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XXIII
GUERRA Y PAZ
Las religiones ante los conflictos bélicos
en la Antigüedad
GUERRA Y PAZ
Las religiones ante los conflictos bélicos
en la antigüedad
SPAL MONOGRAFÍAS
Nº XXIII
SARUS
Asistencia Religiosa
Sevilla 2016
Colección: Spal Monografías
Núm.: XXIII
Comité editorial:
José Beltrán Fortes
(Director de la Editorial Universidad de Sevilla)
Araceli López Serena
(Subdirectora)
Motivo de cubierta: Sacrificio de Julio Terencio, Dura Europos (c. 239 d.C.), muro
norte de la pronaos del Templo de los Dioses de Palmira (Yale Art Museum).
Prólogo
Alfonso Álvarez-Ossorio Rivas.............................................................................. 9
Militia Christi – Pax Christi. Paz y guerra en los primeros siglos del cristianismo
Francisco Juan Martínez Rojas............................................................................... 209
Guerra y religión en el mundo celta
Manuel Fernández-Götz
Manuel Fernández-Götz*
University of Edinburgh
Figura 1. Monedas galas representando estandartes militares con jabalíes, símbolo de diversas
agrupaciones étnicas y subétnicas (según Fichtl 2004).
Cualquier disquisición sobre “los celtas” debe comenzar por una breve aclaración sobre
el propio concepto y el uso que de él se hace. En la actualidad existe una amplia biblio-
grafía reciente que aborda críticamente dicha cuestión, su construcción historiográfica y
su instrumentalización con fines presentistas (véase sobre todo Collis 2006; también Fer-
nández-Götz 2014: 274-282; González Ruibal 2005; Ruiz Zapatero 1993, 2001, 2005).
Gracias a estos y otros estudios han quedado demostrados los erróneos presupuestos
sobre los que se basaba el concepto tradicional de celta = cultura de La Tène + hablante
de lengua celta + noticias de las fuentes antiguas. Los múltiples usos del término “celta”
fueron ya bien puestos de relieve por Renfrew (1990: 175-176), quien identificó al menos
ocho significados o aplicaciones del mismo: 1) pueblos llamados así por los autores gre-
corromanos; 2) pueblos que se autodenominaron con este nombre; 3) grupo lingüístico
definido por los investigadores modernos; 4) complejo arqueológico de la Segunda Edad
del Hierro definido como “Cultura de La Tène”; 5) estilo artístico desarrollado a partir
del 500 a. C.; 6) “espíritu céltico”, supuestamente reconocible a partir de rasgos atribui-
dos por los autores clásicos a los pueblos celtas; 7) arte irlandés del primer milenio d. C.;
y 8) “herencia céltica” (valores supuestamente heredados).
Es necesario recordar que los conceptos de celtas y germanos, en tanto que macro-
categorías, no son en origen un producto de los mitos nacionales ni una simple creación
de las definiciones imperialistas del siglo XIX, sino nociones transmitidas y en buena
medida construidas por los historiadores y geógrafos de la Antigüedad, una suerte de
“paraguas” bajo el que agrupar una amplia gama de poblaciones. Los autores mediterrá-
neos emplearon estos términos con un sentido étnico, como parte de su concepción etno-
cosmológica. Así pues, tomando como ejemplo los celtas hay que admitir que griegos y
Guerra y religión en el mundo celta 63
Figura 2. Elaboración del concepto de Celtas como resultado de una larga trayectoria de construcción
de percepciones y distorsiones (según Ruiz Zapatero 2005).
romanos describieron unas gentes que desde su punto de vista compartían una serie de
rasgos culturales, que hablaban unas lenguas emparentadas y que en ciertas áreas –¡pero
ni mucho menos en todas!– desarrollaron una cultura material que hoy calificamos como
lateniense. Pero no por ello debemos caer en el error de asumir que existió una identidad
absoluta entre esos tres componentes, y que esa identidad fueran “los celtas” como etnia
(fig. 2). Habría, pues, que diferenciar dos planos paralelos pero complementarios: para
griegos y romanos, “celta” era por encima de todo una categoría étnica –por mucho que
frecuentemente pudiera venir determinada por criterios principalmente geográficos, del
tipo “pobladores septentrionales más allá del arco alpino”– que conformaba su visión
sobre los habitantes del occidente de Europa, sus “mapas mentales”; sin embargo, esto no
quiere decir que todas las poblaciones y personas así designadas poseyeran un sentido de
autoidentidad compartida, constituyendo una misma “comunidad imaginada”.
