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San Miguel de Tucumán, la capital de Tucumán, una provincia ubicada en el

Norte de la Argentina, tiene sus calles repletas de naranjos. Están


dispuestos en hilera en casi todas las aceras y eso hace que la ciudad entera
destile una euforia boba, a veces insoportable. Frente a la casa de Susana
Trimarco de Verón hay uno de esos árboles. Conserva todos sus frutos –
nadie los ha llevado- y es fácil mirar ese mínimo paisaje y tener un acceso
de tranquilidad: en Tucumán la gente es buena, parece, y no arranca nada
que no le pertenezca.

—¿Qué decís? –interrumpe Trimarco y frunce la nariz con asco-. A estas


naranjas no se las roban porque son amargas, son feas. No sirven para nada.

Trimarco tiene 53 años y un pasado optimista. Cinco años atrás tenía


también un marido, una casa, dos trabajos, dos autos y dos hijos: Horacio,
que se fue a vivir al Sur de la Argentina, y María de los Ángeles –Marita-,
una chica de sonrisa panorámica que una mañana salió de su casa para ir al
médico y nunca más volvió. La desaparición ocurrió el 3 de abril de 2002.
Ese mismo día, Trimarco dejó de ser lo que era –un alma en orden- para
transformarse en esto: una persona de labios duros que se para en la acera,
mira un naranjo, hace una mueca de desprecio y dice que acá, en Tucumán,
nada es lo que parece.

—Esta ciudad, linda como la ves, está llena de mafiosos –se queja. Y entra
a su casa de un portazo.

Marita Verón, su hija, fue raptada por una red dedicada al tráfico sexual.
Desde entonces, Trimarco es la principal responsable de que a Tucumán ya
no se la conozca nacionalmente como “el Jardín de la República” –en virtud
de sus divinas flores y sus naranjales- sino como el epicentro de una
producción bastante más amarga: el secuestro y la trata de mujeres, una
práctica que existió siempre pero que, con el caso Verón, parece haber
nacido ante los ojos del Estado y la opinión pública. En los últimos años, el
“caso Marita” instaló el tema de la trata de blancas en la agenda política
nacional y transformó a Trimarco en un personaje casi de ficción: pateó
literalmente las puertas de los despachos oficiales pidiendo respuestas,
devino en un referente público más confiable que la policía local (la gente
acude a ella cuando desaparece alguien), se disfrazó de prostituta para
averiguar por el paradero de su hija, y con muy poco apoyo del Estado
participó del rescate de ciento quince chicas que vivían esclavizadas en
burdeles de todo el país. Este combo alucinado –tragedia, acción, heroísmo,
metidos en el frasco chico de una mujer que no supera el metro y medio de
estatura- hizo que el pasado mes de abril Trimarco recibiera, en Estados
Unidos, un reconocimiento de los supuestamente “grandes”. La secretaria
de Estado, Condoleeza Rice, le entregó el galardón a Mujer Coraje, uno de
esos premios que suelen darse a las líderes de Zimbabwe, Letonia, o
cualquier otro país al borde de la cultura occidental.

—A mí me reconocen mucho afuera. No digo solamente la Condoleeza Rice:


yo voy a Buenos Aires y me siento en el restaurante y no me quieren cobrar
la comida, voy a comprarme unos zapatos y el dueño me dice: “¿Usté es la
madre de Marita Verón?”, y entonces me dice que está orgulloso de mí ¡y
no me cobra los zapatos! Pero llego a Tucumán y es imposible. Hay mucha
gente buena, m’hija, pero hay otra que no me quiere nada.

Trimarco cruza las piernas y se mira los pies. Lleva unas botas negras,
lustrosas, sencillas.

—No me quieren porque soy una bomba atómica en la puerta del trasero
de los políticos, esa es la cuestión.

La casa de Trimarco es grande, salvo el living: una superficie breve donde


se amontonan un piano, tres sillones, algunos diplomas y una ventana
amplia por la que entra una luz ambarina y tranquila. En todos los rincones
hay fotos familiares, y en esas fotos siempre está esa cara con esa sonrisa:
Marita con su madre, su padre, su hija, su hermano y con una rosa entre los
dedos, bailando, el día que egresó del colegio secundario. Marita era, según
Trimarco, esa clase de persona que cree que al futuro hay que llegar
contento y capacitado. Había hecho cursos para todo -computación,
repostería, decoración de interiores- y también, como era habilidosa con
las manos, había empezado la licenciatura en Artes en la Universidad
Nacional de Tucumán. Fue allí donde conoció a David Catalán: un chico
morocho, delgado y retraído, que a Trimarco siempre le pareció poco para
su hija.
David y Marita se pusieron de novios a los veinte años, tuvieron una niña
(Micaela) doce meses después, y se mudaron juntos a un barrio de
viviendas estatales llamado Las Talitas, siete kilómetros al Norte de San
Miguel de Tucumán. El edificio era (es) una construcción maciza,
desangelada y gris; el tipo de lugares al que acude la clase media
empobrecida cuando logra asegurarse un techo. Pero David y Marita
estaban felices. Para pagar la cuota del departamento –y mientras seguía
estudiando Arte- Marita empezó a vender tortas a las estaciones de servicio
de la zona. Con el dinero ganado, más una ayuda económica de su madre,
se puso un almacén y hasta le prestó un capital a David para que comprara
una moto y saliera a trabajar de mensajero. A los veintidós años, los días de
Marita transcurrían entre un comercio, una niña y una carrera universitaria.
El futuro parecía un lugar tranquilo. Pero Trimarco estaba inquieta. Iba
seguido a visitar a su hija, y cada vez que iba se quejaba un poco.

