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SAGAS Y SERIES

Lynn Kurland

** Pensando en ti**
(The Very Thought of You) —1998

Alexander Smith había logrado el éxito en el mundo


profesional pero no la felicidad. Siempre se le había escapado...
junto con el amor verdadero. Entonces, en el castillo McLeod en
Escocia, encontró un mapa pirata que milagrosamente respondió a
su anhelo —con un viaje a través del tiempo. Y cuando fue capturado
en la Inglaterra medieval por Margaret def Falconberg, una fiera
belleza oculta en una armadura de caballero, Alexander descubrió su
propio noble—y apasionado-corazón...

Traducción: Caroline, Cary, Jade, Lilith, Cyllan, Olga,


Sahar, Vickyvtb
Corrección: Caroline e Isabel
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Capitulo 1

Las Tierras Altas, Escocia


Febrero de 1998

El caballo arrugó la nariz, echó hacia atrás la cabeza con obvia


incomodidad y estornudó.
Alexander Smith abrió su boca para maldecir, y entonces se dio cuenta
de la precariedad de su situación. Se aferró a la parte superior de la puerta
del establo y con toda intención mantuvo la boca cerrada. Parpadeó
furiosamente para limpiar sus ojos de una sustancia que no quería examinar
demasiado de cerca.
Debería haberse quedado en la cama.
Lo había sabido, por supuesto, desde el momento en que se había
levantado. La primera pista había sido el sonido de la lluvia en el tejado, el
día cincuenta y seis del diluvio escocés. El siguiente aviso había sido la forma
en que temblaba en una ducha fría, cortesía de su hermano más joven. Y la
ganadora de todas había sido el haber contado con un desayuno de
salchichas, huevos y patatas fritas y encontrar únicamente requesón
peligrosamente envejecido y un pan casi mohoso en la nevera. Gracias a las
manchas de grasa en la barbilla de su hermano, Alex había sabido
inmediatamente a quién culpar.
Y ahora esto.
Miró hacia abajo, a la camisa llena de mucosidad, y se preguntó cuanto
tardaría en secarse de forma que no goteara por toda la casa.
Su caballo, que parecía mucho más cómodo y más bien contrito, le
golpeó amigablemente con su nariz.
—Beast, Beast, —dijo Alex, pasándose cuidadosamente la manga por
la boca, —¿crees realmente que voy a salir con esta pinta? ¿Y qué pasa si nos
topamos con una bonita muchacha escocesa? ¿Qué impresión le vamos a
causar?.
Beast agachó su cabeza con manifiesta vergüenza.
Alex gruñó.
—Exacto. Bueno, ten un buen día. Estoy seguro de que tú lo tendrás,
ahora que puedes respirar de nuevo. Yo me vuelvo a la cama.
Parecía la alternativa más segura.
Se limpió la cara con un trozo limpio del faldón de la camisa, luego
dejó los establos y cruzó el patio andando. El castillo se levantaba enfrente
de él. Un muro impenetrable de piedra gris aligerado únicamente por unas
pocas ventanas en el segundo piso. Su cuñado Jamie había gastado una
fortuna para restaurar el torreón y los resultados eran escalofriantes. Alex
casi podía ver a los hombres de un clan escocés medieval alborotados en la
puerta principal con sus tartanes, esgrimiendo sus espadas y gritando como
banshees.
Alex entró en el salón y cerró la puerta de un portazo detrás de él. Una
vez que sus ojos se adaptaron a la luz interior, vio a su hermano menor
sentado delante de la chimenea, calentando los dedos de los pies con el
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fuego. Alex cruzó el gran salón, preparado para dar al más joven de la
camada una segunda parte de la bronca que le había dado antes. No quería
que ningún otro sábado empezara como éste, sin agua caliente y grasas
saturadas.
Zachary levantó la mirada de su libro, echó un vistazo a Alex, y
empezó a reír.
—Gggrrr, —dijo Alex, preguntándose si estrangular a su hermano sería
la mitad de satisfactorio que pensar en ello.
—Dios mío, —boqueó Zachary entre carcajadas. —¿Qué te ha pasado,
un encuentro con el Moco?
Alex apretó los dientes.
—¿Qué tal te sentaría a ti un encuentro con mis puños?
—Eeee, —dijo Zachary con un estremecimiento. —Quizás después de
que te hayas limpiado.
—Como si pudiera, —gruñó Alex.
—¿Cuál es tu problema? Yo tuve un montón de agua caliente.
—¡Lo sé!
Zachary sólo parpadeó inocentemente. Entonces se frotó su barriga
repugnantemente bien alimentada.
—No queda nada en el refrigerador, ¿sabes?, —dijo él.
—¿Y de quién crees que es la culpa? —, exigió Alex.
Zach suspiró otra vez, el triste suspiro de un hombre abandonado solo
en casa sin nada que comer.
—Hombre, odio cuando Jamie y Elizabeth abandonan la ciudad. Lo
menos que podían haber hecho era dejar a Patrick o a Joshua aquí. Josh hace
unos postres estupendos.—Dirigió a Alex una mirada oblicua.
—¿Por qué me he tenido que quedar atrapado contigo? Ni siquiera eres
capaz de mantener la nevera llena.
Alex revivió brevemente en su mente alguna de las mejores
experiencias que había tenido al golpear con los puños al bebito de su
hermano. Su irritación se aplacó momentáneamente con esos recuerdos
cálidos y borrosos, por lo que logró hablar serenamente.
—¿Y qué te pasa a ti que no puedes ir al supermercado?
Zach se acomodó aun más en su silla y acercó más los pies al fuego.
—Estoy demasiado ocupado. Tienes que ir tú. Y compra algo bueno. No
esa basura de comida sana.
Alex contó mentalmente hasta diez. Cuando eso no funcionó pensó en
un número más alto.
—Oh, ¿Alex? Yo iría primero a la ducha si fuera tú.—Miró a Alex y
empezó a sonreír de nuevo.
—En serio. Creo que es lo que deberías hacer.
Alex quería más que nada retorcer el cuello de su hermano como pago
por haber arruinado su mañana de sábado y para detener las risitas del
mocoso. Desafortunadamente, su camisa estaba comenzando a solidificarse
y empezaba a picarle todo.
—Iré a la tienda más tarde, —gruñó, contentándose con dirigir una
mirada asesina a Zachary y con darle un tironcillo de orejas camino a la
escalera. Con un poco de suerte ahora tendría agua caliente.
Rebuscó en el armario para encontrar ropa limpia, y se dirigió al baño.
Justo cuando estaba acercándose a la ducha para abrir el grifo sonó el
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teléfono. Lo ignoró y abrió el agua. Puso dubitativamente los dedos bajo el


chorro y sonrió con una leve sorpresa ante la temperatura que se elevaba
progresivamente. Quizá las cosas estaban empezando a mejorar.
Empezó a desnudarse pero se dio cuenta de que no tenía toalla. Tenía
un vago recuerdo de haberla tirado al cesto con disgusto después de
temprana incursión en aguas heladas. Después de cerrar la ducha para
conservar la preciada agua caliente, abrió la puerta del baño y se encontró
que el teléfono seguía sonando. Alex gruñó de frustración.
—¡Zach, coge el teléfono!—gritó él.
El teléfono continuó sonando. Alex maldijo mientras se volvía a
abrochar la camisa con cuidado, y luego se dirigió al estudio de su cuñado.
—¿Qué? —ladró al auricular.
—A mí también me alegra hablar contigo, amigo,—dijo una voz
masculina con una sonrisa. —¿Te está encantando ese adorable paisaje
escocés?
Alex puso los ojos en blanco. El día había empeorado, decididamente.
—Tony, ¿qué demonios quieres?
—¿Qué, ni siquiera un poco de conversación amigable?
—Contigo no, gracias, ni de broma.
—¿Cómo está Elizabeth? —continuó Tony. —¿El bebé? ¿El bárbaro de
tu cuñado?
—Mi hermana está bien, su niño está bien, y Jamie está bien. Ahora,
¿qué diablos quieres?
—Bien, ya que lo preguntas,—dijo Tony con una risa tensa, —iré
directo al grano. Necesitamos tus servicios.
Había que concederle a Tony el mérito de no desperdiciar palabras.
Alex inspiró profundamente.
—Tony, lo dejé hace ocho meses. No he cambiado de opinión.
—Pero no has oído esta oferta, amigo mío.
—No quiero oírla.
Tony hizo un sonido de impaciencia. —Es la toma de control más dulce
que he visto jamás. Suave, fácil. No lo verán venir. Ya tengo un porcentaje
mayoritario del capital. Sólo necesito que vengas y cierres el trato. Te hará
más rico de lo que jamás hubieras soñado.
—Ya soy más rico de lo que jamás hubiera soñado, Tony.
—Siempre te puede servir más...
—No. No me llames otra vez.
—Alex…
—No.—Alex colgó el teléfono.
Se reclinó hacia atrás y dejó escapar lentamente la respiración. ¿Era
posible que hubiera disfrutado eso alguna vez?
Desgraciadamente, podía recordar demasiado bien cuánto lo había
disfrutado. Y recordaba claramente cómo había empezado. Anthony DiSalvio
le había contratado cuando era un novato recién salido de la escuela de
leyes, cuando Alex estaba todavía verde y lleno de sueños idealistas. Se
había convertido en abogado para salvar al mundo de la injusticia. Y
entonces Tony, un socio mayoritario, se había acercado a él con una tarea
especial. Alex se había sentido halagado más allá de toda medida. Una
pequeña incursión en una corporación, una toma de control por medio del
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libro; había sido rápido. Había salvado a todos los débiles echando a los
peces gordos.
Había sido un éxito aplastante.
Se le había subido a la cabeza.
Se había despertado siete años más tarde. Había sido la misteriosa
desaparición de su hermana lo que le había hecho dar un vistazo a lo que
estaba haciendo con su vida; no le había gustado lo que había visto. Se había
convertido en un pirata, uno muy rico pero aun así pirata. Los chicos débiles
se habían perdido en la confusión. Alex hacía incursiones por mero deporte, y
por el dinero. Su idea inicial había sido salvar el mundo de la injusticia; en
lugar de eso había terminado siendo la causa de más injusticias de las que
podía soportar.
Así que se había alejado. Lejos de Nueva York y Londres y de todos los
sitios donde había izado la negra bandera y su calavera. Había que
reconocerle a Tony el no haberse tomado en serio su agresivo y ofensivo
retiro.
—Necesito un cambio de escenario,—le dijo a los contenidos del
estudio de Jamie. —A algún lugar soleado, como las Bahamas.
Quizá Jamie tuviera algún libro de viajes en la estantería sobre su
escritorio. Alex postergó su ducha unos pocos minutos más para fijarse en la
biblioteca privada de Jamie. Seguramente habría algún destino detallado allí
que le interesara. Tenía tiempo para unas vacaciones. Ciertamente
necesitaba unas.
Pasó un dedo a lo largo del lomo de cada libro que estaba encima del
escritorio de Jamie, revisando mentalmente los que había leído.
Entonces se detuvo.
«Huellas a través del Tiempo». Mira, ese era nuevo. Alex cogió el libro
y lo abrió. Leyó la cubierta interior.
—En «Huellas a través del Tiempo» al autor Stephen McAfee lleva al
lector a un maravilloso viaje por las carreteras de Bretaña, desde la época
romana hasta nuestros días.
Interesante. Alex hojeó las páginas, y paró cuando algo escapó del
libro y aterrizó sobre el escritorio con un suave plop. Alex dejó el libro y cogió
el trozo de papel plegado. Estaba muy usado, como si lo hubieran plegado y
desplegado docenas de veces. Cautelosamente lo desdobló, luego lo miró
con asombro. Era un mapa del tesoro. Teniendo en cuenta el día que estaba
teniendo, estaba claramente impresionado con su habilidad para reconocerlo.
No es que debiera estar sorprendido. Después de todo, había sido un
Águila cuando fue Boy Scout, y uno famoso por sus habilidades cartográficas.
Añádase a eso las habilidades de abordaje y saqueo que había adquirido
después de salir de la escuela de leyes y tendría la categoría de pirata
totalmente ganada. Este era, sin embargo, uno de los mapas más extraños
que Alex había visto en su larga e ilustre carrera.
Había las cosas normales, desde luego: las requeridas flechas
direccionales, abundantes marcas. De hecho, los puntos de referencia,
sospechosamente se parecían a los alrededores del campo. Sí, las montañas
de Jamie estaban allí al norte. El castillo descansaba destacadamente en el
medio del mapa, con el prado en el sur. Había el bosque al oeste y otra parte
de bosque hacia el sur. Y ese garabato de allí tenía que ser el arroyo que
alimentaba el estanque que se encontraba no muy lejos del jardín. Alex lo
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miró fijamente durante varios minutos, preguntándose qué le parecía


extraño.
Entonces se dio cuenta.
No había sólo una X marcando el punto. Había varias.
Para otro hombre, ese descuido flagrante hacia las normas de cómo se
hace un mapa del tesoro podría haber indicado una ligera confusión por parte
del dibujante. Pero Alex no era cualquier otro hombre. Y el dibujante era su
cuñado, James MacLeod. Y Jamie no estaba confundido, era honesto hasta
más no poder, un antiguo mediev...
Alex echó el freno mental antes de avanzar más por ese camino tan
usado. Viajar por cualquier camino asociado con Jamie era arriesgado para la
salud. Quizás Jamie solo había estado garabateando en su tiempo libre.
Desgraciadamente, aquello no parecían solo garabatos. Alex miró de
nuevo al mapa y frunció el ceño ante lo que estaba garrapateado muy
deliberadamente cerca de la X, con la escritura remarcada de Jamie.
Inglaterra medieval.
Siglo 17 Barbados.
El Futuro.
No podía querer decir lo que él pensaba. El mapa era de sólo
garabatos de Jamie. La gente no camina sobre ciertos lugares en el terreno y
desaparece.
Aunque Barbados no sonaba demasiado mal en este momento. Al
menos haría sol. Y mira, allí estaba, directamente al norte de la Inglaterra
medieval. Alex dejó el mapa colocado de forma destacada sobre el libro,
donde Jamie no pudiera dejar de notar que Alex lo había visto. Descubriría
que le habían pillado, y Alex disfrutaría la oportunidad de burlarse a fondo de
Jamie. El cielo sabía que se lo merecía.
¿Podría ser cierto? Alex evaluó la posibilidad en su mente. Barbados al
menos sería un cambio de escenario placentero. ¿Qué daño podía hacerle
echar un vistazo y deleitarse en la fantasía durante una hora más o menos?
Tenía una gran imaginación. Podría tumbarse bajo un árbol e imaginar que
estaba haraganeando en alguna playa soleada. Quizás podría incluso fingir
que había viajado allí, sólo para ver si podía poner nervioso a Jamie. Si, la
mañana estaba empezando a mejorar.
Alex dejó el estudio, agarró su abrigo y se dirigió escaleras abajo.
Estaba cubierto todavía de mucosidad de caballo, pero no tenía sentido
limpiarse ahora. No necesitaría su camisa durante mucho más tiempo porque
estaría tomando el sol en una playa agradable, mirando el contoneo de
mujeres en bikini que se pavoneaban delante de él, o al menos simulándolo.
Dado que no había visto el cielo azul escocés en semanas, Barbados estaba
empezando a sonar sumamente apetecible.
Si no fuera por ese desconcertante añadido del siglo 17.
Alex chocó con su hermano al pie de la escalera.
—Hey, —dijo Zachary, molesto, —mira por dónde vas. Vas a
ensuciarme y tengo una cita.
Alex se apoyó con una mano en la pared. ¿Zachary tenía una cita? Alex
no había tenido una cita en ocho meses, y era el propietario de una enorme
cartera de valores y se ejercitaba todos los días para evitar que su cuerpo
engordara. Zachary era un antiguo estudiante medio hambriento que comía
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comida basura delante de la televisión y cultivaba cosas en platos de papel


debajo de su cama. ¿Cómo era eso posible?
—¿Con quién?—Preguntó Alex, atónito.
Zachary sonrió burlonamente.
—Fiona MacAllister.
Alex se tambaleó como un borracho.
—¿Fiona? —se quedó boquiabierto.
—Sí, —dijo Zachary con un encogimiento de hombros. —Si te duermes,
pierdes la oportunidad, hermano. Y yo no estaba durmiendo. Tengo que
arreglarme. —Dirigió una mirada afilada a la costrosa camisa de Alex antes
de subir las escaleras y desaparecer de la vista.
Alex negó con la cabeza. Fiona MacAllister era la hija del tendero. Alex
había estado planeando pedirle salir durante semanas. Solo había estado
esperando hasta que pensara que ella se había acostumbrado a él. Después
de todo, era un hombre rico y había sido un poderoso pirata de las finanzas, y
no había querido que ella le quisiera solo por su dinero.
Alex se apartó de la pared. Había algo muy equivocado en el mundo
cuando su hermano podía conseguir una chica con la que salir y él no.
Hizo una última parada en la cocina por si diera la casualidad de que
encontrara por ahí algún escondite de comida basura. Registró la despensa y
encontró su caja secreta de Ding—Dongs todavía a buen recaudo detrás de
un envase de harina de avena y una bolsa de arroz. Era una buena cosa que
Zachary nunca se acercara a nada que se pareciera a un ingrediente crudo.
Alex se dio el gusto de uno inmediatamente y guardó un segundo snack en el
bolsillo de su abrigo. Uno nunca sabía lo que podía encontrar para cenar en la
playa. No tenía sentido el no estar preparado.
Cerró la puerta del vestíbulo tras él y se puso el abrigo. Mientras
cruzaba el patio hacia los establos, la lluvia aumentaba con cada paso que
daba. No era una buena señal, pero la ignoró. En unos minutos tuvo a Beast
ensillado y salió por la puerta principal.
Se volvió hacia el norte para mirar a las montañas detrás de la
propiedad, con sus últimas trazas de nieve. La primavera estaba a la vuelta
de la esquina. Podía olerla. Siguió su nariz como si le apuntase hacia el oeste
donde un pequeño arroyo corría hacia el estanque que descansaba
serenamente cerca del jardín. Jamie había hecho realmente un buen trabajo
reproduciendo ese arroyo en el mapa. Y ahí descansaba Barbados, recién
pasada la Inglaterra medieval al otro lado del estanque.
Alex sintió una incómoda vibración en el aire y frunció el ceño. Podía
creer cualquier cosa del bosque al otro lado del torreón, ¿pero de este
pedacito de tierra enfrente de él? No había puertas al pasado acechando bajo
esas ramas. Quizá simplemente su hermana Elizabeth está usando el mapa
para una de las novelas románticas que escribía.
Alex azuzó a su caballo hacia delante, preguntándose en qué había
estado pensando para salir bajo la lluvia montado en un caballo que tenía un
resfriado, siguiendo las directrices de un mapa hecho por su lunático cuñado.
Estaba perdiendo el sentido. Era la única respuesta. Su desayuno de
requesón fermentado obviamente había tenido efectos adversos en su
sentido común. Incluso la idea de pasar mentalmente una mañana en
Barbados estaba empezando a sonar poco atractivo. Probablemente estaría
mucho mejor llamando a un agente de viajes.
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Pero ya que había llegado hasta allí, no tenía sentido volverse ahora.
Continuó su camino bajo las ramas del serbal. El silencio era tangible. Un
escalofrío recorrió su espalda. Alex se cerró más el cuello y se dio una
sacudida mental.
Al mismo tiempo, se preguntaba como habría descubierto Jamie todas
estas cosas sobre esas pequeñas puertas.
Probablemente fuera mejor no saberlo.
Los árboles clarearon y de repente llegó a un amigable claro. El suelo
del bosque estaba alfombrado con musgo y trébol y un gran círculo de
plantas. Elizabeth lo llamó un aro de hadas. Alex lo miró estrechamente.
¿Esto era la puerta? ¿Era posible? Agitó la cabeza. No podía ser nada más
que un sencillo anillo en la hierba.
¿En serio?
Alex extrajo su infusión de repuesto de chocolate y manteca de cerdo
y comió ruidosa y pensativamente. Había viajado de vuelta al siglo quince a
través del bosque de Jamie, pero no recordaba haber sentido esta clase de
vibración en el aire. Aunque en ese momento había estado demasiado
preocupado por mantener la cabeza encima de los hombros para pensar
demasiado en la mecánica del proceso.
Alex miró a la bola de papel de plata que estaba en su mano y sonrió
débilmente. Podía ser su versión de las miguitas de pan. Lo lanzó fuera del
anillo, entonces palmeó el cuello de su caballo castrado.
—Bueno, Beast, estamos aquí, así que podemos intentarlo. Nos
sentaremos aquí durante unos minutos, haremos de cuenta que estamos
paseando sobre playas de arena blanca al lado de un mar bien azul, luego
volveremos a casa y veremos qué podemos hacer para sacar a Zach del
juego. Iré yo mismo al mercado e intentaré algo. Quizá Fiona solo necesita
saber que estoy interesado. Y si por algún milagro aparecemos en la playa,
quizá Jamie vea nuestro sendero de Ding—Dong y venga a rescatarnos. Pero
no inmediatamente, —añadió él, moviendo a Beast hacia delante hasta que
estuvieron en medio del círculo. —Realmente me vendría muy bien un poco
de luz solar.
Algo silbó cerca de su oído y Beast manoteó. Alex luchó por
permanecer en la montura pero era una batalla que no podía ganar. Cayó al
suelo, sintiendo un agudo dolor en la parte de atrás de su cabeza. Entonces
vio estrellas, montones de ellas. Apretó los dientes mientras luchaba por
permanecer consciente. Debería haberle dicho a Zach dónde iba. Bueno, al
menos su hermano se daría cuenta de que Beast estaba faltando. Quizás el
mocoso tendría el buen sentido de venir detrás de él antes de que se
ahogara en la lluvia.
A través de la neblina que nublaba su visión, podría haber jurado que
había visto una flecha estremeciéndose en un árbol por encima de él.
Esa no era una buena señal.
Sintió el claro golpe de un pie en su costado. Un pie dentro de una
bota. Un pie muy poco amable.
Intentó enfocarse, pero el dolor en su cabeza era cegador. Entonces
sintió la presión de un frío acero en su mejilla. Ahora supo que se estaba
volviendo loco.
—Habéis entrado en mis tierras, —gruñó agriamente una voz ronca. —
Dadme vuestro nombre y motivo.
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Alex parpadeó para despejar la lluvia que había empezado de nuevo


con renovado vigor. De acuerdo, así que algún provinciano había entrado en
la propiedad de Jamie y había decidido robarle. Si sólo pudiera conseguir el
tiempo suficiente para que su cabeza se aclarara, podría tratar con eso.
Empezó a sentarse, entonces obtuvo ayuda. Le agarraron de la parte
delantera de la chaqueta y le sentaron y gruñó involuntariamente ante la
agonía que el movimiento envió a su cerebro.
—Sólo un minuto, —dijo él. Puso su mano en el hombro de su atacante
para estabilizarse y forzó a sus ojos a enfocarse.
Unos ojos grandes y marrones le devolvieron la mirada desde el
refugio de una cofia de cota de malla.
¿Una cofia de cota de malla?
Alex echó un vistazo al resto del traje del chico. Llevaba cota de malla
desde la cabeza hasta los dedos de los pies, cubierto por una sobreveste,
ligas de piel cruzadas sobre unas botas, y guantes de piel cruda. Una mano
enguantada agarraba una espada en ese momento. Alex volvió la mirada a la
cara del joven. Era una cara demasiado bella para que se hubiera
desperdiciado en un chico. Tal vez el crío recibía una buena cantidad de
bromas.
—¡Vuestro nombre, estúpido!—ordenó el chico.
Fue entonces cuando Alex descubrió que algo estaba horriblemente
mal. Todavía tenía frío, seguía habiendo árboles a su alrededor, pero estaba
siendo sacudido por lo que parecía ser un caballero con un traje de batalla
completo.
—Oye,—dijo él, —¡me dirigía a Barbados!.
—¡Si así es como llamáis al infierno, entonces puedo aseguraros que
es donde iréis si no me respondéis!—dijo colérico el joven caballero. —¿Debo
arrancaros vuestro nombre y motivo?
Alex estaba demasiado estupefacto para responder. ¡Maldita sea,
había ido directo a la Inglaterra medieval!
—Sólo déjame estar aquí sentado un minuto, ¿okay? —dijo Alex. —¡Y
para de sacudirme!
El caballero le sacudió de nuevo a pesar de todo.
—Debería cortar tu garganta para ahorrarme el problema de tenerte
en mi tierra.
Alex miró al chico levantar la espada para hacer justamente eso,
cuando se escuchó venir de los árboles detrás del caballero el sonido de un
alegre silbido. Su captor le soltó tan rápidamente que cayó de espaldas de
nuevo, y golpeándose su cabeza fuertemente contra el suelo.
—Siéntete afortunado de estar tan cerca de la frontera,—gruñó el
joven, —si no te quitaría la vida y no sentiría ningún pesar.
Alex si acaso estaba consciente de que el caballero abandonaba el
claro. Miró hacia el cielo y dejó que la lluvia cayera sobre él sin impedimento.
Bueno, al menos al fin podría remojar su camisa lo suficiente para que se
limpiara. No tenía sentido viajar por el tiempo cuando su aspecto no era el
mejor. Su caballo deambuló por allí y le dio un topetazo con la nariz.
—Esto es todo culpa tuya, Beast,—dijo Alex. —Si no hubieras tenido
una gripa, nunca hubiera vuelto a la casa y nunca hubiera encontrado ese
condenado mapa.—Alex intentó sentarse, pero era demasiado esfuerzo. —
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Solo unos cuantos minutos más,—se prometió a sí mismo. —Descansaré aquí


unos cuantos minutos más.
Frunció el ceño mientras se acercaba la canción. Este bruto no tenía
nada de oído. La canción se detuvo abruptamente para ser reemplazada por
un jadeo. Alex oyó el bufido de otro caballo y un tintineo de espuelas. Alex se
quedó con la mirada fija en el cielo hasta que el gris quedó bloqueado por la
visión de otro hombre con cota de malla.
—Esto es tan solo un shock hipoglicémico provocado por la falta de
comida chatarra, —dijo Alex firmemente, cerrando sus ojos. —Necesito
Twinkies. Necesito Moon Pies. —Gruñó. —¡Maldita sea, Jamie, te mataré por
esto!
—Mi señor, permitidme ayudaros.
—Lárgate, —dijo Alex malhumoradamente. —Y deja de cantar. Lo
haces horrorosamente.
Una sonrisa suave sacudió sus oídos.
—Buen señor, habéis tenido una caída que ha confundido vuestra
razón. —El sonido del metal y el chirrido del cuero precedieron a una mano
firme en el hombro de Alex. —¿Podéis sentaros?
—La pregunta es, ¿quiero? Y la respuesta es no.
—Ciertamente no deseáis permanecer aquí. Estamos demasiado cerca
de las tierras de Margaret de Falconberg. Sois muy afortunado de que no
haya enviado ya a uno de sus hombres para mataros.
Alex estaba dividido entre las ganas de reír y de llorar. Maldita sea,
¿por qué Jamie no había puesto ese mapa bajo llave? ¿O al menos puesto
algún aviso decente en él? Alex decidió que cuando se las arreglara para
volver a 1998, estrangularía a su cuñado y disfrutaría cada minuto.
Con un pesado suspiro abrió los ojos y miró hacia arriba.
—¿Quién demonios eres tú?
La sonrió del hombre se amplió.
—Edward de Brackwald, a vuestro servicio. Sentíos agradecido de que
tengo un buen temperamento, si no vuestros insultos me habrían obligado a
retaros.—Su sonrisa no se desvaneció. —Afortunadamente para vos, cometí
adulterio con la condesa de Devonshire hace una semana. Mi penitencia fue
hacer una buena obra por alguien necesitado.
Alex se puso derecho con un gemido y cautelosamente se tocó la parte
de atrás de la cabeza.
—Si alguna vez hubo un hombre necesitado, ese soy yo. —Miró a
Edward de Backwald y se sobresaltó. Cota de malla. Una sobreveste. Ligas
cruzadas cubriendo mallas y botas.
Alex suspiró.
—Déjame adivinar. Inglaterra, ¿verdad?
—Ah, sois uno de los hombres del Rey Ricardo, ¿no?—dijo Edward con
una risa suave. —Ni Sajonia ni Normandía para vos y vuestra clase. Aunque
me atrevería a decir que habláis inglés con la falta de habilidad de la que solo
un normando podría jactarse.
—Mi francés es incluso peor, —suspiró Alex. Se rozó la parte de atrás
del cuello con sus dedos, haciendo una mueca ante el tiro. —Bueno, los
garabatos no mentían. La Inglaterra del siglo doce. Jamie lo señaló
correctamente.
—¿Quién es Jamie?
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—Mi cuñado. Es una larga historia.


—Lo único que tengo es tiempo. Regresemos al salón de mi hermano.
Puedo ver por el estado de vuestras vestiduras que habéis estado viajando
por algún tiempo.
Alex no se molestó en corregirle. —Realmente me encantaría, pero
necesito ir a casa.—Cerró sus ojos y conjuró una imagen del torreón de Jamie.
No, eso no funcionaba. Todo lo que podía imaginarse eran sus dedos
alrededor de la garganta de su cuñado. Satisfactorio pero no muy positivo.
Volvió sus pensamientos a su coche, pero solo podía verlo chocado en un
árbol con Zachary de pie, al lado mirando avergonzado.
Mi experiencia me dice que un cuerpo no puede volver a casa hasta
que su tarea en el pasado ha finalizado.
Las palabras de Jamie golpearon a Alex con la fuerza de una bola
devastadora, y se quedó sin aliento a su pesar. Si lo que Jamie había dicho
era cierto, las ramificaciones eran alarmantes.
Primero, no podría volver a casa hasta que hubiera hecho lo que se
suponía que tenía que hacer en la Inglaterra medieval.
Segundo, Jamie había estado haciendo más investigación sobre el
asunto de lo que era bueno para él.
De cualquier forma, Alex supo que estaba condenado.
—¿Mi señor?
—Pienso que me vendría bien un poco de ayuda. Por el momento,—
dijo, como un recordatorio para sí mismo. Se desharía de su dolor de cabeza,
entonces se iría a casa y mataría a Jamie.
—¿Cuál es vuestro nombre, mi señor?
—Alex.
—¿De?
Alex sonrió.
—De Seattle, originalmente. —Quizás fuera mejor que no admitiera
ninguna conexión escocesa por el momento.
—Ah, —dijo Edward sabiamente. —Del continente, asumo. Perfecto,
entonces. Hablemos en francés. Eso apaciguará a mi hermano. Es de la
opinión de que la lengua inglesa debería ser ejecutada junto con sus
hablantes sajones.
Entonces comenzó a una charla larga, extensa, de la que Alex solo
entendió una parte. Podría haber hablado gaélico de forma fluida y
defenderse bastante bien en inglés antiguo, pero su francés era tan pobre
que era casi inexistente. Era una pena que no hubiera aterrizado en la
antigua Roma. Su latín era excelente. La siguiente vez iría directo a esa X.
Maldita sea, realmente había querido ir a Barbados. Si hubiera sabido que el
mapa era preciso, se habría esmerado un poco más en seguirlo. Playas
blancas, mujeres desnudas, ron sabroso. ¿Por qué no había ido al norte en
lugar de al sur?
—¿Sir Alex? ¿O debería llamaros lord? ¿Es vuestro padre un noble?
Alex tuvo el claro sentimiento de que Edward no entendería si
descubría que Robert Smith era pediatra. Mejor no explicarlo. Darse el placer
de unos delirios de grandeza no podía hacer daño, ¿verdad?
—Mi padre es un hombre muy importante en, hum, Seattle.
—Ah, un noble. ¿Entonces sois un caballero?
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—Sí, seguro, —mintió Alex. No tenía sentido etiquetarse a sí mismo


como siervo desde el principio.
Edward miró a los pies de Alex.
—¿Pero dónde están vuestras espuelas, sir Alex? ¿Y vuestra espada?
Por todos los santos, ¿os han robado?
—Bueno, no exactamente. Más bien las dejé en casa.
—Ah, —dijo Edward, —ya veo. Una manera peligrosa de viajar,
ciertamente, pero cada hombre debe actuar de la manera que considere
correcto. Dirijámonos a Brackwald y quizás podamos encontrar otro
equipamiento para vos allí.
—Me suena bien, —dijo Alex mientras aceptaba la mano de Edward
para levantarse. Se encaramó a la silla y apretó los dientes ante la llamarada
de dolor en su cráneo. Edward empezó a balbucear de nuevo en francés.
—No tan rápido, —suplicó Alex. —Mi francés es muy pobre.
—¿Cómo puede ser, —preguntó Alex, —si vuestra familia es del
continente?
—He estado viajando la mayor parte de mi vida.
La pronta sonrisa de Edward retornó.
—Por supuesto, sir Alex.
Alex siguió a Edward e invirtió todas sus energías en permanecer
consciente. Estaba en un apuro y Jamie era responsable. Inglaterra medieval.
Entre todos los lugares.
Bueno, quizás no fuera una completa pérdida de tiempo. Daría una
vuelta durante unos cuantos días, absorbería algo de cultura y entonces
volvería al aro de hadas. Parpadearía los un par de veces, murmuraría unos
cuantos nombres célticos antiguos como un hechizo, y entonces estaría en
casa. Jamie probablemente estaría sacando teorías sobre las tareas del
pasado. Al demonio con él y su filosofía escocesa. Alex apartó pensamientos
dañinos de su mente y se concentró en su retorno. Quizás lograría llegar a
casa a tiempo para atajar a Zachary antes de que saliera para su cita con
Fiona.
Sintió que empezaba a caer de la silla de montar, pero se encontró con
que no tenía la energía suficiente para hacer otra cosa que dejarse ir.
Aterrizó en el barro con un golpe que sacudió sus huesos.
Con el último pensamiento coherente que cruzó su cerebro, se le
ocurrió que Jamie y Elizabeth habían estado viniendo a casa muy bronceados
después de largos fines de semana. Alex tenía la sensación de que ahora
sabía dónde se habían ido en sus pequeños viajes de un día.
La soleada Barbados.
Y aquí estaba él en la vieja y húmeda Inglaterra.
¡Malditos los dos!
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Capitulo 2

Margaret de Falconberg permanecía de pie sola en las almenas y


miraba hacia el campo que se extendía delante de ella. Permanecía
perfectamente quieta a pesar del frío y del miedo que se negaba a admitir.
Las tierras que su abuelo había reclamado para sí se extendían hasta
donde alcanzaba su vista. Después, su padre las había mantenido con su
habilidad y su ingenio. Ahora, a pesar de cómo cierto número de hombres
podían ver las cosas, eran todas suyas, para mantenerlas o perderlas. Y las
mantendría, o moriría en el intento.
Escudaba sus ojos del sol poniente. La vista podría haber sido
placentera en otro momento. Incluso esta noche habría sido una agradable
puesta de sol de no ser por el humo de los fuegos que oscurecía el cielo de la
tarde. ¡Maldito Brackwald! Se volvía más atrevido con cada semana que
pasaba. Quince días antes había robado la cuarta parte de su manada. Las
ovejas se habían recobrado pero por un precio. Los animales habían sido
enviados de vuelta intactos, pastoreados por caballeros trasquilados y
desnudos. Los cinco hombres habían sido tan humillados que les había
liberado antes de terminar su servicio anual.
Y ahora las cabañas de los campesinos. Solo dos de ellas, pero incluso
ese simple acto había desplazado a dos familias. Nueve personas a las que se
les había dado alojamiento temporal en el torreón. Era solo otra de la larga
lista de injusticias que habían sufrido ella y su gente.
Quizás lo más insultante era que Ralf de Brackwald no se lanzó sobre
ella de manera abierta. Lo que ella podría haber aguantado. De hecho, ella
podría haber tomado represalias con una ofensiva que habría hecho que el
mismo rey prestara atención. Pero Brackwald no pretendía sitiar sus tierras.
Él le había dejado dolorosamente claro que la consideraba un oponente
demasiado inferior para hacerlo. No, pequeños robos e insultos ligeramente
incubiertos eran lo que él pensaba que merecía. Él pensaba agotarla,
menospreciarla bastante y por largo rato hasta que finalmente sufriera una
crisis nerviosa y se lanzara llorando a sus pies rogándole por misericordia.
—Bastardo hijo de puta, —masculló ella en voz baja. Nunca le daría la
satisfacción de verla acobardarse. Podría haber nacido mujer, pero tenía el
coraje y la energía de un hombre. Ni su padre ni sus hermanos habrían
cedido ante Brackwald, y ella tampoco lo haría.
Al menos los fuegos estaban empezando a extinguirse. Habrían más.
Brackwald no pararía hasta que tuviera todas sus tierras y la cota de malla
que llevaba puesta. Ella elevó sus ojos y agitó su puño hacia el este, donde
se encontraba Brackwald. Que lo intente. Se encontraría con que la última de
los Falconbergs no era de ninguna forma poca cosa.
—¿Lady Margaret?
Margaret se volteó para encontrar a su capitán de la guarnición parado
a unos diez pasos de ella. Su cara curtida por el tiempo lucía un hosco ceño
fruncido. Margaret suspiró silenciosamente ante la visión. ¿Qué nuevo caos
había provocado Brackwald?
—¿Sí?—preguntó ella.
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—Se ha tranquilizado a los campesinos y se han enviado hombres para


reconstruir sus casas. En el recuento se ha visto que se han perdido más
ovejas y que un campo ha sido saqueado. Esto estaba clavado en un árbol
con una flecha.
Margaret tomó la misiva y luchó bajo la última luz del día por descifrar
las palabras que ya sabía que la condenarían.

Lady Falconberg,

Guardaos vos y vuestra gente mientras podáis. Una mujer no es capaz


de oponerse a un hombre, algo que vuestro padre debería haberos
enseñado. He sido amable en el pasado por respeto a vuestro género. No lo
seré por más tiempo. Un mes es el tiempo que tenéis para resignaros a
vuestro destino. En ese momento esperaré veros con las puertas abiertas y
esperándome, vestida apropiadamente. He hablado con el Príncipe Juan? en
relación con este asunto y ha estado de acuerdo en que ya se ha pasado de
largo el momento en que deberíais haber tomado un marido que os controle.
Ha estado de acuerdo en que yo debo ser ese hombre.

Vuestro servidor,
Ralf de Brackwald

—¿Mi señora?
Margaret miró a su capitán.
—Ha ido a Juan, —dijo sin emoción.
Sir George hizo un ruido similar a un gruñido. Margaret no estaba
segura de cómo lo hacía, pero de alguna manera se las arreglaba para
comunicar sin palabras su opinión sobre ella y su situación.
Desafortunadamente, sabía exactamente lo que él pensaba, pues se lo había
dicho a menudo.
Cada vez que sostenía una espada en sus manos, sabía que él pensaba
que más bien debería estar sosteniendo una aguja. Cada vez que ella
planeaba una estratagema, sabía que pensaba que tendría que limitarse a
planear las comidas. Creía que su lugar estaba sentada junto al marco de un
tapiz, no en un consejo de guerra, sin importar que la hubiera visto aprender
las artes de la guerra todo el tiempo con sus hermanos, y sin importar que
hubiera asumido el control de la propiedad después de que sus hermanos,
todos sin excepción, hubieran perecido y su padre hubiera caído enfermo.
Pero, a pesar de sus pensamientos, ni una sola vez había dejado de
estar detrás de ella. Cuando su padre había muerto, se había vuelto hacia
ella sin un parpadeo, doblándose sobre una rodilla chirriante y alzando el
puño de su espada hacia ella. Hacia ella, una muchacha de quince años que
no tenía espuelas. Ella nunca lo había dicho, pero ese acto de fe le había
dado la confianza que necesitaba a lo largo de los años para seguir el camino
que había elegido.
Y en el que seguiría. Por la lealtad de Sir George y a pesar de sus
gruñidos.
—Maldición, —dijo ella, mirando fijamente sobre los campos. —El
miserable no tiene el coraje de venir a mí abiertamente. ¡Cómo se atreve a ir
a ver al príncipe a espaldas mías!
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George apoyó sus codos en el muro cercano a ella.


—Finalmente tendréis que casaros con él, mi niña.
—No con él. George, ¡arruinaría a Falconberg en un año!—Ella negó
con la cabeza. —Incluso aunque quisiera casarme, lo que no es así, nunca
escogería a Ralf de Brackwald. ¡Por todos los santos, —dijo ella, golpeando
con su mano sobre el muro de rocas, —puedo mantener esta propiedad sin
ayuda de un hombre!
George gruñó.
—Difícilmente se encuentra entre las habilidades que una castellana
debería poseer.
—Pero son mis habilidades y me ha costado esfuerzo obtenerlas.
Ligeramente inclinó su cabeza. Margaret lo supo porque le había
estado observando de cerca.
—Es una pena que los hombres sean demasiado estúpidos para
apreciar mi entrenamiento, —dijo ella firmemente, —si no podrían enviarme
a sus hijos como pajes.
George aclaró su garganta.
—Somos totalmente conscientes de lo que tenemos. Ahora, ¿cómo
pensáis escapar de este aprieto?
—Le rechazaré hasta el regreso de Ricardo.
—¿Y si los rumores del regreso del rey son falsos?
Margaret miró sobre sus tierras y sintió el nudo corredizo empezar a
cerrarse sobre su cuello.
—Entonces yo misma arruinaré Falconberg para comprar el favor de
Juan. Sobornar a sus hombres de confianza ha funcionado bastante bien
hasta ahora. Ninguno de ellos había pedido en ningún momento ver a mi
padre. Si Ralf no hubiera descubierto la verdad por sí mismo, yo todavía
estaría en paz.
George negó con la cabeza lentamente.
—Tenéis suerte de que tanto Ralf como Juan piensen que tu padre ha
fallecido recientemente. No sé cómo os las habéis arreglado para mantener
su muerte en secreto todos estos años. —Él la miró. —No podría haber
durado mucho más, Margaret.
—Entonces encontraré otra forma, —dijo ella firmemente. —Tengo
todavía un mes para pensar en un esquema. Debo hacerlo, pues no tengo
intenciones de casarme con ese miserable. Si tan solo no les hubiera ganado
a todos mis mejores aliados en las listas.
—¡Milady, milady! ¡Venid rápidamente!—Un joven paje estaba en la
puerta de la torre. —Ha empezado otra vez y no hemos tenido tiempo de
prepararnos.
Margaret giró hacia el muchacho de la cocina, no, el paje, se corrigió.
Timothy había parecido un jovencito bastante prometedor. Los cielos sabían
que no es que hubiera tenido muchos entre los que escoger. Otros los
ridiculizarían a ella y a los que hubiera entrenado como pajes y escuderos,
pero ella hacía lo que podía con lo que tenía.
—¡Milady, por favor!—llamó Timothy frenéticamente.
Margaret quería alzar las manos con desesperación. Primero
Brackwald, ahora esto. ¿Qué más podría depararle el día antes de que cayera
la completa oscuridad?
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—Vamos, George, —dijo Margaret, con un suspiro. —Mejor bajar antes


de que el salón sea ensuciado con montones de hilos.
—Esperaré aquí, —dijo George, pegándose al muro como un obstinado
hongo. —Solo para conservar vuestro lugar, —añadió él.
—No lo harás, —dijo ella, asiéndole por el codo y tirando de él. —Si yo
debo ir, entonces tú también.
—No seré de ninguna ayuda, —protestó George.
Margaret le miró fulminante.
—Si debo tolerar la tormenta que me espera abajo, entonces también
lo debe soportar todo el mundo en el torreón, incluyéndote a ti.
Ella bajó las escaleras con pasos pesados, tan rápido como le era
posible, avanzando rápidamente por el corredor con tanta prisa como su cota
de malla le permitía, y descendió el tramo final de las escaleras circulares
hasta el gran salón. Ella se detuvo abruptamente ante el silencio que había
allí, silencio que solo rompían los resoplidos de George mientras descendía
pesadamente las escaleras detrás de ella.
—Oof, —masculló ella cuando chocó contra su espalda. Le echó una
mano para estabilizarlo y para detener sus disculpas. Por todos los santos,
debería haber estado más atenta. Era obvio por el aspecto de tensión en los
rostros de los reunidos en el gran salón que ciertamente había llegado
demasiado tarde.
Baldric el Juglar estaba encima de su pequeño taburete, rascándose su
mejilla arrugada y con barba de un día. Sí, realmente era un signo muy malo.
Margaret empezó a atravesar el piso del salón lentamente, para no
atraer la atención sobre ella, ni interferir con la concentración del juglar.
Ahora estaba frotándose la mandíbula. ¡Por todos los santos, era una
acción de un augurio diabólico!
— ¿Barquero?—brindó ella mientras se acercaba a su taburete.
Él dirigió la mirada hacia abajo, hacia ella, con disgusto y exhaló un
resoplido desdeñoso.
— ¿Estocada de espada?—aventuró ella, observando su expresión en
busca de cualquier signo de esperanza.
Él negó con la cabeza.
Margaret miró a las otras almas reunidas allí con una mirada
inquisitiva. Como un solo hombre, se la devolvieron impotentemente.
—Mi señora, —le susurró Timothy, —empezó antes de que pudiéramos
reunirnos. Sin ningún aviso. De repente estaba allí, subido en su taburete, en
el medio antes de que yo pudiera parpadear.
Baldric la miró con el ceño fruncido.
—Os perdisteis el comienzo, —anunció, sonando más bien disgustado.
Margaret aparentó una imagen de contrición.
—Otras preocupaciones me entretuvieron, buen Baldric.
—Preocupaciones femeninas, —dijo él con un semblante ceñudo. —
¡Por todos los santos, las mujeres están demasiado preocupadas por cosas
así!
Ella asintió con la cabeza.
—Sí, es cierto. Os pido sinceramente perdón, buen señor, pues
ciertamente es mi culpa que no estuviéramos debidamente reunidos antes
de que vos nos deleitarais con otro verso o dos. ¿Quizás podríais comenzar
de nuevo?
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Baldric lo consideró.
—Mi corazón se quiebra por no haber oído el comienzo de vuestra
canción.
—Humm, —dijo él, sonando ligeramente apaciguado. —Muy bien,
entonces. —Aclaró su garganta, tosió secamente, y entonces escupió sobre
su hombro en el fuego.
Margaret resistió la urgencia de esconder la cara entre las manos y
gemir. El porqué ninguno de sus hermanos se había llevado a Baldric a las
Cruzadas era un misterio. No solo había heredado las propiedades de su
padre, también había heredado a su trovador, que estaba tan chiflado como
una cabra. Hacía mucho tiempo que había dejado de tener sentido. Sólo los
cielos sabían de qué fuente de locura extraía sus versos, pues no eran como
nada que ella hubiera escuchado. Pero él crearía esos versos, así les matara
a todos escucharlos.
—Ejem, —repitió Baldric, mirándola agudamente.
Quizás él no fuera tan chiflado como parecía, pensó Margaret con un
respingo.

Una mañana luminosa y brillante de junio, empezó él,


La joven Margaret su verdadero amor buscó.
Ella vagó por colinas y valles,
Y en cada arroyuelo se contempló.

—Suena como si os hubierais ido a una maldita pesca, —masculló


George detrás de ella.
Baldric le lanzó a George una mirada que podría haber marchitado una
vigorosa flor a cincuenta pasos. Margaret oyó a su capitán mascullar algo por
lo bajo, y entonces le sintió moverse detrás de ella, fuera de la vista de
Baldric. Margaret no podía reprochárselo, pues ella ciertamente deseaba
hacer lo mismo. ¡Por todos los santos, no tenía estómago para escuchar
canciones acerca de su búsqueda por un maldito amante!

Delante apareció un hombre envuelto en negro,


Que esgrimió su espada con gran habilidad.
Él posó los ojos en nuestra dama errante,
Mientras ella exploraba en la cima de una pequeña colina.
Tal como a esa dulce doncella él observaba,
Una sonrisa pronto reemplazó su oscuro ceño.
Él dijo, ¡busquemos un sacerdote!
Y nuestra Meg dijo...

—Antes me ahogaría—, masculló Margaret. Baldric se aclaró la


garganta, sonando profundamente ofendido.

Y nuestra Meg dijo, ¡me gustan los hombres de marrón!

Él terminó el verso bruscamente, fulminándole con la mirada.


Margaret luchó por mostrarse contrita, pero era todo lo que podía
hacer en vez de voltearse y correr. ¿Por qué, por los clavos de Cristo, había
elegido Baldric este tema para sus versos hoy?
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Él le ofreció a nuestra señora su espada,


Y le dijo a ella que le tome fuertemente,
La tendría o se sentiría perecer,
Por tenerla él alcanzaría o pretendería perecer,
Ella dijo, no, pero tomaré vuestro caballo.
Así es que Margaret cabalgó a casa con su montura,
Y pensó el día, enteramente un éxito,
En casa, alimentó al querido Baldric
con todos los dulces que a él más le gustaban.
por ser un excelente poeta,

Margaret retuvo el aliento. Ya estaba perdiendo su sentido de la


métrica. Solo los cielos sabían lo que vendría después.

Entonces ella dijo para sí misma, estoy... estoy...

Baldric frunció el ceño con concentración. Todo el grupo se inclinó


hacia delante con anticipación, como si con su mismo movimiento pudieran
inspirarle grandeza. Margaret se inclinó también hacia delante, deseando que
el anciano juglar encontrara su última rima. De otra forma todos tendrían un
gran problema. Él rascó su mejilla.
Entonces se dedicó a frotar su mejilla. Cuando él empezó a flexionar
sus dedos, Margaret supo que había llegado el momento de la acción.
—Estoy bendita, —dijo ella repentinamente. —Ved, Baldric, eso es.
Bien hecho.
—Eso no es lo que yo quería, —gruñó el. —No rima.
—Oh, pero sí lo hace. Intentadlo, amigo mío, y ved.
Él la miró ceñudo, luego volvió su atención hacia su interior y masculló
en voz baja durante varios momentos, aparentemente probando varias
palabras para juzgar su ajuste. Entonces echó sus hombros para atrás y dijo,
orgullosamente,

Y ella dijo para sí misma, ¡tal largueza!

—Juglaría de exquisito nivel, —añadió él modestamente.


—Seguro, amigo mío, —dijo ella, aplaudiendo cortésmente. Cuando el
resto del grupo familiar no hizo lo mismo, les barrió con la mirada.
Inmediatamente captaron el propósito. No importaba que hubiera
chapuceado esa última parte. La mayor parte de la obra había sido tolerable,
dejando aparte el tema. ¡Como si ella fuera a buscar un amante en cada
colina y cada valle!
Margaret ayudó a Baldric a bajar del taburete.
—Sentaos a la mesa, gentil señor, y los dulces llegarán
inmediatamente.
—Dos de cada clase, —declaró él, cada pulgada del juglar orgullosa por
haber finalizado de forma apropiada una conmovedora tarde de
entretenimiento para su señor.
—Desde luego, —estuvo de acuerdo Margaret.
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Ella empezó a ir hacia el fuego, al lado de George, cuando notó a los


tres nuevos hombres que habían entrado para su servicio de cuarenta días.
Eran hombres jóvenes, nombrados caballeros recientemente y enviados por
sus padres para servirla, aunque sin duda bajo mucha coacción. Estaban
mirándola como si estuviera desnuda.
Margaret se miró de arriba abajo rápidamente. La sobreveste y la
túnica ocultaban su camisa de cota de malla bastante bien. Ciertamente
estaba apropiadamente vestida. Quizás nunca habían visto antes a una mujer
con cota de malla. Idiotas, se mofó silenciosamente. Ella era la única cosa
que mantenía sus propiedades seguras. Les dejaría intentar cuidar las tierras
de Falconberg, a pesar de todo.
Quizás era su persona lo que encontraban risible. ¿Qué importancia
tenía que fuera más alta que la mayoría de los hombres del torreón? Su
padre había sido muy alto, igual que sus hermanos. Era un rasgo de familia
del que ella se sentía orgullosa. Ferozmente suprimió la urgencia de agachar
los hombros y encogerse. Era una Falconberg y los Falconberg permanecían
erguidos. Su padre se lo había dicho tantas veces que podía oír su voz en su
mente tan claramente como si estuviera al lado de ella. No era desgarbada.
Eran sus hombres los que debían ser culpados por ser más bajos que ella.
Ella volteó su cara hacia la chimenea y dio grandes pasos hacia su
capitán. Él la miró gentilmente y ella pudo ver la comprensión en los ojos de
él.
—Déjalo, viejo tonto,—dijo ella agudamente.
—Margaret…
—Suficiente,—dijo ella. —Usa tu cerebro para algo más útil que
pensamientos vanos.
—Después de lo que acabamos de oír, mi ingenio no sirve para nada.—
Él meneó su cabeza. —Era igual de poco hábil en los días de vuestro padre.
Peor, tenía más aliento para hablar.
—Cielos, parloteas tanto como él,—criticó Margaret. —Si no puedes
pensar en una salida para este enredo, permanece callado y permítidme a mí
hacerlo.
George suspiró.
—Es una pena que no tengamos un ejército que responda a nuestra
llamada para realizar una demostración de fuerza. Entonces, Brackwald lo
pensaría dos veces antes de enfrentarse a nosotros.
Margaret negó con la cabeza.
—¿Y qué haríamos? ¿Capturar sus propiedades?
George sonrió.
—¿Para qué las querríamos? Ha dejado sus tierras tan exhaustas que
no queda nada en ellas.
—Sí, es cierto,—estuvo de acuerdo Margaret. —Es un milagro que sea
capaz de alimentar a su gente. Me atrevería a decir que no lo hace muy bien.
—Sin duda,—dijo George, —de otra forma podríais tomar su despensa
como rescate.
Margaret casi sonrió, pero sus dificultades eran demasiado peligrosas
para bromear. Era una pena que no hubiera nada que Ralf valorara.
Ella se congeló, y entonces lentamente miró a su capitán.
—Tiene a Edward,—exhaló ella.
George parpadeó, luego se quedó con la boca abierta.
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—Margaret, no podéis pensar...


—Sí,—dijo ella, sintiendo que se le quitaba un peso de los hombre. —Es
perfecto.
—Os habéis vuelto loca,—exclamó George. —No puedes pedir rescate
por él.
—¿Y por qué no? Le vi vagando por mis tierras este amanecer. Si está
lo bastante loco para hacerlo, no hay duda de que lo estará para hacerlo en
el futuro. Lo atraparé mientras esté echando una siesta debajo de un árbol.
George negó con la cabeza.
—Estaba de vuelta de su viaje a Londres. Probablemente no dejará
Brackwald una vez que esté allí.
—Entonces entraré a Brackwald y le haré salir.
—Por todos los santos,—balbuceó George, —¿habéis perdido el juicio?
—Me atrevería a decir que finalmente he recobrado la razón,—dijo ella,
sintiendo que la recorría una oleada de buen humor. —Si tengo algo que Ralf
quiera mucho, entonces poseo algo con lo que negociar. Cuando le dé la
bienvenida en mis puertas dentro de un mes, será con mi espada cruzando el
cuello de su precioso hermano. Veremos cuán rápidamente Ralf jura dejarme
en paz cuando esa visión le reciba.
George suspiró profundamente. La miró por debajo de sus pobladas
cejas blancas y frunció el ceño. Suspiró de nuevo, muy pesadamente.
Margaret esperó. Obviamente, haría lo que le placiera de cualquier
forma, pero tener la ayuda de George sería una ventaja.
Él frunció el ceño de nuevo, dio ostentosamente otro suspiro largo y
profundo, entonces la miró de soslayo, como si buscara una vacilación en su
voluntad.
Ella continuó esperando, inmutable.
—Tendremos que sobornar a los guardias de sus puertas,—refunfuñó
finalmente.
Margaret luchó por no sonreír.
—Eso es fácil.
—Y necesitaremos uno o dos criados que cooperen. Yo he estado solo
una vez dentro de Brackwald y fue hace años.
—Tengo oro suficiente para ello.
—Y disfraces.
Margaret quiso soltar una carcajada con alivio. Por primera vez en
meses sintió que podría lograr conservar su hogar.
—Hecho,—dijo ella.
George movió la cabeza.
—Esto es una locura, Margaret.
—¿Tienes una idea mejor?
Él frunció los labios.
—Vuestro padre me flagelaría si supiera que he estado de acuerdo con
este plan.
Obviamente, no tenía una idea mejor. Margaret sonrió felizmente.
—En lugar de ello te alabaría por tu valentía. No había nada que le
gustara más que un buen secuestro.
Él gruñó.
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—Entonces supongo que ya sabemos de quién habéis heredado


vuestras ideas. Sería mejor que volvierais a la mesa y aumentarais vuestra
fuerza. Tenemos mucho que hacer en los próximos días.
Margaret inclinó la cabeza triunfalmente y tomó su lugar en la mesa
del señor. Su corazón estaba tan ligero que era capaz de ignorar
completamente las miradas de sus nuevos caballeros. Que pensaran lo que
quisieran. Su guarnición permanente no le prestaba ninguna atención. Los
otros aprenderían a hacer lo mismo rápidamente.
Por una vez, el que se le quedaran mirando con una fascinación
horrorizada o le ignoraran no le molestaba. La libertad estaba a su alcance. Si
pudiera frustrar los planes de Brackwald de una vez por todas, su vida
finalmente sería pacífica. Podría concentrarse en el entrenamiento de sus
hombres y la gestión eficiente de sus propiedades. Sí, podría sentirse incluso
lo suficientemente segura para dormir sin llevar puesta su cota de malla. Ese
sería un placer que recibiría con gran placer.
Mientras sorbía su vino, dio vueltas en su mente a sus recuerdos de
Edward de Brackwald. ¿Dónde había conseguido el hombre unas ropas tan
extrañas? ¿Y esos ojos color agua que quitaban la respiración?
No importaba. Él sería la moneda que usaría para comprar su libertar.
Era la única utilidad que tenía para ella.
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Capitulo 3

Alex se sentó en un banco de piedra y, por primera vez en sus treinta y


dos años, se sintió como una tímida violeta. Nunca se había encontrado en
esa situación antes y se dio cuenta de que no le gustaba ni un poco.
Tenía cuatro hermanos, de los cuales los dos mayores habían hecho
todo lo posible para endurecerlo tanto en el jardín infantil como en los años
siguientes en la escuela. También había jugado fútbol americano y no había
sido un quarterback? cobarde que se escondía detrás de la línea de fuego. No
señor, él había sido un tackle? defensivo y había derribado a hombres que
eran dos veces su tamaño. Ni una sola vez se había echado atrás en una
pelea en el campo o en la sala de juntas. Pero ahora las cosas eran
diferentes.
—¿No se os puede persuadir para alzar una espada? —preguntó
Edward, viéndose tan incómodo como Alex. —¿Una ligera, quizás?
—No es que no pueda alzar una, —dijo Alex defensivamente, —es que
yo gané 7.
—Ah, ya veo, —dijo Edward, aparentando estar muy confuso. —¿Algún
tipo de voto sagrado?
—Algo parecido.
Edward le dirigió otra mirada perpleja, como si Alex y sus motivos
estuvieran más allá de la comprensión de cualquier hombre sensato. Y
probablemente estuvieran mucho más allá de las experiencias de cualquier
hombre del año 1194. Alex movió la cabeza con una mueca de disgusto.
Bueno, al menos Jamie había puesto correctamente la época en el mapa.
Alex tendría que felicitarle la próxima vez que se encontraran. Sería un inicio
genial para la mutilación y asesinato familiar.
Edward estaba todavía observándole enigmáticamente. Alex no se
atrevía a contarle nada. Después todo, ¿cómo le dices a un caballero
medieval que para vivir has tomado el control y destruido metódicamente
compañías multimillonarias? ¿Qué has hecho tratos bastante oscuros con
personas que no eran unos ciudadanos muy íntegros? Probablemente sería
menos comprensible aún el que hubiera elegido dejar todo atrás para
empezar una nueva página en su vida, una vida más sana y moral. No, sería
mejor simplemente dejar que Edward pensara lo que quisiera sobre los votos
de caballería de Alex.
Pero todavía podría haber alguna forma de salvar una parte de su
reputación.
—Mira, —dijo Alex, —he luchado antes en batallas.
—Como digáis, —dijo Edward dubitativamente.
—En numerosas, —añadió Alex. —Justo hace unos meses mi cuñado y
yo sitiamos una fortaleza en Escocia. Hubo un montón de peleas y rescate
involucrado. Sé cómo luchar; es sólo que ya no lo voy a hacer más.
—Entonces, ¿cómo pensáis defenderos?
Alex se encogió de hombros.
—Hago lo mejor que puedo para estar lejos de los problemas.
Edward meneó la cabeza.
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—No fingiré entender esto, pero no os presionaré más. Ciertamente os


admiro por la firmeza de vuestras condiciones.
Realmente, pensó Alex, crees que soy un marica. Y él estaba
empezando a pensar lo mismo. Pero una vez que consiguiera coger una
espada, sería mucho más fácil usarla.
Y su primera cuchillada iría directo al corazón de Ralf de Brackwald.
Los dientes de Alex dolían de apretarlos tan fuertes, y los nudillos de
sus manos estaban blancos de apretar tan fuertemente los puños. Había
estado en Brackwald durante algo más de una semana, y durante esa
semana había visto más injusticias que en siete años de piratería corporativa.
Diablos, Ralf incluso le hacía parecer a él tan puro como un lirio.
—Entonces quizás, en lugar de entrenar, podríamos buscar algo para
aplacar nuestra sed, —ofreció Edward.
—Eso sí puedo hacerlo, —dijo Alex, agradecido de estar sobre sus pies
y moviéndose. Había estado sentado en un banco apoyado en la pared
interior del muro exterior del castillo toda la mañana, observando el
entrenamiento de la guarnición de Brackwald. Los hombres eran casi tan
crueles como el mismo Ralf. ¿Cómo podía Edward soportar volver a esto?
El hedor del gran salón golpeó a Alex de lleno en el rostro en el
momento en que Edward abrió la puerta. Ni siquiera la habitación de Zachary
olía tan mal.
Un beso sonoro hizo eco en la habitación, seguido por un débil quejido.
—Te enseñaré a rechazarme, —dijo agriamente una voz.
Los ojos de Alex se acomodaron al ahumado interior, y siguió los
sonidos para encontrar a Ralf golpeando a alguien. Alex pensó que podría ser
un niño hasta que vio al hermano de Edward levantarlo al agarrarle del largo
pelo. La ira le atravesó como un rayo.
Nunca haré daño a otro ser humano.
Su propia promesa se burló de él. ¿Daño? ¡No quería dañarlo, quería
matarlo! ¿Qué derecho tenía Ralf de levantarle la mano a alguien? ¿Y a
golpear a una mujer hasta al cansancio?
Alex sintió que la presión sanguínea se le elevaba. Quería cruzar la
habitación rápidamente y detener lo que estaba sucediendo. Pero no podía.
Él también había llevado a la ruina su cuota de vidas. Y si golpeaba a Ralf
estúpidamente, ¿sería mejor que el volátil señor de Brackwald?
Miró a Edward. La cara de Edward era inexpresiva. Alex se preguntó
cuantas veces había presenciado Edward lo mismo.
Edward se volvió hacia él.
—Vayámonos. Querréis ver la zona.
Alex miró hacia atrás, al extremo más alejado del salón, donde Ralf
estaba terminando su trabajo. Luego dio media vuelta y se fue,
despreciándose a sí mismo tanto por su furia como por su falta de acción.
Una media hora más tarde estaba montando a caballo con Edward
alejándose de Brackwald, alejándose del infierno. Lentamente sintió cómo la
ira se diluía. Era lo mejor. No podía interferir de ninguna forma. Quién sabe
qué clase de ramificaciones causaría si cambiaba el comportamiento de Ralf,
sin mencionar lo que podría pasar si mataba a Ralf con sus manos desnudas.
Sus dedos se flexionaron por su propia voluntad. El último
pensamiento era casi demasiado satisfactorio.
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Fijó la mirada en el cielo gris y dejó que la llovizna se llevara su


confusión. Había querido un cambio de paisaje. Podía haber estado en
Barbados, desnudo, bronceado y bebiendo ron. Holgazaneando sobre las olas
con media docena de mujeres igualmente desnudas, bronceadas y con un
vaso de ron en la mano. Pero en lugar de eso, ¿dónde se encontraba?
Afrontando sus propios demonios en la Inglaterra medieval. En febrero,
ni más ni menos.
—Estamos cerca de la tierra de los Falconberg, —comentó Edward. —
Quizás podríamos lograr conservar nuestras cabezas incluso si hurtamos algo
para llenar nuestros estómagos. Me temo que abandonamos la fortaleza sin
hacerlo.
—No nos marchamos lo suficientemente pronto, —masculló Alex.
Edward refrenó su caballo y miró a Alex gravemente.
—No puedo actuar contra él, ¿sabéis?
Alex sonrió desagradablemente.
—Nunca dije que debieras hacerlo.
—No, es mi propio corazón el que me condena,—dijo Edward.
—No puedes cambiarle, Edward. Tendrías que matarlo y entonces no
serías mejor que él.
Edward asintió silenciosamente, luego desplazó su mirada sobre el
campo.
—Mi hermano desea esta tierra, —dijo quedamente. —Y está dispuesto
a hacer lo que sea por conseguirlo. Incluso casarse con Margaret.
Alex no pudo evitar una sonrisa.
—¿Es tan mala?
Edward le miró y le devolvió la sonrisa.
—Han pasado muchos años desde que la vi por última vez, pero la
recuerdo muy alta e irritable.
Su sonrisa se desvaneció.
—Ella ha humillado a mi hermano. Me temo que si tiene éxito en
forzarla a ir ante el altar, le hará pagar al máximo.
—¿Le humilló? ¿Cómo? Estoy seguro de que disfrutaré oyendo todos
los detalles.
—Primero la cena, amigo mío, después la historia.
Edward encontró un sitio que consideró lo suficientemente protegido, y
a continuación se fue en busca de caza mientras Alex se ocupaba de
encender un fuego. Encontrar madera seca no fue tarea fácil, pero Alex había
sido un Águila, cuando Boy Scout después de todo. Al menos parte de su
entrenamiento podría ser de utilidad.
Mientras esperaba que Edward volviera, decidió que ya era hora de
que volviera a casa. Ciertamente no podía hacer nada bueno aquí. Si pasaba
muchas más noches bajo el techo de Brackwald, iba a hacer algo que
lamentaría. Cambiar la historia no era algo que quisiera tener en su
conciencia. La lista de sus pecados ya era suficientemente larga tal y como
estaba.
Edward volvió antes de que pasara mucho rato con un par de liebres.
Cocinarlas llevó más tiempo de lo que a Alex le habría gustado. Ya se había
topado con un caballero de Falconberg y tenía vívidos recuerdos de una bota
hundiéndose en sus costillas.
SAGAS Y SERIES

—¿Estamos en sus tierras? —preguntó Alex con la boca llena de liebre


ensartada.
—Sí, pero no temáis. Mañana le enviaremos una doncella con unas
pocas monedas para apaciguarla.
—¿No has considerado ir tú mismo?
—¿Y encontrarme posiblemente enfrentando a la mujer con lanzas? —
Edward negó con la cabeza, con los ojos abiertos. —Ni se me pasa por la
cabeza.
—De acuerdo, veamos la historia completa. ¿Qué le hizo ella a Ralf?
Edward se apoyó contra un leño.
—Ella se introdujo en uno de sus pequeños torneos privados.
—Pensé que la iglesia había declarado ilegales los torneos.
Edward sonrió secamente.
—Es de mi hermano de quien estamos hablando, ¿sí? ¿Por qué debería
preocuparse por la posibilidad de excomunión cuando había oro que ganar o
juego para disfrutar? El rey está encerrado de manera segura en la fortaleza
de Leopoldo y Juan estaba en el sur comiendo barriles de melocotones. Ralf
hizo lo que le apeteció.
—¿Y Margaret consiguió su propia invitación?
—Oh, no, no hubo ninguna invitación para ella. Entraron muchos
caballeros desconocidos, esperando capturar a otros, obtener rescate y así
engordar sus bolsas. Fue bastante fácil para ella llegar de manera
inadvertida.
—¿Y entonces qué ocurrió?
Edward sonrió ampliamente.
—Derribó a todos los hombres que lucharon contra ella, y luego
completó su día con la lanza arrojando al mismo Ralf al barro.
—No me lo creo, —dijo Alex, intrigado a pesar de sí mismo. Ahora,
había una mujer con unos cajones de tamaño industrial.
—Ah, pero desde luego fue Margaret la que ganó ese día.
—Qué mujer, —dijo Alex. —¿Y cómo fue que se descubrió a sí misma?
—Ella se quitó el yelmo, por supuesto, y se quedó de pie delante de
Ralf mientras él se revolcaba en el barro.
—Estoy seguro de que él estaba emocionado, —dijo Alex secamente.
—Pienso que la habría matado si no hubiera tantos testigos, y si ella no
hubiera tenido ya la espada apoyada en su garganta. Lo que ocurrió, desde
luego le llegó al príncipe, quien cesó abruptamente de enviar hombres a
Falconberg para cortejarla.
Alex movió la cabeza con admiración.
—¿Por qué debería hacerlo, cuando ella podría superarlos a todos en
las listas? Debe de tener la constitución de un tanque..., ah, un caballero
enorme. —Alex respingó mentalmente. Ya era lo suficientemente malo que
estuviera asesinando el francés. Introducir americanismos no iba a ayudar.
—En lo que se refiere a su constitución, no puedo deciros. Es muy
difícil distinguir la figura de una mujer cuando está usando cota de malla. Y
no es que yo me atreviera a intentarlo. —Edward tembló. —Ella me partiría
en dos por atreverme a hacer algo semejante, sin duda.
—¿Entonces qué te hace pensar que Ralf tendrá éxito alguna vez en
casarse con ella? Suena como si ella ya le hubiera hecho saber lo que piensa
de él.
SAGAS Y SERIES

Edward le miró durante varios momentos en silencio. Entonces agitó


su cabeza, con una expresión desconcertada en su cara.
—¿Dónde está Seattle exactamente, Alex? ¿No tenéis rey?
Bueno, esto requeriría alguna explicación. Alex sabía que no había
forma de que le pudiera decir toda la verdad a Edward, pero quizás parte de
ella podría ayudar.
—Seattle está muy lejos de aquí y no, no tenemos un rey. Sin
embargo, he estado viviendo en Escocia últimamente.
—Ah, —dijo Edward, como si eso le hubiera aclarado repentinamente el
misterio. —Entonces me maravillo de la finura de vuestras prendas de vestir.
Yo nunca he estado en el norte, pero entiendo que vuestros compatriotas son
de los que son como, emm, espíritus libres. Esa debe de ser la razón por la
que no entendéis el peligro de Margaret, —dijo Edward, asintiendo con la
cabeza. —Ved, amigo mío, ella no tiene elección. Si el rey desea que ella se
case con Ralf, entonces debe hacerlo, si no, él le quitará sus tierras.
—¿No sabe Ricardo la clase de hombre que es Ralf?
Edward se encogió de hombros.
—Ha estado muchos años alejado de nuestras orillas. Lo que ocurra en
un condado tan pequeño probablemente sea de poca importancia para él.
Todo lo que importa es cuán bien pueda gobernar Ralf Brackwald y
Falconberg a la vez. Si piensa que lo puede hacer, no dudará en ordenar la
alianza.
—¿No tiene Margaret ningún otro familiar?
—No. Todos sus hermanos, salvo el mayor, fueron a las Cruzadas. El
mayor fue corneado mientras cazaba, y su padre cayó enfermo varios años
más tarde. Ella ha mantenido sola la propiedad el pasado año.
—¿Qué edad tiene ella?
Edward se encogió de hombros de nuevo.
—¿Veinte y cinco? Demasiado mayor para casarse fácilmente. Solo
podría ser deseada por sus tierras. Sé que es la única razón para que mi
hermano la considere.
Pobre Margaret. Alex no la conocía pero sentía lástima por ella.
Ninguna mujer merecía eso. Podría tener la cara de un puerco y la dulzura de
un puercoespín, pero era una mujer después de todo.
Edward suspiró y arrojó el último hueso al fuego.
—De nuevo, nada de esto es asunto mío. He oído rumores de que el
rescate del rey ha sido pagado. Probablemente regresará a Inglaterra para
ocuparse de sus asuntos aquí, y yo tengo la intención de reincorporarme
luego a su compañía. —Él miró a Alex. —¿Os importaría venir? Podríamos
emplear otra espada en las guerras francesas...
Se detuvo, luego hizo una mueca.
—Perdonadme, me emociono y olvido vuestro voto.
—No importa. Necesito ir a casa de cualquier forma. Pienso que me
pondré en marcha mañana.
Edward inclinó la cabeza.
—Sois afortunado de tener que pasar solo una noche más en ese
infernal agujero. Os envidio.
Alex esparció los restos del fuego y miró cómo se consumía. No podía
culpar a Edward por sus sentimientos. Era muy afortunado de tener un hogar
al que ir y en el que había amor y afecto.
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Y hacía tiempo que había llegado la hora de que empezara su propia


familia. Asintió para sí mismo mientras se montaba en la silla de montar. Así
que había guardado su espada para siempre. Eso no quería decir que él no
pudiera realizar un asedio. Fiona MacAllister no era consciente de lo que
tenía. Él tenía mucho más potencial que Zachary. Podía cocinar. Tenía su
licencia de piloto y poseía la mitad del Jet Lear de Jamie. Podría llevarla
volando a cualquier lugar que quisiera ir y le quedaría suficiente cambio para
llevarla a cenar. Quizás iría a casa e iría con ella a Barbados.
Esa era la única forma en la que iban a ir allí. Ciertamente no iban a ir
dando dos pasos sobre ninguna de esas malditas X.

Era temprano en la tarde cuando Edward y Alex volvieron a Brackwald.


Alex dejó la mesa tan pronto como pudo y escapó a su habitación antes de
que le inflingiera algún daño corporal a su anfitrión.
Sabía que era afortunado de tener una recámara privada, y había
hecho un esfuerzo extraordinario para agradecérselo a Ralf. No importaba
que la habitación fuera más pequeña que el cuarto de baño de su casa; tenía
una puerta y un colchón provisional. No podría haber pedido más.
Se tumbó en el colchón de paja y puso las manos detrás de la cabeza,
con la cabeza fija en las grietas del techo de madera. Lo que estaba
sucediendo sobre él era muy perturbador. Por los gruñidos y gemidos, tenía
poco problema en imaginárselos. Señor, qué vida.
¿Pero qué más había que hacer allí? ¿Especular cuántos de sus
campesinos morirían de desnutrición esta semana? ¿Cuánta comida podrían
extraer a duras penas de su terreno este mes? ¿Quién asediaría sus
propiedades este año? Alex dio un gran suspiro, inmensamente agradecido
de haber nacido en otro siglo. Al menos todo por lo que tenía que
preocuparse era de si su coche recibía un golpe en el parqueadero o sus
fondos de inversión estaban rindiendo lo que debían o no. Cuán alejados
estaban la mayoría de los hombres del siglo veinte de la lucha cotidiana
contra la muerte. Aquí era ineludible. Alex podía entender porqué Jamie
tenía una personalidad tan enérgica. ¿Cómo podría no ser así, cuando la Edad
Media era el entorno en el que se había forjado su carácter? Incluso
Elizabeth, que había estado sola en la época de Jamie unos pocos meses, era
más difícil de mangonear de lo que había sido en su juventud.
Alex se cubrió la mitad de su cuerpo con una raspante sábana,
sintiendo el débil indicio de una corriente de aire. No era extraño que
Margaret de Falconberg fuera una amazona. ¿Era realmente tan formidable
como las historias de Edward le habían hecho sonar? Alex sinceramente
esperaba no encontrarse nunca con ella. El recuerdo de ser casi decapitado
por uno de sus jóvenes caballeros era suficiente para él. Que el cielo le
ayudara si alguna vez se topaba con la vieja hacha de combate en persona.
Se quedó dormido, soñando con las adorables pecas de Fiona
MacAllister.
SAGAS Y SERIES

Margaret tiró bruscamente de George para que volviera a las sombras,


detrás de ella.
—Quedaos aquí, —ordenó ella suavemente.
—Por las rodillas de San Miguel, ¿os habéis vuelto loca? —le contestó
él en un susurro enojado. —Vos os quedaréis aquí. Yo he estado dentro de
Brackwald.
—Yo me muevo con más sigilo.
—Casi.
Ella miró a su capitán. Por todos los santos, era fácilmente lo
suficientemente mayor para ser su padre. ¡Como si pudiera moverse de un
lado a otro con sus huesos rechinando!
—Ahora no es el momento de insultos. —Ella le tiró sus riendas y se
puso en marcha, solo para ser jalada con fuerza hacia atrás por el cuello de
su túnica. Giró rápidamente para enfrentarle, lista para darle una buena dosis
de su irritación. El aspecto de su cara detuvo sus palabras abruptamente.
—Cuidad vuestra espalda, mi niña, —dijo él, viéndose genuinamente
preocupado. —La última de los Falconberg no querría ir a parar a la
mazmorra de Brackwald. Probablemente moriría intentando liberaros.
Margaret sintió un incómodo tirón en su pecho. Así que George se
había aflojado lo suficiente como para exteriorizar su preocupación. Eso era
apenas una razón suficiente para llorar. Dio un paso atrás, apartándose de él.
—Regresaré a toda prisa con el joven Edward y nos pondremos en
camino.
Sin otra mirada, ella se arrastró quedamente en las sombras. Estaba
corriendo un gran riesgo avanzando con la cota de malla todavía puesta,
pero era la única forma. Sería tan silenciosa como pudiera, pero si había una
lucha quería estar protegida.
Su plan de ataque era simple: caminar a través del gran salón como si
fuera de allí, adelante subiendo las escaleras y bajando el salón para ir a la
cámara de Edward. Uno de los mozos de cuadra había encontrado la moneda
de su gusto y había contado todo desde la situación de las cámaras hasta la
posición de las manchas de comida en la sobreveste favorita de Ralf. Se
preguntaba si le hubiera dado dichas noticias sin haber tenido que pagarle.
Ninguna de las personas con las que había hablado parecía sentir un
excesivo cariño por su señor.
Ella se deslizó dentro del gran salón e hizo una pausa, asombrada.
Nunca había visto un lugar en una situación más miserable. Margaret se
compadeció de las pobres almas que tenían que soportar vivir allí. Se
congelaría el infierno antes de que Ralf de Brackwald pusiera un pie en su
salón. Nunca permitiría a su gente vivir entre esa clase de porquería.
Ralf ciertamente parecía ser liberal con la bebida, a juzgar por el
número de caballeros borrachos tirados en los bancos y en el suelo. Margaret
anduvo con mucho cuidado sobre ellos, abriéndose camino lentamente hacia
los escalones. Ni un alma le dio una voz de alto.
Ella subió los escalones de piedra tan rápido como se atrevió, y
entonces empezó a bajar por el corredor. Contó tres umbrales y se paró
delante del cuarto. Sus palmas estaban húmedas y se las secó en las piernas
con disgusto. Esta acción era suficientemente simple como para que la
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hiciera un niño. Ella no era un niño; esto era algo muy insignificante como
para que le causara alguna preocupación.
La habitación estaba sin pasador. Margaret alzó una oración al cielo.
No era imposible entrar en una habitación con pasador, solo difícil. Cuanto
menos ruido hiciera, mejor.
Se deslizó dentro de la recámara y cerró la puerta con delicadeza
detrás de ella. Las juntas del techo estaban tan mal selladas que la luz de las
velas del cuarto de arriba entraba en la habitación como si fuera la luz del
sol. No tuvo problema en divisar la forma larga y obviamente masculina
estirada descuidadamente sobre el jergón.
Ella desenvainó su espada y se acercó a la cama.

Alex se despertó al sentir el frío acero en su garganta.


—Moveos y estarán limpiando vuestra sangre de esas sábanas durante
semanas, —siseó una voz ronca.
Alex no intentó ni siquiera asentir con la cabeza.
El filo fue presionado más firmemente contra su piel.
—Haced como os digo o no seréis más que comida para los sabuesos.
¿Comprendido?
Alex inclinó su cabeza solo lo suficiente para comunicar su
conformidad. La hoja fue apartada y, como un rayo, agarró la muñeca que
estaba sujetando la espada. Saltó de la cama y arrastró a su presunto
asesino bajo un haz de luz tenue.
—¡Tú! —exclamó Alex. Reconoció inmediatamente al muchacho de
ojos marrones que había intentado matarle en su primer día en la Edad
Media.
La punta de un cuchillo apareció de Dios sabía donde apretó contra su
estómago desnudo.
—Soy muy experto con esto. Haced lo que os he dicho y no sufriréis
ningún daño.
—¿Después de que prometieras matarme? —preguntó Alex, casi
divertido. El muchacho tenía tal vez dos centímetros menos de 1,80 pero
delgado. No era oposición para un hombre de 1 metro 95 y pericia de club
atlético. Podía estar decidido a no levantar nunca más una espada, pero eso
no le impedía desarmar a otra persona. Gentilmente, desde luego.
El muchacho gruñó con frustración.
—No tengo la costumbre de mentir. ¡Si digo que no sufriréis ningún
daño, eso es precisamente lo que no sufriréis!
—Muy bien entonces, —dijo Alex. —Tú me dices lo que pretendes y yo
pensaré si estoy de acuerdo con ir de paseo.
El muchacho boqueó.
—¡Como si tuvierais elección!
—La tengo, mi joven amigo. Asumo que estás aquí sin el conocimiento
de Ralf. Todo lo que tengo que hacer es pegar un grito y pasarás tus tardes
libres en la mazmorra.
El cuchillo sacó sangre. Alex se sobresaltó ante el aguijonazo.
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—Vuestro hermano estaría profundamente apenado si os encontrara


muerto. Si me obligáis a mataros, ciertamente lo haré antes incluso de que
dejéis escapar un chillido.
Los ojos de Alex se dilataron por la sorpresa.
—Yo no soy Edward.
El muchacho bufó.
—Sois un mentiroso tan pobre como vuestro hermano. Ahora, vestíos y
hacedlo silenciosamente. Estáis malgastando mi tiempo y el tiempo es
precioso.
Alex liberó las muñecas del muchacho y cruzó los brazos sobre el
pecho.
—Mira, chico, yo no soy Edward de Brackwald, y no me voy a mover ni
un centímetro hasta que no me digas qué te propones.
—¡Os voy a capturar para obtener un maldito rescate! —exclamó el
muchacho. —¿Alivia eso en algo vuestra mente?
—No sé, —dijo Alex con una sonrisa. —¿Qué tan bien tratas a tus
cautivos?
—Lo suficiente. Encontrad vuestras ropas y ponéoslas. No lo repetiré
de nuevo.
Alex dudó solo un momento antes de acceder. Por lo menos estaría
vestido. Había demasiado de sí mismo expuesto para que se sintiera cómodo.
No tenía sentido darle al chico algún blanco conveniente que pudiera
recortar.
Apenas se había puesto las botas y la chaqueta de cuero antes de
sentir la punta de una espada en su espalda. Ahí quedaba su oportunidad de
escape. Un movimiento en falso y esa espada iría directa a través de su
carísima chaqueta de cuero, entre sus costillas, a su corazón. Había pasado
mucho tiempo desde que había tratado con un mocoso impulsivo con una
espada en la mano.
—Hacia abajo. Con cuidado. Recordad que no pensaré dos veces en
mataros.
—Sigue diciendo eso, —dijo Alex como al descuido —pero sigo
pensando que no tienes las agallas para hacerlo. —Él abrió la puerta
serenamente, seguro de que recobraría el control de la situación una vez que
estuviera en el patio. Qué más daba que todos esos hombres del salón
hubieran bebido demasiada cerveza; los guardias de las puertas estarían
todavía en sus puestos. ¿Verdad?
Fue acompañado fuera del gran salón hacia los establos. Alex fue
voluntariamente hasta que alcanzaron la entrada del establo, entonces se
volvió.
—Esto está lo suficientemente lejos. Pienso que estás metido en algo
que no llegas a comprender. El secuestro es un delito punible.
El muchacho le ignoró.
—¡George! —susurró con urgencia. —¡Date prisa!
Una voz detrás de él respondió.
—¡Margaret, ibais a llenarlo de vino primero!
Alex se quedó boquiabierto.
—¿Margaret?
—¡Silencio, tonto! —exclamó su captor. —estoy completamente
dispuesto a convertiros en mujer si fuera necesario.
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Él no lo dudaba. ¡Pero la indignidad de todo esto! ¡Dios mío, estaba


siendo secuestrado por una mujer!
El agudo dolor provocado por una espada que golpeaba su sien hizo
que dejara de pensar abruptamente.
—Maldita seas, —jadeó él, sintiendo que el mundo empezaba a
desvanecerse rápidamente. —Al menos asegúrate... de que traes... mi
caballo. El caballo castrado... castaño.
A Beast no le gustaría que le dejaran en los establos de Ralf. Alex
gimió y lanzó sus brazos alrededor de Margaret de Falconberg para detener
su caída.
Y con su último pensamiento coherente, descubrió que era realmente
complicado notar las formas de una mujer cuando vestía una cota de malla.
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Capitulo 4

Margaret estaba parada al pie de la cama y miró al hombre que yacía


en la recámara de su padre. Estaba tan quieto que parecía muerto. Ella
mordió su labio inferior con inquietud, luego se obligó a detenerse. Este no
era el momento ni el lugar para convertirse en una doncella aturdida.
Ella rodeó la cama con seguridad, y luego puso su dedo sobre el cuello
del hombre. Su pulso era estable y fuerte, como el resto de él. La espalda de
ella todavía le dolía de intentar ponerlo sobre su caballo. Ella estaba segura
que ese era su caballo, el que ella había tomado; la bestia era tan arrogante
y atrevida como su amo. Incluso con la ayuda de George, llevar al hombre de
regreso a Falconberg había sido una desventura total.
La débil luz del amanecer se filtraba por las grietas de los postigos,
pero era demasiado pobre para ayudarla en ese momento. Ella levantó la
vela que estaba sobre la pequeña mesa cerca de la cama y se acercó a su
cautivo. Solamente la visión de la cara de él hizo que su estómago se
apretara dolorosamente. Ella tenía el profundo sentimiento que acababa de
realizar el mayor error de su vida. Quizás otra mujer habría estado delirante
por la belleza de la cara del hombre, que por cierto era hermosa de verdad.
De un modo áspero. Y él seguramente se tomaba el trabajo de cuidar su
apariencia. Su cara estaba bien afeitada. Para su horror, ella se encontró
deseando deslizar sus dedos a lo largo de aquella mandíbula y sentir su
fuerza.
Ella frunció el ceño, repugnada con ella misma. ¡Como si ella tuviera
tiempo de enloquecerse por un hombre!
Entonces otra vez, ¿por qué no? Solamente por que manejara su
torreón con mano dura, no quería decir que no pudiera apreciar la imagen de
un hombre de buena apariencia tan bien como cualquier otra mujer. Y este
era un hombre para ser apreciado una y otra vez. Ella se complacería durante
un breve momento. Ella se permitía tan pocos placeres que este
seguramente estaba permitido.
Su cara estaba maravillosamente esculpida con una nariz fina y recta,
unos pómulos prominentes, y una generosa boca. La noche anterior, ella
había visto a su boca pasar de la tensión de un miedo bien controlado a una
risa bien relajada. La insolencia del hombre de reírse en su cara cuando le
informó que era su prisionero. Ella había estado tentada a pegarle solamente
para mostrarle que no debía jugar con ella. ¿Pero estropear esa fina forma
moldeada? Esto habría parecido casi un sacrilegio.
Y luego estaba su ropa para sumarse al misterio. Ella sostuvo la vela
sobre él. Que forma extraña de calcetines llevaba. La tela no se parecía a
nada que ella jamás hubiera visto. Ella extendió la mano para tocarla. Esta
era una pesada tela azul, pero sorprendentemente suave. Por lo cierto los
usaba casi hasta las rodillas. Y hasta a través del paño ella podía sentir el
calor de su piel y la dureza de sus músculos.
Ella sacó su mano hacia atrás como si hubiera sido mordida. ¡Como si
debiera estar allí y acariciar al hombre!
Ella movió su atención a sus otras vestimentas. Llevaba una camisa
hecha del mismo material que sus calcetines, aunque parecía estar cubierta
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con una especie de sustancia. No quiso continuar con la investigación. Quizás


era torpe cuando comía, aunque no podía conciliar esto con su aspecto bien
afeitado, pero bueno, los hombres eran criaturas extrañas.
Su capa parecía estrafalaria. Estaba cortada al cuerpo y apenas
alcanzando sus caderas. La prenda parecía estar hecha de cuero muy fino.
¿Por qué no la había hecho para ser útil? ¿De qué le servía si no le llegaba a
cubrir hasta el final de su espalda al menos?
Margaret dio un paso atrás, su mano temblando. La verdad era difícil
de aceptar, pero ella sabía que no podría evitarlo más. Ella puso la vela sobre
la mesa y se abrazó, intentando calmar los pequeños temblores que crecían
dentro de ella. Maldición, ¡que enredo el que había creado! Y todo esto tenía
que ver con el hombre que tenía en frente tan infinitamente agradable a la
vista.
Los Brackwalds eran, desde luego, notoriamente feos.
Incluso si la insistencia del hombre de que no era Edward no la había
obsesionado, su atractivo desde luego que si.
¿Entonces quien era al que había atado en la recámara de su padre?
Su único consuelo venía de saber que el hombre era obviamente
alguien de importancia. Si él hubiera sido tan sólo un mero caballero, no
habría estado durmiendo en la mejor habitación de Ralf. Margaret tragó, no
haciendo caso a la sequedad de su boca. Esperando que él fuera alguien que
Ralf quisiera de regreso. Que los santos la protegieran si el hombre era uno
de los cómplices de Juan. El príncipe seguramente no la vería con buenos
ojos por haberle robado a uno de sus hombres para favorecer sus propios
proyectos.
Abandonó la recámara y fatigosamente caminó por el gran salón.
Tendría que hablar con George, pero ella pensó que no estaba lista en ese
momento. Lo que quería era una taza de cerveza. Solucionar sus problemas
tendría que venir más tarde.

No se había tomado ni dos fortificantes tazas y ya sabía que el tiempo


para soluciones había llegado. Oyó a su hermoso preso bramar mucho antes
de que una de sus sirvientas viniera volando por la escalera al gran salón, tan
pálida como un fantasma.
—¡Mi señora, —dijo la muchacha jadeando, —hay un hombre en la
recámara de su padre!
—Lo oí, —dijo Margaret fatigosamente. —Como estoy segura que los
criados han estado chismeando ya sobre quien él es, diles que es un invitado.
No estará aquí mucho tiempo.
La muchacha hizo una reverencia y escapó. Margaret subió los
escalones, sintiendo más pesada su armadura que de costumbre. No había
alcanzado la puerta antes que George resoplara detrás de ella.
—Lo someteré, —jadeó George. —Está como loco. Estoy sorprendido,
había oído que Edward era de modales más suaves.
—Este no es Edward de Brackwald, —admitió Margaret de mala gana.
—Cometí un error.
—¿Qué? —George gritó, horrorizado.
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Margaret se estremeció. Entre George y el prisionero, ella comenzó a


preguntarse si las paredes comenzarían a derrumbarse.
—¡Suficiente! —gritó ella, golpeando la puerta. Lanzó a George una
mirada oscura.
—¿Cómo debía saber? Me dijo que no era Edward, pero asumí que
estaba mintiendo.
—¿Margaret, cómo has podido ser tan tonta? —George exclamó.
—No lo hice a propósito, —dijo rígidamente. Ignoró a su capitán y
enfrentó la puerta.—¿Prisionero?
—¿Qué? —Vino la enojada respuesta desde adentro de la recámara.
—Alejaos de la puerta.
—¡Me ató al maldito poste de la cama! —El hombre tronó. ¿—Cómo
demonios se supone, que me voy a acercar a la puerta?
Margaret extrajo su espada y abrió la puerta. Entró en la recámara
cautelosamente. El hombre estaba de pie con sus pies atados, encorvado y
parecía muy incómodo. Ella había encadenado sus brazos detrás de él y
luego había asegurado otra cuerda entre sus muñecas y al poste de la cama.
Inspeccionó su obra con un vistazo aprobatorio.
—¡Suélteme! —El hombre exigió.
Margaret se erizó ante el tono arrogante de su voz. —Cuando me
complazca, —dijo de manera cortante, cerrando la puerta detrás de ella.
Él tiró de las cuerdas, y ella retrocedió por puro reflejo. No era de
sorprenderse que hubiera pasado un mal rato tratando de subirlo sobre su
caballo. ¡Era enorme! Fácilmente era una mano más alto que ella y mucho
más ancho. Y tenía un carácter formidable. La cólera estaba escrita en cada
línea de su cuerpo, de sus tobillos atados a su cabello alborotado. Si él
pudiera poner sus dedos alrededor de su garganta, sin duda habría disfrutado
de ello enormemente.
Margaret rechinó sus dientes. No sólo tenía secuestrado al hombre
incorrecto, había tenido la grave desgracia de secuestrar a quien era
infinitamente más peligroso de lo que había esperado. ¡Santos, ella había
sido descuidada!
—¿Me va a desatar, o a quedarse allí malgastando el tiempo?
Se puso rígida a pesar de si misma. El desgraciado insolente. Ella puso
la punta de su espada sobre el piso de madera y dobló sus manos sobre la
empuñadura.
—No malgasto el tiempo. Si os desatara, probablemente me
encontraré a mi misma asesinada, o peor, —ella dijo con frialdad. —No soy
una idiota.
—Desde luego que no. Es por eso que cuidadosamente comprobó la
identidad de su rehén.
—¿Rehén? —repitió ella. ¿De dónde era este hombre? No sólo su
francés era pobre, parecía tener problemas recordando muchas de sus
palabras. Esta era seguramente la única explicación del modo en que
mezclaba el francés y un dialecto acentuado del Inglés del rey.
—Hablo de mí, —él dijo con impaciencia.
—Ah, —ella asintió. —Ya veo. —Qué forma tan rara tenía de hablar.
¿Acaso era uno de los aliados del continente de Ricardo? El mismo
pensamiento la enfrió hasta el tuétano. ¡El rey tendría su cabeza por esto!
—¡Margaret!
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Ella parpadeó hacia él.


