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H. P. LOVECRAFT
MITOS
DE CTHULHU 2
Introducción de
ALBERTO SANTOS CASTILLO
ISBN de su edición en papel: 978-84-414-1303-0
© 2014 Editorial EDAF, S.L.U., Jorge Juan 68. 28009 Madrid (España) www.edaf.net
ALBERTO SANTOS
EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD*
BORELLUS
I. UN RESULTADO Y UN PRÓLOGO
Uno debe revisar la primera parte de la vida de Charles Ward como algo
que pertenece al pasado y a las antigüedades que tanto amaba. En el otoño de
1918, y con un considerable entusiasmo por el entrenamiento militar de
aquella época, comenzó su primer año en el Moses Brown School, que se
encuentra cerca de su casa. El viejo edificio principal, construido en 1819,
siempre había hechizado su joven sentido de anticuario; y el espacioso parque
en el que se encontraba la academia prendía su acusado gusto por los
paisajes. Sus actividades sociales eran pocas, y empleaba su tiempo sobre
todo en casa, en paseos al azar, en sus clases e instrucción militar, así como
en la búsqueda de datos anticuarios y genealógicos en el Ayuntamiento, el
Parlamento Estatal, la Biblioteca Pública, el Ateneo, la Sociedad Histórica,
las Bibliotecas John Carter Brown y John Hay de la Universidad Brown, y la
recién abierta Biblioteca Shepley de Benefit Street. Podría describírselo tal
como era por aquel entonces: alto, delgado y rubio, con ojos estudiosos y
algo cargado de hombros, vestido con cierto desaliño y dando más impresión
de torpeza desangelada que de aspecto atractivo.
Sus paseos eran siempre viajes a la antigüedad, durante los que se las
arreglaba para captar, de la multitud de restos de la esplendorosa ciudad
antigua, una imagen coherente de los siglos pasados. Su casa era una gran
mansión de estilo georgiano, en lo alto de la casi vertical colina que se
levanta al este del río, y desde las ventanas traseras de sus laberínticas alas
podía otear, vertiginosamente, sobre los agrupados chapiteles, cúpulas,
tejados y cimas de los rascacielos de la ciudad baja, hasta llegar a las colinas
púrpuras del campo circundante. Allí había nacido, y a través del hermoso
porche clásico de doble tabique de ladrillo, su niñera lo había sacado por
primera vez en carrito; pasando la pequeña granja blanca, de dos siglos de
antigüedad, que la ciudad había devorado hacía mucho tiempo, hacia los
imponentes colegios situados a lo largo de la umbría y suntuosa calle, cuyas
viejas mansiones de ladrillo y casitas de madera, con porches estrechos y
pesadas columnas dóricas, soñaban añejas y exclusivas entre grandes patios y
jardines.
Lo había paseado también a lo largo de la somnolienta Congdon Street,
que se escalonaba por la empinada colina, con todas las casas de la zona
oriental situadas en altas terraza. Las casitas de madera suelen ser muy viejas
por esa zona, ya que fue sobre esa colina por donde se expandió la ciudad; y
en esos paseos fue embebiéndose con el colorido de la pintoresca ciudad
colonial. La niñera solía detenerse y sentarse en los bancos de Prospect
Terrace a charlar con los policías; uno de los primeros recuerdos del niño fue
el gran mar, a occidente de nebulosos tejados, cúpulas, chapiteles y lejanas
colinas, que vio una tarde de invierno desde el gran terraplén con baranda,
todo violeta y místico, silueteado contra un crepúsculo febril y apocalíptico
de rojos, dorados, púrpuras y curiosos verdes. La inmensa cúpula de mármol
del Parlamento Estatal alzaba su abultada silueta, con la estatua que la corona
aureolada de forma fantástica por un claro en una de las oscuras nubes de
estratos que laminaban el cielo llameante.
Al crecer, comenzaron sus famosos paseos; primero arrastrando
impacientemente a su niñera y luego a solas, en soñadora meditación. Cada
vez se aventuraba más lejos, bajando la empinada colina, alcanzando niveles
de la antigua ciudad cada vez más bajos y pintorescos. Titubeaba con cautela
al descender por la vertical Jenckes Street, con sus muros a nivel y
buhardillas coloniales, hasta llegar a la sombría esquina de Benefit Street,
donde había una reliquia de madera, con un par de columnas jónicas
formando el portal y, a su lado, una prehistórica casa de tejado picudo, con
resabios a antigua granja, y junto a ella la gran casa del Juez Durfee, con sus
decadentes vestigios de grandeza georgiana. Se estaban convirtiendo en
chabolas, pero los olmos titánicos arrojaban una sombra balsámica sobre el
lugar, y el chico solía dar un paseo al sur, pasando las largas filas de casas
anteriores a la Independencia, con sus grandes chimeneas centrales y sus
portales clásicos. Se alzaban en el lado este, altas, sobre cimientos con dos
tramos de escaleras de piedra y balaustradas, y el joven Charles podía
imaginárselas cuando la calle era nueva, y gentes con polainas rojas y pelucas
sa lían de los frontones pintados, cuyos signos de decadencia eran ahora tan
visibles.
Al oeste, la colina se volvía tan empinada como arriba, bajando hasta la
antigua ciudad vieja, que los fundadores habían instalado en la orilla del río
en 1636. Aquí había innumerables sendas, con casas torcidas y arracimadas
de inmensa antigüedad; y, fascinado como estaba, tardó en atreverse a cruzar
por entre esas arcaicas construcciones, por temor a que pudiera convertirse en
un sueño y una puerta a desconocidos terrores. Encontró mucho menos
formidable continuar a lo largo de Benefit Stree t, pasando la verja del oculto
cementerio de St. John y la parte trasera de El Parlamento Colonial de 1761 y
la mole mohosa de la posada Golden Ball, donde se albergó Washington. En
Meeting Street —antes Gaol Lane y King Street, dependiendo del periodo—
podía mirar hacia el este y ver los curvados tramos de escalones en los que se
resolvía la calle para trepar por la ladera, y abajo, al oeste, entrever la vieja
escuela colonial de ladrillos, que sonríe, cruzando la calle, al viejo local con
el letrero del busto de Shakespeare, donde la Providence Gazette y el
Country-Journal se imprimieron antes de la Independencia. Luego venía la
exquisita iglesia First Baptist de 1775, espléndida e inigualable con el
chapitel de estilo Gibbs, y los techos georgianos y las cúpulas que se ciernen
sobre ella. A partir de este punto, y hacia el sur, la vecindad se vuelve mejor,
floreciendo al final de todo en un maravilloso grupo de mansiones nuevas;
pero, de todas formas, las viejas callejuelas llevan abajo, al precipicio del
oeste, espectrales con el arcaísmo de sus múltiples buhardillas, sumiéndose
en una maraña de iridiscente decadencia, en la que el viejo y sórdido barrio
portuario recuerda los viejos días de comercio con las Indias Orientales, entre
vicios políglotas y mugrientos y podridos muelles, y legañosas tiendas de
efectos navales, con callejones, que aún sobreviven, de nombres tales como
Paquete, Lingote, Oro, Plata, Moneda, Doblón, Soberano, Florín, Dólar,
Cuarto y Centavo.
A veces, al hacerse mayor y más aventurero, el joven Ward se adentraba
en el interior de ese remolino de casas desvencijadas, dinteles rotos, peldaños
sueltos, balaustradas torcidas, rostros cetrinos y olores indescriptibles;
serpenteando desde South Main a South Water, escrutando los muelles, allá
donde la bahía y los sonidos de los vapores aún resuenan, regresando hacia el
norte hacia ese nivel bajo, pasando los almacenes de tejados inclinados, de
1816, y la gran plaza en el gran Puente, donde el mercado de 1773 aún sigue
firme sobre sus viejos arcos. En esa plaza se detenía a beber de la
desconcertante belleza de la ciudad vieja, que se alza en la escarpa este,
adornada con dos chapiteles georgianos y coronada por la inmensa cúpula de
la Christian Science, al igual que Londres está coronada por St. Paul. Gustaba
sobre todo de alcanzar este punto a última hora de la tarde, cuando el sesgado
crepúsculo toca con oro el Mercado y los antiguos tejados y campanarios de
la colina, y esparce magia en torno a los soñadores muelles en que los
indianos de Providence solían echar el ancla. Tras echar un largo vistazo
podía sentirse como mareado, con el amor de un poeta por esa visión, y luego
escalar por la ladera, de vuelta a casa en la oscuridad, pasando la vieja iglesia
blanca, remontando los empinados y angostos caminos donde los
resplandores amarillos comienzan a parpadear en ventanas de vidriera, bajo
las luces de las farolas que alumbran dobles tramos de escalera con curiosas
barandillas de hierro forjado.
Otras veces, en años posteriores, buscaba los vívidos contrastes,
empleando la mitad de un paseo en los desvencijados barrios coloniales al
norte de su casa, donde la colina cae hasta el cerro bajo de Stamper Hill, con
su gueto y su barrio negro agolpándose en torno a la plaza desde la que la
diligencia de Boston solía salir antes de la Independencia, y la otra mitad la
pasaba en el gracioso barrio sureño sobre las calles George, Benevolent,
Power y William, donde la vieja ladera alberga intactas las finas estatuas y
los tramos de muros vallados, así como empinadas sendas verdes, que tantas
memorias fragantes guardan. Esos vagabundeos, unidos a los diligentes
estudios que les acompañaron, contribuyeron sin duda a reunir un inmenso
acervo de saber sobre lo antiguo, que terminó imponiéndose al mundo
moderno en el cerebro de Ward, y es ilustrativo del terreno mental en el que
cayeron, ese fatídico invierno de 1919-20, las semillas de las que brotó tan
extraña y terrible cosecha.
El doctor Willett está convencido de que, hasta ese invierno cargado de
malos presagios en que se produjo el primer cambio, el gusto por lo antiguo
de Charles estaba libre de cualquier traza de insania. Los cementerios no le
causaban especial atracción, más allá de su pintoresquismo y su valor
histórico, y era por completo ajeno a cosas tales como violencia o instinto
salvaje. Entonces, gradual e insidiosamente, comenzó a desarro llarse la
secuela de uno de sus triunfos en el campo de la genea logía, del año anterior,
cuando descubrió entre sus antepasados maternos a un hombre, sumamente
longevo, llamado Joseph Curwen, que había llegado de Salem en 1692, y
sobre el que corrían una serie de rumores de la naturaleza más peculiar e
inquietante.
Un antepasado de Ward, Welcome Potter, se había casado en 1785 con
una tal «Ann Tillinghast, hija de la señora Eliza, hija del capitán James
Tillinghast», de cuya paternidad nada sabía la familia. Posteriormente, en
1918, mientras estudiaba un volumen de registros originales de la ciudad, en
manuscrito, el joven genealogista encontró una entrada que informaba de un
cambio legal de nombre, por el que, en 1772, una tal señorita Eliza Curwen,
viuda de Joseph Curwen, decidía, junto con su hija de siete años, Ann,
reasumir su nombre de soltera de Tillinghast, alegando que el nombre de su
marido se había convertido en motivo de escarnio público, debido a lo que se
había sabido tras su muerte y que confirma un antiguo y extendido rumor, al
que una esposa leal no podía dar crédito hasta ser completamente probado,
más allá de cualquier duda. Esa entrada salió a la luz por accidente, debido a
la separación accidental de dos hojas que habían sido pegadas
cuidadosamente y convertidas en una sola mediante una laboriosa
repaginación del libro.
Charles Ward, en el acto, comprendió que había descubierto a su
desconocido antepasado. El descubrimiento lo excitó doblemente, porque
había oído ya vagos rumores y encontrado dispersas alusiones a este
personaje, sobre quien quedaban muy pocos registros disponibles, además de
lo que se hizo público sólo en tiempos modernos, casi como si hubiera una
conspiración para borrar cualquier recuerdo de todo aquello. Lo que quedaba,
por otra parte, era de una naturaleza tan singular y provocadora que uno no
podía por menos que sentirse curioso sobre lo que aquellos escribanos
coloniales estaban tan ansiosos de ocultar y olvidar; o de sospechar si no
habría razones demasiado convincentes para proceder a esas eliminaciones.
Antes de eso, Ward se había contentado con dejar su interés por el viejo
Joseph Curwen en un estado de letargo; pero habiendo descubierto su propia
relación con ese, al parecer, «personaje silenciado», procedió a buscar, tan
sistemáticamente como le fue posible, cuantos datos hubiera sobre él. En su
excitada búsqueda, de hecho, llegó mucho más lejos de lo que esperaba; ya
que viejas cartas, diarios y fajos de documentos, de memorias sin publicar,
almacenadas en buhardillas llenas de telarañas, dieron muchos y muy
esclarecedores pasajes, que sus autores no se habían molestado en destruir.
Una luz importante llegó desde un punto tan lejano como es Nueva York,
donde cierta correspondencia colonial con Rhode Island estaba guardada en
el museo de la Taberna Fraunces. El hecho cierto y crucial, empero, y que en
opinión del doctor Willett selló la suerte final de la dolencia de Ward, fue el
hallazgo, en agosto de 1919, hecho tras el artesonado de la decrépita casa de
Olney Court. Fue esto, fuera de toda duda, lo que abrió aquellas negras
perspectivas cuyo fondo era más profundo que el de una sima.
Joseph Curwen, según revelaron las confusas leyendas que Carter había
escuchado y encontrado, se trataba de un individuo desconcertante,
enigmático y oscuramente horrible. Había huido de Salem a Providence —
ese paraíso universal de lo extraño, lo libre y lo disidente— al comienzo de la
gran caza de brujas, teniendo miedo de ser acusado por culpa de sus hábi tos
solitarios y de sus extraños experimentos químicos o alquímicos. Era un
desconocido personaje de unos treinta años, y pronto se cualificaría para ser
ciudadano de Providence, comprando al poco un terreno, al norte del de
Gregory Dexter, más o menos al pie de Olney Street. Construyó su casa en
Stamper Hill, al oeste de Town Street, en lo que más tarde sería Olney Court,
y en 1761 la sustituyó por una mayor, en el mismo lugar, que aún está en pie.
Lo primero extraño, acerca de Joseph Curwen, era que no parecía
envejecer gran cosa. Se metió en negocios marítimos, comprando un muelle
cerca de Mile-End Cove, ayudando a reconstruir el Gran Puente en 1713, y
en 1723 fue uno de los fundadores de la Iglesia Congregacionista de la
colina; pero siempre tuvo un aspecto, no descrito, de hombre de no más de
treinta o treinta y cinco años. Según pasaban las décadas, esta singular
cualidad comenzó a provocar cada vez más rumores; pero Curwen lo
explicaba diciendo que procedía de antepasados saludables y practicaba una
vida austera que no le provocaba desgaste. Pero la gente de la ciudad no tenía
claro cómo podía conjugarse esa supuesta austeridad con las inexplicables
idas y venidas del misterioso comerciante, así como con el extraño resplandor
que brillaba en sus ventanas a cualquier hora de la noche; y se sentían
inclinados a atribuir a otras causas su continuada juventud y su longevidad.
