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Contemporáneo
Desafíos del Hombre Contemporáneo
1ª Edición, (Montevideo) Uruguay
ISBN: 978-9974-8542-0-8
ÍNDICE
Prólogo..........................................................................................................8
Introducción................................................................................................12
El aumento de la delincuencia....................................................................21
Enfermedades mentales.............................................................................61
Fundamentalismo religioso........................................................................77
La cultura de la indiferencia.......................................................................99
Epílogo......................................................................................................119
Bibliografía................................................................................................123
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Prólogo
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hace ya muchas semanas, sin poder formar gobierno. Se reúnen los diversos
partidos y no se ha encontrado una fórmula que logre que algunos líderes
obtengan, a través de acuerdos, la mayoría de escaños que les permitan
gobernar. Si es que antes de publicarse estas líneas se formara gobierno,
sea cual fuera este, está condenado al fracaso. Porque se negocian números
de asientos y votos en el Congreso. Nadie, hasta ahora, ha expresado hacia
dónde quieren llevar el Reino. Alguna tímida propuesta programática, como
patear para adelante el problema del déficit y la deuda española. Pero hacia
qué proyecto de sociedad, inserta en qué mundo... de eso no se habla.
Y este es el tema central que hizo que la obra que hoy prologo generara mi
interés, desde su gestación, nacimiento y perfeccionamiento.
Las citas a Heidegger y al poeta alemán Heine muestran desde la primera
página un interés por ir a la esencia de los problemas en vez de analizarlos
en sí mismos, como si no tuvieran causa y consecuencia. Ello nos va dando la
pista de las inquietudes del escritor.
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Introducción
El mundo es lo que es hoy como resultado de un proceso de
transformaciones cuyo motor han sido las ideas. Quienes desestiman el
valor de las ideas caen en un gran error. Aquellos que han pretendido
cambiar el mundo apostando solo a lo fáctico, ignorando lo ideológico,
solamente han producido cambios sustancialmente pasajeros, sin
continuidad y sin resultados a largo plazo, pues los hechos históricos son
movidos por ideas. A mitad del siglo pasado Martin Heidegger anunciaba
que «el hombre, en lo que lleva de existencia, ya hace siglos, ha obrado de
más y pensado de menos»1 (p. 14).
El poeta alemán Heinrich Heine advirtió a los franceses en el siglo XIX que
«los conceptos filosóficos criados en la quietud del cuarto de estudio de
un profesor podían destruir una civilización»2 (p. 1). Las ideas han sido
un instrumento de doble filo a lo largo de toda la historia humana. Han
producido cambios provechosos para el progreso de la misma, y también
han generado actos atroces que manifestaron la cara más cruel del hombre.
Ellas son responsables de la Reforma protestante, que libró al hombre de
la explotación religiosa y le proporcionó un grado mayor de libertad y
cultura, pero también lo son del genocidio armenio o el Holocausto judío.
Han originado las democracias, y los Estados con más alta calidad de vida
e igualdad, aunque también las tiranías y dictaduras que oscurecieron
naciones por décadas y a veces siglos. Por lo tanto, quien quiera cambiar
el mundo deberá formar parte de las ideas y el pensamiento. Pensar
antecede a actuar. Y es por eso que la función del pensamiento es esencial
para mejorar la vida del ser humano.
A lo largo de la historia de la humanidad, el hecho de que la evolución del
pensamiento humano sea progresiva ha sido el mejor amigo y, a la vez, el
peor enemigo del bienestar de las civilizaciones. El mejor amigo, en tanto
que en diferentes puntos históricos el avance de la ciencia, de la medicina,
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«nada le gana a uno más antipatía que haber tenido razón antes que los
demás»3 (p. 176). Esta «razón» a la que se refería Paz no es un conocimiento
superior, sino un conocimiento adelantado al tiempo presente en que
se está pensando. Los hombres somos esclavos de nuestro tiempo —un
amo tirano que no nos permite vivir en la plenitud del conocimiento—.
Por nuestro tiempo histórico y nuestro tiempo circunstancial-personal
somos dominados a fin de pensar hasta donde ellos nos permitan. ¿Por
qué la esclavitud fue una práctica generalizada hasta comienzos de la era
industrial? ¿Por qué la democratización del conocimiento tuvo que esperar
hasta el siglo XIX? ¿Por qué los derechos civiles de los negros y de las
mujeres tuvieron que esperar hasta el siglo pasado para ser ejercidos con
libertad? La respuesta es una: el Tiempo. Este determinó y determina hoy
nuestro pensar y nuestro vivir, y nos somete y limita a su propia existencia
y desarrollo. Ser libres de esta esclavitud y pensar más allá de nuestro
Tiempo es el desafío que tenemos por delante, y esto nos permitirá
enfrentar mejor los problemas más relevantes que afectan hoy nuestra
existencia. Nuestra sumersión en nuestro presente nos imposibilita pensar
más allá de este, e impide el surgimiento de una vanguardia en el siglo XXI.
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supuesto, con las mutaciones inherentes al paso del tiempo. Las discusiones
políticas se limitan a un margen del cual no salen: el mercado. Toda idea
política gira en torno a los dilemas de la intervención o no intervención
estatal; del proteccionismo o la apertura del comercio; una puja de
intereses de un lado y del otro, cuya lógica, independientemente de que
sea izquierda o derecha, es la utilidad y el crecimiento económico.
Nuestros tiempos carecen de autocrítica. Nos es más fácil posicionarnos
de un lado y criticar al bando contrario. El periodismo amarillista es
repugnante, los periodistas se politizan por causas que ni ellos entienden,
vivimos en tiempos de blanco o negro, no hay términos medios, no hay
capacidad de diálogo. Nos hace falta decir: «Estimados, yo mismo estoy
mal con el mundo». Somos nosotros, los hombres, quienes hemos
construido la sociedad que hoy tenemos, e, independientemente de que
el mal está esparcido por todas las esferas de la sociedad, la causa del
mismo sigue siendo la que Chesterton señaló a Times: «Yo mismo». El
problema del hombre es el hombre. Y, aunque nos cuesta aceptarlo, las
atrocidades que vemos a diario en las noticias son cometidas por seres
de nuestra misma especie, somos nosotros reflejados en otros seres, en
diferentes contextos, pero al fin y al cabo, humanos.