—¿Qué?
—¡Desátame!
Ella sacudió su cabeza.
—No me atrevo.
Tenía que pensar. Si él fuera uno de los aliados de Ricardo, iría al rey
con el cuento de su insensatez, sin duda exagerada enormemente. Tan solo
los santos sabían que le acontecería entonces. A pesar de su cautiverio, el
brazo de Ricardo era todavía muy largo.
Ella envainó de nuevo su espada, entonces caminó hacia la ventana y
regresó, no haciendo caso a las repetidas tentativas de su prisionero de
atraer su atención. Ella no podía ponerlo en libertad. El riesgo para ella era
demasiado grande. Tan solo los santos sabían que haría el rey si decidía
castigarla. Podría ser despojada de sus tierras. Sabía que en el momento las
tenía por un pelo. ¡Peor, Ricardo podría obligarla a casarse con alguien que él
escogiera —como si ya no hubiera intentado eso! Sólo que esta vez sabía que
él no soportaría que se le desobedeciera. Por los santos, podría obligarla a
casarse con Brackwald y ver que lo hiciera así. Una cosa más amable sería
verla ahorcada, pero hasta esa no era una alternativa demasiado agradable.
Miró de nuevo a su cautivo, quien estaba evidentemente furioso con
ella. No podía ponerlo en libertad, aunque era obvio que no podía conservarlo
prisionero para siempre. Suspiró profundamente. Esta era una medida
drástica para tomar, pero vio claramente que esta era su única opción.
—Lamento esto, —comenzó ella, —pero me temo que debo mataros.
—El hombre ni parpadeó.
—No sea idiota, —dijo él, entre dientes.
Margaret cruzó sus brazos sobre su pecho y lo miró con serenidad.
—Pienso que esa es la mejor opción.
Él gruñó frustrado.
—Usted dijo que yo no sufriría ningún daño. No complique su error
agregándole asesinato. Suélteme, entonces me marcharé y fingiremos que
esto nunca pasó.
—He replanteado el asunto y cambiado mi parecer. El rey nunca me
perdonaría por esto.
—¿Qué tiene que ver Ricardo con esto? —Margaret se estremeció.
¿Este hombre habló estaba tan en buenos términos con el rey que lo podía
llamar por su nombre de pila? Gimió por dentro. Si, él tendría que morir.
Quizás pudiera enterrarlo donde nadie lo encontrara. El rey estaba muy lejos,
y las noticias viajaban despacio. Su Majestad creería que su amigo
simplemente había tenido un desafortunado accidente y estaría perdido en
los caminos. Los brutos abundaban, como disgustados Sajones quien habían
perdido sus casas. Siempre, habría muchos quienes podrían ser culpados por
tal tragedia.
—¿Margaret, qué tiene que ver Ricardo con esto? —exigió el prisionero.
—Vos sabréis mejor que yo, —dijo de manera cortante.
—¿Yo? —Preguntó, viéndose sorprendido.—¿Qué yo conozco a Ricardo?
—Vos habláis de él como si fuerais queridos amigos, —dijo ella,
intentando ser paciente, pero encontrando su fingida ignorancia muy
molesta. —Seguramente vos ahora veréis por qué tengo que mataros. Si
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regresáis al rey con este cuento, él se llevará todo lo que me es querido. No


me sorprendería que él pusiera mi cuello en una soga.
Él la miró hasta más sorprendido que antes.
—¿Por qué haría eso? Usted solamente cometió un error. Seguramente
entenderá eso.
—Cesad con vuestras estratagemas. Vos lo conocéis mucho mejor que
yo y sois bien consciente de lo que un monarca hace a vasallos
desobedientes. Os haré la cortesía de una última comida, entonces me temo
que moriréis.
—¡Maldición, no soy uno de los compinches de Ricardo! —exclamó.—
¡Demonios, ni siquiera soy inglés!
Esto la tomó por sorpresa.
—¿No sois?
—No, no soy. —Él hizo una pausa un momento, luego frunció el ceño.
—Soy de Escocia. —La miró como si esperara que ella dijera algo.
Margaret se encogió.
—Un bárbaro del norte. Ricardo tiene espías por todas partes.
—No soy un espía. Si usted me mata, usted matará a un hombre
inocente.
Margaret sacudió su cabeza, asombrada por su tenacidad. Ella tenía
que admirarlo, ya que ella habría hecho lo mismo en su lugar.
—Lo que seas, —ella concedió, —vos sois un mentiroso muy bueno. Os
traeré la comida en una hora. Disfrutad de ella, ya que será la última.
—Increíble, —él dijo, girando sus ojos. —Bueno. Adelante y máteme. Mi
sangre estará en sus manos. Sangre inocente, —él dijo de forma significativa.
Margaret lo miró otra vez, intentando juzgar. ¿Estaba mintiendo,
verdad? ¿Qué hombre no mentiría para salvar su cuello?
Él aclaró su garganta en forma significativa y ella alzó la vista por
costumbre.
—¿Si?
—No supongo que me permitiría pasar mis últimas pocas horas en la
libertad, ¿verdad? Para ser bastante franco, tengo unas necesidades
inmencionables de las que tengo que ocuparme.
Ella vaciló. Dejarlo libre era inadmisible, al menos sus brazos, de todos
modos. Pero ella podía compadecerse de su deseo de hacer sus necesidades.
Y era lo menos que podía hacer por un hombre que iba a morir. Sacó su daga
de su cinturón. El hombre estaba perfectamente echado mientras ella se
acercaba. Ella hizo una pausa a unos pasos de distancia.
—Una veintena de hombres esperan afuera. Dañadme y moriréis sin
vuestra comida.
Sus pálidos ojos azules no ocultaron ningún engaño.
—También dudo que usted crea esto, pero nunca he puesto una mano
sobre una mujer. Para hacerle daño, —él agregó con un rastro de una
sonrisa.
Margaret resopló. Su significado era completamente demasiado claro.
Apenas podía soportarlo a causa de su encanto, aunque sólo una idiota
habría sido capaz de resistirse a él.
—Quizás soy una idiota después de todo, —ella refunfuñó en un
susurro mientras se arrodilló ante él y cortó las ligaduras alrededor de sus
tobillos. Él gruñó y se movió un momento para que la sangre se precipitara
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de regreso a sus pies. Ella se puso de pie y le ofreció su mano para


estabilizarlo. ¡Cuan sólido era su contacto! Ella apartó su mano, luego trajo
una bacinilla. La puso en el suelo al lado de él.
—Allí. Esto debería serviros bastante bien.
—¿Y cómo propone que yo la use? ¿Va a ayudarme?
Para su horror, Margaret sintió que el color inundaba sus mejillas. Ella
no podía recordar la última vez que se había ruborizado, pero sabía que
había sido bastante tiempo atrás. Y maldito hombre si no llevara una risa
burlona. Ella tomó su cuchillo y lo trabó en la mesa al lado de él.
—Usad eso, bribón, —dijo ella, girando en redondo y saliendo por la
puerta.
—Alex, —dijo detrás de ella.
Ella no quiso girar, pero lo hizo.
—¿Qué habéis dicho?
—Alex. Mi nombre es Alex. Y aquel cuchillo no va a servirme donde
está.
—Entonces encontrad un modo de moverlo, —dijo ella sobre su
hombro mientras abría la puerta de un tirón y salía. ¡El hombre estaba loco!
¿Cómo podría pensar que ella sería lo bastante tonta como para desatarlo?
Bajó rápidamente a las cocinas. Cuanto más pronto el hombre hubiera
comido, más pronto estaría muerto y una cosa menos de la que tendría que
preocuparse.
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Capitulo 5

Alex apartó la vista de la bacinilla con ansia. Aquí estaba justo una
razón más por la que debería haber ido a Barbados. Al menos si hubiera sido
capturado, él habría estado desnudo —que seguramente habría solucionado
su problema actual.
La puerta se abrió lentamente. Alex alzó la vista, queriendo darle a
Margaret de Falconberg una muy larga conferencia sobre derechos humanos.
Solo que esta no era Margaret. Era un viejo guerrero canoso cuya expresión
crispada era lo bastante intimidante como para hacer que Alex retrocediera
un paso. Si pudiera haber retrocedido un paso. Lo intentó de todos modos y
terminó por sentarse sobre la cama de golpe y sin gracia.
El hombre cerró la puerta detrás de él suavemente, y Alex se preguntó
si hasta él le conseguiría esa última comida. No estaba listo para encontrar a
su Hacedor aún. Fiona MacAllister lo necesitaba. No había comenzado a
imaginarse que pasaría si Zachary estuviera en su casa demasiado tiempo
con todos los juguetes de Alex. Su nueva Range Rover estaría en la basura en
una semana.
—Maldición, —dijo el hombre, acariciando su barbilla barbuda. —Ella
estaba en lo cierto a cerca de esto.
—¿Perdón? —dijo Alex.
—Vos ciertamente no sois Edward de Brackwald.
—No, señor
Alex no llamaba a demasiadas personas —señor—. Algunos hombres
solo parecían exigirlo. Como el hombre que en ese momento estaba viendo.
Alex se sentía de dieciséis años, y a punto de ser castigado por quebrar su
toque de queda. Tenía el más ridículo impulso de dar una lista de motivos
plausibles en cuanto a por qué se encontraba actualmente holgazaneando en
la Inglaterra medieval.
—¿Vuestro nombre, joven?
—Alexander, —Alex contestó puntualmente. —Señor—, él agregó,
suprimiendo el impulso también de saludar. No que hubiera sido capaz. Él
echó otra mirada de anhelo a la bacinilla.
—¿Alexander de donde? ¿Quien es vuestro padre? ¿De quien sois
hombre? —Las preguntas se dirigieron a él como el fuego de una
ametralladora. Los militares no habían cambiado, así parecía.
—Ah, —Alex se detuvo, preguntándose por donde comenzar, —esa es
una larga historia.
—Y yo no tengo nada más que tiempo. —El hombre cruzó sus brazos
sobre su pecho y esperó.
Bien, tenía que hacerlo. Alex sabía que él tendría que arreglar algo,
obviamente. ¿Qué tipo de recepción recibiría un escocés de todos modos? Se
atormentó los sesos intentando solamente recordar como habían estado las
relaciones durante los días de Ricardo. William Wallace no había aparecido en
escena aún, tal vez los Británicos solamente consideraban a los escoceses
como sus primos bárbaros del norte. Esto podría ser peor.
—Mi padre, —dijo él, decidiendo decir toda la verdad, —es de Seattle.
—¿Seattle? —El hombre sacudió su cabeza. —Eso no es familiar.
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Y no lo será durante algún tiempo, Alex agregó mentalmente.


—Eso no está en Inglaterra.
—¿Francia? ¿El continente? —El hombre más viejo frotó su barbilla
pensativamente.—¿Entonces por qué, por todos los santos, vuestro francés
es tan pobre? Uno pensaría que vos no habéis pasado mucho tiempo en el
país de Phillip.
—Verdad, —Alex estuvo de acuerdo. —No he ido a Seattle en muchos
años. Viví un poco en Nueva York, ah, York, —él se enmendó, —pero sobre
todo hice mi hogar con mi hermana y su marido en Escocia. —Esa era una
pequeña mentira, pero era mejor que dar una historia sobre viajes en el
tiempo. —En un pequeño pueblo cerca del Bosque Benmore. Mi cuñado es
Laird del clan MacLeod. —O lo será en unos cien años más o menos, añadió
silenciosamente.
El hombre masticó aquella información durante un momento eterno,
luego escupió otra corriente de preguntas.
—¿Qué hacéis en Inglaterra? ¿Por qué estáis vestido de tal manera?
¿Por qué estabais en Brackwald?
—Me había caído de mi caballo cuando Edward me encontró. Él me
ofreció la hospitalidad del castillo de su hermano. Esa es la verdad.
—Estabais en la recámara más fina de Brackwald.
—Eso no dice mucho.
Un parpadeo de entretenimiento cruzó la cara del hombre, pero este
se fue tan rápidamente como había venido.
—¿A dónde ibais a caballo?
Alex le dio una risa débil.
—Estaba cabalgando en la tierra de mi cuñado, y tomé una dirección
incorrecta y terminé en Inglaterra.
—Claro.
—Esa es la verdad, —dijo Alex. —No pensaba venir aquí, y si usted
pudiera liberarme, regresaré a mi caballo y saldré del suelo Falconberg en
una hora.
El hombre le miró fijamente por otra eternidad, y Alex no tenía ninguna
duda que su destino estaba siendo decidido justo en ese momento. El viejo
soldado podría haber sacado su espada y hacerlo trizas donde estaba
sentado.
Sin advertencia, le hizo señas a Alex para que se pusiera de pie. Alex
así lo hizo, pero él estaba menos estable sobre sus pies de lo que le habría
gustado estar. Había enfrentado una carrera profesional mortal antes,
parando a presidentes de corporaciones enfadados, abogados tipo pitbull y
jueces que juzgaban en costosos estrados a su antojo. Él también se había
encontrado con Jamie en una mazmorra escocesa con heridas abiertas en su
espalda y su espada fuera de alcance, y aún había vivido para contarlo. Sólo
que esto había sido en los días en que él todavía llevaba una espada.
Ahora se sentía muy vulnerable. No quería morir. Tenía el
presentimiento, sin embargo, que ningún tipo de conversación rápida iba a
influir en el guerrero sazonado de batallas que venía hacia él con una
expresión —severa como la muerte —sobre su rostro.
—Daos la vuelta.
—¿Va a apuñalarme por la espalda? —Alex dijo con toda la valentía
que había podido reunir.
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El hombre se rió un poco.


—Mirándoos a vos lanzar nerviosas miradas a esa maldita bacinilla, me
ha dado la impresión de que estáis muy urgido, muchacho.
Alex sintió sus muñecas libres, y gimió para si mismo mientras la
sangre corría de nuevo por sus manos. Él se giró.
—Gracias. Creo.
El hombre en realidad rió. Se dio vuelta y fue hacia la puerta, luego
miró de nuevo a Alex.
—George, antes de York, últimamente de Falconberg a vuestro
servicio, —dijo él, inclinando su cabeza.
—¿York? —Alex se ahogó.
—Es un lugar bastante grande, —ofreció George. —Quizás es por eso
que nunca nos hemos encontrado.
—Claro, —dijo Alex débilmente. —Estoy seguro que es así.
—Yo aprovecharía aquella bacinilla, mi muchacho, antes que Lady
Margaret regrese.
—Genial, —refunfuñó Alex. —Me pondré cómodo justo a tiempo para
que me corte la cabeza.
Sir George en realidad rió.
—Como no, vos encontraréis una salida a esto.
Y con esto, se fue. Alex suspiró con alivio. Una confrontación
satisfactoriamente negociada.
Él giró su espalda hacia la puerta y apenas se había aplicado a la tarea
al alcance de su mano cuando la puerta detrás de él se abrió y una mujer
jadeó.
—¡Santos misericordiosos, estáis desatado!
—Y muy ocupado, gracias, —Alex agregó sobre su hombro.—¿Le
importa?
El susurro de una espada que salía de una vaina fue suficiente
respuesta.
—Lady Falconberg, —dijo él, rechinando sus dientes, —déjeme orinar
en paz, ¿si?
Hubo varios otros jadeos, y Alex sintió que comenzaba a ruborizarse
claramente. Maravilloso. Todo lo que él necesitaba era una audiencia.
—Margaret, dejad al muchacho tranquilo, —una voz muy gastada dijo
desde el vestíbulo. —Me atrevo a decir que él no va a ir a ninguna parte en
este momento.
Gracias al cielo por Sir George y su entendimiento de la personalidad
masculina. Alex terminó, se acomodó, arregló los botones de sus jeans, y se
dio vuelta para enfrentar a su audiencia.
Estaba Margaret, desde luego, y detrás de ella un puñado de criados.
Todos ellos le miraban fijamente con expresiones que variaban desde el
horror al intenso interés. Los dedos de Margaret se encontraban aferrados
sobre la empuñadura de su espada. Alex casi comentó esto cuando vio que
una de las menos horrorizadas mujeres llevaba lo que podría haber estado
confundiendo con la cena. Le dio su sonrisa más encantadora.
—¿Para mí? —Preguntó con esperanza.
La mujer con bandeja comenzó a avanzar, pero Margaret la detuvo
sacando su espada como una barrera de ferrocarril.
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—Usad vuestra inteligencia, Alice, —dijo Margaret bruscamente. —Hay


un cuchillo cerca de su mano. ¿Deseáis encontrar vuestro final de esta
manera?
Bien, esto era irritante. Alex comenzó a dar una conferencia a
Margaret sobre los puntos más finos de su carácter, pero fue detenido por un
enorme estruendo en su estómago. No era momento para conversar.
Él dio un tirón a la pequeña daga sobre la mesita de noche y anduvo a
través del cuarto. Ignorando que Margaret blandía su espada, él le dio la
daga, la empuñadura primero.
—¿Ahora puedo comer? —preguntó correctamente.
Sin esperar una respuesta, relevó a Frances de la bandeja de madera
que llevaba y regresó a la cama. Puso la bandeja sobre la mesa y se sentó,
no preocupándose por quien lo miraba. No le preocupó que su destino
pendiera de hilo para él. Cuando comenzaba a cenar, nunca dejaba que algo
lo distrajera.
El almuerzo y la cena eran siempre un descanso para él. ¿Cómo se
suponía que se concentrara en piratería cuando salmón a la fettuccine
ahumado exigía su completa atención? ¿O cuándo la más fina ave asada con
pequeños vegetales y hierbas enviaba señales aromáticas a su nariz? Y en
este momento no se preocupaba si Margaret tenía planes para usarlo como
fertilizante para su jardín. Lo único que tenía que hacer era esperar hasta que
hubiera terminado de comer, después, no discutiría con ella.
—Parece que tienen un mejor cocinero que el de Ralf, —dijo, revisando
el pollo asado y planeando su asalto. —Verduras, también. Que agradable.
Él le dio un vistazo a Margaret y vio como agarraba su espada en una
mano y en la otra lo que podría haber usado como cuchillo para comer.
Tampoco parecía como si tuviera intenciones de dejar a un lado su sentencia
de muerte. Oh, bien. Cuando en Roma...
Arrancó un trozo de pollo y lo hizo estallar en su boca. Cerró sus ojos y
masticó. Ah, su apariencia ciertamente no engañaba. El pollo estaba
delicioso. Amablemente sazonado. No contenía demasiada suciedad que él
pudiera descubrir. Alex probó todo, cerrando sus ojos de vez en cuando para
disfrutar más de la experiencia. Realmente alzó la vista una vez, solo para
ver si podía haber algún tipo de líquido para ayudarlo a bajar todo. Una mujer
redonda apoyaba en la puerta, sostenía una botella por su cuello. Tenía un
delantal salpicado por comida, y Alex se preguntó si ella podía ser la
cocinera. Ahora, esta era una mujer a la que tenía que conocer
inmediatamente.
Se puso de pie, ignorando el renovado erizamiento de Margaret, y
anduvo despacio a través del cuarto hasta la mujer que acarreaba la botella,
brindándole su sonrisa más inocente. Él tenía varias sonrisas en su
repertorio. Su favorita era la de pirata, pero tenía la sensación que más le
valía reservarla más tarde para Margaret, mientras intentaba hablar sobre
como escapar de perder su cabeza. Por ahora, inocente y débilmente
desesperada tendrían que funcionar.
—¿Puedo, buena mujer? —dijo él, ofreciendo su mano y procurando
parecer sediento.
La mujer se ruborizó y entregó la botella sin vacilación.
—¿Usted es la responsable de esta exquisita comida? —preguntó
cortésmente.
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—Si, mi señor, —dijo la mujer, emitiendo su aprobación sobre él. Era


obviamente alguien que tomaba muy en serio lo que decían de su comida.
—Si pensara que pudiera, —dijo Alex, dejando caer su voz a un susurro
de complicidad, —yo la robaría de Falconberg para que viniera a cocinarme a
mí. Usted tiene un don.
La mujer claramente se ruborizó hasta las raíces de su cabello y se
dirigió hacia la puerta.
—Fuera, —Ordenó a su ayudante. —Él no puede haberse llenado aún.
¡Abajo a las cocinas a traer algo más!
Margaret hizo un sonido de intensa repugnancia. Alex le guiñó un ojo
antes de volver a su mesa improvisada, tomó un trago de vino, y se
concentró en el resto de su cena. Masticó y tragó, metódicamente trabajando
hasta que solo quedaron huesos y el desnudo plato de madera.
Cuando el segundo plato llegó, los despachó con el mismo entusiasmo.
Bueno, esto no era el Four Seasons, pero era mejor que cualquier cosa que
hubiera tenido hasta ahora en la Inglaterra medieval, y además, esto era
mucho mejor que la papilla desconocida con la que había subsistido mientras
recorría el décimo quinto siglo en Escocia con Jamie.
—¿Es posible que hayáis terminado ya? ¿O debería buscar algo más
en la despensa?
Parecía que Margaret ya se había cansado de verlo comer. Él tomó un
el último trago de vino, luego dejó la botella y se apartó de su mesa.
—Terminado. Y esto estaba delicioso. Gracias.
Ella desechó su agradecimiento con un ceño fruncido. —He oído que
las últimas cenas siempre saben mejor que las otras.
Alex se inclinó hacia atrás contra la cabecera de madera de la cama y
miró a su captora. Margaret era alta y parecía muy molesta, pero esas eran
las únicas cosas que Edward había dicho bien. Quienquiera que hubiera
comenzado el rumor que Margaret de Falconberg era fea necesitaba que le
revisaran los ojos.
Alex comenzó a examinarla por sus pies. Sus botas estaban rayadas y
gastadas. Esta era una mujer que sabía iba al punto.
Un pensamiento cruzó por su mente, las cosas podrían haber sido
diferentes, ellos habrían podido ser un equipo muy peligroso. Tenía la
sensación que Margaret podía ser tan despiadada como lo era él. Ella tenía
las señales para demostrarlo.
Ligas cruzadas de cuero sostenían su armadura contra sus piernas. Eso
no debía ser para nada cómodo, pero ella no se movía como si le molestara.
Su sobreveste le llegaba hasta sus rodillas. Esta y una túnica cubrían su
cuerpo, y, desde luego, más armadura. Era prácticamente imposible decir su
forma.
Aunque podía mirar todo lo que quisiera a su cara. La mujer no era
nada menos que hermosa. Su cabello era oscuro y se retiraba de su cara con
severidad en una apretada y larga trenza. Había visto que tan debajo de su
espalda llegaba, lo cual había sido una sorpresa ya que habría esperado que
se la hubiera cortado como para que no la perjudicara en la batalla. Le dio
vueltas a esto por un momento o dos. Para toda su postura como guerrera,
Margaret todavía no era capaz de dejar aquella última concesión de
feminidad. Esto era muy interesante y se prometió pensar sobre ello más
tarde —cuando hubiera logrado evitar la horca.
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La miró a la cara otra vez. ¿Para qué necesitaba una lanza cuando
podría derribar hombres tan solo con su belleza? Se preguntaba si ella tenía
idea de cuan apetecible era. Sus ojos eran oscuros, sus labios llenos, sus
pómulos maravillosamente esculpidos. Si ella no se viera tan increíblemente
irritada, él estaría a sus pies, la tomaría en sus brazos y la besaría con cada
partícula de pasión de su alma de pirata sin principios.
—¿Ya habéis terminado? —preguntó ella de manera cortante.
Alex no podía hacer menos que reír.
—A decir verdad, podría mirarla todo el día.
Ella se erizó. Alex no creía que podría parecer más ofendida, o
molesta.
—Si vos tuvierais que defender este lugar, también os vestiríais como
yo, —rechinó los dientes con furia.
Bueno, desde luego. Alex abrió su boca para decir algo, pero él no fue
lo bastante rápido.
—¡No seré despreciada por un preso! —Ella exclamó. —No me
preocupa nada lo que vos pensáis. Mirad vuestra pinta, idiota, y burlaos si
podéis. Seré lo último que veáis antes de que os envíe al infierno.
Ella agitó su espada de manera amenazante ante él. Alex la miró
fijamente, sospechas crecieron y florecieron en su mente. Bueno,
definitivamente había en Margaret más de lo que él había pensado. Dio
vueltas a sus palabras en su mente. Rápidamente. Ella no se movía aún, pero
sus dedos estaban tensos. Claro, pensaba que se estaba burlando de ella.
¿Era eso lo qué ella obtenía de su propia casa? ¿Por qué debería preocuparse
ella?
Alex tenía la sensación que debajo de toda aquella armadura y
bravuconería había una joven muy asustada, muy sola. Una joven quien muy
posiblemente necesitaba la ayuda.
Maldición. Allí estaba su caballerosidad otra vez, creciendo en su fea
cabeza.
Un cuerpo no puede regresar a casa hasta que su tarea en el pasado
esté terminada.
Bien, tal vez esto era por lo qué se había encontrado en la Inglaterra
medieval. Tal vez no era nada más que una posibilidad para ayudar a alguien
quien justo no tenía a nadie más a quien recurrir. Él le dirigió a Margaret su
mejor sonrisa cuéntame—todos tus—secretos de abogado y acarició la cama
al lado de él.
—Venga y siéntese. Vamos a hablar.
Ella jadeó ante el ultraje.
—¿Por que clase de tonta me tomáis?
—Ate mis manos si eso la hace sentir un poco mejor. Solamente quiero
averiguar contra que se enfrenta. Tal vez pueda ayudar.
—¿Cómo? ¿Traicionándome con Brackwald?
—Ya le dije no tengo ningún lazo con Brackwald. Edward me encontró
justo antes de que cortara mi garganta y me ayudó llevándome a su casa.
Tengo tan poco trato con el hermano de él como usted.
Ella vaciló. Alex podía ver los pensamientos girando. Y luego su
espada bajó hasta que descansó la punta sobre el suelo.
Alex se deslizó hacia atrás en la cama y se sentó con las piernas
cruzadas con sus manos descansando a simple vista sobre sus rodillas.
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—Le doy mi palabra que no me moveré. Al menos acerque una silla.


Apuesto que ha estado en pie durante horas.
—Desde ayer al alba, —dijo ella, luego cerró fuertemente los labios y lo
miró airadamente.
Alex sonrió para si mismo. Esta era una chica resistente.
—¿Ya comió usted? —preguntó él.
—Cena, la víspera pasada, —refunfuñó ella. Ella lo miró irritada, como
si quisiera decapitarlo por sacar tanta información de ella
Alex se bajó de la cama despacio. Él puso sus manos arriba y con
cuidado anduvo hacia la puerta.
—No me remate aún, —dijo él. —Usted disfrutará de ello mucho más
estando con el estómago lleno, estoy seguro.
Él abrió la puerta, un poco sorprendido por el hecho de que lo dejara
hacerlo, sacó su cabeza fuera, y llamó a los gritos a su cocinera.
La buena mujer no podía haber estado lejos porque ella apareció en el
alto de la escalera casi inmediatamente.
—¿Si, mi señor? —preguntó ella jadeando.
—¿Tal vez una comida para Lady Falconberg?
—Si, mi señor, —dijo ella, haciendo una reverencia y se dio vuelta
volviéndose a la escalera.
Bien, ya tenía a los más viejos bien ganados. Ahora, si solamente
pudiera urdir algo de magia con la más joven. Al menos Margaret estaba
todavía en el mismo lugar. Ella podría haber estado acercándosele con la
espada desenvainada.
Alex acomodó la mesa, llevó una silla hasta ella, y volvió a su lugar
sobre la cama.
—Por favor siéntese, Margaret, —dijo él. —Le doy mi palabra que no
me moveré.
—¿Y cuan buena es vuestra palabra?
—Bueno, no ha sido bastante buena antes, pero he volteado una
nueva página. Hecho un cambio, —él clarificó en su mirada perpleja. —No soy
un mentiroso.
—Me atrevo a decir que la mayor parte de todos los hombres son
mentirosos, —refunfuñó. Ella parecía bastante convencida de eso, pero ella
había aflojado su apretón sobre su espada. Alex tomó esto como un buen
signo.
—Tal vez los que ha conocido antes. Pero soy diferente.
No quiso levantar sus esperanzas, pero ella dudó el más breve de los
momentos como si realmente le hubiera gustado creerlo. Él podría haber
jurado que ella estuvo a punto de atravesar por casualidad el cuarto y
sentarse cuando la puerta se abrió y la Cocinera entró con un pequeño
contingente de ayudantes de cocina.
Una comida fue puesta rápidamente y después de otra reverencia y
ruborizarse, la Cocinera se marchó, sus ayudantes se deslizaron detrás de
ella como obedientes ovejas.
Donde él había fallado, la comida lo había logrado. Margaret dejó su
espada sobre la mesa, tomando su cuchillo en su mano.
—Tengo mucha práctica con esto, —dijo ella, agitando su daga hacia
él.
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—Estoy seguro que lo es y apuesto que usted ha trabajado mucho para


hacerlo.
Ella le lanzó una mirada suspicaz, como si no estuviera segura del
significado oculto, luego volvió a su comida y comenzó a comer.
A ella no le estaba gustando. Alex nunca dejaba que algo interfiriera en
el camino de un buen alimento, pero Margaret obviamente no tenía
esculpida su fina habilidad. Ella masticó, pero de forma metódica y sin
entusiasmo.
—¿No está buena? —preguntó él.
Margaret miró hacia la bandeja de madera y su expresión fue de débil
sorpresa, como si realmente no hubiera visto lo que consumía.
—Se puede comer.
Alex sacudió su cabeza mentalmente. Pobre niña. Tal vez su cara
dijera veinticinco, pero sus ojos decían cincuenta. Alex apenas osaba
especular sobre las cargas que le habían obligado a llevar en su corta vida. Si
lo que Edward había dicho era verdad, ella había estado manteniendo un
techo sobre su cabeza y a los hombres que deseaban sus tierras fuera de sus
puertas por al menos un año. El cielo sólo sabía que niñez había tenido.
¿Alguna vez habría tenido tiempo para jugar? ¿Alguna vez había conocido el
placer de hermosas ropas? ¿Alguien alguna vez había llegado a conocerla,
solamente a la simple Margaret? ¡Qué desperdicio!
A Alex le gustaba pensar que él no habría sido tan estúpido. Si él
hubiera sido el hijo del barón de al lado, él la habría echado el ojo en cuanto
hubiera podido, entonces le habría mostrado cada extravagancia posible. Él
la habría llevado a viajar, mostrado maravillosos sitios, expuesto a gustos y
olores exóticos, acumulado hermosas ropas y joyas hasta que ella estuviera
sepultada por ellas. La habría hecho reír, le habría quitado la ropa hasta que
ellos estuvieran piel con piel, y entonces la habría amado, una y otra vez.
Frotó sus manos sobre su cara y sacudió la cabeza. ¡Que lástima, como
si él realmente necesitara estar involucrado con alguien del pasado! Sobre
todo una doncella acorazada que lo pincharía antes de mirarlo dos veces.
La miró para encontrarse con que ella lo estaba mirando a él. Todo lo
que ella había visto en su cara obviamente la había afectado, porque ella
empujó su silla y agarró su espada.
—Tonto, —ella se rompió.
—¿Uh? —dijo Alex.
—Me visto de esta manera porque debo, —silbó ella. —¿Quien pensáis
que mantiene este maldito techo sobre vuestra cabeza?
—Pero...
—¿Pensáis que vos podríais hacer algo parecido?
—Bueno…
—¡Y mi padre era muy alto, también!
—No hay nada malo con...
—¡No soy desgarbada!
Y con eso, ella corrió hacia la puerta, la abrió, y la cerró detrás de ella
con un golpe.
La llave giró en la cerradura. Alex sacudió su cabeza. Incluso distraída
ella era cuidadosa.
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Se levantó y comenzó a pasearse. Qué conversación tan contundente


había sido aunque fuera unilateral. ¿Ella francamente pensaba que él la
miraba y la encontraba poco atractiva?
Y, lo más importante, ¿en realidad era le importaba lo que el pensaba?
Bien, al menos ella no lo había matado. Tal vez la próxima vez él
consiguiera que ella no le gritara, él le diría que no pensaba que ella fuese
desgarbada. Incluso con su armadura, ella estaba muy llena de gracia. Y le
gustaba alta. Besar a las mujeres bajas le daba dolor de cuello.
¿Besos?
Él gimió. Estaba perdido. Margaret no era una mujer con la que perder
el tiempo. Él no podía hacer el amor con ella y luego marcharse.
Y él tendría que marcharse. Una vez que él entendiera lo que se
suponía que tenía que hacer, él tendría que marcharse. Y ya que no podía
quedarse, no podía involucrarse. Él haría todo lo posible para ayudarla,
entonces recogería a Beast y volvería a Escocia. Esperando que no hubiera
pasado demasiado tiempo en su propio día. Él no quería que Zachary
terminara tomándole la delantera en el cortejo de la hija del mercader.
Aunque de algún modo, después de mirar a Margaret de Falconberg de
cerca y personalmente, cortejar a Fiona MacAllister ya no le parecía tan
excitante. A ella no la tomarían por muerta en cota de malla, además de que
él tenía sus dudas de que ella pudiera manejar la tienda, mucho menos una
fortaleza.
Pero aquello estaba bien. Él no tenía una fortaleza para cuidar. No, el
siglo veinte era el lugar para él, y regresaría tan pronto como hubiera
cumplido su deber medieval.
La última cosa que necesitaba era una doncella del siglo doce para
complicar su vida... y que complicación sería Margaret.
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Capitulo 6

Margaret clavó sus talones en el costado de su semental y se inclinó


hacia adelante, la lanza estaba equilibrada en su mano derecha. Golpeó el
estafermo, o muñeco giratorio, directamente en el centro. Se sentó
demasiado rápido y perdió su satisfecha sonrisa bruscamente mientras el
contrapeso le golpeó fuertemente en la espalda. El golpe la envió volando de
cara por sobre su caballo. Por suerte no había llovido la noche anterior, y ella
consiguió caer en suciedad y no fango.
Ella giró su cabeza a un lado y respiró pesadamente, no haciendo caso
al polvo que inhalaba. El polvo y el abono eran olores buenos. Al menos eran
olores honestos. No como la perfumada carta que había recibido aquella
mañana. ¡Condenado Ralf de Brackwald al diablo!
Ella se rodó con cuidado. Y yació sobre su espalda y miró hacia arriba a
los enfadados ojos azules de su capitán.
—¿Estáis tratando de mataros? —George bramó. —¡Concentraos o
cesad!
Margaret suprimió el impulso de decir algo satisfactoriamente vulgar.
En cambio aceptó su mano para levantarse, recogió su lanza y su escudo, y
se alejó. Mientras lo hacía, comprendió cuan fuera de sí estaba. Ella nunca
abandonaba el campo derrotada.
Esto era un signo de que no era ella misma.
Lo que era hasta más inquietante era la razón por la qué estaba tan
distraída. Quería creer que era por el mensajero que le había entregado las
amenazas de Brackwald. Si, esto era seguramente el motivo. Estaba
enfadada, y con razón, con Brackwald por arruinar su mañana y ella había ido
al campo de entrenamiento para disolver aquella cólera. Desde luego esto no
tenía nada que ver con su cautivo.
Nada en absoluto.
Uno de sus caballeros vino y tomó su escudo y su lanza. Varios otros
murmuraban palabras animándola mientras ella pasaba, pero no les prestó
atención. Ella hablaba con sus hombres, era verdad, pero sólo para
entrenarlos. La charla en tono agradable no era algo que se permitiera. Que
encontraran camaradería entre ellos. Ella era su Señora, no su compañera de
bebida. Ella quería su respeto, no su amistad.
Venga, siéntese. Vamos a hablar.
Maldito aquel Alex. ¡Como si ella tuviera tiempo para sentarse y hablar
de nada!
¿Ahora, quien era él, en realidad? ¿Alex de qué? ¿Quien era su padre?
¿Él venía de Escocia, pero quien era su gente? Por todo lo que sabía, él podría
ser el bastardo de algún albañil con una moza de cocina. Pero, por todos los
santos, si que había sido una buena elección, si habían producido algo como
el.
Ella se palmeó con una mano la cabeza. ¡Santos misericordiosos del
cielo, ella debía estar chiflada! El hombre era agradable a la vista, ella le
reconocería eso, pero esto no significaba que ella debiera mirarlo como una
boba enamorada.
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Ah, pero sentarse y hablar. Qué noción tan asombrosa. Dejar a un lado
sus obligaciones durante una hora, tener una conversación con alguien quien
no dependiera de ella para su protección y su sustento. Solamente ser
Margaret y no Lady Falconberg. Qué placer embriagador sería.
—¿Mi señora?
Ella se paró en los escalones que conducían hasta el gran salón se giró,
y miró a Sir Henry, segundo en jerarquía de George. El jóven era su caballero
más fino. Incluso tanto, que ella nunca había estado cómoda cerca de él. Los
dos eran de la misma edad, y probablemente deberían haber tenido algo en
común. Aún cuando él nunca la miraba a los ojos.
No como Alex.
—Si, —dijo finalmente, comprendiendo que Sir Henry la miraba
fijamente.
—El mensajero de Brackwald todavía espera tras las puertas.
¿Contestamos, o vos lo haréis esperar más tiempo?
Margaret lo consideró. Ella podría decir al hombre que regresara en la
mañana, pero sólo el cielo sabía que estrago él podría ejecutar en sus tierras.
Por otra parte, ella no era de dar una respuesta precipitada hasta que
hubiera aprendido la verdad sobre el asunto ante ella. Ralf había enviado
palabra, exigiendo la liberación de su —querido Lord Alexander—. O Alex era
un mentiroso, o Ralf quería preparar otro cuento para correr al Príncipe Juan
con eso. Margaret sabía que ella mal podría permitirse un movimiento en
falso ahora.
—Traedlo adentro y ponedlo en la torre de guardia. Vigiladlo bien,
pero mantenedlo bajo custodia. Él volverá completo a Brackwald. ¿Está eso
entendido?
Sir Henry se inclinó y se alejó, no habiendo encontrado sus ojos ni en
un solo momento. ¿Era ella tan difícil de mirar?
¿Santos, qué le pasaba? Hace una semana no se hubiera preocupado
porque no la miraran. El tener a Alex en su casa la había hecho perder la
poca sensatez que todavía poseía.
Entró por el pasillo y lentamente pasó por los hogares, considerando
la misiva de Ralf. ¿Alex le había mentido? ¿En verdad era un querido amigo
de Ralf?
Casi había pasado una semana desde que ella había escapado de su
presencia, hasta no había tenido el coraje para volver para hablar con él.
Alex, sin embargo, no había hecho nada adverso a ninguno de los criados que
ella había enviado para llevarle sus comidas. Incluso George había desafiado
la guarida del león repetidamente, surgiendo para anunciar que él
encontraba que Alex era —un joven fino con una brillante cabeza para la
estrategia. —Aquel joven fino no había exigido ser liberado, aunque ella
hubiera oído que él se hacía cada vez más molestado por la limitación.
No podía culparlo. Ella se hubiera vuelta loca al primer día.
Ella subió los escalones. Después de vacilar durante sólo un momento
ante la recámara de su padre donde Alex estaba, siguió su camino hacia la
suya. Se detuvo ante su mesa y miró hacia la misiva que yacía allí. ¿Debería
llevársela y enfrentarlo con ella? ¿Y si ella lo enfrentaba, podría soportar oír
que le había mentido?
Estuvo de pie y estuvo nerviosa por otro cuarto de hora antes de
comprender que estaba haciendo. ¡Por todos los santos, nunca en su vida
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había estado nerviosa! Agarrando rápidamente el pergamino, salió a


zancadas del cuarto. Abrió la puerta de la recámara de su padre y entró.
Alex estaba de pie en la ventana. Él giró despacio, luego se apoyó
hacia atrás contra la piedra.
—¿Se ha hecho usted daño?
Margaret lo miró inexpresivamente.
—El estafermo, —dijo él con impaciencia. —Le ha ganado tres veces
esta mañana.
Margaret comprendió que la recámara de su padre en verdad miraba
hacia las listas. Por qué no lo había recordado antes, desde luego no lo sabía.
Alex había estado mirándola. Para su horror, ella sintió que sus mejillas
comenzaban a arder. La debió de haber visto por largo rato como para
haberla visto volar y caer en la mugre. ¡Santos, qué tonta debía haber
parecido!
—Estaba distraída, —dijo rígidamente.
Él cruzó sus brazos sobre su pecho y rió.
—¿Por alguien que conozco? —preguntó él.
—Como si vos me distrajerais, —ella dijo, intentando parecer tan
arrogante como pudiera. De algún modo, esto no funcionaba muy bien, y su
voz salió más bien como un chirrido.
—No me refería a mí, —dijo él, con sus ojos centelleando. —Pero ahora
que usted lo dice
Ella sacó su espada y la blandió.
—¡Quedaos callado!
Él sólo se rió. Si ella hubiera tenido el carácter, ella lo habría
traspasado. De algún modo, ella no podía hacerlo. Esto arruinaría su ropa.
Bueno, esto era una razón bastante razonable para refrenarse.
—¿Todos en Escocia se visten como vos lo hacéis?—ella soltó. Su ropa
era muy extraña, sobre todo sus calcetines. Su túnica, sin embargo, estaba
limpia. Quizás una de las criadas lo había hecho.
—Que amable de su parte por notar lo que llevo. —Con su túnica
limpia, ahora llevaba una sonrisa burlona que la enfurecía.
—¡No vine para hablar de vuestra ropa!
—¿Entonces de qué vino aquí a hablar?
—De esto, —ella dijo, empujando la misiva hacia él. —Leedlo, luego
procurad convencerme que Ralf miente. Juro que pienso que vos sois el
mentiroso aquí.
Alex con cuidado apartó su espada y tomó el pedazo de pergamino. Él
lo sostuvo a la luz de la ventana y lo miró fijamente durante varios minutos.
Finalmente él sacudió su cabeza.
—Malísima caligrafía.
Margaret deseó que él dejara de usar aquellas palabras extranjeras.
—¿Caligrafía? —Ella repitió.
Alex rió con gravedad.
—La forma en que escribe.
—Estoy segura que el escribiente de Ralf hizo esto. Ralf apenas puede
firmar su propio nombre.
—Entonces su escribiente es un escritor malísimo. No puedo distinguir
la mitad de lo que dice.
Margaret lo miró estrechamente.
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—Quizás es que vos no podéis leer.


—Puedo leer, —contestó Alex. —Es solo que este Francés Normando
medieval me gana.
—¿Francés medieval? ¿Dónde por todos los santos este hombre había
aprendido a hablar? Quizás los escoceses eran más incivilizados de lo que
ella había pensado.
—Solamente no me haga caso, —él dijo con un suspiro. —Venga aquí y
ayúdeme a lograr entender algunas de estas palabras. Asumo que usted
puede leerlas bastante bien.
—¡Desde luego!
—No pensé en ofenderla, Margaret. —Él dio un paso más cerca de la
ventana. —Por favor venga aquí. Prometo no morder.
Margaret cometió el error grave de mirarlo. La luz del sol caía sobre él
suavemente, como si estuviera contenta de acariciar algo tan perfectamente
hecho. Esta se rezumaba en su cabello negro, iluminando sus fuertes rasgos,
que descansaban sobre su forma musculosa. Ella notó, enseguida, que él
estaba bien afeitado. Ella frunció el ceño. Seguro la cocinera lo había
ayudado. La mujer, a la que Margaret nunca desafiaba, obviamente había
caído completamente bajo el hechizo de Alex. Margaret apenas podía
culparla. ¿Cómo un cuerpo podía mirar a aquellos pálidos ojos y no sentirse
un poco mareado? ¿Eran azules? Más bien, quizás verdes. Margaret miró
fijamente a ellos, fascinada por su color. Quizás un poco de azul y un poco de
verde.
Su mirada cayó sobre su boca. Santos, que labios tan exquisitos tenía.
Ella tenía el impulso aplastante de alcanzarlos y tocarlos. ¿Eran tan suaves
como parecían? Mordió su propio labio para distraerse. Esto sólo empeoró el
asunto. Ella había besado a su padre y a sus hermanos, pero no sobre la
boca, y definitivamente no con lo que sentía en ese momento. Los dientes
aparecieron entre aquellos labios tentadores y Margaret comprendió que Alex
se reía de ella.
Con un gruñido de furia mortificada, desgraciada, ella se dio vuelta
para alejarse de él.
Ella no consiguió alejarse. ¡El gamberro tenía la temeridad para
cogerla por la muñeca! Ella tiró atrás, su cuchillo ya levantado en su mano
libre. La misiva se arrugó violentamente mientras Alex le agarraba la
muñeca con la otra mano. Él sostuvo la mano de ella a distancia de su
vientre. Una pena, mientras el deseo más íntimo de ella era enterrar su daga
allí.
—Yo no me estaba riendo de usted, —dijo él silenciosamente.
Ella le miró hacia arriba, con la boca abierta.
—Como lo hicis...—Ella mantuvo sus labios cerrados. ¡Como si ella
debería permitirle saber lo que había estado pensando! Ella lo miró
airadamente. —No me preocupa lo que vos penséis.
—Lo sé, —dijo él, con expresión grave. —Sé que a usted no le
preocupa lo que pienso, Margaret. Pero para que tenga en cuenta, yo me reía
de mí. Por que ahora me doy cuenta de cómo mi comida se debe sentir
cuando la miro.
Sospechosa en cuanto a lo que esto podría significar, la furia se
desarrolló en su mente, pero ella decidió ignorarla. Él no había estado
riéndose de ella. Ella aceptaría esto y llamaría a una tregua.
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—Vos sois un hombre muy extraño, Alex.


—Lo sé. ¿Ahora, me atrevo a dejarle ir?
—Como si pudrierais mantenerme cautiva, —ella dijo con altanería.
Ella no hizo caso al hecho que sus manos parecían torniquetes alrededor de
sus muñecas. Ella estaría condenada si admitiera que ella había encontrado
su par en este hombre. Si él solamente no la hubiera distraído con aquellos
malditos labios, ella habría saltado sobre él y no se habría encontrado
prácticamente soportando su abrazo contra su voluntad.
—Usted tiene razón, Lady Doncella Acorazada, —dijo él humildemente.
—¿Sería tan amable en guardar sus armas y leerme esto?
Ella sabía que debería estar ofendida por el título que le había dado,
pero de algún modo con la manera en que él lo dijo, esto le pareció casi
como un elogio. Ella asintió. Él liberó sus muñecas y puso en su sitio su
espada y su daga. Él se distanció en el nicho, y ella lo siguió a la ventana.. Él
alisó el pergamino con cuidado y lo sostuvo hacia la luz.
—Entiendo la parte de ‘Lady Falconberg’, —dijo él. —¿Ahora, qué es
esto aquí sobre pena y la angustia?
Margaret tuvo que estar de acuerdo con Alex sobre la caligrafía del
escribiente de Ralf. Esta era muy pobre.
—Él dice que sufre enormemente sobre el secuestro de su querido
amigo Alexander de Seattle. —Ella alzó la vista hacia él.—¿Es aquí de dónde
sois vos? ¿En Escocia?
—En realidad eso no es en Escocia. Está en otro continente.
Bueno, no estaba diciendo toda la verdad. Y donde Seattle estaba ella
no podría decirlo. El hombre obviamente ocultaba algo. Margaret frunció el
ceño. Una bonita cara bien formada había desmoronado su razonamiento.
Ella tendría que ser más cuidadosa.
—¿Qué hacéis en Inglaterra?
—Estaba montando a caballo y tomé la dirección incorrecta.
—Vos estáis mintiendo.
Él rió. Ella se estremeció. Ella deseó que dejara de hacerlo. Se le hacía
cada vez más difícil mantener su guardia en alto cuando la miraba así.
—No estoy mintiendo —dijo él. —Realmente tomé una dirección
incorrecta. Nunca pensé terminar aquí. Pero aquí estoy, y pienso que estoy
aquí para ayudarle. Entonces, termine esa ridícula carta, Margaret, y vamos a
ver que se puede hacer.
Ella suspiró y miró la carta otra vez.
—Él dice que si no le entrego dentro de una semana, él no tendrá otra
de opción que tomar medidas drásticas para lograr su recuperación. Él habla
de venganza. No tengo duda alguna que él también enviará un mensajero al
Príncipe Juan para lloriquear con su compungido cuento.
Alex rió.
—Él no dijo exactamente eso.
—No, pero es exactamente lo que quiere decir, el miserable
desgraciado. ¿Ahora, —ella dijo, dando un par de pasos hacia atrás y
poniendo su ceño más intimidante, —qué decís de esta insensatez? ¿Sois vos
de verdad su querido Alexander?
—No, no lo soy.
A Margaret le gustaba creer ella tenía la habilidad de ser perspicaz con
el carácter de un hombre. Ella fácilmente podría creer que Alex mentía sobre
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de donde venía, pero estaba igualmente preparada para creer que él no


estaba mintiendo sobre esto.
—Entonces vos no tenéis ningún lazo con Brackwald.
Él sacudió su cabeza.
—Edward solamente me ofreció ayuda. Yo planeaba partir el día
después que Usted tan animadamente me secuestró. Si yo hubiera tenido
que quedarme más tiempo en la casa de Ralf, lo habría matado.
Margaret entendía esto completamente. También se le ocurrió que
quizás no debió de haber robado a Alex tan pronto. Él le hubiera solucionado
todos sus problemas si lo hubiera dejado en Brackwald unos cuantos días
más.
—Él realmente es increíble, —dijo Alex con una sacudida de su cabeza.
—¿Acaso no se le ocurrió que nosotros hablaríamos? ¿O cuenta con que usted
me hubiera lanzado en la mazmorra, amordazado y atado?
—Probablemente eso.
—Su reputación le precede, entonces.
De repente, y sin advertencia, el cansancio descendió. Margaret se
sentó. Ella sacudió su cabeza ante sus propias acciones. Ella nunca se
sentaba. Desde siempre había estado de pie, al mando de ella y sus
hombres. Quizás este Alexander de Seattle era un demonio hecho de carne y
la debilitaba para continuar. Lo miró mientras se sentaba sobre el banco de
piedra que estaba enfrente del suyo. El sol continuaba poniéndose sobre él,
dejándola en las sombras. Ella rió sin humor.
—Mi reputación, temo, no me salvará esta vez.
Ella intentó mantenerse erguida, pero, por primera vez en años, ella no
podía controlarlo. Puso su cabeza en sus manos y suspiró.
—Por los mismos santos del cielo, —ella susurró, —Deseo hacerlo.
Sintió una mano sobre su cabeza. Esto la sorprendió tanto, que se tiró
hacia atrás y por poco pegó su cabeza contra la piedra. Ella miró a Alex
conmocionada. Él sostuvo sus manos.
—Yo solo intentaba ayudar, —dijo él.
—No necesito ninguna ayuda de esta clase, —ella contestó,
conmocionada. Ella no podía recordar la última vez alguien la había tocado.
Que Alex se hubiera atrevido no la sorprendía. El hombre no podía ensartar
dos palabras juntas sin lanzar algo de una lengua extranjera. Quizás sus
modales fueran tan sin groseras como su lenguaje.
—Nadie me toca, —dijo, intentando recuperar su equilibrio.
—Que pena. Usted podría soportar que alguien la tocase, Pero, —él
agregó, —tal vez más tarde.
Margaret dejó caer su mano sobre la empuñadura de su espada. Sólo
entonces comprendió que tenía la hoja a mitad de camino de su vaina. Ella
se apretó hacia atrás contra la pared y miró fijamente al hombre que la
enfrentaba. No tenía ni idea de que decir. No quería su ayuda. Obviamente
no necesitaba su ayuda. Pero estaba tan cansada.
—¿Qué quiere decir Ralf con venganza? —preguntó Alex.
Margaret se obligó a apartar la sensación de desolación.
—Más de lo que ya ha hecho. Asesina a mis siervos, roba mis vacas y
ovejas, humilla a mis caballeros.
Una de las cejas de Alex se levantó.
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—¿Humilla a sus caballeros? ¿Qué les ha hecho? Parecen bastante


capaces. Quizás no tan despiadados como los de Ralf, pero capaces de
defenderse. ¿Acaso les ganó en el campo?
Margaret suspiró profundamente.
—Emboscó a varios de ellos, los esquilaron como ovejas, y los enviaron
a casa desnudos.
—¡No lo hizo!
—Ah, pero si lo hizo. No he tenido el corazón para rotarlos desde
entonces para que hagan sus rondas de servicio de cuarenta días.
—Qué baboso.
—Si, —ella estuvo de acuerdo. —Un baboso. —Solo el Cielo sabía lo
que esto significaba, o la lengua de que venía, pero pareció encajarle a Ralf
muy bien.
—Entonces, ¿usted cómo tomó represalias?
Ella se encogió.
—¿Qué podía hacer yo? ¿Asesinar a sus siervos? ¿Arriesgar a mis
propios hombres para tomar los suyos? No hice nada. No puedo matar a
gente inocente.
Alex le sonrió. Margaret podría haber jurado que el sol comenzó a
brillar más intensamente a causa de esto.
—¿Acaso es por eso que todavía estoy vivo? —preguntó.
Ella miró sus pálidos ojos color agua resueltamente.
—Si, mi señor. Es por eso que vos todavía estáis vivo.
—Usted no es tan despiadada como pensé, Margaret.
Ella frotó su mano sobre su cara.
—Solía serlo. Últimamente, si acaso me reconozco.
—Mmmm, —él dijo.
—No he estado durmiendo bien, —ella replicó.
—Veo.
—¡He estado distraída!
Él sólo rió.
—Y no por vos, —gruñó ella.
—Que pena. Usted desde luego me ha estado distrayendo. —Se rió de
ella otra vez, la risa de un merodeador que hacía que el calor subiera a sus
mejillas. Ahora sabía como se sentía su cena, porque él la miraba de la
misma forma devoradora.
—¡Por todos los santos, —ella balbuceó, —no soy una pata de cordero
para que me mire así!
—Ah, Margaret, —dijo él, sacudiendo su cabeza con una risa divertida,
—usted realmente es algo más.
Ella lo miró airadamente. Pero no se puso de pie y escapó de la
recámara. Estaba cansada. Si, eso era. Si ella hubiera tenido la fuerza
necesaria, se habría ido a las listas solamente para evitar que Alexander de
Seattle la cuestionara. Seguramente no tenía ningún deseo en absoluto de
permanecer y escuchar a sus tontas palabras, y mucho menos de derretirse
bajo su ardiente mirada.
Pero no tenía fuerza alguna y solo por eso permaneció donde estaba.
—Usted es muy hermosa, —dijo él, todavía luciendo su sonrisa de
mercenario.
—Y vos sois un idiota.
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Él se encogió de hombros.
—Tal vez lo sea. Pero no estoy ciego.
Tenía que marcharse antes que los últimos fragmentos que le
quedaban de cordura se escabulleran. Santos, este era un peligro que nunca
había previsto. Ningún hombre jamás la había mirado de esa manera. O
quizás si, y ella no había estado lo bastante interesada como para notarlo.
Obviamente Alex no era un hombre que se le ignorara muy a menudo.
—Si no tenéis nada mejor para decir más que vacías palabras, —dijo
ella, anhelando tener algo para decir, —entonces le abandonaré.
Él se levantó de pronto.
—Vamos a caminar. Pienso mejor cuando estoy caminando.
Antes de que ella hasta pudiera abrir su boca para aceptar, ya que ella
también, pensaba mejor en movimiento, la había jalado y la remolcaba hacia
la puerta.
—¿Hacia donde es la salida? —preguntó él.
—Izquierda. Bajando las escaleras.
Ella se encontró siguiéndolo —probablemente porque él la tenía asida
de su mano y parecía decidido a no dejarla ir. Margaret estaba bastante
abrumada por la sensación que lo dejó conducir a donde el deseaba. Su
mano era cálida y segura alrededor de la suya. Mientras andaba a su lado a
través del gran salón, ella sintió por primera vez en años que no podía ser
desgarbada. Alex era al menos una mano más alto que ella. Esto era una
cosa asombrosa, la de tener que mirar hacia arriba para encontrar sus ojos.
También era más ancho que ella, sin contar que ella tenía su armadura
puesta. Era la cosa más ridícula que jamás hubiera experimentado, pero en
realidad se sentía frágil. Protegida. ¡Por todos los santos, que sentimiento tan
agradable! Sentirse como si en realidad pudiera dejar a un lado la carga de
ser la defensora, aunque fuera durante unos pocos momentos.
—¿Fuera de las puertas?
Ella alzó la vista hacia él.
—Perdonadme. ¿Decíais?—¿Qué le había estado diciendo? ¿Había
estado hablando durante todo el tiempo?
Y de nuevo aparecía aquella sonrisa burlona que la enfurecía. Margaret
frunció el ceño hacia él, pero él sólo se rió.
—Pero si que estamos distraídos, —dijo él.
—Tengo una piedra en mi bota.
—Le ayudaré a sacarla.
—Eso no os concierne, —dijo ella, distanciándose de él. No se alejó
demasiado puesto que él no le soltaría su mano.
Él rió.
—Pregunté si podemos andar fuera de las puertas. ¿Es su espada
suficiente, o debería pedirle otro guardia?
—Podría hacer que trajeran una espada para vos. —Seguramente con
brazos así, él podría manejar una espada con facilidad.
Él sacudió su cabeza.
—Ninguna espada para mí, Lady Doncella Acorazada.
—¿Entonces vos no podéis manejar una?
—Puedo, pero no quiero. Es una larga historia. ¿Ahora, vamos?
—Tengo tiempo para oír la historia, —dijo ella, clavando sus talones.
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—Usted puede tener tiempo, pero yo no tengo ganas. Tal vez se lo


diga en la cena algún día. Ahora, vamos.
Que hombre tan obstinado. Margaret se juró que tendría el cuento
cuando a ella le placiese. Quizás más tarde. Cuando estuviera menos
distraída.
Ella salió con Alex por el portón y a través del puente levadizo. Ella
sintió que sus hombres la miraban fijamente y supo que ella se estaba
ruborizando bastante, pero no podía hacer. Alex no parecía inclinado a
liberar su mano, tampoco ella estaba inclinada a separarse. Le gustaba
muchísimo como esto se sentía.
Alex se detuvo en lo alto del camino que bajaba por la colina. Él miró
sus tierras, luego giró y le sonrió.
—Su tierra es hermosa.
Ella tuvo que estar de acuerdo. El torreón se encontraba sobre una
pequeña montaña en el medio de otras aunque no tan altas como esta. La
tierra era rica y lozana. Sus campos eran productivos. Sus siervos estaban
bien cuidados y, principalmente, contentos. Ella trabajó mucho para verlos
protegidos y que se les tratara correctamente.
El tardío sol de invierno salió de atrás de una nube y brilló sobre los
campos. La siembra comenzaría bastante pronto. La primavera era su época
favorita del año. A ella le gustaba ver las cosas crecer.
Pero todo cesaría si Brackwald se metía con todo lo de ella. Suspiró
profundamente. Su propiedad parecería tan malgastada como la de él dentro
de un par de años. El hombre no tenía cabeza para dirigir tierras de labranza.
Sus campesinos estaban medio muertos de hambre y maltratados. Él usaba
el suelo hasta que no pudiera soportar más y luego continuaba plantando.
Ella sacudió su cabeza. Más bien, ella no podía permitir que Brackwald
tuviera esta belleza ante ella.
Alex soltó su mano, se alejó unos pasos y luego regresó. Miró fijamente
sus campos, frotó su mandíbula con su mano y luego paseó otra vez.
Entonces se detuvo de repente, y se dio vuelta para mirarla.
—¿El rey ha visto sus tierras, verdad?
Ella asintió.
—Mmmm. —Él se alejó otra vez, luego volvió. —¿Qué piensa él de Ralf?
Ella se encogió de hombros.
—No se. Brackwald le es bastante leal, tanto que fue capaz de haber
enviado oro al rey para sus cruzadas, aunque no estaba dispuesto a ir. Él
parece muy cercano al príncipe, pero esto es algo que probablemente haya
ocultado al rey. No, es que esto importe. El oro significa mucho.
—¿Usted perdió a sus hermanos en una cruzada, verdad?
Ella miró a la distancia.
—Si, y no me gusta para nada. No entiendo las Guerras santas.
Ella sintió a Alex tomar su mano otra vez.
—Lo siento, Margaret. Debe de haber sido un año muy duro, teniendo
que hacerlo todo por si misma.
Ella lo miró, preguntando de donde había aprendido esto.
—¿Tanto le dijo Edward?
Alex asintió.
—Él dijo que su padre acababa de fallecer y que usted había estado
manteniendo las cosas en marcha desde entonces.
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Ella sintió una extraña sensación de alivio al saber que había logrado
engañar al resto de Inglaterra por tanto tiempo. Y con aquella sensación de
alivio había otra, el deseo más extraño de informar a Alex desde cuando
había estado al mando solamente para ver como reaccionaría. ¿Se
impresionaría? Había sólo un modo de saberlo.
—Mi padre murió hace diez años.
La mandíbula se aflojó.
—Usted está bromeando.
Margaret alzó la vista hacia él y frunció el ceño.
—¿Estar bromeando?
Él la miró atontado.
—Esto significa de chanza. Usted no puede decirlo en serio. ¿Usted ha
mantenido esto funcionando por diez años? ¿Sola?
—¿Quien más lo haría?
—Ah, Margaret, querida, —dijo él, apretando su mano. La miró y
sacudió su cabeza. —Lo siento tanto, —dijo él con cuidado. —No puedo
imaginarme por todo lo que ha pasado. Debe de haber sido muy difícil.
Sonaba tan apenado por ella que se encontró sintiéndose de la misma
manera. Por los santos, esto había sido difícil. Raras veces pensaba
extensamente de cuan peligroso había sido lo que había hecho. Si la corona
alguna vez supiera de su engaño, probablemente la ahorcarían por ello.
Por primera vez, sintió lágrimas que comenzaban a salir, las lágrimas
de miedo y el dolor. Santos del cielo, no había llorado cuando su familia había
muerto. Y seguramente nunca había llorado por la carga que había llevado.
¿Pero hacerlo ahora, casi diez años más tarde? Era una locura.
La próxima cosa que supo, es que estaba apretada contra un pecho
sólido y rodeada por los fuertes brazos de Alex. Eso lo podía soportar. Pero
cuando sintió la mano de él que pasaba sobre su cabello, se le escapó la
razón y lloró en serio. Se adhirió a él y lloró como un niño. Lloró por su padre,
quien había hecho todo lo posible para criar a una pequeña que no sabía
como manejar. Lloró por su madre quien había muerto al darle vida. Lloró por
sus hermanos con los que había jugado y que la habían amado.
Y lloró por ella. Por la niñez que no había tenido. Por el marido que
nunca tendría. Por el tan maravilloso abrazo consolador que recibía en ese
momento, pero que sabía que no podría conservar. ¡Santos del cielo, si
hubiera tenido idea que su tonto plan de secuestrar a Edward de Brackwald
iba a salir mal, hace meses habría estado de acuerdo a casarse con Ralf!
Se separó. Esta bondad la mataba, pero sabía que no podía
permanecer. Arrastró su manga a través de su cara y dio vuelta. No había
sentido continuar la humillación de que Alex la viera en ese estado.
—Perdonadme, —dijo ella en voz ahogada. —Ha sido un día muy difícil.
Ella sintió sus manos sobre sus hombros. Alex la giró de nuevo y, a
pesar de ella, se lo permitió. Ella alzó la vista a sus ojos y casi comenzó a
llorar otra vez. Y no lo haría. Ella enderezó su columna.
—¿Si? —Ella preguntó, intentando parecer cortante.
Él sólo sonrió y le quitó sus lágrimas restantes con sus pulgares.
—Usted ha tenido que hacerlo todo por usted misma por mucho
tiempo, —él dijo con cuidado. —¿Me dejará ayudar? ¿Solamente esta vez?
—¿Qué podéis hacer vos? —susurró ella.
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—Pensaré en algo. —Tomó su mano. —Por ahora, vamos solamente a


enviar al mensajero de Ralf de regreso para decirle que estoy aquí como su
invitado. Ralf hará de ello lo que le plazca, pero esto nos comprará un poco
más de tiempo para pensar en un mejor plan.
—Supongo, —dijo ella despacio. —Pero, desde luego pensará que estoy
mintiendo.
—Déjelo. Enviará alguien más para investigar, y para entonces
tendremos un mejor plan. Vamos a volver a casa y al menos hacer esto. Nos
preocuparemos del resto más tarde.

Y Margaret, quien nunca se había dejado llevar, que nunca había


seguido ordenes, y seguramente nunca había tenido intención que cualquier
hombre controlara su vida, se encontró andando detrás manteniendo su
mano en la de un extraño, sintiéndose más en paz que en años. No
importaba que sus ropas fueran las más extrañas que alguna vez hubiera
visto. No importaba que su discurso fuera un enredo intrincado de lenguas
extranjeras. No importaba que él fuera el hombre más hermoso que hubiera
contemplado con sus ojos en sus veinticinco años.
Sus hombros eran amplios. Seguramente podrían aceptar un poco de
su carga durante unas horas. Pero sólo durante unas horas. Había sido un
largo día y no se veía muy bien que digamos. Pronto se sentiría más ella
misma y aquellos amplios hombros no parecerían tan apetecibles.
Alex le sonrió nuevamente.
Margaret se estremeció. Ella también tendría que inventar una forma
de hacerse impermeable a aquella risa.
Ella lo sintió enlazar sus dedos con los suyos y suspiró profundamente
dentro de su alma. Esto sería lo más difícil. Nadie jamás le había advertido
del impacto devastador que podría tener sobre la sensibilidad de una mujer
entrelazar las manos con un hombre. Tendría que considerar esto más tarde.
Por ahora, todo lo que podía hacer era devolverle la sonrisa.
¡Por todos los santos, estaba perdiendo rápidamente su juicio!
¡Y, más a su pesar, lo estaba disfrutando!
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Capitulo 7

Una semana después Alex se encontraba de pie en el dormitorio de


William de Falconberg, ajustando un cinturón de cuero alrededor de su
cintura. Margaret le había dado la ropa de su padre sin comentarios; él sólo
podía asumir que esto no la molestaba. Él tenía guardada su chaqueta de
cuero en un arcón cerca de la cama, esperando que permaneciera allí sin
que la tocaran. Estaba tentado a destruirla solamente para estar seguro, pero
este era su abrigo favorito —el único que alguna vez había sido capaz de
esconder para que no llegar al armario de su hermana. Al menos había
logrado olvidar su cartera en el siglo veinte. Sólo el cielo sabía lo que las
criadas pensarían si la encontraran mientras limpiaban.
Dio un último vistazo alrededor y luego abandonó el cuarto, cerrando
la puerta detrás de él. El plan ahora estaba tomando lugar y esperaba que
funcionara. Ralf había actuado y enviado a otro mensajero para averiguar
solamente que estaba pasando. Margaret había enviado al segundo hombre
de regreso con la misma historia. Alex esperaba que mantuviera a Ralf
distraído el tiempo suficiente para que Edward se escondiese sigilosamente.
Sir George había encontrado un guardia para sobornar en Brackwald el
cual había entregado una petición a Edward para que se encontrase con Alex
en un lugar predeterminado para un pequeño cara a cara. Después de mucho
pensar, Alex había llegado a una conclusión, el único modo de mantener a
Ralf lejos de Margaret era de convencer a Ricardo que la boda de ella con
Ralf arruinaría una propiedad muy provechosa. Ricardo, siendo Ricardo, con
esperanza vería el impacto monetario sobre sus esfuerzos de recolección
fiscal y decidiría tal vez que Ralf no era tan buena opción.
Lo que Alex no le había dicho a Margaret, sin embargo, era otro asunto
en su agenda. Aunque Ralf fuera un baboso, Edward era en realidad muy
agradable. Con una mentalidad muy del tipo de los años noventa desechó la
idea, él sabía que Margaret necesitaría al menos el nombre de un marido
para usar como defensa. ¿Y si ella tenía que casarse con alguien
eventualmente, pues por qué no alguien agradable, como Edward?
Pero de algún modo en ese momento no era tan entusiasta sobre la
idea como lo había sido la noche anterior.
Bajó hacia el vestíbulo por la escalera antes de que pudiera continuar
con el pensamiento. Rozó la piedra de las paredes ligeramente con sus
dedos. Era una maravilla que aún no le diera claustrofobia. El hombre
moderno estaba muy consentido con sus vestíbulos espaciosos y escaleras
rectas llenas de gracia. Alex maniobraba mientras bajaba por la apretada
escalera de caracol, incómodamente consciente que tocaba los lados por sólo
un par de pulgadas y que él definitivamente tenía que agacharse para no
golpear su cabeza.
Eso era otra cosa, por lo que él había visto el hombre medieval había
sido más bajo. No era nada asombroso que Margaret fuera tan tímida sobre
su estatura. Él la consideraba unos cuantos centímetros más de lo normal
aunque de seguro que el resto de la casa la creía una gigante. Tal vez ella
tenía sangre vikinga. Él se rió ante la idea. De algún modo él no tenía ningún
problema de imaginarla al timón de un buque de guerra vikingo gritando a
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sus compañeros para que tiraran más duro de los remos para que entonces
pudieran llegar a tierra y conquistar mucho más rápido.
Dio vuelta sobre la última esquina y suspiró de alivio por estar en el
gran salón lejos de aquellos incómodos escalones. Un hombre no estaba
preparado para pisarlos usando botas de escalar. Bueno, tal vez los colegas
de Margaret tenían pies más pequeños.
El pasillo estaba vacío excepto por un anciano que arrastraba un
taburete hacia el hogar. Él no se parecía a nadie de la cocina, y por eso Alex
no le prestó mucha atención. Lo que el quería era desayunar, y lo más pronto
mejor.
Caminó por la parte de atrás del salón y se detuvo en una abertura en
la pared. Parecía conducir a un corto pasaje hacia otro cuarto. Alex cerró sus
ojos y olió profundamente. Sí, definitivamente era la cocina. Comenzó a
descender, ya salivando por el olor. Tal vez solo tenía que acercar un
taburete a la mesa y probar un poquito de todo. Vaciló, preguntándose si
podría ofrecerle algo a la cocinera de Margaret. A un hombre no le podía ir
mal con un ramo de flores.
Alex tropezó de repente, gracias a un empujón. Estiró su mano para
sostenerse de la pared.
—Que demo...—él comenzó.
—Os pido perdón, mi señor, —dijo entrecortadamente un muchacho,
pasando por delante de él y largándose para la cocina. —¡Debo decírselo a
los demás!
—¿Decirles qué? —Alex preguntó con el ceño fruncido. Se apartó de la
pared. Tal vez el niño sabía algo… como que la última llamada para
desayunar había sido dada. Alex estaba listo para pegarse un tiro.
Entró en la cocina sólo para encontrar a todos yendo a la dirección
equivocada —lejos de los potes y calderas. Muchachos jóvenes y muchachas,
que parecían ser los ayudantes de cocina por como se veían sus camisas
manchadas de alimento, se escabulleron delante de él. Sin embargo, lo que
le preocupaba aun más era ver a la cocinera de Margaret aproximarse a él.
—Buena mujer, —comenzó con su mejor sonrisa, —si usted fuera tan
amable...
—No hay tiempo, mi señor, —dijo la cocinera, apartándolo de su
camino.
—Pero…
—No ahora, —dijo ella, dejándolo de lado y apresurando el paso. —¡Las
tapicerías deben ser salvadas!
—¿Las tapicerías? —Alex repitió. ¿Qué posible desgracia de las
tapicerías podría ser más importante que la realización de un deber culinario,
especialmente cuando él se sentía tan mareado del hambre? Hizo una pausa
y olió con cuidado en dirección al pasillo. El olor de humo no era más
penetrante de lo que había sido cuando había estado allí hace un momento, y
seguramente no había visto ninguna de las colgaduras de la pared con fuego.
Bueno, lo que la cocinera y sus ayudantes habían ido a comprobar no
podía necesitar más mano de obra de lo que ellos podían proveer por si solos.
Alex miró la cocina, luego se encogió de hombros. Si no había nadie aquí
para ayudarlo, él solo se serviría. Se deslizó alrededor de las mesas, luego
tomó un par de manzanas, un trozo del pan, y queso que comenzaba a estar
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un poco verde alrededor de los bordes. No era nada de lo que no habría


encontrado en su propio refrigerador, entonces no pensó demasiado en ello.
Había una caldera de gachas de avena que parecía abandonada sobre
el fuego, entonces Alex se acomodó delante de ella. Se sirvió en dos tazas, y
luego se sirvió una generosa taza de cerveza. Una vez que había saciado su
sed, se puso de pie y se estiró. Al menos ahora podría ser cortés con el
estómago lleno. Y tan pronto hiciera su buena acción, más pronto podría
volver a casa. Entre más pronto mejor, por lo que a Fiona MacAllister le
concernía.
Aunque, comparando a Margaret, Fiona comenzaba a parecerle mucho
menos interesante.
—Ni intentes ir por ahí, —se advirtió.
La última cosa que necesitaba era comenzar a mirar a Margaret como
algo más que un proyecto de rescate. Pero ayudarla era la razón por la que
había venido a la Edad Media; no estaba aquí para tener una cita con ella.
Deambuló por el gran pasillo e hizo una pausa ante la visión que
apareció ante sus ojos. La mayoría del personal de la casa de Margaret
pareció estar junta mirando algo en el centro de una pared lejana. ¿Qué
estaban haciendo? ¿Era un ritual de batalla mañanero de alguna clase?
Había dado una mirada al torreón la noche pasada —su primera noche
de libertad —pero las cosas eran mucho más claras a la luz de día. El salón
de Margaret era cómodo y ordenado, y los muebles estaban bien hechos y
aparentemente —bien cuidados —. Alex miró la pared más cercana y pasó los
dedos por las puntadas en las colgaduras. Entonces frunció el ceño.
El pedazo inferior colgaba en andrajos. Esto estaba en completo
desacuerdo con el resto de la casa, y se preguntó si Margaret tenía un serio
problema con las ratas.
Caminó por el salón y se detuvo ante la señora en cuestión.
—¿Qué pasa?—Él preguntó.
El grupo, en conjunto, lo miró, haciéndolo callar. Margaret le puso su
mano sobre su boca.
—No lo interrumpáis, —ella susurró desesperadamente. —Está bien en
el ofrecimiento de hoy.
Alex miró sobre los dedos de ella al anciano que estaba encima de un
taburete. Quitó la mano de Margaret.
—¿Quien es? —Él susurró.
—Baldric, el juglar de mi padre.
Alex miró a Baldric el Juglar y se encontró que lo miraban de tal forma
que lo hizo retroceder un paso. Alex sonrió débilmente y mantuvo sus labios
cerrados.
—¡Ejem!, —Baldric dijo, levantó su barbilla causando que su barba se
erizase como la cola de un gato.—¿Dónde estaba yo? Ah, no importa.
Comenzaré otra vez.
Alex podría haber jurado que oyó el gemido de la audiencia bajo su
aliento, y sonrió. ¿Qué tan malo podría ser este tipo?

Había una vez un ogro de Kent,


Quien encontró que su chaleco había sido cortado.
Buscó arriba y bajo
Una aguja para coser,
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Ya que se imaginaba un señor fino

Alex bostezó. ¿Un verso chistoso? ¿Estaba escuchando un poema


humorístico en 1194? Apenas podía creer sus oídos. Aunque nadie a su
alrededor parecía encontrarlo fuera de lo normal. Todos escuchaban
atentamente.

Y un caballero nunca muestra su trasero, ¡ejem!,


Pues hacerlo le causaría un serio ejem...
Aunque su cubierta era escasa,
Debía cubrir su retaguardia,
U ofender a aquellas doncellas alrededor de él.

Alex rió. No pudo contenerse. Esto no era Beowulf? exactamente. Pero


esto tal vez explicaba por qué Margaret había estado tan deseosa de que
Baldric lo terminara la primera vez. Entonces se calló bruscamente por el
fulgor de la mirada que recibió del artista. Alex tragó aire.
—Es realmente bueno, —dijo rápidamente. —Lo mejor que he
escuchado en toda mi vida.
—Harumph, —el Juglar dijo, levantando su nariz regiamente. No hizo
ningún comentario, pero comenzó una vez más, su voz que sonaba
entusiasta por toda la casa.

Entonces nuestro caballero de Kent levantó el acero,


Y su gran chaleco rasgado para arreglarlo.
Su pulgar pronto estaba adolorido
¡Y gritó, —No más!—
—¡ He cosido bastante, debo obtener una comida!—
Aunque complacido siempre había sido si mañoso,
Pequeñas puntadas lo habían dejado un poco locoquísimo

—¡Hey!, —una valiente alma gritó, —esa palabra no existe!


Los dedos de Baldric se doblaron y Alex se preguntó si esto significaba
que estaba listo para hacerle daño a un sapo espectador.
—Pues, ¡no lo es! —El pobre hablador dijo, mirando al resto de la casa.
—Desde luego que si, —dijo Margaret firmemente. —Es una palabra
nueva, hecha especialmente para todos nosotros.
El hombre sacudió su cabeza.
—No lo cr...
Una mano enguantada se puso en su boca. Alex miró con asombro
como dos caballeros levantaron al hombre por sus hombros y pies y lo
sacaron del salón. Margaret miró al resto de su gente.
—Una palabra nueva, —ella repitió.
Todos ellos asintieron enérgicamente, entonces cada uno se volvió con
expectación. Baldric tomó un momento para componerse, luego arrancando
con su último verso otra vez.

Aunque complacido siempre había sido si mañoso,


Pequeñas puntadas lo habían dejado un poco locoquísimo
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El rasgón aunque reducido había dejado todavía algunos hilos sueltos,


¡Y el resultado venía con bastante frío!

Había un silencio sepulcral. Alex miró alrededor, pero cada uno parecía
esperar por algo que el no sabía. Sintiendo como si alguien debiera hacer
algo, comenzó a aplaudir.
—¡Sshh! —Margaret siseó, girando hacia él.—¡No ha terminado!
—Suena como si hubiese terminado ¡Hey! Baldric, ¿ha terminado? —Le
preguntó.
Baldric bajó su nariz hacia Alex.
—¡Desde luego que he terminado!
—Es lo que pensé, —dijo Alex, aplaudiendo en forma significativa.
El resto de casa de Margaret aplaudía también, aunque probablemente
con menos entusiasmo de lo que Baldric hubiera querido. Alex miró como
Margaret ayudaba al anciano a bajar de su taburete, le condujo a la mesa
principal, y pidieron dulces de la cocina. Por un momento Alex se entretuvo
con la idea de que algo azucarado podía estar oculto en un rincón sin
investigar, entonces dirigió su vista a un plato lleno de carnes dulces y
bruscamente perdió el apetito. No había casi nada que le hiciera perder el
apetito, pero sesos cocidos al vapor estaban definitivamente en la corta lista.
Se volteó para alejarse antes de que su débil estómago del siglo veinte lo
traicionara.
Margaret venía hacia él, sujetando su capa en su garganta.
—Ahora que parece ocupado, podemos alejarnos.
—Baldric tiene un sentido interesante de la métrica, —notó Alex.
Margaret giró sus ojos.
—Empeora con cada poema que compone. Al menos hoy encontró la
última rima. Por lo general esa es la que elude. —Ella miró infinitamente
aliviada. —Debo admitir que no estaba como para ayudarlo esta mañana.
—El tema era fascinante. ¿Por lo general habla de ogros?
—Esta es de sus opciones menos ofensivas. Generalmente da su
opinión sobre Brackwald y el olor de sus habitantes, o sobre mi búsqueda por
un marido.
Alex rió.
—Le debe gustar eso.
—Como dije, los ogros están siempre entre los temas menos ofensivos.
Ahora, —dijo ella con bríos, —tengo caballos que nos esperan en el patio. Le
presentaré a Sir Henry, y luego nos iremos.
Alex se mordió la lengua. No había forma de hablar con Edgard para
que la cortejara si se sentaba allí. Sin duda alguna lo mataría. Tan solo le
daría las noticias cuando estuviera a punto de irse y se encargaría de la
inevitable erupción en ese momento.
Sir George estaba de pie con otro joven caballero.
—No creo que nos hayan presentado, —dijo Alex, mirando al niño.
—Henry de Blythe, —dijo el joven, con una pequeña inclinación.
—Genial. ¿Conoce usted el lugar donde debemos encontrarnos con
Edward?
—Si, mi señor, lo sé.
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—Entonces vendrá conmigo. —Alex miró a Margaret. —Necesitaré algo


para un soborno en caso de que me encuentre con uno de los hombres de
Ralf. ¿Asumo que el silencio puede ser comprado?
—Llevaré monedas, —ella dijo.
Alex rió y puso su mano sobre su hombro.
—Gracias por confiar en mí. Ahora, confíe un poco más en mí y
quédese en casa.
Ella parpadeó.
—No puedo.
—Sí, puede. —Él ofreció su mano.—¿Soborno?
El volcán comenzó a echar humo.
—Dije que lo llevaré. Además, aún no me habéis dicho cual es vuestro
plan. Podéis contármelo mientras montamos a caballo.
Alex sonrió a George y a Sir Henry.
—Perdónennos. —Tomó la mano de Margaret y jaló. Estuvo un poco
sorprendido de encontrar que ella le permitía hacerlo. Se detuvo detrás en la
parte de atrás del salón, miró el ceño fruncido de ella, y decidió que
necesitaba más privacidad. Podría haber confiado en él, pero obviamente no
tenía ninguna intención de quedarse. Su mano libre estaba sobre la
empuñadura de su espada. Alex rió. ¿Se daba cuenta?
—Os reís de mí otra vez, —dijo rígidamente.
Él sacudió su cabeza.
—No de la manera que piensa. Usted es muy linda.
—¿Linda?
—Linda, —confirmó él. —Encantadora. Embriagadora.
Ella le miró fijamente, perpleja. Alex quiso comprobar su frente.
¿Estaba afiebrado? ¿Desde cuándo una mujer iba de linda a embriagadora en
tan poco tiempo?
Pero esto era lo que era. La jaló hacia la escalera. Tenía que escapar
rápidamente, antes de que estuviera tan embriagado como para hacer algo
estúpido. No quiso especular sobre lo que podría ser, pero tenía la sensación
de que incluiría los labios de Margaret bajo los suyos repetidamente.
La llevó hacia arriba de la escalera detrás de él, y mantuvo su mano
hasta llegar al vestíbulo del cuarto de él. La entró y cerró la puerta.
—No puede ir, —él dijo, girando para mirarla. Su mano se movió de
nuevo sobre su espada. —Hablo en serio.
—Iré, —declaró ella. —Y también hablo en serio.
—Va a ser muy aburrido. Edward y yo solamente hablaremos de su
baboso hermano.
—No me dejaréis, —insistió ella. —Es sobre mi destino de lo que vais a
hablar.
Tenía un punto. Alex sabía que ella quería ir, y él se había preparado
con todos tipo de excusas del por qué ella no podía ir. Se acordó
bruscamente de todas las veces que su hermana Elizabeth había querido
seguir a sus hermanos. Él había tenido una lista inmensa de infalibles —no
puedes ir porque —líneas que él había usado con ella durante años. De algún
modo, tenía la sensación de que no iban a funcionar con la mujer delante de
él. No es que hubieran servido mucho mejor con Elizabeth. Alex sacudió su
cabeza. Estaba condenado a estar rodeado por mujeres fuertes, cabezas
duras y obstinadas.
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Pero que modo de morir.


Puso sus manos sobre los hombros de Margaret. Ella se alejó. Él cerró
la distancia con un paso grande y puso sus manos otra vez sobre sus
hombros cubiertos por la cota de malla.
—No lo haga, —él dijo, esperando su próximo intento de alejarse de
él. No se movió, pero le frunció el ceño. Su armadura estaba fría bajo sus
dedos, hasta debajo de la capa. Él tenía el deseo más loco de sacársela. Un
buen abrazo sería bueno para ella.
—Margaret, —él dijo, arrastrándose de regreso a la realidad, —voy a
irme por menos de un día. Edward tiene que oír lo que Ralf ha hecho de
alguien que no está implicado. Alguien de afuera que no tiene nada que
ganar por contarlo. —Él le sonrió.—¿Ve a lo que me refiero?
Ella le miró con el ceño fruncido.
—¿Y si olvidáis las cosas que os dije ayer?
—No lo olvidaré.
—¿Cómo lo sabéis?
—Nunca olvido los detalles importantes. Le diré a Edward todo lo que
usted me dijo. Confíe en mí.
Ella suspiró.
—Supongo que es lo mejor.
—Lo es.
—No estoy feliz con ello.
Le retiró unos mechones de cabello de su cara.
—No pensé que lo estuviera.
—No me gusta ser dejada de lado.
Él sonrió, afligido.
—Lo sé, Margaret. Y lo siento.
Ella hurgó en el bolso de su cinturón y sacó varias monedas.
—Esto debería serviros bastante bien. Los hombres de Ralf son avaros.
Alex tomó las monedas que ella le ofreció, sintiendo la frialdad de sus
manos mientras lo hacía. Tomó su mano y la llevó a su boca para soplar
sobre ella. Esto era todo lo que pensaba hacer. De verdad. De como sus
labios encontraron su camino hacia su la palma formando un beso, no tenía
idea. Él miró a Margaret para encontrar que ella le miraba fijamente con su
boca abierta.
—¿Qué hacéis? —suspiró ella.
—Calentándola, —dijo él, deslizando su mano por el cabello de ella
hacia su cuello.
Era una idea mala. Lo sabía. Besarla era una de las cosas más
estúpidas que jamás había planeado hacer. Esto confundiría el asunto. Él allí
debía sacar a relucir sus habilidades de caballerosidad durante un breve
momento, hacer el bien, entonces salir disparado a casa y convencer a Fiona
MacAllister que como marido era bueno. La última cosa que tenía que hacer
era besar a una mujer que estaba seguro nunca había sido besada en toda su
vida.
No lo hagas, Smith, una voz interior le advertía.
Le levantó la cara con su pulgar en la mandíbula. Ella le miraba
fijamente en completa confusión, mezclada con confianza y lo que podría
confundirse con un enamoramiento.
Alex entendió completamente.
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Presionó sus labios contra los de ella.


Él gimió a pesar de él. La besó otra vez, tan ligeramente, solo
inocentemente. Era un esfuerzo, sobre todo desde que él quería tomar su
boca con toda la fiereza de un pirata maduro. Y una vez que ella estuviera lo
bastante entregada para olvidar que llevaba una espada y sabía como usarla,
quería quitarle todo incluso las espadas y llevarla a la cama, y perderse en
ella.
¿Embriagadora? ¡La mujer era más que embriagadora —era una
amenaza para su vida!
Él apartó su boca.
—Wow—, jadeó.
—Si, —ella estuvo de acuerdo, mirando tan atontada como se sentía él.
Él la besó otra vez, un beso duro, breve.
—Volveré. Quédate aquí. ¿Ok?
—Ok, —repitió ella. Ella alzó su mano y se tocó la boca. —Nadie jamás
se ha atrevido a algo parecido, —susurró ella.
—Bueno, pues más vale que nadie más se atreva o tendrán que
vérselas conmigo, —dijo él con un gruñido. —Ggrrrr—, él repitió, solo al
principio. La oleada de sentimientos de propiedad que se precipitaron sobre
él casi lo pusieron de rodillas.
Maldición. ¡Como si pudiera hacer algo al respecto!
—Tengo que irme. —La besó otra vez y cruzó de un tranco el cuarto,
esperando que no lo siguiera.
Bajó golpeando los escalones, sacó a Henry que estaba tranquilo cerca
del hogar, y prácticamente corrió a toda velocidad hacia la puerta.
—Volveré, —le gritó sobre el hombro a George.
—Buena suerte, muchacho —le contestó George.
Alex asintió con la cabeza y cerró de golpe la puerta del salón detrás
de él. Los caballos estaban listos, y casi no le tomó tiempo salir de las
puertas. Alex no se atrevió a mirar detrás de él. O vería a Margaret
cambiando de opinión y bajando las escaleras de la casa, o la vería de pie en
la puerta, viéndose tan vencida como él. Él no podía soportar ninguna de las
dos.
¡Qué lío!

Alex pasó el resto de la tarde paseándose en el pequeño claro que


Henry había escogido como sitio del encuentro. Pensó que el movimiento le
ayudaría olvidar la sensación de los labios de Margaret bajo los suyos.
De algún modo, sólo empeoró.
Cuando bajó el sol, Alex comenzaba a preguntarse si algo le había
pasado a Edward. ¿Acaso Ralf se había enterado? ¿Acaso había sido un
completo idiota al confiar en Edward?
A media noche estaba listo para levantar todo y regresar a casa.
Acababa de pararse para apagar el fuego cuando Edward entró en el claro.
—Perdonadme, —dijo él, respirando con fuerza y cayendo cerca del
fuego. —¡por todos los Santos, pensé que Ralf nunca resbalaría en sus copas!
Temí que no os alcanzaría antes del amanecer.
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Alex rió con gravedad.


—Tu hermano no es un hombre conveniente.
—Eso es verdad, —estuvo de acuerdo Edward. Él le sonrió a Alex. —
Tenéis un buen aspecto. Estaba seguro que para ahora, Margaret os habría
metido seguramente en un montón de abono.
—Larga historia, —dijo Alex, intentando sonreír, pero sintiendo que
había salido muy falsa. Miró al pequeño hombre que estaba de pie en el
borde del claro.—¿Su escribiente?
—Si. Encantador, ¿verdad?
El hombre le recordaba fuertemente a un hurón. Alex frunció el ceño.
—¿Es confiable?
—Es uno de mis propios hombres.
—Si tú lo dices. ¿Ya que él está aquí, por qué no comenzamos?
Henry se mantuvo en guardia mientras Alex se sentaba cerca del
fuego frente a Edward y contaba detalladamente todo lo que sabía
personalmente sobre el hostigamiento de Ralf. Alex miró los apuntes del
escribano, solamente para estar seguro. Alex había sido acusado en el
pasado de ser demasiado desconfiado, pero el instinto no le había fallado
aún. Satisfecho con ver que el hombre había registrado los detalles
correctamente, tan satisfecho como podría estarlo al intentar leer la escritura
que era prácticamente ilegible, entonces pasó a redondear las cosas que Ralf
le había hecho a Margaret según ella y George. Edward sólo sacudió su
cabeza, su expresión de repugnancia se hacía más profunda con la narración
de cada incidente.
—Y la última fue la quema de uno de sus campos del oeste, solamente
un poco antes de que yo viniera, —terminó Alex.
El escribano alzó la vista.
—¿Y qué de su secuestro, señor caballero? ¿Esto no dice algo sobre su
carácter?
Edward le dirigió una fría mirada.
—Creo que vuestra tarea ha terminado, Haslett. El torreón está a unas
pocas horas de aquí. Si salís ahora, deberéis estar allí a tiempo para el
desayuno. Puedo irme a casa solo.
El escribiente no tuvo que oírlo dos veces. Se preparó para irse, de
mala gana abandonando a Edward con sus notas. Alex lo miró irse.
—¿Está seguro sobre él?
—Es así con todo el mundo. Lo que no sabe es que puedo leer tan bien
como él. —Edward rió. —Solamente lo mantengo cerca porque soy perezoso.
Alex se inclinó contra un tronco talado y rió.
—Te creo. ¿Cuanto más estarás en Brackwald?
—Más de lo que me gustaría. Necesito monedas para regresar a
Francia, y Ralf no está dispuesto a separarse de algunas.
Alex le dio la bolsa de Margaret.
—¿Ayudará esto?
Edward rió con gravedad.
—Todo ayuda, pero necesitaré más que esto. De igual forma os
agradezco por ello absolutamente. Lamentablemente, tendré que postrarme
una o dos veces más ante Ralf y jurarle eterna lealtad. Se separará de su oro
cuando este listo.
—Siento que no pueda ser más pronto.
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—También yo.
—Si Ricardo ha de enterarse sobre lo que Ralf ha hecho, esto tendrá
que ser pronto. —Alex miró a Edward. —Estaba pensando que tal vez el no
esté demasiado impaciente por casar a Margaret con Ralf cuando se entere
de todo el daño que Ralf le está causando a sus tierras.
—Hay verdad en esto, amigo mío. Su tierra es muy productiva. —Él
miró a Alex estrechamente. —Parece que habéis sobrevivido la estadía.
Ninguna contusión que os haya causado.
Alex sonrió.
—Ninguna contusión.
Edward esperó.
—¿Qué? ¿Tan solo eso? —Rió.
—Vamos, Alex, regaladme con historias de vuestra permanencia en la
guarida de la leona.
Bueno, esta era la apertura que había estado esperando. Ahora era el
momento para cebar el anzuelo y dejarlo caer en la corriente.
Entonces, ¿por qué se encontraba de repente poco dispuesto a contar
algo?
—Ella no es para nada como te la imaginas, —dijo Alex de mala gana.
—Para nada.
Edward lo miró con expectación.
—Ella es hermosa, —gruñó Alex.—¿Esta bien? Es hermosa, inteligente,
deseable y cualquier hombre sería un idiota de no quererla.
La mirada curiosamente cortés de Edward se convirtió en algo más.
—Por supuesto, —él dijo, sonando demasiado interesado. —Decidme
más.
Alex sabía que tenía que hacerlo. Demonios, el infierno era
probablemente justo lo que tendría que atravesar para volver a casa. No
tenía opción mas que de imaginarse a Margaret bajo una atractiva luz,
dotarla con cada virtud existente, hacerla tan irresistible que a Edward se le
haría agua la boca.
Al demonio, de todos modos.
—¿Por dónde empezar? —Alex gruñó. Muy bien, lo haría. Pero haría
que Edward le pidiera cada trozo de información.
—Empecemos por su cabeza y seguiremos bajando, —dijo Edward, con
una sonrisa burlona. —Y viajad despacio, mi amigo. No querríais omitir
ninguna señal importante.
Alex tenía el gran impulso de lanzar su puño contra la cara de Edward.
—Tendrás que descubrir aquellas señales por ti mismo, —dijo Alex de
manera cortante.
—¿De verdad es hermosa?
—Bastante.
—¿No parece enojada?
—Ah, puede parecer enfadada, —dijo Alex, —pero tan solo es su fuego.
Es un fuego que calentaría al hombre indicado, —dijo él de forma
significativa, —en su vejez.
Edward levantó una ceja.
—No estoy en contra de chamuscarme de vez en cuando. ¿Ahora, qué
hay debajo de aquella armadura?
—No lo sabría.
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—Mmmm, —Edward dijo, acariciando su barbilla. —Mucho mejor,


amigo mío. Quizás seré yo el que os lo diga, una vez que haya logrado
quitársela.
Alex suspiró profundamente. Esto se le estaba saliendo de las manos.
Margaret no era suya. Ella necesitaba un hombre de su propio tiempo,
alguien quien pudiera ayudarla a mantener su tierra, ayudar a sembrarla,
ayudarla hacer todas aquellas cosas medievales que Alex estaba seguro un
Summa Cum Laude de la jurisprudencia no podría hacer.
—Tendrás que ser cuidadoso, —dijo Alex, intentando esconder toda
emoción de su voz. —Se podría decir que está acostumbrada al mando de la
guarnición. Si puedes respetar esto, le causarás una buena impresión.
—Tengo un sano respeto para sus habilidades con la lanza, —dijo
Edward, todavía sonriendo abiertamente y tontamente.
—Ella parece no saber mucho sobre los pájaros y las abejas.
Edward lo miró inexpresivamente.
—Relaciones entre un hombre y una mujer, —dijo Alex, entre dientes.
—Tu sabes.
—Ah, —Edward dijo, asintiendo.
—Recordaré esto.
—Cortéjala con cuidado.
—Confiad en mí. Lo haré.
Lo peor era que Alex sabía que Edward lo haría. Él no era Ralf. Por lo
que Alex había visto, Edward era un tipo decente, intentando hacer todo lo
posible dadas las circunstancias. Si Margaret solamente pudiera pasar por
alto su cara, ella probablemente encontraría a Edward un marido muy
agradable, muy considerado.
Y todo su fuego se perdería completamente. Alex tenía el
presentimiento que Edward no tendría ni idea de que hacer con ello.
A diferencia de él, por ejemplo.
—¿Trajiste algo para beber? —preguntó Alex.
—¿Un brindis por mis futuras nupcias? —preguntó Edward.
—Que diablos. ¿Por qué no?

Alex despertó sacudido. Literalmente. Alguien lo sacudía. Apartó la


mano.
—Déjame solo, Zach. Horrible pesadilla. Necesito Twinkies.
Intentó voltearse y enterrar su cara y su dolorosa cabeza, en la
almohada. Lamentablemente, todo lo que consiguió fue un bocado de pasto.
Bastante para culpárselo a una pesadilla.
—¡Mi señor! ¡por favor despierte!
Alex abrió un ojo. Grandioso. Sir Henry se cernía sobre él, viéndose
muy ansioso.
—Mi señor, hemos estado fuera toda la noche. Lady Margaret estará
frenética.
—¿Dónde está Edward?
—Ya partió para su de casa, mi señor. Me dijo que le dijera que
recordará todo su asesoramiento para su cortejo.
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Alex gimió. Puso sus manos en la cabeza y se sentó con cautela.


Hombre, ¿cuándo fue la última vez que había tenido una resaca tan mala?
Esta era culpa de Edward. Alex deseó que le pasaran varias cosas malas en el
camino. Urticaria en su noche de bodas. Un caso sano de impotencia.
Furúnculos.
—¡Mi señor, le ruego!
—Bueno ya, —dijo Alex. Dejó que Henry lo pusiera de pie y lo ayudara
a encontrar su caballo. Después de varias tentativas vergonzosamente
fracasadas, finalmente logró levantarse y ponerse encima de la silla.
Manteniéndose en la silla fue toda una ‘caída y levantada’, así fue todo el
camino hasta Falconberg, pero el lo manejó.
Su cabeza eventualmente se despejó. Repasó en su mente los
acontecimientos de la noche anterior. Ralf había sido expuesto como el
baboso que era. Con esperanza, Edward pronto habría de encontrarse
asumiendo la propiedad de su hermano. Margaret sería librada de su vecino
desagradable. Más importante aún, que ahora ella estaba adecuadamente
comprometida. Él había arreglado todo como mejor había podido. Su tarea en
el pasado estaba terminada y podría irse a casa.
¿Entonces, por qué no brincaba de alegría?
Desde luego que debería estarlo. El siglo veinte era el lugar para él.
Definitivamente este sería el lugar más a salvo para él una vez Margaret se
enterara lo que había hecho sobre emparejarla con Edward. Saltaría como
loca y Alex no tenía ninguna intención de estar a una distancia que le
permitiera golpearlo. Sí, leyendo sobre ello cuando estuviera calentando sus
pies en el fuego de la chimenea con una o dos Ding—Dong a su lado era una
apuesta segura. ¡Hablando sobre la Fierecilla Domada!, ¿¡Margaret haría ver
a Kate como Donna Reed!?.
Él intentó no pensar en lo mucho que le habría gustado ser su
Petruchio.
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Capítulo 8

Margaret subió el último escalón hacia las almenas. No podía recordar


cuantas veces había subido desde el amanecer. Unas veinte por ahí. El sol
estaba bajando hacía el horizonte a la vez que caminaba hacia el parapeto. Él
se había ido por casi un día entero. Estaba como loca.
Trató de abandonar el torreón. George se lo había impedido, con la
espada en la mano. Si no hubiera estado tan distraída, le hubiera ganado.
Como estaba, la desarmaría en cinco pasos.
Así que había optado por caminar.
—Jinetes, mi señora, —dijo un guardia a su izquierda.
Tapando sus ojos contra el sol, podía distinguir dos jinetes viniendo
lentamente hacia el portón. Se volteó y corrió hacia los escalones.
Los bajó más rápido que nunca. Se tropezó dos veces. Se le engatusó
el corazón en su garganta dos veces. Llegó al gran salón y lo atravesó hasta
llegar a la puerta. LA abrió de un golpe y bajó los escalones. El rastrillo
apenas estaba siendo abierto.
Era el. Margaret se quedó quieta en el patio, sintiendo un cierto alivio
en su cuerpo. Estaba en casa. Sano y salvo.
Se bajó del caballo y cayó sin firmeza. Margaret corrió a través del
patio y se lanzó sobre el.
—Oof, —dijo, medio yéndose hacia atrás.
—Oh, —ella dijo, apenada.
El no la soltó. Hasta la apretó mas hacia el.
—Está bien, —susurró. —Estoy bien, Margaret.
—No estaba preocupada por vos, —ella soltó rápidamente, apretando
su cabeza en su garganta.
Su risa sonó fuertemente desde su pecho.
—Claro, yo se que estabas preocupada por mi caballo. El también, se
encuentra bien.
Margaret sintió su fuerte brazo alrededor suyo, su otra mano tocando
su cabello suavemente. Estaba segura que había muerto e ido al cielo.
—¿Quieres escuchar acerca de Edward?
Negó con la cabeza.
—¿Quieres escuchar sobre cualquier cosa?
Negó con la cabeza otra vez.
—¿Nos quedamos parados aquí un rato?
Ella asintió.
Él no se movió, excepto para apretarla aun mas. Por primera vez en
años, ella deseaba que no tuviera puesta su cota de malla.
Ella se apartó un poco, lo suficiente para mirar sus ojos rojos.
—Me la podría quitar, —ella ofreció.
El se vio por un momento confuso. Luego un pedazo de la esquina de
su boca se comenzó a mover formando una media sonrisa.
—Eso es bastante tentador.
—Espera aquí, ya vuelvo.
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—Whou, —dijo el, apretando su brazo y deteniendo su escape. Bajó su


cabeza hasta su oído. —Entraré contigo. Todo tu personal me esta viendo
abrazarte aquí afuera.
Margaret miró a su alrededor para darse cuenta que era del todo
cierto. Toda su guarnición, la mayoría de los de la cocina, y aun mas, Sir
George, la estaban mirando como si le hubieran salido alas.
Margaret se estiró.
—Ha traído buenas nuevas, —dijo altivamente.
Le hubieran creído, si Alex no se hubiera reído. Le dio una mirada
fulminante, pero el tan solo sonrió y tomo su mano.
Su dignidad estaba tambaleando, así que la dejó guiarla adentro de la
casa. La cocinera los siguió lista para gritar sus órdenes para preparar una
cena para el placer de Sir Alex.
—¿Cuales son las posibilidades para un baño?—Alex preguntó.
—¿Un baño?—Margaret repitió horrorizada. —¿Para que?
—Estoy bastante mugriento. Y necesito afeitarme.
—La cocinera podría calendar un poco de agua y podríais bañaros en la
cocina, —dijo dubitativamente. —Si lo deseáis.
Secretamente pensaba que era una muy mala idea. Las sirvientas
jamás se recuperarían de verlo desnudo.
Tan solo pensar en eso la hizo volver a sonrojarse. Lo dejó abajo y
corrió a su cuarto. ¿Un baño? Por todos los santos, que idea. Bueno, desde
luego olía mejor que cualquier otro hombre que ella hubiera conocido. Tal vez
ese era el motivo.
Abrió su puerta y luego se detuvo. ¿Y si ella olía mal? No se acordaba
la última vez que se había bañado en una bañera. No era bastante sano.
Contempló sus alternativas. Morir por causa de la plaga no era un
prospecto agradable, pero tampoco lo era ofender a Alex con un mal olor.
Ella reunió su valor. Si el se podía bañar, ella también.

