pues, sin advertirlo,
para llegar a esta solución, a este desenlace,
para lo que el enfermo llama al médico.
Pero el psicoanálisis no trata, por medio
de una fórmula rápida, de arrancar inmedia­
tamente de su conflicto al neurótico, al hom­
bre que se ha perdido en el laberinto de su
alma. Por el contrario, lo conduce primero a
través del dédalo de los errores de su vida,
al paraje preciso donde ha empezado la gra­
ve desviación. Para corregir en el tejido la
trama falsa, para anudar el hilo, el tejedor
debe volver a colocar la máquina donde se
ha cortado el hilo. Así también para renovar
la continuidad de la vida interior, el médico
del alma debe volver siempre inevitable­
mente al punto donde se ha producido la ro­
tura: no hay precipitación, ni intuición, ni
visión, ni cuenta. Shopenhauer había expre­
sado ya, en un dominio próximo, la suposi­
ción de que sería concebible la curación com­
pleta de la demencia, si se pudiera determi­
nar el punto donde se ha producido el cho­
que decisivo en la imaginación; para com­
prender por qué se marchita una flor, el in­
vestigador debe descender hasta las raíces,
hasta lo inconsciente. Y es un laberinto sub­
terráneo, vasto y lleno de revueltas, de peli­
gros y de lazos, lo que hay que recorrer. Lo
mismo que un cirujano, en el curso de una
operación, se hace tanto más prudente y cir­
cunspecto cuanto más se acerca al tejido de­
licado de los nervios, el psicoanálisis tantea,
con una lentitud penosa, a través de esta ma­
teria sumamente delicada, de una capa de
vida y otra más profunda. Cada tratamiento
dura, no días y semanas, sino meses siempre,
y a veces, hasta años; exige del terapéutico
una concentración del alma que la medicina
no había ni siquiera sospechado hasta aquí,
y quizá no es comparable por su fuerza y du­
ración más que a los ejercicios de voluntad
de los jesuítas. En esta curaciones todo se
hace sin anotaciones, sin ayuda; el único me­
dio al cual se acude es la observación, una
observación que se extiende sobre vastos es­
pacios del tiempo. El enfermo se coloca en
un diván de modo que no vea al médico, que
se sienta detrás de él (esto tiene por objeto
eliminar las trabas del pudor y de la con­
ciencia), y habla. Pero lo que refiere no tie­
ne encadenamiento, contrariamente a lo que
creen la mayor parte; no es una confesión.
Visto por el ojo de la cerradura, este trata­
miento ofrecería un espectáculo enormemen­
te grotesco, porque durante meses y meses,
no ocurre nada aparentemente sino que de
los dos hombres, uno habla y el otro escu­
cha. El psicoanalista recomienda expresa­
mente a su paciente que renuncie en el cur­
so del relato a toda reflexión consciente, y
que no intervenga en el procedimiento en
curso como abogado acusador, juez o defen­
sor; no debe querer, pues, nada más que ce­
der sin razonamiento a las ideas que le acu­
den involuntariamente al espíritu, porque es­
tas ideas, precisamente, no le llegan del exte­
rior, sino de su interior, de lo inconsciente.
No hay que buscar lo que según él ha traicio­
nado el caso, porque su desequilibrio psíquico
atestigua justamente que no sabe lo que es
su caSo, su enfermedad. Si lo supiera, sería
psíquicamente normal y no tendría necesi­
dad de médico. El psicoanálisis desecha por
esa razón todos los relatos preparados o es­
critos, y no pide al paciente que refiera sin
ilación todo lo que llega a su espíritu como
recuerdos psíquicos. El neurótico debe ha­
blar sin rodeos, decir terminantemente todo
lo que ocurre en su cerebro, en montón, sin
orden, hasta lo que no tiene valor aparente,
porque las ideas más inesperadas, las más
espontáneas, las que no se han buscado, son
las más importantes para el médico. Este no
puede acercarse a lo esencial más que por
medio de esos detalles secundarios. Verdade­
ro o falso, importante o insignificante, since­
ro o teatral, no importa: la tarea principal
del enfermo es referir mucho, suministrar la
mayor cantidad posible de materiales, de
substancia biográfica y características.
Entonces es cuando comienza la tarea pro­
piamente dicha del analista.
Es necesario que pase por la criba del psi­
coanálisis toda la cantidad de carretillas ex­
traídas poco a poco del formidable montón
de escombros del edificio vital hecho ruinas:
esos millares de recuerdos, de anotaciones,
de sueños que le ha entregado el paciente;
es necesario que arroje de allí las escorias
que extrae de los materiales que aun que­
dan allí, por medio de una lenta refundición.
la verdadera materia psicoanalítica. Nunca
debe concederse pleno valor a la materia
prima de los relatos del paciente; debe re­
cordarse siempre que las comunicaciones y
las ideas del enfermo, no son más que defor­
maciones de lo que se busca, alusiones, por
decirlo así, detrás de las cuales se ocultan
cosas que es necesario adivinar, porque lo
que importa para el diagnóstico de la enfer­
medad, no son las cosas vividas por el neu­
rótico (su alma se ha desprendido de ellas
hace mucho tiempo), sino las que no ha vi­
vido aún, ese superávit afectivo no empleado
que le causa opresión, lo mismo que un trozo
no digerido pesa sobre el estómago, que co­
mo él busca una salida, pero que en cada
momento es detenido por una voluntad con­
traria. El médico debe tratar de determinar,
en cada manifestación psíquica, este elemen­
to inhibido y su inhibición, con la misma y
sutil atención, para llegar poco a poco a la
sospecha y de la sospecha a la certidumbre.
Pero esta observación lenta, positiva, he­
cha desde afuera, es a la vez más fácil y
más penosa, sobre todo al principio de la cu­
ra, por la actitud afectiva, casi inevitable,
del enfermo, a quien Freud denomina el tras­
paso. El neurótico, antes de dirigirse al mé­
dico, ha arrastrado durante largo tiempo, sin
poder libertarse nunca de él, ese exceso de
sentimiento no vivido ni empleado. Lo tras­
porta en docenas de síntomas, juega consi­
go mismo en los juegos más singulares, su
propio conflicto inconsciente; pero en cuanto
encuentra por primera vez en la persona del
psicoanalista un oyente atento y un compa­
ñero profesional, le arroja inmediatamente
su fardo, como una bala, y trata de descar­
gar en él sus sentimientos no utilizados. Y
establece entre el médico y él ciertas relacio­
nes, ciertas relaciones afectivas intensas, sin
importar que sea odio o amor. Lo que hasta
aquí se agitaba locamente en un mundo ilu­
sorio, sin haberse podido mostrar netamen­
te, llega a fijarse como en una placa foto­
gráfica. Sólo este traspaso crea verdadera­
mente la situación psicoanalítica: el enfer­
mo que no es capaz de esto, debe ser consi­
derado inapto para la cura, porque el médi­
co, para reconocer el conflicto, debe verlo
desarrollado ante él bajo una forma viviente,
emocional: el enfermo y el doctor deben
vivir en común.
Esta comunidad en el trabajo psicoanalí-
tico consiste, en cuanto al enfermo, en pro­
ducir, o más bien reproducir el conflicto, y
en cuanto al médico en explicar su sentido.
Para esta explicación e interpretación, no
hay que contar por completo (como se esta­
ría tentado de creer), con la ayuda del enfer­
mo; todo psiquismo está dominado por la
dualidad y el doble sentido de los sentimien­
tos. El mismo enfermo que se dirige a casa
del médico psicoanalista para deshacerse de
su enfermedad, de la cual no conoce más que
los síntomas, se aferra a ella al mismo tiem­
po de una manera inconsciente, porque esa
enfermedad no representa una materia ex­
traña, es un producto suyo, es su obra más
íntima, una parte activa y característica de
su Yo, de la cual no quiere desembarazarse.
Se ase sólidamente a su enfermedad, porque
prefiere esos síntomas desagradables a la
verdad, a la cual teme, y que el médico quie­
re explicarle (en resumen contra su deseo).
Como siente y razona doblemente, por una
parte desde el punto de vista de lo incons­
ciente, y por otra desde el punto de vista de
lo consciente, es al mismo tiempo el cazador
y la fiera cazada; solamente una parte del
paciente es auxiliar del médico; la otra con­
tinúa siendo siempre su adversario más en­
carnizado, mientras que, voluntariamente en
apariencia, le desliza confesiones de una ma-
S I G M U N D F R E U D
_ _ _ _ _ _ _ — ----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