Desde mi punto de vista, lo que venimos denominando como “céltico” debe concep-
tualizarse en primera línea como un fenómeno de “identidad cultural”, es decir, una serie
de características culturales comunes a amplios territorios atlánticos y centroeuropeos
que no conllevan la existencia de una cultura homogénea, y que tampoco implican un
solapamiento geográfico ni temporal de todos los componentes implicados. Entre los
rasgos en mayor o menor medida compartidos podrían nombrarse las afinidades lingüís-
ticas, elementos ideológico-religiosos como determinadas divinidades comunes, festivi-
dades del calendario ritual, etc. Es decir, un trasfondo ideológico del que sólo poseemos
64 Manuel Fernández-Götz
Is there such a thing as «Celtic culture»? The answer must be no. If, for the sake of this
argument, we take the three communities who are thought to have spoken an early form of
Celtic language in the sitxth century BC –those living in the centre of the Iberian peninsula, in
the Lepontic region, and in Ireland– there is little in the material culture of these three regions
to suggest a commonality of values sufficient to imply any significant degree of cultural unity.
Indeed, it is quite likely that these disparate people would not even have been able to unders-
tand each other’s speech. Their sense of identity would have been based on their lineage groups
and upon larger social constructs, which for convenience we can call tribes, and some of the
tribes might have come together in allegiances and confederations to which names might have
been given, but in no sense would they have thought of themselves as part of a «Celtic nation».
3. LA GUERRA EN LA PROTOHISTORIA
Figura 3. Elementos de ajuar con armas de la tumba 1178 de Wederath (según Haffner 1978).
como nos recuerda lo expuesto por Aristóteles en su Política (IV, 4, 15) con respecto a
las poleis griegas: “sucede con frecuencia que los que llevan armas y los que cultivan la
tierra son los mismos”.
En este sentido, me parece muy acertada la reflexión planteada por Collis (1994: 33),
quien a su vez nos alerta de forma ejemplarizante sobre la importancia de la terminología
empleada:
for many archaeologists, the burials of La Tène A-C are «warrior» burials, whereas for me they
are «burials with weapons». This is not merely a matter of semantics, it signifies a fundamen-
tal difference of attitude. In the traditional interpretation of «Celtic Society» such individuals
represent an élite, a warrior class who feast, boast, fight, and drink wine through their mous-
taches. For me they are wealthy farmers whose social position is signified by their weapons.
Sea como fuere, la frecuente deposición de armas en sepulturas de la Edad del Hierro
“céltica”, pero también en numerosos santuarios como por ejemplo Mirebeau (Bataille
2008), Martberg (Nickel et al. 2008), Gournay-sur-Aronde (Brunaux et al. 1985) o Ribe-
mont-sur-Ancre (Brunaux 1999), aporta importantes claves para la comprensión de los
aspectos ideológicos de estas comunidades, al atestiguar un ethos guerrero que debió ser
compartido por el conjunto de la sociedad, incluidas las mujeres. La “cultura guerrera”
habría constituido un elemento fundamental en la elaboración de la identidad colectiva
e individual (Bataille et al. 2014)1, y de algunos pasajes de las fuentes escritas como el
concerniente a la gran asamblea popular trévera (BG V, 56; vid. infra) se deduce que la
movilización de efectivos militares en tiempos de conflicto abarcaría a más personas de
las que recibirían armas en las tumbas. Más aún, no debemos imaginar que la práctica de
la actividad militar se encontrara restringida exclusivamente al ámbito masculino, pues
comenzamos a contar con algunas evidencias que sugieren una posible participación de
mujeres en combates, como muestran recientes análisis osteológicos del sur de Inglaterra
(Redfern 2008).
1. Una buena reflexión sobre el concepto de martiality y su importancia central en las sociedades célticas
y germánicas puede encontrarse en Roymans (1996: 13-20).
