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SEMIOLOGÍA

Módulo teórico

CÁTEDRA Di Stefano
Ciclo Básico Común
Universidad de Buenos Aires
Sede Puán
1º cuatrimestre, 2018
Universidad de Buenos Aires
Ciclo Básico Común
SEMIOLOGÍA

http://semiologia­cbc­distefano.com.ar

Prof. Adjunta a cargo de la cátedra: Dra. Mariana di Stefano

Sede Puán
Jefa de Trabajos Prácticos: Jacqueline Giudice

Docentes de comisión
Brenda Axelrud
Mariana Bendahan
Gonzalo Blanco
Patricia Calabrese
Marina Cardelli
Hernán Díaz
Jacqueline Giudice
Marisa Macchi
María Inés Mato
Mariana McLoughlin
Gabriela Sacristán

Docentes de taller
Fabia Arrossi
Brenda Axelrud
Andrea Cobas Carral
Gloria Fernández
Ignacio Galán
Claudia Hartfiel
Marisa Macchi
Diego Picotto
Ricardo Schmidt
Pablo Von Stecher
Amelia Zerillo

Selección y adaptaciones de la cátedra


Edición, corrección y diseño: Gonzalo Blanco
Índice
I. TEORÍAS DEL SIGNO
Ferdinand de Saussure. Curso de lingüística general (selección y adaptación)..........3
Charles Sanders Peirce. La ciencia de la semiótica (fragmentos)...........................33
Kaja Silverman. La teoría semiótica de Peirce......................................................37
Émile Benveniste. Semiología de la lengua..........................................................47

II. TEORÍAS DEL DISCURSO


El enfoque sociodiscursivo
Mijaíl Bajtín. El problema de los géneros discursivos............................................61

La teoría de la enunciación
Émile Benveniste. De la subjetividad en el lenguaje..............................................93
Émile Benveniste. El aparato formal de la enunciación.........................................99
María Isabel Filinich. La enunciación (selección)................................................105
Dominique Maingueneau. La noción de discurso................................................114
Dominique Maingueneau. Situación de comunicación y escena de comunicación....118
Helena Calsamiglia y Amparo Tusón. La deixis: tipos y funciones........................122
Delphine Perret. Los apelativos (adaptación).....................................................132
Dominique Maingueneau. Observaciones sobre casos temporales (adaptación)...134
Harald Weinrich. Mundo comentado / mundo narrado (adaptación).....................136
Helena Calsamiglia y Amparo Tusón. Mundo narrado y mundo comentado...........138
Catherine Kerbrat-Orecchioni. Los subjetivemas (adaptación)..............................141
Dominique Maingueneau. Las modalidades (adaptación)....................................145

La polifonía
Mariana di Stefano y María Cecilia Pereira, Interacción de voces: polifonía y
heterogeneidades............................................................................................149

La tradición retórica
Hernán Díaz. Los estudios sobre el lenguaje a lo largo de la historia...................159
Aristóteles. El arte de la retórica (selección)......................................................163
Dominique Maingueneau. Problemas del ethos..................................................165

Estudios sobre las nuevas textualidades


Dominique Maingueneau. Las nuevas textualidades...........................................177
3

I. TEORÍAS DEL SIGNO

Ferdinand de Saussure
Curso de lingüística general
(selección y adaptación)
Buenos Aires, Losada, 1942 (1ª edición: 1916)

