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Famila, Género

Y Violencia

ACCSA
124

Asociación Mundo Mejor


INDICE PAGINAS
GENERO E IDENTIDAD

UNIDAD I: Teoría y metodología de familia


Lectura 1: Salvador Minuchin y H. Ch. Fishmen:
4 - 36
“Técnicas de Terapia Familiar”.
Lectura 2: Jay Haley: “Terapia no convencional”. 37 – 67
Lectura 3: Virginia Satir: “Relaciones Humanas en el
68 – 76
núcleo familiar” (Capítulo 1 y 2).
Lectura 4: ALFEPSI: Violencia en la familia: trauma y
77 – 91
victimización. Una mirada sistémica.(Capítulo 16)
Lectura 5: ALFEPSI: Violencia doméstica y prácticas
parentales. Maltrato infantil y sus repercusiones 91 – 106
emocionales y cognitivas. (Capítulo 18)

Unidad II: Género e identidad


Lectura 6: Gerda Lerner: “Símbolos” (Capítulo 10) y “El
origen del patriarcado” (Capítulo 11). En: La creación 107 - 158
del patriarcado.
Lectura 7: Mireya Baltodano, “La construcción socio
159 - 188
religiosa de la feminidad” (Capítulo II). Tesis inédita.
Lectura 8: Rosa Pastor Carballo: “Cuerpo y género:
Representación e imagen corporal”. En: Psicología y 189 - 211
Género.

Unidad III: Relaciones inter-genéricas


Lectura 9: Mireya Baltodano: “La transversalidad del
género”. En: Dimensiones del Cuidado y Asesoramiento 212 - 223
Pastoral.
Lectura 10: Mireya Baltodano: “Y ¿ahora qué?”.
224 - 233
Conferencia.
Lectura 11: Amparo Bonilla: “Los roles de género”. En:
234 - 252
Género y sociedad.

2
Lectura 12: Gilberto Brenson L.: “El Reino de lo
253 - 256
Nuestro”.
Lectura 13: Marcela Lagarde: “Hacia la negociación en
el amor” (Capítulo 5, p. 86-110). En: Claves feministas 257 - 289
para la negociación en el amor.

Unidad IV: Violencia de Género


Lectura 14: Mireya Baltodano, “Creencias
290 - 312
Cómplices”. En: Género y Religión.
Lectura 15: María Teresa San Miguel, “Apego,
trauma y violencia: comprendiendo las tendencias
destructivas desde la perspectiva de la teoría del 313 - 337
apego”. En: Revista Aperturas Psicoanalíticas
Nº024.

Unidad V: Género y sociedad


Lectura 16: Alda Facio, “¿De qué igualdad se
338 - 341
trata? En: Caminando hacia la igualdad real.
Lectura 17: Cristina Carrasco, “La sostenibilidad
de la vida humana: ¿un asunto de mujeres?” En: 342 - 364
Revista Mientras Tanto.
Lectura 18: Marcela Lagarde: “Claves feministas y
nuevos horizontes”. En: La sociedad que las 365 - 371
mujeres soñamos.

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Violencia en la familia: trauma y victimización. Una mirada sistémica

Blanca Edith Pintor Sánchez,


Judith López Peñaloza…

La violencia es un fenómeno complejo que ha sido estudiado desde diferentes


perspectivas. En la actualidad, se encuentra presente en prácticamente todos los
contextos en los que se desarrolla el ser humano. La ocurrencia de diferentes actos
de violencia que rodean cada vez de manera más cercana a las familias mexicanas,
es una realidad incuestionable, basta con mirar un poco las estadísticas para darse
cuenta de que el fenómeno cohabita de manera consuetudinaria con todos y cada
uno de los mexicanos. Según la Encuesta Nacional de Epidemiología Psiquiátrica
(Medina-Mora, Borges-Guimaraes, Lara, Ramos-Lira, Zambrano y Fleiz-Bautista,
2005), el 68% de la población ha estado expuesta al menos a un suceso estresante
de carácter violento en su vida.

Al respecto, Alonso y Castellanos (2006) encuentran relación entre las diversas


manifestaciones de violencia que se observan hoy en día y afirman que son
mutuamente causales. Es decir, que al estar los individuos expuestos a un clima
social tolerante con ella se favorece la aparición del fenómeno al interior de las
familias. Al igual, pero en sentido inverso, la violencia familiar puede reflejarse al
exterior del sistema y contribuir al aumento de un ambiente socialmente violento.
Sobre los efectos que trae consigo un clima socialmente violento, Kosovski (2004)
afirma que la banalización actual, conduce inevitablemente al aumento de los
niveles de ansiedad y estrés de los individuos expuestos a éste, al incremento de
adicciones y patologías mentales, y a la insensibilidad ante el dolor y sufrimiento de
las víctimas.

La violencia, sea del tipo y magnitud que sea, genera efectos sobre cada integrante
de la familia así como en la unidad familiar sistémica indivisible de la cual forman
parte cada uno de ellos. Dyregrov y Mitchell (1992) lo expresan con claridad cuando
proponen que en cada acto de violencia, guerra o desastre, hay cuando menos dos
víctimas: el agredido y su familia, de manera que no se podría intentar entender
cabalmente el fenómeno sin entender el impacto que tiene, no solo sobre el sujeto
que es agredido sino sobre toda la familia de la que forma parte. Aún más, Boss
(2002) propone que se puede hablar de victimización individual y victimización
familiar, propuesta absolutamente oportuna ya que hasta ahora, la victimología
(rama de la criminología que estudia los efectos de los crímenes sobre los sujetos
que los enfrentan) ha centrado su atención en términos individuales, dejando un
poco de lado los efectos que dichos eventos ocasionan en todas las personas
cercanas a la víctima. Esta autora, propone la necesidad de desarrollar una teoría
de victimización familiar como tal dado que la familia, como unidad indivisible, está
expuesta a diferentes violencias que la convierten en víctima.

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La victimización, entendida desde la propuesta de Boss, se refiere al sometimiento
y/o dominación de una persona o familia con trauma psicológico o físico que resulta
en sentimientos de impotencia, desconfianza y vergüenza. Para que pueda darse,
deben ocurrir varias pérdidas: la de poder, de control sobre lo que está sucediendo
y, la más debilitante, de autoestima que, en el caso de la familia, es equivalente a
la pérdida del orgullo; es decir, no solo puede perder posesiones o personas,
también la confianza en sí misma como equipo capaz de resolver problemas.

Por otro lado, es importante reconocer que la familia también puede llegar a ser,
aparte de víctima, victimario; la gran mayoría de las veces, y por lo general de
manera inconsciente, puede convertirse en cómplice silente de la perpetuación de
la violencia. Es en sus entrañas donde el sujeto aprende las reglas primarias de
relación, negociación y resolución de problemas. En éste entorno íntimo, que
supone resguardo y nutrición, el individuo puede ser violentado por las diferentes
figuras que deben cuidarlo y protegerlo quedando entonces huellas y aprendizajes
que llegan a normar su criterio y comportamiento posteriores, legitimizando la
violencia internalizada y, por ende, validando su conducta. Es así, que la familia
puede ciertamente actuar el rol de víctima de la violencia pero también puede llegar
a jugar un papel clave en su instauración.

Es importante hacer una diferenciación entre dos términos que a menudo se


confunden: agresividad y violencia. Lorenz (1973) incluyó a la agresividad como uno
de los cuatro instintos superiores presentes en los animales y en el hombre, siendo
los otros tres el hambre, sexo y miedo. Un instinto es un constructo que alude a un
mecanismo innato del comportamiento biológicamente determinado que tiene su
origen en el curso de la evolución filogenética cuyo fin es la preservación de la
especie y que se ha transmitido hereditariamente a lo largo de la evolución por lo
que la agresividad tiene un sentido adaptativo, de tal manera que cada ser humano,
cuando nace, trae consigo esa pulsión destructiva heredada de sus antepasados.

Otras visiones menos deterministas, afirman que la cultura y el contexto pueden


moldear dicho instinto e incluso inhibirlo. En esta línea de pensamiento, Laborit
(1975) postuló que si un cierto comportamiento resulta en la satisfacción de una
necesidad, su recuerdo permitirá que dicha conducta se refuerce; pero que si por el
contrario, el comportamiento deja de ser recompensado o es reprimido mediante
algún mecanismo, sobreviene su inhibición o extinción. Por lo tanto, se puede
afirmar que si bien el ser humano es agresivo por naturaleza, será la cultura dentro
en la que se desarrolle la que determine si será pacífico o violento (Sanmartín,
2000).

Con respecto a la violencia, parece ser que varios teóricos están de acuerdo en la
noción de que es el resultado de la predisposición biológica e interacción cultural y

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que es exclusivamente humana, sin embargo, el hecho de que sea inherente a la
naturaleza humana, no significa que tenga que aceptarse como inevitable (Almeida
y Gómez Patiño, 2005). De acuerdo con Corsi (1994), ésta se refiere a toda acción
que implique el uso de la fuerza de cualquier tipo (física, sexual o emocional) con la
intensión de producir un daño y que se hace posible a través del desequilibrio del
poder permanente o momentáneo. Según Ferrer (2004), adquiere su clasificación y
significado dependiendo de quiénes sean los actores que la ejercen, los motivos
que la sustentan y los contextos donde se desarrolla; así, las diferentes violencias
pueden ser: institucional, social, política, de Estado, escolar, sexual, de género,
conyugal, doméstica, familiar, etc.

En el presente capítulo se aborda el fenómeno de la violencia familiar desde una


visión sistémica, es decir, aquella que se desarrolla en las entrañas del sistema
familiar. El objetivo será analizar y describir los factores que intervienen en la
aparición de este fenómeno, así como los efectos y consecuencias que de su
ejercicio se derivan.

La familia

La familia es considerada la célula básica de la sociedad y la más antigua de las


instituciones humanas (Linton, 1972). Ha sido la encargada de transmitir las pautas
culturales entre generaciones, jugando un importante papel en la formación de la
personalidad e identidad de los individuos y representando una función mediadora
entre éstos y la sociedad a la que pertenecen. Cada pueblo, cada tribu y cada
cultura, configuran su propio modelo familiar de acuerdo a sus propios parámetros
pero manteniendo siempre raíces universales (Gimeno, 1999). Según Minuchin y
Fishman (1981), es el contexto primario donde se crece y se recibe auxilio; sin
embargo, actualmente se reconoce que la familia también puede llegar a ser
participe, consciente o inconsciente, de la perpetuación de la violencia. En este
sentido, Strauss y Gelles (2009) afirman que al interior de las familias se
experimentan las agresiones más dolorosas, profundas y lacerantes tanto que, en
algunas ocasiones, puede llegar a considerarse la institución más violenta de la
sociedad.

El pensamiento sistémico ha estudiado, de forma por demás eficaz, aspectos


repetitivos en las conductas de los miembros de un sistema social y ha puesto
especial interés al interior de las familias con la finalidad de comprender y
proporcionar modelos explicativos sobre la dinámica e interacción entre los
miembros que las integran y, así, estar en posibilidades de planear estrategias para
la modificación de comportamientos o síntomas en los miembros que las conforman
(Ravazzola, 1999).

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Un sistema familiar se compone de un conjunto de personas relacionadas entre sí que
forman una unidad frente al medio externo, los cuales están organizados de manera
estable y estrecha en función de sus necesidades (Sluzki, 2002). Así, la familia se
considera un sistema vivo que cambia y se transforma constantemente a lo largo de
su ciclo vital en una lucha constante por conservar su organización e integración con
su contexto social sin perder su autonomía. Por tanto, el estudio de la familia implica
investigar al individuo y la complejidad de sus comportamientos en relación con su
sistema. La forma como la familia y sus miembros viven las diferentes etapas del ciclo
vital, así como sus facilidades o dificultades al enfrentar las demandas evolutivas, se
entiende, en gran parte, por la herencia psíquica recibida de sus antepasados. Esta
herencia, está conformada a partir de los valores, creencias, legados, secretos,
lealtades, ritos y mitos que se perpetúan y forman parte de su historia, haciéndola única
e irrepetible (Wagner, 2003).

Cada período de crecimiento o cambio familiar es a menudo simbolizado con un rito


(matrimonio, nacimiento, adolescencia, escolarización, funeral), anunciando una nueva
etapa y una nueva forma de funcionamiento. Andolfi y Angelo (1989) distinguen dos
tipos de cambios a los que las familias se enfrentan: los internos, que se desprenden
de las necesidades de sus miembros de acuerdo con las exigencias del ciclo vital en
el que se encuentren, y los externos, originados por las demandas sociales.

Cabe señalar que no todas las familias logran un desarrollo y crecimiento de manera
exitosa y sana para sus miembros. Para algunas, los cambios significan verdaderos
retos y conflictos; se trata de sistemas familiares imposibilitados para modificar su
estructura y evolucionar de tal forma que, con bastante frecuencia, enfrentan los
cambios y las crisis con actos de violencia y/o maltrato debido a que sus recursos para
asegurar la integridad de sus miembros se encuentran limitados o agotados (Barudy,
2001). Según Andolfi y Angelo (1989), se trata de familias que perciben los cambios
como una amenaza a la que responden rigidizando y violentando sus interacciones.

Las pautas de interacción de los integrantes de un sistema familiar, en gran medida,


reflejan su nivel de adaptabilidad, mismo que cuando está presente es considerado un
recurso de enfrentamiento que le permite salir bien librada de los eventos estresores
que el ambiente le plantea cotidianamente. Cuando por el contrario, se carece de este
recurso, las familias serán rígidas y, por lo tanto, su capacidad de adaptación se
reduce, haciéndolas más proclives a presentar comportamientos violentos como un
intento desesperado de conservar el status quo. En estas circunstancias, el acto
violento tiene una función homeostática, es decir, constituye una manera repetitiva de
redefinir las relaciones interpersonales en el interior del sistema familiar para asegurar
la cohesión.

Familia y violencia

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¿Cómo entender el fenómeno de la violencia al interior de los sistemas familiares y
sus efectos? La “violencia intrafamiliar” o “violencia doméstica” surge cuando en un
sistema familiar, uno o varios de los miembros reciben reiterados malos tratos o
abuso por parte de otro que tiene más fuerza o poder; representa una disfunción
importante del sistema familiar en el que se produce ya que ocasiona gran
sufrimiento al abusado, a los abusadores y a todas aquellas personas cercanas al
sistema. Cuando la violencia se transforma en un modo crónico de comunicación
interpersonal en un grupo, se refleja en una serie de fenómenos dramáticos que se
manifiestan dentro y fuera de las fronteras familiares; tal es el caso de niños
maltratados y/o abandonados, mujeres golpeadas, abuso sexual, incesto,
adicciones, delincuencia juvenil, etc.

La Organización Mundial de la Salud (OMS, 2002) clasifica las interacciones y actos


violentos al interior de la familia en activos y pasivos. Dentro de los comportamientos
violentos activos, incluye todas aquellas conductas que involucran a la fuerza física,
sexual y/o psicológica y que por su intensidad y frecuencia provocan daños
significativos en las personas que los sufren. La violencia o maltrato pasivo, se
refiere a la omisión de acciones o intervenciones necesarias para el bienestar del
otro y es lo que se conoce como negligencia o maltrato por omisión que
generalmente involucra a los niños y mujeres como víctimas, o bien, a personas
adultas que por alguna razón se encuentran incapacitadas para cuidar de sí
mismas. Así, las formas de violencia que con mayor frecuencia se observan en el
interior de las familias son la violencia conyugal, en la que generalmente es la mujer
quien sufre las consecuencias de los actos de violencia o maltratos de su pareja; el
maltrato infantil (que puede ser físico, sexual o negligente), y el maltrato hacia las
personas mayores, generalmente manifestado por el abandono o maltrato
psicológico y en casos extremos, por maltrato físico.

Gelles (1980; citado en Alonso y Castellanos, 2006), identificó la aparición de un


“ciclo de la violencia” como uno de los principales factores relacionados con la
ocurrencia del maltrato infantil y de la violencia conyugal. Al igual que otros
investigadores, coincide en afirmar que presenciar situaciones de violencia familiar
o haber sido víctima de violencia durante la infancia, constituyen uno de los más
potentes factores de riesgo. En el caso de los niños, aumenta significativa y
consistentemente la probabilidad de un comportamiento abusivo en las relaciones
adultas, y en el caso de las niñas, implica un riesgo para asumir un papel pasivo de
aceptación ante actos de violencia. Linares (2002) sostiene que el ser humano
maltrata cuando no se siente amado y cuando está más interesado en dominar (para
protegerse) que en amar, estableciendo con ello una cadena sin fin en la que la
víctima de hoy se convertirá en el victimario de mañana.

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En la Figura 1 se observan las modalidades más recurrentes de la violencia
intrafamiliar y sus ciclos de desarrollo.

Figura 1. Modalidades de la violencia intrafamiliar y sus ciclos de desarrollo (Browne y Herbert, 1997; citados
en Alonso y Castellanos, 2006).

Violencia realizada por los adultos en la familia

Entre la pareja

Influencia por antecedentes familiares violentos


De una generación familiar a la siguiente:

Violencia ejercida por los


adultos

Contra los hijos

Entre los hermanos


Violencia ejercida por los
hijos

Contra los padres

Violencia ejercida por Contra los mayores y


adultos e hijos discapacitados

Violencia realizada por los hijos en la familia

Barudy (2001) señala que cuando las personas se desarrollan en contextos donde
la violencia no es reconocida como un acto que lastima y provoca sufrimiento,
aumenta considerablemente el riesgo de que éste sufrimiento se exprese a través
de comportamientos violentos sobre otras personas; éstas nuevas violencias
producirán nuevas víctimas que podrían, a su vez, transformarse en nuevos
victimarios, creando así, el ciclo transgeneracional de la violencia. Según lo expresa
Linares (2002), la parentalidad es un proceso complementario en el cual, los padres
dan sus hijos lo que a su vez recibieron de sus propios padres; así devuelven
simbólicamente lo que recibieron de ellos.

La anterior afirmación se basa en evidencias que demuestran que las pautas


educativas que transmiten los padres son fundamentales en la modulación de los
conflictos internos de los hijos y en la resolución de éstos (Alonso y Castellanos,
2006), además de que refuerzan las creencias que subyacen a todo sistema
familiar. El concepto de creencia incluye una serie de interpretaciones y premisas
relacionadas con aquello que se asume como correcto o verdadero; a su vez, lo que
lo fundamenta y retroalimenta es un componente emocional que va en congruencia
con lo que debe ser correcto o verdadero (Dallos, 1996). A pesar de que no siempre
los integrantes de una familia están de acuerdo, comparten un conjunto de
creencias sobre lo que significa estar o no de acuerdo por lo que asumir el conjunto
de creencias familiares es tan significativo como desafiarlas (Wagner, 2003).

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Neuburger (1997) afirma que el asumir y compartir las creencias del grupo al que
un individuo pertenece, le significa una retribución de la protección, identidad y
sentido de pertenencia que dicho grupo le otorga ya que de él recibirá protección y
solidaridad siempre y cuando se muestre fiel al mismo, de otra manera esa
solidaridad puede convertirse en violencia.

Es importante señalar que no existe una tipología de la familia violenta, sino más
bien una heterogeneidad de organizaciones familiares que en ciertos momentos o
ante ciertas situaciones generarán actos violentos. Barudy (2001) menciona cuatro
niveles de experiencias en torno a las cuales se organizan las interacciones
abusivas y el sistema de creencias que las justifican:

1. Carencias relacionadas con la función maternal. Son padres que crecieron en


un medio familiar y social con pobreza de recursos maternales; como padres,
esperan que sus hijos colmen las carencias del pasado y la violencia aparece
producto de la frustración.
2. Carencias relacionadas con la función parental. Con frecuencia, en las familias
de origen de estos padres, se ejercía la autoridad de forma abusiva a través de
golpes y castigos o, por el contrario, existió ausencia de función parental por
incompetencia o por ausencia.
3. Trastornos relacionados con la organización jerárquica de la familia. En los
sistemas familiares productores de maltrato infantil, los límites de la jerarquía no
están claramente definidos o, en otros casos, están presentes pero no se reflejan
en la práctica.
4. Trastornos de los intercambios entre la familia y el entorno. Se refiere a familias
donde la frontera simbólica entre el sistema y el entorno es disfuncional dando
como resultado un funcionamiento caótico donde nada está claro para nadie
provocando actos de violencia al interior del sistema familiar.

En el caso específico de la violencia familiar, las creencias permiten, a quienes


abusan, justificarse o mistificar el abuso de poder y la violencia sobre sus víctimas;
para ellos, el abuso no es abuso, sino un acto justificable y necesario. Díaz-Loving
(2008) explica que todas las interacciones y comportamientos de los miembros de
un grupo surgen y se retroalimentan apoyándose en su propio sistema de creencias,
mismo que nace en el marco sociocultural que determina la jerarquización de las
relaciones interpersonales, sus reglas de interacción y los roles que los sujetos
asumen en ellas.

Otro aspecto insoslayable en lo que se refiere a la transmisión de pautas


transgeneracionales de comportamiento, son los denominados mitos familiares; su
importancia primordial radica en la función que desempeñan para el sistema
familiar. Simon, Stierlin y Wynne (2002) afirman que “los mitos funcionan en las

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familias de la misma manera que funcionan los mecanismos de defensa para los
individuos” (p. 234); nacen de la necesidad de vender al exterior una imagen
distorsionada de lo que en realidad es la vida familiar para garantizar su cohesión y
organización. Son, literalmente, una barrera de protección para evitar a los intrusos
y sirven para ocultar o negar una realidad penosa cuya aceptación, por parte de la
familia, sería demasiado dolorosa (Ríos-González, 1994; citado en Wagner, 2003)
como en el caso de la violencia familiar. Los individuos participan de su construcción
ante la necesidad de sostener lo insostenible.

Andolfi y Angelo (1989), argumentan que los mitos emergen sobre vacíos, escasez
de datos y falta de explicaciones lógicas, de esta manera se establecen como
verdades a lo largo del tiempo y la historia del grupo familiar con gran poder, dejando
claro cuáles son los comportamientos permitidos y prohibidos para los miembros de
la familia. Particularmente, se observa que los individuos en los eventos dolorosos
y traumáticos, se apegan fuertemente a sus mitos ya que éstos funcionan como
sistemas explicativos operantes, así, la familia corre el riesgo de quedar oprimida
en su propia mitología (Miermont, 1994; citado en Wagner, 2003) significando un
pilar que sostiene la transmisión de los modelos familiares de comportamiento.

Lo anterior confirma que la familia juega un papel importante en la creación y


mantenimiento de los actos humanos violentos. Esta idea, por supuesto debatible,
crea la inquietud de incursionar a fondo sobre la indagación del papel que la familia
tiene como posible cocreador y mantenedor de violencia, dada su importantísima
tarea primordial de socialización y protección del sujeto. No se trata de culparla sino
de entender de qué manera forma parte del fenómeno de la violencia y no solamente
su víctima; así, se puede aventurar el diseño de modelos integrales de intervención
y tratamiento que realmente incidan en el nivel de profundidad necesario,
especialmente si se ha de prevenirla y no solo tratarla cuando está presente.

De acuerdo con Demicheli y Clavijo (2004; p.427), la violencia es en sí misma una


relación ya que es un proceso que requiere de al menos dos partes interactuando
y, por lo tanto, no puede concebirse como un fenómeno individual. Suponer que
basta con que el agresor deje de agredir para que el problema termine, evidencía
una lectura parcial de un circuito mucho más amplio en el que necesariamente se
tienen que incluir las pautas de comunicación, los estilos de enfrentamiento, los
mitos y las creencias familiares y culturales.

Trauma y victimización

Se ha dicho que las particularidades de una familia pueden representar un factor


protector o de riesgo para sus miembros en lo que a comportamientos violentos se
refiere. En este sentido, algunas de ellas brindan un clima enriquecedor que otorga
apoyo y seguridad a los individuos que la conforman; otras, por el contrario, son

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favorecedoras de un clima de tensión y conductas violentas. En el Cuadro 1 se
describen características que pueden o no estar presentes en los sistemas
familiares, pero que dependiendo del significado (enmarcado por las creencias
compartidas en el sistema) y utilidad que se les otorgue al interior del núcleo familiar,
representarán en sí mismas factores de riesgo o protección para la violencia.

Cuadro 1. Características de protección y de riesgo de las familias (Adaptado de R. J. Gelles/M. Straus (1979)
y M. Straus/G. Hotaling (1979) R. J. Gelles (1997); citados en Alonso y Castellanos, 2006).
Característica de la convivencia
Protección/riesgo
familiar

Los miembros del sistema suelen Se puede realizar una variedad de intercambios positivos entre los diferentes miembros
pasar mucho tiempo juntos. de la familia o bien, aumentar la tensión entre ellos.

Favorece el sentimiento de cercanía, pertenencia y solidaridad. Por otro lado, los


El nivel de involucramiento
comentarios y advertencias positivas o negativas realizadas entre los miembros se
emocional entre los miembros del
pueden percibir con mayor intensidad que los realizados por personas que no
sistema es muy elevado.
pertenecen al sistema familiar.

La diversidad puede ser fuente de riqueza; sin embargo, en casos de desacuerdo


Diversidad de actividades e
pueden tener dificultades para negociar o bien no estar dispuestos a hacerlo lo que
intereses.
puede derivar en rivalidades.

Pueden intentar negociar de tal forma en que todos salgan beneficiados o bien
Presencia de conflictos al interior
aprender formas violentas de resolver conflictos mediante la fuerza, la amenaza o la
y exterior del sistema.
coacción.

Derecho y posibilidad de
Dicha influencia se puede realizar con respeto o bien de una forma autoritaria que no
influenciar sobre modelos,
tome en cuenta las diferentes necesidades y fases de desarrollo de cada miembro.
actitudes, valores y conductas.

Se pueden integrar como modelos de diferente experiencia y puntos de vista o bien,


Diferencia de edad y de sexo.
ser fuente de conflicto entre generaciones y sexos.

Los roles y responsabilidades se asignan de acuerdo a la edad y al sexo y no con base


Asignación de roles. en el interés de cada miembro en realizarlos ni en la competencia que tenga para ellos.
Esto puede potenciar tanto relaciones funcionales como disfuncionales.

Es importante de que factores externos no se entrometan en la intimidad de la familia;


Privacidad. sin embargo, este aislamiento puede significar una barrera que fomente la impunidad
y otorgue un menor control social.

Cuando las relaciones son involuntarias y no se puedan extinguir pueden ayudar a


Pertenencia involuntaria. mantener el sentido de cooperación y ayuda mutua; sin embargo, cuando el conflicto
aparece, no es fácil salir del grupo y evitar el estar implicado.

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Los diferentes cambios que ocurren en la familia pueden ser superados en los
Se aprenden formas de manejar el
diferentes miembros. Otras veces se transmiten fácilmente los efectos negativos del
estrés.
estrés entre los miembros ocasionados por enfermedades, desempleo, etc.

Este aspecto puede fomentar la cercanía e identificación entre los miembros del
Conocimiento profundo de la
sistema o bien, puede ser que el conocimiento de puntos fuertes o débiles de los demás
biografía de cada miembro.
signifique un factor de vulnerabilidad para atacarlos y provocar conflicto.

Es de suma pertinencia puntualizar que para fines de éste escrito, se abundará y


discutirá sobre los efectos que los sujetos, como receptores y víctimas de la
violencia, experimentan al interior del sistema familiar y, por supuesto, en el trauma
que necesariamente deriva de tal situación. Un aspecto primordial en la
comprensión de la violencia, es el reconocimiento de que todo evento violento
supone un trauma físico o psicológico, o ambos, tanto para la víctima primaria como
para las víctimas secundarias, especialmente el círculo familiar.

Tal como lo sugiere Pérez-Sales (2006), el trauma, en este escenario, se entiende


como una experiencia que constituye una amenaza real o percibida para la
integridad física o psicológica de la persona, con frecuencia asociada a emociones
extremas, vivencia de caos, confusión, fragmentación del recuerdo, absurdidad,
horror, ambivalencia, desconcierto, humillación, desamparo, desesperanza y
pérdida de control sobre la propia vida que rompe una o más de las nociones
básicas que constituyen los referentes de seguridad del ser humano, especialmente
las creencias de invulnerabilidad.

El trauma, también supone una pérdida de confianza en los otros, en su bondad y


su predisposición a la empatía, además de la pérdida de la confianza en el carácter
controlable y predecible del mundo; así mismo, posee un carácter inenarrable,
incontable e incomprensible para los demás. Puede ser causado por eventos
deliberados (terrorismo, actos violentos), o por desastres naturales (sismos o
inundaciones); ser catástrofes hechas por el hombre (malfuncionamiento de una
planta nuclear o tiroteos entre grupos delictivos), o una calamidad disparada por
algún evento al interior de la familia (enfermedades crónicas debilitantes o un patrón
abusivo de relación).

Otro aspecto fundamental del trauma ocasionado por la violencia sobre el individuo
y la familia, es la noción de que éste no se vive ni se expresa
descontextualizadamente; las manifestaciones y tratamiento de ésta modalidad del
trauma, poseen elementos culturalmente dictaminados. La familia entonces, como
ser social, está vulnerable a la influencia de aspectos culturales que actúan como
factores de riesgo y que vehiculizan la posible perpetuación de su condición de
víctima y victimaria. De la misma manera, la misma cultura contiene en su interior
mecanismos de protección que potencializan los que la familia posee, en una

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interacción dinámica que impacta de manera crítica las respuestas familiares al
trauma, así como el pronóstico de resolución que éste tendrá.

La interacción dinámica entre factores de riesgo y protección culturales, y factores


de riesgo y protección familiares, es un tema que de suyo posee importancia crítica
si se ha de desarrollar una propuesta de teoría de victimización familiar, por lo que
se incursionará en su abordaje en otro momento. Lo que se privilegia a continuación
es la discusión sobre dos aspectos sumamente relevantes en la comprensión del
fenómeno de trauma causado por violencia intrafamiliar: la culpa y la vergüenza.

La presencia de pensamientos y sentimientos de culpa y vergüenza, como


correlatos y consecuentes de eventos de corte traumático, han sido tema de
investigaciones recientes las cuales los ubican como parte medular del trauma en
función del importante rol que tienen tanto en su perpetuación como en su
resolución. Pérez-Sales (2006) comenta que, desde el punto de vista terapéutico, la
culpa comparte aspectos con el duelo y el trauma, los cuales se presentan de
manera entrelazada. Los tres constructos, comparten la característica de
irreversibilidad en el tiempo, es decir, se producen por hechos o acontecimientos
del pasado; implican un sufrimiento psicológico en relación a algo que se hizo
(culpa), algo que se perdió (duelo), o algo que impactó de manera amenazante a la
persona (trauma).

Además, comparten la característica de tener una estructura camaleónica,


encontrando su expresión en la vida de las familias y las personas, a veces, de
manera directa (la familia o persona expresa su malestar psicológico e identifica
directamente la fuente del mismo), pero más frecuentemente de manera indirecta a
través de indicadores de malestar tales como cambios en la demostración familiar
de afectos, en las secuencias comunicacionales, alteración de las rutinas familiares,
falta de cumplimiento de las actividades dictaminadas por el rol familiar asignado,
enfermedades psicosomáticas, etc., por lo que en ocasiones se vuelve complicado
distinguir un constructo del otro. No obstante, en la literatura se encuentran varias y
diversas definiciones de los conceptos de culpa y vergüenza, dependiendo del
abordaje teórico desde el que se les observe.

Una definición de culpa y vergüenza que parece abarcar todos los aspectos
fundamentales de estos constructos es la ofrecida por Pérez- Sales (2006), la cual
señala lo siguiente:

La culpa supone sensaciones de angustia referidas a la realización de actos


evaluados posteriormente como rechazables los cuales pueden ser mentales
(pensamientos, intenciones, fantasías o franca ausencia de respuesta) y que
trasgreden una norma real o simbólica; por tanto, requiere de un ojo acusador, real,
imaginario o simbólico que actúa confirmando la violación de normas internalizadas

87
y asumidas previamente por la persona o familia, que están determinadas por el
patrón educativo y en relación con un determinado medio cultural.

La culpa tiene como elementos asociados la idea de la irreversibilidad, lo absurdo,


lo irracional; es poco reductible a la lógica, tiene un carácter intrusivo, impuesto, con
elementos de racionalización y disonancia cognitiva, existencia de repliegue,
aislamiento o alienación, acompañado de cuestionamiento de las creencias básicas
sobre uno mismo y su familia y la necesidad de castigo o reparación. Se
consideraría un subtipo de culpa a la culpa por sobrevivir, la cual está asociada a
actos que implican un resultado final deseable (supervivencia) pero que genera
dudas sobre los medios puestos en marcha para lograrlo (ruptura de códigos éticos
básicos).

Por su parte, la vergüenza se acompaña de sensaciones de angustia, surgidas de


la percepción de proyectar una imagen que está en disonancia con lo que la persona
o familia considera que constituye el núcleo identitario que desea de sí, asociada a
la percepción, real o proyectada, de humillación o de rechazo por parte de los
demás; por tanto, requiere de un ojo real, imaginario o simbólico, que actúa de
testigo de la indignidad que se encuentra determinada por el patrón educativo y está
en relación a un medio cultural especifico, frecuentemente asociado a la existencia
de repliegue, aislamiento o alienación, a expresiones de agresión o rabia y la
necesidad de aceptación o perdón. Un subtipo de vergüenza sería la vergüenza
ontológica, la cual se asocia al horror de comprobar aspectos de la naturaleza
humana que por contagio, se constituirían en parte del núcleo identitario de la
persona y la familia, y frente a las cuales, nada puede hacerse.

Cabe agregar que culpa y verguenza son emociones complejas y que durante el
episodio emocional en cuestión, el organismo evalúa o aprecia las condiciones
provocadoras o inductoras, las reacciones conductuales, cognoscitivas, afectivas y
fisiológicas que lo llevan a realizar las acciones pertinentes para enfrentar la
situación de manera adaptativa (Reidl y Jurado, 2007). De cualquier manera,
ambas, contienen en su interior fallas cognitivas al considerar como válidas aquellas
cadenas lógicas sin sentido producidas por la conciencia en un intento por
explicarse la razón de lo acontecido, cuando, justamente el trauma, implica la
presencia de efectos derivados de actos humanos o de la naturaleza que por lo
general no son susceptibles de ser controlados y que van totalmente en contra de
la razón, la lógica y el sentido.

Conclusiones

Por lo anterior, se puede afirmar que el entendimiento de factores intrínsecos que


forman parte del núcleo del trauma, como la vergüenza y la culpa, permite, tanto al
investigador como al clínico, comprender y proceder de mejor manera el abordaje
de la violencia al poner a consideración de la familia lo imposible de la anticipación

88
de los eventos incomprensibles y absurdos a los que el ser humano está expuesto
a fin de facilitar que el trauma no se enquiste y, que por tanto, sea más fácil su
trascendencia.

Otra vía de trascendencia y superación del trauma causado por la violencia es el


reconocimiento de los factores y recursos con que cuenta una familia para enfrentar
los aconteceres a los que, de manera natural y no-natural, está expuesta en su
transitar por el ciclo vital. Es de suma importancia que tanto el que la observa, como
la familia misma, reconozcan, validen y subrayen las capacidades salutogénicas de
esta unidad. Se trata de un sistema equipado con recursos intrínsecos y extrínsecos
provistos por la cultura donde se desarrolla. Estos son, por ejemplo, aspectos de su
funcionamiento y estructura tales como la cohesión, la flexibilidad y la comunicación,
el sistema de creencias que comparte, las estrategias de enfrentamiento y las redes
de apoyo que la rodean; su utilización y potencialización dictaminarán en gran
medida la superación resiliente del trauma causado por la violencia, por lo que un
enfoque de la violencia y el trauma desde la resiliencia familiar permite identificar,
re-visar y re-encontrar aspectos esperanzadores sobre un fenómeno que por
definición, evoca imágenes perturbadoras y desoladoras.

Voltear la mirada a los procesos de victimización y al sufrimiento humano significa


reconocer que la violencia quiebra la vida de una persona y de su círculo familiar en
un antes y un después del ataque o evento traumático (Marchiori, 2004), es por ello
que se debe destacar que los traumas ocasionados por la ella o los malos tratos en
la familia, deben prevenirse ya que una vez que se han producido sólo pueden
curarse pero no sanarse (Barudy y Dantagnan, 2007).

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91
Violencia doméstica y prácticas parentales.
Maltrato infantil y sus repercusiones emocionales y cognitivas

Adriana Patricia González Zepeda,


Victoria González Ramírez,
Amalia Reyes García y
Carolina Torres Reyes

De acuerdo con lo expuesto por Corsi (2001), la raíz etimológica del término
violencia remite al concepto “fuerza”. Como sustantivo, corresponde a los verbos
“violentar”, “violar” y “forzar”. Es así como la palabra violencia implica siempre aludir
al uso de la fuerza para producir daño, es decir, a la acción que perjudica, limite o
impide la satisfacción de las necesidades humanas de supervivencia, bienestar,
posibilidad de desarrollo, identidad y la propia libertad (Galtung; citado en Muñoz,
2004). La violencia tiene lugar en espacios o instituciones tales como la escuela, el
trabajo, la calle y otros lugares públicos, sin circunscribirse a la edad, sexo ni
condición social. Bajo este término se incluyen diversas manifestaciones como
violencia de género, de pareja, infantil y doméstica o intrafamiliar (Larragaña,
Martínez y Yubero, 2004).

