Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
—Esta ciudad, linda como la ves, está llena de mafiosos –se queja. Y entra
a su casa de un portazo.
Marita Verón, su hija, fue raptada por una red dedicada al tráfico sexual.
Desde entonces, Trimarco es la principal responsable de que a Tucumán ya
no se la conozca nacionalmente como “el Jardín de la República” –en virtud
de sus divinas flores y sus naranjales- sino como el epicentro de una
producción bastante más amarga: el secuestro y la trata de mujeres, una
práctica que existió siempre pero que, con el caso Verón, parece haber
nacido ante los ojos del Estado y la opinión pública. En los últimos años, el
“caso Marita” instaló el tema de la trata de blancas en la agenda política
nacional y transformó a Trimarco en un personaje casi de ficción: pateó
literalmente las puertas de los despachos oficiales pidiendo respuestas,
devino en un referente público más confiable que la policía local (la gente
acude a ella cuando desaparece alguien), se disfrazó de prostituta para
averiguar por el paradero de su hija, y con muy poco apoyo del Estado
participó del rescate de ciento quince chicas que vivían esclavizadas en
burdeles de todo el país. Este combo alucinado –tragedia, acción, heroísmo,
metidos en el frasco chico de una mujer que no supera el metro y medio de
estatura- hizo que el pasado mes de abril Trimarco recibiera, en Estados
Unidos, un reconocimiento de los supuestamente “grandes”. La secretaria
de Estado, Condoleeza Rice, le entregó el galardón a Mujer Coraje, uno de
esos premios que suelen darse a las líderes de Zimbabwe, Letonia, o
cualquier otro país al borde de la cultura occidental.
Trimarco cruza las piernas y se mira los pies. Lleva unas botas negras,
lustrosas, sencillas.
—No me quieren porque soy una bomba atómica en la puerta del trasero
de los políticos, esa es la cuestión.
—Este barrio no es para vos. Esta casa no es para vos. Esta gente no es para
vos. Y este chico no es para vos.
Entre las tantas cosas que inquietaban a Trimarco estaba Patricia Soria: una
enfermera cincuentona que vivía en el mismo edificio y que acudía a la casa
de Marita cada vez que Micaela, la niña, tenía un ataque de asma. Con el
paso de los meses, Soria y Marita se hicieron casi amigas, y esa relación
preocupó a Trimarco: a Soria le sonaba permanentemente el teléfono móvil
y a Trimarco esa insistencia le resultaba sospechosa. A cinco años de la
desaparición de Marita, los vecinos siguen diciendo que Soria era y es un
gran signo de pregunta: sigue viviendo en el mismo edificio, la visitan
muchos hombres, no parece tener familia y su teléfono tiene vida propia.
Pero ninguno de estos detalles alarmó, en un principio, a Marita. Debe ser
por eso que, una tarde, decidió hacerle a Soria una confidencia: por el
momento no quería tener más hijos y pensaba colocarse un Dispositivo
Intra Uterino (DIU). En un consultorio privado, el procedimiento salía cien
dólares. Pero Soria le hizo una oferta: su novio, Miguel Ardiles, era el jefe
de personal en la Maternidad de Tucumán –una dependencia estatal- y le
podía hacer poner el DIU por siete dólares.
—Ni se te ocurra –le dijo Trimarco cuando se enteró-. Vos tenés que ir a un
lugar más limpio.
Verón se levantó, tomó las llaves del auto y se fue. En la Maternidad, todos
los consultorios estaban cerrados y los pasillos eran una ciudad vacía. Volvió
a su casa y le contó lo que había visto a su mujer. Trimarco, por primera vez,
empezó a llorar. De nuevo en la Maternidad, pero ahora juntos,
preguntaron a un empleado de seguridad por el señor Miguel Ardiles, el jefe
de personal.
El rastreo siguió por las calles, los parques y el barrio de Marita. Golpearon
la puerta de Patricia Soria, pero ella nunca estuvo o nunca abrió. Fueron a
la Policía, pero no les tomaron la denuncia porque había que esperar un día.
Llamaron a las amigas de Marita, pero nadie sabía nada. Durante la primera
semana, la búsqueda de Marita fue una carrera anárquica y ciega: por no
saber adónde ir, iban a todas partes. Fueron a los medios de comunicación.
Empezaron a hacer afiches con la cara de su hija.
Una noche, con una de esas fotos bajo el brazo y siguiendo una corazonada
negra –la policía solía vincular las desapariciones con el trabajo sexual-,
Trimarco y Verón fueron al Parque 9 de Julio, la zona roja de la ciudad de
Tucumán, y empezaron a hablar con las prostitutas. Una de ellas -una mujer
que había sido violada, vendida y llevada hasta La Rioja, una provincia
limítrofe con Tucumán- reconoció los rasgos.
