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LOS MOVIMIENTOS FASCISTAS

FACTORES QUE FAVORECEN LA APARICIÓN DEL FASCISMO

Tras la 1º G.M. encontramos que en Europa las democracias liberales entran en una fase de crisis y
transformaciones (mas problemas económicos y políticos. Además, algunos sectores creen que éstas
son las causantes de la guerra. Todas las medidas para remediar la crisis perjudicarán a las clases
medias, lo que hará que se refugien en los fascismos.

Las democracias liberales aun seguirán en países de tradición liberal, pero será en Alemania, Italia, e
incluso en Rusia, donde las dictaduras se harán con el poder.

La conciencia europea cambiara debido a los nuevos nacionalismos m la decadencia que se expande
por el viejo continente y la ascensión de Estados Unidos, todo esto conllevara un cambio en la vida
interna de los países europeos.

Económicamente
 Cambios en el sistema productivo: Países que tan solo producían materias primas, ahora,
tras suministrar a los países bélicos durante la guerra, se encuentran industrializados
(Canadá, Japón, Australia...), y Reino Unido dejara de ser potencia comercial.
 Desajustes en industria: Cierre o reestructuración de fabricas y empresas tras el conflicto.
 Monocultivo: Los precios agrícolas caen porque las colonias inundan el mercado interno de
productos más baratos. El capitalismo impone el monocultivo que les hace dependientes.
Luego se limitarían las cosechas a la distribución.
 Balance financiero: Tras abandonarse el patrón del oro como riqueza, sino el dólar, todas las
monedas se devalúan; El capital huye de los países buscando rentabilidad. (Estados Unidos
crea un circulo vicioso).
 Consecuencias: Se crea una tendencia monopolística de empresas (USA) que saltan fuera
para dominar el mercado. Para satisfacer deudas de guerra se recurre a la inflación y se
impone el taylorismo (para aumentar demanda surge la publicidad y la venta a plazos).

Socialmente
 La mujer queda integrada en la sociedad activa (sufragio).
 En USA hay un gran rechazo a los de raza negra.
 El Estado se preocupa por extender el bienestar a todos (quizás para frenar a los
socialistas). Se instala la Seguridad Social en casi todos los países (la idea es de hacer las
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cosas antes de que lo pidan).

Políticamente
 Los nuevos sectores sociales piden participación (partidos de masas). Los partidos
burgueses tienen que captar votos de obreros, por lo que ceden a peticiones.
 Los socialistas toman el sistema liberal como instrumento para la lucha de clase.
 El liberalismo es acusado de no evitar la guerra; el tradicional bipartidismo burgués se torna
pluripartidista (lo que traerá dificultades para formar mayorías e inestabilidad).
 Agitaciones sociales debido a la política intervencionalista arrastrada del período bélico y por
la unificación de la URSS.
 Crisis de las instituciones representativas: se rompe el balance de poderes.
 Existencia de partidos con tendencia a la destrucción de la democracia.
 Crisis de los partidos políticos tradicionales.
 Los sistemas democráticos eran nuevos.

BASES DOCTRINALES DEL FASCISMO

El fascismo es un movimiento ultra nacionalista, antiliberal y antidemocrático. No solo aparece en


Alemania y Italia, sino también en España con Primo de Rivera, en Rumania, Polonia, Austria (y en
menor medida, Inglaterra, Francia y USA (KKK).

Se puede tildar de movimiento coyuntural, al carecer de antecedente ideológico especifico. Solo son en
cierto modo conectables con autores como Schopenhauer o Nietzche. O otros como Spengler, que
valoran la violencia.

Aunque hay diferencia entre el modelo fascista italiano y el alemán estas son sus características
generales:

Omnipotencia del Estado


Los individuos están subordinados al Estado. En el campo político se suprime toda oposición, que puede
ser un estorbo. En el campo intelectual el Estado monopolizan la verdad y la propaganda, al tiempo que
rechaza cualquier critica.

Protagonismo de las elites


La minoría debe gobernar. Se parte de la desigualdad entre los hombres, lo que llevara al rechazo ala
democracia y a las elecciones.

Debido a esto también se produce una desvalorización de la mujer, relegándola a la cocina, iglesia y los
niños, y debe vivir subordinada al marido.

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Peores fueron las conclusiones racistas, para Mussolini serán los gobernantes y el pueblo italiano,
llamado a dominar a otros pueblos; y Hilter, con la superioridad de la raza aria.

Exaltación del jefe carismático


Consecuencia de la desigualdad de los hombres es la necesidad de encontrar a un hombre excepcional,
al superhombre (Nietzche). La Providencia lo pone al frente de un pueblo que debe prestarle obediencia
ciega y seguirle sin titubeos. Toda esta adoración rodeada de desfiles, escenográficas cuyo centro es el
lider.

Imperialismos
Se puede decir que el fascismo el un nacionalismo de vencido, debido a la humillación de la derrota. Del
nacionalismo se pasa fácilmente al imperialismo, pues, según ellos, encuentran su horizonte en la
formación de un imperio. Un pueblo superior tiene derecho a disponer de espacio para realizarse y a
conquistarlo, esto se establece por encima del derecho internacional.

Desconfianza en la razón
El fascismo rechaza la tradición racionalista, adoptando posturas contrarias, desconfiando de la razón y
exaltando elementos irracionales de la conducta, los sentimientos intensos y el fanatismo. En esta línea
de irracionalidad se desenvuelven dogmas e ideas indiscutibles, como la superioridad de la raza y del
líder.

FASCISMOS
Burckhardt, en efecto, acertó en su premonición acerca del surgimiento de una poderosa fuerza en
Europa. "El poder absoluto" levantó su cabeza en buena parte de Europa, y fuera de Europa, en la
primera mitad del siglo XX. La I Guerra Mundial no significó el triunfo de la democracia. La dictadura
triunfó en Rusia (1917), Hungría (1920), Italia (1922), España (1923, luego en 1939), Portugal (1926),
Polonia (1926), Lituania (1926), Yugoslavia (1929), Alemania (1933), Letonia (1934), Estonia (1934),
Bulgaria (1935), Grecia (1936) y Rumanía (1938). Muchas de esas dictaduras -militares o civiles- fueron
simplemente regímenes autoritarios más o menos temporales. La dictadura soviética, el fascismo italiano
y el régimen nacional-socialista alemán constituyeron, en cambio, un fenómeno histórico enteramente
nuevo. Eran dictaduras que aspiraban a la plena centralización del poder y al total control y
encuadramiento de la sociedad por el Estado a través del uso sistemático de la represión y de la
propaganda. El hecho de las dictaduras no escapó a los observadores contemporáneos. El politólogo
alemán Carl Schmitt trató de sistematizar su estudio en su libro de 1921 Die Diktatur. Varios escritores
describieron con especial acierto el horror de las utopías "totalitarias" en novelas inquietantes de
desalentador pesimismo como Nosotros, de Zamiatin, escrita entre 1919 y 1921; Un mundo feliz (1932),
de Aldous Huxley; El cero y el infinito (1940), de Arthur Koestler; El aeródromo (1941), de Rex Warner;
1984, de George Orwell, publicada en 1949. En 1936, el historiador francés Élie Halévy escribió que el
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mundo había entrado irremisiblemente en "la era de las tiranías". Incluso fechó su nacimiento en agosto
de 1914. Su tesis era que la naturaleza ambigua de las ideas socialistas modernas más el avance del
poder del Estado durante la I Guerra Mundial habían hecho que individualismo y liberalismo no fuesen
ya, en casi ninguna parte, la base de la legitimidad del poder.