Una hora después descendió al gran salón. Si hubiera tenido un


vestido, se lo hubiera puesto. Lo mejor que pudo encontrar fue la mejor
túnica de su hermano menor y un cinturón. Se sentía vulnerable sin su cota
de malla. Hasta había dejado su espada arriba. Aunque su cuchillo, estaba
guardado en su bota.
Ya había parado de pensar sobre sus acciones. Sabía que estaba
siendo una tonta. Alex tan solo era un hombre. Seguramente no valía la pena
perder su cabeza por el.
Ahora, si pudiera acordarse de esto mientras tuviera el poco de ingenio
que le quedaba. Talvez esta extraña enfermedad era algo como la fiebre. La
sufriría por unos cuantos días, luego le pasaría, y sería ella misma. Sería
sensible y usaría su cota de malla. No se arriesgaría a perder un brazo, un pie
o hasta su vida, para meterse en una tina de agua tibia y así no ofender su
nariz. Y se pondría de nuevo la cofia. Pero bueno, tendría que dejarlo suelto…
se secaba mas rápido. No tenía deseos de complacer a Alex con el único
atributo femenino que le quedaba.
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Se quedó en las sombras de la escalera lo más que pudo. ¿Y si su


gente se reía de ella?
¿Alex lo haría?
Estaba parado en la chimenea del lado mas lejos del salón, hablando
seriamente con George.
Margaret se alejó de las sombras y comenzó a caminar a través del de
repente largo suelo.
George la vio primero. Su boca se abrió de repente y Margaret no
sabía si era de horror o de gusto. Un gran silencio cayó de repente. Margaret
dio una mirada rápida al resto de los cuerpos que se encontraban sentados
en sus largas mesas. Cada uno la estaba mirando con esa expresión de boca
abierta. Margaret se concentró en poner un pie en frente del otro. Y
entonces, Alex se volteó.
En el no había expresión de boca abierta de asombro. Parpadeo una y
otra vez, luego una mirada atravesó su rostro, una mirada que Margaret
jamás había visto antes, pero hizo que su sangre se volviera fuego líquido en
sus venas. Su enfermedad de repente había desarrollado una fiebre. Pensó
que se volvería polvo en ese mismo instante. Su caminar vaciló y entonces se
detuvo.
Alex se dirigió a ella rápidamente, deteniéndose a una mano de ella
mirándola con esa misma mirada devoradora.
—Con razón usas cota de malla, —dijo en una baja y ronca voz. —
Nadie haría nada si no lo hicieras.
Margaret dio un paso atrás, ¿a que se refería? Entonces se comenzó a
mover hacia las escaleras.
—Me pongo otra.
—No.
Dijo la palabra con gran convicción. Margaret sintió que se derretía un
poco de su aprensión.
—¿Entonces decís que esto es algo bueno?
Dio esa sonrisa de lobo que sólo el tenía.
—Digo que, nunca vayas a las listas vestida así. Tus caballeros se
matarían entre sí por que estarían muy distraídos mirándote. Y mas les vale
que no te miren así, —gruñó de repente, dándoles a los hombres sentados
una Mirada fulminante.
Los hombres inmediatamente miraron hacia otro lado.
Alex le sonrió.
—Tú eres… bueno…
Margaret se puso tiesa esperando las palabras.
—¿Si?—preguntó con tristeza.
—Intoxicante.
—Oh, —dijo. Luego frunció el sueño. Intoxicante? Tal vez se refería a
que se estaba sintiendo borracho. Con las palabras extranjeras que seguía
usando, uno nunca sabía.
—Si estás tan débil, tal vez un poco de comida aclarará tu cabeza. —
dijo, haciendo señas a la mesa principal. —Creo que tu cabeza esta un poco
débil del viaje.
—No creo que ese sea mi problema, —dijo con una sonrisa, pero igual
la siguió a la mesa.
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Margaret se sentó junto a el, y se movió hasta que por fin llegó la
comida que distraía a Alex. Una vez su mirada la dejó y pasó a la linda torta
de carne de la cocinera, Margaret por fin sintió que su rubor comenzaba a
desaparecer. Santos, pero el hombre la descontrolaba.
Ella lo molestó sobre su encuentro con Edward, pero era difícil
competir contra la torta de la cocinera. Entre gruñidos, y respuestas de dos
palabras, supo que se había hablado con Edward, que pronto habría de
hablar con el rey, y que su vida sería un poco menos difícil de lo que había
sido en el pasado.
—¿Y estáis seguro de que Edward hará esto? —Ella preguntó.
—Mmmm, —dijo, masticando con muchas ganas el nabo asado.
—Al menos Edward tiene más sentido que su hermano.
—Um—hum.
—¿Será un mejor vecino una vez el rey obligue a Ralf a entregar sus
tierras?
Alex frunció el ceño y tragó.
—Edward es lo suficientemente gentil, creo.
—¿No os importa?
Alex volvió a fruncir el ceño.
—Lo que yo crea no importa, Creo que te gustará bastante. Margaret
encogió los hombres. —No veré mucho de él. Espero.
—Puede que veas más de él de lo que crees. —dijo, casi como un
gruñido. Llevó una de sus manos por su pelo. —Al menos tus problemas con
Ralf llegan a su fin. He hecho lo que tenía que hacer.
—¿Hecho lo que debíais hacer?—ella preguntó.
El asintió, luego alcanzó su vino y tragó.
Margaret sintió una gran frialdad abrumarla. Tenía la sensación que
sus próximas palabras serían algo como y ahora me iré. Miró hacia un lado
mientras aun podía respirar normalmente.
Ella torturó sus uñas mientras tocaba su daga y cortaba su pan en
pequeños pedacitos. Eso le tomó bastante tiempo, pero aun así, estaba
mirando a un montón de migajas que ya no le daban apetito.
Alex no se había movido. Margaret por fin reunió el coraje suficiente y
lo miró. La estaba mirando de la forma en que había miraba su comida hacia
unos momentos. Luego, aparentemente de mala gana, comenzó a sonreír. Su
primer instinto fue pensar que reía por que encontraba algo gracioso en ella,
o en su apariencia. Con un gran esfuerzo, mantuvo sus sospechas hasta que
supiera por que la miraba de esa manera.
—Por que me miráis de esa forma?—Ella preguntó. Estaba muy
orgullosa de si misma. Ni una pizca de insinuación acerca de lo que ella en
verdad estaba pensando.
—Tan solo por que no lo puedo evitar.
Ella frunció el ceño.
—No estoy segura de si eso es bueno o malo.
—Estoy seguro de que es malo, —dijo el, aun sonriendo esa sonrisa
suya. —Muy malo.
—Entonces, parad.
—No puedo.
—Haz un mayor esfuerzo.
—No quiero.
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Margaret le frunció el ceño.


—Vos sufrís de una seria falta de auto control. Si no deseáis mirarme,
entonces no lo hagáis.
Su sonrisa aumentó.
—¿Alguna vez has estado tan cerca de algo tan impresionante que no
pudieras quitar tus ojos el? ¿Una pintura? ¿Una obra de arte? ¿Algo hecho de
forma tan perfecta, tan hermoso que tus ojos tienen voluntad propia?
¿Tu? Ella quiso decir. Si, ella podía entender lo que quería decir. Ella
asintió con la cabeza. Claro que hubieron ciertos momentos que ella no
quería haber marcado al hombre sentado a su lado, que no había querido
pensar en el, que se había arrepentido de la primera vez que había puesto
sus ojos en el. Pero no mirarlo? No podía detenerse.
—Salgamos a caminar.
Ya estaba parado y jalándola antes de que ella pudiera responderle. Y
se encontró con que no tenía ningún deseo de decirle que no. Si no hubiera
encontrado tan agradable la sensación de su mano unida a la de, hubiera
podido recobrar su juicio. Por los santos, la estaba hechizando. En un espacio
de tiempo, no mas largo de unas semanas, había pasado de una guerrera
formidable a una tonta doncella. Pero ahora había comenzado a entender
completamente por que las sirvientas reían cuando Sir Henry les sonreía.
Margaret nunca lo había entendido. Sir Henry era un hombre buen mozo,
pero el no le calentaba la sangre.
No de la forma en que Alex le hacía.
Puso su mano en su frente a la vez que lo seguía subir los escalones.
No tenía fiebre. Pero se sentía febril.
—¿Capas?—el preguntó.
Ella no creía que iba a necesitar una, pero cogió un par de todas
formas. Sabía que debería estar exigiendo saber a donde es que iban. En vez
de eso, se encontró en el corredor temblando a la vez que Alex le abrochaba
la capa debajo de su barbilla. Ella miró su hermoso rostro, tan cerca al suyo,
el tener sus manos en su cabello otra vez, el sentirse protegida por sus
fuertes brazos alrededor suyo.
Pasó a su boca. Ahora si sabía como sabían sus labios. Wow era la
palabra que él había usado. Dialecto escocés obviamente. Era
suficientemente descriptivo. Entonces Margaret vio unos dedos tocar sus
labios, para darse cuenta luego que esos dedos eran suyos. Ella se sonrojó y
los retiró inmediatamente.
Alex tomó su mano, y trajo sus dedos de vuelta a sus labios.
—Me estas matando. —Dijo con una débil sonrisa.
Margaret bajó la mirada inmediatamente, casi esperando ver a una de
sus armas saliendo de la vaina y pinchándolo en algún lugar. Pero no estaba
usando ningún arma excepto por el cuchillo que estaba en su bota. Santos,
no había ni una pizca de cota de malla que lo pudiera pinchar. Y eso si se
hubiera acercado lo suficiente para que fuera posible.
Fuertes dedos aparecieron debajo de su barbilla y le levantaron el
rostro.
—Me refería a que me estas volviendo loco.
—¿Loco?
Un pequeño ataque de risa fue su respuesta.
—Ya no puedo pensar claramente. Solo pienso en ti.
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—¿De verdad?—ella preguntó sorprendida. —Entonces tal vez estamos


sufriendo de la misma enfermedad. Ella se retiró. —Santos, Alex, ¿que tal si a
todo el torreón le pasa lo mismo?
El volvió a reír, mucho más fuerte esta vez.
—Que el cielo los ayude. —Puso su mano detrás de su cabeza, dio un
paso mas cerca, y la besó fuerte en la boca. —Anda. Vayamos arriba. Un
poco de aire frío nos hará bien.
Y con eso, tomó su mano y la jaló al pasillo. Margaret tocó sus labios
con su mano libre. La había vuelto a besar, sin pedirle permiso.
Santos, pero eso si que le gustaba a ella.
Lo siguió, luego la sorprendió al detenerse en su parte favorita del
parapeto.
La luna estaba llena, el cielo sin nubes. Todo lo que se podía ver a
simple vista, era tierra de Falconberg. Margaret la miró, y por primera vez en
meses, sintió cierto sentido de alivio a la vista. Alex le había ganado tiempo,
quizás su libertad también.
—Gracias por vuestra ayuda,—ella dijo, levantando la cabeza para
mirarlo.
El puso su brazo en sus hombros.
—En realidad fue un placer. Valió la pena la odisea.
—¿Odisea?
—Viaje. Valió la pena viajar aquí, aunque todo lo que haya podido
hacer haya sido quitarte a Ralf de encima. Los hombres del batallón no les
prestaron atención después de haber dado una mirada incrédula. Alex la guió
hasta el muro este, del cual se podía distinguir Brackwald en un muy claro
día. Alex se recostó contra el muro y abrió los brazos. Fue hacia ellos con
gusto y suspiró de placer a la vez que el la abrazaba.
—¿Huelo mejor?—el preguntó.
—No me importaba antes, —ella murmuró.
Sus labios en los de ella la asustaron.
—Shh, —el murmuró, —no te vayas.
—No pensaba hacerlo.
Por alguna razón, ese comentario lo hizo reír. Margarte pensó
preguntarle que encontraba tan gracioso, luego desechó la idea. Si hablaba,
tendría que retirar sus labios de los de el, y ningún poder humano la podría
persuadir de hacerlo.
—Pon tus brazos a mi alrededor, —dijo él, entre besos.
Ella trató de poner sus brazos alrededor suyo pero su cintura estaba
recostada contra la pared y parecía no quererse mover.
—Alex...
—Alrededor de mi cuello. Debajo de mi capa para que tus manos no se
enfríen.
Ella sintió que dicho abrazo la hacía presionarse muy íntimamente a el,
pero a Alex parecía gustarle. Desde luego, apretó su abrazo alrededor de ella
y la apretó aun mas a el. En efecto, el tener todo su cuerpo apretado al de
ella le daba la sensación mas extraña al fondo de su estomago. Ella tenía el
más loco deseo de reírse. Antes de que pudiera abrir su boca para decirlo,
sintió la sensación de la mano de Alex atrás de su cabeza. Ella gruñó al
sentirlo jugar con su cabello.
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Su única respuesta fue acercar su cabeza a la de el. Margaret


inmediatamente se dio cuenta de que era su prisionera. Su mano había
tomado a su cabeza como cautiva y su brazo alrededor suyo la sostenía
virtualmente inmóvil contra el. Su boca estaba tomando posesión de la de
ella con una pura y barbárica arrogancia.
Una y otra vez rozó sus labios con los de ella, algunas veces lento,
algunas veces jugando con ellos. Estaba dividida entre sonreír y fruncir el
ceño ante su juego. Por todos los santos, Esto era algo serio, y parecía no
tener el respeto propio por la forma en que sus rodillas comenzaban a
temblar.

Luego comenzó a besarla de forma diferente. Por que se estaban


separando sus labios? Sus labios ya no tocaban los suyos en perfecta
simetría. No, había separado sus labios y la estaba besando como si pensara
ingerir cualquier parte de su rostro que tocara. Ella esquivó sus labios y lo
miró. Forzándose a si misma para olvidar su belleza, la cual por poco le roba
el aliento, y su estatura la cual la hacía verse decididamente frágil, frunció el
ceño.
—¿Que haces?
—Tratando de besarte como se debe. Debes abrir tu boca.
—Oh, —dijo en blanco. —¿Por que?
—Ya verás.
Ella asintió sabiamente, pretendiendo saber de lo que el estaba
hablando. Abrió su boca.
—¿Hejar?—Preguntó tratando de mantenerla abierta.
La dulzura de su sonrisa la quiso hacer llorar. El escurrió su mano hacia
su cuello y cerró su boca con su dedo corazón debajo de su mentón.
—Aun no. Te diré cuando.
—De acuerdo, —ella dijo, sintiéndose un poco tonta. —Bueno, no
estaba bastante segura.
—Lo sé, por eso te dije.
Ella asintió y cerró los ojos, levantando un poco su cabeza.
—Pon tu mano bajo mi cabello de nuevo, Alex.
Margaret suspiró de placer a la vez que sus dedos tocaban su cabello
hasta que la palma de su mano estaba acariciando su cabeza. Que captura
tan deliciosa. Su boca comenzó de nuevo a trabajar en su extraño baile,
abriendo sus labios y jalando los de ella. Se retiró lo suficiente para hacer una
pregunta.
—¿Abro?
—Tan solo sígueme, —el susurró. Ella se volvió a recostar contra el,
preguntándose sobre lo ronco de su voz. Bastante cerveza, eso es. Era malo
para la garganta.
El juntó sus labios con los de ella y abrió su boca. Ella le siguió,
insegura de por que el encontraba esto tan agradable pero decidió intentarlo.
Después de todo, ella jamás había besado a un hombre antes de Alex.
Seguramente tenía más cosas que enseñarle antes de que terminara.
Ella chilló cuando su lengua tocó sus labios. Fue instintivo apartarse de
el. Fue hasta que sintió su pie resbalarse del pasillo que recordó donde
estaba. En un santiamén, fue jalada de vuelta al pecho de Alex y sintió como
respiraba.
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—Me asustaste, eso es todo, —dijo débilmente.


—¡Demonios, estuvo cerca!—el exclamó. —¡No hagas eso de nuevo!
Apretó sus brazos alrededor suyo hasta que gritó involuntariamente.
—Por los santos, —ella logró decir, —¿que estas tratando de hacer?
El expiró y le dio una loca sonrisa.
—De donde yo vengo, le llamamos el beso francés.
—Ahh. —ella asintió. —Veo. ¿Me vas a volver a dar un beso francés?
—No en este pequeño corredor. Vamos abajo.
Margaret siguió su camino atrás de el, notando la humedad de la
palma de su mano. Ella comprendía completamente a la vez que sentía como
si hubiera pasado toda la noche peleando fuertemente. Ni siquiera el frío aire
enfriaba su piel.
Una vez llegaron al corredor que llevaba a las recamaras, Alex pausó y
miró con cuidado el corredor. Ella se empinó en sus pies y miró por sus
hombros.
—¿Que buscáis?—ella susurró.
—No quiero que nadie me vea besarte hasta el cansancio en este
corredor.
—Pero...
La hizo moverse hacia las sombras y su boca se lanzó a la suya como
si fuera un buitre lanzándose hacia su indefensa presa. Margaret puso sus
brazos alrededor de su cuello y se sostuvo como si su vida dependiera de
ello. La sujetó contra la pared con su fuerte cuerpo y le levantó la cara con
sus manos.
Luego el abrió su boca. Ella no estaba preparada por el torrente de
calor que se apoderó de ella. Alex podría tener los mejore modales en la
mesa, pero no era para nada un sumiso lord cuando se trataba de besar. El
asaltó su boca con una dulce impaciencia que la dejó temblando. El placer
era tan dulce, ella rezó para que nunca la dejara de besar.
Lo cual es exactamente lo que él hizo. Apartó de repente su boca y
plantó su frente con la de ella.
—Debemos detenernos, —dijo jadeando, —Mientras todavía puedo.
Puso sus manos en los hombros de ella y la apartó, sosteniéndola lejos.
—Margaret, debemos detenernos ahora. No vamos a hacer el amor
esta noche.
—¿Eso es besarse aun mas?
—Para nada. —dijo roncamente. La jaló por todo el pasillo y la depositó
al frente de su recámara. —Ve a descansar.
—No.
Le levantó la cabeza con un dedo.
—Si.
—Me daréis un último beso.
—No.
—Si.
El suspiró y luego la empujó al interior del cuarto cerrando la puerta
detrás suyo. Con un gruñido, la jaló en un fuerte abrazo y la besó.
Margaret pensó que estaba preparada pasa su ataque, pero se
encontró una vez mas en terreno desconocido. Era dolorosamente tierno,
pero no menos debilitador de rodillas. Para cuando levantó su cabeza y la
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miró a sus ojos con esos ojos suyos de color tormenta, estaba mareada y
convencida de que jamás se recuperaría.
—Ve a la cama. —le ordenó.
Ella asintió la cabeza, muda.
El tomó su cabeza con ambas manos.
—Eres la mujer más hermosa y pasional que he conocido en toda mi
vida. No dejes que nadie te convenza de lo contrario.
Antes de que ella pudiera encontrar su voz para responderle, ya se
había ido. Caminó a su cama y se sentó, anonadada. Jamás se le había
pasado por la cabeza que dichos sentimientos fueran posibles tener. Su
cuerpo estaba a punto de explotar por la fiebre y su cabeza era un remolino
de puro vértigo.
¿Era esto amor? ¿El tipo de amor que aparecía en las historias de
Baldric?, ¿el tipo de amor que llevaba a los hombres a tomar una espada en
defensa de su señora?, ¿el tipo de amor que volvía a las doncellas tontas al
mirar sus tapices mientras soñaban con sus campeones?
Se recostó lentamente y cerró los ojos. Una pena que Alex no fuera
Lord de Brackwald. Se casaría con el y estaría contenta. Y entonces sus
sueños serían por fin felices.
Ella parpadeó. ¿Podía casarse ella con él? De seguro tenía tierras en
Seattle, aunque ella nunca le había preguntado, estaba segura de que debía
ser un Lord de algún tipo, a pesar de que no tenía espuelas y espada. ¿Pero
estaría el de acuerdo en canjear su feudo para volverse el lord de las de ella?
¿O en verdad sentía que ya había hecho lo que tenía que hacer y ahora
se iría?
Se volteo con un gruñido y enterró su cara en su edredón. Tan solo la
perturbaría si seguía pensando en ello. Si la oportunidad se presentaba, le
hablaría de ello en la mañana. Por ahora, lo único que quería era contentarse
con la memoria de su beso.
Se durmió con una sonrisa, y una cara bastante sonrojada.
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Capitulo 9

—Y una vez que consiga el oro suficiente, partirá en busca de Ricardo y


arreglará las cosas.—Alex miró a George. —¿Crees que puedes mantener a
Ralf ocupado hasta ese entonces?
George se frotó el rostro cansadamente.
—Nos las hemos arreglado hasta ahora. Uno o dos meses más no
harán la diferencia.
Alex observó al capitán de Margaret y se preguntó si el se veía así de
agotado. Quizás había pasado bastante tiempo desde que George pasara
toda una noche despierto. Alex podía entenderlo ya que todavía estaba bajo
los efectos de su noche fuera con los muchachos. Edward de Brackwald era
dañino para su salud.
Y para su paz mental.
—Presiento que hay más —dijo George, con una repentina mirada
penetrante.
Alex suspiró. Tenía treinta y dos años, por el Cielo santo, demasiado
viejo para estar suspirando.
—Dios, George, ¿Dónde aprendiste a hacer eso? —preguntó media
riendo.
El exterior se suavizó lo suficiente para permitir una muy pequeña
sonrisa.
—Tengo tres hijos, mi señor.
—Eso responde unas cuantas preguntas.
George esperó. Parecía tener una ilimitada reserva de paciencia.
Alex suspiró.
—De acuerdo, —dijo, rindiéndose. Miró a su alrededor para asegurarse
que no estaban siendo escuchados. —Edward pedirá la mano de Margaret al
rey. Le di consejos acerca de cómo cortejarla. Creo que será un buen esposo
para ella. No es gran cosa a la vista, pero la tratará bien.
—¿Y qué pasa con vos que no podéis quedaros y casaros con ella?
—¿Yo? —repitió Alex.
—Si, vos. Sois un hombre fuerte con la determinación para gobernarla
y la cabeza para controlar a Falconberg.
—No puedo quedarme.
—¿Por qué no?
—Es una larga historia.
—Tengo bastante tiempo esta mañana.
—Es mejor no saber.
George se recostó en su silla y contempló a Alex por varios minutos en
silencio.
—¿Eres un ángel o un demonio?—preguntó finalmente.
Alex rió, incomodo.
—¿Qué te hace preguntarlo?
—Hay algo en ti…, —dijo George, frotándose la barbilla. —Algo
bastante extraño.
Alex sonrió.
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—Vengo de un tiempo extraño, quiero decir, lugar.—se corrigió. Volteó


los ojos mentalmente. Ese era un desliz freudiano, si es que los había. —
Lugar— volvió a enfatizar. —No soy un forajido, no soy un criminal, no me
estoy escapando de la justicia. Me encontraba cabalgando en la propiedad de
mi cuñado y tomé el camino equivocado. Creo que estaba destinado a estar
aquí en Inglaterra para ayudar a Margaret. Ahora que ha sido ayudada, no
puedo quedarme más tiempo. Tengo que regresar a casa.
—Mmm —dijo George, todavía frotándose la barbilla.
—Sí, mmmm.
—¿No estás casado, ¿verdad?
—No, y no lo estaré a menos que llegue a casa y meta a mi hermano
menor en la mazmorra. Esta realmente interfiriendo en mis planes
matrimoniales. Odio pensar en lo que le ha hecho a mi Range Rov...
Alex miró al techo y olvidó lo que iba a decir. Margaret acababa de
entrar al salón. Parecía no haber pegado un ojo en toda la noche. Su cabello
estaba otra vez suelto. Y todavía no estaba usando su cota de malla. Estas
eran muy malas señales.
—¿Cómo podéis dejarla? —George suspiró. —Por los santos, mi señor,
es un premio por el que vale luchar!
—Dímelo a mi. —Alex dijo, sintiendo su corazón hundirse. Santo Dios,
debería haber huido de allí antes de que ella se levantara. Era una cobardía,
sí, pero más fácil que verla otra vez.
Ella lo vio y su rostro se iluminó. Alex se sintió más incómodo de lo que
había sentido en siete años de haber nadado con tiburones. ¿En qué había
estado pensando para besarla la noche anterior? Debía de haber dado el
mensaje y regresado a su habitación.
Había sido puramente egoísta de su parte. El la había querido y había
tomado más de lo que jamás se había atrevido. Y, si tenía que ser totalmente
honesto con él mismo, había querido dejar en ella una marca indeleble —una
que Edward de Brackwald no tuviera ni una condenada oportunidad de
borrar.
Alex se hubiera frotado el rostro con las manos y gruñido, pero no
podía evitar quitar los ojos de encima de la mujer que se le acercaba. Era
impactante cando estaba enojada, pero cuando sonreía? Era lo
suficientemente hermosa como para que le doliera verla.
Y su tiempo en la Edad Media podía tratarse de minutos. Maldición de
todas maneras.
Tenía que irse. Había hecho lo suyo, completado su tarea, y ahora
debía volver a casa. George ayudaría a Margaret a cuidar del fuerte hasta
que Ricardo acudiera en su ayuda.
Hasta que Ricardo y Edward acudieran a ayudarla, Alex se corrigió a si
mismo al fruncir el ceño. Pensar en Edward siquiera a centímetros de
Margaret le hacia a Alex querer golpear a alguien. Especialmente después de
la noche anterior. Quería reír de felicidad por como ella había dejado caer la
mandíbula inocentemente, preguntándole si eso estaba bien. Su corazón latió
fuertemente contra su pecho al pensar qué tan cerca había estado ella de
desviarse del camino. Cambió de postura en la silla al recordar como el más
breve de los ataques a su boca le había disparado la sangre. Había
necesitado de toda su fuerza de voluntad para no haberla tumbado a la
cama. Sólo podía imaginarse que tan confuso quedaría al hacerle el amor.
SAGAS Y SERIES

Sus respuestas serían completamente genuinas, completamente sin cesar,


completamente inocentes. ¿Qué haría cuando él le causara placer?
Probablemente gritaría lo suficientemente fuerte como para hacer que el
techo cayera sobre ambos. El tenía la sensación de que el haría lo mismo.
—Buenos días para vos, Alex —dijo ella, deteniéndose al lado de su
silla.
George se aclaró la garganta deliberadamente.
Alex se puso de pie, esperando no verse tan miserable como se sentía.
—Margaret, debo hablar contigo en privado unos momentos.
El hizo una mueca al ver la dulce, inocente alegría que brilló en sus
ojos. Hasta ese momento nunca se había sentido tanto como una víbora. Y no
había a nadie a quien culpar excepto a si mismo. Nunca debió de haberla
besado. Tenía merecido si se encontrase impotente cuando fuera hora de
acostarse con la hija del tendero.
En ese momento la impotencia parecía ser el menor de los males entre
dos desilusiones. Comparada con Margaret, Fiona MacAllister no le atraía
para nada.
George le lanzó un oscuro ceño mientras Alex apresuraba a Margaret
de la mesa y subía las escaleras. Alex no podía culparlo. Margaret o, lloraría o
demolería a todos sus hombres uno por una en las lisas. Alex no quería saber
que haría.
Alex se detuvo en el dormitorio del padre de Margaret, el que había
ocupado durante su estadía. Ella entró, luego se detuvo en el medio de la
habitación, observándolo con interés.
—¿Sí?—preguntó
Alex cerró los ojos brevemente y rezó para tener fuerza. ¡Demonios!
¿Por qué no se las había ingeniado para guardarse su propia boca?
—¿Alex?
Su ronca voz lo hizo comenzar a sentir un sudor frío. ¿Cómo podía el
destino hacerle esto? ¿Por qué no podía haberla encontrado en el siglo
veinte? ¿Por qué no podía haber sido una práctica abogada que simplemente
estuviera esperando a que llegara el hombre adecuado para ofrecerle ser el
padre de sus hijos y dividir así 50/50 el cuidado y la alimentación los mismos
con ella?
Sus oscuros ojos estaban llenos de confusión y miedo. No podía
soportar verlos llenos de dolor, llenos de un dolor que el provocaría. Caminó
hacia la ventana y contempló el paisaje oscurecido por las nubes.
—Margaret, no entenderás esto, pero debo irme.
—¿Para ver a Edward de nuevo?
El sacudió la cabeza.
—No, —Tomó otra gran bocanada de aire. —Debo ir a casa. —Él
escuchó la rápida inhalación de ella. —Realmente fue un error el haber
llegado aquí. Probablemente debía de haber regresado de inmediato, pero
pensé que a lo mejor unas semanas en Inglaterra podían ser interesante.—Se
volteó hacia ella. La mirada devastadora en su rostro lo golpeó como un
martillo en el estómago. Se recostó contra la ventana, presionando las
palmas contra la pared en busca de soporte. —Cariño, —comenzó
suavemente, —no puedo quedarme.
—Estas casado—ella suspiró, cortando con las palabras el tenso aire y
cayendo al suelo como trozos de vidrio. —Dieu, que tonta soy.
SAGAS Y SERIES

—No, no estoy casado—se corrigió rápidamente. —Y si tuviera que


elegir una mujer, te elegiría a ti.
—Mentiroso. —dijo ella mientras se le quebraba la voz.
—Margaret, escúchame, —dijo el, estirando la mano. —Seattle no sólo
queda a través de un muy vasto océano sino que en un siglo completamente
diferente. ¿No lo ves? Tengo una familia a la cual he dejado atrás, una familia
que se preocupará por mí. Mi cuñado probablemente destrozará una docena
de siglos para encontrarme. Debo regresar.
—Eres un mentiroso, —dijo ella con lágrimas amenazando con salir de
sus ojos.
—No, no lo soy.
—Entonces eres un loco. —dijo ella con convicción. —Loco y cruel.
¿Para que os quedasteis entonces si planeabas irte?
Le tomó sólo dos pasos para cruzar la habitación hasta ella. Envolvió
sus dedos alrededor de sus brazos y la tiró hacia él.
—¿Crees que esto no me duele a mi también? —preguntó con la voz
ronca. —Nunca tuve la intención de venir aquí. Nunca había esperado
conocer una mujer que me hiciera ver a cada una de las otras mujeres que
he conocido pálidas e insignificantes. ¿No crees que el sonido de tu voz no
me acechará cuando este en casa? ¿Acaso no crees que me acostaré y
permaneceré despierto por que mis brazos gritan por abrazarte?
—¡Sois un bastardo mentiroso!—gritó. Se alejó de el y huyó de la
habitación. Alex escuchó el sonido de su habitación siendo abierta y luego
un portazo seguido de una cerradura y supo que no tenia sentido ir tras ella.
No le abriría. Incluso si lo hiciese, ¿Qué bien haría? Podía, a lo mejor,
entender el concepto de viaje en el tiempo, pero nunca lo creería.
Se pasó la mano por el cabello y dejo escapar lentamente la
respiración, soplando a través de unos labios apretados. Como había
complicado las cosas. Al menos había advertido a Edward como serían las
cosas en Falconberg. Con algo de suerte, Margaret caería directo a sus
brazos.
Pensar aquello lo ponía enfermo.
Con dureza y de forma mecánica, se quitó la ropa de William de
Falconberg y se colocó sus jeans y camisa de dril.
George estaba esperando por él en el gran salón. Alex casi deseo que
el hombre mayor demandara alguna clase de disculpa. Una buena zurra era
lo mínimo que se merecía. Al menos el dolor de un golpeado cuerpo
apaciguaría la agonía mental y espiritual que sentía en el momento.
—Creo que has roto su corazón, —dijo George sin rodeos. —Algo que
pensaba que nadie podía hacer jamás.
—Nunca fue mi intención.
—¿No podéis amarla?
Alex se revolvió incómodo. ¿Qué importaba si podía? No podía
quedarse. Era un obvio y duro hecho.
—No importa si puedo.
—Maldito seas, Alexander, ¿por que tenéis que ser tan terco?
El enojo era bueno. Alex deseaba poder enojarse aunque fuera un
poco. A lo mejor lo haría sentir mejor.
—Si hubiese alguna manera de poder quedarme, créeme que lo haría.
Margaret es una mujer sin igual.
SAGAS Y SERIES

—¿No podríais llevártela con vos?—preguntó George.


Alex ya había considerado esa alternativa y la había desechado.
—Si lo hiciese, no podría regresar nunca a casa. No creo que eso le
guste.
George suspiró, luego miró hacia el cielo.
—Imagino que no. —Miró a Alex con una seria expresión. —Bien
entonces, veo que no hay nada por hacer. Te estoy agradecido por tu ayuda.
Margaret lo estará también. Con el tiempo.
Alex asintió y se hizo a un lado. Ni siquiera se permitía así mismo el
lujo de dar una mirada al salón. Tenía que irse a casa. A lo mejor Zachary
había destrozado la Range Rover. Eso le daría un motivo para pegarle a algún
pobre desgraciado.
Alex ensilló a Beast con manos temblorosas. Cabalgó a través de la
salida y del puente levadizo. La vista ante él comenzó a hacerse borrosa. Se
pasó la manga por los ojos y maldijo lo peor que pudo en Gaélico. No sirvió
para nada.
Pero darle varios puñetazos a Jamie en el rostro ciertamente si serviría.
Alex decidió que aquella era la primera cosa que haría una vez llegara a casa.
No podía recordar la última vez que había estado tan miserable.
Comenzó a llover. Alex no estaba sorprendido. Era un perfecto
complemento para la tristeza en su corazón. No había querido lastimarla.
—¿Y exactamente que pensaste que ibas a hacer?—se preguntó a si
mismo en voz alta. No tenía una respuesta. Había sido un completo idiota. No
importaba que ella fuese irresistible. Él había sabido que él lo sería. Debió de
haberse reservado sus manos y su maldita boca para si mismo.
Si solamente ella no hubiera sido tan intoxicante…
Le tomó al menos una hora llegar al Círculo de Hadas. La lluvia
continuaba nublando todo a su alrededor. No era una linda llovizna que
terminaría en pocos minutos. Esta era una lluvia que lo empapaba hasta la
piel, le hacia pegar el pelo al rostro; parecía decidida a colarse entre sus
huesos. Tenía merecido morirse de neumonía.
El aro no estaba florido, a pesar de que los verdes tallos no dejaban
dudas de donde yacía. Alex se preguntó si aquello a lo mejor podría evitar
que llegara a casa, luego hizo su duda a un lado. No era la flora y fauna lo
que hacia la diferencia. Había un portal allí. Podía ser el final del invierno y él
igual volvería a casa. El aro tampoco había estado florido en el siglo veinte.
Instó a Beast hacia adelante hasta que estuvieron de pie en el medio
del aro.
—Bueno, aquí no pasa nada—murmuró.
Esperaron.
Beast sacudió la cabeza.
Alex miró levantó la vista hacia el cielo. Todavía estaba lleno de nubes,
y la niebla continuaba arremolinándose a su alrededor.
Estaba ella todavía en su dormitorio o había partido hacia las lisas para
golpear a sus hombres? ¿Iría directamente a los brazos de Edward tan pronto
el la reclamara?
—Okay, —dijo Alex, con una aguda sacudida de cabeza, —esto no está
ayudando. Tengo que concentrarme en otra cosa.
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Ocupó sus pensamientos con el torreón de Jamie e imagino el paisaje


lo más preciso que pudo. Se aseguró de incluir el Jag de Jamie al frente de su
Range Rover. No tenía sentido ir al torreón de Jamie del siglo catorce.
Alex se sintió incómodo, pero hizo la sensación a un lado. Había hecho
esto antes cuando él y Jamie habían regresado para ordenar el pasado. Todo
lo que hacías era pensar profundamente en el lugar al cual querías ir y poof!
Estabas allí. Al menos así era como había funcionado antes.
Beast hizo cabriolas de manera nerviosa, desconcentrando a Alex. Alex
desmontó y reconfortó a su caballo con largas caricias en el cuello.
—Haz silencio ahora, monstruo.—dijo suavemente. —Ya casi estamos
en casa, luego haré que Zach te cepille muy bien. Piensa en todas las hierbas
sabrosas en casa, Beast, en todo ese trigo fresco. No más de este forraje
medieval para ti, mi amigo.—Alex continuó susurrando, trayendo imagen tras
imagen a su mente y concentrándose con todas sus fuerzas. Comenzó a
dolerle la cabeza del esfuerzo, pero no se rindió. Sólo unos minutos más y
estaría en casa.
Y Margaret estaría ocho siglos atrás. Nunca volvería a verla. Nunca
más la vería ir por su cuchillo inconcientemente cuando el dijera algo para
irritarla. Nunca más vería como sus emociones pasaban a su rostro con
claridad.
Nunca en su vida encontraría a alguien que se le comparase.
—Diablos—gruñó. —Esto definitivamente no esta funcionando.—Echó
sus brazos alrededor del cuello de su caballo. —Probemos algunas frases
clave, Beast. —Alex se paró separando un poco las piernas y levantó la vista
al cielo.
—Transpórtame, Scotty.
Nada.
—Llévame a casa, ruta campestre.
Alex quería reírse pero no era gracioso. No había necesitado ninguna
frase clave para volver a casa con Jamie.
—Quiero hamburguesas. Quiero Twinkies. Dios, incluso tomaría un Lilt
a esta altura. —Lilt parecía ser el equivalente de los británicos a la Sprite. A
lo mejor no era su favorita, pero una gaseosa era una gaseosa cuando se
estaba varado en la Inglaterra medieval.
El no estaba varado. Haría esto o moriría en el intento.
Desafortunadamente, nada parecía estar ocurriendo.
—¡Maldito seas, Jamie!—gritó. —He terminado mi trabajo, ahora
sácame de este lugar! ¡Demonios!
Silencio. Consideró un viaje al antiguo hogar de Jamie en Escocia pero
inmediatamente descartó la idea. Había viajado de regreso a través de los
siglos bajo aquella rama de madera mágica cerca del torreón pero sólo con
Jamie. No había ninguna garantía de que funcionaría. Especialmente, no en
Febrero. Si el frío no lo alcanzaba, la nieve lo haría. O los escoceses. Alex
podía hablar gaélico como cualquier celta, pero lo dejarían vivo lo suficiente
como APRA poder demostrarlo?
Un gritó que le heló la sangre rompió la quietud de la mañana,
deteniendo la intención de Alex de dejarse caer de rodillas y llorar. Tiró de las
riendas de su caballo y lo condujo hacia las sombras. El grito continuó, era
más de una voz. Dejando a Beast atad, volvió de puntillas a los bosques,
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Gritos de caballo se perdían en el aire con los gritos estrangulados que


parecían provenir de hombres y mujeres. El metálico gustó del miedo
apareció inmediatamente en la boca de Alex. ¿Qué en el mundo estaba
pasando allí abajo? Había un camino que daba al bosque, pero los árboles
eran demasiado espesos para ver quienes estaban allí y qué le estaban
haciendo a sus víctimas. Alex sabía que probablemente le ganaban en
número y que probablemente había llegado tarde, pero no podía
simplemente alejarse. Fuese cual fuese el motivo de la pelea, los oponentes
seguramente estaban en desventaja. Alex escuchó el sonido del metal y las
pisadas de las herraduras. Caballeros montados estaban implicados, eso era
lo más que podía decir.
Un pequeño cuerpo chocó a través de la maleza y dio entre los brazos
de Alex antes de que él pudiera verlo venir. El niño comenzó a gritar, y Alex
apresuradamente le tapó la boca con una mano. La boca de él. Era un
pequeño niño, probablemente no tenía más de tres o dos años. Sus ojos
estaban bien abiertos por el miedo y se había ensuciado mucho. El corazón
de Alex se rompió.
—Calla, pequeño. —susurro suavemente. —No te haré daño.—Acercó
el niño hacia él y lo envolvió con su abrigo, todavía manteniendo su mano
sobre su boca. Meció al niño lentamente, tratando de taparle los oídos y la
boca al mismo tiempo. Alex apenas necesitaba ver quien había sido
asesinado tan brutalmente para saber que había sido los padres del chico.
Sintió una abrumadora urgencia de vomitar.
Se irguió al escuchar el sonido de los caballos acercándose. Aventuró
una mirada a través de los árboles y vio a tres caballeros montados y
reunidos a no más de 60 centímetros de allí.
—¡Tú tonto, tú perdiste al niño!
—¡No se suponía que era yo quien debía matar al niño! Esa era vuestra
tarea, maldito idiota. Si no hubierais estado tan ocupado violando, os
hubierais ocupado de que se hiciera!
El tercer hombre habló.
—Bah, malditos campesinos. ¿Quién da algo por ellos? El chico estará
muerto por la mañana. Si el frío no termina con el, las bestias salvajes lo
harán.
—Si—estuvo de acuerdo el primero. —Tenemos que irnos antes de que
los espías de Falconberg nos encuentren. Fue riesgoso perseguirlos hasta tan
lejos en sus tierras.
—Brackwald lo ordenó—gruñó el segundo caballero. —No hicimos nada
más que lo que nos pidieron que hiciéramos. Para mí, mejor regresar y juntar
todo el oro.
—Si—estuvo de acuerdo el tercero. —Pero es una pena que no vimos a
Falconberg. Me gustaría montar a esa vieja y fea mujer una o dos veces.
Los otros dos rieron tonta y sonoramente. Alex apretó los dientes y se
forzó a si mismo a mantenerse inmóvil cuando lo que quería hacer era
machacar a aquellos condenados a golpes.
Y luego notó qué le había parecido tan extraño.
Los caballeros estaban vistiendo los colores de Margaret.
Pero no eran sus caballeros.
El niño en sus brazos continuaba temblando, Alex comenzó a mecerlo
otra vez, rezando por que su constante movimiento le diera un poco de
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consuelo. Esperó hasta que no pudo oír más a los caballeros, luego se
mantuvo sin hacer ningún movimiento por otro cuarto de hora. Lo único que
le faltaba era ser emboscado por tres hombres vestidos con cota de malla.
Tenía que ver si alguien había sobrevivido. Se puso de pie y se
encaminó a través del bosque hacia donde había escuchado los sonidos.
Luego se le ocurrió que esta quizás no era exactamente una vista que
encajaba con el niño en sus brazos. Hizo una pausa y escuchó. No había
ningún sonido, ni siquiera el de los pájaros. Las probabilidades de que alguien
hubiese sobrevivido eran realmente pocas. A lo mejor lo mejor que podía
hacer era volver hacia Falconberg y hacer que Margaret enviara a sus
hombres de regreso para que echaran un vistazo.
Alex regresó hacia donde estaba Beast y montó con un ágil
movimiento. Se giró camino a Falconberg. Al menos el niño en sus brazos
había tenido el sentido común de correr.
¿Acaso los campesinos les enseñaban a sus hijos a hacer sólo eso? El
pobre chico. Huérfano y aterrorizado. ¿Qué clase de mundo era este?
Era un mundo en el que ahora estaba varado.
Al menos tenía algo en qué concentrarse además de su propio y
aplastante pánico. Soltó la boca del niño y lo envolvió de forma más segura
con su abrigo. El niño estaba sollozando silenciosamente, y el corazón de
Alex se encogió al ver aquello. Suavemente le corrió el oscuro y rizado
cabello del rostro.
—Está bien, pequeño—dijo suavemente. —Te llevaremos a casa y te
darás un lindo y caliente baño. Te gustará Meg. Creo que tú también le
gustarás a ella. ¿Cuál es tu nombre? No, no importa. Sabremos eso después.
—Alex ignoró el terrorífico hedor que sintió directamente en las narices. Sólo
unos minutos más y el niño estaría limpio y seco. Con algo de suerte, el
pequeño sería lo suficientemente joven como para olvidar el horror
rápidamente.
Los guardias de la entrada se sorprendieron de verlo. El puente se hizo
bajar de inmediato, y él escuchó su presencia siendo anunciada hasta llegar
al torreón. Perfecto. Margaret probablemente trabaría la puerta antes de que
el, siquiera, llegara allí.
George estaba esperando por el en las escaleras. Alex desmontó con el
niño todavía entre sus brazos. Un muchacho del establo se llevó a Beast.
George miró a Alex con una sonrisa de alivio.
—¿Cambiaste de opinión, verdad?
—No, no lo hice. —dijo Alex. Incluso decirlo lo confundía hasta la
coronilla. —No pude irme.
—Ah, —dijo George con un asentimiento de cabeza, —no pudiste
dejarla a ella.
—No dije eso. No pude llegar a casa. Fue físicamente imposible. No me
pidas que te explique porque no me creerías si te lo dijera. Por ahora, sólo
necesito un lugar donde quedarme hasta que decida que hacer. ¿Margaret
me dejará quedarme?
—No lo sé. Todavía no ha salido de su habitación.
—¡Santo cielo, George!—exclamó Alex —¿Te has fijado si esta bien?
—Tan joven y tan arrogante, muchacho. —Murmuró George, —¿Crees
que lloraría tanto por ti?
—Yo lloraría tanto por ella.
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—Entonces quédate y soluciona el problema por el bien de los dos!


Alex suspiró.
—No puedo, George. Tengo que instalar a este pequeño, y luego
resolver qué hacer.
George gruñó, luego dirigió la mirada hacia el mal oliente bulto en los
brazos de Alex.
—¿A quién tenemos aquí?
—No estoy seguro. Déjame que lo limpie, luego necesitamos hablar.
Están ocurriendo cosas muy extrañas.
George asintió y los guió hacia la casa. Alex subió el niño hasta el
cuarto de William. Mantuvo el niño cerca de si y continuó meciéndolo hasta
que una bañadera llegó a la habitación y fue cargada por baldes de agua. La
comida llegó tan pronto como él último balde fue vaciado. Margaret entró
justo después.
Alex no pudo evitar mirarla. Se veía tan mal como se sentía.
—Nunca os di permiso para entrar a mi casa otra vez.—dijo con la voz
ronca.
Alex estaba de pie junto a la bañera con el niño entre sus brazos y
apenas sabía por donde comenzar. Quería disculparse por haberla lastimado.
Quería aferrarla a él y decirle que tan asustado estaba al pensar que nunca
jamás podría volver a casa. Quería prometerle que se quedaría hasta que se
asegurase que ella estaría segura. Haber visto de primera mano el resultado
de la crueldad de Ralf lo había dejado con los nervios a flor de piel más de lo
que se había imaginado.
Pero lo que el de verdad quería hacer era abrazarla y nunca dejarla ir.
Nunca.
Desafortunadamente, era la única cosa que no podía hacer. Así que en
cambio, se quedó parado ahí, inmóvil, sosteniendo a un pequeño niño que
abrazaba su chaqueta con pequeñas manos. Todo lo que podía hacer era
mirarla, mudo.
—¿Quien es este?—Margaret preguntó. Alex pasó saliva, fuerte. —El
hijo de uno de tus sirvientes, supongo. Los caballeros de Brackwald mataron
a sus padres.
—Santos misericordiosos. —ella suspiró. —¿Estáis seguro?
—Bastante.
—¿Y lo rescatasteis? ¿Sin una espada?
El negó con la cabeza.
—Lo estaban persiguiendo. Tan solo estaba en el lugar exacto para
cogerlo y esconderlo.
Ella asintió con la cabeza.
—Aquellos que viven en las fronteras les enseñan a los pequeños a
correr cuando hay vista de peligro.¿ Sus padres aun viven?
—No miré. Si no lo estaban, no quería que su hijo los viera así. Si
quieres enviar a alguien, les puedo decir a donde ir. ¿Quieres bañarlo?
Margaret se echó para atrás, como si le hubiera pedido que pusiera la
mano en un nido de serpientes.
—No se nada de niños, —ella jadeó. —No lo puedo bañar.
—Genial. —Alex susurró. Se arrodilló al lado de la tina y probó el agua.
Satisfecho, le quitó su abrigo al niño y sus sucias ropas, se remangó las
mangas y puso al pequeño en el agua.
SAGAS Y SERIES

—Pensé que ibais a casa.


Alex no pudo mirarla, casi no le salían las palabras.
—Lo intenté, no pude.
—Tal vez es que en verdad no queríais iros.
Alex encontró sus ojos e hizo una mueca de dolor al ver la pequeña luz
de esperanza en sus ojos.
—No me quiero ir, pero no me puedo quedar,—dijo suavemente. —
Debo ir a casa. Si puedo.
La miró digerir eso, luego continuó mirándola mientras veía la
transformación llegar. Se puso rígida como una tabla y la luz se fue de sus
ojos. Su cabello aun podría estar suelto, y su malla aun en su cuarto, pero
Margaret la doncella acorazada, había vuelto. Todos los hombres son unos
mentirosos. ¿Acaso no le había dicho eso cuando la conoció por primera vez?
Así que no le había mentido abiertamente. El nunca le dijo que se quedaría.
Pero si que la había besado como si se fuera a quedar. Llegaba al
mismo nivel de decepción. El suspiró. Y todo lo que había hecho para ganarse
su confianza.
—El chico dormirá aquí. —anunció.
—Muy amable de tu parte.
Ella pausó.
—Podéis quedaros y cuidar de el. Por el tiempo que queráis.
—Claro. También bastante amable.
—Lo estoy haciendo por el muchacho, por nadie más.
Alex entendió el mensaje, fuerte y claro.
—Lo sé. No te culpo por estar brava conmigo.
—No malgastaría mi enojo con vos. —dijo calladamente y luego se
retiró.
Ouch. Alex sabía que se merecía eso, pero dolía de igual forma.
Aunque fue mucho menos de lo que veía venir. Había sido un completo
idiota. Jamás debió de haberse involucrado sentimentalmente con ella. Les
hubiera ahorrado mucha tristeza.
Y también se hubiera perdido el beso francés de la historia..
Alex miró al chico quien lo veía con los ojos bien abiertos y con
lagrimas en los ojos.
—Es un demonio de mujer.
El chico tan solo parpadeó.
Alex sonrió.
—Jamás conocí a alguien como ella, pequeño amigo, y he conocido a
mas mujeres de las que has visto tu. Y ese es el problema. A quien me puedo
encontrar ahora que se le compare?
El chico no dijo nada.
—Lo mismo pienso, —Alex estuvo de acuerdo. —La cosa es, que no la
puedo tener. Somos de mundos diferentes. Literalmente. —Le quitó el cabello
de la cara. —De cualquier forma, mi trabajo aquí ya esta hecho. Estoy seguro
que tan solo fue una casualidad que el aro no funcionara. Creo que el haber
estado tanto tiempo aquí de seguro le ayudó a…
Alex se detuvo y miró al pequeño sentado en agua bastante sucia.
—A ti. —el terminó.
Bueno, eso respondió unas cuantas cosas. Tal vez el rescatar a este
pequeño era la última de las cosas que tenía que hacer en la edad media.
SAGAS Y SERIES

Alex sintió un cierto alivio. Eso tenía que ser. Había salvado a Margaret y
ahora había salvado a uno de sus siervos. Whew.
Alex sonrió.
—Bueno amiguito, a ver te saco de esa bañera. Creo que es hora de
que tengas una pequeña siesta. Me quedaré por unos cuantos días y me
aseguraré de que estés en buenas manos. Una buena noche de sueño
ayudará. Las cosas serán mejores en la mañana. Mi mamá siempre decía que
eso era cierto.—lavó al chico con agua limpia y luego lo secó con una toalla
suave. —Creo que no tienes que ir al baño, así que solo te arroparé.—Buscó
en el baúl de William hasta que encontró una túnica suave. Era
inmensamente larga pero se le vía muy tierna al chico de cabello oscuro y
ojos pálidos. Alex lo abrazó de nuevo. —¿Como es tu nombre, pequeño?
—Amery.
Alex lo apartó sorprendido.
—¿Amery?
Amery puso su pulgar en la boca y comenzó a chupar.
—Bueno, Amery, yo soy Alex. Un placer en conocerte. No te preocupes
por Meg. Ella cuidará de ti. —Lo recogió y lo llevó a la cama. El chico gritó
cuando Alex lo depositó en la cama. Esto parecía ser más difícil de lo que
Alex anticipó. Arropó a Amery, luego se sentó hasta que el pequeño se quedó
dormido.
Luego se recostó en su silla y cerró sus ojos.
Que infierno de día.
Tenía el presentimiento que los próximos días no iban a ser mejores.

Dos días después continuaba en el mismo lugar, mirando al pequeño


niño que dormía en su cama. Sentimientos paternales surgían en el, ya era
hora de que sentara cabeza y comenzara una familia. Tal vez si se
concentraba en ese pensamiento mientras estaba en el aro de hadas,
volvería a casa esta vez. Si, tan solo se apuraría y se pondría a la búsqueda
de una esposa.
Aplicadamente ignoró el hecho de que la elección perfecta estaba
durmiendo a unas puertas de distancia.
Caminó por el corredor hasta llegar a Margaret.
Literalmente. La alcanzó para sostenerla y se topó con malla. Alex
encontró sus ojos y gruñó silenciosamente. ¿A quien podría encontrar en el
siglo veinte que pudiera llegarle a los talones?
Quitó la mano de repente.
—Poned mas atención a donde vais.—dijo cortantemente.
—Margaret, debo irme.
—Entonces iros.
¿No te importa? Estuvo en la punta de su lengua, pero no lo dijo. ¿Que
diferencia hacía? No podía quedarse y no la podía llevar consigo. ¿Era esto la
sobra de una pobre decisión de carrera?
—Desearía poder quedarme…
—No podéis sostener una espada, —ella dijo. —¿De que me servís?
SAGAS Y SERIES

De que servía convencerla de que él en verdad podía sostener una


espada y de que había aprendido su técnica de uno de los lairds escoceses
más brutales del siglo catorce. Tan solo asintió.
—Tienes razón. Y de todas formas, me tengo que ir.
—Entonces iros, —dijo ella, apuntando a la escalera. —Y daros prisa.
El quería besarla. Lo hubiera hecho si no hubiera tenido su cuchillo a
mitad de camino fuera de su vaina. Así que en vez de eso, le dio una mirada
que esperaba le dijera todo lo que el no había podido decir, luego se volteo y
bajó las escaleras.
George estaba de pie cerca de la puerta.
—¿Os vas de nuevo?
—Creo que tal vez funcione esta vez, —Alex dijo, esperando que
sonara mas seguro de lo que se sentía.
—Me hubiera gustado escuchar la historia completa.
—Confía en mí. No la querrías.
Y con eso, Alex cerró detrás suyo la puerta del gran salón. Recogió a
Beast en los establos y se dirigió al puente levadizo cuando comenzaba a
salir el sol. Estaba cansado. Hasta estaba demasiado cansado para disfrutar
los pensamientos de romperle el cuello a Jaime, lo cual sería la primera cosa
que haría al llegar a casa. Lo mínimo que podía hacer su cuñado, era haberle
una advertencia en el mapa. ADVERTENCIA: Viajar en el tiempo hacia la
Inglaterra medieval tan solo lleva a un horrible rompimiento del corazón.
Continúe bajo su propia responsabilidad.
Alex llevó su caballo hacia el oeste y trató de pensar en casa.
Todo lo que podía pensar era en Margaret.
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Capítulo 10

Margaret estaba de pie en las almenas. Era el lugar donde venía


cuando necesitaba pensar. Mirar toda su tierra le daba mucha perspectiva
necesaria cuando los eventos en su vida parecían muy sobrecogedores. Esta
noche, de pie en el muro no le daban mucho alivio. No podía estar ahí y no
recordar la forma en que Alex la había besado allí. Dormida o despierta, el
tocar de sus labios estaba pegado en ella.
Por lo menos ya se había ido por fin. Lo había visto irse desde donde
estaba. Ella no quería que se fuera, pero se había obligado a si misma. Verlo
partir sería la única cosa que la convencería de que había hecho su elección
final.
Y esa elección final no era ella.
—Tonto.—ella susurró.
Se volteó y caminó el perímetro del muro este. Miró todo a su
alrededor, mirando pequeños fuegos allí y allá. El martillo del herrero ya no
se escuchaba. Sus hombres ya no entrenaban en las almenas exteriores. Era
verdad, ya era hora de detener el trabajo, pero el torreón parecía medio
desierto.
Había perdido tres de sus hermanos con una misiva enviada del
escriba del rey, aun así no había dolido tanto. Había sepultado a su hermano
mayor, luego a su padre unos meses después, y no se había sentido tan sola.
Había sabido cual era su tarea y lo que tenía que hacer para verla
completada. Nunca jamás se había dado el lujo de sentarse y pensar como
hubiera sido su vida si no se hubiera convertido en la señora de Falconberg.
Alex es el único culpable por mostrarle como podía ser la vida. Y de
culparlo habría. Si jamás hubiera venido, jamás hubiera bajado su guardia.
Jamás se hubiera sentado al lado de un hombre para hablar de nada
importante en realidad. Nunca hubiera sabido lo que se siente que la mire un
hombre y tan solo vea a la Margaret que era. Santo cielo, como deseaba que
nunca lo hubiera besado! Su boca jamás olvidaría como se sentían sus labios
en los de el.
—¿Mi señora?
Margaret se volteó para ver a su paje Timothy parado de forma
indecisa al lado suyo.
—¿Si, muchacho?
—El pequeño grita por Lord Alex. Me enviaron a buscaros.
—Santos, ¿que se yo de niños?—Margaret preguntó.
El joven Timothy tan solo levantó los hombros, viéndose tan indefenso
como ella.
—Muy bien,—dijo con un profundo suspiro. —Haré lo que pueda.
Que fue en realidad muy poco. El chico, Amery, del cual se enteró su
nombre, quería a Alex, y no había forma de convencerlo de que no podía
tener lo que pedía. Margaret trató de hacerlo entrar en razón, pero palabras
cayeron en oídos sordos. Parecía incapaz de quedarse quieto y escucharla. El
chico gritaba y lloraba, se comportaba de manera horrible. Margaret no
estaba sorprendida. Alex había arruinado su vida. Parecía que le había dejado
un regalo que habría de dañarle sus oídos muy pronto.
SAGAS Y SERIES

—¡Santos!—exclamó, después de haber escuchado al chico gritar por


horas.—No puedo creer este es uno de mi pueblo! De seguro aquí no se le
crían a los niños a ser tan insoportables!
—En realidad, —dijo George, desde la puerta y protegiendo sus oídos
con sus manos. —Es uno de los campesinos de Brackwald.
—Eso no me sorprende, —Margaret gruñó. Luego lanzó de repente su
mirada al capitán. —¿Que queréis decir con eso?
—Los campesinos asesinados era suyos, no de nosotros.
—Pensé que Brackwald había atacado a nuestra gente.
—No. Se atacó a si mismo, utilizando vuestros colores.
—El muy maldito, —Margaret dijo. —Por todos los santos, el maldito no
parará a ningún costo.
Miró a Amery, quien, gracias a Dios, había dejado de llorar. La estaba
mirando con la cabeza levantada, como si esperara que lo enviara de vuelta
a Brackwald.
—¿Me entiendes?—ella le preguntó. No tenía ni idea de la inteligencia
que poseía este chico. Parecía que no conociera más que —Aweks—y —
Whaaaaa—
En respuesta, el chico abrió los brazos como si esperara que lo
levantase.
Margaret frunció el ceño.
—No tengo tiempo de levantarte, Amery. Os quedaréis aquí, pero os
comportaréis sin que yo os cuide.—removió el dedo índice para hacer mas
énfasis. Para su horror, el chico cogió su dedo y lo utilizó para poder llegar a
su regazo. —Espera, por los santos, —ella balbuceó.
El chico se acomodó en su regazo, le tomó una trenza, se metió el
dedo gordo en la boca y la miró.
Margaret miró a George para pedirle ayuda. Tan solo levantó sus
brazos y retrocedió hacia fuera.
—¡Esperad!—ella gritó.—¡Ayudadme!
El corredor, de forma bastante conveniente quedó vacío. Margaret juró
que cabezas rodarían una vez se viera libre de este aprieto.
Amery se le acurrucó aun más. Margaret se recostó en su silla y puso
su brazo alrededor de la espalda del chico. No había sentido en no darle algo
en que apoyarse. Por lo que sabía, si no lo hacía se caería al piso, y luego
tendría que aguantarse mas alaridos. Si, no había sentido en no asegurar sus
pies a la vez. Con ambas manos a su alrededor, el de seguro no se caería. Se
asintió a si misma y recostó su cabeza contra la silla.
Santos, que día. En realidad esperaba que fuera el último así por toda
su vida. La última cosa que quería era bajar su guardia para que
pensamientos sobre Alex volvieran a su cabeza.
De alguna forma, igual llegaban. ¿Que tanto la podría dañar soñar con
el una última vez? Unos últimos pensamientos, luego lo sacaría de su cabeza
para siempre.
Se quedó dormida con lágrimas cayendo de sus ojos.
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Alex se levantó tieso y adolorido. Miró hacia el cielo. Nada de aviones


sobrevolando su cabeza. Claro que Jamie vivía tan en el norte que un avión
era raro. Y el estado era tan grande, que podrías caminar por días y no
escuchar un carro.
Ninguna de esas cosas hacía sentir mejor a Alex, aun más por que
tenía el presentimiento de que aun no estaba en la tierra de Jamie.
Se sentó temblando. En donde estuviera, obviamente era todavía
febrero por que había un poco de hielo en las hojas que había utilizado para
cubrirse la noche anterior. Maldición de todas formas, cual era el punto?
Había pasado toda la noche en ese maldito Circulo de las hadas, con una
grande migraña, tratando de volver a casa.
Obviamente no estaba funcionando.
Comenzó a preocuparse al rededor de las 3 de la mañana. Un
explorador águila aun podía saber la hora según las estrellas medievales.
Eran como a las 4 de la mañana, que se dio cuenta que no iba a ningún lado.
Entonces intentó dormir, esperando soñar sobre su hogar. Tampoco pareció
funcionar.
Alex dejó caer su rostro en sus manos y gruñó. Estaba atascado. No
había otra conclusión para esto.
Había intentado cada pizca de lógica de abogado para solucionar este
dilema. Había considerado la posición del sol, el tiempo, los deseos más
profundos de su corazón. Hasta había contemplado su propio pasado turbio,
la restitución que había tratado de hacer, el cambio de corazón que había
tenido. Le había echado cabeza a las experiencias de Elizabeth con el bosque
de Jamie, de como no se había querido ir la primera vez. De como había
viajado con Jamie hacia delante en el tiempo tan solo por que habían querido
permanecer juntos. Alex había examinado su propio corazón.
Y había hecho todo lo posible por ignorar el efecto que había causado
Margaret de Falconberg en el.
No funcionaría. No podía funcionar. Arruinaría la historia si se quedaba.
Ella necesitaba un hombre medieval. El desde luego que podía arreglar un
automóvil moderno, pero eso exactamente no lo hacía capaz de ir arreglando
cosas por ahí del castillo. ¿Pero que otra opción tenía?
Sacudió su cabeza fuertemente. No. No le permitiría a ese maldito
círculo de las hadas que controlara su destino. Podía llegar a casa si en
realidad se lo proponía.
El portón en el bosque de Jamie siempre estaba abierto. Lo había
usado dos veces y no había tenido ningún problema. Volvería a funcionar si
así lo quería.
¿Pero quería?
Se movió hacia atrás para recostarse contra un árbol donde podía
examinar sus ropas con más comodidad. De la forma en que el lo veía, podía
intentar viajar a Escocia, o quedarse donde estaba y arreglar las cosas con
Margaret.
Nunca sabes cuando tendrás que ir a la Edad Media y rescatarme de
demasiada cerveza y muchas mujeres.
Sus propias palabras le cayeron como agua fría. Palabras que le había
dicho a Jamie después de haber escuchado la historia de viaje en el tiempo
de su cuñado.
Solo había estado bromeando!
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¿Quería ser rescatado? Volver a que? ¿A su auto? ¿A su cuenta


bancaria? ¿Fiona MacAllister? ¡Como si ella hubiera sido una opción! Por lo
que sabía, Zachary la había hecho creer que era un limpio, ciudadano limpio
con prospectos. Lo único que lo esperaba en el siglo veintiuno eran cosas,
cosas materiales que podía dejar atrás.
Aunque siempre estaba su familia, Alex sonrió tristemente. Extrañaría
sus reuniones de navidad en Seattle con niños durmiendo en bolsas de
dormir desde un extremo de la casa al otro. Extrañaría a sus hermanos y a
Elizabeth. Extrañaría viajar a casa y sentarse en la cocina de sus padres y
hablar con su madre sobre brownies y jugar basketball con su padre en la
entrada. Sería difícil no contestar el teléfono y escuchar sus voces del otro
lado de la línea.
Pero mucha gente aceptaba trabajos en tierras lejanas con un mal
servicio de teléfono y horrible servicio de correo. Quedarse no sería bastante
diferente de eso. Y por mucho que amase a su familia, ellos no podían
reemplazar la oportunidad de tener su propia familia.
Con Margaret.
Repasó en su cabeza lo que significaría quedarse. Habían las cosas
obvias, las de todos los días. Siempre le había gustado acampar. Podría
hacerlo por el resto de su vida y probablemente satisfecho. Ese era el nivel
de civilización al que se enfrentaba. Tenía unas habilidades médicas bastante
rudimentarias, gracias a la insistencia de su padre. Estaba lleno de sentido
común. Podría hacer unas cuantas mejoras al castillo de Margaret sin echar al
agua el progreso de Inglaterra a la edad industrial.
Pero eso no haría que valiera la pena quedarse.
Margaret era el premio.
Alex frotó su rostro con sus manos. Como podía siquiera contemplar
irse de su lado? Como pudo en realidad imaginarse que pudo haberlo
logrado? Hubiera pasado cada minuto de cada día del resto de su vida
pateándose el trasero por haber sido tan cobarde de coger lo mejor que le
había pasado en toda su vida. El siglo era irrelevante. Todo lo demás no
importaba. No había nada en este siglo o cualquier otro que se le pudiera
comparar.
¿Por que había sido tan estúpido y pensar lo contrario? Se levantó y se
estiró. Iría de vuelta a Falconberg y arreglaría lo que había roto.
Margaret estaría furiosa con el, pero el le demostraría que valía la
pena. Talvez no le serviría para nada como guerrero, pero desde luego podía
darle concejos de cirujano sobre control de gérmenes. Tal vez podría ayudar
en la cocina. Tal vez podría casarse con ella y ser su cónyuge barón.
Se enderezó con la silla de montar en sus manos. ¿Podría casarse con
ella? ¿O el rey se reiría de la idea y se la daría a Edward de cualquier modo?
—Cuando se congele el infierno.—murmuró al poner la silla encima de
Beast. Se arrastraría como un tapete si había de convencer a Ricardo de que
sería un buen marido. Si, había varias cosas que haría antes de dejar que
Edward pusiera sus patas en su futura esposa.
Asumiendo, desde luego, que pudiera detenerla el tiempo suficiente de
que lo decapitara para poder convencerla de que se casara con el. Quien
sabe, y volvería a desearlo de nuevo. Él sonrió, sintiéndose mejor de lo que
se había sentido hace unas horas. Su destino estaba de nuevo en sus manos.
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El hizo desde luego, evadir el pensamiento que más le atemorizaba: El


viviría y moriría en la Inglaterra medieval y nadie se enteraría.
Alex se montó de nuevo en la silla y se dirigió al salón de Margaret. Tal
vez pudiera lograr entrar a alguno de esos libros de historia. Al menos su
hermana se encontraría con el mientras hacía alguna investigación. Su
familia sabría que había estado bien y feliz. No podía pedir más que eso.

Su buen humor duró hasta que pudo ver a Falconberg desde la


distancia, luego su coraje comenzó a irse. Su llegada ya estaba destinada a
ser un momento bastante humillante.
Margaret tiraría la toalla, probablemente después de que le sugiriera
vivir en el calabozo. Pensó que Margaret la podía manejar. Era George el que
lo ponía nervioso. Tenía el presentimiento que esta vez se saldría con la suya.
Sir George de Cork tendría la historia completa, o si no, Alex sabía que
probablemente se volvería bastante amigo del carcelero del calabozo.
Maldito Circulo de las Hadas. Le había causado bastantes angustias.
Llegó bastante rápido al castillo para su consuelo. El puente levadizo
estaba en la mitad, pero bajó cuando se acercó. Bueno, hasta ahora, todo
bien. Los guardias lo saludaron al entrar. Los hombres entrenaban en las
listas en vez de capturarlo. Esa era una buena señal. George estaba en la
puerta que daba paso al gran salón. Alex se bajó del caballo y un joven
inmediatamente apareció para tomar las riendas. Alex miró a George y le
sonrió débilmente.
—Buenas,—dijo, tratando de sonar casual.
George, lentamente y bastante deliberadamente comenzó a cruzar los
brazos sobre su pecho. Alex ya había visto esa movida en su propio padre.
George ahora si hablaba en serio esta vez.
—Mi señor,—dijo lentamente,—Espero que lleguéis a alguna decisión y
la llevéis a cabo! Este es un bastante mal hábito que habéis comenzado.
Alex suspiró.
—Esta vez si me quedaré, George.
—Creo, que esta vez me diréis toda la historia, —George afirmó.
—Creo…
—La historia completa esta vez, mi señor.
—Talvez debería hablar primero con Margaret, se lo debo. —La mirada
de George se ensombreció. —El sol no se pondrá el día de hoy donde no me
deis lo que os pido.
—Si, señor.
George gruñó.
—El pequeño Amery estará contento de veros. Estaba mas que
enfadado por veros marchar.
—Bueno, no creo que deba involu... —cerró su boca abruptamente al
ver la Mirada en la cara de George. —Estaré feliz de ver a ese pequeño
demonio. ¿Donde esta?
—Una de las muchas de la cocinera ha estado cuidando de el. Una
joven chica con una infinita energía.
Alex sonrió.
—Apuesto a que si. —No alcanzó si no a terminar de decir eso que
escuchó un grito de alegría bastante agudo de un niño. Se volteo y vio al
pequeño Amery rodando por las murallas interiores tan rápido como sus
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pequeñas piernas se lo permitían, seguido por una niña de cómo unos doce
años que se veía completamente exhausta. Alex levantó al pequeño y hizo
una cara de dolor al ver el abrazo tan apretado que le dio Amery.
—Aweks, Aweks, Aweks!—Alex gritó y gritó.
Era suficiente ponerle los ojos a un hombre mayor aguados. Alex
escondió su rostro en el recién lavado cabello de Amery y respiró
profundamente. Esto era una buena señal. Vivir en la edad media sería algo
bueno. Podía adoptar a Amery.
¿Y por que no? No dañaría la línea de tiempo. Si Alex no hubiera estado
allí para rescatarlo, Amery hubiera muerto. Podía adoptar al chico, casarse
con Margaret y vivir feliz para siempre.
Bueno, se preocuparía por esto mas tarde. Ahora atenía que
preocuparse por convencer a Margaret de dejarlo quedar. Y tenía que
convencerse a si mismo de que la mejor idea era mantener sus manos y boca
para el solo era la mejor opción antes de demostrarle que podía volver a
confiar en el.
—¿Donde esta Margaret?—Alex le preguntó a George, frotando la
espalda de Amery.
—Arreglando unos problemas.
La mano de Alex se congeló por voluntad propia.
—¿Ella sola?
—No. Se llevó unos cuantos muchachos.
—Dios santo, por que no la detuviste?
Una de las cejas de George se levantó.
—Mirad nada más la preocupación que mostráis, mi señor.
—Mira, nunca dije que no me importara. Tan solo dije que no me podía
quedar y casarme con ella.
—Y aquí estáis.
Alex gruñó frustrado.
—¡La podrían matar!
—Ella es muy buena cuidando de si misma.
—Bueno, yo no creo que este muy bien por estos días, —Alex
murmuró. —¿Tienes alguna idea a donde ha ido?
—Si. Ha ido a patrullar las fronteras. No se ha ido por bastante tiempo.
La encontraremos.—El asintió a los hombres que estaban montando cerca de
los establos. —Pensé que quisierais ir a mirar, así que mandé a preparar a los
muchachos una vez que os vimos regresar a casa.
Alex miró a la joven chica que estaba parada cerca, si que se le notaba
que le vendría bien una siesta.
—¿Cual es tu nombre?
—Frances, mi señor. —dijo
—Estas de nuevo con tu asignación, Frances. Amery, tengo que irme,
pero te prometo que volveré. —No sabía cuanto inglés entendía, Alex no
podría decirlo, pero era de seguro que si entendía el tono de la voz de Alex
por que comenzó a aullar. Alex besó a amery en el cachete, luego logró
salirse con dificultad del agarre de Amery. Frances tomó la carga que gritaba;
afortunadamente parecía ser más fuerte de lo que parecía. Alex montó su
caballo.
—Volveré,—dijo, ceca de ser un grito para que pudiera ser entendido
por sobre los gritos de Amery. —¡Amery, regresaré!
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Bueno, para mucho que servía la lógica. Alex volteó a Beast hacia el
portón y lo instó hacia delante. Lo más pronto que Alex se asegurara de que
Margaret no estaba loca, mas le gustaría.
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Capitulo 11

Era un día perfecto para cometer sucias hazañas. No solo estaba


haciendo el frío mismo del infierno, sino que también estaba lloviznando.
Alex no había cabalgado ni siquiera una milla antes de que sus jeans
estuvieran empapados y su cabello pegado a su cabeza. Su chaqueta de
cuero daba cierta protección, pero que no hubiera dado por un buen vehículo
de cuatro ruedas, un buen calentador y un limpiaparabrisas que funcionara.
Beast estaba todo menos contento con el tiempo y no estaba para nada
apenado en hacérselo saber a Alex. Él tenía sus manos ocupadas tratando de
controlar el poderoso caballo castrado. Justo cuando Alex pensaba que no
podía estar más incomodo, un viento se levantó del norte. Las brisas árticas
lo dejaron sintiendo como si no estuviera vistiendo nada en absoluto. Añoró
una ducha caliente como jamás había añorado algo en toda su vida.
Poco después ellos fueron recibidos por el sonido de risas estridentes y
bromas vulgares.
Alex le dio una mirada a George.
—Maravilloso.
—No tenéis una espada, milord...
—No necesitaré una, —Alex dijo a la vez que corría alrededor de un
grupo de chozas malhechas. Se agachó al ver un hombre alzar una ballesta y
apuntar hacia él. El caballero de Margaret que estaba detrás de él gritó de
dolor. Alex se hubiera devuelto para ofrecerle ayuda, pero estaba muy
preocupado con el horror que se encontraba frente a él.
Los seis caballeros de Margaret estaban muertos, junto con una
docena de campesinos. Había sangre por doquier; en los edificios, filtrándose
en el fango, en armas desechadas. Tan horrible como eso era, eso no fue lo
que lo llevó a un miedo casi estúpido.
Margaret se encontraba tratando de alejar media docena de hombres
mientras otra media docena la miraba y reían ruidosamente, gritándole
sugerencias de cómo defenderse.
Flechas comenzaron a volar, y el único pensamiento de Alex era de
tirarse al piso y llevarse a Margaret consigo. Si tan solo pudiera llegar hasta
ella, pensó que tal vez podría sacarla de allí.
—¡Margaret!
Ella se volteo para mirarlo. El grito de advertencia murió en su
garganta. El mas fornido y feo de los caballeros de Brackwald la agarró por
detrás y por la cintura poniendo su espada en su garganta.
Los sonidos de la batalla rugieron a su alrededor, pero todo lo que Alex
podía hacer era mirar fijamente a Margaret sostenida prisionera por el
hombre gigante y saber que él era parte de la razón por la que ella se
encontraba allí.
—¡Demonios!—exclamó, sus ojos fijos con los de ella. —¡George!—
gritó.
—¿Si?—George respondió. —¡Necesito ayuda!
—En el momento estoy un poco ocupado,—George dijo firmemente. —
Encargaos por vuestra propia cuenta, ¿quieres? Salvaré a uno de estos para
interrogarlo. Malditos hijos de perra, ¿quien quiere vivir?
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Alex pasó saliva y volvió a mirar al soldado de Brackwald. El hombre


presionó más firmemente su espada a la garganta de Margaret y sonrió.
—Parece que tengo algo que queréis, —dijo, escupiéndole una gran
bola de moco.
Alex ni se estremeció cuando le cayó en su cuello.
—La dejaría ir si fueras tu, —le advirtió.
Dios santo, hasta diciéndolo sonaba estúpido. Como si tuviera algo con
que reforzar su advertencia! Una batalla de grandes dimensiones estallaba a
su alrededor, y lo único que podía hacer era estar de pie allí, sin armas, y
tratar de razonar con un hombre que exactamente no irradiaba inteligencia
excesiva. Si no hacía un poco de buena conversación, Margaret moriría y el
sería el responsable. La más mínima vuelta de la espada y su garganta
estaría cortada.

Estaba tan quieta como una estatua. No estaba llorando o pidiendo


clemencia. Por lo que su expresión revelaba, ella hubiera podido estar
revisando las listas, revisando a sus hombres.
Entonces otra vez, estaba la mirada en sus ojos. Él se aduló pensado
que ella se veía un poco mas aliviada de verlo allí. Pero no se necesitaba un
neurocirujano para darse cuenta de que aunque podía estar algo feliz por ver
una cara conocida, estaba convencida de que él no podía hacer una maldita
cosa para salvarla.
Le tomó casi medio segundo para decidirse. Podría tomarse su tiempo
y esperar que George y los seis caballeros que habían traído consigo
pudieran acabar con los hombres de Brackwald, y luego tener la energía
suficiente para ocuparse del captor de Margaret. O él mismo podría
encargarse del captor lo que significará romper el juramento hecho a si
mismo de no nunca mas volver a hacerle daño a un ser humano.
Su juramento, o la vida de Margaret.
Era demasiado fácil hacer la decisión.
Se quitó su chaqueta de cuero y miró al hombre
—Lucha conmigo por ella.
Margaret cerró sus ojos y se estremeció.
—Hey, —Alex dijo irritado, —Puedo hacerlo.
Margaret abrió sus ojos y lo miró. No dijo nada en voz alta, pero sus
ojos dijeron en realidad lo espero. Alex le frunció el ceño, luego volvió a
poner atención al hombre que la tenía prisionera. Él ignoró el miedo estúpido
que hacía que sus piernas y brazos parecieran que se iban a dormir.
—Creo que me la quedaré, —el hombre dijo, aún sonriendo. Le dio a
Margaret un apretón.
—Por que no mejor me llevas a mi, —ofreció Alex. —Valgo más de lo
que ella vale.
El hombre escupió de nuevo.
—¿Quien sois vos?
—Alexander de Seattle, amigo del rey, querido de Lord Brackwald. Si
de lo que estas detrás es oro, yo soy tu hombre. Te traeré más de lo que ella
hará.
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—¿Cuanto?—el hombre preguntó interesadamente.


—Mas que ella. Te lo aseguro.
De la esquina de su ojo vio como los dedos de la mano derecha de
Margaret sacando algo de su manga. Probablemente un cuchillo. Bueno, en lo
que a ella le tomaría mover su cuerpo y agarrar las joyas de la familia de su
captor, su captor arrastraría su espada por su garganta. Si alguien tan solo
moviera la punta de la espada adelante para que Margaret pudiera zafarse.
No, para eso se necesitaría más suerte de la que alguno en el grupo tuviera
en el momento. Alex sabía que dependía de él buscar una solución.
—Desde luego, tan solo seré de valor para el hombre que pueda
vencerme. —Él encogió los hombres. —Supongo que ese hombre no serás
tú.
La descuidada reacción del caballero fue tan rápida, que Alex si acaso
tuvo tiempo de reaccionar. Margaret afortunadamente era más ingeniosa y
rápida de lo que él era, y logró esquivar la espada del hombre a la vez que
éste la tiraba lejos.
Entonces, Alex se dio cuenta que tenía mas problemas vitales con que
lidiar—tales como un caballero medieval cubierto en armadura, blandiendo
una espada y planeando tenerlo como postre. Y ahí estaba él parado en
jeans, una camisa de dril, y botas para escalar. Ninguna espada, tan solo su
ingenio y su bella apariencia.
Que Dios lo ayude.
—¿Una espada?—con esperanza Alex preguntó.
—¿Podéis manipular una?—El gigante sonriente, a la vez hombre
preguntó.
Alex estudió el terreno circundante con tanta visión periférica de la
que podía prescindir.
—Tal vez, —Dijo lentamente, —Si puedo adivinar de que lado debo
tomarla...—El caballero de Brackwald atacó. Alex lo esquivó y rodó. Se
encontró con una espada en sus manos. La empuñadura estaba resbalosa
por la sangre de alguien mas; Alex estaba agradecido que no fuera la suya.
Aún.
Ya había pasado un tiempo desde que alguien intentara matarlo, y de
inmediato se dio cuenta de como estaba fuera de practica. Bloquear ataques
mientras uno se ejercitaba no era la misma cosa que cuando uno peleaba por
su vida, incluso si su compañero de contienda era James MacLeod.
Se estremeció la primera vez que la punta de la espada del hombre le
pasó por su hombro. Su camisa inmediatamente fue saturada por el calor.
Genial. Todo lo que necesitaba ahora era un cuerpo cubierto de heridas
cosidas por un curandero medieval. Otra cortada en su antebrazo fue todo lo
que se necesitó para decidir que ya había sido suficiente. Demonios, estaba
fuera de forma. Y no estaba protegido. Que no habría dado por una buena
camisa de malla. Aunque había peleado medio desnudo contra miembros de
clanes medievales, también sus días de piratería habían estado recientes y
varias semanas de clases con Macleod sobre pelea con la espada.
—Debí prestar mas atención en clase, —murmuró a la vez que se
apartaba de la espada que apuntaba a su pecho.
No se volteó lo suficientemente rápido. Había escapado al golpe de
derecha del hombre, pero el golpe de izquierda estaba allí antes de lo que
había anticipado. Él sostuvo lejos el filo de la espada con su propia espada
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que había tomado prestada, pero sus codos se arqueaban en formas que no
estaban diseñados para hacer. Alex sintió frío, un temor tan grande que
jamás había experimentado en su vida.
Voy a morir en la medieval Inglaterra. Su mente le gritaba que buscara
una forma de escapar, pero él sabía que no había ninguna. Otros segundos
más y sus brazos cederían paso y esa espada vendría rasgándose por su
lado. El hombre que lo atacaba estaba sonriendo como loco. Y entonces, muy
de repente, una mirada de asombro apareció en el rostro del hombre
La presión contra la espada de Alex disminuyó y el hombre comenzó a
inclinarse a un lado. Siguió inclinándose hasta que tocó el piso. Alex miró al
suelo con asombro. Un cuchillo sobresalía de su espalda.
Margaret no perdió el tiempo con bromas. Ella tiró de su cuchillo
liberándolo de la espalda del hombre, luego agarró a Alex y lo hizo girar.
—Espalda con espalda, —ella gritó. —Haz lo mejor que puedas.
—¿Lo mejor que pueda?—Alex balbuceo. —El no me tenía. Estaba
apunto de...
El codo de Margaret chocó con su riñón y Alex cerró su boca
abruptamente. Él sostuvo su espalda, agradecido de que aún estuviera con
vida para hacerlo y miró a su alrededor para buscar más enemigos.
Pero la batalla había terminado. George estaba poniendo un par de
caballeros amarrados de Brackwald en caballos.
—Heridos primero, sepultar de último, —Margaret dijo apartándose,
Alex casi pierde su equilibrio. Margaret lo volteó y puso su mano en su
hombro. Al retirar su mano sus dejos estaban ensangrentados. Alex comenzó
a levantar su manga, pero ella lo detuvo. Entonces cortó ambas mangas y las
amarró en la peor de sus heridas. Alex puso su mano en el brazo de ella.
—Gracias.
Ella se apartó.
Alex la agarró por el brazo y trató de traerla ante si. Ella se volteó y
aquella mirada que le dio por poco lo hace querer arrodillarse, era tan fría.
Como si el no significara nada para ella.
Y fue ahí cuando se dio cuenta de cuanto exactamente ella significaba
para él.
¿Porque había intentado volver a casa? Se había estado engañando a
si mismo. Jamás en todos sus días había conocido a una mujer como
Margaret de Falconberg. Él habría pasado el resto del siglo veinte y una
buena parte del veintiuno buscando a alguien como ella y él jamás habría
estado satisfecho.
Y ahora el había escogido quedarse en la medieval Inglaterra con esta
mujer.
Que no podía soportar siquiera verlo.
Bueno este era el primer obstáculo a superar. Talvez si pudiera poner
sus brazos alrededor de ella el tiempo suficiente, ella podría perdonarlo por
haberla abandonado. Y mientras el la tuviera en sus brazos, él le diría todos
aquellos detalles que había dejado de lado y talvez eso ablandaría si corazón.
Y una vez que lo perdonara, pensaría seriamente en como tener un futuro
con ella. Por que él sabía demasiadamente bien que no podía imaginarse un
futuro sin ella.
Bueno no había nada como el presente para empezar.
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—Creo que voy a desmayarme, —dijo, poniendo su mano en la frente.


Si a Scarlett O’Hara le funcionaba, podría funcionarle a él también.
—Por todos los santos, —Margaret musitó.
Alex se desmayó.
Sus brazos estaban alrededor de él. Esto era una buena señal.
—¿Teníais que tener tan débiles rodillas como de mujer?—Ella reclamó.
Alex apretó sus dientes. Se mordió la lengua en el proceso. Ella tenía
sus manos alrededor de él, y bueno, no le importaba como esto fuera llevado
a cabo.
—Llévame a casa, —dijo débilmente. —Pero no olvides mi abrigo.
Margaret maldijo, pero al mismo tiempo se agachó y recogió su abrigo.
Ella jaló su brazo y lo puso en sus hombros y lo agarró firmemente por la
cintura. Ella estaba refunfuñando, parecía muy molesta, pero a la vez lo
estaba sosteniendo. Alex allí mismo juró que volvería a las filas tan pronto
como dejara de sangrar. Ya había roto su promesa de no volver en su vida a
levantar una espada. Ya no había sentido en seguir todo el camino.
Margaret lo guió hasta Beast.
—¿Podéis montar?
—No sin ayuda. —Él la miró y trató de verse débil. No era un gran
esfuerzo. De hecho, estaba comenzando a sentirse un poco mareado.
—Ah, ¡Pero si que eres un pedazo de inútil equipaje!—a la vez que
sostuvo su estribo.
Alex se las arregló para levantar su pie y Margaret lo empujó encima
de la silla de montar. Ella se balanceó para montar y se puso detrás de él sin
ningún esfuerzo. Puso sus brazos alrededor de él y tomó las riendas.
Alex cerró sus ojos. Muy bien, llegar hasta aquí si que había sido
humillante. El fin siempre justifica los medios.
—¡Alex!
Él se levantó de repente y se dio cuenta que casi se caía de su
caballo.
—Debemos apresurarnos, —dijo golpeando a Beast para que galopara.
—Quedaos en la silla, ¿quieres?
—Creo que tendrás que sostenerme en...
Ella maldijo frustradamente.
Cada yarda era una agonía y para cuando ya habían alcanzado el
castillo, a Alex no le importaba si los brazos de Margaret estaban o no
estaban alrededor suyo. Lo que él quería en realidad era una inyección de
Demerol y una suave cama.
Margaret lo ayudó a subir las escaleras. Alex no estaba seguro de
cómo lo había logrado pero ella era obviamente más fuerte de lo que parecía.
La neblina en su cabeza se disipó lo suficiente para encontrarse siendo
echado, podía decirse que algo gentilmente considerando todas las cosas, en
una silla. Él inclinó su cabeza hacia atrás y vio a Margaret tirar su chaqueta
en la cama luego inclinarse y quitarse su cota de malla. La manga de su
camisa de algodón estaba manchada de sangre.
—Estas herida,—dijo, luchando para poder sentarse derecho. —Déjame
ver eso.
—¡¿Y que sabéis vos de curaciones?!
—Mi padre es un curandero. Aprendí mucho de él.
Ella lo miró con una mirada que podría haber congelado a una piedra.
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—Y cual es la mentira. Como vuestro padre se gana su pan, ¿o


vuestras niñerías? Ambas no pueden ser ciertas.
Bueno, no era su día.
—En Seattle un curandero es un hombre muy importante y por lo
general muy rico.—Él la miró osadamente. —Y es la verdad.
—¿Y vuestra exigencia para caballería?
—Nunca he exigido nada. Tan solo parecía mejor dejar que las
personas asumieran lo que quisieran.
Con la mirada que le dio hubiera podido marchitar un campo entero.
—Muy bien,—dijo con un suspiro. —Mentí.
Ella frunció los labios.
—Debí de haberlo sabido.
—Mira,—Dijo tratando de levantarse, —prometo decirte toda la verdad
y cualquier otra cosa que quieras saber tan pronto como nos cosan las
heridas.—Él se encontró de repente de vuelta a la silla gracias a la mano de
ella en la mitad de su pecho. —Al menos confía en mi en saber que hacer con
esa herida.
—Esperaré a mi propio cirujano.—Dijo, apartándose de él.
—Abran paso.—Una voz oxidada dijo autoritariamente desde el
vestíbulo. —He venido para curar.
Margaret lo miró levantando las cejas.
—Y entonces aparece. Un curandero de verdad.
Un anciano asqueroso con un bolso lleno de sanguijuelas y un montón
de bolsitas que contenían Dios sabe que entró en la habitación como si él
fuera el mismísimo Rey.
—Háganse todos a un lado,—dijo él, como si le hablara a un cuarto
lleno de personas en ves de a tan solo dos.
—Estoy aquí para curar a Lady Margaret.
—No lo creo.—Dijo Alex.
—¿Y que sabría usted de esto?, Señor Caballero—el hombre preguntó,
tosiendo y escupiendo baba por todas partes de la habitación. —No mucho,
apostaría.—El hombre tomó su bolsa y sacó una delgada sanguijuela. —Su
brazo, Lady Falconberg.
Margaret podría haber tenido los nervios de acero, pero las babosas
obviamente la hicieron dar náuseas. Alex vio que se ponía varios tipos de
verde antes de que su color se adaptara a un buen, blanco pálido. Ella se
sentó sobre la cama de un golpe.
—Ah, mi buen hombre,—Alex dijo, desviando la atención del
curandero, estas heridas son demasiado triviales para alguien de tan grandes
habilidades. Estoy seguro de que abajo hay otros que lo necesitan más que
nosotros.
El anciano lo miró con una mirada sangrienta.
—¿Y quien os atenderá a ambos? Usted Señor Caballero, parece no
tener mucha sangre para compartir, pero probablemente un drenaje le
vendría bien.
—Soy bueno con la aguja, —Alex dijo rápidamente. —Puedo
encargarme de Lady Margaret.
El anciano lo miró con escepticismo.
—¿Que sabe usted de curación?
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—Un poco,—Alex dijo. —y si tengo alguna pregunta esté seguro de que


enviaré por usted inmediatamente.
—Si, Maestro Jacob,—dijo Margaret apenas. —Es tan solo un rasguño lo
que tengo, mis hombres vos necesitan más que yo.
Maestro Jacob gruñó.
—Muy bien, entonces vendré luego a sacaros un poco de sangre.
—Sobre mi cadáver,—Alex murmuró a la vez que el anciano salía de la
habitación. Miró a Margaret. —¿Puedes coser?
—Preferiría que vos os desangraras hasta morir.—dijo ella de manera
cortante.
Alex comenzó a decir algo pero se distrajo al ver el pequeño cuerpo
que entraba chillando a la habitación, y se tiraba sobre él tan rápido como
sus pequeñas piernas le permitían. Alex levantó a Amery y lo sostuvo cerca
de él.
—Todo está bien, Amery,—dijo apaciguadamente. —¿Ves? Meg y yo
estamos bien. Un poco sucios, pero no heridos.
Amery enterró su cara en el cuello sangriento de Alex y sollozó. Alex lo
sostuvo con un brazo y le hizo señas a Frances quien se encontraba de pie en
la puerta.
—Necesito aguja, hilo y mucha agua caliente.
—No sé coser bien.—Margaret murmuró.
—Vas a aprender como,—dijo Alex. —Frances, mira a ver si la cocinera
tiene esas cosas, ¿quieres? Y un par de velas.—Volteó a mirar a Margaret. —
Tan solo piensa en toda la diversión que tendrás causándome todo ese dolor.
¿Y tendrás por acaso alguna bebida fuerte?
Ella asintió.
—En mi baúl.
—Bien, te necesito fuerte y ebria antes de que empiece a trabajar en
tu brazo.
Lo miró sospechosamente.
—¿Por qué?—ella reclamó.
Él la miró, había sangre y mugre en su rostro esparcidas por el sudor
seco. Alex estaba seguro de que jamás había visto alguna vez algo tan
hermoso. Ela estaba relativamente sana, y desde luego viviría muchos años
más para darle muchas penas. El sonrió.
—Porque no quiero que sientas dolor alguno,—dijo. —Ve y tráelo.
Amery y yo estaremos aquí esperando por ti.
Ella abandonó la habitación sin ningún otro comentario. Alex puso sus
dos brazos alrededor de Amery y lo abrazó gentilmente.
—Estoy bien, hijo,—Él susurró. —Amery, relájate.
En segundos había llegado la cocinera y se estaba encargando de que
la habitación fuera preparada para que se realizaran actividades curativas.
Alex se sentó y miró como las velas fueron encendidas y los cubos del agua
fueron traídos para el lavado. Frances apareció momentáneamente, sus ojos
grandes de miedo. Alex se dirigió a ella.
—Lleva a Amery contigo, ¿quieres?—Amery, Frances va a llevarte
abajo y te dará de comer. ¿Pan? ¿Mantequilla? ¿Mermelada?
Ninguna de esas cosas parecía impresionarlo, lo que significo que
Amery gritó hasta no poder más cuando Frances se lo llevó. Alex le agitó su
mano de modo tranquilizador, luego se apoyó hacia atrás contra la silla y
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solamente se concentró en respirar. Su camisa estaba hecha añicos, pero al


menos había podido salvar su abrigo. Las cosas hubieran podido ser peor.
Margaret entró a la habitación cargando dos botellas de algo que Alex
esperaba fuera posible tomar. Ella se había quitado su manga y había atado
una venda alrededor de su brazo.
—Déjame ver,—dijo el, agitando su mano para que se acercara.
—No es nada.
—Entonces no te importará que mire.
Ella puso las botellas sobre la mesa junto a la aguja e hilo de la
cocinera, suspiró fuertemente, y luego soltó la venda de su brazo. Alex miró
la cortada. No era profunda, pero seguramente una sala de emergencias le
hubiera dado unos puntos.
—Como podéis ver,—Margaret dijo. —No es nada de lo que tengáis que
preocuparte. Ahora podéis coseros vos mismo o ¿preferiréis que llame a
Maestro Jacob?
—Quisiera que lo hicieras tu.
—No se nada de cosas de curación.
—Te enseñaré lo que necesites saber.
—No deseo...
—Por favor,—Él le pidió, sintiéndose muy mareado repentinamente. —
No confío en nadie más, Margaret. Tan solo has esta única cosa por mi.
Ella frunció el seño.
—No veo por qué debería.
—Por que quieres escuchar toda la verdad que tengo que decirte, y no
la conseguirás si me dejas al cuidado de esa sanguijuela. ¿Que te parece eso
como lógica?
Ella tomó la aguja.
—Muy bien. ¿Que habrías hecho?
Alex vio la aguja y puso mala cara al ver su grosor. Él ya había tenido
su buena parte de suturas, pero aquellas muy pequeñas, muy pequeñas
agujas eran una vista mucho menos intimidante que aquel grueso pedazo de
hierro que se encontraba mirando.
—Lávate las manos primero.—Dijo, apretando sus dientes a la vez que
se sentaba y trataba de quitarse lo que quedaba de su camisa. —Luego,
sostén la aguja en la llama de la vela. Quemará todos los gérmenes.
—¿Gérmenes?
—Te explicaré todo luego, ¿si? Por favor hazlo.
Por un momento pareció que no lo haría, hasta que él se retiró uno de
los torniquetes que él había hecho. Él descorchó una botella de las que ella
había traído y vertió su contenido en su brazo.
—¡Yeouch!—él rugió. —Ouch, demonios,—dijo, soplando sobre su brazo
lo mejor que podía. —¡Malditos sean todos los infiernos!
Soplar no había sido una buena idea, comenzó a ver estrellas.
—Tan solo cose.—jadeó él. —Comienza en un punto y termina en el
otro. Haz lo mejor que puedas. Si no puedo soportarlo, ton solo riega lo que
sea que hay en esa botella en las otras cortadas y cóselas también,
¿entendiste?
Ella estaba tan blanca como una sábana. Sus labios estaban exangües
y comprimidos en una línea muy apretada, pero asintió a la vez.
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Alex se recostó en la silla y trató de concentrarse en tan solo estar


consciente.
En general, esto era una experiencia muy desagradable. Margaret no
era una costurera, tampoco estaba bien dadas las circunstancias. Alex
comenzó a preguntarse si ella pretendía coser todos sus huesos junto con
todo lo demás. George apareció de la nada para sostener una vela sobre Alex
y darle mas luz a Margaret y viera mejor, George dejó caer dos veces un poco
de cera en el pecho desnudo de Alex, lo cual lo hizo estremecer y a Margaret
soltar la aguja.
Él rezó para que la inconsciencia llegara, pero esta nunca vino.
Para cuando Margaret había terminado, sus manos temblaban
incontrolablemente, Alex las tomó y las llevó a los labios.
—Gracias,—murmuró. —Hiciste un buen trabajo.
Lagrimas caían por su rostro.
—No volváis a pedirme que lo haga de nuevo.—dijo ella, sorbiendo los
mocos fuertemente.
—Mejor tú que Maestro Jacob. Por que no vas a acostarte, te vendría
bien un poco de sueño.
—Vos sois el que necesita dormir,—Margaret dijo. —Y comida, haré que
os traigan un poco inmediatamente.
Bueno, al menos no estaba planeando arrojarlo al calabozo.
Alex recostó su cabeza en la silla y cerró sus ojos.
Esto si que era una maldita fiesta de bienvenida.
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Capitulo 12

Margaret se despertó. Cada pedazo de su cuerpo le dolía. Ah, y bueno,


había tenido un poco de fiebre. Y de una herida tan mínima. Ella sacudió su
cabeza y su cuerpo dio nuevas protestas. Se había vuelto débil. No habría
más de esto. Ella se levantaría, se vestiría, se armaría y volvería a lo mismo
de siempre, hacer cosas. Sin importarle de que Alex moraba bajo su techo
otra vez.
Asumiendo que no se hubiera marchado mientras dormía.
Tiró sus cobijas y se bajó de la cama, aunque menos ágil de lo que ella
hubiera querido. Ella se lavó modestamente el rostro y luego se vistió. Para
cuando había podido ponerse su cota de malla, estaba sudando
profusamente. Se apresuró a un asiento de la habitación y se sentó jadeando.
Por todos los santos, tendría que entrenar mas duro.
Una vez recuperado el aliento, se apresuró a atravesar la habitación y
abrir la puerta. El chillido fue tan fuerte que se preguntó si lo podría haber
omitido.
Un montón de terribles posibilidades atormentaron su pobre cerebro,
sin siquiera haber puesto un pie en las escaleras. Quizás Baldric había optado
por atacarse a si mismo en vez de la tapicería. O talvez algo le había pasado
a Alex…
—Como si me importara,—dijo apretando los dientes. Margaret al bajar
golpeó fuertemente los escalones y se deslizó hasta el gran salón. Llegó
hasta un punto y su ánimo se ensombreció considerablemente. Sí, Alex
estaba detrás de todo esto, desde luego. Los llantos venían de aquel pequeño
Amery que él había traído a casa sin pensar en el futuro del niño o su
bienestar.
Dicho niño se encontraba luchando con su niñera con sus diminutos
puños y prodigiosos gemidos.
—Amery, Lord Alex está durmiendo,—dijo Frances, sonando como si su
ingenio y su paciencia estuvieran llegando al límite.
Margaret podría compadecerse. Entonces Frances se dio cuenta de
que estaba allí y pareció como si la hubieran perdonado de la horca.
—Mira Amery, ¡Ahí está Lady Margaret!
—Pero yo…—Margaret balbuceó.
Ella estiró sus brazos para alejar a Frances sólo para encontrar a un
pequeño, bulto retorciéndose ante ella. Ella lo sostuvo lejos de ella y
balbuceó de nuevo, pero sus protestas quedaron en el aire pues Frances ya
se alejaba.
Margaret miró a Amery. Él la miró también. Calladamente. Bueno, al
menos era un poco de progreso. Ella lo sostuvo firmemente de su pecho y se
maravilló que una cosa tan pequeña pudiera producir tal volumen de ruido.
—Magwet, —él dijo, luego le sonrió.
—Desde luego,—Margaret dijo totalmente perdida. —No recuerdo
haberos dado permiso de usar mi nombre, pequeño Amery.
—Magwet, —volvió a decir y alargó sus flacos brazos hacia ella. —
Yinda Magwet.
—Desde luego, —ella repitió.
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Bueno, no había ninguna razón para dejar al niño ahí colgando


incómodamente. Ella lo trajo cerca y lo colocó sobre su cadera cubierta por la
malla como si hubiera estado haciéndolo toda su vida.
Amery la rodeó con uno de sus brazos y trajo su pesada trenza sobre
su hombro, luego la agarró con una de sus pequeñas manos y le sonrió.
—Llindo pelo—uh, —anunció él. Luego sin decir nada más se metió su
pulgar a la boca y se concentró en chupar la piel del hueso. Él alzo la vista y
la suave piel alrededor de sus ojos se arrugó a la vez que le sonreía. Luego
volvió a prestarle atención a su cabello que sostenía firmemente.
—Harump, —Margaret dijo, deshecha. Nunca pensó que un niño fuera
tan inquieto. Ciertamente, eran dañinos para un hogar. Si no estaba llorando
por Alex, estaba eludiendo a Frances y gritando tan solo por deporte. Duro
para los oídos, en serio.
Aún así, era otro hábito que el niño tenía de llegar a sus brazos y
agarrar su cabello que la dejaba desequilibrada. Quien hubiera dicho que el
dulce toque inocente de un niño podía despertar en ella tan tiernas
emociones en su pecho.
—Maldito Alex, —susurró Margaret. Si no era Alex tocando su cabello,
era su pequeña sombra. ¿Como haría ella para mantener su postura al
enfrentarse a este doble asalto?
El pulgar de Amery salió de su boca con un sonido de 'pop'.
—Magwito Aweks, —él repitió alegremente.
—Oh, no, —Margaret respiró. —No deberíais decir eso.
—¿Magwito Aweks ahora?—Amery pregunto con esperanza.
Que tal, Margaret estaba tan tentada a reír que por poco sucumbió.
Pero sólo porque Amery era un niño tan angelical y dulce. No tenía
nada que ver con Alex.
—Su perdición no vendría lo suficientemente pronto como yo quisiera,
—ella le confesó. —¿Que dices si nos saltamos la comida y vamos a buscarlo?
—Y podrás gritar tan fuerte en su oído que las criadas demorarán en raspar
sus restos toda una semana.
Era un pensamiento tan placentero. Margaret por poco renunció al
placer de una comida caliente. Desafortunadamente su estomago no estaba
de acuerdo. Ver a Alex pegarse al techo tendría que esperar.