En sus diferentes manifestaciones, ésta última clase de violencia que puede ser
entendida como un patrón de comportamientos agresivos y coercitivos ejercidos en
el marco de las relaciones familiares; se dirige contra las personas del grupo familiar
percibidas como más débiles y dependientes, dañando su integridad, imagen,
patrimonio, aspiraciones, reconocimiento, sexualidad y sus relaciones
interpersonales. Las víctimas más comunes suelen ser mujeres y niños. La
victimización de los menores incluye tanto el maltrato recibido directamente como
la exposición a la violencia de sus padres (Frías y Gaxiola, 2008).

Independientemente de que la viva directamente y/o que sea espectador de la


violencia, el niño víctima de ésta se encuentra ineludiblemente en una situación
altamente perjudicial (Perrone y Nannini, 2002), ya que las diferentes áreas de su
desarrollo se verán afectadas, pues tal situación produce diversas condiciones
emocionales y psicopatológicas con importantes repercusiones negativas en su
conducta y funciones cognitivas.

Así, el presente trabajo tiene como objetivo analizar la cotidianidad del contexto
familiar donde se ejerce violencia, describiendo las peculiaridades de los
progenitores agresores, las modalidades de maltrato infantil, las prácticas
parentales o estilos de crianza y los roles desempeñados por los hijos en la dinámica
familiar, así como de las repercusiones en el desarrollo y en las funciones cognitivas
de niños víctimas de violencia intrafamiliar.

Peculiaridades de los progenitores agresores

92
En las familias en las que la violencia forma parte de su cotidianidad, los
progenitores presentan ciertas peculiaridades que propician un entorno de angustia
en el que el niño se ve en la necesidad de desarrollar roles específicos que en
muchas ocasiones no corresponden a su edad pero que constituyen una opción
para adaptarse y sobrevivir a tal situación. Con tal ajuste, reprimen facetas
importantes de su vida (Fernández y Godoy, 2002; Burudy, 2003), lo que representa
profunda inmadurez en áreas emocionales y, por otro lado, precocidad en cuanto a
la responsabilidad y roles que el ambiente les exige desarrollar para sobrevivir.

Con lo que respecta a las características de los progenitores maltratadores se han


observado una serie de condiciones que, sin representar una determinación estricta,
sí condicionan o promueven mayor vulnerabilidad para desarrollar prácticas
conductuales violentas, correspondiendo a mayor posibilidad de generar violencia,
cuantos más elementos presenten en su vida, de los que a continuación se
describen (Berk, 1999; Lefrancois, 2001; Gracia, 2002, Silva, 2003):

1. Por lo general los padres/madres, son personas jóvenes y frecuentemente los


hijos son resultado de embarazos no deseados.
2. Comúnmente, tan solo cuentan con 7 a 9 años de escolaridad, generalmente
solo cumpliendo la educación básica. Además, el nivel cultural tiende a ser muy
bajo.
3. Regularmente se encuentran en condiciones económicas desfavorables, con
inestabilidad laboral. No se excluye, sin embargo, la posibilidad de que algunos
padres pertenecientes a niveles sociales y educativos superiores lleguen a
ejercer violencia en el contexto familiar. La diferencia entre unos y otros radica
en que los últimos son más hábiles para ocultar el maltrato hacia sus hijos.
4. Son comunes los frecuentes cambios de residencia lo que correlaciona, de
manera directa, con la posibilidad de que los hijos deban ejercer constantemente
mecanismos adaptativos altamente estresantes, como el cambio de escuela,
además de la promoción de relaciones sociales superficiales y cortas.
5. Manifiestan conflictos maritales con frecuente presencia de abuso físico y
violencia de o hacia su pareja.
6. Conforman familias monoparentales y/o desorganizadas, condiciones que,
probablemente, representen la posibilidad de que el niño se encuentre solo y sin
supervisión durante periodos prolongados de tiempo con riesgo de accidentes
fatales y dificultades asociadas a la falta de estimulación.
7. Presentan antecedentes de maltrato; las personas expuestas a conductas y
modelos violentos, aumentan en mucho la posibilidad de ejercer violencia
posteriormente.
8. Manifiestan algún trastorno psicológico, comúnmente trastornos de ánimo como
trastornos de ansiedad y/o depresión, y son comunes los trastornos de

93
personalidad como el límite de la personalidad, frecuentemente observado en
progenitores violentos.
9. Experimentan insatisfacción y nula gratificación de su condición de padres,
viviendo así, permanentemente enojados y frustrados lo que contribuye a
mostrar poca tolerancia ante la conducta de los niños.
10. Presentan dificultades para identificar las emociones en sí mismo y en los niños,
constituyendo dificultades empáticas que afectan la asunción de la perspectiva
requerida para establecer una relación positiva, no violenta, entendiendo las
necesidades del pequeño.
11. También se ha reportado que los progenitores maltratadores, poseen limitados
conocimientos sobre la educación infantil y acerca de cómo se desarrollan y
organizan los procesos psicológicos, así como las graves consecuencias que
suelen aparecer tras experiencias de violencia.
12. No tienen un plan de crianza ni reflexionan acerca de su estilo de crianza.
Establecen una comunicación deficiente e ineficaz con los hijos; tienen dificultad
para establecer límites y reglas consistentes y congruentes.
13. Creen en la disciplina física y severa como estilo idóneo de formación de los
hijos, con menosprecio de estrategias como el diálogo y la negociación en las
relaciones paterno-filiales.
14. Tiene la expectativa de satisfacer sus propias necesidades a través de sus hijos,
a partir de lo cual, exigen a los hijos conductas y logros desmedidos y
descontextualizados.
15. Proclives al aislamiento social, imponen a los hijos el mismo estado de soledad
y pobreza de redes y recursos sociales.

Prácticas parentales

Los estilos personales y características de los progenitores, representan factores de


riesgo para el desarrollo o vivencia de la violencia; sin embargo, son las
características de las relaciones paterno-filiales las que ocupan un lugar central en
el proceso del maltrato infantil (Gracia, 2002). Los estilos parentales no son
vinculaciones automáticamente sanas o fáciles; con frecuencia se considera que la
conducta parental y la motivación para actuar positivamente con los hijos es un
fenómeno natural y universal, basado intrínsecamente en el interés por los niños.

La concepción dicotómica de padres buenos y malos, no permite la comprensión de


la dinámica de la violencia en las relaciones paterno-filiales. La idea de la conducta
parental como un continuo, parece más atinada: en el extremo se encontrarían
aquellas prácticas más severas y abusivas hacia el menor; en el otro, se
encontrarían los métodos que promueven el desarrollo social, emocional e
intelectual (Gracia, 2002).

94
Los estudios de Baumrind (1967; citado en Meece, 2000) le permitieron establecer
una clasificación de los tres estilos parentales: estilo parental autoritario, permisivo
y autoritativo. Sin embargo, posteriormente, se han añadido otras variantes, así
como se han incluido estilos considerados fundamentalmente dañinos para el
desarrollo emocional y cognitivo del menor. Los estilos de crianza más negativos,
son: el distante, intrusivo y hostil (Restrepo; citado en Silva, 2003). El estilo distante
se caracteriza por tener una tasa de interacción muy baja con el menor, con
aparente poco interés, afecto plano y muy bajo nivel de respuestas tanto positivas
como negativas. El estilo intrusivo, implica que el padre o madre están
permanentemente instruyendo a los pequeños acerca de la manera de comportarse
y expresan excesiva reprobación a lo largo de la interacción. Los padres con
prácticas hostiles, manifiestan ataques directos al menor, negando afecto y
aprobación, exhibiendo altos comportamientos de humillación y afecto
estrictamente negativos.

Existen casos en que el adulto presenta un comportamiento que constituye un


cuadro explícito de conducta antisocial y se refleja también en la forma en que trata
y educa a su hijo: puede mostrarse con comportamientos inadecuados (violencia
extrema, pornografía o comportamientos de extrema humillación), o permiten a sus
hijos observar modelos de estas conductas, las cuales promueven las condiciones
de adquirir un comportamiento desajustado (Cuevas; citado en Silva, 2003). La
conducta parental de los padres más propensos a manifestaciones violentas, se
caracteriza, además, por escasas expresiones físicas y verbales de calor emocional
y afecto.

Los padres maltratadores imponen su autoridad y aplican castigos de manera


arbitraria, subestimando así, capacidades y aptitudes (Feldman, 2005). De acuerdo
con Nieto (2000), esta actitud autoritaria suele presentarse por temor a fallar en la
educación de sus hijos, por falta de seguridad en sí mismos y/o rigidez en sus
pensamientos, resultándoles más fácil imponerse que dialogar, creando así una
barrera ente ellos y sus hijos. Tal situación favorece la rebeldía y el resentimiento,
bloqueando su capacidad de decisión.

Para Gracia (2002) el maltrato infantil es el extremo clínico de los estilos parentales
de disciplina coercitivos e indiferentes o negligentes; describen una disfunción o
inadecuación en la interacción padres-hijos en las familias en situación de riesgo
que se traduce en un fracaso en el empleo adecuado de las prácticas de
socialización.

La violencia, como negligencia, también se reporta como un factor que afecta


gravemente el comportamiento de los niños. Palacios y Andrade (2008) reportan
una serie de investigaciones que confirman que un pobre control conductual o

95
monitoreo, está vinculada con generación de conductas problema en niños jóvenes
(adicciones, conducta antisocial y edad de inicio de prácticas sexuales).

Modalidades de maltrato infantil

Considerando lo expuesto por diversos autores (Bodiford, Bradlyn, Eisenstadt y


Johnson, 1988; Maher, 1990; Jiménez, 1997; Berk, 1999; Lefrancois, 2000, 2001;
Arruabarrena y Paúl, 2001; Corsi, 2001; Rodrigo y Palacios, 2002; Muñoz García,
2007), pueden identificarse diez tipos de maltrato infantil que pueden padecer un
niño miembro de una familia en la que se ejerce violencia y pueden agruparse en
dos categorías: una que engloba formas activas (maltrato físico, abuso sexual,
abuso emocional, maltrato prenatal, corrupción, explotación laboral y síndrome de
Münchausen) y otra que abarca formas pasivas (abandono físico, abandono
emocional y atestiguamiento de violencia).

Las formas activas de maltrato se definen como cualquier acción no accidental


ejercida por los padres que provoquen daño físico o enfermedad en el niño, o que
lo coloque en grave riesgo. Básicamente se reconocen siete tipos de esta clase de
maltrato:

a) Físico: es expresado por lesiones físicas, hematomas y contusiones


inexplicables, cicatrices, marcas de mordeduras a la medida de un adulto,
fracturas de hueso, quemaduras, cortaduras, verdugones, moretones y otros
daños. El diagnóstico de esta clase de maltrato requiere de examen médico y la
evaluación social de los antecedentes familiares.
Como parte del maltrato físico se encuentra el síndrome del bebé sacudido, el
cual se manifiesta con la sacudida como látigo del infante, dando como resultado
que el cerebro se golpee contra las paredes interiores del cráneo, teniendo como
efecto una lesión cerebral grave o un daño neurológico que puede incluso
llevarlo a la muerte. Después de un episodio traumático de este tipo se observa
la pérdida de conciencia, estados comatosos, convulsiones y agotamiento
respiratorio. Los niños que sobreviven a una sacudida de este tipo, llegan a
presentar daños en la retina por hemorragia intraocular, como ceguera total o
pérdida parcial de la vista. La epilepsia es un síndrome común tras lesiones
asociadas a irritación encefálica por “zangoloteo”. También se puede provocar
deficiencias psicomotoras tales como dificultad para caminar y problemas de
coordinación fina y gruesa, entre otras. Otras secuelas de este síndrome son
problemas neurológicos que se manifiestan con dificultades de lenguaje,
atención y de memoria a corto y largo plazo.
b) Abuso sexual: se manifiesta con caricias sexuales, coito y otras formas
explotación sexual vergonzosa y dolorosa. Este tipo de maltrato, que suele ser
más común en mujeres, es uno de los más perjudiciales para los niños ya que
les deja secuelas severas en su comportamiento, propiciando aislamiento, baja

96
autoestima, pesadillas, incomodidad al contacto físico, baja concentración
escolar, llanto fácil por poco o ningún motivo aparente, interés por estar
prolongado tiempo en la escuela (llegando temprano o retirándose lo más tarde
posible), ausentismo escolar, conducta agresiva o destructiva, depresión crónica
y retraimiento, conocimiento sexual o comportamiento inapropiado para la edad,
conducta excesivamente sumisa, irritación y dolor o lesión en zona genital.
c) Maltrato emocional: también denominada crueldad mental, se expresa por medio
de hostilidad verbal en forma de insulto, desprecio, crítica y rechazo, empleando
a gritos palabras altisonantes con la firme intención de avergonzar o ridiculizar.
Además de lo anterior, también se puede recurrir al aislamiento o privación del
contacto con otros. Este tipo de maltrato a largo plazo llega a tener como
consecuencias extrema falta de confianza en sí mismo, exagerada necesidad de
ganar o sobresalir, demandas excesivas de atención, mucha agresividad o
pasividad frente a otros niños, poca sensibilidad social y habilidad para poder
discriminar las emociones de otras personas, hiperactividad, enuresis y quejas
psicosomáticas.
d) Maltrato prenatal: se manifiesta cuando la mujer embarazada perjudica el
desarrollo del feto al consumir medicamentos, alcohol, drogas, etc., a sabiendas
de su estado.
e) Corrupción: se manifiesta con la promoción e incitación al niño en la realización
de acciones delictivas tales como hurtos, tráfico y consumo de drogas y
pandillerismo, entre otras. Esta clase de maltrato se complementa con la
premiación por la realización de dichas acciones, propiciando que el niño las
asuma como prácticas de un adecuado estilo de vida.
f) Explotación laboral: se expresa con la exigencia con carácter de obligatorio, de
la realización del trabajo forzoso por prolongadas horas, excediendo lo límites
de lo habitual para un niño. Esta situación puede interferir en las necesidades y
actividades escolares del niño.
g) Síndrome de Münchausen (patología en los padres): se manifiesta con la
inducción de un daño deliberadamente planeado y calculado para desatar
síntomas físicos y patológicos en el niño que requieren hospitalización o
tratamiento médico reiterado para así obtener trato especial y consideraciones
de otras personas. Cuando se presenta dicho síndrome, las exploraciones
médicas no tienen un diagnóstico preciso y el menor tiene síntomas persistentes
de difícil explicación teórica, teniendo contradicciones graves entre los datos
clínicos y los conductuales. Estos síntomas desaparecen cuando el niño no está
en contacto con su familia.

Como ya se mencionó, además de formas activas de maltrato infantil, también


existen algunas pasivas, no por ello menos perjudiciales, en el desarrollo del niño
que las padece. Las formas pasivas de maltrato se ven caracterizadas en aquellas

97
situaciones en las que las necesidades físicas y cognitivas del niño no son cubiertas,
ya sea de forma temporal o permanente, por algún miembro adulto del grupo en el
que el niño convive (padres o cuidadores). Básicamente se reconocen tres clases
de maltrato infantil de forma pasiva.

a) Abandono físico: se manifiesta cuando los padres no proveen a sus hijos


aquellos medios que satisfagan sus necesidades físicas básicas, tales como
alimentación, abrigo, vestimenta, atención médica adecuada y/o supervisión por
un adulto. Esta clase de maltrato propicia desnutrición o diferentes
enfermedades por descuido, siendo difícil detectar daño físico porque no se ven
lesiones.
b) Abandono emocional: se manifiesta con la falta de respuesta a las señales de
llanto, sonrisa u otras expresiones emocionales del niño, así como a sus
conductas de interacción física. También se manifiesta con la falta de iniciativa
de contacto, lo que implica la no satisfacción de necesidades afectivas y de
apoyo emocional.
c) Atestiguamiento de violencia: se manifiesta cuando los padres protagonizan
episodios cotidianos de violencia (simétrica o asimétrica), haciendo caso omiso
de la presencia de sus hijos. Los niños que son espectadores de violencia en
sus casas (aunque no sean víctimas de forma activa de ella) pueden aprender a
utilizar la agresión como medio para resolver problemas (Olaya, Tarragona, de
la Osa y Ezpeleta, 2008), o bien, sentirse asustados y confundidos por no recibir
el beneficio de un ambiente seguro.

Independientemente del tipo de violencia del que un niño sea víctima, la experiencia
de ésta, aporta elementos cognitivos que constituirán el esquema de creencias en
el niño, entre más negativos, más nocivos. Los mensajes familiares que
comúnmente recibe tienden a ridiculizarlo, humillarlo, aterrorizarlo y/o hacerlo sentir
rechazado o ignorado, acentuando su indefensión y desamparo ante los padres.

Comportamiento en el niño/niña

Aludiendo ahora a los posibles roles adoptados por un niño en el seno de una familia
violenta, debe subrayarse la condición de que éstos son finalmente mecanismos de
sobrevivencia empleados como parte del proceso de adaptación a su ambiente y
condición. Los roles que se gestan en los menores, son elaboraciones cognitivas
distorsionadas, promovidas por modelos ambivalentes e inadecuados en muchos
aspectos; aparecen como respuesta al estilo de comunicación y trato establecido
por los progenitores, siendo más disfuncionales los estilos parentales autoritarios,
hostiles y/o negligentes. Considerando lo expuesto por Fernández y Godoy (2002),
y Burudy (2003), pueden distinguirse ocho posibles roles y/o actitudes:

98
a) El niño hipermaduro: algunos niños presentan una madurez superior a la de sus
compañeros de la misma edad; son autónomos y tienen mayor influencia en la
toma de decisiones familiares, convirtiéndose así en pequeños hombrecitos o
mujercitas que hacen las tareas domésticas y cuidan a sus hermanos,
renunciando a sus propios intereses.
b) El niño espía: este es un rol comúnmente desarrollado por aquellos niños que
llegan a ser utilizados por sus padres para saber qué hace su pareja, poniéndolo
en un conflicto de lealtad al enfrentarlo con sus respuestas.
c) El niño mensajero: este es un rol usualmente desarrollado por aquellos niños
cuyos padres los utilizan para enviarle mensajes con palabras altisonantes y/o
términos despreciativos a su pareja, para demandarle el cumplimiento de ciertas
necesidades. Por ejemplo, una madre puede pedir a su hijo que le diga a su
padre que le compre zapatos o le dé dinero, colocándolo en una situación
incómoda y estresante.
d) El niño colchón: este es un rol frecuentemente desarrollado por aquellos niños
cuyos padres descargan sobre ellos sus problemas de pareja. Ellos tienen que
soportar las devaluaciones de uno de los padres contra el otro y dar excusas
para justificarlo, amortiguando así las discusiones entre los padres.
e) El niño confidente: este es un rol comúnmente desarrollado por aquellos niños
que se vuelven una figura de apoyo emocional para sus padres al volverse
escuchas de las insatisfacciones y/o malestares por la pareja.
f) El niño víctima del sacrificio: este es el caso de aquellos niños cuyos padres
viven reprochándose constantemente los sacrificios que hacen por él por lo que
crece sintiéndose una carga y pensando que sus papás lamentan su existencia,
creándole un enorme sentimiento de culpa.
g) El niño bajo alineación parental: se dice que un niño está bajo este síndrome
cuando uno de los padres envía mensajes negativos sobre el otro para conseguir
que su hijo lo elija, quitándole además, el permiso psicológico para relacionarse
con el otro progenitor. Estos niños prefieren quedarse con el padre que
desvaloriza y casi eliminar al otro negándose a mantener una relación con él por
temor a ser abandonado. Esto los obliga a unirse incondicionalmente a un solo
progenitor, compartiendo sus mismas ideas y comportamientos para así poder
sobrevivir psicológicamente.
h) El niño con efecto bumerán: esta situación es la opuesta a la anteriormente
descrita, pues es la que viven los niños que tras crecer escuchando los insultos
y devaluaciones de un padre hacia el otro, deciden inclinarse por el progenitor
que ha sido descalificado.

Repercusiones de la violencia doméstica en el desarrollo y funciones


cognitivas

99
Autores como Burudy (2003) y Santrock (2003), entre muchos otros, coinciden en
señalar que el maltrato infantil puede ocasionar diferentes consecuencias tanto
físicas como cognitivas, emocionales y sociales que repercuten en el desarrollo de
los niños. La violencia en casa representa una serie de experiencias que el niño o
niña tendrán que enfrentar haciendo uso de sus estrategias, que son bastante
precarias, atendiendo a que son determinadas por las condiciones de vida y el tipo
de relación que mantienen con su progenitor. Los niños se hallan vulnerables e
indefensos. Las consecuencias del maltrato, pueden presentarse en diferentes
niveles de gravedad, dependiendo del tipo de violencia; el periodo de tiempo en el
cual se fue víctima; de la edad en que se vivan dichos episodios; de la diversidad
de contextos en que se desarrolle el niño; de la presencia o no de una red social
alterna; de los rasgos de carácter del propio niño o niña.

Considerando lo expuesto por varios autores como Fernández y Godoy, 2002;


Pittman, 2003; Byone y Taylor, 2007 y Osofsky, 1999 (citado en Olaya, Tarragona,
de la Osa y Ezpeleta, 2008), pueden reconocerse varias consecuencias de la
exposición crónica a episodios violentos:

a) Tristeza: ésta consecuencia emocional puede manifestarse de diversas


maneras, ya sea llorando, permaneciendo callado, alejado, distraído y/o
mostrando dificultad para disfrutar de actividades que solían gustarle. Éste
sentimiento puede volverse crónico y transformarse en depresión.
b) Miedo: consecuencia que suele expresarse a través del llanto frecuente,
conductas de apego, inquietud o rechazo incluso a cualquier persona cercana.
Esto puede deberse al temor de ser abandonado, a quedarse sin alimento,
abrigo o casa, o bien porque se le deje de querer.
c) Culpa: este sentimiento es muy común en aquellos niños que tienen la creencia
de que ellos son el centro del universo y que por eso son la causa de todo lo que
ocurre a su alrededor, sintiéndose responsables de las peleas entre sus padres,
creyendo que ellos pueden reconciliar o solucionar los problemas.
d) Soledad: esta sensación suelen experimentarla por carecer de los cuidados y la
seguridad que necesitan ya que sus padres no se los proporcionan por
encontrarse inmersos en el conflicto de violencia.
e) Enfado: suele manifestarse con desacato a las figuras de autoridad y peleándose
con otros niños.
f) Regresión: se manifiesta con los intentos del niño por evadir todos los
acontecimientos estresantes que está viviendo, retirándose mentalmente a un
lugar donde se sienta más seguro y tranquilo. Las conductas regresivas más
comunes son: chuparse el dedo, habla infantil, enuresis nocturna, rabietas, alta
dependencia de los padres, así como dejar de usar cubiertos para alimentarse y
recurrir nuevamente al biberón y/o a relacionarse con un objeto de apego.

100
g) Desamparo aprendido: es una consecuencia que puede presentarse tras un
periodo relativamente largo de estar expuesto a episodios violentos como
resultado de haber experimentado frustraciones y fracasos repetidos, sintiendo
que los esfuerzos realizados para enfrentar la situación problemática han sido
inútiles.
h) Alteraciones hormonales: Portellano (2008) y Estivil (2002) refieren que los
menores víctimas de violencia en casa, están expuestos a condiciones que
afectan de forma importante su calidad y cantidad de sueño lo que tendrá
importantes repercusiones en la generación y modulación hormonal, en
particular de la hormona de crecimiento, químico fundamental para los procesos
de regeneración tisular y consolidación de los procesos de aprendizaje. Esta
condición ha provocado que muchos menores en condiciones de violencia
crónica, muestren niveles generales de menor y más lento crecimiento físico,
menores niveles de éxito académico, y menores puntuaciones en pruebas de
inteligencia general, cuadro que se ha denominado enanismo psicosocial,
definido como el retraso en el crecimiento de origen psicosocial (García, 2009;
Rosenzwieg, Breedlove y Watson, 2005).
i) Problemas de sueño: estos se manifiestan básicamente con presencia de
terrores nocturnos, pesadillas recurrentes, insomnio, miedo a dormir solo o
miedo a la oscuridad. También se han descrito condiciones donde el menor no
tiene los hábitos de sueño necesarios para su edad, hay disminución de los
periodos de sueño y, según lo explicado por Estivil (2002), estos suelen
correlacionarse estrechamente con muchos de los problemas cognitivos y de
conducta característicos en estos niños.
j) Problemas escolares: se manifiestan en el contexto escolar mediante
inadaptación en el ámbito educativo, bajas calificaciones, repetición de años
escolares y un conjunto de condiciones que se han denominado fracaso escolar.
En el caso particular de preescolares, se ha apreciado que la exposición a la
violencia entre sus padres se asocia a irritabilidad excesiva, regresión en el
lenguaje y control de esfínteres, ansiedad de separación, dificultades en el
desarrollo normal de la autoconfianza y de posteriores conductas de exploración
relacionadas con la autonomía que, frecuentemente, el profesor puede observar
con facilidad.
k) Dificultades en sus relaciones interpersonales: los niños víctimas de violencia
muestran estrategias de relación interpersonal caracterizadas por vinculación
con compañeros de menor edad, dificultad en la asunción de reglas en la
relación con sus pares o para expresar desacuerdos; es común el despliegue de
conductas violentas como medio de resolución de problemas; también se
observa aislamiento o el que sean expresamente excluidos de parte de sus
compañeros. Los niños maltratados no aprenden a defenderse, no saben

101
detener el maltrato y, en muchas ocasiones, ni siquiera se dan cuenta de que el
trato que se les brinda es nocivo e inconveniente
l) Alteraciones cognitivas: en los niños en situación de maltrato, se han observado
menores niveles de rendimiento en escalas de inteligencia, escalas verbales y
de memoria (Pino y Herruzo, 2000), presentan retrasos en el nivel madurativo
global, incapacidad para abstraer y generalizar conceptos, inmadurez, y
perseverancia en plantear soluciones negativas (Moreno Manso, 2003).
m) Alteraciones en el lenguaje: se manifiestan en forma de trastornos del habla,
generalmente disfemia y dislalia; un desarrollo lingüístico por debajo de su edad
cronológica; alteraciones en la intencionalidad en la comunicación y pobreza de
vocabulario; dificultades en pragmática, morfología sintaxis y semántica (Moreno
Manso, 2003).
n) Problemas conductuales: es común que los niños en condiciones de violencia
muestren una serie de conductas desajustadas o desadaptativas que pueden
incluir desde alteraciones por poca activación o participación en el ambiente
(como los niños que presentan mutismo selectivo, común -aunque no exclusivo-
en casos de maltrato), poca integración con pares, disminución de la curiosidad,
timidez excesiva, cuadros que semejan la fobia social de los adultos, o por el
contrario, casos en que la conducta se exacerba y se manifiesta poco control de
impulsos, cuadros maniacos, autolesiones, conductas obsesivo-compulsivas
(frecuentemente onicofagia), participación en prácticas de riesgo (Silva, 2003;
Meece, 2000).

En casos extremos, ideación suicida e intentos de suicidio (Silva, 2003; Meece,


2000), lo cual también se ha asociado a prácticas parentales violentas (Palacios
y Andrade, 2008).

Comentarios finales

La violencia es un fenómeno que puede observarse en prácticamente todos los


ámbitos. En particular, la violencia ejercida hacia los niños o de la que son
espectadores, repercutirá de muy diversas maneras en el desarrollo psicológico,
emocional y cognitivo del menor. Cuando las estrategias parentales tienden a ser
violentas y arbitrarias, se constituyen ante el menor como las bases ideológicas a
partir de las cuales se construyen los esquemas cognitivos que representarán los
precedentes de la conducta posterior, que muy probablemente, será violenta.

Las prácticas parentales de crianza serán definitivas en el desarrollo emocional y


cognitivo del niño. Los estilos de comunicación ineficientes en donde no se
especifican normas ni límites para la conducta, no hay expectativas realistas y no
se toman en cuenta las posibilidades del niño, donde se emplea un discurso

102
amenazador, degradante, enfatizando la vulnerabilidad del niño y su indefensión,
marcan de manera importante y crónica su desarrollo moral, emocional y cognitivo.

Sin embargo, y a pesar de las experiencias del maltrato, en el repertorio conductual


humano se ha descrito la posibilidad de que las personas construyan un estilo
diferente de conducta y de que desplieguen estrategias novedosas, finalmente, se
tiene capacidad de aprendizaje durante la mayor parte de la vida en la medida en
que se provean estímulos y modelos más positivos y productivos (con lo que la idea
de la psicoterapia y la rehabilitación cobran sentido); es posible que con estrategias
eficaces para la construcción de nuevos saberes, se modifiquen los esquemas
cognitivos y emocionales, y con ellos la conducta.

Para ello, los profesionales de la psicología tienen un enorme compromiso en el


estudio y el trabajo clínico con los agresores y las víctimas:

Con los agresores, es menester el desarrollo de estrategias de manejo emocional y


de control de impulsos; es urgente promover estilos de crianza que incluyan la
negociación y el respeto, y mecanismos de resolución de problemas de forma no
violenta, fomentando una cultura del respeto al otro con sus diferencias y
necesidades y promoviendo la educación acerca de las necesidades de los hijos y
de estrategias de cómo realizar y desarrollar el rol de padre o madre. Los
entrenamientos realizados por programas denominados “Escuela para padres”
tienen la pretensión de abordar algunas de las conflictivas generadas por la
violencia en casa y estilos de crianza nocivos, pero son insuficientes, pues
finalmente no promueven el cambio conductual esperado.

Con las víctimas se deberán abordar diversas áreas: corresponderá trabajar con el
estado emocional, entrenando en la identificación emocional, en el manejo y
expresión de las emociones. Los trastornos de conducta son rasgos que responden
en general a estados emocionales; si los estados emocionales ceden y mejoran, se
refleja en el comportamiento.

Otra área a trabajar, es la identificación y diagnóstico de las alteraciones cognitivas


con la finalidad de la implementación de programas de intervención mediante el
fortalecimiento cognitivo que aleje a los niños de la vulnerabilidad en que se hallan
en ambientes escolares.

A nivel institucional, es fundamental la implementación de mecanismos eficientes


que protejan y respondan a las necesidades de los niños. Sin embargo, la
posibilidad de que el Estado funja como tutor de los niños víctimas de violencia,
aunque ideal, está muy lejos de convertirse en una posibilidad, por lo que se tendrá
que apostar a la educación de los niños y a la prevención a través de la
psicoeducación promoviendo hábitos más sanos de resolución de conflictos y
desarrollando habilidades de vinculación social; el menor, en caso de estar en una

103
situación de abuso y violencia, debería tener la posibilidad de buscar y conseguir
ayuda efectiva.

Debemos subrayar que los estilos de crianza más positivos se asocian a lo que se
ha denominado estilo “autoritativo”, que se relaciona con un estilo educativo que
ejercen los padres caracterizado por la expresión emocional abierta y confiada; el
uso del diálogo y la negociación; por el desarrollo de una comunicación eficaz, de
escucha al niño y sus necesidades; con normas y límites claros; con castigos y/o
consecuencias previsibles y proporcionadas a la situación que los origina. Tales
patrones interacción paterno-filial serían incompatibles con el maltrato infantil.

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EL ORIGEN DEL PATRIARCADO

efecto en su futuro desarrollo. La brecha existente entre la experiencia de aquellos que podían
o podrían (en el caso de los hombres de clase inferior) participar en la creación del sistema de
símbolos y aquellas que meramente actuaban pero que no interpretaban fue haciendo cada
vez más grande.

En su brillante obra El segundo sexo, Simone de Beauvon centraba en el producto histórico


final de este desarrollo. Describe al hombre como un ser autónomo y trascendente, a la mujer
como inmanente. Cuando explicaba ‐por que las mujeres carecen de medios concretos para
organizarse y formar una unidad‐ en defensa de sus intereses, declaraba con llaneza: ‐Ellas [las
mujeres] no tienen pasado, ni historia, ni religión que puedan llamar suyos Beauvoir tiene
razón cundo observa que las mujeres no han [trascendido], si por trascendencia se entiende la
definición e interpretación del saber humano. Pero se equivoca al pensar que por tanto la mujer
no ha tenido una historia. Dos décadas de estudios sobre historia de mujeres han rebatido esta
falacia al sacar a la luz una interminable lista de fuentes y desenterrar e interpretar la historia
oculta de las mujeres. Este proceso de crear una historia de las mujeres está todavía en marcha
y tendrá que continuar así durante mucho tiempo. Solo ahora empezamos a comprender lo
que implica.

El mito de que las mujeres quedan al margen de la creación histórica y de la civilización ha


influido profundamente en la psicología femenina y masculina. Ha hecho que los hombres se
formaran una opinión parcial y completamente errónea de cuál es su lugar dentro de la
sociedad humana y el universo. A las mujeres se evidencia en el caso de Simone de Beauvoir,
que seguidamente es una de las más instruidas de su generación, les parecía que durante
milenios la historia solo había ofrecido lecciones negativas y ningún, precedente de un acto
importante, una heroicidad o un ejemplo liberar ador lo más difícil de todo era aparente
ausencia de una tradición que reafirmara a independencia y la autonomía femeninas. Era como
si nunca hubiera existido una mujer.

1. Simone de Beauvoir, The second sex, Nueva York, 1953. Introducción XXII, ambas citas. De
Beauvoir saco esta conclusión errónea de los estudios bíblicos androcéntricos que existían en
la época en se escribió, pero a la fecha no se ha corregido.

16-B

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A SOSTENIBILIDAD DE LA VIDA HUMANA: ¿UN ASUNTO DE
MUJERES?1

Cristina Carrasco
Universidad de Barcelona cristinacarrasco@ub.edu

INTRODUCCIÓN

En los últimos años, el tiempo de trabajo se ha ido configurando como tema de debate en
diversos círculos académicos, laborales, sociales y políticos. Dos hechos han colaborado
de forma definitiva a este interés: la creciente participación de las mujeres en el trabajo
de mercado que ha hecho visible la tensión entre los tiempos de cuidados y las exigencias
del trabajo mercantil, y los procesos de flexibilización del tiempo de trabajo impuesto
básicamente desde las empresas, que exige cada vez mayor movilidad y disponibilidad
horaria de las trabajadoras y trabajadores.

Sin embargo, los problemas que han ido surgiendo en relación a los tiempos de trabajo no
son sino la expresión visible de otro conflicto más profundo que está en los fundamentos
del sistema social y económico: la tensión existente entre dos objetivos contradictorios,
la obtención de beneficios por una parte y el cuidado de la vida humana por otra. Tensión
que se acentúa por la dependencia de la producción capitalista en los procesos de
reproducción y de sostenibilidad de la vida humana que se realizan fuera del ámbito de
sus relaciones y de su control directo.

Por esta razón creo que el estudio de los conflictos y organización de los tiempos de
trabajo y de vida nos remite a una cuestión anterior: ¿cómo resuelven las sociedades las
necesidades de subsistencia de las personas? o, dicho de otra manera ¿cómo se organizan
en torno a esta función primaria y fundamental de la cual depende nada más ni nada menos
que la vida humana?

Ahora bien, el análisis de las necesidades de reproducción de las personas es un tema


complejo que puede ser abordado desde distintas perspectivas, tanto temáticas como
disciplinares. Pero, en cualquier caso, es un tema central. Sin embargo, desde una
perspectiva socio económica, al menos para la economía oficial, el sostenimiento de la

1 Publicado en la revista “Mientras Tanto”, Nº 82, otoño-invierno 2001, Icaria Editorial, Barcelona.
1
vida no ha sido nunca una preocupación analítica central, por el contrario, habitualmente
se la ha considerado una "externalidad" del sistema económico2.

Las distintas escuelas de pensamiento han utilizado diversas categorías para el análisis
socioeconómico de las sociedades: sistemas económicos, modos de producción, grados
de desarrollo del capitalismo o de la industrialización, etc. En cambio, la reproducción
humana como proceso social nunca ha sido utilizada como categoría analítica central en
los estudios de las sociedades.

Centrarse explícitamente en la forma en que cada sociedad resuelve sus problemas de


sostenimiento de la vida humana ofrece sin duda una nueva perspectiva sobre la
organización social y permite hacer visible toda aquella parte del proceso que tiende a
estar implícito y que habitualmente no se nombra. Esta nueva perspectiva permite además
poner de manifiesto los intereses prioritarios de una sociedad, recuperar todos los
procesos de trabajo, nombrar a quiénes asumen la responsabilidad del cuidado de la vida,
estudiar las relaciones de género y de poder, y, en consecuencia, analizar cómo se
estructuran los tiempos de trabajo y de vida de los distintos sectores de la población.

