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ISSN 1989-3906
Contenido
FICHA 1 ........................................................................................................... 16
Evaluación psicológica forense de menores víctimas de abuso sexual infantil
FICHA 2 ................................................................................................................................. 21
Intervención psicológica con menores víctimas de abuso sexual infantil
Consejo General de la Psicología de España
Documento base.
Abuso sexual infantil: Evaluación e intervención
clínico-forense
El maltrato y el abuso sexual infantil no son problemas recientes, si bien actualmente son múltiples los casos que
aparecen en los medios de comunicación y de los que tenemos conocimiento. En mayor o menor medida, la victimi-
zación infantil es una constante histórica, que se produce en todas las culturas y sociedades y en cualquier estrato so-
cial (Finkelhor, 2008).
El abuso sexual infantil, no obstante, ha sido una de las tipologías de victimización más tardíamente estudiada. La
investigación sobre maltrato infantil se inició focalizándose, casi exclusivamente, en el análisis de los malos tratos de
tipo físico (Arruabarrena y De Paúl, 1999). Sin embargo, cuando se abusa sexualmente de un niño o niña no sólo hay
un daño físico, sino que generalmente existe también una secuela psicológica. Debido a la ausencia, en numerosas
ocasiones, de un daño físico visible, así como a la no existencia de un conjunto de síntomas psicológicos que permi-
tan su detección y diagnóstico unívoco, el abuso sexual infantil ha sido una tipología difícil de estudiar. Por otro lado,
se añaden las dificultades relacionadas con el tabú del sexo y, en especial, al relacionar éste con infancia, así como el
escándalo social que implica su reconocimiento (Díaz, Casado, García, Ruiz y Esteban, 2000).
El descubrimiento del abuso sexual infantil como maltrato frecuente y con importantes y perdurables efectos psicoló-
gicos, tanto a corto como a largo plazo, ha dado lugar en la última década a un notable crecimiento de los estudios
sobre este tema, tanto a nivel nacional como internacional. Si bien en países como Estados Unidos el estudio de esta
problemática se inició hace ya algunos años (véase el trabajo seminal de Kempe, 1978), en nuestro país, el aislamien-
to sociopolítico y el escaso desarrollo de los sistemas de protección social durante el período de la dictadura, han pro-
ducido un retraso en su estudio y, sobre todo, en el conocimiento y la sensibilización social al respecto. No obstante,
durante las últimas décadas han surgido importantes publicaciones que han favorecido el avance del conocimiento
sobre este problema, así como el establecimiento de datos nacionales que han permitido la comparación con el resto
de países occidentales y que muestran que, en España, el abuso sexual infantil es también una realidad (Pereda,
2016).
Como veremos a lo largo de esta unidad, no nos encontramos ante hechos aislados, esporádicos o lejanos, sino ante
un problema universal y complejo, resultante de una interacción de factores individuales, familiares, sociales y cultu-
rales.
Debemos tener en cuenta que a nivel estatal, actualmente tanto la Constitución española como el Código Civil mencio-
nan de forma explícita la protección a la infancia, así como la obligación de comunicar a la autoridad competente aque-
llos casos de posible riesgo o desamparo infantil de los que se tenga conocimiento. Se hace, por tanto, necesario conocer
en profundidad esta tipología de victimización infantil, dado que la falta de conocimientos, o la existencia de conoci-
mientos erróneos, puede tener graves consecuencias en la detección, evaluación y tratamiento de estas víctimas.
DEFINICIÓN Y TIPOLOGÍA
Definición del abuso sexual infantil
Una de las cuestiones más difíciles a la que se enfrentan los profesionales en el estudio del maltrato y, específica-
mente, en el abuso sexual infantil, es su correcta detección, que deriva, en gran parte, de la imposibilidad de estable-
cer una definición unificada y reconocida por parte del colectivo de profesionales implicados (Palacios, Moreno y
Jiménez, 1995).
Existen importantes discrepancias en múltiples criterios como la edad límite del victimario, la edad de la víctima o
las conductas que pueden considerarse abuso sexual. En este sentido, cabe tener en cuenta que la victimización se-
xual en la infancia comporta diferentes conductas sexuales con un menor llevadas a cabo bajo coerción, manipula-
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ción o uso de la violencia, entre las que se incluye el denominado abuso sexual infantil. Si bien es cierto que el abuso
sexual es la forma de victimización sexual más estudiada, no es la única de ellas. Según el sector profesional desde el
que se trate el caso se establecerán definiciones más amplias (profesionales del ámbito social y de la salud) o más res-
trictivas y correspondientes a tipos delictivos específicos (profesionales del ámbito policial y de justicia). Las dificulta-
des, en muchos casos, de demostrar a nivel penal la existencia de este tipo de delitos sexuales a un menor hace que,
frecuentemente, no exista una correspondencia entre el concepto clínico y el jurídico de este problema. Además, des-
de el inicio de su estudio, la definición de abuso sexual ha ido variando y, en muchos casos, ampliándose para añadir
nuevas conductas anteriormente no incluidas. Cabe destacar el efecto de la cultura en la definición de abuso sexual
infantil, especialmente en países que no pertenecen a la corriente de pensamiento occidental (Stainton Rogers, Stain-
ton y Musitu, 1994).
No obstante, encontrar una definición adecuada resulta trascendente, ya que de dicha definición dependerán cues-
tiones de gran implicación clínica como la detección de los casos o las estimaciones estadísticas del problema, entre
otros. En nuestro país, la mayoría de profesionales siguen los criterios propuestos por Finkelhor y Hotaling (1984), y
ratificados por López (1994), como son la coerción y la asimetría de edad.
