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El bien y el mal en general

La noción de bien. Bien y ser. Bien trascendental y bien de una naturaleza. Bien,
finalidad y naturaleza. Bien honesto, útil y deleitable.

Hemos de tratar primero de la noción de bien, después del bien específicamente


moral, y después del mal. Debemos clarificar estas nociones porque la ética estudia el
bien y el mal en las acciones humanas, en el obrar libre, y un pequeño error acerca de
los conceptos básicos de bien y mal repercute en todo el ámbito de la ética.

La noción de lo bueno surge porque nosotros, después de conocer la realidad,


experimentamos el atractivo de lo real, experimentamos impulsos, tendencias hacia la
posesión de algunos aspectos de la realidad. Experimentamos los efectos de la realidad
percibida en cuanto nos atrae1. Todo efecto tiene una causa. Por lo tanto, a ese efecto,
que es la tendencia, la inclinación, nosotros le reconocemos, le descubrimos una causa,
que es aquel objeto exterior que atrae el apetito. A eso le llamamos lo bueno. De manera
que hay una relación esencial entre el ser y el bien; entre la realidad y lo atractivo, lo
apetecible, lo que nos mueve hacia ese objeto que hemos conocido2. Experimentamos el
apetecer y al objeto que nos atrae lo denominamos bueno. A partir de esta experiencia
universal, la reflexión metafísica elabora una noción del bien que se identifica con toda
la realidad: lo bueno como trascendental, el bien ontológico porque se identifica con el
ser (en griego, ser se dice ontos). En metafísica, las propiedades o las nociones
trascendentales son aquellas propiedades que corresponden a todo ser por el hecho de
ser, a toda la realidad por el hecho de ser real, aunque cada trascendental corresponde a
un aspecto de lo real; es la misma realidad, pero vista desde distintos puntos de vista. La
noción de bien, considerada como una noción trascendental, es el mismo ser de las
cosas en cuanto apetecible.

¿Por qué puede ser apetecible, para un ser, otro ser? ¿Por qué el lobo, por
ejemplo, puede apetecer la oveja? Porque en una realidad hay algo que perfecciona a la
otra. En el ejemplo de la oveja y el lobo, ese algo es muy elemental: el alimento. El lobo
necesita alimento para la sustentación de su ser, para la perfección de su ser. Cuando el
lobo ve a la oveja —un gran pedazo de carne, débil, lento—, la estimativa del lobo la
percibe como apetecible, y se disparan sus impulsos, el deseo, las distintas pasiones
implicadas en mover al animal a conseguir su alimento. Lo mismo que ocurre entre el
lobo y la oveja, ocurre al nivel de toda la naturaleza. Todo se mueve hacia una cierta
perfección. Por eso, el filosofo metafísico elabora una noción trascendental de bien, una
noción completamente universal de lo bueno, que es el ser en cuanto apetecible. La
noción de lo bueno surge al relacionar lo que es —lo primero aprehendido por la
inteligencia— con la voluntad, que es el apetito intelectual, es decir, el apetito más
amplio, el apetito más universal. De ahí nace la noción universal de bien, una noción
trascendental de bien, como aquello que es apetecible. El bien es el ser en cuanto

1
Cf. capítulo sobre apetitos, tendencias y pasiones.
2
Recordemos que, según los tipos de conocimiento, hay distintos tipos de apetitos, de inclinación. El apetito racional
o voluntad es aquel que sigue al bien presentado por la inteligencia, es decir, a la realidad que la inteligencia conoce y
que interpreta como buena, como apetecible, como perfectiva del animal racional. De la misma manera, a nivel
sensible, experimentamos dos tipos de apetitos: uno que tiene por objeto el bien deleitable (el más básico) y otro que
tiene por objeto el bien arduo (difícil de conseguir). La percepción sensible, cuando llega al nivel de la estimativa,
que es la capacidad o sentido interno que distingue lo que es conveniente de lo que es inconveniente respecto de la
propia naturaleza, nos informa acerca de lo bueno o lo malo a nivel sensible.

1
apetecible y perfectivo de alguna naturaleza. Aristóteles define el bien como aquello
que todas las cosas apetecen: todo cuanto se desea se desea en cuanto que es bueno (no
es que sea bueno porque se lo desea, sino que el deseo se despierta porque se percibe
algo como un bien). Es una definición absolutamente universal de lo bueno, que se
aplica a toda realidad. De modo que, en tanto hay ser, hay bien.

Esta noción universal y trascendental se concreta en distintos tipos de bien. Lo


que es bueno para el lobo (que es comerse a la oveja) es malo para la oveja (ser comida
por el lobo). Por lo tanto, este bien que corresponde al ser de las cosas se diversifica
según los tipos de ser, los modos de ser. La palabra para referirse a los distintos modos
de ser es esencia —el qué o lo que una cosa es—, que también se denomina naturaleza
de una cosa, el modo de ser y de obrar fundamental de una cosa, porque se denomina
naturaleza a la esencia de una cosa considerada como principio intrínseco de sus
operaciones. El bien se especifica como distintos tipos de bien para distintos tipos de
seres. Por eso, el bien ontológico —definido de manera más específica en relación con
los diversos tipos de ser— es la perfección correspondiente a un ser según su
naturaleza, de acuerdo con su naturaleza. Se entiende, pues, qué importante es la
noción de naturaleza para comprender los diversos tipos de bien, y, en consecuencia,
para explicar el bien específicamente humano, que es el fin de toda la ética. En efecto,
lo que es bueno por naturaleza —lo que es bueno para el ser de una cosa— depende del
tipo de ser de esa cosa. Todo el mundo admite como obvia esta afirmación general. Si
hablamos de plantas o árboles, dependiendo de la especie de cada uno consideraremos
bueno un tipo de abono o de clima o de cuidados. Si hablamos de animales, sabemos
que un tipo de alimento es bueno para ciertos animales y no para otros; que unos
animales se benefician con determinado clima, y otros, con otro. Todos sabemos que lo
bueno se concreta según el tipo de naturaleza, según lo que conviene para la existencia,
el crecimiento y la perfección de cada modo de ser específico. Sin tales distinciones de
especies, de naturalezas, no sería posible ni el conocimiento universal —la ciencia— ni
las artes humanas mediante las cuales cuidamos del mundo. Curiosamente, cuando
llegamos al ser humano, el que más deberíamos querer mejorar y cuidar, entonces
comienzan las dudas y las discusiones: unos afirman que aquí ya no hay diferencia
objetiva entre lo bueno y lo malo para el ser humano en cuanto tal; o que no hay una
naturaleza humana de la cual dependa lo que es bueno o malo para este tipo de ser que
somos cada uno de nosotros. La visión clásica de la ética, en cambio, que surge de la
misma matriz cultural que fundamenta la objetividad del conocimiento científico, nos
advierte que el ser humano es especial, ciertamente; pero no tan especial que a su
respecto dejen de valer las intuiciones más básicas del sentido común sobre la
universalidad de las especies naturales y la relación entre lo bueno y lo natural. El
hombre posee una naturaleza que sobresale en dignidad sobre el conjunto de la
naturaleza material; pero la excelencia de su naturaleza es todo lo contrario de no poseer
una naturaleza conforme a la cual se dice que algo es bueno o malo para el hombre, la
naturaleza del animal racional, porque, en efecto, rigurosamente desvela la verdad de
que de una naturaleza excelente depende una bondad excelente, por encima de la del
animal sano, que es la bondad moral. El hombre es un ser con su modo de ser, y, por
tanto, también en el orden propiamente humano habrá cosas que sean convenientes para
esa naturaleza y cosas que sean inconvenientes para esa naturaleza, y según eso diremos
que son buenas o malas para el ser humano, y que hacer de ellas el fin de la acción será
también —por eso mismo— realmente bueno o malo desde el punto de vista moral.

2
Ahora se explicará cómo se relaciona la noción de lo bueno con el orden práctico,
es decir, con el orden de la acción, porque lo explicado antes es la noción de bien en el
orden teórico, que lógicamente tiene su correspondencia en el orden práctico. Santo
Tomás de Aquino dice que la primera noción o concepto que forma el entendimiento
especulativo o teórico es la de ente (aquello que es real, que tiene ser), porque el
entendimiento especulativo es la inteligencia en cuanto que conoce lo que ya existe, y el
concepto mas básico, antes de entrar en todas las distinciones de tipos de ser, es
simplemente el de “ser”, el de “lo real”, el de “ente”, el de “lo que tiene realidad”, lo
que tiene “ser”. En cambio, en el orden del entendimiento práctico, donde está
presupuesta la noción de ser, hay otra noción que es primera, la noción de bien. El bien
es la primera noción de la razón práctica, el primer concepto que la razón práctica
elabora como punto de partida de todas las otras nociones necesarias para la acción3.

¿Pero qué es lo que mueve a un ser a actuar? A un animal, a un humano, ¿qué lo


mueve a actuar? Internamente, lo mueve el apetito, su inclinación; externamente, lo
mueve el bien, el objeto que atrae al apetito, y que por eso denominamos “bueno”. Así,
por ejemplo, si pensamos en el caso de quien ve un pedazo de torta, la noción
meramente teórica de la torta —la que podría tener un marciano que la viera, o alguien
completamente inapetente— la considera como un tipo de ser, mientras que el hombre
hambriento se representa la torta como un bien, o sea, como algo atractivo. Este
representársela como un bien, como algo atractivo, activa las pasiones el deseo de
comer. El lobo, sin tener la noción abstracta de bien como los seres humanos, sí se
representa un objeto particular, esta oveja, un bien sensible, que gatilla en él el deseo de
comérsela. Por tanto, la noción de bien es la primera que opera en el orden práctico,
porque, después de captar lo bueno, el deseo gatilla la acción, el movimiento del lobo
hacia la oveja o del hombre hacia la torta. El conocimiento, que podría haber sido
puramente teórico, cuando descubre el atractivo que hay en una cosa, la interpreta como
bien, y la estimativa natural, que nos representa algo como bien a nivel sensible, desata
el deseo, y el deseo mueve a la acción. El ser humano puede no obrar conforme al
impulso del deseo sensible porque posee una facultad de desear conforme a un bien más
alto, el bien racional, que es captado por la inteligencia y constituido en objeto de ese
apetito racional (denominado “voluntad”). Sin embargo, la acción humana también
presupone la captación del bien y, en consecuencia, que la razón se haga práctica y
conozca el ser en cuanto apetecible (i.e., en cuanto bueno).

Ahora bien, el término de la acción es el fin. Por eso, la noción de bien y la de fin
son correlativas. La noción de bien, la de algo en cuanto que es apetecible, conlleva ver
lo bueno como aquello que se ha de conseguir, como aquello hacia lo cual el agente se
va a mover, y tal es la definición de fin: “aquello por lo cual o para lo cual algo es o se
hace”. Fin es aquello por lo cual el agente se mueve a obrar, pero el agente se mueve a
obrar porque su percepción del bien gatilla una pasión, y la pasión lo dirige hacia el
objeto. Por tanto, el mismo objeto que es percibido como bien, es interpretado
inmediatamente como fin de la acción. El bien tiene razón de fin, y el fin tiene razón de
bien. Son nociones correlativas. En consecuencia, todo lo que el agente conoce como
algo que ha de realizarse, lo conoce bajo el concepto de bien, que en el animal es algo
automático, no deliberado, instintivo, y en el hombre, en cambio, implica una cierta
deliberación, o capacidad de contener el deseo sensible gracias al deseo racional.

3
La razón practica es la misma razón —tenemos una sola inteligencia, una sola potencia del conocimiento
abstracto— considerada en cuanto que ordena el conocimiento a la acción, y así dirige los actos humanos hacia sus
fines.

3
Luego, santo Tomás afirma que la noción de bien es la primera noción de la razón
práctica, de la razón que dirige la acción, porque la razón no dirige la acción si no es por
un bien que se constituye como fin de la acción. Todo lo demás que la razón práctica
realiza y todos los otros conceptos que la razón práctica considera presuponen la
consideración del bien, de lo bueno.

Con lo dicho se entiende, pues, la relación entre la noción de lo bueno y la noción


de finalidad. Ahora bien, lo bueno se diversifica según los tipos de ser, porque cada
cosa apetece —se siente atraída— la perfección de su naturaleza, de su modo específico
de ser. Si el bien es un ser perfectivo de determinada naturaleza, o es la perfección
correspondiente a una naturaleza, ¿se podría decir, entonces, que el bien es relativo? La
pregunta es ambigua. Por eso la respuesta siempre es: Depende, sí y no. El bien es
relativo a cada naturaleza. Lo que es bueno para un ser humano, no es bueno para un
caballo, y viceversa. Hay una relatividad del bien en la medida en que lo bueno es
relativo a los distintos tipos de naturalezas. Después, dentro de una misma naturaleza, la
naturaleza establece un marco de lo que es conveniente para ese tipo de ser. Cabe
preguntar: pero, dentro de ese marco establecido por la naturaleza, ¿puede ser relativo el
bien? Dentro de un margen establecido por la naturaleza, puede haber una relatividad de
lo bueno según circunstancias individuales; pero esas variaciones individuales de lo
bueno para los miembros de una especia no van contra la naturaleza, sino que están
dentro del margen definido por la naturaleza. Así, por ejemplo, lo que para un individuo
es normal, para otro puede ser un exceso. El médico, cuidando a un enfermo, sabe que
hay cosas que matan a cualquier enfermo; pero, dentro de la naturaleza humana, de la
biología humana en este caso, tendrá que dar a cada enfermo la dosis que le corresponda
de un medicamento, porque lo bueno también es relativo al individuo. Esto no es
relativismo respecto del bien, porque hay criterios objetivos —en este ejemplo, los de la
ciencia biológica y la medicina— para conocer qué es lo bueno para una naturaleza y
qué es lo bueno para un individuo dentro de una naturaleza, según sus circunstancias
individuales.

Esta relación entre bien y naturaleza es muy importante por dos razones:

1.ª La primera es porque les dará a ustedes una estructura de pensamiento muy
sólida para no confundirse cuando deliberen sobre cuestiones morales, puesto que el
bien moral es el bien propio de la naturaleza humana. No se confundan, sepan que no
todo vale, que puede haber opiniones en el orden moral que sean equivalentes a un
veneno en el orden biológico. No se ve por qué el sentido común del médico admite esta
diferencia entre la naturaleza y el individuo, y entre una naturaleza y otras naturalezas
distintas de la humana, y en el orden del psiquiatra se hace lo mismo, y en el orden de la
culinaria también se hace la misma diferencia, y en cambio, cuando llegamos al orden
moral, parece que estamos en un ámbito donde todo vale, donde todo es opinable, donde
todo es igualmente bueno o malo según la opinión de cada uno. También en el orden
moral, en el orden del bien del alma (como dice Sócrates), en el orden de la justicia, hay
cosas que están dentro del marco de la naturaleza humana y otras que se salen de ese
marco: que contarían la naturaleza humana precisamente porque contravienen las
exigencias de la razón. Y dentro del marco de la naturaleza humana, hay cosas que
vienen bien según unas circunstancias, y otras que vienen bien según otras
circunstancias, y para discernir lo bueno según las circunstancias —dentro del marco
natural: nunca contra ese marco— se necesita de la prudencia como virtud. Mas hay

4
cosas que se salen de la naturaleza humana, es decir, se salen objetivamente de lo que es
conveniente para el hombre, con independencia de lo que uno opine. Uno se puede
equivocar en su opinión, actuar de esta manera, y autodestruirse, con opciones
completamente libres, y eso es lo que llamamos obrar inmoralmente. Como todo está
confundido ahora, algunos piensan que eso es totalmente opinable, y no lo es.

2.ª Hay una conexión esencial entre el bien y la naturaleza. Les va a venir bien tener
clara esta conexión esencial entre el bien y la naturaleza para que después, en sus
conversaciones, en sus deliberaciones, al momento de educar a sus hijos, piensen
ustedes en toda la experiencia que vamos acumulando sobre cómo somos los seres
humanos, cómo es nuestra naturaleza. Todos ustedes van a ser, en alguna medida,
médicos del alma, consejeros, y esos consejos serán parecidos a los de un médico. Si en
su mente tienen una visión completamente relativista, a sus hijos o a sus amigos no les
aconsejarán de buena forma.

Correlativamente, hay que tener muy clara la relación de bien y fin ya expuesta:
bueno será, para un determinado tipo de ser, lo que perfeccione su naturaleza. En este
punto, no obstante, conviene recordar que la noción clásica de naturaleza es teleológica,
es decir, que la naturaleza es una finalidad, incluye lo que se es en acto y la tendencia de
cada ser hacia un estado perfecto, que es su finalidad objetiva. Por lo tanto, todo bien,
en la medida en que perfecciona al sujeto, se constituye como fin de su acción. Todo
bien se constituye como fin, y como el bien depende de la naturaleza, también el fin
depende de la naturaleza. Por eso podemos distinguir bienes y fines en nuestra
naturaleza, y utilizarlos como criterios para nuestras acciones. El lobo sabe que uno de
los bienes a los que debe tender es la alimentación, y que la oveja es fuente de
alimentación; eso significa que la oveja, como fin de la acción del lobo, le impone al
lobo un modo de actuar, debe perseguir a la oveja hasta cazarla. Así nos sucede también
a los seres humanos. Si queremos llegar a la plenitud del ser humano, tenemos que
identificar cuales son los fines naturales, y, después, identificar los tipos de acciones
que nos permiten alcanzar esos fines. ¿Qué tipos de acciones nos permiten
desarrollarnos biológicamente bien? ¿Qué tipos de acciones nos permiten desarrollarnos
mentalmente bien? ¿Qué tipos de acciones nos permiten edificar una cultura personal y
social más perfecta? ¿Qué tipos de acciones nos permiten relacionarnos adecuadamente
con otras personas? Acciones amistosas, justas, solidarias, son tipos de acciones que
dependen de los tipos de fines que perseguimos mediante ellas. ¿Qué tipos de acciones
nos permiten realizar un proyecto de vida naturalmente humano, como la familia? El
sentido contrario, podemos identificar las acciones que destruyen ese proyecto humano
precisamente por referencia a los fines y bienes que lo perfeccionan. ¿De qué manera,
por ejemplo, la paternidad y la maternidad dan un tipo de plenitud especial al ser
humano, y, por tanto, cuáles son las acciones que hay que realizar para que esa
paternidad y esa maternidad se realicen de acuerdo con nuestra naturaleza, para que
sean un bien y no algo dañino? La ética clásica se plantea en este contexto si acaso hay
un bien que sea el bien supremo para todos los individuos de la naturaleza y,
correlativamente, un fin que sea el fin último para todos los individuos de la naturaleza.
Eso es objeto de investigación ética, porque los animales persiguen su bien supremo de
forma instintiva. El bien supremo del animal es meramente sensible: desarrollarse,
alimentarse, crecer, reproducirse, llegar a la madurez, y de ahí, todo es cuesta abajo
hasta que muere. Algunos piensan que ése es el bien supremo para el hombre también;
pero el hombre tiene inteligencia, y puede plantearse la cuestión de si efectivamente éste
es su bien supremo. Podemos plantearnos si acaso poseemos un bien supremo mayor

5
que el del animal; aunque también si acaso quizás no hay ninguno. Podemos tener un
fin último trascendente, que vaya más allá de este ciclo vital puramente fisiológico-
animal, asunto que nos plantearemos más adelante.

Una clasificación del bien muy importante para la ética, que surgió de la reflexión
ética y que el pensamiento metafísico ha referido por analogía al bien en general,
distingue entre el bien honesto, el bien útil y el bien deleitable.

1.º El bien honesto es aquel bien que se quiere por sí mismo, con independencia del
placer que nos produzca y no porque nos sirva para conseguir otra cosa. No obstante, un
bien honesto puede producir un gran placer y puede ordenarse a un bien honesto mayor
(sería un desorden y, por ende, un mal, ordenarlo de hecho a un bien menor). Así, por
ejemplo, la amistad es un bien honesto; pero puede y debe subordinarse al bien común.

2.º El bien útil es aquel bien que se busca como medio, como instrumento para
conseguir otro bien. Así queremos un medicamento para recobrar la salud, pero no por
sí mismo.

3.º El bien deleitable es el que se busca por el placer o el gozo que produce. Así
queremos, por ejemplo, contemplar una puesta de sol o disfrutar una película de Alfred
Hitchcock.

El bien honesto y el bien deleitable tienen razón de fin, es decir, que en ellos
descansa el apetito. El bien útil, que, como todo bien tiene cierta razón de fin, siempre
tiene al mismo tiempo razón de medio. Por eso dice Aristóteles que si alguien realiza
una actividad como jugar, por ejemplo, y se le pregunta que por qué lo hace, y nos
responde que porque le da placer, no tendría sentido preguntarle ulteriormente “¿por
qué buscas el placer?”, porque el placer es una razón final para hacer algo. Sin embargo,
que el placer sea un tipo de razón final —que da razón suficiente de la acción— no
significa que sea un bien supremo ni el fin último, como se verá.

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El Bien y el Mal Moral

El ámbito de lo moral. Lo moral y la naturaleza humana. Bien ontológico y bien moral.


Bien moral y fin humano (fin último y fines naturales). El mal: noción, mal físico, mal
de pena y mal de culpa (o mal moral), especies del mal moral.

Lo primero que hemos de hacer es identificar el ámbito de lo moral. Cuando


hablamos del ámbito de lo moral estamos recortando, del conjunto de toda la realidad,
aquella realidad que está constituida por el obrar libre, es decir, por el obrar que procede
de la razón y la voluntad. Mediante ese obrar, los seres humanos somos causa de
nosotros mismos en el orden operativo, porque somos dueños de nuestros actos y
mediante ellos configuramos nuestro modo de ser. Por eso, también decimos que el
ámbito de lo moral es aquel en el que nosotros nos configuramos a nosotros mismos
como personas, no en cuanto al ser, que tenemos recibido, sino en cuanto a la perfección
de nuestro ser, que adquirimos mediante los actos buenos o impedimos mediante los
actos malos.

Hemos visto, al hablar de la libertad, que este constituirnos a nosotros mismos


como personas es limitado, está constreñido por nuestro ser natural, en todas sus
dimensiones: física, biológica y, también, espiritual. Pero hay un campo para el
ejercicio de la libertad, y nosotros podemos, con todas las constricciones, con todos los
condicionamientos que se quiera, orientar nuestra vida hacia algo mejor, o hacia algo no
tan bueno, o incluso malo. Precisamente porque, en los seres irracionales, su propio
bien, o su propio mal, se realizan de modo necesario, según un instinto, según las leyes
de la naturaleza; precisamente por eso, nosotros comprendemos que, cuando hay
libertad, cuando emerge la libertad en el mundo, ya el bien y el mal no dependen,
fundamentalmente, de circunstancias exteriores, sino de nuestro dominio sobre nosotros
mismos. Dentro de ese campo en el que somos dueños de nosotros mismos, en el que
somos dueños de nuestras propias acciones, hablamos de lo moral, el ámbito de la
libertad.

Ahora bien, ¿cómo se relaciona este ámbito de lo moral, con la naturaleza


humana?

Por una parte, en la misma naturaleza humana está incluida su ordenación a fines.
La naturaleza humana es teleológica, porque la naturaleza (toda naturaleza, según la
filosofía clásica) implica no sólo un modo de ser, sino también un modo de obrar
ordenado hacia un estado de plenitud, un télos. Pero esa ordenación hacia el télos, en el
humano, viene dada o incoada en sus inclinaciones; pero su realización efectiva no es
automática, sino que exige usar la razón. De ahí surge la libertad, porque la raíz de la
libertad es la razón, el que nosotros somos capaces de comprender muchos medios
distintos de ordenarnos hacia la felicidad.

Por otra parte, la libertad presupone unas condiciones naturales, un modo de ser
natural, de manera que nosotros no podemos elegir cualquier cosa, y alcanzar el fin.
Podemos elegir algo y equivocarnos, estropear el fin deseado. Sólo podemos elegir
dentro de unos límites establecidos por naturaleza. Tenemos límites físicos, limites
biológicos, limites psicológicos a lo que podemos elegir. Además, sólo podemos elegir

1
en cuanto aquello que se nos presenta tiene algo de bueno. La noción de bien es la razón
formal de toda elección: aquello por lo cual elegimos algo. No obstante, aunque en toda
elección aparezca esa razón de bondad, ese aspecto de bondad, hay objetos, hay
acciones, que realmente nos hacen bien como personas, y hay otras acciones que
parecen o son buenas en algún sentido, que tienen algo de bien, algo de atractivo, pero
que no nos hacen bien como personas en nuestra integridad, sino que, a cambio del bien
que nos dan, también nos causan un daño. Se puede decir entonces que, necesariamente,
cuando queremos, queremos algo de bien que hay en aquello que queremos, pero como
la felicidad es una noción muy general, no nos obliga a elegir algo específico, algo
determinado, porque la libertad es la capacidad de autodeterminarse respecto del bien.

El ámbito de lo moral no se opone al ámbito de la naturaleza, sino que es la forma


que asume la naturaleza racional. Cierta filosofía moderna (pienso ahora en Hume y
Kant) separa el ámbito de la naturaleza (que se entiende en un sentido físico o
meramente descriptivo) del ámbito de la libertad (que tiene un sentido moral o
prescriptivo). En cambio, en la visión clásica la naturaleza en el ser racional incluye la
libertad. No se opone lo natural como lo contrario a lo racional, sino que lo racional es
la culminación de lo natural en algunos seres, que son los seres racionales, los seres
humanos. Esto es muy importante, porque es la forma de darse cuenta de que, cuando
ejercitamos nuestra libertad, nosotros buscamos unos fines y, especialmente, el fin
último, el bien supremo, que nos vienen dados por naturaleza, antes de que podamos
ejercer nuestra libertad.

La naturaleza humana es multidimensional. Tenemos una dimensión meramente


física. Yo puedo elegir lanzarme desde el piso más alto del edificio de la Telefónica. Lo
que no puedo hacer es evitar estrellarme contra el piso. Si yo elijo esa acción, lo que esa
acción significa, lo que esa acción objetivamente es respecto de mi naturaleza, no es
algo que yo elija, pues la acción elegida produce un efecto físico, me mato, quiéralo yo
o no. Si la persona no es libre, está completamente loca, y por eso se arroja al abismo,
¿qué pasa en el ámbito de lo moral? Estamos fuera del ámbito de la moral. Si ella lo
elije voluntariamente, entonces está ejercitando su libertad, ya estamos en el orden de lo
moral. Mas el efecto que tenga eso sobre su persona (lo realizado, el arrojarse al abismo,
voluntariamente o no), no es algo que ella pueda dominar completamente. Si alguien
elige esa acción, es porque algo lo atrae. Habría que preguntarse: ¿qué tiene eso de
bueno? Si no somos capaces de encontrar ese punto bueno, no podemos explicar esa
acción como acción libre, y nos vemos inclinados a decir que fue una acción no libre, a
fuer de completamente irracional. O sea, no hay ningún bien que explique (no que
justifique), que haga inteligible este comportamiento, que lo haga elegible bajo la razón
de bueno.

En la naturaleza racional está el que las distintas dimensiones de la naturaleza


confluyen en nuestras decisiones. Yo no puedo decir, por ejemplo, voy a inyectarme
heroína libremente, pero libremente decido que no produzca los efectos propios de la
heroína. Los efectos de las acciones libres no son completamente dominados por la
misma acción libre, o, dicho de otra manera, nosotros no podemos modelar el mundo
exterior según nuestro capricho, sino que ejercemos nuestra libertad constreñidos por
esas distintas dimensiones de la naturaleza. Este es el ejemplo más fácil, el de la
naturaleza física, o, en el caso de la heroína, el de la naturaleza biológica; pero también
podemos poner el ejemplo de la naturaleza psicológica y espiritual del ser humano. Yo
puedo decidir, por ejemplo, mentir constantemente a mis semejantes; pero, si lo hago

2
efectivamente, no puedo evitar que se produzcan los efectos a los que la mentira tiende
de suyo: engañar, si tengo éxito; generar desconfianza, cuando se descubre; y, por
cierto, modelar mi carácter de tal manera que me sienta cada vez más inclinado a mentir
y a relacionarme de manera falsa con mis semejantes.

La libertad se ancla en la naturaleza, y, por ende, tanto los bienes que hacen
inteligibles la acción, como los límites que encuentra nuestra libertad, están
condicionados por la naturaleza. Ahora bien, hay que recordar que el bien para cada ser
es una perfección conveniente para su naturaleza. Luego, el bien, para el ser humano, ha
de incluir la perfección de todas las dimensiones de su naturaleza, desde lo más básico
hasta lo más alto, desde lo físico-biológico a lo espiritual, racional y libre. El bien
humano es un perfeccionamiento de esa naturaleza de animal racional, tal como nos
viene dada, pues es un acercarse al télos, al fin. A diferencia del animal, el hombre tiene
un margen de libertad de elección de los medios para realizar ese bien de su naturaleza;
pero el fin último de la persona y los fines esenciales que perfeccionan los distintos
aspectos de su ser están fijados por naturaleza.

Esta tesis ha sido muy negada en la filosofía moderna y contemporánea, y por


algunos autores de la filosofía antigua. Autores como Sartre (siglo XX), que conciben la
libertad como la absoluta exención de todo vínculo, de toda atadura, y que niegan la
existencia de una naturaleza humana fija, conciben como único ideal el elegir, lo que
sea, pero elegir algo. También hay modos de concebir la libertad en los que lo bueno, el
bien que orienta el ejercicio de la libertad, no depende de una naturaleza, sino de lo que
nosotros elijamos, del estilo de vida que nos propongamos autónomamente. Si yo elijo
una forma de vivir, será bueno lo que ayude a mejorar esa forma de vivir. En una
concepción así de la autonomía, lo importante es ser coherente según los propios
parámetros autónomamente elegidos.

Contra esta posiciones voluntaristas, la antropología cultural ha demostrado que


diferentes culturas del planeta, que jamás han tenido contacto unas con otras, han
descubierto bienes que todos persiguen, como la vida y la salud, la verdad, un orden
social, la religión, la felicidad, etc. Aunque no todas las culturas valoran exactamente
igual todas estas cosas, ni adoptan las mismas prácticas para conseguirlas y protegerlas,
sin estos bienes por naturaleza no son inteligibles ni las valoraciones posteriores ni las
prácticas convencionales. Aunque haya diferentes concepciones morales, a causa de los
errores y de la falibilidad de la mente humana, solamente cabe intentar descubrir y
justificar los preceptos morales más específicos si nos ordenan a alcanzar unos bienes
fundamentales de la naturaleza.

Tal es la relación fundamental entre el ámbito de la libertad, que se ordena hacia el


bien en general, y la naturaleza humana en la que el bien se concreta.

A partir de ahí, haremos una distinción entre bien ontológico y bien moral.

Conocemos ya una distinción de tipos de bien que es aplicable tanto en el orden


ontológico como en el moral: el bien honesto, el bien útil y el bien deleitable. Ahora
haremos otra clasificación, que distingue según si la perfección es un aspecto del ser, de
cualquier ser, o es solamente un aspecto de la acción libre y del bien de la persona en
cuanto persona. Tal es la distinción entre el bien ontológico y el bien moral. El bien
ontológico es el mismo ser en cuanto apetecible, o la perfección correspondiente a una

3
cosa según su naturaleza. En cambio, el bien moral es la perfección de la acción libre en
cuanto que, mediante esa acción, se perfecciona la persona en cuanto persona. Otra
definición dice que el bien moral es el bien propio del hombre y de sus actos libres, que
son los actos humanos, los actos del hombre en cuanto hombre. Un ejemplo de algo que
podríamos llamar bien ontológico y que no tiene ninguna conexión con el bien moral es
el crecimiento de un árbol, porque es el bien, la perfección propia del árbol según su
naturaleza, y ahí no interviene la libertad. Es un bien ontológico distinto de cualquier
bien moral. Otro ejemplo es la reproducción en los animales irracionales.

Las necesidades biológicas, los aspectos de nuestra naturaleza en el orden físico y


biológico, son los aspectos más básicos de nuestro ser y de nuestro bien ontológico, y
constriñen nuestra libertad, pero esto no significa que nuestra libertad no se ejerza
respecto de ellos. En la medida en que nuestra libertad se ejerce respecto de ellos, se
conectan esos bienes ontológicos con el bien moral. Ahora bien, en nuestro cuerpo
ocurren cosas de las que nosotros no somos ni siquiera conscientes y en las que no
intervenimos de ninguna manera con nuestra libertad, como la circulación de la sangre o
los procesos de osmosis. Mientras no pueda intervenir nuestra libertad, no estamos en el
orden moral. En cambio, ahí donde puede intervenir nuestra libertad de manera directa o
indirecta, se conecta el orden meramente ontológico con el orden moral.

El bien moral, en el hombre, es una parte de su bien ontológico, porque, cuando


realizamos una acción libre, esa acción libre es algo (posee su ser de acción) y repercute
en mi propio ser. La acción libre no es sólo algo que sale de mí porque yo elijo
realizarlo, no es algo que simplemente tiene su principio en la voluntad, sino que
también tiene su término en el sujeto que actúa. Aparte de un término exterior o efecto
externo, que también puede tener, la acción libre me afecta a mí como persona, más o
menos. Independientemente del efecto externo que puede tener, tiene un efecto en mí, y
éste puede estar relacionado con el efecto externo, pero, desde el punto de vista del
orden moral, el bien moral es un bien que es como una parte del bien ontológico. Es
aquel bien ontológico propio de la acción libre.

El bien moral es un sector del bien ontológico, porque todo bien es la perfección
de algún ser, es la plenitud de algún ser. Entonces, sucede que, en todos los demás seres
la plenitud se alcanza (o quizás no se alcanza) con independencia de una voluntad, de un
acto libre. En cambio, en el humano, la plenitud se alcanza (o no se alcanza) en
dependencia de su acción libre. Pues bien, esa plenitud de ser, esa perfección, ese
acercarse al desarrollo del télos del humano, en cuanto que se realiza mediante acciones
libres, se llama bien moral, y, por lo mismo, el bien o perfección de la acción misma
mediante la cual se logra el télos humano, se llama bien moral: el bien propio de la
acción libre y de la persona que realiza esa acción.

En consecuencia, para ver si hay bien moral tenemos que estudiar en qué consiste
la plenitud de una acción libre. Santo Tomás de Aquino dice que hay que hablar del
bien en las acciones de la misma manera que del bien en el ser de las cosas, y, por lo
tanto, una acción es buena en la medida en que posee la plenitud de su propio ser. De tal
manera que, en toda acción, hay por lo menos la perfección de existir, de ser, y en ese
sentido es buena, tiene algo de bien ontológico. Para que sea moralmente buena, es
decir, para que, aparte de tener el bien mínimo de ser una cosa que existe en la
naturaleza, tenga la plenitud del ser debido a una acción libre, la acción tiene que tener
más ser, más perfección. Santo Tomás dice que tiene que tener la plenitud del ser de una

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acción humana, plenitud que está dada por tres aspectos del ser de una acción: tiene que
consistir en un objeto bueno o debido, tiene que tener las debidas circunstancias, y
tiene que ser realizado en orden a un fin debido. Ahora bien, en los tres casos se
menciona la palabra debido, porque el bien moral depende de que estos aspectos de la
acción se ordenen al fin último: que tanto el objeto elegido, como el fin intentado, como
las circunstancias que rodean la acción, sean conformes al orden de la razón hacia el fin
último, hacia la felicidad.

Dicho con otras palabras, es necesario, para que una acción sea buena moralmente,
que, tanto por su objeto como por la intención del gente y como por las circunstancias,
contribuya a la perfección del hombre como persona, contribuya a su felicidad, a su
télos. Si todo eso está en la acción, la acción es buena, pero si falta algo de esa acción
debida, la acción será mala moralmente. Será más o menos mala, según cual sea el
aspecto de perfección que le falte. No es lo mismo que yo realice una acción que es
mala por su objeto, como mentir, a que yo realice una acción que es buena por su
objeto, como decir la verdad, por un fin bueno, como transmitir el conocimiento, pero
en unas circunstancias malas (v.gr., preparando mal las clases, de manera confusa,
aburrida). Ya la acción no es perfecta, no es completamente buena, tiene una
imperfección que la hace mala, pues no es todo lo perfecta que debería ser, porque la
verdad debería transmitirse de un modo que fuera agradable, motivante, y patente, como
dice San Agustín: “Que la verdad resplandezca, que la verdad mueva y que la verdad
agrade” (ut veritas pateat, ut veritas moveat, ut veritas placeat!). Si falla algo, sigue
siendo verdad, sigue siendo bien, pero no es un bien perfecto, y eso, en el orden moral,
es una imperfección, un cierto mal, pequeño en comparación con mentir, por ejemplo.

En síntesis, toda acción posee una doble perfección: la de su ser como acto libre
(perfección natural, presente en los actos moralmente buenos y en los actos moralmente
malos) y la de su ordenación al fin último (perfección moral: si ese orden existe, la
acción es moralmente buena; si ese orden no existe, la acción es moralmente mala: el
mal moral es el desorden de la acción libre y del agente que la realiza respecto de su fin
último). Para que una acción libre sea moralmente buena, pues, se requiere que alcance
su plenitud de ser, y eso viene dado por que la acción este debidamente ordenada al fin
último. Como el orden al fin ultimo se establece por la razón, se dice que para la
plenitud del ser de la acción se requiere que la acción este debidamente de acuerdo con
el orden de la razón (esto es: con la ley moral).

Los tres aspectos de toda acción humana, que han de ser conformes con el orden
de la razón hacia el fin último para que ella sea moralmente buena, se denominan
fuentes de la moralidad. Ellos son:

1.º El objeto de la acción, es decir, su qué, lo que el agente hace objetivamente


hablando, aquello en lo que consiste la acción misma que se realiza. Santo Tomás lo
denomina “el objeto debido [indebido, lícito]”, y, a veces, “la materia debida
[indebida, lícita]” y “la materia [debida, indebida, lícita] sobre la que la acción
versa”.

2.º El fin ulterior del agente, es decir, que la acción se realice en pos de un fin ulterior
debido: que toda acción tiene como incorporada en sí misma, ese fin posterior debido,
aunque no se consiga todavía el fin. Si la acción se realiza con un fin posterior que no es
el fin debido, entonces carece de esa plenitud y, por tanto, es mala. Pero incluso una

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acción que tenga el objeto debido y el fin debido puede ser mala si no cumple con el
último punto.

3.º Las circunstancias debidas. Esto, en el orden moral, es muy importante, a diferencia
del orden ontológico, en el que son meramente accidentes. Este punto puede determinar
que la acción alcance su plenitud, o que se quede corta y sea imperfecta o,
derechamente, mala.

Estos tres elementos de la plenitud de la acción y, por tanto, de su bondad moral,


dependen todos en parte de la razón y la naturaleza y en parte de la voluntad humana.
De la voluntad dependen en cuanto al querer o no esos elementos, pues solamente se
constituyen en elementos de una acción libre cuando son queridos, elegidos, intentados
o consentidos por la voluntad. En cambio, en cuanto a los efectos que produzcan, los
diversos aspectos del acto humano no están enteramente en manos de la voluntad. Yo
puedo hacer algo, con muy buena intención, y sin embargo resultar algo contrario a esa
buena intención, porque me equivoqué, porque dirigí mal mi acción, etc. Yo puedo
elegir algo queriendo lo mejor, pero realizar de hecho lo peor, porque la bondad o
malicia objetivas del acto dependen de la razón recta y de la naturaleza. Este es el tema
que se estudiará con más detalle al tratar de los actos humanos y de las fuentes de la
moralidad de esos actos.

Relación entre el bien moral y el fin humano

El bien moral depende de la ordenación del acto humano al fin último del ser
humano. Ahora bien, el fin último del ser humano no es el único fin, sino que también
hay fines que corresponden a diversos aspectos del bien humano. Por lo tanto, el bien
moral también depende de una adecuada ordenación a esos diversos fines que
corresponden a esos diversos aspectos del bien humano. Así, por ejemplo, es bueno que
convivamos en paz con las demás personas y, por tanto, nuestras acciones, en cuanto
nos relacionan con otros, tienen que ordenarse en torno a esa convivencia pacífica, en
orden al bien común, y eso se llama justicia. Una acción puede ser moralmente mala
porque no se ordene al bien común, a la correcta convivencia con los demás, a respetar
el bien ajeno, y entonces, ese es un tipo de mal moral, la injusticia. Así pasa con todas
las virtudes, porque todas protegen algún bien humano al que se ordenan los respectivos
actos. Por eso, el bien moral se divide en muchas especies de bien moral según las
diversas virtudes. El fin último es la felicidad, que la persona sea perfecta en cuanto
persona, el bien perfecto del hombre; pero, como el hombre es un ser complejo, ese fin
último se realiza mediante el perfeccionamiento de distintos aspectos del carácter, de la
personalidad. No podría llegarse a esa perfección última si no se realizaran, en alguna
medida, estas finalidades un poco más particulares, como el tener una razón bien
ordenada (i.e., ser prudente), el relacionarse bien con los demás (i.e., ser justo), el tener
control de las propias pasiones mediante las virtudes de la fortaleza y de la templanza,
etc. Si todo eso no se hace, en algo falla el bien humano como consecuencia de nuestra
acción libre. Por tanto, en algo falla el bien moral. En consecuencia, el bien moral se
determina por referencia al fin último y a los fines de las virtudes y, puesto que esa
ordenación entre los tipos de acciones y cada acción particular y el fin último y los fines
esenciales de la naturaleza, los bienes humanos, los fines de las virtudes, etc. es algo
que realiza la razón (porque es propio de la razón ordenar), de ahí se sigue que el bien
moral se determina por la conformidad de los actos respecto de una regla de la razón.
Y por eso nos vamos a encontrar con que algunos dicen: “El bien moral consiste en la

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ordenación de la acción al fin último”. Otros dicen que “el bien moral consiste en que la
acción esté de acuerdo con la naturaleza humana” o “el bien moral consiste en que la
acción se ordene al fin de las virtudes” y, por último, “el bien moral consiste en que la
acción esté de acuerdo con la razón, porque si es contraria al orden de la razón, será
moralmente mala”. Todas estas formulas son correlativas y consecuencia de lo mismo,
que el bien moral es un bien que consiste en el orden del acto humano a la perfección
del ser humano. Con todo lo dicho ahora se puede comprender el tema del mal y el del
mal moral.

El mal

Para comprender este tema, ayuda tener claras algunas posiciones antagónicas
sobre el mal, que ha habido en la historia de la filosofía. Primero hay que reconocer que,
para el pensamiento, siempre ha sido un desafío pensar el mal, explicar el mal. Es uno
de los grandes problemas de la filosofía: ¿por qué hay mal en el mundo y qué es
exactamente esto que llamamos mal? La enfermedad, la muerte, el sufrimiento, y
también los males morales como la envidia, el homicidio, la mentira, la traición, ¿por
qué todo esto existe y qué es exactamente? Una posición muy difundida en la
antigüedad, que en la época cristiana ha tenido resurgimientos ocasionales, y que ahora
reaparece en muchas de estas distintas posiciones un poco esotéricas, es el llamado
dualismo, una de cuyas versiones más famosas es el maniqueísmo. Afirma que en toda
la realidad hay dos principios igualmente supremos: el principio del mal y el principio
del bien. Los dos, igualmente reales, igualmente seres, se oponen completamente el uno
al otro, y, en el mundo del que tenemos experiencia, lo que procede de estos dos
principios está mezclado. Dicen los maniqueos que del principio del mal procede toda la
materia y que del principio del bien procede todo el espíritu. Por el contrario, para
Platón sólo hay un principio supremo para toda la realidad que es el bien, pero los seres
que proceden del bien son imperfectos y participados y, especialmente los seres
materiales, son una plasmación de semejanzas del bien o de las ideas que dependen del
bien, y por esa mezcla con la materia tienen imperfección, incluso el mal, pero no es
que haya un principio supremo paralelo al del bien, como en el planteamiento
maniqueo. En el planteamiento maniqueo, en el hombre, el bien y el mal están unidos
porque somos cuerpo y alma, y en nosotros el mal procede de todo lo que hay material y
el bien de todo lo espiritual. Esa posición (no es el caso discutirla) no fue aceptada en la
filosofía clásica de los grandes autores como Sócrates o Aristóteles, ni tampoco en el
estoicismo, ni en el epicureísmo (las grandes corrientes helénicas antiguas), pero sobre
todo chocó con la sabiduría judeocristiana, porque, en el relato del Génesis (el primer
libro de la Biblia), se dice que Dios creó todo lo que existe, tanto los cielos (que
representan las criaturas espirituales) como la tierra (que representa lo material), y en la
cumbre de la creación material, que tiene algo de ambas, creó al hombre compuesto de
cuerpo y alma, y creado por Dios en sus dos aspectos. Se dice en el Génesis que, cuando
Dios terminó cada etapa de la creación, vio lo que creó y era bueno, y cuando terminó
todo, incluyendo ahora al hombre (varón y mujer), vio lo que había hecho y era muy
bueno. El cristianismo asumió todo esto. Por lo tanto, coincide con la visión cristiana lo
mejor de la sabiduría antigua, judía y también helénica: en todo lo que hay de ser, hay
bondad, y el mal no se puede explicar como otro tipo de ser en el mismo pie que el bien.
Por desgracia, en la historia de la era cristiana han resurgido estas herejías, de vez en
cuando, como en la Edad Media los llamados cátaros, que significa los puros (en
griego), que son cristianos que afirman la tesis maniquea por la cual rechazan todo lo

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que es físico, material, todas las pasiones, y exaltan lo que es espiritual, incontaminado
con lo físico, con lo material. En el extremo de los cátaros llega a ser completamente
malo el matrimonio, porque en el matrimonio hay una unión física entre un hombre y
una mujer, y es una especie de mal que hay que tolerar por la debilidad de la naturaleza,
pero que no deja de ser mal. Y para algunos extremistas llega a ser bueno el suicidio,
porque con la muerte el hombre libera su alma del cuerpo, pero no logran entender la
resurrección (de hecho, debieron inventar teorías de una resurrección con cuerpos que
no son materiales, sino que son aparentes). Esto contradice completamente la doctrina
cristiana sobre la bondad de la materia, la bondad de toda la creación, y también sobre el
matrimonio que fue instituido por Dios. Es una herejía completa, pero es una tentación
permanente en la humanidad, el de dividir la realidad en lo bueno que está aquí, y lo
malo que está allá. Esto, en el terreno de la filosofía social y política, se manifiesta en
posiciones dualistas ideológicas, en las que hay algo que explica todo el mal que hay en
la sociedad, y algo que explica todo el bien que hay en la sociedad. Todo el mal que hay
en la sociedad deriva de un principio del mal, lo que sea, la organización económica u
otros, y todo el bien deriva de este otro principio como la libertad o la igualdad o lo que
sea. El dualismo se traduce así en posiciones fanáticas (como los cátaros, que eran
fanáticos y muy violentos).

En cambio, la filosofía realista clásica sostiene que el mal sólo se explica como la
privación del bien. Por eso, todo mal, independientemente del tipo de mal del que
estemos hablando, es siempre la privación de un bien. Como hemos dicho que el bien se
específica según la naturaleza de cada cosa, de la misma manera es necesario
especificar la noción de mal y decir que el mal es la privación del bien correspondiente
a una naturaleza. Así, por ejemplo, que una piedra no vea es propio de su naturaleza,
por lo que no es un mal; pero un león ciego . . . padece un mal, pues la ceguera es la
privación de un bien que sí es propio de su naturaleza.

Esto nos permite entender la clasificación más importante del mal que es la que
distingue el mal de pena y el mal de culpa. Todos los tipos de males se pueden traducir
a ser o mal físico o mal de pena o mal de culpa.

El mal de pena es la privación de un bien de la naturaleza que se inflige contra la


voluntad del que padece ese mal por la autoridad que mantiene un orden para
reestablecer el orden que ha sido quebrantado por una culpa. Ahora bien, esta noción
de mal de pena está tomada de la filosofía moral y política, donde la autoridad castiga a
los delincuentes. Solamente en el ámbito de lo voluntario (el ámbito de lo moral) existe
en sentido estricto el mal de pena, porque es el padecimiento contra la voluntad
infligido para compensar el desorden de la voluntad, que es el mal moral. Sin embargo,
se puede aplicar por analogía a todo el resto de la realidad en la medida en que un
individuo del mundo no-moral puede padecer un mal contrario a su inclinación natural
al propio bien. Entonces se habla simplemente de mal físico. Cuando la noción de un
mal que se padece (no se obra) se aplica al orden ontológico, sin ninguna intervención
de la moral, se habla de mal físico (algunos autores hablan de mal en sentido ontológico,
mal óntico, mal pre-moral, mal extra-moral; pero estas denominaciones, que podrían
entenderse bien, de hecho implican muchas veces unas teorías morales erróneas (éticas
proporcionalistas o consecuencislistas), que niegan la malicia moral de determinadas
acciones que de hecho realizan algo malo libremente). El mal físico puede definirse
como una privación del bien correspondiente a la naturaleza física de cualquier ser; por
ejemplo, que el león esté ciego, que a una persona se le corte un brazo en un accidente,

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eso es padecer un mal físico. El mal de culpa o mal moral, por el contrario, es un mal
que se obra libremente (el autor hace algo moralmente malo, aunque secundariamente
padece sus efectos inmanentes) y se define como la privación del orden de una acción
respecto del fin último, o, también, la privación del orden de la acción respecto del
orden establecido por la razón. El mal moral es lo mismo que el mal de culpa, porque el
que realiza el mal moral contrae una culpa, es responsable de ese mal que ha realizado.

Ahora, ¿cuál es la causa del mal? Del mal de culpa, es causa exclusivamente la
voluntad libre. No puede haber mal de culpa si no hay un querer libre de aquello que es
desordenado. Ahora, en ese querer libre pueden incluir distintos factores, pero que no
son la causa esencial del mal de culpa, ya que la causa esencial es exclusivamente la
voluntad del que realiza esa acción moralmente mala. Todo lo demás puede ser ocasión,
motivo, condición, pero no causa propia. Así, por ejemplo, los padres de Stalin fueron
causa de Stalin, y, en este sentido, una condición antecedente del genocidio comunista
en Rusia; pero los pobres papá y mamá de Josef no fueron causa del genocidio en
cuanto mal moral. En cambio, la causa del mal físico es o una causa deficiente, por la
deficiencia de la naturaleza material (las cosas materiales, por su propia naturaleza, se
corrompen: que un ser material no llegue a su perfección está dentro de la naturaleza de
los seres materiales), y así se da que nace un ser deforme, o se enferma, o envejece y
muere; o bien es causa del mal físico una causa eficiente contraria, pues es causa del
mal físico de un individuo la acción de un individuo distinto, que implica el
padecimiento en el ser que sufre el mal. Por ejemplo, cuando el león se come a la cebra,
no hay una causa deficiente (como en el otro caso), sino que hay una causa eficiente,
que es el león, el cual actúa bien según todas sus potencialidades, pero su buen obrar
conlleva el mal físico que padece la cebra. En el orden de todo el universo, lo que es
malo en una parte del universo se ordena al bien del resto del universo. En cambio, el
mal moral o de culpa sólo se puede ordenar mediante la pena. Por eso, la causa del mal
de pena es la justicia: el mal de pena se inflige por la autoridad para restablecer el orden
de la justicia.

