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El horror, el tiempo y el otro: perspectivas éticas desde Levinas

Todos somos culpables de todo y por todos, y yo más que todos

Dostoievki, Los hermanos Karamasov

Resumen

Atreverse a pensar la muerte, el sufrimiento y el abandono, la crueldad y la violencia es


arriesgarse y exponerse a ser movido por el objeto de su pensamiento; quien piensa y
escribe peligra en el motivo de su pensamiento. La potencia del pensamiento mueve al
lugar de lo pensado y el aparente sinsentido de la existencia mueve al pensamiento. Así,
el pensamiento redunda en un peso, el peso de la privación en la existencia humana. El
pensamiento sobre los fenómenos que constantemente incomodan a la experiencia es un
pensamiento peligroso, pensamiento que inquieta en una suerte de intensidad
desgarradora que conduce no sólo a una consideración intencional, noemática, sino a la
experiencia sensible de la fuerza de la negación existencial. Vulnerabilidad sin más.

Ante tal experiencia del pensamiento las categorías de aceptación y exclusión


adquieren tonalidades distintas en los procesos de subjetivación. Pues, quienes se
encuentran inmersos y protegidos por los diversos dispositivos sociales reproducen las
separaciones y clasificaciones, demarcando y ordenando, admitiendo y expulsando. Así
es como el mal termina convirtiéndose en el Mal: “el hombre de bien expulsa fuera de sí
toda la negatividad, rechazándola con todas sus fuerzas y, al separarla como algo distinto
en sí, lo convierte en una sustancia. Pero, sobre todo, el resultado de esta acción es que el
Mal queda convertido en lo Otro, lo otro que el todo social y moral expulsa de sí mismo,
lo otro que esa unidad ha construido al huir de sí misma”1. El mal queda expulsado en el
Mal y en dicha sedimentción sustancial se constituye una dificultad aparente que su
consideración reflexiva, sensitiva, se obstaculiza constantemente en contradicciones,
aporías y dubitaciones consistentes que inhiben la potencia del pensamiento. Así, el

1
ANTÓN, Irene, “Lejos de Mettray”, en, Jean Genet, El niño criminal, Errata Naturae, Col. La mujer cíclope,
España, 2009, p. 23.

1
entrampado de una racionalidad clara y distinta, nítida en sus consideraciones repulsa
constantemente el enfrentamiento con el problema que presentan experiencias de
violencia, de sufrimiento, de abandono y muerte, dentro de una sociedad que establece
todo un sistema de promesas, expectativas y demandas que se consolidan en una
pluralidad de instituciones que albergan, en una tensa ambivalencia existencial, a la
experiencia humana. “Yo soy más culpable que todos”, culpa inaplazable que convoca en
los tiempos del horror y la violencia que nos atraviesa.

Lo anterior se agudiza cuando los imperativos institucionales y sociales se


distancian de las posibilidades reales de satisfacción de las aspiraciones, de los proyectos
personales y compartidos por un entorno cultural común. La mentira de la ilusión se hace
presente, cuando se establece la posibilidad de obtener una realización satisfactoria de los
propios deseos, a costa de la vida del otro, donde la muerte siempre es del otro como
negado, desplazado y anclado en el espacio sin consideración de los propios estilos de
vida. Entonces, ¿Qué hacer ante la ilusión que presenta el estilo de vida? ¿Cómo enfrentar
la potencia de las mentiras institucionalizadas y en las distintas instancias de subjetivación
que producen la configuración de la existencia humana? ¿Cómo aprender a vivir en un
espacio de desaliento, desconsuelo y malestar? ¿Cómo moverse del lugar del sufrimiento,
el abandono y la exclusión? Más aún ¿Cómo incorporar la potencia destructiva de estas
experiencias en orden a incrementar otra mirada, otra experiencia, otra vida?