Naturalmente, cada sociedad ha intentado con mayor o menor éxito distintos mecanismos
para cubrir las necesidades de las personas, aunque podemos aventurar que los procesos
de reproducción y vida se han resuelto siempre fundamentalmente desde los hogares. Sin
ninguna duda que esto fue la norma al menos hasta que la casa medieval -centro de
producción, consumo y vida- deja de ser autosuficiente y comienza a producirse para los
mercados. Sin embargo, posteriormente -aunque los procesos de reproducción de la vida
humana se hacen cada vez más invisibles con la industrialización y el desarrollo del
sistema capitalista- no se alterará la función básica de los hogares como centro de gestión,
organización y cuidado de la vida.

Particularmente, en nuestras sociedades occidentales industrializadas, la subsistencia y


calidad de vida se nutre fundamentalmente de tres fuentes: las producciones y actividades
de cuidados directos realizadas desde el hogar, el mercado y la oferta de servicios
públicos. Sin embargo, a pesar del peso que ha ido adquiriendo el mercado capitalista en
la oferta de bienes y servicios, las estrategias de vida de las personas continúan

2 La teoría neoclásica tradicionalmente ha considerado a la familia como algo “exógeno” al sistema económico, como
algo que evoluciona de manera independiente de la economía. Incluso Becker, en sus intentos de explicar la estructura
básica del comportamiento familiar recurre finalmente a “factores exógenos ya dados”. Una de las primeras críticas a
este tratamiento de la institución familiar se encuentra en Humphries y Rubery 1984.
2
organizándose desde el hogar de acuerdo al nivel de ingresos y a la participación pública
en las tareas de cuidados.

Ahora bien, la centralidad de la producción mercantil como objetivo económico básico,


la dependencia del salario de una parte importante de la población y la cultura del trabajo
masculina, han contribuido a oscurecer la relevancia de los procesos de sostenibilidad
social y humana haciendo difícil la comprensión de las conexiones e interdependencias
que mantienen con la producción capitalista.

El objetivo de estas líneas es recuperar los procesos de reproducción y vida, haciendo


visibles los conflictos ocultos en relación a tiempos y trabajos y las desigualdades que se
derivan entre mujeres y hombres. En la primera parte el tema es tratado desde la
perspectiva del trabajo de las mujeres y en la segunda, se aborda un enfoque más concreto
traduciendo al lenguaje de los tiempos las actividades que realizan las personas dirigidas
al sostenimiento de la vida humana. Finalmente, se apuntan algunos escenarios futuros
posibles.

LA LENTA RECUPERACIÓN DE LOS PROCESOS DE VIDA Y


REPRODUCCIÓN

No sólo de pan ...


Sin pretender entrar en el debate sobre las "necesidades básicas" 3 , creo conveniente
comenzar esta reflexión recordando algo que, aunque de sentido común, habitualmente
tiende a olvidarse: las necesidades humanas son de bienes y servicios pero también de
afectos y relaciones. Necesitamos alimentarnos y vestirnos, protegernos del frío y de las
enfermedades, estudiar y educarnos, pero también necesitamos cariños y cuidados,
aprender a establecer relaciones y vivir en comunidad. Y esto requiere algo más que sólo
bienes y servicios. Con esto quiero decir que las necesidades humanas tienen lo que
podríamos llamar una dimensión más objetiva -que respondería más a necesidades
biológicas- y otra más subjetiva que incluiría los afectos, el cuidado, la seguridad
psicológica, la creación de relaciones y lazos humanos, etc. aspectos tan esenciales para
la vida como el alimento más básico.

En una gama amplia de bienes y servicios -en general, los susceptibles de intercambio- es
posible realizar la separación de las dos dimensiones señaladas, la objetiva y la subjetiva.

3
El debate específico sobre las “necesidades básicas” sería mucho más amplio de lo que se pretende en este artículo.
Como referencia obligada sobre el tema se puede ver Doyal y Gough 1994.
3
Por lo general, los bienes mercantiles o públicos tienden a satisfacer la componente más
objetiva de las necesidades. Por ejemplo, cuando una trabajadora o un trabajador
industrial produce un televisor, ni sabe ni le preocupa quién lo va a adquirir. La actividad
de producir el bien o servicio es independiente de quién se va a beneficiar de él. Aunque
es posible que en servicios públicos o de mercado, como por ejemplo en los servicios de
atención de un hospital o de una escuela, pueda existir alguna componente subjetiva de
afecto y relación humana, ello no es lo determinante de la actividad, lo que la define es la
necesidad objetiva que satisface.

Sin embargo, en los bienes y servicios producidos en el hogar es más complicado separar
los aspectos afectivo/relacionales de la actividad misma, precisamente porque implican
elementos personales. Así, es posible que una misma actividad pueda tener para algunas
personas sustituto de mercado (si los ingresos lo permiten) y, en cambio, para otras sea
totalmente insustituible. Por ejemplo, para las madres o padres puede ser muy importante
la relación con sus hijos o hijas, pero cada uno puede establecer y concretar la relación en
actividades diferentes: llevando a las criaturas al colegio, jugando con ellas en el parque
o dándoles la cena. Para cada persona, aquella actividad a través de la cual ha establecido
la relación es la que no tiene sustituto de mercado. De aquí que sea prácticamente
imposible clasificar las tareas del hogar en mercantilizables o no mercantilizables,
precisamente por la componente subjetiva que pueden incorporar.

En definitiva, lo que quiero expresar es que el trabajo destinado al cuidado de las personas
del hogar tiene otro contexto social y emocional que el trabajo remunerado y satisface
necesidades personales y sociales que no permiten una simple sustitución con producción
de mercado. Implica relaciones afectivo/sociales difícilmente separables de la actividad
misma y crea un tejido complejo de relaciones humanas sobre el cual de alguna manera
se sustenta el resto de la sociedad (Schafër 1995, Himmelweit 1995, Carrasco 1998).

La poderosa "mano invisible" de la vida cotidiana


Ahora bien, los estudios económicos y sociales acostumbran a olvidar esta componente
subjetiva de las necesidades humanas cubierta habitualmente desde el hogar. Olvido que
se nos presenta poco inocente porque esconde un conflicto de intereses: los distintos
espacios, trabajos y actividades que forman parte de los procesos de vida y reproducción
no gozan todos del mismo reconocimiento social, sino que existe entre ellos una
componente valorativa jerárquica resultado de una larga tradición patriarcal liberal.

4
Desde dicha tradición se ha pretendido establecer la visión de una sociedad dividida en
dos esferas separadas con escasa interrelación entre ellas y basadas en principios
antagónicos. Por una parte, la esfera pública (masculina) que estaría centrada en lo
llamado social, político y económico-mercantil y regida por criterios de éxito, poder,
derechos de libertad y propiedad universales, etc. y relacionada fundamentalmente con la
satisfacción de la componente más objetiva (la única reconocida) de las necesidades
humanas. Por otra, la privada -o doméstica- (femenina) que estaría centrada en el hogar,
basada en lazos afectivos y sentimientos, desprovista de cualquier idea de participación
social, política o productiva y relacionada directamente con las necesidades subjetivas
(siempre olvidadas) de las personas. En esta rígida dualidad sólo el mundo público goza
de reconocimiento social. La actividad o participación en la denominada esfera privada,
asignada socialmente a las mujeres, queda relegada al limbo de lo invisible negándole
toda posibilidad de valoración social.

Sin embargo, estas actividades no valoradas -que incorporan una fuerte carga subjetiva-
son precisamente las que están directamente comprometidas con el sostenimiento de la
vida humana. Constituyen un conjunto de tareas tendientes a prestar apoyo a las personas
dependientes por motivos de edad o salud, pero también a la gran mayoría de los varones
adultos. Tareas que comprenden servicios personales conectados habitualmente con
necesidades diversas absolutamente indispensables para la estabilidad física y emocional
de los miembros del hogar. Actividades que incluyen la alimentación, el afecto, ... y, en
ocasiones, aspectos poco agradables, repetitivos y agotadores, pero absolutamente
necesarios para el bienestar de las personas. Un trabajo que implica tareas complejas de
gestión y organización necesarias para el funcionamiento diario del hogar y de sus
habitantes. Un trabajo que se realiza día tras día los 365 días del año, en el hogar y fuera
de él, en el barrio y desde el puesto de trabajo remunerado, que crea redes familiares y
sociales, que ofrece apoyo y seguridad personal y que permite la socialización y el
desarrollo de las personas. La magnitud y responsabilidad de esta actividad lleva a pensar
-como he señalado en otra ocasión- en la existencia de una "mano invisible" mucho más
poderosa que la de Adam Smith, que regula la vida cotidiana y permite que el mundo siga
funcionando4.

Las razones ocultas de la invisibilidad


Ahora bien, si aceptamos que esta actividad es absolutamente necesaria para el
sostenimiento y cuidado de la vida humana, ¿cómo es posible que se haya mantenido

4
Mi duda en relación a este tema es: las disciplinas como la economía para las que esta actividad continúa siendo
invisible ¿cómo no se plantean de dónde emerge la fuerza de trabajo que utilizan en los modelos?
5
invisible?, ¿por qué no ha tenido el reconocimiento social y político que le corresponde?
Seguramente la respuesta es compleja. En cualquier caso me aventuro a señalar dos
grandes razones: una más antigua de orden ideológico patriarcal y otra, posiblemente más
reciente, de orden económico.

La primera tiene que ver con las razones del patriarcado. Se sabe que en cualquier
sociedad el grupo dominante (definido por raza, sexo, etnia, ...) define e impone sus
valores y su concepción del mundo: construye unas estructuras sociales, establece las
relaciones sociales y de poder, elabora el conocimiento y diseña los símbolos y la
utilización del lenguaje. Pero además, dichos valores tienden a categorizarse como
universales, con lo cual se invisibiliza al resto de la sociedad. Las sociedades patriarcales
no han sido una excepción a la norma general. Así, vivimos en un mundo donde la ciencia
y la cultura han sido construidas por el poder masculino y, por tanto, sólo se ha valorado
aquello que guarda relación con la actividad de los varones. En el caso concreto que nos
ocupa, todas las actividades relacionadas con el sostenimiento de la vida humana que
tradicionalmente han realizado las mujeres y que en gran medida se caracterizan porque
su resultado desaparece en el desarrollo de la actividad, no han sido valoradas. En cambio,
aquellas que se realizan en el mundo público, que sus resultados trascienden el ámbito
doméstico y que tradicionalmente han sido realizadas por los varones, gozan de valor
social. Esta diferenciación guarda relación con la que plantea H. Arendt (1998) entre
labor y trabajo. Para esta autora, la labor guardaría relación con la satisfacción de las
necesidades básicas de la vida y corresponderían a aquellas actividades que no dejan
huella, que su producto se agota al realizarlas y, por ello, generalmente los hombres las
han despreciado. En cambio, el resultado del trabajo tendría un carácter más duradero y
más objetivo en el sentido de la relativa independencia de los bienes de los hombres que
los producen. No estaría ligado a los ciclos repetitivos de las necesidades humanas y sería
una actividad más valorada y reconocida 5. Es notoria la similitud -tanto en contenido
como en valoración social- de estos dos conceptos con los actuales de trabajo familiar
doméstico y trabajo de mercado respectivamente.

La segunda razón tiene que ver con el funcionamiento de los sistemas económicos.
Históricamente los sistemas socioeconómicos han dependido de la esfera doméstica: han
mantenido una determinada estructura familiar que les ha permitido asegurar la necesaria
oferta de fuerza de trabajo a través del trabajo de las mujeres. En particular, en aquellos
grupos de población de bajos recursos económicos la dependencia del sistema económico
ha significado una verdadera explotación de la unidad doméstica (Meillassoux 1975). En

5 Los conceptos de labor y trabajo de Arendt están discutidos más ampliamente en Bosch et al. 2001.
6
todo caso, en cualquier sociedad, sin la aportación del trabajo de las mujeres la
subsistencia del grupo familiar no hubiera estado nunca asegurada (Chayanov 1925,
Kriedte et al. 1977). Sin embargo, los sistemas económicos se nos han presentado
tradicionalmente como autónomos, ocultando así la actividad doméstica, base esencial de
la producción de la vida y de las fuerzas de trabajo.

En particular, los sistemas capitalistas son un caso paradigmático de esta forma de


funcionamiento. En relación a la invisibilidad de la actividad desarrollada en el hogar,
Antonella Picchio (1994, 1999a), ha puesto de manifiesto que en estos sistemas lo que
permanece oculto no es tanto el trabajo doméstico en sí mismo sino la relación que
mantiene con la producción capitalista. Esta actividad -al cuidar la vida humana- se
constituye en el nexo entre el ámbito doméstico y la producción de mercado. De aquí que
sea importante que este nexo permanezca oculto porque facilita el desplazamiento de
costes desde la producción capitalista hacia la esfera doméstica. Estos costes tienen que
ver en primer lugar con la reproducción de la fuerza de trabajo. Ya en el "Debate sobre el
Trabajo Doméstico"6 en los años setenta se denunció la explotación del hogar por parte
de la producción capitalista, en el sentido de que los salarios tradicionalmente han sido
insuficientes para la reproducción de la fuerza de trabajo y, por tanto, el trabajo realizado
en el hogar sería una condición de existencia del sistema económico.

Hay que notar entonces que en este sentido la cantidad de trabajo familiar doméstico
sustituible a realizar 7 viene determinada en gran medida por el salario. El salario se
presenta entonces como el nexo económico fundamental entre la esfera de reproducción
humana y la esfera mercantil. Ahora bien, sabemos que la tasa salarial así como la tasa de
beneficio son variables distributivas no independientes, determinadas en parte importante
por relaciones sociales de poder, de tal modo que el nivel de salario queda estrechamente
relacionado con el nivel de beneficio y la acumulación capitalista. Así, aunque los salarios
no puedan tomar cualquier valor ya que los requerimientos reproductivos señalan su
posible campo de variación (con fronteras difusas), de hecho están determinando una
relación entre el tiempo dedicado a trabajo familiar doméstico y el nivel de beneficio
capitalista8.

6 El "Debate sobre el Trabajo Doméstico" fue como el nombre lo dice, un debate, que tuvo lugar en los años setenta y
duró aproximadamente una década. En el participaron mujeres y hombres provenientes tanto de la tradición marxista
como del pensamiento feminista. Los aspectos fundamentales de la discusión se pueden consultar en Borderías et al.
1994.
7 Me refiero naturalmente a aquella parte del trabajo familiar doméstico que tiene sustituto de mercado.
8
Estas ideas se han ido incorporando en esquemas de tipo reproductivo, estableciendo de forma más sitematizada las
necesidades de trabajo doméstico para la reproducción humana, social y económica (Carrasco 1991, Carrasco et al.
1991, Picchio 1992, 1999b).
7
También se han puesto de manifiesto otros aspectos -económicos y relacionales- del
trabajo familiar doméstico absolutamente necesarios para que el mercado y la producción
capitalista puedan funcionar: el cuidado de la vida en su vertiente más subjetiva de afectos
y relaciones, el papel de seguridad social del hogar (socialización, cuidados sanitarios),
la gestión y relación con las instituciones, etc. Actividades todas ellas destinadas a criar
y mantener personas saludables, con estabilidad emocional, seguridad afectiva, capacidad
de relación y comunicación, etc., características humanas sin las cuales sería imposible
no sólo el funcionamiento de la esfera mercantil capitalista, sino ni siquiera la adquisición
del llamado "capital humano"9. Sin embargo, desde la economía se sigue ocultando la
relación capitalista que mantiene el ámbito familiar doméstico con el sistema social y
económico que permite "externalizar los costes sociales originados en las actividades de
mercado y utilizar a las mujeres como amortiguador final del dumping social" (Picchio
1999a:233).

En definitiva, la producción capitalista se ha desligado del cuidado de la vida humana,


apareciendo como un proceso paralelo y autosuficiente. Pero no sólo eso. Además de
mantener invisible el nexo con las actividades de cuidados, utiliza a las personas como un
medio para sus fines: la obtención de beneficio. De ahí que en términos empresariales y
desde la economía oficial sea habitual hablar de “recursos humanos” o "factores de
producción" para referirse a las “personas trabajadoras”.

Finalmente, en el análisis del funcionamiento del sistema capitalista no hay que olvidar
el papel del estado 10 . A nuestro objeto interesa recordar que el estado regula el
funcionamiento del mercado de trabajo y desarrolla programas de protección social
supuestamente para cubrir necesidades no satisfechas a través del mercado. De este modo,
participa directamente en la determinación de la situación social que ocupan las personas
y en la estructuración de las desigualdades sociales incluidas las de sexo. De aquí que la
supuesta neutralidad del estado en relación a la configuración de los distintos grupos
sociales, es sólo un espejismo.

9 Desde el campo de la pedagogía se advierte que es prácticamente imposible que un niño adquiera "capital humano"
si previamente no se le ha cuidado, dado seguridad psicológica, estructurado los procesos de aprendizaje, etc., aspectos
desarrollados fundamentalmente desde el hogar.
10 Por supuesto que no es nuestra intención realizar aquí un análisis del papel del estado en las sociedades capitalistas.

Pero sí interesa señalar que el estudio de Esping-Andersen (1990) en que consideraba la relación estado-mercado como
eje analítico para estudiar las posibilidades de subsistencia y calidad de vida de las personas, originó una extensa crítica
desde el feminismo, que a su vez proporcionó como marco de análisis más realista y más fértil el eje estado-mercado-
familia(mujeres). Una amplia bibliografía al respecto se puede ver en Carrasco et al. (1997). Un buen análisis del
concepto de “autonomía” utilizando este marco teórico es Gardiner (2000). El propio Esping-Andersen reconoció
posteriormente la potencia analítica de la propuesta feminista (Esping-Andersen 1999).
8
Las mujeres como protagonistas de su propia historia
Junto al análisis de la importancia del trabajo de cuidados y a los intentos de desentrañar
las razones de su invisibilidad, las mujeres van experimentando profundos cambios en su
vida cotidiana que las llevará finalmente a cuestionar todo el modelo social. Reconstruir
el itinerario recorrido por las mujeres en las últimas décadas nos lleva necesariamente a
echar una rápida mirada a la historia reciente de nuestras sociedades.

En primer lugar, quiero recordar que durante parte importante del siglo XX 11 existe un
pacto social que funciona con diversos elementos constitutivos. Me interesa aquí resaltar
dos. Por una parte, la idea de un empleo, estable, seguro, garante de derechos, con acceso
a determinada seguridad social, concebido como un derecho individual que otorgaba
identidad y reconocimiento social (Alonso 1999). Este "trabajo-empleo" era reconocido
como una actividad propiamente masculina 12 . Por otra parte, un segundo elemento
constitutivo del pacto social es el modelo familiar que -aunque más antiguo- acompaña al
modelo fordista de empleo: la forma cómo se organiza la sociedad y la producción
mercantil suponen la existencia del modelo familiar "hombre proveedor de ingresos-
mujer ama de casa" (modelo "male breadwinner") caracterizado por una ideología
familiar que se concreta en el matrimonio tradicional con una estricta separación de
trabajos y roles entre ambos cónyuges. El hombre es el jefe de familia y tiene la obligación
de proveer a la familia a través de un empleo a tiempo completo. La mujer realiza las
tareas de afectos y cuidados. Las mujeres son tratadas como esposas y madres y no se
acepta socialmente que las mujeres casadas tengan un empleo. Esta estructura familiar
encaja perfectamente con el "pleno empleo" masculino definido por Beveridge (1944).
Bajo esta familia -defensora de los valores morales- las mujeres cuidarían a la población
dependiente niñas, niños, personas ancianas o enfermas- pero también a los varones
adultos, para que estos pudieran dedicarse plenamente a su trabajo de mercado o actividad
pública 13 . Esto formaba parte del contrato social según el cual las mujeres deberían
satisfacer las necesidades de los varones para que estos pudieran cumplir con su condición
de ciudadano y trabajador asalariado (Pateman
1995).

11 Me estoy refiriendo básicamente a Europa Occidental después de la 2ª guerra mundial.


12 A pesar de que parte de las mujeres, en particular las de hogares de rentas bajas, mantuvo siempre presencia continua
en el mercado laboral, aunque con condiciones laborales y salariales muy inferiores a las de sus compañeros varones.
13 Quisiera resaltar que tradicionalmente se ha considerado a las mujeres personas “dependientes” porque tenían

ingresos monetarios menores o sencillamente no tenían. Sin embargo, normalmente no se nombra la “dependencia” de
cuidados, es decir, la capacidad de cuidarse a uno(a) mismo(a) y a otras personas. En este sentido, los varones son
absolutamente dependientes de las mujeres.
9
Ahora bien, en las últimas décadas del siglo XX, particularmente en España14, tanto el
mercado laboral femenino como el modelo familiar "male breadwinner" comienzan a
experimentar importantes transformaciones. Aunque si bien es cierto, no tanto como
resultado de cambios institucionales, políticos u organizativos que apuntaran en esa
dirección, sino básicamente como efecto de las decisiones de las propias mujeres. Sin
embargo, la creciente incorporación de las mujeres al trabajo de mercado 15, no tiene como
resultado el abandono del trabajo familiar: las mujeres continúan realizando esta actividad
fundamentalmente porque le otorgan el valor que la sociedad patriarcal capitalista nunca
ha querido reconocerle.

Lo impresionante es que estos cambios culturales y de comportamiento realizados por las


mujeres no han tenido el eco correspondiente en el resto de la sociedad. Ni los varones
como grupo de población ni las instituciones diversas han querido enterarse de los
cambios profundos vividos por las mujeres. En consecuencia, el funcionamiento social
no ha experimentado transformaciones sustanciales y los efectos de la nueva situación
han tenido que ser asumidos por las propias mujeres.

El resultado es que la organización de nuestras sociedades vista desde fuera puede parecer
absolutamente absurda e irracional. Seguramente si una “extraterrestre” sin previa
información viniera a observar nuestra organización y desarrollo de la vida cotidiana,
plantearía una primera pregunta de sentido común: ¿cómo es posible que madres y padres
tengan un mes de vacaciones al año y las criaturas pequeñas tengan cuatro meses? ¿quién
las cuida? o ¿cómo es posible que los horarios escolares no coincidan con los laborales?
¿cómo se organizan las familias? y ya no digamos si observa el número creciente de
personas mayores que requieren cuidados directos. Probablemente nuestra extraterrestre
quedaría asombrada de la pésima organización social de nuestra sociedad. Sin embargo,
tendríamos que aclararle que está equivocada: no se trata exactamente de una mala
organización, sino de una sociedad que continúa actuando como si se mantuviera el
modelo de familia tradicional, es decir, con una mujer ama de casa a tiempo completo que
realiza todas las tareas de cuidados necesarios. Y si esta mujer quiere incorporarse al
mercado laboral es su responsabilidad individual resolver previamente la organización
familiar.

Es decir, las organizaciones e instituciones sociales –y la sociedad en general-, siguen sin


considerar que el cuidado de la vida humana sea una responsabilidad social y política.

14Como es obvio, los períodos son distintos para las distintas regiones o países. 15
En las próximas líneas me refiero fundamentalmente al caso español.
10
Esto queda claramente reflejado en los debates sobre el Estado del Bienestar donde es
habitual que educación y sanidad se discutan como los servicios básicos y necesarios que
debe ofrecer el sector público y, sin embargo, nunca se consideren, ni siquiera se
nombren, los servicios de cuidados. Cuando de hecho, son por excelencia los más básicos:
si a un niño no se le cuida cuando nace, no hace falta que nos preocupemos por su
educación formal, sencillamente no llegará a la edad escolar.

De la invisibilidad a la doble “presencia/ausencia” de las mujeres


Así, en la medida que las mujeres se han ido integrando al mercado laboral, ha ido
desapareciendo el modelo familiar "hombre proveedor de ingresos-mujer ama de casa" y
se ha ido abriendo paso un nuevo modelo que tiende a consolidarse: el hombre mantiene
su rol casi intacto15 pero la figura del ama de casa tradicional tiende a desaparecer, lo cual
no significa que ésta abandone sus tareas de cuidadora y gestora del hogar, sino que de
hecho asume un doble papel, el familiar y el laboral.

En consecuencia, las mujeres enfrentadas casi en solitario al problema de “conciliar”


tiempos y trabajos (familiar y laboral) han hecho de “variable de ajuste” entre las rigideces
de ambos trabajos: las necesidades humanas (biológicas y relacionales) y las necesidades
productivas y organizativas de la empresa, con costes importantes, particularmente para
ellas, de calidad de vida. Este proceso de “conciliación” ha exigido a las mujeres
desarrollar distintas formas de resistencia individual 17, adaptaciones y elecciones diversas
que tienen que ver con reducciones del trabajo familiar, con la organización del trabajo
de cuidados y con formas específicas de integrarse en el mercado de trabajo16.

15 La participación de los varones en el hogar –aunque ha aumentado ligeramente y se refiere a tareas muy específicas-
se mantiene como una simple "ayuda" y no como el reconocimiento de una responsabilidad compartida 17 Aunque este
proceso también se ha visto afectado por cambios que no son resultado de transformaciones en las pautas de conducta
de las mujeres, sino efectos de variaciones estructurales.
16
Las reducciones del trabajo familiar han venido por diversas vías. Sin discusión el hecho más significativo ha sido la
caída de la fecundidad: de 2,32 hijas(os) por mujer en 1980 ha descendido hasta 1,07 en la actualidad, mínimo histórico
muy por debajo de la tasa de reposición. Sin embargo, a pesar de que esta nueva situación ha disminuido enormemente
el trabajo de cuidados infantiles, el notable aumento de la esperanza de vida está desplazando el problema hacia las
personas mayores que están requiriendo de forma creciente mayores cuidados y atenciones.
Una segunda forma de reducir el trabajo doméstico ha venido por la disminución real de ciertos aspectos de este trabajo
debido fundamentalmenteal al desarrollo tecnológico y a la adquisición de más bienes y servicios en el mercado,
aspectos que afectan con mayor intensidad a las mujeres con mayor poder adquisitivo. Además, particularmente las
mujeres de rentas bajas, han intensificado su tiempo de trabajo realizando diversas actividades simultáneamente. Hay
que añadir también que en general en los hogares, básicamente aquellos donde las mujeres son activas laborales, el
trabajo doméstico más tradicional como el limpiar o el planchar se reduce a los mínimos necesarios, mínimos bastante
menores de los que tenían nuestras abuelas.
En relación a las actividades de cuidados estas no se definen tanto dentro de las relaciones entre la pareja, sino en el
conjunto de mujeres como grupo social; la transferencia de tareas se realiza básicamente entre mujeres (familia, amigas,
vecinas,): tanto los cuidados infantiles como los dirigidos a la población anciana, se realizan fundamentalmente a través
de una red femenina –aunque histórica- construida actualmente para mediar entre la satisfacción de necesidades
11
No obstante, el proceso de incorporación laboral de las mujeres les ha significado
introducirse en un mundo definido y construido por y para los hombres. Un mundo –el
mercantil- que sólo puede funcionar de la manera que lo hace porque descansa, se apoya
y depende del trabajo familiar. Un mundo para el que se requiere libertad de tiempos y
espacios, es decir, exige la presencia de alguien en casa que realice las actividades básicas
para la vida. En este sentido, el modelo masculino de participación laboral no es
generalizable. Si las mujeres imitaran el modelo masculino ¿quién cuidaría de la vida
humana con toda la dedicación que ello implica?17

La doble participación de las mujeres –en el mercado laboral y en el trabajo y


responsabilidad del hogar- que originalmente se definió como doble trabajo y
posteriormente como doble presencia, actualmente se ha denominado “doble
presencia/ausencia” para simbolizar el estar y no estar en ninguno de los dos lugares y las
limitaciones que la situación comporta bajo la actual organización social18. Situación que
obliga a las mujeres a una práctica constante de pasar de un trabajo a otro, de unas
características específicas de la actividad familiar a unos horarios y valores del trabajo
asalariado, de una cultura del cuidado a una cultura del beneficio, que les exige
interiorizar tensiones, tomar decisiones y hacer elecciones a las cuales los varones no
están obligados. En este sentido, la experiencia cotidiana de las mujeres es una
negociación continua en los distintos ámbitos sociales –como cuidadoras responsables de
los demás y como trabajadoras asalariadas con todas las restricciones y obligaciones que
ello significa- que se traduce en la imposibilidad de sentirse cómodas en un mundo
construido según el modelo masculino (Picchio, 1999b).

La emergencia del verdadero conflicto


Mientras existía el tipo tradicional de familia junto al modelo de producción fordista y los
trabajos de mujeres y hombres aparecían como paralelos e independientes, el nexo entre
el cuidado de la vida y la producción capitalista permanecía oculto y toda la actividad que
realizaban las mujeres en casa –cuidado físico y psicológico de la vida humana- se hacía
invisible. Pero cuando las mujeres pasan a realizar los dos trabajos y viven en su propio
cuerpo la enorme tensión que significa el solapamiento de tiempos y el continuo
desplazamiento de un espacio a otro, entonces es cuando el conflicto de intereses entre
los distintos trabajos comienza a hacerse visible. De esta manera, la tensión vivida por las

humanas y las exigencias de la producción capitalista, ante la falta de servicios públicos adecuados y de una
organización social al servicio de la calidad de vida.
17
Por ejemplo, en la ciudad de Barcelona, la población que se puede suponer que requiere algún tipo de cuidado directo
-la población menor de 16 años y la mayor de 70 años- es aproximadamente el 28% de la población total.
18 La expresión es de M.J.Izquierdo, 1998.

12
mujeres no es sino reflejo de la contradicción mucho más profunda que señalábamos
anteriormente: la que existe entre la producción capitalista y el bienestar humano, entre
el objetivo del beneficio y el objetivo del cuidado de la vida.

Entre la sostenibilidad de la vida humana y el beneficio económico, nuestras sociedades


patriarcales capitalistas han optado por éste último. Esto significa que las personas no son
el objetivo social prioritario, no son un fin en sí mismas, sino que están al servicio de la
producción. Los intereses político sociales no están puestos en la consecución de una
mayor calidad de vida, sino en el crecimiento de la producción y la obtención de
beneficios. Un reflejo claro de ello son todas las políticas de desregulación y
flexibilización del mercado laboral de los últimos años cuyo objetivo no ha sido otro que
reducir costes salariales y adaptar los tiempos de trabajo a las exigencias de la mayor
eficiencia y productividad de la empresa, aunque ello esté teniendo claros efectos
negativos en la calidad de vida de las personas.

La cuestión es clara: el centro de interés social está puesto en la producción, en el mundo


público, en los grandes agregados macroeconómicos, como aspectos fundamentales a
mantener y mejorar. El sostenimiento de la vida humana es desplazado al ámbito
doméstico entendiéndose como una responsabilidad femenina. En consecuencia, las
personas deben resolver su subsistencia y calidad de vida en el ámbito privado, pero eso
sí, siempre bajo las condiciones de trabajo que exija la organización de la empresa
capitalista. De aquí que la visibilidad del trabajo doméstico no es un problema técnico
sino fundamentalmente social y político.

TIEMPO DE CUIDADO, TIEMPO DE MERCADO: ¿CONCILIACIÓN O


PRIORIZACIÓN?

El objetivo de esta segunda parte es traducir al lenguaje de los tiempos la actividad de las
personas dirigida a la sostenibilidad de la vida humana con los conflictos y
contradicciones desvelados anteriormente. La idea es reflejar en un terreno más concreto
algunas de las cuestiones desarrolladas en el apartado primero para comenzar a discutir
propuestas que posibiliten avanzar hacia una sociedad que apueste por la solidaridad, la
diversidad y la equidad.

Se intentará en lo posible seguir un itinerario análogo al anterior, de tal modo que los
aspectos conflictivos que fueron surgiendo en la primera parte se reflejen ahora en la
organización y valoración de los tiempos. En general, nos estaremos refiriendo a nuestras
sociedades industrializadas occidentales.
13
Los tiempos y sus características
Desde sus inicios -hace aproximadamente tres décadas- los estudios de “presupuestos de
tiempo” han estado ofreciendo una cantidad enorme de información sobre la forma en que
las personas usan el tiempo. Estos estudios han facilitado, en particular, el análisis del
tiempo de trabajo poniendo de manifiesto las importantes desigualdades entre mujeres y
hombres19.

Si comenzamos el análisis de la satisfacción de las necesidades humanas y sociales desde


esta perspectiva -la del uso del tiempo- podemos constatar que no todos los tiempos son
homogéneos: unos están destinados a satisfacer las propias necesidades (el más claro es
el tiempo de dormir) y otros a satisfacer necesidades de los demás (normalmente parte del
tiempo que dedicamos a trabajar satisface necesidades propias y parte, ajenas), también
hay tiempos más rígidos y otros más flexibles y además hay tiempos que pueden ser
utilizados en solitario y otros (los de relación) deben ser necesariamente compartidos.

En nuestras sociedades actuales, para las personas en edad activa se acostumbra a


establecer cinco grandes categorías para el uso del tiempo 20 : tiempo de necesidades
personales, tiempo de trabajo doméstico, tiempo de trabajo de mercado, tiempo de
participación ciudadana y tiempo de ocio. Cada uno de estos tiempos presenta algunas
características propias que les otorgan distintos grados de flexibilidad, sustituibilidad o
necesidad.

En primer lugar, podemos decir que el tiempo de necesidades personales es indispensable


y bastante rígido, en el sentido de que existe un tiempo necesario que puede reducirse al
sueño y al mínimo de comidas y aseo personal difícil de disminuir. En cambio, el tiempo
de ocio tiene un fuerte grado de flexibilidad, de hecho se utiliza habitualmente como
"variable de ajuste" del tiempo de trabajo familiar doméstico: un aumento de este último,
reduce rápidamente el tiempo de ocio. El tiempo que denominamos de participación
ciudadana también es bastante flexible aunque con una fuerte componente de género21.

19 Estas aportaciones son amplísimas y han venido básicamente del campo de la sociología. Las referencias obligadas
a nivel internacional son los trabajos de Szalai 1972, Gershuny 1991, Goldschmidt-Clermont et al. en el Informe sobre
Desarrollo Humano de 1995 y las distintas series de datos europeos actuales. Una bibliografía más amplia incluida las
referencias para el caso español se puede consultar en Carrasco et al. 2000.
20 Aunque muchas personas mayores, básicamente mujeres, realizan distintas actividades relacionadas con el cuidado

(u otras), analizaremos el tiempo de las personas en edades activas ya que son las edades en que se presentan los
mayores conflictos con la organización del tiempo. Esto está suponiendo que las personas dependientes por razones de
edad (niños o niñas o personas mayores) o salud (personas enfermas o con minusvalías) demandan más tiempo del que
pueden ofrecer.
21
Los estudios de uso del tiempo muestran que las mujeres participan menos en este tipo de actividades y generalmente
es el primer tiempo que reducen cuando asumen responsabilidades de cuidados.
14
Aquí incluimos tiempo dedicado a todo tipo de trabajo voluntario: participación en
asociaciones, partidos políticos, trabajo voluntario directo, etc, que son actividades
diversas muchas veces necesarias para el desarrollo personal pero sin duda necesarias
para la construcción de redes de integración y cohesión social.

Finalmente, los tiempos relevantes a nuestro objeto, son los tiempos de trabajo, familiar
doméstico y remunerado22. El tiempo de trabajo doméstico familiar podemos considerarlo
dividido en dos componentes diferenciadas. Una primera que comprende aquellas
actividades que como se señaló anteriormente son inseparables de la relación afectiva que
implican y que, en consecuencia, no tienen sustituto de mercado (no pueden ser valoradas
a precio de mercado) ni sustituto público o, en algún caso, malos sustitutos. Este tiempo
de trabajo no puede disminuir por debajo de unos mínimos estrictamente necesarios sin
afectar el desarrollo integral de las personas como tales. La segunda componente del
tiempo doméstico familiar comprende aquel que produce bienes y servicios que pueden
ser sustituidos por el mercado o el sector público. El grado de sustitución dependerá por
una parte del nivel de ingresos (básicamente salarios) y, por otra, de la oferta de servicios
públicos de cuidados23.

El tiempo de trabajo mercantil dependerá naturalmente del desarrollo tecnológico pero


también y, posiblemente en mayor medida, dependerá de otros aspectos de orden más
social e institucional: de la organización laboral, de las relaciones de poder entre
trabajadores(as) y empresarios(as), del papel del sector público, de las pautas sociales de
consumo, de la situación socio-política general y de la cultura masculina del trabajo de
mercado. Normalmente, la jornada negociada o impuesta por las relaciones laborales, es
bastante rígida en el sentido de que la persona individual no puede optar por un número
de horas de trabajo elegidas a voluntad, ni tampoco puede elegir la distribución de las
horas a lo largo de la semana, el mes o el año. Si ha existido un cierto grado de flexibilidad,
ha sido por lo general marcado desde la empresa.