Guerra y religión en el mundo celta 67
siglo XX, ha permitido abrir nuevas perspectivas al destacar el rol simbólico de las
defensas (Neustupný 2006), pero en algunos casos a costa de introducir una distorsión
del pasado igual o mayor que la anterior, como bien ha expuesto James (2007: 166-167)
en su brillante artículo “A bloodless past”2:
Es necesario, por tanto, elaborar visiones más equilibradas: no podemos pasar de ver
en las murallas una simple respuesta ante amenazas externas a adjudicarles únicamente
un valor simbólico desprovisto de utilidad defensiva real. El propio relato de César, por
citar sólo un ejemplo, está repleto de referencias al papel defensivo, militar, desempe-
ñado por los oppida galos, que podían funcionar como bases de operaciones en las que se
concentraban numerosos contingentes de tropas y como plazas fuertes en las que resistir
un asedio. Al mismo tiempo, la Arqueología demuestra cada vez más que el mundo celta
estaba imbuido de un fuerte ethos guerrero (Brunaux 2004; Deyber 2009), aspecto que
2. El irónico título de un epígrafe de Armit (2007) resulta también muy expresivo a la hora de describir la
evolución que han experimentado las interpretaciones: “the pacified hillfort”.
68 Manuel Fernández-Götz
3. Cada 20-25 años en el caso de un murus gallicus (Rieckhoff 2010: 291).
Guerra y religión en el mundo celta 69
yacimientos como castros y oppida, que constituían una escenificación del poder de la
comunidad y por ende del de sus élites. Por nombrar un ejemplo, Buchsenschutz (1995: 54)
ha apuntado que las puertas de los oppida centroeuropeos parecen haber estado más pen-
sadas para controlar personas y bienes que sólo para la defensa. Los amurallamientos eran
emblemas de la identidad comunitaria, actuando como referentes interiores y exteriores
del paisaje y de la sociedad. Invertir en ellos era sinónimo de invertir en capital simbólico,
siendo su realización la expresión de una decisión política. Este rol ostentativo, que en oca-
siones va incluso en detrimento de la eficacia defensiva, queda patente en las dimensiones
y en la calidad estética de numerosas murallas y puertas. Un buen ejemplo lo encontramos
en los bloques perfectamente tallados que componen el murus gallicus de Fossé des Pan-
dours, o en la monumental Porte du Rebout de Bibracte, de más de 20 m de ancho, donde
la función defensiva queda claramente en un segundo plano en beneficio del efecto visual:
la puerta, no lo olvidemos, es la cara de la comunidad al exterior. De hecho, Woolf (2006)
ha planteado la sugerente hipótesis de que la monumentalidad de la Edad del Hierro esta-
ría dirigida esencialmente hacia el exterior, ya que una vez que el visitante entraba en un
oppidum nada del interior resultaba tan imponente como la fortificación que acababa de
traspasar. Esto marcaría, según el citado investigador, un contraste entre el mundo celta y el
romano, pues en este último se daría la situación inversa.
Las reflexiones acerca de la “funcionalidad” de las fortificaciones se limitan a
menudo a discutir sobre su función una vez construidas, sin reparar en que el propio
acto de organizar y llevar a cabo la obra podía ser a veces igual o incluso más importante
(Rieckhoff 2010: 291), como bien ha puesto de relieve Woolf (1993: 232):
it may be that in some cases it was the action of fortifying, rather than the end product, which
was of greater social significance.
disponemos de mayor información4. Por otro lado, la gran cantidad de clavos de hierro
empleada en la construcción de los murus gallicus de numerosos oppida representa una
inversión material enorme a cambio de una eficacia limitada, evocando más una prác-
tica simbólica de carácter ritual en línea con la tradición de depósitos metálicos en las
fortificaciones que una utilización de tipo “racional” (Nicolai y Buchsenschutz 2009).
En resumidas cuentas, los límites marcados por las fortificaciones no serían sólo
materiales, sino también inmateriales, sociales, al constituir un símbolo que delimitaba
el espacio sacro-político del territorio comprendido dentro de su interior, con la corres-
pondiente protección religiosa, estatus y prestigio político (Fichtl 2005), probablemente
de forma parecida a como sucedía con el pomerium romano. El descubrimiento de sepul-
turas, huesos humanos o animales y deposiciones de objetos diversos –como útiles de
hierro, monedas, armas…– en el interior o en las proximidades de las fortificaciones ates-
tigua la realización de prácticas rituales y permite suponer que murallas, fosos y puertas
poseían una significación jurídica, política y sagrada similar a la conocida en el ámbito
mediterráneo (Nicolai 2014). Desgraciadamente, sólo podemos llegar a intuir débilmente
estos aspectos “invisibles”, que para la mentalidad de las gentes del pasado debieron ser
tan o más importantes que los visibles.
