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MADRID - MÉXICO - BUENOS AIRES - SAN JUAN - SANTIAGO

H. P. LOVECRAFT

MITOS
DE CTHULHU 2

El caso de Charles Dexter Ward

Introducción de
ALBERTO SANTOS CASTILLO
ISBN de su edición en papel: 978-84-414-1303-0

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de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y
siguientes del Código Penal)

Asesor literario Alberto Santos

© 2003 Introducción de Alberto Santos

© 2003 De la traducción José A. Álvaro Garrido

Diseño de la cubierta: © Ricardo Sánchez

© 2014 Editorial EDAF, S.L.U., Jorge Juan 68. 28009 Madrid (España) www.edaf.net

Primera edición en libro electrónico (epub): agosto de 2014

ISBN: 978-84-414-3471-4 (epub)

Conversión a libro electrónico: Midac Digital


ÍNDICE

Introducción, por Alberto Santos Castillo

EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD


INTRODUCCIÓN

En esta segunda serie de nuestro Ciclo de los Mitos de Cthulhu


presentamos al lector una obra excepcional: El caso de Charles Dexter Ward
(1927). Escrita cuando H. P. Lovecraft tenía 37 años, supone un paso
importante en su obra al significar un momento de sistematización y
condensación de sus temáticas habituales. Veinte años antes ya nos había
ofrecido un anticipo con La tumba, relato sobre la pasión, y la locura, por la
heredad del pasado. En 1919 nos enseñó cómo la búsqueda del saber oculto y
escondido en las catacumbas de la tierra puede llevar al espanto absoluto y a
la destrucción, con el cuento La declaración de Randolph Carter. Un año
después reafirmaría con fuerza la temática de la maldición familiar,
convertida en tara física heredada, en su obra Hechos tocantes al difunto
Arthur Jermyn y su familia. En esta época los cuentos al estilo del Ciclo de
Cthulhu comenzaban a tener una entidad propia dentro de su producción,
como demuestra La ceremonia (1923), una narración sobre los cultos sin
nombre de la Nueva Inglaterra oculta. En 1926, finalmente, escribiría la
primera gran obra de este Ciclo: La llamada de Cthulhu, donde hacía su
aparición por primera vez el dios de la ciudad sumergida de R’lyeh.
Lovecraft emplea en esta obra un recurso que utilizará habitualmente en sus
narraciones: la investigación de unos hechos inquietantes, a través de
documentos y testimonios fehacientes, que van desvelando poco a poco una
terrible verdad. Por último, El horror de Dunwich (1928) llegaría para poner
el broche final a esta primera etapa de los Mitos.
En El caso de Charles Dexter Ward, Lovecraf hace una revisión completa
de todas sus anteriores obsesiones literarias. La fascinación por lo antiguo de
dos siglos atrás le lleva a crear una Nueva Inglaterra imaginaria y mágica,
donde los poderes ocultos y el saber prohibido y arcano poseen una realidad
opresiva y terrorífica. Nos describe una próspera y pre-revolucionaria ciudad
de Providence, puerto libre y refugio para los desheredados, «paraíso
universal de lo extraño, lo libre y lo disidente», según el autor. Allí, en el año
1692, llega Joseph Curwen, huyendo de la persecución religiosa y la caza de
brujas de Salem. En el presente del relato, tres siglos después, Dexter Ward
(trasunto de Lovecraft) es un joven erudito que se refugia en sus libros, y en
una de sus investigaciones genealógicas (recordemos La sombra sobre
Innsmouth, 1931) descubre la existencia de este siniestro antepasado. Es
fascinante la facilidad del autor para arrastrarnos por el laberinto inquietante
de un pasado maldito, por los estrechos pasadizos de los hechos narrados,
hasta la verdad final: hay cosas que ni la ciencia misma debería descubrir,
porque poseen una malignidad y una cualidad ajena a todo lo que somos y
conocemos. Sólo resta la locura y la pasión de Charles Dexter Ward, en el
caso más impactante que H. P. Lovecraft haya escrito jamás.

ALBERTO SANTOS
EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD*

Las Sales Esenciales de Animales pueden ser tanto preparadas como


conservadas, de forma que un hombre ingenioso puede tener una completa arca de
Noé en su propio estudio y extraer a placer, a partir de sus cenizas, la forma
completa de un animal; y por el mismo método, de las Sales Esenciales del polvo
humano, un filósofo puede, sin que medie ninguna nigromancia criminal,
convocar a cualquier antepasado muerto, a partir del polvo que resta tras la
incineración de su cuerpo.

BORELLUS

I. UN RESULTADO Y UN PRÓLOGO

De una clínica privada para enfermos mentales, cercana a Providence,


Rhode Island, desapareció hace poco un personaje de lo más singular.
Respondía al nombre de Charles Dexter Ward y había sido internado, a
disgusto, por su apenado padre, que había observado cómo su perturbación
mental iba pasando de una simple excentricidad a una oscura manía que
involucraba la posibilidad de tendencias homicidas, así como un profundo y
peculiar cambio en los contenidos aparentes de su mente. Los médicos se
confiesan de lo más desorientados ante este caso, ya que mostraba anomalías
de tipo tanto fisiológico como psicológico.
En primer lugar, extrañamente, el enfermo parecía tener bastante más de
los veintiséis años que en realidad contaba. Es cierto que los problemas
mentales suelen envejecer con rapidez a la gente; pero el rostro de este joven
había adquirido un aspec to que sólo suele verse en gente de mucha edad. En
segundo término, sus procesos orgánicos mostraban una serie de anomalías
sin parangón en los archivos de la medicina. La respiración y la función
cardiaca carecían de coordinación; había casi perdido la voz, por lo que sólo
podía articular susurros; la digestión estaba increíblemente prolongada y
minimizada, y las reacciones neurales a los estímulos comunes no guardaban
relación con nada registrado, tanto normal como patológico. La piel mostraba
una frialdad y sequedad de lo más malsanas, y la estructura celular de los
tejidos parecía sumamente tosca y de escasa co hesión. Incluso una gran
marca olivácea de nacimiento, en la cadera derecha, había desaparecido,
mientras que en su pecho se había formado un lunar o mancha negra de lo
más curioso, y del que no había trazas con anterioridad. En general, todos los
médicos coinciden en que los procesos metabólicos de Ward se habían
ralentizado hasta un nivel sin precedentes.
Psicológicamente, además, Charles Ward era único. Su locura no
guardaba relación con ninguna de las categorías registradas, ni siquiera en los
últimos y más exhaustivos tratados, y estaba unida a una capacidad mental
que podría haberle convertido en un genio, o en un líder, de no haber estado
perturbada en forma extraña y grotesca. El doctor Willett, que fuera médico
de la familia Ward, afirma que la capacidad mental del paciente, a tenor de
sus respuestas a temas que no entraban dentro de la esfera de su locura, había
incluso aumentado durante el periodo de reclusión. Ward, de hecho, era un
erudito y un historiador, pero incluso su primer y brillante trabajo no
mostraba la prodigiosa capacidad de penetración y comprensión detectada
durante el último examen que le realizaron los alienistas. Era, en efecto, un
asunto difícil el conseguir mandato legal para internarlo, dado lo poderosa y
lúcida que parecía la mente del joven; y sólo el testimonio de terceros, unida
a la fuerza de algunas y significativas anomalías en su psique, lograron
finalmente su reclusión. Fue un lector inaciable hasta el mismo momento de
su desaparición, y tan buen contertulio como su poca voz le permitía; y
observadores cualificados, que no podían prever su huida, afirmaban
abiertamente que no habría de tardar en conseguir el alta.
Sólo el doctor Willett, que había ayudado a Charles Ward a venir al
mundo y lo había visto crecer en cuerpo y mente, parecía aterrado ante la
posibilidad de que lo soltasen. Había sufrido una terrible experiencia y hecho
un espantoso descubrimiento que no se atrevía a confiar a sus escépticos
colegas. Willett, de hecho, era un misterio añadido por su conexión con el
caso. Fue el último en ver al paciente antes de la fuga, y salió de esa última
conversación en un estado en el que se mezclaban el horror y el alivio; algo
que algunos recordaron cuando Ward escapó tres horas más tarde. Esa fuga
quedó como uno de los casos sin resolver del hospital del doctor Waite. Una
ventana abierta a una altura de veinte metros no puede explicarlo; sin
embargo, tras hablar con Willett, el joven se marchó. Willett mismo no tenía
ninguna declaración pública que hacer, aunque parecía, extrañamente, más
tranquilo que antes de la fuga. De hecho, muchos piensan que diría más, si
pensase que alguien lo iba a creer. Encontró a Ward en esa habitación, pero,
al poco de su salida, los celadores llamaron a la puerta en vano. Cuando
abrieron, el paciente no estaba allí y todo lo que encontraron fue una ventana
abierta, con una helada brisa de abril aventando una nube de polvo grisáceo
que casi les atontó. Es cierto que los perros habían aullado un tiempo antes,
pero fue mientras Willett estaba aún presente, y no atraparon a nadie, ni
mostraron la menor alteración después. Llamaron al padre de Ward por
teléfono, pero éste pareció más apenado que sorprendido. Cuando el doctor
Waite lo llamó en persona, el doctor Willett ya había hablado con él y ambos
negaron cualquier conocimiento o conexión con la fuga. Sólo a través de
algunos amigos, muy cercanos a Willett y a Ward padre, se pudo conseguir
ciertas pistas, y éstas incluso resultaban demasiado fantásticas como para
darles crédito. Lo único cierto que tenemos actualmente es el hecho de que no
hay rastros del loco desaparecido.
Charles Ward era amigo de lo antiguo ya desde la infancia, sin duda
aficionado a ello gracias a la venerable ciudad en la que vivía, así como por
los restos del pasado que colmaban cada rincón de la vieja residencia de sus
padres en Prospect Street, en lo alto de la colina. Su devoción por lo antiguo
aumentó con los años; así que la historia, la genealogía y el estudio de la
arquitectura, el mobiliario y la artesanía colonial se impusieron a cualquier
otro asunto en la esfera de sus intereses. Esos gustos son importantes de
recordar a la hora de considerar su locura; ya que, aunque no son el núcleo, sí
tienen relevancia con relación a sus aspectos más superficiales. Las lagunas
de información que los alienistas descubrieron se referían en su totalidad a
asuntos modernos, y se veían compensadas, aunque tratase de ocultarlo, por
un conocimiento de antiguas materias que salía a la luz en cuanto se le
interrogaba con maña; por lo que uno podría suponer que el paciente se
trasladaba literalmente a una época anterior a través de alguna oscura forma
de autohipnosis. Lo extraño era que Ward ya no parecía interesado en esa
antigüedad que conocía tan bien. Había perdido, al parecer, su fascinación,
debido a lo familiar que le resultaba, y todos sus esfuerzos estaban
obviamente encaminados a conocer esas minucias del mundo moderno que
habían sido tan total e inconfundiblemente extirpadas de su cerebro. Hacía
todo lo posible por ocultarlo, pero estaba claro, para cuantos le observaban,
que el completo programa de lectura y conversación se debía a un frenético
deseo de adquirir todo el conocimiento posible acerca de su propia vida, así
como de los hábitos y panorama cultural del siglo veinte; que debían haber
sido los suyos en virtud de su nacimiento, en 1902, y de su educación en
escuelas de su propio tiempo. Los alienistas se preguntaban cómo, dada su
falta radical de datos, se las iba a componer el enfermo fugado en el complejo
mundo de hoy en día; siendo la opinión mayoritaria que «está hibernando» en
alguna posición modesta e indefinida, hasta que su acervo de informaciones
sobre lo moderno haya alcanzado su caudal normal.
El inicio de la locura de Ward es objeto de discusión entre los alienistas.
El doctor Lyman, la eminente autoridad de Boston, lo sitúa en 1919 ó 1920,
durante el último año del chico en el Moses Brown School, cuando pasó, de
repente, del estudio del pasado al estudio de lo oculto y rehusó acudir a la
universidad, alegando que tenía investigaciones personales de mucha mayor
importancia. Sostiene esta hipótesis en la alteración de los hábitos de Ward
en esa época; especialmente, por su continua búsqueda, en los registros de la
ciudad y en los viejos cementerios, de cierta tumba de 1771; la de un
antepasado suyo llamado Joseph Curwen, algunos de cuyos papeles
personales decía haber descubierto tras el artesonado de una casa muy vieja
de Olney Court, en Stampers Hill, de la que se decía que había sido
construida y habitada por el propio Curwen. Es opinión extendida que un
gran cambio se produjo, innegablemente, en Ward durante el invierno de
1919-20; fue entonces cuando abandonó de golpe sus investigaciones sobre
lo antiguo, en el amplio sentido de la palabra, y se enfrascó en desesperadas
indagaciones sobre materias ocultas, tanto en casa como en ultramar;
investigaciones sólo rotas por su extraña y persistente búsqueda de la tumba
de su antepasado.
No obstante, el doctor Willett disiente de forma sustancial de tal opinión,
basando su veredicto en su estrecho y continuo contacto con el paciente, así
como en ciertas espantosas investigaciones y descubrimientos que él, en
persona, realizó hacia el final del caso. Tales investigaciones y
descubrimientos lo han marcado, de forma que la voz le vacila al hablar de
ellos, y las manos le tiemblan cuando trata de escribirlos. Willett admite que
el cambio de 1919-20 parece marcar el comienzo de una progresiva
decadencia que culminó en la horrible y misteriosa locura de 1928; pero cree,
por observaciones personales, que puede hacerse una sutil distinción.
Garantizando abiertamente que el chico había sido siempre de temperamento
poco equilibrado y propenso a ser susceptible y entusiasta, en exceso, en sus
respuestas a fenómenos que ocurrían en torno suyo, se niega a aceptar que
esas tempranas alteraciones marquen el tránsito de la cordura a la locura;
dando crédito, en cambio, a la declaración del propio Ward, que afirmaba
haber descubierto, o redescubierto, algo cuyos efectos en el pensamiento
humano habían de ser profundos y maravillosos. Está convencido de que la
verdadera locura llegó con un cambio posterior; tras la exhumación del
retrato de Curwen y los antiguos documentos, tras viajes realizados a
extraños lugares del extranjero y algunas terribles invocaciones cantadas bajo
raras y secretas circunstancias; tras ciertas respuestas, inequívocas, a tales
invocaciones, y una frenética carta que escribió bajo condiciones agónicas e
inexplicables; tras la ola de vampirismo y rumores ominosos que sacudió a
Pawtuxet. Fue después de todo eso cuando la mente del paciente comenzó a
excluir imágenes contemporáneas, mientras que la voz le fallaba y su aspecto
físico iba sufriendo las sutiles modificaciones que luego se vieron.
Fue sólo en esa época, apunta con énfasis Willett, cuando las cualidades
de pesadilla se ligaron sin duda alguna a Ward; y el doctor está
estremecedoramente seguro de que existen pruebas sólidas que pueden
sostener la afirmación del joven de haber hecho un descubrimiento crucial.
En primer lugar, dos obreros muy cualificados presenciaron la aparición de
los antiguos documentos de Joseph Curwen. En segundo lugar, el chico
mostró tales documentos en cierta ocasión al doctor Willett, así como una
página del diario de Curwen, y todos los papeles tenían el aspecto de ser
auténticos. El agujero donde Ward afirmaba haberlos encontrado existió
durante bastante tiempo, y Willett tuvo un atisbo de tales papeles en
condiciones que apenas pueden ser creídas y que nunca podrán probarse.
Luego están los misterios y coincidencias de las cartas de Orne y Hutchinson,
el problema de la caligrafía de Curwen y lo que los detectives descubrieron
sobre el doctor Allen; todo eso, y además el terrible mensaje en minúsculas
medievales que Willett encontró en su bolsillo cuando recobró el
conocimiento después de su estremecedora aventura.
Y lo más significativo de todo, están los dos odiosos resultados que el
doctor obtuvo, a partir de cierto par de fórmulas, durante posteriores
investigaciones; resultados que virtualmente probaban la autenticidad de los
documentos y de sus monstruosas implicaciones, al mismo tiempo que esos
papeles eran extirpados por siempre del conocimiento humano.

Uno debe revisar la primera parte de la vida de Charles Ward como algo
que pertenece al pasado y a las antigüedades que tanto amaba. En el otoño de
1918, y con un considerable entusiasmo por el entrenamiento militar de
aquella época, comenzó su primer año en el Moses Brown School, que se
encuentra cerca de su casa. El viejo edificio principal, construido en 1819,
siempre había hechizado su joven sentido de anticuario; y el espacioso parque
en el que se encontraba la academia prendía su acusado gusto por los
paisajes. Sus actividades sociales eran pocas, y empleaba su tiempo sobre
todo en casa, en paseos al azar, en sus clases e instrucción militar, así como
en la búsqueda de datos anticuarios y genealógicos en el Ayuntamiento, el
Parlamento Estatal, la Biblioteca Pública, el Ateneo, la Sociedad Histórica,
las Bibliotecas John Carter Brown y John Hay de la Universidad Brown, y la
recién abierta Biblioteca Shepley de Benefit Street. Podría describírselo tal
como era por aquel entonces: alto, delgado y rubio, con ojos estudiosos y
algo cargado de hombros, vestido con cierto desaliño y dando más impresión
de torpeza desangelada que de aspecto atractivo.
Sus paseos eran siempre viajes a la antigüedad, durante los que se las
arreglaba para captar, de la multitud de restos de la esplendorosa ciudad
antigua, una imagen coherente de los siglos pasados. Su casa era una gran
mansión de estilo georgiano, en lo alto de la casi vertical colina que se
levanta al este del río, y desde las ventanas traseras de sus laberínticas alas
podía otear, vertiginosamente, sobre los agrupados chapiteles, cúpulas,
tejados y cimas de los rascacielos de la ciudad baja, hasta llegar a las colinas
púrpuras del campo circundante. Allí había nacido, y a través del hermoso
porche clásico de doble tabique de ladrillo, su niñera lo había sacado por
primera vez en carrito; pasando la pequeña granja blanca, de dos siglos de
antigüedad, que la ciudad había devorado hacía mucho tiempo, hacia los
imponentes colegios situados a lo largo de la umbría y suntuosa calle, cuyas
viejas mansiones de ladrillo y casitas de madera, con porches estrechos y
pesadas columnas dóricas, soñaban añejas y exclusivas entre grandes patios y
jardines.
Lo había paseado también a lo largo de la somnolienta Congdon Street,
que se escalonaba por la empinada colina, con todas las casas de la zona
oriental situadas en altas terraza. Las casitas de madera suelen ser muy viejas
por esa zona, ya que fue sobre esa colina por donde se expandió la ciudad; y
en esos paseos fue embebiéndose con el colorido de la pintoresca ciudad
colonial. La niñera solía detenerse y sentarse en los bancos de Prospect
Terrace a charlar con los policías; uno de los primeros recuerdos del niño fue
el gran mar, a occidente de nebulosos tejados, cúpulas, chapiteles y lejanas
colinas, que vio una tarde de invierno desde el gran terraplén con baranda,
todo violeta y místico, silueteado contra un crepúsculo febril y apocalíptico
de rojos, dorados, púrpuras y curiosos verdes. La inmensa cúpula de mármol
del Parlamento Estatal alzaba su abultada silueta, con la estatua que la corona
aureolada de forma fantástica por un claro en una de las oscuras nubes de
estratos que laminaban el cielo llameante.
Al crecer, comenzaron sus famosos paseos; primero arrastrando
impacientemente a su niñera y luego a solas, en soñadora meditación. Cada
vez se aventuraba más lejos, bajando la empinada colina, alcanzando niveles
de la antigua ciudad cada vez más bajos y pintorescos. Titubeaba con cautela
al descender por la vertical Jenckes Street, con sus muros a nivel y
buhardillas coloniales, hasta llegar a la sombría esquina de Benefit Street,
donde había una reliquia de madera, con un par de columnas jónicas
formando el portal y, a su lado, una prehistórica casa de tejado picudo, con
resabios a antigua granja, y junto a ella la gran casa del Juez Durfee, con sus
decadentes vestigios de grandeza georgiana. Se estaban convirtiendo en
chabolas, pero los olmos titánicos arrojaban una sombra balsámica sobre el
lugar, y el chico solía dar un paseo al sur, pasando las largas filas de casas
anteriores a la Independencia, con sus grandes chimeneas centrales y sus
portales clásicos. Se alzaban en el lado este, altas, sobre cimientos con dos
tramos de escaleras de piedra y balaustradas, y el joven Charles podía
imaginárselas cuando la calle era nueva, y gentes con polainas rojas y pelucas
sa lían de los frontones pintados, cuyos signos de decadencia eran ahora tan
visibles.
Al oeste, la colina se volvía tan empinada como arriba, bajando hasta la
antigua ciudad vieja, que los fundadores habían instalado en la orilla del río
en 1636. Aquí había innumerables sendas, con casas torcidas y arracimadas
de inmensa antigüedad; y, fascinado como estaba, tardó en atreverse a cruzar
por entre esas arcaicas construcciones, por temor a que pudiera convertirse en
un sueño y una puerta a desconocidos terrores. Encontró mucho menos
formidable continuar a lo largo de Benefit Stree t, pasando la verja del oculto
cementerio de St. John y la parte trasera de El Parlamento Colonial de 1761 y
la mole mohosa de la posada Golden Ball, donde se albergó Washington. En
Meeting Street —antes Gaol Lane y King Street, dependiendo del periodo—
podía mirar hacia el este y ver los curvados tramos de escalones en los que se
resolvía la calle para trepar por la ladera, y abajo, al oeste, entrever la vieja
escuela colonial de ladrillos, que sonríe, cruzando la calle, al viejo local con
el letrero del busto de Shakespeare, donde la Providence Gazette y el
Country-Journal se imprimieron antes de la Independencia. Luego venía la
exquisita iglesia First Baptist de 1775, espléndida e inigualable con el
chapitel de estilo Gibbs, y los techos georgianos y las cúpulas que se ciernen
sobre ella. A partir de este punto, y hacia el sur, la vecindad se vuelve mejor,
floreciendo al final de todo en un maravilloso grupo de mansiones nuevas;
pero, de todas formas, las viejas callejuelas llevan abajo, al precipicio del
oeste, espectrales con el arcaísmo de sus múltiples buhardillas, sumiéndose
en una maraña de iridiscente decadencia, en la que el viejo y sórdido barrio
portuario recuerda los viejos días de comercio con las Indias Orientales, entre
vicios políglotas y mugrientos y podridos muelles, y legañosas tiendas de
efectos navales, con callejones, que aún sobreviven, de nombres tales como
Paquete, Lingote, Oro, Plata, Moneda, Doblón, Soberano, Florín, Dólar,
Cuarto y Centavo.
A veces, al hacerse mayor y más aventurero, el joven Ward se adentraba
en el interior de ese remolino de casas desvencijadas, dinteles rotos, peldaños
sueltos, balaustradas torcidas, rostros cetrinos y olores indescriptibles;
serpenteando desde South Main a South Water, escrutando los muelles, allá
donde la bahía y los sonidos de los vapores aún resuenan, regresando hacia el
norte hacia ese nivel bajo, pasando los almacenes de tejados inclinados, de
1816, y la gran plaza en el gran Puente, donde el mercado de 1773 aún sigue
firme sobre sus viejos arcos. En esa plaza se detenía a beber de la
desconcertante belleza de la ciudad vieja, que se alza en la escarpa este,
adornada con dos chapiteles georgianos y coronada por la inmensa cúpula de
la Christian Science, al igual que Londres está coronada por St. Paul. Gustaba
sobre todo de alcanzar este punto a última hora de la tarde, cuando el sesgado
crepúsculo toca con oro el Mercado y los antiguos tejados y campanarios de
la colina, y esparce magia en torno a los soñadores muelles en que los
indianos de Providence solían echar el ancla. Tras echar un largo vistazo
podía sentirse como mareado, con el amor de un poeta por esa visión, y luego
escalar por la ladera, de vuelta a casa en la oscuridad, pasando la vieja iglesia
blanca, remontando los empinados y angostos caminos donde los
resplandores amarillos comienzan a parpadear en ventanas de vidriera, bajo
las luces de las farolas que alumbran dobles tramos de escalera con curiosas
barandillas de hierro forjado.
Otras veces, en años posteriores, buscaba los vívidos contrastes,
empleando la mitad de un paseo en los desvencijados barrios coloniales al
norte de su casa, donde la colina cae hasta el cerro bajo de Stamper Hill, con
su gueto y su barrio negro agolpándose en torno a la plaza desde la que la
diligencia de Boston solía salir antes de la Independencia, y la otra mitad la
pasaba en el gracioso barrio sureño sobre las calles George, Benevolent,
Power y William, donde la vieja ladera alberga intactas las finas estatuas y
los tramos de muros vallados, así como empinadas sendas verdes, que tantas
memorias fragantes guardan. Esos vagabundeos, unidos a los diligentes
estudios que les acompañaron, contribuyeron sin duda a reunir un inmenso
acervo de saber sobre lo antiguo, que terminó imponiéndose al mundo
moderno en el cerebro de Ward, y es ilustrativo del terreno mental en el que
cayeron, ese fatídico invierno de 1919-20, las semillas de las que brotó tan
extraña y terrible cosecha.
El doctor Willett está convencido de que, hasta ese invierno cargado de
malos presagios en que se produjo el primer cambio, el gusto por lo antiguo
de Charles estaba libre de cualquier traza de insania. Los cementerios no le
causaban especial atracción, más allá de su pintoresquismo y su valor
histórico, y era por completo ajeno a cosas tales como violencia o instinto
salvaje. Entonces, gradual e insidiosamente, comenzó a desarro llarse la
secuela de uno de sus triunfos en el campo de la genea logía, del año anterior,
cuando descubrió entre sus antepasados maternos a un hombre, sumamente
longevo, llamado Joseph Curwen, que había llegado de Salem en 1692, y
sobre el que corrían una serie de rumores de la naturaleza más peculiar e
inquietante.
Un antepasado de Ward, Welcome Potter, se había casado en 1785 con
una tal «Ann Tillinghast, hija de la señora Eliza, hija del capitán James
Tillinghast», de cuya paternidad nada sabía la familia. Posteriormente, en
1918, mientras estudiaba un volumen de registros originales de la ciudad, en
manuscrito, el joven genealogista encontró una entrada que informaba de un
cambio legal de nombre, por el que, en 1772, una tal señorita Eliza Curwen,
viuda de Joseph Curwen, decidía, junto con su hija de siete años, Ann,
reasumir su nombre de soltera de Tillinghast, alegando que el nombre de su
marido se había convertido en motivo de escarnio público, debido a lo que se
había sabido tras su muerte y que confirma un antiguo y extendido rumor, al
que una esposa leal no podía dar crédito hasta ser completamente probado,
más allá de cualquier duda. Esa entrada salió a la luz por accidente, debido a
la separación accidental de dos hojas que habían sido pegadas
cuidadosamente y convertidas en una sola mediante una laboriosa
repaginación del libro.
Charles Ward, en el acto, comprendió que había descubierto a su
desconocido antepasado. El descubrimiento lo excitó doblemente, porque
había oído ya vagos rumores y encontrado dispersas alusiones a este
personaje, sobre quien quedaban muy pocos registros disponibles, además de
lo que se hizo público sólo en tiempos modernos, casi como si hubiera una
conspiración para borrar cualquier recuerdo de todo aquello. Lo que quedaba,
por otra parte, era de una naturaleza tan singular y provocadora que uno no
podía por menos que sentirse curioso sobre lo que aquellos escribanos
coloniales estaban tan ansiosos de ocultar y olvidar; o de sospechar si no
habría razones demasiado convincentes para proceder a esas eliminaciones.
Antes de eso, Ward se había contentado con dejar su interés por el viejo
Joseph Curwen en un estado de letargo; pero habiendo descubierto su propia
relación con ese, al parecer, «personaje silenciado», procedió a buscar, tan
sistemáticamente como le fue posible, cuantos datos hubiera sobre él. En su
excitada búsqueda, de hecho, llegó mucho más lejos de lo que esperaba; ya
que viejas cartas, diarios y fajos de documentos, de memorias sin publicar,
almacenadas en buhardillas llenas de telarañas, dieron muchos y muy
esclarecedores pasajes, que sus autores no se habían molestado en destruir.
Una luz importante llegó desde un punto tan lejano como es Nueva York,
donde cierta correspondencia colonial con Rhode Island estaba guardada en
el museo de la Taberna Fraunces. El hecho cierto y crucial, empero, y que en
opinión del doctor Willett selló la suerte final de la dolencia de Ward, fue el
hallazgo, en agosto de 1919, hecho tras el artesonado de la decrépita casa de
Olney Court. Fue esto, fuera de toda duda, lo que abrió aquellas negras
perspectivas cuyo fondo era más profundo que el de una sima.

II. UN ANTECEDENTE Y UN HORROR

Joseph Curwen, según revelaron las confusas leyendas que Carter había
escuchado y encontrado, se trataba de un individuo desconcertante,
enigmático y oscuramente horrible. Había huido de Salem a Providence —
ese paraíso universal de lo extraño, lo libre y lo disidente— al comienzo de la
gran caza de brujas, teniendo miedo de ser acusado por culpa de sus hábi tos
solitarios y de sus extraños experimentos químicos o alquímicos. Era un
desconocido personaje de unos treinta años, y pronto se cualificaría para ser
ciudadano de Providence, comprando al poco un terreno, al norte del de
Gregory Dexter, más o menos al pie de Olney Street. Construyó su casa en
Stamper Hill, al oeste de Town Street, en lo que más tarde sería Olney Court,
y en 1761 la sustituyó por una mayor, en el mismo lugar, que aún está en pie.
Lo primero extraño, acerca de Joseph Curwen, era que no parecía
envejecer gran cosa. Se metió en negocios marítimos, comprando un muelle
cerca de Mile-End Cove, ayudando a reconstruir el Gran Puente en 1713, y
en 1723 fue uno de los fundadores de la Iglesia Congregacionista de la
colina; pero siempre tuvo un aspecto, no descrito, de hombre de no más de
treinta o treinta y cinco años. Según pasaban las décadas, esta singular
cualidad comenzó a provocar cada vez más rumores; pero Curwen lo
explicaba diciendo que procedía de antepasados saludables y practicaba una
vida austera que no le provocaba desgaste. Pero la gente de la ciudad no tenía
claro cómo podía conjugarse esa supuesta austeridad con las inexplicables
idas y venidas del misterioso comerciante, así como con el extraño resplandor
que brillaba en sus ventanas a cualquier hora de la noche; y se sentían
inclinados a atribuir a otras causas su continuada juventud y su longevidad.
Para muchos, estaba claro que el incesante mezclar y hervir de Curwen tenía
mucho que ver en el asunto. Los rumores hablaban de las extrañas sustancias
importadas de Londres y las Indias en sus buques, o compradas en Newport,
Boston y Nueva York; y cuando el viejo doctor Jabez Bowen llegó de
Rehoboth y abrió su botica, cruzando el Gran Puente, con un cartel de
Unicornio y Mortero, hubo incesantes habladurías acerca de las drogas,
ácidos y metales que el taciturno recluso compraba o encargaba sin descanso.
En la presunción de que Curwen poseía una portentosa y secreta habilidad
médica, muchos enfermos, de distinta posición social, acudieron a él en busca
de ayuda; pero aunque él parecía alentar de forma solapada tal creencia y les
daba extrañas pociones coloreadas, en respuesta a sus peticiones, se observó
que apenas producían efectos beneficiosos. Al cabo, cuando ya habían pasado
cincuenta años desde la llegada del extraño, sin producir más que un cambio
aparente de unos cinco años en su rostro y psique, la gente comenzó a
propalar rumores más oscuros y a compartir, más que a medias, ese deseo de
aislamiento que él siempre había mostrado.
Cartas privadas y diarios de esa época dan cuenta, también, de una
multitud de razones por las que Joseph Curwen despertaba el asombro y el
miedo, y por qué fue finalmente rehuido como una plaga. Su pasión por los
cementerios, en los que se le veía a todas horas y bajo toda clase de
condiciones, era notoria, aunque nadie había presenciado hecho alguno del
que pudieran colegirse tendencias gulescas. En la carretera de Pawtuxet había
una granja, en la que normalmente residía durante el verano y donde, con
frecuencia, se le veía cabalgar a las horas más peregrinas del día o la noche.
Aquí sus únicos sirvientes, granjeros y porteros eran un sombrío par de
ancianos indios narragansett; el marido, mudo y de rostro curiosamente
marcado, y la esposa de un continente de lo más repulsivo, probablemente
debido a la mezcla con sangre negra. En el cobertizo de la casa se hallaba el
laboratorio en donde realizaba la mayor parte de los experimentos. Los más
curiosos entre los porteadores y transportistas, que entregaban botellas, sacas
o cajas en la puerta trasera, hablaban de los fantásticos matraces, crisoles,
alambiques y hornos que vieron en la baja estancia, llena de estantes, y
profetizaban en voz baja que el taciturno químico —lo que para ellos quería
decir alquimista— encontraría a no mucho tardar la Piedra Filosofal. Los
vecinos más próximos a esta granja —los Fenner, como a medio kilómetro—
tenían cosas aún más extrañas que contar, acerca de ciertos sonidos que según
ellos procedían de la granja de Curwen durante la noche. Había gritos,
decían, y aullidos sostenidos, y no les gustaba el gran número de cabezas de
ganado que se agolpaban en sus pastos, dado que no se necesitaba tanto para
abastecer de comida, leche y lana a un hombre viejo y solo y a tan pocos
sirvientes. La clase de ganado parecía cambiar de semana en semana, según
adquiría nuevas remesas a los granjeros de Kingstown. Además, había algo
maligno en cierto gran edificio de piedra, con angostas y altas troneras a
modo de ventanas.
Los desocupados del puerto, asimismo, tenían mucho que decir acerca de
la casa de Curwen, en Olney Court; no tanto de la mansión que construyó en
1761, cuando debía tener cerca de cien años, sino de la primera, con tejado
picudo y bajo, con ático sin ventana y paredes de tablazón, cuyos maderos
había tenido la particular cautela de quemar tras la demolición. Aquí había
menos misterio, es cierto; pero las horas a las que se veía luces, el secreto de
los dos atezados extranjeros que formaban la única servidumbre, el odioso e
ininteligible balbuceo de la increíblemente vieja ama de llaves, la gran
cantidad de alimento que pasaba por esa puerta, aunque sólo cuatro personas
vivían allí, y la cualidad de ciertas voces oídas a menudo en sorda
conversación, a las horas más intempestivas, combinado con lo que se sabía
de la granja de Pawtuxet, se conjugaba para dar al lugar mala fama.
En círculos más selectos, también, la casa de Curwen era objeto de
habladurías; ya que, según el recién llegado se integraba poco a poco en la
iglesia y la vida comercial de la ciudad, iba haciendo, naturalmente,
relaciones de la mejor clase, en cuya compañía y conversación no
desentonaba, dada su educación. Se decía que era de buena cuna, que los
Curwen o Corwin de Salem no necesitaban carta de presentación en Nueva
Inglaterra. Se decía que Joseph Curwen había viajado mucho en su temprana
juventud, viviendo durante algún tiempo en Inglaterra y habiendo realizado al
menos dos viajes a Oriente; y su habla, cuando se dignaba a usarla, era la de
un inglés culto e instruido. Pero, por uno u otro motivo, a Curwen no le atraía
la vida social. Aunque nunca desairaba a un visitante, alzaba tal muro de
reserva que pocos podían pensar en hablar con él de algo que no sonase a
necio.
Parecía albergar, en sus maneras, cierta arrogancia críptica y sardónica,
como si hubiera llegado a encontrar todos los asuntos humanos banales,
luego de haberse codeado con entidades más poderosas y extrañas. Cuando el
doctor Checkley, el famoso predicador, llegó de Boston en 1738 para
convertirse en rector de King’s Church, no dudó en entrevistarse con alguien
del que tanto había oído hablar; pero se marchó sin tardanza, ya que detectó
en las palabras de su anfitrión una oculta vena siniestra. Charles Ward
comentó a su padre, una tarde de invierno que hablaron acerca de Curwen,
que había mucho que aprender en lo que el misterioso anciano le había dicho
al enérgico clérigo, pero todos los diarios estaban de acuerdo en la renuencia
que mostraba el doctor Checkley a la hora de repetir lo que había oído. El
buen hombre quedó desagradablemente impresionado y nunca pudo recordar
a Joseph Curwen sin una pérdida visible de esa alegre cortesía que tan
famoso le había hecho.
Más definida, en cambio, fue la razón por la que otro hombre de clase y
gusto rehuía al engreído ermitaño. En 1746, el señor John Merritt, un anciano
caballero inglés de erudición científica y literaria, llegó de Newport a esa
ciudad que tan rápido crecía y construyó una elegante mansión en el Neck, en
lo que ahora es el corazón del mejor barrio residencial. Vivía con notable
estilo y comodidad, siendo los suyos el primer carruaje y los criados de librea
de la ciudad, y mostrándose de lo más orgulloso de su telescopio, su
microscopio y su bien surtida biblioteca de libros ingleses y latinos.
Habiendo oído hablar de que Curwen tenía la mejor biblioteca de Providence,
el señor Merritt no tardó en hacerle una visita y fue recibido más
cordialmente que otros visitantes. Su admiración por las abarrotadas
estanterías del anfitrión, en las que, junto a clásicos griegos, latinos e
ingleses, había un considerable repertorio de tratados filosóficos,
matemáticos y científicos, que englobaban trabajos de Paracelso, Agrícola,
Van Helmont, Sylvius, Glauber, Boyle, Boerhaave, Becher y Stahl, fue lo que
movió a Curwen a insinuar la posibilidad de que visitase la granja y el
laboratorio, adonde nadie había sido invitado antes; y los dos acudieron allí al
punto en el carruaje del señor Merritt.
El señor Merritt siempre admitió no haber visto nada realmente horrible
en la granja, aunque sostiene que los títulos de la biblioteca temática, acerca
de asuntos taumatúrgicos, alquímicos y teológicos, situada por Curwen en
una habitación delantera, eran suficientes para inspirarle un temor duradero.
Quizá, no obstante, la expresión del rostro de su dueño, al mostrárselo,
contribuyó en gran parte a esta impresión. La estrafalaria colección, junto a
un conjunto de trabajos vulgares, que el señor Merritt no tuvo reparo en
envidiar, reunía a casi todos los cabalistas, demonólogos y magos conocidos
por el hombre; y era una isla del tesoro del saber en los dudosos territorios de
la alquimia y la astrología. Los Turba Philosophorum de Hermes Trismegisto
en la edición de Mesnard, el Liber Investigationis de Geber y la Llave de la
Sabiduría de Artephius, estaban allí; junto con el cabalístico Zohar; la
recopilación de Peter Jammy sobre Alberto Magno, el Ars Magna et Ultima
de Raimundo Lulio en la edición de Zetsner, el Thesaurus Chemicus de
Roger Bacon, la Clavis Alchimiae de Fludd y el De Lapide Philosophico
coronándolo todo. Judíos y árabes medievales estaban representados con
profusión, y el señor Merritt empalideció al coger un elegante volumen
conspicuamente etiquetado como Qanoon-e-Islam y descubrir que se trataba
en realidad del prohibido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred*, del
que había oído susurrar cosas monstruosas unos años atrás, tras descubrirse
ciertos ritos indescriptibles en el extraño pueblecito de Kingsport, en la
provincia de Massachusetts-Bay.
Pero lo más extraño es que aquel respetablemente caballero se sintió de lo
más inquieto por un detalle simple y sin importancia. En la enorme mesa de
caoba se encontraba, boca arriba, una maltratada copia de Borerlus, con
multitud de anotaciones al margen e interlineaciones, obra de Curwen. El
libro estaba abierto por la mitad, y un párrafo en concreto mostraba unos
subrayados, hechos con pluma, tan gruesos y trémulos bajo las místicas letras
góticas, que el visitante no pudo resistir la tentación de echarle un vistazo. Si
fue la naturaleza de la anotación en el pasaje, o la febril pesadez de los trazos,
el visitante no sabría decir; pero algo en la combinación de ambos le
afectaron en forma muy negativa y singular. Lo recordó hasta el final de sus
días, transcribiéndolo de memoria en su diario, y una vez intentó recitárselo a
su íntimo amigo, el doctor Checkley, hasta que vio de qué forma perturbaba
al educado rector. La cita rezaba:
Las Sales Esenciales de Animales pueden ser tanto preparadas como
conservadas, de forma que un hombre ingenioso puede tener todo un arca de Noé
en su propio estudio y extraer a placer, a partir de sus cenizas, la forma completa
de un animal; y por el mismo método, de las Sales Esenciales del polvo humano,
un filósofo puede, sin que medie ninguna nigromancia criminal, convocar a
cualquier antepasado muerto, a partir del polvo que resta tras la incineración de su
cuerpo.

