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AREQUIPA
Elaborado por:
Grado:
4° PRIMARIA
2018
El amo y el criado
En un pueblo de América Latina, en una gran casa con jardín, vivía un hombre
solitario al que sólo le gustaba la compañía de su viejo criado.
Un día este hombre, que dirigía una empresa y siempre estaba muy ocupado,
llegó a casa muy alterado.
El criado, que tenía confianza con él, intentó quitarle hierro al asunto para que se
apaciguara.
– ¡No puedo, no puedo! ¡Encima llevo seis horas sin comer y estoy hambriento!
¡Sírveme la comida ahora mismo porque si no me voy a desmayar!
El criado asintió con la cabeza y se alejó hacia la cocina con paso presuroso. Dos
minutos después regresó al comedor con un gran plato de sopa entre las manos.
– Aquí tiene una deliciosa sopa de verduras, su favorita. Ande, tómesela, ya verá
qué bien le sienta.
Fue la gota que colmó el vaso; se levantó y en un arrebato de furia, agarró el plato
y lo lanzó por la ventana.
En un primer momento el criado no supo qué pensar ni qué hacer, pero enseguida
reaccionó; En silencio se acercó a la mesa, cogió el pan, el vino, la servilleta, los
cubiertos y el mantel, y también los lanzó por la ventana con tantas ganas que
atravesaron medio jardín.
– ¡¿Pero qué haces, inútil?! ¿Cómo te atreves a tirar mis pertenencias? ¿Quién
te crees que eres?
– Perdone, señor, pero no pretendía hacer nada incorrecto. Como tiró la sopa por
la ventana di por hecho que quería cenar en el jardín, así que acabo de hacer lo
mismo que usted: he lanzado todo lo necesario para que disfrute de la comida
bajo los árboles. Afuera tiene el pan, el vino, la servilleta, los cubiertos y el mantel
a su disposición.
El amo se sintió muy avergonzado porque sabía que su criado y viejo amigo sólo
quería demostrarle lo feo que había sido su comportamiento.
El criado sonrió satisfecho y se acercó a darle un abrazo. Entre ellos jamás volvió
a producirse una situación desagradable y continuaron respetándose el resto de
sus vidas.
La asamblea de las herramientas
Según cuenta una curiosa fábula, un martillo, un tornillo y un trozo de papel de lija
decidieron organizar una reunión para discutir algunos problemas que habían
surgido entre ellos. Las tres herramientas, que eran amigas, solían tener peleas a
menudo, pero esta vez la cosa pasaba de castaño oscuro y era urgente acabar
con las disputas.
– Mira, pensándolo bien, martillo, no debes ser tú el que dirija la asamblea ¡Eres
demasiado ruidoso, siempre golpeándolo todo! Lo siento, pero no serás el elegido.
Rabioso, contestó:
– Con que esas tenemos ¿eh? Pues si yo no puedo, tornillo miserable, tú tampoco
¡Eres un inepto y sólo sirves para girar y girar sobre ti mismo como un tonto!
¡Al tornillo le pareció fatal lo que dijo el martillo! Se sintió tan airado que, por unos
segundos, el metal de su cuerpo se calentó y se volvió de color rojo.
A la lija le pareció una situación muy cómica y le dio un ataque de risa que, desde
luego, no sentó nada bien a los otros dos.
¡La cosa se estaba poniendo muy pero que muy fea y estaban a punto de llegar a
las manos!
– Amigos, estoy avergonzado por lo que sucedió esta mañana. Nos hemos dicho
cosas horribles que no son ciertas.
– Si, chicos, los tres valemos mucho y los tres somos imprescindibles en esta
carpintería ¡Mirad qué mesa tan chula hemos construido entre todos!
El cazador y el pescador
Había una vez dos hombres que eran vecinos del mismo pueblo. Uno era cazador
y el otro pescador. El cazador tenía muy buena puntería y todos los días
conseguía llenar de presas su enorme cesta de cuero. El pescador, por su parte,
regresaba cada tarde de la mar con su cesta de mimbre repleta de pescado
fresco.
– ¡Caray! Veo que en esa cesta llevas comida de sobra para muchos días.
– Sí, querido amigo. La verdad es que no puedo quejarme porque gracias a mis
buenas dotes para la caza nunca me falta carne para comer.
– ¡Qué suerte! Yo la carne ni la pruebo y eso que me encanta… ¡En cambio como
tanto pescado que un día me van a salir espinas!
– ¡Pues eso sí que es una suerte! A mí me pasa lo que a ti, pero al revés. Yo
como carne a todas horas y jamás pruebo el pescado ¡Hace siglos que no saboreo
unas buenas sardinas asadas!
– Tú te quejas de que todos los días comes pescado y yo de que todos los días
como carne ¿Qué te parece si intercambiamos nuestras cestas?
El pescador se llevó a su casa el saco con la caza y ese día cenó unas perdices a
las finas hierbas tan deliciosas que acabó chupándose los dedos.
El cazador, por su parte, asó una docena de sardinas y comió hasta reventar
¡Hacía tiempo que no disfrutaba tanto! Cuando acabó hasta pasó la lengua por el
plato como si fuera un niño pequeño.
– ¡Qué fresco y qué jugoso está este pescado! ¡Es lo más rico que he comido en
mi vida!
El pescador exclamó:
El cazador le respondió:
A partir de entonces, todos los días al caer la tarde se reunían en el mismo lugar y
cada uno se llevaba a su hogar lo que el otro había conseguido.El acuerdo parecía
perfecto hasta que un día, un hombre que solía observarles en el punto de
encuentro, se acercó a ellos y les dio un gran consejo.
– Veo que cada tarde intercambian su comida y me parece una buena idea, pero
corren el peligro de que un día dejen de disfrutar de su trabajo sabiendo que el
beneficio se lo va a llevar el otro. Además ¿no creen que pueden llegar aburrirse
de comer siempre lo mismo otra vez?… ¿No sería mejor que en vez de todas las
tardes, intercambiaran las cestas una tarde sí y otra no?
El pescador y el cazador se quedaron pensativos y se dieron cuenta de que el
hombre tenía razón. Era mucho mejor intercambiarse las cestas en días alternos
para no perder la ilusión y de paso, llevar una dieta más completa, saludable y
variada.
La barra de hierro
Un día, hace muchos años, tres niños iban cantando y riendo camino de la
escuela. Como todas las mañanas atravesaron la plaza principal de la ciudad y en
vez de seguir su ruta habitual, giraron por una oscura callejuela por la que nunca
habían pasado.
Los niños, perplejos, se quedaron mirando cómo trabajaba. La barra era grande,
más o menos del tamaño un paraguas, y no entendían con qué objetivo la
restregaba sin parar en una piedra que parecía la rueda de un molino de agua.
– ¿Reducir una barra de hierro macizo al tamaño de una aguja de coser? ¡Qué
idea tan disparatada!
– Reíros todo lo que queráis, pero os aseguro que algún día esta barra será una
finísima aguja de coser. Y ahora iros al colegio, que es donde podréis aprender lo
que es la constancia.
– Vuestros amigos son muy afortunados por haber conocido a esa anciana;
aunque no lo creáis, les ha enseñado algo muy importante.
Por suerte, la respuesta no tardó en llegar; pocas semanas más tarde, de camino
al cole, los tres chicos se encontraron de nuevo a la anciana en la oscura
callejuela. Esta vez estaba cómodamente sentada en el escalón del viejo portal,
muy sonriente, moviendo algo diminuto entre sus manos.
Corrieron para acercarse a ella y ¿sabéis qué hacía? ¡Dando forma al agujerito de
la aguja por donde pasa el hilo!
Moraleja: En la vida hay que ser perseverantes. Si quieres conseguir algo,
tómatelo en serio y no te vengas abajo por muy difícil que parezca. Todo esfuerzo,
al final, tiene su recompensa.
Al perro cazador le gustaba salir de cacería pero siempre acababa agotado y con
el cuerpo lleno de agujetas. Su misión era ir unos metros por delante de su amo
oteando el horizonte y olfateándolo todo por si percibía algún movimiento extraño
detrás de los arbustos. Cuando notaba que en ellos se ocultaba algún animal
despistado como un conejo o una perdiz, daba la señal de alerta con un ladrido y
salía corriendo para intentar capturarlo.
No, no era un trabajo fácil. A veces se pasaba horas y horas sudando la gota
gorda para nada, pues al llegar la noche no había conseguido atrapar ni una
mosca.
– ¡Tomad chicos, una para cada uno que a los dos os quiero por igual y así no hay
peleas!
Como es lógico al perro casero le parecía el mejor obsequio del mundo, pero al
perro cazador no le hacía ni pizca de gracia ¿Te imaginas por qué? Pues porque
no le parecía justo recibir el mismo regalo cuando solamente él había trabajado
durante toda la jornada.
Un día se hartó y le dijo a su amigo:
– ¿Sabes qué te digo? ¡Me siento muy ofendido por lo que está pasando! Yo me
paso las tardes enteras cazando mientras tú te quedas aquí tan ricamente
tumbado sobre una esterilla tomando el sol.