—Tengo tres chicas, quiero venderlas y quiero saber cuánto me pagás –dijo
Trimarco.
—Estamos pagando 1500 pesos, pero eso si las chicas son lindas… ¿Vos
tenés foto?
—Sí.
—Veníte el sábado. ¿Cómo te llamás?
La “compradora” no fue a la cita, pero ese encuentro fallido sirvió para que
Trimarco tuviera una idea: si ella fuera varón, podría entrar a los prostíbulos
como cliente y tratar de rescatar chicas. De inmediato habló con su marido,
y ambos fueron a pedir ayuda a Jorge Tobar, un comisario tucumano que
había sido compañero de Daniel Verón en el colegio primario y que al
momento de la desaparición de Marita trabajaba en el departamento
forense de la Policía. Una vez que Verón habló con Tobar, la forma de
trabajo se dividió en dos: por un lado, Tobar empezó a usar su investidura
de comisario para allanar whiskerías (el eufemismo que se usa para hablar
de los prostíbulos) y rescatar a las mujeres que admitieran estar ahí
secuestradas. Y por otro lado, Daniel Verón puso en práctica un método “no
oficial”: el hombre entraba a los prostíbulos –a veces acompañado por
Tobar, vestido de civil- y cuando lo creía apropiado, levantaba la voz:
—La que esté acá en contra de su voluntad, que lo diga ahora.
Trimarco siempre estaba afuera -si entraba despertaría sospechas, porque
ahí sólo ingresan hombres- y recién aparecía cuando se hacía público el
operativo. Su tarea consistía en recibir y contener a las mujeres que eran
liberadas.
“Una vez la vieja Liliana (N. de la R.: Liliana Medina es dueña de varias
whiskerías en La Rioja, y actualmente está procesada y detenida por la
causa de Marita) se puso loca porque una brasilera le pidió su plata. Era
negra, con trencitas largas, trabajaba en bikini blanca. La vieja la agarró del
cogote a la brasilera y la empezó a zamarrear y la ahorcó, y después la tiró
de un segundo piso, pero la chica cayó muerta. Después la vieja me agarró
a mí, me empujó sobre la escalera para que mirara y me dijo que me iba a
hacer lo mismo si yo abría la boca”.
“Una vez Liliana me pegó un tiro en la pierna izquierda. Después, entre ella
y el Chenga (N. de la R.: el hijo de Liliana Medina) me sacaron la bala con
una aguja de tejer y sin anestesia, y cada vez que grité me dieron un
trompazo”.
—Esto es una empresa y por vos pagué dos mil cuatrocientos pesos
(ochocientos dólares) –le dijo Medina a Marita-. Tenés que cubrir ese
monto y recién después, si querés, te vas.
Medina era obesa, tenía pocos dientes y su cara estaba llena de lunares.
Pero Marita la miraba como si todo diera igual. Pasados unos días cubrió
ese monto.
—¿Vos no sabías que acá hay un reglamento? –le dijo Medina-. Si no pasás
con diez clientes por día estás multada. Si conversás con otra chica o te
dormís y llegás tarde al salón, estás multada. Si le faltás el respeto a un
cliente estás multada. Ahora nos debés mil pesos en multas.
Y así fue como Marita, como tantas otras chicas, se fue quedando. La
whiskería se llamaba El Desafío. En algún momento, en una de sus paredes
externas, Marita escribió, en letras rojas e inmensas, “Micaela te amo”.
Trimarco vio esta inscripción en junio de 2004, un mes después de que fuera
rescatada Andrea Darrosa, dos años después de la desaparición de su hija.
—Yo tengo 20 pesos –contestó Trimarco. Eso era lo último que le quedaba
luego de haber vendido, a lo largo de dos años, su casa, el departamento
de Marita, dos autos y el almacén.
Trimarco tomó su cartera, salió del hotel, cruzó la plaza principal y se metió
en la casa de gobierno.
—Siete mil quinientos pesos, poca plata para los que me deben mi hija.
Ahora son las seis de la tarde –el horario de salida del colegio- y la niña viaja
en una camioneta oficial, reclinada sobre la luneta de adelante. Tiene el
mentón sobre las manos, y mira el paisaje de naranjos como si esa imagen
tuviese algo que ver con la paz. Entre los árboles va apareciendo su casa, y
en la vereda está su padre. El hombre la saluda con un abrazo y la hace
entrar al hogar de Trimarco.
Catalán trabaja como obrero en una construcción y, salvo los días francos,
está todo el día fuera de su casa. Él dice que es por eso que ve poco a
Micaela. También la ve poco porque sabe que Trimarco no lo aguanta.