—Este barrio no es para vos. Esta casa no es para vos. Esta gente no es para
vos. Y este chico no es para vos.

Entre las tantas cosas que inquietaban a Trimarco estaba Patricia Soria: una
enfermera cincuentona que vivía en el mismo edificio y que acudía a la casa
de Marita cada vez que Micaela, la niña, tenía un ataque de asma. Con el
paso de los meses, Soria y Marita se hicieron casi amigas, y esa relación
preocupó a Trimarco: a Soria le sonaba permanentemente el teléfono móvil
y a Trimarco esa insistencia le resultaba sospechosa. A cinco años de la
desaparición de Marita, los vecinos siguen diciendo que Soria era y es un
gran signo de pregunta: sigue viviendo en el mismo edificio, la visitan
muchos hombres, no parece tener familia y su teléfono tiene vida propia.
Pero ninguno de estos detalles alarmó, en un principio, a Marita. Debe ser
por eso que, una tarde, decidió hacerle a Soria una confidencia: por el
momento no quería tener más hijos y pensaba colocarse un Dispositivo
Intra Uterino (DIU). En un consultorio privado, el procedimiento salía cien
dólares. Pero Soria le hizo una oferta: su novio, Miguel Ardiles, era el jefe
de personal en la Maternidad de Tucumán –una dependencia estatal- y le
podía hacer poner el DIU por siete dólares.

—Ni se te ocurra –le dijo Trimarco cuando se enteró-. Vos tenés que ir a un
lugar más limpio.

—Mamá, prefiero usar la plata del DIU para comprar mercadería en el


negocio.

El 2 de abril de 2002, Marita fue a la Maternidad para ver a Miguel Ardiles.


El hombre la contactó con un médico, Prudencio Rojas Tomas, que en el
acto le hizo un tacto ginecológico y le encargó unos estudios para el día
siguiente. Los nuevos análisis debían hacerse entre las 9 y las 9:30 de la
mañana. Marita y Micaela se quedaron a pasar la noche en la casa de
Trimarco, y así fue que el 3 de abril de 2002, luego de desayunar y mientras
su hija dormía, Marita se puso un jean y una remera turquesa, y salió de la
casa en puntas de pie.
El primer indicio de que algo andaba mal ocurrió a las 12:30 del mediodía,
cuando Trimarco llegó a su hogar y vio que Marita aún no había regresado
de hacerse los estudios. Inquieta, preparó el almuerzo y esperó a su marido,
Daniel Verón, que llegó dos horas más tarde.

—No quiero comer –dijo el hombre-. Me voy a la Maternidad a ver qué


pasa. Tengo un mal presentimiento.

Verón se levantó, tomó las llaves del auto y se fue. En la Maternidad, todos
los consultorios estaban cerrados y los pasillos eran una ciudad vacía. Volvió
a su casa y le contó lo que había visto a su mujer. Trimarco, por primera vez,
empezó a llorar. De nuevo en la Maternidad, pero ahora juntos,
preguntaron a un empleado de seguridad por el señor Miguel Ardiles, el jefe
de personal.

—¿Quién le dijo que es jefe de personal? –fue la respuesta-. Ardiles hace la


limpieza. Y además no está.

El rastreo siguió por las calles, los parques y el barrio de Marita. Golpearon
la puerta de Patricia Soria, pero ella nunca estuvo o nunca abrió. Fueron a
la Policía, pero no les tomaron la denuncia porque había que esperar un día.
Llamaron a las amigas de Marita, pero nadie sabía nada. Durante la primera
semana, la búsqueda de Marita fue una carrera anárquica y ciega: por no
saber adónde ir, iban a todas partes. Fueron a los medios de comunicación.
Empezaron a hacer afiches con la cara de su hija.

