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Gobernar la Revolución

De la limitación del poder real a la limitación del poder revolucionario

Introducción: Dos meses después de declarada la independencia de las Provincias Unidas del Rio de
la Plata, Pedro José Agrelo, aseguraba en el segundo número de su periódico que “una nueva lengua
se ha introducido en todas las clases, la “lengua constitucional”. La nueva lengua había levantado
también una potencia nueva, la opinión, y creado la era de los gobiernos representativos,
propagándose por diversas vías como las discusiones públicas o las asambleas deliberantes.
Las reflexiones del editor se publican en el momento que, ya declarada la independencia, la
elite criolla se aboco a discutir la forma de gobierno a adoptar en la futura constitución. El congreso
constituyente reunido en Tucumán había logrado romper definitivamente los lazos con la
metrópolis, aun cuando la guerra de independencia seguía su curso en el clima menos favorable de
la restauración monárquica en Europa. La nueva lengua constitucional se asentaba sobre dos pilares
centrales (el gobierno representativo y la división de poderes) en oposición al concepto de antigua
constitución (conjunto de leyes fundamentales que regían la vida de una sociedad, porque el
termino constitución (del que se apropió el constitucionalismo en el siglo XVIII) después de la
experiencia del absolutismo, paso a dar la idea de un gobierno de las leyes (no de los hombres) y
limitados por estas leyes. Dicho termino asume en esta época un nuevo significado para indicar la
presencia de técnicas capases de controlar el ejercicio del poder y evitar la arbitrariedad. Más allá
entonces de la forma de gobierno que se adopta, dictar una constitución implica para aquellos
hombres dar muerte definitiva al despotismo a través de los dos principios enunciados, destinados
ambos a garantizar el ejercicio de un poder limitado.
¿Qué significa dividir el poder para evitar el despotismo? ¿Cómo se traducía este principio en
una ingeniería política? Si en 1816, el principio de división de poderes comenzaba a circular de
manera recurrente y a ser objeto de fuertes debates en el interior de la elite y de los publicistas
rioplatenses, en los años transcurridos entre la revolución y la declaración de la independencia dicha
noción distaba de ser un lenguaje familiar para esos grupos, habida cuenta que durante el periodo
colonial la lógica impuesta por el régimen de las cuatro causas (gobierno, justicia, hacienda y guerra)
había implicado la concentración de más de una de ellas en manos de distintos funcionarios. En el
contexto de la crisis monárquica, el problema de la limitación del poder comenzaba a derivar hacia el
nuevo principio de división de poderes.

La herencia de la crisis imperial: La división de poderes ingreso tardíamente y con dificultades por la
persistencia del legado colonial. Tales dificultades son habitualmente atribuidas a la continuidad de
un sistema fundado en la indiferenciación de funciones y ramas de gobierno y la perplejidad que
habrían manifestado los criollos frente a un concepto absolutamente ajeno al mundo
hispanoamericano.
En otro aspecto, es preciso instalar la interrogación en el campo de las tenciones políticas
surgidas al calor del ingreso de nuevos lenguajes luego de la crisis de la monarquía. En este sentido,
el legado colonial puede explicar parte de los asuntos en juego, pero no todos. Queda claro esto al
entender la interpretación de Montesquieu (fundador de la doctrina de división de poderes) en
Hispanoamérica, donde se hace hincapié en la doctrina que refiere Montesquieu sobre los cuerpos
intermedios (entiende como cuerpos intermedios los estamentos y las colectividades territoriales
particularistas propias de esa época como reinos y señoríos, así como su instituciones, Estados
Generales en Francia y Parlamentos, que limitan el poder absolutista) y no se hace hincapié en la
teoría de la división de poderes del mismo autor.