Recientemente, el Papa Francisco, en su nuevo libro El Nombre de Dios
es Misericordia, escribe: «Cada vez que cruzo la puerta de una prisión,
siempre me pregunto “¿Por qué están aquí, y yo no?” Yo debería estar
aquí, merezco estar aquí. Su caída podría haber sido la mía. No me
siento superior a los que están delante de mí.» En otras palabras, está
respondiendo a la misma pregunta que aqueja nuestra existencia desde
sus inicios: «¿Qué está mal con el mundo?» …Estimados, yo mismo, yo
estoy mal con el mundo, y, si no reconozco eso, difícilmente podré hacer
algo por el mundo.
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El aumento de la
delincuencia
A principios de siglo, en el Informe sobre la violencia y la salud de la
Organización Mundial de la Salud de 2002, Nelson Mandela comentaba:
El siglo XX se recordará como un siglo marcado por la violencia. Nos
lastra con su legado de destrucción masiva, de violencia infligida a una
escala nunca vista y nunca antes posible en la historia de la Humanidad.
Pero este legado, fruto de las nuevas tecnologías al servicio de
ideologías de odio, no es el único que soportamos ni que hemos de
afrontar… La violencia medra cuando no existe democracia, respeto
por los derechos humanos ni una buena gobernanza. Hablamos a
menudo de cómo puede una «cultura de violencia» enraizarse. Es muy
cierto. Como sudafricano que ha vivido en el apartheid y vive ahora
el periodo posterior, lo he visto y lo he experimentado. Es también
cierto que los comportamientos violentos están más difundidos y
generalizados en las sociedades en las que las autoridades respaldan el
uso de la violencia con sus propias actuaciones. En muchas sociedades,
la violencia prevalece en tal medida que desbarata las esperanzas de
desarrollo económico y social. No podemos permitir que esta situación
se mantenga1.
La delincuencia es algo tan ancestral como el lenguaje y las relaciones
humanas. Desde que existen leyes, sean divinas, sean humanas, siempre
existieron personas que las infringieron. La reforma carcelaria del siglo
XVIII —de la que habla Michel Foucault en su libro Vigilar y Castigar—
produjo un cambio en los métodos punitivos, pero no en sus resultados.
Lo que eran los suplicios públicos, arbitrarios, bajo la investidura de
un rey, que hacían pagar a los criminales sus delitos con las más duras
penas como la picota, la guillotina, la hoguera o el descuartizamiento
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atando las extremidades del reo a cuatro caballos que tiraban de ellas,
se transformaron y homogeneizaron en la pena que hoy predomina en la
sociedad contemporánea: la privación de libertad.
Los reformadores del siglo XVIII proponían planes más extensos y
profundos, que promulgaban ya no castigar el cuerpo de los criminales, sino
castigar su alma, corregirla y buscar su reinserción en la sociedad. Dichos
reformadores planteaban dividir a los presos no según sus crímenes, sino
según su probabilidad de recuperación, y ejercer una educación moral y
religiosa particularizada sobre cada uno, buscando llevar las almas de los
reos a la docilidad y al arrepentimiento.
Si bien el sistema punitivo cambió, y se eliminaron los suplicios públicos,
y se crearon los centros carcelarios, no se llevaron adelante al pie de
la letra las ideas de los reformadores. Las cárceles se convirtieron en
meros centros de acumulación de personas que han transgredido la
ley, que no reciben para nada una educación moral. La mayoría de las
personas privadas de libertad reinciden al poco tiempo de salir. La falta
de oportunidades laborales, la exclusión y los prejuicios le hacen muy
difícil al expreso adaptarse a la sociedad. La misma sociedad que creó las
condiciones para que el preso fuera quien es, lo encierra, lo deja libre,
le da la espalda y lo vuelve a encerrar. Las cárceles parecieran ser meros
centros de reclusión para aquellas personas que quedan fuera del sistema
capitalista desigual —que, lógicamente, no tiene lugar para todos—, y que
rompen el statu quo. Por momentos, las cárceles tienen la apariencia de
ser servicios a merced de las clases dominantes para mantener el «orden»
que a ellos les favorece mantener.
Foucault, hablando de este hecho, agrega:
El sentimiento de la injusticia que un preso experimenta es una de las
causas que más pueden hacer indomable su carácter. Cuando se ve así
expuesto a sufrimientos que la ley no ha ordenado ni aun previsto, cae
en un estado habitual de cólera contra todo lo que lo rodea; no ve sino
verdugos en todos los agentes de la autoridad; no cree ya haber sido
culpable: acusa a la propia justicia2 (p. 161).
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eso es como cortar un cardo sin sacarlo de raíz: puede desaparecer por un
tiempo, pero siempre vuelve a crecer.
En la sociedad contemporánea, quizá suene utópico tratar las raíces que
vamos a mencionar a lo largo de este capítulo. Pero si reflexionamos
fríamente y sin prejuicios, encontraremos muchas verdades en estas
razones.
El hombre contemporáneo se ha enfocado en cortar la superficie del
cardo —reprimir, castigar—, cosa que es necesaria para proteger a los
ciudadanos decentes. Pero el problema siempre vuelve a aparecer, pues
son pocos quienes se detienen a analizar las formas de atacar las raíces de
dichos problemas. Es verdad que las personas siempre son libres, aun de
lo que aceptan, como diría Jean-Paul Sartre en una de sus más célebres
frases: «El hombre es lo que hace, con lo que hicieron de él». Partiendo de
esta frase, existen dos factores importantes al tratar cualquier tema que
tenga que ver con el comportamiento del ser humano: «lo que hicieron
del hombre» y «lo que hace con eso». Lógicamente, no todas las personas
que crecen en ambientes fértiles para la delincuencia terminan siendo
delincuentes, pues hay gente honesta y trabajadora que tendría más
que justificaciones para haber llevado una vida delictiva, si analizamos el
contexto social en el que crecieron. Pero también es verdad que son las
excepciones —y gracias a Dios por esas excepciones— y no la regla. El
ser humano, generalmente, reacciona con debilidad y falencias a lo que
«hicieron de él». Más aún el humano contemporáneo que carece de una
moral sólida de la cual aferrarse.
Por tales razones, es sumamente importante no solo tratar lo que «el
hombre hace», sino también «lo que hicieron del hombre»; en otras
palabras, es importante tratar no solo la conducta delictiva del criminal —
quien, sin duda, es consciente y siempre tiene un margen, aunque sea muy
estrecho, de decidir no delinquir—, sino también tratar y analizar por qué
nuestras sociedades son campos fértiles para la delincuencia como nunca
antes en la historia de la humanidad. Las mafias y cárteles, el narcotráfico,
los sicarios y la violencia en las rapiñas, hurtos y robos, han crecido en
cantidad e intensidad en el siglo pasado y van en aumento en el presente
siglo.
