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MI

AREQUIPA

Elaborado por:

PIERO A. RAMOS CHIPANA

Docente: símbolos corrientes libertadoras


próceres precursores patrios

DANITZA QUIROZ BURIEL

Grado:

4° PRIMARIA

2018
El amo y el criado

En un pueblo de América Latina, en una gran casa con jardín, vivía un hombre
solitario al que sólo le gustaba la compañía de su viejo criado.

El sirviente llevaba muchos años a su servicio y se encargaba de todos los


quehaceres para que el hogar estuviera siempre limpio y ordenado. Cada mañana
se levantaba antes del amanecer para hacer las camas, quitar el polvo y tener listo
el desayuno a primerísima hora. No había nadie más profesional, servicial y
educado que él, y por eso, el señor de la casa le respetaba y apreciaba mucho.

Un día este hombre, que dirigía una empresa y siempre estaba muy ocupado,
llegó a casa muy alterado.

– ¡Estoy enfadadísimo! Toda la mañana en reuniones de trabajo y no ha servido


para nada ¡Estoy rodeado de holgazanes que no tienen dos dedos de frente!

El criado, que tenía confianza con él, intentó quitarle hierro al asunto para que se
apaciguara.

– Tranquilo que ya verá cómo el problema no es tan grave y tiene solución. Me


disgusta que regrese de la oficina así de disgustado ¡Se ha puesto tan colorado
que parece que va a explotar!

Pero él seguía echando chispas, agitando las manos y gritando como un


descosido.

– ¡No puedo, no puedo! ¡Encima llevo seis horas sin comer y estoy hambriento!
¡Sírveme la comida ahora mismo porque si no me voy a desmayar!
El criado asintió con la cabeza y se alejó hacia la cocina con paso presuroso. Dos
minutos después regresó al comedor con un gran plato de sopa entre las manos.

– Aquí tiene una deliciosa sopa de verduras, su favorita. Ande, tómesela, ya verá
qué bien le sienta.

El caballero se sentó a la mesa, se ató una servilleta de lunares al cuello y metió la


cuchara en la sopa. En cuanto la probó…

– ¡Puaj, qué asco de sopa! ¡Esto es incomible! No tiene ni pizca de sal y


encima ¡está helada!

Fue la gota que colmó el vaso; se levantó y en un arrebato de furia, agarró el plato
y lo lanzó por la ventana.

En un primer momento el criado no supo qué pensar ni qué hacer, pero enseguida
reaccionó; En silencio se acercó a la mesa, cogió el pan, el vino, la servilleta, los
cubiertos y el mantel, y también los lanzó por la ventana con tantas ganas que
atravesaron medio jardín.

Los gritos del señor retumbaron por toda la casa.

– ¡¿Pero qué haces, inútil?! ¿Cómo te atreves a tirar mis pertenencias? ¿Quién
te crees que eres?

El criado, sin perder la calma, le miró a los ojos y respondió:

– Perdone, señor, pero no pretendía hacer nada incorrecto. Como tiró la sopa por
la ventana di por hecho que quería cenar en el jardín, así que acabo de hacer lo
mismo que usted: he lanzado todo lo necesario para que disfrute de la comida
bajo los árboles. Afuera tiene el pan, el vino, la servilleta, los cubiertos y el mantel
a su disposición.

El amo se sintió muy avergonzado porque sabía que su criado y viejo amigo sólo
quería demostrarle lo feo que había sido su comportamiento.

– Lo siento, lo siento mucho… Por culpa de los nervios me he comportado como


un ser irracional, maleducado y lleno de soberbia. Espero que sepas perdonarme.

El criado sonrió satisfecho y se acercó a darle un abrazo. Entre ellos jamás volvió
a producirse una situación desagradable y continuaron respetándose el resto de
sus vidas.
La asamblea de las herramientas

Según cuenta una curiosa fábula, un martillo, un tornillo y un trozo de papel de lija
decidieron organizar una reunión para discutir algunos problemas que habían
surgido entre ellos. Las tres herramientas, que eran amigas, solían tener peleas a
menudo, pero esta vez la cosa pasaba de castaño oscuro y era urgente acabar
con las disputas.

A pesar de su buena disposición inicial pronto surgió un problema: chocaban tanto


que ni siquiera eran capaces de acordar quién tendría el honor de dirigir el debate.

En un principio el tornillo y la lija pensaron que el mejor candidato era el martillo,


pero en un pispás cambiaron de opinión. El tornillo no se cortó un pelo y explicó
sus motivos.

– Mira, pensándolo bien, martillo, no debes ser tú el que dirija la asamblea ¡Eres
demasiado ruidoso, siempre golpeándolo todo! Lo siento, pero no serás el elegido.

¡El martillo se enfadó muchísimo porque se sentía perfectamente capacitado para


el puesto de moderador!

Rabioso, contestó:

– Con que esas tenemos ¿eh? Pues si yo no puedo, tornillo miserable, tú tampoco
¡Eres un inepto y sólo sirves para girar y girar sobre ti mismo como un tonto!

¡Al tornillo le pareció fatal lo que dijo el martillo! Se sintió tan airado que, por unos
segundos, el metal de su cuerpo se calentó y se volvió de color rojo.

A la lija le pareció una situación muy cómica y le dio un ataque de risa que, desde
luego, no sentó nada bien a los otros dos.

El tornillo, muy irritado, le increpó:


– ¿Y tú de qué te ríes, estúpida lija? ¡Ni en sueños pienses que tú serás la
presidenta de la asamblea! Eres muy áspera y acercarse a ti es muy desagradable
porque rascas ¡No te mereces un cargo tan importante y me niego a darte el voto!

El martillo estuvo de acuerdo y sin que sirviera de precedente, le dio la razón.

– ¡Pues hala, yo también me niego!

¡La cosa se estaba poniendo muy pero que muy fea y estaban a punto de llegar a
las manos!

Por suerte, algo inesperado sucedió: en ese momento crucial… ¡entró el


carpintero!

Al notar su presencia, las tres herramientas enmudecieron y se quedaron quietas


como estacas. Desde sus puestos observaron cómo, ajeno a la bronca, colocaba
sobre el suelo varios trozos de madera de haya y se ponía a fabricar una hermosa
mesa.

Como es natural, el hombre necesitó utilizar diferentes utensilios para realizar el


trabajo: el martillo para golpear los clavos que unen las diferentes partes,
el tornillo hacer agujeros, y el trozo de lija para quitar las rugosidades de la
madera y dejarla lustrosa.

La mesa quedó fantástica, y al caer la noche, el zapatero se fue a dormir. En


cuanto reinó el silencio en la carpintería, las tres herramientas se juntaron para
charlar, pero esta vez con tranquilidad y una actitud mucho más positiva.

El martillo fue el primero en alzar la voz.

– Amigos, estoy avergonzado por lo que sucedió esta mañana. Nos hemos dicho
cosas horribles que no son ciertas.

El tornillo también se sentía mal y le dio la razón.

– Es cierto… Hemos discutido echándonos en cara nuestros defectos cuando en


realidad todos tenemos virtudes que merecen la pena.

La lija también estuvo de acuerdo.

– Si, chicos, los tres valemos mucho y los tres somos imprescindibles en esta
carpintería ¡Mirad qué mesa tan chula hemos construido entre todos!

Tras esta reflexión, se dieron un fuerte abrazo de amistad. Formaban un gran


equipo y jamás volvieron a tener problemas entre ellos.
Moraleja: Valora siempre tu propio trabajo pero no olvides que el que hacen otros
es igual de importante que el tuyo. Todas las personas tenemos muchas cosas
buenas que aportar a nuestro entorno y a los demás.

El cazador y el pescador

Había una vez dos hombres que eran vecinos del mismo pueblo. Uno era cazador
y el otro pescador. El cazador tenía muy buena puntería y todos los días
conseguía llenar de presas su enorme cesta de cuero. El pescador, por su parte,
regresaba cada tarde de la mar con su cesta de mimbre repleta de pescado
fresco.

Un día se cruzaron y como se conocían de toda la vida comenzaron a charlar


animadamente. El pescador fue el que inició la conversación.

– ¡Caray! Veo que en esa cesta llevas comida de sobra para muchos días.

– Sí, querido amigo. La verdad es que no puedo quejarme porque gracias a mis
buenas dotes para la caza nunca me falta carne para comer.

– ¡Qué suerte! Yo la carne ni la pruebo y eso que me encanta… ¡En cambio como
tanto pescado que un día me van a salir espinas!

– ¡Pues eso sí que es una suerte! A mí me pasa lo que a ti, pero al revés. Yo
como carne a todas horas y jamás pruebo el pescado ¡Hace siglos que no saboreo
unas buenas sardinas asadas!

– ¡Vaya, pues yo estoy más que harto de comerlas!…

Fue entonces cuando el cazador tuvo una idea brillante.

– Tú te quejas de que todos los días comes pescado y yo de que todos los días
como carne ¿Qué te parece si intercambiamos nuestras cestas?

El pescador respondió entusiasmado.

– ¡Genial! ¡Una idea genial!


Con una gran sonrisa en la cara se dieron la mano y se fueron encantados de
haber hecho un trato tan estupendo.

El pescador se llevó a su casa el saco con la caza y ese día cenó unas perdices a
las finas hierbas tan deliciosas que acabó chupándose los dedos.

– ¡Madre mía, qué exquisitez! ¡Esta carne está increíble!

El cazador, por su parte, asó una docena de sardinas y comió hasta reventar
¡Hacía tiempo que no disfrutaba tanto! Cuando acabó hasta pasó la lengua por el
plato como si fuera un niño pequeño.

– ¡Qué fresco y qué jugoso está este pescado! ¡Es lo más rico que he comido en
mi vida!

Al día siguiente cada uno se fue a trabajar en lo suyo. A la vuelta se encontraron


en el mismo lugar y se abrazaron emocionados.

El pescador exclamó:

– ¡Gracias por permitirme disfrutar de una carne tan exquisita!

El cazador le respondió:

– No, gracias a ti por dejarme probar tu maravilloso pescado.

Mientras escuchaba estas palabras, al pescador se le pasó un pensamiento por la


cabeza.

– ¡Oye, amigo!… ¿Por qué no repetimos? A ti te encanta el pescado que pesco y


a mí la carne que tú cazas ¡Podríamos hacer el intercambio todos los días! ¿Qué
te parece?

– ¡Oh, claro, claro que sí!

A partir de entonces, todos los días al caer la tarde se reunían en el mismo lugar y
cada uno se llevaba a su hogar lo que el otro había conseguido.El acuerdo parecía
perfecto hasta que un día, un hombre que solía observarles en el punto de
encuentro, se acercó a ellos y les dio un gran consejo.

– Veo que cada tarde intercambian su comida y me parece una buena idea, pero
corren el peligro de que un día dejen de disfrutar de su trabajo sabiendo que el
beneficio se lo va a llevar el otro. Además ¿no creen que pueden llegar aburrirse
de comer siempre lo mismo otra vez?… ¿No sería mejor que en vez de todas las
tardes, intercambiaran las cestas una tarde sí y otra no?
El pescador y el cazador se quedaron pensativos y se dieron cuenta de que el
hombre tenía razón. Era mucho mejor intercambiarse las cestas en días alternos
para no perder la ilusión y de paso, llevar una dieta más completa, saludable y
variada.

A partir de entonces, así lo hicieron durante el resto de su vida.

La barra de hierro

Un día, hace muchos años, tres niños iban cantando y riendo camino de la
escuela. Como todas las mañanas atravesaron la plaza principal de la ciudad y en
vez de seguir su ruta habitual, giraron por una oscura callejuela por la que nunca
habían pasado.

De repente, algo llamó su atención; en uno de los portales, sentada sobre un


escalón, vieron a una viejecita de moño blanco y espalda encorvada que frotaba
sin descanso una barra de hierro contra una piedra.

Los niños, perplejos, se quedaron mirando cómo trabajaba. La barra era grande,
más o menos del tamaño un paraguas, y no entendían con qué objetivo la
restregaba sin parar en una piedra que parecía la rueda de un molino de agua.

Cuando ya no pudieron aguantar más la curiosidad, uno de ellos preguntó a la


anciana:

– Disculpe, señora ¿podemos hacerle una pregunta?

La mujer levantó la mirada y asintió con la cabeza.

– ¿Para qué frota una barra de hierro contra una piedra?

La mujer, cansada y sudorosa por el esfuerzo, quiso saciar la curiosidad de los


chavales. Respiró hondo y con una dulce sonrisa contestó:

– ¡Muy sencillo! Quiero pulirla hasta convertirla en una aguja de coser.

Los niños se quedaron unos momentos en silencio y acto seguido estallaron en


carcajadas. Con muy poco respeto, empezaron a decirle:
– ¿Está loca? ¡Pero si la barra es gigantesca!

– ¿Reducir una barra de hierro macizo al tamaño de una aguja de coser? ¡Qué
idea tan disparatada!

– ¡Eso es imposible, señora! ¡Por mucho que frote no lo va a conseguir!

A la anciana le molestó que los muchachos se burlaran de ella y su cara se llenó


de tristeza.

– Reíros todo lo que queráis, pero os aseguro que algún día esta barra será una
finísima aguja de coser. Y ahora iros al colegio, que es donde podréis aprender lo
que es la constancia.

Lo dijo con tanto convencimiento que se quedaron sin palabras y bastante


avergonzados. Con las mejillas coloradas como tomates, se alejaron sin decir ni
pío.

Al llegar a la escuela se sentaron en sus pupitres y contaron la historia a su


maestro y al resto de sus compañeros. El sabio profesor escuchó con mucha
atención y levantando la voz, dijo a todos los alumnos:

– Vuestros amigos son muy afortunados por haber conocido a esa anciana;
aunque no lo creáis, les ha enseñado algo muy importante.

El aula se llenó de murmullos porque nadie sabía a qué se refería. Finalmente,


uno de los tres protagonistas levantó la mano y preguntó:

– ¿Y qué es eso que nos ha enseñado, señor profesor?

– Está muy claro: la importancia de ser constante en la vida, de trabajar por


aquello que uno desea. Os garantizo que esa mujer, gracias a su tenacidad,
conseguirá convertir la barra de hierro en una pequeña aguja para coser ¡Nada es
imposible si uno se plantea un objetivo y se esfuerza por conseguirlo!

Los niños se quedaron pensando en estas palabras y preguntándose si el


maestro estaría en lo cierto o simplemente se trataba de una absurda fantasía.

Por suerte, la respuesta no tardó en llegar; pocas semanas más tarde, de camino
al cole, los tres chicos se encontraron de nuevo a la anciana en la oscura
callejuela. Esta vez estaba cómodamente sentada en el escalón del viejo portal,
muy sonriente, moviendo algo diminuto entre sus manos.