Ahora bien, si la herencia colonial no es suficiente para explicar los nuevos dispositivos
políticos, deberíamos reflexionar sobre el propio contexto revolucionario en el que surgen, sobre la
crisis del imperio. Un punto de partida seria es preguntarse acerca de las concepciones sobre las
cuales estaba fundada la idea de limitación del poder en el mundo hispánico antes de la crisis de
1808, y en este sentido cual fue el grado de supervivencia de la tradición pactista de los Hasburgos
frente a las reformas Borbónicas del siglo XVIII. Se puede apreciar que las reformas carecen del éxito
esperado por la dinastía borbónica de reforzar el poder monárquico y eliminar el estado mixto o la
soberanía compartida entre Corona y Estados. El modelo de estado mixto está claramente
consolidado en América gracias al desarrollo de amplias autonomías territoriales y corporativas y se
puede apreciar en la resistencia que mostraron a reformas borbónicas.
Las nociones de limitación de poder real que circulaban en el mundo hispánico en el
momento de la crisis tiene fundamentos en esta “tradición pactista” anteriormente expresada como
asimismo en el llamado “constitucionalismo histórico”, debate nacido en la península a fines del
siglo XVIII y que pretendía poner límites al despotismo: se buscaba redefinir lo que debía ser la
monarquía en base a unas supuestas leyes fundamentales en los reinos, capases de garantizar la
libertad de los súbditos y frenar la arbitrariedad del rey.
En este sentido, se puede apreciar en artículos publicados en la Gazeta de Buenos Aires en
1810 una poderosa admiración hacia la política inglesa al afirmar que los tres poderes están
repartidos o divididos y que si en Inglaterra estuviera bacante el trono no se caería en anarquía
porque el ejercicio de la soberanía queda en el parlamento. El equilibrio de poderes implicaba que
toda constitución debía “distribuir los tres poderes de un modo que sin estorbarse uno a otro se
sostenga su equilibrio para que no ataquen a la libertad y derechos de los Pueblos. Comparando esta
situación con la de la Monarquía española en esta época, en la antigua constitución española no era
posible encontrar esta división de poderes, o era bastante imperfecta.
Volviendo entonces al problema principal de la soberanía una vez desatada la crisis, este
implicó un conflicto estructural entre soberanías diversas, debido en parte a la debilidad de los
niveles políticos intermedios. Una debilidad especialmente perceptible en América donde la limitada
aplicación de la reforma de intendencias no logró atenuar el poder de las sociedades locales, cuyo
centro eran los cabildos. A falta de una representación en Cortes, los reinos en América tenían un
solo canal de representación, los cabildos, asentados sobre una estructura territorial basada en
ciudades principales con sus territorios y pueblos dependientes y en una ciudad cabecera que
representaba virtualmente a todo el territorio bajo su dependencia.
Este punto de la soberanía y el rol de los Cabildos son importante para lo que nos compete,
no solo por el papel que éstos asumen en el marco de la crisis sino además por el rol que les cupo
como cuerpo destina a limitar el poder de las nuevas autoridades. Si dicho rol puedo ser atenuado
en la Península a través de la creación de la Junta Central primero y de la reunión de la Corte luego,
la situación va a ser diferente en los reinos de Indias.
Otro cuerpo además de los Cabildos que gozaban de gran prestigio en América eran las
audiencias, pero no jugaron un papel importante durante la crisis para limitar el poder de las nuevas
Juntas, no lograron imponerse como órgano legítimo, tanto las audiencias como el Virrey eran una
prolongación de la potestad del Rey y no del reino.
Pareciera que en principio se sigue con la misma lógica en los dos lados del Atlántico, juntas
primero en la península y luego en América, donde el principio institucional permaneció en principio
intacto ya que ni el Virrey ni la audiencia reconoció la nueva dinastía, al igual que en la península.
Pero más allá de que las reacciones fueron las mismas con la intención de construir un depósito de
soberanía en nombre del Rey, no lo fueron las mismas las circunstancias en las que se dieron.
