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Robert de Langeac
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN.........................................................................................................3
CAPÍTULO I........................................................................................ 10
EL ESFUERZO DEL ALMA......................................................................................10
CAPÍTULO II....................................................................................... 37
LA ACCIÓN DE DIOS...............................................................................................37
CAPÍTULO III...................................................................................... 59
LA UNIÓN CON DIOS..............................................................................................59
CAPÍTULO IV...................................................................................... 82
FECUNDIDAD APOSTÓLICA.................................................................................82
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INTRODUCCIÓN
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poco, ha ido invadiéndolas; a través de la muerte, las ha conducido a la
vida. Las páginas que siguen serán así un testimonio vivo de ese Amor
divino y de su reflejo creado, testimonio que habrá de añadirse a muchos
otros.
Pero tal vez se diga: ¿Para qué divulgar esos secretos interiores? La
evocación de favores tan «extraordinarios» y tan raros no conseguirá otra
cosa sino que los cristianos que caminan a paso mesurado por el camino
«normal» den vueltas a su cabeza. Y en cuanto a los que hayan podido
conocer semejantes gracias, tal vez se corra el riesgo, atrayendo la atención
sobre ellas, de hacerles perder la lozanía de su alma.
Para responder a esta objeción, que tiene su peso, empecemos por
observar que estas páginas no van destinadas especialmente a las almas
místicas, las cuales, ciertamente, existen, pero parecen ser raras. «El
porqué Él se lo sabe», responde San Juan de la Cruz descorazonando de
antemano nuestras explicaciones humanas. En todo caso, la extrema
sensibilidad sobrenatural de los espirituales les impide echar sobre sí
mismos una mirada de complacencia, y en el sentido en que Pascal decía
del verdadero filósofo que éste «se burla» de la filosofía, los verdaderos
místicos «se burlan» de la mística; al menos de la de los libros. Por instinto
divino se dedican a conservar una perfecta desnudez de espíritu para
caminar cada vez más en la Fe.
Por lo demás, lo que nos parece un término, lo consideran ellos más
bien como un principio; y sólo les parece que empiezan a dejarse manejar
por Dios cuando se abandonan a su Espíritu.
Menos todavía se dirige este libro a las almas que creen ser místicas
(y que en un tiempo como el nuestro no son, ¡ay!, legión). Pues aunque
imiten éxtasis y arrobamientos que casi llegan a confundir, y aunque a
menudo lo hagan con una inconsciencia de la cual son las primeras
víctimas; aunque a veces realicen obras casi extraordinarias, les falta en el
Interior ese «no sé qué» sencillo humilde, abierto, llano, que hace huir al
iluminismo y los ofrece a una auténtica iluminación sobrenatural. Haría
falta que se dejasen abrir los ojos, que aceptasen, por así decirlo, cepillarse
con el buen sentido de los verdaderos místicos. San Juan de la Cruz les
aconsejaría que tomasen una «comida sustancial» siguiendo un poco más a
su razón en lo que tiene de legítima (pues tal es el tema de una de sus
máximas). Y Santa Teresa, por su parte, les propondría sencillamente otra
comida: la que imponía a sus falsas visionarias: carne y descanso.
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Resulta, pues (aunque sea bastante paradójico), que este librito se
dirige a los cristianos corrientes que somos nosotros, para quienes el
contacto de los auténticos espirituales es siempre beneficioso. Pues su
éxito sobrenatural, si nos atrevemos a asociar ambas palabras, nos hace
confiar en las energías casi ilimitadas depositadas por la Gracia en el fondo
de nuestras almas y que sólo quieren poder desarrollarse allí. Pues el agua
clara de la vida descendida del Trono de Dios y del Cordero hierve en
nuestras entrañas, anhelando una salida para brotar en nosotros como vida
eterna. Mientras tanto, murmura persuasiva en lo más íntimo de nosotros
mismos aquella invitación que oyera Ignacio de Antioquía: «¡Ven hacia el
Padre!» Después de todo la transformación en Cristo, de la que las
epístolas apostólicas hablaban tan osadamente a los primeros cristianos, no
es más que el pleno desarrollo de nuestra vida de bautizados. San Juan de
la Cruz lo proclamó a su vez cuando vio en la «unión plena» la realización
más profunda de aquella frase de Nuestro Señor a Nicodemo: «En verdad,
en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu no puede
entrar en el Reino de los Cielos».
¿Por qué, pues, un alma interior no había de anhelar obtener desde
esta tierra la plena unión de voluntad con Dios, bajo la forma en que a Éste
le pluguiera darla? (y no hay en el fondo más que una perfección, más o
menos rica en resonancias conscientes). «Cuando el alma hace lo que es de
su parte, dice San Juan de la Cruz, es imposible que Dios deje de hacer lo
que es de la suya» “. «Indudablemente, añade prudente nuestro autor, no
conviene imponerse a Dios; es inútil y es perjudicial. Invita «de hecho» a
quien le place. Pero espera que le deseemos, que le pidamos, que le
llamemos, que le preparemos nuestra alma por un amor delicado y
generoso, constante y abandonado, y tiene derecho a ello. Ése es, pues,
nuestro deber.»
Aun suponiendo que jamás lleguemos a tales cumbres, por pereza o
negligencia de nuestra parte, o por libre voluntad divina de la otra, nos
hará bien que plantemos por un momento nuestra tienda para contemplar
la transfiguración de un alma, nos hará bien respirar el aire de las alturas
espirituales, el cual no es otro que el Espíritu Santo, infinitamente más
vivificante que los impuros soplos de la llanura. Frecuentando a los
espirituales aminoramos nuestra grosería nativa, nos desprendemos de
nuestras maneras de ver y de juzgar que son de aquí abajo para apreciar las
cosas a la luz de lo alto. («Vosotros sois de abajo, Yo soy de Arriba» decía
Cristo a los fariseos.) ¿Y no es ésta una apreciable ganancia?
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Sobre todo cuando al frescor de la experiencia se asocia, como en el
autor, un profundo conocimiento de la teología. Por haber enseñado el
dogma durante largos años, Robert de Langeac había adquirido una
claridad de pensamiento, un equilibrio y una seguridad doctrinal de las que
no podemos sino felicitarnos, sobre todo en semejante materia.
En esta escuela, no sólo aprenderemos a dilatar nuestros deseos
personales a la medida del don de Dios y de su «demasiado grande amor»,
sino también a alimentar nuestra esperanza dentro de la prueba por la que
hoy atraviesa el mundo. Viendo el caos que reina en todos los campos y el
profundo desquiciamiento de los espíritus, no puede uno dejar de pensar,
con un estremecimiento del corazón, que el Señor está allí, en su era, con
la criba en la mano, dispuesto a cernir su trigo.
Parece que nada pueda apaciguar ya ese furor justiciero suyo, que la
Escritura se atreve a comparar, con su vigor habitual, al de un hombre
borracho. Y, sin embargo, ¡que fácil de desarmar seria la cólera de Dios si
nos dirigiésemos a su Corazón! Pues su amor lo hace tan invulnerable a
nuestras oraciones que Él mismo parece asombrarse de ello en la Escritura:
«¿No es Efraím mi hijo predilecto, mi niño mimado? Porque cuantas
veces trato de amenazarle, me enternece su memoria, se conmueven mis
entrañas y no puedo menos de compadecerme de él» (Jer. 31,20)
Si, por tanto, el mundo debe ser salvado —y tiene que serlo—, no lo
será ante todo por esos medios humanos, por esas técnicas que es
necesario llevar a la práctica, pero cuya eficacia sigue siendo limitada.
¡Son medidas humanas, no medidas de Dios! Ahora bien, detrás de las
causas segundas, la fe nos enseña que quien obra es Dios, que Él no mira
al mundo como un espectador entristecido y más o menos impotente, sino
que, por decirlo así, pone sus manos en la pasta humana y la amasa en
todos los sentidos. Ante todo se trata, pues, de doblegar y de conciliarse a
Dios. Eso es posible a aquel que cree y cuya fe viva sube en oración hacia
el cielo. Pues la oración pone en movimiento ese infinito Poder al cual no
teme ella mandar.
Indudablemente que no tenemos demasiado tiempo para orar y que
oramos mal. Pero tras la lectura de estas páginas consuela pensar en esos
«amigos viejos de Dios» de que hablaba San Juan de la Cruz, que,
diseminados por toda la tierra, tratan de arrancarle la salvación del mundo
como antaño Abraham la de Sodoma:
«Perdona, Señor, sólo una vez más:
¿Y si se hallasen en Sodoma diez justos?
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»Y Yahvé le contestó:
«Por los diez no la destruiría».
¡Que puedan llegar a ser cada vez más numerosas esas almas! Ésa es
la oración que dirigimos al Señor, con Robert de Langeac:
«¡Qué bueno sería, Dios mío, que hubiera en esta hora en el mundo
un mayor número de estas almas robustecidas por Ti en el bien! Se diría
que todo va a hundirse para siempre… La pobre Humanidad parece un
hombre borracho que busca a tientas su camino. No sabe a quién con
fiarse. No sabe sobre quién apoyarse… ¿Pero quién le abrirá los ojos y le
enseñará el camino? ¿Quién sostendrá sus pasos vacilantes? Tan sólo las
almas luminosas y fuertes, diseminadas en la masa, pueden prestarle ese
servicio y llevarla hasta Ti. Haz, pues, Dios mío, que el número de esas
almas redentoras aumente entre nosotros para que seas conocido, amado y
glorificado y para que el mundo se salve.»
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CAPÍTULO I
LA VIDA INTERIOR
EL DESORDEN Y LA LUCHA
DESPOJO DE LA IMAGINACIÓN
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Para ver mejor los «armónicos» de una idea principal y sus ideas
afines, debilitad el sonido de aquélla. Y dedos: agrando, luego exagero.
No escuchéis el rumor que se forma en vuestra alma; eso es, por lo
menos, perder el tiempo. Dejad más bien que la tierra siga girando.
Procurad vivir a la manera de las almas desasidas. Uníos a Dios por lo más
alto del alma. No esperéis a mañana para concluir vuestros trabajos de
construcción. Hacedlo desde ahora mismo.
Vigilad mucho vuestras fuentes, vuestros puntos de partida, como se
vigila un cruce de agujas o una cimentación. Pues sin eso, y ayudados por
la lógica, podéis construir todo un edificio sobre la arena, sin punto de
apoyo, en el aire. Y ya sabéis lo que sucede… A menos de que las
conclusiones a las que lleguéis os adviertan por sí mismas que habéis
equivocado el camino…
En el descanso, suprimid despiadadamente todo ensueño imaginativo
en cuanto lo vislumbréis. Dad a Dios la fidelidad de no ocuparos más que
de Él y Él os dará enseguida la Gracia, para hacer lo que sea preciso y para
resolver los problemas pendientes.
Hay períodos en los que la «rueda de molino» es muy difícil de parar;
es preciso saber soportar esas importunidades de la imaginación. No
persigáis entonces a Dios, sino volved hacia Él suavemente las facultades
superiores. Es lo más seguro e, incluso, lo más fácil. Velar sobre la salud,
la moderación en la marcha, en la escritura, etc., ayuda mucho. Pues en la
pobre máquina humana todo se relaciona.
Importa mucho evitar todo lo que agita, inquieta y turba. ¿Sobre
quién descansará mi Espíritu sino sobre el humilde y el pacífico?
¡Tenemos tanta necesidad del Espíritu Santo!