Una noche, con una de esas fotos bajo el brazo y siguiendo una corazonada
negra –la policía solía vincular las desapariciones con el trabajo sexual-,
Trimarco y Verón fueron al Parque 9 de Julio, la zona roja de la ciudad de
Tucumán, y empezaron a hablar con las prostitutas. Una de ellas -una mujer
que había sido violada, vendida y llevada hasta La Rioja, una provincia
limítrofe con Tucumán- reconoció los rasgos.

—A esta chica yo la vi –dijo-. La vi en La Rioja.

Cuando Trimarco escuchó, no pudo ni siquiera desmayarse: el carácter se


le puso duro y cerrado, como si fuera un tejido al que le acaban de meter
un cuerpo extraño.
Desde el 10 de abril de 2002, y de acuerdo a los testimonios que se fueron
sumando a la “causa Verón” a lo largo de los últimos cinco años, se sabe
que Marita está atrapada –si es que está viva- en algún prostíbulo de la
Argentina o del exterior.
***
La trata de personas es, a nivel mundial, el negocio clandestino más fértil
después del tráfico de armas y de drogas ilegales. En la Argentina, a su vez,
y según datos de la policía tucumana, una sola chica genera entre 800 y
1700 dólares por semana, una cifra “rentable” si se considera que cada
prostíbulo tiene entre quince y veinte mujeres “trabajando”. Este tipo de
negocios es usual en el país. O al menos eso se desprende de un informe
realizado en el año 2005 por el Departamento de Estado norteamericano,
donde se denuncia que la Argentina es una zona de riesgo por el “severo”
problema de “tráfico de personas” que deriva en “explotación sexual y
laboral”. La mayor parte de los acusados está libre. Esto se debe a que el
tráfico de personas no está tipificado como delito en el Código Penal de la
Nación y ni siquiera es considerado “tráfico”, porque en muchos casos no
se cruza las fronteras nacionales. El primer y único proyecto de ley sobre
trata de blancas tiene media sanción del Senado de la Nación, fue
impulsado como respuesta a la insistencia de Trimarco y tomó la historia de
Marita Verón como caso testigo.

Aunque no hay pruebas, el secuestro de Marita se habría urdido –como


sucede en la mayoría de los casos- por etapas. En primer lugar, Patricia Soria
y Miguel Ardiles la habrían “marcado”, es decir que habrían visto en Marita
un valor de cambio. En una segunda etapa, el doctor Rojas Tomas la habría
revisado para asegurar que el cuerpo de Marita estuviera sano. Y en tercer
lugar, tres hombres la esperaron a la salida de su casa y se la llevaron. De
estas tres etapas, sólo está documentada la tercera: según dos testigos –
uno de ellos, actualmente desaparecido- a dos cuadras de la casa de
Trimarco dos hombres agarraron a Marita de los pelos, la durmieron de un
golpe y la metieron en un coche color rojo. Pero por fuera de esto, y aunque
hay indicios, ninguna de las tres personas supuestamente involucradas en
el secuestro (Soria, Ardiles y Rojas Tomas) pudieron ser procesadas. Las
sospechas se basan en deducciones sin valor legal. Hay registros telefónicos
que muestran que Soria hablaba mucho con una amiga, también
enfermera, que a su vez tenía contactos telefónicos con José Medina, un
remisero que fue seis meses preso por la “causa Verón”. Al ser una relación
triangular (no hay registros de un diálogo directo entre Soria y Medina) es
imposible pedir la detención de Soria y menos, entonces, la de Miguel
Ardiles. Con el médico Prudencio Rojas Tomas pasa algo similar: en la planta
baja del edificio donde Rojas Tomas tiene su consultorio particular hay un
locutorio. Los registros telefónicos marcan que, desde ese locutorio,
durante todo el mes previo a la desaparición de Marita hubo llamados a
José Medina. Pero no hay pruebas de que esos llamados hayan sido
realizados por Rojas Tomas, y por eso el médico también está libre.

Ni Soria ni Rojas Tomas quisieron hablar con Gatopardo.


Los prostíbulos de Tucumán, en general, no parecen prostíbulos sino
pequeñas casas que se van perdiendo en el paisaje negro de la noche. La
pintura suele estar rota, la puerta de entrada tiende a ser pequeña, y
adentro están, siempre, las chicas: cuerpos desganados que se cruzan de
piernas y de brazos, y se entregan a la herrumbre del salón con la certeza
de que el destino es eso: un puñado de sillas de plástico, una fonola con el
sonido ahogado, un par de hombres armados vigilando todo, y algunos
borrachos con la mano inquieta.

Trimarco empezó a frecuentar estos lugares tres semanas después de la


desaparición de Marita. Era domingo y en la policía le habían dicho que no
podían salir a buscarla porque faltaba gasolina para los patrulleros.
Trimarco insultó a media seccional, se fue a su casa, se sentó en el comedor,
miró los clasificados que ofrecían mujeres, y comenzó a llamar por teléfono.
Alguien atendió.