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FUERZA DE TRABAJO
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LA CULTURA CONSUMISTA
La cultura consumista es un conjunto de ideas implícitas en la sociedad
que llevan a las personas de la sociedad occidental a comportarse como
consumidores compulsivos, irracionales y, en muchos casos, adictos. En
los años veinte, a través de la manipulación de masas y de técnicas de
marketing basadas en el psicoanálisis que dieron origen a las primeras
agencias de publicidad, la cultura consumista se introdujo en la sociedad
occidental, preferentemente en EE. UU. También surgió la extensión de
créditos, que posibilitó a las clases medias la accesibilidad a los autos Ford
T, la radio, el teatro y el jazz, así como la introducción de la cocaína en la
sociedad y algunos avances feministas como la ruptura del prejuicio en
contra de que las mujeres fumaran en público. Esto, sumado al creciente
nivel económico que ostentaba EE. UU. desde el fin de la Primera Guerra
Mundial, originó un campo fértil para el surgimiento de la cultura
consumista.
Hoy en día, el consumismo está tan asimilado a la conciencia de la sociedad
que muchas personas no lo detectan como algo ajeno a la naturaleza
humana. Los niños que están naciendo nacen por y para el consumismo,
lo verán como algo natural y muy pocos podrán tener una posición crítica
con respecto a este fenómeno social. Los pobres y la clase media se ven
forzados a gastar dinero que no tienen en comprar cosas que no necesitan,
de lo contrario, se convertirán en el hazmerreír de la sociedad y sufrirán la
humillación de no formar parte de la sociedad de consumidores.
Según el reconocido sociólogo Zygmunt Bauman, vivimos en una sociedad
de consumidores, en la cual somos meros productos que buscan ser
consumidos y consumir. Quienes no cuentan con los ingresos como para
formar parte de esto, quedan excluidos, desterrados, de lo que se supone
que es el statu quo. Bauman afirma que:
[…] se bombardea a consumidores de ambos sexos, de todas las
edades y extracciones, con recomendaciones acerca de la importancia
de equiparse con este o aquel producto comercial si es que pretenden
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EL RELATIVISMO MORAL
En la sociedad posmoderna, el relativismo moral es algo instalado en
el pensamiento y el comportamiento de las masas. El posmodernismo
significa el comienzo de una nueva era, en que las personas ya no
confían en la autoridad del Estado ni en la de los «grandes relatos» del
cristianismo, el iluminismo, el marxismo y el capitalismo liberal. El punto
de inflexión generalmente aceptado entre modernidad y posmodernidad
es la caída del muro de Berlín. El cristianismo había atravesado su siglo con
menos influencia en el ámbito social, político y cultural. La «diosa Razón»
del iluminismo había llevado a científicos, intelectuales y profesionales
a elaborar, planificar y apoyar el Holocausto. El marxismo se había
transformado en una tiranía de la que miles de personas deseaban huir
hacia el mundo occidental. Y el capitalismo, si bien triunfó con la caída
del muro, ya había demostrado al mundo —y demostraría en el decenio
siguiente— que nunca llevaría a la igualdad socioeconómica que sus
teóricos prometían. Estas y otras causas provocaron la pérdida de confianza
y credibilidad en que estas causas religiosas y políticas podrían llevar a la
humanidad a la dicha.
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EL ETERNO PRESENTE Y LA
LÓGICA DEL DESCARTE
En la antigüedad, las personas concebían el tiempo de manera cíclica, es
decir, como un continuo retorno de las cosas subyacentes a la existencia
humana, pues no existía el concepto de «pasado/presente/futuro». El
filósofo alemán Georg F. Hegel, de quien Marx tomaría aportes para el
desarrollo del socialismo científico, introduce el concepto de un tiempo
lineal, teleológico, es decir, con un propósito, además del concepto de
«progreso», del cual iban a beber todas las ideologías modernistas del
siglo XX. Lo que sucede en la posmodernidad, con la caída de los grandes
relatos, es un cambio en la concepción del tiempo que afecta a todas las
esferas de la existencia humana. Los conceptos de pasado y de futuro han
perdido vigor, el presente se ha intensificado; pareciera que vivimos en un
eterno presente que nos lleva a entronizar la satisfacción inmediata como
método de supervivencia. Los proyectos a largo plazo han perdido validez:
matrimonio, carreras, ahorros familiares, etcétera. Y esa vivencia en el
eterno presente nos hace cosificar a las personas, es decir, convertirlas en
cosas, de las cuales sacamos provecho mientras nos son útiles y a las que
descartamos cuando ya no lo son.
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influencia relevante. La cultura, que también era tarea del Estado y de las
clases ilustradas promover y conservar, hoy es instaurada por los medios
masivos de comunicación, dominados por las necesidades del consumo y
el mercado, y establecida según intereses privados y no públicos.
La globalización les ha dado un poder ilimitado a los capitales y a la
información, para moverse más allá de las fronteras territoriales de las
naciones, y lograr así una independencia y supremacía sobre el poder
político de los Estados. El dinero y el conocimiento se mueven en la esfera
del ciberespacio, donde las restricciones del tiempo, la distancia y las leyes
estatales no llegan. Sumado a esto, las instituciones económicas globales
como el FMI, el BM y la Organización Mundial del Comercio, creadas
para velar por la estabilidad mundial, el crecimiento, la erradicación de la
pobreza y el desarrollo de los países subdesarrollados, solo han servido a
los intereses de la poderosa comunidad financiera del primer mundo.
La dominación que ha tomado el poder económico sobre los Estados
nación contemporáneos es de gran magnitud. El hecho de que el mercado
sea movido por capitales privados, y que las naciones necesiten que el
flujo de capital sea constante para que el mercado y el consumo impulsen
el crecimiento de la economía, les da un lugar de privilegio y de gran
influencia en la toma de decisiones en las naciones a los dueños del capital.
Los políticos actuales ya no pueden prescindir de la clase dominante para
tomar decisiones importantes que afecten el destino de sus naciones.
La inversión de los capitales nacionales y extranjeros es de suma
importancia para la creación de industria y trabajo. Es humillante cómo
políticos de naciones pobres y subdesarrolladas «prostituyen» a su
población para que trabaje en condiciones infrahumanas para empresas
multinacionales, a cambio de que el capital invertido en sus naciones
crezca. A fines del 2014, la BBC reveló un video en el que se mostraban las
condiciones deplorables en las que se trabaja en una fábrica para Apple
en Indonesia.