22 El resto de los tiempos también son importantes y necesarios. Sin embargo, nuestro interés se centra en cómo se
satisfacen las necesidades de reproducción y de ahí que lo más relevante sean los tiempos de trabajo que cubren las
necesidades básicas. En este sentido es posible que debiéramos considerar también el tiempo de participación
ciudadana. Si no lo hacemos es porque creemos que tiene características distintas y casi sería tema de otro estudio. Una
discusión general sobre el uso y características de los distintos tiempos se puede ver en Recio 2001.
23 Esta separación del trabajo familiar doméstico en dos componentes es naturalmente una abstracción teórica, difícil

de realizar en la práctica. Por una parte, no es posible señalar el tiempo que implica cada una de ellas ya que para cada
persona puede ser distinto pero, por otra, a nivel individual aunque cada persona sepa qué actividades no tienen para
ella sustituto de mercado, éstas tienen fronteras difusas y, por tanto, tampoco puede cuantificarse con un número exacto
de horas.
15
El tiempo escaso, el tiempo dinero
Ahora bien, ni todos los tiempos son iguales ni son, por tanto, intercambiables. Si nos
situamos en períodos anteriores a la industrialización, observamos que los tiempos de
trabajo guardaban estrecha relación con los ciclos de la naturaleza y de la vida humana.
Con el surgimiento y consolidación de las sociedades industriales el tiempo queda mucho
más ligado a las necesidades de la producción capitalista: el trabajo remunerado no vendrá
determinado por las estaciones del año (tiempo de siembra, de cosecha,...) ni por la luz
solar (se podrá trabajar independientemente de si es de noche o de día). El reloj -como
tiempo cronometrado- se establecerá como instrumento de regulación y control del
tiempo industrial24, pero este último condicionará en parte el resto de los tiempos de vida
y trabajo: la vida familiar deberá adaptarse a la jornada del trabajo remunerado.

Con el desarrollo del capitalismo, el tiempo de trabajo como fuente importante de la


obtención de beneficio, es considerado un "recurso escaso" y se mercantiliza, es decir,
asume la forma de dinero 25 . De aquí que características como la productividad o la
eficiencia se conviertan en aspectos importantes en los procesos productivos, ya que
significan ahorro de tiempo y, por tanto, de dinero26.

En este proceso, la teoría neoclásica ha jugado un papel determinante. Su teoría del capital
humano, considera el tiempo humano un recurso escaso por estar prefijado en la persona
y un factor fundamental en la adquisición de capital humano: “el límite económico último
de la riqueza no está en la escasez de bienes materiales, sino en la escasez de tiempo
humano” (Schultz 1980: 642). El desarrollo económico dependerá fundamentalmente del
capital humano que, a su vez, dependerá del tiempo humano. De esta manera, el valor del
capital humano aparece vinculado al valor (precio) del tiempo humano, que en razón de
su escasez, se convierte en un aspecto crítico en los análisis del comportamiento humano.

Es obvio que estos nuevos conceptos introducidos por la teoría del capital humano no
agotan su campo de aplicación en el mercado laboral. Al tratar el concepto de “tiempo
humano” desplazan su campo de acción a las actividades realizadas en el hogar. Aún más,
en opinión de algunos autores, “el mayor vínculo entre familia y economía es el valor del
tiempo humano”. Al tomar como punto de partida el hecho de que una persona puede

24 La mercantilización y control del tiempo es un fenómeno específico de las sociedades industrilizadas y en


industrialización (Adams, 1999:10).
25Distintos aspectos de la mercantilización del tiempo y su forma de dinero está muy bien tratado en Adams 1999.
26
Esta concepción del tiempo motivó los esfuerzos de hacer más “productivo" el trabajo del ama de casa (considerada
improductiva) que surgieron desde el Movimiento para las Ciencias Domésticas intentando mostrar que los métodos
tayloristas podían ser aplicados al trabajo doméstico.
16
distribuir su tiempo en diversas actividades -de mercado, domésticas y de ocio, de acuerdo
con las preferencias de las personas para maximizar su utilidad- y que ese tiempo tiene
un precio, entre los factores que afectarán sus decisiones de consumo estará el coste de
oportunidad del tiempo. En definitiva, desde la economía dominante se considera que el
tiempo es homogéneo, tiene precio de mercado de acuerdo al “capital humano” de la
persona y es asignado a nivel individual a las distintas actividades. En consecuencia, los
tiempos no mercantiles se hacen invisibles y sólo pueden llegar a ser reconocidos en la
medida de que sean susceptibles de tener un referente mercantil, en cuyo caso quedarán
también conceptualizados como dinero.

De esta manera, el tiempo considerado "dinero" ha logrado influir notablemente nuestra


cultura y nuestra vida social industrial. El conocido dicho "el tiempo es oro" refleja esta
percepción. Sin embargo, a pesar de ello, hay tiempos no susceptibles de
mercantilización y, por tanto, no transformables en dinero. Casos claros son los tiempos
de algunos grupos de población no activa: el tiempo de juego de un niño, el tiempo de las
personas ancianas o enfermas; incluso el tiempo de personas que podrían ser activas pero
por alguna razón socioeconómica han sido excluidas social y/o laboralmente: mendigos,
presos o personas jubiladas (anticipadas). Diríamos, en general, algo así como el tiempo
de aquellas personas "cuyos activos no tienen valor de mercado" 27.

Tiempo mercantilizado, tiempo valorado


Detengámonos ahora en lo que es nuestro interés principal: el tiempo de las personas
activas. En este sector de la población hay tiempos de todo tipo: mercantilizados o no
mercantilizados, y dentro de estos últimos hay los susceptibles y los no susceptibles de
mercantilización. Los primeros son los tiempos dedicados al trabajo remunerado y los
segundos, corresponden a las cuatro categorías restantes definidas anteriormente: tiempo
de necesidades personales, de ocio, de trabajo voluntario y de trabajo familiar doméstico.
De estos tres últimos, al menos una parte es mercantilizable, ya sea voluntaria o
involuntariamente. Por ejemplo, puede suceder que sectores de población necesiten
mercantilizar su tiempo de ocio para poder subsistir, o también que sectores de población
sin necesidades económicas urgentes estén dispuestos a alargar su jornada laboral por
motivaciones de diverso orden: de promoción, de poder, de mayor capacidad de consumo,
etc, todas ellas razones relacionadas con el dinero-poder. En cualquier caso, una parte
importante del conjunto del tiempo no es mercantilizable, no puede transformarse en
dinero, no todas las relaciones humanas están exclusivamente gobernadas por el tiempo-

27
Por ejemplo, personas que pueden tener "activos" como la "producción de generosidad o afecto" que al no estar
valorados por el mercado, sus tiempos no son mercantilizables.
17
dinero: necesitamos dormir, comer, ..., y necesitamos establecer relaciones sociales y
afectivas.

En el tema que nos ocupa –el tiempo dedicado al trabajo- una parte del trabajo familiar
doméstico no puede ser mercantilizado desde el momento que en el desarrollo de la
actividad es necesaria la implicación personal por la componente subjetiva que
comentamos en páginas anteriores28. Esta actividad tiene por objetivo el cuidado de la
vida y no la obtención de beneficio, como la producción capitalista. De aquí que los
conceptos de eficiencia y productividad –que permiten ahorrar tiempo- pierdan en el
hogar totalmente su sentido mercantil. En el hogar, más que realizar una actividad en
menos tiempo, normalmente interesa que el resultado en cuanto a relaciones y afectos sea
de mayor calidad. ¿Qué sentido tendría por ejemplo pretender mayor productividad al leer
cuentos a una hija? ¿leer más deprisa para alcanzar a leer cuatro cuentos en vez de uno en
el mismo tiempo? En cualquier caso, aunque no se puede descartar que en determinadas
ocasiones al realizar una actividad en el hogar interese la rapidez, normalmente dicha
situación responderá a una intensificación del tiempo motivada por razones mercantiles.
Es el caso por ejemplo de las mujeres doble jornada cuyo ritmo de trabajo viene muy
determinado por sus horarios laborales.

Ahora bien, en una sociedad capitalista regida por el objetivo de la maximización del
beneficio, sólo el tiempo mercantilizado -aquel con capacidad de ser transformado en
dinero- tiene reconocimiento social. Este tiempo es el dedicado a trabajo de mercado. El
resto de los tiempos -en particular, los llamados “tiempos generadores de la reproducción”
que incluyen los tiempos de cuidados, afectos, mantenimiento, gestión y administración
doméstica, relaciones y ocio...., que no son tiempo pagado sino vivido, donado y
generado29- "se constituyen en la sombra de la economía del tiempo dominante, basada
en el dinero"(Adams 1999: 11), no tienen ningún reconocimiento y, en consecuencia,
tienden a hacerse invisibles. La economía como disciplina académica ha legitimado esta
situación: se ha dedicado casi exclusivamente a las actividades llamadas económicas que
se realizan con tiempo mercantilizable enviando al limbo de lo no-económico a todas las
restantes. En cualquier caso, lo más preocupante es que el estudio de las "actividades
económicas" se realiza de forma independiente, como si fuese posible entenderlas y
analizarlas al margen de las de no-mercado, como si no dependieran para su realización
de ese tiempo "socialmente desvalorizado".

28
Como se discutió anteriormente, es la parte del trabajo doméstico que no tiene sustituto de mercado.
29
Estas ideas desarrolladas desde el pensamiento feminista se pueden consultar los artículos recogidos en el libro de
Borderías et al. 1994, Folbre 1995, Bonke 1995, Del Re 1995, Himmelweit 1995.
18
Además, el tiempo mercantilizado, al identificarse con el dinero, está asociado al poder,
al poder del dinero. Por ejemplo, las relaciones de poder en el hogar guardan estrecha
relación con la aportación de dinero a la economía familiar: hijos e hijas jóvenes sin
ingresos propios y mujeres que no participan en el mercado laboral reconocen sin ninguna
duda la autoridad del proveedor de ingresos monetarios 30 . Como resultado, el dinero
otorga mayor autonomía y mayor capacidad de decisión a la persona que lo gana en el
mercado31.

Del tiempo invisible al tiempo intensificado


El modelo familiar “male breadwinner” traducido a términos de tiempo se podría
considerar como situación “óptima” tanto desde la ideología patriarcal como desde el
objetivo capitalista: las mujeres mayoritariamente desarrollan sus actividades en un
tiempo (invisible y no reconocido) –que aunque organizado en parte desde la producción
mercantil- no está gobernado por criterios de mercado y los varones, liberados de
obligaciones relacionadas con el cuidado de la vida, pueden poner su tiempo (visible y
valorado) a disposición de las necesidades de la empresa.

Ahora bien, con la creciente participación femenina en el mercado de trabajo y la nula


respuesta social y masculina ante este cambio de cultura y comportamiento de las mujeres,
éstas últimas asumirán la doble jornada y el doble trabajo desplazándose continuamente
de un espacio a otro, solapando e intensificando sus tiempos de trabajo. Tiempos que
vienen determinados por un lado, por las exigencias de la producción mercantil y, por
otro, por los requerimientos naturales de la vida humana. Las mujeres una vez realizadas
todas las posibilidades de reducir el trabajo familiar doméstico- adaptarán de una u otra
manera su tiempo de participación laboral a las necesidades del cuidado de la vida. En
particular, las mujeres con personas dependientes a su cargo, desarrollarán distintas
estrategias para realizar el trabajo de mercado asumiendo las necesidades de
sostenimiento de la vida humana.

La habitual rigidez determinada por la empresa de los tiempos dedicados a trabajo de


mercado unido a las necesidades de tiempos de cuidados, tiene como resultado que en
general las mujeres intensifiquen notablemente su tiempo de trabajo total 32 y reduzcan su

30 Sin duda que esta situación está reflejando la presencia de relaciones patriarcales.
31 Las nuevas perspectivas sobre el tiempo y el trabajo desarrolladas desde el feminismo han puesto de manifiesto las
relaciones de poder y la desigualdad de género que se esconden detrás de la forma mercantil de valorar el tiempo.
32
Estos procesos de intensificación del uso del tiempo guardan estrecha relación con el bienestar y calidad de vida de
las personas. En los últimos años se le está prestando bastante atención por ser una situación que se ha agudizado,
particularmente entre las mujeres empleadas y con rentas bajas (Floro 1995).
19
tiempo de ocio 33 , utilizado como variable de ajuste y, en casos extremos, reduzcan
también el tiempo dedicado a satisfacer sus necesidades personales. Situación que se
vuelve límite en las mujeres de familias monomarentales, particularmente las de rentas
bajas.

En cualquier caso, las mujeres como grupo humano, supeditarán el trabajo de mercado a
las necesidades –biológicas, relacionales y afectivas- planteadas por las personas del
hogar o de la familia. Los varones, en cambio, continuarán con su dedicación prioritaria
–y muchas veces exclusiva- al mercado. Al contrario de las mujeres, para estos últimos,
el referente principal sigue siendo el trabajo remunerado al cual ofrecen una total
disponibilidad de tiempo. De esta manera, los requerimientos de cuidados directos en el
hogar se convierten para los varones en una variable residual y ajustable a su objetivo
principal: la actividad mercantil pública34.

La situación descrita para hombres y mujeres queda perfectamente reflejada en los


modelos de participación en el mercado de trabajo de cada uno de ellos o ellas. En primer
lugar, la participación laboral masculina responde al modelo de U invertida: los varones
se incorporan en la edad laboral y permanecen en el mercado hasta la edad de jubilación.
Modelo característico del modelo familiar “male breadwinner” que sin embargo ha
permanecido intacto posteriormente a la masiva entrada de las mujeres en el mercado
laboral. De esta manera, los varones han continuado dedicando tiempo de trabajo sólo al
mercado y han mantenido su forma de participar (modelo U invertida).

El modelo femenino, en cambio, no tiene forma de U invertida, sino que ha asumido


formas distintas de acuerdo a la situación socio-histórica cultural de cada país.
Tradicionalmente podía tener dos picos -o lo que es lo mismo, forma de M- lo cual
representaba la incorporación de las mujeres al mercado laboral, su retirada al nacimiento
del primer hijo, su reincorporación cuando el hijo(a) menor tenía edad escolar y
finalmente su retiro el la edad de la jubilación. O, un pico, que representaba que después
del nacimiento del primer hijo(a) las mujeres no volvían al mercado laboral. Estos
modelos han ido modificando sus formas mostrando una lenta tendencia hacia la forma

33Situación que se observa en los estudios de uso del tiempo.


34En un estudio realizado en Barcelona (Carrasco et al. 2000), se obtuvo amplia información sobre el uso del tiempo
de mujeres y hombres y tipología del hogar. A modo de ejemplo, la relación entre las medias sociales de los tiempos
dedicados a trabajo familiar doméstico y trabajo de mercado para las mujeres es de 1,8 en parejas sin hijos(as) y de 1,3
en parejas con hijos(as); en cambio, para los varones, los valores correspondientes son de 0,5 y 0,2 respectivamente.
Pero si se observa la relación entre la media social de los tiempos dedicados a trabajo de mercado de mujeres con
respecto a los varones, es de 0,64 para parejas sin hijos(as) y 0,59 para parejas con hijos(as). Aunque seguramente las
diferencias son mayores para los niveles de rentas más bajos, con estos datos se constata claramente la tendencia de los
varones para dedicar su tiempo a trabajo de mercado.
20
de U invertida. Pero en ningún caso ha llegado a ser una U invertida, ni siquiera en los
países del norte de Europa con tradición más antigua de participación femenina.Y no creo
que sea una cuestión de “retraso temporal”. Más aún, creo que si en algún momento el
modelo femenino llega a una forma de U invertida, no estará representando lo mismo que
el modelo masculino, sino que estará escondiendo una forma de participación muy distinta
a la de los varones: jornadas a tiempo parcial, mayor temporalidad, etc.

Los distintos modelos y formas de participación femenina están reflejando que la


prioridad de las mujeres está puesta en otro lugar, no en el trabajo de mercado con las
exigencias actuales. Lo cual no significa que las mujeres no deseen participar en el trabajo
remunerado, sino que ajustan su participación a las necesidades de cuidados. Si éstas
últimas estuviesen resueltas de otra manera –con otra organización social y participación
masculina- las mujeres podrían asumir ambos trabajos en condiciones análogas a los
varones.

Las mujeres acompañan la vida


Si observamos ahora la otra cara de la moneda, la otra parte del proceso, vemos que la
participación femenina en trabajo familiar doméstico sí que tiene forma de U invertida
análoga a la de los varones en el mercado, pero con incorporación a edades más tempranas
y sin retiro mientras las condiciones de salud lo permiten. Ahora bien, una característica
importante del trabajo de cuidados es que su realización no es lineal, sino que sigue el
ciclo de vida: se intensifica notablemente cuando se cuida a personas dependientes: niñas,
niños, personas ancianas o enfermas. De aquí que la intensidad de participación de las
mujeres en trabajo familiar doméstico depende en parte importante de su situación en el
ciclo vital: lo habitual es que aumente cuando se pasa de vivir sola a vivir en pareja,
continúe aumentando cuando se tienen hijos o hijas, disminuya – aunque se mantiene
elevado- cuando éstos crecen y vuelva a aumentar si se tiene la responsabilidad de una
persona mayor. Y, en cualquier momento puede aumentar por alguna situación específica:
enfermedad, accidente,... de alguna persona del entorno afectivo. En este sentido podemos
decir que las mujeres a través de su tiempo y su trabajo acompañan la vida humana.

En cambio, la participación doméstica de los varones, además de ser absolutamente


minoritaria, es bastante lineal, en el sentido de que su intensidad prácticamente no se ve
afectada por el ciclo vital35. Este comportamiento responde perfectamente a la figura del

35Según el estudio realizado en Barcelona señalado anteriormente, en los hogares unipersonales femeninos se realiza
un 71% más de trabajo familiar doméstico que en los masculinos. Cuando conviven en pareja, las mujeres aumentan
su TFD en un 37% en relación a cuando vivían solas y los varones mantienen las mismas horas que cuando vivían
solos. Cuando pasan a tener hijos(as), como es lógico pensar, las mujeres vuelven a incrementar sus horas de TFD en
21
“homo economicus”, personaje representativo de la teoría económica que dedica todo su
tiempo a actividades de mercado y no le preocupan las actividades de cuidados 36. Sin
embargo, el más elemental sentido común nos indica que el homo economicus sólo puede
existir porque existen las "feminas cuidadoras" que se hacen cargo de él, de sus hijos e
hijas y de sus madres y padres.

Además, es conveniente recordar que los tiempos de cuidados directos presentan otra
característica: son más rígidos en el sentido de que no se pueden agrupar, muchos de ellos
exigen horarios y jornadas bastante fijas y, por tanto, presentan mayores dificultades de
combinación con otras actividades. Pero esto no es ni una situación extraordinaria ni una
situación que interese valorar como “buena o mala”, sencillamente es una característica
humana: todas y todos necesitamos ser cuidados en períodos determinados de nuestra
vida.

En consecuencia, si tenemos en cuenta, por una parte, los procesos de flexibilización de


la producción –definidos como una nueva racionalización del tiempo- y que
supuestamente beneficiarían a trabajadoras y trabajadores al permitirles un mayor poder
de decisión sobre su organización laboral y familiar y, por otra, los cambios
experimentados por el modelo familiar y las rigideces que exigen las tareas de cuidados,
la flexibilización impuesta desde la empresa está implicando una difícil “conciliación”
entre el tiempo de trabajo y los tiempos de las actividades públicas y de relaciones,
particularmente para la población femenina que experimenta no sólo dificultades
considerables para estructurar sus vidas, sino también una continua tensión y
contradicción al solapar tiempos de dimensiones tan diferenciadas. Contradicción que
repercute en la propia categoría del ser de las mujeres.

Al mantener como objetivo social prioritario la obtención de beneficio, la empresa puede


imponer lo que para ella es una racionalización del tiempo y un incremento de la
eficiencia, situación que para las personas trabajadoras se traduce en un serio conflicto,
puestos que éstas “no operan exclusivamente en el tiempo mercantilizado, racionalizado
y mecanizado del empleo industrial, sino en una complejidad de tiempos que de hecho
necesitan ser sincronizados con los tiempos importantes de otras personas y con la
sociedad en la que estas personas viven y trabajan” (Adams 1999: 19).

un 31% en relación a cuando vivían en pareja sin hijos(as), en cambio sorprendentemente, los varones disminuyen su
participación en TFD en un 27%. Aunque aceptemos márgenes de error por la recogida de datos, creo que lo que sí se
puede afirmar es que como media los varones no incrementan -al menos de forma significativa en relación a las mujeres-
su trabajo familiar doméstico cuando tienen hijos(as).
36 Además, el homo economicus representa sólo a hombres sanos en edad activa.

22
Pero esta situación no repercute de la misma manera en todas las personas. Hay
diferencias importantes según el género y las características del ciclo vital de cada una.
Personas jóvenes solteras encontrarán menos dificultades en organizar sus tiempos,
aunque las exigencias de determinados horarios (noches, finas de semana) puede afectar
a sus relaciones. Varones adultos seguramente no tendrán conflictos en compaginar
horarios de trabajo, aunque la flexibilización puede afectar a su vida familiar. Finalmente,
las más perjudicadas serán las mujeres que asumen responsabilidades de personas
dependientes y que necesitan coordinar y sincronizar sus horarios con prácticamente
todos los miembros del hogar.

POSIBLES ESCENARIOS FUTUROS

Vista la esencia del conflicto: la contradicción básica entre la lógica del cuidado y la lógica
del beneficio, ¿qué posibles alternativas se pueden vislumbrar? Seguramente varias.
Dependerá de la fuerza, poder y voluntad política de implementar políticas que tiendan a
favorecer unas u otras. En mi opinión, las distintas alternativas pueden resumirse en tres
que en orden creciente de optimismo serían las siguientes:

La primera, la más pesimista, es la consolidación del modelo actual: el objetivo central


sigue estando situado en la producción capitalista y la obtención de beneficios, los
hombres mantienen como actividad fundamental su participación en el mercado y las
mujeres realizan ambos trabajos. En esta alternativa, las mujeres de rentas medias y altas
pueden buscar soluciones privadas y aliviar su carga de trabajo adquiriendo más bienes y
servicios en el mercado, cuestión que dificilmente podrán realizar las mujeres de rentas
más bajas. Además, es posible que cada vez más las mujeres de rentas más elevadas
traspasen parte de su trabajo familiar doméstico a mujeres (y hombres) inmigrantes de
países más pobres, con lo cual el problema no se estaría solventando sino sencillamente
adquiriendo dimensiones más amplias, de alguna manera, se estaría “globalizando”.

La segunda alternativa trata en lo fundamental del modelo anterior pero con políticas que
colaboren en determinadas tareas doméstico familiares, lo cual atenuaría el trabajo de las
mujeres. Por ejemplo, mayor número de guarderías, servicios más amplios de atención a
las personas mayores o enfermas, etc. y políticas de empleo específicas para la población
femenina. En este línea apuntan las llamadas políticas de conciliación. La situación socio-
laboral-familiar de las mujeres dependería de los recursos destinados a este tipo de
políticas.

23
Finalmente, la alternativa más optimista plantea un cambio de paradigma que signifique
mirar, entender e interpretar el mundo desde la perspectiva de la reproducción y la
sostenibilidad de la vida. Aceptar que el interés debe situarse en el cuidado de las
personas, significa desplazar el centro de atención desde lo público mercantil hacia la vida
humana, reconociendo en este proceso la actividad de cuidados realizada
fundamentalmente por las mujeres.

Cambiar el centro de nuestros objetivos sociales, nos cambia la visión del mundo: la lógica
de la cultura del beneficio quedaría bajo la lógica de la cultura del cuidado. Dos lógicas
tan contradictorias no se pueden “conciliar”, no se puede establecer un consenso o una
complementariedad. Necesariamente deben establecerse prioridades 37: o la sociedad se
organiza teniendo como referencia las exigencias de los tiempos de cuidados o se organiza
bajo las exigencias de los tiempos de la producción capitalista.

Desde esta perspectiva por ejemplo las políticas actuales de “conciliación” de la vida
familiar y laboral pierden sentido ya que no abordan el problema de fondo sino que
plantean mínimos ajustes pero manteniendo como objetivo central la obtención de
beneficio. Es decir, los tiempos de cuidados deben seguir ajustándose a los tiempos de la
producción capitalista. Además, dichas políticas –aunque no se haga explícito- están
dirigidas fundamentalmente a las mujeres, cuando son mayoritariamente los varones
quienes aún “no concilian” sus tiempos y sus actividades. De hecho, las mujeres hemos
estado siempre en una práctica continua de “conciliación” sin necesidad de leyes o
políticas particulares. Es posible que una ley de “conciliación de trabajo familiar y
mercantil” dirigida específicamente a los varones pudiera constituir una forma exitosa de
dar visibilidad y reconocimiento al trabajo familiar doméstico38.

Si optamos por la vida humana –como es nuestra propuesta- entonces habría que organizar
la sociedad siguiendo el modelo femenino de trabajo de cuidados: una forma discontinua
de participar en el trabajo familiar que dependerá del ciclo vital de cada persona, mujer u
hombre. Los horarios y jornadas laborales tendrían que irse adaptando a las jornadas
domésticas necesarias y no al revés como se hace actualmente. Los tiempos mercantiles
tendrían que flexibilizarse pero para adaptarse a las necesidades humanas. El resultado

37Que indudablemente dependerán del poder de negociación de los distintos actores sociales.
38Otro ejemplo de actitudes o políticas que desde esta perspectiva no serían aceptables es la insistencia desde el discurso
oficial de un futuro con supuesta escasez de mano de obra para el trabajo asalariado y no se haga mención a la “escasez
de mano de obra para trabajos de cuidados”, que en principio sería un problema más grave en una población envejecida.

24
sería una creciente valoración del tiempo no mercantilizado, lo cual colaboraría a que el
sector masculino de la población disminuyera sus horas dedicadas al mercado y fuera
asumiendo su parte de responsabilidad en las tareas de cuidados directos. De esta manera
se podría lograr la "igualdad" entre mujeres y hombres porque éstos últimos estarían
imitando a las primeras participando de forma similar en lo que son las actividades básicas
de la vida. Paralelamente, la participación laboral de unos y otras se iría homogeneizando.
Finalmente, el papel de las políticas públicas sería crear las condiciones para que todo
este proceso pudiese efectivamente desarrollarse.

Situación distinta es la que se plantea actualmente desde las "políticas de igualdad" en


que se supone que las mujeres deben igualarse a los varones en el modelo masculino de
empleo y en el uso del tiempo. Demás está decir que esta "igualación" sólo podría ser
asumida por una minoría de mujeres de elevada cualificación y nivel de renta.

No se trata, por tanto, sólo de un cambio en los tiempos de trabajo ni del reparto del
empleo, la propuesta va mucho más allá que un asunto de "horas". De aquí que es
fundamental, en primer lugar, reconocer que existen tiempos -de reproducción y de
regeneración- que han sido invisibilizados por el tiempo-dinero, que se desarrollan en otro
contexto que el tiempo mercantil y, por tanto, no pueden ser evaluados mediante criterios
de mercado basados en la idea de un "recurso escaso". Que dichos tiempos son
fundamentales para el desarrollo humano y que el reto de la sociedad es articular los
demás tiempos sociales en torno a ellos. Mientras se ignoren estos tiempos que caen fuera
de la hegemonía del tiempo mercantilizado será imposible el estudio de las interrelaciones
entre los distintos tiempos y la consideración del conjunto de la vida de las personas como
un todo. En consecuencia, la propuesta implica considerar la complejidad de la vida
diaria, los distintos tiempos que la configuran, las relaciones entre unos y otros, las
tensiones que se generan, para intentar gestionarla en su globalidad teniendo como
objetivo fundamental la vida humana.

Aunque el objetivo se plantee a largo plazo, permite ir pensando en medidas a más corto
plazo que apunten en la dirección señalada. La experiencia de trabajo de las mujeres nos
enseña que la situación de cada persona guarda estrecha relación con su ciclo vital, por
tanto, no tiene mucho sentido pensar en políticas generales que afecten a toda la población
por igual. Es necesario ir experimentando distintas alternativas de organización y
diversificación de los horarios, las jornadas, los tiempos libres, etc., en cada situación
específica, siempre bajo la idea del objetivo final señalado. Se trata, en definitiva, de

25
acabar con la organización social y los roles de mujeres y hombres heredados de la
revolución industrial.

Somos conscientes de estar planteando una verdadera “revolución”, un cambio absoluto


de nuestra concepción del mundo. Sin embargo, me parece que hoy es la única utopía
posible: apostar a fondo por el sostenimiento de la vida humana.

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27
DE QUE IGUALDAD SE TRATA

Alda Facio
Fragmentos del libro: Facio, Alda (dir) (1997): Caminando hacia la igualdad real. Costa Rica.
ILANUD, pp. 253-260.
En los meses previos a la IV conferencia Mundial sobre la Mujer que se celebró en
1995 en Pekín hubo una acalorado discusión en torno al principio de igualdad que, como todo
concepto axiológico, tiene diferentes connotaciones para diferentes personas. Así,
dependiendo de lo que se entendiera por igualdad ante la ley, algunas personas proponían que
se sustituyera el término igualdad ente hombres y mujeres por el de equidad entre los sexos;
otras proponían que se hablara de igualdad sustantiva y aún otras que no se hiciera referencia
ni a igualdad ni a equidad sino que se usara el concepto de no discriminación y el respeto por
las diferencias.
Mi posición, desde la óptica de los Derechos Humanos de las mujeres, fue y sigue
siendo el que sería sumamente peligroso para las mujeres apartarnos del ideal de igualdad sin
el cual la restricción o eliminación de los Derechos Humanos es sumamente fácil. Considero
que no hay necesidad de sustituir el concepto de igualdad ente mujeres y hombres, sino darle
un contenido o significado a la igualdad formal que incluya tanto algunas de las acepciones
del concepto de equidad como las de la no discriminación y valoración de las diferencias. Y
digo algunas de las acepciones porque así como lo que debe entenderse por igualdad ente los
sexos no es uniforme, tampoco lo es lo que debe entenderse por equidad o no discriminación.
Recordemos que para muchos/as, la discriminación en razón del sexo ni siquiera existe sino
que entienden las desiguales vidas de hombres y mujeres como ordenadas por la misma
naturaleza cuando no por Dios. Hay personas que entienden la promoción de la equidad ente
los sexos como el mantenimiento de los roles “complementarios”.
Como considero que la igualdad jurídica es uno de los pilares de cualquier sistema que
se denomine democrático, mi pretensión es presentar algunos elementos que nos ayuden a
darle un contenido al principio de igualdad entre los sexos que sea más ajustado a los ideales
del feminismo. Es decir, al ideal de una igualdad ente hombres y mujeres basada en la
eliminación del sexismo en todas sus manifestaciones y no en la eliminación de las diferencias
entre los sexos. Para el feminismo, la igualdad no implica que las mujeres nos comportemos
como hombres. Implica, eso sí, la eliminación del hombre como paradigma o modelo de ser
humano, cosa que no es nada fácil de hacer porque ni siquiera somos conscientes de que todo
lo vemos, sentimos, entendemos y evaluamos desde una perspectiva androcéntrica.
Hablar de igualdad es hablar de diferencias, porque si mujeres y hombres fuéramos
iguales no tendríamos por qué estar discutiendo este tema hoy. El problema es que si las
mujeres decidimos que somos diferentes y que, por lo tanto, esa diferencia debe ser tomada
en cuenta por la ley, al instante nos damos cuenta que es precisamente nuestra diferencia la
que provoca nuestra desigualdad. Pero si decimos que somos iguales y que por lo tanto la ley
no debe tratarnos diferentemente, también al instante nos damos cuenta que el trato igualitario
que hemos recibido es el que nos provoca la desigualdad.
El problema es que el concepto de igualdad está íntimamente ligado al sistema
patriarcal y hasta podría decirse que es producto de él. El problema es que el concepto de
igualdad es tan androcéntrico como son todas las instituciones del patriarcado, incluyendo,
por supuesto, al Derecho. Pero podemos darle un contenido que no sea androcéntrico o, al
menos, podemos intentarlo. Si la igualdad es una construcción social, la igualdad puede ser
deconstruida y su naturaleza androcéntrica puede ser develada para, al menos teóricamente,
reconstruirla como un instrumento para retar, en vez de legitimar, todas las otras instituciones
sociales. Ya las feministas hemos demostrado como las ciencias, aún las exactas, no son tan
objetivas como se pretendía sino que en su gran mayoría son proyectos masculinistas.
También hemos demostrado que las religiones han sido instrumentos culturales para la
conquista del poder femenino, y hasta hemos demostrado que el Derecho y las leyes son
símbolos y mecanismos para el mantenimiento del poder patriarcal. ¿Por qué no entonces
develar la naturaleza androcéntrica del principio de igualdad ante la ley?
Si bien es cierto que la Declaración Universal de los Derechos Humanos sí incluyó a
las mujeres en su concepción de igualdad al declarar en su artículo primero que: “Todos los
seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón
y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos a los otros” y que el artículo segundo
establece que: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta
Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de
cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier
otra condición”, la igualdad que se establece ahí sigue teniendo como referente al hombre.
Prueba de ello es que no se tradujeron en derechos muchas de las necesidades de las mujeres.
Por ejemplo, no se reconocen los derechos sexuales y reproductivos a pesar de que la
maternidad y la reproducción han sido utilizadas para definir el rol de las mujeres en nuestra
sociedad y para negarnos el desempeño en otra serie de roles. Si a las mujeres no se nos
reconocen los derechos sexuales y reproductivos, será muy difícil gozar de los otros derechos
en un plano de igualdad con los hombres.
Descontentas/os con esta concepción de la igualdad jurídica, algunos/as tratadistas han
señalado que el artículo segundo de la Declaración debe ser interpretado como prohibiendo la
discriminación. Pero lo cierto es que el artículo no expresa esto claramente sino que hace
referencia a que en el goce de los Derechos Humanos ahí establecidos no se deben hacer
“distinciones”. Esto ha contribuido a que no se tenga mucha claridad acerca de en qué
circunstancias una distinción es una discriminación. Además, no todos entienden la no
discriminación de la misma manera. Para muchos tratadistas se cumple con el mandato de no
discriminación con sólo que en la letra no se dé un trato discriminatorio a un grupo de
personas. Al entender la no discriminación sólo en el campo formal igualan el concepto de no
discriminación al de igualdad formal ante la ley, con lo que no hay mucha diferencia en los
resultados que pueda tener una u otra utilización.
Peor aún, hay tratadistas que consideran que las distinciones basadas en la raza, la
opinión política, la nacionalidad, etc. no están justificadas jamás porque todos los hombres
nacen libres e iguales en dignidad, pero justifican tratamiento perfecto aún de parte de la ley
a las mujeres basado en las distintas funciones naturaleza y sociales que tienen unos y otras.
Para estos tratadistas, estas distinciones no son discriminatorias sino necesarias. Por eso
considero que sustituir el concepto de igualdad ante la ley por el de no discriminación no nos
avanza especialmente. Creo que lo que debemos hacer es tomar el mandato de no
discriminación y conjugarlo con el ideal de igualdad jurídica para construir un concepto que
no tenga como referente al hombre y lo masculino.
También hay quienes consideran que las mujeres tenemos necesidades “especiales” y
por ende tenemos que tener una protección especial de la ley, particularmente en el área del
trabajo remunerado. Esta protección especial históricamente no sólo ha partido del hecho
biológico de que las mujeres engendramos, parimos y amamantamos, sino de la presunción
social de que por ello somos las encargadas de todo el trabajo que implica la reproducción
humana. El que las mujeres seamos las únicas que podemos amamantar a las personas
humanas pequeñitas, no implica que seamos las únicas que podemos prepararles la comida,
llevarlas a la escuela o al medico o a jugar con ellas.
Bajo el patrón de la equivalencia las leyes se consideran neutrales, genéricas, iguales
para ambos sexos. Así, si las mujeres queremos gozar de los mismos Derechos Humanos,
tenemos que ser como los hombres. Este modelo parte de que si a las mujeres nos dan las
mismas oportunidades podremos ser como los hombres. Bajo este patrón las leyes son
consideradas igualitarias si exigen que las instituciones sociales traten a las mujeres como ya
tratan a los hombres exigiendo, por ejemplo, las mismas calificaciones para un trabajo, el
mismo horario y los mismos sacrificios que a se le exigen a los hombres. Creo que muchas
mujeres ya han experimentado en carne propia el precio que se paga por esta “igualdad”.
Es obvio además que esta concepción de la igualdad nunca podrá ser una real igualdad
porque parte de una premisa falsa: que las instituciones sociales, incluyendo las leyes y la
administración de justicia, son neutrales en términos de género. Suponiendo que las mujeres
pudiéramos comportarnos exactamente como los hombres, esta concepción de la igualdad
deja incuestionada la sobrevaloración de lo masculino que es precisamente la razón por las
cuales no hay igualdad entre mujeres y hombres.
Bajo el patrón de la diferencia se han creado distintas argumentaciones. Desde la que
ya expliqué de la protección especial, hasta las que plantean que la igualdad es imposible y
que lo que debería buscarse es la equidad y la justicia. Yo sostengo que ambas
argumentaciones siguen teniendo como referente al hombre. Creer que la igualdad entre
mujeres y hombres es imposible es creer que la igualdad sólo puede darse ente hombres y
olvidarse que también los conceptos de equidad y justicia fueron construidos teniendo al
hombre como modelo.
Argumentar que la igualdad no es necesaria ente mujeres y hombres es no ver que es
precisamente la falta de igualdad ente hombres y mujeres la que mata a millones de mujeres
al año: porque las mujeres no tenemos igual poder dentro de nuestras parejas, miles somos
asesinadas por nuestros compañeros; porque las mujeres no somos igualmente valoradas por
nuestros padres, miles somos asesinadas al nacer; porque las mujeres no tenemos el mismo
poder que los hombres dentro de las estructuras políticas, médicas y religiosas, morimos de
desnutrición, en abortos clandestinos o prácticas culturales como la mutilación genital y las
cirugías estéticas y obstétricas innecesarias. La desigualdad entre hombres y mujeres mata.
La desigualdad viola el derecho básico a la vida y, por ende, el derecho a la igualdad brota de
la necesidad que sentimos todas las personas de mantenernos con vida.
Además, la igualdad ante la ley sería un derecho innecesario si la diversidad no
existiera. Si todos los seres humanos fueran exactos, si todos fueran blancos, heterosexuales,
cristianos, sin discapacidades, adultos, etc., y todos tuvieran las misma oportunidades
económicas bastaría con establecer una lista de derechos que estos seres humanos tendían, sin
necesidad de establecer que todos los tienen por igual. Fue precisamente el reconocimiento de
que hay diversidad ente todos los seres humanos, el que llevó a la necesidad de establecer que
todos lo seres humanos tienen derechos a gozar plenamente de todos los Derechos Humanos
sin distinción por raza, edad, sexo, religión o cualquier otra distinción.
Y claro, ahora el reto es entender que esa prohibición de hacer distinciones se refiere
al mandato de no discriminar pero no sólo de no discriminar en la letra de la ley, sino a que
no haya discriminación en los efectos y resultados de esas leyes, es decir, que ninguna persona
vea sus Derechos Humanos limitados o restringidos por pertenecer a un grupo o clase de
personas que no son plenamente humanas.
Capítulo II
La construcción socio-religiosa de la feminidad

En el capítulo anterior introdujimos la corporalidad como espacio axial para la organización


por géneros de la sociabilidad. En este capítulo trataremos de clarificar la conexión cuerpo-cultura
en la construcción de la subjetividad femenina. El análisis tiene como co-relato la conexión entre
religión y sociedad. En los primeros siglos de la Era, en que se conjugaban el pensamiento
filosófico griego, el dominio colonial y legal romano, las luchas político-militares de la zona
mediterránea y el afianzamiento institucional del cristianismo, se estructuran los modelos
patriarcales de la identidad de las mujeres, a partir de un cuerpo de mujer altamente ideologizado.
Según Elizabeth Clark (1994), los padres de la iglesia, en un giro ideológico trasladaron lo cultural
como natural, dejando por fuera la historicidad en que se gestaron las representaciones sobre la
subjetividad femenina y haciéndolas prevalecer como valores estereotipados, universales,
naturales y eternos. Los preceptos teológicos que han permeado la construcción de la subjetividad
distan mucho del evangelio inaugural del cristianismo. Por eso se hace necesario revisar los
modelos de subjetividad mítico-religiosos que fueron diseñados sobre el cuerpo de las mujeres en
esos primeros siglos. Tal revisión la hacemos siguiendo dos premisas que aporta Margaret Miles
(1989). Según ella, el cristianismo usó el cuerpo femenino como una página en blanco en la que
proyectó múltiples significados sociales; aunque agregaríamos que lo hizo en complicidad con la
normativa social vigente. Esa vinculación iglesia-estado explica la otra premisa de Miles, quien
afirma que el poder político (y agregamos que éste puede ser religioso o civil) requiere de la
potencia que le depara definir la representación (o subjetividad) de las personas que regula. En
otras palabras, una forma de desempoderar es eliminarle a un grupo la posibilidad de auto-
representarse. Y eso sucedió con las mujeres a través del control socio-religioso de su cuerpo y
sexualidad.

