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Las formas de comunicación animal son cerradas, carecen de apertura al casi infinito
número de combinaciones del lenguaje utilizado por los hombres; son un estímulo concreto al
que corresponde una respuesta específica: subirse a la copa de los árboles si el chillido del
chimpancé anuncia una serpiente, o volar hacia el norte en un radio de 100 metros hacia una
bromeliácea; es evidente que se trata de sistemas de comunicación que corresponden a las
necesidades de la subsistencia y, seguramente,
De ahí que el término de cosmovisión refiera a la manera en que una sociedad entiende el
universo, la manera específica en que ordena, explica y valora la realidad. También podríamos
considerarla como el mundo interior de los hombres dentro de una sociedad específica, mundo
interior a través del cual dota de existencia al mundo. Me siento tentado a afirmar “mundo
exterior”, pero no supondría un dualismo que en la práctica no existe.
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de actuar. Es decir
Ahora bien, vista la cosmovisión desde el ámbito lingüístico, comparte con la lengua el
sustrato lógico de su construcción. Sustrato que se encuentra enraizado en los mismos
mecanismos del cerebro humano y de las formas, siempre plásticas, en que el hombre ha
respondido a las necesidades de la subsistencia en diferentes espacios y tiempos, es por ello que,
en mi opinión,
Si nos atenemos a las raíces latinas del término religión, éste puede ser comprendido como
religare o relegere. En el primer caso, religión se entiende como la búsqueda de unión entre el
hombre y Dios; en el segundo, religión refiere al proceso de reiteración propio del culto (García,
2002: 25-27). Al privilegiar la primera de las definiciones etimológicas se destaca que la religión
es una actitud psicológica, como una piedad o fe que permite al hombre reintegrarse con una
entidad que él considera verdadera y suprema, Dios. En cambio si se opta por la otra etimología
se acentúa el carácter ritual, performativo de la religión y por tanto su carácter social.
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Beuchot (2005: 76), a partir del sentido etimológico de la palabra símbolo, afirma que “es
el signo que une dos cosas, dos elementos o dos dimensiones… Tiene dos partes. Una es
conocida, nos pertenece; es con la que iremos en busca de la otra, la que embona con ella, con la
cual y sólo con la cual se cumple la simbolización, se lleva a cabo el acontecimiento de
simbolicidad”. En efecto el símbolo es una suerte de signo y pudiera confundirse con él. Sin
embargo, en el símbolo se prefigura lo simbolizado. El símbolo comparte con el signo la
característica de constituirse como un significante que transmite un significado, `pero tiene dos
diferencias fundamentales:
1. El signo sólo porta un significado en su significante: pero es perro (el significante perro,
la combinación específica que en este momento se lee, sólo puede referir el fenómeno de la
realidad que con otros signos denominados como animal del género can). El símbolo, en
cambio, está abierto a una multiplicidad de significados, perro entonces puede ser, entre otras
cosas, amistad, fidelidad, sumisión; así como rabia t determinación para impedir el paso.
Así al decir que “Dios es luz” no afirmo que un individuo denominado Dios es energía
electromagnética radiante capaz de ser percibida por el ojo humano. Al decir que Dios es luz
“expreso trans-significantes analógicamente relacionados con la luz de mi experiencia, pero que
son de otro orden (verdad, revelación, orientación, iluminación)” (Croatto, 2002: 68).
(Mardones, 2005: 59). Eliade fue el primero en subrayar que los símbolos no son
arbitrarios sino que responden a una lógica propia, estableciendo relaciones estructurales entre
fenómenos de naturaleza distinta; son coherentes y sistemáticos (Allen, 1985: 157)
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nuevas generaciones y sus frutos son los senos colgantes de los que brotan las nubes, también
la ceiba es el árbol del centro del cosmos que ordena el espacio y el tiempo, sobre su tronco el
sol asciende y desciende todos los días demarcando los rumbos cósmicos y estableciendo el
decurso temporal (Morales, 2006).
Esta capacidad del simbolismo religioso para desvelar una multitud de significaciones
estructuralmente solidarias tiene una consecuencia importante: el símbolo es susceptible de
revelar una perspectiva en la cual realidades heterogéneas se dejan articular en un conjunto
o incluso se integran en un “sistema”. Dicho de otro modo: el simbolismo religioso permite al
hombre descubrir una cierta unidad del mundo y, al mismo tiempo, conocer su propio destino
como parte integrante del mundo (Eliade, 1984: 264).