Corrieron para acercarse a ella y ¿sabéis qué hacía? ¡Dando forma al agujerito de
la aguja por donde pasa el hilo!
Moraleja: En la vida hay que ser perseverantes. Si quieres conseguir algo,
tómatelo en serio y no te vengas abajo por muy difícil que parezca. Todo esfuerzo,
al final, tiene su recompensa.

Los dos perros del cazador


Érase una vez un hombre que vivía en una casa de campo y tenía dos perros
buenos y fieles. Cada uno cumplía una función muy diferente. Uno de ellos, negro
y de cuello largo, era quien acompañaba al dueño cuando se iba de caza,
mientras que el otro, algo más pequeño y de color canela, se ocupaba de vigilar la
vivienda para que no entrara ningún ladrón.

Al perro cazador le gustaba salir de cacería pero siempre acababa agotado y con
el cuerpo lleno de agujetas. Su misión era ir unos metros por delante de su amo
oteando el horizonte y olfateándolo todo por si percibía algún movimiento extraño
detrás de los arbustos. Cuando notaba que en ellos se ocultaba algún animal
despistado como un conejo o una perdiz, daba la señal de alerta con un ladrido y
salía corriendo para intentar capturarlo.

No, no era un trabajo fácil. A veces se pasaba horas y horas sudando la gota
gorda para nada, pues al llegar la noche no había conseguido atrapar ni una
mosca.

En otras ocasiones, por el contrario, pensaba que el esfuerzo había merecido la


pena porque regresaban a casa con tres o cuatro magníficas piezas ¡Qué
orgulloso se sentía cuando su amo le felicitaba con unas palmaditas en el lomo!

– ¡Buen chico! ¡Eres el mejor perro cazador que he visto en mi vida!

Su compañero, el perro guardián color canela, siempre salía a recibirles moviendo


la cola y dando saltitos. Como buen animal de compañía que era se ponía muy
zalamero con su dueño y se le tiraba al pecho para darle lengüetazos en la
barbilla. Después, el hombre se dirigía a la cocina, abría la saca y les regalaba
una presa.

– ¡Tomad chicos, una para cada uno que a los dos os quiero por igual y así no hay
peleas!

Como es lógico al perro casero le parecía el mejor obsequio del mundo, pero al
perro cazador no le hacía ni pizca de gracia ¿Te imaginas por qué? Pues porque
no le parecía justo recibir el mismo regalo cuando solamente él había trabajado
durante toda la jornada.
Un día se hartó y le dijo a su amigo:

– ¿Sabes qué te digo? ¡Me siento muy ofendido por lo que está pasando! Yo me
paso las tardes enteras cazando mientras tú te quedas aquí tan ricamente
tumbado sobre una esterilla tomando el sol.

Su amigo le contestó sin mover ni un músculo y como si la cosa no fuera con él.

– Reconozco que tu trabajo es muy duro y en cambio yo ni me canso, ni me


muevo, ni me altero. Lo mío es comer y roncar ¡Una auténtica bicoca!

El perro cazador se enfureció.

– ¡¿Y a ti te parece bien?! Yo corro, salto y ladro durante horas dejándome la piel
y tú venga a dormir a pierna suelta. No sólo es injusto sino que encima nuestro
amo nos lo agradece por igual dándonos el mismo regalo cuando soy yo quien ha
hecho todo el trabajo ¡Yo me lo merezco pero tú no!

El perro guardián meditó sobre estas palabras y le contestó con la misma


parsimonia.

– Amigo, tienes toda la razón.

Al perro cazador le hervía la sangre.

– ¡Pues claro que la tengo!

El tranquilo perro guardián, hasta las narices de recriminaciones, le contestó un


poco cabreado:

– ¡Sí, la tienes, pero si quieres quejarte, quéjate ante nuestro dueño, porque yo no
tengo la culpa! Él fue quien en lugar de enseñarme a trabajar, me enseñó a vivir
del trabajo de los demás ¡Yo solamente cumplo órdenes!

El perro cazador se quedó petrificado porque lo cierto es que su amigo había dado
en el clavo: solo se aprovechaba de una situación ventajosa que le habían puesto
en bandeja.

Comprendió que última palabra la tenía el amo, así que se fue a hablar con él para
convencerle de que, si les quería por igual, lo razonable era repartir el trabajo de
caza entre los dos.

El hombre escuchó las quejas y afortunadamente lo entendió. A partir de ese día


entrenó al perro guardián para ser un hábil perdiguero y una vez que estuvo
preparado, comenzaron a salir de cacería los tres juntos y a repartir el botín de
manera justa y equitativa.
MORALEJA: En la vida debemos aprender que las cosas hay que ganarlas
gracias al esfuerzo y al trabajo personal. Intenta formarte y superarte cada día en
todo lo que hagas y verás cómo te sentirás orgulloso de tus logros.

La sospecha

Hace muchísimos años, en China, un leñador perdió su hacha. Cuando se dio


cuenta, se llevó las manos a la cabeza y se puso a gritar:

– ¡Oh, no, no puede ser! ¿Qué voy a hacer ahora? ¡Qué mala suerte!

Regresó a casa lamentándose y con lágrimas en los ojos. Justo cuando iba a
atravesar la verja de su jardín, se cruzó con su vecino de toda la vida, un hombre
muy simpático que vivía en la casita de al lado y que como siempre que se
encontraban, le saludó cordialmente y con una sonrisa en los labios.

– ¡Buenos días! Hace tiempo que no te veo ¿Cómo te va la vida?

– Bueno, no demasiado bien. He perdido mi hacha y no tengo dinero para comprar


otra ¡Imagínate qué fastidio!

– ¡Vaya, cuánto lo siento! Sé lo importante que era para ti y para tu trabajo. Espero
de corazón que la encuentres pronto, amigo mío.

El vecino se despidió y se acercó a la puerta de su hogar. Su esposa, como cada


tarde, salió a recibirle con un cariñoso abrazo. El leñador estaba observando esta
escena tan romántica cuando de repente, una idea empezó a revolotear por su
cabeza con tanta fuerza, que hasta empezó a hablar en alto consigo mismo:

– ¿Habrá sido él quien me robó el hacha?… Me pareció que hoy tenía una mirada
extraña, como la de los ladrones cuando quieren ocultar algo. Pensándolo bien,
también su forma de hablar era distinta y parecía más nervioso que de costumbre.
El leñador, dándole vueltas al asunto, comenzó a andar por los alrededores de su
casa sin darse cuenta de que se adentraba de nuevo en el bosque. Iba tan
ensimismado que no era consciente de hacia dónde le llevaban sus pies. La
sombra de la sospecha era cada vez mayor porque todo parecía encajar.

– Yo diría que hasta le temblaban las manos y las escondía en los bolsillos para
que yo no lo notara. Sí, algo me dice que mi vecino es culpable de algo… ¡Creo
que fue él quien me robó el hacha!

Su corazón palpitaba a mil por hora, el enfado empezaba a reconcomerle por


dentro y sentía que tenía que vengarse de alguna manera ¡Ese tipo era un ladrón
y debía pagar por ello!

Mientras estos oscuros pensamientos invadían su cerebro, algo sucedió: tropezó


con un objeto duro que se interpuso en su camino, perdió el equilibrio y se cayó
de bruces.

– ¡Aaaay! ¡Aaaay! ¡Menudo tortazo! ¡Maldita piedra!

Muy dolorido y con unos cuantos moratones se incorporó a duras penas. Miró al
suelo y se dio cuenta de que no era una piedra, sino un palo de madera que
sobresalía entre la hierba.

– ¿Pero qué es esto?… ¡Oh, no puede ser, qué buena suerte! ¡Es mi hacha!…
¡He tropezado con mi hacha!

Todavía medio aturdido empezó a atar cabos y a sentir vergüenza de sí mismo.

– ¡Vaya, qué malpensado soy! ¡Mi vecino es inocente! Ayer pasé por aquí cargado
de leña y debió caerse del carrito en un descuido.

Se levantó, cogió la herramienta y se fue de allí reflexionando. Comprendió que


había sido un error desconfiar de su amable vecino y culparle, sin ningún tipo de
pruebas, de ser un ladrón. Su actitud había sido muy injusta y se prometió a sí
mismo que jamás volvería a juzgar a nadie con tanta ligereza.

Moraleja: Esta pequeña fábula nos enseña que a veces la desconfianza nos hace
sospechar sin motivo de otras personas y ver cosas negativas donde no las hay.
Antes de acusar a alguien de algo, hay que estar completamente seguro.
La joroba del dromedario

Adaptación del cuento de Rudyard Kipling


Al principio de los tiempos no existían los medios de locomoción modernos que
ahora tenemos. Si los seres humanos querían transportar semillas para plantar en
algún lugar, acarrear utensilios para cultivar la tierra, o llevar piedras de un lado a
otro para construir casas, necesitaban la ayuda de los animales.

Cuenta una leyenda tradicional que, en un pueblo de África, vivía un campesino


que trabajaba sin descanso en compañía de cuatro animales: un caballo, un burro,
un perro y un dromedario. A los cuatro los quería mucho y entre ellos parecían
llevarse muy bien, hasta que el dromedario empezó a desentenderse de las
labores domésticas.

Mientras sus compañeros de fatigas trabajaban duro, él se tumbaba al sol y


pasaba las horas mascando hierba y contemplando el paisaje. Cuando llegaba la
noche, el caballo, el burro y el perro, terminaban la jornada laboral sin poder
mover un solo músculo de puro agotamiento. El dromedario, en cambio,
aprovechaba la luz de la luna para dar largos y relajantes paseos, pues de
cansancio, nada de nada.

Llegó un momento en que a los tres animales les indignó el comportamiento de su


amigo caradura y fueron a recriminarlo. El caballo, por ser el mayor, tomó la
palabra.

– ¡Eh, oye, tú! ¿No te da vergüenza vivir como un rey mientras nosotros nos
partimos la espalda trabajando?

El dromedario, con una tranquilidad pasmosa, contestó con una sola palabra:

– ¡Joroba!
El caballo, el burro y el perro se quedaron anonadados. El burro, pensando que
quizá no había oído bien, habló:

– ¿Se puede saber por qué no trabajas como los demás? ¡Estamos muy
enfadados contigo!

El dromedario no se movió ni un centímetro y tan sólo frunció un poco la boca


para murmurar entre dientes:

– ¡Joroba!

Los ánimos empezaron a calentarse. El perro gruñó, dio unos giros sobre sí
mismo para intentar tranquilizarse un poco, y dijo a sus camaradas:

– ¡Esto es el colmo! ¡Vayamos a quejarnos a nuestro amo y que tome cartas en el


asunto!

Los tres en fila india acudieron en busca del campesino, que andaba muy
atareado llenando un caldero en el manantial. El hombre atendió sus quejas y tuvo
que darles la razón. Ciertamente, el dromedario llevaba una temporada en plan
vago y con una actitud muy comodona que no se podía consentir.

En grupo se acercaron al animal, que ahora estaba tumbado bajo un árbol


mirando con cara bobalicona el desfilar de las hormigas. El amo levantó la voz y le
riñó en voz alta.

– ¿Te parece bonito ser tan insolidario? Aquí todos nos esforzamos para poder
vivir con dignidad ¡Mueve el culo y ponte a trabajar!

El dromedario, con un gesto apático, dijo:

– ¡Joroba!

El hombre se convenció de que era imposible razonar con ese animal tan grande
como gandul. Muy enfadado, tomó una polémica decisión.

– Vuestro amigo no quiere colaborar, así que sintiéndolo mucho, vosotros tendréis
que trabajar el doble para compensarlo.

El caballo, el burro y el perro se indignaron ¡No era justo! Ellos cumplían con sus
tareas y no tenían por qué hacer el trabajo de un dromedario estúpido y remolón.
Se fueron de allí echando chispas y una vez lejos, se sentaron a deliberar sobre lo
ocurrido.

En eso estaban cuando por su lado pasó un genio del desierto que intuyó que algo
sucedía. Muy intrigado, se paró a charlar con ellos. Los animales, con cara
compungida, le contaron lo mal que se sentían a causa de la conducta del
dromedario y la decisión de su amo. Afortunadamente, el genio, que sabía
escuchar y procuraba ser siempre justo, les ofreció su ayuda para resolver cuanto
antes el espinoso tema.

Regresaron en busca del dromedario y lo encontraron, como era habitual,


tumbado a la bartola. El genio, le increpó:

– ¡Veo que lo que me acaban de contar tus amigos es cierto!

El dromedario miró de reojo y por no variar, masculló:

– ¡Joroba!

El genio apretó los puños y se puso rojo como un tomate de la rabia que le
invadió.

– ¡¿Con que sigues en tus trece?! ¡Muy bien, te daré tu merecido!

Movió las manos, dijo unas palabras que nadie entendió, y de repente, el lomo del
dromedario empezó a inflarse e inflarse hasta que se formó una enorme joroba. El
genio, sentenció:

– A partir de ahora, cargarás con esta giba día y noche y te alimentarás de ella. No
tendrás que comer a diario porque ahí llevarás tu reserva de alimento. Esto
significa que trabajarás para los demás, para que tus amigos puedan conseguir
comida, y no para ti mismo ¡Es tu castigo por haber sido tan egocéntrico!

– Pero yo…

– ¡Nada de peros! ¡Ponte ahora mismo a trabajar o te impondré una sanción


muchísimo peor!

El dromedario consideró que ya tenía escarmiento suficiente y se puso a faenar


codo con codo con los demás. Desde entonces, todos los dromedarios del mundo
cumplen con sus cometidos y a veces sudan la gota gorda porque deben llevar a
la espalda una incómoda joroba que, seguramente, pesa un montón.
El león enfermo y los zorros

Adaptación de la fábula de La Fontaine


En la sabana africana nadie dudaba de que, el majestuoso león, era el rey de los
animales. Todas las especies le obedecían y se aseguraban de no faltarle nunca
al respeto, pues si se enfadaba, las consecuencias podían ser terribles.

Un día, el rey león cayó enfermo y fue atendido por su médico de confianza: un
búho sabiondo que siempre encontraba la terapia o el ungüento adecuado para
cada mal. Después de tomarle la temperatura y la tensión, decidió que lo que
necesitaba el paciente era hacer reposo durante al menos cuatro semanas. El león
obedeció sin rechistar, pues la sapiencia del búho era infinita y si él lo
recomendaba, lo más acertado era acatar la orden para recuperarse lo antes
posible.

El problema fue que el león se aburría soberanamente. Debía permanecer


encerrado en su cueva todo el día, sin nada que hacer, sin poder pasear y sin
compañía alguna, pues no tenía pareja ni hijos. Para entretenerse un poco, se le
ocurrió una idea. Llamó a su hermano, que era su mano derecha en todos los
asuntos reales, y le dijo:

– Hermano, quiero que hagas saber a todos mis súbditos, que cada tarde recibiré
a un animal de cada especie para charlar y pasar un rato agradable.

