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De la literatura a la cultura (... y viceversa). De los sesentas en adelante, su propia generación. Volumen II
De la literatura a la cultura (... y viceversa). De los sesentas en adelante, su propia generación. Volumen II
De la literatura a la cultura (... y viceversa). De los sesentas en adelante, su propia generación. Volumen II
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De la literatura a la cultura (... y viceversa). De los sesentas en adelante, su propia generación. Volumen II

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Índice Volumen 1
PRÓLOGO    11 
LA NOVELA EN MÉXICO COMO EXTENSIÓN LAICA DE LA PARROQUIA     21
NOTAS SOBRE MARÍA     27
CULTURA NACIONAL Y CULTURA COLONIAL   EN LA LITERATURA
LanguageEspañol
PublisherProceso
Release dateSep 14, 2022
ISBN9786078709267
De la literatura a la cultura (... y viceversa). De los sesentas en adelante, su propia generación. Volumen II
Author

Carlos Monsiváis

Desde muy joven colaboró en suplementos culturales y medios periodísticos mexicanos. Estudió en la Facultad de Economía y en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, y teología en el Seminario Teológico Presbiteriano de México. Asistió al Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Harvard en 1965. Gran parte de su trabajo lo publicó en periódicos, revistas, suplementos, semanarios y otro tipo de fuentes hemerográficas. Colaboró en diarios mexicanos como Novedades, El Día, Excélsior, Unomásuno, La Jornada, El Universal, Proceso, la revista Siempre!, Fractal, Eros, Personas, Nexos, Letras Libres, Este País, la Revista de la Universidad de México, entre otros. Fue editorialista de varios medios de comunicación.

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    De la literatura a la cultura (... y viceversa). De los sesentas en adelante, su propia generación. Volumen II - Carlos Monsiváis

    LA MÁSCARA FUNERARIA DEL MEXICANO

    La Merced, 4 de mayo de1938.- Como principio, ni el de mi vida ni el de estas notas resulta muy aparatoso, pero su ventaja es el privilegio de una veracidad avalada por mi madre, la partera y los organizadores de este ciclo. Como entre brumas, escucho ahora las voces de mi primer recuerdo literario, un primer recuerdo que me iniciará en una vocación de la que ya no podré desprenderme, la de escritor: es una llamada de Bellas Artes invitándome a formar parte del ciclo Narradores ante el Público. Antes de la llamada casi no hay memoria, no hay ventanas que la lluvia acose, ni tardes melancólicas que la imaginación de un hijo único va poblando con personajes de H.G. Wells y Salgari, ni giras campestres donde me alejo del grupo para llorar, ni regaños maternos por escamotear la mermelada. No, no hay recuerdos de infancia, o tal vez sí, la imagen de un odioso niño libresco que juzga importante no sólo leer, sino competir en exhibiciones precoces de cultura y que hace mutis y vuelve convertido en un odioso adolescente libresco que se presenta: Mucho gusto. Yo sé más que tú. Promiscuidad de los recuerdos: el cristiano inglés John Bunyan se mezcla con el folletinista francés Michel Zévaco y el realista mexicano Manuel Payno. Y otra precisión: no hay el sudor del futbol soccer, ni siquiera canicas o balero. Sólo precocidad y pedantería. La niñez acude más tarde, en la forma del amor por la cultura popular y de la preocupación heroica por los cómics, vagamente disfrazada de interés sociológico.