La coerción se refiere al contacto sexual mantenido con un menor mediante el uso de la fuerza física, la amenaza, la
presión, la autoridad o el engaño, y ha de ser considerada criterio suficiente para etiquetar una conducta de abuso se-
xual, cuando no haya uso de la fuerza ni la violencia, o de agresión sexual, si hay amenazas u otras formas de violen-
cia, independientemente de la edad del agresor. Es importante ser consciente que, en las formas de victimización
sexual contra menores, generalmente no se encuentra presente la violencia física, especialmente cuando al victimario
es un adulto; siendo suficiente una relación de autoridad y/o de confianza entre el victimario y la víctima para que el
abuso sexual ocurra. Por su parte, la asimetría de edad impide la verdadera libertad de decisión del menor e imposibi-
lita una actividad sexual compartida, ya que los participantes tienen experiencias, grado de madurez biológica y ex-
pectativas muy diferentes respecto a la relación sexual (Cantón y Cortés, 2000). Si bien pueden aparecer dificultades
al delimitar cuál es la diferencia de edad entre los participantes de una relación sexual para poder considerar que se
está produciendo un abuso sexual, la mayoría de especialistas, siguiendo las recomendaciones de Finkelhor y Hota-
ling (1984) consideran una diferencia de edad de cinco años cuando el menor tiene 12 años o menos, y de diez años
si éste tiene entre 13 y 16 años (López, 1994).
La adopción de estos criterios facilita la detección de los casos y tiene la ventaja de incluir las conductas de victimi-
zación sexual que cometen unos menores sobre otros y que, en los últimos años, parecen ser un problema que los
profesionales han de afrontar de forma frecuente (Sperry y Gilbert, 2005).
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Tendríamos también abusos agudos, que el menor sufre en una única ocasión, habitualmente llevados a cabo por
desconocidos, o crónicos, aquellos que se producen en más de una ocasión, pueden perdurar largos períodos de
tiempo y suelen ser cometidos por personas del entorno cercano del menor (Echeburúa y Guerricaechevarría, 2000).
Cabe tener en cuenta que una mayor frecuencia y duración del abuso incrementan el riesgo de psicopatología en la
víctima (Kendall-Tackett, Meyer y Finkelhor, 1993).
Estudios recientes incluyen una nueva categoría, dentro del abuso sexual sin contacto físico, como es la exposición
involuntaria a material sexual en Internet (Mitchell, Finkelhor y Wolak, 2003). En este caso no existiría un victimario
directo, sino que el menor, por sí solo, al utilizar Internet para chatear, buscar información o jugar, es expuesto de for-
ma involuntaria a un material con escenas sexuales explícitas. Sabina, Wolak y Finkelhor (2008) encontraron que un
93% de los chicos y un 62% de las chicas analizado habían sido expuestos a pornografía en Internet, generalmente
antes de la mayoría de edad. Investigaciones realizadas por estos y otros autores (Ybarra y Mitchell, 2005) confirman
la frecuencia de esta forma de victimización, así como el malestar psicológico que esta exposición involuntaria provo-
ca en los menores.
En este contexto virtual, cabe destacar el denominado on-line grooming o abuso sexual a través de Internet referido
al proceso por el que un individuo entra en contacto con un menor a través de Internet, habitualmente haciéndose pa-
sar por otro menor, o por un personaje conocido del ámbito juvenil, y establece una relación de aparente amistad con
la intención de mantener conductas sexuales en línea o citarse en el mundo real para cometer abusos sexuales (Cra-
ven, Brown y Gilchrist, 2006).
Muy relacionadas, las solicitudes sexuales a través de Internet u online sexual solicitation son proposiciones dirigidas
a implicar a un menor en actividades o conversaciones sexuales o a que proporcione información sexual personal que
son no deseadas o, aunque puedan ser deseadas por la víctima, son incitadas por un adulto (véase, por ejemplo, el
trabajo de Mitchell, Finkelhor y Wolak, 2007).
En esta línea, otros estudios, como el trabajo de Leander, Granhag y Christianson (2005), han analizado las caracte-
rísticas y efectos psicológicos de las llamadas telefónicas obscenas. Esta tipología de abuso sexual sin contacto físico
parece conllevar un importante malestar psicológico en los menores analizados, especialmente cuando se repite en el
tiempo y el menor obedece las órdenes del acosador, así como una tendencia a ocultar esta experiencia por senti-
mientos de incomodidad y vergüenza (Larsen, Leth y Maher, 2000).
También hay que añadir el reciente sexting, compuesto por las palabras en inglés sex y texting, en referencia al uso
de teléfonos móviles con cámaras incorporadas ara producir y distribuir imágenes de uno mismo, o de otros, en una
postura o actitud provocativa que manifiestan una clara intención sexual (Mitchell, Finkelhor, Jones y Wolak, 2012) y
que puede comportar consecuencias graves en el estado emocional y el desarrollo del menor implicado.
Es importante tener en cuenta, por las características y por los efectos específicos que tiene en las víctimas, la explo-
tación sexual infantil (UNICEF, 1996), considerada una de las violaciones más severas de los derechos humanos de ni-
ños, niñas y adolescentes y una forma de esclavitud contemporánea, basada en el abuso sexual del menor y en la
remuneración económica o en especie, para la propia víctima o para terceras personas.
La explotación sexual de niños, niñas y adolescentes puede tomar varias formas que suelen estar muy relacionadas
entre sí y entre las cuales destaca la creación de pornografía infantil y los espectáculos sexuales en que participan ni-
ños, niñas y adolescentes; la explotación de los menores mediante la prostitución o prostitución infantil, que no se
restringe a las relaciones con coito, sino que también incluye cualquier otra forma de relación sexual o actividad eró-
tica (Eastes, 2001); el tráfico de niños, niñas y adolescentes con finalidades de explotación sexual; la explotación se-
xual comercial infantil en los viajes o turismo sexual infantil, referida a la explotación cometida por personas que se
desplazan fuera o dentro de su país con el objetivo de mantener relaciones sexuales con menores de dieciocho años
(ECPAT, 2004); y los matrimonios precoces o forzados, sin consentimiento real del menor, puesto que en muchos ca-
sos los niños y las niñas son obligados o, simplemente, son demasiados jóvenes para tomar una decisión real, con co-
nocimiento de causa, respecto a las implicaciones que comporta este acto (UNICEF, 2001).