– Me parece una decisión estupenda ¡Necesitas un poco de alegría y buena


conversación!

– Sí… ¡Es que me aburro como una ostra! Escucha: es muy importante que dejes
claro que todo el que venga será respetado. Diles que no teman, que no les
atacaré ¿De acuerdo?

– Descuida y confía en mí.


En cuestión de horas, todos los animales del territorio sabían que el rey les
invitaba a su cueva. Como era de esperar, la mayoría de ellos sintieron que era un
honor ser sus convidados por un día.

Se organizaron por turnos y un representante de cada especie acudió a visitar al


león; la primera fue una cebra, y a continuación un ñu, un puma, una gacela, un
oso hormiguero, una hiena, un hipopótamo… ¡Nadie quería perderse una
oportunidad tan especial!

A los zorros les tocaba el último día y todavía no tenían muy claro quién iba a ser
el afortunado en acudir como representante de los demás. Se reunieron para
pactar entre todos la mejor opción, pero cuando estaban en ello, un joven y
espabilado zorrito apareció gritando:

– ¡Un momento, escuchadme todos! ¡No os precipitéis! Llevo unos días


husmeando junto a la cueva del león y he descubierto que el camino que lleva a la
entrada está lleno de huellas de diferentes animales.

Sus compañeros zorros se miraron estupefactos. El jefe del clan, le replicó:

– El rey ha estado recibiendo a animales de todas las especies ¡Lo lógico es que
el sendero de tierra esté cubierto de pisadas de patas!

El zorrito, sofocado, explicó:

– ¡Ese no es el dilema! Lo que me preocupa es que todas las huellas van en


dirección a la entrada, pero no hay ninguna en dirección opuesta ¡Eso significa
que quien entró, nunca salió! ¿Me entendéis? Sé que el león prometió no atacar a
nadie, pero su palabra de rey no sirve ¡Al fin y al cabo, es un león y se alimenta de
otros animales!

Gracias al zorrito observador, los zorros se dieron cuenta del peligro y decidieron
cancelar la visita para no jugarse la vida. Hicieron bien, pues aunque quizá el león
les había invitado con buenas intenciones, estaba claro que al final no había
podido reprimir su instinto salvaje, propio de un felino.

Los zorros, muy solidarios, fueron a avisar al resto de especies y todos


entendieron la situación. El león tuvo que pasar el resto de su convalecencia solo
y los animales jamás volvieron a acercarse a su real cueva.

Moraleja: Esta fábula nos enseña que no debemos de fiarnos de personas que
prometen cosas que quizá, no pueden cumplir.
El koala y el emú

Adaptación de la antigua leyenda de Australia


Al principio de los tiempos, el planeta Tierra era un auténtico paraíso. Las aves,
los animales terrestres y los del mar, vivían despreocupados y felices. Por suerte,
el mundo era muy amplio y podían permitirse el lujo de jugar y construir sus
hogares donde les apetecía. También había comida abundante que garantizaba la
alimentación de las crías y la supervivencia de las diferentes especies. En cuanto
a la convivencia, era fantástica: como había espacio de sobra y alimentos para
todos, nadie se quejaba y todos se llevaban muy bien.

Pero un día, nadie sabe por qué razón, empezaron a discutir unos con otros y se
montó una bronca tremenda. Surgieron peleas entre leones y gacelas, monos y
cuervos, marmotas y osos polares… Al final, acabaron todos enfrentados y
faltándose al respeto. Los altercados llegaron a ser de tal calibre que dejaron
compartir la comida, evitaban encontrarse en lugares comunes, e incluso, muchos
dejaron de dirigirse la palabra ¡Se cuenta que hasta hubo empujones y algún que
otro tirón de pelos! La situación se volvió insostenible.

El tiempo fue pasando y todos los animales se sentían muy incómodos y tristes.
En el fondo de su corazón, pensaban que no era lógico vivir enfadados. Para que
la paz reinara de nuevo, comenzaron a organizar reuniones donde todos, desde
los grandes elefantes a las frágiles hormiguitas, fueron aportando ideas para
solucionar los conflictos. Poco a poco, a base de conversaciones, acuerdos y
buenas maneras, las disputas terminaron y por fin la armonía regresó a la Tierra
¡Había llegado la hora de que todos los animales se reconciliaran y volvieran a
ser amigos!

Bueno… En realidad, no todos se esforzaron por arreglar las diferencias, porque


en Australia, un animal muy altivo y orgulloso, seguía en pie de guerra. Se trataba
de un emú, ave parecida al avestruz, que se consideraba muy superior a los
demás. Casi nunca sonreía ni solía hablar con nadie, pero un día se encontró con
un tranquilo koala y la tomó con él. Se plantó a su lado y empezó a decirle lo que
pensaba.

– Parece que ahora todos los animales vuelven a llevarse bien, pero creo que es
necesario que alguien tome las riendas para que no vuelva a haber problemas.
Tiene que haber líderes que manden sobre el resto de la fauna y ¿sabes qué? …
¡Creo que somos las aves quienes deberíamos ostentar ese poder!

El koala abrió los ojillos y sin mucho interés, le preguntó:

– ¿Ah, sí?… ¿Y eso por qué?

El emú se pavoneó delante de él creyéndose más que nadie.

– A mi entender, las aves somos rápidas, inteligentes, expertas cazadoras y


además, sabemos volar ¿Quién puede superar eso?

El koala, que era un ser más bien lento y con pocos reflejos, tardó en contestar.

– En cuanto a que sois muy completas, no te falta razón, pero opino que…

El emú dejó al pobre koala con la palabra en la boca y continuó con su perorata.

– ¡Calla, calla, eso no es todo! Te habrás fijado que, de todas las aves, los emús
somos de las más grandes, así que nuestra superioridad está bien clara sobre las
águilas, que siempre van presumiendo de que son las reinas ¡El mando nos
corresponde a nosotros! ¡Los emús debemos gobernar el mundo!

El koala nunca había visto un animal tan vanidoso e impertinente. Iba a pararle los
pies cuando, de repente, ante sus ojos sucedió algo insólito: el emú estaba tan
lleno de orgullo que comenzó a inflarse de forma descontrolada hasta convertirse
en un ave enorme y patosa que no sabía cómo manejar su propio cuerpo. De
hecho, intentó volar cogiendo carrerilla, levantando las patas y tensando el cuello,
pero fue imposible ¡Se había vuelto tan grande y pesado que sus alitas no
consiguieron levantarle un palmo del suelo! De un plumazo, toda su agilidad
desapareció y su aspecto era el de un animal desproporcionado que se movía
como un pato mareado.

A cientos de metros a la redonda se le escuchó llorar y a gritar, espantado por su


nueva apariencia, pero no sirvió de nada: jamás volvió a su tamaño original. El
koala, asustado, trepó por un eucalipto y decidió no moverse de allí nunca más.

Desde entonces, como cuenta esta leyenda, los emús sueñan con volar pero
siempre fracasan en el intento; en cuanto a los koalas, se han adaptado a la
tranquila vida en las copas de los árboles, y prefieren observar a los emús desde
lo alto para que no les den la tabarra.

El niño y los dulces

Había un niño muy goloso que siempre estaba deseando comer dulces. Su madre
guardaba un recipiente repleto de caramelos en lo alto de una estantería de la
cocina y de vez en cuando le daba uno, pero los dosificaba porque sabía que no
eran muy saludables para sus dientes.

El muchacho se moría de ganas de hacerse con el recipiente, así que un día que
su mamá no estaba en casa, arrimó una silla a la pared y se subió a ella para
intentar alcanzarlo. Se puso de puntillas y manteniendo el equilibrio sobre los
dedos de los pies, cogió el tarro de cristal que tanto ansiaba.

¡Objetivo conseguido! Bajó con mucho cuidado y se relamió pensando en lo ricos


que estarían deshaciéndose en su boca. Colocó el tarro sobre la mesa y metió con
facilidad la mano en el agujero ¡Quería coger los máximos caramelos posibles y
darse un buen atracón! Agarró un gran puñado, pero cuando intentó sacar la
mano, se le quedó atascada en el cuello del recipiente.

– ¡Oh, no puede ser! ¡Mi mano se ha quedado atrapada dentro del tarro de los
dulces!

Hizo tanta fuerza hacia afuera que la mano se le puso roja como un tomate. Nada,
era imposible. Probó a girarla hacia la derecha y hacia la izquierda, pero tampoco
resultó. Sacudió el tarro con cuidado para no romperlo, pero la manita seguía sin
querer salir de allí. Por último, intentó sujetarlo entre las piernas para inmovilizarlo
y tirar del brazo, pero ni con esas.

Desesperado, se tiró al suelo y empezó a llorar amargamente. La mano seguía


dentro del tarro y por si fuera poco, su madre estaba a punto de regresar y se
temía que le iba a echar una bronca de campeonato ¡Menudo genio tenía su
mamá cuando se enfadaba!

Un amigo que paseaba cerca de la casa, escuchó los llantos del chiquillo a través
de la ventana. Como la puerta estaba abierta, entró sin ser invitado. Le encontró
pataleando de rabia y fuera de control.

– ¡Hola! ¿Qué te pasa? Te he oído desde la calle.

– ¡Mira qué desgracia! ¡No puedo sacar la mano del tarro de los caramelos y yo
me los quiero comer todos!

El amigo sonrió y tuvo muy claro qué decirle en ese momento de frustración.

– La solución es más fácil de lo que tú te piensas. Suelta algunos caramelos del


puño y confórmate sólo con la mitad. Tendrás caramelos de sobra y podrás sacar
la mano del cuello del recipiente.

El niño así lo hizo. Se desprendió de la mitad de ellos y su manita salió con


facilidad. Se secó las lágrimas y cuando se le pasó el disgusto, compartió los
dulces con su amigo.

Moraleja: A veces nos empeñamos en tener más de lo necesario y eso nos trae
problemas. Hay que ser sensato y moderado en todos los aspectos de la vida.
Las cabras y el cabrero

Esta es la pequeña historia de un cabrero que todas las mañanas, en cuanto


amanecía, salía de la granja seguido de sus cabras para que comieran hierba fresca
en el campo.

Un día, mientras las vigilaba, doce cabras montesas que vivían sin dueño saltando
entre los peñascos se acercaron a las suyas con toda tranquilidad. Le sorprendió
gratamente ver cómo unas y otras se mezclaban pacíficamente y compartían el pasto
como si se conocieran de toda la vida.

Pasado un ratito se dio cuenta de que ante sus narices tenía una oportunidad de oro
que debía aprovechar.

– ¡Esto es genial! Ya que se llevan tan bien me las llevaré todas y así tendré muchas
más en el rebaño.

Con el bastón las arremolinó junto a él y las fue dirigiendo hasta la granja. Tanto las
domésticas como las salvajes obedecieron sin rechistar, entraron en el establo
ordenadamente y pasaron la noche juntitas.

A la mañana siguiente el pastor se levantó y tomó un abundante desayuno a base de


leche, pan y jamón. Después se aseó, se colocó un sombrero de paja, y agarró con
firmeza el bastón de pastorear. Con paso firme se acercó al establo, pero cuando iba
a sacar a las cabras, estalló una enorme tormenta.

– ¡Vaya, qué contrariedad! Me temo que hoy no podréis salir, cabritas mías.

Tenía que dar de comer a los animales pero con la lluvia era imposible llevarlas a
pastar. La única solución era cambiar el menú del día y darles heno del que tenía
reservado para el invierno.

– Tranquilas, tengo hierba seca guardada en el almacén ¡Ahora mismo os la traigo!


El hombre regresó con una carretilla llena de forraje y lo repartió pero no de forma
equitativa: dio un puñado a cada una de sus cabras y tres puñados a cada cabra
montesa.

– Sois mis invitadas y quiero que os sintáis a gusto aquí porque ahora ésta es vuestra
casa ¡Os necesito y no quiero que os vayáis!

De esta manera sus cabras comieron lo justo mientras las otras disfrutaron de una
enorme ración.

Pasó el día, pasó la noche, y a la mañana siguiente la tormenta había desaparecido


dejando paso a un brillante y cálido sol. El pastor acudió al establo y abrió la gruesa
puerta de madera.

– ¡Venga, chicas, que hoy sí que nos vamos al prado! ¡Ayer llovió mucho y hoy la
hierba estará más húmeda y exquisita que nunca!

Dando pasitos cortos todas las cabritas abandonaron el establo rumbo al campo. Ya
en el lugar elegido las del pastor se pusieron a comer con ansiedad mientras que las
montesas, viéndose libres, salieron corriendo para regresar a la montaña donde
siempre habían vivido.

El pastor se quedó pasmado viendo cómo desaparecían en la lejanía y se enfureció.

– ¡Desagradecidas, sois unas desagradecidas! ¡Os he dado más comida que a mis
propias cabras y me lo pagáis así!… ¡Qué poca vergüenza tenéis!

Una de las cabras fugitivas escuchó sus palabras y le dijo desde lo alto de una roca:

– ¡Estás muy equivocado, pastor! ¡La culpa de que nos vayamos es tuya!

El hombre se sintió más enfadado todavía.

– ¿Qué la culpa es mía? ¿¡Pero cómo te atreves a decirme eso!?

La cabra montesa le miró a los ojos y sin pestañear, le gritó:

– Sí, tuya porque tu comportamiento fue injusto y ya no confiamos en ti. A las cabras
que llevan tantos años contigo les diste menos comida que a nosotras cuando ni
siquiera conoces. Si nos quedásemos a vivir contigo y un día llegaran otras cabras
desconocidas tú las tratarías mejor a ellas que a nosotras. Perdona que te lo diga,
pero en la vida, los seres más queridos son lo primero.

El pastor no pudo replicar nada porque entendió que había cometido un error garrafal.
La cabra tenía razón, pero ya era tarde. Inmóvil y en silencio, contempló cómo ella y
sus saltarinas compañeras se largaban felices por haber recuperado su libertad.
Moraleja: No confíes en las personas que te prometen o te dan lo mejor a ti dejando
de lado a sus verdaderos amigos. Si no son buenos con la gente que más quieren,
tampoco lo serán contigo.

El obsequio de las palomas

Adaptación de la antigua fábula de China


Antiguamente, en la vieja ciudad china de Handan, existía una costumbre extraña
y muy curiosa que llamaba la atención a todos los que venían de otros lugares del
país.

Los habitantes de Handan sabían que su amado rey adoraba las palomas y por
esa razón las cazaban durante todo el año para entregárselas como obsequio.