1. La lingüística y su objeto de estudio

1.1. Materia y tarea de la lingüística


La materia de la lingüística está constituida en primer lugar por todas las manifestacio -
nes del lenguaje humano, ya se trate de pueblos salvajes o de naciones civilizadas, de épocas
arcaicas, clásicas o en decadencia, teniendo en cuenta para cada período no sólo el lenguaje co-
rrecto y el “bien hablar”, sino todas las formas de expresión. Y eso no es todo: dado que el len -
guaje escapa lo más a menudo a la observación, el lingüista deberá tener en cuenta los textos
escritos, puesto que son los únicos que nos permiten conocer los idiomas pasados o distantes.
La tarea de la lingüística será:
a) hacer la descripción y la historia de todas las lenguas que pueda alcanzar, lo que equi-
vale a hacer la historia de las familias de lenguas y a reconstruir en la medida de lo
posible las lenguas madres de cada familia;
b) buscar las fuerzas que entran en juego de manera permanente y universal en todas
las lenguas, y deducir las leyes generales a que se puedan reducir todos los fenómenos
particulares de la historia;
c) delimitarse y definirse ella misma.
La lingüística tiene relaciones muy estrechas con otras ciencias que tan pronto toman da-
tos de ella como se los proporcionan. Los límites que la separan de ellas no siempre aparecen con
nitidez. Por ejemplo, hay que distinguir cuidadosamente la lingüística de la etnografía y de la pr-
ehistoria, donde el lenguaje sólo interviene a título de documento; debe distinguirse también de
la antropología, que sólo estudia al hombre desde el punto de vista de la especie, mientras que el
lenguaje es un hecho social. ¿Tendríamos que incorporarla entonces a la sociología? ¿Qué rela-
ciones existen entre la lingüística y la psicología social? En el fondo, todo es psicológico en la len-
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gua, incluidas sus manifestaciones materiales y mecánicas, como los cambios fonéticos; y dado
que la lingüística proporciona a la psicología datos tan preciosos, ¿no forma cuerpo con ella? Es-
tamos ante cuestiones que aquí no hacemos sino enunciar, para abordarlas luego.
Las relaciones de la lingüística con la fisiología no son tan difíciles de desenredar: la rela-
ción es unilateral, en el sentido de que el estudio de las lenguas exige aclaraciones a la fisiolo-
gía de los sonidos, pero no le proporciona ninguna. En cualquier caso, la confusión entre ambas
disciplinas es imposible: como veremos, lo esencial de la lengua es extraño al carácter fónico
del signo lingüístico.
En cuanto a la filología, ya lo sabemos: es netamente distinta de la lingüística, pese a los
puntos de contacto de ambas ciencias y los servicios mutuos que se prestan.
¿Cuál es entonces la utilidad de la lingüística? Muy pocas personas tienen ideas claras al
respecto; no es éste el lugar de fijarlas. Pero es evidente, por ejemplo, que las cuestiones lin-
güísticas interesan a cuantos tienen que manejar textos: historiadores, filólogos, etc. Más evi-
dente es aún su importancia para la cultura general: en la vida de los individuos y de las socie -
dades, el lenguaje es un factor más importante que cualquier otro. Sería inadmisible que su es-
tudio quedase en cosa de unos pocos especialistas; de hecho, todo el mundo se ocupa, poco o
mucho, de él; pero —consecuencia paradójica del interés que se le presta— no hay terreno en
que hayan germinado más ideas absurdas, más prejuicios, espejismos, ficciones. Desde el punto
de vista psicológico, tales errores no son desdeñables; mas la tarea del lingüista es, ante todo,
denunciarlos, y disiparlos tan completamente como sea posible.

