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Desafíos del Hombre

Contemporáneo
Desafíos del Hombre Contemporáneo
1ª Edición, (Montevideo) Uruguay

© 2016, Nueva Visión Editorial


www.nuevavisioneditorial.com
E-mail: nuevavision.editorial@gmail.com

© 2016, Adrián Aranda


www.facebook.com/adrianarandauy
E-mail: adrarcapp@gmail.com

ISBN: 978-9974-8542-0-8

Corrección: Sofía Rivero

Diseño interior y de cubierta: Roberto Domínguez

Todos los derechos reservados.


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de recuperación, sin el previo permiso por escrito del autor.
Desafíos del Hombre
Contemporáneo
Adrian Aranda
Adrian Aranda

ÍNDICE

Prólogo..........................................................................................................8

Introducción................................................................................................12

El aumento de la delincuencia....................................................................21

La crisis del poder político..........................................................................45

Enfermedades mentales.............................................................................61

Fundamentalismo religioso........................................................................77

La cultura de la indiferencia.......................................................................99

Epílogo......................................................................................................119

Bibliografía................................................................................................123

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Desafíos del hombre contemporáneo

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Adrian Aranda

Prólogo

Hace casi un cuarto de siglo, el destacado politólogo Samuel Huntington


habló del «choque de las civilizaciones». Lo hizo primero en un artículo para
la revista Foreign Affairs de EE. UU. en 1993. Luego, tomó forma de libro tres
años más tarde. Se le trató de excéntrico y, generalmente, de ingenuo. Nadie
se detuvo a pensar si esa visión de futuro debía condicionar nuestra manera
de entender nuestro presente de aquellos años.
Su teoría demostró ser cierta: los conflictos bélicos para los que se
debería de preparar el mundo no están siendo motivados, exclusiva ni
fundamentalmente, por intereses económicos, sino por el choque de
fundamentalistas religiosos o culturales, nacionalismos extremos, ideologías
excluyentes, y el conjunto de valores que conforman una civilización.
Veinticinco años más tarde los grandes flagelos que enfrenta la humanidad
son generados por fundamentalismos que no vimos venir a tiempo. Por
incomprensión civilizatoria. Huntington hace en sus dos piezas, artículo
y obra, una diferencia entre cultura y civilización, siendo esta algo más
incluyente.
En todas las civilizaciones hay sectores dialogantes conviviendo con
fanatismos excluyentes. Pero, volviendo a la obra, peco de no haber hablado
de lo inmediato sino de proyectarlo al futuro.
Siendo una de las obras académicas que más me ha impresionado, desde
que la leí en tiempos en que fueron escritos sus primeros borradores, me
permito ingresar en la dimensión de la obra de Adrián Aranda.
Hoy pensamos en torno al «mañana», no en términos de «futuro» sino
dentro de veinticuatro horas. Partidos políticos alrededor del mundo, medios
de información, pensadores, pseudofilósofos, han caído en un inmediatismo
que nos impide ver, en las decisiones que tomamos, de dónde vienen y
menos aún hacia dónde nos llevan.
En los días en los que escribo este prólogo, España se encuentra, desde

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Desafíos del hombre contemporáneo

hace ya muchas semanas, sin poder formar gobierno. Se reúnen los diversos
partidos y no se ha encontrado una fórmula que logre que algunos líderes
obtengan, a través de acuerdos, la mayoría de escaños que les permitan
gobernar. Si es que antes de publicarse estas líneas se formara gobierno,
sea cual fuera este, está condenado al fracaso. Porque se negocian números
de asientos y votos en el Congreso. Nadie, hasta ahora, ha expresado hacia
dónde quieren llevar el Reino. Alguna tímida propuesta programática, como
patear para adelante el problema del déficit y la deuda española. Pero hacia
qué proyecto de sociedad, inserta en qué mundo... de eso no se habla.
Y este es el tema central que hizo que la obra que hoy prologo generara mi
interés, desde su gestación, nacimiento y perfeccionamiento.
Las citas a Heidegger y al poeta alemán Heine muestran desde la primera
página un interés por ir a la esencia de los problemas en vez de analizarlos
en sí mismos, como si no tuvieran causa y consecuencia. Ello nos va dando la
pista de las inquietudes del escritor.

Parece de sentido común, que, como se ha dicho, es el menos común de los


sentidos. Pero no vemos a nuestro alrededor que algunas de las interrogantes
de Aranda sean prioridad en la discusión pública. A ningún nivel, aunque
suene suicida.
También debo resaltar que en este mundo donde algo es bueno o malo,
blanco o negro, el libro nos deja con muchas certezas y por suerte, también,
con muchas dudas. Se pueden compartir, o no, las conclusiones a las que
arriba Adrián, pero no puede dejar de admirarse la capacidad de plantearnos
dudas a nuestro propio comportamiento. Lo logra a través de un difícil
equilibrio entre el hombre (cada uno de nosotros) y la humanidad. Entre
la conducta individual y la colectiva. El mejor elogio que puede hacerse —y
siento que debemos hacer— a esta obra es dejarla hacernos pensar. Pensar
es previo a decidir, y es hasta más importante que la decisión misma. Además
de invitarnos, nos da herramientas para pensar.
Un día pregunté a un amigo, hombre público en Uruguay e importante
jerarca internacional, si era creyente. Pocas veces recibí una respuesta más
elocuente. Me dijo: «soy dudante». Me aclaró mucho muchas cosas. Quizás
no fue recíproco porque le respondí que «dudante» era para mí la más
perfecta definición de creyente que había oído hasta ese momento¹.

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Adrian Aranda

El complejo equilibrio que describe Adrián Aranda en referencia a que «el


hecho de que la evolución del pensamiento humano sea progresiva ha sido
el mejor amigo y, a la vez, el peor enemigo del bienestar de las civilizaciones»³
nos abre un apasionante mar de posibilidades para pensar y profundizar.
También nos aleja de la más mínima chance de caer en el facilismo o el
dogmatismo.
Finalmente, quiero rescatar el valor, en una obra que toca los temas con
profundidad y fundamento, del rescate de los valores espirituales. Qué está
bien y qué está mal, puede ser discutible. Pero estos deben ser el motor de
las decisiones que muchas veces consideran solo el «¿Qué puedo obtener
de esto?».
El mundo está lleno de ejemplos de cambios en la Historia por los que no
perseguían ningún objetivo personal. Desde Martin Luther King a Gandhi y
Rosa Parks². A esta última solo le esperaba la cárcel en vez de llegar como
siempre en hora al servicio de su iglesia bautista. No buscó más que hacer
lo correcto. Tener su conciencia tranquila. Pero logró iniciar la lucha por
los derechos civiles que años más tarde terminaría con el racismo y el
segregacionismo en los estados sureños de los EE. UU.

Un día tuve la oportunidad de preguntar a Rosa Parks por qué lo hizo. Me


respondió: «No escuché la voz del hombre Blanco. No escuché la voz del
conductor del ómnibus ni de los demás pasajeros. No escuché la intimación
de los policías ni sus amenazas. Sentí y obedecí la voz de Dios.»
Esta anécdota, que recuerdo del privilegio de haber conocido a Rosa Parks
en 1976 y de haberme sentido su amigo hasta su muerte, tiene que ver con
mucho con lo que me dejó la lectura de Desafíos del hombre contemporáneo.
La importancia de los individuos y su influencia en el desarrollo de la
humanidad, siendo esta algo más que la suma de individualidades. La
importancia de la «fe que mueve montañas»⁴.
El valor de lo espiritual es muy importante. Pero debe ser cultivado, trabajado
y cuidado como todos los valores. Pero en nombre de lo espiritual, si el
espíritu no se cultiva sanamente, es también peligroso obrar. Como todo,
nada es bueno o malo en sí mismo. Porque el fundamentalismo se inspira en
una valoración espiritual, pero excluyente.
El no aceptar al distinto, venga de donde venga, es uno de los problemas

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Desafíos del hombre contemporáneo

más graves de nuestro tiempo. El espíritu humano siempre desmitifica la


idea de que solo los intereses económicos hacen la historia. Grave error
que estamos pagando por imprevisión de nuestros mayores, como pagarán
nuestros hijos por nuestras omisiones. ISIS, causante de tantas atrocidades
que han llevado al mundo a una nueva guerra mundial... ¿no tiene una
motivación fundamentalista espiritual? Los autores de indiscriminados
atentados suicidas, condenables siempre, ¿buscan una utilidad económica?
¿Quiénes son acá los ingenuos: los que creen que el mundo se mueve al son
de la economía?
La solución no puede ni debe ser la exclusión de la espiritualidad del
islamismo dentro del cual los fundamentalistas son una ínfima minoría. Si
caemos en eso nos habrá ganado el enemigo y seremos tan fundamentalistas
y excluyentes como ellos. En el mundo viven 1600 millones de musulmanes.
ISIS ha reclutado entre quince y veinte mil combatientes. Como todas las
fobias, la islamofobia, de moda en nuestros tiempos, es demostración de la
falta de valoración de lo espiritual por encima de todo.

Cuando se piensa solo en el motor económico de los actos se cometen


errores tremendos. Veamos, en el cambio climático que ha llegado a nuestras
tierras, un buen ejemplo de esto.
«Lo esencial es invisible a los ojos» dice El Principito⁵ pero también es
por los ojos que captamos la realidad a la que debemos interpretar con
espiritualidad. «Los ojos son el punto donde se mezclan alma y cuerpo» 6. Y
es en ese equilibrio que debemos navegar.

La completa obra de Adrián Aranda nos da elementos de reflexión, y a


veces herramientas, para que el hombre contemporáneo pueda asumir
sus desafíos sin cometer los errores de sus predecesores, y, aun, los que se
siguen cometiendo.

Juan Raúl Ferreira


Director de La Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría
del Pueblo

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Adrian Aranda

Introducción
El mundo es lo que es hoy como resultado de un proceso de
transformaciones cuyo motor han sido las ideas. Quienes desestiman el
valor de las ideas caen en un gran error. Aquellos que han pretendido
cambiar el mundo apostando solo a lo fáctico, ignorando lo ideológico,
solamente han producido cambios sustancialmente pasajeros, sin
continuidad y sin resultados a largo plazo, pues los hechos históricos son
movidos por ideas. A mitad del siglo pasado Martin Heidegger anunciaba
que «el hombre, en lo que lleva de existencia, ya hace siglos, ha obrado de
más y pensado de menos»1 (p. 14).
El poeta alemán Heinrich Heine advirtió a los franceses en el siglo XIX que
«los conceptos filosóficos criados en la quietud del cuarto de estudio de
un profesor podían destruir una civilización»2 (p. 1). Las ideas han sido
un instrumento de doble filo a lo largo de toda la historia humana. Han
producido cambios provechosos para el progreso de la misma, y también
han generado actos atroces que manifestaron la cara más cruel del hombre.
Ellas son responsables de la Reforma protestante, que libró al hombre de
la explotación religiosa y le proporcionó un grado mayor de libertad y
cultura, pero también lo son del genocidio armenio o el Holocausto judío.
Han originado las democracias, y los Estados con más alta calidad de vida
e igualdad, aunque también las tiranías y dictaduras que oscurecieron
naciones por décadas y a veces siglos. Por lo tanto, quien quiera cambiar
el mundo deberá formar parte de las ideas y el pensamiento. Pensar
antecede a actuar. Y es por eso que la función del pensamiento es esencial
para mejorar la vida del ser humano.
A lo largo de la historia de la humanidad, el hecho de que la evolución del
pensamiento humano sea progresiva ha sido el mejor amigo y, a la vez, el
peor enemigo del bienestar de las civilizaciones. El mejor amigo, en tanto
que en diferentes puntos históricos el avance de la ciencia, de la medicina,

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Desafíos del hombre contemporáneo

de la filosofía política, de la educación y del arte han redundado en la


mejora de la calidad de vida. Al mismo tiempo, en cada época, el progreso
no alcanzado fue el peor enemigo, en tanto que en cada una de estas
disciplinas la limitación del progreso, inevitable e inherente al proceso
cronológico, generó que sobre lo aún no conocido el hombre actuara en
base a supersticiones, teorías, y tradiciones, muchas veces inhumanas y
destructivas. Desde la manera degradante en que se trató a los enfermos
mentales hasta el siglo XX; los castigos, en la Edad Media, de la Inquisición
contra cualquier pensador contrario al dogma católico; el analfabetismo
general en la plebe hasta la fundación de las primeras Universidades;
hasta las muertes por enfermedades que hoy son totalmente inofensivas,
son hechos cuya causa fue la falta de progreso coetáneo de su época.
El siglo XX ha sido un siglo de progreso científico mayor que el de todos
los siglos que lo precedieron en la historia de nuestra civilización. Eso, de
alguna manera, nos hace sentir en la cúspide del conocimiento, y nos cuesta
aceptar que aún actuamos en base a supersticiones, teorías e ignorancia
en muchas de las actividades humanas, desde la ciencia, la religión, la
medicina, la educación, la sociología, hasta la política. Ninguna de estas
disciplinas está exenta —a pesar de los grandes avances en cada una de
ellas— de la realidad de que en algunas áreas de las mismas aún la luz del
conocimiento no ha iluminado con su máximo esplendor. Así como desde
nuestra actual perspectiva nos es fácil juzgar a las generaciones pasadas
por no reconocer la oscuridad con la que actuaban, a las generaciones
futuras también les será fácil juzgarnos por nuestra reticencia a reconocer
nuestra propia oscuridad. Nuestro éxtasis actual de progreso no debe
servirnos como excusa para ignorar los lugares oscuros que aún nos resta
iluminar a través del pensamiento y las ideas.
Hoy nos enfrentamos a problemas sociales que están causando mucho
daño. El atroz aumento de la delincuencia y la criminalidad han hecho
del narcotráfico y el crimen organizado negocios millonarios que
involucran a millones de personas alrededor del mundo; debido a
nuestra incompetencia para solucionar estos conflictos nos es imperioso
replantearnos desde cero si realmente entendemos la raíz del problema.
El poder político se ve amenazado, hoy más que nunca, por las grandes

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Adrian Aranda

corporaciones y la manipulación de los medios masivos de comunicación.


Nuestras democracias corren riesgo a diario de ser desestabilizadas desde
adentro o desde afuera. En el tema de la salud «mental» el mundo se
ha estancado, y la sociedad aún arrastra estigmas tanto o más peligrosos
que las enfermedades en sí mismas. La religión está retrocediendo a la
barbarie, no solo en Oriente, sino también en Occidente, y los crímenes
que hoy se cometen «en nombre de Dios» no tienen nada que envidiarle a
las brutalidades de la Edad Media. Con la apología del consumo y del éxito
material nuestra sociedad se ha tornado individualista e indiferente a los
débiles, pobres, y excluidos.

Estamos experimentando un retroceso en la humanidad que nos hace


dudar —y en ocasiones dimitir— de la idea de que el tiempo ha traído
progreso a nuestra civilización. Es una realidad que el saber de este tiempo
es mayor que el de tiempos antiguos, pero la cuestión es reflexionar sobre
qué estamos haciendo con ese saber y conocimiento, y descubrir de qué
manera nos benefician, y de qué manera no, los avances de nuestra era.
De todos estos temas trata esta obra. Exponiendo, a mi entender, algunas
causas de estos males sociales, para poder comprender mejor la realidad
actual. No es una respuesta de qué hacer para mejorar nuestra existencia
—pues creo que una contestación de tal magnitud no debería ser abordada
por una sola persona, sino por un colectivo de individuos pensantes—,
sino un recorrido por las ideas que nos han traído hasta donde estamos
hoy, abordadas desde cinco temas específicos: criminalidad, política,
enfermedad «mental», religión y cultura, asuntos fundamentales que el
hombre contemporáneo deberá enfrentar en el siglo XXI.
Resulta difícil hablar de los desafíos del hombre, en un mundo lleno
de diversidad. No es la misma situación la que enfrenta el hombre
latinoamericano que la que enfrenta el hombre europeo o el
estadounidense. De todas formas, la globalización hoy nos permite tener
cierto consenso con respecto a algunos temas que afectan a todo el
mundo: principalmente, a la civilización occidental.
Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura 1990, dijo en una ocasión que

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Desafíos del hombre contemporáneo

«nada le gana a uno más antipatía que haber tenido razón antes que los
demás»3 (p. 176). Esta «razón» a la que se refería Paz no es un conocimiento
superior, sino un conocimiento adelantado al tiempo presente en que
se está pensando. Los hombres somos esclavos de nuestro tiempo —un
amo tirano que no nos permite vivir en la plenitud del conocimiento—.
Por nuestro tiempo histórico y nuestro tiempo circunstancial-personal
somos dominados a fin de pensar hasta donde ellos nos permitan. ¿Por
qué la esclavitud fue una práctica generalizada hasta comienzos de la era
industrial? ¿Por qué la democratización del conocimiento tuvo que esperar
hasta el siglo XIX? ¿Por qué los derechos civiles de los negros y de las
mujeres tuvieron que esperar hasta el siglo pasado para ser ejercidos con
libertad? La respuesta es una: el Tiempo. Este determinó y determina hoy
nuestro pensar y nuestro vivir, y nos somete y limita a su propia existencia
y desarrollo. Ser libres de esta esclavitud y pensar más allá de nuestro
Tiempo es el desafío que tenemos por delante, y esto nos permitirá
enfrentar mejor los problemas más relevantes que afectan hoy nuestra
existencia. Nuestra sumersión en nuestro presente nos imposibilita pensar
más allá de este, e impide el surgimiento de una vanguardia en el siglo XXI.

Esta sumersión es una característica predominante de la hipermodernidad


en la que vivimos, como «animales», dijera Borges, en un eterno
presente, desde el que no somos conscientes de nuestro pasado ni de
nuestro porvenir. ¿Por qué pensamos como pensamos? ¿Por qué vivimos
como vivimos? Estamos parados sobre un fundamento de conocimiento
que construyeron nuestros predecesores, y tenemos el rol de seguir
construyendo los fundamentos del saber sobre el cual afirmarán sus pies
nuestros sucesores. El statu quo hoy es más rígido que en la modernidad;
aunque se presenta más flexible, esta misma flexibilidad lo hace casi
inamovible. El statu quo de la modernidad o el de la premodernidad eran
rígidos y firmes, y las ideas tuvieron que golpear fuerte y constante —así
como una maceta y una punta de hierro intentan atravesar un muro de
concreto— a través de los siglos para modificarlos. En cambio, nuestra
hipermodernidad nos presenta un paradigma flexible, pero aún más
inamovible, y las ideas arrojadas hacia él simplemente rebotan como
piedras arrojadas contra una lona elástica.

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Adrian Aranda

Repensar nuestro tiempo es una tarea pendiente de aquellos que


queremos un mundo mejor. Los principales desafíos para el cambio no
serán la rigidez y la oposición que enfrentaron pensadores adelantados
como Copérnico, Galileo, Lutero, Pasteur, Ignác Semmelweis o Martin
Luther King, quienes crearon saberes contrarios a los paradigmas de
su tiempo. Nuestro desafío será lidiar con la indiferencia que ha traído
la flexibilidad de la posmodernidad. Esta flexibilidad nos brinda hoy una
libertad de expresión casi omnipotente, pero, al mismo tiempo, hace que
nuestras palabras se pierdan en un mar de información y sean olvidadas
rápidamente, al ser suplantadas por nuevas palabras y nueva información.
El statu quo siempre encuentra maneras de resistir los cambios, como
dijera Bertrand Russell: «La verdad nueva es a menudo incómoda,
principalmente para los que asumen el poder»4. Y nuestro tiempo no
es la excepción. Desde todos los frentes el cambio es resistido. El Poder
económico resiste a la justicia social, la injusticia produce violencia y esta,
a su vez, resiste a la paz. Los estigmas y la ignorancia resisten al buen
trato a los pacientes con enfermedades «mentales» y el fundamentalismo
religioso resiste a la tolerancia y la armonía. Heidegger, tras analizar un
aforismo de Parménides, llegó a la conclusión de que pensar es «dejar
subyacer así como también tomar en consideración: al ente siendo»5 (p.
215). Es decir, lo que nos lleva a pensar es el ente —todo lo que existe—
que se nos presenta como una realidad, y que merece ser tomado en
consideración, es decir, ser pensado. Nuestra contemporaneidad es un ente
que se nos presenta en nuestro tiempo y nos empuja a pensar, a pensar el
«ente siendo», o sea, el ser del ente, que es su misma esencia. ¿Cuál es el
ser de nuestra contemporaneidad, es decir, su esencia? Es un ser que ha
probado todo, o eso creemos. Ha probado el misticismo de la Edad Media,
al que sustituyó por la técnica de la modernidad, en la cual gustó de los
beneficios de la tecnología y el progreso mediante la razón. Cuando el
idealismo moderno cayó, al mostrar el lado oscuro del instrumento de la
razón en la Segunda Guerra Mundial, en los campos de concentración y en
Hiroshima y Nagasaki, el ser se «liberó» y decidió correr tras las pasiones
y deseos que la sociedad le había reprimido hasta entonces. La revolución
sexual y el Mayo francés fueron intentos del ser por encontrar un nuevo
sentido a la existencia. Cuando la oleada de los sesenta se esfumó, el ser

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Desafíos del hombre contemporáneo

no supo hacia dónde huir y cayó en lo que predomina desde la década de


los ochenta hasta nuestros días: la insatisfacción.
La esencia de nuestra contemporaneidad es la insatisfacción. Una
insatisfacción que nos mantiene en movimiento, en busca de aquello
que puede satisfacernos, que, aunque nunca alcanzamos, nunca dejamos
de perseguir. Es tan profunda que el movimiento es proporcionalmente
igual. Nos movemos rápido para mantener lo más acallada posible
nuestra insatisfacción, pues el movimiento y nuestra simulación de estar
por alcanzar nuestro objeto de satisfacción, a menudo suelen engañar a
nuestro ser. Pero este movimiento cobra cada día más intensidad; una
intensidad tal que, por momentos, nos hace olvidar por qué nos estamos
moviendo. Nos movemos por movernos, porque el simple hecho de no
hacerlo nos hace recordar cuán insatisfechos estamos.
Este pánico atroz a quedarnos quietos nos impide «tomar en consideración»
el «ente», es decir: pensar nuestra contemporaneidad. Pensar requiere
contemplar, y contemplar requiere quietud. Algo que escasea en nuestros
días. Y es así como nuestra sociedad se ha convertido en una sociedad
sin el pensar. En una sociedad en la que predomina el movimiento, los
hechos, las acciones, es decir, lo fáctico. Pero predomina esto último por
un temor a la quietud, que, ya olvidado, no da razones para el movimiento,
el cual reina por reinar, sin recordar ya desde cuándo y por qué es el motor
del ser contemporáneo. Este activismo exacerbado nos mantiene en una
ceguera y oscuridad que nos impiden practicar el pensamiento reflexivo;
es más, yo diría que el activismo —entiéndase este como la sobrecarga
de actividades— es el mayor enemigo de la reflexión, de la cual nuestros
tiempos carecen y tienen necesidad. La política y la religión han perdido
enorme credibilidad, y ya no proveen de la seguridad y paternidad de la que
proveyeron en otros tiempos; la violencia y las enfermedades nos rodean
como fieras hambrientas y ponen en peligro nuestra existencia cada vez
con más intensidad, y el liberalismo económico y social que domina hoy
el globo terráqueo nos hace sentir cada vez más pequeños y más solos en
un mundo que no otorga satisfacción a las necesidades más profundas del
hombre. La reflexión nos es imperiosa, y esta requiere repensar nuestra
vida, nuestras relaciones y nuestra sociedad. Repensar es volver a pensar,

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Adrian Aranda

es volver a excavar en esos fundamentos sobre los cuales estamos parados,


y esto provoca temor: temor a que nuestros fundamentos se destruyan
y caigamos al abismo. Pero nada de esto sucederá, pues repensar no
es destruir los fundamentos, sino repararlos. ¿Y por qué es necesario
repararlos? Es necesario porque su construcción, es decir, su estructura,
sobre la cual nos encontramos, nos ha dado pruebas de que tiene fallas.
Esas fallas son más que notorias, las vemos a diario en las noticias y en
nuestros quehaceres cotidianos.
Hemos tratado de reparar nuestra civilización mediante la política, las
ciencias y la religión, pero estas no están en condiciones de reparar
nada, sino de ser reparadas, pues forman parte de este cimiento que
necesitamos reconstruir. Las herramientas que pueden traernos esperanza
en medio de tanta oscuridad son la autocrítica y las ideas, con las últimas
como combustibles de la primera. ¿Y qué es la autocrítica? ¿Y qué son las
ideas? La autocrítica es preguntarse por el origen de las ideas. ¿Por qué
pensamos como pensamos?
¿De dónde, de qué o de quién proviene nuestro pensar? En Occidente
solemos decir que nuestra civilización tiene raíces judeocristianas, ¿Pero
es esto tan así? Si nuestra civilización occidental es judeocristiana, ¿por qué
predominan en nuestro diario vivir valores tan opuestos al cristianismo y
al judaísmo? Todo esto merece un análisis y un cuestionamiento. ¿Y cómo
ha de hacerse este análisis? La respuesta es: mediante el arte. El arte es el
ámbito donde se ejerce —o debería ejercerse— la autocrítica, pues esta
trasciende el presente y nos traslada a un punto en el que el tiempo y el
espacio ya no nos limitan. El arte rompe las cadenas que el tiempo nos
coloca para mantenernos amarrados a un eterno presente, sin memoria
histórica y sin visión de futuro; nos libera y nos traslada a un lugar donde
podemos ver objetivamente el pasado, el presente y el futuro. Es allí
donde el presente pierde intensidad, y descubrimos que no es el todo ni
es tan determinante como solemos creer, pues desde ese lugar vemos con
claridad el origen, el auge y la caída de las ideas humanas.
Hoy nos encontramos en el auge de ideas que en su mayoría nacieron
en los siglos XVIII y XIX, y se han deformado y transformado. Esas ideas,
que hoy nos someten y nos hacen sentir tan pequeñitos ante su inmenso

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Desafíos del hombre contemporáneo

poder, pierden vigor cuando entendemos que tienen su origen y tendrán


su caída. Y su caída vendrá por medio de cuestionar su origen, a través del
arte como herramienta de autocrítica, y ese es el propósito de este ensayo.
En este caso, la herramienta es la literatura, pero de ninguna manera es
la única. Hay una cultura crítico-reflexiva que se está levantando en varias
partes del mundo. A través de la música, la pintura, el cine, el teatro y otros
tipos de arte no tradicionales, hombres y mujeres de diferentes culturas
se están levantando contra los poderes establecidos que han saboteado
nuestra civilización en los últimos dos siglos. Jean-François Lyotard, en
los años ochenta, afirmaba que «el nazismo, arde, asesina, manda las
vanguardias al exilio; el capitalismo las aísla»6 (p. 85). Y esta realidad no
ha cambiado desde entonces. El arte que promueven los medios masivos
de comunicación hoy en día se basa en la lógica del utilitarismo y el rédito
económico. Las vanguardias artísticas por naturaleza disienten con el
modelo de sociedad que hoy domina los mercados, y, lógicamente, son
excluidos por este. El arte vanguardista hoy carece de medios y recursos
para darse a conocer masivamente. El arte que predomina en el mercado
es un arte de masas, mezquino, superficial, cuya única lógica es la utilidad.
Por esa razón, este ensayo se presenta como una alternativa y un pequeño
aporte más al mundo del pensamiento y el de aquellos que queremos y
luchamos por un mundo mejor.
En los albores del siglo pasado, la revista Times envió una carta a los
escritores más preeminentes de la época, invitándolos a escribir un
ensayo en base a la pregunta «¿Qué está mal con el mundo?». Fuera de
toda predicción, G. K. Chesterton, en vez de escribir un ensayo, contestó
de manera concreta y precisa: «Estimados, Yo mismo».
El escritor británico encontraba el problema de la humanidad que precedió
a la Primera Guerra Mundial en una sola causa: el hombre mismo. ¿Es
pertinente esta definición en estos días? Vivimos en una época en la que
es necesario preguntarnos qué está mal, y, por supuesto, hay muchas
cosas que están mal, desde la política, la religión, la economía, etcétera,
pero encontrar la primera causa nos es más que necesario para reparar
nuestra sociedad.
La dicotomía «izquierda/derecha» sigue vigente en nuestros días, por

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Adrian Aranda

supuesto, con las mutaciones inherentes al paso del tiempo. Las discusiones
políticas se limitan a un margen del cual no salen: el mercado. Toda idea
política gira en torno a los dilemas de la intervención o no intervención
estatal; del proteccionismo o la apertura del comercio; una puja de
intereses de un lado y del otro, cuya lógica, independientemente de que
sea izquierda o derecha, es la utilidad y el crecimiento económico.
Nuestros tiempos carecen de autocrítica. Nos es más fácil posicionarnos
de un lado y criticar al bando contrario. El periodismo amarillista es
repugnante, los periodistas se politizan por causas que ni ellos entienden,
vivimos en tiempos de blanco o negro, no hay términos medios, no hay
capacidad de diálogo. Nos hace falta decir: «Estimados, yo mismo estoy
mal con el mundo». Somos nosotros, los hombres, quienes hemos
construido la sociedad que hoy tenemos, e, independientemente de que
el mal está esparcido por todas las esferas de la sociedad, la causa del
mismo sigue siendo la que Chesterton señaló a Times: «Yo mismo». El
problema del hombre es el hombre. Y, aunque nos cuesta aceptarlo, las
atrocidades que vemos a diario en las noticias son cometidas por seres
de nuestra misma especie, somos nosotros reflejados en otros seres, en
diferentes contextos, pero al fin y al cabo, humanos.
Recientemente, el Papa Francisco, en su nuevo libro El Nombre de Dios
es Misericordia, escribe: «Cada vez que cruzo la puerta de una prisión,
siempre me pregunto “¿Por qué están aquí, y yo no?” Yo debería estar
aquí, merezco estar aquí. Su caída podría haber sido la mía. No me
siento superior a los que están delante de mí.» En otras palabras, está
respondiendo a la misma pregunta que aqueja nuestra existencia desde
sus inicios: «¿Qué está mal con el mundo?» …Estimados, yo mismo, yo
estoy mal con el mundo, y, si no reconozco eso, difícilmente podré hacer
algo por el mundo.