    Primera y última afirmación escandalosa: de los participantes de este ciclo, soy el único que admira la labor del Ejército de Salvación. Esa declaración no pedida es la sutil manera de indicar que nací, me eduqué y me desenvuelvo en el seno de una familia tercamente protestante. Firmes y adelante, huestes de la fe. Aprendí a leer sobre las rodillas de una Biblia, a cuya admirable versión castellana de Casiodoro de Reyna y Cipriano de Valera debo la revelación de la literatura que después me confirmarían La institución de la vida cristiana de Juan Calvino (traducido por De Valera), El paraíso perdido de Milton y las letras, no siempre felices, de la himnología bautista, metodista y presbiteriana. ¿Cuánto sobrevive en mi conducta actual, en mi moralismo, en mi ferocidad autocrítica, de las lecciones de la Escuela Dominical? Si la Sala Ponce, este diván y confesionario de 1965, tiene la respuesta, no vacile en otorgármela. Este hugonote nativo se la implora. Y la herejía, mi falta de solidaridad ante el edipismo nacional que rodea a la Virgen de Guadalupe, me inició en saber qué se siente vivir en la acera de enfrente, el codiciado y muy aborrecido don de pertenecer a las minorías. Después, las otras minorías que me han tocado confirman la tesis: segregarse de la misa, la cosa fuerte, la demagogia, el espíritu burocrático o el presupuesto, es siempre un lamentable error aunque, por lo menos en la Ciudad de México, ya no mortal. Pero antes de creerme mi propia historia y desembocar, implacable, en la filosofía del mexicano, me inflijo más recuerdos. En el principio era la colonia Portales, manito. Primero verás que pasa una bamboleante primaria oficial y ahí viene una secundaria de gobierno con vocación de palacio municipal y al final se asoma la preparatoria de San Ildefonso y la reluciente Ciudad Universitaria. Es evidente: el valor adjudicable a mi testimonio es su tipicidad. Ante un pupitre, el rosario civico: dos y dos son cuatro, patria y dos son seis, ley y dos son ocho y pueblo dieciséis. Monsiváis a los diez años; una difusa y vaga noción de que si a los Niños les decían Héroes es porque habían muerto; una infancia avilacamachista que, más desafinada que antifascista, cantaba:

    Los pueblos de América unidos,

    luchando por la libertad,

    por nadie podrán ser vencidos,

    su fuerza será la unidad.

    De pie la juventud,

    valiente el corazón...

    clarín de libertad

    será nuestra canción...

    Ya me sé lo que sigue: los profesores comunistas de la secundaria que proseguían el discurso de los profesores comunistas y cardenistas de la primaria, el juarismo a ultranza, un nacionalismo insistente y difuso, la rabia por la pérdida de Texas y California, las frases que me perseguían como anécdotas: Va mi espada en prendas/ La Patria es primero. Y la invitación de un profesor de historia universal, Jorge Fernández Anaya, a un acto de la Juventud Comunista, transforma mi idea de la pubertad porque me sentí en una atmósfera similar a la novelada por Upton Sinclair en ¡No pasarán!, el libro que decidió mi simpatía por la causa de la República española, tardío y firmísimo.

    En la Juventud Comunista, el camarada Augusto Velasco nos envió a recoger firmas a favor de la paz (la gran movilización ordenada por la urss) y salimos a la avenida Juárez y San Juan de Letrán a encender el pacifismo un tanto sectorial, y luego me tocó vender en la Secundaria 13 ejemplares del periódico del pcm, La Voz de México, tarea que no llevé a cabo porque el prefecto lo impidió y el director me regañó, me dio una palmadita en el hombro y me regaló un libro de discursos del presidente Alemán, deuda de lectura que aún no cancelo.

    Al entrar a la Escuela Nacional Preparatoria, en San Ildefonso, se acentuó mi diversificación ideológica. Algunos compañeros –Carlos Gallegos, Alfredo Bonfil, Raymundo Ramos– me invitaron a las juventudes masónicas, la ajef (Asociación de Jóvenes Esperanza de la Fraternidad) y me inicié en la Logia 18 de Marzo Número Cinco. Ya para entonces era enorme mi confusión por la mezcla de retóricas. El marxismo que cabía en unas cuantas frases esquemáticas se entreveraba con el lenguaje del juarismo y se perfeccionaba o atrofiaba con el habla de la Revolución Mexicana. Con precocidad beligerante, mis compañeros hacían las veces de jinetes de la Historia, en sesiones nocturnas o en el ámbito diurno del Anfiteatro Bolívar y El Generalito (el recinto más afamado de San Ildefonso). Hasta donde podía percibirlo, no demasiado, mi duda era angustiosa: la Revolución está por venir o ya se fue, resucita o se entierra.

