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Entrevista a Sylvia Molloy, autora de Citas de lectura


“Mi trayectoria de lectura está marcada
por el deseo”

Los ensayos de la escritora y crítica literaria exploran


diversos aspectos de su condición de lectora. “Yo leo
y escribo y para mí son una misma cosa, están
inextricablemente ligados”, sostiene.

Por Silvina Friera

Molloy está radicada en los Estados Unidos, donde ha sido catedrática de distintas universidades.
Imagen: Bernardino Avila

El discreto encanto de los encuentros clandestinos


nunca desapareció de su imaginación. Robar libros
“prohibidos” por su madre –censurados por los pasajes
sexuales, referencias a una violación o a la
homosexualidad– fue el primer gesto de su identidad
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en construcción como lectora en tres lenguas: español,


inglés y francés. En uno de los ensayos que integran
Citas de lectura (Ampersand), Sylvia Molloy revela
que fue sensible tempranamente al prestigio de verse y
ser vista con un libro en la mano. “Como aquellos
cuadros renacentistas donde el sujeto aparece con un
objeto que señala su profesión, suerte de metonimia
que lo prolonga y lo significa –el médico con su
bisturí, el pintor con su pincel, el cazador con su
carabina– me imaginaba siempre retratada con un libro
y lo sigo haciendo”, confiesa la escritora y crítica
literaria que vive en Estados Unidos desde fines de los
años 60, donde ha sido catedrática de literatura
latinoamericana y comparada en las universidades de
Princeton, Yale y en la New York University.
La gota de bromo le quemó el dorso de la mano
derecha. Esa cicatriz, muchos años después, es apenas
una ínfima rayita que la escritora le muestra a
PáginaI12 como el último trofeo de una guerra que
perdió con la carrera de Química, durante su breve
paso por la Facultad de Ciencias Exactas. Héctor
Pozzi, jefe de trabajos prácticos, la llamó a su oficina:
“Se sacó la mejor nota, Molloy, pero usted no está
contenta aquí”, le dijo. Y la invitó a irse, le dio ese
permiso fundamental, el empujón que necesitaba para
estudiar literatura. “Mal que bien, uno vuelve a esos
libros que ha leído con cierta frecuencia, y siempre me
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acuerdo de cosas distintas. Me ha pasado de tener un


recuerdo nítido y después volver al texto y
encontrarme con otra cosa que no había visto”, plantea
la autora de las novelas En breve cárcel y El común
olvido. “La palabra cita para mí tenía algo un poco
dudoso, cierta ambigüedad, algo clandestino, porque
yo le robaba los libros a mi madre, como cuento en
uno de los textos, para leerlos. Hasta que me
descubrieron”.
–Quizá varias generaciones de lectores se formaron
un poco al calor de esta especie de clandestinidad
inicial, de leer a escondidas de los padres, ¿no?
–Escapar a la vigilancia paterna o materna es uno de
los placeres de la niñez, ¿no? A través de la lectura se
aumenta ese placer porque estás escapando a la
vigilancia y estás haciendo algo que sabés que no
tendrías que estar haciendo, porque por algo están esos
libros semi escondidos en un cajón, en donde sea;
entonces esa transgresión se vuelve sumamente
deseable. Uno se vuelve más uno mismo al poder
tomar algo que se supone que no corresponde.
–Lo prohibido tiene ese encanto particular.
–Totalmente. Además, quiero esto, ¿por qué no? Mi
trayectoria de lectura está marcada por el deseo.
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–En “El libro como artículo de viaje” dice: “El