Adrian Aranda, marzo 2016

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Desafíos del hombre contemporáneo

El aumento de la
delincuencia
A principios de siglo, en el Informe sobre la violencia y la salud de la
Organización Mundial de la Salud de 2002, Nelson Mandela comentaba:
El siglo XX se recordará como un siglo marcado por la violencia. Nos
lastra con su legado de destrucción masiva, de violencia infligida a una
escala nunca vista y nunca antes posible en la historia de la Humanidad.
Pero este legado, fruto de las nuevas tecnologías al servicio de
ideologías de odio, no es el único que soportamos ni que hemos de
afrontar… La violencia medra cuando no existe democracia, respeto
por los derechos humanos ni una buena gobernanza. Hablamos a
menudo de cómo puede una «cultura de violencia» enraizarse. Es muy
cierto. Como sudafricano que ha vivido en el apartheid y vive ahora
el periodo posterior, lo he visto y lo he experimentado. Es también
cierto que los comportamientos violentos están más difundidos y
generalizados en las sociedades en las que las autoridades respaldan el
uso de la violencia con sus propias actuaciones. En muchas sociedades,
la violencia prevalece en tal medida que desbarata las esperanzas de
desarrollo económico y social. No podemos permitir que esta situación
se mantenga1.
La delincuencia es algo tan ancestral como el lenguaje y las relaciones
humanas. Desde que existen leyes, sean divinas, sean humanas, siempre
existieron personas que las infringieron. La reforma carcelaria del siglo
XVIII —de la que habla Michel Foucault en su libro Vigilar y Castigar—
produjo un cambio en los métodos punitivos, pero no en sus resultados.
Lo que eran los suplicios públicos, arbitrarios, bajo la investidura de
un rey, que hacían pagar a los criminales sus delitos con las más duras
penas como la picota, la guillotina, la hoguera o el descuartizamiento

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Adrian Aranda

atando las extremidades del reo a cuatro caballos que tiraban de ellas,
se transformaron y homogeneizaron en la pena que hoy predomina en la
sociedad contemporánea: la privación de libertad.
Los reformadores del siglo XVIII proponían planes más extensos y
profundos, que promulgaban ya no castigar el cuerpo de los criminales, sino
castigar su alma, corregirla y buscar su reinserción en la sociedad. Dichos
reformadores planteaban dividir a los presos no según sus crímenes, sino
según su probabilidad de recuperación, y ejercer una educación moral y
religiosa particularizada sobre cada uno, buscando llevar las almas de los
reos a la docilidad y al arrepentimiento.
Si bien el sistema punitivo cambió, y se eliminaron los suplicios públicos,
y se crearon los centros carcelarios, no se llevaron adelante al pie de
la letra las ideas de los reformadores. Las cárceles se convirtieron en
meros centros de acumulación de personas que han transgredido la
ley, que no reciben para nada una educación moral. La mayoría de las
personas privadas de libertad reinciden al poco tiempo de salir. La falta
de oportunidades laborales, la exclusión y los prejuicios le hacen muy
difícil al expreso adaptarse a la sociedad. La misma sociedad que creó las
condiciones para que el preso fuera quien es, lo encierra, lo deja libre,
le da la espalda y lo vuelve a encerrar. Las cárceles parecieran ser meros
centros de reclusión para aquellas personas que quedan fuera del sistema
capitalista desigual —que, lógicamente, no tiene lugar para todos—, y que
rompen el statu quo. Por momentos, las cárceles tienen la apariencia de
ser servicios a merced de las clases dominantes para mantener el «orden»
que a ellos les favorece mantener.
Foucault, hablando de este hecho, agrega:
El sentimiento de la injusticia que un preso experimenta es una de las
causas que más pueden hacer indomable su carácter. Cuando se ve así
expuesto a sufrimientos que la ley no ha ordenado ni aun previsto, cae
en un estado habitual de cólera contra todo lo que lo rodea; no ve sino
verdugos en todos los agentes de la autoridad; no cree ya haber sido
culpable: acusa a la propia justicia2 (p. 161).

22
Desafíos del hombre contemporáneo

Sin duda, la delincuencia es un tema no resuelto y que está en aumento,


y preocupa a sociólogos, psicólogos, políticos y líderes religiosos de la
sociedad contemporánea.
Según el Centro de Información de las Naciones Unidas (2007):
La delincuencia tiende a ampliarse, cobrando más fuerza y volviéndose
más compleja. Debido a esto cada vez más es una amenaza contra
los pueblos y un obstáculo para el desarrollo socioeconómico de los
países. La delincuencia ha evolucionado hasta volverse transnacional
y ampliar su ámbito de operaciones que comprenden el tráfico de
armas, el blanqueo de dinero y el tráfico de migrantes. La corrupción
que acompaña a la delincuencia también significa un fuerte freno a las
inversiones, que llegan a perder hasta un 5% de estas. El crecimiento
económico también es afectado, ya que se pierde hasta un 1% de
crecimiento económico anual3.
Asimismo, la Organización Mundial de la Salud (2014) agrega que:
[Según] el Informe sobre la situación mundial de la prevención de
la violencia 2014, en 2012 fueron asesinadas 475.000 personas, y
los homicidios son la tercera causa de muerte a escala mundial de
los varones de entre 15 y 44 años, lo que pone de relieve la urgente
necesidad de actuar de forma más decisiva para prevenir la violencia.
Pese a los indicios de que las tasas de homicidio han disminuido
en el mundo un 16% entre 2000 y 2012, la violencia sigue estando
generalizada. Las mujeres y los niños pagan un tributo particularmente
alto en el caso de los actos de violencia no mortales. Uno de cada
cuatro niños ha sufrido maltrato físico; una de cada cuatro niñas ha
sido víctima de abusos sexuales; y una de cada tres mujeres ha sido
víctima de violencia físico o sexual por parte de su pareja en algún
momento de su vida4.
Lo que necesitamos, hoy más que nunca, es tratar las raíces de la
delincuencia, y con esto no quiero decir que no haya que reprimir el acto
de la delincuencia en sí, que es lo que se ve en la superficie. Claro que hay
que hacerlo, y castigar con justicia al delincuente, pero hacer solamente

23
Adrian Aranda

eso es como cortar un cardo sin sacarlo de raíz: puede desaparecer por un
tiempo, pero siempre vuelve a crecer.
En la sociedad contemporánea, quizá suene utópico tratar las raíces que
vamos a mencionar a lo largo de este capítulo. Pero si reflexionamos
fríamente y sin prejuicios, encontraremos muchas verdades en estas
razones.
El hombre contemporáneo se ha enfocado en cortar la superficie del
cardo —reprimir, castigar—, cosa que es necesaria para proteger a los
ciudadanos decentes. Pero el problema siempre vuelve a aparecer, pues
son pocos quienes se detienen a analizar las formas de atacar las raíces de
dichos problemas. Es verdad que las personas siempre son libres, aun de
lo que aceptan, como diría Jean-Paul Sartre en una de sus más célebres
frases: «El hombre es lo que hace, con lo que hicieron de él». Partiendo de
esta frase, existen dos factores importantes al tratar cualquier tema que
tenga que ver con el comportamiento del ser humano: «lo que hicieron
del hombre» y «lo que hace con eso». Lógicamente, no todas las personas
que crecen en ambientes fértiles para la delincuencia terminan siendo
delincuentes, pues hay gente honesta y trabajadora que tendría más
que justificaciones para haber llevado una vida delictiva, si analizamos el
contexto social en el que crecieron. Pero también es verdad que son las
excepciones —y gracias a Dios por esas excepciones— y no la regla. El
ser humano, generalmente, reacciona con debilidad y falencias a lo que
«hicieron de él». Más aún el humano contemporáneo que carece de una
moral sólida de la cual aferrarse.
Por tales razones, es sumamente importante no solo tratar lo que «el
hombre hace», sino también «lo que hicieron del hombre»; en otras
palabras, es importante tratar no solo la conducta delictiva del criminal —
quien, sin duda, es consciente y siempre tiene un margen, aunque sea muy
estrecho, de decidir no delinquir—, sino también tratar y analizar por qué
nuestras sociedades son campos fértiles para la delincuencia como nunca
antes en la historia de la humanidad. Las mafias y cárteles, el narcotráfico,
los sicarios y la violencia en las rapiñas, hurtos y robos, han crecido en
cantidad e intensidad en el siglo pasado y van en aumento en el presente
siglo.

24
Desafíos del hombre contemporáneo

Si somos realistas y sinceros con nuestra conciencia, el sistema económico


que predomina en el mundo, nuestra cultura consumista y la escasa
moralidad, son realidades antagónicas a la naturaleza del ser humano
y a los valores supremos de la vida y el amor, y quizá esa sea la causa
de que parte de la humanidad tenga conductas anómalas de violencia y
destrucción que atentan contra la sociedad.
Quienes creemos que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios,
creemos que el mismo tiene derecho a crecer en las mejores condiciones
sociales, económicas y morales para desarrollarse de la mejor manera y
dar lo mejor de sí, brindando los valores supremos que le hacen bien a
todo ser humano.
Quienes poseen un pensamiento liberal e individualista resistirán esta
manera de ver el mundo. Tales personas son miopes en su manera de
interpretar las realidades humanas. Solo pueden ver al individuo en sí,
juzgar su comportamiento y condenar al mismo, sin entender que hay
un derredor de presiones sociales, económicas, políticas y culturales que
condicionan los comportamientos del ser humano. En el mundo en el que
vivimos nadie es totalmente libre ni nadie es totalmente esclavo. Todo
hombre es en parte libre y en parte esclavo. Libre por su poder de decisión,
y esclavo por el mundo que lo rodea que condiciona ese mismo poder.
Ese mundo está compuesto por fuerzas que impulsan al individuo hacia
diferentes direcciones, pero jamás le quitan del todo su libre albedrío.
Existen hoy tres corrientes de pensamiento predominantes y antagónicas
que tratan las causas de la conducta humana. La primera, que procede de
la neurociencia, se apoya en la teoría biológica de que el comportamiento
humano está predeterminado por la genética y por diferentes
características biológicas en el cerebro. Sam Harris (2012) lo resume así:
«El libre albedrío es una ilusión. Nuestra voluntad sencillamente no es obra
nuestra. Los pensamientos y las intenciones surgen de causas de fondo de
las que no nos percatamos y sobre las que no tenemos control consciente.
No poseemos la libertad que creemos que tenemos»5 (p. 154). La que le
sigue, tiene su origen en la filosofía marxista, y ha recorrido el camino del
determinismo social y la sociología contemporánea, fundamentándose
en la premisa de que los seres humanos somos meramente productos

25
Adrian Aranda

histórico-sociales y nuestra identidad está determinada y construida por


los procesos históricos que nos preceden y acontecen, y la situación social
que nos rodea. Marx, en Una contribución a la crítica de la economía
política, afirma: «El modo de producción de la vida material condiciona
el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la
conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el
ser social es lo que determina su conciencia»6 (p. 8). La última, procedente
del liberalismo, se basa en la libertad absoluta del individuo, y lo identifica
a este como un individuo sin contexto, libre para actuar y cien por ciento
culpable de sus actos. Uno de los padres del liberalismo, John Locke, lo
define así en su obra Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil: «Hemos
nacido libres, como hemos nacido racionales»7 (p. 99). Las tres teorías
son incompletas por sí solas, y al alejarse la una de la otra no alcanzan el
equilibrio necesario para tratar el comportamiento humano. Las teorías
biológica e histórico-social no contemplan el libre albedrío y suponen que
la libertad es una ilusión, mientras que la liberal hace del libre albedrío
una facultad absoluta en el Yo del hombre que lo convierte en alguien
impermeable a su entorno.
La pregunta fundamental sigue siendo: ¿Quién es responsable de nuestros
actos? ¿Nuestra estructura biológica, la sociedad y la historia, o nosotros
mismos? Cualquiera de las tres respuestas podría ser válida en el mundo
en el que hoy vivimos, pero ninguna, por sí misma, contesta plenamente
la interrogante. Las dos primeras corrientes de pensamiento sitúan la
responsabilidad fuera de la voluntad del hombre, mientras que la última
la atribuye exclusivamente a la voluntad del hombre. Ninguna ofrece una
explicación equilibrada entre el Yo del hombre y su entorno.
El criminal siempre puede decidir no cometer crímenes. Siempre tendrá un
margen de libertad para decidir, pero cuantas más presiones económicas,
sociales, biológicas y culturales haya sobre él, más estrecho será el margen
que tenga para decidir. El paradigma desde el cual debemos analizar
el fenómeno de la delincuencia es lo que Foucault llama episteme, «el
orden a partir del cual pensamos»8 (p. 7), y Bourdieu denomina habitus,
«subjetividad socializada, trascendental histórico cuyos esquemas
de percepción y apreciación son el producto de la historia colectiva e

26
Desafíos del hombre contemporáneo

individual»9 (p. 238).


Es por eso que las razones que vamos a tratar a continuación son
importantes para entender el fenómeno de la delincuencia y, repito, no
son las únicas, pero considero que son pilares fundamentales del porqué
de la delincuencia. Básicamente, las trataremos en tres grandes aspectos:
la desvalorización de la fuerza de trabajo, la cultura consumista y el
relativismo moral.

LA DESVALORIZACIÓN DE LA
FUERZA DE TRABAJO

Comencemos, pues, por la desvalorización de la fuerza de trabajo. La


fuerza de trabajo, según Marx, es «el conjunto de capacidades físicas e
intelectuales que existen en el cuerpo de un ser humano y que debe poner
en actividad para realizar cualquier trabajo productivo»10 (p. 48). En otras
palabras, la fuerza de trabajo es lo que posee cualquier ser humano que
tenga sus facultades plenas, y que ofrece al mercado a cambio de una
remuneración. No se necesita preparación universitaria ni ningún tipo de
estudio o habilidad especial para poseer fuerza de trabajo. Es algo innato
al ser humano. Aquel que ofrece su fuerza de trabajo, se ofrece a sí mismo
como sujeto, y es a este sujeto al que el mercado devalúa.
Marx, en sus teorías, había profetizado que la sociedad capitalista se
dividiría en dos grandes polos: la clase obrera y la burguesía. Él creía que
la concentración de capital, cada vez en menos manos, incrementaría la
clase obrera y depreciaría la fuerza de trabajo. Con el avance tecnológico
de la industria, la aparición de las profesiones y el crecimiento del
trabajo intelectual, esto no ocurrió. Por el contrario, la sociedad se
fragmentó en diferentes partes compuestas por diferentes vocaciones
y niveles. La profesionalización del trabajo provocó que la aparición de

27
Adrian Aranda

los grandes polos —obrero y burgués— fuera imposible. El proletariado,


en vez de incrementar, disminuyó, absorbido, en parte, por los trabajos
profesionales. Y la clase dominante —o burguesía, en términos marxistas—
se incrementó, debido a la aparición de la industria del consumo y el
aumento de la productividad. A su vez, la transición de una economía de
productos a una economía de servicios ha convertido al mercado laboral
en algo cada vez más elitista. En 1960, el 30% del mercado mundial lo
abarcaban las materias primas. Hoy solo abarcan el 4%, mientras que,
según el Banco Mundial, el 68% del mercado lo constituyen los servicios.
Esto ha originado que la profesionalización sea cada vez más necesaria
para acceder al mercado laboral, pero, paradójicamente, las dificultades
con respecto al acceso a la educación no se han sorteado en la mayor
parte de los continentes, especialmente en América Latina y en África, y
esto ha redundado en que haya un capital humano enorme no profesional
que es depreciado y una clase profesional que es cada vez más idealizada
como modelo de «perfección». Desde fines de los setenta, la cultura
empresarial se ha infiltrado en todas las esferas de la sociedad, y también
en la vida cotidiana. La excelencia, sucesora de la «calidad total» de Taylor,
se ha instaurado como un valor supremo, que disminuye el espacio para
el error y exalta la perfección. Casualmente, el error está más vinculado a
lo humano que la perfección, por lo que la excelencia desplaza lo humano
y pone una presión tan fuerte sobre el individuo de no fallar que, ante el
fracaso, a menudo, las respuestas son la depresión, el suicidio e incluso el
homicidio.
La clase proletaria, es decir, aquellos que solo poseen su fuerza de trabajo
para ofrecer al mercado laboral, que no poseen estudios ni aptitudes
especiales, quedó en una situación de debilidad muy contraria a la predicha
por Marx. Esa clase, en algunos países llamada clase media-baja y baja-
media, quedó en una situación de debilidad frente a la clase dominante
y de desigualdad frente a las clases profesionales. La desvalorización de
la fuerza de trabajo es la actitud de los sectores empresariales a valorar
muy por debajo de lo necesario para vivir a quienes solo poseen su fuerza
de trabajo para aportar al mercado. Esta actitud se fundamenta en la
premisa de que el riesgo que asume el empresario —al invertir capital—
legitima la distancia abismal de ingresos entre este y el empleado.

28
Desafíos del hombre contemporáneo

Parecería que las clases dominantes —y, en ocasiones, con la complicidad


de sectores de la clase profesional— implícitamente se ponen de acuerdo
en «castigar», con salarios bajos y miserables, a la clase obrera, por no
haber estudiado o no haberse capacitado en algún área específica. Según
la revista Forbes (2010), los diez empleos peor pagados en EE. UU. —
punto neurálgico del capitalismo— son: asistentes de vestíbulo, porteros
y tomadores de boleto, asistentes de reconstrucción, cajeros, anfitriones
de cafeterías, restaurantes y salones, asistentes de cafeterías (servidores
de alimentos), lava cabezas (Shampooers), asistentes de restaurante
(ayudantes de camarero), lavaplatos, cocineros de comida rápida y
camareros. Paradójicamente, estos oficios son fundamentales para el
buen funcionamiento del mercado y la sociedad.
Lo contradictorio e hipócrita es que esta misma sociedad capitalista que
castiga con salarios bajos a los no profesionales, al mismo tiempo, es la
que los ha originado y, a su vez, la que se beneficia de que exista dicha
clase. La sociedad capitalista margina y produce proletarios. No hay lugar
para todos en el mercado, y eso es un hecho. La ilusoria idea de que
el mercado se autoregula hacia la equidad y de que el capitalismo y su
crecimiento llevaría al bienestar de toda la sociedad es una falacia más
que sabida en pleno siglo XXI.
La sociedad capitalista castiga a quienes ella misma ha dado a luz. Mientras
las clases dominantes solo quieran acumular y acumular, no habrá lugares
para todos en el mercado, al menos no de una forma digna y legal. Si todas
las personas que se dedican a actividades económicas ilícitas, de pronto
quisieran abandonar esa actividad e insertarse en el mercado laboral
lícito, no habría lugar para todos. El capitalismo origina la necesidad de
la criminalidad y lo ilícito, por su limitada capacidad de brindar a todas
las personas de la sociedad una vida y un trabajo dignos. Las industrias
que más dinero mueven en el mundo son el narcotráfico, la industria
armamentística, la prostitución y el comercio de petróleo. De ellas, una es
ilegal y dos se practican en parte en legalidad y también en la ilegalidad,
por lo que es obvio deducir que el comercio legal capitalista no tiene
lugar para todos, además de que el afán de las empresas de aumentar las
ganancias y disminuir los costos de producción lleva también a sustituir

29
Adrian Aranda

cada vez más el personal humano por equipamiento tecnológico.


Al mismo tiempo, la sociedad que castiga al proletariado con salarios
bajos, es la sociedad que no puede prescindir de ellos. La sociedad es un
conjunto de partes, entrelazadas entre sí, en la que cada quien cumple su
rol o función, y cuando una parte falla o no cumple su parte correctamente,
toda la sociedad se ve afectada. La sociedad necesita tanto de médicos
como de auxiliares de limpieza; necesita tanto de profesionales como de
obreros, por lo cual no es coherente castigar a estos últimos por no haberse
preparado cuando la sociedad los necesita y se favorece de que ellos no
tengan un nivel académico mayor. ¿Qué pasaría si todas las personas
fueran profesionales y empresarios? No habría quien haga labores de
servicio, trabajos de peones y demás, absolutamente necesarios para el
funcionamiento y la armonía de la sociedad. El problema reside en que,
al no haber lugar para todos en el mercado capitalista, la oferta de mano
de obra es mayor que la demanda, y de esto abusan las clases dominantes
para castigar con bajos salarios a la clase no profesional, ya que si alguien
se opone o no está conforme con su situación laboral, se consigue a
alguien más inmediatamente.
Según la revista The Economist (2013) :
Las cifras oficiales reunidas por la Organización Internacional del
Trabajo (OIT) indican que hay 75 millones de jóvenes desempleados
en el mundo, o el 6% de todos los que tienen entre 15 y 24 años de
edad. Pero, si se analiza la inactividad de la juventud, que incluye a
todos los que no trabajan ni estudian, la situación parece aún peor. La
Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) cuenta
a 26 millones de jóvenes del mundo rico como «ni-ni»: no trabajan,
no estudian ni reciben capacitación. Una base de datos del Banco
Mundial, compilada de hogares, muestra que más de 260 millones
de jóvenes en las economías en desarrollo están, de manera similar,
«inactivos». The Economist calcula que, considerando todo, casi 290
millones no trabajan ni estudian, lo que equivale a casi la cuarta parte
de los jóvenes del planeta. En América Latina, 23,2% de la población
joven de entre 15 y 24 años, no tiene trabajo ni estudia, en el Sudeste
de Asia es el 31,1%, en Europa y Asia Central el 24,4% y en Medio

30
Desafíos del hombre contemporáneo

Oriente y África el 40,6%¹¹.


Ante esta situación, aquellos que no poseen más que su fuerza de trabajo
para aportar al mercado, tienen el destino casi pronosticado: trabajan toda
su vida por un sueldo miserable —si tienen la dicha de conseguir trabajo—
que no les alcanzará nunca para cubrir todas sus necesidades o incurren en
el mundo de la criminalidad, donde podrán encontrar acogida y un mejor
pasar económico. Actualmente, según datos del Instituto de Medicina Legal,
el país más violento del mundo es El Salvador, con diecisiete asesinatos
diarios, que equivalen a noventa y seis asesinatos cada cien mil habitantes.
«De acuerdo con varios expertos, la verdadera razón de la ola de crimen
sin precedentes es la pobreza y la falta de presupuesto, de educación y de
oportunidades laborales. Ante esas condiciones de vida, los jóvenes optan
por ingresar en el grupo para sobrevivir, mientras que las autoridades
declaran una guerra abierta a los criminales en vez de introducir medidas
para devolver a los miembros de MS-13 a la sociedad»¹².

Además, la hiperexigencia actual del mundo laboral, producto del


predominio del capitalismo financiero, ha dado a luz un ritmo de trabajo
tremendamente acelerado al cual los trabajadores deben someterse, y que
provoca en estos una disminución del sentido de realización y gratificación
laboral, además de consecuencias en la salud a nivel físico y psíquico.
Esta situación real socioeconómica de las sociedades contemporáneas
ejerce una gran presión en las clases medias-bajas, impulsándolas al
mundo de la delincuencia, y esto, sumado a la cultura consumista y el
relativismo moral, produce un combo mortal que está envenenando
nuestra sociedad. Veamos, a continuación, la cultura consumista.

31
Adrian Aranda

LA CULTURA CONSUMISTA
La cultura consumista es un conjunto de ideas implícitas en la sociedad
que llevan a las personas de la sociedad occidental a comportarse como
consumidores compulsivos, irracionales y, en muchos casos, adictos. En
los años veinte, a través de la manipulación de masas y de técnicas de
marketing basadas en el psicoanálisis que dieron origen a las primeras
agencias de publicidad, la cultura consumista se introdujo en la sociedad
occidental, preferentemente en EE. UU. También surgió la extensión de
créditos, que posibilitó a las clases medias la accesibilidad a los autos Ford
T, la radio, el teatro y el jazz, así como la introducción de la cocaína en la
sociedad y algunos avances feministas como la ruptura del prejuicio en
contra de que las mujeres fumaran en público. Esto, sumado al creciente
nivel económico que ostentaba EE. UU. desde el fin de la Primera Guerra
Mundial, originó un campo fértil para el surgimiento de la cultura
consumista.
Hoy en día, el consumismo está tan asimilado a la conciencia de la sociedad
que muchas personas no lo detectan como algo ajeno a la naturaleza
humana. Los niños que están naciendo nacen por y para el consumismo,
lo verán como algo natural y muy pocos podrán tener una posición crítica
con respecto a este fenómeno social. Los pobres y la clase media se ven
forzados a gastar dinero que no tienen en comprar cosas que no necesitan,
de lo contrario, se convertirán en el hazmerreír de la sociedad y sufrirán la
humillación de no formar parte de la sociedad de consumidores.
Según el reconocido sociólogo Zygmunt Bauman, vivimos en una sociedad
de consumidores, en la cual somos meros productos que buscan ser
consumidos y consumir. Quienes no cuentan con los ingresos como para
formar parte de esto, quedan excluidos, desterrados, de lo que se supone
que es el statu quo. Bauman afirma que:
[…] se bombardea a consumidores de ambos sexos, de todas las
edades y extracciones, con recomendaciones acerca de la importancia
de equiparse con este o aquel producto comercial si es que pretenden

32
Desafíos del hombre contemporáneo

obtener y conservar la posición social que desean, cumplir con sus


obligaciones sociales y proteger su autoestima, y que a la vez se
los reconozca por hacerlo. Esos mismos consumidores se sentirán
incompetentes, deficientes e inferiores a menos que puedan responder
prontamente a ese llamado13 (p. 81).
El consumismo hace que las personas que no pueden acceder al mismo
se sientan excluidos, desechados y avergonzados. En la actual sociedad
de consumidores, consumir ya no es una necesidad, es un deber. Se debe
consumir para «avanzar» junto con la sociedad a lo que se supone que es
su desarrollo. Y la sociedad castiga a quien no consume con la pena de la
humillación social. Bauman sigue agregando:
En una sociedad sinóptica de adictos compradores/espectadores, los
pobres no pueden desviar los ojos: no tienen hacia dónde desviarlos.
Cuanto mayor es la libertad de la pantalla y más seductora es la
tentación que provocan las vidrieras, tanto más profunda se vuelve la
sensación de empobrecimiento de la realidad, tanto más sobrecogedor
se vuelve el deseo de saborear, aunque sea por un momento, el éxtasis
de elegir. Cuanto más numerosas parecen ser las opciones de los ricos,
tanto menos soportable resulta para todas una vida sin capacidad de
elegir14 (p. 95).
Algo paradójico es ver cómo muchas familias pobres no tienen las
condiciones sanitarias necesarias ni comen las cuatro comidas diarias; sin
embargo, casi todas tienen televisores de plasma de última generación,
zapatillas de marcas caras, smartphones con Internet 3G o conexión de
Internet inalámbrica. La imperiosa necesidad que impone el consumismo
por poseer lleva a las personas a tener un desorden en sus prioridades. Y
quienes no tienen el poder adquisitivo suficiente para cumplir con todas
las demandas del mundo del consumo sacrifican sus necesidades primarias
como la comida, la salud, la higiene y demás, por cosas superfluas como
celulares, Internet, ropa de marca y artículos de moda.
En Uruguay, en 2005, con la llegada a la presidencia del Dr. Tabaré Vázquez,
se llevó a cabo el Plan de Emergencia Social para atender la deplorable
situación social que vivía el país en aquel entonces. El Ministerio de

33
Adrian Aranda

Desarrollo Social —recién creado— atendió a 102 353 hogares que se


encontraban en situación de pobreza brindándoles un subsidio llamado
«Ingreso Ciudadano» y otros siete proyectos de índole social. Lo
sorprendente fue ver cómo gran parte de las personas que recibían el
subsidio salía directo a comprar celulares de nueva generación que, por
aquel entonces, hacía más de un año que estaban de moda en Uruguay.
El desorden de las prioridades en las personas provoca un comportamiento
de urgencia por vivir el ahora. Parecería que, al tomar sus decisiones, las
personas no piensan en el futuro ni contemplan la experiencia del pasado.
Lo que importa es vivir ahora, comprar ahora, consumir ahora y luego
se verá qué se hace para seguir sobreviviendo. En la Navidad de 2014
se podía ver en la televisión uruguaya un comercial de una conocida
empresa, que otorga altos préstamos con pocos requisitos, animando a
los televidentes a pedir un préstamo de 8300 dólares con una canción
que sonaba de fondo repitiendo una y otra vez: «Solo se vive una vez».
Sin embargo, no aclaraban que los intereses por dicho préstamo eran tan
altos que al terminar de pagarlo, después de varios años, costaría más del
doble de lo que se pidió prestado inicialmente.
Ante esta presión implícita en la conciencia de la sociedad, un gran número
de personas de las clases media y baja optan por la delincuencia como un
medio para formar parte de la sociedad de consumo, y no quedar expuestas
a la vergüenza y a la falta de sentido de pertenencia que provoca estar
fuera de la rueda consumista. Para los criminales, la delincuencia pareciera
un camino legítimo para entrar al mercado del consumo, ya que la injusta
sociedad capitalista no les ha brindado oportunidades de desarrollarse,
y encima los castiga con puestos de trabajo con salarios muy bajos y con
la humillación de no poder ser parte del statu quo del consumismo. Un
estatus que impone un modelo ideal al cual todos debemos acceder para
encontrar satisfacción.
En diferentes épocas históricas, diferentes modelos ideales se impusieron
en las sociedades provocando actos criminales. En las sociedades primitivas,
eran la venganza y el honor —según el filósofo Gilles Lipovetsky— los
valores supremos que regían a los individuos y su comportamiento. Los
actos criminales eran regidos por deseos de venganza o por defender el

34
Desafíos del hombre contemporáneo

honor. En la premodernidad, la barbarie se impone como el valor supremo.