Al respecto, Russia Today (2014) informó que:
El documental de la BBC mostró cadáveres de mineros que trabajaban
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¿Cómo puede alguien que se mueve en las esferas más altas de la sociedad
entender lo que ocurre en las esferas medias y bajas? Ya lo dijo F. Engels
hace ciento cincuenta años: «No se piensa igual desde una choza que
desde un palacio.»
PRAGMATISMO MAQUIAVÉLICO
En el tratado de teoría política del siglo XVI El Príncipe, Nicolás Maquiavelo
expuso las características que debía poseer un monarca para conservar su
poder a cualquier costo. Según Maquiavelo, un rey no debía regirse por
principios ni convicciones, sino que, según la ocasión, debía optar por tal o
cual actitud. El objetivo máximo era la alabanza del pueblo, la admiración
y lealtad de sus soldados y de su círculo íntimo, para lo cual debía utilizar la
manipulación, la explotación del temor y el poder monárquico. La frialdad
con la cual Maquiavelo explica cómo debería actuar un gobernante
para conservar su poder no está lejos del comportamiento político
contemporáneo². La conservación del poder, aun a costa de sacrificar las
convicciones, se ha vuelto la norma en la élite política. La desideologización
de la política, o el carácter pragmático que muchos políticos modernos
venden en sus campañas, no son más que máscaras para actuar al libre
arbitrio sin tener que responder ni dar cuentas a un conjunto de valores y
principios colectivos como son las ideologías.
En mi país, uno de los políticos más respetados del siglo XX y de toda
la historia fue Wilson Ferreira Aldunate (1919-1988). Cuando estalló la
dictadura en 1973, fue uno de los máximos símbolos de oposición al
régimen militar, lo que le llevó al exilio, desde donde luchó incansablemente
denunciando las violaciones a los derechos humanos que se sufrían en
Uruguay en aquel entonces. Su magistral presentación ante el Congreso de
los EE. UU. redundó en que este aprobara la Enmienda Koch y prohibiera
la venta de armas al gobierno uruguayo.
Actualmente, el sistema político llama «wilsonistas» a quienes afirman
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que la imagen dura lo que dura la campaña, mientras que las ideas duran
todo el ciclo gubernamental. Para peor, según Jerry Mander, presidente
del International Forum on Globalization (2013), hay siete empresas —
News Corportation, Time Warner, Disney, Sony, Bertelsman, Viacom y
General Electric— que controlan el 70% de los medios de comunicación
del mundo³.
Con este panorama, la vida de la democracia —gobierno «de la multitud»
para Platón y «de los más» para Aristóteles— se ve enormemente
amenazada por el poder económico y el poder de los medios —
gobernados por minorías—, que cada vez limitan y reducen más el poder
de los Estados nación.
La gente puede percibir cada vez más el deterioro del sistema político a nivel
global, y la indignación y desconfianza hacia los gobiernos va en aumento.
Según Russia Today, las manifestaciones populares llevadas adelante
durante 2014 muestran un claro aumento en la toma de conciencia de las
masas del estado de la clase política:
Estados Unidos. Las muertes de los afroamericanos Michael
Brown y Eric Garner a manos de la policía desataron grandes
protestas contra la brutalidad policial en todo el país.
México. La desaparición de cuarenta y tres estudiantes
convulsionó al país y la gente salió a las calles exigiendo a las
autoridades que investiguen el caso, así como la dimisión
del presidente Peña Nieto.
Venezuela. Violentas protestas dejaron numerosas víctimas.
Según las autoridades venezolanas, los opositores estaban
financiados desde el extranjero. El Gobierno logró aplacar la
crisis.
Brasil. En verano las protestas sociales inundaron las
principales ciudades del país. La gente salió a las calles,
donde levantaron barricadas y mostraron su rechazo por la
organización del Mundial.
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EL PODER ECONÓMICO
En la antigua Grecia, en el clásico La República, Trasímaco y Sócrates,
discutiendo acerca de la definición de la justicia en los Estados, exponían
dos puntos de vista antagónicos. Según Sócrates:
Todo hombre que gobierna, considerado como tal, y cualquiera sea la
naturaleza de su autoridad, jamás se propone, en lo que ordena, su
interés personal, sino el de sus súbditos. A este punto es al que se dirige
y, para procurarles lo que es conveniente y ventajoso, dice todo lo que
dice y hace todo lo que hace5 (p. 34).
Sin embargo, Trasímaco creía que:
[…] En cada Estado, la justicia no es más que la utilidad del que tiene la
autoridad en sus manos, y, por consiguiente, del más fuerte. De donde
se sigue para todo hombre que sabe discurrir que la justicia y lo que es
ventajoso al más fuerte en todas partes y siempre es una misma cosa6
(p. 39).
La democracia nació para limitar los poderes del Estado. El problema
es que las democracias modernas no contemplan el poder económico
y el poder de los medios de comunicación. El poder económico es
completamente libre en las sociedades capitalistas y nadie puede limitarlo,
mientras que, en cuanto al poder mediático —aunque ha sido limitado en
algunos países a través de leyes—, la línea divisoria entre atentar contra
la libertad de expresión y defender la salud de la democracia es muy
delgada. Actualmente, el concepto de justicia que manejan los políticos
en sus acciones está muy cerca del de Trasímaco —aunque en su discurso
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EL PODER MEDIÁTICO
En la era de la Ilustración, en los años previos a la Revolución Francesa,
Edmund Burke ya hablaba del «cuarto poder», refiriéndose a la influencia
que la prensa escrita tenía sobre la opinión pública. Esta última no es
más que la hegemonización del pensamiento. Las masas piensan en y a
través de la opinión pública, que es formada por el poder mediático de
los grandes medios de comunicación, quienes totalizan las ideas según
sus intereses y las difunden —cuanto más poder a mayor alcance—,
formando así la opinión pública. Freud, en 1921, en su obra La psicología
de las masas y el análisis del Yo explicaba que:
La multitud es extraordinariamente influenciable y crédula. Carece de
sentido crítico y lo inverosímil no existe para ella… La multitud es un
dócil rebaño incapaz de vivir sin amo. Tiene una tal sed de obedecer
que se somete instintivamente a aquel que se erige en su jefe10 (p. 5).
Este «jefe» al que tienen tendencia a someterse las masas —según
Freud— podría ser un líder carismático que cumpliera ciertos requisitos,
o bien podría ser algo abstracto como una idea o un sentimiento en
común. Hoy en día, con el advenimiento de la posmodernidad, los
grandes líderes que existían a principios de siglo XX —cuando Freud
escribió esta obra— ya no existen como tales, y el lugar de dirigir las
masas lo ha tomado la abstracción de la opinión pública. Esta totaliza las
ideas en sí misma en nombre de las masas, lo que le da un valor cuasi
omnipotente a la información que difunde. Esta información se convierte
en un pensar que se interioriza en la vida de los individuos buscando
dominarlos desde el interior. Si la sociedad de la modernidad se basaba
en el control social externo a través de las instituciones (familia, trabajo,
partido político, etcétera), nuestra sociedad posmoderna controla a los
individuos desde el interior, inyectando en las conciencias de las masas
ideas, gustos, tendencias y supuestos que cobran carácter de axiomas a
través de los medios masivos de comunicación.