Como se ve, el mal siempre exige de un bien para existir; como el mal es
privación, siempre exige de un bien para existir, porque una privación ha de darse en un
sujeto que se ve privado del bien que le es debido. Por ejemplo, una manzana, si está
madura, sabrosa, completa, es un bien; si se pudre, la podredumbre es un mal en ella,
pero este mal no puede existir si no hay manzana. El mal no puede existir si no hay
bien. Por eso, indirectamente, el bien es la causa del mal, y el mal siempre tiene una
causa indirecta, como privación, como algo que se le quita a un bien que subsiste. ¿Qué
pasaría si la podredumbre fuera tal que se extinguiera completamente todo el ser de la
manzana? ¿Qué pasaría con la podredumbre? Tampoco existiría la podredumbre,
porque no existiría la cosa podrida. Lo mismo sucede con el mal de culpa, porque no
puede haber un mal moral si no hay un sujeto bueno que actúa moralmente mal. Desde
el punto de vista ontológico, este sujeto, cuya mente se ha corrompido con el mal moral,
es ontológicamente bueno, aunque tiene una podredumbre en su mente, en su voluntad.
Esa podredumbre es un mal, que se da en un bien, que es la persona. Por eso, en la
teología se enseña que el demonio es ontológicamente bueno, es un ángel, pero que está
totalmente corrompido; como ser es bueno, como naturaleza es bueno, y como el bien
moral es la perfección del ser racional, el mal moral es el peor mal que puede haber en
dicho ser. Por eso es preferible ser ciego que ser ladrón, y por eso dice Sócrates que es
preferible padecer una injusticia que cometer una injusticia, es decir, que corromperse
moralmente, porque el que comete la injusticia daña su alma, en cambio, el que padece

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la injusticia, no la daña, sólo padece en sus bienes, en su honra, en su cuerpo o en su
vida, pero no en su alma.

El mal moral también se divide en tipos de mal según las virtudes a las que se
opone.

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El Fin Último

Noción de fin último. Relación entre fin último y pluralidad de fines: la prohibición del
recurso al infinito. Fin último objetivo y subjetivo. Fin último natural y fin último
sobrenatural. El carácter problemático de la noción de fin último en la ética moderna.
La teoría del fin último dominante. La determinación del fin último objetivo
(verdadero). Importancia de determinar cuál es el fin último verdadero.

Primero se va a explicar la noción de fin último y algunas definiciones


tradicionales, que sirven para razonar mejor acerca de este tema.
Se llega a la noción de fin último a partir de la observación (intelectual) del acto
humano, porque todos los actos humanos se realizan por un fin. Explicamos, al hablar
del bien, que bueno es lo que todas las cosas apetecen; que toda acción es siempre en
vista de un bien, y que ese bien tiene razón de fin. Por lo tanto, todo acto humano se
define por algún bien que persigue, que es su objeto, y por algún fin que persigue, que
es ese mismo bien visto en cuanto que mueve al agente a obrar. Ahora bien, uno puede
realizar una acción que, en sí misma, ya realiza algún tipo de bien como instrumento
para alcanzar otro bien ulterior. En tal caso, el bien realizado en la acción misma es un
bien útil. Hay otras cosas que nosotros buscamos por sí mismas, sea porque nos
producen un agrado, como jugar, sea porque son en sí mismas valiosas, como practicar
una virtud (por ejemplo, aliviar a un enfermo o pagar una deuda, que son actos de las
virtudes de la misericordia y de la justicia). En estos casos hablamos de bienes
deleitables y honestos respectivamente. No obstante, incluso en estos casos, cuando
nuestras acciones buscan lo que es bueno por sí mismo, el bien honesto, o el deleite, el
placer, no por eso buscamos estas cosas como si cada una de ellas fuese el bien supremo
o lo único importante en la vida o la perfección de nuestra existencia.
Aquí surge, en la ética antigua (al menos desde Sócrates), una pregunta
inquietante: ¿qué es lo que verdaderamente queremos cuando queremos algo? Cuando
tomo la medicina amarga, ¿quiero tomarme la medicina? Sí. ¿Quiero el sabor amargo de
la medicina? En parte, sí, porque si no lo quisiera de ninguna manera, preferiría morir
antes de tomarla; pero, por otra parte, no, porque lo que realmente quiero es sanarme.
La observación que hace Sócrates es que, al elegir, nosotros no queremos una sola cosa,
sino que queremos tanto un objetivo inmediato como alguna otra cosa por la cual
elegimos ese objetivo inmediato. Y en realidad queremos más el fin que el medio.
Podemos preguntarnos después, dando un paso más allá de este querer la medicina
amarga para la salud corporal: ¿y para qué quiero la salud? ¿La quiero
incondicionalmente? ¿Para qué quiero sobrevivir? Esta relación entre el querer
inmediato de la voluntad y un querer ulterior, que parece ser lo que más se quiere, lleva
a Sócrates a pensar la cuestión de unos fines que se encadenan para alcanzar otros, esto
es, de unos fines que son más importantes que otros, hasta el punto de que se puede
plantear si acaso no hay algún fin que sea el más importante de todos, o si acaso no hay
algún bien que sea el máximo de todos. Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, sistematiza
esta cuestión. Si, cuando queremos algo, queremos al mismo tiempo otra cosa, que es su
fin; y si, al querer esa otra cosa como fin de lo anterior, queremos otra cosa más amplia
todavía que sea su fin, ¿nos detenemos o no en alguna parte, en alguna cosa o bien que
queramos como fin de los fines queridos siempre por otra cosa? En este punto de su
análisis, Aristóteles utiliza un argumento clásico y típico suyo, que puede hallarse
también en la Física y en la Metafísica, que es el argumento de la imposibilidad de un
recurso al infinito: si todo lo que se mueve es movido por algo anterior
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indefinidamente, no habría un inicio del movimiento y nada se movería; luego, ha de
haber un motor inmóvil (tal es la forma de llegar a Dios en la Física, que santo Tomás
recoge en su primera vía para demostrar la existencia de Dios); si todo juicio requiere
una demostración basada en un juicio más conocido, y así indefinidamente, nunca
podríamos demostrar nada, porque siempre tendríamos que demostrar una premisa
anterior, indefinidamente, sin poder concluir en el juicio que se trata de demostrar;
luego, todas las demostraciones han de apoyarse en supuestos que no se demuestran,
que puede ser o bien juicios demostrados previamente por una ciencia más alta o bien
juicios evidentes por sí mismos e indemostrables, que son los primeros principios del
ser y del pensar verdadero (tal es la forma de defender el principio de contradicción en
la Metafísica). Así también ahora, en la Ética, afirma que, si lo que queremos es un
primer bien, que a su vez lo queremos por un bien mayor, y éste a su vez es querido por
otro bien más grande, y, siguiendo la tesis platónica, lo que más se quiere es en realidad
lo que está después, todo esto no puede llevarse al infinito. El argumento de la
prohibición del recurso al infinito consiste, pues, en decir que es imposible que esta
serie de objetos queridos por un fin ulterior se prolongue indefinidamente, porque
entonces no habría ningún bien final que me moviera a querer en primer lugar: yo no me
movería a actuar si no tuviera algo que me moviera realmente, y ya hemos visto que eso
no es lo que elijo de manera inmediata, sino algo que está al final. El argumento, en
definitiva, se resume en que tiene que haber algo querido finalmente como fin último
para que nos movamos a querer algo inicialmente como medio o fin próximo. Luego,
respecto de cada acción humana querida como medio, existe algo querido como su fin
último.
Este fin último no puede ser desconocido, porque ¿cómo nos movemos a querer
algo que no conocemos de ninguna manera? Aristóteles se plantea, precisamente, la
cuestión de que ya conocemos esto que vamos a llamar fin último, y da una definición
formal diciendo que este fin es lo que todos llamamos eudaimonía o eudemonía, que
suele traducirse como felicidad. Beatitudo es la palabra latina que se usó para traducir
eudaimonía, y después, en todas las lenguas modernas, existe alguna palabra que tiene
básicamente el mismo significado que felicidad en castellano. Aristóteles concluye que
aquello que mueve como fin último es lo que todos llamamos felicidad, por lo que, si
alguien preguntase si esto debe ser conocido, la respuesta es necesariamente que sí. Lo
que viene a hacer la reflexión filosófica es a sistematizar una experiencia universal y
podríamos equivocarnos en el intento de sistematizar y de explicar esta experiencia de
obrar por un fin último; pero la realidad de que todos los seres humanos se mueven
buscando su plenitud, una vida más perfecta, una vida lograda, su felicidad, eso es
anterior a la filosofía.
En la palabra griega eudaimonía están fundidos dos aspectos que en los lenguajes
modernos (y en muchos modos de pensar modernos) están separados: la vida perfecta y
la vida feliz. En atención a esta dificultad, vamos a explicar primero una noción
genérica de fin último, y luego la distinción entre fin último objetivo y fin último
subjetivo.
Se puede definir el fin último como aquello (aquel bien) que se quiere sobre todas
las cosas, y en razón de lo cual se quiere todo lo demás, puesto que funciona como
término de esta cadena de razones para querer. Es aquello que se quiere más que
cualquier otra cosa anterior, y en razón de lo cual se quieren todas las cosas anteriores.
Ahora, si a eso se añade que, desde el punto de vista de nuestra intención interior,
subjetiva, todos buscamos la felicidad, entonces se dice que la felicidad es el fin último;
pero es aquí mismo donde hay que distinguir los dos aspectos que en nuestro lenguaje
moderno están separados, el objetivo y el subjetivo.

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El fin último subjetivo es, precisamente, aquel bien en el que descansa
completamente nuestro apetito, nuestra voluntad; es la satisfacción completa de la
voluntad, de tal manera que no necesita nada más para estar satisfecha. Este fin último
se llama subjetivo porque la felicidad, comprendida así, es el estado interior del sujeto
cuando consigue satisfacer plenamente el apetito racional, la voluntad, y, por tanto, no
queda nada más que él pueda desear, puesto que todo lo que desea está satisfecho: es
feliz. El fin último subjetivo, por tanto, es la felicidad. Todos los seres humanos buscan
la felicidad. Sobre esto no hay mucha discusión. Las discusiones que se plantean en
torno a este tema normalmente son por confusión de palabras, no sobre el fondo. Por
ejemplo, a veces se dice: ¿y qué pasa con aquellas personas que dicen que no quieren
ser felices? Puede ser que estén en un estado tal de infelicidad, o sea, su satisfacción
subjetiva sea tan mala, que ya les dé todo lo mismo; es decir, su estado subjetivo está
tan alejado de la felicidad, que es lo que en el fondo desean, que eso mismo los mueve a
no querer desear nada. La aniquilación del deseo también oculta un deseo de felicidad,
que se cifra en evitar la frustración. Cualquiera que actúa está buscando algo que
repercute en su propio bien. No podemos equivocarnos en querer ser felices, porque nos
viene dado por naturaleza, es decir, por naturaleza queremos que nuestro propio ser
llegue a su realización más completa. Es por naturaleza que queremos el bien; por
naturaleza queremos que el bien sea lo más amplio posible y queremos que sea el bien
máximo, la felicidad. De manera que, cuando, por ejemplo, la madre Teresa de Calcuta
crea su gran organización de atención de pobres, ella está buscando la felicidad. Y
cuando Hitler manda a construir las cámaras de gases, está buscando la felicidad. Desde
el punto de vista de lo que llamamos el fin último subjetivo, todos los seres humanos
están haciendo lo mismo. Por eso, no presenta un problema para la ética aquello que cae
fuera de nuestra libertad: hagamos lo que hagamos, lo haremos bajo la razón de bien
conducente a la felicidad, es decir, para lograr el fin último subjetivo.
El problema ético está en saber qué es lo que realmente da la felicidad. Esto es el
fin último objetivo. No es el estado de satisfacción plena que busca todo ser humano al
obrar, sino el bien que objetivamente es capaz de dar esa satisfacción plena si se
alcanza. Es lo que también se llama el bien sumo o el bien máximo. Tal es el fin último
objetivo, aquel bien que, si lo alcanzo, realmente consigo la felicidad, y si no lo alcanzo,
no la consigo. Aquí se centra la discusión ética, porque nosotros no podemos discutir si
Hitler perseguía afanosamente ser feliz o no. Podemos darlo por supuesto. ¿Fue feliz?
Esta pregunta, en cambio, sí podemos hacérnosla, lo mismo que respecto de la Madre
Teresa, ya que no podemos negar que, como cualquier ser humano, al realizar las obras
que realizó, ella estaba ordenándose hacia la felicidad, hacia la plenitud. Después nos
podemos preguntar si eso que ella realizó la llevo a poseer un bien que realmente la hizo
feliz o no.
Entonces, la palabra eudaimonía connota los dos aspectos del fin último, mientras
que la palabra castellana felicidad connota sobre todo lo subjetivo, por lo que es una
palabra engañosa. La palabra felicidad connota sobre todo el componente de
satisfacción interior, de agrado, de gozo, todo lo cual es parte del fin último, pero sólo la
parte subjetiva. Es por esto que algunos traducen eudaimonía como vida lograda; y
santo Tomás usa la palabra beatitudo, pero la llama también el bien perfecto, que tiene
una connotación más objetiva. En la época de santo Tomás, ya había comenzado a
separarse la connotación subjetiva de la objetiva, bien perfecto de beatitudo, pues los
dos aspectos son parte del fin último. Por eso la vida humana siempre se ordena
subjetivamente a conseguir la felicidad; pero, si la consigue realmente o no, eso
depende de que también se haya descubierto y buscado el bien perfecto, el verdadero
bien sumo, el fin último objetivo.

3
Santo Tomás se pregunta: “¿Buscan todos los seres humanos el mismo fin
último?”. Su respuesta traza una distinción. Si consideramos el significado de fin
último, la razón formal de fin último, todos los seres humanos buscan el mismo fin
último, que es su perfección y felicidad (esto es: ser feliz porque se posee el bien
perfecto). Sin embargo, podemos errar acerca de cuál sea de hecho el bien perfecto. Por
eso, si consideramos el bien objetivo en el cual se busca ser feliz, o con la posesión del
cual se busca ser feliz porque se lo toma como el bien sumo, entonces los seres
humanos no buscan el mismo fin último, porque unos ponen su felicidad en las riquezas,
otros en el poder, otros en los placeres corporales, otros en la contemplación de la
verdad, y así sucesivamente. De aquí que sea necesario indagar cuál puede ser el fin
último objetivo, el bien hacia el cual debemos ordenar todos nuestros actos si queremos
alcanzar la felicidad (tal es la misión fundamental de la ética). Como todos queremos
alcanzar la felicidad y tendemos por naturaleza hacia el bien sumo, lo que realmente
constituye nuestro bien perfecto es el bien hacia el cual debemos ordenar todos nuestros
actos (podría añadirse: “si queremos ser felices”, lo cual parece adscribir un carácter
meramente hipotético al imperativo moral; pero no es meramente hipotético porque la
condición se cumple siempre por naturaleza).
La ética también tiene otras funciones, como descubrir los tipos de acciones que
son buenas o malas, elaborar principios para el razonamiento práctico, etc.; pero nada de
esto sirve si no se tiene claro el fin último objetivo, porque éste ordena todo lo demás y
determina la cadena de razonamientos prácticos que dirigen nuestras acciones. Es como
en la medicina, donde no sirve de nada un médico que maneje perfectamente el bisturí si
no sabe que la finalidad de su acto es recuperar la salud del paciente. Así en la ética, si
tenemos claro el fin último, aunque nos podemos equivocar al razonar acerca de los
medios, lo cual llevaría a obrar mal, por lo menos tenemos la orientación fundamental
para rectificar esos errores. En cambio, quien razona acerca de los medios adecuados
para un fin último errado, mientras mejor razona más se equivoca.
Una última distinción conceptual, necesaria para avanzar en la perspectiva de la
ética racional dentro de un contexto cristiano, es la distinción, que se elabora a partir del
surgimiento de la ética cristiana, entre el fin último natural y el fin último sobrenatural.
La teología católica enseña que, en la realidad de la existencia humana, todos los
hombres poseen un solo fin último objetivo, que es de carácter sobrenatural: la
contemplación de Dios cara a cara, que solamente se consigue por la gracia y no
mediante las puras fuerzas naturales. Sin embargo, como la gracia no anula la
naturaleza, sino que la perfecciona, aquello que en el orden natural es el bien sumo y
sería el fin último objetivo (en caso de existir, el hombre, en su estado natural), la razón
natural sin ayuda de la gracia de la fe puede conocer ese fin natural y el orden moral
correspondiente: la ley natural y las virtudes humanas. El fin último natural es el
máximo bien que se puede conocer y alcanzar mediante las potencias naturales del
hombre sin ayuda de la gracia sobrenatural, de la revelación cristiana, de las virtudes
sobrenaturales, como la fe, la esperanza y la claridad (estas tres virtudes teologales son
las virtudes sobrenaturales por excelencia). Cuando Aristóteles discute el tema del fin
último, está hablando del fin último natural, y él fluctúa entre decir que el fin último, la
eudaimonía, está en la vida virtuosa dentro de una comunidad política (la vida activa) o
en la contemplación de la verdad (la vida contemplativa, que es la vida del filósofo). En
los dos casos, tanto si ciframos la vida plena en la vida virtuosa como en la vida
filosófica, se trata de un fin último capaz de ser conocido y alcanzado en alguna medida
con las fuerzas humanas. Decimos que en alguna medida porque nadie es capaz de
alcanzar el fin último en esta vida, ni siquiera el fin último natural de manera perfecta.
En cambio, el fin último sobrenatural, del que habla santo Tomás de Aquino con toda la

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tradición cristiana, es aquel bien máximo que sólo se puede conseguir mediante la
gracia sobrenatural, es decir, mediante la ayuda de Dios, como un don de Dios. Y ese
bien, superando las perspectivas de Aristóteles, es, en la tradición cristiana, ver a Dios
cara a cara, la contemplación de la esencia divina, que tampoco se puede conseguir en
esta vida. Por tanto, tanto Aristóteles como Santo Tomás coinciden con que la felicidad
posible en esta vida es imperfecta. Por eso santo Tomás dice que la beatitudo puede ser
perfecta (que es el verdadero fin último, la contemplación de Dios cara a cara después
de esta vida) o imperfecta (la felicidad posible en esta vida, que es una preparación para
la otra).
Si nos detenemos a pensar en esto, nos damos cuenta de que este tema está lleno
de paradojas, porque, si beatitudo o felicidad es aquel estado en el cual la voluntad está
completamente satisfecha y no le queda nada por apetecer, hablar de una beatitudo
imperfecta es como una contradicción. Sin embargo, santo Tomás usa siempre a
conciencia esta distinción, porque quiere decir que la beatitudo imperfecta es lo más
cercano que estamos de alcanzar la felicidad verdadera, que supera todo entendimiento.
De esta manera, la paradoja refuerza la noción cristiana de la trascendencia del fin
último, a la vez que recoge las intuiciones paganas sobre un fin último capaz de orientar
la acción recta en esta vida breve, azarosa, pobre e inestable.

El carácter problemático de la noción de fin último en la ética moderna.

La relación que hay entre la constatación, que todos hacemos, de que obramos por
fines y la tesis básica de la ética clásica según la cual hay un fin que es último consiste
en que, si no hubiera un fin en cada acción (fin próximo) la acción misma no sería
inteligible; pero, si no hubiera un fin último de cada acción, no nos moveríamos a obrar.
Esto no significa que siempre obremos por el mismo fin último, sino que cada acción
humana tiene un fin próximo, tiene fines ulteriores, y al final hay una razón
fundamental para hacerlo todo. El concepto formal de fin último subjetivo, la felicidad,
por supuesto que abarca todas las acciones posibles; pero el fin último objetivo, aquello
en lo cual se encuentra la felicidad realmente, es objeto de discusión en la ética; y, en
fin, aquello que de hecho adoptamos como fin último en cada caso, pretendiendo
encontrar ahí la felicidad, puede cambiar entre distintas acciones. Respecto de esta
última afirmación (que el bien buscado como último puede cambiar en la misma
persona respecto de diversas acciones), podemos pensar un ejemplo. Yo en algún
momento puedo realizar muchas acciones para convertirme en la persona más poderosa
del mundo, tratando de conseguir la felicidad en el poder. He puesto como fin último
objetivo, en el cual satisfacer mi deseo de felicidad, el poder. Después puedo pasar a
otro momento de mi vida en el que, en realidad, me desilusione del poder, y comience a
buscar como fin último objetivo, en el cual alcanzar la felicidad, los placeres. Aquello
que objetivamente estoy buscando para satisfacer mi deseo de felicidad lo cambié de un
bien a otro, lo cual se notará de inmediato en el tipo de acciones que realizaré para
alcanzar esos fines (en estos ejemplos, primero me dedicaré intensamente a la vida
pública; después, la abandonaré en pos de multiplicar mis placeres privados). Sin
embargo, ninguna de estas elecciones de un fin último significa que yo encuentre mi
felicidad ahí, ya que me puedo equivocar en los distintos intentos. Necesitamos la ética
precisamente porque no se cumple automáticamente el que, por el solo hecho de desear
ser felices y de elegir algo como fin último para ese fin subjetivo de la felicidad, se
cumpla que realmente seamos felices. Decíamos que, hasta aquí, esta discusión se puede
encontrar claramente en la ética antigua, en Platón a través de sus diálogos, en
Aristóteles en su Ética a Nicómaco; pero en la ética antigua siempre está esa tensión

5
entre darse cuenta de que la felicidad se encuentra en algún bien objetivo, que es o la
práctica de la virtud en la comunidad política o la contemplación de la verdad en la
filosofía, y, por otra parte, advertir que esa felicidad no se alcanza nunca. Los hombres
que llevan ese género de vida ordenado hacia la felicidad, hacia la eudaimonía, son
paradigmáticamente el político y el filósofo, el hombre libre que interviene en los
asuntos públicos de la polis y el hombre libre que puede apartarse un poco de los
asuntos públicos (no porque no tenga derecho a participar en ellos, sino porque busca la
contemplación de la verdad, que es la perfección de la razón especulativa). En
cualquiera de los dos casos, aunque uno de esos dos es el género de vida que permite
alcanzar la felicidad, ningún hombre la alcanza. Estamos sujetos a la enfermedad, a los
reveses de la fortuna, a un cúmulo de debilidades humanas, de manera que esa
eudaimonía completa no es propia del ser humano. En la visión clásica, la vida lograda
es un ideal al que se puede acercar un hombre, pero que nunca se logra. De hecho,
nunca se puede saber si alguien ha sido completamente feliz, o bien, feliz en alguna
medida, si no lo vemos al final de su vida. Es sólo al final de la vida donde podemos ver
si una vida humana fue plena o no, porque antes todavía queda tiempo para mejorarla o
para arruinarla.
En la ética clásica siempre se está pensando en este fin último de la vida humana y
en el género de vida que más se adapta a este fin último en términos de lo que el hombre
puede hacer con sus propias fuerzas, aquello que llamamos el fin último natural. Con el
cristianismo se le añade otra dimensión a este problema. El problema del fin último, que
ya está planteado de una manera racional en la ética griega, se plantea de una manera
suprarracional, por la fe, en la teología cristiana. Entonces se empiezan a plantear
cuestiones que para los griegos son sencillamente incomprensibles, o que no se las
pueden plantear por sus supuestos culturales, como, por ejemplo, la respuesta tan tajante
que tiene el cristianismo a la cuestión de la vida después de la muerte suscita
consecuencias éticas inconmensurables: no es lo mismo vivir para la plenitud de una
vida mortal o para pervivir en la memoria histórica que vivir para una vida personal
eterna. Incluso en el Antiguo Testamento judío, el tema de la vida después de la muerte
se va revelando poco a poco; pero en la era cristiana ya es un tema bastante
transparente, y el planteamiento que se hace es que hay una vida eterna en la cual sí
existirá una felicidad completa. Esa felicidad completa, no obstante, es posible sólo si el
intelecto puede captar directamente la esencia divina, y esto no es posible para las
fuerzas humanas. Por tanto, la obtención del fin último debe ser un don de Dios. Luego,
en la ética cristiana sigue presente el tema del fin último, pero no se admite la existencia
de un fin último puramente natural, porque el cristiano se ordena a un fin último
sobrenatural de un modo expreso, y además el dogma cristiano dice que esa es la
condición de todos los seres humanos: o se ordenan hacia el fin último sobrenatural o no
alcanzan la felicidad, la vida lograda. La ética cristiana introduce estas variables, como
el fin último verdadero que se alcanza solamente después de la muerte y al ver a Dios
cara a cara, que supone que el alma es inmortal; pero además añade la resurrección de
los cuerpos, por tanto, la idea de un fin último después de esta vida, en la que habrá, al
mismo tiempo, contemplación de la esencia divina y existencia corporal, no
simplemente de un alma separada. Además, la ética cristiana añade que alcanzar este fin
último depende, en parte, de la libertad humana, esto es, del género de vida que
elegimos y del tipo de acciones que libremente decidimos hacer (en continuidad con la
ética antigua); pero depende sobre todo de la gracia divina, o sea, de un impulso que es
sobrenatural: nadie puede alcanzar la vida lograda sólo con la fuerza de su libertad; se
requiere ese regalo de la gracia. En cambio, con las fuerzas de la propia libertad es
suficiente para arruinar la propia vida.

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Un pensador genial, santo Tomás de Aquino, armoniza este planteamiento
cristiano con toda la tradición grecolatina recibida (Platón, Aristóteles, el estoicismo,
Cicerón, el derecho romano: todos muy presentes en santo Tomás). Sin embargo, esta
síntesis es del siglo XIII. Antes hubo distintas situaciones de conflicto entre los autores
cristianos, con su visión del fin último sobrenatural, y la ética pagana. Además, aun si
llegamos a una síntesis en la teoría sobre el fin último, esta solución aceptable desde el
punto de vista de la filosofía cristiana siempre consiste en una especie de equilibrio
entre lo que ya sabemos por la razón y lo que nos enseña la fe. Se ha de compaginar el
reconocer todos los principios racionales de la ética, presentes en autores que son
paganos, y reconocer, por lo tanto, el valor de la vida terrena para alcanzar la felicidad,
con afirmar al mismo tiempo, por otra parte, que ninguna de esas cosas, ni la suma de
todas ellas, otorga la felicidad última, porque esta eudaimonía depende de un don
sobrenatural y sólo se consigue después de esta vida. De donde se sigue que el don
sobrenatural es también necesario para vivir el tipo de vida terrena y realizar los tipos de
actos humanos que, en definitiva, acercan al hombre a disponerse para recibir esa
felicidad eterna. Este es el equilibrio del planteamiento cristiano. Por lo tanto, hay un fin
último, que es la contemplación de Dios, y, ordenados a ese fin último, hay muchos
otros bienes humanos que alcanzamos o promovemos o cultivamos mediante nuestras
acciones en esta vida.
Ahora bien, a partir del siglo XIV, surgen con más fuerza planteamientos en los
que no se ve clara esta conexión entre el fin último sobrenatural y las acciones humanas
que son capaces de disponer al hombre para ese fin último. Por ejemplo, según la
doctrina tradicional, una acción humana es buena porque dispone para alcanzar el fin
último, o es mala porque impide alcanzarlo. Por lo tanto, hay acciones que son
intrínsecamente buenas y otras que son intrínsecamente malas, esto es, buenas o malas
por naturaleza. En cambio, un planteamiento como el de Guillermo de Ockham sostiene
que, en realidad, si una acción es buena lo es solamente porque Dios la manda con su
voluntad, y si una acción es mala lo es solamente porque Dios la prohíbe mediante un
acto de su voluntad. Dios podría hacer lo contrario y convertir las acciones buenas en
malas y las malas en buenas por su voluntad. Entonces ya no existe una conexión
intrínseca entre el tipo de acción y el fin último del ser humano, porque, si todo depende
de una simple decisión y no de la naturaleza misma de las cosas y del hombre,
lógicamente esas acciones no son buenas o malas de suyo. Así comienza a haber, en la
época moderna, cada vez más, una disociación entre lo que es el deber moral, por una
parte, y lo que es la felicidad, por otra parte. La misma noción de fin último como
fundamento de la ética entra en crisis. Dicho de otra manera, la noción de fin último se
vuelve problemática en la época moderna, y surgen planteamientos en los cuales el bien
y el mal de las acciones no tienen que ver con un fin último de la vida humana, o tienen
que ver con un fin último considerado de una manera completamente distinta. Por
ejemplo, el utilitarismo, cuyo principal representante es Jeremy Bentham, dice que el
principio máximo de la ética es el principio de utilidad: se ha de maximizar el placer y
minimizar el dolor (en el orden social: se ha de procurar la mayor utilidad para el
mayor número), porque bien es lo mismo que placer, y mal es lo mismo que dolor. En
esta posición, la ética, ¿tiene un carácter teleológico? ¿Por qué no va a ser teleológico
sólo porque el fin que se propone sea un fin que se realiza durante esta vida? La
respuesta es que la ética utilitarista es y no es teleológica en diversos sentidos. No es
una ética teleológica en el sentido de que piense que la naturaleza misma tenga unos
fines objetivos, preestablecidos, a los cuales la acción se tenga que amoldar para que el
ser humano se desarrolle hacia una plenitud. Este tipo de teleología no existe, porque la
única inclinación natural es la que tenemos hacia lo placentero (y a evitar lo doloroso).

7
En cambio, puede llamarse ética teleológica al utilitarismo en otro sentido. Más todavía:
en la época moderna y contemporánea se ha llamado “éticas teleológicas” precisamente
al utilitarismo y a otras éticas que definen lo bueno y lo malo por referencia a un fin
extra-moral o no-moral. No es el fin último de la ética clásica, ni la perfección de la
naturaleza, sino que es algo como, por ejemplo, el máximo placer para el mayor número
(principio de utilidad) o el mayor bien premoral neto o el mal menor. Entonces, la
acción no es buena o mala por sí misma, porque no tiene ninguna relación necesaria o
natural con un fin último de la naturaleza, o con un fin último sobrenatural, sino que es
buena o mala contingentemente, según que, en las circunstancias concretas en que nos
encontramos, maximice o no el placer, o minimice o no el dolor. Las éticas utilitaristas
(o teleológicas en general, en el sentido apuntado), como ponen como fin último el
placer, lógicamente destruyen la calidad de fin último que pueda tener lo que la ética
antigua llamaba fin último: la búsqueda de la contemplación divina, la contemplación
de la verdad o la práctica de las virtudes morales, o cualquiera de esos tipos de bienes
que no son primariamente un placer, aunque de ellos se siga un placer (de hecho, la
ética clásica considera que un determinado placer, gozo o fruición, tiene carácter de fin
último, a saber: el que se sigue como disfrute subjetivo de la posesión del fin último
objetivo, es decir, de la contemplación intelectual de Dios). La noción misma de fin
último, aunque es acogida por algunas éticas modernas como estas éticas teleológicas
(paradigmáticamente, el utilitarismo), ya no es como un estado de perfección del
individuo según su naturaleza, sino que es un resultado externo simplemente: mejorar el
mundo en las éticas consecuencialitas, o maximizar el placer y minimizar el dolor. En
esos planteamientos no hay ninguna referencia a que el individuo madure y llegue a un
estado de plenitud.
En la era moderna hay otras posiciones filosóficas, contrarias al utilitarismo, pero
para las que también resulta problemático el concepto de fin último. Así Immanuel
Kant, autor de fines del siglo XVIII, afirma que el hecho básico de la razón práctica, por
tanto de la ética, es el imperativo categórico, que existe en la razón práctica como un
hecho necesario (un faktum rationis o hecho de la razón) que todos advertimos en la
conciencia del deber, de modo que reconocemos la cualidad de lo moralmente bueno
cuando obramos no simplemente conforme al deber (lo cual podría hacerse por temor,
por necesidad o por un fin práctico cualquiera), sino por deber (el motivo es cumplir el
deber), y, por lo tanto, no para alcanzar un fin, sino solamente para cumplir un deber.
Así el que obra para satisfacer las inclinaciones de su naturaleza no obra por deber;
puede ser bueno y conforme al deber, pero no tiene la cualidad ética de realizarse por
deber. Entonces el fin último desaparece de la vista. La ética no es un conjunto de
enseñanzas para ser felices. El deseo de la felicidad es un deseo natural y, dice Kant, es
justo que quien ha obrado conforme al deber reciba después el premio de la virtud, que
es la felicidad; pero él no puede obrar por alcanzar la felicidad, porque ése no es el
motivo puro de la ética. Mucho menos puede obrar para maximizar el placer y
minimizar el dolor, porque entonces el deber no tendría el carácter incondicional que
tiene el deber moral: sería siempre un deber hipotético, condicionado (esto es: “si
quieres conseguir X, obra Y”: no hay obligación si todo se deja a mi querer o no un
cierto fin). No es así el deber moral, según Kant, pues el deber moral se presenta a
nuestra conciencia moral como categórico: “haz esto”, “evita lo otro”, “jamás mientas” .
. . Esto no tiene nada que ver con buscar la felicidad, porque buscar la felicidad no es el
fundamento de la ética. El fundamento de la ética es solamente la razón, que tiene como
punto de partida un imperativo fundamental, lo que él llama el Imperativo Categórico,
que se impone como conciencia del deber. Siguiendo esta intuición, otros
planteamientos parecidos al de Kant han sido denominados éticas deontológicas porque

8
son éticas del deber incondicionado, independiente de los fines que el agente se
proponga alcanzar.
En los dos tipos de posiciones (éticas modernas teleológicas y deontológicas: una
contraposición sin sentido en la ética clásica), desaparece la idea de un deber objetivo e
incondicionado que refleja la necesidad racional de ciertas acciones como medios para
un fin último absoluto. Desaparece, en el utilitarismo, la idea de un deber universal
incondicionado, porque cualquier supuesto deber puede sufrir excepciones si uno
consigue más placer que dolor para un mayor número de personas. Desaparece, en las
éticas deontológicas, la idea de un fin último entendido como felicidad, de una
eudaimonía, que se alcanza mediante las acciones moralmente correctas. Y estamos
hablando del siglo XVIII. Desde entonces y hasta ahora, esos sistemas éticos se han
multiplicado por miles y se han combinado de distintas maneras. Ahora los manuales de
ética hablan de éticas teleológicas y de éticas deontológicas, pero hay muchas
combinaciones posibles. En todas ellas el fin último es problemático, porque hay mucha
gente que no está dispuesta a aceptar que pueda haber un solo fin último al cual se
deban orientar todas las acciones. Algunos no lo aceptan por razones utilitaristas: tienen
un “fin último”, pero es el placer, no un fin último objetivo. Podríamos decir que el
utilitarismo y las éticas teleológicas reducen el tema del fin último a lo que llamamos el
fin último subjetivo, o sea, al reflejo interior de un bien; pero ellos piensan que no hay
otro bien absoluto más que ese acontecimiento interior como placer. Por otra parte, las
éticas deontológicas son éticas del deber, con independencia de cualquier finalidad, de
modo que el fin último de la felicidad sólo puede ser una consecuencia, como un premio
divino a la virtud, como dice Kant (Kant afirma que, para que la ética tenga sentido
racional, se ha de postular la existencia de la libertad, de la inmortalidad del alma y de
Dios, de manera que incluso el deber incondicionado es aparentemente teleológico pues
permite hacerse digno de la felicidad: el bien sumo –summum bonum– es Dios, donde
la felicidad se une a la virtud; pero esa unidad final en el hombre solamente puede darse
después de esta vida, como afirma el cristianismo –Kant era cristiano, luterano–, para lo
cual se ha de postular la libertad del obrar, la inmortalidad del alma y la existencia de
Dios –postular no es demostrar, sino afirmar algo para que tenga sentido inteligible la
ética–; en consecuencia, en este mundo y con nuestra razón práctica solamente nos
queda obrar por deber, incondicionalmente, y no por el premio eterno o la felicidad
como condición).

La unidad del fin último y la vida buena fue la tesis básica de la ética clásica
antigua y también de la ética cristiana. Afirma que es por la orientación a un fin último
que se unifica el sentido de una vida. De hecho, según cuál sea el fin último que una
persona persigue, nosotros distinguimos los distintos géneros de vida moral. Por
ejemplo, decimos de alguien que vive sólo para acumular riquezas que es un avaro, o
del que vive sólo para disfrutar de la mayor cantidad posible de placeres que es un
hedonista, o del que vive para tener el máximo poder posible y someter a todos a su
propia voluntad que es un tirano. La ética clásica caracteriza adecuadamente los
géneros de vida moral mediante la identificación de objetos que se persiguen como fin
último. Pero algunos de esos objetos son malos, lo cual solamente puede decirse si hay
un fin último objetivo verdadero, por referencia al cual puede juzgarse moralmente
aquello que de hecho alguien erige en fin último para su obrar. Por lo tanto, es clave
para la vida buena el descubrir cuáles son los fines últimos buenos (aspectos buenos del
bien humano que hemos de realizar mediante la acción) y cuál es el fin último al que se
ordenan incluso estos fines últimos parciales. Mientras más coherentemente se ordene
una persona hacia el fin último verdadero, más se unifica una vida buena (la coherencia

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ética no constituye, pues, un valor primario: es buena o mala dependiendo del fin o de
los principios con los que seamos coherentes). El defecto en esta vida buena consiste en
que, aunque una persona oriente normalmente su vida hacia el fin último verdadero, o
hacia un fin último honesto e intermedio, a veces falla, realiza acciones que no tienen
esto como fin último. Ahora bien, si uno persigue el fin último verdadero de modo
consistente, entonces la vida humana va a tener unidad, unidad de orientación y una
unidad interna, intrínseca. Va a haber el autodominio de la propia vida porque se está
dirigiendo todo hacia el fin último. Algunos autores contemporáneos han criticado esta
idea, calificada como la teoría de un fin dominante (algunos, como Germain Grisez, la
atribuyen a Aristóteles y santo Tomás; otros, como John Finnis, solamente a Aristóteles,
pero no a santo Tomás), porque vuelve superfluos los demás bienes humanos básicos.
Esto puede ser verdad en el caso de las éticas teleológicas contemporáneas y,
especialmente, del utilitarismo, pues todo puede sacrificarse con tal de maximizar el
bien en sentido premoral. Sin embargo, la crítica es errónea si se la refiere a Aristóteles,
santo Tomás y, en general, a la ética clásica. La ética de las virtudes y de la ley natural
no es una ética del fin dominante en el sentido de un fin último que anule los demás
fines, sino que es la ética de un fin último supremo, final, que ordena los demás fines
dándole a cada uno el valor que realmente tiene. En efecto, las demás cosas buenas que
hay en la vida humana no pierden su valor por ordenarse a un fin último superior.
Ahora bien, ¿cómo determinar cuál es el fin último verdadero? Señalaremos
algunas alternativas, que se han dado en la época contemporánea tanto como en la
clásica. En la época contemporánea, el planteamiento más conocido actualmente es el
de John Rawls, que sostiene que no hay un único fin último objetivo para todos los seres
humanos, no hay un bien humano que sea bueno para todos por igual. Él denomina a las
éticas que defienden la existencia de algún bien humano principal como teorías o
concepciones fuertes del bien humano, como la de Aristóteles, por ejemplo. Según
Rawls, es tal la variedad de posiciones en la cultura pluralista moderna, que en realidad
no podemos asignar a una de ellas un valor de verdad superior a las demás, y afirmar
que lo que esa posición considera el bien humano fundamental realmente es el bien
humano fundamental. Por eso, para desarrollar una teoría moral adecuada (adecuada al
menos como base de una convivencia justa, que es el tema que preocupa al autor de
Una Teoría de la Justicia), hay que proponer una teoría débil de los bienes humanos.
Una teoría débil del bien humano es la que dice lo siguiente: “No consideramos como
bien humano básico aquello que algunos seres humanos consideran bueno pero otros no,
como, por ejemplo, la práctica de determinadas cualidades morales, o el conocimiento
de la verdad científica, o la búsqueda de experiencias espirituales o de la contemplación
de Dios; todo eso no lo consideraremos como un bien humano básico, universal
respecto de todos los seres humanos, sino sólo aquello que todos consideran bueno, y
que a todos sirve para perseguir esos otros bienes que cada uno valora especialmente en
su plan de vida. Sobre esta base edificaremos nuestra teoría moral y nuestra filosofía
política”. Y entonces, ¿qué cosas consideran todos como buenas? La vida, por ejemplo,
las riquezas, la salud, el bienestar, los recursos materiales (instrumentos para realizar
deseos diversos), el self-respect (se puede traducir como autorrespeto o dignidad o
sentido de la propia dignidad: todos necesitan que los demás lo reconozcan de alguna
manera)1. Estas teorías débiles del ser humano consideran como bienes objetivos (en el

1
Me aparto del detalle de Rawls para reflejar mejor la idea tan extendida de que solamente puede ser
objetivamente bueno aquello que es aceptado como tal por todos, dejándose al terreno de lo subjetivo el
amplio campo donde hay discrepancias éticas fundamentales. Si alguien tiene interés especial en Rawls,
puede consultar Teoría de la Justicia y Liberalismo Político. La lista de bienes primarios que Rawls ofrece
incluye: los derechos y libertades básicos, la libertad de movimientos, la libre elección entre ocupaciones,

10
sentido de que realmente sean buenos para todos los humanos) solamente los mínimos
en los cuales todos acordaríamos que debemos proteger de alguna manera; en
consecuencia, ninguno ni todos ellos pueden constituir el fin último de una vida o de un
plan de vida cualquiera, porque son todos de alguna manera instrumentales para
alcanzar cualquier fin último o para realizar cualquier estilo de vida que uno se
proponga. Visto desde el punto de vista de la ética clásica, la persecución de esos bienes
es compatible con vidas que tienen un valor moral positivo o uno negativo, es decir, con
un fin último verdadero o uno errado, porque yo puedo portarme muy bien en la
comunidad política y elegir un estilo de vida completamente avaro o tiránico dentro de
lo que me permitan estas reglas de la convivencia. Por eso, para la ética clásica no es
suficiente fundar una ética ni una teoría de la justicia en los bienes primarios en el
sentido raquítico de las concepciones débiles del bien, que son compatibles con géneros
de vida moralmente buenos y malos, y tienden así a eliminar la distinción moral básica
entre el bien moral y el mal moral, o a hacerla subjetiva. Por eso, la ética tradicional
reconoce que las teorías débiles del ser humano tienen razón en que en la vida humana
hay una pluralidad de bienes necesarios para llevar una vida digna; pero, dentro de esa
pluralidad de bienes, hay algunos bienes que son más básicos que otros y que todos
reconocemos como bienes, y que no son únicamente instrumentales, sino que tienen un
valor intrínseco, como la vida, la amistad, etc. Tales bienes humanos básicos
corresponden a los fines esenciales de la naturaleza, que son objeto de los preceptos
primarios de la ley natural; por consiguiente, no incluyen los bienes meramente
instrumentales, aunque también sean reconocidos por todos como bienes (v.gr., las
riquezas o la libertad de movimientos). No obstante, esa complejidad de los bienes
humanos básicos no se opone a la existencia de un solo fin último, porque es merced a
la existencia de un solo fin último que se pueden ordenar esos bienes humanos en un
plan de vida coherente. Dicho de otra manera, precisamente porque tenemos diversos
bienes que forman parte de nuestra naturaleza, necesitamos un orden racional que
armonice todos esos bienes; pero el orden depende siempre del fin que se quiere
conseguir.
La definición clásica de orden es ésta: “La adecuada disposición de las partes
respecto de un todo y de las diversas cosas respecto de un fin”. En definitiva, como el
todo unitario es el fin de las partes, se puede decir que el orden es siempre la adecuada
disposición de las cosas respecto de un fin. Y esa adecuada disposición es establecida
por la inteligencia, que es capaz de ver ese fin y enseguida orientar, disponer, las cosas
para alcanzar el fin. Si se entiende bien lo que es un fin (aquello por o para lo cual obra
un agente) y lo que es un orden (la disposición de las cosas respecto del fin), entonces
se puede comprender también que la existencia de bienes humanos básicos, que son
como fines de la acción humana, no excluye la existencia de un solo fin último, sino que
más bien la exige. En efecto, así como las diversas acciones se ordenan a diversos fines
naturales (v.gr., comer se ordena a la conservación de la vida), así también los diversos
fines naturales y bienes básicos solamente pueden alcanzarse ordenadamente entre sí si
todos ellos son referidos al bien de la persona unitariamente considerada, esto es, a un
solo fin último o bien supremo de la persona que actúa. De ahí que en la ética clásica es

los poderes de los cargos y posiciones de responsabilidad, el ingreso de dinero y las riquezas, el
reconocimiento por las instituciones que dan a los individuos un sentido de su propia dignidad y la
confianza para perseguir sus propios planes de vida. Rawls asume que todos los ciudadanos valoran estas
cosas como primarias para realizar cualquier plan ideal. Sin embargo, cabe objetarle que, de hecho, esos
bienes son menos valiosos para seres humanos con otras opciones, diversas de las del ciudadano liberal.
Los bienes primarios de Rawls no satisfacen el criterio de mínimo ético igualmente reconocido por todos.

11
tan importante la discusión acerca de cuál es ese fin último objetivo que permite ordenar
todos los bienes humanos.
Hay dos formas de proceder para determinar el fin último objetivo: (i) por descarte
de los distintos candidatos, hasta quedarse con el único que cumple todas las exigencias
racionales de un fin último (especialmente una: que no deje espacio para desear algo
más) y (ii) por demostración directa de que un bien determinado constituye
necesariamente un objeto que satisface plenamente la capacidad de querer. La primera,
que aparece en la Ética a Nicómaco de Aristóteles y también en la Suma Teológica de
santo Tomás, va examinando los distintos bienes que las personas de hecho buscan
como si fueran el último, como si fueran la causa de la felicidad, y va paso a paso
descartando los que se demuestra que no producen la felicidad, es decir, los que no
superan el examen racional de un hombre prudente. Así, examinamos primero los
bienes exteriores como las riquezas. La riqueza se quiere porque permite comprar
muchas cosas; por lo tanto, no puede ser el fin último, porque su función es llevarnos a
otras cosas que queremos más que las riquezas. La función ordenada de la riqueza se
cumple gastándola y no reteniéndola. Por eso es moralmente malo el avaro, y el que
busca las riquezas como una cosa exageradamente importante no busca la riqueza en sí,
sino las cosas que podría comprar. Lo mismo pasa con el poder, porque tiene un
carácter instrumental, y, además, porque no todos pueden tener el poder pues hay
algunos que mandan sobre otros y esto no lo pueden hacer todos; por lo tanto, el poder
no constituye el fin último objetivo de todos los individuos. Y el honor, enseguida, es
un reconocimiento que se tributa al mérito; por lo tanto, es una consecuencia de algo
que es mejor que el honor mismo, que es el mérito (la obra meritoria). Por eso, si se
tuviera el honor sin haber realizado la obra buena que lo merece, habría algo falso, algo
malo. Y así sucesivamente: se van descartando los distintos candidatos al fin último
porque en todos se encuentra algo deficiente; se reconoce ciertamente un bien, pero que
no puede ser último ni, en consecuencia, otorgar la felicidad. Además, de todos los
bienes corporales, tanto externos como internos, y de los bienes espirituales exteriores
como el honor, cabe decir que se pueden perder, y tanto la posibilidad de perderlos
como el temor a perder los bienes no es compatible con la felicidad; por tanto, no puede
estar aquí el fin último. La contemplación de la verdad nos acerca un poco más, o la
práctica de las virtudes morales, que también nos acerca un poco más al fin último. De
hecho, Aristóteles se va quedando ahí. Un género de vida que incluye estos dos últimos
bienes es una vida lograda, una vida feliz, dentro de lo que cabe a los mortales. En
cambio, santo Tomás, que es cristiano, dice que esto tampoco es suficiente, sino que la
práctica de las virtudes morales es una parte de la vida lograda y lleva consigo un gozo,
una alegría consecuencia de la virtud, pero no es suficiente. La contemplación de la
verdad también lleva consigo un gozo que no es suficiente, porque el que tiene esto, el
que posee la verdad acerca de las cosas creadas (especialmente si son las verdades más
altas, como las posee el filósofo) se va a preguntar necesariamente: ¿de dónde viene esta
verdad que contemplo? Dicho de otra manera, el saber engendra deseo de saber más;
pero la felicidad incluye la satisfacción de todo deseo, que no quede nada más por
desear. Entonces el sabio va a llegar, como llegaron Platón y Aristóteles, a conocer la
existencia de un bien máximo que no vemos, o de un primer motor del universo que es
un pensamiento que se piensa a sí mismo. Ahora bien, el ser humano que llega a
descubrir que eso existe experimentará el deseo de conocerlo en sí mismo. Por tanto,
mientras no lo conozca, no va a poder ser feliz completamente. En este proceso de
investigación de la verdad, las ciencias humanas tienen un límite; pero el deseo de la
voluntad, que es el apetito racional, va más allá de ese límite y sólo se puede satisfacer
si se contempla lo que está más allá del límite. Por eso dice santo Tomás que sólo la

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contemplación de la esencia divina puede ser causa de felicidad perfecta para la criatura
racional (esto es un argumento filosófico y no de fe). Ahora bien, tras seguir los dos
procedimientos (descartar los fines o bienes insuficientes, intermedios, y argumentar
positivamente para mostrar que la voluntad no puede aquietarse mientras la inteligencia
no vea la esencia divina), tanto la fe como la razón le dicen a santo Tomás que ese
objetivo, que la voluntad puede llegar a desear, es imposible de realizar con las solas
fuerzas humanas: la inteligencia creada solamente puede conocer la existencia de Dios
como causa eterna, infinitamente trascendente, del mundo; pero no puede conocerlo en
sí mismo ni, en consecuencia, gozar la plenitud de la fruición o placer de la voluntad
que se seguiría de un conocimiento tan alto. Esta conclusión crea un problema enorme
para la ética filosófica cristiana. Con las capacidades humanas podemos llegar a realizar
en mayor o menor medida los fines esenciales de nuestra naturaleza, desde un buen
desarrollo físico, biológico, anímico, mental, hasta la perfección de las virtudes
intelectuales (la sabiduría, la ciencia, el entendimiento, la prudencia, la técnica) y el
desarrollo de las virtudes morales (la prudencia, la justicia, la fortaleza, la templanza y
todas las que de ellas dependen). Todo esto lo podemos hacer a un cierto nivel humano;
pero, si surge en nosotros el deseo de contemplar la causa primera de todo el universo
(como necesariamente les sucederá a los sabios y prudentes, porque se darán cuenta de
que existe esa causa primera, y surgirá en ellos el deseo de contemplarla), no podremos
conseguirlo por nosotros mismos. Eso nos deja en la situación paradójica de que, en el
planteamiento de santo Tomás, podemos conocer cuál es el fin último, podemos ordenar
nuestras acciones de tal manera que sean compatibles con ese fin último, es decir,
podemos buscar la vida virtuosa, la vida filosófica, que nos disponen hacia ese fin
último; pero, en definitiva, ¡no podemos alcanzarlo! Entonces, santo Tomás plantea una
objeción, que dice que la naturaleza no hace nada en vano, y Dios, que es el autor de la
naturaleza, habría creado una naturaleza en vano si le hubiera puesto un fin último que
la naturaleza no puede conseguir. Santo Tomás responde diciendo que es verdad que la
naturaleza no hace nada en vano, pero, aunque nosotros no podamos por nosotros
mismos alcanzar el fin último, podremos alcanzarlo con la ayuda de Dios, que es la
gracia, y, como dice Aristóteles, “nosotros podemos no sólo lo que nosotros podemos
por nosotros mismos, sino también lo que podemos por nuestros amigos”. En este caso,
nuestro amigo es Dios. En este sentido, pues, ha de entenderse la tesis clásica de que el
fin último del hombre es Dios o la gloria de Dios: que el hombre solamente puede ser
feliz contemplando la esencia divina, de lo cual se sigue una felicidad infinita que se
manifiesta en la alabanza a Dios (la gloria es el conocimiento claro seguido de la
alabanza); no es, por tanto, que Dios pueda recibir algo del hombre, sino que, por el
contrario, dándose Él mismo al hombre, como culminación de la perfección humana, le
concede una participación de su gloria.