Sin embargo, era cerca de los muelles, a lo largo de la parte sur de Town
Street, en donde se murmuraban los peores chismes acerca de Joseph
Curwen. Los marinos son gente supersticiosa, y aquellos hombres curtidos
que tripulaban innumerables balandros cargados de ron, esclavos y melaza, o
los rápidos buques corsarios y los grandes bergantines de los Brown,
Crawford y Tillinghast, todos ellos, hacían extraños y furtivos signos
supersticiosos cuando veían la delgada e inquietantemente juvenil figura de
pelo rubio, ligeramente cargada de hombros, entrando en el almacén de
Curwen, en la calle Doblón, o hablando con capitanes y sobrecargos en el
largo muelle desde el que zarpaban sus buques sin descanso. Los mismos
empleados y oficinistas de Curwen lo odiaban y temían, y todos sus
marineros eran chusma mestiza de Martinica, San Eustaquio, La Habana o
Port Royal. Era, en cierta forma, la frecuencia con que tales marineros eran
reemplazados, lo que inspiraba la parte más aguda y tangible del miedo que
se tenía al anciano. Una tripulación podía ir de permiso a la ciudad o bajar a
tierra, y a alguno de sus miembros se le encargaba uno u otro recado; y,
cuando se reunían de nuevo, era casi seguro que faltaba uno o dos. Como la
mayoría de los recados tenían que ver con la granja de la carretera de
Pawtuxet y pocos de los marineros habían sido vistos regresar de ese sitio, la
cosa se recortó; así que, con el paso del tiempo, a Curwen le resultó
sumamente difícil reunir sus variopintas tripulaciones. Casi invariablemente,
algunos desertaban apenas conocer los rumores que corrían por los muelles
de Providence, y al comerciante cada vez le suponía un problema mayor el
sustituirlos.
En 1760, Joseph Curwen era virtualmente un marginado, sospechoso de
vagos horrores y alianzas demoniacas que parecían aún más amenazadoras
por el hecho de que no podían describirse, entenderse o siquiera demostrar su
existencia. La gota que colmó el vaso pudo deberse a los soldados perdidos
en 1758, ya que en marzo y abril de ese año dos regimientos reales camino de
Nueva Francia fueron estacionados en Providence y se vieron diezmados en
una proporción que las habituales deserciones no podían explicar. Los
rumores incidían en la frecuencia con que Curwen había sido visto hablando
con los forasteros casacas rojas, y, cuando algunos de ellos comenzaron a
desaparecer, la gente empezó a pensar en lo que ocurría con sus marinos.
Nadie sabe lo que habría podido ocurrir de no haber recibido los regimientos
órdenes de marchar.
Mientras tanto, los negocios mundanos del comerciante prosperaban.
Tenía el virtual monopolio del comercio, con la ciudad, de sal mineral,
pimienta negra y canela, y era, de lejos, el líder respecto a los otros
establecimientos de ultramarinos, excepto los de Brown, en cuanto a
latonería, añil, algodón, lana, sal, aparejos, hierro, papel y manufacturas
inglesas, de la clase que fueran. Tenderos como James Green, con el letrero
del Elefante, en Cheapside; los Russell, con el letrero del Águila Dorada,
cruzando el puente; o Clark y Nightingale, con la Sartén y el Pescado, cerca
del New Coffee House, dependían casi completamente de él para conseguir
géneros; y sus contratos con los destiladores locales, los dueños de vaquerías
y los criadores de caballos de Narragansett, así como los fabricantes de velas
de Newport, le convertían en uno de los primeros exportadores de la colonia.
Aunque condenado al ostracismo, no descuidó sus actos cívicos. Cuando
ardió el Parlamento Colonial, contribuyó con generosidad a las loterías que se
organizaron para financiar uno nuevo, de ladrillo —que aún se alza orgulloso
en la vieja calle mayor—, que fue construido en 1761. Ese mismo año ayudó
a reconstruir el Gran Puente, tras el temporal de octubre. Repuso muchos de
los libros de la biblioteca pública, quemados en el incendio del Parlamento
Colonial, y compró gran parte de la lotería que permitió que el lodoso Market
Parade y Town Street, llena siempre de rodadas de carro, fueran cubiertos con
un pavimento de grandes piedras redondas, con un paseo o calzada de ladrillo
en el centro. Por aquel entonces, también, edificó la nueva casa, sencilla,
aunque de primera calidad, con un pórtico que es aún todo un triunfo de los
tallistas. Cuando los partidarios de Whiterfield se marcharon de la iglesia de
la colina del doctor Cotton en 1743 para fundar la iglesia del diácono Snow
cruzando el puente, Curwen se fue con ellos. Ahora, sin embargo, cultivaba
de nuevo la piedad, como si tratase de despejar las sombras que le habían
enviado al aislamiento y que pronto comenzarían a dañar su fortuna
mercantil, de no tomar serias medidas.

La imagen de ese hombre pálido y extraño, bien entrado en la mediana


edad, a juzgar por su aspecto, aunque no tendría menos de sus buenos cien
años, tratando de emerger de una nube de miedo y rechazo demasiado vago
para poder ser captado o analizado, resultaba a la vez patética, dramática y
despreciable. Tal es el poder de la posición y los gestos superficiales que, sin
embargo, se produjo un pequeño alivio en la aversión hacia él; sobre todo,
después de que las rápidas desapariciones de sus marineros cesaran de golpe.
Asimismo, debió comenzar a realizar sus expediciones a cementerios con
extremo cuidado y secreto, ya que nunca más fue visto en esos vagabundeos;
al tiempo que los rumores acerca de sonidos y movimientos extraordinarios
en su granja de Pawtuxet disminuyeron considerablemente.
La cantidad de alimento consumido y ganado reemplazado se mantuvo
anormalmente alta; pero hasta tiempos modernos, cuando Charles Ward
examinó un fajo de registros y facturas suyas, no se le ocurrió a persona
alguna —excepto quizá a un joven amargado— hacer oscuras comparaciones
entre el gran número de negros de Guinea que importó hasta 1766 y el
perturbadoramente pequeño número de ellos que vendió a los esclavistas del
Gran Puente o los plantadores del condado de Narragansett. Desde luego, la
astucia e ingenio de ese horrendo sujeto era extraordinariamente profunda,
dado que la necesidad de estas cualidades para lo que estaba haciendo se le
habían grabado profundamente en el carácter.
Pero, por supuesto, los efectos de todo este arrepentimiento tardío fueron
por fuerza reducidos. Curwen siguió siendo evitado y rechazado, como no
podía menos que causar su aire juvenil a una edad tan avanzada, y pudo ver
que, al final, su fortuna iba a resentirse. Sus sofisticados estudios y
experimentos, cualesquiera que fuesen, necesitaban al parecer fuertes sumas
para mantenerse; y dado que un cambio de ambiente le privaría de las
ventajas comerciales que había conseguido, no tenía sentido intentar
comenzar en otro lugar. El sentido común exigía que encauzase sus
relaciones con la gente de Providence, para que su presencia no siguiera
siendo una señal para murmullos, alejamientos con cualquier excusa y una
atmósfera general de incomodidad y desasosiego. Sus empleados, que ahora
eran los vagos y los indigentes a los que nadie quería dar trabajo, le causaban
muchos quebraderos de cabeza; y si aún tenía capitanes y oficiales, era sólo
porque se las había ingeniado para tener algún tipo de poder sobre ellos: una
hipoteca, una nota incómoda, o alguna información de lo más
comprometedora. En algún caso, según los diarios relatan con cierto espanto,
Curwen mostraba casi la capacidad de un mago a la hora de exhumar secretos
de familia para usos dudosos. Durante los últimos cinco años de su vida
pareció como si sólo una conversación con los muertos pudiera haberle
podido proveer de alguno de los datos que tan listo tenía siempre en la punta
de la lengua.
En esa época, el hábil erudito hizo un último y desesperado intento de
abrirse un hueco en la comunidad. Hasta ese instante había sido un ermitaño,
pero de repente decidió contraer matrimonio ventajoso, tomando por esposa a
alguna dama cuya incuestionable posición pudiera hacer imposible el
ostracismo de su casa. Debía tener otras razones, más profundas, para desear
un enlace; razones tan lejanas a nuestra esfera cósmica que sólo documentos
hallados un siglo y medio después de su muerte permitieron conjeturar el
motivo; pero de todo esto nunca se podrá conocer nada con certeza. Por
supuesto, sabía el horror e indignación con que iba a ser recibida cualquier
petición de mano, así que buscó una candidata aceptable y sobre cuyos padres
pudiera ejercer la necesaria presión. No era fácil encontrar candidatas así, tal
como descubrió, ya que él tenía precisos requisitos en lo tocante a belleza,
talento y posición social. Al final, su búsqueda le llevó al hogar de uno de sus
mejores y más viejos capitanes, un viudo de buena cuna y posición intachable
llamado Dutee Tillinghast, cuya única hija, Eliza, parecía reunir todas las
ventajas, excepto la de perspectivas de futuro y dote. El capitán Tillinghast
estaba totalmente bajo el poder de Curwen, y consintió, tras una terrible
entrevista en su casa abovedada en la colina de Power’s Lane, en sancionar el
blasfemo enlace.
Eliza Tillinghast tenía en esa época dieciocho años y se había educado tan
bien como los modestos recursos de su padre lo permitían. Había ido a la
escuela Stephen Jackson, frente al Court-House Parade, y había sido bien
educada por su madre en todas las artes y refinamientos de la vida doméstica,
antes de la muerte de esta última, de viruela, en 1757. Una muestra de éstos,
realizada en 1753, a los nueve años, puede ser vista en las salas de la
Sociedad Histórica de Rhode Island. Tras la muerte de su madre se ocupó de
la casa, ayudada tan sólo por una vieja negra. La discusión con su padre
acerca de la petición de mano de Curwen debió ser sin duda de lo más
penosa, pero no hay registro escrito de todo eso. Lo cierto es que sus
relaciones con el joven Ezra Weeden, segundo oficial del paquebote
Enterprise, hubo de romperse, y su unión con Joseph Curwen tuvo lugar el 17
de marzo de 1763 en la iglesia baptista, en presencia de la más distinguida
asamblea de ciudadanos de la que la ciudad podía alardear, siendo oficiada la
ceremonia por Samuel Winsor. La Gazette menciona muy brevemente el
asunto y, en la mayoría de las copias supervivientes, el artículo en cuestión ha
sido cortado o arrancado. Ward encontró un ejemplar intacto, tras mucha
búsqueda, en los archivos de un coleccionista privado, observando con
diversión la trasnochada cortesía del lenguaje.
El pasado lunes por la tarde, el señor Joseph Curwen, comerciante de esta
localidad, desposó a la señorita Eliza Tillinghast, hija del capitán Dutee
Tillinghast, una joven dama de muchas prendas, además de bella mujer, lo que
adornará su estado marital y perpetuará su felicidad.

La colección de cartas de Durfee-Arnold, descubierta por Charles Ward


muy poco antes de dar los primeros síntomas de locura, en la colección
privada de Melville St. Peters, Esquire, de Georges Street, y que cubren un
periodo algo anterior, arrojan gran luz sobre el ultraje que supuso para el
sentimiento público este enfermizo evento. La influencia social de
Tillinghast, no obstante, no puede negarse; así que, una vez más, Joseph
Curwen vio su casa frecuentada por personas a las que de ninguna otra
manera habría podido obligar a cruzar su puerta. Esta aceptación no llegó a
ser completa, y su esposa fue la que sufrió socialmente de su forzado enlace;
pero, a todos los efectos, el muro de ostracismo al que le sometían se
derrumbó. El trato que daba el extraño marido a su esposa la asombró tanto a
ella como al resto de la comunidad, puesto que mostraba una extrema
galantería y consideración. La nueva casa de Olney Court se hallaba
completamente limpia de manifestaciones perturbadoras, y aunque Curwen se
hallaba ausente muchas veces, en esa granja de Pawtuxet que su esposa nunca
visitaba, éste se comportaba como un ciudadano normal, al menos más que
en ninguna otra época de sus largos años de residente. Sólo una persona le
guardaba abierta enemistad; el joven oficial cuyo compromiso con Eliza
Tillinghast había sido roto de forma tan abrupta. Ezra Weeden había jurado
en público vengarse, y aunque era de talante tranquilo y ordinariamente
suave, se veía ahora preso de un sentimiento rencoroso y obstinado que no
auguraba nada bueno para el usurpador.
El 17 de mayo de 1765 nació el único hijo de Curwen, Ann, y fue
bautizada por el reverendo John Graves, de King’s Church, una iglesia que
tanto marido como mujer habían comenzado a frecuentar al poco de su boda,
a modo de compromiso entre sus respectivas adscripciones congregacionista
y baptista. El registro de tal nacimiento, al igual que el de la boda que tuvo
lugar dos años antes, había sido arrancado de la mayoría de las copias de los
archivos de la iglesia y el municipio, y Charles Ward pudo localizarlos sólo
con la mayor de las dificultades, luego de descubrir el cambio de nombre de
la viuda, que fue lo que le llamó la atención, por su propio parentesco, y
despertó ese febril interés que acabaría culminando en la locura. La acotación
de tal nacimiento, de hecho, se encontró de una forma muy curiosa, a través
de la correspondencia del lega lista doctor Graves, que se llevó un duplicado
de los archivos, cuando dejó su cargo, al estallar la guerra de Independencia.
Ward había buscado allí porque sabía que su antepasada Ann Tillinghast
Potter había sido episcopaliana.
Poco después del nacimiento de su hija —un suceso que pareció recibir
con fervor enorme, pese a su habitual frialdad—, Curwen decidió hacerse un
retrato. Fue encomendado al talento de un escocés llamado Cosmo
Alexander, entonces residente de Newport y más tarde famoso por ser el
primer maestro de Gilbert Stuart. Se decía que lo había pintado sobre un
panel de la biblioteca, en la casa de Olney Court, pero ninguno de los dos
viejos diarios mencionan o dan pista alguna sobre qué sucedió luego con él.
En esa época, el errático erudito mostró signos de un insólito
ensimismamiento y empleó todo el tiempo posible en su granja de la carretera
de Pawtuxet. Parecía estar, según se leía, en un estado de mal contenida
espera o excitación, como si aguardase un suceso fenomenal, o se hallase al
borde de algún extraño descubrimiento. La química, o la alquimia, parecían
tener mucho que ver en el asunto, ya que se llevó a la granja casi todos los
volúmenes relacionados con estas materias.
Su interés por los asuntos cívicos no había disminuido y no perdió la
ocasión de ayudar a líderes como Stephen Hopkins, Joseph Brown y
Benjamín West en sus esfuerzos por hacer subir el tono cultural de la ciudad,
que se hallaba entonces muy por debajo del nivel de Newport, en lo tocante al
mecenazgo de las artes liberales. Había ayudado a Daniel Jenckes a fundar su
biblioteca en 1763, y a partir de ese momento fue su mejor cliente, haciendo
extensiva su ayuda a la combativa Gazette, que aparecía cada miércoles en el
local con el letrero de la cabeza de Shakespeare. En política apoyó sin
reservas al gobernador Hopkins contra el partido de Ward, que tenía su
mayor fuerza en Newport, y su discurso, realmente elocuente, en Hacher’s
Hall en 1765 contra la creación de North Providence como ciudad segregada,
que proponía el partido de Ward, hizo más que cualquier otra cosa para
disipar los prejuicios que existían en contra suya. Pero Erza Weeden, que lo
espiaba de cerca, sonreía cínicamente ante tanta actividad pública y no se
recataba de afirmar abiertamente que todo aquello no era más que una
fachada, tras la que se ocultaba algún indescriptible negocio con los más
negros abismos del Tártaro. El vengativo joven comenzó una sistemática
investigación acerca del hombre y sus asuntos cada vez que estaba en puerto,
empleando horas de la noche en rondar por los muelles, siempre presto al ver
las luces en los almacenes de Curwen, y siguiendo su pequeño bote cuando a
veces surcaba sigilosamente la bahía. También mantenía una vigilancia lo
más estrecha posible sobre la granja de Pawtuxet, y una vez sufrió graves
mordeduras cuando la pareja de viejos indios azuzó a sus perros contra él.

En 1766 tuvo lugar el último cambio en Joseph Curwen. Fue muy


repentino y tuvo una amplia repercusión entre sus curiosos conciudadanos, ya
que el aire de espera y expectación se desplomó como una capa vieja, dando
paso a una mal escondida exaltación de triunfo total. Curwen parecía ser casi
incapaz de alardear en público de lo que había descubierto o aprendido o
realizado; pero, al parecer, la necesidad del secreto era aún mayor que los
deseos de mostrar su regocijo, puesto que nunca dio explicaciones de nada.
Fue después de esa transición, que parece tuvo lugar a comienzos de julio,
cuando el siniestro erudito comenzó a asombrar a la gente con datos que sólo
sus antepasados muertos podían haberle suministrado.
Pero la febril actividad secreta de Curwen no cesó con tal cambio. Antes
al contrario, tendió a hacerse aún mayor, por lo que, cada vez más, dejaba sus
negocios navieros en manos de los capitanes, que estaban ahora atados a él
por lazos de miedo tan poderosos como lo fueran los del temor a la
bancarrota. También abandonó el tráfico de esclavos, alegando que sus
beneficios eran cada vez menores. Pasaba cuanto tiempo podía en la granja
de Pawtuxet, aunque había rumores aquí y allá de su presencia en lugares
que, aunque ya no eran cementerios, te nían tal conexión con ellos que la
gente prudente se preguntó hasta qué punto era real el cambio de hábitos del
viejo comerciante. Ezra Weeden, aunque sus periodos de espionaje eran
necesariamente cortos e intermitentes, debido a sus viajes marítimos, tenía
una vengativa tenacidad de la que la mayoría de los prácticos ciudadanos y
granjeros carecían, y sometía los negocios de Curwen a un espionaje más
cerrado que nunca.
Muchas de las curiosas maniobras de los buques del extraño comerciante
se habían achacado a lo inquieto de la época, cuando todos los colonos
parecían dispuestos a resistirse a las disposiciones del Acta del Azúcar, que
obstaculizaban el desarrollo del comercio. El contrabando y la evasión eran la
regla en la bahía Narragansett, y los desembarcos nocturnos de alijos eran
algo habitual. Pero Weeden, que seguía noche tras noche a las barcazas y
pequeños balandros que zarpaban de los almacenes de Curwen, en los
muelles de Town Street, enseguida se convenció de que no eran sólo los
buques de Su Majestad Británica a los que el siniestro merodeador estaba
ansioso de evitar. Hasta 1766, esos buques tenían como carga principal a los
negros, que eran llevados abajo, cruzando la bahía, para desembarcar en
algún punto indeterminado de la orilla, al norte de Pawtuxet; siendo luego
conducidos arriba, por los acantilados, y campo traviesa hasta la granja de
Curwen, donde eran encerrados en ese enorme depósito de piedra que tenía
sólo angostas troneras por ventanas. Tras ese cambio, no obstante, todo el
programa se alteró. La importación de esclavos cesó de golpe y, durante
algún tiempo, Curwen abandonó sus singladuras nocturnas. Luego, hacia la
primavera de 1767, adoptó una táctica nueva. Otra vez las barcazas zarparon
desde los negros y silenciosos embarcaderos, en esta ocasión bajando por la
bahía hasta quizá tan lejos como Namquit Point, donde se reunían y recibían
carga de extraños buques, de tamaño considerable y toda clase de formas.
Los marineros de Curwen depositaban esa carga en el punto habitual de la
playa, y lo llevaban por tierra hasta la granja, encerrándola en el mismo y
críptico edificio de piedra que antes albergara a los negros. La carga consistía
casi completamente en cajas y cajones, de los que muchos eran ovalados y
pesados, y de una forma inquietantemente parecida a la de los ataúdes.
Weeden espiaba la granja con una asiduidad infatigable, visitándola cada
noche durante largo tiempo y no dejando apenas pasar una semana sin
echarle un vistazo, excepto cuando el suelo se cubría de nieve, que le hubiera
delatado por sus pisadas. Aun entonces, se acercaba a menudo tanto como
fuera posible, a través de la carretera o por el hielo del vecino río, para buscar
las huellas que hubieran podido dejar otros. Como su vigilancia se veía
interrumpida por su profesión naval, contrató a un amigo de la taberna, de
nombre Eleazar Smith, para continuar la vigilancia en su ausencia, y entre los
dos podrían haber contado algunas cosas verdaderamente extraordinarias. Si
no lo hicieron, fue simplemente porque sabían que los efectos de esto
hubieran sido levantar la presa, haciendo imposible futuros progresos. De
hecho, deseaban saber algo más definido antes de entrar en acción. Ward se
lamentó mucho, delante de sus padres, de que Weeden hubiera quemado más
tarde sus notas. Todo cuanto pudo decir de sus descubrimientos es lo que
Eleazar Smith anotó en su diario, nada coherente, y lo que otros redactores de
diarios y epistolistas repitieron tímidamente sobre lo que al final del caso se
contó; y según esto, la granja era sólo el caparazón exterior de alguna
inmensa y estremecedora amenaza, de un alcance y profundidad demasiado
desconcertantes e intangibles para permitir otra cosa que una brumosa
comprensión.
Se supone que Weeden y Smith llegaron pronto a la conclusión de que
bajo la granja había una gran extensión de túneles y catacumbas, habitadas,
además de por el viejo indio y su mujer, por un número muy considerable de
personas. La casa era una vieja reliquia de tejado picudo, de mitades del siglo
XVII, con una chimenea inmensa y ventanas con cristales romboidales,
siendo el laboratorio un añadido al ala norte, donde el techo bajaba casi hasta
el suelo. Este edificio no tenía adjunto ningún otro; aunque, a juzgar por las
diferentes voces que se oían a las horas más intempestivas en su interior,
debía haber sido accesible a través de pasajes secretos subterráneos. Esas
voces, antes de 1766, eran simples murmullos y susurros de negros, así como
gritos frenéticos, superpuestos a curiosos cánticos e invocaciones. Después de
esa fecha, sin embargo, se convirtieron en algo muy singular y terrible,
cuando se ampliaron con zumbidos de turbio asentimiento y estallidos de
frenético pánico o furia, borborismos de conversación, quejidos de súplica,
jadeos de rabia y gritos de protesta. Parecían ser en diferentes lenguajes,
todos conocidos por Curwen, cuyos roncos acentos tenían frecuentemente
matices de réplica, censura o amenaza. A veces parecía haber varias personas
en la casa; Curwen, algunos prisioneros y los guardias de estos presos. Había
voces de una clase que ni Weeden ni Smith habían oído nunca antes, pese a
su amplio conocimiento de lugares extranjeros, y a muchos de ellos no les
podían asignar una nacionalidad definida. La naturaleza de la conversación
parecía ser siempre de interrogatorio, como si Curwen estuviera arrancando
algún tipo de información a prisioneros aterrorizados o rebeldes.
Weeden tenía muchos informes textuales de fragmentos sueltos en sus
notas, en inglés, francés y español, idioma que él conocía y que se usaban con
frecuencia; pero nada de todo eso ha sobrevivido. No obstante, comentó que,
junto a unos pocos diálogos propios de gules, en los que se trataban pasados
asuntos de las familias de Providence, casi todas las preguntas y respuestas
que pudo captar eran sobre temas históricos o científicos, en ocasiones
tocantes a lugares y fechas muy remotas. Una vez, por ejemplo, una figura
alternativamente rabiosa y sombría fue interrogada, en francés, sobre la
masacre realizada por el príncipe Negro en Limoges en 1370, como si
hubiera algún oculto motivo que el otro debiera conocer. Curwen le preguntó
al prisionero —si es que de veras era tal— si la orden de la matanza fue dada
por culpa del Signo de la Cabra, hallado en la antigua cripta romana bajo la
catedral, o porque el Hombre Oscuro de la Cueva de la Alta Viena había
pronunciado las tres palabras. No habiendo encontrado respuestas, al parecer,
el inquisidor recurrió a métodos extremos, ya que hubo un grito aterrador,
seguido de silencio y murmullos, y el sonido de un cuerpo al desplomarse.
Ninguno de estos diálogos tuvo testigos presenciales, dado que las
ventanas estaban cubiertas siempre con pesados cortinajes. Una vez, empero,
durante una conversación en lengua desconocida, se vio, contra la cortina,
una sombra que sobresaltó de forma extraordinaria a Weed en, recordándole
una de las marionetas que había visto en 1764 en Hacher’s Hall, donde un
hombre de Germantown, Pensilvania, había dado un habilidoso espectáculo
mecánico titulado «Estampas de la Famosa Ciudad de Jerusalén, en la que se
representan Jerusalén, el Templo de Salomón, Su Trono Real, las Famosas
Torres y Colinas, así como el Sufrimiento de Nuestro Salvador, del Jardín de
Gethsemaní a la Cruz en la Colina del Gólgota; una Artística Pieza de
Estatuaria, Digna de ser Vista por los Curiosos». Fue en esa ocasión cuando
el oyente, que había reptado hasta la ventana de la habitación frontal, en
donde tenía lugar la conversación, se llevó un susto al despertar a la pareja de
viejos indios, que le echaron los perros. Luego de eso no se escucharon más
conversaciones en la casa, y Weeden y Smith llegaron a la conclusión de que
Curwen había trasladado su centro de operaciones a alguna habitación
subterránea.
Que tales estancias existían de veras, quedaba patente por multitud de
motivos. Gritos débiles e inconfundibles gemidos surgían a veces de lo que
parecía ser sólida tierra, en lugares alejados de cualquier estructura; al tiempo
que, perdido entre los arbustos a lo largo de la orilla del río, en la parte
trasera, donde el terreno alto bajaba abruptamente hacia el valle del Pawtuxet,
se encontró una curvada puerta de roble, encastrada en un marco de pesada
albañilería, que era obviamente el acceso a cavernas bajo la colina. Cuándo o
cómo se construyeron tales catacumbas, no lo pudo decir Weeden, pero a
menudo apuntaba a cuán fácil podría deberse a grupos de trabajadores, que
habrían entrado por el río sin ser vistos. ¡Joseph Curwen sacaba rentabilidad a
sus marineros mestizos! Durante las grandes lluvias de la primavera de 1769,
los dos observadores no quitaron ojo de la empinada ribera, por si acaso
alguno de los secretos subterráneos quedaba al aire, y se vieron
recompensados con el descubrimiento de numerosos huesos humanos y
animales allí donde la lluvia excavó profundas cárcavas en las orillas.
Naturalmente, podía haber multitud de explicaciones para algo así en un lugar
que estaba en la parte trasera de una granja y donde los viejos cementerios
indios eran comunes, pero Weeden y Smith sacaron sus propias conclusiones.
Fue en enero de 1770, mientras Weeden y Smith aún discutían en vano
sobre qué hacer o pensar respecto a ese desconcertante asunto, cuando tuvo
lugar el asunto del Fortaleza. Exasperado por el incendio del buque fiscal
Lyberty en Newport durante el verano anterior, la flota aduanera del almirante
Wallace había estrechado su vigilancia sobre los buques extraños; y en esta
ocasión, la Cynet, goleta armada de Su Majestad al mando del capitán
Charles Leslie, capturó, tras una breve persecución, al Fortaleza, de
Barcelona, al mando del capitán Manuel Arruga, que procedente, según su
diario, del Gran Cairo, Egipto, se dirigía a Providence. Cuando registraron el
barco en busca de contrabando, quedó patente el asombroso hecho de que su
carga consistía exclusivamente en momias egipcias, enviadas a «Sailor A. B.
C.», que debía acudir a recogerlas en una gabarra a la boca de Namquit Point,
y cuya identidad el capitán se vio obligado, por su honor, a guardar en el
anonimato. El tribunal del Vicealmirante, en Newport, ante el dilema de que,
por una parte, la carga no era contrabando, y, por otra, había entrado
ilegalmente, aceptó la recomendación del Recaudador Robinson de dejarlos
en libertad, aunque con la prohibición de atracar en aguas de Rhode Island.
Más tarde, hubo rumores de que la habían visto en el puerto de Boston, pero
nunca entró abiertamente allí.
Este extraordinario incidente tuvo amplia repercusión en Providence, sin
duda alguna, y no hubo muchos que dudasen de la conexión entre esa carga
de momias y el siniestro Joseph Curwen. Sus exóticos estudios y sus curiosas
importaciones químicas eran un asunto de dominio público, y no se
necesitaba demasiada imaginación para implicarlo en una monstruosa
importación que no era concebible que hubiera sido destinada a nadie más en
la ciudad. Como percatándose de tal creencia, Curwen se las ingenió para
hablar casualmente, en ciertas ocasiones, del valor químico del bálsamo de
las momias, pensando quizá que podría convertir el asunto en algo menos
antinatural, aunque deteniéndose siempre antes de admitir que tenía que ver
algo con el tema. Weeden y Smith, por supuesto, no tuvieron duda alguna
sobre lo que significaba aquello y acariciaron las más estrafalarias teorías
acerca de Curwen y su monstruosa labor.
La primavera siguiente, como la del año anterior, hubo grandes lluvias, y
los observadores sometieron a estrecha vigilancia la ribera que había tras la
granja de Curwen. Grandes secciones fueron arrastradas, y cierto número de
huesos quedó al descubierto, aunque no lograron ningún atisbo de túnel o
estancia subterránea. Algo se rumoreó, no obstante, en el pueblo de Pawtuxet,
a algo más de un kilómetro río abajo, donde este formaba cascada sobre una
terraza rocosa, para desembocar en la plácida enseñada interior. Allí, donde
las pintorescas casitas viejas suben por la colina hacia el rústico puente y los
queches anclan a su somnoliento embarcadero, hubo vagos rumores sobre
cosas que flotaban río abajo y eran visibles por un minuto antes de caer por
las cascadas. Por supuesto que el Pawtuxet es un río largo, que fluye a través
de muchas regiones pobladas, abundantes en cementerios, y que las lluvias de
primavera habían sido verdaderamente torrenciales; pero a los pescadores del
puente no les gustó la forma salvaje en que una de las cosas los miró mientras
el agua las arrastraba, o cómo otra medio gritó, aunque sus características se
alejaban sobremanera de la de las cosas que normalmente gritan. El rumor
hizo que Smith —ya que Weeden estaba entonces embarcado— corriera
hacia la orilla, tras la granja, donde seguramente debía haber evidencias de
una gran excavación. Pero no había ningún resto en aquella margen
empinada, ya que la avalancha en miniatura había dejado detrás de él un
sólido muro de tierra y arbustos desarraigados. Smith intentó cavar un poco,
pero tuvo que desistir debido al curso de los sucesos... o quizá por temor a
posibles acontecimientos. Es interesante especular sobre lo que el tenaz y
vengativo Weeden hubiera hecho de estar en tierra entonces.

4
En otoño de 1770, Weeden decidió que ya era hora de contar a otros sus
descubrimientos; porque había un gran número de cabos que atar, así como
un segundo testigo que podía rebatir la posible acusación de que los celos y el
afán de venganza habían alimentado su imaginación. El primer confidente
que eligió fue el capitán James Mathewson, del Enterprise, que lo conocía lo
bastante como para no dudar de su veracidad, además de tener suficiente
influencia en la ciudad como para ser escuchado con respeto. La
conversación tuvo lugar en una habitación, en la parte de arriba de la taberna
de Sabin, cerca de los muelles, con Smith presente para corroborar cualquier
extremo, y resultó patente que el capitán Mathewson quedó de lo más
impresionado. Como casi cualquier otro en la ciudad, tenía negras sospechas
acerca de Joseph Curwen, por lo que necesitaba sólo una confirmación y
ampliación de los datos para convencerse por completo. Al final de la
conferencia, su semblante era grave y exigió a los dos jóvenes un silencio
absoluto. Él, dijo, transmitiría la información, por separado, a una decena de
los más cultos y prominentes ciudadanos de Providence, averiguando su
parecer y siguiendo cualquier consejo que quisieran darle. Sin duda, el
secreto era de todo punto esencial, ya que no era cuestión de que los
alguaciles del municipio o la milicia tomasen cartas en el asunto; y, sobre
todo, había que mantener a la excitable multitud en la ignorancia, para evitar
una repetición de aquel espantoso pánico que azotó a Salem hacía menos de
un siglo, y que era lo que había hecho huir a Curwen.
Había que hablar, creía, con el doctor Benjamín West, cuyo opúsculo
sobre el último tránsito de Venus probaba que era un erudito y un agudo
pensador; el reverendo James Manning, presidente de la Universidad, que
acababa de reemplazar a Warren y se albergaba temporalmente en el nuevo
rectorado de King Street, esperando que acabasen su casa en la colina, sobre
Presbiterian-Lane; el ex gobernador Stephen Hopkins, que había sido
miembro de la sociedad filosófica de Newport y que era hombre de amplias
miras; John Carter, editor de la Gazette; los cuatro hermanos Brown, John,
Joseph, Nicholas y Moses, que eran conocidos magnates locales, y, de entre
los cuales, Joseph era científico aficionado en sus ratos libres; el viejo doctor
Jabez Bowen, cuya erudición era considerable, además de poseer
conocimiento de primera mano acerca de las extrañas compras de Curwen, y
el capitán Abraham Whipple, un corsario de fenomenal audacia y energía,
con el que podía contarse para capitanear cualquier medida directa que fuese
necesaria. Tales hombres, de aceptar, podían reunirse en un consejo de
emergencia y sobre ellos recaería la responsabilidad de informar o no al
gobernador de la colonia, Joseph Wanton, en Newport, antes de entrar en
acción.
La misión del capitán Mathewson fue un éxito más allá de todo lo
esperado, ya que, aunque uno o dos de los elegidos se mostraron algo
escépticos sobre el posible lado fantasmal de la historia de Weeden, no hubo
ninguno que no pensase que no era necesario llevar a cabo algún tipo de
acción secreta y coordinada. Estaba claro que Curwen era una amenaza vaga
y potencial para el bienestar de la ciudad y la colonia, y debía ser eliminado a
toda costa. En diciembre de 1770, un grupo de eminentes ciudadanos se
reunión en casa de Stephen Hopkins y discutió las medidas a tomar. Las
notas de Weeden, que había entregado al capitán Mathewson, fueron leídas
cuidadosamente, y tanto a él como a Smith se les pidió que dieran ulteriores
detalles. Todo el grupo quedó en un estado muy parecido al de temor tras la
reunión, aunque unida a ese miedo se hallaba la hosca determinación que el
capitán Whipple, con su mundanidad fanfarrona y resonante, fue el que mejor
la expresó. No debían recurrir al gobernador, ya que tenían que tomar
medidas que iban más allá de un procedimiento legal. Con los ocultos
poderes, de indeterminado alcance, de los que disponía Curwen, no era éste
un hombre al que se le pudiera conminar, por las buenas, a abandonar la
ciudad. Podían producirse indescriptibles represalias, y aún si la siniestra
criatura aceptase la expulsión, eso no haría sino pasar la sucia carga de un
lugar a otro. Era una época sin ley, y los hombres que habían burlado durante
años a los aduaneros del rey no eran de la clase de los que retrocedían cuando
se necesitaba su intervención. Había que sorprender a Curwen en su granja de
Pawtuxet, con un gran grupo incursor de corsarios, y permitirle una
oportunidad de explicarse. Si se veía que era un loco que se divertía con
gritos e imaginarias conversaciones a varias voces, lo que había que hacer era
encerrarlo. Si surgía algo más grave, debía perecer con todo lo suyo. Había
que hacerlo discretamente, y ni siquiera la viuda o el padre de ésta
necesitaban enterarse de cómo había sucedido.
Mientras se discutían estas drásticas medidas, tuvo lugar en la ciudad un
incidente tan terrible e inexplicable que, en poco tiempo, fue la comidilla en
muchos kilómetros a la redonda. En medio de una noche de enero, iluminada
por la luna y con mucha nieve, resonó sobre el río y la colina una
estremecedora serie de gritos que hizo asomarse a los durmientes a todas las
ventanas, mientras la gente de la zona de Weybosset Point veía a un gran ser
blanco que avanzaba frenéticamente a lo largo del mal iluminado espacio
frente a la posada de La Cabeza del Turco. Hubo un ladrar de perros en la
distancia, pero esto quedó en segundo plano cuando el clamor de los
despertados se hizo audible. Partidas de hombres con linternas y mosquetes
corrieron a ver qué sucedía, pero no encontraron nada. A la mañana siguiente,
no obstante, apareció un cuerpo gigante y musculoso, completamente
desnudo, entre los montones de trozos de hielo, en los amarraderos al sur del
Gran Puente, donde el Muelle Largo se continúa pasando a la destilería de
Abbott, y la identidad del ser se convirtió en tema de interminables
especulaciones y murmuraciones. No eran tanto los jóvenes como los viejos
quienes susurraban, ya que sólo en los ancianos esa faz rígida, con ojos
desorbitados por el horror, tensaba las cuerdas de la memoria. Ellos,
estremecidos como estaban, cambiaban furtivos susurros de asombro y
miedo, ya que esas rígidas y odiosas facciones se parecían tanto que casi
podían pertenecer... a cierto hombre muerto hacía sus buenos cincuenta años.
Ezra Weeden estaba presente en el momento del descubrimiento, y,
recordando los aullidos de la noche anterior, anduvo a lo largo de Weybosset
Street y cruzó el Puente Muddy Dock, que era por donde había sonado el
ruido. Albergaba una curiosa esperanza, y no se sorprendió cuando, al llegar
al límite del distrito habitado, donde la calle desemboca en la carretera de
Pawtuxet, encontró unas huellas sumamente curiosas en la nieve. El gigante
desnudo había sido perseguido por perros y algunos hombres con botas, y era
fácil seguir las huellas de regreso de sabuesos y amos. Habían renunciado a la
cacería al llegar demasiado cerca de la ciudad. Weeden sonrió sombríamente
y, grosso modo, fue siguiendo las pisadas hasta su fuente. Se trataba de la
granja de Joseph Curwen, en Pawtuxet, tal como ya sabía que iba a ser, y
podría haber deducido mucho más de no estar el patio tan pisoteado. Sin
embargo, no se atrevió a parecer demasiado interesado a plena luz del día. El
doctor Bowen, a quien Weeden fue enseguida a entregar su informe, realizó
la autopsia del extraño cadáver, y descubrió particularidades que le
desconcertaron completamente. El tracto digestivo del gigante parecía no
haber sido usado nunca, mientras que la piel mostraba una tosquedad y una
textura laxa imposible de describir. Impresionado por lo que los ancianos
murmuraban acerca del parecido de ese cuerpo con el herrero Daniel Green,
muerto mucho tiempo atrás, y cuyo tataranieto Aaron Hoppin era sobrecargo
al servicio de Curwen, Weeden estuvo haciendo preguntas casuales hasta
descubrir dónde había sido enterrado Green. Esa noche, una partida de diez
hombres visitó el viejo Cementerio Norte, frente a Herrenden’s Lane, y
abrieron una tumba. Descubrieron que estaba vacía, tal y como habían
esperado.
Mientras tanto, se habían tomado medidas con los correos montados para
interceptar la correspondencia de Joseph Curwen, y poco después del
incidente del cuerpo desnudo se encontró una carta de un tal Jedediah Orne,
de Salem, que hizo reflexionar mucho al grupo de conjurados. Una parte de
ésta, copiada y conservada en los archivos de la familia Smith, donde los
encontró Charles Ward, dice lo siguiente:
Me place que continúe en el estudio de las viejas artes a vuestro modo, y no
creo que el señor Hutchinson, de la ciudad de Salem, pudiera hacerlo mejor. En
verdad, no había sino espanto en aquello a lo que Hutchinson hizo levantar a partir
de lo que sólo pudo conseguir en parte. No pude conseguir nada de lo que usted
me envió, quizá debido a que faltaba una parte o a que no pronuncié bien las
palabras, o a que usted no las copió bien. Hallándome solo, me encuentro perdido.
No tengo sus dotes de químico para seguir a Borellus, y me veo confundido ante el
VII libro del Necronomicón, que usted me recomendó. Pero quiero pedirle que
tenga en consideración aquello que se dijo acerca de ser cuidadoso con lo que se
convoca, ya que usted es consciente de lo que Mather escribió en su Magnalia... y
puede juzgar cuán horrorosos seres, en verdad, describe. Se lo digo de nuevo, no
convoque a nada que no pueda dominar; esto es, nada que pueda a su vez invocar
contra usted algo contra lo que sus artes más poderosas sean inútiles. Pregunte a
los Menores, no sea que los Mayores no quieran responder y puedan más que
usted. Me espanté cuando leí que sabía lo que Ben Zariatnatmik puso en su caja de
ébano, ya que soy consciente de quién debió decírselo a usted. Y de nuevo le
recuerdo que me escriba a nombre de Jedediah y no Simón. En esta comunidad un
hombre no puede vivir largo tiempo, y usted sabe de mi plan, por el que regresé
haciéndome pasar por mi hijo Simón. Anhelo que me informe sobre lo que el
Hombre Negro aprendió de Sylvanus Cocidius en su cripta, bajo los muros de
Roma, y le quedaré agradecido de que me envíe el manuscrito del que tanto me
habla.