Acordaos de que la imaginación es tanto más de temer y de vigilar
cuanto que no siempre se equívoca necesariamente.
Dad vuestro corazón a Jesús cada vez más. No esperéis para eso a ser
perfectos. No, dádselo ahora. No busquéis voluntariamente ningún
consuelo. Dios, que os conoce y que vela sobre vosotros, os dará los que
necesitéis in tempore oportuno.
Dios no quiere que procuréis el ser amado y el saberlo. Os lo
concederá por añadidura, pero cuando ya no lo deseéis. Mientras tanto,
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quiere que lo busquéis a Él sólo, siempre por todas partes, en todo,
especialmente en la humillación.
No busquéis nada sensible; no es sólido. Estamos compuestos de una
parte espiritual y de una parte sensible; pero lo que sucede en la segunda es
de orden absoluta. No debe contar prácticamente. Dios es espíritu. So1o
importa, pues, lo espiritual. Si lo que le decís nada os dice, no importa.
Continuad, con tal de que Él esté contento.
Más bien es, preciso temer las emociones sensibles en la vid
espiritual, porque son emociones agradables. Se cree uno virtuoso. Se
apega uno a ellas, porque son emociones agradables. No las pidáis, no las
deseéis. No os adhiráis a ellas nunca. El amor sensible proviene del
conocimiento sensible. ¡Si pudierais comprender la diferencia que hay
entre el mismo amor natural de Jesús y el amor sobrenatural, el verdadero
amor de caridad! Suponed un alma que, sin haber recibido la Gracia,
hubiese amado a Nuestro Señor sobra la tierra únicamente porque Él era
hermoso y bueno… Es algo de orden absolutamente distinto. Lo sensible
debe ser mortificado, eliminado, para dejar sitio a lo espiritual. Fijaos en
San Juan de la Cruz: no sólo quiere que se renuncie a lo sensible, sino,
incluso, en los afectos espirituales, a la alegría sentida por si misma. Sobre
la tierra, no hay proporción entre nuestro conocimiento y nuestro amor.
Por eso es por lo que se puede amar más de lo que se conoce. Debe
bastarnos con saber que Dios es Infinitamente amable y que se le ama
cumpliendo su voluntad. El conocimiento sensible es secundario, pero
podemos figurarnos a Nuestro Señor de tal o de cual manera; depende de
las imaginaciones. En cuanto al conocimiento intelectual, San Juan de la
Cruz dice, y es verdad, que no tenemos sobre Dios más que unas ideas
toscas, pero mientras Dios no nos dé luces infusas, tenemos que servirnos
de ellas aunque sepamos sobradamente que son toscas. Pues nosotros no
somos espíritus puros.
HUMILDAD
MANSEDUMBRE
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habíamos tomado ya…, sentimos la necesidad de demostrarlo por una
manifestación exterior, y de ahí los encogimientos de hombros, la réplica
viva, altiva, la mirada torva.
Entonces es cuando debe intervenir la virtud de la mansedumbre para
paralizar el apetito irascible y para reaccionar como una fuerza contra otra
fuerza, para impedir que salga al exterior lo que llevamos dentro de
nosotros. Tenemos que callamos. Ni una palabra. Ni siquiera una de esas
frases que nos parecen tan oportunas, tan justas. No os expliquéis. Callaos.
Si podéis hacerlo, hablad en un tono absolutamente moderado, totalmente
amable. Pero si no sois capaces, callaos para sofocar, detener, comprimir
esa erupción volcánica de la cual no sois dueños.
Para poder entregarnos a Dios en la vida contemplativa, tenemos que
poseernos a nosotros mismos. Un alma que no haya sabido disciplinarse no
podrá lograr la paz. Se tienen más o menos dificultades, según los
temperamentos, pero es preciso que los movimientos tumultuosos sean
dominados por largos y pacientes esfuerzos. De lo contrario, siempre está
uno ocupado en enfadarse o en haberse enfadado. Siempre está uno
dedicado a rumiar en su mente las cosas dichas, por decir o que hubieran
podido decirse, y la pobre alma no logrará salir de ahí. Es una madeja que
no puede devanarse; apenas acabada, vuelve a empezar. Resulta imposible
ocuparse de Dios durante ese tiempo. Todo el lapso de la oración
transcurrirá en esta discusión interior con el que nos hirió. Y es una pena
muy grande perder la propia oración. Al final, nos diremos: «¿En qué he
estado pensando? He sido desdichado, he sufrido y no he orado porque no
he sabido dominar esta pasión, esta corriente subterránea que se lo ha
llevado todo.»
AMOR A LA CRUZ
¿No era preciso que Cristo padeciera y entrase en su gloria? (Lc 24,
26.)
Si pudiéramos comprender de un modo práctico el valor del
sufrimiento, no ya considerado en sí mismo, sino aceptado por amor, y en
unión con Nuestro Señor habríamos comprendido casi todo el misterio del
cristianismo. El sufrimiento es necesario para nosotros, pobres criaturas a
quienes trastornó tan profundamente el pecado original y que aún
aumentamos ese desorden con nuestro pecado. Posee el maravilloso
secreto de purificamos devolviendo nuestras facultades a su primitiva
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pureza mediante un doloroso proceso. Nuestra vida es como un tapiz mal y
largamente entretejido que es preciso deshacer y rehacer por completo;
como una masa de arcilla que hubiera tomado toda clase de formas, todas
las cuales dejaron en ella algo de sí mismas y cuyas huellas han de
borrarse ahora una tras otra. Es ésta una refundición que ha de realizarse
por el fuego de la penitencia, del arrepentimiento, dolorosa detestatio
peccati, por la dolorosa detestación del pecado cometido.
Al mismo tiempo, el sufrimiento nos fortalece cuando es con amor.
No es posible que este trabajo se haga sin una poderosa reacción de
nuestra voluntad. Todas nuestras facultades se encabritan contra el aguijón,
pero no queremos qua a él escapen y su acción torna a nuestra voluntad
fuerte, ágil, dócil y humilde en las manos de la Voluntad divina,
ordenadora de todo, y le devuelve algo del vigor de aquel don de
integridad que el primer hombre perdió al mismo tiempo que la Gracia.
Hay que realizar un esfuerzo para permanecer sobre el yunque
mientras llueven los golpes; para no apartarse de la Cruz: Christo vonfixus
sun cruci. Es preciso resistir largas horas clavado en situación de víctima
tanto tiempo como Dios quiera. Pues Dios no es como los cirujanos
terrenales que insensibilizan a sus enfermos. Él, por el contrario, no nos
duerme, sino que a menudo hace más aguda y más dolorosa esa
penetración del sufrimiento en lo íntimo de nuestro corazón hasta sus
últimas fibras.
No puede adormecemos. No conviene. Jesús no estuvo aletargado en
la Cruz. E incluso, por un acto libre de su voluntad humana, en perfecta
armonía con la voluntad divina, no quiso que los goces de la visión
beatífica repercutiesen en sus facultades sensibles. A este respecto, su alma
contenía como dos mundos casi cerrados entre sí. Toda su alma padecía y
toda ella era dichosa. Jesús sufrió con toda su alma, fue así el Varón de
dolores, y, sin embargo, jamás perdió la visión beatífica. ¡Qué misterio y
qué realidad esta de gozarse al mismo tiempo en sus propios sufrimientos
y en sus humillaciones!…Y así sucede a todas las almas que Jesús llama a
su intimidad, empezando por su Santísima Madre Nuestra Señora de los
Dolores. ¿Qué alma ha gozado más de la intimidad de Dios que nuestra
dulcísima Madre? ¿Y qué alma ha sufrido más? ¡Cuánto sufrió, Ella, que
era tan pura! Y todos los Santos… Esta gracia de alegría sólo la gozan
quienes beben el cáliz hasta las heces. Si no se ponen en él más que los
labios, no se encuentra en él más que amargura. Pero si se tiene el valor de
ir hasta el fin, aunque se muera en el camino —como decía Santa Teresa
—, se llega a la intimidad de Dios y se rebosa de alegría.
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Sin duda que algunas veces nos hemos sentido iluminados sobre el
sufrimiento, pero cuando nos encontramos frente a un dolor amargo,
repugnante, al cual querríamos escapar a cualquier precio, necesitamos de
todo nuestro espíritu de fe para mantenemos allí sin chistar, como Jesús,
con Jesús y por Jesús.
¿Creéis que se ama, mientras no se ha sufrido?… Podríamos soportar
razonablemente muchos sufrimientos, pero los evitamos por cobardía, pues
nuestra naturaleza tiene un ingenio extraordinario para encontrar razones
que no lo son, a fin de engañarse a sí misma y de pasar a su lado.
PACIENCIA
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LA FE
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Trinidad que mora en ella. Adorará, alabará, amará, escuchará a su Dios, le
hablará; tratará, por descontado que a su medida, de comulgar en esta vida
divina, de decir el Verbo con el Padre, de exhalar el Espíritu de Amor que
procede del Padre y del Hijo, y de volver al Padre y al Hijo con ese mismo
divino Espíritu. Se olvidará de sí misma, olvidará el mundo y, liberada de
las criaturas, se complacerá en esta sociedad, gustará de vivir en ella, y no
saldrá de ella sino con pena, algunas veces sin haber experimentado nada,
pero lo más a menudo iluminada, reanimada, fortificada. Habrá sabido
agradar a Dios.
¡Qué incomparable fuerza es para nuestra voluntad saber que el más
pequeño de nuestros sufrimientos, que la más pequeña de nuestras
oraciones no puede perderse! Ved la diferencia entre un alma de fe
mediocre y otra que cree en el valor del silencio, en el poder del
recogimiento, en la posibilidad de la unión íntima con Dios, en un gran
secreto, sin pretensiones, sin orgullo. En el primer caso, nos arrastramos;
en el segundo, volamos y nuestra alma llega a ser cada vez más agradable
a Dios, porque lo que le agrada no es nosotros escuchemos su mandato
sino que lo cumplamos. Si queremos agradar a Dios, seamos almas de fe,
de fe sencilla que nos penetre por entero. Juzguemos los acontecimientos a
la luz de la fe, lo mismo que las pruebas y que las alegrías. Toda flojedad
en la vida espiritual viene de la falta de espíritu de fe. Cuando se siente
desaliento, cuando se encuentra uno menos recogido, menos mortificado,
menos generoso al servicio de Dios, es que el espíritu de fe se ha
debilitado. Recobrémoslo desde la base. Perfeccionemos nuestro espíritu
de fe. En lugar de dejamos conducir por la pura razón y algunas veces por
la sensibilidad, rectifiquemos por la fe las impresiones de nuestra
sensibilidad. Cuando esa luz que hiere con sus rayos las últimas fibras de
nuestro corazón nos haya hecho alcanzar la transformación completa,
habrá llegado el triunfo de la fe. La fe inspirada por la caridad nos modela
a imagen y semejanza de Jesús, hasta el punto de que Dios cree ver en
nosotros a su Hijo.
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Cuantos menos derechos tengo, más espero. No merezco nada, por
eso lo espero todo. Porque Tú, Dios mío, eres bueno.
Nuestra verdadera dicha está escondida en lo que Dios nos da que
hacer o que sufrir en el momento actual; buscarla en otra parte es
condenarse a no encontrarla nunca.