La importancia de todo esto es la siguiente. Saber conscientemente cuál es nuestro


fin último tiene una importancia teórica, que es conocer mejor cuál es la condición
humana; pero sobre todo tiene una importancia práctica, porque de ese fin último
depende todo el orden de las virtudes, todo el orden de las acciones morales. Las
virtudes morales se distorsionan completamente si sustituimos el fin último verdadero,
que es una contemplación intelectual de la esencia divina, por otro fin último. No es lo
mismo ser, por ejemplo, prudente si la prudencia ha de ser utilizada para adquirir las
virtudes morales y entonces estar bien dispuesto para la contemplación de la esencia
divina, que si la prudencia ha de ser usada para conseguir la mayor cantidad de poder,
porque éste no es un tipo de prudencia, sino que es astucia, es habilidad política y puede
incluir el engaño si el fin último es el poder. Si uno se equivoca en el fin último, se

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equivoca en los medios, se equivoca en la definición de las virtudes morales y al final se
equivoca en todo, porque destruye su propia vida. Por eso, la base de toda sabiduría
humana es el conocimiento adecuado del fin último, lo que tiene consecuencias para la
vida personal y para la vida social. También una sociedad entera puede estar orientada
hacia un fin último equivocado, no hacia el verdadero fin último. Una sociedad entera
puede poner en un altar el poder, los placeres o la riqueza, en vez de Dios, y se ordenará
de forma distinta en cada caso. Si tuviese las riquezas o los placeres como fin último,
por ejemplo, se organizaría de tal manera que fuese fácil conseguir y mantener las
riquezas o disfrutar de la mayor cantidad y variedad de placeres; pero que sea fácil o
difícil practicar las virtudes morales será algo indiferente para esa sociedad (en
consecuencia, en realidad, será más difícil practicar las virtudes morales y más fácil
conseguir riquezas o placeres).

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El Acto Humano
Noción de acto humano. Acto humano y acto del hombre. Clasificaciones del acto
humano: interno-externo; y según su moralidad. Estructura del acto humano.
Advertencia: consciencia psicológica y conciencia moral. Consentimiento: perfecto e
imperfecto. Impedimentos de la voluntariedad. Tipos de voluntariedad: voluntario
directo, voluntario indirecto y voluntario in causa. Importancia ética.

El acto humano es aquel acto que procede de la inteligencia y de la voluntad, y


que se distingue del simple acto del hombre, el que acontece en el hombre o que una
parte de él realiza, pero que no es deliberado y libre (v.gr., la circulación de la sangre y
la digestión). Mediante los actos propiamente humanos, es decir, los que proceden de la
voluntad deliberada, nosotros somos dueños de nosotros mismos; no de nuestro ser, que
no depende de nosotros, sino de nuestro obrar. Precisamente porque lo que define al
acto humano es la libertad, surge esta realidad moral, que es que nosotros somos
responsables de nuestros propios actos. Responder proviene del latín respondĕre, que
significa responder, dar cuenta de algo ante alguien que pregunta. A un hombre se le
puede preguntar: ¿por qué has hecho eso? Y se le puede preguntar porque la explicación
básica del acto es su razón, y, si el acto es bueno, y se le atribuye a él como actor porque
procede de su voluntad deliberada, merece un premio; pero, si el acto es malo, merece
un castigo. Todas estas realidades (el premio, el castigo, la bondad, la malicia), como
atribuidas al hombre que actúa, son posibles porque somos dueños de nuestros actos.
Por eso, en una ética bien equilibrada, libertad y responsabilidad van juntas. Hacer
responsable de algo a alguien, sin que haya intervenido su libertad, es injusto (es como
una superstición, como castigar con latigazos al mar por un naufragio); pero también es
injusto para todos los demás que alguien goce de una libertad sin responsabilidad, sin
tener que darle cuentas a nadie.

Hay que conocer dos clasificaciones de los actos humanos que van a servir más
adelante para la explicación del orden moral. Primero hay que distinguir entre Actos
Interiores y Actos Exteriores:

a) Actos Interiores. Son aquellos que realizamos dentro de nosotros mismos


mediante nuestras potencias puramente internas: la inteligencia, la
voluntad, los sentidos internos, las pasiones. Por ejemplo, pensar, desear,
imaginar, elegir, etc.

b) Actos Exteriores. Son aquellos que realizamos con nuestras potencias y


órganos externos, y que, por tanto, tienen una realidad fuera de nosotros,
se manifiestan en movimientos corporales que normalmente tienen algún
efecto externo. Por ejemplo, caminar, tomar algo, comer, hablar, etc.

Esta clasificación importa porque los actos exteriores son una manifestación de un
acto interior, y, en el orden moral, las dos cosas van unidas. Puede haber un acto
puramente interior, pero un acto exterior pertenece al orden moral solamente cuando es
la manifestación de un acto interior. Por ejemplo, si me desmayo y al caer golpeo a
alguien que estaba a mi lado, hubo algo que sucedió fuera de mí, pero no hubo ningún
acto humano, ni interior ni exterior. Esto porque yo no he elegido nada ni querido nada;
sólo sucedió algo que produjo un efecto en la otra persona. En cambio, si le hago una
broma a alguien y hago como que me desmayo para caerle encima y con esto lo golpeo,
entonces hubo un acto interior (elegir hacer la broma) y exterior (la broma externa),
todo lo cual, incluido el golpe producido por el falso desmayo, tiene carácter moral,
porque procede de mi inteligencia y de mi voluntad, es decir, porque es un acto
deliberado, y ninguna realización exterior tiene relevancia moral si no es la
manifestación de un acto que también es interno, de un acto del querer que procede
también del conocimiento intelectual.

La segunda clasificación del acto humano se toma de la moralidad del acto


humano, esto es, de la bondad o malicia en sentido absoluto, que procede de su
ordenación o no al fin último, de su conformidad o contrariedad con la recta razón o con
la ley natural y divina. Entonces se dice que el acto humano puede ser bueno, malo o
indiferente:

a) Bueno: aquel que de suyo se ordena al fin último, y nos hace buenos y
mejores como personas; que puede, a su vez, según su relación con la ley
moral (los principios morales), ser simplemente lícito (bueno y permitido
por el orden moral) o bien obligatorio (necesario para alcanzar el fin
último: exigido por la ley moral) o bien supererogatorio (ni meramente
lícito ni tampoco obligatorio, sino superlativamente bueno más allá de lo
estrictamente obligatorio).

b) Malo: aquel que no es ordenable al fin último, lo contradice, es contrario a


los principios morales, y, por tanto, es ilícito; nos hace malos y peores
como personas.

c) Indiferente: acto que de suyo no es ni conforme con la ley moral ni


contrario a la ley moral (por tanto, también es lícito, aunque no contenga
nada especialmente bueno).

Todo acto malo, lógicamente, está prohibido por la ley moral; está prohibido por
los principios del orden moral. En cambio, no hay paralelismo en el terreno del bien. No
todos los actos buenos están mandados por los principios morales. Puede haber actos
que sean buenos, pero no obligatorios; aconsejables, no obligatorios. Es decir, los actos
morales obligatorios son un tipo de acto bueno, pero dentro de los actos buenos sólo
algunos son obligatorios. Obligatorio significa que un acto es racionalmente necesario
para alcanzar el fin último, de manera que su omisión es ya un mal.
Los actos que son buenos, pero que van más allá del deber, en moral tienen un
nombre técnico muy específico; se los llama actos supererogatorios. El concepto de lo
supererogatorio es el de aquello que, siendo bueno, va más allá del deber. No está
exigido por ninguna virtud, ni por la ley moral, de forma obligatoria; por ejemplo,
alguien que, después de pagar todos sus impuestos, ve que todavía tiene dinero de sobra
y lo destina a una obra de misericordia. Este acto iba más allá de lo debido en justicia,
por lo que se le llama supererogatorio en relación con las exigencias morales de la
justicia. El mismo acto podría ser obligatorio por caridad, o indirectamente por el deber
de ejercitar la justicia distributiva con los bienes superfluos; pero, si se tratara de dar
incluso tomando de lo necesario para uno mismo (como la viuda pobre del Evangelio),
el acto sería completamente supererogatorio, es decir, muy generoso.

La estructura del acto humano se deduce de la misma definición que hemos dado.
En todo acto humano hay, aparte de una posible realización exterior, dos elementos

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esenciales, requeridos para que sea propiamente humano: algún acto de la inteligencia y
algún acto de la voluntad. El acto humano completo, aparte de su realización exterior,
exige estos dos elementos: conocimiento intelectual y querer de la voluntad.

I. El conocimiento Intelectual en el Acto Humano: la advertencia

Para que exista acto voluntario tiene que haber conocimiento del fin: voluntario es
aquello que procede de un principio interno de movimiento con conocimiento del fin.
Ahora bien, el conocimiento intelectual que interviene en el acto humano admite
diversos niveles. Hay cosas que conocemos habitualmente, esto es, de manera implícita
y permanente, aunque no las consideremos explícitamente cada vez que actuamos; así,
por ejemplo, los principios del orden moral. Sabemos que golpear a alguien es malo,
pero no necesariamente enunciamos expresamente el principio cuando, sabiendo que
eso es malo, cedemos a la pasión de la ira, y golpeamos a un prójimo. Hay otros
elementos del acto humano que no son esos principios generales, sino que son
circunstancias particulares del acto concreto que vamos a realizar o que estamos
realizando. Por ejemplo, cuando, a sabiendas, durante una excursión de caza, disparo a
un ser humano, me transformo de cazador en asesino; pero éste es un conocimiento
sobre la circunstancia concreta y no del principio general. El conocimiento que tenemos
al realizar un acto (tanto de su moralidad como de las circunstancias de hecho que lo
describen) se llama normalmente, en filosofía moral, advertencia, ese darse cuenta de
lo que se va a hacer o de lo que se está haciendo. Si uno hace algo dándose cuenta de lo
que está haciendo, entonces ese acto procede de su inteligencia, y uno, suponiendo que
la voluntad esté bien o que tenga el control del acto, es responsable de ese acto para bien
o para mal.
Podemos distinguir entre conciencia psicológica (que, para trazar la distinción,
algunos escriben “consciencia”) y conciencia moral acerca del acto. La consciencia
psicológica consiste en conocer qué es lo que estamos haciendo, es decir, conocer la
descripción de la acción en todos los aspectos relevantes: darse cuenta de lo que uno
hace. Para el juicio moral, y la respectiva responsabilidad, es necesario también que nos
demos cuenta de la bondad o malicia de lo que hacemos. La conciencia moral es el
juicio concreto sobre de la moralidad (bondad o malicia) del acto que se va a realizar o
se está realizado o se ha realizado, que resulta de comparar la descripción de la acción
con la regla moral (la ley natural, las exigencias de las virtudes) o, lo que es lo mismo,
que resulta de aplicar la ley natural al caso concreto.
Supongamos que un sepulturero sabe que está sepultando a un hombre vivo. Hay
consciencia psicológica de que el hombre está vivo y de que morirá al sepultarlo. Si se
está consciente de que el hombre está vivo, la persona se transforma en homicida,
porque sabe que matar es malo y que sepultarlo vivo es matarlo. En cambio, si un
pueblo primitivo realiza un sacrificio humano para sus dioses, o, para seguir con el
ejemplo, sepulta a los servidores junto con el amo fallecido (o a la viuda junto con el
marido difunto), los que así obran tienen conciencia psicológica de lo que hacen (saben
que están matando gente o sepultándola viva: la descripción del acto es correcta); pero
su conciencia moral les indica que eso es un acto bueno y aun obligatorio. Ellos
califican este acto como un acto de rendir culto a los dioses (o de darle al difunto lo que
se le debe), es decir, aun sabiendo en qué consiste el acto según su descripción física, se
lo califica como un tipo de acto moralmente bueno (desde el punto de vista de la
conciencia moral, los agentes podrían no ser responsables de homicidio, dependiendo
del tipo de ignorancia que tengan, de si es culpable o no culpable).

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Para que haya un acto verdaderamente libre, es necesario que haya una
advertencia tanto del aspecto fáctico, empírico (consciencia psicológica), como del
aspecto moral (conciencia moral).
La advertencia, este darse cuenta, admite grados, y en moral se distinguen dos
fundamentales:

a) Advertencia Plena: aquella en la que la persona se da cuenta, claramente, de lo


que está realizando o de lo que realizará. Es la que tenemos en circunstancias
normales, cuando estamos despiertos, atentos a lo que hacemos, etc., y no se
nos oculta ningún aspecto moralmente relevante para enjuiciar el acto (v.gr., la
descripción del acto y la previsión de sus consecuencias). Esta advertencia no
exige que tengamos un conocimiento perfecto de todos los detalles de lo que
hacemos y de todas sus consecuencias, lo cual es imposible para un ser
humano, sino un conocimiento sustancialmente completo de lo que realizamos,
es decir, que incluya todos los rasgos moralmente relevantes para que lo
realizado (o por realizarse) y sus efectos normales y previsibles se presenten
como objeto a la voluntad. Por ejemplo, si una persona está enojada con otra, y
para desahogar su ira le da un puñetazo, bajo los efectos de la ira la
inteligencia se nubla un poco, pero la persona está consciente de lo que hace y
lo hace con plena advertencia. Es un error exigir una lucidez angélica —o
diabólica— para atribuir la plena libertad y responsabilidad por los actos,
incluso serios (v.gr., contraer matrimonio).

b) Advertencia Semiplena: aquella en que la persona se da cuenta de lo que hace,


pero no advierte todos los aspectos esenciales de la acción. Una persona, por
ejemplo, que está bajo los efectos del alcohol o de alguna droga puede no
darse cuenta bien de lo que hace; o alguien que está semidormido, y no se da
cuenta bien de lo que pasa a su alrededor, puede ejecutar una acción externa
sin suficiente advertencia (así, por ejemplo, podría golpear o insultar a quien
va a despertarlo . . . ¡tan temprano!). También podría estar plenamente alerta
(sin drogas ni sueño), pero no tener la posibilidad de descubrir un aspecto
relevante de la acción, que, de haber conocido, lo habría movido a no
ejecutarla; es decir, no ha tenido plena advertencia de todo lo necesario para
decidir, o quizás no ha tenido ni siquiera semiplena advertencia: nada. Así, por
ejemplo, alguien decide hacerle una broma a un tío, darle un susto, y el tío
sufre un ataque cardíaco . . . totalmente desproporcionado: el agente puede
decir que sabía que estaba dándole un susto a su tío, pero que no sabía que le
estaba provocando un problema al corazón.

Con la advertencia plena somos plenamente responsables de un acto; si la


advertencia es semiplena, el acto no es completamente voluntario, aunque subsiste una
responsabilidad disminuida, leve. Y, si no hay advertencia, no hay responsabilidad
(salvo que la falta de advertencia sea, a su vez, voluntaria, culpable, porque se debió
conocer una circunstancia o prever un efecto y voluntariamente no se hizo: es un caso
de voluntariedad in causa).

Para que el acto sea voluntario, entonces, ha de realizarse con conocimiento del
fin. Un obstáculo al acto humano, o una causa de disminución o pérdida de la
voluntariedad del acto humano, ya que quita advertencia o conocimiento en la

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realización del acto, es la ignorancia. La ignorancia es la falta del conocimiento debido.
No es simplemente nesciencia (no tener un conocimiento que no se debe tener; por
ejemplo, alguien que no es medico y no sabe dónde está el apéndice). La ignorancia, si
es completa, quita la voluntariedad del acto, porque la ignorancia es la otra cara de la
moneda de la advertencia; si alguien ignora un elemento del acto que está realizando, en
realidad, en su interior no elige ese acto determinado sino el que se representó
intelectualmente. Si alguien se acerca a asaltarme con una pistola, y yo le disparo y lo
mato en legítima defensa, pero resultó que era una broma porque la pistola era de
fogueo, yo no elegí cometer un homicidio, sino defenderme. Ejercí mi derecho a
defenderme y el resultado fue su muerte, pero yo ignoraba que era una broma, por lo
que no elegí cometer homicidio, sino ejercitar mi legítima defensa. La ignorancia hace
que nuestra elección, nuestro consentimiento, recaiga sobre otra cosa, y, por tanto,
quita la voluntariedad respecto de aquello que se ignora. Lo mismo sucede cuando se
trata de ignorancia no ya sobre el hecho (ignorancia en la consciencia psicológica), sino
sobre los principios morales, sobre la ley moral, o sobre la adecuada aplicación de los
principios a un caso particular, lo que también se conoce como error de conciencia: un
juicio falso acerca de la moralidad del acto.
En el orden moral, hay que distinguir diversos tipos de ignorancia (o de error) para
ver en qué medida excusa o no de la responsabilidad por un acto malo (o quita el mérito,
si es bueno: aunque estos casos no son los más importantes, porque también podemos
alegrarnos de que alguien sea héroe por accidente, aunque no tenga mucho mérito). La
distinción fundamental es la que existe entre la ignorancia vencible y la ignorancia
invencible:

a) Ignorancia Vencible: padece esta ignorancia quien ignora el hecho, o ignora la


moralidad del acto, pero podría haber superado su ignorancia si hubiese pedido
consejo, si hubiese prestado atención, si hubiese investigado, es decir, si
hubiese puesto los medios que la prudencia exige para obrar bien; entonces no
tendría esta ignorancia. Quien padece esta ignorancia es responsable de los
actos que realiza a causa de ella. Se distinguen tres tipos de Ignorancia
Vencible:

1.- Simple: es la que padece el que no pone los medios necesarios para
conocer, para adquirir la ciencia debida. Esta persona conoce lo fundamental
de la moral o de los hechos relevantes sobre la acción, pero, cuando surge
alguna duda, no se preocupa de averiguar. Es responsable del mal que hace.

2.- Crasa o supina: es una ignorancia gruesa, en grado máximo, brutal, sobre
cosas elementales. Procede no sólo de no poner los medios para averiguar la
verdad en el orden moral (o sobre los hechos que rodean la acción), sino de
una completa despreocupación por la cuestión moral o por las circunstancias
relevantes para decidir bien. Es la que tiene quien alega ignorancia sobre una
cosa tan elemental que debería saberla, y, si no la sabe, eso se debe a una
negligencia grave suya. Como lo que se ignora son cosas elementales, esta
ignorancia tiene que deberse a una malicia culpable, y no excusa del mal.

3.- Afectada: es la de quien, expresamente, no quiere averiguar la verdad


para no tener que actuar conforme a ella. Es la más grave de todas ya que es
una ignorancia completamente voluntaria, para poder obrar mal con buena

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conciencia. Es la de quien intuye que algo es malo, y por eso mismo no
quiere pensar en el asunto, ni reflexionar, ni pedir consejo.

Toda ignorancia vencible, por tanto, es culpable. Y, como es culpable, la


persona se hace responsable de los actos aparentemente involuntarios que ha
realizado por causa de esa ignorancia. La situación de quien padece ignorancia
vencible es miserable, porque puede actuar con una aparente buena conciencia
superficial, pero merece el reproche y el castigo igualmente.

b) Ignorancia Invencible: aquella que se padece a pesar de haber puesto los


medios para conocer la verdad moral (o la verdad de hecho sobre la acción).
Por ejemplo, es muy probable que los aztecas, que vivían en una cultura donde
los sacrificios humanos eran algo normal, por mucho esfuerzo que hicieran,
siguieron aceptando los sacrificios como algo normal y sin culpa. No tenían
los medios para darse cuenta de la malicia de sus actos. Su ignorancia era
invencible. La ignorancia completamente invencible (esto es: aquella en la que
nunca se han tenido los medios para superarla) es no culpable, y, por ende,
torna completamente involuntario el acto respecto de aquello que se ignora. En
cambio, la ignorancia actualmente invencible, pero que en algún momento de
la vida pudo haberse superado —se habría superado si se hubieran puesto los
medios—, comienza a ser culpable desde el momento que pudo superarse y no
se superó por propia culpa. Esta ignorancia no excusa del mal ni hace
completamente involuntaria la acción (por eso, el salmista pide perdón a Dios
de los pecados que ignora haber cometido: Salmo 19, 13).

II. El Elemento Volitivo del Acto Humano: El Consentimiento

La voluntad realiza diversos actos. Si hiciéramos un análisis completo, veríamos


desde el simple querer del fin, del bien en general, hasta la fruición o gozo del fin o bien
conseguido, pasando por lo que se llama el uso activo que la voluntad hace de las otras
potencias, incluyendo los miembros exteriores, para realizar las acciones dirigidas al fin.
Sin embargo, vamos a usar solamente un nombre específico para designar el elemento
volitivo en el acto humano, que es suficiente por el momento, y que corresponde a uno
de los actos interiores de la voluntad identificados por santo Tomás: el consentimiento.
El consentimiento es el acto de la voluntad por el cual se adhiere al bien real o
aparente que la inteligencia le presenta. Mientras la posible acción está en la
consideración intelectual solamente, no hay acto humano. Uno puede imaginarse o
pensar un homicidio, o incluso considerarlo intelectualmente como acción posible para
cierto fin deseado; pero, mientras no lo quiera, no hay acto humano de homicidio. En
cambio, si uno se adhiere a esa posibilidad (consiente en matar a un inocente; elige
matarlo), ya hay un acto humano (un homicidio consentido, aunque sea solamente
interior), porque hay consentimiento, hay un adherirse de la voluntad a esa posibilidad
de acción. Y en ese momento nace el acto moral, aunque no se ejecute todavía. Por eso,
para que haya algo voluntario, se requiere: conocimiento del fin propuesto (por lo
menos el acto concebido como fin próximo, aunque tenga un fin ulterior o remoto) y
adhesión de la voluntad (consentimiento).

La plena responsabilidad moral exige el consentimiento perfecto o pleno dentro de


lo humanamente normal. Esto no significa que tenga que ser absolutamente libre en el

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sentido de que no sufra ningún influjo de las pasiones y de los condicionamientos
sociales, históricos, culturales, etc.. Eso es imposible. Para que el consentimiento sea
perfecto basta con la adhesión no impedida de la voluntad al objeto propuesto por la
inteligencia. Si se da un consentimiento imperfecto, la responsabilidad disminuye
porque el acto no es plenamente voluntario. Y, lógicamente, no hay acto humano si
solamente hay un movimiento externo sin intervención de la voluntad a su respecto.

¿Cuáles son los impedimentos de la voluntariedad en el acto humano? Estos


pueden quitar la voluntariedad completamente o disminuirla.

1) La falta de conocimiento, por ignorancia o error, disminuye la voluntariedad


del acto por parte de su elemento cognoscitivo, pues hemos dicho que lo
voluntario es aquello que procede de un principio intrínseco de movimiento (la
voluntad) con conocimiento del fin (la inteligencia), y que el acto moral o
humano es el acto libre, es decir, el que procede de la inteligencia y de la
voluntad. Si falla el conocimiento, se consiente sobre otra cosa (sobre lo que
realmente se conocía o sobre una representación errada). Mas hay otras causas
que impiden o disminuyen la voluntariedad por afectar directamente a la
voluntad misma:

2) La violencia: la violencia física es una fuerza exterior que impulsa a realizar


un acto contra la voluntad. Esta violencia no puede mover a la voluntad, pero
sí puede mover al cuerpo, y hace que el acto sea completamente involuntario.
También puede haber una violencia moral, que consiste en las presiones,
chantajes, amenazas, etc. Esta violencia puede disminuir la voluntariedad del
acto, pero no la quita completamente a menos que llegue a privar del uso de la
razón. El orden jurídico, a veces, admite como excusa la violencia moral, o
como causa de nulidad de ciertos actos que, aunque hayan sido voluntarios, la
justicia exige que sean plenamente voluntarios para que obliguen al agente
(v.gr., un contrato, el matrimonio, etc.).

3) Las pasiones: pueden arrastrar a la voluntad, y, en esa medida, hacen que el


acto sea menos voluntario. Mientras no quiten el uso de razón, el acto sigue
siendo voluntario, y, en consecuencia, alguna responsabilidad se tiene por
ejecutarlo. Entonces, se presenta el problema de una persona que está atrapada
por un vicio, por ejemplo, la gula. La pasión desordenada, propia del vicio, no
quita la voluntariedad, porque, con nuestra inteligencia y voluntad, podríamos
dominar los vicios y las pasiones. Aquí se da la diferencia moral entre quien
lucha por resistir las pasiones, aunque luego consienta en ellas (el incontinente
o débil de voluntad), y quien se deja arrastrar por ellas sin resistir porque está
completamente enviciado. El vicioso, el que está dominado por la malicia de la
voluntad, actúa de acuerdo con las pasiones sin ningún tipo de resistencia, y,
entonces, el actuar llevado por las pasiones no lo excusa de ninguna manera,
porque su voluntad es mala, está de acuerdo con esas pasiones. En cambio, el
incontinente lucha contra la pasión, pero ésta es tan fuerte que, al final, él
cede: consiente en la propuesta de la inteligencia obnubilada por la pasión.
Entonces, se puede decir que la pasión, en este último caso, disminuye en algo
la responsabilidad, porque no es completamente voluntaria. La debilidad de la
voluntad excusa algo, aunque no quita la responsabilidad por los actos
morales. En el caso del vicioso, la misma voluntad quiere el vicio, por lo que

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no disminuye la voluntariedad. Una de las pasiones más discutidas en la ética
es el temor o miedo. Se ha discutido si éste quita o no la responsabilidad del
acto. La respuesta de Aristóteles es que el miedo disminuye, quizás, la
responsabilidad, pero no la elimina. Aunque yo actúe por temor, existe el
deber de resistir el temor, y, por tanto, el temor no excusa. Tanto en el caso de
las pasiones en general, como en el del miedo en especial, hablamos del
supuesto en el que las pasiones o el temor no quitan el uso de razón. En efecto,
si alguien está tan preso del miedo que ya no razona, no hay acto humano y no
hay responsabilidad, porque estamos ante un fenómeno de la naturaleza y no
ante un acto moral: estamos fuera del ámbito de lo moral. Por otra parte, las
pasiones que son estimuladas por la voluntad o que emanan de la intensidad
del acto voluntario —llamadas pasiones consiguientes o consecuentes porque
siguen al acto de la voluntad— aumentan la voluntariedad del acto y lo hacen
más culpable si es malo y más meritorio si es bueno.

4) Las enfermedades mentales: en la antigüedad se hablaba genéricamente de


locura o demencia. La psicología y la psiquiatría contemporáneas distinguen
muchos tipos de enfermedades mentales, que influyen más o menos en la
voluntariedad de los actos humanos. Desde el punto de vista de la ciencia
moral (ética), el principio es el mismo: si la enfermedad quita el uso de razón,
quita el dominio de los propios actos, entonces no hay acto humano ni ningún
tipo de responsabilidad; si la enfermedad disminuye el uso de razón, o el
control voluntario del acto, cualquiera sea el mecanismo por el cual esto
sucede, eso disminuye la responsabilidad, pero no la elimina completamente,
en la medida en que algo hay de advertencia y de autocontrol.

Existe una distinción entre los distintos tipos de voluntariedad que puede recaer
sobre los actos humanos o sobre sus efectos:

i) Voluntario Directo: es el querer algo como fin o como medio. Querer


directamente algo es quererlo en sí mismo, aunque no necesariamente por
sí mismo; quererlo ya sea porque es el fin que queremos lograr, ya porque
es el medio a través del cual queremos lograr un fin. Por ejemplo, yo
quiero tener en mi casa un cuadro, mi voluntad quiere y consiente en eso,
es el fin que me propongo y lo quiero directamente. Para conseguirlo, lo
compro, y este acto también es voluntario directo, porque quiero en sí
mismo comprar este cuadro. Lógicamente no quiero el acto de comprar por
sí mismo, sino solamente por el fin de poseer y gozar el cuadro. Para verlo,
basta pensar que yo aceptaría que me lo regalaran. Sin embargo, los dos
actos de querer (querer comprarlo, como medio, y querer poseerlo y
gozarlo, como fin) son actos de querer directo. Otro ejemplo clásico es el
de quien toma la medicina amarga para conseguir la salud: quiere
directamente (en sí mismas) tanto la medicina como la salud, pero
solamente quiere como fin (por sí misma) la salud, y quiere como medio
(no por sí misma, sino por otra cosa) la medicina; y no quiere ni en sí
mismo, ni menos por sí mismo, el sabor amargo de la medicina, sino que
lo acepta como algo que acompaña a la medicina (efecto secundario,
colateral), lo quiere sólo indirectamente (la prueba es que igual se tomaría
la medicina si no fuera amarga: la amargura no es el medio para la salud).

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ii) Voluntario Indirecto: aquello que no se quiere en sí mismo, ni como fin ni
como medio, pero que resulta como efecto secundario, colateral, de algo
que es querido como fin o como medio. Por ejemplo, compro el cuadro
para la casa, y, como resultado de esto, otra persona, que quería el mismo
cuadro, no lo podrá tener porque ya lo compré, y quizás se entristece. Yo
no elegí que esa persona entrase en depresión por no tener el cuadro. No lo
quise directamente, pero pasó como consecuencia de lo que yo hice. ¿Qué
tan responsables somos de las cosas que queremos indirectamente?

iii) Voluntario in causa o en su causa: aquello que el agente no ha querido ni


como fin ni como medio (voluntario directo en sí mismo), ni tampoco se
sigue indirectamente de algo que él ha querido como fin o como medio
(voluntario indirecto), pero se sigue causalmente como un acto que es en
parte al menos un efecto de un acto anterior que el agente sí ha querido
directamente. Con otras palabras, se dice que es voluntario en su causa un
acto (no un mero efecto) que el agente realiza sin quererlo directamente en
sí mismo, al momento de realizarlo, cuando el agente ha querido
directamente un acto anterior que influye causalmente en que realice el
acto actual. Por ejemplo, si yo bebo más de la cuenta, y después manejo y
atropello a un niño y lo mato, matar al niño no es algo que yo haya querido
como fin o como medio; sin embargo, de hecho lo he matado, y este acto
de matar, que en sí mismo es involuntario, lo he realizado porque antes me
emborraché; por eso, el acto de matar al niño es voluntario en su causa. El
haber atropellado al niño es voluntario, pero la voluntad fue puesta antes,
cuando se eligió tomar en exceso. Este tipo de voluntariedad es muy
importante porque también somos responsables sobre actos donde pusimos
nuestra voluntad mucho antes. Algunos autores consideran lo voluntario in
causa como un tipo de voluntario indirecto, y hay analogías, ciertamente;
pero también hay cierta analogía entre el acto voluntario directo y el acto
voluntario in causa, pues el acto voluntario in causa es un acto
considerado como directamente querido, sólo que la voluntariedad ha sido
puesta antes. Por eso, cabe distinguir lo voluntario in causa como referido
a un acto cuya voluntariedad reside en actos libres precedentes y lo
voluntario indirecto como referido a un efecto que se sigue causalmente,
pero indirectamente, sin intervención de otro acto del agente, de un acto
querido directamente (en sí mismo o en su causa).

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La Moralidad del Acto Humano
Naturaleza de la moralidad (qué es). La regla o medida de la moralidad del acto
humano. Las especies de la moralidad (de la bondad o malicia de los actos) y su
importancia. Las fuentes de la moralidad: objeto, fin, circunstancias. Principios que se
basan en las fuentes de la moralidad (especialmente: «bonum ex integra causa»; el fin
no justifica los medios; la tolerancia del mal; el principio de doble efecto).

¿Qué es la moralidad del acto humano? Es la bondad o malicia que tiene un acto
en un sentido absoluto, es decir, no en cuanto que el acto es bueno o malo respecto de
un fin particular, sino en cuanto que es bueno o malo en relación con el fin último del
hombre (su bien humano integral, su felicidad). Por lo tanto, es un acto que, si es bueno,
hace bueno al hombre como persona, no sólo en una dimensión particular de su ser,
como ser buen futbolista o abogado, sino que lo hace bueno sin más, bueno en sentido
absoluto. Lo mismo sucede con la malicia moral: el acto será moralmente malo porque
hace malo al hombre como persona. Le impide su perfección humana, que lo acerca a
su perfección denominada fin último: la vida perfecta y feliz (doble aspecto del fin
último: el bien sumo conseguido y el gozo interior derivado de poseerlo).

Ahora, ¿cómo saber si una acción es buena o mala?; ¿cómo conocer su


moralidad?; ¿cuál es la regla o medida de la moralidad? ¿Con qué tenemos que
comparar la acción para saber si es moralmente buena o moralmente mala? El criterio
fundamental para definir una acción como buena o mala es que esa acción esté ordenada
al fin último, es decir, al bien perfecto de la persona en cuanto persona. Ahora bien, la
razón humana, en cuanto que dispone los medios para el fin último, es la regla de la
moralidad, porque el hombre tiene que investigar cuál será su fin último objetivo, y,
después, tiene que investigar qué tipos de acciones le acercan a ese fin último objetivo y
cuáles lo alejan de él. Por lo tanto, la regla o medida que nos dicen cuáles acciones son
buenas o malas es la misma razón humana que discierne lo bueno de lo malo, en cuanto
realmente acierta en su juicio, mas no cuando yerra: por eso la denominamos la recta
razón, o también la ley natural.

En una visión más completa del orden moral dentro del universo, se puede ver que
la razón humana es recta en la medida en que efectivamente conoce su fin último, y
efectivamente ordena los medios para el fin último (estos medios son las acciones libres
moralmente buenas); pero el hombre, con su recta razón y su fin último, es una criatura
dentro del universo, de modo que esta ordenación del hombre hacia el fin último,
aunque es realizada por él mismo con su inteligencia, es una participación del orden que
Dios establece en el universo. Porque Dios es el creador de la naturaleza y es, a su vez,
el fin último del hombre (y de toda criatura, de modo diversificado según la naturaleza),
este orden que la recta razón introduce en nuestras acciones libres es una participación
del orden universal, que es el orden de la razón divina, denominado por eso Ley Eterna.

Es importante notar, pues, que lo que es la medida del bien y del mal en la acción
humana, establecida por la recta razón, es un reflejo de la medida del bien y el mal de la
acción humana establecida por el Creador, en cuanto ordena a todas las criaturas hacia
su fin último. Por tanto, se puede resumir que la regla o medida próxima de la
moralidad de los actos humanos es la misma razón humana recta, en cuanto que conoce
el bien y el mal, es decir, la ley natural o ley de la razón; pero la regla o medida remota
fundamental de la moralidad de los actos humanos es la razón divina, porque Dios es el

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creador de la naturaleza y el fin último de todo lo creado. Así se explica que la gente
que tiene fe divina (i.e., basada en una revelación verdadera), aunque no tenga una
comprensión clara de un dictamen de la recta razón, puede suplir esa deficiencia
personal con la revelación del Creador, por ejemplo, con los diez mandamientos (cuyo
contenido esencial corresponde a los preceptos de la ley natural) o con el ejemplo y la
doctrina de Cristo (que incluye la perfección humana natural y la eleva a un rango
sobrehumano). Todos los seres humanos tenemos recta razón con respecto a las cosas
más básicas, pero podemos fallar en cuanto a los detalles. Estos detalles —la solución
de los problemas morales más difíciles— son conocidos rectamente por los sabios y
prudentes. Los demás hombres aprenden de la enseñanza de esos sabios y prudentes. Y
aquí entra la revelación divina, que confirma lo que ya sabemos sobre las exigencias
morales más básicas y nos auxilia con respecto a los detalles. La revelación divina
puede contener, incluso, imperativos morales que vayan más allá de la recta razón
humana. Puede darse y de hecho se da la paradoja de que un niño de diez años, bien
instruido en la ley divina, sepa más y sea más recto que un sabio abandonado a sus
propias fuerzas (v.gr., un niño cristiano de doce años sabe con certeza que el aborto
directo es un asesinato, contra la opinión errónea de Peter Singer, connotado profesor de
Princeton, a cuyos argumentos no podría dar adecuada respuesta).

¿Cuáles son las especies de moralidad? Si la moralidad es el bien o el mal de las


acciones, ¿cómo se ordenan o clasifican las acciones según los tipos de bien o de mal?
Para entender este tema, hay que decir que todas las acciones morales se podrían
clasificar, consideradas abstractamente, en tres géneros morales de la máxima
extensión: el bien, el mal y lo indiferente. Si pensamos en una acción, sin concretar
mayormente el tipo, puede ser buena, mala o indiferente. Robar es malo, dar limosna es
bueno, caminar es indiferente. Dentro del bien y del mal, hay tipos de acciones buenas y
tipos de acciones malas, y a estos tipos les llamamos especies de la moralidad, especies
de bien y especies de mal moral. Entonces, las especies de la moralidad en el orden del
bien son los distintos tipos de bien moral, los distintos tipos de bien en la acción libre.
Estos tipos de bien corresponden a las distintas virtudes, porque las virtudes son hábitos
definidos por diversos objetos buenos que la acción humana puede realizar. Hay actos
cuya bondad consiste en que son justos; otros que son prudentes; otros, fuertes, y otros,
templados. Estas cuatro virtudes cardinales se dividen en varias virtudes más. Todos los
actos humanos se pueden agrupar bajo un determinado tipo de bien humano que
constituye el fin objetivo de una virtud, pues la virtud es lo que hace bueno al agente y
hace buena su obra. Lo mismo sucede con los actos malos, ya que serán malos según
algún tipo de vicio contrario a la virtud. Así, hay actos malos por imprudencia o
injusticia, o por falta de fortaleza, o por destemplanza. Los vicios también tienen varios
tipos, de modo que bajo cada tipo de vicio cae algún tipo específico de acción
moralmente mala.

Naturalmente, los hábitos son más amplios que los actos. Una misma virtud
comprende varios tipos específicamente diversos de actos, diferentes entre sí pero
coincidentes en pertenecer a la misma virtud; y lo mismo sucede con los vicios. Así, por
ejemplo, tanto devolver la cosa depositada como pagar el precio de una compra son
actos de la justicia conmutativa, pero son actos específicamente diversos porque son
debidos en virtud de contratos de diverso tipo, dentro de las relaciones de justicia
conmutativa. No obstante, para lo que en esta introducción nos interesa, nos basta con
retener que los actos se dividen en tipos morales según las virtudes que realizan, o
según los vicios que realizan. Esto es importante porque las virtudes y los vicios son los

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rasgos permanentes del carácter moral, es decir, de lo que una persona es como persona.
Según cómo obramos, nos realizamos a nosotros mismos, y la acción moral hace que
lleguemos a ser el tipo de persona que esa acción ejemplifica. Una persona que realiza
acciones del tipo prudente, que revelan, por ejemplo, ponderación y atención a la
experiencia, se va convirtiendo en alguien prudente, ponderado, a quien le pediríamos
consejo. De modo que por los actos virtuosos conocemos a la persona, y lo mismo
sucede con los actos viciosos. El modo de ser de una persona es plasmado por las
especies de actos morales que realiza. Por eso, no todos los hombres virtuosos son
exactamente iguales en su carácter, porque a veces practican más una virtud que otra,
según las diversas circunstancias y géneros de vida.

Las Fuentes de la moralidad

Las fuentes de la moralidad del acto humano son tres aspectos o elementos
constitutivos de todo acto humano que, en su conjunto, constituyen su bondad o su
malicia desde el punto de vista moral. Con otras palabras, las fuentes de la moralidad
son los aspectos del acto libre que constituyen su bondad o malicia según que sean
juzgados por la razón recta como conformes o no con el bien humano integral: con el
fin último.

Por cada uno de estos elementos, la acción puede tener un orden adecuado al fin
último o una correspondencia adecuada a las reglas de la recta razón, o, por el contrario,
puede carecer de dicho orden y correspondencia. Las tres fuentes de la moralidad son: el
objeto (o también: objeto elegido, materia, fin próximo, fin intrínseco de la acción o
finis operis), el fin o intención (o también: fin intentado, fin remoto o ulterior, fin
extrínseco del agente o finis operantis), y las circunstancias (o también: los accidentes
morales del acto).

I. Objeto [fin próximo o fin de la acción]

El objeto de la acción es el qué de la acción considerado desde el punto de vista


moral, es decir, según su descripción relevante desde el punto de vista de la ley natural y
de las virtudes morales.
El objeto (el qué, lo que se ha elegido) es, pues, aquello a lo que la acción tiende
de suyo y que la define, visto desde el punto de vista moral (o: desde el punto de vista
de la ley moral y de las virtudes). Es aquello que el agente realiza en forma inmediata;
es el fin al que, de forma completamente inmediata, tiende la acción; es, pues, el fin
próximo que el agente se propone realizar en la acción misma que elige (con
independencia de otras cosas que ulteriormente puedan conseguirse mediante la acción
elegida: fines remotos). Por esto se llama fin próximo o fin de la acción [en latín se
llama finis operis]. El objeto es, lógicamente, algo conocido y querido internamente por
el agente —de lo contrario, no habría acto humano—; pero es lo que define en qué
consiste el acto mismo realizado (o propuesto) considerado según su naturaleza, con
independencia de qué es lo que la persona quiere conseguir por medio de ese objeto
(reitero: obviamente el objeto no se puede considerar con independencia de lo que la
persona quiere de forma inmediata, porque eso mismo es el objeto moral: lo que define
externamente la acción en cuanto que elegido internamente por la voluntad). Por
ejemplo, yo quiero comprarme una casa (fin ulterior); por eso, todos los días ahorro
una cantidad de dinero (fin próximo). El fin próximo o inmediato de esta acción es

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ahorrar: ése es el objeto de esta acción, considerado desde el punto de vista moral,
porque ahorrar es un tipo de acto moral (no meramente físico); pero, obviamente, este
ahorro es para conseguir algo más en el futuro, lo que está dentro del terreno del fin o de
la intención.

Toda acción moral, toda acción libre, tiene un objeto que la define, es decir, tiene
un fin próximo o inmediato que la define, que corresponde a la descripción de la acción
que el agente ha querido realizar. Ahora bien, el objeto moral de la acción es todo lo que
se ha dicho (el qué, el fin próximo, aquello que inmediatamente se realiza, aquello a lo
que la acción tiende de suyo) siempre en cuanto se mira desde el punto de vista de la ley
natural y de las virtudes, es decir, en cuanto se define desde el punto de vista de la recta
razón.

Se ha de distinguir entre la descripción moral de una acción y la descripción


meramente física de la acción. Una acción se puede describir en términos meramente
físicos, esto es, según su especie natural o física (genus naturae), si se incluye en la
descripción solamente aquello que la acción realiza considerado desde el punto de vista
de su estructura física, causal, es decir, tal como la describiría un observador externo
que solamente tomara en cuenta las características empíricas del acto, sin incluir todas
las características moralmente relevantes (estas no son siempre o solo empíricas o
físicas: incluyen lo empírico y añaden aspectos cognoscibles por la razón pero que van
más allá de lo empírico). En tal caso, todavía no estamos hablando de una acción moral,
porque no incluimos todo lo que el agente se representa como parte integrante de
aquello que elige. Para hablar de una acción moral, hay que describirla según su especie
moral (genus moris), es decir, incluyendo en la descripción todas las características de
la acción que son relevantes para juzgarla desde el punto de vista de la ley moral y de
las virtudes; según lo que es relevante para la recta razón, en relación con el fin último o
el bien integral de la persona que actúa. Por eso, el acto humano (o moral) no puede
describirse y valorarse adecuadamente viéndolo solamente desde el punto de vista de su
estructura física y de sus efectos externos, sino que ha de verse desde la perspectiva de
la persona que actúa, porque la persona que actúa se lo propone según una
representación relevante desde el punto de vista moral, y, además, lo valora como
moralmente bueno o malo. Por ejemplo, una acción no puede ser buena y mala al
mismo tiempo; esto significa que las especies morales, los objetos morales, se dividen
según el bien, el mal y lo indiferente. Una especie física o en el ámbito de la naturaleza
no moral, una acción descrita en términos meramente físicos, sí puede ser buena o mala,
dependiendo de las circunstancias moralmente relevantes (que la descripción física no
considera). Así, por ejemplo, comer es un tipo de acción física o biológica considerada
en sí misma; no es una acción moral y de hecho la realizan seres no morales (los
animales comen). La descripción “comer” no es una descripción de un acto en su
especie moral. Cuando decimos que un perro come o que una persona come,
describimos lo que hace desde el punto de vista físico o externo. Ahora bien, cuando un
ser humano realiza libremente esa acción, que tiene una sola especie natural o física,
entonces la incorpora al orden moral, y esa única acción física puede tener distintas
especies morales: comer con moderación, que es un acto de templanza, o comer en
exceso, que es un acto de gula; pero no puede ser a la vez templada y destemplada.

La diferencia moral del objeto, entonces, es introducida por alguna circunstancia


que es irrelevante —accidental— desde el punto de vista meramente físico o natural,
pero que constituye una diferencia que la razón capta como relevante para describir o

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concebir y juzgar el acto en cuanto moralmente bueno o malo. Mover un libro desde una
librería a la casa es, físicamente, sólo un traslado. Dependiendo de si la persona lo pagó
o no —supuesto en los dos casos el querer apropiárselo— se califica como compra o
como hurto. Ambos actos, compra o hurto, tienen como base empírica la misma acción
física, la movilización del libro; pero la calidad moral que distingue esencialmente el
uno del otro consiste en una diferenciación que hace la razón, la recta razón, desde el
punto de vista de la ley natural y de las virtudes. En este caso, la recta razón capta que,
desde la perspectiva de la justicia y del mandato racional de respetar al prójimo en sus
bienes, es esencialmente distinto apropiarse de algo a escondidas y en perjuicio del
dueño que apropiarse de algo mediando un acuerdo de compraventa con el dueño. La
intención de apropiarse de la cosa que se toma es esencial para que haya un acto
humano en los dos casos, pero apropiarse de lo ajeno es un tipo de acto moralmente
malo por su objeto (un hurto) y apropiarse de lo que a uno se le debe en justicia, porque
ha sido comprado, es un tipo de acto moralmente bueno por su objeto (adquisición del
dominio por tradición). El objeto físico es idéntico en los dos casos; el objeto moral,
totalmente diferente.

II.- Fin o Intención [fin remoto o fin del agente]:

Es el para qué o el por qué el agente realiza lo que realiza, también descrito según
lo que es relevante racionalmente, es decir, desde el punto de vista de la ley natural y de
las virtudes. También se define por la recta razón, pero es un fin ulterior, que se va a
conseguir por medio de la acción. Se lo ha denominado finis operantis (fin del que obra)
no porque el objeto no sea un fin del que obra —en el sentido ya explicado de fin
próximo—, sino porque el fin próximo u objeto elegido es al mismo tiempo un fin del
que obra y el fin externo al que se ordenan los movimientos del agente para realizarlo.
Así, por ejemplo, si el agente elige construir una casa para venderla y ganar dinero, los
movimientos corporales mediante los cuales pone piedras sobre piedras tienden por su
naturaleza a construir la casa (pues precisamente se realizan esos movimientos porque
se ha elegido edificar una casa); en cambio, que la casa construida se destine a la venta
para ganar dinero o a ser contemplada y admirada como obra arquitectónica o a que el
agente viva en ella, todo eso es ulterior, y depende del agente con independencia de en
qué consiste construir una casa.

Otra forma de advertir la diferencia consiste en pensar en la acción colectiva. Tras


el asalto a un banco por una banda de asaltantes, sabemos qué es lo que han hecho todos
objetivamente —han robado un banco—, y eso es su objeto moral; pero no sabemos
para qué lo ha hecho cada uno de ellos, aparte de apropiarse del dinero, que es lo que
define el objeto de robar: alguno podría querer el dinero para curar a su hijo enfermo;
otro, para montar un negocio de narcotráfico; y un tercero para vengarse del banco. Por
eso, es difícil evaluar completamente una acción colectiva cuando es en sí misma buena,
como una rifa de beneficencia, porque algunos pueden usarla para el mal y otros para el
bien (como intenciones o fines remotos).

El fin o intención también tiene su bondad o malicia, que se conoce juzgando en


qué consiste ese acto ulterior propuesto como fin (v.gr., en el caso de Robin Hood, que
roba para socorrer a los pobres, su intención es socorrer a los pobres y esto es en sí
mismo bueno, por lo que la intención es buena). En definitiva, los criterios tanto para

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definir como para evaluar el objeto y el fin son los mismos: solamente cambia la
posición de estos dos elementos en su inmediatez respecto de lo que se elige o hace.