EL FASCISMO ITALIANO

Las utopías negativas noveladas, como las Orwell o Huxley, hicieron de la Rusia soviética el arquetipo de
Estado totalitario del futuro. Ninguna, desde luego, tomó como modelo al régimen fascista italiano. Ni
siquiera lo hizo la propia literatura italiana. En Los indiferentes (1929), Moravia retrataba el hastío
existencial y la vaciedad moral de la burguesía de su país, pero también su total indiferencia política. En
Fontamara (1933), Conversaciones en Sicilia (1941), Cristo se detuvo en Eboli (1945) y Crónicas de
pobres amantes (1947), sus autores (Silone, Vittorini, Carlo Levi y Pratolini, respectivamente) narraban la
injusticia social, la miseria, el drama épico y sentimental de la existencia de las clases humildes y
marginadas, no el horror totalitario. Ello era significativo y paradójico. Significativo, porque revelaba que
el fascismo italiano era menos totalitario que el régimen soviético; paradójico, porque el régimen italiano
fue precisamente el primero en autodefinirse como totalitario. El fascismo italiano fue, como el
comunismo ruso, resultado a la vez de la I Guerra Mundial y del propio contexto histórico nacional. Este
último había visto, de una parte, la cristalización desde la década de 1910 de un nuevo nacionalismo
italiano -D'Annunzio, Corradini, los futuristas-, un nacionalismo autoritario y antiliberal que aspiraba a la
creación de un nuevo orden político basado en un Estado fuerte y en la afirmación de la idea de nación; y
de otra parte, el descrédito político del régimen liberal. O como dijo Croce, el liberalismo había terminado
por convertirse en Italia en un sistema, en un régimen -además, oligárquico y sin autoridad- y había
dejado de ser un ideal, una emoción. Las consecuencias de la I Guerra Mundial fueron igualmente
decisivas. Primero, la guerra creó un clima de intensa exaltación nacionalista, reforzado en la posguerra
por la decepción que en Italia produjo el tratado de Versalles -una mutilación inaceptable de las
reivindicaciones irredentistas-, clima que culminó en el abandono por los líderes italianos (Orlando,
Sonnino) de la conferencia de paz de París y en la ocupación de Fiume por D'Annunzio y sus ex-
combatientes en septiembre de 1919. La guerra provocó, en segundo lugar, una grave crisis económica
-gigantesco endeudamiento del Estado, inflación, desempleo, inestabilidad monetaria- y una amplia
agitación laboral que culminó, como vimos, en el llamado "bienio rosso" (1919-1920) y en las
ocupaciones de fábricas por los trabajadores en septiembre de 1920. En tercer lugar, la guerra rompió el
viejo equilibrio político de la Italia liberal. Tras la aprobación en 1919 de un sistema electoral de
representación proporcional, Italia entró en un período de gran turbulencia política, definido por el avance
electoral de los partidos de masas -el Partido Socialista Italiano y el Partido Popular Italiano creado en
1919 por el sacerdote Luigi Sturzo-, por la formación de gobiernos de coalición y por una extremada
inestabilidad gubernamental. El fascismo, como veremos a continuación, capitalizó la crisis económica,
social, política y moral de la Italia de la posguerra. Nació oficialmente el 23 de marzo de 1919, en el mitin
que, convocado por Benito Mussolini (1883-1945), se celebró en un local de la plaza San Sepolcro de
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Milán (con muy poca asistencia: 119 personas). Se crearon allí los "Fascios italianos de combate" ("fasci
italiani di combattimento"), un heterogéneo movimiento en el que confluían hombres vinculados a
asociaciones de ex-combatientes ("arditi"), al sindicalismo revolucionario y al futurismo, con la idea de
formar una organización nacional que, al margen del ámbito constitucional, defendiese los valores e
ideales nacionalistas de los combatientes. El primer manifiesto-programa, aprobado en la reunión del 23
de marzo, reivindicaba el espíritu "revolucionario" del movimiento e incluía medidas políticas radicales
(proclamación de la República, abolición del Senado, derecho de voto para las mujeres), propuestas
sociales y económicas avanzadas (abolición de las distinciones sociales, mejoras de todas las formas de
asistencia social, supresión de bancos y bolsas, confiscación de bienes eclesiásticos y de los beneficios
de guerra, impuesto extraordinario sobre el capital) y afirmaciones de exaltación de Italia en el mundo.
Era, ciertamente, un programa incoherente, vago y demagógico. En buena medida, coincidía con las
características de la personalidad del principal dirigente del movimiento, Benito Mussolini. Hombre de
origen modesto, nacido en 1883 en la aldea de Predappio, cerca de Forli (Romagna), hijo de un
herrero/tabernero y de una maestra, Mussolini fue desde su juventud hombre de temperamento
turbulento y agresivo. Ateo, anticlerical, estudiante mediocre -obtuvo el título de maestro pero apenas si
ejerció-, de vida desordenada y anárquica, tuvo desde que entró en política (y lo hizo pronto y en el
Partido Socialista en el que militaba su padre) fama de violento y revolucionario. Desde 1908-10 apareció
ya en la extrema izquierda del PSI, en posiciones más cercanas al sindicalismo revolucionario que a las
de la dirección moderada de su propio partido: al imponerse la izquierda en el congreso del partido de
julio de 1912, Mussolini fue nombrado director de Avanti, el principal periódico del PSI. Fue precisamente
su temperamento individualista, desordenado y agresivo lo que explicaría la reacción de Mussolini ante la
I Guerra Mundial y que, tras unos meses alineado con las tesis no intervencionistas de su partido,
pasara, tras ser expulsado, a abogar enérgicamente por la entrada de Italia en la conflagración. Como
otros intervencionistas de izquierda, Mussolini veía la guerra como una forma de acción extrema y
revolucionaria en la que estaba en juego el destino del mundo (y de Italia) y en la que por ello la Italia
democrática no podía permanecer neutral. La guerra, en la que Mussolini sirvió como "bersagliero", esto
es, en las tropas de elite del ejército italiano, completó así su bagaje ideológico y añadió a su mentalidad
combativa y aventurera un ardiente sentimiento patriótico: acción violenta y exaltación nacionalista
constituirían dos de los elementos esenciales del fascismo. El mismo Mussolini escribió en 1932 que su
doctrina había sido "la doctrina de la acción": "el fascismo -dijo- nació de una necesidad de acción y fue
acción". Falto, pues, de un verdadero cuerpo doctrinal, el fascismo se definió, en principio, por su
negatividad y, ante todo, por el recurso sistemático a la agitación y a la violencia callejera, y a un estilo
para-militar de actuación -marchas, banderas, uso de uniformes y camisas negras, exaltación del líder,
adopción del saludo romano, eslóganes y gritos rituales-, como forma de acción política y de movilización
de efectivos y masas. Fue, así, un movimiento anti-liberal, anti-democrático y anti-parlamentario,
autoritario, ultranacionalista y violento, que usó una retórica confusa y oportunistamente revolucionaria,
que combinó hábilmente la exacerbación patriótica, el anticomunismo y el populismo sindicalista y anti-
capitalista. El fascismo italiano fue el resultado de una situación excepcional y única: nació como
respuesta a los problemas que la I Guerra Mundial y la posguerra crearon en Italia. Su elite dirigente
-Mussolini, Bianchi, Grandi, Ferruccio Vecchi, Farinacci, Balbo, Bottai, Malaparte, Gentile, De Vecchi, De
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Bono, Carli y otros- la formaron ex-combatientes, antiguos sindicalistas revolucionarios y medianías
intelectuales, esto es, pequeño burgueses, pero sobre todo inadaptados y desarraigados. Su base social
la integraban elementos de todas las clases sociales, pero preferentemente de la pequeña burguesía
urbana y rural y con un alto componente de jóvenes (como los Grupos Universitarios Fascistas creados
en 1920). En julio de 1920, había ya 108 fascios locales con un total de 30.000 afiliados; a fines de 1921,
las cifras eran, respectivamente, 830 y 250.000 (en 1927 se llegaría a los 938.000 afiliados; en 1939, a
2.633.000). La verdadera naturaleza del fascismo quedó en evidencia desde el primer momento. El 15 de
abril de 1919, grupos fascistas agredieron en Milán a los participantes en una manifestación de
trabajadores convocada con motivo de la huelga general que paralizó la ciudad; luego, asaltaron y
destruyeron los locales de Avanti, el diario socialista. Fascistas y nacionalistas figuraron a la cabeza de
las grandes manifestaciones patrióticas que durante varios días tuvieron lugar en las principales
ciudades italianas tras la retirada de la delegación italiana de la conferencia de paz de París, el 24 de
abril de 1919. El fascismo se benefició igualmente del clima de emoción nacional que provocó la
aventura de D'Annunzio en Fiume (septiembre de 1919-diciembre de 1920), un episodio que fue mucho
más que una nueva y aparatosa manifestación de la capacidad histriónica y teatral del conocido escritor.
La ocupación de Fiume durante quince meses por D'Annunzio y sus 2.000 legionarios (arditi, ex-
combatientes, pero también soldados del Ejército regular italiano que ocupaba la ciudad desde el
armisticio) fue en primer lugar un golpe de fuerza que creó un peligrosísimo precedente. Fue, además,
un abierto desafío al acuerdo de paz de Versalles, que dejó al gobierno italiano, presidido por Francesco
Saverio Nitti desde el 18 de junio de 1919, en una incomodísima situación internacional y nacional. El
gobierno no se decidió a usar la fuerza; las continuas y públicas ridiculizaciones por fascistas y
nacionalistas del débil e impotente Nitti -un competente profesor de economía con ideas claras para
hacer frente a la crisis del país- contribuyeron a desprestigiar aún más al sistema liberal italiano. En
Fiume, además, D'Annunzio inventó buena parte de la coreografía que luego haría suya el fascismo
(saludo romano, uniformes, gritos rituales). El triunfo fascista de 1922 no fue, pese a ello, inevitable.
Como en el caso de la revolución bolchevique, todo pudo haber sido de otra forma. No obstante su activa
presencia callejera, en las elecciones de noviembre de 1919, los fascistas, que sólo concurrieron en
Milán, tuvieron un fracaso estrepitoso: ningún diputado, apenas 4.000 votos de un electorado de
200.000. Pero incluso en las de mayo de 1921, en las que lograron lo que se consideró un buen
resultado, obtuvieron sólo 35 diputados en una cámara de 535, y lo hicieron además dentro de un Bloque
Nacional con liberales y nacionalistas. El ascenso del fascismo a partir de 1920 se debió a su capacidad
para postularse como única solución nueva y fuerte ante la crisis política y social que Italia vivía desde el
final de la guerra y para afirmarse como alternativa de orden a un régimen liberal y parlamentario
desacreditado y en decadencia, ante la amenaza de revolución social que pareció cernirse sobre el país.
Esencial en todo ello fue la violencia desencadenada por las propias escuadras fascistas, grupos de
choque del movimiento dirigidos por los líderes locales: Dino Grandi en Bolonia, Roberto Farinacci en
Cremona, Italo Balbo en Ferrara, Giuseppe Bottai en Roma, Piero Marsich en Venecia, Perrone
Compagni en Toscana. En concreto, fue el fascismo agrario, el movimiento escuadrista que desde 1920
se extendió en especial por el valle del Po bajo forma de expediciones punitivas de gran violencia contra
dirigentes campesinos socialistas, comunistas y católicos y contra huelguistas y simpatizantes, lo que
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hizo del fascismo un verdadero movimiento de masas. El episodio decisivo tuvo lugar en Bolonia el 21 de
noviembre de 1920: como represalia por la muerte de un concejal nacionalista en los incidentes que se
produjeron en el acto de toma de posesión del nuevo ayuntamiento -de mayoría socialista-, los fascistas
sembraron el terror, primero en la ciudad, luego en la provincia (Emilia, de fuerte tradición socialista),
finalmente en todo el valle del Po. Sólo en 1921 murieron víctimas de la violencia fascista cerca de 500
personas. Desde luego, la crisis política italiana favoreció la estrategia del fascismo. Los resultados de
las elecciones de 1919 y 1921 obligaron a gobernar en coalición; ningún partido logró en ellos la mayoría
absoluta. En las de 1919, ganaron los socialistas (165 escaños, 1.834.792 votos, 32,3 por 100 de los
votos emitidos) por delante de los populares (100 escaños, 1.167.354 votos, 20,5 por 100 de los votos) y
de los liberales de Giolitti (96 escaños, 904.195 votos, 15,9 por 100 de los votos). En las elecciones de
mayo de 1921, el orden fue socialistas (123 escaños, 1.631.435 votos, 24,7 por 100 de los votos),
populares (108; 1.377.008; 20,4 por 100) y Bloque Nacional de giolittianos, fascistas y nacionalistas (105;
1.260.007; 19,1 por 100). La oposición al régimen, PSI y PPI, contaba, pues, con el apoyo mayoritario del
electorado. La Monarquía, sostenida históricamente por la oligarquía liberal dinástica, carecía de partidos
de masas sobre los que apoyarse. Las divisiones internas y los antagonismos personales entre los
dirigentes de los partidos históricos -Giolitti, Salandra, Sonnino, Orlando, Nitti y otros- dificultaban
además el entendimiento y en algún caso, como el enfrentamiento Giolitti-Nitti, hicieron imposible su
colaboración en el gobierno. El PPI, verdadero árbitro de la situación, no se negó a gobernar y de hecho
participó en varios gobiernos de la posguerra. Pero por el tradicional distanciamiento de los católicos
respecto del sistema liberal italiano, el PPI fue un socio de gobierno incómodo y poco entusiasta. En
febrero de 1922, por ejemplo, vetó la formación de un gobierno Giolitti, tal vez una de las pocas bazas
que aún le quedaban al régimen liberal. Peor todavía, el PSI se autoexcluyó de cualquier combinación
gubernamental. Sus éxitos electorales eran en parte engañosos. El partidoestaba moralmente roto entre
una minoría reformista (Turati, Treves, Modigliani) educada en una concepción democrática y gradual del
socialismo, y una mayoría maximalista, liderada por Giacinto Menotti Serrati, que influenciada por la
revolución rusa volvió al lenguaje más radical de la tradición socialista (revolución obrera, expropiación
de la burguesía, dictadura del proletariado) y llevó al partido a una política de abierta confrontación con la
Monarquía y los partidos "burgueses". Al constituirse el Parlamento tras las elecciones de 16 de
noviembre de 1919, los diputados socialistas se negaron a comparecer ante el Rey y tras vitorear a la
"república socialista" abandonaron la Cámara. Como consecuencia de la tensión generada, en los
primeros días de diciembre hubo huelgas generales en numerosas ciudades del país, acompañadas de
graves incidentes de orden público. La dirección maximalista, ratificada en los congresos socialistas de
1918, 19,19 y 1921, hizo por tanto del PSI un partido de oposición cuya ideología y programas parecían
dar cobertura y legitimidad a la agitación social que sacudía Italia. Pero como también se indicó, Serrati y
sus colaboradores, que no querían ser reformistas, no supieron ser revolucionarios. La ofensiva obrera
de 1919-20 careció de dirección y coordinación políticas y el PSI, no obstante su verbalismo
revolucionario, naufragó entre la desorientación y la inoperancia (como se demostró sobre todo en las
ocupaciones de las fábricas metalúrgicas en el verano de 1920). De ahí precisamente la escisión de la
extrema izquierda liderada por Gramsci en Turín y Bordiga en Nápoles que formó el Partido Comunista
Italiano en enero de 1921 (16 diputados en las elecciones de mayo de ese año). Así, todas las
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combinaciones gubernamentales que se ensayaron entre 1919 y 1922 fueron por definición frágiles.
Hubo cinco gobiernos -Nitti, Giolitti, Bonomi y Facta, éste dos veces- y un número mayor de crisis
ministeriales. Nitti gobernó entre junio de 1919 y junio de 1920 apoyándose en una precaria coalición de
centro izquierda: su gobierno no pudo resistir la doble impopularidad del episodio de Fiume y de las
duras medidas que hubo de tomar para hacer frente a la situación económica. Giolitti lo hizo entre junio
de 1920 y julio de 1921, apoyado por un heterogéneo bloque de centro. Salvó bien, dejando que el
conflicto se consumiera, las ocupaciones de fábricas del verano de 1920 y forzó a D'Annunzio a evacuar
Fiume (27 de diciembre de 1920) usando para ello al Ejército. Pero terminó por dimitir, también a la vista
del rechazo que suscitaron sus disposiciones -aumento de determinados impuestos- para enjugar el