La cara de Daniel Verón está vencida por la ley de gravedad. Las ojeras, el
mentón, la papada y la comisura de los labios se desarman en pliegues que
parecen metáforas de algo todavía mayor. Algunos meses atrás, Verón tuvo
un derrame cerebral y desde entonces su salud es compleja. No quiere
hablar con la prensa, pero principalmente no quiere ver a su mujer. De
hecho en abril de este año, como tantas otras veces en las últimas dos
décadas, se fue de la casa. El detonante fue una cama.
Durante años, Trimarco dio contención, casa y comida a las decenas de
chicas que rescataba de los prostíbulos. Entre esas mujeres estaba Blanca
V.: una criatura que sobrevivió a los burdeles, pero no a la adicción a la
cocaína. La paciencia de Daniel Verón llegó a su límite cuando Trimarco, al
ver que no tenía donde dormir, le regaló a Blanca la cama de su hija, un
mueble pintado a mano por la propia Marita. A las dos horas de haber
recibido el mueble, Blanca lo vendió a cambio de un polvo. Cuando Verón
se enteró de que la cama ya no estaba en casa, no pudo soportarlo y él
también se fue.
El hombre les inventa esta historia a varias mujeres a la vez. Cuando las
convence, las chicas se van de su casa por propia voluntad: un argumento
que, jurídicamente, equivale a una “fuga del hogar” e impide hablar de
secuestro. Una vez que la víctima llega a destino, es vendida a una whiskería
por un monto que oscila entre los 700 y los 1000 dólares. Si la chica insiste
con querer irse o no querer trabajar, la desnudan, y la llevan a un
“chanchito”: un receptáculo donde sólo se puede entrar de pie, y donde las
chicas rebeldes son encerradas hasta que entiendan la importancia de ser
mansas. A veces, ni siquiera hace falta encerrarlas.
—Si las mujeres tienen hijos, sus captores muchas veces les muestran fotos
y videos de los niños –cuenta Tobar-. Les dicen: “Mirá cómo está saliendo
del colegio. Mirá a qué hora entra, quién la lleva, quién la trae, cómo juega
con la amiguita. Mirálo en la vereda, mirá qué fácil, mirá qué cerca le
sacamos la foto”. Así de tremendo. Y yo creo que eso están haciendo con
Marita. Por eso ella, si es que está viva, no debe querer ni escaparse.
Tobar cree que hay tres grandes destinos para Marita. Puede estar muerta.
Puede estar viva. O puede estar irrecuperable: después de cinco años,
especula Tobar, Marita quizás esté psíquicamente doblegada, adicta a las
drogas y con la moral tan baja que no pueda enfrentarse a la prensa, a la
sociedad y a la idea de que, si ella abre la boca, le puedan hacer algún daño
a su hija.
—Hay un gran peso sobre esta chica, y tal vez ella no pueda soportarlo. Es
una personita de mucho valor, Marita Verón. Es un símbolo de muchas
cosas.
Desde entonces Jessica vive, sin custodia policial, en la misma casa donde
nació: dos dormitorios de chapa, un olor fétido, y un vecindario que la trata
como a una mentirosa. Todos piensan que ella no fue secuestrada, sino que
se escapó con un hombre. Y nadie quiere escuchar que a Jessica, desde hace
unos meses, la están amenazando: le exigen que retire el testimonio de la
causa.
—Hace tres días, tres tipos me esperaron a la salida del colegio, me
metieron en un auto y me dijeron que si no me callaba me iban a cagar a
golpes. Necesito hablar urgente con la señora Susana: ella va a creerme-
dice Jessica.
Dice y llora.
Al día siguiente Jessica llega a la casa de Trimarco, pero la empleada
doméstica dice que salió a hacer trámites. Jessica se sienta en el living a
esperarla, hasta que media hora más tarde, desde la calle, se escucha una
voz que grita y se acerca. Trimarco tiene el móvil en la mano y entra al living
con fuerza de rompiente. Lleva el pelo arreglado, pestañas con rimel, piel
humectada, y un perfume que lo cubre todo.
Son las doce del mediodía y la casa, al fin, queda hundida en un silencio de
provincia: los potus cuelgan, el patio está vacío, el piano está cerrado y la
felicidad de las fotos tiene la misma lejanía de una portada de revista.
Segundos después, Micaela llega con el uniforme puesto y le pide a su
abuela, una vez más, que le arregle el cabello.
Ella acepta y la peina con la boca apretada; quizás intenta contener el llanto.
La nariz de Trimarco tiene orificios grandes y oscuros. Dos cuevas que se
achican y se ensanchan de un modo casi rítmico, como si marcaran el paso
de una danza dolorosa y extraña.