Su amigo le contestó sin mover ni un músculo y como si la cosa no fuera con él.
– ¡¿Y a ti te parece bien?! Yo corro, salto y ladro durante horas dejándome la piel
y tú venga a dormir a pierna suelta. No sólo es injusto sino que encima nuestro
amo nos lo agradece por igual dándonos el mismo regalo cuando soy yo quien ha
hecho todo el trabajo ¡Yo me lo merezco pero tú no!
– ¡Sí, la tienes, pero si quieres quejarte, quéjate ante nuestro dueño, porque yo no
tengo la culpa! Él fue quien en lugar de enseñarme a trabajar, me enseñó a vivir
del trabajo de los demás ¡Yo solamente cumplo órdenes!
El perro cazador se quedó petrificado porque lo cierto es que su amigo había dado
en el clavo: solo se aprovechaba de una situación ventajosa que le habían puesto
en bandeja.
Comprendió que última palabra la tenía el amo, así que se fue a hablar con él para
convencerle de que, si les quería por igual, lo razonable era repartir el trabajo de
caza entre los dos.
La sospecha
– ¡Oh, no, no puede ser! ¿Qué voy a hacer ahora? ¡Qué mala suerte!
Regresó a casa lamentándose y con lágrimas en los ojos. Justo cuando iba a
atravesar la verja de su jardín, se cruzó con su vecino de toda la vida, un hombre
muy simpático que vivía en la casita de al lado y que como siempre que se
encontraban, le saludó cordialmente y con una sonrisa en los labios.
– ¡Vaya, cuánto lo siento! Sé lo importante que era para ti y para tu trabajo. Espero
de corazón que la encuentres pronto, amigo mío.
– ¿Habrá sido él quien me robó el hacha?… Me pareció que hoy tenía una mirada
extraña, como la de los ladrones cuando quieren ocultar algo. Pensándolo bien,
también su forma de hablar era distinta y parecía más nervioso que de costumbre.
El leñador, dándole vueltas al asunto, comenzó a andar por los alrededores de su
casa sin darse cuenta de que se adentraba de nuevo en el bosque. Iba tan
ensimismado que no era consciente de hacia dónde le llevaban sus pies. La
sombra de la sospecha era cada vez mayor porque todo parecía encajar.
– Yo diría que hasta le temblaban las manos y las escondía en los bolsillos para
que yo no lo notara. Sí, algo me dice que mi vecino es culpable de algo… ¡Creo
que fue él quien me robó el hacha!
Muy dolorido y con unos cuantos moratones se incorporó a duras penas. Miró al
suelo y se dio cuenta de que no era una piedra, sino un palo de madera que
sobresalía entre la hierba.
– ¿Pero qué es esto?… ¡Oh, no puede ser, qué buena suerte! ¡Es mi hacha!…
¡He tropezado con mi hacha!
– ¡Vaya, qué malpensado soy! ¡Mi vecino es inocente! Ayer pasé por aquí cargado
de leña y debió caerse del carrito en un descuido.
Moraleja: Esta pequeña fábula nos enseña que a veces la desconfianza nos hace
sospechar sin motivo de otras personas y ver cosas negativas donde no las hay.
Antes de acusar a alguien de algo, hay que estar completamente seguro.
La joroba del dromedario
– ¡Eh, oye, tú! ¿No te da vergüenza vivir como un rey mientras nosotros nos
partimos la espalda trabajando?
El dromedario, con una tranquilidad pasmosa, contestó con una sola palabra:
– ¡Joroba!
El caballo, el burro y el perro se quedaron anonadados. El burro, pensando que
quizá no había oído bien, habló:
– ¿Se puede saber por qué no trabajas como los demás? ¡Estamos muy
enfadados contigo!
– ¡Joroba!
Los ánimos empezaron a calentarse. El perro gruñó, dio unos giros sobre sí
mismo para intentar tranquilizarse un poco, y dijo a sus camaradas:
Los tres en fila india acudieron en busca del campesino, que andaba muy
atareado llenando un caldero en el manantial. El hombre atendió sus quejas y tuvo
que darles la razón. Ciertamente, el dromedario llevaba una temporada en plan
vago y con una actitud muy comodona que no se podía consentir.
– ¿Te parece bonito ser tan insolidario? Aquí todos nos esforzamos para poder
vivir con dignidad ¡Mueve el culo y ponte a trabajar!
– ¡Joroba!
El hombre se convenció de que era imposible razonar con ese animal tan grande
como gandul. Muy enfadado, tomó una polémica decisión.
– Vuestro amigo no quiere colaborar, así que sintiéndolo mucho, vosotros tendréis
que trabajar el doble para compensarlo.
El caballo, el burro y el perro se indignaron ¡No era justo! Ellos cumplían con sus
tareas y no tenían por qué hacer el trabajo de un dromedario estúpido y remolón.
Se fueron de allí echando chispas y una vez lejos, se sentaron a deliberar sobre lo
ocurrido.
En eso estaban cuando por su lado pasó un genio del desierto que intuyó que algo
sucedía. Muy intrigado, se paró a charlar con ellos. Los animales, con cara
compungida, le contaron lo mal que se sentían a causa de la conducta del
dromedario y la decisión de su amo. Afortunadamente, el genio, que sabía
escuchar y procuraba ser siempre justo, les ofreció su ayuda para resolver cuanto
antes el espinoso tema.
– ¡Joroba!
El genio apretó los puños y se puso rojo como un tomate de la rabia que le
invadió.
Movió las manos, dijo unas palabras que nadie entendió, y de repente, el lomo del
dromedario empezó a inflarse e inflarse hasta que se formó una enorme joroba. El
genio, sentenció:
– A partir de ahora, cargarás con esta giba día y noche y te alimentarás de ella. No
tendrás que comer a diario porque ahí llevarás tu reserva de alimento. Esto
significa que trabajarás para los demás, para que tus amigos puedan conseguir
comida, y no para ti mismo ¡Es tu castigo por haber sido tan egocéntrico!
– Pero yo…
Un día, el rey león cayó enfermo y fue atendido por su médico de confianza: un
búho sabiondo que siempre encontraba la terapia o el ungüento adecuado para
cada mal. Después de tomarle la temperatura y la tensión, decidió que lo que
necesitaba el paciente era hacer reposo durante al menos cuatro semanas. El león
obedeció sin rechistar, pues la sapiencia del búho era infinita y si él lo
recomendaba, lo más acertado era acatar la orden para recuperarse lo antes
posible.
– Hermano, quiero que hagas saber a todos mis súbditos, que cada tarde recibiré
a un animal de cada especie para charlar y pasar un rato agradable.
– Sí… ¡Es que me aburro como una ostra! Escucha: es muy importante que dejes
claro que todo el que venga será respetado. Diles que no teman, que no les
atacaré ¿De acuerdo?
A los zorros les tocaba el último día y todavía no tenían muy claro quién iba a ser
el afortunado en acudir como representante de los demás. Se reunieron para
pactar entre todos la mejor opción, pero cuando estaban en ello, un joven y
espabilado zorrito apareció gritando:
– El rey ha estado recibiendo a animales de todas las especies ¡Lo lógico es que
el sendero de tierra esté cubierto de pisadas de patas!
Gracias al zorrito observador, los zorros se dieron cuenta del peligro y decidieron
cancelar la visita para no jugarse la vida. Hicieron bien, pues aunque quizá el león
les había invitado con buenas intenciones, estaba claro que al final no había
podido reprimir su instinto salvaje, propio de un felino.
Moraleja: Esta fábula nos enseña que no debemos de fiarnos de personas que
prometen cosas que quizá, no pueden cumplir.
El koala y el emú
Pero un día, nadie sabe por qué razón, empezaron a discutir unos con otros y se
montó una bronca tremenda. Surgieron peleas entre leones y gacelas, monos y
cuervos, marmotas y osos polares… Al final, acabaron todos enfrentados y
faltándose al respeto. Los altercados llegaron a ser de tal calibre que dejaron
compartir la comida, evitaban encontrarse en lugares comunes, e incluso, muchos
dejaron de dirigirse la palabra ¡Se cuenta que hasta hubo empujones y algún que
otro tirón de pelos! La situación se volvió insostenible.
El tiempo fue pasando y todos los animales se sentían muy incómodos y tristes.
En el fondo de su corazón, pensaban que no era lógico vivir enfadados. Para que
la paz reinara de nuevo, comenzaron a organizar reuniones donde todos, desde
los grandes elefantes a las frágiles hormiguitas, fueron aportando ideas para
solucionar los conflictos. Poco a poco, a base de conversaciones, acuerdos y
buenas maneras, las disputas terminaron y por fin la armonía regresó a la Tierra
¡Había llegado la hora de que todos los animales se reconciliaran y volvieran a
ser amigos!
– Parece que ahora todos los animales vuelven a llevarse bien, pero creo que es
necesario que alguien tome las riendas para que no vuelva a haber problemas.
Tiene que haber líderes que manden sobre el resto de la fauna y ¿sabes qué? …
¡Creo que somos las aves quienes deberíamos ostentar ese poder!