Lo que dios quiere de nosotros es el abandono filial y lleno de
confianza. Apartad de vuestro espíritu toda preocupación por el presente y
por el porvenir, y, por tanto todo lo que pueda impedirle ocuparse de Dios
actualmente. No toméis las cosas por lo trágico; basta con que las toméis
muy en serio. De ordinario, no son tan negras ni tan blancas como parecen.
Poned mesura en todo. Pensad que la Providencia conduce todo suaviter et
fortiter, apoyándose unas veces en la primera palabra y otras en la segunda.
Haced como Ella; no tenemos mejor modelo.
En cuanto a vosotros, tomad las cosas en el punto en que están sin
volveos atrás. Dejad el pasado al pasado. Id derechos al deber presente.
Repetíos sin cesar la frase de San Pablo:
«Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman.
Amad, pues, a Dios, o al menos tened un sincero deseo de amarlo; eso
basta. Conservad la paz.
Nada podemos más que bajo la dependencia de Dios. Nuestra dicha y
nuestra grandeza consisten en tenerlo todo de Él. Yo le digo a menudo mi
alegría de no tener ningún derecho sobre Él, pues si lo tuviera, no le
debería tanto a su misericordia. Me encanta pensar que no me debe nada.
Si yo tuviera algún derecho, no podría ser tan audaz, no estaría tranquilo.
Nuestro Señor os dará su amor, pero quizá no de la manera que os
imagináis. Es mucho más sencillo. No esperéis nada sensible… Os
transformará, pero poco a poco. No os preocupéis en absoluto de las
pruebas del porvenir. Vivid al día. Hallad vuestra dicha en lo que tengáis
que hacer o que soportar hoy. Verdaderamente que ahí está, aunque no la
paladeéis.
No os preocupéis de la cantidad de sufrimientos que Dios haya de
enviaros. No serán más que sufrimientos. Haced los sacrificios que se
presenten hoy, lo mismo mañana y así sucesivamente.
No queráis la perfección de un solo golpe. No es ésa la manera
habitual de proceder de Dios. Lucha lenta, paciente, progresiva. Esos
esfuerzos darán sus frutos como prueba de amor para con Nuestro Señor.
Los darán poco a poco, paulatinamente. No os desaniméis ante la
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inmensidad del trabajo. No se trabaja bien cuando se agita uno so pretexto
de que hay mucho que hacer.
EL AMOR
MORAD EN CRISTO
Morad en Mí
Morad en Mí por el recuerdo y por la mirada de vuestra alma. Vivid
en Mí. Alimentaos de Mí. Procurad conocerme, no sólo desde fuera, sino
desde dentro. Leed hasta el fondo de mi Corazón. No os canséis de esta
tarea. Que ella sea vuestro único negocio, la ocupación total de vuestra
vida. Persistid en ella como fuente de toda luz, de toda energía, de toda
alegría. Uníos fuertemente a Mí por el amor.
Seréis así firmes y fuertes con mi firmeza y con mi fuerza. Nada
podrá turbaros o agitaros, sino superficialmente y, sobre todo, nada podrá
separarnos, salvo el pecado. Y cuando éste os amenace, apretaos más cerca
de Mí con un amor más generoso y más ardiente. Y lejos de perjudicaros,
esa prueba no habrá hecho más que fortalecer nuestra unión.
Y Yo en vosotros
— ¿Cómo moras Tú en nosotros, Jesús?
—Yo estoy en vosotros como un amigo en casa de su amigo, como
un huésped en casa de su huésped. Me he adueñado de vuestro corazón.
He arrojado de él todo afecto rival del mío. Es mío; es para Mí por quien
no cesa de latir. Soy Yo quien lo mueve. Soy el peso que lo arrastra, la
fuerza que lo acciona, la luz que lo dirige y le indico el camino por el que
debe avanzar. Lo he transformado espiritualmente en mi propio Corazón.
Ama lo que Yo amo. Rechaza lo que Yo rechazo. Quiere lo que Yo quiero.
Es como mi propio Corazón, y lo es un poco más y un poco mejor cada
día. Estoy, pues, dentro de vosotros en lo más íntimo de vosotros mismos.
En un cierto y muy verdadero sentido, aún soy Yo más vosotros que
vosotros mismos por ese amor que os ha transformado en Mí. Mi apóstol
dirá: «Vivo jam non ego…» Es eso exactamente, o también: «Qui adhaeret
Domino, unus spiritus est…», un solo espíritu; por consiguiente, un solo
corazón, y, si queréis, para siempre.
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BAJO LA MIRADA DE DIOS
A LA SOMBRA DE LA EUCARISTÍA
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ama horas enteras, sin cansarse. Si pudiera, se quedaría allí siempre, para
amar siempre.
Mientras el alma interior dialoga con Jesús, al pie del Tabernáculo,
vuelve a su mente el recuerdo de sus actos del día. Se pregunta si todo ha
estado bien. Vislumbra los defectos que se le escaparon en el momento de
la acción. No dijo bien aquella palabra, no hizo bien tal gestión, no aceptó
de primera intención y con alegría aquel sufrimiento o aquella
contradicción. Se ve entonces carente de gracia ante los ojos de su Amado
Salvador. Lleva algunas manchitas en las manos y en el rostro. Y ello le
duele, sobre todo por Él, que merecía ser mejor amado y mejor servido.
Unas lágrimas de pesar le suben desde el corazón hasta los ojos.
Comprende que para reparar es menester amar mucho más. Y bajo el
aguijón del dolor, su amor por Jesús se aviva, es más fuerte y más ardiente
que nunca; su llama es purificadora. Y así como el fuego hace desaparecer
las menores huellas de orín, el ardor de la caridad borra también hasta las
más mínimas imperfecciones. El alma interior no ignora este proceso y se
alegra de él. Pues siente entonces que la paz perfecta vuelve otra vez a
asentarse en el fondo de si misma.
¿Qué hay de más dulce para el alma interior que la sombra de Jesús-
Hostia? Es allí donde desea sentarse la Esposa, y donde, por otra parte, la
espera Él. Hay una sombra espiritual de la Custodia, como también la hay
del Tabernáculo. No todos la ven ni todos se ocultan en ella. Pero quienes
saben acogerse a ella, descansan allí embelesados. Pues en silencio y en
paz se alimentan con un fruto dulcísimo; comen un pan sustancial, él
mismo Cristo Jesús. Y poco a poco ellos mismos se mudan en ese Divino
alimento. Son metamorfoseados y se transforman en Jesús. Sus apariencias
siguen siendo las mismas o casi las mismas, pero lo que en ellos hay de
más íntimo y de más profundo se convierte en algo muy distinto. Es Él
quien piensa, habla y obra por ellos; es Él quien vive por ellos. ¿Puede
haber nada más dulce para el alma que verse así transformada en su
Salvador gracias a la sombra de la Hostia?
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Jesús, que tan a menudo ha sido hecha en favor de los Santos, no es más
que un símbolo de esta donación real. De no ser así, ¿para qué hubiera
servido este gesto, por dulce que fuera, si se hubiese mantenido puramente
exterior?
Considerar a la Santísima Virgen como a nuestra Madre, como la de
cada uno de nosotros en particular. Habladle como a una persona viva. En
ese grado de intimidad puede haber infinitos matices, como los que
hallamos en los Santos; podemos pertenecerle por diversos títulos.
María es vuestra Madre. Haced todas vuestras acciones por su gracia,
en su amable compañía y bajo su dulce influencia. Pensad en Ella al
comienzo y renunciad a vuestras maneras de ver y de querer para adoptar
las suyas. Intentadlo. Perseverad. Pedidle que os conceda a Jesús y que dé
a Jesús vuestras almas.
Es práctica excelente la de ofrecer los sentimientos íntimos de
Nuestro Señor y de la Santísima Virgen sin detallarlos, puesto que no los
conocemos.
En los momentos de cansancio, descansad sencillamente junto a
vuestra Madre Celestial. Vivid bajo la mirada del Divino Maestro y de su
Santísima Madre. Tened confianza en su afecto por vosotros; gustad de
decírselo a menudo.
Es menester que nuestro corazón, que necesita ser fuerte, siga siendo
dulce. Sed a un tiempo dulces y fuertes: no se pueden dosificar
matemáticamente fuerza y dulzura, ternura y firmeza. Eso es todo un arte.
La Santísima Virgen lo poseía. Ella sabía que el amor se prueba por el
sacrificio, por las obras, y que la mejor prueba de amor que podemos dar a
Dios y a las almas es nuestra propia inmolación.
Podemos ganarlo todo desarrollando nuestra devoción a María ¡Qué
hermoso modelo y qué buena Madre! No se sintió ligada a nada en este
mundo. Estuvo totalmente transformada en Jesús y por Jesús, que le
comunicó sus virtudes y su vida.
Y esta vida fue una vida totalmente escondida en Dios. Ella no vio
más que a Él, no quiso más que a Él. Su alma lo aspiraba y lo respiraba a
cada instante. En el fondo, no constituía más que un solo ser con Él. Qui
adhaeret Domino, unus spiritus est. Dios vivía en Ella. Ella vivía en Él.
Todo eso fue verdad. Pero todo eso estuvo oculto.
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HALLAR A CRISTO EN SUS MANOS
EL ESPÍRITU DE ORACIÓN
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hacia Él, un afecto que crece sin cesar. Toda vuestra ocupación ha de ser
así, la de encontraros a solas con Él.
Todo debe de hablaros de Él, el grano de arena que pisáis, el arroyo
que fluye, la flor que se abre bajo vuestra mirada, el pájaro que trina, la
estrella que brilla en el firmamento por la noche, un sufrimiento, una
alegría, una orden. Todo debe de haceros pensar en Él, encaminaros hacia
Él. Debéis verlo por todas partes. Tiene todas las cosas en sus manos. Os
tiene entre sus manos. Os envuelve por todas partes, os penetra. Continúa
la creación, os crea. Más que eso, habita, por la gracia, en el fondo de
vuestro corazón.
No se contenta con hacer de nosotros sus hijos, sino que vivir en
intimidad con nosotros. Está muy dentro de todos nosotros para que
nuestro corazón pueda amarlo como se ama a alguien que está
verdaderamente presente. Y toda vuestra ambición debe ser así, la de
penetrar en lo íntimo de Dios por vuestra inteligencia, para conocerlo no
sólo en sus obras, sino en Sí mismo, al menos en tanto en cuanto ello es
posible, y permitirle que en el recogimiento y el silencio os abra los ojos y
os hable. Dejadlo que os instruya. ¡Oh, sí!, lo hace cuando dice: «Yo soy la
Riqueza, la Misericordia, la Sabiduría. Yo soy el Bien, la Verdad, la Vida,
la Belleza, la Bondad, el Amor. Yo soy Todo y, a la vez, somos Tres para
seguir siendo todo eso en la intimidad más perfecta y más profunda, sin
que nada nos distinga uno de otro, si no son las relaciones originarias que
nos constituyen.»
Dejad, pues, que vuestro corazón se dilate en el amor. El amor divino
es una cosa misteriosa. No podemos dárnoslo por nosotros mismos, pero
Dios lo vierte en el alma silenciosa, en el alma de oración. Sin duda que
ese amor no siempre es consciente y sentido, pero ¡qué real es! Y entonces
quiere dirigirlo todo, invadirlo todo; está presente siempre como un puntito
rojo, como una chispa. Es ese puntito de fuego del que habla San Juan de
la Cruz que cae en el alma, la abrasa y prende en ella un gran incendio.