Lo perverso es que hoy el periodismo objetivo —si alguna vez existió—
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del poder mediático que puedan desequilibrar los poderes del Estado, así
como renunciar a utilizar el poder mediático, cuando este corre a su favor,
para incrementar el poder estatal más allá de lo debido en una democracia.
En las democracias representativas, se supone que la demos («pueblo»,
en griego) le delega el poder al kratos («gobierno», en griego) para ejercer
las funciones de gobernar en beneficio de la demos. Este gobierno, para
evitar los abusos de poder, se autodivide y autolimita en tres poderes:
legislativo, ejecutivo y judicial, quienes, en un equilibrio de poder, deben
mantener la república y la igualdad de derechos que esta demanda
para su sano funcionamiento. Actualmente, tanto el poder mediático
como el económico, inciden de manera significativa sobre el kratos,
desequilibrándolo a favor o en contra de sí mismo y, al mismo tiempo,
atentan contra la demos, porque el kratos ejerce el poder que la demos
le ha otorgado, quien es la única legitimada para otorgar poder. Atacar
o beneficiar el poder del kratos para desequilibrar la división de poderes
es atentar directamente contra los intereses de la demos, es decir, del
pueblo. El poder económico debe estar sometido al kratos, asimismo el
poder mediático, porque el poder que estos ejercen no proviene de la
demos y, por lo tanto, no es un poder legítimo. Es un poder privado, con
intereses desconocidos por la demos y legitimado por el dinero en el caso
del poder económico, y por los medios de comunicación masiva en el caso
del poder mediático. Y ni el dinero ni los medios masivos de comunicación
pueden o deben tener poder en una democracia republicana, en la que el
poder —en teoría— solo se origina en la demos y es delegado al kratos.
Cuando poderes ajenos —económico y mediático— influyen de manera
significativa en el kratos, logran un desequilibrio que siempre termina
perjudicando a la demos. Cuando el kratos está consustanciado con los
poderes ajenos, estos le dan un mayor poder al kratos que el que la demos
le ha delegado, y el mismo termina gobernando con un exceso de poder y
sometimiento sobre la demos. Por otro lado, cuando el kratos se enfrenta
a los poderes ajenos, estos le restan poder al mismo, y el kratos termina
gobernando con menos poder que el que le ha otorgado la demos. En
cualquiera de los dos casos, la perjudicada siempre es la demos, es decir,
el pueblo.
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Enfermedades
mentales
¡Impuro! ¡Impuro!… Así debían identificarse los leprosos en el antiguo
Israel según el libro de Levítico, dado el peligro de contagio que ellos
significaban. También eran obligados a usar campanas colgadas o a
vestir colores que los identificaran, y vivían en las afueras de la ciudad,
aislados del resto de la población. Y en la Edad Media se construyeron los
leprosarios, donde eran depositados y vivían en comunidad.
En el siglo V a.C, en Grecia, surge la visión naturalista que postulaba que el
cuerpo humano estaba compuesto de «humores» —la bilis negra, la bilis
amarilla, la flema o pituita y la sangre— y, por lo tanto, las enfermedades
mentales tenían origen en un desequilibrio de estas sustancias en el
cerebro. Esta visión se vio enfrentada con la visión predominante de la
época que atribuía el origen de las enfermedades mentales a la posesión
demoníaca. En el siglo II d.C, Galeno clasificaba las enfermedades
mentales en dos tipos: la manía y la melancolía. La primera se produciría
por un exceso del humor de la sangre o de la bilis amarilla, causando
alucinaciones, y la segunda por un exceso de bilis negra, provocando
depresión. A partir del siglo IV se oficializó el cristianismo, y la visión
naturalista y la cristiana, que atribuía las enfermedades a la soberanía
divina, van a enfrentarse durante toda la Edad Media.
Foucault, en Historia de la locura en la época clásica, relata que con
el advenimiento del Renacimiento y el fin de la lepra como pandemia,
los leprosarios comenzaron a vaciarse, y la clase burguesa de la época
que controlaba el mercantilismo, en busca de dejar la ciudad más
«pura» y «virtuosa», depositó en esos lugares vacantes a todo tipo de
asociales: criminales, pobres, vagabundos, locos, enfermos de espíritu,
melancólicos y portadores de enfermedades venéreas¹. Es así como las
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que nos hace darnos cuenta de que estamos cada vez más lejos los unos de
los otros. Nuestra vida natural nos dice a gritos que debemos reformular
y profundizar nuestras relaciones humanas, pero la ignoramos y huimos
a través de los smartphones y las redes sociales hacia vínculos efímeros y
superficiales que nos hacen creer que tenemos muchos «amigos» y gente
que nos aprecia de alguna forma.
Nuestra vida se ha vuelto cuasi paranoica, y nuestro cerebro ha comenzado
a sufrir los daños. El cerebro ha sido siempre el órgano humano menos
conocido por la ciencia. En la antigüedad, los enfermos «mentales» no
tenían más tratamiento que el mero encierro y, a lo sumo, el intento de
exorcismo. En el siglo XX, la neurociencia ha avanzado notablemente y
han aparecido medicamentos y tratamientos de todo tipo. A pesar de
ello, este órgano de apenas 1500 gramos en un adulto sigue siendo el
órgano menos comprendido por la medicina y el más estigmatizado por
la sociedad. Si una persona excusa su ausencia al trabajo por malestar
estomacal, gripe, fiebre o cualquier otra afección nadie objetará nada; sin
embargo, si intenta justificarla por depresión o trastornos de ansiedad,
la mayoría de las veces se le tildará de holgazán. Si una persona creyente
tiene un problema en su columna se la mandará al médico y quizá se rece
por ella, pero si tiene depresión o algún trastorno mental, en la mayoría
de las iglesias convencionales se le dirá que tiene un demonio. ¿Por qué
es tan difícil comprender que el cerebro es un órgano como cualquier otro
de la anatomía humana y puede encontrarse enfermo?