—Tengo tres chicas, quiero venderlas y quiero saber cuánto me pagás –dijo
Trimarco.

—Estamos pagando 1500 pesos, pero eso si las chicas son lindas… ¿Vos
tenés foto?

—Sí.
—Veníte el sábado. ¿Cómo te llamás?

—Me llamo Jennifer –dijo. Y después cortó.

El sábado siguiente Trimarco se puso una falda de cuero negro, se batió el


pelo, se pintó la boca, se colgó un par de aros pesados, llamó un remise y
se fue a un antro del que a esta altura ya recuerda poco, porque fueron
tantos los antros en los que Trimarco estuvo.
—Sé que cuando entré no sentí miedo –cuenta Trimarco en su comedor,
mientras enciende una computadora con un fondo de pantalla de la Virgen-
. Sentí curiosidad. ¿Viste Alicia en el País de las Maravillas? Era eso: otro
mundo.

La “compradora” no fue a la cita, pero ese encuentro fallido sirvió para que
Trimarco tuviera una idea: si ella fuera varón, podría entrar a los prostíbulos
como cliente y tratar de rescatar chicas. De inmediato habló con su marido,
y ambos fueron a pedir ayuda a Jorge Tobar, un comisario tucumano que
había sido compañero de Daniel Verón en el colegio primario y que al
momento de la desaparición de Marita trabajaba en el departamento
forense de la Policía. Una vez que Verón habló con Tobar, la forma de
trabajo se dividió en dos: por un lado, Tobar empezó a usar su investidura
de comisario para allanar whiskerías (el eufemismo que se usa para hablar
de los prostíbulos) y rescatar a las mujeres que admitieran estar ahí
secuestradas. Y por otro lado, Daniel Verón puso en práctica un método “no
oficial”: el hombre entraba a los prostíbulos –a veces acompañado por
Tobar, vestido de civil- y cuando lo creía apropiado, levantaba la voz:
—La que esté acá en contra de su voluntad, que lo diga ahora.
Trimarco siempre estaba afuera -si entraba despertaría sospechas, porque
ahí sólo ingresan hombres- y recién aparecía cuando se hacía público el
operativo. Su tarea consistía en recibir y contener a las mujeres que eran
liberadas.

Con estos métodos –el de Tobar y el de Verón- fueron rescatadas 115


chicas, y se fueron reuniendo pistas sobre Marita que terminaban siempre
en La Rioja: la provincia que –según Tobar, ahora transformado en el mayor
experto en “trata de personas” en todo el país- puede considerarse el
epicentro de la esclavitud sexual de la Argentina.
***
La Rioja queda a 388 kilómetros al Oeste de San Miguel de Tucumán. Allí,
durante un allanamiento realizado en mayo de 2004 por Tobar, Verón y
Trimarco, fue liberada Andrea Darrosa: una chica de 23 años que estuvo
ocho años esclavizada, y que fue encontrada con seis costillas fracturadas,
una pierna baleada, y el cráneo hundido por un culatazo de pistola.

Darrosa ahora vive en Misiones (Noroeste argentino) y es la principal


testigo de la “causa Verón”. Ella dice que vio a Marita. Dice, en realidad,
muchas cosas. Estos son algunos extractos de su declaración:
“Me llevaron a los quince años, cuando salí a comprar pan. Alguien me dio
un sopapo [bofetada], después me taparon la boca, y viajé no sé cuántas
horas tirada en el piso de un auto. Cuando desperté estaba en La Rioja. Me
bañaron, me cambiaron, me pintaron, me tiñeron el pelo de rubio, me
hicieron rulos, me pusieron el nombre artístico Yanina, y me hicieron salir a
“trabajar”. Al principio no quise pero me molieron a golpes. Si no hacía
seiscientos pesos [200 dólares] por día me molían a golpes. Uno de esos
golpes me hizo un coágulo en la cabeza. Todavía me duele”.

“Una vez la vieja Liliana (N. de la R.: Liliana Medina es dueña de varias
whiskerías en La Rioja, y actualmente está procesada y detenida por la
causa de Marita) se puso loca porque una brasilera le pidió su plata. Era
negra, con trencitas largas, trabajaba en bikini blanca. La vieja la agarró del
cogote a la brasilera y la empezó a zamarrear y la ahorcó, y después la tiró
de un segundo piso, pero la chica cayó muerta. Después la vieja me agarró
a mí, me empujó sobre la escalera para que mirara y me dijo que me iba a
hacer lo mismo si yo abría la boca”.

“Una vez Liliana me pegó un tiro en la pierna izquierda. Después, entre ella
y el Chenga (N. de la R.: el hijo de Liliana Medina) me sacaron la bala con
una aguja de tejer y sin anestesia, y cada vez que grité me dieron un
trompazo”.