Vosotros debéis emprender la busca de Dios, llamarlo, correr tras Él y
decirle sin cesar, de la mañana a la noche: «¿Dónde estás, Dios mío?
Entrégate a mí; yo te deseo, te llamo, te busco, necesito de Ti. Tú no
necesitas de mí para ser dichoso, pero yo no lo soy sin Ti. Mi corazón ha
sido hecho para Ti y vivirá en la inquietud mientras no descanse en Ti.
Sufre cuando se da cuenta de que no te ama, de que no te posee por
entero.» Ese es el espíritu de oración: un continuo intercambio de
conocimiento y de amor, un cara a cara, un diálogo de corazones. ¿Hay
una vida más bella que ésta? Para eso os retiráis del mundo y se os impone
31
el silencio. Pues quien está distraído por los ruidos de fuera, no oye la voz
interior; es imposible.
Porque el silencio es preciso a causa de la libertad que da al alma de
escuchar a Dios de hablarle, de contemplarle; porque es necesario y porque
vosotros debéis de practicarlo. No os contentéis con el silencio exterior,
sino asegurad el interior. Haced callar la imaginación, lo que os ocupe y os
preocupe, lo que tengáis que hacer; dejad caer todo eso. Desligad el
corazón de las mil naderías inútiles que lo agobian.
Sacrificad todo, y entonces seréis libres. En el fondo, si ya no os
amáis a vosotros mismos, amaréis más, amaréis necesariamente a Dios. El
amor os elevará y os unirá. Vuestra vida será una vida de oración es decir,
una vida de conversación con Dios, siempre más y siempre mejor amado.
No busquéis otra cosa. Que vuestra vida sea una vida retirada; imitad a la
Santísima Virgen. ¿Qué hizo Ella, durante todos sus días, sino dialogar con
la Santísima Trinidad? No vivía más que para su Jesús, no pensaba más
que en su Jesús, su Dios y su Hijo. Era también la verdadera Esposa del
Cantar. Vivía de oración; Incluso puede decirse que murió en oración. Un
alma de oración se recoge, se separa, se desliga, se mortifica, renuncia a sí
misma para encontrar a Dios; pero, por otra parte, esta alma da a Dios. Un
centro de luz ilumina, un manantial de energía se difunde, un foco de amor
abrasa. No tenéis necesidad de inquietaros ni de buscar cómo sucederá eso.
Pues por el hecho mismo de que seáis un alma de oración, contaréis entre
esas almas verdaderamente mortificadas y apostólicas, que difunden en el
mundo un poco más de conocimiento de Dios, un poco más de caridad.
33
Los juicios caritativos son, muy a menudo, los más cercanos verdad.
Lo mejor sería no juzgar en absoluto, ni siquiera interiormente, o juzgar
con una real indulgencia.
Procurad ver la parte de verdad que hay en las afirmaciones de los
demás antes de hacer ninguna reserva. No hagáis más que las críticas y las
observaciones que cueste mucho hacer. Y aun entonces, aseguraos de que
hay esperanza de fruto, al menos en el porvenir, y si no, absteneos de
momento.
Dejad a cada uno la impresión de que tenéis de él un gran concepto.
Borraos lo más posible, pero sin parecerlo. Poned delante a los demás.
Dadles ocasión de hablar e interesaos en lo que dicen.
Nuestro celo debe ser ardiente, pero iluminado. Si comprobamos que
es apasionado, deberemos moderarlo, pues tiende a ser ciego en la medida
en que es apasionado. Ése es el consejo de la razón y de la experiencia.
No os detengáis en las causas segundas, de los actos o de las
intenciones ajenas, sino ved más arriba a Dios, que os pide humildad,
paciencia y caridad.
Debernos distinguir siempre lo objetivo de lo subjetivo, lo exterior de
lo interior. Pues dejada aparte la responsabilidad anterior, eso es lo que
cada cual quiere y ve en el mismo momento que importa, y eso sólo Dios
lo conoce verdaderamente. Entonces uno está juzgado ya, pero por Él sólo.
He ahí lo que nos hemos de repetir continuamente para comprender, o al
menos soportar, lo que a veces nos parece contradictorio en la vida
práctica.
El alma interior jamás se burla de nada ni de nadie. No ve los
defectos de los hombres ni las minucias de las cosas, o. si las ve, no los
subraya con risa irónica y malvada. Sin duda que algunas veces sonríe,
pero con sonrisa llena de mansedumbre, de benevolencia y de gracia. Por
lo común, su palabra es sosegada, incluso grave. Sentimos que se mantiene
bajo la mirada y en la intimidad de Dios. Sucede así, efectivamente, con
todas sus conversaciones, como con todos sus afectos, con todos sus
pensamientos y con toda su vida.
Sería importante desentrañar lo que repele en nuestra manera de obrar
para corregimos de ello. ¿Qué resonancia tienen en el alma de los demás
nuestras palabras y nuestros actos? Esa es la cuestión.
34
SILENCIO Y SOLEDAD DEL CORAZÓN
35
Cuando Dios quiere hablar a un alma, la separa de todo, la hace
entrar en una soledad profunda, y luego pone en su inteligencia algo que
ella ignora completamente. De ese algo misterioso es de donde saldrá en
su momento todo conocimiento explícito, como una traducción a la lengua
humana de las realidades divinas. Traducción que no es arbitraria. Pues
está controlada desde dentro por ese algo que, siendo en si inaprehensible,
es, sin embargo, muy real. Pero aún entonces lo mejor quedará todavía por
decir.
36
CAPÍTULO II
LA ACCIÓN DE DIOS
EL DESEO DE LA PERFECCIÓN
37
EL DESEO DE LA UNIÓN PLENA CON DIOS
Podemos pedir la unión profunda con Dios, pero con una condición:
la de que sea oculta. Conviene que aspiremos a ella. En la unión con Dios
hay varios grados, varias etapas por recorrer. Pero hay que subir siempre.
Podemos crecer constantemente en esta intimidad. Los teólogos, aun los
más severos, dicen que un alma que ha recibido ya algunos valores
místicos puede desear su continuación.
¡Qué puede haber más perfecto que esta unión, puesto que la
perfección consiste en que cada cual vuelva a su principio para encontrar
en él su acabamiento! ¡Qué puede haber más profundo, puesto que todo
sucede en lo más intimo del alma en ese santuario interior en donde habita
Dios! ¡Qué puede haber más puro, puesto que esa unión supone la
armonía, el alejamiento de todo cuanto difiere de quien es la santidad
misma y puesto que se realiza entre dos espíritus! ¡Qué puede haber más
precioso, puesto que por ella Dios se da al alma con todos sus tesoros!
¿Dónde hallar, pues, más luz, más calor, más energía, más paz, más
alegría? «Pero mi bien es estar apegado a Dios».
Indudablemente, no conviene imponerse a Dios; es inútil y es
perjudicial. Invita «de hecho» a quien le place. Pero espera que le
deseemos, que le pidamos, que le llamemos, que le preparemos nuestra
alma por un amor delicado y generoso, constante y abandonado, y tiene
derecho a ello. Ése es, pues, nuestro deber. «Ven, Señor Jesús». Velad
dulcemente y deseadlo siempre en paz.
38
DIOS ES QUIEN LA ESCOGE Y QUIEN LA ATRAE
40
NECESIDAD DE LAS PURIFICACIONES PASIVAS
Para amar a Dios, para amar a las almas como conviene, nos hace
falta un corazón puro, desinteresado. Pureza de los sentidos, pureza del
espíritu y de la intención: ésas son las dos condiciones y también los dos
frutos de la verdadera dilección.
El amor que Dios derrama en nuestras almas es todo espiritual; es una
participación de su Espíritu. Indudablemente puesto que Dios nos hizo
compuestos de cuerpo y de alma, de materia y de espíritu, todo afecto
sobrenatural debe repercutir normalmente en nuestra sensibilidad. No es el
alma sola la que ama, es todo el hombre. Y si el pecado original no hubiera
venido a turbar el orden establecido entre nuestras facultades, no
tendríamos que inquietarnos de regular nuestra sensibilidad conforme a la
ley de la razón y de la fe. Pues esta regulación se haría por sí misma y muy
bien.
Pero puesto que el orden ha sido turbado, la primera tarea que se
impone es la de restablecerlo. Puesto que nuestros sentidos buscan su
satisfacción independientemente de la razón y a menudo contra ella, hay
que disciplinarlos por un esfuerzo paciente y perseverante. Son servidores,
no dueños. Tienen que informar, que ejecutar, y no les toca mandar y
menos todavía turbar. Todas las veces que se descarrían fuera del camino
recto, hemos de volverlos a él, de grado o por fuerza. Y el mejor medio de
domeñarlos consiste en privarlos. Al principio murmuran, gruñen, incluso
procuran amotinarse. Pero si la voluntad se mantiene firme, concluye con
su insubordinación. Poco a poco se callan y acaban por obedecer. A
cambio, y de vez en cuando, la voluntad deja que llegue hasta ellos, en la
medida de lo posible, un poco de esa felicidad con que el amor divino la
embriaga; y eso es para los sentidos un paladeo anticipado de los
purísimos goces que el Cielo les reserva después de la Resurrección.
Pero la Gracia prosigue su obra; va ésta del exterior al interior, de los
sentidos a la memoria, y sobre todo a la imaginación. La lucha se hace más
dura; también más larga. El enemigo que hemos de vencer es de una
agilidad y de una movilidad increíbles. En el momento en que creemos
tenerlo por fin dominado, se nos escapa de las manos. Y, sin embargo, es
de máxima importancia someterlo al régimen del amor. Corresponde, en
particular, a la imaginación el cometido de aportar como a pie de obra a
nuestro espíritu los materiales de donde ha de sacar éste todas sus
construcciones. A su vez, el espíritu la utilizará para dar relieve, color y
vida a sus pensamientos, a sus deseos, a sus voliciones. Sus órdenes pasan
41
a través de ella, y es ella la que pone en movimiento todas las facultades de
ejecución.
Nunca se dirá lo bastante cuánto importa al alma que quiere servir a
Dios, tanto interior como exteriormente, el disciplinar a esta preciosa, pero
terrible potencia mortificándola.
Es preciso, pues, que la imaginación aprenda también —ella sobre
todo— no a preceder, sirio a seguir, no a ordenar, sino a obedecer, no a
buscar lo que le place, sino a contentarse con lo que se la quiera dar. Si aun
tu gracia, Dios mío, para purificarla más a fondo, la sumerge largos días en
la amargura, el sufrimiento y la noche, ella tiene que aceptar esta prueba
como justo castigo de sus descarríos, como necesario enderezamiento de
sus vías oblicuas y tortuosas, y como indispensable preparación al papel
que desde ahora tendrá que desempeñar bajo las órdenes de tu amor. Esta
divina educación durará todo el tiempo que sea necesario para que los
fines que Dios persigue estén asegurados. Pero también, ¡qué encanto para
el alma interior cuando, una vez terminada esta tarea, se vea liberada por
fin de esa importuna —cabría decir que de esa loca— y cuando se sienta
reina de su propia casa y reina obedecida, respetada, amada!