no a otra y simultáneamente embrolla y


oculta los hechos reales. Así, pues, conscien­
temente, el neurótico no puede ayudar en
nada al que quiere libertarlo, no puede de­
cirle la verdad, porque es precisamente el
hecho de no saberla o de no querer saberla,
lo que ha producido en él ese desequilibrio y
esa turbación. Hasta en los momentos en que
quiere ser sincero, miente a su propio sujeto.
Bajo cada verdad que enuncia, se oculta
otra más profunda, y cuando confiesa una
cosa, no es, a menudo, más que para disimu­
lar detrás de esa confesión, un secreto toda­
vía más íntimo. El deseo de confesar y la
vergüenza de hacerlo, se mezclan y entrecho­
can entonces misteriosamente; cuando el
enfermo cuenta, ya se entrega, ya se contie­
ne, y su deseo de confesarse es interrumpido
inevitablemente por la inhibición. En todo
hombre hay algo que se contrae como un
músculo cuando otro quiere conocer lo que
tiene más oculto; todo psicoanálisis es, pues,
en realidad, una lucha.
Pero el genio de Freud sabe hacer siempre
el mejor auxiliar del enemigo más encarni­
zado. Esta resistencia llega a traicionar a
veces la confesión voluntaria. Para el obser­
vador de oído fino, el hombre se traiciona
doblemente en el curso de la conversación,
primero por lo que dice, y segundo, por lo
que deja pasar en silencio. Es precisamente
cuando el paciente quiere, pero no puede ha­
blar, cuando el arte de detective de Freud pe
ejerce con mayor certeza y cuando adivina
la presencia del misterio decisivo: la inhibi­
ción, traidoramente, se hace un auxiliar e
indica el camino. Cuando el enfermo se ex­
presa demasiado alto o demasiado bajo,
cuando vacila o se apresura, es cuando el
inconsciente quiere hablar. Y todas estas pe­
queñas resistencias, estos retardos, estas li­
geras vacilaciones, en cuanto se les acerca
un cierto complejo, muestran al fin clara­
mente con la inhibición su causa y su conte­
nido, es decir, en una palabra, el conflicto
buscado y ocultado.
Porque siempre en el curso de un psico­
análisis se trata de revelaciones infinitesi­
males, de minúsculos fragmentos de sucesos
vividos, con los cuales se forma poco a poco
el mosaico de la imagen vital interior. Nada
más sencillo que la idea corrientemente adop­
tada en los salones y en los cafés, que no hay
más que echar en el psicoanalista sueños y
confesiones, ponerlo en marcha como un apa­
rato automático, y sacar inmediatamente un
diagnóstico. En realidad, toda cura psico-
analítica es un proceso formidablemente com­
plicado, que no tiene nada de mecánico y sí
mucho de arte; en rigor, es quizá compara
ble a la restauración, según todas las reglas,
de un cuadro antiguo, ensuciado y repintado
por una mano inexperta, operación que exi
ge una paciencia inusitada, y en el cual es
preciso hacer revivir, milímetro por milíme­
tro y capa por capá una materia precisa y
delicada, antes de que la imagen primitiva
reaparezca en sus colores naturales. Aunque
ocupándose sin cesar de los detalles, el psico­
analista no encara, sin embargo, más que el
todo, la reconstrucción de la personalidad:
por eso es por lo que un análisis verdadero
no puede detenerse nunca en un hecho com­
plejo aislado; es necesario siempre recons­
truir toda la vida psíquica del hombre, par­
tiendo de los fundamentos. La primera cua­
lidad que exige este método es, pues, la pa­
ciencia, aliada a una atención permanente,
— sin ser ostensiblemente tensa- — del es­
píritu; sin aparentarlo, el médico debe dis­
tribuir su atención imparcialmente y sin pre­
juicios entre las palabras y los silencios del
enfermo, observando vigilante al mismo
tiempo los tintes de su relato. Debe confron­
tar siempre las deposiciones de la sesión con
las de las sesiones precedentes, para seña­
lar, cuáles son los episodios que su interlo­
cutor repite con más frecuencia y en qué
puntos se contradice su relato, sin revelar
nunca por su vigilancia el objeto de su cu­
riosidad, porque en el momento en que el
enfermo sospecha que se le espía, pierde la
espontaneidad — que sólo lanza esos peque­
ños relámpagos fosforescentes de lo incons­
ciente — a la luz de los cuales reconoce el
médico los contornos del paisaje de esa al­
ma extraña.
Pero tampoco debe imponer al enfermo su
propia interpretación, porque el sentido del
psicoanálisis es precisamente obligar a la au-
tocomprensión del paciente a desarrollarse.
El caso ideal de la curación no se produce
más que cuando el paciente reconoce él mis­
mo por fin la inutilidad de sus demostracio­
nes neuróticas y deja de gastar sus ener­
gías efectivas en sueños y en delirios, y las
traduce en actos reales. Solamente entonces
es cuando el analista ha terminado con el en­
fermo.
¿Pero cuántas veces llega el psicoanálisis
a una solución tan perfecta?, ¡pregunta es­
pinosa !, que me hace contestar que temo mu­
cho que esto no se produzca con mucha fre­
cuencia, porque su arte de interrogar y de
escuchar exige tal atención del corazón, tal
clarividencia del sentimiento, una aleación
tan extraordinaria de las substancias espi­
rituales más preciosas, que sólo un ser pre­
destinado, un ser que tenga verdaderamente
vocación de psicólogo, es capaz de obrar en
estos casos como curador... La ciencia
Christian, el método Cañé, pueden permitirse
la formación de a mples mecánicos de su
sistema. A éstos los basta aprender de me­
moria algunas fórmulas, como llave m aestra:
“ No hay enfermedad” . “ Me siento cada día
mejor” ; por medio de estas ideas toscas, las
manos más duras martillan sin peligro en
las almas débiles, hasta que el pesimismo de
la enfermedad ha sido destruido totalmente.
Pero en la cura psicoanalítica, el médico
verdaderamente honesto tiene el deber do
buscar en cada caso individual un sistema
independiente, y este género de adaptación
creadora no se enseña, ni aun poniendo in­
teligencia y aplicación. Exige un conocedor
de almas nato y experimentado, dotado de
la facultad de introducirse por el pensamien­
to y por el sentimiento en los destinos más
extraños, poseyendo además mucho tacto y
siendo capaz de la mayor paciencia de ob­
servación. Además, un psicoanalista realiza­
dor, debería desprender cierto elemento má­
gico, una corriente de seguridad y de simpa­
tía, a la cual se confiara voluntariamente
toda alma extraña con obediencia apasiona­
da, cualidades que no pueden aprenderse y
que no se encuentran reunidas en un mismo
hombre más que por la gracia.
La escasez de estos verdaderos dueños de
almas, me parece que es la razón por la cual
el psicoanalista seguirá siendo siempre una
vocación al alcance de algunos nada más, y
no podrá ser nunca considerada como una
profesión o como un negocio, contrariamen­
te a lo que por desgracia ocurre hoy con de­
masiada frecuencia. Pero Freud da prueba
a este respecto de una indulgencia curiosa,
cuando dice que la práctica eficaz de su arte
de interpretación exige, desde luego, tacto y
experiencia, pero que no es de ningún modo
difícil de aprender. Séanos permitido trazar
al margen de esta frase una interrogación
grande y casi furiosa. La palabra práctica
me parece mal aplicada con relación a un
proceso que exige el empleo de las más
grandes fuerzas del saber psíquico y hasta
el auxilio ae una especie de inspiración psí­
quica; pero el hecho de decir que esta prác­
tica se adquiere fácilmente, me parece ver­
daderamente peligroso, porque el estudio
más concienzudo de la psicotécnica, forma
tan poco al verdadero psicólogo, como el co­
nocimiento de las reglas de versificación
hace al poeta; por esta razón, nadie más que
el psicólogo, el hombre dotado del poder de
penetrar en el alma humana, debería ser au­
torizado para tocar ese órgano, que es el más
delicado, el más sutil y el más fino de todos.
Causa estremecimiento el pensar en el peli­
gro que podría resultar en manos toscas el
método inquisitorial del psicoanálisis que el
cerebro creador de Freud concibió en la más
alta conciencia de su extrema delicadeza. Na­
da ha perjudicado tanto, probablemente, a
la reputación del psicoanálisis, como el hecho
de que no se haya considerado el patrimonio
de una selección, de una aristocracia de al­
mas y de haber querido enseñar en las escue­
las lo que no se aprende, porque el paso
apresurado e inconsiderado de varias de sus
ideas, no las ha clasificado ciertamente, sino
todo lo contrario: lo que hoy, en el nuevo
mundo, más aún que en el antiguo, se hace
pasar por psicoanálisis de aficionado o de
profesional, no es a menudo más que una
triste parodia de la obra primitiva de Sig-
mund Freud, basada en la paciencia y en el
genio. Quien quiera juzgar imparcialmente,
deberá comprobar que como consecuencia de
esos análisis de aficionados no es posible, en
el momento actual, comprender honestamen­
te los resultados del psicoanálisis. ¿Podrá
afirmarse nunca con la validez de un método
clínico exacto a causa de la intervención de
aficionados dudosos? No es a nosotros a
quienes compete decidirlo, sino al porvenir.
La técnica psicoanalítica de Freud, esto es
lo único cierto, está lejos de representar la
última palabra en el dominio de la medicina
psíquica. Pero guarda para siempre la glo­
ria de habernos abierto un libro que estuvo
demasiado tiempo lacrado; de representar
la primera tentativa metodológica hecha con
el fin de comprender y curar al individuo
por la materia misma de su personalidad.
Con un instinto genial sólo Freud ha denun­
ciado el vacwim de la medicina moderna, el
hecho inconcebible de que desde hace mucho
tiempo habían sido descubiertos tratamien­
tos para todas las partes del cuerpo huma­
no, tratamiento de los dientes, de la piel, de
los cabellos, mientras las enfermedades del
alma eran las únicas que no habían encon­
trado ningún refugio en la ciencia. Hasta la
edad adulta, los pedagogos ayudaban al in­
dividuo incompletamente desarrollado, des­
pués lo abandonaban con indiferencia a sí
mismo, y se olvidaba totalmente a los que
no habían concluido en la escuela consigo
mismos, no habían terminado su pensum y
arrastraban impotentes sus conflictos.
P ara estos neuróticos, para estos retarda­
dos del alma, aprisionados en el mundo de
sus instintos, no había lugares de consulta;
el alma enferma erraba por las calles sin
apoyo, buscando en vano una asistencia.
Freud ha cegado esta laguna. El lugar donde
en tiempos antiguos reinaba poderosamente
el psicólogo, el curador de almas y el maes­
tro de sabiduría, y en las épocas de piedad
el sacerdote, lo ha asignado a una ciencia
nueva y moderna, cuyos límites no se ven
todavía.
Pero la tarea está magníficamente traza­
da, la puerta está abierta. Y allí donde el
espíritu humano escruta el espacio y las pro­
fundidades inexploradas, él no descansa,
sino que toma impulso y despliega sus alas
incansables.
CAPITULO VII
E L MUNDO DEL SEXO

Lo antinatural también forma par­


te de la naturaleza. El que no la ve
en todas partes, no la ve en ninguna
parte.

Goethe.