En todas las sociedades que habitaron la tierra a lo largo de la historia
humana existieron cosas que produjeron estigmatización y prejuicios, y
sobre las que el ciudadano común ha opinado con base en las creencias
populares y la ignorancia, más que en el conocimiento exacto. Durante
la Edad Media fueron los temas religiosos; durante la modernidad, la
sexualidad y las adicciones. En la era posmoderna, parecería que lo son las
enfermedades mentales.
Según datos y cifras de la OMS del 2012 con respecto a la depresión:
• La depresión es un trastorno mental frecuente que
afecta a más de 350 millones de personas en el mundo.
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Fundamentalismo
religioso
En el año 632 d.C., el profeta Mahoma falleció, dejando un legado
religioso que trascendería y marcaría la historia humana por muchos
siglos. Sus seguidores, a la conquista del mundo conocido, desde 635
hasta 965, se apoderan de las provincias bizantinas entre Egipto y Siria:
Damasco, Antioquía, Jerusalén, Alejandría; de los reinos cristianos de la
península Ibérica, Córdoba y Sevilla, Toledo, Zaragoza y Sicilia. Entre 969
y 973, la dinastía fatimí funda El Cairo y más tarde extiende su imperio
hasta Palestina, y en 985 Antioquía cae bajo el dominio de los turcos.
Ante esta evidente invasión y crecimiento del poder musulmán, en 1095
el papa Urbano II proclama la primera Cruzada, para recuperar el poder
cristiano en los territorios invadidos. Obedeciendo la voz del Papa, miles
de cristianos toman las armas y se lanzan a la batalla; incluso, se organizan
órdenes militares, como los Caballeros Templarios, para enfrentar el
dominio del islam, enfrentamiento que duró hasta el siglo XVI¹.
La fe es algo que existió desde los tiempos más antiguos de los que el
hombre tiene registro. Sin embargo, la institucionalización de la fe, es
decir, el hecho de que la fe se haya ajustado a un marco jurídico bajo el
amparo del Estado de derecho, liturgias o cánones, es algo relativamente
nuevo que tiene origen en el siglo IV.
Si bien el Pentateuco y la ley mosaica fueron dadas al pueblo de Israel en
el siglo XV a.C., este nació con un fin teocrático sin ningún tipo de relación
con las naciones paganas de la época. No obstante, el cristianismo surge
con una visión inclusiva muy radical para su tiempo que a los primeros
seguidores les costó mucho entender. Esta visión inclusiva fue el factor
clave para que el cristianismo llegara al centro de Europa, Asia y al norte
de África en medio siglo.
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su batalla contra enemigos en común, que son los causantes del mal en el
mundo: homosexuales, feministas y progresistas, u occidentales en caso
de los yihadistas. Ya no encontramos a Dios en nuestro diario vivir: el Dios
simple que ama, perdona, enseña, corrige y guía a sus hijos se ha vuelto el
Comandante en jefe del «ejército purificador» de la sociedad.
Los procesos de modernización que sufrió el siglo XIX fueron los
desencadenantes de una paranoia en los creyentes que les hizo creer
que la religión podría extinguirse. Mirando en retrospectiva, esto parece
una locura hoy en día, pero este temor estaba bien fundamentado en
los primeros años del pasado siglo. Los baluartes que había defendido
la religión organizada durante siglos estaban siendo cuestionados y, en
algunos casos, derrocados.
La democracia había irrumpido en Occidente, sustituyendo a las
monarquías, y dando a entender que el hombre prefería el gobierno de
las masas al gobierno de un representante divino. Junto a la democracia
se había impuesto el Estado de derecho, en donde eran los hombres,
mediante el poder legislativo, quienes hacían las leyes, y ya no Dios. La
razón desplazó a la fe, y la mitología y superstición que envolvían a la
religión eran cada vez más cuestionadas y menoscabadas, lo que también
originó que la medicina se instalara como un saber imperante que hasta
nuestros días valida todos los aspectos de la relación del hombre con la
enfermedad. En 1859, Charles Darwin publicó El origen de las especies,
con el que daba nacimiento a la teoría de la evolución de las especies.
Esta obra fue altamente aceptada e hizo perder credibilidad a la teoría
creacionista de las tres grandes religiones monoteístas. Dado este
contexto, era lógico que los creyentes se sintieran amenazados y llegaran
a pensar que peligraba su fe.
Hubo tres diferentes reacciones que tuvieron los creyentes, en el
contexto de modernidad que rodeaba los primeros años del siglo XX.
Algunos mantuvieron su fe tradicional y trataron de soportar los embates
modernos de manera pasiva, a los que se tildó de conservadores. Otros,
denominados liberales, en un intento de que la fe no quedara relegada al
pasado, trataron de ajustar sus credos a los nuevos paradigmas modernos,
racionalizando la fe y adaptándola a las nuevas necesidades que había
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traído la era industrial. El tercer grupo, quizá al que más afectaron los
cambios antes mencionados, creyó que la única manera de conservar
la religión en un mundo que se volvía cada vez más hostil era volver a
los «fundamentos» de la religión, enfrentando la modernidad con un
pensamiento puritano basado en una interpretación literal de los textos
sagrados, y de allí que se les comienza a llamar fundamentalistas.
El proceso evolutivo del fundamentalismo fue diferente en las tres religiones
monoteístas y estuvo sujeto a las diferentes etapas en las que avanzó
la modernidad en las culturas en que predominaban dichas religiones.
En Occidente fue más rápido que en Oriente, dado que la modernidad
llegó antes y con más vigor. El fundamentalismo cristiano irrumpió en EE.
UU. en los primeros años del siglo XX, a través de grupos protestantes
que se oponían al laicismo en todas sus facetas, invocando a los Padres
fundadores como ejemplo de que Norteamérica tenía que ser una nación
netamente cristiana. En cambio, el sionismo adquirió preponderancia a
fines de la década de los veinte, cuando masas de judíos, huyendo del
antisemitismo europeo, emigraron a Palestina con la idea de reconstruir
una comunidad cultural judía. Y, si bien este movimiento en un principio
se catalogó como político-secular, desde un principio estuvo influido por el
judaísmo de una manera implícita, y luego de la constitución del Estado de
Israel en 1948, de manera explícita. Paradójicamente, el fundamentalismo
islámico suní —que tanto está dañando nuestro mundo actual— fue el
último en emerger. Una facción que surgió de la Sociedad de los Hermanos
Musulmanes, al mando de Sayyid al-Qutb, fue el primer movimiento
islámico en cometer actos de violencia, en Egipto, en los años cuarenta,
para validar sus reivindicaciones, que consistían en derrocar el Estado de
derecho y fundar un Estado basado en la Ley islámica.