A pesar de que la ciencia logra explicar el universo, no logra en sí misma darle sentido. Es
por ello que la razón no le basta a los hombres y se ven impedidos a buscar otras formas de
conocimiento que puedan cubrir su necesidad de significado. El lenguaje discursivo termina
siendo vacuo para el hombre, que descubre que aquél es sólo una forma de ver —arbitraria y
cultural— la realidad, pero no es la realidad; es entonces cuando recurre a otra forma de
lenguaje, el lenguaje simbólico que le hace sentirse más seguro: sigue siendo un lenguaje, pero
al menos se aproxima por asociación por semejanza, por evocación, a la realidad misma en su
totalidad, unidad y diversidad, orden y caos.
El pensamiento religioso simbólico ubica al hombre no tanto frente a una “supra realidad”,
como ante el misterio mismo de la realidad. Ello a través de un lenguaje caracterizado por la
vaguedad de lo inasible: “la ambigüedad fundamental envuelve como una niebla al conocimiento
simbólico” (Mardones, 2005: 61). La indeterminación del símbolo “hace de él el único
instrumento capaz de conservar en la realidad vivida toda su riqueza y su singularidad
paradójica” (Luyster, 1966: 236).
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La hermenéutica del símbolo debe reconocer su estructura (polisémica y su especificidad
histórica monosémica (Croatto, 2002: 70). Es decir, el interior de una religión específica, es un
momento histórico, dentro de un grupo social o para un individuo el símbolo se clausura, sin
dejar por ello la posibilidad de abrirse el mismo símbolo a otros significados en el curso de la
historia. Por dar un ejemplo al que ya se ha aludido: la luz de Dios puede significar “Jesús es la
luz del mundo” sin que por ello la luz, como símbolo, pierda su capacidad para evocar la verdad,
la permanencia, la sabiduría, la realización, la libertad o incluso la santidad misma —significados
todos que pueden encontrarse en lo que percibe el creyente acerca de Jesús.
Ciertas formas del discurso logran que las cosas u acciones cambien de régimen ontológico.
En la liturgia católica de la misa, el sacerdote dice: “Bendice estos dones para que los conviertas,
con la efusión de tu espíritu en cuerpo y sangre de Cristo”, y más adelante: “Este es Cristo, el
cordero de Dios, dichosos los invitados a la cena del Señor”; tañes expresiones permiten
considerar al creyente que la hogaza de pan ázimo y el vino se convierten verdaderamente en el
cuerpo y la sangre de Cristo. Se trata alcanzado a través de
pronunciar nuevamente las palabras de Cristo registradas en los evangelios y de declarar ante
todos que ha ocurrido la transformación. El pan ya no es pan, es el cuerpo de Cristo; el vino ya
no es vino, es la sangre de Cristo. Todo ello a través de la palabra pronunciada en el momento
correcto dentro de una serie de acciones rituales (Concilio Vaticano II, 1966; 162, 173). DE la
misma manera la pronunciación del Brahmar panam, oración védica prescrita para ingerir los
alimentos, garantiza al creyente que el alimento se purifica y que la acción de comer es una
ofrenda a Brahman que, como fuego, consume al alimento en el interior de los órganos digestivos
(Leslie-Chaden, 1999: 419).
Es claro que la pronunciación de ciertas palabras permite transformar tanto a los objetos
rituales como a los participantes, y que el poder sacralizador de tales palabras sólo puede tener
sentido dentro del contexto de su pronunciación, lo que implica el espacio y tiempo específicos.
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También la palabra sirve de puente entre los hombres y lo sagrado. La oración, libre o
sujeta a una fórmula establecida, sirve para invocar, alabar, ofrecer y solicitar dones a los seres
sobrenaturales. Todos estos elementos pueden verse claramente en la oración cristiana por
antonomasia:
Como puede observarse este discurso que comunica al hombre con lo sagrado, implica un
intercambio. Este intercambio se expresa, en el caso del Padre nuestro, como plegaria, pero
existen discursos en los que la solicitud es una demanda y la alabanza puede llegar a tener la
tonalidad de una imprecación; así es como ocurre en algunos pasajes del Ritual de los Bacabes.
(Gn. I, 3).
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