    El lenguaje político permitido y dominante era el priista, y eso me obligó a ocultar mis intenciones subversivas. Por eso me hice amigo y acompañé en su descubrimiento de la ciudad nocturna a los que serían Pilares del pri. Me tocó oír sus febriles primeros versos, sus discursos iniciales, su debut en la intriga política. Comenzaba mi sexenio encubierto bajo el pretexto orteguiano de mi generación. Es bien sabido que en México no hay generaciones, sino sexenios que crecen, circulan, se instalan en las secretarías particulares, un buen día les toman protesta como oficiales mayores y otro día maravilloso regresan a su patria chica disfrazados de gobernadores para que nadie advierta su sencillez y finalmente o a la postre se ven evocando sus días de triunfo.

    A mi sexenio lo conocí comiendo tortas en El Pánuco, en El Margo a las órdenes de Pérez Prado y en El Tenampa bebiéndose la nacionalidad. Ya no lo veo con frecuencia: se está volviendo respetable y la familiaridad con los poderosos siempre suena a petición de mendicante. A lo mejor ya no te acuerdas de mí. Pero todavía no le llega a mi sexenio el momento de las insignias de mando, le falta renunciar a la barbacoa, vestir bien, presentar a sus hijas en el Baile de Debutantes, comprar cuadros abstractos, refrendar en Europa a las excelencias del Paseo de la Reforma... Como quien dice, aún no las puede todas.

    Ay, esos oradores de mano firme que me enseñaban que ninguna frase cursi muere del todo, esos que anhelaban aunque fuese la elocuencia de Demóstenes; esos políticos de vota por la planilla azul que te promete la explosión de tus aspiraciones juveniles, esos versificadores que tenían en López Velarde la excusa para difamar a la provincia. Ahora yo calificaría mi actitud de enajenación causada por incomprensiones del medio ambiente; entonces únicamente podía descubrir mis antivocaciones: el derecho, la oratoria, la política, la voluntad de intervenir en la nueva Constitución de la República.

    Más que nadie, mis cosexenales me enseñaron el respeto por las palabras. Las que frecuentaban las dese­chaba de inmediato de mi vocabulario cotidiano, lo que extirpó severamente el gusto por la retórica cínica. Por lo pronto, empecé a sospechar que mis compañeros hablaban en clave. Cuando decían: los derechos inconculcables de la ciudadanía, estaban pidiendo una cita con el secretario Fulano; si hablaban de ofrendar la vida por la voluntad popular, le ofrecían al candidato Mengano el apoyo de todos los jóvenes que acaudillaban (uno solo o los beneficiados por alguna cosa de asistencia). Todavía hoy, si menciono alguna fórmula ritual como lágrimas, sudor y polvo, espero infantilmente ver surgir de improviso alguien que me ofrece una diputación.

    Y no sólo de las palabras fui despojado; también llegué a desconfiar de todo lo ensalzado por mi sexenio y, claro, lo siguiente fue la incertidumbre sóbre la ubicación de mis raíces. Pero también en la preparatoria, gracias al maestro Vicente Magdaleno, vasconcelista de1929, me enteré de la literatura y me abismé en El lobo estepario y Neruda, y los libros se devoran hasta que llega el tiempo de releerlos y saber en rigor de qué se trataban. Mi tipicidad me arrojó en los ya entonces casi extintos cafés de chinos y me lanzó a la escritura de versos, y mi tipicidad era tan de a de veras que todo lo memorizaba, y lo que sigue lo supe mucho después, con tal de organizar un museo de vivencias.

    También me desesperé siguiendo las noticias del proceso contra Julius y Ethel Rosenberg por espionaje atómico, y me angustié el día de su ejecución en la silla eléctrica, y el año siguiente, 1954, sobrevino la Gloriosa Victoria en Guatemala (el golpe de Estado de la cia contra el gobierno de Jacobo Arbenz) y acompañé a Luis Prieto a las reuniones del Comité Universitario en Defensa de Guatemala y repartí volantes en la preparatoria y desfilé con mi pancarta antiimperialista por la escuela, ante la rechifla gozosa.