Cuando la sensibilidad ha quedado así bien sometida a las órdenes
del amor de Dios, todavía no se ha dicho, sin embargo, la última palabra de
su obra purificadora. La labor más necesaria no se ha hecho aún, o al
menos no está acabada. Pues el desorden entró en el hombre y se instaló en
él por las facultades superiores. Será preciso, pues, que la Gracia vuelva a
subir hasta esas alturas, penetre hasta esas profundidades, para reparar lo
que el pecado destruyera, y para restablecer en una armonía suficiente lo
que dividiera y enfrentase. En lugar de convertirse en la medida de las
cosas, la inteligencia tendrá que adaptarse a la suya. Deberá ingresar en la
escuela de las realidades salidas de las manos divinas y en la de las mentes
más dóciles y más penetrantes que en el transcurso de los siglos estudiaron
aquéllas y se esforzaron por verlas tales y como las ve Dios que las creó,
es decir, como desde dentro. Deberá sobre todo, someterse a tu propia
escuela, Dios mío, que eres la eterna Verdad.
Lo que le importará conocer por encima de todo es a Ti mismo. Pero
nadie te conoce como te conoces Tú. Nadie sino Tú mismo puede, pues,
decir lo que Tú eres. Claro que las criaturas le hablan ya mucho de Ti,
¿pero cómo van a revelarle lo que en el fondo ignoran, es decir, tu vida
íntima? Cierto también que en tu bondad te dignaste enviarnos a tus
profetas, y a tu mismo amado Hijo para que te explicase. Pero a Él y a
todos ellos les fue absolutamente necesario emplear palabras humanas para
42
cumplir tan santa misión, puesto que entonces hablaban como hombres
que se dirigían a otros hombres. ¡Cómo lograr que el Ser Infinito que Tú
eres pudiera contenerse en unas cuantas sílabas de nuestra pobre lengua!
Los desbordas por todas partes. Y lo que de Ti nos dicen, lejos de calmar
nuestra hambre, la excita y la aviva.
El ideal seria, pues, que pudiéramos entrar en tu escuela, que nos
convirtiésemos en tus discípulos directos, ya que Tú estás dispuesto a.
convertirte en nuestro Maestro. Pero entonces es cuando se nos impone la
rigurosa purificación de nuestras facultades superiores, desde el mismo
fondo de nuestra alma. Porque Tú, Dios mío, eres puro espíritu, y espíritu
de santidad. Y para ser admitido en tu escuela, para escucharte, para
comprenderte, para gustarte, es preciso ser puramente espíritu. Sólo que
nuestra alma, hundida desde hace tanto tiempo en la materia, se halla ya
como revestida de todas sus formas. Ya no sabe comprender y gustar sino
lo que está en el orden de las cosas que caen bajo los sentidos. Y de tanto
vivir en lo sensible ha olvidado su vida propia, que es la vida de un
espíritu. Es necesario, pues, que tu amor penetre en ella para purificarla y
aun osaríamos decir que para refundirla. Tarea dura, y transformación
dolorosa, pero muy necesaria.
43
mayor deseo es volver a disfrutarlo. Pero Tú no sueles satisfacer
inmediatamente ese deseo. Con todo, si el alma sabe mantenerse en la
soledad interior, no tardarás en visitarla. Menudearás tus venidas, y cada
vez te quedarás más tiempo. ¡Si pudieras quedarte siempre! ¿Y por qué
no? ¿Acaso no es ése tu deseo, Dios mío, y el fin que persigues
constantemente, a pesar de las incomprensiones y de las resistencias más o
menos conscientes del alma? Tú eres todo felicidad. Y querrías que toda
criatura que fuera capaz de ello comulgase lo más y lo antes posible en
esta beatitud tuya que eres Tú mismo. Esperar al fin de la vida es
demasiado esperar para tu amor. Y por eso invade tu amor poco a poco al
alma fiel. Empieza por apoderarse de la voluntad, potencia para amar, y
luego de las demás facultades, para unirlas a ellas, o al menos para no
permitirles turbarla. Y si es necesario a tus designios, llega a inmovilizar a.
los mismos sentidos para que el alma, por lo que hay en ella de más
espiritual, pueda ser toda de tu amor. Restablecerás la armonía más tarde,
cuando hayas hecho la conquista total y cuando Tú y ella seáis dos, pero en
un solo espíritu y en un solo amor.
Ésta será la hora de la unión perfecta y permanente. Tú vivirás tu vida
en el a1ma y el alma vivirá en Ti con tu propia vida. Y después de esto ya
no habrá más que el cielo.
44
impregnaban su memoria hasta el punto de absorberla, todo eso ha
desaparecido. Durante la prueba todo ha sido cortado, arrancado,
quemado. El alma ya no es la misma, y en este sentido es irreconocible. Se
ha afeado con esa fealdad que resulta de la privación de una falsa belleza.
Pero se ha embellecido con la verdadera belleza, con la que es una
participación en la Belleza de Dios. No se destruye sino lo que se
sustituye. Y el alma interior, despojada de cuanto formaba su aparente
riqueza, ha empezado a revestirse de la Belleza de Dios.
Para unir, el amor de Dios debe, ante todo, separar. Y aquí ya no se
trata de aflojar los vínculos que unían al alma con su cuerpo, sino de
penetrar en el mismo seno del alma para liberar allí lo que hay de más
perfecto en ella: «el espíritu», a fin de que la unión con Dios, que es
Espíritu, pueda realizarse plenamente. Sobrevienen entonces unas
angustias dolorosas, deliciosas, inexpresables. Es una vida nueva que se
insinúa hasta las profundidades del alma y que lo cambia todo en ella. El
alma ya no se reconoce. Es otra, aunque siga siendo ella misma. La
impresión de muerte es tan viva, que grita pidiendo socorro. Pero
comprende que nadie puede venir en su auxilio. Le sería preciso el Cielo, y
todavía no ha llegado la hora.
45
ACEPTAD EN PAZ LA PRUEBA
46
Dios. Tenemos que volvernos francamente hacia Dios y darnos a Él
totalmente a pesar de la repugnancia de la naturaleza.
Orad, escudriñad el fondo de vuestro corazón; consultad, leed si es
necesario. Pero lo que sobre todo os iluminará será la oración confiada.
CONTEMPLACIÓN FELIZ Y
CONTEMPLACIÓN DOLOROSA
ÉXTASIS Y ORACIÓN
Mientras no otorgas esta gracia al alma, por muy cerca que esté de Ti,
se da cuenta de que no está totalmente cogida por Ti. Siente como un
malestar espiritual, como una especie de inseguridad. No querría ser
perturbada en su dulce ocupación. Pero podría suceder que lo fuera. Lo
teme. Y su temor es fundado. No están todavía rotos todos los vínculos con
lo que no eres Tú. Aún mantiene cierta comunicación con este mundo
sensible que nada puede darle y que, por el contrario, podría volver a
llamarla a él, ¡ay!, arrebatándola todo. Sin duda ese temor es débil, sordo,
casi inaprehensible, pero existe. Hace sufrir, es una traba. Verdaderamente
el alma no puede elevarse para hablarte a sus anchas, cuando siente dentro
de si un deseo tan vivo de hacer1o.
Mientras que cuando te dignas desligaría por completo, aunque no
sea más que por un instante, ¡qué alegría al encontrarse a solas contigo,
casi cara a cara, y al pode decirte sin palabras todo lo que guarda para Ti
en el corazón desde hace tanto tiempo! Hace entonces como si Tú no
supieras nada de ello. Te lo dice todo. Se abre hasta el fondo. ¡Mira, Padre,
todo es tuyo, todo es para Ti! Ya no hay criaturas que puedan estorbar tu
mirada y herir tu Corazón. Ya no hay ningún obstáculo entre nosotros. Yo
te hablo y Tú me escuchas. Yo te miro y Tú me contemplas complacido.
Nadie nos oye, nadie nos ve. Nadie sabe que yo estoy aquí contigo, en Ti.
Lo ven los ángeles…, lo ven los Santos… Pero ellos no sabrán de nuestra
intimidad más que lo que Tú quieras revelares. Además, que su mirada no
es indiscreta; por el contrario, se sienten dichosos de lo que ven. Y si es
necesario, excitarán mi alma para alabarte, para bendecirte, para amarte
todavía más.
¡Oh Dios mío!, puesto que la oración no es más que la explicación de
un deseo, no se te puede explicar bien nuestro deseo de amarte, no se
puede orar bien más que en éxtasis.
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Si, Dios mío, que nuestro corazón se funda de amor por Ti. Que para
ser más libre de amarte sin trabas, deje nuestra alma su cuerpo y que se
arroje en Ti como en el foco del amor. ¡Que muera allí totalmente para no
vivir ya más que en Ti y por Ti! ¡Oh amor, las palabras son demasiado
pequeñas para contenerte, y por eso las destrozas; son demasiado débiles
para expresarte, y por eso las aplastas! Pero es a mayor gloria suya, puesto
que proclaman así por su misma impotencia tu grandeza y tu fuerza.
¡Oh Amor de Dios, ven, haz tu obra, abrásame, consúmeme,
devórame, arrebátame! Yo me entrego a Ti, hasta el fondo, para siempre
jamás, con un amén infinito.
49
Este estado dura poco, pero, con alternativas de recuperación de
facultades, puede prolongarse mucho tiempo.
Pero el acto de la unión no puede durar in-definidamente sobre la
tierra. La unión, ciertamente, es actual; es un estado que supone un acto
infuso de amor de Dios. Podemos compararlo a una corriente subterránea,
o a un brasero de brasas muy rojas bajo la ceniza. De vez en cuando brotan
de él haces de llamas; pero si continuamente hubiese llamas, la vida no las
resistiría. San Juan de la Cruz lo dice expresamente. Pero el brasero es
ardiente y su irradiación puede ser muy grande.
53
«¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios?» «Muero porque no muero».
55
LEVÁNTATE, AMADA MÍA
56
mejor. Pero lo más a menudo, le envuelve un velo gris. No ve muy lejos
delante de ella. ¿Qué habrá detrás de esa cortina sin dibujos y sin colores?
Lo sospecha, pero no lo sabe. La espera es larga, monótona, un poco
fatigosa para la imaginación. El corazón permanece fiel e incluso lo es
cada vez más. Pero al alma le tarda salir de esta especie de prisión.
¡Cuándo vendrás, Jesús!
Y Jesús viene. Anuncia al alma que la estación de las lluvias «ha
cesado», que ha desaparecido definitivamente. Y aduce en seguida la
prueba: «Ya han brotado en la tierra las flores». El alma, en efecto, no es
ya esa tierra endurecida por los fríos o empapada por las lluvias. Se parece
al campo en primavera. Está cubierta de flores. La campanilla, valerosa y
llena de esperanza, ve brotar a su lado la humilde, tímida y fragante
violeta. Surgen luego el meditabundo pensamiento, y el gracioso clavel
que vuelve su cabeza, un poco pesada, hacia el sol, como una imagen del
alma, rebosante de vida interior y dispuesta a abrirse. Aparecen después el
purísimo lirio y, por fin, la rosa primaveral de la caridad. Las flores de las
virtudes se muestran en el alma por todos los lados. Forman para ella un
aderezo incomparable. Es éste uno de los más bellos espectáculos que
existen en el mundo. La primavera de un alma interior es algo arrobador.