En el Rio de la Plata, la posición autonomista asumida en 1810 (al no aceptar a las
autoridades sustitutas del rey en la Península y tampoco Virreinal en la colonia) la Junta formada en
mayo en Buenos Aires tuvo la triple tarea de buscar bases seguras en las cuales legitimarse, ejercer
su autoridad de manera concreta sobre un amplísimo territorio y afrontar la guerra frente a los focos
que no estuvieron dispuestos a obedecerle. Además, uno de los grandes dilemas fue como organizar
y distribuir el poder del nuevo cuerpo político, frente a las viejas instituciones heredadas de la
colonia que reclamaban un lugar. Por lo tanto, el principio de autoridad colegiada coexistió con la
idea de que algunos cuerpos heredados del antiguo régimen debían supervisar a los nuevos, la
nueva representación de base electoral tenía la doble prioridad de legitimar y limitar el poder de las
autoridades.
A través de los sucesos españoles y de las posiciones adoptadas internamente en relación a
tales acontecimientos se fueron definiendo las formas de concebir el ejercicio del poder. La reunión
en la Corte de Cádiz fue clave, no solo por obligar a todos los territorios de la Corona a posicionarse
respecto de ella, sino por el aprendizaje que significo esta experiencia para los americanos en cuanto
a incorporar los nuevos componentes del idioma constitucional. En este sentido, la noción de
gobierno representativo y de división de poderes provenía de Cádiz. La necesidad de justificar el
rechazo a participar de una asamblea que, apenas reunida, declaró que “la Nación española es la
reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, empujo a las elites criollas insurgentes a
familiarizarse con las nuevas nociones que ponía en circulación la propia península.
En cuanto a la división de poderes, aunque mereció menos atención por parte de la elite
criolla en un principio, fue un elemento nuevo para pensar los límites de un poder arbitrario. Así,
dicho principio fue funcional como argumento de la insurgencia para legitimar la autonomía
respecto de la Corte primero, y luego la independencia. La constitución de 1812 fue fundamental,
tanto por las herramientas jurídicas que proporciono una elite que hacía de su experiencia
revolucionaria un verdadero aprendizaje del arte de la política, como por la legitimidad que
proporcionaba.
Los hechos relatados a continuación, ocurridos entre mayo de 1810 y fines de 1811, ponen
de relieve que el problema fundamental al que se enfrentaron los rioplatenses fue la legitimidad de
la nueva autoridad política en el marco de la legalidad existente. Cuando al promediar el año 1811,
los conflictos internos de la Junta dejen en evidencia que esta nueva representación también
estimulaba la vocación de autonomía de los pueblos frente a la antigua capital del reino y la
confrontación con el Cabildo cabecera (Buenos Aires), el problema de la distribución de poderes
pasara a tener un nuevo estatus, la legalidad preexistente comenzaba a mostrar sus límites.

El nuevo orden y su problemática legalidad: La ola de lealtad monárquica expresada por los
americanos en 1808, apenas producida la invasión napoleónica a la península, comenzaba a
resquebrajarse a partir de 1810 en algunas regiones. Luego de dos años de un trono vacante, en un
contexto en que la península parecía perdida en manos francesas y en el que la Junta Central
delegaba el depositó de la soberanía en las más frágiles manos del Consejo de Regencia, la
formación de Juntas se extendió por gran parte de América, el arribo de los acontecimientos
significo la muy conocida semana de mayo en Buenos Aries.
El rápido devenir de los acontecimientos le fue dando un nuevo tono a la realidad política. El
reemplazo de los miembros de la Audiencia y la expulsión de los oidores y del Virrey del territorio
rioplatense en 1810 son una primera muestra de ese nuevo curso. El posterior relevo de los
miembros del Cabildo de Buenos Aires y la designación realizada por la Junta Provisional de nuevos
capitulares como así mismo de gobernadores intendentes leales a dicha junta en las intendencias
creadas con las reformas borbónicas completan el cuadro. La autoridad provisoria radicada en
Buenos Aires pretendía elevarse en un centro de poder indiscutido, con voluntad suficiente para
subordinar a las principales instituciones de la colonia y sofocar a través de las armas cualquier
oposición al Nuevo Orden.