    Y la radicalización continuó, a través de un popourrí de estudios marxistas, y se debilitaba luego de un ciclo de películas soviéticas, y se fortalecía con la lectura del norteamericano Upton Sinclair y los soviéticos Ehrenburg y Shólojov. Y después en la Facultad de Filosofía (porque mi fracaso en la escuela de Economía lo juzgo tan poco autobiográfico como el horror que experimento al recordar mis intentos poéticos) me olvidé un tanto de mi radicalismo hasta que en1958-1959 las huelgas de profesores de primaria y ferrocarrileros lo renovaron. Y me emocioné sin remedio oyendo La rielera en una estación de Buenavista, colmada por huelguistas que Demetrio Vallejo condujo a la exaltación. Y luego vino la derrota y la terrible decepción, y me encuentro en 1952 frente a David Alfaro Siqueiros redactando unos acuerdos del Primer Congreso pro Libertad de los Presos Políticos, y me veo en la Normal la noche del 4 de agosto de 1960 cantando El corrido de Cananea. Y después, en 1961, en huelga de hambre en San Carlos en solidaridad con la de Siqueiros y don Filomeno Mata en Lecumberri. Y en 1962 leyendo la Extra me entero del asesinato de Rubén Jaramillo, de Epifania, de los tres hijos, y ya no entiendo nada. Y ahora sé que para mí el heroísmo empieza con Jaramillo e incluye a Vallejo y a Enedino Montiel y registra, así se equivocaran en sus procedimientos, a Arturo Gámiz y sus compañeros en Ciudad Madera. Para nuestra desgracia, en México los héroes son sinónimos de mártires, y si deseamos acercarnos a mexicanos de excepción, necesitamos conocer la nómina de campesinos asesinados. Para mí, Rubén Jaramillo es el mexicano más importante de esos años y el héroe por definición.

    Monsiváis, enemigo del Estado. Y si atiendo a mi experiencia reciente junto a los jóvenes radicales de Norteamérica, esos ya famosos vietniks que se oponen violentamente a la guerra en Vietnam, la ocupación de Santo Domingo y el imperialismo, debo recordar en primer término a un estudiante sentado en las gradas de la Universidad de Berkeley con la palabra fuck en una pancarta, iniciando el formidable movimiento de Libertad de Expresión de donde surge una nueva izquierda norteamericana. Y ahora entiendo el poder total de la transformación intentada por esos nuevos radicales que desean modificar las naciones morales y las políticas, la tiranía victoriana sobre el sexo y la brutalidad imperialista, la caduca organización educativa, la cultura académica, la vida mezquina de la clase media. Al entender que para los utopistas la política es sólo un punto de partida de la renovación profunda, entendí mejor mis preguntas y mis preocupaciones de 1965, ante la visión de una izquierda deshecha, autófaga, bizantina.

    ¿Se pueden compaginar y estructurar orgánicamente las inquietudes radicales con el afán de renovación cultural? ¿Es posible trabajar en común con quienes todavía ven en el radicalismo sólo una manifestación política e insisten en el viejo error sectario de los veintes y los treintas, de producir los seres tan parciales y fragmentados que una vez emitidos sus juicios antiimperialistas recuperan la conformidad de la clase media más conservadora? No, desde el zapatismo no se ha vuelto a dar un verdadero movimiento radical en México porque aún privan las mentalidades cuyo sectarismo es limitación pura y cuyo oportunismo se sintetiza en un aviso: Hoy no se hace revolución. Mañana tampoco. Aún se acepta como actitud izquierdista la reticencia frente al idioma inglés o la abstención de la coca-cola. Ese izquierdismo nacionalista aspira a un estado de gracia en donde no influyen ni los anglicismos ni el rock y que cifra sus anhelos en la incontaminación: "Mexicano, no digas okey, di está bien".

    Y al salir del paraíso azteca el primer hombre y la primera mujer llevaban como taparrabos los volantes anunciando la manifestación contra Jehová. Y el intelectual, si no quiere ser exquisito, enemigo del pueblo y torreño de marfil, debe ir a pintar y pegar y repartir volantes y darse cuenta de que nunca se le ha perdonado, que siempre contará con el odio terrible de nuestros radicales porque está contaminado de cultura burguesa. ¿No es tiempo ya de que ser de izquierda no signifique alimentarse de banalidades: El pulpo del imperialismo extiende sus tentáculos?