1.2. La lengua; su definición


¿Cuál es el objeto a la vez integral y concreto de la lingüística? La cuestión es particular-
mente difícil; ya veremos luego por qué: limitémonos ahora a hacer comprender esta dificultad.
Otras ciencias operan con objetos dados de antemano y que se pueden considerar en
seguida desde diferentes puntos de vista. No es así en la lingüística. Alguien pronuncia la pala -
bra española desnudo: un observador superficial se sentirá tentado de ver en ella un objeto lin-
güístico concreto; pero un examen más atento hará ver en ella sucesivamente tres o cuatro co -
sas perfectamente diferentes, según la manera de considerarla: como sonido, como expresión
de una idea, correspondencia con el latín (dis)nudum, etc. Lejos de preceder el objeto al punto
de vista, se diría que es el punto de vista el que crea al objeto, y, además, nada nos dice de ante -
mano que una de esas maneras de considerar el hecho en cuestión sea anterior o superior a las
otras.
Por otro lado, sea cual sea el punto de vista adoptado, el fenómeno lingüístico presenta
perpetuamente dos caras que se corresponden, sin que la una valga más que gracias a la otra.
Por ejemplo:
1° Las sílabas que se articulan son impresiones acústicas percibidas por el oído, pero los
sonidos no existirían sin los órganos vocales; así una n no existe más que por la co-
rrespondencia de estos dos aspectos. No se puede, pues, reducir la lengua al sonido, ni
separar el sonido de la articulación bucal; a la recíproca, no se pueden definir los mo -
vimientos de los órganos vocales si se hace abstracción de la impresión acústica.
2° Pero admitamos que el sonido sea una cosa simple: ¿es el sonido el que hace al lengua-
je? No; no es más que el instrumento del pensamiento y no existe por sí mismo. Aquí
surge una nueva y formidable correspondencia: el sonido, unidad compleja acústico-
vocal, forma a su vez con la idea una unidad compleja, fisiológica y mental. Es más:
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3° El lenguaje tiene un lado individual y un lado social, y no se puede concebir el uno sin
el otro. Por último:
4° En cada instante el lenguaje implica a la vez un sistema establecido y una evolución; en
cada momento es una institución actual y un producto del pasado. Parece a primer vis-
ta muy sencillo distinguir entre el sistema y su historia, entre lo que es y lo que ha sido;
en realidad, la relación que une esas dos cosas es tan estrecha que es difícil separarlas.
¿Sería la cuestión más sencilla si se considera el fenómeno lingüístico en sus orígenes,
si, por ejemplo, se comenzara por estudiar el lenguaje de los niños? No, pues es una idea
enteramente falsa esa de creer que en materia de lenguaje el problema de los orígenes
difiere del de las condiciones permanentes. No hay manera de salir del círculo.

Así, pues, de cualquier lado que se mire la cuestión, en ninguna parte se nos ofrece ente -
ro el objeto de la lingüística. Por todas partes topamos con este dilema: o bien nos aplicamos a
un solo lado de cada problema, con el consiguiente riesgo de no percibir las dualidades arriba
señaladas, o bien, si estudiamos el lenguaje por muchos lados a la vez, el objeto de la lingüística
se nos aparece como un montón confuso de cosas heterogéneas y sin trabazón. Cuando se pro -
cede así es cuando se abre la puerta a muchas ciencias —psicología, antropología, gramática,
normativa, filología, etc.—, que nosotros separamos distintamente de la lingüística, pero que, a
favor de un método incorrecto, podrían reclamar el lenguaje como uno de sus objetos.
A nuestro parecer, no hay más que una solución para todas estas dificultades; hay que co-
locarse desde el primer momento en el terreno de la lengua y tomarla como norma de todas las otras ma -
nifestaciones del lenguaje. En efecto, entre tantas dualidades, la lengua parece ser lo único sus-
ceptible de definición autónoma y es la que da un punto de apoyo satisfactorio para el espíritu.
Pero ¿qué es la lengua? Para nosotros, la lengua no se confunde con el lenguaje: la lengua no
es más que una determinada parte del lenguaje, aunque esencial. Es a la vez un producto social de
la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones necesarias adoptadas por el cuerpo social
para permitir el ejercicio de esa facultad en los individuos. Tomado en su conjunto, el lenguaje es
multiforme y heteróclito; a caballo en diferentes dominios, a la vez físico, fisiológico y psíquico,
pertenece además al dominio individual y al dominio social; no se deja clasificar en ninguna de las
categorías de los hechos humanos, porque no se sabe cómo desembrollar su unidad.
La lengua, por el contrario, es una totalidad en sí y un principio de clasificación. En
cuanto le damos el primer lugar entre los hechos de lenguaje, introducimos un orden natural
en un conjunto que no se presta a ninguna otra clasificación.
A ese principio de clasificación se podría objetar que el ejercicio del lenguaje se apoya en
una facultad que nos da la naturaleza, mientras que la lengua es cosa adquirida y convencional
que debería quedar subordinada al instinto natural en lugar de anteponérsele.
He aquí lo que se puede responder. En primer lugar, no está probado que la función del
lenguaje, tal como se manifiesta cuando hablamos, sea enteramente natural, es decir, que
nuestro aparato vocal está hecho para hablar como nuestras piernas para andar. Los lingüistas
están lejos de ponerse de acuerdo sobre esto. Así, para Whitney, que equipara la lengua a una
institución social con el mismo título que todas las otras, el que nos sirvamos del aparato vocal
como instrumento de la lengua es cosa del azar, por simples razones de comodidad: lo mismo
habrían podido los hombres elegir el gesto y emplear imágenes visuales en lugar de las imáge -
nes acústicas. Sin duda, esta tesis es demasiado absoluta; la lengua no es una institución social
semejante punto por punto a las otras; además, Whitney va demasiado lejos cuando dice que
nuestra elección ha caído por azar en los órganos de la voz; de cierta manera, ya nos estaban
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impuestos por la naturaleza. Pero, en el punto esencial, el lingüista americano parece tener ra -
zón: la lengua es una convención y la naturaleza del signo en que se conviene es indiferente. La
cuestión del aparato vocal es, pues, secundaria en el problema del lenguaje.
Cierta definición de lo que se llama lenguaje articulado podría confirmar esta idea. En latín
articulus significa “miembro, parte, subdivisión de una serie de cosas”; en el lenguaje, la articu -
lación puede designar o bien la subdivisión de la cadena hablada en sílabas, o bien la subdivi-
sión de la cadena de significaciones en unidades significativas; este sentido es el que los alema -
nes dan a su gegliederte Sprache. Ateniéndonos a esta segunda definición, se podría decir que no
es el lenguaje hablado el natural al hombre, sino la facultad de constituir una lengua, es decir,
un sistema de signos distintos que corresponden a ideas distintas.
Broca ha descubierto que la facultad de hablar está localizada en la tercera circunvolu-
ción frontal izquierda: también sobre esto se han apoyado algunos para atribuir carácter natu-
ral al lenguaje. Pero esa localización se ha comprobado para todo lo que se refiere al lenguaje,
incluso la escritura, y esas comprobaciones, añadidas a las observaciones hechas sobre las di -
versas formas de la afasia por lesión de tales centros de localización, parecen indicar: 1°, que
las diversas perturbaciones del lenguaje oral están enredadas de mil maneras con las del len-
guaje escrito; 2°, que en todos los casos de afasia o de agrafia lo lesionado es menos la facultad
de proferir tales o cuales sonidos o de trazar tales o cuales signos, que la de evocar por un ins -
trumento, cualquiera que sea, los signos de un lenguaje regular. Todo nos lleva a creer que por
debajo del funcionamiento de los diversos órganos existe una facultad más general, la que go-
bierna los signos: ésta sería la facultad lingüística por excelencia. Y por aquí llegamos a la mis -
ma conclusión arriba indicada.
Para atribuir a la lengua el primer lugar en el estudio del lenguaje, se puede finalmente
hacer valer el argumento de que la facultad —natural o no— de articular palabras no se ejerce
más que con la ayuda del instrumento creado y suministrado por la colectividad; no es, pues,
quimérico decir que es la lengua la que hace la unidad del lenguaje.