¿Pero que era el nuevo orden? ¿Qué potestad tenía la Junta Provisional que supuestamente
lo encarnaba? En la vorágine de acontecimientos desatados después de su formación, la mayor
preocupación de la Junta fue su legitimación, tanto a través del mecanismo electivo (Cabildo
Abierto) debía completar su legitimación en el resto de las ciudades, retomando la doctrina
contractualita para asegurar el derecho de autonomía de los reinos y cuestionar el dominio ejercido
por la península. Una crítica que estaba en sintonía con un discurso que comenzaba a generalizarse
en América en el contexto de la crisis dinástica. Lo cierto es que dicho discurso procuraba explotar al
máximo las desventajas sufridas por los territorios americanos en el sistema implantado por España.
Así, el tema de los riesgos de un poder despótico quedaba casi exclusivamente atado a la relación
con la metrópoli.
La propuesta de Moreno replicaba la de la Península, en términos de los iguales derechos
que le asistían a los americanos de ejercer su soberanía en una asamblea que se proponía como
constituyente, pero eludía utilizar la retórica de legitimación implementada por la Junta de Caracas.
Ni la desigualdad representativa era enunciada como un caballito de batalla ni la división de poderes
constituyo un argumento central en sus artículos. La única referencia de Moreno al principio de
división de poderes estaba asociado al concepto de gobierno mixto, basando sus ideas en la
tradición clásica. El freno al despotismo debía provenir entonces para Moreno de la división de
poderes, entendida esta como equilibrio, cuyo exponente eran tanto las repúblicas clásicas como
Inglaterra donde los reyes estuvieron contenidos gracias al equilibrio de los poderes.
Las preocupaciones de Moreno de todas formas estaban más ocupadas en demostrar el
abuso de poder procedente del sistema colonial que en delinear un mecanismo capaz de limitar la
esfera de acción del nuevo gobierno, mas allá de la conocida formula acuñada por Moreno que
postulaba convertir a los gobernantes en meros “ejecutores y ministros de las leyes que la voluntad
general ha establecido.
Ahora bien, la escasa atención sobre el tema en el debate público porteño no implico que el
problema del abuso de poder en el orden interno no comenzara a plantearse en la dinámica política
concreta. Las primeras medidas adoptadas por la Junta formada en mayo exhibe dos preocupaciones
dominantes: la ya mencionada de legitimarse a sí misma, y la de controlar, subordinar e incluso
anular el prestigio y autoridad de las instituciones heredadas. Pero mientras la Junta procuraba
erigirse en un poder superior, con múltiples funciones y atribuciones, emergían disputas que ponían
en juego, justamente, la noción de control y limite a su autoridad. Dos concepciones comenzaban a
plasmarse en la práctica política desplegada en esos meses: uno son los límites a las acciones de la
Junta provendrían de otros cuerpos (Cabildo porteño y en menor medida, la Audiencia) otro, el
propio carácter colegiado de la nueva autoridad garantizaba el control mutuo entre sus miembros al
hacer reposar la toma de decisiones en un gobierno de muchos y no en una autoridad unipersonal.
En el acta confeccionada por el Cabildo el 25 de mayo de 1810 y en el reglamento del 28 de
mayo elaborado por las nuevas autoridades se mantuvieron las cuatro causas vigentes (guerra-
gobierno-justicia-hacienda) pero con ciertas innovaciones. En primer lugar, a diferencia del antiguo
régimen colonial donde el atributo de justicia recaía en el Rey y este lo delegaba, los miembros de la
junta quedan excluidos del poder judicial, el cual se refundirá en la Real Audiencia, a quien se
pasaran todas las causas contenciosas que no sean de gobierno.