4. Por citar sólo un ejemplo, la capital del Imperio incaico Cusco fue diseñada según el Inca Garcilaso de
la Vega en forma de puma.
Guerra y religión en el mundo celta 71
Pasando ya al ámbito de los santuarios, la antigua Belgium –que abarca las actuales regio-
nes de Picardía y Alta Normandía en el norte de Francia– ha proporcionado algunos de los
ejemplos más espectaculares de lugares sacros celtas dotados de un fuerte componente
marcial (Brunaux 2000, 2006; Poux 2012). Su evidencia arqueológica encaja bien con el
carácter fuertemente guerrero atribuido por autores clásicos como César (BG I, 1, 1-3)
o Estrabón (IV, 4, 3) a los pueblos belgas. Los casos mejor conocidos son Gournay-sur-
Aronde y Ribemont-sur-Ancre. Aunque sus características son muy diferentes, ambos
santuarios comparten una elevada presencia de armas (principalmente espadas, lanzas y
escudos), así como también de restos óseos humanos, aspecto este último especialmente
destacado en Ribemont donde se han descubierto varios osarios.
El yacimiento de Ribemont-sur-Ancre hunde sus raíces en el siglo III a. C. para
continuar –con diversas reestructuraciones– hasta la Antigüedad Tardía (Brunaux 1999,
2009; Rose 2015; Scheer 2012-13b). El santuario de la Edad del Hierro se componía de
dos áreas principales de diferente forma y función: un espacio cuadrangular de 40 m², y
un recinto trapezoidal que incluía en su interior otro de menor tamaño y forma circular.
El elemento más destacado de Ribemont es el denominado charnier, un depósito con
especial concentración de restos humanos y armamento situado junto al recinto cuadran-
gular. En él se hallaron los restos de más de 100 individuos, principalmente hombres de
entre 16 y 40 años con evidencias de trauma. Especialmente significativo es el hecho de
que numerosos huesos se encontraran en conexión anatómica, pero que al mismo tiempo
Al tratar sobre la guerra es necesario reflexionar también sobre los mecanismos que dan
lugar al establecimiento de un conflicto armado o a su eventual cese. Un elemento fun-
damental en este sentido son las denominadas asambleas populares. Éstas constituían un
fenómeno común en las sociedades célticas y germánicas, incluso entre aquellos gru-
pos que seguían teniendo reyes (Fernández-Götz 2011a, 2013; Fichtl 2004: 124; Muñiz
Coello 2000; Roymans 1990: 30-31; Wenskus 1984). A dichas asambleas acudían tanto
miembros de la aristocracia (incluidos los reyes, en el caso de haberlos) como segmentos
mucho más amplios de la sociedad, básicamente los hombres libres, portadores de armas.
Las obras de César y Tácito contienen diversas alusiones a esta participación de hombres
armados:
[…] en virtud de una ley común se obliga a acudir a la totalidad de los jóvenes provistos de sus
armas (BG V, 56, 2). […] La multitud entera prorrumpe en un clamor y, según su costumbre,
hace resonar las armas, según acostumbran con aquel cuyo discurso apoyan (BG VII, 21, 1).
Cuando la multitud lo juzga oportuno, se sientan en asamblea armados […] La forma
de asentimiento más honorable es la alabanza expresada con las armas (Germania 11). […]
Ningún asunto tratan, ni público ni privado, a no ser armados (Germania 13).
Viendo que acudían a él espontáneamente […], y que no le iban a faltar tropas de volun-
tarios en el caso de que saliera de su territorio, convoca una asamblea de guerreros. Con esta
costumbre de los galos se da comienzo a una guerra: en virtud de una ley común se obliga a
acudir a la totalidad de los jóvenes provistos de sus armas, y el último que llega es muerto a la
vista de la tropa, después de haber recibido toda clase de tormentos. En esta asamblea declara
enemigo y confisca sus bienes a Cingétorix, líder de la otra facción y yerno suyo, que […] se
había mantenido fiel a César y nunca le había abandonado. Hecho esto, anuncia en medio de la
asamblea que ha sido reclamado por los senones y los carnutes, y por otros muchos pueblos de
la Galia: «Que desde allí se proponía a marchar a través del territorio de los remos y devastar
sus campos, y que antes de llevar esto a cabo iba a atacar el campamento de Labieno». Da
órdenes sobre lo que quiere que se haga.