Un día sí y otro también, campesinos, comerciantes y otras muchas personas de


diferente condición, se presentaban en palacio con dos o tres palomas salvajes. El
monarca las aceptaba emocionado y después las encerraba en grandes jaulas de
hierro situadas en una galería acristalada que daba al jardín.

Seguro que te estás preguntando para qué quería tantas palomas ¿verdad?…
Pues bien, lo cierto es que la gente de Handan también se preguntaba lo mismo
que tú. Todo el mundo estaba intrigadísimo y corrían rumores de todo tipo, pero el
caso es que nunca nadie se atrevió a investigar a fondo sobre el tema por temor a
represalias ¡Al fin y al cabo el rey tenía derecho a hacer lo que le viniera en gana!

Pasaron los años y sucedió que, una mañana de primavera, un joven muy
decidido se plantó ante el soberano con diez palomas que se revolvían nerviosas
dentro de una gran cesta de mimbre. El monarca se mostró francamente
entusiasmado.

– Gracias por tu regalo, muchachito ¡Me traes nada más y nada menos que una
decena de palomas! Seguro que has tenido que esforzarte mucho para atraparlas
y yo eso lo valoro ¡Toma, ten unas monedas, te las mereces!

Viendo que el soberano parecía un hombre alegre y cordial, se animó a


preguntarle para qué las quería.
– Alteza, perdone mi indiscreción pero estoy muy intrigado ¿Por qué le gusta tanto
que sus súbditos le regalemos palomas?

El monarca abrió los ojos y sonrió de oreja a oreja.

– ¡Eres el primero que me lo pregunta en treinta años! ¡Demuestras valentía y eso


dice mucho de ti! No tengo ningún problema en responderte porque lo hago por
una buena causa.

Le miró fijamente y continuó hablando de forma ceremoniosa.

– Cada año, el día de Año Nuevo, realizo el mismo ritual: mando sacar las jaulas
al jardín y dejo miles de palomas en libertad ¡Es un espectáculo bellísimo ver
cómo esas aves alzan el vuelo hacia el cielo y se van para no regresar!

El muchacho se rascó la cabeza y puso cara de no comprender la explicación.


Titubeando, le hizo una nueva pregunta.

– Supongo que es una exhibición fantástica pero… ¿Esa es la única razón por la
que lo hace, señor?

El rey suspiró profundamente y sacando pecho respondió con orgullo:

– No, muchacho, no… Principalmente lo hago porque al liberarlas estoy


demostrando que soy una persona compasiva y benévola. Me gusta hacer buenas
obras y me siento muy bien regalando a esos animalitos lo más preciado que
puede tener un ser vivo: ¡la libertad!

¡El joven se quedó patidifuso! Por muchas vueltas que le daba no entendía dónde
estaba la bondad en ese acto. Lejos de quedarse callado, se dirigió de nuevo al
soberano.

– Disculpe mi atrevimiento, pero si es posible me gustaría hacer una reflexión.

El rey seguía de un fantástico buen humor y aceptó escuchar lo que el chico tenía
que comentar.

– No tengo inconveniente ¡Habla sin temor!

– Como sabe somos muchos los ciudadanos que nos pasamos horas cazando
palomas para usted; y sí, es cierto que atrapamos muchísimas, pero en el intento
otras mueren porque las herimos sin querer. De cada diez que conseguimos
capturar, una pierde la vida enganchada en la red. Si de verdad usted se
considera un hombre bueno es mejor que prohíba su caza.
Como si tuviera un muelle bajo sus reales posaderas, el monarca saltó del trono y
su voz profunda resonó en las paredes del gran salón.

– ¡¿Me estás diciendo que prohíba su caza, mequetrefe?! ¡¿Cómo te atreves…?!

El joven no se amedrentó y siguió con su razonamiento.

– ¡Sí, señor, eso le propongo! Por culpa de la caza muchas palomas mueren sin
remedio y las que sobreviven pasan meses encerradas en jaulas esperando ser
liberadas ¡No lo entiendo!… ¿No le parece absurdo tenerlas cautivas tanto
tiempo? ¡Ellas ya han nacido libres! Si yo fuera paloma, no tendría nada que
agradecerle a usted.

El rey se quedó en silencio. Hasta ese momento jamás se había parado a pensar
en las consecuencias de sus actos. Creyendo que hacía el bien estaba privando
de libertad a miles de palomas cada año solo por darse el gusto soltarlas.

Tras un rato absorto en sus pensamientos reconoció su error.

– ¡Está bien, muchachito! Te diré que tus palabras me han hecho cambiar de
pensamiento. Tienes toda la razón: esta tradición no me convierte en una buena
persona y tampoco en un rey más justo ¡Hoy mismo mandaré que la prohíban
terminantemente!

Antes de que el chico pudiera decir nada, el monarca chascó los dedos y un
sirviente le acercó una caja dorada adornada con impresionantes rubíes, rojos
como el fuego. La abrió, cogió un saquito de tela repleto de monedas de oro y se
la entregó al joven.

– Tu consejo ha sido el mejor que he recibido en muchos años así que aquí tienes
una buena cantidad de dinero como muestra de mi agradecimiento. Creo que será
suficiente para que vivas bien unos cuantos años, pero si algún día necesitas algo
no dudes en acudir a mí.

El muchacho se guardó la bolsa en el bolsillo del pantalón, hizo una reverencia


muy respetuosa, y sintiéndose muy feliz regresó a su hogar. La historia se
propagó por todo Handan y el misterio de las palomas quedó resuelto.

Moraleja: Antes de hacer algo o tomar una decisión importante siempre debemos
pensar bien las consecuencias para asegurarnos de que no estamos ocasionando
daño a los demás.
La rana que quiso ser buey

Adaptación de la fábula de Esopo


Había una vez una rana que no se gustaba nada de nada. Todos los días del año se
acercaba al estanque más cercano para ver su reflejo en las aguas y se deprimía
contando todos sus defectos ¡Qué fea y vulgar se sentía!

Detestaba su gigantesca boca de buzón que, por si fuera poco, emitía sonidos
carrasposos que nada tenían que ver con los dulces trinos de los pajaritos. También
pensaba que el color verde lechuga de su cuerpo era feísimo, y estaba obsesionada
con las manchas oscuras que cubrían su piel porque, según ella, parecían verrugas.
Pero sin duda lo que más le repateaba era su tamaño porque el hecho de ser tan
pequeña le hacía sentirse inferior a la mayoría de los animales.

Cada mañana, después de contemplarse en el estanque, regresaba a su casa


lamentándose de su mala suerte. La ruta de vuelta era siempre la misma: sorteaba
unas cuantas piedras, recorría el camino de setas rojas con lunares blancos, y
atravesaba la pradera donde vivía un viejo buey. En cuanto lo veía, la rana no podía
evitar hacer un alto en el camino y quedarse pasmada mirando su imponente figura.

– ¡Ay, qué suerte tiene ese buey! ¡Me encantaría ser grande, tan grande como él!

Harta de sentirse insignificante, una tarde de primavera reunió a su pandilla de amigas


ranas y mandó que se sentaran todas a su alrededor.

– Escuchadme, chicas: ¡Se acabó esto de ser pequeña! Voy a intentar agrandarme lo
más que pueda y quiero que me digáis si lo consigo ¡No me quitéis ojo! ¿De acuerdo?

Las amigas se miraron sobrecogidas y empezaron a negar con la cabeza para que no
lo hiciera, pero no sirvió de nada pues nuestra protagonista estaba completamente
decidida.
Sin esperar ni un minuto más, se concentró, cerró los ojos, y aspiró por la boca todo el
aire que pudo. Poniendo boquita de piñón para no desinflarse, preguntó a las otras
ranas.

– ¿Ya? ¿Ya soy tan grande como el buey?

Una de ellas contestó:

– ¡Para nada! Te has hinchado un poco pero ni de lejos eres tan enorme.

La rana seguía encabezonada y se estiró como una gimnasta rítmica para tratar de
retener una cantidad de aire mayor. Su pequeño y resbaladizo cuerpo se hinchó por lo
menos el doble y adquirió forma redondeada ¡Parecía más pelota que batracio!

– ¿Y ahora? ¿Lo he conseguido, chicas?

¡Las ranas del corrillo se miraron atónitas! Pensaban con franqueza que su amiga
estaba loca de remate, pero ante todo debían respetar su decisión y ser sinceras con
ella. La más pequeña le dijo:

– ¡Qué va! Has crecido bastante pero el buey sigue siendo infinitamente más grande
que tú.

La rana no estaba dispuesta a rendirse tan pronto. Dejó la mente en blanco y respiró
muy, muy profundamente. Entró tanto aire en su tripa que se oyó un ¡PUM! y la pobre
reventó como un globo al que pinchan con un alfiler.

– ¡Ay, ay, qué dolor! ¡Socorro! ¡Ayudadme!

Las amigas corrieron a su lado ¡Se asustaron mucho cuando la vieron tendida boca
arriba en el suelo y con un agujero en la barriga!

– Esto duele mucho ¡Haced algo o me desangraré!

Por suerte, una de las ranas era doctora y conocía bien los recursos que ofrecía la
madre naturaleza. Buscó a su alrededor y encontró una tela de araña sin dueña para
usarla como hilo de coser, y con ayuda de unos palitos, la operó de urgencia. Gracias
a su habilidad como cirujana, consiguió salvarle la vida.

La rana herida se recuperó en unas semanas y desde entonces cambió


completamente de actitud. Jamás volvió a sentirse mal consigo misma y se dio
cuenta de que ser una pequeña rana tenía sus ventajas: podía nadar en el estaque,
dar brincos espectaculares, jugar al escondite tras las hojas de nenúfar, y otras
muchas cosas que el buey jamás podría hacer ni en sus mejores sueños. En
definitiva, descubrió que uno es mucho más feliz cuando se acepta tal y como es.
Moraleja: Es absurdo intentar cambiar para convertirnos en algo que jamás seremos.
Cada persona nace con unas cualidades diferentes y lo bueno es saber cómo
aprovecharlas. Siéntete orgulloso de cómo eres y disfruta de las capacidades que
tienes ¡Seguro que son muchas más que tus defectos!

El labrador y el águila

Una hermosa tarde de primavera, un viejo labrador que llevaba varias horas cultivando la
tierra decidió hacer una parada en su trabajo.

– ¡Uf, qué cansado estoy! Iré a pasear un rato por el campo y luego continuaré con la
faena.

Caminó por sus tierras sin rumbo fijo, disfrutando de la brisa y del calorcito del mes de
abril. Deambulaba feliz, sin pensar en nada más que en respirar bocanadas de aire fresco
y estirar un poco las piernas, cuando de pronto notó que una cosa extraña se movía entre
la hierba.

Se acercó con cautela, procurando no hacer ruido, y vio algo que le impactó: en un cepo
oxidado estaba atrapada un águila que luchaba desesperadamente por liberarse. El
hombre se conmovió y sintió mucha pena por el animalito.

– ¡Pobrecilla, con lo hermosa que es! ¡No puedo dejarla morir así!

Se agachó y trató de calmarla susurrándole palabras cariñosas.

– Tranquila, pequeña, yo te sacaré de aquí. Quédate quietecita para que pueda soltarte
sin que te lastimes.

El águila obedeció y dejo de moverse. A pesar de que estaba aterrada y no sabía si fiarse
de un humano desconocido, permitió que el labrador hiciera su trabajo ya que era su
única posibilidad de sobrevivir.

Con ayuda de un palo el hombre hizo palanca y el cepo se abrió como la concha de una
ostra. El águila, que por suerte solo tenía un pequeño rasguño en una pata, sacudió su
plumaje y emprendió el vuelo hasta desaparecer en el cielo.

El labrador se quedó un poco confundido.


– ¡Vaya, se ha ido sin darme las gracias! ¡Por no decir no me ha dicho ni adiós! En fin, si
es una desagradecida, no es mi problema.

Sin rencor alguno continuó su paseo hasta que llegó al muro de piedra que delimitaba la
finca. Ya no estaba para demasiados trotes y pensó que estaría bien tumbarse a dormir
un rato antes de regresar.

– Estoy agotado y esta pared da muy buena sombra. Quince minutos de siesta serán
suficientes para recuperar fuerzas.

Se recostó apoyando la espalda en el muro y sus párpados se fueron cerrando


lentamente. A punto estaba de sumirse en un profundo sueño cuando, de repente,
notó que alguien le arrancaba de un tirón el pañuelo que llevaba anudado en la cabeza.

¡Menudo susto se llevó! Abrió los ojos de golpe y vio al águila volando a su alrededor con
el pañuelo en el pico.

– ¡Maldita sea! ¿Has venido a robarme después de lo que he hecho por ti? ¡Qué ingrata
eres!

El labrador se puso en pie y agitó los brazos intentando atraparla.

– ¡Ladrona, devuélveme el pañuelo! ¡Cuando te coja te vas a enterar!

Pero el águila no le hizo ni caso; se alejó unos metros y mirando fijamente al labrador,
dejó caer el pañuelo a bastante distancia. El campesino se enfadó aún más.

– ¡¿Me estás tomando el pelo?! ¿Por qué sueltas mi pañuelo tan lejos? ¡Soy un hombre
mayor y no me apetece seguir tus jueguecitos!

Gruñendo y amenazándola con el puño en alto, se fue buscar el pañuelo al lugar donde el
animal testarudo lo había tirado. Se agachó para cogerlo y en ese momento oyó un
estruendo ensordecedor a sus espaldas que casi le para el corazón.

– ¡¿Pero qué demonios es ese ruido tan grande?!

Miró hacia atrás y se echó las manos a la cara horrorizado ¡El muro se había desplomado!

Levantó los ojos al cielo y vio que el águila le contemplaba con ternura. Temblando como
un flan, observó de nuevo el muro, miró otra vez al ave, y al fin lo entendió todo ¡Le había
salvado la vida!

Se llevó la mano al pecho y casi llorando de emoción le dijo:

– ¡Es increíble! Tuviste el presentimiento de que la pared iba a desmoronarse y me


quitaste el pañuelo para llamar mi atención y que me alejara del peligro ¡Muchas gracias,
amiga mía! ¡Si no fuera por ti estaría hecho papilla!
El águila no sabía hablar pero bajó hasta su hombro, se posó, y le dio un beso en la
mejilla antes de desaparecer entre las nubes.

El labrador sonrió complacido pues el águila le había dado las gracias devolviéndole el
favor.

Moraleja: Cuando alguien hace algo bueno por nosotros debemos ser agradecidos.
Corresponder con cariño y ayudar a los demás hará que te sientas muy feliz.

El ciervo, el manantial y el león

Érase una vez un joven ciervo que vivía plácidamente en lo más profundo de un frondoso
bosque. La historia cuenta que una tarde de muchísimo calor, comió unos cuantos brotes
tiernos que había en un arbusto y después salió a dar un paseo.