En los últimos treinta años, las atrocidades más grandes que el mundo
ha presenciado se han cometido «en nombre de Dios». Los crímenes
de índole religiosa han tomado un tono de barbarie comparado al de la
época medieval. La persecución religiosa, tanto física como psicológica, ha
aumentado en el mundo contemporáneo. Hay quienes argumentan que
estamos viviendo un choque de culturas entre Occidente y Oriente. Y, si
bien esto tiene su parte de verdad, el fundamentalismo religioso no es un
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HUIR DE LA INCERTIDUMBRE
Todo hombre que se encuentra con la realidad de la existencia de Dios,
también se encuentra con la incertidumbre. El ateísmo genera certezas,
de la no existencia de Dios y de la mera materialidad del hombre. El
agnosticismo genera rechazo, negación e indiferencia. Sin embargo, la
aceptación de la existencia de Dios —contrariamente a lo que muchos
creen— genera incertidumbres. El hombre religioso se encuentra ante la
omnipotente, omnisciente y omnipresente presencia de Dios, lo cual le
genera paz, pero, al mismo tiempo, incertidumbre. Incertidumbre porque
nunca llegará a conocer del todo los misterios de Dios. Podrá conocerlos en
parte, pero, al menos durante su estadía en la tierra, cargará con muchas
preguntas sin respuestas, en cuanto a la teología y a su vida personal.
Al encontrarse el hombre con Dios, puede tomar dos caminos: El primero,
y el verdaderamente religioso, es entregarse a la soberanía de Dios, dejar
que Dios se apropie de él y aprender a vivir con incertidumbres, pero en
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El posmodernismo y la religión
El primer filósofo en hablar del término «posmodernismo» fue Jean-
François Lyotard en 1979. En una de sus obras, explicando una de las
condiciones del posmodernismo, dice al respecto:
Cada uno de los grandes relatos de emancipación del género que sea,
al que le haya sido acordada la hegemonía ha sido, por así decirlo,
invalidado de principio en el curso de los últimos cincuenta años. Todo
lo real es racional, todo lo racional es real: «Auschwitz» refuta la
doctrina especulativa7 (p. 40).
Lo que Lyotard planteaba, con mucha exactitud, es que los grandes
relatos que habían dirigido la historia del hombre hasta entonces habían
sido invalidados por acontecimientos que pusieron en tela de juicio su
viabilidad para llevar al hombre a la emancipación y la libertad. Uno de
estos grandes relatos era el de la Ilustración, que levantaba la bandera
de la razón como camino para abandonar los tiempos oscuros del
hombre causados por la ignorancia. Pero el autor dice: «“Auschwitz”
refuta la doctrina especulativa», es decir, es el acontecimiento del
Holocausto judío y los campos de concentración lo que comienza a
invalidar el proyecto del Siglo de las Luces. ¿Y por qué Auschwitz? Porque
representa la instrumentalización de la razón para el mal. Los miembros
del nacionalsocialismo que perpetraron este horrendo crimen no eran
personas cuya razón estaba fuera de juicio: por lo contrario, el partido
nazi fue un movimiento cultural y político empapado de la esencia de
la modernidad, la razón y las ideas. Académicos, empresarios, doctores,
ingenieros y personas de clases sociales similares apoyaron el régimen
de Hitler. ¿Y entonces qué sucedió con la razón? La razón se convirtió en
un arma de doble filo que, hasta entonces, había sido utilizada para el
progreso del hombre, pero que ahora había sido utilizada para mostrar
el lado más oscuro del mismo, y es ante este hecho concreto que la
razón pierde validez y legitimidad para guiar al hombre. La religión, en
las décadas que le sucedieron al fin de la Segunda Guerra Mundial, se vio
empapada de esta pérdida de confianza en la razón, mientras surgía lo que
iba a ocupar el lugar vacío que estaba dejando esta: la irracionalidad.
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La cultura de la
indiferencia
Los siglos XVI y XVII fueron un período de transición entre la Edad Media
y la Edad Moderna. La autoridad hegemónica de la Iglesia católica, que
había gobernado la cultura, las ciencias, la política y la religión durante
diez siglos, comenzó a resquebrajarse y pluralizarse, consecuencia de la
aparición de nuevos paradigmas opuestos al esoterismo, misticismo y
autoritarismo que habían caracterizado al medioevo. Este proceso fue
construyendo un nuevo modelo de individuo, de sociedad y de Estado al
que se llamará democracia liberal.
Si quisiéramos esquematizar de alguna manera los acontecimientos
que formaron parte de la modernización, podríamos decir que fueron
tres grandes frentes de batalla los que enfrentaron al predominio de la
autoridad eclesiástica: la Reforma protestante, el racionalismo cartesiano
y la Revolución científica.
La Reforma protestante quiebra el poder hegemónico e introduce el
concepto de individuo en la sociedad. El individuo de Lutero y de Calvino
es un individuo más digno, y de más significado que el individuo medieval,
pues este último estaba sumergido en una homogeneidad sometida
al poder monárquico y eclesiástico, en la cual no había lugar para la
individualidad como tal. Los Reformadores terminan con la necesidad
del Papa como intermediario entre Dios y el hombre, y preconizan
la salvación por la fe, que surge de una relación directa entre Dios y el
hombre, cobrando así más valor la vida humana, pues ya no es el Papa
—o la monarquía— quien ostenta el monopolio de Dios, sino que cada
individuo tiene acceso a la salvación por medio de la fe.
El racionalismo cartesiano postula la razón como único método de
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LA DEFORMACIÓN DEL
LIBERALISMO
Durante el siglo XX, el individuo alcanza su máximo nivel de emancipación,
en el que la libertad llega a ser total y, como afirma Bauman, ha sido
«alcanzada toda la libertad concebible o asequible [...]. Los hombres
y las mujeres son absolutamente libres y, por lo tanto, el programa de
emancipación ha sido agotado»1 (p. 27). En los años setenta, la economía,
la política y la vida cotidiana sufrieron una nueva inyección de una
libertad individual más aguda. Desde hacía, al menos, dos o tres décadas,
economistas de la Escuela de Chicago como Milton Friedman, y de la
Escuela Austriaca como Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek, hacían
apología de una nueva versión de economía liberal, a la que luego se le
llamaría neoliberalismo, en la que no solo el Estado garantizara el libre
mercado, sino en la que el Estado regulara sus políticas económicas
en favor de las grandes corporaciones privadas, dando así una mayor
libertad a la circulación de capitales, empresas privadas y productos. El
Estado ahora tendría que utilizar sus herramientas jurídicas para crear un
marco económico y legal que protegiera la competencia. El liberalismo
clásico del siglo XVIII había nacido mediante el reconocimiento del
mercado como un agente que legitimaba o deslegitimaba acciones y
decisiones gubernamentales, es decir, que se impuso la idea de que si los
gobernantes tomaban decisiones a favor de fomentar el libre intercambio
y la competencia, esas decisiones beneficiarían a la sociedad y, por lo
tanto, eran avaladas por la misma. Este proceso requería que el Estado
no interviniera —como hasta entonces lo había hecho en las sociedades
mercantilistas—, sino que se ausentara y permitiera que la naturaleza del
mercado actuara por sí sola, llevándose a sí misma a un equilibrio, guiada
por lo que Adam Smith denominó «la mano invisible».
