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Resumen
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ANTÓN, Irene, “Lejos de Mettray”, en, Jean Genet, El niño criminal, Errata Naturae, Col. La mujer cíclope,
España, 2009, p. 23.
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entrampado de una racionalidad clara y distinta, nítida en sus consideraciones repulsa
constantemente el enfrentamiento con el problema que presentan experiencias de
violencia, de sufrimiento, de abandono y muerte, dentro de una sociedad que establece
todo un sistema de promesas, expectativas y demandas que se consolidan en una
pluralidad de instituciones que albergan, en una tensa ambivalencia existencial, a la
experiencia humana. “Yo soy más culpable que todos”, culpa inaplazable que convoca en
los tiempos del horror y la violencia que nos atraviesa.
La muerte del sujeto no es un modismo de uso, sino la experiencia del fracaso que
aproxima una posición déspota de dominio, siempre provisional y tentativa que busca
extenderse por cualquier medio; ante ello se requiere un discernimiento crítico desde la
confusión y el desatino de las representaciones tradicionales. Esta mirada, no es el ojo
que ve, sino que toma lo impulsivo, aquello apasionado e irreflexivo, lo más opuesto a la
conducta racional de la identidad, cuya insistencia tienden a perpetuarse en el silencio.
Esa pena del pensamiento que desgarra toda respuesta posible y se burla de los intentos
de huida que deja al pensamiento siempre a medias. Desde ahí, desde la impotencia, la
experiencia humana aborda la diversidad de fenómenos no sólo como objetos de
investigación y lubricación teórica, sino como un posicionamiento ético subjetivo donde
se escritura un registro de las situaciones de violencia hasta los límites de la crueldad, así
como de los mecanismos estatales y/o sociales que reproducen gozosamente los
sufrimientos, maltratos, exclusiones y privaciones constantes en los distintos sectores
poblacionales.
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Aquí Levinas ha intensificado su atención para mutar los valores reflexivos y
filosóficos. La pena del pensamiento es la culpa por la muerte del otro y desde ella se abre
a la imposible relación con otro que se escapa a la comprensión en tanto que experimenta
el horror de la violencia. Ya no es una pregunta metafísica (¿Por qué hay algo en lugar de
nada?), sino una pregunta radicalmente ética: ¿Dónde está el otro? El otro ajeno, el otro
que altera, que atenta contra el horizonte de comprensión, el otro que se encuentra fuera,
como deshecho de un estilo de vida al tiempo que lo constituye. El otro no está aquí, está
fuera.
Una ética puesta en el otro, más aún, en la muerte del otro, es aquella que afirma
su vida, en su máxima intensidad. La posibilidad efectiva de “gozar y llorar la muerte que
acecha”2 moviliza esas capturas de la mirada donde occidente funda su inhumanidad. A
decir de Lévinas, la filosofía Occidental ha sido a menudo una Ontología, una reducción
de lo Otro a lo Mismo, por mediación de un término medio y neutro que se asegura la
inteligencia de ser3, donde el discurso se despliega como solapamiento que establece la
tranquilidad que subsume la muerte terrible del otro, el horror de su desaparición en el
silencio inapalabrable de su exclusión. Por ello, Lévinas, señala el discurso como una
estrategia de salida de sí mismo, de aquello que viene del exterior y muestra la ausencia
que me constituye. En este sentido, el otro deviene como discurso de sentido trastocado,
diferenciado entre el decir y lo dicho; siendo lo dicho lo que nace del contacto con las
cosas, de la estructura sintética del pensamiento y de los procesos lógicos, mientras que
el decir antecede a lo dicho, es el ámbito donde se origina el discurso, espacio de la
proximidad ominosa de lo terrible del otro. El decir, es la significación referida a la
ajenidad cercana. Es ya sabido que el rostro es la palabra que no requiere mediación para
ser comprendida. La primera manifestación del otro, se encarna en la desnudez del rostro,
siempre ajeno y próximo, que se presenta en su ajenidad, en una familiaridad desconocida
que disloca las coordenadas del discurso por su exterioridad. Por ello, el rostro es una
ausencia viva. “La vida de la expresión consiste en deshacer la forma en la que el ente,
2
DERRIDA, Jacques, Aprender por fin a vivir: entrevista con Jean Birnbaum, Amorrortu, Buenos Aires,
2006, p. 50.
3
LÉVINAS, Emmanuel, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca, 2002, p.
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3
que se expone como tema, se disimula por ella misma. El rostro habla. La manifestación
del rostro es ya discurso”4.
Por ello, el horror de nuestros tiempos se disloca ante el tiempo y la ausencia del
otro, el develamiento de la violencia se encuentra en la revelación del rostro del otro,
doble ocultamiento que lo dicho establece en la totalidad de la presencia déspota de las
formas normalizadas. Toda significación se obtura por la presencia y en la duplicación de
la revelación del rostro rechazado en la admisión de un compromiso abyecto, con el afán
de dominio, del control, que hace del otro objeto del discurso, del pensamiento y de la
edificación moral del discurso y la retórica. Así, el horror de la violencia se anuda en la
negación de lo dicho por el rostro negado, ausencia que se establece como arqueología de
la presencia.
4
LÉVINAS, Emmanuel, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, op. cit., p. 89.