El sol achicharraba sin compasión y de pronto se sintió agobiado por la sed. Olfateó un
poco el aire para localizar el manantial más cercano y se fue hasta él caminando
despacito. Una vez allí, bebió agua fresca a grandes sorbos.

– ¡Qué delicia! ¡No hay nada mejor que meter el hocico en el agüita fría los días de
verano!

Cuanto terminó de refrescarse cayó en la cuenta de que el agua transparente del


manantial le devolvía su propia imagen. Por lo general solía beber en pequeños charcos
no demasiado limpios, así que nunca había tenido la oportunidad de contemplar su figura
con claridad.

¡La sensación de verse reflejado en ese gran espejo le encantó! Se miró detenidamente
desde todos los ángulos posibles y sonrió con satisfacción. Como la mayoría de los
venados, era un animal muy hermoso, de suave pelaje pardo y cuello estilizado.

– ¡La verdad es que soy bastante más guapo de lo que pensaba! ¡Y qué astas tan
increíbles tengo! Sin duda es la cornamenta más bella que hay por los alrededores.

El ciervo, presumido, observó su cabeza durante buen rato; después, se inclinó un poco y
posó la mirada sobre el reflejo de sus patas, debiluchas y finas como cuatro juncos sobre
un arroyo. Un tanto decepcionado, suspiró:
– Con lo grande y poderosa que es mi cornamenta ¿cómo es posible que mis zancas
sean tan escuálidas? Parece que se van a romper de un momento a otro de lo largas y
delgadas que son ¡Ay, si pudiera cambiarlas por las gordas y robustas patas de un león!

Estaba tan fascinado mirando su cuerpo que no se dio cuenta de que un león le
vigilaba escondido entre la maleza hasta que un espantoso rugido retumbó a sus
espaldas. Sin echar la vista atrás, echó a correr hacia la llanura como alma que lleva el
diablo.Gracias a que dominaba a la perfección la carrera en campo abierto y a que sus
patas eran largas y ágiles, consiguió sacar una gran ventaja al felino. Cuando estuvo lo
suficientemente lejos, se metió de nuevo en el bosque a toda velocidad.

¡Qué gran error cometió el cérvido! La que parecía una zona segura se convirtió en una
gran trampa para él ¿Sabes por qué? Pues porque sin darse cuenta pasó bajo una
arboleda muy densa y su enorme cornamenta se quedó prendida en las ramas más
bajas.

Angustiado, comenzó a moverse como un loco para poder desengancharse. Su intuición


le decía que el león no andaba muy lejos y su desesperación fue yendo en aumento.

– ¡Oh, no puede ser! ¡O consigo soltarme o no tengo salvación!

No se equivocaba en absoluto: por su derecha, el león se aproximaba sin


contemplaciones. Pensó que tenía una única oportunidad y tenía que aprovecharla.

– ¡Ahora o nunca!

Aspiró profundamente e hizo un movimiento fuerte y seco con la cabeza. Podía haberse
roto el cuello del tirón, pero por suerte, el plan funcionó: las ramas se partieron y quedó
libre.

– ¡Lo conseguí! ¡Lo conseguí! ¡Ahora tengo que largarme de este bosque como sea!

Corrió de nuevo hacia la llanura, donde no había árboles, y esta vez sí se perdió en la
lejanía. Cuando el león salió del bosque y apareció en el claro, el único rastro que
quedaba del ciervo era el polvo blanquecino levantado durante la huida. El león gruñó y
regresó junto a la manada;

Mientras, el ciervo, muy lejos de allí, se sentía muy feliz ¡Se había salvado por los pelos!
Jadeando y muerto de sed, buscó otro manantial de aguas frescas y lo encontró. Cuando
terminó de beber, se quedó mirando su cara y su cuerpo, pero ahora, después de lo
sucedido, su pensamiento era muy diferente.

– ¡Qué equivocado estaba! Me quejaba de mis patas larguiruchas y flacas pero gracias a
ellas pude salvar el pellejo; en cambio, mi preciosa cornamenta, de la que tan orgulloso
me sentía, casi me lleva a la muerte.

Entonces, con humildad, admitió algo que jamás había tenido en cuenta.
– Hoy he aprendido una gran lección: en la vida, muchas veces, valoramos las cosas
menos importantes. A partir de hoy, no me dejaré engañar por las apariencias.

Moraleja: A veces entregamos nuestro corazón a personas que nos deslumbran pero que
a la hora de la verdad no son tan geniales y nos fallan; al contrario, sucede que a veces
ignoramos a otras que pasan más desapercibidas pero que son fantásticas y merece la
pena conocer.

En la vida hay que evitar caer en la trampa de valorar a las cosas o a las personas por el
aspecto, ya que como has visto en este cuento, las apariencias pueden engañar.

El cuervo y la jarra

Adaptación de la antigua fábula de Esopo


Un caluroso día de verano, de esos en los que el sol abrasa y obliga a todos los
animales a resguardarse a la sombra de sus cuevas y madrigueras, un cuervo negro
como el carbón empezó a sentirse muy cansado y muerto de sed.

El bochorno era tan grande que todo el campo estaba reseco y no había agua por
ninguna parte. El cuervo, al igual que otras aves, se vio obligado a alejarse del bosque
y sobrevolar las zonas colindantes con la esperanza de encontrar un lugar donde
beber. En esas circunstancias era difícil surcar el cielo pero tenía que intentarlo
porque ya no lo resistía más y estaba a punto de desfallecer.

No vio ningún lago, no vio ningún río, no vio ningún charco… ¡La situación era
desesperante! Cuando su lengua ya estaba áspera como un trapo y le faltaban
fuerzas para mover las alas, divisó una jarra de barro en el suelo.

– ¡Oh, una jarra tirada sobre la hierba! ¡Con suerte tendrá un poco de agua fresca!

Bajó en picado, se posó junto a ella, asomó el ojo por el agujero como si fuera un
catalejo, y pudo distinguir el preciado líquido transparente al fondo.

Su cara se iluminó de alegría.

– ¡Agua, es agua! ¡Estoy salvado!

Introdujo el pico por el orificio para poder sorberla pero el pobre se llevó un chasco de
campeonato ¡Era demasiado corto para alcanzarla!
– ¡Vaya, qué contrariedad! ¡Eso me pasa por haber nacido cuervo en vez de garza!

Muy nervioso se puso a dar vueltas alrededor de la jarra. Caviló unos segundos y se
le ocurrió que lo mejor sería volcarla y tratar de beber el agua antes de que la tierra la
absorbiera.

Sin perder tiempo empezó a empujar el recipiente con la cabeza como si fuera un toro
embistiendo a otro toro, pero el objeto ni se movió y de nuevo se dio de bruces con la
realidad: no era más que un cuervo delgado y frágil, sin la fuerza suficiente para
tumbar un objeto tan pesado.

– ¡Maldita sea! ¡Tengo que encontrar la manera de llegar hasta el agua o moriré de
sed!

Sacudió la pata derecha e intentó introducirla por la boca de la jarra para ver si al
menos podía empaparla un poco y lamer unas gotas. El fracaso fue rotundo porque
sus dedos curvados eran demasiado grandes.

– ¡Qué mala suerte! ¡Ni cortándome las uñas podría meter la pata en esta estúpida
vasija!

A esas alturas ya estaba muy alterado. La angustia que sentía no le dejaba pensar
con claridad, pero de ninguna manera se desanimó. En vez de tirar la toalla, decidió
parar un momento y sentarse a reflexionar hasta hallar la respuesta a la gran
pregunta:

– ¿Qué puedo hacer para beber el agua hay dentro de la jarra? ¿Qué puedo hacer?

Trató de relajarse, respiró hondo, se concentró, y de repente su mente se aclaró


¡Había encontrado la solución al problema!

– ¡Sí, ya lo tengo! ¡¿Cómo no me di cuenta antes?!

Empezó a recoger piedras pequeñas y a meterlas una a una en la jarra. Diez, veinte,
cincuenta, sesenta, noventa… Con paciencia y tesón trabajó bajo el tórrido sol hasta
que casi cien piedras fueron ocupando el espacio interior y cubriendo el fondo. Con
ello consiguió lo que tanto anhelaba: que el agua subiera y subiera hasta llegar al
agujero.

– ¡Viva, viva, al fin lo conseguí! ¡Agüita fresca para beber!

Para el cuervo fue un momento de felicidad absoluta. Gracias a su capacidad de


razonamiento y a su perseverancia consiguió superar las dificultades y logró beber
para salvar su vida.
Moraleja: Al igual que el cuervo de esta pequeña fábula, si alguna vez te encuentras
con un problema lo mejor que puedes hacer es tranquilizarte y tratar de buscar de
forma serena una solución.

La calma, la lógica y el ingenio son fundamentales para salir de situaciones difíciles y


aunque te parezca mentira, cuando uno está en aprietos, a menudo surgen las ideas
más ocurrentes.

El ratón listo y el águila avariciosa

Adaptación de la fábula popular de los Andes


Muy lejos de aquí, en lo alto de una escarpada montaña de la cordillera de los
Andes, vivía un águila que se pasaba el día oteando el horizonte en busca de
alguna presa.

Una aburrida mañana, con sus potentes ojos oscuros, distinguió un ratón que
correteaba nervioso sobre la tierra seca. Batió fuertemente las alas, emprendió el
vuelo y se plantó junto a él antes de que el animalillo pudiera reaccionar.

– ¡Hola, ratón! ¿Puedo saber qué estás haciendo? ¡No paras de moverte de aquí
para allá!

El roedor se asustó muchísimo al ver el gigantesco cuerpo del águila frente a él,
pero simuló estar tranquilo para aparentar que no sentía ni pizca de miedo.

– No hago nada malo. Solo estoy buscando comida para mis hijitos.

En realidad al águila le importaba muy poco la vida del ratón. El saludo no fue por
educación ni por interés personal, sino para ganarse su confianza y poder
atraparlo con facilidad ¡Hacía calor y no tenía ganas de hacer demasiados
esfuerzos!

Como ya lo tenía a su alcance, le dijo sin rodeos:

– Pues lo siento por ti, pero tengo mucha hambre y voy a comerte ahora mismo.
El ratoncito sintió que un desagradable calambre recorría su cuerpo. Tenía que
escapar como fuera, pero sus posibilidades eran mínimas porque el águila era
mucho más grande y fuerte que él. Solo le quedaba un recurso para intentar salvar
su vida: el ingenio.

Armándose de valor, sacó pecho y levantó la voz.

– ¡Escúchame con atención, te propongo un trato! Tú no me comes pero a cambio


te doy a mis ocho hijos.

El águila se quedó pensativa unos segundos ¡La oferta parecía bastante ventajosa
para ella!

– ¿A tus hijos?… ¿Y dices que son ocho?

– ¡Sí, ocho son! Yo que tú no me lo pensaba demasiado, porque claramente sales


ganando ¿No te parece?

Al águila le pudo la gula y sobre todo, la codicia.

– Está bien… ¡Acepto, acepto! ¡Llévame hasta tus crías inmediatamente! Además,
hace horas que no pruebo bocado y si no como algo, voy a desmayarme.

El ratón, sudando a chorros pero tratando de conservar la calma, comenzó a


caminar seguido por el águila, que iba pisándole los talones y no le quitaba ojo. Al
llegar a una cuevita del tamaño de un puño, le dijo:

– Eres demasiado grande para entrar en mi casa. Aguarda aquí afuera, que ahora
mismo te traigo a mis pequeños.

– De acuerdo, pero más te vale que no tardes.

El ratón metió la cabeza en el oscuro agujero y desapareció bajo tierra. Pasaron


unos minutos y el águila empezó a inquietarse porque el ratón no regresaba.

– ¡Vamos, maldito roedor! ¡Date prisa, que no tengo todo el día!

El águila permaneció quieta frente a la topera casi una hora y harta de esperar,
comprendió que el ratón se había burlado de ella. Acercó el ojo al orificio y gracias
a su buena vista distinguió un profundo túnel que se comunicaba con un montón
de galerías kilométricas, cada una en una dirección.

– ¡Este ratón ha huido con sus crías por uno de los pasadizos! ¡Se ha burlado de
mí!

Enfadada consigo misma y avergonzada por no haber sido más lista, se lamentó:
– ¡Eso me pasa por avariciosa! ¡Tenía que haberme comido al ratón!

Así fue cómo el astuto ratoncito logró salvar su vida y llevarse bien lejos a su
querida familia, mientras que el águila tuvo que regresar a la cima de la montaña
con el estómago vacío.

Moraleja: Esta fabulilla nos enseña que a veces el ansia por tener más de lo que
necesitamos hace que al final nos quedemos sin nada. Recuerda siempre lo que
dice el viejo refrán: “Más vale pájaro en mano que ciento volando”

La niña y el acróbata

Adaptación de la antigua fábula de la India


Hace muchos años vivía en la India una niña huérfana de padre y madre. Era una
chiquilla preciosa, de carita redonda y ojos almendrados del color de la miel. Sus
dientes parecían copos de nieve y tenía el cabello ondulado y negro como el
azabache. Además de bonita, era bondadosa y muy sensata para sus cinco años
de edad.

Desde que tenía uso de razón vivía en un orfanato y se pasaba el día soñando
con encontrar una familia. Pensaba que nunca llegaría ese momento, pero un día,
pasó por su pueblo un acróbata y decidió adoptarla.

¡Qué contenta se puso! Metió lo poco que tenía en una maletita de piel y se fue
con su nuevo padre a vivir una vida muy diferente lejos de allí. El buen hombre la
acogió con cariño y la trató como a una verdadera hija.

Desde el día que sus vidas se cruzaron, fueron de aquí para allá recorriendo el
país porque se ganaban la vida representando un fantástico número de circo.
Siempre juntos y de la mano, caminaban varios kilómetros diarios. Cuando
llegaban a una ciudad, se situaban en el centro de la plaza principal y hacían lo
siguiente: el hombre colocaba un palo mirando al cielo sobre su nuca, soltaba las
manos, y la pequeña trepaba y trepaba hasta la punta del palo. Una vez arriba,
saludaba al público haciendo una suave reverencia con la cabeza.
A su alrededor siempre se arremolinaban un montón de personas que se
quedaban pasmadas ante aquel acróbata, quieto como una estatua de cera, que
sostenía a una niña en lo alto de una vara sin perder el equilibrio ¡Más de uno se
tapaba los ojos y giraba la cabeza de la impresión que le causaba!

Sí, el espectáculo era genial ¡pero también muy arriesgado! : un solo fallo y la niña
podría caerse sin remedio desde tres metros sobre el suelo. Al terminar, todos los
presentes aplaudían entusiasmados y respiraban tranquilos al ver que pisaba
tierra firme, sana y salva.