Después de una vigorosa comida con cereal y de limpiar la parte


delantera de la gran túnica de Amery que parecía haber sido tomada del baúl
de su hermano mayor, Margaret llevó a su pequeña carga a las habitaciones
de descanso en el piso de arriba. El subir escaleras con un niño en brazos era
un tedioso proceso, pero le dio tiempo de saborear el horrible despertar de
Alex, entonces no culpó al pequeño Alex por su subida.
Ella se detuvo al frente de la habitación de Alex y puso su oído en la
puerta. Ah, ningún ruido. Ella abrió la puerta y empujó a amery para que
entrara.
—Una ruidosa llamada para que se despierte es lo mejor,—ella le
sugirió a la vez que Amery corría en la habitación.
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Ella jaló la puerta hasta casi cerrarla, lo suficientemente abierta para


escuchar la sorpresa de Alex por su ruidoso despertar.
—¿Aweks? ¿Aweks?—Hubo una larga pausa, y luego un chillido. —
¡Aweks!
El terror en la voz de Amery trajo a Margaret como si ella hubiera sido
arrojada allí. Ella estuvo al lado de la cama instantáneamente y estiró su
mano, esperando totalmente tocar algo frío.
Estaba hirviendo.
—Oh, por todos los santos,—ella exclamó.
Y Amery todavía estaba gritando el nombre de Alex.
—¡Amery!—Margaret exclamó. —¡Haced silencio!—ella retiró al niño de
la cama y lo sostuvo junto a ella, volteando su cara para que la mirara. —El
duerme, muchacho, nada más! Mira, ¿Vez como su cuerpo esta caliente?—
Ella se arrodilló y dejó a Amery tocar la mano de Alex. —¿Vez? Ahora,
quedaos aquí y sostén su mano. Voy a traer ayuda y pronto estará despierto.
Eso esperaba.
Ella corrió a la puerta.
—¡George!—gritó. —¡Cocinera! ¡Ayudadme!
Un grupo de gente comenzó a amontonarse dentro de la habitación.
Ella sacó a todos menos a la cocinera y a George. La cocinera no era una
curandera, pero era una vista mucho mejor que Maestro Jacob. Margaret
jamás había creído en esas cosas de sacar sangre y tampoco de poner
sanguijuelas cada vez que fuera posible. Ella se puso atrás de la cocinera,
retorciendo sus manos a la vez que su criada revisaba las heridas de Alex.
Entonces la cocinera se levantó y dio su opinión.
—El debe ser bañado con agua fresca hasta que la fiebre baje. Hay que
abrir las puntadas del hombro. Sacar el pus de la herida con paños tibios
hasta que sangre libremente. Luego debe ser cosida de nuevo y revisada con
cuidado. Debe comer. Prepararé un poco de caldo y haré subir agua.
—Y mantengan al pequeño Amery abajo,—George agregó. —La vista
de él empeorando tan solo trastornará al muchacho.
—Él no va a morir,—Margaret dijo, dando vueltas. —Maldición, ¡Él es
un hombre fuerte!
—Y el gastó bastante de esa fuerza cuidándoos.—Replicó George.
—¿A mi?—ella preguntó, tomada por sorpresa. —¿Cuando?
—Todo el día de ayer y gran parte de la noche. Después de que cosiste
sus heridas y lo despediste, él volvió para asegurarse de que no sufrieras
daño alguno.
—Yo no le pedí eso,—ella dijo, sorprendida de que Alex hubiera hecho
todo eso por ella. Ella también estaba maravillada de que hubiera dormido
tan profundamente que no lo había notado. Quizás su ínfima herida la había
agotado más de lo que ella había pensado.
—Alex os cuidó libremente y ahora paga el precio,—George dijo
severamente. —Talvez eso pueda probar que es de confianza.
—Yo jamás dudé de su honor,—Margaret le respondió con vehemencia.
—Es su honestidad lo que cuestiono.
George se detuvo por un momento, mientras la cocinera se retiraba de
la habitación.
—Margaret,—dijo suavemente, —Él tenía sus razones para querer
volver a casa. También hay cosas que tal vez no pueda decirnos. Pero si
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quieres saber lo que pienso, apostaría que le importas demasiado. Un


hombre no arriesga su vida por una mujer por la que no siente nada.
Margaret apretó los labios y se volteó.
—Eres un maldito romántico,—ella le protestó.
George extendió la mano y la jaló de su trenza, un gesto que había
hecho cientos de veces mientras ella crecía, pero que no había hecho en por
lo menos diez años.
—Cuídalo bien,—dijo bruscamente. —él merece vivir.—El caminó a la
puerta, luego se detuvo y se volteó. —Un mensajero llegó de Brackwald para
exigir la liberación de Alex.
—Oh, por todos los santos,—ella se quejó, —¿Que más sería?
—¿Que quieres que haga con él?
—¿Que tan problemático es?
—Bastante.
—Lánzalo al calabozo.
—Listo.—Y con eso, salió de la habitación.
Margaret se centró en Alex. Ella se apresuró en encender el fuego en
el hogar, aunque era mas para ella que para Alex. Aunque Alex hervía con
fiebre, sus manos parecían hielo.
La cocinera entró en la habitación con un grupo de criados detrás de
ella, cargando jarras de agua y ropa limpia. La cocinera sostenía un cuchillo
limpio, una aguja e hilo. Ella miró a Margaret comprensivamente.
—Preferiría que lo hiciera yo, ¿milady?
—No, cocinera, no temo hacerlo.—Ella tomó el cuchillo y cortó las
puntadas en el hombro de Alex. Eso lo hizo revolcarse de nuevo, retirando la
sabana que lo cubría de la cadera abajo. La vista de su cuerpo atrajo
murmullos de aprobación con la ayuda de la cocinera. Margaret hizo que se
fueran tan solo al fruncir el ceño. Ella volvió a mirar a Alex y alisó su pelo
hacia atrás para quitarlo de su frente con fiebre.
—Alex, es Meg,—Ella dijo, sintiéndose apenada al usar su nombre
cuando la cocinera estaba allí a su lado. —Calla y dejadme hacer esto. Hará
que vuestra fiebre baje.
—¿Meg?—dijo densamente, luchando para abrir sus ojos.
Ella se recostó y apretó su mejilla junto a la de él.
—Si, soy yo. Calla y descansa. Tenéis fiebre. Dejadme atenderla por ti.
—No… me dejes,—él susurró con voz ronca.
—No lo haré,—Ella prometió suavemente.
—No… esposa…
—No esposa,—ella estuvo de acuerdo. —Ahora, ¿Te iríais a dormir?
Ella dudó de que él hubiera escuchado lo último. Ya había vuelto a caer
por la fiebre. Margaret sumergió un trapo en agua caliente y lo puso en la
herida del hombro. Alex se estremeció, pero ella no se retiró. Una y otra vez
ella limpió la infección hasta que la herida sangró limpiamente. Ella alzó la
vista y recibió un asentimiento de aprobación de la cocinera.
Esta vez el coser su herida no había sido tan miserable como había
sido la primera vez. Estaba bastante quieto, pero aún gemía cada vez que la
aguja atravesaba su carne. Para cuando había terminado de coser la herida,
ella estaba llorando.
—Bueno, bueno, ya—la cocinera dijo, tomando la aguja y acariciando
la cabeza de Margaret contra su amplio pecho. —No hay necesidad de
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lágrimas, milady. Ha hecho un muy buen trabajo, de verdad. Ahora, intente


que él tome un poco de este caldo, luego lo bañará con paños tibios. Me
atrevo a decir de que estará toda la noche haciendo esto, pero me aseguraré
de que alguien venga a tomar su lugar.
—No,—Margaret dijo rápidamente, y se apartó, —Lo haré yo sola.
—Entonces enviaré algo para fortaleceros un poco mas tarde, y mas
caldo para el joven señor. Tome esta taza a ver si toma un poco de esto.
El caldo olía delicioso. Margaret se lo pasó por la nariz, y luego paso su
mano por detrás de su cabeza y la levantó un poco.
—Alex, toma un poco de esto,—ella lo alentó. —Es algo que la cocinera
preparó especialmente para ti, y sabes que no le gusta cuando no comes lo
que ella prepara.—Ella le dio una sonrisa a la cocinera, incómodamente
consciente de que jamás había hablado tanto con sus sirvientes, luego se
volvió a Alex. —Alex, cariño,—ella dijo, usando ese termino extraño con el
que él la había llamado, —tomad esto. Por favor, Alex. Abrid vuestra boca.—
Ella abrió su boca, como si eso fuera a convencerlo de que él debería hacer lo
mismo.
Milagro de todos los milagros, él la obedeció. Ella solo logró que
tomara dos tragos, pero al menos era algo.
—Muy bien, milady,—la cocinera dijo, satisfecha. —Ahora, refrésquelo
y talvez tomará más después. Estaré abajo si me necesita. Presiento que el
joven Amery será un problema,—ella se fue frunciendo el ceño.
—Haced que suba dentro de una hora más o menos. Me atrevo a decir
que no dormirá si no se le permite dormir en la habitación de Alex.
—Ese pequeño ya es imposible,—la cocinera gruño al salir de la
habitación.
—Como lo es su protector,—Margaret murmuró para si misma.
Ella fue por una jarra con agua fresca y hundió un trapo en el agua. La
forma actual en la que ella hubiera tenido que tocar a Alex para bañarlo
jamás se le hubiera ocurrido. Al menos estaba dormido. El haber tenido esos
pálidos ojos azul—verdosos mirándola mientras ella hacía su trabajo hubiera
sido demasiado.
Ella comenzó con su brazo derecho, poniéndolo sobre sus rodillas y
pasando el trapo fresco sobre su piel. El suspiró inmediatamente, y ella pasó
su mirada a su rostro, seguramente estaría dándole esa pícara sonrisa. No, el
estaba bien dormido y el ceño había casi desaparecido de su frente.
Ella se maravilló no solo con sus músculos, pero por la falta de
cicatrices, aunque las pequeñas cicatrices que si tenía habían venido
seguramente de practicar con la espada. Ella meneo su cabeza. El decía no
ser un caballero, pero tenía las marcas de éste a la vez. ¿Donde estaba
Seattle y que cosas extrañas ocurrían por allí? Era difícil imaginar un lugar
donde los curanderos tenían lugares de honor y los caballeros no.
Bueno, ella sabría toda la historia cuando él se despertara. Ya era
tiempo de que supiera.
Hasta lavó su mano, recordando como sus dedos se sentían en su
cabello y en su rostro. La fuerza de esa mano podría fácilmente romper su
quijada, pero él nunca la había tocado bruscamente. Aunque ella tenía la leve
impresión de que hubieron momentos en que el quiso ahorcarla.
Sintiéndose totalmente valiente, ella comenzó a lavar su pecho.
Después de todo, tan solo era un poco mas de piel, ¿no?
SAGAS Y SERIES

Ella se dio cuenta de su error en el momento que sus músculos


saltaron bajo el trapo. No, ella sabía lo que se sentía el ser aplastada contra
ese amplio pecho y sentir esos brazos de hierro rodearla. Si, haberse ofrecido
a bañarlo había sido una cosa muy estúpida.
La puerta se abrió de repente, haciéndola saltar de sorpresa. Amery
corrió a través de la habitación, obviamente preparado para tirársele a Alex.
Margaret lo agarró por la cintura.
—Quedaos quieto, pequeñín,—ella dijo suavemente. —Él está
durmiendo.
Amery alzó la vista con una Mirada que rompería mil corazones.
—¿Morir?
—Oh, Amery,—ella dijo dulcemente, sintiendo que su corazón se
derretía al ver tanto amor detrás de esa pregunta, —no, muchacho, no
morirá. Pero debemos dejarlo descansar.
Amery la miró dubitativamente.
—Podrán ser varios días los que duerma. Es por eso que estaremos
cerca de él y lo cuidaremos. ¿Veis ese fuego de allá?—ella preguntó,
señalando el hogar. Después de que asintió, ella tomó su pequeña mano.
—Ahí es donde dormirás mientras Alex descansa. Frances os preparará
un colchón de paja en el piso para que cuando lo quieras ver solo te tengas
que levantar. Quizás mañana me quieras ayudar a atenderlo, ¿si?
Amery asintió solemnemente.
—Que buen muchacho. Ahora corred y jugad con Frances. Alex
necesita dormir.
Ella miró mientras Amery se iba, luego se centró de nuevo en el
hombre que estaba tan quieto como la muerte en la cama de su padre. Ella
esperaba que hubiera hablado con la verdad y que Alex tan solo necesitara
dormir.
El tenía que despertar, pensó frunciendo el ceño. Ella tenía varías
preguntas para él, y no pretendía dejarlo ir a la tumba antes de tener sus
respuestas!
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Capitulo 13

Un poco de luz abrió pasó por las cortinas que cubrían la ventana.
Margaret parpadeó. Quizás había dejado de llover. Usualmente, la lluvia no la
molestaba, pero cuatro días de esta maldita cosa, implacable e incesante,
era suficiente para llevar a la mujer de más fuerte temple a la locura.
Ella se desperezó, gimiendo a la vez. Cada músculo de su cuerpo
gritaba por el abuso al que ella lo había expuesto los últimos interminables,
agotadores, aterradores días. Había pasado la mayor parte de su tiempo
preguntándose si Alex viviría o moriría.
—Margaret.
Ella saltó al escuchar esa voz ronca. Se tiró inmediatamente sobre sus
rodillas al lado de la cama. Ella puso su mano en la frente de Alex.
—La fiebre aún es mínima.—Ella dijo, aliviada.
—¿Cuanto tiempo he estado inconsciente?—dijo roncamente.
—Cinco días.
El gimió.
—¿Aún estoy completo?
—Si. Estáis todo intacto.
Él abrió los ojos y la miró.
—¿Has estado aquí todo el tiempo?
Ella juntó los labios. Ela podía mentir, desde luego, pero algún otro
tonto le diría la verdad del asunto. Pero la última cosa que ella quería que
Alex supiera era que había estado a su lado por voluntad propia. Sin importar
cuanto tiempo había estado de rodillas rezando para que él sobreviviera. Eso
no significaba que ella lo perdonaría por haberla lastimado.
El tomó su mano.
—Yo creo que has estado aquí,—Es susurró. —No hice más que soñar
contigo.
Dios, el hombre era más fácil de manejar cuando estaba inconsciente y
babeando. Ella le frunció el ceño.
—No tenías que,—él dijo. —Cuidar de mi, quiero decir.
—No, no tenía,—ella dijo. Lo que ella debería estar haciendo era
escapar de su mano que la agarraba y escapar a un lugar seguro. De alguna
manera, ella no podía encontrar la manera de moverse.
—¿Entonces por que lo hiciste?
Ella recogió el poco ingenio que le quedaba para buscar la respuesta
apropiada. Como no llegaba a nada, tan solo le frunció el ceño.
Alex sonrió.
—¿Podría esto significar que estas teniendo sentimientos tiernos por
mí?
—Mi brazo estaba muy adolorido para permitirme entrenar. Estuve en
esta habitación porque el, um...—ella buscó algo apropiado para decir, —el
sol es más cálido aquí y pensé que sería bueno para broncearme.
—Con las cortinas cerradas.
Margaret estaba de pie antes de que la imagen tomara forma en su
mente.
SAGAS Y SERIES

Alex sostuvo su mano, y ella tuvo que admitir que él era fuerte aún
estando enfermo. Cuando ella intentó retirarla, él la sostuvo con ambas
manos. Ella contempló los meritos de arrastrarlo fuera de la cama y por el
suelo para probar su punto, luego se dio cuenta que dicho movimiento haría
que sus cobijas se cayeran, y los santos sabían que ella ya lo había visto
desnudo más de lo que era suficiente para su paz mental.
Así que se quedó de pie, inmóvil, y en cambio le dio a Alex su más
formidable mirada.
Y el tan solo le dio una mirada de arrepentimiento.
—Soy un hombre muy enfermo, Margaret,—él dijo humildemente. —Tu
presencia radiante es lo único que me curará. No me quites eso.
—Habéis estado escuchando demasiado a las bobadas de Baldric.
—Él no estaba aquí mientras dormía, ¿verdad?
—Si, el me concedió la gracia de uno o dos versos.
Alex gimió.
—Lo sabía. Ya estaba yo soñando con sátiras espantosas y malévolas
—no es que supiera que era eso aunque lo mordiera en el trasero.
—¡Alex!
—Tienes que admitir que no es bastante consistente.
Margaret estaba de acuerdo, pero ella moriría antes de decirlo.
—Él tiene un sentido único del ritmo y de la rima. Generalmente es
aceptable. A través de los años ha desarrollado simplemente su propio estilo
y forma.
—‘Había una vez una joven doncella de Falconberg, que se encuentra
al oeste de Brackwald donde habita el hediondo—oloroso, el horrible—
vistoso’… aunque debo estar de acuerdo con lo que dice de Ralf. Creo que
recuerdo algo acerca de trolls y ogros. ¿O acaso lo soñé?
—No,—ella dijo, tratando de retirar la mano de las de él. —Él me
favoreció con una interpretación excepcional de ‘El Ogro y el Troll’
—¿Un pequeño romance entre en bajo y el feo?
—Bajo, feo, y verde, en realidad.
Él rió, pero la risa lo hizo comenzar a toser y esto aparentemente le
jaló el hombro. Él la soltó y se le duplicó el dolor. Margaret lo tomó de los
brazos con cautela y lo hizo recostar.
—Debéis quedaros quieto,—ella le ordenó. —La fiebre ha sido dura con
vos.
—Gracias,—él jadeó. —Puedo sentir eso.
Ella volvió a su asiento.
—Talvez deberías dormir más.
Él meneó la cabeza.
—Tenemos que hablar.
—¿De que?
—Nosotros.
—¿Nosotros?
—Si, nosotros. Tú y yo. Para donde vamos.
—Nosotros no vamos a ningún lado.
El tomó un montón de aire y luego lo soltó despacio.
—Tengo cosas que decirte.
Margaret se encontró de pie con sus brazos alrededor suyo. Ella había
intentado al poner sus brazos en su pecho parecer intimidante. En cambio se
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encontró abrazándose a si misma como si esperara un golpe. Bueno, ahora


tendría la verdad. Quizás sería algo bueno. No podría ser peor de lo que ella
se había imaginado.
—Vos estáis casado.—Ella dijo rotundamente, luego se hubiera podido
comer su propia lengua. Como si ella debiera preocuparse con su estado
marital!
—No, no lo estoy. De una vez por todas, Margaret, no estoy casado.
Jamás he estado casado.
—Pero te casarás,—ella dijo bruscamente.
El sonrió y ella tuvo que voltearse antes que su belleza la hiriera más.
—Definitivamente. Cuanto antes mejor.
Ella miró más allá de él, por la ventana.
—¿Y que otras verdades tenéis para mi?
—Si pudieras encontrarme algo de comer, te diré todo lo que quieras
saber.
—¿Y por que no podíais haberlo hecho antes?
—Una vez que sepas todo, entenderás. Te lo prometo.
Margaret se volteó y se fue. Las promesas de un hombre. Ah, que
tonta era si pensaba tan solo en escucharlas!
Pero aún así fue por comida.
Y ella esperó mientras comía. Y ella se preguntó que le diría. Al menos
se estaba concentrando completamente en su comida. Alex era, al menos,
constante cuando venía a lo que era el hecho de digerir sus comidas con ese
simple objetivo. Y al menos, él se las había arreglado para vestirse la parte
de abajo con la ropa de su padre. Margaret tomó un pequeño edredón de la
cama y lo cubrió alrededor de sus hombros. Sería mucho más fácil
concentrarse en distinguir la verdad de la mentira si no estuviera siendo
distraída por la vista de su piel desnuda.
Y una vez que la pequeña mesa estuvo vacía, Alex se levantó y le
extendió la mano. Ella lo miró detenidamente.
—Estáis muy enfermo como para salir caminado.
—Vamos a sentarnos en el nicho, donde está el sol—él dijo sonriendo
débilmente.
—Claro,—ella dijo, como si hubiera estado pensado hacerlo desde un
principio. Ella ya había dicho, desde un principio, que esa era la única razón
por la que estaba en su habitación. No había razón en convertirse en una
mentirosa como él.
Ella se sentó al frente suyo, pero pronto fue atraída por los rayos de luz
que caían sobre él. La fiebre le había quitado su color. Estaba pálido y tenía
ojeras, sus mejillas estaban cubiertas con una barba insípida y su cabello
estaba desordenado. Pero sus ojos aún eran los mismos azul—verdoso pálido
que sus tontos ojos parecían amar. Seguramente eran la única razón por la
cual ella no podía retirar su mirada de la de él. Si, desde luego, sus ojos
habían sido el comienzo de toda su desdicha.
—Voy a decirte la verdad.
—Como debiste de haberlo hecho desde el principio.
—Me parece que no me hubieras creído,
—¿Y ahora lo haré?
—Creo que ahora es menos probable de que me uses como fertilizante
para tu jardín.
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—Ya veremos,
Él sonrió brevemente,
—Estoy seguro de que si,—se frotó la barbilla, luego tomó un poco de
aire. —Muy bien, aquí va,—se detuvo, algo muy dramático como para el
gusto de Margaret, pero ella guardó silencio. —No soy de Inglaterra.
Ella resopló. Como si ella no hubiera podido darse cuenta antes.
—Tampoco soy de Escocia.
Aquí ella si tuvo que fruncir el ceño,
—Entonces, si mentiste.
—No, te dije que recientemente era de Escocia, lo que es cierto. Tres
semanas atrás estaba visitando a mi cuñado, James MacLeod, que vive en las
Tierras Altas de Escocia. Fui a cabalgar como a media milla de su casa y pasé
por un maldito aro de hada, y lo único que supe luego era que me estabas
disparando a mí.
—Era un tiro de advertencia,—ella murmuró. —Me hubiera guardado
mi advertencia.
—Agradezco tu paciencia.
—Ya lo creo. Ahora, ¿como es eso de que en un momento estabais en
las Tierras Altas y luego os encontraste aquí? Esto no lo entiendo.
Esta vez Alex tomó mucho aire. Margaret lo vio sostenerlo y luego
soltarlo lentamente. Quizás pretendía contar una historia igual de fantástica a
las de Baldric.
—La verdad,—ella le recordó.
—La verdad, —él estuvo de acuerdo. —Creo que ese aro de hada es
algo parecido a una puerta. Como tu pasadizo de defensa. Una vez estas en
la parte interior del muro y luego estas fuera de las murallas.
—¿Y?
Él encogió los hombros.
—Eso es. En un instante estaba en Escocia, y al otro estaba en
Inglaterra.
Ella gruñó. Era todo lo que podía hacer. El hombre parecía lo bastante
cuerdo, aun así no hacía ni la mas mínima concordancia.
—Y hay más.
—De alguna forma lo sospechaba.
—Cuando estaba en Escocia, estaba en el año 1998, mil novecientos
noventa y ocho.
—Puedo contar, muchas gracias. —ella dijo, pero su decepción
aumentaba con cada cosa que él decía. Dios, que hombre tan loco.
Alex parpadeó.
—Entonces, ¿me crees?
—¡Claro que no! ¿Que clase de tonta creéis que soy?
Él comenzó a fruncir el ceño, como si a él le hubieran causado daño.
—Es la verdad. ¿No lo puedes ver? Ni siquiera hablo como tu.
Ella encogió los hombros
—Quizás sois el bastardo de un albañil y no tenéis educación.
—¿Acaso parezco el hijo bastardo de un albañil? —él le exigió.
En realidad, se parecía a un noble ultrajado que acababa de tener su
familia menospreciada, pero ella no admitiría eso ni con el dolor mismo de la
muerte. Así que ella encogió los hombros con cautela.
—¿Que más queréis que crea?
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—¡Te estoy diciendo la verdad! —él exclamó. —Soy del futuro.


—¿Y debo simplemente creeros? —ella simplemente preguntó,
sintiéndose ya algo molesta. —De que sois, ¿de donde dijisteis?
—El futuro. 1998. Yo nací en 1966 en una tierra llamada América.
Ustedes los Britanos ni siquiera saben que existe aún.
—¿Entonces como podéis ser de allí?
—Por que tan solo lo soy.
—¡Pero ni siquiera existe!
—¡Si existe! —él dijo exasperado. —¡Ustedes tan solo no lo saben!
—Simples imaginaciones.
Él comenzó a resollar.
Margaret frunció el ceño.
—Quizás la fiebre ha dañado vuestra cabeza, —Ella dijo, asintiendo a si
misma. —eso debe ser. Deberíais volver a la cama.
Él ya estaba de pie y para nada quieto. Él se tropezó con el baúl de su
padre y sacó sus extrañas vestimentas. Él volvió al nicho, se las arrojó a las
manos y colapsó en el banco al frente de ella.
—Ahí, —él jadeó. —Míralas.
Desde luego estaban hechas de una forma bastante extraña. La tela
azul de su manga era pesada, pero aún así flexible.
Ella toco un pequeño disco de metal, luego se dio cuenta de que había
más de ellos colocados verticalmente, plata rodeaba el bronce y de alguna
manera estaban pegados a la ropa. Ella frunció el ceño. ¿De que serviría todo
esto? Ella le dio una mirada aterradora a Alex.
—Botones, —él le ofreció antes de que ella abriera la boca. Luego
alcanzó la ropa y le sostuvo un hoyo para los botones. —ojales. Los botones
pasan por ellos para sostener la ropa.
Margaret tomó uno de los botones y después de varios intentos logró
pasar un botón por el ojal. Ella parpadeó con sorpresa. Dios, que idea tan
buena.
Pero esto no probaba nada de lo que había dicho.
—Esto no prueba nada. —ella dijo, en caso de que él malinterpretara
su fascinación con la ropa. —Hay muchas cosas extrañas hechas en otros
lugares.
—Y otras épocas.
Ella deshizo sus palabras.
—Dejaos de tonterías. —ella le exigió. —Ahora, decidme que es lo que
vos hacéis en esta América donde habitáis. ¿Está en la Tierra Santa?
Él la miró con incredulidad.
—En verdad no me crees.
—Claro que no. No soy ninguna tonta. Tengo más educación de lo que
mi padre y hermano tuvieron juntos, porque mi abuelo así lo quiso. Jamás
había visto botones o ojales de botones, o escuchado de que alguien pisara
un círculo en la hierba y de repente estuviera en otro lugar que no fuera el
suyo.
No importaban las historias que Baldric había compuesto sobre hadas,
ogros y bestias. Todo eso eran puros disparates de un poeta lírico. Margarte
tenía dos muy buenos ojos y jamás había visto algo que se le pareciera a un
duendecillo. Alex talvez hubiera recibido un golpe en la cabeza. Era eso o era
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igual de chiflado a Baldric. Infinitamente más agradable para la vista, pero


absolutamente chiflado de la misma forma.
Pesar la abrazó. Una pena. Alex era, a pesar de sus fallas de no ser
caballero y de no poseer todo su ingenio, un hombre muy guapo. Y ella desde
luego había encontrado fascinante besarlo. ¿Ahora que haría ella con él?
¿Encerrarlo en su calabozo?
—Muy bien, —Alex dijo, doblando sus brazos en el pecho, —No
estamos llegando a ningún lado con esto. ¿Por qué no me haces las
preguntas y yo te doy las respuestas?
—¿Serán algo diferente de las que ya me habéis dado?
—Serán la verdad, —dijo cortante. —Pregunta lo que quieras.
Bueno, no había por que no intentar una última vez hacerlo caer en
cuenta de las bobadas que estaba diciendo.
—Muy bien. ¿Vivíais en Escocia?
—Si.
—¿Y en York antes?
—Nueva York. Es en América.
—Que debe estar en El Continente.
—Bien, Está en un continente.
Margaret sintió un pequeño brillo en su corazón.
—Comenzamos a hacer sentido, —ella dijo, relajándose. —Vuestro
francés es malo, Vuestro inglés es raramente hablado. ¿Quizás esto viene de
tanto viajar?
—Algo así.
—¿Eres el hijo de un curandero?
—Sí.
—¿Como te ganabais el pan?
Él sonrió y Margaret por poco se estremeció al verlo. No era una
sonrisa agradable. Ella tenía la sospecha de que era el tipo de sonrisa que el
le daba a su cena antes de devorarla.
—Era un pirata.
Ella parpadeó.
—¿Un pirata?
—Un mercenario, —él gruñó.
—Ah, —ella dijo lentamente. —Esto responde a varias preguntas
desconcertantes.
—No comencé como uno, —él se apresuró a decir, como si fuera algo
que ella debería decir. —comencé haciendo el bien.
—¿Y luego?
—Y luego me di cuenta de que ganaba mas dinero poniendo trampas,
asumiendo el control de propiedades, pasando encima de cualquiera que se
interpusiera en mi camino.
—Mmmm, —ella dijo, mirando con un nuevo respeto. —Claro.
—Claro, —él gruñó.
—Y aún así parecéis tan agradable por fuera. —bueno, esto desde
luego mostraba una nueva perspectiva del hombre.
Él de repente sonrió, aunque no era una sonrisa graciosa.
—Estoy podrido de los pies a la cabeza, Margaret.
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—¿Lo estáis? —ella musitó. —Seguramente un hombre que puede


tocar una mujer como lo hacéis —Ella cerró la boca rápidamente. ¡Dios santo,
que tonta estaba siendo, balbuceando de esa manera!
Alex le estaba sonriendo en aquella forma devoradora de antes.
¿Pirata? Lo que fuera que esa palabra significara, desde luego le quedaba. El
hombre nació para el pillaje.
—¿Donde está vuestra espada? —ella preguntó, agarrándose de algo
mas agradable de discutir. —¿Y vuestra armadura?
—No tengo ninguna de las dos, Una espada o armadura. Lo dejé.
—¿Por qué? ¿Erais tan pobres siendo piratas?
—Era un muy bien pirata, —él le respondió de golpe. —Era
asquerosamente rico e endurecidamente despiadado.
—Mmmm, —ella dijo, impresionada a pesar de si misma. —¿Y tuviste
varias víctimas?
—La lista es increíblemente larga.
—¿Y os detuvisteis porque…?
Él encogió los hombros.
—Decidí que ya había hecho demasiado daño. Colgué mi espada para
bien.
—Como penitencia. —ella afirmó.
—Si.
Bueno, esto ella lo podía entender. Ella no necesariamente estaba de
acuerdo con él, puesto que un hombre tenía que ganarse el pan de alguna
manera, pero ella podía entender.
Y, a pesar de si misma, ella se encontró de nuevo de que lo veía con
nuevos ojos. Si a el se le podía creer, él había amasado una gran fortuna
haciendo estragos, aun así lo había dejado todo por que simplemente así lo
había decidido. Tal fuerza de voluntad era algo que ella no podía evitar
admirar. Seguramente habían habido momentos en los que el había querido
sostener una espada, y no lo había hecho, tan solo por que él había dicho que
no lo haría.
Hasta hace cinco días.
Ella se dio cuenta de cuanto le había costado a él salvarla.
—Ah—ella dijo suavemente, ella lo vio y sintió su corazón ablandarse.
—Y aún así, el otro día…
—Eras tú o mi promesa, —él dijo levantado sólo un hombro. —No fue
una decisión difícil de hacer.
Su corazón se ablandó aún más. Dios Santo, Nunca en su vida había
conocido a un hombre como él.
Aunque estuviera chiflado y fuera desconcertante.
—Y lo volvería hacer.
Ella lo miró a los ojos.
—Una y otra vez, —él agregó. —Si significara mantenerte a salvo.
Ella se abstuvo de decirle que ella podía cuidarse a si misma. Por
primera vez en diez años había conocido a alguien que no tenía que contar
con ella para protección. Claro, hasta ella podría contar con él.
—Y lo volvería a hacer,—él dijo. —Por el resto de mi vida.
Margaret parpadeó. Ella sacudió la cabeza a su vez, segura de que lo
había escuchado mal.
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Él no dijo más, tan solo se recostó en la pared y la miró con esos ojos
pálidos de él.
—¿Que queréis decir con eso?
—Lo que quiero decir es que no me iré. —él dijo con palabras bien
deliberadas. —Hasta que me digas que me vaya.
Si eso no era una promesa, ella jamás oiría una.
—¿Nunca? —ella preguntó, deseando que la palabra no hubiera salido
en un tono tan ahogado.
—Nunca.
Margaret no podía respirar. No había engaño en su mirada, ningún
cambio en sus ojos, ni estremecimiento en su cuerpo. Él de verdad lo decía
en serio. Ella no estaba segura de si se lanzaría a sus brazos o correría al lado
opuesto.
—Aunque debo admitir, —el dijo con una media sonrisa, —Es una
espada oxidada la que pongo a tus pies.
—Claro. —ella suspiró.
Él sonrió.
—Claro. —él alzó los hombros y el momento había pasado. —Bueno,
ahora sabes todo de mi pasado, —se detuvo y sacudió su cabeza como para
aclararla—sin duda para deshacerse de esas estúpidas nociones de
pertenecer a una patria que no existía aún, —¿a donde iremos desde aquí?
Me puedes contratar para ayudar en el establo.
Margaret se sostuvo de la piedra detrás de su banco para apoyarse.
—Ah, quizás deberíais de pasar un tiempo en las listas.
—Probablemente.
—Y unas pocas horas en la capilla rezando para que no hayáis perdido
toda vuestra habilidad.
—Peleo lo suficientemente bien, —él le aseguró. —Ahora, ¿y que de
nosotros? ¿Adonde iremos?
Ella estuvo tentada a decir ‘a Brackwald para deshacernos de su lord’,
pero quizás Alex debería practicar con la espada por un día o dos antes de
que se aventuraran.
Margaret se petrificó.
El mensajero de Brackwald.
—Oh, ¡por todos los santos!—ella exclamó, levantándose de golpe. Ella
miró abajo a Alex. —¡Esto es todo vuestra culpa!
—¿Huh?
—El mensajero de Brackwald. ¡Lo lancé al calabozo!
—¿Y el problema es…?
—¡Lo dejé ahí hace ya una semana!
Alex se paró y dijo:
—Entonces creo que es ahí a donde iremos primero.
—Vosotros no iréis a ningún lado. —ella lo guió a su cama y lo lanzó a
la cama de un empujón.
—¡Margaret!
Margaret sintió que su cabeza se aclaraba al legar al corredor. Había
algo en ese hombre que no la dejaba pensar bien cuando estaba a su
alrededor.
Bueno, al menos no se había dejado llevar por esas imaginaciones
tontas. Ella sabía que no estaba casado y que había sido un mercenario. La
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última era la mas fácil de lidiar—ella le diría a George que le ayudara a


recuperar sus habilidades.
Ahora, acerca de lo último, quizás ella confinaría Alex al jardín y ella a
las listas. Si ella podía mantenerse lejos de él, ella tendría esperanzas de
recuperar su ingenio.
El había levantado su espada de nuevo por ella. Y continuaría
haciéndolo.
Jesús, pero era casi suficiente para que lo perdonara.
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Capitulo 14

Alex se apresuró a salir de la cama. ¿Acaso en algún momento de


demencia se le había ocurrido que cortejar a una joven guerrera sería
divertido? Fiona MacAllister no lo habría arrojado a la cama como si fuera una
muñeca vieja. Muy bien, lo había tirado más que arrojado. El punto era que lo
había sacado de su camino para que ella pudiera hacer su propio rescate. Él
no estaba teniendo la oportunidad de demostrarle que él sería una buena
adición a su fuerte. Y él no tendría la oportunidad hasta que saliera de la
cama —y las posibilidades para esto parecían ser mínimas al momento.
Él se puso de pie, y luego esperó varios minutos hasta que su cabeza
se aclarará lo suficiente como para cruzar la habitación. Abrir la puerta fue un
nuevo reto, uno que le tomó otros varios minutos para recuperarse. Mientras
el cuarto giraba como loco a su alrededor, él se recostó contra el marco de la
puerta y contempló los eventos de esa mañana.
Entonces ella no le creía. Él supuso que no debía de estar demasiado
sorprendido. Esto iba más allá de su alcance de comprensión, y él
probablemente sonaba como si hubiera perdido su cerebro. Bueno, talvez él
podría convencerla tarde o temprano.
Él tenía una vida entera para tratar.
El se retiró lentamente y con cautela del marco de la puerta. Llegar al
final de las escaleras no era tan malo hasta que llegó al alto de ellas. Él
examinó la oscuridad profunda que contenía la escalera circular de Margaret
y se preguntó que conveniente era y reflexionó. Él no se quería perder de
poner antes que nadie sus manos en el prisionero, pero llegar allá iba a ser
un problema.
Él se recostó contra la pared y esperó a que su cuerpo se recuperara
de ser forzado a salir de la cama. Una vez que pensó que podía caminar sin
que se le fueran las luces, el cautelosamente se movió hacia las escaleras.
Fue caminando muy despacio. Por suerte la escalera era lo
suficientemente estrecha como para poder sostenerse con sus dos brazos en
cada lado. Él lo hizo más de una vez, tratando de no atormentarse a si mismo
con visiones de una escalera amplia de una mansión prebélica y su
encantadora barandilla. Las rocas eran buenas, materiales sólidos de
construcción. A el le gustaban las rocas. Eran una Buena cosa, por que el
viviría con ellas por un largo tiempo.
Alex se tropezó al llegar al gran salón y calló de rodillas. Él permaneció
encorvado hasta que las estrellas girando alrededor de su cabeza se
desvanecieran y de que estuviera seguro de que su desayuno siguiera en el
lugar que estaba. A través de la neblina en que se había convertido su
cerebro, se encontró con el muro más cercano. Él lo uso para ponerse de pie,
luego se recostó contra la piedra cubierta con tapicería y aspiró gran
cantidad de aire. Él no quería pensar en la magnitud de la infección que su
cuerpo había estado luchando por los últimos cinco días. Él se sintió
afortunado de estar vivo.
—¡Ejem!
Alex se frotó los ojos, luego miró hacia abajo. Su vista se aclaró justo a
tiempo de ver el juglar de Margaret darle una mirada de disgusto.
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—¡Ejem! —Baldric repitió. —Quitaos de mi camino, muchachito.


—No se si pueda.
Alex se encontró siendo movido físicamente. No era gran cosa, dada su
condición.
—Bueno, si es tan serio esto,—él murmuró. Él miró mientras Baldric se
inclinaba, cogía el final de un hilo y muy calmadamente y deliberadamente
comenzó a deshilaba la tapicería. —Hey, —Alex dijo débilmente, —No puedes
hacer eso.
Baldric enrolló el hilo en una bola. Él miro a la nada por uno o dos
segundos, luego sacudió su cabeza y deshiló un poco mas, refunfuñando por
debajo de su aliento.
—Baldric, amigo, estas arruinando la tapicería.
Baldric le dio una mirada petrificadota por debajo de sus cejas
pobladas.
—Me ayuda a terminar mi trabajo.
—¿Al desenrollar el de alguien más?
Baldric sonrió de repente.
—Si, muchacho. Sois el primero en verle la lógica. —él le dio una leve
palmada en el hombro a Alex, luego se volvió de nuevo a la pared y deshiló
con nuevo entusiasmo.
Alex se inclinó para llamar la atención de Baldric, y tuvo que agarrarse
luego de una bandera que colgaba en la pared para prevenir que cayese en
el suelo sucio.
—Tengo una idea. Por que no me dejas ser tu audiencia. Tú sabes, del
tipo en que solo hay una persona.
Baldric lo miró, luego negó con la cabeza y volvió a su trabajo de
destrucción.
—A veces hablar libremente es lo único que se necesita,—Alex intentó.
Tenía que hacer algo pronto, o de otra manera sería bye a otros centímetros
de arte antes de que Margaret pudiera volver al gran salón. Además le daría
a él la perfecta excusa de no tener que moverse más. Llegar al calabozo
estaba fuera de cuestionamiento. En el momento Alex sabía que sería
afortunado si lograba llegar a una silla.
Baldric le frunció el ceño.
—No puedo decir mis versos apropiadamente a menos que Lady
Margaret esté aquí. —él levantó su pequeña bola de hilo, la miró de forma
crítica, luego obviamente decidió que era muy escasa. Él atacó la tapicería de
nuevo, deshilándola activamente.
—Ella está abajo en el sótano, interrogando un prisionero. —Alex dijo,
comenzando a preguntarse si tan solo levantando a Baldric y sacándolo del
camino era la cosa cierta de hacer. Más de esto y Margaret estaría viendo a
Paredes vacías. Alex ahora sabía de donde venían todas las pilas de hilo.
—¿Prisionero? —Baldric dijo, sus oídos poniéndose levantándose. Él
miró a Alex. —¿Lo está torturando?
Alex alzó los hombros.
—Podría estarlo.
Baldric se frotó la barbilla pensativamente.
—Esto es comida para un buen verso o dos.
—Seguramente lo es. ¿Que dices si nos dirigimos a la chimenea? —
Alex retiró cuidadosamente la bola de hilo de los huesudos dedos de Baldric y
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se las arregló para poner su mano pajo el codo del trovador. —¿Que hogar
prefieres?
Baldric asintió hacia uno que quedaba a través de la entrada de la
cocina, haciendo señas majestuosas hacia su taburete. Alex lo trajo y a otro
mas y se las arregló para llegar junto al fuego con los asientos antes de tener
que sentarse y poner su cabeza entre sus rodillas para no desmayarse.
—¿Creéis que usará un hierro al rojo vivo? —Baldric preguntó.
—Talvez, —Alex jadeó, sin ni siquiera poder ver el piso entre sus
piernas por las estrellas en su cabeza.
—¿Esas pequeñas pinzas que agarran minúsculos pedazos de piel?
Alex no pudo evitar notar un pequeño entusiasmo escondido en la voz
de Baldric.
—Creo que si los tiene a mano, ella probablemente los usará.
Baldric se quedó callado, sin duda considerando las posibilidades
poéticas de los dispositivos con que se había encontrado.
—¿Algo mas allí abajo, creéis vos? —Baldric preguntó.
Quizás el pozo ya se había secado. Alex cuidadosamente levantó la
mirada.
—Bueno, quizás tenga grilletes de hierro para las piernas. —él ofreció.
Baldric levantó su cabeza pensativo.
—Talvez use el tormento de polea—Alex sugirió.
—¿El tormento de polea? —Baldric estudió esa en su cabeza por un
momento o dos. —Suena muy interesante, pero siento que no estoy
familiarizado con ese instrumento. ¿Como funciona?
Alex se rodeo a si mismo con su brazos en sus rodillas para no tocar
los pies de Baldric.
—Bueno, uno estira al prisionero para que quede plano y ata sus
manos y pies a barriles largos y delgados que uno gira con una manivela.
Mientras mas gires, más el preso se estira hasta, pues puedes imaginarte
como sigue desde allí.
—Bueno, —Baldric dijo, viéndose muy impresionado, —Suena como un
maravilloso invento, desde luego.
—¿Acaso Margaret tiene uno?
—No lo creo, —Baldric admitió de mala gana. —Pero serviría para una
buena historia, ¿no creéis?
—Que demonios, úsalo de todas formas.
Baldric comenzó a pasearse. Alex apoyó sus codos en sus rodillas, y
luego su barbilla en sus puños. Satisfecho de que estaba apropiadamente
equilibrado, se relajó y cerró los ojos. Podría soportar el que Baldric
balbuceara, pausando, luego volviendo a retomar su caminada. Alex abrió un
ojo para explorar su alrededor, esperando a ver que Margaret terminará su
asunto y pudiera rescatarlo antes de que se desmayara. Los criados se
cernieron al final del salón, mirando a Baldric con cautela. Talvez estaban
listos para saltar y salvar las colgaduras de la pared. Que el cielo salvara al
resto de Inglaterra si Baldric decidía convertirse en un juglar destrozador de
tapicerías en todo el reino.
—¡Terminé! —Baldric dijo triunfal.
Alex abrió ambos ojos.
—Y muy rápido también. Estoy impresionado.
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—Es un prisionero que viene de Brackwald. —Baldric respondió. —


Tengo mucho que decir al respecto.
—Apuesto que si. Y estoy seguro de que todo el mundo querrá
escucharlo. ¿Los traemos a todos?
Baldric sacudió la mano en forma de despedida.
—Reunidlos si quieres. No tengo tiempo de ocuparme de tales
trivialidades.
Alex se las arregló para levantar su cabeza de sus puños.
—Hey—llamó débilmente. —Todos, vengan aquí. Tenemos algo genial
sobre tortura a punto de llegar.
Hubo de repente una ráfaga de actividad. Ver a la gente correr hacía
que Alex se mareara, así que volvió su atención a Baldric. El poeta estaba
acomodando a su gusto su taburete y luego se trepó en el.
—¿No quieres esperar a Margaret?
Baldric gruñó arrogantemente.
—Ella debería saber que estoy listo para maravillarla con otro de mis
propios versos.
—Bueno, Baldric, compañero, —Alex dijo, —Sabes que ella esta abajo
en el sótano torturando al prisionero. ¿Como va a saber que estas listo para
actuar?
Baldric frunció el ceño.
—Ella tan solo debería saberlo. Ella siempre estaba lista para escuchar
mis versos cuando era mas joven.
Alex intentó otra táctica
—Ella te dará más material para tus versos. Dale un par de minutos
para que suba. Seguramente tendrá que descansar después de utilizar
tantos implementos de tortura y sufrimiento.
Baldric bajó la mirada y apretó los labios, pero pareció darse lo
suficientemente por vencido. Con gran majestuosidad, se chupó cuatro dedos
se una mano y los pasó por su cabeza aplanando los diez o mas cabellos que
le quedaban en su cabeza. Enderezó su bata y cruzó sus manos al frente
suyo muy calmadamente en la clásica pose de un cantante de opera. Alex
negó con la cabeza y parpadeo varias veces pero la pose de Baldric no
cambió.
—Esa es una interesante pose, —Alex ofreció.
—Un juglar que pasaba por aquí me lo mostró hace ya algunos años. —
Baldric susurró por la esquina de su boca.
—Fascinante. —y lo era. ¿Quien sabía que clase de personas andaban
por la medieval Inglaterra? Alex no quería especular.
—Me enseñó nuevos tipos de rimas también. Trato de utilizarlas cada
vez que puedo, aunque los muertos de hambre aquí no saben apreciarlas. —
Baldric lo miró solemnemente. —Muy moderno para ellos.
—Apostaré,—Alex dijo, apenas evitando ahogarse con su respuesta. —
que es un público difícil.
Baldric le dio una sonrisa brillante. Una no muy llena de dientes como
pudo ser hace unos veinte años atrás, pero sin embargo brillante.
—Tenéis una buena cabeza para pensar, muchacho. —él se volteó y
miró hacia el salón. —Ah, aquí viene lady Margaret. Comenzaré.
Y sin más alboroto, lo hizo.
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Era una maravillosa mañana para un tormento de polea!


Y el prisionero debía de estar de acuerdo
Que ni un hierro o pinza faltaba
De las opciones que nuestra señora miraba con júbilo.
Ella ofreció una o dos preguntas,
Su mirada penetrante sin dejar pasar siquiera un sacudón.
Él no le respondió con la verdad,
Así que dijo ella, —¡Intentemos un pellizco!

Alex se rió. Baldric le frunció el ceño, y Alex borró la sonrisa de


inmediato.
—Disculpa por arruinar la inspiración.
—Harumph, —Baldric dijo. Él reasumió aún mas su pose de opera y
limpió su garganta deliberadamente.
Alex no podía ver más que la primera fila de los espectadores. Él los
vio cambiar a medida que Baldric continuaba. El pequeño lago de piernas se
corrió y Margaret vino a estar al frente. Alex la miró y le sonrió. Ella le frunció
el ceño y luego volteó a mirar a su trovador.

Los hierros estaban al rojo vivo,


El prisionero temblaba de miedo.
Tan segura estaba que era un mentiroso,
Que le puso una pinza en el oído!
Él aulló y rogó por clemencia,
Pero ella tan solo alargó su mano y cogió una tenaza.
Él rogó que parara pues seguro estaba,
De que no duraría tanto.

—¡Por todos los santos! —un hombre exclamó.


Alex alzó la vista para ver a un sucio, despeinado hombre al lado de
Margaret. Se encontraba comiendo algo de un tazón con un poco de vapor. El
miraba a Baldric con lo que le parecía a Alex ser una carencia distintiva de
paciencia. Luego de haber compartido un momento tierno con Baldric y la
tapicería, Alex se sintió intensamente indignado de que alguien tan
obviamente sin la más mínima cultura se atreviera a dar su opinión en el
mejor esfuerzo de Baldric del día. Alex también, sinceramente, deseó no
haberse visto tan horrorizado la primera vez que oyó la poesía del juglar.
El siguiente pensamiento de Alex fue que el en realidad debería de
levantarse y decirle al hombre que no estuviera de pie tan cerca de Margaret.
Si el hubiera pensado de que podía levantarse y quedarse allí con éxito
alguno, lo habría hecho.
La avena que se encontraba en esa cuchara le daba mas incentivo.
Baldric se rascaba la barbilla. Alex miró del juglar a Margaret, quien se
mordía el labio. Talvez la rima comenzaba a deshacerse.
—Me esta gustando la tortura, —Alex dijo. —muy buena y espantosa,
Baldric.
Baldric paró de rascarse la barbilla y recuperó su juglaresa pose.

Los hierros calientes fueron libremente aplicados,


Los gritos del pobre eran fuertes y a todo dar.
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Y nuestra señora ni por un poco se acobardó


De usar ese tormento tan desbocado.

Baldric pausó y se vio apenas perplejo, como si no estuviera seguro de


que la última rima había dado resultado. Luego alzó los hombros y continuó.

Roto y aporreado y frágil,


El prisionero se aplacó y confesó,
Meg lanzó sus hierros aun cubo,
Y recogió un poco de sidra bien embutida.

Alex volteó a mirar al hombre al lado de Margaret. Estaba sacudiendo


su cabeza, aun así arreglándoselas para recoger con su cuchara rápidamente
avena de su plato. Alex le frunció el ceño al hombre, en parte por que no
estaba mostrando la buena educación cultural y en parte porque parecía muy
injusto de que él aun tuviera hambre cuando alguien tan grosero estuviera
comiendo bien. Alex puso su mano en su estomago y rezó para que Baldric
mejorara su repertorio antes de que las quejas aumentaran seriamente.

El prisionero fue dejado en el calabozo,


Para pudrirse y pronto irse al infierno,
Como conviene a todas estas personas de esta calaña
Que se encuentra en Brackwald—y desde luego podéis oler el tufo
desde aquí…

Baldric pausó y miró a lo lejos, sin duda tratando de captar mas cosas
que su musa le otorgaba.
—¿Calabozo? —Alex preguntó, esperando retrasar una próxima ronda
de destejer la tapicería. —¿Es lo que de verdad quieres?
Baldric negó con la cabeza, luego pasó a rascarse la barbilla de nuevo.
—Quizás ‘foso’, pero eso rima con mocos...
—Claro, desde luego que si, —Margaret interrumpió. —Quizás ‘hoyo’
servirá, ¿aye?
Baldric pasó y pareció considerarlo. Luego asintió y continuó.

En el hoyo fue dejado el prisionero,


Para pudrirse e irse rápido al infierno,
Como le conviene a su oscura, y cruel alma.

El pausó y una mirada de pánico lo dominó.


—Que tal: ¿Y todos vivieron felices para siempre? —Alex preguntó.
Baldric pausó, frunció el ceño, y comenzó a hablarse a si mismo en
susurros. Alex miró a su alrededor y vio que todos los criados estaban
sosteniendo el aliento. Bueno, todos menos ese tonto raspando el tazón con
su cuchara. Hasta cucharas de madera y tazones hacían mucho ruido cuando
eran raspados, especialmente cuando los escuchas con el estomago
prácticamente vacío.

En el hoyo fue dejado el prisionero,


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Para pudrirse e irse rápido al infierno,


Como le conviene a su oscura, y cruel alma
Y el infierno le dio la bienvenida con una campanada!

Baldric se vio satisfecho con el mismo.


—Muy bien! —Alex exclamó, aplaudiendo para cubrir lo que desde
luego hubiera sido algo menos que un complementario del come avena. El
hombre estaba sosteniendo su tazón, pareciendo muy condescendiente. Muy
bien, lo último no había sido nada bueno. Habían definitivamente muy
buenas cosas sobre la tortura. Alex estaba muy tentado a sugerirle a
Margaret que tomara el consejo de Baldric para que usara unas cuantas
pinzas en el hombre que estaba a su lado.
Baldric se bajó de su banco y golpeo suavemente la cabeza de Alex.
—Cada vez que necesitéis ayuda con vuestra prosa, lad, tengo un buen
oído. Los versos no son para los débiles de corazón, ¡desde luego que no!
¡Dulces, m’lady! ¡Quiero muchos dulces!
Margaret tomó a Baldric por el brazo y lo guió hasta la gran mesa. Alex
se levantó con una gran fuerza de voluntad, luego vio a un estúpido bien
alimentado al frente suyo.
—¿Y usted es? —él exigió.
—Nadie interesado en conocerlo a vos. —el hombre dijo rígidamente.
Él se volteó y se dirigió a Margaret. —Lady Falconberg, debemos hacer
nuestros planes.
—Hey, —Alex dijo, alargando su brazo para tomar el del hombre pero
falló por un poco. El se sintió caer. —Oh, no...
Milagrosamente se encontró cayendo en los brazos de Margaret en vez
del piso. Él sonrió débilmente.
—Gracias.
—Debíais de haberos quedado en cama, —ella dijo, frunciendo el ceño.
—Me siento mucho mejor. Además, tal vez necesites de mi ayuda.
El sucio resopló.
—Y que ayuda posiblemente podríais ofrecer, juglar?
—¿Discúlpeme? —Alex dijo, parpadeando.
—Y yo os compadezco si ese es su amo, —el otro añadió. —Santos del
cielo, ¡pero sus versos si que son muy malos!
Alex sostuvo un brazo alrededor de los hombros de Margaret para
apoyo a la vez que se inclinó y le dio al bien alimentado esnob un fuerte
empujón.
—Su prosa está bien, ¿y quien demonios te preguntó?
El hombre mantuvo su equilibrio y alcanzó por una inexistente espada.
—¡Veré que me paguéis por ese insulto!
—¡Si sobrevivo lo suficiente a su olor para poder cruzar espadas con
usted!
—¡Suficiente! —Margaret exclamó. —Alex, este es Sir Walter de
Brackwald...
—¿Que esta haciendo fuera del calabozo?
—Hombre en armas de Edward, —Margaret terminó, frunciéndole el
ceño. —Sir Walter, este es Alexander de Seattle.
Sir Walter frunció el ceño.
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—¿Vos sois Lord Alex? Por la descripción de Edward, esperaba a


alguien más——él pausó y miró a Alex críticamente—Mmm, aterrador.
—Tuve una fiebre, —Alex gruñó.
—Hubiera matado a un hombre mas débil, —Margaret añadió. —Ahora,
retirémonos al solar de mi padre y hablemos en privado.
A Alex no se le pasó la mirada acusadora de Walter por causa de su
brazo alrededor de los hombros de Margaret. Tan solo le dio una
desagradable sonrisa al otro hombre y dejó que Margaret lo ayudara a subir
las escaleras. El impresionante Walter tendría que venir luego. El mostrarle a
Margaret que era hombre suficiente que era capaz de sostenerse en sus dos
pies también vendría luego —cuando pensara que podía quedarse en un
mismo lugar por un largo periodo de tiempo sin necesidad de ayuda. El
comería, luego si tenía suerte recuperaría un aire más intimidatorio.
Logró llegar al solar y hasta una silla sin ningún problema. Luego pasó
el siguiente rato concentrándose tan solo en respirar y tratar de no
desmayarse. Iba y venía. En poco tiempo de haberlo ordenado, un segundo
desayuno llegó, y Alex hizo un trabajo rápido al acabárselo. Una vez sentido
un poco mas humano, se recostó y trató de seguir el hilo de la conversación
que se había perdido más o menos entre la avena y el queso teñido de verde.
Y fue ahí que se dio cuenta de que no le importaba la forma en que Walter de
Brackwald estaba mirando a Margaret.
El sintió como cada una de sus células propietarias en su cuerpo se
levantaban y exigían ser incluidas. Así lo hizo, y luego decidió que se había
cansado de ellas como para dejar que Sir Walter se diera cuenta en términos
no seguros hacia donde estaba soplando el viento en ese momento.
Tomó un largo suspiro, listo para sumergirse en una batalla verbal.
Abrió su boca para exigirle a Sir Walter que se retirar, y luego sintió que el
mundo volvía a girar alrededor suyo.
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Capitulo 15

Margaret escuchó el grito de Alex y se volteó a mirarlo justo cuando se


ponía totalmente pálido y se caía al piso.
—¡Alex!—Ella exclamó, echándose hacia delante para sostenerlo antes
de que cayera.
Él se sostuvo a tiempo con sus manos y con cuidado se sentó derecho.
—Estoy bien,—él jadeo. —De verdad.
Margaret le frunció el ceño.
—Os habéis levantado muy pronto. Quizás estando mas tiempo en
cama te hará bien.
—Estoy en perfectas condiciones,—él insistió, agarrando los brazos de
la silla para apoyarse. —Terminemos con esto.
Él desde luego no tenía ni la más mínima intención de volver a su
cama. Aunque ella estaba dispuesta a arrastrarlo hasta allí ella misma, ella se
abstuvo de decirlo. A ella no le gustaba Sir Walter o la pobre historia que le
había dicho, quizás Alex tenía la misma opinión de ésta si por lo menos
pudiera mantenerse derecho lo suficiente para escuchar la repetición de la
historia. Sería interesante escuchar lo que Alex tenía que decir del hombre.
Ella se volvió a Sir Walter.
—¿Quizás sería tan amable de repetir lo que me dijo abajo?
Sir Walter encogió los brazos.
—Como queráis.—Él miró a Alex. —Viajé a Brackwald hace una semana
y encontré a Edward en el calabozo de su hermano.
—¿Como?!—Alex exclamó. —¿Que fue lo que pasó?
—Ralf lo ha acusado de traición. Parecería que Edward se ha
imaginado una lista entera de agravios contra Lord Ralf y ha forzado a su
escribano a escribirlos. Lord Ralf cree totalmente que Edward pretendía
enviarle todas sus mentiras al rey.
—Bueno, pero que interesante,—Alex murmuró.
—Lord Ralf cree que Lady Margaret y su hermano están conspirando
contra el para frustrar su boda próxima. —Él asintió con la cabeza a Margaret
—Y a su vez, para que pierda las tierras Falconberg.
La expresión de Alex era totalmente ilegible. Margaret no sabía que
pensaba, pero ella desesperadamente esperaba que estuviera pensando en
algo. Que los santos la compadecieran si su cerebro estaba muy devastado
por la fiebre como para que las palabras de Sir Walter hicieran sentido
alguno. Ella presentía que el hombre no era lo que el decía ser, pero serían
necesarias mas que palabras para convencer a otros de esto.
—Ayúdame a entender esto,—Alex comenzó a decir despacio, —Tu y
Edward son amigos, ¿cierto?
—Si.
—¿Buenos amigos?
—Casi como hermanos.
—Entonces, desde luego no creerás lo que dice Ralf de el.—Eso no era
una pregunta.
—Claro que no,—Sir Walter dijo suavemente. —Edward no es capaz de
traición.
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Pero tu si, Margaret pensó instantáneamente. Ella echó un vistazo


rápidamente a Alex solamente para encontrarlo mirándola. Su rostro era
impasible, pero ella podía ver en sus ojos que el compartía sus
presentimientos. El volvió a Walter.
—¿Entonces, si no lo crees capaz de traición, por que lo dejaste en el
calabozo de Brackwald?
—Yo no quería,—dijo Sir Walter. —Edward dijo que lo dejase allí hasta
que pudiera venir por usted para que lo ayudase.
—Que halagador,—Alex dijo sonriendo. —Debo admitir que quedó
bastante impresionado con el manejo de mi espada.
—Desde luego que si.
Margaret tuvo que esforzarse para no estremecerse ante tan evidente
mentira. La noche en que ella y Alex habían discutido lo que el habría de
decirle a Edward, él le había dicho de que Edward lo creía totalmente incapaz
de levantar una espada, mucho menos de manejar la espada con habilidad
alguna. ¿Acaso era Sir Walter verdaderamente tonto como para dejar algo
tan obvio escapársele?
—Bueno, esto es un poco mas complicado de lo que en un principio
pensaba,—Alex dijo con un bostezo. —como puede ver no estoy en
condiciones de pelear. Necesitaría un par de meses para recuperar mi fuerza.
—El sonrió, pero no era una agradable sonrisa. —tuvimos un pequeño
encuentro con unos rufianes hace unos días. Creo que Margaret y yo
tenemos suerte de estar vivos.
—Vivimos en tiempos bastante peligrosos,—Walter estuvo de acuerdo.
—¿Crees que puedes mantener a Edward vivo por un par de semanas
mas?
Walter asintió lentamente.
—Quizás podemos fingir las negociaciones para vuestra liberación de
Falconberg Eso podría darnos bastante tiempo, y a la vez darle a Lord Ralf
algo en que entretenerse mientras tanto.
—Excelente idea. —Alex puso apoyó sus manos en sus rodillas como si
se fuera a levantar, luego se detuvo y su expresión era vagamente perpleja.
—Aunque hay algo que no entiendo.
Margaret miró a Walter. El no parecía perturbado, pero ella se dio
cuenta de que había comenzado a sudar. Quizás tan solo estaba sufriendo los
efectos de haber estado una semana en su calabozo.
—Como es que es, —Alex preguntó, —que tu y Edward sean tan
amigos, y el sea el que esta en el calabozo y tu no? Me parecería que Ralf
habría de enviarlos a ambos al calabozo.
Walter encogió los hombros.
—Le dije a Ralf que Edward y yo ya no nos veíamos. Es una estrategia
que ya hemos utilizado varias veces con él. Felizmente nos creyó tan fácil
como las otras veces.
—Interesante. Aunque una pregunta más. Si no tengo suerte en
rescatar a Edward del calabozo, que le hará Ralf?
—Seguramente lo matará.
—Eso parece un poco drástico, ¿no?—Alex dijo.
—El rey esta muy lejos. Desde luego se enterará del accidente de
cacería de Edgard, y ahí quedará todo.
Margaret sintió estremecerse toda.
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—¿Accidente de cacería?
Walter miró a Margaret sin siquiera inmutarse.
—Si. Pasa muy a menudo por estos lados.
Margaret sintió que la habitación le daba vueltas. Desde luego
pensaba que perdería su comida. Aye, ella si que sabía de esos accidentes de
cacería, ¿pues acaso su hermano mayor no había muerto a cause de uno?
Había sido un accidente, ¿no es cierto?
De repente ella se encontró con una gran mano sosteniendo la suya.
Alex no la estaba mirando, pero estaba la estaba presionando bastante fuerte
como para dolerle un poco. Ella se recostó en su silla y dejó escapar su
aliento lentamente, no le daría la satisfacción a Walter de mostrarle cuanto le
habían molestado sus palabras.
—Si que ha sido una mañana bastante interesante,—Alex dijo, —pero
creo que nuestra Lady Margaret necesita descansar. Heridas de nuestra
pelea, usted sabe.
—Una tragedia,—Walter dijo asintiendo con la cabeza. —Ahora, ¿quizás
podríamos discutir como haremos para liberar a Edward?
—Oh, por que no das tus sugerencias,—Alex difirió. —Estoy seguro de
que lo has pensado bastante, desde luego ansiando el bienestar de Edward.
Margaret estudió a Walter mientras este le explicaba su plan a Alex de
distraer a Ralf con un ataque imaginario en su frontera mientras Alex entraba
a Brackwald y rescataba a Edward del calabozo. El parecía preocupado por
Edward y ansioso lo suficiente como para tener la ayuda de Alex, pero de
alguna forma no sonaba para nada cierto.
Él terminó de hablar y la miró con una sonrisa, haciéndola de nuevo
inconfortable. Era una mirada similar a la que Alex le daba de vez en cuando,
pero tal mirada de este hombre le hacía helar la sangre.
—Bueno, pensaré en su idea.—Alex dijo levantándose.
Se recostó en la silla.
—Estoy seguro de que podemos resolver los detalles durante el
transcurso de las próximas semanas.—Él sonrió. —No querríamos que nada
saliera mal.
—Claro que no,—Walter dijo, levantándose a su vez. —Talvez Lady
Margaret y yo podemos discutir mientras vos descansáis. Usted se ve
bastante cansado.
—En realidad, como dije antes, Lady Margaret necesita descansar
también. Le diremos a Sir George que le muestre la salida.—Alex se dirigió
hacia la puerta del jardín obligando a Sir Walter para que lo siguiera. —Déme
dos semanas para reponerme y recuperar mi fuerza, y así comenzaremos las
negociaciones. Quizás le gustaría pasar por las cocinas de Lady Margaret
antes de volver a su casa.
—Pero debemos comenzar a planear,—Walter protestó.
—Oh, lo haremos,—Alex dijo, abriendo la puerta. —Margaret y yo
hablaremos a solas y luego le informaremos nuestra decisión.
—Pero...
—¿Si nos excusa?
El tono de Alex era tan despectivo que hasta Margaret tuvo ganas de
irse.
—¡Aweks!
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Margaret alcanzó a ver a Amery un poco antes de que atravesara la


puerta corriendo y se agarrara de la pierna de Alex.
—Maldito bebé!—Walter exclamó. —Santos, por poco me tropiezo con
él.—El señaló furiosamente a Frances quien se encontraba en el marco de la
puerta. —Usted ahí, ¡quite a ese infeliz de mi vista!
Alex levantó a Amery en sus brazos, luego arrastró a Frances a la
habitación.
—Sir Walter, ha sido un placer. Hablaremos pronto.
Y con eso empujó a Sir Walter afuera de la habitación y cerró la puerta.
Frances estaba temblando tanto que sus dientes estaban temblando.
Margaret notó como Alex ponía su brazo alrededor de los hombros de la
muchacha y la acercaba de la misma forma tierna que había hecho con el
pequeño Amery
—Él me a—asusta,—Frances dijo.
—Él nos asusta a todos,—Alex dijo con un suspiro. —Frances,—dijo el
frotando suavemente el cabello de la muchacha, —no debes acercarte a el ni
siquiera un centímetro, entendido? Tú y Amery habrán de dormir con Lady
Margaret hasta que él se haya ido. Y cuando estés cuidando a Amery estarás
en las cocinas cerca de la cocinera en todo momento.
—La cocinera es bastante buena con el cuchillo.—Frances ofreció.
Margaret se encontró con la mirada de Alex y encontró un brillo de
humor en sus ojos.
—Que mas podríamos esperar? Ve y acuéstate en una de esas mantas
mientras Margaret y yo hablamos. Vamos Meg, he utilizado todas mis
energías del día para mantenerme de pie.
Frances no tenía que escuchar la orden dos veces, ella ya estaba
acurrucada en una de las mantas antes de que Margaret pudiera encontrar
su asiento. Alex trajo su silla y se sentó, en esas el pequeño Amery se volteó,
la miró y levantó sus manos autoritariamente.
—Ah,—Margaret dijo, deteniéndose.
—Magwet,—Amery exigió.
Margaret le frunció el ceño a Alex a la vez que cogía a Amery en sus
brazos y lo acomodaba en su regazo.
—Has malacostumbrado al pequeño.
—Yo? He estado durmiendo los últimos cinco días. El estaba
perfectamente comportado antes de eso.
Margaret frunció el ceño aun más.
—Fueron uno o dos dulces de la cocina. La cocinera es bastante tacaña
con los niños, tuve que remediar eso.
—Desde luego.
Alex apoyó su cabeza contra la silla. Una vez Margaret se había
asegurado de que el pequeño estaba cómodo, optó por una postura crítica
contra su salvador.
Alex estaba pálido y se le hacía difícil respirar, ella no quería mostrarse
preocupada por el pero no podía evitarlo. Como podría ella sentir algo mas?
El hombre desde luego estaba loco, aun débil por la fiebre, y ella tenía la
corazonada de que él era la próxima victima que Ralf quería matar. Como no
iba a estar preocupada?
—Creo que habéis tenido suficiente por el día de hoy.—Ella declaró. —
Deberíais estar en cama.
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Él no abrió sus ojos, pero levantó una ceja y sonrió débilmente.


—¿Eso crees?
—Aye, así lo creo.
—¿Vas a cuidarme aun mas?
—Debería,—dijo ella con gravedad. —Solo los Santos saben que haría
Sir Walter si os encontrara solo. Seguramente apuñalaros con su daga en el
corazón.
—Alex volteó los ojos. —Es un caso especial. Escuchaste la parte en
que dijo que Edward quería que lo rescatará por mi gran destreza con la
espada? Walter debió de haber consultado más a fondo sus fuentes. Tu sabes
que Edward piensa que no distinguir del comienzo al final de una espada.
Margaret frunció el ceño pensativamente.
—Debo admitir que pensé lo mismo de ti.
—Tu confianza en mi es asombrosa.
Margaret encogió los hombros.
—¿Que queríais que pensara?
El deshizo sus palabras.
—Nada que no fuera lo pensaste. No te di nada útil para que me
juzgaras.—Él abrió sus ojos y la miró solemnemente. —¿Me he disculpado por
no haberte dicho la verdad desde el comienzo?
—No, no lo habéis hecho.
—Entonces me disculpo. Debí de haber confiado en ti. No debí de
haberte dejado pensar que era un caballero. Debí haberte dicho cuando y
donde Seattle estaba. No,—agregó, —que no me hubieras creído en ese
entonces.
—Y seguramente aun no os creo,—ella le recordó. —pero es una
debilidad vuestra que puedo tolerar, no puedo enviaros afuera sin protección.
Como menos me quedaré a vuestro lado para hacer eso.
—¿Protegerme?—él se ahogó. —¡No te necesito para que me protejas!
Margaret quería recordarle de que casi ni se podía mantener derecho
en su silla, pero ella resistió el impulso. Sin duda su orgullo de hombre estaba
siendo herido y seguirían los bramidos si ella no le daba una pequeña victoria
en esta batalla.
—Claro que no,—dijo ella suavemente. —Ahora, ¿que pensáis de Sir
Walter? Por lo que sabemos vino aquí con el único propósito de atraerte a
Brackwald.
—Ralf no debe de estar muy contento conmigo.
—Me atrevo a decir que no le importa para nada ser engañado, y sin
duda cree que habéis hecho justo eso.
—Talvez, aunque aun no puedo creer que piense que soy lo
suficientemente estúpido como para ir.
Margaret encogió los hombros.
—Talvez cree que Walter os convencerá de que él en realidad piensa
traicionar a Brackwald.—Ella meneó la cabeza y deseó que Ralf de Brackwald
estuviera casado —a alguien que no fuera ella. —Pienso que lo único que
entiende es la traición y asume que todo el mundo también.
Alex la miró seriamente.
—¿En realidad no crees que él tuvo algo que ver con la muerte de tu
hermano, cierto?
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—No lo creéis vos?—ella preguntó, sintiendo que la verdad de eso la


estaba hiriendo de nuevo. —Una alma mas que se atravesó en su camino
para llegar a mis tierras.
—Lo siento, Margaret.
Margaret apretó la fuerza de sus brazos alrededor de Amery.
—Ganaremos, Margaret. Me encargaré de eso.
Ella se echó a reír, pero no había humor ahí.
—¿Ganar que? Vuestra vida? Mi libertad? En realidad no se como.
—Iremos con el rey y le diremos acerca de las tretas de Ralf.
Margaret suspiró.
—Ricardo se encuentra cautivo en Austria y no podría ayudarnos si así
lo quisiera, y me atrevo a decir que no lo haría. Ni el ni su padre querían a mi
señor.
—Ricardo no está en Austria.
Ella parpadeó.
—¿Como lo sabes?
—Es historia pasada.—Ella sonrió vagamente. —1998, ¿recuerdas? Sé
lo que va a pasar.
Margaret difícilmente podía creer lo que estaba escuchando. Claro, sus
palabras la impactaban, entonces tapó los oídos de Amery con sus manos
para no dejarlo escuchar.
—Estáis loco,—ella soltó. —No, no lo estoy. Mira, a que estamos, casi el
final de febrero? Ricardo estará en Nottingham casi al final de marzo. Eso me
da un mes para ponerme en forma y para que lleguemos a un buen plan y así
obtener su ayuda.
Margaret estaba segura de que sus ojos estaban a punto de caérsele
de su cabeza.
—Ricardo está en Austria,—ella repitió. —Capturado. Esperando, sin
duda para siempre, a que su rescate sea pagado.
Alex sacudió su mano no haciendo caso de sus palabras.
—De eso se están ocupando sus enemigos continentales. El total de su
rescate jamás será pago y Leopold estará tan solo feliz de estar por fuera de
esta confusión, pero a Ricardo no le importará por que está libre. Volverá a
Inglaterra para patearle el trasero a Juan, azotar a sus barones hasta que
vuelvan a estar en forma y para que a su vez vuelva a ser coronado en
Londres. Creo que eso pasa en Abril. Luego el va a volver a Francia y no
volverá a pisar piso Inglés jamás. Debemos llegar en marzo a Nottingham o
perderás la oportunidad de poner a Ralf fuera del juego por completo.
Margaret tan solo podía mirarlo con la boca abierta por completo. Ella
podía sentirla casi tocando su pecho. Aquí estaba hablando él, con palabras
dichas tan fácilmente que parecía que fuera su dueño.
Alex sonrió.
—Siempre me gustó la historia Inglesa. Hay bastantes cosas
interesantes que están por venir en los próximos años. Es un gran momento
para estar vivo.
Amery se quitó las manos de los oídos. Margaret estaba tentada a
usarlas para cubrir sus propios oídos.
—¿Cómo?,—ella dijo, su voz sonaba como si alguien la estuviera
agarrando por la garganta, —¿como, por todos los benditos santos, sabes
todo esto?
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Alex le frunció el ceño.


—¿Lo discutimos esta mañana, recuerdas? ¿El aro de hadas?
—¿Aprendiste todo esto de un aro de hadas?—ella le exigió.
—No, lo aprendí en el siglo veinte, lo que es ocho siglos en el futuro
más que el doce. De donde vengo, tu futuro ya pasó.
Margaret negó con la cabeza.
—Imposible.
El suspiró lamentablemente, como si estuviera tratando de enseñarle
algo tan simple que ella no había sido capaz de entender ni que él se lo
repitiera mil veces.
—Aunque sea créeme por esta vez, ¿si? Tenemos un mes para
prepararnos para conocer a Ricardo. Mantengamos las orejas listas para su
llegada y luego verás que estoy diciendo la verdad.
Bueno, había algo de lógica en eso. Ella le seguiría la corriente y luego
cuando viera que ella tenía la razón se regocijaría ante el.
—Ralf es nuestro único problema,—el continúo. —Tendremos que
mantenerlo esperando hasta que logremos que se encuentre con nosotros en
Nottingham.
—Y como planeas llevarlo allí?
—Le diremos que iremos a ver al rey para echarlo al agua.
—Echarlo al agua?
—Si, bueno, quiero decir que le diremos al rey todo lo que ha estado
haciendo Ralf, hasta el último y glorioso detalle. Nos haremos cargo de que
Ralf se entere que vamos a ver al rey y que haremos una contribución
sustanciosa a sus cofres y todo en nombre de ayudar al rey con sus guerras
francesas.
—Bueno, el soborno es algo que Ralf conoce bastante bien.
—Eso también pensé. Iremos solo tú y yo. George puede ir a
Brackwald, sacar a Edward del pozo y encontrarnos en cualquier lugar en
donde se encuentre el rey con su corte.
—Por supuesto,—dijo ella, de repente deseando que lo que estaba
diciendo Alex fuera verdad. Sería bastante bueno hacer que Ralf perdiera
toda esperanza de poseer sus tierras. —Quizás Ralf exigirá que el asunto sea
arreglado en el campo. Puedo encargarme de eso.
—Espera un momento. A que te refieres con, ‘sea arreglado en el
campo’?
—Ralf talvez quiera arreglar las cosas con lanzas. A menudo es hecho.
Alex frunció el ceño.
—No había pensado en eso.
—No hay que preocuparse. Puedo ganarle.
—¿Tu?—Alex se sentó derecho de repente, luego puso su mano en su
cabeza crispándosele el rostro. —No te vas a enfrentar a nadie con lanzas,—
dijo el apretando los dientes.
—Claro que si.
—No,—Alex dijo, reposando su cabeza cautelosamente contra el
espaldar de la silla. —Lo haré yo.
—No lo harás.
El la miró débilmente.
—Dije que lo haría y lo haré.
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Margaret apretó los labios, pero no dijo nada. El hombre estaba


obviamente aun sufriendo de alucinaciones febriles si creía que tendría una
lanza en un futuro próximo.
—Y tu prométeme que estarás fuera del campo, o te dejaré aquí.
—Ha,—ella dijo, luego resopló a sus esfuerzos por sentarse y verse
intimidante. —Como puedes sostener una lanza si ni siquiera puedes
mantenerte sentado derecho?
—Tengo un mes, estaré en forma entonces.
—Si eso significa que tendréis vuestra forma de combate, tengo mis
dudas.
—Lo haré yo.
Margaret tenía sus dudas, pero decidió que discutir con el era inútil.
Podía creer lo que quisiera, no le haría daño entrenar un poco, pero sería
estrictamente para su propio placer. Ralf sería derrotado, pero no por Alex,
ella se encargaría de eso ella misma.
Ella acompañó a Frances y a Amery a la puerta, luego volvió y ayudó a
Alex a volver a la cama sin protestar. Él gimió cuando su cabeza cayó en la
almohada, luego su cuerpo entero se puso débil, entonces Margaret colocó
rápidamente sus dedos contra su garganta. Su pulso estaba equilibrado y
fuerte, talvez dormir era lo único que necesitaba.
Ella dejó su habitación y se dirigió al gran salón. Primero se encargaría
de que Sir Walter se hubiera ido y luego pasaría el resto del día en las listas.
Si lo que Alex decía era verdad, y así lo esperaba, tenía muy poco tiempo
para afinar sus habilidades antes de ir con el rey. Sería su última oportunidad
de humillar por última vez a Ralf y así lograr ganar su libertad.
No me iré hasta que me digas que me vaya.
Las palabras que Alex había dicho en la mañana volvían a ella, y las
meditaba camino a las cocinas. Sonaban como si fueran las palabras de
alguien que estaba dispuesto a quedarse a su lado.
¿Pero como que?
Ella se deshizo de sus bobos pensamientos antes de que la distrajeran
aun más. El se había disculpado por no haber sido honesto con ella, y se dio
cuenta que ya lo había disculpado. La mayor parte. Era muy difícil
mantenerse con rabia de alguien que no estaba completamente cuerdo y que
creía completamente que había usado un aro de hadas para pasar de un
mundo a otro, talvez su cordura volvería con el tiempo.
Con esperanza ella no las perdería en el camino.
Aros de hada. Estupideces tipo Baldric el juglar!
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Capitulo 16

Alex se encontraba sentado profundamente en el banco de piedra y


contra la pared. No quería admitir que su pecho estaba subiendo y bajando
rápidamente, pero no tenía alternativa. Incluso después de una semana se le
hacía muy difícil seguir por más de media hora sin descansar. Que pena, se
sentía como si hubiera corrido una maratón. Él gimió. Quizás si corriera una
estaría en mejor forma que ahora. Que pena que nadie hubiera tenido la
decencia de advertirle que se encontraría en la Inglaterra medieval
contemplando la posibilidad de enfrentarse a un lord medieval con lanzas. De
ser así hubiera estado preparado.
—¿Milord?—una joven voz trinó. —¿Si pudiera serviros?
Alex abrió sus ojos y se encontró con su recién formado escudero de
pie y firme.
—Un cuerpo nuevo sería agradable
—¿Milord?
—Olvídalo, Joel. Pero me caería bien una taza de cerveza. ¿Es esto una
función de un escudero?
—¡Con gusto, mi señor!—Joel exclamó y correteó entusiasmado.
Alex sonrió con esa vista. Y bueno, Joel era un joven huérfano de las
cocinas que no sabía diferenciar un lado de la espada del otro. Era útil con un
cuchillo de mondar y muy jovial. Un hombre no podía pedir más de su
escudero. Joel no podría tener más de doce, pero parecía estar más que listo
para poder encargarse de la tarea de un hombre.
Hace una semana Margaret le había ofrecido a Joel y de una forma tan
rígida que parecía estar esperando a que él se riera de ella por eso. Alex
estaba mas que consiente de la renuencia de los nobles para enviarle
cualquiera de sus parientes. Considerando el entrenamiento a caballero que
Joel no recibiría como escudero de Alex, Alex sentía como si al final estuviera
ganando la mejor parte del trato.
—¡Su cerveza, milord!
Alex aceptó la taza con agradecimiento y se la tomó de un solo trago.
Estaba fría y espumosa, pero no había hecho nada para apaciguar su sed.
Seguro era el peso desconocido de la cota de malla. El que el hermano de
Margaret fuera de casi su misma estatura era el único golpe de suerte hasta
ahora. El inconveniente era, que ahora que la malla le servía, la tenía que
usar. Le dio un último pensamiento breve a las felices posibilidades del
vestido natal de Barbado, luego le devolvió la taza a Joel.
—¿Tendrá su espada de nuevo, milord? La tengo aquí.
A Joel se le dificultó pasarle la larga espada a Alex y la tomó con un
suspiro. Aun no estaba listo para volver a las listas pero Joel lo estaba
mirando con esa mirada de “mi héroe”. No podía decepcionar al muchacho.
Tomó la espada y esperó que el préstamo no le importara al anterior
señor de Falconberg. El padre de Margaret ya había tenido una buena porción
de batallas, si los rasguños y tilines en la lámina lo indicaban. Alex se
preguntó cuantos hombres había matado William, si se le había dificultado
hacerlo y si había deseado haber muerto en batalla en vez de en casa de
dolor.
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—¡Ah, milord, aquí esta Sir George para entrenar con vos!—la voz de
Joel sonaba muy emocionada a tal prospecto.
Alex miró al capitán de Margaret y supo que sus días de evitar al
hombre se habían acabado. Había estado aplazando a George por una
semana diciendo que estaría mejor preparado para contar su historia cuando
estuviera en mejor forma.
Sir George se detuvo ante el y colocó su espada con la punta hacia
abajo en el suelo. Se recostó contra el mango y miró a Alex con severidad.
—Creo que tenéis una historia que contarme.
—Okay,—Alex estuvo de acuerdo, levantándose lentamente. —Puedes
tenerla, si estas seguro en quererla.
—Aye, la quiero.
—Tal vez queramos cierta privacidad.
—Las listas están convenientemente vacías, como podéis ver.
Alex vio al último de los hombres dirigirse al gran salón. Demonios, ni
modo de utilizar —hay mucha gente—como excusa.
—Si, bueno, lo veo. Gracias.
Alex siguió a Sir George a las listas y se preparó para una hora o más
de puro tormento. Y eso ni siquiera comenzaba a describir cuan
incómodamente estaría respondiendo las preguntas del hombre. George era
bastante viejo según los estándares de la edad media, pero estaba
definitivamente en buena forma. No habría piedad de su parte.
—¿Donde nacisteis?
La pregunta, y la brillante espada, vinieron hacia el rápidamente sin
ser esperadas. Alex bloqueó el golpe y ofreció la mejor respuesta que podía
dar.
—Seattle.
—No conozco ese lugar
—Estoy seguro de que no, esta en un continente diferente.
La espada continuó abatiendo sin parar.
—¿No, me temo, en el mismo continente en el que están Rouen y
Aquitania?
—Exacto,—Alex dijo, bloqueando su loca embestida. —uno diferente.
George retiro su espada tan rápido que por poco cae de cara al fango
de marzo.
—¿Entonces por que no sabemos de él?
—No ha sido descubierto aún.—Alex hizo una mueca de dolor a la vez
que lo dijo, recordando muy bien el curso que había tomado la conversación
con Margaret.
—Entonces, ¿como sabéis de él?
—Porque,—Alex dijo, tomando un fuerte aliento, —soy de un siglo
diferente.
George parpadeo lentamente.
—El veinte,—Alex añadió.
Vio como George trataba de digerir eso, luego de cómo contaba
furtivamente con sus dedos. Alzó la mirada hacia Alex y parpadeó aún más.
—Bueno,—dijo finalmente. —Que novedad.
Alex solo podía asentir con la cabeza.
—¿Un nuevo continente también?
Alex volvió a asentir.
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—Y es bien grande.
—Mostradme.
—¿Mostrarte?
—Hazme un mapa.
Con dificultad Alex podía cree que George aun estaba ahí con el.
Bueno, talvez no era tan difícil de creer. George había vivido ya bastante
tiempo y seguramente ya había visto algunas cosas increíbles.
—Ok, un mapa,—Alex estuvo de acuerdo. El miró a su alrededor para
asegurarse que no habían moros en la costa, luego escogió el pedazo de
fango mas firme que pudo encontrar.
—Esta es Inglaterra,—dijo el, dibujando el mapa con su espada. —Aquí
esta el continente en donde están Francia y Normandía. Se extiende hacia el
este y se convierte en Rusia. Bueno, solía ser Rusia. De donde yo vengo, es
un mapa totalmente diferente; dividido en estados, pero no nos
preocuparemos por eso en este momento.
George gruñó, pero continuó escuchando atentamente a la clase de
geografía.
—Aquí está Africa y el Medio Oriente. Sabes acerca de Jerusalén y
Egipto, ¿cierto?
George asintió.
—Ok, esto es lo que hay de nuevo. Ese otro continente es llamado las
Ameritas, Norte y Sur.—Alex lo dibujó con varios trazos, esperando mantener
el Océano Atlántico tan grande como debería ser. Se dio por vencido tratando
de dibujar a Groenlandia. —A este lado esta Nueva York,—el excavó un
pequeño agujero, —y en el lado contrario esta Seattle.—Él clavó su espada
marcando el sitio del Space Needle, (restaurante famoso en Seattle) luego
miró hacia arriba al capitán de Margaret. —En un principio, de allá soy.
—Hmm,—George dijo, mirando pensativamente al mapa. —¿Y luego os
movisteis a esta Nueva York?
Alex emborronó las líneas del mapa con su bota, eliminando todo trazo
de lo que le había acabado de mostrarle al capitán de Margaret.
—Sí. Luego abandoné mi trabajo y me vine a vivir con mi hermana y su
esposo en Escocia.
—Y luego os encontrasteis en Inglaterra…
—Después de que estuviera cabalgando por la mañana,—Alex terminó
— luego deambulé a través de un tipo de portón en la propiedad de mi
cuñado. Un minuto estaba en Escocia y en el otro estaba en Inglaterra.
George se frotó la barbilla pensativamente.
—Algo extraño.
—No es ni la mitad de todo.
—Quiero escucharlo todo ahora.
Alex suspiró. Talvez esto funcionaría mejor de lo que había funcionado
con Margaret.
—Estaba en Escocia en el año 1998. Cuando me encontré en
Inglaterra, el año era 1194.
—1998, —George repitió.
—Te juro que es la verdad.
George lo consideró. Alex podía ver como el pensamiento rodaba en su
mente y pesaba todas las posibilidades. Él miró de cerca de Alex, y luego
consideró aun más. Alex esperaba que se viera honesto y brevemente jugó
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con la posibilidad de poner esa expresión facial que transmitiría eso, pero
tenía la sensación de que no lo ayudaría a su caso. O George le creería, o no.
George frunció el ceño.
—Entonces esta era la razón por la que estabais tan ansioso de iros.
Alex asintió cuidadosamente.
—Necesito ir a casa.
—Al año 1998.
—Sí.
—Pero no fuisteis capaz de abrir este portón.
—No.
—¿Por que no lo destrozaste? ¿Estaba bloqueado?
Alex suspiró.
—No es un portón como el de las murallas exteriores. Era un Aro de
Hadas.
La esquina de la oca de George se movió.
—Un Aro de Hadas.
—Si puedes creerlo.
George rió entre dientes, aunque se veía como si hubiera tratado de
esconderlo lo suficiente.
—Perdonadme, Alex, pero estáis comenzando a sonar como nuestro
buen juglar con sus duendes y trolls escondiéndose bajo flores y cosas así.
—¿Crees que no se esto? ¡Un Aro de Hadas, por todos los cielos! ¿Por
que no pude haber desaparecido en algo mas digno, como un círculo de
piedras?
Ahí si rió George.
—No tengo idea, muchacho. Me atrevo a decir que el destino tiene su
propia forma de bromear, más allá de lo que nuestras pobres mentes pueden
entender.
—Y no me estaba dirigiendo a Inglaterra,—Alex añadió frunciendo el
ceño. —Estaba planeando hacia Barbados.
—¿Barbados?
—Es una isla en una parte muy soleada del mundo. Todo mundo se
acuesta en la playa y bebe ron. Tengo el presentimiento de que las mujeres
no usan mucha ropa. Creo que también no llueve mucho.
George hecho un vistazo al cielo gris, luego miró a Alex.
—Siento que no hayas podido abrir ese portón,—dijo
comprensivamente.
—Tú y yo.
—¿Es en algún lado cerca en donde podamos aventurarnos a través de
él?
—Desafortunadamente ese portón está en la propiedad de mi cuñado.
—Bueno, según se dice Escocia es un lugar bastante extraño.
—Soy la prueba viviente de ello.
George sacudió la cabeza lentamente.
—Es una historia bastante fantástica.
Alex esperó.
George sacudió su cabeza una vez más y luego apenas rió.
—Siempre me pregunté cuanto duraría el mundo. La tierra ya sostiene
bastantes almas.
La plaga se encargaría de eso, pero Alex se abstuvo de decirlo.
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—Me gustaría saber como ha cambiado el mundo, si pudieras


complacerme.
Alex parpadeó.
—¿Me crees?
—¿No debería?
Alex rió de repente.
—Margaret cree que he perdido la cordura.
George encogió los hombros.
—Ella es la hija de su padre y cree en lo que puede tocar.
—¿Y tu no?
—Alex, muchacho,—George dijo, poniendo la mano en el hombro de
Alex, —Soy viejo. He sobrevivido a mi esposa y a cuatro de mis hijos. He visto
a tres reyes subir al poder, y vivido a través de hambruna y guerra. A este
punto de mi vida, puedo creer que cualquier cosa es posible.
—Bueno,—dijo Alex, aliviado por al fin ser tomado en serio, —Gracias.
—No hay de que muchacho.—dio un paso atrás y envainó su espada.
—Que dices si vamos a buscar algo de comer. Entrenaremos mas en la tarde
y quizás satisfagas mi curiosidad.
Alex vaciló, pero antes de que pudiera expresar su preocupación,
George ya había hablado.
—Soy viejo, —dijo de nuevo. —Es tan solo una curiosidad de viejo.—el
sonrió. —No tengo mas uso para noticias como esas.
Alex asintió y envainó su propia espada. Que le costaría actualizar a
George un poco? En realidad sería un placer hablar de casa un poco.
—¡Tomaré su espada por usted, mi señor!
Alex sostuvo a Joel justo antes de que lo hiriera en su entusiasmo.
—Un momento, niño. Aquí se queda.
—¡Pero estoy ansioso de serviros, mi señor!
—Y estas haciendo un buen trabajo. Aquí, toma el casco. Volveré
afuera mas tarde, así que mantenlas en el Gran Salón, ¿ok?
—Ok, mi señor,—Joel dijo, asintiendo vigorosamente. —¡Será un honor!
Alex entró al salón con George a tiempo de encontrar a los últimos de
los miembros de la casa reunidos alrededor del hogar para la ofrenda diaria
de Baldric. Alex se acercó por un lado y se detuvo a ver cual seria el tema.