Para muchos, estaba claro que el incesante mezclar y hervir de Curwen tenía
mucho que ver en el asunto. Los rumores hablaban de las extrañas sustancias
importadas de Londres y las Indias en sus buques, o compradas en Newport,
Boston y Nueva York; y cuando el viejo doctor Jabez Bowen llegó de
Rehoboth y abrió su botica, cruzando el Gran Puente, con un cartel de
Unicornio y Mortero, hubo incesantes habladurías acerca de las drogas,
ácidos y metales que el taciturno recluso compraba o encargaba sin descanso.
En la presunción de que Curwen poseía una portentosa y secreta habilidad
médica, muchos enfermos, de distinta posición social, acudieron a él en busca
de ayuda; pero aunque él parecía alentar de forma solapada tal creencia y les
daba extrañas pociones coloreadas, en respuesta a sus peticiones, se observó
que apenas producían efectos beneficiosos. Al cabo, cuando ya habían pasado
cincuenta años desde la llegada del extraño, sin producir más que un cambio
aparente de unos cinco años en su rostro y psique, la gente comenzó a
propalar rumores más oscuros y a compartir, más que a medias, ese deseo de
aislamiento que él siempre había mostrado.
Cartas privadas y diarios de esa época dan cuenta, también, de una
multitud de razones por las que Joseph Curwen despertaba el asombro y el
miedo, y por qué fue finalmente rehuido como una plaga. Su pasión por los
cementerios, en los que se le veía a todas horas y bajo toda clase de
condiciones, era notoria, aunque nadie había presenciado hecho alguno del
que pudieran colegirse tendencias gulescas. En la carretera de Pawtuxet había
una granja, en la que normalmente residía durante el verano y donde, con
frecuencia, se le veía cabalgar a las horas más peregrinas del día o la noche.
Aquí sus únicos sirvientes, granjeros y porteros eran un sombrío par de
ancianos indios narragansett; el marido, mudo y de rostro curiosamente
marcado, y la esposa de un continente de lo más repulsivo, probablemente
debido a la mezcla con sangre negra. En el cobertizo de la casa se hallaba el
laboratorio en donde realizaba la mayor parte de los experimentos. Los más
curiosos entre los porteadores y transportistas, que entregaban botellas, sacas
o cajas en la puerta trasera, hablaban de los fantásticos matraces, crisoles,
alambiques y hornos que vieron en la baja estancia, llena de estantes, y
profetizaban en voz baja que el taciturno químico —lo que para ellos quería
decir alquimista— encontraría a no mucho tardar la Piedra Filosofal. Los
vecinos más próximos a esta granja —los Fenner, como a medio kilómetro—
tenían cosas aún más extrañas que contar, acerca de ciertos sonidos que según
ellos procedían de la granja de Curwen durante la noche. Había gritos,
decían, y aullidos sostenidos, y no les gustaba el gran número de cabezas de
ganado que se agolpaban en sus pastos, dado que no se necesitaba tanto para
abastecer de comida, leche y lana a un hombre viejo y solo y a tan pocos
sirvientes. La clase de ganado parecía cambiar de semana en semana, según
adquiría nuevas remesas a los granjeros de Kingstown. Además, había algo
maligno en cierto gran edificio de piedra, con angostas y altas troneras a
modo de ventanas.
Los desocupados del puerto, asimismo, tenían mucho que decir acerca de
la casa de Curwen, en Olney Court; no tanto de la mansión que construyó en
1761, cuando debía tener cerca de cien años, sino de la primera, con tejado
picudo y bajo, con ático sin ventana y paredes de tablazón, cuyos maderos
había tenido la particular cautela de quemar tras la demolición. Aquí había
menos misterio, es cierto; pero las horas a las que se veía luces, el secreto de
los dos atezados extranjeros que formaban la única servidumbre, el odioso e
ininteligible balbuceo de la increíblemente vieja ama de llaves, la gran
cantidad de alimento que pasaba por esa puerta, aunque sólo cuatro personas
vivían allí, y la cualidad de ciertas voces oídas a menudo en sorda
conversación, a las horas más intempestivas, combinado con lo que se sabía
de la granja de Pawtuxet, se conjugaba para dar al lugar mala fama.
En círculos más selectos, también, la casa de Curwen era objeto de
habladurías; ya que, según el recién llegado se integraba poco a poco en la
iglesia y la vida comercial de la ciudad, iba haciendo, naturalmente,
relaciones de la mejor clase, en cuya compañía y conversación no
desentonaba, dada su educación. Se decía que era de buena cuna, que los
Curwen o Corwin de Salem no necesitaban carta de presentación en Nueva
Inglaterra. Se decía que Joseph Curwen había viajado mucho en su temprana
juventud, viviendo durante algún tiempo en Inglaterra y habiendo realizado al
menos dos viajes a Oriente; y su habla, cuando se dignaba a usarla, era la de
un inglés culto e instruido. Pero, por uno u otro motivo, a Curwen no le atraía
la vida social. Aunque nunca desairaba a un visitante, alzaba tal muro de
reserva que pocos podían pensar en hablar con él de algo que no sonase a
necio.
Parecía albergar, en sus maneras, cierta arrogancia críptica y sardónica,
como si hubiera llegado a encontrar todos los asuntos humanos banales,
luego de haberse codeado con entidades más poderosas y extrañas. Cuando el
doctor Checkley, el famoso predicador, llegó de Boston en 1738 para
convertirse en rector de King’s Church, no dudó en entrevistarse con alguien
del que tanto había oído hablar; pero se marchó sin tardanza, ya que detectó
en las palabras de su anfitrión una oculta vena siniestra. Charles Ward
comentó a su padre, una tarde de invierno que hablaron acerca de Curwen,
que había mucho que aprender en lo que el misterioso anciano le había dicho
al enérgico clérigo, pero todos los diarios estaban de acuerdo en la renuencia
que mostraba el doctor Checkley a la hora de repetir lo que había oído. El
buen hombre quedó desagradablemente impresionado y nunca pudo recordar
a Joseph Curwen sin una pérdida visible de esa alegre cortesía que tan
famoso le había hecho.
Más definida, en cambio, fue la razón por la que otro hombre de clase y
gusto rehuía al engreído ermitaño. En 1746, el señor John Merritt, un anciano
caballero inglés de erudición científica y literaria, llegó de Newport a esa
ciudad que tan rápido crecía y construyó una elegante mansión en el Neck, en
lo que ahora es el corazón del mejor barrio residencial. Vivía con notable
estilo y comodidad, siendo los suyos el primer carruaje y los criados de librea
de la ciudad, y mostrándose de lo más orgulloso de su telescopio, su
microscopio y su bien surtida biblioteca de libros ingleses y latinos.
Habiendo oído hablar de que Curwen tenía la mejor biblioteca de Providence,
el señor Merritt no tardó en hacerle una visita y fue recibido más
cordialmente que otros visitantes. Su admiración por las abarrotadas
estanterías del anfitrión, en las que, junto a clásicos griegos, latinos e
ingleses, había un considerable repertorio de tratados filosóficos,
matemáticos y científicos, que englobaban trabajos de Paracelso, Agrícola,
Van Helmont, Sylvius, Glauber, Boyle, Boerhaave, Becher y Stahl, fue lo que
movió a Curwen a insinuar la posibilidad de que visitase la granja y el
laboratorio, adonde nadie había sido invitado antes; y los dos acudieron allí al
punto en el carruaje del señor Merritt.
El señor Merritt siempre admitió no haber visto nada realmente horrible
en la granja, aunque sostiene que los títulos de la biblioteca temática, acerca
de asuntos taumatúrgicos, alquímicos y teológicos, situada por Curwen en
una habitación delantera, eran suficientes para inspirarle un temor duradero.
Quizá, no obstante, la expresión del rostro de su dueño, al mostrárselo,
contribuyó en gran parte a esta impresión. La estrafalaria colección, junto a
un conjunto de trabajos vulgares, que el señor Merritt no tuvo reparo en
envidiar, reunía a casi todos los cabalistas, demonólogos y magos conocidos
por el hombre; y era una isla del tesoro del saber en los dudosos territorios de
la alquimia y la astrología. Los Turba Philosophorum de Hermes Trismegisto
en la edición de Mesnard, el Liber Investigationis de Geber y la Llave de la
Sabiduría de Artephius, estaban allí; junto con el cabalístico Zohar; la
recopilación de Peter Jammy sobre Alberto Magno, el Ars Magna et Ultima
de Raimundo Lulio en la edición de Zetsner, el Thesaurus Chemicus de
Roger Bacon, la Clavis Alchimiae de Fludd y el De Lapide Philosophico
coronándolo todo. Judíos y árabes medievales estaban representados con
profusión, y el señor Merritt empalideció al coger un elegante volumen
conspicuamente etiquetado como Qanoon-e-Islam y descubrir que se trataba
en realidad del prohibido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred*, del
que había oído susurrar cosas monstruosas unos años atrás, tras descubrirse
ciertos ritos indescriptibles en el extraño pueblecito de Kingsport, en la
provincia de Massachusetts-Bay.
Pero lo más extraño es que aquel respetablemente caballero se sintió de lo
más inquieto por un detalle simple y sin importancia. En la enorme mesa de
caoba se encontraba, boca arriba, una maltratada copia de Borerlus, con
multitud de anotaciones al margen e interlineaciones, obra de Curwen. El
libro estaba abierto por la mitad, y un párrafo en concreto mostraba unos
subrayados, hechos con pluma, tan gruesos y trémulos bajo las místicas letras
góticas, que el visitante no pudo resistir la tentación de echarle un vistazo. Si
fue la naturaleza de la anotación en el pasaje, o la febril pesadez de los trazos,
el visitante no sabría decir; pero algo en la combinación de ambos le
afectaron en forma muy negativa y singular. Lo recordó hasta el final de sus
días, transcribiéndolo de memoria en su diario, y una vez intentó recitárselo a
su íntimo amigo, el doctor Checkley, hasta que vio de qué forma perturbaba
al educado rector. La cita rezaba:
Las Sales Esenciales de Animales pueden ser tanto preparadas como
conservadas, de forma que un hombre ingenioso puede tener todo un arca de Noé
en su propio estudio y extraer a placer, a partir de sus cenizas, la forma completa
de un animal; y por el mismo método, de las Sales Esenciales del polvo humano,
un filósofo puede, sin que medie ninguna nigromancia criminal, convocar a
cualquier antepasado muerto, a partir del polvo que resta tras la incineración de su
cuerpo.
Sin embargo, era cerca de los muelles, a lo largo de la parte sur de Town
Street, en donde se murmuraban los peores chismes acerca de Joseph
Curwen. Los marinos son gente supersticiosa, y aquellos hombres curtidos
que tripulaban innumerables balandros cargados de ron, esclavos y melaza, o
los rápidos buques corsarios y los grandes bergantines de los Brown,
Crawford y Tillinghast, todos ellos, hacían extraños y furtivos signos
supersticiosos cuando veían la delgada e inquietantemente juvenil figura de
pelo rubio, ligeramente cargada de hombros, entrando en el almacén de
Curwen, en la calle Doblón, o hablando con capitanes y sobrecargos en el
largo muelle desde el que zarpaban sus buques sin descanso. Los mismos
empleados y oficinistas de Curwen lo odiaban y temían, y todos sus
marineros eran chusma mestiza de Martinica, San Eustaquio, La Habana o
Port Royal. Era, en cierta forma, la frecuencia con que tales marineros eran
reemplazados, lo que inspiraba la parte más aguda y tangible del miedo que
se tenía al anciano. Una tripulación podía ir de permiso a la ciudad o bajar a
tierra, y a alguno de sus miembros se le encargaba uno u otro recado; y,
cuando se reunían de nuevo, era casi seguro que faltaba uno o dos. Como la
mayoría de los recados tenían que ver con la granja de la carretera de
Pawtuxet y pocos de los marineros habían sido vistos regresar de ese sitio, la
cosa se recortó; así que, con el paso del tiempo, a Curwen le resultó
sumamente difícil reunir sus variopintas tripulaciones. Casi invariablemente,
algunos desertaban apenas conocer los rumores que corrían por los muelles
de Providence, y al comerciante cada vez le suponía un problema mayor el
sustituirlos.
En 1760, Joseph Curwen era virtualmente un marginado, sospechoso de
vagos horrores y alianzas demoniacas que parecían aún más amenazadoras
por el hecho de que no podían describirse, entenderse o siquiera demostrar su
existencia. La gota que colmó el vaso pudo deberse a los soldados perdidos
en 1758, ya que en marzo y abril de ese año dos regimientos reales camino de
Nueva Francia fueron estacionados en Providence y se vieron diezmados en
una proporción que las habituales deserciones no podían explicar. Los
rumores incidían en la frecuencia con que Curwen había sido visto hablando
con los forasteros casacas rojas, y, cuando algunos de ellos comenzaron a
desaparecer, la gente empezó a pensar en lo que ocurría con sus marinos.
Nadie sabe lo que habría podido ocurrir de no haber recibido los regimientos
órdenes de marchar.
Mientras tanto, los negocios mundanos del comerciante prosperaban.
Tenía el virtual monopolio del comercio, con la ciudad, de sal mineral,
pimienta negra y canela, y era, de lejos, el líder respecto a los otros
establecimientos de ultramarinos, excepto los de Brown, en cuanto a
latonería, añil, algodón, lana, sal, aparejos, hierro, papel y manufacturas
inglesas, de la clase que fueran. Tenderos como James Green, con el letrero
del Elefante, en Cheapside; los Russell, con el letrero del Águila Dorada,
cruzando el puente; o Clark y Nightingale, con la Sartén y el Pescado, cerca
del New Coffee House, dependían casi completamente de él para conseguir
géneros; y sus contratos con los destiladores locales, los dueños de vaquerías
y los criadores de caballos de Narragansett, así como los fabricantes de velas
de Newport, le convertían en uno de los primeros exportadores de la colonia.
Aunque condenado al ostracismo, no descuidó sus actos cívicos. Cuando
ardió el Parlamento Colonial, contribuyó con generosidad a las loterías que se
organizaron para financiar uno nuevo, de ladrillo —que aún se alza orgulloso
en la vieja calle mayor—, que fue construido en 1761. Ese mismo año ayudó
a reconstruir el Gran Puente, tras el temporal de octubre. Repuso muchos de
los libros de la biblioteca pública, quemados en el incendio del Parlamento
Colonial, y compró gran parte de la lotería que permitió que el lodoso Market
Parade y Town Street, llena siempre de rodadas de carro, fueran cubiertos con
un pavimento de grandes piedras redondas, con un paseo o calzada de ladrillo
en el centro. Por aquel entonces, también, edificó la nueva casa, sencilla,
aunque de primera calidad, con un pórtico que es aún todo un triunfo de los
tallistas. Cuando los partidarios de Whiterfield se marcharon de la iglesia de
la colina del doctor Cotton en 1743 para fundar la iglesia del diácono Snow
cruzando el puente, Curwen se fue con ellos. Ahora, sin embargo, cultivaba
de nuevo la piedad, como si tratase de despejar las sombras que le habían
enviado al aislamiento y que pronto comenzarían a dañar su fortuna
mercantil, de no tomar serias medidas.