1. La corporalidad femenina como espacio de poder

La confluencia de cultura y religión colocan a las mujeres de los primeros siglos en el centro
de una disputa política entre el régimen gobernante y la institucionalización del cristianismo.
Ninguno de los poderes velaba por la protección y seguridad de las mujeres, sino que sus cuerpos
y su sexualidad fueron el locus de actuación de sus luchas de poder. Prevalecía en el mundo
mediterráneo de aquel entonces la creencia de que las mujeres representaban un peligro para los
hombres por su voracidad sexual y por tanto había que controlar su cuerpo y su sexualidad. Es así
como la corporalidad en los primeros siglos es básicamente un cuerpo de mujer. La mujer se vuelve
cuerpo y su cuerpo es despreciado. Es un cuerpo que ha quedado viciado con la mirada de los
hombres, pues lo usaron como punto de partida para definir su propia sexualidad masculina. Es
un cuerpo que ha sido desnudado de realidad y revestido ideológicamente, hasta convertirse en
espacio colonizado sobre el cual se asienta una subjetividad igualmente distorsionada (Muñoz
Mayor, 1995; Shaw, 1998; Miles, 1989).
Bajo ese prejuicio corporal, tanto la tradición greco-romana como la cristiana exigían a las
mujeres cumplir con el estereotipo “mujer-vergüenza-de-su-casa”, un modelo que tuvo
proyecciones distintas para ambas tendencias. El conflicto de poder surgió con la conversión de
algunas mujeres al cristianismo, que las colocó en el foco de la tensión político-religiosa, puesto
que éstas fueron introduciendo cambios al modelo predominante. Por un lado, para el cristianismo
las mujeres casadas con un no-creyente fueron un puente intermediario para afianzar el dominio
de la fe cristiana y por eso eran veladamente reconocidas en su rol de liderazgo eclesial-doméstico
(Brown, 1993; McDonald, 1996). Otra ruptura de modelo que inequívocamente replantea la
ambigüedad de los estereotipos femeninos, fue la participación económica de algunas mujeres
inmensamente ricas, virtuosas e inteligentes que sostenían proyectos de la iglesia naciente. Como
mujeres no se ajustaban al modelo de dependencia del esposo promovido por la iglesia; no
obstante, la iglesia en ciernes soslayaba esta transgresión porque no podía prescindir de su servicio
(Brown, 1993). Para el mundo no cristiano o pagano, las mujeres que adoptaban la creencia
cristiana eran inmorales y representaban una afrenta para el orden político, y como tales eran
denigradas y perseguidas. Esa censura evidencia la importancia política que el régimen imperial
otorgaba al rol de las mujeres dentro del cristianismo, porque en alguna medida perdían poder al
perder gobierno sobre las mujeres.
Por otro lado, el auge del cristianismo en el primer siglo desdibujó parcialmente la frontera
socio-espacial que se había delineado entre lo público masculinizado y lo privado feminizado,
debido a que los primeros recintos eclesiales fueron los hogares de las personas seguidoras, entre
ellas muchas mujeres. Se trasladó a un recinto privado una actividad religiosa considerada pública,
lo cual permitió que algunas mujeres desempeñaran tareas públicas en su entorno privado. Esta
maleabilidad de espacios y roles sociales les permitió colocarse en un rol diaconal reconocido
como autoridad dentro del movimiento cristiano (Schottroff, 1995). En alguna medida esta práctica
eclesial rompe con el principio de que el rol es concomitante con el espacio, generando así una
situación ambivalente en el modelo canónico de subjetividad femenina, pues el liderazgo religioso
femenino no se correspondía con el espacio de la casa desvalorizado socialmente. Se produce una
ruptura del guión patriarcal polarizante de la vida. Este episodio de corta duración demuestra lo
que el feminismo ha venido argumentando en los tiempos contemporáneos, de que la reproducción
de las personas tiene lugar en ambas esferas que han sido separadas maniqueamente. Lo cotidiano,
lo que ocurre dentro de las paredes de la casa, son micro-poderes que se proyectan en los grandes
desequilibrios de poder, como ocurrió en el segundo siglo cuando las primeras mujeres cristianas
transgredieron su rol y subvirtieron el espacio. Su participación personal en el campo religioso se
volvió política al irrumpir lo público en la cotidianidad y fueron castigadas por eso.
Otra transgresión se produjo con el ascetismo de los primeros siglos de cristianismo, pues
abrió la posibilidad para que algunas mujeres intentaran un liderazgo religioso extra muros,
adoptando modelos identitarios que desafiaban al establecido. Esta transgresión constituyó un
ejercicio civil, vía sentimiento religioso, cuya importancia política se comprueba con el desdén
que historiadores y teólogos tuvieron al ignorar a estas mujeres en sus relatos y en la mención de
ellas en los textos canónicos. En las misiones se incorporaron jóvenes mujeres que, ataviadas como
hombres, rompieron con los esquemas espaciales que las confinaban a la casa. Estas mujeres,
catalogadas como mulier virilis, fueron virtuosas según los parámetros cristianos por renunciar a
la sexualidad y porque la virilidad incorporada a su rol las perfeccionaba a los ojos de los hombres.
Sin embargo, su negación corporal tiene connotaciones negativas profundas como modelo de
subjetividad, porque al transformarse adoptando un rol sexual contrario, es decir, al ser al mismo
tiempo mulier y vir, que eran los opuestos complementarios del ideario antropológico, la
subjetividad optada seguía sustentándose en la visión patriarcal y evolucionista sobre la
inferioridad de las mujeres (Pedregal, 2005). Es un modelo que sigue siendo una tentación para
algunas mujeres contemporáneas porque encuentran a través de la masculinización un espacio
social reconocido, pero con un íntimo sentimiento de auto-traición y de deserción de género.
El imago “mujer-vergüenza-de-su-casa” se había sustituido dentro del mundo cristiano con
la representación “esposa/novia-de-Cristo”, recalificando la denigrante metáfora “Israel-esposa
infiel” del período antiguo-testamentario. Ya no era equiparada al pueblo ni a la casa, sino a la
Iglesia, siempre en sujeción complementaria con una figura masculinizada que detentaba poder
sobre ella. Bajo ese modelo muchas mujeres buscaban perfeccionarse a través de la virginidad y el
ayuno, alejándose de lo mundano en el desierto.
Según María Jesús Muñoz (1995), el ascetismo de la vida monástica era un martirio resignificado
como una purificación progresiva a lo largo de la vida. En el sentido político, el retiro en el desierto
desafiaba los roles viables que tenían las mujeres de ser madre, o esposa, o prostituta, todos
definidos con relación a un varón. Aún con el ascetismo tampoco les fue permitida la igualdad
espiritual buscada, sino que ésta se lograba al alcanzar el cielo.
La intervención de la Cristiandad en la subjetividad de las mujeres, a través de su cuerpo,
resulta paradójica con la doctrina sobre la encarnación de Dios a través de Cristo, según apunta
Miles (1989), pues desdeña la materia humana, marginalizando al cuerpo y espiritualizando el
proyecto cristiano. La autora afirma que la negación del cuerpo y lo carnal no se dio porque la
Cristiandad optara por un enfoque filosófico o espiritual, sino porque el sexismo de las sociedades
cristianas permeó las representaciones, identificando a los hombres con lo racional y a las mujeres
con lo corporal. Así erradicaron la carne, desprestigiando al cuerpo (y por ende a las mujeres), y
desvirtuando de paso el proyecto cristiano de encarnarse. En los siglos III a IV ya el cuerpo se
había vuelto una carga dentro del cristianismo de manera que el ascetismo se asumía como una
auto-conquista que sometía a la carne con el poder de la mente o el espíritu (Shaw, 1998). Aunque
el camino de la abstención era voluntario, empezó a aplicarse una penitencia canónica por
determinadas faltas cuyos infractores parecían ser más resistentes a renunciar a su pecado. Se
trataba de penitencias extremas que recaían más sobre las mujeres que los hombres, especialmente
si sus faltas estaban relacionadas con su pareja o su vida sexual. Los hombres no eran castigados
por las mismas faltas (Muñoz, 1995).

2. El modelo canónico de la subjetividad femenina

El modelo de subjetividad predominante es sin duda el de la maternidad, después de ser el


de diosa, sacerdotisa, ciudadana, reina, matrona, o santa, en contraposición de otros modelos más
reales que eran subvalorados. La mujer se consolidó simbólicamente en una singularidad
estereotipada, naturalizada y universalizada como “madre”. El modelo de la madre tiene fuerte
asidero en la mitificación de María, la madre de Jesús, que se postra humildemente ante Dios y
luego servilmente ante el Hijo. Su elevación a icono religioso y cultural se asienta en su embarazo
virginal del hijo de Dios, como lo relatan los textos canónicos, y que en los siglos siguientes y de
modo extra-textual, tal virginidad será atribuida a la propia concepción María por parte de la
jerarquía religiosa masculina, para quitarle todo rasgo de pecado sexual al personaje mítico. El
culto a María aparece en el siglo IV cuando todavía se perseguía al cristianismo. Al mismo tiempo
se crea un antimodelo para las mujeres sacado de la misma historia del cristianismo, representado
en la María Magdalena mitificada como la pecadora dudosamente convertida y por tanto seductora,
o histérica, y cuyo aporte al movimiento de Jesús y en el inicio del cristianismo ha sido ignorado
por la historia (Pedregal, 2000).
Más bien el fenómeno de María como madre-virgen, un relato que se aleja de toda realidad
biológica posible, es transformado con tal fuerza simbólica que se ha naturalizado en la identidad
de muchas mujeres seguidoras de su culto. No se desconoce la existencia histórica de María como
madre de Jesús, pero la mitificación de su virginidad logra cuajar en la sensibilidad religiosa de
muchas mujeres, emulando su imagen casta y sumisa. La fuerza de su representatividad ha sido
motivo de diversos abordajes desde los estudios feministas. Jane Schaberg, citada por Schottroff
(1995), ha sugerido que el embarazo de la joven María, sin la participación de hombre alguno,
podría haber sido producto del abuso sexual, argumentando que el sentido de humildad que expresa
en el Magnificat podría estar conectado con la humillación sexual, en vez de su humillación como
mujer pobre. Otros numerosos estudios intentan rescatar a la mujer real en María, que jugó un
papel importante en la historia de la salvación del cristianismo, y que hoy podría ser un referente
liberador. Sin embargo, María, como icono femenino, resulta ser un símbolo paradójico, pues al
erguirse como modelo ideal del Yo femenino, que opone la maternidad contra la sexualidad, se
convierte en un objetivo ontológico inalcanzable y generador de culpa en las mujeres (González,
1998). Con la María mítica se borra la línea limítrofe aunque cómplice entre religión y cultura
sobre la subjetividad femenina. Se crea la feminidad patriarcal a partir de una María heredera
directa del concepto de la Diosa-Madre, pero despojada de su fertilidad creadora y subyugada a
nivel de esclavitud a la voluntad de sus dioses-hombres creadores (Pedregal, 2007). Su poder
mítico es enorme sobre hombres y mujeres, pues más allá de ser modelo delimitante para la
subjetividad femenina, es también punto de inflexión de la doble moralidad sexual entre hombres
y mujeres.
Es así como su reinado simbólico (cultural y religioso) es sobre las identidades y sobre la
sexualidad de las mujeres. Pero su culto ha sido también pilar de grandes movimientos socio-
religiosos por su proyección como madre nutriente y lo más aproximado a una divinidad femenina.
Un ejemplo de esto es la asociación que en el siglo XVI se hizo de Elizabeth I con la Virgen María.
A falta de un icono femenino en la iglesia protestante, pues no celebran el culto a la Virgen María,
las cortes de Inglaterra de esa época encontraron como medio para afianzarse en el poder, elevar a
nivel de culto la reverencia de la reina Elizabeth, como primera mujer en ocupar esa posición y
deslegitimada por haber nacido de una relación adúltera entre Enrique VIII y Ana Bolena. Para
preservar el poder, la corona necesitaba unificar al pueblo bajo una sola religión y bajo una
sucesión reconocida. Por eso al acentuar las características virginales (la soltería de la reina) y las
maternales (como madre de la nación) se equiparó un símbolo secular con uno sagrado que tuvo
una enorme fuerza de identificación en el pueblo inglés (Hackett, 1993). Fue un efecto político
estratégico que obtuvo el resultado esperado, pero la manipulación de la subjetividad de Elizabeth
I la convirtió en una mulier virilis, como del inicio de la era, pero con una renuncia mayor de su
corporalidad porque sirvió de territorio para ser colonizado por el poder masculino.
Si pudiéramos re-escribir la historia de los acontecimientos socio-religiosos que dieron
origen a la revolución cultural cristiana, con una perspectiva feminista desembarazada del temor a
la herejía, encontraríamos que en sus fundamentos hay dos piedras angulares: María, la madre de
Jesús, y María de Magdala. Sin sus vestiduras míticas, la joven María habría traído al mundo a su
hijo Jesús, sin estar casada y habiendo logrado criarlo bien junto a José, un marido que la apoyó a
pesar de que su mujer calificaba para la censura moral y la condena legal de la época. Este Jesús
fue un hombre que, en su revolucionario pensamiento para una época de ocupación militar romana,
incluyó a las mujeres en el liderazgo de su movimiento, aún en contra de las tradiciones de su
pueblo judío. Tras su asesinato, por razones religioso-políticas, es otra mujer, María de Magdala,
la que tuvo un papel protagónico en el movimiento de Jesús, y es quien descubre que el cuerpo de
su líder no estaba en la tumba. Cree en el “siempre presente” de los grandes líderes y les comunica
a unos incrédulos y derrotados seguidores que Jesús vive. La fe proactiva de las dos Marías, ante
situaciones adversas y de muerte, son clave en la revolución cultural y religiosa del cristianismo.
Su participación como mujeres marcan dos principios: por un lado una María da a luz (la vida) a
un hijo que es también reproductor de un movimiento social y religioso que trae vida a su pueblo;
la otra María da a luz a un principio de esperanza y seguimiento, la resurrección del mensaje de
Jesús, y es también generadora de movimiento. Sin embargo, el protagonismo de ambas Marías,
vividos según sus distintas situaciones vitales, ha sido tergiversado por el miedo y el afán de poder
de un liderazgo masculino. En contraste, las dos Marías son usadas en contra del resto de mujeres,
sean éstas creyentes o no. La forma de manipular su participación en la historia de salvación ha
sido antagonizándolas como la santa y la pecadora, binomio modelo en el que se debaten las
identidades de las mujeres en el transcurso de la historia. Indudablemente la historia oficial sobre
las Marías en el movimiento de Jesús tiene una genealogía patriarcal que desdeña las hierofanías
subyacentes a la misma base del cristianismo. ¿Por qué las ignoran? Esta ha sido la historia de las
mujeres elaborada por los hombres. Pero, ¿cuál es la historia de los hombres que está detrás de esta
historia? La propuesta es que existe una ambivalencia que ha predominado en los hombres
constructores de cultura y que les ha compelido a proyectar ese conflicto en los pares antitéticos
del pensamiento patriarcal.

3. Los procesos psíquicos en la construcción de las representaciones

Para replantear nuevas representaciones de las mujeres, ajustadas a la realidad objetiva y a


los derechos humanos, hay que entender los mecanismos usados para la construcción de las viejas
representaciones. La psique y lo histórico social son dos dominios autónomos pero inseparables en
la creación de imaginarios sociales (Azaldúa, 2007). Hemos hecho referencia a situaciones
histórico-sociales y religiosas que condujeron a crear los modelos femeninos predominantes en la
cultura. Se hace necesario ahora abordar otras explicaciones de carácter psico-social que podrían
haber contribuido a la construcción de estas representaciones. Jane Flax destaca la importancia de
escudriñar la subjetividad profunda dentro de los estudios culturales de género porque, según
afirma, “sólo cuando un yo central se empieza a cohesionar, se puede entrar en y usar el espacio
de transición, en el que las diferencias y fronteras entre yo y otro, interior y exterior, y realidad e
ilusión, se agrupan u omiten” (1995:256). Con particular interés las mujeres han buscado
replantearse su yo social porque, como hemos venido analizando, les antecede una larga ausencia
subjetiva, eso que Alessandra Bocchetti (1996) ha llamado “miseria simbólica”, es decir, la
vaciedad de humanidad para lograr una medida de ser y estar en este mundo, ya que bien se podría
estar presente como colectivo pero ausentes de sí mismas.
La ideología patriarcal en el último siglo ha estado sustentada por la teoría psicoanalítica
sobre la subjetividad, y al mismo tiempo es un cuerpo teórico útil para analizar retroactivamente
los procesos culturales en torno al género. El psicoanálisis como teoría ha estado anclada en el
complejo de Edipo freudiano, que importa elementos de interpretación de la tragedia escrita por
Sófocles. Freud teoriza desde la perspectiva del hijo y al hacerlo ignora el drama familiar en la
obra. El mismo psicoanálisis provee los instrumentos teóricos para entender cómo este olvido
podría ser una proyección de las propias vivencias del autor, o de los condicionamientos culturales
de su época. Si bien en sus estudios sobre la sexualidad Freud reconoce la bisexualidad humana,
su teoría queda fragmentada al centrar la construcción de la masculinidad en la supremacía del
falo, que al estar ausente en la sexualidad femenina se transpone como ausencia social para las
mujeres. La subjetividad femenina es concebida por el psicoanálisis freudiano desde una noción
de incompletitud corporal que conduce a una desvalorización institucional de las mujeres.
Los conceptos misóginos de Freud han provocado reacciones feministas adversas al
psicoanálisis como cuerpo teórico de referencia. Igualmente, el complejo de Edipo, visto como
organizador social y fundante de la polaridad subjetiva mujer-hombre, ha sido estudiado
críticamente por las teóricas feministas, censurando el hecho de que Freud ignorara la violencia
hacia mujeres, niñas y niños en la pieza teatral de la que se sirve para su planteamiento y
desconociera la presencia de esa violencia adulta y masculina en los casos clínicos en los que lo
aplicó. No obstante, hay que reconocer que más allá de las sesgadas interpretaciones freudianas
sobre la sexualidad y la subjetividad femenina y masculina, la estructura de la sociedad occidental
podría explicarse a través del complejo edipal. Las manifestaciones falocéntricas están arraigadas
en un nudo edipal de valores y actitudes ambivalentes que se originan en la coexistencia de
sentimientos encontrados hacia las mujeres, específicamente la madre, pero principalmente hacia
el padre. Esta ambivalencia afectiva está presente tanto en los procesos configuradores de la
subjetividad, como en la construcción de imaginarios sociales y religiosos. En ese sentido el
conflicto edipal, cargado de ambivalencia afectiva y de lucha por el poder, no puede ser ignorado
en el análisis de las subjetividades, si se reconoce el nexo que existe entre la psique humana y los
procesos histórico-sociales que las han producido, las han asumido y las siguen perpetuando.

4. La psicología edipal masculina

Evidentemente el complejo de Edipo es una teoría de larga interpretación desde muchos


ángulos. Para los fines de esta investigación, restringiremos su referencia a aspectos colindantes
con las subjetividades femenina y masculina, que ineludiblemente están atadas en la ideología
patriarcal. La psicología edipal del hijo-padre es abordada desde la psicología feminista para
explicar la hegemonía masculina. Según Ellyn Kaschak (1992), en el conflicto edipal patriarcal el
niño crece con una gratificación afectiva incompleta de parte de su madre, de la que ha sido alejado
prematuramente para hacerse hombre. Esa frustración es compensada con las nuevas mujeres
(amantes-esposas-hijas) en su vida, generándole un sentido de grandiosidad que se caracteriza por
fronteras psicológicas muy amplias en las que incluye posesivamente a las mujeres, pues por su
conflicto afectivo le resulta difícil determinar dónde termina su yo y comienza el de su pareja o
sus hijas. En la psicología edipal masculina el poder y el sexo no pueden ser separados. María
Asunción González (1998) amplía este análisis afirmando que aquella frustración con la madre
será una herida indeleble que los hombres tratarán de resolver, colocando a las mujeres en un rol
de cuidadoras que compensen el abandono maternal y sujetándolas en una posición de sumisión
para ahuyentar su temor infantil frente a la omnipotencia materna. Además, el control sobre las
mujeres a través de su sexualidad (virginidad, monogamia, exclusividad) constituirá la derrota del
padre con quien había rivalizado por la madre. Así como ocurrió con el asesinato de Laius (padre
de Edipo), los otros hombres son los amenazantes y deben ser muertos. Aún los hermanos, o los
congéneres, constituyen en la psicología edipal un motivo de lucha de poder.
Nancy J. Chodorow (1989) afirma que la masculinidad no se define de manera absoluta, sino
que se mantiene re-haciendo a lo largo de la vida, deviniendo hombre a través de sus logros, debido
a que al ser una mujer su principal o a veces la única socializadora, el hombre no logra una
identificación de su yo con una figura afectiva de otro sexo. Por tal razón, culturalmente los
hombres han sido identificados más con el hacer que con el ser. Pero por otro lado, su temor a la
madre y su rivalidad con el padre orienta sus acciones hacia la obtención del poder social. Una
forma en que los hombres se aseguran sus logros es devaluando institucional y culturalmente lo
que las mujeres hacen o son. Paralelo a estas defensas psíquicas frente a la ambivalencia con las
figuras materna y paterna, con el control sexual y social de las mujeres los hombres han asegurado
la paternidad que biológicamente les ha sido negada y además el distanciamiento de rasgos
humanos feminizados, para autoprescribirse una masculinidad virilizada y agresiva. Esa virilidad
es entendida por Pierre

Bordieu como “la exaltación de los valores masculinos que tiene su tenebrosa contrapartida en
los miedos y las angustias que suscita la feminidad…” (2000:69).
En consecuencia, los sentimientos ambivalentes de amor y odio hacia la figura materna que
le mueven a controlar a las mujeres, la lucha por el poder con el padre como prototipo de los otros
hombres que le impulsa al logro social, y la necesidad de probar compulsivamente su virilidad y
paternidad apropiándose de su descendencia, son los componentes fundantes de la masculinidad
patriarcal que están conectados con el mito edipal. A este proceso psico-social se agregan los
factores antropológico-culturales e históricos que han ido conformando las representaciones
femeninas y masculinas y creando las instituciones generizadas. No se trata de establecer qué fue
primario entre los procesos psíquicos y antropológicos, sino de establecer la vinculación entre
ambos procesos para trazar nuevos caminos de subjetivización e institucionalización. En la
perspectiva socioedípica patriarcal, los hombres se han tendido una trampa. Como se ha
mencionado, en la configuración espacial, corporal y mental sustentada en las diferencias sexuales
exaltadas y manipuladas desde lo masculino, han depositado la crianza en manos de las mujeres,
autoeliminándose en la satisfacción de sus necesidades afectivas, y creando en consecuencia este
círculo de ambivalencia social y afectiva.

5. La resistencia feminista a la psicología edipal

Por antonomasia el mito edipal define la subjetividad femenina patriarcal a partir de la


psicología del hijo-padre. En términos generales la feminidad edipal se manifiesta en que las
mujeres tienden a asumir la culpa materna absorbiendo el odio de los hombres a través del propio
auto-desprecio; en que se auto-perciben como posibles castradoras; y en que se hacen cargo de
contener y redimir los temores de los hombres hacia las mujeres y hacia los otros hombres. Sin
embargo, el interés ahora es aplicar otra mirada a la fuente narrativa que dio nombre a la teoría
freudiana, entendiendo que la misma obra de Sófocles es también expresión de un sistema de
parentesco con raíces culturales. Desde la psicología feminista, la lectura crítica del mito edipal se
hace a través de la representación de Antígona, hermanahija de Edipo. Este personaje ofrece
alternativas de representación femenina, pues a partir de la ambivalencia de sus actuaciones podría
reproducirse o re-crearse la psicología edipal. Según el análisis de Kaschak (1992), Antígona sitúa
a los hombres de su familia como figuras centrales en su vida. Aprende a complacerlos y a auto-
limitarse, al igual que lo hizo su madre Yocasta, reprimiendo la rabia que le causaba que su madre
se hubiera traicionado a sí misma como mujer. Tal comportamiento se podría identificar como el
complejo de Antígona, porque en la sociedad patriarcal la cercanía afectiva con la madre es la ruta
de preparación para el padre. Aunque la madre anime a la hija a desarrollarse como persona, la
persuade de no ir demasiado lejos porque la podría conducir al peligro y a la soledad. Antígona
fue desafiante hasta su propia muerte, pero lo hizo al servicio de otros (su padre, su hermano). La
psicología antigonal conlleva entonces la auto-negación y la priorización de las necesidades de las
personas queridas. En ese sentido la mujer antigonal fácilmente se vuelve extensión del hombre
edipal antes prescrito.
Judith Butler (2001a) agrega otras facetas del personaje de Antígona. La actitud desafiante
de ésta frente a su hermano-padre regente (Creón) es considerada en la obra como un rasgo
masculino y de apropiación del poder. Butler destaca que Antígona tuvo que echar mano de las
normas del poder que le era negado. Y no sólo subvierte el poder al desobedecer una orden (de no
enterrar a su otro hermano), sino que se apropia de la retórica del poder para aceptar su
responsabilidad y reivindicar su acto. El camino tomado por Antígona, en opinión de Butler, es
paradójico porque requirió el sacrificio de su autonomía, al afirmarse a sí misma con la voz del
otro que la oprime. Obtiene su autonomía asimilando simultáneamente el autoritarismo que
rechaza internamente. Sin embargo, esta misma actitud de Antígona podría leerse como el grito de
la excluida que se aferra a ser persona, usando el recurso disponible, aunque sea un lenguaje
prestado, para que su propio lenguaje no muera por falta de reconocimiento. El alegato ante su
hermano-padre emerge como privilegio epistémico que le da su posicionalidad de excluida auto-
reconocida (Longino, 1997); una posición que le permite visualizar la normativa dominante de
manera menos distorsionada, pero comunicándola en términos que los otros puedan entender.
Evidentemente el personaje de Antígona es polémico y al mismo tiempo revelador de la
complejidad psíquica de las mujeres en un medio represor. Edipo no se salva en términos humanos
sino que es reducido a la normatividad. Antígona muere, pero busca salvarse existencialmente. La
psicología antigonal, rica en contradicciones y probabilidades, podría ser útil para comprender las
formas de resistencia de las mujeres en las épocas de fuerte represión patriarcal, como los casos
que hemos mencionado. Sus caminos optados no fueron los más airosos, pero fueron formas de
resistencia transitiva dentro de las circunstancias que les tocó vivir. Según Janine Puget (1997) la
subjetividad se forma sobre una paradoja, tal como hemos venido describiendo. Para que una mujer
pueda transformar la identidad prescrita, posiblemente requiera también mecanismos paradojales.
Las paradojas inherentes a la subjetividad la condicionan a que no se salga del marco prescrito,
pues la hace sentir contradictoria en algunos de sus intentos de cambio, o teme quedarse sin
pertenecer al grupo. Cuando la no salida resulta insoportable, una salida que no es salida
consiste en ubicarse fuera del marco, en transgredir, a riesgo de perder o ser castigada.
6. La vinculación entre la subjetividad y la religiosidad

Aquello que hemos señalado como la influencia originaria del cristianismo en la subjetividad
de las mujeres se sigue sustentando en el presente con las verdades eternas del pasado. Ivone
Gebara (2007a), afirma que la tradición es la que sustenta ideológicamente a las doctrinas religiosas
en sus intereses de dominación y por tanto hay que aplicarles una hermenéutica para dirimir su
influencia sobre las conductas humanas. Hace el balance de que la crítica feminista ha logrado
penetrar la teología y el poder religioso, pero lo ha hecho muy tangencialmente en la organización
de las iglesias. El problema central que encuentra para que se produzcan más cambios a nivel de
las instituciones religiosas es que el cristianismo se construyó con una simbología masculina
jerarquizada que fue anterior a la teología. Por esa razón la simbología tanto cultural como cristiana
siguen normando la vida cotidiana y las relaciones humanas con una visión excluyente y
polarizada. Sólo la apertura hacia una simbología plural contribuiría a romper la dominación de la
jerarquía masculina y los esquemas fundamentalistas de la tradición cristiana, que siguen rigiendo
desde los primeros siglos del cristianismo.
Gebara (2007b:5) resalta la incapacidad de los “príncipes” de la Iglesia para escuchar las
necesidades de las mujeres, pues siguen viendo a la Iglesia como la Madre y Maestra, cuando en
realidad sería el Padre y Maestro por su dominio jerárquico patriarcal. Siguen controlando los
cuerpos de las mujeres y viendo la fertilidad del vientre femenino como origen de la vocación
fundamental de las mujeres, ignorando que hay otras formas de fertilidad en el pensamiento, el arte
o la política. Agrega la autora, que aunque no han reconocido la teología feminista, para las mujeres
su realidad contradictoria y paradójica se ha convertido en la base epistemológica de una teología
y sabiduría diferentes, pues rompe con un más allá idealizado que ignora el presente opresor.
Al estar la subjetividad de las mujeres influenciada por el pensamiento religioso, es necesario
llevar el análisis a la vinculación entre los afectos y las creencias religiosas, tanto en la construcción
teológica como en la apropiación de las creencias. Según Carlos Domínguez Morano (2002), la
creación de las representaciones de lo sagrado tiene un fuerte ligamen con las pulsiones psíquicas
primarias de las personas. Podríamos afirmar que esta conexión psico-religiosa ha ocurrido en las
etapas más intuitivas del discurso religioso hasta las elaboraciones teológicas más racionales del
presente. El arraigo de lo religioso en lo emocional da fuerza a las doctrinas porque hace eco con
los sentimientos más primitivos de las personas creyentes, de manera que valores cristianos
prescritos son introyectados en su subjetividad. La clave de la conexión entre lo emocional y lo
religioso, según Domínguez, es la ambivalencia afectiva promulgada por Freud. Las
representaciones religiosas están vinculadas con las relaciones más significativas en el desarrollo
humano, especialmente la relación con la madre y el padre, como las metáforas que ya se han
mencionado. Como la relación con la madre y el padre está impregnada de sentimientos
ambivalentes, éstos también proyectan a los sentimientos religiosos. La ambivalencia afectiva no
es un aspecto negativo y sin solución de la psique, sino que encierra una contradicción de
sentimientos que será inherente a su subjetividad y que influirá en la forma en que las personas se
vinculen afectivamente con otras (Bleger, 1998). La evolución del dilema afectivo depende en
gran medida de la cualidad psico-social de la crianza. Según la manera en que las personas
desarrollen su seguridad personal, su auto-confianza, ésta se proyectará sobre su forma de ser y
estar en el mundo. Esto incluye a las creencias religiosas y la práctica de su fe.
Afirma Domínguez Morano (1995) que la vivencia de la fe cristiana podría estar cargada de
sentimientos constructivos o destructivos, según se resuelva la ambivalencia entre amor y odio. La
falta de maduración subjetiva podría llevar a las personas a utilizar las representaciones sagradas
para protegerse de una realidad angustiante u hostil, creando una realidad falseada que desea evadir
con sus creencias mágicas (Domínguez Morano, 1990). La religiosidad, entonces, se presta como
ninguna otra dimensión cultural para ser usada como mampara ante lo negativo del entorno y para
caer en un ostracismo que ignora otros conocimientos y explicaciones sobre esa misma realidad.
Acorde con la madurez de las personas, la religión podría tener expresiones diversas como el
misticismo, el profetismo, el ascetismo y otras. Estas experiencias religiosas pueden conducir a
una vida de plenitud, porque por un lado su fe genera bondad y justicia, y por otro lado porque su
fe es consecuente con la realidad socio-histórica y busca transformarla con valores religiosos
orientados hacia la vida. Sin embargo, la carencia de una suficiente integración de los afectos
ambivalentes puede conducir a las personas a una absolutización de las creencias religiosas,
cayendo en el fanatismo, el fundamentalismo o el fariseísmo, como formas de destructividad de
expresar la fe y a las que subyace el conflicto ambivalente. De esa destructividad la historia nos
ofrece múltiples eventos deshumanizados, y colectivos, que son difíciles de entender como
expresiones socio-religiosas. Hay también manifestaciones religiosas destructivas en las
representaciones de género que hemos venido analizando, que no responden sólo a los sentimientos
religiosos sino también a los condicionamientos sociohistóricos, pero que se alimentan de la
ambivalencia afectiva del liderazgo masculino, muy exaltado en una sociedad de estructura
patriarcal.
La ambivalencia afectiva opera entonces en una doble vía, tanto para quienes configuran
las creencias como para las personas que adhieren las creencias, generándose así un espacio de
ambigüedad en la religión, que al igual que en la subjetividad abre la posibilidad a alternativas
diversas de creer y de ser. Al residir la ambivalencia en el origen mismo de las representaciones
religiosas, esto ha generado ambigüedad sobre los temas que la religión intenta responder, como
la corporalidad, la sexualidad, la identidad, el estar y pertenecer. La ambigüedad se produce porque
las significaciones que se le da a los comportamientos humanos entran en contradicción con la real
naturaleza de las cosas, y coloca a las personas en situaciones falsas o insostenibles. Y si al mismo
tiempo, las personas se acercan a los temas vitales con sus propios sentimientos ambivalentes de
la infancia, o bien se refuerza el lado destructivo o bien se abre un camino de posibilidades para
generar cambios en la subjetividad y en las creencias.
La construcción socio-religiosa de la feminidad
La Transversalidad del Género

Mireya Baltodano

Al encontrarse en algún recodo de la vida con la dimensión analítica del género se

entra por una pequeña puerta, para descubrir que tras el umbral existen muchas otras

puertas por las que hay que pasar para tener una panorámica completa de lo que significa

género, que nos desafía a continuas reconstrucciones de viejas formas de pensar, sentir y

actuar. Bien podría ser que el traspaso de uno o dos umbrales sea suficiente para marcar

un cambio vital, pero la riqueza de la perspectiva de género queda aprisionada y sesgada.