En este momento de la vida espiritual, los ojos del alma se abren
sobre el mundo. Ve la tierra tachonada de almas en flor. Lo que ella es
ahora, lo son también otras. Lo que del trabajo divino capta en si misma lo
contempla gozosa en otras almas. Está asombrada, arrobada por tan
hermoso espectáculo. Todo lo demás desaparece a sus ojos; ya no ve más
que eso. Luego, a medida que las virtudes van desarrollándose en ella, sus
ojos se abren más, su mirada se hace más penetrante. Observa mucho
mejor la variedad de las formas, la riqueza de los matices y la armonía de
los colores. Se ha desarrollado en ella un tacto misterioso. Una pequeñez le
basta para adivinar en dónde está la obra de Dios en tal o cual alma. Le
parece también que está armada de un sentido nuevo para captar los
aromas espirituales, que son tan variados como las virtudes y como las
almas. Pues para ella, verdaderamente, hay flores del cielo sobre la tierra.
Cuando el alma tenía frío, – cuando la envolvía la lluvia brumosa y
triste de la prueba, no sabía más que gemir dolorosamente o callarse; pero
ahora todo ha cambiado. Dios, su verdadero sol, la ilumina, la calienta, la
regocija. ¿No es ésta la hora de decir muy alto su felicidad, de cantar? Si,
en verdad, «ha llegado el tiempo de la canción». Y ahora el alma interior
canta. Empieza ya desde la tierra el canto de amor de la eternidad. Es ésta
una melodía misteriosa. El grado de armonía de su voluntad con la
57
voluntad de Dios es su tónica. Cuanto más perfecta es la unión, más se
eleva esa tónica. ¡Dichosa el alma cuya acción tiende cada vez más a la
completa realización de la voluntad divina! Su voz se eleva hasta la altura
del cielo, y esta última nota es la que agrada al oído de Dios. Con ella
acaba aquí abajo la melodía, pero para empezar allá arriba, para siempre.
Para animar al alma interior a seguirle, el Esposo le hace observar
todavía que el arrullo de la tórtola se deja oír. No hubiera ésta abandonado
sus cuarteles de invierno si no hubiera venido la primavera. Uno y otra
obedecen a una misma ley. El canto de la tórtola tiene algo dulce, apacible,
constante, gratamente monótono. Diríamos que es la voz de un afecto
seguro de sí mismo, que para gustarse no tiene necesidad sino de repetirse
sin brillo, casi sin ruido, pero también sin pausa. En el fondo del alma
interior hay una voz muy semejante. Canta dulcemente y como muy bajo
una melodía muy sencilla, que se contenta con unas pocas notas a
intervalos muy cercanos: «¡Oh Amor, te amo! Dios mío, Tesoro mío, mi
Todo, mi Amor.»
58
CAPÍTULO III
Del mismo modo que, según dicen, la piedra tiende por su peso hacia
el centro de la tierra y en él se precipitaría por si misma, como en el lugar
de su definitivo descanso, así también nuestra alma tiende hacia Ti, Dios
mío, con todo el peso de su amor. En ese movimiento que hacia Ti la lleva
podemos considerar algunos centros sucesivos, que son como jalones de
etapa, o puntos provisionales de descanso, desde los cuales el alma se
lanza de nuevo hacia TI, Dios mío, con una visión más clara de su fin, con
un amor más impaciente y unos deseos más avivados que dan a su marcha
hacia adelante una aceleración misteriosa. Pero de etapa en etapa, de
morada en morada, de centro en centro, el alma llega por fin hasta TI. Y
entonces su movimiento se detiene. No tiene ya razón de ser, puesto que el
alma ha llegado al término de sus deseos y de su camino. Ha llegado a su
fin. Y entonces descansa en él, en la definitiva y apacible posesión de su
Tesoro y de su Todo.
INTIMIDAD
“MATRIMONIO” ESPIRITUAL
61
así lo dice. Se trata de un contrato irrevocable, de una fe jurada para la
Eternidad. Tú, Dios mío, amarás siempre a tu Esposa y ella te amará
siempre. El alma interior así lo entiende. Tiene de ello una persuasión
íntima que vale para ella, pero que no podría atestiguar fuera, puesto que
no puede, probarla. Por lo demás, a pesar de esa firmísima seguridad de la
que tiene conciencia, sobre toda en ciertos momentos, el alma no cree estar
dispensada en lo más mínimo de las reglas de la prudencia cristiana en el
ritmo ordinaria de su vida. Ve, por el contrario, con la claridad de la
evidencia, cuán indispensable le es someterse a estas reglas y no apartarse
para nada de las vías de la obediencia. Dios la conduce e ilumina a quienes
la dirigen en su nombre. Y ella está en paz.
Tú, Dios mío, creaste las almas a tu imagen, las hiciste semejantes a
Ti. Luego les comunicaste tu propia vida. Bajo las sombras de la fe creen
ellas lo que Tú ves; esperan lo que Tú posees; aman lo que Tú amas, es
decir, a Ti mismo. Las almas, gracias al principio sobrenatural de vida que
Tú insertaste en lo más profundo de ellas, pueden, pues, alcanzarte a Ti
mismo en tu vida íntima, comulgar verdaderamente en esa vida
bienaventurada, decir a su manera tu adorable Verbo, producir a su vez tu
Espíritu de Amor. Y luego, bajo el impulso dulcemente irresistible de ese
Espíritu divino, las almas pueden refluir hacia Ti, ¡oh Padre, oh Hijo!, y
reanudar constantemente, con un goce constantemente renovado, ese
delicioso y sosegado proceso. ¿Hay en el mundo nada más bello que un
alma que vive de tu vida, Dios mío?
Llega un momento en el que quieres que el alma que así la vive bajo
las sombras de la fe vea disiparse de repente esas sombras casi por entero.
Una misteriosa claridad la penetra por todas partes. Está totalmente
iluminada dentro de sí por ella sin que sepa bien cómo, sin que vea el foco
de donde brota tan dulce luz. Bajo la influencia de ese rayo de fuego el
alma se ve a sí misma viviendo de tu vida, comulgando en el conocimiento
y en el amor que tienes de Ti mismo, pronunciando el Verbo del Padre,
exhalando el Espíritu de Amor del Padre y del Hijo; ardiendo en la caridad
del divino Espíritu, adorable Trinidad. Está más bella que nunca. Pues todo
es en ella, como en Ti, orden, poder, esplendor, armonía y paz.
62
CRISTO ENTRA EN EL ALMA
63
hacía, de tan ordenada como ha sido su acción; tiene el sentido de la
medida. Ha obrado como había que obrar. Ha hablado como había que
hablar. Era en ese momento cuando había que callarse. Pero el exterior no
es más que un reflejo. Lo interior, lo que Tú, Dios mío, ves, es lo que
cuenta sobre todo, y lo que es verdaderamente hermoso. Pues todo ese
interior está ordenado. En esta alma son graciosos hasta los menores
movimientos interiores. A Ti te agradan y Tú eres buen juez. Y es que
todos están inspirados por tu amor. Que sólo él es su principio y su
término. También su regla. Sí, todos los pensamientos de esta alma son
pensamientos de amor. Y lo mismo sucede con todos sus deseos y con
todos sus actos.
En esta alma reina una profunda armonía. El Espíritu Santo, artista de
hábiles manos, la está modelando desde siempre. De la voluntad, suave
como la arcilla y firme como el oro, ha hecho Él un collar irreprochable
que conserva perfectamente unidas entre sí a todas las demás facultades.
Las facultades sensibles sirven a las facultades interiores y las obedecen.
Éstas, por su parte, están a las órdenes de esa voluntad a la que el amor
divino ha penetrado hasta lo más íntimo. Y todo ese mundo interior así
ordenado tiene algo firme, gracioso y fuerte que agrada a tus miradas, Dios
mío; es como una participación de esa armoniosa simplicidad tuya que
fundamenta, me atrevería a decirlo, tus innumerables e infinitas
perfecciones. Nos basta entonces una palabra para decirlo todo cuando te
consideramos desde ese punto de vista: «Caridad.» Nos basta también con
esa misma palabra para decirlo todo cuando hablamos de tu Esposa.
SU MODESTIA
Tu Esposa ama la paz. Sus preferencias la llevan hacia una vida muy
sencilla. Tiene gustos modestos. Las más humildes ocupaciones de la vida
cotidiana no le desagradan; antes al contrario. Se dedica a ellas
gustosamente. Trabajar en silencio su huerto; cuidar de que esté muy
limpio y bien cultivado; fomentar las pequeñas virtudes; interesarse por la
brizna de hierba y por la flor que se abre y se desarrolla, son cosas que le
encantan. Pues, a su juicio, no hay que descuidar nada cuando se trata de
hacer más agradable el propio corazón al Corazón de Dios, y de aumentar
desde todos los puntos su semejanza con el de Jesús.
64
SU SOLTURA
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Se ha hecho en ella un gran vacío, luego una gran calma y, por fin, un
gran silencio. Duerme totalmente. Ya no oye nada, ni ve nada, ni piensa en
nada concreto. Sin embargo, vive, ama. Diríamos que ha retirado de si
todo el vigor que daba a sus facultades. Ha hecho que todo descanse. Pero
es para mejor amar. Concentra todas sus fuerzas en su corazón. Amar,
solamente amar, amar cada vez más es su único deseo y su única
ocupación. Parece muerta y vive más intensamente que nunca…
Antes estaba más o menos distraída de Dios merced a las cosas.
Actualmente, por el contrario, está distraída de las cosas por causa de
Dios. Dios la ocupa enteramente. Se ha adueñado de ella, en alma y, a
veces, en cuerpo también. Puede así decir el alma, y quienes se percatan de
su estado pueden decirlo también, que «ya no está aquí». Y es muy cierto.
Pues «el alma más vive donde ama que en el cuerpo donde anima» Y
ahora, ama. Y ama a Dios. Luego está en Él.
En fin, el alma así dormida es verdaderamente dichosa. Participa de
la misma dicha de Dios. Esa dicha la invade por completo. La penetra sin
que ella sepa cómo. No se pide entonces al alma ningún esfuerzo; no tiene
más que recibir y que gozar en paz. Y eso es lo que hace, sencillamente.
Nada puede dar una idea de este goce totalmente divino. No se parece a
ninguno de los goces de este mundo. Es de orden muy diferente. Tiene una
esencia distinta, por lo mismo que viene de otra fuente. No podemos
encontrarle ningún término de comparación. Hay que hablar de él, pero
siempre se hace mal, pues las palabras del lenguaje humano no pueden
traducirlo. Lo que cabe decir es que está por encima de todos los bienes y a
una distancia de ellos inconmensurable. El alma que lo experimenta tiene,
pues, el derecho de gustar en paz su dicha y de permanecer dormida para
el mundo todo el tiempo que le plazca.
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libertad si le abría las puertas de su corazón. Pero ahora comprende que la
verdadera libertad consiste en hacerse esclava del Amor divino. Creía que
se le iba a quitar todo, y se da cuenta de que se le ha dado todo.
Pero el alma no ha sido solamente conquistada por el Amor, sino que
es también su presa. Vive en Él, pero también puede decirse que es
consumida por Él y que muere en Él. Un fuego interior la devora sin
descanso, noche y día. Débil en su origen, este fuego crece y se convierte
en un inmenso incendio. Nada se le escapa. Alcanza a todo, purifica todo,
se alimenta de todo, lo transforma todo. Un observador atento se daría
cuenta de que en esta alma hay algo misterioso y divino. ¡Cómo lograr, en
efecto, esconder tan bien esta ardiente hoguera que no la traicione ningún
resplandor! Es casi imposible. Por lo demás, llega un momento en que el
mismo Dios acaba por permitir que ese incendio de amor estalle de algún
modo. Conquistada primero, y víctima luego de la caridad, el alma interior
se convierte así en el heraldo de Amor eterno. Lo predica, lo difunde. Poco
importa el medio ambiente en que transcurra su vida, pues hasta en la más
profunda soledad su programa seguirá siendo el mismo; y cuando no
pueda hablar ni escribir, siempre y en todas partes podrá orar, sufrir,
amar…
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para verla desaparecer. Tu amor es su refugio, su fortaleza. Allí está en
seguridad. Nadie podría alcanzarla. La protege por todos los lados. La
envuelve por todas partes. Es esa nube, luminosa y tenebrosa a un tiempo,
que la guía y la oculta. El alma se siente verdaderamente rodeada de una
influencia misteriosa que la robustece, la da confianza, la reconforta y la
vivifica deliciosamente.