déficit. Los gobiernos Bonomi (julio de 1921 a febrero de 1922) y Facta (febrero-julio y octubre de 1922)
fueron aún más débiles y fugaces. No le faltaba, por tanto, razón a Giolitti cuando dijo que la introducción
en 1919 del sistema de representación proporcional había sido una de las causas indirectas del triunfo
del fascismo. Pero el caso fue que el propio Giolitti contribuyó a ello. Convencido de que la nueva ley
electoral exigía la formación de grandes bloques nacionales, y confiado en que una política de atracción
acabaría por domesticar al fascismo, Giolitti fue a las elecciones de mayo de 1921 en coalición con
nacionalistas y fascistas. Eso les dio a éstos 35 diputados (entre ellos, Mussolini) y algo más valioso: la
respetabilidad política de que hasta entonces carecían. El oportunismo ideológico de Mussolini hizo el
resto. No abdicó de su radicalismo verbal. Incluso expresó su simpatía para con las ocupaciones de
fábricas y desde 1920, el fascismo inició la creación de corporaciones sindicales propias que captaron
miles de afiliados entre los desempleados. Pero aun así, Mussolini giró decididamente a la derecha.
Explotando el temor al peligro rojo suscitado por la agitación obrera y campesina de 1919-20, buscó el
apoyo de las organizaciones patronales y agrarias (Confindustria, Confagricultura, constituidas por
entonces). Su primer discurso en el Parlamento (21 de junio de 1921) sorprendió por su moderación.
Incluso rechazó el anticlericalismo y manifestó su respeto por la tradición católica y por el Vaticano. Fue
matizando al tiempo sus ideas sobre la Monarquía: apareció, por ejemplo, una tendencia monárquica
dentro del fascismo, encabezada por el líder del fascio de Turín, Cesare De Vecchio. En julio de 1921,
tras la muerte de 18 fascistas en un choque con los carabineros en la localidad de Sarzana, Mussolini
ofreció un pacto de pacificación a los socialistas (aunque, al tiempo, las escuadras fascistas continuaron
sembrando el terror en el norte de Italia: el 12 de septiembre, Rávena fue escenario de una de las más
violentas expediciones punitivas conocidas; días después, fue asesinado cerca de Bari el diputado
socialista De Vagno). Seguro del creciente apoyo popular al fascismo -se habló de riada de adhesiones a
lo largo de 1921-, Mussolini procedió a transformar lo que hasta entonces había sido un movimiento
indisciplinado y heterogéneo en un partido político. Lo que hizo fue integrar a los jefes locales del
escuadrismo (Grandi, Farinacci, Balbo) en una estructura nacional vertebrada y dar así al fascismo una
organización estable y un liderazgo indiscutible. El resultado fue el Partido Nacional Fascista creado en
el congreso celebrado en Roma del 7 al 9 de noviembre de 1921, que vino a ser una síntesis de lo que el
fascismo había sido hasta entonces. La presencia del escuadrismo en el partido ratificaba la naturaleza
violenta y totalitaria de la organización: Grandi habló en el congreso de socialismo nacional y de Estado
nacional-sindicalista. La adopción de un programa claramente moderado en todas sus líneas, que no
rechazaba la Monarquía y reconocía la función social de la propiedad privada, revelaba la voluntad del
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fascismo de gobernar a corto plazo. El PNF, cuyo primer secretario fue Michele Bianchi, tenía en el
momento de su constitución 320.000 afiliados. Cuando poco después, en febrero de 1922, cayó el
gobierno Bonomi y se procedió a la formación de un nuevo ministerio, Mussolini pudo advertir a la clase
política que en Italia ya no se podía ir contra el fascismo, que ya no era posible aplastarlo. De hecho, era
al contrario. Los fascistas estaban seguros de que el régimen agonizaba y prepararon abiertamente el
asalto al poder. A lo largo de 1922 multiplicaron las movilizaciones de masas en abierto desafío a las
autoridades. Lo característico fue la organización de "marchas" sobre las ciudades, esto es,
concentraciones disciplinadas y marciales de miles de fascistas uniformados y armados que, desfilando
tras sus banderas, ocupaban durante una horas calles, plazas y edificios de la localidad elegida y
procedían a "disolver" los ayuntamientos y a expulsar a las autoridades locales. El gobierno Facta no se
atrevió a usar la fuerza. Cremona, Rímini, Andria, Viterbo, Milán, Ferrara, Ancona, Brescia, Novara,
Bolonia- ocupada en mayo durante veinte días por unos 20.000 fascistas que forzaron la dimisión del
gobernador de la provincia-, Rovigo, Rávena y muchas otras localidades sufrieron las consecuencias.
Los socialistas y la Confederación Italiana del Trabajo convocaron para el 31 de julio de 1922 una huelga
general en defensa de la libertad. Fue un desastre. El contraataque fascista fue fulminante: movilizando
todos sus efectivos y extremando la violencia, los fascistas, y no las autoridades del Estado o la policía,
rompieron en apenas 24 horas la huelga y restablecieron el orden (en Parma, tras sufrir 39 muertos). La
conquista del poder estaba claramente a su alcance. Mussolini lo dijo explícitamente en Udine el 20 de
septiembre: "nuestro programa es simple, queremos gobernar Italia". En efecto, desde mediados de
octubre, los fascistas prepararon la "marcha sobre Roma", una movilización militarizada de todos sus
efectivos para converger desde distintas localidades sobre la capital y exigir el poder. Como prueba de su
fuerza, unos 40.000 "camisas negras" se reunieron en Nápoles el día 24 en un espectacular acto público
presidido por Mussolini. Se fijó el comienzo de la acción sobre Roma para el día 27; el asalto a la capital,
para el día 28. La fuerza del fascismo era, sin embargo, probablemente menor de lo que sugerían
aquellas formidables exhibiciones. Al menos, la "marcha sobre Roma", organizada por los
"quadrumviros" del partido -De Bono, Balbo, Bianchi y De Vecchio- fue un fracaso. Sólo lograron
concentrar unos 26.000 camisas negras, mal equipados y sin víveres: la lluvia que cayó torrencialmente
durante todo el día 27 impidió además que avanzaran. Roma estaba defendida por un contingente de
unos 28.000 soldados. Pese a ello, el fascismo fue llamado a gobernar el día 30. Llegó, pues, al poder,
pero no mediante la conquista revolucionaria del mismo sino como resultado de oscuras combinaciones
políticas, de intrigas palaciegas. Salandra, el líder conservador, que a lo largo de octubre había
mantenido contactos con Mussolini -como también lo habían hecho indirectamente Nitti y Giolitti, entre
otros- provocó la caída del gobierno Facta. Él y otros notables del régimen, como los generales Diaz y
Cittadini, convencieron al rey Víctor Manuel III para que no declarara el estado de guerra. El día 29, tras
fracasar en su intento de formar gobierno propio con participación fascista, Salandra aconsejó al Rey que
llamara al poder a Mussolini. En efecto, al día siguiente, 30 de octubre de 1922, Mussolini aceptaba el
encargo que formalmente le hacía el jefe del Estado y asumía la gobernación del país al frente de un
gobierno de coalición en el que, junto a cuatro ministros fascistas, estaban cuatro liberales, dos
populares, un nacionalista y algún independiente. Ese mismo día, miles de "camisas negras" desfilaban
por Roma proclamando el triunfo del fascismo.
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El régimen fascista
Benito Mussolini, cuyo gobierno fue ratificado por el Parlamento, tardó aún en crear un régimen
verdaderamente fascista. Ello se debió, primero, a que el fascismo carecía de ideas y programas claros,
coherentes y bien estructurados; y segundo, a que su llegada al poder había exigido evidentes
compromisos políticos. La "primera etapa" de gobierno fascista, de octubre de 1922 a enero de 1925, fue
así una "etapa de transición", en la que la vida pública (Parlamento, partidos, sindicatos, prensa) siguió
funcionando bajo una cierta apariencia de normalidad constitucional. Mussolini siguió en ese tiempo una
política económica liberal o por lo menos, no intervencionista y definida por la voluntad de favorecer el
libre juego de la iniciativa privada, lo que en la práctica significó privatizaciones (teléfonos, seguros),
incentivos fiscales a la inversión (los impuestos sobre los beneficios de guerra fueron reducidos),
drásticas reducciones de los gastos del Estado (por ejemplo, los militares) y estímulos a las
exportaciones. Favorecida por el relanzamiento de la economía mundial y de la propia demanda interna,
la economía italiana creció notablemente entre 1922 y 1925, sobre todo, el sector industrial cuyo
crecimiento medio anual fue del 11,1 por 100 -frente al 3,5 por 100 de la agricultura-, si bien al precio de
una inflación anual del 7,4 por 100 y de una pérdida del valor de la lira en las cotizaciones
internacionales. En cuestiones internacionales, Mussolini se mostró igualmente ambiguo y contradictorio.
Desde luego, no ahorró gestos que indicaban su oposición al tratado de Versalles y a la Sociedad de
Naciones, expresión de que la Italia fascista aspiraba a la revisión del orden internacional de 1919. Así,
en septiembre de 1923, Italia bombardeó y ocupó militarmente la isla griega de Corfú, tras el asesinato
poco antes de varios militares italianos que formaban parte de la delegación internacional que debía fijar
la frontera greco-albanesa. En enero de 1924, firmó con la nueva Yugoslavia, al margen de la Sociedad
de Naciones, un compromiso sobre Fiume, que pasaba a integrarse en Italia a cambio de concesiones
importantes sobre los territorios del entorno de la ciudad. Igualmente, Mussolini firmó acuerdos
comerciales con Alemania y la URSS -a la que reconoció enseguida- que contravenían cláusulas de la
paz de Versalles. Pero hubo también manifestaciones tranquilizadoras que parecían indicar que esa
misma Italia fascista, pese a la retórica imperial y expansionista de sus dirigentes, podría jugar un papel
internacional estabilizador. En diciembre de 1925, por ejemplo, firmó el tratado de Locarno, que
garantizaba la inviolabilidad de las fronteras de Alemania, Francia y Bélgica, de acuerdo precisamente
con el texto de Versalles. En 1928 se adhirió al pacto Kellog-Briand, suscrito por 62 naciones, en virtud
del cual se declaraba ilegal la guerra y en 1929, como veremos, Mussolini firmaba con el Vaticano los
acuerdos de Letrán. Con todo, Mussolini tomó antes de 1925 iniciativas políticas significativas. En
diciembre de 1922, creó el Gran Consejo Fascista, de 22 miembros, como órgano consultivo paralelo al
Parlamento. En enero de 1923, procedió a legalizar la Milicia fascista -creada en el congreso del partido
de 1921-, verdadero ejército del partido (uniformado y jerarquizado), colocándola bajo el control del
citado Gran Consejo y encargándole la defensa del Estado, lo que le convertía de hecho en un ejército
paralelo (y en efecto, unidades de la Milicia, que tendría oficiales propios y que llegaría a los 800.000
hombres en 1939 combatirían en Etiopía, en España y en la II Guerra Mundial). En febrero de 1923,
procedió a la fusión del partido fascista con los nacionalistas de Corradini y sus sucesores Rocco y
Federzoni. Más aún, en abril de 1923, Mussolini hizo aprobar al Parlamento una nueva ley electoral en
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virtud de la cual la lista que obtuviera más del 25 por 100 de los votos recibiría el 66 por 100 de los
diputados. Mussolini, por tanto, daba pasos hacia la fascistización de las instituciones, el control del
Parlamento y el partido único. En las elecciones de abril de 1924, en las que los fascistas recurrieron de
nuevo a formas extremas de violencia intimidatoria, Mussolini y sus aliados (nacionalistas, liberales de la
derecha y otros) lograron 374 escaños (de ellos, 275 fascistas) de una cámara de 535 diputados. La
oposición, integrada por liberales independientes (Giolitti, Amendola), populares, socialistas-reformistas
(expulsados del PSI en 1922 y liderados por Giacomo Matteotti), socialistas y comunistas, obtuvo 160
escaños. En términos de votos, la victoria fascista no había sido tan amplia: algo más de cuatro millones
de votos frente a los tres millones de la oposición. Pero la nueva ley electoral había dado al fascismo el
control del Parlamento. El giro definitivo hacia la dictadura y la creación de un sistema totalitario vino
inmediatamente después. La ocasión fue propiciada por la gravísima crisis política que siguió al
secuestro el 30 de mayo de 1924 y posterior asesinato por una banda fascista -con conocimiento previo
de la secretaría del partido- del líder de la oposición, Matteotti. El "delito Matteotti" pudo haber servido
para liquidar la experiencia fascista. El estupor e indignación nacionales, expresados por la prensa,
fueron extraordinarios. El crédito internacional del gobierno italiano sufrió un desgaste evidente. La
oposición se retiró del Parlamento, como forma de presionar al Rey. Destacados miembros del propio
partido fascista creyeron que se había ido demasiado lejos. Altos jefes del ejército, dirigentes de la banca
y la industria -que seguían viendo a Mussolini como un aventurero peligroso-, políticos de la vieja
oligarquía dinástica que hasta entonces habían visto con complacencia al fascismo, pensaron, y algunos
así lo hicieron saber, que Mussolini no debía seguir. Se habló hasta de un posible golpe de Estado contra
él. El gobierno quedó paralizado y sin iniciativa durante algunos meses. Hubo algunas dimisiones y
ceses resonantes. El secretario del PNF, Martinelli, fue detenido. Pero nada se hizo. La oposición,
dividida y debilitada, no acertó a canalizar la crisis. El Rey sostuvo en todo momento a Mussolini (que,
además, no tuvo problemas para que las nuevas cámaras, elegidas a su medida, le reiteraran la
confianza). Los escuadristas del partido fueron retomando la iniciativa. En agosto, las marchas fascistas
volvieron a las calles. Cuando el 12 de septiembre fue asesinado un diputado del partido, las escuadras
sembraron de nuevo el terror. Mussolini reaccionó: el 3 de enero de 1925, se presentó ante el
Parlamento y en un desafiante discurso que galvanizó a sus diputados y a todos los cuadros y militantes
del fascismo, asumió toda la responsabilidad "moral e histórica" de lo acaecido. El fascismo había
recobrado el pulso. Desde 1925, Mussolini y sus colaboradores procedieron a la creación de un régimen
verdaderamente fascista, esto es, de una dictadura totalitaria del partido. Las tesis sobre el "Estado
ético", encarnación ideal y jurídica de la nación, del filósofo Giovanni Gentile (1875-1944), ministro de
Educación en el primer gobierno Mussolini y uno de los hombres más influyentes en la formulación de
toda la cultura fascista, proporcionaron las bases ideológicas para la legitimación del ensayo totalitario.
"Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado": el mismo Mussolini resumiría así la
significación de la nueva y definitiva etapa de su régimen. El Estado encarnaba la colectividad nacional.
Su soberanía y su unidad frente a partidos, Parlamento, sindicatos e instituciones privadas resultaban
imprescriptibles. El régimen fascista italiano se concretó, como ha quedado dicho, primero, en una
dictadura fundada en la concentración del poder en el líder máximo del partido y de la Nación, en la
eliminación violenta y represiva de la oposición y en la supresión de todas las libertades políticas
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fundamentales; segundo, en una amplia obra de encuadramiento e indoctrinación de la sociedad a través
de la propaganda, de la acción cultural, de las movilizaciones ritualizadas de la población y de la
integración de ésta en organismos estatales creados a aquel efecto; tercero, en una política económica y
social basada en el decidido intervencionismo del Estado en la actividad económica, en una política
social protectora y asistencial y en la integración de empresarios y trabajadores en organismos unitarios
(corporaciones) controlados por el Estado; cuarto, en una política exterior ultra-nacionalista y agresiva,
encaminada a afianzar el prestigio internacional de Italia y a reforzar su posición imperial en el
Mediterráneo y Africa. En efecto, Mussolini había anunciado la dictadura en su discurso de 3 de enero de
1925 y de forma inmediata, además, había procedido a la retirada de periódicos, a la suspensión de los
partidos políticos y al arresto de numerosos miembros de la oposición. Luego, el 24 de diciembre de ese
año -días después de que un ex-diputado socialista intentara atentar contra su vida-, asumió poderes
dictatoriales en virtud de una ley especial: partidos y sindicatos quedaron legalmente prohibidos; la
prensa, incluidos los grandes periódicos como La Stampa e Il Corriere della Sera, quedó bajo control