El punto de entrada al universo del género puede ser cualquiera, pero la salida sólo se

alcanza tras haber cruzado las puertas de las esferas ideológico-culturales, institucionales,

actitudinales y relacionales. Se puede despertar la sensibilidad de género al descubrir

contradicciones personales, pero si no logramos analizar los orígenes culturales de esas

contradicciones, nos habremos quedado en el importante pero limitado espacio de lo

personal. Bien podría ser que se descubran las inequidades de género en el análisis social,

pero si no se tocan las injusticias acomoditicias de la cotidianidad, nos podemos quedar en

la retórica y no alcanzar una transformación más profunda que toque la subjetividad.

Mediatizando las esferas de lo personal y lo ideológico-cultural nos cruzamos con las

instituciones que se vuelven tan intocables, o con las actitudes y valoraciones tan arraigadas

que nos hacen reaccionar espontáneamente con los viejos patrones aprendidos. Por tanto,

el estudio del género obliga a hacer el recorrido crítico completo de cómo las sociedades

estructuradas por el género han sido permeadas por la ideología patriarcal, una ideología que

rebasa los constructos sociales sobre los sexos. Igualmente, el análisis de género nos

conduce por un recorrido paradigmático completo de cómo hacer la reconstrucción social y

personal. Este recorrido se llama transversalidad, tanto en su ruta crítica como

reconstructiva.

Enfoques transversales de género


La transversalidad nos hace evocar imágenes de atravesar, de cruzar a lo largo de,

de versatilidad, de revés… en fin, de traspasar algo. En América Latina nos hemos apropiado

de este término fácilmente porque tenemos una composición humana multi-étnica y una

riqueza histórico-cultural muy variada. Bajo esa acepción, la transversalidad significa el

encuentro y el reconocimiento entre los diversos grupos culturales.

La transversalidad de género (conocida como gender mainstreaming) ha sido

utilizada como un principio que inspira políticas y medidas sociales que tengan como efecto

la equidad de género, con cambios de largo alcance en todas las esferas sociales, patrones

de comportamiento familiar, prácticas institucionales, la justa organización del tiempo y el

trabajo, la libertad personal, etc. El rasgo básico del principio de transversalidad es la

consideración sistemática de las diferencias entre las condiciones, situaciones y necesidades

de las mujeres y de los hombres dentro de esas políticas. Este principio movilizador abarca

la distribución de los recursos financieros, el marco legal y los aspectos educativos.

El balance sobre estas décadas del género, sin embargo, ha reflejado que una deficiencia

importante de la política de igualdad de oportunidades ha sido no tomar en suficiente

consideración el lado masculino de las relaciones de género y de haberlo incluido más

enfáticamente en la crítica a la sociedad patriarcal. Surge entonces la propuesta de la

Democracia de Género (o la Engendered Society), especialmente en Europa y Estados

Unidos, orientada por la heterogeneidad cultural producto de las migraciones, y la

combinación de los diversos niveles de avance en la equidad de género en los países.39

La Democracia de Género aparece como una propuesta género-inclusiva, que se enfoca

en las relaciones de género, integrando a toda la sociedad –hombres y mujeres— para seguir

avanzando en la equidad de género, empoderando o desempoderando allí donde hace falta

para alcanzar la igualdad de derechos y oportunidades. Aunque los hombres nunca han

39Se recomienda la lectura del libro Democracia de Género: una propuesta para mujeres y hombres del
siglo XXI, que hace un balance del avance de las políticas con equidad de género de las últimas
décadas. (Gomáriz y Meentzen, compiladores. San José, Costa Rica: Fundación Género y Sociedad,
2000.
estado excluidos en las políticas de género, el enfoque busca una mayor responsabilidad

compartida, a través del trabajo con hombres y entre hombres. Este giro más incluyente

no desconoce la contribución histórica y continua del feminismo a la equidad de género.

Tampoco ignora que han habido más avance en la equidad de género a nivel social en algunos

países más que en otros. También reconoce que debido a los desequilibrios socio-económicos

y educativos siga siendo necesaria una primera etapa de discernimiento y fortalecimiento

entre mujeres y para las mujeres. Es evidente también que en algunos sectores sigue siendo

necesario mantener las luchas emancipatorias y reinvindicatorias de las mujeres por las

mujeres.

La diferencia entre el Principio de Transversalidad y la Democracia de Género es que,

aunque ambas persiguen la equidad de género, la primera está más orientada a organizaciones

e instituciones donde no existe sensibilidad sobre la justicia de género; en cambio la

Democracia de Género trasciende lo puramente institucional y está enfocada a todos los

ámbitos sociales, incluyendo el privado, y clama por la responsabilidad compartida en las

transformaciones sociales. Este último enfoque requiere previamente de una conversión

hacia la equivalencia social.

En ambos casos se trata de enfoques programáticos que marcan un medio para lograr la

equidad de género. No obstante, podríamos referirnos a la democracia de género —o

democracia genérica— desde una perspectiva ética que busca la equivalencia humana, el

reconocimiento de otra forma de organización genérica que promueva la participación

igualitaria y compartida en todas las esferas de la vida, sobre otro orden social que supere

las distintas formas de opresión y que genere sujetos con derechos ciudadanos plenos. En

ese marco ético, la transversalidad se convierte en un eje actitudinal que promueve el pacto

humano hacia la democracia en medio de la diversidad, no sólo en términos de género, sino

de culturas, de clases y de generaciones. La democracia de género está por lo tanto

relacionado con el desarrollo humano sustentable y por eso la lucha social debe tomar en

cuenta todas las formas de opresión.

De lo integral a lo transversal
En la experiencia pedagógica sobre el género —o entrenamiento de género— la visión

transversal del género y el enfoque género-inclusivo son fundamentales para hacer

conciencia de que el mundo construido y por construir es responsabilidad compartida de

hombres y mujeres. Esta forma de abordaje previene resistencias y culpabilizaciones

históricas y abre el camino para el diálogo, vuelca la mirada hacia lo perdido y lo por ganar

comunitariamente.

El enfoque de género es holístico, o integral, porque su perspectiva abarca la

compleja realidad cultural. La integralidad del género se puede ver desde lo subjetivo es

decir, centrado en la persona en su condición de género; o también, el género puede

analizarse culturalmente, es decir conectado con otras categorías.

Desde el género como categoría social es posible analizar crítica y

reconstructivamente todas las esferas de la vida, desde la cotidianidad más cercana al ser

humano hasta los planteamientos ideológicos que sustentan la cultura circundante. Lo

holístico del género permite ver al ser humano en sus dimensiones biológica, socioeconómica,

ética, teológica, psicológica y cultural. Permite a las personas verse en medio del entramado

de condiciones y planos sociales, es decir, les permite verse en su subjetividad, como

generadores y receptores de cultura, creadores y herederos de una subjetividad marcada

culturalmente.

Por otro lado, el género se conecta con las categorías de clase, etnia y generación.

En todas ellas el análisis del poder sirve de piedra angular para encontrar afinidades y luchas

comunes en el proceso de reconstrucción social. Ya no es posible hacer un estudio completo

de las inequidades en una u otra categoría, sin que aparezcan las otras como eslabones de

múltiples opresiones. Se elude la integralidad de las categorías sociales si nos quedamos en

el predominio de una sobre las otras, cayendo en el riesgo del reduccionismo.

Estos dos ángulos de la integralidad del análisis de género ponen de manifiesto la

complejidad de la subjetividad y la cultura. La mirada integral a la cultura estructurada por

el género nos hace descubrir una diversidad, que no es más que la interacción de los

condicionamientos sociales. Uno de esos condicionamientos es el de género. Pero dentro del


género mismo existe una diversidad, marcada por otras condiciones sociales y porque en

cada persona el género va cambiando con el tiempo. Por tanto, la diversidad mirada desde

el género va más allá de las diferencias sexuales y de las condiciones de género. Es una

diversidad que incluye a otras condiciones sociales: las de generación, clase, raza,

subculturas, organizaciones sociales, etc. No es una diversidad que miramos desde afuera,

sino que ésta nos condiciona y por lo tanto hemos subjetivado, incorporando en nuestra

propia situación vital las condiciones como sujetos genéricos, etáreos, étnicos y clasificados

socialmente.

En el análisis de la diversidad interna, no podemos ignorar la variable del sexo,

además de las condiciones sociales, antropológicas y psicológicas. El sexo como sexualidad

debe verse también desde una perspectiva bio-psico-social, pues evoluciona a lo largo del

ciclo de vida. Tanto el sexo —que aporta el morfismo sexual y corporal— y el género —que

se produce en el contexto socio-cultural— se complementan y se influyen mutuamente para

conformar la identidad plural que hemos venido reconociendo. Los estudios científicos de

generología, reconocen el polimorfismo sexual que se desarrolla psico-socialmente en

identificaciones que sintetizan lo sexual y lo genérico. A este último proceso se conoce

como reflexividad.40

Por lo tanto, podríamos afirmar que la diversidad se da en una doble vía. Es intrínseca

a la subjetividad, en tanto las personas están marcadas por su condición de género, clase,

generación y etnia. Se trata aquí de una diversidad hacia lo interno, que moldea una

subjetividad integradada por múltiples rasgos que resultan en una identidad plural que nos

permite posicionarnos en el mundo. En la otra vía, nos desplazamos en una realidad cultural

que agrupa a las personas según sus diferencias, con condiciones socioculturales atribuidas

a cada rasgo distinto; diferencias que son socialmente exaltadas y contrapuestas. En este

caso se trata de una diversidad externa y entre todos y todas, que se mueve en el plano de

lo relacional.

Juan Fernández (coordinador): Género y Sociedad (Capítulo 1, “El posible ámbito de la generología”),
40

Ediciones Pirámide, Madrid, 1998.


Hasta aquí hemos retratado un marco cultural en sepia, es decir, sin las tonalidades

de una realidad social que por un lado puede ignorar lo diverso, homogenizando, analizando

las categorías en abstracto, o anulando la diversidad a través del lenguaje. Por otro lado, la

negación de la diversidad se hace al exaltar lo distinto como antagónico, a partir de un

prototipo dominante que excluye lo otro distinto. En el juego de poder lo distinto se

desiguala aún más.

La crítica al no reconocimiento de una diversidad incluyente se hace desde el principio

de la transversalidad. Son los sujetos y las sujetos que se apropian de la diferencia como

fuente de riqueza cultural —y no como condición para la discriminación— quienes plantean

una nueva forma de convivencia, de mutua aceptación, de traspasar fronteras y dialogar

entre distintos pero iguales.

El reconocimiento de la diversidad amplía el lenguaje, nos hace hablar en plural y con

inclusividad, nos hace ver más semejanzas que diferencias, nos obliga a vivir la experiencia

y no tan sólo abstraerla con supuestos de lo que es el otro o la otra distintos, nos conduce a

romper estereotipos y a variar las percepciones. El rompimiento con la desigualdad

antagónica se produce si nos auto-asumimos como diversos interna y externamente.

La práctica de la transversalidad se vive entonces interna y externamente. El

practicar la transversalidad interior —en lenguaje de género— es descubrir lo que tenemos

de masculino y femenino, según los términos culturales, sin negar, denigrar o exaltar ninguna

de sus características. Pero igualmente podemos reconocer nuestra transversalidad interior

cuando reconciliamos lo adulto con lo juvenil, cuando armonizamos las propias raíces étnico-

culturales, y cuando descentralizamos la riqueza como fuente de seguridad y dominio. En

este sentido nos vamos produciendo transversalmente como sujetos, para no quedarnos

sujetos y sujetas de las asignaciones culturales que homologan o contraponen lo distinto. El

auto-asumirse transversalmente es emprender el camino de la reconstrucción como sujetos

intrínsecamente plurales y diversos.

Sólo la sintonía con nuestra diversidad interna nos permite conectarnos con las y los

otros diversos. Así estaríamos practicando una transversalidad externa, al encontrar

puntos de encuentro entre los condicionamientos sociales por género, generación, clase y
grupos étnicos. La práctica transversal nos permite analizar lo que se comparte (las

semejanzas) o lo que no se comparte (las diferencias), sin jerarquizarlas o eliminarlas, sino

recreando un mundo diverso y dignificante.

La transversalidad por lo tanto es una ética de convivencia que orienta al ser humano

en su percepción de sí mismo y en el relacionamiento con los demás. La transversalidad es

una actitud que se concreta en la vida misma, promoviendo la equidad en la diferencia,

desalienando las partes negadas dentro de sí y conectándose con la otredad sin temor o

control. La transversalidad es un principio que podría fundamentar proyectos, pero que no

adquiere su verdadera dimensión en tanto no se convierta en una práctica de vida.

El análisis transversal del género

El análisis transversal del género es estructural en tanto abarca todas las esferas de

convivencia y de producción humana. El ser humano transita por ámbitos sociales

fuertemente articulados que lo condicionan culturalmente. Para sustentar pedagógicamente

el análisis transversal, resulta sumamente útil y adaptable la propuesta de Urie

Bonfenbrenner que explica el desarrollo humano en un sentido ecológico. 41 El ha distinguido

cuatro ámbitos sociales los cuales ha denominado como Macrosistema, Exosistema,

Mesosistema y Microsistema.

La propuesta original ha sido adaptada para bosquejar el recorrido transversal del

género, graficando anillos concéntricos que van de lo macro-social a lo micro-social y que en

un sentido sistémico representan los espacios sociales e ideológicos que conforman la cultura

generizada. A cada uno de estos anillos se les ha dado contenido de acuerdo a la realidad

social que se organiza por géneros. Estos ámbitos atravesados por el género son:

Macrosistema: Representa el sistema ideológico, los grandes esquemas de

pensamiento que generan patrones de comportamiento generizado, los imaginarios y

41 Urie Bonfenbrenner (1979). The ecology of human development: experiments by


nature and design. Cambridge: Cabridge University Press.
prototipos de la cultura y de las sub-culturas sobre los sexos, los postulados teóricos

críticos y alternativas sobre los géneros.

Exosistema: Incluya a los agentes transmisores de los imaginarios y valores

culturales, es decir, las instituciones sociales, eclesiales, educativas, jurídicas, políticas,

medios de comunicación colectiva, las organizaciones sociales, el mundo del trabajo, los

espacios públicos (la calle, el club, los centros de diversión, etc.).

Mesosistema: Implica la reproducción de los esquemas socio-culturales a través de

valores, actitudes, lo esperado y demandado, sentimientos, creencias, mentalidades,

lenguajes y formas de pensamiento que orientan los comportamientos y los relacionamientos.

Microsistema: Es la situación vital, lo socio-afectivo inmediato al ser humano, su

mundo cotidiano, el manejo del espacio, el tiempo y los roles, el relacionamiento intergenérico

e intra-genérico, el ámbito en que la mismidad y la identidad de género se sintetizan.

Clase
Género Macrosistema Generación

Exosistema

Mesosistema Etnia-Cultura

Microsistema

Transversalidad
Externa

Transversalidad
Interna

Con este esquema se puede hacer un análisis transversal, tanto crítico como

alternativo, a la estructura socio-cultural generizada. El análisis crítico revisa la lógica de

género que sigue la cultura patriarcal. Desde su marco ideológico sexista y patriarcal

(Macrosistema) plantea los grandes ejes conceptuales que reproducen las instituciones

(Exosistema), que toman forma en los imaginarios sociales, las creencias y las actitudes

(Mesosistema) que orientan los comportamientos, la mismidad, y ls formas en que nos

relacionamos (Microsistema).

Si analizamos algunos de los temas que plantea la teoría de género, tales como las

identidades, los cuerpos, los roles, las relaciones inter-genéricas o intra-genéricas y las

formas de participación social, observamos cómo los estándares patriarcales se ponen de

manifiesto en los ámbitos sociales que dan sustento a la lógica de género. Así logramos hacer

visible la transversalidad en los temas y encontrar un punto de entrada para trabajarlo a

nivel teórico y práctico.


La transversalidad se puede aplicar pedagógicamente, cuando los ámbitos sociales se

analizan horizontalmente atravesando los diferentes temas, observándose una consistencia

entre ellos. Por ejemplo, a nivel de las instituciones sociales (anillo del Exosistema), se da

una secuencia, que muestra la correlación en los diferentes temas.

Cuerpos Identidades Roles de Relaciones inter- Participación


generizados de género género genéricas social
 Objetivación    Heterosexualidad 
de los cuerpos Maternidad Valoración y monogamia Discriminación
 Diseño como valor desigual  Formación en en el acceso
externo de la social  del oposición al otro género económico y
imagen corporal Paternidad trabajo  político 
proveedora Separación Derechos
y entre lo ciudadanos
legitimadora público y lo desiguales
privado

En el trabajo con las organizaciones sociales los puntos de partida son aquéllos donde

la experiencia ha sensibilizado la conciencia y podemos hacer contacto para aprehender la

realidad. En el análisis y en la formación, cualquier ámbito social de los aquí señalados puede

ser ese punto de partida, ya sea el personal (Microsistema), el institucional (Exosistema), el

actitudinal (Mesosistema), o el mundo de las ideas (Macrosistema). Sin embargo, el punto

de partida es sólo la entrada para engranar el resto de ámbitos por donde pasa la conciencia

de género.

La visión, la formación, la diagnosis y la planificación con perspectiva de género debe

abordarse desde la transversalidad para hacer la transformación completa. Por eso, en

términos pedagógicos, el género no puede quedarse sólo como un tema aislado, sino que es

parte integral de cualquier otro tema de formación, especialmente en las organizaciones

sociales.

La transversalidad externa de la que hemos hablado anteriormente, donde la sintonía

se da entre categorías sociales por sus propias condiciones opresoras, emerge de una raíz

común que es a la vez androcéntrica, de hegemonía cultural, adultocéntrica, antropocéntrica

frente a la naturaleza, teológicamente patriarcal y sacrificial, globalizante y mercantilista,


y tremendamente violenta. El análisis horizontal del marco ideológico deriva en instituciones

que prolongan las diversas formas categoriales de opresión. El resultado microsistémico es

la alienación en sus diferentes expresiones. Mas la transversalidad no sólo se da en la

opresión sino en la esperanza, cuando el principio ético se hace práctica de vida. Las sintonías

nacidas de la opresión se transforman en identificaciones solidarias.

El análisis crítico a la Lógica de Género debe ir acompañado por la propuesta de la

Democracia de Género. Cuando hay conciencia de democracia, las dicotomías de género

empiezan a desvanecerse. No se puede pensar con equidad de género sin intentar vivirla.

Aunque se dan, las dobles-vidas resultan insostenibles en los espacios públicos y privados.

Por lo tanto, la esquizofrenia social de la lógica de género debe plantear alternativas en el

campo de la formación, si no recaemos en la culpabilización y la victimización. La crítica sin

alternativa es vana. La categoría de género nos ofrece el instrumento para el análisis crítico,

pero el género es también paradigmático y nos provee la posibilidad de posicionarnos de

manera alternativa frente a la lógica opresora.

Otro aspecto de la transversalidad en la formación es la inclusividad de género, es

decir, un abordaje conjunto de hombres y mujeres. El análisis de la lógica de género como

la alternativa paradigmática de la democracia de género, implica la participación de los

hombres en los estudios de género. El diagnóstico de estos años de feminismo y género han

demostrado que el avance de la transformación social con equidad de género requiere de co-

responsabilidad para asumir —por parte de los hombres— y para permitir —por parte de las

mujeres— una construcción teórica, institucional y de convivencia conjuntamente. Muchas

defensas y resistencias se diluyen cuando los hombres participan en la formación de género.

Asimismo se reduce la tendencia a la victimización que tienen algunos de los discursos

feministas. El asumirnos como sujetos históricos —hombres y mujeres— es reescribir la

historia con equidad… conjuntamente.


Y ahora… ¿qué? — Los umbrales de la identidad42

Mireya Baltodano

Introducción

¿Qué hacemos cuando la ola de la conciencia de género nos ha revolcado? Es


un revolcón de la dimensión de un tsunami, que nos obliga a reconstruir pieza por pieza
nuestra identidad de género, nuestra forma de ser y estar en el mundo. Pero es un
revolcón que se va dando de a poco, dándonos respiros para cuestionarnos, para
revisarnos, para volvernos a confundir y para luego volvernos a poner en pie. Con esta
metáfora quiero decir que el llamado a la conciencia viene de distintas fuentes y en
distintos momentos y que la revisión de la identidad de género es un proceso
prolongado… yo diría que es tan largo como la vida misma. Con la metáfora quiero
también reflejar que el proceso no es lineal, sino que a ratos es ondeado como el oleaje,
porque en la búsqueda de la coherencia y la equidad, por momentos nos vemos
repitiendo lo que deseamos tanto cambiar.
El proceso de auto-identidad (como lo llama Marcela Lagarde) no se construye a
partir de cero, o de la nada, sino que se desarrolla por la toma de conciencia individual
y colectiva de dar un nuevo sentido a la existencia y a la co-existencia, que hay que
recomponer lo que está fragmentado en el cuerpo, en los sentimientos y en el
pensamiento, cambiar el comportamiento que nos auto-destruye y afecta a otras
personas, y producir nuevos modelos de convivencia que traigan vida y no muerte.
En la tarea de auto-producirnos como seres humanos, hay transiciones que
debemos reconocer como parte del proceso y aceptarnos como seres-caminantes,
seres-transeúntes y no seres-llegantes, que ya arribaron a su meta. Hoy celebramos el
trabajo realizado, lo aprendido, lo transformado. Las celebraciones son hermosas y
necesarias como ritos de pasaje que nos permiten reconocernos en nuestros esfuerzos
y afirmarnos para lo que sigue. Pero debemos tener presente que lo aprendido y lo
transformado en clave de género les ubica (y nos ubica) en una identidad en transición,
porque vivimos en un medio cultural que constantemente nos va a decir que las cosas
son de otro modo, algunas personas nos censurarán llamándonos “raros”, y los hábitos

Conferencia de clausura presentada a los hombres graduandos del Programa de Masculinidad, del
42

Centro Bartolomé de las Casas, San Salvador, El Salvador, 27 de octubre del 2007.
y los temores nos podrían traicionar para volver a pensar, sentir y hacer más de lo
mismo. No es que seamos veletas a la deriva en el vaivén del oleaje cultural, sino que
debemos reconocer que es necesaria esa mezcla de vulnerabilidad y fortaleza para ser
hombres y mujeres en transición de su auto-definición.
Por eso he llamado a mi conferencia Y ahora… ¿qué? Quise situarme en el
momento de ustedes, y plantear esa pregunta que nos hacemos cuando cruzamos un
umbral: ¿Y ahora qué? Una pregunta simple, pero desafiante. La identidad es la
respuesta a la pregunta ¿quién soy? Mas el proceso de auto-identidad es saber
responder a la pregunta ¿Qué? ¿Qué pienso? ¿Qué siento? ¿Qué hago? Como seres-
caminantes vamos a encontrar bifurcaciones o encrucijadas entre formas de ser y no
ser, que como modelos externos nos provocarán preguntas internas como esta: ¿y ahora
qué? Ese es el juego psíquico de ir armonizando lo que percibimos a través de las
relaciones inter-personales con lo que interiorizamos en nuestra vivencia intrapersonal,
la reflexión interior sobre mi mismidad. Esta es la dinámica con la que se desarrolla la
subjetividad: lo externo versus lo interno.

Dimensiones de la subjetividad: subjetivación, sujetización, participación

La identidad de género se desarrolla en tres espacios psico-sociales: el mundo


interior que incluye nuestro cuerpo y personalidad, el mundo de las relaciones
interpersonales y el mundo socio-cultural. En estos tres mundos se gesta la subjetividad,
aquello que queremos ser. Para movernos y vincularnos con esos tres mundos
contamos con tres capacidades humanas:
• La intra-subjetividad, que es la capacidad de establecer un diálogo interno,
conmigo mismo, a través del cual proceso las imágenes de lo que percibo en el exterior,
las discierno y decido qué deseo ser.
• La inter-subjetividad, que es la capacidad de establecer vínculos con otros y
otras, de recibir las percepciones que tienen de mí, de establecer límites a mi cuerpo y
mis fantasías, y de elaborar conjuntamente imágenes y creencias.
• La trans-subjetividad, capacidad con la cual recogemos los imaginarios
culturales, las ideologías, la historia colectiva, las creencias y valores que sostienen la
sociedad, y que colectivamente trascendemos hacia nuevos paradigmas de una manera
más organizada.
Cuando trabajamos nuestra subjetividad, lo hacemos en estas tres dimensiones,
de tal manera que nuestra revisión de identidad no es un “mirarse el ombligo”, rumiando
nuestra sola vida personal, sino que la dinámica es tri-partita: mi yo, entre otros y otras,
con todos y todas organizadamente. Hemos venido afirmando que la lógica de género
es transversal y sistémica, de manera que afecta todos los ámbitos de la vida y de la
sociedad. Para responder a esa realidad cultural, el proceso de auto-identidad debe
trascender lo personal y proyectarse políticamente. Así rescatamos la vieja y sabia
frase de que lo personal es político y lo político es personal. La tridimensionalidad de
la subjetividad nos debe conducir a trascender lo personal e irradiar lo social y lo
ideológico. Así estaremos practicando la transversalidad personal en respuesta a la
transversalidad cultural. Me explico.
Subjetivarse es explorar el mundo interno para hacer una revisión de los rasgos
asignados y resignificarlos con lo deseado y soñado. Para eso hago un rastreo de mi
historia personal y social para entender cómo se fue conformando mi subjetividad y
hacia dónde deseo encaminarla. Esa es la dinámica intra-subjetiva que acompaña el
proceso de auto-identidad.
Sujetizarse es inter-conectarse con lo que nos es familiar y habitual y nos da
sentido de pertenencia, pero sabiendo discernir entre lo que nos sujeta (nos ata) y lo
que nos hace sujetos (nos libera). Hay una enorme diferencia entre estar sujeto y ser
sujeto. En el proceso de sujetización trascendemos el sistema de creencias y
enfrentamos su inercia con nuevas formas de ser hombres y mujeres; lo trascendemos
en la vida concreta y en las relaciones humanas, para materializar lo deseado y soñado.
Esto lo realizamos en forma colectiva, mediante la dinámica de la inter-subjetividad
creativa, que acompaña el proceso de hacernos sujetos hombres, o sujetos mujeres, es
decir, en sujetos generizados. Ese es el proceso colectivo que ustedes han venido
haciendo en sus talleres, entre congéneres, sólo que al transversalizar el género en sus
identidades, no sólo revisan su identidad como personas, sino su identidad como
hombres, haciéndose sujetos generizados en una nueva generación masculina.
El proceso transformador de la identidad quedaría incompleto si no se proyecta
como cambio del paradigma de género. El ser humano que se asume como sujeto
participa, resiste, actúa, hace comunidad, se convierte en actor social con el fin de buscar
medios que alcancen objetivos solidarios, plantea proyectos sociales o institucionales,
reconstruye colectivamente imaginarios, hace campaña para revertir el sistema de
violencia que genera la lógica de género, etc. Esa es la dinámica transsubjetiva, la que
trasciende lo personal y que penetra la esfera ideológica e institucional para promover
la democracia de género. No basta entonces la transformación personal si ésta no
trasciende a lo social y eso se logra con la acción política.

El trabajo con hombres con perspectiva de género tiene una enorme validez en
tanto la revolución micro-social, es decir el cambio personal, se proyecta hacia la esfera
macro-social. A lo sistémico dominante se le responde con lo sistémico democrático. Y
como en materia de género no hay cómo separar lo personal de lo social-cultural, la
metodología de trabajo que parte de lo personal es poderosa. Eso de alguna manera
se sustenta con la evaluación que se ha hecho de 20 o 25 años de teoría de género, que
refleja mucho más avance y reivindicaciones en el espacio institucional y mucho menos
a nivel familiar y relacional.
Por eso, porque mi profesión de psicóloga me mueve a ver primero el árbol antes
que el bosque, porque cuando doy clases espero que el aprendizaje toque corazones y
no sólo cerebros, y porque soy mujer que empezó a explorar los estudios de género al
mirar mis incoherencias, me gustaría analizar brevemente tres áreas de la masculinidad
que hay que seguir trabajando, aún después de haber participado en talleres.
Al abordar estas tres áreas, menciono nuevamente dos componentes intrínsecos a
los procesos de trabajo con la subjetividad:
√ Que el proceso de construcción de la subjetividad nos mantiene por un tiempo
con identidades en transición y podemos en ocasiones ser alternativos y otras veces
tradicionales.
√ Que la revisión de cualquier área de la vida personal tendría que irradiar cambios
en el plano social y comunitario, en esa tríada de hombre – sujeto generizado – actor
social.
Los temas son titulados con la disyuntiva entre el ser y no ser.
Padre abstracto versus Padre real
Hace tiempo vengo afirmando en los talleres de género que todo comenzó con un
útero, representando a la maternidad que marcó la subordinación de las mujeres. Sin
embargo, pienso que es necesario dar más espacio al tema de la paternidad en los
estudios de masculinidades, porque el modelo de padre (el pater familias) parece ser
más bien el eje del patriarcado, pues justamente a partir del modelo paterno y el rechazo
del materno es que se construye la masculinidad hegemónica y arquetípica y por ende
la sociedad andocéntrica. De ahí la importancia de hablar sobre la paternidad. No sólo
porque el modelo parental es angular en la estructura del paradigma patriarcal, sino
porque los hombres padecen de falta de padre y este padecimiento configura la
masculinidad. He aquí la relación entre lo microsistémico y lo macrosistémico, entre lo
que parece tan personal --como sentir el vacío paterno-- y lo que sustenta ideológica y
compulsivamente un sistema, así llamado patriarcal.
Al hablar de “padre”, quisiera distinguir dos padres: el padre abstracto y el padre
real. En nuestra cultura, la noción de padre ha estado muy ligada al espermatozoide,
al acto de engendrar, cuando la paternidad en realidad debería estar ligada a la
adopción, es decir, el adoptar a los hijos e hijas engendrados en un acto de voluntad de
construirse como padres con ellos y ellas. La experiencia de la crianza re-significa así
la noción de padre como criador y no como gestor-proveedor. El padre real llega a ser
padre por el hábito de ejercitar la paternidad.
Al relevar el tema de la paternidad no lo hago por la justa lucha de las mujeres de
exigir a los hombres una paternidad responsable. Resalto el tema porque el ejercicio de
la paternidad está asociado a la construcción de la subjetividad, es decir, de la
masculinidad. No sé cuántos de ustedes son padres, pero sé que todos son hijos y
tuvieron un modelo de padre. ¿Ausente o presente? ¿Abstracto o real? ¿Poderoso o
cariñoso? Cualquiera fuera el modelo paterno, éste influyó en su masculinidad, al igual
que ustedes como padres, tíos o abuelos influirán en la subjetividad de los niños
cercanos.
Me gustaría abordar el tema de la paternidad a través de la experiencia como hijos.
Ya sabemos que en el clásico modelo familiar, la madre se hace cargo de la crianza y el
padre de la provisión material y de la sanción, roles estos que dejan a hombres y mujeres
con una identidad de género incompleta y sesgada. A los hijos varones los deja con una
“nostalgia de padre”, o en búsqueda continua del padre real y no el simbólico. Esta
carencia de padre se da no necesariamente por la ausencia física del padre, sino porque
en su crecimiento, el varoncito tuvo que alejarse y negar el afecto de su madre para
parecerse a su padre, quien usualmente se presenta como una figura poderosa y
distante. El paso del apego con la madre a la grandiosidad del padre, lo describe
claramente un niño de esta manera:
“Mi padre es gallo. Ahora soy pequeño y soy un pollito;
pero cuando sea algo mayor seré una gallina, y cuando
sea más mayor seré un gallo”. 43
Con el fin de consolidar la masculinidad, el niño (el pollito) -- que está muy
identificado con su madre, pues quiere ser gallina -- debe dejar el mundo afectivo que
se ha mal llamado femenino, y para eso debe desidentificarse con la madre y repudiar
todo lo “femenino”, para identificarse con su padre y hacerse hombre. La polarización de
roles de género fuerza al niño a negar sus necesidades afectivas y a orientarse por un
sentido fálico, de omnipotencia, que es el eje de identidad de la masculinidad
hegemónica.
Este desarrollo tiene un alto precio a nivel emocional, porque reprimir sentimientos
no quiere decir que las necesidades afectivas desaparezcan, sino que se mantienen
negadas y reaparecen en momentos de crisis. En la niñez las expresiones afectivas
compartidas con la madre quedan postergadas y el vacío se acentúa ante la frustración
de tener que identificarse con un padre lejano afectivamente y que posiblemente esté
atravesando las mismas carencias emocionales. Con mayor razón, pues, la paternidad
real, ejercida afectivamente, podría contribuir a que los niños no renuncien por represión
a sus sentimientos, sino que los puedan expresar y satisfacer alternadamente con
padres y madres afectuosos. Así, padres e hijos recompondrían el sentido de virilidad
sin mutilar lo que se ha venido llamando femenino. Así, padres e hijos encontrarían el
sentido de completitud, porque no son vaciados de su necesidad de amar y tocar a sus
congéneres, ni de rechazar su vulnerabilidad.

43Adaptación de un texto aportado por Sigmund Freud en Totem y Tabú. Citado por Irene Fridman
(2000). “La búsqueda del padre. El dilema de la masculinidad. En: Irene Meler y Débora Tajer (comp..).
Psicoanálisis y género. Buenos Aires: Lugar Editorial.
La experiencia de ser padre real aporta nuevos significados a la subjetividad del
sujeto hombre y desmantela la masculinidad paradigmática fundamentada en la
negación de lo afectivo y en la asociación de afectividad con homosexualidad y por otro
lado sanaría los miedos atrapados que se convierten en violencia hacia ellos y contra
otras y otros. En tal sentido, la práctica de la paternidad real, además de ser un asunto
personal vital, es un asunto político, porque toca los cimientos mismos de la subjetividad
de niños y niñas y contribuye a replantear la ideología paternalista y sexista.

Intimidad versus Aislamiento emocional-relacional

Como secuela de la paternidad expropiada por la cultura, muchos hombres entran


en conflicto con el mundo de la afectividad y las relaciones íntimas. A este aspecto de
deseo englobarlo bajo el concepto de intimidad. La intimidad se da en relaciones
humanas cuando hay apertura, aceptación mutua, escucha recíproca, y voluntad de
conocer a la otra persona. La intimidad no se reduce a la relación de pareja en el plano
sexual, sino que es una capacidad de socialización irrestricta, que incluye la
homosociabilidad, es decir, la capacidad para intimar con personas de su mismo género,
o la hetero-sociabilidad, sin que medie el juego de la conquista.
En términos generales, intimar requiere habilidades para interiorizar, empatizar y
configurar vínculos afectivos, y en términos específicos, para el tema que nos ocupa,
desarrollar la capacidad de afiliaciones diversas con desenfado de los roles de género.
La habilidad de interiorizar implica saber qué siento y comunicarlo asertivamente,
aceptando la vulnerabilidad que se da al abrirse emocionalmente ante otra persona. Es
usual que las conversaciones de los hombres sean sobre temas impersonales, sobre
todo entre hombres. Algunos prefieren hablar de sus cosas con las mujeres, y a otros
les sale más fácil hablar de sí mismos si el tema favorece su imagen personal. Sin
embargo, la restricción emocional, de la que hemos venido hablando, crea malestar
psicológico en los hombres, la cual expresa como depresión, ansiedad, o adicciones,
pero también por grandes dificultades para establecer relaciones profundas y
comprometidas.
Por otro lado, la soledad emocional, el aislamiento existencial y los conflictos
relacionales están fuertemente relacionados con la supremacía que muchos hombres
dan a su corporalidad, como instrumento privilegiado para expresarse, ya sea a través
de la sexualidad genital, o la fortaleza muscular que usan para ofrecer protección y no
solicitarla, o para ser competitivos en vez de cooperativos. El cuerpo, visto y usado de
esa manera, es una mampara para la emocionalidad, y a la vez reduce las relaciones
al plano de la dominación y no a la reciprocidad.
Esto nos lleva a la habilidad de empatizar que se da con la intimidad. Empatizar
es colocarse en el lugar de la otra persona. Empatizar entre hombres mueve la
solidaridad. Empatizar con mujeres restituye aspectos perdidos de la masculinidad
patriarcal y revisa la visión fragmentada que tiene de ellas. En tal sentido, la intimidad
permite abrirse a la diversidad, coloca a las personas, independientemente de su
género, en planos de igualdad y mutualidad, donde la simetría permite la equivalencia
como seres humanos que se respetan, la equifonía como interlocutores que valoran la
palabra compartida, o la equipotencia que reconoce el derecho a opinar y a disentir.
Todas estas son nuevas significaciones para las relaciones humanas generizadas que
además de tener valor a nivel personal son fundantes de una democracia de género.
La capacidad de intimar configura de manera distinta la subjetividad y la
organización social, pues refuerza una masculinidad integrada, sin jerarquizar lo
corporal sobre lo emocional y refuerza la disponibilidad para afiliarse entre hombres y
con mujeres, superando la homofobia y la sexualidad compulsiva en las relaciones
humanas.
Ser es pertenecer a alguien, pero con una calidad de pertenencia que no cosifica
a nadie, sino más bien que participa del estar con alguien sin perder partes de sí o robar
partes al otro u otra para completarse. La intimidad se construye con el ejercicio
continuo de arraigo, de pertenencia y participación.