“A las chicas que llegaban a la whiskería embarazadas, Liliana las hacía


abortar con una sonda con alambre”.

“A mediados de 2002 vi a Marita Verón en la casa de Liliana: Marita llegó


en un auto blanco y yo la recibí. Le serví un café”.

—Esto es una empresa y por vos pagué dos mil cuatrocientos pesos
(ochocientos dólares) –le dijo Medina a Marita-. Tenés que cubrir ese
monto y recién después, si querés, te vas.

Ese mismo día, según el testimonio de Darrosa, tiñeron a Marita de rubio y


le pusieron lentes de contacto celestes. A la noche tuvo que empezar a
trabajar, pero como no sabía tratar a los clientes –se sentaba lejos, no les
conversaba- alguien le enseñó a atender a golpes.
Cuando Marita cubrió con su trabajo los dos mil cuatrocientos pesos de
“deuda”, Medina le explicó algunas cosas más:
—Escucháme, nena, ¿pensás que acá comés y dormís gratis? Tenés que
pagar tu comida y tu alojamiento. Son 1500 pesos más, y después te vas.

Medina era obesa, tenía pocos dientes y su cara estaba llena de lunares.
Pero Marita la miraba como si todo diera igual. Pasados unos días cubrió
ese monto.

—¿Vos no sabías que acá hay un reglamento? –le dijo Medina-. Si no pasás
con diez clientes por día estás multada. Si conversás con otra chica o te
dormís y llegás tarde al salón, estás multada. Si le faltás el respeto a un
cliente estás multada. Ahora nos debés mil pesos en multas.

Y así fue como Marita, como tantas otras chicas, se fue quedando. La
whiskería se llamaba El Desafío. En algún momento, en una de sus paredes
externas, Marita escribió, en letras rojas e inmensas, “Micaela te amo”.
Trimarco vio esta inscripción en junio de 2004, un mes después de que fuera
rescatada Andrea Darrosa, dos años después de la desaparición de su hija.

Trimarco había viajado a La Rioja acompañada por su nieta Micaela, su


marido, y el comisario Tobar. El objetivo de ese viaje era que Darrosa, ya a
disposición de la Justicia, señalara los lugares donde habían sido enterrados
los cuerpos de las mujeres “rebeldes”. Pero el juez a cargo –Daniel Moreno-
jamás permitió que Darrosa hablara con Trimarco. Pasado un mes de
espera, Tobar y Verón decidieron volverse a Tucumán. En La Rioja, por lo
tanto, sólo quedaron Trimarco y su nieta, que entonces tenía cinco años de
edad. Una mañana, la dueña del hotel le explicó a Trimarco que había que
pagar la cuenta.

—Son 7500 pesos (2500 dólares) –dijo.

—Yo tengo 20 pesos –contestó Trimarco. Eso era lo último que le quedaba
luego de haber vendido, a lo largo de dos años, su casa, el departamento
de Marita, dos autos y el almacén.

Trimarco tomó su cartera, salió del hotel, cruzó la plaza principal y se metió
en la casa de gobierno.

—Quiero hablar con el gobernador –dijo en la entrada.


—El señor gobernador no está.

—Quiero hablar con el gobernador y de acá no me muevo y no me interesa


lo que tengan para decirme y no me toquen ni un pelo de mi cuerpo porque
les destrozo todo.

Trimarco empezó a gritar y a patear puertas. Cinco minutos después, bajó


un hombre de traje.

—¿Cuánto es? –preguntó.

—Siete mil quinientos pesos, poca plata para los que me deben mi hija.

Trimarco aullaba y Micaela, su nieta, sólo podía abrazarla.


Al día siguiente, una enviada del gobernador pagó todas las cuentas.
Pero la mayor deuda quedó sin saldar: Darrosa sólo fue liberada cuando
Trimarco se fue de La Rioja, es decir que el viaje no sirvió de mucho. Por
este tipo de episodios, el juez Daniel Moreno actualmente está en juicio
político: se lo acusa de haber puesto múltiples obstáculos en la causa de
Marita Verón.
Micaela tenía tres años cuando desapareció su madre. Susana le explicó que
se la habían llevado unos ladrones, y así fue que la niña, todas las noches,
empezó a hundirse en horrores aún mayores que el horror de la infancia:
quería ir a dar vueltas en auto para ver si la encontraban a Marita, y al
momento de dormir, en sueños, le tocaba la cara a su abuela para ver si ella
seguía ahí.

Desde el secuestro, Trimarco y Micaela viven juntas. David Catalán, el padre


de Micaela, argumenta que él no siempre tiene trabajo y que es mejor que
la criatura crezca bajo el ala de alguien que puede darle “todo”.

A veces Trimarco dice que Micaela es su tercera hija.