III.-Circunstancias [accidentes de la acción]:

Las circunstancias son aspectos moralmente relevantes, pero no sustanciales como


lo son el objeto y el fin. Son accidentes de la acción que, aunque no la definen, afectan
la moralidad del acto humano de una manera u otra. Por ejemplo, son circunstancias los
motivos adicionales (aparte del fin principal o intención), quién realiza la acción, a
quién afecta, qué cantidad del objeto (no es igual hurtar 100 que 999), la calidad del
objeto, el tiempo, el lugar, etc.

A veces se habla de circunstancias que cambian la especie del acto. Estas


“circunstancias” no son las que aquí llamamos circunstancias como tercera fuente de la
moralidad, porque no son meramente accidentales. Las circunstancias que cambian la
especie del acto son, en realidad, aspectos del objeto moral, algo que, si se añade a un
tipo de acto, cambian su objeto moral y la especie del acto. Así, por ejemplo, hurtar una
pieza de oro de un museo es un simple hurto; si se hurta desde una iglesia, las
“circunstancias” del lugar y del destino sagrado del objeto no son meros accidentes (o
circunstancias en el sentido de esta tercera fuente de la moralidad), sino que constituyen
aspectos del acto tan relevantes que la razón lo reconoce como otro tipo de acto, otro
objeto moral de especia diversa: el sacrilegio (añadido al hurto).

Algunos principios morales que hacen uso de la doctrina sobre las fuentes de la
moralidad

Estos principios de razonamiento práctico se apoyan en el conocimiento de la


moralidad genérica de cada una de las fuentes de la moralidad. Por lo tanto, no
sustituyen, sino que exigen, una adecuada información y formación ética. Con ese
supuesto, ayudan a discernir la moralidad de los actos humanos concretos.

1.º El objeto moral determina la moralidad específica de un acto humano, esto es,
la bondad o malicia del acto considerado en abstracto, como tipo de acto.

Según esta bondad o malicia, un acto humano es ordenable o no ordenable al fin


último. Es bueno específicamente si, según su tipo o especie, ayuda a alcanzar el fin
último, es decir, realiza algún aspecto de alguna virtud. En consecuencia, puede
ordenarse al fin último. El acto indiferente específicamente (o: de objeto indiferente)
consiste en algo que de suyo no es ni especialmente favorable al fin último, ni contrario
a él. También puede ser ordenado hacia el fin último tanto como contra esa perfección
final. En consecuencia, toda la bondad o malicia del acto dependerá del fin ulterior y de
las circunstancias, pero no de su objeto, porque éste es indiferente. El objeto es
moralmente malo si el acto consiste en un tipo de comportamiento que no puede ser
ordenado hacia el fin último. Por tanto, si un acto es moralmente malo por su objeto
(considerado en universal), no hay nada que lo pueda hacer moralmente bueno. En
cambio, si es moralmente bueno o indiferente por su objeto es ordenable al fin último,
pero todavía no sabemos si es moralmente bueno en concreto: para saberlo hay que
analizar la intención y las circunstancias.

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2.º El fin o intención del agente determina que un acto concreto se ordene o no al
fin último, porque un acto, que por su objeto es ordenable al fin último, después, por el
fin que el agente intenta en el caso individual, es de hecho ordenado o no al fin último.
Si el fin ulterior no es el fin último (como normalmente ocurre), entonces quiere decir
que tiene otro fin, y si este fin tampoco es el fin último, debe tener otro fin, y así
sucesivamente hasta llegar al fin último. Este fin último efectivo —o sea: lo que el
agente busca como bien supremo de su vida— o bien es el verdadero fin último o bien
no lo es (es decir, es o no es lo que real y objetivamente hace feliz a una persona). Si no
lo es, quiere decir que la acción está viciada; pero, si lo es, entonces toda la acción ha
sido dirigida desde su inicio al fin último, porque el fin último, aunque esté solamente
implícito en la elección del acto y en la intención de un fin ulterior, es lo primero que el
agente intenta cuando obra (el fin es lo primero en la intención y lo último en la
ejecución).

El objeto por sí solo determina la moralidad esencial de un acto humano universal


o abstractamente considerado; en cambio, el objeto y el fin unidos determinan la
moralidad esencial de un acto humano individualmente considerado.

Para explicarlo, santo Tomás realiza una comparación con el mundo físico. En el
mundo físico, según la teoría hilemórfica de Aristóteles, una sustancia física está
compuesta de materia (hylo) y de forma (morphê). La materia es aquello de lo que la
cosa está hecha y la forma es lo que hace que la cosa sea lo que es. Así, en el terreno de
las cosas artificiales, las estatuas de la Pietá y del Moisés están hechas de la misma
materia (mármol) pero modeladas por diversas formas (la Virgen con Jesús muerto y
Moisés con las Tablas de la Ley, respectivamente). Sin mármol, no hay estatua; pero
cada estatua se identifica por su forma, no por aquello de lo que está hecha. De manera
análoga, en el ámbito de las sustancias naturales, todas están compuestas de materia
(Aristóteles la denomina materia prima porque es común a todas las cosas y no se
identifica con ninguna, es decir, no tiene ninguna forma que nos permita darle un
nombre, a diferencia del mármol); pero se diferencian específicamente por el modo de
ser que adquiere esa materia en las diferentes especies de minerales, vegetales y
animales: como mármol, oro, agua, roble, lechuga, abeja, león, gacela, hombre.

Santo Tomás dice que en el mundo de la acción humana sucede algo parecido, ya
que en toda acción hay una materia, la materia sobre la cual la acción versa (materia
circa quam) y que la describe en su exterioridad, que es lo que define básicamente a la
acción (la descripción de lo querido), y hay una forma, que es lo que le da la perfección
última a esa materia, aquello para lo cual se realiza la acción (el fin querido). Esta
relación hilemórfica se da en dos niveles: en cada acción y en la relación de medio-fin
entre acciones diversas. En una sola acción, como —por ejemplo— matar al vecino
inocente (no me está atacando), hay algo material (los movimientos o descripción
externa de lo que hago: le disparo al corazón, lo degüello, lo enveneno) y algo que la
define moralmente (el fin próximo de esos movimientos materiales: lograr la muerte del
vecino indefenso, inocente). En este primer nivel, existe un solo acto moral: matar al
vecino inocente, para el cual es indiferente la estructura o descripción física de la
materialidad concreta. Esto significa que el mismo objeto del acto elegido —esa fuente
de la moralidad— se constituye hilemórficamente mediante la materia exterior sobre la
que recae el acto (su descripción exterior: que se mate al vecino inocente) y la forma

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intencional puesta por el acto interior de la voluntad que elige esa realización externa
(que se quiere, elige o intenta, la muerte del vecino inocente).

En un segundo nivel, un acto ya constituido por su objeto (v.gr., matar al vecino


inocente) puede ser el medio elegido (el objeto, en cuanto fuente de la moralidad) para
realizar después otro acto intentado como fin ulterior (fin o intención, en cuanto fuente
de la moralidad). En este segundo nivel, hay dos actos moralmente definidos, aunque
uno es medio para el otro. Santo Tomás aplica a esta unidad moral también la analogía
hilemórfica, porque las dos cosas (objeto o fin próximo y fin ulterior o intención) van
unidas en una sola acción. La materia es el medio elegido, y la forma es el fin ulterior
intentado (la intención), que es el fin al que se dirige este medio. Por ejemplo, yo
ahorro, pero lo que me mueve más profundamente es comprar una casa para mi familia.
Santo Tomás dice que aquí, aparentemente, hay dos acciones: ahorrar (el medio) y
comprar la casa (el fin); una que se realiza (ahorrar) y otra que se quiere realizar
después y a la cual se ordena la primera, pero que no se ejecuta todavía (comprar la
casa). Sin embargo, desde el punto de vista moral es un solo acto humano, porque al
elegir ahorrar ya estoy queriendo comprar la casa. Aristóteles pone un ejemplo en el
terreno del mal, el del que roba para cometer adulterio. Robar es un tipo de acto;
cometer adulterio, otro; pero, en este segundo nivel, aunque los dos actos tienen su
especificidad moral, en el caso concreto se encuentran unidos moralmente; es decir,
moralmente constituyen una unidad para los efectos del juicio ético. Por eso, dice el
Estagirita —santo Tomás lo sigue— que el que roba para cometer adulterio es más
adúltero que ladrón. El que hace algo materialmente hablando porque desea algo
posterior, que para él es más importante, lo que realiza más verdaderamente en su
interior aun antes de ejecutarlo (porque realmente lo quiere más) es esto posterior,
aunque también quiera y realice lo anterior. El que elige un medio para conseguir un
determinado fin, moldea su carácter más por lo que quiere como fin que por lo que
quiere como medio, aunque realmente quiere directamente las dos cosas (lo posterior no
anula lo anterior: el que es más adúltero, de todos modos sigue siendo ladrón).

El acto de la voluntad que recae sobre el objeto se llama elección. El acto de la


voluntad que recae sobre el fin se llama intención. No obstante, el acto moral es uno
solo y recae sobre el medio y sobre el fin al mismo tiempo, o bien solamente sobre el fin
cuando todavía no he elegido ningún medio.

Por lo tanto, de las tres fuentes de la moralidad, dos de ellas unidas moralmente en
el interior del agente constituyen la sustancia del acto moral: el objeto y el fin (o: el fin
próximo y el fin remoto).

3.º Las circunstancias son accidentes del acto, por lo cual pueden aumentar o
disminuir la bondad o la malicia que el acto ya tiene por su realidad esencial concreta.
Las circunstancias nunca pueden hacer que un acto que es malo, por el objeto o por el
fin, se convierta en bueno.

Ahora bien, ¿pueden, las circunstancias, hacer que un acto que es bueno en su
sustancia se convierta en un acto malo? Los autores se dividen. Unos dicen que las
circunstancias sí pueden hacer que un acto bueno se haga malo, pero accidentalmente, o
sea, en algún aspecto menor. Por ejemplo, si uno da limosna y un motivo secundario de
este acto es para ser reconocido, además de para ayudar al prójimo, el acto, que
sustancialmente es bueno, accidentalmente se hace malo. Otros dicen, en cambio, que el

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acto es bueno —no se transforma en un acto malo, porque en tal caso deberíamos
abstenernos de realizarlo—, pero que se le añade otro acto levemente malo de
vanagloria. En tal caso, cabe arrepentirse de esto último sin omitir aquello. En lo que
todos están de acuerdo es en que, si el fin principal fuese la vanagloria, lucirse frente a
todo el mundo, el acto sería malo completo, moralmente malo. Las circunstancias son
muy importantes para una ética con ideales, que no se conforma con el mínimo, sino
que aspira a la perfección en el obrar.

4.º Un cuarto principio relaciona las tres causas o fuentes de la moralidad en un


adagio, que —como he dicho— es interpretado de modo distinto por distintos autores:
Bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu [“El bien por la integridad de las
causa; el mal por cualquier defecto”]. Esto es: para que un acto sea bueno
completamente, es necesario que las tres fuentes de la moralidad sean buenas; para que
el acto sea malo, basta con que una fuente de la moralidad sea mala.

Un buen ejemplo para entender este principio es el de un río que tiene tres
afluentes. El río es la acción humana concreta y completa; las tres fuentes son el objeto,
el fin y las circunstancias. Si las tres fuentes llevan agua limpia, el río será limpio; pero
si cualquiera de las tres está contaminada, el río estará contaminado. La diferencia está
en que, si se contaminan el objeto o el fin, el río es completamente venenoso; en
cambio, si se contaminan las circunstancias, el río estará contaminado, pero no será
venenoso porque está en el terreno de lo accidental. Esta comparación vale para
cualquiera de las interpretaciones: una dirá que el río está contaminado y no puede
beberse (el acto mismo se transforma de bueno en malo y no debe realizarse, aunque sea
imperfectamente o levemente malo, pues el mal moral debe evitarse absolutamente);
otra dirá que el río sigue siendo bueno y su agua potable, pero el sabor es amargo (el
acto sigue siendo bueno y es lícito realizarlo, aunque irá acompañado de un mal leve
que convendría eliminar: no deja de ser lícito el bien por el hecho de que
concomitantemente realice un mal que, por ejemplo, no he logrado evitar por debilidad,
como quien participa en el voluntariado a pesar de que de vez en cuando admite
sentimientos de vanagloria que no hubiera tenido si fuese un patán que nunca ayuda a
nadie). De todos modos, para que el río sea completamente puro hay que cuidar los tres
elementos del acto, incluso las circunstancias. Además, incluso si las circunstancias por
principio no tornaran un acto bueno en malo, podrían ser tan gravemente malas (reitero:
aunque no cambiaran el tipo de acto bueno realizado) que existiera la obligación de
evitarlas; es decir, el acto en su conjunto podría ser gravemente malo no por serlo en sí
mismo, sino por serlo algunas circunstancias gravemente malas. Entre otras, las
consecuencias no esenciales de un acto son circunstancias (son consecuencias esenciales
aquellas que se siguen de la naturaleza de un acto o en la mayor parte de los casos; son
no esenciales, en cambio, las que se siguen accidentalmente en un caso determinado,
sean o no previstas); pero podrían ser tan malas que debiéramos evitar el acto que
normalmente las provoca. Así, aunque reprimir una injusticia es un acto justo de parte
de la autoridad, si en un caso concreto el castigo a los culpables podría desatar una
rebelión popular con muertos y heridos y destrucción de bienes públicos y privados,
probablemente lo prudente será, de parte de la autoridad, tolerar esa injusticia y no
castigarla: si la castiga y se siguen esas consecuencias, quizás es responsable por su
exceso de celo (ver abajo el principio de tolerancia del mal).

5.º El quinto principio afirma que no hay actos individuales moralmente


indiferentes. Todo acto individual es moralmente bueno o moralmente malo. Para

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entender esto hay que clarificar que estamos hablando de actos humanos, es decir,
libres, deliberados, porque puede haber actos automáticos, como los reflejos, o no
deliberados, como rascarse la cabeza, que sean moralmente indiferentes en cuanto que
están fuera del ámbito de lo moral. En cambio, si uno realiza un acto en que
conscientemente elige hacer algo (objeto) por un fin determinado (intención) en
determinadas circunstancias (circunstancias), entonces ese acto no puede ser indiferente:
o es bueno o es malo. Ciertamente podría ser indiferente el objeto —el acto
abstractamente considerado—; pero, en concreto, la acción individual siempre tiene
algún fin, que a su vez o es bueno o es malo, porque, si fuese indiferente, quiere decir
que hay otro fin que se quiere, ya que nadie quiere cosas indiferentes por sí mismas. Por
esto, en algún momento la persona querrá un fin bueno o uno malo, y, en definitiva, el
fin último verdadero o uno falso. Así, en definitiva, ningún acto puede ser indiferente en
concreto, porque o está orientado a un fin bueno, o no está orientado hacia un fin bueno
y se aparta del fin último, transformándose en un acto moralmente malo.

6.º El sexto principio es consecuencia de los anteriores. En su formulación


tradicional dice así: el fin no justifica los medios. Significa que si una acción es mala
por su objeto, intrínsecamente mala, no puede hacerse buena (i.e.: justificarse) por el
hecho de que el agente busque un fin bueno, no importa cuán bueno sea ese fin. Por
ejemplo, el caso de Robin Hood: no es lícito robar ni aunque sea para repartirlo entre los
pobres. Tampoco se puede mentir para ganar votos y acceder a un cargo, con el pretexto
de que después, desde ese cargo, se hará mucho bien. La acción tiene una calificación
moral objetiva: si es mala no se convierte en buena por tener el agente una buena
intención, un buen fin ulterior. Esto se explica porque la mala acción hace mala a la
persona que la quiere (elige), independientemente del fin.

Es verdad que la proposición “el fin no justifica los medios” es ambigua, porque,
en la ética clásica, la ordenación al fin debido es precisamente lo que hace buena una
acción. Lo que sucede es que solamente el fin último hace buena o mala una acción en
sentido absoluto. Los demás fines —incluso los fines naturales a los que estamos
inclinados por ley natural— solamente pueden perseguirse, procurarse y defenderse,
mediante acciones que la razón humana discierne como compatibles con su plena
perfección en cuanto persona, es decir, con su fin último. Una acción es mala porque no
lleva a este fin. Con este presupuesto, una acción que ya está constituida como mala por
su especie (contraria al fin último o perfección humana integral) no será convertida en
buena por buscar otro fin bueno. Y “justificar” es, en este contexto, convertir en bueno
o justo lo que antes era malo o injusto. Entonces, que el fin no justifica los medios
significa que no puede tornar bueno o justo lo que ya es malo o injusto por su objeto.
Este principio está muy vigente en materias de justicia y de derecho. Este principio es la
salvaguarda de la objetividad de la ética. También se expresa en el principio paulino (cf.
Epístola a los Romanos 3, 5-8): no se ha de hacer el mal para conseguir el bien.

7.º El principio de tolerancia del mal dirige la acción de quien tiene autoridad,
cuando delibera acerca de qué hacer con el mal o la injusticia que obran sus súbditos. La
autoridad incluye el derecho a reprimir el mal obrar de las personas sujetas a esa
autoridad, en la medida en que ese mal obrar daña al bien común, que la autoridad tiene
obligación de cuidar. ¿Hasta qué punto se debe reprimir el mal moral o la injusticia —e
imponer coactivamente el bien y la justicia— para proteger el bien común? Hay dos
posturas extremas erróneas:

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1.ª: Se debe reprimir todo mal moral y/o toda injusticia.

Se trata de un error porque atribuye a la autoridad una misión imposible, cual es


erradicar todo mal y toda injusticia de este mundo imperfecto. La prudencia, en
cambio, muestra que, si bien la autoridad está para favorecer el bien y castigar el
mal (tal es la parte de verdad en esta postura), es un exceso reprimir todo, porque
una represión excesiva puede impedir ciertos bienes o provocar daños mayores.

2.ª: Pensar que la autoridad sólo tiene la facultad de reprimir la injusticia cuando
es muy grave, especialmente para proteger los derechos y las libertades
individuales; pero que en la generalidad de los casos la autoridad no puede decir
qué es lo bueno y qué es lo malo, por lo cual debe dejar que cada uno decida qué
será lo bueno y qué será lo malo.

Esto se denomina permisivismo moral, y tiene algo de razón, pues la autoridad


no debe inmiscuirse en muchas cosas, sino que debe dejar solucionar los
problemas a las autoridades inferiores y a los grupos inferiores y a los particulares
en la medida en que ellos puedan hacerlo (principio de subsidiariedad), e incluso
debe permitir males menores para evitar males mayores; pero esto no significa
renunciar a decir qué es lo bueno y qué es lo malo, como si el bien común pudiera
alcanzarse sin adoptar claras posiciones éticas. Al contrario, la autoridad, para
reprimir las injusticias más graves que todos admiten que deben reprimirse (v.gr.,
las violaciones de los derechos humanos), necesariamente debe basarse en juicios
éticos. Por lo tanto, la autoridad no solamente puede, sino que también debe
realizar juicios que discriminen entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo
injusto, aunque algunos ciudadanos discrepen acerca de esos juicios.

La posición rigorista es errónea porque, si se reprime todo, también se impide la


realización de mucho bien. No obstante, la posición permisivista también es errada,
pues elimina la objetividad de la ética. Así, por ejemplo, el permisivismo, al renunciar a
un criterio ético, ha servido como argumento a favor de permitir el aborto, o de tener
esclavos. La autoridad tiene el derecho y el deber de decir qué es lo malo y qué es lo
bueno, qué es justo y qué es injusto, y debe usar estos criterios para favorecer el bien
común: fomentar el bien y reprimir el mal, pero sin causar males mayores. El término
medio está en la labor de la autoridad de buscar el bien común para la sociedad.

La autoridad tiene la potestad de reprimir lo que es malo e injusto porque daña


directamente al bien común; pero carece de potestad para reprimir lo que no daña al
bien común directamente, aunque sea claramente malo. Por ejemplo, emborracharse no
requiere una intervención de la autoridad, aunque es un vicio; pero emborracharse y
manejar exige que la autoridad intervenga, por las consecuencias dañinas para los
demás. En realidad, respecto de los actos malos que no dañan directamente el bien
común la autoridad no debe tolerar el mal simplemente porque no tiene nada que hacer
al respecto: no debe inmiscuirse porque no es competente respecto de la vida
exclusivamente privada de los súbditos. Aquí se entiende “vida privada” no en sentido
meramente espacial, como si lo que sucede en un espacio privado sea por eso
irrelevante para el bien público. Un asesinato puede cometerse en la intimidad del
hogar, y es por su misma naturaleza un ataque al bien común. De manera que la “vida
privada” respecto de la cual la autoridad carece de competencia está dada por aquellos
actos y aspectos de la vida de los ciudadanos que no afectan directamente al bien

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común. No obstante, hay actos malos que dañan directamente al bien común (es decir,
son injustos), respecto de los cuales la autoridad tiene de hecho la potestad o derecho de
reprimirlos y también la fuerza o coacción para reprimirlos.

Respecto de estos actos contrarios al bien común, el principio de tolerancia afirma


que es lícito y a veces hasta obligatorio no impedir un mal moral o una injusticia —sin
aprobar ni promover ni aconsejar el acto— cuando, de impedirse o de intentar
impedirse, el bien común sufriría un perjuicio mayor (vgr., por la violencia que sería
necesaria) que el que resulta de la tolerancia, o cuando se impediría un bien más grande
que el que se daña con ese mal o esa injusticia (v.gr., por controlar demasiado se
impedirían algunos abusos, pero también se limitaría en exceso la libertad para hacer el
bien). Este principio permite y aun obliga a tolerar el mal siempre que se den, como se
ve, dos condiciones:

a) La autoridad no permite positivamente, no aprueba el mal, sino que sólo se abstiene a


reprimirlo (esta abstención equivale a permitir pasivamente el mal, sin autorizarlo
positivamente como un derecho).

b) Si reprimiera ese mal provocaría males mayores o impediría un bien más grande.

Éste es un principio de prudencia política. Su aplicación varía según las


circunstancias de tiempo, de lugar, de personas, de medios disponibles, etc. Es muy
delicado el equilibrio, porque el bien común sufre cuando se debe intervenir y se tolera,
pero también cuando se debe tolerar y se interviene. Las autoridades se pueden
equivocar por carta de más o por carta de menos. Es necesario evaluar los casos en que,
aunque de hecho se puede intervenir, no se debe intervenir.

En fin, se ha de tener claro que quien obra mal o injustamente es el mal súbdito o
ciudadano, y que su acción sigue siendo mala aunque la autoridad la tolere. La autoridad
no obra mal cuando tolera, porque ella no realiza el mal, sino que simplemente se
abstiene de reprimirlo. Cuando concurren los requisitos prudenciales, tolerar el mal es
hacer el bien. Santo Tomás de Aquino toma como ejemplo a Dios mismo, que vela por
el bien común del universo. Dios no causa ni quiere el mal moral, pero lo permite o
tolera porque puede ordenarlo al bien mayor de todo el universo. Por eso, no se justifica
que la autoridad apruebe o favorezca el mal so pretexto de ser tolerante: eso es ser
permisiva, y daña el bien común.

8.º El principio del voluntario indirecto o principio del doble efecto (o de causa de
doble efecto). Este principio se aplica en cualquier caso en que el agente moral debe
decidir si realiza una acción ambigua, es decir, una acción que tiene, al mismo tiempo,
un efecto bueno y un efecto malo (o más). Santo Tomás afirma que un mismo acto
puede tener dos efectos, como, por ejemplo, la legítima defensa: uno malo, la muerte
del agresor, y otro bueno, la conservación de la propia vida.

El principio puede formularse así. Es lícito realizar una acción en sí buena o


indiferente, que tiene un doble efecto, uno bueno y otro malo, si el efecto bueno es
inmediato (no se sigue del malo), el fin del agente es honesto (solamente quiere el
efecto bueno) y existe una causa proporcionada para permitir o tolerar el efecto malo
(efecto secundario o colateral).

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Los moralistas han desglosado el principio del doble efecto en cuatro requisitos
que deben cumplirse para que sea lícito realizar un acto de doble efecto:

1) La acción debe ser por su objeto buena o indiferente, nunca intrínsecamente


mala.

2) El fin del agente debe ser bueno: no puede aprobar ni consentir en el efecto
malo.

3) El efecto malo nunca debe ser el medio a través del cual se consigue el efecto
bueno.

También se ha dicho de otras maneras: que el efecto bueno debe ser anterior o
simultáneo con relación al efecto malo en el orden causal (no temporal), o que el
efecto bueno debe ser el efecto primario o “per se”, y el malo secundario o “per
accidens”. No se trata de una relación temporal (el efecto bueno podría producirse o
completarse antes en el tiempo), sino de una relación de prioridad ontológica al
nivel de la naturaleza de la causa (el efecto malo no debe ser lo que inmediatamente
realice la acción) o al nivel de la intencionalidad de agente (el agente no concibe el
mal como medio para el bien). Por eso, el efecto malo se califica como efecto
colateral o secundario.

4) Que el efecto bueno que se persigue sea proporcionadamente importante para


tolerar el efecto malo. O, en una formulación cercana: que haya una causa grave
proporcionada para realizar la acción y permitir el efecto malo. De aquí se sigue
que el requisito de proporcionalidad implica, en realidad, tres proporciones: (i)
que el efecto bueno sea proporcionadamente importante para tolerar el efecto
malo (no es lícito que por aliviar un dolor leve ingiera una droga que me acorte
la vida); y también (ii) que no ha de haber otra acción posible para lograr el
mismo efecto bueno, con menor efecto malo; y finalmente (iii) que la acción
realizada es proporcionada al fin bueno perseguido, con el mínimo daño posible
y no más.

Tarea: pensar ejemplos.

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Las Pasiones y la Moralidad de los Actos Humanos

Las pasiones: bondad ontológica de las pasiones. Moralidad de las pasiones en sí mismas.
Moralidad de las pasiones en cuanto relacionadas con la razón y la voluntad. Moralidad
por el objeto. Moralidad por el grado de voluntariedad: pasiones antecedentes y
consecuentes. Relación de las pasiones con las virtudes y los vicios. Los principios de los
actos humanos: principios interiores (potencias, hábitos —virtudes y vicios—, y pasiones)
y principios exteriores (Dios y la ley).

Las pasiones son las manifestaciones o actos del apetito sensitivo: del apetito
concupiscible, que tiende hacia el bien deleitable, y huye de lo que lo contraría, y del
apetito irascible, que reacciona ante el bien arduo o difícil. Las pasiones, en general, si
preguntamos por su bondad o malicia, hemos de decir que son ontológicamente buenas, es
decir, que son parte del bien del ser humano, y, en realidad, de cualquier animal. Si
consideramos las pasiones en sí mismas, fuera del orden moral, son parte del bien
ontológico, parte de la perfección de la naturaleza de cualquier animal, también del animal
racional. Así, por ejemplo, ¿qué diríamos de alguien que no pudiera gozar de un alimento
sabroso? Probablemente, diríamos que está enfermo. Lo mismo diríamos de alguien que no
se puede enojar ante una agresión (distinto es alguien que es capaz de controlar su enojo: lo
siente, porque está sano; pero no se deja dominar por él). Por tanto, tener pasiones es una
cosa buena.

En cambio, desde el punto de vista moral, las pasiones, consideradas en sí mismas, no


son ni buenas ni malas. En efecto, en sí mismas, las pasiones no constituyen actos libres —
actos de la voluntad y de la razón—. De hecho, los animales tienen pasiones, manifiestan
ira, dolor, placer, esperanza, etc., y están completamente fuera del orden moral, porque no
tienen razón ni voluntad. Las pasiones comienzan a tener un carácter moral cuando entran
en relación con la inteligencia y la voluntad. Entonces podemos hablar de una pasión
moralmente buena o moralmente mala, y de cómo influyen las pasiones —para bien o para
mal— en la moralidad de un acto humano. Se puede hablar, pues, de la moralidad de las
pasiones —supuesta su relación con la razón y la voluntad— tanto desde el punto de vista
del objeto al que tiende la pasión como desde el punto de vista de cómo afecta una pasión a
la voluntariedad del acto humano, porque los actos humanos son buenos o malos
moralmente en la medida en que son voluntarios. Si se disminuye la voluntariedad, se
disminuye la moralidad del acto.

Así, pues, en primer lugar se dice que una pasión es moralmente buena o moralmente
mala desde el punto de vista objetivo. Si aquello a lo que la pasión inclina está de acuerdo
con el orden de la razón, o sea, es un objeto moralmente bueno, esa pasión es moralmente
buena. Y, por lo tanto, es bueno que el que padece esa pasión la acepte voluntariamente, la
quiera. Todavía más: es bueno que el agente fomente esa pasión voluntariamente, que la
haga crecer, porque es una pasión que lo inclina hacia un objeto que está conforme con el
orden racional. Y al revés, si la pasión que se despierta en el agente lo inclina hacia un bien
sensible en una medida contraria al orden de la razón, se puede decir que esa pasión es mala
moralmente, porque se ordena a un objeto sensible en una medida inconveniente,
inadecuada. Entonces, si la voluntad se deja arrastrar por la pasión, termina queriendo un
objeto malo. Por eso el agente, cuando percibe en sí mismo una pasión que lo inclina a un
objeto contrario al orden de la razón, debe rechazar esa pasión, ha de reprimirla.

Éste es un primer modo como se puede hablar de las pasiones como buenas o como
malas por referencia al objeto mismo al cual la pasión inclina. Un ejemplo muy sencillo y
frecuente es la alegría. Si un amigo se gana la lotería y comienzo a sentir alegría por él, el
objeto de mi alegría es bueno: es el bien de mi amigo, y la pasión, alegrarme por lo que a él
también le alegra, siendo una cosa buena, es moralmente bueno. Esta alegría no hay que
reprimirla: ¡hay que fomentarla! En cambio, si al mismo amigo se le incendia la casa, y
siento la misma alegría, hay que reprimirla porque esa alegría es mala (de hecho, quien sin
desearlo, incontroladamente, la sintiera, advertiría en su conciencia moral que algo malo le
sucede interiormente: siente lo que no debería sentir). Así, si la alegría recae sobre un
objeto bueno debo fomentarla; pero debo reprimirla si recae sobre un objeto malo. Lo
importante es recordar que las pasiones, en sí mismas, no son ni buenas ni malas
moralmente (aunque son buenas ontológicamente); pero, en la medida en que se relacionan
con un objeto de la voluntad, son buenas si el objeto es bueno, y son malas si el objeto es
malo. Por tanto, la voluntad debe fomentar la pasión buena y reprimir la pasión mala,
aunque no se manifieste en actos externos.

Una segunda forma en que las pasiones tienen un significado moral es en cuanto
influyen en la moralidad de los actos humanos, puesto que pueden hacerlos más o menos
voluntarios. Para ver cómo influyen en la voluntariedad del acto, hay que distinguir entre la
pasión antecedente al acto de la voluntad y la pasión consecuente o consiguiente al acto de
la voluntad.

1.- Una pasión es antecedente al acto de la voluntad si la pasión se despierta


involuntariamente, sin intervención de la voluntad. Una vez que esa pasión se ha
despertado, entonces influye en el acto de la voluntad, porque empuja, atrae o
incluso arrastra a la voluntad. Así, por ejemplo, yo puedo estar estudiando, y de
repente se me viene a la cabeza la imagen de un pedazo de torta, y, sin que me lo
haya propuesto, se despierta mi deseo de comer. Este deseo puede o no aceptarse,
por lo que puedo dejar de estudiar e ir a comer, o seguir estudiando. La voluntad
permanece libre frente a la pasión; pero la pasión antecedente influye en el acto de
la voluntad y puede provocarlo.

2.- La pasión es consecuente o consiguiente al acto de la voluntad cuando el agente


quiere primero con su voluntad un objeto, y, precisamente porque lo quiere,
despierta libremente la pasión favorable a ese objeto. La pasión se denomina
consecuente porque sigue a la misma voluntad, la cual hace nacer la pasión. Por
ejemplo, un padre quiere jugar con su hijo, aunque no tiene muchas ganas de
hacerlo de buenas a primeras. Sin embargo, porque lo ve triste, sabe que debe
hacerlo, y voluntariamente elige jugar con él, y, para poder hacerlo de la mejor
manera, comienza a querer tener ganas, y finalmente lo hace con ganas y con
agrado. En este caso, las ganas (el deseo sensible) y el agrado vinieron después de la
decisión libre de jugar con el hijo.

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Entonces, una pasión antecedente disminuye la voluntariedad del acto, lo hace menos
moral. Por lo tanto, si el acto es bueno, pero menos voluntario, tiene un mérito menor,
mientras que si el acto es malo, pero menos voluntario, tiene una culpa menor. En cambio,
una pasión consiguiente aumenta la voluntariedad del acto, lo hace más moral, más libre y
más humano. Por lo tanto, si es bueno, es más meritorio, y si es malo es más culpable.

Como las pasiones tienen esta relación con el orden moral —tanto por su objeto como
por la medida en que afectan a la voluntariedad—, es bueno que estén sometidas al orden
de la razón y a la voluntad, y por eso hay virtudes, cualidades morales buenas, que tienen
por objeto el control racional de las pasiones.

Así como la prudencia ordena la razón práctica para que acierte con el bien moral en
cada caso, y la justicia perfecciona a la voluntad para que quiera dar a cada uno lo suyo,
hay dos virtudes cardinales —acompañadas de otras virtudes, que forman parte de estas dos
virtudes— cuya materia está constituida por las pasiones: la fortaleza y la templanza. La
fortaleza perfecciona las pasiones de lo irascible, perfecciona el apetito irascible y lo
modera según el orden de la razón (atención: moderar puede ser tanto reprimir lo excesivo
como fomentar lo insuficiente). La templanza busca el justo medio en las pasiones del
apetito concupiscible, es decir, principalmente en los placeres. Al igual que la fortaleza,
modera las pasiones.

Esto es lo que hace que las pasiones jueguen un rol importante en la visión clásica de
las virtudes. En la ética cristiana las pasiones, y especialmente la alegría y el dolor, son un
complemento de las virtudes, es decir, que no puede haber virtudes perfectas sin pasión.
Por ejemplo, si pago mis deudas siempre y de forma puntual, eso me hace una persona
justa; pero si al hacerlo no puedo evitar sentir tristeza, mi virtud no es perfecta —no es
todavía virtud en sentido propio— porque no me acompañan las pasiones que deberían
acompañarme. Como dijo santo Tomás, el hombre malo se alegra en las cosas malas, y el
bueno se alegra en las cosas buenas. Por eso, y solamente en este sentido, la alegría —el
deleite, el placer, el gozo— es una medida de la virtud. Si recordamos la definición de
virtud, advertimos que la virtud consiste en obrar conforme a la razón de manera fácil, con
prontitud y con alegría o gozo.

Las pasiones que proceden de una virtud son siempre pasiones consecuentes o
consiguientes, esto es, voluntariamente producidas, aunque sean anteriores al acto
individual que se está realizando en el momento. Esto es importante porque la pasión
antecedente disminuye la voluntariedad y por lo tanto disminuye el mérito de un acto
bueno, porque arrastra a la voluntad; pero en una situación puntual alguien puede
experimentar una pasión antecedente respecto de ese acto voluntario, y verse arrastrado por
esta pasión, y, sin embargo, el acto voluntario sigue siendo plenamente voluntario y
meritorio, porque esa pasión, a su vez, es producto de una virtud voluntaria adquirida
(moral). En este caso, la pasión no disminuye para nada la voluntariedad del acto, ni el
mérito de éste, porque en realidad es una pasión consecuente al hábito electivo, es decir, a
la elección de la voluntad. Así, por ejemplo, si al ir por primera vez a trabajos sociales no
se tienen muchas ganas de hacerlo, pero, aun así, voluntariamente se acude, y después se
experimenta alegría, esa alegría es resultado de una decisión voluntaria. Por eso, es una

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pasión consecuente o consiguiente a la voluntad, que manifiesta la mayor voluntariedad del
acto, que lo hace más meritorio. Después de hacerlo varios años seguidos, cuando esa
pasión —la alegría de servir— se consolida como parte de una virtud —la virtud de la
generosidad, de ayudar al prójimo en la medida posible—, entonces, al acercarse el
momento de decidir de nuevo sobre los trabajos sociales, comienza a sentirse la alegría de
poder ayudar, lo que arrastra a la persona a ir de nuevo. Esta pasión, que ahora arrastra
como parte de la virtud moral, es una manifestación de que ya se ha arraigado en la
personalidad esa virtud, con su fruto propio, que es la alegría, y, por tanto, no disminuye la
voluntariedad del acto. Sigue siendo una pasión consecuente a la voluntad, puesto que es
consiguiente a una virtud voluntariamente adquirida.

Algo análogo sucede con el vicio. La persona que obra viciosamente, por un vicio
adquirido, no lo hace por pura debilidad de su voluntad (que sí quita culpa), sino que por
ser un vicio, lo hace por malicia, de modo que la pasión que se manifiesta y que arrastra a
su voluntad, es una pasión voluntaria, por lo que no disminuye la culpa, sino que la
aumenta.

Principios de los Actos Humanos


Hay unas causas de las cuales proceden los actos humanos, o que influyen en ellos, y
que llamamos, por eso, principios de los actos humanos (algunos ya los hemos estudiado).
Ellos son intrínsecos al hombre o extrínsecos a él.

Principios interiores del acto humano:

1) Las potencias o facultades operativas: podemos pensar porque tenemos inteligencia,


querer porque tenemos voluntad, y de la capacidad motora, de los órganos exteriores,
procede el que uno pueda producir efectos exteriores (matar a alguien, por ejemplo). Los
actos humanos que se materializan en movimientos exteriores proceden de las potencias
operativas interiores.

2) Los hábitos operativos: modifican las potencias operativas, inclinándolas a obrar de una
manera determinada, buena o mala. Los llamamos virtudes si son hábitos buenos y vicios si
son malos. Por eso, un acto moral se dice proceder de un vicio o de una virtud si el agente
obra no solamente según su potencia, sino según su potencia habituada a obrar de esa
manera. Como los vicios y las virtudes son como una segunda naturaleza, los actos que
proceden no solamente de potencias, sino de hábitos, son actos que salen naturales.

Las potencias y los hábitos son los principios interiores de los actos humanos.
También podrían añadirse las pasiones, en cuanto movimientos o actos internos
infrarracionales que influyen en la voluntad.

Principios exteriores del acto humano:

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Los principios exteriores, que influyen en los actos humanos, son los agentes exteriores y
las leyes como instrumentos de esos agentes exteriores.

3) Los agentes exteriores: son otras personas u otras causas que influyen en el agente para
que obre de una manera determinada. Este principio es muy importante en el derecho,
porque una persona puede, por ejemplo, matar a otro impulsado por una pasión
momentánea o por haber sido contratado por alguien. El que contrató al sicario, también
comete el delito de homicidio, porque lo induce a cometer el delito de homicidio. Por lo
tanto, el homicidio, aunque materialmente realizado por el sicario, desde el punto de vista
moral también procede del contratante.

La tradición cristiana considera que los principales agentes exteriores o principios


externos del acto humano son Dios —como primer motor y gobernador de todo el
universo— y el demonio —pues la fe afirma la existencia de los ángeles caídos y su influjo
en los hombres, mediante las tentaciones y el engaño—. Sin embargo, Dios gobierna a los
hombres instruyéndolos mediante su ley y moviéndolos por su gracia. En este marco,
considerar al demonio y a la gracia de Dios excede un curso filosófico. En cambio,
considerar las leyes —pues las leyes humanas justas también son partícipes del gobierno
divino— como causas o principios exteriores del acto humano es propio de un curso
filosófico de derecho natural.

4) La ley: uno de los más importantes principios, porque mueve a obrar de determinada
manera, o a abstenerse de obrar, y establece la medida debida de los actos humanos.
Establece de forma general lo que es debido y lo que es indebido. La ley positiva, tanto
humana como divina, es un principio externo al acto humano, que viene dado por la
autoridad que la establece —el legislador humano o divino—; pero la ley moral natural,
que consiste en los preceptos de la recta razón natural, opera desde dentro gracias a un
hábito de los primeros principios morales (la sindéresis) y al hábito de la ciencia moral.
Esto explica que el principio moral de los actos humanos, considerado como presente en la
misma razón de la que proceden los actos libres, sea interior respecto de la persona, por lo
que no le hace violencia, y a la vez trascendente, porque no depende de la propia voluntad
hacer que un acto sea bueno o malo: la voluntad no es capaz de hacer que lo bueno sea
malo o que lo malo sea bueno.

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La Ley
La ley en general: definición y analogía; clasificación; efectos: obligación (vis
directiva, vis coactiva). La Ley Eterna: noción, demostración de su existencia,
conocimiento, metafísica de la creación. La ley moral natural: definiciones (metafísica
y descriptiva); argumentos para “demostrar” la existencia de la ley moral natural;
objeto y contenido (el primer principio y los preceptos primarios, secundarios y de
tercer grado); tipos de preceptos morales (afirmativos y negativos: los “absolutos
morales” y la función de la prudencia). La ley humana positiva: noción, necesidad,
clasificación, autor, promulgación, finalidad, efecto (obligar) y cesación. Fundamento
de la ley humana en la ley natural (derivación por conclusión y por determinación).
Obligatoriedad moral. Las leyes injustas. La epiqueya o equidad. Alcance o extensión
de la ley humana para reprimir los vicios e imperar las virtudes. Mutabilidad. La ley
divina positiva. La ley divina, las virtudes y el fin último.

La ley en general

Se han dado muchas definiciones de ley. Lo que tienen en común es que conciben
la ley como un orden (intelectual) o como una orden (mandato de la voluntad) que se da
para dirigir la conducta de manera general (no en un caso particular). Algunos autores
identifican la ley con un acto de voluntad por el que se impone una obligación a
alguien; otros la identifican con un acto de la inteligencia, mediante el cual se indica un
orden en la conducta, que es obligatorio no por la existencia de una voluntad superior,
ni de la amenaza de un castigo, sino por la existencia de un fin, que es el bien común,
para conseguir el cual es necesario obedecer la ley y esto requiere de la autoridad
superior como autora de la ley. En las leyes se dan ciertamente estos dos elementos, el
intelectual y el volitivo. Nosotros, de todas las definiciones que se han dado,
adoptaremos como orientadora la de santo Tomás de Aquino, que se refiere a la ley
positiva humana, pero que tiene un significado general, que se puede aplicar a todo tipo
de leyes por analogía.
Según la clásica definición de santo Tomás, la ley es un “orden de la razón hacia
el bien común promulgado por quien tiene a su cargo el cuidado de la comunidad”. La
definición reúne los cuatro elementos (o causas) que explican lo que es la ley, pues en
toda ley hay (i) causa eficiente: un autor de la ley, quien tiene a su cargo el cuidado de
la comunidad, y como autor es la autoridad. Enseguida, hay (ii) causa final: toda ley
supone aquello que mueve a la autoridad a dictarla, es decir, el fin de la ley, que es el
bien común. Por eso, si la ley contradice el bien común, aunque beneficie a la autoridad,
es una ley injusta e inicua, y, por tanto, no cumple cabalmente con la noción de ley, y
no obliga. Además, hay (iii) causa formal: formalmente, en sí misma o en su esencia, la
ley es un acto de la razón, porque es un orden. El orden es la disposición de las partes
respecto del todo y de las cosas respecto de su fin. Una disposición de esta naturaleza
sólo puede ser establecida por la inteligencia, porque solamente la inteligencia puede
conocer el fin, que todavía no existe realizado y, por tanto, no es cognoscible
sensiblemente, y solamente la inteligencia puede disponer los medios para el fin (de ahí
que la operación por fines, observada en la naturaleza no-inteligente —plantas, animales
brutos—, implica racionalmente la existencia de una Inteligencia Infinita que dirige
todo el universo: cf. 5ª vía para demostrar la existencia de Dios según santo Tomás). Es
cierto que, para promulgar la ley, para darle existencia de hecho, se requiere la voluntad

1
de la autoridad; pero una voluntad que no estuviera ordenada por la inteligencia sería
arbitraria, y, como tal, no se dirigiría al bien común: sería injusta. Por eso la esencia de
la ley está en ser un orden de la razón, aunque suponga también un acto de la voluntad
del legislador. Finalmente, hay (iv) causa material: la ley tiene una materia o contenido,
aquello sobre lo que versa y dirige. La materia de la ley está constituida por los actos
que la ley regula y ordena, y, en consecuencia, remotamente, por las personas que son
ordenadas por la ley. En síntesis, los cuatro componentes esenciales de toda ley, a los
que por analogía se refieren los cuatro tipos de causa que distingue Aristóteles, son: ser
un orden racional (causa formal) de los actos humanos y de las personas (causa
material) promulgado por la autoridad (causa eficiente) para conseguir el bien común
(causa final). La promulgación —que consiste esencialmente en dar a conocer la ley a
los súbditos para poder aplicársela: publicarla solemne o formalmente— es esencial
para darle existencia más allá de la mente del legislador, donde es simplemente una idea
o proyecto.
Esta noción de ley se puede aplicar por analogía a distintas realidades en las que
se observa algún orden hacia un fin común. Así, por ejemplo, nosotros hablamos a
veces de leyes físicas y de leyes morales. La ley de la gravedad es una ley física. Se usa
por analogía la idea de ley para explicar cómo los procesos físicos naturales, que no son
libres, están sometidos a un orden y ocurren de una manera ordenada, en el marco de un
universo armonioso. Por tanto, cuando identificamos cuál es el orden mediante el cual
ocurren estos fenómenos, lo llamamos “ley” por analogía con la ley que ordena las
actividades libres en el marco de una convivencia armoniosa. La noción de ley física,
por ende, presupone una visión del universo en la que hay un orden, en la que hay un
bien común del universo, en la que hay una armonía y un cosmos; pero, en su sentido
propio, las leyes son necesarias para el orden moral, puesto que ahí los sujetos pueden
actuar de varias maneras distintas y requieren de una ley que los oriente hacia el bien, y
los retraiga de obrar el mal. Ahora bien, incluso en este caso, se habla de ley moral —
una realidad invisible e interior, propia de la inteligencia humana— por analogía con las
leyes humanas con que unos gobiernan a otros en la comunidad política, de manera
visible y exterior.

Los tipos de ley (clasificación)

La ley se puede subdividir en varios tipos, a cada uno de los cuales se aplica por
analogía la definición de santo Tomás:

1.º Ley Eterna: hace referencia a Dios como gobernador del universo (se llama Ley
Eterna porque Dios es eterno).

2.º Ley Natural o Ley Moral Natural: ordena a todos los seres humanos a lo que es
bueno para todos ellos en común, que es la perfección de su naturaleza y su fin último
natural.

3.º Ley Humana o Ley Humana Positiva: aquella creada por el hombre para regular la
conducta de los hombres en la comunidad política (o en la Iglesia, en el caso de la ley
humana positiva eclesiástica: el derecho canónico). A ésta se le aplica de modo más
directo la definición de santo Tomás. Se llama “positiva” por ser puesta o creada por el
hombre, ya que no le es dada por su naturaleza, como la ley natural. En este contexto, la

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palabra “positivo” no se opone a “negativo” y no tiene ninguna connotación de bondad,
sino que se opone a “natural” y deriva del significado de “poner”, “establecer” algo.

4.º Ley Divina Positiva: aquella que Dios establece mediante una revelación; es dada
por Dios a los hombres, pero no por medio de la razón natural (como la ley moral
natural, que, como veremos, también procede de Dios por creación).

Efectos de la ley

La ley tiene dos tipos de efectos: (i) en las personas, hacerlas buenas moralmente
(si la ley es justa) o hacerlas buenas para un determinado régimen político corrupto (si
la ley es injusta), a lo cual nos referiremos más adelante; (ii) en los actos de las
personas, ordenarlos de diversas maneras. A estos efectos nos referimos ahora al decir
que la ley realiza los siguientes actos principales: mandar, prohibir, permitir y castigar.
El efecto común de todos estos actos es la obligación, ese “ligar” o “atar” no física sino
racionalmente a las personas. Este obligar en cuanto efecto propio de la ley es lo que
nos interesa en este momento.
El problema en la actualidad es que la palabra obligación (y sus variantes, como
obligar) se ha convertido, especialmente en la filosofía moderna, en una palabra
ambigua, con significados que no son los propios de su significado clásico. Para
nosotros, los modernos ineducados, obligación es la imposición de un superior a un
inferior, es decir, obligar nos trae a mente alguna forma de fuerza, incluso de coacción,
de tal manera que, según mucha gente cree, si una ley ordena pero no establece un
castigo para el caso de incumplimiento no obliga. En cambio, en la visión clásica, la
que tenemos también nosotros cuando somos bien educados, la obligación es la
necesidad racional de un medio para un fin (si el fin es el fin último o un fin esencial de
la naturaleza racional, será una obligación moral). Por ejemplo, todas las reglas del
tránsito son obligatorias, en el sentido clásico, porque son necesarias para que se
coordine adecuadamente el tránsito de los vehículos, y así se eviten accidentes y
muertes. Incluso si supusiéramos que la policía no es capaz de sancionar a los que
transgreden las normas del tránsito —como de hecho no lo es—, de todos modos
estamos obligados a cumplirlas, porque estar obligados significa que, si no las
cumplimos, no alcanzamos el fin para el cual existe la norma. La sanción es un
suplemento necesario, pero no lo que define la obligación. La sanción está para obtener
el cumplimiento de las leyes de parte de aquellos a quienes no les basta la obligación en
el sentido moral, o sea, en el sentido propio de obligación. Las sanciones están para
obligar a los malos ciudadanos, pero los buenos ciudadanos cumplen porque es
obligatorio con independencia de que haya sanción o no. Así se entiende que pueda
estar obligado por la ley incluso el soberano, al que nadie podrá forzar a cumplir la ley
mediante la coacción. Por esto, la ley obliga incluso a las autoridades.

Para explicarlo, santo Tomás distingue entre dos aspectos de la fuerza de obligar que
tiene la ley: la fuerza directiva de la ley y la fuerza coactiva de la ley.

a) Fuerza directiva (vis directiva): obligación en el sentido clásico primario o


esencial, que simplemente indica que hacer algo es necesario si se quiere
conseguir el bien común. El que no lo hace, atenta contra el bien común, aunque
nadie lo pille.

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b) Fuerza coactiva (vis coactiva): es lo que está más presente en el sentido moderno
de obligación. Es la fuerza de obligar en el sentido de forzar mediante el temor
al castigo o el uso de la fuerza física. La vis coactiva deriva, pues, de un castigo
que se va a imponer al que no cumpla la ley. La obligación, en este sentido, es la
necesidad de obrar para evitar un castigo.

Santo Tomás dice que la ley está revestida de las dos fuerzas; pero la esencia de su
obligatoriedad reside en la fuerza directiva, que incluso mueve al gobernante justo a
seguir las leyes que él mismo dicta, aunque sepa que nadie lo puede obligar. El
gobernante está bajo la vis directiva de la ley, aunque no esté bajo la vis coactiva de la
ley.