directo del Estado. Mussolini gobernó en adelante por decreto ley. El 25 de noviembre de 1926 se
aprobaron la Ley de Defensa del Estado y las llamadas "leyes fascistísimas", obra todo ello del ministro
de justicia Alfredo Rocco (1875-1935), un destacado jurista procedente del partido nacionalista que fue,
de hecho, el creador del entramado jurídico del Estado totalitario. Aquel amplio paquete legislativo
incluyó, entre otras medidas, la creación de un Tribunal de Delitos Políticos y de una policía política, la
Obra Voluntaria de Represión Anti-fascista (la OVRA, organizada por Arturo Bocchini), el restablecimiento
de la pena de muerte, la disolución definitiva de los partidos y el cierre de numerosos periódicos. Unos
300.000 italianos se exiliarían (entre ellos Nitti, Sturzo, Salvemini, Turati); otros 10.000 fueron confinados
en islas apartadas (Lípari, Ustica, etcétera) o en pueblos remotos e insalubres. El dirigente comunista
Gramsci, detenido en 1926, murió sin recobrar la libertad en 1937. 26 personas -cifra insignificante
comparada con las atrocidades represivas de otras dictaduras- fueron ejecutadas (pero dirigentes de la
oposición en el exilio, como los hermanos Carlo y Nello Roselli fueron asesinados; y otros, como Piero
Gobetti y Giovanni Amendola murieron como resultado de palizas y agresiones infligidas impunemente
por escuadristas fascistas). En 1926, el régimen suspendió todos los Ayuntamientos electos y los
sustituyó por otros designados desde arriba, a cuyo frente se nombró, con las funciones de los antiguos
alcaldes, a una "podestà". Prefectos (gobernadores civiles) y sobre todo jefes locales del Partido
Nacional Fascista integraron así la administración local y provincial. En 1928, una ley transformó de raíz
el sistema electoral. Las elecciones consistirían en adelante en un plebiscito sobre una lista única
elaborada por el Gran Consejo Fascista, convertido así en órgano supremo del Estado. En las elecciones
de 1929, los votos sí fueron 8.506.576 frente a 136.198 votos negativos; en las de 1934, los primeros
alcanzaron la cifra de 10.045.477 y los segundos, 15.201. Las elecciones eran, pues, una farsa. El
Parlamento era simplemente una cámara oficialista sin más funciones que la aclamación de las
disposiciones legales del gobierno. En buena lógica, en 1939 fue sustituido por una Cámara de los
Fascios y de las Corporaciones. El culto al "Duce" (del latín dux: guía), título oficial adoptado por
Mussolini al llegar al poder --primer ministro de Italia y Duce del fascismo- fue parte esencial del Estado
fascista. Saludarle y vitorearle eran obligados siempre que aparecía en público. Los baños de multitud,
que Mussolini cultivó con asiduidad desde el balcón del Palacio Venecia, su residencia en el centro de
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Roma, eran continuamente interrumpidos por gritos de "Du-ce", "Du-ce". Una propaganda desaforada, a
la que se prestaba bien el histrionismo y la teatralidad del personaje, lo presentaba como un
superhombre de excepcional virilidad -se diría que recibía una mujer cada día- e incomparable capacidad
de trabajo: una luz del Palacio permanecía encendida por la noche para indicar que el Duce no dormía,
cuando lo hacía bien y largamente. Las fotografías oficiales lo presentaban como jinete, tenista, violinista,
piloto de avión o campeón de esgrima consumado, como un atleta musculoso y fuerte capaz de pasar
revista a sus tropas a la carrera. Se decía que conocía la obra de Dante de memoria, que lo leía y lo
sabía todo: "el Duce tiene siempre razón" sería uno de los más repetidos eslóganes del régimen. Se
tejió, en suma, una leyenda grotescamente adulatoria que poco tenía que ver con la mediocridad real de
Mussolini, pero que resultó operativa y eficaz y que contribuyó a reforzar aquella especie de mística
heroica y nacionalista que el fascismo había elaborado. El culto al Duce tuvo una proyección social
extraordinaria y como tal, fue parte principal en la obra de indoctrinación y encuadramiento sociales
emprendida por el fascismo. Para la integración de los jóvenes, atención prioritaria del régimen, se creó
el 3 de abril de 1926 dependiendo del Ministerio de Educación y del Partido la Opera Nazionale Balilla
(ONB), en la que en 1937 estaban integrados unos 5 millones de niños y adolescentes de ambos sexos
(de los 4 a los 18 años), divididos según edades en Hijos de la Loba, Balillas, Vanguardistas, Pequeñas
Italianas y Jóvenes Italianas, cada una de ellas a su vez estructurada en unidades de tipo pseudo-militar
(escuadras, centurias, cohortes, legiones) y todas vinculadas mediante juramento de lealtad personal al
Duce. Todas las demás organizaciones juveniles -como los "boy-scouts", por ejemplo- fueron prohibidas,
si bien las católicas acabaron por ser toleradas. Aunque la ONB, reorganizada en 1937 en la juventud
Italiana del Lictorio, tenía por objeto la educación física y moral de la juventud y centró sus actividades en
el deporte, las excursiones, los campamentos de verano y la cultura, la intencionalidad política era
evidente. Su lema era "crecer, obedecer y combatir": la juventud encarnaba las nuevas "levas fascistas" y
la ambición de la ONB era perpetuar la continuidad de la revolución de 1922. A través de la
Subsecretaría de Prensa y Propaganda (convertida en Ministerio de Cultura Popular en 1937), el
fascismo hizo igualmente de la cultura y del deporte vehículos de propaganda estatal y de indoctrinación
ideológica. Los dos ejes de su actuación fueron la exaltación de la romanidad y la italianización. En línea
con la incorporación de toda clase de símbolos y referentes del Imperio romano a los rituales y nombres
oficiales (Duce, Fascios, Líctores, la Loba, Legiones, etcétera), la Roma imperial fue objeto de atención
preferente: la Roma medieval fue, así, destruida a fin de abrir la Vía de los Foros Imperiales entre el
Coliseo y el Foro de Trajano. El arte oficial volvió hacia los modelos renacentistas y romanos. Mario
Sironi (1885-1961) creó una pintura fascista desde una visión estética a la vez ascética, viril, vigorosa y
heroica, que aplicó sobre todo a la pintura mural a la que, por su carácter social, creía particularmente
idónea para los objetivos del régimen. La escultura, ejemplificada por las 60 estatuas de mármol de
atletas desnudos hechas por distintos artistas para el Estadio de los Mármoles (1927-1932) del arquitecto
Enrico Del Debbio en el Foro Mussolini (Itálico) de Roma, por encargo de la ONB, retornó sin disimulo a
la estatuaria clásica. La arquitectura se debatió entre el clasicismo y el modernismo y por ello pudo, en
los mejores casos, incorporar elementos de las vanguardias racionalistas (como en la estación de
Florencia, obra de Pier Luigi Nervi, y en el Palacio del Trabajo, de Guerrini, La Padula y Romano en el
recinto de la EUR- Exposición Universal de Roma- diseñado entre 1937 y 1942 por el arquitecto Marcello
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Piacentini). Desde 1934 se organizaron los Lictoriales de la cultura y el arte, especie de congresos sobre
cuestiones políticas, literarias y artísticas que pretendían actualizar el espíritu de los juegos greco-
romanos y que eran meros fastos propagandísticos (aunque eso no excluyese la participación de
escritores y artistas, sobre todo jóvenes, de indudable valía y calidad). La italianización se reveló, por
ejemplo, en la imposición en el deporte de términos italianos como "calcio", "rigore", "volata" y
muchísimos otros acuñados expresamente para evitar anglicismos como fútbol, penalti o sprint, y afectó
sobre todo a la política educativa en las regiones con minorías étnicas significativas (228.000 alemanes
en Bolzano, casi medio millón de eslovenos y croatas en Venezia Julia). En 1927, el régimen que ya
controlaba la prensa, nacionalizó la radio e hizo de ella un formidable vehículo de propaganda oficial. En
1925, se había creado por iniciativa de Gentile un Instituto de Cultura Fascista- para llevar, como dijo el
filósofo, el fascismo a la cultura- y un año después, una Real Academia Italiana, con la misión de
promover los estudios de la cultura nacional y de velar por la pureza de la lengua y se impulsó con el
mismo objeto la labor del Instituto Dante Alighieri. El deporte, que era ya espectáculo inmensamente
popular, sobre todo el fútbol y el ciclismo, sirvió igualmente como catalizador del nacionalismo italiano y
como factor propagandístico de las concepciones raciales y viriles que alentaban en el fascismo. El culto
al deporte se convirtió en política oficial: la Educación Física quedó bajo control directo de la secretaría
del Partido. El régimen cuidó sobremanera su participación en los Juegos Olímpicos. Italia, hasta
entonces país marginal en esas competiciones, quedó en séptimo lugar en las Olimpiadas de 1924, en
segundo lugar en las de 1932 y logró más de veinte medallas en las de 1936. "Sus héroes del aire", los
aviadores -y entre ellos, el "cuadrumviro Balbo"- lograron por entonces un total de 33 récords mundiales.
Un boxeador, Primo Carnera, logró en 1933 el campeonato mundial de la máxima categoría. La selección
nacional de fútbol ganó el campeonato mundial en 1934 y 1938 y el olímpico en 1936. Todos esos éxitos
tuvieron una significación extradeportiva y política. Desde la perspectiva de la propaganda fascista, eran
la demostración evidente de que una nueva Italia -sana, joven, fuerte- estaba naciendo bajo el liderazgo
del Partido y su Duce. Por si fuera poco, el régimen fascista resolvió en 1929 el más delicado y difícil de
los pleitos diplomáticos y políticos de la reciente historia italiana, el problema del Vaticano, pendiente
desde la unificación del país en 1870. Los "pactos de Letrán", firmados el 11 de febrero de ese año por
Mussolini y el cardenal Gasparri, supusieron la reconciliación formal entre el Reino de Italia y la Santa
Sede, simbolizada en la construcción de la vía de la Conciliación entre el Castillo Sant'Angelo y la Plaza
de San Pedro. Italia reconocía la soberanía de la ciudad-Estado del Vaticano (palacios y parques del
Vaticano, diversos edificios en Roma y la villa pontificia de Castelgandolfo); la Santa Sede, a su vez,
reconocía al Reino de Italia y renunciaba a Roma. Se firmó, además, un Concordato: el gobierno italiano
reconoció la religión católica como única religión del Estado, indemnizó al Papa con una suma cuantiosa
(750 millones deliras en efectivo, más otros 1.000 millones en títulos del Estado) por las posesiones
confiscadas tras la ocupación de Roma en 1870 y concedió a la Iglesia importantes privilegios en materia
educativa. Los "pactos de Letrán" no significaron ni la catolización del fascismo -que continuó apelando a
la Roma clásica como afirmación de su identidad cultural e histórica- ni la fascistización de la Iglesia. En
1931, el Papa Pío XI criticó el totalitarismo, aunque sin aludir al fascismo, en su encíclica Non abbiamo
bisogno. La existencia y actuación autónomas de organizaciones juveniles católicas (Acción Católica,
Federación Universitaria de Católicos Italianos y otros) produjeron algún roce ocasional entre ambos
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poderes. Pero los pactos fueron un gran golpe de efecto que Mussolini -el ateo, que ni se casó por la
Iglesia ni bautizó a sus hijos hasta 1923, ahora "el hombre de la Providencia"- capitalizó con innegable
habilidad. La opinión católica italiana y las mismas órdenes religiosas, incluso jerarquías prestigiosas,
dieron al fascismo el apoyo que jamás dieron a la Italia liberal. El fascismo pudo celebrar en 1932 sus
primeros diez años en el poder, los "decenales", con un fasto estrepitoso. Churchill diría poco después
que Mussolini era el "más grande legislador vivo". Personalidades de gran relieve -Freud, Bernard Shaw,
Ezra Pound- expresaron igualmente su admiración por el Duce. El régimen fascista estaba plenamente
consolidado. La llegada de Hitler al poder en 1933 reforzó además su papel internacional. Temerosa del
revanchismo alemán, Francia buscó rápidamente una aproximación a Italia y, junto con Gran Bretaña,
intentó al menos impedir que se produjese -como en buena lógica se temió- un estrechamiento de
relaciones entre la Alemania nazi y la Italia fascista. Mussolini, que recelaba de las ambiciones de
Alemania sobre Austria y que no se entendió con Hitler cuando se reunieron por primera vez, en Venecia,
en junio de 1934, se pensó a sí mismo como el gran árbitro de la política europea, como el "fundador" de
una nueva Europa, como declaró en 1932 a su biógrafo Emil Ludwig. Posiblemente, su gran idea era el
Pacto de los Cuatro (Italia, Francia, Gran Bretaña, Alemania) que propuso en julio de 1933, como
garantía de la solidaridad y de la paz internacionales. Pero la actitud alemana lo hizo imposible. Italia
concentró un gran ejército en la frontera de Austria cuando en julio de 1934 tuvo lugar en aquel país el
intento de golpe de Estado pro-nazi que terminó con la vida del canciller Dollfuss. En cualquier caso,
Italia quiso asegurarse la amistad francesa con los acuerdos bilaterales de 7 de enero de 1935 -por los
que Francia venía a dejar vía libre a Italia en Etiopía- y aún, la de Gran Bretaña, en la reunión celebrada
en Stresa, en el Lago Mayor, en abril de 1935, entre representantes de Italia (Mussolini), Francia
(Flandin, Laval) y Gran Bretaña (MacDonald, Simon), donde pareció perfilarse un frente común entre los
tres países contra la actuación exterior alemana. Laval, ministro de Exteriores francés, dijo que en Stresa
Mussolini había aportado "un concurso indispensable al mantenimiento de la paz". Pocos meses
después, con la invasión de Abisinia, ese mismo Mussolini iba a asestar el mayor golpe que en la Europa
de la posguerra se había dado a la paz. A la vista de ese hecho, pudo sospecharse que, al firmar los
acuerdos con Francia y al adherirse al "frente de Stresa", Mussolini sólo había pretendido ganar tiempo y
asegurarse la neutralidad de Francia y Gran Bretaña de cara a la que era su gran ambición: la creación
de un nuevo Imperio romano que incluiría Libia, Somalia, Eritrea y Albania -donde Italia ejercía el
protectorado desde 1927-, algunas islas del Dodecaneso, tal vez una Croacia y una Eslovenia
independientes, Abisinia, donde Italia ejercía considerable influencia y donde Mussolini aspiraba a vengar
la derrota de Adua de 1896, y, si posible, algún territorio en Oriente Medio (preferentemente Siria), sin
descartar una posible conquista de Egipto y Sudán. Sin duda había mucho de verdad en aquellas
sospechas. Mussolini contempló la ocupación de Abisinia (Etiopía) desde 1932. Un choque entre tropas
etíopes e italianas en el oasis de Walwal, ocurrido el 5 de diciembre de 1934, le dio el pretexto. Un
formidable ejército italiano de unos 300.000 hombres, con aviones, carros de combate y gas letal, invadió
Abisinia, sin declarar la guerra, el 3 de octubre de 1935. A corto plazo, la guerra fue un extraordinario
éxito para Mussolini y suscitó además una genuina explosión de patriotismo en el pueblo italiano. A
medio y largo plazo, fue un error gravísimo (además de resultar, como otras aventuras imperialistas,
antieconómica. Resultó costosísima y las colonias no ofrecían nada a la economía italiana: en 1939 las
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posesiones africanas, Etiopía incluida, no representaban ni el 2 por 100 del comercio exterior del país).
Abisinia supuso el aislamiento internacional de Italia, decretado por la Sociedad de Naciones, y eso, a su
vez, tendría otras dos consecuencias decisivas: la intervención en la guerra civil española -para integrar
a la España de Franco en la esfera de influencia italiana- y la aproximación de Italia al único valedor que
tuvo en aquellos momentos, a la Alemania de Hitler. El 25 de octubre de 1936, Hitler y Mussolini
proclamaron la creación del "Eje Berlín-Roma". Italia quedó desde ese momento dentro de la órbita de
Alemania. Pronto se vería, además, que la suya era una posición de subordinación y dependencia. El
resultado último de todo ello fue la entrada de Italia en la II Guerra Mundial. Esa decisión fue la tumba del
fascismo. Tras tres años de derrotas ininterrumpidas, Mussolini fue cesado por el Gran Consejo Fascista
en julio de 1943 y arrestado. Liberado por un comando alemán y puesto por los alemanes al frente de
una República fascista del norte de Italia, Mussolini, que en 1932 había dicho a Ludwig que terminaría
por ser el hombre más grande del siglo, acabó sus días a finales de abril de 1945, tras ser ejecutado por
partisanos italianos, colgado por los pies, junto a su última amante y a otros quince jerarcas fascistas, del
techo de un garaje en una plaza de Milán