4
En otoño de 1770, Weeden decidió que ya era hora de contar a otros sus
descubrimientos; porque había un gran número de cabos que atar, así como
un segundo testigo que podía rebatir la posible acusación de que los celos y el
afán de venganza habían alimentado su imaginación. El primer confidente
que eligió fue el capitán James Mathewson, del Enterprise, que lo conocía lo
bastante como para no dudar de su veracidad, además de tener suficiente
influencia en la ciudad como para ser escuchado con respeto. La
conversación tuvo lugar en una habitación, en la parte de arriba de la taberna
de Sabin, cerca de los muelles, con Smith presente para corroborar cualquier
extremo, y resultó patente que el capitán Mathewson quedó de lo más
impresionado. Como casi cualquier otro en la ciudad, tenía negras sospechas
acerca de Joseph Curwen, por lo que necesitaba sólo una confirmación y
ampliación de los datos para convencerse por completo. Al final de la
conferencia, su semblante era grave y exigió a los dos jóvenes un silencio
absoluto. Él, dijo, transmitiría la información, por separado, a una decena de
los más cultos y prominentes ciudadanos de Providence, averiguando su
parecer y siguiendo cualquier consejo que quisieran darle. Sin duda, el
secreto era de todo punto esencial, ya que no era cuestión de que los
alguaciles del municipio o la milicia tomasen cartas en el asunto; y, sobre
todo, había que mantener a la excitable multitud en la ignorancia, para evitar
una repetición de aquel espantoso pánico que azotó a Salem hacía menos de
un siglo, y que era lo que había hecho huir a Curwen.
Había que hablar, creía, con el doctor Benjamín West, cuyo opúsculo
sobre el último tránsito de Venus probaba que era un erudito y un agudo
pensador; el reverendo James Manning, presidente de la Universidad, que
acababa de reemplazar a Warren y se albergaba temporalmente en el nuevo
rectorado de King Street, esperando que acabasen su casa en la colina, sobre
Presbiterian-Lane; el ex gobernador Stephen Hopkins, que había sido
miembro de la sociedad filosófica de Newport y que era hombre de amplias
miras; John Carter, editor de la Gazette; los cuatro hermanos Brown, John,
Joseph, Nicholas y Moses, que eran conocidos magnates locales, y, de entre
los cuales, Joseph era científico aficionado en sus ratos libres; el viejo doctor
Jabez Bowen, cuya erudición era considerable, además de poseer
conocimiento de primera mano acerca de las extrañas compras de Curwen, y
el capitán Abraham Whipple, un corsario de fenomenal audacia y energía,
con el que podía contarse para capitanear cualquier medida directa que fuese
necesaria. Tales hombres, de aceptar, podían reunirse en un consejo de
emergencia y sobre ellos recaería la responsabilidad de informar o no al
gobernador de la colonia, Joseph Wanton, en Newport, antes de entrar en
acción.
La misión del capitán Mathewson fue un éxito más allá de todo lo
esperado, ya que, aunque uno o dos de los elegidos se mostraron algo
escépticos sobre el posible lado fantasmal de la historia de Weeden, no hubo
ninguno que no pensase que no era necesario llevar a cabo algún tipo de
acción secreta y coordinada. Estaba claro que Curwen era una amenaza vaga
y potencial para el bienestar de la ciudad y la colonia, y debía ser eliminado a
toda costa. En diciembre de 1770, un grupo de eminentes ciudadanos se
reunión en casa de Stephen Hopkins y discutió las medidas a tomar. Las
notas de Weeden, que había entregado al capitán Mathewson, fueron leídas
cuidadosamente, y tanto a él como a Smith se les pidió que dieran ulteriores
detalles. Todo el grupo quedó en un estado muy parecido al de temor tras la
reunión, aunque unida a ese miedo se hallaba la hosca determinación que el
capitán Whipple, con su mundanidad fanfarrona y resonante, fue el que mejor
la expresó. No debían recurrir al gobernador, ya que tenían que tomar
medidas que iban más allá de un procedimiento legal. Con los ocultos
poderes, de indeterminado alcance, de los que disponía Curwen, no era éste
un hombre al que se le pudiera conminar, por las buenas, a abandonar la
ciudad. Podían producirse indescriptibles represalias, y aún si la siniestra
criatura aceptase la expulsión, eso no haría sino pasar la sucia carga de un
lugar a otro. Era una época sin ley, y los hombres que habían burlado durante
años a los aduaneros del rey no eran de la clase de los que retrocedían cuando
se necesitaba su intervención. Había que sorprender a Curwen en su granja de
Pawtuxet, con un gran grupo incursor de corsarios, y permitirle una
oportunidad de explicarse. Si se veía que era un loco que se divertía con
gritos e imaginarias conversaciones a varias voces, lo que había que hacer era
encerrarlo. Si surgía algo más grave, debía perecer con todo lo suyo. Había
que hacerlo discretamente, y ni siquiera la viuda o el padre de ésta
necesitaban enterarse de cómo había sucedido.
Mientras se discutían estas drásticas medidas, tuvo lugar en la ciudad un
incidente tan terrible e inexplicable que, en poco tiempo, fue la comidilla en
muchos kilómetros a la redonda. En medio de una noche de enero, iluminada
por la luna y con mucha nieve, resonó sobre el río y la colina una
estremecedora serie de gritos que hizo asomarse a los durmientes a todas las
ventanas, mientras la gente de la zona de Weybosset Point veía a un gran ser
blanco que avanzaba frenéticamente a lo largo del mal iluminado espacio
frente a la posada de La Cabeza del Turco. Hubo un ladrar de perros en la
distancia, pero esto quedó en segundo plano cuando el clamor de los
despertados se hizo audible. Partidas de hombres con linternas y mosquetes
corrieron a ver qué sucedía, pero no encontraron nada. A la mañana siguiente,
no obstante, apareció un cuerpo gigante y musculoso, completamente
desnudo, entre los montones de trozos de hielo, en los amarraderos al sur del
Gran Puente, donde el Muelle Largo se continúa pasando a la destilería de
Abbott, y la identidad del ser se convirtió en tema de interminables
especulaciones y murmuraciones. No eran tanto los jóvenes como los viejos
quienes susurraban, ya que sólo en los ancianos esa faz rígida, con ojos
desorbitados por el horror, tensaba las cuerdas de la memoria. Ellos,
estremecidos como estaban, cambiaban furtivos susurros de asombro y
miedo, ya que esas rígidas y odiosas facciones se parecían tanto que casi
podían pertenecer... a cierto hombre muerto hacía sus buenos cincuenta años.
Ezra Weeden estaba presente en el momento del descubrimiento, y,
recordando los aullidos de la noche anterior, anduvo a lo largo de Weybosset
Street y cruzó el Puente Muddy Dock, que era por donde había sonado el
ruido. Albergaba una curiosa esperanza, y no se sorprendió cuando, al llegar
al límite del distrito habitado, donde la calle desemboca en la carretera de
Pawtuxet, encontró unas huellas sumamente curiosas en la nieve. El gigante
desnudo había sido perseguido por perros y algunos hombres con botas, y era
fácil seguir las huellas de regreso de sabuesos y amos. Habían renunciado a la
cacería al llegar demasiado cerca de la ciudad. Weeden sonrió sombríamente
y, grosso modo, fue siguiendo las pisadas hasta su fuente. Se trataba de la
granja de Joseph Curwen, en Pawtuxet, tal como ya sabía que iba a ser, y
podría haber deducido mucho más de no estar el patio tan pisoteado. Sin
embargo, no se atrevió a parecer demasiado interesado a plena luz del día. El
doctor Bowen, a quien Weeden fue enseguida a entregar su informe, realizó
la autopsia del extraño cadáver, y descubrió particularidades que le
desconcertaron completamente. El tracto digestivo del gigante parecía no
haber sido usado nunca, mientras que la piel mostraba una tosquedad y una
textura laxa imposible de describir. Impresionado por lo que los ancianos
murmuraban acerca del parecido de ese cuerpo con el herrero Daniel Green,
muerto mucho tiempo atrás, y cuyo tataranieto Aaron Hoppin era sobrecargo
al servicio de Curwen, Weeden estuvo haciendo preguntas casuales hasta
descubrir dónde había sido enterrado Green. Esa noche, una partida de diez
hombres visitó el viejo Cementerio Norte, frente a Herrenden’s Lane, y
abrieron una tumba. Descubrieron que estaba vacía, tal y como habían
esperado.
Mientras tanto, se habían tomado medidas con los correos montados para
interceptar la correspondencia de Joseph Curwen, y poco después del
incidente del cuerpo desnudo se encontró una carta de un tal Jedediah Orne,
de Salem, que hizo reflexionar mucho al grupo de conjurados. Una parte de
ésta, copiada y conservada en los archivos de la familia Smith, donde los
encontró Charles Ward, dice lo siguiente:
Me place que continúe en el estudio de las viejas artes a vuestro modo, y no
creo que el señor Hutchinson, de la ciudad de Salem, pudiera hacerlo mejor. En
verdad, no había sino espanto en aquello a lo que Hutchinson hizo levantar a partir
de lo que sólo pudo conseguir en parte. No pude conseguir nada de lo que usted
me envió, quizá debido a que faltaba una parte o a que no pronuncié bien las
palabras, o a que usted no las copió bien. Hallándome solo, me encuentro perdido.
No tengo sus dotes de químico para seguir a Borellus, y me veo confundido ante el
VII libro del Necronomicón, que usted me recomendó. Pero quiero pedirle que
tenga en consideración aquello que se dijo acerca de ser cuidadoso con lo que se
convoca, ya que usted es consciente de lo que Mather escribió en su Magnalia... y
puede juzgar cuán horrorosos seres, en verdad, describe. Se lo digo de nuevo, no
convoque a nada que no pueda dominar; esto es, nada que pueda a su vez invocar
contra usted algo contra lo que sus artes más poderosas sean inútiles. Pregunte a
los Menores, no sea que los Mayores no quieran responder y puedan más que
usted. Me espanté cuando leí que sabía lo que Ben Zariatnatmik puso en su caja de
ébano, ya que soy consciente de quién debió decírselo a usted. Y de nuevo le
recuerdo que me escriba a nombre de Jedediah y no Simón. En esta comunidad un
hombre no puede vivir largo tiempo, y usted sabe de mi plan, por el que regresé
haciéndome pasar por mi hijo Simón. Anhelo que me informe sobre lo que el
Hombre Negro aprendió de Sylvanus Cocidius en su cripta, bajo los muros de
Roma, y le quedaré agradecido de que me envíe el manuscrito del que tanto me
habla.
Charles Ward, como hemos visto, supo por primera vez que era
descendiente de Joseph Curwen en 1918. El que a partir de entonces se
tomase un gran interés por el perdido misterio no es nada sorprendente, ya
que cada uno de los vagos rumores que hasta ese momento había oído acerca
de Curwen se convertían ahora en un asunto vital, ya que por sus venas corría
su misma sangre. Ningún genealogista sensible e imaginativo hubiera hecho
otra cosa que comenzar, desde ese instante, una ávida y sistemática
recolección de informaciones acerca de Curwen.
En sus primeras investigaciones no mostró el más mínimo intento de
mantener el secreto, por lo que incluso el doctor Lyman duda en datar la
locura del joven en una fecha anterior a 1919. Hablaba abiertamente con su
familia —aunque a su madre no le agradaba gran cosa tener un antepasado
como Curwen—, así como con los encargados de los varios museos y
bibliotecas que visitaba. Cuando acudía a colecciones privadas en busca de
los datos que pudieran tener, no ocultaba sus motivos, y compartía el
divertido escepticismo con que los otros miraban la historia narrada por los
viejos diarios y epístolas. A menudo mostraba un gran interés respecto a lo
que realmente podía haber sucedido siglo y medio atrás en la granja de
Pawtuxet, cuyo solar había tratado de localizar en vano, así como sobre quién
había sido realmente Joseph Curwen.
Cuando tuvo acceso al diario de Smith y a los archivos y encontró la carta
de Jedediah Orne, decidió visitar Salem y estudiar las primeras actividades de
Curwen, así como sus relaciones con aquel lugar, lo que hizo durante las
vacaciones de Pascua de 1919. En el Essex Institute, que le era bien conocido
ya gracias a alguna antigua escapada a la encantadora y vieja ciudad de
destartaladas buhardillas puritanas y arracimados tejados picudos, fue muy
bien recibido, y allí descubrió no pocos datos sobre Curwen. Supo que su
antepasado había nacido en Salem-Village, hoy en día Danvers, a unos diez
kilómetros de la ciudad, el 8 de febrero (según el viejo calendario) de 1662-3,
y que se había embarcado a la edad de quince años, no regresando hasta
nueve años después, cuando volvió con el habla, vestidos y modales de un
inglés nativo para instalarse en la misma Salem. En aquella época tenía poca
relación con su familia y empleaba la mayor parte de su tiempo en los
curiosos libros que había traído de Europa, así como en las extrañas
sustancias químicas que le traían en buques desde Inglaterra, Francia y
Holanda. Algunos de sus viajes por el país fueron objeto de gran interés local,
y hubo cierta rumorología asociada a vagos chismes acerca de fuegos en las
colinas durante la noche.
Los únicos amigos íntimos de Curwen habían sido un tal Edward
Hutchinson, de Salem-Village, y un tal Simón Orne, de Salem. Se le había
visto reunido frecuentemente con ambos en el Common, y las visitas entre
ellos no eran escasas. Hutchinson tenía una casa cerca de los bosques, y no
gustaba a la gente sensible debido a los ruidos que se escuchaban allí de
noche. Se decía que tenía extrañas visitas, y las luces en sus ventanas no eran
siempre del mismo color. El conocimiento que mostraba sobre personas
muertas hacía tiempo, así como sobre sucesos olvidados, era tenido por
notablemente maligno, y él mismo desapareció apenas comenzar la época de
la caza de brujas y nunca más se supo de él. En esa misma época Curwen se
marchó, aunque pronto se supo que se había instalado en Providence. Orne
vivió en Salem hasta 1720, fecha en la que el hecho de que no envejeciera
comenzó a llamar la atención. Entonces desapareció, aunque treinta años más
tarde alguien que era su vivo retrato, en lo físico y en las maneras, llegó para
reclamar sus propiedades. Tal reclamación venía avalada por la fuerza de
documentos que ostentaban la conocida caligrafía de Simón Orne, y Jedediah
Orne continuó viviendo en Salem hasta 1771, cuando ciertas cartas de los
ciudadanos de Providence al reverendo Thomas y otras personalidades
provocaron su discreta retirada a un lugar desconocido.