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las que se ha estudiado (véanse, por orden de publicación, Pereda, Guilera, Forns y Gómez-Benito, 2009; Stolten-
borgh, van IJzendoorn, Euser y Bakermans-Kranenburg, 2011; Barth, Bermetz, Heim, Trelle y Tonia, 2014).
Cabe tener en cuenta que los estudios que han analizado la extensión de la victimización sexual de menores utili-
zan diferentes metodologías que cabe conocer dado que pueden dar lugar a confusión en la interpretación de los re-
sultados obtenidos y dificultan la correcta comprensión de los mismos.
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del 4,1% en los chicos y del 13,9% en las chicas. España es un país pionero en Europa dentro de esta línea de estudio
y cuenta con diversos trabajos que han analizado la victimización sexual en menores atendidos en centros de salud
mental infantojuvenil, chicos y chicos tutelados por los servicios de protección o implicados en el sistema de justicia
juvenil (véase, Pereda, Abad, Guilera y Arch, 2015). La Tabla 1 muestra una comparativa de los porcentajes de preva-
lencia de la victimización sexual en menores españoles en función de su grupo de origen. Como puede verse, las chi-
cas son significativamente más victimizadas que los varones en todos los grupos y formas evaluadas, así como los
chicos y chicas de centros de protección y justicia juvenil, en los que la victimización sexual acontece a 1 de cada 3
menores.
TABLA 1
PREVALENCIA DE VICTIMIZACIÓN SEXUAL A LO LARGO DE LA VIDA EN MENORES ESPAÑOLES
Victimización sexual Centros educativos Centros de salud mental Centros de protección Centros de justicia
Total Sexo (%) Total Sexo (%) Total Sexo (%) Total Sexo (%)
Con contacto físico 36 (3,3) 1,5 5,2 3,57* 17 (11,4) 3,8 15,6 4,72* 28 (21,7) 6,3 36,9 8,35* 8 (7,9) 4,9 21,1 5,20*
Sin contacto físico 69 (6,2) 2,9 10,1 3,79* 15 (10,1) 1,9 14,6 8,88* 20 (15,5) 9,4 21,5 2,34 11 (10,9) 6,1 31,6 7,11*
Total 97 (8,8) 4,1 14,2 3,89* 24 (16,1) 5,7 21,9 4,67* 38 (29,5) 14,1 44,6 4,36* 16 (15,8) 9.8 42.1 6.73
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Problemas funcionales
Dentro de este grupo se encuentran aquellas consecuencias del abuso sexual infantil que representan dificultades en
las funciones fisiológicas de la víctima. Destacan los problemas de sueño (en un 56% de los casos, según Mannarino
y Cohen, 1986), la pérdida del control de esfínteres (18% de los casos, según Mannarino y Cohen, 1986). Estudios so-
bre víctimas de abuso sexual y problemas de la conducta alimentaria (en un 49% de los casos, según Swanston et al.,
1997) muestran una mayor frecuencia en estos niños y niñas de insatisfacción con su cuerpo, restricción alimentaria,
conductas de purga y atracones (Wonderlich et al., 2000).
Problemas emocionales
Dentro de este apartado se encuentran algunos de los problemas de tipo internalizante, siguiendo la categorización
de Achenbach (1991), más frecuentemente observados en víctimas de abuso sexual infantil. Destaca por su elevada
frecuencia en estos menores la sintomatología postraumática (véase la revisión de Rowan y Foy, 1993 al respecto),
con una prevalencia situada cerca de la mitad de las víctimas (Ackerman, Newton, McPherson, Jones y Dykman,
1998), y tanto para estrés postraumático simple como complejo (Tremblay, Hébert y Piché, 2000). También se obser-
van síntomas de ansiedad y depresión (entre un 4 y un 44% en niños y entre un 9 y un 41% en niñas víctimas de abu-
so sexual infantil, Ackerman et al., 1998); así como baja autoestima, sentimiento de culpa y de estigmatización (en un
41% para Tebutt, Swanston, Oates y O’Toole, 1997).
La ideación y/o la conducta suicida se da en un elevado número de casos como muestran los trabajos de Garnefski y
Diekstra (1997) (un 37,4% de las chicas y un 50% de los chicos) y Martin, Bergen, Richardson, Roeger y Allison
(2004) (un 29% de las chicas y un 50% de los chicos).
Problemas de conducta
Se ha observado una relación entre la experiencia de abuso sexual y la presencia de problemas generales de con-
ducta (véase la revisión de Maniglio, 2014), si bien cabe resaltar algunos de los problemas específicos que las vícti-
mas de abuso sexual presentan en este área.
Conducta sexualizada
La presencia de conductas sexualizadas, también denominadas comportamientos erotizados, es uno de los proble-
mas más frecuentes en víctimas de abuso sexual infantil, siendo tomada habitualmente como un indicador de marca-
da fiabilidad para su detección. Como ejemplo, en la revisión de Bromberg y Johnson (2001) los autores indican que
la conducta sexualizada es 15 veces más probable en menores víctimas de abuso sexual que en no víctimas. Sin em-
bargo, estas conductas no son exclusivas de las víctimas de abuso sexual y pueden producirse por otros motivos dife-
rentes a la experiencia de abuso que deben tenerse en cuenta.
Por otro lado, algunos autores han confirmado que las conductas sexualizadas en la infancia parecen relacionarse con
conductas promiscuas y embarazos no deseados en la adolescencia (Noll, Shenk y Putnam, 2009), aumentando el riesgo
de revictimización en etapas posteriores. La prostitución en víctimas de abuso sexual infantil menores de edad es tam-
bién uno de los problemas relacionado con el área de la sexualidad encontrado por algunos autores (Cusick, 2002).