La Ley Eterna

La definición clásica de esta ley es de san Agustín: la Ley Eterna es “la razón (y la
voluntad) de la divina sabiduría que ordena todos los actos y movimientos hacia el fin
último del universo”. La imagen de universo tras esta definición es la de un universo
creado y dirigido por Dios. La noción de Ley Eterna acompaña como por necesidad la
demostración clásica de la existencia de un Dios. Si existe un mundo que nosotros
conocemos, y nosotros conocemos que existe Dios, en cuanto Creador de este universo,
entonces, por analogía con la realidad humana de un rey o príncipe que gobierna su
reino, a Dios también lo concebimos como un rey que gobierna el universo. Una de las
pruebas de la existencia de Dios (la quinta vía para demostrar la existencia de Dios, en
el orden que da santo Tomás) afirma que vemos que en el universo, en la naturaleza
física, existe un orden, porque todas las cosas obran de una manera determinada (o sea,
ordenada, no arbitraria o caótica). Ahora bien, el obrar por un fin, o sea,
ordenadamente, es algo que requiere conocer ese fin antes de realizarlo, lo cual exige
poseer inteligencia. En consecuencia, si hay innumerables seres que no tienen
inteligencia, pero que obran como si la tuvieran, es necesario que exista una inteligencia
que los gobierne. Esa inteligencia superior, infinita, que gobierna todos los seres del
universo, es lo que llamamos Dios.
Luego, podemos llamar ley —por analogía con las leyes humanas— al modelo de
esta inteligencia infinita que dirige el universo entero. Dios es un ser cuya inteligencia
es infinita; por tanto, su ley no solamente da directrices genéricas que los súbditos
deben conocer y seguir, sino que es una ley que ordena hasta el movimiento más
pequeño en el universo. Por eso, la Ley Eterna —que connota la idea de un orden
general, como sucede con las leyes humanas— se concreta en la providencia divina y el
gobierno divino del mundo. Esta ley se identifica con la razón y la voluntad divinas, y,
puesto que Dios es eterno, esta Ley, que es su misma Razón, que existe desde siempre y
para siempre, se identifica con Dios mismo, en realidad, y se denomina por eso “Ley
Eterna”.
Se puede demostrar la existencia de la ley eterna, pues es lo mismo que demostrar
la existencia de Dios. La razón natural —sin ayuda de la fe— puede conocer la
existencia de un Dios único, eterno, perfecto, creador y fin último de todas las cosas, a
partir de las cosas visibles, por aplicación rigurosa del principio de causalidad. De
manera que las mismas pruebas que demuestran la existencia de Dios, en cuanto que
arriban al Dios verdadero, que es un ser infinitamente inteligente, creador y ordenador
del universo, demuestran la existencia de eso que denominamos “Ley Eterna”.

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Nosotros no podemos conocer directamente, cabalmente y en sí mismo el
contenido de la Ley Eterna, puesto que eso equivale a ver a Dios directamente y en sí
mismo, y, además, tener la misma inteligencia infinita que Dios tiene, única capaz de
abarcar plenamente a Dios mismo. Sin embargo, como la Ley Eterna se refleja en el
orden creado, conocemos la Ley Eterna indirectamente, parcialmente y en sus efectos,
en la medida en que conocemos el orden creado. Por lo tanto, la Ley Eterna se relaciona
con cualquier otra ley (física o moral) como principio o causa primera y ejemplar, ya
que la Ley Eterna es la causa de cualquiera de estas leyes naturales. La Ley Eterna es la
causa primera de todas las leyes, el ejemplar primero de toda ley, lo mismo que Dios es
la causa primera de todas las cosas. De ahí se sigue que la Ley Eterna es la ley
máximamente universal y perfecta e indefectible, puesto que no hay nada que escape a
la ordenación de Dios mismo.
Toda esta metafísica de la Ley Eterna le da un fundamento muy sólido a la visión
clásica del universo, de este universo ordenado, dirigido hacia un fin común; pero, por
desgracia para quienes no alcanzan a comprender estos fundamentos, presupone muchas
cosas: presupone toda una metafísica de la creación y de Dios como Creador. En este
contexto, las leyes de la naturaleza física o biológica y la ley de la razón (la ley moral
natural) se entienden como un reflejo, en la creación, de la razón y de la voluntad
creadora y ordenadora de Dios mismo. Este reflejo del orden del universo en la razón
humana que ordena los actos libres hacia el bien del hombre constituye la ley moral
natural.

La ley moral natural

Santo Tomás define la ley natural como “la participación de la ley eterna en la
criatura racional”. Esto significa que la Ley Eterna, que en sí misma es la misma mente
divina, existe participadamente —como un reflejo— en la mente humana (la criatura
racional). Dios crea al ser humano y lo dota de una cualidad, de una potencia que lo
pone por encima de toda la naturaleza física, que es la inteligencia, la razón. Mediante
esta potencia, el ser humano puede conocer su fin y puede conocer los actos que lo
llevan al fin o que lo alejan del fin. Todas las tendencias humanas o inclinaciones
naturales hacia algún aspecto del bien humano (a ser y pervivir, a casarse y formar una
familia, a obrar de manera razonable, a convivir en paz con los demás, a conocer la
verdad, a buscar y relacionarse con Dios), algunas de las cuales existen también en los
animales brutos como inclinaciones instintivas, son asumidas por la razón humana que
conoce los bienes humanos (los objetos de esas tendencias naturales) y que puede
descubrir las acciones libres proporcionadas para el logro de esos fines. De manera que
la persona humana es la única criatura visible que se dirige a sí misma hacia su propio
bien, porque es dueña de sus propios actos. Todas las demás criaturas del universo
visible son movidas por Dios hacia el fin último del universo, actúan inconscientemente
por la fuerza de un impulso natural, físico o biológico, o a lo más por un conocimiento
puramente sensible, como en el caso de los animales brutos, sin libertad.
El ser humano, mediante su razón, se dirige y ordena a sí mismo. Su razón es una
ley para él mismo. El ser humano tiene en sí mismo un orden racional que libremente
puede seguir: si lo sigue, se perfecciona; si, prefiriendo un bien infrarracional —un
desorden—, no sigue ese orden, se daña a sí mismo (este degradarse a sí mismo
constituye una ofensa contra el Creador porque el daño contra una obra ofende a su
autor y dueño; el daño a la criatura, que existe por causa del amor del Creador, ofende al
Creador, quien solamente puede querer el bien de la criatura). Precisamente por ser

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libre, el hombre puede no seguir el orden de lo racionalmente bueno, y, entonces, se
degrada. Santo Tomás dice que este orden racional es un reflejo en nosotros del orden
que Dios mismo nos da al crearnos tal como somos: con una naturaleza, unos bienes
naturales, unas potencias que hemos de perfeccionar, un fin último o perfección final y
feliz. Este orden que Dios nos da es, en Él, la Ley Eterna. El mismo orden divino,
considerado en cuanto nosotros lo tenemos en nosotros mismos, se llama ley natural o
ley moral natural. Es natural no por referencia a la naturaleza física o biológica
solamente —aunque el bien físico y biológico es parte del bien humano que la razón
ordena promover—, sino porque poseemos este orden por naturaleza de dos maneras:
(a) como inclinaciones hacia los diversos bienes fijados por la naturaleza, que la
voluntad necesariamente quiere (aunque también puede libremente querer sacrificar en
beneficio de otros bienes), y (b) como ordenación racional de la persona y de sus actos
hacia la realización de esos bienes, pues en el hombre lo racional es lo natural.
Se ha dicho que nuestra inteligencia es como un chispazo de la inteligencia divina,
o sea, una participación, una semejanza de una inteligencia infinita. También se dice
que el hombre es imagen y semejanza de Dios, por su inteligencia y su libertad, pues
Dios es infinitamente inteligente e infinitamente libre. Llevado esto al terreno de la ley,
la razón humana, en cuanto que conoce el fin humano y puede dirigir los actos hacia el
fin humano, es una ley para nosotros, ley que tenemos por naturaleza.
Esta definición de ley moral natural como participación de la Ley Eterna en
nosotros es una definición muy metafísica, porque indica cuál es la causa de la ley
natural, que es la Ley Eterna; indica que la causa de la razón moral y de su orden hacia
el bien es la razón divina y su orden y gobierno del hombre hacia su bien. Por esto, esa
definición de ley natural incluye en sí misma la explicación última de la ley natural, que
es la Ley Eterna, o sea, Dios. Entonces se entiende por qué el orden moral es un orden
divino, y que obedecer esa inclinación racional a obrar moralmente bien —esa voz de la
conciencia en cada caso— equivale a obedecer a Dios: no es algo que cada ser humano
decida por su cuenta, sino que es una participación del hombre en el orden que Dios
mismo le da para que alcance su felicidad, su fin último.
Esta definición de ley natural, por su carácter metafísico, es la más difícil y, a la
vez, la más alta. Además hay una segunda definición, meramente descriptiva: la ley
natural es la misma razón humana en cuanto que discierne lo bueno de lo malo e
impera hacer el bien y evitar el mal, o impera lo bueno y prohíbe lo malo. Esta
definición sólo le pone el nombre de “ley natural” a una experiencia humana universal:
que los seres humanos estamos continuamente distinguiendo lo bueno de lo malo, y
experimentamos en nuestro interior el imperativo de hacer el bien y de evitar el mal. Le
llamamos a esto ley natural porque tiene carácter de ley interna y porque nos viene por
naturaleza, no por una convención o acuerdo entre los hombres. Aquí lo “natural” se
opone a lo convencional, a lo que ha sido puesto por la voluntad humana (i.e., a lo
positivo).
Por eso, en sentido estricto no se puede demostrar que existe la ley natural, si
entendemos de qué estamos hablando, porque es como intentar demostrar que existe la
inteligencia, cosa que obviamente sabe cualquiera que pretende demostrar algo. Sin
embargo, se pueden decir algunas cosas para “demostrar” (en sentido impropio) la
existencia de esta ley natural en el sentido de hacer ver que tenemos experiencia directa
de aquello a lo que llamamos ley natural:

1) Demuestra la existencia de la ley natural la evidencia interior de cada persona


con uso de razón, porque toda persona con uso de razón comienza a
experimentar la conciencia moral y el sentido del deber y de la prohibición. Un

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niño comienza a experimentar su propia inteligencia práctica, que le dice lo que
está bien y lo que está mal, lo que se debe y lo que no se debe hacer. Esto lo ha
experimentado todo ser humano, por lo que da una evidencia interior de una ley
natural, de un imperativo moral que no procede de la pura convención, sino del
simple uso de la razón.

2) Existe también una evidencia exterior de la existencia de la ley natural. Por eso
San Pablo, que era judío y vivía conforme a la Ley judía del Antiguo
Testamento, dice en la Epístola a los Romanos que los paganos también tienen
responsabilidad moral. Aunque ellos no tengan una ley divina positiva
(revelada) que los ordene, tienen esta responsabilidad porque experimentan una
ley en su corazón que los remuerde cuando hacen algo malo y los premia cuando
hacen algo bueno (tal es la experiencia interior de todos, referida en el número
precedente); pero, además, unos a otros se acusan y se excusan en términos
morales, y ésta es la evidencia externa de la existencia de una ley natural. Se
aprecia una razón que discierne entre lo bueno y lo malo.

3) La razón humana justifica las leyes y las costumbres. Si no hubiera una ley
natural ni una razón natural común para todos los seres humanos, la única fuente
de obligación, de distinción entre lo bueno y lo malo, sería la ley adoptada
convencionalmente por los seres humanos o los mandatos de las autoridades o
las costumbres. Todo orden moral se reduciría a un acuerdo entre los hombres o
a un mandato de la autoridad. En cambio, vemos que de hecho nosotros tratamos
de justificar las leyes y las costumbres sociales diciendo que algo es bueno no
sólo porque lo mande la autoridad, sino que tiene razones independientes de la
autoridad y de la convención. Apelamos a criterios independientes de la ley
positiva y de la costumbre, a criterios racionales o naturales, a los que la
tradición filosófica denomina ley natural.

4) Las enormes coincidencias que hay entre los distintos pueblos y las distintas
culturas acerca de lo que es bueno y de lo que es malo, incluso entre pueblos y
culturas muy alejadas en el espacio y en el tiempo. Es verdad que también hay
muchas discrepancias entre las distintas culturas, y muchas veces se pone el
énfasis en ellas para afirmar que no existe una ley moral común a todos los
hombres; pero esas diferencias no logran ocultar las coincidencias en cuestiones
básicas.

Objeto y contenido de la ley natural

El objeto y contenido de la ley natural está constituido por los preceptos que la
razón natural formula acerca de lo bueno y de lo malo, que, en cuanto preceptos
racionales, funcionan como principios fundamentales de los que proceden los actos
humanos ordenados al fin último (por eso se habla de preceptos de la ley natural o de
principios de la ley natural de manera intercambiable: porque los preceptos racionales
funcionan como principios desde los cuales comienza el proceso de la razón para dirigir
los actos humanos). Santo Tomás ofrece un esquema de cuáles son estos principios,
poniendo como base el primer principio de la ley natural, en el cual se apoyan todos los
preceptos morales. Para explicar este primer principio, recordemos que la primera
noción que la razón práctica elabora es la de lo bueno, “lo que todas las cosas apetecen”

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(Aristóteles) o el ser en cuanto apetecible, cuyo contrario es lo malo, la privación del
bien o carencia del bien debido.
El bien se capta porque en la realidad hay algo que nos atrae. Por eso la noción de
lo bueno es la del ser en cuanto apetecible. Si algo nos atrae se constituirá como el fin
de nuestra acción, porque el fin es aquello por lo cual se hace algo, o para lo cual se
hace algo. En esta primera noción, que es la noción de bien, y en la negación de ella,
que es la noción de mal, se apoya el primer principio de la razón práctica, esto es, el
primer juicio que formula la razón en su uso práctico, es decir, en cuanto que dirige la
acción hacia su fin. Santo Tomás formula este principio así: el bien ha de ser realizado
y proseguido, y el mal ha de ser evitado. Algunos lo simplifican diciendo que el primer
principio es: hay que hacer el bien y evitar el mal. De cualquier forma, se entiende que
lo primero que la razón práctica sabe en cuanto directiva del obrar, y, en consecuencia,
lo primero que ordena e impera, es buscar y hacer el bien y evitar el mal. Se dice que
este es el primer precepto de la ley natural, el primer principio del orden práctico —por
tanto, del orden moral, que es el orden de la praxis voluntaria—, porque todo lo demás,
que la razón manda hacer o evitar, manda hacerlo o evitarlo en cuanto que lo conoce
como bueno o como malo respectivamente.
En este punto, santo Tomás introduce el resto de los preceptos de la ley natural,
que se han denominado preceptos primarios, preceptos secundarios y preceptos
terciarios o de tercer grado de la ley natural.

1.º Los preceptos primarios de la ley natural. Según santo Tomás, todos aquellos
bienes hacia los cuales el hombre experimenta una inclinación natural son percibidos
inmediatamente como tales, es decir, como bienes que se han de procurar, que hay que
realizar mediante la acción. Sus contrarios, lo que daña esos bienes, son percibidos
como males que hay que evitar mediante la acción. Esos bienes que son objeto de las
inclinaciones naturales son, por lo tanto, fines naturales, llamados también bienes
humanos básicos. En las dos terminologías —la de los fines naturales y la de los bienes
humanos básicos— se trata de destacar que son bienes que nos vienen dados por
naturaleza, que no los inventamos nosotros, y por referencia a los cuales podemos saber
qué acciones son buenas y qué acciones son malas.
Santo Tomás, haciendo una analogía metafísica muy ilustrativa para quienes
entienden la metafísica, distingue tres niveles de preceptos de la ley natural, según los
niveles de las inclinaciones naturales. En efecto, si los bienes o fines respecto de los
cuales la razón formula sus preceptos son, al mismo tiempo, objeto de las inclinaciones
naturales, entonces el orden de los preceptos de la razón es paralelo al orden de las
inclinaciones de la naturaleza. Respecto de los tres niveles o bienes a los que estamos
inclinados por naturaleza hay preceptos primarios, referidos a esos bienes como fines, y
preceptos secundarios y terciarios, referidos a los medios que promueven o realizan esos
fines. Los preceptos primarios no se deducen de las inclinaciones, sino que son
evidentes; pero esa evidencia se explica por el carácter natural de esas inclinaciones: es
evidentemente bueno el objeto en que termina cada inclinación natural. Veamos los tres
niveles de inclinaciones y preceptos:

(a) Santo Tomás dice que el ser humano tiene una inclinación natural que
comparte con todas las criaturas, la inclinación a conservar la vida, por causa de la cual
el hombre capta inmediatamente que la vida —vivir, permanecer en el ser— es un bien
y que, por tanto, se ha de buscar y proteger. Por eso, es precepto de ley natural proteger
este bien básico de la vida humana; y, además, pertenecen a la ley natural todos los

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preceptos (secundarios y terciarios, según veremos) que la razón descubre como medios
necesarios para realizar este fin.

(b) Además tenemos algunas inclinaciones naturales en común con los demás
animales, como es la inclinación a la unión sexual y a la procreación y educación de la
prole. De acuerdo con esta inclinación, pertenecen a la ley natural aquellas cosas que la
naturaleza ha enseñado a todos los animales (expresión de Ulpiano recogida en el
Digesto). Por eso, reconocemos con nuestra razón que los animales realizan muchas
cosas buenas según la naturaleza de cada uno: se aparean, cuidan y protegen a sus crías,
etc. Ahora bien, nosotros descubrimos que el objeto de la inclinación —la unión de
macho y hembra para la procreación y educación de la prole— es un bien humano, es
decir, de carácter racional y animal al mismo tiempo. En consecuencia, la ley natural
nos ordena proteger este bien, que es el fin natural u objeto racional del precepto
primario sobre el matrimonio. De aquí derivan todos los preceptos relacionados con el
matrimonio.

(c) En tercer lugar, existe una inclinación natural a un tipo de bien que es propio
de la naturaleza racional solamente, como la inclinación a vivir en sociedad, y a buscar
la verdad acerca de Dios y otras semejantes. Como descubrimos, en virtud de esta
inclinación natural, unos objetos que son buenos, la razón natural nos ordena buscar y
proteger estos bienes. De ahí que, en el nivel de los preceptos secundarios, la ley natural
ordene evitar la ignorancia, abstenerse de lo que ofende a los demás y otras cosas
semejantes.
Santo Tomás dice que los preceptos primarios de la ley natural se caracterizan
por dos rasgos fundamentales:

1.- Tienen por objeto los fines naturales o bienes humanos básicos. Esto
significa que estos preceptos primarios no nos dicen todavía cómo tenemos que
obrar, sino que nos dicen para qué tenemos que obrar, lo mismo que el primer
principio o precepto, que es buscar el bien y evitar el mal, incluye
implícitamente —formalmente— todo precepto posible, pero no nos indica el
contenido de ninguno.

2.- Estos preceptos primarios son per se nota (latín), es decir, son conocidos por
sí mismos o evidentes en sí mismos. Esto significa que cualquiera que conoce el
significado del sujeto de una proposición, acepta el predicado como algo
necesario e indudable. Por ejemplo: “El todo es mayor que la parte”. Sabemos
que esto es verdad y es evidente porque, cualquiera que entienda el significado
de las palabras “todo” y “parte”, se da cuenta de que el “todo” incluye a las
“partes”. Por esto Santo Tomás distingue juicios que son conocidos por sí
mismos para todos, y juicios que son conocidos en sí mismos, pero no para
todos, sino solamente para los instruidos en el significado de los términos.
Ahora bien, los preceptos primarios de la ley natural son conocidos por sí
mismos para todos, es decir, son evidentes para todos (per se nota omnibus),
suponiendo que tengan la experiencia relevante. En el caso del hombre, eso es
evidente si la persona ya llegó al uso de razón, porque sin la razón no se puede
conocer ningún precepto de la ley natural. O sea, hay que entender que los
preceptos primarios son evidentes para todos los hombres con suficiente
experiencia y uso de razón. Puede haber situaciones concretas en las que alguien
no reconozca alguno de los bienes mencionados por la presión de una pasión,

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pero estos son casos particulares. Por ejemplo, si se está sufriendo dolores muy
fuertes se puede preferir la muerte a la vida en ese caso particular; pero no
porque se desconozca que la vida es un bien, sino que hay algo que nos hace
preferir la muerte como medio para librarnos de un mal.

2.º Los preceptos secundarios de la ley natural se siguen de los primarios en


cuanto ciertas acciones son conocidas por la razón como necesarias para alcanzar esos
bienes, o como directamente contrarias a esos bienes; en consecuencia, son imperadas
como acciones debidas para alcanzar esos bienes o son prohibidas como acciones que
dañan esos bienes. Ahora, en el caso de estos preceptos secundarios, su objeto no está
formado por los fines esenciales de la naturaleza, sino por los medios, que son las
acciones morales necesarias para alcanzar esos fines.
Aquí podemos ver la primera diferencia entre los preceptos primarios y los
secundarios, ya que los primarios se refieren a fines naturales o a bienes humanos
básicos, mientras que los secundarios se refieren a los medios necesarios para esos
fines: las acciones que son debidas en cuanto necesarias para alcanzar esos fines, o que
son prohibidas en cuanto se oponen a conseguir esos fines.
En segundo lugar, otra diferencia consiste en que estos preceptos secundarios
exigen un pequeño raciocinio para descubrir su contenido, o sea, no son evidentes por sí
mismos. Según santo Tomás, los preceptos secundarios son los recogidos en el
Decálogo, y, aunque el razonamiento necesario para descubrirlos es muy fácil, en el
estado actual de la naturaleza humana dañada por el pecado fue conveniente su
revelación para que fuesen conocidos por todos los hombres (aun los incapaces de ese
raciocinio), con prontitud y facilidad, y sin mezcla de errores. Así, por ejemplo,
sabemos —todas las culturas lo reconocen— que para proteger la vida humana debemos
prohibir el homicidio, pero no en todos los casos porque no podemos negar el derecho a
la defensa personal. El Decálogo recoge y refuerza esta conclusión racional.
El término “secundario”, aplicado a estos preceptos, no significa que tengan
menor importancia, porque, en realidad, todo el orden moral, en cuanto se refiere a
mandatos y prohibiciones de acciones específicas, está contenido en los preceptos
derivados (secundarios y terciarios), pues los preceptos primarios, evidentes y no
derivados, sólo nos dicen para qué debemos obrar y no qué debemos hacer o no hacer.

3.º Los preceptos terciarios o de tercer grado de la ley natural. Santo Tomás
habla de otros preceptos, que son de ley natural porque nos ordenan hacer determinados
tipos de acciones, y nos prohíben otras acciones, en cuanto la razón juzga que es
necesario para realizar, promover o defender los bienes humanos básicos. Estos
preceptos también tienen por objeto las acciones o los medios que son necesarios para
cumplir con los preceptos secundarios y, en último término, para alcanzar los fines. Se
caracterizan porque sólo pueden ser conocidos por los sabios y prudentes. Aristóteles ya
lo había dicho: sólo el hombre prudente (phrónimos) o el hombre maduro y virtuoso
(spoudaios) conoce la respuesta a las cuestiones morales difíciles. Santo Tomás tradujo
esta doctrina a la teoría de la ley natural diciendo que los preceptos de tercer grado se
derivan de los preceptos secundarios, pero, para conocerlos, para conocer la respuesta
correcta a esas cuestiones morales difíciles, es necesario un raciocinio difícil y poseer la
virtud de la prudencia y una buena disposición moral mediante las otras virtudes
relativas al caso. Por ejemplo, cualquiera es capaz de darse cuenta de que no se debe
robar o mentir, pero ¿podemos tomar una cosa ajena en un caso de necesidad extrema?
Esto no es algo que se sepa automáticamente; hay que hacer un razonamiento

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complicado. La respuesta tradicional —aceptada ahora por todos— es que sí es lícito
apropiarse de una cosa en caso de necesidad extrema, pues entonces todas las cosas son
comunes.

Esta clasificación de los preceptos atiende tanto al objeto (si son fines o medios)
como a la facilidad para conocer los preceptos (si son evidentes para todos,
cognoscibles mediante un raciocinio sencillo, o alcanzables solamente por los sabios y
prudentes). Todas estas distinciones se pueden utilizar para explicar las características
de la ley natural.

Características o propiedades de la ley natural

Son 5 características o propiedades:

1) Unidad. La ley natural es una sola ley compuesta de muchos preceptos. Los autores
antiguos se preguntaros si la ley natural era una o si existían muchas. Esto equivale a la
pregunta contemporánea de si hay una sola moral verdadera o hay muchos sistemas
morales igualmente verdaderos. Ahora, habría muchos sistemas morales igualmente
verdaderos si pudieran sostenerse preceptos contradictorios entre sí, pero igualmente
válidos, lo que es contrario al principio de no contradicción. Por eso, los autores
clásicos respondieron que hay una sola ley natural, aunque está compuesta de muchos
preceptos compatibles entre sí. Santo Tomás añade que la unidad de la ley natural
procede de su primer principio (el bien ha de ser hecho y proseguido, y el mal ha de ser
evitado), puesto que todos los demás preceptos, aunque son muchos, se fundan en uno
solo: son especificaciones del mandato de hacer el bien y de evitar el mal. Luego, si se
produce una duda, porque dos preceptos aparentemente racionales son contradictorios,
al menos sabemos con certeza una cosa: no puede ser que los dos sean igualmente
válidos o igualmente aplicables al caso que tenemos entre manos, precisamente porque
una cosa no puede ser buena y no buena al mismo tiempo y en el mismo sentido. La
investigación moral consiste en gran medida en descubrir cuáles son los preceptos
verdaderos.

Las propiedades siguientes de la ley natural se pueden agrupar en dos grupos,


cada uno de los cuales incluye dos aspectos correlativos o caras de una misma moneda:
universalidad e inmutabilidad —el carácter común de la ley natural para todos los
hombres de todos los tiempos y lugares—, a lo que se opone el relativismo ético, y
cognoscibilidad e indelebilidad —la posibilidad de conocer los preceptos morales
mediante la razón natural sin ayuda de la fe y la imposibilidad de borrarlos
completamente de la inteligencia humana—, a lo que se oponen el escepticismo y el
subjetivismo ético.

2) Universalidad. La ley natural es universal. Los preceptos morales son los mismos
para todos los seres humanos, puesto que dirigen las acciones humanas hacia los fines
naturales, hacia la realización de los bienes humanos básicos. Luego, ahí donde hay una
misma naturaleza hay un mismo bien, y lo que es dañino para un ser humano en cuanto
humano en Beijing, también es dañino para un ser humano en cuanto humano en Nueva
York. Lo que sí puede ocurrir es que, entre distintas culturas, haya diferencias de
reconocimiento de la ley moral y de concreción o determinación de los aspectos que la
ley natural deja abiertos o indeterminados; pero esto no significa que lo bueno y lo malo

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dependan totalmente de la cultura, sino que las costumbres influyen en nuestro
conocimiento del bien y del mal (no en la realidad) y que hay diversas formas de
realizar en los detalles unos mismos bienes humanos básicos. La ley moral natural es
transcultural y por eso nos permite juzgar críticamente todas las culturas. Ahora bien,
hay preceptos de ley natural que, aunque son los mismos para todas las culturas, pueden
tener concreciones distintas, que sean buenas, compatibles con la ley natural, pero
distintas de un lugar a otro. Estas concreciones son de ley humana, de ley positiva, ya
sea escrita o consuetudinaria (costumbres). Por ejemplo, en todas partes es justo que se
proteja la paz social mediante el castigo contra los que delinquen; pero el cómo se
concretan los castigos exige prudencia política: en algunos lugares habrá castigo de
cárcel y en otros habrá multas; en algunas partes será necesaria la pena de muerte, que
resulta innecesaria en lugares más civilizados y con medios carcelarios modernos.
Siempre que no exceda el margen de lo que razonablemente sea un castigo
proporcionado al crimen cometido, la pena concreta está de acuerdo con la ley natural.
La misma ley natural se puede concretar de modos distintos; pero, si alguna de estas
concreciones contradice la ley natural, es injusta.

3) Inmutabilidad. La ley natural es inmutable. Esta propiedad es una consecuencia de la


anterior, o la otra cara de la misma medalla: si la ley natural es la misma para todos los
hombres, mientras no cambie la especie humana tampoco cambiará la ley natural. Puede
haber, a lo largo del tiempo, un mejor conocimiento de la ley natural (¡como también
puede empeorar!). Por ejemplo, durante muchos siglos se pensó que la esclavitud era
algo justo por naturaleza; pero la conciencia moral de la humanidad ha ido mejorando
respecto del respeto de la libertad, y se ha ido reconociendo cada vez más que la
esclavitud es injusta. Esto no significa que era justa antaño y que ahora es injusta, sino
que siempre fue injusta y solamente ahora lo advertimos con toda claridad. Por eso
podemos criticar la época de Aristóteles y la esclavitud moderna —el tráfico de
negros—: podemos decir que hubo muchas cosas buenas en su cultura, como la
filosofía, pero que había una cosa mala, la esclavitud. También puede pasar que la
conciencia de la humanidad se obscurezca, y entonces se pasa de una época en la que se
protegía un bien humano básico a otra época en que se desprotege. El ejemplo más
importante en la época actual es el crimen horrendo del aborto, porque el aborto
procurado directamente es un asesinato como cualquier otro, e incluso más grave
porque la víctima es indefensa y la más inocente de todas. No es que antes fuera malo el
aborto y ahora sea bueno, sino que siempre fue malo y lo sigue siendo ahora; pero hoy,
por desgracia y para ignominia de nuestra civilización, existe una masa de conciencias
endurecidas que no lo captan.
Si la ley natural no fuese universal e inmutable, existiría un relativismo
completo, que tendría que llevar a una indiferencia moral respecto de las prácticas de
otras culturas. No se podría hablar ni de progreso ni de retroceso, porque no habría un
parámetro fijo respecto del cual comparar las costumbres, convicciones, leyes de las
distintas épocas y lugares. En consecuencia, la universalidad y la inmutabilidad de la ley
moral natural son el fundamento de todo espíritu crítico frente a las veleidades de las
masas y de las modas y contra la tiranía de los poderes humanos y de las culturas.

Las últimas dos características no se refieren a la vigencia objetiva de la ley


natural, como las dos precedentes, sino al grado de conocimiento que tenemos de la ley
natural.

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4) Cognoscibilidad. La ley natural es racionalmente cognoscible, porque no es otra cosa
que el conjunto de juicios universales de la misma razón humana práctica acerca de lo
bueno y de lo malo. Esto significa que los preceptos que nos ordenan hacer el bien y nos
prohíben hacer el mal son actos de la razón humana —concretamente: juicios prácticos
universales—, y no simples costumbres, ni tampoco actos de fe en una revelación
divina. Se dice, entonces, que la ley natural (la moral verdadera) es cognoscible para
indicar que no se conoce solamente por la fe. Esto es importante porque algunas
personas piensan que es una creencia católica la que lleva a defender la vida humana
inocente, el matrimonio indisoluble y otros bienes (cambian los preceptos que atribuyen
a la fe, según estén o no de acuerdo con protegerlos). En cambio, aunque puede haber
una persona, un cristiano o un judío, que acepte que mentir es malo sólo porque lo dice
el octavo mandamiento del Decálogo, eso no significa que mentir sea malo porque lo
diga el octavo mandamiento, sino que es malo en sí mismo y un hombre
suficientemente racional (y bien dispuesto moralmente) puede descubrirlo sin el don de
la fe . . . ¡y por eso está recogido en el Decálogo! La razón humana así lo descubre, y
puede dar argumentos racionales para demostrar que mentir es siempre malo.
A veces se dice que, si la ley natural es racionalmente cognoscible, o sea, se
puede conocer sin la revelación y sin la fe, sólo con la argumentación racional, ¿cómo
es que hay personas que están en desacuerdo con la ley moral natural? Es necesario,
para responder esta inquietud, distinguir los niveles. En cuanto a los preceptos
primarios, afirmamos que en ninguna cultura se ha desconocido un precepto primario.
Se pueden desconocer aplicaciones del precepto primario, es decir, preceptos
secundarios o terciarios; pero el precepto en sí, el juicio práctico que reconoce un fin
esencial de la naturaleza o bien humano básico, no se puede negar. Por ejemplo, los
esquimales practicaban una especie de “eutanasia”, aparentemente, ya que abandonaban
a los enfermos y a los ancianos; pero no sostenían que fuera mejor estar muertos que
vivos, y ellos también protegían la vida y la salud, sólo que, cuando ya no podían hacer
nada más por los moribundos, los abandonaban para defender la supervivencia del resto.
Con los preceptos secundarios sucede lo mismo. En general, se reconocen, aunque
puede haber falencias graves, como los que se llegan a convencer de que el aborto o la
eutanasia son cosas legítimas. En determinadas situaciones muy especiales, podemos
estar ante un precepto de tercer grado, ante problemas moralmente difíciles que sólo los
sabios podrán responder de forma adecuada (v.gr., discernir si determinada acción
constituye eutanasia o solamente dejar morir a un paciente cuando no se puede hacer
más por él, o si una determinada acción médica es aborto —homicidio— o solamente
provoca indirectamente el aborto por una causa de fuerza mayor —daño colateral no
imputable: cf. principio del doble efecto—).
Cuando se dice que la ley natural es cognoscible racionalmente, se afirma que se
puede distinguir entre el bien y el mal e identificar los preceptos universales e
inmutables del orden moral aunque no se tenga la ayuda de la fe. Esto es muy
importante porque significa que las discusiones morales entre personas no son
contraposiciones de planteamientos puramente religiosos, que no tienen ningún punto
de contacto entre sí. Todos los seres humanos, aunque tengamos religiones distintas,
compartimos una común humanidad y la racionalidad que es su rasgo esencial. Esto nos
permite dialogar, buscar el bien en conjunto, a pesar de nuestras diferencias. Luego, la
cognoscibilidad de la ley natural es el fundamento del diálogo entre personas de
distintas convicciones religiosas.

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5) Indelebilidad. La ley natural es indeleble. El adjetivo “indeleble” significa de algo
“que no se puede borrar o quitar” (RAE). Es la otra cara de la cognoscibilidad, pues
significa que el conocimiento racional que de hecho poseemos no se puede borrar o
perder por completo, aunque todos experimentamos que puede aumentar o disminuir.
La ley natural, puesto que es la misma inteligencia humana que discierne lo bueno de lo
malo, no se puede borrar de la inteligencia. Por eso suele decirse que está grabada en el
corazón humano. Como es la otra cara de la medalla de una característica, la
cognoscibilidad racional, que admite muchos grados, también debemos distinguir
diversos niveles de indelebilidad. El conocimiento de los bienes humanos básicos no se
borra por muy corrompida que esté una persona. Sí que se puede difuminar hasta dónde
alcanzan las exigencias de estos bienes humanos básicos, como, por ejemplo, cuando se
excluye a un tipo de seres humanos de la protección o respeto debidos a su vida o a su
libertad. En este caso, quienes así actúan no desconocen que la vida y la libertad son
bienes que deben ser respetados, sino que llegan a convencerse —en esto consiste su
error— de que alguna diferencia entre los humanos hace que algunos no merezcan esos
bienes: por ser de otra tribu, raza, condición, etc. Pensemos otro ejemplo. Un asesino a
sueldo claramente no respeta el bien de la vida, y se puede acostumbrar a matar siempre
y cuando le paguen; en tal caso, probablemente al comienzo sabrá que obra mal —no se
habrá borrado esta exigencia de la ley natural de su mente—, pero, cuando esté
completamente maleado, quizás piense y se convenza de que en esos casos es lícito
matar (en eso consiste la malicia en su grado perfecto o extremo: en obrar el mal con
buena conciencia; por eso, la convicción íntima de hacer el bien cuando se obra mal
puede ser un señal de máxima corrupción moral, si se debe al vicio y no a ignorancia
invencible). Aun así, no se ha borrado el precepto primario de su mente, pues desde
luego que reconoce el bien de su propia vida y probablemente se defenderá si lo atacan;
además, probablemente apreciará a algunas personas y pensará que no es bueno
matarlas. Si llega a convencerse de que es legítimo matar por un sueldo —de algo hay
que vivir: los negocios son los negocios—, lo que es una corrupción moral, se habrá
oscurecido en él una parte de la ley natural, a saber, la aplicación del precepto
secundario que prohíbe matar directamente a un inocente; pero eso no implica negar u
olvidar lo básico, que la vida es un bien.
En cambio, los preceptos secundarios de la ley natural se pueden borrar total o
parcialmente (negarse u oscurecerse en su alcance preciso). Las causas más importantes
de que esto suceda son:

(a) Una cultura errónea: quienes nacen en esa cultura no se dan cuenta de que lo que
hacen está mal; por ejemplo, las tribus que realizaban sacrificios humanos. Toda una
cultura es errónea en determinado punto, y los que van naciendo en esa cultura se
convencen de que lo que hacen es lo natural; pero no es así, es una mala costumbre.
Algunos especialmente sabios pueden escaparse y darse cuenta del error. Por eso, la
existencia de la ley moral natural permite mejorar las culturas. En nuestra cultura
occidental, por ejemplo, la mayoría no advierte que es malo el consumismo —tener
exceso de bienes materiales y estar siempre buscando más—, que es injusto el divorcio
—pretender disolver el vínculo matrimonial, que se contrajo para toda la vida—, que es
inmoral usar el sexo fuera del matrimonio o contra sus fines naturales (v.gr., la
anticoncepción y la homosexualidad activa). La cultura ha ido admitiendo costumbres
que hasta mediados del siglo XX se consideraban inmorales, y eso puede hacer que las
nuevas generaciones simplemente asimilen esas creencias erróneas.

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(b) Los errores de razonamiento, que pueden cometerse incluso sin culpa de la persona.
Si una persona se pone a reflexionar y concluye que hay algunas mentiras que son
lícitas, esto significa que en algún punto del razonamiento comete un error, pero se
convence de su conclusión y comienza a mentir. Con esto, hay un obscurecimiento de la
ley natural, porque el precepto secundario que prohíbe mentir se recorta, se le hace una
excepción.

(c) El influjo de las malas persuasiones, es decir, de los argumentos sofísticos o de la


enseñanza y los consejos errados de gente que parece sabia y prudente. En este caso, los
demás hombres, queriendo hacer lo correcto, seguirán esa mala doctrina, por confiar en
quienes gozan de autoridad o prestigio moral. Esto sucede hoy frecuentemente con los
mensajes, teorías y argumentos, de millones de intelectuales y de líderes de diversos
tipos, que defienden el mal moral. Así, muchos inocentes —quizás sin culpa propia—
se convencen de que puede ser lícito, en algunos casos, mentir o estafar o cometer un
aborto o repudiar al cónyuge o abandonar a los hijos o usar del sexo solamente por
placer y diversión o abandonar el culto debido a Dios o rebelarse contra los padres . . .

(d) El influjo de las pasiones y de los vicios, o, como se dice en la tradición cristiana, la
inveterada costumbre de pecar es lo que más borra de la mente los preceptos morales.
En efecto, el conocimiento moral requiere una disposición buena, porque versa sobre las
acciones necesarias para lograr el fin último (y sobre las contrarias, para evitarlas), de
manera que quien no está bien ordenado hacia el fin último, quien tiene disposiciones
contrarias, no logra fijar su mente en las acciones correctas. Es muy fácil que uno se
convenza de que algo es bueno, aunque realmente sea algo malo, si uno está
enceguecido por una pasión o es prisionero de un vicio. El hombre vicioso aparta la
vista del bien objetivo para poder continuar en su vicio con mayor tranquilidad.
Innumerables defensas de actos intrínsecamente malos, aparentemente muy refinadas
(apelan al relativismo del bien, a las diversas concepciones morales, al escepticismo, a
la tolerancia, a que nadie sufre daño, a que cada uno es libre de elegir . . .), no logran
ocultar la esclavitud de los vicios más vergonzosos. Se comprende el viejo adagio: “El
que no vive como piensa, termina pensando como vive”.

Tipos de preceptos morales: afirmativos y negativos

Los preceptos morales son de dos tipos, de acuerdo con una división que reviste
mucha importancia para comprender cómo se practican las virtudes y cómo se ordena la
vida moral. Se trata de la distinción entre los preceptos afirmativos o imperativos de la
ley natural y los preceptos negativos o prohibitivos de la ley natural.
La ley natural es la misma razón humana que distingue lo bueno de lo malo, y nos
ordena hacer el bien y nos prohíbe hacer el mal. De tal manera que, desde el punto de
vista de la ley natural, las acciones podrían clasificarse en distintas formas de
obligación: algunas están mandadas (caen bajo un precepto afirmativo), otras están
permitidas (son lícitas, no mandadas ni prohibidas) y algunas están prohibidas (porque
caen bajo un precepto negativo). Por ejemplo, está mandado respetar la verdad cuando
hablamos, y, como contrapartida, está prohibido mentir; pero es lícito ocultar la verdad
(incluso, a veces, es obligatorio: está mandado ocultar la verdad, sin mentir, para
proteger el secreto profesional). No estamos obligados a decirle toda la verdad a todo el
mundo acerca de todas las cosas. Esta distinción entre las normas imperativas,
prohibitivas y permisivas, se usa también en el derecho positivo; pero en esta sede

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vamos a explicar la importancia moral de esta distinción en relación con los preceptos
morales.
La distinción importa porque las prohibiciones morales identifican tipos de
acciones intrínsecamente malas, o sea, que nunca es lícito realizar, con independencia
de las circunstancias y de las intenciones. Identificando estos tipos de acciones, los
preceptos prohibitivos o negativos fijan el mínimo moral: abstenerse de hacer el mal.
Dicho de otra manera, los preceptos negativos defienden el bien humano de lo que
atenta directamente contra él. De esta manera, determinan la base de todo el edificio
ético. Por eso, los preceptos morales negativos o prohibitivos se denominan también
“absolutos morales”. Los “absolutos morales”, dicho de otro modo, son reglas o normas
de comportamiento o principios de la acción que no admiten ninguna excepción. Por
ejemplo, para relacionarnos de forma justa con otras personas tenemos como mínimo o
como base no dañarlas: no matarlas, insultarlas, herirlas, etc. Este conjunto de noes
(“noes” es el plural de “no” como sustantivo en castellano) es el mínimo de respeto que
le debemos a la otra persona. Si obramos por debajo de este mínimo, obramos mal. No
importan las circunstancias. Estas prohibiciones morales son muy importantes y muy
estratégicas, en el sentido de que ocupan un lugar clave en el razonamiento moral,
porque, cuando una persona honesta se topa en su deliberación moral con una de estas
prohibiciones como una posibilidad de acción, excluye esa posible acción, detiene su
actuar. Lógicamente, los absolutos morales no constituyen el ideal más alto de la moral,
sino el mínimo indispensable, porque, una vez que nosotros nos abstenemos de matar,
golpear o herir a otros, todavía queda mucho que hacer para respetarlos, quererlos,
ayudarlos, servirlos, etc., y podemos seguir infinitamente: el ideal no termina nunca. El
ideal ético no tiene punto de término; pero la inmoralidad o la injusticia tiene un punto
de partida claro, que es cometer alguna de estas acciones intrínsecamente malas o
injustas. Por eso también se dice que los preceptos negativos de la ley natural obligan
siempre y en todo momento (en latín se dice que obligan semper et pro semper). El
hombre hace muchas cosas, pero no puede hacer muchas a la vez. Entonces, ¿cómo
podemos estar obligados a cumplir todos los absolutos morales siempre y en todo
momento? La respuesta es muy simple: no se trata de hacer muchas cosas distintas en
todo momento, sino de no hacer algunas cosas intrínsecamente malas nunca, y,
lógicamente, siempre podemos abstenernos de obrar, no hacer infinitas cosas al mismo
tiempo.
Uno puede decir, por ejemplo, yo no voy a matar a un inocente, ni a mentir, ni . . .
etcétera. Esto significa que la persona prudente, madura, de razonabilidad práctica,
excluye de sus posibilidades de acción todas las acciones intrínsecamente malas, con
independencia de cuales puedan ser las circunstancias, las buenas intenciones, las
consecuencias que se podrían seguir de atenerse a esto, etc. El hombre prudente sabe
que una actuación así es moralmente imposible —según la sabia caracterización del
derecho romano— porque es contraria a una ley moral. Desde el punto de vista de un
razonamiento moral, la acción prohibida se excluye igual que si fuera físicamente
imposible.
La idea de que en realidad podemos hacer cualquier cosa destruye la base del
orden moral, que es la protección mínima debida a todas las personas humanas, y que
está expresada en estos preceptos negativos bajo la forma de prohibiciones específicas
de actos directamente contrarios a determinados bienes humanos. Lógicamente, esto
convierte en una cuestión moral muy importante tener que definir, exactamente, en qué
consiste el precepto negativo, es decir, cuál es la acción que está prohibida. A veces las
personas se confunden, piensan que algo está prohibido y en realidad no lo está. Por
ejemplo, está prohibido mentir, pero no está prohibido hacer algo que, sin negar

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directamente la verdad, puede inducir a error a otra persona, como una maniobra que
distrae en el fútbol o en la guerra. Otro ejemplo es alguien que piensa que matar está
estrictamente prohibido, y no hace uso de su derecho a defenderse contra otro porque
cree que es malo matar en legítima defensa. Entonces, tenemos que definir bien los
mínimos, las acciones exactamente prohibidas, porque fuera de esos mínimos entramos
en el terreno de lo que puede ser lícito o incluso obligatorio según las circunstancias. En
el ejemplo precedente, si hay un agresor, y la única forma de detener su ataque es
matándolo, es lícito matarlo, pero no obligatorio. En cambio, si uno estuviera, como
padre de familia, a cargo de tres niños, y nos atacan, matar al agresor en legítima
defensa —o, mejor dicho, defenderse aunque al hacerlo se mate al agresor— es, más
que lícito, obligatorio, porque uno puede renunciar a defender su vida, pero no
incumplir su deber de proteger la de los otros, en este caso, la de los niños.

Con lo dicho, ya podemos entender las consecuencias de los preceptos afirmativos


de la ley natural. Los preceptos afirmativos de la ley natural identifican tipos de
acciones buenas o virtuosas, que debemos realizar. Siempre se pueden realizar los
bienes humanos de una manera mejor, más perfecta. Estos preceptos también son
obligatorios, porque mandan hacer cosas, pero no obligan en todo momento: obligan
siempre, pero no en cada momento (semper sed non pro semper). El precepto
afirmativo siempre es válido, pero no es aplicable a todas las circunstancias donde nos
hallamos, porque no en cada circunstancia estamos enfrentados al cumplimiento de
alguna de estas acciones positivamente buenas, y porque, como se trata de cosas que
hay que hacer (no simples abstenciones de obrar) obviamente no podemos estar
haciendo muchas cosas distintas a la vez, aunque todos esos preceptos distintos nos
obliguen. Por ejemplo, tenemos la obligación de estudiar, de honrar a nuestros padres,
de cultivar la amistad; pero no podemos hacer estas tres cosas al mismo tiempo. Lo que
hay que hacer, usando la prudencia, es determinar momentos en los que cumplimos con
algunas obligaciones y momentos donde cumplimos las otras, dándole a cada ámbito de
nuestra vida su momento adecuado. Si nunca hiciéramos algo que manifestara cariño a
nuestros padres, estaríamos transgrediendo este precepto, y lo mismo cabe decir
respecto de cultivar la amistad y de estudiar. Todos estos preceptos obligan y obligan
siempre (en efecto, recordemos que obligatorio significa simplemente racionalmente
necesario para alcanzar la vida plena y feliz); pero la prudencia nos indica cómo
debemos cumplir estos preceptos con respecto a las circunstancias. Así como el terreno
de lo prohibido es pequeño, pero muy importante porque es la base, ahora decimos que
el terreno de lo mandado es inmenso, infinito, ilimitado. Así como el terreno de lo
prohibido es imprescindible para no degradarse moralmente, el terreno de lo
preceptuado positivamente es imprescindible para crecer moralmente. Por supuesto, si
no cumplimos los preceptos positivos de ninguna manera, la persona también se
degrada moralmente por omisión. Naturalmente, junto a las abstenciones y los actos
obligatorios, hay otro inmenso campo de los actos simplemente lícitos, que pueden ser
de suyo indiferentes —se hacen buenos o malos por la intención del fin— o buenos pero
no obligatorios o incluso buenos y excelentes o supererogatorios.
La virtud de la prudencia, que está informada por la ley natural, es decir, que tiene
como principios los preceptos de la ley natural, lleva a excluir absolutamente los actos
intrínsecamente malos, y, después, tiene su ámbito privilegiado de actuación en
determinar cuándo y cómo cumplir los preceptos afirmativos de la ley natural según las
exigencias de todas las circunstancias relevantes en las que se encuentra la persona.

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La ley humana positiva

La definición de Tomás de Aquino, que hemos recordado, se aplica a la ley humana


positiva de manera principal. La ley es “un orden de la razón dirigido al bien común,
promulgado por quien tiene a su cargo el cuidado de la comunidad”. Que existe una ley
natural, es decir, un orden moral, eso es evidente para todos los hombres que tienen uso
de razón, porque todos dirigen sus propias acciones racionalmente, y, al hacerlo, van
distinguiendo entre lo bueno y lo malo (naturalmente, no denominan “ley natural” a ese
conocimiento práctico de lo bueno y lo malo: la denominación y la explicación
constituyen un logro de la filosofía). Que existen leyes humanas positivas, en cambio,
es algo que no es evidente por el solo uso de la razón, sino que lo aprendemos por la
experiencia de convivir en la comunidad política. Pensemos en un niño de siete años,
que ya tiene uso de razón. Él ya sabe que hay cosas que son buenas y cosas que son
malas; experimenta dentro de sí mismo la ley moral natural; le remuerde la conciencia
cuando ha mentido, cuando ha robado. Es decir, la ley moral está operando en su mente;
pero no sabe que existe la Constitución de la República ni el Código Civil. Esto
significa que la ley natural es más conocida que las leyes positivas, lo cual es lógico y
conveniente, porque la ley natural nos orienta respecto de las cosas más importantes y
fundamentales. El contenido de las leyes positivas, además, no puede conocerse con el
solo uso de la razón y la experiencia ordinaria de cualquier persona: debemos
aprenderlo en cada tiempo y lugar. Por eso, yo conozco lo fundamental del
ordenamiento jurídico chileno, pero nada o casi nada acerca del contenido de las leyes
de Malasia, salvo lo que supongo que ellas contienen por ser exigencias de la ley natural
usualmente acogidas en las leyes positivas de todas partes (v.gr., supongo que ahí se
prohíbe el homicidio y el robo).
No hay ninguna sociedad humana en la que las autoridades no dicten leyes
positivas, y esto se debe a varias razones:

1.º La ley humana es necesaria para añadir, al imperativo racional (vis directiva), el
motivo del temor por la coacción exterior (vis coactiva). Es necesaria para que
cumplan las exigencias de la justicia, por temor, los que no querrían cumplirlas por
virtud. Esto fue expuesto por Aristóteles, y, aunque no es la razón más importante,
sí es la primera que se dio y, por decirlo así, la más básica y obvia: no entregar a los
ciudadanos honrados en manos de los criminales, según el modo de decir de un
autor inglés (H. L. A. Hart).