Había algunos documentos sobre aquellos extraños personajes en el Essex
Institute, los Juzgados y el Registro de la Propiedad, e incluía documentos tan
inocuos como títulos de propiedad y documentos de compraventa, así como
algunos furtivos fragmentos de naturaleza bastante más inquietante. Había
cuatro o cinco alusiones inconfundibles a ellos en los registros de los
procesos por brujería; como ese en el que un tal Hepzibah Lawson juró, el 10
de julio de 1692, en el Tribunal de Oyer y Terminer, presidido por el juez
Hathorne, que «cuarenta brujas y El Hombre Negro se reunían en los bosques
tras la casa del señor Hutchinson», y un tal Amity How declaró en una sesión
del 8 de agosto que «el señor G. B. (el reverendo Geor ge Burroughs), esa
noche, puso su marca en Bridget S., Jonathan A., Simón O., Deliverance W.,
Joseph C., Susan P., Mehitable C. y Deborah B.». Luego había un catálogo
de la extraordinaria biblioteca de Hutchinson encontrada tras su desaparición,
y un inacabado manuscrito de su puño y letra, cifrado en un código que nunca
nadie pudo desentrañar. Ward consiguió una copia fotostática de ese
manuscrito y se puso a trabajar sobre el código tan pronto como lo tuvo en
sus manos. El agosto siguiente su trabajo sobre el cifrado se hizo intenso y
febril, y hay razones para creer, por sus comentarios y conducta, que
consiguió la clave antes de octubre o noviembre. Él nunca dijo, empero, si lo
había descifrado o no.
Pero el material de mayor y más inmediato interés era el de Orne. Le llevó
a Ward muy poco tiempo probar, por la caligrafía, una cosa que ya creía
establecida por la carta enviada a Curwen; esto es, que Simón Orne y su
supuesto hijo eran la misma persona. Como Orne había dicho a su
corresponsal, era muy arriesgado vivir demasiado tiempo en Salem, así que
resolvió tomarse un descanso de treinta años en ultramar y no volver a
reclamar sus tierras sino como representante de una nueva generación. Orne,
al parecer, había tenido el cuidado de destruir la mayor parte de su
correspondencia, pero los ciudadanos que entraron en acción en 1771
encontraron y preservaron unas pocas cartas y documentos que excitaron su
curiosidad. Había fórmulas crípticas y diagramas de su puño y letra o de
otros, todas las cuales Ward copió con cuidado o hizo fotografiar, y una carta
sumamente misteriosa que el buscador reconoció, por otras del Registro de la
Propiedad, como manuscrita de Joseph Curwen.
Esta carta de Curwen, aunque sin fechar, no era sino evidentemente la que
había provocado la respuesta de Orne en la misiva confiscada y, por su
contenido, Ward no la databa en mucho más tarde de 1750. No será mala
cosa dar el texto completo, como ejemplo del estilo de alguien cuya historia
es tan oscura y terrible. El destinatario aparece como Simón, pero hay una
tachadura (no se sabe si obra de Curwen u Orne) sobre la palabra.
Hermano:
Mi honorable y antiguo amigo, con el debido respeto y el mejor de los
deseos hacia ese al que servimos para su eterno poder. Me dirijo a usted para
informarle acerca de lo que debe conocer, concerniente al asunto del Extremo
Final y qué hacer en lo tocante a él. No estoy en disposición de imitar vuestra
partida a pesar de mis años, ya que Providence no tiene la severidad de la
bahía a la hora de perseguir, ni rapidez a la hora de juzgar asuntos poco
comunes. Me hallo atado por buques y bienes y no puedo hacer lo que hizo
usted, además de que bajo mi granja de Pawtuxet se encuentra lo que vos
sabéis y no aguardaría a mi vuelta bajo otra identidad.
Pero no me hallo desprevenido, por si un día me sobreviene mala fortuna,
tal como os he dicho, y hace mucho que trabajo sobre un método para
regresar tras el Final. La noche pasada probé las palabras que convocan a
YOGGE-SOTHO-THE y vi por primera vez ese rostro del que habla Ibn
Schacabao en el... Y ese ser dijo que el III salmo del Liber-Damnatus
contiene la clavícula. Con el Sol en la V Casa y Saturno en trígono, tracé el
pentagrama de fuego y pronuncié tres veces el noveno versículo. Ese verso
habrá de ser repetido cada Viernes Santo y Vísperas de Mayo, y el ser será
engendrado en las Esferas Exteriores.
Y de las semillas de lo viejo brotará uno que mirará hacia atrás sin saber
lo que busca.
Pero nada de esto será posible de no haber heredero, o si las sales, o la
forma de prepararlas, no están en su mano; y aquí he de reconocer que ni he
dado los pasos necesarios ni descubierto gran cosa. Me resulta difícil
descubrir el proceso, consume muchos especímenes y me cuesta reunir los
suficientes, a pesar de los marineros que traigo de las Indias. La gente se está
volviendo curiosa, pero puedo mantenerlos a raya. Los caballeros son peor
que el populacho, por ser más come-didos en sus reflexiones y más dignos de
crédito. Ese Parson y el señor Merritt algo han contado, me temo, aunque
nada que pueda resultar demasiado peligroso. Las sustancias químicas son
fáciles de conseguir, pues hay dos buenas farmacias en la ciudad, la del
doctor Bowen y la de Sam Carew. Sigo las instrucciones de Borellus y me
ayudo con el VII Libro de Abdul Al-Hazred. Cualquier cosa que descubra, yo
se lo haré saber a usted. Y, entre tanto, no descuide hacer uso de las Palabras
que le he enviado. Son las correctas, pero si desea verlo a ÉL, emplee lo que
pone en ese fragmento de... que he puesto en el envío. Pronuncie esos
versículos cada Viernes Santo y Víspera de Difuntos y, si no comete ningún
error, uno habrá que, en años por venir, mire atrás y utilice las sales o
recipiente para sales que le hayas legado. Job XIV. XIV.
Me congratulo de que se halle de nuevo en Salem y ansío verlo a no
mucho tardar. Tengo un buen semental y pienso adquirir pronto un carruaje;
hay uno ya en Providence (el del señor Merritt), pero las carreteras son malas.
Si se dispone a viajar, no pase sin saludarme, y, si va a Boston, tome la
carretera que pasa por Dedham, Wrentham y Atleboroug, que buenas
tabernas hay en esas poblaciones. Deténgase en la del señor Bolcom en
Wrentam, donde las camas son mejores que en casa del señor Hatch, pero
coma donde éste, porque la cocina es ahí mejor. Vuelva a Providence por los
rápidos de Patucket y la carretera que pasa la taberna del señor Sayles. Mi
casa está frente a la taberna del señor Epenetus, pasada Towne Street, en el
lado norte de Olney’s Court. A una distancia aproximada del mojón de
Boston de treinta y siete kilómetros.
Señor. Su antiguo y sincero amigo, y servidor con usted en Almonsin-
Metraton.
Josephus C.
Esta carta, bastante extraña, fue la que dio a Ward la primera y exacta
localización de la casa de Curwen en Providence, ya que ninguno de los
documentos encontrados hasta entonces había dado indicaciones específicas.
El descubrimiento fue doblemente impactante, porque indicaba que la casa
nueva de Curwen, construida en 1761 en el lugar de la vieja, era un ruinoso
edificio que aún se hallaba en pie en Olney’s Court, y era bien conocida por
Ward gracias a sus vagabundeos de anticuario por Stamper’s Hill. De hecho,
el lugar estaba a sólo unas pocas manzanas de su casa, en la parte alta de la
colina, y ahora era la residencia de una familia negra, muy apreciada por los
trabajos que realizaban, consistentes en lavar, limpiar casas y atender
calefacciones. Encontrar, en la lejana Salem, una prueba tan repentina de lo
significativo que era esa ruina en su propia historia familiar, le resultó a Ward
de lo más impresionante y le movió a explorarla apenas regresar. Las frases
más místicas de la carta, que había tomado por alguna extravagante clase de
simbolismo, le turbaron francamente; aunque, con un estremecimiento de
curiosidad, notó que el pasaje bíblico al que se refería —Job 14,14— era el
familiar verso: «Si después de muerto se pudiera revivir, todos los días de mi
milicia esperaría, hasta que llegase mi relevo».
Fue alrededor de mayo cuando el doctor Willett tuvo una charla con el
joven, a requerimientos del viejo Ward y fortificado con todos los datos que
sobre Curwen había obtenido la familia de Charles, en los días en que no era
tan reservado. La entrevista tuvo poco valor y no arrojó conclusiones, ya que
Willett sentía en todo instante que Charles estaba completamente en sus
cabales y que hablaba de asuntos de verdadera importancia; pero, al fin,
obligó al reticente joven a ofrecer alguna explicación racional de su reciente
conducta. No es fácil turbar a la gente pálida e impasible, aunque Ward
pareció bastante inclinado a comentar acerca de lo que buscaba, pero no a
revelar su objetivo final. Afirmó que los documentos de su antepasado habían
contenido algunos desta-cables secretos de primitivo conocimiento científico,
la mayor parte en clave, de un alcance aparentemente sólo comparable a los
descubrimientos del fraile Bacon y que quizá los sobrepasaban. Eran, por otra
parte, un sinsentido, a no ser que se cotejaran con un sistema de conocimiento
ahora completamente obsoleto; por lo que su presentación en público, en
estos tiempos de ciencia moderna, le quitaría toda su importancia y su
dramático significado. Para hacerse un lugar en la historia del conocimiento
humano, primero debían ser cotejados por un familiar, con una perspectiva
del ambiente en que se habían desarrollado. Trataba de adquirir, tan rápido
como fuese posible, aquellas olvidadas y viejas artes que debía poseer un
intérprete fiel de los datos de Curwen, y esperaba hacer, en el momento
adecuado, un completo anuncio y presentación de algo del mayor interés para
la humanidad y el mundo del pensamiento. Ni siquiera Einstein, afirmó,
habría de revolucionar más profundamente la concepción común de las cosas.
En lo tocante a la búsqueda en cementerios, cuyo objetivo admitió
abiertamente, aunque no entró en detalles, dijo que tenía razones para pensar
que la lápida mutilada de Joseph Curwen contenía ciertos símbolos místicos
—tallados según sus deseos e ignorantemente pasadas por alto por aquellos
que habían borrado su nombre— que eran absolutamente esenciales para la
resolución final de su sistema criptográfico. Curwen, según creía, había
querido guardar su secreto con cuidado y, en consecuencia, había distribuido
los datos de una forma curiosa. Cuando el doctor Willett quiso ver los
místicos documentos, Ward se mostró de lo más reacio y trató de distraerlo
con cosas como las copias fotostáticas del cifrado de Hutchinson y las
fórmulas y diagramas de Orne; pero, al cabo, le mostró el exterior de alguno
de los descubrimientos relacionados con Curwen —el Diario y Notas, el
cifrado (con el título también en clave), y el mensaje, colmado de fórmulas,
de A ese que vendrá más tarde— y le dejó echar un vistazo a sus oscuros
caracteres.
También abrió el diario por una página cuidadosamente seleccionada en
función de su inocuidad, y permitió a Willett echar una ojeada a la caligrafía
seguida de Curwen en inglés. El doctor examinó con detalle las letras prietas
y complicadas, y el aspecto, que parecía más del siglo diecisiete, en cuanto a
caligrafía y estilo, pese a que su escritor vivió en el dieciocho, y se convenció
de que el documento era auténtico. El texto en sí era bastante trivial y Willett
recordaba sólo un fragmento:
Una escuela de alienistas, algo menos académica que la del doctor Lyman,
asigna al viaje europeo de Ward el comienzo de su verdadera locura.
Admitiendo que estaba cuerdo al partir, creen que su conducta al regresar
implica un cambio espantoso. Pero el doctor Willett ni siquiera admite tal
extremo. La locura llegó, insiste, algo más tarde, y las rarezas del chico en
esa época las atribuye a la práctica de rituales aprendidos en ultramar... cosas
bastante extrañas, es cierto, pero que no implican ninguna aberración mental
en quien las celebra. Ward mismo, aunque visiblemente avejentado y
endurecido, era aún normal en sus reacciones y, en algunas charlas con
Willett, mostraba un equilibrio que ningún loco —ni siquiera uno en sus
primeros estadios— podría fingir durante mucho tiempo. Lo que propició la
idea de locura en esa época fueron los sonidos que se escuchaban a todas
horas desde el laboratorio del ático de Ward, en el que éste se encerraba la
mayor parte del tiempo. Había cánticos y repeticiones, y atronadoras
declamaciones de estrafalarios ritmos; y aunque tales sonidos procedían de la
voz de Ward, había a veces algo en su cualidad, así como en los acentos de
las fórmulas que declamaba, que no podían por menos que helar la sangre de
sus oyentes. Era sabido que Nig, el venerable y adorado gato negro
doméstico, se erizaba y arqueaba de forma visible al escuchar algunos de los
cánticos.
Los olores que a veces surgían del laboratorio eran asimismo sumamente
extraños. A veces eran extraordinariamente hediondos, aunque más a menudo
eran aromáticos, dotados de una cualidad elusiva e insinuante que parecía
tener el poder de inducir visiones fantásticas. La gente que los olía tenía
tendencia a vislumbrar momentáneas imágenes de visiones enormes, con
extrañas colinas o interminables avenidas de esfinges e hipogrifos
extendiéndose hacia distancias infinitas. Ward no reanudó sus vagabundeos
de antes, sino que se aplicó con diligencia a extraños libros que había traído
consigo a casa y a investigaciones, igualmente extrañas, en sus habitaciones,
explicando que esas fuentes europeas habían ampliado de una forma enorme
sus posibilidades de trabajo y prometiendo grandes revelaciones para el año
siguiente. Su aspecto envejecido aumen taba hasta un grado estremecedor su
parecido con el retrato de Curwen de la biblioteca y el doctor Willett solía a
menudo detenerse ante este último después de alguna visita, maravillándose
de la casi perfecta identidad y pensando que sólo el pequeño hoyuelo sobre el
ojo derecho del retrato diferenciaba a ese hechicero, muerto hacía tanto
tiempo, del joven. Esas visitas de Willett, a petición del viejo Ward, eran un
asunto curioso. Ward no rechazaba al doctor, aunque este último veía que no
podía penetrar en los pensamientos más recónditos del joven. Con frecuencia
notaba cosas extrañas; pequeñas imágenes de cera, de grotescos diseños, en
los estantes o en las mesas, y los restos casi borrados de círculos, triángulos o
pentagramas trazados con tiza o carboncillo en el despejado espacio central
de la gran habitación. Y siempre, por la noche, atronaban aquellos cánticos y
encantamientos, hasta que se hizo muy difícil mantener a los criados o
sofocar las furtivas habladurías que ya corrían sobre la locura de Charles.