Sociedad y economía fascistas


El fascismo suprimió las libertades sindicales y prohibió las huelgas y los sindicatos de clase como
contrarios a la unidad y a los intereses nacionales. A raíz de la aprobación de la Ley de Relaciones
Laborales de 3 de abril de 1926, obra de Rocco, de la creación del Ministerio de las Corporaciones (2 de
julio de 1926) a cuyo frente estuvo Giovanni Bottai, el ideólogo del corporativismo, y de la publicación de
la Carta del Trabajo, debida también a Bottai y Rocco, el fascismo fue configurándose como un "Estado
corporativo" en virtud del cual los intereses privados, organizados en confederaciones patronales y
obreras, quedaban integrados unitariamente bajo la dirección del Estado al servicio de los intereses de la
colectividad. Corporativismo y acción social del Estado eran, así, las alternativas del fascismo al
capitalismo liberal y al socialismo obrero. En la práctica, ello supuso, en primer lugar, un alto grado de
dirigismo estatal en materia laboral. El Consejo Nacional de las Corporaciones, organismo consultivo
creado también en 1926 bajo control del ministro del ramo, coordinaba las actividades de los distintos
sectores económicos y regulaba las relaciones laborales, elaborando directamente los convenios
colectivos o arbitrando, mediante decretos obligatorios, los conflictos. La acción social del Estado se
concretó ante todo en la Opera Nazionale Dopolavoro (Obra Nacional de Descanso), creada el 1 de
mayo de 1925 bajo la tutela del Ministerio de Economía y luego (1927), de la secretaría del Partido
Nacional Fascista. El Dopolavoro consistió básicamente en la organización de actividades recreativas
para los trabajadores: casas de recreo, viajes, vacaciones, piscinas, instalaciones deportivas, centros de
cultura, salas de cine. Fue un éxito innegable. Ofreció a millones de obreros, campesinos y empleados
modestos -en torno a los 4,600.000 inscritos en 1940- una amplia variedad de posibilidades de recreo y
esparcimiento, tal vez sin equivalente en la Europa de su tiempo. Con razón pudo decir Achille Starace
(1889-1945), el secretario del Partido de 1931 a 1939 y principal artífice del culto al Duce, de la
ritualización totalitaria del fascismo, del desarrollo del deporte, de la organización Balilla y del propio
Dopolavoro, que éste explicaba la adhesión pasiva al régimen de una parte considerable de la población
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italiana. Con todo, fue en el ámbito económico donde el dirigismo estatal fascista se hizo más evidente.
Desde 1925-26, se dio por finalizada la etapa liberal y la economía italiana quedó sujeta a un creciente
control del Estado en razón de las concepciones nacionalistas y autárquicas del fascismo. En 1925, el
régimen lanzó, con el respaldo de toda su formidable maquinaria propagandística, su primera batalla, "la
batalla del trigo", con el doble objetivo en palabras oficiales de "liberalizar a Italia de la esclavitud del pan
extranjero" (las importaciones de trigo en 1924 se habían elevado a 2,3 millones de toneladas) y de
aumentar para ello sensiblemente la producción nacional mediante la extensión de la superficie cultivada
y la modernización de las técnicas de cultivo (fertilizantes, tractores, simientes, silos, etcétera). El
gobierno impuso, así, una fortísima elevación arancelaria para los trigos extranjeros y favoreció por
distintos métodos el cultivo nacional, por ejemplo, subsidiando los precios de la nueva tecnología agraria.
El resultado fue notable. Las importaciones cayeron drásticamente y la producción de trigo italiano
aumentó de la media de 5,39 millones de toneladas anuales de los años 1921-25 a una media de 7,27
millones de toneladas anuales para los años 1931-35. El éxito tuvo graves contrapartidas, pues se hizo a
costa del abandono de pastos -que arrastró a la ganadería vacuna y a la industria láctea- y de cultivos de
exportación esenciales a la economía italiana como el viñedo, los cítricos y el olivo. Pero ello quedó
oculto por la propaganda oficial. En 1927, vino la "batalla de la lira" y en 1928, "la batalla de la
bonificación". Por la primera, Italia, en parte por razones de prestigio ante la caída de su moneda, en
parte por combatir la inflación, revaluó la lira hasta la llamada "cuota noventa" (paridad 1 libra: 90 liras,
frente al valor anterior de 1 libra: 150 liras) y procedió paralelamente a elevar los tipos de interés, a
reducir la circulación monetaria y los costes salariales (los salarios fueron reducidos en un 20 por 100 en
1927), medida ésta compensada por la reducción de la jornada laboral y por la concesión de distintas
formas de beneficios sociales para las clases modestas como subsidios a familias numerosas,
vacaciones pagadas, paga extraordinaria de Navidad y mejoras en los seguros de enfermedad y
accidentes (además del Dopolavoro). La "batalla de la lira" produjo una gran estabilidad de precios y
hasta una disminución del coste de la vida, estimada en un 16 por 100 entre 1927 y 1932. Lógicamente,
perjudicó al comercio exterior, pero con todo, el Producto Interior Bruto creció notablemente, y
determinados sectores -construcción, electricidad, química, metalurgia- registraron altas tasas de
crecimiento. La Italia fascista tuvo, además, suerte. Las medidas de 1927 harían que el país aguantara
bien la gran crisis internacional de 1929 o que, al menos, le afectara de forma menos dramática que a
otros países. Sufrieron ciertamente algunos sectores, como el agrícola y el manufacturero. El empleo
industrial, por ejemplo, disminuyó en un 7,8 por 100 anual entre 1929 y 1932 (si bien se recuperó
notablemente desde ese año). Pero otros sectores, como la construcción, la industria eléctrica, los
transportes y el comercio, continuaron prosperando. La balanza de pagos italiana se cerró con superávit
en 1931 y 1932. La "batalla de la bonificación", o desecación de grandes zonas pantanosas de la
Toscana y de la región del Pontino, cercana a Roma, para su conversión en tierra arable y su
colonización -mediante la creación de poblados, construcción de carreteras y pantanos, y repoblación
forestal-, fue en cambio un fracaso pese a lo que dijera la propaganda oficial y aunque tuviera
beneficiosas consecuencias sanitarias. Los resultados quedaron muy por debajo de los objetivos
oficiales: no se alcanzó ni siquiera el 10 por 100 de lo previsto. Se desecaron sólo unas 250.000
hectáreas (y no las casi 5 millones planeadas) y apenas si se asentaron unos 10.000 campesinos. El
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diseño económico fascista se completó con grandes inversiones públicas en obras de infraestructura y
con la creación de un gran sector público tras la constitución en 1933 del IRI (Instituto para la
Reconstrucción Italiana), que hizo del Estado en muy pocos años el principal inversor industrial. Las
inversiones se concentraron en la construcción de pantanos -elemento sustancial para la electrificación
del país y para la renovación de la agricultura- y en el trazado de autovías. Milán y Turín, Florencia y el
mar, Roma y la costa, quedaron unidos por grandes autopistas, únicas en Europa. El fascismo electrificó
la red ferroviaria prácticamente en su totalidad. La producción italiana de energía eléctrica, dominada por
la empresa Edison, pasó de 4,54 millones de kilovatios-hora en 1924 a 15,5 millones en 1939 (cinco
veces más, por ejemplo, que la de España). La producción de acero, a favor de las grandes obras del
Estado y del proteccionismo arancelario, subió de 1 millón de toneladas en 1923 a 2,2 millones en 1939.
El régimen fascista hizo del IRI la pieza fundamental del Estado corporativo y lo presentó como uno de
los grandes logros de la dictadura. Lo que el IRI hizo fue nacionalizar, mediante la compra de acciones,
muchas de las grandes empresas industriales y proceder luego, merced a la intervención del Estado, a
modernizarlas y hacerlas eficaces y competitivas. En 1939, el IRI controlaba tres de las grandes
siderurgias del país -entre ellas, los altos hornos de Terni-, algunos de los mejores astilleros (como los
Arnaldo), la telefónica, la distribución de la gasolina -para lo que se creó la AGIP, Agencia Italiana de
Petróleos, con grandes refinerías en Bari y Livorno-, las principales empresas de electricidad, las más
importantes líneas marítimas -cuya flota se renovó con barcos de gran lujo como el Rex- y las incipientes
líneas aéreas. El Estado controlaba así los centros neurálgicos de la economía nacional. Italia parecía a
punto de conseguir un altísimo grado de independencia económica, uno de los viejos sueños del
nacionalismo italiano que el fascismo veía, además, como condición esencial para la realización de la
política internacional imperial y de prestigio que ambicionaba para su país (y a lo que se encaminaba la
política de construcción de armamentos y material de guerra impulsada por el gobierno). Cuando en
1935 la Sociedad de Naciones ordenó el "bloqueo internacional" contra Italia como castigo por la
invasión de Abisinia (2 de octubre), el país parecía disponer de los recursos económicos para resistir. Es
más, Italia respondió elevando las cuotas a la importación, impulsó una política de substitución de
importaciones -que favoreció sobre todo a las grandes empresas tanto privadas como del IRI- y reforzó
los controles estatales sobre la economía nacional (precios, salarios, circulación monetaria): la autarquía,
hasta entonces aspiración ideológica del fascismo, pasó a ser una realidad. Las realizaciones
económicas y sociales del fascismo no fueron, por tanto, en absoluto desdeñables. Ciertamente, ello se
hizo a costa de un gigantesco gasto público y de enormes déficits. El proteccionismo favoreció los
monopolios de las grandes empresas tradicionales (Fiat, Pirelli, etcétera) y la supervivencia de empresas
pequeñas, poco competitivas y de producción de ínfima calidad: la II Guerra Mundial pondría de relieve la
impreparación, pese a todo, de la industria italiana. El fascismo poco o nada hizo respecto al gran
problema económico italiano, el problema del Mezzogiorno, el atraso secular del Sur. La política del trigo
benefició principalmente a los grandes latifundistas; las desecaciones y nuevas colonizaciones, como se
ha indicado, fracasaron. La "ruralización de Italia" que el fascismo prometió en 1925 fue otro eslogan
vacío más. La población rural siguió sin otra alternativa a la pobreza que la emigración: unas 500.000
personas emigraron durante los años 1922-1940 hacia Milán, Turín, Génova y Roma (que dobló su
población entre 1921 y 1941); otras 650.000 lo hicieron a Francia, y millón y medio a Estados Unidos,
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Argentina, Brasil, África, Australia y otros países. Pero así y todo, se habían hecho grandes obras de
infraestructura. La Italia urbana se había electrificado. El país tenía a su disposición un gran sector
público, por lo general eficiente. El PIB registró un crecimiento sostenido anual de un 1,2 por 100 entre
1922 y 1939 -crecimiento muy superior al de la población- y la producción industrial había crecido en el
mismo tiempo al 3,9 por 100 anual. Todo ello, más la política asistencial del fascismo, la estabilidad de
los precios, la seguridad pública impuesta por la policía- que incluso logró grandes éxitos contra la Mafia
siciliana-, explicaría el alto grado de consenso nacional que la dictadura y Mussolini habían conseguido.