2.º Es necesario que las leyes positivas recojan exigencias de la ley natural —las
más básicas y necesarias para el bien común— para hacerlas más visibles, más
patentes, mejor conocidas por todos. Nos referimos aquí a preceptos secundarios y
terciarios de la ley natural, porque, como hemos visto, los preceptos primarios son
conocidos por todos sin necesidad de ley positiva. La ley positiva debe recoger las
conclusiones de la ley natural, poniendo por escrito las cosas que han deliberado los
sabios y prudentes, ayudándonos así a conocer mejor la ley natural. Ahora bien, los
tenidos por sabios y prudentes pueden equivocarse y promulgar una ley positiva
contraria a la ley natural, la cual será injusta; pero, en general, es menos probable
que los sabios y prudentes se equivoquen a que se equivoque cualquier otra persona,
por lo cual razonablemente les dejamos a ellos los problemas morales difíciles, y,
por lo mismo, toda comunidad política ha de preocuparse de que los legisladores

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sean sabios y prudentes. Si no lo son de manera extrema, cabe el derecho de
rebelión para deponerlos.
De este modo, la ley humana positiva tiene una función cognoscitiva,
epistemológica, de dar a conocer mejor las exigencias del orden moral. Esto es
menos importante —incluso superfluo— para los preceptos primarios, porque hasta
el niño de siete años los conoce; es más importante para los preceptos secundarios
—Dios los recogió en el Decálogo—, y es extremadamente importante para los
preceptos terciarios, por lo que la única solución para el problema de la buena
legislación es conseguir que los sabios y prudentes realmente gobiernen, y tener los
mejores gobernantes que sea posible. En este sentido, Platón es irrefutable: deben
gobernar los sabios o filósofos. No obstante, no deben hacerlo directamente, porque
carecen de muchas capacidades prácticas necesarias para la administración
ordinaria, sino indirectamente mediante su ayuda y consejo a los legisladores,
jueces, reyes y príncipes; es decir, para expresarlo con la terminología romana
precisada por Álvaro D’Ors, mediante el influjo de su auctoritas sobre hombres
prudentes que posean la potestas.

3.º La ley positiva es necesaria porque, para alcanzar el bien común, tenemos que
adoptar soluciones concretas para los distintos problemas, y hay muchas soluciones
que, aun siendo distintas entre sí, e incompatibles entre sí, son igualmente
compatibles con la ley moral natural. Entonces es necesario elegir una de esas
soluciones legítimas. Si no hay unanimidad entre todos los miembros de la
comunidad para adoptar una alternativa, incumbe a la autoridad decidir de manera
vinculante para todos, es decir, elegir una de las soluciones posibles que concrete las
exigencias de la ley moral según las distintas circunstancias de tiempo y de lugar.
Entre varias alternativas distintas, la autoridad ha de elegir una, la que mejor se
acomode a las distintas circunstancias de tiempo y del lugar o alguna de entre las
mejores, pues frecuentemente muchas reúnen ventajas e inconvenientes. Por
ejemplo, la autoridad debió elegir un orden para que los automovilistas no chocaran
entre ellos, porque eso atenta contra la vida y contra el bienestar de las personas. La
comunidad o su autoridad podría haber elegido no permitir automóviles en la vida
de las personas. Ciertamente, si todos nos moviéramos a pie habría menos muertes
por este concepto; pero tampoco habría ambulancias, atención pronta y oportuna de
otro tipo de accidentes, y muchos otros bienes derivados de la existencia de
automóviles. En lugar de esta alternativa, que era teóricamente legítima, finalmente
se introdujo el automóvil y se eligió establecer un conjunto de reglas para llegar al
orden necesario y así cumplir esa exigencia de la ley natural: evitar accidentes y
daños a las personas. Las reglas del tránsito, a su vez, podrían ser de diversos tipos:
circular por la derecha o por la izquierda; usar otros colores en los semáforos; variar
los límites de velocidad; etc. Cualquiera de esas opciones hubiese sido compatible
con la ley natural; pero hay que tener una sola, y, para determinarla, es necesaria la
ley humana positiva.

Clasificación de las leyes humanas

Se distingue entre una ley imperativa, que manda obrar de determinada manera;
una ley prohibitiva, que veda obrar de determinada manera, y una ley permisiva, que, en
el contexto de algo que está prohibido o mandado, autoriza a obrar de determinada
manera —como excepción a lo prohibido— o a no cumplir determinada prescripción —

19
como excepción a lo mandado—; pues la mera ausencia de ley prohibitiva o imperativa,
aunque implica en la mayoría de los casos la libertad de obrar, no significa que exista
una norma permisiva.
Si una ley dice que es obligación usar casco para andar en moto, es una ley
imperativa. Si se dicta una ley que manda pagar un cierto porcentaje de los ingresos
como impuesto, será una ley imperativa. La ley permisiva, en el contexto de un
mandato, exime a algunas personas. En cambio, en el contexto de una prohibición, la ley
permisiva autoriza a hacer algo. Así, por ejemplo, si se prohíbe estacionarse en
determinada calle, una ley permisiva puede autorizar a los minusválidos para hacerlo; o,
si se prohíbe vender en la calle, una ley permisiva puede autorizar a los vendedores
ambulantes de ciertas características (v.gr., que obtengan un permiso municipal y
paguen un leve tributo, o que sean cojos o ciegos).
El autor de la ley es la autoridad, quien tiene a su cargo el cuidado de la
comunidad. Para que la ley sea tal —una regla dirigida a la razón de los súbditos—, se
requiere que sea promulgada, es decir, que se dé a conocer a quienes deben obedecerla.
Santo Tomás dice que dar a conocer la ley es necesario porque la ley es un orden
racional, y, por tanto, sólo puede existir si se dirige desde el autor de la ley a la razón de
los súbditos, y esto se hace mediante la publicación. La ley natural está promulgada en
nuestra propia razón en la medida en que discierne lo bueno de lo malo, es decir, en la
razón de cualquier persona normal a partir de cierta edad. En cambio, la ley positiva
determina soluciones que van más allá de la ley natural, o establece castigos y
amenazas, de manera que, para que los súbditos sean obligados por esa ley, tiene que
hacérseles presente la ley, y esto es promulgarla. La ley puede promulgarse de diversas
maneras, pero la más eficaz consiste en ponerla por escrito, de tal manera que puedan
leerla los súbditos, o algunos súbditos especialmente versados (los juristas: ¡usted!) que
la den a conocer a los demás. En el caso de la costumbre, que puede adquirir fuerza de
ley, se promulga mediante la práctica, ya que, unida a la convicción de que es
obligatoria, da a conocer una forma de ley humana (la costumbre jurídica). En cualquier
caso, sin promulgación no hay ley todavía.
La finalidad de la ley es el bien común. Si una ley se dictara para favorecer el bien
particular, sería una ley injusta. Eso es lo que distingue el régimen justo del régimen
injusto: si favorece el bien común o el bien de quien gobierna.
El efecto principal de la ley es obligar, es decir, convertir el contenido de la ley en
algo necesario para el bien común y, por eso, debido por todos.
La ley cesa de distintas maneras. Primero, cuando se cumple alguna condición o
un plazo que la misma ley establece para su cesación. Segundo, cuando —aunque la ley
no lo establezca— se cumple completamente el fin de la ley. Tercero, la ley cesa por
derogación expresa o tácita (esto es: establecer expresamente en otra ley que cesa la
anterior o establecer en una ley nueva algo incompatible con la antigua, que deroga
tácitamente aquello con lo que resulte incompatible: lex posterior derogat priori).
Cuarto, también cesa la ley por el desuso o desuetudo. En fin, la ley cesa o no rige —
solamente para casos particulares, por lo que no es cesación de la ley en sí misma— por
dispensa y por equidad o epiqueya (epieikeia, en griego).

Fundamento de la ley humana positiva: su derivación de la ley natural

Fundamento es aquello que está en la base de algo y sobre lo que esa cosa se
apoya para construirse o edificarse. Cuando se habla del fundamento de una institución
legal, de una ley o de una medida de gobierno, puesto que el gobierno de los seres

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humanos es una empresa racional, se hace referencia a las razones que hay a favor de
una institución legal, de esa ley o de esa medida de gobierno. Así, pues, como
fundamento de toda ley positiva, ha de haber unas razones que muestren su necesidad o
su conveniencia. Algunas de las razones de necesidad y de conveniencia de una ley son
prudenciales, es decir, son válidas según las circunstancias del tiempo y del lugar, y,
por ende, pueden cambiar entre diversas épocas y jurisdicciones; pero el fundamento
permanente de las leyes humanas es el conjunto de todos los principios de justicia que
ordenan la convivencia hacia el bien común, que operan en conjunto con el
conocimiento de la realidad sobre la cual versan esas leyes humanas (i.e., el
conocimiento teórico o científico de los aspectos físicos, biológicos, médicos,
económicos, sociales, etc., que deben tenerse en cuenta). En el lenguaje clásico, a los
principios morales, a los criterios racionales que ordenan las acciones humanas hacia el
fin debido, se les llama ley natural. En consecuencia, el fundamento de la ley humana
positiva es la ley moral natural (cuyo sector referido a la justicia se denomina también
derecho natural), y, como la ley natural es una participación de la Ley Eterna en la
criatura racional, el fundamento último de la ley humana positiva es la Ley Eterna.
Esto mismo, dicho en terminología contemporánea, es: el fundamento del orden
jurídico es el orden moral. El orden moral nos indica cuáles son los bienes humanos
básicos —los fines esenciales de la naturaleza humana—, cuáles son los tipos de actos
que sirven a esos bienes y cuáles son los tipos de actos que dañan esos bienes, y, de esta
manera, establece un marco de referencia para que el legislador pueda dar leyes justas.
Una ley humana no puede ser justa si no se atiene a este marco de referencia, si
contradice el orden de la ley natural. Por ejemplo, la ley natural reconoce la vida
humana como uno de los fines esenciales de la naturaleza, y ordena realizar las acciones
que la favorecen, que la protegen, que la defiendan, y evitar las acciones que la dañan.
Es por esto que la ley natural prohíbe el homicidio; pero esa misma ley natural advierte
que no se le puede prohibir a una persona que se defienda, y, por tanto, permite matar en
legítima defensa. Una ley humana positiva que regule esta materia sólo será justa si
prohíbe el homicidio y permite la legítima defensa. De no ser así, no será justa. Si una
ley humana permitiera el homicidio de ciertas personas y no les reconociera el derecho
de la legítima defensa, sería injusta, porque no tendría su fundamento en la ley natural.
Esta misma idea, ejemplificada con algo que todos los sistemas de pensamiento moral
admiten —la prohibición del homicidio y la permisión de la legítima defensa aunque
mate al agresor—, se puede llevar a todas las materias, porque en todas las materias hay
algo que es justo racionalmente, y a lo cual el legislador humano ha de someterse si
quiere ser justo. Por cierto, hay muchos detalles necesarios para el bien común que la
ley natural no establece, como, en el ejemplo anterior, cuál ha de ser la pena exacta para
el homicidio.
Este fundamento de la ley positiva en la ley natural se expresa en una tesis clásica,
según la cual la ley positiva deriva de la ley natural. En tanto deriva de la ley natural,
en esa medida, tiene la fuerza de obligar moralmente: no sólo por la coacción (vis
coactiva), sino por deber moral (vis directiva). De lo ya expuesto se sigue que la ley
humana positiva se fundamenta en la ley natural o deriva de ella de dos maneras
distintas:

1.º La ley positiva deriva de la ley natural por conclusión. Esto sucede en todos
aquellos contenidos o aspectos de su contenido que se deducen racionalmente de un
principio moral. Por lo tanto, se trata de contenidos que la ley humana recoge o acoge,
pero que de suyo pertenecen a la misma ley moral natural. No son un invento del
legislador, ni una elección entre distintas alternativas igualmente justas, sino que son el

21
contenido que la ley moral exige, que se deduce de ella, y ya obliga moralmente antes
de que la ley humana lo recoja. Por ejemplo, la ley moral exige que se castigue el
homicidio y que se prohíba. Todas las legislaciones de todos los países del mundo
prohíben y castigan el homicidio. Todos los países prohíben y castigan lo mismo porque
es un contenido que deriva por deducción —como conclusión— de los principios de la
ley natural. En todas aquellas cosas en que la ley positiva deriva por conclusión de la
ley natural, la ley humana obliga moralmente por la misma ley natural; es decir, tiene
fuerza no sólo de ley positiva —con el suplemento de la coacción— sino también y ante
todo de ley moral. El contenido mismo de la ley humana, en estos casos, es una
exigencia moral. Aunque la ley positiva no prohibiese ni castigase el homicidio, de
todas maneras estaría prohibido por la razón.
No obstante lo anterior, también parece claro que incluso lo que en la ley positiva
deriva por conclusión de la ley natural —los contenidos morales del derecho— nunca se
da en el derecho positivo sin alguna forma de determinación o adaptación cultural,
puesto que ese contenido moral (i) ha sido incluido en la ley por decisión del legislador;
(ii) ha sido formulado de una forma determinada (lenguaje), que no es exigida por la ley
natural; y (iii) normalmente se haya fundido en una sola norma con aspectos que son
determinaciones y no conclusiones de la ley natural, como la amenaza de un castigo y
otros semejantes. Así, por ejemplo, un solo precepto como “el que mate a otro será
castigado con presidio mayor” incluye una exigencia claramente moral (i.e., castigar los
crímenes más graves, como el homicidio), pero formulada mediante un lenguaje
contingente (castellano) y con una técnica jurídica contingente (la orden de castigar el
tipo de conducta, que no incluye expresamente la prohibición de la conducta) y con una
pena específica (presidio mayor).

2.º La ley positiva deriva de la ley natural por determinación. Esto se da siempre
que la ley positiva contiene algo que no se deduce de la ley natural, que no está exigido
por la ley natural, sino que es una posibilidad entre varias compatibles con la ley
natural. La ley moral no dice si el homicidio ha de ser castigado con cinco años de
cárcel o con 39 azotes o con pena de muerte; sólo dice que ha de ser castigado con una
pena suficiente para que la gente se abstenga de cometer homicidios (si la pena es
insuficiente, se transforma en un precio, que se puede estar dispuesto a pagar).
Corresponde al legislador prudente, mirando qué es lo que hacen sus ciudadanos,
determinar si es suficiente con los cinco años de cárcel o con los 39 azotes para
abstenerse de matar. Si fuese una pena muy dura, sería injusta; pero, si fuese demasiado
blanda, también sería injusta. Entonces, el legislador debe elegir una alternativa, incluso
si debe subir la pena porque se volvió muy suave con el tiempo, porque sus ciudadanos
fueron endureciéndose en el mal. Ninguna alternativa es obligatoria hasta que la ley se
dicte. Por tanto, cuando un contenido de la ley positiva deriva de la ley natural por
determinación, estamos ante un acto que, aunque se funda en la razón —el fin al que
sirve es una exigencia racional—, exige la voluntad del legislador, que elija el medio
más adecuado para concretar la ley natural. De todas maneras, cierto fundamento tiene
en la razón, porque ésta exige que se castigue al culpable y fija el marco de referencia
justo dentro del cual se hallan las alternativas compatibles con la ley natural.
Aristóteles expresa esta diferencia entre las dos formas de derivación diciendo
que, en las cosas que son justas en una polis (lo justo político), algunas son justas por
naturaleza y otras son justas por ley. Lo justo natural es aquello que es justo con
independencia de la voluntad de los hombres; por tanto, si la voluntad humana va contra
lo justo natural, esa voluntad se hace injusta, y su elección, incluso una ley formalmente
legal, es injusta y no vale moralmente. En cambio, lo justo legal es aquello que por sí

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mismo no es justo o debido mientras no ha sido decidido por la voluntad humana; pero,
una vez que es decidido por la voluntad (la autoridad o la comunidad por medio de la
costumbre), comienza a ser justo, comienza a ser lo debido. Esto hace que en todas las
leyes humanas y en todos los órdenes jurídicos haya un campo de contenidos que, desde
el punto de vista moral, es inmutable —todas esas cosas que derivan por conclusión de
la ley natural en la ley humana—, y, en cambio, haya una serie de otros contenidos que,
como dependen de la voluntad del legislador, son mutables: todas esas cosas que
derivan por determinación (determinatio) de la ley natural en la ley humana, por lo cual
de la prudencia política depende el cambiarlos cuando las circunstancias lo requieran.
Un dicho medieval escolástico resume estas relaciones entre lo que es debido por
ley natural y lo que es debido por ley positiva solamente, en la ley humana que manda o
prohíbe. En efecto, las cosas que son por determinación son obligatorias moralmente,
porque son necesarias para el bien común, pero obligan porque la autoridad las ha
establecido y no porque se deduzcan de la ley natural. En cambio, los imperativos
morales recogidos por la ley obligan porque son intrínsecamente justos y no porque la
ley los acoja. El dicho escolástico dice: “En la ley positiva hay cosas que están
mandadas porque son buenas (mandata quia bona) o que están prohibidas porque son
malas (prohibita quia mala), pero también hay otras cosas que son buenas porque están
mandadas (bona quia mandata) o que son malas porque están prohibidas (mala quia
prohibita)”. Así, la primera parte de esta oración hace referencia a la ley positiva
derivada de la ley natural por conclusión, mientras que la segunda parte hacer referencia
a la ley positiva derivada de la ley natural por determinación.
Supuesta esta conexión racional de la ley humana con la ley natural, con el orden
moral, entonces la ley natural es obligatoria moralmente. Ya hemos hablado de dos
conceptos de obligación: obligación en el sentido puramente empírico (si no cumplo la
ley, me castigarán), que se entiende en términos solamente coactivos (no es obligación
moral). Ella es la que se aplica a la noción de derecho de Oliver Wendell Holmes, quien
piensa que el derecho es aquello que el hombre malo necesita saber, para saber a qué
atenerse, para planificar su acción, pues la obligatoriedad de la norma es simplemente la
probabilidad de que sea castigado quien la incumple. Éste es un concepto de obligación
muy importante, porque a todos nos conviene conocer las consecuencias de nuestros
actos con respecto a las autoridades; pero los ciudadanos honrados cumplen las leyes sin
estar calculando cuál es la probabilidad de que los castiguen, simplemente porque
quieren convivir en paz (i.e., por un motivo moral racional). Por eso adquiere
importancia el otro sentido de la obligación, la obligación moral de cumplir las leyes: la
necesidad de determinadas acciones para conseguir el bien moral y ordenarnos hacia el
fin último. En este contexto nos preguntamos cuál es la obligatoriedad de la ley humana
positiva, cuánto obliga moralmente, es decir, realmente. Una respuesta extrema, que
gozó de prestigio en el siglo XIX y parte del siglo XX, llamada positivismo jurídico
ideológico por Norberto Bobbio, sostiene que la ley humana —reducida, además, a la
ley del Estado— obliga moralmente siempre, cualquiera sea su contenido, porque la paz
y el orden social son bienes extremadamente importantes y sólo mediante una
obediencia absoluta al derecho podemos conseguirlos. El positivismo jurídico
ideológico ha ido desapareciendo, en especial luego de la Segunda Guerra Mundial,
cuando mucha gente obedeció órdenes y leyes inicuas. La otra respuesta extrema es
anárquica, o de un liberalismo extremo, que afirma que la ley positiva nunca obliga
moralmente por sí misma. Se sostiene que uno tiene obligación moral de hacer algo no
por lo que la ley diga o deje de decir, sino por lo que la misma moral exige con
independencia de la ley, o por exigencias de prudencia para evitar un castigo. En
cambio, la posición clásica sobre este tema dice algo intermedio: que la ley humana

23
obliga moralmente en la medida en que es justa, en la medida en que deriva de la ley
natural. De modo que, quien no la cumple, comete una injusticia, y quien la cumple
ejercita la justicia. La regla general, entonces, es que obligan las leyes humanas justas.
De ahí se sigue la regla general respecto de las leyes humanas injustas: una ley
humana injusta no obliga moralmente por sí misma. Esta tesis se refleja en el adagio
“lex iniusta non lex”: la ley injusta no es ley. Su misma formulación implica una
analogía, porque se dice que la ley injusta no es ley; es decir, es ley en cierto sentido,
pero no es ley en otro sentido. La ley injusta es ley en el sentido empírico, según las
formalidades del sistema jurídico que la establece; pero no es ley en el sentido moral,
porque no obliga moralmente. Sin embargo, la ley injusta podría ser obligatoria
moralmente en ciertas circunstancias, no por sí misma —en cuanto ley, no obliga en
conciencia— sino por otras exigencias de la ley moral natural. Por eso, para el estudio
de los efectos de la injusticia en las leyes, hay que distinguir distintos tipos de injusticia
en la ley.

1) Una ley puede ser injusta porque mande algo “directamente contrario al bien divino”
(así se expresa Tomás de Aquino). Esto significa que la ley manda hacer algo prohibido
por la ley moral (o prohíbe hacer algo moralmente obligatorio). La persona a la que se
le manda hacer algo prohibido por la ley moral se ve enfrentada a la disyuntiva de
cometer una injusticia o de sufrir la consecuencia de no obedecer (un castigo, muchas
veces la muerte). En este caso, la respuesta tradicional es que nunca se debe obedecer,
porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Y la ley natural, que prohíbe
ciertos tipos de actos, es una participación de la ley eterna en la criatura racional, es
decir, una ley divina.
Las leyes que son injustas de esta manera especial no obligan moralmente porque al
obedecerlas se comete una injusticia. Más todavía, existe la obligación precisa de
desobedecer, incluso si el precio fuese padecer un castigo injusto. Por eso decimos que
son leyes total y absolutamente inválidas (aunque el sistema jurídico las considere
válidas formalmente). Eso es lo que ha producido, a lo largo de la historia, tanto
mártires como héroes morales, que, aun a costa de su propia vida, han desobedecido la
ley injusta o el mandato injusto. Aquí se aplica el principio socrático que dice: “Más
vale padecer una injusticia que cometer una injusticia”. El argumento que usa Sócrates
—especialmente en el Gorgias, de Platón— para defender su tesis es que quien comete
una injusticia daña su alma; en cambio, quien padece una injusticia sufre un daño en sus
bienes o en su cuerpo, pero no en su alma. También se puede decir que quien realiza la
acción inmoral o injusta se hace malo como persona, se degrada en su integridad moral,
independientemente del daño que le pueda hacer a otra persona o a la sociedad. Esta
degradación es peor que cualquier otro daño que se pueda padecer involuntariamente,
como la injusticia, no importa lo grave que sea, que se padezca por resistir a la ley.

2) Otro tipo de injusticia en las leyes consiste en que la ley lleve a padecer una
injusticia. No manda cometer una injusticia o hacer algo intrínsecamente malo, pero
impone una carga excesiva. Así la ley manda hacer algo que no es intrínsecamente
malo, pero que implica padecer una injusticia (v.gr., una ley que cobrara impuestos
excesivos, o que impidiera el libre movimiento por lugares donde tendríamos derecho a
pasear). Esta ley es injusta, aunque de otra forma, ciertamente menos grave. No atenta
directamente contra el bien divino —el bien del alma—, pero sí contra un bien humano.
Por tanto, tampoco obliga moralmente, puesto que su contenido es injusto. Sin embargo,
es lícito cumplirlas y resignarse a padecer la injusticia, cuando se trata de renunciar al
propio derecho sin afectar el de los demás. Además, existe una obligación moral de

24
cumplir estas leyes si, por no cumplirlas, se produjera un daño más grave, o un desorden
en la comunidad, o un escándalo a los demás (en el sentido clásico de escándalo: un
dicho o hecho que influye en que otros se comporten mal; en este caso, que el
incumplimiento de esta ley injusta confunda a otros y los lleve a incumplir incluso las
leyes justas). En esos casos, es obligatorio cumplir esas leyes porque estamos obligados
a evitar ese mal mayor que se puede seguir del incumplimiento. Sin embargo, la
obligación moral no deriva de la ley misma, estrictamente hablando, sino del principio
moral de prudencia que nos obliga a evitar el escándalo, el desorden o un padecimiento
aun mayor. La obligación de cumplir este tipo de leyes injustas, cuando existe tal
obligación moral, es indirecta o colateral —según expresión de John Finnis—, no
directa en virtud de la misma ley.
Ahora bien, para este tipo de ley es muy bueno considerar el sentido meramente
empírico de obligación —la probabilidad de castigo—, porque, si se calcula la
probabilidad y no va a haber castigo, y puede evitarse el desorden y el escándalo de otra
manera, es lícito no cumplir la ley injusta de este tipo.

En síntesis, la distinción fundamental que debemos hacer para ver cómo obliga o
no obliga una ley injusta es la distinción entre la ley que nos manda cometer una
injusticia y la ley que nos manda padecer una injusticia. Sin embargo, hay otros dos
tipos de leyes injustas.

3) Leyes permisivas injustas, es decir, leyes permisivistas: no mandan cometer una


injusticia, pero tampoco mandan hacer algo que implique padecer injusticia, sino que
permiten positivamente que los ciudadanos cometan impunemente una injusticia. (Estas
leyes van más allá de lo que el principio de tolerancia del mal autoriza prudencialmente:
no reprimir males menores para evitar males mayores o para obtener bienes mayores,
pero sin autorizar positivamente el mal tolerado). Entonces, éstas son leyes que
aprueban el mal, porque permiten que un ciudadano cometa una injusticia, y es por esto
que no obligan moralmente. Ahora bien, parece que este tipo de leyes fueran muy
sencillas porque, en realidad, a uno no lo obligan a actuar de una manera determinada,
sino que dejan en libertad. Y si dan libertad, parece que dicen que quien quiera hacerlo,
que lo haga, y que quien no quiera hacerlo, que no lo haga, pero que la ley no lo va a
afectar. El ciudadano justo, al parecer, no puede hacer nada, es como que estas leyes no
le afectaran. Por ejemplo, las leyes que permiten el aborto son permisivas, y parece que
se puede simplemente convivir con ellas ya que no obligan ni prohíben.
Por el contrario, más allá de tales apariencias, sostenemos enfáticamente, en
primer lugar, que, como son leyes inicuas y son gravemente contrarias al bien común,
hay respecto de ellas una obligación moral precisa e ineludible: la obligación de luchar
contra ellas para no ser cómplices por omisión. Observemos, en segundo lugar, que
respecto de estas leyes se produce un fenómeno jurídico (o técnico-jurídico) curioso, y
es que pueden terminar afectando a mucha más gente de lo que se piensa, porque todas
las leyes de un sistema jurídico están concatenadas. Por ejemplo, la ley del aborto
supuestamente permite y no obliga a cometer abortos; pero sí pretende obligar a los
llamados a satisfacer el mal llamado derecho al aborto, o sea, a los médicos, enfermeras,
personal de apoyo, etc. En tercer lugar, el tipo de sociedad donde se cometen
inmoralidades o injusticias impunemente a causa de las leyes permisivistas genera un
ambiente general de inmoralidad pública y de degradación moral, que afecta a todos los
ciudadanos por igual, desde niños. En consecuencia, quienes se acomodan a ellas van a
padecer sus efectos quiéranlo o no, y serán responsables en la medida en que no las

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resistieron. Por lo tanto, estas leyes sí pueden terminar afectando a todos, y plantean la
obligación moral especial de luchar por derogarlas.
Hay que entender que el problema moral de las leyes permisivistas y de las leyes
injustas en general no se plantea respecto de las víctimas de la injusticia, sino respecto
de quienes aplican u obedecen esas leyes o han de convivir con ellas y con la injusticia
que esas leyes causan o fomentan o protegen. Las víctimas no necesitan la virtud de la
justicia para darse cuenta que esas leyes son malas, ni para querer derogarlas, porque las
padecen. Los que requieren de la virtud de la justicia son los ciudadanos que no se ven
afectados directamente por esa ley como víctimas o que, llamados a obedecerlas, han de
preferir padecer la injusticia antes que cometerla.

4) Por último, puede haber leyes que sean injustas solamente por imprudentes, sin caer
bajo ninguno de los tipos de injusticia referidos. La ley puede ser injusta por no
adecuarse correctamente a las exigencias del bien común en un tiempo y lugar
determinados. Esas leyes son, en cierto sentido, otra forma de padecer injusticia; pero
no por contradecir directamente una exigencia universal de la ley natural, sino por falta
de adecuación a las exigencias concretas del bien común. En principio, tampoco obligan
moralmente —salvo del modo indirecto indicado en el número 2—, y es bueno tratar de
cambiarlas. Ahora, el que haya una ley que no es justa porque no se adapta bien a las
condiciones del bien común es una injusticia más tolerable, no va directamente contra
las exigencias de la ética. Incluso es discutible el grado de desacuerdo respecto de este
tipo de injusticia o más bien desajuste de la ley, porque estaríamos en desacuerdo
respecto de si se adapta exactamente como debería al bien común. Ante tal discrepancia
de opiniones —no de principios de justicia— puede ser hasta imprudente confiar en el
propio juicio más que en el de la autoridad, la cual puede ser más prudente y suele estar
mejor informada y, en fin, tiene el derecho de dirimir las controversias acerca de lo más
prudente según las circunstancias contingentes del bien común.

En relación con esta adaptación a las circunstancias, sin embargo, existe un tema
clásico relativo a la interpretación y la aplicación de las leyes: la virtud de la equidad o
epiqueya (lo que en castellano se ha llamado equidad, en griego se llama epieikeia, y
algunos latinizaron la palabra como epiqueya). La epiqueya es una justicia superior
para los casos extraordinarios. Ordinariamente, el ciudadano y el jurista han de
interpretar las leyes para determinar su significado exacto y para aplicarlas al caso
concreto. Aristóteles se da cuenta de que muchas veces ocurre que una ley, cuyo sentido
general es justo, se hace injusta al aplicarla al caso concreto. Es decir, es una ley dada
por el legislador para el bien común, y que en general beneficia el bien común; pero,
como el legislador no puede prever todas las circunstancias en las que la ley se va a
aplicar, surgen algunos casos excepcionales en los que, si se aplicara la ley, se
cometería una injusticia. Santo Tomás pone como ejemplo un príncipe que manda
cerrar las puertas del castillo y prohíbe abrirlas, para impedir que entren los enemigos;
pero, estando cerradas las puertas, uno de los guardias ve que viene un aliado escapando
hacia la fortaleza, por lo que le abre la puerta para que entre y luego la cierra. Incumplió
la ley en su sentido literal, pero, cuando se dio esa orden, no se pensó que podría llegar
corriendo un amigo. El guardia no aplica la ley en el caso y hace lo correcto, pues
cumple con el fin de la ley. La epiqueya es una especie de virtud de súper justicia, en la
que se hace excepción a la interpretación literal de la ley para conseguir su fin, que es el
bien común. Incluso las leyes justas pueden no ser obligatorias en un caso individual, si
en el caso individual produce una injusticia, y entonces no obliga moralmente (en

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muchos sistemas jurídicos, incluso se admite que no obligue legalmente desde el punto
de vista formal, y no se aplican castigos).

Extensión o alcance de la ley humana positiva para reprimir los vicios e imperar las
virtudes

Las leyes justas, es decir, las leyes que derivan de la ley natural, que se
fundamentan en principios morales, ordenan los actos humanos al bien común, y
añaden, a la fuerza directiva de la ley, la fuerza coactiva para obligar a abstenerse del
mal y a obrar el bien mínimo, mediante el temor, a los ciudadanos recalcitrantes, tercos
en el mal, reacios al bien, reincidentes en la injusticia, obstinados en sus vicios,
aferrados al error o a las conductas licenciosas e inicuas (como mis ayudantes de
Derecho Natural). Ahora bien, esa obediencia de los ciudadanos a las leyes justas
produce un efecto natural, que es hacer buenos a los hombres. En efecto, un ciudadano
que, incluso sin la ayuda de la ley, se comporta bien, o sea, que ya es virtuoso por su
educación y por el ejercicio de las virtudes, no siente el peso de la ley, la cumple con
naturalidad. Dicho de otra manera, la ley le exige algo que para él es fácil de cumplir,
porque tiene las virtudes. En cambio, un ciudadano que ha sido mal educado en su
familia (o que no tuvo familia, una desgracia hoy cada vez más frecuente), por lo que no
tiene una inclinación natural a comportarse de la manera adecuada, y comienza a
portarse bien sólo por el temor al castigo, al comienzo se portará bien sólo por temor,
pero, por el ejercicio al cual lo obliga la ley, se acostumbrará a portarse bien. Con la
costumbre se engendra el hábito, y el hábito bueno es la virtud. Entonces, llegará a ser
un ciudadano honrado. Luego, el efecto propio de las leyes humanas, si son justas, es
hacer buenos a los hombres. Santo Tomás dice que, si las leyes son injustas (tiránicas o
propias de una oligarquía o de una democracia corrompida), esas leyes tienen como
efecto propio hacer “buenos” a los hombres para esos regímenes, o sea, “buenos
secundum quid” o “en sentido no-moral”, que es hacerlos malos como hombres, pero
buenos como tiranos u oligarcas o libertinos, en el sentido de que se acostumbrarán a
funcionar de una manera que es funcional al tipo de régimen. Entonces, las leyes hacen
buenos a los hombres, buenos en cuanto hombres o buenos en cuanto ciudadanos
corruptos, dependiendo de la justicia o injusticia del régimen y de sus leyes.
Entonces se plantea la pregunta: ¿hasta dónde ha de llegar la ley para hacer buenos
a los hombres y conseguir el bien común? Mientras mejores sean los ciudadanos, mejor
se consigue el bien común. Santo Tomás divide esta cuestión en dos preguntas: (1)
¿Compete a la ley humana, mediante la coacción, reprimir todos los vicios? Y (2)
¿Compete a la ley humana mandar los actos de todas las virtudes?
Responde diciendo que el fin de la ley es el bien común. Una de las características
que la ley ha de tener para alcanzar el bien común es que esté acomodada al carácter de
los súbditos, y, por eso, no puede mandar cosas que sean imposibles de cumplir para la
mayoría. Ahora bien, los hombres virtuosos son sólo una minoría; los ciudadanos son,
en su mayoría, viciosos, y se dejan llevar por los placeres y no por la razón. Siendo la
multitud de esta naturaleza, la ley no debe prohibir todos los vicios, puesto que no sería
obedecida, sino resistida, lo cual sería peor para el bien común. Si se exige la virtud
máxima a hombres incapacitados para cumplirla, en realidad van a reventar todos, y no
se cumplirá ni la máxima ni la mínima. Por eso, el sabio legislador prohíbe sólo los
vicios más graves, o sea, los que más dañan al prójimo y al bien común, porque de ellos
puede abstenerse con facilidad la mayoría de la gente. En cambio, los vicios meramente
privados, que no afectan al prójimo ni al bien común, no hay autoridad para reprimirlos.

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Y, más aún, incluso vicios y actos injustos, que son dañinos para el prójimo y
perjudiciales para el bien común, si no son graves, tampoco deben ser reprimidos por la
ley, de acuerdo con el principio de tolerancia del mal. Esto no significa que la autoridad
legitime esas conductas, pero las tolera, omite reprimirlas para evitar males mayores o
para obtener un bien importante. En consecuencia, la ley no debe reprimir todos los
vicios.
En cuanto a si la ley debe mandar los actos de todas las virtudes, cabe decir lo
siguiente. Primero, que en principio es bueno obligar coactivamente a alguien a portarse
bien, tanto por el bien del individuo —del que se ocupan sus padres cuando es joven—
como por el bien común, que a la autoridad política compete proteger. Sin embargo,
esto no significa que siempre sea conveniente obligar coactivamente a obrar el bien, ni
que cualquiera tenga la autoridad para hacerlo. Además, se ha de distinguir entre las
diversas virtudes, pues las virtudes tienen distintos objetos. La justicia es la virtud que
nos ordena a dar el bien ajeno —a cada uno lo suyo— y, entre otras cosas, a dar lo
necesario para el bien común (justicia general o legal). Por lo tanto, la ley directamente
sólo debe mandar actos de justicia. La fortaleza y la templanza son virtudes que nos
ordenan respecto de nosotros mismos; nos ordenan respecto de nuestras pasiones (la
fortaleza, las del apetito irascible; la templanza, las del apetito concupiscible). En
consecuencia, la ley, cuyo fin es el bien común, no debe mandar directamente los actos
de la fortaleza y la templanza. Sin embargo, ocurre que, indirectamente, incluso hay
actos de estas virtudes —aparentemente privadas— que pueden ser exigidos para el bien
común, y, en tales casos, cuando eso sucede, la ley puede y debe mandarlos. Por
ejemplo, la valentía es parte de la fortaleza y la ley no puede mandarla en general; pero
el soldado tiene un deber de ser valiente, que es exigido por la justicia. Al soldado, la
ley le exige ser valiente, y puede castigarlo si manifiesta cobardía en el combate (no
simple temor, sino cobardía, que es dejarse vencer por el temor). Entonces, Tomás de
Aquino concluye que la ley manda los actos de la justicia exigidos por el bien común,
pero también los actos de todas las demás virtudes en la medida en que sean exigidos
por el bien común.

Si Santo Tomás dice que la ley puede mandar actos de todas las virtudes, si lo
exige el bien común, pero sólo puede prohibir los vicios más graves, de ahí se sigue la
fórmula final para conjugar los dos aspectos: la ley puede mandar algunos actos de
todas las virtudes, pero no todos los actos de todas las virtudes; y solamente puede
prohibir los actos viciosos más graves, que dañan el bien común y de los cuales la
mayoría puede abstenerse. No se puede exigir todo y a todos.

La mutabilidad de las leyes humanas

Nosotros vivimos en una época en la que el Estado se organiza como una máquina
legisladora, y, por tanto, estamos acostumbrados a que todos los días se publiquen
cientos de normas. Es muy natural para nosotros que se cambien las leyes
continuamente. En la filosofía política clásica, en cambio, las órdenes particulares de los
gobernantes podían ser muchas; pero las leyes eran y debían ser pocas, y cambiaban
muy poco. Heráclito decía que había que luchar por las leyes de la ciudad como se lucha
por defender los muros de la ciudad. Los pensadores de la antigüedad y de la edad
media pensaban que el tener muchas leyes, y el cambiarlas con frecuencia, eran
síntomas de la decadencia de una república. Una ciudad que necesitaba dictar muchas
leyes para un montón de cosas, y que las cambiaba con frecuencia, era una ciudad con

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muchos problemas y se trataba de resolverlos de manera inadecuada: todos al mismo
tiempo y mediante leyes. La cultura jurídica moderna es una cultura de muchas leyes
que cambian continuamente. La deficiencia que significa la multiplicación y el cambio
de leyes, se ha intentado solucionar, en los sistemas jurídicos modernos, mediante leyes
de tipo constitucional, que son menos modificables que las demás, por lo que mantienen
una cierta estructura más estable.
Ahora bien, las leyes humanas no son inmutables, sino que pueden cambiar y es
bueno que cambien cuando lo exige el bien común. Santo Tomás dice que las leyes por
supuesto que cambian, y que es lícito que cambien, pero que la carga de la prueba —es
decir, quién debe demostrar con argumentos que es necesario cambiar— está del lado de
quien quiere el cambio y no de quien quiere la permanencia (pues quien quiere la
permanencia ya cuenta a su favor las razones que hubo en su momento para establecer
esa ley, y, además, la fuerza de la costumbre que ayuda a cumplir las leyes). Hemos
dicho que en las leyes humanas hay un contenido que deriva de la ley natural por
conclusión. Ese contenido no debiera cambiar nunca, porque es lo que hay de justicia
permanente en la ley. Sin embargo, hay todo ese otro contenido —muy mayoritario en
las leyes— que deriva de la ley natural por determinación, y que, por tanto, ha sido
elegido entre diversas alternativas según las exigencias de la prudencia política, las
circunstancias de tiempo y de lugar. Lógicamente, entonces, si las circunstancias de
tiempo y de lugar cambian, puede ser que leyes que eran justas para una circunstancia
de tiempo y de lugar comiencen a ser dañinas, injustas, o menos convenientes, por ese
cambio de circunstancias. En este caso, puede ser necesario tener nuevas leyes o un
cambio en las leyes anteriores para acomodarlas a las nuevas circunstancias. Por este
argumento se dice que es lícito que las leyes cambien, y que puede ser incluso
necesario, obligatorio, justo, cambiarlas, porque lo que fue justo no es necesariamente
justo hoy cuando se trata del ámbito de determinatio. Por eso es perfectamente legítimo
decir que el modo de organizarnos era el mejor posible hace 120 años, pero que hoy ya
no acoge las nuevas circunstancias, siempre que se refiera a esos aspectos variables,
contingentes, y no a las exigencias permanentes de justicia.
Ahora bien, santo Tomás añade que las leyes tienen buena parte de su fuerza en la
costumbre de obrar conforme a ellas. Por eso, una de las exigencias de la ley justa es
que la ley esté acomodada a los usos patrios, a las costumbres del pueblo. En
consecuencia, no es bueno cambiar las leyes humanas contrariando la costumbre. Todo
cambio tiene algún costo asociado a él, aunque a veces el costo de no cambiar puede ser
mayor. Por eso precisamente sólo es prudente cambiar la ley humana si con ese cambio
se va a conseguir un bien claramente mayor que el perjuicio que puede producir el
cambiar. Esto es también parte de lo que queremos decir cuando decimos que la carga
de la prueba la tiene el cambio: quien quiere cambiar la ley tiene que demostrar que
haciéndolo se conseguirá un bien mayor. Karl Popper defendió esta misma tesis en el
siglo XX. Si la Humanidad ha ido estableciendo instituciones y logrando progresos a
través del ensayo y del error, corresponde a quien quiere prescindir de esos progresos e
instituciones demostrar que su propuesta es para un bien mayor.

La ley divina positiva

La ley divina positiva es aquella ley que Dios mismo revela como mandato suyo.
Por tanto, tiene características especiales respecto de las otras leyes, como que sólo se
puede conocer o aceptar como tal si se tiene la fe. Si alguien no tiene la fe, no puede
reconocerla como ley divina, aunque por simple cultura general tendrá que conocerla

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como una tradición más dentro del mundo, y, de hecho, como una de las tradiciones
fundacionales de Occidente. En la filosofía cristiana se acepta que hay dos grandes
momentos de la revelación: el Antiguo Testamento (revelación al pueblo judío) y el
Nuevo Testamento (culminación de la revelación en Cristo, que da origen al
cristianismo). Correlativamente, se distingue entre la Ley Antigua y la Ley Nueva, los
dos momentos de la ley divina positiva.

1.º La Ley Antigua es la revelada al pueblo judío y contiene tres tipos de


preceptos: ceremoniales, judiciales y morales. Los preceptos ceremoniales regulan el
modo de dar el culto debido a Dios, como los sacrificios. Esos preceptos ceremoniales,
para los cristianos, están derogados. Los preceptos judiciales son las leyes de tipo
político que Dios da para organizar al pueblo de Israel como un pueblo en sentido
político, estableciendo el modo de gobernar y cualquier otro precepto que tenga que ver
con la justicia. Estos preceptos judiciales eran válidos sólo para la organización política
del pueblo de Israel, por lo que no tiene valor para el resto de los pueblos. Los preceptos
morales corresponden, fundamentalmente, al Decálogo, es decir, los Diez
Mandamientos, que contienen la ley moral natural, dividida en tres mandamientos
referidos a lo que es debido a Dios y siete que se refieren a lo que le es debido al
hombre. El Decálogo se puede resumir en el mandato de amar a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a uno mismo. El Decálogo está diseñado para proteger los
fines esenciales de la naturaleza o bienes humanos básicos (objeto de los preceptos
primarios de la ley natural), pero los diez mandamientos corresponden a los preceptos
secundarios de la ley natural, porque contienen mandatos y prohibiciones específicas,
referidos a tipos de acciones —honrar padre y madre, no matar, no robar, etc.— y no
sólo la ordenación a los fines.

2.º La Ley Nueva consiste en lo que Dios manda cumplir en la revelación que trae
Jesucristo, pero no consiste en una ley escrita, en unas tablas donde están escritos los
mandamientos, sino que consiste en la gracia de Dios que está en el corazón de cada
persona, y que la impulsa a vivir de un modo sobrenatural. Eso no significa que la Ley
Nueva no tenga un contenido, con unos preceptos determinados, ya que el Nuevo
Testamento contiene mandatos dados por Jesús, para configurar por medio de ellos un
ideal de vida. Los “mandamientos” del Nuevo Testamento se contienen en indicaciones
como las bienaventuranzas, las parábolas (v.gr., el buen samaritano, el hijo pródigo,
etc.), los imperativos especiales sobre el seguimiento de Jesús (tomar la cruz de cada
día, dar sin esperar nada a cambio, vender todo y dar el dinero a los pobres, poner la
otra mejilla . . .), que se resumen en el gran mandamiento del amor a Dios y al prójimo,
incluyendo a los enemigos: “Amaos los unos a los otros como yo los he amado: en esto
conocerán todos que sois mis discípulos”. No obstante, todo este conjunto de ideales e
indicaciones son un mapa de una forma de vida que se puede conseguir solamente con
la gracia de Dios, que está en el corazón. La Ley Nueva, por tanto, no anula la Ley
Antigua en su esencia (sólo los preceptos ceremoniales y judiciales), porque lleva sus
exigencias morales a su plenitud, y las incorpora en un ideal que es más alto y más
exigente.

La ley divina, las virtudes y el fin último

¿Cómo se relaciona la ley divina, que contiene la ley natural, con las virtudes y
con el fin último? Éste ya es un tema filosófico —no simplemente teológico— porque,

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cuando decimos ley divina, nos podemos referir a la ley divina positiva (un tema
cristiano y judío) o a la ley natural, que también ha sido considerada ley divina por los
paganos como Sócrates o Sófocles (su personaje Antígona rehúsa obedecer al rey para
obedecer la ley de los dioses que ordena sepultar a los muertos), aunque no usaran
todavía la terminología de la ley natural. ¿Qué relación hay entre ley, virtudes y fin
último? Es un tema filosófico muy controvertido, pero podemos arriesgarnos a dar una
visión global, esquemática.
El fin último es la contemplación de Dios, de la cual se deriva toda la felicidad.
Incluye, como añadido, todos los bienes humanos básicos. Por tanto, también se puede
decir que el fin último es la vida feliz y perfecta. Esta formulación es aceptable también
para un no cristiano, que no sepa que la vida feliz y perfecta solamente se consigue en la
contemplación de Dios. Lo que añade el cristianismo es que dice que esta vida feliz y
perfecta es imposible de conseguir en este mundo, pero se puede conseguir después en
la contemplación de Dios. Ahora bien, la pregunta fundamental es: ¿qué tenemos que
hacer en esta vida para que podamos tener esa vida feliz y perfecta, la vida eterna? La
respuesta a esta pregunta es la ley: la ley natural o la ley divina positiva, que contiene y
explicita la ley natural. La ley indica el camino, indica los actos que se deben hacer, y
los que se deben evitar (unos porque son buenos y otros porque son malos), para que la
persona se encamine a esa vida feliz y perfecta. Las leyes humanas, en la medida en que
derivan de la ley natural, también se incluyen aquí, porque una persona que no cumple
las leyes humanas justas comete una injusticia, y, por tanto, tampoco cumple la ley
natural ni se encamina a una vida feliz y perfecta. Los actos justos, los actos
correspondientes a la ley natural, van produciendo un efecto en la persona, haciéndola
mejor, y la hacen adquirir rasgos de carácter que le facilitan obrar de esa manera. Esos
rasgos habituales del carácter son las virtudes. Las virtudes son las cualidades de la
personalidad que la misma ley natural fomenta, protege, ordena. Las virtudes hacen
buena a la persona y hacen buena su acción; por tanto, la virtud es, al mismo tiempo, el
resultado de la acción buena y una causa de la acción buena.
Aristóteles pensaba que la máxima felicidad que podíamos conseguir en esta vida
es la vida virtuosa, de las virtudes intelectuales (contemplación de la verdad) y de las
virtudes morales (vida del ciudadano libre en la polis). El cristianismo añade a esto, a la
vida feliz que es posible conseguir en este mundo, la convicción de que la vida de las
virtudes es la perfección humana que se pueden conseguir mediante la acción ayudada
por la gracia divina. Y, como el hombre, al hacerse perfecto, se hace más semejante a
Dios, con las virtudes hace posible, se dispone a recibir la contemplación de Dios como
un regalo. Por lo tanto, las dos filosofías —pagana y cristiana— afirman que una vida
completamente feliz y perfecta no se puede conseguir mediante las acciones libres en
esta vida; pero, mediante las acciones libres buenas, se puede conseguir la felicidad
imperfecta de esta vida, porque el hombre virtuoso es el hombre feliz. Vivir conforme a
la razón, o sea, a la ley natural, es vivir de una manera que lleva a adquirir las virtudes y
a eliminar los vicios, y, por tanto, que lleva al perfeccionamiento moral de las personas,
es decir, al perfeccionamiento de las personas en su integridad. Tanto los cristianos
como los paganos dicen que esa felicidad o perfección alcanzable mediante la acción
libre es muy limitada y frágil. Los cristianos añaden que todas las virtudes naturales,
con la gracia, pueden ser virtudes sobrenaturales, a las que se suman tres virtudes
teologales (la fe, la esperanza y la caridad), con las que cada persona humana se dispone
para alcanzar el verdadero fin último. Santo Tomás dice que la perfección de la criatura
humana implica eliminar los obstáculos que puede haber para recibir la perfección de la
unión con Dios, que es el fin último.

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Las virtudes se relacionan con el fin último dando la perfección humana integral,
que permite gozar de los bienes humanos más altos y disponerse a recibir el bien divino,
al que no se puede acceder por uno mismo. Las virtudes perfeccionan a la persona y
perfeccionan su acción, y disponen para recibir la felicidad de la vida feliz y perfecta. Y
las virtudes se relacionan con la ley, puesto que las virtudes son el resultado, el hábito
que resulta de realizar las acciones que están prescritas por la ley, y el fin al que ordena
la ley es el mismo fin de las virtudes: la vida feliz y perfecta de la persona humana.