Otra carta sin firmar, procedente de Filadelfia, provocó iguales


conclusiones, sobre todo debido al siguiente pasaje.
Haré como dice, de sólo mandarle informes mediante sus buques, aunque no
siempre sé cuándo esperarlos. En el asunto del que hablamos, sólo le pido una
cosa más, pero quisiera estar seguro de que sé exactamente lo que desea. Según
me dice, no debe perderse parte alguna para conseguir un efecto depurado; pero
usted sabe cuán difícil es eso. Me parece tan arduo y azaroso sacar toda la caja, y
de la ciudad (esto es, de los cementerios de St. Peter, St. Paul, St. Mary o Christ
Church), que apenas creo que pueda hacerse. Pero bien sé las imperfecciones que
tenía uno que levanté el pasado octubre, y cuántos especímenes vivientes me he
visto obligado a emplear antes de dar con el método correcto en 1766, así que
acataré cuanto me diga. Estoy impaciente por ver llegar a su bergantín y pregunto
todos los días en el muelle del señor Biddle.

Una tercera carta, no menos sospechosa, estaba en un idioma


desconocido; incluso el alfabeto lo era. En el diario de Smith, descubierto por
Charles Ward, hay torpemente reproducidos una combinación múltiple de
caracteres, y los expertos de la Brown University han dictaminado que se
trata de alfabeto amarico o abisinio, aunque no reconocen las palabras.
Ninguna de esas epístolas llegaron nunca a Curwen, aunque el hecho de que
Jedediah Orne desapareciera poco después de Salem demuestra que los
hombres de Providence dieron algunos pasos en tal sentido. La Sociedad
Histórica de Providence tiene también algunas curiosas cartas, recibidas por
el doctor Shippen, donde se le comenta acerca de la presencia de un
desagradable individuo en Filadelfia. Pero los pasos más decisivos estaban
aún por tomar, y es a esa asamblea —formada por marinos jurados y probos,
así como por viejos y valientes corsarios—, reunida en el almacén de Brown,
a la que debemos mirar como responsable de las acciones tomadas a raíz de
los descubrimientos de Weeden. Lenta y firmemente fue cuajando un plan de
acción que no dejaría rastro alguno de los nocivos misterios de Joseph
Curwen.
Curwen, a pesar de todas las precauciones tomadas, parece ser que
presentía algo, ya que solía mostrar un aspecto de insólita preocupación. Su
carruaje era visible a cualquier hora, tanto en la ciudad como en la carretera
de Pawtuxet, y él mismo fue abandonando poco a poco el aire de forzada
cordialidad que en los últimos tiempos había adoptado para aplacar los
prejuicios de la ciudad. Los vecinos más próximos a su granja, los Fenner,
descubrieron una noche un gran haz de luz que subía al cielo desde alguna
abertura en el techo de ese críptico edificio de piedra con ventanas altas y
excesivamente estrechas; algo que comunicaron con rapidez a John Brown,
de Providence. El señor Brown se había convertido en el jefe efectivo del
selecto grupo empeñado en la erradicación de Curwen y había informado a
los Fenner de que se iba a llevar a cabo una acción. Esto se creyó necesario
porque no era posible que no presenciaran la incursión final, y Brown se lo
justificó aduciendo que Curwen era un probado espía de los aduaneros de
Newport, contra los que cada armador, mercader y granjero estaba abierta y
clandestinamente en contra. Si los vecinos, que tantas cosas extrañas habían
visto, se lo creyeron o no, es algo que no se sabe; pero, de todas formas, los
Fenner estaban dispuestos a admitir cualquier maldad de un hombre de tan
extraños hábitos. El señor Brown les había encomendado la misión de
observar la granja de Curwen y de informar al punto sobre cualquier
incidente que tuviera lugar.

La probabilidad de que Curwen estuviera alerta e intentase algo inaudito,


como sugería el extraño haz de luz, desencadenó a la postre la acción tan
cuidadosamente preparada por la banda de probos ciudadanos. Según el
diario de Smith, una compañía de unos cien hombres se reunió a las diez de
la noche, el viernes 12 de abril de 1771, en la gran sala de la taberna de
Thurston, la del cartel del León Dorado, en Weybosset Point, cruzando el
puente. En el grupo rector de hombres prominentes, además del jefe John
Brown, se hallaban allí el doctor Bowen con su maletín quirúrgico, el
presidente Manning sin la gran peluca (la mayor de todas las colonias) por la
que era conocido; el gobernador Hopkins, ataviado con una capa oscura y en
compañía de su hermano el marino Esek, que se les había unido en el último
momento con el consentimiento de los demás; John Carter, el capitán
Mathewson y el capitán Whipple, que era el que conducía el grupo de
incursión. Esos jefes conferenciaron a solas en una estancia trasera; luego, el
capitán Whipple salió a la gran sala y dio a los marinos congregados sus
últimas consignas e instrucciones. Eleazar Smith estuvo con los jefes cuando
se sentaron en la sala zaguera, esperando la llegada de Ezra Weeden, cuya
obligación era seguir a Curwen e informar de la partida de su carruaje hacia
la granja.
Hacia las diez y media, se oyó un pesado retumbar en el Gran Puente,
seguido del sonido de un carruaje en la calle, y a esas horas no hacía falta
esperar a que llegase Weeden para saber que el condenado había salido para
lo que sería su última noche de impía hechicería. Un instante más tarde,
mientras el coche traqueteaba débilmente, alejándose, sobre el Puente Muddy
Dock, apareció Weeden y los invasores formaron silenciosamente en orden
militar en la calle, echándose al hombro los mosquetes, las escopetas y los
arpones de ballenero. Weeden y Smith estaban en el grupo y, de los que
habían deliberado, también estaban allí el capitán Whipple, que era el jefe; el
capitán Esek Hopkins, John Carter, el presidente Manning, el capitán
Mathewson y el doctor Bowen, además de Moses Browen, que había llegado
a las once y se había perdido la sesión preliminar de la taberna. Todos esos
distinguidos ciudadanos y sus cien marineros emprendieron sin demora la
larga marcha, hoscos y un poco aprensivos al dejar atrás el Muddy Dock y
remontar la suave cuesta de la Calle Mayor rumbo a la carretera de Pawtuxet.
Al pasar junto a la iglesia de Eder Snow alguno de los hombres se volvieron
para echar una última ojeada a Providence, que se desplegaba a sus ojos bajo
las primeras estrellas de primavera. Chapiteles y buhardillas se alzaban
oscuras y perfiladas, y las brisas salinas soplaban débilmente de la cala al
norte del Puente. Vega se alzaba sobre la gran colina más allá del agua, y la
cresta de árboles se rompía con los tejados del inacabado edificio de la
Universidad. Al pie de esa colina, a lo largo de las estrechas sendas que
subían por ese lado, dormía la ciudad vieja; la vieja Providence, de cuya
seguridad y cordura iban a extirpar tal colosal y monstruosa blasfemia.
Los invasores llegaron una hora y cuarto más tarde, tal como habían
previsto, a la granja de Fenner, donde escucharon un informe final acerca de
la víctima señalada. Había llegado a la granja hacía como media hora y, poco
después, se había proyectado la extraña luz hacia el cielo, aunque no había
luces en ninguna de las ventanas visibles. Siempre sucedía así. Mientras les
informaban, otro gran resplandor se alzó hacia el sur, y el grupo comprendió
que, en efecto, habían llegado a un lugar de espantosos y antinaturales
prodigios. El capitán Whipple ordenó entonces a su fuerza dividirse en tres
grupos; uno de veinte hombres que, guiado por Eleazar Smith, iría al
atracadero a guardar la orilla contra posibles refuerzos a su enemigo, atraídos
por algún mensajero desesperado; un segundo grupo, de otros veinte, al
mando del capitán Esek Hopkins, se introduciría en el valle del río tras la
granja de Curwen y destruiría mediante hachas o pólvora la puerta de roble
de la orilla alta y escarpada; el tercer grupo entraría en la casa y edificios
adyacentes. De éstos, un tercio, guiado por el capitán Mathewson, iría al
críptico y pétreo edificio de ventanas altas y estrechas, otro tercio seguiría al
mismísimo capitán Whipple a la casa principal y el resto formaría un círculo
en torno a todo el conjunto de edificios hasta recibir una señal de fin de
emergencia.
El grupo del río debía derribar la puerta de la colina al oír un toque de
silbato, después había de aguardar, capturando a cualquiera que pudiera salir
de las profundidades. Al oír dos toques de silbato, avanzaría a través de la
abertura para enfrentarse al enemigo o unirse al resto de invasores. El grupo
del edificio de piedra debía acatar las señales de igual manera, forzando la
entrada al primer toque y, al segundo, descendiendo por cualquier pasadizo
que pudieran descubrir para unirse al combate general o local que, se
esperaba, habría de tener lugar en el interior de las cuevas. Una tercera señal
de tres toques de emergencia convocaría a la reserva desde su labor de
guardia, sus veinte hombres divididos a partes iguales, para entrar en las
desconocidas profundidades a través de la casa y el edificio de piedra. El
capitán Whipple estaba convencido de la existencia de catacumbas y no tuvo
otras alternativas en consideración a la hora de hacer sus planes. Tenía
consigo un silbato de gran alcance y estridencia, y no tenía miedo de que no
se oyesen o malentendiesen sus señales. La reserva final en el atracadero
estaba fuera del alcance del silbato, por supuesto, así que se enviaría un
mensajero en caso de que se necesitase su ayuda. Moses Brown y John Carter
fueron con el capitán Hopkins a la ribera, mientras que el presidente Manning
acompañó al capitán Mathewson al edificio de piedra. El doctor Bowen, con
Erza Weeden, se quedó con el grupo del capitán Whipple, encargado de
asaltar la propia casa. El ataque comenzaría tan pronto como un mensajero
del capitán Hopkins llegase al capitán Whipple y le comunicase que el grupo
del río estaba dispuesto. El jefe podía entonces hacer sonar el primer toque, y
los varios grupos habrían de comenzar su ataque simultáneo por tres puntos.
Poco después de la una de la madrugada, las tres divisiones dejaron la granja
de Fenner; una para guardar la ribera, otra en busca del valle fluvial y la
puerta de la ladera, y la tercera para dividirse y asaltar los edificios de la
granja Curwen.
Eleazar Smith, que acompañaba al grupo encargado de guardar la orilla,
consigna en su diario una marcha sin incidentes y una larga espera en el
acantilado de la bahía; roto una vez por lo que pareció ser el lejano sonido de
un silbato y otra por una mezcla, peculiarmente amortiguada, de clamores y
gritos y un estampido de pólvora, proveniente todo, al parecer, de la misma
dirección. Más tarde, un hombre creyó oír lejanos disparos y, aún después, el
mismo Smith sintió un rumor de titánicas y atronadoras palabras resonado en
los aires. Fue justo antes del alba cuando un solo y ojeroso mensajero llegó,
con ojos enloquecidos y un olor odioso y desconocido en las ropas, para decir
al destacamento que volvieran tranquilamente a sus casas y nunca más
pensasen o hablasen de los sucesos de esa noche o del que había sido Joseph
Curwen. Algo en el aspecto del mensajero transmitía una convicción que no
hubieran logrado sólo las palabras, ya que, aunque era un marinero de todos
conocido, su alma había ganado o perdido, de alguna forma oscura, algo que
le hacía un ser aparte para siempre. Lo mismo sucedía con todos sus antiguos
compañeros que habían entrado en la zona de horror. La mayoría de ellos
había perdido o ganado algo imponderable e indescifrable. Habían visto u
oído o sentido algo que no era para seres humanos y no podían olvidarlo.
Nunca lograron arrancarles ni un barrunto, ya que incluso el más común de
los instintos mortales puede sufrir trabas terribles. Y el grupo de la orilla, en
aquel sencillo mensajero, captó un indescriptible terror que casi selló sus
propios labios. Muy pocos son los rumores que nacieron en ninguno de ellos,
y el diario de Eleazar Smith es el único registro escrito que ha quedado de
toda la expedición que salió de la posada del León Dorado a la luz de las
estrellas.
Charles Ward, sin embargo, descubrió otra vaga pista co-lateral en alguna
correspondencia de Fenner, que encontró en Nueva Londres, al enterarse de
que otra rama de la familia había vivido allí. Al parecer, los Fenner, desde
cuya casa era visible la granja condenada, habían observado las columnas de
incursores en marcha y oído muy claramente el furioso ladrar de los perros de
Curwen, seguido del primer toque de silbato desencadenante del ataque. Ese
toque había sido seguido de una repetición del gran haz de luz desde el
edificio de piedra, y un instante después, tras sonar con rapidez el segundo
toque, que ordenaba la invasión general, había llegado una apagada descarga
de mosquetes, seguida de un horrible grito rugiente que el corresponsal Luke
Fenner había representado en su epístola como «Waaaahrrrrr...
R’waaahrrr». Este grito, empero, poseía una cualidad que ninguna escritura
puede representar, y el corresponsal menciona que su madre se desmayó al
oírlo. Más tarde se repitió, más bajo, y otra vez, casi apagado por los
disparos, al sonar una gran explosión de pólvora en la parte del río. Una hora
más tarde los perros comenzaron a ladrar de forma espantosa y hubo un
ligero temblor de tierra, marcado por el hecho de que los candelabros
vibraron sobre la repisa de la chimenea. Se percibió un fuerte hedor a azufre,
y el padre de Luke Fenner dijo haber escuchado un tercer toque de silbato, el
de emergencia, aunque los demás no lo oyeron. Sonaban de nuevo apagados
tiros de mosquete, y fueron seguidos de un profundo grito, menos penetrante
pero aún más horrible que los precedentes; una especie de tos o gorgoteo
gutural y desagradablemente plástico, cuya cualidad como grito venía dada
más por su continuidad y su significado psicológico que por su verdadero
valor acústico.
Entonces apareció el ser llameante en un punto donde debía estar la granja
de Curwen, y se oyeron los gritos humanos de hombres desesperados y
espantados. Los mosquetes llamearon y rugieron, y el ser llameante cayó a
tierra. Apareció un segundo ser en llamas y se escuchó un grito de origen
humano claramente audible. Fenner escribió que pudo captar unas cuantas
palabras barbotadas y llenas de pánico: «¡Altísimo, protege a tu cordero!».
Luego hubo más disparos y el ser llameante se desplomó. Tras eso vino un
silencio que duró de tres cuartos a una hora, y después el pequeño Arthur
Fenner, hermano de Luke, exclamó que había visto «una niebla roja»
ascendiendo hacia las estrellas desde la granja condenada. Nadie sino el chico
puede dar fe de esto, pero Luke admite la significativa coincidencia con el
espasmo de pánico casi convulsivo que hizo en ese mismo momento arquear
los lomos y erizar el pelaje a los tres gatos que estaban en la habitación.
Un viento helado se levantó cinco minutos después y el aire se inundó de
un hedor tan intolerable que sólo la fuerte frescura del mar pudo impedir que
llegase hasta el grupo de la orilla o la gente aún levantada del pueblo de
Pawtuxet. Ese hedor no se parecía a nada que los Fenner hubieran olido antes
y producía una especie de miedo atenazante y amorfo, más allá del que
produce el de la tumba o el osario. Luego les llegó esa espantosa voz que
ninguno de sus indefensos oyentes pudo nunca olvidar. Retumbó sobre el
cielo como una condena, y las ventanas vibraron mientras sus ecos se
desvanecían. Era profunda y musical, poderosa como bajo de órgano y
maligna como los prohibidos libros de los árabes. Lo que dijo ningún hombre
lo sabe, ya que fue pronunciada en lengua desconocida, pero esta es la
transcripción que Luke Fenner realizó de las demoniacas entonaciones:
DEESMEESJESHET-BONE-DOSEFE DUVEMA-ENITEMOSS. Hasta el
año 1919 nadie relacionó esa cruda transcripción con nada de lo que se
conociera; pero Charles Ward palideció al reconocer en ella lo que Mirandola
había denunciado, estremecido, como el supremo horror entre los
encantamientos que usan los magos negros.
Un grito, o profundo alarido a coro, inconfundiblemente humano pareció
responder al maligno prodigio desde la granja de Curwen, tras lo cual el
desconocido hedor se complementó con un segundo, igualmente intolerable.
Un gemido, del todo diferente al grito, se alzó y comenzó a ulular en
modulados paroxismos, subiendo y bajando. A veces se hacía casi articulado,
pero ningún oyente pudo captar palabras definidas y, en cierto momento,
pareció rayar los límites de una risa histérica y diabólica. Entonces, de
montones de almas humanas, surgió un aullido de supremo y postrer miedo y
extrema locura... un aullido que llegó alto y claro a pesar de las
profundidades desde las que debía haber sido lanzado; luego, la oscuridad y
el silencio cayeron sobre todo. Espirales de humo acre se elevaron para
ocultar las estrellas, aunque no hubo llamas ni se vio que ningún edificio
estuviera dañado o derruido al día siguiente.
Al alba, dos espantados mensajeros, con monstruosos e indefinibles olores
impregnando sus ropajes, llamaron a la puerta de Fenner y pidieron un
barrilete de ron, por el que, por cierto, pagaron muy bien. Uno de ellos le dijo
a la familia que el asunto de Joseph Curwen estaba concluido y que los
sucesos de la noche anterior no debían ser mencionados de nuevo. Altanera
como parecía la orden, el aspecto de quien la dio apagaba cualquier
resquemor y la proveía de un aire de espantosa autoridad; por tanto, sólo esas
furtivas cartas de Luke Fenner, que urgía a su pariente de Connecticut a
destruir, quedaron para reseñar lo que se vio y escuchó. La falta de ese
pariente, que hizo que esas cartas se salvaran al cabo, es lo único que evitó
que todo el asunto cayese en un misericordioso olvido. Charles Ward tenía un
detalle que añadir como resultado de un trabajo de campo entre los residentes
de Pawtuxet en busca de sus ancestrales tradiciones. El viejo Charles Slocum,
de ese pueblo, dijo que sabía por su abuelo de un extraño rumor acerca de un
cuerpo deforme y calcinado, encontrado en los campos una semana después
de que se anunciase la muerte de Joseph Curwen. Lo que hacía que ese rumor
perviviera era la idea de que tal cuerpo, hasta donde pudo verse, bajo su
quemada y rota condición, no era completamente humano ni del todo
asimilable a cualquier animal que la gente de Pawtuxet hubiera nunca visto o
sobre el que hubiera leído.

Ninguno de los hombres que participaron en esa terrible incursión pudo


nunca ser inducido a soltar prenda al respecto, y cada fragmento de los
difusos datos supervivientes proceden de aquellos que no participaron en el
grupo de lucha final. Hay algo espantoso en el cuidado con que esos
incursores destruyeron todas las pistas que contuvieran la más mínima
alusión al tema. Ocho marineros murieron, pero sus cuerpos no fueron
entregados a las familias, a las que se dijo que se había producido un
enfrentamiento con los aduaneros. Eso mismo valió para los numerosos casos
de heridas, cubiertas con abundancia de vendas y tratadas en exclusiva por el
doctor Jabez Bowen, que había acompañado al grupo. Más arduo de explicar
fue el indescriptible olor que se había pegado a los incursores y sobre el que
se habló durante semanas. De los jefes ciudadanos, el capitán Whipple y
Moses Brown eran los más gravemente heridos, y hay cartas de sus esposas
que dan fe del desconcierto que les producía su reticencia y su negativa a
quitarse los vendajes. Psicológicamente, cada participante había envejecido,
sus caracteres se habían vuelto graves y sus nervios perjudicados.
Afortunadamente todos eran hombres fuertes, de acción, además de ser de
una religiosidad simple y ortodoxa, ya que una mayor introspección y
complejidad mental les hubiera, de hecho, afectado bastante. El presidente
Manning era el más perjudicado, pero incluso él superó la más negra sombra
y apagó los recuerdos con oraciones. Cada uno de aquellos líderes tenía una
conmovedora parte que jugar en los sucesos de años posteriores, y quizá fue
afortunado que sucediese así. Un año después el capitán Whipple lideró el
tumulto que incendió la nave aduanera Gaspee, y en ese acto audaz puede
uno ver un peldaño más en la expulsión de imágenes malsanas.
Se entregó a la viuda de Joseph Curwen un ataúd de curioso diseño,
sellado y de plomo, obviamente encontrado ya listo en el lugar necesario, y se
le dijo que allí dentro estaba el cadáver de su esposo. Según le explicaron,
había muerto en una refriega con aduaneros sobre la que no convenía dar
detalles. Pero, aparte de eso, nadie habló nunca del fin de Joseph Curwen, y
Charles Ward tuvo sólo un simple indicio para construir una teoría. Ese
indicio era un simple hilo... un inseguro subrayado de un pasaje en la carta de
Jedediah Orne a Curwen, tal como aparece parcialmente copiada en el
manuscrito de Ezra Weeden. La copia fue descubierta en posesión de los
descendientes de Smith y queda a nuestra elección si Weeden se la entregó a
sus compañeros luego del final, como una muda pista a la anormalidad
ocurrida, o, lo que es más probable, Smith la consiguió antes y añadió él
mismo el subrayado, tocante a lo que consiguió sonsacar a su amigo tras
indagar e interrogar con astucia. El pasaje subrayado es sencillamente éste:
Se lo digo de nuevo, no convoque a nada que no pueda dominar; esto es, nada
que pueda a su vez invocar contra usted algo contra lo que sus artes más poderosas
sean inútiles. Pregunte a los Menores, no sea que los Mayores no quieran
responder y puedan más que usted.

A la luz de este pasaje, y pensando a qué últimos e inmencionables aliados


puede tratar de recurrir un hombre en peligro para salir de ese serio apuro,
Charles Ward pudo muy bien preguntarse si, de hecho, había sido algún
ciudadano de Providence el que había dado muerte a Joseph Curwen.
La deliberada eliminación de cada rastro de la vida y registros de
Providence fue inmensamente facilitada por la influencia de los jefes de la
incursión. Al principio no pensaban hacerlo tan completamente, y habían
permitido a la viuda, al padre de ésta y a su hija permanecer ignorantes de la
verdad; pero el capitán Tillinghast era un hombre astuto y pronto conoció los
suficientes rumores como para horrorizarse y hacerle pedir que su hija y nieta
cambiasen de nombre, quemaran la biblioteca y todos los papeles
supervivientes, y borraran la inscripción de la lápida sobre la tumba de
Joseph Curwen. Conocía bien al capitán Whipple, y probablemente sacó más
datos que nadie a ese marino fanfarrón acerca del final del maldito brujo.
Desde ese momento, la erradicación de los rastros de Curwen comenzó a
hacerse más exhaustiva, extendiéndose al final, por consentimiento común,
incluso a los registros municipales y archivos de la Gazette. Tan sólo puede
compararse con el silencio que cayó sobre el nombre de Oscar Wilde, una
década después de su desgracia, y alcanza sólo al sino de aquel pecador rey
de Runazar del cuento de lord Dunsany, sobre quien los dioses decidieron
que no solamente dejaría de ser, sino que dejaría incluso de haber sido.
La señora Tillinghast, como comenzó a ser conocida la viuda a partir de
1772, vendió la casa de Olney Court y se fue a vivir con su padre a Power’s
Lane hasta su muerte en 1817. La granja de Pawtuxet, rehuida por todo bicho
viviente, se enmoheció durante años y parece ser que se derrumbó con
increíble rapidez. En 1780 sólo quedaban en pie la piedra y el ladrillo, y en
1800 aun eso se había visto reducido a un montón de escombros. Nadie se
atrevió a romper los enmarañados arbustos de la ribera, tras los que había
estado la puerta de la colina, y nadie intentó pintar una imagen definitiva de
las escenas que tuvieron lugar cuando Joseph Curwen expiró entre los
horrores que había convocado.
Sólo al robusto y viejo capitán Whipple se le escuchó, al menos los
oyentes atentos, murmurar una vez para sí mismo: «La peste se lo lleve...,
pero no tenía motivos para reír mientras gritaba. Era como si el muy
maldito... guardara algo en la manga. Por el canto de una moneda no quemé
su... casa».
III. UNA BÚSQUEDA Y UNA INVOCACIÓN

Charles Ward, como hemos visto, supo por primera vez que era
descendiente de Joseph Curwen en 1918. El que a partir de entonces se
tomase un gran interés por el perdido misterio no es nada sorprendente, ya
que cada uno de los vagos rumores que hasta ese momento había oído acerca
de Curwen se convertían ahora en un asunto vital, ya que por sus venas corría
su misma sangre. Ningún genealogista sensible e imaginativo hubiera hecho
otra cosa que comenzar, desde ese instante, una ávida y sistemática
recolección de informaciones acerca de Curwen.
En sus primeras investigaciones no mostró el más mínimo intento de
mantener el secreto, por lo que incluso el doctor Lyman duda en datar la
locura del joven en una fecha anterior a 1919. Hablaba abiertamente con su
familia —aunque a su madre no le agradaba gran cosa tener un antepasado
como Curwen—, así como con los encargados de los varios museos y
bibliotecas que visitaba. Cuando acudía a colecciones privadas en busca de
los datos que pudieran tener, no ocultaba sus motivos, y compartía el
divertido escepticismo con que los otros miraban la historia narrada por los
viejos diarios y epístolas. A menudo mostraba un gran interés respecto a lo
que realmente podía haber sucedido siglo y medio atrás en la granja de
Pawtuxet, cuyo solar había tratado de localizar en vano, así como sobre quién
había sido realmente Joseph Curwen.
Cuando tuvo acceso al diario de Smith y a los archivos y encontró la carta
de Jedediah Orne, decidió visitar Salem y estudiar las primeras actividades de
Curwen, así como sus relaciones con aquel lugar, lo que hizo durante las
vacaciones de Pascua de 1919. En el Essex Institute, que le era bien conocido
ya gracias a alguna antigua escapada a la encantadora y vieja ciudad de
destartaladas buhardillas puritanas y arracimados tejados picudos, fue muy
bien recibido, y allí descubrió no pocos datos sobre Curwen. Supo que su
antepasado había nacido en Salem-Village, hoy en día Danvers, a unos diez
kilómetros de la ciudad, el 8 de febrero (según el viejo calendario) de 1662-3,
y que se había embarcado a la edad de quince años, no regresando hasta
nueve años después, cuando volvió con el habla, vestidos y modales de un
inglés nativo para instalarse en la misma Salem. En aquella época tenía poca
relación con su familia y empleaba la mayor parte de su tiempo en los
curiosos libros que había traído de Europa, así como en las extrañas
sustancias químicas que le traían en buques desde Inglaterra, Francia y
Holanda. Algunos de sus viajes por el país fueron objeto de gran interés local,
y hubo cierta rumorología asociada a vagos chismes acerca de fuegos en las
colinas durante la noche.
Los únicos amigos íntimos de Curwen habían sido un tal Edward
Hutchinson, de Salem-Village, y un tal Simón Orne, de Salem. Se le había
visto reunido frecuentemente con ambos en el Common, y las visitas entre
ellos no eran escasas. Hutchinson tenía una casa cerca de los bosques, y no
gustaba a la gente sensible debido a los ruidos que se escuchaban allí de
noche. Se decía que tenía extrañas visitas, y las luces en sus ventanas no eran
siempre del mismo color. El conocimiento que mostraba sobre personas
muertas hacía tiempo, así como sobre sucesos olvidados, era tenido por
notablemente maligno, y él mismo desapareció apenas comenzar la época de
la caza de brujas y nunca más se supo de él. En esa misma época Curwen se
marchó, aunque pronto se supo que se había instalado en Providence. Orne
vivió en Salem hasta 1720, fecha en la que el hecho de que no envejeciera
comenzó a llamar la atención. Entonces desapareció, aunque treinta años más
tarde alguien que era su vivo retrato, en lo físico y en las maneras, llegó para
reclamar sus propiedades. Tal reclamación venía avalada por la fuerza de
documentos que ostentaban la conocida caligrafía de Simón Orne, y Jedediah
Orne continuó viviendo en Salem hasta 1771, cuando ciertas cartas de los
ciudadanos de Providence al reverendo Thomas y otras personalidades
provocaron su discreta retirada a un lugar desconocido.
Había algunos documentos sobre aquellos extraños personajes en el Essex
Institute, los Juzgados y el Registro de la Propiedad, e incluía documentos tan
inocuos como títulos de propiedad y documentos de compraventa, así como
algunos furtivos fragmentos de naturaleza bastante más inquietante. Había
cuatro o cinco alusiones inconfundibles a ellos en los registros de los
procesos por brujería; como ese en el que un tal Hepzibah Lawson juró, el 10
de julio de 1692, en el Tribunal de Oyer y Terminer, presidido por el juez
Hathorne, que «cuarenta brujas y El Hombre Negro se reunían en los bosques
tras la casa del señor Hutchinson», y un tal Amity How declaró en una sesión
del 8 de agosto que «el señor G. B. (el reverendo Geor ge Burroughs), esa
noche, puso su marca en Bridget S., Jonathan A., Simón O., Deliverance W.,
Joseph C., Susan P., Mehitable C. y Deborah B.». Luego había un catálogo
de la extraordinaria biblioteca de Hutchinson encontrada tras su desaparición,
y un inacabado manuscrito de su puño y letra, cifrado en un código que nunca
nadie pudo desentrañar. Ward consiguió una copia fotostática de ese
manuscrito y se puso a trabajar sobre el código tan pronto como lo tuvo en
sus manos. El agosto siguiente su trabajo sobre el cifrado se hizo intenso y
febril, y hay razones para creer, por sus comentarios y conducta, que
consiguió la clave antes de octubre o noviembre. Él nunca dijo, empero, si lo
había descifrado o no.
Pero el material de mayor y más inmediato interés era el de Orne. Le llevó
a Ward muy poco tiempo probar, por la caligrafía, una cosa que ya creía
establecida por la carta enviada a Curwen; esto es, que Simón Orne y su
supuesto hijo eran la misma persona. Como Orne había dicho a su
corresponsal, era muy arriesgado vivir demasiado tiempo en Salem, así que
resolvió tomarse un descanso de treinta años en ultramar y no volver a
reclamar sus tierras sino como representante de una nueva generación. Orne,
al parecer, había tenido el cuidado de destruir la mayor parte de su
correspondencia, pero los ciudadanos que entraron en acción en 1771
encontraron y preservaron unas pocas cartas y documentos que excitaron su
curiosidad. Había fórmulas crípticas y diagramas de su puño y letra o de
otros, todas las cuales Ward copió con cuidado o hizo fotografiar, y una carta
sumamente misteriosa que el buscador reconoció, por otras del Registro de la
Propiedad, como manuscrita de Joseph Curwen.
Esta carta de Curwen, aunque sin fechar, no era sino evidentemente la que
había provocado la respuesta de Orne en la misiva confiscada y, por su
contenido, Ward no la databa en mucho más tarde de 1750. No será mala
cosa dar el texto completo, como ejemplo del estilo de alguien cuya historia
es tan oscura y terrible. El destinatario aparece como Simón, pero hay una
tachadura (no se sabe si obra de Curwen u Orne) sobre la palabra.

Providence, 1 de mayo (ut. Vulgo)

Hermano:
Mi honorable y antiguo amigo, con el debido respeto y el mejor de los
deseos hacia ese al que servimos para su eterno poder. Me dirijo a usted para
informarle acerca de lo que debe conocer, concerniente al asunto del Extremo
Final y qué hacer en lo tocante a él. No estoy en disposición de imitar vuestra
partida a pesar de mis años, ya que Providence no tiene la severidad de la
bahía a la hora de perseguir, ni rapidez a la hora de juzgar asuntos poco
comunes. Me hallo atado por buques y bienes y no puedo hacer lo que hizo
usted, además de que bajo mi granja de Pawtuxet se encuentra lo que vos
sabéis y no aguardaría a mi vuelta bajo otra identidad.
Pero no me hallo desprevenido, por si un día me sobreviene mala fortuna,
tal como os he dicho, y hace mucho que trabajo sobre un método para
regresar tras el Final. La noche pasada probé las palabras que convocan a
YOGGE-SOTHO-THE y vi por primera vez ese rostro del que habla Ibn
Schacabao en el... Y ese ser dijo que el III salmo del Liber-Damnatus
contiene la clavícula. Con el Sol en la V Casa y Saturno en trígono, tracé el
pentagrama de fuego y pronuncié tres veces el noveno versículo. Ese verso
habrá de ser repetido cada Viernes Santo y Vísperas de Mayo, y el ser será
engendrado en las Esferas Exteriores.
Y de las semillas de lo viejo brotará uno que mirará hacia atrás sin saber
lo que busca.
Pero nada de esto será posible de no haber heredero, o si las sales, o la
forma de prepararlas, no están en su mano; y aquí he de reconocer que ni he
dado los pasos necesarios ni descubierto gran cosa. Me resulta difícil
descubrir el proceso, consume muchos especímenes y me cuesta reunir los
suficientes, a pesar de los marineros que traigo de las Indias. La gente se está
volviendo curiosa, pero puedo mantenerlos a raya. Los caballeros son peor
que el populacho, por ser más come-didos en sus reflexiones y más dignos de
crédito. Ese Parson y el señor Merritt algo han contado, me temo, aunque
nada que pueda resultar demasiado peligroso. Las sustancias químicas son
fáciles de conseguir, pues hay dos buenas farmacias en la ciudad, la del
doctor Bowen y la de Sam Carew. Sigo las instrucciones de Borellus y me
ayudo con el VII Libro de Abdul Al-Hazred. Cualquier cosa que descubra, yo
se lo haré saber a usted. Y, entre tanto, no descuide hacer uso de las Palabras
que le he enviado. Son las correctas, pero si desea verlo a ÉL, emplee lo que
pone en ese fragmento de... que he puesto en el envío. Pronuncie esos
versículos cada Viernes Santo y Víspera de Difuntos y, si no comete ningún
error, uno habrá que, en años por venir, mire atrás y utilice las sales o
recipiente para sales que le hayas legado. Job XIV. XIV.
Me congratulo de que se halle de nuevo en Salem y ansío verlo a no
mucho tardar. Tengo un buen semental y pienso adquirir pronto un carruaje;
hay uno ya en Providence (el del señor Merritt), pero las carreteras son malas.
Si se dispone a viajar, no pase sin saludarme, y, si va a Boston, tome la
carretera que pasa por Dedham, Wrentham y Atleboroug, que buenas
tabernas hay en esas poblaciones. Deténgase en la del señor Bolcom en
Wrentam, donde las camas son mejores que en casa del señor Hatch, pero
coma donde éste, porque la cocina es ahí mejor. Vuelva a Providence por los
rápidos de Patucket y la carretera que pasa la taberna del señor Sayles. Mi
casa está frente a la taberna del señor Epenetus, pasada Towne Street, en el
lado norte de Olney’s Court. A una distancia aproximada del mojón de
Boston de treinta y siete kilómetros.
Señor. Su antiguo y sincero amigo, y servidor con usted en Almonsin-
Metraton.

Josephus C.

Al Sr. Simón Orne.


William’s-Lane, en Salem.

Esta carta, bastante extraña, fue la que dio a Ward la primera y exacta
localización de la casa de Curwen en Providence, ya que ninguno de los
documentos encontrados hasta entonces había dado indicaciones específicas.
El descubrimiento fue doblemente impactante, porque indicaba que la casa
nueva de Curwen, construida en 1761 en el lugar de la vieja, era un ruinoso
edificio que aún se hallaba en pie en Olney’s Court, y era bien conocida por
Ward gracias a sus vagabundeos de anticuario por Stamper’s Hill. De hecho,
el lugar estaba a sólo unas pocas manzanas de su casa, en la parte alta de la
colina, y ahora era la residencia de una familia negra, muy apreciada por los
trabajos que realizaban, consistentes en lavar, limpiar casas y atender
calefacciones. Encontrar, en la lejana Salem, una prueba tan repentina de lo
significativo que era esa ruina en su propia historia familiar, le resultó a Ward
de lo más impresionante y le movió a explorarla apenas regresar. Las frases
más místicas de la carta, que había tomado por alguna extravagante clase de
simbolismo, le turbaron francamente; aunque, con un estremecimiento de
curiosidad, notó que el pasaje bíblico al que se refería —Job 14,14— era el
familiar verso: «Si después de muerto se pudiera revivir, todos los días de mi
milicia esperaría, hasta que llegase mi relevo».