El koala, que era un ser más bien lento y con pocos reflejos, tardó en contestar.
– En cuanto a que sois muy completas, no te falta razón, pero opino que…
El emú dejó al pobre koala con la palabra en la boca y continuó con su perorata.
– ¡Calla, calla, eso no es todo! Te habrás fijado que, de todas las aves, los emús
somos de las más grandes, así que nuestra superioridad está bien clara sobre las
águilas, que siempre van presumiendo de que son las reinas ¡El mando nos
corresponde a nosotros! ¡Los emús debemos gobernar el mundo!
El koala nunca había visto un animal tan vanidoso e impertinente. Iba a pararle los
pies cuando, de repente, ante sus ojos sucedió algo insólito: el emú estaba tan
lleno de orgullo que comenzó a inflarse de forma descontrolada hasta convertirse
en un ave enorme y patosa que no sabía cómo manejar su propio cuerpo. De
hecho, intentó volar cogiendo carrerilla, levantando las patas y tensando el cuello,
pero fue imposible ¡Se había vuelto tan grande y pesado que sus alitas no
consiguieron levantarle un palmo del suelo! De un plumazo, toda su agilidad
desapareció y su aspecto era el de un animal desproporcionado que se movía
como un pato mareado.
Desde entonces, como cuenta esta leyenda, los emús sueñan con volar pero
siempre fracasan en el intento; en cuanto a los koalas, se han adaptado a la
tranquila vida en las copas de los árboles, y prefieren observar a los emús desde
lo alto para que no les den la tabarra.
Había un niño muy goloso que siempre estaba deseando comer dulces. Su madre
guardaba un recipiente repleto de caramelos en lo alto de una estantería de la
cocina y de vez en cuando le daba uno, pero los dosificaba porque sabía que no
eran muy saludables para sus dientes.
El muchacho se moría de ganas de hacerse con el recipiente, así que un día que
su mamá no estaba en casa, arrimó una silla a la pared y se subió a ella para
intentar alcanzarlo. Se puso de puntillas y manteniendo el equilibrio sobre los
dedos de los pies, cogió el tarro de cristal que tanto ansiaba.
– ¡Oh, no puede ser! ¡Mi mano se ha quedado atrapada dentro del tarro de los
dulces!
Hizo tanta fuerza hacia afuera que la mano se le puso roja como un tomate. Nada,
era imposible. Probó a girarla hacia la derecha y hacia la izquierda, pero tampoco
resultó. Sacudió el tarro con cuidado para no romperlo, pero la manita seguía sin
querer salir de allí. Por último, intentó sujetarlo entre las piernas para inmovilizarlo
y tirar del brazo, pero ni con esas.
Un amigo que paseaba cerca de la casa, escuchó los llantos del chiquillo a través
de la ventana. Como la puerta estaba abierta, entró sin ser invitado. Le encontró
pataleando de rabia y fuera de control.
– ¡Mira qué desgracia! ¡No puedo sacar la mano del tarro de los caramelos y yo
me los quiero comer todos!
El amigo sonrió y tuvo muy claro qué decirle en ese momento de frustración.
Moraleja: A veces nos empeñamos en tener más de lo necesario y eso nos trae
problemas. Hay que ser sensato y moderado en todos los aspectos de la vida.
Las cabras y el cabrero
Un día, mientras las vigilaba, doce cabras montesas que vivían sin dueño saltando
entre los peñascos se acercaron a las suyas con toda tranquilidad. Le sorprendió
gratamente ver cómo unas y otras se mezclaban pacíficamente y compartían el pasto
como si se conocieran de toda la vida.
Pasado un ratito se dio cuenta de que ante sus narices tenía una oportunidad de oro
que debía aprovechar.
– ¡Esto es genial! Ya que se llevan tan bien me las llevaré todas y así tendré muchas
más en el rebaño.
Con el bastón las arremolinó junto a él y las fue dirigiendo hasta la granja. Tanto las
domésticas como las salvajes obedecieron sin rechistar, entraron en el establo
ordenadamente y pasaron la noche juntitas.
– ¡Vaya, qué contrariedad! Me temo que hoy no podréis salir, cabritas mías.
Tenía que dar de comer a los animales pero con la lluvia era imposible llevarlas a
pastar. La única solución era cambiar el menú del día y darles heno del que tenía
reservado para el invierno.
– Sois mis invitadas y quiero que os sintáis a gusto aquí porque ahora ésta es vuestra
casa ¡Os necesito y no quiero que os vayáis!
De esta manera sus cabras comieron lo justo mientras las otras disfrutaron de una
enorme ración.
– ¡Venga, chicas, que hoy sí que nos vamos al prado! ¡Ayer llovió mucho y hoy la
hierba estará más húmeda y exquisita que nunca!
Dando pasitos cortos todas las cabritas abandonaron el establo rumbo al campo. Ya
en el lugar elegido las del pastor se pusieron a comer con ansiedad mientras que las
montesas, viéndose libres, salieron corriendo para regresar a la montaña donde
siempre habían vivido.
– ¡Desagradecidas, sois unas desagradecidas! ¡Os he dado más comida que a mis
propias cabras y me lo pagáis así!… ¡Qué poca vergüenza tenéis!
Una de las cabras fugitivas escuchó sus palabras y le dijo desde lo alto de una roca:
– ¡Estás muy equivocado, pastor! ¡La culpa de que nos vayamos es tuya!
– Sí, tuya porque tu comportamiento fue injusto y ya no confiamos en ti. A las cabras
que llevan tantos años contigo les diste menos comida que a nosotras cuando ni
siquiera conoces. Si nos quedásemos a vivir contigo y un día llegaran otras cabras
desconocidas tú las tratarías mejor a ellas que a nosotras. Perdona que te lo diga,
pero en la vida, los seres más queridos son lo primero.
El pastor no pudo replicar nada porque entendió que había cometido un error garrafal.
La cabra tenía razón, pero ya era tarde. Inmóvil y en silencio, contempló cómo ella y
sus saltarinas compañeras se largaban felices por haber recuperado su libertad.
Moraleja: No confíes en las personas que te prometen o te dan lo mejor a ti dejando
de lado a sus verdaderos amigos. Si no son buenos con la gente que más quieren,
tampoco lo serán contigo.
Los habitantes de Handan sabían que su amado rey adoraba las palomas y por
esa razón las cazaban durante todo el año para entregárselas como obsequio.
Seguro que te estás preguntando para qué quería tantas palomas ¿verdad?…
Pues bien, lo cierto es que la gente de Handan también se preguntaba lo mismo
que tú. Todo el mundo estaba intrigadísimo y corrían rumores de todo tipo, pero el
caso es que nunca nadie se atrevió a investigar a fondo sobre el tema por temor a
represalias ¡Al fin y al cabo el rey tenía derecho a hacer lo que le viniera en gana!
Pasaron los años y sucedió que, una mañana de primavera, un joven muy
decidido se plantó ante el soberano con diez palomas que se revolvían nerviosas
dentro de una gran cesta de mimbre. El monarca se mostró francamente
entusiasmado.
– Gracias por tu regalo, muchachito ¡Me traes nada más y nada menos que una
decena de palomas! Seguro que has tenido que esforzarte mucho para atraparlas
y yo eso lo valoro ¡Toma, ten unas monedas, te las mereces!
– Cada año, el día de Año Nuevo, realizo el mismo ritual: mando sacar las jaulas
al jardín y dejo miles de palomas en libertad ¡Es un espectáculo bellísimo ver
cómo esas aves alzan el vuelo hacia el cielo y se van para no regresar!
– Supongo que es una exhibición fantástica pero… ¿Esa es la única razón por la
que lo hace, señor?
¡El joven se quedó patidifuso! Por muchas vueltas que le daba no entendía dónde
estaba la bondad en ese acto. Lejos de quedarse callado, se dirigió de nuevo al
soberano.
El rey seguía de un fantástico buen humor y aceptó escuchar lo que el chico tenía
que comentar.
– Como sabe somos muchos los ciudadanos que nos pasamos horas cazando
palomas para usted; y sí, es cierto que atrapamos muchísimas, pero en el intento
otras mueren porque las herimos sin querer. De cada diez que conseguimos
capturar, una pierde la vida enganchada en la red. Si de verdad usted se
considera un hombre bueno es mejor que prohíba su caza.
Como si tuviera un muelle bajo sus reales posaderas, el monarca saltó del trono y
su voz profunda resonó en las paredes del gran salón.
– ¡Sí, señor, eso le propongo! Por culpa de la caza muchas palomas mueren sin
remedio y las que sobreviven pasan meses encerradas en jaulas esperando ser
liberadas ¡No lo entiendo!… ¿No le parece absurdo tenerlas cautivas tanto
tiempo? ¡Ellas ya han nacido libres! Si yo fuera paloma, no tendría nada que
agradecerle a usted.
El rey se quedó en silencio. Hasta ese momento jamás se había parado a pensar
en las consecuencias de sus actos. Creyendo que hacía el bien estaba privando
de libertad a miles de palomas cada año solo por darse el gusto soltarlas.