En enero de 1927 tuvo lugar un extraño incidente. Un día, alrededor de la
medianoche, mientras Charles estaba cantando un ritual cuya extraña
cadencia resonaba desazonadoramente a través de toda la casa, hubo un
repentino soplo de aire helado procedente de la bahía, y un débil temblor de
tierra perceptible para toda la vecindad. Al mismo tiempo, el gato dio
fenomenales muestras de espanto, y todos los perros en un kilómetro a la
redonda aullaron. Fue el preludio a una tremenda tormenta eléctrica, insólita
para esa estación, que se desató con tal estrépito que tanto el señor como la
señora Ward creyeron que había caído un rayo sobre la casa. Corrieron arriba
a ver qué daños se habían producido, pero Charles les salió al paso en la
puerta del ático; pálido, resuelto y extraño, con una combinación casi
espantosa de triunfo y seriedad en el rostro. Les aseguró que la casa no había
sido alcanzada y que pronto pasaría la tormenta. Ellos se detuvieron y, al
mirar por la ventana, vieron que era cierto, ya que los rayos centelleaban
alejándose, mientras que los árboles iban dejando de agitarse en el extraño
ventarrón helado procedente del agua. Los truenos se convirtieron en una
especie de rumor tenue y por fin se esfumaron, y el triunfo, en el rostro de
Charles Dexter Ward, cristalizó en una expresión de lo más singular.
Durante dos o tres meses después de ese incidente, Ward estuvo menos
encerrado que de costumbre en su laboratorio. Mostró un curioso interés
acerca de la climatología e hizo extrañas preguntas acerca del deshielo del
suelo en primavera. Una noche, bien entrado marzo, salió de la casa después
de medianoche y no volvió hasta casi el alba; en ese momento, su madre se
despertó al oír el sonido de un motor en el paso de carruajes de la casa. Se
podían oír sordos juramentos, y la señora Ward, levantándose y yendo a la
ventana, vio cuatro figuras oscuras sacando una caja larga y pesada de un
camión, antes de meterla por una puerta lateral, bajo la dirección de Charles.
Escuchó resuellos fatigosos y pesadas pisadas en la escalera, y por fin un
golpe sordo en el ático; luego los pasos bajaron y los cuatro hombres salieron
y se marcharon en su camión.
Al día siguiente, Charles volvió a encerrarse en el ático, corriendo las
oscuras cortinas en las ventanas del laboratorio y, al parecer, comenzando a
trabajar con alguna sustancia metálica. No abría la puerta a nadie y rechazaba
con firmeza el alimento que le enviaban. Sobre el mediodía se oyó un
golpetazo, seguido de un grito terrible y una caída, pero cuando la señora
Ward golpeó la puerta, su hijo le respondió al cabo, débilmente, y le dijo que
no pasaba nada. El odioso e indescriptible hedor que surgía debajo de la
puerta era del todo inocuo y por desgracia necesario. La soledad era una
necesidad imperativa y ya saldría a cenar. Esa tarde, tras acabar con algunos
extraños sonidos silbantes que se oían tras la puerta cerrada, apareció por fin,
con aspecto ojeroso y prohibiendo que nadie, bajo ningún pretexto, entrase en
su laboratorio. Esto, de hecho, fue el comienzo de una nueva política de
ocultación, ya que, después de eso, nadie pudo visitar el misterioso gabinete
del ático o el desván adyacente, que limpió, amuebló someramente y añadió,
como dormitorio, a su inviolable dominio privado. Ahí vivió, con libros
sacados de la biblioteca de abajo, hasta que compró el chalet de Pawtuxet y
se trasladó con todo su equipo científico.
Por la tarde, Charles cogió el periódico antes que el resto de la familia y
rasgó una parte, al parecer por accidente. Más tarde, el doctor Willett, tras
consultar con varios miembros del servicio doméstico, fijó la fecha y se hizo
con una copia íntegra en la oficina del Journal, descubriendo que en la
sección destruida venía este pequeño artículo.
Excavadores nocturnos
sorprendidos en el cementerio North
Robert Hart, vigilante del cementerio North, sorprendió esta mañana a varios
hombres con un camión en la parte más vieja del cementerio, pero, al parecer, los
ahuyentó antes de que pudieran conseguir su objetivo, cualquiera que éste fuese.
El descubrimiento tuvo lugar sobre las cuatro, cuando el sonido de un motor en
el exterior llamó la atención de Hart. Salió de su garita a investigar y vio a un gran
camión en el camino principal, a algunas decenas de metros; pero no pudo llegar a
ellos sin que el sonido de sus pisadas en la gravilla lo delatase. Los hombres
colocaron a toda prisa una gran caja en el camión y huyeron hacia la calle antes de
que pudiera detenerlos; y dado que no habían tocado ninguna tumba, Hart cree que
la caja pudiera ser algo que deseaban enterrar.
Los excavadores debían haber estado trabajando bastante antes de ser
descubiertos, ya que Hart encontró un enorme agujero a considerable distancia del
camino en la parcela de Amasa Field, donde la mayoría de las viejas lápidas hace
tiempo que han desaparecido. El agujero, tan grande y profundo como una tumba,
estaba vacío y no coincide con ningún enterramiento de los consignados en los
registros del cementerio.
El sargento Riley, de la segunda comisaría, inspeccionó el lugar y es de la
opinión que el agujero ha sido hecho por contrabandistas de licor, que han ideado,
de forma tan ingeniosa como macabra, un lugar escondido para su licor, seguros
de que ahí no sería descubierto. En respuesta a las preguntas, Hart dijo que el
camión fugitivo parecía haber enfilado hacia Rochambeau Avenue, aunque
tampoco estaba seguro.
Los días siguientes su familia apenas vio a Charles Ward. Habiendo
añadido un dormitorio a su dominio del ático, se mantenía recluido,
ordenando que le llevasen la comida a la puerta y sin tocarla hasta que los
criados se hubieran marchado. El zumbido de monótonas fórmulas y el
cántico de extravagantes ritmos sonaban a intervalos, mientras que en otras
ocasiones un oyente ocasional podía detectar el sonido de cristal tintineando,
productos químicos siseando, agua corriendo, llamas de gas bramando.
Olores de cualidades indefinibles, completamente distintos a los de antes,
salían a veces bajo la puerta, y el aire de tensión que se observaba en el joven
recluso en sus breves salidas era como para provocar las más desaforadas
especulaciones. Una vez realizó una apresurada salida al Ateneo en busca de
un libro que necesitaba, y otra vez mandó a un mensajero en busca de un
volumen de lo más oscuro a Boston. La situación era descrita de muy
intrigante, y tanto la familia como el doctor Willett confesaban no saber en
absoluto qué hacer o pensar en tal tesitura.
Llevaba así dos horas, sin cambio o descanso, cuando se desató sobre toda
la vecindad un pandemonio de aullidos de perros. La extensión del aullar
puede juzgarse por el espacio que le dedicaron los periódicos del día
siguiente, pero en la casa de los Ward tal suceso quedó eclipsado por el olor
que se produjo en aquel instante; un olor espantoso, omnipresente, que nadie
había olido antes y que, después de eso, nunca más olió. En las brumas de esa
mefítica marea hubo algo así como un relámpago, que hubiera sido cegador e
imponente de no haber mediado la luz del día; y luego se escuchó esa voz que
nunca nadie de los que la escucharon podrá olvidar debido a su atronadora
lejanía, su increíble profundidad y su espantosa diferencia con la voz de
Charles Ward. Hizo retemblar la casa y al menos dos vecinos la oyeron,
imponiéndose sobre el aullar de los perros. La señora Ward, que había estado
escuchando con desesperación a las puertas del laboratorio cerrado de su hijo,
se estremeció al reconocer su cualidad infernal, ya que Charles le había
hablado de su mención en oscuros libros, y de la manera en que atronó, según
las cartas de Fenner, sobre la condenada granja del Pawtuxet la noche de la
aniquilación de Joseph Curwen. No había posible confusión respecto a esa
frase de pesadilla, ya que Charles se la había descrito vívidamente en los
viejos días cuando hablaba con franqueza de sus investigaciones sobre
Curwen. Y esto que sigue es sólo un fragmento de un arcaico y perdido
sortilegio: «DIES MIES JESCHET BOENE DOESEF DOUVEMA
ENITEMAUS».
Casi unido a ese atronar llegó un momentáneo oscurecimiento de la luz
diurna, aunque aún faltaba una hora para el ocaso, y luego se produjo una
oleada de otro olor distinto al primero pero igualmente desconocido e
intolerable. Charles estaba cantando de nuevo, y su madre pudo oír sílabas
que sonaban algo así como «Yi-nash-Yo-Sothoth-he-lgeb-fi-throdog», y que
acababan con un ¡Yah! cuya fuerza maníaca ascendía en ensordecedor
crescendo. Un segundo más tarde todo eso fue anulado por el lastimero
aullido que estalló frenético y fue cambiando, poco a poco, a un paroxismo
de risa histérica y diabólica. La señora Ward, entre el miedo y el coraje ciego
que da la maternidad, avanzó para aporrear espantada la puerta cerrada, pero
no obtuvo ningún tipo de respuesta. Llamó de nuevo, pero se detuvo nerviosa
al oír un segundo chillido, esta vez, sin duda, procedente de la familiar voz de
su hijo, pero mezclado con las resonancias desatinadas de esa otra voz.
Entonces perdió el sentido, aunque aún es incapaz de recordar la causa
inmediata y precisa. A veces la memoria tiene lagunas misericordiosas.
El señor Ward regresó de la oficina sobre las seis y cuarto y, al no
encontrar a su esposa abajo, supo por los espantados criados de que
probablemente estaba espiando a la puerta de Charles, ya que los sonidos
habían sido más extraños que nunca. Subiendo enseguida las escaleras, vio a
la señora Ward tendida en el pasillo ante el laboratorio, y comprendiendo que
se había desmayado, se apresuró a coger un vaso de agua de un barreño en
una alcoba próxima. Enjuagándole el rostro con el frío líquido, obtuvo la
recompensa de una inmediata reacción por parte de su esposa, y estaba
abriendo ella unos ojos desconcertados cuando una impresión espantosa lo
alcanzó amenazando con reducirle al mismo estado del que ella estaba
saliendo. Porque el, al parecer, silencioso laboratorio no lo estaba tanto, ya
que se oía el runrún de una tensa y apagada conversación en un tono
demasiado bajo para ser inteligible, aunque tenía una cualidad que perturbaba
profundamente al espíritu.
No era algo nuevo, por supuesto, el que Charles musitara fórmulas, pero
ese murmullo era totalmente diferente. Era, eso estaba claro, un diálogo o
remedo de diálogo, con las variaciones regulares que sugerían preguntas y
respuestas, afirmaciones y réplicas. Una voz era, sin duda, la de Charles, pero
la otra tenía una profundidad y resonancia que las mejores habilidades del
joven para la imitación no podrían duplicar. Había algo odioso, blasfemo y
anormal en esa voz, y de no mediar un grito de su mujer, que estaba
volviendo en sí, que aclaró su mente despertando sus instintos protectores,
puede ser que Theodore Howland Ward no hubiera podido mantener durante
cerca de ocho años más su vieja presunción de que jamás se había
desmayado. En esa tesitura, tomó a su esposa en brazos y se la llevó
rápidamente abajo antes de que ella pudiera fijarse en esas voces que de
forma tan horrible le habían turbado. Aun así, no obstante, no escapó lo
bastante rápido como para no captar algo que le hizo trastabillar
peligrosamente con su carga en vilo. Ya que el grito de la señora Ward había
sido, evidentemente, oído por otros aparte de él, provocando las primeras
palabras reconocibles en ese coloquio secreto y terrible. Fue simplemente un
excitado aviso con la voz del propio Charles, pero algo en lo que implicaba
espantó sobremanera a su padre. La frase era simplemente: ¡Chiss...
escríbalo!
Los señores Ward discutieron largamente tras la cena, y el padre se
decidió a tener una conversación firme y seria con Charles esa misma noche.
No importaba cuán importante fuese su investigación, esa conducta no podía
seguir siendo tolerada, ya que los últimos sucesos trascendían todos los
límites de la cordura y constituían una amenaza para el orden y la salud
nerviosa de la casa. El joven debía haber perdido el tino, ya que sólo la locura
manifiesta es capaz de producir gritos salvajes y una conversación imaginaria
a varias voces como la que había tenido lugar ese mismo día. Aquello tenía
que acabarse, o la señora Ward enfermaría y sería imposible mantener
criados.
El señor Ward se levantó al final de la colación y subió al laboratorio de
Charles. Sin embargo, se detuvo en el tercer piso ante los ruidos que oyó en
la ahora abandonada biblioteca de su hijo. Los libros eran arrojados y los
papeles rasgados con furia, y al acercarse a la puerta el señor Ward vio al
joven en el interior, reuniendo excitado un enorme montón de literatura, de
todo tamaño y forma. Charles aparecía cansado y ojeroso, y dejó caer toda su
carga con un sobresalto cuando oyó la voz de su padre. Cuando el mayor de
los dos hombres le mandó al otro sentarse, éste lo hizo y durante algún
tiempo escuchó las recriminaciones que tanto tiempo se había guardado
aquel. No hubo discusión. Al final de la reprimenda convino en que su padre
tenía razón y que sus ruidos, murmullos, encantamientos y hedores químicos
eran molestias inaceptables. Admitió seguir un comportamiento más
tranquilo, aunque insistió en proseguir en su extremo aislamiento. La mayor
parte de su trabajo futuro, dijo, sería en todo caso de pura búsqueda
bibliográfica y debía obtener habitaciones para cualesquiera rituales vocales
que fuera necesario a posteriori. Expresó la mayor de las contriciones ante el
espanto y la debilidad de su madre, y explicó que la conversación que habían
oído formaba parte de un simbolismo diseñado para crear cierta atmósfera
mental. Su uso de abstrusos términos técnicos desconcertó al señor Ward,
aunque éste obtuvo una impresión final de innegable cordura y equilibrio, a
pesar de que había una misteriosa tensión, como si el asunto fuera de la
mayor gravedad. La entrevista fue poco concluyente, y cuando Charles
levantó la brazada de libros y salió de la estancia, el señor Ward apenas sabía
qué pensar de todo ese asunto. Era tan misterioso como la muerte del pobre y
viejo Nig, cuyo rígido cadáver había sido encontrado una hora antes en el
sótano, con los ojos abiertos y la boca torcida por el miedo.
Movido por algún vago instinto investigador, el desconcertado padre
observó con curiosidad los huecos en los estantes, tratando de descubrir qué
se había llevado su hijo al ático. La biblioteca del chico estaba clasificada de
forma clara y rígida, así que uno podía decir, al primer vistazo, si no cuáles sí
qué clase de libros habían sido retirados. En esa ocasión, el señor Ward se
quedó atónito al constatar que no faltaba nada de lo oculto o lo antiguo,
aparte de lo ya previamente trasladado. Los recién retirados se referían a
asuntos modernos; historia, tratados científicos, geografía, manuales de
literatura, trabajos filosóficos y ciertos periódicos y revistas contemporáneas.
Era un giro de lo más curioso en los gustos recientes de Charles Ward, y el
padre se vio sumido en un creciente torbellino de perplejidad y un
avasallador sentido de que algo extraño estaba sucediendo. Esta extrañeza era
una sensación de lo más punzante y casi le desgarraba el pecho, mientras él
se esforzaba en ver qué estaba mal allí. Algo, de hecho, iba mal, tanto física
como espiritualmente. Desde el mismo momento de entrar en esa estancia
sabía que algo no estaba en su sitio, y de repente descubrió qué era.