32
La conciencia moral

La conciencia moral es el juicio sobre la moralidad de un acto humano concreto. El


agente no se contenta con conocer los principios generales del orden moral (la ley
natural), sino que se pregunta por los casos particulares: aplica los principios a los
casos particulares. Existe una distancia entre el juicio general y el juicio particular
sobre determinado acto humano, porque la inteligencia necesita identificar el acto
particular y debe tomar en cuenta todas las circunstancias que pueden hacerlo bueno
o malo. Solamente los tipos de actos prohibidos universalmente —o absolutos
morales— pueden juzgarse como malos sin atender a las circunstancias; todos los
demás exigen un juicio prudente sobre su bondad o malicia hic et nunc (aquí y
ahora). El juicio de conciencia es un tipo de juicio práctico, porque impulsa a hacer
lo que se reconoce como bueno y a evitar lo que se reconoce como malo. De manera
que la ley natural es la medida o regla general o remota de la moralidad del acto
humano, mientras que la conciencia moral es su regla particular o próxima, porque
versa sobre este acto humano particular y es la regla más cercana a la voluntad del
agente que en definitiva decidirá si lo realiza o no lo realiza. La conciencia es, por
tanto, un juicio práctico particular de aplicación de la regla general (la ley natural y
cualquier otra norma moralmente obligatoria, como la ley humana justa) al acto
concreto.

Algunas doctrinas dicen que la conciencia es autónoma, que ella misma decide lo
que es bueno y lo que es malo. Esta creencia es un error, pues la decisión es una
cosa —un acto de la voluntad— y la conciencia o juicio moral es otra cosa —un
acto de la inteligencia—. Como en cualquier juicio, la conciencia discierne la
bondad o maldad de un acto; procura distinguir el bien del mal según razones
objetivas; pero puede equivocarse. En cambio, si tuviera el poder de decidir qué es
lo bueno y lo malo, no podría equivocarse: lo que la persona decidiera pasaría a ser,
por ese solo hecho, lo bueno. Una teoría así iguala la opinión del vicioso con la del
virtuoso, la del ciudadano honrado con la del criminal, porque niega una ley
superior a la cuan la conciencia de unos y otros deba esforzarse por adherir. Por eso,
para dar sentido al orden moral, tenemos que afirmar que la conciencia no es
autónoma: debe juzgar conforme a la regla general y no puede ir en contra de los
principios morales. Existe una cierta libertad o autonomía de la voluntad humana
para suplir los espacios o las distancias entre el principio general y el caso
particular, a la luz de las circunstancias particulares que la prudencia toma en
consideración —por definición, no son consideradas por una regla general—; pero
la libertad para concretar no puede ir en contra de los principios universales, sino
solamente concretarlos prudentemente a la luz de la situación particular. El ejemplo
clásico es el del árbitro, que tiene la última palabra dentro del campo de juego; pero
su misión es dictaminar de acuerdo con las reglas del juego, establecidas con
independencia del árbitro. Por eso tiene sentido decir que, aunque la última palabra
la tiene el árbitro, puede haberse equivocado. Así también, en el orden moral, sin
ciencia no hay conciencia: se debe tener conocimiento de los principios de la ley
natural para emitir el juicio moral concreto, que es el juicio de conciencia. Y si se
juzga desconociendo esos principios, la conciencia yerra.

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Clasificación de la conciencia

Según los distintos modos de darse estos juicios prácticos sobre los actos humanos,
se habla de diversas clases de conciencia.

1) Clases de conciencia en relación con el tiempo o momento en que se realiza el juicio:

a) Conciencia antecedente: el juicio sobre la bondad o malicia de una acción que no


hemos realizado, pero que contemplamos realizar. La conciencia antecedente prohíbe
realizar una acción juzgada mala; manda realizar un acto juzgado bueno y obligatorio;
aconseja realizar algo bueno y supererogatorio; permite realizar algo bueno y lícito.

b) Conciencia concomitante: el juicio sobre la bondad o malicia de una acción mientras


la estamos realizando. Si la acción se juzga buena, la conciencia la refuerza; pero si la
juzga mala, la conciencia estorba o molesta. Por eso, el que hace algo malo trata de
alejar la conciencia —de no pensar en eso—, pues le incomoda.

c) Conciencia consiguiente: el juicio sobre la bondad o malicia posterior a la realización


del acto. Este juicio premia con la paz interior o tranquilidad de conciencia, si el acto
fue bueno, o castiga con el remordimiento, si el acto fue malo. En efecto, es doloroso
para el intelecto humano recordar y reconocer sus actos malos. El remordimiento es
bueno porque indica que la conciencia está sana, pues ayuda a cambiar el modo de
actuar. Si no hay remordimiento, puede ser por enfermedad mental (esto cae fuera del
ámbito moral) o por esa enfermedad moral que es o bien la ignorancia o bien la malicia
(en este caso, la conciencia está oscurecida y eso es signo de que la culpa es mayor).

2) Clases de conciencia en relación con su adecuación o no a los preceptos de la ley


natural:

a) Conciencia verdadera: el juicio moral que concuerda con la ley natural.

b) Conciencia errónea: el juicio moral que no concuerda con la ley natural, es decir, que
juzga en forma equivocada, ya porque aplica mal la ley moral (aunque la conoce en
general, se equivoca en la situación particular), ya porque desconoce los preceptos de la
ley natural. Es decir, la conciencia puede ser errónea por un error a nivel de los
principios (error de ciencia moral) o por un error a nivel del conocimiento e
interpretación del acto particular. Este tipo de conciencia, a su vez, puede ser:

b.1: Invenciblemente errónea, si el agente no tenía posibilidades de saber la verdad o de


superar el error de su juicio.

b.2: Venciblemente errónea, si el agente pudo conocer la verdad y salir de su error, pero
no lo hizo por una omisión culpable.

3) Clases de conciencia según el grado de firmeza o convicción en el juicio. En lógica


los juicios pueden tener tres grados de firmeza, a los que corresponden los tres tipos de
conciencia.

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a) Conciencia cierta. La certeza es el grado de firmeza en el juicio en que se afirma una
proposición sin temor a la posibilidad de error, a que sea verdad lo contrario. La certeza
puede ser certeza física —fundada en pruebas suficientes sobre lo que sucede en la
realidad física, como que los cuerpos pesados caen—; o certeza metafísica —fundada
en que por una razón necesaria las cosas no pueden ser de otra manera, como que el
todo es mayor que la parte—; o certeza moral —la que se tiene respecto de los asuntos
humanos, en los que las cosas podrían ser de otra manera, pero se tienen pruebas
suficientes, como cuando estamos seguros de lo que una persona honesta nos
atestigua—. La certeza moral es suficiente en los asuntos humanos y, por eso, basta para
que la conciencia moral sea cierta.

b) Conciencia probable. La opinión es el grado de firmeza en el juicio en que se afirma


algo con razones a su favor, pero con temor a que sea verdad lo contrario (a estar
equivocado). Una conciencia fundada en razones, pero con la firmeza de la opinión —
sin certeza—, es solamente probable.

c) Conciencia dudosa. La duda es el estado de la mente que no afirma ni niega una


proposición. Equivale a la suspensión del juicio debida a que se tienen razones
igualmente probables a favor o en contra de una proposición. La conciencia dudosa no
se pronuncia acerca de la bondad o maldad del acto humano.

4) Clases de conciencia según el modo habitual de juzgar bien o mal. Esta clasificación
se apoya en las anteriores y sirve para conocer las deformaciones de la conciencia.

a) Conciencia recta: es al mismo tiempo cierta y verdadera. Juzga habitualmente con


verdad y sin temor a errar, también en los detalles, por lo cual se denomina también
conciencia delicada.

b) Conciencia laxa: califica como buenos, o al menos como lícitos, actos que la ley
moral prohíbe; como consecuencia, la persona realiza cosas malas pensando que son
buenas. Y aconseja mal, pues mueve a obrar contra el orden moral.

c) Conciencia escrupulosa: considera que hay malicia (y culpa) donde, según la


conciencia recta, no hay nada malo. Por lo tanto, siente la culpa injustificadamente.

d) Conciencia perpleja: Es un caso particular de la conciencia dudosa, que piensa que


haga lo que haga será malo. En la realidad objetiva, esto es imposible, porque si todos
los cursos de acción posibles son malos, entonces abstenerse es bueno. Sin embargo,
subjetivamente puede ser que la conciencia esté perpleja porque piense que incluso
abstenerse de actuar sea omitir un deber.

Principios sobre la obligatoriedad de la conciencia

Si la ley natural obliga, la conciencia también obliga porque realiza un juicio basado en
la ley natural. Los principios básicos para ver cómo obliga son los siguientes:

1) La conciencia recta es la única regla moral absoluta. Existe obligación moral de


seguir la conciencia cierta y verdadera (o sea, recta y delicada).

3
2) La conciencia invenciblemente errónea también es regla moral, pero sólo
accidentalmente (per accidens). Si alguien tiene una conciencia invenciblemente
errónea, debe obedecerla, y, aunque objetivamente se equivoca al obrar conforme a ella,
no tiene culpa. En cambio, si obra contra su conciencia invenciblemente errónea,
interiormente quiere lo que piensa que es malo; es decir, formalmente quiere el mal: su
voluntad es mala, por lo que es moralmente culpable.

3) Nunca es lícito obrar con conciencia dudosa, porque es arriesgarse a obrar mal, y
esto ya en sí es malo. Se debe buscar salir de ese estado y tener por lo menos una
conciencia probable, pues es lícito obrar con la conciencia probable cuando se han
realizado los esfuerzos necesarios para dar con la verdad.

4) La conciencia culpablemente errónea no es regla moral: no excusa la acción que se


realiza conforme a ella, porque el agente es responsable del error; pero de todos modos
obra mal quien actúa contra ella, por la razón ya expuesta: el agente interiormente
quiere lo que piensa que es malo; es decir, formalmente quiere el mal: su voluntad es
mala. Dicho de otra manera: el que obra objetivamente mal, pero queriendo el bien,
porque sigue su conciencia culpablemente errónea, es culpable o responsable del mal
objetivo que realiza, porque es voluntario in causa: el error mismo es voluntario. Y, por
otra parte, el que obra objetivamente bien, pero contra su conciencia culpablemente
errónea, quiere el mal y por eso también es culpable. La gran paradoja es ésta: quien
obra con un error culpable de conciencia obra mal haga lo que haga. Por lo tanto, es
muy importante una buena formación de la conciencia. En realidad, la formación asidua
de la conciencia es la única garantía de que la conciencia esté bien formada o, al menos,
que esté inculpablemente en el error. Actualmente, muchos piensan que si ellos buscan
obrar conforme a su conciencia están necesariamente en lo correcto, pues lo bueno es
ser coherente con lo que se piensa, o ser sinceros, o estar de buena fe. Y se equivocan:
la coherencia y la sinceridad no excusan la negligencia en averiguar el bien, e incluso es
discutible que haya buena fe en un sentido central —exigente— si se ha rehuido buscar
la verdad moral.

4
La justicia y el Derecho

Prudencia, virtudes morales y justicia. Por qué es necesaria la justicia (repartición de


cosas). El objeto de la justicia (ius, lo suyo, lo debido). El “justo medio” en la justicia:
racional y real. El derecho (ius) es anterior a la justicia. Lo justo puede ser una cosa
debida o una acción debida a otro. Lo justo político se divide en natural y legal. El derecho
de gentes: natural y positivo bajo diversos aspectos. Definición de justicia. Elementos de la
juridicidad (o características de la justicia): alteridad, exigibilidad, igualdad. Las especies
(partes subjetivas) de la justicia: (a) justicia general o legal, y (b) justicia particular,
subdividida en: (i) justicia correctiva o conmutativa, y (ii) justicia distributiva.

La prudencia es la virtud directora de todos los actos virtuosos de todas las virtudes. Por
eso es la primera de las virtudes cardinales. Ahora trataremos la segunda virtud cardinal, la
justicia, cuyo objeto propio es lo debido a cada uno en sentido estricto (lo justo). Explicaré
primero el objeto de la justicia, porque, como afirma el adagio clásico, las potencias se
conocen por sus actos y los actos por su objetos. Los hábitos son cualidades intermedias
entre las potencias y sus actos; las virtudes, específicamente, son hábitos que perfeccionan
una potencia para realizar de manera fácil, pronta y deleitable su propio acto. De manera
que también se definen por el objeto.

La prudencia perfecciona el actuar de la razón práctica para dirigir todo acto moral;
pero no basta con saber cuál es el acto correcto, sino que es necesario mover eficazmente a
realizarlo. Ese mover eficazmente es propio del imperio, que es el acto principal de la
prudencia. Nadie se mueve eficazmente a realizar un acto si no está bien dispuesto respecto
del fin al que tiende ese acto. Por ejemplo, a un niño que no le gusta estudiar hay que
empujarlo desde afuera, mediante estímulos perceptibles con los sentidos externos (un
premio o un castigo), para que estudie, porque aún no adquiere la virtud del estudio. En
cambio, con la virtud adquirida de estudiar se estudia de forma espontánea, sin necesidad
del impulso externo. En los dos casos, se da el conocimiento teórico-práctico o semi-
práctico: ¡es mi deber estudiar!; pero solamente en el segundo caso se une, a ese
conocimiento del deber, el imperio —el movimiento eficaz de la razón práctica—, porque
el agente está bien dispuesto para estudiar gracias a la virtud del estudio. Lo mismo sucede
con las demás virtudes: para conocer e imperar el acto moralmente correcto en cada caso es
necesaria la virtud de la prudencia y también la respectiva virtud moral, que dispone bien
respecto del fin, y que a su acto propio es ordenada por la prudencia. La prudencia ve e
impera el recto obrar, pero esa otra virtud de la parte apetitiva dispone a conocer y a obrar
en esa materia específica. En sentido inverso, la persona que no quiere portarse bien
termina por no reconocer siquiera que es bueno aquello que no quiere hacer. De aquí
procede el adagio popular: quien no vive como piensa termina pensando como vive. Las
virtudes propiamente morales perfeccionan a la parte apetitiva del alma (la voluntad y los
apetitos sensibles). La justicia perfecciona a la voluntad, que es el apetito intelectual o
racional. La justicia tiene su materia u objeto propio, constituido por aquellas operaciones
exteriores por las que nos relacionamos con otras personas. Lo mismo pasa con la
fortaleza, que perfecciona al apetito irascible. El objeto o materia propia de la fortaleza está
constituido por las pasiones del apetito irascible, especialmente el temor y la audacia. En

1
fin, la templanza perfecciona al apetito concupiscible y su materia propia consiste en las
pasiones del apetito concupiscible, especialmente los placeres corporales.

La justicia tiene un objeto muy peculiar. Lo que hace necesaria esta virtud es algo
que existe a causa de las relaciones que se establecen en una sociedad humana. Se trata de
la atribución de cosas debidas a las distintas personas. Los griegos llamaron a esto, lo
atribuido a alguien como suyo, to dikaion; los latinos, ius. En griego, la palabra significa
“lo justo” (la justicia es Diké); en latín, también significa “lo justo” (justicia es iustitia). En
los dos casos, la virtud y su objeto tienen la misma raíz lingüística. Solamente después, en
las lenguas romances, comenzó a llamarse —por una evolución que no podemos estudiar
ahora— “derecho” a “lo justo”; y la palabra “ius” comenzó a tener, en el latín tardío, otros
significados, como, por ejemplo, el de ley o norma. Su significado central, con todo, es lo
justo o la relación justa o lo debido a cada uno.

Más allá de las palabras, hay que destacar que en cada sociedad existe una realidad
que es el presupuesto de la virtud de la justicia. Esa realidad consiste esencialmente en dos
cosas: (i) que las cosas están repartidas, y (ii) que las cosas pueden estar en poder de otras
personas distintas de su titular, o pueden ser dañadas, y lo justo será restituir a cada uno lo
suyo, o respetarlo, o reparar el daño. Hay un montón de cosas en el mundo que no son de
todos indiferenciadamente, sino que están distribuidas entre distintas personas, están
repartidas. Nosotros tenemos una inclinación a apropiarnos de las cosas con nuestra
voluntad; las necesitamos, las deseamos. Toda persona, todo miembro de la comunidad
tiene una inclinación a apropiarse de cosas; pero, al mismo tiempo, solamente algunos
bienes le son atribuidos como suyos. A veces sucede que un bien, que es propio de alguien,
no esta en su poder. Por ejemplo, lo ha prestado, o lo ha comprado y el vendedor aún no se
lo entrega. La relación entre las personas es lo que hace surgir un tipo especial de deber u
obligación moral, que es el deber de respetar lo que es suyo de cada uno o de restituir lo
que es de un titular y no lo tiene. Si eso no se hiciera, no existiría convivencia pacífica;
estaríamos —así pensaba Thomas Hobbes (s. XVII)— en una guerra perpetua de todos
contra todos: si todos tienen derecho sobre todas las cosas, la única ley que vale es la de la
fuerza, en la cual cada uno defiende sus cosas . . . Según Hobbes, en ese estado de
naturaleza la vida es muy peligrosa, corta y brutal, de donde procede la necesidad de un
pacto social para constituir un Estado que fuerce a todos a respetar unas leyes. En la visión
clásica de la naturaleza humana, en cambio, se piensa que la naturaleza humana es social
por sí misma: no es necesario realizar un pacto, porque estamos por naturaleza inclinados a
vivir unos con otros; la violencia y el deseo inmoderado de apropiarse de las cosas existen
como corrupción de la naturaleza. Sin embargo, hay algo de verdad de lo que dice Hobbes:
una parte de la naturaleza humana está corrompida parcialmente —o dañada,
profundamente herida: los cristianos llamamos a este hecho “pecado original”—. De todos
modos, aunque no existiera esta inclinación torcida a la violencia y a poseer cosas en
exceso, con perjuicio del prójimo, la razón práctica de las personas que conviven con otras
personas advertiría y advierte inmediatamente que hay algo que le es debido al otro: las
cosas están atribuidas en un orden social y la razón práctica nos dirige para que vivamos de
modo razonable, pacífico, etc. No es posible vivir en paz y armonía social si cada uno no
respeta el bien del prójimo. Luego, la justicia tiene por objeto lo que es suyo de cada uno o
lo que le es debido al otro.

2
La virtud de la justicia siempre opera relacionando a dos personas, porque es la
virtud que tiene por objeto el bien del otro; en esa relación entre dos personas, la razón
práctica indica que cada una respete el bien de la otra, de modo que la parte acreedora exija
exactamente lo que le corresponde, y la parte deudora dé exactamente lo que es del otro. Si
uno, al pagar una deuda, paga sólo la mitad, y se rehúsa a pagar la deuda completa, el acto
es injusto (el deudor comete una injusticia y el acreedor padece la injusticia); pero, si a uno
lo fuerzan a pagar el doble de lo que debe, eso también es un acto injusto (ahora en sentido
inverso: el deudor padece injusticia y el acreedor comete injusticia). Así nos damos cuenta
de que el objeto verdadero —lo realmente exigido por la justicia y la convivencia
armoniosa y pacífica— es pagar lo justo, en su sentido literal más básico: ni más, ni menos,
que lo debido (aquí la palabra “justo” significa lo exacto, lo igual: sin pasarse ni por exceso
ni por defecto).

Aristóteles afirmaba que la virtud moral consiste en un justo medio con relación a
nosotros mismos (v.gr., no comer ni más ni menos de lo que uno necesita según su edad,
tamaño, peso, etc.), según una medida racional (la que determinaría el hombre prudente).
En el caso de la justicia, ese justo medio es al mismo tiempo una medida racional y una
medida real u objetiva-externa. Es decir, es un justo medio en relación a nosotros mismos
(una medida racional, como en las demás virtudes morales) y es al mismo tiempo un justo
medio independiente de la actitud interior de una persona o de su necesidad (lo que se llama
un medio real u objetivo). El justo medio de la justicia es un justo medio racional y al
mismo tiempo real, es decir, como en cualquier virtud, el justo medio se establece por la
razón practica (i.e., es un justo medio racional, tal como el hombre prudente lo
establecería); pero, además, es un justo medio real, externo y objetivo, porque, para
establecer prudentemente el justo medio hay que fijarse en la realidad exterior de la persona
que actúa y de la persona titular del derecho. Hay que fijarse en cuáles son los títulos por
los cuales algo es atribuido a alguien. Por eso, para determinar el justo medio de la justicia
no basta con ser un hombre prudente consigo mismo, una persona razonable y moderada,
sino que también se debe conocer la realidad externa de la relación objetiva entre las
personas. Por ejemplo, hay que conocer los distintos títulos jurídicos, los contratos, las
leyes relativas al caso, etc.

Veamos un ejemplo. Yo puedo ser una persona prudente en relación con la


templanza y estar en una fiesta y saber cuánto debo tomar. Soy prudente porque me
conozco a mí mismo. En cambio, si quiero ser justo cuando voy a comprar un auto, no
basta con decir lo que yo creo que es justo pagar por ese auto, porque en este caso lo justo
no depende sólo de mí mismo, sino que también del vendedor. Hay que ponerse de acuerdo,
porque lo justo depende de la relación externa entre las partes, que, en el caso de las
compraventas, se ajusta voluntariamente. Debe haber un título que le atribuya a uno ese
auto. El título puede ser la compraventa, y esa compraventa sólo se puede realizar si es que
se está de acuerdo en el precio y las condiciones. Por lo tanto, la prudencia acerca de lo
justo exige un conocimiento técnico de las leyes, de los contratos, de los cuasicontratos,
etc.: de todas las fuentes que hacen que algo sea debido a alguien. Así nace la
jurisprudencia en su significado original: prudencia acerca de lo justo, acerca del derecho.

La virtud de la justicia nace, por lo tanto, después del objeto de la justicia, que es el
derecho entendido como lo justo. Si a la palabra “derecho” se le da el significado de lo

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justo, de lo debido a otro, entonces salta a la vista que la virtud de la justicia es posterior al
derecho. El derecho (reitero: entendido como lo justo; no como la norma o ley) es anterior
a la justicia porque no puede existir una virtud que incline a respetar algo que es suyo de los
demás si todavía no existe eso suyo de los otros. Primero debe haber una distribución de
cosas, asignadas a los demás, para que exista la virtud de la justicia, que inclina a respetar
esas cosas, a devolverlas, a darlas a quien se le deben. Naturalmente, sucede que por el solo
hecho de que dos personas se encuentren en un mismo espacio ya existe esa relación de lo
debido del uno al otro, porque hay bienes que son constitutivos de una persona, como su
vida, su cuerpo, su libertad, su dignidad. Por tanto, cuando Robinson Crusoe está solo en la
isla no existe el derecho, ni tampoco la justicia; pero, cuando aparece Viernes, comienza a
haber derecho y justicia porque ya hay algo que se puede atribuir a cada uno de ellos como
propio suyo. Esta visión clásica de la justicia ayuda a comprender por qué no es propio de
la justicia exigir cosas imposibles. La justicia versa sobre algo real, algo que existe y le está
atribuido a otro: una cosa atribuida a otro o un acto que le es debido a otro, pero, en los dos
casos —cosa debida o acto debido— debe haber algún título que atribuya la cosa o el acto
al otro como algo suyo. Así, por ejemplo, se debe siempre respetar a los padres; el respeto
debido a los padres —por extensión, también a quienes son mayores, especialmente a los
profesores de Derecho Natural— es el objeto de una parte de la justicia, la piedad, que no
consiste en dar algo (una cosa) sino en realizar algo para honrar a los padres. En síntesis,
el objeto propio de la justicia es una cosa, un bien o un acto debido a otro.

Aristóteles hizo una clasificación del objeto de la justicia, lo justo, en el libro V de


la Ética a Nicómaco. Lo justo político —lo que es justo en una comunidad política— es de
dos clases: (i) lo justo natural, que es lo debido porque es exigido por la razón con
independencia de lo que las personas quieran (si alguien quiere lo contrario, o toda la
ciudad establece lo contrario, ese individuo o esa comunidad se hacen injustos, pero no
cambian lo que es justo por naturaleza); y (ii) lo justo legal, que es aquello que antes de que
sea decidido no es ni justo, ni injusto —no es debido a nadie—, pero, una vez que es
decidido, comienza a ser lo justo o debido en esa comunidad o en esa relación jurídica. Por
lo tanto, es debido porque es establecido por la convención humana, por la ley. Santo
Tomás añade que esto puede ser establecido mediante una ley o una costumbre o un pacto.
En esta distinción entre lo justo natural y lo justo legal se reproducen las diferencias
explicadas posteriormente por la teoría de la ley natural, al distinguir entre la ley natural y
la ley positiva: hay algo justo por sí mismo —por exigencia de la ley natural— y hay algo
que es justo porque ha sido decidido así; pero las dos cosas son objetos de la justicia, de
modo que uno puede obrar injustamente por no respetar lo justo natural (v.gr., insultar a
alguien) y uno puede obrar injustamente por no respetar lo justo legal (o lo justo
convencional). Por ejemplo, si no pago un préstamo, esto es injusto por naturaleza, pues la
razón natural ordena pagar los préstamos; pero pagar la cantidad exacta que me han
prestado es lo justo legal, pues esa cantidad exacta ha sido establecida no por la razón, sino
por el contrato de préstamo.

A la distinción entre lo justo natural y lo justo legal se añadió, en el derecho romano


y en el pensamiento posterior, la categoría del derecho de gentes (en latín: ius gentium),
que es el derecho en uso en todos los pueblos: son las cosas adoptadas como lo justo en
todas las civilizaciones. El ius gentium es, pues, una conclusión del derecho natural. Por
eso, se da de manera similar en todas partes; pero se trata de conclusiones contenidas en

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normas de derecho positivo, no necesariamente escrito. Por eso, santo Tomás dice que el
ius gentium es derecho positivo, aunque su contenido sea de derecho natural: en cuanto que
se recoge en costumbres y prácticas de todas las naciones, es derecho positivo; en cuanto a
su fuerza racional o la obligatoriedad de su contenido, es derecho natural.

La virtud de la justicia fue definida por Ulpiano como la voluntad constante y


perpetua de dar a cada uno lo suyo. Santo Tomás de Aquino transformó —organizó de otro
modo— está definición para que coincidiera con la filosofía aristotélica de las virtudes
como hábitos o cualidades: la justicia es el hábito por el cual un hombre se inclina con
voluntad constante y perpetua a dar a cada uno lo que le es debido o lo suyo o su derecho
(ius suum). Expuesta así, la razón de justicia incluye el género (hábito) y la especie (de la
voluntad), el acto propio de la justicia (dar) y el objeto (lo suyo de cada uno: el ius).

De esta noción de la justicia se siguen tres características de la virtud de la justicia o de la


juridicidad:

1) La alteridad: la justicia ordena con respecto a otra persona, ordena respetar el bien ajeno,
del otro (alter significa otro). Santo Tomas explica que la justicia es necesaria para
perfeccionar la voluntad en cuanto dirige la operaciones exteriores por las que nos
relacionamos con otras personas, para que la voluntad quiera —con prontitud, constancia,
facilidad y deleite— favorecer el bien ajeno, porque para querer el bien propio no
necesitamos una virtud: lo queremos por naturaleza. Incluso estamos inclinados a querer
más bienes para nosotros mismos —lo cual ya es vicioso—. En cambio, para querer dar a
los demás lo que les corresponde se necesita una virtud especial, un perfeccionamiento de
la voluntad, que viene dado por la virtud especial que es la justicia: una virtud que rectifica
habitualmente a la voluntad para que quiera el bien ajeno como si fuera el propio por lo
menos en la medida exacta exigida por la prudencia de lo justo. Esto es importante porque
significa que cuando una persona reclama su derecho no está ejercitando la virtud de la
justicia. Eso no significa que sea injusto lo que hace: si reivindica su derecho, es justo
(tiene todo el derecho de hacerlo); pero no necesita de la justicia como virtud, como
disposición interior, para hacerlo, porque quiere su propio bien con independencia de la
virtud.

2) La exigibilidad: aquello a lo que la justicia nos inclina como a su acto y objeto propios
(dar a otro lo suyo) es no solamente bueno y debido por nosotros, sino también exigible por
los demás en un sentido estricto. Para entenderlo podemos comparar esta característica de
la justicia con lo que es bueno y moralmente debido, pero que las otras personas no pueden
exigir como derecho suyo. Así, por ejemplo, la templanza: si uno come más de la cuenta, es
goloso, y debe comer menos para ser templado. Ser templado es algo que cada uno se debe
a sí mismo, o con respecto a sí mismo. Otras personas podrían aconsejar comer menos;
pero no lo pueden exigir. La exigibilidad es una consecuencia de que el objeto mismo le
pertenece a otro. Por esto, se le puede exigir a quien lo debe. Cada uno puede reclamar para
sí lo que le es propio.

3) La igualdad: lo justo es lo igual. Esto significa que lo debido por la persona obligada es
igual a lo suyo de la persona acreedora. No se trata, entonces, de la igualdad de todos los
seres humanos —el fundamento último de que se les deba algo en un trato recíproco—,

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sino de algo más modesto: que lo debido por una persona es exactamente igual a lo suyo de
la otra. El acto justo es lo que da exactamente lo que es igual a lo que, por algún título, es
suyo del otro: no debe dar menos, porque cometería una injusticia; ni tampoco se le puede
exigir más, porque padecería una injusticia. Si uno da en forma voluntaria más de lo que
debe, de manera prudente, ejercita una virtud especial: la liberalidad (o generosidad). En
cambio, dar más porque se es obligado, coaccionado a dar más de lo que es suyo del otro,
es padecer injusticia. Las dos cosas se oponen a la igualdad propia de la justicia.

Las clases o especies de justicia (o partes subjetivas de la virtud de la justicia)

El libro V de la Ética a Nicómaco distingue los tipos de justicia según el objeto debido:

1) Justicia General o Legal: aquella especie de la justicia que inclina a la voluntad a dar lo
que es debido para el bien común. Como lo debido para el bien común es establecido por la
ley, se la llama también justicia legal. Por eso, la primera y fundamental exigencia de la
justicia legal es cumplir todas las leyes justas. También se dice que lo justo legal o general
es lo debido por todos los ciudadanos a la sociedad, a la comunidad entera.

2) Justicia Particular: aquella especie de la justicia que inclina a la voluntad a dar el bien
debido a una parte de la comunidad, es decir, a dar un bien particular a una parte de la
comunidad política (i.e., no a la comunidad o a todos en general, sino a una persona o
grupo de personas consideradas como una sola parte de la comunidad). Aristóteles advierte
que hay dos formas de deberle algo a los particulares, por lo cual la justicia particular se
subdivide en dos tipos de justicia particular:

a) Justicia distributiva: aquella parte de la justicia que inclina a la voluntad de quien tiene a
su cargo un bien común a dar a los que participan en ese bien común la parte que le es
debida a cada uno. Su nombre procede de que el acto de este tipo de justicia consiste en
distribuir los bienes entre quienes deben participar de ellos.

b) Justicia correctiva o conmutativa: aquella parte de la justicia que inclina a la voluntad a


dar lo debido a otro en una relación entre partes de la comunidad política, que se miran
como iguales. No es que las partes sean iguales en todos los aspectos, sino que la relación
establecida entre ellas las considera como iguales: las diferencias no son relevantes
respecto de esa relación de justicia conmutativa. Si uno compra algo, quizás el dueño de la
cosa es millonario y uno es muy pobre; pero, al momento de celebrar el contrato, los dos se
consideran somos iguales: uno debe pagar el precio y el otro debe entregar la cosa (y es
irrelevante cualquier diferencia entre las partes). Igualmente, si uno roba algo a alguien,
merece el castigo, además de tener la obligación de devolver la cosa robada. En estas
relaciones, es indiferente cuál sea la posición de las personas en relación con la comunidad.

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Justicia y Vida Humana

El deber de respetar la vida humana es correlativo al derecho fundamental de


cada persona a su vida (el llamado “derecho a la vida”). El deber de respetar la vida se
funda en un principio más básico de ley natural, conocido como la regla de oro de la
Ética, que es un principio evidente de justicia y nos orienta sobre cómo debemos tratar a
los demás. La regla de oro dice: “No hagas a los otros lo que no quieres que te hagan a
ti mismo” (formulación negativa: la mínima exigencia de la justicia), y: “Haz con los
demás como querrías que hicieran contigo mismo” (formulación positiva: más exigente)
Esta regla de oro es conocida en todas las culturas, por lo menos en su formulación
negativa, que es un principio de reciprocidad en el trato. De aquí se siguen una serie de
preceptos sobre muchas materias, dentro de las cuales estudiaremos algunas que
garantizan el derecho a la vida. Nosotros como humanos valoramos nuestra vida y
nuestra integridad física, queremos que no nos dañen, y del precepto básico de la
justicia (no dañar a otros), que es, a su vez, una aplicación de la regla de oro, se sigue
que como mínimo no hay que matarlos ni dañarlos en su integridad física o psíquica.

Los preceptos de la ley natural sobre el respeto debido a la vida humana —a la


persona humana en su bien básico y constitutivo de su ser: su vida— son los siguientes.

1) Los dos preceptos: positivo y negativo

El precepto afirmativo respecto de la vida humana es el deber de proteger la vida


humana. Como cualquier precepto afirmativo, no señala un límite, sino que es un
precepto abierto de realización ilimitada: siempre se puede hacer más por ayudar a
proteger la vida humana. De hecho, las realizaciones humanas positivas buscan cumplir,
cada vez de mejor manera, este precepto positivo que nos inclina a la protección de la
vida. Esta orientación racional da sentido a la medicina.

El precepto negativo es la prohibición absoluta de matar directamente a un ser


humano inocente. Éste es un límite que no admite excepción. Por eso mismo, porque
hay situaciones trágicas, es una regla formulada en términos muy estrictos. Todos los
elementos de esta formulación son importantes: (i) es una prohibición, por lo que se
formula en términos negativos: “nunca mates a un inocente”; (ii) es absoluta: si
identificamos una acción como homicidio directo de un inocente, sabemos
inmediatamente que no es lícito realizarla, sean cuales sean sus circunstancias; (iii) se
prohíbe matar directamente a un ser humano inocente: es lícito aceptar un daño a la
salud e incluso a la vida indirectamente voluntario, según el principio del voluntario
indirecto. Un médico puede intentar curar a un enfermo contagioso, y podría contagiarse
tratando de curarlo, causándole la muerte; la muerte del médico fue una consecuencia
indirecta de hacer algo bueno. Por eso, no se prohíbe la muerte de un ser humano en
cualquier circunstancia, sino que lo malo es matarlo directamente: es claramente injusto
dirigir la acción hacia su muerte. Naturalmente, hay que tratar de evitar las muertes
indirectas, y uno es responsable de homicidio si no evita una muerte indirecta que podía
y debía evitar; pero no siempre se puede, y si no se puede evitar, no será un mal moral
tolerarla; (iv) la prohibición protege al ser humano inocente porque, si alguien está
causando un daño grave mediante un ataque contra bienes importantes, nos podemos
defender contra esas personas incluso matándolas.

1
Esta prohibición, así definida, es un absoluto moral. Cualquiera sea la respuesta
respecto de la legítima defensa, la guerra y la pena de muerte (que son los casos
discutidos como aparentes excepciones), siempre ha habido unanimidad —en la
tradición clásica— respecto de que es ilícito matar a un ser humano inocente de manera
directa. Éste es uno de los pilares sobre los que se edifica toda la convivencia. Si no
podemos estar seguros de que no nos van a matar, a menos que nosotros hagamos algo
que nos haga merecer la muerte, tendríamos que andar armados todo el día y estar
dispuestos a matar antes de que nos maten. Por eso, si hacemos una excepción a este
mandato absoluto, entonces estamos haciendo una excepción a la base del orden social.
Lo mismo se puede decir análogamente respecto de los demás temas. La vida humana
inocente es de un valor inconmensurable y no podemos atentar contra ella.

2) Aparentes excepciones o casos trágicos

Matar en legítima defensa, en guerra justa o como castigo de último recurso, son
casos que están fuera de la prohibición, como se entiende fácilmente si se formula
rigurosamente el absoluto moral. Por lo tanto, no se trata de excepciones a la
prohibición del homicidio.

a) La legítima defensa. Es lícito matar a alguien en defensa propia o de un tercero


porque existe el derecho a defenderse y a defender a los otros. La vida del agresor es
valiosa y hemos de protegerla dentro de lo posible, pero el fundamento de que se pueda
matar en legítima defensa es el valor intrínseco de la vida propia y el amor a uno
mismo, que no tiene por qué ser menor al que tenemos por los demás. Alguien puede
decidir, heroicamente, no defenderse a sí mismo y dejarse matar; pero en muchas
ocasiones no es lícito hacer eso porque la persona está obligada a defenderse o a
defender a otra persona, como un policía, ya que es su deber actuar usando
legítimamente la fuerza para defender a los demás. Incluso, el que podría teóricamente
renunciar a su propia vida tiene derecho a defenderse; pero algunas personas tienen el
deber de defenderse a sí mismos y a otros, como un padre de familia. La explicación
que han dado los autores clásicos sobre por qué es lícito matar en legítima defensa es de
dos tipos. Algunos autores dicen que existe un acto de doble efecto, porque, cuando uno
ejerce la violencia sobre el agresor, consigue evitar que el agresor cause algún daño, y
como efecto colateral se produce la eliminación del agresor. Otros autores dicen que el
agresor, cuando se cumplen todos los requisitos de la legítima defensa, simplemente no
está protegido por la prohibición de matar, y, por lo tanto, se le puede matar
directamente. El acto de matarlo directamente —según esta explicación— es justo,
puesto que la diferencia entre el agresor y el inocente es una diferencia moralmente
relevante. En consecuencia, el acto de matar directamente a un agresor constituye un
acto de otra especie moral, diversa de la del homicidio. Sea cual sea la justificación, el
resultado coincide con la regla de oro de la ética, es decir, uno no querría que nadie lo
matara, y por eso debe abstenerse de matar; y, al mismo tiempo, uno no puede pretender
que los otros no se defiendan si uno mismo los agrede, pues unos mismo también
querría defenderme si fuera atacado.

Los requisitos para que sea moralmente legítima la defensa, es decir, para que sea
lícito matar defendiéndose, son cinco: dos por parte de la agresión, y tres por parte del
acto de la defensa.

2
Por parte de la agresión: (i) ha de tratarse de una agresión injusta, pues si la fuerza
es ejercida con justicia, como cuando un policía detiene a un delincuente, matar a quien
la ejerce es resistir la justicia y eso es injusto (por eso, alguien que mata al carabinero
que va a detenerlo no puede alegar legítima defensa, salvo que la detención sea
claramente injusta y amenace la vida del que es detenido); (ii) ha de ser una agresión
actual o inminente. No puedo matar a alguien por algo que hizo en el pasado, ya que
con ese acto no consigo defenderme porque no consigo impedir el daño, que ya fue
causado. Sería un acto de venganza. La venganza ha de ejercerse por los causes
establecidos, por ejemplo, mediante un juicio o el justo castigo de una persona.
Tampoco es un acto de defensa el matar a alguien previniendo un posible daño futuro.
No puede alegarse legítima defensa cuando el otro no me está atacando, cuando el otro
no es un agresor real.

Por parte del acto de la defensa: (i) el acto puede ser defensa propia o de terceros;
(ii) el acto de defensa ha de ser proporcionado: la violencia que se utiliza para detener el
ataque no debe ser excesiva, sino la estrictamente necesaria para el fin de detener el
ataque; el acto de defensa tiene que ser el que cause el menor daño posible para
conseguir la defensa; (iii) no debe intentarse la muerte del atacante, sino la defensa (el
tercer requisito depende de la teoría justificadora de la legítima defensa basada en la
idea del doble efecto); si al defendernos el agresor no muere, no podemos rematarlo.

La fuerza puede ir unida a la justicia como legítima defensa personal o de terceros,


o como una forma de defensa colectiva, que se ve en el caso de la guerra justa y de la
pena de muerte.

b) La guerra justa. La guerra es la peor calamidad en el orden de la convivencia entre


las naciones. Los autores antiguos consideraban la guerra como un castigo divino, ya
que la guerra castiga a los pueblos, tanto a los que ganan como a los que pierden. En la
guerra todo el acontecer de una nación se ordena a la violencia, ya sea agrediendo o
defendiéndose, pero siempre al uso de la fuerza, a la muerte, a la destrucción. Además
se cometen muchos crímenes, aparte de la muerte de los enemigos. De modo que la
teoría clásica de la guerra justa no es una fácil justificación de la guerra, sino que es
simplemente la visión equilibrada acerca de qué hacer con esta realidad: que los
hombres, colectivamente, se agreden violentamente.

La definición de guerra es: “Lucha abierta entre los estados y entre sus tropas
organizadas y armadas”. Por analogía, se puede hablar de una guerra entre dos príncipes
o entre dos condes o unidades menores, y de otros tipos de guerras como las guerras
civiles. La guerra puede ser justificada como parte de la tarea autodefensita del Estado.
La justificación moral de la guerra es una aplicación a nivel colectivo de los mismos
principios de la legítima defensa personal. Por eso, podemos distinguir algunos tipos de
guerra según que si se aplican o no los principios de la legítima defensa colectiva:

1º. Guerra de agresión: no hay ninguna agresión previa del otro Estado. Es siempre
ilícita. Si el otro Estado, en cambio, está violando los derechos del nuestro de una
manera muy grave, que sólo se puede reparar o detener mediante una agresión física,
entonces la aparente guerra de agresión es en realidad una guerra defensiva contra el
Estado que viola el derecho. En sentido estricto, si no existe agresión de parte de otro

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Estado, nunca será lícita la guerra, porque es el equivalente a la agresión contra un
inocente.

2º. Guerra defensiva: es claramente legítima, ya que no se le puede negar el derecho a


defenderse a un país que, no obstante poner todos los medios para evitar el
enfrentamiento, igual se ve atacado. Si esta guerra fuese ilícita, no sería lícito
moralmente tener ejércitos, porque no puede ser lícito tener algo que sólo se puede usar
mal. La guerra es claramente legítima cuando es claramente defensiva, siempre que se
cumplan los demás requisitos.

3º. Guerra preventiva: aquella en la que un Estado comienza la agresión con su ejército
para impedir que el país enemigo comience la agresión contra él. Algunos dicen que
este tipo de guerra jamás tendrá carácter de defensiva y, por lo tanto, jamás será
legítima; pero otros sostienen que es defensiva si se previene un ataque probable, para el
que el enemigo se prepara: en tal caso, equivale a la legítima defensa contra un ataque
inminente.

4º. Guerra de intervención o injerencia humanitaria: aquella guerra que emprende un


Estado extranjero para impedir que, al interior de otro Estado, se cometan crímenes
gravísimos. Esta guerra puede ser defensiva —se dirige a defender a los habitantes de
ese otro territorio— y por eso legítima; y puede ser incluso obligatoria para un Estado
suficientemente poderoso. Desde el siglo XVI, Francisco de Vitoria tipificó esta
intervención como una forma justa de guerra (Vitoria tenía como ejemplo la
intervención de España en América, que puso término a innumerables brutalidades
practicadas por algunos pueblos originarios en perjuicio de otros).

Condiciones para que una guerra sea legítima (o requisitos de la guerra justa), que se
refieren tanto a la licitud de comenzar la guerra (ius ad bellum: derecho a hacer la
guerra) como a lo que es justo durante su desarrollo (ius in bello: el derecho en la
guerra):

1º. Tiene que ser declarada por una autoridad legítima: no puede lanzarse un batallón a
la guerra por decisión propia.

2º. Tiene que ser por una causa justa: la defensa contra una agresión grave o la
reparación de un daño grave que no puede repararse de otra manera.

3º. Es el último recurso: no quedan medios pacíficos para impedir la agresión y no


queda otra autoridad superior a la cual recurrir.

4º. Que la guerra no ponga en peligro bienes más altos que los que se defienden. Es un
requisito difícil de medir, pero es equivalente al requisito de proporcionalidad en la
legítima defensa. Con esto, incluso —es paradójico— quizá la única alternativa legítima
para un Estado débil puede ser rendirse.

Estos primeros requisitos hacen que sea legítimo comenzar una guerra. Son el contenido
esencial del ius ad bellum. Los siguientes requisitos resumen las condiciones que se han
de cumplir durante la guerra (ius in bello):

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1º. Que las intenciones y las acciones de quienes hacen la guerra no sobrepasen el fin de
la defensa y la reparación; es decir, que no se causen más daños que los necesarios. Este
requisito ha sido violado en todas las guerras del siglo XX.

2º. Ha de hacerse uso de medios inobjetables. Son medios ilícitos, por ejemplo, el
bombardeo de ciudades abiertas, el bloqueo de hambre, la mentira (no confundir con las
maniobras distractivas), armas prohibidas por convenios internacionales, represalias:
venganza con un medio ilícito por el uso de medios ilícitos por la otra parte: si el otro
tortura a nuestros soldados prisioneros, nosotros torturamos a los suyos; si ellos
bombardean nuestras ciudades civiles, nosotros bombardeamos las suyas; se trata de un
método que nos convierte en criminales con la única excusa de que los enemigos ya lo
son también (una excusa que no vale ni en la moral ni en el derecho). En la guerra, la
mentira tiene la consecuencia de que se pierde la confianza para cualquier negociación
que se quiera hacer después. Siempre es ilícita. En cambio, las maniobras distractivas,
las operaciones de inteligencia, etc., son algo que el enemigo debe esperar.

Es imposible que la guerra sea objetivamente justa por los dos lados, ya que, para
que la guerra sea justa, una de las partes debe haber sido un injusto agresor. El caso
contrario sí es posible: que la guerra sea objetivamente injusta por los dos lados, ya que
los dos pueden haber entrado a la guerra sin causas suficientes. Lógicamente, es posible
que sea injusta por parte de uno —el agresor— y justa por parte del otro —el que se
defiende—, así como que sea subjetivamente justa por parte de los dos (v.gr., uno
declara la guerra por error, pensando que el otro había iniciado la agresión, y luego el
otro se defiende). Además, la guerra puede ser realizada de buena fe por los ciudadanos
de ambos países, aunque ambos estén equivocados. Los soldados gozan de una
presunción a favor de su buena fe y de que sus autoridades han decidido la guerra
justificadamente. Pero, si a un soldado se le ordena hacer algo que le consta que es
injusto, entonces debe desobedecer (v.gr., matar a un inocente).

c) La pena de muerte o pena capital. La posición clásica y aceptada en todas las


civilizaciones hasta hace poco es que la pena de muerte puede ser legítima para
defender a la sociedad contra crímenes graves. La corriente abolicionista, que va
avanzando cada vez con más fuerza, es un fenómeno moderno que surge sobre todo
porque el Estado moderno es capaz de controlar la delincuencia, incluso grave, por
medios que no son tan extremos como la muerte. Por el contrario, en la mayor parte de
las culturas y de las civilizaciones antiguas no había un Estado tan fuerte como para
poder tener mucha gente presa, independientemente de los crímenes que hubiesen
cometido. Entonces, para que se entienda la posición clásica hay que situarla en el
contexto en el que pensaba la mayor parte de los autores de orientación tradicional.

Su marco de referencia es el de la justicia penal, la justicia de los castigos. Todo


castigo consiste en inflingir un mal a alguien, no por odio a la persona sino porque lo
merece por algún mal de culpa que ha cometido. Cuando alguien quiere castigar a otra
persona, no puede querer el mal en cuanto mal, porque eso sería odiar a la persona y
nunca se puede odiar a la persona en cuanto tal (ni siquiera como represalia: que ella
haya obrado mal no nos autoriza a obrar mal). Mas sí que es lícito querer el mal de pena
para otro, es decir, el mal en cuanto que realiza un bien, que es lo propio de la pena.
Este bien moral, que es el mal de pena, se refleja en esos tres objetivos de la justicia
penal:

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1º. Reparar la violación de derechos mediante una adecuada expiación. Las personas
vivimos en una situación de orden, de pacífica posesión de los derechos de cada uno.
Cuando alguien abusa de su libertad y se excede, causándole daños a los demás, comete
un delito. El delito consiste en ese daño voluntariamente infligido a los derechos del
otro, lo cual es excederse en el uso de la propia libertad. La única forma de reparar esto,
de volver a poner a cada uno en su sitio, es causarle al culpable un daño contra su
voluntad. Así se equilibra el exceso de libertad o de voluntad con lo que contraría a la
libertad, es decir, con el sufrimiento de un castigo. Esto porque el delincuente merece
que se le quite el exceso de libertad. Ese carácter reparatorio o expiatorio de la pena es
la esencia de todo castigo. Por eso es intrínsecamente injusto castigar a un inocente: el
inocente es precisamente quien se ha mantenido dentro del orden de la libertad y no ha
abusado de su voluntad, de modo que estrictamente hablando no es posible “castigarlo”:
cualquier daño que se le inflija será gratuito, no rectificará su voluntad (que ya es recta).
No se repara nada, sólo se le causa un daño.

2º. Preservar o defender el orden público y la seguridad. Mediante el reestablecimiento


del equilibrio se conserva el orden quebrantado. La amenaza del castigo retrae de
cometer el delito. Si no existiera esta amenaza —realista, efectiva, cumplida—,
entonces los delincuentes cometerían más delitos y la gente honrada tendría que
buscarse una forma de defenderse solos.

Estas dos características de la justicia penal (1º y 2º) son exigencias de justicia y de
bien común. Por eso la ley legítimamente establece penas. Y todas las penas suponen
hacer lo que, de no mediar esta legitimación, constituiría una injusticia contra la
persona: un daño directamente querido.

3º. Estímulo y ayuda al reo para enmendarse. No es obligatorio conseguir este objetivo
con las penas, pues depende de la libertad del reo (en cambio, el 1º, la reparación y
expiación objetiva se consigue por el solo hecho de que el delincuente sufra la pena
impuesta contra su voluntad). Sin embargo, es un bien que se puede conseguir mediante
la pena. La autoridad debe velar por el bien común, no por el bien del reo considerado
como particular. Por eso, debe castigarlo aunque el reo no desee enmendarse. Sin
embargo, si además se pudiese enmendar, un ciudadano reformado constituye en
definitiva también un aporte al bien común.

Estas tres finalidades de la pena apuntan, todas juntas, a que haya una convivencia
pacífica, donde se respeten los derechos de todos; y, por ende, a que se cometan menos
delitos. Sin embargo, no está establecido por derecho natural cuáles deben ser las penas.
Hay que tener prudencia para determinar la medida y la calidad de la pena, según las
circunstancias del país, para que se consigan esos fines. Si uno establece penas
demasiado severas y desproporcionadas, el resultado puede ser contraproducente. Se ha
visto en muchos casos que, en las sociedades donde las penas son muy duras, los
mismos jueces encuentran formas de no aplicarlas. Hay que graduar bien las penas. Si
las penas, por el contrario, son demasiado leves o de cumplimiento improbable, los
delincuentes pueden calcular que les vale la pena arriesgarse: el crimen paga.