– ¡Está bien, muchachito! Te diré que tus palabras me han hecho cambiar de
pensamiento. Tienes toda la razón: esta tradición no me convierte en una buena
persona y tampoco en un rey más justo ¡Hoy mismo mandaré que la prohíban
terminantemente!
Antes de que el chico pudiera decir nada, el monarca chascó los dedos y un
sirviente le acercó una caja dorada adornada con impresionantes rubíes, rojos
como el fuego. La abrió, cogió un saquito de tela repleto de monedas de oro y se
la entregó al joven.
– Tu consejo ha sido el mejor que he recibido en muchos años así que aquí tienes
una buena cantidad de dinero como muestra de mi agradecimiento. Creo que será
suficiente para que vivas bien unos cuantos años, pero si algún día necesitas algo
no dudes en acudir a mí.
Moraleja: Antes de hacer algo o tomar una decisión importante siempre debemos
pensar bien las consecuencias para asegurarnos de que no estamos ocasionando
daño a los demás.
La rana que quiso ser buey
Detestaba su gigantesca boca de buzón que, por si fuera poco, emitía sonidos
carrasposos que nada tenían que ver con los dulces trinos de los pajaritos. También
pensaba que el color verde lechuga de su cuerpo era feísimo, y estaba obsesionada
con las manchas oscuras que cubrían su piel porque, según ella, parecían verrugas.
Pero sin duda lo que más le repateaba era su tamaño porque el hecho de ser tan
pequeña le hacía sentirse inferior a la mayoría de los animales.
– ¡Ay, qué suerte tiene ese buey! ¡Me encantaría ser grande, tan grande como él!
– Escuchadme, chicas: ¡Se acabó esto de ser pequeña! Voy a intentar agrandarme lo
más que pueda y quiero que me digáis si lo consigo ¡No me quitéis ojo! ¿De acuerdo?
Las amigas se miraron sobrecogidas y empezaron a negar con la cabeza para que no
lo hiciera, pero no sirvió de nada pues nuestra protagonista estaba completamente
decidida.
Sin esperar ni un minuto más, se concentró, cerró los ojos, y aspiró por la boca todo el
aire que pudo. Poniendo boquita de piñón para no desinflarse, preguntó a las otras
ranas.
– ¡Para nada! Te has hinchado un poco pero ni de lejos eres tan enorme.
La rana seguía encabezonada y se estiró como una gimnasta rítmica para tratar de
retener una cantidad de aire mayor. Su pequeño y resbaladizo cuerpo se hinchó por lo
menos el doble y adquirió forma redondeada ¡Parecía más pelota que batracio!
¡Las ranas del corrillo se miraron atónitas! Pensaban con franqueza que su amiga
estaba loca de remate, pero ante todo debían respetar su decisión y ser sinceras con
ella. La más pequeña le dijo:
– ¡Qué va! Has crecido bastante pero el buey sigue siendo infinitamente más grande
que tú.
La rana no estaba dispuesta a rendirse tan pronto. Dejó la mente en blanco y respiró
muy, muy profundamente. Entró tanto aire en su tripa que se oyó un ¡PUM! y la pobre
reventó como un globo al que pinchan con un alfiler.
Las amigas corrieron a su lado ¡Se asustaron mucho cuando la vieron tendida boca
arriba en el suelo y con un agujero en la barriga!
Por suerte, una de las ranas era doctora y conocía bien los recursos que ofrecía la
madre naturaleza. Buscó a su alrededor y encontró una tela de araña sin dueña para
usarla como hilo de coser, y con ayuda de unos palitos, la operó de urgencia. Gracias
a su habilidad como cirujana, consiguió salvarle la vida.
El labrador y el águila
Una hermosa tarde de primavera, un viejo labrador que llevaba varias horas cultivando la
tierra decidió hacer una parada en su trabajo.
– ¡Uf, qué cansado estoy! Iré a pasear un rato por el campo y luego continuaré con la
faena.
Caminó por sus tierras sin rumbo fijo, disfrutando de la brisa y del calorcito del mes de
abril. Deambulaba feliz, sin pensar en nada más que en respirar bocanadas de aire fresco
y estirar un poco las piernas, cuando de pronto notó que una cosa extraña se movía entre
la hierba.
Se acercó con cautela, procurando no hacer ruido, y vio algo que le impactó: en un cepo
oxidado estaba atrapada un águila que luchaba desesperadamente por liberarse. El
hombre se conmovió y sintió mucha pena por el animalito.
– ¡Pobrecilla, con lo hermosa que es! ¡No puedo dejarla morir así!
– Tranquila, pequeña, yo te sacaré de aquí. Quédate quietecita para que pueda soltarte
sin que te lastimes.
El águila obedeció y dejo de moverse. A pesar de que estaba aterrada y no sabía si fiarse
de un humano desconocido, permitió que el labrador hiciera su trabajo ya que era su
única posibilidad de sobrevivir.
Con ayuda de un palo el hombre hizo palanca y el cepo se abrió como la concha de una
ostra. El águila, que por suerte solo tenía un pequeño rasguño en una pata, sacudió su
plumaje y emprendió el vuelo hasta desaparecer en el cielo.
Sin rencor alguno continuó su paseo hasta que llegó al muro de piedra que delimitaba la
finca. Ya no estaba para demasiados trotes y pensó que estaría bien tumbarse a dormir
un rato antes de regresar.
– Estoy agotado y esta pared da muy buena sombra. Quince minutos de siesta serán
suficientes para recuperar fuerzas.
¡Menudo susto se llevó! Abrió los ojos de golpe y vio al águila volando a su alrededor con
el pañuelo en el pico.
– ¡Maldita sea! ¿Has venido a robarme después de lo que he hecho por ti? ¡Qué ingrata
eres!
Pero el águila no le hizo ni caso; se alejó unos metros y mirando fijamente al labrador,
dejó caer el pañuelo a bastante distancia. El campesino se enfadó aún más.
– ¡¿Me estás tomando el pelo?! ¿Por qué sueltas mi pañuelo tan lejos? ¡Soy un hombre
mayor y no me apetece seguir tus jueguecitos!
Gruñendo y amenazándola con el puño en alto, se fue buscar el pañuelo al lugar donde el
animal testarudo lo había tirado. Se agachó para cogerlo y en ese momento oyó un
estruendo ensordecedor a sus espaldas que casi le para el corazón.
Miró hacia atrás y se echó las manos a la cara horrorizado ¡El muro se había desplomado!
Levantó los ojos al cielo y vio que el águila le contemplaba con ternura. Temblando como
un flan, observó de nuevo el muro, miró otra vez al ave, y al fin lo entendió todo ¡Le había
salvado la vida!
El labrador sonrió complacido pues el águila le había dado las gracias devolviéndole el
favor.
Moraleja: Cuando alguien hace algo bueno por nosotros debemos ser agradecidos.
Corresponder con cariño y ayudar a los demás hará que te sientas muy feliz.
Érase una vez un joven ciervo que vivía plácidamente en lo más profundo de un frondoso
bosque. La historia cuenta que una tarde de muchísimo calor, comió unos cuantos brotes
tiernos que había en un arbusto y después salió a dar un paseo.
El sol achicharraba sin compasión y de pronto se sintió agobiado por la sed. Olfateó un
poco el aire para localizar el manantial más cercano y se fue hasta él caminando
despacito. Una vez allí, bebió agua fresca a grandes sorbos.
– ¡Qué delicia! ¡No hay nada mejor que meter el hocico en el agüita fría los días de
verano!
¡La sensación de verse reflejado en ese gran espejo le encantó! Se miró detenidamente
desde todos los ángulos posibles y sonrió con satisfacción. Como la mayoría de los
venados, era un animal muy hermoso, de suave pelaje pardo y cuello estilizado.
– ¡La verdad es que soy bastante más guapo de lo que pensaba! ¡Y qué astas tan
increíbles tengo! Sin duda es la cornamenta más bella que hay por los alrededores.
El ciervo, presumido, observó su cabeza durante buen rato; después, se inclinó un poco y
posó la mirada sobre el reflejo de sus patas, debiluchas y finas como cuatro juncos sobre
un arroyo. Un tanto decepcionado, suspiró:
– Con lo grande y poderosa que es mi cornamenta ¿cómo es posible que mis zancas
sean tan escuálidas? Parece que se van a romper de un momento a otro de lo largas y
delgadas que son ¡Ay, si pudiera cambiarlas por las gordas y robustas patas de un león!
Estaba tan fascinado mirando su cuerpo que no se dio cuenta de que un león le
vigilaba escondido entre la maleza hasta que un espantoso rugido retumbó a sus
espaldas. Sin echar la vista atrás, echó a correr hacia la llanura como alma que lleva el
diablo.Gracias a que dominaba a la perfección la carrera en campo abierto y a que sus
patas eran largas y ágiles, consiguió sacar una gran ventaja al felino. Cuando estuvo lo
suficientemente lejos, se metió de nuevo en el bosque a toda velocidad.