De Brackwald se levanta tal hedor


Que ni ogro ni bestia puede soportar.
La tierra a su alrededor esta tan llena de agua de cloaca
y sobras de la mesa
que todas las criaturas deben sostener un manojo de hierbas
sobre sus narices
para alejar todas las enfermedades que atrae ese pútrido
hedor
que es suficiente para hacer desmayar a cualquier criatura
directamente en…

Ah, esto sería algo diferente. Una jugosa introducción gratuita al


tema favorito de Baldric. La audiencia se encontraba escuchando
absorto a la vez que el juglar se volvía más entusiasta y divagaba cada
vez más. Alex sacudió su cabeza y sintió apego por el anciano que vivía
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para hacer comentarios sobre Ralf y sus alrededores. En este lugar no


había ni un momento aburridor.
Alex buscó en la muchedumbre hasta que encontró a Margaret.
Estaba sentada en un banco con Amery en su regazo quien estaba
recostado contra su hombro mirando a Baldric con ojos bien abiertos,
chupando su dedo con gran vigor. Su otra mano estaba agarrada a su
trenza como si fuera signo de conservación de vida. Margaret tenía sus
brazos alrededor de él y su mandíbula estaba apoyada sobre su cabeza.
Frances estaba al lado de Margaret y levemente apoyada en ella.
Un aire protector surgió en Alex tan fuerte que casi lo llevo a
ponerse de rodillas. Ese pequeño grupo de almas era todo lo que él
había estado buscando en toda su vida. Y pensar que por poco les había
dado la espalda, y pensar que él había intentado darles la espalda y
volver a casa.
No, esto era su hogar, con sus desenredadas colgaduras en la
pared, el loco entretenimiento y sus bien prensados juncos bajo los pies.
Y su familia. Ahí al frente de él.
Por poco se volteó y volvió a las listas a practicar aún más con la
espada. Por esto si que valía la pena pelear y proteger.
Valía la pena pelear para mantenerlos.
Y mantenerlos lo haría, aún si significaba prometerle la luna a
Ricardo Corazón de León para lograrlo. Debía de haber alguna forma de
salvar a Margaret de Ralf y quedársela para el mismo. El dinero hablaba,
aún en el doceavo siglo y Alex lo haría para usarla a su favor.
Margaret se movió y luego lo vio. Un pequeño rastro de una
sonrisa tocó sus labios.
¿Alguna vez pensó que podía dejarla? Había estado loco.
Le sonrió de vuelta y se preguntó si lo que sentía era obvio. Le
había dicho antes que no se iría, y esa una promesa que estaba
dispuesto a cumplir.

El hedor llegó alto hasta cielo.


Así que el ogro arrugó su hocico,
Y sacó de su bolsillo un pedazo de trapo
Que olía fuertemente a esencia de rosas.

Entonces ahí si, las hadas y los ogros planearon


Deshacerse del hedor de la isla.
‘Mandad a Ralf a la guerra sin armadura,
Pues tan solo es una rata soplona!’

Hubo entonces un murmuro repentino que estaba de acuerdo


después de ese último verso, y Alex tuvo que darse vuelta antes de
perderlo. Algún día tendría que sentarse con Baldric para averiguar que
era exactamente lo que le había enseñado ese juglar sobre las ‘nuevas’
técnicas de rima. Aunque obviamente le había enseñado nuevas
palabras mientras estaban en eso.
Se devolvió a las listas, Joel saltando a sus pies como un pequeño
perrito. Mandar a Ralf a la guerra no era una mala idea, pues resolvería
una gran cantidad de sus problemas.
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El se asintió a si mismo. Era una buena solución y era Baldric al


que tenía que agradecer por la buena idea. Desde luego que Ricardo
podría utilizar hombres extra para su campaña en Francia, no es cierto?
Ralf era la opción perfecta.
Alex tan solo esperaba poder eludir que el fuera otra buena
opción. Jamás hubiera considerado esquivar el reclutamiento en
1998, pero “reclutamiento militar”era una cosa totalmente diferente en
1194.
Miró a su escudero que estaba parado a algunos pasos de el, listo
para servir.
—Encuéntrame una pareja, ¿quieres, Joel? Tengo trabajo que
hacer.
Tres semanas no era bastante tiempo. En realidad esperaba
poder lograrlo.
No quería pensar que pasaría si no podía
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Capitulo 17

Margaret se encontraba en la antecámara de su habitación y miraba


hacia las listas que se encontraban debajo suyo. Desde luego tenía una
docena de cosas que podría estar haciendo, pero de alguna forma aquí era
donde se encontraba ahora. Ya había parado de tratar de negar que estaba
ahí solo por que le daba la oportunidad de ver a Alex. Hubiera podido hacerlo
fácilmente desde las listas. Pero aquí el no sabía que lo miraba.
En este momento se encontraba recorriendo el perímetro de las listas
como cualquier mujer persiguiendo a una gallina. El lo llamaba hacer footing,
y decía que era muy bueno para la resistencia. Margaret lo había intentado
una vez mientras Alex se encontraba desayunando un día y no le había
gustado para nada. Sintió como si la espalda se le hubiera pegado a la
cabeza.
Obviamente Alex lo encontraba de alguna forma benéfico pues lo hacía
bastantes veces al día, corriendo hasta que caía del cansancio y Margaret no
le diría que parara. Verlo moverse con su larguirucha y suave zancada era un
placer que no se negaría muy pronto.
Claro, últimamente se le había dificultado verlo alrededor de tanta
gente. Había comenzado a hacer footing solo en un principio, ahora tenia una
impresionante cantidad de seguidores. Estaba Joel, claro, siguiendo los pasos
de su señor como un perrito muy obediente. Sir Henry había sido uno de los
primeros en unírsele a Alex en sus ejercicios y Margaret medio sospechaba
que el y Alex se empujaban mutuamente cuando ya estaban muy cansados
para no ver quien caía primero. Ella entendía eso y estaba complacida en
tomar nota de que Alex jamás era el primero en caer.
El resto de sus hombres se le unían al menos una vez al día y parecía
ser lo peor para la nueva forma de entrenamiento. Quizás era la manera de
entrenar en Escocia, después de todo se decía que era una gran extensión
solitaria con distancias muy largas para viajar entre asentamientos. Quizás
corrían para soportar esas distancias.
O quizás lo había aprendido en 1998, de ese increíble lugar que había
dicho que venía.
—Imposible,—dijo resoplando. —Tontas imaginaciones.
El grupo paró menos Alex y Sir Henry. Margaret los vio seguir corriendo
alrededor de las listas unas doce veces mas antes de que Sir Henry tropezara
y luego cayera encorvándose y poniendo sus manos sobre sus muslos.
Margaret pensó poder escucharlo jadear desde donde estaba. Alex corrió
suavemente hacia la pared en donde Joel había caído anteriormente, lo
levantó y se dirigieron hacia el pozo.
Margaret se retiró de la ventana, ahora vendría una rigurosa sesión de
lucha con espada. Luego vendría un poco de comida, un pequeño descanso,
luego la tarde en con el estafermo; ese muñeco giratorio, con un escudo en
la mano izquierda y una correa con bolas o saquillos de arena en la derecha.
Margaret no podía criticar las ganas de Alex de triunfar, en menos de un mes
había pasado de ser alguien que si acaso podía bajar las escaleras sin
descansar un momento a un guerrero que igualaba la determinación y
resistencia de ella misma.
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Su destreza había venido a la vez, tenía un don para eso. Algunos


hombres no lo tenían, y les tomaba años perfeccionar esta arte. Alex
manejaba la espada de su padre como si hubiera sido hecha solamente para
su mano. Era intrépido en la justa y no tenía piedad con la espada. Tenía que
admitir, de mala gana, que era casi su igual.
Aunque claro que nunca le diría eso. Para cuando ya había
desayunado, y convencido a Amery que las listas no eran lugar para el, y
haber escuchado un pequeño verso de su juglar, los hombres ya estaban de
nuevo entrenando. Margaret cruzó el campo hacía donde Alex y George se
encontraban luchando como si fueran enemigos jurados, cruzó sus brazos
sobre su pecho y los observó críticamente.
Era casi bastante hermoso como para mirar, Alex se movía con cierta
gracia letal, su espada brillando el la pálida luz solar de la primavera.
Margaret vio sus ojos dentro del yelmo, había cierto cálculo en ellos,
buscaban el primer indicio de debilidad. Cuando vino, el se movió sin piedad,
eludiendo y clavando, haciendo retroceder a George. Luego vino el momento
de gloria cuando la espada de George salió volando y Alex levantó la cabeza
y se echó a reír.
Margaret creyó que se desmayaría en ese momento y lugar.
Era todo lo que podía hacer para no correr hacía el y besarlo en la boca
apasionadamente. Se acordaba perfectamente como se sentía, y la
necesidad de hacerlo era casi abrumadora. Casi se decidió a hacer
justamente eso cuando Sir George se quitó el yelmo.
—¡Ellos no hacen eso!—el gritó sofocadamente.
—Ah, pero ellos si lo hacen,—dijo Alex quitándose su yelmo.
—¡Pero tan increíbles sumas!
—Obsceno, ¿no es verdad?
—Por todos los santos,—dijo George sacudiendo su cabeza. —Casi
puedo creer esto.
Margaret carraspeó. El par se volteó a mirarla, moviéndose como si
fueran dos muchachos culpables atrapados con las manos en la masa.
—Margaret,—dijo Alex retorciéndose.
—¿Quien son ellos, y que hacen?—ella exigió.
—Eh… bueno…—Alex anduvo con rodeos.
—Estábamos discutiendo las costumbres de donde el, ah... —Sir
George volteó su mirada hacia Alex con una expresión patéticamente
indefensa.
—Donde yo nací,—Alex terminó. —Tienen costumbres muy extrañas.
—En Seattle,—dijo ella, la palabra sonaba extraña en su lengua.
—Cierto,—dijo Alex. —Seattle.
Margaret frunció el ceño. Era increíble como un momento podía desear
tanto a ese hombre y querer estrangularlo en el otro. Tan solo podía gruñir
como respuesta.
—Los muchachos,—George se atrevió, —hacen bastante dinero
jugando, si podéis imaginarlo.
—¿Juegos?,—ella repitió.
—Si, juegos que son típicos del área de Seattle y sus alrededores,—
George dijo, suavizando el tema. —Con bolas de distintos colores y formas.
Bastante interesante.
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Bueno, ambos habían perdido la cordura. No había otra explicación.


Alex había atrapado a George con su historia, y ambos estaban revolcándose
en ella.
Margaret puso los ojos en blanco y se retiró. Hombres, juegos. De
alguna forma parecían ir de la mano.
Los dejó parloteando con nuevo vigor sobre algo que Alex decía sobre
alguna estúpida ceremonia acerca de los empates en la NBA. Tan solo los
santos sabía que clase de sacrificios el ritual entablaba. De seguro varios
animales perdían la vida en el proceso.
Margaret buscó en las listas a alguien con quien pudiera descargar la
frustración repentina que la acogía. Que le importaba a ella si Alex engañaba
a George con sus tontas historias? No quería saber nada más de Seattle, o
escuchar su palabrería sobre juegos que los hombres jugaban. Lo que ella le
quería escuchar decir era hablar sobre como ganarle a Ralf. Y qué acerca de
lo que había dicho sobre Ricardo viniendo al norte? Ya se estaba acabando el
mes de Marzo, si Ricardo debía de visitar Nottingham, lo estaría haciendo
pronto, pero hasta ahora lo único que había escuchado eran tan solo
rumores.
Había una parte de ella que sinceramente esperaba que Alex estuviera
diciendo la verdad. Abogando su caso ante el rey seguramente resolvería sus
problemas.
Bueno, ni caso preocuparse ahora. Necesitaba entrenarse en lo que se
encontró haciendo en el momento, tenía una lanza en su mano y Ralf en el
final del campo.
—Sir Henry,—ella llamó, diciéndole con la mano que se acercara. —
Dadme gusto.
Henry desechó su compañero actual y caminó hacia ella.
Inmediatamente los otros hombres abandonaron sus puestos y se acercaron
a mirar. Margaret los ignoró, estaba acostumbrada a este tipo de atención.
Quizás los hombres no la miraran por ser mujer pero ciertamente mirarían el
manejo de su espada.
Entonces les dio algo que mirar. Henry no era su igual, algo que estaba
dispuesta a probar. Jugó con el al principio, dejándolo cansar. Cuando vio que
sus cortadas ya estaban comenzando a fallar, ella comenzó a hacer algo más
que esquivar sus golpes.
Concientemente luchó por poner a un lado todo lo que sabía de los
hábitos de Henry. Se hizo olvidar con que mano era mejor y a que lado se
dirigía cuando quería engañar al oponente. Tomó cada uno de sus
movimientos con cierta frescura, buscando señales de debilidad.
Margaret le golpeo por la izquierda, solo para ver que haría, no había
señal de vacilación, así que disminuyó su ataque, y de repente comenzó a
atacar por la derecha. El se tropezó, cayendo fuertemente en una pierna. El
publico murmuró pero ella no les prestó atención, no aceptaría ningún vitoreo
hasta no haber vencido a Henry totalmente.
Trabajó bastante con su lado derecho, y luego lo retuvo, jugando con
el con su izquierda hasta que recuperara el aliento. Luego se concentró en su
izquierda, decidiendo que esta vez la victoria podría ser más dulce si lo
cansara hasta el no poder más.
SAGAS Y SERIES

Le tomó bastante tiempo, Henry era un muy buen caballero y había


sido muy bien entrenado por Sir George, su padre y su hermano mayor. Pero
el simplemente no era, cuando todo era dicho y hecho, su igual.
Se tropezó hacia atrás de repente y cayó en el estiércol. Margaret lo
siguió, sin quererlo para mostrarle un poco de piedad, pues desde luego
arruinaría su reputación.
—Paz,—Henry jadeo, acostado en el barro. —Me doy por vencido.
Margaret se quitó el casco y se retiró la parte de malla de su cabeza.
—Bien hecho, Sir Henry. Desde luego, por poco me ha ganado. Es algo
por lo que debe estar orgulloso.
Le estiró su mano para ayudarlo a levantarse. A pesar de todo lo
despiadada que podía ser, no podía dejar a un lado los buenos modales, o
mejor, la caballería.
Recibió elogios de los hombres a su alrededor, asintiendo de forma
majestuosa. No había razón para pretender que tales palabras no la
complacían. Elogios, desde luego, eran suficiente para satisfacerla, pero sin
embargo era glorioso ser reconocida como una grandiosa guerrera por
hombres que se juzgaban así mismos con tales medidas.
El gran grupo se separó y hubieron muchos golpes en las costillas de
Sir Henry por parte de sus amigos. Margaret no los siguió desde el campo, y
desde luego que no participó en sus chistes. Estas eran unas de las cosas en
las que siempre estaba por debajo, y en las cuales siempre estaría como tal.
El grupo se dispersó, y ella permaneció sola en el campo.
Excepto por Alex.
La estaba mirando fijamente con una pequeña sonrisa en los labios lo
cual la enfureció de inmediato.
—¿Qué?—exigió.
Negó con su cabeza sonriendo.
—Nada, solo estoy impresionado.
—Como bien deberíais.
El rió.
—Margaret en toda mi vida, jamás había conocido una mujer como tú.
—Harumph.—dijo, insegura de lo que quería decir. —Entonces os tengo
pena.—añadió.
—Como bien deberías.—Dijo con una gran sonrisa. —Hasta este
momento, mi vida ha sido bastante aburrida.
Margaret lo observó observándola y se sintió más incómoda de lo que
se había sentido en días.
—¿Por que me veis de ese modo?—le exigió, meneando su espada. —
Dejad de hacerlo, pues no me gusta.
—Entonces ¿que te parecería ir a caminar en el techo? Las nubes se
están esparciendo y podrá ser una vista agradable.
Ella sintió como sus ojos se estrechaban. ¿Una caminata en el techo?
Se a lo que conlleva eso si estoy contigo, Alex de Seattle.—y el tan solo
pensar en eso la hacía sonrojarse. Si, ella sabía muy bien que libertades se
tomaría el si lograba levantarla de sus pies y ponerla en sus brazos..
Y maldecía a su traicionera voluntad si no encontraba a tal idea
irresistible.
—¡Mi señora, mi señora! ¡Mi señora Margaret!
SAGAS Y SERIES

Margaret retiró sus ojos de Alex y los puso sobre la figura de Timothy
que se encontraba corriendo a través del campo, meneando un pedazo de
pergamino sobre su cabeza. Se tropezó al frente suyo y le entregó el
pergamino.
—Fue un mensajero de Lord Odo de Tickhill. Estará organizando un
torneo en una semana!
Margaret miró a Alex rápidamente.
—Estas son noticias prometedoras.
—¡Y se dice que el rey mismo atenderá!—Timothy agregó.
Alex tan solo sonrió.
—Te lo dije.
Margaret frunció el ceño.
—Tickhill es un largo trecho al norte de Nottingham. ¿Por que habría
Ricardo, asumiendo que ha vuelto a Inglaterra, de ir hacia allá si su meta es
Nottingham?
Alex encogió los hombros.
—Tal vez necesita pasarla bien por unos días, visitar a sus súbditos,
romper algunas lanzas. Apurémonos con esa nota para Ralf. Veamos quien
llega primero a Tickhill.
Margaret le dio el pergamino a Alex para que lo leyera primero.
—Bien hecho, Timothy. Tendré otra misiva lista para enviar en una
hora.
—Timothy salió corriendo y ella se volteo para ver a Alex.
—Habéis predecido esto muy bien.
Alex le devolvió la nota.
—Creo que debo ir a practicar con el estafermo por unas cuantas
horas, luego trabajar con algunos oponentes que Essen vivos. Si Ralf quiere
arreglar esto al frente del rey, lo haremos en el campo.
—¿Vos?—ella jadeó.
—Claro que yo,—el dijo, mirándola de un modo que la retaba a
contradecirlo.
Y así lo hizo, pues desde luego estaba en lo correcto.
—Yo seré la que pelee con él.
—No, no lo harás.
—Si, desde luego que si.
—Esto es algo de hombres, Margaret. Me ocuparé de eso.
—¡No sois ni siquiera un caballero!
—¿Y tu si?
Ella apretó los dientes, pero no tenía una réplica ante eso.
—Mi padre era un caballero. Dijo al final.
—Lo sé, pero eso no significa nada para ti, o si? Además, hay más en
un caballero que un par de espuelas, las cuales conoces muy bien.
Tampoco podía negar eso. Se apretó el labio y buscó otra forma de
probarle que no estaba preparado totalmente para enfrentarse a Ralf con
lanzas, especialmente si era la vida de ella que estaba en riesgo.
—No estáis listo.—ella indicó finalmente.
—Estoy lo suficientemente listo.
—¡Es mi tierra!
—Y Ralf y yo la queremos,—dijo, —pero Ralf no la obtendrá.
SAGAS Y SERIES

Margaret comenzó a responderle, luego se dio cuenta de lo que había


dicho. Y sintió venir una cierta frialdad sobre ella, como si el viento hubiera
venido desde el norte y de repente la hubiera empujado a través del patio.
No podía creer lo que había escuchado.
—¿Vos queréis mis tierras?—preguntó pasmada.
Negó con la cabeza.
—No en la manera que piensas.
—Entonces quieres…
—A ti,—dijo, sonando exasperado. —¿Esta bien? Te quiero a ti, y si eso
significa, que tengo que tener tu tierra para tenerte a ti, entonces eso es lo
que tendré. Y estaré maldito si Ralf te va a alejar de mi cuando existe una
oportunidad para que pueda detenerlo.
—Me querréis a mi,—ella repitió, lo mas cercano a estar sin palabras
de lo que jamás había estado.
—Solo me importan tus tierras por que son tuyas. Y seguirán siendo
tuyas si Ralf tiene que ser acabado para que eso pase.
El la quería a ella. A el solo le importaban sus tierras por que eran de
ella. Casi no podía aguantarlo. El sentimiento que le recorría todo el cuerpo
era intensamente placentero. No quería disfrutarlo, pero de alguna forma no
podía detenerse; había jurado que se quedaría a su lado, pero esto era
mucho más que tan solo ‘quedarse’. Para bien o para mal, el la quería, y el
tan solo pensar en eso la hacía sentirse mareada. Lo miró y sintió ternura en
todo su cuerpo, una ternura de la cual estaba segura, nada podía disipar.
—Tráeme una lanza Margaret, tengo mucho que hacer esta tarde.
Margaret sintió el brillo disiparse un poquito, pero lo ignoró. Tal vez
estaba tan aturdido por las emociones del momento que no estaba pensando
claramente. De seguro el quería seguir hablando de lo mucho que el la
quería.
—Anda,—dijo, haciendo gestos con la mano para que se fuera. —
Necesito la lanza ahora, no ayer.
Ah, el brillo definitivamente se estaba disipando. Margaret le frunció el
ceño.
—¿Lanza?—ella repitió.
—Si,—dijo, parecía mas exasperado que amoroso, —es lo que todavía
necesito. La necesitaba hace cinco minutos.
—Puedo luchar por mi misma.
—No.
—Estoy más que cualificada
—Olvídalo. Ve por una lanza.
El brillo se había ido. Margaret miró al asustadamente hermoso
hombre ante ella y se preguntó que locura temporal la había llevado a pensar
que el la quisiera fuera algo bueno.
—No iré a buscarte una lanza.
—Si, si lo harás, luego irás adentro y pararás de distraerme. No puedo
trabajar cuando estas cerca.
Ella habría tenido una réplica cáustica para eso si el no hubiera
extendido su mano por su cabeza y luego por su trenza.
—Una hermosa distracción,—dijo brevemente, —pero todavía una
distracción.
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Maldito aquel hombre si no decía las cosas más locas en el peor


momento. Ella se deshizo de aquellos indicios de placer que volvían.
—No me harás cambiar mis propósitos con esas tiernas… —se aclaró la
garganta y buscó su inteligencia, —Me refiero a esas ridículas palabras. No
necesitáis una lanza por que yo planeo hacer esta hazaña yo misma. Le he
ganado a Ralf en el pasado, y lo haré de nuevo poniendo un fin a esta
estupidez.
—No, no lo harás.—Alex repitió, viéndose más terco que cualquier otra
persona que ella hubiera conocido.
Tenía que admirar esa cualidad pues consideraba una de las mejores
de ella, pero la muestra de aquello en el le servía poco para ayudarla en el
momento. Lo apuntó con su espada.
—Pelearé con el.
El sacó su propia espada.
—No, lo haré yo.
—Veremos quien tiene el placer,—dijo ella, enviándole su fruncido de
ceño mas intimidatorio que tenía y volviendo a ponerse el yelmo sobre su
cabeza, tomando una posición de pelea. —Os ganaré aquí y os demostraré
que enfrentaros a Ralf será inútil.
—¿Inútil?—Alex jadeó. —Bueno, pues muchas gracias por tanta
confianza en mi!
—Confianza en… —la respuesta no vino pero el ataque de Alex si.
Margaret retrocedió instintivamente. Era su táctica favorita, una que usaba y
usaba consecutivamente. Era la forma perfecta en la que un hombre
mostraba cuales eran sus intenciones, así era que le había ganado a mas de
un cabeza hueca impulsivo. Generalmente rebelaban sus intenciones en poco
tiempo y luego ya era cuestión de segundos para que ella se aprovechara de
aquellas debilidades que acababa de mostrar su contrincante.
Sin previo aviso, Alex recuperó el control de si mismo. La rodeó,
probando las limitaciones de ella, lo podía sentir y la enfurecía hasta llegar a
perder su temperamento. Utilizando su propia táctica en contra suya! Era
más de lo que podía tolerar.
Y entonces el comenzó a jugar con ella. Vio la idea surgir en su cerebro
pues se veía claramente en sus endemoniados ojos. Pronto una sonrisa
apareció en sus labios, la cual ella quería borrar, pero ella sabía que el debía
estar esperando cosas por el estilo, así que decidió no hacerlo.
La rebajó salvajemente, como si buscara tomarla por sorpresa. Ella
golpeo su espada contra la de el, sintiendo el chocar de las hojas en todo su
cuerpo. Lo mantuvo a raya, su espada contra la de el, y su sonrisa se
agrandó mas.
—No esta mal para ser una mujer.
—¿Mujer? —Ella jadeó. —¡¡¡Canalla arrogante!!!
—Arrogante y bueno, admítelo.
—No admitiré nada,—Dijo empujándolo fuertemente hacia atrás.
Afligida, si acaso lo movió un poco, y fue forzada a retroceder para
evadirlo.
Y entonces fue que se dio cuenta de cómo el de verdad tenía planeado
ganarle. Aquí no había un incivilizado bárbaro tratando de hacerla trizas, aquí
no había un brutal mercenario que no tenia la menor consideración con su
enemigo y lo acababa con puro poder en vez de fineza. Aquí había un
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hombre que manipulaba su espada con habilidad y gracia, que utilizaba su


ingenio para anticipar sus movimientos, para atraerla, para hacerla revelar
más de sus estrategias de lo que quería.
Fue entonces que un calor que no tenía nada que ver con esfuerzo
comenzó a esparcirse por todo su cuerpo.
Cada vez que sus espadas colisionaban, sentía una sacudida a través
de ella que no tenía nada que ver con metal sobre metal. Cada vez que el
eludía su embiste o la esquivaba, sentía un pequeño placer dentro de ella.
Había juzgado mal a este hombre. Era su igual, en inteligencia e ingenio. Y la
quería a ella.
Por los santos, casi era suficiente como para hacerla caer de rodillas.
Sus espadas colisionaron con un fuerte estruendo. Antes de que supiera lo
que el planeaba, había sujetado el brazo con que manejaba la espada. Lanzó
su espada, luego le quitó la suya de sus dedos, se quitó su yelmo y tiró hacia
atrás la cofia de malla. Margaret se encontró haciendo lo mismo con idéntica
urgencia.
Sus ojos pálidos brillaban con una casi salvaje intensidad. Margaret
sintió que sus rodillas se ponían bastante débiles. Alex la cogió y la atrajo a si
mismo. Margaret atrapó sus hombros cubiertos de malla para evitar caerse al
piso.
—Alex.
—Tan solo te quiero a ti,—el gruñó, luego capturo su boca con la suya.
No, ella pensó. Pero el pensamiento e fue antes de que pudiera llegar a
sus labios.
No estaba lista para confiarle su destino, y aun mas de creer en sus
tontas historias de círculos de hadas, pero cielo santo, estaba mas que lista
para esto! El asaltó su boca sin piedad, dándole la única opción de sostenerse
a el con mas fuerza o si no arriesgaría caerse al piso. Su cabeza daba vueltas.
Su cuerpo temblaba. Sentía como si le hubieran prendido fuego. Luego el
levantó su cabeza y la miró hacia abajo intensamente.
—Lucharé con el.
Estaba demasiado atónita como para pelear con el. Lo haría mas tarde,
cuando hubiera recuperado el aliento.
Pero había otras cosas además de respirar que necesitaban más de su
atención.
—La misiva para Tickhill,—le recordó. —Después.—dijo el, besándola
de nuevo. —Edward—Logró decir ella cuando el levantó la cabeza para tomar
una gran bocanada de aire.
—Esperará,—Alex dijo, —pero yo no. Vuelve aquí.
Bueno, esas cosas eran apenas el comienzo de lo que tenía que
ocuparse pronto. Tenían que hacer los preparativos para el viaje hacia Lord
Odo. George tenía que llevar a cabo el plan para liberar a Edward del
calabozo de Brackwald. Tener a Edward en Tickhill como testigo de seguro
convencería al rey de la traición de Ralf.
También tenía que escoger unos hombres para que se quedaran y
cuidaran del torreón, a la vez que poner guardianes tanto como para Amery
como para Baldric. Amery era demasiado joven como para viajar con ellos.
Que Dios se apiadara de los tapices de Lord Odo si Baldric venía al torneo.
La mano de Alex se aseguró aun mas en su cabello y el levantó su
cabeza aun mas para invadir su boca completamente.
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—Ponme atención a mi,—el le ordenó, justo antes de comenzar a


atacar de nuevo.
Margaret puso a un lado sus dudas y preocupaciones, eran cosas que
se podían hacer en uno o dos minutos. Había estado ansiando a Alex por
días. Ni siquiera el rey la distraería de tener su porción deseada de el.
Santos misericordiosos, el hombre si que sabia besar!
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Capitulo 18

Sus nalgas habían desaparecido. Bueno talvez seguían ahí. Pero se


habían quedado 'en fuego' un rato, habían pasado lentamente y por largo
rato por 'entumecido', y ahora estaban descansando en 'ya no están ahí del
todo'. Alex no se atrevía a frotarse para ver si sus sospechas eran ciertas.
Probablemente soltaría las riendas y caería del caballo de cara en el sucio
camino. La única parte apetecible de dicho escenario era que entonces no
tendría que preocuparse más por su trasero faltante por que su cara estaría
rota y cada pedazo de su cuerpo gritaría fuertemente.
Estaba considerando seriamente los meritos de dicha caída cuando
Margaret se acerco.
—Detente, Beast,—Alex le rogó a la vez que su caballo se detuvo
abruptamente al lado del de ella. —Oh, desearía que tu nombre fuera Range
Rover,—el gimió.
—Justo en esa subida—Margaret dijo, señalando adelante. —Hemos
hecho buen tiempo, a pesar de todo.
Todo incluía Amery, Frances, Joel y Baldric. Alex había querido dejarlos
en casa, pero las protestas habían sido ensordecedoras. Baldric había
terminando siendo un pésimo jinete y Frances y Amery parecían no tener
ningún problema en agarrarse a varias partes de la misma montura a la vez
que se chocaban junto al paso furioso de Margaret. Joel estaba atado al lomo
de un caballo con todo el equipo de Margaret y Alex. Margaret había ofrecido
graciosamente su lanza y escudo como extras, hubiera Alex de necesitarlas.
Alex se había puesto inmediatamente sospechoso. Aunque había
prometido sentarse a gusto en las gradas, tenía la sensación de que no
debería creerle.
Estaban rodeados por todos caballeros que creyeron factibles. Alex
estaba seguro de que Ralf no se quedaría en casa cuando se enterara de que
iban a delatarlo con el rey.
Alex también sospechaba que a Ralf se le podía pasar por la cabeza
algo así como de robo. Tan solo podía esperar que no fueran emboscados
mientras viajaban. Margaret había puesto un paso agotador, y Alex creía que
Ralf no los alcanzaría de todas formas.
Al lado suyo, Margaret se retiró la cofia de malla de su rostro, luego lo
miró y sonrió tristemente. —Debéis tomar el mando ahora, aunque mucho
me irrite dejaros.
—Si alguna vez me das un cumplido, tal vez caiga muerto del shock,—
dijo secamente. —Así que nunca lo hagas. En verdad. No creo poder
soportarlo.
Ella le frunció el ceño.
—No puedo cabalgar como Margaret, o me pondrán en un tonto solar
con todas las damas de Tickhill y me volveré loca.
—Entonces ¿como,—preguntó con cautela,—pretendes revelar quien
eres? ¿Posarás como mi escudero?
Ella alzó los hombros.
—Me meteré en las listas.
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—Obviamente no. Prometiste ver desde las gradas. En un vestido, para


que así sepa que no estas tramando algo.—Estiró el brazo y volvió a ponerle
la cofia. —Lo juraste, Margaret, por la espada de tu padre.
—Me sacaron la promesa cuando no me estaba sintiendo yo misma.
Si que sabía eso. Le había tomado una buena hora de besos para
lograr que aceptara sus condiciones. Pero había aceptado, y no la dejaría
salirse con la suya. Tenía planeado encargarse solo de Ralf.
Le sacó la trenza de la capa y se la dejó caer por la espalda.
—Una promesa es una promesa.
—Ah, maldito seáis,—dijo, pero suspiró. —Como queráis, Alex.
Banderas rojas se vieron por todo el lugar. Se había dado por vencida
muy fácil, y tenía la sensación que tenía algo por ahí planeado. Bueno,
Tendría que encargarse de ello cuando llegase el momento. Ahora tenía que
encargarse de entrar al torneo cuando no tenía espuelas, ni dinero, y una
espada prestada.
No se veía bonito desde donde estaba sentado.
—Entonces vamos,—ella dijo. —También deba de resignarme a varios
días de pura miseria. La esposa de Odo si que es desagradable.
—Entonces intentemos hacer la estadía la mas rápida posible.
Les tomó otra hora llegar al castillo de Tickhill. El torreón era más
grande que el de Margaret y gozaba de una muralla interior y una exterior.
Hasta desde lejos, se podía ver que habían muchos hombres trabajando. Alex
sintió que se relajaba, solo para darse cuenta lo tenso que había estado. Si la
ráfaga de actividad indicaba algo, el lord Odo en verdad había tenido éxito en
hacer venir al rey Ricardo un poco hacia el norte.
Y por que no? Ricardo acababa de ejercer sus poderes reales al
destrozar una pequeña rebelión en Nottingham. Estaba probablemente de un
humor excelente y pensó que sería algo divertido pasar el fin de semana para
contar sus victorias en el norte. Margaret había dicho que Lord Odo era un
partidario incondicional del rey. Con todo el desorden que había estado
causando Juan, a Ricardo no se le pasaría renovar unas cuantas alianzas
pasadas mientras estaba en el área.
Tan feliz como estaba Alex de la liberación del rey, estaba aun mas
feliz con el mismo de que Ricardo se hubiera tomado el tiempo para venir a
Tickhill. Hubiera perseguido al Corazón de León de vuelta a Londres si
hubiera sido necesario, pero el y su trasero no estaban deseando ese viaje.
El patio era pura actividad. Tuvieron que negociar su paso a través de
apresurados trabajadores y se detuvieron en frente del gran salón. Alex
desmontó, gruñendo a la vez que lo hacía. Sería afortunado si llegaba al
campo del torneo después de semejante tortura y castigo. Bueno, al menos
había bastante confusión en el área que tal vez lograría entrar al torneo. Con
un poco de suerte, Lord Odo estaría tan ocupado preocupándose por el rey
que no examinaría muy a fondo los participantes del torneo. Alex sospechaba
que su falta de espuelas sería un gran problema.
Margaret le jaló el brazo.
—Mirad allá.
Alex siguió hacia donde ella le asintió con la cabeza. Nada más y nada
menos que el que se recostaba contra el muro de uno de los edificios era Sir
Walter. Walter levantó su brazo en un saludo fingido.
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—Genial,—Alex murmuró. —De alguna forma dudo que Sir Walter este
viajando con Edward. Ralf tal vez ya este adentro, hablándole a cualquiera
que lo escuche.
—Sin duda,—ella estuvo de acuerdo. —Quizás debamos reparar el
daño mientras podamos.
Alex respondió el saludo de Sir Walter con una mirada de advertencia,
luego siguió a Margaret al salón.
—¡Sus caballeros asesinaron a mi gente!—Ralf estaba gritando.
Caminaba con furia en frente de la chimenea. —Destrucción de sembrados,
saqueos, masacre de animales! La mujer no parará a ningún… —Vio a
Margaret y cerró su boca de repente. —La muy atrevida,—el gruño.
Margaret caminó apresuradamente. Alex tuvo que trotar para seguir su
paso. Se detuvo al frente de un hombre que estaba reclinado en una silla al
lado del fuego. Sus ropas eran definitivamente mejores que las de Ralf, y no
tenía ni una pizca de migajas en su túnica. Alex de repente le gustó Odo de
Tickhill.
—Mi señor Tickhill,—Margaret dijo, inclinando su cabeza. —Mi entera
gratitud por la invitación al torneo.
Ralf se atragantó.
—No vais a dejarla…
Margaret le dio una mirada bastante fresca a su vecino.
—Sir Alexander, cabalgará por mi, desde luego. ¿Por que creeríais lo
contrario, mi señor?
Ralf gritó por la furia.
—Mirad como esta vestida.—se dirigió a Tickhill. —¡Miradla! ¡Vestida
como un hombre con ropas de batalla!
—Uno nunca sabe que desgracias le pueden pasar a un cuerpo
mientras viaja, o en casa.—Margaret dijo, dando un punto. —Creo que es mas
prudente protegerme de esta forma.
Lord Odo rió. Alex miró al hombre para verlo sonriéndole de manera
cariñosa a Margaret.
—Muy bien, hija mía. Lo pusisteis en su lugar.
—¡No hizo tal cosa!—Ralf gritó estruendosamente. Se adelantó hacia
Margaret, su cara de un color poco atractivo de rojo. —Vos, maldita perra.
Alex se encontró de repente, que su puño había hecho contacto con la
nariz de Ralf. Hubo un muy agradable crujido, y luego un bastante fragante
lord de Brackwald cayendo de manera indigna ante el hogar.
—Si quieres otro, no es mas decirlo,—Alex ofreció educadamente. —Tal
vez, quieras ir afuera para que no molestemos la paz y tranquilidad de Lord
Tickhill.
Ralf se puso de pie, sosteniéndose su nariz.
—Haré que me paguéis, Seattle, el gruñó, la sangre pasaba por sus
dedos. —¡Mirad si no lo hago!
—Hagamos planes, ¿quieres?—Alex dijo. —Te veré en el campo.
—Hecho.—Ralf le lanzó una mirada asesina y luego se fue de forma
abrupta del salón.
—Bueno, bueno.—Lord Odo rió. —Veo que habéis encontrado un
campeón, mi niña. ¿Quien es esta alma valiente?
—Alexander de Seattle.—dijo a regañadientes. —Esta decidido a ser mi
guardián.
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—He aquí un joven valiente.—Lord Odo dijo, —Habéis tomado una


severa tarea, amigo, le dije a su padre cuando nació que sería el doble de
problemática que sus muchachos. ¡Santos, cuando nació, podíais escucharla
gemir desde las listas!
Alex estaba listo para escuchar mas, pero estaba aun mas listo de
escucharlo sentado. Miró a su alrededor buscando otra silla. Estaban
brillando, barriendo y arreglando todo por todo el salón, pero Lord Odo
parecía no notarlo. Estaba sentado confortablemente en su silla, una isla de
tranquilidad en mitad de un fiero mar de preparaciones. Alex sinceramente
esperaba que Tickhill estuviera tan relajado sobre sus reglas del torneo como
lo estaba por una inminente llegada real.
—Me encantaría escuchar la historia completa,—Alex dijo,
preguntándose si podía tomar una o dos sillas de la mesa principal.
Odo movió la mano, y sillas fueron traídas inmediatamente. Margaret
se sentó con un fruncido. Alex se acomodó en su silla con un suspiro de
alivio.
—Ah, esto es muy bueno.—el dijo, seguro de que nunca se había
sentido mejor.
—No creais que sé donde está Seattle,—Odo dijo ofreciéndole una
copa de vino, —¿En el continente?
—Exacto.
—En la costa,—Margaret añadió. —Donde hablan muy poco francés y
entrenan a sus hombres a ser prepotentes incultos.
Alex le frunció el ceño.
—Acabo de defender tu honor, muchas gracias.
—Lo hubiera podido hacer a mi man…
—Si, de seguro.—Odo interrumpió, dándole una copa a Margaret.
Agradecedle al muchacho, Margaret, Y hacedlo ya. Ahora, ¿que es esta
tontería que escupió Brackwald en frente mío?
Mientras Margaret recontó en gloriosos detalles todos los crímenes de
Ralf, Alex se tomó el tiempo de saborear un muy delicioso vino. Tenía el
presentimiento que no tendría la oportunidad de relajarse por los próximos
días, gracias a la visita de Ricardo y a la futura humillación de Ralf en las
listas, así que sabía que debía descansar lo que mas pudiera.
Sin ninguna advertencia, la puerta del frente una mujer vino corriendo
por todo el corredor seguida de una docena de desgastadas mujeres. La
primera palabra que le llegó a la cabeza a Alex fue Chihuahua. Alex vio con
asombro como la mujer trotaba hacia la silla de Odo y comenzaba a cacarear.
Literalmente.
—¡Estáis bebiendo el vino caro!—Ella chilló. —Tenemos muy pocos
huevos, no se les puede atrapar a las anguilas, los bueyes han escapado de
los corrales, el trigo esta lleno de arena, y no he podido encontrar a ningún
bobo que este dispuesto a poner su vida en sus manos para cambiar los
juncos!
Odo tomó un gran sorbo de vino.
—¡Amenacé a los sirvientes con el látigo, aun así nadie quiere morir!
—Dejad los juncos Lydia,—dijo Odo, pasando el vino por su lengua y
cerrando los ojos para saborearlo.
—¿Que los deje? ¿Los deje? ¡Este es el rey, idiota!
SAGAS Y SERIES

—Si, y vendrá y acabará con mi despensa y mis cofres, luego se irá


felizmente. El fondo de sus botas puede soportar la suciedad de mis pisos
por un par de días.
Lydia la chihuahua lanzó sus brazos al aire, dio un pequeño grito
cuando vio a Margaret, luego se volteo y se apresuró a las cocinas, gritando
sus órdenes a la vez.
—Mi esposa,—Odo anunció, —siente que no estamos preparados para
Su Señoría. Yo, por otra parte, estoy dispuesto a beberme todo mi mejor vino
hasta que ya no haya mas.—El sonrió gustosamente. —¿Tal ves ustedes dos
quieran unirse?
Margaret negó con la cabeza.
—No necesito una cabeza nublada en la mañana. Es un día bastante
importante.
—Para ver como le gano a Ralf.—Alex terminó por ella. —¿No es eso lo
que ibas a decir?
Margaret le lanzó una mirada feroz. Alex dio golpecitos a la
empuñadura de su espada, la espada de su padre, significativamente.
Después de todo, había puesto sus manos allí, y le había prometido
comportarse.
—Maldito,—Ella murmuró.
Odo rió de corazón.
—Por los Santos, quisiera que William estuviera vivo para ver esto.
Margaret creo que habéis encontrado a tu igual en este muchacho.
—Ya veremos,—dijo con un ceño.
—Cierto,—Alex afirmó.—Te veremos sentada en las gradas con un
vestido, viéndome desmontar a Ralf.
Odo tan solo volvió a reír. Margaret se levantó y le inclinó la cabeza.
—Si mi señor me excusa, me encargaré de guardar nuestras cosas e
instalar nuestra gente.
Odo paró de reír abruptamente.
—¿Trajisteis a ese Juglar tuyo?
Ella sonrió dulcemente.
—Ah, si. Y estoy segura tiene mucho que decir sobre nuestro viaje
hasta aqui.
—Que los santos me ayuden,—dijo Odo temblando. —Tan solo
mantenedlo lejos de las tapicerías. ¡Lydia me ahorcará si destruye sus
costuras!
Margaret le lanzó una última Mirada sombría, y luego abandonó el gran
salón. Alex le sonrió a su anfitrión.
—Es una mujer maravillosa.
—Eso lo es, muchacho. Parece como si la hubierais domado.
Alex por poco se ahogó en su vino. —Bueno, eso aun esta por verse.
—Una pena que nunca la tendráis. Ricardo nunca la dejaría con un
mero caballero.
Alex suspiró a la vez que su conciencia lo apuñalaba profundamente
en su rápidamente recuperado trasero.
—Es peor que eso.
—¿Peor?
—Ni siquiera soy un caballero.
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—Pero vuestra espada y cota de malla… Seguramente los ganasteis


honorablemente.
Alex sonrió tristemente.
—Los tomé prestados del padre y hermano de Margaret.
Odo lo miró cuidadosamente. Alex hubiera deseado que su padre
hubiera venido también. Se hubiera llevado bastante bien con Odo y George
con sus estudiadas miradas.
—Utilizas vuestros puños bastante bien. ¿Me dices que no sabes
levantar una espada?
—Ah, puedo manejar una espada bastante bien. Aprendí como en
manos de un despiadado laird escocés. Y luché grandes batallas por el.
—Ah,—Odo dijo, —entonces, un mercenario.
—Si,—había algo de verdad en ello, por lo menos. Todos esos años de
piratería tenían que contar para algo.
—¿Podríais ganarle a Ralf?
—Eso espero.—Alex tomó una gran bocanada de aire. —Si no le
importara que entrara a su torneo.
Odo negó la cabeza con una sonrisa.
—Para nada, muchacho. Jamás he sido muy melindroso sobre quien
viene a jugar. La cruzada del Corazón de León nos robó bastantes jóvenes,
así que no es que haya bastantes de sobra para un buen juego. Si podéis
manipular una lanza, estáis más que bienvenido a participar.
—¿No crees que le importe al rey?
Odo encogió los hombros.
—Me atrevo a decir que lo pasaría de alto si dividierais tus ganancias
con él.
—¿Lo suficiente como para que deje pasar mi falta de espuelas en lo
que respecta a Margaret?
—Eso no os puedo garantizar.
—¿Entonces que tanto es en lo que respecta a chantaje?
Odo levantó sus manos con una risa.
—No soy yo al que le tenéis que preguntar. No quiero que piense que
tengo algo para poner en sus cofres. No tuvo problema alguno en vender
títulos antes de que se fuera para Tierra Santa. Se dice que hubiera vendido
a Londres si hubiera encontrado un comprador. Hasta podríais encontrarlo
pensando aun así.
—Entonces tendré que ganarle a todo el mundo.
—No venderá barato a Falconberg. Es una tierra bastante buena.
—Lo sé,—Alex dijo. —Mayor razón aun para que Ralf no llegue a ella.
Odo sonrió.
—Sonáis como si la quisieras para vos.
—La quiero, pero solo si viene con Margaret.
Odo se recostó y volvió a llenar la copa de Alex.
—Eres apasionado, os daré eso. Pero no se si será suficiente.
—Tendrá que serlo.
Odo levantó su propia copa.
—Entonces buena suerte a vos, Alexander. Me atrevo a decir que la
necesitarais.
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Y ese fue el inquietante comienzo al resto de un miserable día. A


Margaret solo la vio en la cena, y Ralf se estaba comportando tan mal que se
la pasó más sujetándola que hablándole.
La última vez que la alcanzó a verla brevemente fue cuando se dirigía
al solar de mujeres. Parecía como si la estuvieran llevando a la horca, y tenía
que compadecerse de ella. Juzgando por lo que había visto de las damas de
Odo, no sería una noche agradable.
Su cama consistía en un pedazo de piso que sería declarado no
habitable por cualquier departamento de salud. Tal vez era afortunado de
que no había pasado ninguna noche en Tickhill durante el curso normal de la
vida cuando las cosas eran menos limpias de las que eran ahora. Tan solo
rezaba para no morir por la suciedad antes de poder ganarle a Ralf en el
campo.
El rey debía de llegar al día siguiente, luego el torneo comenzaría en
el próximo. Alex cerró los ojos y se obligó para que se relajara. Necesitaba
dormir. Su futuro entero dependía en resultado de ese torneo, su futuro y el
de Margaret.
No fallaría.
No podía.
SAGAS Y SERIES

Capitulo 19

Margaret bajó por las escaleras, maldiciendo sus faldas pues


amenazaban con interponerse entre sus piernas y mandarla volando por las
escaleras hacia el gran salón. ¿Que idiota había decidido que los hombres
debían utilizar pantalones mientras las mujeres debían utilizar faldas? Tiene
que haber sido un hombre. Ninguna mujer hubiera decretado cosa tan
ridícula.
Se había preparado lo mejor posible la noche anterior. Había sido difícil
de lograr, dada la distracción que había sido el rey para el castillo. El y su
señora madre mas su séquito habían llegado entrada la tarde, mandando a
todo el hogar en total confusión. Mientras se daba el sustancioso
entretenimiento dado por la bienvenida ceremonial del rey, a Margaret se le
había hecho sencillo escabullir su equipo hasta los establos y esconderlo bajo
una pila de heno en establo de Beast, no se había atrevido a ponerlo junto a
su propia montura. Alex hubiera podido mirar, y eso no lo podía permitir. Sin
importar que tipo de promesa le hubiera hecho, la cual había sido bajo
coacción, después de todo, tenía totalmente planeado ganarle a Ralf con su
propia lanza.
Había pocas almas en la mesa. Obviamente el rey y Lord Odo ya se
había retirado a las listas, acompañado por veintenas de nobles devotos de
Ricardo quienes habían llegado para celebrar la libertad del rey. Margaret se
sentó en la mesa, asombrada no solo por la cantidad de comida que aun
había en la mesa, pero también por la gran cantidad de desorden dejado
atrás. No podía sino estar agradecida de que el rey seguramente nunca
pensaría que Falconberg valía la pena ser visitado. Santos, pero le tomaría
quince días volver el orden a su hogar después de tan solo una de sus
comidas!
Pero el desorden no era suyo para preocuparse, así que se concentró
en proveerse con sustento. Había muchas cosas dejadas atrás, y desayunó
con ganas. No se encontraría débil cuando el momento de la verdad llegara.
Ya estaba por dejar el salón cuando vio a Baldric recostado
indiferentemente contra una de las costuras de Lady Lydia. Se le acercó
inmediatamente.
—Buenos días a vosotros, buen señor. —Ella dijo, parándose al frente
suyo y cruzando los brazos sobre su pecho. —Pensaría que estabais en las
listas, recogiendo historias para vuestros versos.
Sus brazos estaban detrás de él. Margaret no tenía duda alguna de que
estaba tocando la tapicería de Lady Lydia.
—Um,—Baldric dijo, viendo a todos los lados menos a ella. —Está
haciendo un poco de frío afuera para estos viejos huesos.
Si claro, viejos huesos, pensó resoplando. Lo que estaba haciendo era
decidiendo si estas tapicerías valían su tiempo. Ella reconocía la mirada.
—Estoy segura de que ya no esta haciendo tanto frío,—Margaret dijo,
tomándolo del brazo y jalándolo. —Se trabajarán grandes hazañas el día de
hoy, Baldric. No querrás perdeos el comienzo de ellas.
—Pero…
También para esto se había preparado.
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—Tengo algo para que podáis ocupar vuestras manos.—Miró a sus


lados. No había nadie importante a su alrededor que pudiera ver lo que había
robado del solar de Lydia. —Mirad.—dijo ella, sacando un pedazo de bordado
en lino sin terminar. Lo levantó para que el pudiese ver que trabajo tan
complicado era. Sin importar que hubiera sido lanzado con descuido como si
no valiera la pena ponerlo en el salón. Sin duda alguna Baldric lo encontraría
tan valioso como si fuera un cofre lleno de oro.
Sus ojos se enfocaron inmediatamente en el y sus dedos se
contrajeron a la vez que el se alargaba para cogerlo.
Margaret se lo apartó.
—Me daréis una promesa primero.
La miró meticulosamente.
—¿Si?
—Debéis sentaros en la parte de atrás de las gradas y veáis que la
cubierta de mi cabeza este encima de un poste que pondré allí.
—¿Y donde estaréis vos?—El exigió.
—¿Donde creéis?—Ella preguntó exasperada. —¿Debéis saber todos
los detalles?
Baldric miró el pedazo de tela con ansias.
—Quizás no.
—Es suficiente con que cuidéis del poste y de que se quede en pie. —
Ella sostuvo la tela mas cerca. —Entendido?
No podía haberse visto más deseoso.
—Entendido.—dijo el asintiendo con la cabeza, luego alargando sus
manos codiciosas. —Aah,—dijo el, pasando los dedos por las puntadas. —Muy
bien.
—El poste,—ella le recordó. —La toca y el resto de las idiotas
coberturas de cabeza.
—Ah, si,—pero su mente ya no estaba pendiente de ella.
Margaret lo envió hacia las listas y se encargó de que se pusiera en las
graderías. Lo puso en la parte de atrás donde estaba segura estaría detrás de
todo el mundo.
Buscó a Alex. Estaba hablando seriamente con Lord Odo, sin duda
alguna poniendo en práctica su estrategia para entrar al torneo. Margaret
estaba de pie en público esperando a que la viera. La vio desde luego, y pudo
notar por su postura que se relajó cuando la vio que estaba vestida en ropas
de mujer. La saludó con la mano.
—Los hombres son idiotas,—dijo a la vez que sonreía alegremente y lo
saludaba de vuelta.
Continuó hablando con Lord Odo, y Margaret se largó de las graderías.
Ya podía escuchar a las mujeres que se acercaban del salón. Redondeó la
esquina del salón y por poco se chocó con nada menos que la viuda, Reina
Eleanor.
—¡Eek!—chilló Lady Lydia. —Es esa criatura, ya ha venido ha
arruinarnos la mañana!
Margaret se arrodilló ante la reina.
—Pido me disculpéis, Su Señoría.
Delgados, aunque sorprendentemente fuertes dedos la agarraron del
mentón y le levantaron la cabeza. Miró a Eleanor y rezó para que no fuera
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lanzada en el calabozo por su error. Solo los santos sabían como esto dañaría
sus planes.
—Vuestro nombre, niña.—la reina le ordenó.
—Margaret de Falconberg.—Margaret logró decir.
—Su Señoría,—Lydia cacareó. —No os preocupéis. Ella no es nadie…
Eleanor levantó su mano. Margaret alcanzo a ver la mirada de puro
odio que Lydia le envió y tragó saliva. Encontró los ojos de Eleanor. La reina
tan solo la estudió en silencio por un momento o dos en el cual Margaret
murió varias muertes de malestar. Por favor, no me detengáis, rogó
silenciosamente. Tenía que estar en las listas ese día.
—Una muchacha muy hermosa.—Eleanor de repente anunció.
Y con eso, soltó el mentón de Margaret, pasó por su lado y continuó su
camino. Margaret bajó su cabeza y luchó contra el deseo de tirarse a llorar
del alivio. Tan fuerte era el impulso que si acaso notó las horribles cosas que
decían las damas de Lydia cuando ya se había ido la reina.
Una vez había recuperado el aliento, saltó poniéndose de pie y corrió a
los establos. No había ni un alma aparte de un mozo de cuadra que estaba
parado cerca de las puertas, obviamente cuidando. Margaret le lanzó una
moneda.
—Alertadme si alguien viene.—ella le ordenó.
—Pero mi señora…—el mozo protestó.
Ella suspiró y le dio otra moneda.
—Y quedaos callado, ¿entendéis? Ya me he ganado bastantes
problemas.
El mozo alzó los hombros y apretó las monedas en su mano. Margaret
corrió al establo de Beast y con apuro se quitó el vestido y se puso su malla.
Sería más fácil con un escudero, pero lo había hecho por tanto tiempo que
logró hacerlo en poco tiempo.
Recogió su escudo, un par de lanzas y su poste, luego abandonó el
establo. Las cubiertas de su cabeza las sostuvo a un lado. Ensilló su propio
caballo, y luego lo sacó de los establos.
Los ojos del muchacho se agrandaron pero ella puso un dedo en sus
labios.
—Acordaos,—ella dijo.—No queréis conocer mi espada, ¿cierto?
Negó con la cabeza vigorosamente. Margaret escondió su sonrisa y
continuó su camino hacia las listas.
Frances y Amery se le habían unido a Baldric en las graderías.
Margaret le dio al juglar su poste y sus cosas de la cabeza.
—¡Pero mi señora!—Frances dijo horrorizada.
—Shh,—Margaret siseó. —Arruinarás mi plan. Cuidad de Amery y
ayuda a Baldric a sostener el poste derecho. Es bastante importante.
—Como queráis.—dijo Frances dubitativamente.
Margaret recogió su montura y equipo ye caminó hasta el final del
campo, sosteniendo su capa cerca de su rostro. Ni modo que la reconocieran
tan rápido.
Dobló sus brazos sobre su pecho y se puso a esperar. El momento de
retar a Ralf llegaría pronto, y entonces habría acabado con el de una vez por
todas.
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Y entonces, desde luego, tendría que ocuparse de la inevitable ira de


Alex, pero eso vendría luego. No podía darse el lujo de pensar en ello ahora.
Tan solo la distraería de su propósito.

Alex recostó su frente contra el cuello de Beast y tomó grandes


bocanadas de aire. Ay, hombre, alguien debió advertirle en lo que se estaba
metiendo. Un mes de entrenamiento no era suficiente para preparar a un
hombre para toda una mañana en las listas.
—Mi señor,—Joel dijo, jalando fuertemente de su manga. —aun tenéis
a otro contrincante. —¿Otro?—Alex resolló. —¿De donde están saliendo
tantos hombres?
—De las tierras aledañas, creo,—Joel respondió, todavía jalándolo. —Mi
señor, llama por usted ahora.
—Vivimos en un tiempo brutal, Joel.—Alex dijo, limpiando su cara con
su sobreveste. —Tan solo brutal.
—Como digáis, mi señor.—dijo Joel, sosteniendo los estribos. —
¿Cabalgarais ahora?
—¿Tengo otra opción?—El montó, luego miró a su oponente. Bueno,
este joven era pequeño y parecía nervioso. Tal vez era su primer día en la
justa. Considerando que también era el primero de Alex, podía comprender la
aprehensión del muchacho.
Pero de nuevo, estaba sentado sobre un cuantioso saco de pagarés, y
el chico lo sabía.
—Okay, terminemos con esto de una vez.—Dijo impulsando a Beast
hacia adelante. Tan solo le tomó una salida. Le dio al chico en el pecho y lo
mandó a volar de su caballo. No se levantó. Alex dio media vuelta y volvió al
lado opuesto de la cerca de justar.
—¿Estas respirando?—Alex le gritó mirando hacia abajo.
El chico movió la mano débilmente como respuesta, y Alex suspiró de
alivio. La victoria era una cosa; una lesión mortal era otra.
A menos que le pasara a Brackwald. El, desde luego, aun estaba
sentado al margen, esperar por esto le parecía a Alex que diezmaba el resto
del campo. Alex no había tomado lugar en unas rondas, pero no les había
tomado bastante tiempo a los otros participantes que al que tenían que
vencer era a el. La primera vez que habían llamado su nombre sin un —Sir—,
había visto como el rey se había sentado como si fuera a protestar. Alex
había mantenido sus dedos cruzados y había montado de cualquier forma,
antes de que Su Majestad pudiera pensarlo demasiado. Había tenido sus
primeras ganancias inmediatamente depositadas con el tesorero del rey.
Como Lord Odo había predicho, había apaciguado la sensibilidad real.
Por la esquina de su ojo, Alex vio a Ralf aproximarse.
—Lo reto,—Alex gritó, luego frunció el ceño. Estaba seguro de que
había escuchado un eco. Miró a través del campo para ver a otro caballero
sentado a horcajadas en su caballo, su lanza en mano. Alex dirigió su mirada
a las gradas. Podía ver a Baldric de pie, sin duda haciendo notas mentales
para utilizarlas en futuras historias. La punta del sombrero de Margaret aun
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estaba visible, pero aun estaba ahí. Muy bien,¿ quien era este idiota que se
aparecía justo ahora para arruinar las cosas?
—Alexander de Seattle fue el primero en retarlo,—un hombre declaró
desde el pabellón del rey. Alex no sabía como llamar a este hombre.
Comentarista de color no le sentaba. Sonrió a pesar de si mismo,
imaginándose como un comentarista del siglo veinte hubiera detallado los
eventos del día.
—Tengamos un poco de historia sobre el impopular Lord de Brackwald,
—Alex se dijo a si mismo. —Abusivo, deshonesto, y punzante. No creo que
tenga una oportunidad en el infierno de tomar el premio, ¿no es así, Bob?
—No, ¡fui yo quien lo retó primero!—El otro caballero dijo
frenéticamente. —¡Fui yo!
—Dejad, muchacho,—Alex dijo, tomando su lugar al final de la valla de
la justa. —Vamos Brackwald. Esto es lo que querías!
Ralf no perdió tiempo. Alex se encontró con que su escudo de madera
fue pinchado por una lanza bastante afilada.
—Hey, ¡estos supuestamente debería estar desafilados!—Alex le gritó
cuando se cruzaron el uno con el otro de vuelta a sus escuderos.
Ralf tan solo le sonrió.
—Bueno, demonios,—Alex dijo, tomando otra lanza de Joel y llevando a
Beast al final de la valla. —Parece que el hombre va bastante en serio.
La otra embestida de Ralf acabó completamente con el escudo de
Alex. Se encontró viendo a una punta bastante afilada muy cerca de su
rostro. Alex arrancó la lanza de la madera solo para ver como se rompía por
la mitad.
Alex regresó a Joel, luego levantó el escudo para que el heraldo
pudiera verlo.
Ricardo levantó su mano.
—¡Otro escudo para el hombre!
Genial. Lo que Alex hubiera querido era que se le multase por utilizar
el tipo equivocado de lanza.
Bueno, parecía que todo dependía de el. No habría ayuda real.
—Estarás tosiendo serias desgravaciones por esto, Ricardo, mi amigo,
—Alex murmuró mientras Joel se esforzaba por levantarle otro escudo.
El último pase de Alex fue un éxito. Supo que le dio fuertemente a Ralf
en el pecho y lo escuchó maldecir mientras caía de su caballo. Fue solo
entonces que se dio cuenta que tan cerca llegó la punta de la lanza de Ralf a
su muñeca a través del escudo.
Aflojó la lanza, cabalgó de vuelta al pabellón del rey, y se la soltó al
heraldo. Luego se volteo para ver lo que quedaba del enemigo de Margaret.
No, su propio enemigo, el hombre que estaba en medio de lo que el quería.
Ralf se había puesto de pie y le estaba haciendo señales para que se
acercara.
—Vamos, Seattle, Terminemos esto,—dijo roncamente. —¡Hasta la
muerte!
—¡No!—el caballero del otro lado del campo gritó. —¡No, no hasta la
muerte!
—Tendrás vuestra oportunidad con el que gane,—anunció el heraldo.
—¿Acepta este reto, Seattle?
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Alex miró al rey, esperando que dijera algo ahora. ¿Luchar a muerte no
estaba en las reglas de justar a finales del siglo doce, cierto? Pero el rey tan
solo se recostó en su silla y miró impasible.
—Genial,—Alex murmuró. Desmontó, sacó su espada y ahuyentó a
Beast para que se alejara. —Hubiera podido ser Barbados,—dijo con un
suspiro.
Pero entonces, hubiera sido Margaret en su lugar, y quien sabe que
hubiera podido pasar. Y Margaret debería ser el premio, no el cadáver.
—Muy bien Brackwald, maricón, veamos que tienes,—Alex dijo,
flexionando su brazo donde tenía la espada. —¿Mas juegos sucios?
Ralf hacia ver al resto de gente como escuderos. Alex se dio cuenta de
esto rápidamente, y no fue un descubrimiento bastante feliz. Había sabido
que Brackwald era despiadado, pero sospechaba que era por su personalidad
podrida. Ese hombre parecía ser tan habilidoso que no parecía justo.
—¿Te estas pasando al lado oscuro de la Fuerza?—Alex preguntó.
—No se que sea eso, pero si significa infierno, si, así es.—Ralf dijo,
entregando una malvada embestida junto con esas palabras.
Alex se quitó del camino y le respondió con un embiste que cualquier
tenista profesional estaría orgulloso.
—Ni siquiera creo que el infierno te querría. Hueles bastante mal.
Y tan malos dientes. La boca de ensueño de cualquier dentista. Que
mal que no hubiera forma de enviar a Ralf al siglo veinte con la única
condición de que se arreglara los dientes. Sin anestesia.
Lo malo era que Ralf probablemente hubiera sido enviado de vuelta
inmediatamente. Cualesquiera fueran sus fallas, el hombre si que tenía
energía. Claro, el no había pasado toda la mañana enfrentándose a sus
contrincantes uno tras otro. Alex sintió que su espada se volvía cada vez mas
pesada en su mano. Apretó los dientes y buscó dentro de si la fuerza
necesaria para terminar esto, y terminarlo pronto. No tenía la energía
suficiente como para un empate.
Y entonces se dio cuenta de repente que la guardia de Ralf había
bajado. Alex vio como su espada atravesó la de el y se enterró fuertemente
en el hombro de Ralf.
—Arrgh, —Ralf dijo, a través de dientes apretados. Se tropezó hacia
atrás, sosteniendo su brazo con el que manejaba la espada. Alex lo forzaba
de regreso, jamás dejando sus embestidas hasta que Ralf cayera al piso
fuertemente. Alex pateó lejos la espada de Ralf, luego le pisó la mano antes
de que pudiese alcanzar una daga en su cinturón. Alex puso su espada fría en
la garganta de Ralf y sonrió despiadadamente.
—¿Morirás?
Los ojos de Ralf estaban llenos de odio.
—No tienes los cojones para matarme.
—¿Que no? Que gracioso, esta mañana pensaba que si.
Alex, levantó su espada luego se detuvo a la vez que se daba cuenta lo
que estaba a punto de hacer.
Asesinato en 1194
Se encontró con que no se podía mover. Estaba apunto de quitar una
vida en 1194. ¿Quien sabía como esto percutiría en el futuro? Sin importar
que había decidido quedarse para arreglar las cosas con Margaret. La verdad
era, que este no era su siglo, y no tenía por que matar a alguien que si
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pertenecía. Sin importar cuanto quería bajar su espada y cortarle la cabeza a


Ralf, tan solo no podía hacerlo.
—Cobarde,—Ralf gruñó.
—Cállate,—Alex dijo distraídamente. Miró al rey. —Mi señor, deseo que
se le considere derrotado. ¿Que dice, Su Alteza?
—Hecho,—dijo Ricardo, su voz obviamente esparcida por todo el
campo.
Alex levantó a Ralf del brazo conectado al hombro herido. Mientras
Ralf aun aullaba, Alex le pegó fuertemente en el mentón. La cabeza de
Brackwald se fue para atrás y colapsó de un golpe en los pies de Alex.
—Espero que aun sigas vivo,—dijo Alex tristemente. Se retiró a la vez
que un par de hombres de Ralf vinieron y recogieron el cuerpo inerte de su
señor. —Su armadura me pertenece,—Alex les dijo, —y las monedas también,
solo que aun no he decidido cuanto.
Fue hasta entonces que se dio el gusto de relajarse. Se estaban
encargando de Ralf. Tal vez Ricardo tendría una mejor visión sobre el ya que
se había abstenido de matar a uno de sus vasallos. Y tal vez esos buenos
sentimientos irían hasta tal punto que lo convencerían de poner en venta a
Falconberg por cualquier precio que Alex pudiera encontrar.
—Joven caballero,—dijo el heraldo al muchacho sentado al final del
campo. —Tomad vuestro placer con Alexander de Seattle en lugar de Lord
Brackwald.
—No,— el caballero dijo, negando con su cabeza, —no hay necesidad.
—Perdisteis vuestro deporte,—el heraldo insistió. —Tres pases con la
lanza, luego 5 golpes con la espada para descubrir al ganador.
Alex no protestó. Le había negado al muchacho su oportunidad con
Brackwald. Ofrecer una parte de si mismo era lo menos que podía hacer.
Primero inmovilizaría al muchacho tan rápido como pudiera y luego
encontraría una esquina desierta del salón de Odo para acurrucarse y tomar
una larga siesta. Claro, después de que se humillara ante los pies del rey por
un periodo de tiempo.
—Vamos muchacho,—Alex llamó, —terminemos con esto. —Montó e
hizo que Joel le trajera otra lanza del monte del botín.
Alex miró al alto caballero y pausó. Había algo bastante familiar sobre
la estatura del muchacho. Luego puso a un lado lo que pensaba. Había visto
a más caballeros esa mañana de lo que le hubiera gustado. Tal vez el joven
había estado holgazaneando por algún lado del campo.
El heraldo dio la partida.
Pero ese caballo… Alex movió la cabeza para mirar a las graderías.
Baldric estaba en sus pies sosteniendo un poste.
Un poste que tenía una toca y una linda gorra blanca.
Alex sacudió su cabeza de vuelta al caballero que se acercaba a el.
—Maldita seas, Margaret…
Hubiera dicho mas pero su lanza le pegó justo en el esternón. Por
primera vez en todo el día se había encontrado tirado en el piso, sin poder
respirar. Se quedó allí por tan poco tiempo como pudo, luego se levantó y
cruzó todo el campo. Margaret, ahora si podía ver que era ella, aun estaba
sentada en su caballo.
—¡Baja ahora mismo!—Le gritó.
—No lo haré.
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Rechinó los dientes. Baja ahora mismo y pelea como un hombre.


—Te gané con la lanza,—dijo ella, —con bastante coraje, considerando
la ocasión.
—Si, bueno, aun debéis luchar con la espada y la mía tiene una cuenta
pendiente contigo.
—Creo que preferiría…
—Cobarde.—le echó en cara.
Santo dios, si que era predecible. Alex hubiera reído si no hubiera
estado tan, bueno, tan… No tenía idea de lo que era, pero estaba seguro de
que sentía algo que estaba casi en el mismo nivel de la ira y deseo.
Margaret lo maldijo a la vez que se bajaba de su caballo.
—Me quitasteis la oportunidad de ganarle en frente del rey, —ella le
gritó. —Había estado esperando por esto por años!—Se le lanzó con la
espada.
—Bueno, pues adelante defendiendo tu honor,—Alex le replicó
desviando su ataque. —¡Me prometiste quedarte en las gradas!
—Mi toca estaba ahí. Era suficiente.
—Ni se te ocurra justificar esto. —le advirtió. —Aceptaste que lo hiciera
yo.
No parecía tener respuesta para eso.
—Estoy anonadado de la fe que has depositado en mi,—continuó
diciendo con ira.
—Pero si tengo fe en vos,—le dijo como respuesta.
—No lo mostrasteis.
—Es mi vida!
Y si que había entrenado hasta el cansancio para proteger esa vida por
ella. Bueno, había llegado la hora de mostrarle que el era sumamente capaz
de llevar los pantalones en la familia. Una cosa era que ella supiera que el
podía y que aun la dejase pasar por encima de el. Otra cosa totalmente
diferente era cuando ella obviamente pensaba que el no era su igual cuando
llegaba la tarea de protegerla. Y si se lo tenía que demostrar en el campo, así
sería.
—Soy un hombre, escúchame rugir. —dijo claramente.
—¿Que?
—Prepárate para que te gane, muchacha alborotadora,—dijo en su
mejor gruñido.
Ella jadeo indignada. Alex se encontró renovado totalmente y con una
fresca tanda de energía. Su orgullo masculino había sido insultado y
desechado demasiadas veces. Sin importar que el preferiría estar al mando
de la guarnición como igual al lado de Margaret. El hecho de que ella no
pensara que pudiera hacerlo por si solo era suficiente para estar totalmente
decidido a probárselo.
Luchó contra ella con una mirada de intense concentración en su
rostro. Luego dejó curvar su sonrisa en la más leve de las arrogantes
sonrisas. Siempre había sido la única cosa segura que ponía a Jamie de mal
humor. Parecía tener el mismo efecto en Margaret.
Alex dejó que ella se cansase y continuó sonriendo.
Y cuando el había tenido suficiente, cambió a la ofensiva, forzándola
hacia atrás, utilizando sus propios movimientos contra ella hasta que el
pudiera ver que ella estaba sin aliento. Entornes con un movimiento, y tenía
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que admitirse a si mismo que fue hecho de manera bastante artística, mando
a volar la espada de ella. Vio como volteaba en el aire y estaba bastante
impresionado con la velocidad y trayectoria. Luego la vio venir abajo.
Fue entonces que un sentimiento de horror se apoderó de el.
La espada iba en dirección al pabellón del rey.
Cortó el toldo y se clavó en la madera del piso con toda la fuerza de un
misil.
Justo en el medio de las rodillas de Ricardo Corazón de León.
Por suerte para el rey, no había estado sentado con las piernas
cruzadas.
—Merde, —Margaret habló en voz baja.
—Puedes decir eso de nuevo, cariño,—Alex dijo agarrándola del brazo.
Se llevó a el y a su futura errante esposa a través del campo y los puso a
ambos de rodillas al frente del pabellón. No se atrevía a decir nada. Lo único
que esperaba era que la reacción de Ricardo no sería la de llamar para que
trajeran un par de cuerdas que hicieran juego.
—Alexander de Seattle,—el heraldo anunció.
Alex miró cuidadosamente al heraldo. Hizo una mirada furtiva al rey.
Aun estaba mirando boquiabierto a la espada que temblaba.
—¿Si?—Alex aventuró.
El heraldo apuntó al lejos final del campo.
—Hay todavía un oponente.
Alex miró a su izquierda y sintió que sus ojos se ensanchaban antes de
que pudiera detenerse. Madre Santa, ese hombre era inmenso. Su caballo era
inmenso. Estaba vestido totalmente en negro. Hasta desde lejos, Alex podía
ver que se veía bastante descansado y vigoroso.
—Bueno, que demonios.—Como si casi amputar las joyas reales no
hubiera sido suficiente. ¿Ahora esto?
Su día había cambiado obviamente para lo peor.
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Capitulo 20

Margaret sabía que estaba perdida


Se arrodilló ante el pabellón del rey con los dedos de Alex clavados en
su brazo y miraba la vista horrorosa que saludó a sus ojos del otro lado del
campo. El caballero era enorme, podía ver eso desde donde estaba. Alex era
increíblemente alto, pero podía ver que este hombre era igualmente alto,
solo que parecía el doble de ancho.
A la vez que veía como el hombre se acercaba al final de la valla y
tomar la lanza, de nuevo consideró su situación.
El rey aun miraba la espada clavada en medio de sus piernas y parecía
haberla olvidado por el momento. Aunque sabía que no duraría mucho,
estaba agradecida por el indulto comentario de su escrutinio.
Alex aun la sostenía como si tuviera en mente hacerle daño corporal.
Aunque el también tenía su atención en otro lado, también sabía que la
tregua en su irritación no duraría mucho.
Y entonces estaba un hombre inmenso vestido de puro negro al final
del campo señalando a Alex con su lanza, indicando que tenía un asunto
pendiente con el. El caballero desconocido estaba recién descansado, y su
comportamiento sugería que piedad y paciencia no estaban dentro de sus
atributos. Alex estaba cansado después de haber luchado toda la mañana.
Eso tan solo podía significar una sola cosa.
El hombre que ella amaba estaba a punto de morir.
Margaret miró la mandíbula apretada de Alex y se encontró con que no
podía negar los sentimientos que tenía por el. Por más loco y tonto que
pareciera sobre su pasado y su tierra, aun era el vencedor de su corazón.
Amaba sus ojos pálidos. Amaba la belleza de su rostro. Hasta amaba sus
métodos poco convencionales de entrenamiento. Y, que los santos la
ayudaran, lo amaba por tomar una espada y defender su honor.
Ella sabía que haría lo que fuera en ese momento por evitar perderlo.
—Iré por vos,—ella soltó.
Alex le dio una mirada sombría.
—No lo harás.
—Si, si lo haré. ¡Una lanza!—Ella anunció.
El se levantó con dificultad.
—No necesito que pelees mis batallas.
Ella se levantó.
—¿Por que no? Lucháis las mías por mi.
Le frunció el ceño.
—Y es así como debe de ser.
Ella no podía negar la excelente lógica en esas palabras, pero se veía
tan cansado. Sin pensarlo ella levantó la mano y acarició su mejilla.
—Hubiera sabido que este sería el juicio que enfrentaríais por mí, no os
hubiera forzado a pelear conmigo.
El parpadeó.
—¿De verdad?
—Bueno,—ella dijo, dándose cuenta que no era del todo cierto,—tal
vez no. Pero,—ella añadió. —No hubiera llevado el asunto tan lejos.
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—Tú llevaste…—el balbuceo. —No lo hiciste…


El caballero negro estaba golpeando impacientemente su escudo con
su lanza. Margaret lo miró frunciendo el ceño, luego se volteo a tiempo para
que Alex la sujetara aun más.
—Hazme el favor de irte a sentar en las graderías,—el dijo. —Me
gustaría pensar que estas segura mientras me están acribillando vivo.
La soltó. Sin dar a sus acciones mas pensamiento que el necesario,
Margaret lo jaló de los hombros y lo besó fuertemente en los labios.
—Gana,—simplemente dijo.
Antes de que ella pudiera retroceder, Alex la sujetó de la parte de
atrás de su cabeza. La atrajo hacia el y asaltó su boca. Margaret no pudo
hacer mas que sujetarse a el y rezar para que sus rodillas no le fallaran.
Estaba bastante sudoroso, y no olía muy bien que digamos, pero a ella no le
importaba. La ferocidad que vio en sus ojos cuando levantó la cabeza
reflejaba la emoción que recorría en ella perfectamente, lo único que podía
hacer era mirarlo, muda.
—Ve a sentarte. No te muevas.
Ella asintió. Estaba más que dispuesta a buscar un asiento antes de
que colapsara de golpe en el campo.
Alex le hizo una venía al rey.
—Con su permiso, ¿Su Majestad?
Ricardo le hizo seña con la mano para que se fuera y Alex se volteó y
regresó a su montura. Margaret lo vio irse, sintiendo sus rodillas bastante
débiles debajo de ella.
Fue entonces que se dio cuenta que todo el mundo la estaba mirando.
El rey la estaba mirando con una expresión bastante calculadora en su rostro.
Margaret no se atrevía a especular, pero estaba segura que significaba
problemas. Le hizo una gran venia, luego corrió a las gradas antes de que
pudiera decir algo. Corrió tan lejos como pudo por la valla. Tomando una gran
bocanada de aire, se volteo y se recostó contra la madera. Rezó con los ojos
abiertos, que Alex sobreviviera este día.
No parecía un prospecto bastante prometedor.
Los dos guerreros se unieron en un choque. Alex se tambaleo en su
montura pero no cayó. La segunda vez estuvo mas cerca. Margaret juntó las
manos y rezó por un tumulto. Al menos hubieran podido correr en equipos y
entonces hubiera podido ayudar a Alex. La tercera vez mandó a volar a su
amor de su caballo. Lo suficientemente feliz, al parecer, el otro caballero
había sido también alcanzado por la lanza de Alex y caído de la misma forma
como vergonzosa en el polvo.
Alex acababa de poder levantarse cuando el otro hombre ya había
saltado sobre la valla de la justa y avanzaba hacia el. Margaret tomó algunos
pasos lejos de las gradas. Al demonio con los modales. No dejaría morir a
Alex.
El hombre vino hacia Alex con la espada lista.
—¡Poneos de pie, idiota!—Margaret le gritó. —¡Daos prisa!
Alex alcanzó a levantarse y sacar su espada a tiempo para evitar
perder la cabeza.
—Caramba,—dijo, saltando lejos del regreso de la espada del caballero
negro. El caballero negro levantó su ropa un poco. Margaret lo vio ajustarse
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la malla que cubría sus piernas. Tal vez alguna alimaña había invadido sus
pantalones.
Alex se veía cansado. Margaret cogió su espada, en caso de que
necesitara ayuda, luego se dio cuenta de que su espada aun estaba clavada
en el pabellón del rey. Sacó su daga y dio otros pocos pasos hacia el campo.
El caballero negro estaba luchando demasiado bien, aunque por alguna razón
se veía poco cómodo en su armadura. Margaret vio como daba un paso atrás
y levantaba las manos para dar un alto a la lucha.
—Que fastidio son estas cosas,—dijo el, quitándose el yelmo y
tirándolo al piso. Estaba utilizando una cofia, pero la tenía ladeada. Margaret
vio como también se la quitaba, luego sacudió un montón de cabello oscuro.
A pesar de si misma, encontró la vista del hombre bastante llamativa.
De la misma forma que lo hizo Alex, obviamente, por la forma en que
la punta de su espada hizo contacto abrupto con el piso.
—¿Jamie?—Alex jadeó.
El caballero negro sonrió y le hizo una pequeña venia a Alex.
—Nada menos que en cota de malla,—dijo orgullosamente. —Aunque
no tienes idea cuanto me tomó encontrar un traje que me sirviera. Por las
rodillas de San Miguel, no hay buenos trabajadores de metal en el siglo
veinte! Pero le dije a Beth que no había sentido en venir a buscarte si no
tenía el equipo apropiado para traerte de…
Alex se tiró el yelmo, tiró a un lado su espada, y corrió a abrazar al
hombre que parecía tener en mente su muerte no hacía más que unos
momentos atrás.
—¡No puedo creerlo!—Alex exclamó, golpeando al hombre con
entusiasmo en la espalda. —¡Por fin me encontraste!
El caballero negro devolvió los machaques con unos cuantos duros
golpes propios.
—Si, bueno, Tratamos una o dos puertas antes de encontrarnos con tu
pequeña bola de aluminio ceca del aro en el pasto…
Margaret vio como de repente Alex detuvo los golpes. Se alejó y le
frunció el ceño al otro hombre.
—¿¿¿Tenías que encontrarme hasta ahora??? ¿Tu tiempo oportuno
apesta!
—bueno, nuestro viaje por el portón hacia el futuro tomó mas de lo que
espera…
Margaret vio como la expresión de sorpresa de Alex cambiaba de
fastidio a extremadamente furioso. Con un grandioso empujón hizo caer al
caballero negro, luego saltó a agarrarle el cuello.
—¡Maldito seas, James MacLeod!— Alex gritó.
¿James MacLeod, el cuñado de Alex? Alex tomó un breve momento
para considerar lo que esto significaba, luego se dio cuenta de que Alex
estaba a punto de estrangular al otro hombre. Eso no serviría para nada.
Tenía preguntas que hacerle a este Lord MacLeod, preguntas que aclararían
la sanidad de Alex sobre sus historias.
—¡Deteneos!—ella gritó. —Alex, ¡detened esta idiotez!
—Maldito seas, Jamie, —Alex estaba diciendo. —¿Por que no me dijiste
sobre esas malditas X?
—Yo no pensé… verás el... mapa,—Jamie trataba de respirar,
obviamente luchando para coger aire.
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—¡Hubieras haber podido poner alguna advertencia!


—Aun está… en el… ooof…. proceso de experimentación.
Lord MacLeod comenzó a ponerse de un color bastante morado.
Margaret no tenía, idea alguna de que era que tenía a su amor de tal humor,
pero era más que obvio que su cuñado era la causa de esto. No había sentido
en no rescatar al hombre antes de que Alex terminara con el. Después de
todo, tenía sus preguntas para hacerle. Atravesó el campo.
—¿Experimentación? Maldito seas, Jamie, ¿como pudiste dejar algo tan
peligroso andando por ahí?—Alex le exigió. Cogiendo a su cuñado por el
cuello. —Haz estado pasando el fin de semana en Barbados, no es así? Y yo
termino en la lluviosa Inglaterra medieval, y tú has estado asoleándote en la
playa. ¡Aun tienes un maldito bronceado!
—Las vacaciones son… arghh… buenas para tener un cuerpo sano,—
Jamie logró decir, tratando de alejar a Alex.
—Vacaciones…
Margaret agarró a Alex por la parte de atrás de su sobreveste y lo jaló
firmemente.
—Alex, dejad que se levante.
—No me detengas ahora,—Alex gruñó. —He estado soñando con este
momento durante semanas.
Margaret podía sentir la mirada de todo el pueblo en ellos. Claro,
estaba casi segura que la mirada real estaba haciendo un hoyo en su
espalda.
—Lo matáis más tarde.—le sugirió. —Cuando no tengáis tanta
audiencia. Además, tengo una o dos preguntas para este hombre y no lo
matarais hasta que tenga mi oportunidad con el.
Alex tomó bastante aire, y lo soltó lentamente. Sin querer, soltó a su
victima y se puso de pie. Lord MacLeod se sentó con un gruñido, frotando su
ofendida nuca.
—Mis agradecimientos, señora.—dijo el, enviándole una corta sonrisa.
Le frunció el ceño a Alex. —Pensé que estarías feliz de vernos. Por los Santos
Alex, ¡te trajimos munchies!
Alex maldijo con gran entusiasmo.
—Tu tiempo de llegada no podría ser peor, maldición. ¡Estoy a punto
de casarme!
La boca de Jamie cayó al piso.
—¿Lo estas?
—¿Lo estáis?—Margaret repitió. Encontró su mano siendo capturada
por la de Alex.
—Lo estoy,—dijo el, dándole una mirada que la retaba a contradecirlo.
Basada en esa mirada, decidió que permanecer callada sería para su
propio beneficio. Alex miró de mala gana a Jamie.
—Esperemos que no hayas arruinado mi reputación con el rey.—Jamie
continuo mirándolo boquiabierto.
—No te levantes,—Alex le dijo cortante. —Retomaré donde quedé mas
tarde. Vamos Meg. No queremos hacer esperar al rey. Esperemos que aun
piense que soy un magnifico caballero después de este fiasco.
Margaret se encontró siendo remolcada hasta el pabellón del rey. Miró
sobre su hombro y vio a Jamie levantarse lentamente, aun mirándolos a ella y
a Margaret con una expresión de incredulidad en su rostro. Margaret hubiera
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regañado a Alex por no ser mas hospitalario hacia un hombre que


obviamente había recorrido grandes distancias para verlo. Pero el semblante
de Alex le advertía que no sería bien recibido que lo regañara.
Alex se detuvo abruptamente.
—Ah,—el dijo.
Margaret siguió su mirada y vio a Edward de Brackwald frente al rey,
siento sostenido fuertemente por Sir George.
—Bueno,—Alex dijo, sonando algo inseguro. —Creo que esto es bueno.
—Es un golpe de magnífica suerte,—Margaret dijo, tomándolo por el
brazo y jalándolo a el esta vez. —Le dirá al rey sobre el engaño de Ralf.
—Si, bueno, tal vez no sea solo eso.
Le dio una breve mirada,
—¿Que queréis decir?
Se veía bastante incómodo.
—Creo que Edward piensa que es un buen esposo para ti.—fue el turno
de ella de detenerse abruptamente. —¿Y de donde habrá obtenido tan
ridícula idea? El sabe que no me sirve ni Ralf, ni nadie de su familia.
—Bueno,—Alex balbuceó. —Tal vez le di la idea.
—¡¿Vos que?!
Alzó los hombros sin poder evitarlo.
—Fue cuando pensé que iría a casa. No quería que te quedaras con
Ralf.
—Puedo escoger mi propio marido, ¡gracias!
—Me doy cuenta de eso ahora, y créeme, quiero ser el primero en la
lista.
—Maldición,—se quejó. —Vamos, mismísimo imbécil. Tal vez quieras
quitarle esa noción ahora.
Jaló a Alex hasta el pabellón, luego se puso de rodillas al lado de
Edward. Le sonrió cuidadosamente a ella.
—Lady Margaret.
Trató de no respirar demasiado alrededor de el. El foso de Ralf desde
luego era menos cuidado que su salón.
—No me casaré con vos,—le murmuró claramente. —Mejor os olvidáis
de la idea.
El parpadeó.
—Pero pensé…
—Si, siempre hay un peligro en eso,—dijo ella. —Alex lo hace a
menudo y mirad nada más donde lo ha llevado.
—Ejem.
Margaret cerró sus labios al escuchar que se la garganta real se
aclarara. No se atrevía a mirar a su rey.
—Señoría,—Alex comenzó.
—Levantaos, Alexander de Seattle,—el rey le ordenó.
Alex lo hizo. Margaret miró rápidamente al rey, y su corazón cayó. Su
majestad tenía algo planeado, y tan solo podía ser algo sucio. Tenía esa
mirada.
—Sabremos el nombre de este otro caballero,—el rey dijo, señalando
un imperioso dedo de vuelta a las listas, —y por que vosotros decidieron
pelear de tal manera.
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—Es mi cuñado, Su Majestad. Laird James MacLeod de Escocia,—Alex


dijo humildemente. —Fue una disputa familiar. Me disculpo por llevarla a
cabo en el campo donde no había razón de ser.
Ricardo gruñó. Margaret secretamente pensó que el rey no tenía de
donde criticar. Los Santos mismos sabían que el rey había tenido sus disputas
con los miembros de su familia, tanto adentro como fuera del campo. Miró
atentamente esperando su reacción y vio que las ruedas reales comenzaron
a girar. No podía si no ver las posibilidades en dos bastante altos hombres.
Ella dijo el mas pequeño, mas sincero rezo de toda su vida para que el rey no
invitara a Alex a hacer parte de su compañía. No podía saberse donde
terminaría si esto llegase a suceder.
—Si, ¿mi señor?—dijo de repente, esperando distraerlo de posibles
ideas de reclutarlo a su ejercito.
Ricardo puso sus manos sobre su espada que aun seguía clavada en el
piso en la mitad de sus piernas y le frunció el ceño.
—Nos habéis desobedecido repetidamente. Deberíais de haberos
casado hace ya varios años, al hombre que escogió vuestro padre para vos.
¿Era su culpa que su padre hubiera tenido un corazón blando para
satisfacerla en su deseo de no casarse siendo una niña? Y de seguro que no
era su culpa que su padre llevase 10 años muerto y fuera bastante incapaz
de buscarle un marido que le conviniera. Aun así, ninguna de esas dos cosas,
ella se atrevía a compartir con el rey. Que mejor no se enterara hasta donde
se extendía su desobediencia.
Sintió como Alex se agitaba detrás de ella, y rápidamente lo codeó en
las costillas. La última cosa que ella necesitaba de él era que soltase algo de
interés que era mejor se quedase guardado.
—Y ya que tu señor no esta vivo para encargarse de ello,—Ricardo
continuó, —La tarea de buscaros un marido cae en nuestras manos.
—Pido me disculpéis, mi señor,—Margaret se aventuró —pero no creo
que ninguno de vuestros hombres pueda cuidar mejor de Falconberg como lo
hago yo…
Ella jadeó al sentir el codo de Alex en sus costillas.
—Lo que ella quiere decir, Su Señoría,—Alex comenzó, es…
—… lo que yo quiero decir,—Margaret continuó, lanzándole una mirada
oscura a Alex, —es que vuestra majestad aprecia la tierra tanto como yo. Se
que Su Señoría no querría que mis tierras cayeran en malas manos y fueran
descuidadas y atropelladas.
Ricardo se frotó el mentón y la estudió con un velo bastante delgado
de impaciencia. Bueno, al menos no la había contradicho aun. Y su cabeza
aun seguía encima de sus hombros. Margaret estaba casi mareada de alivio.
Quizás se le podría preguntar a Edward y Ralf sería descubierto como el
devastador que era.
—Una bendición, entonces,—Ricardo continuo. —De que hemos
encontrado a un hombre que pueda cuidar de vuestras tierras y que aun
tenga la suficiente energía de controlaros.
—No Ralf.. —Margaret comenzó.
Ricardo meneó su mano desechando esa idea.
—Lo hemos considerado, es verdad, pero hoy no se ha probado
competente.
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—Estoy seguro que le caerían mejor de tierras francesas,—Alex


murmuró en voz baja. Margaret quería decirle que estaba de acuerdo, pero
no se atrevió. —Y dado a lo que su hermano ha dicho de sus acciones en los
últimos meses, podemos ver que sería una escogencia bastante mala.
Gracias a los santos por eso, ella pensó.
Ricardo miró a Alex. Margarte por poco saltó al ver el cálculo allí.
—¿Cuanto habéis reunido el día de hoy?
Alex parpadeó.
—Disculpe, ¿Su Señoría?
—¿Cuanto?—Ricardo preguntó exasperado. —¿Por vuestros rescates?
—Ah, en verdad no estoy bastante seguro…
—Mercancías que pueden llegar a valer quinientos marcos, Señoría,—
El heraldo del rey anunció. —Y sin contar lo que Lord Brackwald le debe.
Margaret parpadeó.
Vea que se le reúna todo al nuevo conde de Falconberg.
—Ricardo le dijo al hombre que había acabado de hablar.
—No es ni siquiera un caballero,—Edward soltó desde el otro lado.
La mirada de Ricardo debió de haberlo matado en el instante, pero
maravillosamente aun seguía arrodillado.
—¿Cuestionáis nuestra decisión, Sir Edward?—El rey demandó,
golpeando significativamente el mango de la espada de Margaret.
—No, Señoría, tan solo es que…
—¿Si?
Edward tragó bastante duro.
—No, Señoría. Es una escogencia bastante sabia.
—Exactamente lo que pensamos.—El rey miró de nuevo a Alex. —
Preparaos para esta noche, pues serás nombrado caballero en la mañana y
luego nos jurarás lealtad. La boda se celebrará inmediatamente después.
Ricardo puso su mirada al nivel de la de Margaret. —Iréis con las damas de la
condesa y verás que os preparen para mañana también.
Margaret tan solo podía mirarlo con ojos bien abiertos.
—Os aseguramos que a vos no os gustaría enfrentaros contra nosotros
con espadas.
Eso era verdad, especialmente considerando el temperamento real.
Se encontró con que Alex le tomaba de nuevo la mano.
—Su Señoría es bastante generoso,—dijo el frotando su mano
fuertemente. —y estamos bastante agradecidos por su abstención y por su
gran sufrimiento.
—Nuestro ejército aun podría necesitar algunos soldados,—dijo Ricardo
mirando cuidadosamente a Alex y a su cuñado con una nota de
remordimiento.
—Mi señor Ralf parece ansioso de servirle,—Alex ofreció.
Margaret admiraba su valor. Santos, ese sería el lugar para Ralf,
caminando en el ejercito de Ricardo.
—Así es. Pero ¿y que de nuestro reciente conde Falconberg?
Alex tomó una gran bocanada de aire.
—Me atrevo a decir que el rey podría necesitar oro para sus guerras.
Ricardo apretó los labios.
—Sería un precio bastante alto, pues nuestros cofres están bastante
ligeros.
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—Sería mi placer verlos crecer un poco. Estoy seguro que lo haría


mucho mejor si me quedara en Falconberg.
Ricardo reconoció el punto con un gruñido.
—Tickhill, encargaos de que Margaret este vestida y preparada para la
ceremonia. Vamos, madre, y volvamos al salón por comida.
Se levantó e inmediatamente hubo una gran ráfaga de actividad de los
cortesanos a su alrededor a la vez que se levantaba para inclinar su cabeza.
Ricardo rodeo la espada de Margaret, le dio una mordaz mirada, luego
escoltó a Eleanor fuera del campo.
Margaret no se atrevía a respirar hasta que el rey y el resto de la gente
hubieran desaparecido por la esquina del salón. Fue solo entonces que tuvo
el coraje de respirar. Por los Santos, había estado muy cerca! Y pensar que
con unas meras palabras el rey la hubiera podido a unir a Ralf para el resto
de su vida.
Lord Odo retiró la espada de Margaret de donde estaba, luego salto
sobre la valla con toda la exuberancia de un escudero. Agarró fuertemente a
Alex por los hombros.
—Por los Santos, muchacho, ¡lo hicisteis! ¡Muy bien!
Alex se estaba riendo. Margaret levantó la mirada y estuvo
sorprendida del placer autentico que veía en su rostro. Alex la volteó hacia si,
luego la besó fuertemente en la boca. Lo miró, aturdida, cuando se retiró.
—El conde de Falconberg,—ella suspiró. —Ni siquiera mi padre
sostenía un título tan sublime.
Su sonrisa era casi demasiado hermosa para verla.
—No importa,—dijo el, tocándole el rostro. —Lo que importa es tu
tierra y todavía es tuya, y lo continuará siendo por el resto de tu vida.
Ella negó con la cabeza.
—No, es vuestra.
—No, Margaret, es tuya y tu eres mía.—El sonrió y la vista de esa
sonrisa le hizo querer abanicarse. —Aunque debo decir, creo que he obtenido
el mejor premio.
La hubiera besado de nuevo, y desde luego deseaba hacerlo, pero Lord
Odo la cogió.
—Vamos, querida,—dijo el, dándole su espada, —veamos que uso le
podemos dar a las costureras de Lydia. Tiene infinitos pedazos de tela que
los cuida como el vino fino. Ella os dará el mejor para vuestro vestido, me
encargaré yo mismo de eso!
Margaret alcanzó a dar una última mirada a la vez que envainaba su
espada. Edward le estaba dándole la mano a Alex, viéndose decepcionado,
pero vivo. Alex aun reía incontrolablemente. James MacLeod se había unido
al grupo y aun tenía esa cara de asombro. Al menos su cara ya había vuelto a
su color natural. Margaret se moría por interrogarlo, pero Lord Odo la
sostenía de tal forma que ella sentía que nunca podría soltarse, y no tenía el
corazón de ponerle su espada en el cuello. Con suerte alguna, Alex dejaría lo
suficiente de su cuñado para que le fuese posible interrogarlo.
Luego, se detuvo abruptamente.
Una de las mujeres más hermosas que ella jamás hubiera visto
acababa de venir corriendo por la galería. Le lanzó un pequeño niño a los
brazos de James MacLeod y se lanzó hacia Alex, agarrándolo de tal forma que
temiera nunca mas verlo. Alex rió y devolvió su abrazo.
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—Venid, mi niña,—Lord Odo, arrastrándola gentilmente, —Debes


preparaos para una boda.
Margaret estaba tan aturdida como para no dejarlo arrastrarla hacia el
salón. ¿Una boda? Con lo que acababa de ver, se preguntaba si habría
alguna.
Santos del cielo, ¿quien era esa mujer?
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Capitulo 21

Alex se sentía mareado de alivio. No había otra forma de describirlo.