Dominio versus Plenitud

Con mayor frecuencia se usa el concepto de poder para calificar las relaciones
inter-genéricas. En esta ocasión deseo utilizar un concepto equivalente, dominio, para
darle un significado más amplio al poder masculino androcéntrico. Afirmamos que el
sistema patriarcal es de dominación de un género sobre otro, para subordinarlo. Esta
es una afirmación sociológica. ¿Pero qué implicaciones personales tiene estar en el lado
del género dominante? ¿Qué dominan los hombres? ¿Por qué dominan? Me gustaría
explorar un poco la complejidad del dominio masculino desde la perspectiva de la
subjetividad para proyectarla luego a lo estructural.
El concepto de dominio hace referencia a disponer de lo propio y de lo de los
demás, con un sentido de territorialidad y ascensión sobre personas. Su definición es
más gráfica que la de poder y permite describir más fácilmente el tipo de dominio
androcéntrico. En la línea en que hemos venido analizando la subjetividad masculina –
la vaciedad paterna y la dificultad para intimar—el dominio masculino parece surgir como
compensación por la falta de dominio sobre sus propias necesidades emocionales y
corporales. Esta aseveración no deja de lado la presión de la sociedad para que los
hombres cumplan el rol dominante.
Recurrentemente, en los análisis psico-sociales sobre los conflictos de los hombres
con su rol de género, aparecen los mismos elementos: emocionalidad restringida,
dificultad para construir relaciones entre hombres, preocupaciones por el éxito, el poder
y la competencia, y finalmente conflictos entre el trabajo y las relaciones familiares.
Estos cuatro elementos revelan en sí mismos el desequilibrio entre lo que ya la cultura
se ha encargado de yuxtaponer: lo emocional con lo cognitivo, lo privado con lo público,
lo laboral con lo familiar. Cuando el desequilibrio psico-social ocurre, la ley de la
compensación entra en juego para proyectar en otros lo que no se ha resuelto dentro de
sí. Tal parece que al no tener dominio de los propios fantasmas, los desplazan hacia
otros u otras para hacerse la idea de que dominando a las demás personas se puede
tener dominio propio. Y la cultura se encarga de señalar el camino del desplazamiento
de lo no resuelto en los hombres: las mujeres.
Ese desplazamiento se llama sexismo, que se manifiesta como una actitud de
prejuicio hacia las mujeres, es decir, las depositarias de lo débil y lo incompleto que no
se auto-reconocen algunos hombres. Pero el sexismo no es sólo actitud, es también
ideología que estratifica a la sociedad por géneros polarizados, a través de mecanismos
intra-personales (la subjetividad), inter-personales (relaciones hombres-mujeres) e
institucionales (la cultura), mecanismos éstos que hemos venido mencionando. Así, la
actitud personal y la ideología se juntan para alimentar al dominio androcéntrico.
El sexismo puede ser hostil o sutil. El hostil es viejo conocido por su paternalismo
e inferiorización de las mujeres. El neosexismo se presenta como una ambivalencia
entre el sexismo hostil y el benévolo, es decir una amalgama entre negatividad hacia
las mujeres y ciertos reconocimientos. En realidad el sexismo benévolo es un dominio
asumido con caballerosidad, a través del cual algunos hombres ven a las mujeres
limitadas para algunas tareas, mientras se ven beneficiados con sus virtudes
maternales y de esposa, a cambio de protección económica.
El sexismo ambivalente refleja claramente la ambivalencia de la subjetividad
masculina, que por un lado exaltan en las mujeres lo que han reprimido dentro de sí
mismos (emocionalidad y relacionamiento), y por otro lado dominan en las mujeres las
características compensatorias que han podido desarrollar (productividad y autoridad).
De hecho, el sexismo ambivalente ha surgido más fuertemente en reclamo por las
estrategias de empoderamiento de las mujeres y por la rapidez con que están
ingresando a campos antes exclusivos de los hombres. Obviamente, el carácter
sistémico de la lógica de género hace que los movimientos transformadores de un grupo
generen contra-movimientos en el otro grupo, y aunque las primeras reacciones sean
hostiles o dominios disfrazados de benignidad, también producen cambios muy
positivos en el replanteamiento de las subjetividades de los hombres y la búsqueda de
nuevas configuraciones en el relacionamiento inter-genérico.
Frente al dominio compensatorio sobre los cuerpos, mentes y comportamientos
de las mujeres, aparece el pardigma de la plenitud, cuando los hombres puedan
desarrollar un sentido de sí mismos más integrado, incorporando a su mismidad partes
ocultas de su humanidad, y renunciando a la tendencia propia del terrateniente, de
ensachar sus dominios para apropiarse de otros y otras. Posiblemente la aceptación de
la propia incompletud sea el principio de la búsqueda de la plenitud. Para eso se hace
necesaria una ardua faena de desempoderamiento, de soltar, de dejar ser y para ser.

Yo sé que ustedes han venido haciendo ese recorrido de subjetivación y


sujetización con gran creatividad, por lo cual se constituyen en un signo de esperanza
para ustedes, sus familias y la sociedad. Que esta celebración de clausura sea también
de iniciación para nuevas aventuras en su trayectoria de vida. Es mi deseo que estas
reflexiones, a veces muy teóricas y esquemáticas, y no siempre gratas, ustedes puedan
llenarlas con experiencias de crecimiento y fortalecimiento de lo aprendido.
Bibliografía

Barberá, Ester y Martínez Benlloch, Isabel (2005). Psicología y género. Madrid: Pearson
Educación.

Berenstein, Isodoro y Puget Janine (1999). Lo vincular. Buenos Aires: Paidós.

Meler, Irene y Tajer, Débora, compiladoras (2000). Psicoanálisis y género. Buenos Aires:
Lugar Editorial. 21
11
13
Mireya Baltodano

Creencias Cómplices

U
na pregunta frecuente es por qué a veces las mujeres se
repliegan a situaciones que las alienan o se sujetan a
relaciones dañinas en el espacio laboral o familiar. Este
sometimiento puede también ocurrir en mujeres que
tienen conciencia de las asimetrías por su condición de género.
Obviamente el contexto patriarcal que nos forma es parte de la
respuesta, pero no basta con la prontitud de esta explicación. Se
hace necesario entender los complejos procesos subjetivos que
nos hacen ser quienes somos. ¡Cómo se siguen equivocando
quienes creen que nacemos como somos! Este artículo busca
reflexionar sobre los imaginarios de género que se arraigan en
las creencias de las mujeres y de los hombres y cómo estas
creencias se conectan con imaginarios religiosos para perpetuar
las caducas interpretaciones sobre la subjetividad.

Un primer punto de partida para la reflexión es que tanto los


imaginarios religiosos como los de género son producciones
histórico-sociales. Es posible que mencionar lo religioso como
construcción humana y de origen cultural resulte ofensivo al
oído de las personas creyentes. Precisamente hace falta develar
la naturaleza cultural intrínseca de la religión, sin menosprecio
de la fe y de lo sagrado. Dios y la divinidad es ajena a toda
limitación, pero los seres humanos nos hacemos
representaciones de esa divinidad en las cuales proyectamos
nuestras propias limitaciones.

Otro punto de partida es que hay correspondencia entre los


imaginarios de naturaleza religiosa y los imaginarios de género.
En los textos sagrados de diversas religiones se encuentran
relatos que narran la creación o definen la relación entre Dios y
su pueblo usando metáforas patriarcales. Luego esos mismos
textos sagrados norman las relaciones y subjetividades de
género. Esta imaginería complementaria no es casual, sino que
es producto de las condiciones socio-históricas. Cuando las
instituciones sociales, incluida la iglesia, insisten en perpetuar
estos imaginarios correlacionados podríamos estar frente a una
complicidad androcéntrica.

Imaginarios y creencias

Imaginar y creer son dos capacidades humanas adyacentes a la


subjetividad. Con la imaginación creamos y con el creer nos
apropiamos los significados construidos por la imaginación. Son
procesos humanos vinculados, pero distintos. El imaginar y el
creer se combinan con el pensar, el sentir y el hacer para dar
forma a la subjetividad. Estos procesos se refuerzan entre sí y
debe existir armonía entre ellos porque de otra manera se caería
en incoherencias dualistas y hasta la locura misma.

Los imaginarios sociales son significaciones que tienen una


temporalidad y se ven alterados con nuevas propuestas de
significado que emergen del conglomerado social. La revisión
de significados se da en tensión con las nuevas posiciones y al
ritmo de las instituciones que perpetúan lo instituido o se abren
al cambio. Las nuevas significaciones imaginarias son posiciones
en el mundo y modos de ser que mueven el ordenamiento social
e influyen en las identidades. Los imaginarios no tienen
referentes en personas particulares, sino que son referentes de
sí mismos, porque ellos mismos instituyen un modo de ver las
cosas y condicionan la vida colectiva y la subjetividad (Rojas y
Villanueva, 2007).

Las creencias, por su parte, son entendimientos de variada


naturaleza que se arraigan en las personas y que, integradas con
los sentimientos y el comportamiento, dicen de su ser y estar en
el mundo, particularmente aquellas creencias vinculadas a
sentimientos religiosos y a la mismidad de las personas. Las
creencias en gran parte proceden de interpretaciones que los
colectivos humanos hacen sobre su entorno social y con las
cuales las personas se identifican para dar significado a su propia
existencia. Las creencias son entonces resultado de un
intercambio continuo entre lo cognitivo-emocional y lo
histórico-social. Las creencias por tanto incorporan imaginarios
sociales que encuentran cabida en el sentido de ser de las
personas.

Las creencias hacen acopio de los imaginarios sociales mediante


un proceso de identificación con las significaciones (vigentes o
renovadas) y al apropiárselas, les dan vida a través del creer, el
sentir y el actuar. La creencia o el pensamiento no se puede dar
sin una representación o imagen de lo que confesamos como
válido y propio. El proceso de apropiación de estas imágenes
cargadas de significado no es un ejercicio simple, sino más bien
un ejercicio psico-socio-dinámico, en el que la persona va
conectando su propia experiencia con las respuestas que el
medio social le da y que le remite a otras concepciones de la
vida. Idealmente este dinamismo debería ser de doble vía,
permitiendo a las personas participar en la recalificación de
significados, es decir, imaginar.
Estos dos procesos para significar la vida —los imaginarios
sociales y las creencias personales o colectivas— caminan
juntos, pero evidentemente tiende a haber una mayor fuerza en
los imaginarios predominantes por la inercia cultural de los
sistemas sociales, esto por su carácter sistémico y estructural. El
sistema resiste fuertemente a las nuevas imaginaciones que
hacen los grupos emergentes desde su experiencia vital. Una
forma de resistencia es la petrificación de imaginarios, hasta
niveles de violencia. El puente para sostener a toda costa esos
imaginarios caducos son las creencias, como formas de
imaginarios apropiados, incorporados, auto-asumidos, tanto así
que los imaginarios se refuerzan cuando se convierten en
creencias. Esta fuerza centrípeta de perpetuación de los
imaginarios (religiosos o de género) se alimenta del fenómeno
que Amparo Bonilla (1998) llama “profecía auto-cumplida”, a
través del cual los roles confirman las creencias, y las creencias
se sostienen es esos roles asignados, en un círculo vicioso difícil
de romper.

La vinculación entre las ideas religiosas y de


género

La actitud religiosa se expresa como una relación interpersonal


con Dios, de la cual emerge una vivencia que abarca su pensar,
sentir y desear. Eso hace que la experiencia religiosa involucre
la subjetividad y esté condicionada por el contexto socio-
cultural, la edad y el género. La fe es un acto volitivo y afectivo,
y como tal genera sentimientos y formas particulares de vivir la
fe, que se manifiesta en experiencias de trascendencia y de
cotidianidad. Al ser una experiencia intensa y profunda no se la
puede reducir para su comprensión, sino apreciarla en su
complejidad. Un aspecto clave en el entendimiento del
fenómeno religioso es cómo se define el objeto de la religión, si
como salvación, el alcance del bien, la realización y la felicidad,
o si resulta ser un medio para la opresión y la culpabilización.

Las creencias religiosas en mucho proyectan imágenes a la


divinidad que surgen de la afectividad, las necesidades y las
relaciones en la cotidianidad. Estas imágenes pueden tener
ambigüedades y estar más ligadas a lo simbólico que a la
espiritualidad producto de una fe madura, asentada en la realidad
de un Dios que se revela como alteridad dispuesta al intercambio
y al encuentro con el ser humano. En esa religiosidad proyectiva
de los propios avatares de la vida se tiende a afirmar lo divino
como negación de lo humano, impregnando la espiritualidad de
agresividad y culpa, magnificando el sacrificio y sacralizando el
dolor. Sin embargo, el encuentro de la persona con Dios debería
ser una realidad enteramente distinta a su cotidianidad, a la cual
se accede trascendiéndose a sí misma, hallando complacencia de
una naturaleza diferente a la que le produciría la satisfacción de
sus deseos. En este encuentro Dios no promete, quita o da, sino
que reconoce a la persona porque es y por lo que es
(Domínguez Morano, 2006). Este reconocimiento o
confirmación del ser es clave para una religiosidad libre de
preconcepciones opresoras, sean de género o de otra naturaleza.

Por el mismo mecanismo de proyección tradicionalmente se


traslada a lo divino y lo sagrado una cotidianidad impregnada de
imaginarios de género de corte patriarcal. Más aún, algunos
textos bíblicos, sobre todo del Antiguo Testamento, usan
metáforas sobre lo divino con un lenguaje propio de la
cotidianidad y las relaciones humanas, que pueden convertirse
en terreno fértil para cultivar ideas religiosas opresoras de
género. Renita J. Weems (1997) encuentra una vinculación entre
lo religioso y lo patriarcal, al analizar en los discursos de los
profetas la masculinización de Dios (como esposo) y la
feminización de Israel (como esposa), en una relación jerárquica
y autoritaria, con roles de género claramente identificados y con
una visión de la mujer (Israel) como infiel frente al esposo
cumplidor (Dios).

En estos textos bíblicos se hace una clara vinculación de la


actitud religiosa con los roles de género patriarcales. Cuando de
imaginarios religiosos y de género se trata, su arraigo en las
creencias es mayor porque son significaciones que afectan
profundamente la espiritualidad y la subjetividad y porque se
asientan a nivel de lo sagrado y lo simbólico, sobre todo por la
coexistencia entre ambos sistemas —el religioso y el de
género—, ambos sustentados en la ideología patriarcal. Para
resistir a los planteamientos democráticos de los grupos
emergentes, la institucionalidad tradicional (sea la eclesial o la
familiar en este caso) recurre a la sacralización de postulados y a
los sentimientos culposos. En ese contexto, puede surgir una
religiosidad que construye imágenes divinas a partir de la
ambivalencia amor-odio frente a modelos paternos/maternos y
que da como resultado una relación de rebeldía o de sumisión
con esa divinidad. La sumisión ante lo divino-opresor, como
proyección de una paternidad/maternidad conflictiva,
fácilmente se traslada a un rol cotidiano de pater familias también
opresor.

Ivonne Gebara afirma que hay una simbología masculina del


cristianismo que se traduce en jerarquía de género en la
simbología cristiana. Tal simbología (como expresión de valores
humanos) antecede a las distintas teologías, porque la
simbología proviene de la cotidianidad, de las relaciones y de las
organizaciones sociales que sostienen la vida. El mismo
lenguaje religioso es expresión del acontecer cotidiano. Por eso
propone que desde esas mismas experiencias de la vida humana
se podría rescatar y transformar los valores cristianos hacia una
simbología plural que nos permita salir de los fundamentalismos
religiosos, pues para una sociedad plural hay que pensar en una
simbología plural.44

Creencias falsificadas

Decíamos que el mecanismo para creer es distinto al de imaginar


porque implica un proceso de apropiación de las ideas como
valores para la vida. Ese mecanismo de apropiación se da en la
interacción humana. Si bien hemos venido haciendo énfasis en
lo religioso como una actitud y vivencia personal, las ideas
religiosas se crean y se transmiten colectivamente. Lo mismo
ocurre con las ideas sobre el relacionamiento humano. Lo que
se aprehende al creer es en sí una simbología que cobra vida en
los sentidos y el comportamiento humano. Pero la simbología
se nutre también de la experiencia propia o de lo que se
experimenta en el interactuar humano. Sin embargo, ese
proceso de intercambio entre la experiencia inter-personal y la
apropiación de valores que se da a nivel intra-personal no es tan
llano, sobre todo cuando los imaginarios están tan arraigados en
un sistema de convivencia dominante, como es el de género.

La experiencia humana puede estar permeada por mucha


falsificación de la realidad, a través de imaginarios que sólo son
posibles sostener a través de los años con verdades a medias y
revestimiento religioso. Por eso resulta tan desesperadamente
lento y tan difícil socialmente deconstruir imaginarios opresores
para sustituirlos con otros democráticos y justos. Imaginarios
contrapuestos se mantienen paralelamente en tensión y con
conflicto. Sin duda hay una lucha de poder y resistencia
subyacente que se produce en los colectivos humanos, de tal
manera que los imaginarios nuevos se siguen llamando

44 Ivonne Gebara: “La crisis actual del cristianismo desde la perspectiva


ecofeminista”, conferencia presentada en la Cátedra McKay, en la Universidad
Bíblica Latinoamericana, San José, Agosto 2007.
emergentes, sin convertirse todavía en valores inherentes de las
mayorías marginadas que reconocen su lugar histórico.

Una dificultad para la reformulación de imaginarios y por ende


de las creencias es la desvalorización de la experiencia propia, es
decir de lo que se siente y piensa, por parte de mujeres y
hombres en situación de opresión. Lo que nos comunicamos
son nuestras experiencias, entendiéndose por éstas la resonancia
interna que hacen las vivencias recogidas en la interacción
humana. Estas experiencias están cruzadas por la percepción de
mundo que tenemos. Si seguimos a Paulo Freire (1971), la
percepción sobre la realidad está marcada por las incoherencias
y contradicciones que nos imposibilita a veces percibir lo viable,
o tener una visión de fondo para entender la realidad.

Según Ronald D. Laing (1974) la imaginación, la memoria y la


percepción son tres modos de la experiencia. Experimentamos
en un mundo compartido, pero en ese mundo las personas
quedan expuestas a ser arrastradas en sistemas de fantasía social,
con riesgo a perder su propia identidad en el proceso. Esto
ocurre cuando se pierde la propia percepción y valoración de la
experiencia, por imposiciones externas o manipulaciones que
conducen a confusión. Cuando se le indica a una persona qué
debe experimentar, o cuando no se le confirma la experiencia
que comunica sino que se la niega, a esto le estamos llamando
falsificación. La falsificación de la experiencia, que es lo mismo
que la invalidación de sentimientos o pensamientos, se realiza
por medios bastante sutiles y muchas veces imperceptibles, tales
como la mistificación o las atribuciones, en una suerte de juego.
La persona se hunde en el sistema de fantasía social de tal
manera que lo toma como real, con dificultad para saber que es
irreal. La posición de la persona enajenada es una posición falsa
y a veces insostenible.
En los juegos de engaño, propios de las ideologías dominantes
como la patriarcal, la complementariedad está de basamento. Su
función es la de satisfacer o completar subjetividades a través de
roles estereotipados y que fantasiosamente se perciben como
entronques humanos perfectos. La función complementaria
tiene un efecto enajenador y no siempre es perceptible. Aunque
la identidad-para-sí no es totalmente ajena a la identidad-
paraotros, al verse una persona condenada a aceptar una
identidad que es el complemento de otra produce un
sentimiento de vergüenza.

Se hace difícil definir una identidad para-sí que sea consistente,


si las definiciones del entorno son inconsistentes (Laing, 1974).

Mujeres y hombres participan en juegos de autoengaño mutuo,


a veces sin darse cuenta y sin admitir que es un juego. Pero
cuando el juego es reconocido, el debate queda entre sentir culpa
por no lograr complementar al otro o por traicionarse a sí misma
al sucumbir al juego para sentirse confirmada. Salirse de estas
ataduras se torna difícil cuando las atribuciones que se asignan a
las personas las colocan impositivamente en un lugar social y
terminan autoatribuyéndose rasgos que socavan su identidad.
Se requiere un trabajo personal y colectivo para darse cuenta que
las atribuciones asumidas (o creencias) no son partes integrales
de su ser.

La mistificación tiene el efecto de enmascarar la experiencia de


la otra persona. Es la acción de una persona sobre otra para
defenderse, induciendo a la persona mistificada a desconfiar en
lo que cree o siente (Laing, 1965). Si las atribuciones tienen un
sentido espacial de ubicar a la persona “en su sitio” (en su rol de
género), la mistificación coloca una máscara a la experiencia o a
la situación que se vive (o la relación de género). Una de las
funciones de la mistificación es evitar el conflicto abierto,
produciéndose una falsa calma para evitar enfrentar la
disonancia en la relación. Bien se podría afirmar en términos
más amplios que la mistificación es también una acción
sistémica en relación al género porque encubre bajo la máscara
de lo natural lo que es socio-histórico. Así se estaría
mistificando colectivamente con imaginarios (acción) que
inducen a estar mistificadas a través de las creencias falsas
(pasividad).

Los mal-estares de las mujeres

Si bien una ideología sistémica como es el patriarcado coloca a


hombres y mujeres en posiciones falsas, son las mujeres las más
violentadas porque los juegos de poder en la interacción se
sostienen en los macro-juegos de poder a nivel social,
económico, jurídico y religioso. Aquí no hay polarización entre
lo privado y lo público, pues la alienación en lo interpersonal
hace alianza con la asimetría social. Es necesario romper este
tipo de continuismo del desequilibrio de poder social en lo
cotidiano. Hay que revisar los mal-estares de las mujeres,
señalando los reforzamientos que se hacen a su identidad y sus
roles, a través de las relaciones familiares y eclesiales.

Estos mal-estares de las mujeres podrían nominarse bajo


diferentes rasgos de identidad de género; rasgos estos que en
gran parte provienen de imaginarios patriarcales, con la
intervención de mistificaciones y atribuciones del sistema, en
general, a través de las relaciones inter-genéricas, en particular,
como si fueran caras de una misma moneda. Estos rasgos
emergen de identificaciones de las mujeres con imaginarios que
incorporan como creencias vitales. Como identificaciones
pueden ser estructuradas en su identidad de género y desde allí
asumir una percepción del mundo.
Como se ha venido analizando, las identificaciones con
imaginarios suelen venir amalgamadas entre lo religioso y lo
cotidiano. Los imaginarios religiosos y los de género pueden
entonces reforzarse mutuamente para generar rasgos de
identidad difíciles de contrarrestar. En la descripción de estos
rasgos se tratará de relacionar la enseñanza cultural con la
enseñanza religiosa. El presentarlos como rasgos con
nominación propia tiene el objetivo de visualizar, por un lado,
la complicidad institucional en la configuración de las
identidades de género, y por otro lado, aportar referencias
puntuales para el entrenamiento de género en diversos sectores
sociales.

En buena medida las mujeres comparten muchos de estos


rasgos por la simple razón de estar en una cultura patriarcal. Su
lucha personal por producirse como mujeres históricas permite
a muchas identificar y superar las atribuciones y mistificaciones
que se les hace a nivel social y personal. Sin embargo,
asumiendo que las identidades de género son transicionales y
dinámicas, es factible que los rasgos o trazas de estos rasgos sean
recurrentes en el aprendizaje de ser mujeres con voz y decisión
propias.

El mal-estar de paralización

Uno de los males sociales que más daño ocasiona a las mujeres
es la violencia por su condición de género: la violencia de
género. El daño abarca todas las dimensiones humanas.
Cualquier forma de violencia de género (física, psicológica,
patrimonial, sexual, laboral, etc.) tiene efecto en la voluntad de
las mujeres porque les trasmite un sentimiento de impotencia o
desautorización. Un acto violento puede paralizar
momentáneamente a una mujer empoderada, pero entre más
sistemática y cruel sea la forma de violencia puede conducir
hasta la paralización total, la catatonía.

El eje de este síndrome es la sumisión ante la demanda de


obediencia. La sumisión congela o paraliza la capacidad de
decisión, de opinión, de sentir y de actuar. El ser de las mujeres
agredidas se refugia en la negación y en la auto-censura. Todos
los síntomas posibles pueden aparecer en las mujeres
maltratadas, porque es su mismidad la que está directamente
comprometida o afectada.

La violencia de género es una epidemia social que tiene raíces


culturales pero también religiosas. En el sentido cultural es el
sometimiento de las mujeres por parte de los hombres
(androcentrismo) y en el sentido religioso es el uso sesgado que
se le da a conceptos ético-teológicos como obediencia, pecado,
culpa y castigo (hermenéutica estereotipada).

Un texto bíblico que ejemplifica el sesgo hermenéutico es el


relato de la esposa de Lot, convertida en estatua de sal por
“desobedecer” el mandato de Dios de no voltear a ver cómo era
destruido el lugar en donde había vivido. Usualmente este texto
se enseña como un modelo de género: Lot obedeció y su esposa
desobedeció, y por eso ella recibió el castigo divino. Es un
mensaje que desalienta la toma de decisiones en las mujeres. No
sabemos por qué ella decidió mirar lo que ocurría. Sería muy
simplista decir que es la “natural” curiosidad de las mujeres,
como un estereotipo más. Como lo analiza Mercedes García
Bachmann (2005), consecuencia no es igual que castigo. Esta
historia, que de por sí es patriarcal porque en ella se juzga
diferente el actuar de los hombres y las mujeres, podría ser
analizada desde una concepción de poder distinta: asumir las
decisiones con la responsabilidad de asumir las consecuencias,
como corresponde a una persona adulta y con ciudadanía plena.
Voltear a ver pudo ser un ejercicio de la libertad de decidir y no
necesariamente un acto irresponsable de voluntariedad, como
suele enseñarse en las iglesias. Acusar al personaje bíblico de
desobediencia puede desalentar la asertividad en las mujeres
creyentes y engendrar paralización, aún frente a situaciones de
violencia. Más allá de la respuesta violenta como consecuencia
de denunciar al violentador, es liberador para la mujer violentada
entender que es agredida porque algunos hombres son violentos
y no porque su sexo tiene un componente genético que la hace
sumisa. Es igualmente liberador creer que Dios no promueve
ni la violencia ni la aceptación de ésta.

El mal-estar de dispersión

El rol femenino ha sido centralizado en su capacidad


reproductora, que de ser un acto biológico se ha extendido a la
crianza, y más aún a la maternalización de todas las relaciones
humanas e institucionales. La multiplicidad de roles maternos va
en detrimento de la salud de las mujeres porque excede su carga
de trabajo (dobles y triples jornadas), y porque rebasa la familia
y se vuelve en cuidadora o promotora emocional de muchas
personas. Como resultado, se abandona a sí misma, se carga
emocionalmente con los problemas de los demás, no descansa
ni se divierte suficiente.

El factor aglutinador de este mal-estar es la atención dispersa.


La atención dispersa ha sido diagnosticada como resultado de
un trastorno neurológico, o una conducta propia de la era
electrónica. En el caso de las mujeres la dispersión proviene del
cumplimiento del “deber ser” socialmente asignado,
multiplicándose en tareas de servidumbre que están devaluadas
socialmente y que le deparan poca gratificación o
reconocimiento.
Los efectos de la maternalización tienden a somatizarse en
trastornos cardiovasculares, gastrointestinales, fibromialgia,
depresiones, trastornos disociativos, ataques de pánico, etc. Es
decir, la enfermedad se usa como salida al resentimiento o a la
inconformidad que no se puede expresar y que en alguna medida
les atrae atención de los demás.

En un estudio comparativo que data de algunos años se


encontró que los cuadros de ansiedad que presentaban los
soldados después de combatir en la guerra tenían características
semejantes a los cuadros psico-somáticos de las mujeres que
viven situaciones vitales de alta dispersión. ¿Será que la ansiedad
doméstica es comparable a la tensión que se vive en combate?
¿O que las mujeres viven una guerra interna, o externa, en el
cumplimiento de su cotidianidad tan dispersa? El conflicto
básico es que el autoestima y el sentido de identidad se
fundamentan en “el ser-paraotros” y como retribución se espera
ser amada y reconocida por su “sacrificio”, que en gran medida
la lleva a negarse o postergarse a sí misma. En esta identificación
sacrificial influye el arquetipo de María y la teología sacrificial
que se enseña en las iglesias, con énfasis en la servidumbre y no
en el servicio. La dispersión sacrificial no permite una identidad
de mujer integrada, pues su sentido de ser se asienta en el bien
de otros y el reconocimiento que no termina de llegar. Podría
decirse que se trata de una identidad de género parásita. Y
mientras tanto, en algunas iglesias se sigue diciendo: “Hermana,
esa es su cruz”.

El mal-estar de hibernación

La hibernación es un estado adaptativo en los animales durante


épocas en que no encuentran alimento, bajando el metabolismo
a niveles de sobrevivencia. La analogía se aplica a algunas
mujeres cuya corporalidad conflictuada las coloca en un estado
de hibernación. Hibernar en este caso es dejar el sentido de su
ser suspendido en la masa del cuerpo, porque el cuerpo
esculpido desde afuera encubre al verdadero ser. En la cultura
patriarcal las mujeres son “cuerpo” de una manera tan exaltada
que les genera conflicto el no cumplir con las dimensiones ni las
sensaciones diseñadas para ese cuerpo cultural. Ya no se trata
del cuerpo sirviente de la maternalización dispersa. Ahora se
trata del cuerpo complaciente en belleza y placer para otros.

Ser vistas como cuerpo significa que ni el cuerpo ni su ser le


pertenecen a las mujeres, pues al estar el cuerpo patriarcal más
conectado con lo simbólico que con la realidad física y
emocional, las mujeres pierden la posibilidad de ser vistas en un
sentido auténtico, como personas integradas, y no fetichizadas
en sus contornos. Dentro de ese cuerpo instrumentalizado las
mujeres pueden hibernar, ya sea porque caen en la trampa de
usar atributos físicos para ciertos logros, o porque se inhiben
detrás de la fealdad patriarcal, o porque acallan la voz del propio
cuerpo. Eso ocurrió en la inauguración de las Olimpiadas de
Beijing (2008) cuando la hermosa voz de una niña políticamente
incorrecta por su imagen corporal, fue puesta en la boca
sonriente de una niña físicamente correcta desde la medida
patriarcal. Ambas niñas fueron demarcadas por su cuerpo
(invisibilizado e hipervisibilizado) y en ambos casos hubo
ausencia hibernal del ser integrado.

Un relato bíblico conectado con esta experiencia de identidad


corporal es el de la mujer con hemorragia crónica que se acercó
tímidamente a Jesús buscando sanidad para salir de la
hibernación social a que la sometía el código cultural de
impureza. Jesús la percibió y la confirmó no por su corporalidad
enferma sino por la fuerza de su ser atrevido que la movió a salir
de su hibernación, en contra de las reglas. En el Antiguo
Testamento sería otra estatua de sal por atreverse a desobedecer.
En el Nuevo Testamento Jesús hace reconocimiento del
ejercicio de libertad de esta mujer. Para salir de la hibernación
hay que escapar a la muerte simbólica. Morir simbólicamente es
quedarse con la imagen vendida, el rol asignado, o la
servidumbre impuesta…. hibernando hasta morir
interiormente. Dejar de hibernar es negarse a la opresión
corporal y al rescate de la plenitud.

El mal-estar de disociación

En el devenir social y con los cambios a nivel familiar y laboral,


a muchas mujeres se les ha abierto más posibilidades de
desarrollarse plenamente. Sus roles laborales se han ampliado
pero aún permanece poco alterado el rol femenino de
maternizaje, sea que lo practique o sea que se lo demanden. Así
tenemos a mujeres con dobles jornadas de trabajo. Pero más allá
del cansancio por el exceso de trabajo, para muchas mujeres la
combinación del rol laboral con el rol materno-doméstico les
trae complicaciones a nivel de su identidad. Dentro de ellas
ocurre una colisión entre lo que desean ser y lo que los demás
esperan que sea. En su afán de no perder sus logros personales
ni el afecto familiar condicionado por su rol doméstico, se
imponen vivir simultáneamente dos formas de ser mujer: la
auto-definida y la tradicional.

El eje de este conflicto es la disociación de la identidad. Las


mujeres pueden ser muchas cosas y ser felices, pero cuando la
vivencia en una esfera de la vida se contrapone a otra, se tiende
a la escisión de la identidad de género. Puede ser una etapa
transitoria, o un conflicto que permanece irresuelto y que a veces
tiene el precio de la culpa por abandonar, o el temor a ser
abandonada. Es un conflicto típico de las mujeres, quienes por
su crianza en gran medida basan su seguridad personal en
sostener y retener las relaciones afectivas. Por otro lado, el
mundo de la realización personal tiene señalamientos de los
límites. Mabel Burin (1998) afirma que las mujeres tienen clara
conciencia de que existe un “techo de cristal” a través del cual
pueden ver lo que hay más allá en términos de desarrollo
personal, con la imposibilidad de traspasarlo sin pérdidas.

Las mujeres pueden quererlo todo. Para tenerlo todo habría que
compartirlo todo, repartirse roles sin que nadie tenga que
desdoblarse por dentro. Quizá esta era la disyuntiva de Marta
cuando le reclama a Jesús por ayuda en las faenas de la casa. La
tan mentada historia bíblica de Marta y María, las amigas de
Jesús, ha servido para que se enseñe a las mujeres que María
escogió la mejor parte, porque era la parte espiritual, exaltando
la sacralidad de la predicación de la Palabra y la vanalidad de los
servicios domésticos, tareas éstas que son designadas a las
mujeres en las iglesias. Esa interpretación del relato tiene algo
de hipocresía. Alguien tiene que hacer el trabajo doméstico que
parece ser la peor parte. Escogerlo es no ser sabia, pero se
asigna a las mujeres. Parece ser una enseñanza mistificadora que
coloca a las mujeres en una situación insostenible, de doble
valoración. Quizá el reclamo de Marta no era en contra de su
hermana, sino un llamado a que los tres, incluyendo a Jesús,
atendieran la cotidianidad completa, es decir lo doméstico como
el estudio, para gozarse juntos en todo lo que sustenta la vida.
Marta no reclamaba para sí el rol doméstico pues ella era una
lidereza dentro de su comunidad. Reclamaba compartir todas
las tareas para no perderse de nada y para no tener que
disociarse.

El mal-estar de falsificación

Sentirse impostora es una experiencia interna de algunas mujeres


que, habiendo demostrado sus capacidades, persisten en creer
que no son tan capaces o creativas como la gente cree y viven
con el temor de ser “descubiertas” en su falsedad. Esto les
genera ansiedad en lo que hacen y se exigen un alto nivel de
cumplimiento. Sienten que han engañado a los demás
haciéndoles creer que son capaces.

Puede ser que desde su infancia estas mujeres hayan sido


etiquetadas como las inteligentes de la familia ante la falta de
otros atributos tradicionales. O puede ser que hayan encontrado
en el cumplimiento un medio para ser valoradas socialmente. En
todo caso, el conflicto es que están basando su seguridad
personal en el reconocimiento de su capacidad y no por su sola
humanidad. Parte del conflicto es cumplir con la imagen de
“perfección con facilidad” que se le ha inculcado, en contraste
con su propia experiencia de lucha para alcanzar sus logros, en
medio de un mercado laboral que favorece a los hombres y que
hace una división sexual del trabajo. Las mujeres manifiestan
que tienen que trabajar más para demostrar que son tan
competentes como los hombres. En este sentido la sensación
de falsedad no es una característica individual, sino que está
sostenida por una cultura institucional que margina a las
mujeres. Quizá no se dé la descalificación directa, pero resulta
perceptible cuando la valoración personal está fuertemente
arraigada en su rendimiento. Es un contexto institucional donde,
analogando un poco, se afirma que “nada bueno puede provenir
de Samaria”.