EXPANSIÓN DE LOS FASCISMOS

Mucho antes de su abrupto final en 1945, el fascismo italiano suscitó considerable interés en toda
Europa. Tanto el golpe de Estado de septiembre de 1923 del general español Primo de Rivera, que no
era fascista, como la intentona de Hitler en Munich en noviembre de 1923, tuvieron como referente último
el caso italiano de 1922. El fascismo adquirió pronto un auge desigual pero evidente. El partido nazi
alemán, el NSDAP, se creó en 1920 a partir de un grupúsculo anterior, el Partido Alemán de los
Trabajadores de Anton Drexler, y que en noviembre de 1923 tenía ya 55.287 afiliados. Para entonces
disponía de diario propio, el Völkischer Beobachter (El observador del pueblo), fuerzas paramilitares
uniformadas, las SA (Sturm Abteilung, Secciones de choque), dirigidas por Ernst Röhm, un emblema
espectacular -la bandera roja con un círculo blanco en su centro y sobre éste, una "svástica" negra-, y un
programa de 25 puntos elaborado por su líder Adolf Hitler (1889-1945). En 1932, con 230 diputados,
13.745.781 votos (cerca del 40 por 100) y un millón de afiliados, el NSDAP era ya el primer partido de
Alemania. Los ejemplos italiano y alemán repercutirían decisiva pero contradictoriamente en Austria. Un
primer fascismo, inspirado y financiado por el italiano, surgió, bajo la dirección del príncipe Ernst
Starhemberg, de las "guardias nacionales", la Heimwehr o Defensa del país, las milicias nacionales
creadas en 1919-20 como cuerpos fronterizos tras la disolución del Ejército (movimiento que en 1930
contaba con unos 200.000 afiliados). Pero, en 1926, nazis austríacos crearon el Partido Nacional-
Socialista, dirigido por Walter Riehl, un partido proalemán y partidario del Anschluss, la unión de
Alemania y Austria, claramente adverso, por tanto, a las tesis del nacionalismo austríaco de la Heimwehr
y Starhemberg. En Hungría habían surgido también desde 1919-20 numerosos grupos, ligas y
movimientos de naturaleza y significación fascista o filofascista, ultraderechistas y nacionalistas. Pero la
dictadura de Horthy (1920-1944) o impidió su desarrollo o terminó por absorberlos: Gyula Gömbos, un
oficial del Ejército vinculado a uno de los grupos fascistas creados en 1919, sería nombrado primer
ministro en 1932. Hubo una excepción: el Partido de la voluntad Nacional (o Movimiento Hungarista o La
Cruz y la Flecha dado que el emblema del partido era una cruz flechada), creado en 1935 por fusión de
varios de aquellos grupúsculos y dirigido por otro oficial, Ferenc Szalasi, cristalizaría en un verdadero
movimiento de masas, con amplio apoyo campesino y obrero. En las elecciones de 1939, por ejemplo,
La Cruz y la Flecha obtuvo cerca de 750.000 votos -de un electorado de dos millones y medio- y 31
escaños (en una cámara de 259 diputados). Sólo otro movimiento fascista adquirió fuerza comparable en
la Europa central y del este: la Guardia de Hierro rumana (o Legión del Arcángel San Miguel, según su