Era mejor que pasar un examen. Era mejor que apoderarse de cualquier
compañía. Era, sin duda, lo mejor que había sentido en toda su vida. Abrazó a
la hermana que no había visto en semanas, luego la levantó girándola
mientras reía.
—¿Puedes creer esto?—le preguntó. —¡Lo hicimos! ¡Salvamos su
tierra!
—Eso me doy cuenta,—dijo Elizabeth, poniendo su mano en su frente y
sonriendo débilmente. —Creo que unas ‘felicitaciones’ sería bastante
apropiado.
—Si tan solo supieras.—dijo, con sentimiento.
No tenía idea desde donde comenzar a contarles a Jamie y a Elizabeth
todo lo que había pasado en las últimas semanas. Y eso que ni siquiera había
comenzado a organizar los sentimientos de su llegada. De todos los
momentos que vinieron a aparecer!
Aunque tenía que admitir que, ahora que había tenido su oportunidad
de estrangular a Jamie, estaba bastante feliz de verlos a ambos.
Al menos pensaba que estaba feliz.
Puso a un lado pensamientos que eran mejor para una época de
jubilación. Pensaría sobre que significaba para el la llegada de su familia y su
futuro después de la luna de miel. No se atrevía a pensar en ello ahora.
Un olor bastante horrible pasó por su nariz. Parpadeo y se dio cuenta
de que Edward había venido a pararse junto a el.
—Felicitaciones,—Edward dijo sonriendo de manera amigable. —En
vuestro titulo y novia.
—Lo siento,—Alex dijo, no sintiendo ni el menor remordimiento.
Edward hizo a un lado la disculpa.
—Es obvio que le gustáis. Y me atrevo a decir que cuidaras muy bien
de Falconberg por ella.
—Si tenemos suerte, estarás a cargo de Brackwald y entonces
nuestros problemas en la frontera habrán acabado.
—Si, si tenemos suerte.—Edward estuvo de acuerdo. —Habré de
reunirme con el rey después de la cena. Aparentemente no sabía nada de las
hazañas de Ralf.
—Bueno, eres prueba viviente no es un ciudadano ideal. Me alegro de
que estés libre caminando de nuevo.
—Le agradezco a Sir George por eso,—Edward dijo. Le asintió al
capitán de Margaret, luego dio un paso atrás. —Quizás deba buscar unas
ropas mas limpias. Dudo que Su Majestad este ansioso de oler mi presente
estado.
Alex no pudo si no más estar de acuerdo, pero se detuvo de decirlo en
voz alta. Esperó a que Edward se hubiera ido antes de que se volteara hacia
George.
—Bueno,—preguntó con una sonrisa, —¿que crees?
George le dio una sonrisa igual a la suya.
—No podría estar más satisfecho.
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—Ni yo. —Ale rió por el solo placer de hacerlo. —Casi no puedo creerlo.
George le dio un codazo clandestinamente.
—Una presentación, mi señor.
Bueno, George obviamente estaba buscando más ‘futuros’ detalles.
Estaba mirando a Jamie y a Alex como cualquier otra persona del futuro
miraría a un extraterrestre. Alex no se demoró en presentar el capitán de
Margaret a su familia.
—Un placer,—George dijo, con los ojos un poco mas abiertos de lo
normal.
—George sabe todo,—Alex explicó. —Y me cree. A diferencia de
Margaret, que piensa que he perdido la cabeza. Y no es que se lo haya
echado de buenas a primeras. ¡Santo cielo, llevaba un mes de conocerme
antes de decirle!
—Okay,—dijo Elizabeth, tomando a su hijo de nuevo en brazos. —Es
hora de que nos cuentes todo. Desde el principio.
—¿Escuché que trajiste munchies?—Alex preguntó con esperanzas.
—Es parte del kit de supervivencia de viaje en el tiempo,—Elizabeth
dijo con una sonrisa seca. —Encontremos algún lugar con privacidad, y
abrimos lo que trajimos. Tal vez cuando te ocupes de tu club de fans, —ella
añadió, asintiendo hacia las graderías.
Alex miró hacia las graderías y pudo ver que aun habían bastantes
almas esperando por el. Baldric estaba allí, viéndose como si estuviera a
punto de comenzar a decir versos, sus dedos ya se estaban flexionando
decididamente. Frances estaba de pie con un Amery que se retorcía en sus
brazos, Y Joel sostenía todo lo que podía con sus brazos la armadura de Alex.
Alex sintió que se le apretaba el pecho. Que grupo que era. Y pensar que
acababa de ganarse el derecho de cuidarlos. Hacía la victoria más dulce aun.
Alex los presentó, luego convenció a George de llevar al pequeño
grupo al salón para que pudiera hablar con su familia en privado. Fue un viaje
corto hacia donde Jamie y Elizabeth habían dejado sus monturas y equipo. En
corto tiempo, Alex se había quitado su malla, ser sentaron debajo de un árbol
y Alex saboreó su primer Twinkie en dos meses.
—Este día tan solo no puede mejorar,—dijo chupándose los dedos.
—Si, si, bueno ya has tenido tu dosis de dulces, —Elizabeth dijo
lanzándole una ramita. —Quiero detalles. Y no creas que te vas a salir con la
tuya con ese montaje que hiciste de querer estrangular a mi marido.
—Obvio,—Dijo Jamie, frotándose la nuca claramente. —Creo que
necesitaré la satisfacción de una larga lucha para quedar mano a mano.
—La historia primero,—Elizabeth le dijo a Jamie. —Lo quiero entero
hasta poder escuchar todo lo que tiene que decir.
Alex no pudo si no sonreír. Su familia y Margaret en un solo día. Era
casi demasiado bueno para ser verdad.
—Bueno,—dijo el, recostándose contra el árbol. —Todo comenzó
cuando Beast tuvo un resfriado y estornudó encima de mí.
—Ah, eso si que es un comienzo favorable.—dijo Elizabeth con una
risa.
—Debí saber que algo estaba pasando. De todas formas, subí las
escaleras para limpiarme y luego tuve que atender el teléfono por que Zach
es incapaz de hacer más que acabar con lo que hay la nevera. Fue entonces
cuando encontré el mapa. —miró a Jamie. —Asumí que tan solo estabas
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garabateando, por que estaba seguro de que no podía significar lo que pensé
que significaba.
—Tu primer error.—Jamie dijo.
—Afortunadamente en este momento no parece ser un error. De todas
formas, decidí que era hora para un cambio de escenario así que pensé ir a
Barbados…
—Te dije que allí querría ir...—Elizabeth le dijo a Jamie pinchándolo en
las costillas.
—…Pero de algún modo terminé muy al norte.—Alex terminó.
—No puedes culparme por eso,—Jamie protestó. Fui bastante
específico en el lugar de las puertas.
—Como querías que supiera que no te lo estabas inventando!—Alex
exclamó.
Jamie apretó los labios.
—Viajar en el tiempo no es para hacer bromas.
—Gracias, lo sé ahora.
—¿Por que no me esperaste?—Jamie le preguntó. Hubiera podido
decirte la verdad del asunto.
—No estabas cerca. Por cierto, ¿que tal esta Barbados por esta época
del año?
Jamie miró a su esposa e hizo una cara de dolor por la mirada que ella
le estaba dando.
—Ah, bueno, quizás no es un lugar vacacional bastante agradable
como uno quisiera. Pero eso es una historia para después.
—Ni creas que sentiré pena por ti. Al menos veías el sol.
Jamie hizo uno dos sonidos de incomodidad, luego le hizo con la mano
para que Alex continuara.
—Puedes tener pena de mí luego de que oigas los detalles, pero te
aseguro de que no los quieres tener ahora. Ni quiero contártelos con tu
hermana sentada aquí para que me regañe de nuevo por levantar uno o dos
petardos. Cuéntanos mejor de tus aventuras.
Jamie se veía tan desesperado por distraer a Elizabeth, que Alex no
pudo evitar sentir pena por el. Se puso mas cómodo contra el árbol, luego
comenzó desde el inicio cuando Margaret le puso su bota en su espalda y
luego su secuestro de Brackwald. Luego contó su plan para poner a Edward
como Lord de Falconberg y sus numerosos intentos de regresar al futuro.
—¿¿‘Llévame a casa, ruta campestre’??—Elizabeth preguntó.
—Estaba desesperado,—Alex gruñó. —Por cierto, ¿como se
regresa?
Jamie alzó los hombros.
—Tan solo lo hacemos. Aunque no tengo mucho que decir sobre el
tiempo de partida y de salida.
—¿Así que Aerolíneas MacLeod, aun no es un medio de transporte
perfeccionado?
—No le des cuerda.—Elizabeth dijo misteriosamente. —Tan solo toma
mi palabra en esto: No se queda imperfecta por falta de intentos.
Alex sospechó que era sabio no preguntar por detalles en ese
momento. La expresión de Jamie se volvía filosófica en exacta proporción a
como se profundizaba el ceño de Elizabeth. Mejor escaparse de esa pelea
mientras podía.
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—En fin,—continuó, —después de mi último intento fallido en el círculo


de las hadas, me encontré con Amery que escapaba de unos caballeros
asesinos, rescaté a Margaret de unos gorilas, y decidí con ya que me
quedaría por aquí, haría las cosas bien.—Lugo meneó la cabeza. —No, así no
fueron las cosas. Decidí quedarme. —Le sonrió a su hermana. —Margaret es
lo que había estado buscando toda mi vida, no podía dejarla.
—Y aun así tuviste que ganarle con la espada para convencerla de que
se casase contigo,—Jamie observó. —No se le persuade fácilmente. Hubiera
intentado cortejarla,—Jamie dijo. —De seguro, tengo una larga lista de
estrategias apropiadas que te hubiera podido dar.
—No creo que hubieran servido con ella.—Jamie negó con la cabeza.
—Te sorprenderías con lo que un manojo de flores salvajes te puede
conseguir.
—Confía en mí. Le interesaba mas como manejo la espada que mis
ideas románticas. Tan solo espero llevarla al altar antes de que se eche para
atrás.
Jamie intercambió una mirada con Elizabeth, pero se quedó callado.
Alex vio a su hermana hacer un escándalo con la túnica del joven Ian, y se
preguntó por que el silencio repentino.
—¿Cual es el problema?—preguntó. Elizabeth encogió los hombros. —
Tan solo asumimos que querrías regresar a casa con nosotros.
Alex suspiró y pasó su mano por su cabello.
—Si hubieras venido hace dos meses, hubiera ido si dudarlo. Ahora es
muy tarde. He hecho mi vida aquí, y es una vida que no cambiaría. Además,
—dijo alegremente, —ustedes siempre pueden venir a visitar. Será como si
hubiera tomado un trabajo en la selva o algo por el estilo. Nada de cartas,
pero un buen paquete en la navidad.
Elizabeth se mordió el labio y Jamie frunció el ceño. Se volvieron a
mirar, luego ambos se quedaron callados tercamente.
—Ok, me doy por vencido,—dijo con un suspiro. —¿Por que esas
secretas miradas? ¿Algo que debiera saber?
—No creo que podamos volver,—Jamie dijo. —No es exactamente
como hacer un plan de vuelo en el aeropuerto, Alex.
—Hey, ¿que tan difícil puede ser encontrar a la Inglaterra medieval?
Jamie negó con la cabeza.
—El problema no es el lugar, Alex. Es la fecha.
—Me encontraron fácilmente.
—Ahá,—Elizabeth dijo. —La tercera es la vencida, campeón. La primera
vez que llegamos fue en medio de los problemas de la Carta Magna de Juan y
nos fuimos inmediatamente.
—Y la segunda, nos encontramos en compañía de Robin de Locksley—
Jamie continuó. —Aunque debo admitir, fue una aventura agradable. Había
vuelto en ropas mas de la época, y de seguro que su forma de luchar en el
bosque es mucho mas de mi estilo que esta cosa de la justa.
Alex parpadeó sorprendido.
—¿Entonces como me encontraron esta vez?
—Nos encontramos con el torreón de tu Margaret, preguntamos sobre
las fechas y otros detalles y nos enteramos que habías viajado a Tickhill para
intentar hablar con el rey.—Jamie encogió los hombros. —Tuvimos suerte,
pero nada nos garantiza que volvamos a tenerla en el futuro.
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—Muy bien.—dijo Alex sentándose derecho y frunciendo el ceño. —


¿Cuanta experimentación has hecho exactamente?
Elizabeth resopló.
—Mas de lo que se atreve a admitir
—¿Y nunca has podido controlar el tiempo de destino?
Jamie negó con la cabeza.
—Nos encontramos llegando a una época donde hay un trabajo que
tenemos que hacer.
—¿Y traerme Twinkies no es una tarea?
Jamie sonrió tristemente.
—No creo.
Bueno, esto si que cambiaba las cosas. Alex se dio cuenta con que
siempre había tenido la idea en su cabeza de que de alguna forma Jamie y
Elizabeth vendrían de vez en cuando para mantenerlo al tanto de cosas
familiares. Ahora esto se había convertido en ficción. Este era posiblemente
la última vez que vería a su hermana, su cuñado y a su sobrino. También
significaba que nunca más vería a ningún miembro de su familia. Nunca más
tendría el placer retorcido de pasar por al frente del cuarto de Zach y tratar
de identificar los olores intoxicantes que salían por debajo de la puerta.
—¿La amas lo suficiente como para quedarte?—Elizabeth preguntó.
Alex despertó de sus pensamientos más tristes e intentó sonreír.
—Tú de todas las personas no deberías hacer esa pregunta.
Y con eso, la decisión se volvió a tomar. Aunque se dio cuenta que
nunca había estado la posibilidad de escoger diferente. Ya se había decidido
una vez, pero eso lo había hecho cuando estaba seguro de que no tenía
ninguna otra opción. Ahora se le había dado a escoger, pero su decisión era
la misma.
—Si, la amo muchísimo.—el dijo. —Creo que les gustará también.
—No creo que me quiera enfrentar con ella con las lanzas,—dijo Jamie
seriamente. —Al menos no con un poquitín más de practica. Obviamente te
derrumbó sin problema alguno.
—Estaba distraído.—Alex le respondió. —Se suponía que estaría
sentada en las gradas, no pavoneándose en las listas.
—¿Y quien decidió que debía quedarse en las listas?
Alex le frunció el ceño a su cuñado.
—Yo fui. No era donde quería estar, pero no di mi brazo a torcer. Tu
sabes, esa cosa de ‘comienza como quieres terminar’.
Jamie sacudo la cabeza riendo.
—Ay hermano, hay muchas cosas que tienes que aprender de las
mujeres.
—Sé lo suficiente, créeme,—Alex gruñó. —Y considerando lo mucho
que sé sobre esta muchacha en específico, creo que sería sabio ir a verla.
Estará atascada en ese solar con aquellas mujeres, y solo los santos saben
que hará.
—¿Fiebre de cabina?—Elizabeth preguntó.
—En realidad, una intensa aversión a la esposa de Lord Odo. De seguro
esta debatiéndose si debe cortar en pedacitos a todas esas mujeres y luego
escapar.—Depositó la envoltura de sus Twinkies y se levantó. —Mejor voy y
la rescato antes de que haga algo drástico.—Miró a Elizabeth. —¿Quieres ir?
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—No me lo perdería,—dijo ella. LE dio a su hijo un abrazo y un beso y


luego se lo pasó a su padre. —¿Cuidarás de Ian?
—Si,—Jamie dijo, tomando a Ian y poniéndolo cómodo en el piso. —
Practicaremos con la espada, o algún otro deporte masculino. Elizabeth
volteo los ojos mientras se levantaba. —Jamie, ni siquiera camina aun. ¿Por
que no te concentras en que no coma nada de la flora y fauna y dejas la
espada para después?
—Nunca es bastante temprano para comenzar.
Alex se encontró siendo jalado por su hermana.
—No quiero escuchar más,—ella susurró. —Apúrate, antes de que me
de otro sermón de por que es mejor que Ian tenga mas espadas de madera
que ositos de peluche.
—Ven, Ian,—Dijo Jamie detrás suyo. —busquemos en la bolsa de papá
que otros tipos de armas el ha traído para ti. Och, pero si que es un buen día
para practicar con las flechas.
Alex miró una última vez para ver a Jamie escarbando en su maleta
por su mercancía, luego se volteo para que su hermana no le diera latigazos
por como de fuerte lo estaba jalándolo.
—Le he dicho que nada de metal hasta que Ian tenga seis años,—
Elizabeth dijo tristemente, —pero puedes imaginarte que es lo que dice sobre
eso.
Alex puso sus brazos alrededor de sus hombros.
—Ah, Beth, los he extrañado.
—Lo que te has perdido es mirarme nunca lograr lo que quiero con ese
hombre. ¿No dije yo que era suficiente con lo de viajar en el tiempo? ¿No lo
dije?—ella le exigió.
—Varias veces,—el le respondió.
—¿Y me sirvió para algo? Bueno, ¿lo hizo?
—Ah, Beth,—dijo riendo, —Sabías que no llegarías a ningún lado con
eso desde el comienzo. Y no me puedes decir que no lo disfrutas un poco.
Ella apretó los labios.
—Todo el mundo siempre lo quiere, Alex. Los hombres lo quieren para
sus ejércitos, y las mujeres lo desean, bueno, ellas simplemente lo desean.
Siempre termino dándoles con un palo.
—Podrías pensar en ello como, investigación de primera calidad.
—Lo que me encantaría estar investigando es los efectos de un fin de
semana en esa silla de rosas que compré para el estudio de Jamie,
acompañada por un montón de esos brownies que hace Joshua más un buen
libro.
—No me mires para que te compadezca, hermana, Alex dijo
sacudiendo la cabeza. —Aun tienes un bronceado. Me está comenzando a
salir moho entre los pies.
Levantó su mirada para verlo.
—Tu tampoco, me puedes decir que no has estado pasando un buen
rato. No te ves tan afligido.
Alex sonrió.
—Ha sido maravilloso. Ahora, si tan solo tuviera la Range Rover para
viajar, las cosas serían perfectas. No es que haya sobrado algo de ella,—el
dijo, —Tengo esperanzas de que Zach no ha decidido hacer la noble tarea de
manejarla todos los días para que no se muera por falta de uso?
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—Escondí las llaves,— dijo Elizabeth. —Estaba comenzando a babear


severamente por ella.
—Me emociona saber lo que se preocupa por mi.
—Ese es Zach.—ella estuvo de acuerdo.
Alex se quedó callado a la vez que llegó a la puerta del salón, luego
tomó un montón de aire.
—Bueno, aquí vamos a nada. Espero que no haya cambiado de
opinión.
Elizabeth lo jaló de la manga.
—Claro que no ha cambiado de opinión. ¿Acaso no se da cuenta del
hombre que se esta ganando? Cientos de mujeres del siglo veinte se pondrán
de luto cuando se enteren que te has casado.
—Margaret es trabajosa.
—Mira, tal vez tan solo este sentada en este momento, mirando hacia
la distancia, soñando despierta contigo mientras estamos hablando aquí tú y
yo.
Planeando la muerte de Lydia de Tickhill y sus damas era lo más
cercano, pero Alex no intentó convencer a su hermana sobre ello. Ya estaba
bastante ocupado planeando como haría para llevarla al altar.
Sinceramente no deseaba que tuviera que apuntarla con su espada.
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Capitulo 22

Margaret palpaba la empuñadura de su espada mientras pensaba en lo


que sentiría Lord Odo si ella asesinara a todas las criadas de su mujer. Lady
Lydia no estaba allí, por supuesto. Había dejado muy claro que no tenía
ningún deseo de estar en el mismo lugar que una mujer con cota de malla.
Margaret no sabía donde estaba la reina madre, probablemente se trataba
del mismo caso. Sólo los santos sabían qué hubiera dicho Eleanor sobre el
asunto de Ralf y Alex, aunque Margaret solía pensar que la antigua reina de
Inglaterra habría aceptado sus tácticas.
Margaret se enderezó y observó a todas las mujeres a su alrededor
que la rodeaban como si fueran buitres. Ella sólo las ignoraba. No le
importaba que la miraran como si fuera un pernil de cordero listo para la
cena. Probablemente la consideraban un cordero completo —un muy grande
cordero. Se sentía el doble de alta y el doble de ancha que cualquier mujer
en aquella habitación.
Era insoportable.
Era claro que ella no deseaba estar vestida como aquellas mujeres,
ataviadas con finos vestidos de terciopelo y seda. No quería cubrir su cabeza
con esas ridículas tocas de cabello. Las zapatillas delicadas hacían dificultoso
cruzar las listas. Pisar estiércol de caballo haría que el pie de una dama oliera
mal todo el día. Además, una espada se vería más que ridícula si estuviera
acompañada de trajes como aquellos.
¿Y cómo montaría su caballo a horcajadas con esas faldas dificultosas?
¿Cómo pelearía si se estaría tropezando todo el tiempo con los dobladillos y
demás? ¿Debería cambiar sus armas por un puñado de llaves? Era probable
que las mujeres que estaban ante ella consideraran a aquellas llaves como
símbolo de poder, pero Margaret pensaba de otra manera. El poder se
encontraba en las manos de aquel que lograra manejar hábilmente una
espada.
A fin de cuentas, ella pensaba que había escogido bien su camino.
Pero eso no le ayudaba a ignorar las miradas desdeñosas y los insultos
dichos en voz alta.
Nuevamente palpó la empuñadura de su espada. Eso no la tranquilizó,
así que caminó hacia la alcoba y miró a través de la ventana. Así estaba
mejor. Por lo menos no tenía que ver a las arpías detrás de ella mientras
discutían sus defectos.
—¿Será una doncella? —preguntó una cortésmente. —Imposible de
notar,—dijo otra riendo. —Se podría saber levantándole las faldas, pero ¿qué
hombre se encararía a su espada para hacerlo?—otra cacareó.
—¡Si tan sólo tuviese faldas para levantar!—exclamó otra, riendo
efusivamente. Por lo que podemos ver, ¡ni siquiera es una mujer!
Margaret trataba desesperadamente de no oír, pero el recinto era muy
pequeño para eso. Miró a través de la ventana con una renovada
determinación. Que dijeran lo que quisieran. Pero que tan sólo intentaran
hacer lo que ella hacía todos los días. De seguro que si un hombre se
acercara hacia ellas desenvainando su espada, lo más probable es que se
rindieran a sus pies.
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—Yo digo que es él, el que va a escapar, a pesar de la orden del rey.
—Yo haría lo mismo si fuera él, —dijo otra. —Con su aspecto tan
atractivo y fuertes brazos podría escoger una entre varias candidatas para
que fuera su esposa.
—Ay sí, ¡qué facciones tiene! Santos, con sólo verlo me pongo de
espaldas.
De un desmayo, Margaret pensó con desánimo. Sí, ver a Alex es
suficiente para que a cualquier mujer le tiemblen las piernas. Y ella sería de
el.
De sólo pensarlo debería llenarla de alegría. Sin embargo, pensó que
no tendría más estómago para comer nunca nada. Sin importar que le
hubiera dicho que la quería para él, antes de siquiera ir a Tickhill. Por un
momento no quiso ser más que una campesina y que él fuese el hijo
bastardo de un mampostero. De esta manera por lo menos hubiera estado
segura de que se casaba con ella por amor.
Se abrazó a si misma. Fue un gesto voluntario, se había convertido en
algo que hacía con aterradora regularidad. Tampoco sabía el porqué sentía la
necesidad de hacerlo.
Para proteger su corazón.
—¡Uy, uy!—chilló una de las jóvenes. —¡Ahí viene! Escuchen, ¿no
alcanzan a oírlo discutir desde aquí? ¡Qué voz tan melodiosa la que tiene!
—¡Y qué acento tan fascinante el que tiene! ¡Tan extranjero!
Margaret frunció el ceño. Había oído el acento de Alex demasiado
como para pensar que era fascinante. Molesto, era la palabra más adecuada.
Se dio la vuelta en dirección a la puerta y mantuvo el ceño fruncido. Qué le
importaba que él hubiera venido? Quizás sólo había venido a ver qué mujeres
tenía Odo para ofrecerle, ahora que recibiría pronto su título podría muy
probablemente escoger a alguna de las del grupo. Margaret estuvo tentada
de decirles que él no era más que el hijo de un curandero. Se lo merecía el
infeliz y que ella le estropeara las oportunidades que tenía con estas gatas
rencorosas.
—¡No me diga que no!—gritaba Alex. —Si quiero ver a Margaret de
Falconberg, ¡lo haré!
Alex había tomado el tono de un noble indignado. Margaret estaba
empezando a sentir un poco de placer con el hecho de que estuviera
exigiendo verla, entonces vio los rostros incrédulos de las jóvenes a su
alrededor.
—Seguramente está aquí para decirle que no quiere nada con ella, —
murmuró una de ellas.
—Sí, y que desea terminar con esto lo más pronto posible, —añadió
otra. —¿Cómo me veo? ¿Tengo la toca de cabello derecha y cubriendo todo lo
que debería?
Margaret observaba mientras hacían alharaca y sentía que el corazón
se le hundía en el pecho. Tenían razón: Alex seguramente venía a decirle que
no quería nada con ella.
¿Por qué lo querría, si podía elegir cualquier doncella de Inglaterra?
Eso no le importaba a ella. Margaret no le hizo caso a su dolor y miró
fijamente la puerta, esperando que Alex la atravesara. Se encontraría que
ella lo echaría antes de que le pudiera hacer eso.
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—Mi señor, usted no puede entrar allí,—decía un hombre. —Quiero ver


a mi futura esposa.
—Pero mi señor, ¡este no es el lugar para hacerlo! Estas son las
habitaciones de las mujeres.
—Entonces no tendré problema para encontrarla aquí. Quítate de mi
camino, pedazo de imbécil.
Alex alcanzó el umbral de la puerta, sus ojos examinaban la
habitación. Margaret se dio cuenta cuando él la vio, entonces se maravilló
con la expresión de su cara. ¿Alivio? ¿Felicidad?
Dos inmensos y fornidos guardias aparecieron al lado suyo. Alex los
ignoró.
—Margaret…
Los guardias lo cogieron par sacarlo de allí.
—Margaret, ¡tengo que hablar contigo!—el gritó a la vez que lo
arrastraban hacia atrás. Hubo un montón de puños, gruñidos y maldiciones.
Cuando escuchó sonar metal contra metal, ella sacó su espada. La mitad de
las mujeres reunidas se desmayaron. Margaret las ignoró y se fue directo a la
puerta. Luego se detuvo abruptamente. La mujer estaba allí, la mujer que se
había lanzado hacia Alex. ¿Era esta entonces, su esposa? No, el le había
dicho que no tenía esposa alguna. Al menos eso le creía. ¿Era ella entonces
su amante?
La pelea continuó en el pasillo, pero Margaret se retiró, luchando
contra las malditas lágrimas. Que le importaba a ella que Alex seguramente
le había dicho la verdad, pero no toda? Margaret pasó por encima de las
jóvenes que parecieron recuperarse prontamente de sus desmayos,
seguramente por que no había nadie allí para sostenerlas, y se dirigió a la
alcoba.
—¿Conocéis a Lord Alex?—Una de las mujeres dijo.
—Si, ¿sabéis algo de el? ¡Queremos saberlo todo!
Ha, Margaret pensó satisfecha. Sepan que ya tiene una amante y no
tendrá nada que ver con ustedes.
—Se muchas cosas de el,—la mujer dijo. —Pero si me dan permiso…
—No, ¡decidnos todo lo que sabéis!
—Si, debemos saberlo todo, cada cosa. ¿Como se le puede ganar?
—¿Le gusta mas el cabello oscuro, o rubio?
—En verdad necesito hablar con Lady Margaret,—La mujer dijo,
sonando menos ansiosa de responder sus preguntas. —Si no les importa…
—¿Ella?—una de las muchachas jadeó. —¿Por que habríais que hablar
con ella?
—Si, una vaca inmensa es,—otra dijo riéndose. —¡No vaya a pisotearos
por error!
Margaret se puso derecha y se volteo. No quería. Quería tirarse a
llorar. Pero ella era una Falconberg y los Falconberg se paraban derechos.
Enfrentó a las mujeres y las retó a que se lo dijeran en la cara.
Lo cual hicieron, claro.
Margaret se forzó a si misma a mirar a la mujer que estaba del otro
lado de la habitación, silenciosamente escuchando. Santos, pero era tan
hermosa que era suficiente como para hacer desmayar a Margaret. Como
podía ella quedarse con Alex si esto era de lo que podía escoger? Hasta
hablaba con su acento extraño. Dios santísimo, pero nunca se podría
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comparar con esta criatura. Una cara que jamás había visto en una doncella.
Es mas, Margaret casi no podía soportar mirarla.
—Soy Elizabeth.
Margaret no podía entender sus palabras. Ella asintió tristemente.
—Alex no ha tenido mucho tiempo de contarme sobre ti. Mi esposo
estaba demasiado ocupado justificando sus habilidades de hacer mapas.
—¿Esposo?—Margaret repitió. —¿Quien? ¿Alex?
Elizabeth parecía que hubiera entrado en shock, luego se rió.
—¿Que? no. Mi esposo es Jamie.
—¿Jamie? Pero pensé…
—Alex es mi hermano.
—Ah,—Margaret dijo. Se encontró con que no podía decir nada más sin
entrar a sudar del alivio. Miró a Elizabeth y se preguntó por que no lo había
notado antes. Ella y Alex tenían el mismo color de ojos. —Debí haberlo visto,
—Margaret admitió. —Digo que mi cabeza no es la mejor el día de hoy.
—¿Lord Alex es vuestro hermano?—una voz chilló
—¿En verdad?—otra preguntó.
—¡Ay, ay!—otra chilló, —¡Aquí viene!
Margaret miró hacia la puerta a tiempo de ver a Alex agarrarse del
marco, sus puños sangraban y su cabello estaba todo desarreglado. Volvió a
guardar su espada y caminó con zancadas a través del cuarto. Cada mujer
sostuvo el aliento, menos Elizabeth, claro. Margaret no pudo si no unírseles
en un grito sofocado. Había algo en ese hombre que le convertía los huesos
en miel aunque no lo quisiera.
Las mujeres de Lydia se recuperaron de momento y pronto estaban
rodeándolo como moscas encima de un montón de mierda. Margaret vio
como intentaba escaparse de ellas, pero obviamente no estaba
acostumbrado a esto. Después de varios intentos de escapar del círculo,
cruzó los brazos y les frunció el ceño.
—Coso bastante bien, ¿veis?—Una de las sin cerebro dijo.
—No, mis costuras son mejores,—otra dijo codeando a la otra y
poniéndola a un lado y lanzando la manga de su vestido en la cara de Alex. —
Una esposa debe ser capaz de coserle la ropa a su marido.
Y entonces comenzó una pelea bastante tediosa entre las mujeres
sobre quien podía costurar de forma más derecha, quien tenía más llaves y
quien podía azotar a los criados con más habilidad. Alex se puso aun mas
inquieto y la miró varias veces para que lo ayudara.
Margarte tan solo encogió los hombros. Que el mismo se saliera de
este embrollo.
Finalmente se limpio la garganta con gran fuerza.
—Estoy aquí para ver a Lady Margaret.—el anunció. —Sus habilidades
son fascinantes, desde luego, pero si me disculpan…
—¿Ella?—una de ellas rió. —¿Pero por que? ¡Ella ni siquiera sabe
distinguir una punta de aguja de la otra!
La mano de Alex voló a su hombro en una moción protectora. Margaret
le frunció el ceño. Así que ella no le había cosido la herida bien. Estaba
cerrada, ¿no? Alex miró a las damas.
—Si me disculpan.
—¡Pero si ni siquiera es una mujer!—Una joven particularmente
venenosa escupió. —¡Miradle la ropa de hombre!
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Margaret ya había escuchado todo esto, así que los insultos no


debieron de haberla molestado. Se encontró que escucharlos, mientras Alex
estaba allí para escucharlos todos era una nueva forma de humillación. Sintió
que se le caían los hombros a pesar de desearlos bien arriba. Ni siquiera
podía mirar a Alex a los ojos. Igual, lo único que vería era que estaría de
acuerdo.
—Inmensa…
—Varonil…
—Extremadamente larga…
Y entonces, Alex se rió. Margaret estaba estupefacta a tal grado que
no podía levantar la mirada. Las estaba mirando como si las mujeres se
hubieran vuelto locas. Sacudió la cabeza con otra sonrisa.
—Me encantan las mujeres altas,—el indicó. Las mujeres a su
alrededor estaban sin habla. —Además,—dijo, retirándose del círculo. —
Quiero una mujer que pueda cuidar de mi castillo, no que solo menee sus
llaves en su cadera. Y siempre se pueden contratar costureras.
Con eso se encontró levantada por los brazos de Alex. Lo miró a esos
ojos pálidos y no vio allí, más que amor y aceptación.
—Por cierto, me encanta como te ves en pantalón,—el añadió, antes
de que capturara su boca con la suya en un apasionado beso.
Margaret no estaba segura si el ruido era de sangre apunto de explotar
por sus oídos o por los sonidos de los gritos de la docena de mujeres de
Tickhill todas cayendo al piso. Se encontró, de repente, que no le importaba
cual era. Alex había hecho parecer a esas mujeres como tontas, y la había
hecho ver deseable. Ella puso sus brazos alrededor de su nuca y lo besó de
vuelta con toda la gratitud en su pobre corazón.
Y entonces, tan pronto como había llegado a ella, se le fue quitado.
Margaret tenía su espada a medio camino, a punto de herir a las mujeres de
Lydia, solo para encontrarse con los hombres de Lord Odo que habían
entrado al cuarto para llevarse a Alex.
—Mi señor,—uno de los guardias dijo, frunciéndole el ceño a Alex por
su nariz sangrienta,—Os sugiero que no nos deis mas problemas el día de
hoy. El otro guardia que Alex había golpeado estaba del otro lado del cuarto
frunciéndole el ceño junto con una docena de hombres atrás suyos. Margaret
miró como Alex consideraba las posibilidades, luego reconoció que no podía
ganar. Volteo a mirarla.
—Irás mañana,—el dijo.
—Um,—ella comenzó.
—No me hagas venir por ti,—el dijo, haciendo énfasis en cada palabra.
—No te gustará si debo hacerlo.
La mitad de las doncellas de Tickhill volvió a desmayarse. Margaret
sintió que iba a hacer lo mismo. ¿Que idiota le negaría a este hombre
cualquier cosa que pidiera?
—Como queráis, mi señor,—ella logró decir.
El gruñó, luego se volteó y se retiró de la habitación, los guardias
corrieron atrás suyo.
—Bueno,—Elizabeth dijo alegremente, —eso lo arregla. Creo que
necesitaré un poco de costureras.
Las mujeres se movieron incomodas. Margaret vio como Elizabeth
silenciosamente las miraba. Santos, pero la mujer tenía una mirada que
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rivalizaba con el viento del norte por frialdad. Pronto vinieron ofrecimientos
para servir de costureras y ayudarla en buscar material. Margaret estaba, en
realidad, asombrada. Tal vez las mujeres temían que Alex viniera tras ellas y
no les iría bastante bien. O era eso, o temían que Elizabeth fuera la que lo
hiciera. Hasta Margaret hubiera cogido una aguja tan solo para evitar esa fría
mirada sobre ella.
—Vamos a caminar al jardín, —Elizabeth dijo, enlazando su brazo con
el de Margaret. —Odio quedarme en el interior.
Y antes de que Margaret pudiera decirle que si o que no, s3 encontró
caminando por el castillo y escapando el gran salón. Una vez afuera, tomó un
gran aliento y vio que tan feliz estaba de estar afuera.
—Mis agradecimientos,—dijo, dándole a Elizabeth una cautelosa
sonrisa. —Siento que no soy bastante buena cuando estoy atrapada en un
cuarto tan pequeño.
—Especialmente con tales acompañantes,—Elizabeth estuvo de
acuerdo, —Pensé que fuiste grandiosamente educada.
—¿Educada? No les dije ni una palabra.
—Pudiste haberlas cortado en pedacitos,—Elizabeth señaló, con una
sonrisa. —Estoy sorprendida con tu paciencia. Alex estaba seguro de que
encontraríamos sangre por todas partes.
—Puede agradecerse a si mismo de que no hubo. No puedo decir que
hubiera hecho si el no hubiera venido.
Elizabeth tan solo sonrió.
—Creo que el sabía eso. Anda, veamos si encontramos un pedazo de
jardín donde sentarnos. No creo que debamos salir por el portón, aunque en
verdad me vendría bien una caminada para aclarar mi cabeza. Odio a
mujeres tan zorras, ¿tu no?
Elizabeth era tan franca, todo lo que podía hacer Margaret era
parpadear sorprendida. Ahora, esto si le hacía pensar si en realidad no
debería viajar a Escocia algún día. Las mujeres allá son hechas
definitivamente de otra cosa.
—Todas las mujeres en Escocia, ¿hablan tan claro?— preguntó
Margaret.
Elizabeth sonrió.
—Creo que si.
Margaret se quedó pensando.
—Creo que debí de haber nacido allá,— meditó. —Tal vez hubiera sido
más aceptada.
—En realidad pareces más de otro tiempo.
—Es verdad,—dijo ella con un suspiro. —Y si que es desconcertante,—
Elizabeth rió, pero fue una risa amable. Margaret se encontró bastante
animada por ella. Obviamente se había perdido de mucho al no tener una
hermana. Tal vez el casarse con Alexander de Seattle sería más tolerable
después de todo.
—En las justas lo haces bastante bien,—Elizabeth dijo a medida que se
sentaba en las hierbas de Lydia. —Has debido de trabajar duro para
perfeccionar esta habilidad.
Margaret asintió.
—Tenía que hacerlo. Mi padre murió hace casi ya diez años y me dejó
al cuidado de sus tierras.
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—Dios santo,—Elizabeth dijo, viéndose en realidad anonadada. —¿He


hiciste todo esto por tu propia cuenta?
Margaret asintió.
—¿Por que no me cuentas sobre ello?
Antes de que ella lo supiera, Margaret se encontró desnudando su
corazón ante la hermana de Alex. Le contó sobre aquel miedo de perder a su
familia y el saber que no podía contar en nadie más que ella misma. Le contó
a Elizabeth el engaño de mantener a su padre vivo por los últimos diez años.
Pero cuando se encontró con la llegada de Alex en su vida, ya no podía
decir todo esto libremente. Así lo amara, quisiera casarse con el, aun estaba
el caso de su locura. Elizabeth obviamente no querría escuchar de inmediato
que su hermano estaba loco. De seguro, sus preguntas serían mejor recibidas
si se le hacían a James MacLeod, pero tal vez pudiera poner a prueba el
terreno con la hermana de Alex a ver que tan recibidas serían sus preguntas.
—Alex y yo hemos tenido algunas interesantes charlas sobre su tierra
natal, Margaret comenzó, esperando demostrar que sus respuestas no la
habían afectado en lo mas mínimo.
—Alex si mencionó que te había contado de donde el era,— dijo
Elizabeth.
—Si,—Margaret asintió, —dijo que se había estaba quedando un
tiempo en Escocia,—ella escogió sus próximas palabras cuidadosamente. —
Dijo que en verdad era de Seattle, el cual esta en el continente. Estudió a
Elizabeth para ver que tan abierta era a esto.
—Ya veo,—Elizabeth dijo, —¿Y eso queda en?
Margaret suspiró. Tal vez era mejor que Elizabeth lo escuchara todo de
una vez. Obviamente se enteraría de la verdad.
—Me temo que esté loco,—Margaret admitió reacia.
—¿Loco?
—Si no esta loco, al menos un poco desorientado. Me duele decir esto,
—Margaret añadió rápidamente, —Pues sé que debéis amarlo demasiado.
Pero me dijo tantas cosas sin pie ni cabeza cuando le hice mis preguntas que
estaba en lo correcto por temer por su salud.
—¿Que dijo exactamente?
Margaret encogió los hombros.
—No le presté atención a la mayoría de las cosas. Pero me mostró sus
botones y hoyos de botones y se esforzó por hacerme creer que había pisado
un círculo desde Escocia hasta Inglaterra. Y el resto tan solo no tenía sentido.
Elizabeth tan solo sonrió débilmente.
—¿Y no crees que eso es posible?
Margaret le frunció el ceño.
—¿Como podría serlo? Un hombre no puede viajar a través de cientos
de leguas en el espacio de un momento a otro. Tan solo puedo asumir que en
el pasado le han dado un golpe bastante fuerte en la cabeza.
—Sabes, Margaret, si estuviera en tus zapatos, también me costaría
creerlo.
—Aun hay mas,—Margarte admitió, —Aunque temo mencionarlo, no
vayáis a creerme loca también.
—Prometo que no lo haré.
Margaret suspiró.
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—Habló que venía de otra época.—Miró a su hermana y sonrió


tristemente. —Ideas extravagantes, lo sé, y me duele decirlo. Es un buen
hombre, desde luego, pero no puedo entender por que cree lo que dice.
Aunque debo admitir que sabía bastante sobre lo que haría Ricardo antes que
cualquier otra persona. Ella se escuchó hablar y comenzó a preguntarse si tal
vez no era ella la que se estaba volviendo loca. —Sé que debe de haber una
razón para ello, pero maldita sea yo si no puedo sostenerme de alguien.
Elizabeth cortó un poco de hierba y la retorció por un buen rato en
silencio. Margaret se encontró deseando nunca haber dicho estas palabras.
Que hermana querría escuchar sobre las locuras de su hermano,
especialmente cuando eran de este tipo? Y entonces Elizabeth levantó la
cabeza.
—¿No crees que es posible?—le preguntó. —¿Que un hombre pudiera
venir de un siglo distinto a este?
—No,—Margaret dijo prontamente, —No lo creo.
—¿Jamás has creído en cosas así de extravagantes?—Elizabeth
preguntó.
—Nunca,—Margaret dijo, poniendo a un lado sus creencias en ogros y
hadas. —Ni una vez.
Elizabeth tan solo la miró con una pequeña sonrisa. Era casi como una
triste sonrisa, como si supiera algo que Margaret no. Margaret sintió una
repentina sensación de explicarse aun más. Levantó su espada.
—Esto lo entiendo,—ella dijo, sosteniendo el mango. —Esto lo puedo
ver con mis ojos y sentirlo con mis manos. Puedo levantar su peso. Se el
curso de su arco y como suena cuando se mueve a través del aire. Nunca
cambia, y nunca me dejará.
Escuchó las últimas palabras que salieron de su boca y no tuvo ni idea
de donde habían salido. Y aun menos idea una vez se le salieron las lágrimas,
pero llegaron fuerte después de las palabras.
—Ah, Margaret,—Elizabeth dijo, tomando sus manos, —Lo siento tanto.
—Temo que me deje,—Margaret lloró. —No debería importarme.
—Pero lo haces.
—Estaré condenada por ello,—ella sollozó. —Pero lo hago.
—Alex te ama,—Elizabeth dijo, su voz suave como un dulce susurro. —
Me dijo que lo hacía.
—Seguramente intentará volver a su hogar,—Margaret logró decir. —El
dijo que no lo haría, pero ahora que estáis aquí… no importará que nos
casemos.
—No irá a ningún lado. Ya le preguntamos si quería regresar con
nosotros y dijo que no. Lo extrañaré, pero creo que estará más feliz aquí
contigo.
—Su corazón cambiará… como lo hará su cabeza.
Elizabeth negó con la cabeza.
—Creo que ya te diste cuenta que Alex es bastante testarudo.
—Desde luego,—Margaret dijo, pasando su manga por sus ojos. —Y
bastante molesto.
—Si dice que se quedará, entonces se quedará. No romperá sus
promesas.
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Margaret pensó en ello un buen rato. Si había dicho que la quería, que
no la dejaría, tal vez lo decía en serio. Su padre y sus hermanos jamás le
habían prometido nada como esto.
Pero obviamente no los había amado de la misma forma que amaba a
este loco hombre de Seattle.
—Confía en el,—Elizabeth dijo. —Ha esperado toda su vida por ti. No
irá a ningún lado.
Margaret asintió. El tiempo lo dirá. Parecía que Elizabeth no tenía
intención alguna de llevarse a su hermano. Tal vez se quedaría de todas
formas. Pero aun había este otro problema para ser resuelto. Margaret miró a
la hermana de su amor.
—No creéis en sus tonterías, ¿cierto?
—¿Sobre el futuro?
—Si, esa tontería. Y el portón en el pasto.
Elizabeth jugó con la hierba, luego sonrió.
—Creo,—dijo lentamente, —Hay mucho más en la vida de solo lo que
podemos ver con los ojos y tocar con nuestras manos.—Tiró a un lado la
hierba. —Las historias sobre hadas deben de venir de algún lado, ¿no crees?
—Hmrump,—Margaret dijo, no queriendo llegar a ese lado. —Pensaré
en ello.
Elizabeth tan solo sonrió y se levantó.
—Veamos a ver tu vestido de novia, ¿quieres?
—Aye,—Margaret dijo con un suspiro a la vez que se ponía de pie. —Si
puedo soportar su rencor.
—Yo me encargo de ellas. Tan solo preocúpate por relajarte y quedarte
de pie para que te puedan medir. Ya te dije cuanto te ama Alex? Deberías ver
su rostro cuando habla sobre ti. Jamás lo había visto de esta forma.
Margaret sabía que Elizabeth trataba de tranquilizarla y se lo agradecía
enormemente. Era bueno tener el coraje bien arriba cuando llegase el
momento de enfrentarse a las gatas rencorosas de Lydia y sus costureras.
Para cuando llegaron al castillo, Margaret comenzaba a creer en las
palabras de Elizabeth. Alex se había visto contento al recibir su titulo, ¿no? Y
ella obviamente venía junto con Falconberg, ¿no? Y no había dicho él que no
le importaba la tierra, ¿sino solo ella?
Se encontró abanicando sus mejillas. Santo cielo, se casaría en la
mañana con el hombre. Eso traería bastantes besos y mucho mas, eso si
sabía.
—Margaret, te ves un poco colorada.
—No es nada,—Margaret dijo con voz ronca. —Cansancio por el día de
hoy, estoy segura.
Elizabeth la miró como si supiera, luego rió.
—Apuesto a que si. Vamos. Creo que tu vestido debería ser verde. Es
el color favorito de Alex.
Y se vería bien con el rojo, el color que tenía en su rostro sería para
toda la vida. Margaret siguió a la hermana de Alex hasta el torreón y rezaba
para poder sobrevivir los próximos dos días.
Boda.
¡Santos, pero hacía ver a un día de pelea parecerse a una mañana
descansando en la pradera!
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Capitulo 23

Elizabeth MacLeod estaba de pie en la capilla de Lord Tickhill y se


preguntó si su hermano podría haber estado mucho mejor si ella hubiera
seguido una carrera mas segura como construcción de carreteras o de
cocinera, algo que la hubiera mantenido lejos de los libros sobre la Escocia
medieval. No podía negar que había trabajado bastante bien, desde que
había conseguido localizar ese libro del Clan MacLeod en un golpe de suerte,
había viajado atrás en el tiempo hasta la Escocia medieval y a los brazos de
su marido. Pero nunca se había propuesto que aquella excursión a través del
tiempo afectara a otro miembro de su familia.
Aunque ella no podía asumir toda la culpa del viaje en el tiempo de
Alex. Elizabeth contempló a su marido. Ahí estaba el hombre al que culpar,
pensó enfurruñada. Había sido él quién había llevado a Alex ha una pequeña
excursión a través del tiempo para enmendar un agravio. Desde ese preciso
momento su hermano había estado condenado.
Por supuesto, así lo entendía ella. Había tratado de adoptar una actitud
firme con Jamie haciendo más mal que bien, pero cuando él entró al cuarto
por la noche trayendo puesto un parche en el ojo y llevando un sable, había
sabido que estaba en problemas. Su anuncio de que había encontrado un
punto de penetración en su tierra que le olía suspicazmente como el ron, en
cierta forma, los había llevado de vuelta al Barbados Renacentista y a unas
pocas aventuras que ella había sido feliz cuando regresaron.
Ella debería haber sabido que los rebusques de Jamie en su tierra
hasta llevarían a Alex en otro siglo. Pero ¿como podía lamentarse por esto?
Nunca había visto a su hermano más en su lugar.
Estaba arrodillado ante el altar, vistiendo una cota de malla cubierta
por un sobreveste que la había mantenido levantada casi toda la noche para
terminársela. La poca luz provinente de las dos ventanas de la cúpula caía
hacia él casi como un foco. Se vio como si perteneciera a este lugar sombrío
con sus suelos de piedra y sus velas de sebo. Elizabeth le había visto en su
tiempo llevando los trajes de seda que solían llevar los empresarios y los
caros mocasines italianos, pero en cierta las espuelas amartilladas y las
botas llenas de rozaduras eran mucho más apropiadas. Si había alguien que
le gustara los desafíos, ese era Alex, y él ciertamente lo había encontrado
aquí.
Había sido una mañana bastante abrumadora. La capilla en Tickhill no
era muy grande, y definitivamente había habido un apropiado gentío. Todo el
mundo ansiaba estar en el mismo lugar que Ricardo de Inglaterra. Elizabeth
se levantó apretujada contra la pared, un lugar en primera fila reservado
para los miembros de la familia inmediata. Se había guardado un
pensamiento fugaz sobre las normas de siglo veinte del baño antes de
renunciar a pasar unas cuantas horas incómodas no pudiendo respirar.
Y luego había llegado la ceremonia en la que Alex sería armado
caballero. El rey había llegado al frente de la capilla, se había vestido para
impresionar con su ropaje real y con su corona brillando en la cabeza. Alex se
había arrodillado ante él con la cota de malla recientemente pulida, su
cabeza oscura se inclinó humildemente. Elizabeth había estado medio
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tentada a pellizcarse para asegurarse que la escena antes de ella era real. El
rey había levantado su espada, le había dado a Alex un decidido golpe al lado
de la cabeza, y le había informado que esa era la última agresión que alguna
vez debía soportar sin contraatacar. Luego le había dado a Alex, la espada de
William de Falconberg y le había instruido para usarla en la defensa del reino,
las viudas y los hijos de la tierra y a aquellos que no podían defenderse.
Jamie entonces había respondido a la llamada y, con gran resolución,
había atado las espuelas de Alex a sus talones. Elizabeth había
intercambiado una rápida mirada y una sonrisa con su hermano y había
sabido exactamente lo que estaba pensando. Esto no era algo que alguna
vez habían imaginado mientras tomaban un café en una cafetería. Los
sueños de Alex incluían a su propio Lear y una bonita casa campestre, y los
de ella habían abarcado una exitosa carrera como escritora. De una forma o
de otra, las espuelas y codearse con la realeza medieval no habían estado en
la lista.
Elizabeth se obligó a volver al presente para encontrarse con que
Jamie había regresado a su lado. Miró como su hermano, arrodillado quieto
en ese frío piso de piedra, colocaba sus manos en las de una leyenda
medieval y comprometía su vida a la de él.
—Yo, Alexander de Falconberg, juro...
—¡Santo cielo, Elizabeth, —murmuró Jamie en su oreja—si tu padre
solamente pudiera ver esto!.
Ella inclinó la cabeza, sonriendo. Su papá siempre le hacía pasar a
Jamie un mal rato acerca de sus afirmaciones de pertenecer a la aristocracia.
Saber que ahora su hijo poseía lo mismo que había dicho habría hecho que se
desplomara. Verdaderamente era un conde y pronto hasta estaría casado con
la hija de un barón medieval. Elizabeth negó con la cabeza con otra sonrisa.
Ella tenía muchísimas dudas de que esto hubiera entrado en las intenciones
de sus padres cuando enviaron a Alex a un distante jardín todos esos años
atrás.
Miró a través de la cúpula y vio la mitad del pie de Margaret dentro de
la luz del sol, y la otra mitad en las sombras. No podía negar que Margaret
era perfecta para él. Y estaba perfectamente claro que le amaba
desesperadamente. Elizabeth no podía desearle más a su hermano. Si esto
era lo que el Destino le tenía previsto, entonces ella ciertamente no
interferiría.
El sacerdote reemplazó al rey en el altar, y Margaret fue llamada hacia
adelante. Alex estuvo inmediatamente de pie, tendiéndole la mano. Elizabeth
sonrió a medida que observó el acercamiento de Margaret. Se veía
maravillosa y desesperadamente feliz, aunque Elizabeth podría decir que
intentaba duramente no mostrarlo.
El verde había sido la elección correcta para su túnica. Eso fue otro de
los proyectos que habían mantenido a Elizabeth toda la noche despierta.
Después de dejarles un par de horas para que descansaran, se había
levantado para ver como Margaret se vestía, aunque su verdadera misión
había sido hacer que Margaret se mostrara segura en lo alto de la capilla. Ella
había pensado que su hermano estaba siendo demasiado mordaz con sus
reiteradas amenazas, pero Margaret había parecido algo animada por ellas.
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La voz de Alex fue profunda y estable mientras repetía sus votos. La de


Margaret fue menos estable, pero no vaciló. Y luego el sacerdote los bendijo
y empezó la Misa.
Elizabeth recordó vívidamente su matrimonio con el hombre cuyos
brazos la rodeaban en su capilla medieval. Pero ella sólo había estado
rodeada de los miembros de la familia de Jamie. Déjenselo a Alex para
encontrar casarse con tal estilo y con la perfecta aristocracia. Jamie pensó lo
correcto: Su padre simplemente se moriría cuando lo supiera.
Una vez que la Misa estuvo acabada, el rey enseñó el camino desde la
capilla. Alex y Margaret tuvieron el lugar de honor detrás de los miembros de
su familia. Elizabeth pilló a su hermano mirándola y le sonrió a través de sus
lágrimas. Se veía más feliz de lo que alguna vez lo había visto antes y eso era
suficiente para ella. Margaret, sin embargo, se veía como si estuviera siendo
dirigida enteramente hacia el matadero. Elizabeth había tratado de
reconfortarla diciéndole que consumar su matrimonio sería una cosa buena,
pero Margaret se había quedado dudosa. A Alex le costaría trabajo
tranquilizarla y conseguir que fuera hasta él.
—Él se ve intensamente feliz, —murmuró Jamie en su oreja—¿No te
parece?
Ella se movió a sus brazos y posó su mejilla contra su pecho.
—Lo está. Y me alegro por él.
—Y un poco triste, sin duda.
Elizabeth levantó su cabeza y le sonrió.
—Le perderé. Pero creo que este es su lugar.
—Sí, éste es un buen lugar para él, Beth. Esta preparado para este
trabajo. Y ahora tiene una buena compañera.
Ella asintió de acuerdo.
—Como tu, —advirtió Jamie.
—Como si necesitaras recordármelo, —dijo, apoyándose en lo alto para
besarle suavemente, —Nunca, ni una sola vez he lamentado mi decisión.
—Ni yo. ¿Qué me dices si cogemos un plato de comida, luego ves si la
joven Frances de Alex cuidaría un poco mas de Ian? Tengo ganas de salir a
buscar un poco de privacidad para mostrarte perfectamente lo contento que
estoy por haber tenido el buen tino de casarme contigo.
—Por mi, perfecto —dijo ella con una sonrisa.

Alex estaba sentado al lado de Margaret en la mesa de Odo, la cual


ahora se había convertido en la mesa del rey, y no podía dejar de sonreír.
Estaba casado con la mujer de sus sueños, había logrado salvar su tierra, y
esperaba con ilusión un arcón con oro de Brackwald que le llegaría dentro de
muy poco. Tal vez todos esos años de piratería corporativa no habían sido
desperdiciados después de todo. Había triplicado el rescate de Ralf
simplemente recordando a Ricardo acerca de todo el daño que Ralf había
hecho a la propiedad de Margaret y a las personas. Había placer en ver como
Ralf se volvía púrpura de la rabia, por supuesto, pero Alex también sabía que
ahora él contaba con los medios para hacer las importantes remodelaciones
al destacamento que Margaret quería, así como también podía arreglar esa
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gotera en el techo que transformaba el solar una piscina de poca profundidad


cuando llovía.
Se recostó y se quedó con la mirada fija hacia afuera sobre el gran
vestíbulo, todavía sintiéndose un poco atontado por los acontecimientos de la
mañana. Como si el matrimonio con una mujer ochocientas años mayor que
él no hiciera que su cabeza diera vueltas. Había dado su palabra de fidelidad
a Ricardo de Inglaterra. En cierta forma, era la última cosa que alguna vez
había pensado que haría.
Miró a la mujer de sus sueños y le sonrió. Manoseaba la empuñadura
de su daga a medida que examinaba a los ocupantes del gran salón. Bien, al
menos ella no le miraba como si le gustaría cogerle a puñaladas.
—Parece que Odo logró descubrir otra botella de buen vino —dijo él,
esperando distraerla de cualquier caos total que estuviera contemplando.—
¿Quieres un sorbo?
Ella inclinó la cabeza y aceptó la taza.
—Muchas gracias, esposo.
Alex se rió del aspecto lúgubre con el cual usó la palabra.
—No hay de que, esposa.
Su cara empezó a adquirir un matiz rojo muy atractivo.
—Tenía que probarlo y ver como se sentía en la lengua —admitió ella.
—¿Qué cosa, el vino o llamarme marido?
—Lo último.
—¿Y que tal fue?
En realidad parecía tomarle bastante tiempo analizarlo. Después de la
debida deliberación lo miró con una pequeña sonrisa.
—Agradable,—concedió, —Aunque como bien podéis suponer nunca se
me hubiera ocurrido que me oiría pronunciar esa palabra.
Él hizo un intento para no ahogarse.
—Me siento halagado.
—Deberíais estarlo.
—Ah, Margaret —dijo él, inclinándose para besarla firmemente en la
boca—Realmente te amo.
—¿Lo hacéis? —preguntó, aparentemente asombrada.
—Por supuesto que lo hago. ¿No lo sabias?
Ella se encogió de hombros.
—Pensé que podríais. Me miráis bastante a menudo muy
intensamente. No obstante, miráis vuestra cena de la misma manera, así que
no estaba completamente segura.
Él sonrió secamente.
—No es la misma cosa para nada. Me gusta la comida. Pero a ti te
amo.
Él esperó. Y cuando ella no dijo ninguna cosa a cambio, le dio un
codazo.
Ella le miró ceñudamente.
—¿Qué?
Esa era una de las cosas acerca de Margaret: Pescar cumplidos nunca
había sido su fuerte.
Alex suspiró
—Acabo de decirte que te amaba. Alguna clase de sentimiento a
cambio sería adecuadamente recibido en este momento.
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Ella le miró atentamente y eso, por alguna extraña razón, le dio un


susto mortal. No esperaba algo menos que una respuesta sincera, pero de
repente no estaba seguro de querer saber la verdad.
Ella se giró en su silla para mirarle aún más de frente, y Alex tuvo el
loco deseo de retorcerse. Genial. Él acababa de arriesgar su vida y sus
pedazos del cuerpo para tener a esta mujer y ella no estaba segura de lo que
sentía por él.
Aunque ella había aparecido en la capilla. Esa era una buena señal.
Ella no había vacilado al repetir sus votos, aunque había tropezado un poco
en la parte de ‘obedecerle en todas las cuestiones’. El sacerdote obviamente
no la había oído mascullar ‘cuando me convenga’ por debajo de su
respiración, pero Alex lo había hecho. Él había apretado su mano y le guiñó el
ojo. El día que ella realmente le obedeciera en cualquier cosa sería el día que
arderían las malditas nieves.
—Bien, —Empezó, —tuve tiernos sentimientos por vos desde el
principio, creo.
Los sentimientos tiernos eran buenos.
—Aunque esos fueron absolutamente pisoteados cuando os fuisteis sin
echar una mirada atrás.
—Eché varias miradas atrás, —le rebatió.
—No lo hicisteis. Os vigilé desde las almenas.
Alex levantó una ceja por eso. Así que le había estado vigilando. Su
vista debía de haberle fallado o le habría visto cuando una rama le golpeo en
la cabeza cuando se giró en la montura para un último vistazo a su torreón.
—Pienso, sin embargo, que mi corazón estuvo verdaderamente
ablandado cuando entendí lo que os había costado recoger una espada para
venir a mi defensa. No es que hubierais estado del todo brillante con ella.
Él sonrió.
—Lo que cuenta es el detalle.
Ella frunció sus labios.
—Quizá —Contempló el cielo raso por un momento o dos. —Después
de eso me opuse a eso ferozmente, pero fue una triste batalla que no podía
ganar. —Ella le miró y sonrió, —Sí, creo que os amo lo suficientemente.
Un ‘te amo’ con ambas manos puestas sobre la mesa y sin daga
alguna. Alex se preguntó si sería grosero arrastrarla arriba mientras ella tenía
tales sentimientos afectuosos hacia él.
Bien, ciertamente no había nada como el presente. Alex empujó hacia
atrás su silla y oyó un amortiguado oof. Hizo una pausa, medio inclinado, y
miró a sus espaldas. Uno de los pajes del rey estaba allí, agarrando
firmemente su cintura.
—Oh, lo siento, —dijo Alex, sentándose de nuevo, —No te vi.
—Mi Señor, —el niño respiró con dificultad,—el rey le envía un
mensaje.
Genial. Tal vez Ricardo quería apurar la ceremonia del lecho. Alex se
preguntó si decirle al rey que se fuera al infierno y que no había forma alguna
de que vería a Margaret desnuda, era una violación de su recién hecho
juramento en el que le había dado su palabra de lealtad.
—¿Sí? —preguntó Alex cuidadosamente.
—Él os invita a vos, a lady Margaret, y a su cuñado junto con su esposa
para asistir a su coronación en Londres.
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El paje, quien sin duda había visto una gran cantidad de cosas, miraba
totalmente estupefacto como Alex lo consideraba.
—Es un grandísimo honor, Mi señor.
Alex miró a Margaret, cuyos ojos estaban igualmente de enormes en
su rostro.
—Wow. ¿Qué piensas?
—¿Me preguntáis mi opinión?
—Por supuesto que te pregunto tu opinión. ¿Partes iguales, recuerdas?
—Bueno, —dijo ella, viéndose un poco sorprendida —apenas asumí que
vos…
—Preguntaría tu opinión en los asuntos que nos interese a ambos —
terminó Alex para ella—¿Qué dices?
Ella sacudió su cabeza con asombro.
—Mi padre se habría desmayado totalmente des solo pensar esto.
Alex miró a su derecha donde Jamie y Elizabeth se sentaban,
—¿Escucharon al tipo?
Jamie inclinó la cabeza.
—Sí. Sería algo para ver, seguramente.
—¿Pueden quedarse durante tanto tiempo?
Elizabeth intercambió una mirada con Jamie, luego asintió hacia Alex.
—Nos encantaría ir.
El paje inclinó la cabeza y salió corriendo. Alex se recostó en su silla y
se permitió hundirse en ella. Vería por segunda vez la coronación de Ricardo
de Inglaterra. Que historia para sus nietos.
—Wow, —dijo él.
—Sí, wow, —estuvo de acuerdo Margaret, tratando de alcanzar su
mano. Lo agarró firmemente con la suya. —Nunca he estado en Londres. ¿Y
tú?
—Sí, pero imagino que habrá cambiado un poco desde que estuve allí.
Margaret lo miró con una débil sorpresa, luego una sonrisa
tremendamente indulgente apareció en su cara.
—Ah, Alex, algún día vuestra mente conseguirá ser totalmente clara.
Estoy completamente segura de ello.—le frotó el brazo, —No debo de
preocuparme, ¿verdad?
Su esposa pensaba que estaba chiflado. Genial.
—Estoy realmente encantado de que seas tan paciente con mi locura
—logró decir.
—¿Y como no serlo? —preguntó ella.
Otro paje tiró fuertemente de la manga de Alex.
—Mi señor Alexander, Lord Odo os envía un aviso.
Parecía ser la tarde de los mensajes. ¿Dónde había un buen asistente
administrativo cuando uno lo necesitaba? Alex adoptó una sonrisa resignada.
—Claro, ¿qué pasa?
—Dice que el rey se dispone a irse dentro de una hora.
—Bien, entonces tal vez nosotros también partiremos de Tickhill al
mismo tiempo —dijo Alex, mirando a Margaret—¿Estás lista para ir a casa, o
no?
Ella asintió con la cabeza,
—Más que lista.
El paje se veía conmocionado.
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—¡Pero, milord, la ceremonia del lecho! Lord Odo ha preparado su


mejor alcoba y ha reservado para vos una botella de su vino más fino. Todo
está preparado.
Margaret se había puesto totalmente blanca. Alex por poco le pone su
cabeza entre sus rodillas y le dice que continuase respirando.
—Bien —dijo ella, con una expresión estoicamente sombría—supongo
que debía ocurrir en algún momento.
Alex parpadeó.
—Cuidado suenas interesada.
Ella apretó sus dientes.
—He visto a las yeguas de cría, Alex. He oído sus gritos y sé lo que
conlleva la ceremonia del lecho. Y lo que no sabía, las damas de Lydia se
encargaron de decírmelo, —manoseó la empuñadura de su daga. —Estoy
preparada.
Alex supo que lo primero que iba a hacer sería descargarla de todas
sus armas antes de hacer el amor con ella. Se inclinó y la besó, y continuó
besándola hasta que la sintió relajarse y que lo besara de vuelta. Entonces se
apartó.
—Olvídate de todo lo que has oído y visto hasta ahora. Va a ser genial.
Lo miró rígidamente.
—¿Me estáis mintiendo?
—¿Por qué te mentiría? —Sería bueno, realmente bueno, si pudiera
evitar que lo matara la primera vez. —Pienso que te gustará bastante.
Ella suspiró.
—Quizás, aunque el pensamiento de llevar a cabo el acto en la cama
de Lydia no es del todo agradable.
¿Llevar a cabo el acto? Alex miró hacia su derecha para ver si Jamie
había oído a Margaret.
Jamie fruncía el ceño pensativamente. Alex se aclaró la voz y Jamie le
disparó una breve mirada.
—Flores, —aconsejó él.
Alex gruñó. Margaret probablemente estornudaría.
—Deberías tener algún detalle romántico para ablandar su corazón —
insistió Jamie suavemente, volviéndose hacia él, —Recomendaría que le
hicieras la corte hasta la cama, quizá con unos pocos versos o una canción.
Bien, arrastrar a Baldric al piso superior para que recitara algunos
versos estaba absolutamente fuera de consideración. Simplemente tendría
que encontrar alguna otra cosa.
—¿No traerías algo que pudiera tomar prestado, cierto? —preguntó
Alex.
Jamie frunció el ceño.
—¿Y arriesgarme a arruinar mí noche con tu hermana?
—Anda, dámelo, —bufó Alex.—Como si fueras tu el que tuvieras a
alguien apuntándote con un arma en la cabeza.
—Muy bien, —dijo Jamie, sonando nada contento con todo esto, —Pero
conste que no lo hago de buena gana.
—Bien. Puedes quejarte todo lo que quieras más tarde. Simplemente
ayúdame ahora a salir de esta, ¿Okay?
Jamie gruñó en consentimiento y Alex suspiró con alivio. Sólo el cielo
sabía qué clase de cosas había traído Jamie con él, pero Alex sabía que el
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gusto de su hermana se dirigía hacia la poesía y las cartas de amor. Alex sólo
podría esperar que Margaret se emocionase con un soneto o dos. La miró y
sonrió.
—Mira que allá esta el más fino vino de Odo… —le recordó a ella.
Ella suspiró el lamento de una mujer condenada a un destino sólo
ligeramente mejor que la muerte.
—Muy bien, entonces.
Jamie comenzó a toser.
Alex golpeó a su cuñado no muy delicadamente en la espalda, luego se
volvió hacia el paje de Lord Odo.
—Informa a vuestro señor que nos sentimos honrados —Y dile que se
apresure antes de que Margaret cambie de idea, agregó silenciosamente.
El paje se fue corriendo y Alex se volvió hacia su novia para tratar de
reconfortarla sólo para encontrarla tragándose afanosamente el segundo
vino más fino de Odo. Alex le quitó la copa.
—Querrás tener la cabeza despejada
—Quiero estar aturdida para el dolor.
—No será tan malo como piensas.
—Es mejor no saberlo.
Alex secundó su anterior decisión para asegurarse de que ella no
escondiera ningún acero cuando él la llevara a cama. Daría cualquier cosa
por un detector de objetos metálicos portátil
Antes de que él pudiera desear algo más, el rey se levantó y un loco
salió a toda prisa para inclinarse de modo respetuoso y saludarlo con una
reverencia que convulsionó a la compañía. Alex estuvo agradecido por la
distracción. Había estado a punto de pensar en los detalles de la noche de
boda, y solamente el hecho de pensar en ello era suficiente para ponerlo
directamente en el límite. Ir sobre el límite tendría que llegar más tarde y
tenía esperanzas de llevar a Margaret directamente junto con él.
Asumiendo que ella no lo apuñalara primero.
Con Margaret de Falconberg, uno simplemente nunca sabía.
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Capitulo 24

Los gemidos resonaron por todo el castillo. Lord Odo de Tickhill se


sentó en su mesa, todavía recuperándose de la partida del rey con una
botella recientemente desenterrada de su vino más fino, y preguntándose
por el volumen e intensidad de esos gemidos.
¿Qué, por todos los santos, le estaba haciendo Alexander a la chica?
Odo había sido un escudero junto con William de Falconberg, estuvo a
su lado en su boda, y había celebrado con él el nacimiento de cada uno de
sus hijos. Había llevado luto con él por la prematura muerte de su esposa y
se había acongojado con él por las muertes de sus hijos. También había
observado el fallecimiento de William por la pena, dejando a Margaret sola
para resistir.
Odo había sabido, claro está, cuánto tiempo Margaret había mantenido
la treta de su padre enfermo pero vivo. Había hecho en secreto lo que podía
para ayudarla, pues siempre había abrigado un cariño paternal por la chica
que podía superar a cualquiera de sus hermanos en una pelea. ¡Y por todos
los santos, en menuda mujer la que se había convertido! Odo había sostenido
pequeños torneos privados de vez en cuando para ver si Margaret llegaría y
humillaría al resto de campo. Nunca se había decepcionado. Una pena que no
hubiera confiado en él referente a Brackwald. Podría haberla ayudado.
Sin embargo, todo lo que probablemente hubiera hecho era exponer
sin intención su verdadera situación y por consiguiente conducirla hacia el
altar lo antes posible aun contra su voluntad. ¡Y qué hombre se hubiera
perdido!
Aunque en el momento, Odo tenía menos sentimientos caritativos
hacia Alexander de Seattle, ahora de Falconberg. Los gemidos eran tan
intensos, Odo no podía decidir si eran de placer o dolor. La única cosa que
sabía era que necesitaba hacer averiguaciones. No estaba en él
entrometerse en la cama de matrimonio de otro hombre, pero sentía una
cierta responsabilidad hacía Margaret y su felicidad. Alexander podría ser
ensartado bastante fácilmente si fuera necesario.
Vació su taza, luego se levantó y se abrió paso del gran salón y subió
las escaleras hasta el solar de su señora. Había visto la cama situada
correctamente arriba, un par de velas de sebo que la iluminaban, y su vino
más fino colocado en la mesa con dos copas. Y había logrado entretener a su
esposa para que lo dejara de molestar acerca de tener su solar privado a
disposición de otros.
Llegó a lo alto de las escaleras y se detuvo bruscamente. Allí,
agrupadas cerca de la puerta, estaba nada menos que su esposa y todas sus
señoras. Alguna estaban agachadas, otras estaban de puntillas, pero todas
presionaban sus oídos contra la madera con todo el entusiasmo de
hambrientas sanguijuelas en una barriga llena de grasa. ¡Como si no
pudieran haber oído los gemidos desde escaleras abajo!
—¡Por todos los santos! —Siseó. —¿Qué están haciendo?
Lydia le hizo gestos con las manos.
—Silencio, —dijo en un susurro autoritario—Nos distraes.
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—¿Qué os distraigo? —Murmuró incrédulamente retrocediendo—¿Qué


creéis que están haciendo?
Lydia le dirigió una mirada cargada de ira.
—A duras penas les entendemos. ¿Podéis escucharles?
Odo no tuvo más alternativa que acercarse y oír. Se recostó sobre su
esposa y presionó su oreja en la madera.
—¿Ahí esta bien? —Llegó una profunda voz desde el interior de la
habitación.
—¡Ah, Alex! —Respondió una voz más elevada, sin embargo muy ronca
—¡Esto es puro éxtasis! ¡Nunca me imaginé... ah, por todos los santos!—Esto
fue seguido por un jadeo, y luego un gemido de puro placer.
Odo sintió sus mejillas arder. Y bueno, pues él había gastado parte de
su tiempo como escudero con su oreja presionada a diversas puertas. Y
nunca prestó atención que también había viajado a Londres de joven y había
pasado parte de sus noches en burdeles donde los considerables sonidos de
placer hacían eco completamente en las paredes y los techos.
Esto era algo completamente distinto.
—Ahhh, —Margaret gimió otra vez. —Seguramente no puede ser mejor
que esto.
—Ah, pero si puede. ¿Mira, ahora qué tal?
Caramba, lo que sea que le había hecho simplemente había
comenzado una nueva ronda de gemidos. ¿Placer? ¿Dolor? No podía saber.
La sola intensidad era estremecedora.
Odo ya no lo podía soportarlo. Pensaba que él podría morir de
vergüenza en el acto, o podía verse forzado a llevarse a su esposa para su
dormitorio a toda prisa emitiendo un ladrido agudo.
—Apartaros de la puerta —él ordenó suavemente. —Marchaos, todas
vosotras.
—Pero… —dijeron en coro todas las mujeres.
—Esposo… —advirtió su esposa.
—¡Ahora! —él siseó cortantemente. —¡Por todos los santos, mujeres,
déjenlos en paz!
Lydia y sus damas refunfuñaron y murmuraron de forma baja, pero de
todos modos se pusieron en marcha hacia abajo por el pasillo. Odo estuvo
tentado a demorarse, pero otro gemido le apremió a irse corriendo detrás de
su esposa y sus damas.
¡Pobre niña! ¡Sólo los santos sabían qué ocurría con ella!

Margaret cerró sus ojos y se tambaleó hacia atrás contra las


almohadas.
—Oh, Dios mío —ella respiró
—¿Bien?
—Te lo dejaré saber una vez me haya recuperado.
Él se rió y se inclinó para besarla.
—Tus gemidos lo han dicho todo.
—Por todos los santos, —murmuró ella, preguntándose si alguna otra
vez tendría fuerzas para abrir los ojos.
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—¿Cómo he podido vivir sin esto?


—Hay más.
—¿Más? —preguntó ella, incorporándose brusca y entusiasmadamente.
—Alex, éste fue el regalo más maravilloso.
—Bueno, ciertamente sonabas como si lo disfrutaras.
Ella le sonrió mientras recibía el estuche de oro.
—¿Cómo no podría hacerlo? ¡Nunca he compartido algo tan
maravilloso!
Ella miró hacia abajo y tuvo que admitir que se decepcionó al ver que
no quedaba más que solo una pequeña pelota.
Alex se había presentado con la caja después de que se hubieran
retirado hacia el solar de Lydia. Ella esperaba que la hubiera atacado casi
inmediatamente con besos como un preludio para El Acto, el cuál ella estaba
segura no sería tan apacible como él lo hacía parecer. Si bien Elizabeth le
había prometido que sería maravilloso, Margaret había tenido sus sospechas
de que sería de otra manera.
En lugar de eso, Alex le había dado una caja de oro puro, atada por
una cinta hecha de la tela más maravillosa. Había hasta letras martilladas en
el fondo lo que las hacía resaltar. Estaban tan perfectamente creadas, que
todo lo que había podido hacer fue mirarlas boquiabierta por el asombro.
—Godiva, —le aclaró Alex.
—Godiva, —había repetido ella con asombro.
—Ábrelo —dijo él.
Ella apenas podía creer que hubiera más en el regalo, pero había
desatado la cinta, luego había levantado la tapa cuidadosamente para
encontrar otra gavilla con un pergamino de oro. Lo había acariciado
cariñosamente.
—Es hermoso, —dijo ella.
Alex había quitado el pergamino.
—Ese no es el obsequio.
Cuatro pelotas pequeñas fueron reveladas. Una cubierta con nueces
molidas, otra blanca con líneas marrones, otra cubierta de polvo, y por fin
otra que simplemente era una pelota marrón que no se vio tan atractiva.
Pero entonces ella había inhalado por la nariz.
Y luego las había probado.
Ella no había creído que tales gemidos pudieran salir de su garganta,
pero si que llegaron. Había pensado que simplemente podría desmayarse
totalmente por la gloriosa ráfaga de placer que recorrió a través de sus venas
con el sabor de las cosas en su lengua.
—Quizá debería conservar el último, —dijo Margaret, introduciéndole
cuidadosamente su dedo. Era el cubierto de polvo, aunque ahora sabía que
era chocolate molido.—Creo que necesito tiempo para recuperarme de las
primeras tres.
—Pienso que Jamie trajo una caja más, si eso te hace sentir mejor.
Margaret lo miró con sorpresa.
—¿Y está dispuesto a separarse de ella?
Alex se encogió de hombros con una sonrisa.
—Considéralo un regalo de bodas para los dos. Además, él puede
obtener más cuando vuelva a casa.
—En Escocia.
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—En 1998.
—Ah —dijo Margaret con aprobación. Ella no estaba del todo
convencida que tal lugar, o tiempo, existiera, pero si se hubiera inclinado a
tal suposición, el mismo sabor de esta pasta dulce la podría haber
convencido.
Margaret volvió a poner la tapa con una débil punzada de
arrepentimiento.
—Lo debería guardar, —dijo, colocando la caja en la mesa cerca de la
cama. Luego miró de nuevo a Alex. —Para más adelante.
Él estaba acostado en posición horizontal en la cama, apoyándose
encima de su codo.
—Hay otras cosas que podríamos hacer.
—¿Como qué?
Él le sonrió abiertamente a ella.
—Besarnos.
Ella consideró, luego inclinó la cabeza.
—Me gustaría eso.
—DE igual forma te gustará lo que viene justo después, lo prometo.
Ella sólo negó con la cabeza.
—Es mejor que el chocolate, —prometió él.
Margaret bufó antes de que se pudiera detener.
—No me cabe en la cabeza.
Alex soltó una carcajada.
—Ya verás.
—Ciertamente, lo haré. Muy bien, ¿qué tengo que hacer?
—Acércate.
Ella avanzó lentamente hacia él.
—Ahora, acuéstate.
Ella estaba más que dispuesta a hacer eso. En cierta forma el
chocolate se le había subido a la cabeza y se sentía más bien mareada.
Y luego Alex comenzó a besarla.
A su mareo se le unió una creciente fiebre. Mientras más tiempo él la
besaba, más febril comenzaba a sentirse. Pronto estuvo unido a un
hormigueo que no podía identificar, ni lo uno ni lo otro.
—Podríamos quitarnos algo de ropa —propuso Alex, levantando su
cabeza para coger aire.
—Por supuesto, —dijo Margaret, tratando de alcanzar los lazos de su
túnica. —Me siento enteramente acalorada. Pienso que es el chocolate.
—Podría ser yo, ¿sabes?
Ella consideró eso, luego sacudió su cabeza.
—Creo que no. Éste es un sentimiento totalmente nuevo. Me atrevo a
decir que te he besado bastante en el pasado para conocer la diferencia.
—Margaret, —dijo él, sonando débilmente exasperado—esto no es
simplemente besar. Mis manos vagaban por todo tu cuerpo
Ella tenía la certeza de que estaba equivocado, pero no tenía sentido
no seguirle la corriente. Se despojó de sus ropas sin pensar, luego se dio
cuenta exactamente de lo que había hecho. Se levantó, muy desnuda, al lado
de la cama y clavó los ojos en su también desnudo marido, aparentemente
muy ansioso.
—Aja… —dijo ella débilmente.
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Él dobló un dedo llamándola.


—Ven aquí querida.
—Tal vez debería coger ese otro trozo de chocolate…
—Guárdalo. Tomará el lugar de un cigarrillo.
—¿Cigarrillo...?
—Te lo explicaré más tarde.
Bien, se veía que no había vía de escape. Y además, ella era una
Falconberg, y los Falconbergs no escapaban a la primera oportunidad de una
buena pelea. O una mala, en cuanto a eso. Y Margaret era una Falconberg y
una de las más valientes de toda la estirpe.
Así es que se adentró en los brazos de su marido, cayendo a la cama
con él y encontrándose con que si eran sus manos que vagaban por su
desnudo cuerpo las que le provocaban el calor, y era bastante diferente al
calor que sus pequeñas Godivas habían provocado.
—Esto puede ser un poco incómodo —dijo él, un largo rato después
cuándo se movió sobre ella.
—No puede ser —dijo ella, tirándole cerca de ella. —Todo se siente tan
pero tan bieen...

Sir Odo estaba sentado en el tope de las escaleras, bloqueando el


pasillo a su esposa y su séquito. Habían hecho lo mejor que pudieron para
doblegarle, pero se había mantenido firme. Los gemidos se habían detenido
hacía un buen rato. O era un buen augurio o uno malo. Lo desconocía
totalmente.
Repentinamente hubo un aullido de dolor.
Luego un tremendo sonido de un golpe.
—¡Mi solar! —gritó Lydia.
Él la cogió mientras ella se esforzaba en empujarlo y pasar sobre de él,
luego la arrastró y la puso en su regazo.
—Estoy seguro que tus muebles han sobrevivido.
Ella no se veía como si lo hubiera creído.
Odo vio la conjetura originarse en sus ojos y ya sintió desaparecer su
oro de sus bolsas. Supo que no había nada que pudiera hacer para detenerla.
Él suspiró.
—Te los restituiré en caso de que no.
—Probablemente necesitaré nuevos revestimientos para las sillas —
dijo Lydia prontamente.
¡Ah, cuán cara esta noche le iba a salir!
—Hecho —concedió él a regañadientes
—Hebras nuevas para más colgaduras de pared.
Odo cerró sus ojos, incapaz de encarar los crecientes gastos. Se apoyó
contra el hueco de la escalera y escuchó a medias las demandas de su
esposa. Alguien debería tener que pagar este problema y ese no debería
tener que ser él.
Se incorporó en ademán de un arranque, luego comenzó a sonreír.
SAGAS Y SERIES

Los mercaderes de Lydia no deberían tener problema obedeciendo sus


instrucciones de que el recién nombrado Lord Falconberg abriera el
monedero.
Odo sabía que Lydia estaba todavía arrodillada delante de el haciendo
lista de sus demandas, pero él había cesado de escuchar. Ella podría decir
todo lo que quisiera hasta por la mañana, todas las tonterías que quisiera y
eso no le afectaría de ningún modo. Él comenzaba, sin embargo, a sentir un
poco de simpatía para el joven Alexander. Esta noche iba a salirle bastante
caro.
Asumiendo, claro está, que el muchacho sobreviviese a la noche. Odo
frunció el ceño ante ese pensamiento. Agarró firmemente su monedero y
pidió con todas sus fuerzas que Alex saliera de la cama sano y salvo.
Pues había un completo silencio en el solar, y Odo se preguntaba si
Margaret simplemente no había matado a su marido allí dentro.
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Capitulo 25

Margaret se despertó por la luz del sol que pasaba por su ventana. Ah,
el tiempo sería bueno hoy. Esto era el acompañamiento perfecto a su estado
de ánimo. Quizás el tener intimidad con su marido no había comenzado tan
bien; aunque los resultados finales si habían sido satisfactorios.
Ella cambió de posición y gimió por el dolor en sitios muy
desacostumbrados.
—Puedes decir eso otra vez. —murmuró Alex, levantando su cabeza de
la almohada que estaba a su lado, giró su rostro hacia ella, y sonrió. —
Buenos días, esposa.
—Buen día para vos también, esposo, —dijo ella devolviendo la
sonrisa. Ella levantó su mano y con cuidado tocó su ojo morado. —
Disculpadme.
Él sólo resopló con un poco de risa.
—Sólo doy gracias, que en el momento no tuvieras un cuchillo a tu
disposición. Si que sabes golpear, mi amor.
Su ojo estaba completamente hinchado, cerrado y había empezado a
tener una coloración muy poco atractiva con colores oscuros: negro, azul,
pero sobre todo morado. Aunque la verdad, era, que no tenía a nadie que
culpar sino solo a el mismo. Él le había advertido de una pequeña
incomodidad, pero ella lo había deseado tanto, que no le había prestado
atención. Ella no había esperado ese tan agudo e implacable aguijonazo. Él
había sido afortunado de que ella sólo lo hubiera golpeado en el ojo. Si
hubiera tenido un cuchillo a mano, solo los santos sabían lo que podría haber
ocurrido.
Ella recordó todo en su cabeza. Él había sido bastante cuidadoso con
ella antes de que se retiraran a la cama. Había pensado que él simplemente
estaba tomándose el tiempo necesario para familiarizarse con su cuerpo,
pero ahora podía ver que él había estado esperándose un golpe.
Bueno, no parecía estar tan mal. Ella pasó sus dedos a lo largo de sus
hombros desnudos y se rió ante los sonidos de placer que él emitía.
—¿Queréis ir a desayunar algo? —preguntó ella.
—Tal vez más tarde.
Ella estuvo de acuerdo.
—Si, en eso tengo que estar de acuerdo. No creo tener ganas de
levantarme ahora mismo.
—Yo desde luego que sí.
Margaret se le quedo mirando fijamente al ojo azul verdoso. Si que
había un centelleo decisivo allí.
—Bueno, —dijo ella, preguntándose que era lo que encontraba tan
divertido, —Entonces baja y tráenos algo de comer.
—Eso no es a lo que me refería. —Su mano se deslizó a tientas a
través de la cama hasta que encontró su rodilla, entonces empezó a explorar
un poco más. Él siguió trabajando hasta subir y capturar su mano. Retirando
la sabana.
—Déjame aclararte una serie de cosas.
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Obviamente su puñetazo en el ojo no había refrescado su ardor,


aunque los acontecimientos de una larga, larga y placentera noche debieron
de haberle dicho algo. Increíblemente, sus fuegos aun seguían ardiendo.
—Ya veo, —dijo ella.
—Creo que lo haces.
—Supongo que puedo pensar en cosas menos agradables que hacer a
primera hora, —se aventuró a decir ella.
—Apuesto a que si.
Él la besó. Margaret estaba segura de que su boca sabía como a mil
demonios, pero a Alex esto no le pareció preocuparle. Y, de seguro, se
encontró con que a ella le preocupaba aun menos la situación en la que
estaba la de el. Su boca creaba magia sobre ella que solo ni siquiera el
chocolate podía igualar.
Y en cuanto al resto... Ella le había dicho sin rodeos que no creía que
nada pudiera superar el sabor de esas pelotitas pecadoras. Había sobrevivido
la noche sólo para tener que retractarse de lo que había dicho. Godiva no
podía comparársele a Alex cuando se trataba de dejarla en la cama
convulsionando de puro placer.
—Ah,—dijo ella, cuando sus callosas manos se movían por todo su
cuerpo.
—¿Qué, ni un gemido? —bromeo él, levantando su cabeza para reírse
de ella. —Me siento insultado.
—Entonces supongo, —dijo ella dulcemente, —Deberéis intentar más
fuerte para sacármelos.
—Esto suena como un desafío.
Ella levantó una ceja.
—Tómalo como quieras.
—Eso definitivamente me suena a un desafío, —Él se rió, entonces
volvió a retomar su trabajo.
Ella no pensó que algo podría igualar su noche pasada, pero ella se
encontró que se había equivocado. Cuando él la tomó y la hizo suya otra vez,
se oyó gritar, pero se sentía impotente de callarse. Por los santos, ¡El hombre
la desarmaba!
Mas tarde él rodó hacia un lado y la abrazó. Margaret permaneció en
sus brazos y descansó su cabeza sobre su hombro.
—Creéis tu, —comenzó a decir ella despacio, —que habremos
molestado a toda la casa por el ruido?
Una risa sincera retumbo desde su pecho.
—Me imagino que si.
—Hmmm,—dijo ella, trazado su pecho con sus dedos.
—¿Creéis que debemos levantarnos?
—Y vuelve a aparecer esa palabra.
—Me refiero a levantarnos de la cama, —recalcó ella, elevando su
cabeza para fulminarle con su mirada. Con un fulgor a medias. Era difícil
tomar como ofensa una broma cuando esta venia del hombre que te había
amado tan a fondo.
Alex puso de nuevo la cabeza de ella sobre su hombro.
—Tal vez mañana.
—¿Te refieres a quedarnos en cama todo el día?
—A mi me sirve. ¿Por qué, tienes una mejor idea?
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Ella levantó su cabeza y le miró.


—Podríamos pasar una hora o dos en las listas.
Él parpadeó.
—No puedes hablar en serio.
—Podríamos ocuparnos de nuestro equipo.
Su boca estaba ligeramente abierta de asombro.
—¡Si hablas en serio!
Ella miró a su alrededor desvalidamente.
—Se siente tan decadente permanecer tan solo en la cama y no hacer
nada más.
—Esto no es decadente. Este es nuestro deber. Estoy absolutamente
seguro de que está escrito en alguna parte, eso de que tenemos que
quedarnos en la cama por lo menos un par de días y asegurarnos que
nuestro matrimonio esta legal y consumado.
—¿No piensas que ya esta hecho?
—No estoy seguro. Cuando pueda andar otra vez, o sea, dentro de una
semana o más. Te lo haré saber. Hasta entonces, pienso que no tenemos
opción alguna sino de permanecer aquí y encargarnos de que lo hemos
hecho correctamente. Además, —dijo, bajando su cabeza y besándola, —
eres la Condesa de Falconberg. Estoy seguro de que hay alguien ocupándose
de tu equipo por ti.
—Y probablemente del tuyo, también, —estuvo ella de acuerdo.
—Hay ciertas ventajas en tener un título.
De verdad que si. Y lo mejor era que el título había hecho de Alex su
esposo. Ella pasó sus dedos por su mandíbula, al recordar la primera vez que
ella había tenido tal impulso de tocarlo y como ella se había negado ese
placer. Ahora ella era capaz de complacer su deseo de tocarle. Sintió una
oleada de sentimientos gratificantes hacia su marido y buscó un camino de
dejarle saber lo que sentía por él.
—Os mostrasteis bastante bien en la justa,—ofreció dócilmente.
—Ay, Dios —dijo él, con ojos bien abiertos, —Un cumplido. Menos mal
que me encuentro acostado o probablemente me estaría cayendo.
—Soy generosa, —recalcó ella. —Después de todo, os gané con la
lanza.
—Me sorprendiste demasiado, —la corrigió. —Estaba mirando a Baldric
agitar ese maldito poste con tu toca. Apenas te vi venir.
—Caíste al piso. No yo.
Él la miró con ceño fruncido.
—Si recuerdas, Lady Falconberg, te gané con la espada.
Ella se encogió de hombros.
—Todos tenemos nuestro de días.
—Algunos!... —balbuceó él.
Ella se separó y lo miró con la preocupación.
—Debería ir a pedir algo comida. Pareces un poco rojo.
—Desde luego que estoy un poco rojo! ¡Te gané limpiamente y no
admites la derrota!
—Alex, tranquilízate —dijo ella, levantándose. —Si, una comida, antes
de que te sientas mal por carencia de fuerza.
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—Ah, no, no lo harás,—dijo el, poniéndose encima de ella. La fulminó


cuando la miró hacia abajo. —¿Fuiste tú o no, quien perdió su espada,
cuando esta voló de tus manos?
—Bueno... —La sensación de él estirado sobre ella era una gran
distracción. Este hombre era acero, puro músculo. Ella colocó sus manos
sobre su espalda, admirando la firmeza de su piel. —Alex, ¿Dónde dijisteis
que conseguiste estas cicatrices?
—De un latigazo después de que estuviera durante bastante tiempo en
una mazmorra escocesa, y me estas cambiando el tema.—Él enmarcó su
cara con sus manos y frunció el ceño mirando hacia abajo a ella. —Admítelo,
Margaret. Fuiste derrotada.
—Me distraje. Tienes unos ojos muy hermosos, Alex.
—¡Margaret!
—Contadme más sobre esa mazmorra escocesa.
—No me creerías. Fue en el siglo XV, ¡Y me sigues cambiando el tema!
Ella rió dulcemente.
—Estabas distraído cuando te gané. Admitiré que me distraje cuando
dijiste que me habías ganado.
Él siguió fulminándola con la mirada, entonces de repente él se rió.
—¿Nunca lo admitirás, verdad?
Ella sacudió su cabeza.
—El orgullo Falconberg.
—La arrogancia Falconberg, más bien.
—Si,—afirmó ella, haciéndole inclinarse hasta besarle con fuerza en
los labios. —Eso es algo que vos posees en abundancia. Mi padre habría
estado contento con vos.
Él se rió otra vez, una risa que sonó algo desvalida, y dejó caer su
cabeza al lado de la de ella en la almohada.
—Margaret, ¿Por qué tengo el presentimiento de que nunca ganaré
contra ti?
Ella le acarició la espalda y el trasero.
—No me molestaría ni en intentarlo, si fuera tu.
—¿Por qué debería? Siempre que estoy a punto de hacerlo, me elogias
y me distraes. No tengo ninguna posibilidad.
—Un hombre sabio es el que sabe reconocer sus limitaciones.
Él gimió y enterró su cara en su pelo.
Ella volvió a acariciar su trasero durante varios momentos en silencio,
luego se aclaró la garganta.
—Y como son tus limitaciones sobre este... um...
—¿ Hacer el amor?
—Si, esa sería la palabra.
Él no se molestó en levantar su cabeza.
—Primero me mueles en la tierra, Meg. Lo sabes, y aún sigues
haciéndolo.
Ella rió.
—¿ Menos mal que eres un muchacho robusto, no es verdad?
Él levantó su cabeza y la miró, había una luz de batalla que se cocía a
fuego lento en sus ojos.
—Primero necesitaré comida.
—Lo arreglaré.
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—Me has lanzado un reto, lo sabes.


—Si, lo admito.
—Comida, —dijo él, consideración, —Luego una pequeña siesta.
También la querrás tomar.
—¿La querré?
—Estoy seguro de ello. —Él rodó a cierta distancia con un gemido. —
Estoy absolutamente seguro de eso, —repitió.
Margaret hubiera querido escaparse de la cama, solamente para
mostrarle como de descansada se sentía ella. En cambio, ella se levantó y
tuvo que sostenerse al poste del pie de la cama, pues su cuerpo protestaba
clemencia. Ella colocó una manta alrededor suyo y se arriesgó a echar un
vistazo a su marido para ver si él lo había notado.
Tenía la almohada sobre su cara, pero el resto de él temblaba.
—Demasiado tiempo en cama, —anunció ella mientras hacia camino
hacia la puerta.
Él gritó de la risa. Margaret brincó cuando sintió su almohada golpearla
en el trasero. Se giró y lo miró airadamente.
—Hombre irrespetuoso, —refunfuñó, entonces pegó su cabeza a la
puerta y bramó para que trajeran algo de comida.