En el muro norte aún se alzaba el antiguo panel tallado de la casa de
Olney Court, pero la destrucción había alcanzado al óleo, agrietado y frágil,
que retrataba a Curwen. El tiempo y las variaciones de calor habían hecho su
trabajo y el desastre había llegado en algún momento desde la última
limpieza del cuarto. Desconchándose de la madera, rizándose y finalmente
deshaciéndose en pedazos, lo que debía haber ocurrido con maligna rapidez,
el retrato de Joseph Curwen había abandonado para siempre su acerada
vigilancia del joven al que extrañamente se parecía y ahora se encontraba
disperso por el suelo, en forma de una delgada capa de polvo gris azulado.
Esta mañana, Robert Hart, guardián nocturno del cementerio North, descubrió
que saqueadores habían estado trabajando de nuevo en la parte antigua del
cementerio. La tumba de Ezra Weeden, nacido en 1740 y muerto en 1824, según
reza una desplazada y salvajemente mutilada lápida, fue encontrada removida y
saqueada, en un trabajo hecho evidentemente con una pala robada de un cobertizo
cercano.
Cualquiera que fuera el contenido de la tumba ha desaparecido tras más de un
siglo de enterramiento, excepto unas pocas astillas de madera podrida. No había
marcas de ruedas, pero la policía ha tomado las medidas a una sola hilera de
pisadas descubiertas en las cercanías, que parecen pertenecer a un hombre de
posición.
Hart se inclina a relacionar este incidente con el del agujero descubierto el
pasado marzo, cuando un grupo con un camión fue ahuyentado mientras ha cían
una profunda excavación. Riley, de la segunda comisaría, no está de acuerdo con
esta hipótesis y señala importantes diferencias entre ambos casos. En marzo la
excavación se realizó en un punto donde no se conocía tumba alguna; y esta vez
una tumba bien señalada y cuidada ha sido saqueada deliberada y malignamente,
lo que queda de manifiesto en el destrozo de la lápida, intacta el día antes.
Miembros de la familia Weeden, al conocer el suceso, expresaron su asombro y
pesar, y no podían imaginar en enemigo alguno que se hubiera tomado la molestia
de violar la tumba de su antepasado. Hazard Weeden, domiciliado en el 598 de
Angell Street, recuerda una historia familiar según la cual Ezra Weeden se vio
involucrado en una curiosa historia, en absoluto deshonrosa para él, poco antes de
la Independencia; pero respecto a cualquier posible enemistad o misterio
modernos, se confiesa francamente ignorante. El inspector Cunningham ha sido
asignado al caso y espera descubrir pistas importantes en próximos días.
El doctor Willett recibió esa nota sobre las diez y media de la mañana, y
de inmediato se las arregló para reservar toda la tarde para la charla, dejando
que pudiera extenderse toda la noche, e incluso hasta el mediodía, si fuese
necesario. Planeaba acudir sobre las cuatro de la tarde, y durante las horas
entremedias se vio absorto en toda clase de extrañas especulaciones, de forma
que realizó maquinalmente la mayoría de sus tareas. Aunque la carta sonaría
a locura a un desconocido, Willett conocía demasiado las rarezas de Charles
Ward para achacarlas por completo a un delirio. Que algo muy sutil, antiguo
y horrible estaba incubándose era algo bastante seguro, y la referencia al
doctor Allen podía ser comprensible, dadas las extrañas habladurías que
corrían acerca del enigmático colega de Ward. Willett nunca lo había visto,
pero había oído hablar mucho sobre su aspecto y porte, y no podía sino
preguntarse qué clase de ojos ocultarían las tan mentadas gafas oscuras.
A las cuatro en punto, el doctor Willett se presentó en la casa de los Ward,
sólo para descubrir atónito que Charles no había mantenido su decisión de no
salir. Los guardias eran tres, pero le dijeron que el joven parecía haber
perdido parte de sus temores. Esa mañana había mantenido muchas
discusiones por teléfono, aparentemente espantadas y llenas de protestas,
según uno de los detectives, replicando a alguien desconocido con frases
como: «estoy muy cansado y debo reposar una temporada», «no puedo
recibir a nadie durante algún tiempo, tendrá que disculparme», «por favor,
posponga acciones decisivas hasta que pueda solventar ciertos compromisos»
o «lo siento, pero debo tomar unas vacaciones y descansar de todo,
hablaremos más adelante». Luego, habiendo al parecer meditado y ganado en
audacia, se había escabullido fuera tan furtivamente que nadie lo había visto
salir ni sabía lo que había hecho hasta que regresó sobre la una y entró en
casa sin decir palabra. Se había ido arriba, donde parecía haber recobrado
parte de su miedo, ya que se le escuchó gritar de forma terrible apenas entrar;
gritos que se resolvieron en una especie de boqueo. No obstante, cuando el
mayordomo fue a ver qué pasaba, apareció en la puerta con grandes muestras
de aplomo, y en silencio indicó al mayordomo que se retirase, con unos
ademanes que le aterraron sobremanera. Después estuvo sin duda
recolocando los estantes, ya que hubo gran estruendo y golpeteo, y un crujir;
tras de lo cual reapareció y se fue. Willett preguntó si había dejado algún
mensaje, pero le contestaron negativamente. El mayordomo parecía
extrañamente turbado por algo que vio en la apariencia y modales de Charles,
y preguntó solícito si se podía esperar una cura para sus nervios desorde
nados.
Durante casi dos horas, el doctor Willett esperó en vano en la biblioteca
de Charles Ward, observando los polvorientos estantes con sus grandes
huecos, allí donde habían quitado libros, y deteniéndose a sonreír
sombríamente ante el panel del muro norte, donde un año antes las suaves
facciones de Joseph Curwen miraban con serenidad. Tras cierto tiempo
comenzaron a caer las sombras, y la belleza del ocaso dio paso a un vago y
creciente horror que volaba como una sombra anticipando la noche. El señor
Ward llegó al cabo y demostró gran sorpresa e ira ante la ausencia de su hijo,
después de las molestias que se había tomado para protegerlo. No sabía nada
de la cita de Charles, y prometió avisar a Willett apenas volviera el joven. Al
despedir al doctor, mostró la mayor perplejidad ante el estado en que se
hallaba su hijo y urgió a su visitante a hacer cuanto estuviera en su mano para
devolver al chico a su estado normal. Willett se alegró de salir de la
biblioteca, ya que algo espantoso e impío parecía acechar allí; como si la
desaparecida pintura hubiera dejado atrás un legado de maldad. Nunca le
había gustado esa pintura, y aun ahora, templado como era, en ese panel
vacío acechaba una cualidad que le hacía sentir la urgente necesidad de salir
lo antes posible en busca de aire fresco.
4
Y sin embargo, al final, no fue nada de lo que hicieron el señor Ward o el
doctor Willett lo que provocó el siguiente paso en este singular caso. El padre
y el médico, desairados y confundidos por una sombra demasiado informe e
intangible como para poder ser combatida, esperaban con desasosiego
mientras las notas mecanografiadas del joven Ward a sus padres iban
escaseando progresivamente. Por fin, llegó primero de mes con sus
acostumbrados balances financieros, y los emplea dos de ciertos bancos
comenzaron a menear la cabeza y a llamarse unos a otros. Agentes que
conocían a Charles Ward fueron a verlo al chalé para preguntarle por qué las
firmas de sus cheques eran burdas falsificaciones, y no se quedaron muy
convencidos cuando el joven, con voz ronca, les dijo que su mano había
estado afectada últimamente por un problema nervioso que le hacía imposible
escribir con normalidad. Dijo que no podía escribir las letras sino con gran
dificultad, cosa que quedaba probada por el hecho de que se había visto
obligado a mecanografiar sus últimas cartas, incluso las que remitía a sus
padres.
Lo que les dejó confundidos no fue sólo eso, ya que tal cosa no era algo
sin precedentes o demasiado sospechosa, ni tampoco los rumores de
Pawtuxet, que habían llegado a oídos de uno o dos. Lo que les dejó
anonadados fue el confuso discurso del joven, ya que implicaba una virtual
pérdida total de memoria respecto a importantes asuntos monetarios que él
mismo había gestionado sólo uno o dos meses antes. Algo no iba bien, ya
que, pese a la aparente coherencia y racionalidad de su discurso, no había
razón para su mal oculta ignorancia de asuntos de tanta importancia. Además,
aunque ninguno conocía muy bien a Ward, no pudieron dejar de observar el
cambio en su lenguaje y modales. Habían oído hablar de sus aficiones
anticuarias, pero incluso los más extremistas de éstos no hacen uso cotidiano
de fraseología y ademanes obsoletos. La combinación de ronquera, mano
temblorosa, mala memoria y habla y porte alterados debía formar parte de
alguna enfermedad o perturbación de suma gravedad, lo que, sin duda, era la
base de los rumores que corrían sobre él, y, al salir, el grupo de agentes
decidió que se imponía una charla con Ward padre.
Así pues, el 6 de marzo de 1928 hubo una seria y larga conferencia en la
oficina del señor Ward, tras la que el padre, completamente desconcertado, se
reunió con el doctor Willett, presa de la más indefensa resignación. Wil lett
estudió los grandes y torpes trazos de los cheques, comparándolos de
memoria con la caligrafía de la última y frenética nota. Sin duda, el cambio
era radical y profundo, aunque había algo condenadamente familiar en la
nueva escritura. Había tendencias a apretarse y muy arcaizantes, de una clase
muy curiosa, y parecía de puño completamente distinto al del joven. Era
extraño, pero... ¿dónde lo había visto antes? Resumiendo, era claro que
Charles estaba perturbado. De eso no había duda alguna. Y, dado que estaba
claro que no podía administrar sus propiedades o continuar sus
investigaciones, debían darse los pasos necesarios para su tutela y posible
cura. Fue entonces cuando llamaron a los alienistas: los doctores Peck y
Waite de Providence y el doctor Lyman de Boston, a los cuales el señor Ward
y el doctor Willett suministraron los máximos datos posibles, que
conferenciaron durante largo tiempo en la ahora abandonada biblioteca del
joven paciente, examinando qué libros y documentos había dejado, para
hacerse una idea de su estado mental habitual. Tras examinar ese material, así
como la ominosa nota que mandó a Willett, todos coincidieron en que los
estudios de Charles Ward habían bastado para conmover, o al menos alterar,
cualquier intelecto común, y deseaban a toda costa poder examinar su
biblioteca y documentación íntimas; pero enseguida comprendieron que eso
no sería posible de no mediar una terrible escena en el chalé mismo. Willett
revisaba el caso con energía febril, siendo entonces cuando consiguió el
testimonio de los obreros que habían visto cómo Charles encontraba los
documentos de Curwen, y fue también entonces cuando comprobó los
incidentes de los periódicos destrozados, buscándolos en la oficina del
Journal.
El jueves, 8 de marzo, los doctores Willett, Peck, Lyman y Waite,
acompañados del señor Ward, pasaron a visitar al joven, sin ocultar a lo que
iban e interrogando al ahora paciente en profundidad. Charles, aunque tardó
mucho tiempo en responder a la llamada y olía aún a extraños y fétidos olores
de laboratorio cuando por fin hizo su agitada aparición, demostró estar lejos
de ser un sujeto recalcitrante y admitió abiertamente que su memoria y
equilibrio nervioso se había resentido algo por la estricta aplicación a
estudios complejos. No ofreció resistencia cuando lo invitaron a trasladarse a
otra residencia, y pareció, de hecho, mostrar un alto grado de inteligencia,
fuera de su problema de memoria. Su conducta hubiera despejado las dudas
de sus interlocutores de no mediar el persistente arcaísmo de su habla y el
incuestionable cambio de ideas modernas por antiguas en su cabeza, lo que lo
marcaba como alguien definitivamente perturbado. De su trabajo, no explicó
más a los doctores de lo que ya había dicho a la familia y al doctor Willett, y
achacó su frenética nota del mes anterior a nervios e histeria. Insistió en que
en ese sombrío chalé no tenía biblioteca o laboratorio, aparte de los visibles,
y se lanzó a explicaciones difusas acerca de por qué faltaban en la casa los
olores que saturaban toda su ropa. Los chismes de la vecindad los atribuyó en
exclusiva a la inventiva barata de la curiosidad frustrada. Dijo no tener
libertad para revelar dónde se hallaba el doctor Allen, aunque aseguraba que
aquel personaje barbudo, siempre cubierto con gafas, volvería cuando lo
necesitase. Al despedirse del estólido fanfarrón portugués, que se negó a
responder a las preguntas de los visitantes, así como al cerrar el chalé, que
parecía guardar aún muchos oscuros secretos, Ward no mostró signos de
nerviosismo, a no ser cierta tendencia a detenerse, como si estuviera
intentando oír algún sonido muy débil. Aparentemente, se hallaba en un
estado de filosófica resignación, como si su traslado fuera un simple
incidente transitorio que causaría menores problemas si cooperaba en
zanjarlo para siempre. Estaba claro que confiaba en su incomparable agudeza
mental para imponerse a cualquier problema en que le hubieran metido su
castigada memoria, su voz perdida, su caligrafía y su comportamiento
encubierto y excéntrico. Se convino en que su madre no sabría nada de todo
aquello, ya que su padre enviaría notas mecanografiadas en su nombre. Ward
fue internado en el hospital del doctor Waite, tranquilo y pintorescamente
situado en Conanicut Island, en la bahía, y fue sometido al más cerrado
examen e interrogatorio por parte de todos los médicos relacionados con el
caso. Fue entonces cuando se descubrieron las rarezas médicas: el
metabolismo bajo, la piel alterada y las desproporcionadas reacciones
neurales. El doctor Willett fue el que quedó más perturbado de todos, ya que
había cuidado toda su vida de Ward y podía apreciar con terrible nitidez toda
la extensión de sus desórdenes físicos. Incluso la familiar marca olivácea de
su cadera había desaparecido, en tanto que en su pecho había un gran lunar o
cicatriz negra que antes no estaba, y que hizo preguntarse a Willett si el joven
no habría acudido a una de esas «marcadas de brujas» que decían que se
realizaban en desagradables reuniones, en lugares extraños y solitarios. El
doctor no pudo dejar de pensar en la transcripción de cierto juicio de brujas
de Salem, que Charles le había mostrado en la época en que no le ocultaba
nada y que decía: «El señor G. B., esa noche, puso su marca en Bridget S.,
Jonathan A., Simón O., Deliverance W., Joseph C., Susan P., Mehitable C. y
Deborah B.». El rostro de Ward le turbaba también de forma horrible, hasta
que al final descubrió de repente por qué le espantaba. Porque sobre el ojo
derecho del joven había algo que nunca antes había visto... una pequeña
cicatriz u hoyuelo exactamente igual a la que mostraba el desaparecido
retrato del viejo Joseph Curwen, y que era quizá la prueba de alguna odiosa
inoculación ritual a la que ambos se habían sometido en cierta etapa de sus
estudios ocultos.