El hecho de que Sigmund Freud haya sido


el fundador de una ciencia sexual sin la cual
no se podría pasar hoy, se ha producido, en
suma, sin que él mismo tuviera intención de
hacerlo. Pero como si fuese una de las leyes
secretas de su vida, siempre su camino le
hace avanzar en lo que ha buscado primiti­
vamente, y le abre los dominios en que no se
hubiera atrevido a penetrar por sí mismo. A
los treinta años, hubiera acogido con una
sonrisa incrédula a quien le hubiera predicho
lo que le estaba reservado a él, como neuró­
logo, de hacer las interpretaciones de sueños
y de la organización biológica de la vida se­
xual el objeto de una ciencia, porque nada
en su vida académica o privada demostraba
el menor interés por consideraciones tan
poco ortodoxas. Si Freud ha llegado al pro­
blema sexual, no es porque él ha querido; en
el curso de sus investigaciones el problema
se ha presentado por sí solo al psicólogo.
Se ha presentado ante él sorprendiéndolo
a él mismo — sin ser en modo alguno llama­
do o esperado, — desde el fondo del abismo
descubierto con Breuer. Hablando de la his­
toria, Freud y Breuer habían encontrado
una fórmula reveladora: la neurosis y la
mayor parte de las perturbaciones psíquicas,
nacen de un deseo no satisfecho, trabado y
rechazado en lo inconsciente. ¿Pero a qué
categoría pertenecen principalmente los de­
seos que rechaza el hombre civilizado, que
oculta al mundo y con frecuencia a sí mismo
como los más íntimos y más enojosos ? Freud
no ha tardado en darse una respuesta, que
es imposible no entenderla. La primera cura
psicoanalítica de una neurosis muestra fuer­
zas afectivas eróticas rechazadas, la segun­
da también, la tercera, lo mismo. Y en se­
guida Freud dice: siempre o casi siempre la
causa de una neurosis es un deseo sexual que
no se puede realizar y que, transformado en
retenciones e inhibiciones, pesa sobre la vida
psíquica. El primer sentimiento de Freud
ante este descubrimiento involuntario, fue
quizá la admiración de que un hecho tan evi­
dente hubiera escapado a todos sus predece­
sores. ¿No había chocado a nadie realmente
esta casualidad? No, no se hacía mención de
ella en ningún manual. Pero Freud se acuer­
da en seguida de sus maestros célebres.
¿Cuando Chrobak le envió una histérica a la
cual debía tratar de los nervios, jio le infor­
maba discretamente de que aquella mujer,
casada con un impotente, permanecía virgen
después de dieciocho años de matrimonio, y
no le daba bromeando brutalmente, su opi­
nión personal sobre el medio psicológico y
querido por Dios, que curaría con la mayor
facilidad a aquella neurótica? También, en
un caso similar, su maestro Charcot, en P a­
rís, le había definido en el curso de una con­
versación el origen de una enferma nerviosa,
dieiendo: “ ¡Pero siempre es la misma cosa
sexual, siempre!” Y Freud se admira. Lo
sabían, pues, sus maestros, y probablemente
innumerables autoridades médicas antes que
ellos. Pero entonces, se pregunta Freud en
su ingenua lealtad, si lo sabían, ¿por qué
lo han mantenido en secreto o no han hecho
mención de ello más que en las conversacio­
nes íntimas y nunca en público?
Pronto se hará comprender al joven mé­
dico por qué esos hombres experimentados
ocultaban su saber al mundo. Apenas comu­
nica Freud, con tranquilo realismo su des­
cubrimiento por la fórmula: “ Las neurosis
nacen donde los obstáculos interiores o ex­
teriores dificultan la satisfacción real de las
necesidades eróticas”, estalla por todas par­
tes una oposición encarnizada. La ciencia,
portaestandarte todavía en aquella época de
la moral inquebrantable, se niega a admitir
públicamente esta etiología sexual; hasta su
amigo Breuer, que ha dirigido su mano ha­
cia la llave del misterio, se retira a toda pri­
sa del psicoanálisis en el momento en que ve
qué caja de Pandora ha ayudado a abrir.
Pronto comprenderá Freud que este géne­
ro de comprobaciones, en el año 1900, toca
un punto en el cual el alma, exactamente co­
mo el cuerpo, es lo más sensible y lo más
quisquilloso; la Vanidad del siglo de la cul­
tura prefiere soportar cualquier humillación
intelectual antes que verse recordar que el
instinto sexual continúa dominando y deter­
minando el individuo, y que desempeña un
papel decisivo en las creaciones más eleva­
das de la civilización.
“ La sociedad está convencida de que nada
amenazará más su cultura que la liberación,
de sus instintos sexuales y la vuelta a sus
fines primitivos. La sociedad no quiere, pues,
que se le recuerde esa parte embarazosa de
sus fundamentos. No tiene ningún interés en
que se reconozca el poder de los instintos se­
xuales y que sea expuesta la importancia de
la vida sexual, por el individuo. Más bien ha
tomado el partido de extender una educación
que desvía la atención de todo ese dominio.
Esta es la causa de que no soporte los resul­
tados de las investigaciones del Psicoanáli­
sis, y desearía por encima de todo estigmati­
zarlos como estéticamente repugnantes, mo­
ralmente condenables o peligrosos” .
Esta resistencia de la ideología de toda
una época obstruye el camino a Freud desde
el primer paso. Y corresponde a la gloria de
su probidad, haber no solamente capeado Ja
lucha enérgicamente, sino de haberla hecho
más difícil por la intransigencia de su ca­
rácter. Porque Freud hubiera podido expre­
sar todo o casi todo lo que decía sin dema­
siadas molestias, si se hubiese mostrado dis­
puesto a describir la genealogía de la vida
sexual con más precauciones, con rodeos y.
usando fórmulas para ello. No hubiera teni­
do que hacer más que revestir sus conviccio­
nes con una túnica estilista, aplicarle una
carga de poética, y se hubieran insinuado en
el público sin gran escándalo. El instinto fá-
lico salvaje, cuyo impulso y virulencia que­
ría mostrar al mundo en su desnudez, quizá
hubiera bastado nombrarle Eros o Amor en
vez de Libido. Diciendo que nuestra vida
psíquica estaba dominada por Eros, en rigor
hubiera hecho pensar en Platón. Pero Freud
hostil a todas las medias tintas, usa palabras
duras, incisivas, sobre las cuales no cabe en­
gaño ; no se insinúa sobre ninguna precisión:
dice terminantemente Libido pensando en el
goce e instinto sexual; sexualismo, en vez de
Eros y Amor. Freud es siempre demasiado
sincero para recurrir prudentemente a los
circunloquios. A un gato le llama un gato;
da a las cosas y a los extravíos sexuales sus
nombres verdaderos, con la misma naturali­
dad con que un geógrafo designa sus mon­
tañas y sus ciudades, o un botánico sus hier­
bas y sus plantas. Con verdadera sangre fría
clínica, examina todas las manifestaciones de
lo sexual, hasta las llamadas vicios y per­
versidades, indiferente a los estallidos de in­
dignación de la moral y a los gritos de es­
panto del pudor. Con los oídos tapados, por
decirlo así, se introduce paciente y tranqui­
lamente en el problema súbitamente descu­
bierto, y emprende sistemáticamente el pri­
mer estudio psicogeológico del mundo de los
instintos humanos.
Freud, este pensador profundamente ma­
terialista y consciente antirreligioso, ve en
el instinto la región más profunda y más ar­
diente de nuestro Yo. No es la eternidad lo
que quiere el hombre, no es, según Freud, la
vida espiritual lo que el alma desea ante
todo: el alma no desea más que instintiva y
ciegamente. El deseo universal es el primer
soplo de vida psíquica. Como el cuerpo des­
pués de la alimentación, el alma languidece
después de la voluptuosidadLibido, ese de­
seo de goce original, ese hambre insaciable
del alma, la impulsa hacia el mundo. Pero—
y ahí está el descubrimiento propiamente di­
cho de Freud en la ciencia sexual — este Li­
bido no tiene al principio ningún fin definido,
su sentido es simplemente libertar el instin­
to. Y como, según la comprobación creadora
de Freud, las energías psíquicas son siempre
desplazables, puede dirigir su impulso ya
sobre un objeto, ya sobre otro. El deseo no
se manifiesta pues, constantemente en la
búsqueda de la mujer por el hombre o del
hombre por la mujer; es una fuerza ciega
que quiere gastarse, la tensión del arco que
no se sabe todavía a lo que apunta, el impul­
so que no conoce el punto en que se va a
arrojar. Quiere únicamente extenderse, sin
saber cómo llegará. Puede traducirse y li­
berarse por actos sexuales normales y natu­
rales; también puede espiritualizarse y rea­
lizar cosas grandiosas en el dominio artístico
o religioso.
Puede apartarse, extraviarse, fijarse, más
allá de lo genital en los objetos más inespe­
rados, y por innumerables incidentes desviar
el instinto primitivamente sexual de la esfe­
ra física. Es apto para tomar todas las for­
mas de lubricidad animal con las vibracio­
nes más finas del espíritu humano, sin for­
mar en sí, intangible y sin embargo intervi­
niendo en todo. Pero siempre, en sus bajas
satisfacciones y en las supremas realizacio­
nes, libra al hombre de su sed esencial y pri­
mordial de goce.
A causa de esta subversión fundamental
provocada por Freud, la concepción del pro­
blema sexual ha cambiado completamente de
golpe. Hasta entonces, la psicología, que ig­
noraba la facultad de transformación que
tienen las energías psíquicas, confundía gro­
seramente lo sexual con el papel de los órga­
nos sexuales; el problema de la sexualidad
representaba para la ciencia el examen de
las funciones del bajo vientre, lo cual era
una cosa poco limpia y molesta. Al separar
la idea de sexualidad del acto sexual, Freud
la arranca simultáneamente de su estrechez
y de su descrédito; la frase de Nietzsche:
“ El grado y la naturaleza de la sexualidad
de un hombre se manifiestan hasta en las
cúspides más elevadas de su espíritu” , apa­
rece graeias a Freud como una verdad bioló­
gica. Con la ayuda de innumerables ejemplos
prueba, cómo la lujuria, la tensión más po­
derosa del hombre, por una transmisión mis­
teriosa a través de décadas, estalla en ma­
nifestaciones psíquicas absolutamente ines­
peradas, cómo la naturaleza particular de
lujuria no cesa de afirmarse por metamorfo­
sis y disimulaciones sin número en las for­
mas de deseo y los sustitutos de realizacio­
nes más singulares. Donde se encuentra ante
una extravagancia psíquica, una depresión,
una neurosis, un acto forzado, el médico
puede, pues, en la mayor parte de los casos,
deducir con confianza que hay alguna cosa
extraña o anormal en el destino sexual de su
paciente; es entonces según el método de la
psicología abismal, cuando corresponde lle­
var al enfermo hasta el punto de su vida in­
terior en que un acontecimiento ha provoca­
do esa desviación del curso normal del ins­
tinto. Ese nuevo género de diagnóstico obliga
a Freud a hacer nuevamente un descubri­
miento inesperado. Los primeros psicoanáli­
sis le habían mostrado ya que los aconteci­
mientos sexuales que desequilibran al neu-
róico datan de mucho tiempo; nada era,
pues, más natural que buscarlos en la juven­
tud del individuo, en el tiempo del modelado
de su alma, porque sólo lo que se inscribe
durante el período de crecimiento de la per­
sonalidad sobre la placa todavía blanda y
por consecuencia receptiva de la consciencia
en formación, permanece para todo hombre
como el elemento inocultable que determina
su destino. “ Que no crea nadie que puede
sustraerse a las primeras impresiones de la
juventud” , dice Goethe. En cada caso que
tiene que examinar, Freud retrocede, pues,
tanteando hasta la pubertad, — un período
anterior no le parece que deba ser estudiado
antes, porque ¿cómo habían de producirse,
impresiones sexuales antes de la aptitud se­
xual? También considera como contrasentido
la idea de proseguir la vida instintiva sexual
más allá de este límite, hasta la infancia,
cuya feliz inconsciencia no extrae todavía
nada de la tensión e impulso de la savia. Las
primeras investigaciones de Freud se detie­
nen, pues, en la pubertad.
Pero bien pronto, ante ciertas confesiones
notables, Freud 110 puede negarse a recono­
cer que en muchos de esos enfermos el psi­
coanálisis, hace surgir, con una claridad
incontestable, recuerdos que se refieren a
acontecimientos sexuales mucho más anti­
guos, y por decirlo así, prehistóricos. Confe­
siones muy claras de estos pacientes lo con­
ducen a sospechar que la época anterior a la
pubertad, es decir la infancia, debe contener
ya el instinto sexual o alguna de sus repre­
sentaciones. Esta sospecha se hace cada vez
más fuerte a medida que avanzan las inves­
tigaciones. Freud se acuerda de que la niñera
y el maestro de escuela se refieren a las
manifestaciones precoces de curiosidad se­
xual, y repentinamente su propio descubri­
miento sobre la diferencia que existe entre
la vida física consciente e inconsciente des­
peja luminosamente la situación. Freud re­
conoce que la conciencia sexual no se infiltra
repentinamente en la edad de pubertad,
porque, ¿de dónde vendría? si no que como
la lengua — mil veces más psicológica que
todos los psicólogos escolares — la ha ex­
presado desde hace mucho tiempo con una
plasticidad admirable se despierta en el ser
medio formado; ella existía, pues, desde ha­
cía tiempo en el cuerpo del niño, pero dor­
mida (es decir latente). Lo mismo que el
niño tiene en la pierna el poder para andar
aun antes de andar y el deseo de hablar antes
de poder hacerlo, la sexualidad — desde lue­
go, sin el menor presentimiento de su reali­
zación práctica — está dispuesta en él desde
mucho tiempo antes. El niño — fórmula de­
cisiva — conoce su sexualidad. Unicamente
que no la comprende.
Yo no lo sé, pero supongo que en el primer
momento Freud ha debido asustarse de su
propio descubrimiento, porque trastorna las
concepciones más corrientes de un modo casi
profanador. Si ya era audaz poner en evi­
dencia y, como dicen los demás, exagerar la
importancia de lo sexual en la vida del adul­
to, qué desafío es para la moral de la socie­
dad esta concepción irritante: querer descu-
brir trazas de efectividad sexual en el niño,
al cual la humanidad asocia universalmente
la idea de la pureza absoluta. ¡Cómo había
de conocer esta vida tierna, sonriente, ya el
deseo sexual o al menos soñar con él! Esta
idea parecía, al pronto, absurda, demente,
criminal, hasta mitológica, porque no estan­
do los órganos del niño aptos para la repro-
dución, debía proclamarse esta fórmula te­
rrible: “ Si el niño tiene una vida sexual,
tiene que ser perversa” . Decir semejante
cosa en 1900 equivalía a un suicidio científi­
co. Y sin embargo. Freud lo dice.
Allá donde ese investigador implacable
nota un terreno sólido se interna hasta lo
más intrincado con la fuerza de su energía.
Y sorprendiéndose él mismo, descubre en la
forma más inconsciente del hombre, en la
nutrición, la imagen más característica de la
forma original y universal del instinto del
goce. Precisamente porque allí, a la entrada
de la vida, ninguna luz de conciencia moral
desciende al mundo libre de trabas de los
instintos, este sér minúsculo revela el senti­
do primordial y plástico de la lujuria: atraer
el goce, rechazar el sufrimiento. Este peque­
ño animal humano aspira a gozarlo todo: su
propio cuerpo, el ambiente, el seno materno,
los pulgares de la mano y del pie, la mama­
dera y la tela, el vestido y la carne; sin reser­
va y llenar de sueño, quiere hacer entrar en
su cuerpecito blando todo lo que le hace bien.
En esta frase primitiva de la voluptuosidad
el sér vago que es el niño no distingue toda­
vía el Yo y el Tú, que se le enseñará más
tarde, no presenta las fronteras físicas o mo­
rales que le trazará más tarde la educación:
es un sér anárquico, pánico, que con una sed
inextinguible quiere atraer el universo a su
Yo, que lleva todo lo que alcanzan sus peque­
ños dedos al único manantial de voluptuosi­
dad que conoce, a su boca mamona. (Freud
califica esta época de oráculo), Juega inge­
nuamente con sus miembros, totalmente di­
sueltos en su deseo, balbuceando y maman­
do, y rechaza al mismo tiempo con furor
todo lo que turba su satisfacción delirante.
No es más que en la alimentación, en el toda­
vía no Yo, en el vago Su donde la lujuria
universal del hombre puede entregarse con
pleno goce sin fin y sin objeto. Allí el Yo in­
consciente mama todavía ávidamente toda ia
alegría en los senos del Universo.
Pero esta primera frase autoerótica no
.dura mucho tiempo. En seguida el niño em­
pieza a reconocer que su cuerpo tiene lími­
tes: una pequeña luz brota de su pequeño
cerebro y se establece una diferenciación en­
tre el interior y el exterior. El niño experi­
menta por primera vez la resistencia dol
mundo y tiene que comprobar que ese ele­
mento exterior es una fuerza de la cual »e
depende. El castigo no tarda en enseñarle
que una ley dolorosa e inconcebible para ¿i
no le permite disfrutar sin límites goce de
todas las fuentes: se le prohibe mostrarse
desnudo, tocar sus excrementos y regocijar­
se con ello; se le obliga implacablemente a
renunciar a la unidad moral de la sensacióu
y a considerar unos cosas como permitidas y
otras como prohibidas. La exigencia que la
cultura empieza a construir en este pequeño
salvaje, una conciencia social y estética, un
aparato de control, con cuya ayuda puede
clasificar sus acciones en dos grupos: las
buenas y las malas. Por el hecho de adquirir
este conocimiento, el pequeño Adán es arro­
jado del paraíso de la irresponsabilidad.
Al mismo tiempo se afirma en su interior
cierto retroceso del instinto del goce: se ceds
la plaza, en el niño que crece, a la nueva in­
clinación del autodescubrimiento. Del Su,
inconscientemente instintivo, sale un Yo, y
este descubrimiento de su Yo representa
para el cerebro del niño una tensión y una
ocupación tales que el instinto de goce con
las manifestaciones primitivamente pánicas
es desdeñado y no existe ya más que como
potencia. Este estado de autoocupación no
se pierde enteramente en el recuerdo del
adulto, sino que en algunos subsiste aún bajo
la forma de tendencia narcisiana, de incli­
nación egocéntrica peligrosa, para ocuparse
únicamente de sí y desdeñar todo lazo afec­
tivo con el universo. El instinto de goce que
muestran en el lactante su forma original y
universal, se encierra y vuelve a ser invisi­
ble, en el adulto. Entre la forma autocroní-
tica y paerótica de lactante y el erotismo se­
xual de la pubertad hay un sueño invernal
de las pasiones, y un estado crepuscular du­
rante el cual las energías y las savias se
preparan para su libertad.
Cuando en esta segunda fase, la de la pu­
bertad, tintada nuevamente de sensualidad,
el instinto adormecido se despierta poco a
poco; cuando la lujuria se vuelve hacia el
universo; cuando busca de nuevo una fija­
ción, un objeto sóbre el cual pueda colocar
su tensión afectiva, en ese momento decisivo,
la voluntad biológica de la naturaleza indica
enérgicamente al novicio la vía natural de la
reproducción.
Transformaciones flagrantes en los cuer­
pos del joven y de la joven nubiles, en la
época de la pubertad, les muestran que la
naturaleza se propone con ello un objeto y
esos signos indican claramente la zona geni­
tal. Señalan el camino que la naturaleza
quiere ver seguir al hombre para servir su
intención secreta y eterna: la reproducción.
La lujuria no debe ya, como en el lactante,
gozar de sí misma entreteniéndose, sino so­
meterse últimamente al designio inasequible
del universo que se realiza en la procreación.
Si el individuo comprende esta indicación
imperiosa de la naturaleza y la obedece —
si el hombre se une a la mujer y la mujer al
hombre para la realización del acto creador
— si ha olvidado todas las demás posibili­
dades de goce de su antigua voluptuosidad
pánica, su desarrollo sexual ha seguido un
curso directo y regular, sus energías se rea­
lizan en su vía natural y normal.
Este ritmo en dos tiempos determina el
desarrollo de toda la vida sexual humana, y
para millones y millones de seres el instinto
de goce se conforma sin tensión a este curso
regular: voluptuosidad universal y autogoce
en el niño, necesidad de reproducción en el
adulto. El ser normal sirve con una sencillez
perfecta a los fines de la naturaleza que
quiere obedecer exclusivamente a las leyes
metafísicas de la reproducción. Pero en ca­
sos aislados, relativamente raros — precisa­
mente los que interesan al médico del alma,
— se ve que un trastorno nefasto ha venido
a entorpecer la sana regularidad de este
proceso.
Muchos humanos, por razones particulares
en cada uno de ellos, no pueden decidirse a
canalizar enteramente su instinto al goce en
las formas recomendadas por la naturaleza;
la lujuria, la energía sexual, busca en ellos
para disolverse en voluptuosidad una direc­
ción diferente de la normal. En estos anóma­
los y entre estos neuróticos, a consecuencia
de una ruptura del riel de su vida, la incli­
nación sexual ha sido dirigida por una vía
falsa, de la cual no consigue nunca separar­
se; los perversos no son, según la creación
de Freud, seres cargados de herencias, de
enfermedades, ni sobre todo criminales; son,
en su mayor parte, seres que se acuerdan
con una fidelidad fatal de cierta forma de
realización voluptuosa de su época pregeni-
tal, de un acontecimiento erótico de su perío­
do de desarrollo y que, dominados por la fa­
miliaridad de la repetición, no pueden bus­
car la voluptuosidad más que en esa direc­
ción. Así se ve en la vida de desgraciados
adultos con deseos infantiles a los que no
atrae la realización sexual juzgada natural
por la sociedad y normal para su alma; siem­
pre quieren revivir ese acontecimiento eró­
tico (caído de nuevo, en la mayor parte, des­
de mucho tiempo en lo inconsciente) y bus­
can en la realidad un sustituto de ese re­
cuerdo. J. J. Rousseau en su implacable au­
tobiografía nos ha revelado con una perfecta
maestría un caso clásico de perversión de
este género, provocado por un recuerdo de
su juventud. Su maestra que era muy seve­
ra, y a quien él amaba secretamente, le daba
con frecuencia y furiosamente latigazos; con
sorpresa del propio niño, este castigo rigu­
roso infligido por la educadora, le causaba
un placer muy determinado. En el estado la­
tente (tan admirablemente definido por
Freud), Rousseau olvida completamente es­
tas escenas, pero su cuerpo, su alma, su in­
consciente, no lo olvidan. Y cuando más tar­
de, de hombre maduro busca la satisfacción
carnal en relaciones normales con mujeres,
no llega nunca a la realización del acto físico.
Para que consiga unirse a una mujer, ésta
debe repetir previamente aquella flagelación
histórica; y así es cómo Rousseau paga du­
rante toda su vida el despertar precoz y fu­
nesto de su afectividad sexual, desviada por
un masoquismo incurable que lo conduce
siempre, a despecho de su rebelión interna,
a esta única forma de voluptuosidad que le
es accesible.
Los pervertidos (Freud clasifica bajo este
nombre a todos los que buscan el goce por
otros medios distintos del que sirve para la
reproducción) no son, pues, ni enfermos, ni
naturalezas' obstinadamente anárquicas su­
blevándose consciente y audazmente contra
las leyes comunes, sino prisioneros a pesar
suyo encadenados a un acontecimiento de su
primera juventud, y a quienes el deseo vio­
lento de vencer sus instintos desviados los
convierte en neuróticos y psicósicos, porque
ni la justicia, que con sus amenazas sumerge
al enfermo más profundamente todavía en
su conflicto interior, ni la moral que lo lla­
ma a la razón, pueden libertarlo de ese yugo;
es preciso para esto, el curador de almas
que le haga comprender con una simpatía lú­
cida el acontecimiento primitivo; porque so­
lamente la autocomprensión del conflicto in-
terior — tal es el axioma de Freud en la doc­
trina psíquica — puede llegar a suprimirlo:
para curarse es necesario ante todo saber la
clase de su enfermedad.
Así, según Freud, todo desequilibrio, psí­
quico, resultante de una experiencia perso­
nal, generalmente erótica basta lo que nos­
otros llamamos naturaleza y herencia, 110
representa otra cosa más que acontecimien­
tos vividos por las generaciones anteriores y
absorbidos por los nervios; por consiguien­
te, el acontecimiento vivido es para el psi­
coanálisis el factor decisivo en la formación
del alma, y que trata de comprender a todo
hombre individualmente a través de su pa­
sado. Para Freud no hay más psicología ni
patología que las individuales: en la vida
del alma nada debe ser considerado según
una regla o según un esquema; cada, vez es
necesario descubrir ios primeros datos que
son siempre únicos. No es menos cierto que
la mayor parte de los acontecimientos se­
xuales precoces, al conservar su tinte perso­
nal, muestran sin embargo ciertas formas de
parecido típico: del mismo modo que innu­
merables individuos son visitados por las
mismas formas de sueños (el sueño del vue­
lo planeado, el examen, la persecución),
Freud cree reconocer en la realización sexual
precoz ciertas actitudes afectivas típicas,
casi obligatorias y se ha dedicado apasiona­
damente a investigar y clasificar esas cate­
gorías, esos complejos. El más célebre, y
también el más difamado, es el complejo lla­
mado de Edipo, que Freud presenta también
como uno de los pilares fundamentales de su
edificio psicoanalítico (en cuanto a mí, no
me parece otra cosa más que uno de esos
puntales que una vez terminada la construc­
ción pueden ser retirados sin el menor peli­
gro). Sin embargo ha ganado tan fatal po­
pularidad que casi no es necesario definirlo:
Freud supone que la afectividad funesta que
se realiza trágicamente en la leyenda de
Edipo, — en la que el hijo mata al padre y
posee a la madre — que esta situación que
nos parece bárbara, existe todavía hoy en el
estado de deseo en toda alma infantil; por­
que — la hipótesis más discutida de las de
Freud — el primer sentimiento erótico del
niño contempla siempre la madre, y 1a. pri­
mera tendencia agresiva, el padre. Este pa-
ralelogramo de fuerzas de amor hacia la ma­
dre y de odio hacia el padre, cree Freud que
puede probar que es el primer agrupamiento
natural e inevitable de toda psíquica infan­
til, y a su lado coloca una serie de diversos
sentimientos subconscientes, como el temor
de la castración, el deseo de incesto, etc., sen­
timientos todos que han sido encarnados en
los mitos primitivos de la humanidad. (Por­
que según la concepción cultural y biológica
de Freud, los mitos y las leyendas de los
pueblos no son otra cosa que los sueños —
deseos compendiados de su infancia). Así,
todo lo que la humanidad ha rechazado hace
mucho tiempo como contrario a la cultura,
la alegría de matar, el incesto, la violación,
todos esos sombríos desvarios del tiempo de
las hordas, todo eso estremece todavía una
vez por el deseo de realizarse en la infancia,
ese período prehistórico del alma humana:
cada individuo renueva simbólicamente en
su desarrollo ético toda la historia, de la civi­
lización. Invisiblemente, puesto que es in­
conscientemente, cargamos todos en nuestra
sangre los viejos instintos bárbaros, y nin­
guna cultura protege completamente al hom­
bre contra los relámpagos repentinos de esos
deseos extraños a él mismo; corrientes mis­
teriosas de nuestro inconsciente nos condu­
cen todavía y siempre a esos tiempos primi­
tivos sin ley ni moral. Aunque nosotros em­
pleemos toda nuestra fuerza para separar
este mundo de los instintos de nuestra acti­
vidad consciente, no podemos, en el mejor de
los casos, más que enmendarlos en el sentido
moral y espiritual, pero sin que podamos
desprendernos nunca completamente.
A causa de esta concepción llamada ene­
miga de la civilización, que considera vano,
en cierto sentido, el esfuerzo milenario de la
humanidad por el dominio total de los ins­
tintos, y subraya sin cesar lo invencible de la
lujuria, los adversarios de Freud, lian tra ­
tado su doctrina sexual de pansexualismo.
Lo acusan de estimar en demasía como psi­
cólogo el instinto sexual, atribuyéndole una
influencia tan preponderante sobre nuestra
vida psíquica y de exagerar como médico al
lleyar todo desequilibrio del alma únicamen­
te a este punto de partida, y no partiendo
sino de él para ir hacia la curación. Esta ob­
jeción, según yo, engloba lo verdadero y lo
inexacto; porque, en realidad, Freud no ha
presentado nunca el principio de goce como
la única fuerza psíquica motriz del mundo.
El sabe muy bien que toda tensión, todo mo­
vimiento — ¿y es otra cosa la vida? — no
destila más que “ polemos” , del conflicto. Por
esta causa, desde el principio, ha opuesto
teóricamente a la lujuria, al instinto centrí­
fugo que tiende a sobrepasar al Yo y a fijar­
se : otro instinto que llama primero, instinto
del Yo, en seguida, instinto agresivo; final­
mente, instinto de la muerte, y que impulsa
a la extinción, en vez de la reproducción; a
la destrucción, en vez de la creación; a la
Nada, en vez de la vida. Pero — y sólo a este
respecto no están completamente equivoca­
dos sus adversarios — Freud no ha conse­
guido representar este instinto contrario tan
claramente y con una fuerza tan persuasiva
como el instinto sexual: el reino de los ins­
tintos llamados del Yo, en su cuadro filosófi­
co del universo, ha permanecido bastante
vago, porque allí donde Freud no percibe
con una nitidez absoluta, es decir, en todo el
dominio puramente especulativo, le falta la
plasticidad magnífica de su don y de su te­
rapéutica, pero esta insistencia particular de
Freud era históricamente la consecuencia de
la subestimación y de la disimulación siste­
mática de la sexualidad por parte de los
otros, durante decenas de años. Se tenía ne­
cesidad de exagerar para que el pensamien­
to pudiese conquistar la época; rompiendo el
dique del silencio, Freud ha abierto la dis­
cusión. En realidad, esta exageración tan di­
famada de la sexual, nunca ha constituido un
verdadero peligro, y lo que pudiera haber de
excesivo en los primeros momentos, ha sido
corregido pronto por el tiempo, ese eterno
regulador de los valores. Hoy que han trans­
currido veinticinco años desde el principio
de las exposiciones de Freud, el hombre más
temeroso puede tranquilizarse: gracias a
nuestro nuevo conocimiento, más sincero y
más científico del problema de la sexualidad,
el mundo no se hecho de ningún modo más se­
xual, más erotómano, más moral; la doctrina
de Freud, por el contrario, no ha hecho más
que reconquistar un valor psíquico perdido
por la gazmoñería de la generación anterior:
la ingenuidad del espíritu ante todo lo físico.
Todo acontecimiento equivale ya a la liber­
tad hacia sí mismo, y está fuera de duda que
la nueva moral sexual, más libre, se mostra­
rá en la futura camaradería de los sexos,
creadora de moralidad de otra forma que la
antigua, toda disimulación, cuya desapari­
ción — mérito innegable — habrá apresu­
rado definitivamente Freud por su atrevi­
miento y por su independencia. Una genera­
ción debe siempre su libertad exterior a una
libertad interior de un solo individuo; toda
ciencia nueva tiene necesidad de un precursor
que la haga perceptible a los demás humanos.
CAPITULO VIH
MIRADA CREPUSCULAR A LO LEJOS