Aunque hubiera sido irrespetuoso, y que aunque de alguna manera le


faltaba la apreciación apropiada sobre su habilidad para ganarle en el campo,
Margaret tenía que admitir que el hombre no tenía par.
Ella había visto sólo los matrimonios de su alrededor y había
especulado sobre la miseria que tenían que aguantar esas uniones. En
cambio, ella se encontró continuamente sorprendida por como de agradable
le había resultado a ella.
Regresaron a Falconberg poco después de que se hubieran casado,
con un alivio no disimulado de Lady Tickhill. Lord Odo les había enviado otra
botella de fino vino y una advertencia para Alex de esperar unos mercaderes
dentro de unos días. Margaret se había encogido de hombros, insegura por
qué Odo pareció contento por aquella perspectiva, no dispuesto a investigar
más a fondo.
También había estado preocupada, se preguntaba como Alex la
trataría una vez que llegaran a casa. Sabía que él no la pisotearía, o al
menos ella esperaba que no lo hiciera, pero en todo caso ella se había
preguntado solamente como asumiría la tarea de encargarse del torreón.
Otro hombre la hubiera inmediatamente encerrado en el solar y la hubiera
dejado allí hasta que se pudriera.
Desde luego, Alex no era cualquier hombre. Aunque ella no debería de
estar sorprendida, ella estaba siempre al lado de Alex en cada momento del
día, ocupándose de los criados, conversando con sus vasallos, en el
entrenamiento de la guarnición.
Y cuando el oro de Ralf llegó, ella había estado allí al lado de él en la
mesa, contándolo. Y luego, sorprendentemente, él le había preguntado que
deberían hacer con el. Él había corroborado a cada una de sus sugerencias
con una cabezada de aprobación. Su única petición había sido un poco para
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que el lo gastara como mejor le pareciera. Ella había asumido que él quizás lo
que querría para comprar una espada para él, u otra montura para acoplarse
a los rigores de lo que es la justa.
Se había equivocado.
De donde había sacado la idea ella no tenía ni idea, pero en algún sitio
en aquel cerebro empañado tendría que estar, él había decidido que tenía
que cortejarla. Sin importar que ya la hubiera ganado.
Apenas sabía como tomarlo.
Todo había comenzado en Londres. El viaje hasta allí había sido
bastante tranquilo, simplemente un viaje sin contrata tiempos, se pasaban
las noches en cómodas posadas o bajo las estrellas. Margaret había estado
contenta simplemente con estar con Alex en cualquier parte donde él
decidiera colocar su cabeza. Jamie y Elizabeth había sido maravillosos
compañeros, llenos de historias sobre la vida del clan, en el pasado y
presente. Margaret hasta había comenzado a creer sus historias de su vida
en el futuro. Eran tan buenas personas, ¿Cómo no podría aceptarlos solo por
que tuvieran un leve defecto mental?
Después de alcanzar Londres, habían tomado un par de recamaras
muy finas y se habían instalado para esperar la coronación del rey. Ella y
Elizabeth habían estado tomando su refrigerio una tarde cuando Alex
irrumpió en la recámara junto con Jamie, ambos portaban en sus brazos una
gran cantidad de telas y los seguían un puñado de costureras. Alex había
traído un par de vestidos ya hechos para ella, los vestidos de un material
maravilloso que ella apenas podía mantener sus manos quietas cuando se los
puso. Casi había conseguido convencerla de que debería vestir de manera
femenina más a menudo.
Pero todo esto no se había detenido allí.
Él se había ocupado de conseguir pantalones y túnicas para los dos.
También se había presentado con extraños perfumes y exóticos productos
alimenticios. Había traído anillos para sus finos dedos y redecillas para su
cabello.
Y, por supuesto, él le había regalado una fina daga nueva.
Si ella no hubiera estado enamorada de él antes de esto, lo habría
estado después de que ella hubiera visto como la luz de la lumbre bailaba a
lo largo de la hoja tan perfectamente formada.
—Acero de Damasco, —indicó con orgullo.
¿Cómo una mujer no podía amar a este hombre?
Y amarlo lo hacía, pero a cada momento que pasaba lo amaba más
todavía. Le gustaba la belleza de su cara y su forma de ser. Le gustaba la
agudeza brillantez de su lógica que tenía a pesar de su cabeza medio
dañada. Le gustaba la luz despiadada que aparecía en su ojo cada vez que
pensaba que alguien estuviera contemplando insultarlo, o que dios se
apiadara, a ella.
Por los santos, era afortunada de que lo hubiera secuestrado a el en
vez de Edward de Brackwald.
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Capitulo 26

Alex cambió de posición en la silla y se preguntó si alguna vez se


acostumbraría a la equitación tan fácilmente como Margaret y Jamie. Tal
vez tenía que ver algo con el largo paseo hacia Londres y luego de regreso.
O tal vez era que su trasero del siglo veinte nunca se acostumbraría a estos
viajes medievales.
Tal vez deberían haberse quedado más tiempo en la ciudad. No era
como si no hubiera tenido dinero para pagar el alojamiento. Edward había
entregado el rescate de Brackwald a Falconberg al poco tiempo después de
que ellos hubieran regresado de Tickhill. Alex apenas había tenido tiempo
para contarlo todo antes de que se prepararan para salir para Londres. No
que le hubiera importado. Pero bien, pensar estar en el mismo lugar donde
Ricardo de Inglaterra sería re-coronado valía la pena tener cualquier número
de ampollas por las sillas de montar.
No se había decepcionado. De algún modo él y Margaret, Jamie y
Elizabeth, se habían encontrado sentados en excelentes sillas para la
ceremonia en Westminster. Esto había sido igual de maravilloso a como él se
lo había imaginado, y mucho más interesante que cualquier libro de historia
que alguna vez hubiera podido leer.
La única cosa espeluznante había sido cuando atravesaron andando
por la Abadía y no ver las tumbas que él estaba acostumbrado a observar.
Jamie no se había percatado de esto como Margaret, pero Alex había
intercambiado una mirada asustada con su hermana.
—Mirad, —dijo Margaret, interrumpiendo sus reflexiones.
Él siguió con su mirada el brazo y se rió por lo que señalaba.
—Hogar. —él dijo con un suspiro de alivio.
—Si,—dijo ella, devolviéndole la sonrisa. —Hogar dulce hogar.
Él nunca había estado tan contento de ver unos muros en su vida.
Aunque el viaje hacia el sur hubiera sido sumamente interesante y el haberlo
hecho a caballo, en vez de en un rápido Jaguar, había sido mas educativo,
ya estaba listo para llegar a su hogar. Tal vez trabajaría en hacer una tina
para dos. Estaba claro que eso no sería como un jacuzzi; pero era bueno
remojarse pues no era nada que se pudiera tomar a la ligera.
—Es agradable no ver ninguna cortina de humo sobre el horizonte, —
Margaret dijo mientras iban a medio galope.
—Desde luego.
Ralf no había ido a Londres. Las únicas palabras que Alex había
logrado decir a Ricardo eran
—Felicidades, Señor,—Y —Nosotros enviaremos apoyo lo mas pronto
posible. —Alex había usado su título para mayor ventaja, atacando a otros
con información e intimidándolos con lo que él tenia, pero lo único que pudo
lograr saber sobre Ralf era que tenia previsto llegar cuando la flota de
Ricardo se dirigiera a Francia. Pero donde Ralf estaba actualmente era un
misterio y Alex no quería saberlo viendo Falconberg sumida en llamas. Por
eso era un alivio ver el cielo limpio.
Tal vez Ralf en realidad haría lo que el rey le había ordenado hacer y
se dirigiría a Francia. Pero Alex tenía serias dudas. Si el oro de Ralf residía en
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el sótano del torreón de Margaret, estaba seguro que Ralf les pisaría los
talones.
Bueno, no había nada más que pudiera hacerse, solo prepararse
mejor por lo que pudiera pasar. Por otro lado, todo lo que podía hacer era
disfrutar ser un recién casado.
Y ponerse a trabajar en aquella bañara para dos.

Ellos montaron a caballo hasta el muro exterior, Alex tan sólo pudo
mirar boquiabierto ante aquella vista.
Era como si el condado entero hubiera decidido permanecer en aquella
planicie. Tiendas de campaña, cobertizos, ramas atadas dignas de una choza
Suiza de la Familia Robinson.
—Todos ellos estaban allí.
Y Sir George permanecía a unos pasos, radiante. Alex miró a
Margaret.
—¿Tienes idea alguna de lo que es esto?
Ella miraba tan atontada como él.
—Creo que quizás todos han venido para que distribuyáis justicia.
Como hacia en su día mi padre.
—Bueno, —dijo Alex, desconcertado. —Parece que las cosas han
estado cocinándose por un tiempo.—Él vio aprensión en su expresión y se
estremeció. —No significa como sonó.
Ella soltó su aliento despacio, entonces se giró y sonrió tristemente.
—Lo sé, Alex. No es vuestra culpa que no acudieran a mí.
Él se deslizó de su montura y sostuvo sus brazos hacia ella.
—Ven acá, esposa,—dijo él, haciéndola caer en sus brazos.
Él la sostuvo fuerte y acercó su cabeza a su oído.
—A veces la vida realmente es una porquería, Margaret.
Ella puso su cara en su cuello y simplemente estuvo de pie dentro de
su abrazo, abrazándolo fuertemente. Alex cerró sus ojos y saboreó el
momento. ¿Qué había hecho él para merecer a esta mujer? Ella nunca
admitiría derrota, nunca admitiría que la herían, nunca admitiría ninguna
debilidad. Pero el hecho, que ella estuviera de pie con sus brazos alrededor
de él significaba bastante para él, que ella aceptaba su consuelo. Y esto era
suficiente.
—Entremos,—dijo él suavemente. —Creo que tenemos bastante
tiempo como para oír algunos de estos casos.
Ella levantó su cabeza y se encontró con su mirada fija.
—¿Tenemos?
—Desde luego, tenemos, —dijo él, poniendo un mechón de cabello
detrás de su oreja.
—¿Qué sé yo de justicia medieval? Llámame ‘Alex cabeza de números’.
Ella negó con su cabeza.
—Ellos no lo aceptarán de mí.
—Bueno, ellos lo aceptarán de nosotros.
—Yo probablemente hasta no debería estar en el salón...
Él la besó para acallar el resto de sus palabras.
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—Si yo estoy allí, tú también. Así es como es este matrimonio.


Esperemos que la cocinera tenga algo bueno en el fuego. Jamie no es
exactamente el mejor cocinero con el que alguna vez haya viajado.
—Escuché ese insulto,—dijo Jamie detrás de él. —Te pediría que me
las pagaras, pero no quisiera humillarte ante todo tu hogar.
Alex sólo se rió y coloco su brazo alrededor de los hombros de
Margaret.
—Vamos primero a encargarnos de esto y mas tarde trataré con él.

Resultó ser una tarde muy larga. Después de calmar a Amery y a


Baldric, Alex había sacado tiempo para el almuerzo. Él sabía que lo
necesitaría.
Entonces siguió con la sesión en el tribunal. Había varios casos que se
abrieron y cerraron y no necesitaron mucho tiempo en absoluto para
solucionarlos. Eran más las cuestiones complicadas de carácter de propiedad
y de los derechos de agua que le obligaron a aplazarse entre bocado y
bocado pera consultar con Margaret y con George en el solar. No importaba
que fuera todo la tierra de Falconberg, había todavía arrendatarios del
abuelo y el padre de Margaret que todavía trabajaban la tierra para
Falconberg. Cuando George y Margaret había sacado los libros y habían
buscado los datos correspondientes, la cabeza de Alex nadaba con todos
los detalles.
—¿Cómo te sientes al estar de nuevo en la silla? —preguntó Elizabeth,
sentada al lado de él y dándole uno de los últimos Twinkies de la caja.
—Esto me hace desear haber prestado más atención en aquella clase
de ley de propiedad que tomé,—dijo, frotándose la frente.
—Bueno, te veo bastante competente.
Alex miró a Margaret y a George que estaban agrupando un grueso
montón de pergaminos.
—Hay quien es más competente. No me preguntes como ella ha hecho
para sostener todo esto, junto con todos estos hoscos arrendatarios.
—Bienvenido al mundo del terrateniente, —Elizabeth le dijo con una
risilla, —en todo el sentido de la palabra.
Alex sonrió.
—Esto puede sonar extraño, pero me gusta como suena.
—Te sienta.
Alex asintió, saboreado el último Twinkie.
—Me alegro que se hubieran podido quedar más tiempo.
—No nos lo hubiéramos perdido.—Elizabeth sonrió, y luego miró a otro
lado. —Pero eventualmente tendremos que irnos.
—Lo sé.
Ella lo volvió a mirar y parpadeó rápidamente.
—Continúo diciéndome que no haré esto.
Alex apretó su mano.
—Solamente te afliges por el hecho de que ya no tendrás mi armario
para estarlo asaltando. Lo entiendo y lo acepto por lo que vale la pena.
Ella lo golpeó en el estómago.
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—Tal vez no te eche de menos después de todo, —ella dijo,


levantándose.
—¿Por qué todo el mundo sigue golpeándome? —jadeó él. —Vivo entre
mujeres violentas.
—Ah—ha,—Dijo Margaret triunfalmente. —Alex, venid aquí y mirad
esto. Hemos encontrado la concesión original.
Alex apartó su dolor de cabeza y se aproximó para ingerir más
detalles.
Esto prometía ser una noche aun más larga de la que él hubiera
querido.
Pero cuando ya mas tarde se encontraba recostado en la cama
abrazando a su esposa, solo podía reírse por los acontecimientos del día.
¿Quien habría sospechado que él se encontraría labrándose la vida siendo un
conde medieval y que su propia gente vendría para que les impartiera
justicia? Tal vez todo aquel tiempo que había gastado sumergido en la ley o
codeándose con ladrones había afilado su sentido de derecho y la justicia. Él
pasó por su mente los casos más peliagudos del día, examinándolos otra vez
solamente para asegurarse que él lo había hecho correctamente.
—Alex,—gimió Margaret, rodando a una distancia de él, —Dejad de
pensar y dormíos.
—¿Las tuercas de mi cerebro giran fuertemente?
—Por los santos, apenas puedo dormir por el ruido.
Alex se rió suavemente y rodó hacia ella hasta abrazarla por la
espalda.
—Lo siento. Lo pondré a descansar.
—Si, y a mi también.
Él besó su pelo e intentó relajarse. La sintió entrelazar sus dedos con
los suyos.
—¿Alex?
—¿Mmmm?
Ella se quedó callada durante bastante tiempo, por lo que él pensó que
ella se había dormido.
—Juzgaste hoy de manera justa,—dijo ella finalmente.
Él apretó sus brazos alrededor de ella.
—Gracias.
—De verdad, —siguió despacio, —Ni mi maravilloso abuelo podría
haberlo hecho mejor, y yo siempre he pensado que era el hombre más sabio
que alguna vez he conocido.
Bueno, él sospechó que no había un elogio más alto que este. Buscó
por varios momentos una forma de hacerla ver que la había entendido, pero
al final, todo lo que pudo hacer fue apretarle sus manos.
—Te amo, —susurró ella.
—Ah, Margaret,—dijo suavemente. Él tuvo miedo que si la sostenía tan
fuerte como quería hacerlo, podría romperla. —Yo también te amo.
Ella acarició sus manos.
—Entonces ya esta arreglado. A dormir, mi señor. Tenéis un día
bastante ocupado mañana. Él rió contra su pelo. Otra mañana con Margaret
de Falconberg. E innumerables mañanas después de este.
Era casi demasiado bueno ser verdad.
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Capitulo 27

Margaret corría entusiasmada por las escaleras para buscar a su


marido. Qué mañana había tenido. Había tenido varios aciertos golpeando al
muñeco giratorio, los jóvenes Amery e Ian habían logrado comerse rápido su
comida sin cubrirse ellos y el uno al otro con alimentos, y Baldric había
encontrado su última rima sin ninguna ayuda. Lo que haría la mañana
completa sería estar unos minutos a solas con el hombre que amaba, la luz
de sus ojos y la alegría de su corazón…
—Puedo ver que eres feliz aquí, hermano, pero hay una parte de mí
que no puede menos que preguntarse cómo tu elección afectará el futuro.
El sonido de aquellas palabras hizo a Margaret detenerse en la entrada
del solar. Ella se retiró a las sombras y frunció el ceño. ¿Ése qué hablaba era
Jamie? ¿Pero qué podría querer decir con tales palabras?
—Jamie, —Alex dijo con un profundo suspiro, —ya hemos hablado
sobre esto.
—Sí, pero lo has…
—Lo he hecho. He considerado todas las ramificaciones de mi
permanencia. Las he considerado tantas veces que hasta estoy enfermo de
tanto considerar. He hecho mi elección.
Ramificaciones. Margaret repitió la palabra varias veces. No le era
familiar, pero seguramente tendría alusiones siniestras.
—De algún modo, —siguió Alex, —tengo el presentimiento de que no
seré la primera persona en despertase en un siglo diferente y decidir que era
mejor así. ¿De donde crees que Baldric consiguió todas sus ideas de quintilla
humorística? Apuesto que de un viajante juglar de origen francés.
—Pero el cambio en la historia…
Alex se rió.
—¡Ah, y tú hablas de eso!
Margaret se preguntó cual era la expresión de Jamie que acompañaba
su resoplido ofendido.
—Un pequeño arreglo de vez en cuando apenas estropea la fabricación
de la historia.
—Beth me dijo justo ayer que tu gusto recién adquirido al ron de
Barbados ha hecho necesario más que un solo viaje para puro placer.
Jamie aparentemente no tenía ninguna respuesta para eso. El silencio
dio a Margaret la oportunidad de considerar las palabras de Alex. Y tuvo que
admitir que después de un mes con Elizabeth y Jamie, estaba pronta a decidir
que el resto de la familia no estaba para nada chiflada. Un grupo de gente
más agradable, racional no había encontrado nunca antes. Y si no estaban
chiflados y podían hablar de estas puertas en el tiempo sin reírse, podría
significar sólo una cosa: Alex había estado diciéndole la verdad desde el
principio.
Y eso sólo podría significar una cosa: Había de verdad un lugar al que
él podía regresar, un lugar que era probablemente más interesante que su
Inglaterra y su torreón. El torreón de él. El hogar de ambos con sus tapicerías
desenredadas y su techo con goteras.
—Pero el curso del tiempo, —dijo Jamie finalmente—. ¿Qué hay de eso?
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—¿Qué hay de que?


—Estas agregado una vida donde no pertenece, Alex. Tu tiempo es el
siglo veinte, no el doce. La única razón por la que fui capaz de ir adelante fue
porque evité una muerte segura. Ya no había lugar para mí en 1311. Tú
todavía tienes un lugar en 1998.
—Por lo que yo sé, podría estar destinado en un accidente de tránsito
en una semana. Margaret les escuchó decir palabras extrañas, y por primera
vez deseó haberle hecho mas preguntas detalladas a Alex con quizás una
mente más abierta. ¿A que se refería Jamie con haber escapado de una
muerte segura? ¿Alex de verdad tenía todavía un lugar en otro tiempo?
Ella sacudió su cabeza, atontada, pensando que tal cosa podría ser
verdad y hasta más sorprendida, comenzaba a, en realidad, considerar la
posibilidad de ello.
—Eso es otra cosa, —dijo Alex—. Creo que tu idea de la fabricación del
tiempo tiene algunos serios agujeros.
—¿Dónde? —exigió Jamie. —Es la teoría más lógica.
—Entonces explica esto: Tú, como se suponía, morías en 1311. No lo
hiciste, entonces tuviste que marcharte o habrías agregado un hilo de vida
donde no pertenecías. ¿Entonces cómo justificas el agregarte en el vigésimo
siglo donde seguramente nunca hubieras nacido?
Jamie gruñó, pero era un gruñido de sorpresa consternación, si ella
alguna vez hubiera escuchado uno.
—Bueno, —él dijo—de seguro pensaré más en ello.
Ella lo oyó levantarse y comenzar a caminar. Los pasos se pararon de
repente.
—¿Cómo sabemos que no estaba destinado a viajar al futuro? —
preguntó Jamie de pronto.
—Del mismo modo que no sabemos que no estaba destinado a viajar a
1194, —contestó Alex.
—Mmmm, —Jamie dijo. Una silla crujió otra vez bajo su peso. —Hay
algo mal con esto, pero maldición si no puedo descifrarlo ahora.
—Bueno, pues vuelve cuando lo hayas descifrado.
Margaret se apoyó contra la pared y suspiró. Esta era aparentemente
una crisis bien evitada. No había ninguna razón por la que Alex no pudiese
quedarse en el pasado.
—¡Por los santos, —ella refunfuñó—me he vuelto tan chiflada como él!
—¿No hay cosas que extrañarás? —preguntó Jamie, asustándola—.
¿Cosas del siglo veinte?
Margaret escuchó más de cerca. Esta era una pregunta prometedora si
ella alguna vez hubiera escuchado una. Ahora oiría la lista de Alex y sabría
que era lo que el había dejado a un lado por ella.
—¿Extrañar? —Alex preguntó en un tono lejano, demasiado
contemplativo para su gusto. —Claro que extrañaré algunas cosas. Extrañaré
la Range Rover. El poder ir de un lugar a otro y llegar seco y capaz de andar
sin dolor en el trasero. Voy a extrañar los Twinkies.
Margaret había probado un Twinkie y lo había encontrado en general
bastante asqueroso. A ella no le gustó ni un poco la capa que había quedado
abandonada arriba de su boca. Si ese era el gusto de Alex, probablemente
estaba mejor con ella. Siempre, podría hacerle frente a tales galletas
asquerosas.
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—¿En cuanto a ESPN?—Jamie preguntó—. ¿El Lear? ¿Inversiones de


alta productividad?
—Aquella lista de Forbes te ha subido a la cabeza, Jamie, —se rió Alex.
—No puedo creer que te escuche hablar sobre inversiones como si hubieses
estado viviendo con ellas tu vida entera.
—Aprendo demasiado rápido, —dijo Jamie—y como tal, me hace
preguntarme si has considerado que serás mucho más pobre aquí de lo que
eras en 1998.
Margaret consideró esto. De seguro que esas inversiones, que sonaban
como si significasen mucho, eran algo por lo que preocuparse. Se mordió el
labio. Esto podría significar un problema para ella. Sus cofres nunca estaban
así de llenos. Bastante llenos para sus necesidades, pero seguramente no al
punto de desbordarse. Aunque la contribución de Ralf era sustancial, ¿sería lo
bastante para equilibrar esas inversiones? Entonces otra vez, Alex estaba con
ella ahora. Él probablemente sería capaz de recoger algunos alquileres que
sus vasallos no habían estado dispuestos a pagarle. Esto seguramente los
proveería de un lujo de vez en cuando.
—Jamie, el dinero no lo es todo, como bien sabes. Seguro extrañaré mi
cómodo modo de vivir, pero te garantizo que todo lo que el dinero da no
significa nada si tengo que dejar a Margaret para conseguirlo.
—Mmmm, —fue todo lo que Jamie contestó.
Margaret sintió que su corazón comenzaba a aligerarse. Parecía que le
estaba ganando a los lujos de 1998. Después de todo, ¿cuánto más lujoso
podría ser que 1194? Ella tenía madera para sus chimeneas. Tenía lechos con
almohadas de pluma y puertas. Incluso el rey se habría sentido impresionado
por tales lujos y esa era la razón por la que había rezado que nunca decidiera
venir a Falconberg. Sólo los santos sabían que era lo que decidiría ser un
buen regalo de despedida. Ella bien podría imaginárselo cargando en sus
carrozas de equipaje sus colchones y almohadas. Al menos las colgaduras de
la pared no lo tentarían.
—Me pregunto, —reflexionó Jamie, —como te sentirías si volvieras a
casa para una breve visita.
Alex se rió por dentro un poco.
—Jamie, ¿intentas hacerme cambiar de parecer? Pensé que alguien
como tú, estaría de mi lado en esto.
—No es que no lo esté. De verdad, entiendo bien la opción que has
elegido.
—¿Entonces tienes remordimientos?
Jamie estaba tan silencioso, Margaret se contuvo con fuerza para no
mirar detenidamente dentro de la cámara y ver cual era su expresión.
—¿Remordimientos? No, ni uno. No cambiaría mi vida con Elizabeth
por nada del mundo. Pero no hablamos de mí.
—¿Y piensas que soy menos capaz que tú de manejar la vida en un
siglo diferente?
Por supuesto, Margaret añadió silenciosamente. Alex seguramente
parecía adaptarse con prontitud a cualquier lugar que el destino le diera.
Obviamente lo pensaba también, considerando el tono ofendido con que lo
había tomado.
—Lo que quiero decir, —dijo Jamie—es que vengo de un tiempo no
muy diferente a este.
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—Sé que te referías a… —Alex interrumpió.


—Y es mucho más fácil pasar de una vida pobre a vivir con los lujos
que de todas las comodidades de tu antigua vida a una..
—¿Qué tipo de marica crees que soy? —Alex explotó. —¡Puedo vivir sin
una antena parabólica!
—¿Puedes?
Margaret oyó como los muebles comenzaron a caer. Bien, ya no
importaba proteger su dignidad, no tenía ninguna intención de tener el solar
destruido por semejantes hombres grandes. Si se querían matar el uno al
otro, podían hacerlo afuera. Ella entró de un tranco en la recámara y gritó
una orden para que cesaran de pelear. No le hicieron caso.

Alex estaba resuelto a asegurarle a Jamie que él no era un mariquita


—independientemente de lo que significara, sospechó que no era del todo
elogioso— y Jamie parecía determinado a convencer a Alex qué lo era.
Margaret aplaudió, puso sus manos en el aire, agitó sus brazos, gritó desde lo
más profundo de sus pulmones para detener su insensatez. El único
resultado fue que Jamie y Alex rompieron unas sillas demoliendo todo a su
paso.
—Toma, esto puede funcionar.
Margaret se dio vuelta para encontrar a Elizabeth detrás suyo con un
balde de agua en las manos.
—¿Agua limpia? —Margaret preguntó dudosamente. —Parece una
pena tener que gastarla en esto.
—A la larga esto es probablemente mejor, —dijo Elizabeth con una
sonrisa—. Mojados es una cosa. Mojados con agua de pozo negro es otra.
Margaret tuvo que estar de acuerdo, aunque lo hiciera de mala gana.
Tomó el balde y miró a los dos ogros grandes, quienes actualmente rodaron
empujando con el pie su silla favorita. Decidió no dejarlos continuar más
tiempo. Se colocó de manera que el agua no salpicara excesivamente la
madera, evitando la paliza de dos juegos de piernas bien formadas, y esperó
hasta que ambas cabezas estuvieran bien cerca para mojarlas. Entonces
deliberadamente vertió el balde de agua sobre ellos.
—Que diablos...
—Maldita sea…
Margaret miró con calma hacía abajo a los machos indignados que la
miraban fijamente.
—Vosotros casi arruináis mis pobres asientos. Si insisten en tales
bobadas infantiles, háganlas afuera.
Alex rodó a sus pies, luego se sacudió como un perro, salpicándola a
ella y a su silla buena con el agua. Margaret se secó el agua con la manga de
su túnica, luego miró airadamente a su marido.
—¿Terminaron?
—No, —dijo él cortamente. —Ven, Jamie. Trataré contigo afuera.
—Hay otras cosas de las que debemos hablar, —dijo Jamie, tocando
con cautela un corte en su labio. —Ramificaciones que puedes no haber
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considerado todavía.—Él se levantó, dio Elizabeth una palmada cariñosa, y


siguió a Alex hacia la puerta.
Margaret miró a su reciente cuñada e hizo una mueca.
—No me gusta la palabra que él sigue usando. Ramificaciones.
Seguramente nada bueno puede salir de tal palabra.
—Nada que cualquiera de nosotros quiera hablar extensamente, estoy
segura, —estuvo de acuerdo Elizabeth—. Prometí a Amery e Ian que les
contaría una historia, y Amery quiso que vinieras. ¿Vas a ir?
—Con mucho gusto, —dijo Margaret. Esto distraería su mente de las
inquietantes palabras de Jamie.
—¿Sobre qué era todo esto? Jamie llamando a Alex de mariquita.
Elizabeth silbó suavemente.
—Alex no podría estar feliz por eso.
Margaret señaló la silla arruinada.
—Esto explica la historia bastante bien.
Elizabeth se rió.
—Bueno, ellos lo resolverán estoy segura. Vamos a sacarlo de nuestras
mentes por un ratito. Tendremos contusiones para atender más tarde.
Margaret siguió a Elizabeth fuera de la recámara. Quizás escuchar a
Elizabeth contar un cuento o dos distraerían su mente de las contusiones de
Alex. Lo que temía era que no pudiera ser capaz de olvidar las palabras de
Jamie. Entonces movió su cabeza y decidió que no dejaría que la perturbaran.
Incluso si toda esa insensatez era verdadera y Alex había venido de un
tiempo diferente al suyo, el suyo era seguramente mucho más atractivo.
Había lujos en abundancia en su castillo. Además, su cocinera era
probablemente la más experto en su liga. Incluso Baldric, aunque pudiese
estar chiflado, podía contar un cuento digno del placer de cualquier rey. Si,
tenía bastante para ofrecerle. Que se fueran al demonio las Ramificaciones.
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Capitulo 28

Alex estaba de pie encima de las almenas y miraba el suelo de


Falconberg. Ni en sus sueños más salvajes había imaginado que terminaría
en el siglo doce en Inglaterra y que llevaría el título de conde de Falconberg.
De algún modo esto le parecía un poco más impresionante que un doctor en
jurisprudencia. El resto de su familia seguramente se habría impresionado.
Su familia. Alex se pasó la mano por el pelo y suspiró. El no verlos era
algo que rotundamente había evitado pensar antes. Después de todo, ¿cuál
había sido el punto? Él ya se había resignado a no verlos nunca más. Pero eso
había sido antes de su conversación con Jamie la noche anterior.
Ellos habían estado sentados inocentemente delante del fuego,
cuidando de sus heridas después de la lucha. Toda la conversación del siglo
veinte había hecho a Alex desear que hubiera un modo de volver y ver a sus
padres una última vez y presentarles a Margaret. Alex podría haber
mantenido esto en la categoría de ‘optimismo’ si Jamie no hubiera dicho que
probablemente no había un modo de manejarlo.
Maldito fuera.
—Tiene que ver con la tierra, —había dicho Jamie.—Parece que puedo
ir y venir como me plazca por esas puertas.
—¿Y traerme Ding—Dongs no cualifica como una tarea en el pasado?
—Alex había preguntado con una sonrisa.
Pero Jamie no había sonreído. Podría haber sido debido a su labio
partido, pero Alex sospechó que era porque el tema era demasiado serio para
ser gracioso.
Ellos habían hablado hasta tarde por la noche. A Alex no le había
gustado lo que había oído, pero podía ver la lógica en todo ello. Los
antepasados de Jamie habían vivido durante siglos en Escocia. Que él
estuviera atado de algún modo a estas tierras era perfectamente creíble.
Sin embargo, que fuera incapaz de cambiar la dirección de las puertas
a propia voluntad era otra historia. No es que tuviera cualquier prueba de
ello, tampoco. La ironía era que, él no había estado queriendo ir a Inglaterra.
Al menos Jamie no había intentado volver a usar sus faldas escocesas.
Alex sospechó que había curado a su cuñado sobre su fabricación del tiempo
de una vez por todas. Todo lo que sabía era que si tenía que escuchar a Jamie
hablar una vez más sobre su ‘cada hilo tiene un objetivo, y si un cuerpo tira
el de aquí, el modelo de la fabricación será estropeado’, gritaría. Jamie
todavía no encontraba una respuesta decente en cuanto a lo que había
pasado cuando él se había agregado al vigésimo siglo, pero Alex sospechó
que trabajaba desesperadamente en ello.
En cualquier caso, Jamie había dicho que Alex y Margaret podrían
viajar con ellos al siglo veinte, luego volver solos a casa en el siglo doce, pero
eso sería todo. Nada de millas de volador frecuente. Nada de viaje hacia
adelante y hacia atrás durante las vacaciones. Jamie podría llevarlos a
Escocia y luego ellos podrían volver a casa. Jamie no tenía ninguna respuesta
para saber exactamente como Alex debería determinar en que siglo debería
estar. Alex podría estudiarlo detenida y lógicamente a solas. Pero Margaret
estaba aquí. ¿Qué otra razón tenía para permanecer en este lugar?
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Además, le gustó la Inglaterra medieval. Le gustó empuñar una


espada. La verdad sea dicha, le gustó ser llamado —mi señor—y saber que la
gente dependía de él para defenderlos. Esto venía con sus dolores de
cabeza, pero las ventajas eran definitivamente atractivas y él seguramente
tenía la educación idónea para el trabajo. Además, Inglaterra sería un lugar
fascinante históricamente durante las próximas décadas, al menos durante
el tiempo que estuviera vivo. Ninguna repugnante y molesta disputa
territorial o guerras principales. Si él hacía bien su jugada, podría estar en el
centro del asunto de la Carta Magna. Él podía hacer una diferencia.
Y esto ni siquiera opacaba la atracción más importante en 1194:
Margaret.
Aunque sería agradable ver a sus padres por última vez y decirles
adiós. Ellos deberían tener la posibilidad de conocer a Margaret. Ella debería
tener la posibilidad de verlos.
—¿Alex?
Alex saltó cuando comprendió que Margaret había venido y estaba de
pie al lado suyo.
—Lo siento —dijo con media risa. — Estaba pensando.
Ella lo miró solemnemente.
—¿En las ramificaciones?
Él rió y la tomó en sus brazos.
—En realidad, sí.
Ella estaba silenciosa, pero lo abrazó más fuerte.
—¿Quieres saber lo que pensaba?
—Tengo miedo —dijo, sus palabras amortiguadas por su túnica.
Él le dio un beso suave contra su pelo y acercó sus labios a su oído.
—Pensaba que no podría pedir nada más de la vida que lo que ya me
ha dado.
Ella levantó su cabeza y lo miró seriamente.
—¿De verdad?
—De verdad, —dijo, con una risa. — Pero no es lo más importante.
Él podría haber jurado que ella se preparaba para oír algo horrible.
—¿Qué sería? —preguntó ella.
—Todo lo que yo quiero lo tengo directamente aquí en mis brazos.
Él la miró, luego sintió su alivio en la relajación de su postura rígida.
—Que los santos sean elogiados por tu sensatez.
Él se rió.
—¿Esto es todo lo que me merezco por un sentimiento tan emotivo?
—¿Qué más querríais, mi señor?
—Mi imaginación lasciva corre desenfrenada —dijo él, — y te diré todo
sobre ello en un minuto. Quiero preguntarte algo primero.
—¿Sí?
—Yo me preguntaba, —comenzó él, pero entonces comprendió lo que
estaba a punto de preguntar, —bueno, lo que realmente me gustaría es que
conocieras a mi familia.
Ella parpadeó.
—Lo he hecho. A Jamie y Elizabeth…
—No, —dijo él, —el resto de mi familia.
Ella se congeló.
—¿En Seattle?
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—Iremos a Escocia. Ellos vendrán.


Ella se distanció y lo miró estrechamente.
—¿Ellos irán?
—Si todo va bien.
—¿Y caminaremos por las cosas de hierba?
Ella lo preguntó sin ninguna inflexión de incredulidad y sólo apretó los
labios un poco. Alex no pudo menos que sonreír. Apenas podía esperar para
ver su expresión la primera vez que viera una invención moderna. Jamie
tendría huellas digitales por todas partes en su casa de Margaret, que tocaría
todo para asegurarse que todo era verdad.
—Sí, —dijo él, comprendiendo que esperaba su respuesta. —Eso es
exactamente lo que haremos.
Ella lo estaba considerando. Entonces lo miró con mucho cuidado.
—¿Podremos volver a casa?
Él no podía mentir. —Estoy casi seguro de ello.
—Esto significa mucho para ti.
—No sé si alguna vez veré a mi familia otra vez. Y me gustaría mucho
que los conocieras.
—¿Y crees que esto funcionará? ¿Esto de viajar al futuro?
—Sé que lo hará.
Ella puso sus brazos alrededor de él y lo abrazó fuertemente.
—Entonces iré contigo.
—No te arrepentirás.
Ella suspiró.
—Espero que no.
Alex la sostuvo y miró las tierras de Falconberg que estaban ahora
bajo su cuidado y rezó, por no estar haciendo algo colosalmente estúpido.
Ellos saltarían de vuelta al siglo veinte, se despediría, luego volverían a casa
y vivirían el resto de sus vidas felices.
Alex apretó sus brazos alrededor de su esposa y comenzó a hacer una
lista en su cabeza de todas las cosas que tendría que traer con él,
comenzando con varias prescripciones de penicilina y terminando con una
caja o dos de Twinkies. Esperaba con optimismo que Beast sobreviviera al
ser usado como un caballo de carga y el círculo de las hadas no lo despojara
de su cómoda comida para su viaje de vuelta.

Margaret inspeccionó su equipaje. Espada, cota de malla, arco y


flechas, y un puñado de dagas para ocultar en su persona. A la cocinera se le
había instruido para empacar suficiente alimento para un corto viaje. Ahora
todo lo qué quedaba por hacer era esperar la mañana.
Ella ya le había dado las noticias a Baldric. No habían sido bien
recibidas. Él se había sentido sumamente ofendido ya que no sería tomado
en cuenta para inmortalizar cualquier hecho heroico posible en verso. Ella le
había prometido un informe detallado cuando volviese, pero no estaba
segura si esto lo había dejado satisfecho o no. Había huido casi
inmediatamente a ocultarse, enfurruñándose o reuniendo fuerza para las
horas de esfuerzo creativo para su vuelta.
SAGAS Y SERIES

No le habían dicho a Amery aún. Separarse de Alex sería muy duro


para el pequeño, incluso si ellos se fueran por tan sólo unos días. Margaret
había decidido que lo más amable que podían hacer era que se lo dijesen
justo antes de que se marchasen. Aun así, el muchacho parecía saber que
algo estaba pasando. Había estado gritando por días su mas reciente palabra
aprendida, ‘no’.
—Veo que habéis terminado vuestros preparativos.
Margaret se volteó para encontrar a su capitán justo fuera de la
entrada.
—Sí —dijo ella, no sabiendo que debería decirle. —No nos iremos por
mucho tiempo. —En efecto.
—Es simplemente un viaje para ver algunas cosas, —dijo Margaret a la
defensiva—. Para mostrarle a Alex un poco más de Inglaterra.
George resopló.
—Sé exactamente lo vais a hacer, Margaret. No tenéis que inventar un
cuento para apaciguarme.
—¿Y qué es eso que vos creéis que conocéis, buen señor?
George dejó su puesto en el pasadizo y entró en la recámara para
ponerse al lado de ella.
—Yo le creo, —dijo él suavemente. —Creo que él vino de un año lejano
en el futuro. He tenido varias conversaciones con Alex y con el señor Jamie.
Ellos son hombres honestos.
—Chiflados, queréis decir.
—No, más bien creo que tienen todo su ingenio intacto. Me atrevo a
decir que lo verá todo bastante pronto.
—No veré nada más que el campo y la cara avergonzada de mi señor
cuando comprenda que su cuento no es más que puras mentiras.
George rió y puso la mano sobre su hombro brevemente.
—Os envidio. Yo daría mucho por ver lo que vos verás.
Margaret sintió una frialdad distinta bajar por su espina, y esta era
mucho más fría que el viento que se escapaba por las grietas en sus
contraventanas. Ella sentía, y tenía la seguridad al temer que Alex había
dicho la verdad y que daría un paso por el círculo de hierba en la mañana a
un mundo en el que nunca antes se había imaginado. Debía ser seguro
materia de leyendas. Las hadas y elfos hacían tales cosas, no el género
humano. Aún estaba ella, al borde de hacer esta misma cosa. Por un
momento ella deseó con toda su fuerza poder hablar con alguien de su propia
casa, alguien que entendería su incertidumbre. Ella miró a George.
—Venid, si lo deseáis, —ella ofreció. Entonces, al menos no estaré
sola.
George sacudió su cabeza con una risa.
—No, muchacha, mi lugar está aquí. ¿Qué necesidad tengo de ver el
futuro? Alex me ha contado suficientes cuentos para mantener mi pobre
cabeza girando durante años. —Él sonrió otra vez y se alejó. —Vigilaré esto
para vos hasta que volváis. —Fue hacia la puerta, hizo una pausa, se dio
vuelta y dijo. — Aunque, hay una cosa.
Margaret sintió un gran afecto concentrarse en su pecho. George
nunca le había pedido nada, a pesar de que a menudo había confiado en él
para servirla y dirigirla. Sí, haría lo que pudiera por él.
—Lo que sea —ella dijo.
SAGAS Y SERIES

—Me gustaría una pelota de béisbol.


—¿Una qué?
Ella había esperado una espada o especias, o quizás hasta tener a
Baldric encerrado en la mazmorra mientras estuviese fuera, pero ¿este objeto
extranjero? Nunca.
—Una pelota de béisbol. Preguntadle a Alex. Él sabrá todo sobre eso.
Margaret gruñó. Ella no dudaba que Alex no pudiera decir tantas
tonterías, pero era algo más sobre lo que tendría que reservar su juicio.
—Tened cuidado. —George añadió, luego se volteó y desapareció en el
pasadizo antes de que pudiera decirle algo más.
Ella volvió a su equipaje y lo miró fijamente, intentando decidir si ya
tenía lo suficiente para llevar. Por todo lo que sabía, ellos terminarían por
afrontar una banda de bandidos en algún bosque y esto les ayudaría para
salvar sus vidas. La probabilidad de que llegaran a cualquier lugar donde
podrían encontrar algo tan ridículo como una pelota de béisbol era muy
exagerada. Ella hizo una pausa, lo consideró, luego tomó su decisión.
Giró y se fue a buscar otro cuchillo.
SAGAS Y SERIES

Capitulo 29

—Houston, tenemos un problema.


Alex siguió ajustando la silla de Beast.
—Lo que sea, se puede arreglar luego.
—En realidad, —dijo Elizabeth—creo que querrías mirar esto ahora.
Alex suspiró, dio a las correas un último tirón, luego giró para ver lo
que la mañana le iba a deparar. Frunció el ceño.
—¿Qué es esto?
—Creo que es justamente lo que parece, —dijo Elizabeth secamente.
Margaret estaba discutiendo profundamente con George, sin duda
dándole una lista muy larga de instrucciones de última hora. Alex no tenía
ningún problema con ello. Era el grupo que estaba parado al lado de ella lo
que amenazaba con sacarle canas.
Baldric estaba vestido para viajar. Alex reconoció la postura: alto,
corriente, la capa barda y la bolsa de viaje, hecha de restos de tapicerías,
Baldric sin duda había trabajado hecho su magia. Obviamente el juglar no se
había ido a esconder para llorar, si no se había ido a esconder para empacar.
Amery también estaba vestido con su ropa más fina de viaje: botas
robustas de cuero y un pequeño abrigo que Elizabeth había hecho para él.
Este llevaba su capa envuelta alrededor de sus hombros y de su cabeza, en
una manera digna del más importante jeque. Amery agarraba su almohada
con una mano y las faldas de Frances con la otra.
O, más bien la capa de Frances con la otra. Alex sintió su ceño hacerse
más profundo al ver a la encargada de Amery también aparentemente lista
para un viaje formidable. Ella se ruborizaba miserablemente, lo cual había
sido su condición la última vez que Baldric la había invitado a pasear. El
anciano podría ser muy persuasivo cuando algo le convenía. Y luego estaba
Joel, de pie al lado de Baldric y agarrando el equipo de Baldric.
—Olvidó su cota de malla, mi señor, —él resopló, luchando para
mantener toda la parafernalia de guerrero de Alex derecha y sosteniéndolo
todo junto. —Os lo traje, así como otras cosas, que pensé que le serían
necesarias.
—Pero… —Alex balbuceó.
—Vos necesitareis de mí, —se ubicó Joel diciendo. —Un gran señor
como vos no debería estar viajando sin su escudero.
—Pero no vamos a ir tan lejos…
—Uno nunca sabe cuan lejos el camino lo llevará, —anunció Baldric. —
Tampoco conoce nunca las aventuras que podría tener a lo largo del mismo.
Es correcto que vaya para registrar tales acontecimientos.
—Realmente no creo…
—Vos no podéis dejarnos atrás, —soltó Frances, luego mantuvo sus
labios cerrados y se ruborizó un poco más. Ella contempló la tierra
atentamente.
Alex miró a Margaret. Ella se encogió de hombros, luego volvió a
George y arrancó con su lista una vez más. Alex movió su cabeza, luego miró
a su hermana.
—Esto no va a funcionar.
SAGAS Y SERIES

Elizabeth rió.
—Probablemente sería mejor no llevarles. Si lo intentas, Jamie te dará
de nuevo el sermón de la fabricación del tiempo.
—Con agujeros y todo.
—Los está pasando por alto.
Él suspiró. Tal vez el tiempo tejía una tela que ninguno de ellos podía
entender ahora mismo. Pero no podía menos que preguntarse que tipo de
desafíos, su pequeño club de fans podría presentar al Tejedor Principal.
—No seremos olvidados, —repitió Baldric, en su tono de juglar. Él sacó
su barbilla, y la rigidez de la barba canosa gris era bastante para advertir que
la resistencia de Alex sería en vano.
Alex miró a Elizabeth.
—Bien, no es como si fuesen a vivir al siglo veinte. Irán solamente de
visita.
Ella se encogió de hombros.
—Es tu decisión.
Alex rió débilmente.
—Esto seguramente dará material nuevo a Baldric.
—Solo eso ya vale la pena. Iré a ver a Jamie. —Ella lo golpeó en el
hombro, luego se fue al salón.
Alex la miró irse, sintiendo una punzada de pena. Él no quiso pensar en
extrañar a su familia. Él hacía las cosas bien. Miró a Margaret y sintió la
seguridad elevarse sobre él otra vez. Ellos se propusieron estar juntos. El
siglo no importaba. Tal vez Jamie regresaría más a menudo de lo que él
pensaba. Alex miró a Joel.
—Llevaré la espada, Joel. El resto puedes llevarlo arriba.
—¡Pero, mi señor!
—Salimos solamente a pasear, niño. No hay necesidad de equipaje
pesado.
—Como vos digáis, mi señor, —dijo Joel dudosamente. Alex miró a Joel
poner la espada en el piso y casualmente una manta la cubrió, pero no antes
de esconder debajo de ella otra cantidad del equipo de Alex, que obviamente
se dio cuenta. Alex no tenía ganas de discutir, así que no dijo nada. En
cambio, fue a ver que tipos de cosas le decía Margaret que debían
tambalearle la cabeza al pobre George.
—… Aseguraos que Sir Richard no tome la guardia nocturna. Siempre
que se duerme y luego se levanta, se encuentra con que se ha cortado con
su espada.
—Margaret, —George dijo con una risa —confiad en mí. Yo veré que las
cosas estén controladas en vuestra ausencia.
Margaret no lo miró muy convencida.
—Quizás podría chequear la lista de la guarnición con vos una vez
más....
Alex rió secamente con el suspiro sufrido de George.
—Mi amor, —dijo, tomándola del brazo y tirando con cuidado, —
George estará bien. Estaremos de vuelta en unos días, no tendrán tiempo de
notar que nos hemos ido.
—Él tiene razón, —dijo George. —Todo estará bien. Vos ya lo veréis.
Margaret suspiró y permitió a Alex abrazarla.
—Él quiere una pelota de béisbol, Alex. Lo que sea que signifique.
SAGAS Y SERIES

Alex le sonrió a George.


—No hay problema. —Él miró el equipaje de batalla de su esposa. —
No creo que necesites tu cota de malla, Meg.
Ella apretó sus labios.
—Soy la única con bastante sentido como para llevarlo. Sólo los santos
saben realmente donde terminaremos. Al menos uno de nosotros debería
tener alguna protección.
Alex podría ver varias protuberancias debajo su vestimenta y notó las
dos dagas que se asoman en cada bota. Bueno, nadie podría decir alguna vez
que la mujer no estaba preparada. Él la besó en su frente.
—Lo que quieras, Meg. Solo estoy feliz de saber que vienes.
—Ella gruñó, luego giró y dio órdenes para que trajeran los caballos
para Baldric y el resto.
Alex miró a George.
—Volveremos pronto.
—Os deseo buena fortuna con la puerta.
—Bueno, siempre parece funcionar con Jamie. No creo que tengamos
problema alguno para llegar a casa esta vez, —dijo, comprendiendo su
elección de palabras, —No debemos tener problema alguno en llegar a la
casa de Jamie.
George ignoró su resbalón.
—No puedo mentir y decir que no os envidio un poco.
—Podrías venir. El resto del castillo parece hacer un maldito escándalo
por ello.
George sacudió su cabeza.
—Aún tengo trabajo aquí en mi tiempo, Alex. Me quedaré y lo veré
terminado.
—George, estaremos de regreso antes de que te des cuenta.
—Espero que así sea. —George lo abrazó brevemente. —Os deseo un
viaje seguro, mi amigo.
Alex asintió, luego giró antes de avergonzarse por aguársele los ojos.
Jamie y Elizabeth montaban sus caballos. Jamie miraba con ceño fruncido al
séquito de Alex, y este rápidamente miró hacia otra parte para evitar el
inevitable sermón. Lamentablemente Margaret no se veía por ninguna parte.
—Ella ha vuelto adentro, —anunció Baldric. —Mejor encontradla para
así comenzar nuestro camino. ¡Tengo necesidad de nuevo material para mis
versos!
Que el cielo se apiade de todos nosotros, pensó Alex cuando entró por
el pasillo. Margaret no estaba en la cocina, en el solar, y no estaba en su
cuarto de vestir. Alex se dirigió hacia la azotea. Este era su lugar favorito
para ir y pensar. Esto no era una buena señal.
Ella estaba de pie donde sospechó que estaría, mirando la tierra de
Falconberg. Alex fue a su lado y apoyó sus codos en la pared.
—¿Lista? —preguntó. Ella sacudió su cabeza.
—¿Asustada? —preguntó suavemente. Ella lo miró a los ojos.
—Siempre —ella admitió de mala gana. —Casi llorando, —miró hacia
atrás sobre su tierra. —Temo que nunca la vea otra vez. Asumiendo, —dijo
lanzándole una mirada oscura, —que tu cuento sea verdad y me encuentre
en algún otro siglo.
Alex rió.
SAGAS Y SERIES

—Ver para creer, mi amor.


Ella resopló de la manera menos elegante.
Alex se rió a pesar de si.
—Ah, Margaret, no tienes precio. ¿Qué haría yo sin ti?
—Vos no tendríais a nadie para atormentar con vuestra insensatez.
Alex puso su brazo alrededor de sus hombros y dibujó su talle a pesar
de su malla y las empuñaduras de sus dagas que se clavaron en su lado.
—Todo estará bien, Meg. Ya lo verás.
Ella se relajó contra él, pero su mirada fija se dirigió hacia su tierra.
—Alex —dijo suavemente.
—Sí, mi amor.
—Temo que nunca esté de pie en este lugar otra vez, —tembló. —Que
nunca sienta otra vez esta roca bajo mis dedos. —Ella lo miró, entonces. —
¿Vos no lo sientes?
Alex puso a un lado su inquietud. No había razón por la que no
pudieran regresar a casa. Él y Jamie lo habían hecho cuando habían vuelto al
siglo quinto en Escocia para cuidar del negocio. Ellos habían vuelto a casa
tan fácilmente como si hubieran salido a dar un pequeño paseo en los
bosques. No había ninguna razón por la que él y Margaret no pudieran volver
al mismo lugar a tiempo. Esta era su casa. Esto era suficiente.
—Volveremos, —dijo él. —Soy una persona que se pone siempre
nerviosa antes de un viaje largo. En tu cabeza te imaginas todos los tipos de
resultados terribles. Esto es perfectamente normal.
Ella no pareció convencida, pero igual asintió. —Entonces vayámonos
de una vez. Estoy deseosa de ver por mí misma que no estáis mal de la
cabeza. —Ella lo llevó hacia la puerta. —Al menos lleváis tu espada. Aplaudo
tu muestra de sensatez.
Alex sabía que de ella no obtendría más que esto. Él la precedió abajo
al gran salón, luego tomó su mano. La cocinera y su personal estaban de pie
en el borde del vestíbulo que conduce a las cocinas. Alex les dijo adiós con la
mano.
—Volveremos pronto, —dijo firmemente.
Y lo harían. Él se despediría, recogería lo que pensó que podría
necesitar sobre el curso de su vida, y luego volverían a casa. Aquí era a
donde pertenecía. Él rió al ver las pequeñas pelotas de hilo que rayaban las
paredes. Al menos Baldric no haría ningún daño durante los pocos próximos
días. Él apretó su mano alrededor de Margaret. Ella lo miró.
—Tan solo un amistoso hola.
Ella apretó sus labios, pero no dijo nada. El grupo montó en el patio.
Alex dio un saludo simpático a George.
—Te veré en unos días.
—Dios os acompañe, mi señor.
Alex vio el ceño fruncido de Jamie cuando él tomó las riendas de Beast
de uno de los mozos de cuadra.
—¿Qué? —Preguntó defensivamente.
—Parece ser un grupo bastante grande, —señaló Jamie.
—Es una visita, Jamie. Cada uno sobrevivirá, incluyendo la fábrica del
tiempo. —Jamie no lo miró del todo convencido, pero no dijo nada más.
SAGAS Y SERIES

Alex montó y pasó a caballo con Margaret por las puertas. El rastrillo
fue cerrado de golpe en la casa detrás del grupo con un aire de carácter
definitivo.
—¡Maldición, —Alex refunfuñó—, denme un descanso! Todo saldrá
bien!.
—¿Alex?
Alex miró a su esposa, quien claramente había resucitado la idea que
él había perdido todas sus neuronas.
—Tan solo hablaba conmigo mismo, —él explicó.
—Hmmm, —dijo, cabeceando, —Ya veo.
—Lo hago mucho cuando estoy nervioso.
Ella rió brevemente.
—No os atormentaré si no viajamos más lejos que Brackwald. Vos no
tenéis nada que temer de mí. Bueno, —ella agregó, —quizás una pequeña
broma.
—Me siento mejor ahora.
—Pensé que lo harías.
Alex no podía sino reír. Al demonio con sentimientos fastidiosos. Él
tenía todo que necesitaba a su lado. Era sólo que estaba nervioso. Había
tenido sus momentos de mariposas en el estomago cuando estaba en la
corte. Esto era la misma cosa.
Suspiró aliviado. Eso tenía que ser. Él tomaba a cinco personas a un
tiempo que no les era propio, y esto sólo le daba un poco de ansiedad por
cómo funcionaría. ¿Quien podría culparlo? Por todo lo que sabía, Frances se
pondría histérica, y Baldric desenredaría cada trozo de ropa que encontrase a
su alcance y gritaría desnudo corriendo hacia el bar más cercano. Solo el
cielo sabía lo que Margaret haría, probablemente dirigiría su espada hacia él
y lo cortaría en pedacitos.
Cuando ellos habían viajado una milla o más, tenía completamente el
control y había dejado de estar nervioso y había comenzado a pensar en
como iba a manejar los gritos inevitables del grupo. Amery era demasiado
joven para entender lo que vería, pero Frances y Joel sin duda entenderían
muy bien. Él planeó sobornarlos con comida chatarra por su comportamiento.
Baldric era otra cosa, su reacción le era desconocida, pero Alex sospechó
que podría ser distraído con unos cuantos tapetes.
Era Margaret quien lo tenía preocupado. Ella llevaba más armas de las
que él había pensado que tenía. ¿Qué haría la primera vez que viera su
Ranger Rover? ¿Avanzar con la espada desenvainada?
Y luego se encontró con poco tiempo para seguir especulando. Habían
llegado al círculo de las hadas. Miró a Margaret para juzgar su reacción. Su
cara estaba completamente impasible. O estaba ganando la guerra contra
burlarse de el, o estaba asustada profundamente. Se imaginó que era esto
último, y probablemente tenía razón de ser con todo ese sentimiento de
magia en el aire. No había duda en la mente de Jamie de que terminarían en
la tierra de Jamie. No había sentido esta clase de magia en el aire cuando
había venido antes con Beast y sus frases claves.
—Cada uno adentro, —dijo Jamie, esperando hasta que el resto de
ellos estuvo dentro del anillo.
Alex miró a su cuñado y agarró sus riendas fuertemente.
—¿Crees que funcionará?
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—Desde luego, —Jamie dijo con una sonrisa burlona. —Me atrevo a
decir que el aro sabe que estoy muerto por un baño en el Jacuzzi y por unos
brownies.
—¿Nos llevarás al año correcto?
—Podemos esperarlo, —dijo Jamie con otra risa.
—Grandioso, —Alex refunfuñó. —Nuestro ilustre guía de viaje no está
seguro del destino o el año. Tal vez debería haber traído aquella cota de
malla después de todo.
Al menos él tenía el peso consolador de la espada de William de
Falconberg sobre su cadera. ¿Pero quién necesitaba protección? Él estaba
con Jamie y, sin importar lo que había dicho, irían al siglo veinte. Esto tenía
que ser suficiente. Alex tenía que despedirse.
Él miró a su esposa. Ella estaba pálida como la muerte.
—¿Margaret? —Él la llamó suavemente.
Sus ojos estaban pegados al cielo.
—Está comenzando a nevar, —ella susurró. Este parecía ser el caso.
Ellos habían cabalgado bajo cielos azules. Aquellos ahora estaban nublados. Y
el campo circundante estaba cubierto con una buena pulgada de nieve.
Alex miró a su hermana. Su expresión era de un alivio intenso. Ella se
rió de él.
—Parece que funcionó, —ella dijo.
Alex asintió y dio vuelta para encontrar los ojos asustados de su
esposa.
—Dorothy —dijo, —creo que ya no estamos en Kansas.
Margaret sacó su espada.
Alex suspiró.
Tenía el presentimiento de que iba a ser una tarde muy larga.
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Capitulo 30

Margaret apenas podría creer lo que veían sus ojos. En un momento


miraba arriba al cielo azul, al siguiente el cielo se había llenado de nubes,
todo el sonido había cesado y la nieve caía sobre su cara que estaba hacia
arriba. Si esto no era brujería, no tenía ninguna idea de que era. Miró a su
marido y se preguntó si él era parte de todo esto, también. ¿Ella debería
enterrar su espada en su corazón y salvarse antes de que viajara a cualquier
lugar remoto por este desastroso camino que seguramente conducía sólo
hacia el mal? Ella movió su espada con una mano temblorosa.
—Oh—oh, —Alex dijo. —Esto es malo.
Margaret sintió que sus palmas se ponían húmedas. Ella agarró su
espada.
—¿Qué maldad es esta? —Ella exigió. Su voz era chillona hasta para
sus propios oídos.
Alex tendió la mano para tocarla.
—Margaret…
Margaret tiró su montura hacia atrás y levantó su espada contra su
marido.
—No me toquéis. Pienso que no os conozco como vos realmente eres,
mi señor.
—Margaret, te dije que había una puerta
—¡Basta! —gritó—. ¡No oiré más de tu charla!
—Lady Margaret, —Jamie dijo silenciosamente, —puedo entenderla…
—¡No, no puede! —miró a su alrededor desesperadamente buscando
por donde huir. La arrastraban a donde sólo los santos sabían a donde esta
gente que había hecho un pacto con el Diablo. Esta era la única explicación
que tenía sentido.
Todos ellos se habían dado vuelta para mirarla. Incluso Baldric la
miraba como si ella acabara de perder la cabeza. Amery miraba a Alex, con
sus ojos grandes abiertos por la inquietud.
Ellos estaban todos juntos en esto. Por qué no lo había visto antes, no
lo sabía. La conversación del futuro había sido nada más que una
estratagema para atraerla, para que guardara el secreto y llevarla a su lugar
de locura. Ella tenía que escapar antes de que fuera demasiado tarde.
Obviamente el resto de su grupo había sucumbido a la locura de Alex. Ella
envainó de nuevo su espada y tiró de sus riendas.
Detente y piensa tranquilamente un poco.
Aquél era su discurso de sentido común; ella reconoció la frescura del
tono. Ella frunció el ceño y tiró hasta que su caballo se alejó del círculo de las
hadas. Su sentido común obviamente no le había servido hasta entonces.
Mejor detenía esto y no le prestaba más atención.
Es tan solo tu preocupación la que te molesta.
—¡Callaos! —Ella gritó, para que la voz se fuera. Giró su caballo
alrededor y taloneo sus flancos. Más pronto se alejara de Alex y su familia
chiflada, mejor.
—¡Margaret, espera!
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Ella echó un vistazo sobre su hombro. Al menos sólo Alex la seguía.


Ella podría derrotarlo fácilmente.
Olvidas que te ganó en Tickhill con la espada.
—Sólo porque yo se lo permití, —ella respondió agresivamente. —¡¿Y
quien os preguntó?!
—¡Margaret, maldición, detente!
Ella podía oír a Alex que acortaba la distancia. Lo esquivó en el bosque
en un esfuerzo para reducir el progreso de su marcha. La nieve era menor
allí, cosa que la satisfizo. Su montura era rápida, pero hasta el mejor caballo
a marchas forzadas podría tener una caída. Ella no tenía ninguna intención
de quedar aplastada bajo el animal antes de que pudiera evitar esconderse
en algún sitio y hacer sus planes. Aunque primero tendría que eludir a Alex.
Eso asumiendo que él fuese todavía Alex. ¿Había sucedido algo en el
círculo de las hadas? ¿Lo poseyeron mientras ella miraba a lo lejos?
Oh, por todos los santos, Margaret...
—¡Suficiente! —Ella gruñó. Habría puesto sus manos sobre sus oídos,
pero la maldita voz venía de dentro de su cabeza.—Tengo dos ojos
perfectamente buenos. ¡Se lo que he visto!
Alex siguió ganando terreno. Margaret azuzó a su caballo a ir tan
rápido como se atrevió. Sin ninguna advertencia, el bosque se terminó y ella
afrontó una cañada abierta, nunca había visto nada parecido antes. Ella
habría parado y hasta bostezado si hubiera tenido el tiempo.
Había un castillo grande inmediatamente ante ella. Ella no se molestó
en considerarlo como un sitio de refugio. Sin duda estaba habitado por almas
tan chifladas y malignas como Jamie y Alex. Ella solamente tendría que
seguir. Apenas había pasado por delante de las puertas cuando encontró a
Alex por su lado. Él agarró sus riendas antes de que ella supiera lo que iba a
hacer.
—¡No! —Ella gritó, intentando alejarse de él.
—¡Margaret, cálmate! —Alex gritó. —¡Está bien!
Él tenía el control de su montura. Ella no viajaría tan rápido a pie, pero
podría escaparse igual. Desmontó con tanta gracia como su malla le
permitió, luego intentó escapar.
Alex la cogió por el hombro. Ella lo golpeó cuando la hizo voltearse. Al
menos el golpearlo al lado de su cabeza lo obligó a liberarla. Margaret apenas
podría creer que iba a tener que hacer esto, pero vio que no tenía ninguna
opción. El hombre al que amaba, el hombre al que le había dado su cuerpo
tantas veces durante las pocas semanas pasadas, había sido vencido por
alguna fuerza maligna. Probablemente lo mejor que podría hacer era
terminar con él antes de que sufriera más.
Ella sacó su espada.
—¿Qué haces? —Alex exigió, tomando distancia.
Margaret avanzó.
—Si vos no me lo devolvéis, maldito demonio. Terminaré con vuestra
vida, —Ella agitó su espada. —Y no estoy bromeando.
—Puedo ver eso. Margaret, sólo soy yo.
—¡Ajá! —ella dijo burlonamente. —Vos no me engañáis. Disponeos a
encontrar a su Amo, engendro del demonio.
—Maldición —dijo el demonio, con un suspiro. —Como quieras.
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Margaret no gastó más el tiempo con bromas. Ella repartió golpes a


diestro y siniestro con la criatura que había una vez sido su marido, pero
había encontrado que su empuje no era tan entusiasta como debería haber
sido. Quizás él debilitaba su fuerza con alguna magia maligna. Ella se
sacudió con dificultad y atacó otra vez con más vigor. Esto no fue mucho más
acertado. Ante su sorpresa, ella encontró que tenía poco estómago para
hacerlo. Habría sido una cosa más simple si quizás la criatura que la
enfrentaba no se hubiera parecido tanto a Alex. O si no hubiera luchado
como Alex. O si ella no se hubiera imaginado que vio a su marido mirarla
desde aquellos ojos azules verdes. Apartó sus tontos pensamientos. Alex ya
no era más su marido y obviamente para ella el único camino que la
devolvería a casa era matar a esta bestia asquerosa y liberarse ella misma
de su influencia infame. Ella juntó la fuerza muy dentro de sí y se concentró
en su espada.
Ellos lucharon por lo que parecieron horas. El demonio realmente solo
se defendió. Obviamente, planeaba poseerla cuando ella admitiera la derrota.
Bien, esto nunca pasaría. Quizás cuando viera a Alex en el cielo él le
agradecería por lo que se disponía hacer.
—¿Ya terminaste? —El demonio preguntó educadamente, haciendo
una pausa para apoyarse en su espada.
—¿Estáis muerto?
Esto pareció responderle su pregunta. Levantó su espada y paró su
ataque con indiferencia.
Margaret comprendió que esto era solamente esto. Ella intentó reunir
más entusiasmo para la tarea. Pero la verdad era que mientras mas cruzaba
su espada con la criatura que enfrentaba, su cabeza más se despejaba y
comenzó a dudar de sus dudas.
De reojo, ella notó que Jamie y Elizabeth estaban de pie cerca,
sosteniendo las riendas de sus caballos. Con un movimiento repentino,
Margaret cogió al demonio que había sido su marido con su pie y lo tiró al
suelo de espaldas. Ella se distanció un paso y usó la oportunidad para echar
un vistazo a la familia de Alex.
Elizabeth estaba de pie allí calmada con una media sonrisa que
jugueteaba en su boca. Ella no parecía poseída. Margaret nunca había visto a
nadie poseído, pero había oído que consistía en tener mucha espuma en la
boca y jurar vilmente. Elizabeth no hacía ninguna de estas cosas.
Margaret miró a Jamie. Él tenía la misma sonrisa divertida que su
esposa, pero vio la comprensión en sus ojos. Ella le había preguntado a lo
largo de las semanas pasadas, y él había parecido bastante honesto en sus
respuestas. Él hasta le había contado de su propio viaje al futuro y como esto
lo había asustado. Ella había escuchado atentamente entonces,
compadeciendo a Elizabeth por tener un marido quien se complacía con tales
imaginaciones ridículas.
Ahora comenzó a preguntarse si no había sido ella la que sufría de
imaginaciones ridículas.
—Maldita seas, Margaret, —el demonio gruñó a la vez que se ponía de
pie,—eso fue pelear sucio.
Ahí estaban las palabras groseras, Margaret notó. Pero ninguna
espuma salía de su boca. Ella miró fijamente al hombre que la enfrentaba y
pensó en todo el asunto. Seguramente se parecía a Alex. Definitivamente
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maldecía como Alex. Ella dejó caer su espada al suelo y se apoyó en la


empuñadura. Parecía increíble, pero pensó que solamente podría haber
tenido un error de juicio.
—¿Alex? —preguntó.
Él llevó su mano a la cabeza.
—¡Obvio! —gritó. —¿Quién demonios podría ser?
Ella estrechó sus ojos sospechosamente.
—Vos tenéis una boca tan sucia como para ser un demonio.
—No has oído nada todavía, —se quejó. Frotó su cabeza, luego se
estremeció—. ¡Me golpeaste!
—Hice lo que tenía que hacer.
Jamie aclaró su garganta.
—Creo que nos dirigiremos al torreón. Niños, vengan cuando hayan
terminado con su juego.
Margaret los miró irse y tomar los caballos de Alex y Margaret.
Entonces se volvió hacia su marido. Ella extendió la mano y lo empujó en el
pecho.
—¿Alex? —preguntó otra vez, sólo para asegurarse.
En respuesta, él pasó su mano bajo su pelo y la arrastró hacia su
cuerpo. Antes de que pudiera protestar, él había capturado su boca en un
beso que la quemaba. Ella sólo podía agarrar la empuñadura de su espada y
rezar. Alex seguía sosteniéndola, pues sus rodillas estaban temblorosas. Él se
separó y Margaret sintió el temblor de sus labios. Ella puso su mano sobre
ellos así él no la vería. Él tomó su mano y la besó otra vez, un beso dulce,
apacible que casi trajo lágrimas a sus ojos.
—Te amo, —él susurró. —Gracias por no matarme.
La picadura de las lágrimas vino ahora por la vergüenza.
—¿Qué os he hecho? —gimió, enterrando su cara en su cuello.
—Lo llamamos locura temporal —dijo, sonando casi divertido. —Cada
uno lo hace en algún punto de sus vidas.
—Me he puesto en ridículo.
—Somos una gran familia para hacerlo entre nosotros. Lo olvidaremos
rápidamente. Además, el mismo Jamie lo ha hecho algunas veces.
Ella levantó su cabeza.
—¿Y vos?
—Nunca, —él dijo con una sonrisa. —Tengo siempre todo bajo control.
Ella no podía encontrar nada que decir para salvar su dignidad,
entonces simplemente descansó su frente contra su hombro y suspiró.
—¿Quieres entrar ahora?
Ella mordió su labio un momento.
—No estoy segura.
—Estaré contigo.
Ella lo consideró.
—Haciendo mas fácil que entierre un cuchillo en vos.
Su risa era un estruendo consolador en su pecho.
—Si no supiera que tengo las manos suficientes para quitarte todas las
armas, te las quitaría ya mismo solo para evitar eso.
Ella no se movió. No podía. Sólo los santos sabían que le esperaba en
este mundo extraño, nevado. Ella sabía que habían cambiado de mundo. El
paisaje a su alrededor era totalmente desconocido.
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Alex acarició su pelo.


—Está bien, Margaret. Piensa en ello como una aventura apasionante.
Ella gruñó.
—Ah, que felicidad.
Él se rió y la acercó para besarla firmemente sobre la boca.
—Estarás bien. Por qué no guardas en su sitio tus espadas y vamos
adentro. Apuesto que podemos encontrar un fuego encendido. Tal vez
comida en la cocina. —Él se distanció y ofreció su mano. —¿Vendrás?
Ella tomó firmemente su espada, y entonces lentamente tomó la otra
mano.
—No necesitarás esto, —dijo con una risa apacible.
—¿Cómo sabéis que nos espera ahí adentro? —Ella exigió. —Sólo los
santos saben que podría haber pasado todo el tiempo que estuvisteis
ausente.
—La única cosa que podría atacarte sería algo que mi hermanito haya
dejado crecer bajo su cama.
—Más razones aún para estar preparada.
Él apretó su mano.
—Margaret, nada va a hacerte daño adentro.
—Vos no parecéis del todo seguro.
Él suspiró.
—Hay varias cosas que probablemente te sorprenderán al principio.
Más de ochocientos años han pasado entre el tiempo que dejamos esta
mañana y el tiempo en que estamos ahora. El hombre ha hecho unas
invenciones interesantes.
—¿Cómo?
—Te mostraré cuando entremos.
Esta no era una buena respuesta, pero ella sospechó que no tendría
una mejor. De mala gana guardó su espada y dejó a su marido conducirla
hacia el torreón. Mientras caminaban, se permitió especular sobre lo que
podría ver dentro.
Quizás el hombre había aprendido a crear tapicerías más hermosas.
Probablemente los hogares habían permanecido iguales, pero quizás eran
más grandes y produjeran mejor el calor. Tan orgullosa como era de si
misma, tuvo que admitir que el único modo de mantenerse caliente era estar
de pie muy cerca del fuego, como la mayor parte del calor encontró su
subida en el conducto. El precio del futuro, aunque era algo que ella ya había
probado y lo había encontrado mucho peor de lo que la cocinera producía,
excepto desde luego, para aquellas pelotas Godiva.
Bueno, no podía pensar en ningún otro reino que pudiera haber
progresado tanto. ¿Después de todo, realmente qué más se necesitaba que
una buena montura, una mesa bien puesta, y un suave colchón de plumas de
ganso?
—Me atrevo a deciros, —ella comenzó, —las cosas no pueden haber
cambiado… tanto..
Ella se congeló. Allí, cerca de la puerta apareció la cosa más horrenda
que alguna vez había visto. Era un carro, un carro cubierto con ruedas tan
altas como sus botas. Tenía una sustancia negra, brillante que reflejaba su
imagen tan claramente como cualquier espejo pulido el que ella alguna vez
se había visto.
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—Esa es la Range Rover, —dijo Alex, sonando muy satisfecho. —Se


parece a una carroza de equipaje, sólo que es más cómodo.
Margaret no podía sacar sus ojos de la bestia.
—¿Dónde están los caballos?
—Dentro de él.
Margaret miró a su marido. Él sonreía abiertamente como un idiota.
—Vos no sois divertido, —declaró.
—¿No lo soy?
—No, mi señor. En absoluto.
Él la tiró hacia el pasillo.
—Veamos lo que piensas cuando estemos adentro.
Margaret suspiró cuando entró en el gran salón. Bueno, esto era un
poco familiar. Las tapicerías cubrían las paredes y parecían bien hechas,
bueno, por lo que podía ver desde la puerta. Baldric parecía encontrarlos a su
gusto ya que ponía sus manos sobre ellos y hacía ruidos de aprobación.
Los hogares de Jamie eran grandes y él, también, tenía chimeneas
para llevarse el humo. Había una tarima levantada detrás del pasillo con la
mesa de un señor muy fino. Cerca del hogar había un grupo de sillas. En
general, contempló que era un lugar bastante ordinario.
Ella echó un vistazo a las antorchas sobre la pared y luego abajo a la
piedra bajo sus pies. Fue entonces que comenzó a ver que las cosas eran
quizás un poco diferentes.
No había ningún empuje en el suelo. La piedra era plana y bien puesta,
pero no había nada cubriéndola para absorber o rechazar lo que cayera al
piso. Esto era otra cosa extraña. No había ningún resto de comida que
desarreglara el piso. Ningún hueso bien roído. Ningún charco de cerveza u
otras sustancias prohibidas.
Margaret olió. Ningún hedor tampoco, si su nariz dijera la verdad. De
verdad, el lugar olía muy agradable. Quizás el mundo de Alex era un lugar
muy limpio.
Ella olió otra vez.
—Ah, —dijo ella, su nariz encontró una fragancia nueva muy a su
gusto. —El cocinero de Jamie ha estado en el fuego.
—Huelo brownies, —dijo Alex, su propia nariz le temblaba en el aire. —
Si tenemos suerte, será Joshua quien ha estado cocinando y no Zachary.
—¿Joshua?
—El juglar de Jamie. Es muy bueno con los postres.
—¿Jamie tiene un juglar aquí en su mundo?
—Él vino del año 1300, como Jamie. Es inglés. Probablemente te
gustará.
Más viajes por las puertas del tiempo, conjeturó. Ella sacudió su
cabeza. Ella había muerto y había ido a un cielo muy terrenal, había perdido
su mente completamente, o de verdad había viajado al futuro.
Ella no estuvo segura de cual de las alternativas la asustaban más.
Siguió a Alex a través del gran salón a lo que asumió eran las cocinas.
Podía oír la charla de voces, la risa calurosa, y los sonidos de parafernalia de
cocina. Lo que escuchaba era lo mas tranquilizante de todo el día.
Ella hizo una pausa antes de que alcanzaran la cocina. Las antorchas
sobre la pared no eran antorchas. El fuego era liso, como si hubiera sido
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congelado en el tiempo. De verdad, casi creía que vio que el fuego


parpadeaba dentro del fuego congelado.
—¿Qué...? —Ella tartamudeó.
—Bombillas de luz, —Alex dijo.—Esto toma el lugar de las velas. Te diré
todo sobre ello más tarde. Vamos a comer primero. Ambos nos sentiremos
mejor después de un buen bocado.
Margaret cabeceó y dejó que la llevara, pero apenas podía apartar su
mirada fija de aquellos fuegos extraños. Bombillas. Vaya un término sin igual.
Ella se detuvo a la entrada de las cocinas.
Esta era una recámara grande, de verdad un poco más grande que su
propia y humilde cocina. Había una mesa en medio del cuarto y el juego de
bancos cerca para sentarse cómodamente. Pero no había ningún juego de
hogar en la pared, ningún fuego con el juego de ollas, ningún barril con
granos y carne salada. Las paredes estaban llenas de unos cajones grandes
que estaban cubiertos de la misma sustancia brillante que cubría la carroza
de equipaje Rover de Alex.
Margaret pensó en preguntar donde guardaban el alimento, cuando
entonces vio que habían unos cuadrados marrones oscuros que se
amontonaban sobre un plato.
—Brownies, —Alex anunció con satisfacción.
—¿Chocolate? —preguntó ella.
—Ah, sí. —Él asintió, arrastrándola.
Tan pecaminoso como las pelotas Godiva, pero mas masticables.
Margaret tomó cuatro o cinco, y encontró que estaba bastante calmada por
los efectos secundarios.
—Preséntame antes de que mi corazón se detenga, —dijo una voz
desde el otro lado de la habitación.
Margaret miró, a través de la mesa, a mitad de un bocado de brownie,
para encontrarse con una versión más joven de Alex que estaba de pie ante
ella.
—Mi esposa, —dijo Alex, tomándola posesivamente alrededor de sus
hombros, —Margaret. Margaret, el es Zachary, mi hermano más joven.
—¿Esposa? —Zachary casi se ahoga del asombro.
—El que duerme, pierde, —dijo Alex, sonando excepcionalmente
satisfecho.
—Ella lleva una cota de malla, —dijo Zachary, con la admiración no
disimulada. —Y una espada. Wow.
Bien, ella sabía que la palabra era un signo seguro de elogio. Margaret
rió, sintiéndose mejor que en ningún otro momento durante toda la mañana.
—Y sabe como usarla, —advirtió Alex, —así que no la molestes, o a mi.
—Tal vez le gustaría ir a visitar algunos lugares de interés, —dijo
Zachary, aparentemente olvidando el fuerte brazo de Alex alrededor de ella.
Margaret sintió el cambio de Alex, luego oyó el sonido inequívoco de
una espada que se desenvainaba. Ella miró con asombro como su marido
blandía su espada contra su hermano.
—Ni se te ocurra.
—Estoy seguro que Margaret puede decidir, —insistió Zachary.
Alex giró su espada sobre ella.
—Ni se te ocurra, —él advirtió.
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—Yo podría llevarla de paseo, —ofreció otro hombre. Margaret miró al


hombre que estaba de pie al lado de Jamie. Se le parecía tanto, que tuvo que
asumir que era su hermano.
—Patrick MacLeod, —dijo él, con una reverencia, —a su servicio, mi
señora.
—No, déjame esa tarea a mí, —dijo otro hombre, brincando de la
mesa. Él se arrodilló a sus pies. —Joshua MacLeod, juglar del Laird James
MacLeod.
—Bueno, —Margaret dijo, bastante abrumada.
—¡Por los santos del cielo, —dijo Joshua, golpeando su pecho con el
puño, —me atrevo a decir que nunca pensé ver a alguien rivalizar la belleza
de mi señora Elizabeth, pero estaba equivocado! ¡Ella, con la gloria del sol, y
usted, mi señora Margaret, con la gloria de la luna! ¡Ah, santos benditos, mis
pobres ojos están vencidos con la belleza que me rodea por todos lados! De
verdad, yo debería ser el que la llevara y le mostrara los monumentos,
señora, ya que yo podría mirar sobre su hermosura y componer algo digno de
su belleza.
Margaret tan solo podía mirarlo asombrada.
—También hice los brownies, —añadió Joshua.
Margaret contempló esto en su cabeza. Un juglar que también podía
hacer platos dignos del paladar de un rey. Quizás el vigésimo siglo sería más
de su gusto de lo que pensaba. Abrió su boca para pedir otro plato de esos
cuadritos sólo para encontrar que la tiraban hacia la puerta.
—Yo la llevaré, —Alex bramó, la arrastró con él detrás suyo. —Vamos a
instalarnos.
Margaret sonrió siguiendo a su marido gruñón por la escalera. Ella
contó con su mano libre a tres hombres que habían competido por sus
atenciones, y no incluyó al hombre que gruñía, y maldecía a los tres
calurosamente durante la subida de la escalera.
El futuro comenzaba a parecer un lugar muy agradable de verdad.
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Capítulo 31

Alex se despertó en una completa oscuridad. Obviamente era


demasiado temprano para levantarse, intentó abrir los ojos para conseguir
más luz hasta que se dio cuenta de que ya los tenía abiertos. Definitivamente
era demasiado temprano para levantarse.
Rodó hasta el otro lado de la cama y se dio cuenta de que estaba
vacío, miró de reojo la hora en el reloj despertador; las 4:30. Así es que
Margaret al final había conseguido eludirle para salir a explorar. Alex se
estremeció al pensar en lo que podría estar haciendo mientras él dormía
pacíficamente. Al menos esperaba que no hubiera salido fuera de la casa.
Se incorporó y buscó a tientas la lámpara de encima de la mesita de
noche. La espada de Margaret estaba apoyada sobre la silla donde la había
dejado al acostarse. Se recostó y suspiró de alivio. Uno, seguía ahí. Dos, ya
había puesto a un lado la idea de tocar todo con su espada para ver si no era
dañino.
Salió de la cama, y buscó a tientas las zapatillas pero no consiguió
encontrarlas así es que se puso unos calcetines.
Por poco se las vuelve a quitar, ni modo en darse gusto ahora.
Cuando cerró la puerta del dormitorio echó un vistazo al corredor. La
puerta de estudio de Jamie estaba abierta. Ya sabía a donde lo había llevado
el estar allí, así que se apresuró en llegar al estudio, no fuera a llevar a su
esposa a algún problema. Él se paró en la puerta y sonrió al ver la escena.
Margaret estaba sentada en la silla de Jamie con una daga en una
mano y un libro en el otro. Llevaba puestos unos pantalones cortos, un
suéter, calcetines de lana, y una zapatillas de Snoopy, obviamente sacadas
de su armario. Alex suspiró, estaba condenado a vivir con mujeres que
encontraban su ropa mucho más interesante que la de ellas. Margaret tenía
una manta encima de las piernas, aunque una pierna le colgaba de la silla;
orejas de Snoopy se movían a la vez que ella balanceaba su pie hacia atrás y
hacia adelante. Estaba leyendo totalmente concentrada mientras se tocaba
distraídamente la mejilla con la empuñadura de la daga.
Al menos esta vez solo había cogido una daga. Alex se preguntó
durante un momento si el vestíbulo de Jamie sobreviviría a Margaret y a su
espada, después de todo era la primera vez en dos días que Margaret no
paseaba por el vestíbulo arañándolo con la espada.
El primer día había conseguido que ella subiera al piso de arriba para
que durmiera una siesta, había creído que eso era precisamente lo que ella
necesitaba y desde luego él también necesitaba descansar, y eso era lo que
había ocurrido que se había dormido a pesar de sus intenciones de velar por
ella, pero se había despertado sólo para encontrarla en el cuarto de baño
incrustando la espada en el inodoro.
Y desde entonces las cosas no habían mejorado mucho.
Margaret había almorzado con una mano mientras con la otra tanteaba
la pared de la cocina de Jamie con la espada. Alex la había detenido justo
cuando estaba intentando introducir la punta de la espada en un enchufe
eléctrico. Después de ese roce con la muerte ella había reunido a Frances,
Amery, Joel, y Baldric con la eficiencia de un perro pastor, para evitar que se
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lastimaran, pero no había durado mucho, al cabo de un rato Amery había


escapado para ir a la habitación de Ian para deleitarse con los mejores
juguetes que podía ofrecer FAO Schwartz. Frances había arrastrado a
Elizabeth hasta la cocina y pronto estaban hasta los codos de masa de
galletas. Baldric se había ido con Joshua, para competir en un certamen de
versos. Joshua había empezado con una canción de los Beatles y Baldric
había contraatacado con —Dos, cuatro, seis, ocho, ¿A quién amamos odiar?
¡Brackwald, Brackwald, Yeach!
Pero Joel se había quedado a su lado como el obediente escudero que
era, agarrando firmemente el chaleco de Alex, absorbiendo con su mirada
todo lo que veía.
Era su primer día en el futuro. El segundo día se había levantado al
amanecer, y eso que Alex se había pasado toda la noche haciendo el amor
con su esposa para entretenerla en la cama. No tenía ni idea de dónde podía
sacar tanta energía pero estaba levantada desde la salida del sol, y sus
preguntas y sus ansias de saber parecían no tener fin.
Alex no tenía ni idea que lo que debía esperar de su esposa.
¿Incertidumbre? ¿Ansiedad?
Se quedó vigilándola mientras ella devoraba un libro y una película a la
vez, entonces fue cuando se dio cuenta de que la había juzgado mal. Ella era
valiente. Él ya lo sabía pero no tenía ni idea de lo arraigado que era ese rasgo
en ella. Había entrado en su mundo con la misma fuerza que en el suyo
propio.
Ella dio un saltó en la silla, sobresaltándole. Miró la pantalla de la
televisión y vio a La Masa Devoradora a punto de alcanzar a otra víctima.
—Ay—dijo Alex, sintiendo un escalofrío. Antes de que pudiera decir ni
una palabra más, ella sujetaba ya la daga y estaba flexionando el brazo para
arrojársela. Él levantó las manos en forma de rendición.
—Solo soy yo —le dijo a punto de agacharse.
Ella le miró con los ojos entrecerrados.
—¿Vienes a arrastrarme de nuevo a la cama?
—No te quejaste anoche.
Ella lanzó la daga al aire y la atrapó por la empuñadura cuando estaba
descendiendo, luego la colocó en el brazo de la silla.
—Es verdad, no lo hice. Fue una manera bastante agradable de pasar
el tiempo. No obstante —agregó, con su mirada fija en la televisión —no
sabía lo que me estaba perdiendo.
—Me ha remplazado una película de ficción —le dijo Alex mientras
caminaba hacia ella —Me siento insultado. —El se inclinó y le besó la cabeza
—¿Qué más has estado viendo?
—El mago de Oz, aunque la verdad, no me gustó nada esa bruja, era
una criatura de lo más desagradable. Aunque —le aclaró ella —luego he visto
La invasión de los ultracuerpos y me ha resultado entretenida.
Bueno, si ella había visto esa película nunca miraría a nadie de la
misma forma, lo sabía porque desde que él la había visto no había vuelto a
ver a Donald Sutherland del mismo modo.
—¿Por qué no volvemos a la cama? —sugirió Alex.
—Oh, no —dijo ella quitándole la mano —Esta masa sin forma tiene sin
duda que comerse aún muchas cosas. Y no he terminado todavía este libro.
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La mayoría de las cosas son muy interesantes aunque no puedo creer


algunas de las cosas que dice.
Alex miró el libro que ahora descansaba en su regazo. Ella estaba
leyendo la Historia ilustrada del siglo veinte.
—Esto de la bomba atómica —dijo sacudiendo la cabeza, —parece muy
antideportivo. Comenzó a pasar páginas hasta que encontró una imagen de
la destrucción de Hiroshima. —Y pensar que muchos de ellos estaban tan
tranquilos cuando otras personas les hicieron algo como esto.
—No todas las invenciones del hombre han sido buenas.
—Ya lo veo. ¿Y —dijo devolviendo la página a donde la tenía
anteriormente —quién decidió que la imagen de la luna era así?
Él sonrió.
—Nadie lo decidió. El hombre subió hasta allí y sacó una foto.
Ella le miró con el ceño fruncido.
—Imposible. ¿Quién podría tener tanta fuerza como para subir hasta
allí?
—Enviaron al hombre fuera de la Tierra en un cohete, con bastante
combustible para llevarles allí y regresar —Él volvió a sonreír ante su mirada
de escepticismo. —Aterrizaron en la luna, tomaron unas pocas fotos,
recogieron unas pocas rocas, y volvieron a casa.
Ella resopló.
—Eso es un cuento que sólo Baldric podría imaginar con su mente
retorcida.
—No, es cierto. De hecho, así es como mis padres van a venir.
—¿Volando?
—Exactamente.
—Imposible.
—Es cierto.
Ella hizo una pausa y luego lo reconsideró.
—¿Puedo ver alguna de esas bestias?
—Tal vez. Veré lo que puedo hacer. Sí,—agregó él, —Si regresas ahora
a la cama conmigo.
Ella le miró durante un momento.
—¿Puedo leer en la cama?
—Ya veremos cuánto tiempo logras concentrarte —le dijo.
—Yo nunca pierdo el control, —dijo cerrando el libro con un dedo
adentro para no perder la página.
—Ja —le dijo, recordando demasiado bien la noche que habían pasado
justo antes de que ella saliera de la cama para ir a ver la televisión.
—Os di permiso para distraerme.
—Mentir no está bien, Meg.
Ella se puso las zapatillas de Snoopy y comenzó a andar por el
vestíbulo.
—Podéis intentarlo, mi señor, pero nunca me ganarás.
Bueno, eso parecía un desafío y él no iba a renunciar a un reto así.
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Varias horas, y una distracción o dos más tarde, Alex estaba parado al
lado de su Range Rover con las llaves en la mano, mientras Margaret miraba
fijamente su vehículo con la misma expresión que si hubiera visto un
desagradable insecto encima de uno de sus barriles de harina. Él fue hasta
ella y volvió a registrarla de arriba abajo. Ella le miró ceñuda.
—No he traído nada.
—Tan solo te registraba por el puro placer de hacerlo, mintió él, con la
mirada fija en sus botas. Estaban vacías, se enderezó y le sonrió.—
Investiguemos mas a fondo debajo de blusa...
—Basta, —dijo ella malhumoradamente —Te di mi palabra de que no
metería nada en esta bestia tuya.
—No es que no confíe en ti, pero es que aún no has oído el ruido que
hace.
Alex miró detrás de su esposa y se encontró con el resto de grupo
familiar que los miraban con gran interés. Alex esperaba esfumarse antes de
que Amery advirtiera cualquier cosa que no fuera el camión Tonka que
estaba acariciando. Los demás parecían que no iban a darles problemas.
Baldric parecía estar preparándose para otra competencia con Joshua.
Elizabeth tenía a Frances bajo control, y Jamie intentaba llevarse a Joel
ofreciéndole a cambio una clase de esgrima. Joel no había estado interesado
hasta que Jamie había sacado el Claymore, un arma antigua, de casi metro y
medio que había desenterrado durante la reconstrucción del vestíbulo. Había
montones de cosas como esas que había desenterrado y sabía que podían
interesarle, Jamie intentaba distraer a Joel con ellas una por una. Alex
observó como su escudero seguía el Claymore por el jardín como si fuera una
serpiente encantada.
—Ahora lo pondré en marcha, —dijo Alex —No debes meter nada, y
digo nada, ni dedos ni armas blancas dentro del motor cuando esté en
marcha.
Margaret parecía estar a punto de protestar, así que Alex se lo dijo
directamente.
—El motor te agarrará la mano, la meterá dentro y la aplastará
completamente.
Ella se puso inmediatamente los brazos debajo de la espalda.
—O tu pelo—agregó él, esperando que comprendiera lo peligroso que
era. —Atrapará tu cabeza tan rápidamente que no sabrás lo que está
ocurriendo.
Ella dio un paso hacia atrás y miró al Range Rover con mucho respeto.
Alex puso en marcha el motor y alargó su mano hacia ella.
—Ven. Mira. El ruido es simplemente el rechinamiento de un montón
de metal.
—¿Y los caballos?
—Es con lo que se mide el poder del coche, son caballos de fuerza, lo
que produce la energía del coche. ¿Lo entiendes?
Ella asintió con la cabeza, luego retiró la mano que él aún estaba
sujetándole.
—Es fascinante.
—¿Estás preparada para dar un paseo?
Ella le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Que entre dentro de eso?
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—No te preocupes estarás completamente a salvo.


—Lo que tu digas, esposo.
Alex abrió la puerta y la metió en el asiento del pasajero. Él esperó
para que ella se acostumbrara, porque la primera vez que Jamie había
entrado en un coche, había intentado cortar las correas del cinturón de
seguridad para escapar. Alex esperaba evitar eso, aunque no sabía porque se
molestaba en tomarse esa molestia. Al fin y al cabo no necesitaría el coche
en el pasado.
—Vale, —dijo entrando y cerrando la puerta. —Ahora pondremos en
marcha los engranajes y comenzará a funcionar.
—Sin caballos, —dijo ella atemorizada.
Alex casi dijo ‘Es más seguro que una silla de montar’ pero se detuvo
justo a tiempo. Lo mejor era no mencionarle lo de montar a caballo. Habían
sus cosas de montar a caballo, se podía ver mas cosas.
Margaret parecía estar tomándolo bien. Cuando comenzó a llover, ella
puso su mano bajo el parabrisas para sentirla, y se quedó sorprendida
cuándo la lluvia golpeó en el cristal. Alex vio como ella lo consideraba hasta
que lo comprendió.
—Tiene sus ventajas.
—Ya veo,—murmuró ella.
Fue un viaje corto al pueblo. Alex aparcó y le abrió la puerta. Ella miró
detrás de él, y vio una pequeña tienda de antigüedades.
—Por todos los santos ¿qué es eso? —le preguntó, caminando hacia el
escaparate de la tienda.
Alex miró por el escaparate tratando de adivinar que era lo que le
había sorprendido tanto.
—¿Em, que cosa?
Ella pasó las manos por la ventana.
—Esto. Este enorme pedazo de cristal —su mirada le dejó estupefacto.
—¿Cómo han conseguido que quede tan liso? ¿Y cómo aguanta las
tormentas?
Alex se encogió de hombros.
—Lo han mejorado bastante a lo largo de los años.
—Ummm—dijo —Jamás había visto nada tan asombroso.
Pero no parecía sentirse feliz por eso, por eso Alex optó por distraerla,
después de todo su mente debía sentirse muy excitada y cansada con todo lo
que le había ocurrido en los últimos dos días, cuando llegaran a casa, le daría
de comer y luego la subiría a la habitación para que echara otra siesta, y tal
vez lograría mantener sus manos quietas lo suficiente como para dejarla
dormir esta vez.
Fueron de compras y él tomó nota de todo lo que la complacía
mientras hacía planes de regalos para un montón de aniversarios.
Después de diez minutos en una librería, ella le dijo que quería irse.
—Es más de lo que puedo soportar, —dijo ella saliendo
precipitadamente a la calle. —Por todos los santos, Alex, un hombre podría
leer durante todos los días de su vida y nunca podría leerlo todo.
—Eso es verdad.
—Busquemos una posada y pidamos algo de comida —dijo ella,
colocando los brazos alrededor de su cintura —Creo que necesito algo
sustancial para comer.
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—Entonces conozco el sitio perfecto.