Nos encontramos ante una estrechísima interrelación entre guerra, política y religión,
pues la convocatoria de la asamblea trévera constituía a la par un acto político (pre-
paración para la campaña militar, degradación del principal contrincante por el poder)
pero también religioso (sacrificio ritual del último guerrero en llegar). Más aún, dado
que está atestiguada la realización de sacrificios humanos a Teutates (Lucano, Farsalia
I, 444-446), resulta posible plantear la hipótesis de que las inmolaciones citadas en el
marco de las asambleas trévera (BG V, 56) o sueva (Tácito Germania 39) habrían estado
consagradas precisamente a dicha divinidad, identificada por Almagro-Gorbea y Lorrio
(2011) como el epíteto referente al antepasado mítico divinizado o héroe fundador de
cada agrupación.
En el desarrollo de las asambleas populares hay que tener muy en cuenta el rol des-
empeñado por las identidades de género y edad, ya que a tenor de las fragmentarias
fuentes disponibles la participación correspondería a los hombres adultos libres. Si la
otra mitad de la población adulta, la compuesta por las mujeres, tuvo también –al menos
ocasionalmente y de forma aislada– algún tipo de acceso y protagonismo es algo que
resulta prácticamente imposible de determinar con certeza; en todo caso, algunas noticias
como las aportadas por Plutarco (De Mulierum Virtutibus VI) o Polieno (VII, 50) invitan
a no descartar por completo dicha posibilidad (Green 2005: 93-105), pudiendo pensarse a
modo de ejemplo en una asistencia restringida de ciertas mujeres de la élite o de especia-
listas religiosas, cuya existencia resulta más que plausible (Aldhouse-Green 2010: 229).
También el estatus social debió jugar un importante papel en el transcurso de estas
amplias reuniones colectivas, ya que resulta ilusorio pensar que todas las personas ten-
drían igual capacidad de influencia (Roymans 1990: 30-31). A la hora de la verdad, el
poder coercitivo que podían ejercer tanto las masas de clientes del representante de una
determinada facción (Wenskus 1984: 450) como ciertas autoridades o disposiciones reli-
giosas (Torres Martínez 2011: 377-378) determinaría en muchos casos el rumbo de las
asambleas, aunque también hay que considerar otros escenarios como la existencia de
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eventuales tensiones entre grupos de edad y el disenso (Brunaux 2004: 139; Wenskus
1984: 450). Si bien la anuencia popular no podía ser completamente obviada, la fórmula
“un hombre, un voto” no debió darse prácticamente en ningún lugar (Wenskus 1984:
447). Aunque referido al ámbito “germánico”, un pasaje de Tácito resulta revelador a
este respecto:
Ordenan guardar silencio los sacerdotes, quienes también entonces tienen poder coerci-
tivo. Luego el rey o los jefes, cada uno según su edad, nobleza, gloria militar o elocuencia,
dejan escuchar su voz más debido a su autoridad para persuadir que a su poder para ordenar
(Germania 11).
Figura 7. Plano del oppidum de Titelberg, con el foso (1) que delimita el espacio público para
ceremonias y asambleas (según Metzler et al. 2006, modificado).
buena parte de la primera mitad del siglo I a. C. y resulta por tanto claramente anterior
a la conquista romana, se erigieron en este espacio empalizadas paralelas y móviles que
delimitaban corredores de ca. 4 m de ancho y al menos 60 m de largo. Dichas estructuras,
que según la estratigrafía fueron montadas y desmontadas repetidas veces, han sido inter-
pretadas como instalaciones para votaciones a imagen de las saepta de ciudades itálicas
como Paestum, Fregellae o la propia Roma.