¡Qué gran error cometió el cérvido! La que parecía una zona segura se convirtió en una
gran trampa para él ¿Sabes por qué? Pues porque sin darse cuenta pasó bajo una
arboleda muy densa y su enorme cornamenta se quedó prendida en las ramas más
bajas.
– ¡Ahora o nunca!
Aspiró profundamente e hizo un movimiento fuerte y seco con la cabeza. Podía haberse
roto el cuello del tirón, pero por suerte, el plan funcionó: las ramas se partieron y quedó
libre.
– ¡Lo conseguí! ¡Lo conseguí! ¡Ahora tengo que largarme de este bosque como sea!
Corrió de nuevo hacia la llanura, donde no había árboles, y esta vez sí se perdió en la
lejanía. Cuando el león salió del bosque y apareció en el claro, el único rastro que
quedaba del ciervo era el polvo blanquecino levantado durante la huida. El león gruñó y
regresó junto a la manada;
Mientras, el ciervo, muy lejos de allí, se sentía muy feliz ¡Se había salvado por los pelos!
Jadeando y muerto de sed, buscó otro manantial de aguas frescas y lo encontró. Cuando
terminó de beber, se quedó mirando su cara y su cuerpo, pero ahora, después de lo
sucedido, su pensamiento era muy diferente.
– ¡Qué equivocado estaba! Me quejaba de mis patas larguiruchas y flacas pero gracias a
ellas pude salvar el pellejo; en cambio, mi preciosa cornamenta, de la que tan orgulloso
me sentía, casi me lleva a la muerte.
Entonces, con humildad, admitió algo que jamás había tenido en cuenta.
– Hoy he aprendido una gran lección: en la vida, muchas veces, valoramos las cosas
menos importantes. A partir de hoy, no me dejaré engañar por las apariencias.
Moraleja: A veces entregamos nuestro corazón a personas que nos deslumbran pero que
a la hora de la verdad no son tan geniales y nos fallan; al contrario, sucede que a veces
ignoramos a otras que pasan más desapercibidas pero que son fantásticas y merece la
pena conocer.
En la vida hay que evitar caer en la trampa de valorar a las cosas o a las personas por el
aspecto, ya que como has visto en este cuento, las apariencias pueden engañar.
El cuervo y la jarra
El bochorno era tan grande que todo el campo estaba reseco y no había agua por
ninguna parte. El cuervo, al igual que otras aves, se vio obligado a alejarse del bosque
y sobrevolar las zonas colindantes con la esperanza de encontrar un lugar donde
beber. En esas circunstancias era difícil surcar el cielo pero tenía que intentarlo
porque ya no lo resistía más y estaba a punto de desfallecer.
No vio ningún lago, no vio ningún río, no vio ningún charco… ¡La situación era
desesperante! Cuando su lengua ya estaba áspera como un trapo y le faltaban
fuerzas para mover las alas, divisó una jarra de barro en el suelo.
– ¡Oh, una jarra tirada sobre la hierba! ¡Con suerte tendrá un poco de agua fresca!
Bajó en picado, se posó junto a ella, asomó el ojo por el agujero como si fuera un
catalejo, y pudo distinguir el preciado líquido transparente al fondo.
Introdujo el pico por el orificio para poder sorberla pero el pobre se llevó un chasco de
campeonato ¡Era demasiado corto para alcanzarla!
– ¡Vaya, qué contrariedad! ¡Eso me pasa por haber nacido cuervo en vez de garza!
Muy nervioso se puso a dar vueltas alrededor de la jarra. Caviló unos segundos y se
le ocurrió que lo mejor sería volcarla y tratar de beber el agua antes de que la tierra la
absorbiera.
Sin perder tiempo empezó a empujar el recipiente con la cabeza como si fuera un toro
embistiendo a otro toro, pero el objeto ni se movió y de nuevo se dio de bruces con la
realidad: no era más que un cuervo delgado y frágil, sin la fuerza suficiente para
tumbar un objeto tan pesado.
– ¡Maldita sea! ¡Tengo que encontrar la manera de llegar hasta el agua o moriré de
sed!
Sacudió la pata derecha e intentó introducirla por la boca de la jarra para ver si al
menos podía empaparla un poco y lamer unas gotas. El fracaso fue rotundo porque
sus dedos curvados eran demasiado grandes.
– ¡Qué mala suerte! ¡Ni cortándome las uñas podría meter la pata en esta estúpida
vasija!
A esas alturas ya estaba muy alterado. La angustia que sentía no le dejaba pensar
con claridad, pero de ninguna manera se desanimó. En vez de tirar la toalla, decidió
parar un momento y sentarse a reflexionar hasta hallar la respuesta a la gran
pregunta:
– ¿Qué puedo hacer para beber el agua hay dentro de la jarra? ¿Qué puedo hacer?
Empezó a recoger piedras pequeñas y a meterlas una a una en la jarra. Diez, veinte,
cincuenta, sesenta, noventa… Con paciencia y tesón trabajó bajo el tórrido sol hasta
que casi cien piedras fueron ocupando el espacio interior y cubriendo el fondo. Con
ello consiguió lo que tanto anhelaba: que el agua subiera y subiera hasta llegar al
agujero.
Una aburrida mañana, con sus potentes ojos oscuros, distinguió un ratón que
correteaba nervioso sobre la tierra seca. Batió fuertemente las alas, emprendió el
vuelo y se plantó junto a él antes de que el animalillo pudiera reaccionar.
– ¡Hola, ratón! ¿Puedo saber qué estás haciendo? ¡No paras de moverte de aquí
para allá!
El roedor se asustó muchísimo al ver el gigantesco cuerpo del águila frente a él,
pero simuló estar tranquilo para aparentar que no sentía ni pizca de miedo.
– No hago nada malo. Solo estoy buscando comida para mis hijitos.
En realidad al águila le importaba muy poco la vida del ratón. El saludo no fue por
educación ni por interés personal, sino para ganarse su confianza y poder
atraparlo con facilidad ¡Hacía calor y no tenía ganas de hacer demasiados
esfuerzos!
– Pues lo siento por ti, pero tengo mucha hambre y voy a comerte ahora mismo.
El ratoncito sintió que un desagradable calambre recorría su cuerpo. Tenía que
escapar como fuera, pero sus posibilidades eran mínimas porque el águila era
mucho más grande y fuerte que él. Solo le quedaba un recurso para intentar salvar
su vida: el ingenio.
El águila se quedó pensativa unos segundos ¡La oferta parecía bastante ventajosa
para ella!
– Está bien… ¡Acepto, acepto! ¡Llévame hasta tus crías inmediatamente! Además,
hace horas que no pruebo bocado y si no como algo, voy a desmayarme.
– Eres demasiado grande para entrar en mi casa. Aguarda aquí afuera, que ahora
mismo te traigo a mis pequeños.
El águila permaneció quieta frente a la topera casi una hora y harta de esperar,
comprendió que el ratón se había burlado de ella. Acercó el ojo al orificio y gracias
a su buena vista distinguió un profundo túnel que se comunicaba con un montón
de galerías kilométricas, cada una en una dirección.
– ¡Este ratón ha huido con sus crías por uno de los pasadizos! ¡Se ha burlado de
mí!
Enfadada consigo misma y avergonzada por no haber sido más lista, se lamentó:
– ¡Eso me pasa por avariciosa! ¡Tenía que haberme comido al ratón!
Así fue cómo el astuto ratoncito logró salvar su vida y llevarse bien lejos a su
querida familia, mientras que el águila tuvo que regresar a la cima de la montaña
con el estómago vacío.
Moraleja: Esta fabulilla nos enseña que a veces el ansia por tener más de lo que
necesitamos hace que al final nos quedemos sin nada. Recuerda siempre lo que
dice el viejo refrán: “Más vale pájaro en mano que ciento volando”
La niña y el acróbata
Desde que tenía uso de razón vivía en un orfanato y se pasaba el día soñando
con encontrar una familia. Pensaba que nunca llegaría ese momento, pero un día,
pasó por su pueblo un acróbata y decidió adoptarla.
¡Qué contenta se puso! Metió lo poco que tenía en una maletita de piel y se fue
con su nuevo padre a vivir una vida muy diferente lejos de allí. El buen hombre la
acogió con cariño y la trató como a una verdadera hija.
Desde el día que sus vidas se cruzaron, fueron de aquí para allá recorriendo el
país porque se ganaban la vida representando un fantástico número de circo.
Siempre juntos y de la mano, caminaban varios kilómetros diarios. Cuando
llegaban a una ciudad, se situaban en el centro de la plaza principal y hacían lo
siguiente: el hombre colocaba un palo mirando al cielo sobre su nuca, soltaba las
manos, y la pequeña trepaba y trepaba hasta la punta del palo. Una vez arriba,
saludaba al público haciendo una suave reverencia con la cabeza.
A su alrededor siempre se arremolinaban un montón de personas que se
quedaban pasmadas ante aquel acróbata, quieto como una estatua de cera, que
sostenía a una niña en lo alto de una vara sin perder el equilibrio ¡Más de uno se
tapaba los ojos y giraba la cabeza de la impresión que le causaba!