El joven Ward volvió a casa en un estado de agradable excitación, y el


sábado siguiente se dedicó a un largo y exhaustivo estudio de la casa de
Olney Court. El lugar, ahora muy maltratado por los años, nunca había sido
una mansión, sino un modesto edificio de dos plantas con ático de madera en
el familiar estilo de la Providence colonial, con tejado picudo, gran chimenea
central y pórtico artísticamente tallado, con una lumbrera en forma de
abanico, friso triangular y ornadas columnas dóricas. Había sufrido escasas
alteraciones externas, y Ward sintió que estaba contemplando algo muy
cercano a los siniestros asuntos de su investigación.
Los actuales inquilinos negros eran conocidos suyos y, tanto el viejo Asa
como su robusta mujer, Hanna, le mostraron muy cortésmente el interior.
Aquí había habido más cambios de lo que mostraba el exterior, y Ward
constató con disgusto que una buena mitad de los paneles ornamentados, así
como las alacenas de estantes tallados, habían desaparecido, al tiempo que la
mayor parte del refinado revestimiento y las molduras de madera estaban
marcadas, tajadas y perforadas, o cubiertas de papel barato. En general, la
inspección visual no mostró a Ward tanto como había esperado; aunque, a la
postre, resultaba excitante estar en el interior de los ancestrales muros que
albergaran a un hombre de tanto horror como había sido Joseph Curwen. Vio
con estremecimiento que un monograma había sido cuidadosamente borrado
del antiguo llamador de bronce.
Desde entonces hasta la clausura de la universidad Ward empleó su
tiempo en el cifrado de la copia del manuscrito Hutchinson y en la
acumulación de informaciones locales acerca de Curwen. El primero aún se
mostraba indescifrable, pero consiguió mucho de lo segundo, y tantas pistas
que llevaban a lo mismo que en julio se decidió a hacer un viaje a Nueva
Londres y Nueva York para consultar cartas que sabía existían en tales
lugares. El viaje fue de lo más fructífero, y gracias a él consiguió las cartas de
Fenner, con su terrible descripción del asalto a la casa del Pawtuxet, así como
las cartas de Nightingale-Talbot, por las que supo del retrato pintado en un
tablero de la biblioteca de Curwen. El asunto del retrato le interesó
particularmente, ya que tenía la mayor de las curiosidades por saber cómo
había sido Joseph Curwen, y decidió hacer una segunda búsqueda en la casa
de Olney Court para buscar si pudiera quedar algún resto de las viejas
facciones bajo los desconchones de pintura posterior o el mohoso papel de
pared.
A primeros de agosto comenzó la búsqueda, y Ward registró
cuidadosamente los muros de todas las estancias lo suficientemente grandes
como para haber podido ser la biblioteca del maligno constructor. Prestó
especial atención a los grandes tableros de revestimiento que aún quedaban, y
se excitó tremendamente cuando, tras aproxi madamente una hora, al
observar un gran área sobre la chimenea en una espaciosa sala de la planta
baja, llegó a la conclusión de que la superficie, cubierta por sucesivas y
descascarilladas manos de pintura, era más oscura de lo que debiera ser la
pintura normal o la madera bajo ésta. Realizó unas pocas y cuidadosas
pruebas con su cuchillo, y enseguida se percató de que había descubierto un
retrato al óleo de gran tamaño. Con precaución de erudito, el joven no se
arriesgó a causar daño con su cuchillo, así que se retiró de la escena del
descubrimiento para buscar la ayuda de expertos. A los tres días volvió con
un artista de gran experiencia, el señor Walter C. Dwight, cuyo estudio se
halla al pie de la colina de la universidad, y este experto restaurador se puso
manos a la obra con los apropiados métodos y sustancias químicas. El viejo
Asa y su esposa estaban excitados por tan extraños visitantes y fueron
apropiadamente compensados por la invasión de su hogar.
Según el trabajo de restauración progresaba día a día, Charles Ward
estudiaba con creciente interés las líneas y sombras que gradualmente iban
asomando tras un largo olvido. Dwight había comenzado por la parte baja;
por lo que, dada la gran longitud del retrato, el rostro tardó tiempo en
aparecer. Mientras tanto, se veía que el sujeto era un acaudalado y bien
vestido hombre de casaca azul oscuro, chaleco bordado, calzones de satén
negro y medias de seda blanca, sentado en una silla tallada y teniendo al
fondo una ventana por la que asomaban muelles y naves aún más allá.
Cuando la cabeza vio la luz, se comprobó que lucía una peluca Albemarle, y
que poseía un rostro flaco, calmo e indefinible que tenía algo familiar, tanto
para Ward como para el artista. Sólo al final, empero, el restaurador y su
cliente comenzaron a boquear llenos de asombro, viendo los detalles de ese
semblante enjuto y pálido, y reconociendo con espanto la dramática jugarreta
que había hecho la herencia. Porque, tras el baño final de aceite y último
toque de raspador, surgió completamente la cara que los siglos habían
ocultado, y así, el desconcertado Charles Dexter Ward, morador del pasado,
descubrió que sus propias facciones vivientes eran idénticas a las del rostro
de ese horrible antepasado.
Ward llevó a sus padres a ver la maravilla que había descubierto, y su
padre, en el acto, decidió comprar el retrato, pese a que estaba en un panel
fijo. El parecido con el chico, a pesar de aparentar más años, era prodigioso,
y se podía ver que, a través de algún tipo de atavismo, el físico de Joseph
Curwen había encontrado su duplicado perfecto al cabo de siglo y medio. El
parecido de la señora Ward con su antecesor no era tan marcado, aunque
podía recordar parientes que tenían algunos de los rasgos compartidos por su
hijo y el finado Curwen. No le gustó el descubrimiento, y creía que lo mejor
sería quemar la pintura en vez de llevársela a casa. Había, según afirmó, algo
maligno en él, no sólo en lo intrínseco, sino en su gran parecido con Charles.
El señor Ward, sin embargo, era un práctico hombre de posición y negocios
—un plantador de algodón con muchos kilómetros en Riverpoint en el valle
del Pawtuxet— y no era de los que se detienen ante escrúpulos femeninos. El
retrato le impresionó poderosamente debido al parecido con su hijo, y creía
que el chico se merecía aquel regalo. En esta opinión, no hace falta decirlo,
Charles estuvo de acuerdo con todo su corazón, y unos días después el señor
Ward localizó al propietario de la casa —un sujeto pequeño y de facciones
ratoniles, con una voz gutural— y consiguió la propia repisa y el panel de
encima, con la pintura, a costa de un brusco precio fijo que cortó en seco el
inminente torrente de untuosos regateos.
Ahora quedaba retirar el panel y llevarlo a casa de los Ward, donde habían
tomado medidas para una completa restauración e instalación sobre una
chimenea eléctrica en el estudio o biblioteca de Charles en la tercera planta.
Se encargó a Charles la tarea de supervisar el traslado, y el 28 de agosto
acompañó a dos obreros especializados, de la empresa de decoración de
Crooker, a la casa de Olney Court, donde la repisa y el panel fueron retirados
con sumo cuidado y precisión para su transporte en el camión de la
compañía. Quedó una porción de tabique al aire sobre la chimenea, y allí fue
donde el joven Ward observó una oquedad cúbica de aproximadamente un
palmo de ancho, que debía haber estado directamente detrás de la cabeza del
retrato. Curioso por lo que tal espacio pudiera contener, el joven se aproximó
a mirar, hallando bajo espesas capas de polvo y hollín algunos amarillentos
papeles sueltos, un libro tosco y grueso y unos pocos y mohosos jirones de
tela que debían de haber formado parte de la cinta que lo mantenía todo junto.
Retirando la mayor parte de la suciedad y las cenizas, cogió el libro y leyó la
gruesa inscripción de cubierta. Era una escritura que había aprendido a
reconocer en el Essex Institute, y proclamaba que el volumen era el Diario y
Notas de Jos: Curwen, Gentilhombre de Providence-Plantations y
antiguamente de Salem.
Excitado sobremanera por tal descubrimiento, Ward mostró el libro a los
dos curiosos trabajadores que estaban detrás de él. Su testimonio es
concluyente acerca de la naturaleza y veracidad del descubrimiento, y el
doctor Willett se apoya en ellos para establecer su teoría de que el joven no
estaba loco al comenzar sus grandes excentricidades. Todos los otros papeles
eran asimismo de puño y letra de Curwen, y uno de ellos parecía
especialmente portentoso a juzgar por la siguiente inscripción. A ese que
vendrá más tarde & cómo podrá ir más allá del tiempo & las esferas. Otro
estaba cifrado con el mismo código, esperaba Ward, que el de Hutchinson
que tanto le había desconcertado. Un tercero, para gran alegría del
investigador, parecía ser la clave del cifrado, mientras que el cuarto y quinto
estaban dirigidos, respectivamente a «Edw: Hutchinson, Armiger» y
«Jedediah Orne, Esquire*» o su heredero o herederos, y los representantes de
éstos. El sexto y último rezaba: Joseph Curwen, su vida y viajes entre los
años 1678 y 1687; de adónde viajó, donde vivió, de lo que vio y de lo que
aprendió.

Ahora hemos llegado al punto en el que la escuela más académica de


alienistas fechan la locura de Charles Ward. Apenas descubrirlos, el joven
había hojeado de inmediato algunas de las páginas interiores del libro y los
manuscritos y, desde luego, había visto algo que le había impresionado
tremendamente. De hecho, al mostrar los títulos a los trabajadores pareció
guardar el texto mismo con especial cuidado y actuar bajo los efectos de una
turbación que ni siquiera el significado anticuario y genealógico del
descubrimiento alcanzan a justificar. Al volver a casa lo contó con un aire
casi embarazado, como si desease transmitir la idea de su enorme importancia
pero sin aportar las pruebas. Ni siquiera mostró los títulos a sus padres, sino
que simplemente manifestó haber encontrado algunos documentos de puño y
letra de Joseph Curwen, «la mayoría cifrados», que debían ser estudiados con
el mayor de los cuidados antes de poder desentrañar su verdadero significado.
Es dudoso que hubiese mostrado su descubrimiento a los trabajadores de no
haber mediado la abierta curiosidad de éstos. Sin duda, deseaba evitar
cualquier muestra de especial reticencia que pudiera dar publicidad al asunto.
Esa noche, Charles Ward se instaló en su cuarto leyendo el libro y los
papeles recién descubiertos, y no cejó al llegar el día. Le subieron los
alimentos, después de una urgente visita de su madre, que fue a ver si le
sucedía algo; a la tarde salió tan sólo brevemente cuando los obreros fueron a
instalar el retrato de Curwen y la repisa en su estudio. La noche siguiente
durmió vestido y a ratos, y entre medias se afanaba en descifrar el manuscrito
codificado. Por la mañana, su madre vio que estaba trabajando en la copia del
manuscrito de Hutchinson, que le había mostrado anteriormente con
frecuencia, pero en respuesta a una pregunta suya dijo que no se le podía
aplicar la clave de Curwen. Esa tarde dejó el trabajo para observar fascinado
cómo los hombres acababan de instalar el retrato con su marco sobre la
ingeniosa réplica eléctrica, emplazando el fingido hogar y la repisa
sobresaliendo un poco del muro norte, como si la chimenea existiese, y
guarneciendo los lados con maderas a juego con la de la habitación. El panel
frontal con la pintura había sido medido y dotado de bisagras para permitir
una alacena detrás del mismo. Tras irse los obreros se llevó el trabajo al
estudio y se sentó, con un ojo en el cifrado y otro en el retrato que lo miraba
como un espejo que lo avejentase y lo llevase a siglos pasados.
Sus padres, recordando después su conducta durante ese periodo,
suministraron interesantes detalles acerca de la política de ocultación que
practicaba. Ante los criados apenas escondía un papel que pudiera estar
estudiando, ya que suponía, sin duda, que los arcaicos e intrincados
criptogramas de Curwen no les dirían gran cosa. Con sus padres, en cambio,
era más circunspecto y, a pesar de que el manuscrito en cuestión era un
cifrado o una simple acumulación de símbolos crípticos e ideogramas
desconocidos (como parecía ser ese titulado A ese que vendrá más tarde,
etc.), lo cubría con un papel hasta que su visitante se había marchado. De
noche guardaba los documentos, bajo llave, en un antiguo archivador de su
propiedad, donde siempre los dejaba cada vez que salía del cuarto. Pronto
adquirió hábitos y horarios razonables, aunque abandonó sus demás intereses,
entre otros, sus largos paseos. La apertura de la Escuela, donde ahora
comenzaba su segundo año, pareció fastidiarle sobremanera, y
frecuentemente afirmaba su determinación de no molestarse en ir a la
universidad. Decía tener investigaciones importantes y especiales entre
manos, que le abrirían más puertas hacia el conocimiento y las humanidades
que cualquier universidad del mundo.
Naturalmente, sólo alguien que de siempre había sido más o menos
estudioso, excéntrico y solitario podía haber tomado esos derroteros durante
muchos días sin llamar la atención. Ward, sin embargo, era por carácter un
erudito y un ermitaño, así que sus padres más se disgustaron que
sorprendieron ante el cerrado confinamiento y secretismo adoptado. A la vez,
tanto su padre como su madre pensaron que era extraño que no mostrase nada
de su descubrimiento ni diese ninguna insinuación acerca de lo que había
descifrado. Él justificaba tal reticencia como un deseo de aguardar hasta que
pudiera hacer alguna revelación coherente; pero, según pasaban las semanas
sin hallazgos posteriores, el ambiente entre el joven y su familia comenzó a
enrarecerse, sobre todo en el caso de la madre, debido al manifiesto
desagrado que mostraba hacia todo cuanto tuviese relación con Curwen.
En octubre Ward comenzó a visitar de nuevo las bibliotecas, aunque no
con los propósitos anticuarios de antaño. Ahora buscaba magia y brujería,
ocultismo y demonología, y cuando las fuentes de Providence mostraron ser
insuficientes tomaba el tren hacia Boston y exploraba los ricos fondos de la
gran biblioteca de Copley Square, la biblioteca Widener en Harvard y la Zion
Reseach de Brookline, donde había disponibles algunos raros trabajos sobre
temas bíblicos. Compraba de todo y tuvo que emplazar un juego adicional de
estantes en su estudio para los recién adquiridos trabajos sobre temas
extraordinarios; asimismo, durante las vacaciones de Navidad, hizo un
recorrido por otras ciudades, incluyendo Salem, para consultar algunos
archivos del Essex Institute.
Hacia mediados de enero de 1920 apareció en la expresión de Ward un
elemento de triunfo sobre el que no dio explicaciones, y ya no se le vio nunca
más trabajando en el cifrado de Hutchinson. De hecho, comenzó una doble
política de experimentos químicos y búsqueda de datos, estableciendo, para
lo primero, un laboratorio en el abandonado ático de la casa, y, para lo
segundo, escarbando en todas las fuentes de estadísticas humanas de
Providence. Empresas de medicamentos y equipos científicos, a las que más
tarde se preguntó, dieron catálogos de sustancias e instrumentos adquiridos,
asombrosamente extraños y sin sentido; pero los empleados del Parlamento
Estatal, el Ayuntamiento y las diversas bibliotecas coinciden en el definido
objetivo de su otro interés. Lo que estaba buscando intensa y febrilmente era
la tumba de Joseph Curwen, de cuya lápida una generación anterior había tan
sabiamente borrado el nombre.
Poco a poco aumentó en la familia Ward el convencimiento de que algo
no iba bien. Charles había tenido chifladuras y cambios menores antes, pero
su creciente secretismo y obsesión por extrañas investigaciones era insólito
incluso en él. Su trabajo escolar era un simple simulacro, y aunque no
suspendió los exámenes, pudo verse que se había esfumado la antigua apli
cación. Tenía otros intereses ahora, y cuando no estaba en su nuevo
laboratorio, entre un montón de obsoletos libros alquímicos, podía
encontrársele absorto sobre viejos registros fu nerarios de la ciudad o pegado
a sus volúmenes de sabiduría oculta en su estudio, donde el rostro de Joseph
Curwen, increí blemente parecido a él —y uno diría que cada vez más, de día
en día—, le observaban con serenidad desde el gran panel del muro norte.
A finales de marzo, Ward añadió a su búsqueda de datos una gulesca
sucesión de merodeos por varios de los antiguos cementerios de la ciudad. El
motivo resultó claro más tarde, cuando se supo, por los empleados del
Ayuntamiento, que probablemente había encontrado una pista de
importancia. Su rastreo había pasado de repente de Joseph Curwen a un tal
Naphthali Field, y ese cambio quedó explicado cuando, al revisar los archivos
que había estado consultando, los investigadores descubrieron un informe
fragmentario sobre el entierro de Curwen, que había escapado a la quema
general y que indicaba que el curioso ataúd de plomo había sido enterrado
«diez pasos al sur y cinco al oeste de la tumba de Naphthali Field en...». La
falta de cementerio específico en lo que quedaba del archivo complicaba la
búsqueda, y la tumba de Naphthali Field pareció ser tan esquiva como la de
Curwen; aunque ahí no había habido una eliminación sistemática y uno podía
estar razonablemente seguro de dar con la tumba, aun cuando su registro
hubiera desaparecido. De ahí los vagabundeos, de los que el camposanto de
St. John (el antiguo King’s) y el viejo cementerio congregacionista en mitad
del Swan Point fueron excluidos, ya que otros archivos demostraban que el
único Naphthali Field (muerto en 1729), a cuya tumba podía hacerse
mención, había sido baptista.

Fue alrededor de mayo cuando el doctor Willett tuvo una charla con el
joven, a requerimientos del viejo Ward y fortificado con todos los datos que
sobre Curwen había obtenido la familia de Charles, en los días en que no era
tan reservado. La entrevista tuvo poco valor y no arrojó conclusiones, ya que
Willett sentía en todo instante que Charles estaba completamente en sus
cabales y que hablaba de asuntos de verdadera importancia; pero, al fin,
obligó al reticente joven a ofrecer alguna explicación racional de su reciente
conducta. No es fácil turbar a la gente pálida e impasible, aunque Ward
pareció bastante inclinado a comentar acerca de lo que buscaba, pero no a
revelar su objetivo final. Afirmó que los documentos de su antepasado habían
contenido algunos desta-cables secretos de primitivo conocimiento científico,
la mayor parte en clave, de un alcance aparentemente sólo comparable a los
descubrimientos del fraile Bacon y que quizá los sobrepasaban. Eran, por otra
parte, un sinsentido, a no ser que se cotejaran con un sistema de conocimiento
ahora completamente obsoleto; por lo que su presentación en público, en
estos tiempos de ciencia moderna, le quitaría toda su importancia y su
dramático significado. Para hacerse un lugar en la historia del conocimiento
humano, primero debían ser cotejados por un familiar, con una perspectiva
del ambiente en que se habían desarrollado. Trataba de adquirir, tan rápido
como fuese posible, aquellas olvidadas y viejas artes que debía poseer un
intérprete fiel de los datos de Curwen, y esperaba hacer, en el momento
adecuado, un completo anuncio y presentación de algo del mayor interés para
la humanidad y el mundo del pensamiento. Ni siquiera Einstein, afirmó,
habría de revolucionar más profundamente la concepción común de las cosas.
En lo tocante a la búsqueda en cementerios, cuyo objetivo admitió
abiertamente, aunque no entró en detalles, dijo que tenía razones para pensar
que la lápida mutilada de Joseph Curwen contenía ciertos símbolos místicos
—tallados según sus deseos e ignorantemente pasadas por alto por aquellos
que habían borrado su nombre— que eran absolutamente esenciales para la
resolución final de su sistema criptográfico. Curwen, según creía, había
querido guardar su secreto con cuidado y, en consecuencia, había distribuido
los datos de una forma curiosa. Cuando el doctor Willett quiso ver los
místicos documentos, Ward se mostró de lo más reacio y trató de distraerlo
con cosas como las copias fotostáticas del cifrado de Hutchinson y las
fórmulas y diagramas de Orne; pero, al cabo, le mostró el exterior de alguno
de los descubrimientos relacionados con Curwen —el Diario y Notas, el
cifrado (con el título también en clave), y el mensaje, colmado de fórmulas,
de A ese que vendrá más tarde— y le dejó echar un vistazo a sus oscuros
caracteres.
También abrió el diario por una página cuidadosamente seleccionada en
función de su inocuidad, y permitió a Willett echar una ojeada a la caligrafía
seguida de Curwen en inglés. El doctor examinó con detalle las letras prietas
y complicadas, y el aspecto, que parecía más del siglo diecisiete, en cuanto a
caligrafía y estilo, pese a que su escritor vivió en el dieciocho, y se convenció
de que el documento era auténtico. El texto en sí era bastante trivial y Willett
recordaba sólo un fragmento:

«Miércoles, 16 de octubre de 1754. Mi balandro Wakeful ha llegado hoy


de Londres con XX nuevos hombres reclutados en las Indias, españoles de
Martinica y dos holandeses de Surinam. Los holandeses pueden desertar,
porque parece que han oído algo malo acerca de todo esto, pero me las
ingeniaré para que se queden. Traen para el señor caballero Dexter, de la
bahía, 120 piezas de camelote, 100 piezas de camelotina, 20 piezas de paño
azul, 100 piezas de chalón, 50 piezas de percal y 300 piezas de sarga. Para el
señor Green de la posada del Elefante 50 recipientes de un galón, 20
pucheros, 15 cazuelas y 10 teteras. Para el señor Perrigo 1 juego de leznas.
Para el señor Nightingales 50 resmas de folios de primera clase. Dije el
SABAOTH tres veces la pasada noche, pero nadie apareció. Debo preguntar
más cosas al señor H. en Transilvania, porque es de lo más extraño que no me
sirva, cuando él lo ha hecho tan bien durante estos cientos de años. Simon no
me ha escrito en las V últimas semanas, pero espero recibir pronto noticias
suyas.»
Al llegar a este punto el doctor Willett, y girar la hoja, Ward, que estaba al
quite, casi le arrancó el libro de las manos. Todo lo que el doctor pudo ver en
la nueva página fueron un par de frases; pero, lo que es bastante extraño, se le
quedaron grabadas en la memoria. Decían: «El versículo del Liber-Damnatus
debe ser pronunciado V Viernes Santos y IV Vísperas de Difuntos. Estoy
ansioso por las cosas que puedan brotar del exterior de las esferas. Traeré a
uno que está por llegar, si puedo asegurarme de ello, pensará en cosas del
pasado y mirará hacia atrás, por lo que debo tener listas las sales o aquello
con lo que se preparan».
Willett no vio más, pero algo en esa ligera ojeada añadió un nuevo y vago
terror a las pintadas facciones de Joseph Curwen que miraban suavemente
desde el panel. Después, tuvo la extraña fantasía —ya que su saber médico,
desde luego, le aseguraba que era una fantasía— de que los ojos del retrato
mostraban una especie de deseo, si no una verdadera tendencia, a seguir al
joven Ward según deambulaba por la habitación. Se detuvo a estudiar de
cerca el retrato antes de salir, maravillándose ante su parecido con Charles y
memorizando los menores detalles de aquel rostro pálido y críptico, incluida
la pequeña cicatriz u hoyuelo sobre la suave ceja del ojo derecho. Cosmo
Alexander, decidió, era un pintor digno de esa Escocia que produjo a
Raeburn y un maestro digno de su ilustre pupilo Gilbert Stuart.
Cuando el doctor les aseguró que la salud mental de Charles no corría
peligro, y que éste estaba enfrascado en investigaciones que podían resultar
de gran importancia, los Ward se mostraron más indulgentes de lo que de otra
forma hubieran sido cuando, el siguiente junio, el joven se negó a atender sus
deberes escolares. Tenía, según manifestó, que ocuparse de estudios mucho
más importantes y mostró su deseo de viajar a ultramar, a bucear en ciertas
fuentes de datos que no existían en América. El viejo Ward, aunque
rechazando este último deseo como algo absurdo para un chico de sólo
dieciocho años, aceptó en lo tocante a la universidad; así que, tras una
graduación no demasiado brillante en la Moses Brown School, siguieron tres
años en los que Charles se dedicó a intensos estudios ocultos e indagaciones
en cementerios. Se ganó fama de excéntrico y desapareció de la vista de los
amigos de la familia aún más que antes; se centró en su trabajo y sólo hacía
ocasionales viajes a otras ciudades para consultar oscuros archivos. Una vez
fue al sur para hablar con un viejo y extraño mulato que vivía en un pantano
y sobre el que un periódico había publicado un curioso artículo. Otra vez
visitó un pueblo de los adirondacks, de donde llegan informes sobre la
realización de extrañas prácticas ceremoniales. Pero, de todas formas, sus
padres le negaron ese viaje al Viejo Mundo que tanto ansiaba.
Habiendo alcanzado la mayoría de edad en abril de 1923 y habiendo
previamente heredado algún pecunio de su abuelo materno, Ward se decidió
al fin a hacer ese viaje a Europa, hasta entonces prohibido. No dijo nada de su
itinerario, excepto que las necesidades de sus estudios lo llevarían a muchos
lugares, pero prometió escribir mucho y con frecuencia a sus padres. Cuando
éstos vieron que no podrían disuadirlo, cesaron en su oposición y le ayudaron
lo mejor que pudieron; así que, en junio, el joven se embarcó hacia Liverpool
con el beneplácito de su padre y su madre, que le acompañaron a Boston y
estuvieron agitando los brazos hasta que se perdió de vista, saliendo desde el
embarcadero de la White Star en Charlestown. Las cartas les informaron
pronto de su llegada sin problemas y de un buen alojamiento en Great Russell
Street, en Londres; allí se proponía permanecer, evitando a los amigos de la
familia, hasta que se agotasen las posibilidades del Museo Británico en lo
tocante a cierto asunto. Escribía muy poco sobre su vida cotidiana, porque
había muy poco que escribir. Estudios y experimentos consumían todo su
tiempo, e hizo una mención a un laboratorio que había montado en una de sus
habitaciones. Pero que nada dijese acerca de excursiones anticuarias por la
encantadora y vieja ciudad que se perfila, tentadora, con sus antiguas cúpulas
y chapiteles, y sus laberintos de calles y callejones, cuyas místicas revueltas y
repentinas imágenes, alternativamente llaman la atención y sorprenden, dio a
sus padres una buena idea de hasta qué punto sus nuevas inquietudes habían
acaparado su mente.
En junio de 1924, una breve nota hablaba de su marcha a París, adonde ya
había hecho antes uno o dos viajes relámpago en busca de material en la
Bibliothèque Nationale. Durante los tres meses siguientes lo único que
mandó fueron postales, dando una dirección en la Rue St. Jacques y
refiriéndose a una búsqueda especial entre raros manuscritos en la biblioteca
de un coleccionista privado del que no dio el nombre. Rehuía a los conocidos
y ningún turista dijo haberlo visto. Luego hubo una época de silencio y, en
octubre, los Ward recibieron una postal desde Praga, Checoslovaquia,
indicando que Charles estaba en esa antigua ciudad con el propósito de
entrevistarse con cierto personaje, muy anciano, que se suponía que era el
último depositario de cierta información medieval muy curiosa. Daba una
dirección en el Neustadt y anunciaba que no se movería hasta el siguiente
enero, fecha en la que envió algunas cartas desde Viena diciendo que estaba
de paso por la ciudad, camino de una región más oriental, donde uno de sus
corresponsales, también investigador de lo oculto, lo había invitado.
La siguiente carta llegó desde Klausenburg, en Transilvania, y hablaba del
viaje de Ward hacia su destino. Estaba yendo a visitar al barón Ferenczy,
cuyas posesiones se hallaban en las montañas al este de Rakus, y había que
mandarles las cartas a esa ciudad, a la atención de aquel noble. Otra nota de
Rakus llegó una semana más tarde, informando de que el carruaje de su
anfitrión lo había recogido y que salía del pueblo rumbo a las montañas, y esa
fue su última carta en un tiempo considerable; de hecho, no contestó a las
frecuentes misivas de sus padres hasta mayo, cuando escribió para disuadir a
su madre de la idea de reunirse con él en Londres, París o Roma durante el
verano, época en la que los Ward planeaban ir a Europa. Sus investigaciones,
dijo, eran de tal naturaleza que no podía abandonar su residencia actual, al
tiempo que la ubicación del castillo del barón Ferenczy no favorecía las
visitas. Estaba en un risco, en las oscuras y boscosas montañas, y la región
era tan evitada por los lugareños que la gente normal no podía por menos que
sentirse a disgusto. Además, el barón no era persona que pudiese congeniar
con la gente formalista y conservadora de Nueva Inglaterra. Su aspecto y
maneras eran muy pecu liares, y su edad era tanta que inquietaba. Sería
mejor, decía Charles, que sus padres aguardasen su vuelta a Providence, que
no podía demorarse mucho.
El regreso, empero, no tuvo lugar hasta mayo de 1926, cuando tras unas
pocas cartas que lo anunciaban, el joven vagabundo llegó discretamente a
Nueva York, a bordo del Homeric, y cruzó los largos kilómetros que llevaban
a Providence en autocar, embebiéndose ansioso de las verdes y ondulantes
colinas, las fragantes orquídeas en flor y los blancos tejados de los chapiteles
de los pueblos de la vernal Connecticut; su primer contacto con la antigua
Nueva Inglaterra al cabo de cuatro años. Cuando el autocar cruzó el Pawtuxet
y entró en Rhode Island entre el rojo dorado del oscurecer de primavera, su
corazón se aceleró y la llegada a Providence por las avenidas Reservoir y
Elmwood fue algo maravilloso y estremecedor, a pesar de las profundidades
de saber prohibido en las que había escarbado. En la gran plaza, donde se
juntan Broad, Weybosset y Empire, vio delante y debajo de él al resplandor
del crepúscu lo, las placenteras y recordadas casas, cúpulas y chapiteles de la
ciudad vieja, y la cabeza le dio vueltas cuando el vehículo entró en la
terminal, a espaldas de Biltmore, mostrando la gran cúpula, redonda y suave,
salpicada de tejados verdosos, cruzando el río, así como el alto pináculo
colonial de la First Baptist Church, teñida de rosa en la mágica luz de la
tarde, contra el fresco verdor primaveral de los terrenos elevados de detrás.
¡La Vieja Providence! Era ese lugar y las misteriosas fuerzas de su larga y
continuada historia los que le habían dado el ser y arrastrado hacia maravillas
y secretos antiguos cuyas servidumbres no sabría precisar ningún profeta.
Allí yacía el arcano, portentoso u horrible, según el caso, para el que había
estado preparándose a lo largo de tantos años de viaje y estudios. Un taxi lo
llevó a través del Post Office Street con sus atisbos del río, el viejo Mercado
y la cabecera de la bahía, donde la inmensa cúpula resplandeciente y las
columnas jónicas de la Christian Science Church resplandecían al norte,
teñidas de rojo por el crepúsculo. Luego hubo que pasar ocho manzanas con
las refinadas mansiones que sus ojos habían conocido, y las pintorescas
aceras de ladrillo que sus pies juveniles tan a menudo habían hollado. Y, al
final, pasar la pequeña granja blanca por la derecha, y por la izquierda el
porche clásico de estilo de los hermanos Adam y llegar a la fachada,
majestuosamente adornada, de la gran casa de ladrillo en donde nació. Caía el
crepúsculo y Charles Dexter Ward había vuelto a casa.

Una escuela de alienistas, algo menos académica que la del doctor Lyman,
asigna al viaje europeo de Ward el comienzo de su verdadera locura.
Admitiendo que estaba cuerdo al partir, creen que su conducta al regresar
implica un cambio espantoso. Pero el doctor Willett ni siquiera admite tal
extremo. La locura llegó, insiste, algo más tarde, y las rarezas del chico en
esa época las atribuye a la práctica de rituales aprendidos en ultramar... cosas
bastante extrañas, es cierto, pero que no implican ninguna aberración mental
en quien las celebra. Ward mismo, aunque visiblemente avejentado y
endurecido, era aún normal en sus reacciones y, en algunas charlas con
Willett, mostraba un equilibrio que ningún loco —ni siquiera uno en sus
primeros estadios— podría fingir durante mucho tiempo. Lo que propició la
idea de locura en esa época fueron los sonidos que se escuchaban a todas
horas desde el laboratorio del ático de Ward, en el que éste se encerraba la
mayor parte del tiempo. Había cánticos y repeticiones, y atronadoras
declamaciones de estrafalarios ritmos; y aunque tales sonidos procedían de la
voz de Ward, había a veces algo en su cualidad, así como en los acentos de
las fórmulas que declamaba, que no podían por menos que helar la sangre de
sus oyentes. Era sabido que Nig, el venerable y adorado gato negro
doméstico, se erizaba y arqueaba de forma visible al escuchar algunos de los
cánticos.
Los olores que a veces surgían del laboratorio eran asimismo sumamente
extraños. A veces eran extraordinariamente hediondos, aunque más a menudo
eran aromáticos, dotados de una cualidad elusiva e insinuante que parecía
tener el poder de inducir visiones fantásticas. La gente que los olía tenía
tendencia a vislumbrar momentáneas imágenes de visiones enormes, con
extrañas colinas o interminables avenidas de esfinges e hipogrifos
extendiéndose hacia distancias infinitas. Ward no reanudó sus vagabundeos
de antes, sino que se aplicó con diligencia a extraños libros que había traído
consigo a casa y a investigaciones, igualmente extrañas, en sus habitaciones,
explicando que esas fuentes europeas habían ampliado de una forma enorme
sus posibilidades de trabajo y prometiendo grandes revelaciones para el año
siguiente. Su aspecto envejecido aumen taba hasta un grado estremecedor su
parecido con el retrato de Curwen de la biblioteca y el doctor Willett solía a
menudo detenerse ante este último después de alguna visita, maravillándose
de la casi perfecta identidad y pensando que sólo el pequeño hoyuelo sobre el
ojo derecho del retrato diferenciaba a ese hechicero, muerto hacía tanto
tiempo, del joven. Esas visitas de Willett, a petición del viejo Ward, eran un
asunto curioso. Ward no rechazaba al doctor, aunque este último veía que no
podía penetrar en los pensamientos más recónditos del joven. Con frecuencia
notaba cosas extrañas; pequeñas imágenes de cera, de grotescos diseños, en
los estantes o en las mesas, y los restos casi borrados de círculos, triángulos o
pentagramas trazados con tiza o carboncillo en el despejado espacio central
de la gran habitación. Y siempre, por la noche, atronaban aquellos cánticos y
encantamientos, hasta que se hizo muy difícil mantener a los criados o
sofocar las furtivas habladurías que ya corrían sobre la locura de Charles.
En enero de 1927 tuvo lugar un extraño incidente. Un día, alrededor de la
medianoche, mientras Charles estaba cantando un ritual cuya extraña
cadencia resonaba desazonadoramente a través de toda la casa, hubo un
repentino soplo de aire helado procedente de la bahía, y un débil temblor de
tierra perceptible para toda la vecindad. Al mismo tiempo, el gato dio
fenomenales muestras de espanto, y todos los perros en un kilómetro a la
redonda aullaron. Fue el preludio a una tremenda tormenta eléctrica, insólita
para esa estación, que se desató con tal estrépito que tanto el señor como la
señora Ward creyeron que había caído un rayo sobre la casa. Corrieron arriba
a ver qué daños se habían producido, pero Charles les salió al paso en la
puerta del ático; pálido, resuelto y extraño, con una combinación casi
espantosa de triunfo y seriedad en el rostro. Les aseguró que la casa no había
sido alcanzada y que pronto pasaría la tormenta. Ellos se detuvieron y, al
mirar por la ventana, vieron que era cierto, ya que los rayos centelleaban
alejándose, mientras que los árboles iban dejando de agitarse en el extraño
ventarrón helado procedente del agua. Los truenos se convirtieron en una
especie de rumor tenue y por fin se esfumaron, y el triunfo, en el rostro de
Charles Dexter Ward, cristalizó en una expresión de lo más singular.
Durante dos o tres meses después de ese incidente, Ward estuvo menos
encerrado que de costumbre en su laboratorio. Mostró un curioso interés
acerca de la climatología e hizo extrañas preguntas acerca del deshielo del
suelo en primavera. Una noche, bien entrado marzo, salió de la casa después
de medianoche y no volvió hasta casi el alba; en ese momento, su madre se
despertó al oír el sonido de un motor en el paso de carruajes de la casa. Se
podían oír sordos juramentos, y la señora Ward, levantándose y yendo a la
ventana, vio cuatro figuras oscuras sacando una caja larga y pesada de un
camión, antes de meterla por una puerta lateral, bajo la dirección de Charles.
Escuchó resuellos fatigosos y pesadas pisadas en la escalera, y por fin un
golpe sordo en el ático; luego los pasos bajaron y los cuatro hombres salieron
y se marcharon en su camión.
Al día siguiente, Charles volvió a encerrarse en el ático, corriendo las
oscuras cortinas en las ventanas del laboratorio y, al parecer, comenzando a
trabajar con alguna sustancia metálica. No abría la puerta a nadie y rechazaba
con firmeza el alimento que le enviaban. Sobre el mediodía se oyó un
golpetazo, seguido de un grito terrible y una caída, pero cuando la señora
Ward golpeó la puerta, su hijo le respondió al cabo, débilmente, y le dijo que
no pasaba nada. El odioso e indescriptible hedor que surgía debajo de la
puerta era del todo inocuo y por desgracia necesario. La soledad era una
necesidad imperativa y ya saldría a cenar. Esa tarde, tras acabar con algunos
extraños sonidos silbantes que se oían tras la puerta cerrada, apareció por fin,
con aspecto ojeroso y prohibiendo que nadie, bajo ningún pretexto, entrase en
su laboratorio. Esto, de hecho, fue el comienzo de una nueva política de
ocultación, ya que, después de eso, nadie pudo visitar el misterioso gabinete
del ático o el desván adyacente, que limpió, amuebló someramente y añadió,
como dormitorio, a su inviolable dominio privado. Ahí vivió, con libros
sacados de la biblioteca de abajo, hasta que compró el chalet de Pawtuxet y
se trasladó con todo su equipo científico.
Por la tarde, Charles cogió el periódico antes que el resto de la familia y
rasgó una parte, al parecer por accidente. Más tarde, el doctor Willett, tras
consultar con varios miembros del servicio doméstico, fijó la fecha y se hizo
con una copia íntegra en la oficina del Journal, descubriendo que en la
sección destruida venía este pequeño artículo.
Excavadores nocturnos
sorprendidos en el cementerio North

Robert Hart, vigilante del cementerio North, sorprendió esta mañana a varios
hombres con un camión en la parte más vieja del cementerio, pero, al parecer, los
ahuyentó antes de que pudieran conseguir su objetivo, cualquiera que éste fuese.
El descubrimiento tuvo lugar sobre las cuatro, cuando el sonido de un motor en
el exterior llamó la atención de Hart. Salió de su garita a investigar y vio a un gran
camión en el camino principal, a algunas decenas de metros; pero no pudo llegar a
ellos sin que el sonido de sus pisadas en la gravilla lo delatase. Los hombres
colocaron a toda prisa una gran caja en el camión y huyeron hacia la calle antes de
que pudiera detenerlos; y dado que no habían tocado ninguna tumba, Hart cree que
la caja pudiera ser algo que deseaban enterrar.
Los excavadores debían haber estado trabajando bastante antes de ser
descubiertos, ya que Hart encontró un enorme agujero a considerable distancia del
camino en la parcela de Amasa Field, donde la mayoría de las viejas lápidas hace
tiempo que han desaparecido. El agujero, tan grande y profundo como una tumba,
estaba vacío y no coincide con ningún enterramiento de los consignados en los
registros del cementerio.
El sargento Riley, de la segunda comisaría, inspeccionó el lugar y es de la
opinión que el agujero ha sido hecho por contrabandistas de licor, que han ideado,
de forma tan ingeniosa como macabra, un lugar escondido para su licor, seguros
de que ahí no sería descubierto. En respuesta a las preguntas, Hart dijo que el
camión fugitivo parecía haber enfilado hacia Rochambeau Avenue, aunque
tampoco estaba seguro.
Los días siguientes su familia apenas vio a Charles Ward. Habiendo
añadido un dormitorio a su dominio del ático, se mantenía recluido,
ordenando que le llevasen la comida a la puerta y sin tocarla hasta que los
criados se hubieran marchado. El zumbido de monótonas fórmulas y el
cántico de extravagantes ritmos sonaban a intervalos, mientras que en otras
ocasiones un oyente ocasional podía detectar el sonido de cristal tintineando,
productos químicos siseando, agua corriendo, llamas de gas bramando.
Olores de cualidades indefinibles, completamente distintos a los de antes,
salían a veces bajo la puerta, y el aire de tensión que se observaba en el joven
recluso en sus breves salidas era como para provocar las más desaforadas
especulaciones. Una vez realizó una apresurada salida al Ateneo en busca de
un libro que necesitaba, y otra vez mandó a un mensajero en busca de un
volumen de lo más oscuro a Boston. La situación era descrita de muy
intrigante, y tanto la familia como el doctor Willett confesaban no saber en
absoluto qué hacer o pensar en tal tesitura.