Mientras el propio Ward andaba desconcertando a todos los médicos del
hospital, se realizó una vigilancia exhaustiva de todo el correo dirigido a él o
al doctor Allen, que el señor Ward mandó reexpedir a la casa familiar. Willett
había pronosticado que no encontrarían gran cosa, ya que las comunicaciones
importantes, sin duda, se harían mediante mensajeros; pero a fines de marzo
llegó una carta al doctor Allen, procedente de Praga, que sumió en profundas
reflexiones al doctor y al padre. Estaba en letra muy apretada y arcaica, y
aunque no pertenecía a un extranjero, mostraba singulares diferencias con el
inglés moderno, tal como sucedía con el habla del propio joven Ward.
Rezaba así:
Kleinstrasse 11,
Altstadt, Praga.
11 de febrero 1928.
Hermano en Almonsin-Metraton:
En el día de hoy he recibido tu informe sobre lo que brotó de las sales que
te envié. No era el indicado, y significa con claridad que las lápidas estaban
cambiadas cuando Barnabás me envió el espécimen. Sucede a menudo, como
debe usted saber por aquello que se encontró en el cementerio de Kings
Chapell en 1769, y lo que H. obtuvo del viejo cementerio Point en 1690, y
que estuvo a punto de acabar con él. Y a mí me sucedió hace 75 años en
Egipto, que fue lo que me causó la cicatriz que el chico me vio en 1924.
Como siempre le digo, no invoque a nada que no pueda dominar; tanto con
las sales muertas como de las esferas del más allá. Tenga siempre las palabras
listas y absténgase cuando le quepa duda alguna sobre lo que tiene entre
manos. Las lápidas están cambiadas nueve de cada diez veces. Hoy he sabido
que H. ha tenido problemas con los soldados. Le pesa que Transilvania haya
pasado de Hungría a Rumanía, y cambiaría su residencia si el castillo no
estuviese tan lleno de lo que usted y yo sabemos. Pero, sin duda, también le
escribiría a usted. En mi nuevo envío, hay algo sacado de un túmulo de
Oriente que le agradará sobremanera. Sin embargo, no olvide que estoy
ansioso por obtener a B. F., si es posible contenerlo. Usted conoce G., en
Filadelfia, mejor que yo. Use de él primero, pero no hasta el punto de
endurecerlo, porque luego tengo que hablar yo con él.
Al Sr. J. C. en
Providence.
El señor Ward y el doctor Willett cayeron en un caos total ante esta carta de
aparente locura crónica. Sólo gradualmente se dieron cuenta de todo lo que
aquello implicaba. ¿Habría sido el ahora ausente doctor Allen, y no Charles
Ward, el espíritu rector en el chalé de Pawtuxet? Eso podría explicar la
extraña referencia y la denuncia en la última y frenética carta del joven. ¿Y
qué había con eso de llamar señor J. C. a ese extranjero barbudo y siempre
cubierto con gafas? No había sino una explicación, pero existe un límite a la
posible monstruosidad. ¿Era «Simón O. el viejo al que Ward había visitado
en Praga hacía unos años? Quizá; pero en los siglos anteriores había habido
otro Simón O... Simón, alias Jedediah, Orne, de Salem, que se esfumó en
1771 y cuya peculiar caligrafía reconoció sin duda el doctor Willett gracias
a la copia fotostática de la fórmula de Orne. ¿Qué horrores y misterios, que
contradicciones y contravenciones de la naturaleza habían regresado, luego
de siglo y medio, para azotar a la vieja Providence, la de los chapiteles y
cúpulas arracimadas?
El padre y el viejo médico, sin saber qué hacer, visitaron a Charles en el
hospital y le preguntaron, tan delicadamente como pudieron, acerca del
doctor Allen, su visita a Praga y lo que sabía de Simón, o Jedediah, Orne, de
Salem. El joven esquivó cortésmente todas esas preguntas, ladrando con
ronco susurro que había hallado en el doctor Allen una notable afinidad con
ciertos espíritus del pasado, y que cualquier corresponsal que aquel barbudo
sujeto pudiera tener en Praga estaría, sin duda, igualmente dotado. Al salir, el
señor Ward y el doctor Willett comprendieron con disgusto que había sido a
ellos a quienes habían sonsacado, y que, sin decir nada de importancia, el
joven internado había logrado enterarse con habilidad de cuanto contenía la
carta de Praga.
Los doctores Peck, Waite y Lyman no daban gran importancia a la extraña
correspondencia del compañero del joven Ward, ya que era bien conocida la
tendencia de los excéntricos infantiloides y los monomaníacos a juntarse, y
suponían que Charles y el doctor Allen simplemente habían encontrado un
alma gemela expatriada... quizá uno que había visto la caligrafía de Orne y la
copiaba, pretextando ser la encarnación de aquel hombre del pasado. Quizá el
propio Allen era un caso similar y puede que hubiera convencido al joven de
que era un avatar del finado Curwen. Eso ya se había visto antes y, por lo
mismo, los cartesianos doctores desdeñaron la creciente inquietud de Willett
acerca de la caligrafía de Charles Ward, de la que había obtenido varias
muestras mediante subterfugios. Willett creía saber de qué le era familiar y
recordaba, difusamente, que era la propia caligrafía del viejo Joseph Curwen;
pero los otros médicos veían aquello como una fase de imitación, sólo
explicable en ese tipo de manía, y no le daban mayor importancia, ni
favorable ni desfavorable. Ante esta actitud prosaica de sus colegas, Willett
indicó al señor Ward que guardase la carta recibida a nombre del doctor
Allen el 2 de abril, desde Rakus, Transilvania, escrita en una caligrafía tan
grande y fundamentalmente idéntica a la del cifra do de Hutchinson que
padre y médico se pararon, aterrorizados, antes de abrir la misiva. Ésta decía
lo siguiente:
Castillo Ferenczy
7 de marzo de 1928.
Querido C.:
A J. Curwen, Esquire.
Providence.
2
Willett admite abiertamente que, por un momento, el recuerdo de las
historias acerca del viejo Curwen lo detuvieron antes de sumirse a solas en
esa sima maloliente. No podía dejar de pensar en lo que Luke Fenner había
escrito acerca de esa noche monstruosa. Luego, el deber se reafirmó y
descendió, llevando una gran maleta para sacar consigo los papeles de
importancia que pudiera encontrar. Lentamente, como correspondía a su
edad, bajó la escala y alcanzó los fangosos peldaños de debajo. Al resplandor
de la linterna, pudo constatar que era albañilería antigua, y sobre los
pringosos muros vio acumulado el malsano moho de los siglos. Abajo, abajo,
descendiendo escalones; no en espiral, sino en tres abruptos giros, por un
pasaje tan angosto que dos hombres cabrían con dificultad. Había contado
unos treinta peldaños cuando escuchó un sonido sumamente débil, y ya no le
quedaron ganas de contar más.
Era un sonido impío, uno de esos ultrajes insidiosos y de baja intensidad
que tiene lugar en la naturaleza. Llamarlo un lamento apagado, un quejido de
condenación o un aullido sin esperanza en el que se mezclan la angustia y la
idiotizada carne lacerada no haría justicia a la quintaesencia de aquellos tonos
espantosos que estremecían el alma. ¿Era eso lo que trataba de escuchar
Ward el día de su traslado? Era lo más horrible que Willett hubiera oído
nunca, y seguía sonando desde algún punto no determinado, mientras el
doctor llegaba al último de los escalones y paseaba su lámpara por los altos
muros de un corredor, rematados en bóvedas ciclópeas y abiertos a
innumerables arcos en sombras. La estancia mediría quizá cuatro metros de
alto, al punto medio de la bóveda, y puede que tres o tres metros y medio de
anchura. El suelo era de grandes losas de piedra, y los muros y techo de
mampostería revocada. No podía imaginar cuánta longitud tendría, ya que se
perdía sin fin en la negrura. De los arcos, algunos tenían puertas de seis
paneles, según el viejo tipo colonial, mientras que otras eran umbrales vacíos.
Sobreponiéndose al miedo provocado por el hedor y el aulli do, Willett
comenzó a explorar esos arcos uno por uno, encontrando más allá estancias
con techos de piedra, todas de mediano tamaño y destinadas, en apariencia, a
usos extravagantes. Casi todas tenían chimeneas, y sus tramos superiores
podían haber constituido un interesante estudio de ingeniería. Nunca antes ni
después vio instrumentos remotamente parecidos a los que allí asomaban por
todos lados, cubiertos por el polvo y las telarañas de siglo y medio; en
muchos casos, evidentemente destruidos por los antiguos incursores. Pero
muchas de las estancias parecían no haber sido holladas por pies modernos y
debían representar las primeras y más obsoletas fases de los experimentos de
Joseph Curwen. Finalmente, llegó a una estancia obviamente moderna, o al
menos de reciente ocupación. Había estufas de petróleo, estantes y mesas,
sillas y armarios, y un pupitre cubierto de papeles de diversa antigüedad,
alguno de ellos contemporáneo. Había, en ciertos lugares, palmatorias y
lámparas de petróleo, y, encontrando un fósforo, Willett encendió las que vio
listas para usar.
Al resplandor, descubrió que ese cuarto parecía nada más y nada menos
que el último estudio o biblioteca de Charles Ward. El doctor había visto
antes muchos libros, y parte de los muebles claramente procedían de la
mansión de Prospect Street. Aquí y allá había piezas bien conocidas por
Willett, y la familiaridad se hizo tan grande que medio olvidó el hedor y el
gimoteo, que eran más fuertes aquí que al pie de las escaleras. Su primera
obligación, como había planeado previamente, era encontrar y reunir los
papeles de importancia vital; sobre todo aquellos portentosos documentos
encontrados por Charles tanto tiempo antes detrás del retrato de Olney Court.
Al buscar, se dio cuenta de cuán grande iba a ser la tarea de registrarlo todo,
ya que los archivos estaban colmados de documentos con curiosas escrituras
y pintorescos diseños, por lo que podían ser necesarios meses, o incluso años,
para descifrarlos y editarlos al completo. Encontró grandes fajos de cartas con
remites de Praga y Rakus, cuya caligrafía era claramente las de Orne y
Hutchinson, y los echó a la maleta.
Al cabo, en un escritorio cerrado de caoba, que una vez adornara la casa
Ward, Willett encontró los documentos del viejo Curwen, que reconoció
gracias a la muestra reacia que le brindó Charles tantos años atrás.
Evidentemente, el joven los había guardado juntos, tal como habían sido
encontrados, ya que estaban allí todos los títulos que recordaban los obreros,
excepto los papeles dirigidos a Orne y Hutchinson. Willett los echó a la
maleta y continuó el examen de los archivos. Dado que la dolencia del joven
Ward era el asunto de interés prioritario, la exhaustiva búsqueda se centró en
los documentos obviamente más modernos, y quedó clara una desconcertante
ausen cia de esto. Lo más extraño era la poca cantidad de manuscritos de
Charles, de los que no había ninguno de los dos últimos meses. Por otra parte,
había, literalmente, blocs llenos de símbolos y fórmulas, notas históricas y
comentarios filosóficos, realizados en una apretada escritura idéntica a la de
los antiguos documentos de Joseph Curwen, aunque de una fecha
innegablemente reciente. Sin duda, una parte del programa final había sido
una diligente imitación de la escritura del viejo mago, que Charles parecía
haber llevado a un maravilloso estado de perfección. Además, no había pistas
sobre el papel de Allen allí. Si, en efecto, se había convertido en el jefe, debía
haber obligado al joven Ward a oficiar de amanuense.
Entre ese nuevo material había una fórmula mística, o mejor dicho un par
de ellas, que aparecían tan a menudo que Willett tuvo la corazonada de haber
dado en el clavo. Consistía en dos columnas paralelas, la izquierda coronada
por el arcaico símbolo del Caput Draconis, usado en los almanaques para
indicar el nodo ascendente, y la derecha encabezada por el correspondiente
signo de Cauda Draconis o nodo descendente. La apariencia del conjunto era
como la que sigue y, casi inconscientemente, el doctor comprendió que la
segunda mitad no era más que la transcripción silábica de la otra, al revés,
con la excepción de los monosílabos finales y el extraño nombre de Yog-
Sothoth, que había llegado a reconocer con variantes en otros documentos
vistos en conexión con este horrible asunto. La fórmula es como sigue
—exactamente así, según está dispuesto a jurar Willett—, y al primer vistazo
se despertó una extraña nota de desagradable recuerdo, latente en su cerebro,
y que reconoció al revisar los sucesos de aquel horrible Viernes Santo del año
anterior.
¿Pero por qué se había alzado ese frío viento como en respuesta a la
invocación? Las lámparas chisporroteaban penosamente y el resplandor
menguó tanto que las letras del muro casi no podían ni verse. Había humo,
también, y un olor acre que casi se imponía al hedor de los lejanos pozos; un
olor como ese que oliera antes, aunque infinitamente más fuerte y lacerante.
Abandonó las inscripciones para volver los ojos a la estancia con sus
extravagantes contenidos, y vio que el kylix del suelo, el que contuviera
aquel ominoso polvo eflorescente, estaba emitiendo una nube de espeso
vapor negro verdoso, de sorprendente tamaño y opacidad. ¡Por Dios... ese
polvo! Procedía del estante de «Materia»... ¿Qué estaba sucediendo y qué lo
había desencadenado? La fórmula que había estado cantando... la primera de
las dos... caput draconis, el nodo ascendente... Dios Bendito, ¿sería posible
que...?
El doctor se tambaleó, y por su cabeza pasaron fragmentos extrañamente
dispersos de cuanto había visto, oído y leído acerca del espantoso caso de
Joseph Curwen y Charles Dexter Ward. «Se lo digo de nuevo, no convoque a
nada que no pueda dominar... tenga las Palabras siempre a mano, y no se
recate cuando tenga alguna duda de lo que ha convocado... Tres
conversaciones con lo que había dentro enterrado...» ¿Por todos los cielos,
qué es esa forma entre el humo que se disipa?
5
6
A la mañana siguiente el doctor Willett corrió a la casa Ward para estar
presente cuando llegasen los detectives. Pensaba que la destrucción o prisión
de Allen —o de Curwen, si uno quería creer en su tácita reclamación de ser
su avatar— debía ser realizada a toda costa, y comunicó esa convicción al
señor Ward, mientras esperaban la llegada de los hombres. Estaban en la
planta baja, dado que las partes altas estaban comenzando a ser evitadas por
culpa de un peculiar hedor que parecía haberse instalado allí; un hedor que
los viejos servidores conectaban con el desaparecido retrato de Curwen.