Casi nadie se iba sin dejar unas monedas en el cestillo. En cuanto se quedaban a
solas, contaban las ganancias, compraban comida y, después de una siesta,
recogían los petates y tomaban el camino a la siguiente población.

A pesar de que ya tenían mucha práctica y se sabían el número al dedillo, el


acróbata siempre se sentía intranquilo por si uno de los dos cometía un error y la
actuación acababa en tragedia. Un día, le dijo a la niña:

– He pensado que para evitar un accidente, lo mejor es que cuando hagamos el


número, tú estés pendiente de mí y yo de ti ¿Qué te parece? ¡Me da miedo que te
caigas del palo y te hagas daño! Si tú vigilas lo que yo hago y yo te vigilo a ti, será
mucho mejor.

La niña reflexionó sobre estas palabras y mirándole con ternura, le respondió:

– No, padre, eso no es así. Yo me ocuparé de mí misma y tú de ti mismo, pues la


única forma de evitar una catástrofe, es que cada uno esté pendiente de lo suyo.
Tú procura hacer bien tu trabajo, que yo haré bien el mío.

El acróbata sonrió y le dio un beso en la mejilla ¡Se sintió muy afortunado por
tener una hija tan prudente y capaz de asumir sus responsabilidades!

Y así fue cómo, durante muchos años, continuaron alegrando la vida a la gente
con sus acrobacias. Como era de esperar, jamás ocurrió ningún percance.

Moraleja: En la vida es genial contar con los demás, pero antes de nada, tenemos
que aprender a cuidarnos a nosotros mismos y a ser responsables con nuestras
tareas. Si te esfuerzas cada día por mejorar, por vencer tus propios miedos y por
hacer bien las cosas, llegarás lejos y te sentirás orgulloso de tus logros.
Nasreddín y la lluvia

Hace mucho, mucho tiempo, vivió en la India un muchacho llamado Nasreddín. Aunque
en apariencia era un chico como todos los demás, su inteligencia llamaba la atención. Allá
donde iba todo el mundo le reconocía y admiraba su sabiduría. Por alguna razón, siempre
vivía historias y situaciones muy curiosas, como la que vamos a relatar.

Un día estaba Nasreddín en el jardín de su casa cuando un amigo fue a buscarle para ir a
cazar.

– ¡Hola, Nasreddín! Me voy al campo a ver si atrapo alguna liebre. He traído dos caballos
porque pensé que a lo mejor, te apetecía acompañarme. Otros diez amigos nos esperan a
la salida del pueblo ¿Te vienes?

– ¡Claro, buena idea! En un par de minutos estaré listo.

Nasreddín entró en casa, se aseó un poco y volvió a salir al encuentro de su amigo. Partió
montado a caballo y enseguida se dio cuenta de que era un animal viejo y que el pobre
trotaba muy despacio, pero por educación, no dijo nada y se conformó.

Una vez reunido el grupo, los doce jinetes cabalgaron campo a través, pero el pobre
Nasreddín se quedó atrás porque su caballo caminaba tan lento como un borrico. Sin
poder hacer nada, vio cómo le adelantaban y se perdían en la lejanía.

De repente, estalló una tormenta y comenzó a llover con mucha fuerza. Todos los
cazadores azuzaron a sus animales para que corrieran a la velocidad del rayo y
consiguieron guarecerse en una posada que encontraron por el camino. A pesar de que
fue una carrera de tres o cuatro minutos, llegaron totalmente empapados, calados hasta
los huesos. Tuvieron que quitarse las ropas y escurrirlas como si las hubieran sacado del
mismísimo océano.
A Nasreddín también le sorprendió la lluvia, pero en vez de correr como los demás en
busca de refugio, se quitó la ropa, la dobló, y desnudo, se sentó sobre ella para protegerla
del agua. Él, por supuesto, también se empapó, pero cuando acabó la tormenta y su piel
se secó bajo los rayos de sol, se puso de nuevo la ropa seca y retomó el camino. Un rato
después, al pasar por la posada, vio los once caballos atados junto a la puerta y se
detuvo para reencontrarse con sus amigos..Todos estaban sentados alrededor de una
gran mesa bebiendo vino y saboreando ricos caldos humeantes. Cuando apareció
Nasreddín, no podían creer lo que estaban viendo ¡Llegaba totalmente seco!

El amigo que le había invitado a la cacería, se puso en pie y muy sorprendido, le habló:

– ¿Cómo es posible que estés tan seco? A ti te ha pillado la tormenta igual que a
nosotros. Si a pesar de que nuestros caballos son veloces nos hemos mojado… ¿Cómo
puede ser que tú, que has tardado mucho más, no lo estés?

Nasreddín le miró y muy tranquilamente, sólo le respondió:

– Todo se lo debo al caballo que me dejaste.

El amigo se quedó en silencio y pensó que allí había gato encerrado. Dispuesto a
descubrir el truco, tomó la decisión de que al día siguiente, para el camino de vuelta a
casa, le daría a Nasreddín su joven y rápido caballo, y él se quedaría con el caballo lento.

Después del amanecer, partieron hacia el pueblo con los caballos intercambiados. De
nuevo, se repitió la historia: el cielo se oscureció y de unas nubes negras como el carbón
comenzaron a caer gotas de lluvia del tamaño de avellanas.

El amigo de Nasreddín, que iba en el caballo lento, se mojó todavía más que el día
anterior porque tardó el doble de tiempo en llegar al pueblo. En cambio, Nasreddín, repitió
la operación: se bajó rápidamente de su caballo, dobló la ropa, se sentó sobre ella, y
desnudo, esperó a que cesara la lluvia. Soportó la tormenta sobre su cabeza, pero
cuando cesó de llover y salió el sol, no tardó secarse y se puso la ropa seca. Después,
retomó el camino a casa.

Por casualidad, ambos se cruzaron en el camino justo a la entrada del pueblo. El amigo
chorreaba agua por todas partes y cuando vio a Nasreddín más seco que una uva pasa,
se enfadó muchísimo.

– ¡Mira cómo me he puesto! ¡Estoy tan mojado que tendré suerte si no pillo una pulmonía!
¡La culpa es tuya por darme el caballo lento!

Nareddín, como siempre, sacó una gran enseñanza de lo sucedido. Sin levantar la voz, le
contestó:.– Amigo… Dos veces te ha pillado la tormenta, a la ida en un caballo rápido, a la
vuelta en un caballo lento, y las dos veces te has mojado. En tus mismas circunstancias,
yo he acabado totalmente seco. Reflexiona: ¿No crees que la culpa no es del caballo,
sino de que tú no has hecho nada de nada por buscar una solución?

Su amigo, avergonzado, calló. Nasreddín, como siempre, tenía toda la razón.


Moraleja: Cuando algo nos sale mal, no podemos echar la culpa siempre a los demás o a
las circunstancias. Tenemos que aprender que muchas veces, el éxito o el fracaso
dependen de nosotros y de nuestra actitud ante las cosas.

Si un día estamos ante un problema, lo mejor es pensar en la mejor manera de


solucionarlo y actuar con decisión.

El perro y su reflejo

Adaptación de la fábula de Esopo


Érase una vez un granjero que vivía tranquilo porque tenía la suerte de que sus
animales le proporcionaban todo lo que necesitaba para salir adelante y ser feliz.

Mimaba con cariño a sus gallinas y éstas le correspondían con huevos todos los
días. Sus queridas ovejas le daban lana, y de sus dos hermosas vacas, a las que
cuidaba con mucho esmero, obtenía la mejor leche de la comarca.

Era un hombre solitario y su mejor compañía era un perro fiel que no sólo vigilaba
la casa, sino que también era un experto cazador. El animal era bueno con su
dueño, pero tenía un pequeño defecto: era demasiado altivo y orgulloso. Siempre
presumía de que era un gran olfateador y que nadie atrapaba las presas como él.
Convencido de ello, a menudo le decía al resto de los animales de la granja:

– Los perros de nuestros vecinos son incapaces de cazar nada, son unos inútiles.
En cambio yo, cada semana, obsequio a mi amo con alguna paloma o algún ratón
al que pillo despistado ¡Nadie es mejor que yo en el arte de la caza!

Era evidente que el perro se tenía en muy alta estima y se encargaba de


proclamarlo a los cuatro vientos.

Un día, como de costumbre, salió a dar una vuelta. Se alejó del cercado y se
entretuvo olisqueando algunas toperas que encontró por el camino, con la
esperanza de conseguir un nuevo trofeo que llevar a casa. El día no prometía
mucho. Hacía calor y los animales dormían en sus madrigueras sin dar señales de
vida.
– ¡Qué mañana más aburrida! Creo que me iré a casa a descansar sobre la
alfombra porque hoy no se ven ni mariposas.

De repente, una paloma pasó rozando su cabeza. El perro, que tenía una vista
envidiable y era ágil como ninguno, dio un salto y, sin darle tiempo a que
reaccionara, la atrapó en el aire. Agarrándola bien fuerte entre los colmillos y
sintiéndose un auténtico campeón, tomó el camino de regreso a la granja
vadeando el río.

El verano estaba muy próximo y ya había comenzado el deshielo de las


montañas. Al perro le llamó la atención que el caudal era mayor que otras veces y
que el agua bajaba con más fuerza que nunca. Sorprendido, suspiró y se dijo a sí
mismo:

– ¡Me encanta el sonido del agua! ¡Y cuánta espuma se forma al chocar contra las
rocas! Me acercaré a la orilla a curiosear un poco.

Siempre le había tenido miedo al agua, así que era la primera vez que se
aproximaba tanto al borde del río. Cuando se asomó, vio su propio reflejo
aumentado y creyó que en realidad se trataba de otro perro que llevaba una presa
mayor que la suya.

¿Cómo era posible? ¡Si él era el mejor cazador de que había en toda la zona! Se
sintió tan herido en su orgullo que, sin darse cuenta, soltó la paloma que llevaba
en las fauces y se lanzó al agua para arrebatar el botín a su supuesto competidor.

– ¡Dame esa pieza! ¡Dámela, bribón!

Como era de esperar, lo único que consiguió fue darse un baño de agua helada,
pues no había perro ni presa, sino tan sólo su imagen reflejada. Cuando cayó en
la cuenta, se sintió muy ridículo. A duras penas consiguió salir del río tiritando de
frío y encima, vio con estupor cómo la paloma que había soltado, sacudía sus
plumas, remontaba el vuelo y se perdía entre las copas de los árboles.

Empapado, con las orejas gachas y cara de pocos amigos, regresó a su hogar sin
nada y con la vanidad por los suelos.

Moraleja: Si has conseguido algo gracias a tu esfuerzo, siéntete satisfecho y no


intentes tener lo que tienen los demás. Sé feliz con lo que es tuyo, porque si eres
codicioso, lo puedes perder para siempre.
La leyenda de laguna de El Cajas

Adaptación de la antigua leyenda de Ecuador


Si algún día viajas a Ecuador quizá puedas dirigirte al sur del país. Allí, en plena
cordillera de los Andes, hay un hermoso parque nacional que tiene una
impresionante laguna de aguas cristalinas, famosa por su enorme belleza. Se la
conoce como la laguna de El Cajas.

Según parece, antiguamente esta laguna no existía. Los mayores del lugar todavía
recuerdan que, donde ahora hay agua, existía una finca enorme que pertenecía a
un rico caballero. Dentro de la finca había una magnífica casa donde vivía con su
familia rodeado de lujos y comodidades. El resto del terreno era un gran campo de
cultivo en el que trabajaban docenas de campesinos que estaban a sus órdenes.

Cuentan que una calurosa tarde de verano una pareja de ancianos pasó por
delante de la casa del ricachón. La viejecita caminaba con la ayuda de un bastón
de madera y él llevaba un cántaro vacío en su mano derecha.

– ¡Querida, mira qué mansión! Vamos a llamar a la puerta a ver si pueden


ayudarnos. Ya estamos demasiado mayores para hacer todo el camino de un tirón
¡Debemos reponer fuerzas o nunca llegaremos a la ciudad!

La familia estaba merendando cuando escuchó el sonido del picaporte. Casi


nunca pasaba nadie por allí, así que padres e hijos se levantaron de la mesa y
fueron a ver quién tocaba a la puerta.

Cuando la abrieron se encontraron con un hombre y una mujer muy mayores y de


aspecto humilde. El anciano se adelantó un paso, se quitó el sombrero por
cortesía, y se dirigió con dulzura al padre de familia.
– ¡Buenas tardes! Mi esposa y yo venimos caminando desde muy lejos
atravesando las montañas. Estamos sedientos y agotados ¿Serían tan amables
de acogernos en su hogar para poder descansar y rellenar nuestro cántaro de
agua?

El dueño de la finca, con voz muy desagradable, dijo a la sirvienta:

– ¡Echa a estos dos de nuestras tierras y si es necesario suelta a los perros! ¡No
quiero intrusos merodeando por mis propiedades!

Su esposa y sus tres hijos tampoco sintieron compasión por la pareja. Muy altivos
y sin decir ni una palabra, dieron media vuelta, entraron en la casa, y el padre
cerró la puerta a cal y canto. Tan sólo la sirvienta se quedó afuera mirando sus
caritas apenadas.

– No se preocupen, señores. Vengan conmigo que yo les daré cobijo por esta
noche.

A escondidas les llevó al granero para que al menos pudieran dormir sobre un
lecho de heno mullido y caliente durante unas horas. Después salió con cautela y
al ratito regresó con algo de comida y agua fresca.

– Aquí tienen pan, queso y algo de carne asada. Lo siento pero es todo lo que he
podido conseguir.

La anciana se emocionó.

– ¡Ay, muchas gracias por todo! ¡Eres un ángel!

– No, señora, es lo menos que puedo hacer. Ahora debo irme o me echarán de
menos en la casa. A medianoche vendré a ver qué tal se encuentran.

La muchacha dejó al matrimonio acomodado y regresó a sus quehaceres


domésticos.

La luna llena ya estaba altísima en el cielo cuando se escabulló de nuevo para


preguntarles si necesitaban algo más. Sigilosamente, entró en el establo.

– ¿Qué tal se encuentran? ¿Se sienten cómodos? ¿Puedo ofrecerles alguna otra
cosa?

La anciana respondió con una sonrisa.

– Gracias a tu valentía y generosidad hemos podido comer y descansar un buen


rato. No necesitamos nada más.
El viejecito también le sonrió y se mostró muy agradecido.

– Has sido muy amable, muchacha, muchas gracias.

De repente, su cara se tornó muy seria.

– Ahora escucha atentamente lo que te voy a decir: debes huir porque antes del
amanecer va a ocurrir una desgracia como castigo a esta familia déspota y cruel.
Coge tus cosas y búscate otro lugar para vivir ¡Venga, date prisa!

– ¿Cómo dice?…

– ¡No hay tiempo para explicaciones! ¡Confía en mí y sal de aquí lo antes posible!