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En general destaca, como afirma Barudy (1993), el rápido y prematuro crecimiento con que las víctimas de abuso se-
xual infantil se desarrollan a nivel de su sexualidad, contrastando con las dificultades que presentan para crecer en el
plano psicoafectivo y relacional.
Conformidad compulsiva
Crittenden y DiLalla (1988) propusieron la existencia de un patrón de conducta específico, denominado de confor-
midad compulsiva, utilizado por algunas víctimas de malos tratos, abuso sexual y negligencia para acomodarse a su
situación y poder sobrevivir, física y psicológicamente a ésta. Los autores definen esta estrategia como la presencia de
un comportamiento conformista y vigilante, que reduce el riesgo de comportamientos hostiles y violentos por parte de
sus agresores y aumenta la probabilidad de interacciones agradables con ellos. En el estudio, las víctimas de abuso se-
xual fueron aquellas que presentaban un mayor nivel de conformidad compulsiva. No obstante, si bien los autores ini-
cialmente abogan por el efecto adaptativo de esta estrategia, también alertan del riesgo que implica si se generaliza al
resto de relaciones interpersonales de la víctima, como suele suceder en casos de abuso sexual infantil.
Problemas funcionales
Los problemas físicos y fisiológicos que se han asociado con la experiencia de abuso sexual infantil son frecuentes y
muy diversos (véase la revisión de Irish, Kobayashi y Delahanty, 2009). Se han encontrado dolores crónicos y un peor
estado de salud general en estas víctimas (Finestone et al., 2000), así como una mayor frecuencia de trastornos de so-
matización (Paras et al., 2009). También son múltiples los estudios que demuestran la frecuente presencia de trastor-
nos de la conducta alimentaria en víctimas de abuso sexual infantil, especialmente de bulimia nerviosa (Wonderlich,
Brewerton, Jocic, Dansky y Abbott, 1997) y obesidad (Gustafson y Sarwer, 2004).
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Problemas emocionales
Dentro de este apartado destacan, por su presencia en gran parte de las víctimas de abuso sexual infantil, los trastor-
nos afectivos, como la depresión (Maniglio, 2010) y el trastorno bipolar (Maniglio, 2013a); los síntomas y trastornos
de ansiedad, destacando por su elevada frecuencia el trastorno por estrés postraumático (Maniglio, 2013b); el trastor-
no límite de la personalidad (Ball y Links, 2009); así como las conductas autodestructivas (negligencia en las obliga-
ciones, conductas de riesgo, ausencia de autoprotección, entre otras), nuevamente vinculadas a procesos disociativos
(Rodriguez-Srednicki, 2001); las ideas suicidas e intentos de suicidio (Devries et al., 2014) y las conductas autolesivas
(Klonsky y Moyer, 2008).
Cabe tener en cuenta que muchos de estos diagnósticos se encuentran vinculados a lo que algunos autores han de-
nominado trastorno por estrés postraumático complejo (véase el estudio clásico de Herman, 1992), derivado de la ex-
posición prolongada y repetida durante la infancia a un suceso victimizante, como el abuso sexual infantil. En estos
casos, la víctima puede desarrollar múltiples problemas psicológicos que no deben asumirse como trastornos distintos
e independientes, sino como síntomas causados por una compleja experiencia de victimización en la infancia que
afecta a múltiples áreas del desarrollo y de la salud mental.
Problemas de relación
El área de las relaciones interpersonales es una de las que suele quedar más afectada en víctimas de abuso sexual in-
fantil, si bien pocos estudios han analizado este fenómeno (véase la revisión de Davis y Petretic-Jackson, 2000). Des-
taca la presencia de un mayor aislamiento y ansiedad social, menor cantidad de amigos y de interacciones sociales,
así como bajos niveles de participación en actividades comunitarias (por ejemplo, Abdulrehman y De Luca, 2001).
También aparecen dificultades en la crianza de los hijos, con estilos parentales más permisivos en víctimas de abuso
sexual al ser comparados con grupos control, así como un más frecuente uso del castigo físico ante conflictos con los
hijos y una depreciación general del rol maternal (Roberts, O’Connor, Dunn, Golding y ALSPAC, 2004).
Problemas sexuales
Noll, Trickett y Putnam (2003) mediante un estudio prospectivo, defienden que la sexualidad desadaptativa es la
consecuencia más extendida del abuso sexual infantil, encontrando tanto aversión sexual en las víctimas, como con-
ductas ansiosas y ambivalentes ante la sexualidad. Otros estudios también han confirmado la frecuente presencia de
problemas de tipo sexual en víctimas de abuso sexual infantil, como una sexualidad insatisfactoria y disfuncional, una
mayor tendencia al mantenimiento de relaciones sexuales sin protección, a presentar conductas sexuales promiscuas,
un precoz inicio de la sexualidad y un mayor número de parejas sexuales y de riesgo de VIH (Senn, Carey, & Vana-
ble, 2008).
En relación con la prostitución, Wilson y Widom (2008) encontraron, en su seguimiento a víctimas de maltrato in-
fantil (físico, sexual, negligencia) durante más de 30 años, que éstas presentaban entre 1,73 y 2,47 veces más probabi-
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lidad de prostituirse a lo largo de la vida. La explicación parece encontrarse en el desarrollo de una identidad de pros-
tituta o prostitute label por la que la víctima realiza un análisis de sus variables personales, del sexo masculino, de la
violencia y del dinero, en el que la prostitución es una opción más cercana que para otros individuos (Phoenix,
2000).
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Ficha 1.