El diálogo entre la Samaritana y Jesús es una exquisita lección


de dignificación de las mujeres. Jesús supera el racismo, el
sexismo, el moralismo y su propia condición de hombre para
considerar a esa mujer como digna interlocutora en un diálogo
inteligente. La mujer es digna por su propio mérito, pero él
también la dignifica. Pasa a la acción de hacerla líder en su
comunidad y de quedarse a respaldar su liderazgo. Este texto
tradicionalmente se toma como la labor de conversión que Jesús
hace de una pecadora, cuando es un modelo de pastoral en sí
mismo por la simetría en el relacionamiento con la mujer.
El mal-estar de la victimización

El “pobrecita yo” podría ser un rasgo eje en las identidades de


algunas mujeres, que sin desdeñar las situaciones difíciles por las
que muchas pasan, buscan mover la aceptación de los demás a
través de dolores no procesados. Las mujeres viven situaciones
que las victimizan de distintas maneras, pero revictimizarse a sí
mismas no conduce a reconocerse como sujetos que se apropian
de su historia y la canalizan hacia su propio empoderamiento y
el de otras mujeres. La autocompasión no abre al diálogo sino
que genera defensa y encubre la realidad con más vejámenes y
desconocimiento de la persona. Podría afirmarse que en la
victimización se suman todos los mal-estares que se han venido
mencionando.

Sin duda la autocompasión es el complemento binario opuesto


de la culpabilización y el castigo, temas centrales en la
religiosidad sacrificial y en la cultura patriarcal. Lo alternativo a
la autocompasión sería la capacidad de resiliencia que se
desarrolla frente a las situaciones adversas. Las mujeres saben
de resiliencia cuando la mitad de las familias son sostenidas
afectiva y económicamente por ellas, lo que ahora se denomina
como “jefas de hogar”. La historia bíblica de Ruth y Noemí
presenta estas dos caras frente al dolor y la necesidad. Una
Noemí que inicialmente se victimizaba y no veía salida a la
viudez en tiempos en que las mujeres no sobrevivían sino a
través de su vinculación con los hombres. Ruth, en cambio, en
una situación semejante, trastoca su rol de género para ser
productiva y valerse por sí misma. Su actitud resiliente
transforma la victimización de Noemí en fuerza y sororidad.
El mal-estar de la sobreestima

En las luchas por reconstruir su identidad de género, las mujeres


trabajan su auto-estima como parte vital de ese proceso. Podría
afirmarse que en un contexto marcadamente patriarcal, la
autoestima de las mujeres se ve afectada a diferentes niveles. El
fortalecimiento de la autoestima procura en las mujeres un
sentido de propiedad y autoridad en sus opiniones y decisiones.
Compensa con asertividad las carencias y falencias con las que
fue formada y tiene un alto sentido de logro. En algunos medios
sociales estas mujeres empoderadas son poco aceptadas y
difíciles de asimilar de parte de hombres y mujeres que valoran
la feminidad patriarcal.

Con un sentido autocrítico, este último mal-estar de sobreestima


puede surgir de una autoestima excedida en firmeza sobre las
creencias y la seguridad personal. Con el riesgo de ser
interpretada como una postura neo-sexista, afirmamos que en
ocasiones la autoestima está asentada en el poder de saber y el
convencimiento de la razón. A esto estamos llamando
sobreestima. No se trata necesariamente de un poder de
sometimiento de la otra persona, ni de competencia de
opiniones, sino de una fuerza interna que no permite la duda o
la vulnerabilidad. Esta actitud franca y sin segundas intenciones,
bien puede lastimar otras sensibilidades sobre los temas en
debate. Las mujeres autoconstruidas en el pensar y hacer
podemos ser muy protectoras de la mismidad y debilitar nuestra
capacidad de mirarnos y reconocer las fallas por exceso de
autoconfianza y la diversidad de opiniones y actitudes entre las
mismas mujeres. Si antes mencionábamos la fácil culpabilización
en la que incurre la ideología patriarcal y religiosa, en este caso
de la sobreestimación, la dificultad es la ausencia de culpabilidad.
No de una culpabilidad persecutoria, sino de una culpabilidad
sanadora que antecede a la conversión.
Si pudiéramos correlacionar este mal-estar con un pasaje bíblico,
éste sería el de la mujer siro-fenicia que desafía a Jesús. No
porque la siro-fenicia se excediera en su estima personal, sino
porque su autoestima bien ubicada descolocó la sobreestima de
Jesús y le permitió considerar otro punto de vista, otra necesidad
no percibida; es decir, le permitió a Jesús reconsiderar su
conocimiento de la realidad cultural de las personas marginadas.
Su sensibilidad se afinó gracias a que vulneró la lógica de su
diálogo incorporando una perspectiva no antes considerada.
Para este despertar fue necesario deponer lo conocido,
autocríticamente, y con un sentido de humildad.

Las identificaciones con ciertos rasgos de comportamiento a los


cuales hemos llamado mal-estares se estructuran en las
identidades de género de las mujeres. No todas las mujeres
hibernan, se paralizan, se disocian, se sienten falsas, se quejan o
se tornan ajenas… pero todas crecen en un medio social y
religioso que mistifica, confunde y aliena. El nominar estos
rasgos puede favorecer su atención y superación. Entender los
mecanismos por los cuales nos apropiamos de los imaginarios y
cómo esas creencias son reforzadas por los patrones de
interacción y las ideologías religiosas, puede favorecer una labor
pastoral para reconstruir la fe en Dios y la fe en sí mismas.

Bibliografía

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Apego, trauma y violencia: comprendiendo las
tendencias destructivas desde la perspectiva de la teoría
del apego [Renn, P., 2006]
Publicado en la revista Aperturas Psicoanoaliticas nº024

Autor: San Miguel, Mª Teresa

Reseña: “Apego, trauma y violencia: comprendiendo las


tendencias destructivas desde la perspectiva de la teoría del
apego”. Paul Renn. En: Harding, C. (ed.) Aggression and
Destructiveness: Pyschoanalytic Perspectives. New York:
Routledge (2006)

En la introducción del capítulo, Renn nos dice que para muchas


personas la violencia en las sociedades modernas ha tomado
proporciones de “epidemia”. El autor extrae de su práctica
como forense el caso de un hombre, Michael, que tras 20 años
de matrimonio golpeó con un martillo hasta causar la muerte a
su esposa, Anna, a pesar de alegar que él la amaba.

La propuesta de Renn es presentar en primer lugar las premisas


y hallazgos de la teoría del apego que nos permitan comprender
la violencia masculina que se manifiesta en los vínculos afectivos
y, al final, volver sobre el caso de Michael.

Renn invoca las teorías pioneras de Bowlby para quien el apego


es un tipo de comportamiento por el que una persona busca
activamente mantener proximidad con otra claramente
diferenciada (esto quiere decir que el contacto buscado no es
con cualquiera sino con alguien significativo para esa persona).
Renn propone que la cualidad principal del cuidador como figura
que brinda amor y seguridad permite al niño regular el conflicto
básico entre amor y odio. De forma complementaria, la agresión
sería la consecuencia de una perturbación traumática del
vínculo de apego. En consecuencia, Renn propone que el
significado de las agresiones que se producen en el marco de
relaciones afectivas adultas ha de buscarse en la matriz
particular de las relaciones del sujeto en la infancia. Cuando
dichas relaciones no han sido adecuadas, la persona tiende a
reaccionar con agresividad cuando percibe amenazas o se siente
en peligro. Estas reacciones se caracterizan para Renn por ser
“desorganizadas” y por carecer de capacidad para encontrar
formas adecuadas de adaptación (maladaptive).

Renn considera que la comunidad psicoanalítica se distanció al


principio de lo sostenido por Bowlby debido a que éste
enfatizaba el papel de las experiencias traumáticas de la vida
real en la génesis de la psicopatología. Pero este primer
desencuentro entre teoría del apego y psicoanálisis ha ido
evolucionando hacia un mayor acercamiento entre ambas
disciplinas, habiendo contribuido a ello tanto los hallazgos de la
investigación neurocientífica como otros estudios realizados
sobre los efectos del trauma, la regulación de los afectos, la
disociación y los tipos de memoria implícita-procedimental. Los
hallazgos de estas investigaciones apuntan en una doble
dirección: subrayan el papel central que tiene la relación entre
cuidador y niño para la transmisión afectiva y la regulación
emocional; y, en segundo lugar, destacan la importancia de la
intersubjetividad en el desarrollo del cerebro y en el dominio
cognitivo de la experiencia.

Teoría del apego y agresión

En este apartado, Renn nos recuerda que para Bowlby la


aflicción y duelo patológicos están en la base de los
sentimientos agresivos y destructivos, pues estos últimos serían
precisamente la reacción que aparece frente a separaciones y
pérdidas que el niño vive en sus relaciones familiares. Bowlby
consideraba que cuando los niños no pueden expresar sus
sentimientos frente a la pérdida de una figura de apego
(sentimientos que son ambivalentes e incluyen tanto el anhelo
de contacto como el enfado y la rabia) esta vivencia de
“división” en los afectos hacia la figura de apego tiene su
correlato en un sistema disociado de la personalidad del niño-a.
En suma, para Bowlby, en el duelo patológico se reniega
(disavow) la pérdida.
Renn alude a la diferencia, ya conocida, entre patrones de apego
seguros, inseguros o desorganizados. Estos modelos no son sólo
“relacionales” sino que pasan a formar parte de mundo interno
en la infancia y tienen su continuidad en las relaciones afectivas
de la edad adulta. Estos “modelos internos de apego” sirven
para interpretar y predecir tanto el comportamiento como los
sentimientos de los otros relativos al apego. Según Renn, estos
modelos internos de apego pueden equipararse a las relaciones
de objeto (en el sentido kleiniano de objeto interno).

Las ideas de Bowlby sobre la agresión descansan sobre lo que -


para el autor- es la función evolutiva del enfado. La protesta
airada es una respuesta biológica de carácter instintivo frente a
la ansiedad y el miedo que se experimenta cuando la figura de
apego se aleja o se pierde. La función adaptativa de la ira sería,
pues, aumentar la intensidad de la comunicación con la figura
de apego para restablecer el contacto con ella y evitar que el
niño se quede sólo.

En los casos en que los padres no se muestran suficientemente


disponibles y no existe una figura de apego sustituta, los niños
pueden verse empujados a adoptar un distanciamiento
emocional a través del cual se niega cualquier necesidad de
contacto. Bowlby pensaba que esta exclusión defensiva se
convierte en el núcleo de la psicopatología, ya que el
alejamiento impide experimentar lo traumático y, por tanto, el
niño carece de medios para procesar su experiencia. En la
adultez, estos traumatismos pueden activarse en el contexto de
vínculos afectivos y desencadenarían todos los afectos de ira y
hostilidad contenidos.

A diferencia de esta situación, si los vínculos de apego han sido


seguros en la infancia, la persona encuentra formas de sentir y
expresar el enfado de forma apropiada, sin que la agresividad se
desborde y destruya las relaciones con los otros cuando en
dichas relaciones surjan conflictos que desencadenen miedo o
pena en el sujeto.

Para Renn, en resumen, las formas de cuidado y apego


introducen al niño y la niña en potenciales sendas de desarrollo
que conducen a niveles diferentes de adaptación. Los trastornos
en las relaciones de apego terminan por constituir “modelos
internos de funcionamiento del apego”, que son como las
plantillas de la psicopatología de la vida posterior y entre ellas
se pueden incluir las formas de comportamiento agresivo y
destructivo de la vida adulta.

Perspectivas contemporáneas sobre la reacción entre trauma y


regulación afectiva

El trauma psicológico implica tener sentimientos intensos de


miedo, desprotección y sensación de aniquilación, los cuales
desorganizan el funcionamiento mental y privan a las personas
de una serie de sensaciones tranquilizadoras como serían las de
tener control sobre lo que les acontece, sentirse en contacto
emocional con los otros, así como sentir que las relaciones
tienen un sentido.

Renn cita a varios autores (DeZulueta, Tyson and Tyson, además


del ya mencionado Bowlby) para quienes los afectos
traumáticos son un factor de primer orden a la hora de entender
las motivaciones agresivas y destructivas.

También Renn subraya lo sostenido por otros (Rutter) en el


sentido de que cuando en la infancia se produce una pérdida
(padre o madre) no sólo hay que ver los efectos sobre el hijo o
la hija, sino contemplar también los efectos de desorganización
que dicha pérdida tiene sobre el conjunto de la familia. El autor
mencionado por Renn (Rutter, 1997) considera que en estos
casos pueden desarrollarse formas de apego enfermizas sin que
se haya alterado la estabilidad de la relación.

En cualquier caso, parece haber coincidencia en que no es el


trauma aislado sino el efecto de éste sobre los vínculos, o el
hecho de que el trauma aparezca en el interior de vínculos
deficitarios, lo que señalaría la dirección en la que se va a
desarrollar la personalidad. Asimismo, se considera que es la
desorganización en los vínculos de apego, y no tanto
determinados grados de inseguridad en dichos vínculos, lo que
sería un factor central en la aparición de agresión y violencia en
la vida adulta.
Renn considera que se cuenta con suficientes trabajos para dar
por evidente que la regulación emocional es una parte
sustancial de la relación entre apego y psicopatología. Renn se
apoya en autores como Bradley y Schore quienes han trabajado
sobre la importancia de las figuras de apego en regular
emociones negativas como el miedo, la vergüenza y la rabia.
Shore (1991, 1994) puntualiza que el desarrollo del sistema de
regulación emocional en el hemisferio derecho del cerebro
atraviesa una fase crítica durante el segundo año de la vida; de
manera que un temprano fallo en la regulación de una emoción
como la vergüenza puede traer aparejados desórdenes
asociados con la regulación de la agresión.

En cualquier caso, según el autor, el problema es que el “trauma


relacional” se encuentra típicamente en familias donde las
deficiencias son acumulativas. En ellas, el adulto responsable de
cuidar al niño-a provoca fallas en la regulación afectiva de éste-
a y, lo que es más importante, o es incapaz de dar cariño o
cuando lo da es de forma inconsistente. Como resultado de este
fallo de “entonamiento” afectivo, el niño queda en un estado
psicobiológico profundamente desorganizado. La respuesta del
niño a un ambiente que le produce mucho miedo es desarrollar
una hipervigilancia y una reacción extremada, ya sea ésta la de
expresar emociones intensas ante cualquier pequeño cambio en
el contacto con los otros o, por el contrario, evitar dicho
contacto, disociando una afectividad que aparece muy
restringida y mostrando un alto grado de obediencia y
conformidad. En cualquier caso, estos formatos de interacción
van a terminar por formar parte del psiquismo y uno de sus
efectos sería el de dañar la capacidad para procesar la
información emocional en el seno de las relaciones con los otros
Podría decirse, en suma, que los efectos de un traumatismo
temprano en la relación del niño con figuras de apego pueden
conducir tanto a una deficiente capacidad para procesar la
información emocional que nos transmiten los otros, como a
tener dificultades en grado variable para regular los estados
corporales (p. 63). Si las figuras parentales son incapaces de
ayudar a sus hijos cuando estos se sienten atemorizados, se va
desarrollando durante la infancia una excesiva sensibilidad
frente a cualquier estrés que se expresará en la vida adulta
como incapacidad de hacer frente a cualquier situación
conflictiva.

Los estudios de neurociencia afirman que el trauma induce una


deficiencia en el sistema orbito-frontal del cerebro derecho;
como resultado de esta deficiencia, no se produce una
adecuada transmisión de la información afectiva al lateral
izquierdo del cerebro donde se procesaría semánticamente.
Esto quiere decir que bloques de la experiencia pueden quedar
sin significado y, en general, la persona carece de un relato
integrado y coherente de su experiencia emocional y de sí-
misma.

La teoría del apego y la transmisión de afectos.


Renn (p. 64) considera que la teoría del apego puede
considerarse como una teoría de la regulación emocional, ya
que la calidad del cuidado transmite una determinada
organización del apego en la que se puede incluir un estilo
característico de regulación de las emociones. Renn invoca los
trabajos de Stern, Beebe y Lachmann, Lyons-Ruth y otros en los
que se nos muestra la forma sutil en que se transmiten de una
generación a otra las emociones; serán las inflexiones de la voz,
las miradas, las posturas corporales o las expresiones del rostro
las que nos permitan ir adquiriendo un conocimiento sobre lo
emocional que es conocimiento implícito y que se produce
siempre en el marco de una relación.

Renn también recoge las aportaciones de Main, Kaplan y Cassidy


que han permitido ver que los padres transmiten a sus hijos sus
modelos internos de apego y que esta influencia se dejará ver,
sobre todo, en el tipo de relaciones íntimas que ellos
establecerán en el futuro con sus parejas.

Como han mostrado numerosos estudios, los niños que han


disfrutado de una relación de apego seguro tienden, en su vida
adulta, a buscar formas de reparar los efectos de las rupturas
en las relaciones y eso hace que sus vínculos tengan una relativa
consistencia. Cuando el apego ha sido inseguro y los niños no
han recibido atención de los padres frente a diversas formas de
estrés sufridas, la tendencia que aparece es una reducción en la
expresión tanto de sus necesidades de recibir ayuda, como de
sus sentimientos de vulnerabilidad. Esta deficiencia en la
expresión de afectos empuja al niño-a a una desconexión de sus
propios estados emocionales.

En cuanto a los niños y niñas criados en vínculos de apego


desorganizado, éste puede provenir tanto de padres que
atemorizan a sus hijos-as (donde se dan formas francas de
maltrato), como de padres que alternan entre proveer de
cuidados adecuados y retirar bruscamente cualquier tipo de
disponibilidad y vínculo afectivo con los hijos-as.

En aquellos casos en que ambos padres son responsables de


provocar miedo e intranquilidad en sus hijos, los niños y las
niñas se ven abocados-as a un callejón sin salida ya que son las
propias figuras protectoras las que producen temor. Como
escapar físicamente del traumatismo es imposible, los niños
alternan entre estados de hiper-vigilancia y protesta airada y
estados en los que predomina la disociación y un bajo tono
emocional.

Renn concluye que cuando nos encontramos con traumas


acumulativos en las relaciones, éstos van a terminar por
producir un impacto en la maduración del sistema orbito-frontal
y generar una permanente falta de regulación en los estados de
miedo.

Por último, los trabajos de Lyons-Ruth y Jacobvitz relacionan el


apego desorganizado con una predisposición a la violencia en
las relaciones personales, a padecer estados disociativos y
trastornos de conducta en niños y adolescentes, así como a
desarrollar un en la vida adulta el denominado trastorno
borderline de la personalidad.

Separación y proceso de diferenciación psicológica

La seguridad que pueda proporcionar la figura de apego es


fundamental para que se desarrolle en la infancia un deseo de
explorar y de separarse. Bowlby presentó en términos de
“ambivalencia” lo que los niños experimentan entre su
tendencia a buscar conexión emocional y su tendencia a la
autonomía. Teóricos de la escuela de las “relaciones objetales”,
como Balint, Khan o Winnicott; y otros autores pertenecientes
a la “psicología del yo”, como Mahler y Furere, han puesto de
relevancia la importancia de que los niños tengan un cierto
grado de agresividad y de capacidad de desafío como medio
para conseguir un sentimiento óptimo de diferenciación de las
figuras parentales. Esta diferenciación permite tanto un
desarrollo de la capacidad de exploración autónoma como la
emergencia del sentimiento deagentic self (vivencia de ser
sujeto y dueño de los propios actos).
Renn cita asimismo a autores como Benjamin y Ogden para
quienes es necesario un proceso de diferenciación entre el niño
y su cuidador como vía para tener una perspectiva subjetiva. Los
abusos de los padres, su narcisismo o negligencia hacia los hijos-
as generan tales grados de ansiedad e inseguridad en ellos-as
que tornan muy problemático el proceso de separación y
discriminación. Renn añade la perspectiva de autores para
quienes el padre tiene un rol importante en impulsar a que el
hijo-a salga del vínculo diádico que establece con la madre, así
como ser ese “tercero” que puede dar una segunda oportunidad
al niño o la niña para desarrollar un sí-mismo seguro (Fonagy,
Target). Fonagy es el autor que más ha incidido en que la
relación de apego es fundamental para el desarrollo de la
capacidad de “mentalización”.

Renn señala que, muy a menudo, la figura paterna ha estado


ausente o inaccesible emocionalmente. Esta situación resulta
exacerbada, según el autor, por las interminables jornadas
laborables de muchos hombres, así como por los altos índices
de separación y divorcio en nuestras sociedades
contemporáneas. En los casos en que ambos padres resultan
incapaces para cumplir las funciones de su rol como figuras de
apego, es importante la existencia de una figura de apego en el
entorno familiar (como el abuelo o la abuela) que pueda
permitir el desarrollo de la capacidad de mentalización
(Fonagy).
Teoría del apego y violencia

Antes de introducirse en el tema de las relaciones entre apego


y violencia en los vínculos interpersonales, Renn sigue a De
Zulueta (1993) al proponer la diferencia entre violencia y
agresión. La agresión es definida como un estilo de relación con
los otros caracterizado por la ira, la envidia, el odio y la
hostilidad. Los sentimientos agresivos pueden ser expresados
verbalmente o transmitidos de forma no-verbal, pero nunca a
través de actos físicos. Contrariamente, el acto violento consiste
en un ataque dirigido contra el cuerpo del otro con la intención
de causar daño físico e injuriar psicológicamente.

En la violencia pueden distinguirse dos tipos. El primero es la


violencia depredadora o psicopática, la cual es planificada de
antemano y cuya ejecución se realiza exenta de emociones. El
segundo tipo sería la denominada violencia defensiva o afectiva,
la cual surge como reacción a una amenaza que es percibida
como un peligro para la seguridad personal. Este tipo de
violencia viene precedida por altos niveles emocionales. Renn
cita a Cartwright (2002) -autor para quien la característica
común de ambos tipos de violencia es la falta de simbolización
(siguiendo el concepto de “mentalización” de Fonagy)- pero
precisa que él se va a centrar en la violencia llamada
“defensiva”.

Renn desgrana una serie de datos sobre la violencia criminal. El


primero de ellos es que de un total de 1048 homicidios
contabilizados en el período 2002/2003 en Inglaterra y Gales, la
mayoría fueron cometidos en el seno de la familia, siendo las
víctimas las mujeres y los niños. También se cuentan por
millones (más de seis) el número de incidentes violentos en el
ámbito doméstico. Como es bien conocido por los profesionales
que trabajan con temas de maltrato, la mayoría absoluta de las
agresiones físicas entre adultos se dan entre personas que están
ligadas afectivamente.

Renn (p. 68) cita a Bowlby (1973, 1988) para quien la violencia
ha de comprenderse como una exageración y distorsión de las
reacciones de ira a través de las cuales el niño retiene a la figura
de apego; esta ira es, por tanto, una conducta potencialmente
funcional para mantener el vínculo de apego. Bowlby entiende
el asesinato como la incapacidad de quien perpetra dicho
crimen para tolerar el alejamiento de la figura de apego. Renn
añade que esta idea se ve confirmado por estudios que
muestran que la mayoría de los asesinatos de las esposas son
llevados a cabo por sus maridos tras la separación física entre
ambos.

Renn cita a Fonagy y Target quienes mantienen que, en el caso


de individuos violentos, el tipo de daño que han sufrido en su
infancia suele ser un tipo de violación del self más sutil y
encubierto que otras formas de traumatismo y abuso más
franco.

Renn se apoya en su experiencia clínica para concluir que el


aspecto central de la estructura defensiva del asesino consiste
en un falso-self, siendo reforzados el comportamiento y las
actitudes “pseudos-independientes” por el distanciamiento
emocional, la idealización y la “defensa moral”.

Renn presenta un diagrama en el que se detalla su modelo


teórico sobre la violencia afectiva masculina y otro para
describir su modelo de trabajo terapéutico con estos pacientes.
Respecto al primer diagrama, el autor parte de un trauma
infantil que sería: separación, abandono, abuso y/o negligencia
que se producen el contexto de un sistema de apego-cuidado
desorganizado. La conexión de este tipo de apego
desorganizado con traumatismos sobre los que no se ha hecho
nada y un sistema de representación caracterizado por la
disociación va a dar lugar a duelos patológicos, distancia
emocional e incapacidad para regular los estados afectivos.

El efecto de todo lo anterior es una percepción distorsionada de


la pareja y una conducta controladora substancialmente
indebida. Ante un abandono percibido o real, se activaría el
miedo y el sistema de apego desorganizado, lo que trae
aparejado desregulación afectiva, retraumatización y conducta
violenta.

En cuanto a si existen diferencias de género respecto a la


conducta violenta, Renn cita un trabajo (Mirrless-Black, 1999)
realizado en Gran Bretaña en el que se afirma que se han
encontrado niveles similares de violencia doméstica en
hombres y mujeres, aunque se matiza que las injurias que los
hombres infligen a las mujeres suelen ser más graves, reflejando
la mayor fuerza física de los varones. Al tiempo, se registra un
incremento de la violencia de las mujeres en los espacios
públicos. En otro estudio citado por Renn (Roberts y Soller,
1998) se compara a hombres y mujeres violentos y se concluye
que las mujeres violentas no lo son fuera de las relaciones de
pareja.

Una viñeta clínica de la práctica forense

Desde la teoría del apego, los síntomas destructivos del paciente


se comprenden como expresión de una experiencia traumática
que no ha sido procesada y que queda registrada en la memoria
implícita-procedimental y representada en los modelos internos
self-otro. Tanto la memoria afectiva como los modelos de
interacción emergen en el sistema de relación o intersubjetivo

Caso Michael

Michael mató a su ex-mujer, Anna, golpeándola con un martillo


en el curso de una acalorada discusión en la que la acusaba de
hablar mal de él a los hijos. Habían estado casados 20 años y
tenían cuatro hijos de edades comprendidas entre los 10 y los
18 años.

Renn nos cuenta que los padres de Michael se separaron cuando


él tenía cuatro años y perdió el contacto con su padre cuando su
madre volvió a casarse. M. sentía que se había convertido en un
extraño para su madre y su nuevo marido pues ellos estaban
ocupados en montar un negocio, de manera que M. se vuelve
hacia la abuela materna con la que desarrolla un vínculo de
apego sustitutivo.

En la juventud, Michael conoce y comienza una relación con


Clare. Ella rompe el compromiso de forma precipitada.
Posteriormente, Michael se encontró casualmente con Clare y
la apuñala en el pecho. Estuvo cuatro años en prisión. Después
volvió a ser condenado por robo, posesión de armas de fuego y
lesiones.

La actividad delictiva de Michael cesa cuando comienza una


relación con Anna. En los cuatro años previos al asesinato, la
tensión crece entre la pareja: él trabaja muchas horas fuera de
casa y ella comienza una relación extramarital. La distancia
afectiva y sexual entre ellos crece sin parar. La situación se
complica todavía más porque Anna empieza a beber en exceso
y él se torna progresivamente controlador. Fallecen la madre y
la abuela de Michael.
La pareja no consigue arreglar sus diferencias, Michael intenta
suicidarse y es hospitalizado por depresión. De vuelta a la casa,
Anna acusa a Michael de golpearla y él es arrestado, además de
que se le retira la custodia de los hijos por tres meses. Durante
ese tiempo, ella pide el divorcio. A los pocos días, Michael va a
verla. Cuando Anna se niega a hablar con él y amenaza con
avisar a la policía, Michael la asesina.

Renn cita lo que parecen ser palabras textuales de Michael:


“toda mi ira y mi frustración estallaron de repente”. La policía
encontró a Michael sentado en su coche, delante de la casa
familiar. Fue condenado a siete años de prisión. Michael
hablaba de su amor por Anna y de que nunca hubiera podido
imaginar que ella lo abandonara. Michael creía que ella lo había
provocado al alegar que la había pegado cuando lo único que
ella pretendía era tener una causa para divorciarse de él.

Renn comenta la incapacidad de Michael para experimentar


sentimientos de empatía hacia Anna, pero subraya lo
profundamente conmovido que se sentía porque había
arruinado la posibilidad de que sus hijos gozaran de una
“perfecta” infancia que él nunca tuvo.

Para el autor nos encontramos en presencia de un trauma


acumulativo con efectos sobre el desarrollo neurológico. Sin
haber podido contado con ayuda, Michael nunca pudo procesar
sus experiencias de haber sufrido abuso sexual y abandonos por
parte de las figuras de apego. Renn afirma que mientras Anna
fue emocionalmente accesible, Michael pudo, con sus defensas,
mantener su miedo y su angustia dentro de proporciones
manejables. Cuando Michael percibe que ella se aleja, se dispara
el miedo, su conducta se vuelve progresivamente desorganizada
y sus defensas fracasan en regular los afectos negativos, lo cual
culmina en una explosión de ira asesina. Renn continúa
interpretando que el primer ataque de Michael contra Clare (su
primera relación) también puede ser visto como indicador de
que la pérdida dispara en Michael modelos internos de relación
que son poco adecuados, fruto de sus vínculos infantiles de
apego desorganizado.

Renn no deja de reconocer como probable que cualquier mujer


con la que Michael desarrolle una relación íntima se encuentra
en peligro de ser dañada si la relación se rompe. Según el autor,
un trabajo psicodinámico con base en la perspectiva del apego
podría aminorar la catastrófica experiencia de Michael con los
abandonos y los rechazos, lo que reduciría el riesgo de las
mujeres con las que se relacionara. Este encomiable deseo de
Renn, al parecer no pudo cumplirse y el autor concluye con una
comunicación escalofriante: Michael entabló una nueva
relación con una mujer a la que golpeó hasta la muerte cuando
ella quiso romper la relación. Después de matarla, Michael se
fue a correr, no sin antes dejar una nota a la policía admitiendo
su crimen e indicando el lugar en el que encontrarían el cuerpo
de ella.

Comentarios críticos
Renn realiza un recorrido por las teorías del apego con la
pretensión de que dichas teorías nos van a permitir entender la
“violencia masculina en el interior de vínculos afectivos”. Es con
estas palabras con las que el autor designa lo que muchas
autoras feministas, entre las que me encuentro, preferiríamos
denominar violencia de género o violencia ejercida contra las
mujeres. No es que Renn desconozca quiénes son
mayoritariamente las víctimas (él mismo aporta datos sobre el
nº de homicidios de mujeres y niños en Inglaterra durante el
período 2002/3) pero al hablar de dicha violencia la denomina
“incidentes de violencia doméstica” (incidents of domestic
physical assaults), incidentes que pasan a ser descritos en
términos de “asaltos violentos entre adultos que ocurren
cuando existen vínculos de apego entre ellos”. Parece un
circunloquio que evita plantear en términos más claros los
golpes y el asesinato de que son objeto las mujeres a manos de
sus parejas del género masculino.

Con respecto a la tesis central de Renn, la causalidad que el


establece entre relaciones tempranas de apego desorganizado
y violencia física en la etapa adulta, nos parece francamente
insostenible. Como también resulta discutible la continuidad
que existe para el autor (p. 73) entre las reacciones de la infancia
y las de la edad adulta:

En la infancia, él expresaba su tensión y su enfado corriendo


alrededor de la casa y haciéndose pis en la cama, mientras que
en su edad adulta esto fue actuado como un crimen violento.[1]
Resulta indudable el nivel de déficit en la regulación emocional
que ocasionan las relaciones traumáticas (se trate de abuso
sexual, maltrato físico o deficiencias psíquicas graves) pues
existe abundante material clínico al respecto. Ahora bien, como
mucho se puede coincidir con el autor en que dichos
traumatismos son condición necesaria, pero no suficiente, para
explicar estallidos de violencia que -en el caso que Renn nos
trae- llevan a Michael matar a golpes a dos mujeres a quienes
afirma amar (p. 59).

Como ya indicó el filósofo Schopenhauer en su ameno tratado


“El arte de tener razón”[2], no delimitar claramente la
causalidad da lugar a argumentos falaces. Así, en este artículo,
se hace pasar por causa del comportamiento violento de
Michael sus traumas de apego en la infancia, lo cual podríamos
calificar, con Schopenhauer, como fallacia non causae ut
causae,(falacia de hacer pasar por causa lo que no es), dado que
existen numerosos casos de sujetos que han padecido tales
traumas y que, sin embargo, no han desembocado en actitudes
violentas. Con el agravante, en este caso, de que la orientación
del tratamiento recomendado se fundamenta en la causa
supuesta.

La teoría del apego nos resulta muy válida para entender


reacciones emocionales frente a carencias en la figura de apego
como puede ser la ira, pero no termina de dar cuenta de cuáles
serían las condiciones para que esos patrones de irascibilidad y
déficit de regulación emocional terminen en una violencia
contra la persona “querida”. Este sería precisamente el
elemento fundamental para una reflexión sobre la génesis de la
violencia. Pero en el artículo reseñado se hace un continuum
entre las reacciones de ira infantiles (que aparecen como
reacción al alejamiento de la figura de apego) y el ejercicio de la
violencia que busca dañar al otro (y no sólo impedir que se
aleje). Así como el enfado y la protesta infantil pueden
considerarse reacciones “primarias” y que tienen una finalidad
biológica, no vemos ninguna relación entre esto y las
explosiones de cólera que culminan en un ataque contra la
integridad de otra persona.

Una vez que apuntamos esta insuficiencia es dable reconocer


que precisamos de mayores estudios sobre la patología de los
hombres que maltratan y para los que Dutton (1995), que figura
en la bibliografía de Renn, nos propone una clasificación de los
tipos de “golpeador” en el que retrata un tipo de trastorno de
personalidad que podría corresponder con el caso de Renn,
pero se nos da poca información específica sobre su génesis.

Tampoco nos resulta particularmente afortunada la definición


de violencia “defensiva” o “afectiva” que el autor toma de
Fonagy (1999), pues se supone que en estos casos la violencia
se desencadena automáticamente si una persona se siente en
peligro al ser abandonada por figuras de apego. De nuevo,
bastaría contemplar el vasto mundo de angustias persecutorias,
de atentados a la supervivencia y de injurias narcisistas que
sufren muchos pacientes (varones y, sobre todo, mujeres) para
que resulte insostenible esa especie de silogismo que liga de
forma causal vivencias de estar en peligro, rabia y… golpear a
alguien hasta matarlo. Si la característica de esta violencia es
que aparece en el terreno “relacional” no creemos que pueda
ser etiquetada ni de “defensiva” ni de “afectiva”, pues
contemplada desde el vínculo parece más oportuna tildarla de
“ofensiva” y “cargada de odio”.

El trabajo terapéutico con hombres que maltratan a sus parejas


podría ser una oportunidad para elaborar una psicopatología
del dominio y la agresión que siempre se echa en falta en los
manuales clásicos del psicoanálisis, tan abultados, sin embargo,
de patologías de sumisión y masoquismo. Sorprende un tanto
que no se encuentren “compensaciones” psíquicas que el
ejercicio de la violencia pueda deparar para el agresor, hasta el
punto de que éste se nos presenta sólo en su vertiente de
víctima. Como bien ha puesto de manifiesto Bleichmar (1997),
la agresividad es un recurso muy socorrido porque permite
cambiar de forma instantánea el sentimiento de fragilidad o
inferioridad por el de fortaleza y superioridad. Este cambio, en
el campo de intersubjetividad implica que se proyecten (y se le
hagan experimentar al otro) los sentimientos de vergüenza y/o
temor, de manera que el agresor pueda retener los
sentimientos de dominio y el poder de intimidar al otro. Si esto
sucede con cualquier expresión –verbal o no verbal- de
agresividad ¿qué no sucederá cuando la violencia le da al
agresor el poder de dañar físicamente e incluso de decidir si le
quita la vida al otro? Aunque Renn insista en que las agresiones
suceden en medio de explosiones emocionales ¿en qué se
convierte la otra para quien la golpea?, ¿qué sucede en la mente
de alguien para que el dolor, el terror, la sangre e incluso el
cuerpo destrozado no logren detenerlo?
Renn termina su artículo lamentando que el hecho de que
Michael no hubiera podido trabajar sus traumas costó la vida a
otra mujer. Pero tanta empatía para el sufrimiento de Michael y
tan poca para sus víctimas no parece muy justo. Sobre todo
porque no creemos que sea aquel niño que efectivamente sufrió
abandono (parcialmente de la madre, total por parte del padre)
y abuso sexual (perpetrado por un amigo del abuelo), aquel
niño, decimos, no creemos que sea el mismo que golpea con un
martillo a Anna. Michael es un adulto que no tolera que “su”
mujer le prive de aquello que él desea y necesita; un adulto que
se siente con el derecho a someter con golpes a una mujer que
se niega a hablar con él y que él convertirá en víctima indefensa,
a su merced, incapaz de cualquier rebelión y que pagará con su
vida haberlo ofendido y haberlo abandonado.

________________________________________
In childhood, he expressed his anger and distresss by running
away from home and bedwetting, whereas in adulthood it was
enacted in violent crime[1]

Schopenhauer, A. 2004. El arte de tener razón expuesto en 38


estratagemas. Madrid: Alianza Editorial.[2]
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