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nombre original), creada en 1927 por Corneliu Z. Codreanu (1899-1938), un estudiante nacionalista,
visionario y fanático -al estilo de Hitler-, movido, además, por una especie de misión de salvación
cristiana de Rumanía. Movimiento violento que a partir de 1932 recurrió a la acción terrorista, la Guardia
de Hierro obtuvo, en las elecciones de 1937, 66 de los 390 escaños del Parlamento, lo que hizo de ella la
tercera fuerza del país. La instauración en 1938 de la dictadura del rey Carol detuvo, sin embargo, su
ascensión: catorce dirigentes del partido, entre ellos Codreanu, fueron violentamente eliminados. En los
demás países de esa región europea, los movimientos fascistas no tuvieron tanta importancia. En
Checoslovaquia hubo dos minúsculos partidos seudofascistas cuya fuerza electoral fue prácticamente
nula. Incluso, el régimen que Hitler impuso en la Eslovaquia independiente que creó tras invadir y dividir
el país en marzo de 1939 fue un régimen -dirigido por el Partido Popular Eslovaco de Andrej Hlinka y
Monseñor Tiso- de significación cristiana y tradicionalista más que fascista o nazi (aunque fuera
fanáticamente antisemita). En Yugoslavia, en 1929 se creó, con financiación italiana, la Ustacha
("Insurgencia") croata, que fue más una organización terrorista clandestina que un movimiento de masas,
y que sólo llegó al poder impuesta por el Ejército alemán, que, tras invadir Yugoslavia, creó en 1941 una
Croacia independiente. En Bulgaria y Grecia, en Polonia y en los nuevos Estados bálticos (Estonia,
Letonia y Lituania) los movimientos declaradamente fascistas fueron aún menos significativos. La
evolución del fascismo en las democracias de la Europa occidental y del Norte fue igualmente
contradictoria y ambigua. En Francia, donde Acción Francesa había creado desde 1899 el núcleo
principal de las ideas del nacionalismo reaccionario del siglo XX, proliferaron desde los años 20 las ligas,
movimientos y grupos fascistizantes, pero casi ninguno adquirió fuerza política de relieve, entre otras
razones porque la mística antifascista creada a partir de 1933 por la izquierda y sobre todo por escritores
e intelectuales ganó en Francia la batalla de las ideas. La misma Acción Francesa derivó con el tiempo
hacia el tradicionalismo monárquico, y en los años treinta, era una asociación abiertamente elitista,
prestigiosa en medios intelectuales y universitarios católicos y aristocráticos, y hostil a la idea misma de
la movilización de masas. En 1925, Georges Valois, que procedía de Acción Francesa, creó el primer
movimiento francés de inspiración fascista, Faisceau, una traducción literal de la palabra italiana fascio,
un fascismo sindicalista y de izquierda que llegó a disponer de unos 150 grupos locales pero que, falto
de apoyos, se disolvió en 1928. En 1927, se creó, bajo la presidencia del teniente coronel De La Rocque,
la asociación de ex-combatientes Croix de feu (Cruz de fuego), liga de carácter ultranacionalista, con
secciones femeninas y juveniles, que, fusionada con otros movimientos similares, llegó a tener unos
100.000 afiliados en 1934. Se dotó de un ritual fascistizante (grandes mítines de masas, desfiles,
maniobras motorizadas) y pudo haber constituido el fundamento de un fascismo francés: pero la
ideología cristiana y tradicionalista -familia, patria, trabajo- de La Rocque y de muchos de sus
seguidores, sus contactos con la derecha liberal republicana (y no, con los enemigos de la República
francesa) y la moderación política en momentos cruciales de La Rocque, hicieron de las Croix-de-feu un
movimiento más próximo a la derecha católica conservadora que al fascismo (al extremo que, en un
gesto de pacificación ante la creciente polarización de la vida francesa, el movimiento se autodisolvió en
junio de 1936. La Rocque creó de inmediato el Partido Social Francés, que aceptó las instituciones
republicanas y que, hasta su desaparición en 1940, se alineó con la derecha conservadora francesa). Un
antiguo colaborador de Valois, Marcel Bucard, quiso revivir el fascismo puro y en 1933 creó, con dinero
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italiano y al estilo italiano -uniforme de camisas azules y boinas vascas-, el francismo: tampoco jugó
papel significativo alguno. Sólo lo jugó el Partido Popular Francés, creado en julio de 1936 por Jacques
Doriot (1898-1945), un obrero metalúrgico, militante socialista primero y luego, desde 1920,
destacadísimo dirigente comunista -en 1931 sería elegido alcalde de Saint-Denis, el distrito rojo por
excelencia de la región parisina-, expulsado en 1934 del Partido Comunista por su apoyo a la idea de un
frente común de la izquierda (entonces todavía idea execrable para la dirección del PC). Pero incluso el
éxito del PPF -300.000 afiliados en 1938, de ellos un 55-65 por 100 obreros- fue efímero: su actitud
abiertamente proalemana le desacreditó en un país donde el sentimiento antialemán tras la guerra
franco-prusiana y la I Guerra Mundial era casi consustancial con la identidad nacional (de ahí, la
paradójica contradicción en que incurrieron el nacionalismo francés del siglo XX y muchos de los grupos
y organismos citados: terminar integrados en el régimen formado en Vichy en 1940 por el mariscal Pétain
tras la invasión alemana, como colaboracionistas de las fuerzas de ocupación y de los gobiernos títere
impuestos por Hitler). El caso de Bélgica fue parecido: proliferación en los años veinte de ligas y
movimientos de ex-combatientes de carácter ultranacionalista, aparición relativamente tardía (diciembre
de 1935) del único movimiento fascista políticamente relevante, el movimiento Christus Rex o rexista, de
Léon Degrelle -11 por 100 de los votos y 21 escaños en 1936-, un fascismo monárquico de inspiración
católica y populista, colaboracionismo posterior con la ocupación alemana. En Gran Bretaña, la Unión
Británica de Fascistas creada en 1932 por el carismático e inteligente Oswald Mosley, un aristócrata
militante durante años del partido laborista y ministro con este partido en 1929, no logró romper la
estabilidad tradicional del sistema de partidos ni hacer del nacionalismo un factor de movilización política
porque, como quedó dicho, parlamentarismo y liberalismo constituían desde el siglo XIX parte esencial e
irrenunciable de la cultura política inglesa, y porque el tipo de ritual e ideas que Mosley quiso introducir
-uniformes, marchas militares, antisemitismo- eran ajenos a los hábitos de comportamiento y a la
sensibilidad del pueblo británico. En Holanda, parte de la gran comunidad germánica en los esquemas
nazis, y en los países escandinavos, la influencia alemana, notable en muchos aspectos de la vida social
y cultural, no fue suficiente para que los partidos de ideología nazi que se crearon -y se crearon varios-
lograran apoyos significativos. Las excepciones fueron el Movimiento Nacional-Socialista holandés,
creado en diciembre de 1931 por Anton Mussert -copia exacta del partido nazi alemán, con tropas de
asalto, camisas negras, organización sindical y juvenil-, que llegó a tener unos 52.000 afiliados (en 1935)
y a alcanzar el 8 por 100 de los votos -unos 300.000- en las elecciones provinciales de 1935; y el
movimiento finlandés Lapua (luego, Movimiento Patriótico Popular) que en 1936 obtuvo el 8,3 por 100 del
voto popular. No fueron, por tanto, excepciones formidables. En Suecia y Dinamarca, los partidos
fascistas o nazis no llegaron siquiera a alcanzar la barrera del 2 por 100 de los votos. Tampoco en
Noruega, contra lo que pudiera creerse visto el apoyo que los pro-nazis noruegos de Vidkun Quisling
dieron a la invasión alemana de 1940 (Quisling, además, presidió entre 1942 y 1945 el gobierno
impuesto por los alemanes): el partido de Quisling, la Unión Nacional Noruega, obtuvo en 1936 26.576
votos, menos también del 2 por 100 y a gran distancia de laboristas (618.616 votos), conservadores
(310.324), liberales (232.784) y agrarios (168.038). Además, el rexismo belga, el nacional-socialismo
holandés y el Movimiento Patriótico finlandés perdieron votos en las elecciones que con posterioridad a
las citadas en el texto se celebraron en sus respectivos países antes de la II Guerra Mundial. El fascismo
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no prosperó en los países, como los mencionados, donde los valores democráticos, parlamentarios y
constitucionales impregnaban ya profundamente la vida política. El fascismo distaba, pues, de ser un
fenómeno genérico y homogéneo. Las diferencias, por ejemplo, entre el nacionalsocialismo alemán y el
fascismo italiano eran, como se verá más adelante, considerables. En Austria, profascistas y pro-nazis
estaban profunda y violentamente enfrentados: la Heimwehr aplastaría en julio de 1934 el intento
insurreccional de los nazis austríacos. El rexismo belga era exaltadamente católico y la Guardia de
Hierro rumana era de inspiración cristiana: la mayoría de los fascismos eran, sin embargo,
aconfesionales, ateos o anticlericales. La Ustacha croata y la Guardia rumana recurrieron al terrorismo.
Fascistas italianos y nazis alemanes hicieron de la violencia callejera una forma de acción política y de
intimidación de la población: La Cruz y la Flecha húngara renunció explícitamente al uso de la violencia.
La mayoría de los fascismos fueron movimientos interclasistas, con apoyo preferente en las pequeñas
burguesías urbanas y rurales, y militancia mayoritariamente joven. Pero el PPF francés fue un partido
obrero, la Guardia de Hierro rumana la integraron sobre todo, estudiantes y campesinos, el rexismo
belga sólo estudiantes, y La Cruz y la Flecha húngara fue un movimiento de desempleados, estudiantes
y campesinos sin tierras. Mussolini y Hitler eran de origen modesto y oscuro. La elite nazi la integraban,
como la del fascismo italiano, seudo-intelectuales, tipos desclasados e inadaptados. Starhemberg y
Mosley, por el contrario, eran aristócratas; Doriot, obrero de fábrica; Szalasi, militar; Codreanu,
estudiante; Mussert, ingeniero; Ante Pavelic, el líder de la Ustacha croata, abogado; Degrelle, periodista;
Quisling, ex-oficial de artillería. En suma, los distintos fascismos europeos fueron fenómenos singulares y
particulares definidos por su propia especificidad. Pero tenían estilos, ideas, programas y hasta
mentalidades comunes, si bien combinados en grados muy distintos: ultra-nacionalismo, elementos
militaristas e imperialistas, antiliberalismo, anti-comunismo, sindicalismo nacional, agrarismo, populismo,
culto al líder y a la fuerza, autoritarismo, mística del heroísmo, de la acción y de la violencia y un estilo
militar y disciplinadamente ritualizado.