Evaluación psicológica forense de menores víctimas de
abuso sexual infantil
La valoración pericial relacionada con la evaluación de los abusos sexuales a menores es una de las tareas más en-
comendadas a los psicólogos forenses desde el ámbito judicial (Echeburúa & Subijana, 2008; Manzanero & Muñoz,
2011). El peritaje psicológico surge de las necesidades de los jueces que precisan contar con los aportes y conoci-
mientos que son especificidad de otras ciencias o actividades especializadas y que, por tanto, resultan ajenas a su
propio conocimiento. El dictamen pericial emitido recogerá, por tanto, la opinión objetiva e imparcial de un técnico o
especialista, con unos específicos conocimientos científicos, artísticos o prácticos, acerca de la existencia de un he-
cho y la naturaleza del mismo (Mauleón, 1984, cfr. Ibáñez & Avila, 1990, pag. 294).
Tanto desde la disciplina de la psicología (Aguilera & Zaldivar, 2003; Arch, 2008; Grisso, 1986) como desde el ám-
bito jurídico (Montero, 2001; Muñoz, 1996), se ha alertado de la enorme responsabilidad que ostentan los psicólogos
cuando realizan estas intervenciones, especialmente, ante la evidencia de que el dictamen pericial emitido tendrá un
peso decisivo en la toma de decisión de los jueces o magistrados respecto al objeto de litigio. Por ello, el trabajo del
psicólogo forense debe comportar una gran exigencia científica y ética. De hecho, en las Directrices Especializadas
para psicólogos forenses (Sociedad legal americana y división 41 APA, 1994), se especifica, entre otras, la obligación
del psicólogo forense de seguir los estándares éticos más elevados de su profesión y la de mantener actualizados los
conocimientos del desarrollo científico, profesional y legal dentro de su área de competencia.
La valoración que se solicita en casos de supuestos abusos sexuales a menores, entraña mayor responsabilidad para
el técnico que la realiza dado que, en numerosas ocasiones, el relato del menor es la única evidencia de la que se dis-
pone para valorar la ocurrencia del acto abusivo (Garrido & Masip, 2001), pudiendo tener enormes repercusiones tan-
to para el niño o niña como para los adultos implicados en la denuncia (Berliner & Conte, 1993).
El abuso sexual infantil no suele entrañar violencia, por tanto, no suelen existir pruebas físicas que lo corroboren
(Undeutsch, 1989); la agresión suele producirse sin posibles testigos que puedan confirmar su ocurrencia; el acusado
no suele confesar su acción (Dejong, 1992); y, finalmente, la gran variabilidad apreciada en los indicadores conduc-
tuales (e.g. conducta sexualizada, reacciones emocionales, entre otros), conlleva la imposibilidad de determinar en
base a éstos la posible ocurrencia del abuso (Berliner & Conte, 1993; Lamb, Sternberg & Esplin, 1994).
Valoración psicológica de la credibilidad del testimonio del menor en casos de abuso sexual
Aunque se han realizado abordajes con otras técnicas y procedimientos, como por ejemplo, el estudio de las altera-
ciones fisiológicas (Martínez Selva & Riquelme,1999); actualmente, se mantienen tres enfoques básicos para la eva-
luación de la credibilidad del testimonio en casos de abuso sexual infantil: a) protocolos de entrevista y presencia de
indicadores físicos, psicológicos y sexuales, b) análisis de la veracidad de la declaración y c) técnicas basadas en el
juego con muñecos anatómicos y/o dibujos (Echeburrua & Guerricaechevarría, 2000). No obstante, cabe señalar, que
para la realización de la peritación, es necesario contemplar un sistema que permita la evaluación multiárea y multi-
método, comprendiendo, tanto la propia valoración de la credibilidad, como la exploración psicológica del menor y
la información sobre aspectos físicos y sociales que pueda tener interés para la evaluación; con ello, se pretende dotar
de mayores garantías al dictamen resultante de la evaluación (Jiménez & Martín, 2006). En relación a la solidez de las
valoraciones realizadas a través de la exploración con muñecos anatómicos y/o dibujos, cabe señalar las alertas ofre-
cidas por los investigadores (e.g.: Boat & Everson, 1994), tanto por la posibilidad de que la conducta del menor se en-
cuentre influida por el propio material, como por la consideración de escasa utilidad de los resultados obtenidos si
son considerados de forma exclusiva para el diagnóstico (Garb, Wood, & Nezworski, 2000). Existe una alta probabili-
dad de que las conductas que muestra el niño en su juego con los muñecos anatómicos se encuentren mediatizadas
por diversas variables que deberían ser controladas para poder ofrecer solidez a los resultados (Elliot, O’Donohue, &
Nickerson, 1993).
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Un tema controvertido, al que frecuentemente se alude en relación a estas intervenciones profesionales, se encuen-
tra en la posibilidad de que la acusación del menor resulte falsa. Sin embargo, las investigaciones sobre esta cuestión
nos muestran un bajo porcentaje de falsas acusaciones, que oscilarían entre un 2 y un 8% (Everson & Boat, 1989; Jo-
nes & McGraw, 1987; Trocmé & Bala, 2005), además, cuando éstas se producen, suelen ser o ideadas por adultos o
interpretaciones erróneas del relato del menor, más que una invención deliberada de éste (Berliner & Conte, 1993;
Brown, Frederico, Hewitt, & Sheehan, 2001). Por tanto, la consideración general es que cuando un menor revela una
situación de presunto abuso sexual, existe una altísima probabilidad de que haya ocurrido (Dammeyer, 1998), siendo
el riesgo de falsos negativos lo que supone un importante problema en la estimación del abuso sexual infantil (Berli-
ner & Conte, 1995; Oates, Jones, Denson, Sirotnak, Gary, & Krugman, 2000).
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los criterios, se aplican los denominados criterios de validez (véase Tabla 2) cuyo objetivo estriba en constatar que
la entrevista de la que surge el relato se ha realizado de forma correcta, se evalúan ciertas características del menor
que resultan especialmente significativas para la entrevista, la posibilidad de que exista una motivación para mentir
y la consistencia que mantiene el relato respecto a otros anteriores y/o otras pruebas disponibles.