—Abu, ¿me podés peinar?

Micaela aparece en el comedor de la casa. Es una criatura de piel diáfana,


boca pequeña y ojos muy grandes. Su pelo es negro, lacio y espeso;
Trimarco lo peina con la mano pesada. Dos días atrás, cuando su abuela la
arreglaba para ir a la escuela, Micaela le hizo una pregunta.
—Abu. ¿Mi mamá me va a reconocer cuando vuelva?
Trimarco cuenta que, en ese momento, la cara se le vació de gestos: no
supo qué decir.

—Mi amor, ¿cómo no te va a reconocer? –contestó al fin.

—¿Y cuando la vea qué le digo?

—No le digas nada. Abrazala fuerte y dale muchos besos.


Micaela siempre reacciona como si entendiera. Todos estos años, en
realidad, tuvo que entender cosas que son imposibles de entender por
nadie.
Trimarco la ha llevado consigo a casi todas partes. Por este tipo de
cuestiones, David Catalán dice que su hija queda expuesta a diálogos e
imágenes que le pueden hacer daño.

—Susana se pone ciega, irracional, y se larga a hablar: no registra que la


nena está cerca -se quejará más adelante-. Por más que Micaela sepa el
tema de su madre, tampoco uno le puede estar contando tanto.
Micaela se mueve por la calle con custodia policial. Desde que se abrió la
causa, a Trimarco la amenazan varias veces por semana (principalmente, le
dicen que se van a llevar a su nieta) y es así que el mundo, para Micaela, es
un lugar que exige estar alerta.

Ahora son las seis de la tarde –el horario de salida del colegio- y la niña viaja
en una camioneta oficial, reclinada sobre la luneta de adelante. Tiene el
mentón sobre las manos, y mira el paisaje de naranjos como si esa imagen
tuviese algo que ver con la paz. Entre los árboles va apareciendo su casa, y
en la vereda está su padre. El hombre la saluda con un abrazo y la hace
entrar al hogar de Trimarco.

Catalán trabaja como obrero en una construcción y, salvo los días francos,
está todo el día fuera de su casa. Él dice que es por eso que ve poco a
Micaela. También la ve poco porque sabe que Trimarco no lo aguanta.

—Desde que me conoció me trató de negrito de mierda. Toda la vida ella


fue, hablando vulgarmente, la vieja cheta que quería para su hija un cheto.
Pero aparecí yo.
Catalán recuerda que su vida con Marita fue feliz. Buscaron un hijo y lo
tuvieron. Quisieron una familia y la armaron. Marita era sincera, humilde,
luchadora y de gran corazón: “Una verdadera mujer” dice. Una mujer que
tenía una madre.

Días después, Catalán sumará un detalle que Trimarco no contó. Cuando


compraron el departamento en Las Talitas –con ayuda materna- Trimarco
se compró una casa a cien metros.

—Ella siempre estuvo en el medio de nosotros. No teníamos vida


independiente. Por ahí ella andaba embroncada con su marido porque toda
la vida ellos han peleado, y se la agarraba conmigo. Decía que yo era un
vago. Susana siempre tuvo carácter muy fuerte, pero bueno. También
gracias a eso se avanzó tanto en la búsqueda de Marita… Yo a Marita la
espero. Yo sigo esperando que podamos reconstruir la pareja.

La falta de constancia laboral no es el principal motivo por el que Trimarco,


a esta altura, rechaza a su yerno. El verdadero problema es la forma en la
que el hombre decidió salvarse: al año y medio de la desaparición de su
mujer, abandonó la búsqueda y se alejó, también, de su hija. Catalán ve
poco a Micaela, tampoco pasa dinero, y por ende Trimarco vive cada vez
con menos plata. Antes de la desaparición de Marita, se ganaba la vida
como asesora en temas sociales en la Municipalidad y como vendedora de
cosméticos por catálogo. Pero ahora, la causa de su hija arrasó con todo, y
Trimarco subsiste como puede: vendió todos sus bienes (ahora vive en la
casa de su suegra); los pasajes y los hoteles se los paga el gobierno
(Trimarco los exige a las patadas); y diez meses al año cobra 230 dólares del
Estado para la manutención de Micaela. Además, está el sueldo de su
marido, un hombre que solía ser fuerte hasta que un día se derrumbó por
completo.