¡Qué abundante es tu amor, Dios mío! Es un tesoro. Contiene todos
los bienes. Es inagotable. Todo me viene de él. Es el primer don totalmente
gratuito y totalmente gracioso. ¿Por qué me has querido, Dios mío?
Únicamente porque has querido y porque eres bueno. Al darme tu
Corazón, me lo has dado todo. ¿No eres Tú el poder infinito? ¿Y no está
ese poder como al servicio de tu Amor?
LLAGA DE AMOR
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plenitud y para siempre: el mal de tu amor, Dios mío. ¡Señor, cúranos del
mal humano! ¡Señor, enférmanos del bien divino y que esta enfermedad
nos haga morir!
CONOCIMIENTO DIVINO
Dios se complace en hacer ver las cosas al alma interior como las ve
Él mismo. Revela sus secretos a sus amigos, y, por lo común, con tanta
mayor claridad cuanto más los ama. Lo primero que les enseña con
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precisión y claridad absolutamente nuevas es el mundo de la naturaleza,
sus bellezas, sus perfecciones, la variedad de los elementos que lo
componen y su perfecta armonía en la unidad. Los cielos se convierten en
un libro que les expone la Sabiduría, el Poder y la Bondad de su Dios: Los
cielos describen la gloria de Dios (Ps 19, 1)
Luego, el mundo de la gracia se ilumina y se convierte para el alma
interior en un espectáculo siempre nuevo y siempre encantador. ¡Qué bella
es, en efecto, la obra de Dios en las almas! ¡Qué paciencia para esperarlas,
qué misericordia para acogerlas, qué delicadeza para levantarlas, qué
generosidad para amarlas! Parece como si por una sola alma se pusiera en
movimiento todo: la Santísima Trinidad, y Jesús el Verbo Encarnado, y la
Iglesia, su obra y su Esposa, y los Sacramentos, y la gracia, y los hombres,
y el mismo mundo material: “Dios hace concurrir todas las cosas para el
bien de los que le aman” (Rom. 8, 28). Eso es lo que contempla el alma
interior después de descubrirlo en su vida personal y en la de los demás.
Pero lo que Dios quiere revelarle ante todo es a Él mismo. Sin duda
que no caen todos los velos de la fe; pero los que quedan no perturban las
relaciones del alma con su Dios. Trata el alma con Él como si lo viera, y
con tanta mayor sencillez cuanto que lo siente vivo en su corazón, lo
saborea y lo posee. Esta posesión consciente es en sí misma una especie de
conocimiento cuasi-experimental de Dios, como el que puede tenerse de
un fruto que se viera de un modo borroso a causa de debilidad de la
mirada, pero que se saborease ampliamente. Las dos fuentes de
conocimiento de un solo y mismo objeto, al combinarse, dan al alma un
gozo pleno, verdadero, anticipo de la felicidad eterna.
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produces en nuestro espíritu y en nuestro corazón participa de ambas. Al
encanto de este gozo, tan nuevo para el alma, se añade algo inagotable,
infinito, que se mezcla discreta y deliciosamente en él, como sello propio
de los goces verdaderamente divinos.
Poco a poco el alma se habitúa a vivir en esa celda interior. Habita en
ella. La convierte en su morada. Cuando tiene que dejarla, sufre; se siente
incómoda, como alguien que se encuentra fuera de su sitio. En cuanto
puede vuelve a ella. Pide humildemente a su Dios que al reciba de nuevo.
Dios no siempre la atiende inmediatamente. Entonces ella suplica, y espera
confiada y en paz. Pero permanece allí, como verdadera virgen fiel, atenta
al menor sobresalto precursor de la venida del Esposo. Llega un momento
en que su Dios le hace entrar de nuevo en Él. Nuevas luces, nuevos
asombros; nuevos goces también, y mucho más profundos; he ahí la
recompensa de su fidelidad: “¡Muy bien, siervo bueno y fiel…; entra en el
gozo de tu señor!”. (Mt. 25, 21)
El gusto general que experimenta el alma en su primer encuentro con
Dios se precisa y concreta poco a poco. Sucesivamente, cada uno de los
divinos atributos se deja conocer mejor y saborear más. El alma los
participa más a fondo y de modo más consciente. Acabamos por ser lo que
amamos. Y en este caso, la cosa es tanto más fácil cuanto que Dios habita
realmente en el alma. Está como al alcance de la mano. En cuanto se
muestra, la voluntad se lanza hacia Él y se adhiere a Él con todas sus
fuerzas. Se produce entonces como una deificación consciente del alma, ya
general y confusa, ya más precisa y más clara en forma de comunión en el
Poder, en la Sabiduría, en la Bondad, en la Misericordia o en algún atributo
de Dios. Se hace también bajo forma de unión, ya con la Trinidad íntegra,
ya con alguna de las Tres adorables Personas.
Cada persona de la Santísima Trinidad (aunque esto suceda por una
acción común) se asimila el alma y se la asemeja para que pueda actuar del
mismo modo que aquella Persona y logre su dicha en esa acción.
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puesto que todas las perfecciones posibles e imaginables forman en Él una
sola y misma realidad con Su esencia.
Dios halla en el conocimiento que tiene de Si mismo un goce infinito.
Es el eterno admirador de su eterna Belleza. Es, pues, la verdadera fuente y
el modelo de toda belleza.
Cuando me dejo distraer de Ti, Dios mío, me parece que abandono la
región de la luz para entrar en la de las tinieblas. ¡Hiere tanto los ojos todo
lo que no eres Tú! Para quien te ha entrevisto sólo una vez en tu
inaccesible luz, ¡es ya todo tan deforme y tan feo! Incluso las criaturas que
más te reflejan resultan entonces casi dolorosas de ver. ¡Ellas no son Tú,
Dios mío! Y eres Tú lo que el alma quiere contemplar cada vez mejor, cada
vez más fija y más profundamente. La frase de San Agustín vuelve
constantemente a nuestros labios: «Belleza siempre antigua y siempre
nueva, ¡te he conocido demasiado tarde, te he amado demasiado tarde!»
Sí, Dios mío, Tú eres todo Bondad, todo Belleza, todo Gracia. Tú has
hecho muchas criaturas bellísimas y, sin embargo, su belleza no puede
contar junto a la tuya. Todo lo que hay de bello y de bueno viene
únicamente de Ti. Y lo que das, no lo pierdes, pues lo posees infinitamente.
¡Oh!, hazme comprender, a mí, que quiero ser dichoso, que toda
felicidad, que toda alegría está en Ti. Si yo supiera ir a Ti, embriagarme
con tu Belleza, alimentarme con tu Bondad, regocijarme con tu Alegría,
saborear sin fin y como sin medida tu Felicidad. Porque todo eso es
posible, todo eso es cierto, todo eso es necesario: «Amarás…», y, por
consiguiente, serás bueno con mi Bondad, embellecerás con mi Belleza, te
embriagarás con mi dicha. ¡Oh Dios mío, que sea ahora, ahora, y siempre!
EL ALMA CANTA
Hablar, y sobre todo cantar, es expresar en alta voz, sin temor, con
felicidad, con entusiasmo, aun los sentimientos más íntimos del corazón
con respecto a Ti. Tú tienes derecho, y pleno derecho, a esa manifestación
sensible de la estima que el alma te tiene y del afecto que por Ti siente. Por
lo demás, esa ley se impone imperiosamente al alma interior, al menos en
ciertas horas… Pues si entonces le fuera preciso callar su amor, se
ahogaría. Es preciso que hable, es preciso que cante, aunque esté sola.
Verdad es que Tú estás siempre allí para escucharla, y eso le basta. Su voz
agrada a Dios, y una voz que agrada de ese modo puede decirlo todo.
Canta así con todo su ser. Diga lo que diga o haga lo que haga, todo está en
calma, todo está tranquilo, todo está en orden en esta alma; impone, sobre
todo, un sello de dulzura, de armonía y de paz que alegra a su Dios. Pues,
para Él, su voz es dulcísima y muy agradable.
¡Qué bien recompensada queda de sus esfuerzos el alma interior,
Dios mío, cuando te oye afirmarle que todo lo que dice, todo lo que hace,
todo lo que sufre, se convierte en una voz melodiosa que sube hasta Ti y
que te encanta! Nada hay ruidoso, duro e hiriente; pero nada tampoco
amanerado, en esta voz que tanto te agrada. Por el contrario, hay algo ágil
y gracioso, firme y dulce, armonioso.
Y si pensamos ahora que otras almas —cuya actividad, interna y
externa, perfectamente acorde con tu voluntad, se transforma en una
melodía semejante— unen su voz a la de ella, creeremos oír muy por
encima del fragor del mundo una incomparable sinfonía, verdadero eco y
verdadero preludio del eterno Cántico.
Cerraos a la tierra y abrid esa ventana de vuestra alma que da hacia el
infinito. Permaneced el mayor tiempo posible en esa misteriosa soledad
frente a ese horizonte ilimitado, aunque nada veáis todavía, y respirad a
pleno pulmón el aire divino.
Escuchad el canto de esas desconocidas almas silenciosas que aman a
Dios cuanto pueden y que saben decírselo sin ruido de palabras, con sólo
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los latidos de su corazón, todo él llama y fuego. Resuena constante en esa
inmensidad.
Que vuestro canto de amor se una al suyo, al de María y al de José, al
de los ángeles y al de los Santos.
Bien miradas las cosas, Dios mío, parece que esa alma privilegiada,
verdaderamente única, a la que llamas en el Cantar «mi paloma, mi
inmaculada», que no excita los celos de ninguna alma, sino que, por el
contrario, despierta la admiración y la alabanza de todas, es la dulce y pura
Virgen Maria, nuestra Madre. Sólo a Ella se aplican tus magníficas
palabras, sin restricción y sin límites. Es tu Hija única, Padre adorado; es
tu arrobadora Madre, Jesús, Hijo único del Padre, convertido por Ella en
nuestro Hermano para salvarnos; es tu Santísima Esposa, Espíritu de
Amor, a quien Ella debe el ser Madre sin dejar de ser la Virgen de las
Vírgenes. No hay pura criatura, ¡oh Santísima Trinidad!, que te sea tan
querida como ésa. Es tu única, tu divinamente preferida.
Después del Corazón de Jesús, no hay objeto más precioso de
conocer ni más dulce de contemplar que el Inmaculado Corazón de la
Santísima Virgen. Es un abismo de perfección, de esplendor, de belleza, de
gracia, imposible de describir. El Corazón de María es la obra maestra del
Espíritu Santo. Lo enriqueció con todas las perfecciones, con todas las
virtudes.