El deseo de sangre, de combate y de valentía llevan a los hombres a
matarse mediante conquistas y guerras. Tanto en las sociedades primitivas
como en las premodernas, es importante entender que la individualidad
no tenía valor alguno, es decir, la individualidad de las personas, su vida
única como tal, se disolvía en un todo social, en un colectivo que imponía
valores más importantes que la vida individual. Es por esto que matar por
venganza, honor o barbarie no era algo mal visto, puesto que estos valores
colectivos se consideraban superiores a la vida individual de las personas.
Es recién con la Reforma luterana del siglo XVI que se abre una brecha
para que surja el predominio de la vida individual en la sociedad moderna
del siglo XIX. Lutero, mediante el estudio de las Escrituras, redescubrió
que el hombre no necesitaba intermediarios humanos para acercarse a
Dios, que cada quien podía tener una relación con Dios por medio de la fe.
Esto comienza a revolucionar el pensamiento de la época clásica a través
de los siglos XVI y XVII, dado que si cualquier persona puede acercarse a
Dios, la individualidad indudablemente cobra valor e importancia.
Con el surgimiento del liberalismo y la democracia, la individualidad se
impone como un valor a respetar en la sociedad occidental del siglo XIX.
Las instituciones defienden cada vez más el valor de la vida individual,
la esclavitud es abolida, cesan los suplicios, surgen los hospitales y las
cárceles, todos signos del crecimiento de la individualidad como un valor
imperante en la sociedad. Sin embargo, en los años veinte, con el ascenso
del consumismo, comienza a ascender la predominancia de otros valores
hedonistas y narcisistas, que son los que caracterizan nuestra era: consumo
en masa; culto a la estética y al perfeccionismo corporal, e idealismo del
éxito material y de la moda. Y son estos valores los que se han consolidado
y predominan en la sociedad occidental desde la década de los ochenta,
cuando los filósofos comenzaron a divisar la posmodernidad y a hablar de
ella. La gran contradicción de nuestro tiempo es que estos valores, que se
imponen como modelo ideal en nuestra sociedad, son inalcanzables para
gran parte de las poblaciones que viven bajo sistemas socioeconómicos
capitalistas que excluyen y marginan a cada vez más gente. A medida que
el costo de vida asciende, y los salarios e ingresos de las familias pierden
valor, conquistar el modelo ideal contemporáneo se vuelve algo exclusivo

35
Adrian Aranda

para sectores ricos, al mismo tiempo que es una fuente de frustración e


impotencia para los sectores pobres, y es ahí cuando muchos se inclinan
por la violencia y la criminalidad con motivo de conseguir los medios para
alcanzar estos valores supremos que rigen nuestras sociedades actuales.
A esta altura, el lector podría preguntarse por qué, entonces, también
hay gente pobre que son trabajadores honrados y que nunca optaron por
el camino de la delincuencia cuando hubieran tenido razones más que
suficientes para hacerlo. Es en este momento en que entra en juego el
tercer factor, que, junto con la desvalorización de la fuerza de trabajo y la
cultura consumista, crean campo fértil para que surja la criminalidad: el
relativismo moral.

EL RELATIVISMO MORAL
En la sociedad posmoderna, el relativismo moral es algo instalado en
el pensamiento y el comportamiento de las masas. El posmodernismo
significa el comienzo de una nueva era, en que las personas ya no
confían en la autoridad del Estado ni en la de los «grandes relatos» del
cristianismo, el iluminismo, el marxismo y el capitalismo liberal. El punto
de inflexión generalmente aceptado entre modernidad y posmodernidad
es la caída del muro de Berlín. El cristianismo había atravesado su siglo con
menos influencia en el ámbito social, político y cultural. La «diosa Razón»
del iluminismo había llevado a científicos, intelectuales y profesionales
a elaborar, planificar y apoyar el Holocausto. El marxismo se había
transformado en una tiranía de la que miles de personas deseaban huir
hacia el mundo occidental. Y el capitalismo, si bien triunfó con la caída
del muro, ya había demostrado al mundo —y demostraría en el decenio
siguiente— que nunca llevaría a la igualdad socioeconómica que sus
teóricos prometían. Estas y otras causas provocaron la pérdida de confianza
y credibilidad en que estas causas religiosas y políticas podrían llevar a la
humanidad a la dicha.

36
Desafíos del hombre contemporáneo

En la época actual, lo que rige la moral de las personas ya no es ninguno


de los «grandes relatos» ni las ideologías predominantes del siglo XX. Por
supuesto que esto no significa que no haya adeptos a los mismos, sino que
son totalmente cuestionables y que ha habido una pérdida de credibilidad
en estos como fuentes de verdad.
Cada quien posee su verdad, nada es absoluto y nadie puede definir una
moral absoluta que diga lo que está bien o lo que está mal. Cada uno debe
decidir y basarse en sí mismo para definir qué está bien y qué está mal. La
vida humana pierde valor y todo valor o principio positivo del humanismo
que vitalizó al hombre en los últimos doscientos años es relativizado. Los
humanistas del Siglo de las Luces cometieron el error de hacer del hombre
el centro del universo, pero la cultura posmodernista le ha quitado valor
y dignidad al hombre, tanto que hoy la vida humana es despreciada y
menoscabada de maneras exorbitantes.
Actualmente, en mi país, como en gran parte de Latinoamérica y el
mundo, el problema más importante que enfrentamos es la inseguridad,
producto del aumento de la delincuencia. Según el Atlas Sociodemográfico
del Uruguay (2015), solo el 28% de los hogares están constituidos por el
modelo de familia tradicional. Los jóvenes están creciendo en hogares
disfuncionales y no están concibiendo un concepto sano de lo que significa
la autoridad.
La autoridad, sanamente hablando, es el poder que alguien ejerce
sobre otra persona con el fin de protegerlo, limitarlo y guiarlo para su
provecho. En la mayoría de los hogares de la actualidad escasea este tipo
de autoridad. Lo que abunda es el libertinaje o el autoritarismo.
El libertinaje se manifiesta cuando no hay autoridad, ya sea por padres
ausentes física o emocionalmente. Padres que solo cumplieron su rol
biológico en traer un niño al mundo, pero se ausentaron de la vida y el
crecimiento de sus hijos, o padres que están presentes de una manera
física, pero que el acelerado ritmo de la sociedad contemporánea, su
falta de capacidad o su afán por brindarles exclusivamente lo material les
impide tener una relación significativa con sus hijos.

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Adrian Aranda

El autoritarismo se presenta de manera opuesta al libertinaje. En los


hogares donde reina el autoritarismo, habitan padres que abusan de su
poder y autoridad para provecho propio, por falta de capacidad o por
deficiencias psicológicas. Estos padres, generalmente, se caracterizan por
no haberse ganado nunca el corazón de sus hijos, pero que demandan
obediencia ciega a sus caprichos y mandatos, sin tener la autoridad moral
para hacerlo. Padres alcohólicos, delincuentes, adictos o violentos —ya
sea física o psicológicamente— son quienes ejercen el autoritarismo.
El libertinaje se basa en la indiferencia, y quienes lo ejercen no protegen ni
limitan ni guían a sus hijos. El autoritarismo se basa en el temor, y quienes
lo ejercen sobreprotegen, extralimitan y, en vez de dirigir, controlan a
sus hijos. Ninguna de estas dos formas es una manera sana de ejercer la
autoridad en un hogar ni en ningún otro ámbito y, por lo tanto, no pueden
dar buenos resultados.
Las personas que crecen en este tipo de hogares, al tener un concepto
distorsionado de lo que es la autoridad, la resisten cuando esta es ejercida
sanamente.
Esto se puede ver claramente en la tradición que existe generalmente
en barrios marginados, donde el núcleo familiar está más deteriorado,
a resistir a la policía y a todo tipo de autoridad civil. La mayoría de los
delincuentes han crecido en hogares con referencias de autoridad
anormales. Es por eso que no respetan la autoridad en ningún sentido: no
respetan la propiedad ajena y no respetan el valor máximo de la sociedad,
que es la vida ajena.
No tienen valores morales que les dicten lo que está bien y lo que está
mal. Sus propios intereses del ahora guían su conducta. La frialdad con
la que pueden asesinar a alguien para robarle da una señal de que los
criminales no perciben la gravedad del daño que están haciendo. En el
mundo de la delincuencia se suele decir «voy a hacer un trabajo» cuando
se refieren a que van a delinquir. Su moral les dice que la sociedad ha
sido injusta con ellos, la vida los ha puesto entre la espada y la pared,
y ven como algo válido la delincuencia. No perciben el mal en el daño
que ocasionan, sea material o humano, pues nadie posee verdad ni moral

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Desafíos del hombre contemporáneo

única; todo es relativo.


En el 2014, en Uruguay, hubo un plebiscito para reformar la constitución
y bajar la edad de imputabilidad, para delitos graves, de 18 a 16 años.
La reforma no alcanzó el cincuenta por ciento más uno necesario para
triunfar, ya que obtuvo solo el 48% de los votos. De todas maneras, es
interesante la cantidad de apoyo de la población a esta reforma. En una
sociedad cada vez más individualista y narcisista, lo más simple es sacarse
de encima la responsabilidad social que todos tenemos y cargar con toda
la responsabilidad a los menores infractores.
La desesperación producida por los últimos acontecimientos de
delincuencia, y las pocas opciones que el sistema político brindó para
solucionar el problema, hizo que la única solución que se propuso fuera
una especie de esperanza a la cual se aferraron algunos sectores de la
población que quieren vivir en un país más seguro.
La inseguridad y la delincuencia son problemas con múltiples factores:
sociales, económicos, morales y psicológicos. Las medidas con las que se
pretenda resolver dicho problema deben abordar todos estos campos.
Pretender solucionar todo encerrando jóvenes como si fueran adultos,
cuando es evidente que el encierro no soluciona nada, y que nuestro
sistema carcelario es uno de los peores del mundo, fue querer tapar el sol
con un dedo.
Claro que hay un tema de responsabilidad personal, que el joven debe
asumir, pero también hay un enorme tema de responsabilidad social que
nos compete a todos. En una sociedad de consumo y carente de ejemplos
paternales, en la que muchos jóvenes están excluidos de acceder al
mercado laboral con un sueldo digno, el camino más fácil es delinquir.
Antes que encauzar todas las responsabilidades en los jóvenes, deberíamos
asumir las responsabilidades que todos los adultos tenemos sobre ellos.
Un joven, antes de convertirse en un delincuente, fue un niño carente
de afecto y de una familia que lo contenga. Otras veces, los contextos de
pobreza y violencia en los que se criaron los llevaron a no valorar la vida
ajena, y a adoptar la delincuencia como una forma de vida natural, pues

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Adrian Aranda

es lo que vieron como normal en su entorno.


Al proponer bajar la edad de imputabilidad, ninguno de estos factores se
tuvo en cuenta ni se planteó solucionarlos. Para erradicar un problema
de esta índole, se debe ir al meollo de la situación y cortarlo de raíz. Si
pensamos que medidas superficiales, que solo atacan las consecuencias
del mismo, son la solución, no estamos visualizando todo el panorama.
Todo joven, antes de formar parte de una sociedad, forma parte de una
familia, y es allí en donde nacen los mayores problemas y conflictos que
a la larga perjudican a la sociedad entera. Toda medida que pretenda
solucionar problemas sociales, debe pensar en la familia en primer
lugar. El fortalecimiento de las relaciones familiares, la asunción de las
responsabilidades paternales, la moral y la ética sobre la cual los niños
crecen, así como mejorar el contexto socioeconómico en el que muchas
familias viven, debería ser prioridad, antes que querer encerrar más
jóvenes delincuentes como si fueran adultos, producto de múltiples
factores que deben ser solucionados.
Con esto, para nada estoy reafirmando la tesis de Rousseau de que «el
hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe». El hombre nace libre y
se transforma en lo que él decide. Lo que hace la sociedad es brindarle
condiciones hostiles que disminuyan su libertad para decidir, o condiciones
favorables que la aumenten. Pero la última palabra siempre la tiene
el hombre. Por lo que las condiciones sociales, sean cuales sean, no lo
eximen de la responsabilidad de sus actos ante la ley y ante su prójimo. La
asunción de la responsabilidad en la sociedad contemporánea es algo muy
ausente. Omitimos asumir la responsabilidad de nuestra vida, le echamos
la culpa al Estado y a quienes nos rodean, y cargamos las decisiones de
nuestra vida en otras personas tan humanas y falibles como nosotros, y
al momento de enfrentar las consecuencias también nos enojamos con
ellos, cuando la responsabilidad ha sido absolutamente nuestra.
Ahora, esto no significa que no se deba trabajar para crear las mejores
condiciones sociales en las que el hombre pueda desarrollarse y tener
más libertad para decidir por una vida digna para sí, y en la que no se vea
forzado o tentado a atentar contra su prójimo para vivir mejor.

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Desafíos del hombre contemporáneo

El ser humano es la única especie que se cuida de otros seres de su


misma especie. Hoy, la desconfianza en el extraño es la regla y no la
excepción. Debería sorprendernos que la especie que domina el mundo,
que ha trascendido más allá de las fronteras del mismo planeta en el
que habitamos, tenga tanto miedo de sí misma. Quienes crean que la
destrucción es inminente se quedarán de brazos cruzados o se aferrarán a
algún fundamentalismo. Pero quienes no ignoren la historia del hombre,
y sepan que este ha cambiado el curso de la misma en más de una vez a
lo largo de su estadía en la tierra, tendrán esperanza de que sea posible
vivir en un mundo mejor.

EL ETERNO PRESENTE Y LA
LÓGICA DEL DESCARTE
En la antigüedad, las personas concebían el tiempo de manera cíclica, es
decir, como un continuo retorno de las cosas subyacentes a la existencia
humana, pues no existía el concepto de «pasado/presente/futuro». El
filósofo alemán Georg F. Hegel, de quien Marx tomaría aportes para el
desarrollo del socialismo científico, introduce el concepto de un tiempo
lineal, teleológico, es decir, con un propósito, además del concepto de
«progreso», del cual iban a beber todas las ideologías modernistas del
siglo XX. Lo que sucede en la posmodernidad, con la caída de los grandes
relatos, es un cambio en la concepción del tiempo que afecta a todas las
esferas de la existencia humana. Los conceptos de pasado y de futuro han
perdido vigor, el presente se ha intensificado; pareciera que vivimos en un
eterno presente que nos lleva a entronizar la satisfacción inmediata como
método de supervivencia. Los proyectos a largo plazo han perdido validez:
matrimonio, carreras, ahorros familiares, etcétera. Y esa vivencia en el
eterno presente nos hace cosificar a las personas, es decir, convertirlas en
cosas, de las cuales sacamos provecho mientras nos son útiles y a las que
descartamos cuando ya no lo son.

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Adrian Aranda

La cosificación del sujeto es algo que los psicólogos y sociólogos


contemporáneos tratan mucho. El hecho de que el ser humano está
perdiendo cada vez más dignidad al grado de ser tratado como cosa,
como medio y no como fin, es una señal de un retroceso en los avances
del humanismo y el protestantismo de los últimos quinientos años. Esta
realidad no es propia de una institución o de un grupo de personas
determinadas, es la cosmovisión imperante en nuestra época, que afecta a
todo el cuerpo social. Los partidos políticos, las instituciones religiosas, las
relaciones humanas y, por supuesto, el mercado, se rigen por esta lógica.
Votantes, fieles, amantes, empleados: todos sienten haber sido usados
en algún momento, pues su cosificación los ha vuelto objetos utilizables,
en un escenario donde sus sentimientos y pensamientos no interesan.
Mientras rindan y sean útiles podrán ser parte; cuando ya no lo sean, serán
descartados, como las cosas que tiramos a diario a la basura: eso mismo es
la lógica del descarte. Y esta misma lógica imperante rige el pensamiento
de los delincuentes. El eterno presente en el que se encuentran, al igual
que todos, los hace pensar en el ahora e ignorar las consecuencias futuras
de sus actos, además de que matar y robarles a cosas no resulta tan grave,
pues aunque esas cosas en algún momento fueron personas, hoy ya no lo
son. Nuestros tiempos nos dicen que ya no lo son.
Para evitar malos entendidos, quisiera aclarar que no pretendo presentar
al criminal como un ser irresponsable de sus actos ligado a la suerte de su
contexto sociocultural. Asimismo, tampoco pretendo presentarlo como
un individuo aislado a quien no le afecta su entorno y es absolutamente
responsable de su conducta.
Lo que intenté exponer fue una responsabilidad compartida entre individuo
y sociedad, y en esa responsabilidad compartida encontrar puntos que se
pueden y deben mejorar. Con esta aclaración, para nada quiero evadir el
hecho de que al exponer mis ideas enfatice más la responsabilidad social
que la individual, pero esto también tiene una razón. En la sociedad en
la que vivimos, el individualismo ha ganado la mente de las personas de
tal manera que al analizar un fenómeno social como la delincuencia, se
centran en el individuo, como si este fuera un mero ser aislado e inmune
a su contexto sociocultural. Es por eso que, buscando equilibrar la manera

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Desafíos del hombre contemporáneo

de interpretar la delincuencia que nos afecta a diario, destaqué las causas


colectivas del mismo.

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Adrian Aranda

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Desafíos del hombre contemporáneo

La crisis del poder


político
La caída del muro de Berlín, en 1989, significó el triunfo del capitalismo
a nivel mundial. La batalla entre dos sistemas socioeconómicos durante
setenta y cuatro años llegó a su fin. El capitalismo se expandió sobre todo
el mundo, incluso sobre la Unión Soviética a partir de 1991, que ahora
pasaba a llamarse Federación Rusa (sin mencionar las repúblicas satélites
recientemente independientes). En esos años, el economista John
Williamson ya acudía al término Consenso de Washington. El mismo hacía
alusión a diez puntos impuestos por el FMI, el Banco Mundial y el Tesoro de
EE. UU., que se transformarían en la norma de políticas neoliberales que
se deberían implantar a través de reformas económicas en Asia, Europa y
América Latina.
Las mismas incluían: disciplina en la política fiscal; redireccionar los
gastos públicos hacia la inversión; liberación de mercado y reducción de
aranceles, y privatización de empresas públicas, entre otras. También, en
aquel entonces, el inglés Tim Berners-Lee, con la ayuda del belga Robert
Cailliau, desarrollaba la Web —comúnmente llamada Internet—, que sería
publicada en 1992 en Ginebra, Suiza.
Estos sucesos dieron un impulso importante al proceso de globalización en
los países de democracia liberal o capitalismo democrático. La Revolución
informática que trajo la Web esparció la cultura consumista a todo el
mundo occidental. Esto último y la libre circulación de capitales

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Adrian Aranda

La caída del muro de Berlín, en 1989, significó el triunfo del capitalismo


a nivel mundial. La batalla entre dos sistemas socioeconómicos durante
setenta y cuatro años llegó a su fin. El capitalismo se expandió sobre todo
el mundo, incluso sobre la Unión Soviética a partir de 1991, que ahora
pasaba a llamarse Federación Rusa (sin mencionar las repúblicas satélites
recientemente independientes). En esos años, el economista John
Williamson ya acudía al término Consenso de Washington. El mismo hacía
alusión a diez puntos impuestos por el FMI, el Banco Mundial y el Tesoro
de EE. UU., que se transformarían en la norma de políticas neoliberales
que se deberían implantar a través de reformas económicas en Asia,
Europa y América Latina. Las mismas incluían: disciplina en la política
fiscal; redireccionar los gastos públicos hacia la inversión; liberación de
mercado y reducción de aranceles, y privatización de empresas públicas,
entre otras. También, en aquel entonces, el inglés Tim Berners-Lee, con
la ayuda del belga Robert Cailliau, desarrollaba la Web —comúnmente
llamada Internet—, que sería publicada en 1992 en Ginebra, Suiza.
Estos sucesos dieron un impulso importante al proceso de globalización
en los países de democracia liberal o capitalismo democrático. La
Revolución informática que trajo la Web esparció la cultura consumista
a todo el mundo occidental. Esto último y la libre circulación de capitales
incrementaron la influencia del poder económico sobre las sociedades, al
mismo tiempo que disminuyeron el poder político de los Estados sobre
las mismas. La influencia que las corporaciones empresariales tomaron
sobre los mercados de las naciones incrementó el poder de las mismas
para determinar el rumbo de la economía mundial.
La crisis política actual está determinada básicamente por dos factores:
la subordinación del Estado al poder económico de las corporaciones, y
la presencia del poder mediático de las comunicaciones y el marketing
como un cuarto poder dentro de la república. Los poderes económicos
y culturales que durante los doscientos años de modernidad estuvieron
en manos de los Estados nación se han desplazado a manos de terceros.
Con el desmantelamiento neoliberal de los últimos cuarenta años del
Estado de bienestar, el poder económico ha pasado a manos de una
élite ausente de la vida pública, sobre la cual la clase política no tiene

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Desafíos del hombre contemporáneo

influencia relevante. La cultura, que también era tarea del Estado y de las
clases ilustradas promover y conservar, hoy es instaurada por los medios
masivos de comunicación, dominados por las necesidades del consumo y
el mercado, y establecida según intereses privados y no públicos.
La globalización les ha dado un poder ilimitado a los capitales y a la
información, para moverse más allá de las fronteras territoriales de las
naciones, y lograr así una independencia y supremacía sobre el poder
político de los Estados. El dinero y el conocimiento se mueven en la esfera
del ciberespacio, donde las restricciones del tiempo, la distancia y las leyes
estatales no llegan. Sumado a esto, las instituciones económicas globales
como el FMI, el BM y la Organización Mundial del Comercio, creadas
para velar por la estabilidad mundial, el crecimiento, la erradicación de la
pobreza y el desarrollo de los países subdesarrollados, solo han servido a
los intereses de la poderosa comunidad financiera del primer mundo.
La dominación que ha tomado el poder económico sobre los Estados
nación contemporáneos es de gran magnitud. El hecho de que el mercado
sea movido por capitales privados, y que las naciones necesiten que el
flujo de capital sea constante para que el mercado y el consumo impulsen
el crecimiento de la economía, les da un lugar de privilegio y de gran
influencia en la toma de decisiones en las naciones a los dueños del capital.
Los políticos actuales ya no pueden prescindir de la clase dominante para
tomar decisiones importantes que afecten el destino de sus naciones.
La inversión de los capitales nacionales y extranjeros es de suma
importancia para la creación de industria y trabajo. Es humillante cómo
políticos de naciones pobres y subdesarrolladas «prostituyen» a su
población para que trabaje en condiciones infrahumanas para empresas
multinacionales, a cambio de que el capital invertido en sus naciones
crezca. A fines del 2014, la BBC reveló un video en el que se mostraban las
condiciones deplorables en las que se trabaja en una fábrica para Apple
en Indonesia.
Al respecto, Russia Today (2014) informó que:
El documental de la BBC mostró cadáveres de mineros que trabajaban

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Adrian Aranda

para Apple en Indonesia. Mientras extraían estaño de profundos pozos,


muchos perecieron por deslizamientos de tierra. Según el informe,
muchos niños trabajan allí con sus padres.
Apple tiene islas artificiales ilegales en Indonesia, cuenta el documental.
Dragas de la compañía rastrillan la arena y el coral del fondo del mar
para conseguir estaño. «El coral no vuelve a crecer», dijo un científico
marino en el programa documental.
El equipo también filmó en secreto a empleados de la fábrica en China
y descubrió que Apple, de forma rutinaria, violaba los derechos de los
trabajadores. El reportero vio cómo los obreros tenían que trabajar 18
horas al día sin descanso; muchos de ellos fueron grabados dormidos
en sus puestos.
Asimismo, la BBC afirma que la fábrica ha falsificado documentos para
que todos los trabajadores de la fábrica en China trabajen también por
las noches. El documental revela, además, que los obreros viven de
hasta 12 personas en una habitación, mientras que, según las reglas,
solo pueden vivir 8 personas juntas. También se detalla que los jefes
agravian a los empleados, y que los trabajadores están demasiado
cansados y se duermen en sus puestos¹.
Actualmente, el poder político está subordinado al poder económico.
El neoliberalismo trajo una disminución de la presencia del Estado en la
economía, y también una disminución en el poder de decisión de los líderes
políticos y, por lo tanto, en su capacidad de guiar y velar por el bienestar
de la sociedad. ¿Cómo podemos pedirle al pueblo que apoye y respalde
a políticos que no cuentan con el legítimo poder que debería otorgarles
la democracia para llevar las riendas de una nación? Hoy los políticos
gobiernan, pero el capital da las órdenes. La democracia se ha debilitado
y reducido al mero hecho de elegir un presidente o primer ministro y un
poder legislativo, generalmente en listas prediseñadas mediante arreglos
políticos, cada 4 o 5 años.
Al mismo tiempo, los políticos necesitan de los capitales privados para
financiar sus propias campañas electorales. Esta realidad hace que la política

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Desafíos del hombre contemporáneo

se esté volviendo —en algunas partes del mundo ya es así— exclusiva de


la élite de las clases altas. Los partidos buscan candidatos que puedan
financiar sus campañas, sea con capitales propios o ajenos. Actualmente,
estamos en el ocaso de los grandes estadistas y en el nacimiento de una
época neofeudal, en la que la riqueza y el poder están estrechamente
relacionados como en la era del feudalismo, algo totalmente opuesto a la
democracia, en la que el poder debe residir en el pueblo y no en los ricos.
El más claro ejemplo de esto es lo que sucede en EE. UU. con los super PAC
(political action committee), que son grupos de donantes, generalmente
reducidos —en ocasiones, de una sola persona— que se encargan de
juntar fondos para influir en las campañas electorales a favor o en contra
de un candidato, según los intereses que tengan. Durante el ciclo electoral
de 2014, 706 millones de dólares fueron aportados por estos grupos.
La clase política actual no puede prescindir de las clases que ostentan el
poder económico. Debido a la revolución que han vivido los medios de
comunicación en los últimos treinta años y al papel predominante que
juega el marketing en la opinión pública, los costos de las campañas
electorales son altísimos. La publicidad es cara, una buena campaña
de marketing que surta efecto es cara, y para eso se necesita capital, o
sea, capitalistas inversores que financien a los políticos. Y como dice el
viejo proverbio del rey Salomón: «Así como el rico gobierna al pobre, el
que pide prestado es sirviente del que presta». Durante las campañas
electorales los políticos se sirven de los ricos para financiar sus campañas,
pero durante los años de gestión gubernamental los ricos se sirven de los
políticos para salvaguardar sus intereses.
El hecho de que haya un filtro en la carrera política para que solo lleguen
a los lugares más altos quienes estén más cerca de las riquezas, excluye
la posibilidad de que grandes ideas —en forma de grandes personas—
puedan llegar a lugares de influencia y afectar para bien el desarrollo de
una nación. La gente común se siente cada vez más lejos de los políticos.
El elector promedio no cree que su candidato realmente entienda las
necesidades y los pormenores que él enfrenta a diario. ¿Cómo puede
una persona —un político— que se codea con las clases minoritarias —
pudientes— entender cómo vive la mayoría de la población de su país?

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Adrian Aranda

¿Cómo puede alguien que se mueve en las esferas más altas de la sociedad
entender lo que ocurre en las esferas medias y bajas? Ya lo dijo F. Engels
hace ciento cincuenta años: «No se piensa igual desde una choza que
desde un palacio.»