Luego, el 15 de abril, tuvo lugar un extraño suceso. Aunque parecía ser


distinto en calidad, sobre todo fue distinto en cantidad, y, de alguna forma, el
doctor Willett atribuye una enorme importancia al cambio. El día era Viernes
Santo, una circunstancia que para los criados es de lo más relevante, aunque
otros le quitan importancia atribuyéndolo a una nimia coincidencia. A última
hora de la tarde, el joven Ward comenzó a repetir cierta fórmula en voz
singularmente alta y, al tiempo, quemando alguna sustancia tan pungente que
sus efluvios se difundieron por toda la casa. El cántico era tan audible en el
salón exterior a la puerta cerrada que la señora Ward no pudo por menos que
memorizarlo mientras aguardaba y escuchaba ansiosa, y más tarde fue capaz
de transcribirlo a petición del doctor Willett. Reza como sigue, y los expertos
le han comentado al doctor Willett que es muy parecida a la que puede
encontrarse en los escritos de Eliphas Levi, ese alma críptica que se deslizó
por un resquicio de la puerta prohibida y obtuvo espantosas visiones del
vacío que yace más allá:
«Per Adonai Eloim, Adonai Jehova,
Adonai Sabaoth, Metraton On Agla Mathon,
verbum pythonicum, mysterium salamandrae,
conventus sylvorum, antra gnomorum,
daemonia Coeli God, Almonsin, Gibor, Jehosua,
Evam, Zariatnatmik, veni, veni, veni.»

Llevaba así dos horas, sin cambio o descanso, cuando se desató sobre toda
la vecindad un pandemonio de aullidos de perros. La extensión del aullar
puede juzgarse por el espacio que le dedicaron los periódicos del día
siguiente, pero en la casa de los Ward tal suceso quedó eclipsado por el olor
que se produjo en aquel instante; un olor espantoso, omnipresente, que nadie
había olido antes y que, después de eso, nunca más olió. En las brumas de esa
mefítica marea hubo algo así como un relámpago, que hubiera sido cegador e
imponente de no haber mediado la luz del día; y luego se escuchó esa voz que
nunca nadie de los que la escucharon podrá olvidar debido a su atronadora
lejanía, su increíble profundidad y su espantosa diferencia con la voz de
Charles Ward. Hizo retemblar la casa y al menos dos vecinos la oyeron,
imponiéndose sobre el aullar de los perros. La señora Ward, que había estado
escuchando con desesperación a las puertas del laboratorio cerrado de su hijo,
se estremeció al reconocer su cualidad infernal, ya que Charles le había
hablado de su mención en oscuros libros, y de la manera en que atronó, según
las cartas de Fenner, sobre la condenada granja del Pawtuxet la noche de la
aniquilación de Joseph Curwen. No había posible confusión respecto a esa
frase de pesadilla, ya que Charles se la había descrito vívidamente en los
viejos días cuando hablaba con franqueza de sus investigaciones sobre
Curwen. Y esto que sigue es sólo un fragmento de un arcaico y perdido
sortilegio: «DIES MIES JESCHET BOENE DOESEF DOUVEMA
ENITEMAUS».
Casi unido a ese atronar llegó un momentáneo oscurecimiento de la luz
diurna, aunque aún faltaba una hora para el ocaso, y luego se produjo una
oleada de otro olor distinto al primero pero igualmente desconocido e
intolerable. Charles estaba cantando de nuevo, y su madre pudo oír sílabas
que sonaban algo así como «Yi-nash-Yo-Sothoth-he-lgeb-fi-throdog», y que
acababan con un ¡Yah! cuya fuerza maníaca ascendía en ensordecedor
crescendo. Un segundo más tarde todo eso fue anulado por el lastimero
aullido que estalló frenético y fue cambiando, poco a poco, a un paroxismo
de risa histérica y diabólica. La señora Ward, entre el miedo y el coraje ciego
que da la maternidad, avanzó para aporrear espantada la puerta cerrada, pero
no obtuvo ningún tipo de respuesta. Llamó de nuevo, pero se detuvo nerviosa
al oír un segundo chillido, esta vez, sin duda, procedente de la familiar voz de
su hijo, pero mezclado con las resonancias desatinadas de esa otra voz.
Entonces perdió el sentido, aunque aún es incapaz de recordar la causa
inmediata y precisa. A veces la memoria tiene lagunas misericordiosas.
El señor Ward regresó de la oficina sobre las seis y cuarto y, al no
encontrar a su esposa abajo, supo por los espantados criados de que
probablemente estaba espiando a la puerta de Charles, ya que los sonidos
habían sido más extraños que nunca. Subiendo enseguida las escaleras, vio a
la señora Ward tendida en el pasillo ante el laboratorio, y comprendiendo que
se había desmayado, se apresuró a coger un vaso de agua de un barreño en
una alcoba próxima. Enjuagándole el rostro con el frío líquido, obtuvo la
recompensa de una inmediata reacción por parte de su esposa, y estaba
abriendo ella unos ojos desconcertados cuando una impresión espantosa lo
alcanzó amenazando con reducirle al mismo estado del que ella estaba
saliendo. Porque el, al parecer, silencioso laboratorio no lo estaba tanto, ya
que se oía el runrún de una tensa y apagada conversación en un tono
demasiado bajo para ser inteligible, aunque tenía una cualidad que perturbaba
profundamente al espíritu.
No era algo nuevo, por supuesto, el que Charles musitara fórmulas, pero
ese murmullo era totalmente diferente. Era, eso estaba claro, un diálogo o
remedo de diálogo, con las variaciones regulares que sugerían preguntas y
respuestas, afirmaciones y réplicas. Una voz era, sin duda, la de Charles, pero
la otra tenía una profundidad y resonancia que las mejores habilidades del
joven para la imitación no podrían duplicar. Había algo odioso, blasfemo y
anormal en esa voz, y de no mediar un grito de su mujer, que estaba
volviendo en sí, que aclaró su mente despertando sus instintos protectores,
puede ser que Theodore Howland Ward no hubiera podido mantener durante
cerca de ocho años más su vieja presunción de que jamás se había
desmayado. En esa tesitura, tomó a su esposa en brazos y se la llevó
rápidamente abajo antes de que ella pudiera fijarse en esas voces que de
forma tan horrible le habían turbado. Aun así, no obstante, no escapó lo
bastante rápido como para no captar algo que le hizo trastabillar
peligrosamente con su carga en vilo. Ya que el grito de la señora Ward había
sido, evidentemente, oído por otros aparte de él, provocando las primeras
palabras reconocibles en ese coloquio secreto y terrible. Fue simplemente un
excitado aviso con la voz del propio Charles, pero algo en lo que implicaba
espantó sobremanera a su padre. La frase era simplemente: ¡Chiss...
escríbalo!
Los señores Ward discutieron largamente tras la cena, y el padre se
decidió a tener una conversación firme y seria con Charles esa misma noche.
No importaba cuán importante fuese su investigación, esa conducta no podía
seguir siendo tolerada, ya que los últimos sucesos trascendían todos los
límites de la cordura y constituían una amenaza para el orden y la salud
nerviosa de la casa. El joven debía haber perdido el tino, ya que sólo la locura
manifiesta es capaz de producir gritos salvajes y una conversación imaginaria
a varias voces como la que había tenido lugar ese mismo día. Aquello tenía
que acabarse, o la señora Ward enfermaría y sería imposible mantener
criados.
El señor Ward se levantó al final de la colación y subió al laboratorio de
Charles. Sin embargo, se detuvo en el tercer piso ante los ruidos que oyó en
la ahora abandonada biblioteca de su hijo. Los libros eran arrojados y los
papeles rasgados con furia, y al acercarse a la puerta el señor Ward vio al
joven en el interior, reuniendo excitado un enorme montón de literatura, de
todo tamaño y forma. Charles aparecía cansado y ojeroso, y dejó caer toda su
carga con un sobresalto cuando oyó la voz de su padre. Cuando el mayor de
los dos hombres le mandó al otro sentarse, éste lo hizo y durante algún
tiempo escuchó las recriminaciones que tanto tiempo se había guardado
aquel. No hubo discusión. Al final de la reprimenda convino en que su padre
tenía razón y que sus ruidos, murmullos, encantamientos y hedores químicos
eran molestias inaceptables. Admitió seguir un comportamiento más
tranquilo, aunque insistió en proseguir en su extremo aislamiento. La mayor
parte de su trabajo futuro, dijo, sería en todo caso de pura búsqueda
bibliográfica y debía obtener habitaciones para cualesquiera rituales vocales
que fuera necesario a posteriori. Expresó la mayor de las contriciones ante el
espanto y la debilidad de su madre, y explicó que la conversación que habían
oído formaba parte de un simbolismo diseñado para crear cierta atmósfera
mental. Su uso de abstrusos términos técnicos desconcertó al señor Ward,
aunque éste obtuvo una impresión final de innegable cordura y equilibrio, a
pesar de que había una misteriosa tensión, como si el asunto fuera de la
mayor gravedad. La entrevista fue poco concluyente, y cuando Charles
levantó la brazada de libros y salió de la estancia, el señor Ward apenas sabía
qué pensar de todo ese asunto. Era tan misterioso como la muerte del pobre y
viejo Nig, cuyo rígido cadáver había sido encontrado una hora antes en el
sótano, con los ojos abiertos y la boca torcida por el miedo.
Movido por algún vago instinto investigador, el desconcertado padre
observó con curiosidad los huecos en los estantes, tratando de descubrir qué
se había llevado su hijo al ático. La biblioteca del chico estaba clasificada de
forma clara y rígida, así que uno podía decir, al primer vistazo, si no cuáles sí
qué clase de libros habían sido retirados. En esa ocasión, el señor Ward se
quedó atónito al constatar que no faltaba nada de lo oculto o lo antiguo,
aparte de lo ya previamente trasladado. Los recién retirados se referían a
asuntos modernos; historia, tratados científicos, geografía, manuales de
literatura, trabajos filosóficos y ciertos periódicos y revistas contemporáneas.
Era un giro de lo más curioso en los gustos recientes de Charles Ward, y el
padre se vio sumido en un creciente torbellino de perplejidad y un
avasallador sentido de que algo extraño estaba sucediendo. Esta extrañeza era
una sensación de lo más punzante y casi le desgarraba el pecho, mientras él
se esforzaba en ver qué estaba mal allí. Algo, de hecho, iba mal, tanto física
como espiritualmente. Desde el mismo momento de entrar en esa estancia
sabía que algo no estaba en su sitio, y de repente descubrió qué era.
En el muro norte aún se alzaba el antiguo panel tallado de la casa de
Olney Court, pero la destrucción había alcanzado al óleo, agrietado y frágil,
que retrataba a Curwen. El tiempo y las variaciones de calor habían hecho su
trabajo y el desastre había llegado en algún momento desde la última
limpieza del cuarto. Desconchándose de la madera, rizándose y finalmente
deshaciéndose en pedazos, lo que debía haber ocurrido con maligna rapidez,
el retrato de Joseph Curwen había abandonado para siempre su acerada
vigilancia del joven al que extrañamente se parecía y ahora se encontraba
disperso por el suelo, en forma de una delgada capa de polvo gris azulado.

IV. UNA MUTACIÓN Y UNA LOCURA

La semana siguiente a ese memorable Viernes Santo, Charles Ward


apareció aún menos de lo normal y estuvo transportando continuamente
libros de su biblioteca al laboratorio del ático. Sus acciones eran tranquilas y
racionales, pero tenía un aire furtivo y al acecho que disgustaba a su madre, y
desarrolló un apetito increíblemente voraz, a tenor de sus peticiones a la
cocina. El doctor Willett había sido informado de los ruidos y sucesos de ese
viernes, y el martes siguiente tuvo una larga conversación con el joven en esa
biblioteca donde ya no había una imagen observando. La entrevista fue, como
siempre, insatisfactoria, pero Willett jura que el joven estaba tan cuerdo como
él mismo por aquel entonces. Le hizo promesas de una pronta revelación y
habló de la necesidad de hacerse con un laboratorio en otro lugar. Dio muy
poca importancia a la pérdida del retrato, algo singular, dado su primer
entusiasmo, y antes, al contrario, pareció encontrar algo verdaderamente
humorístico en su repentino desmoronamiento.
Hacia la segunda semana, Charles comenzó a salir de la casa durante
largas horas, y un día, cuando la buena y vieja negra Hanna llegó para ayudar
en la limpieza primaveral, mencionó sus frecuentes visitas a la vieja casa de
Olney Court, a la que acudía con una gran maleta y cómo hacía curiosas
excavaciones en el sótano. Se mostraba siempre muy generoso con ella y con
el viejo Asa, pero parecía más preocupado de lo normal, lo que a ella le
desazonaba en gran manera, puesto que lo conocía desde que nació. Otro
informe sobre sus actividades llegó desde Pawtuxet, donde algunos amigos
de la familia lo vieron a lo lejos un número sorprendente de veces. Parecía
merodear por el lugar de veraneo y casa de canoas de Rhodes-on-the-
Pawtuxet, y las posteriores indagaciones del doctor Willett en tal lugar
demostraron que su propósito era siempre lograr entrar al borde del río, a lo
largo del cual quería pasear hacia el norte, y no reapareciendo normalmente
hasta bastante después.
A últimos de mayo hubo un momentáneo rebrotar de cánticos rituales en
el laboratorio del ático, lo que provocó una acre reprobación por parte del
señor Ward y alguna distraída promesa de enmienda de Charles. Sucedió una
mañana, y pareció ser una reanudación de esa charla imaginaria captada aquel
turbulento Viernes Santo. El joven argüía o protestaba ardientemente consigo
mismo, ya que de repente estalló una clara sucesión de resonantes gritos que,
alternativamente, pedían y negaban, lo que hizo que la señora Ward corriera
escaleras arriba y pegase el oído a la puerta. No pudo escuchar más que
fragmentos en los que las únicas palabras distinguibles eran que «debía ser
rojo durante tres meses», y cuando llamó a la puerta todos los ruidos cesaron
al instante. Cuando, más tarde, su padre preguntó a Charles, éste le dijo que
había ciertos conflictos de esferas de consciencia que sólo con gran habilidad
podían salvarse, pero que él trataría de transferirlo a otros terrenos.
A mediados de junio tuvo lugar un extraño incidente nocturno. A primera
hora de la mañana hubo algún ruido y un estampido en el laboratorio de
arriba, y la señora Ward estuvo a punto de ir a ver, pero todo se aquietó de
golpe. Esa medianoche, después de que la familia se hubiese ido a dormir, el
mayordomo estaba cerrando la puerta delantera cuando, según afirmó,
Charles apareció algo tambaleante y desorientado portando una gran maleta y
le hizo señales de que iba a salir. El joven no pronunció palabra, pero el
digno mayordomo, nativo de Yorkshire, captó una mirada de sus ojos
enfebrecidos y tembló sin otra causa. Abrió la puerta y el joven Ward salió,
pero a la mañana siguiente el mayordomo presentó su renuncia a la señora
Ward. Había, según dijo, algo impío en la mirada que Charles le había
lanzado. No era la forma en la que un joven caballero debía mirar a una
persona honrada, y no podía permanecer allí ni una noche más. La señora
Ward dejó marchar al hombre, sin conceder gran importancia a sus
declaraciones. Imaginar a Charles en un estado así era bastante ridículo, ya
que, hasta que se había dormido, había estado escuchando ligeros sonidos del
laboratorio; sonidos como si alguien sollozase y pasease, así como suspiros
que hablaban de la más profunda desesperación. La señora Ward había
adoptado la costumbre de escuchar sonidos durante la noche, ya que el
misterio de su hijo no le dejaba pensar en otra cosa.
A la mañana siguiente, tal como otra tarde hacía unos tres meses, Charles
Ward cogió el periódico muy temprano y perdió por accidente la sección
principal. Eso no se recordó hasta más tarde, cuando el doctor Willett
comenzó a atar todos los cabos sueltos. En la oficina del Journal encontró la
sección que perdiera Charles y marcó dos artículos de posible relación con el
caso. Eran los siguientes:
Más excavaciones en el cementerio

Esta mañana, Robert Hart, guardián nocturno del cementerio North, descubrió
que saqueadores habían estado trabajando de nuevo en la parte antigua del
cementerio. La tumba de Ezra Weeden, nacido en 1740 y muerto en 1824, según
reza una desplazada y salvajemente mutilada lápida, fue encontrada removida y
saqueada, en un trabajo hecho evidentemente con una pala robada de un cobertizo
cercano.
Cualquiera que fuera el contenido de la tumba ha desaparecido tras más de un
siglo de enterramiento, excepto unas pocas astillas de madera podrida. No había
marcas de ruedas, pero la policía ha tomado las medidas a una sola hilera de
pisadas descubiertas en las cercanías, que parecen pertenecer a un hombre de
posición.
Hart se inclina a relacionar este incidente con el del agujero descubierto el
pasado marzo, cuando un grupo con un camión fue ahuyentado mientras ha cían
una profunda excavación. Riley, de la segunda comisaría, no está de acuerdo con
esta hipótesis y señala importantes diferencias entre ambos casos. En marzo la
excavación se realizó en un punto donde no se conocía tumba alguna; y esta vez
una tumba bien señalada y cuidada ha sido saqueada deliberada y malignamente,
lo que queda de manifiesto en el destrozo de la lápida, intacta el día antes.
Miembros de la familia Weeden, al conocer el suceso, expresaron su asombro y
pesar, y no podían imaginar en enemigo alguno que se hubiera tomado la molestia
de violar la tumba de su antepasado. Hazard Weeden, domiciliado en el 598 de
Angell Street, recuerda una historia familiar según la cual Ezra Weeden se vio
involucrado en una curiosa historia, en absoluto deshonrosa para él, poco antes de
la Independencia; pero respecto a cualquier posible enemistad o misterio
modernos, se confiesa francamente ignorante. El inspector Cunningham ha sido
asignado al caso y espera descubrir pistas importantes en próximos días.

Escandalera de perros en Pawtuxet

Los residentes de Pawtuxet se vieron despertados, hacia las tres de la


madrugada, por un fenomenal escándalo de perros que parecía centrado cerca
del río, justo al norte de Rhodes-on-the-Pawtuxet. El volumen y la cualidad de
los aullidos eran de lo más insólito, según la mayoría de los testigos, y Fred
Lemdin, vigilante nocturno de Rhodes, declaró que estaba mezclado con algo
que parecían los gritos de un hombre sumido en miedo mortal y agonía. Una
fuerte tormenta eléctrica, de muy corta duración y que pareció desatarse cerca
de la orilla del río, puso fin al incidente. Extraños y desagradables olores, sin
duda procedentes de los tanques de petróleo de la bahía, han sido ligados por los
testigos al incidente y pueden haber ayudado a excitar a los perros.

Charles se volvió ojeroso y esquivo y, mirando atrás, todos coinciden que


él debía haber deseado en esa época hacer alguna declaración o confesión, y
que algún agudo terror se lo impedía. Las morbosas escuchas nocturnas de su
madre demostraron que hacía numerosas salidas al amparo de la oscuridad, y
casi todos los alienistas más académicos coinciden ahora en ligarlo al
repugnante caso de vampirismo que la prensa sensacionalista de esa época, y
cuyo autor nunca fue detenido. Tales casos, demasiado recientes y
comentados como para que sea necesario entrar en detalles aquí, involucran a
víctimas de toda edad y condición y parecen agruparse en dos zonas distintas;
la colina residencial de North End, cerca de la casa de los Ward, y los
distritos suburbanos que hay cruzando las vías del tren a Cranston, cerca de
Pawtuxet. En ambos lugares, paseantes rezagados y gente que dormía con la
ventana abierta sufrieron ataques, y los que vivieron para contarlo hablaban
todos acerca de un monstruo delgado, ágil y saltarín, con ojos ardientes, que
mordía en el cuello o el brazo, si lo habían alzado para protegerse, y
succionaba con avidez.
El doctor Willett, que rechaza fechar la locura de Charles Ward en una
época tan temprana, es precavido al abordar tales horrores. Según dice, tiene
ciertas teorías de su propia cosecha y se limita, en sus declaraciones, a una
peculiar clase de negación.
—No quiero —afirma— decir quién o qué creo que perpetró tales asaltos
y asesinatos, pero debo declarar que Charles Ward era inocente de ellos.
Tengo razones para estar seguro de que jamás probó el sabor de la sangre,
como su progresiva anemia y creciente palidez demuestran mejor que
cualquier argumento verbal. Ward se mezcló con cosas terribles, pero ha
pagado por ello y jamás fue un monstruo ni un malvado. Y ahora... prefiero
no pensar en ello. Hubo un cambio, y quiero creer que el antiguo Charles
Ward murió al realizarse. Su alma lo hizo al menos, ya que esa loca
encarnación que desapareció del hospital del doctor Waite tenía otra bien
distinta.
Willett habla con autoridad, ya que fue a menudo a la casa a atender a la
señora Ward, cuyos nervios habían comenzado a resentirse por culpa de la
tensión. Sus escuchas nocturnas le habían causado algunas morbosas
alucinaciones que confesó al doctor con reluctancia, y que éste ridiculizó al
hablar con ella, aunque luego, a solas, le hicieron reflexionar profundamente.
Tales ilusiones se referían siempre a débiles sonidos que creía oír en el
laboratorio del ático y el dormitorio, y enfatizaba acerca de apagados
gemidos y sollozos a las horas más intempestivas. A principios de julio,
Willett envió a la señora Ward a Atlantic City para un reposo por tiempo
indefinido, y avisó al señor Ward y al ojeroso y esquivo Charles para que le
escribieran tan sólo cartas cariñosas. Es posible que a esta escapatoria,
forzada y de mala gana, deba ella su vida y su cordura.

No mucho después de la marcha de su madre, Charles Ward comenzó a


negociar el asunto del chalé de Pawtuxet. Era un edificio pequeño y mísero
con un garaje de cemento, que estaba arriba, en la escasamente poblada ribera
del río, algo más allá de Rhodes; pero, por alguna razón, el joven lo quería.
No dejó en paz a las agencias inmobiliarias hasta que se lo consiguieron,
pagando un precio exorbitante a un dueño reacio; y, tan pronto como quedó
vacío, tomó posesión en plena noche, transportando en un carro cerrado todo
el contenido de su laboratorio del ático, incluidos tanto los libros extraños
como los modernos retirados de su estudio. Había cargado el carro de
madrugada, y su padre sólo recuerda los ahogados y ásperos juramentos, y las
pisadas resonando la noche en que se lo llevaron todo. Después de eso,
Charles abandonó sus propias estancias en la tercera planta y nunca más pisó
de nuevo el ático.
En el chalé de Pawtuxet continuó Charles con la política de secreto que
había rodeado sus posesiones del ático, excepto que ahora parecía compartir
con dos personas sus misterios: un mestizo portugués con pinta de villano,
reclutado en los embarcaderos de South Main Street, que oficiaba de
sirviente, y un extranjero pequeño e intelectual, cubierto con gafas oscuras y
una corta barba como rastrojo, cuya posición era evidentemente la de un
igual. Los vecinos trataron en vano de entablar conversación con estos
personajes. El mulato Gomes hablaba muy poco inglés, y el barbudo, que
decía llamarse doctor Allen, seguía voluntariamente su ejemplo. El propio
Ward trataba de ser algo más afable, pero sólo conseguía provocar la
curiosidad con sus continuas alusiones a investigaciones de tipo químico. No
pasó mucho tiempo sin que comenzaran a circular extrañas habladurías
acerca de luces encendidas toda la noche, y algo después, cuando eso cesó de
golpe, hubo chismes aún más extraños acerca de las desproporcionadas
cantidades de carne que encargaban al carnicero, así como sobre gritos
apagados, declamaciones, rítmicos cánticos y griterío que, supuestamente,
procedían de algún sótano muy profundo. Los nuevos y extraños inquilinos
eran rechazados aún más inequívocamente por los honestos burgueses de la
vecindad, y tampoco este es el lugar para comentar las oscuras insinuaciones
que se hicieron, conectando el aborrecido lugar con la epidemia de ataques y
muertes vampíricas; especialmente desde el momento en que el radio de
acción de tal plaga pareció circunscribirse por completo a Pawtuxet y las
calles adyacentes de Edgewood.
Ward pasaba la mayor parte del tiempo en el chalé, aunque dormía a veces
en casa de su padre y todavía era considerado un habitante de ésta. Dos veces
se ausentó de la ciudad en viajes de una semana de duración, cuyos destinos
aún son desconocidos. Cada vez estaba más pálido y demacrado, y flaqueaba
en su antigua seguridad al repetir al doctor Willett su vieja, vieja historia
acerca de una investigación de importancia vital y futuras revelaciones.
Willett lo abordaba a menudo en casa de su padre, ya que el viejo Ward
estaba de lo más preocupado y confuso, y quería que sonsacase a su hijo tanto
como pudiera, habida cuenta de lo reservado e independiente que era. El
doctor aún insistía en que el chico todavía estaba cuerdo en esa época, y
alude a múltiples conversaciones a modo de prueba.
Hacia septiembre, el vampirismo remitió, aunque en enero siguiente Ward
estuvo a punto de meterse en serios problemas. Durante algún tiempo, las
idas y venidas nocturnas de camiones en el chalé de Pawtuxet habían sido la
comidilla, y en esa tesitura un suceso imprevisto sacó a la luz cuál era la
naturaleza de, al menos, parte de esas cargas. En un lugar solitario, cerca de
Hope Valley, tuvo lugar una de esas sórdidas y habituales emboscadas a
camiones por parte de salteadores a la búsqueda de cargamentos de licor;
pero, esta vez, lo que los ladrones se llevaron fue un buen susto. Ya que las
grandes cajas que cogieron resultaron ser, como pudieron constatar al
abrirlas, contenedores de los más grotescos contenidos; tan grotescos, de
hecho, que el asunto no pudo quedar circunscrito a la gente de los bajos
fondos. Los ladrones enterraron a toda prisa lo descubierto, pero cuando la
policía del estado captó rumores sobre el asunto, realizó una cuidadosa
investigación. Un vagabundo arrestado consintió al fin, bajo promesa de
inmunidad respecto de acciones o responsabilidades colaterales, en guiar
hasta el sitio a un grupo de policías que, en aquel depósito apresurado,
encontraron algo de lo más odioso y humillante. No sería bueno para el
sentido de la decencia nacional —o incluso internacional— que el público
supiese qué descubrió aquel espantado grupo. No había posibilidad de error,
ni siquiera por parte de aquellos iletrados agentes, y enviaron con febril
rapidez telegramas a Washington.
Las cajas iban dirigidas a Charles Ward en su chalé de Pawtuxet, y los
policías estatales y federales le hicieron al punto una visita dura y seria. Lo
encontraron pálido y preocupado, junto con sus dos extraños compañeros, y
obtuvieron de él lo que parecía ser una explicación válida que lo dejaba a él
libre de culpa. Necesitaba ciertos especímenes anatómicos como parte de un
programa de investigación cuya profundidad y seriedad podía corroborar
cualquiera que lo hubiese conocido en la última década, y había pedido la
clase y número correspondientes a una agencia, de la cual creía que estaba
legalmente habilitada para ese tipo de trabajos. Nada sabía de la identidad de
los especímenes, y se vio seriamente afectado cuando los inspectores le
insinuaron los monstruosos efectos que la difusión del suceso tendría sobre el
sentimiento público y la dignidad nacional. Su barbudo colega, el doctor
Allen, cuya voz extrañamente profunda aportaba más convicción que el tono
nervioso del otro, apoyó con firmeza esas aseveraciones; así pues, al final los
agentes no tomaron medidas, limitándose a anotar cuidadosamente el nombre
y la dirección de la agencia, en Nueva York, lo que llevó a una investigación
que no reveló nada. Sólo resta añadir que los especímenes fueron rápida y
discretamente devueltos a sus lugares respectivos, y que el público nunca
tuvo noticias de la blasfema perturbación.
El 9 de febrero de 1928, el doctor Willett recibió una carta de Charles
Ward que él considera de suma importancia y sobre la que, con frecuencia,
disputa con el doctor Lyman. Lyman cree que esa nota contiene pruebas
positivas de un avanzado desarrollo de daementia praecox, pero Willett, en el
otro extremo, lo considera como la última manifestación de plena cordura del
infeliz joven. Llama especial atención su caligrafía normal que, aunque
mostrando trazas de nervios alterados, es sin duda de puño y letra de Ward.
El texto completo es como sigue:

100 Prospect St.


Providence, R.I.,
8 de Febrero de 1928.
Estimado Dr. Willett:
Siento que, por fin, ha llegado la hora de que le haga las revelaciones que hace
tanto tiempo le prometí y por las que tanto me ha insistido. La paciencia que ha
demostrado en la espera y la confianza que ha tenido en mi cordura e integridad
son cosas que nunca dejaré de apreciar.
Y ahora que estoy dispuesto a hablar, debo reconocer humildemente que no he
alcanzado las metas que yo soñaba. En vez de eso, con el triunfo he encontrado el
terror, y esa conversación que quiero tener con usted no será una presunción de
victoria, sino un grito de auxilio y un aviso para tratar de salvarme tanto a mí
mismo como al mundo de un terror que se halla más allá de toda concepción o
cálcu lo humano. Recuerde lo que la carta de Fenner decía acerca de aquel antiguo
grupo de incursión a Pawtuxet. Debe hacerse de nuevo, y rápidamente. De ello
depende más de lo que puede describirse: toda civilización, toda ley natural, quizá
incluso el destino del sistema solar y el universo. He sacado a la luz una
anormalidad monstruosa, pero lo hice en busca de conocimiento. Ahora, por el
bien de la vida y la naturaleza, debe ayudarme a devolverlo de nuevo a la
oscuridad.
He abandonado ese lugar de Pawtuxet para siempre, y debemos eliminar cuanto
hay allí, vivo o muerto. No volveré, y, si le dicen que me han visto allí, no lo crea.
Le diré, cuando lo vea, por qué digo esto último. He vuelto a casa por mi
seguridad, y deseo que me llame en cuanto tenga cinco o seis horas disponibles
para escuchar cuanto tengo que decir. Necesita su tiempo, y créame cuando le digo
que nunca tendrá un deber profesional más genuino que éste. Mi vida y mi cordura
es lo menos importante de lo que está en la balanza.
No me atrevo a contárselo a mi padre, ya que no entendería todo el asunto.
Pero le he dicho que estoy en peligro, y tiene a cuatro hombres de una agencia de
detectives vigilando la casa. No sé de cuánto puede servir, ya que tienen que
enfrentarse a fuerzas que ni siquiera usted puede apenas atisbar o conocer. Así que
venga tan rápido como pueda, si es que desea verme vivo y oír cómo puede ayudar
a salvar al cosmos de un infierno terrible.
Venga a cualquier hora, porque yo no saldré de casa. No llame por teléfono,
porque uno no sabe quién o qué puede tratar de interceptarlo. Y rece, a
cualesquiera dioses en los que crea, para que nada impida este encuentro.

Charles Dexter Ward.

P. D. Dispare contra el doctor Allen apenas lo tenga delante y disuelva su


cuerpo en ácido. No lo queme.

El doctor Willett recibió esa nota sobre las diez y media de la mañana, y
de inmediato se las arregló para reservar toda la tarde para la charla, dejando
que pudiera extenderse toda la noche, e incluso hasta el mediodía, si fuese
necesario. Planeaba acudir sobre las cuatro de la tarde, y durante las horas
entremedias se vio absorto en toda clase de extrañas especulaciones, de forma
que realizó maquinalmente la mayoría de sus tareas. Aunque la carta sonaría
a locura a un desconocido, Willett conocía demasiado las rarezas de Charles
Ward para achacarlas por completo a un delirio. Que algo muy sutil, antiguo
y horrible estaba incubándose era algo bastante seguro, y la referencia al
doctor Allen podía ser comprensible, dadas las extrañas habladurías que
corrían acerca del enigmático colega de Ward. Willett nunca lo había visto,
pero había oído hablar mucho sobre su aspecto y porte, y no podía sino
preguntarse qué clase de ojos ocultarían las tan mentadas gafas oscuras.
A las cuatro en punto, el doctor Willett se presentó en la casa de los Ward,
sólo para descubrir atónito que Charles no había mantenido su decisión de no
salir. Los guardias eran tres, pero le dijeron que el joven parecía haber
perdido parte de sus temores. Esa mañana había mantenido muchas
discusiones por teléfono, aparentemente espantadas y llenas de protestas,
según uno de los detectives, replicando a alguien desconocido con frases
como: «estoy muy cansado y debo reposar una temporada», «no puedo
recibir a nadie durante algún tiempo, tendrá que disculparme», «por favor,
posponga acciones decisivas hasta que pueda solventar ciertos compromisos»
o «lo siento, pero debo tomar unas vacaciones y descansar de todo,
hablaremos más adelante». Luego, habiendo al parecer meditado y ganado en
audacia, se había escabullido fuera tan furtivamente que nadie lo había visto
salir ni sabía lo que había hecho hasta que regresó sobre la una y entró en
casa sin decir palabra. Se había ido arriba, donde parecía haber recobrado
parte de su miedo, ya que se le escuchó gritar de forma terrible apenas entrar;
gritos que se resolvieron en una especie de boqueo. No obstante, cuando el
mayordomo fue a ver qué pasaba, apareció en la puerta con grandes muestras
de aplomo, y en silencio indicó al mayordomo que se retirase, con unos
ademanes que le aterraron sobremanera. Después estuvo sin duda
recolocando los estantes, ya que hubo gran estruendo y golpeteo, y un crujir;
tras de lo cual reapareció y se fue. Willett preguntó si había dejado algún
mensaje, pero le contestaron negativamente. El mayordomo parecía
extrañamente turbado por algo que vio en la apariencia y modales de Charles,
y preguntó solícito si se podía esperar una cura para sus nervios desorde
nados.
Durante casi dos horas, el doctor Willett esperó en vano en la biblioteca
de Charles Ward, observando los polvorientos estantes con sus grandes
huecos, allí donde habían quitado libros, y deteniéndose a sonreír
sombríamente ante el panel del muro norte, donde un año antes las suaves
facciones de Joseph Curwen miraban con serenidad. Tras cierto tiempo
comenzaron a caer las sombras, y la belleza del ocaso dio paso a un vago y
creciente horror que volaba como una sombra anticipando la noche. El señor
Ward llegó al cabo y demostró gran sorpresa e ira ante la ausencia de su hijo,
después de las molestias que se había tomado para protegerlo. No sabía nada
de la cita de Charles, y prometió avisar a Willett apenas volviera el joven. Al
despedir al doctor, mostró la mayor perplejidad ante el estado en que se
hallaba su hijo y urgió a su visitante a hacer cuanto estuviera en su mano para
devolver al chico a su estado normal. Willett se alegró de salir de la
biblioteca, ya que algo espantoso e impío parecía acechar allí; como si la
desaparecida pintura hubiera dejado atrás un legado de maldad. Nunca le
había gustado esa pintura, y aun ahora, templado como era, en ese panel
vacío acechaba una cualidad que le hacía sentir la urgente necesidad de salir
lo antes posible en busca de aire fresco.