Toda visión se cambia en contem­


plación , en reflexión, de suerte que
se puede decir que, cada vez que di­
rigimos una mirada atenta al mun­
do, teorizamos.
Goethe.

El otoño es el tiempo bendito de la con­


templación. Los frutos se han cosechado; la
tarea ha terminado; el cielo y el horizonte,
puros y claros, iluminan el paisaje de la vi­
da. Cuando Freud, a los setenta años, lanza
por primera vez uña mirada retrospectiva
hacia la obra realizada, seguramente se ad­
mira él mismo viendo hasta dónde lo ha con­
ducido su vía creadora.
Un joven neurólogo estudia la explicación
de la historia. Más rápidamente de lo que él
creyera, este problema le descubre sus abis­
mos. Pero allí en esas profundidades, se le
presenta un nuevo problema: lo inconscien­
te. Lo examina y encuentra que es un espe­
jo mágico. Cualquiera que sea el objeto espi­
ritual sobre el cual proyecta luz, le da un
sentido puro. Armado así de un don de in­
terpretación sin igual, guiado misteriosamen­
te por una misión interior, Freud avanza de
una revelación a otra, de una vista espiri­
tual a una nueva más vasta y más elevada
— una p a rte nasce d a l l ’a l t r a su ccesiva m en tef