La sucesión de estructuras en el lugar más elevado del oppidum durante varias gene-
raciones, su localización dentro del gran espacio público y el hecho de que la culmina-
ción del programa monumental fuera un enorme fanum galorromano permite atribuir
sin género de dudas un carácter sacro al emplazamiento, función que se remontaría ya
a los tiempos previos a la conquista romana y que concordaría bien con el componente
religioso que debió revestir las votaciones. Por su parte, el detallado estudio de los más
de 150.000 huesos de animales –sobre todo de bóvidos– documentados en relación con
el espacio público atestigua la realización de actividades de carnicería a una escala casi
industrial, sugiriendo junto con las huellas de trabajos ocasionales en piel, hueso, etc. la
celebración a lo largo de la mayor parte del siglo I a. C. de ferias o mercados que habrían
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estado ligados a festividades religiosas. En definitiva, las cerca de 10 Ha del gran espacio
público de Titelberg debieron albergar actividades donde lo religioso, lo político y lo
económico se encontrarían inextricablemente unidos, siendo la definición seguramente
más adecuada la de: “une immense place destinée à accueillir les manifestations politi-
ques et cultuelles de la Cité” (Metzler 2006: 194). Reiteradamente se ha propuesto que
la asamblea multitudinaria de hombres en armas descrita por César (vid. supra) pudo
tener lugar en el espacio público del oppidum de Titelberg, que con sus 10 Ha dispondría
de sobrada capacidad para albergar una reunión de este tipo. Si bien seguramente nunca
podremos conocer a ciencia cierta este hecho concreto, gracias al referido pasaje de De
Bello Gallico sí podemos aseverar que este tipo de grandes encuentros colectivos exis-
tieron entre los Tréveros, y a juzgar por las fuentes disponibles también en muchas otras
áreas del mundo céltico (Fernández-Götz 2011b, 2013).
los druidas […] dictaminan en casi todas las disputas, públicas y privadas, y, si se ha cometido
una fechoría, si ha habido un asesinato, si se discute sobre una herencia o sobre unos límites,
son ellos los que juzgan y fijan las compensaciones y las penas. Si alguien, lo mismo un parti-
cular que un pueblo, no se aviene a su decisión, le prohíben tomar parte en los sacrificios: para
ellos es el castigo más grave (BG VI, 13, 5-6).
son descendientes de Dis Pater: dicen que esto es lo que cuentan las tradiciones de los
druidas” (BG VI, 18, 1). Esta noticia, muy similar a la transmitida por Tácito para los
germanos y su ancestro mítico Mannus (Germania 2), conllevaría la existencia de un
mito de origen común, al menos, a buena parte de las poblaciones galas.
También resulta excepcional el testimonio transmitido por Tácito (Historias IV, 54),
según el cual los druidas habrían profetizado –en el marco de las guerras civiles que
azotaron al Imperio tras la muerte de Nerón en el 68 d. C.– la caída de Roma a manos
de poblaciones transalpinas, recordando que ya siglos atrás la ciudad había sido tomada
por los galos (Zecchini 1984b). De ser cierta, esta noticia implicaría el mantenimiento
de una memoria colectiva durante casi 500 años, lo que obliga a preguntarse sobre los
mecanismos de transmisión de conocimientos y memoria, y de lo cual se deduce que
debieron preservar igualmente el recuerdo de otros hechos destacados del pasado, como
las grandes migraciones o las hazañas de reyes y guerreros legendarios. Como han seña-
lado Kristiansen y Larsson (2006: 285), genealogías y relatos heroicos –categoría en la
que se encuadraría la noticia referida– pueden tener un marco temporal de 500-700 años
o más, lo cual no quiere decir que estuvieran exentos de modificaciones o reinterpreta-
ciones. Druidas y bardos habrían sido, en definitiva, los “guardianes de la memoria” del
mundo celta (Scheer 2012-13a), tarea que difundirían también a través de su labor como
educadores.
En cualquier caso, el elemento que más debió contribuir a sostener un cierto sentido
de integración, al menos a nivel “pan-galo”, fue seguramente la reunión anual de los
druidas:
En cierta época del año, celebran una reunión en el territorio de los carnutes –considerado
el centro de toda la Galia–, en un espacio sagrado. De todas partes acuden hasta allí los que
tienen litigios, y se someten a sus decisiones y dictámenes (BG VI, 13, 10).
Los contenciosos tratados afectarían en primera línea a tribus y otro tipo de agru-
paciones sociopolíticas, teniendo la asamblea un fuerte carácter político y diplomático
(Brunaux 2009: 263-264), todo ello imbuido –como no podía ser de otra forma en el
Mundo Antiguo– de un fuerte componente religioso que otorgaría legitimidad a las deci-
siones. Por otro lado, la referencia a que el emplazamiento era considerado el “centro de
toda la Galia” recuerda a lugares como Delfos o Cusco, considerados en sus respectivas
culturas como omphalos u “ombligos del mundo”. En este sentido, cabe destacar la com-
paración –nada descabellada– planteada por Jullian (1908: 97) entre la asamblea gala
celebrada en el territorio de los Carnutes y la Anfictionía de Delfos en Grecia.
78 Manuel Fernández-Götz
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82 Manuel Fernández-Götz
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