miedo de quedarme sin libro que leer me sigue
rondando”. ¿Cómo explica ese miedo?
–Es el miedo no solo a sentirme sola, sino literalmente
a estar desamparada. El libro me protege, el libro es un
refugio, y si no tengo un libro estoy a la intemperie.
Eso me perturba enormemente. Me perturba más no
tener un libro que no tener un paraguas (risas). Incluso
en este último viaje compré un libro en inglés, pero no
me acuerdo cuál era porque no lo leí. Muchas veces
los libros que compro en los aeropuertos son libros que
no leo en el viaje. Pero sé que están ahí. Como el
paraguas.
–En “Un posible comienzo” cuenta que le gustaría
creer que el primer libro que leyó de chica fue en
español, pero que no sabe si fue así.
–Sé que los primeros cuentos que escuché fueron en
español, antes de que supiera leer. Muchos de ellos
eran traducciones de cuentos de hadas ingleses o
franceses. El primer libro que leí no lo recuerdo. Y es
algo que me taladra porque pienso que a lo mejor fue
en inglés, pero por otro lado me leían los cuentos en
español. No sé… son puras conjeturas y ese comienzo
está un poco borroso, lo cual me da rabia. Para
consolarme pienso que esa indecisión a lo mejor es
una buena cosa porque no importa tanto recordar en
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qué lengua leíste, sino qué leíste. Para mí, que siento
que la lectura me ha moldeado en cualquier lengua,
leer fue una manera de devenir yo.
–“No sólo vivía a través de los libros, vivía los
libros, los volvía performance personal”, afirma en
uno de los textos. ¿Por qué las escenas de lectura
son tan teatrales?
–Esa teatralidad queda cifrada en la idea del lector o la
lectora con el libro en la mano. Ese libro en la mano
que leés y que te completa; pero a la vez es una
manera de significar algo para el otro que te está
mirando. La satisfacción es doble: tener un libro por si
quiero leerlo y tener un libro que me completa, que es
algo que necesito para ser yo y para que el otro
entiendo quién soy. Yo soy una lectora con el libro en
la mano. De muy chica volvía loca a mis padres
porque no era un libro, sino no sé cuántos que quería
llevar cuando viajaba. Y tenían que ser libros, no
revistas. Yo quería que me vieran con libros. Algo de
autoexposición o de jactancia hay sin duda en ese
gesto, pero lo veo como algo más esencial, como parte
de mí. Yo quiero que me conozcan con el libro en la
mano.
–¿Es su primera identidad?
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–Sí, exacto. Yo creo que había una frase “legal”, que


siempre la recuerdo porque me divierte, que es “fulana
de tal, que sí lee y escribe”. Yo leo y escribo y para mí
son una misma cosa; están inextricablemente ligados.
–¿En qué sentido su primo, que aparece
homenajeado en uno de los textos, cambió la
dirección de sus lecturas?
–Mi primo, que era bilingüe como yo, me abrió a otro
tipo de lecturas en un momento en que lo necesitaba.
Hay dos personas que me abrieron hacia otro tipo de
lecturas: mi profesora de francés, que me abrió hacia
la literatura francesa, y por otro lado mi primo, que me
llevó a leer a T. S. Eliot. Yo venía de un colegio
inglés donde leíamos la literatura del siglo XIX, pero
no dábamos ni un paso más adelante.
–¿Cómo no se leía a ningún autor del siglo XX en
ese colegio?
–A lo más que llegábamos era a Thomas Hardy. Vi
una libertad de escritura en Eliot en la que no había
reparado anteriormente en las lecturas prescriptas en el
colegio.
–Qué escena tremenda que cuenta con Victoria
Ocampo, linda manera de conocerla...
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–Esa fue una escena de pavor que todavía recuerdo


nítidamente porque la arrogancia de Victoria –a
quien conocí después muy bien y llegué a querer
mucho– fue temeraria. Yo estaba haciendo un trabajo
sobre traducciones de escritores argentinos al francés.
Entonces quería hacerle a José Bianco algunas
preguntas sobre (Ricardo) Güiraldes. Me di cuenta de
que Güiraldes no era un escritor que le interesara
demasiado, pero muy amablemente me dijo con quién
podía hablar. Y fue entonces cuando irrumpió Victoria
diciendo: “¿dónde está mi libro? ¿quién me robó un
libro de Jean Giono?”. Ahí se creó una complicidad
muy linda con Bianco porque puso los ojos en blanco
y dijo: “yo no sé dónde está su libro”. Bianco me dijo
a mí: “¿a quién se le ocurre leer a Giono?”. Esa falta
de respeto fue liberadora para mí, porque yo había
intentado leer a Giono y me parecía ilegible. Esas
complicidades son muy lindas en las lecturas. Otro
momento muy lindo de complicidad que tuve con
“Pepe” Bianco fue a propósito de los cuentos de
Katherine Mansfield. En una conversación se hablaba
de escritores ingleses y yo dije algo sobre Mansfield y
me di cuenta de que la gente no había leído a
Mansfield, salvo “Pepe”, que se acordaba del mismo
cuento que yo, de un detalle que guardo como quien
almacena monedas raras porque sabe que en algún
momento van a valer algo y las va a usar en la
escritura. Se acordaba de ese cuento donde hay una
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mujer que anda deambulando por la ciudad buscando