según la frase de Leonardo da Vinci — y


todos estos descubrimientos se encadenan na­
turalmente para formar un cuadro de conjun­
to del mundo psíquico. Hace tiempo que han
pasado las regiones de la neurología, del psi­
coanálisis, de la interpretación de los sueños,
de la sexualidad, y siempre aparecen otras
ciencias, que sólo piden ser renovadas. La
pedagogía, las religiones, la mitología, la
poesía y el arte, deben a las inspiraciones del
viejo sabio un enriquecimiento importante:
desde la cima de sus años, apenas si puede
abarcar con la mirada los espacios del por­
venir, donde alcanza el poder insospechado
de su actividad. Como Moisés en la cúspide
de la montaña, Freud, en el declinar de su
vida, descubre todavía un espacio infinito de
tierra inculta que podría ser fertilizada por
su doctrina.
Durante cincuenta años ha seguido intré­
pidamente el camino de la lucha; como caza­
dor de misterios e investigador de verdades,
su botín es incalculable. ¡ Qué de cosas no ha
proyectado, presentido, visto y creado!
¿Quién sería capaz de enumerar siquiera sus
actividades en todos los dominios del espíri­
tu? Ya podría descansár este anciano. En
efecto; en cierto modo, experimenta la nece­
sidad de ver las cosas con mirada más dulce,
más indulgente. Su mirada que ha penetrado
severa y escrutadora en el fondo de muchas
almas sombrías, desearía ahora abrazar li­
bremente, en una especie de ilusión espiri­
tual, la imagen entera del universo. El siem­
pre ha laborado los abismos: le gustaría
contemplar una vez más las planicies y las
cúspides de la existencia. El que durante to­
da su vida, sin el menor descanso, ha busca­
do e interrogado como psicólogo, al presente
trataría gustoso de darse a sí mismo una res­
puesta como filósofo. El hombre cuyos aná­
lisis de hombres aislados son incontables,
quisiera ahora profundizar el sentido de la
comunidad y poner a prueba su arte de in­
terpretación en un psicoanálisis de la época.
Esta tentación de ver el misterio universal
exclusivamente como pensador, de hacer en
esta forma una pura visión del espíritu, no
es reciente, pero el rigor de su tarea ha im­
pedido u Freud durante toda su vida, aten­
der a las tendencias especulativas; las leyes
de la construcción psíquica debían ser expe­
rimentadas primero en innumerables indi­
viduos, para luego poder aplicarlas en gene­
ral, pareciéndole siempre a este hombre, de­
masiado consciente de su responsabilidad,
que no era tiempo todavía. Pero hoy, que cin­
cuenta años de labor ininterrumpida le dan el
derecho de pasar lo individual a sueño-pen­
samiento, he aquí que sale para echar una
mirada a lo lejos y para aplicar a toda la hu­
manidad el método experimentado con milla­
res de humanos.
El maestro, tan seguro siempre de sí, co­
mienza esta empresa con algún temor, con
alguna timidez. Se estaría tentado de decir
casi, que deja con remordimiento su dominio
de los hechos exactos por el de lo que podría
no ser probado, porque él, que ha desenmas­
carado tantas ilusiones, sabe cuán fácilmente
se cede a los sueños-deseos filosóficos. Has­
ta aquí, había rechazado duramente toda ge­
neralización especulativa: “ Soy contrario a
la fabricación de concepciones universales” .
No es, pues, con ligereza, sino con la antigua
o inquebrantable certeza, cómo se vuelve ha­
cia la metafísica, o como el la llama más pru­
dentemente, la metapsicología. Parece excu­
sarse ante sí mismo de esta empresa tardía,
diciendo: “ Cierto cambio, cuyas consecuen­
cias no puedo negar, se ha introducido en mis
condiciones de trabajo. Antes, yo no era de
los que no saben guardar secreta una cosa
que ellos creen que es un descubrimiento, has­
ta que se encuentra corroborada... Pero en­
tonces el tiempo se extendía incalculablemen­
te ante mí — ocans of time, como dijo un
amable poeta — y los materiales afluían
hacia mí tan abundantes que difícilmente po­
día experimentar todo lo que se me ofrecía...
Ahora esto ha cambiado. El tiempo que hay
delante de raí es limitado; no puede ser ocu­
pado en su totalidad por el trabajo, y las
ocasiones de hacer nuevos experimentos no
se multiplican tanto. Cuando creo ver alguna
cosa nueva, no estoy seguro de poder llegar
a probarla” .
Se ve: este hombre estrictamente científi­
co sabe de antemano que esta vez va a plan­
tearse toda clase de problemas insidiosos. En
una especie de monólogo, de conversación in­
telectual consigo mismo, examina ciertas pre­
guntas que le pesan sin exigir, sin dar res­
puesta completa. Los libros llegados tardía­
mente : El Porvenir de una Ilusión y El Ma­
lestar de la Civilización, no están quizá tau
nutridos como los precedentes, pero son más
poéticos. Contienen menos ciencia demostra­
ble, pero inás prudencia. En vez de disector
implacable, se revela en fin el pensador que
sintetiza ampliamente, y en lugar del médi­
co de una ciencia natural exacta, el artista
tanto tiempo presentido. Es como si detrás
de la mirada escrutadora surgiese por pri­
mera vez el sér humano tan largo tiempo di­
simulado por Sigmund Freud.
Pero esa mirada que contempla la humani­
dad es sombría; se ha hecho así porque ha
visto demasiadas cosas sombrías; continua­
mente, durante cincuenta años, los hombres
no han demostrado a Freud más que sus cui­
dados, sus miserias, sus tormentos, sus tras­
tornos, ora gimiendo e interrogando, ora irri­
tados, histéricos, huraños; siempre ha tenido
que ver únicamente con enfermos, con vícti­
mas, con obesos, con locos; solamente el lado
triste y abúlico de la humanidad es lo que
se le lia aparecido inexorablemente a este
hombre, durante toda su vida. Sumergido
eternamente en su trabajo, ha entrevisto ra­
ra vez la otra faz de la humanidad, serena,
alegre, gozosa, confiada; la parte compues­
ta de hombres generosos, sin preocupaciones,
alegres, ligeros, felices: no ha encontrado
más que enfermos melancólicos, desequilibra­
dos, nada más que almas sombrías. Sigmund
Freud ha sido demasiado tiempo y dema­
siado profundamente médico para no haber
llegado poco a poco a considerar a toda la
humanidad como un cuerpo enfermo. Ya su
primera impresión, cuando lanza una mira­
da al mundo desde el fondo de su gabinete
de trabajo, hace preceder todas sus investi­
gaciones ulteriores de un diagnóstico terri­
blemente pesimista: “ Para toda la humani­
dad, lo mismo que para el individuo, la, vida
es difícil de soportar” .
Frase terrible y fatal que da poca esperan­
za, suspiro que sale de lo más íntimo más
bien que noción adquirida. Se comprende que
Freud se acerca a su tarea cultural y bioló­
gica como si se dirigiera al lecho de un en­
fermo. Acostumbrado a mirar como psiquia­
tra, cree solamente encontrar en nuestra épo­
ca los síntomas de un desequilibrio psíquico.
Como la alegría es extraña a su vista, no ve
en nuestra civilización más que el malestar
y se pone a analizar esta neurosis del alma
de la época. ¿Cómo es posible, se pregunta,
que tan poca satisfacción real anime nuestra
civilización, que sin embargo, ha elevado.<\
la humanidad muy por encima de todas las
esperanzas y presentimientos de las genera­
ciones precedentes? ¿No hemos sobrepasado
mil veces en nosotros al viejo Adán, y no so­
mos ya más parecidos a Dios que a él? ¿No
percibe el oído, gracias a la membrana tele­
fónica, los sonidos de los continentes más le­
janos? ¿No contempla el ojo. gracias al teles­
copio, el universo con miríadas de estrellas,
y no ve con la ayuda del microscopio, el Cos­
mos en una gota de agua? ¿No traspasa nues­
tra voz en un segundo el espacio y el tiempo,
no desdeña la eternidad grabada en un disco
de fonógrafo? ¿No nos transporta el avión
con seguridad a través del elemento vedado
al hombre durante millares de años? ¿Por
qué no satisfacen a nuestro YO íntimo estas
conquistas técnicas? ¿Por qué a pesar de es­
ta paridad con Dios, no experimenta el alma
del hombre la verdadera alegría de la victo­
ria, sino solamente el sentimiento abruma­
dor de que sólo tenemos prestados esos es­
plendores, que no somos más que “ dioses
protésicos” ! ¿Cuál es el origen de esta inhi­
bición, de este desequilibrio, la raíz de esta
enfermedad del alma?, se pregunta Freud
contemplando la humanidad. Y, gravemente,
rigurosamente, metódicamente, como si se
tratase de casos aislados de su consultorio, el
viejo sabio se considera en el deber de buscar
las causas del malestar de nuestra civiliza­
ción, esa neurosis psíquica de la humanidad
actual.
Se sabe que Freud comienza si ¡mpre un
psicoanálisis por la investigación ael pasa­
do; lo mismo procede por el de la civiliza­
ción de alma enferma, echando una mirada
retrospectiva sobre las formas primitivas de
la sociedad humana. Al principio ve apare­
cer al hombre prehistórico (en cierto sentido
el lactante de la civilización), ignorando cos­
tumbres y leyes, animalmente libre y virgen
de toda inhibición. Movido por su egoísmo
concentrado, que nada contrarresta, encuen­
tra un descargo a sus instintos agresivos en
el asesinato y el canibalismo, a su inclina­
ción sexual, en el pansexualismo y el insecto.
Pero en cuanto este hombre primitivo forma
con sus semejantes una horda o un clan, se
ve forzado a comprender que hay un límite
para sus apetitos, límites que están represen­
tados por la resistencia de sus compañeros;
toda vida social, aun en el grado más bajo,
exige una limitación. El individuo debe resig­
narse a considerar como prohibidas ciertas
cosas; se establecen costumbres, derechos,
convenios comunes que comprenden el casti­
go para cada transgresión. En seguida, el co­
nocimiento de las prohibiciones, el temor del
castigo, siempre exteriores, pasan poco a poL
co al interior, y crean en el cerebro, hasta
entonces limitado y bestial, una instancia nue­
va, un super-Yo, un aparato, en cierto modo
señalador, que advierte a tiempo que no se
atraviesan los rieles de las costumbres para
no ser arrollados por el castigo. Con este su­
per-Yo, la consciencia, nace la cultura y al
mismo tiempo la idea religiosa, porque todos
los límites que la naturaleza opone en el ex­
terior al instinto humano de gozar, el frío,
la enfermedad, la muerte, el miedo ciego y
primitivo de la criatura, los concibe siempre
como enviados por un adversario invisible,
por un “ Dios padre” , que tiene poder ilimi­
tado de recompensar y castigar, un Dios de
terror, al cual se debe servidumbre y sumi­
sión. La presencia imaginaria de un Dios pa­
dre omnisciente y omnipotente, — a la vez
ideal supremo del YO, en cuanto represen­
tante del poder absoluto, e imagen terrorífi­
ca en cuanto creador de todos los espantos,
— sostiene despierta la consciencia, que re­
chaza al hombre insubordinado a sus fronte­
ras; gracias a este auto-refinamiento, a esta
renunciación, a esta autodisciplina, comienza
la civilización gradual del sér bárbaro. Al
unir sus fuerzas, primitivamente ultrabelico-
sas, al asignarles una actividad común y
creadora, en vez de lanzarlas únicamente
unas contra otras en luchas sangrientas y
mortíferas, la humanidad acrecienta sus do­
nes éticos y técnicos y quita, poco a poco, a
su propio ideal, a Dios, una buena parte de
su poder. El rayo está aprisionado, el aire
dominado, la distancia vencida, el peligro de
las fieras domado por las armas; todos loa
elementos: agua, aire, fuego, sujetos poco a
poco a la comunidad civilizada. Gracias a sus
fuerzas creadoras organizadas, la humanidad
sube cada vez más alto en la escala celeste
hacia lo divino; dueña de las cúspides y de los
abismos, triunfadora del espacio, llena de sa­
ber y casi omnisciente, la humanidad salida
de la bestia puede considerarse ya como igual
a Dios.
Pero en medio de este hermoso sueño de
una civilización creadora de la dicha univer­
sal, Freud, el incurable desilusionista, abso­