La muerte del sujeto no es un modismo de uso, sino la experiencia del fracaso que
aproxima una posición déspota de dominio, siempre provisional y tentativa que busca
extenderse por cualquier medio; ante ello se requiere un discernimiento crítico desde la
confusión y el desatino de las representaciones tradicionales. Esta mirada, no es el ojo
que ve, sino que toma lo impulsivo, aquello apasionado e irreflexivo, lo más opuesto a la
conducta racional de la identidad, cuya insistencia tienden a perpetuarse en el silencio.
Esa pena del pensamiento que desgarra toda respuesta posible y se burla de los intentos
de huida que deja al pensamiento siempre a medias. Desde ahí, desde la impotencia, la
experiencia humana aborda la diversidad de fenómenos no sólo como objetos de
investigación y lubricación teórica, sino como un posicionamiento ético subjetivo donde
se escritura un registro de las situaciones de violencia hasta los límites de la crueldad, así
como de los mecanismos estatales y/o sociales que reproducen gozosamente los
sufrimientos, maltratos, exclusiones y privaciones constantes en los distintos sectores
poblacionales.

2
Aquí Levinas ha intensificado su atención para mutar los valores reflexivos y
filosóficos. La pena del pensamiento es la culpa por la muerte del otro y desde ella se abre
a la imposible relación con otro que se escapa a la comprensión en tanto que experimenta
el horror de la violencia. Ya no es una pregunta metafísica (¿Por qué hay algo en lugar de
nada?), sino una pregunta radicalmente ética: ¿Dónde está el otro? El otro ajeno, el otro
que altera, que atenta contra el horizonte de comprensión, el otro que se encuentra fuera,
como deshecho de un estilo de vida al tiempo que lo constituye. El otro no está aquí, está
fuera.

Una ética puesta en el otro, más aún, en la muerte del otro, es aquella que afirma
su vida, en su máxima intensidad. La posibilidad efectiva de “gozar y llorar la muerte que
acecha”2 moviliza esas capturas de la mirada donde occidente funda su inhumanidad. A
decir de Lévinas, la filosofía Occidental ha sido a menudo una Ontología, una reducción
de lo Otro a lo Mismo, por mediación de un término medio y neutro que se asegura la
inteligencia de ser3, donde el discurso se despliega como solapamiento que establece la
tranquilidad que subsume la muerte terrible del otro, el horror de su desaparición en el
silencio inapalabrable de su exclusión. Por ello, Lévinas, señala el discurso como una
estrategia de salida de sí mismo, de aquello que viene del exterior y muestra la ausencia
que me constituye. En este sentido, el otro deviene como discurso de sentido trastocado,
diferenciado entre el decir y lo dicho; siendo lo dicho lo que nace del contacto con las
cosas, de la estructura sintética del pensamiento y de los procesos lógicos, mientras que
el decir antecede a lo dicho, es el ámbito donde se origina el discurso, espacio de la
proximidad ominosa de lo terrible del otro. El decir, es la significación referida a la
ajenidad cercana. Es ya sabido que el rostro es la palabra que no requiere mediación para
ser comprendida. La primera manifestación del otro, se encarna en la desnudez del rostro,
siempre ajeno y próximo, que se presenta en su ajenidad, en una familiaridad desconocida
que disloca las coordenadas del discurso por su exterioridad. Por ello, el rostro es una
ausencia viva. “La vida de la expresión consiste en deshacer la forma en la que el ente,

2
DERRIDA, Jacques, Aprender por fin a vivir: entrevista con Jean Birnbaum, Amorrortu, Buenos Aires,
2006, p. 50.

3
LÉVINAS, Emmanuel, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca, 2002, p.
222

3
que se expone como tema, se disimula por ella misma. El rostro habla. La manifestación
del rostro es ya discurso”4.

Por ello, el horror de nuestros tiempos se disloca ante el tiempo y la ausencia del
otro, el develamiento de la violencia se encuentra en la revelación del rostro del otro,
doble ocultamiento que lo dicho establece en la totalidad de la presencia déspota de las
formas normalizadas. Toda significación se obtura por la presencia y en la duplicación de
la revelación del rostro rechazado en la admisión de un compromiso abyecto, con el afán
de dominio, del control, que hace del otro objeto del discurso, del pensamiento y de la
edificación moral del discurso y la retórica. Así, el horror de la violencia se anuda en la
negación de lo dicho por el rostro negado, ausencia que se establece como arqueología de
la presencia.

Miguel Ángel Martínez Martínez

4
LÉVINAS, Emmanuel, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, op. cit., p. 89.

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