PRAGMATISMO MAQUIAVÉLICO
En el tratado de teoría política del siglo XVI El Príncipe, Nicolás Maquiavelo
expuso las características que debía poseer un monarca para conservar su
poder a cualquier costo. Según Maquiavelo, un rey no debía regirse por
principios ni convicciones, sino que, según la ocasión, debía optar por tal o
cual actitud. El objetivo máximo era la alabanza del pueblo, la admiración
y lealtad de sus soldados y de su círculo íntimo, para lo cual debía utilizar la
manipulación, la explotación del temor y el poder monárquico. La frialdad
con la cual Maquiavelo explica cómo debería actuar un gobernante
para conservar su poder no está lejos del comportamiento político
contemporáneo². La conservación del poder, aun a costa de sacrificar las
convicciones, se ha vuelto la norma en la élite política. La desideologización
de la política, o el carácter pragmático que muchos políticos modernos
venden en sus campañas, no son más que máscaras para actuar al libre
arbitrio sin tener que responder ni dar cuentas a un conjunto de valores y
principios colectivos como son las ideologías.
En mi país, uno de los políticos más respetados del siglo XX y de toda
la historia fue Wilson Ferreira Aldunate (1919-1988). Cuando estalló la
dictadura en 1973, fue uno de los máximos símbolos de oposición al
régimen militar, lo que le llevó al exilio, desde donde luchó incansablemente
denunciando las violaciones a los derechos humanos que se sufrían en
Uruguay en aquel entonces. Su magistral presentación ante el Congreso de
los EE. UU. redundó en que este aprobara la Enmienda Koch y prohibiera
la venta de armas al gobierno uruguayo.
Actualmente, el sistema político llama «wilsonistas» a quienes afirman

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Desafíos del hombre contemporáneo

defender las convicciones de Wilson Ferreira. Lo maquiavélico de esto


es que la figura de Wilson, por lo que representa para la democracia
uruguaya, ha sido la más explotada por líderes políticos que realmente no
creen ni defienden los valores e ideas en las que creía firmemente Ferreira
Aldunate, y que el único fin que tienen es conservar su poder levantando
la bandera de un gran estadista del cual utilizan su imagen, pero no sus
ideas. En la actual sociedad de consumidores, todos nos hemos convertido
en productos. Cada uno de nosotros posee cualidades que presenta —
currículum vítae— en el mercado laboral con el fin de ser consumidos —
contratados—. La mentalidad consumista está tan implantada en la mente
de nuestras sociedades que inconscientemente nos relacionamos como
consumidores-productos, incluso en nuestras relaciones humanas.
Con un producto no hay compromiso de por medio ni relación recíproca.
El único interés es consumirlo —sacar el provecho deseado— y desecharlo
cuando este ya no satisfaga nuestros deseos y necesidades. Así son la
mayoría de las relaciones hoy. Consumimos de las personas que nos rodean
afecto, sexo, amistad, recreación, y cuando estas ya no nos satisfacen las
desechamos como un mero producto que ya no puede brindarnos nada
o que caducó.
Así también es la relación elector-político. Los electores ven como productos
a la clase política. Durante las campañas electorales los políticos tratan de
convertirse en los productos más codiciables y llamativos a través de las
poderosas campañas de marketing para lograr mayor consumo —votos—.
El problema con esto es que lo que el marketing moderno explota del
producto para lograr su consumo no es la calidad del mismo, sino la
imagen. La publicidad, hoy, está enfocada en lo externo y superficial de
los productos. Motivar el consumo a través de estímulos audiovisuales es
la estrategia publicitaria establecida. De la misma manera es el marketing
político actual. Los candidatos explotan su imagen, y el valor de las ideas
carece de importancia. La sustancia ideológica queda sofocada por lo
superficial: gestos que transmiten confianza, eslóganes con un toque
moderno, discursos con palabras bien pensadas, promesas demagógicas
y demás. Los votantes eligen a su candidato por el impacto que generó
el marketing de su imagen y no por el valor de sus ideas. El problema es

51
Adrian Aranda

que la imagen dura lo que dura la campaña, mientras que las ideas duran
todo el ciclo gubernamental. Para peor, según Jerry Mander, presidente
del International Forum on Globalization (2013), hay siete empresas —
News Corportation, Time Warner, Disney, Sony, Bertelsman, Viacom y
General Electric— que controlan el 70% de los medios de comunicación
del mundo³.
Con este panorama, la vida de la democracia —gobierno «de la multitud»
para Platón y «de los más» para Aristóteles— se ve enormemente
amenazada por el poder económico y el poder de los medios —
gobernados por minorías—, que cada vez limitan y reducen más el poder
de los Estados nación.
La gente puede percibir cada vez más el deterioro del sistema político a nivel
global, y la indignación y desconfianza hacia los gobiernos va en aumento.
Según Russia Today, las manifestaciones populares llevadas adelante
durante 2014 muestran un claro aumento en la toma de conciencia de las
masas del estado de la clase política:
Estados Unidos. Las muertes de los afroamericanos Michael
Brown y Eric Garner a manos de la policía desataron grandes
protestas contra la brutalidad policial en todo el país.
México. La desaparición de cuarenta y tres estudiantes
convulsionó al país y la gente salió a las calles exigiendo a las
autoridades que investiguen el caso, así como la dimisión
del presidente Peña Nieto.
Venezuela. Violentas protestas dejaron numerosas víctimas.
Según las autoridades venezolanas, los opositores estaban
financiados desde el extranjero. El Gobierno logró aplacar la
crisis.
Brasil. En verano las protestas sociales inundaron las
principales ciudades del país. La gente salió a las calles,
donde levantaron barricadas y mostraron su rechazo por la
organización del Mundial.

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Desafíos del hombre contemporáneo

Ucrania. El rechazo del Gobierno a firmar un acuerdo de


asociación económica con la Unión Europea provoca las
grandes manifestaciones del Euromaidán, que derivaron en
un golpe de Estado, apoyado por el Occidente. Unas cien
personas fallecieron durante las protestas del Euromaidán.
España. En Barcelona, en las grandes marchas se reclamó el
derecho a votar el 9 de noviembre sobre la independencia
de Cataluña. Los catalanes dijeron sí a la independencia,
pese a que la validez jurídica de la consulta había quedado
suspendida por el Tribunal Constitucional.
Bosnia-Herzegovina. Después del cierre de algunas fábricas
en el país, muchos parados salieron a las calles para expresar
su indignación.
Hungría. Aproximadamente cien mil personas salieron a
las calles de Budapest después de que el primer ministro
anunciara su intención de establecer un impuesto sobre
Internet.
Turquía. La negativa del Gobierno turco a intervenir y a
proteger a los kurdos en la ciudad siria de Kobani, asediada
por los terroristas de Estado Islámico, desató grandes
marchas en el país.
Egipto. Desde la llegada al poder de Adly Mansour, no cesan
los disturbios y homicidios en el país. En noviembre, unos
mil manifestantes marcharon por El Cairo para protestar
contra la absolución del expresidente Hosni Mubarak.
Tailandia. La primer ministro tailandesa, Yingluck Shinawatra,
decidió amnistiar a su hermano, quien se vio obligado a huir
del país en 2006 tras un golpe militar. Esta decisión derivó en
disturbios, que no cesaron hasta la dimisión de Shinawatra y
sus nueve ministros.
Hong Kong. Miles de personas rodearon los principales

53
Adrian Aranda

edificios gubernamentales para exigir la instauración del


sufragio universal sin restricciones. La policía empleó
gas pimienta y cañones de agua para contener a los
manifestantes4.

EL PODER ECONÓMICO
En la antigua Grecia, en el clásico La República, Trasímaco y Sócrates,
discutiendo acerca de la definición de la justicia en los Estados, exponían
dos puntos de vista antagónicos. Según Sócrates:
Todo hombre que gobierna, considerado como tal, y cualquiera sea la
naturaleza de su autoridad, jamás se propone, en lo que ordena, su
interés personal, sino el de sus súbditos. A este punto es al que se dirige
y, para procurarles lo que es conveniente y ventajoso, dice todo lo que
dice y hace todo lo que hace5 (p. 34).
Sin embargo, Trasímaco creía que:
[…] En cada Estado, la justicia no es más que la utilidad del que tiene la
autoridad en sus manos, y, por consiguiente, del más fuerte. De donde
se sigue para todo hombre que sabe discurrir que la justicia y lo que es
ventajoso al más fuerte en todas partes y siempre es una misma cosa6
(p. 39).
La democracia nació para limitar los poderes del Estado. El problema
es que las democracias modernas no contemplan el poder económico
y el poder de los medios de comunicación. El poder económico es
completamente libre en las sociedades capitalistas y nadie puede limitarlo,
mientras que, en cuanto al poder mediático —aunque ha sido limitado en
algunos países a través de leyes—, la línea divisoria entre atentar contra
la libertad de expresión y defender la salud de la democracia es muy
delgada. Actualmente, el concepto de justicia que manejan los políticos
en sus acciones está muy cerca del de Trasímaco —aunque en su discurso

54
Desafíos del hombre contemporáneo

manejen el de Sócrates—, en el que esta está para servir al más fuerte


que, sin duda, son las corporaciones empresariales. Las mismas se han
convertido en la institución dominante del mundo, así como en otro
tiempo dominó la Iglesia o ideologías como el comunismo y el liberalismo
democrático. El medio que nació en la Revolución Industrial —el poder
económico— con el fin de llevar al progreso a toda la sociedad, se ha
convertido en un monstruo —y en un fin en sí mismo— que devora y que
no es fiel a ninguna bandera, sino solo al lucro.
En el siglo XVII, la gobernabilidad encontraba su validación y
cuestionamiento en lo jurídico. Desde el ámbito jurídico se cuestionaban
los abusos monárquicos, fundándose así el Estado de derecho. Lo que
validaba o invalidaba la manera de gobernar eran las leyes, constituyéndose
estas en el Poder que dirigían al Estado y a la sociedad civil. Lo que sucede
en el siglo XVIII es un cambio de Poder. Se comienza a ver al mercado como
algo natural con leyes innatas que necesitaba autonomía para funcionar
correctamente, es decir, menos injerencia gubernamental. Es en ese
entonces que nace la economía política, y el interés por el crecimiento
económico toma una relevancia nunca antes vista en la sociedad civil.
Consecuentemente, ahora es el mercado el nuevo ámbito que va a validar
o invalidar la gobernabilidad; la economía política sustituirá al Estado de
derecho, y ya no serán los abusos monárquicos —en aspectos jurídicos—
los que serán cuestionados, sino la injerencia estatal en el mercado.
Tomada esta posición de poder, la economía política y los economistas
pasan a tener un papel preponderante en las agendas políticas, y en el
siglo XIX, con el nacimiento de las fábricas y las industrias, el mercado
será dominado por las mismas, por lo que la gobernabilidad encontrará
su validación en estas últimas, las cuales se transformarán en las
corporaciones y multinacionales que hoy rigen a los Estados7.
El filósofo y lingüista Tzvetan Todorov (2013) observa que hay:
[…] cierta tendencia en las sociedades a transformar los medios
en fines y los fines en medios. La economía, cuya función era
supuestamente estar al servicio del desarrollo humano, de su
expansión y felicidad, se ha convertido en un objetivo en sí mismo, en
su propio objetivo último: los seres humanos están ahí para servir a la

55
Adrian Aranda

expansión económica. Esto es verdad incluso en la vida personal, en


la cual acumular dinero y bienes es hoy un fin último. En realidad, la
meta no es esa, sino vivir felizmente8.
Las corporaciones, en sus doscientos años de historia, han apoyado
regímenes totalitarios como el fascismo o el nazismo, y también gobiernos
democráticos. Para quienes están detrás de la obtención de ganancias no
existen ideologías ni principios que puedan limitar su accionar.
Según Convergence Alimentaire (2014), existen diez corporaciones
(Associated British Foods plc, The Coca-Cola Company, Grupo Danone
SA, General Mills Inc., Kellogg’s Company, Mars Incorporated, Mondelēz
International Inc., Nestlé SA, PepsiCo Inc., Unilever Group) que manejan
la industria alimenticia mundial, ya que las mismas han absorbido las
pequeñas y medianas empresas. Todo lo que comemos y los productos
que utilizamos para nuestra higiene personal están dominados meramente
por estas diez multinacionales9.
Mientras siga siendo el mercado lo que dirija las decisiones políticas, la
educación, la salud, la pobreza, el empleo y temas similares quedarán en
segundo plano. Y no es un tema del gobierno de turno ni de ideologías
de derecha o izquierda. Es un problema de la humanidad, que requiere
encontrar otro ámbito de validación, ya que este modelo domina nuestra
civilización desde el siglo XVIII y ha dado claros signos de no funcionar
conforme a los valores universales de la justicia y la igualdad. La lógica
del mercado se ha impuesto más allá de ideologías políticas. Sean
socialdemócratas, laboristas, liberales, conservadores, progresistas,
populistas, demócratas o republicanos, las diferencias entre estos oscilan
entre una mayor o menor intervención del Estado en el mercado, pero
en todos los casos el punto de referencia sigue siendo el mercado. Las
discusiones actuales de la clase política siguen girando en torno al Estado
de bienestar o al Estado liberal; el gasto público o el recorte fiscal; inversión
o ajustes; pero estas discusiones se mueven sobre la misma superficie: el
mercado.

56
Desafíos del hombre contemporáneo

EL PODER MEDIÁTICO
En la era de la Ilustración, en los años previos a la Revolución Francesa,
Edmund Burke ya hablaba del «cuarto poder», refiriéndose a la influencia
que la prensa escrita tenía sobre la opinión pública. Esta última no es
más que la hegemonización del pensamiento. Las masas piensan en y a
través de la opinión pública, que es formada por el poder mediático de
los grandes medios de comunicación, quienes totalizan las ideas según
sus intereses y las difunden —cuanto más poder a mayor alcance—,
formando así la opinión pública. Freud, en 1921, en su obra La psicología
de las masas y el análisis del Yo explicaba que:
La multitud es extraordinariamente influenciable y crédula. Carece de
sentido crítico y lo inverosímil no existe para ella… La multitud es un
dócil rebaño incapaz de vivir sin amo. Tiene una tal sed de obedecer
que se somete instintivamente a aquel que se erige en su jefe10 (p. 5).
Este «jefe» al que tienen tendencia a someterse las masas —según
Freud— podría ser un líder carismático que cumpliera ciertos requisitos,
o bien podría ser algo abstracto como una idea o un sentimiento en
común. Hoy en día, con el advenimiento de la posmodernidad, los
grandes líderes que existían a principios de siglo XX —cuando Freud
escribió esta obra— ya no existen como tales, y el lugar de dirigir las
masas lo ha tomado la abstracción de la opinión pública. Esta totaliza las
ideas en sí misma en nombre de las masas, lo que le da un valor cuasi
omnipotente a la información que difunde. Esta información se convierte
en un pensar que se interioriza en la vida de los individuos buscando
dominarlos desde el interior. Si la sociedad de la modernidad se basaba
en el control social externo a través de las instituciones (familia, trabajo,
partido político, etcétera), nuestra sociedad posmoderna controla a los
individuos desde el interior, inyectando en las conciencias de las masas
ideas, gustos, tendencias y supuestos que cobran carácter de axiomas a
través de los medios masivos de comunicación.
Lo perverso es que hoy el periodismo objetivo —si alguna vez existió—

57
Adrian Aranda

ya no existe. Los medios masivos de comunicación están plenamente


politizados y enfocan y difunden la información de acuerdo a la trinchera
desde la que defienden sus intereses. Los diarios, semanarios, periódicos,
así como la televisión y la radio, se han vuelto brazos políticos, ya sea que
hagan oposición o sean oficialistas.
Este cuarto poder —poder mediático— cohabita con las repúblicas
contemporáneas. Cuando los intereses de ambos están alineados, todo
fluye en «armonía», logrando un poder cuasi omnipotente, como el que
poseyó Silvio Berlusconi en Italia cuando fue primer ministro y además
poseía la mitad de los medios masivos de comunicación del país a través de
su corporación de telecomunicaciones Mediaset. Contrariamente, cuando
los intereses del poder mediático y los de la república son opuestos,
se desatan batallas políticas como, por ejemplo, sucedió con el Grupo
Clarín y el kirchnerismo en Argentina, o como sucedió en los primeros
años del mandato de Obama, quien tuvo que enfrentar al imperio de
las comunicaciones News Corporation, del magnate Rupert Murdoch.
Indiferentemente, y sin hacer juicios de valor sobre los intereses que se
defienden de un lado y de otro, hay un factor que hace a la lucha de las
repúblicas más válida que a las del poder mediático. Y es que la república
tiene la legitimación de la democracia. Tiene el poder que conlleva haber
sido elegida democráticamente por el pueblo, por lo que será el pueblo
el encargado de sacar a quienes estén al frente cuando se entienda que
no están velando por los intereses de la nación. Sin embargo, el poder
mediático no tiene legitimación democrática: quienes están al mando no
han sido elegidos y no pueden ser removidos por voto popular, lo que hace
que sus intereses sean privados y exclusivos de la élite mediática y muchas
veces atenten contra la democracia.
Actualmente, el cuarto poder, que incluye a todos los medios de
comunicación —exceptuando el recién emergente quinto poder de
la Web 2.0—, tiene una enorme influencia en la vida de los individuos
a nivel político, social, cultural y económico, de tal manera que algunos
países han tomado medidas a través de leyes que regulan y restringen a
los medios de comunicación, a veces de manera despótica y otras veces
moderadamente. Los actuales Estados deben protegerse contra acciones

58
Desafíos del hombre contemporáneo

del poder mediático que puedan desequilibrar los poderes del Estado, así
como renunciar a utilizar el poder mediático, cuando este corre a su favor,
para incrementar el poder estatal más allá de lo debido en una democracia.
En las democracias representativas, se supone que la demos («pueblo»,
en griego) le delega el poder al kratos («gobierno», en griego) para ejercer
las funciones de gobernar en beneficio de la demos. Este gobierno, para
evitar los abusos de poder, se autodivide y autolimita en tres poderes:
legislativo, ejecutivo y judicial, quienes, en un equilibrio de poder, deben
mantener la república y la igualdad de derechos que esta demanda
para su sano funcionamiento. Actualmente, tanto el poder mediático
como el económico, inciden de manera significativa sobre el kratos,
desequilibrándolo a favor o en contra de sí mismo y, al mismo tiempo,
atentan contra la demos, porque el kratos ejerce el poder que la demos
le ha otorgado, quien es la única legitimada para otorgar poder. Atacar
o beneficiar el poder del kratos para desequilibrar la división de poderes
es atentar directamente contra los intereses de la demos, es decir, del
pueblo. El poder económico debe estar sometido al kratos, asimismo el
poder mediático, porque el poder que estos ejercen no proviene de la
demos y, por lo tanto, no es un poder legítimo. Es un poder privado, con
intereses desconocidos por la demos y legitimado por el dinero en el caso
del poder económico, y por los medios de comunicación masiva en el caso
del poder mediático. Y ni el dinero ni los medios masivos de comunicación
pueden o deben tener poder en una democracia republicana, en la que el
poder —en teoría— solo se origina en la demos y es delegado al kratos.
Cuando poderes ajenos —económico y mediático— influyen de manera
significativa en el kratos, logran un desequilibrio que siempre termina
perjudicando a la demos. Cuando el kratos está consustanciado con los
poderes ajenos, estos le dan un mayor poder al kratos que el que la demos
le ha delegado, y el mismo termina gobernando con un exceso de poder y
sometimiento sobre la demos. Por otro lado, cuando el kratos se enfrenta
a los poderes ajenos, estos le restan poder al mismo, y el kratos termina
gobernando con menos poder que el que le ha otorgado la demos. En
cualquiera de los dos casos, la perjudicada siempre es la demos, es decir,
el pueblo.

59
Adrian Aranda

Un claro ejemplo de lo que sucede cuando el Estado es alimentado con


más poder del que debería tener es lo que ha sucedido en EE. UU. en la
última década. Después del 9/11, el gobierno de George Bush, respaldado
por los medios de comunicación estadounidenses más grandes, comenzó
una campaña publicitaria de terror sobre la población, a fin de doblegarla
y someterla, para así tomar decisiones arbitrarias como la fallida invasión a
Irak, que poco tenía que ver con el atentado del 9/11. El exvicepresidente
de EE. UU., Al Gore, señalaba al respecto en 2007:
[...] casi tres cuartas partes de la población estadounidense fue
convencida con facilidad de que Sadam Husein era personalmente
responsable de los atentados del 11 de septiembre de 2001… Muchos
estadounidenses todavía creen que la mayoría de los secuestradores
aéreos del 11 de septiembre eran iraquíes. Además, otro indicio de
cómo está funcionando nuestra democracia lo aporta el dato de que
de que más del 40 por ciento se convenciera con tanta facilidad de que
Irak contaba con armas nucleares, incluso después de descubrir que las
pruebas más concluyentes presentadas, documentos clasificados que
plasmaban un intento del régimen de Sadam Husein de adquirir uranio
enriquecido a Níger, eran falsas11 (p. 38).
Recuperar el poder político-civil, que es el único poder válido —o debería
serlo— en una república, es una de las tareas pendientes del hombre para
alcanzar una mayor equidad y calidad de vida. Para esto es necesario que
los Estados sufran una metamorfosis, de modo que el ámbito de validación
ya no sea el mercado, es decir, que este no sea quien determine la eficacia
o ineficacia gubernamental. La técnica económica puede ser una buena
disciplina cuyas herramientas no estoy al nivel de cuestionar, pero, sin
duda, ya no puede ser el ámbito de validación de la vida política. Los seres
humanos no vivimos en un mercado, vivimos en un planeta, vivimos en
sociedad, y de esta interacción surgen un montón de necesidades que la
lógica del mercado no puede suplir. Esta lógica funciona basada en la relación
costo/beneficio, es una lógica de interacción entre mercancías, servicios y
dinero —es decir, objetos—, pero no es una lógica que pueda aplicarse
a sujetos, a individuos, a personas. Aplicar la lógica costo/beneficio a los
seres humanos es cosificar a la humanidad, es decir, volver al hombre una

60
Desafíos del hombre contemporáneo

Enfermedades
mentales
¡Impuro! ¡Impuro!… Así debían identificarse los leprosos en el antiguo
Israel según el libro de Levítico, dado el peligro de contagio que ellos
significaban. También eran obligados a usar campanas colgadas o a
vestir colores que los identificaran, y vivían en las afueras de la ciudad,
aislados del resto de la población. Y en la Edad Media se construyeron los
leprosarios, donde eran depositados y vivían en comunidad.
En el siglo V a.C, en Grecia, surge la visión naturalista que postulaba que el
cuerpo humano estaba compuesto de «humores» —la bilis negra, la bilis
amarilla, la flema o pituita y la sangre— y, por lo tanto, las enfermedades
mentales tenían origen en un desequilibrio de estas sustancias en el
cerebro. Esta visión se vio enfrentada con la visión predominante de la
época que atribuía el origen de las enfermedades mentales a la posesión
demoníaca. En el siglo II d.C, Galeno clasificaba las enfermedades
mentales en dos tipos: la manía y la melancolía. La primera se produciría
por un exceso del humor de la sangre o de la bilis amarilla, causando
alucinaciones, y la segunda por un exceso de bilis negra, provocando
depresión. A partir del siglo IV se oficializó el cristianismo, y la visión
naturalista y la cristiana, que atribuía las enfermedades a la soberanía
divina, van a enfrentarse durante toda la Edad Media.
Foucault, en Historia de la locura en la época clásica, relata que con
el advenimiento del Renacimiento y el fin de la lepra como pandemia,
los leprosarios comenzaron a vaciarse, y la clase burguesa de la época
que controlaba el mercantilismo, en busca de dejar la ciudad más
«pura» y «virtuosa», depositó en esos lugares vacantes a todo tipo de
asociales: criminales, pobres, vagabundos, locos, enfermos de espíritu,
melancólicos y portadores de enfermedades venéreas¹. Es así como las

61
Adrian Aranda

personas que padecían enfermedades «mentales» se mezclaron en una


masa homogénea junto con criminales y vagabundos, a los cuales no se
los veía como víctimas de un mal ajeno a ellos, sino como responsables
de su propio mal debido a la falta de moral o ética. Mientras se disolvía el
espíritu del Renacimiento, durante los siglos XVII y XVIII el enfermo mental
empieza a ser juzgado como responsable de su propio mal, debido a su
«debilidad de espíritu», «terquedad», falta de «moral», y será sometido
a todo tipo de torturas y aislamiento, a fin de corregirlo y de que proceda
al arrepentimiento para sanarse. No será sino hasta la modernidad del
siglo XIX que empezarán a contemplarse los problemas mentales como
enfermedad en la que el paciente queda exento de responsabilidad,
entendiendo que el cerebro y la psique estaban involucrados de manera
involuntaria, y, por tanto, al paciente de «salud mental» debía tratársele
diferente a como se trata a un criminal. Sin embargo, esta conducta de
atribuirle al enfermo la responsabilidad y la culpa por su enfermedad nos
acompaña hasta nuestros días, ya no quizá en el ámbito de la ciencia
médica, pero sí en el pensamiento popular.
Hoy en día, la incomprensión médica de la época de los tiempos
premodernos, se ha transformado en incomprensión popular. Los
enfermos «mentales», hoy, sufren más por la incomprensión de su familia
y la de la sociedad, que por la enfermedad en sí misma. Las antiguas
torturas empleadas para «curar» al loco, hoy toman la forma de palabras
y conductas prejuiciadas. Las enfermedades «mentales» son la epidemia
silenciosa del siglo XXI. En la sociedad actual, consumista, materialista
y superficial, el ritmo y estilo de vida de las personas, enraizado a la
competencia y a la búsqueda constante del éxito, ha deteriorado las
relaciones interpersonales. Ha debilitado los vínculos y convertido las
relaciones de los seres humanos en relaciones superficiales y basadas
en las apariencias. El hombre contemporáneo tiene pocas —o no tiene—
personas en las que pueda confiar al cien por ciento sus sentimientos y
pensamientos más profundos. La moral capitalista e individualista está
basada en la competencia. Mi semejante es un competidor más que busca
alcanzar la «dicha» del éxito material al igual que yo, por lo que contarle
mis problemas sería como revelarle mis debilidades a un rival. No hay
lugar para la sinceridad en una sociedad basada en la competencia. Solo

62
Desafíos del hombre contemporáneo

hay lugar para las apariencias, la falsedad y el engaño.


El sociólogo Zygmunt Bauman analiza de manera brillante esta patología
en la familia de la siguiente manera:
A medida que disminuye la capacidad de conversar y buscar puntos
de entendimiento, lo que solía ser un desafío que debía enfrentarse
y resolverse de inmediato, se convierte cada vez en un pretexto para
interrumpir la comunicación, escapar y quemar los puentes. Cada vez
más ocupados en ganar más para comprar las cosas que sienten que
necesitan para ser felices, hombres y mujeres cuentan con menos
tiempo para la empatía mutua y para intensas, tortuosas y dolorosas
negociaciones, siempre prolongadas y agotadoras, por no hablar de la
posibilidad de resolver sus desacuerdos y malentendidos. Esto genera
otro círculo vicioso: cuánto más consiguen «materializar» su relación
amorosa (tal como los insta a hacer el constante flujo de mensajes
publicitarios), menos oportunidades quedan para la mutua comprensión
y empatía que requiere la conocida ambigüedad dominio/protección
típica del amor. Los miembros de la familia sienten la tentación de
evitar el conflicto y buscan respiro (o, mejor aún, refugio permanente)
de las peleas domésticas; y entonces el impulso de «materializar» el
amor y la amorosa protección adquiere aún mayor ímpetu a medida
que las alternativas más desgastantes y que insumen mayor tiempo se
tornan menos alcanzables en el momento en que más se las necesita
para aplacar rencores y resolver desacuerdos² (p. 164).
Hoy en día, las personas se han retraído y aislado del resto de sus
semejantes, para poder vivir una vida «bajo protección» utilizando las
armas de defensa de la superficialidad. Las mujeres que sufren violencia
doméstica esconden sus moretones tras unas gafas y maquillaje, el joven
adicto esconde su adicción de sus compañeros de trabajo diciendo que
tuvo una mala noche. Falsas sonrisas, frases armadas que pretenden
dar una imagen de estabilidad, pero que, en el fondo, son un grito de
desesperación, son la regla. Al debilitarse las relaciones profundas entre
las personas, el sentimiento de vacío existencial, la soledad, la angustia y
el temor crecen y toman posesión de la vida cotidiana.