EL FASCISMO ALEMÁN

Sólo la dictadura alemana establecida a raíz de la llegada de los nazis al poder el 30 de enero de 1933
fue una dictadura radicalmente totalitaria. Algunas de las dictaduras europeas (Hungría, Rumanía,
Bulgaria) -y el régimen fascista italiano- se integraron en el nuevo orden que Hitler intentó crear a partir
de 1939. Otras (Austria, Grecia, Polonia) sucumbieron ante él; una, Portugal, quedó al margen. Con todo,
las diferencias entre el nacional-socialismo alemán y el mismo fascismo italiano -arquetipo, como es
lógico, del fascismo- eran considerables. Hitler tenía algún punto en común con Mussolini al que, al
menos hasta los años de la II Guerra Mundial, admiró sinceramente. Ambos eran de origen modesto y
oscuro. De Mussolini ya se dijo algo anteriormente. Hitler, austríaco de nacimiento, hijo de un funcionario
de aduanas y de una criada, mal estudiante (quiso, sin éxito, estudiar Bellas Artes), vivió hasta 1914, en
Viena y Munich, una vida anodina y mediocre, con graves dificultades. Mussolini y Hitler lucharon como
voluntarios en la I Guerra Mundial. Hitler se incorporó al ejército bávaro (no al austríaco) y ganó dos
Cruces de Hierro al valor. Pero sus personalidades no eran idénticas. Hitler era ante todo un
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desequilibrado, un iluminado de psicología seudodelirante y oratoria ciertamente electrizante, y también
hombre de aguda inteligencia política y gran capacidad para la maniobra y la intriga. Sobre todo, la
mezcla atropellada de nacionalismo fanático, fantasías racistas pangermánicas, antisemitismo
patológico, voluntad de dominio mundial y simplificaciones geopolíticas que definían al nacional-
socialismo y que Hitler resumió en su libro Mein Kampf (Mi lucha), que escribió en la cárcel y publicó con
gran éxito en 1925, era por completo ajena al mundo intelectual en que se movía el fascismo italiano.
Mussolini sólo aprobó leyes antisemitas en 1938, cuando Italia era un Estado satélite de Alemania. Hasta
esa fecha, la comunidad judía italiana convivió cómodamente bajo el fascismo. Una intelectual veneciana
de esa ascendencia, biógrafa y amante del Duce, Margherita Sarfatti, fue una de las inspiradoras del
movimiento artístico y cultural Novecento, que, basado en la idea de un retorno al espíritu y estética del
Renacimiento, llegó a hacer en algún momento -en la década de 1920- las veces de cultura oficial del
fascismo. Y a la inversa, el corporativismo, casi definidor del proyecto italiano, no existió en el nacional-
socialismo. La importancia del Partido fue mucho mayor en la Alemania nazi que en la Italia fascista. Ésta
fue desde luego menos totalitaria y violenta que la dictadura alemana. Mussolini interfirió poco en la
burocracia, la justicia y el Ejército. La represión italiana fue comparativamente menor. Pese a su
encuadramiento en la organización Balilla, las juventudes italianas siguieron siendo educadas más en la
pedagogía tradicional católica que en el fascismo. La sociedad italiana veía incluso con distanciada ironía
los rituales y fastos del fascismo: la figura de Starace, el servil y vanidoso secretario del Partido, fue
literalmente destruida por los numerosos, divertidos y crueles chistes que a su costa circularon. Todo ello
fue imposible (e impensable) en la Alemania nazi. El tipo especial de liderazgo de Hitler, el carácter
paramilitar del Partido, el antisemitismo, el uso formidable de la propaganda -que hizo del principio
político del Führer la clave del Estado-, la violencia represiva, los componentes míticos y raciales que
impregnaban su nacionalismo, hicieron de la dictadura alemana y del nacional-socialismo algo distinto de
otros fascismos europeos. Su base social era, sin embargo, parecida a la del fascismo italiano:
elementos de todas las clases sociales, pero con presencia mayoritaria de sectores de las pequeñas
burguesías urbanas y rurales y muy fuerte representación de jóvenes. El nacional-socialismo surgió en
un país con una fuerte tradición nacionalista y en un país derrotado, lo que hizo que los nazis pudieran
exacerbar los sentimientos nacionalistas de la población. La democracia alemana, la República de
Weimar, fue una democracia débil, condicionada, como quedó dicho, por su origen -aceptación del
humillante tratado de Versalles- y por una gran inestabilidad gubernamental. Que en 1925, Hindenburg,
el "héroe de la guerra", resultara elegido presidente de la República con fuerte apoyo popular (14,6
millones de votos, un millón más que el candidato socialista, Wilhelm Marx) fue ya bien significativo. La
prosperidad económica de los años 1924-28 hizo creer que, pese a todo, la República podría
estabilizarse. Precisamente esos fueron los años en los que el partido nazi, el NSDAP, aun sobreviviendo
al fracaso del "putsch de la cervecería" de 1923 y al encarcelamiento de Hitler, vio que su influencia y
actividad disminuían considerablemente. Pero cuando la crisis de 1929 rompió el equilibrio económico y
político del país, el ascenso de los nazis fue imparable. En efecto, las consecuencias inmediatas de
aquella crisis -que en Alemania se notaron ya en el último trimestre de 1929- fueron la ruptura de la
coalición gubernamental entre socialistas y populares que había sido el principal soporte de la República,
la formación de una liga patriótica entre la derecha nacionalista de Alfred Hugenberg y los nazis contra el
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Plan Young (el nuevo esquema para pagar la deuda alemana trazado por el financiero norteamericano
Owen D. Young) y una polarización acusada. Los resultados de las elecciones de 1930 vieron ya un
espectacular aumento del voto de nazis y comunistas. Los nazis ganaron unos 6 millones de votos
respecto a las elecciones anteriores (1928) y pasaron de 13 a 107 diputados, y de un 2,6 por 100 a un
18,3 por 100 del voto; los comunistas, el KPD, pasaron de 54 a 77 escaños. El trasvase de votos de los
partidos de centro y de la derecha moderada a los nazis fue evidente. Desde 1929-30 se agudizaron
todas las tensiones de la sociedad alemana. El desempleo aumentó hasta llegar a la cifra de 6 millones
en 1932. Reapareció la inseguridad económica: por temor a quiebras en cadena, los bancos estuvieron
cerrados entre el 13 de julio y el 5 de agosto de 1931. La radicalización de las actitudes políticas se
acentuó. La política del gobierno del canciller Brüning -un gobierno de coalición de centro-derecha, sin
mayoría en el Reichstag, formado a fines de marzo de 1930- fue una política deflacionista correcta
(recortes del gasto público, mayores impuestos, aplazamiento del pago de la deuda, control de precios y
salarios), pero resultó muy impopular. Los nazis capitalizaron en su favor el clima de incertidumbre y
malestar social creado por la crisis. En las elecciones presidenciales del 10 de abril de 1932, en las que
Hindenburg fue reelegido, Hitler obtuvo 13 millones de votos (Hindenburg, 19 millones; Ernst Thaelmann,
candidato comunista, algo más de 3 millones). En las elecciones generales de 31 de julio de 1932, los
nazis, con 230 diputados y 13.745.781 votos, el 37,3 por 100 del voto popular, fueron ya el primer partido
del país; lo siguieron siendo tras las nuevas elecciones del 6 de noviembre de ese año pese al retroceso
de un 4 por 100 de votos que sufrieron. Hitler representaba, evidentemente, un hecho nuevo, y a su
manera revolucionario, en la política alemana. Llegó al poder ante todo por el apoyo popular que él y su
partido supieron conquistar. Pero lo hizo también con ayuda de la derecha tradicional. La alianza con
Hugenberg de 1929 le dio la respetabilidad política de que hasta entonces carecía. Las intrigas y
maniobras del viejo Presidente Hindenburg (85 años en 1932) y de su camarilla jugaron a su favor.
Hindenburg cesó a Brüning en mayo de 1932 y encargó el gobierno a Franz von Papen (1879-1969), un
diplomático vinculado a altos círculos de la aristocracia, con fuertes apoyos en los medios financieros y
militares, que se propuso controlar a los nazis y devolver así la confianza a los grandes grupos
económicos e inversores. Hindenburg, luego, en diciembre de 1932, no apoyó en cambio suficientemente
a Kurt von Schleicher, otro aristócrata y militar distinguido, que formó gobierno (tras cesar Von Papen,
derrotado en el Parlamento) con la idea de lograr una nueva alianza con los católicos y los socialistas
para detener el avance de nazis y comunistas. Finalmente, Hindenburg nombró canciller a Hitler el 30 de
enero de 1933 a instancias de von Papen -vicecanciller en ese gobierno-, creyendo que no sería difícil
controlar y manejar al líder nazi. Hitler, además, recibió apoyos financieros de algunos industriales como
Fritz Thyssen, magnate siderúrgico, Emil Kirchdorf y Friedrich Flick, grandes propietarios de minas de
carbón, de los banqueros Von Stauss y Von Schröder y de algún otro (si bien el número de grandes
capitalistas nazis fue escasísimo, las grandes entidades e instituciones patronales y financieras no
apoyaron a Hitler, e industriales, financieros y hombres de negocios influyeron poco o nada en las
decisiones que tomó una vez en el gobierno). Pero otras circunstancias favorecieron igualmente el
ascenso de Hitler al poder. La salida de los socialistas del gobierno en 1930 fue un error: no volvió a
haber gobiernos parlamentarios. Socialistas y sindicatos hicieron fracasar la oportunidad que pudo haber
sido el gobierno Schleicher. El radicalismo ideológico de los comunistas fue aún más grave. El KPD
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consideraba a los socialistas, denunciados obsesivamente como "social fascistas", como su principal
adversario, no a los nazis. Entendían que la llegada de éstos al poder supondría la última carta del
capitalismo, un "fenómeno pasajero", preludio evidente de la revolución obrera. En las elecciones de
noviembre de 1932, las últimas antes de la llegada de Hitler al poder, los socialistas lograron 7.248.000
votos y los comunistas, 5.980.200: juntos sumaban más votos que los nazis. Los comunistas hicieron
imposible la unión de la izquierda. Quienes creyeron que podían manejar a Hitler se equivocaron.
Aunque el gobierno que formó el 30 de enero de 1933 sólo incluía otros dos nazis ( Goering y Frick),
Hitler procedió con extraordinarias determinación y celeridad a la conquista del poder y a la destrucción
fulminante de toda oposición (en contraste con Mussolini que, como se recordará, tardó tres años en
instalar un régimen verdaderamente fascista). Hitler forzó a Hindenburg a autorizarle la disolución del
Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones, que se celebraron (5 de marzo de 1933) en un clima
de intimidación y violencia extremadas, desencadenadas por las fuerzas paramilitares nazis, las SA, y
con las garantías suspendidas como consecuencia del incendio del edificio del Reichstag (27 de febrero),
que Hitler denunció como una conspiración comunista (el KPD fue, por ello, ilegalizado). Tras ganar las
elecciones con el 44 por 100 de los votos, Hitler logró que las cámaras aprobaran con la sola oposición
de los socialistas una Ley de Plenos Poderes que le convertía virtualmente en dictador de Alemania. El 7
de abril, nombró delegados del gobierno (Statthalter) en los distintos estados y a principios de 1934,
disolvió los parlamentos regionales y el Reichsrat, la segunda cámara, cámara de representación
regional. El 10 de mayo de 1933, prohibió el partido socialista, el SPD; centenares de dirigentes
socialistas y comunistas fueron enviados a campos de concentración. La noche del 29 al 30 de junio,
Hitler, usando las SS de Himmler, procedió a la ejecución sumaria de los dirigentes del ala radical del
partido (Ernst Roehm, Gregor Strasser) y de personalidades independientes, como el exjefe del gobierno
Schleicher (y su esposa) y el líder católico Klausener, por supuesto complot contra el Estado: 77
personas fueron asesinadas en aquella noche de los cuchillos largos, como se la llamó, y varios
centenares más en los días siguientes. El 14 de julio, tras obligar a los restantes partidos a disolverse,
Hitler declaró al partido nazi, al NSDAP, partido único del Estado. El 19 de agosto de 1934, asumió la
Presidencia-(aunque usó siempre el título de Führer), tras la muerte de Hindenburg y luego de un
plebiscito clamoroso en que logró un 88 por 100 de votos afirmativos. La dictadura alemana había
quedado en menos de un año firmemente establecida. Una vez en el poder, los nazis hicieron un uso
excepcionalmente intensivo de los mecanismos totalitarios de control social (policía, propaganda,
educación, producción cultural). Más que formas más o menos autoritarias de coerción, impusieron un
verdadero régimen de terror policial. El primer campo de concentración para prisioneros políticos se abrió
el 20 de marzo de 1933, antes de transcurridos dos meses de la llegada de Hitler al poder. En 1929,
Hitler había nombrado a Heinrich Himmler (1900-1945), un hombre minucioso y ordenado, jefe de su
guardia personal, de las SS (Schutzstaffel o escalón protector) que hacían, además, las veces de
servicio de seguridad. En 1934 le dio el control de la Gestapo (Geheime Staatspolizei), la policía secreta,
que reorganizó como una subdivisión de las SS. En 1936, con la integración de todas las fuerzas
policiales y parapoliciales (SS, Gestapo, Policía de Seguridad, Policía Criminal, Policía Política) bajo el
mando de Himmler, la Alemania hitleriana se convirtió en un estado policíaco. El poder de las SS y de la
Gestapo -unos 238.000 hombres en 1938-, que controlaban también los campos de concentración y los
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servicios de espionaje, fue inmenso, un Estado dentro del Estado. El número de presos políticos era en
1939 de 37.000. Los nazis hicieron un uso excepcional de la propaganda y la cultura como formas de
manipulación de las masas, de movilización social y de indoctrinación colectiva. Antes incluso de llegar al
poder, Hitler y Goebbels (1897-1945), un intelectual mediocre y novelista fracasado, militante primero de
la izquierda nazi pero unido a Hitler desde 1926, habían usado con extraordinario éxito los mítines de
masas, los desfiles ritualizados y las coreografías colosalistas. Una vez en el poder, Goebbels, nombrado
ministro de Ilustración y Propaganda en marzo de 1933, con control sobre prensa, radio y todo tipo de
manifestación cultural, hizo de la propaganda el instrumento complementario del terror en la afirmación
del poder absoluto de Hitler y su régimen. Las bibliotecas fueron depuradas de libros "subversivos". El
arte expresionista y de vanguardia fue considerado como un "arte degenerado"; en su lugar, el arte
nacional-socialista exaltó el clasicismo greco-romano, la grandeza y los mitos alemanes, el heroísmo y el
trabajo. Conocidos escritores y artistas no nazis (Thomas y Heinrich Mann, Lang, Gropius, Brecht, Dix,
Grosz, Beckmann y muchos otros) y centenares de intelectuales, científicos, profesores, artistas y
músicos judíos tuvieron que exiliarse. Goebbels cuidó especialmente la radio, el cine y los grandes
espectáculos. La producción de documentales y de films de ficción que por lo general glorificaban el
pasado alemán y el régimen hitleriano (explícitamente antisemitas y xenofóbicos) aumentó
considerablemente y su proyección se hizo obligatoria. Los espectáculos de masas en grandes estadios,
en explanadas al aire libre, con uso abundante de recursos técnicos novedosos (luz, sonido, rayos
luminosos), alcanzaron una perfección efectista sin precedentes. En concreto, la fiesta anual del Partido,
organizada en el Luitpoldhain de Nurenberg, preparado debidamente por el arquitecto Albert Speer, era
un espectáculo grandioso al que asistían unos 100.000 espectadores y en el que se alineaban ante
Hitler, con disciplina y marcialidad extremas, miles de hombres de las SA y de las SS entre mares de
svásticas y de estandartes nacionales, en una formidable liturgia nacional que sancionaba la arrebatada
vinculación orgánica del Führer con su partido y su pueblo. En el mismo espíritu, Goebbels hizo de los
juegos Olímpicos de 1936, celebrados en Berlín, una verdadera exaltación de la raza aria, de Alemania y
de Hitler. Los cuerpos de profesores de los distintos niveles de enseñanza fueron inmediatamente
depurados. La educación quedó en manos de profesorado nazi. En 1936, se hizo obligatoria la afiliación
de los jóvenes a las Juventudes Hitlerianas. El sistema judicial, también depurado, quedó subordinado al
poder arbitrario de la policía. Mussolini, en Italia, respetó a la Iglesia católica y firmó con ella los pactos
de Letrán. Los nazis, cuya ideología era paganizante y atea, sometieron a las Iglesias protestantes al
control del Estado y del Partido. Quienes se negaron, como los pastores y teólogos de la Iglesia
Confesional -como Dietrich Bonhoeffer o Martin Niemóller- fueron duramente represaliados. El
Concordato que la Alemania nazi firmó con la Santa Sede el 20 de julio de 1933 les hizo ser más
tolerantes con los católicos. Pero la animadversión de los nazis al catolicismo -una religión no nacional-
era manifiesta. Las violaciones del Concordato hicieron que el papa Pío XI condenara el nacional-
socialismo como doctrina fundamentalmente anticristiana en su encíclica Mit brennender Sorge (Con
pena ardiente) de 1937. Hitler controló igualmente el Ejército. Tras su elección como Presidente (19 de
agosto de 1934), exigió a los militares un juramento de lealtad a su persona. El 4 de febrero de 1938
destituyó al ministro de la Guerra, mariscal Von Blomberg, y al jefe del Ejército, general Beck, y asumió el
mando de las fuerzas armadas. Desde 1933, el 1 de mayo quedó proclamado como fiesta del "trabajo
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nacional". Los sindicatos de clase fueron prohibidos y se crearon en su lugar sindicatos oficiales, el
Frente de los Trabajadores Alemanes: las huelgas y la negociación colectiva fueron prohibidos. El 1 de
abril de 1933 se decretó el boicot a los comercios judíos. Seis meses después, una ley excluyó a los
judíos de toda función pública. El 15 de septiembre de 1935, el Partido proclamó las leyes de Nurenberg,
leyes racistas que privaban a los judíos de la nacionalidad alemana y les prohibían el matrimonio y aun
las relaciones sexuales con los alemanes: 600.000 personas quedaron de inmediato privadas de la
nacionalidad. En la noche del 7 al 8 de noviembre de 1938, "la noche del cristal", sinagogas, comercios y
propiedades judías fueron asaltadas e incendiadas en toda Alemania: 91 personas fueron, además,
asesinadas. De momento se trataba de provocar la emigración masiva de los judíos. Luego, en 1941,
comenzó el horror, una nueva fase de represión que culminaría en la ejecución de unos seis millones de
judíos, en el Holocausto, como "solución final" al problema.

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