lutamente como Jean Jacques Rousseau —
más de ciento cincuenta años antes — lan­
za la pregunta: ¿Por qué, a pesar de esta
paridad con Dios, no es más dichosa y ale­
gre la humanidad? ¿Por qué nuestro más
profundo Yo, no se siente enriquecido, libe­
rado y salvado por todas estas victorias civi
lizadoras de la comunidad? Y se contesta a
sí mismo, con su dureza enérgica e impla­
cable: potque este enriquecimiento por la
cultura, no se nos ha dado gratuitamente,
sino que ha sido pagado por una limitación
inusitada de la libertad de nuestros instin­
tos. El reverso de toda ganancia de civili­
zación para la especie, es una pérdida de fe­
licidad para el individuo (y Freud toma siem­
pre el partido de este último). Al acrecenta­
miento de civilización humana colectiva co­
rresponde una disminución de libertad, un
descenso de fuerza afectiva pai’a el alma in­
dividual. “ Nuestro sentimiento actual del Yo,
no es más que una parte desmedrada de un
sentimiento vasto, hasta universal, conforme
con un parentesco más íntimo entre el Yo y
el mundo circundante Hemos cedido dema­
siado de nuestra fuerza a la sociedad, a la
colectividad, para que nuestros instintos pri­
mitivos, sexuales y agresivos, posean todavía
su unidad y su poder antiguos. Cuanto más
se desparrama nuestra vida por canales es­
trechos, tanto más pierde de su fuerza to­
rrencial y elemental. Las restricciones so­
ciales más rigurosas de siglo en siglo, en­
durecen y reducen nuestra fuerza afectiva, y
“ la vida sexual del hombre civilizado ha su­
frido gravemente. A veces da la impresión
de una función que declina, como parece ha­
ber disminuido el papel de nuestros órganos,
de nuestra dentadura y de nuestros cabe­
llos” . El alma del hombre no se deja enga­
ñar: sabe de una manera misteriosa que los
innumerables goces nuevos y superiores por
medio de los cuales las artes, las ciencias, la
técnica, tratan diariamente de causarle ilu­
siones; que el avasallamiento de la natura­
leza y las múltiples comodidades de la vida,
le han valido la pérdida de otra voluptuosi­
dad más completa, más huraña, más natu­
ral. Algo en nosotros, biológicamente oculto
tal vez en los laberintos del cerebro y que
acarrea nuestra sangre, se acuerda mística­
mente de esta libertad suprema a nuestro es­
tado primitivo: todos los instintos vencidos
hace mucho tiempo por la cultura, — el inces -
to, el parricidio, el pansexualismo — fre­
cuentan todavía nuestros sueños y nuestros
deseos. Hasta en el niño cuidado y mimado,
dado a luz sin trastornos y sin dolores poi
la más cultivada de las madres en un local
bien templado, alumbrado por la electrici­
dad, debidamente desinfectado, de una clí­
nica de lujo, se revela el hombre primitivo,
obligado a recorrer a través de milenios to­
dos los grados que conducen desde los ins­
tintos pánicos hasta la autolimitación; debe
vivir y sufrir, en su propio cuerpecito cre­
ciente, toda la evolución de la cultura. Así,
en todos nosotros queda un recuerdo indes­
tructible de la antigua autocracia, y en cier­
tos momentos nuestro Yo ético siente la nos­
talgia loca de la animalidad de nuestros co­
mienzos. El perjuicio y el provecho se equi­
libran eternamente en nuestra vitalidad, y
cuanto más se ahonda el abismo entre las
limitaciones cada día más numerosas, que
impone la comunidad, y la libertad primitiva,
tanto más se agrava la desconfianza del alma
individual, la cual se pregunta si, en el fon­
do, no es expoliada por el progreso, y si la
socialización del Yo, no la de su Yo más pro­
fundo.
i Conseguirá la humanidad, continúa Freud,
esforzándose por penetrar el porvenir, domi­
nar definitivamente esta inquietud, este dua­
lismo, este desgarramiento de su alma? Des­
orientada, vacilante entre el temor de Dios
y el goce animal, trabada por las prohibicio­
nes, agobiada por la neurosis de la religión,
¿encontrará una salida en este dilema de la
civilización? Las dos potencias originales, el
instinto agresivo y el instinto sexual, ¿no se
someterán al fin voluntariamente a la razón
normal, y no podremos apartar más tarde y
definitivamente, como superflua, la hipótesis
utilitaria del Dios que juzga y que castiga?
¿Vencerá el porvenir — para hablar como
psicoanalistas — este conflicto afectivo, el
más secreto, sacándolo a la luz de la conscien­
cia? ¿Se purificará algún día completamente?
Esta es una pregunta peligrosa, porque al
preguntarse si la razón podrá ser dueña de
nuestra vida instintiva, Freud se ve acorra­
lado en una lucha trágica. Por una parte, co­
mo se sabe, el psicoanálisis niega el dominio
de la razón sobre lo inconsciente: ‘‘Los hom­
bres, dice, son poco accesibles a los argumen­
tos de la razón, están movidos por sus ins­
tintos”, y, sin embargo, afirma por otra par­
te, “ que nosotros no tenemos más medio que
nuestra inteligencia para dominar nuestra vi -
da instintiva” . Como doctrina teórica, el psi­
coanálisis combate por el predominio de los
instintos y de lo inconsciente; como método
práctico, ve en la razón el único medio de sal­
vación para el hombre, y por lo tanto, para
la humanidad. Desde hace mucho tiempo, se
oculta en el fondo del psicoanálisis esta con­
tradicción secreta, y actualmente, en propor­
ción a la amplitud del examen, se ha inflado
desmesuradamente: Freud debería tomar hoy
una decisión definitiva; es justamente aquí,
en el dominio filosófico, donde debería pro­
nunciarse por la preponderancia de la razón
o por la del instinto. Pero para él, que no
sabe mentir y que siempre se ha negado a
mentirse a sí mismo, esta elección es terri­
blemente difícil. ¿Cómo decidir? El anciano
acaba de ver, con la mirada trastornada, con­
firmarse su teoría del dominio de los instin­
tos sobre la razón consciente por la psicosis
colectiva de la guerra mundial; jamás ha­
bía comprendido tan siniestramente como en
estos cuatro años apocalípticos, cuán débil
es todavía la capa de civilización que oculta
la violencia de nuestros instintos sanguina­
rios y cómo un solo impulso de los inconscien­
tes basta para hacer desplomarse iodos los
templos de la moral. Ha visto sacrificar la
cultura, la religión, todo lo que ennoblece y
eleva la vida consciente del hombre, al go­
ce salvaje y primitivo de la destrucción ; to­
das las potencias santas y santificadas se
han sentido una vez más con una debilidad
infantil frente al instinto sordo y sediento
de sangre del hombre primitivo. Y sin embar­
go, hay en Freud algo que se niega a recono­
cer como definitivo esta derrota moral de la
humanidad. ¿Por qué sino la razón? ¿Para
qué haber servido él mismo durante décadas
a la ciencia y a la verdad, si al fin de cuen­
tas todo acto de consciencia de la humanidad
debe ser siempre impotente contra su incons­
ciente? Freud, incorruptiblemente honesto,
no se atreve a negar el poder activo de la ra­
zón, ni la fuerza incalculable del instinto.
Así, para terminar, responde prudentemen­
te a la pregunta que se le hace — encarando
un tercer reino del alma, — como un vago
“ tal ves”, “ tal vez un día muy lejano”; por­
que no quisiera, después de este tardío via­
je, volver en sí mismo sin el menor consue­
lo. Es emocionante oír su voz siempre tan se­
vera, hacerse conciliadora y dulce, cuando
al presente, al salir de la vida, quiere mos­
trar a la humanidad, al final de su camino,
una luz de esperanza: “ Podemos seguir di­
ciendo con razón, que el intelecto humano
es débil en comparación con los instintos.
Pero esta debilidad es cosa singular: la vez
del intelecto es baja, pero no cesa mieutrr.s
no se hace oír. Por último, después de innu­
merables derrotas, lo consigue siempre. .Es
uno de loa puntos raros sobre los cuales se
puede ser optimista en cuanto al porvenir
de la humanidad, pero no es poco lo que sig­
nifica en sí. La primacía del intelecto se en­
cuentra ciertamente en una región lejana,
pero que probablemente no es inaccesible” .
Estas palabras son maravillosas. Pero esa
pequeña luz en la obscuridad vacila en una
lejanía demasiado vaga para el alma interro­
gadora, helada por la realidad, pueda tem­
plarse en ella. Toda probabilidad no es más
que un débil consuelo, y ningún tal vez calma
la sed insaciable de fe en certidumbres su­
premas. Aquí nos encontramos ante el lími­
te infranqueable del psicoanálisis: donde co­
mienza el reino de las creencias interiores,
de la confianza creadora, termina su poder;
conscientemente desilusionista y enemiga de
todo espejismo, no tiene alas para alcanzar
esas regiones elevadas. Ciencia exclusiva del
individuo, del alma individual, nada sabe ni
quiere saber de un sentido colectivo o de una
misión metafísica de la humanidad; por eso
no hace mas que iluminar los hechos psíqui­
cos y no retempla el alma humana. No pue­
de dar más que la salud, pero la salud sola
no basta. La humanidad, para ser feliz y fe­
cunda, necesita estar fortificada sin cesar
por una fe que dé un sentido a su vida. El
psicoanálisis no recurre al opio de las re­
ligiones, ni a los éxtasis de las promesas di-
tirámbicas de Nietzsche; no asegura ni pro­
mete nada, prefiere callarse y consolar. Es­
ta sinceridad engendrada enteramente por
el espíritu severo y leal de Sigmund Freud,
es admirable bajo la relación moral. Pero a
todo lo que no es sino verdad, se mezcla
inevitablemente un grano de amargura y de
escepticismo, sobre todo lo que no es más
que razón y análisis llano, cierta sombra trá­
gica. Innegablemente, en el psicoanálisis, hay
algo que mina lo divino, algo que tiene gusto
de tierra y de cenizas; como todo lo que no es
más que humano, no hace libre y gozoso; la
sinceridad puede enriquecer admirablemente
el espíritu, pero nunca satisfacer totalmen­
te el sentimiento, ni enseñar a la humanidad
a adelantarse, lo cual es la satisfacción más
loca, y sin embargo, la más necesaria. El hom­
bre — ¿quién lo ha probado más magnífica­
mente que Freud? — no puede, ui aun en el
sentido físico, vivir sin sueño, su cuerpo dé­
bil estallaría bajo la presión de los sentimien­
tos no realizados; ¿cómo soportaría enton­
ces el alma de la humanidad la existencia
sin la esperanza de un sentido más elevado,
sin los sueños de la fe? Por esto es por lo
que la ciencia puede demostrarle sin cesar­
la puerilidad de sus creaciones divinas, siem­
pre para no caer en el nihilismo, su alegría
de crear querrá dar un sentido nuevo al uni­
verso, porque esta alegría del esfuerzo es en
sí misma, el sentido más profundo de toda
vida espiritual.
Para el alma hambrienta de creencia, la
fría y lúcida razón, el rigor, el realismo del
psicoanálisis, no es un alimento. El psicoaná­
lisis aporta experiencias y nada más; puede
dar una explicación de las realidades, pero
no del universo, al cual no atribuye ningún
sentido. Ahí está su límite. Ha sabido me­
jor que cualquier otro método espiritual an­
terior, acercar al hombre a su propio Yo,
pero no — lo cual sería necesario para la
satisfacción total del sentimiento — hacer­
lo salir de ese Yo. Analiza, separa, divide,
muestra a toda la vida su sentido propio,
pero no sabe agrupar esos mil y mil elemen­
tos y darles un sentido común. Para ser real­
mente creadora sería preciso que su pensa­
miento que aclara y descompone, estuviera
completado por otro que reuniera e hiciera
fusionar, — después del psicoanálisis, la psi-
cosíntesis — reunión que quizá sea la cien­
cia de mañana.
Cualquiera que sea el camino recorrido
por Freud, aun quedan más lejos, vastos es­
pacios que explorar. Ahora que el arte de la
interpretación del psicoanálisis ha mostrado
al alma las trabas que se oponen a su esfuer­
zo, otros podrían hablarle de su libertad, en­
señarla a salir de sí mismo y a reunirse al
Todo universal.
CAPITULO IX
E L ALCANCE EN E L TIEMPO