La chica no dijo nada más y se largó corriendo del establo. Entró en la casa sin
hacer ruido, metió en la maleta sus pocas pertenencias, y salió por la parte de
atrás tan rápido como fue capaz. Mientras, los ancianos salieron de
granero, retomaron su camino y también se alejaron de allí para siempre.

Faltaban unos minutos para el amanecer cuando unos extraños sonidos


despertaron al dueño de la casa y al resto de su familia. Los pájaros chillaban, los
caballos relinchaban como locos y las vacas mugían como si se avecinara el fin
del mundo.

El padre saltó de la cama y gritó:

– ¡¿Pero qué escándalo es éste?! ¡¿Qué demonios pasa con los animales?!

Todavía no había comprendido nada cuando, a través del ventanal, vio una
enorme masa de agua que surgía de la nada y empezaba a inundar su casa.

Invadido por el pánico apremió a su familia:

– ¡Vamos, vamos! ¡Salgamos de aquí o moriremos ahogados!

No tuvieron tiempo ni de vestirse. Los cinco salieron huyendo hacia la montaña


bajo la luz de la pálida luna y sin mirar hacia atrás ni para coger impulso. Corrieron
durante dos horas hasta que por fin llegaron a un alto donde pudieron pararse a
observar lo que había sucedido y… ¡La visión fue desoladora! Todo lo que tenían,
su magnífica casa y sus campos de cultivo, habían desaparecido bajo las aguas.

No tuvieron más remedio que seguir su camino e irse lejos, muy lejos, para
intentar rehacer su vida. La historia dice que lograron sobrevivir pero que jamás
volvieron a ser ricos. Nunca llegaron a saberlo, pero se habían quedado sin nada
por culpa de su mal corazón.
Según la leyenda esas aguas desbordadas que engulleron la finca se calmaron y
formaron la bella laguna que hoy todos conocemos como la laguna de El Cajas.

¿Por qué los osos polares tienen la cola


corta?

Adaptación de una antigua leyenda de Escandinavia


Un frío día de invierno un gran oso polar deambulaba de aquí para allá buscando
comida cuando de repente pasó por delante de él una zorra que llevaba varios
peces en una bolsa.

El oso estaba muerto de hambre y sintió que la boca se le hacía agua al ver el
suculento manjar que la zorra se iba a zampar. Levantó la voz y le preguntó:

– ¡Hola, amiga! Veo que has tenido suerte y hoy vas a cenar como una reina…
¿Dónde has conseguido ese estupendo botín?

La zorra se paró en seco y con cara de despreocupación le dijo:

– Sencillo, amigo, simplemente fui a pescar.

– ¿A pescar? ¡Pero si el lago está helado!

La zorra, que era muy sabionda, se lo explicó de forma sencilla para que lo
entendiera.

– ¡Amigo, no te enteras! El lago está helado en la superficie pero no en el fondo.


Haz un agujero en el hielo con tus garras y después prueba a meter la cola en el
agua. En cuanto los peces la vean se acercarán y se agarrarán a ella para
mordisquearla. Cuando notes que han picado unos cuantos, da un tirón fuerte y
ya está ¡Comida fresca y abundante para ti!

– ¡Uy, pues sí que parece muy fácil!…


– Lo es, pero te advierto que el agua está muy fría. Tienes que aguantar lo más
que puedas porque cuantos más peces se peguen a tu cola mejor será la
recompensa, pero tampoco te pases porque las consecuencias pueden ser
nefastas. Yo diría que máximo cinco minutos.

– ¡Entendido! Muchas gracias por tu ayuda y tus buenos consejos.

– ¡De nada, amigo, que tengas mucha suerte!

La zorra continuó su camino y el gran oso blanco apretó el paso para llegar cuanto
antes al lago. Como ya sabía se encontró con que no había agua sino una enorme
plancha blanca que sólo servía para patinar o como mucho, para jugar un rato a
tirar piedras y verlas rebotar. Animado por la sugerencia de la zorra, hizo un
agujero con las patas, sentó sobre él su enorme trasero, y dejó caer su larga cola
dentro del agua.

– ¡Brrrr, brrrr! ¡Qué fría está!

El oso sentía que el frío se apoderaba de todo su cuerpo pero intentó no moverse
ni una pizca. Armado de paciencia esperó y esperó hasta que los peces
empezaron a arremolinarse junto a su cola. En seguida percibió unos mordisquitos
muy suaves y calculó que serían unos diez o doce peces nada más.

– Parece que el plan funciona pero tengo mucha hambre y necesito pescar al
menos tres docenas. Aguantaré un ratito más a ver…

Dejó pasar no cinco sino diez minutos y el pobre ya no soportaba más la gélida
temperatura del agua, así que se levantó de golpe y dio un fuerte tirón.
Desgraciadamente la cola se había congelado como si fuera una estalactita de
hielo y se partió de cuajo casi desde la raíz.

Por ser demasiado avaricioso el oso polar se quedó ese día sin comer, pero lo
realmente curioso de esta historia es que desde entonces, él y sus congéneres
nacen con la cola pequeñita y muy corta.
La leyenda del múcaro

Adaptación de una antigua leyenda Puerto Rico


En el inmenso planeta azul en que vivimos hay muchos tipos de búhos. Uno de los
más curiosos y cantarines es el múcaro, que es como se conoce a un ave
pequeña de ojitos redondos que únicamente habita en los bosques de la isla de
Puerto Rico.

El múcaro tiene una particularidad muy especial: durante el día se esconde y solo
se deja ver por las noches ¿Quieres saber por qué?

Cuenta una vieja leyenda de esta isla caribeña que hace mucho, mucho tiempo,
en el bosque se celebraban fiestas muy divertidas en las que todos los animales
se reunían para cantar, bailar y pasárselo fenomenal.

Cada vez que había un festejo, las diferentes especies se turnaban para organizar
los múltiples preparativos necesarios para que todo saliera perfecto. En cierta
ocasión este gran honor recayó en las aves.

Todos los pájaros, del más grande al más chiquitín, se reunieron en asamblea con
el objetivo de distribuir el trabajo de manera equitativa. Como lo más importante
era que las invitaciones llegaran con bastante tiempo de antelación, acordaron
enviar como mensajera a la rápida y responsable águila de cola roja.

Encantada de ser la elegida, el águila de cola roja fue casa por casa entregando
las tarjetas. A última hora llegó al árbol donde vivía el múcaro, y para su sorpresa,
se encontró al pobre animalito totalmente desnudo.
El águila de cola roja se extrañó muchísimo y sintió un poco de apuro que trató de
disimular.

– ¡Buenos días, amigo múcaro! Vengo a traerte la invitación para la próxima fiesta
de animales.

El múcaro reaccionó con poco entusiasmo y ni siquiera se molestó en leerla

– ¡Ah, ya veo!… Déjala por ahí encima.

El águila de cola roja creyó oportuno interesarse por él.

– Perdona la indiscreción, pero veo que estás desnudo ¿Acaso no tienes ropa
que ponerte?

El mucarito se sonrojó y completamente avergonzado, bajó la cabeza.

– No, la verdad es que no tengo nada, ni un simple jersey… Lo siento mucho, pero
en estas condiciones no podré acudir a la verbena.

El águila de cola roja se quedó tan impactada que no supo ni qué decir. Hizo un
gesto de despedida y con el corazón encogido remontó el vuelo. Nada más
regresar convocó una reunión de urgencia para relatar a los demás pájaros la
lamentable situación en que se encontraba el pequeño búho.

– ¡Tenemos que hacer algo inmediatamente! ¡No podemos permitir que nuestro
amigo se pierda la fiesta solo porque no la ropa adecuada!

Una cotorra verde de pico color marfil fue la primera en manifestarse a favor del
múcaro.

– ¡Claro que sí, entre todos le ayudaremos! Escuchad, se me ocurre algo: cada
uno de nosotros nos quitaremos una pluma, juntaremos muchas, y se las daremos
para que se haga un traje a medida. La única condición que le pondremos es que
cuando la fiesta termine tendrá que devolver cada pluma a su propietario ¿Qué os
parece?

Si algo caracteriza a las aves es la generosidad, así que la cotorra no tuvo que
insistir; sin más tardar, todos los pájaros fueron arrancándose con el pico una
plumita del pecho. Cuando habían reunido unas cincuenta, el águila de cola roja
las metió en un pequeño saco y se fue rauda y veloz a casa del múcaro.

– ¡Toma, compañero, esto es para ti! Entre unos cuantos amigos hemos juntado
un montón de plumas de colores para que te diseñes un traje bonito para ir a la
fiesta.
El múcaro se emocionó muchísimo.

– ¿De veras?… ¡Pero si son preciosas!

– ¡Sí lo son! Puedes utilizarlas como quieras pero ten en cuenta que tienen dueño
y tendrás que devolverlas cuando termine la fiesta ¿De acuerdo?

– ¡Oh, por supuesto! ¡Muchas gracias, es un detalle precioso! ¡Ahora mismo me


pongo a coser!

El múcaro cogió aguja e hilo y durante una semana trabajó sin descanso en el
corte y confección de su traje nuevo. Se esforzó mucho pero mereció la pena
porque, la noche de la fiesta, estaba perfectamente terminado. Se lo puso
cuidadosamente y cómo no, se miró y remiró en el espejo.

– ¡Caray, qué bien me queda! ¿Son imaginaciones mías o es que estoy


increíblemente guapo?

No, no eran imaginaciones suyas, pues en cuanto apareció en el convite, su


aspecto causó verdadera sensación. Muchos animales se acercaron a él para
decirle que parecía un auténtico galán y las hembras de todas las especies se
quedaron prendadas de su elegancia. El múcaro estaba tan orgulloso y se sentía
tan atractivo, que se dedicó a pavonearse por todas partes, asegurándose de que
su glamour no pasaba desapercibido para nadie.

Vivió una noche auténticamente genial, charlando, bailando y comiendo deliciosos


canapés ¡Hacía años que no disfrutaba tanto! Pero nada es eterno y cuando la
fiesta estaba llegando a su fin, empezó a agobiarse. Sabía que se acercaba la
hora de devolver las plumas y le daba muchísima rabia. Ahora que tenía una ropa
tan bonita y que le sentaba tan bien ¿cómo iba a desprenderse de ella?

Los invitados comenzaron a irse a sus casas y pensó que pronto no quedaría
nadie por allí. En un arrebato de egoísmo e ingratitud, decidió que lo mejor era
escabullirse por la puerta de atrás sin devolver las plumas. Miró a un lado y a otro
con disimulo, se dirigió a la salida sin llamar la atención, y se internó en el bosque.

Poco después, la orquesta dejó de tocar y los camareros comenzaron a recoger


las bandejas de pasteles donde ya solo quedaban las migas ¡La fiesta se daba por
terminada!

Los pájaros que habían cedido sus plumas tan generosamente buscaron al
múcaro por todas partes, pero enseguida se dieron cuenta de que el muy pillo se
había esfumado. Esperaron un par de horas a que volviera e incluso alguno salió
en su busca, pero nadie fue capaz de localizarle, ni siquiera en su hogar, cerrado
a cal y canto. Del múcaro, nunca más se supo.

Cuenta la leyenda que aunque han pasado muchos años, todavía hoy en día las
aves de la isla de Puerto Rico buscan al búho ladronzuelo para pedirle que
devuelva las plumas a sus legítimos dueños, pero el múcaro se esconde muy bien
y ya sólo de noche para que nadie le encuentre.

La leyenda del águila

En Europa, muy pegadito a Grecia, hay un país llamado Albania. El nombre Albania
proviene de una antigua y curiosa leyenda que ahora mismo vas a conocer.

Dice la historia que hace muchos, muchísimos años, un muchacho se levantó una
mañana muy temprano para ir a cazar. Caminó tranquilo hacia las montañas y al
llegar a su destino, vio cómo en la cima de una de ellas, un águila enorme descendía
del cielo y se posaba sobre su nido. Lo que más le llamó la atención fue que el águila
llevaba una serpiente, rígida como un palo, bien sujeta con el pico.

– ¡Vaya, hoy el águila está de suerte! ¡Acaba de amanecer y ya ha conseguido


alimento para su cría!

La reina de las aves, creyendo que la serpiente estaba muerta, la dejó caer junto a su
hijito y remontó el vuelo para ir a buscar más.

¡Qué equivocada estaba! En cuanto desapareció en el horizonte, la serpiente se


desenroscó, abrió la boca y mostró sus afilados y venenosos colmillos al indefenso
polluelo ¡El pobre no tenía escapatoria y la miraba aterrado!

Por suerte el cazador lo estaba observando todo, y cuando estaba a punto de hincarle
el diente, agarró su arco, afinó la puntería y lanzó una flecha mortal al peligroso reptil,
que se quedó quieto para siempre. Después echó a correr hacia el nido, angustiado
por si el aguilucho había sufrido alguna herida.
¡Cuánto se alegró al ver que estaba sano y salvo! Con mucho cuidado, lo tomó entre
sus manos con suavidad, y acariciándole las plumitas se alejó del lugar.

Al rato el águila regresó y comprobó con horror que su retoño ya no estaba.


Desesperada sobrevoló la zona a toda velocidad y distinguió a un joven que se lo
llevaba camino de la ciudad. Rabiosa, descendió en picado y se interpuso en su
camino.

– ¡Eh, tú, ladrón! ¿A dónde vas con mi chiquitín?

– ¡Me lo llevo a mi casa! La serpiente que cazaste no estaba muerta y casi se lo come
de un bocado ¡Quiero ponerlo a salvo!

El águila se entristeció y sus ojos se llenaron de lágrimas.

– ¿Me estás diciendo que soy una mala madre?

– ¡No, de ninguna manera! Imagino que eres una madre buena y cariñosa como
todas, pero debes reconocer que has cometido un gravísimo error.

– ¡Lo sé y estoy muy apenada por ello! Siempre estoy pendiente de proteger a mi
pequeño porque le quiero más que a mí misma. Te juro que pensaba que la serpiente
estaba muerta y que no corría ningún peligro.

– Ya, pero…

– Sin duda fue un descuido y no volverá a suceder. Devuélvemelo, por favor, y yo te


recompensaré.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo harás?

– ¡Seré generosa contigo! Voy a concederte las dos cualidades más valiosas que
poseo.

– ¿Dos cualidades? No entiendo a qué te refieres.

– ¡Sí! A partir de ahora tendrás una visión tan aguda como la mía y tanta fuerza como
estas dos alas. Nadie podrá vencerte y te aseguro que llegará un día en que te
llamarán águila como a mí.