63
Adrian Aranda

Erich Fromm llama a esta «distancia» emocional que tenemos con el


prójimo «separatidad» y analiza al respecto:
La vivencia de la separatidad provoca angustia; es, por cierto, la fuente
de toda angustia. Estar separado significa estar aislado, sin posibilidad
alguna para utilizar mis poderes humanos. De ahí que estar separado
signifique estar desvalido, ser incapaz de aferrar el mundo —las
cosas y las personas— activamente; significa que el mundo puede
invadirme sin que yo pueda reaccionar. Así, pues, la separatidad es
la fuente de una intensa angustia. Por otra parte, produce vergüenza
y un sentimiento de culpa… La necesidad más profunda del hombre
es, entonces, la necesidad de superar su separatidad, de abandonar la
prisión de su soledad. El fracaso absoluto en el logro de tal finalidad
significa la locura, porque el pánico del aislamiento total solo puede
vencerse por medio de un retraimiento tan radical del mundo exterior
que el sentimiento de separación se desvanece —porque el mundo
exterior, del cual se está separado, ha desaparecido—³ (p. 20).
Hay una necesidad profunda e intrínseca en los seres humanos y es la
de conocer y ser conocidos. Las redes sociales han puesto de manifiesto
esta realidad. Muchas personas viven y alimentan su estima con los
«me gusta» y visualizaciones que reciben en sus publicaciones, o con la
cantidad de amigos y seguidores que tienen. Pareciera que el hecho de
hacer pública nuestra vida nos genera cierta satisfacción porque estamos
siendo conocidos. La fama es algo que casi todos sueñan alcanzar, y no
necesariamente por un rédito económico, sino por una necesidad interior.
La realidad es que esa necesidad no es una necesidad de ser conocido
de manera masiva y superficial, sino de manera individual y profunda.
Nuestra necesidad de socialización se satisface más cuando encontramos
una persona a la que podamos conocer y por quien podamos ser conocidos
profundamente que cuando somos conocidos de manera multitudinaria y
superficial.
El problema es que no es fácil encontrar y desarrollar relaciones profundas
en la sociedad actual, por lo que la mayoría de nosotros terminamos
optando por la multitud y la superficialidad. Esa extraña e indescriptible
sensación que tenemos en nuestro interior cuando alguien que hasta hace

64
Desafíos del hombre contemporáneo

segundos era un desconocido pasa a ser un conocido escasea en nuestro


diario vivir. Esa barrera que se rompe y que debiéramos estar rompiendo
constantemente con nuestros semejantes, hoy, más que romperla, cada
vez la hacemos más grande y fuerte para mantenernos a salvo.
Nuestro afán por la vida pública y nuestro exhibicionismo actual nos hace
creer que somos personas mas transparentes que quienes vivieron durante
la modernidad, cuando temas como el sexo, la droga y las emociones se
ocultaban detrás de cierta diplomacia establecida que generaba que estos
fueran tabúes en la sociedad. Pero esto no es más que un autoengaño.
Nuestras esencias siguen reservadas en el ámbito de lo personal y
privado. Lo que mostramos en el mundo virtual es lo que queremos
mostrar. Creamos un «personaje» público desde el cual simulamos ser
nosotros, cuando en realidad ese personaje solamente posee nuestra
superficialidad, y a través de esta es que nos relacionamos con los demás.
Es este engaño el que hace que nuestra esencia hoy quede relegada y
oculta en lo profundo de nuestro ser, causando uno de los grandes males
de nuestra sociedad actual: la soledad. Recientemente (2016), Bauman
afirmó en una entrevista a El País de Madrid:
Mucha gente usa las redes sociales no para unir, no para ampliar sus
horizontes, sino al contrario, para encerrarse en lo que llamo zonas
de confort, donde el único sonido que oyen es el eco de su voz, donde
lo único que ven son los reflejos de su propia cara. Las redes son muy
útiles, dan servicios muy placenteros, pero son una trampa4.
Damos por sentado que las ciudades son como deberían de ser, pero si
las analizamos fríamente, desde su arquitectura hasta sus carreteras y
autopistas, nos hablan de que lo dominantes que son la ansiedad y el
temor en el ser humano actual. La ansiedad de alcanzar el éxito nos lleva
a construir carreteras de vía rápida para cumplir con el horario laboral;
el temor nos lleva a refugiarnos durante la noche en nuestras «casas-
búnker» para recuperarnos y recobrar fuerzas y así volver al «campo de
batalla» al día siguiente. Sin duda es duro admitirlo, pero nuestras ciudades
se han convertido en pequeñas zonas de guerra. Somos «soldados»
protegiéndonos de nuestros «enemigos», que están allí afuera, en algún
lado. Nos protegemos bajo llave, con alarmas, botones de pánico, armas,

65
Adrian Aranda

etcétera. El hombre se ha vuelto la única especie en la tierra que tiene


miedo de los de su misma especie. El temor al extraño es la regla y no la
excepción.
El aislamiento forma parte de nuestro diario vivir. La soledad es algo que
portamos con mucha intensidad los seres humanos del siglo XXI. Vivimos
conectados, pero no tenemos conexión con el prójimo. Las redes sociales
se han vuelto los intermediarios de las relaciones humanas. Virtualmente,
estamos más cerca que nunca, podemos interactuar con alguien del otro
lado del mundo en cuestión de segundos, pero, humanamente, estamos
muy lejos los unos de los otros. No nos entendemos, cuestionamos nuestra
propia naturaleza. Vemos a diario en las noticias que seres de la misma
especie que nosotros hacen cosas atroces: violaciones, ejecuciones,
torturas... No nos identificamos con ese hombre. Pero, al mismo tiempo,
sabemos que ese hombre está ahí afuera. Puede ser cualquiera de los
que andan libremente por la calle a diario. Por eso nos encerramos y
creamos un círculo de «protección». Pero ese círculo, al mismo tiempo,
nos termina aislando de gente que sí necesitamos y con la cual nos es
imprescindible conectarnos, pero no de una manera superficial y efímera.
Nuestra angustia y soledad existencial solo pueden ser subsanadas
conectándonos profundamente con nuestros semejantes, dejando de
lado superficialidades y proyectando una conexión de alguna manera de
espíritu a espíritu.
La tecnología es hoy un arma de doble filo. Nos aporta herramientas muy
útiles y productivas, pero también es una herramienta para alienarnos
cada vez más. Consecuentemente, vivimos en tiempos paradójicos.
Por una parte, nuestra vida se disuelve en una masa homogénea de
información producto de la globalización. Las opiniones, moda, noticias
y eventos trascendentes son los mismos en todo el mundo. Formamos
parte de una gran masa, pero, al mismo tiempo, esa masa nos enseña,
a través del consumismo y la apología del éxito material, a ser cada vez
más individualistas como seres humanos. Dos panoramas contradictorios
de nuestra era. Una llamada «aldea global» que nos hace pensar que
formamos parte de una gran comunidad humana interconectada gracias
a la tecnología y, por otro lado, una deficiencia en las relaciones humanas

66
Desafíos del hombre contemporáneo

que nos hace darnos cuenta de que estamos cada vez más lejos los unos de
los otros. Nuestra vida natural nos dice a gritos que debemos reformular
y profundizar nuestras relaciones humanas, pero la ignoramos y huimos
a través de los smartphones y las redes sociales hacia vínculos efímeros y
superficiales que nos hacen creer que tenemos muchos «amigos» y gente
que nos aprecia de alguna forma.
Nuestra vida se ha vuelto cuasi paranoica, y nuestro cerebro ha comenzado
a sufrir los daños. El cerebro ha sido siempre el órgano humano menos
conocido por la ciencia. En la antigüedad, los enfermos «mentales» no
tenían más tratamiento que el mero encierro y, a lo sumo, el intento de
exorcismo. En el siglo XX, la neurociencia ha avanzado notablemente y
han aparecido medicamentos y tratamientos de todo tipo. A pesar de
ello, este órgano de apenas 1500 gramos en un adulto sigue siendo el
órgano menos comprendido por la medicina y el más estigmatizado por
la sociedad. Si una persona excusa su ausencia al trabajo por malestar
estomacal, gripe, fiebre o cualquier otra afección nadie objetará nada; sin
embargo, si intenta justificarla por depresión o trastornos de ansiedad,
la mayoría de las veces se le tildará de holgazán. Si una persona creyente
tiene un problema en su columna se la mandará al médico y quizá se rece
por ella, pero si tiene depresión o algún trastorno mental, en la mayoría
de las iglesias convencionales se le dirá que tiene un demonio. ¿Por qué
es tan difícil comprender que el cerebro es un órgano como cualquier otro
de la anatomía humana y puede encontrarse enfermo?
En todas las sociedades que habitaron la tierra a lo largo de la historia
humana existieron cosas que produjeron estigmatización y prejuicios, y
sobre las que el ciudadano común ha opinado con base en las creencias
populares y la ignorancia, más que en el conocimiento exacto. Durante
la Edad Media fueron los temas religiosos; durante la modernidad, la
sexualidad y las adicciones. En la era posmoderna, parecería que lo son las
enfermedades mentales.
Según datos y cifras de la OMS del 2012 con respecto a la depresión:
• La depresión es un trastorno mental frecuente que
afecta a más de 350 millones de personas en el mundo.

67
Adrian Aranda

• La depresión es la principal causa mundial de


discapacidad y contribuye de forma muy importante a la
carga mundial de morbilidad.
• La depresión afecta más a la mujer que al hombre.
• En el peor de los casos, la depresión puede llevar al suicidio.
• Hay tratamientos eficaces para la depresión5.
La realidad es que, hoy en día, la ciencia ha avanzado notablemente en
cuanto a salud mental, y existen tratamientos y medicación efectiva;
sin embargo, solo un 25% de quienes padecen depresión están bajo
tratamiento médico, y, de ese 25%, solo la mitad recibe el tratamiento
adecuado. Según la OMS, esto se debe a que «[…] Entre los obstáculos
a una atención eficaz se encuentran la falta de recursos y de personal
sanitario capacitado, además de la estigmatización de los trastornos
mentales y la evaluación clínica inexacta» (cursiva añadida por el autor).
Según otro importante informe presentado por la OMS en 2011 sobre los
Riesgos para la salud de los jóvenes:
En un año cualquiera, aproximadamente el 20% de los adolescentes
padece un problema de salud mental, como depresión o ansiedad.
El riesgo se incrementa cuando concurren experiencias de violencia,
humillación, disminución de la estima y pobreza, y el suicidio es
una de las principales causas de muerte entre los jóvenes. Propiciar
el desarrollo de aptitudes para la vida en los niños y adolescentes y
ofrecerles apoyo psicosocial en la escuela y otros entornos de la
comunidad son medidas que pueden ayudar a promover su salud
mental. Si surgen problemas, deben ser detectados y manejados por
trabajadores sanitarios competentes y con empatía6.

68
Desafíos del hombre contemporáneo

ESTIGMA SOCIAL Y AUTOESTIGMA

La legendaria discrepancia entre la psiquiatría y la psicología sigue


impidiendo llegar a un consenso al momento de tratar con los pacientes,
generando —en algunos casos— errores de diagnóstico de un lado y del
otro y la vigencia de los estigmas. Esta discrepancia tiene sus orígenes en
el siglo XIX, según Foucault, cuando surge la neurología, específicamente
la neuropatología, y comienzan a disociarse de la locura algunos trastornos
que empezaron a atribuirse netamente a lesiones cerebrales, mientras
otros seguían sin tener un diagnóstico en la anatomía, y sin causa aparente7
(p. 227). Generalmente, los psicólogos acusan a los psiquiatras de caer
en la medicalización, es decir, a tratar con medicación problemas que no
son de índole médica, sino social, cultural, familiar, etcétera. Mientras que
los psiquiatras denuncian que los psicólogos caen en el voluntarismo y
el determinismo, pretendiendo mediante la terapia solucionar problemas
que tienen su origen en desequilibrios biológicos. La cuestión es que
ambas disciplinas tratan el mismo mal, pero de distinta forma. Cuando
analizamos las enfermedades mentales, podemos distinguir dos orígenes
de las mismas. La psicología trata el origen existencial. Es decir, aquella
enfermedad o síntoma que se genera cuando hay un conflicto individuo-
realidad. En otras palabras, cuando la realidad choca con la psique del
individuo —sea este consciente de esto o no—, generando deficiencias
psicológicas. Por otro lado, la psiquiatría trata el origen biológico, causado
por desbalances o alteraciones químicas en el cerebro. (Claro que la psique
es afectada por esto, pero no es el origen.)
El buen diagnóstico por parte de los profesionales es elemental para la
recuperación del paciente. Un paciente con una enfermedad de carácter
existencial que llegue al consultorio de un psiquiatra y este no lo derive
a un psicólogo, sino que le recete medicación, solo aplacará los síntomas
y mantendrá el origen de su mal oculto y sin resolver. Mientras que un
paciente con un problema de carácter biológico que acuda a un psicólogo
y no sea derivado a un psiquiatra, se topará con la frustración de no

69
Adrian Aranda

comprender su problema y con la idea de que es irresoluble.


La persona promedio, que no tiene conocimientos acerca de lo que son
los trastornos mentales, los concibe de manera homogénea, como un
todo, que existe y afecta a algunas personas, las cuales pierden la calidad
de persona e individuo. Acudir por ayuda al psicólogo o al psiquiatra no
suele ser visto como algo meritorio. Si bien en los últimos años de nuestra
posmodernidad muchos prejuicios han perdido vigor, aún la terapia
y los psicofármacos se conciben como algo para personas especiales,
determinadas, y la idea de que nadie es inmune a sufrir un problema
de carácter mental todavía es lejana. Estas ideas que predominan en el
colectivo imaginario, y que de alguna manera menoscaban la dignidad de
los pacientes de salud mental, cobran más poder cuando se interiorizan
en el mismo paciente, lo que se denomina autoestigma. El autoestigma
trae un sufrimiento agregado al ya padecido a causa del mismo trastorno,
y suele ser peor que este último. Es un sufrimiento por sufrir, se sufre
por estar sufriendo. El problema aquí surge del hecho de que desde la
objetividad de un tercero, sea un familiar, amigo o pariente, existe la
tendencia a minimizar el padecimiento del que sufre el trastorno, mientras
que, desde la subjetividad del enfermo, su trastorno es enorme, se
convierte en su todo y en el máximo impedimento para poder desarrollar
una vida normal. Por ejemplo, tomemos el caso de las fobias, que las
hay en diversidad: ablutofobia (miedo a lavarse o bañarse, al menos en
agua); acrofobia (horror o vértigo a las alturas); agateofobia (miedo a
la locura); agorafobia (sensación anormal de angustia ante los espacios
abiertos y, especialmente, en calles y plazas amplias); aicmofobia (miedo
a las agujas); ailurofobia (miedo a los gatos); androfobia (aversión anormal
al sexo masculino); atazagorafobia (miedo al olvido); barofobia (miedo a
la gravedad); bibliofobia (miedo a los libros); bromidrosifobia (miedo al
olor corporal); claustrofobia (aversión patológica a los espacios cerrados
o temor experimentado al encontrarse en ellos); cainolofobia (miedo a
la novedad); caliginefobia (miedo a las mujeres hermosas); clerofobia
(aversión apasionada contra el clero); dendrofobia (miedo a los árboles);
dinofobia (miedo al vértigo); ergofobia (miedo a ir a trabajar); eritrofobia
(temor patológico a ruborizarse); falacrofobia (miedo a la calvicie);
francofobia (rechazo hacia Francia o hacia lo francés); filofobia (miedo

70
Desafíos del hombre contemporáneo

al amor); fobia social (miedo a ser juzgado negativamente); fotofobia


(aversión a la luz, acompañada de espasmo de los párpados, causada por
intolerancia del ojo); glosofobia (miedo irracional a hablar en público);
hematofobia (miedo a la sangre y a las heridas); homofobia (aversión hacia
los homosexuales); ictiofobia (miedo a los peces); isopterofobia (miedo a
las termitas); lacanofobia (miedo a las verduras); linonofobia (miedo a las
cuerdas); metrofobia (miedo a la poesía); micofobia (miedo a las setas);
musofobia (miedo a los ratones); necrofobia (fobia a la muerte y a los
muertos); neofobia (miedo a lo nuevo); nictofobia (fobia a la noche o a la
oscuridad); oenofobia (miedo al vino); olfactofobia (miedo a los olores);
pediofobia (miedo a las muñecas); peniafobia (miedo a la pobreza);
psicrofobia (miedo al frío); quetofobia (miedo al pelo); ritifobia (miedo
a las arrugas); rupofobia (miedo a la suciedad); selacofobia (miedo a los
tiburones); selenofobia (miedo a la luna); tafiofobia (miedo a ser enterrado
vivo); teofobia (miedo a los dioses o a la religión); verminofobia (miedo
a los gérmenes); xenofobia (desprecio hacia los extranjeros); xilofobia
(miedo a los objetos de madera)8. La mayoría de estas fobias, por no decir
todas, resultan irracionales e incoherentes para alguien que no las padece
ni nunca las ha padecido. Esto genera una incomprensión entre el que
padece y el que mira desde una perspectiva objetiva, incomprensión que
levanta muros: muros llamados estigmas. Es imposible entender a pleno la
subjetividad de alguien que sufre un trastorno si nunca se ha sufrido uno,
pero es pertinente entender que, para su subjetividad, el problema es real,
no es pequeño, le causa sufrimiento y debe ser tomado en consideración
como si se tratara de cualquier otra enfermedad orgánica.
Según un excelente artículo de El País (2007) de España:
La percepción social de la enfermedad mental está sesgada por el
desconocimiento y la desinformación, e influye en el aislamiento de las
personas que la padecen, haciéndoles creer que su enfermedad es una
losa demasiado pesada de la que no podrán sobreponerse, y poniendo
barreras a su recuperación. Nos referimos al estigma de la enfermedad
mental, sustentado en prejuicios y causante de discriminación social,
que se debe combatir por injusta, cruel y por no tener base científica.
La estigmatización es casi siempre inconsciente, basada en erróneas

71
Adrian Aranda

concepciones sociales, arraigadas en la percepción colectiva.


Por ejemplo, que una persona con esquizofrenia es violenta e
impredecible y no podrá nunca trabajar o vivir fuera de una
institución ni tener una vida social. Que una persona con depresión es
débil de carácter. Que no puede casarse ni tener hijos e hijas. Que la
enfermedad mental no tiene esperanza de curación. Que es imposible
ayudarle.
El mismo artículo señala el meollo del problema del estigma social:
El estigma de la enfermedad mental viene heredado de siglos de
incomprensión, de una mentalidad proclive a encerrar al loco y alejarlo
en lugar de ayudarlo desde una perspectiva de salud e integración.
Hace ya más de 20 años que se inició la reforma psiquiátrica, se
desmantelaron los psiquiátricos y el loco pasó a ser un ciudadano.
Pero desmantelar el estigma de la conciencia colectiva parece una
tarea mucho más difícil. Las barreras de los antiguos manicomios han
dejado paso a otros muros, invisibles, que mantienen el aislamiento e
impiden la total recuperación de los pacientes, mediante prejuicios y
tópicos que los encierran en su enfermedad9.
En Occidente, los estigmas provienen de relacionar a las personas con
problemas de salud mental a los estereotipos de «su peligrosidad y relación
con actos violentos; su responsabilidad, ya sea sobre el padecimiento de
la enfermedad o por no haber sido capaz de ponerle remedio mediante
tratamiento; su debilidad de carácter; su incompetencia e incapacidad para
tareas básicas como pueden ser las de autocuidado; la impredecibilidad
de su carácter y sus reacciones, y la falta de control»10 (p. 13).

ESO QUE NADIE QUIERE SER


Destruir las estructuras que permiten a los estigmas construidos sobre
mitos sobrevivir, es el desafío de la civilización del siglo XXI para mejorar

72
Desafíos del hombre contemporáneo

la calidad de la «salud mental». Así como replantearnos si queremos ser


el tipo de seres humanos en que nos está convirtiendo nuestra sociedad
globalizada. Quizá una de las causas por las cuales la sociedad no enfrenta
el problema de las enfermedades mentales sea la conducta de negación
que acompaña a los seres humanos siempre que deben enfrentarse a algo
que temen. Somos nuestra conciencia. Nuestra conciencia es nuestro ser.
Cuando nuestro cerebro se ve afectado —independientemente de las
discusiones metafísicas de si el cerebro y el alma son lo mismo o no—,
nuestra conciencia también. Todos tememos llegar a ancianos y perder
nuestro juicio por alguna enfermedad como el mal de Alzheimer. Perder
nuestro juicio es perder nuestro ser. Y estar en contacto con aquellos que
tienen su ser afectado nos aterra.
El mismo hecho de hacer la distinción de «Salud Mental» habla por sí solo.
La salud es integral, y la distinción antes mencionada hace referencia a
la separación que existe entre Salud y Salud Mental en el pensamiento
colectivo de la sociedad y en el discurso médico.
En la sociedad occidental, influenciada por la filosofía helénica y por el
judeocristianismo, hemos concebido desde nuestros inicios al ser humano
como un individuo dual: alma y cuerpo. Platón fue uno de los primeros
en analizar este dualismo, señalando que existían dos mundos paralelos:
el mundo inteligible, metafísico, real, inmaterial y trascendente, donde
se encontraban las ideas, y el mundo sensible, físico, material, que era
el reflejo del mundo inteligible. En este dualismo, Platón entendía el
alma humana como trascendental, eterna, pura, la cual reencarnaba en
diferentes cuerpos. El cuerpo, para Platón, representaba lo corruptible, lo
mortal y una especie de vehículo para el alma. Lo relevante de la filosofía
platónica era que el ser humano era explicado como un ser compuesto por
alma y cuerpo unidos, pero no en su esencia, sino unidos accidentalmente,
por lo que al momento de la muerte había una separación de ambos,
siendo el ser mismo el alma. Entre los siglos I y V, el platonismo medio y
el neoplatonismo, esto es, las corrientes platónicas de la época, tuvieron
una importante influencia en los Padres de la Iglesia, los apologistas y los
teólogos que sentaron las primeras bases teológicas del cristianismo en
cuanto al alma, el hombre y Dios. San Agustín, uno de los teólogos más

73
Adrian Aranda

influyentes de la doctrina cristiana, tomando los aportes del neoplatonismo,


sentó las bases teológicas de la fe cristiana en cuanto al alma, sosteniendo
la misma dualidad «cuerpo-alma» que sostenía Platón. San Agustín explicó
el pecado de Adán como el pecado original que corrompió al ser humano
y propició la caída de su ser, es decir, de su alma y su cuerpo. No obstante,
mediante la salvación, se podía redimir el alma, dejando al cuerpo en un
estado de corrupción que no tenía reparo.
Con la venida de la modernidad, fue Descartes quien volvió a tomar
esta dicotomía «alma-cuerpo» como «mente y cuerpo». En la filosofía
cartesiana existen dos sustancias que componen al ser humano: el res
cogitans, que es la mente, es decir, la capacidad de pensamiento, y el
res extensa, que es el cuerpo, compuesto de una sustancia opuesta a la
mente. Este dualismo sigue siendo sostenido durante los siglos XVII y
XVII en la medicina de la mente, cuando al loco se le trataba mediante
la corrección de creencias erróneas. Se creaban situaciones ficticias para
que el loco se encontrara con la idea de que su delirio era real y, de esta
manera, encerrarlo en un laberinto donde ya no había justificaciones para
sus conductas delirantes.
Sin embargo, al analizar la teología cristiana de los Evangelios y las
epístolas paulinas, la dicotomía alma-cuerpo no resulta evidente, sino que
se plantea al ser humano como un individuo indisoluble, en el cual tanto
el alma como el cuerpo son el Yo, y no solo el alma como lo plantea la
filosofía platónica. Jesús, muchas veces hablando de la muerte, no hacía
alusión alguna a una separación del cuerpo y el alma; por lo contrario,
mencionaba características tanto corporales como almáticas presentes en
la eternidad:
[…] porque te es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que
todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. (Mateo 5:29)
Y gritando, dijo: «Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a
Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi
lengua, pues estoy en agonía en esta llama» (Lucas 16:24)
Por su parte, san Pablo, hablando de la eternidad, afirma:

74
Desafíos del hombre contemporáneo

Él tomará nuestro débil cuerpo mortal y lo transformará en un cuerpo


glorioso, igual al de él… (Filipenses 3:21)
Esta dicotomía, sostenida hasta nuestros días por la rama imperante de
la teología cristiana y por algunas ramas de la medicina, ha alimentado
de forma relevante el estigma y el autoestigma en personas que sufren
enfermedades mentales. Cuando el cuerpo es concebido como algo no
esencial del ser humano, sino como un depósito del alma, al enfermarse
este, no es el individuo el que se enferma, sino su cuerpo. Sin embargo,
cuando el alma, hoy entendida como la psique, se enferma, es el individuo
mismo el que está enfermo; si el alma porta enfermedad, el individuo es
enfermedad. Y la enfermedad debe ser excluida, aislada y alejada del resto
de las almas sanas. Claro ejemplo de esto es que la norma en los hospitales
es tener el área de Salud Mental apartada del resto de la institución, sea
tercerizando el servicio o asignando un edificio aparte para dicha actividad.
La ciencia contemporánea ha demostrado que las enfermedades mentales
tienen un origen tanto biológico como psíquico. Las enfermedades
psicosomáticas son un claro ejemplo de esto. Una patología mental
puede expresarse tanto en desequilibrios químicos en el cerebro como
en daños psíquicos causados por factores tanto externos como internos.
El aislamiento del alma-ser enfermo debería cesar en la política clínica
del siglo XXI, pues la misma alimenta el estigma, el autoestigma y la
incomprensión familiar que sufre el paciente, no resultando nada positivo
de esto para su recuperación y reinserción en la vida cotidiana o su mejora
de la calidad de vida. De hecho, la clínica psiquiátrica moderna surge a
principios del siglo XIX como la «contracara de la familia»11 (p. 110), es
decir, como una respuesta a la deficiencia de la familia para tratar con
uno de sus miembros cuando este se salía de las normas de la «soberanía
familiar», según Foucault..
Las normas de la familia del siglo XIX, eran las normas típicas de una
familia en plena modernidad: disciplinamiento, autoritarismo, rigidez y
un enfoque en la preparación escolar para poder ser útil al capitalismo
industrial que se encontraba en su auge. Nuestros tiempos requieren
individuos consumistas, que busquen la satisfacción inmediata. ¿Serán las
enfermedades mentales la contracara de esto?

75
Adrian Aranda

76
Desafíos del hombre contemporáneo

Fundamentalismo
religioso
En el año 632 d.C., el profeta Mahoma falleció, dejando un legado
religioso que trascendería y marcaría la historia humana por muchos
siglos. Sus seguidores, a la conquista del mundo conocido, desde 635
hasta 965, se apoderan de las provincias bizantinas entre Egipto y Siria:
Damasco, Antioquía, Jerusalén, Alejandría; de los reinos cristianos de la
península Ibérica, Córdoba y Sevilla, Toledo, Zaragoza y Sicilia. Entre 969
y 973, la dinastía fatimí funda El Cairo y más tarde extiende su imperio
hasta Palestina, y en 985 Antioquía cae bajo el dominio de los turcos.
Ante esta evidente invasión y crecimiento del poder musulmán, en 1095
el papa Urbano II proclama la primera Cruzada, para recuperar el poder
cristiano en los territorios invadidos. Obedeciendo la voz del Papa, miles
de cristianos toman las armas y se lanzan a la batalla; incluso, se organizan
órdenes militares, como los Caballeros Templarios, para enfrentar el
dominio del islam, enfrentamiento que duró hasta el siglo XVI¹.
La fe es algo que existió desde los tiempos más antiguos de los que el
hombre tiene registro. Sin embargo, la institucionalización de la fe, es
decir, el hecho de que la fe se haya ajustado a un marco jurídico bajo el
amparo del Estado de derecho, liturgias o cánones, es algo relativamente
nuevo que tiene origen en el siglo IV.
Si bien el Pentateuco y la ley mosaica fueron dadas al pueblo de Israel en
el siglo XV a.C., este nació con un fin teocrático sin ningún tipo de relación
con las naciones paganas de la época. No obstante, el cristianismo surge
con una visión inclusiva muy radical para su tiempo que a los primeros
seguidores les costó mucho entender. Esta visión inclusiva fue el factor
clave para que el cristianismo llegara al centro de Europa, Asia y al norte
de África en medio siglo.