De la valoración global de los criterios y de la lista de validez se extrae la calificación final que los técnicos otorgan
al relato en función de cinco estratos posibles -creíble, probablemente creíble, indeterminado, probablemente increí-
ble y increíble- (Steller, 1989).
En conclusión, la valoración pericial referida a la
credibilidad del relato en casos de supuesto abuso TABLA 1
sexual infantil requiere de una perspectiva global CRITERIOS DEL CBCA (STELLER & KOEHNKEN, 1989, ADAPTADO)
que considere todos los medios disponibles y el Características Generales 1. Estructura lógica
máximo de factores influyentes, a fin de poder rea- 2. Elaboración no estructurada
lizar un dictamen sólido que ayude al sistema judi- 3. Cantidad de detalles
fantil y tratamiento de las víctimas. En J. Cantón Cuestiones de la investigación 9. Consistencia con las leyes de la
& M. R. Cortés (Eds.). Malos tratos y abuso se- naturaleza
xual infantil, 5ª Edición. (pp. 284-362). Madrid: 10. Consistencia con otras declaraciones
11. Consistencia con otras evidencias
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Ficha 2.
Intervención psicológica con menores víctimas de abuso
sexual infantil
Existen diversas modalidades de tratamiento psicológico que han demostrado su eficacia en víctimas de abuso se-
xual, si bien en nuestro país son escasas las publicaciones al respecto.
Pueden encontrarse múltiples tipos de intervención que varían en función de las diferentes variables implicadas, co-
mo son la edad de la víctima, las características del abuso sexual, la modalidad de tratamiento o a quién se dirige és-
te. En relación a la modalidad de tratamiento, la terapia de grupo parece ser un formato muy efectivo puesto que
contrarresta el aislamiento de la víctima y destruye su creencia que sufre un estigma (Habigzang, Hatzenberger, Dala
Corte, Stroeher y Koller, 2006). De todos modos, tal y como se ha constatado en diferentes trabajos, cuando el trata-
miento se focaliza en la experiencia de abuso sexual, se estructura en una serie de módulos y se centra en los sínto-
mas específicos que presenta la víctima, puede contribuir a una reducción significativa de la sintomatología a corto y
largo plazo, en cualquiera de sus modalidades (para una revisión de este tema léase Skowron y Reinemann, 2005).
El modelo de intervención en el que se centrará este apartado está basado en una orientación cognitivo-conductual,
puesto que, de acuerdo con las escasas investigaciones realizadas, ésta es la que ofrece unos pronósticos más positi-
vos en la consecución de los objetivos fijados y los resultados obtenidos están basados en la evidencia (Hetzel-Riggin,
Brausch y Montgomery, 2007; Ramchandani y Jones, 2003). Específicamente, el modelo que más apoyo empírico ha
recibido es la terapia cognitivo conductual focalizada en el trauma (para una mayor comprensión de este programa
véase el manual de Cohen, Mannarino y Deblinger, 2006).
El tratamiento, desde esta perspectiva, debe consistir en la elaboración previa de un programa de intervención indi-
vidualizado, teniendo en cuenta la evaluación inicial y los múltiples problemas que manifiesta ese menor en concreto
(Friedrich, 1996). Ahora bien, existen algunas normas generales a seguir en este tipo de intervenciones. El tratamiento
actúa sobre las distorsiones cognitivas que la víctima ha desarrollado durante el abuso y sobre los síntomas que pre-
senta. Hablar sobre el abuso, por tanto, supone el primer paso para romper el silencio y el sentimiento de aislamiento
que acompaña a la víctima. Recordar y describir lo que se ha vivido sirve para reducir la tendencia a la disociación y
a la negación que presentan muchas víctimas de abuso sexual y que ha servido como estrategia adaptativa mientras el
abuso se ha producido (Macfie, Cicchetti y Toth, 2001). El hecho de volver a experimentar los sentimientos asociados
al abuso es una pieza clave dentro de la terapia, siendo un objetivo prioritario de la intervención en los casos en los
que la víctima presenta trastorno por estrés postraumático complejo. Esta forma del trastorno deriva de experiencias
traumáticas prolongadas y repetidas en la infancia, lo que conduce al niño a utilizar estrategias de afrontamiento diso-
ciativas que le permiten, mientras se encuentra en esta situación de riesgo, continuar con su vida de forma adaptativa
(véase el manual de Ford y Courtois, 2013).
Por otro lado, existen dos criterios previos a considerar sea cual sea la modalidad de tratamiento que se va a seguir y
que deben regir la intervención con víctimas de abuso sexual infantil. El primer criterio a tener en cuenta es que la
víctima no va a olvidar el abuso, si no que debemos ayudarla a elaborarlo e integrarlo en su vida. En segundo lugar, la
intervención con víctimas de abuso sexual debe basarse en la idea que el abuso sexual es una experiencia, no una
condición clínica ni una patología. Teniendo estos criterios en mente, deberemos decidir si el tratamiento psicológico
es realmente necesario. No es adecuado someter a una víctima de abuso sexual a tratamiento psicológico per se,
puesto que el abuso sexual es una experiencia negativa no un trastorno psicológico (Kendall-Tackett, Meyer y Finkel-
hor, 1993). De este modo, la intervención psicológica no siempre será necesaria. O quizás no sea necesaria en ese
momento. Existe una fuerte tendencia social a creer que todas las víctimas presentan consecuencias adversas deriva-
das de su experiencia de victimización. Es lo que se conoce como sesgo del trauma (Hill, 2011). Sin embargo, las in-
vestigaciones indican que muchas de las víctimas de abuso sexual se muestran asintomáticas a pesar de su
experiencia (entre un 20 y un 30% de las víctimas de abuso sexual infantil permanecerían estables emocionalmente
tras esta experiencia según el estudio de López, 1994).