El cazador pensó que era un trato fantástico y, ciertamente, el águila parecía


desconsolada y arrepentida de verdad. En lo más hondo de su corazón sintió que
tenía que darle una nueva oportunidad porque al fin y al cabo, en esta vida todos
cometemos errores alguna vez. Sin pensarlo más, levantó sus manos callosas y
entregó la pequeña cría a su amorosa mamá.

Pasaron varias primaveras y la promesa del águila se cumplió. El muchacho se


convirtió en un hombre muy hábil y más fuerte de lo normal, capaz de cazar animales
gigantescos y de participar en la defensa de su ciudad cada vez que entraban
enemigos ¡Un auténtico héroe al que todos los vecinos querían y admiraban!

También pasó el tiempo para el pequeño aguilucho, que jamás olvidó quién le había
salvado la vida cuando era chiquitín. Como era de esperar creció muchísimo, y
cuando se transformó en un águila grande y hermosa, decidió no separarse nunca de
su amigo el cazador. Siempre a su lado, le protegía día y noche desde las alturas
como un perro guardián que vela por su amo a todas horas.

La fama del cazador y de su ave protectora se hizo tan grande que toda la gente
empezó a llamarle “el hijo del águila”, y a la tierra donde vivía, Albania, que
significa “tierra de las águilas”.

¿Por qué los gallos cantan de día?

Una antigua leyenda filipina cuenta que, al principio de los tiempos, vivían en el cielo tres
hermanos que se querían mucho: el brillante y cálido sol, la pálida pero hermosísima luna,
y un gallo charlatán que se pasaba el día canturreando.

Los tres hermanos se llevaban muy bien y solían repartirse las tareas de la casa. Cada
mañana, era el sol quien tenía la misión más importante que realizar: abandonar el hogar
familiar para iluminar y calentar la tierra. Era muy consciente de que sin su trabajo, no
existiría la vida en el planeta. Mientras tanto, la luna y el gallo hacían las labores
domésticas, como recoger la cocina, regar las plantas y cuidar sus tierras.

Una tarde, la luna le dijo al gallo:

– Hermanito, ya casi es de noche. El sol está a punto de regresar del trabajo y quiero
que la cena esté preparada a tiempo. Mientras termino de hacerla, ocúpate de llevar las
vacas al establo ¡Está refrescando y quiero que duerman calentitas!

El gallo, que acababa de tumbarse en el sofá, respondió de mala gana:

– ¡Uy, no, qué dices! He hecho toda la colada y he planchado una montaña de ropa
más alta que el monte Everest ¡Estoy agotado y quiero descansar!

¡La luna se enfadó muchísimo! Se acercó a él, le agarró por la cresta y muy seria, le
advirtió:
– ¡El sol y yo trabajamos sin parar y jamás dejamos de lado nuestras obligaciones! ¡Ahora
mismo vas a salir a llevar las vacas al establo como te he ordenado!

Ni el doloroso tirón de cresta consiguió amedrentarle; al contrario, el gallo se reafirmó en


su decisión:

– ¡No, no y no! ¡No me apetece y no lo voy a hacer!

La luna, perdiendo los nervios, le gritó:

– ¿Ah, sí? ¡Pues tú te lo has ganado! ¡Aquí no hay sitio para los vagos! ¡Fuera del cielo
para siempre!

Indignada, lo sujetó con fuerza, echó el brazo hacia atrás y con un movimiento firme lo
lanzó al espacio dando volteretas, rumbo a la tierra.

Al cabo de un rato, el sol regresó a casa y se encontró con su hermana la luna, que venía
de recoger el ganado.

– ¡Hola, hermanita!

– ¡Hola! ¿Qué tal te ha ido el día?

– Muy bien, sin novedades. Por cierto… No veo por aquí a nuestro hermanito el gallo.

La luna enrojeció de rabia y levantando la voz, le dijo:

– ¡No está porque acabo de echarle de casa! ¡Es un egoísta! Le tocaba hacer las tareas
del establo y se negó en rotundo ¡Menudo caradura!

– ¿Qué me estás contando? ¿Estás loca? ¿Cómo has podido hacer algo así?… ¡Es tu
hermano!

– ¡Ni hermano ni nada! ¡Me puso de muy mal humor! ¡Sólo piensa en sí mismo y se
merecía un buen castigo!

El sol no daba crédito a lo que estaba escuchando y se enfureció con la luna.

– ¡Lo que acabas de hacer es imperdonable! A partir de ahora, no quiero saber nada más
de ti. Yo trabajaré durante el día como siempre y tú saldrás a trabajar por la noche. Cada
uno irá por su lado y así no volveremos a vernos.

– ¡Pero eso no es justo!…

– ¡No hay nada más que hablar! En cuanto a nuestro hermano gallo, hablaré con él. Le
rogaré que me despierte cada mañana desde la tierra con su canto para poder seguir
estando en contacto con él, pero también le pediré que se oculte en un gallinero por las
noches para que no tenga que verte a ti.
Tal y como cuenta esta leyenda, desde ese momento, el sol y la luna empezaron a
trabajar por turnos. El sol salía muy temprano y cuando regresaba al hogar, la luna ya no
estaba porque se había ido con las estrellas a dar brillo a la oscura noche. Al terminar su
tarea, antes del amanecer, volvía a casa, pero el madrugador sol ya se había ido. Jamás
volvieron a encontrarse ni a cruzar una sola palabra.

El gallo, cómo no, recibió el mensaje del sol y se comprometió a despertarle cada mañana
con su potente kikirikí. A partir de entonces se convirtió en el animal encargado de dar la
bienvenida al nuevo día. Se acostumbró muy bien a vivir en una granja y a esconderse
en el gallinero nada más ver la blanca luz de la luna surgir entre la oscuridad.

Este ritual se ha mantenido durante miles de años hasta nuestros días. Tú mismo podrás
comprobarlo disfrutando de un bello amanecer en el campo o de una hermosa puesta de
sol frente al mar.
YO TENÍA DIEZ PERRITOS

Yo tenía diez perritos,


yo tenía diez perritos. De los cinco que quedaron (bis)
Uno se perdió en la nieve. uno se mató en el teatro.
no le quedan más que nueve. No le quedan más que cuatro.

De los nueve que quedaban (bis) De los cuatro que quedaban (bis)
uno se comió un bizcocho. uno se volvió al revés.
No le quedan más que ocho. No le quedan más que tres.

De los ocho que quedaban (bis) De los tres que me quedaban (bis)
uno se metió en un brete. uno se murió de tos.
No le quedan más que siete. No le quedan más que dos.

De los siete que quedaron (bis) De los dos que me quedaban (bis)
uno ya no le veréis. uno se volvió un tuno.
No le quedan más que seis. No le queda más que uno.

De los seis que me quedaron (bis) Y el que me quedaba


uno se mató de un brinco. un día se marchó al campo
No le quedan más que cinco. y ya no me queda ninguno
de los diez perritos.
MAMBRÚ SE FUE A LA GUERRA

Mambrú se fue a la guerra, por allí viene un paje,


¡qué dolor, qué dolor, qué pena!. ¿qué noticias traerá?
Mambrú se fue a la guerra, Do-re-mi, do-re-fa,
no sé cuando vendrá. ¿qué noticias traerá?
Do-re-mi, do-re-fa,
no sé cuando vendrá. Las noticias que traigo,
¡del dolor, del dolor me caigo!
Si vendrá por la Pascua, las noticias que traigo
¡qué dolor, qué dolor, qué guasa! son tristes de contar,
si vendrá por la Pascua, Do-re-mi, do-re-fa,
o por la Trinidad. son tristes de contar.
Do-re-mi, do-re-fa,
o por la Trinidad. Que Mambrú ya se ha muerto,
¡qué dolor, qué dolor, qué entuerto!,
La Trinidad se acaba, que Mambrú ya se ha muerto,
¡qué dolor, qué dolor, qué rabia!, lo llevan a enterrar.
la Trinidad se acaba Do-re-mi, do-re-fa,
Mambrú no viene ya. lo llevan a enterrar.
Do-re-mi, do-re-fa,
Mambrú no viene ya. En caja de terciopelo,
¡qué dolor, qué dolor, qué duelo!,
Por allí viene un paje, en caja de terciopelo,
¡qué dolor, qué dolor, qué traje! y tapa de cristal.
Do-re-mi, do-re-fa,
y tapa de cristal.
Cantando el pío-pío,
Y detrás de la tumba, ¡qué dolor, qué dolor, qué trío!,
¡qué dolor, qué dolor, qué turba!, cantando el pío-pío,
y detrás de la tumba, cantando el pío-pá.
tres pajaritos van. Do-re-mi, do-re-fa,
Do-re-mi, do-re-fa, cantando el pío-pá.
tres pajaritos van.

ASERRÍN, ASERRÁN

Aserrín, aserrán, Aserrín, aserrán,


los maderos de San Juan, los maderos de San Juan,
piden pan, piden pan
no les dan, no les dan,
piden queso, piden queso,
les dan hueso les dan hueso
y se les atora en el pescuezo! y se les atora en el pescuezo!
Piden vino, si les dan Piden vino, si les dan
Se marean y se van. Se marean y se van.

ESTABA LA RANA SENTADA

Estaba la rana sentada que estaba sentada


cantando debajo del agua. cantando debajo del agua.
Cuando la rana Cuando la mosca
se puso a cantar, se puso a cantar,
vino la mosca vino la araña
y la hizo callar. y la hizo callar.

La mosca a la rana, La araña, a la mosca,


la mosca a la rana se puso a cantar,
que estaba sentada vino el pájaro
cantando debajo del agua. y la hizo callar... etc., etc.
Cuando la araña

LA LECHUZA... HACE SHHH

La lechuza, la lechuza, hace shhh, hace shhh.


Todos calladitos, como la lechuza, hacen shhh, hacen shhh.
La lechuza, la lechuza, hace shhh, hace shhh.
Todos calladitos, como la lechuza, hacen shhh, hacen shh ...

HABÍA UNA VEZ UN BARQUITO CHIQUITITO

Había una vez un barquito chiquitito


Había una vez un barquito chiquitito
Que no sabía, que no sabía, que no sabía navegar.

Pasaron un dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas


Pasaron un dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas
Y aquel barquito y aquel barquito,
y aquel barquito navegó.

Había una vez un barquito chiquitito


Había una vez un barquito chiquitito
Que no sabía, que no sabía, que no sabía navegar.

Pasaron un dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas


Pasaron un dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas
Y aquel barquito y aquel barquito,
y aquel barquito navegó.

Había una vez un barquito chiquitito


Había una vez un barquito chiquitito
Que no sabía, que no sabía, que no sabía navegar.

Pasaron un dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas


Pasaron un dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas
Y aquel barquito y aquel barquito,
y aquel barquito navegó
Y aquel barquito y aquel barquito,
y aquel barquito navegó.

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y si esta historia os ha gustado
volveremos a empezar.

A MI BURRO, A MI BURRO

A mi burro, mi burro
Le duele la cabeza Una gorrita gruesa
Y el médico le ha dado Mi burro enfermo está
Una gorrita gruesa Mi burro enfermo está
Una gorrita gruesa
Mi burro enfermo está A mi burro, mi burro
Mi burro enfermo está Le duele el corazón
Y el médico le ha dado
A mi burro, mi burro Gotitas de limón
Le duelen las orejas Gotitas de limón
Y el médico le ha dado Una bufanda blanca
jarabe de cerezas jarabe de cerezas
jarabe de cerezas Una gorrita gruesa
Una gorrita gruesa Mi burro enfermo está
Mi burro enfermo está Mi burro enfermo está
Mi burro enfermo está
A mi burro, mi burro
A mi burro, mi burro Le duelen las rodillas
Le duele la garganta Y el médico le ha dado
Y el médico le ha dado Un frasco de pastillas
Una bufanda blanca Un frasco de pastillas
Una bufanda blanca Gotitas de limón
jarabe de cerezas Una bufanda blanca
jarabe de cerezas una manzana asada
Una gorrita gruesa Un frasco de pastillas
Mi burro enfermo está Gotitas de limón
Mi burro enfermo está Una bufanda blanca
jarabe de cerezas
A mi burro, mi burro Una gorrita gruesa
ya no le duele nada Mi burro sano está
Y el médico le ha dado Mi burro sano está
una manzana asada

ESTABA EL SEÑOR DON GATO

Estaba el Señor Don Gato


sentadito en su tejado, Se ha roto seis costillas
marramiau, miau, miau, el espinazo y el rabo,
sentadito en su tejado. marramiau, miau, miau, miau,
el espinazo y el rabo.
Ha recibido una carta
por si quiere ser casado, Ya lo llevan a enterrar
marramiau, miau, miau, miau, por la calle del pescado,
por si quiere ser casado. marramiau, miau, miau, miau,
por la calle del pescado.
Con una gatita blanca
sobrina de un gato pardo, Al olor de las sardinas
marramiau, miau, miau, miau, el gato ha resucitado,
sobrina de un gato pardo. marramiau, miau, miau, miau,
el gato ha resucitado.
El gato por ir a verla
se ha caído del tejado, Por eso dice la gente
marramiau, miau, miau, miau, siete vidas tiene un gato,
se ha caído del tejado. marramiau, miau, miau, miau,
siete vidas tiene un gato.

CINCO LOBITOS

Cinco lobitos cinco lobitos,


tiene la loba, detrás de la escoba.
Cinco lobitos, detrás de la escoba.
cinco parió, Cinco lobitos,
cinco críó, cinco parió,
y a los cinco lobitos, cinco críó,
tetita les dió. y a los cinco lobitos,
tetita les dió.
Cinco lobitos
tiene la loba, --
cinco lobitos, Pulgar, pulgar,
detrás de la escoba. se llama éste,
Cinco lobitos, éste se llama índice
cinco parió, y sirve para señalar,
cinco críó, éste se llama corazón
y a los cinco lobitos, y aquí se pone el dedal,
tetita les dió. aquí se pone el anillo
y se llama anular
Cinco lobitos y este tan chiquitín
tiene la loba, ¡meñique, meñique!.
cinco lobitos,
AL GRILLITO «CRI, CRI, CRI

Nunca supe dónde vive, nunca en la casa lo vi,


nunca en la casa lo vi, pero todos escuchamos
pero todos escuchamos al grillito «cri, cri, cri».
al grillito «cri, cri, cri».
¿Dónde puede estar metido,
Vivirá en la chimenea dónde, astuto, se ocultó?
o debajo un baldosín. ¿Está dentro de un zapato
¿Dónde canta cuando llueve o escondido en un rincón?
el grillito «cri, cri, cri»?
Nunca supe dónde vive,
¿Vive acaso en la azotea nunca en la casa lo vi,
o se ha metido en un rincón? pero todos escuchamos
¿O debajo de la cama al grillito «cri, cri, cri».
o metido en un arcón? Pero todos escuchamos
al grillito «cri, cri, cri».
Nunca supe dónde vive,

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