77
Adrian Aranda

Con la legitimación del cristianismo y la libertad religiosa establecidas por


medio del Edicto de Milán en el año 313 d.C. por parte del emperador
Constantino y, más tarde, la oficialización de Teodosio I el Grande, la
fe cristiana se tuvo que ajustar a los marcos del derecho romano y se
institucionalizó, dando forma a la naciente Iglesia católica.
A principios del siglo XX, el espíritu de la modernidad despertó el temor en
los creyentes de que la fe pudiera extinguirse. La Ilustración dieciochesca
y el nacimiento de las ciencias humanas y biológicas y la industria, habían
derribado premisas que el cristianismo había sostenido por siglos. La
reacción a esto fue el surgimiento de los fundamentals en EE. UU., que
se convertirían en la vanguardia de los movimientos fundamentalistas del
siglo XX; en otras palabras, el fundamentalismo nace como una reacción
al progreso humano en todos sus aspectos, y, una vez espantado el temor
a la modernidad, este debió buscar un nuevo enemigo.
Este nuevo enemigo, en nuestros días posmodernos, está representado en
los homosexuales, la izquierda política, las comunidades afroumbandistas,
Halloween, etcétera. El fundamentalismo cristiano ha perdonado a algunos
enemigos en las décadas de la posguerra como la Unión Soviética —llamada
en aquellos años «imperio del mal»—, la vestimenta moderna, el rocanrol,
la vida ostentosa y el culto al dinero. El fundamentalismo islámico nacido
en los años cuarenta ha perdonado la técnica de la modernidad, de la cual
se sirve comprando armas y utilizando instrumentos audiovisuales de alta
tecnología, pero no ha perdonado a Occidente, e incluso se encuentra en
una fase de promover la eliminación de dicha civilización.
Ante esto, cabe preguntarnos: ¿Qué hemos hecho de la religión y de la
fe? Los hechos nos dicen que hemos hecho de ambos instrumentos de
exclusión, con los que el diferente es avasallado y atacado física, verbal o
psicológicamente. Para esto, se ha instrumentalizado la política, la guerra
y el poder económico. Ya no existen los san Pablos que viajan por el mundo
helénico ofreciendo una cosmovisión inclusiva, sino que la mentalidad que
reina hoy es de «conquista», similar a la que reinó durante la colonización
de América Latina. La religión se ha vuelto el recurso de los desesperados, y
esto ha llevado fanatismo y manifestaciones de violencia verbal, psicológica
y física. Para los creyentes contemporáneos, es imperioso ayudar a Dios en

78
Desafíos del hombre contemporáneo

su batalla contra enemigos en común, que son los causantes del mal en el
mundo: homosexuales, feministas y progresistas, u occidentales en caso
de los yihadistas. Ya no encontramos a Dios en nuestro diario vivir: el Dios
simple que ama, perdona, enseña, corrige y guía a sus hijos se ha vuelto el
Comandante en jefe del «ejército purificador» de la sociedad.
Los procesos de modernización que sufrió el siglo XIX fueron los
desencadenantes de una paranoia en los creyentes que les hizo creer
que la religión podría extinguirse. Mirando en retrospectiva, esto parece
una locura hoy en día, pero este temor estaba bien fundamentado en
los primeros años del pasado siglo. Los baluartes que había defendido
la religión organizada durante siglos estaban siendo cuestionados y, en
algunos casos, derrocados.
La democracia había irrumpido en Occidente, sustituyendo a las
monarquías, y dando a entender que el hombre prefería el gobierno de
las masas al gobierno de un representante divino. Junto a la democracia
se había impuesto el Estado de derecho, en donde eran los hombres,
mediante el poder legislativo, quienes hacían las leyes, y ya no Dios. La
razón desplazó a la fe, y la mitología y superstición que envolvían a la
religión eran cada vez más cuestionadas y menoscabadas, lo que también
originó que la medicina se instalara como un saber imperante que hasta
nuestros días valida todos los aspectos de la relación del hombre con la
enfermedad. En 1859, Charles Darwin publicó El origen de las especies,
con el que daba nacimiento a la teoría de la evolución de las especies.
Esta obra fue altamente aceptada e hizo perder credibilidad a la teoría
creacionista de las tres grandes religiones monoteístas. Dado este
contexto, era lógico que los creyentes se sintieran amenazados y llegaran
a pensar que peligraba su fe.
Hubo tres diferentes reacciones que tuvieron los creyentes, en el
contexto de modernidad que rodeaba los primeros años del siglo XX.
Algunos mantuvieron su fe tradicional y trataron de soportar los embates
modernos de manera pasiva, a los que se tildó de conservadores. Otros,
denominados liberales, en un intento de que la fe no quedara relegada al
pasado, trataron de ajustar sus credos a los nuevos paradigmas modernos,
racionalizando la fe y adaptándola a las nuevas necesidades que había

79
Adrian Aranda

traído la era industrial. El tercer grupo, quizá al que más afectaron los
cambios antes mencionados, creyó que la única manera de conservar
la religión en un mundo que se volvía cada vez más hostil era volver a
los «fundamentos» de la religión, enfrentando la modernidad con un
pensamiento puritano basado en una interpretación literal de los textos
sagrados, y de allí que se les comienza a llamar fundamentalistas.
El proceso evolutivo del fundamentalismo fue diferente en las tres religiones
monoteístas y estuvo sujeto a las diferentes etapas en las que avanzó
la modernidad en las culturas en que predominaban dichas religiones.
En Occidente fue más rápido que en Oriente, dado que la modernidad
llegó antes y con más vigor. El fundamentalismo cristiano irrumpió en EE.
UU. en los primeros años del siglo XX, a través de grupos protestantes
que se oponían al laicismo en todas sus facetas, invocando a los Padres
fundadores como ejemplo de que Norteamérica tenía que ser una nación
netamente cristiana. En cambio, el sionismo adquirió preponderancia a
fines de la década de los veinte, cuando masas de judíos, huyendo del
antisemitismo europeo, emigraron a Palestina con la idea de reconstruir
una comunidad cultural judía. Y, si bien este movimiento en un principio
se catalogó como político-secular, desde un principio estuvo influido por el
judaísmo de una manera implícita, y luego de la constitución del Estado de
Israel en 1948, de manera explícita. Paradójicamente, el fundamentalismo
islámico suní —que tanto está dañando nuestro mundo actual— fue el
último en emerger. Una facción que surgió de la Sociedad de los Hermanos
Musulmanes, al mando de Sayyid al-Qutb, fue el primer movimiento
islámico en cometer actos de violencia, en Egipto, en los años cuarenta,
para validar sus reivindicaciones, que consistían en derrocar el Estado de
derecho y fundar un Estado basado en la Ley islámica.
En los últimos treinta años, las atrocidades más grandes que el mundo
ha presenciado se han cometido «en nombre de Dios». Los crímenes
de índole religiosa han tomado un tono de barbarie comparado al de la
época medieval. La persecución religiosa, tanto física como psicológica, ha
aumentado en el mundo contemporáneo. Hay quienes argumentan que
estamos viviendo un choque de culturas entre Occidente y Oriente. Y, si
bien esto tiene su parte de verdad, el fundamentalismo religioso no es un

80
Desafíos del hombre contemporáneo

hecho exclusivo del islam. El cristianismo, y una lista enorme de sectas y


nuevas religiones, también ha dado a luz instituciones fundamentalistas
que, aunque no incurran en violencia física, sí lo hacen a nivel psicológico.
Isaiah Berlin advertía en 1958:
Quizá no haya habido ninguna época de la historia moderna en que
tantos seres humanos, tanto en Oriente como en Occidente, hayan
tenido sus ideas y, por supuesto, sus vidas tan profundamente
alteradas y, en algunos casos, violentamente trastornadas por
doctrinas sociales y políticas sostenidas con tanto fanatismo2 (p. 2).
Según conclusiones del informe de la organización Ayuda a la Iglesia
necesitada sobre libertad religiosa en el mundo durante el período 2012-
2014:
Se ha detectado que el derecho a la libertad religiosa
se vulnera de forma significativa (vulneración «alta» o
«media») en ochenta y dos de los 196 países del mundo (el
42%) o que se está deteriorando.
Atendiendo a una serie de cuestiones relacionadas con la
libertad religiosa, otros treinta y cinco países (el 18%) se
han clasificado en la categoría de «preocupante», pero sin
deterioro de la situación.
La situación de la libertad religiosa en los ochenta países
restantes (el 41%) no es preocupante. El informe no ha
descubierto en estos países violaciones habituales o
sistemáticas de la libertad religiosa.
En la mayor parte de los lugares en los que la situación de la
libertad religiosa ha sufrido algún cambio, se ha tratado de
un empeoramiento. De los 196 países analizados, solo seis
han mejorado. El deterioro de la situación se ha registrado
en cincuenta y cinco países (el 28%).
Incluso cuatro de los seis países en los que se ha observado
cierta mejoría (Irán, los Emiratos Árabes Unidos, Cuba y

81
Adrian Aranda

Catar), siguen clasificados como lugares de persecución


«alta» o «media». Zimbabue y Taiwán entran en las
categorías «preocupante» y «baja», respectivamente.
En total, la falta de libertad religiosa hace que veinte países
estén clasificados en la categoría de «alta».
De ellos, catorce sufren persecución religiosa ligada al islam
extremista. Se trata de: Afganistán, Arabia Saudí, Egipto,
Irán, Irak, Libia, Maldivas, Nigeria, Paquistán, República
Centroafricana, Somalia, Siria, Sudán y Yemen.
En los seis países restantes, la persecución religiosa está
ligada a regímenes autoritarios. Se trata de: Azerbaiyán,
China, Corea del Norte, Eritrea, Birmania (Myanmar) y
Uzbekistán³.

HUIR DE LA INCERTIDUMBRE
Todo hombre que se encuentra con la realidad de la existencia de Dios,
también se encuentra con la incertidumbre. El ateísmo genera certezas,
de la no existencia de Dios y de la mera materialidad del hombre. El
agnosticismo genera rechazo, negación e indiferencia. Sin embargo, la
aceptación de la existencia de Dios —contrariamente a lo que muchos
creen— genera incertidumbres. El hombre religioso se encuentra ante la
omnipotente, omnisciente y omnipresente presencia de Dios, lo cual le
genera paz, pero, al mismo tiempo, incertidumbre. Incertidumbre porque
nunca llegará a conocer del todo los misterios de Dios. Podrá conocerlos en
parte, pero, al menos durante su estadía en la tierra, cargará con muchas
preguntas sin respuestas, en cuanto a la teología y a su vida personal.
Al encontrarse el hombre con Dios, puede tomar dos caminos: El primero,
y el verdaderamente religioso, es entregarse a la soberanía de Dios, dejar
que Dios se apropie de él y aprender a vivir con incertidumbres, pero en

82
Desafíos del hombre contemporáneo

paz, cumpliendo su rol de hombre limitado y dejando cumplir a Dios el rol


de ser ilimitado e infinito. El segundo —que es el que tomaron Adán y Eva
en el jardín del Edén— es apropiarse de Dios y huir de la incertidumbre,
pretendiendo conocer todas las respuestas de la existencia de Dios,
construyendo así su fe sobre «certezas» efímeras y humanas.
Esto mismo es el fundamentalismo religioso: es la actitud del hombre
de huir de su incertidumbre, mediante la construcción de su fe sobre
certezas que él mismo ha originado y no Dios. Lamentablemente, este es
el camino que muchos creyentes —de todas las religiones— toman hoy
en día. El hombre tiene pánico a la incertidumbre, teme lo desconocido
y tiembla ante el no saber. Cuando vemos a un yihadista atacar y matar a
otros seres humanos, en realidad, lo que está haciendo es atacar su propia
incertidumbre. Para el fundamentalista, cualquier persona que no piense,
crea o viva como él, representa su máximo temor: la incertidumbre. La
mera existencia de esa persona puede destruir las certezas efímeras que
este ha construido, y, ante tal peligro, es necesario que el «enemigo» se
doblegue o sea eliminado.
Cuando alguien pretende huir de la incertidumbre, su pensamiento toma
carácter de absoluto, buscando un sentido de seguridad y superioridad; se
posiciona en un lugar desde donde piensa y actúa de forma terminante,
y esto le sirve como justificación para pisotear los derechos de los demás
humanos limitados. Llega a la absolutidad huyendo de la incertidumbre,
pero, una vez allí, no puede evitar utilizar un poder abrumador para pisotear
a aquellos que —según su mentalidad— se encuentran debajo de él. El
fundamentalista, realmente, detrás de su fachada de absolutidad, está
lleno de dudas, las cuales reprime —consciente o inconscientemente— y,
a la vez, revela mediante su comportamiento. El filósofo y escritor español
Fernando Savater resume esta conducta:
En lo tocante al fanatismo, digamos que en modo alguno se trata de
una forma de firmeza en las convicciones, sino más bien de todo lo
contrario, de pánico ante el contagio posible con lo distinto. Fanático
es quien no soporta vivir con los que piensan de modo distinto por
miedo a descubrir que él tampoco está tan seguro como parece de lo
que dice creer4 (p. 97).

83
Adrian Aranda

La verdadera fe es caminar con Dios en paz, a pesar de las incertidumbres


y misterios que genera la misma existencia de Dios. Pretender explicarlo
todo, saberlo todo y conocerlo todo, alegando ser los dueños de la
«voluntad de Dios», es el camino que toman aquellos que huyen de la
incertidumbre y el mismo que tomaron nuestros padres en el Edén. Dios
quiso que el primer matrimonio viviera con incertidumbre. Él les dijo:
«Pueden comer libremente del fruto de cualquier árbol del huerto, excepto
del árbol del conocimiento del bien y del mal. Si comen de su fruto, sin
duda morirán». Dios no quería que ellos accedieran al conocimiento del
bien y el mal, pues es demasiado grande para que el ser humano pueda
comprenderlo. Dios quería que ellos supieran que existe un conocimiento
superior, pero que no es necesario que accedan a él —incertidumbre—,
pues esa —el saberlo todo— es tarea de Dios.
Lo que sucede es que nadie quiere vivir en la incertidumbre. Queremos
manejar y tener el control de todo lo que concierne a nuestra existencia.
Y, por lo tanto, también queremos tener el control de nuestras creencias
y de las creencias de nuestro prójimo. El fundamentalista religioso, lo que
busca, es someter al hombre por el hombre. En su necesidad de creer
—inconscientemente— que es un semidiós, o que es el representante
legítimo de la voz de Dios en la tierra, no hay lugar para el diálogo ni para la
discusión sana. El semejante deberá someterse o sufrirá violencia, sea física
o psicológica. Con esta actitud, el fundamentalista busca la humillación del
que piensa diferente, busca que este se someta, se humille y de esta manera
le diga implícitamente: «Está bien, me humillo, yo estaba equivocado en
creer en cosas diferentes, tú tienes las creencias correctas y la verdad». Es
así como el extremista religioso va aplacando su incertidumbre, mediante
el sometimiento del que representa algo diferente a lo que él cree. Cuando
el que piensa diferente no se somete, el fundamentalista opta por el
castigo y la represión. La religión del Poder somete las conciencias de los
fieles «clase B», para que los fieles «clase A» cumplan sus objetivos. En la
cultura occidental-judeocristiana, los grupos fundamentalistas excluyen,
estigmatizan o someten a la violencia psicológica al «infiel». Cuando vemos
grupos cristianos en manifestaciones con carteles que dicen «Dios odia
a los gays» o «Los gays merecen el infierno», o cuando en instituciones
fundamentalistas se somete a las personas a una vida alienada, separada

84
Desafíos del hombre contemporáneo

del común de la sociedad, para tomar posesión de su conciencia y


voluntad, manejando todos los aspectos de su vida en provecho de la
institución, vemos claramente el tipo de violencia psicológica típico de los
fundamentalismos. Por otro lado, en las sociedades islámicas, que todavía
no se han empapado de los avances de la Ilustración y la modernidad y
aún conservan aspectos de barbarie, el método para someter al «infiel» es
el asesinato. Los atentados terroristas, ejecuciones y decapitaciones son
evidencia de esto.
Es importante entender que tanto el extremismo islámico de Oriente
como el extremismo judeocristiano de Occidente están movilizados por el
mismo motivo: huir de la incertidumbre a través del rechazo, el estigma, el
sometimiento o la violencia hacia el que piensa diferente. Sea esta última
psicológica o física, el motor del fundamentalismo religioso es el mismo.
Varían los métodos que se utilizan según las culturas, pero lo que mueve a
un yihadista a cometer un atentado y lo que mueve a un fundamentalista
cristiano a someter la vida y la conciencia de otra persona —a través de la
violencia psicológica— es exactamente lo mismo.
La vida colectiva en Occidente está en proceso de extinción. El
individualismo está haciendo bien su trabajo, y muchas organizaciones
religioso-fundamentalistas ofrecen una pequeña vida comunitaria que
atrae a muchas personas que sufren crisis de sentido de pertenencia,
característica de nuestra sociedad. Estas organizaciones, generalmente
herméticas, con reglas implícitas que impulsan la explotación del adepto,
poco tienen que ver con la verdadera religión. Desde el pastor que vive
como un rey, mientras sus fieles sufren los golpes y desigualdades del
capitalismo, hasta el califa que promueve la yihad, pero él no participa
directamente, sino que envía a otros a inmolarse en nombre de Alá, todos
estos se apropian y explotan la fe y la necesidad de pertenencia de sus
adeptos.
La globalización es un fenómeno que nos permite estar cada vez mejor
conectados, pero, al mismo tiempo, nos ha amputado la capacidad de
estar unidos. La fragmentación de la sociedad, producto de la pérdida
de confianza en las grandes causas, nos ha alejado los unos de los otros
y nos dificulta unirnos en torno a una causa común. Nuestra vida actual

85
Adrian Aranda

es un vaivén de actividades —impulsadas por nuestro ocio y alimentadas


por las nuevas tecnologías— que no llevan a ningún puerto más que
al simple hecho de entretenernos. El sentido de propósito es lo que ha
perdido el hombre contemporáneo, y en busca de ese sentido se aferra
a todo tipo de trivialidades de las que hace un todo de su vida. La gente
que mata por un cuadro de fútbol, que se suicida por un fracaso laboral,
los adolescentes que asesinan por una pérdida amorosa, lo hacen en una
reacción de supervivencia, porque algo o alguien ha atentado contra su
propia existencia, perjudicando la estabilidad de su relación con ese sujeto
u objeto del cual han hecho su razón de ser. Ante esta búsqueda de certezas,
el fundamentalista busca expandir sus convicciones al ámbito público y
secular, con el fin de oprimir a los demás, y la herramienta para esto será
la política. En palabras del profesor de filosofía y miembro fundador de
la RIES (Red Iberoamericana del Estudio de las Sectas), Miguel Pastorino,
existe hoy, en Latinoamérica, preferentemente, «una instrumentalización
de lo político por parte de lo religioso, y políticos que instrumentalizan la
religión para obtener rédito político.»

LA JERARQUIZACIÓN

Hay una tradición común que conservan principalmente el islam y el


cristianismo ortodoxo, que tiene que ver con una construcción jerárquica
y piramidal en sus organizaciones. Este tipo de formación organizacional
protege a los mandos altos y vulnera a los mandos medios y bajos. Cuando
los mandos altos son personas altruistas y respetuosas del prójimo esto
quizá no signifique mucho, pero cuando estos son personas despóticas,
el resultado es fatal. Un claro ejemplo de esto es lo que sucedió con el
padre Oliver O’Grady, quien desde 1973 hasta 1993 abusó de decenas de
niños. En 1993 fue condenado a catorce años de prision, de los cuales
cumplió siete, siendo deportado a Irlanda en el año 2000. En 2006, en el
documental Deliver Us From Evil (Líbranos del mal), O’Grady confiesa los

86
Desafíos del hombre contemporáneo

abusos, presentándose como una persona enferma, y cuenta, a manera


de reproche, que tenía protección tanto del clero como de los fieles. Del
clero, porque aun sabiendo de sus perversos actos, para evitar ensuciar su
integridad con escándalos, lo trasladaban de parroquia en parroquia cada
vez que la situación se tornaba tensa. Y de los fieles, porque pensando
estos que tener un sacerdote en el hogar era una especie de «bendición
divina», muchas veces permitían a O’Grady quedarse a dormir en sus
casas. Durante la noche, luego de que los mayores se dormían, O’Grady
entraba al cuarto de los niños y abusaba de ellos.
También tenemos el ejemplo del actual Estado Islámico. En 2014, el iraquí
Abu Bakr al-Baghdadi se proclamó «califa de todos los musulmanes»
—sucesor de Mahoma—. Con este «poder divino», incitó a sus fieles
a comenzar una guerra en Siria e Irak con el objetivo de conformar un
Estado Islámico radical. Las decapitaciones de periodistas occidentales,
la incineración del soldado jordano, homosexuales arrojados desde un
precipicio, niños y mujeres degollados y descuartizados, son las prácticas
que estos religiosos hacen creyendo que siguen la autoridad de Dios a
través del califa.
La jerarquización, para el judaísmo, representa una gran frustración y
desengaño que vivieron en el siglo XVII. Shabbetai Zevi, un joven cabalista,
mientras caminaba oyó una supuesta voz que le decía que él era el
Mesías. Después de vivir episodios de depresión, euforia y delirios, en
1665, Shabbetai se proclamó Mesías con la bendición del rabino Nathan,
quien envió cartas a Egipto, Alepo y Esmirna anunciando que el Redentor
había llegado. En 1666, partió a Constantinopla a enfrentar al sultán del
Imperio otomano, redimir a los judíos y traerlos de regreso a Tierra Santa.
Al acampar en Galípoli, fue arrestado y conducido ante el sultán, quien le
dio la oportunidad de convertirse al islam o ser ejecutado. Para sorpresa y
vergüenza de todos los judíos, su Mesías se convirtió al islam ⁵.

87
Adrian Aranda

EL PROBLEMA DEL LENGUAJE Y EL


PENSAMIENTO
La sana religión no esclaviza ni oprime, sino que libera. Y esta libertad
viene a través del conocimiento de la teología, la historia y la cultura que
forman parte del cimiento de dicha religión. El creyente que no conoce
profundamente las bases de lo que cree, termina idealizando a humanos
que dicen tener la autoridad de Dios en la tierra. Esta idealización
es extremadamente peligrosa, pues pone al fiel en una posición de
vulnerabilidad a la explotación, la manipulación y el abuso. El conocimiento
y la educación deberán formar parte esencial de la religión en el siglo XXI
para evitar caer en supersticiones y fanatismos que nos conduzcan al
fundamentalismo. La Biblia, el Corán y la Torá no son libros apolíticos ni
ahistóricos. Fueron escritos bajo un contexto social, histórico y político,
es decir, una cultura. Estos tres libros poseen una cultura, y también
poseen una esencia. Al interpretarlos, debemos separar su esencia de
su cultura. La esencia no cambia, es el mensaje central de cada una de
estas grandes religiones, pero la cultura de su época y la de la nuestra
tienen un abismo de miles de años de historia entre medio. Cuando, por
querer traer la esencia, arrastramos consciente o inconscientemente esas
viejas culturas al mundo contemporáneo, los conflictos culturales son
inevitables y producen enfrentamientos ideológicos irreparables, que
llevan a la violencia y hasta a los más brutales actos de barbarie. Esta
cultura, podríamos decir, es lo que Foucault llama episteme —un lente a
través del cual leemos el mundo basados en condiciones imperantes de
verdad en diferentes épocas históricas—, la cual varía en los diferentes
puntos históricos de la humanidad. Consecuentemente, es lógico decir
que la episteme del mundo en el cual fueron escritos los textos sagrados
no es la misma que la de nuestra era. Esto nos plantea dos problemas
fundamentales: el lenguaje y el pensamiento. El lenguaje, en tanto que
las lenguas en las que fueron escritos los textos sagrados —árabe clásico,
griego y hebreo antiguo— difieren mucho en su estructura de las lenguas
que predominan hoy en Occidente. Estas lenguas antiguas poseen una
composición más pura en relación a lo que representan, inherente a su

88
Desafíos del hombre contemporáneo

longevidad, y al traducirlas a idiomas más recientes como ser el inglés, el


español o el francés actuales, sufren cierta fragmentación y separación
de su significado original, que puede llevar a interpretaciones incompletas
o erróneas. La composición del lenguaje es hoy muy diferente a la del
lenguaje contemporáneo de los escritos sagrados. La modernidad trajo
consigo la filología y, consecuentemente, una transformación en las
ciencias del lenguaje. Foucault analiza, en Las palabras y las cosas, que a
principios del siglo XIX, con el advenimiento de la modernidad:
[...] lo que permite definir una lengua no es la manera en que ella
representa las representaciones, sino una cierta arquitectura interna,
una cierta manera de modificar las palabras mismas de acuerdo con
el lugar gramatical que ocupan unas en relación con otras: su sistema
flexional6 (p. 233).
Por ejemplo, algunos sectores del cristianismo protestante se han
respaldado en versículos como Hebreos 13:17 de la versión Reina-Valera
1960 (la más popular) para legitimar la obediencia ciega —pilar fundamental
del fundamentalismo—. Este verso dice: «Obedeced a vuestros pastores, y
sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han
de dar cuenta; para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque esto
no os es provechoso.» Sin embargo, la Biblia Textual, una versión actual
realizada por eruditos de arameo, hebreo y griego, dice lo siguiente en el
mismo pasaje: «Prestad atención a quienes os dirigen y sed dóciles, porque
ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta; para que
hagan esto con gozo, y no quejándose; porque esto no sería provechoso
para vosotros.» Lógicamente, no significa lo mismo «prestar atención»
que «obedecer» de manera imperativa, lo que, consecuentemente,
ha causado abusos psicológicos, físicos y, en algunos casos, sexuales,
justificados mediante la obediencia ciega a la élite clerical. Y como este
caso aislado, existen muchos otros, en los que las falencias en cuanto a las
traducciones e interpretaciones han servido como medio para justificar
conductas autoritarias y fundamentalistas. Es por eso que el estudio de la
teología es tan importante. Donde no hay conocimiento, hay ignorancia,
y donde hay ignorancia reina la violencia. El fundamentalismo nace de la
necesidad del hombre de huir de la incertidumbre hacia la absolutidad,

89
Adrian Aranda

pero subsiste por la existencia de la ignorancia. El miedo del hombre lo da


a luz y su ignorancia lo alimenta. Generalmente, los tiranos religiosos que
se atribuyen autoridad divina, al mismo tiempo, promueven la ignorancia
—directa o indirectamente—, porque mientras no haya conocimiento
teológico en sus fieles, su poder no correrá riesgos. Cerca de un tirano
no se puede pensar diferente. Es más, es mejor ni pensar. Promover la
ignorancia entre los fieles es un arma convencional del fundamentalismo
religioso.
En cuanto al pensamiento, el conflicto reside en el hecho de que nos
separan siglos de procesos científicos, históricos, sociales y políticos, de
los autores de los escritos sagrados. La manera que ellos tenían de ver e
interpretar el mundo era tan diferente que nos es muy difícil comprenderla.
Solemos creer que interpretaban el mundo al igual que nosotros, y nada
está más lejos de la verdad. Aquellos que no ignoran esto, se justifican,
dado que la intervención divina se hizo presente al momento en que
se escribían los textos sagrados, por lo que, a pesar de las limitaciones
humanas, Dios trascendió esas vicisitudes. Esto es en parte verdad y en
parte no. Dios trascendió su esencia para que llegara a nuestros tiempos,
pero se ausentó de temas finitos y humanos en cuanto a la cultura, y
por esa razón es que la teología muchas veces no tiene respuesta para
temas que afectan a nuestra era, pero que no afectaban a los coetáneos
escritores sagrados.
Por ejemplo, san Pablo avalaba la esclavitud, algo impensable y condenable
en nuestro tiempo, mas no en el de él. También condenaba que las mujeres
no cubrieran sus cabezas mientras oraban, y, con respecto a los hombres,
que tuvieran pelo largo; san Pedro afirmaba que no usar barba era algo
deshonroso para los hombres. Decir que estos santos eran ignominiosos
por afirmar estos conceptos, es no entender su sujeción al Tiempo, es
decir, a su Tiempo. Ellos eran esclavos de su Tiempo, y su pensamiento
también. A su Tiempo histórico, religioso, cultural, político y social. Y esa
esclavitud aprisionó las ideas culturales que plasmaron en los escritos
sagrados, mas no la esencia, el centro del mensaje, que en el caso del
cristianismo es: «Jesucristo, y este crucificado».

90
Desafíos del hombre contemporáneo

El posmodernismo y la religión
El primer filósofo en hablar del término «posmodernismo» fue Jean-
François Lyotard en 1979. En una de sus obras, explicando una de las
condiciones del posmodernismo, dice al respecto:
Cada uno de los grandes relatos de emancipación del género que sea,
al que le haya sido acordada la hegemonía ha sido, por así decirlo,
invalidado de principio en el curso de los últimos cincuenta años. Todo
lo real es racional, todo lo racional es real: «Auschwitz» refuta la
doctrina especulativa7 (p. 40).
Lo que Lyotard planteaba, con mucha exactitud, es que los grandes
relatos que habían dirigido la historia del hombre hasta entonces habían
sido invalidados por acontecimientos que pusieron en tela de juicio su
viabilidad para llevar al hombre a la emancipación y la libertad. Uno de
estos grandes relatos era el de la Ilustración, que levantaba la bandera
de la razón como camino para abandonar los tiempos oscuros del
hombre causados por la ignorancia. Pero el autor dice: «“Auschwitz”
refuta la doctrina especulativa», es decir, es el acontecimiento del
Holocausto judío y los campos de concentración lo que comienza a
invalidar el proyecto del Siglo de las Luces. ¿Y por qué Auschwitz? Porque
representa la instrumentalización de la razón para el mal. Los miembros
del nacionalsocialismo que perpetraron este horrendo crimen no eran
personas cuya razón estaba fuera de juicio: por lo contrario, el partido
nazi fue un movimiento cultural y político empapado de la esencia de
la modernidad, la razón y las ideas. Académicos, empresarios, doctores,
ingenieros y personas de clases sociales similares apoyaron el régimen
de Hitler. ¿Y entonces qué sucedió con la razón? La razón se convirtió en
un arma de doble filo que, hasta entonces, había sido utilizada para el
progreso del hombre, pero que ahora había sido utilizada para mostrar
el lado más oscuro del mismo, y es ante este hecho concreto que la
razón pierde validez y legitimidad para guiar al hombre. La religión, en
las décadas que le sucedieron al fin de la Segunda Guerra Mundial, se vio
empapada de esta pérdida de confianza en la razón, mientras surgía lo que
iba a ocupar el lugar vacío que estaba dejando esta: la irracionalidad.