Sí, el espectáculo era genial ¡pero también muy arriesgado! : un solo fallo y la niña
podría caerse sin remedio desde tres metros sobre el suelo. Al terminar, todos los
presentes aplaudían entusiasmados y respiraban tranquilos al ver que pisaba
tierra firme, sana y salva.
Casi nadie se iba sin dejar unas monedas en el cestillo. En cuanto se quedaban a
solas, contaban las ganancias, compraban comida y, después de una siesta,
recogían los petates y tomaban el camino a la siguiente población.
El acróbata sonrió y le dio un beso en la mejilla ¡Se sintió muy afortunado por
tener una hija tan prudente y capaz de asumir sus responsabilidades!
Y así fue cómo, durante muchos años, continuaron alegrando la vida a la gente
con sus acrobacias. Como era de esperar, jamás ocurrió ningún percance.
Moraleja: En la vida es genial contar con los demás, pero antes de nada, tenemos
que aprender a cuidarnos a nosotros mismos y a ser responsables con nuestras
tareas. Si te esfuerzas cada día por mejorar, por vencer tus propios miedos y por
hacer bien las cosas, llegarás lejos y te sentirás orgulloso de tus logros.
Nasreddín y la lluvia
Hace mucho, mucho tiempo, vivió en la India un muchacho llamado Nasreddín. Aunque
en apariencia era un chico como todos los demás, su inteligencia llamaba la atención. Allá
donde iba todo el mundo le reconocía y admiraba su sabiduría. Por alguna razón, siempre
vivía historias y situaciones muy curiosas, como la que vamos a relatar.
Un día estaba Nasreddín en el jardín de su casa cuando un amigo fue a buscarle para ir a
cazar.
– ¡Hola, Nasreddín! Me voy al campo a ver si atrapo alguna liebre. He traído dos caballos
porque pensé que a lo mejor, te apetecía acompañarme. Otros diez amigos nos esperan a
la salida del pueblo ¿Te vienes?
Nasreddín entró en casa, se aseó un poco y volvió a salir al encuentro de su amigo. Partió
montado a caballo y enseguida se dio cuenta de que era un animal viejo y que el pobre
trotaba muy despacio, pero por educación, no dijo nada y se conformó.
Una vez reunido el grupo, los doce jinetes cabalgaron campo a través, pero el pobre
Nasreddín se quedó atrás porque su caballo caminaba tan lento como un borrico. Sin
poder hacer nada, vio cómo le adelantaban y se perdían en la lejanía.
De repente, estalló una tormenta y comenzó a llover con mucha fuerza. Todos los
cazadores azuzaron a sus animales para que corrieran a la velocidad del rayo y
consiguieron guarecerse en una posada que encontraron por el camino. A pesar de que
fue una carrera de tres o cuatro minutos, llegaron totalmente empapados, calados hasta
los huesos. Tuvieron que quitarse las ropas y escurrirlas como si las hubieran sacado del
mismísimo océano.
A Nasreddín también le sorprendió la lluvia, pero en vez de correr como los demás en
busca de refugio, se quitó la ropa, la dobló, y desnudo, se sentó sobre ella para protegerla
del agua. Él, por supuesto, también se empapó, pero cuando acabó la tormenta y su piel
se secó bajo los rayos de sol, se puso de nuevo la ropa seca y retomó el camino. Un rato
después, al pasar por la posada, vio los once caballos atados junto a la puerta y se
detuvo para reencontrarse con sus amigos..Todos estaban sentados alrededor de una
gran mesa bebiendo vino y saboreando ricos caldos humeantes. Cuando apareció
Nasreddín, no podían creer lo que estaban viendo ¡Llegaba totalmente seco!
El amigo que le había invitado a la cacería, se puso en pie y muy sorprendido, le habló:
– ¿Cómo es posible que estés tan seco? A ti te ha pillado la tormenta igual que a
nosotros. Si a pesar de que nuestros caballos son veloces nos hemos mojado… ¿Cómo
puede ser que tú, que has tardado mucho más, no lo estés?
El amigo se quedó en silencio y pensó que allí había gato encerrado. Dispuesto a
descubrir el truco, tomó la decisión de que al día siguiente, para el camino de vuelta a
casa, le daría a Nasreddín su joven y rápido caballo, y él se quedaría con el caballo lento.
Después del amanecer, partieron hacia el pueblo con los caballos intercambiados. De
nuevo, se repitió la historia: el cielo se oscureció y de unas nubes negras como el carbón
comenzaron a caer gotas de lluvia del tamaño de avellanas.
El amigo de Nasreddín, que iba en el caballo lento, se mojó todavía más que el día
anterior porque tardó el doble de tiempo en llegar al pueblo. En cambio, Nasreddín, repitió
la operación: se bajó rápidamente de su caballo, dobló la ropa, se sentó sobre ella, y
desnudo, esperó a que cesara la lluvia. Soportó la tormenta sobre su cabeza, pero
cuando cesó de llover y salió el sol, no tardó secarse y se puso la ropa seca. Después,
retomó el camino a casa.
Por casualidad, ambos se cruzaron en el camino justo a la entrada del pueblo. El amigo
chorreaba agua por todas partes y cuando vio a Nasreddín más seco que una uva pasa,
se enfadó muchísimo.
– ¡Mira cómo me he puesto! ¡Estoy tan mojado que tendré suerte si no pillo una pulmonía!
¡La culpa es tuya por darme el caballo lento!
Nareddín, como siempre, sacó una gran enseñanza de lo sucedido. Sin levantar la voz, le
contestó:.– Amigo… Dos veces te ha pillado la tormenta, a la ida en un caballo rápido, a la
vuelta en un caballo lento, y las dos veces te has mojado. En tus mismas circunstancias,
yo he acabado totalmente seco. Reflexiona: ¿No crees que la culpa no es del caballo,
sino de que tú no has hecho nada de nada por buscar una solución?
El perro y su reflejo
Mimaba con cariño a sus gallinas y éstas le correspondían con huevos todos los
días. Sus queridas ovejas le daban lana, y de sus dos hermosas vacas, a las que
cuidaba con mucho esmero, obtenía la mejor leche de la comarca.
Era un hombre solitario y su mejor compañía era un perro fiel que no sólo vigilaba
la casa, sino que también era un experto cazador. El animal era bueno con su
dueño, pero tenía un pequeño defecto: era demasiado altivo y orgulloso. Siempre
presumía de que era un gran olfateador y que nadie atrapaba las presas como él.
Convencido de ello, a menudo le decía al resto de los animales de la granja:
– Los perros de nuestros vecinos son incapaces de cazar nada, son unos inútiles.
En cambio yo, cada semana, obsequio a mi amo con alguna paloma o algún ratón
al que pillo despistado ¡Nadie es mejor que yo en el arte de la caza!
Un día, como de costumbre, salió a dar una vuelta. Se alejó del cercado y se
entretuvo olisqueando algunas toperas que encontró por el camino, con la
esperanza de conseguir un nuevo trofeo que llevar a casa. El día no prometía
mucho. Hacía calor y los animales dormían en sus madrigueras sin dar señales de
vida.
– ¡Qué mañana más aburrida! Creo que me iré a casa a descansar sobre la
alfombra porque hoy no se ven ni mariposas.
De repente, una paloma pasó rozando su cabeza. El perro, que tenía una vista
envidiable y era ágil como ninguno, dio un salto y, sin darle tiempo a que
reaccionara, la atrapó en el aire. Agarrándola bien fuerte entre los colmillos y
sintiéndose un auténtico campeón, tomó el camino de regreso a la granja
vadeando el río.
– ¡Me encanta el sonido del agua! ¡Y cuánta espuma se forma al chocar contra las
rocas! Me acercaré a la orilla a curiosear un poco.
Siempre le había tenido miedo al agua, así que era la primera vez que se
aproximaba tanto al borde del río. Cuando se asomó, vio su propio reflejo
aumentado y creyó que en realidad se trataba de otro perro que llevaba una presa
mayor que la suya.
¿Cómo era posible? ¡Si él era el mejor cazador de que había en toda la zona! Se
sintió tan herido en su orgullo que, sin darse cuenta, soltó la paloma que llevaba
en las fauces y se lanzó al agua para arrebatar el botín a su supuesto competidor.
Como era de esperar, lo único que consiguió fue darse un baño de agua helada,
pues no había perro ni presa, sino tan sólo su imagen reflejada. Cuando cayó en
la cuenta, se sintió muy ridículo. A duras penas consiguió salir del río tiritando de
frío y encima, vio con estupor cómo la paloma que había soltado, sacudía sus
plumas, remontaba el vuelo y se perdía entre las copas de los árboles.
Empapado, con las orejas gachas y cara de pocos amigos, regresó a su hogar sin
nada y con la vanidad por los suelos.