Los tres detectives se presentaron a las nueve en punto y, de inmediato,
dieron su informe. Por desgracia, no habían podido localizar al mulato Tony
Brava como había sido su deseo, ni hallado la menor pista sobre la suerte del
doctor Allen o su paradero actual, pero se las habían arreglado para reunir un
número considerable de opiniones y anécdotas acerca del reservado
extranjero. Allen había dado la impresión a la gente de Pawtuxet de ser
vagamente antinatural, y había una creencia muy extendida de que su tupida
barba era falsa... una idea que parecía corroborar el hecho de que se había
hallado una barba postiza, junto a un par de gafas oscuras, en su cuarto de la
fatídica casa. Su voz, como bien podía atestiguar el señor Ward por la única
conversación telefónica que habían mantenido, tenía una profundidad y
resonancia difícil de olvidar, y su mirada resultaba maligna incluso detrás de
sus gafas ahumadas. Un tendero, al cerrar un pedido, había visto una muestra
de su caligrafía y decía que era muy extraña y apretada, lo que se confirmaba
por las herméticas notas manuscritas halladas en su cuarto e identificadas por
el comerciante. Respecto a los rumores sobre el caso de vampirismo del
verano anterior, la mayoría de los chismosos apuntaban a Allen más que a
Ward como el verdadero vampiro. También habían hablado con los agentes
que visitaron la casa tras el desagradable incidente del robo del camión.
Habían encontrado menos siniestro al doctor Allen, aunque lo habían
reconocido como la figura dominante en la extraña casa sombría. El lugar
había estado demasiado oscuro para ver nada con claridad, pero lo
reconocerían de nuevo si lo viesen. Su barba les había parecido extraña, y
pensaban que tenía alguna pequeña cicatriz por encima de las gafas oscuras
sobre el ojo derecho. Como el registro de la habitación de Allen no arrojó
nada definitivo, excepto la barba y las gafas, así como algunas notas con la
escritura apretada que Willett, al punto, reconoció como idéntica a la de los
viejos manuscritos de Curwen y las voluminosas y recientes notas del joven
Ward encontradas en aquellas desaparecidas catacumbas de horror.
El doctor Willett y el señor Ward captaron algo de un profundo, sutil e
insidioso horror cósmico en todo eso, según iba desplegándose gradualmente
ante ellos; y casi temblaron ante el vago y enloquecido pensamiento que
entró simultáneamente en sus cabezas. La barba falsa y las gafas... la prieta
caligrafía de Curwen... el viejo retrato y su pequeña cicatriz... y el joven
trastornado en el hospital, con una cicatriz idéntica... la voz profunda y
hueca del teléfono... ¿no era esa voz la que le venía a la cabeza al señor Ward
cuando su hijo graznaba esos tonos patéticos a los que ahora decía estar
reducido? ¿Quién había visto a Charles y Allen juntos? Sí, los policías los
habían visto una vez, ¿pero quién después de eso? ¿No fue entonces cuando
Allen hizo que Charles perdiera su miedo creciente y comenzara a vivir
exclusivamente en la casa? Curwen... Allen... Ward... ¿En qué blasfema y
abominable fusión se habían visto envueltas dos personas y dos edades? Ese
condenado parecido del retrato con Charles... ¿No solía mirar y mirar, y
seguir al chico, con los ojos, por todo el cuarto? ¿Y por qué tanto Allen como
Charles imitaban la escritura de Joseph Curwen, incluso cuando estaban solos
y relajados? Y luego estaba el espantoso trabajo de esa gente... la perdida
cripta de horrores que había avejentado al doctor de la noche a la mañana; los
hambrientos monstruos en los hediondos pozos; la espantosa fórmula que
había dado indescriptibles frutos; el mensaje en minúsculas encontrado en el
bolsillo de Willett; los documentos y las cartas y toda la cháchara acerca de
tumbas, «sales» y descubrimientos... ¿Adónde llevaba todo eso? Al final, el
señor Ward hizo lo más sensato. Negándose a pensar en lo que hacía, dio a
los detectives un objeto que habían de mostrar a esos tenderos de Pawtuxet
que habían visto al portentoso doctor Allen. Tal objeto no era otra cosa que
una foto de su desgraciado hijo, al que ahora pintó meticulosamente con tinta
un par de pesadas gafas y la barba negra y puntiaguda que los detectives
habían cogido en la habitación de Allen.
Durante dos horas esperó en compañía del doctor en la opresiva casa,
donde el miedo y el miasma aumentaba lentamente, mientras el panel
acechaba y acechaba y acechaba. Luego, volvieron los hombres. Sí. La
fotografía retocada tenía un parecido más que pasable con el doctor Allen.
El señor Ward empalideció y Willett se enjugó la frente, repentinamente
sudorosa, con el pañuelo. Allen... Ward... Curwen... el asunto estaba
comenzando a ser demasiado espantoso como para pensar con coherencia.
¿Qué había invocado el chico, procedente del vacío, y qué le había hecho?
¿Qué había sucedido realmente al final? ¿Quién era ese Allen que había
querido matar a Charles por ser demasiado «remilgado», y por qué su
supuesta víctima decía, en la posdata de su frenética carta, que debía ser
disuelto completamente en ácido? ¿Cuál había sido el cambio y cuándo había
ocurrido? Ese día, cuando recibió la frenética nota... había estado nervioso
por la mañana, y luego algo cambió. Había salido sin ser visto y pasó abierta
y audazmente, al volver, ante los hombres encargados de su custodia. Ahí
tuvo lugar el cambio, cuando estuvo fuera. Pero no... ¿no había gritado lleno
de terror al entrar en su estudio... en esa misma habitación? ¿Qué había
encontrado allí? O, quizá... ¿qué le había encontrado a él allí? Ese simulacro
que entró con audacia, aunque nadie lo había visto salir..., ¿era una sombra
extraña y un horror que había alcanzado a una temblorosa figura que, después
de todo, nunca había salido? ¿No había hablado el mayordomo de extraños
ruidos?
Willett tocó el cordón llamando al hombre y le hizo unas cuantas
preguntas solapadas. Había sido, con seguridad, un mal asunto. Hubo ruidos:
un grito, un estertor, un golpe y una especie de golpeteo, crujido o martilleo,
o algo así. Y el señor Charles no era el mismo cuando salió sin decir palabra.
El mayordomo se estremecía al hablar y olfateaba el pesado aire, que se
movía gracias a alguna corriente que entraba por alguna ventana abierta
arriba. El terror se había asentado definitivamente en la casa y sólo los
detectives eran incapaces de darse plena cuenta. Pero incluso ellos estaban
inquietos, ya que este caso tenía brumosos elementos, entre bambalinas, que
no acababan de gustarles. El doctor Willett estaba pensando rápido y con
intensidad, y sus reflexiones eran de lo más terribles. De vez en cuando
musitaba mientras, en su mente, se hilaba una nueva, anonadante y
crecientemente coherente sarta de sucesos de pesadilla.
Entonces, el señor Ward hizo gesto de que se había acabado la
conferencia, y todos, excepto el doctor, abandonaron el cuarto. Era mediodía,
pero las sombras, como a la caída del sol, parecían envolver a la mansión
embrujada. Willett comenzó a hablar muy seriamente con su anfitrión y le
urgió a dejar en sus manos la pesada tarea de la investigación. Habría,
predijo, ciertos elementos terribles que un amigo podría sobrellevar mejor
que un pariente. Como médico de la familia, debía tener las manos libres, y lo
primero que quería era quedarse a solas, sin ser molestado, en la abandonada
biblioteca, donde el antiguo panel había creado un aura de horror nocivo, más
intenso aún que cuando el rostro de Joseph Curwen miraba taimadamente
desde el panel pintado.
El señor Ward, desconcertado ante esa marea de anormalidades grotescas
e impensables sugestiones de locura que brotaban en torno suyo, sólo pudo
asentir, y, media hora más tarde, el doctor se encerraba en la rehuida
habitación con el panel de Olney Court. El padre, escuchando desde fuera,
oyó sonidos de tanteos, de mover y rebuscar, y finalmente un tirón y un
crujido, como si hubieran abierto la puerta atascada de una alacena. Hubo un
grito sofocado, una especie de resoplido ahogado y el cierre apresurado de lo
que fuere que hubiese sido abierto. Casi enseguida, sonó la llave y Willett
salió, con aspecto ojeroso y horrible, reclamando madera para la chimenea
del muro sur de la estancia. El horno no bastaba, dijo, y la chimenea eléctrica
valía de bien poco. Queriendo y no atreviéndose a preguntar, el señor Ward
dio las órdenes oportunas y un criado acudió con troncos de recio pino,
sobresaltándose cuando olió el malsano aire de la biblioteca al colocarlos en
la rejilla. Mientras tanto, Willett había ido al desmantelado laboratorio y
vuelto a bajar con algunos pocos productos no incluidos en la mudanza del
julio anterior. Estaban en una cesta cubierta, y el señor Ward nunca vio lo
que eran.
Luego, el doctor se encerró de nuevo en la biblioteca, y por las nubes de
humo que pasaron ante las ventanas desde la chimenea supieron que había
encendido el fuego. Más tarde, tras un gran crepitar de periódicos, se oyó de
nuevo el extraño tirón y crujido, seguido de un golpeteo que no gustó nada a
ninguno de los oyentes. Seguidamente se oyeron dos gritos sorprendidos de
Willett y, casi inmediatamente, un siseo indefiniblemente odioso. Por fin,
comenzó a salir de la chimenea un humo muy oscuro y acre, y todos desearon
que la climatología les hubiera ahorrado aquella estremecedora y malsana
inundación de peculiares vapores. La cabeza del señor Ward daba vueltas y
los sirvientes se agruparon en una piña para observar al horrible humo. Tras
una eternidad de espera, los vapores parecieron menguar y se oyó rascar,
barrer y realizar otras operaciones menores en la habitación cerrada. Al fin,
tras el golpazo de la puerta de algún armario, Willett hizo su aparición, pálido
y ojeroso, y llevando consigo la cesta tapada que había cogido del laboratorio
de arriba. Había dejado la ventana abierta, y en esa otrora habitación maldita
entraba un soplo de aire puro y saludable, mezclándose con un extraño y
nuevo olor a desinfectante. Ese antiguo panel aún estaba allí, pero parecía
ahora privado de malignidad, y se alzaba tan calmo y majestuoso en su marco
blanco como si nunca hubiera soportado el retrato de Joseph Curwen. Caía la
noche, aunque esta vez sus sombras no traían un terror latente, sino sólo una
suave melancolía. El doctor nunca contó lo que había hecho. Al señor Ward
le dijo: «No puedo responder a ninguna pregunta, pero sí puedo decir que hay
diferentes tipos de magia. Yo he hecho una gran purificación y, a partir de
ahora, la gente podrá dormir tranquila en esta casa».
Que aquella purificación había sido, para el doctor Willett, una ordalía
casi tan estremecedora como su odioso periplo por la cripta desaparecida, lo
demuestra el hecho de que el envejecido doctor se desplomase apenas llegar a
casa esa noche. Durante tres días descansó en su cuarto, aunque más tarde los
criados murmuraron algo sobre que le habían escuchado salir, pasada la
medianoche del miércoles, cuando abrió y cerró la puerta con fenomenal
cuidado. La imaginación de los criados, por fortuna, era limitada, ya que de
lo contrario hubieran reparado en un artículo del Evening Bulletin del jueves,
que decía lo siguiente.
Los saqueadores de North End vuelven a la carga
10 Barnes St.,
Providence, R.I.,
12 de abril de 1928.
Querido Theodore:
Creo que debo mandarte unas palabras antes de lo que voy a hacer
mañana. Voy a poner fin al terrible asunto en el que nos hemos visto
involucrados (ya que creo que ninguna azada podrá nunca alcanzar ese lugar
monstruoso que tú y yo sabemos), pero tengo miedo de que no obtengas paz
y descanso hasta que yo te asegure a ti, expresamente, que esto es, del todo,
el final.
Me has conocido desde que eras un niño, y creo que estarás de acuerdo en
que hay asuntos que es mejor dejar pendientes e inexplorados. Es mejor que
no hagas más especulaciones sobre el caso de Charles, e imperativo que no
cuentes a su madre nada que sobrepase lo que ya sospecha. Cuando te llame
mañana, Charles habrá escapado. Eso es todo lo que necesitas saber. Estaba
loco y huyó. Puedes hablar a su madre, cuidadosa y gradualmente, sobre la
huida del loco, cuando dejes de enviar en su nombre las notas
mecanografiadas. Te insto a unirte a ella en Atlantic City y descansar tú
también. Dios sabe que necesitas reposo después de este golpe, y yo también.
Me iré una temporada al sur a calmarme y recuperarme.
Así que no me preguntes nada cuando vaya a visitarte. Puede que algo
vaya mal, pero entonces no dejaría de avisarte. No creo que suceda. No habrá
que preocuparse más por el tema, ya que Charles estará completamente a
salvo. Está ya ahora más seguro de lo que puedes suponer. No tienes que
temer nada de Allen, ni preocuparte de quién o qué es. Forma parte del
pasado, tanto como el retrato de Joseph Curwen, y, cuando llame a tu puerta,
ten la seguridad de que esa persona ya no existirá. Y el que escribió ese
mensaje en minúsculas nunca te molestará ni os molestará.
Pero debes fortalecerte contra la melancolía, y preparar a tu esposa para lo
mismo. Debo decirte con franqueza que la huida de Charles no significa que
vayas a recuperarlo. Ha sido atacado por un mal muy peculiar, como has
podido ver por los cambios físicos y mentales que sufre, y no debes esperar
verlo de nuevo. Consuélate con el hecho de que nunca fue un malvado, ni
siquiera un loco, sino tan sólo un chico inquieto, estu dioso y curioso, cuyo
amor por el misterio y el pasado fue su perdición. Topó con asuntos que
ningún mortal debe conocer, y alcanzó algo del pasado que nadie debe
alcanzar, y algo surgió de ese pasado para devorarlo.
Y ahora llego a un asunto en el que debo pedirte que confíes plenamente
en mí. Porque no debe haber, de hecho, error en cuanto al destino de Charles.
Dentro de un año puedes, si así lo deseas, inventar un final apropiado, ya que
el chico, para entonces, no estará entre nosotros. Puedes poner una lápida en
tu parcela del cementerio North, exactamente a tres metros al oeste de la de tu
padre y mirando en la misma dirección, que marcará el verdadero lugar de
reposo de tu hijo. No temas que esto sirva para señalar ninguna anomalía o
mutación. Las cenizas de esa tumba serán las de sus propios e inalterados
huesos, las del mismo Charles Dexter Ward cuya inteligencia cultivaste en la
infancia; el mismo Charles con la marca olivácea en la cadera y sin la negra
marca de bruja en su pecho, ni el hoyuelo en la frente. El Charles que nunca
hizo daño a nadie y que habrá pagado sus «remilgos» con la vida.
Es todo. Charles escapará, y dentro de un año podrás poner su lápida. No
me preguntes nada mañana. Y créeme cuando te digo que el honor de tu
familia permanece intacto, y que así ha sido también en el pasado.
Con todo mi afecto, instándote a la fortaleza, calma y resignación, soy
siempre
Tu sincero amigo,
Marinus B. Willett.