La cara de Daniel Verón está vencida por la ley de gravedad. Las ojeras, el
mentón, la papada y la comisura de los labios se desarman en pliegues que
parecen metáforas de algo todavía mayor. Algunos meses atrás, Verón tuvo
un derrame cerebral y desde entonces su salud es compleja. No quiere
hablar con la prensa, pero principalmente no quiere ver a su mujer. De
hecho en abril de este año, como tantas otras veces en las últimas dos
décadas, se fue de la casa. El detonante fue una cama.
Durante años, Trimarco dio contención, casa y comida a las decenas de
chicas que rescataba de los prostíbulos. Entre esas mujeres estaba Blanca
V.: una criatura que sobrevivió a los burdeles, pero no a la adicción a la
cocaína. La paciencia de Daniel Verón llegó a su límite cuando Trimarco, al
ver que no tenía donde dormir, le regaló a Blanca la cama de su hija, un
mueble pintado a mano por la propia Marita. A las dos horas de haber
recibido el mueble, Blanca lo vendió a cambio de un polvo. Cuando Verón
se enteró de que la cama ya no estaba en casa, no pudo soportarlo y él
también se fue.

Hoy, el principal compañero de Trimarco –el hombre con quien pelea y a


quien recurre- no es su marido sino el comisario Jorge Tobar.
***
Actual integrante de la División de Inteligencia de la policía tucumana, y
amigo de la infancia de Daniel Verón, al tercer día de la desaparición de
Marita, Tobar fue buscado por la familia para que los ayudara en forma
paralela. Dos meses después de la apertura de la causa, la fiscal vio que la
investigación de Tobar iba más rápido que la oficial, y le ofreció hacerse
cargo del caso. Desde entonces –y a pesar de las infinitas resistencias que
encuentra dentro de la misma Policía- Tobar es la mano ejecutora de todos
los allanamientos que exigió Trimarco.

Tobar tiene un gabán beige, anteojos, una cabeza calva, y el aspecto


edulcorado de un bancario en horario de almuerzo. Con la voz sedada,
metódica, perturbadoramente prolija, él cuenta, sentado en su despacho,
cómo es que una chica que sale a comprar pan puede terminar vendida a
un proxeneta. Tobar dice que algunas son metidas en un auto de los pelos,
pero que otras –muchas otras- llegan engañadas por alguien que las
enamoró. Hay hombres que esperan a las chicas a la salida del colegio. Las
invitan a tomar café, se ponen de novios, les hablan de un presente
perfecto: “Yo tengo –dicen-una empresa en Buenos Aires, y vine a Tucumán
a hablar con algunos clientes”. Lentamente, empiezan a trabajar para que
la chica llegue tarde a casa, discuta con sus padres, se sienta
incomprendida.
—No te hagas problema por lo que te diga tu papá. Si te llega a decir algo
te venís a vivir conmigo.

El hombre les inventa esta historia a varias mujeres a la vez. Cuando las
convence, las chicas se van de su casa por propia voluntad: un argumento
que, jurídicamente, equivale a una “fuga del hogar” e impide hablar de
secuestro. Una vez que la víctima llega a destino, es vendida a una whiskería
por un monto que oscila entre los 700 y los 1000 dólares. Si la chica insiste
con querer irse o no querer trabajar, la desnudan, y la llevan a un
“chanchito”: un receptáculo donde sólo se puede entrar de pie, y donde las
chicas rebeldes son encerradas hasta que entiendan la importancia de ser
mansas. A veces, ni siquiera hace falta encerrarlas.

—Si las mujeres tienen hijos, sus captores muchas veces les muestran fotos
y videos de los niños –cuenta Tobar-. Les dicen: “Mirá cómo está saliendo
del colegio. Mirá a qué hora entra, quién la lleva, quién la trae, cómo juega
con la amiguita. Mirálo en la vereda, mirá qué fácil, mirá qué cerca le
sacamos la foto”. Así de tremendo. Y yo creo que eso están haciendo con
Marita. Por eso ella, si es que está viva, no debe querer ni escaparse.

Tobar cree que hay tres grandes destinos para Marita. Puede estar muerta.
Puede estar viva. O puede estar irrecuperable: después de cinco años,
especula Tobar, Marita quizás esté psíquicamente doblegada, adicta a las
drogas y con la moral tan baja que no pueda enfrentarse a la prensa, a la
sociedad y a la idea de que, si ella abre la boca, le puedan hacer algún daño
a su hija.

—Hay un gran peso sobre esta chica, y tal vez ella no pueda soportarlo. Es
una personita de mucho valor, Marita Verón. Es un símbolo de muchas
cosas.

Tobar se queda respirando en silencio, y luego hace una mueca de disgusto.


Cuenta, finalmente, que hubo un día en el que Marita casi fue liberada. Pero
se le escapó. Tobar había viajado a La Rioja con una orden de allanamiento
en la whiskería El Desafío, pero extrañamente, minutos antes de que él
llegara, un auto huyó con tres hombres y una chica. Esta fuga es el principal
motivo de discusión entre Tobar y Trimarco: ella no le perdona que,
habiendo estado él tan cerca, el operativo haya fallado.