Según parece, antiguamente esta laguna no existía. Los mayores del lugar todavía
recuerdan que, donde ahora hay agua, existía una finca enorme que pertenecía a
un rico caballero. Dentro de la finca había una magnífica casa donde vivía con su
familia rodeado de lujos y comodidades. El resto del terreno era un gran campo de
cultivo en el que trabajaban docenas de campesinos que estaban a sus órdenes.
Cuentan que una calurosa tarde de verano una pareja de ancianos pasó por
delante de la casa del ricachón. La viejecita caminaba con la ayuda de un bastón
de madera y él llevaba un cántaro vacío en su mano derecha.
– ¡Echa a estos dos de nuestras tierras y si es necesario suelta a los perros! ¡No
quiero intrusos merodeando por mis propiedades!
Su esposa y sus tres hijos tampoco sintieron compasión por la pareja. Muy altivos
y sin decir ni una palabra, dieron media vuelta, entraron en la casa, y el padre
cerró la puerta a cal y canto. Tan sólo la sirvienta se quedó afuera mirando sus
caritas apenadas.
– No se preocupen, señores. Vengan conmigo que yo les daré cobijo por esta
noche.
A escondidas les llevó al granero para que al menos pudieran dormir sobre un
lecho de heno mullido y caliente durante unas horas. Después salió con cautela y
al ratito regresó con algo de comida y agua fresca.
– Aquí tienen pan, queso y algo de carne asada. Lo siento pero es todo lo que he
podido conseguir.
La anciana se emocionó.
– No, señora, es lo menos que puedo hacer. Ahora debo irme o me echarán de
menos en la casa. A medianoche vendré a ver qué tal se encuentran.
– ¿Qué tal se encuentran? ¿Se sienten cómodos? ¿Puedo ofrecerles alguna otra
cosa?
– Ahora escucha atentamente lo que te voy a decir: debes huir porque antes del
amanecer va a ocurrir una desgracia como castigo a esta familia déspota y cruel.
Coge tus cosas y búscate otro lugar para vivir ¡Venga, date prisa!
– ¿Cómo dice?…
– ¡No hay tiempo para explicaciones! ¡Confía en mí y sal de aquí lo antes posible!
La chica no dijo nada más y se largó corriendo del establo. Entró en la casa sin
hacer ruido, metió en la maleta sus pocas pertenencias, y salió por la parte de
atrás tan rápido como fue capaz. Mientras, los ancianos salieron de
granero, retomaron su camino y también se alejaron de allí para siempre.
– ¡¿Pero qué escándalo es éste?! ¡¿Qué demonios pasa con los animales?!
Todavía no había comprendido nada cuando, a través del ventanal, vio una
enorme masa de agua que surgía de la nada y empezaba a inundar su casa.
No tuvieron más remedio que seguir su camino e irse lejos, muy lejos, para
intentar rehacer su vida. La historia dice que lograron sobrevivir pero que jamás
volvieron a ser ricos. Nunca llegaron a saberlo, pero se habían quedado sin nada
por culpa de su mal corazón.
Según la leyenda esas aguas desbordadas que engulleron la finca se calmaron y
formaron la bella laguna que hoy todos conocemos como la laguna de El Cajas.
El oso estaba muerto de hambre y sintió que la boca se le hacía agua al ver el
suculento manjar que la zorra se iba a zampar. Levantó la voz y le preguntó:
– ¡Hola, amiga! Veo que has tenido suerte y hoy vas a cenar como una reina…
¿Dónde has conseguido ese estupendo botín?
La zorra, que era muy sabionda, se lo explicó de forma sencilla para que lo
entendiera.
La zorra continuó su camino y el gran oso blanco apretó el paso para llegar cuanto
antes al lago. Como ya sabía se encontró con que no había agua sino una enorme
plancha blanca que sólo servía para patinar o como mucho, para jugar un rato a
tirar piedras y verlas rebotar. Animado por la sugerencia de la zorra, hizo un
agujero con las patas, sentó sobre él su enorme trasero, y dejó caer su larga cola
dentro del agua.
El oso sentía que el frío se apoderaba de todo su cuerpo pero intentó no moverse
ni una pizca. Armado de paciencia esperó y esperó hasta que los peces
empezaron a arremolinarse junto a su cola. En seguida percibió unos mordisquitos
muy suaves y calculó que serían unos diez o doce peces nada más.
– Parece que el plan funciona pero tengo mucha hambre y necesito pescar al
menos tres docenas. Aguantaré un ratito más a ver…
Dejó pasar no cinco sino diez minutos y el pobre ya no soportaba más la gélida
temperatura del agua, así que se levantó de golpe y dio un fuerte tirón.
Desgraciadamente la cola se había congelado como si fuera una estalactita de
hielo y se partió de cuajo casi desde la raíz.
Por ser demasiado avaricioso el oso polar se quedó ese día sin comer, pero lo
realmente curioso de esta historia es que desde entonces, él y sus congéneres
nacen con la cola pequeñita y muy corta.
La leyenda del múcaro
El múcaro tiene una particularidad muy especial: durante el día se esconde y solo
se deja ver por las noches ¿Quieres saber por qué?
Cuenta una vieja leyenda de esta isla caribeña que hace mucho, mucho tiempo,
en el bosque se celebraban fiestas muy divertidas en las que todos los animales
se reunían para cantar, bailar y pasárselo fenomenal.
Cada vez que había un festejo, las diferentes especies se turnaban para organizar
los múltiples preparativos necesarios para que todo saliera perfecto. En cierta
ocasión este gran honor recayó en las aves.
Todos los pájaros, del más grande al más chiquitín, se reunieron en asamblea con
el objetivo de distribuir el trabajo de manera equitativa. Como lo más importante
era que las invitaciones llegaran con bastante tiempo de antelación, acordaron
enviar como mensajera a la rápida y responsable águila de cola roja.
Encantada de ser la elegida, el águila de cola roja fue casa por casa entregando
las tarjetas. A última hora llegó al árbol donde vivía el múcaro, y para su sorpresa,
se encontró al pobre animalito totalmente desnudo.
El águila de cola roja se extrañó muchísimo y sintió un poco de apuro que trató de
disimular.
– ¡Buenos días, amigo múcaro! Vengo a traerte la invitación para la próxima fiesta
de animales.
– Perdona la indiscreción, pero veo que estás desnudo ¿Acaso no tienes ropa
que ponerte?
– No, la verdad es que no tengo nada, ni un simple jersey… Lo siento mucho, pero
en estas condiciones no podré acudir a la verbena.
El águila de cola roja se quedó tan impactada que no supo ni qué decir. Hizo un
gesto de despedida y con el corazón encogido remontó el vuelo. Nada más
regresar convocó una reunión de urgencia para relatar a los demás pájaros la
lamentable situación en que se encontraba el pequeño búho.
– ¡Tenemos que hacer algo inmediatamente! ¡No podemos permitir que nuestro
amigo se pierda la fiesta solo porque no la ropa adecuada!
Una cotorra verde de pico color marfil fue la primera en manifestarse a favor del
múcaro.
– ¡Claro que sí, entre todos le ayudaremos! Escuchad, se me ocurre algo: cada
uno de nosotros nos quitaremos una pluma, juntaremos muchas, y se las daremos
para que se haga un traje a medida. La única condición que le pondremos es que
cuando la fiesta termine tendrá que devolver cada pluma a su propietario ¿Qué os
parece?
Si algo caracteriza a las aves es la generosidad, así que la cotorra no tuvo que
insistir; sin más tardar, todos los pájaros fueron arrancándose con el pico una
plumita del pecho. Cuando habían reunido unas cincuenta, el águila de cola roja
las metió en un pequeño saco y se fue rauda y veloz a casa del múcaro.
– ¡Toma, compañero, esto es para ti! Entre unos cuantos amigos hemos juntado
un montón de plumas de colores para que te diseñes un traje bonito para ir a la
fiesta.
El múcaro se emocionó muchísimo.
– ¡Sí lo son! Puedes utilizarlas como quieras pero ten en cuenta que tienen dueño
y tendrás que devolverlas cuando termine la fiesta ¿De acuerdo?
El múcaro cogió aguja e hilo y durante una semana trabajó sin descanso en el
corte y confección de su traje nuevo. Se esforzó mucho pero mereció la pena
porque, la noche de la fiesta, estaba perfectamente terminado. Se lo puso
cuidadosamente y cómo no, se miró y remiró en el espejo.
Los invitados comenzaron a irse a sus casas y pensó que pronto no quedaría
nadie por allí. En un arrebato de egoísmo e ingratitud, decidió que lo mejor era
escabullirse por la puerta de atrás sin devolver las plumas. Miró a un lado y a otro
con disimulo, se dirigió a la salida sin llamar la atención, y se internó en el bosque.
Los pájaros que habían cedido sus plumas tan generosamente buscaron al
múcaro por todas partes, pero enseguida se dieron cuenta de que el muy pillo se
había esfumado. Esperaron un par de horas a que volviera e incluso alguno salió
en su busca, pero nadie fue capaz de localizarle, ni siquiera en su hogar, cerrado
a cal y canto. Del múcaro, nunca más se supo.