A la mañana siguiente Willett recibió un mensaje de Ward padre, diciendo


que Charles seguía ausente. El señor Ward mencionaba que el doctor Allen le
había telefoneado para decirle que Charles iba a permanecer en la casa de
Pawtuxet durante algún tiempo y que no debía ser molestado. Eso se debía a
que el propio Allen tenía que partir por tiempo indefinido, dejando las
investigaciones en la necesidad de una supervisión constante por parte de
Charles. Éste le enviaba sus mejores deseos y lamentaba cualquier molestia
que su abrupto cambio de planes pudiera haberle causado. Al recibir este
mensaje, el señor Ward oyó por primera vez la voz del doctor Allen, y ésta
pareció excitar algún recuerdo vago y elusivo que no podía ubicar, pero que
le perturbaba hasta el punto del temor.
Ante sucesos tan desconcertantes y contradictorios, el doctor Willett, con
franqueza, no sabía qué hacer. La frenética gravedad de la nota de Charles era
innegable; pero ¿qué pensar entonces de la inmediata ruptura, por parte del
remitente, de su voluntad expresa? El joven Ward había escrito que sus
investigaciones se habían convertido en blasfemas y amenazadoras, que ellas
y su barbudo colega debían ser extirpadas a toda costa, y que él mismo nunca
regresaría al chalé; aunque, según los últimos informes, se había olvidado de
todo eso y había vuelto al núcleo del misterio. El sentido común lo llevaba a
uno a dejar al joven con sus tonterías, pero algún sentido más profundo no le
permitía olvidar las impresiones despertadas por esa frenética carta. Willett la
leyó de nuevo y no pudo creer que, en esencia, sonase como huera y demente,
por mucho que su verborrea altisonante y su falta de concreción parecieran
implicarlo. Su terror era demasiado profundo y real, lo que unido a lo que el
doctor ya sabía, evocaba demasiadas insinuaciones vívidas acerca de
monstruosidades más allá del tiempo y el espacio como para permitir
cualquier explicación de corte cínico. Había indescriptibles horrores ahí
fuera, y no importaba lo poco que uno pudiera hacer, debía estar listo para
entrar en acción en cualquier momento.
Durante aproximadamente una semana el doctor Willett meditó el dilema
que parecía atenazarlo y se fue decantando más y más por una visita al chalé
del Pawtuxet. Ningún amigo del joven se había atrevido a violar su prohibido
refugio, e incluso su padre sabía de lo que había dentro sólo por las
descripciones que el otro tuvo a bien darle; pero Willett sentía que era
necesaria una conversación abierta con su paciente. El señor Ward había
recibido someras e insulsas notas mecanografiadas de su hijo, y decía que la
señora Ward, en su retiro de Atlantic City, no había recibido nada mejor. Así
que, al fin, el doctor se decidió a actuar, y a pesar de una curiosa sensación,
inspirada en las viejas historias sobre Joseph Curwen, así como por más
recientes revelaciones y avisos de Charles Ward, acudió con audacia al chalé
de la cuesta sobre el río.
Willett había visitado ya antes el lugar movido por una gran curiosidad,
aunque, por supuesto, nunca había entrado en la casa o avisado de su
presencia, por lo que sabía exactamente la ruta a seguir. Conduciendo por
Broad Street su pequeño automóvil a primera hora del mediodía, a finales de
febrero, pensó por alguna razón en el sombrío grupo que había enfilado esa
misma carretera ciento cincuenta años antes, en una terrible misión que nunca
nadie llegaría a comprender.
El trayecto a través de la decadente periferia de la ciudad fue corto, y
pronto el pulcro Edgewood y la somnolienta Pawtuxet aparecieron ante sus
ojos. Willett giró a la derecha, bajando Lockwood Street, y llevó su coche tan
lejos como pudo por el camino rural; luego descendió y fue a pie hacia el
norte, hasta donde la cuesta se alzaba sobre los hermosos meandros del río y
las brumosas tierras bajas de más allá. Las casas eran muy pocas por esa parte
y no había pérdida respecto al aislado chalé, con su garaje de cemento, que
estaba en una zona alta. Subiendo vigorosamente por el descuidado sendero
de gravilla, golpeó la puerta con mano firme y habló sin titubeos al maligno
mulato portugués que le entreabrió la puerta.
Le informó de que debía ver de inmediato a Charles para un asunto de la
mayor de las importancias. No pensaba aceptar ninguna excusa y un rechazo
implicaría un completo informe del asunto a Ward padre. El mulato aún dudó
e hizo fuerza contra la puerta, mientras Willett intentaba forzar la entrada, así
que el doctor alzó la voz y repitió sus exigencias. Entonces, del oscuro
interior, llegó un ronco susurro que, de alguna forma, heló la sangre del
visitante, aunque éste no supo por qué despertaba en él ese temor.
—Déjale entrar, Toni —dijo el susurro—. Podemos hablar ahora, lo
mismo que en cualquier otro momento.
Pero perturbador como era el susurro, aún más intimidante fue lo que
siguió. El suelo crujió y quien hablaba salió de las sombras... y el dueño de
esos tonos extraños y resonantes resultó no ser otro que Charles Dexter Ward.
La precisión con que el doctor Willett recordó y consignó la conversación
de esa tarde se debe a la importancia que da a ese periodo en concreto. Ya
que, por fin, concede que aquí hubo un cambio vital en la mente de Charles
Dexter Ward y cree que el joven ahora poseía una personalidad
irremediablemente ajena a la del joven cuyo crecimiento había seguido
durante veintiséis años. La controversia con el doctor Lyman lo ha llevado a
ser más específico, y data con precisión la locura de Charles Ward
exactamente en la época en que empezó a enviar notas mecanografiadas a sus
padres. Tales notas no pertenecían al estilo normal de Ward, ni tan siquiera al
de esa última y frenética que envió a Willett. De hecho, son extrañas y
arcaicas, como si el colapso mental del remitente hubiera liberado una marea
de tendencias e impresiones recogidas inconscientemente a través de las
aficiones anticuarias de su niñez. Había un obvio esfuerzo por parecer
moderno, pero el espíritu y, ocasionalmente, el lenguaje pertenecían al
pasado.
El pasado era, también, patente en cada entonación y gesto de Ward
cuando éste recibió al doctor en el sombrío chalé. Se inclinó, indicando a
Willett que se sentase, y comenzó a hablar abruptamente en ese extraño tono
que trató de explicar nada más comenzar.
—Me estoy volviendo tísico —comentó— por culpa de este maldito aire
del río. Usted sabrá excusar mi forma de hablar. Supongo que viene enviado
por mi padre para ver qué me acontece, pero ansío que no le cuente nada que
pueda alarmarlo.
Willett estaba estudiando esos tonos rasposos con el mayor de los
cuidados, y aún más detenidamente el rostro de su interlocutor. Algo no
cuadraba, lo sentía, y recordó lo que la familia le había dicho acerca del
espanto sufrido por el mayordomo de Yorkshire una noche. Hubiera deseado
que no estuviese tan oscuro, pero no pidió que abriesen ninguna ventana. De
hecho, se limitó a preguntar a Ward por qué había enviado aquella frenética
nota una semana antes.
—A eso iba —replicó el anfitrión—. Ha de saber que me encuentro muy
alterado de los nervios, y hago y digo cosas que no puedo describir. Tal como
le he comentado a menudo, me encuentro al borde de grandes
descubrimientos, y la grandeza de los mismos llega a alterarme. Cualquier
hombre se espantaría ante lo que he encontrado, pero no me demoraré mucho
en llegar a la meta. Fui un badulaque buscando guardias y encerrándome en
casa; por cuanto, habiendo ido tan lejos, mi sitio está aquí. No hablan bien de
mí mis entrometidos vecinos, y, quizá llevado por mi debilidad, acabé
creyéndome sus infundios. No hay nada maligno en lo que hago, puesto que
lo hago con rectitud. Tengo la amabilidad de esperar seis meses, y le mostraré
algo que recompensará con creces su paciencia.
»Sepa usted que tengo una forma de aprender asuntos de una forma más
segura que con los libros, y le dejaré juzgar la importancia de lo que puedo
legar a la historia, la filosofía y las artes gracias a las puertas a las que he
accedido. Mi antepasado tenía todo eso cuando aquellos estúpidos
entrometidos fueron y le dieron muerte. Yo lo tengo ahora de nuevo o, al
menos, he llegado a tener una parte de ello aún muy imperfectamente. Esta
vez nada va a ocurrir, y menos a través de miedos pueriles hacia mí mismo.
El doctor Allen es hombre de buena cuna y le debo una satisfacción por
cuanto he dicho de él. Ojalá no tuviera que prescindir de su presencia, pero
hay asuntos que lo reclaman. Su devoción es igual a la mía en todos los
asuntos, y supongo que cuando le cogí miedo al trabajo tuve también miedo
de él, como mi mejor ayudante que es.
Ward hizo una pausa, y el doctor apenas supo qué decir o pensar. Se
sentía casi enloquecer al comprobar ese calmado repudio de la carta, y aún le
recomía el hecho de que mientras el presente discurso era extraño y ajeno, y
sin duda demencial, la nota había sido trágica en su naturalidad, con
evidentes resabios del Charles Ward que había conocido. Willett intentó
llevar la conversación a otros campos, recordando al joven algunos sucesos
pasados que pudieran restaurar una atmósfera de familiaridad, pero los
resultados que obtuvo no pudieron ser más grotescos. Comprobó lo mismo
que comprobarían más tarde los alienistas. Partes importantes del acervo de
imágenes mentales de Charles Ward, casi todas tocantes a los tiempos
modernos y su propia vida personal, habían desaparecido de forma
inexplicable; en cambio, todo lo acumulado sobre el pasado, en su juventud,
surgía ahora de algún profundo subconsciente para devorar lo contemporáneo
y lo individual. El preciso conocimiento del joven sobre lo antiguo era algo
anormal e impío, y él mismo trataba de ocultarlo cuanto podía. Cuando
Willett mencionaba alguno de los temas favoritos de sus antiguos estudios
sobre lo arcaico, a menudo daba, por puro accidente, unas informaciones que
no podía esperarse que poseyera ningún mortal normal, y el doctor se
estremecía cada vez que al otro se le escapaba una referencia así.
No era saludable el que supiera tan exactamente cómo se le había caído la
peluca al gordo sheriff cuando se inclinó durante la representación en la
Academia Histriónica del señor Douglass, en King Street, el 11 de febrero de
1762, que caía en jueves; o cómo los actores interpretaron tan mal el texto de
El amante intencional, de Steele, que uno casi se alegró de que los regidores,
llevados de su credo baptista, cerraran el teatro una quincena más tarde. Que
el coche de Boston propiedad de Thomas Sabin era «de lo más incómodo»,
como atestiguaban demasiado bien las viejas cartas; ¿pero cómo un anticuario
en sus cabales puede afirmar que el crujido del nuevo cartel de Epenetus
Olney (la llamativa corona que decidió emplazar tras bautizar a su taberna
como El Café Coronado) sonara exactamente como una nueva pieza de jazz
que estaba sonado en todas las radios de Pawtuxet?
Ward, no obstante, no pudo ser llevado mucho tiempo por aquellos
derroteros. Los asuntos modernos los hacía sumariamente de lado, mientras
que mostraba el mayor de los aburrimientos a la hora de abordar temas
antiguos. Lo único que claramente deseaba era satisfacer lo bastante la
curiosidad de su visitante como para que se marchase sin ganas de volver. A
tal fin, se ofreció a mostrar toda la casa al doctor, y acto seguido procedió a
guiar al doctor a través de cada estancia, de sótano a ático. Willett lo examinó
todo con el mayor detenimiento, pero notó que los libros visibles eran
demasiado triviales y muy pocos para haber ocupado los grandes huecos en
los estantes de Ward en casa de sus padres, y que el mísero «laboratorio» era
a todas luces un simulacro. Sin duda, había una biblioteca y un laboratorio en
alguna parte; pero dónde era imposible de decir. Totalmente frustrado en su
búsqueda de algo que no podía nombrar, Willett regresó a la ciudad antes de
oscurecer y habló con Ward padre de cuanto había sucedido. Convinieron en
que el chico debía estar definitivamente fuera de sí, pero decidieron que no
hacía falta recurrir a medidas drásticas. Sobre todo, debían mantener a la
señora Ward en la más estricta ignorancia hasta donde las propias y extrañas
notas mecanografiadas de su hijo lo permitieran.
El señor Ward se decidió a visitar en persona a su hijo, haciéndole una
visita sorpresa. El doctor Willett lo llevó en su coche una tarde, lo acompañó
hasta tener a la vista el chalé y esperó pacientemente su vuelta. La sesión fue
larga y el padre salió en estado de gran perplejidad y tristeza. Su encuentro se
había desarrollado de forma muy parecida a la de Willett, con la excepción de
que Charles había tardado mucho tiempo en aparecer, después de que el
visitante forzara el paso y enviara al portugués con imperativa exigencia; y en
el semblante del alterado retoño no había traza de afecto filial. Las luces
habían sido tenues, y, aún así, el joven se había quejado de que le
trastornaban grandemente. No había hablado en voz alta en ningún momento,
asegurando que su garganta estaba seriamente dañada; pero en su ronco
susurro había una cualidad tan vagamente turbadora que ya no pudo alejarlo
de su mente.
Ahora, enfrascados de forma definitiva en todo cuanto pudieran hacer por
la curación mental del joven, el señor Ward y el doctor Willett se lanzaron a
recolectar cuantos retazos sobre el caso pudiera haber. Lo primero era oír los
chismes que se contaban en Pawtuxet, y eso era relativamente fácil, ya que
ambos tenían amigos en la zona. El doctor Willett consiguió la mayor parte
de los rumores, porque la gente hablaba con él más abiertamente que con el
padre del sujeto en cuestión, y, a tenor de lo oído, llegó a la conclusión de
que la vida del joven Ward se había vuelto sumamente extraña. Las
habladurías vulgares no disociaban su casa del vampirismo del verano
anterior, mientras que las idas y venidas nocturnas de camiones daban su
buena ración de oscuras especulaciones. Los comerciantes locales hablaban
acerca de los pedidos realizados por el malencarado mulato, sobre todo las
desmesuradas cantidades de carne y sangre fresca suministradas por las dos
carnicerías de la vecindad. Aquellas cantidades eran absurdas para una casa
de sólo tres personas.
Luego estaba el asunto de los sonidos bajo tierra. Los informes sobre tales
cosas eran más difíciles de calibrar, pero todas las insinuaciones coincidían
en algunos puntos esenciales. Existían realmente algunos ruidos de naturaleza
ritual, sobre todo cuando el chalé estaba a oscuras. Podían, por supuesto, salir
del sótano, pero el rumor insistía en que procedían de criptas más grandes y
profundas. Recordando las antiguas historias acerca de las catacumbas de
Joseph Curwen, y asumiendo como seguro que el chalé había sido elegido
por su situación en el viejo solar de la granja de Curwen, tal como indicaban
algunos documentos encontrados tras la pintura, Willett y el señor Ward
prestaron mucha atención a este tipo de rumores y emplearon mucho tiempo
buscando, sin resultado, la puerta de la orilla que mencionaban los viejos
manuscritos. Según la opinión popular acerca de los variopintos habitantes
del chalé, estaba claro que el truculento portugués era aborrecido, el barbudo
doctor Allen temido, y el pálido y joven erudito desagradaba profundamente.
Durante las dos últimas semanas, Ward había cambiado obviamente mucho,
abandonando sus tentativas de ser afable y hablando sólo con un ronco
murmullo, extrañamente repulsivo, en las pocas ocasiones en que había
salido.
Tales eran los retazos y fragmentos recopilados aquí y allá, y el señor
Ward y el doctor Willett tuvieron muchas discusiones, serias y largas, al
respecto. Trataron de ejercitar deducción, inducción e imaginación
constructiva, en el más amplio sentido del término, y cotejaron cada hecho
conocido de la última etapa de Charles, incluyendo la frenética carta, que el
doctor se decidió a mostrar al padre, con la escasa documentación
correspondiente al viejo Joseph Curwen. Hubieran dado lo que fuese por
echar una ojeada a los papeles descubiertos por Charles, ya que estaba claro
que la clave de la locura del joven se encontraba en lo que había aprendido
acerca del antiguo mago y sus hazañas.

4
Y sin embargo, al final, no fue nada de lo que hicieron el señor Ward o el
doctor Willett lo que provocó el siguiente paso en este singular caso. El padre
y el médico, desairados y confundidos por una sombra demasiado informe e
intangible como para poder ser combatida, esperaban con desasosiego
mientras las notas mecanografiadas del joven Ward a sus padres iban
escaseando progresivamente. Por fin, llegó primero de mes con sus
acostumbrados balances financieros, y los emplea dos de ciertos bancos
comenzaron a menear la cabeza y a llamarse unos a otros. Agentes que
conocían a Charles Ward fueron a verlo al chalé para preguntarle por qué las
firmas de sus cheques eran burdas falsificaciones, y no se quedaron muy
convencidos cuando el joven, con voz ronca, les dijo que su mano había
estado afectada últimamente por un problema nervioso que le hacía imposible
escribir con normalidad. Dijo que no podía escribir las letras sino con gran
dificultad, cosa que quedaba probada por el hecho de que se había visto
obligado a mecanografiar sus últimas cartas, incluso las que remitía a sus
padres.
Lo que les dejó confundidos no fue sólo eso, ya que tal cosa no era algo
sin precedentes o demasiado sospechosa, ni tampoco los rumores de
Pawtuxet, que habían llegado a oídos de uno o dos. Lo que les dejó
anonadados fue el confuso discurso del joven, ya que implicaba una virtual
pérdida total de memoria respecto a importantes asuntos monetarios que él
mismo había gestionado sólo uno o dos meses antes. Algo no iba bien, ya
que, pese a la aparente coherencia y racionalidad de su discurso, no había
razón para su mal oculta ignorancia de asuntos de tanta importancia. Además,
aunque ninguno conocía muy bien a Ward, no pudieron dejar de observar el
cambio en su lenguaje y modales. Habían oído hablar de sus aficiones
anticuarias, pero incluso los más extremistas de éstos no hacen uso cotidiano
de fraseología y ademanes obsoletos. La combinación de ronquera, mano
temblorosa, mala memoria y habla y porte alterados debía formar parte de
alguna enfermedad o perturbación de suma gravedad, lo que, sin duda, era la
base de los rumores que corrían sobre él, y, al salir, el grupo de agentes
decidió que se imponía una charla con Ward padre.
Así pues, el 6 de marzo de 1928 hubo una seria y larga conferencia en la
oficina del señor Ward, tras la que el padre, completamente desconcertado, se
reunió con el doctor Willett, presa de la más indefensa resignación. Wil lett
estudió los grandes y torpes trazos de los cheques, comparándolos de
memoria con la caligrafía de la última y frenética nota. Sin duda, el cambio
era radical y profundo, aunque había algo condenadamente familiar en la
nueva escritura. Había tendencias a apretarse y muy arcaizantes, de una clase
muy curiosa, y parecía de puño completamente distinto al del joven. Era
extraño, pero... ¿dónde lo había visto antes? Resumiendo, era claro que
Charles estaba perturbado. De eso no había duda alguna. Y, dado que estaba
claro que no podía administrar sus propiedades o continuar sus
investigaciones, debían darse los pasos necesarios para su tutela y posible
cura. Fue entonces cuando llamaron a los alienistas: los doctores Peck y
Waite de Providence y el doctor Lyman de Boston, a los cuales el señor Ward
y el doctor Willett suministraron los máximos datos posibles, que
conferenciaron durante largo tiempo en la ahora abandonada biblioteca del
joven paciente, examinando qué libros y documentos había dejado, para
hacerse una idea de su estado mental habitual. Tras examinar ese material, así
como la ominosa nota que mandó a Willett, todos coincidieron en que los
estudios de Charles Ward habían bastado para conmover, o al menos alterar,
cualquier intelecto común, y deseaban a toda costa poder examinar su
biblioteca y documentación íntimas; pero enseguida comprendieron que eso
no sería posible de no mediar una terrible escena en el chalé mismo. Willett
revisaba el caso con energía febril, siendo entonces cuando consiguió el
testimonio de los obreros que habían visto cómo Charles encontraba los
documentos de Curwen, y fue también entonces cuando comprobó los
incidentes de los periódicos destrozados, buscándolos en la oficina del
Journal.
El jueves, 8 de marzo, los doctores Willett, Peck, Lyman y Waite,
acompañados del señor Ward, pasaron a visitar al joven, sin ocultar a lo que
iban e interrogando al ahora paciente en profundidad. Charles, aunque tardó
mucho tiempo en responder a la llamada y olía aún a extraños y fétidos olores
de laboratorio cuando por fin hizo su agitada aparición, demostró estar lejos
de ser un sujeto recalcitrante y admitió abiertamente que su memoria y
equilibrio nervioso se había resentido algo por la estricta aplicación a
estudios complejos. No ofreció resistencia cuando lo invitaron a trasladarse a
otra residencia, y pareció, de hecho, mostrar un alto grado de inteligencia,
fuera de su problema de memoria. Su conducta hubiera despejado las dudas
de sus interlocutores de no mediar el persistente arcaísmo de su habla y el
incuestionable cambio de ideas modernas por antiguas en su cabeza, lo que lo
marcaba como alguien definitivamente perturbado. De su trabajo, no explicó
más a los doctores de lo que ya había dicho a la familia y al doctor Willett, y
achacó su frenética nota del mes anterior a nervios e histeria. Insistió en que
en ese sombrío chalé no tenía biblioteca o laboratorio, aparte de los visibles,
y se lanzó a explicaciones difusas acerca de por qué faltaban en la casa los
olores que saturaban toda su ropa. Los chismes de la vecindad los atribuyó en
exclusiva a la inventiva barata de la curiosidad frustrada. Dijo no tener
libertad para revelar dónde se hallaba el doctor Allen, aunque aseguraba que
aquel personaje barbudo, siempre cubierto con gafas, volvería cuando lo
necesitase. Al despedirse del estólido fanfarrón portugués, que se negó a
responder a las preguntas de los visitantes, así como al cerrar el chalé, que
parecía guardar aún muchos oscuros secretos, Ward no mostró signos de
nerviosismo, a no ser cierta tendencia a detenerse, como si estuviera
intentando oír algún sonido muy débil. Aparentemente, se hallaba en un
estado de filosófica resignación, como si su traslado fuera un simple
incidente transitorio que causaría menores problemas si cooperaba en
zanjarlo para siempre. Estaba claro que confiaba en su incomparable agudeza
mental para imponerse a cualquier problema en que le hubieran metido su
castigada memoria, su voz perdida, su caligrafía y su comportamiento
encubierto y excéntrico. Se convino en que su madre no sabría nada de todo
aquello, ya que su padre enviaría notas mecanografiadas en su nombre. Ward
fue internado en el hospital del doctor Waite, tranquilo y pintorescamente
situado en Conanicut Island, en la bahía, y fue sometido al más cerrado
examen e interrogatorio por parte de todos los médicos relacionados con el
caso. Fue entonces cuando se descubrieron las rarezas médicas: el
metabolismo bajo, la piel alterada y las desproporcionadas reacciones
neurales. El doctor Willett fue el que quedó más perturbado de todos, ya que
había cuidado toda su vida de Ward y podía apreciar con terrible nitidez toda
la extensión de sus desórdenes físicos. Incluso la familiar marca olivácea de
su cadera había desaparecido, en tanto que en su pecho había un gran lunar o
cicatriz negra que antes no estaba, y que hizo preguntarse a Willett si el joven
no habría acudido a una de esas «marcadas de brujas» que decían que se
realizaban en desagradables reuniones, en lugares extraños y solitarios. El
doctor no pudo dejar de pensar en la transcripción de cierto juicio de brujas
de Salem, que Charles le había mostrado en la época en que no le ocultaba
nada y que decía: «El señor G. B., esa noche, puso su marca en Bridget S.,
Jonathan A., Simón O., Deliverance W., Joseph C., Susan P., Mehitable C. y
Deborah B.». El rostro de Ward le turbaba también de forma horrible, hasta
que al final descubrió de repente por qué le espantaba. Porque sobre el ojo
derecho del joven había algo que nunca antes había visto... una pequeña
cicatriz u hoyuelo exactamente igual a la que mostraba el desaparecido
retrato del viejo Joseph Curwen, y que era quizá la prueba de alguna odiosa
inoculación ritual a la que ambos se habían sometido en cierta etapa de sus
estudios ocultos.
Mientras el propio Ward andaba desconcertando a todos los médicos del
hospital, se realizó una vigilancia exhaustiva de todo el correo dirigido a él o
al doctor Allen, que el señor Ward mandó reexpedir a la casa familiar. Willett
había pronosticado que no encontrarían gran cosa, ya que las comunicaciones
importantes, sin duda, se harían mediante mensajeros; pero a fines de marzo
llegó una carta al doctor Allen, procedente de Praga, que sumió en profundas
reflexiones al doctor y al padre. Estaba en letra muy apretada y arcaica, y
aunque no pertenecía a un extranjero, mostraba singulares diferencias con el
inglés moderno, tal como sucedía con el habla del propio joven Ward.
Rezaba así:

Kleinstrasse 11,
Altstadt, Praga.
11 de febrero 1928.

Hermano en Almonsin-Metraton:

En el día de hoy he recibido tu informe sobre lo que brotó de las sales que
te envié. No era el indicado, y significa con claridad que las lápidas estaban
cambiadas cuando Barnabás me envió el espécimen. Sucede a menudo, como
debe usted saber por aquello que se encontró en el cementerio de Kings
Chapell en 1769, y lo que H. obtuvo del viejo cementerio Point en 1690, y
que estuvo a punto de acabar con él. Y a mí me sucedió hace 75 años en
Egipto, que fue lo que me causó la cicatriz que el chico me vio en 1924.
Como siempre le digo, no invoque a nada que no pueda dominar; tanto con
las sales muertas como de las esferas del más allá. Tenga siempre las palabras
listas y absténgase cuando le quepa duda alguna sobre lo que tiene entre
manos. Las lápidas están cambiadas nueve de cada diez veces. Hoy he sabido
que H. ha tenido problemas con los soldados. Le pesa que Transilvania haya
pasado de Hungría a Rumanía, y cambiaría su residencia si el castillo no
estuviese tan lleno de lo que usted y yo sabemos. Pero, sin duda, también le
escribiría a usted. En mi nuevo envío, hay algo sacado de un túmulo de
Oriente que le agradará sobremanera. Sin embargo, no olvide que estoy
ansioso por obtener a B. F., si es posible contenerlo. Usted conoce G., en
Filadelfia, mejor que yo. Use de él primero, pero no hasta el punto de
endurecerlo, porque luego tengo que hablar yo con él.

Yogg-Sothoth Neblod Zin


Simón O.

Al Sr. J. C. en
Providence.
El señor Ward y el doctor Willett cayeron en un caos total ante esta carta de
aparente locura crónica. Sólo gradualmente se dieron cuenta de todo lo que
aquello implicaba. ¿Habría sido el ahora ausente doctor Allen, y no Charles
Ward, el espíritu rector en el chalé de Pawtuxet? Eso podría explicar la
extraña referencia y la denuncia en la última y frenética carta del joven. ¿Y
qué había con eso de llamar señor J. C. a ese extranjero barbudo y siempre
cubierto con gafas? No había sino una explicación, pero existe un límite a la
posible monstruosidad. ¿Era «Simón O. el viejo al que Ward había visitado
en Praga hacía unos años? Quizá; pero en los siglos anteriores había habido
otro Simón O... Simón, alias Jedediah, Orne, de Salem, que se esfumó en
1771 y cuya peculiar caligrafía reconoció sin duda el doctor Willett gracias
a la copia fotostática de la fórmula de Orne. ¿Qué horrores y misterios, que
contradicciones y contravenciones de la naturaleza habían regresado, luego
de siglo y medio, para azotar a la vieja Providence, la de los chapiteles y
cúpulas arracimadas?
El padre y el viejo médico, sin saber qué hacer, visitaron a Charles en el
hospital y le preguntaron, tan delicadamente como pudieron, acerca del
doctor Allen, su visita a Praga y lo que sabía de Simón, o Jedediah, Orne, de
Salem. El joven esquivó cortésmente todas esas preguntas, ladrando con
ronco susurro que había hallado en el doctor Allen una notable afinidad con
ciertos espíritus del pasado, y que cualquier corresponsal que aquel barbudo
sujeto pudiera tener en Praga estaría, sin duda, igualmente dotado. Al salir, el
señor Ward y el doctor Willett comprendieron con disgusto que había sido a
ellos a quienes habían sonsacado, y que, sin decir nada de importancia, el
joven internado había logrado enterarse con habilidad de cuanto contenía la
carta de Praga.
Los doctores Peck, Waite y Lyman no daban gran importancia a la extraña
correspondencia del compañero del joven Ward, ya que era bien conocida la
tendencia de los excéntricos infantiloides y los monomaníacos a juntarse, y
suponían que Charles y el doctor Allen simplemente habían encontrado un
alma gemela expatriada... quizá uno que había visto la caligrafía de Orne y la
copiaba, pretextando ser la encarnación de aquel hombre del pasado. Quizá el
propio Allen era un caso similar y puede que hubiera convencido al joven de
que era un avatar del finado Curwen. Eso ya se había visto antes y, por lo
mismo, los cartesianos doctores desdeñaron la creciente inquietud de Willett
acerca de la caligrafía de Charles Ward, de la que había obtenido varias
muestras mediante subterfugios. Willett creía saber de qué le era familiar y
recordaba, difusamente, que era la propia caligrafía del viejo Joseph Curwen;
pero los otros médicos veían aquello como una fase de imitación, sólo
explicable en ese tipo de manía, y no le daban mayor importancia, ni
favorable ni desfavorable. Ante esta actitud prosaica de sus colegas, Willett
indicó al señor Ward que guardase la carta recibida a nombre del doctor
Allen el 2 de abril, desde Rakus, Transilvania, escrita en una caligrafía tan
grande y fundamentalmente idéntica a la del cifra do de Hutchinson que
padre y médico se pararon, aterrorizados, antes de abrir la misiva. Ésta decía
lo siguiente:

Castillo Ferenczy
7 de marzo de 1928.

Querido C.:

Una escuadra de 20 milicianos ha venido a investigar lo que la gente dice


de este lugar. Debo excavar más profundo y hacerlo más inaudible. Estos
rumanos me molestan grandemente; son unos ordenancistas y no se les puede
comprar, como a los magiares, con bebida y comida. El mes pasado, M. me
envió el sarcófago de las Cinco Esfinges, que era donde decía que estaría, y
ya he tenido tres conversaciones con lo que estaba inhumado en su interior.
Se lo enviaré directamente a S. O. a Praga y después a usted. Es testarudo,
pero usted ya sabe cómo doblegarlo. Usted muestra sabiduría al tener menos
que antes, ya que no es necesario mantener los Guardias en Forma y tener
necesidad de tantos alimentos, además de que pueden ser encontrados en caso
de que haya problemas, como usted sabe muy bien. Así puede moverse y
trabajar en cualquier parte, sin ningún problema insalvable, aunque espero
que no se vea obligado a hacerlo. Me alegro de que ya no trate tanto con Esos
del Exterior, porque hay siempre un peligro mortal en ello, y usted sabe lo
que sucedió cuando pidió ayuda a uno que no quiso dársela. Me congratulo
de tener la fórmula que otro ha utilizado con éxito, aunque ya Borellus
suponía que así sería, si se decían las palabras justas. ¿Las ha usado ya su
chico? Lamento que sea cada vez más timorato, como ya recelé yo cuando
me visitó, hará unos quince meses, pero supongo que sabrá arreglárselas con
él. No podrá controlarlo con la fórmula, que sólo sirve para aquellos a los que
otra fórmula ha levantado de las sales, pero usted aún tiene mano dura y
cuchillo y pistola, y las tumbas no son difíciles de cavar, ni los ácidos de
adquirir. O. dice que usted le prometió a B. F., y yo tengo que tenerlo
después. B. irá pronto a sus manos y le dirá cuanto desea sobre ese Oscuro
Ser que Habita bajo Menfis. Le ruego que tenga cuidado con lo que invoca y
que vigile a su chico. En un año, todo estará maduro para tener legiones de
resucitados, y entonces ya no habrá cadenas que nos retengan. Tenga
confianza en mis palabras, pues ya sabe que O. y yo hemos tenido 150 años
más que usted para estudiar estas materias.

Nefren-Ka nai Hadoth


Edw: H.

A J. Curwen, Esquire.
Providence.

Pero si Willett y el señor Ward no mostraron esta carta a los alienistas, no


por eso dejaron de actuar por su cuenta. Ni el más hábil sofista podía negar el
hecho de que el barbudo doctor Allen, al que la frenética carta de Charles
presentaba como una monstruosa amenaza, tenía numerosa y siniestra
correspondencia con esas dos inexplicables criaturas a las que Ward había
visitado en sus viajes y que, abiertamente, manifestaban ser supervivientes o
avatares de los antiguos colegas de Curwen en Salem, así como que abrigaba
—o, al menos, se le había pasado por la cabeza— mortíferas intenciones
hacia un «chico», que no podía ser otro que Charles Ward. Había un horror
organizado en marcha y, dejando de lado quién lo había desencadenado, era
el desaparecido Allen quien estaba detrás de todo aquello. Por tanto, dando
gracias al cielo de que Charles estuviera ahora a salvo en el hospital, el señor
Ward contrató, sin pérdida de tiempo, detectives con la misión de averiguar
cuanto supieran sobre el críptico y barbudo doctor; averiguar de dónde
provenía y lo que se sabía en Pawtuxet sobre él, así como indagar su paradero
actual, si tal cosa era posible. Entregando a aquellos hombres la llaves del
chalé que le había dado Charles, los instó a examinar la habitación de Allen,
que había sido localizada al empacar las pertenencias del paciente, y a
conseguir cuantas pistas pudieran, a partir de los efectos que pudiera haber
dejado. El señor Ward habló con los detectives en la vieja biblioteca de su
hijo, y estos últimos sintieron un gran alivio al salir, ya que parecía pender
sobre toda esa estancia un vaga aura de maldad. Quizá se trataba de que
habían oído hablar sobre el viejo e infame mago, cuyo retrato estuvo en el
panel, o tal vez se debía a algo diferente e irrelevante; ya que, en cualquiera
de los casos, habían sentido un intangible miasma que rodeaba a ese tallado
vestigio de un anterior morador y que, a veces, llegaba a alcanzar casi la
intensidad de una emanación material.

V. UNA PESADILLA Y UN CATACLISMO

Y después, con rapidez, tuvo lugar la espantosa experiencia que ha dejado


en el alma de Marinus Bicknell Willett una marca indeleble de temor y ha
añadido diez años al aspecto de uno que ya había dejado hacía mucho de ser
joven. El doctor Willett había hablado largo y tendido con el señor Ward y
habían llegado a estar de acuerdo con él en algunos puntos que ambos
pensaban que serían tomados a risa por los alienistas. Creían que había un
terrible movimiento en el mundo, al que no podía negarse una conexión
directa con una nigromancia más vieja que la brujería de Salem. Que dos
hombres vivos —además de otro sobre el que temían reflexionar— eran en
mente o en persona individuos que habían estado vivos en 1690 o antes era
algo casi indiscutiblemente probado, aun en contra de todas las leyes
naturales conocidas. Lo que esas horribles criaturas —y, sin duda, también
Charles Ward— estaban haciendo o intentando hacer parecía quedar patente
por sus cartas, así como por cada retazo que sobre lo viejo y lo nuevo se
conocía del caso. Estaban saqueando tumbas de todas las épocas, incluidas
aquellas de los hombres más sabios y grandes del mundo, queriendo
recuperar, de las cenizas de los muertos, cualquier vestigio de conciencia y
saber que una vez los animara e instruyera.
Estaba teniendo lugar un odioso tráfico entre esos gules de pesadilla, que
trocaban huesos ilustres con el calmado cálculo con que los escolares
cambian libros, y de lo que arrancaban a ese polvo centenario iban a obtener
un poder y una sabiduría que estaba más allá de lo que el cosmos hubiera
visto nunca concentrado en un hombre o un grupo. Habían encontrado impías
formas de mantener vivos sus cerebros, bien fuera en el mismo cuerpo o en
varios, y, al parecer, habían logrado alguna forma de reanimar a aquellos
muertos que coleccionaban. Había, al parecer, algo de verdad en las palabras
del quimérico y antiguo Borellus, que hablaba de preparar, a partir incluso de
los cadáveres más antiguos, ciertas «Sales Esenciales» por las que las
sombras de los seres vivientes, ya muertos, podían ser alzadas de nuevo.
Había una fórmula para alzar una sombra y otra para desvanecerla de nuevo.
Y ahora las habían perfeccionado para poder ensayarlas con éxito. Había que
ser cuidadoso con esas evocaciones, ya que las lápidas de las viejas tumbas
no siempre eran las correspondientes al cadáver.
Willett y el señor Ward se estremecían según iban sacando conclusiones.
Seres —presencias o voces de alguna clase— podían alzarse de lugares
desconocidos, al igual que de la tumba, y en ese asunto había que obrar con
precaución. Joseph Curwen, sin duda, había evocado muchas cosas
prohibidas, y respecto a Charles... ¿qué pensar de él? ¿Qué fuerzas
«exteriores a las esferas» habían llegado hasta él, desde los tiempos de Joseph
Curwen, y habían orientado su mente hacia los asuntos prohibidos? Lo
habían guiado para encontrar ciertas cosas y él lo había hecho. Había hablado
con aquel horrible personaje de Praga y estuvo largo tiempo con la criatura de
las montañas de Transilvania. Y debía haber encontrado, por fin, la tumba de
Joseph Curwen. Aquel artículo del periódico y lo que su madre había
escuchado por la noche era algo demasiado significativo para pasarlo por
alto. Había convocado a algo y eso había respondido. Esa poderosa voz,
resonando el Viernes Santo, y esas voces diferentes en el laboratorio cerrado
del ático. ¿A qué se parecía una de ellas, profunda y hueca? ¿Sería alguna
espantosa proyección del temido y extraño doctor Allen, con su voz de bajo
espectral? ¡Sí, eso era por lo que el señor Ward había sentido un vago terror
al sostener su única charla con ese hombre —si es que de veras era un
hombre— al teléfono!
¿Qué infernal entidad o voz, qué mórbida sombra o presencia, había
acudido en respuesta a los ritos secretos de Charles Ward tras esa puerta
cerrada? Esas voces que hablaban... «debe ser rojo durante tres meses». ¡Por
Dios! ¿No fue justo después cuando se produjo el brote de vampirismo? El
destrozo de la antigua tumba de Ezra Weeden y los gritos más tarde en el
Pawtuxet... ¿Qué mente había planeado la venganza y reabierto el evitado
solar de arcaicas blasfemias? Y luego el chalé, el barbudo extranjero, los
susurros y el miedo. Ni el padre ni el doctor podían explicarse la locura final
de Charles, pero estaban convencidos de que la mente de Joseph Curwen
había vuelto de nuevo a la Tierra y continuaba con sus antiguas maldades.
¿Sería posible un caso de posesión demoniaca? Allen tenía algo que ver con
todo eso, y los detectives debían reunir más datos acerca de ese alguien cuya
existencia amenazaba la vida del joven. A la vez, puesto que parecía
indudable la existencia de alguna inmensa cripta bajo el chalé, debían hacer
algo para encontrarla. Willett y el señor Ward, conscientes de la escéptica
actitud de los alienistas, decidieron, durante su conferencia final, realizar una
exploración secreta con mayor detalle, y convinieron en encontrarse en el
chalé, a la mañana siguiente, con maletas y ciertos útiles y accesorios para la
búsqueda por la casa y la exploración bajo tierra.
La mañana del 6 de abril amaneció clara y ambos exploradores se
reunieron en el chalé a las diez. El señor Ward tenía las llaves y, tras entrar,
realizaron una inspección por encima. Por el desorden en el cuarto de Allen,
estaba claro que los detectives ya lo habían visitado, y los nuevos
investigadores esperaban que hubieran encontrado alguna pista de relevancia.
Por supuesto, su interés principal estaba en el sótano, así que descendieron
sin gran tardanza, haciendo de nuevo el recorrido que hicieran, en vano, en
presencia del joven y perturbado propietario. Durante un tiempo anduvieron
desconcertados, ya que cada centímetro de suelo y de paredes de piedra era
tan sólido e inocuo que la idea de una puerta secreta apenas podía concebirse.
Willett pensó que, dado que el sótano original se había excavado sin conocer
la existencia de catacumbas inferiores, el comienzo del pasadizo debía ser
una obra moderna, exclusiva del joven Ward y sus socios, en busca de las
antiguas criptas de cuya existencia no habían llegado a saber por métodos
saludables.
El doctor trató de ponerse en el lugar de Charles para ver por dónde
debiera comenzar a cavar, pero no consiguió así gran cosa. Entonces se
decidió a ir eliminando posibilidades y recorrió con cuidado toda la superficie
del subterráneo, tanto vertical como horizontalmente, tratando de registrar
cada centímetro por separado. Pronto acotó terreno y al final no le quedó otra
cosa que la pequeña plataforma de las tinas de lavado, que ya había probado
una vez sin resultados. Ahora, tocando por todos lados y ejerciendo mayor
presión, descubrió que el remate giraba y resbalaba en horizontal sobre una
bisagra de la esquina. Debajo había una lisa superficie de cemento, con una
manija de hierro, sobre la que el señor Ward se aplicó con celo
extraordinario. Esa tapa no resultaba difícil de separar, y el padre la había
movido ya bastante cuando Willett se percató de lo extraño de su aspecto. Se
tambaleaba y cabeceaba mareado, y el doctor descubrió enseguida la causa en
el aire nocivo que brotaba de abajo.
En un instante, el doctor Willett tuvo a su desmayado compañero en el
suelo y lo reanimaba con agua fría. El señor Ward respondió débilmente y
pudo verse que el golpe mefítico de la cripta, de alguna manera, lo había
enfermado gravemente. No queriendo correr riesgos, Willett corrió hasta
Broad Street en busca de un taxi y despachó al enfermo, a pesar de sus
protestas con voz débil; despúes de esto encendió una linterna, cubriéndose
las fosas nasales con una banda de gasa estéril, y bajó una vez más al sótano a
explorar las profundidades recién descubiertas. El malsano aire se había
saneado un poco y Willett pudo lanzar un haz de luz a través de ese agujero
estigio. Vio que había un pozo cilíndrico, de unos tres metros de profundidad,
con muros de cemento y escala de hierro, que parecía desembocar en un
tramo de viejos peldaños de piedra que, en su origen, debían haber salido a
tierra, un poco al sudoeste del edificio contemporáneo.