    Por eso, la batalla de los Contemporáneos contra el nacionalismo primitivo que formaba Comités de Salud Pública se repite ahora, con mucho menos consecuencias contra los voceros del campesinado, que se negaría a leer las obritas de los decadentes. Sí, y el campesino se negaría a leer los sesudos tratados, y la vigorosa poesía comprometida de sus redentores de oficio, empeñados en la gran tarea de vigilancia revolucionaria: al macartismo sexual, al voyeurismo. ¿Se puede identificar la delación de alcobas con la construcción de socialismo? Si por histeria o por debilidad ese sector de la izquierda mexicana que jamás abandona el df insiste en su empeño moralista, dentro de muy poco su única tarea será redactar listas de personas, a la manera de la Liga de la Decencia: a) buenas para todo tipo de revoluciones; b) con reservas para las manifestaciones de frente popular y c) ¡Peligro! Prohibido su apoyo. Dolce vita.

    Sin embargo, no obstante la debilidad de la izquierda, entiendo su necesidad. Ahora, cuando según la prensa vivimos en la utopía y según la política en el paraíso, cuando se busca declarar idénticos a la corrupción moral y/o la idiosincrasia, cuando continúan en la cárcel los presos políticos y en el liderato sindical de la ctm Fidel Velázquez y Jesús Yurén, se precisa del espíritu crítico de la izquierda, que abandone ya la subjetividad, la confusión, el denuesto y las lamentaciones, por tanto tiempo sinónimos de la oposición.

    Al leer México en la Cultura del diario Novedades, en la gran época a cargo de Fernando Benítez y Vicente Rojo, fue cuando descubrí la existencia de una vanguardia cultural, a la que mi pensamiento adolescente consideraba rodeada de fosos y puentes levadizos y coronada por la figura de una princesa, desde luego Elena Poniatowska. Por México en la Cultura, también, me enteré del enfant terrible José Luis Cuevas, un artista extraordinario, un heterodoxo muy importante. Más tarde, al ingresar, gracias a la generosidad del doctor Elías Nandino, a la revista Estaciones, conocí a José Emilio Pacheco, gran talento y firmeza vocacional. Por Estaciones ingresé a una actividad otra vez típica en los alrededores de la literatura, notas bibliográficas, poesía catastrófica, cocteles, un intento narrativo que de inmediato premié con el silencio, ensayos tímidos, visitas a los hogares de escritores importantes. También teoría y práctica del chisme gremial. Después, mi ingreso a México en la Cultura y, al ocurrir el no buscado éxodo, mi incierta militancia en La Cultura en México compartida con una cuantiosa acción en Radio Universidad. Desde la época de Estaciones, cuando José Emilio y yo compartíamos la horca caudina de ser designados como Ramas Nuevas se inició mi amistad con Juan Vicente Melo, que ya anticipaba su etapa de la Casa del Lago desde el suplemento cultural de El Dictamen, con Emmanuel Carballo, con Alí Chumacero, con Sergio Fernández, que me enseñó todo lo que sé de los Siglos de Oro; con Vicente Rojo, que me ha enseñado a trascender mi pasión por El nacimiento de los volcanes de Helguera y a interesarme en la pintura contemporánea; con Tito Monterroso, con Sergio Pitol, a quien entre otras muchas cosas debo las revelaciones de la science fiction, de Borges, de Onetti, del cine francés.

    Mis catálogos de admiraciones son interminables. La lista mexicana se inicia en el siglo xx con José Vasconcelos, que se equivocó más que ninguno porque se arriesgó más que ninguno; admirable aunque no sea sino por la audacia con que sostuvo su derecho de actuar erróneamente. Pese a los prejuicios que a mi calvinismo dicta su guadalupanidad, y a mi actitud de izquierda su franquismo, veo en Vasconcelos una intensidad conmovedora. Ulises criollo es un desafío notable, y Vasconcelos es algo más que el reaccionario que insiste en el Espíritu Santo como el único autorizado a hablar por mi raza. Es el escritor como mito que se destruye, se niega, se pervierte y, finalmente, como en las historias de Graham Greene o los filmes de Hitchcock, se redime.