Cuenta la leyenda que aunque han pasado muchos años, todavía hoy en día las
aves de la isla de Puerto Rico buscan al búho ladronzuelo para pedirle que
devuelva las plumas a sus legítimos dueños, pero el múcaro se esconde muy bien
y ya sólo de noche para que nadie le encuentre.
En Europa, muy pegadito a Grecia, hay un país llamado Albania. El nombre Albania
proviene de una antigua y curiosa leyenda que ahora mismo vas a conocer.
Dice la historia que hace muchos, muchísimos años, un muchacho se levantó una
mañana muy temprano para ir a cazar. Caminó tranquilo hacia las montañas y al
llegar a su destino, vio cómo en la cima de una de ellas, un águila enorme descendía
del cielo y se posaba sobre su nido. Lo que más le llamó la atención fue que el águila
llevaba una serpiente, rígida como un palo, bien sujeta con el pico.
La reina de las aves, creyendo que la serpiente estaba muerta, la dejó caer junto a su
hijito y remontó el vuelo para ir a buscar más.
Por suerte el cazador lo estaba observando todo, y cuando estaba a punto de hincarle
el diente, agarró su arco, afinó la puntería y lanzó una flecha mortal al peligroso reptil,
que se quedó quieto para siempre. Después echó a correr hacia el nido, angustiado
por si el aguilucho había sufrido alguna herida.
¡Cuánto se alegró al ver que estaba sano y salvo! Con mucho cuidado, lo tomó entre
sus manos con suavidad, y acariciándole las plumitas se alejó del lugar.
– ¡Me lo llevo a mi casa! La serpiente que cazaste no estaba muerta y casi se lo come
de un bocado ¡Quiero ponerlo a salvo!
– ¡No, de ninguna manera! Imagino que eres una madre buena y cariñosa como
todas, pero debes reconocer que has cometido un gravísimo error.
– ¡Lo sé y estoy muy apenada por ello! Siempre estoy pendiente de proteger a mi
pequeño porque le quiero más que a mí misma. Te juro que pensaba que la serpiente
estaba muerta y que no corría ningún peligro.
– Ya, pero…
– ¡Seré generosa contigo! Voy a concederte las dos cualidades más valiosas que
poseo.
– ¡Sí! A partir de ahora tendrás una visión tan aguda como la mía y tanta fuerza como
estas dos alas. Nadie podrá vencerte y te aseguro que llegará un día en que te
llamarán águila como a mí.
También pasó el tiempo para el pequeño aguilucho, que jamás olvidó quién le había
salvado la vida cuando era chiquitín. Como era de esperar creció muchísimo, y
cuando se transformó en un águila grande y hermosa, decidió no separarse nunca de
su amigo el cazador. Siempre a su lado, le protegía día y noche desde las alturas
como un perro guardián que vela por su amo a todas horas.
La fama del cazador y de su ave protectora se hizo tan grande que toda la gente
empezó a llamarle “el hijo del águila”, y a la tierra donde vivía, Albania, que
significa “tierra de las águilas”.
Una antigua leyenda filipina cuenta que, al principio de los tiempos, vivían en el cielo tres
hermanos que se querían mucho: el brillante y cálido sol, la pálida pero hermosísima luna,
y un gallo charlatán que se pasaba el día canturreando.
Los tres hermanos se llevaban muy bien y solían repartirse las tareas de la casa. Cada
mañana, era el sol quien tenía la misión más importante que realizar: abandonar el hogar
familiar para iluminar y calentar la tierra. Era muy consciente de que sin su trabajo, no
existiría la vida en el planeta. Mientras tanto, la luna y el gallo hacían las labores
domésticas, como recoger la cocina, regar las plantas y cuidar sus tierras.
– Hermanito, ya casi es de noche. El sol está a punto de regresar del trabajo y quiero
que la cena esté preparada a tiempo. Mientras termino de hacerla, ocúpate de llevar las
vacas al establo ¡Está refrescando y quiero que duerman calentitas!
– ¡Uy, no, qué dices! He hecho toda la colada y he planchado una montaña de ropa
más alta que el monte Everest ¡Estoy agotado y quiero descansar!
¡La luna se enfadó muchísimo! Se acercó a él, le agarró por la cresta y muy seria, le
advirtió:
– ¡El sol y yo trabajamos sin parar y jamás dejamos de lado nuestras obligaciones! ¡Ahora
mismo vas a salir a llevar las vacas al establo como te he ordenado!
– ¿Ah, sí? ¡Pues tú te lo has ganado! ¡Aquí no hay sitio para los vagos! ¡Fuera del cielo
para siempre!
Indignada, lo sujetó con fuerza, echó el brazo hacia atrás y con un movimiento firme lo
lanzó al espacio dando volteretas, rumbo a la tierra.
Al cabo de un rato, el sol regresó a casa y se encontró con su hermana la luna, que venía
de recoger el ganado.
– ¡Hola, hermanita!
– Muy bien, sin novedades. Por cierto… No veo por aquí a nuestro hermanito el gallo.
– ¡No está porque acabo de echarle de casa! ¡Es un egoísta! Le tocaba hacer las tareas
del establo y se negó en rotundo ¡Menudo caradura!
– ¿Qué me estás contando? ¿Estás loca? ¿Cómo has podido hacer algo así?… ¡Es tu
hermano!
– ¡Ni hermano ni nada! ¡Me puso de muy mal humor! ¡Sólo piensa en sí mismo y se
merecía un buen castigo!
– ¡Lo que acabas de hacer es imperdonable! A partir de ahora, no quiero saber nada más
de ti. Yo trabajaré durante el día como siempre y tú saldrás a trabajar por la noche. Cada
uno irá por su lado y así no volveremos a vernos.
– ¡No hay nada más que hablar! En cuanto a nuestro hermano gallo, hablaré con él. Le
rogaré que me despierte cada mañana desde la tierra con su canto para poder seguir
estando en contacto con él, pero también le pediré que se oculte en un gallinero por las
noches para que no tenga que verte a ti.
Tal y como cuenta esta leyenda, desde ese momento, el sol y la luna empezaron a
trabajar por turnos. El sol salía muy temprano y cuando regresaba al hogar, la luna ya no
estaba porque se había ido con las estrellas a dar brillo a la oscura noche. Al terminar su
tarea, antes del amanecer, volvía a casa, pero el madrugador sol ya se había ido. Jamás
volvieron a encontrarse ni a cruzar una sola palabra.
El gallo, cómo no, recibió el mensaje del sol y se comprometió a despertarle cada mañana
con su potente kikirikí. A partir de entonces se convirtió en el animal encargado de dar la
bienvenida al nuevo día. Se acostumbró muy bien a vivir en una granja y a esconderse
en el gallinero nada más ver la blanca luz de la luna surgir entre la oscuridad.
Este ritual se ha mantenido durante miles de años hasta nuestros días. Tú mismo podrás
comprobarlo disfrutando de un bello amanecer en el campo o de una hermosa puesta de
sol frente al mar.
YO TENÍA DIEZ PERRITOS
De los nueve que quedaban (bis) De los cuatro que quedaban (bis)
uno se comió un bizcocho. uno se volvió al revés.
No le quedan más que ocho. No le quedan más que tres.
De los ocho que quedaban (bis) De los tres que me quedaban (bis)
uno se metió en un brete. uno se murió de tos.
No le quedan más que siete. No le quedan más que dos.
De los siete que quedaron (bis) De los dos que me quedaban (bis)
uno ya no le veréis. uno se volvió un tuno.
No le quedan más que seis. No le queda más que uno.
ASERRÍN, ASERRÁN
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y si esta historia os ha gustado
volveremos a empezar.
A MI BURRO, A MI BURRO
A mi burro, mi burro
Le duele la cabeza Una gorrita gruesa
Y el médico le ha dado Mi burro enfermo está
Una gorrita gruesa Mi burro enfermo está
Una gorrita gruesa
Mi burro enfermo está A mi burro, mi burro
Mi burro enfermo está Le duele el corazón
Y el médico le ha dado
A mi burro, mi burro Gotitas de limón
Le duelen las orejas Gotitas de limón
Y el médico le ha dado Una bufanda blanca
jarabe de cerezas jarabe de cerezas
jarabe de cerezas Una gorrita gruesa
Una gorrita gruesa Mi burro enfermo está
Mi burro enfermo está Mi burro enfermo está
Mi burro enfermo está
A mi burro, mi burro
A mi burro, mi burro Le duelen las rodillas
Le duele la garganta Y el médico le ha dado
Y el médico le ha dado Un frasco de pastillas
Una bufanda blanca Un frasco de pastillas
Una bufanda blanca Gotitas de limón
jarabe de cerezas Una bufanda blanca
jarabe de cerezas una manzana asada
Una gorrita gruesa Un frasco de pastillas
Mi burro enfermo está Gotitas de limón
Mi burro enfermo está Una bufanda blanca
jarabe de cerezas
A mi burro, mi burro Una gorrita gruesa
ya no le duele nada Mi burro sano está
Y el médico le ha dado Mi burro sano está
una manzana asada
CINCO LOBITOS