91
Adrian Aranda

El profesor Miguel Pastorino observa:


La religiosidad postmoderna privilegia la experiencia antes que la
doctrina, los itinerarios personales antes que las grandes tradiciones,
las vivencias espirituales antes que los contenidos doctrinales. Y el
creyente de hoy es un buscador, un peregrino que quiere decidir cómo,
cuándo y a quién creer. La religiosidad actual se ha convertido en una
religiosidad sin Dios, pero se manifiesta emocionalmente potente y
tiene una amplísima difusión⁸.
Este nuevo tipo de religiosidad, sentimental, experimentativa, es decir,
irracional, gobernará desde la década de los setenta hasta nuestros días. Es
una religiosidad que menosprecia todo lo que tenga que ver con la razón,
la mente, el pensamiento y la reflexión. Ve estas cualidades como poco
espirituales, y hasta malignas. Una religiosidad que creará un campo fértil
para el crecimiento de las sectas, la manipulación y el abuso psicológico.
El posmodernismo ha dado nacimiento a un hombre neófito-religioso,
que ignora las bases y la historia de su propia religión y busca soluciones
inmediatas a través de los «representantes de Dios». El nuevo hombre
religioso hace de la ignorancia una virtud y de la obediencia ciega una
práctica para el «progreso espiritual»; ignora las sagradas escrituras, sea
el Corán, la Torá o la Biblia, y basa sus convicciones en las interpretaciones
del imán, el rabino, el pastor o el sacerdote. Este hombre huye de la
incertidumbre, el caos y las vicisitudes de la vida, buscando seguridad y
soluciones instantáneas, lo que lo convierte en un individuo vulnerable
que está dispuesto a aferrarse a lo primero que le prometa un poco de
esperanza, pues la desesperanza hace que se aferre a la primera soga que
se le lance, aunque esa soga sea en realidad una cadena. Además, este
hombre religioso buscará dilatar sus ideas, es decir, expandirlas, pues
concibe su proyecto como un proyecto universal y único al cual todo el
mundo debe someterse, y la política se convertirá en el instrumento.
Siguiendo las líneas de investigación del politólogo y escritor Gilles Kepel,
esto surge en los años setenta como producto de un universo religioso que
comienza a percibir el deterioro de la modernidad:
En mayo de 1977, por primera vez en la historia del Estado de Israel,
el resultado de las elecciones legislativas no permite a los laboristas

92
Desafíos del hombre contemporáneo

formar gobierno y Menahem Begin se convierte en primer ministro. Al


mismo tiempo, los movimientos sionistas religiosos, que habían sufrido
un largo eclipse, vuelven a la actividad, en particular, multiplicando las
implantaciones judías en los territorios ocupados, bajo la invocación
del antiguo pacto específico entre Dios y el «pueblo elegido» […].
En septiembre de 1978, el cónclave eleva al pontificado de la Iglesia
católica al cardenal polaco Karol Wojtyla. Con este gesto pone fin a
los titubeos de un «posconcilio» durante el cual numerosos católicos
se han interrogado sobre su identidad, desorientados por una «puesta
al día» de los ritos y la doctrina que no siempre han comprendido, y
en un momento en que en la sociedad secular se produce la agitación
de los movimientos de 1968 […]. El año 1979, que marca para el islam
el inicio del siglo XV de la era hegiriana, se abre con el regreso del
ayatolá Jomeini a Teherán en febrero —seguido de la proclamación de
la República islámica—, y se cierra con el ataque a la Gran Mezquita de
La Meca, en noviembre, por un grupo armado que rechaza el control
de los lugares santos por parte de la dinastía saudí […]. [E]n 1976 es
elegido presidente de Estados Unidos un baptista muy convencido,
Jimmy Carter, que esgrime sus convicciones morales y religiosas para
lavar al Poder Ejecutivo norteamericano del pecado de Watergate. En
1980, deberá imputarse la elección de su oponente Ronald Reagan al
notorio apoyo de una masa de electores evangélicos o fundamentalistas,
seguidores de las consignas de organismos político-religiosos como la
Mayoría Moral, creada en 1979, que se propone hacer de un país en
crisis, debilitado por una inflación de dos dígitos y humillado por el
secuestro de su personal diplomático en Teherán, una nueva Jerusalén9
(pp. 13-15).
El hombre-religioso posmoderno, al deslegitimar la razón y la filosofía de la
Ilustración, carece de pensamiento ilustrado. Según Kant:
La ilustración consiste en el hecho por el cual el hombre sale de la
minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad
estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la
dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad,
cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino

93
Adrian Aranda

en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él,


sin la conducción de otro10 (p. 33).
Esta «minoría de edad» de la que habla Immanuel Kant está presente
cuando la razón está ausente. La principal característica de la minoría
de edad es la irracionalidad y, por lo tanto, la dependencia. ¿Acaso no
es esta la esencia de la religiosidad posmoderna? La primacía de los
sentimientos, experiencias y lealtades ciegas sobre el sentido común
y el pensamiento crítico han hecho de la actual religiosidad un imán de
personas con carencias culturales y emocionalmente vulnerables, y algo
excluyente para las personas pensantes. Este tipo de religiosidad se iguala
en muchos aspectos a la religiosidad de la Edad Media, es decir, a la época
pre-Ilustración. Esto podría llevarnos a la conclusión de que estamos
experimentando un retroceso en cuanto a la vivencia de la religión, pero,
más que esto, lo que estamos viviendo son las consecuencias de una
sociedad descorazonada, resignada y decepcionada del acto de creer en
los metarrelatos de la modernidad, entre ellos, la razón. Lo más peligroso
de esta realidad, es que está causando un resurgimiento del dualismo
clero-plebe, en el que los líderes religiosos que explotan la fe sustituyen
al clero, y los fieles a la plebe. ¿Por qué «plebe» y no «laicos»? Porque la
plebe carece de la dignidad innata de los laicos, la cual tampoco posee la
feligresía contemporánea. Los pobres que se desviven trabajando para que
un pastor viva una vida ostentosa, los hombres bomba que se inmolan en
obediencia al califa y el sionista que mata en nombre del Estado de Israel
son ejemplo de esto, de la pérdida de la dignidad propia, de la dependencia
abusiva, el infantilismo y la minoría de edad, de una plebe carente de razón
y autonomía.
Kant escribía en 1795:
Si ocurriera alguna vez que el cristianismo dejara de ser digno de amor
(lo cual puede ocurrir si en lugar de su dulce espíritu se armara de
autoridad imperativa), en ese caso, [...] el pensamiento dominante de
los hombres habría de ser el rechazo y la oposición contra él¹¹ (p. 148).
¿Acaso no es este el estado de la relación cristianismo-masas
contemporáneo? En el imaginario colectivo existe un rechazo hacia la

94
Desafíos del hombre contemporáneo

Iglesia como institución. El papa Francisco se ha vuelto uno de los líderes


más importantes del mundo, y le está devolviendo la credibilidad a la Iglesia
católica, pero el protestantismo se encuentra en un estado hermético, las
masas no lo entienden, y viceversa. La enorme pluralidad de corrientes
evangélicas que existen, sumada a la intolerancia y radicalismo de estos
grupos, crea confusión y desprestigia a la Iglesia protestante, además
de que sectores influyentes de esta se están volviendo herméticos y
exclusivos: se están mostrando hacia afuera como un movimiento o
fuerza de oposición que está siempre a la defensiva y no como un grupo
de personas con los brazos abiertos dispuestos a tratar con el diferente.
La fe no es ajustarse a un sistema institucional dogmático y absoluto en
asuntos humanos, la fe es una cosmovisión, es decir, una manera de ver
la realidad, que quienes no la poseen no la entienden, y atacarlos o hacer
fuerza de imposición genera una reacción de rechazo. La fe se ofrece, no
se impone; la fe se comparte, no se usa como instrumento de conquista
El viernes 13 de noviembre de 2015, una serie de atentados coordinados
en París dejaron 129 muertos y 250 heridos, ochenta de ellos graves, según
informó Russia Today. Inmediatamente, el Estado Islámico se atribuyó la
autoría de los ataques. Dicha organización está cobrando cada vez más
preponderancia en la agenda política de los máximos líderes del mundo,
desde su proclamación en 2014.
¿Qué es el Estado Islámico? ¿Por qué está resurgiendo este fundamentalismo
religioso tan brutal? La injustificada invasión a Irak en 2003 de EE. UU. y
los rezagos de barbarie que aún quedan en Oriente son factores que han
alimentado este fenómeno, pero intentar explicar sus causas desde allí es
caer en el simplismo, por lo que es necesario ahondar más.
En el mundo contemporáneo, la independencia, es decir, el hecho de
que cada quien busque lo suyo en medio del azar, en donde reina el más
«fuerte», ha provocado que la soledad, el aislamiento, la pérdida de
sentido de pertenencia y el vacío existencial sean algo en lo que la vida
cotidiana está muy inmersa. Las grandes banderas de la década de los
sesenta, que impulsaron a miles de jóvenes estudiantes a salir a las calles
a luchar por un mundo mejor ya no existen, la vida se dirige hacia un lugar
que desconocemos, el tiempo parece suspendido en la nada; vivimos de

95
Adrian Aranda

momentos, de estímulos y en un eterno presente, en el que el pasado y el


futuro carecen de importancia.
Cuando un grupo de personas encuentra un enemigo en común —en este
caso, Occidente—, tienden a unificarse, y esta unificación proporciona
valor y sentido a su existencia. El Estado Islámico ofrece lo que Occidente
está perdiendo: una causa por la cual vivir…
Cientos de jóvenes europeos dejan oportunidades laborales y académicas
dignas del primer mundo para viajar a Siria e Irak y unirse a las filas de este
grupo fundamentalista. El mundo capitalista, entregado al consumismo,
al individualismo y a la superficialidad, los ha decepcionado y les ha
demostrado que nada de eso puede darle sentido a sus vidas. Dejan el
bienestar material en busca de un «bienestar espiritual». Es así que las
sectas han sufrido un enorme crecimiento los primeros quince años de
este siglo. La vida comunitaria que estas brindan resulta ser la soga de la
que muchas personas se aferran para salir del pozo del sinsentido.
El problema no es el islam. El islam es una religión de paz, concordemos
con ella o no. La mayoría de los musulmanes no aprueban el radicalismo y
la violencia como método de proselitismo. Sí es verdad que el Corán tiene
relatos un tanto bárbaros, pero el Antiguo Testamento también los tiene,
y esto tiene más que ver con la barbarie cultural de la época en que fueron
escritos los textos sagrados, que con cualquier otro motivo.
El fundamentalismo islámico fue el último radicalismo religioso en surgir,
en la década de los cuarenta, en Egipto, como respuesta al nacimiento del
Estado de derecho y la laicidad en dicha nación. Sin embargo, este nuevo
tipo de fundamentalismo que hoy enfrentamos, es una respuesta a la
hipermodernidad en la que vivimos, la cual se caracteriza por la fragilidad
y futilidad de la existencia y las relaciones humanas.
Occidente ha levantado las banderas de los valores judeocristianos del
amor y la compasión por siglos, pero lo que ha escrito con la mano lo ha
borrado con el codo. Occidente ha fracasado, y este fracaso es la causa
del crecimiento del fundamentalismo religioso como una oferta de una
civilización diferente. Nuestro fracaso le ha dado vida a la barbarie; tal vez

96
Desafíos del hombre contemporáneo

nuestra victoria podría darle muerte.


La otra cara de la barbarie del fundamentalismo islámico está surgiendo en
Europa, donde el odio está fermentando la xenofobia hacia los migrantes,
y, especialmente, hacia los musulmanes. El sentimiento colectivo que
tiene Occidente hacia el islam es cada vez más ambiguo, dados los ataques
terroristas que han sufrido varias ciudades europeas este último año. El
islam no es sinónimo de terrorismo, pero los yihadistas levantan la bandera
de la religión de Mahoma para «legitimar» sus ataques. Esto pone en un
gran aprieto a los gobernantes y a las poblaciones occidentales: ¿Podemos
meter a todos los musulmanes en la misma bolsa? ¿Es menester atacar al
islam? Son preguntas claves que las sociedades se están planteando. Las
opiniones son diversas, desde quienes argumentan que el islam es una
religión «maldita» y que debe ser erradicada, hasta quienes argumentan
que las organizaciones como el Estado Islámico han sido creadas por la
inteligencia estadounidense y sus aliados, para validar la intervención
político-militar en Medio Oriente.
El sufrimiento de las familias que han sido víctimas de ataques terroristas,
y el miedo que generan estos en la sociedad, pueden ser explotados
por las autoridades gubernamentales para esparcir temor y vulnerar
derechos civiles. El Estado de derecho es quizá lo que más corre peligro
en estos tiempos de inestabilidad mundial. Este surgió en el siglo XVII
como una síntesis del enfrentamiento de las monarquías y las primeras
filosofías ilustradas. ¿Es una respuesta viable restringir estos avances de la
humanidad en materia de derechos? ¿Qué alternativas quedan? Ante esta
última pregunta, la respuesta es: la educación.
El problema del yihadismo no tiene que ver con un problema intrínseco
del islam, sino con una interpretación literal y fundamentalista de este.
Tanto la Biblia como el Corán tienen versos agresivos y violentos; sin
embargo, hoy nadie mata en nombre de Jesús, aunque en otro tiempo sí
había gente que lo hacía, y la solución para ello fue un crecimiento en la
educación religiosa que llevó a una emancipación de la barbarie cristiana
que dominó la Edad Media.
La hermenéutica y la filología son más que necesarias hoy en las aulas,

97
Adrian Aranda

junto con una educación religiosa diversa. La religión ha sido llevada al


ámbito privado, y, si bien esto es positivo en algunos aspectos, no significa
que no sea necesaria una política educativa que sea más inclusiva con la
enseñanza religiosa, sin ser proselitista.
El literalismo religioso presenta un gran problema para todas las religiones
en la actualidad. Existen varios factores que inciden en la interpretación
de textos milenarios como los mencionados: el simbolismo del idioma
en que fueron escritos, el paradigma cognitivo de los escritores y la
cultura sociopolítica de la época. Adaptar sin ningún tipo de filtro textos
que fueron escritos en hebreo, griego y árabe antiguos —idiomas que
poseen una relación de representación directa entre el símbolo y lo que
está simbolizando, no como los idiomas actuales, en los que las palabras
derivan de varias lenguas y están llenos de simbolismos y transformaciones
previas—, por autores que concebían un mundo reducido, lleno de
peligros inminentes, donde lo normal eran el absolutismo monárquico y la
barbarie, es asegurar actos atroces como los que vivimos hoy en día.
El literalismo en Oriente lleva a las armas; en Occidente lleva a la
discriminación y la exclusión. La misma incapacidad que tienen los
yihadistas para aceptar la diversidad de Occidente, la tienen algunos
cristianos fundamentalistas para aceptar la diversidad de opiniones. Esta
incapacidad solo puede ser subsanada por medio de la educación religiosa,
que impida, de este modo, la manipulación y explotación de la fe. Cuanto
más ignorantes son las personas religiosas con respecto a lo que creen,
más propensas son a ser manipuladas, y viceversa. La historia lo enseña
así y nuestro presente también.

98
Desafíos del hombre contemporáneo

La cultura de la
indiferencia
Los siglos XVI y XVII fueron un período de transición entre la Edad Media
y la Edad Moderna. La autoridad hegemónica de la Iglesia católica, que
había gobernado la cultura, las ciencias, la política y la religión durante
diez siglos, comenzó a resquebrajarse y pluralizarse, consecuencia de la
aparición de nuevos paradigmas opuestos al esoterismo, misticismo y
autoritarismo que habían caracterizado al medioevo. Este proceso fue
construyendo un nuevo modelo de individuo, de sociedad y de Estado al
que se llamará democracia liberal.
Si quisiéramos esquematizar de alguna manera los acontecimientos
que formaron parte de la modernización, podríamos decir que fueron
tres grandes frentes de batalla los que enfrentaron al predominio de la
autoridad eclesiástica: la Reforma protestante, el racionalismo cartesiano
y la Revolución científica.
La Reforma protestante quiebra el poder hegemónico e introduce el
concepto de individuo en la sociedad. El individuo de Lutero y de Calvino
es un individuo más digno, y de más significado que el individuo medieval,
pues este último estaba sumergido en una homogeneidad sometida
al poder monárquico y eclesiástico, en la cual no había lugar para la
individualidad como tal. Los Reformadores terminan con la necesidad
del Papa como intermediario entre Dios y el hombre, y preconizan
la salvación por la fe, que surge de una relación directa entre Dios y el
hombre, cobrando así más valor la vida humana, pues ya no es el Papa
—o la monarquía— quien ostenta el monopolio de Dios, sino que cada
individuo tiene acceso a la salvación por medio de la fe.
El racionalismo cartesiano postula la razón como único método de

99
Adrian Aranda

obtención del conocimiento, y plantea la duda como parte de la existencia


humana, y la conciencia como única validación de que realmente somos:
«Pienso, luego existo». Esta filosofía introduce al sujeto en el saber de
los hombres. Antes del Renacimiento, la filosofía se había encargado de
estudiar la naturaleza y al hombre como una totalidad. Descartes separa
a este de su exterioridad y se enfoca en el estudio dentro del hombre,
mediante la introspección, dándole una valia mayor ahora al sujeto que
a la naturaleza, además de romper con el misticismo y esoterismo con la
nueva arma de la racionalidad, que influyó más tarde, ampliamente, en el
pensamiento de la Ilustración.
La Revolución científica surge cuando las investigaciones y descubrimientos
científicos toman tanta relevancia que se apropian del saber-poder, que
hasta entonces había pertenecido a la teología. El conocimiento estándar
pasó a manos de la ciencia. Los avances en física, astronomía, biología,
medicina y química, liderados por Copérnico, Galileo e Isaac Newton,
sentaron las bases para la ciencia moderna.
Nacido el individuo en el mundo moderno, este comienza a buscar su
emancipación de las viejas cadenas de las tradiciones religiosas, arcaicas,
de la premodernidad. Surge así el liberalismo, como la herramienta más
importante de emancipación, y toma un lugar preponderante en la sociedad
occidental a principios del siglo XIX, a partir de la Revolución Francesa a
nivel político y de la Revolución Industrial en el aspecto económico. La
Revolución Francesa, con su consigna de «Libertad, Igualdad, Fraternidad»,
había sentado las bases para el inicio de la Era Moderna, en la que los
valores liberales como el sufragio universal, la libertad de expresión,
de opinión y de asociación se pretendían defender a toda costa. En lo
económico, la nueva clase burguesa, que había nacido con la aparición
de la industria, pregonaba por el libre comercio, la libre iniciativa y la no
intervención del Estado en el mercado, doctrina que había expuesto Adam
Smith en 1776, en su clásica obra Investigación de la naturaleza y causas
de la riqueza de las naciones.
Durante toda la modernidad, hasta mediados del siglo XX, las ideas de
la Ilustración, que ponían en el centro de la perspectiva del hombre a la
razón como base para el progreso, fueron tomando lugar en la sociedad y

100
Desafíos del hombre contemporáneo

dando origen a las democracias liberales y a una evolución y crecimiento


constante del ideal de libertad individual, hasta convertirse en lo que hoy
se entiende como tal: un proceso de desprendimiento de los valores de la
modernidad, que es contradictoria en un mundo que necesita recuperar
la responsabilidad colectiva.
Sin embargo, este proceso llevó dos siglos de constantes transformaciones
del ideal de libertad individual. Los primeros terrenos que conquistó la
libertad individual fueron la economía y la política. En una reacción
contra el mercantilismo intervencionista y la aristocracia dominante, el
liberalismo económico europeo, apoyado por pensadores de enorme
peso como Adam Smith, además de la necesidad de un nuevo modelo de
mercado debido a la naciente revolución en la industria, logró imponer
el libre comercio. Paralelamente, el liberalismo político se levantó contra
las dinastías monárquicas y el poder de la Iglesia católica, para establecer
las primeras repúblicas democráticas comenzando con la revolución de
los jacobinos en la Francia de 1789. Durante todo el siglo XIX, la libertad
individual se expandió en las esferas de la economía y la política en todo
el mundo occidental, aunque aún eran rígidas y estrictas las normas
que regulaban la cultura y la vida cotidiana de las personas. La libertad
individual tuvo que esperar hasta principios del siglo XX para conquistar
la cultura y la vida cotidiana. Debido a la victoria económico-política que
tuvo EE. UU. en la Primera Guerra Mundial, en la década de los veinte
la sociedad norteamericana experimentó un crecimiento económico y,
consecuentemente, de consumo, debido a la aparición del crédito y de las
primeras agencias de publicidad que estimulaban la compra de productos
hasta ahora desconocidos para el ciudadano medio. Las agencias de
publicidad, que tuvieron de vanguardia a Edward Bernays, sobrino de
Sigmund Freud, hicieron un excelente trabajo para transportar el valor de
la libertad individual —que hasta entonces solo reinaba en la política y
la economía— a la cultura y la vida cotidiana con el fin de aumentar el
consumo, derribando tabúes y estableciendo nuevos parámetros de lo
«socialmente aceptado».

101
Adrian Aranda

LA DEFORMACIÓN DEL
LIBERALISMO
Durante el siglo XX, el individuo alcanza su máximo nivel de emancipación,
en el que la libertad llega a ser total y, como afirma Bauman, ha sido
«alcanzada toda la libertad concebible o asequible [...]. Los hombres
y las mujeres son absolutamente libres y, por lo tanto, el programa de
emancipación ha sido agotado»1 (p. 27). En los años setenta, la economía,
la política y la vida cotidiana sufrieron una nueva inyección de una
libertad individual más aguda. Desde hacía, al menos, dos o tres décadas,
economistas de la Escuela de Chicago como Milton Friedman, y de la
Escuela Austriaca como Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek, hacían
apología de una nueva versión de economía liberal, a la que luego se le
llamaría neoliberalismo, en la que no solo el Estado garantizara el libre
mercado, sino en la que el Estado regulara sus políticas económicas
en favor de las grandes corporaciones privadas, dando así una mayor
libertad a la circulación de capitales, empresas privadas y productos. El
Estado ahora tendría que utilizar sus herramientas jurídicas para crear un
marco económico y legal que protegiera la competencia. El liberalismo
clásico del siglo XVIII había nacido mediante el reconocimiento del
mercado como un agente que legitimaba o deslegitimaba acciones y
decisiones gubernamentales, es decir, que se impuso la idea de que si los
gobernantes tomaban decisiones a favor de fomentar el libre intercambio
y la competencia, esas decisiones beneficiarían a la sociedad y, por lo
tanto, eran avaladas por la misma. Este proceso requería que el Estado
no interviniera —como hasta entonces lo había hecho en las sociedades
mercantilistas—, sino que se ausentara y permitiera que la naturaleza del
mercado actuara por sí sola, llevándose a sí misma a un equilibrio, guiada
por lo que Adam Smith denominó «la mano invisible».
El nacimiento del capitalismo industrial en la Europa del siglo XIX trajo
consigo la necesidad de sustentar al mismo y, por ende, la necesidad del
crecimiento económico como herramienta mediante la cual la industria

102
Desafíos del hombre contemporáneo

se mantendría vital y en funcionamiento. Esto, a su vez, planteó el


problema de la capacidad limitada de los Estados nación y dio nacimiento
al imperialismo, es decir, a un proyecto de expansión en busca de nuevas
tierras o, mejor dicho, nuevos mercados para que la industria siguiera
fluyendo y se evitara el estancamiento. Metodología que se aplicó entre
1884 y 1914 en Asia y en África2 (p. 116).
Sin embargo, lo que sucede a mitad del siglo pasado, que crea suelo fértil
para el nacimiento del neoliberalismo, es muy diferente. El neoliberalismo
surge como una respuesta político-económica al totalitarismo y a la
caída del liberalismo que precedió a la crisis de 1929. Al totalitarismo, en
tanto que Hitler, así como Stalin y Mussolini, había aplicado una política
económica de carácter estatista, monopolista y antiliberal. De igual modo,
tras el Crac del 29, EE. UU. —y la mayoría de los países democráticos—, con
el liderazgo de F. D. Roosevelt, optó por el New Deal, basado en las teorías
económicas de John Maynard Keynes, contrarias al liberalismo clásico.
Esto generó en los aún defensores del modelo liberal la idea de que era
necesario reposicionar en el colectivo imaginario al liberalismo como la
mejor opción de gobierno en cuanto a políticas económicas. En la década
de los cincuenta, en Alemania Federal, la economía tomó un carácter de
fundamento ético. Se comenzó a asociar la intervención del Estado en el
mercado con el origen de los totalitarismos debido a los malos ejemplos y
experiencias nefastas del comunismo soviético, el nazismo y el fascismo;
al mismo tiempo, opuestamente, se asociaba al libre mercado con el
progreso de valores relacionados a los derechos humanos y la libertad.
Esta ética neoliberal se posiciona en EE. UU. y Gran Bretaña a fines de
la década de los setenta: Margaret Thatcher, con su conocida frase «No
hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias», y
Ronald Reagan, quien decía: «El gobierno no puede resolver el problema.
El problema es el gobierno», claramente se apegaron al neoliberalismo
económico-político cuando asumieron el poder, aprovechando también
la crisis de la OPEP de 1973 que había disparado los precios del petróleo
y arrastraba resabios de crisis en 1979, cuando asumió Thatcher en el
Reino Unido, y en 1981, cuando lo hizo Reagan en EE. UU. En 1986, el
GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) convocó
a una reunión en Punta del Este, Uruguay, para comenzar una serie de

103
Adrian Aranda

negociaciones que se concretaron en Marrakech cuando 117 países


firmaron un acuerdo de liberalización comercial, que fue más tarde
aprobado y firmado por el presidente Clinton en diciembre de 1994.
Durante dos décadas, el neoliberalismo, disfrazado de lucha contra la
subversión, apoyó dictaduras militares en América Latina, con el fin
de doblegar a los Estados e imponer su modelo económico y también
político, ya que necesitaba de la protección de los gobiernos para las
multinacionales, cosa que muchos gobiernos socialistas y socialdemócratas
no estuvieron dispuestos a aceptar y lo pagaron con la tortura, el exilio y
todo lo demás, que forma parte de la historia ya conocida. Doblegados
los Estados e impuesto el neoliberalismo político en toda América Latina,
el restablecimiento de la democracia ya no era un problema. Así fue que
en 1990, con una América Latina doblegada que estaba en sus primeros
pasos de restauración política, y con la reciente caída del antiguo enemigo
soviético, el modelo neoliberal económico-político se expandió por todo
Occidente teniendo como vanguardia el Consenso de Washington. Es
en este punto que la libertad individual del neoliberalismo comienza a
expandirse por la cultura y la vida cotidiana, aprovechando como canal
las revoluciones tecnológicas que comenzaron a surgir con la aparición de
Internet y los medios masivos de comunicación.
Hoy en día, en las contemporáneas democracias liberales, el valor supremo
del liberalismo —la libertad individual— y el del republicanismo —la
igualdad de derechos— entran en conflicto constantemente. En el sistema
capitalista que predomina hoy, la libertad individual limita y condiciona
la igualdad; de igual manera, la igualdad —si existiera en mayor grado—
limitaría la libertad individual. Quienes defienden la libertad individual del
liberalismo, entienden que los individuos son plenamente libres y, por lo
tanto, plenamente responsables de sus vidas, porque el hecho de que haya
libertad implica que también hay igualdad de derechos y oportunidades,
pero nada está más lejos de esto.
La libertad individual hoy se presenta a la sociedad como una moneda
de dos caras: una cara visible y una invisible. La cara visible tiene que ver
con todos los derechos que se defienden hoy con dicho ideal, algunos
legítimos y otros discutibles. Estos derechos, principalmente de minorías

104
Desafíos del hombre contemporáneo

que fueron explotadas y oprimidas durante la época moderna, hacen que


las personas acepten como un valor noble la libertad individual. La cara
invisible —que no se presenta como propaganda—, que está implícita en
esta moneda de dos caras, es la anulación de la responsabilidad colectiva.
Si yo entiendo que todos los individuos de una sociedad son plenamente
libres, también concibo que son plenamente responsables. Esta idea de
responsabilidad total individual socava la responsabilidad colectiva de la
sociedad. Si aprehendemos que todos somos plenamente responsables y
libres —creyendo que el capitalismo da igualdad de oportunidades—, cada
uno es responsable de sí mismo y nadie es responsable del otro. Es decir, el
pobre es responsable y culpable de su miseria, y el rico es responsable —y,
por lo tanto, merecedor— de su riqueza.
Este pensamiento subyacente en la conciencia de los Estados demócrata-
liberales está muy alejado de la realidad. ¿Qué libertad tiene una persona
que nació —sin decidirlo— en un contexto de pobreza y miseria?
¿Realmente tiene igualdad de oportunidades? El liberalismo defiende que
sí tiene igualdad de oportunidades porque ni el Estado ni ningún individuo
le prohíben desarrollarse. Ahora, el hecho de que nadie se lo impida no
significa que tenga las mismas oportunidades. El pobre no necesita que el
Estado u otra persona lo limiten: su propio contexto, cultura y ambiente
lo limitan y condicionan. Solamente seres excepcionales encuentran la
fuerza y la dicha para emanciparse de su pobreza por sí mismos, pero la
mayoría de los mortales no salen jamás de esa prisión; aunque nadie les
impida salir, no encuentran los medios en sí mismos ni en su alrededor
para hacerlo. Hay un discurso que se está imponiendo en ciertos sectores
de las sociedades latinoamericanas que dice lo siguiente: «Los pobres son
pobres porque no tienen voluntad ni disposición para trabajar, y el Estado
tiene la culpa por alimentar la vagancia con subsidios». Este discurso es
peligroso, proviene de las clases poderosas y alimenta en el imaginario
colectivo tres concepciones altamente erróneas: excluye a los individuos,
a la sociedad y al Estado de la responsabilidad de velar por las clases
más pobres y vulnerables; desconoce el origen del capitalismo, el cual se
construyó a través de la acumulación de capital mediante las conquistas,
matanzas y saqueos coloniales de las potencias europeas en los siglos

105
Adrian Aranda

XVI y XVII; por último, legitima un modelo socioeconómico injusto, que


preserva la desigualdad, del cual las generaciones futuras se avergonzarán.
Con respecto a esto, Eduardo Galeano expresa:
El saqueo, interno y externo, fue el medio más importante para la
acumulación primitiva de capitales que, desde la Edad Media, hizo
posible la aparición de una nueva etapa histórica en la evolución
económica mundial. A medida que se extendía la economía monetaria,
el intercambio desigual iba abarcando cada vez más capas sociales y
más regiones del planeta. Ernest Mandel ha sumado el valor del oro
y la plata arrancados de América hasta 1660, el botín extraído de
Indonesia por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales desde
1650 hasta 1780, las ganancias del capital francés en la trata de
esclavos durante el siglo XVIII, las entradas obtenidas por el trabajo
esclavo en las Antillas británicas y el saqueo inglés de la India durante
medio siglo: el resultado supera el valor de todo el capital invertido en
todas las industrias europeas hacia 1800³ (pp. 57-58).
Cuando la responsabilidad total individual no está en equilibrio con
la responsabilidad colectiva, sino que la primera se sobrepone a la
segunda, surge la cultura de la indiferencia. La cultura de la indiferencia
no es más que el aumento de la responsabilidad total individual y, como
consecuencia de esto, la disminución de la responsabilidad colectiva en una
sociedad. Cuando los individuos de una sociedad entienden que el pobre
es responsable de su miseria, se vuelven indiferentes a su sufrimiento,
pues dan por sentado que él mismo está en esa situación porque lo ha
decidido, sea porque no quiere trabajar o no tiene voluntad para salir de
la miseria. Al aceptar esta idea, la sociedad y el Estado se ausentan y se
vuelven indiferentes a los problemas sociales de las clases marginadas.
En su legendario tratado Discursos sobre la primera década de Tito Livio,
Nicolás Maquiavelo señalaba que:
[…] la monarquía con facilidad se convierte en tiranía; el régimen
aristocrático en oligarquía, y el democrático en licencia […]. Como a
todo régimen nuevo se le presta al principio obediencia, duró algún
tiempo el democrático, pero no mucho, sobre todo cuando desapareció

106
Desafíos del hombre contemporáneo

la generación que lo había instituido, porque inmediatamente se llegó


a la licencia y a la anarquía, desapareciendo todo respeto lo mismo
entre autoridades que entre ciudadanos, viviendo cada cual como le
acomodaba y causándose mil injurias […]4 (p. 11).
En nuestras democracias liberales que gobiernan hoy Occidente, no
estamos lejos de llegar a la «licencia» de la que hablaba Maquiavelo;
es más, creo que estamos en un punto limítrofe entre la democracia y
la licencia, y vamos y venimos de un estadio al otro. Esta «licencia» o
«anarquía» es el pleno ausentismo del Estado y la sociedad en la vida
individual de las personas, es decir, en sus sufrimientos y problemas
cotidianos. Si ni el Estado ni las personas que componen una sociedad
toman la responsabilidad de cargar con los problemas y sufrimientos a
nivel colectivo, podemos concluir que vivimos en una cultura totalmente
indiferente.
Viktor Frankl (2004), psiquiatra judío sobreviviente a los campos de
concentración de la Alemania nazi, y fundador de la logoterapia, observó
una patología común en sus compañeros del campo una vez que estos
fueron liberados:
Ya libres. Consideraban que estaban en su derecho para usar la libertad
de una manera licenciosa y arbitraria, sin sujetarse a ninguna norma
[…]. Disculpaban su comportamiento como la justa satisfacción ante
sus terribles y dramáticos sufrimientos, y extendían su proceder hasta
las situaciones más inofensivas5 (p. 114).
El Dr. Frankl cuenta en su obra El hombre en busca de sentido que en
cierta ocasión caminaba con un compañero que había estado recluido
junto con él, y este quiso destruir unas espigas, a lo que Viktor Frankl se
opuso. Inmediatamente, hubo una agresiva reacción de su compañero
que alegó:
«¡No me digas! ¿No nos han pisado bastante a nosotros? Mataron
a mi mujer y a mi hijo en la cámara de gas —por no mencionar lo
demás—, y tú me vas a prohibir destrozar unas pocas espigas de trigo
[…]»6 (p. 114).