De este carácter prudencial, se sigue la fórmula del Papa Juan Pablo II que busca
determinar cuál es el criterio sobre la pena de muerte, reflejando la doctrina tradicional:
“No se debe llegar a la medida extrema de eliminar al reo salvo en casos de absoluta

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necesidad, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo”. Sólo si no
hay otra salida para defender a la sociedad, será legítimo recurrir a la pena capital. No le
compete decirlo a la autoridad eclesiástica, sino a la autoridad civil. Juan Pablo II
pensaba que, actualmente, estas circunstancias justificadoras de la pena capital no se
dan o son prácticamente inexistentes.

Los argumentos a favor de la pena de muerte son: (i) es un medio necesario de


legítima defensa social; (ii) posee una fuerza intimidadora o disuasiva necesaria para los
delincuentes más recalcitrantes; (iii) posee un alto grado de ejemplaridad; (iv) es el justo
castigo retributivo según gravedad, y (v) es necesaria para los criminales incorregibles:
no funciona la cadena perpetua. Los argumentos en contra de la pena son: (i) es una
pena cruel (el Estado se vuelve verdugo o asesino); (ii) es una pena que impide corregir
los errores judiciales; (iii) no es ni ejemplarizadora, ni intimidatoria o disuasiva, según
las estadísticas de los países donde se ha abolido (no han aumentado los delitos antes
penados con la muerte), y (iv) impide la regeneración del delincuente.

Condiciones de legitimidad de la pena capital

Suponiendo su legitimidad general —en esos casos extremos—, son cuatro las
condiciones o requisitos para que sea justa en concreto:

1º. Que sea impuesta por una autoridad legítima y que no sea un acto privado porque
eso sería venganza.

2º. Sólo puede imponerse después de un juicio justo, con garantías para no condenar
inocentes. Antes era tan corriente la venganza privada que la pena de muerte era, sobre
todo, la garantía de un juicio justo, para que nadie fuese matado si no había cometido
una culpa que lo mereciese.

3º. Que se aplique sólo a crímenes gravísimos.

4º. Debe exigirlo el bien común, por no haber otra pena capaz de defender a la sociedad
de un delito grave. Esto exige el juicio prudencial para el cual es competente sólo la
autoridad, porque hay que proteger a los inocentes.

Existen absolutos morales: matar al inocente está absolutamente prohibido, y matar a


los culpables es algo discutible. Hoy en día los papeles se invirtieron: muchos creen que
nunca debería haber pena capital, pero que el Estado debe permitir y subvencionar la
muerte de los inocentes.

3) Atentados contra la vida

1º. El homicidio. Se puede dar una definición meramente descriptiva de “homicidio”,


que no tiene una connotación moral: causar la muerte a un ser humano. Tomando esto
podemos decir que el homicidio voluntario directo de un inocente —lo que
normalmente se entiende por homicidio, si nada se dice— es intrínsecamente malo,
porque es el tipo de acción que es seleccionado por la prohibición moral absoluta ya

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analizada: nos prohíbe matar a una persona inocente. También es injusto y somos
responsables por el homicidio voluntario indirecto y el voluntario in causa, a menos que
se den los requisitos justificantes del principio del doble efecto. El homicidio, tanto
directo como indirecto, puede cometerse por omisión de la acción debida para proteger
la vida.

2º. El suicidio. Es el homicidio de uno mismo: matarse a sí mismo. Matarse a sí mismo


es gravemente inmoral. Santo Tomas da tres argumentos contra el suicidio:

a) Va contra el recto amor a sí mismo. En la ética tradicional, amarse a uno mismo es


natural y obligatorio. No es egoísta, porque cada ser ama naturalmente su propio bien.
Recordemos una expresión muy elevada de la regla de oro: “Ama al prójimo como a ti
mismo”. Salta a la vista que, si no existe un recto amor a uno mismo, perdemos todo el
punto de referencia de la regla de oro. Es egoísta solamente el que se ama a sí mismo
desordenadamente, es decir, con desprecio de Dios —su fin último— y de su prójimo.

b) Va contra los deberes de justicia y de caridad para con los demás. Nadie es
indiferente a la sociedad, porque un todo aprecia a cada una de sus partes (solamente
cuando la parte es perjudicial, es lícito amputarla); en consecuencia, la sociedad aprecia
y necesita la contribución de todos sus miembros. El ciudadano honrado es la mejor
parte del bien común. Por lo tanto, quien se suicida se sustrae de aportar lo suyo al bien
común. El suicidio es, pues, contrario al bien común. Por eso, con toda justicia las leyes
prohíben el suicidio y la ayuda al suicidio.

c) Va contra Dios, quien es el dador de la vida: cualquier persona que cree que Dios
existe y que es providente (i.e., que dirige el universo hacia su fin), no toma en sus
manos el papel de Dios. Los no creyentes no pueden aceptar este argumento, porque les
falta la premisa principal. Eso no significa que el argumento no sea válido, sino
solamente que algunas personas no conocen los presupuestos fundamentales del
argumento: padecen ignorancia.

Respecto del suicidio asistido, quien ayuda al suicida se hace asesino, ya que su
acto es homicidio.

En relación con el suicidio, como respecto de cualquier acto malo —aunque de


manera especial, por lo antinatural que es de suyo—, hay que distinguir la objetividad
moral de la responsabilidad subjetiva. Una persona que en pleno uso de sus facultades
se suicida, porque se convence de una ideología errónea, actúa inmoralmente y habría
que ver si su ignorancia era vencible o no. Asimismo, hay personas enfermas que,
cuando se suicidan, obran sin uso de razón: hacen algo malo, pero sin responsabilidad.
Sin embargo, no hay que cargar mucho el asunto al lado de la enfermedad, de las
excusas, porque la verdad sobre el valor de la propia vida y sobre la malicia del suicidio
puede ser un motivo para superar la tentación en muchos casos. Muchos quizás no se
hubiesen suicidado si hubiesen vivido en un ambiente social y moral mejor.

3º. La eutanasia. Tenemos que distinguir la definición de la eutanasia en sentido estricto


de acciones que no son eutanásicas. La eutanasia en sentido estricto es una acción u
omisión que causa la muerte directamente para aliviar el sufrimiento: se intenta la
muerte para evitar el dolor. Se habla de eutanasia positiva si se realiza una acción para
que la persona muera y así no sufra, y de eutanasia negativa si se omiten unos medios

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de ayuda a la persona que son obligatorios —los medios ordinarios de cuidado— con la
intención de que la persona muera para que no sufra. Por lo tanto, lo que siempre
implica la eutanasia que está prohibida, sea por acción o por omisión, es la intención
directa de matar. Desde el punto de vista del razonamiento práctico desapasionado, la
eutanasia es intrínsecamente mala porque es un homicidio voluntario directo, y nunca el
fin justifica los medios, ni siquiera este fin bueno que es aliviar el dolor.

Hay que tener clara la definición, porque, si se concede o aprueba la eutanasia, se


rompe el principio básico de que nunca es lícito matar deliberadamente a un ser humano
inocente. Si se rompe ese principio en un caso, fácilmente se empieza a romper en otros.
Recordemos a esos luchadores por la cultura de la vida que trataron de oponerse a que
se legalizara la eutanasia en Holanda. Afirmaron que, si se hacía en ciertos casos, iban a
terminar legalizando la eutanasia en muchos otros casos. Les respondieron que ese
argumento de la pendiente resbaladiza —se comienza por un poco y se desliza uno hasta
el fondo— era una falacia, que eso no iba a suceder . . . Y ahora reconocen que se ha
expandido, legal o ilegalmente, a muchos otros casos (el más chocante: la eutanasia de
niños).

Por el contrario, no es eutanasia la abreviación indirecta de la vida por actos


médicos. Si un acto tiene por objeto directo aliviar el sufrimiento, pero como efecto
secundario acorta la vida, ese efecto secundario se puede tolerar (es una aplicación más
del principio del doble efecto). Tampoco es eutanasia la omisión de los medios
extraordinarios para prolongar la vida, porque los medios extraordinarios —esto es:
aquellos que se salen de los comúnmente disponibles para un tratamiento medico— no
son obligatorios: pueden ser lícitos, pero nunca son obligatorios. Los medios que son
desproporcionados —esto es: si, atendidas las circunstancias, los resultados médicos
esperables no compensan el sufrimiento y los costos para la persona, su familia y la
sociedad— pueden ser, además, ilícitos: el uso exagerado de un medio extraordinario o
desproporcionado es malo; es lo que se llama encarnizamiento terapéutico o
ensañamiento médico: un tratamiento tan desproporcionado, que el perjuicio que causa
es muy grande en comparación con el beneficio que se puede conseguir. Por eso es
legítimo retirar esos medios extraordinarios, y puede ser obligatorio suspender los
medios desproporcionados: mientras más desproporcionados son, más legítimos y aun
obligatorio es retirarlos. Esta decisión exige mucha prudencia. En principio y como
regla general, el alimento y la hidratación caen dentro de los medios debidos, o sea, que
no son extraordinarios. Solamente si su misma administración causara más sufrimiento
que ayuda al paciente o sencillamente no pudieran ser asimilados esos alimentos o
hidratación, cabría considerarlos como medios desproporcionados y retirarlos para que
el paciente muera de muerte natural (i.e., la derivada de su incapacidad de recibir o de
asimilar los alimentos y el agua).

Existe evidencia contra la eutanasia, comenzando por la más elemental —nunca la


olvidemos: de esto depende todo el edificio de la ética y del derecho—: es un acto
intrínsecamente malo porque jamás es lícito matar a un ser humano inocente. En
segundo lugar: la extensión de estas prácticas eutanásicas desvaloriza la vida humana;
éste es el argumento típico de la pendiente resbaladiza: primero se acepta
explícitamente un tipo muy restringido de eutanasia, y después comienza un
deslizamiento hacia otros casos, y hasta se van encubriendo asesinatos sin
consentimiento de los afectados. Hay países donde está legalizada la eutanasia y se
encubren los casos que no caben explícitamente dentro de la ley (así lo reconocieron los

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médicos holandeses respecto de la eutanasia contra niños). En tercer lugar, este tipo de
leyes que autorizan la eutanasia van produciendo una desconfianza contra los médicos,
porque el ethos del médico (i.e., su carácter moral, la actitud moral fundamental del
médico) es el ethos del cuidado. Entonces, si los médicos comienzan a cumplir la
función de simples administradores de la muerte sometidos a la voluntad del paciente,
de la familia, del Estado o de la seguridad social, los pacientes comienzan a desconfiar
de sus médicos. Se ha documentado, por ejemplo, que los pacientes holandeses
peregrinaban a clínicas alemanas porque tenían miedo que los mataran en su propia
patria. En cuarto lugar, estas prácticas van contra el progreso de la medicina, porque dan
una salida bastante cómoda, rápida y fácil, al sufrimiento, a las enfermedades
terminales, con lo cual van dejando a los médicos y su arte para el tratamiento de las
personas fuertes, sanas, maduras, que tienen alguna enfermedad de la que se pueden
recuperar. No progresa así la medicina que atiende las enfermedades incurables y a los
enfermos terminales: son entregados a la máquina de la eutanasia. Hay toda un área de
la medicina, la medicina paliativa, que se especializa en aliviar los sufrimientos de los
enfermos, en especial de los enfermos terminales. Esta área se desarrolla mucho si se
excluye la posibilidad de la eutanasia.

Aparte de esos argumentos, hay dos argumentos fundamentales que se hacen


cargo de los dos argumentos básicos a favor de la eutanasia. Algunos defienden la
eutanasia como expresión de la autonomía del paciente, que debería llegar hasta decidir
darse muerte o consentir en que otro lo mate. Algunos defienden la eutanasia como
expresión de compasión con el sufrimiento ajeno, que es aliviado mediante la muerte. Y
no faltan quienes usan los dos argumentos, como si fueran compatibles. Contra ellos,
cabe decir que la propaganda a favor de la eutanasia promueve una falsa imagen de
autonomía y una falsa imagen de compasión. Como se dice que la persona decide
cuando morirse, crea una imagen de autonomía; pero está claro que es falsa, porque
todavía nadie ha defendido la idea de que se aplique la eutanasia a cualquier persona
que lo pida, sino que tiene que estar sufriendo o enferma. O, dicho de otro modo, nadie
acepta que una persona máximamente autónoma —madura y que no sufre— pueda
disponer libremente de su propia vida con protección y reconocimiento legal. Así se
demuestra que no es algo que tenga que ver con la autonomía. Los defensores de la
eutanasia defienden la autonomía de las personas que tienen menos autonomía, ya que,
precisamente porque sufren o porque —muchas veces sin sufrir físicamente— viven ene
estado de dependencia, gozan de menor autonomía y tienen menos dominio de sí
mismos y de sus circunstancias. Donde se legaliza la eutanasia, se comienza a meter en
el subconsciente de las personas que ésa es la salida debida, por lo que tienen menos
autonomía que nunca.

El otro argumento, basado en la compasión, promueve en realidad una falsa


compasión. No es que no sea compasión realmente sentida por muchos —
autocompasión también, por quien desea darse muerte—, sino que está desordenada
porque no lleva al bien de la persona que sufre. La compasión es una cosa buena que
nos hace ayudar a quienes lo necesitan, pero no es buena la compasión en la que
matamos al objeto de nuestra compasión para que no sufra. Si fuese un animal, puede
ser; pero si es un ser humano, que tiene una dignidad, entonces la compasión nos ha de
llevar a tratarlo como un fin en sí mismo, no como un medio para aliviar nuestra
compasión.

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Finalmente, el uso simultáneo de los dos argumentos es completamente ilógico,
porque, si la razón para permitir la eutanasia y el suicidio es la autonomía, no debería
tomarse en cuenta si la persona sufre o no sufre (no tiene cabida la compasión, sino
solamente el dominio de la vida). En cambio, si la compasión es una razón suficiente
para aliviar a otra persona mediante su muerte, resulta irrelevante que la persona lo pida
autónomamente o no: desde siempre nos hemos esforzado por aliviar a pacientes
privados de conciencia o de uso de razón. Por eso, en Holanda ya se aplica la eutanasia
sin consentimiento del paciente: se lo compadece y otro consiente por él.

4º La eugenesia (negativa o injusta). Aunque la palabra eugenesia ha ido adquiriendo


un significado negativo paralelo a la eutanasia, debido sobre todo a las prácticas nazis
de eugenesia y de eutanasia, su significado original no era intrínsecamente malo.
Originalmente, la eugenesia significaba el uso de la ciencia para concebir y que
nacieran personas bien dotadas para la vida. La eugenesia se refería sobre todo a un
bien: el cuidado de la salud materna, la curación de las enfermedades genéticas, etc.;
pero también en relación con este bien, con este fin bueno, surgió la diferencia ética
esencial entre quienes piensan que el fin justifica los medios y quienes piensan que el
fin no justifica los medios. Es por eso que hablamos de una eugenesia justa y una
eugenesia injusta (otros las llaman eugenesia positiva y eugenesia negativa, pero no hay
paralelismo con esta denominación referida a la eutanasia). La eugenesia justa busca el
buen nacimiento por medios lícitos como los consejos y la medicina prenatal. La
eugenesia injusta busca mejorar la especie humana, distinguiendo incluso entre seres
humanos superiores e inferiores, por medios ilícitos: prohibir matrimonios
genéticamente riesgosos, esterilizar, promover el aborto de niños defectuosos, etc. Su
malicia es proporcional a la malicia de los medios y también, en su caso, a la malicia de
la concepción de ese supuesto ser humano superior que se quiere producir.

5º. El aborto. En un sentido meramente descriptivo, que se aplica a cualquier animal,


hay dos definiciones clásicas de la palabra aborto: (i) interrupción del embarazo, y (ii)
muerte de un animal en gestación antes de su nacimiento (José Joaquín Ugarte). El
aborto se clasifica en los siguientes tipos:

a) Aborto espontáneo (no provocado voluntariamente): una anormalidad en el feto o en


la placenta produce que dicho feto sea expulsado por causas involuntarias antes de ser
viable o que muera in utero y deba ser expulsado o extraído. Al no ser intencional, se
trata de un hecho —no de un acto humano— que está fuera de la ética.

b) Aborto provocado o directamente voluntario: consiste en matar deliberadamente


(directamente: como fin o como medio) al feto que está en el vientre materno. Es el
procedimiento al que se somete una mujer embarazada para interrumpir su embarazo
(Alfonso Gómez-Lobo). Nunca es lícito porque esencialmente es un homicidio directo
de un ser humano inocente.

b) Aborto indirecto o indirectamente voluntario: aquel en el que la muerte del feto es un


efecto colateral de una acción que no intenta matarlo. El deber de cuidar la vida impone
evitar los actos que indirectamente causan la muerte, por lo que también existe
responsabilidad o culpa moral por el aborto indirecto cuando se incumple ese deber. Sin
embargo, puede ser lícito tolerar la muerte de una persona —por ende, también el aborto

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indirecto— cuando sea el efecto colateral de una acción buena proporcionalmente
importante; es decir, cuando se cumplen los requisitos del principio de doble efecto: (i)
que el acto sea bueno o indiferente; (ii) que el agente tenga recta intención (busca el
efecto bueno, no el aborto); (iii) que el efecto bueno sea anterior o simultáneo con
respecto al malo tanto en la naturaleza misma de las cosas (causalmente) como en la
intención y elección que hace el agente (i.e., el agente no elige el aborto como medio,
sino otra cosa que incidentalmente produce el aborto), y (iv) que haya una
proporcionalidad entre dos cosas: (a) entre la acción realizada y el fin honesto
perseguido, de manera que se realiza la acción estrictamente necesaria para conseguir
ese fin (sin correr más riesgos ni causar más daños colaterales que los estrictamente
necesarios), y (b) entre la importancia del bien que justifica la acción y la gravedad del
mal que se tolera como efecto colateral (en este caso, el aborto indirecto).

Sobre la moralidad del aborto

1º Dos argumentos para demostrar la inmoralidad del aborto:

a) Oderberg reduce la demostración de la inmoralidad del aborto directo a un silogismo:

Premisa 1: El feto es un ser humano inocente.

Premisa 2: Siempre es malo matar directamente a un inocente.

Conclusión: Siempre es malo matar directamente al feto.

b) Gómez-Lobo formula el argumento de manera un poco más compleja:

Premisa 1: Una acción cuyo fin es atentar, dañar o destruir intencionalmente alguna
instancia de un bien humano básico, es irracional y moralmente incorrecta.

Premisa 2: La vida es un bien humano básico.

Premisa 3: El aborto es una acción cuyo fin es atentar, dañar y destruir intencionalmente
una instancia concreta de vida humana.

Conclusión: El aborto es irracional y moralmente incorrecto.

2º La discusión sobre el origen de la vida humana. ¿Desde cuándo comienza el sujeto


biológico hombre? Respuesta: desde la fecundación. La embriología y la genética
actuales son unánimes en indicar el comienzo del individuo humano desde la unión de
los gametos masculino y femenino. En ese momento —lo decimos ahora con
terminología filosófica— se produce el cambio substancial en virtud del cual el óvulo
(que pertenecía al ser de la madre y porta su patrimonio genético) y el espermatozoide
(que pertenecía al ser del padre y porta su patrimonio genético) dejan de existir como
tales, como células materna y paterna, y se forma un nuevo individuo con un patrimonio
genético propio. El código genético: 1) le confiere al embrión identidad humana; 2) lo
distingue de cualquier otro individuo dentro de la especie, y 3) constituye la estructura
fundamental para el desarrollo rigurosamente orientado del nuevo sistema.

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Por otra parte, hay rasgos del desarrollo embrionario que demuestran la
existencia de un sujeto biológico único, a saber: la continuidad, la coordinación y la
gradualidad.

3º El argumento sobre la personalidad del feto humano. Cuando los abortistas vieron
perdida la batalla intelectual basada en la biología —en la negación de que el embrión o
el feto fuesen seres humanos— desenterraron una antigua discusión filosófica sobre si
los humanos son siempre personas, para decir que el feto no es persona. Esta tesis
sostiene una distinción entre “ser humano” y “ser persona”; el primer término designaría
el sentido genético de la vida humana, su realidad biológica, mientras que el segundo
indicaría el sentido “moral” del ser humano, su dignidad y el ser sujeto de derechos y
merecedor de cierto trato. Los criterios para atribuir personalidad no son los mismos en
los autores que sostienen esta distinción. Hay distintas propuestas sobre las
características que debe reunir un individuo para ser considerado “persona”: conciencia,
racionalidad, actividad automotivada, capacidad de comunicarse y autoconciencia. Si
bien los distintos autores sostienen que no es necesario que la persona posea todos estos
atributos, no es posible que no posea ninguno de ellos. El paso siguiente es, entonces,
mostrar que el feto no tiene ninguna de estas características y que, por tanto, no es
persona.

El argumento es criticable por varias razones. En primer lugar, se apoya en una


definición ad hoc de persona —útil para sacar estas consecuencias prácticas—, pero
olvida la definición clásica de persona (Boecio): Persona es la sustancia individual de
naturaleza racional. Lo moralmente relevante, en consecuencia, no es en qué etapa de
desarrollo se encuentra un ser (niño, adolescente, adulto, anciano, etc.), ni menos en qué
estado de uso de sus capacidades intelectuales, sino más bien qué tipo de ser es, cuál es
su naturaleza. Los elementos propuestos para atribuir la personalidad describen, a fin de
cuentas, a un ser humano adulto normal. En consecuencia, la respuesta es obvia: el feto
no es un ser humano adulto normal y nadie ha pretendido sostener lo contrario. El feto
es una persona en sus primeros estadios de desarrollo.

4º El caso del aborto terapéutico. El aborto terapéutico es un aborto directo realizado


como medio para salvar la vida o para preservar la salud de la madre. Es siempre ilícito
porque es siempre malo matar directamente a un ser humano inocente: el fin no justifica
los medios. No debe confundirse el aborto terapéutico con el aborto indirecto, pues éste
puede justificarse como cualquier otra muerte indirectamente causada y tolerada en
razón de que es un efecto colateral inevitable de un acto en sí mismo bueno y
proporcionalmente importante (i.e., se cumplen los requisitos del principio del doble
efecto). Dos casos típicos de aborto indirecto son el embarazo ectópico y la
histerectomía en caso de cáncer en el útero.

Caso 1: Embarazo ectópico. (El 98% de las veces es tubárico). ¿Es lícito extirpar la
trompa sangrante con el embrión vivo?

Caso 2: Cáncer en útero. ¿Es lícito extirpar el útero canceroso con el embrión vivo
adentro?

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Salud e Integridad Física
El principio de totalidad dice que “las partes de un todo físico en cuanto partes
están ordenadas al bien del todo”, lo que quiere decir que todos los órganos del cuerpo
funcionan a favor del cuerpo. Este principio permite distinguir dos conceptos:

1) Amputación: extirpar una parte cuando la parte atenta contra el bien del cuerpo, o sea,
contra el todo. Es distinta de la mutilación.

2) Mutilación: acto que tiene por objeto privar a una persona de una parte de su cuerpo.
Es un mal en sí, porque todas las partes del cuerpo están al servicio de éste, y la
privación de alguna es un mal para el cuerpo.

Estos dos conceptos se diferencian en que la amputación es extirpar una parte


que amenaza al cuerpo, mientras que la mutilación es extirpar algo que, en cuanto parte,
beneficia al cuerpo (no lo amenaza). El objeto físico es igual, (cortar y separar una parte
del cuerpo), pero el objeto moral es distinto y contrario: la mutilación es mala
moralmente y la amputación es lícita.

Existen varios temas de la medicina, aparte de los dos que acabamos de ver, que
han sido cuestionados moralmente. Respecto de la cirugía estética, han habido dos casos
diferentes para considerarla lícita: cuando es para reconstruir una parte del cuerpo, que
ha sido deformada o destruida por enfermedad o daño, y cuando es causa de perjuicio en
la autoestima y la sociabilidad.

Otro tema es respecto de las transfusiones de sangre, que son moralmente


lícitas. No hay objeciones morales, aunque hay ciertos cultos y religiones que no están
de acuerdo con ellas.

El transplante de órganos también ha sido objeto de análisis. Se entiende por


transplante el traslado de un órgano desde una parte del cuerpo a otra (v.gr., injertos de
piel en personas quemadas) o desde un animal a una persona o entre personas distintas.
Todo lo que no es de una persona a otra es considerado moralmente lícito sin más
dificultades. En cambio, el heterotransplante (el transplante de una persona a otra) exige
distinguir:

1) Transplante de muerto a vivo: si es de una persona muerta a otra viva, será lícito
siempre y cuando realmente la persona donante está muerta. Hay criterios que
determinan si la persona está o no muerta:

a) Clásico: cesación irreversible de las funciones cardiorrespiratorias.

b) Reciente: cesación irreversible de las funciones encefálicas (conocido como muerte


cerebral y más exactamente como diagnóstico encefálico de la muerte). Para la ética, se
requiere que el diagnóstico sea realizado con certeza moral de que la muerte se ha
producido.

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En relación con esto encontramos el trato de los cadáveres, que debe ser especial
porque no es solamente una cosa, sino que es donde se encontraban unidos cuerpo y
alma. En el derecho civil se lo considera una cosa sagrada. Filosóficamente, no es ya
persona, pero es la parte de una persona y la representa simbólicamente, por lo que no
puede ser tratada de cualquier manera, sino siempre con respeto.

2) Transplante entre vivos (inter vivos). En el caso de transplante de órganos entre


personas vivas debemos aplicar otro principio distinto al anterior. Primero hay que ver
la finalidad del transplante, ya que una persona sana puede ofrecer en donación un
órgano par, no necesario para su vida, en provecho del prójimo. Además, el provecho
del prójimo debe ser necesario para su vida o salud. Así, encontramos varios requisitos
dentro de esto como que:

a) El donante debe conocer los riesgos de la operación.

b) El actuar del donante debe ser libre.

c) Debe haber proporción entre el perjuicio causado al donante o el riesgo que corre y el
beneficio del receptor.

d) No se puede cometer una mutilación externa (i.e., que cambie la forma exterior del
cuerpo) para llevar a cabo el transplante. Por eso, solamente pueden donarse órganos
internos pares.

Si cumple con estos requisitos, la donación de un órgano para transplante será un


acto de generosidad, caridad y sacrificio. Por eso es lícito.

Se debe evitar el comercio de órganos, pues es contrario al principio de


finalidad, ya que sería una presión para el donante, y su actuar no sería tan libre.
Además, si se permitiera, habría un libre mercado y los más ricos tendrían acceso a los
órganos, mientras que los pobres se verían perjudicados y bajo la presión de la
necesidad para convertirse en meros instrumentos de otros. Sin embargo, es lícito
compensar económicamente los gastos y molestias en que incurra el donante del órgano:
hospitalización, traslados, días sin trabajar, etc.

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El Matrimonio

La naturaleza del matrimonio y los principios éticos respectivos se comprenden


solamente en el contexto de dos virtudes morales: (i) la virtud de la castidad, porque ella
modera el placer sexual, posibilita el autodominio que debemos tener en el uso de la
potencia sexual y en el goce del placer sexual para integrar la sexualidad —de la que el
placer es un aspecto— en el bien de la persona considerada en su totalidad, y (ii) la
virtud de la justicia, porque todo ese autodominio, toda esa integración de la sexualidad
en el bien de la persona, no se ordena solamente al bien de la persona individual, sino
que también implica a otras personas: tiene un sentido de bien compartido, porque el
impulso sexual en plenitud se ordena a la entrega corporal a otra persona, y un sentido
de bien público, en último término, puesto que la ordenada reproducción de la especie
humana es un bien público. Por eso, las leyes y costumbres sociales regulan el
matrimonio en todas las culturas, y por eso también todas las sociedades imponen —
mediante permisiones, exclusiones, castigos, presiones, crítica, etc.— una determinada
concepción de la ética sexual. No es verdad, como pretende cierta ideología liberal, que
el Estado no tenga una concepción de la sexualidad que apoye mediante sus leyes: a
veces es más permisiva, pero esa visión permisivista se impone a todos mediante
diversos mecanismos (subsidios, leyes de no discriminación, censura indirecta, etc.).

La definición de matrimonio del artículo 102 del Código Civil chileno recoge los
elementos esenciales del matrimonio considerado como pacto: “El matrimonio es un
contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente,
y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear, y de auxiliarse mutuamente”.

Esta definición recoge todos los elementos del matrimonio: (i) su carácter de
contrato o pacto —porque se realiza mediante el consentimiento válido de los
cónyuges—, (ii) sus fines esenciales —procrear y auxiliarse mutuamente— y (iii) sus
propiedades —unidad e indisolubilidad—.

¿Para qué se unen un hombre y una mujer? Si no existieran estos fines del
matrimonio, éste no tendría sentido, porque el apareamiento sexual es natural en todos
los animales, pero los irracionales no tienen una institución social como el matrimonio.
En cambio, si se quieren conseguir estos fines de forma armónica y compatible con el
bien común, se necesita esta institución. Por eso, el matrimonio es una institución
natural en el sentido humano: no porque lo exija la simple biología (al contrario: la
biología sola no exige de suyo un pacto moral y jurídico), sino porque la razón natural
lo reconoce, desde el principio del género humano, como una exigencia de la justicia
(i.e., de la adecuada convivencia para el bien de todos) y del recto orden de la
sexualidad (i.e., de la castidad).

El matrimonio tiene dos fines esenciales y un tercer fin no esencial:

1) El fin primario del matrimonio es la procreación y educación de los hijos. Se dice que
este es el fin primario porque es lo más específico del matrimonio. Si sólo fuera por
razones afectivas, la unión sexual no necesitaría una protección especial, una institución
socialmente regulada e impuesta a los cónyuges. En cambio, porque está involucrada la
vida de otras personas (cada cónyuge y los hijos comunes) y, en definitiva, la pacífica y
ordenada reproducción de la especie, la razón natural exige una institución especial.

1
Todas las sociedades se han preocupado de este fin primario y, por él, de rodear al
matrimonio de un especial reconocimiento y de una especial protección, precisamente
porque la unión conyugal conlleva, al mismo tiempo, unas cargas especiales. Si no
hubiese este fin primario, la sociedad en su conjunto no tendría por qué preocuparse de
dar un reconocimiento especial a la unión sexual. De hecho se lo niega a innumerables
prácticas sexuales, desde la prostitución hasta la pornografía, que implican el placer
genital completamente desligado de su finalidad esencial. La comunidad se preocupa
del matrimonio porque está en juego su futuro como sociedad, y el bien de personas
distintas de aquellos que se unen en el acto conyugal.

2) El fin secundario del matrimonio es la ayuda mutua entre los cónyuges, que es una
ayuda en todas las necesidades ordinarias de la vida y, sobre todo, en una actividad que
solamente tiene sentido plenamente humano en ese marco de compromiso total: la
unión sexual ordenada a la procreación. Ayudarse recíprocamente a ser padre y madre
es lo más específico y culminante de esa ayuda mutua que es una de las finalidades del
matrimonio. Así se entiende que este fin secundario es también esencial, porque, en
realidad, los dos fines se implican mutuamente. La calificación de secundario no quiere
decir que tenga poca importancia, sino que esa complementariedad de los cónyuges,
que llega hasta lo más íntimo, aunque sea habitualmente lo primero en el orden del
tiempo y del deseo —el ideal es primero casarse y después traer los niños al mundo—,
se ordena por su propia naturaleza hacia el bien de los hijos. Como es parte de la esencia
misma del matrimonio, este fin es suficiente para que un matrimonio sea válido, aunque
padezca de esterilidad. Si los cónyuges, aun sabiendo o sospechando que no podrán
procrear, se casan para ayudarse y entregarse mutuamente, el matrimonio ha sido
válido.

3) La tradición cristiana considera un tercer fin del matrimonio: el remedio de la


concupiscencia (se llama “concupiscencia” a la inclinación al mal —no solamente en
el ámbito sexual: también al egoísmo, la mentira, la soberbia, etc.— por efecto del
pecado original). No es un fin esencial que defina la naturaleza misma del matrimonio,
sino una finalidad que de hecho puede cumplir porque tanto el amor como el dominio
sobre el impulso sexual sufren, actualmente, un desorden en el ser humano (este
desorden se llama, en la teología cristiana, pecado original: todos nacemos con él y la
persona solamente se ordena mediante la gracia de Dios, si quiere acogerla). Es muy
fácil que el amor no se oriente de una forma generosa —i.e., hacia el otro cónyuge y los
hijos— y que el deseo sexual exija más que lo que es razonable. Entonces, el
matrimonio, en esta función añadida, ordena, encauza el amor y el impulso sexual, de
modo que evite el egoísmo y permita donarse y ayudar al otro cónyuge y acoger con
generosidad a los hijos. En definitiva, este fin tercero contribuye, en el estado actual de
la naturaleza dañada, a los dos fines esenciales. En cambio, cuando no se supera la
concupiscencia —el placer desordenado, el egoísmo—, se dificultan o estorban o
impiden los fines esenciales: la ayuda mutua y procrear y educar sacrificadamente a los
hijos.

Las propiedades esenciales del matrimonio son las características del pacto
conyugal y de la sociedad que de él surge, características que son necesarias para poder
cumplir los fines de la mejor manera posible. Estas propiedades son que el matrimonio
sea monógamo e indisoluble.

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1) La primera propiedad esencial del matrimonio es la monogamia, llamada también
unidad del matrimonio porque el matrimonio verdadero es de un solo varón con una
sola mujer. Esta propiedad se refiere al uno con una; no a la diferencia de sexo, que es
algo indiscutido durante toda la historia humana excepto desde fines del siglo XX. Las
razones ara defender el matrimonio monógamo son dos: (i) la igualdad esencial entre
los cónyuges, porque, donde hay poligamia, no hay esa igualdad, ya que cada mujer se
entrega en exclusiva a su marido, mientras que el marido no se guarda en exclusiva para
cada mujer, sino que las tiene a todas (tal es el caso más frecuente: la poliginia); y (ii) la
adecuada dedicación a los hijos por parte de los dos progenitores, porque también este
fin —la procreación y adecuada educación de los hijos— exige tener a los dos
progenitores igualmente ocupados de un número razonable de hijos que pueden tener (el
polígamo puede tener, de varias mujeres, un número de hijos a los que él no podrá
dedicarse como conviene).

A la unidad del matrimonio o monogamia se opone la poligamia, que consiste en


que haya pluralidad de esposas (poliginia) o de esposos (poliandria). La poliginia se
opone a la mutua ayuda y a la igualdad esencial entre los esposos, porque el marido no
se va a poder dedicar a la mujer con exclusividad y como debería hacerlo. Además,
dificulta la dedicación del padre a los hijos. La poliginia no impide que se sepa bien
quién es el padre, y tampoco impide que la madre se dedique a los hijos; sin embargo, el
padre no se podrá dedicar bien a cada hijo como debería, y de todos modos es injusta
porque rompe la igualdad esencial entre los cónyuges. La poliandria, por su parte, es
peor que la poliginia, porque se opone a la adecuada educación de los hijos al hacer
incierta la paternidad —por regla general, un hombre no se ocupa o se ocupa menos de
un hijo si no tiene certeza de que es suyo— y también porque es una injusticia contra el
hijo no tener conocimiento de su padre. En cuanto a la igualdad de los cónyuges, la
poliandria es igual de mala que la poliginia; pero, en cuanto al bien de los hijos, es peor.
La poliandria ha sido muy poco frecuente, pero no habría que extrañarse de que
resurgiera en el futuro en países donde escasean las mujeres por el aborto o infanticidio
selectivo, como en China.

2) La segunda propiedad esencial del matrimonio es la indisolubilidad: el compromiso


es perpetuo, es decir, que sólo se disuelve por la muerte de uno de los cónyuges. Las
razones esenciales de esta exigencia son sencillas. Si no fuera por el desorden moral (el
deseo de que la propia situación personal recibiera aprobación moral) y por la presión
de la cultura actual, serían fácilmente entendidas y aceptadas por todos. Estas razones
son: (i) el bien de los hijos, porque la adecuada educación de los hijos de modo humano
exige la dedicación de ambos padres por un período largo de tiempo, y, por otra parte, la
unión entre los padres significa la unidad de origen y el origen en un amor fiel, que es
muy importante para cada hijo. Tanto es así, que, de hecho, los hijos son los que más
sufren cuando se produce una separación o un divorcio, porque se pone en cuestión la
unidad de su mismo origen y el ideal de amor entre sus progenitores. Enseguida, (ii) el
bien de los cónyuges: la unidad de los padres es una exigencia del bien de los hijos, pero
también es una exigencia del bien de los cónyuges. Uno de los bienes del matrimonio es
la fidelidad en una entrega total. Esto está relacionado con la naturaleza misma del
amor humano, a diferencia del amor meramente sensible que se da en los animales
brutos. El compromiso matrimonial, que de hecho se asume como perpetuo, refleja esa
entrega incondicionada. Finalmente, (iii) el bien común, al que se subordina el bien
particular, exige que se respete la palabra empeñada cuando se fundó una familia sobre

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la base de este pacto perpetuo que es el matrimonio. La familia es la célula básica de la
sociedad, y, por lo tanto, a toda la sociedad le interesa que las familias no se rompan. Es
cierto que, una vez que se rompe una familia, a la sociedad también le interesa arreglar
el problema; pero lo que más le interesa al bien común es que no se quiebre desde un
comienzo, y, por eso, arreglar el problema mediante la aceptación de la ruptura —el
divorcio con disolución del vínculo, cuyo único sentido es permitir otro matrimonio—
es un remedio peor que la enfermedad: equivale a decir que precisamente eso que la
sociedad desea evitar —la ruptura— constituye la salida para una situación difícil. Eso
aumenta las rupturas.

4
La Ley de Divorcio

Siempre hay que diferenciar lo objetivo de la responsabilidad moral subjetiva,


como se ha dicho a propósito de gente que se suicida: no juzgamos su responsabilidad
subjetiva, que solamente Dios ve y que puede estar muy disminuida o anulada por una
enfermedad grave o una ignorancia invencible. Sin embargo, debemos procurar
acompañar, formar, disuadir, etc., a cualquier persona que esté en peligro de suicidarse.
La sociedad debe, además, luchar contra aquellas realidades culturales que inciden en el
aumento de suicidio: la deformación de la juventud, la mentalidad materialista y
hedonista para la cual no tiene sentido una vida que sufre, el abuso de drogas y de
alcohol y otros factores que detonan depresiones graves, el nihilismo y el sinsentido de
la vida . . .

Ahora vamos a tratar sobre el equivalente del suicidio para el matrimonio, que es
el divorcio. No juzgamos a nadie. Todos conocemos, recordamos con afecto y
compadecemos, a quienes han sufrido una ruptura matrimonial. No condenamos
moralmente, en lo más íntimo —que solamente Dios conoce—, a quienes han pasado a
una nueva unión, tras un divorcio o una nulidad fraudulenta. Sin embargo, no podemos
llamar bueno a lo que es en sí mismo malo; no podemos poner tampoco en el mismo
nivel a quien ha abandonado a su familia por un amor extramarital —él o ella ha obrado
muy injustamente, aunque solamente Dios lo juzgue en definitiva— y a quien ha sido
abandonado por su cónyuge. El juicio objetivo, entonces, no depende de las
circunstancias subjetivas de quienes caen en el divorcio. Por eso mismo, la sociedad
como un todo debe prohibirlo, como prohíbe el suicidio, y no legitimarlo, como por
desgracia ha hecho en casi todas partes. Mirando las cosas desde el punto de vista
objetivo, desde el siglo XIX vemos que el Estado le ha ido quitando protección al
matrimonio, igual que se la ha ido quitando a la vida humana.

Para comprender lo fundamental sobre la injusticia de la ley de divorcio,


trataremos los siguientes puntos:

1) Conceptos

a) El divorcio (divorcio vincular o con disolución del vínculo legal matrimonial) es el


intento de disolver un matrimonio válido para casarse de nuevo. Se dice intento porque,
aunque la ley civil considere disuelto el matrimonio, realmente —desde el punto de
vista moral— el matrimonio se contrajo para toda la vida y solamente esa primera
palabra o compromiso vale. Este intento, que legalmente declara disuelto un matrimonio
indisoluble, es una injusticia contra la fidelidad matrimonial, contra los hijos y contra el
bien común.

b) En cambio, la nulidad del matrimonio —la verdadera nulidad, no el fraude que


existía en Chile— es la declaración judicial que reconoce que se contrajo inválidamente
el matrimonio: lo declara no existente porque en la verdad de las cosas no existió. Por lo
tanto, la declaración de nulidad del matrimonio es un acto justo, necesario para
salvaguardar los requisitos y exigencias del matrimonio. Es la otra cara de la moneda de
los requisitos de validez del pacto matrimonial, porque no tendría sentido imponer, por

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ejemplo, una edad mínima, si igual sería válido y no anulable un matrimonio de alguien
menor.

c) La separación es el cese de la convivencia, sin la intención de disolver el vínculo ni


de pasar a un nuevo matrimonio. Tal es la solución del mal menor para cuando la
convivencia está gravemente deteriorada. Es legítima porque mantiene la fidelidad
matrimonial y, aunque dañada, la atención de los hijos.

2) Sentido de la Ley de Divorcio

El sentido de una ley que introduce el divorcio tiene que ser conseguir algo más
que la pacífica separación de los cónyuges. Y ese algo más no es la mera formalidad de
declarar disuelto el primer vínculo, sino que esto sirve exclusivamente para permitir un
nuevo matrimonio. Por eso, el sentido de una ley de divorcio es conseguir la
legitimación moral y social de una subsiguiente unión. Lo que se busca es satisfacer la
necesidad de que se reconozca esta unión subsiguiente como moralmente legítima, tanto
como la anterior. Secundariamente, produce el otorgamiento o traslado de los efectos
jurídicos y patrimoniales entre los cónyuges (a iure) y respecto de los hijos (de facto).
Esto significa que el cónyuge deja de tener obligaciones y derechos respecto de su
cónyuge, por lo cual, en el caso más frecuente, la mujer, que suele haberse sacrificado
durante años por la familia común, queda abandonada. Al mismo tiempo, aunque
teóricamente subsistan las obligaciones legales respecto de los hijos, en la práctica la
inmensa mayoría de los padres son incapaces de sostener dos familias, y terminan
viendo muy raramente a los hijos, cada vez menos frecuentemente.

3) Dos concepciones del matrimonio

Bajo la superficie del debate sobre el divorcio —más tarde, también sobre otros
aspectos del matrimonio— subyacen dos concepciones antitéticas sobre la esencia y los
fines del matrimonio.

La concepción tradicional, que hemos visto, concibe el matrimonio como la


institucionalización del amor personal conyugal. El amor conyugal es un amor espiritual
y carnal a la vez, que se basa en una libertad capaz de contraer un compromiso
realmente perpetuo (i.e., no solamente como ideal que se declara en la boda, sino como
realidad que se hace efectiva mediante la absoluta prohibición del divorcio) y que se
ordena esencialmente al bien común. Esta concepción exige la unidad y la
indisolubilidad.

La otra concepción del matrimonio lo concibe como un pacto de convivencia


sexual legalizada, es decir, reconocida públicamente, pero ordenada al bien de los
cónyuges y a satisfacer primariamente su voluntad, y no necesariamente el bien común.
Esta convivencia puede basarse y habitualmente se basa en un amor sensible, que es
genuino —sincero— pero que reconoce poco valor real —con todas sus
consecuencias— a la declaración de intención de que la convivencia dure para siempre.
Lo que se valora es el reconocimiento social de la convivencia sexual basada en la
autonomía de las partes. Supone una idea diversa de libertad, de una libertad incapaz de
asumir un compromiso perpetuo realmente válido, esto es, cuya perpetuidad sea

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reconocida por la ley bajo cualquier circunstancia, tal como fue prometida. Se pierde de
vista el fin que es el bien común, porque adquiere supremacía el bienestar de la pareja
—el ser reconocida como legítima— por encima de la contribución al bien común. De
hecho, esta concepción exige el reconocimiento de las uniones sexuales solamente
porque cada persona debería ser reconocida por las demás, con independencia de si lo
que hacen con su sexualidad realmente constituye o no un aporte sacrificado al bien de
los demás. Así se explica que, tras reconocer el divorcio fácil, porque el matrimonio es
un artículo de consumo individual, se exija reconocer todo tipo de uniones sexuales
como algo legítimo (ya han surgido profesores de ética, en Estados Unidos, que exigen
el reconocimiento social de las relaciones sexuales entre seres humanos y animales
irracionales).

4) Los efectos perniciosos de la ley de divorcio son una consecuencia de poner el


bienestar individual —el que los que contraen nuevas nupcias se sientan reconocidos—
por encima del bien común. Los más importantes efectos negativos del divorcio son los
siguientes.

1.º Esta ley aumenta el número de rupturas. En todos los países que han aceptado la ley
de divorcio, el número de rupturas de matrimonios ha aumentado considerablemente.
Solamente no aumentó, al principio, en Irlanda, por una judicatura que protegía el
matrimonio. En el caso chileno, hay estudios confusos, e intentos de mostrar beneficios
de la ley de divorcio; pero, en cualquier caso, el número de divorcios es altísimo (más
que el de las antiguas nulidades fraudulentas) y también se ha disparado el nacimiento
de niños fuera del matrimonio (aprox. 70%). Esto ha sucedido porque:

a) La ruptura se hace menos difícil tanto legal como económica y socialmente.

b) La ley desincentiva la inversión en buscar la mejor pareja. Al comienzo, parece que


todo sigue igual; pero, cuando la mentalidad divorcista se extiende, es fácil casarse por
enamoramiento solamente, ya que, si el amor se termina, es posible casarse de nuevo.
No es necesario pensar en si la persona es realmente la adecuada, como se pensaba antes
(adecuada para toda la vida), sino que basta con pensar si se está enamorado.
Inicialmente puede suceder que se case gente que antes no se iba a casar (aumento de
matrimonios); pero el dato relevante es cuántos se divorcian.

c) El matrimonio transitorio —aunque sea solamente inconscientemente transitorio—


desalienta la entrega al otro cónyuge y a los hijos. Cada uno debe guardarse algo para sí
mismo, por si las cosas no resultan. Entonces es más fácil la profecía autocumplida, y,
con más frecuencia, las cosas no resultan.

d) Se producen segundas uniones más inestables. El clásico ejemplo de la segunda vez,


que resulta mejor que la primera, por la experiencia previa, es ilusorio, porque los
primeros matrimonios son más estables que los segundos (proporcionalmente).

e) Se produce una transmisión del divorcio transgeneracional, esto es: los hijos de
padres divorciados tienen más probabilidades de divorciarse. La razón es que se han
formado con el modelo del matrimonio divorciable como algo normal —algo no tan
terrible—, no tienen el punto de comparación de una familia intacta, bien unida y feliz,
y ya han internalizado el divorcio como una solución al problema matrimonial. De

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todos modos, esta tendencia no es una fatalidad: es un hecho que debe tenerse en cuenta
para combatirlo, y, así, revertir la tendencia, a fuerza de vivir bien el ideal del
matrimonio verdadero.

2.º La ley produce serios perjuicios económicos:

a) Se produce un empobrecimiento de la familia posterior al divorcio, debido, en parte,


a que siempre es insuficiente la pensión alimenticia para los hijos (la mayor parte de la
veces, simplemente no se paga).

b) La percepción pública del matrimonio cambia: se ve como un acuerdo de duración


incierta, lo que provoca que no genere obligaciones permanentes. Esto ha dado paso a
legislaciones, como la chilena, que no establecen una pensión para la mujer (que
normalmente es la parte más débil), sino un divorcio con una ruptura limpia (“clean
break divorce”), sin dejar vínculos económicos permanentes, mediante una sola
“indemnización compensatoria”.

c) Por último, aumentan los hogares monoparentales, que son más pobres, donde
normalmente la jefatura la tiene la madre. Tal es el fenómeno de la feminización de la
pobreza.

En definitiva, los primeros perjuicios económicos derivan de que las parejas


humanas no están programadas para alimentar a más de una familia. El que se va, no
puede con la carga de la familia que dejó: a la larga, en la generalidad de los casos —no
hablo aquí de los millonarios—, se ocupan poco o nada de su primera familia, y, de
todos modos, mucho menos.

3.º La ley perjudica seriamente la organización de la familia y de la sociedad:

a) Disminuye el número de matrimonios y lógicamente aumentan las convivencias


extramatrimoniales, porque el matrimonio divorciable comienza a perder el atractivo del
verdadero matrimonio: se comienza a convertir en un simple papel. Curiosamente, se
quiere el divorcio para gozar de la legitimación social y del prestigio del matrimonio
verdadero; pero tal prestigio se debe al compromiso —honor y carga, gozo y
sacrificio— que el verdadero matrimonio merece; y el divorcio destruye este aspecto del
matrimonio; por lo que, al final, tampoco se quiere el matrimonio. Este efecto debe ser
analizado en el largo plazo.

b) Aumentan los hijos ilegítimos (fuera del matrimonio), lo cual es una injusticia para
los hijos: nacer sin la seguridad y estabilidad del matrimonio de sus padres.

c) Fomenta la formación de hogares reconstituidos.

4.º La ley de divorcio produce serios perjuicios a los cónyuges y a los hijos:

a) Se produce una dificultad en las relaciones paterno-filiales, debida a la separación;


pero agravada con las subsiguientes uniones.

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b) Se producen problemas psicológicos y de aprendizaje en los niños.

c) Se da una mayor precocidad sexual, que incide en el aumento en el número de hijos


fuera del matrimonio de madres y padres adolescentes.

d) Los hijos de familias rotas son más proclives a otros problemas que manifiestan el
daño interior que han sufrido: uso de drogas, delincuencia juvenil, etc.

Algunos propagandistas del divorcio han atacado a quienes difundimos estas verdades
sobre los efectos perniciosos del divorcio, diciendo que exponer esta realidad constituye
una falta de respeto hacia los divorciados o una estigmatización de los hijos. La verdad
es que no debemos tener miedo a enfrentar la realidad, y la exposición de lo que sucede
es un medio precisamente para que se comprenda la injusticia del divorcio, y, ojalá, se
pongan los medios para restringirlo lo más posible.

Se recomienda la lectura de Hernán Corral: Ley de divorcio: las razones de un


no y Universidad de los Andes: Informe sobre el divorcio.

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