    Jorge Cuesta es la posibilidad de la inteligencia sistemática como Alfonso Reyes es la posibilidad de la cultura. En Reyes veo la urgencia por aclarar que en materia de civilización no hay lo nuestro y lo ajeno; en Cuesta advierto una pregunta: ¿Hasta qué punto vale la pena intentar un trabajo colectivo? Nadie en México ha llevado tan lejos como Cuesta el afán de pureza y la actitud que se interroga sobre la validez de sus actos. Su capacidad analítica, su rechazo de los caminos fáciles nos entregan las claves para entender las crisis y padecimientos del primer desarrollo nacional. Más agudamente (a más distancia del fenómeno) que los novelistas revolucionarios, la generación de Cuesta, los Contemporáneos, decide crear la literatura de un país.

    Salvador Novo y Octavio Paz son para mí dos maestros definitivos. Por Novo entiendo que el español no es nada más el idioma que los académicos han registrado a su nombre, sino algo vivo, útil, que me pertenece. Por Novo aprendí que el sentido del humor no difama la esencia nacional ni mortifica excesivamente a la Rotonda de los Hombres Ilustres; en Novo he estudiado la ironía y la sabiduría literaria y la sátira, y si no he aprendido nada no es su culpa. Y algo definitivo, la gran lección de Novo a la sociedad mexicana: si uno responsablemente elige la vida que le interesa, el respeto ajeno viene por añadidura.

    Para mí, y entiendo que para mi generación, Octavio Paz es hoy el más importante escritor y pensador mexicano. Y además (y aquí se vence para siempre el relativismo de para haber sido hecho en México no está tan mal) es un fenómeno literario reconocido en todas partes. El laberinto de la soledad ha ganado con el tiempo. Desde 1950 las tesis de El laberinto... han corrido el destino de las ideas revolucionarias: se han vuelto lugar común, es decir, se han incorporado en un tiempo brevísimo a la sabiduría popular. Al buscar agónicamente al mexicano no para diferenciarlo de los demás, sino para enfrentarlo consigo mismo, Paz trazó lúcidamente sus ideas rectoras. Este tránsito de la máscara (lo sellado, lo inaccesible) al espejo (la confrontación con lo real) es un indicio de la madurez.

    El cine para mí es, a todas luces, y la frase aunque rebuscada es exacta, no un lujo, sino una necesidad apremiante. Mi vida se transforma según las películas que voy contemplando y por ello una máxima experiencia definitiva fue mi primera visión de Sopa de ganso (Duck Soap) de los hermanos Marx. En un cine de barriada, mi solemnidad se sintió súbitamente vejada. Ni Groucho, ni Harpo ni Chico eran como mis maestros de la preparatoria; ni ninguno de mis compañeros querría ser como ellos. Al pronunciar Groucho esa línea inmortal: Señora, he pasado una velada inolvidable pero no ha sido ésta, y al extraer Harpo de su bolsillo un soplete encendido para encender el puro de Chico, comprendí que mi vida había sido irreparablemente dañada. ¿Cómo volver a contemplar esos inmutables rostros de quienes se habían vuelto estatuas del deber y el orden, sin ceder a la tentación de reproducir un comentario de Groucho? ¿Cómo volver a creer que sólo la parálisis facial garantiza el homenaje de la patria agradecida?

    Y del cine he ido extrayendo mis recursos de conversación, mi imaginería, mi manera de ver la realidad. Rata de cineclub, he querido mejorar mi sentido del humor gracias a Stan Laurel y Oliver Hardy, Buster Keaton, Harold Lloyd, Prestan Sturges, Frank Tash­lin, Lubistch y Richard Lester. Por este último entendí que Los Beatles o The Knack son un espléndido antídoto contra la pompa y circunstancias de este siglo, en especial de quienes siguen dependiendo del joie de vivre de la Coatlicue. Si alguna vez he visto desprenderse la máscara que

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