107
Adrian Aranda

Esa misma conducta es la que tienen los grupos reaccionarios hoy, que
alguna vez fueron oprimidos, y de repente se encontraron con el ideal de
libertad individual en la posmodernidad. Hoy, cualquier minoría se apropia
del «valor absoluto» de la libertad para legitimar comportamientos muchas
veces hostiles y agresivos contra quienes no piensan igual que ellos. Estos
radicalismos explotan el ideal de libertad individual y la sociedad —que
porta una culpa ancestral— no encuentra el valor o autoridad moral para
poner un equilibrio. Y mientras esta batalla se libra, la libertad individual
se convierte en un recurso ilimitado, al que cualquier individuo puede
acudir —aun de forma ilegítima— para validar su conducta o reclamar
sus derechos, mientras la responsabilidad colectiva disminuye cada vez
más, pues cada quien usa su libertad para reclamar lo suyo. Así es que se
impone en la sociedad el ideal de responsabilidad individual total, y se
reduce el ideal de responsabilidad colectiva, siendo los más perjudicados
los pobres y excluidos, que no tienen tiempo ni dinero para reclamar nada.
No hay duda de que los derechos de libertad ganados durante la modernidad
han sido un gran progreso para la humanidad. Pero la posmodernidad
trajo consigo un concepto de libertad individual exacerbado que ya
no está en equilibrio con la responsabilidad colectiva. En los Estados
totalitarios, como lo fue la Unión Soviética, la responsabilidad colectiva
estaba sobreexaltada y se pisoteaban las libertades de los individuos.
Por lo contrario, en las actuales democracias liberales, son las libertades
individuales las que están sobreexaltadas mientras se menoscaba la
responsabilidad colectiva y, por ende, el bien común. Es necesario para
la humanidad volver a un punto de equilibrio, en el que los derechos
individuales y colectivos puedan cohabitar en armonía, permitiendo, al
mismo tiempo, el desarrollo del individuo y la protección del bien común.
Si esto no se logra, quienes seguirán sufriendo las consecuencias son las
clases pobres, obreros, campesinos y desfavorecidos de la sociedad que
dependen del bien común.

108
Desafíos del hombre contemporáneo

EL BIEN COMÚN Y LA SOCIEDAD


El bien común no es —como muchos piensan— un asistencialismo
demagógico para obtener el voto de los pobres o una apología a la
holgazanería y la mediocridad. El bien común es la única alternativa para
compensar las desigualdades inevitables que produce el capitalismo.
Mientras vivamos en un sistema capitalista —y no hay señales de que esto
cambie, al menos en el presente—, necesitaremos compensar y subsanar
los daños colaterales que produce el mismo y que son inherentes a su
naturaleza. Los economistas neoliberales han tratado durante los últimos
cuarenta años de mejorar el capitalismo, buscando la igualdad mediante el
progreso y el crecimiento, pero eso no ha funcionado y nunca funcionará.
Por su naturaleza, el capitalismo no tiene arreglo. Nació sobre las bases de
la desigualdad y funciona solamente sobre esas bases. Es un sistema que
no nació como un medio para el bienestar del hombre, sino como un fin
para el enriquecimiento de los dueños del capital. No podemos pretender
que algo que nació como un fin, de la noche a la mañana funcione como
un medio. No lo es y nunca lo será. El fin del capitalismo es el lucro, y los
medios, el capital y el hombre. Lo que el mundo necesita es un sistema
económico en el que los medios sean el capital y el lucro, y los fines sean el
hombre y su bienestar, pero en la actualidad no hay intenciones de crear
un sistema de este tipo por parte de los políticos y los dueños del poder
económico, pues atentaría directamente contra sus intereses. Por tanto, la
opción posible ante la actual realidad socioeconómica mundial es reforzar
el bien común y el valor de la responsabilidad colectiva para tapar —o, al
menos, intentarlo— las grietas que deja el capitalismo en la sociedad.
Los desposeídos, afectados por la desigualdad, deben ser los beneficiarios
del accionar de la responsabilidad colectiva, y esta requiere sacrificio
y convicción. Sacrificio del exceso de libertades, y convicción de que el
capitalismo está mal y es injusto, pero el sacrificio y la convicción no pueden
ser un idealismo ciego con ideas martirizantes, sino un compromiso como
consecuencia de no poder permanecer indiferente al dolor ajeno. Pues el
ser humano tiene tendencia a aceptar y a tomar como norma el sistema

109
Adrian Aranda

establecido con el que se encontró cuando llegó a este mundo. La pobreza


nos parece normal, la miseria siempre estuvo ahí, estamos acostumbrados
a ese tipo de cosas. Pero debe haber un despertar en algún momento en
cada uno de nosotros. Nos debe llegar una convicción. Debemos amanecer
un día, mirar al niño que camina descalzo pidiendo limosna y preguntarnos:
¿Es esto lo normal? ¿Lo establecido significa necesariamente lo correcto?
¿No será que en algún punto de la historia el hombre tomó una mala
decisión que nos ha llevado hasta donde estamos?
Han existido y existen Estados e instituciones que sacrifican las libertades
—generalmente por imposición— de sus individuos en pos del bien común,
pero un bien común arbitrario y no equitativo, dado que los mandos medios
y bajos son quienes se sacrifican, mientras que los mandos altos gozan de
libertades y privilegios. No es esto de lo que estoy haciendo defensa, sino,
como dijera Galeano, de «un mundo donde la justicia no fuera sacrificada
en nombre de la libertad, ni la libertad fuera sacrificada en nombre de
la justicia»7 (p. 14). La democracia no funciona con imposición, sino con
convicción. La imposición es exterior y sus frutos cesan cuando cesa el
poder coercitivo. La convicción es interior y sus frutos perduran en el
tiempo.
Por convicción, grandes hombres y mujeres cambiaron el curso de la
humanidad y aportaron su grano de arena para hacer de este mundo
un lugar mejor. Por convicción, los apóstoles de Jesucristo recorrieron
todo el mundo conocido y propagaron los valores del cristianismo dando
origen a un nuevo mundo más humano y esperanzador. Por convicción,
los Reformadores del siglo XVI lucharon por la libertad religiosa y sentaron
las bases para la Era Moderna. Por convicción, los científicos del siglo XVII
enfrentaron las supersticiones religiosas de la época y contribuyeron al
progreso de la humanidad. Por convicción, Lincoln, Wilberforce y otros
tantos lucharon por abolir la esclavitud en Estados Unidos y lo lograron.
Por convicción, Nelson Mandela permaneció veintisiete años preso, y
terminó con el apartheid y llegó a la presidencia de Sudáfrica. Y así podría
seguir y escribir varios libros de los grandes logros humanos realizados
por convicción. De hecho, la convicción es un arma de doble filo. Fue ella
también la que llevó a Hitler a cometer el Holocausto judío. De la misma

110
Desafíos del hombre contemporáneo

manera, nuestra convicción de que el capitalismo es válido y aceptable,


puede llevarnos a ser indiferentes ante las miserias humanas, o nuestra
convicción de que es un sistema injusto que va en contra de la naturaleza
humana, puede llevarnos a sacrificar nuestros excesos de libertad —no
nuestra libertad— y procurar el bien común para los más desposeídos de
su dignidad.
La indiferencia de los Estados y de la sociedad hacia el sufrimiento del
prójimo es una conducta establecida en la civilización contemporánea.
Dejando de lado el Estado de bienestar que está tratando de formarse
en algunos —no todos— países de América Latina y el excepcional
ejemplo de los países escandinavos, la mayoría de los Estados se niegan
a brindar y asegurar la educación, salud y vivienda de su población. No
necesariamente porque no hay recursos, sino porque atentarían contra
los intereses del poder económico. Las clases sociales medio-altas son
indiferentes al sufrimiento, pues si no lo soluciona el Estado, entienden
que tampoco es su responsabilidad. En este mundo, donde pareciera que
todos somos atletas de una gran maratón que tiene como meta el lucro,
no hay tiempo de detenerse a ayudar al que ha tropezado y no puede
seguir el curso de la carrera. Detenernos implicaría correr el riesgo de que
alguien se nos adelante hacia la meta. Lo mejor que podemos hacer es
seguir de largo y contemplar al caído y lamentarnos por él.
Todos tenemos que correr. Todos queremos llegar a la meta. Quien no
cumpla con las condiciones para competir en la pista del capitalismo
simplemente debe hacerse a un lado, no debe entorpecer la carrera. A
nadie le interesa su sufrimiento ni las causas de su padecimiento. Después
de todo, vivimos en una sociedad «libre», se supone que a todos nos han
dado las mismas oportunidades para desarrollarnos y capacitarnos a fin
de correr la carrera. Si no está apto, es su responsabilidad, debe haber
malgastado su tiempo, algún error debe haber cometido y ahora debe
pagar por él, y el precio es la exclusión social.
El Estado de bienestar ha tenido un relevante crecimiento en los últimos
años en América Latina. Los movimientos populistas de izquierda que han
llegado al poder han desarrollado políticas económicas y sociales que
fortalecieron al Estado, y eso ha redundado en una mejor calidad de vida

111
Adrian Aranda

de los latinoamericanos. Sin embargo, aún queda mucho por hacer. Desde
el reclamo por la Universidad gratuita de los estudiantes en Chile, hasta
la mejora de la salud pública y la contemplación de los excluidos que aún
quedan en gran parte del continente, hay temas importantes que atender.
Los jubilados que cobran jubilaciones miserables que no les alcanzan para
vivir, los jóvenes «ni-ni» —así llamados en Uruguay en referencia a que
no estudian ni trabajan— que son seducidos a diario por el mundo de la
delincuencia, los enfermos mentales que son depositados en cárceles de
salud para que no molesten al resto de la sociedad y diferentes excluidos
que el sistema capitalista-individualista no contempla que viven en villas
miseria, favelas o cantegriles, según la región y el país.
Hoy en día, en nuestra era posmoderna, esta libertad económica y política
ganada por el capitalismo liberal durante la modernidad, se ha traspasado
también al ámbito de las relaciones y la vida cotidiana de las personas. Nos
preocupamos por tener cada vez más cosas materiales, por seguir en pos
de lo que hoy conocemos como «éxito» y carecemos de conciencia social.
No hay un sentimiento de pesar por aquellos que sufren, pues damos por
sentado que así lo han elegido. La manera de vivir nuestra vida hoy me
recuerda a la letra de la famosa canción de The Beatles, Eleanor Rigby:

ah, mira a toda


gente solitaria
mira toda la gente
solitaria
Eleanor Rigby
recoge el arroz
de la iglesia donde ha tenido lugar una boda
vive en un sueño
espera tras la ventana con
una expresión que guarda
un jarrón junto a la
puerta
¿ para quién es ?

112
Desafíos del hombre contemporáneo

toda la gente solitaria


¿ de dónde viene ?
toda la gente solitaria
¿ de dónde pertenece ?

Cuando me refiero al exceso de libertades de las que hoy gozamos y


mediante las cuales estamos destruyendo la responsabilidad colectiva
y, por ende, el bien común, me refiero específicamente a las libertades
económico-sociales que el capitalismo nos pone sobre la mesa:
consumismo, éxito financiero y profesional, acceso a créditos, préstamos
y todo tipo de actividades que vuelven nuestra vida más narcisista y nos
ayudan a desentendernos de que lo que ocurre a nuestro alrededor y en
la sociedad. Gozar de estas libertades nos hace creernos individuos libres
y responsables de nosotros mismos y, al mismo tiempo, irresponsables de
nuestro prójimo.
Nuestra libertad es una libertad para servir al capitalismo individualista
y ser parte del statu quo. Cuando no lo somos porque no tenemos los
medios para hacerlo, somos excluidos y marginados como los pobres,
enfermos, adictos y todo quien no «produzca» combustión para el
funcionamiento del capitalismo. Por otro lado, cuando nos oponemos al
funcionamiento del sistema y exponemos su cinismo somos perseguidos,
presionados y nuestra vida hasta puede correr peligro. Entendiendo esto,
podemos empezar a llamar a nuestra libertad, una libertad subjetiva. Esta
libertad tiene un margen dentro del que podemos movernos libremente;
si no podemos entrar a dicho margen, somos excluidos, y si no queremos,
somos perseguidos, pero no es una libertad objetiva como tal, ya que
fuera del modelo socioeconómico del capitalismo deja de ser libertad.
Para entrar a este margen debemos adoptar la conducta correcta.
Debemos someternos al Poder, debemos vivir una vida consumista,
individualista, narcisista, no debemos cuestionar lo establecido y tenemos
que esforzarnos por estar siempre a la altura de la demanda. Existe una

113
Adrian Aranda

fuerte presión por estar a la altura de la demanda. La enorme cantidad


de publicidad con la que somos bombardeados las veinticuatro horas del
día pretende adoctrinarnos para vivir bajo esa presión: debemos tener
el último celular, necesitamos la ropa de «mejor» marca, es necesario
conseguir un crédito, es imprescindible alcanzar un mayor «éxito» laboral
y un mejor salario. La publicidad comercial nos ofrece todo el tiempo cosas
que no necesitamos para vivir, pero sí para formar parte del statu quo.
El temor a quedar fuera del statu quo nos lleva a ceder a la presión de
ser eso que se supone debemos ser. Todos los días vemos en las calles a
aquellos que han quedado fuera de los márgenes establecidos, a aquellos
que no han cumplido con los requisitos; ellos son nuestro mayor temor,
no queremos terminar así. Ahí están, duermen bajo los puentes, viven
en barrios periféricos, alejados de la civilización: son los excluidos, son el
ejemplo que el capitalismo deja latente para mostrarnos lo que les pasa a
quienes no ceden a sus condiciones.
Volvamos a la canción de The Beatles. Lennon y McCartney se preguntaban:
Toda la gente solitaria
¿De dónde viene?
Toda la gente solitaria
¿A dónde pertenece?
Son los excluidos, queridos John y Paul. Son los que no han cumplido con los
requisitos para formar parte de nuestra sociedad. Y ahora pagan el precio,
ese oscuro y tenebroso precio de la soledad, que nadie quiere pagar, por
eso cedemos al Poder. No queremos ser los Eleanor Rigby y recoger el
arroz que otros desechan mientras disfrutan de una boda. Sabemos que
no hay lugar para todos en la boda, pero, por favor, ¡déjennos entrar!
Haremos todo lo que el Poder nos diga. Miraremos los programas de TV
que haya que mirar, consumiremos lo que haya que consumir, pediremos
crédito, préstamos, pero no queremos quedar fuera de la boda… Ese es
nuestro mayor temor.

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Desafíos del hombre contemporáneo

LIBERTAD PARA SER


INDIFERENTES
La libertad individual subjetiva que hoy se ha instalado en la conciencia
colectiva de las sociedades occidentales, como mencioné antes, es una
libertad que pretende desprenderse de los valores de la modernidad
mediante la depreciación de la vida humana. No es una libertad legítima
que busque el bien común y el desarrollo de la sociedad. Es una libertad
egoísta, individualista, a la cual se accede deshaciéndose de los valores
nobles que se ganaron en la modernidad. Durante la Reforma del siglo XVI
y, más tarde, en la Ilustración, tanto los Reformadores como los ilustrados
consiguieron ganar valores que contribuyeron de manera asombrosa al
progreso de la humanidad. La posibilidad de leer la Biblia por parte del
pueblo, la desmitificación de la religión, la creación de universidades y la
instauración de las repúblicas y el Estado de derecho, dignificaron la vida
del hombre y lo elevaron a una posición que no había tenido durante la
Edad Media. Estos logros del humanismo y el cristianismo protestante son
los que el actual ideal de libertad individual trata de quitarse de encima. La
vida humana se está viendo depreciada una vez más. Todos queremos ser
libres y hacemos usufructo de este ideal de libertad mientras disminuimos
la dignidad del ser humano. Los empresarios reclaman libre mercado, al
precio de reducir al hombre al nivel de un animal que debe luchar por
sobrevivir en base a la ley del más fuerte; los adictos al consumo reclaman
libertad para consumir y convertirse en un mero objeto; las mujeres
reclaman el derecho a abortar y reducen al ser que llevan dentro a una
«cosa», «molestia», «no-deseado», del cual deben deshacerse para que
no entorpezca sus planes de desarrollo y éxito personal; la juventud
quiere libertad y lucha por legalizar el cannabis y otras drogas. Y mientras
todos luchamos por nuestras libertades y derechos —cada minoría por
los suyos—, a nuestras espaldas se encuentran aquellos a los cuales el
capitalismo-individualista no contempla, no tienen voz, y nuestro deseo
de ser cada vez más libres nos ha vuelto ciegos a su realidad, nos ha vuelto
indiferentes.

115
Adrian Aranda

Esta indiferencia ha originado en algunas clases sociales un sentimiento


colectivo de desprecio por los pobres. Hay problemas humanos, como
el hambre y la pobreza, que podrían ser solucionados, pues existen los
recursos para hacerlo. Pero si entendemos que el pobre es responsable
de su pobreza, nuestra reacción hacia este será de indignación y no de
compasión, como, por ejemplo, está sucediendo con los migrantes que
huyen de la guerra y la pobreza de Oriente y África hacia Europa y no son
recibidos, sino que mueren en el camino. Nos encontramos ante la crisis
migratoria más grande desde la Segunda Guerra Mundial. Russia Today
informa:
Mientras Europa construye muros para protegerse del flujo migratorio
y contempla incluso usar las fuerzas armadas contra la llegada masiva
de inmigrantes, se suceden a diario las noticias sobre la muerte de
migrantes que huyen de sus países devastados por conflictos, sobre
todo de Oriente Medio y África del Norte8.
Es menester preguntarnos: ¿Qué significa un migrante para nuestras
sociedades? ¿Quién es ese otro que huye de la hostilidad hacia el
bienestar? Pero la principal pregunta es: ¿Es un quién o es un qué? Si fuera
un quién, podría ver reflejada mi propia esencia en él. Podría verme a
mí mismo huyendo, sufriendo, condenado… ¿Condenado por qué o por
quién? ¿Quién puso en esta situación a ese migrante? Fue el hombre.
¿Y quién es el hombre? Soy yo. Entonces yo he condenado a ese quién,
y me urge ayudarle, me urge recibirle, por las razones de que es un
quién y puedo verme reflejado en él. Y por que sea yo condenado o
condenador, yo tengo que ver con esa situación, no soy ajeno, soy parte.
Sin embargo, este no es el pensamiento que predomina hoy en Occidente.
El migrante es concebido como un qué, por lo cual las preguntas cambian:
¿Qué significa un migrante? La relación con un qué es una relación de
interés, es decir, una relación de costo/beneficio. Y esto es la cultura de la
indiferencia: utilizar la libertad para concebir un sujeto como un objeto,
personas como cosas. Ser libre de ese «otro», que no es alguien, es algo.
Viéndolo así, surge el cuestionamiento de hasta dónde es legítima esta
libertad subjetiva de la que hoy gozamos. Una libertad que surge como
una reacción al totalitarismo.

116
Desafíos del hombre contemporáneo

En noviembre de 2015, Equipos Mori, por medio de Presidencia, publicó un


estudio titulado Los valores en Uruguay: entre la persistencia y el cambio.
El mismo afirma que el 45% de los uruguayos cree que se es pobre por
«falta de voluntad». Además, el porcentaje de personas que piensan que
los pobres lo son «porque la sociedad los trata injustamente» disminuyó
desde 1996 a 2011 de un 77% a un 34%9.
Esto responde a un discurso que se está imponiendo en ciertos sectores
de la sociedad que dice lo siguiente: «Los pobres son pobres porque no
tienen voluntad ni disposición para trabajar.» Ya se hizo referencia a la
falsedad y las consecuencias nefastas de este pensamiento.
Además, este discurso surge de las bases de nuestra sociedad basada en
la utilidad, es decir, en el hecho de que la vara de medir el valor esencial
de todo lo que existe es la rentabilidad económica. Seres humanos, cosas,
etcétera, son valiosos o no en la medida en que den rédito económico.
Sobre esta premisa la lógica nos dice que un pobre no da ningún tipo de
rédito, e incluso genera «pérdidas» cuando el Estado toma la carga de sus
necesidades. En base a esto, es menester preguntarnos: ¿Esta lógica de
pensamiento concuerda con nuestra realidad socioeconómica? ¿Siempre
fue la utilidad lo que dio valor a lo que existe?
La respuesta a ambas preguntas es negativa. En primer lugar, el capitalismo
funciona con la pieza clave de la exclusión. Sin esta pieza todo el sistema
se desplomaría. Discutir si el capitalismo genera pobres o no es como
discutir si fue primero el huevo o la gallina, pero lo cierto es que la pobreza
es un factor necesario para la continuidad del capitalismo. Sin pretender
hacer una crítica marxista que no compete con mi pensamiento, es una
realidad que el capitalismo se basa en un desequilibrio de acumulación y
vaciamiento de recursos en los distanciados estratos de la sociedad.
Por otro lado, esta lógica de la utilidad no procede de la fundación del
mundo, sino del pensamiento económico liberal del siglo XVIII. Durante los
siglos XVI y XVII, con el nacimiento del Estado de derecho, surge también
como vara de medir la gobernabilidad, lo jurídico, es decir, que lo valioso
y valedero era la efectividad de las leyes y su aplicación. Sin embargo,
en el siglo XVIII, los fisiócratas y los fundadores de la ciencia económica

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Adrian Aranda

como Adam Smith, comenzaron a ver en el mercado una autonomía que


le permitía regularizarse por sí mismo. Para la fisiocracia sería «el gobierno
de la naturaleza» y para Adam Smith «la mano invisible». Esta lógica
comenzó un largo camino que terminaría imponiendo al dios mercado
como el máximo valor de la sociedad, a través del cual toda actividad
humana debe medirse.
En nuestros días los pobres representan números rojos para el mercado.
No producen, no consumen, es decir, no contribuyen a su movimiento,
por lo cual resultan obsoletos. Su obsolescencia les condena a cargar la
culpa de su propia condición, pues ahondar más profundo y encontrar
esta culpa en la historia humana podría desmoronar toda nuestra imagen
idealista del mundo.

118
Desafíos del hombre contemporáneo

Epílogo
El filósofo Guy Debord expresaba: «Los hombres se parecen más a su época
que a sus padres»¹ (p.138). Y esto, creo, ha sido la línea de pensamiento
de todo este ensayo: somos hijos de nuestro Tiempo, y quizá sea esta
herencia la que produce un efecto ambiguo en nosotros: de condenación
y de salvación. Condenados, por las cadenas culturales de nuestro tiempo,
y por las herencias viejas que, generación tras generación, contaminan
y destruyen nuestra civilización. Pero, al mismo tiempo, vislumbramos la
salvación, pues algo que hace únicos a los seres humanos, con respecto a
otras especies, es su capacidad de crear, innovar y transformar la realidad.
En una de sus célebres frases, Jacques Lacan decía que «mejor pues que
renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época»2
(p. 57). ¿Y qué es esta subjetividad de la época sino la herencia misma
de nuestro Tiempo interiorizada? Interiorizada de tal manera que resulta
difícil detectar el límite entre nuestro propio pensar y el pensar de esta
subjetividad epocal. Llamémosle subjetividad epocal, Tiempo, o herencia,
este ente piensa por sí mismo e influye y condiciona nuestro pensar;
permea nuestra cosmovisión y, de cierta manera, nos impide ver más allá
de nuestro presente.
Ha pasado medio siglo desde que el filósofo Martin Heidegger, en una
entrevista al semanario Der Spiegel, dijera una de sus más recordadas
frases: «Solo un Dios puede aún salvarnos». Heidegger pronunció
esta frase con relación a la tecnocracia de su época, que él veía había
separado al hombre del verdadero sentido de su existencia, y legitimado
las atrocidades de la primera mitad del siglo XX. La generación de este
filósofo fue una generación que vivió el auge del consumismo de los años
veinte, la gran depresión de 1929 y los horrores de la guerra y la Alemania
nazi, régimen que había apoyado —inocentemente o no— al asumir el
rectorado de la Universidad de Friburgo en 1933. Las ideologías ateas
del siglo XX habían encontrado la legitimación de sus actos en la filosofía

119
Adrian Aranda

política que cada una de ellas defendía.


El hombre se había vuelto juez de sí mismo. La Ilustración había originado el
marxismo, el utilitarismo y el contrato social. Estos movimientos filosófico-
políticos encontraron en los discursos de la explotación, el máximo rédito
económico y el consenso social, validación para el asesinato, la persecución
ideológica y, finalmente, para la guerra.
Nuestros tiempos no son los mismos que los de Martin Heidegger, pero
es menester preguntarnos: ¿Cuáles son las ideas que hoy legitiman
nuestros actos? ¿Y qué características tienen los actos contemporáneos?
Freud, muy acertadamente, creía que cada época tiene sus síntomas,
y la nuestra no es la excepción. Los síntomas de nuestra época no son
nada nuevos, sino que están resurgiendo. Junto con la posmodernidad
y el triunfo del capitalismo liberal de los años noventa, Occidente se ha
vuelto una civilización plural y diversa como nunca antes, pero, junto con
esto, como respuesta, han surgido grupos políticos, religiosos y culturales
reaccionarios que promueven la violencia en todas sus formas: psicológica,
verbal y física. Estos movimientos confunden la unidad con la uniformidad,
y todo aquel que piense o crea en algo diferente es blanco de ataque.
Sociedades divididas por ideas políticas en América Latina, guerras civiles
en Ucrania, el Estado Islámico en Irak y Siria y el crecimiento de las sectas
a nivel mundial, son algunos de los ejemplos que podemos nombrar.
Vivimos en una época que se caracteriza por enfatizar lo superficial en
vez de lo trascendental; lo inmediato y fácil en vez de lo duradero, y
esta exaltación de lo efímero también se ha trasladado a las relaciones
humanas. Estamos cada día más conectados a través de las redes, pero
cada día más lejos los unos de los otros. La comunicación instantánea ha
conectado nuestras facetas públicas, pero nos ha ayudado a esconder
nuestro «rostro privado», que, en última instancia, es lo que realmente
somos.
Las enfermedades mentales han aumentado enormemente, causadas,
en parte, por el aislamiento y la soledad que vivimos los hombres
posmodernos. La frase de Heidegger sigue vigente en nuestros días. «Solo
un Dios puede aún salvarnos», porque es el único capaz de darnos una

120
Desafíos del hombre contemporáneo

causa fuera del hombre capaz de legitimar el regreso de lo trascendental,


de lo profundo, de lo estable, y direccionar a la humanidad a un reencuentro
con su propio sentido. No obstante, este Dios no puede estar sujeto a los
marcos de una religión o de una institución, al gusto del consumidor o a las
diferentes interpretaciones humanas que existen de los textos sagrados.
Este Dios, antes de poder «regresar» al centro de nuestra existencia, debe
poder aplastar la soberbia, ignorancia y arrogancia de quienes hoy actúan
dañinamente «en nombre de Dios». Este Dios no pedirá un consenso en
la forma de pensar de los seres humanos, no legitimará la violencia por
medio de la diversidad de ideas, sino que legitimará la unidad y el respeto
por el diferente, y esta legitimación no será una idea o creencia, sino la
Vida misma.

121
Adrian Aranda

122
Desafíos del hombre contemporáneo

Bibliografía
Prólogo

1. Luis Almagro, ministro de Relaciones Exteriores de Uruguay de


2010 a 2015 y Secretario General de la OEA en 2015.

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4. Referencia a Mateo 17,20

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