E l indÍTÍduo que nace del Uno y


del Múltiple y que, desde su naci­
miento, lleva en sí tanto lo definido
como lo indefinido, no queremos, de
singana manera, dejarlo desvanecer­
se en lo ilimitado antes de haber re­
visto todas sus categorías de repre­
sentaciones que hacen de intermedia­
rio entre el Uno y el Múltiple.
PLATON

Dos descubrimientos de una simultaneidad


simbólica se producen en la última década del
siglo X IX ; en Wurzbourg, un físico poco co­
nocido, llamado Wilhelm Roentgen, prueba
por un experimento inesperado la posibilidad
de ver a través del cuerpo humano, conside­
rado hasta entonces como impenetrable. En
Viena, un médico también poco conocido, Sig-
/nund Freud, descubre la misma posibilidad
en cuanto al alma. Los dos métodos no sólo
modifican las bases de su propia ciencia, sino
que fecundan todos los dominios vecinos; por
un cruzamiento notable, la medicina saca pro­
vecho del descubrimiento del físico, y el del
médico enriquece la psicología, la doctrina
de las fuerzas del alma.
Gracias al descubrimiento de Freud, cuyos
resultados están todavía hoy lejos de ago­
tarse, la psicología científica, pasa en fin, los
límites de su exclusividad académica y teó­
rica, y entra en la vida práctica. Por él, la
psicología como ciencia, se hace, por prime­
ra vez, aplicable a todas las creaciones del
espíritu.
Porque, ¿qué era antes la psicología? Una
materia escolar, una ciencia teórica especial,
aprisionada en las universidades y semina­
rios, que engendraba libros con fórmulas ile­
gibles e insoportables. El que la estudiaba
no sabía de sí mismo y de sus leyes indivi­
duales, más que si hubiera estudiado el sáns­
crito o la astronomía, y el gran público, por
justo instinto, consideraba sus resultados de
laboratorio desprovistos de alcance, porque
eran totalmente abstractos. Al hacer pasar
con un gesto decisivo el estudio del alma de
lo teórico a lo individual, y al hacer de la
cristalización de la personalidad un objeto
de investigaciones, Freud, transporta la psi­
cología escolar a la realidad, y la hace de una
importancia vital para el hombre, puesto que
desde entonces es aplicable. Hoy solamente
la psicología puede asistir a la pedagogía en
la formación del ser humano creciente; coo­
perar a la curación del enfermo; ayudar al
juicio extraviado en justicia; hacer compren­
der las creaciones artísticas, y, al mismo
tiempo que trata de explicar a cada uno su
individualidad, siempre única, acude en ayu­
da de todos, porque el que ha aprendido a
comprender al sér humano en sí mismo, lo
comprende en todos los hombres.
Orientando así la psicología hacia el alma
individual, Freud ha libertado inconsciente­
mente el deseo más íntimo de la época. El
hombre nunca tuvo tanta curiosidad por su
propio Yo, por su personalidad, como en
nuestro siglo de monotonización creciente de
la vida exterior. El siglo de la técnica unifor­
ma y despersonaliza cada vez más al indivi­
dúo, del cual hace un tipo incoloro; cobran­
do un mismo salario por categoría, habitan­
do las mismas casas, llevando los mismos ves­
tidos, trabajando a las mismas- horas, en la
misma máquina, buscando en seguida un refu­
gio en el mismo género de distracción, ante
el mismo aparato de radiotelefonía, del mis­
mo disco fonográfico, entregándose a los mis­
mos deportes, los individuos son exteriormen-
te, y de un modo espantoso, cada vez más pa­
recidos; sus ciudades con las mismas calles
son cada vez menos interesantes; las nacio­
nes cada día más homogéneas; el gigantesco
crisol de la racionalización, hace fundir todas
las distinciones aparentes. Pero, a pesar de
que nuestra superficie está cortada en serie
y de que los hombres están clasificados por
docenas, conforme con el tipo colectivo, en
medio de la despersonalización progresiva
de los modos de vida, cada individuo aprecia
cada vez más la importancia de la única capa
vital de su ser inaccesible, que escapa a la in­
fluencia de lo exterior: su personalidad, úni­
ca e imposible de reproducir. Se ha conver­
tido en la medida suprema y casi única del
hombre, y no es una casualidad que todas las
artes y todas las ciencias sirvan hoy tan
apasionadamente a la caracteriología. La
doctrina de los tipos, la ciencia de la descen­
dencia, la teoría de la herencia, las investiga­
ciones sobre la periodicidad individual, se es­
fuerzan por separar siempre más sistemáti­
camente lo particular de lo general; en lite­
ratura, la biología profundiza la ciencia de
la personalidad; métodos de examen de la fi
sonomía interior, como la astrología, la qui
romancia, la grafología, que se creían muer­
tas hace mucho tiempo, se extienden en nues­
tros días, de un modo inesperado. De todos
los enigmas de la existencia, ninguno impor­
ta tanto al hombre de hoy como la revelación
de su sér y de su propio desarrollo, ni como
las condiciones especiales y las particulari­
dades únicas de su personalidad.
Freud ha conducido a este centro de vida
interior la ciencia física convertida en abs­
tracta. Por primera vez, y alcanzando una
grandeza poética, ha desarrollado el elemen­
to dramático de la cristalización de la perso ­
nalidad; ese vaivén ardiente y turbador de
la región crepuscular entre lo consciente y
lo inconsciente, donde el choque más peque
ño engendra las consecuencias más vastas;
donde el pasado se une al presente por los
cruzamientos más singulares, verdaderos cos­
mos en la esfera reducida de la sangre y del
cuerpo, imposibles de abarcar con la mirada
en su conjunto, y sin embargo, hermoso y de
contemplar como una obra de arte en su in­
sondable conformidad con las leyes internas.
Pero las leyes que gobiernan un hombre —
ahí está la subversión radical aportada por
su doctrina — no pueden ser juzgadas nun­
ca según un esquema escolar; es necesario
que sean experimentadas, probadas y recono­
cidas como valores únicos. No puede com­
prenderse una personalidad por medio de una
fórmula rígida, sino única y exclusivamente
por la forma de su destino, destilando su pro­
pia vida; por eso toda cura médica, toda ayu­
da moral, supone ante todo para Freud sa­
ber, y un saber afirmativo, simpatizante y
por lo tanto verdaderamente intuitivo. El
principio obligatorio de toda ciencia y de
toda medicina psíquica, es para él el respe­
to de la personalidad, ese misterio revelado,
Begún el principio goethiano; Freud ha en­
señado a reverenciar, como ningún otro, ese
respeto como mandamiento moral. Sólo por
él, centenares de millares de seres han com­
prendido por primera vez la fragilidad del
alma, y en particular del alma infantil; a la
vista de heridas descubiertas por él, han em­
pezado a comprender que todo gesto grosero,
toda intervención brutal (basta a veces una
sola palabra), en esta materia deliberada, do­
tada de una fuerza misteriosa de recordación,
puede destruir un destino: que, por consi­
guiente, toda amenaza, prohibición, castigo
o corrección irreflexiva carga a su autor de
una responsabilidad desconocida hasta aho­
ra. El respeto de la personalidad aun en sus
errores, es lo que Freud ha introducido siem­
pre más profundamente en la consciencia de
hoy en la escuela, en la iglesia, en el tribu­
nal, refugios todos del rigor; por esta visión
mejor de las leyes psíquicas ha propagado en
el mundo una delicadeza y una indulgencia
mayor. El arte de comprenderse mutuamen­
te, el más importante en las relaciones huma­
nas, y el más necesario entre las naciones, el
único, en suma, que puede ayudamos en la
construcción de una humanidad superior, ese
arte no ha aprovechado ningún método ac­
tual, habiendo sacado del dominio del espíri­
tu tanto como de la doctrina freudiana de la
personalidad; gracias a Freud se ha com­
prendido por primera vez, en sentido nuevo
y activo, la importancia del individuo, el va­
lor único e irreemplazable de toda alma hu­
mana. No hay en Europa, en todos los domi­
nios del arte, del estudio, de las ciencias vi­
tales, un solo hombre importante cuyas con­
cepciones no sientan directa e indirectamen­
te, de buen o mal grado, la influencia, de una
manera creadora, de las ideas de F reud; por
todas partes este hombre aislado ha alcanza­
do el centro de la vida: lo humano. Y mien­
tras los especialistas continúan no pudiendo
inclinarse ante el hecho de que esta obra no
está rigurosamente conforme con las reglas de
la enseñanza médica, filosofía u otra cual­
quiera, mientras los sabios oficiales disputan
todavía furiosamente respecto a detalles y fi­
nalidades, la teoría de Freud ha hecho hace
ya mucho tiempo sus pruebas y se ha mos­
trado irrefutablemente verdadera, verdadera
en el sentido creador, según la frase inolvi­
dable de Goethe: Solamente es verdadero lo
que es fecundo.

F I N
I N D I C E

P ág

CAPITULO I :
La situación después del siglo ........ ............... 7

CAPITULO I I :
Retrato del carácter ........................................... 33

CAPITULO I I I :
El punto de partida .......................................... 51

CAPITULO IV :
El mundo de lo inconsciente .......................... 69

CAPITULO V:
Interpretación de los sueños .......................... 81

CAPITULO V I:
La técnica del psicoanálisis .. • ...................... 107

CAPITULO V II:
El mundo del sexo ........................................... 131

CAPITULO V III:
Mirada crepuscular a lo lejos .......................... 159

CAPITULO IX :
El alcance en el tiempo .................................. 183
ESTA EDICIÓN DE 2,000 EJEMPLARES SE TERMINÓ
DE IMPRIMIR EL 20 DE OCTUBRE DE 1975 EN LOS
TALLERES DE LA E D I T O R I A L D I A N A , S . * A .
ROBERTO GAYOL 1219, ESQUINA TLACOQUEMÉCAJtL,
MÉXICO 12, D. F.

Potrebbero piacerti anche