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La intensidad del impacto dependerá de las variables mediadoras que incidan en ese caso particular y que se rela-
cionan con el tipo de abuso, con el agresor, con la víctima, o con la respuesta del entorno de la víctima, entre otras
(Spaccarelli y Kim, 1995). Tomando la perspectiva de la resiliencia, en aquellos casos en los que la víctima no presen-
ta sintomatología que refuerce la necesidad de tratamiento psicológico, intervenir podría representar someterla a una
segunda victimización. La intervención psicológica siempre supone unos efectos en la persona que la recibe y, cuan-
do no es necesaria, estos efectos pueden agravar el estado de la persona intervenida (Bootzin y Bailey, 2005). Son aún
muy necesarios modelos de intervención que expliquen los efectos de la violencia bajo un enfoque no psicopatológi-
co, que integre la perspectiva de la resiliencia y la psicología positiva.
PROGRAMA DE INTERVENCIÓN
El tratamiento psicológico con menores víctimas de abuso sexual desde la terapia cognitivo-conductual focalizada
en el trauma que se propone supone tres fases (a) una fase de seguridad y restablecimiento de la confianza interperso-
nal, (b) una fase educativa-preventiva y (c) una fase terapéutica.
Es muy importante ser conscientes que trabajar con víctimas de la violencia, si bien es similar en algunos aspectos al tra-
tamiento que se puede ofrecer a cualquier otro paciente, requiere de unas particularidades a tener en cuenta. Y una de
ellas es la seguridad de la víctima. No se puede iniciar el proceso terapéutico si la víctima no se encuentra en un contexto
seguro. Y esto supone que el abuso haya finalizado y que podamos empezar a modificar el modo superviviente en el que
la víctima ha actuado hasta el momento como estrategia adaptativa. Para ello, también debe sentirse segura en el espacio
terapéutico y con su terapeuta. Debemos preguntarle si está cómoda, observar si realmente se siente amenazada en nues-
tro despacho o por nuestra presencia. Todo ello se podrá llevar a cabo con éxito si hemos establecido un buen vínculo y la
víctima confianza en nosotros. Cabe tener en cuenta que la confianza interpersonal se ha visto gravemente dañada en un
caso de abuso sexual, puesto que frecuentemente el victimario ha sido alguien con quien la víctima mantenía una relación
de intimidad y confianza. Así que la confianza en el terapeuta es clave para poder finalizar con éxito la intervención y re-
quiere de nuestro interés prioritario, debiendo ir más allá de una, dos o tres sesiones.
En segundo lugar, la fase educativa-preventiva es de gran importancia dado que proporciona a la víctima autonomía,
reduce el sentimiento de indefensión derivado de la experiencia abusiva, facilita la percepción de una mayor sensa-
ción de control y reduce el riesgo de posibles futuras victimizaciones. Engloba, a su vez, diferentes apartados: (a) In-
formación sobre la sexualidad y sobre el abuso sexual, en la que se debe ayudar al menor a comprender su propia
sexualidad de una forma objetiva y adaptada a su edad. Se deberán confrontar las experiencias sexuales vividas con
una sexualidad sana a través del desarrollo de diversos temas, entre los que destacan, los falsos mitos respeto al sexo y
la sexualidad. Tendremos que hablar de la sexualidad de forma positiva, advirtiendo al menor que algunas personas
pueden utilizarla de forma equivocada y dañar a otros. Es muy importante que los niños y niñas vivan la sexualidad
sin relacionarla con el abuso sexual; (b) Detectar un abuso sexual y quiénes pueden cometerlo. Suele ser frecuente
educar a los niños y niñas para que no confíen en los desconocidos. Si bien éste es un importante concepto a tener en
cuenta, no es efectivo por sí solo en la prevención del abuso sexual puesto que, en la mayoría de casos, los menores
son victimizados por personas conocidas y en las que confían. Debemos enseñar también a los menores cómo saber
cuando el comportamiento de un conocido es inadecuado, reconociendo la propiedad del cuerpo, fomentando la pri-
vacidad y el respeto de las partes íntimas, así como ayudando a reconocer tocamientos inadecuados. Estos conoci-
mientos incluyen enseñar a los niños y niñas a conocer los nombres correctos de las partes del cuerpo y su
equivalente en el lenguaje coloquial, ayudándoles a que puedan revelar una situación de posible abuso sexual y a ser
comprendidos; (c) Aprender estrategias de afrontamiento adecuadas para evitar un abuso sexual, incidiendo en la falta
de responsabilidad del menor ante el abuso pero, a su vez, en su capacidad para evitar nuevas situaciones abusivas.
Esto se consigue enseñando al menor a conocer los derechos humanos y, específicamente, los derechos de los niños y
niñas, saber que puede decir “no”, o saber a quién dirigirse en una situación de riesgo.
Finalmente, la fase terapéutica, propiamente, se compone a su vez de diferentes módulos: (a) Describir el abuso y
los sentimientos asociados, ayudando al menor a identificar las propias emociones y a facilitar el desahogo emocio-
nal. Hemos de ayudar a la víctima a reconocer y expresar sus emociones, como sentimientos humanos que son, de
forma positiva, sin que la dañen ni a ella ni a otras personas, con procedimientos constructivos, así como eliminar es-
trategias de afrontamiento inadecuadas (como la disociación o la negación) (Daigneault, Hébert y Tourigny, 2006); (b)
Evaluar la presencia de ideas disfuncionales y distorsiones cognitivas, destacando, por su elevada frecuencia, la culpa.