un zaguán donde pueda llorar porque acaba de recibir
una mala noticia. Los dos nos acordábamos de esa
escena; fue un momento de hermandad muy lindo.
Hay otra circunstancia en la que cunde el
malentendido con Silvina Ocampo por el título de una
novela de Molloy. “Silvina me enseñó muchas cosas,
pero ese momento fue increíble –reconoce–. Cuando
me preguntó cuál era el título de mi novela, le dije que
En breve cárcel. Silvina me dijo que no le gustaba. Y
yo con ganas de matarla, aunque reconociendo que
tiene derecho a que no le guste un título, me quedé
callada. Al rato me preguntó: ‘¿cómo era el título?’ Y
se lo repetí. ‘Ah, yo había entendido En breve
cáncer’…, me dijo. Me dio un ataque de risa, pero me
maravilló que pudiera pensar que una novela se pueda
llamar En breve cáncer”.
–En otro de los textos de “Citas de lectura” revela
que en la plaza Dorrego compró una primera
edición de “Las invitadas”, dedicada a otra
persona. ¿Es un gesto de amor hacia Silvina
comprar ese libro, tener algo dedicado por ella?
–Debo decir que llegué al amor a través de los celos,
porque mi primera reacción fue de celos al descubrir
que hay un libro de Silvina dedicado a alguien que era
amigo mío. Lo cual añade más celos a los celos que
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sentí. ¿Por qué había un libro dedicado a Eugenio


(Guasta) y no a mí? Yo no tenía ningún libro de
Silvina dedicado, no sé por qué… Entonces me dio
rabia y lo dejé. Después efectivamente volví porque
quería tener un libro de Silvina dedicado, aunque fuera
a otra persona.
–¿Qué le debe a Borges?
–Hay dos momentos en mi lectura de Borges. Una es
mi primera lectura, que se hace desde un punto de
vista más “escolar”, porque en Francia trabajé con la
recepción de los escritores latinoamericanos en francés
y Borges era figura central en esa recepción, así que lo
trabajé desde el punto de vista académico, leyéndolo y
viendo además los malentendidos que se planteaban en
esa recepción: cómo el país extranjero siempre le pide
al texto que ha sido traducido que coincida con la
imagen que ellos tienen. Borges rompía todos los
moldes y no coincidía con lo que se esperaba de
América Latina. Entonces hubo una serie
desencuentros muy interesantes. Ese fue mi primer
acercamiento a Borges. Pero más allá de esa
experiencia académica, yo empezaba a tantear la
escritura y me daba cuenta de que era otro el Borges
que me interesaba: no el que entra en diálogo con la
literatura francesa, sino el Borges que entraba en
diálogo conmigo. A partir de ese momento, cuando
empiezo yo misma a escribir, me doy cuenta de
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aspectos básicos de Borges que marcan mi escritura: la


idea de traslado de textos, la idea de que la literatura es
algo que se repite y que recontamos y que la literatura
refiere. Otra cosa muy importante que me enseñó
Borges es que la crítica y la ficción no son ejercicios
diferentes. Se contaminan provechosamente y eso lo
vivo en mi vida diaria: escribo ficción y escribo crítica
al mismo tiempo y muy a menudo lo que no voy a usar
en una lo uso en la otra. También me enseñó el uso del
fragmento; él tiene una frase que me encanta, que
trabaja con “pormenores lacónicos de larga
proyección”. Para mí ese trabajar con lo pequeño, con
lo menor, y poder proyectarlo es algo muy importante.
Para decirlo en una palabra, Borge me enseñó la
atención literaria.
–En todos sus libros hay una suerte de reservorio
de palabras, algunas quizá cayeron en desuso o
están un tanto olvidadas. En “Citas de lectura”, la
más significativa es “mamarrachientos”. ¿Qué
función tienen estas palabras?
–Me divierte usarlas, aunque sé que estoy cometiendo
un anacronismo. Me gusta recuperar ciertas palabras
que se usan menos ahora. Tengo un museo personal de
palabras que oí en mi infancia, que les oí a mi madre y
a mis tías, que por cierto hablaban de una manera muy
linda, a mí me encantaba oírlas y apropiarme de ellas.
A pesar de que el castellano es mi lengua de escritura,
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al hablar otros idiomas de manera cotidiana, el inglés


por ejemplo, esas palabras adquieren un aura especial
y me gusta ponerlas de vez en cuando en lo que
escribo.
–¿Qué otras palabras recuerda de ese museo
personal?
–Cuando mi madre hablaba de una vecina que era un
tanto arrogante, me decía: “es una estirada”. Me
encanta estirada. También está el vocabulario de
amigas mayores que yo, que usan mucho “mangangá”,
una persona que habla mucho. Son palabras de las que
reconozco su rareza y las uso de manera muy
dosificada para que no parezca que estoy haciendo
color local.

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