Él la llevó hasta una posada en el extremo más alejado del pueblo. Era
el primer sitio donde Jamie y Elizabeth habían ido después de su viaje en el
tiempo. Si había alguien en 1998 que pudiera tranquilizar a Margaret, era un
posadero con nervios de acero, y esa descripción le venía al dedo a Roddy
MacLeod.
—Alexander,—dijo Roddy con una amplia sonrisa —Es un placer volver
a verte, muchacho.
—Mi Lord Falconberg, —corrigió Margaret automáticamente, pero sus
ojos ya buscaban nuevos descubrimientos.
Alex sonrió.
—Me temo que ella tiene razón. Ésta es mi esposa, Margaret de
Falconberg.
—La condesa, —agregó Margaret, pasado por su lado.
Roddy sonrió con la sonrisa de un hombre que ya lo ha visto todo y no
se sorprende por nada.
—¿Un viaje por el bosque, huh?
—Por el círculo de las hadas.
Roddy se rió ahogadamente.
—Ah, el Laird Jamie está volviendo a hacer travesuras, ¿no es así?
—Esto ha sido algo más que una travesura, aunque sin él nunca podría
haber encontrado a otra como Margaret.
—En estos momentos íbamos a sentarnos a la mesa a comer. ¿Les
importa unirse a nosotros?
—Si no es molestia.
—De ninguna manera. ¿A quién le molestaría tener el honor de comer
con un conde y su condesa en un almuerzo tardío?
Se sentaron a la mesa de Roddy con su esposa y un par de sus hijos, y
Alex se relajó y sonrió mientras ellos contaban chismes del pueblo. Él había
pasado mucho tiempo en la posada de Roddy después del regreso de
Elizabeth, y se sintió como si hubiera vuelto a casa.
—Chicos ya podéis iros, —dijo Roddy a sus hijos cuando acabaron de
comer. —Id a la barra y luego acabar con vuestras tareas.
—Tengo que hacer algunas cosas —dijo la esposa de Roddy,
levantándose y dejando a sus hijos recogiendo los platos.
—Vayamos al salón —dijo Roddy, levantándose. —¿Si Su Señoría lo
quiere?
Alex sonrió por la broma e inclinó la cabeza regiamente.
No habían tomado aún ni una taza de té antes de que Margaret mirara
a Roddy.
—¿Quién es el rey en estos momentos?
Alex escondió su sonrisa detrás de su taza. Él ya había visto en detalle
la reacción de Jamie cuando se había enterado de la situación política del
país.
—Creo que ella tomará las noticias mejor que lo hizo Jamie.
Roddy aspiró profundamente.
—No hay rey, mi señora. Al menos todavía no.
Margaret frunció el ceño.
—¿Qué clase de tontería es esa?
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—Hay una reina que se sienta en el trono —dijo mirando a Alex. —Creo
que ya he tenido esta conversación antes.
—Si estuviese aquí Jamie amenazaría con la anarquía, sin duda —
agregó Alex.
—Una Reina —dijo Margaret, sonriendo. —Es toda una delicadeza
desde luego.
—Ha habido varias reinas antes que ella—aclaró Roddy.—Y le aseguro
que han sido tan buenos gobernantes como si hubieran sido hombres.
—Por supuesto —dijo Margaret, como si cualquier otra cosa fuese
inconcebible.
Alex sonrió a la vista de su satisfacción. Era la primera noticia del día
que la complacía, debería haberla traído a conocer a Roddy antes.
—Creo que la soberanía de las mujeres comenzó con Eleanor de
Acquitaine —aseguró Roddy —Si bien ella no gobernó sola, fue una mujer de
lo más imponente.
—Sí, realmente me lo pareció la última vez que la vi —afirmó Margaret.
Roddy pareció momentáneamente alarmado, pero luego se encogió de
hombros y comenzó a parlotear sobre los recovecos de la monarquía inglesa.
Alex sólo escuchó a medias. Él no podía quitarle los ojos de encima a su
esposa. Una vez pensó que ella le embriagaba, pero ahora se preguntaba si
esa palabra hacía justicia a lo que sentía por ella. Ella le robaba el aire. Casi
no soportaba mirarla allí sentada oyendo las historias de cosas que ocurrirían
después de que ella hubiera muerto, casi estaba a punto de echar a Roddy
de su propia sala y tomarla allí mismo frente a chimenea.
—Alex, estas sonrojado.
Alex vio que Margaret le miraba con el ceño fruncido.
—¿Estás indispuesto?
—Creo que necesito una siesta —dijo él —Cuando estés preparada
para irnos.
Quizá fuera mejor tomarse la siesta allí mismo, porque la verdad es
que no deseaba perder el tiempo en llegar hasta su casa para eso.
Pero tenía que pensar que tendría a esa mujer para el resto de su vida.
Tal vez no hubiera hecho nada para merecerla, pero el pirata que
había en él no tenía ninguna intención de soltarla por ese pequeño
tecnicismo. Maldita sea, ella era suya.
Y haría lo que fuera por retenerla.
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Capitulo 32

Margaret estaba de pie en la puerta de la cocina mirando fija y


desoladamente los números verdes en el horno microondas que daban una
iluminación débil a la cocina. Otra invención moderna. Otro milagro del que
estaría privando a Alex. El no había dicho mucho, pero estaba segura que su
pensamiento corría por la misma línea. En unos pocos días él se iría con ella
al círculo de las hadas, pasaría a través de las puertas, dejando tras él una
vida de comodidad y maravillas.
Ella caminó por la cocina, pasando su mano sobre cualquier cosa que
encontró: gabinetes alejados del piso que tenían víveres arriba, la caja que
refrescaba los alimentos perecederos cuando bebían de ponerse mohosos, la
estufa que proporcionaba calor instantáneo con una orden. Esta última
todavía le provocaba escalofríos cuando pensaba en ello. Aunque Alex le
explicó que una sustancia invisible era introducida en la estufa por tubos de
metal, y era una cosa muy natural y lógica, ella no podía evitar sentir como si
alguien hiciera magia en su presencia cada vez que una llama saltaba a la
vida. Cuán aturdida habría estado la cocinera de haber visto tal cosa.
Margaret se detuvo en la mesa y posó las manos en su superficie firme
y gastada. Aunque sólo había comido un puñado de comidas en esta mesa,
ellos habían sido muy amables, sobre todo por la compañía. Ella se había
encariñado con Jamie y Elizabeth, e incluso los otros miembros de la casa de
Jamie le habían causado una buena impresión. Parecía una cosa terrible
alejar a Alex de su familia, especialmente cuando iba a tener la oportunidad
de ver a sus padres. Se les esperaba para dentro de una semana.
El corazón se le puso pesado al pensar en ello. Ella lo podía separar de
la compañía de su hermana y aunque la apenaría, no era nada que no
acontecía en su época. Las hermanas eran enviadas como novias a otro
lugar, u otros países para ese asunto, y de seguro, algunas de ellas nunca
volvían a ver a su patria de nuevo. Pero pedirle que renunciase a sus padres
era otra cosa.
Ella dejó la cocina y caminó a través del magnífico gran salón a la
escalera. Sacudió la cabeza mientras subía los escalones al piso superior.
Hasta las escaleras eran mejor hechas en esta época, más suaves y mas
firmes. Y con mas espacio para caminar. Margaret se preguntaba como
caminaba en las de ella sin caer muerta en el piso. Y los pies de Alex debían
ser de seguro más grandes que los suyos.
Otro artículo de interés para él que dejar atrás.
Ella caminó por el corredor a la biblioteca de Jamie, arrastrando los
pies. Logró encender una de las lámparas pequeñas en el escritorio antes de
sentarse pesadamente en la silla de Jamie y dejó caer su rostro entre sus
manos. Por todos los santos, apenas podía soportar hacer lo que sabía que
tenía que hacer. Con un gemido, se recostó contra la silla y cerró sus ojos
contra la verdad.
Ella no podía permanecer ahí.
Y no podía pedirle a Alex que regresara con ella.
Al principio había pensado que sí podía. En sus primeros días en el
futuro tenía la certeza de ello. A fin de cuentas, aunque el futuro tenía
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atractivos muy interesantes, también los tenía Londres. Aun habían


maravillas por ser vistas en su época.
Y entonces había visto la Range Rover. Cuando Margaret había
recorrido una corta distancia en la lluvia y aun seguía perfectamente seca y
cómoda, comenzó a ver que quizás el futuro podría ofrecer unas
comodidades que ella no podría esperar superar. Esto la había inquietado,
pero pronto se convenció de que Alex podría aguantar estar más expuesto a
los elementos. Sería bueno para él.
Y entonces había visto el vidrio en la ventana de la tienda del
mercader. Fue en ése momento que entendió lo que le estaba pidiendo a
Alex que renunciase. ¡Por los santos, ella no tenía aún cristales de vidrio para
sus ventanas! La única pobre posesión que había tenido fue metida en un
lugar de honor en ese edificio lastimoso que su abuelo había nombrado la
capilla.
Se le ocurrió que si hubiera pasado más tiempo allí, quizás de
rodillas, no se hubiese encontrado en su estado actual del infierno.
Liso, limpio vidrio. Las tiendas que traían cada maravilla concebible
prácticamente a las puertas del hombre. La televisión que traía noticias de
cerca y distantes directo al hogar. Víveres extraños y maravillosos. ¡Por todos
los santos, hasta bolitas de Godiva cuando ella quisiera!
¿Cómo podía hacerlo renunciar a las cosas de aquí e ir a las
condiciones barbáricas de 1194?
El tenía una vida aquí, una vida que tenía que ser vivida. Y ella tenía
una vida allí, una vida de la que no podía escapar. No podía volver la espalda
a sus responsabilidades. Ahora, al saber lo que él tenía aquí, no podía pedirle
compartir esas responsabilidades.
—¿Margaret?
Ella se asustó. Se giró para encarar a su esposo.
—¿Sí?
El sonrió soñoliento desde la puerta.
—Te extrañé. Regresa a la cama.
¡Ah, por los santos, debía haber huido mientras él estaba todavía
dormido! ¿Pero cómo hacerlo si esto era precisamente lo que había
esperado? Una última oportunidad de hacer el amor con el hombre que
amaba más que a la vida misma.
Ella se levantó y se dejó caer entre sus brazos. Se adhirió a él
memorizando exactamente cómo se sentía al ser abrazada por esos brazos
fuertes, oír el sonido de su voz áspera contra su oreja, saber que él la amaba
tanto como ella a él.
—Ámame, —dijo, ciegamente buscando su boca con la suya, —Ámame
ahora, Alex.
Bendito hombre, nunca tuvo que oír eso dos veces. Antes de que
pudiera protestar, él la había agarrado entre sus brazos andando
majestuosamente por el corredor. Margaret lanzó sus brazos alrededor de su
cuello sosteniéndose. Tenía que recordar todo acerca de él, cada detalle de
su tacto, de su olor, de su voz. Sería la única cosa que le daría consuelo
mientras viviera el resto de su vida sin él.
El la colocó en la cama, se estiró a su lado. Su tacto era tan apacible y
cariñoso que pudo haber llorado si no hubiese estado tan ocupada
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devolviéndole las caricias, recordando por última vez la forma y la sensación


de su cuerpo.
Ella sí lloró cuando él le hizo el amor, supo que sería la última vez. De
seguro, era la unión más perfecta de sus cuerpos hasta la fecha, y no podía
evitar sentir como si sus almas se hubieran unido también. Quizás era una
cosa buena. Después de que ella hubiese vivido su vida y él hubiese vivido la
suya, se reunirían arriba otra vez en algún mundo mejor y se amarían otra
vez.
El se retiró y la unió a él.
—No vayas a ninguna parte esta noche, —murmuró mientras él
levantaba su cara para besarla.
Ella sólo podía asentir con la cabeza, porque no mentiría con palabras.
—Te amo, Meg, —murmuró.
—Yo también os amo,—dijo ella, luchando con las lágrimas,—Y nunca
dejaré de hacerlo.
—Yo tampoco, —dijo, dándole un abrazo apacible. — ¿Permitámonos
dormir por un rato, vale?
—Como vos digáis, esposo.
Ella esperó hasta que él se durmió. Una vez que estuvo segura de que
no se movería, se levantó. Tomó el suéter, los boxers, y los calcetines.
Silenciosamente, recuperó su espada, y el puñal que él le había comprado en
Londres, y entonces se detuvo. Miró sus pantalones vaqueros que yacían
sobre el brazo de una silla, se encogió de hombros y se los puso. El podría
comprar más. Ella los atesoraría como si hubieran sido hechos de oro.
Tomó la misiva que le había escrito y la dejó en la silla junto al fuego.
Cobarde, sí, pero si le contaba su plan él nunca estaría de acuerdo. Era mejor
que hiciera la elección por él.
Ella reunió el resto de sus cuchillos, y entonces dejó la recámara. Se
puso las botas fuera de su puerta, e hizo una pausa. Era tentador darles una
última mirada a las almas que planeaba dejar atrás, pero ¿de qué serviría
eso? No cambiaría de opinión acerca de su partida, y su plan de dejarlos
atrás.
Amery estaría más seguro aquí. Alex lo podría adoptar y lo trataría
como a su propio hijo. Frances había tomado ya los estilos de cocina de 1998
y estaba felizmente instalada en una recámara para ella sola. Joel no podría
ser persuadido a dejar a su amado amo y así era como debía ser.
Baldric la preocupaba, supo que él lo apreció bien cuando ella estaba
allí para escuchar sus versos, pero también lo había vigilado la noche anterior
al sentarse próximo a Joshua, cuando Joshua hizo magia con palabras en
algún tipo de pantalla de televisión. —Un programa que es Windows 95
compatible,—Baldric había anunciado con una sonrisa de beatitud. Margaret
no supo el significado de eso, pero sospechó que Baldric estaría lejos mejor
con esta caja blanca grande de lo que estaría con ella.
Voto en contra, era mejor si ella se iba y ellos no, esas almas que ella
más amaba. Bajó tropezando por las escaleras maldiciendo cuando seguía
teniendo que sostener los jeans de Alex. Debería haber cogido un cinturón
mientras estaba en ello.
Dejó el vestíbulo antes de que lo pudiera pensar mejor. El resto de sus
cosas las había guardado en el establo. Alex había preguntado acerca de ello,
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pero ella no había hecho más que mentir y decirle que había presionado a
Joel para que lo pusiera allí.
Una vez que había alcanzado el establo, se quitó el suéter de Alex y
detenidamente lo colocó en su alforja. Ella se quitó la suave camisa, y luego
se puso su cota de malla. Una vez que ensilló su caballo, dejó el establo y
montó en el patio de Jamie. Ella dio una última mirada, entonces hincó los
talones a su montura y cabalgó afuera del portón exterior.
Ella no miró atrás.

Alex despertó, saciado y agotado. Dios santo, si seguía haciendo el


amor de esta manera con Margaret, lo mataría. Pero que mejor manera de
morir.
El se dio vuelta hacia su esposa, y sólo encontró su lugar vacío. Se
levantó lentamente y se frotó los ojos. Quizá una vez que estuvieran en su
hogar, despertaría y la encontraría tranquila en la cama. Las maravillas del
vigésimo siglo eran obviamente mucho para ella. Sólo el cielo sabía lo que
había encontrado en la televisión esta vez. Escuchó detenidamente. No oyó
ninguna risa tonta, así que era una apuesta segura que no había encontrado
un nuevo programa de Jerry Lewis. Tanto que la conocía y nunca había oído
su risa tonta hasta la noche anterior.
Esto lo había sorprendido aún más dado su reciente humor. No había
podido entender su humor cuando habían ido al pueblo. El cansancio era la
respuesta. Ella no podría haber dormido más que unas pocas horas cada
noche durante las anteriores noches. Consideró brevemente las hormonas,
entonces decidió que no eran un lugar seguro para holgazanear. El
ciertamente no quería otra conferencia chauvinista de su hermana cuando él
saco el tema. Quizá podría convencer a su esposa de hacer una siesta
substancial esa tarde. Se dirigió al cuarto de baño, luego salió, aliviado y un
poco más despierto. Bien, su boxers y el suéter no estaban, pero sus
sandalias de Snoopy seguían allí. Alex fue por sus jeans sólo para darse
cuenta que ya no estaban. Maravilloso. Ahora la mujer comenzaba a hurtar
sus pantalones, también.
Alex se puso un suéter, sus zapatillas, y se dirigió hacia el estudio de
Jamie a rescatar a su esposa de cualquier película que la tuviera
actualmente cautiva.
Pero no estaba en el estudio de Jamie.
—Vale, —dijo lentamente, ceñudo.—Ni televisión, ni libros. Tal vez
desayunando.
No sonaba como una mala idea, así que se dirigió hacia la cocina.
Jamie estaba en la mesa, alrededor de un tazón de gachas de avena que sin
duda se había hecho el mismo. Elizabeth no era una persona mañanera y
seguramente no era la clase de chica de comer avena lo cual desde luego
había obligado a Jamie a ocuparse de su propio desayuno. Jamie alzó la vista
hacia él y le puso un poco en otro plato.
—Quedó algo para tí y para Margaret,—dijo comiendo un bocado.
—Pensé que ella ya estaría aquí.
Jamie negó con la cabeza.
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—No la he visto.
Alex frunció el ceño.
—No está arriba.
—Quizá fue a dar un paseo.
—Sí, —dijo Alex, sintiéndose mas aliviado,— Y con suerte se alejó del
bosque.
—Eso pode os esperar.
Alex comió media docena de cucharadas de avena directamente de la
olla, luego abandonó la cocina para tomar su abrigo y unos zapatos aptos
para una primavera escocesa. Estaba a mitad de camino del vestíbulo
cuando se dio cuenta de algo.
Su espada no estaba.
El miró alrededor y miró fijamente su dormitorio. Su espada se había
ido, junto con la pequeña colección de cuchillos que ella había estado
guardando encima de una mesa. Alex caminó a través de la habitación
lentamente, preguntándose distraídamente en su mente por qué él tenía el
impulso aplastante de vomitar.
Había una nota sobre la mesa. Alex la alcanzó con manos no muy
estables.

Mi amado Alex,

No puedo quedarme y pediros que regreséis conmigo. Sé lo que


significa perder a tu familia y no puedo permitir que la dejes atrás, y si puedo
prevenirlo, así lo haré. Y no puedo pediros que vengáis ahora que conozco lo
que estáis dejando atrás. ¡No tengo ni un cristal de vidrio para mis ventanas!
Dejo mi corazón en vuestras manos. Devolvédmelo cuando
alcancemos ese Mejor Mundo lejano. Esperaré por el placer que me das allí.

Margaret

Alex miró fijamente la carta con horror. La sangre tronaba en sus


oídos, y pensó que estaba a punto de perder el control. El nunca lo perdía.
Nunca. Sin importar en que enredo estuviera, o perdiera alguna batalla,
nunca lo perdía. Pero ahora pensó que podría estar al borde de ello. Él sabía
que su boca estaba abierta y su aliento entraba a jadeos y su sangre todavía
palpitaba en sus oídos. Esto era el único modo en que sabía que estaba
todavía vivo.
Ella lo dejó.
—¡Alex!
Alex sintió una mano pesada en el hombro y fue volteado
contundentemente.
Miró a Jamie y no encontró palabras para expresar el ciclón furioso de
emociones dentro de él.
—Gritabas,—dijo Jamie, cruelmente.
—¿Lo estaba? —Alex respondió.
—Sí. ¿Qué ocurre?
Alex empujó la nota hacia su cuñado. El cerró la boca para evitar
cualquier otras indicaciones verbales de su terror.
—Alex, no tengo la menor idea de que decir...
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Alex sacudió lejos la mano de Jamie. Su cordura volvió con ímpetu.


—No importa. Reuniré al grupo, nos dirigiremos hacia el círculo de las
hadas. Le llevaré dos horas de diferencia.
—Alex, no puedo garantizarte que funcio...
—No lo hagas, —Alex dijo agudamente.—Ni lo digas. —El empujó a
Jamie al pasar y comenzó a gritar.—¡Baldric! ¡Joel! ¡Frances, recoge a Amery
y vámonos!
Alex empujó a Jamie y hurgó en su armario para sacar un par limpio de
jeans. Sacó uno de sus suéteres con las manos apretadas. El dio un tirón a su
ropa, sus botas y echó una última mirada a la habitación. Joel era el
responsable de su espada, era algo de su lista. Le habría gustado ser un
poco más listo tomando algunas cosas, pero no había tiempo ahora. Quizás
era lo mejor. El volvería a 1194 de la misma forma que la primera vez, con
sólo la ropa en su espalda.
Le tomó casi una hora lograr que todos estuviesen listos, y para ese
entonces estaba casi frenético. Elizabeth y Jamie estaban quietos en las
escaleras, mirándolo con iguales expresiones de pena. Una vez que Alex tuvo
a todos montados, caminó unos pasos y abrazó a su cuñado.
—Ven si puedes,—él dijo roncamente,—Te echare de menos.
—Alex,—Jamie dijo lentamente, —no creo...
—¡Basta! —Alex exclamó, retirándose.—Volveré a ella. Lo haré y nada
de lo que puedas decirme me detendrá.
Jamie suspiró, y asintió con la cabeza.
—Como quieras, hermano. Buen viaje.
Alex abrazó a su hermana. Ella lloraba y él estuvo al borde de ello. Se
retiró, la besó profundamente, luego se marchó sin una mirada atrás. El
montó y dirigió a su pequeño grupo por los portones, hacia el pozo y al
círculo de las hadas.
El volvería. Lo demás no importaba. Margaret era su vida. Sin ella era
mejor estar muerto y eso era algo el Portero del Tiempo tenía que entender.
Y si él no se daba cuenta, Alex le enterraría una espada.
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Capitulo 33

Elizabeth estaba de pie en el umbral del salón con su esposo al lado,


mirado fijamente el portón por donde su hermano había cabalgado hacia sólo
unos momentos.
—No funcionará, ¿o si? —ella preguntó suavemente.
El brazo de Jamie se posó sobre sus hombros.
—Creo que no, mi amor.
—Ah, Jamie, —Elizabeth dijo, inclinado la cabeza contra el hombro.—
Me siento tan responsable por esto. Si no le hubiésemos preguntado a Alex si
quería regresar, estarían todavía juntos en su tiempo.
—El se manda solo, Beth. Escogió venir.
—Pero no escogió que ella se fuera sin él.
—No, no lo hizo. —Jamie suspiró.—El podría haber vuelto con ella si
ellos hubiesen ido junto. Estoy bastante seguro de eso. Es el tiempo de ella, y
eso hubiera sido suficiente para llevarlos de vuelta. —¿En que estaba
pensando ella? —Elizabeth preguntó, deseando estrellar las cabezas de Alex
y Margaret y meterles el sentido a ambos. —¿Acaso no se da cuenta de
cuanto la ama?
—Ah, pero esa es la razón por la que lo dejó.
Elizabeth miró a su esposo y frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
Jamie sonrió, dolorido.
—Vivimos en una era de grandes maravillas, Beth. Ella misma dijo que
no lo podía separar de ellas.
—¿Qué clase de imbécil piensa que es? ¡Él puede vivir sin la Ranger
Rover!
Jamie la atrajo a sus brazos y la abrazó.
—Och, mi linda Beth, la juzgas demasiado duro. Sabe que la ama, sino
lo habría dejado mientras estaba despierto. Supo que trataría de seguirla.
Solo desea que el este bien y feliz, teme que no lo sea en su época.
—El siglo veinte no es tan incómodo.
El rió entonces.
—Y ahora me dirás que casi no te desmayaste de alivio cuando te diste
cuenta que darías a luz a nuestros niños en un hospital en ves de mi cama.
—Bueno...
—O que no fuiste feliz al ver que mis días de criar ganado y cabalgar
las fronteras se habían terminado.
Elizabeth descansó la mejilla contra el pecho de su esposo y se apoyó
en él. Ella ciertamente no podría negar que había sido feliz al regresar a su
hogar. O que agradecida estaba de tenerlo a el y a un hospital todo junto en
un mismo siglo. Era afortunada y lo sabía.
Por la misma razón, honestamente no podía culpar Margaret por su
elección, probablemente ella hubiera lo mismo si hubiera estado en los
zapatos de Margaret.
—Fue una cosa bastante egoísta lo que hizo, Beth, —Jamie murmuró.
—Fue una cosa colosalmente estúpida, —Elizabeth susurró. —El nunca
lo soportará.
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—Tendrá que hacerlo.


Elizabeth levantó la cabeza para mirarlo.
—¿Ella tiene cosas de que ocuparse, eso es lo que piensas?
—Sí, lo imagino.
—Podríamos intentar llevar a Alex en otro momento.
Ella asintió.
—Sí, eso es. Volvamos con él, Jamie.
—Beth, —dijo el suavemente, levantando la mano para apartar el
cabello de su rostro, —No hay garantía alguna. Y lo sabes. ¿Qué pasa si
llegamos demasiado pronto y ella no aun no lo conoce?
—De todos modos se enamorará de el.
—No le permitirá ni pasar la puerta. ¿Y si llegamos mucho después, y
no sabemos lo que ha pasado? Además, ya no tenemos nada pendiente en la
Inglaterra medieval.
—No sabes eso, —dijo ella, pero a la vez que lo decía sabía que el si
sabía. Cualquier parte del alma de Jamie que estuviera atada a la tierra era la
misma parte de su alma que sabía donde se le necesitaba. —Podríamos
hacer un viaje especial.
—¿Y que pasó cuando hicimos ese viaje innecesario a Barbados? Y, sí,
admito libremente que fue mi culpa.
Habían escapado apenas con vida, pero Elizabeth no estaba pronta a
darle la satisfacción de esa respuesta.
—¿Y que hay acerca de tratar de ver a Jesse otra vez? —Jamie
preguntó suavemente. —Piensa en eso, Beth, si lo otro falla en convencerte.
Ese era un viaje en el que no podía soportar pensar, mucho menos
discutirlo con Jamie. Ella había tenido un mal presentimiento acerca de ello, y
también él, pero había ido con él porque él quería desesperadamente ver a
su hijo una vez más.
Ella suspiró.
—Bueno, por lo menos podemos echar un vistazo a unos cuantos libros
en la biblioteca. Si nada más podemos hacer, al menos le podemos asegurar
que ella nunca se casó otra vez y que tuvo una buena vida.
—Sí, —Jamie dijo suavemente, —podríamos hacer eso.
Elizabeth tomó la mano de su esposo y sintió una ola de gratitud por
poder hacer esto.
El corazón se le rompió porque Alex nunca mas tendría la oportunidad
de ni siquiera tomarle la mano.

—Mi Señor, temo que el joven Amery tiene cosas que hacer, —Frances
se aventuró vacilantemente a decir. —Se queja muy violentamente.
Alex había mirado fijamente a Amery y vio que era verdad. El niño
armaba un alboroto terrible. Alex se preguntó por qué no lo había advertido
antes.
—Muy bien, —dijo, mirando fijamente el cielo. —Tan solo no se salgan
del círculo.
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El suspiro de Amery de alivio al vaciar la vejiga debería haber sacado


una sonrisa aún en el más duro corazón de un hombres. Alex habría sonreído
si él pudiese, pero no podía. Estaba demasiado entumecido.
Alex, no creo que funcione.
Jamie había tratado decírselo. Alex no había querido creerle.
Todavía no quería creerlo. Los regresaría a casa, aunque muriera en el
intento.
—Vamos a concentrarnos, —él dijo, enfocando toda su energía mental
en el castillo de Margaret.
—Piensen en casa.
—Comida, —Amery demandó.
—Sí, los pasteles de la cocinera, —Alex estuvo de acuerdo.
—Korn Flakes, —Amery dijo.
—Aquí, Amery, —Frances dijo calmamente. —Un Ding—Dong. ¿A que
no está bueno, sí?
Alex miró fijamente al Ding—Dong con horror creciente. Quizá esto era
lo que los mantenía en el vigésimo siglo. El bajó de su caballo, le arrebató el
dulce a Frances, y lo lanzó al bosque.
—¿Algo más? —él demandó.
Ella temblaba en sus zapatillas. Señaló su alforja.
Alex tiró la bolsa entera con comida chatarra afuera del círculo de las
hadas, a pesar de los gritos de protesta de Amery. Alex lo ignoró y giró hacia
Joel.
—¿Y tu? ¿Tienes algo de contrabando?
Los ojos de Joel eran grandes como platos. Con un movimiento, él sacó
un puñal que Jamie obviamente le había dado. Bueno, no era un cuchillo de
Swiss Army, asi que lo dejó pasar. El acudió a Baldric. El chasquido de las
agujas de tejer sonaba como un fusil en los oídos de Alex. Alex movió la
mano.
—Entrégamelos.
Baldric miró hacia abajo por encima de su caballo.
—No.
Había sido idea de Elizabeth enseñarle a Baldric a tejer, maldición. Lo
mantuvo lejos de sus mantas de chenilla, pero también probablemente los
mantenía lejos del siglo doce.
—Tenemos que dejarlos atrás, —Alex anunció.
Baldric continuó aun más furioso.
—Creo que no, mi señor.
—Baldric, —Alex advirtió.
Sin advertir, Baldric metió las agujas hacia abajo de su túnica.
—No, —él dijo petulantemente. —Fueron un obsequio de lady Elizabeth
para mí.
—El hilo, entonces.
Baldric se llevó la pelota de lana angora rosa pálido al pecho y miró
Alex con horror.
—¡Por los santos del cielo, vos habéis perdido vuestra cabeza! —él
exclamó.
—¡Estás en lo correcto! —Alex le gritó de vuelta. —He perdido cada
parte de mi cabeza, y probablemente están regados por todo este maldito
aro. ¡Y tú no me ayudas!
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Baldric lo miró, y se ofendió completamente.


—Mi hilo no tiene nada que ver con esto. Fue que un obsequio que me
ha hecho especialmente Lady Elizabeth.
Lo cuál era aparentemente equivalente a un obsequio hecho por la
reina misma, si la frecuencia en repetirlo lo indicaba.
—Maldición, —Alex gruñó.
Baldric sacó sus agujas fuera y se puso a trabajar en lo que le parecía
quizás una bufanda.
—No sé por qué no volvemos con Lady Elizabeth a su torreón y
esperamos allá a nuestra Margaret. Ella vendrá cuando está lista.
—No lo hará, —Alex dijo, deseando que fuese el caso.
—Por supuesto que lo hará, —Baldric dijo firmemente. —¿Cómo podrá
sobrevivir sin mis versos? Seguramente no me dejó atrás a propósito.
Ah, la lógica de un bardo con acero en sus manos. Alex giró a tiempo
de ver a Amery bien fuera del aro reuniendo todo el alimento indeseado que
podía con sus dos gorditas manos y llevándosela de vuelta al caballo de
Frances. Frances trató de detenerlo, pero sus protestas eran casi
ensordecedoras. Ella miró hacia arriba e inclinó la cabeza avergonzada.
Alex sintió que su irritación se iba tan rápido como había llegado. Estas
dulces almas no eran responsables por nada de esto. Miró a su escudero y
logró darle una débil sonrisa.
—Está bien, Joel. Siento haberte gritado.
Joel asintió, sus ojos aun inmensos en su cara pálida. Alex caminó
hacia Frances y puso sus brazos alrededor de ella.
—Lo siento, querida, —él dijo, acariciándole el cabello. —No estoy
enojado contigo.
—Nunca quise hacer nada malo, —ella susurró, comenzando a llorar.
—Ah, Frances, —Alex dijo, tocando su espalda, —no hiciste nada mal.
Puedes llevar lo que quieras contigo a casa. Creo que debemos dar esto por
terminado e intentar mañana.
Frances levantó su cara para mirarlo con lágrimas en los ojos.
—¿Creéis que volvió a Falconberg, mi señor?
Bueno, eso es lo que había pensado al principio. En el más breve de los
momentos se preguntó si ella había tratado y no había podido. Tal vez estaba
de vuelta en el castillo y se preguntaba que era lo que lo mantenía afuera por
tanto tiempo. Pero tan rápido como el pensamiento vino, lo dejó. Margaret
nunca hacia nada a la mitad. Si se proponía volver a casa, lo haría.
—Creo que lo hizo, —contestó finalmente. —Y nosotros la seguiremos
apenas podamos.
—¿Mañana? —Joel preguntó optimistamente detrás él.
Alex miró al cielo. Era muy tarde. Ellos habían estado en el aro desde
la media mañana y nada había sucedido. No había razón para seguir allí. El lo
podía sentir. Tuvo el mismo sentir vacío que había tenido cuando había
tratado volver al vigésimo siglo. Pero por lo menos en ese entonces no había
tenido realmente un hogar.
A diferencia de ahora.
—Sí, mañana, —Alex dijo.
Ayudó a Amery a reunir todos los bocados de Frances, se encargó de
que todos montaran y luego se devolvieron al torreón. Quizás mañana. Quizá
tenía que ir sólo. Quizá saltaría en un Pegaso y volaría hasta allá.
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Desgraciadamente, las tres cosas sonaban igualmente improbables.

Se ocupó de los caballos después de mandar el resto de su grupo con


su familia. Estaba bien oscuro cuando se permitió finalmente ir adentro. El
olor de la cena le llegó a la nariz, y tuvo un breve destello de remordimiento
de que no volvería a probar la comida del siglo veinte.
—No, eso si que es felicidad, —él se corrigió. Dio gracias a los cielos
que sólo tendría que aguantar la comida del siglo veinte solo una noche más.
Podría comer uno más de los desayunos de Jamie y luego se iría a casa.
Jugueteó con las ideas de lo que le haría a su esposa primero. Hacer el amor
tenía el primer lugar en la lista, aunque estaba casi empatado con el darle
unas cuantas nalgadas hasta que no se pudiera sentar al menos por una
semana. Incivilizado, sí, pero él era un conde medieval y tenía una reputación
para cuidar. Por lo menos hacer una lista de posibilidades le daría algo
constructivo para hacer con su tiempo mientras tanto. Al llegar a Falconberg,
tendría una selección bastante larga para escoger y podría tener el magnífico
placer de decidir por donde comenzar. La cocina estaba excepcionalmente
tranquila. Ni siquiera Amery e Ian se tiraban el alimento uno al otro. Frances
y Joel lo miraron al mismo tiempo, ambos con expresiones tristes. Alex podía
sentir la tensión en el aire y presintió que querían que él les dijera algo
consolador.
Alex se sentó junto a su hermano.
—¿Fiona te dejó plantado, amigo?
—¿Cómo lo sabes? —Zachary preguntó molesto.
—Por pura suerte. Y mi creencia infalible de que hay justicia en el
mundo. —Ayudó a revolver el estofado. —Huele bien. ¿Quién cocinó?
—Mi humilde persona, —el hermano de Jamie dijo, sonriendo
débilmente. Gózalo mientras puedas. Probablemente no probarás nada tan
exquisito el resto de tu vida.
—Bueno, Patrick, eso espero, —Alex respondió, luego se sirvió un poco.
No había ninguna gran conversación en el momento, pero él se sintió mal por
no saber que decirles acerca de los acontecimientos del día. Alex comió tres
platos de estofado, se comió unos cuantos rollos, y echó una mirada para
buscar el postre. Todavía no escuchaba mucho parloteo, así que les lanzó a
todos una triste sonrisa. —Estoy bien. Trataremos otra vez mañana.
Bueno, ese comentario cayó directamente en la mesa con un ruido
sordo. Alex echó una mirada alrededor a su familia.
—De verdad. Estoy bien.
—Alex, —Jamie dijo, de pronto,—por qué no vienes arriba un minuto.
Creo que hay algo que debes leer.
Alex le hizo con la mano para que lo dejara.
—Creo que primero necesito postre.
Jamie se sentó lentamente.
—Como gustes, hermano.
Joshua había hecho pastel de crema de Boston. Alex se comió tres
pedazos. Una vez que sintió que su nivel de azúcar en la sangre se había
normalizado, se volvió a Jamie.
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—Muy bien, suéltalo. ¿Alguna banalidad para llevarle a Margaret? Algo


sobre la historia inglesa que me perdí en el colegio?
Jamie no lo miraba a los ojos.
—Creo que no hubieras estado buscando esto.
Los cabellos de su espalda se le erizaron, sin su permiso.
—¿Qué? —demandó él. —¿Que encontraste?
Jamie se levantó sin decirle nada. Alex lo siguió por la cocina, hacia la
escalera, y por el pasillo hacia el estudio de Jamie. Jamie le ofreció una silla,
pero Alex sacudió la cabeza.
—Tan solo dímelo.
Jamie le entregó un libro.
—Encontramos esto esta tarde.
Alex miró la cubierta del libro. Historia inglesa medieval. Tan solo verlo
l le mandó una ola fría por su espina dorsal.
—Pagina noventa seis, —Jamie ofreció.
Le indicó a Alex una silla y se sentó. No le gustaba la voz de Jamie. Era
tan neutral que Alex supo que tenía que ser algo malo.

En mayo de 1194 Margaret de Falconberg pereció en un incendio


provocado, el cual según historiados, fue provocado por Ralf de Brackwald.
Como el rey Ricardo ya había partido hacia su campaña francesa, Lord
Brackwald tan solo envió noticias al rey de la desgracia, junto con un
depósito sustancial para los cofres del rey y la oferta de encargarse de las
tierras de Falconberg. Aparentemente Ricardo tenía muchas cosas en su
cabeza como para preocuparse sobre un pequeño incendio. Le concedió a
Brackwald su petición. Es seguro que por el manejo de Brackwald sobre esas
tierras, fueron inhabitadas después de 5 años de estar en sus manos. Una
nota bastante interesante es que aunque se cree que el esposo de Margaret,
Alexander murió con ella en el fuego, nunca se encontró prueba de esto.

Alex sacudió su cabeza.


—Esto no significa nada. Tan solo volveré a tiempo de detenerlo.
—Alex, —dijo Jamie suavemente, —No puedes, ya pasó.
—¡¡Entonces iré antes!! La sacaré de allí antes de que Ralf pueda
hacer esto. De seguro no ha pasado tanto tiempo después de que se fue de
aquí.
—No puedes volver, —Jamie insistió. —Intenté decírtelo antes.
—Dijiste que regresaríamos por que la vida de Margaret estaba allá! —
Alex exclamó.
—Exactamente, —Jamie dijo, —La vida de ella.
—Mi vida es con ella.
Jamie le quitó el libro cuidadosamente de las manos de Alex.
—Hermano, me temo que ese no es el caso.
—¿Y que demonios sabes? —Alex gritó. —Maldito seas, Jamie, ¿como
puedes sentarte allí, tan desgraciadamente tranquilo y decirme que mi
esposa está muerta y que no hay una maldita cosa que pueda hacer?
Jamie se recostó contra el escritorio.
—Si acaso estoy tranquilo, Alex. Estoy enfermo de dolor por ti.
—Guárdatelo, —Alex le respondió, poniéndose de pie. —No lo necesito.
Lo que necesito, es volver a casa.
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Jamie lo cogió por el brazo antes de que saliera de la habitación.


—Alex, espera…
Alex no pensó, solo dejó volar su puño. No era una pelea justa pero no
le importó. Para cuando se dio cuenta que su cuñado no le estaba
devolviendo los golpes, el labio de su cuñado estaba sangrando, un ojo ya
estaba cerrado, y ya no estaba respirando bastante bien. Alex encontró muy
dentro de si el detener sus golpes. Se tiró a un lado, se recostó y se reclinó,
con sus manos en el escritorio de Jamie.
—Lo siento, —el gimió. —No se que me pasó.
Jamie se levantó muy lentamente.
—Ah, pues creo que yo si. Y de seguro no te culpo por tu pérdida, Alex.
Los santos saben que me sentiría igual que tu si estuviera en tu lugar.
Alex deseó poder filtrar más de su furia. Era mejor que guardar toda
esa pena dentro de si.
—Debe haber una forma. —dijo roncamente.
—Me escucharás ahora? —Jamie le preguntó.
Alex asintió. Se tiró en la silla de Jamie y esperó a que su cuñado se
sentara en la silla que Margaret había usado tantas veces.
—Forcé al bosque una vez, —Jamie dijo, viendo a Alex. —Sabía que no
debía, pero fui lo suficiente arrogante para ignorar lo que mi corazón decía.
—Entonces se puede hacer.
—Si, al menos por mí.
—Continúa.
Jamie sonrió, luego hizo una cara de dolor y se puso su mano en su
labio.
—Quería ver a Jesse y a la pequeña Megan. Quería ver a mis nietos
dejados tanto tiempo atrás. —El pausó, luego levantó una ceja. —Puedes
culparme.
—Ni un poco.
—Sabía que mi tiempo se había terminado allí. Aun así, lo había
intentado ya algunas veces en otros tiempos para ver si podía regresar.
—¿Sin Elizabeth?
Jamie hizo una cara de dolor.
—Si, Eran tontas ideas que sabía que ella no aprobaría.
—Bueno idiota, ese fue tu error.
Jamie, le frunció el ceño.
—No quería ponerla en riesgo.
—Como si ella hubiera aceptado eso como excusa!
—Bueno, —Jamie dijo, sonando un poco ofendido. —Pensaba en ese
momento que era lo mas lógico.
—¿Y entonces?
—Y entonces decidí que haría que el bosque hiciera lo que yo dijera,
sin importar el precio. Llevé a Elizabeth conmigo y forcé al aro.
—¿Como?
—No me preguntes.
Alex le levantó una ceja.
—No fue una experiencia agradable, ¿verdad?
—Bastante desagradable, —Jamie estuvo de acuerdo. —Pero volvimos
a la época de Jesse solo para encontrar a Megan en su tumba hacía dos años,
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y a Jesse recién puesto en su cajón. Mi familia pensó ver un fantasma, y Beth


y yo por poco logramos llegar al bosque antes de que nos quemaran vivos.
Alex sintió caer su boca.
—Debes de estar bromeando.
Jamie negó con la cabeza.
—Una leyenda de un clan tan solo es bien recibida cuando la leyenda
no se aparece, o pues así lo digo por propia experiencia.
Alex frunció el ceño.
—¿Y crees que si intento forzar el aro, lo mismo me pasará?
—No podrías forzar el aro, Alex. Quizás yo podría, para enviarte de
vuelta, pero te puedo garantizar que no te gustará. Y no puedo decirte como
te recibirán. Puedes alcanzar a llegar para ver a Margaret muriendo en las
llamas y sería bastante tarde para salvarla.
Alex pensó en eso, y lo puso a un lado.
—Muy bien, dices que podrías enviarme de vuelta, pero, ¿lo harías?
Jamie no se movió.
—Nunca he intentado más que el bosque. Es algo mucho más
poderoso que el pequeño aro en el bosque.
—No crees que funcionará.
—No, no lo creo.
Alex tomó una gran bocanada de aire. Bueno, todo por ser honesto.
—Entonces, —dijo soltando el aliento lentamente. —O lo hago por mi
mismo, o no voy.
—Si. Pero piensa en lo que puedas encontrar.
—A Margaret muerta.
—Y Brackwald acusándote de su muerte.
Alex dio una corta risa, pero no de humor alguno.
—Ahora, esa es la primera cosa que has dicho esta noche en la que he
estado totalmente de acuerdo. Lo haría sin vacilar.
—Y no es como si tu rey Ricardo estará presente para juzgarte
justamente. Si Ralf ha de sobornar al rey, te encontrarás que tu tiempo como
conde de Falconberg será muy corto.
—Maldición.
Jamie tan solo asintió con una mirada triste.
—Si tan solo pudiera llegar antes.
—Es un si tan solo bastante grande, hermano.
Alex se levantó de repente.
—Será un gran si tan solo, pero es todo lo que tengo.
—Pero Alex…
—No te pediré que lo hagas por mi, Jamie. Lo haré yo mismo, esta
noche. Conserva el grupo, ¿lo harás?
La mandíbula de Jamie se abrió.
—Bromeas!
Negó con la cabeza.
—De todas formas estarán mejor aquí.
—No les gustará.
—Puede que no, pero no los pondré en peligro. Tú te encargaras de
que sobrevivan.
Jamie consideró eso por un momento, luego lo miró levantando su
cabeza.
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—Como cuidaré de ellos?


Alex escribió el teléfono de Tony DiSalvio en un pedazo de papel.
—Llama a este hombre. Dile quien eres, lo que necesitas, y que me
debe en grande. Si te molesta, dile que me fui en unas largas vacaciones,
pero que te dejé una llave de mi caja fuerte y que estas en camino para ver
que hay adentro. Eso lo asustará.
Jamie frotó su mentón pensativamente.
—No me has dicho lo suficiente sobre tu trabajo en Nueva York, Alex.
—Estarás mejor, mientras sepas lo menos posible.
—La piratería es un trabajo sucio.
Alex resopló.
—Dímelo a mi. Cuida a los niños. Creo que se le puede sobornar a Joel
con el Claymore, y Frances ya quiere a Beth. Me preocupa Amery, pero no lo
puedo llevar conmigo. Creo que estará bien contigo.
—¿Y tu juglar?
—Mantenlo lleno de hilo, y será suficiente.
Jamie se levantó, luego se acercó a abrazar a Alex.
—Espero encuentres el deseo de tu corazón. —dijo de manera
gruñona. Golpeo a Alex en la espalda y se fue.
Alex suspiró y sacudió su cabeza.
El también lo deseaba.
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Capitulo 34

La primera cosa que vio fue el fuego.


Podía ver el humo que llenaba el cielo del alba aun desde el aro de
hadas. Plantó los talones a su montura y cabalgó hacia su hogar. ¿Por todos
los santos, qué calamidad era esa?
Por un momento pudo ver Falconberg en la distancia, todo lo que podía
ver eran paredes ennegrecidas, las lengüetas externas de fuego que las
lamían y que chasqueaban hacia arriba en el aire. Margaret desmontó
deslumbrada, apenas era capaz de creer lo que veía.
Si hubiésemos estado allí, estaríamos muertos.
El pensamiento le llegó como una ráfaga de luz. Justo después llegó la
idea de quien estuviera detrás de esto aun estaba en el área. Aflojó la espada
de su funda y acarició las dagas ocultas en varias partes de su cuerpo. Quizás
no viviera para ver la puesta de sol, pero se cercioraría que muchos de los
hombres de Ralf no lo hiciesen tampoco.
Ralf tenía que estar detrás de esto. No podía pensar en ninguna otra
persona que destruyera adrede todo lo que amaba simplemente por rencor.
Todo lo que Alex y ella amaban, eso era. Sí, Alex había amado su tierra tanto
como ella. Esto lo habría apenado más allá de lo que creía. Quizás era para
mejor que hubiese vuelto sola, aunque a lo que ahora tuvo para volver era
muy poco realmente.
Se arrastró por el bosque, con los ojos abiertos y los oídos listos para el
sonido más leve. Ningún pájaro cantó en los árboles encima de ella, pero eso
podía ser debido al denso olor de carbón en el bosque.
Caminó hacia la orilla del bosque y se fijó en lo que estaba viendo.
Ralf de Brackwald, más desgreñado y mugriento que lo usual, peleaba
con su hermano, cuya cara estaba ennegrecida por el hollín. Las ropas de
Edward colgaban en andrajos.
—¡Debía haber sido mío! —gruñó Ralf.
—Ricardo se lo dio a Alexander, y no hay nada que vos podáis hacer!
—Edward replicó, apartándose del ataque de su hermano.—Vos perdisteis a
Falconberg y Margaret.
—Ha, —dijo Ralf con desprecio. —Os digo que quemé a la arriba en su
cama, y también a su amante extranjero. Bloquee las puertas desde el
exterior y quemé la casa entera antes de que despertasen. ¿Pensáis que el
rey no me concederá las tierras ahora?''
—El no lo hará una vez que le diga que confesaste el crimen.
—¡Cómo si tuvieses la oportunidad! —exclamó Ralf, empujándolo
fuertemente —Eres afortunado de no haber estado arriba también. Pero no
importa. De igual forma os enviaré al infierno.
Margaret se encontró con su daga en la mano. Desde luego hubiera
sido mejor matar a Ralf con su espada, pero ella no quería interferir con la
espada de Edward.
Mientras miraba, guardó en su mente lo que se acaba de escuchar. Si
hubiera de creerle a Ralf, el pensaba que ella estaba muerta. No estaba
segura de lo que eso pudiera significar, pero estaba segura que debía
meditarlo bien.
SAGAS Y SERIES

El obsequio de Alex, de acero de Damascus era un peso agradable en


su mano. Sostuvo la daga por la punta de la hoja y la movió una o dos veces,
juzgando que ángulo podía tomar, y cuánta fuerza tendría que poner para
lanzársela por detrás. No tenía ningún sentido no estar preparada, llegase a
arrojársela.
Edward soportaba admirablemente, pero a Ralf le iba mejor. Margaret
tuvo que admitir eso, aunque era repulsivo como hombre, Ralf era un buen
espadachín. Sin ninguna delicadeza y ciertamente ninguna caballerosidad,
pero mortal en su brutalidad.
Comenzó a ver que Edward no ganaría. Aunque lo intentase, el hombre
simplemente no tenía la habilidad para ganarle a su hermano. Su juicio era
defectuoso, su puntería se desviaba sólo un poco. Y Margaret podía ver por
su forma de pararse, que no tenía lo que se necesitaba, al final, para
terminar con el hijo de perra que tenía al frente.
¿Y qué debía hacer si Edward fallaba? ¿Debía terminar con Ralf ella
misma? Ciertamente se lo merecía. Había asesinado a mucha de su gente y
destruido mucho de su propiedad. Si vivía, haría del resto de su vida un
infierno. Sin un torreón al cual ir, muy bien podría encontrar su fin en el
extremo de su espada.
Se encogió de hombros. Lo haría ella misma. Si Edward fallaba.
Vigiló otro instante. Y tuvo que admitir que no fue una sorpresa cuando
Edward se encontró sin su espada, completamente descubierto, con su
hermano sobre él con la espada levantada. Margaret sólo podía parpadear
por su buena fortuna, tenía la anchura completa de Ralf de nuevo para usarla
como blanco.
—Muere, mujer débil —gruñó Ralf.
La daga dejó su mano y voló de verdad, directo a su espalda, y a su
corazón. El se puso tieso, por el golpe, entonces giró a su alrededor. Margaret
se echó atrás hacia las sombras, pero no antes que viera directamente los
ojos de Ralf.
Pero antes que pudiera decir en voz alta su nombre, silbó su último
aliento, entonces cayó hacia adelante en el fango.
Margaret jugó con la idea de caminar fuera de los árboles, de levantar
a Edward por el frente de su túnica, y abofetearlo por no aprender mejor su
arte. Pero antes de que pudiese hacerlo, un George de Falconberg muy
ennegrecido y fatigado tropezó con Edward y logró poner al muchacho de
pie.
Margaret sentía que le ardían los ojos al ver a su capitán vivo,
tranquilo y aparentemente ileso. Vió como George miraba la daga en la
espalda de Ralf, entonces se congeló cuando la reconoció. Pero antes de que
él pudiera alcanzarla, Edward lo había apartado del cadáver.
—¡Ah, el obsequio de la vida! —exclamó él. —¿Sir George, puedo
guardar esto como muestra del servicio que me habéis prestado?
—Ah...er...
—Muchas gracias, —dijo Edward, echando el brazo alrededor de
George. —Vuestra daga es la que me salvó y estaré por siempre en deuda
con vos. Siempre tendréis un lugar de honor en mi casa.
George sólo gruñó. Margaret entendió completamente.
—Estoy feliz por verlo vivo y bien. Ahora, ¿qué hay de las almas en el
torreón? ¿Algún sobreviviente? —preguntó Edward.
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—Unos pocos, —contestó George detenidamente.


—¿Lady Falconberg? ¿Lord Alexander?
—Creo que no. Necesitaremos buscar un poco más. Quizás estaban
fuera para un breve paseo y se perdieron toda la emoción.
Edward tosió, después se inclinó pesadamente en George.
—Sí, la emoción de todos los asesinatos que mi hermano cometió, —
dijo él con un ceño profundo. —Por los santos, no puedo evitarlo, pero me
alegra que este muerto.
—Mi señor, —dijo George, —permítame llevarlo al torreón. Después
volveré y comprobaré el área para saber si hay rufianes.
—Sí, ¿quién sabe quién vaga por el bosque en estos tiempos
peligrosos?
—Si, quién? —dijo George con un gruñido.
Margaret los vio irse, entonces encontró un árbol cómodo para
apoyarse y esperar. George sabía que estaba cerca y la encontraría bastante
pronto. Hasta entonces, pensaría en su situación. Había también demasiadas
decisiones que tomar, y los santos seguramente sabían que no tenía
bastante tiempo para hacerlo.
Falconberg estaba en ruinas. Llevaría años y más oro del que tenía a
su disposición para reconstruirlo. Por lo menos Alex y ella habían tenido la
sensatez de esconder el oro de Ralf en el sótano.
Pero eso era lo que menos le preocupaba. ¿Quién sabía cuántas almas
habían fallecido a causa de la traición de Ralf? Por todo lo que sabía, no tenía
a nadie para cuidar, nadie para proteger, nadie para dirigir. ¿Cómo podría
defender la tierra que su abuelo le había dejado si no tenía como
mantenerla? ¿Cómo podría salvaguardar a sus campesinos si no tenía un
torreón para protegerlos? Sería mejor permitir que Edward tomara la
administración sobre su tierra. Por lo menos él tendría el oro para procurar.
¿Y qué de ella misma? No tenía un lugar para dormir, ningún lugar
para comer, y ocultarse si un ejército arremetía en su contra. Estaba
indefensa y expuesta. Desde luego, ¿qué sería aparte de ser una carga para
ellos? No podría soportar ser una carga.
Ellos pensaban que estaba muerta.
Su ciclo en la fabricación del siglo doce había finalizado. Por primera
vez desde que subió a la Ranger Rover de Alex, sentía que su corazón
comenzaba a aligerarse. Ellos pensaban que había muerto. Y si ellos pensaba
que estaba muerta, y ella de repente aparecía, ¿acaso eso no estropearía
irreparablemente los hilos conductores de la historia?
Que el cielo se lo prohibiera!
—Margaret.
Ella giró a su alrededor para encontrar a George atrás suyo. Sin
pensar, corrió hacia él y se lanzó a sus brazos. Antes de que se diera cuenta,
había estallado en lágrimas.
—Lo sé, —le dijo él, acariciando su espalda para calmarla. —Lo sé,
Margaret. El torreón era un excelente edificio.
Ella se echó para atrás.
—¿El torreón? ¡Estaba preocupada por vos, viejo tonto!
El sonrió fugazmente, los ojos muy blancos contra el sonrojo de su
cara.
—¿Por mí?
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—¡Por supuesto por vos!


El sonrió brevemente.
—Estoy chamuscado, pero ileso. No puedo decir lo mismo de tu gran
salón.
Margaret se encogió de hombros, casi sorprendida por la facilidad con
que lo hizo.
—Es un lugar viejo que tiene corrientes de aire. ¿Hubo muchos
muertos?
—Desafortunadamente, sí. La cocinera y unas pocas de sus ayudantes
sobrevivieron al descender a los sótanos, pero no fue una hazaña fácil
sacarlas antes que el lugar se quemara hasta las brasas.
—¿Y el oro?
—Está todavía seguro debajo de las anguilas saladas.
Ella sonrió con satisfacción.
—Entonces no lamento que mi daga se encuentre en el corazón de
Ralf.
George sacudió la cabeza.
—No, no debéis hacerlo. Ha hecho el daño suficiente y se lo merece.
—El echó una mirada a su alrededor. —No veo al joven Alexander.
—Lo dejé atrás.
—¿Vos qué?—exclamó George. —Margaret, ¿qué estabais pensando?
—Pensé que estaría mejor en el futuro, —dijo defensivamente. —Sólo
pensaba en él.
—Sí, y mientras estabais con él, ¿no pensasteis en lo miserable que
sería?
—Bueno...
—¿Pensasteis en lo que sería en realidad para él, estar la vida entera
sin vos?
—Supongo que no lo había pensado…
—Sí, ¡diría que vos no habías pensado del todo!
Ella lo miró fijamente furiosa.
—Vos no visteis lo que yo vi.
—No, pero he oído todo acerca de él. ¿No lo dejarías por el?
Ella volteó sus ojos, pero encontró que no tenía respuesta para ello.
Habría dado todo su futuro y todo de ella, si significase que podría
permanecer con Alexander de Falconberg y pasar cada noche en sus brazos.
George la miró fijamente unos momentos en silencio.
—¿Podéis volver a él?
Se puso rígida, sorprendida por la pregunta. Pensaba que era una cosa
sencilla, pero se dio cuenta que no tenía la menor idea si tal cosa era posible
sin Jamie.
—No lo sé, —respiró ella.—Por los santos, nunca pensé que lo
necesitaría.
—Entonces mejor lo pensáis ahora.
—Lo haré. Después de que haya puesto en orden lo de aquí.
—No hay nada que poner en orden. Ellos piensan que fallecisteis en el
incendio.
Ella puso su mano en su brazo.
—George, esta es mi tierra. Mi padre me la dio a mí y su padre a él. No
puedo permitir que caiga en la ruina.
SAGAS Y SERIES

—Entonces me dais vuestra lista de demandas para dárselas a Edward


y yo las veré realizadas. Le diré que esos eran tus deseos antes de morir.
Ella asintió.
—Eso es sensato. Tomémonos un momento para asentar las cosas
entre nosotros. Hay mucho en lo que debo pensar. —Caminó unos pocos
pasos y jadeó maldiciendo. —Si sólo Edward no se hubiese quedado con mi
daga.
—Veré que tenga un lugar de honor en su casa, —dijo George
secamente.
—Maravilloso, —dijo reduciéndolo con la mirada. —Bueno, veamos el
resto de mis asuntos.
Lo dijo con el corazón ligero, aunque estaba dividida por la alegría y la
pena. Anhelaba volver con Alex, estaba segura, pero era difícil pensar en
nunca volver a ver su torreón.
De todas maneras, ¿qué quedaba de su castillo para ver? ¿Una cáscara
vacía, carbonizada?
¿Y quién decía que no podría ver el lugar otra vez en el futuro? Quizás
alguna alma rica lo habría tomado para si mismo, para ponerlo de nuevo en
pie.
Edward, por ejemplo.
No había razón para que un alma concienzuda no pudiera estipular que
en algún lugar del futuro el título de conde de Falconberg debería ser dado a
alguien que pudiera probar ser un descendiente directo del primer conde de
Falconberg. O el mismo conde, quisiera el aparecer en un siglo futuro.
Y Edward podría demostrar ser un alma concienzuda.
Mientras más pensaba acerca de ello, un plan comenzó a tomar forma
en su mente. Cuándo George y ella alcanzaron su caballo, estaba preparada
con su lista de demandas.
Para el momento en que ella había terminado con George, el sol de la
tarde estaba bajo en el cielo y habían ingerido la mayor parte del alimento
traído del futuro que había ocultado en su alforja. George limpió la última
miga de las papas fritas del frente de su camisa, entonces frunció el seño
hacia ella.
—Nunca lo recordaré todo.
—Sí, lo haréis, hombre sabio. Y veréis que este bien hecho. Yo leeré
acerca de ello en algún manuscrito y sabré si me habéis fallado.
El sacudió la cabeza.
—Yo no sé si Edward estará de acuerdo.
—El hará vuestra voluntad si le dices que has visto mi fantasma y que
he jurado frecuentarlo por el resto de sus días si él se desvía un paso de las
tareas que le he fijado.
—¿Y pensáis que él se creerá eso?
—Los Brackwald son notoriamente supersticiosos.
George sonrió por eso.
—Así es, mi muchacha. Muy bien. Me encargaré de tu lista.
Margaret movió sus pies.
—Bien, entonces mi tarea está hecha. Debo tomar mi camino.
El se levantó con un gran crujir de articulaciones.
—Sí. Dale un saludo cariñoso de mi parte a ese muchacho tuyo.
SAGAS Y SERIES

—Lo haré. Ah, —dijo ella, alcanzando su alforja, —tengo algo para vos.
—Sacó un cubo claro de algún material extraño, plástico lo había llamado
Alex. Se lo entregó a George. —Aquí está. Según lo prometido.
George lo aceptó con la misma admiración que probablemente habría
utilizado si le hubiese entregado la corona de Inglaterra y el cetro.
—Wow,—respiró él, levantándolo para poder mirar la pelota dentro del
cubo de plástico. —Los jugadores han firmado sus nombres. Mira, Margaret.
¡Las firmas de los Mariner abundan sobre ella!
Margaret se preguntó si esos Mariners no deberían haber estado más
tiempo en su barco que jugando esos juegos. ¿Y por qué habían garabateado
sus firmas sobre esa ridícula pelota blanca donde no hacía ningún bien?
Hombres, pensó con un resoplido. ¿Quién podía entenderlos?
Ella tomó el pequeño paño de terciopelo que había acompañado la
pelota de béisbol y lo puso sobre la caja clara para cubrirla.
—Mejor no espantar a los otros con eso, —sugirió ella.
—Ah, sí, —respiró George, frotando la caja reverentemente. —La
mantendré bien segura.
—No tengo ninguna duda de que lo haréis. Ahora, no vayáis a estar tan
seducido por esa ridícula pelota que olvidáis las tareas que debéis ver por
mí.
El movió la cabeza, luego le sonrió seriamente.
—No olvidaré lo que vos has exigido, Meg. ¿Pero le agradecerás a Alex
por esto, lo haréis?
—Sí, lo haré, —dijo, aunque en realidad esperaba que no la
estrangulara cuando volviese. El tenía varias pelotas de béisbol puestas en
un estante, pero ninguna de ellas con los garabatos pequeños y ciertamente
ninguna de ellas en cajas claras. La que había escogido era muy querida
probable para él. Ah, bien, pero era un pequeño precio a pagar por la
felicidad de George.
Ella acomodó su alforja, entonces acudió a George para despedirse.
Ahora que había llegado el momento de decirle adiós, apenas supo cómo
hacerlo. Aquí estaba un hombre que había sido más que sólo el capitán de su
guardia. Había estado junto a ella cuando no había nadie más allí. Había sido
un padre cuando el propio la había dejado sola. Cómo echaría de menos sus
gruñidos, los tirones ocasionales en la punta de su trenza, el destello en sus
ojos cuando había hecho algo excepcionalmente sobresaliente. No, decirle
adiós no era algo que pudiese hacer.
El puso su tesoro a un lado, entonces la cogió y la asió bruscamente en
sus brazos.
—Os echaré de menos, —dijo él, con voz quebrada. Se aclaró la
garganta.—No tendré a nadie a quién mantener en línea.
—Tendrás a Edward,—ella logró decir.
—¿Y que gracia hay en eso? El muchacho no tiene espíritu. —El la besó
en ambas mejillas, después la empujó lejos. —Id, muchacha. Pensad en mí de
vez en cuando.
Margaret lo miró con lágrimas en los ojos.
—¿No vendrás vos?
El sacudió la cabeza con una pequeña sonrisa.
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—¿Y quién estaría aquí para mantener a Edward en su lugar? No,


muchacha, el futuro no es lugar para mí. Ya tengo mi pelota de béisbol. Eso
es bastante.
Ella supo que no había nada que pudiera decir, así que movió la
cabeza rígidamente y se dio la vuelta. No se consideraba una cobarde, pero
sabía que no tenía ninguna otra opción, sólo saltar a su caballo y escapar. Así
lo hizo, antes de que se rompiera a llorar.
Cuando alcanzó el círculo de las hadas, apenas podía ver. Sus lágrimas
corrían río abajo por sus mejillas, el cuello de su capa estaba empapado, y su
nariz estaba roja donde se la había frotado con demasiada frecuencia.
Ella desmontó dentro del círculo de las hadas y se quitó su malla. Se
puso de nuevo el suéter de Alex y empacó su equipo una vez mas. Entonces
colocó el brazo sobre su viejo caballo. Miró hacia arriba al cielo que
comenzaba a oscurecer y se preguntó que era lo que debía hacer ahora.
Esperó.
Y cuando se sintió incómoda, decidió que era un anuncio para
decidirse.
—Ahora estoy lista para ir a Escocia, —dijo, por si acaso alguna hada la
escuchaba.
Todavía nada.
—De vuelta a Alex, —clarificó.
Las estrellas comenzaron a aparecer.
—Maldición, —murmuró.
Consideró una vez más su situación y se preguntó qué había hecho
Jamie para hacerlos ir hacia adelante con tal facilidad.
De hecho, cuando había alcanzado el aro de las hadas cerca de su
torreón, no había hecho nada más que pasear dentro de él, pensando en que
era necesario que volviera a Falconberg, y poof! Había estado allí.
Ella trató de pensar en el castillo de Jamie. Hasta dijo poof algunas
veces.
No ayudó.
Comenzaba a asustarse. No podía quedarse en 1194. No había lugar
para ella. Su vida, para cualquier persona de allí había terminado. No
estropearía ninguna tela de tiempo si se marchaba. Todos los presagios y
augurios apropiados fueron colocados, y no había nada más para ella, aparte
de volver a Alex y vivir su vida en la dicha.
Buscó frenéticamente en su memoria, preguntándose si quizás había
una frase clave que había perdido, alguna acción celestial importante que
podría haber pasado por alto.
Entonces se entumeció.
Entonces sonrió.
—Bueno, —dijo —eso debe servir.
Se levantó sobre los dedos del pie.
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Capitulo 35

Alex estaba en el tejado del castillo de Jamie y miraba fijamente hacía


la parte trasera de la casa al estanque. Hacía el aro. Hacia el lugar que
mantenía alejada a la mujer a la que amaba.
Una parte de él estaba tentada a ir allí y destruir cada maldita planta.
Sería una excelente venganza.
Suspiró y vio como las horas tardías de la tarde volvían oscuras las
montañas. Habían pasado casi treinta y seis horas desde que Margaret lo
había abandono. Las había contado. Se preguntó como se sentiría cuando
hubiera pasado un millón. Probablemente no mucho mejor de lo que se
sentía en ese momento. Era bueno que no fuera a vivir tanto tiempo. La idea
de pasar el resto de su vida solo hizo que su estomago se revolviera.
Ayer había vuelto al aro después de devolverlos a todos a su hogar.
Había pasado la noche en el aro. Se había despertado, luego mirado al cielo
para ver el humo de aviones que se habían aventurado muy al norte.
Allí no habían mejorado mucho las cosas.
Finalmente había vuelto a casa temprano. Si hubiera pensado, habría
comido un bocado la noche anterior, pero no había estado pensando. Ahora
estaba pensando. Había pasado casi una hora en el tejado, intentando
simplemente decidir que hacer para poder acampar para siempre cerca de
esa maldita agrupación de esporas. Había considerado construir un pequeño
cobertizo. Ciertamente lo protegería durante algún tiempo, pero se sintió
abofeteado por la idea de que no quería involucrarse pues no tenía
intenciones de permanecer en el siglo veinte durante mucho tiempo.
Finalmente se había conformado con la idea de conseguir ropa y un móvil
para que pudiera llamar para que le trajesen suministros. Tal vez mañana
acamparía. No podía lidiar con esa idea esa noche.
Abandonó el tejado y bajó, a lo largo del vestíbulo, y hacía abajo al
gran salón. Su familia estaba reunida cerca del fuego. Baldric estaba
preparando alguna clase de función, pero a Alex le resultaba imposible
detenerse y escuchar. Le recordaba demasiado a todas las veces que había
hecho tan solo eso con Margaret.
Dejó atrás el vestíbulo y atravesó las verjas. Hacía frío fuera, pero tan
solo lo sintió de una manera superficial. Tenía tan frío el corazón que apenas
podía sentir el resto de su cuerpo.
Él caminó a lo largo del arroyo que fluía cerca de la casa de Jamie.
Subió los escalones de piedra y se adentró en el camino que recorría el lago.
Lindo lago. Estaba tentado a tirarse a él, quizá lo hiciera después. Continuó
caminando hacía el pequeño claro de árboles que rodeaban el aro.
Fue entonces cuando comenzó a oír voces.
—Estoy perdiendo la cabeza,—noto él. Probablemente era de esperar,
desde el momento en que viese su vida como un campo yermo sin Margaret.
¿Pero oír voces? ¿Tan pronto?
Se detuvo de repente. Sí, eso era definitivamente una voz.
—Que triste —dijo, sacudiendo la cabeza, entonces siguió andando.
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Alcanzó el claro, se detuvo por completo, y se quedó boquiabierto. Se


frotó los ojos, seguro estaba viendo visiones. Sabía que estaba escuchando
cosas.
—No hay otro lugar como el hogar. No hay otro lugar como el hogar.
Margaret estaba poniéndose de pie en el centro del aro, golpeando sus
talones como si su vida dependiera de ello, arrugaba el rostro por la
concentración intensa que estaba haciendo.
—No hay otro lugar como el hogar.
Alex se aclaró la garganta. Intentó hablar, pero el único sonido que
salio de su garganta fue un gruñido estrangulado.
Se le abrieron los ojos. La estaba mirando cuando ella casi cayó al
suelo por la sorpresa.
—¿Alex?
Él asintió.
—¡Oh, Alex!
Lo siguiente que él supo, era que ella estaba entre sus brazos. La
apretó contra él y retrocedió alejándose del aro. No quería que los malos
tentáculos la volviesen a alejar cuando la había recuperado.
—Oh, Margaret —susurró él roncamente, apenas siendo capaz de
mantenerse de pie por el alivio.—¡Oh, Margaret!
Era lo único que podía decir. La apretó contra si con tanta fuerza como
se atrevía, mientras rezaba para no estar soñando. Sentir sus ardientes
lágrimas contra su mejilla lo reconfortaba, pero fue el sentir las lágrimas en
su cuello lo que lo convenció de que no estaba soñando.
—Pensé que te había perdido —dijo él con voz áspera. —Creí que no te
volvería a ver de nuevo.
Ella tan solo agitó la cabeza y lo abrazó con más fuerza.
Estuvieron allí de pie hasta que el cielo se volvió negro y las estrellas
salieron por completo.
Entonces Alex recordó la larga lista y su agonía mientras la hacía. La
alejó, cogiéndola por los hombros y comenzó a sacudirla.
—¿En que estabas pensado? —gritó él.—Maldición, Margaret de
Falconberg, ¿podrías haber utilizado el cerebro?
—Solo pensé que...
—Bueno, ¡Pues no harás eso en un futuro cercano! —bramó él.
Ella pestañeo. Entonces comenzó a sonreír. Él no veía nada ni
remotamente cómico en lo ocurrido. De hecho, no veía mucho más allá de
ese momento.
—Te alegras de verme —dijo ella.
Él no estaba seguro de si debía volver a sacudirla, o si debía tenderla
sobre su rodilla simplemente.
Fue entonces que comprendió la enormidad de todo.
—Estás viva —dijo, aturdido.
—Sí, y también fue una suerte. Si hubiéramos estado en Falconberg,
ninguno de nosotros estaría aquí.
—¿Quién empezó el fuego?
Se le cayó la mandíbula.
—¿Sabes lo del fuego?
—Jamie lo encontró en un libro de historia. Estaba frenético porque
pensaba que no podría volver a ti antes de que ardieras.
SAGAS Y SERIES

Se le ablandó la expresión.
—¿Intentaste viajar al pasado?
—¡Claro que lo intenté!
—No tuviste éxito, obviamente.
—Bueno, no fue por falta de intentos! —gruñó él. La volvió a sacudir. —
Estoy muy enfadado contigo.
—Sí, sospeche que lo estarías.
—No puedo creer que me dejaras. Ni tan siquiera puedo creer que el
pensamiento cruzase tu mente.
Ella apretó sus brazos alrededor de él.
—No podía pedirte que dejaras todo esto.
—¿Por qué todos pensamos lo que es mejor para los demás? —Explotó
él, mientras la alejaba a la longitud de su brazo. —¡Podría haberme ocupado
de la Inglaterra del siglo doce! ¡Habría sido un buen conde, maldición!
—Pero la Range Rover…
—Mañana lo vendo —dijo él.—Te acostumbraras a la idea de andar,
pues es la única manera en la que iras a los sitios de hoy en adelante.
—Oh, Alex, no puedes venderlo. Me gusta mucho, —ella lo abrazó de
nuevo y le dio golpecitos en la espalda. —Ciertamente llegas más seco a tu
destino que a caballo.
Bueno, no iba a tardar demasiado en acostumbrarse a la idea de ir en
coche. Alex frunció el ceño contra su cabello. Ella le había causado
muchísima tensión, destrozó su corazón, y ahora discutía tranquilamente
sobre su coche como si no tuviera nada que decir sobre ella.
—Vamos a casa —refunfuñó él. —Tengo un trabajo que hacer.
Ella pestañeó.
—¿Lo tienes?
—Golpes en el trasero, —aclaro él. —Muchos.
—Preferiría que lo arregláramos en las listas, si te da lo mismo.
—No lo es, y no quiero.
—No me golpearás el trasero.
Él le frunció el ceño.
—Soy el conde.
Ella alzo una ceja.
—Y yo la condesa y no me golpearás el trasero —ella chasqueo los
dedos y su caballo trotó acercándose a ella obedientemente.—Vamos a casa,
Alex. No he comido nada desde la última que tome contigo, y estoy
hambrienta.
Antes de que Alex fuese capaz de protestar, ella lo cogió de una mano
y con la otra al caballo y tiro de ellos hasta los establos. Ella lo sentó en un
banco mientras cuidaba de su montura. Alex la miró mientras ella quitaba la
manta y la silla, la miró más intensamente mientras ella cepillaba y
alimentaba a su caballo. Miró largamente, se dio cuenta de lo que se le había
devuelto. Esta gran mujer, valiente, terca era suya. Para siempre. Si
simplemente pudiese mantenerla lejos del círculo de pasto.
—¿No te marcharas de nuevo, cierto? —preguntó calladamente él. Ella
guardó el cepillo, entonces salió del establo. Cerró la puerta y se apoyó
contra ella.
—No, —dijo ella, tan silenciosamente como él.
—Casi me mataste, Meg. No podría soportarlo otra vez.
SAGAS Y SERIES

Lo miró con gravedad.


—Me amas, ¿no es cierto, Alex?
Él apretó los labios.
—No puedes estarme diciendo que te tomó todo esto para darte
cuenta.
Ella agitó su cabeza con una pequeña sonrisa.
—Lo supe desde el principio.
—Habría regresado contigo contento.
Ella se acerco a él y puso suavemente su mano contra su mejilla.
—Sí, lo sé.
—Extrañare tu gran salón.
—Sí. Como lo haré yo.
Él subió y la jaló suavemente contra él.
—Te amo, Margaret. Apenas puedo decirte cuanto.
—Y yo te amo a ti —dijo ella, alzando mientras el rostro y besándolo. —
Y tardaría muchos años en decirte cuanto.
Él gruñó.
—Quizás para entonces te haya perdonado todo el dolor que me has
causado en los dos últimos días.
—Veré como aplacarte.
—Y si que lo harás.
—¿Podría comer antes?
—Quizá. Cuando pueda soportar soltarte.
—Alex —dijo ella solemnemente, —nunca volveré a dejarte. ¿Por qué
tendría que hacerlo, cuando mi vida esta aquí?
—Desee que llegases a esa conclusión hace dos días.
Ella agito la cabeza.
—Tenía que terminar un trabajo en el pasado, Alex. Y si me das de
comer, te lo contaré.
Alex gruñó mientras caminaba con ella saliendo de los establos.
—Eres tan malo como Jamie con sus ‘tareas en el pasado’. Todo lo que
necesito es dos como ustedes en eso.
Ella sonrió alegremente.
—¿Quién podría asegurar que no tengo más trabajos que realizar en
otros tiempos? Deseo ver a la Reina Elizabeth I. Ese era un tiempo
turbulento…
Alex la cortó con un beso. Y cuando mucho tiempo después le permitió
coger aire, volvió a besarla. Lo último que deseaba era oírla hablar sobre
viajar en el tiempo.
—…Y Mary con todas sus intrigas y amores…
O bien iba a tener que besarla o hacerla comer para imponer silencio
en ese momento. Y no iba a permitir que Jamie se le acercara. Solo el cielo
sabía que clase de cosas prepararían esos dos juntos. Él y Elizabeth no
podían dejar pasar una oportunidad. Quizás se marcharía con Margaret a
algún lugar lejano, como Siberia. África. Australia. Alex pensó en las
posibilidades hasta que el gruñido del estomago de Margaret atrajo su
atención.
—¿Comida? —ella abrió la boca, cuando él la dejo libre.
—Solo si dejas de hablar sobre las intrigas políticas del siglo XVI.
SAGAS Y SERIES

—Comida, y quizás una tarde en la biblioteca de Jamie —dijo ella,


mientras lo arrastraba hacia la casa, —Tengo algunas cosas para investigar.
—Yo soy el hombre de la casa —intentó él cuando ella lo arrastró a
traves de la puerta principal.
Ella lo ignoró completamente.
—Mi palabra es la ley —anuncio él a su familia mientras Margaret lo
arrastraba al gran salón.
Todos ellos estaban boquiabiertos, tal vez porque no podían creer
quien lo estaba arrastrando, o porque no podían creer que fuera lo bastante
tonto para creerse las palabras que salían de su boca.
—¡Soy el conde! —exclamó él desesperadamente.
Nadie le prestó ninguna atención. Amery se arrojó, mientras chillaba,
del regazo de Elizabeth y se lanzó contra Margaret. Frances y Joel corrieron
tan rápido como podían y la abrazaron tan fuerte como era humanamente
posible.
Baldric le hizo una inclinación baja, entonces miró a Alex.
—¿Ves? —dijo él, pareciendo sumamente satisfecho.—¡Te dije que ella
volvería! ¿Cómo podría vivir sin mis versos?
Como, desde luego, deseó decir Alex, pero se interrumpió cuando
Joshua se tiró sobre las rodillas de Margaret.
—¡Ah, la luna ya no esconde su cara ante nosotros! —exclamó él. —
¡Ahora mis días y mis noches están llenas de encantadoras visiones
celestiales! Sabía que el Destino no nos negaría a este humilde creador de
baladas de su gloriosa inspiración.
—Sí, puedes estar seguro —lo interrumpió Margaret.—Juro, Joshua, que
tales disposiciones me sentarían mejor si tuviera un plato de tus bizcochos de
chocolate y nueces para alimentarme.
—Como desees, —dijo Joshua, mientras saltaba y se apresuraba desde
el vestíbulo a la cocina.
Margaret abrazó a los niños que se aferraban a ella, unos cortos
abrazos con Jamie y Elizabeth, después miraron a Alex.
—¿Quizás la cena? Huelo el olor a estofado que viene de las cocinas.
Alex renunció al intento de poner sus deseos de conde en orden. La
siguió con docilidad hasta la cocina, mientras empujaba a Zachary cuando su
hermano también se acercó a Margaret, entonces se sentó y apoyó la cabeza
en la mesa. Debería haber sabido que Margaret haría las cosas a su manera.
Lo había hecho desde el principio. ¿Cómo había pensado él que podría
mantener sus deseos sobre los de ella, aún en su propio siglo?
Él sonrió contra la madera. ¿Qué le importaba? Él había tomado una
decisión y no permitiría que ella volviera a marcharse. La guardaría cerca
usando todos los medios que fueran necesarios.
—Cadenas, —dijo él, mientras alzaba la cabeza de la mesa y miraba a
su familia y los presentes en la cocina atestada y todos los murmullos.
Aparentemente no tenían ningún interés en él.
—Un juego de esposas, —anuncio él.
Baldric se irguió un poco ante esto, pero pronto retornó a lo que estaba
haciendo antes que era inhalar su cena.
—Cuerdas elásticas, —dijo Alex con una sonrisa satisfecha.
SAGAS Y SERIES

Capitulo 36

Margaret limpio el fondo del plato de postres y frunció el entrecejo.


Miró a Elizabeth.
—¿No hay más?
—Lo siento —dijo Elizabeth con una sonrisa.
—Una vez más, ¿que era esto?
—Helado. Häagen—Dazs. Chocolate con virutas de chocolate.
—Alex, —dijo Margaret, mientras movía su cuchara señalándolo, —
necesitamos ir al pueblo mañana a primera hora para conseguir más de esto.
Es excelente sobre un pedazo de brownie.
—Una bufanda de seda, —contesto él, con un brillo diabólico en los
ojos. —O tal vez una buena y antigua cuerda de cáñamo.
Bueno, era obvio que su marido había tomado más helado del que le
sentaba bien. Le frunció el entrecejo, luego volvió su atención a su esperada
audiencia.
—El fuego, —dijo Jamie expectante.
—Ah, el fuego —dijo ella asintiendo. —Parece que Ralf cerró las
puertas, entonces luego cogió una antorcha y la lanzó. Me encontré llegando
cuando estaba apunto de matar a Edward —y si que la postura de Edward era
bastante mala- y enterré mi daga en su corazón.
Alex empezó a ahogarse. Margaret le dio una palmada en la espalda y
terminó su relato.
—Después tenía que hablar con el Sir George y le conté mis deseos.
Juró vigilar a Edward. Le di una bola de béisbol y es el fin de la historia.
—¿Una bola de Béisbol? —preguntó Alex.
Margaret lo miró de una forma que pareciera bastante segura.
—Sí, una de los tuyos.
—¿Cuál?
—La que estaba en una pequeña caja, llena de garabatos. George
estaba bastante contento con el regalo.
Alex parecía no saber si balbucear o ahogarse, por lo que ella se
abstuvo de golpearlo en la espalda hasta que se decidiera.
—¿Mi pelota firmada por los Mariner? —exigió él finalmente, después
de que su rostro se enrojeciera muchísimo.
—Fue el único que pude encontrar en la oscuridad.
Parecía que él deseara decir algo verdaderamente desagradable, en
ese momento comenzó a reír y se agachó para besarla de lleno en la boca.
—Un pequeño precio que pagar —dijo él simplemente.
Ella soltó un silencioso suspiro de alivio al ver que ese obstáculo había
sido superado con éxito.
—¿Entonces le diste tu tierra a Edward de Brackwald? —dijo Jamie,
mientras se rascaba la barbilla.
—Sí —dijo ella, mientras se volvía hacía su cuñado. —Parecía lo más
lógico. Y le dije que podría tenerla en…
Abruptamente cerró ella la boca cuando comprendió que estaba a
punto de contar una parte de la historia que no deseaba que Alex oyera
todavía. Miró a Elizabeth.
SAGAS Y SERIES

—Nosotras debemos hablar.


—De acuerdo —dijo Elizabeth, sonriendo. —Cuando quieras.
—Ahora.
Alex le frunció el ceño.
—Bueno, por lo menos ella no es Jamie. No recibirás ideas de viajes de
ella.
—¿Ideas? —dijo Jamie, mientras se erguía. —Siempre estoy abierto a
una nueva idea o dos.
Margaret dejó a su marido gritándole a su cuñado y aceleró el paso
con Elizabeth hasta delante de la chimenea del gran vestíbulo.
—Necesito viajar a Falconberg —dijo ella sin irse por las ramas.—El
castillo esta manteniéndose para Alex.
Elizabeth ni siquiera parpadeó cuando levantó su mirada hacia la de
Margaret y aún más arriba.
—Parece divertido. ¿Cuándo iremos?
—Iría esta noche, pero temo que Alex no querrá.
—Imagino porque, —dijo Elizabeth, mientras se reía. —Y mamá y mi
papá deben de llegar mañana, y querrás conocerlos.
—En el plazo de una semana, entonces —dijo Margaret.
—Estaré contenta de ir contigo.
Margaret asintió y dejó a un lado los planes. Mañana conocería a los
padres de Alex, y no podía permitirse el lujo de darles una mala impresión.
Esperar unos días para ir a Falconberg no supondría mucha diferencia.

Les llevó mucho más que unos días dejarlo todo preparado. Fue a
principios de Agosto cuando Margaret tuvo a su marido con el equipaje hecho
y cargado en la Range Rover. Jamie había ofrecido el Jaguar para el viaje,
pero Margaret había visto lo poco que le apetecía separarse de su querido
coche, por lo que ella aseguró que el otro les iría bien. Además, la Range
Rover les serviría para acampar, y ciertamente lo necesitarían.
Margaret se ajustó las oscuras gafas contra la intensa luz de ese día de
agosto soleado y sonrió al ver pasar el paisaje escocés velozmente ante ella.
—¿Este pequeño viaje tiene algún propósito? —preguntó Alex.
Ella escondió una sonrisa y le puso la mano en la pierna.
—Quizá.
—¿Tiene algo que ver con tu pedido de 300,000 libras esterlinas?
—Es posible. Puede ser que de nuevo quisiera ir de compras
solamente. Vestirse es caro en tu época, Alex.
Él miró significativamente sus jeans y la estropeadísima camisa que
llevaba puesta.
La camisa era una de las que había cogido de su armario esa mañana.
—Ya que nunca usas nada que yo no haya usado ya, —dijo secamente,
—debo asumir que estas mintiendo.
Ella puso una feliz sonrisa.
—Una mujer debe tener secretos. Es parte de nuestro misterio.
—Ves demasiado la tele.
—Lo leí en un libro.
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—Entonces lees demasiado —él le frunció el ceño. —Eras mucho más


fácil de controlar hace ocho siglos.
Ella resopló.
—Como si alguna vez me hubieras controlado.
Él apretó los labios, pero ella advirtió que estaba intentando esconder
una sonrisa.
—Permíteme tener mis fantasías, ¿de acuerdo?
—¿Por qué complacerte con una fantasía, cuando la realidad es tan
maravillosa?
—Para, o tendré que detener el coche y tendré que atacarte
ferozmente.
Otra buena razón para llevar la Range Rover. Se podían doblar los
asientos hacia atrás. Ah, pero el futuro era un lugar fantástico.
—Después, —prometió ella. —Estoy ansiosa por llegar a nuestro
destino.
—¿Ninguna pista?
—Continúa yendo al sur, Alex. Es todo lo que recibirás de mí.
—Hemos reservado habitaciones en hoteles para las siguientes dos
noches de nuestro viaje. ¿Entonces porque traemos materiales para
acampar?
Se quitó las gafas para ver bien a su esposo. Manejaba con una mano
el volante, la otra en su pierna. Tenía esa seca sonrisa que ponía siempre que
sabía que algo dependía de ella. Tenía que admitir que hacía que esa sonrisa
apareciera a menudo.
—Haces demasiadas preguntas —dijo ella con ligereza.
—¿Y si exijo las respuestas?
—No las tendrás hasta que este lista para darlas.
Él suspiró.
—Abusado. Pisoteado. Dominado. Solo pon eso en mi lapida.
Ella resopló.
—Tú no eres de ese tipo.
—Y cerciórate de que esté decorada con mis flores preferidas:
Pensamientos.
Ella se rió.
—Oh, Alex, yo te amo.
—Eso es lo que dices. Ahora, ¿Por qué no haces de amorosa esposa
simplemente obedeces cada deseo mío?
—Porque soy una condesa y nosotras no obedecemos cada cosa que
nuestros maridos dicen.
—¿Ni si quiera cuando lo pido de buena forma?
Agitó la cabeza.
—Que infeliz serías si te encontraras mimado en todo momento.
—Estoy deseando correr el riesgo.
Ella le sonrió. Que mimado estaba, y que bien lo sabía el mismo.
Aunque ella seria la primera en admitir que se comportaba bien de ambas
formas. Sabía que disfrutaba con la constante lucha por el poder. El era el
Lord que se encontraba en la cima y ella la condesa que había sobre el y sus
vidas eran completamente felices. La única cosa que la había preocupado era
el dolor sordo que sentía por Falconberg. La vida de Jamie era una maravilla
con todos los inventos modernos, y ella había pasado allí muchas horas
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felices con la familia de Alex y la suya propia. Las Tierras Altas eran
hermosas, y escabrosas, y caminar a través de ellas durante los últimos
meses había sido una bendición.
Pero ella extrañaba su tierra.
Sin embargo, eso ahora no importaba, y pronto ellos tendrían su propia
familia y pondrían sus vidas en marcha de nuevo. Falconberg era la
respuesta para que ir a menudo a Escocia no fuera un problema. Habían
trabajado rápido para adoptar a Frances, Joel, y Amery. Lógicamente, los
niños desearían ver a su primo Ian a menudo. Jamie y Elizabeth los visitarían
a menudo, cuando no estuvieran vagando por los siglos.
Asumiendo que Alex lo aceptara fácilmente.
¿Pero y si Alex no aceptaba su idea?
Era algo que se había negado a pensar —por supuesto que le gustaría.
A menudo él hablaba de su desilusión por que la corona ya no reconociera su
titulo que hacía que el estuviese por encima de ella. Se alegraría de que
hubiese gastado esa cantidad de dinero en esa causa.
O era lo que ella esperaba.
Si no, habría cometido el mayor error de su vida.

Dos días más tarde Alex estaba deseando que hubieran contratado un
avión y deseando muchísimo que Margaret le hubiera dicho a donde iban.
Había intentado mirar el mapa, pero al instante ella lo había metido dentro
de su camisa, como si eso lo hubiera detenido. Solo el miedo a estropear su
sorpresa lo había mantenido alejado de este.
Y si su nerviosismo servía como indicio, prometía ser una sorpresa
gigantesca.
Él solo podría decir el precio. Había hecho una sola llamada telefónica
y cambiado unos pequeños recursos para tener un cheque para ella, pero se
había preguntado si lo que haría ella merecería esa cantidad de dinero.
—A la izquierda —dijo ella, mientras lo sacaba de sus meditaciones. —
Este es el camino que debemos coger.
Las cosas empezaban a parecerle familiares. Nuevamente, se había
sentido mientras recorría las millas como si estuviera cerca de Falconberg.
Las ardientes colinas, rodantes y las aldeas pequeñas le habían hecho sentir
como si hubiera vuelto al lugar de hacía cien años. Lo extraño, sin embargo,
era el hecho de que lo estuviera viendo por una ventanilla de un coche.
Ciertamente no había tenido mucho tiempo para saborear los paisajes.
Quizás había algo que pudiera ser dicho a favor de viajar a caballo.
Repentinamente se encontró con que había quitado el pie del
acelerador y estaba boquiabierto.
Falconberg.
Podía verlo a lo lejos.
Miró a Margaret asustado.
—¿Es lo que creo que es?
Ella estaba tan blanca como un fantasma. Asintió con la cabeza. Alex
cogió su mano y continúo el camino que llevaba hasta el castillo. Cuanto más
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cerca se encontraba del castillo, más cuenta se daba que había algo mal en
la situación.
—Está arreglado —dijo él, mientras pestañeaba sorprendido. Miro a su
esposa.—¿Tú has hecho esto?
Ella movió la cabeza.
—Edward lo hizo. Era parte de la promesa que George le exigió.
Alex sonrió.
—Bien hecho. ¿Y que usaste como chantaje?
—Le dijeron que mi fantasma lo visitaría desde mi muerte si él no
cumplía.
—Y los Brackwalds siempre han sido un manojo de supersticiosos.
—Sí, lo eran.
Alex se rió y le apretó la mano.
—Tú eres algo más.
—Sí, bien… —dijo ella arrastrando las palabras.—No tomes una
decisión aún.
Alex miró el foso. El puente levadizo estaba subido.
—Supongo que podríamos nadar…
El puente levadizo comenzó a bajar.
Alex lo miró sorprendido mientras bajaba por completo, entonces él
abrió la boca al ver que el rastrillo se elevaba. Miró a Margaret.
—¿El actual dueño nos espera?
—Es una forma de decirlo.
—¿Podemos conducir por el puente?
—Sí, me han dicho que aguanta el peso del coche.
Él aceptó su palabra, condujo por el puente y atravesó las puertas.
Paró el coche en la muralla y sencillamente miro fijamente el paisaje que
saludaba a sus ojos. Quizás las dependencias necesitasen algún arreglo. La
capilla se encontraba perfectamente, pero ahora había algunas lapidas
rodeándola. Alex se sentía muy tentado a ir a ver de quienes eran, pero eso
tendría que esperar. Seguramente los dueños no se alegrarían de verlo
merodeando alrededor de las tumbas de sus antepasados.
Las listas estaban en muy buen estado, aunque ahora el camino se
dividía y se convertía en lo que alguna alma oficiosa había convertido en
jardín. Y eso si que era un jardín.
—Apuesto a que han contratado a algún jardinero para que se ocupe
de esas rosas —dijo él señalando con la cabeza el inmenso campo lleno de
plantas de colores vividos.
—Eso creo, —Margaret asintió con una inclinación de cabeza. Salió del
coche y lo esperó.
Alex la siguió, entonces la cogió de la mano.
—Bueno, ¿llamamos a la puerta y vemos si hay alguien en la casa?
Ella asintió. Sus manos estaban frías como el hielo.
—Lo siento —dijo el suavemente.—Debe de ser difícil ver que hay
alguien en la que fue tu casa.
Debía de ser especialmente duro ya que ella no dijo nada, solo camino
más rápido. Cuando llegaron a la puerta de entrada, prácticamente estaban
corriendo. Alex apretó la mano de Margaret y le sonrió.
—Allá vamos —dijo él, y golpeó la puerta.
Nadie contestó.
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Golpeó de nuevo. Quizás vivía una pareja de ancianos y no escuchaban


bien. O quizá el dueño había estado en el puente levadizo manejándolo. Se
alejó de la puerta y frunció el ceño.
—Creo que no vamos a poder entrar.
—Podrías probar con la llave.
Alex la miro cuando ella sacó una llave de su bolsillo y la sujetó. La
miró fijamente durante unos instantes, mientras intentaba entender que
significaba eso. Miró fijamente a su esposa. Tenía la expresión más neutra
que alguna vez le hubiera visto.
Bueno, salvo por la incertidumbre que brillaba en sus ojos.
—¿La llave? —él se las arregló para preguntar.
Ella asintió insegura.
—La llave, —repitió él, comenzando a comprender. Sintió como
empezaba a sonreír. —No lo hiciste.
Ella puso una mueca de dolor.
—Lo hice.
Él se rió. No podía detenerse.
—¿Compraste el castillo?
—Y también nuestros títulos —admitió ella.
Apenas podía creerla.
—¿Estaban a la venta?
—Oh, no en un principio —dijo ella, con modestia, —te sorprenderías
de saber lo que todos esos años de tratar con los Brackwalds le pueden hacer
a una mujer.
Alex la agarró y la abrazó fuertemente, escuchando las cosas que lo
hacían estallar.
—Eres una mujer maravillosa —dijo él, mientras la besaba duramente
en la boca, —¡No puedo creer que hicieras esto!
—¿Estás contento? —jadeo ella.
—Oh, Margaret —dijo él, agitando la cabeza, maravillado, —Estoy
maravillado. He extrañado nuestro hogar.
—¿De verdad?
Parecía como si él le hubiera dado simplemente un camión de basura
lleno de metal de Damasco.
—¿Cómo podría no hacerlo? —pregunto él, mientras le sonreía. —Me
enamoré de ti aquí. Quería proteger este lugar para ti. Pensé que pasaría
toda mi vida andando sobre esta tierra contigo. ¿Cómo podría no extrañarlo?
Ella le dio la llave.
—Entonces bienvenido a casa, mi señor.
Él cogió la llave, la puso en la cerradura, en ese momento puso la
mano de ella sobre la suya.
—Abrámosla juntos —dijo él con una sonrisa.
Abrieron la cerradura y Alex empujó la puerta. Ando entrando en la
casa sobre el suelo que tenía tres pulgadas de estiércol mojado.
—El tejado sigue teniendo goteras —dijo ella, detrás de él.
Él se rió a pesar de todo.
—¿Por eso el equipo de acampar?
—Pensé que sería lo mejor.
Alex miró alrededor y simplemente comenzó a calcular cuanto dinero
le costaría hacerlo un lugar habitable. Debería de haberle parecido un lugar
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asqueroso, pero no era así. También él sintió agobio por el hecho de estar allí
y saber que era suyo.
Suyo.
Él se volvió y enfrentó a su esposa.
—Gracias —dijo él suavemente.
Ella sonrió, una sonrisa tímida que lo hizo sentir un deseo ardiente de
llevarla a algún sitio y hacer que esa sonrisa fuera más intima.
—Estoy feliz de que tú estés contento.
—Estoy muy feliz.
Ella señaló la repisa sobre la chimenea. En ella había una pequeña
caja.
—Mi cuchillo, —dijo ella con una satisfecha sonrisa. —Una herencia
familiar para los Brackwald eran muy renuentes de soltarlo.
—¿Qué les hiciste? —preguntó con vacilación, medio temiendo la
respuesta.
Ella se encogió de hombros.
—El dinero habla.
Él se rió.
—Eres tan mala como yo, —miró alrededor del gran salón y se sintió
como si realmente acabara de llegar a casa. El viaje hasta allí había sido un
infierno, pero para él había merecido la pena. —¿Nuestra alcoba sigue en
buenas condiciones?
Ella agitó la cabeza.
—El torreón es lo suficientemente sólido, pero no se vive aquí hace
mucho tiempo. Los muebles no están muy bien. Estoy segura de que si
George hubiera podido, lo hubiera impedido. Pero claro hay límites.
—Hizo un gran trabajo.
—Allí están las lápidas con nuestros nombres —continuó ella. —Creo
que enterró algunas cosas allí que querremos desenterrar.
Alex se estremeció.
—Eso es un amigo.
—Podrías encontrar tu bola de béisbol allí. Si no la ha metido en su
propia tumba.
Realmente esa sería una vista interesante. Alex contempló la idea de
coger una pala, pero entonces decidió que quizás era mejor dejarlo para otro
momento. Había cosas más interesantes con las que podía ocupar su tiempo
ahora y en su mayoría incluían quitarse las ropas.
—¿Qué te parece una siesta en la Range Rover? —sugirió él.
—¿Por qué pasamos una o dos horas en las listas, para coger de nuevo
las riendas del lugar.
—Mejor me gustaría coger…
—Oh, por todos los santos —dijo ella, riendo. —Tan solo tienes una
cosa en tu cabeza, mi señor.
—Tienes razón —dijo él, alargando su mano para cogerla.
—Una hora, —dijo ella, mientras retrocedía, —A menos que los viejos
huesos de Su Señoría sean demasiado frágiles para una actividad así.
Él le frunció el entrecejo.
—¿No deseas echar una siesta?
—Quiero trabajar para que me de hambre. A menos que temas
hacerlo, —dio ella, suspirando afligidamente.
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Era un claro desafió y él lo sabía, pero no iba a pasarlo por alto. Él le


tiró las llaves de la Range Rover, entonces se detuvo en la puerta principal
mientras ella seguía andando. Él miro hacía afuera de la muralla y apenas
pudo creer que hubiese regresado al mismo lugar que había abandonado
hacía ochocientos años, solo que ahora contaba con todas las maravillas
modernas. No es que le importara, pero a caballo regalado no se le miran los
dientes. Su titulo, su propiedad, y su esposa todo junto en la misma época
del tiempo. Era demasiado bueno para ser real.
Y ciertamente en Falconberg podrían visitarlos Jamie y Elizabeth
frecuentemente. Alex sospechaba que Joel podría morir si no podía mimar el
Claymore como mínimo cada dos meses. Y que el cielo lo ayudara si no podía
conseguir que Baldric y Joshua tuvieran más sesiones de ideas brillantes.
Alex no estaba seguro de que el vigésimo siglo estuviese lo suficientemente
preparado para un libro escrito entre ellos, pero no se atrevía a oponerse. No,
verdaderamente vivir cerca de su hermana y su familia era una bendición, y
una que tomaría.
Miró a Margaret que estaba en la parte trasera del coche, entonces la
vio coger dos espadas. Sonrió a la visión de ella, su cabello recogido en una
trenza sobre su espalda, andando hacía él vestida con jeans y botas, todo el
mundo pensaría que siempre había vestido así.
Ella le arrojó su espada, entonces movió la suya, mientras la sostenía
el sol brillo en la hoja.
Una mujer con pantalones jeans y botas que podía ganar a cualquier
hombre tanto de su siglo como del suyo.
Excepto a él, claro. Pero no se lo recordaría demasiado a menudo. Ella
podía demostrar tantas veces como quisiera que era buena mientras su ego
lo soportara.
—¿Pensando en que flores quieres plantar? —le pregunto ella
dulcemente.—¿Pensamientos, quizás?
Él le sonrió abiertamente.
—Simplemente estás buscando una razón para pelear, ¿no?
—Solamente no te equivoques. Son mis jeans preferidos.
—Bueno, por lo menos esta vez son tuyos.
Ella elevó la nariz, se volteó y se alejó. Alex la siguió mas lentamente,
disfrutando de la vista y anticipando lo que seguiría. ¿Cómo en todo el mundo
la había merecido alguna vez? ¿Qué había hecho para merecer su risa, la
fuerza de sus convicciones, la profundidad de su amor? Había valido la pena
cada momento de duda, cada momento de quererla pero no tenerla, cada
momento en que había esperado que entrara en su vida. No la merecía, pero
iba a seguir con ella.
—¿Has terminado de soñar despierto? —se mofó ella.
Él echó la cabeza hacía atrás y soltó una pura carcajada.
¡Por todos los santos, eso era una mujer!

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