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Nuestro rol como profesionales es ayudar a la víctima a entender cognitivamente y a aceptar emocionalmente que él
o ella no ha sido responsable del abuso. La víctima debe comprender los motivos que la obligaron a permanecer en
silencio, e insistir en que la responsabilidad es únicamente del agresor. En esta línea, Cohen y Mannarino (2000) ob-
servaron que las atribuciones internas para el abuso sexual se relacionaban de forma significativa con el sentimiento
de culpa y con el desarrollo de sintomatología psicopatológica, influyendo de forma negativa en el pronóstico del tra-
tamiento psicológico aplicado a estas víctimas. En esta línea, también es necesario trabajar la estigmatización que su-
fren los menores víctimas de esta experiencia, siendo habitual que se sientan diferentes, incomprendidos, dada la
experiencia que han vivido y la visión social que existe de este tipo de maltrato. La desconfianza generalizada es otra
de las variables en las que se deberá intervenir. Debemos ser conscientes que cuando el abuso sexual es intrafamiliar
o cometido por una persona del entorno cercano del menor, el impacto de éste en la confianza de la víctima puede
ser devastador, puesto que ha sido un cuidador, que debía ser protector, quien se ha aprovechado de él o ella y ha
violado su confianza. La víctima ha de aprender a discriminar en quien puede confiar, sin llegar a establecer generali-
zaciones erróneas. Nuestro reto como profesionales es reducir el daño que la víctima ha sufrido en su capacidad de
confiar. El autoconcepto negativo o baja autoestima es otra de las variables a desarrollar, siendo nuestra tarea como
terapeutas favorecer la consecución de una imagen personal positiva y no estigmatizada en la víctima. Estudios como
el de Cicchetti, Rogosch, Lynch y Holt (1993) indican que aquellos menores que mantienen un elevado nivel de auto-
estima pese a la experiencia de maltrato infantil, son también aquellos que suelen presentar una mayor resistencia al
estrés, conceptualizándose la autoestima como un factor que promueve la resiliencia. Aquellas intervenciones que
ayudan a los menores que han sufrido abuso sexual a verse como algo más que víctimas, que luchan contra la victi-
mización como rol identitario, suelen ser las más eficaces. Normalizar la situación del menor y favorecer actividades
en las que pueda demostrar sus cualidades, como la escuela, participar en algún deporte o realizar actividades gratifi-
cantes con familia y amigos, pueden ser muy importantes en la recuperación de la víctima; (c) Manejar las consecuen-
cias del abuso sexual, entre las que destacan los síntomas afectivos como los miedos y la ansiedad. La víctima puede
mostrar reacciones fóbicas ante las conductas afectivas, las personas del mismo sexo que el agresor u otros aspectos
relacionados. Debemos fomentar que la víctima narre el episodio de abuso y exprese sus sentimientos asociados, re-
duciendo de este modo su nivel de malestar. El uso de estrategias de relajación también puede ayudar a reducir la an-
siedad de la víctima así como la exposición gradual a las situaciones que teme. Aparecen también con frecuencia
síntomas postraumáticos como las pesadillas, la irritabilidad, la ira o la tristeza que pueden tratarse desde el modelo
teórico del terapeuta (puede consultarse la efectividad de los tratamientos para el estrés postraumático en el manual
de Foa, Keane, Friedman y Cohen, 2009). Entre las alteraciones sexuales destaca la conducta sexualizada ya que es
una de las consecuencias más frecuente en víctimas de abuso sexual al producirse una interferencia en el desarrollo
sexual normal del menor. La masturbación compulsiva, el exhibicionismo o el uso de un vocabulario sexual inade-
cuado para la edad, aparecen en muchas de estas víctimas (Friedrich et al., 2001). Debemos enseñar al menor a auto-
controlarse y educarlo sobre la inadecuación de realizar algunas de estas conductas en público o sin el
consentimiento del otro participante. También es de gran utilidad distraer la atención del menor hacia actividades al-
ternativas más apropiadas para su edad. También suele aparecer confusión respecto a la orientación sexual, vincula-
da, principalmente con el sexo masculino. Los varones víctimas de abuso sexual suelen presentar el temor de que el
haber sido abusados por un agresor de su mismo sexo implique una orientación homosexual permanente, sin tener
posibilidad de elegir libremente una u otra opción sexual (Myers, 1989). La conducta sexual promiscua es una de las
consecuencias más frecuente en víctimas de abusos sexuales crónicos e intrafamiliares cuando llegan a la adolescen-
cia, puesto que se produce una interferencia en el desarrollo sexual normal y la víctima aprende a no dar importancia
ala sexo, a desvincularlo de la parte afectiva y a relacionarse con los demás a través de éste. Deberemos enseñar a la
víctima a autocontrolarse y a vincular el sexo con la parte emocional que lo acompaña, rompiendo procesos de diso-
ciación que, muchas veces se encuentran en la base de estos comportamientos. Otros problemas derivados o incre-
mentados por el abuso sexual son la agresividad, las autolesiones (especialmente cortes y quemaduras), la ideación y
la conducta suicida, las alteraciones del sueño, o los trastornos de la alimentación (para una revisión de esta sintoma-
tología véase Pereda, 2009). Son muy eficaces las intervenciones cortas que consideran estas dificultades como reac-
ciones comunes ante el elevado nivel de estrés al que la víctima ha sido sometida y que la ayudan a identificar las
emociones y cogniciones distorsionadas asociadas. La terapia grupal ha demostrado ser muy eficaz para tratar estas
dificultades puesto que desestigmatiza a la víctima y normaliza los síntomas que presenta dada su situación (Habig-
zang et al., 2006).
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Cabe añadir que un tratamiento eficaz requiere de la participación activa de la familia del menor o de aquellos adul-
tos que lo tengan a su cargo. La familia debe incluirse en la medida en que tenga un papel directo en la etiología y
mantenimiento del problema. Los familiares no agresores, especialmente la madre de la víctima, deben ser parte inte-
gral del proceso terapéutico ya que son las principales fuentes de apoyo del niño o niña (Sinclair y Martínez, 2006).
Para Cyrulnik (2002) “la resiliencia del niño se construye en la relación con el otro… un niño herido y solo no tiene
ninguna oportunidad de convertirse en resiliente”. De este modo, la intervención con el profesional puede ayudar a
que la madre de la víctima sea un importante tutor de resiliencia, figura del adulto guía que favorecerá el desarrollo y
el refuerzo de las capacidades del niño o niña víctima de abuso sexual infantil.
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