—Sacaron a Marita Verón delante de mi nariz. Alguien de la justicia riojana


les ha avisado de la orden de allanamiento, y ellos decidieron llevársela-
admite Tobar. Y agrega que la mayor complicación que tienen los captores
con Marita es que no saben qué hacer con ella. Si la matan, las personas
que ya están procesadas en la causa, que son veintisiete, deberían cumplir
condena ya no por secuestro, sino por homicidio. Y si la liberan también es
un problema.

—Susana ya es conocida en todo el país, la gente confía más en ella que en


nosotros, y eso a Marita no sé si la favorece –explica Tobar-. Los captores
deben saber que, si la liberan, Marita no se va a quedar callada y va a dar
nombres.
***
Uno de los últimos logros de Trimarco fue Jessica Cativa, una chica de 20
años que estuvo retenida en un burdel y que fue liberada por sus propios
secuestradores luego de que su familia, cansada de pedir ayuda a la policía,
recurriera a Trimarco. Para llegar hasta Jessica hay que cruzar un basural,
una vía, y una tierra atravesada por infinitas estrías de agua inmunda.
Abajo, el vaho cloacal lo inunda todo. Arriba, la noche está empezando y se
abre un cielo escandalosamente azul. La luna está limpia, se escucha un
chamamé. Jessica ceba un mate bajo un tinglado de chapa, y cuenta, sin
ganas de contar mucho, que estuvo cuatro días en un prostíbulo. Como se
negó a trabajar, la encerraron en un cuarto, la durmieron con pastillas, y
para cuando despertó estaba sin ropa. La misma noche del secuestro su
madre empezó a buscar respuestas: fue a la Policía y fue a Tribunales. Como
nadie la tomaba en serio –“se debe haber escapado de su casa”, le decían-
consiguió el teléfono de Susana Trimarco, a quien ya conocía de la
televisión. Luego de que Trimarco pateara algunas puertas, y las pateara en
serio, Jessica fue liberada en las afueras de Tucumán. Días después, un
peritaje revelaría que la violaron varias veces, y el testimonio de Jessica
sería incorporado a la causa de Marita Verón.

Desde entonces Jessica vive, sin custodia policial, en la misma casa donde
nació: dos dormitorios de chapa, un olor fétido, y un vecindario que la trata
como a una mentirosa. Todos piensan que ella no fue secuestrada, sino que
se escapó con un hombre. Y nadie quiere escuchar que a Jessica, desde hace
unos meses, la están amenazando: le exigen que retire el testimonio de la
causa.
—Hace tres días, tres tipos me esperaron a la salida del colegio, me
metieron en un auto y me dijeron que si no me callaba me iban a cagar a
golpes. Necesito hablar urgente con la señora Susana: ella va a creerme-
dice Jessica.

Dice y llora.
Al día siguiente Jessica llega a la casa de Trimarco, pero la empleada
doméstica dice que salió a hacer trámites. Jessica se sienta en el living a
esperarla, hasta que media hora más tarde, desde la calle, se escucha una
voz que grita y se acerca. Trimarco tiene el móvil en la mano y entra al living
con fuerza de rompiente. Lleva el pelo arreglado, pestañas con rimel, piel
humectada, y un perfume que lo cubre todo.

—¡Ustedes son unos vagos, sinvergüenzas, descarados y payasos! ¿Cómo


me van a decir que se rompió el auto de la custodia? ¡Entonces me traen
otro! ¡Mentirosos! ¡Caraduras! Apenas tenga yo mi Fundación no piso más
esta maldita casa de gobierno y no le quiero ver la cara a ninguno de los
mafiosos que trabajan con usté.

Del otro lado de la línea está el ministro de Justicia de la provincia. Mientras


le grita, Susana mira a Jessica, guiña un ojo, y sonríe como si toda la escena
fuera un gag. Luego corta, maldice un par de veces más, cuenta que le van
a poner un auto nuevo, y cambia de humor con la velocidad con que alguien
cambia de sombrero. Su cara ahora se relaja. Abraza a Jessica con una
ternura que, de golpe, parece desintegrarlo todo.

Ahora ninguna de las dos habla, pero Jessica llora en su hombro.

—Chiquita –dice Trimarco-. Chiquita.

Son las doce del mediodía y la casa, al fin, queda hundida en un silencio de
provincia: los potus cuelgan, el patio está vacío, el piano está cerrado y la
felicidad de las fotos tiene la misma lejanía de una portada de revista.
Segundos después, Micaela llega con el uniforme puesto y le pide a su
abuela, una vez más, que le arregle el cabello.

Ella acepta y la peina con la boca apretada; quizás intenta contener el llanto.
La nariz de Trimarco tiene orificios grandes y oscuros. Dos cuevas que se
achican y se ensanchan de un modo casi rítmico, como si marcaran el paso
de una danza dolorosa y extraña.

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