2
Willett admite abiertamente que, por un momento, el recuerdo de las
historias acerca del viejo Curwen lo detuvieron antes de sumirse a solas en
esa sima maloliente. No podía dejar de pensar en lo que Luke Fenner había
escrito acerca de esa noche monstruosa. Luego, el deber se reafirmó y
descendió, llevando una gran maleta para sacar consigo los papeles de
importancia que pudiera encontrar. Lentamente, como correspondía a su
edad, bajó la escala y alcanzó los fangosos peldaños de debajo. Al resplandor
de la linterna, pudo constatar que era albañilería antigua, y sobre los
pringosos muros vio acumulado el malsano moho de los siglos. Abajo, abajo,
descendiendo escalones; no en espiral, sino en tres abruptos giros, por un
pasaje tan angosto que dos hombres cabrían con dificultad. Había contado
unos treinta peldaños cuando escuchó un sonido sumamente débil, y ya no le
quedaron ganas de contar más.
Era un sonido impío, uno de esos ultrajes insidiosos y de baja intensidad
que tiene lugar en la naturaleza. Llamarlo un lamento apagado, un quejido de
condenación o un aullido sin esperanza en el que se mezclan la angustia y la
idiotizada carne lacerada no haría justicia a la quintaesencia de aquellos tonos
espantosos que estremecían el alma. ¿Era eso lo que trataba de escuchar
Ward el día de su traslado? Era lo más horrible que Willett hubiera oído
nunca, y seguía sonando desde algún punto no determinado, mientras el
doctor llegaba al último de los escalones y paseaba su lámpara por los altos
muros de un corredor, rematados en bóvedas ciclópeas y abiertos a
innumerables arcos en sombras. La estancia mediría quizá cuatro metros de
alto, al punto medio de la bóveda, y puede que tres o tres metros y medio de
anchura. El suelo era de grandes losas de piedra, y los muros y techo de
mampostería revocada. No podía imaginar cuánta longitud tendría, ya que se
perdía sin fin en la negrura. De los arcos, algunos tenían puertas de seis
paneles, según el viejo tipo colonial, mientras que otras eran umbrales vacíos.
Sobreponiéndose al miedo provocado por el hedor y el aulli do, Willett
comenzó a explorar esos arcos uno por uno, encontrando más allá estancias
con techos de piedra, todas de mediano tamaño y destinadas, en apariencia, a
usos extravagantes. Casi todas tenían chimeneas, y sus tramos superiores
podían haber constituido un interesante estudio de ingeniería. Nunca antes ni
después vio instrumentos remotamente parecidos a los que allí asomaban por
todos lados, cubiertos por el polvo y las telarañas de siglo y medio; en
muchos casos, evidentemente destruidos por los antiguos incursores. Pero
muchas de las estancias parecían no haber sido holladas por pies modernos y
debían representar las primeras y más obsoletas fases de los experimentos de
Joseph Curwen. Finalmente, llegó a una estancia obviamente moderna, o al
menos de reciente ocupación. Había estufas de petróleo, estantes y mesas,
sillas y armarios, y un pupitre cubierto de papeles de diversa antigüedad,
alguno de ellos contemporáneo. Había, en ciertos lugares, palmatorias y
lámparas de petróleo, y, encontrando un fósforo, Willett encendió las que vio
listas para usar.
Al resplandor, descubrió que ese cuarto parecía nada más y nada menos
que el último estudio o biblioteca de Charles Ward. El doctor había visto
antes muchos libros, y parte de los muebles claramente procedían de la
mansión de Prospect Street. Aquí y allá había piezas bien conocidas por
Willett, y la familiaridad se hizo tan grande que medio olvidó el hedor y el
gimoteo, que eran más fuertes aquí que al pie de las escaleras. Su primera
obligación, como había planeado previamente, era encontrar y reunir los
papeles de importancia vital; sobre todo aquellos portentosos documentos
encontrados por Charles tanto tiempo antes detrás del retrato de Olney Court.
Al buscar, se dio cuenta de cuán grande iba a ser la tarea de registrarlo todo,
ya que los archivos estaban colmados de documentos con curiosas escrituras
y pintorescos diseños, por lo que podían ser necesarios meses, o incluso años,
para descifrarlos y editarlos al completo. Encontró grandes fajos de cartas con
remites de Praga y Rakus, cuya caligrafía era claramente las de Orne y
Hutchinson, y los echó a la maleta.
Al cabo, en un escritorio cerrado de caoba, que una vez adornara la casa
Ward, Willett encontró los documentos del viejo Curwen, que reconoció
gracias a la muestra reacia que le brindó Charles tantos años atrás.
Evidentemente, el joven los había guardado juntos, tal como habían sido
encontrados, ya que estaban allí todos los títulos que recordaban los obreros,
excepto los papeles dirigidos a Orne y Hutchinson. Willett los echó a la
maleta y continuó el examen de los archivos. Dado que la dolencia del joven
Ward era el asunto de interés prioritario, la exhaustiva búsqueda se centró en
los documentos obviamente más modernos, y quedó clara una desconcertante
ausen cia de esto. Lo más extraño era la poca cantidad de manuscritos de
Charles, de los que no había ninguno de los dos últimos meses. Por otra parte,
había, literalmente, blocs llenos de símbolos y fórmulas, notas históricas y
comentarios filosóficos, realizados en una apretada escritura idéntica a la de
los antiguos documentos de Joseph Curwen, aunque de una fecha
innegablemente reciente. Sin duda, una parte del programa final había sido
una diligente imitación de la escritura del viejo mago, que Charles parecía
haber llevado a un maravilloso estado de perfección. Además, no había pistas
sobre el papel de Allen allí. Si, en efecto, se había convertido en el jefe, debía
haber obligado al joven Ward a oficiar de amanuense.
Entre ese nuevo material había una fórmula mística, o mejor dicho un par
de ellas, que aparecían tan a menudo que Willett tuvo la corazonada de haber
dado en el clavo. Consistía en dos columnas paralelas, la izquierda coronada
por el arcaico símbolo del Caput Draconis, usado en los almanaques para
indicar el nodo ascendente, y la derecha encabezada por el correspondiente
signo de Cauda Draconis o nodo descendente. La apariencia del conjunto era
como la que sigue y, casi inconscientemente, el doctor comprendió que la
segunda mitad no era más que la transcripción silábica de la otra, al revés,
con la excepción de los monosílabos finales y el extraño nombre de Yog-
Sothoth, que había llegado a reconocer con variantes en otros documentos
vistos en conexión con este horrible asunto. La fórmula es como sigue
—exactamente así, según está dispuesto a jurar Willett—, y al primer vistazo
se despertó una extraña nota de desagradable recuerdo, latente en su cerebro,
y que reconoció al revisar los sucesos de aquel horrible Viernes Santo del año
anterior.

Tan obsesivas eran esas fórmulas y tan frecuentemente le acudían a la


cabeza que, antes de darse cuenta, el doctor las estaba repitiendo de memoria.
Eventualmente, sin embargo, pensó que ya tenía cuantos papeles podían serle
útiles de momento, así que decidió no examinar más hasta que pudiera llevar
allí, en masa, a los escépticos alienistas para una incursión más amplia y
sistemática. Aún tenía que encontrar el laboratorio oculto, así que, dejando la
maleta en la habitación iluminada, salió de nuevo al negro y hediondo
corredor, cuyas bóvedas resonaban sin cesar con aquel apagado y espantoso
gemido.
Las pocas habitaciones que exploró estaban abandonadas o llenas de cajas
que se deshacían y ataúdes de aspecto ominoso, y que le impresionaron
profundamente por la magnitud de las operaciones originales de Joseph
Curwen que implicaban. Pensó en los esclavos y marinos desaparecidos, en
las tumbas violadas en todo el mundo y en lo que aquel grupo de incursión
final debía haber visto, y decidió que era mejor no pensar en nada más. Una
gran escalera de piedra surgía a la derecha y dedujo que debía llevar a uno de
los almacenes de Curwen —quizá al famoso edificio de piedra con las altas
ventanas como tronera—, dado que los peldaños que había bajado llevaban a
la granja de techos picudos. Repentinamente, los muros parecieron
desaparecer, y el hedor y los aullidos se hicieron más fuertes. Willett
comprendió que había llegado a un gran espacio abierto, tan grande que su
linterna no podía medirlo, y al avanzar iba topándose con ocasionales
columnas sólidas que soportaban los arcos del techo.
Tras un rato, llegó a un círculo de columnas que estaban agrupadas como
los monolitos de Stonehenge, con un gran altar tallado y una base de
escalones en el centro, y tan curiosas eran las tallas de ese altar que se acercó
a estudiarlas con su linterna. Pero, cuando vio lo que era, retrocedió
estremecido y no se detuvo a examinar las oscuras manchas que decoloraban
la cara superior y que habían resbalado por los costados en regueros
ocasionales. En vez de eso, buscó el muro más alejado y comprendió que
formaba un gigantesco círculo, perforado por ocasionales portales negros y
horadado por una miríada de celdas poco profundas, con rejas de hierro,
grilletes y cadenas afirmadas a la piedra de la cóncava pared del fondo. Las
celdas estaban vacías, pero aún quedaba el horrible olor y el débil quejido,
más insistente que nunca, y pareciendo a veces acompañado por una especie
de viscoso golpeteo.

La atención de Willett no se apartó mucho tiempo de ese espantoso hedor


y ese sonido extraordinario. Ambos resultaban más nítidos y horribles en ese
gran salón columnado que en cualquier otro lugar y daban la vaga impresión
de proceder de muy abajo, aun en este oscuro mundo inferior de misterio
subterráneo. Antes de acudir a los negros arcos en busca de escaleras que
fuesen aún más abajo, el doctor paseó su rayo de luz a través del enlosado
suelo de piedra. El pavimento estaba suelto y, a intervalos regulares, alguna
de las losas estaba punteada de pequeños agujeros sin distribución definida,
mientras que, en cierto lugar, encontró una escalera muy larga, tirada al
descuido. De esta escalera, curiosamente, parecía emanar una gran cantidad
del espantoso olor que lo impregnaba todo. Mientras paseaba lentamente
alrededor, de repente se le ocurrió a Willett que el olor y el ruido parecían
brotar directamente de debajo de las extrañas losas perforadas, como si fueran
toscas trampillas que llevasen a regiones aún más profundas de horror.
Arrodillándose ante una, la sacudió con ambas manos y descubrió que podía
moverla, aunque con gran dificultad. Al hacerlo, el gemido de abajo creció en
grado sumo y sólo con grandes temblores perseveró el doctor en desplazar la
pesada piedra. Un olor indescriptible brotaba ahora de debajo, y la cabeza le
daba vueltas mientras apartaba la losa y metía la lámpara sobre ese metro
cuadrado de bostezante negrura.
Si había esperado un tramo de escalones que llevase a algún gran abismo
de postrera abominación, Willett iba a llevarse un chasco, porque entre el
hedor y el rasposo gemido distinguió tan sólo las paredes de ladrillo de un
pozo de quizá metro y medio de diámetro, desprovisto de escala o cualquier
otro medio de descenso. Cuando la luz llegó abajo, el gimoteo se convirtió de
repente en una serie de horribles gañidos, al que se unió de nuevo ese sonido
como de debatirse fútil y ciegamente, y de golpeteo deslizante. El explorador
tembló, no queriendo imaginar siquiera que malsanas criaturas podían
acechar en esa sima, pero un momento después reunió el valor necesario para
asomarse por encima del borde, bastamente tallado, tumbado sobre el suelo y
tendiendo la lámpara en toda la longitud del brazo, intentando llegar al fondo.
Durante un segundo no pudo distinguir sino los muros de ladrillo, fangosos y
mohosos, que se hundían ilimitadamente en el casi tangible miasma de
tinieblas y locura y angustiado frenesí; luego vio que algo oscuro estaba
saltando torpe y furiosamente, arriba y abajo, en el fondo del estrecho pozo,
que debía caer sus buenos seis o siete metros desde el suelo de piedra. La
lámpara le tembló en la mano, aunque miró de nuevo intentando ver qué
clase de criatura había sido emparedada en ese antinatural pozo, abandonada
sin comida, por el joven Ward durante el largo mes transcurrido desde que se
lo llevaran los doctores, y que era claramente uno sólo de un gran número de
prisioneros encerrados en los otros pozos cuyas picadas cubiertas de piedra
tachonaban en tan gran número el suelo de la gran caverna abovedada.
Cualesquiera seres que fuesen, no podían tumbarse en sus limitados espacios,
pero podían agazaparse y gemir y aguardar y saltar débilmente durante todas
esas espantosas semanas transcurridas desde que su amo los dejase
desatendidos.
Pero Marinus Bicknell Willett lamentó haber vuelto a mirar, ya que,
siendo como era cirujano y veterano en las salas de disección, no ha vuelto a
ser el mismo desde entonces. Es difícil de explicar cómo una simple mirada a
un objeto tangible de dimensiones mensurables puede impactar y cambiar a
un hombre, y sólo podemos decir que hay, en ciertas formas y entidades, un
poder de simbolismo y sugestión que actúa de forma espantosa sobre las
perspectivas de un espectador sensible y otorga terribles atisbos de oscuras
relaciones cósmicas e indescriptibles realidades que se hallan más allá de las
protectoras ilusiones de las visiones comunes. En esa ojeada de un segundo
Willett vio tal forma o entidad que, durante los siguiente momentos, se
convirtió, sin duda, en un loco tan furioso como cualquiera de los internos del
hospital privado del doctor Waite. De su mano, privada de fuerza y
coordinación nerviosa, cayó la lámpara y no prestó atención al crujido de
masticación que indicaba cuál había sido su suerte en el fondo del pozo. Gritó
y gritó y gritó, con una voz cuyo falsete de pánico no hubiera podido
reconocer ninguno de sus allegados; y, aunque no fue capaz de ponerse en
pie, reptó y rodó desesperadamente lejos, sobre ese húmedo pavimento en el
que docenas de pozos tartáreos exudaban sus débiles gemidos y aullidos, en
respuesta a sus propios y enloquecidos gritos. Se rasgó las manos sobre las
piedras toscas y sueltas, y se golpeó muchas veces la cabeza contra las
numerosas columnas; pero eso no lo detuvo. Luego, al cabo, se recobró
lentamente en la negrura total y el hedor, y prestó oídos al monótono gimoteo
en el que había caído el griterío. Estaba empapado en sudor y sin medios de
conseguir una luz, golpeado y con los nervios rotos en la negrura abismal y el
horror, aplastado por un recuerdo que nunca podría extirpar. Bajo sus pies
aún vivían docenas de aquellos seres, y de uno de esos pozos él había retirado
la tapa. Sabía que lo que había visto nunca podría trepar por los resbaladizos
muros, aunque se estremeció ante la idea de que pudiera existir algún oscuro
asidero.
Nunca pudo saber qué era ese ser. Era algo parecido a lo que
representaban las tallas del infernal altar, sólo que estaba vivo. La naturaleza
nunca ha engendrado una forma así, ya que estaba, demasiado claramente, sin
acabar. Las deficiencias eran de la clase más sorprendente, y las anomalías
en proporción no pueden ser descritas. Willett tan sólo se atreve a decir que
ese tipo de seres debía representar lo que Ward llamaba sales imperfectas, y
que servían para propósitos serviles o rituales. Si no hubieran servido para
nada, no hubieran tallado sus imágenes en esa condenada piedra. Y no era la
peor de las cosas representadas en ella... pero Willett nunca abrió los otros
pozos. Entonces, la primera de las ideas coherentes en su cabeza fue un
párrafo suelto, encontrado en los datos sobre el viejo Curwen y que había
examinado hacía mucho tiempo; una frase empleada por Simón o Jedediah
Orne en esa portentosa carta confiscada al finado hechicero: «En verdad, no
había sino espanto en aquello a lo que H. hizo levantar a partir de lo que sólo
pudo conseguir en parte».
Entonces, más suplementando de forma horrible que desplazando ese
pensamiento, recordó aquellos antiguos rumores tardíos sobre el ser retorcido
y quemado que hallaron en los campos una semana después de la incursión a
la granja de Curwen. Charles Ward había hablado una vez al doctor acerca de
lo que el viejo Slocum decía de ese objeto; que no era completamente
humano ni se parecía a ningún animal que la gente de Pawtuxet hubiera visto
nunca.
Tales palabras zumbaban en la mente del doctor mientras tanteaba de un
lado a otro, agazapado en el salitroso suelo de piedra. Trató de ahuyentarlas y
repetía una plegaria para sus adentros; y de vez en cuando recitando un
batiburrillo mnemotécnico, como la modernista Tierra Baldía, del señor T. S.
Eliot, y acabando finalmente en la tan repetida fórmula dual que había
encontrado hacía poco en la biblioteca subterránea de Ward: Y’ai ‘ng’ngah,
Yog-Sothoth, y así hasta el subrayado final Zhro. Aquello parecía calmarlo, y
se puso en pie al cabo de un tiempo, tambaleándose, lamentando
amargamente el haber perdido, por culpa del miedo, la linterna, mientras
buscaba ansiosamente cualquier atisbo de luz en la acumulada negrura de esa
atmósfera helada. No era capaz de pensar, pero forzó sus ojos en todas
direcciones en busca de un débil destello o algún reflejo de la brillante
iluminación que había dejado en la biblioteca. Tras un rato, creyó detectar un
barrunto de luz infinitamente lejos, y reptó hacia allí con agónica precaución,
sobre manos y rodillas, entre el hedor y los aullidos, siempre tanteando
delante, para evitar toparse con las numerosas y grandes columnas, o caer en
ese abominable pozo que había destapado.
En una ocasión sus dedos temblorosos tocaron algo que, comprendió, eran
los peldaños que llevaban a ese infernal altar, y se alejó espantado. Otra vez
encontró la laja perforada que había desplazado y sus precauciones se
volvieron casi penosas. Pero no llegó a encontrar la espantosa abertura
misma, y no era cuestión de ponerse a buscarla. Lo que había abajo ni
produjo un sonido ni se movió. Evidentemente, perder la linterna caída no le
había sentado bien. Cada vez que sus dedos tocaban una losa perforada se
ponía a temblar. Al pasar por encima de vez en cuando incrementaba el
griterío de debajo, pero lo normal es que no produjese ningún efecto, ya que
se movía muy sigilosamente. Varias veces, durante su avance, el resplandor
de delante disminuyó de forma perceptible y comprendió que las diversas
lámparas y velas encendidas debían estar apagándose una a una. La idea de
encontrarse perdido, en completa oscuridad y sin cerillas, en mitad de ese
mundo subterráneo de laberintos de pesadilla, lo empujó a ponerse en pie y
correr, ya que sabía con certeza que había rebasado el pozo abierto y que,
cuando la luz fallase, su única esperanza de rescate y supervivencia estaría en
el grupo de búsqueda que el señor Ward mandaría tras no verlo durante un
cierto lapso de tiempo. Sin embargo, logró emerger del ancho espacio al más
estrecho corredor y enseguida localizó el resplandor procedente de una puerta
a la derecha. Rápidamente llegó a ésta y se encontró, una vez más, en la
biblioteca secreta del joven Ward, temblando de alivio y observando el
chisporroteo de la última lámpara que le había llevado a la seguridad.

Un instante después estaba llenando a toda prisa, con un recipiente de


petróleo, las lámparas apagadas y, cuando la habitación brilló de nuevo, miró
alrededor en busca de una linterna que le sirviese para una nueva exploración.
Porque, aunque golpeado por el horror, su hosco propósito era aún mayor y
estaba firmemente decidido a no dejar piedra sobre piedra en la búsqueda de
las odiosas verdades que pudieran estar tras la extravagante locura de Charles
Ward. No encontrando una linterna, eligió la más pequeña de las lámparas y
se llenó los bolsillos con velas y cerillas, llevándose consigo una lata de
petróleo, que se proponía usar como reserva en cualquier oculto laboratorio
que pudiera descubrir más allá de la terrible sala con su sucio altar y sus
indescriptibles pozos tapados. Atravesar de nuevo ese espacio requería toda
su fortaleza, pero sabía que debía hacerse. Afortunadamente, ni el espantoso
altar ni el pozo abierto estaban cerca de los inmensos muros horadados por
celdas que rodeaban la caverna, y cuyos negros y misteriosos arcos debían ser
la primera meta de una búsqueda lógica.
De esta forma, Willett volvió a la gran estancia de columnas, con sus
aullidos angustiosos y aterradores, girando su lámpara para permitirse una
ojeada de lejos al infernal altar, o al abierto pozo con la losa horadada al lado.
La mayoría de los arcos desembocaban simplemente en pequeñas estancias,
algunas vacías y otras usadas, evidentemente, a modo de almacenes; y en
algunas vio curiosas acumulaciones de objetos varios. Una estaba llena de
podridos y polvorientos fardos de ropas desechadas, y el explorador se
estremeció al constatar que eran ropas de siglo y medio antes. En otra
estancia encontró numerosas piezas de ropa moderna, como si se estuviera
haciendo provisión gradual para equipar a gran número de hombres. Pero lo
que más le desagradó de todo fueron las inmensas cubas de cobre que
aparecían de vez en cuando; ellas y sus siniestras incrustaciones. Le gustaban
aún menos que los boles de plomo, extrañamente adornados, cuyos bordes
retenían depósitos tan nocivos y tan repelentes olores que eran perceptibles
incluso sobre el hedor general de la cripta. Cuando había completado
alrededor de la mitad de todo el circuito del muro, descubrió otro corredor
como por el que había llegado, con multitud de puertas a los lados. Procedió
a investigarlo, y, tras entrar en tres habitaciones de medio tamaño que no
contenían nada de especial relevancia, llegó al cabo a una estancia grande y
elíptica cuyas cubetas y mesas, muebles e instrumentos modernos,
ocasionales libros e interminables estantes, llenos de jarras y botellas, lo
proclamaban como el tan cacareado laboratorio del Charles Ward... y, sin
duda, del viejo Joseph Curwen antes que él.
Tras encender tres lámparas, que encontró llenas y listas, el doctor Willett
procedió a examinar el lugar y todos su contenidos con el mayor interés,
descubriendo, por las cantidades relativas de los reactivos de los estantes, que
el interés dominante del joven Ward debía haber sido alguna rama de la
química orgánica. Pero poco pudo aprender del instrumental científico, que
incluía una rústica mesa de disección; así que aquella estancia resultó
bastante decepcionante. Entre los libros había una maltratada copia del libro
de Borellus en letras góticas, y era extraño notar que Ward había subrayado
las mismas páginas que tanto habían turbado al buen señor Merritt en la
granja de Curwen, hacía más de siglo y medio. La vieja copia, desde luego,
debía haber desaparecido con el resto de la biblioteca ocultista de Curwen
durante el ataque final. Tres arcos se abrían en el laboratorio, y el doctor los
fue explorando por turno. En una rápida inspección vio que dos de ellos
llevaban simplemente a pequeños almacenes; pero los examinó con cuidado,
fijándose en las pilas de ataúdes en diversos estados de conservación y
estremeciéndose con violencia dos o tres veces al leer las pocas placas que
pudo descifrar. Había también muchas ropas almacenadas en esas estancias, y
algunas cajas nuevas, firmemente cerradas con clavos, que no se detuvo a
investigar. Lo más interesante de todo, quizá, eran algunos extraños restos
que supuso debían ser fragmentos del equipo de laboratorio del viejo Joseph
Curwen. Habían sido maltratados por los invasores, pero aún eran
parcialmente reconocibles como parte de la parafernalia química del periodo
georgiano.
El tercer arco se abría a una estancia de buen tamaño, enteramente llena
de baldas y con una mesa en el centro sobre la que había dos lámparas.
Willett las encendió, y a su resplandor brillante estudió las inacabables
estanterías que lo rodeaban. Algunos de los niveles superiores estaban
completamente vacíos, pero la mayor parte del espacio estaba repleto de
jarras de plomo de aspecto extraño y dos tipos distintos; unas eran altas y sin
asas, como el lekythoi griego, y las otras eran proporcionadas y con un asa,
como las jarras tipo faleron. Todas tenían tapones metálicos y estaban
cubiertas de bajorrelieves representando símbolos de los más peculiares. En
cierto momento, el doctor se percató de que tales jarras estaban clasificadas
con suma rigidez; todos los lekythoi estaban a un lado, con un gran letrero de
madera encima que decía «Custodios», y todos los faleron al otro,
correspondientemente etiquetados con un cartel que decía «Materia». Cada
jarra o vasija, excepto algunas en los estantes superiores, que parecían vacías,
tenía una etiqueta con un número que, aparentemente, remitía a un catálogo,
y Willett se decidió a buscar sin demora este último. Por un momento, sin
embargo, estuvo más interesado por la naturaleza de los contenidos, y
experimentalmente abrió alguno de los leky thoi y faleron al azar para hacerse
una idea general de lo que había dentro. El resultado fue siempre el mismo.
Ambos tipos de jarra contenían una pequeña cantidad de una misma
sustancia: un fino polvo de muy pequeño peso y muchas variantes de un
mismo color desvaído y neutro. Respecto a los colores, que eran la única
diferencia, no había metodología aparente de disposición y no se distinguía
entre el contenido de un lekythoi y un faleron. Un polvo gris azulado podía
estar junto a uno blanco rosado, y uno de faleron podía tener exacta
contrapartida en un lekythoi. La característica más señera de ese polvo era su
no adherencia. Willett vertió un poco en su mano, y al devolverlo a la jarra
advirtió que no quedaba resto alguno en su palma.
Lo desconcertaba el significado de los dos carteles, y se preguntaba por
qué ese grupo de compuestos estaba separado tan radicalmente de los que se
hallaban en las jarras de cristal del laboratorio; Custodios y Materia eran las
formas latinas para guardianes y materiales, respectivamente... y entonces, de
golpe, le vino a la memoria algo relacionado con guardianes, en conexión con
ese espantoso misterio. Era, claro, la reciente carta al doctor Allen, remitida
por ese que decía ser el viejo Edward Hutchinson, y la frase decía: «No es
necesario mantener los Guardias en Forma y tener necesidad de tantos
alimentos, además de que pueden ser encontrados en caso de que haya
problemas, como usted sabe muy bien». ¿Qué significaba eso? Pero, un
momento, ¿no había otra referencia a guardianes en todo este asunto que
había recordado al leer la carta de Hutchinson? En los días en que no ocultaba
todo, Ward le había comentado que el diario de Eleazar Smith registraba el
espionaje de Smith y Weeden a la granja de Curwen, y en esa espantosa
crónica había una mención a conversaciones oídas antes de que el viejo mago
se escondiese bajo tierra. Eran, según insistían Smith y Weeden, terribles
coloquios en los que intervenía Curwen, ciertos cautivos y los guardianes de
esos cautivos. Tales guardianes, según Hutchinson o su avatar, tenían
necesidad de alimentos, por lo que ahora el doctor Allen no los guardaba en
cuerpo. Y si no era en cuerpo, cómo si no excepto en forma de esas sales a
las que la banda de ese mago parecía resuelta a reducir a cuantos cuerpos o
esqueletos pudiese?
¿Así que eso era lo que contenían los lekythoi, el monstruoso fruto de
impíos ritos y excavaciones; presumiblemente convencidos u obligados a la
obediencia y a ayudar cada vez que se les convocase mediante algún hechizo
infernal, a defender a su blasfemo amo o a interrogar a esos que no deseaban
responder? Willett se estremeció al pensar en lo que había tenido en la mano
y por un instante tuvo el impulso de huir, lleno de pánico, de esas cavernas de
odiosas estanterías, con sus silenciosos y quizá vigilantes centinelas. Luego
pensó en «Materia»... la miríada de jarras faleron que había al otro lado del
cuarto. Sales también... y si no eran las sales de guardianes, entonces, ¿qué
eran? ¡Dios Bendito! ¿Sería posible que allí estuviesen los restos mortales de
la mitad de los grandes pensadores de todas las épocas; arrancados, por estos
increíbles gules, de las criptas donde el mundo los creía seguros; sujetos a la
llamada y las exigencias de locos que querían arrebatarles su conocimiento
para algún extraño propósito, cuyos efectos últimos podían, tal como el pobre
Charles había insinuado en su frenética nota, alcanzar a «toda la civilización,
el orden natural, quizá incluso el destino del sistema solar y el universo»? ¡Y
Marinus Bicknell Willett había tenido su polvo en las manos!
Entonces reparó en una pequeña puerta, en el extremo más alejado de la
estancia, y se calmó lo bastante como para aproximarse y examinar el tosco
letrero cincelado encima. Era sólo un símbolo, pero estaba lleno de un vago
temor espiritual, ya que un morboso y soñador amigo suyo lo había dibujado
una vez en papel y le había hablado algo sobre lo que significaba en los
oscuros abismos del sueño. Era el signo de Koth, que los soñadores ven
fijado sobre el umbral de cierta torre negra que se alza solitaria en el
crepúsculo... y a Willett no le gustaba lo que Randolph Carter le había
contado acerca de sus poderes. Pero un momento más tarde olvidó el signo al
reconocer un nuevo olor acre en el aire hediondo. Era más un olor químico
que animal, y llegaba, sin duda, de la estancia detrás de la puerta. Y era,
indiscutiblemente, el olor que saturaba las ropas de Charles Ward el día en
que se lo llevaron los doctores. ¿De modo que era ahí donde se hallaba en el
momento de la llamada final? Era más listo que el viejo Joseph Curwen, ya
que no había opuesto resistencia. Willett, audazmente determinado a desvelar
cada prodigio y pesadilla que este mundo inferior pudiera contener, tomó la
lámpara pequeña y cruzó el umbral. Lo alcanzó una ola de indescriptible
espanto, pero no cedió ni se detuvo como le pedía la intuición. No había nada
vivo allí que pudiera dañarlo, y él no podía seguir sin saber qué era la nube
espantosa que pendía sobre su paciente.
La estancia más allá de la puerta era de mediano tamaño y no tenía otros
muebles que una mesa, una sola silla y dos grupos de curiosas máquinas,
dotadas de ruedas y abrazaderas, que Willett reconoció al cabo de un
momento como instrumentos medievales de tortura. A un lado de la puerta
había un grupo de crueles látigos, y encima de ellos, en baldas, hileras de
copas bajas con pie de plomo, de una forma parecido a los kylikes griegos. Al
otro lado estaba la mesa, con una potente lámpara, papel y pluma, y dos de
los cerrados lekythoi de las estanterías de fuera colocados de mala manera,
como si su emplazamiento fuera temporal o hubiera sido hecho
apresuradamente. Willett encendió la lámpara y leyó cuidadosamente el
papel, para ver qué notas podía estar tomando el joven Ward cuando lo
interrumpieron, pero no encontró nada más inteligible que los deslavazados
fragmentos de la caligrafía de Curwen que siguen, y que no arrojaron más luz
al asunto:
B. No lo hizo. Escapó a través de los muros y encontró un lugar abajo.
Vi al viejo W. Recitó el Sabaoth y aprendí a hacerlo.
Grité tres veces Yog-Sothoth y al día siguiente quedó libre.
F. tiene que deshacerse de todo lo que sabe acerca de cómo levantar a esos que
son del Exterior.

Cuando la potente luz de la lámpara alumbró toda la estancia, el doctor


vio que el muro opuesto a la puerta, entre dos grupos de aparatos de tortura
ubicados en las esquinas, había escarpias de las que colgaba un grupo de
túnicas de aspecto informe y color blanco amarillento. Pero lo más
interesante eran los dos muros vacíos, ambos espesamente cubiertos de
símbolos místicos y fórmulas toscamente cinceladas en la lisa pared. El suelo
húmedo también tenía marcas de tallas, y, con poca dificultad, Willett
descifró un inmenso pentagrama en el centro, y círculos de un metro de
ancho a medio camino entre éste y cada esquina. En uno de esos cuatro
círculos, cerca de donde alguien había arrojado descuidadamente una túnica
amarillenta, había un chato kylix de la clase que ocupaba los estantes sobre el
grupo de látigos; y, justo fuera de la periferia, había una de las jarras faleron
de la otra habitación, etiquetada con el número 118. Estaba destapada y, al
examinarla, vio que estaba vacía; pero el explorador vio, con un
estremecimiento, que no pasaba lo mismo con el kylix. En su interior poco
profundo, y aún dentro gracias a que no había corrientes de aire en esa asilada
caverna, había un pequeño montón de eflorescente polvo seco, ligeramente
verdoso, que debía haber estado en la jarra, y Willett casi se tambaleó ante las
implicaciones del asunto, relacionando poco a poco los diversos elementos y
antecedentes del lugar. Los látigos e instrumentos de tortura, el polvo o sales
de la jarra de «Materia», los dos lekythoi procedentes del estante de
«Custodios», las túnicas, las fórmulas en los muros, las anotaciones en el
papel, las insinuaciones de las cartas y los rumores, y el millar de barruntos,
dudas y suposiciones que habían llegado a atormentar a los amigos y padres
de Charles Ward... todo eso sumió al doctor en una marejada de espanto,
mientras contemplaba el seco polvo grisáceo del kylix con pedestal de plomo
depositado en el suelo.
Con un esfuerzo, no obstante, Willett se obligó a adelantarse y comenzó a
estudiar las fórmulas cinceladas en los muros. Las letras manchadas y con
incrustaciones, sin duda, habían sido talladas en época de Joseph Curwen, y
su texto era de la clase que resultaría vagamente familiar a uno que hubiera
leído mucho del material de Curwen o profundizado en grado sumo en la
historia de la magia. En uno de ellos reconoció lo que la señora Ward había
oído cantar a su hijo aquel ominoso Viernes Santo, un año antes, y a la que
un experto consideraba una invocación, especialmente terrible, dirigida a
secretos dioses que no pertenecen a las esferas normales. No estaba ahí tal
como la señora Ward la había asentado en su memoria, ni tampoco como se
la había mostrado aquel erudito, procedente de las prohibidas páginas de
Eliphas Levi, pero era inconfundi blemente la misma, y palabras tales como
Sabaoth, Metratón, Almonsín y Zariatnatmik provocaron un estremecimiento
de espanto en un buscador que había visto y sentido tanta abominación al
alcance de la mano.
Esto estaba a la izquierda según entraba uno en la estancia. El muro de la
derecha no estaba menos profusamente tallado, y Willett sintió un roce de
reconocimiento al llegar al par de fórmulas tan frecuentemente consignadas
en las notas más recientes de la biblioteca. Eran, hablando en términos
generales, las mismas; con los antiguos símbolos de caput draconis y cauda
draconis encabezándolas, como en el fajo de notas de Ward. Pero la
formulación difería en forma extraña de las versiones modernas, como si el
viejo Curwen tuviera grafías distintas para consignar sonidos, o como si en
posteriores estudios hubiera desarrollado variantes más perfectas y poderosas
de las mismas invocaciones. El doctor trató de cotejar la versión cincelada
con la que aún se repetía persistentemente en su memoria, y encontró difícil
el hacerlo. Donde el escrito memorizado comenzaba Y’ai ‘ng’ngah, Yog-
Sothoth, este epigrama comenzaba con Aye, engengah, Yogge-Sothotha, lo
que a él le interfería seriamente en el silabeo de la segunda palabra.
Enraizado como estaba el último texto en su mente, la discrepancia lo
perturbó y se encontró a sí mismo cantando en alto la primera de las
fórmulas, en un esfuerzo para amoldar los sonidos, tal como él los concebía,
con las letras cinceladas. Su voz se alzó extraña y amenazadora en ese abismo
de antigua blasfemia; con sus acentos desafinados cayendo a un canturreo
monótono que se imponía al ensalmo del pasado y lo desconocido, tanto
como al infernal ejemplo de aquel amortiguado e impío aullido de los pozos,
cuyas inhumanas cadencias subían y bajaban rítmicamente a lo lejos a través
del hedor y la oscuridad.
«¡Y’AI ‘NG’NGAH,
YOG-SOTHOTH
H’EE-L’GEB
F’AI THRODOG
UAAAH!»