Si bien se puede entender a la designación de la justicia a un órgano específico, no es esto
planteado desde la óptica de la división de poderes, incluso tampoco tuvo correlato en las causas
correspondientes a las otras tres causas ya mencionadas (gobierno-hacienda-guerra) que quedaron
en manos de la Junta ante la ausencia del Virrey y controladas por el Cabildo de Buenos Aires en
carácter de “vigilante”. El cabildo es entonces el cuerpo a partir del cual se emana la autoridad y
legitimidad de la Junta. Y lo hacía en función de una representación que cumpliría ahora un papel
fundamental: Frente a las sucesivas vacancias del poder, el Cabildo de Buenos Aires reasumiría
siempre la autoridad en nombre de esa representación, lo que trajo diversos problemas en la
medida en que excedía la ciudad y el entorno rural e incluía a la representación virtual de un
territorio mucho más amplio que incluía al resto de las ciudades y pueblos del virreinato.
En este contexto la junta se autoproclamaba depositaria de la autoridad Virreinal con
carácter provisional para conservar y guardar los derechos del Rey. Pero cabe destacar que, si bien el
nuevo organismo venia así a reemplazar al destituido virrey, no reclamaba ser el depositario de la
soberanía. Pesto que los legítimos depositario de la tutela de la soberanía frente al cautiverio del
monarca eran, los cabildos y en particular el cabildo cabecera de los reinos.
En cuanto al carácter colegiado de la Junta, se partía del supuesto de que la colegiación
evitaba la tiranía o el despotismo de un gobierno unipersonal en la medida en que las acciones
gubernamentales quedaba en manos de pares, con iguales funciones, que se vigilaban y custodiaban
recíprocamente. El juntismo y la convicción sobre la que este se fundaba de que la colegiación podía
evitar la corrupción y el despotismo era cuestionado por algunos desde una perspectiva que
identificaba al gobierno de muchos con la anarquía y este debate tiene que ver también con la
posibilidad y el “peligro” de creación de juntas en las distintas provincias independientemente de la
Junta en Buenos Aires y además de la decisión tomada en diciembre de 1810 de incorporar a los
diputados electos en las ciudades en calidad de miembros de la Junta convertida a partir de ese
momento en Junta Grande.
Mientras que en el acta capitular del 25 de mayo se disponía el envío de circulares a las
provincias del interior para elegir diputados a un congreso general que debía decidir sobre “la forma
de gobierno que se considere más conveniente”, la circular enviada dos días después contenía una
disposición suplementaria por la cual se establecía que a medida que fueran llegando a la capital, los
diputados se irían incorporando a la Junta. Los nueve representantes del interior hicieron una
interpretación ceñida de la segunda circular para transformarse en árbitros de la crisis que ya
alcanzaba a la junta anterior, Moreno entendía a esta incorporación como un “simulacro de la Junta
Central de España e Indias” y temer que “se realizara por entero el pensamiento de formar juntas
subalternas en los pueblos”.
Efectivamente la Junta Grande es una Junta de ciudades (siguiendo la lógica de la
retroversión de la soberanía) y no una asamblea de representantes. Aunque el poder central procuró
crear juntas subalternas en los pueblos al aplicar el reglamento citado de Febrero de 1811, cabe
destacar que no hubo en el Rio de la Plata intentos de formación de juntas autónomas en las
ciudades (siguiendo el ejemplo de la capital) tal como ocurrió en España y otras regiones de
América. De manera que al promediar el año 1811, comenzaba a confluir temores y amenazas
diversas que ponían en juego un tema crucial: La concentración del poder.
Luego de varios meses de gestión de una Junta compuesta por dieciséis vocales, que no solo
comenzaron a querellar internamente por las divisiones facciosas nacidas de la propia experiencia
revolucionaria sino también por la naturaleza de la representación que asumían sus miembros, al ser
la mayoría de ellos diputados de los pueblos frente a una minoría de Buenos Aires, el idioma de la
división de poderes emergerá en octubre de 1811 como instrumento idóneo en manos de los
primeros para neutralizar la hegemonía que pretendía imponer los segundos.

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