El nacimiento del capitalismo industrial en la Europa del siglo XIX trajo
consigo la necesidad de sustentar al mismo y, por ende, la necesidad del
crecimiento económico como herramienta mediante la cual la industria
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Esa misma conducta es la que tienen los grupos reaccionarios hoy, que
alguna vez fueron oprimidos, y de repente se encontraron con el ideal de
libertad individual en la posmodernidad. Hoy, cualquier minoría se apropia
del «valor absoluto» de la libertad para legitimar comportamientos muchas
veces hostiles y agresivos contra quienes no piensan igual que ellos. Estos
radicalismos explotan el ideal de libertad individual y la sociedad —que
porta una culpa ancestral— no encuentra el valor o autoridad moral para
poner un equilibrio. Y mientras esta batalla se libra, la libertad individual
se convierte en un recurso ilimitado, al que cualquier individuo puede
acudir —aun de forma ilegítima— para validar su conducta o reclamar
sus derechos, mientras la responsabilidad colectiva disminuye cada vez
más, pues cada quien usa su libertad para reclamar lo suyo. Así es que se
impone en la sociedad el ideal de responsabilidad individual total, y se
reduce el ideal de responsabilidad colectiva, siendo los más perjudicados
los pobres y excluidos, que no tienen tiempo ni dinero para reclamar nada.
No hay duda de que los derechos de libertad ganados durante la modernidad
han sido un gran progreso para la humanidad. Pero la posmodernidad
trajo consigo un concepto de libertad individual exacerbado que ya
no está en equilibrio con la responsabilidad colectiva. En los Estados
totalitarios, como lo fue la Unión Soviética, la responsabilidad colectiva
estaba sobreexaltada y se pisoteaban las libertades de los individuos.
Por lo contrario, en las actuales democracias liberales, son las libertades
individuales las que están sobreexaltadas mientras se menoscaba la
responsabilidad colectiva y, por ende, el bien común. Es necesario para
la humanidad volver a un punto de equilibrio, en el que los derechos
individuales y colectivos puedan cohabitar en armonía, permitiendo, al
mismo tiempo, el desarrollo del individuo y la protección del bien común.
Si esto no se logra, quienes seguirán sufriendo las consecuencias son las
clases pobres, obreros, campesinos y desfavorecidos de la sociedad que
dependen del bien común.
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de los latinoamericanos. Sin embargo, aún queda mucho por hacer. Desde
el reclamo por la Universidad gratuita de los estudiantes en Chile, hasta
la mejora de la salud pública y la contemplación de los excluidos que aún
quedan en gran parte del continente, hay temas importantes que atender.
Los jubilados que cobran jubilaciones miserables que no les alcanzan para
vivir, los jóvenes «ni-ni» —así llamados en Uruguay en referencia a que
no estudian ni trabajan— que son seducidos a diario por el mundo de la
delincuencia, los enfermos mentales que son depositados en cárceles de
salud para que no molesten al resto de la sociedad y diferentes excluidos
que el sistema capitalista-individualista no contempla que viven en villas
miseria, favelas o cantegriles, según la región y el país.
Hoy en día, en nuestra era posmoderna, esta libertad económica y política
ganada por el capitalismo liberal durante la modernidad, se ha traspasado
también al ámbito de las relaciones y la vida cotidiana de las personas. Nos
preocupamos por tener cada vez más cosas materiales, por seguir en pos
de lo que hoy conocemos como «éxito» y carecemos de conciencia social.
No hay un sentimiento de pesar por aquellos que sufren, pues damos por
sentado que así lo han elegido. La manera de vivir nuestra vida hoy me
recuerda a la letra de la famosa canción de The Beatles, Eleanor Rigby:
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Epílogo
El filósofo Guy Debord expresaba: «Los hombres se parecen más a su época
que a sus padres»¹ (p.138). Y esto, creo, ha sido la línea de pensamiento
de todo este ensayo: somos hijos de nuestro Tiempo, y quizá sea esta
herencia la que produce un efecto ambiguo en nosotros: de condenación
y de salvación. Condenados, por las cadenas culturales de nuestro tiempo,
y por las herencias viejas que, generación tras generación, contaminan
y destruyen nuestra civilización. Pero, al mismo tiempo, vislumbramos la
salvación, pues algo que hace únicos a los seres humanos, con respecto a
otras especies, es su capacidad de crear, innovar y transformar la realidad.
En una de sus célebres frases, Jacques Lacan decía que «mejor pues que
renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época»2
(p. 57). ¿Y qué es esta subjetividad de la época sino la herencia misma
de nuestro Tiempo interiorizada? Interiorizada de tal manera que resulta
difícil detectar el límite entre nuestro propio pensar y el pensar de esta
subjetividad epocal. Llamémosle subjetividad epocal, Tiempo, o herencia,
este ente piensa por sí mismo e influye y condiciona nuestro pensar;
permea nuestra cosmovisión y, de cierta manera, nos impide ver más allá
de nuestro presente.
Ha pasado medio siglo desde que el filósofo Martin Heidegger, en una
entrevista al semanario Der Spiegel, dijera una de sus más recordadas
frases: «Solo un Dios puede aún salvarnos». Heidegger pronunció
esta frase con relación a la tecnocracia de su época, que él veía había
separado al hombre del verdadero sentido de su existencia, y legitimado
las atrocidades de la primera mitad del siglo XX. La generación de este
filósofo fue una generación que vivió el auge del consumismo de los años
veinte, la gran depresión de 1929 y los horrores de la guerra y la Alemania
nazi, régimen que había apoyado —inocentemente o no— al asumir el
rectorado de la Universidad de Friburgo en 1933. Las ideologías ateas
del siglo XX habían encontrado la legitimación de sus actos en la filosofía
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voluntad-n692096” HYPERLINK “http://www.elobservador.
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Adrian Aranda
Epílogo
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Cultura Económica.
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