Sabemos que desde el primer instante de su concepción nuestra dulce
Madre gozaba de todo el Amor divino. En el momento de su creación
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volvióse hacia Dios para unirse a Él en perfección; y su amor aumentó a
cada instante, pues repitió ese gesto durante toda su vida y cada vez con
más hondura e intimidad. Su corazón es purísimo, es decir, sin mezcla de
nada inferior a sí. La Santísima Virgen recibió desde el primer instante de
su vida el poder de amar en un estado perfecto. Y lo ejerció
inmediatamente. No conoció pecado ni imperfección… Su amor de las
criaturas fue la expansión de su amor a Dios, y en nada turbó su
inalterable, su santísima pureza. En Jesús ama a Dios, puesto que Él es, a
la vez, su Dios y su Hijo. Amó a San José, a San Juan, a las Santas
Mujeres, a todos los hombres que se han sucedido en el curso de los siglos.
Ama a todos sus hijos con profundo y real amor, pero los ama en Dios.
Durante las duras pruebas que ha tenido que soportar para conquistar
tu amor, duran te tus largas ausencias, ¡oh Jesús!, el alma interior no ha
permanecido inactiva. Con sus trabajos, y sobre todo con sus
pensamientos, ha sabido componer una miel dulcísima, de delicioso
perfume. Ahora te la ofrece. Dígnate aceptarla. Le parece a esta alma como
si fuera comida, absorbida por Ti. Sin embargo, no pierde lo que tiene ni la
conciencia de lo que es. Y, a pesar de todo, se convierte en tu misterioso
alimento, toda ella íntegra, sustancia y actos. Se convierte en Ti, sin que
tengas Tú que adquirir nada, propiamente hablando. El cambio se opera
íntegro en ella. Es ella la que se ha convertido en Ti. “… al contrario, tú te
mudarás en mí.” (San Agustín). Verdad es que sigue siendo
sustancialmente lo que es, y, sin embargo, ya no es la misma, Ve, piensa,
ama, obra como Tú, contigo, en Ti. Si no está transustanciada, está
transformada. ¡Dichosa e inefable transformación!
Durante largos días, Dios se ha convertido en aliento del alma
interior. Poco a poco la ha transformado en si mismo. Pero llega un
momento en que hallándola transformada totalmente y, por decirlo así, a su
gusto, se alimenta, a su vez, de esta alma así divinizada. Antes, ella se
sentía interiormente fortificada por un alimento a la vez misterioso y
delicioso. Gustaba, en el fondo de sí misma, una gran felicidad, una
felicidad suya propia, su felicidad. Le parecía incluso que había alcanzado
los límites de la beatitud posible en este mundo. Pero aquello no era nada,
lo comprende ahora. Una alegría totalmente nueva acaba de brotar en su
corazón. Se da cuenta de que ella es como tu propio alimento, Dios mío.
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Tu felicidad se convierte en felicidad. Y está prendada, embriagada, fuera
de sí misma.
Ciertamente, el alma interior no ignora que ella nada puede añadir a
tu dicha infinita. Sin embargo todo sucede en esos benditos momentos
como si ella te hiciera verdaderamente dichoso. No sólo gusta el alma de
su propio goce, sino también de tu alegría, de la cual le parece ser ella la
causa. Ninguna comparación puede hacer comprender lo que puede ser
una tal felicidad. Sería preciso corregir, sublimar hasta el infinito la, de la
madre más abnegada cuando alimenta con lo mejor de sí misma a su hijo
amadísimo y pone toda su felicidad en hacer dichosa a esa querida
criaturita que tan metida lleva en su corazón, y pensar en María, Virgen y
Madre. Y el gozo del alma interior no pasa. No se agota. Cuanto más da
ella a su Dios, más le da su Dios a ella. Él es la fuente inagotable del amor.
A medida que se va saciando, llena su corazón, y eso es lo que colma de
gozo a su Esposa.
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sino en Sí mismo. No me canso de contemplarlo y de amarlo. Es la alegría
de mis ojos y de mi corazón.»
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CAPÍTULO IV
FECUNDIDAD APOSTÓLICA
Los signos del afecto de Dios revisten dos formas muy diferentes: tan
pronto son agradabilísimos y muy dulces, como son dolorosos y
crucificantes. Dios exalta el alma, y la rebaja. La colma, y luego la aplasta.
Pero la une siempre. Sí; a pesar de lo contrario de las apariencias, los
contactos crucificantes unen profundamente. Y no pensamos solamente en
las pruebas purificadoras del alma, preludio obligado de la unión:
pensamos, sobre todo, en esos dolores redentores que experimenta tan a
menudo el alma que llega a la unión transformadora y perfecta. Hay allí
una comunión real con los sufrimientos de Jesús Crucificado. Hay, pues,
unión, y tanto más intensa cuanto más profundos son los dolores. ¿Cómo
explicar este misterio? Parece que San Pablo nos da la clave cuando dice:
Estoy crucificado con Cristo. ¡Qué unión en el sufrimiento y en el amor!
El alma interior está también verdaderamente clavada en la Cruz con
Jesús, y por el mismo Dios, según parece. Es que cuanto más querida es un
alma a su Corazón de Padre, más quiere que sea imagen viviente de su
amado Hijo. De ahí el cuidado que pone en mantenerla siempre sobre la
Cruz. Le hace comprender de una manera sobrecogedora que Él, el Amor,
no es amado; que ella misma no le da todavía todo el amor que podría
darle. Le dice también que Él, que es la Verdad, no es conocido y que ella
misma no lo contempla lo bastante. Entonces el alma siente que su corazón
se deshace de dolor, y en ello hay un goce secreto inefable. Es el gozo de
la caridad terrenal, imperfecto sin duda si lo comparamos con el goce del
cielo, pero muy superior a todas las felicidades de la tierra. Sí, el
sufrimiento bien aceptado une a Dios. Diríamos que es una mano de hierro
de la que primero sentimos toda la dureza, pero que aprieta al alma cada
vez más deliciosamente sobre el Corazón de Dios. La amargura va
disminuyendo sin cesar, el gozo va siempre en aumento y la unión se hace
más íntima a cada dolor mejor aceptado; si no siempre es más sentida, al
menos es siempre más perfecta y más profunda. Es que para sufrir bien
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hay que amar mucho, y que en esas condiciones, y, por otra parte, en
igualdad de circunstancias, cuanto más y mejor se sufre, más y mejor se
ama. He ahí por qué el sufrimiento es un signo tan precioso del afecto de
Dios.
FECUNDIDAD DE LA CRUZ
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víctimas y cómo hace entrever el de su dulce Madre, Nuestra Señora de los
Dolores!
He ahí por qué semejante alma atrae al Rey de Reyes y lo cautiva.
¡Se siente tan dichoso al encontrarse en ella y al poder hacer que los
hombres se beneficien por ella de los frutos de su inmolación! Para Él es
como la renovación de los goces del Calvario, puesto que sus sufrimientos
no pueden ser renovados. Y puesto que esta alma comprende tan bien sus
deseos y realiza tan bien sus voluntades, ¿por qué Él, a su vez, no había de
cumplir todos los deseos de su Esposa? Y eso es lo que se produce. Dios
pone a su disposición todos sus tesoros. El alma puede sacar de ellos lo
que quiera y distribuirlos a su arbitrio. A causa de la profunda armonía que
entre ambos existe, nunca hay que temer un conflicto en este
aprovechamiento. Si fuese necesario, Jesús sabría hacer comprender, desde
dentro, que tal empleo no responde a sus planes, y el alma,
inmediatamente, renunciaría a él sin pensar más. El alma es
verdaderamente reina. Tiene todas las cosas bajo su dominación; las
gobierna, tiene la impresión de que participa en tu monarquía universal,
¡oh Jesús!, y de que lo dirige todo contigo y por Ti al único fin de todo: a
la gloria de la adorable Trinidad. Desde ahora, nada la sobresalta, nada la
turba en su fondo. No solamente sabe y cree, sino que, en cierto modo, ve
cómo todas las cosas se mueven para tu gloria, Dios mío, y para el bien-de
los que te aman: “Dios hace concurrir todas las cosas para bien de los
que le aman” (Rom. 8, 28) incluso sus pecados, añade San Agustín.
El filósofo soñaba con encontrar por su pensamiento el orden del
mundo para contemplarlo; pero el alma unida a Ti, Dios mío, lo contempla
sin esfuerzo y desde mucho más arriba.
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poder y participa de tu fuerza. Llega a ser, para las demás, una fuente de
vigor y de energía. Ordena, y la obedecemos; exhorta, y progresamos;
camina valerosamente hacia Ti, y la seguimos; se lanza hacia las alturas, y
hace que los demás subamos hasta allí con ella. Lo que añade mucho al
encanto de esta alma es la gracia con que se desarrolla su vida y se
despliega su fuerza. Tú, Dios mío, lo haces todo con dulzura y firmeza,
suaviter et fortiter. El alma que te está íntimamente unida participa tanto
de esta suavidad como de esta fuerza. Todo en su acción es medido,
ponderado, equilibrado, armonizado. Habla como conviene hacerlo; se
calla cuando es mejor callarse. Se adelanta si es preciso; se esfuma muy
gustosa y sin siquiera hacer notar que se borra. Y así en todo. Eso es lo que
da tanto encanto a su acción. Tiene un algo acabado, perfilado, completo,
perfecto, que extasía. Nada encontramos que sobre en ella. Nada le falta.
Es un fruto hermoso y bueno, de aspecto agradable, de sabor delicioso.
Hay allí algo divino. «Hizo bien todas las cosas».
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Aunque piensa poco en su interés personal y se olvida gustosamente
de sí misma —tal vez incluso a causa de eso—, el alma interior ve que
todas las cosas resultan bien para ella. Todo lo que hace le sale bien. Es
que, en el fondo, su voluntad, perfectamente unida con la voluntad de
Dios, llega a ser tan eficaz como ésta. Lo que el alma emprende, lo
emprende sólo para Dios y según Dios. Lo que hace, es Dios, más que ella,
quien lo hace en ella y por ella. ¿Por qué asombrarse, pues, de sus éxitos?
Incluso lo que parecen sus fracasos acaban, en fin de cuentas, saliendo de
algún modo en provecho suyo. Sucede con ella como con Jesús. Que en la
hora en que todo parece definitivamente perdido es cuando, al contrario,
está todo definitivamente ganado. De la muerte sale la vida; de la
humillación, la gloria. La última palabra sigue correspondiendo siempre a
los amigos de Dios.
MATERNIDAD ESPIRITUAL
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LUCHA CONTRA LOS MALOS
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Quédate conmigo, Jesús, no me abandones; quédate siempre,
siempre. Que yo te sienta allá en el fondo de mi corazón, presente y oculto
a un tiempo. Haz de, mi alma el lugar de tus delicias y de tu descanso. Yo
no te perturbaré, Amado mío. Me pondré a tus pies, te contemplaré, te
amaré sin ruido; te daré todo lo poco que tengo. Reinarás, sobre todo, en
mí, y tu reino no tendrá fin.
Gracias, Dios mío, por tanta bondad. No tengo nada que decir, sólo
tengo que amar. Sí, te amo. Sí, querría repetirte noche y día esta frase
como la única que te agrada y que es digna de Ti; soy tuyo, Jesús mío,
Dios mío; querría también ser Tú mismo, Salvador mío; quiero todo lo que
Tú quieres, es decir, te quiero para mí, todo para mí, cada vez más para mí
y para siempre.
Quédate, Jesús mío. Consúmeme. Úneme a Ti. Divinízame.
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