¿Pero por qué se había alzado ese frío viento como en respuesta a la
invocación? Las lámparas chisporroteaban penosamente y el resplandor
menguó tanto que las letras del muro casi no podían ni verse. Había humo,
también, y un olor acre que casi se imponía al hedor de los lejanos pozos; un
olor como ese que oliera antes, aunque infinitamente más fuerte y lacerante.
Abandonó las inscripciones para volver los ojos a la estancia con sus
extravagantes contenidos, y vio que el kylix del suelo, el que contuviera
aquel ominoso polvo eflorescente, estaba emitiendo una nube de espeso
vapor negro verdoso, de sorprendente tamaño y opacidad. ¡Por Dios... ese
polvo! Procedía del estante de «Materia»... ¿Qué estaba sucediendo y qué lo
había desencadenado? La fórmula que había estado cantando... la primera de
las dos... caput draconis, el nodo ascendente... Dios Bendito, ¿sería posible
que...?
El doctor se tambaleó, y por su cabeza pasaron fragmentos extrañamente
dispersos de cuanto había visto, oído y leído acerca del espantoso caso de
Joseph Curwen y Charles Dexter Ward. «Se lo digo de nuevo, no convoque a
nada que no pueda dominar... tenga las Palabras siempre a mano, y no se
recate cuando tenga alguna duda de lo que ha convocado... Tres
conversaciones con lo que había dentro enterrado...» ¿Por todos los cielos,
qué es esa forma entre el humo que se disipa?
5

Marinus Bicknell Willett no espera que parte alguna de su historia sea


creída por nadie, excepto por algunos amigos íntimos; así que no ha hecho
amago de contarla más allá de su círcu lo más cercano. Sólo unos pocos
extraños la han escuchado y repetido, y la mayoría de esos se burlan,
recalcando que, sin duda, el doctor ya chochea. Le han recomendado tomar
unas largas vacaciones y evitar en el futuro casos que tengan que ver con
perturbaciones mentales. Pero el señor Ward sabe que el viejo médico cuenta
una horrible verdad. ¿O no vio él mismo la hedionda abertura en el sótano del
chalé? ¿No le envió Willett estremecido y enfermo a su casa esa mañana de
portentos? ¿No estuvo telefoneando en vano al doctor esa misma tarde, y de
nuevo al día siguiente, y no fue en coche al chalé, ese mediodía, para
encontrar a su amigo inconsciente, aunque ileso, en una de las camas de
arriba? Willett respiraba ruidosamente y abrió lentamente los ojos cuando el
señor Ward le dio un sorbo del brandy que llevaba en el coche. Entonces,
estremeciéndose, gritó: Esa barba... esos ojos... ¿Por Dios, quién es usted?
Algo muy extraño de decir a un pulcro y rasurado caballero de ojos azules al
que había conocido desde la infancia.
En la brillante luz solar del mediodía la casa estaba como la mañana
anterior. Las ropas de Willett no presentaban más desarreglos que algunas
manchas y rotos en las rodillas, y sólo un débil olor acre recordaba al señor
Ward lo que había olido en su hijo el día que se lo llevaron al hospital.
Faltaba la linterna del doctor, aunque ahí estaba su maleta, tan vacía como
cuando la trajo. Antes de dar ninguna explicación, y obviamente con un gran
esfuerzo moral, Willett bajó tambaleándose mareado al sótano a comprobar
esa espantosa plataforma entre las pilas. Estaba cerrada. Yendo hacia donde
había dejado, sin usar, su cartera de herramientas, sacó un cincel y comenzó a
apalancar las tenaces planchas, una por una. Debajo, el liso cemento era aún
visible, pero no consiguió ningún atisbo de abertura o perforación. Nada se
abrió esta vez para enfermar al desorientado padre, que había bajado detrás
del doctor; ningún pozo hediondo, ni mundo de horrores subterráneos, ni
biblioteca secreta, ni documentación de Curwen, ni pozos de pesadilla, llenos
de hedor y aullidos, ni laboratorio, estantes o fórmulas cinceladas; no... el
doctor Willett empalideció y se apoyó en el hombre más joven.
—Ayer —preguntó débilmente—. ¿Lo vio... lo olió? —Y cuando el señor
Ward, también petrificado de miedo y asombro, reunió fuerzas para asentir, el
médico hizo un sonido que era mitad un suspiro y mitad un boqueo, y
cabeceó a su vez—. Entonces puedo contárselo.
Durante una hora, en una soleada estancia de arriba, el médico susurró su
espantosa historia al asombrado padre. No había nada que contar después de
la aparición de esa forma cuando el vapor negro verdoso del kylix
desapareció, y Willett estaba demasiado cansado para preguntarse a sí mismo
qué había sucedido. Habría sido fútil y desconcertantemente enloquecedor
para ambos hombres, y el señor Ward apuntó una apagada sugerencia.
—¿Cree que serviría de algo excavar?
El doctor guardó silencio, ya que resultaba difícil para un hombre el
responder cuando los poderes de desconocidas esferas habían invadido tan
avasalladoramente este lado del Gran Abismo.
—¿Pero dónde puede haber ido? —preguntó de nuevo el señor Ward—.
Alguien le trajo a usted aquí, ¿no? Y selló luego el agujero de alguna forma.
De nuevo, Willett dio la callada por respuesta.
Pero, al cabo, aquello no fue el final del asunto. Buscando su pañuelo,
antes de levantarse e irse, los dedos del doctor Willett toparon con un pedazo
de papel en el bolsillo; un papel que antes no estaba, y que iba acompañado
de las velas y cerillas que cogiera en la cripta desaparecida. Era una hoja
común, arrancada de un bloc barato, en esa fabulosa estancia de horror
subterráneo, y en ella habían escrito con un lápiz ordinario... sin duda, el que
estaba junto al bloc. Estaba doblado al descuido y, aparte del débil olor acre
de la misteriosa estancia, no lucía otras impresiones o marcas que aquel
escrito. Pero era el propio texto, de hecho, lo que apestaba a prodigio; ya que
no era escritura procedente de ninguna edad saludable, sino laboriosos trazos
de oscuridad medieval, apenas legibles para los profanos que ahora la
contemplaban, aunque mostrando combinaciones de símbolos que parecían
vagamente familiares. El mensaje, someramente garabateado, era el que
sigue, y su misterio puso alas en los pies de la asustada pareja, que se
apresuró a volver al coche de Ward y dar orden de ir primero a un restaurante
tranquilo y luego a la Biblioteca John Hay en la colina.
En la biblioteca fue fácil encontrar buenos manuales de paleografía, y los
dos hombres se aplicaron con su ayuda hasta que las luces de la tarde
brillaron en la gran araña central. Al final, encontraron lo que buscaban. Las
letras no eran ninguna invención fantástica, sino la escritura normal de un
periodo sumamente oscuro. Eran las puntiagudas minúsculas sajonas de los
siglos VIII y IX d. de C., y evocaban los recuerdos de un tiempo rudo,
cuando, bajo el barniz de un nuevo cristianismo, aún subsistían viejas
creencias y antiguos ritos, y la pálida luna de Britania a veces contemplaba
extraños sucesos en las ruinas romanas de Caerleon y Exham, y en las torres
a lo largo del arruinado muro de Adriano. Las palabras estaban en un latín
propio de una edad bárbara:
Corvinus necandus est. Cadaver aq(ua) forti dissolvendum, nec aliq(ui)d
retinendum. Tace ut potes. Que toscamente podría traducirse como: Curwen
debe ser muerto. El cuerpo debe ser disuelto en aguafuerte, no debe quedar
nada. Calla cuanto sea posible.
Willett y el señor Ward se quedaron mudos y desconcertados. Habían
topado con lo desconocido y descubierto que carecían de emociones para
reaccionar como, vagamente, creían que debían. Willett, especialmente, había
agotado su capacidad de espantarse y ambos hombres se quedaron sentados,
silenciosos y desvalidos, hasta que el cierre de la biblioteca los obligó a
marcharse. Se dirigieron alicaídos hacia la mansión Ward, en Prospect Street,
y hablaron de naderías durante toda la noche. El doctor se durmió al llegar la
mañana, pero no se fue a casa. Y aún estaba allí el domingo al mediodía
cuando llamaron por teléfono los detectives encargados de buscar al doctor
Allen.
El señor Ward, que paseaba nerviosamente en batín, respondió en persona
a la llamada, y, en cuanto supo que su informe estaba casi listo, indicó a los
hombres que se pasasen a primera hora de la mañana. Tanto Willett como él
se alegraron de que esa fase del asunto estuviera tomando cuerpo, porque
parecía cierto que, cualquiera que fuese el origen del extraño mensaje, el
«Curwen» a destruir no podía ser otro que aquel hombre de barba, gafas y
acento extranjero. Charles había temido a ese hombre y dejado dicho en la
frenética nota que debía ser muerto y disuelto en ácido. Allen, además, había
estado recibiendo cartas de extraños magos europeos a nombre de Curwen y,
sin duda, se consideraba a sí mismo como un avatar del difunto nigromante.
Y ahora, de una nueva y desconocida fuente, había llegado un mensaje de que
ese «Curwen» debía ser muerto y disuelto en ácido. La relación estaba
demasiado clara para ser ilusoria, y además, ¿no planeaba Allen matar al
joven Ward siguiendo la recomendación de la criatura llamada Hutchinson?
Por supuesto, la carta nunca había llegado al barbudo extranjero, pero, de su
contenido, se colegía que Allen había hecho ya planes para entendérselas con
el joven, si éste se mostraba aún más «remilgado». Sin duda, había que
neutralizar a Allen y, aunque no se tomasen medidas drásticas, había que
quitarlo de la circulación, para impedir que causase daño a Charles Ward.
Esa tarde, esperando obtener de alguna forma un atisbo de información
acerca de aquellos profundos misterios al único capaz de suministrárselos, el
padre y el doctor fueron a la bahía a hablar con el joven Charles en el
hospital. Con sencillez y gravedad, Willett le informó de lo que había
encontrado, y, viendo la palidez del otro, se convenció de lo real de su
descubrimiento. El médico empleó tanto dramatismo como pudo, esperando
un gesto de dolor por parte de Charles al hablar de los pozos cubiertos y los
indescriptibles híbridos de su interior. Pero no hubo tal gesto por parte de
Ward. Willett se detuvo entonces, y su voz se tiñó de indignación al hablar de
los aullidos que lanzaban los seres. Tachó de monstruo inhumano al joven y
se estremeció cuando el otro soltó una risa por toda respuesta. Ya que
Charles, abandonando la pretensión de que no existía tal cripta, pareció
encontrar alguna espantosa diversión en todo el asunto y cloqueó roncamente
con algo que le hacía mucha gracia. Luego susurró, con tonos que eran
doblemente terribles debido a la voz cascada que empleaba.
—¡Malditos sean; comen, aunque no necesitan hacerlo! ¡Eso es lo más
raro! ¿Un mes, dice, sin alimento! ¡No tire tan por lo bajo! ¡No se enteraron,
y esa es la gracia con el pobre y viejo Whipple y toda su virtuosa
fanfarronería! ¿No quería destruirlo todo? Pero el maldito estaba ensordecido
por los ruidos del exterior y no vio ni oyó nada de los pozos! ¡Nunca llegó a
soñar que estaban allí! ¡Pero que el diablo se las lleve; esas malditas cosas
han estado aullando ahí desde que desapareció Curwen, desde hace ciento
cincuenta y siete años!
Pero Willett no pudo sacar más al joven. Horrorizado, casi contra su
voluntad, continuó su historia, con la esperanza de que algún incidente
pudiera arrancar a su oyente de la loca compostura que mantenía. Mirando al
rostro del joven, el doctor no pudo dejar de sentir una especie de terror ante
los cambios que los últimos meses habían provocado. En verdad, el chico
había invocado indescriptibles horrores de los cielos. Cuando mencionó la
estancia con la fórmula y el polvo verdoso, Charles mostró los primeros
signos de animación. Una expresión burlona surgió en su rostro al escuchar lo
que Willett había leído en las hojas y aventuró una débil suposición sobre que
esas notas eran viejas, ininteligibles para nadie que no estuviera
profundamente iniciado en la historia de la magia.
—Pero —añadió—, de haber sabido usted las palabras para invocar al que
yo tenía en la copa, no estaría aquí hablando conmigo. Era el número 118, y
creo que se hubiera quedado de piedra de haber mirado en el catálogo de la
otra habitación. Nunca lo había convocado, aunque pensaba hacerlo justo el
día en que me invitaron a partir.
Entonces Willett le habló de la fórmula que había pronunciado y del humo
verdoso que se alzó, y, al hacerlo, vio por primera vez aparecer verdadero
miedo en la cara de Charles Ward.
—Acudió, ¿y está usted vivo?
Mientras Ward graznaba esas palabras, su voz pareció librarse de sus
trabas y hundirse en cavernosos abismos de extraordinaria resonancia.
Willett, dejándose llevar por una súbita inspiración, creyó entender lo que
sucedía y, en su respuesta, introdujo un párrafo que recordaba de cierta carta.
—No. ¿El 118 dice usted? Bueno, no olvide que las lápidas están
cambiadas en nueve de cada diez cementerios. ¡Uno nunca puede estar
seguro hasta que hace la prueba!
Entonces, sin previo aviso, extrajo el mensaje en minúsculas y lo puso
ante los ojos del paciente. No podría haber esperado un resultado más
espectacular, ya que Charles Ward cayó desmayado.
Toda esta conversación, por supuesto, se llevó en el mayor de los secretos,
no fuera que los alienistas acusaran al padre y al médico de empujar a un loco
a sus delirios. Sin ayuda de nadie, el doctor Willett y el señor Ward
levantaron al joven desvanecido y lo tendieron en un diván. Al revivir, el
paciente musitaba constantemente sobre un aviso que tenía que mandar de
inmediato a Orne y Hutchinson; así pues, cuando pareció volver
completamente en sí, el doctor le informó de que al menos una de aquellas
extrañas criaturas era su enemiga y había aconsejado al doctor Allen su
asesinato. Esta revelación no produjo ningún efecto visible y, ya antes de eso,
estaba claro para los visitantes que su anfitrión tenía todo el aspecto de un
hombre acosado. Después de eso no habló más; así que Willett y el padre se
marcharon, dejando una advertencia contra el barbudo Allen, a lo que el
joven sólo replicó que no había que temer nada de aquel individuo, puesto
que no estaba en condiciones de dañar a nadie, aunque lo desease. Esto
último lo dijo casi con una maligna risita, sumamente penosa de escuchar. No
les preocupaban los contactos que Charles pudiera mantener con aquel
monstruoso par de Europa, ya que ellos sabían que las autoridades del
hospital pasaban todo el correo por una censura y no darían curso a cartas
extrañas o de mal aspecto.
Hubo, eso sí, un curioso hecho derivado del asunto de Orne y Hutchinson,
en el cual estaban ambos implicados. Movido por algún vago presentimiento,
entre los horrores de ese periodo, Willett contrató con una oficina de recortes
de prensa internacional el envío de artículos sobre crímenes y accidentes
notables en Praga y el este de Transilvania, y, al cabo de seis meses, creyó
haber encontrado dos sucesos sumamente significativos entre los múltiples
recortes que recibía y traducía. Uno era el total hundimiento, una noche, de
una casa en el barrio más viejo de Praga y la desaparición de un maligno
viejo llamado Josef Nadek, que había vivido solo allí desde hacía más tiempo
del que nadie podía recordar. El otro era una titánica explosión en las
montañas de Transilvania, al este de Rakus, y la total desaparición del
malhadado castillo Ferenczy, de cuyo amo hablaban muy mal todos los
campesinos y soldados, hasta el punto de que Bucarest, de no mediar ese
incidente, iba a rea lizar una investigación para acabar con algo que
desbordaba la memoria de todos. Willett sostiene que la mano que escribió
esa nota en minúsculas es capaz de empuñar armas más fuertes que las
conocidas, y que mientras que Curwen se lo dejaban a ellos, el que escribió
aquello se había ocupado de Orne y Hutchinson. Respecto a lo que fue de
ambos, el doctor hace cuanto es posible para no pensar en ello.

6
A la mañana siguiente el doctor Willett corrió a la casa Ward para estar
presente cuando llegasen los detectives. Pensaba que la destrucción o prisión
de Allen —o de Curwen, si uno quería creer en su tácita reclamación de ser
su avatar— debía ser realizada a toda costa, y comunicó esa convicción al
señor Ward, mientras esperaban la llegada de los hombres. Estaban en la
planta baja, dado que las partes altas estaban comenzando a ser evitadas por
culpa de un peculiar hedor que parecía haberse instalado allí; un hedor que
los viejos servidores conectaban con el desaparecido retrato de Curwen.
Los tres detectives se presentaron a las nueve en punto y, de inmediato,
dieron su informe. Por desgracia, no habían podido localizar al mulato Tony
Brava como había sido su deseo, ni hallado la menor pista sobre la suerte del
doctor Allen o su paradero actual, pero se las habían arreglado para reunir un
número considerable de opiniones y anécdotas acerca del reservado
extranjero. Allen había dado la impresión a la gente de Pawtuxet de ser
vagamente antinatural, y había una creencia muy extendida de que su tupida
barba era falsa... una idea que parecía corroborar el hecho de que se había
hallado una barba postiza, junto a un par de gafas oscuras, en su cuarto de la
fatídica casa. Su voz, como bien podía atestiguar el señor Ward por la única
conversación telefónica que habían mantenido, tenía una profundidad y
resonancia difícil de olvidar, y su mirada resultaba maligna incluso detrás de
sus gafas ahumadas. Un tendero, al cerrar un pedido, había visto una muestra
de su caligrafía y decía que era muy extraña y apretada, lo que se confirmaba
por las herméticas notas manuscritas halladas en su cuarto e identificadas por
el comerciante. Respecto a los rumores sobre el caso de vampirismo del
verano anterior, la mayoría de los chismosos apuntaban a Allen más que a
Ward como el verdadero vampiro. También habían hablado con los agentes
que visitaron la casa tras el desagradable incidente del robo del camión.
Habían encontrado menos siniestro al doctor Allen, aunque lo habían
reconocido como la figura dominante en la extraña casa sombría. El lugar
había estado demasiado oscuro para ver nada con claridad, pero lo
reconocerían de nuevo si lo viesen. Su barba les había parecido extraña, y
pensaban que tenía alguna pequeña cicatriz por encima de las gafas oscuras
sobre el ojo derecho. Como el registro de la habitación de Allen no arrojó
nada definitivo, excepto la barba y las gafas, así como algunas notas con la
escritura apretada que Willett, al punto, reconoció como idéntica a la de los
viejos manuscritos de Curwen y las voluminosas y recientes notas del joven
Ward encontradas en aquellas desaparecidas catacumbas de horror.
El doctor Willett y el señor Ward captaron algo de un profundo, sutil e
insidioso horror cósmico en todo eso, según iba desplegándose gradualmente
ante ellos; y casi temblaron ante el vago y enloquecido pensamiento que
entró simultáneamente en sus cabezas. La barba falsa y las gafas... la prieta
caligrafía de Curwen... el viejo retrato y su pequeña cicatriz... y el joven
trastornado en el hospital, con una cicatriz idéntica... la voz profunda y
hueca del teléfono... ¿no era esa voz la que le venía a la cabeza al señor Ward
cuando su hijo graznaba esos tonos patéticos a los que ahora decía estar
reducido? ¿Quién había visto a Charles y Allen juntos? Sí, los policías los
habían visto una vez, ¿pero quién después de eso? ¿No fue entonces cuando
Allen hizo que Charles perdiera su miedo creciente y comenzara a vivir
exclusivamente en la casa? Curwen... Allen... Ward... ¿En qué blasfema y
abominable fusión se habían visto envueltas dos personas y dos edades? Ese
condenado parecido del retrato con Charles... ¿No solía mirar y mirar, y
seguir al chico, con los ojos, por todo el cuarto? ¿Y por qué tanto Allen como
Charles imitaban la escritura de Joseph Curwen, incluso cuando estaban solos
y relajados? Y luego estaba el espantoso trabajo de esa gente... la perdida
cripta de horrores que había avejentado al doctor de la noche a la mañana; los
hambrientos monstruos en los hediondos pozos; la espantosa fórmula que
había dado indescriptibles frutos; el mensaje en minúsculas encontrado en el
bolsillo de Willett; los documentos y las cartas y toda la cháchara acerca de
tumbas, «sales» y descubrimientos... ¿Adónde llevaba todo eso? Al final, el
señor Ward hizo lo más sensato. Negándose a pensar en lo que hacía, dio a
los detectives un objeto que habían de mostrar a esos tenderos de Pawtuxet
que habían visto al portentoso doctor Allen. Tal objeto no era otra cosa que
una foto de su desgraciado hijo, al que ahora pintó meticulosamente con tinta
un par de pesadas gafas y la barba negra y puntiaguda que los detectives
habían cogido en la habitación de Allen.
Durante dos horas esperó en compañía del doctor en la opresiva casa,
donde el miedo y el miasma aumentaba lentamente, mientras el panel
acechaba y acechaba y acechaba. Luego, volvieron los hombres. Sí. La
fotografía retocada tenía un parecido más que pasable con el doctor Allen.
El señor Ward empalideció y Willett se enjugó la frente, repentinamente
sudorosa, con el pañuelo. Allen... Ward... Curwen... el asunto estaba
comenzando a ser demasiado espantoso como para pensar con coherencia.
¿Qué había invocado el chico, procedente del vacío, y qué le había hecho?
¿Qué había sucedido realmente al final? ¿Quién era ese Allen que había
querido matar a Charles por ser demasiado «remilgado», y por qué su
supuesta víctima decía, en la posdata de su frenética carta, que debía ser
disuelto completamente en ácido? ¿Cuál había sido el cambio y cuándo había
ocurrido? Ese día, cuando recibió la frenética nota... había estado nervioso
por la mañana, y luego algo cambió. Había salido sin ser visto y pasó abierta
y audazmente, al volver, ante los hombres encargados de su custodia. Ahí
tuvo lugar el cambio, cuando estuvo fuera. Pero no... ¿no había gritado lleno
de terror al entrar en su estudio... en esa misma habitación? ¿Qué había
encontrado allí? O, quizá... ¿qué le había encontrado a él allí? Ese simulacro
que entró con audacia, aunque nadie lo había visto salir..., ¿era una sombra
extraña y un horror que había alcanzado a una temblorosa figura que, después
de todo, nunca había salido? ¿No había hablado el mayordomo de extraños
ruidos?
Willett tocó el cordón llamando al hombre y le hizo unas cuantas
preguntas solapadas. Había sido, con seguridad, un mal asunto. Hubo ruidos:
un grito, un estertor, un golpe y una especie de golpeteo, crujido o martilleo,
o algo así. Y el señor Charles no era el mismo cuando salió sin decir palabra.
El mayordomo se estremecía al hablar y olfateaba el pesado aire, que se
movía gracias a alguna corriente que entraba por alguna ventana abierta
arriba. El terror se había asentado definitivamente en la casa y sólo los
detectives eran incapaces de darse plena cuenta. Pero incluso ellos estaban
inquietos, ya que este caso tenía brumosos elementos, entre bambalinas, que
no acababan de gustarles. El doctor Willett estaba pensando rápido y con
intensidad, y sus reflexiones eran de lo más terribles. De vez en cuando
musitaba mientras, en su mente, se hilaba una nueva, anonadante y
crecientemente coherente sarta de sucesos de pesadilla.
Entonces, el señor Ward hizo gesto de que se había acabado la
conferencia, y todos, excepto el doctor, abandonaron el cuarto. Era mediodía,
pero las sombras, como a la caída del sol, parecían envolver a la mansión
embrujada. Willett comenzó a hablar muy seriamente con su anfitrión y le
urgió a dejar en sus manos la pesada tarea de la investigación. Habría,
predijo, ciertos elementos terribles que un amigo podría sobrellevar mejor
que un pariente. Como médico de la familia, debía tener las manos libres, y lo
primero que quería era quedarse a solas, sin ser molestado, en la abandonada
biblioteca, donde el antiguo panel había creado un aura de horror nocivo, más
intenso aún que cuando el rostro de Joseph Curwen miraba taimadamente
desde el panel pintado.
El señor Ward, desconcertado ante esa marea de anormalidades grotescas
e impensables sugestiones de locura que brotaban en torno suyo, sólo pudo
asentir, y, media hora más tarde, el doctor se encerraba en la rehuida
habitación con el panel de Olney Court. El padre, escuchando desde fuera,
oyó sonidos de tanteos, de mover y rebuscar, y finalmente un tirón y un
crujido, como si hubieran abierto la puerta atascada de una alacena. Hubo un
grito sofocado, una especie de resoplido ahogado y el cierre apresurado de lo
que fuere que hubiese sido abierto. Casi enseguida, sonó la llave y Willett
salió, con aspecto ojeroso y horrible, reclamando madera para la chimenea
del muro sur de la estancia. El horno no bastaba, dijo, y la chimenea eléctrica
valía de bien poco. Queriendo y no atreviéndose a preguntar, el señor Ward
dio las órdenes oportunas y un criado acudió con troncos de recio pino,
sobresaltándose cuando olió el malsano aire de la biblioteca al colocarlos en
la rejilla. Mientras tanto, Willett había ido al desmantelado laboratorio y
vuelto a bajar con algunos pocos productos no incluidos en la mudanza del
julio anterior. Estaban en una cesta cubierta, y el señor Ward nunca vio lo
que eran.
Luego, el doctor se encerró de nuevo en la biblioteca, y por las nubes de
humo que pasaron ante las ventanas desde la chimenea supieron que había
encendido el fuego. Más tarde, tras un gran crepitar de periódicos, se oyó de
nuevo el extraño tirón y crujido, seguido de un golpeteo que no gustó nada a
ninguno de los oyentes. Seguidamente se oyeron dos gritos sorprendidos de
Willett y, casi inmediatamente, un siseo indefiniblemente odioso. Por fin,
comenzó a salir de la chimenea un humo muy oscuro y acre, y todos desearon
que la climatología les hubiera ahorrado aquella estremecedora y malsana
inundación de peculiares vapores. La cabeza del señor Ward daba vueltas y
los sirvientes se agruparon en una piña para observar al horrible humo. Tras
una eternidad de espera, los vapores parecieron menguar y se oyó rascar,
barrer y realizar otras operaciones menores en la habitación cerrada. Al fin,
tras el golpazo de la puerta de algún armario, Willett hizo su aparición, pálido
y ojeroso, y llevando consigo la cesta tapada que había cogido del laboratorio
de arriba. Había dejado la ventana abierta, y en esa otrora habitación maldita
entraba un soplo de aire puro y saludable, mezclándose con un extraño y
nuevo olor a desinfectante. Ese antiguo panel aún estaba allí, pero parecía
ahora privado de malignidad, y se alzaba tan calmo y majestuoso en su marco
blanco como si nunca hubiera soportado el retrato de Joseph Curwen. Caía la
noche, aunque esta vez sus sombras no traían un terror latente, sino sólo una
suave melancolía. El doctor nunca contó lo que había hecho. Al señor Ward
le dijo: «No puedo responder a ninguna pregunta, pero sí puedo decir que hay
diferentes tipos de magia. Yo he hecho una gran purificación y, a partir de
ahora, la gente podrá dormir tranquila en esta casa».

Que aquella purificación había sido, para el doctor Willett, una ordalía
casi tan estremecedora como su odioso periplo por la cripta desaparecida, lo
demuestra el hecho de que el envejecido doctor se desplomase apenas llegar a
casa esa noche. Durante tres días descansó en su cuarto, aunque más tarde los
criados murmuraron algo sobre que le habían escuchado salir, pasada la
medianoche del miércoles, cuando abrió y cerró la puerta con fenomenal
cuidado. La imaginación de los criados, por fortuna, era limitada, ya que de
lo contrario hubieran reparado en un artículo del Evening Bulletin del jueves,
que decía lo siguiente.
Los saqueadores de North End vuelven a la carga

Tras un descanso de diez meses, desde la miserable destrucción de la tumba de


Weeden en el cementerio North, un merodeador nocturno fue descubierto esta
madrugada en el mismo cementerio por Robert Hart, el guardián nocturno.
Sucedió al echar un vistazo desde su caseta, hacia las dos de la madrugada. Hart
observó el resplandor de una linterna o lámpara no muy lejos, hacia el noroeste, y
al abrir la puerta vio a un hombre con un azadón, muy claramente perfilado contra
el resplandor de una farola. Echó a correr detrás de él y la figura se escabulló a
toda prisa hacia la entrada principal, alcanzando la calle y perdiéndose entre las
sombras antes de que el guardián pudiera aproximarse o capturarlo.
Como en la primera acción del año pasado, este intruso no ha causado
verdadero daño antes de ser visto. Una porción vacía de la parcela de los Ward
mostraba signos de remoción superficial, pero nada parecido, en tamaño, a una
fosa, y ninguna tumba ha sido dañada.
Hart, que lo único que puede decir del merodeador es que es un hombre bajo,
con barba, se inclina a relacionar los tres incidentes, pero la policía de la Segunda
Comisaría piensa de otra manera, debido a la salvaje naturaleza del segundo
incidente, cuando sacaron un viejo ataúd y destrozaron salvajemente la lápida.
El primero de los incidentes, que se considera un intento frustrado de enterrar
algo, tuvo lugar hace un año, en marzo, y se atribuyó a contrabandistas de alcohol
que buscaban un alijo. Es posible, dice el sargento Riley, que este tercer incidente
sea de similar naturaleza. Los agentes de la Segunda Comisaría están tomando
medidas especiales para capturar a la banda de impíos responsables de estos
repetidos ultrajes.

Durante todo el jueves el doctor Willett reposó, como recuperándose de


algo pasado o haciendo acopio de fuerzas para algo aún por llegar. Por la
tarde escribió una carta al señor Ward, que mandó al día siguiente y que hizo
pensar largo y tendido al aturdido padre. El señor Ward no había sido capaz
de volver a los negocios después del golpe que supusieron aquellos
apabullantes informes del lunes y aquella siniestra «purificación», pero
encontró cierto alivio en la carta del doctor, pese a la desesperanza que
parecía prometer y a los nuevos misterios que parecía aludir.

10 Barnes St.,
Providence, R.I.,
12 de abril de 1928.

Querido Theodore:

Creo que debo mandarte unas palabras antes de lo que voy a hacer
mañana. Voy a poner fin al terrible asunto en el que nos hemos visto
involucrados (ya que creo que ninguna azada podrá nunca alcanzar ese lugar
monstruoso que tú y yo sabemos), pero tengo miedo de que no obtengas paz
y descanso hasta que yo te asegure a ti, expresamente, que esto es, del todo,
el final.
Me has conocido desde que eras un niño, y creo que estarás de acuerdo en
que hay asuntos que es mejor dejar pendientes e inexplorados. Es mejor que
no hagas más especulaciones sobre el caso de Charles, e imperativo que no
cuentes a su madre nada que sobrepase lo que ya sospecha. Cuando te llame
mañana, Charles habrá escapado. Eso es todo lo que necesitas saber. Estaba
loco y huyó. Puedes hablar a su madre, cuidadosa y gradualmente, sobre la
huida del loco, cuando dejes de enviar en su nombre las notas
mecanografiadas. Te insto a unirte a ella en Atlantic City y descansar tú
también. Dios sabe que necesitas reposo después de este golpe, y yo también.
Me iré una temporada al sur a calmarme y recuperarme.
Así que no me preguntes nada cuando vaya a visitarte. Puede que algo
vaya mal, pero entonces no dejaría de avisarte. No creo que suceda. No habrá
que preocuparse más por el tema, ya que Charles estará completamente a
salvo. Está ya ahora más seguro de lo que puedes suponer. No tienes que
temer nada de Allen, ni preocuparte de quién o qué es. Forma parte del
pasado, tanto como el retrato de Joseph Curwen, y, cuando llame a tu puerta,
ten la seguridad de que esa persona ya no existirá. Y el que escribió ese
mensaje en minúsculas nunca te molestará ni os molestará.
Pero debes fortalecerte contra la melancolía, y preparar a tu esposa para lo
mismo. Debo decirte con franqueza que la huida de Charles no significa que
vayas a recuperarlo. Ha sido atacado por un mal muy peculiar, como has
podido ver por los cambios físicos y mentales que sufre, y no debes esperar
verlo de nuevo. Consuélate con el hecho de que nunca fue un malvado, ni
siquiera un loco, sino tan sólo un chico inquieto, estu dioso y curioso, cuyo
amor por el misterio y el pasado fue su perdición. Topó con asuntos que
ningún mortal debe conocer, y alcanzó algo del pasado que nadie debe
alcanzar, y algo surgió de ese pasado para devorarlo.
Y ahora llego a un asunto en el que debo pedirte que confíes plenamente
en mí. Porque no debe haber, de hecho, error en cuanto al destino de Charles.
Dentro de un año puedes, si así lo deseas, inventar un final apropiado, ya que
el chico, para entonces, no estará entre nosotros. Puedes poner una lápida en
tu parcela del cementerio North, exactamente a tres metros al oeste de la de tu
padre y mirando en la misma dirección, que marcará el verdadero lugar de
reposo de tu hijo. No temas que esto sirva para señalar ninguna anomalía o
mutación. Las cenizas de esa tumba serán las de sus propios e inalterados
huesos, las del mismo Charles Dexter Ward cuya inteligencia cultivaste en la
infancia; el mismo Charles con la marca olivácea en la cadera y sin la negra
marca de bruja en su pecho, ni el hoyuelo en la frente. El Charles que nunca
hizo daño a nadie y que habrá pagado sus «remilgos» con la vida.
Es todo. Charles escapará, y dentro de un año podrás poner su lápida. No
me preguntes nada mañana. Y créeme cuando te digo que el honor de tu
familia permanece intacto, y que así ha sido también en el pasado.
Con todo mi afecto, instándote a la fortaleza, calma y resignación, soy
siempre

Tu sincero amigo,
Marinus B. Willett.

Así que, en la mañana del viernes 13 de abril de 1928, Marinus Bicknell


Willett visitó la celda de Charles Dexter Ward en el hospital privado del
doctor Waite, en Conanicut Island. El joven, aunque sin hacer intento de
evitar a su visitante, estaba de un humor sombrío y parecía poco dispuesto
para la conversación que Willett tan obviamente deseaba. El descubrimiento
de la cripta por parte del doctor y su monstruosa expe riencia había creado
una nueva fuente de embarazo, por lo que ambos dudaron perceptiblemente
tras el intercambio de algunas formalidades bastante forzadas. Entonces, un
nuevo elemento de reparo se deslizó entre ellos, cuando Ward pareció leer
tras el rostro del doctor, que era como una máscara, una terrible
determinación que nunca antes había visto. El paciente se encogió, consciente
de que desde la última visita había habido un cambio por el que el solícito
médico de la familia había dado paso a un vengador despiadado e implacable.
Ward se puso blanco de sopetón, y el doctor fue el primero en hablar.
—Ha aparecido algo más —dijo—, y he de advertirle, con la mayor
serenidad, que tenemos que ajustar unas cuentas.
—¿Cavando de nuevo, para encontrar a unas pobres mascotas famélicas?
—fue la irónica respuesta. Era evidente que el joven trataba de mostrarse
duro hasta el final.
—No —replicó con lentitud Willett—; esta vez no he tenido que cavar.
Teníamos hombres buscando al doctor Allen y encontraron la barba postiza y
las gafas en el chalé.
—Excelente —comentó el inquieto anfitrión, en un esfuerzo por ser
insultantemente ingenioso—, y espero que resultasen ser más elegantes que la
barba y las gafas que luce usted.
—A ti te sentarían muy bien —fue la siguiente respuesta del doctor,
sumamente estudiada—. De hecho, creo que ya las has usado.
—¿Y eso es lo que exige tan urgente ajuste de cuentas? ¿Acaso no es útil
para un hombre disfrazarse de vez en cuando?
—No —dijo con gravedad Willett—, vuelves a equivocarte. No es asunto
mío si un hombre tiene una doble personalidad; siempre que ese hombre
tenga derecho a existir y no haya destruido a aquel que lo convocó desde
fuera de nuestro mundo.
Ward, ahora, se sobresaltó violentamente.
—Ya está bien, señor; ¿qué ha encontrado y qué quiere de mí?
El doctor guardó silencio un momento antes de responder, como buscando
las palabras para una respuesta eficaz.
—He encontrado —dijo finalmente— algo en una alacena, tras un antiguo
panel, donde hubo una vez una pintura, y lo he incinerado y dado sepultura
en la tumba que debiera haber sido la de Charles Dexter Ward.
El demente se estremeció y saltó de su silla.
—Condenado seas. ¿A quién se lo has dicho?... ¿Y quién va a creerte
cuando les digas quién era, después de dos meses y conmigo aquí, vivo?
¿Qué es lo que piensas hacer?
Willett, aunque no era alto, pareció asumir una especie de majestad
judicial y acalló al paciente con un gesto.
—No se lo he dicho a nadie. Éste no es un caso común... es una locura
fuera del tiempo y un horror que está más allá de las esferas, y ni policías, ni
abogados, ni tribunal, ni alienistas podrán nunca sondearlo o combatirlo.
Gracias a Dios que aún me queda dentro alguna chispa de imaginación, que
me ha permitido no confundirme respecto a lo que eres. No puedes
engañarme, Joseph Curwen, porque yo sé que tu maldita magia es auténtica.
»Sé cómo has realizado el hechizo que ha sobrevivido a los años,
encadenando a tu doble y descendiente; sé cómo lo sumiste en el pasado y le
hiciste levantarte de tu detestable tumba; sé cómo te mantuvo oculto en su
laboratorio mientras tú estudiabas asuntos modernos y salías como un
vampiro por las noches, y cómo más tarde te mostraste oculto tras gafas y
barba, para que nadie sospechase vuestro impío parecido; y sé lo que
decidiste hacer con él cuando comenzó a poner trabas a tu monstruoso saqueo
a lo largo y ancho del mundo, y a lo que planeabas hacer después, y sé cómo
lo hiciste.
»Te quitaste las gafas y la barba y engañaste a los guardianes que
rodeaban la casa. Ellos creyeron que era él, que volvía, y pensaron que era él,
volviendo a salir, después de que lo hubieras estrangulado y escondido. Pero
no pensaste en la diferencia entre dos mentes. Fuiste tonto, Curwen, al creer
que iba a bastar con el simple parecido. ¿Cómo no reparaste en la forma de
hablar, la voz y la caligrafía? Ya ves, no ha funcionado después de todo. Tú
sabes mejor que yo quién o qué escribió ese mensaje en minúsculas, pero
debo advertirte que no lo escribió en vano. Hay abominaciones y
aberraciones que deben ser aniquiladas, y creo que el que escribió eso se ha
ocupado ya de Orne y Hutchinson. Una de esas criaturas te dijo una vez que
«no convoque a nada que no pueda dominar». Una vez fuiste eliminado,
quizá de la misma forma, y puede que tu propia magia maligna acabe
erradicándote, después de todo. Curwen, un hombre no puede jugar, más allá
de ciertos límites, con la naturaleza, y los horrores que has desatado se
alzarán para barrerte. Pero aquí el doctor se vio interrumpido por un grito
convulsivo de la criatura que tenía ante sí. Sin lugar donde esconderse, sin
armas, y sabiendo que cualquier acto de violencia atraería a un tropel de
enfermeros al rescate del doctor, Joseph Curwen había recurrido a su antiguo
aliado, comenzando a hacer una serie de movimientos cabalísticos con la
punta de los dedos, y su voz profunda y hueca, ya sin esconder tras fingida
ronquera, empezó a bramar las primeras palabras de una fórmula terrible:
«PER ADONAI ELOIM, ADONAI JEHOVA, ADONAI SABAOTH,
METRATON...»
Pero Willett fue aún más rápido. Mientras los perros del patio
comenzaban a aullar, y mientras un viento helado se alzaba de repente desde
la bahía, el doctor comenzó la solemne y mesurada entonación de aquello
que, desde el principio, pensaba recitar. Ojo por ojo, magia por magia, ¡para
mostrar al intruso cuán bien había aprendido la lección del abismo! Así que,
con voz clara, Marinus Bicknell Willett comenzó la segunda de ese par de
fórmulas, la primera de la cuales había alzado al que había escrito aquellas
minúsculas: la críptica invocación encabezada por cauda draconis, el símbolo
del nodo descendente...
«OGTHROD AI’F
GEB’L-EE’H
YOG-SOTHOTH
‘NGAH’NG AI’Y
¡ZHRO!»

A la primera palabra pronunciada por Willett, la fórmula que recitaba el


paciente se cortó en seco. Incapaz de hablar, el monstruo hizo salvajes
movimientos con sus brazos, hasta que ni eso pudo. Cuando el espantoso
nombre de Yog-Sothoth fue completado, comenzó el espantoso cambio. No
fue tan sólo una disolución, sino más bien una transformación o
recapitulación, y Willett cerró los ojos, no fuera que se desvaneciese antes de
completar el encantamiento.
Pero no desfalleció, y ese hombre de siglos impíos y prohibidos secretos
nunca volvió a perturbar al mundo. Esa locura de tiempos antiguos había
desaparecido, y el caso de Charles Dexter Ward estaba cerrado. Abriendo los
ojos antes de salir tambaleándose de esa estancia de horror, el doctor Willett
vio que lo que había guardado en su memoria no había sido en vano. No
había, como predijo, necesidad de ácido. Ya que, al igual que su maldito
retrato un año antes, Joseph Curwen yacía desparramado en el suelo en forma
de una tenue capa de fino polvo gris azulado.

* Título original: The Case of Charles Dexter Ward (enero-1 de marzo


de 1927). Primera publicación: Weird Tales, mayo y julio de 1941. Se
conserva un manuscrito anotado por el autor.
* Una versión de esta obra, recopilada por Simon, puede verse en la
colección La Tabla de Esmeralda de Editorial Edaf.
* Tanto Armiger como Squire son dos títulos menores, sin correlación
exacta con ninguno español, pudiendo traducirse el primero como portaarmas
y el segundo como escudero.

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