1.3. Lugar de la lengua en los hechos de lenguaje


Para hallar en el conjunto del lenguaje la esfera que corresponde a la lengua, hay que si -
tuarse ante el acto individual que permite reconstituir el circuito de la palabra. Este acto supo-
ne por lo menos dos individuos: es el mínimum exigible para que el circuito sea completo.
Sean, pues, dos personas, A y B, en conversación:

El punto de partida del circuito está en el cerebro de uno de ellos, por ejemplo en el de A,
donde los hechos de conciencia que llamaremos conceptos, se hallan asociados con las repre -
sentaciones de los signos lingüísticos o imágenes acústicas que sirven a su expresión. Suponga-
mos que un concepto dado desencadena en el cerebro una imagen acústica correspondiente:
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éste es un fenómeno enteramente psíquico, seguido a su vez de un proceso fisiológico: el cerebro


transmite a los órganos de la fonación un impulso correlativo a la imagen; luego las ondas so -
noras se propagan de la boca de A al oído de B : proceso puramente físico. A continuación el cir-
cuito sigue en B un orden inverso: del oído al cerebro, transmisión fisiológica de la imagen
acústica; en el cerebro, asociación psíquica de esta imagen con el concepto correspondiente. Si
B habla a su vez, este nuevo acto seguirá —de su cerebro al del de A— exactamente la misma
marcha que el primero y pasará por las mismas fases sucesivas que representamos en el
siguiente esquema:

Este análisis no pretende ser completo. Se podría distinguir todavía: la sensación acústi-
ca pura, la identificación de esa sensación con la imagen acústica latente, la imagen muscular
de la fonación, etc. Nosotros sólo hemos tenido en cuenta los elementos juzgados esenciales;
pero nuestra figura permite distinguir en seguida las partes físicas (ondas sonoras) de las fisio -
lógicas (fonación y audición) y de las psíquicas (imágenes verbales y conceptos). Pues es de ca-
pital importancia advertir que la imagen verbal no se confunde con el sonido mismo, y que es
tan legítimamente psíquica como el concepto que le está asociado.
El circuito, tal como lo hemos representado, se puede dividir todavía:
a) en una parte externa (vibración de los sonidos que van de la boca al oído) y una parte
interna, que comprende todo el resto;
b) en una parte psíquica y una parte no psíquica, incluyéndose en la segunda tanto los he-
chos fisiológicos de que son asiento los órganos, como los hechos físicos exteriores al individuo:
c) en una parte activa y una parte pasiva: es activo todo lo que va del centro de asocia-
ción de uno de los sujetos al oído del otro sujeto, y pasivo todo lo que va del oído del segundo a
su centro de asociación.
Por último, en la parte psíquica localizada en el cerebro se puede llamar ejecutivo a todo
lo que es activo (c → i) y receptivo todo lo que es pasivo (i → c).
Es necesario añadir una facultad de asociación y de coordinación, que se manifiesta en
todos los casos en que no se trate nuevamente de signos aislados; esta facultad es la que desem-
peña el primer papel en la organización de la lengua como sistema.
Pero para comprender bien este papel, hay que salirse del acto individual, que no es más
que el embrión del lenguaje, y encararse con el hecho social.
Entre todos los individuos así ligados por el lenguaje, se establecerá una especie de pro-
medio: todos reproducirán —no exactamente, sin duda, pero sí aproximadamente— los mismos
signos unidos a los mismos conceptos.
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¿Cuál es el origen de esta cristalización social? ¿Cuál de las dos partes del circuito puede
ser la causa? Pues lo más probable es que no todas participen igualmente.
La parte física puede descartarse desde un principio. Cuando oímos hablar una lengua
desconocida, percibimos bien los sonidos, pero, por nuestra incomprensión, quedamos fuera
del hecho social.
La parte psíquica tampoco entra en juego en su totalidad: el lado ejecutivo queda fuera,
porque la ejecución jamás está a cargo de la masa, siempre es individual, y siempre el individuo
es su árbitro; nosotros lo llamaremos el habla (parole).
Lo que hace que se formen en los sujetos hablantes acuñaciones que llegan a ser sensi-
blemente idénticas en todos es el funcionamiento de las facultades receptiva y coordinativa.
¿Cómo hay que representarse este producto social para que la lengua aparezca perfectamente
separada del resto? Si pudiéramos abarcar la suma de las imágenes verbales almacenadas en
todos los individuos, entonces toparíamos con el lazo social que constituye la lengua. Es un te-
soro depositado por la práctica del habla en los sujetos que pertenecen a una misma comuni -
dad, un sistema gramatical virtualmente existente en cada cerebro, o, más exactamente, en los
cerebros de un conjunto de individuos, pues la lengua no está completa en ninguno, no existe
perfectamente más que en la masa.
Al separar la lengua del habla (langue et parole), se separa a la vez: 1°, lo que es social de lo
que es individual; 2°, lo que es esencial de lo que es accesorio y más o menos accidental.
La lengua no es una función del sujeto hablante, es el producto que el individuo registra
pasivamente: nunca supone premeditación, y la reflexión no interviene en ella más que para la
actividad de clasificar.
El habla es, por el contrario, un acto individual de voluntad y de inteligencia, en el cual
conviene distinguir: 1°, las combinaciones por las que el sujeto hablante utiliza el código de la
lengua con miras a expresar su pensamiento personal; 2°, el mecanismo psicofísico que le per-
mita exteriorizar esas combinaciones.
Hemos de subrayar que lo que definimos son cosas y no palabras; las distinciones esta-
blecidas nada tienen que temer de ciertos términos ambiguos que no se recubren del todo de
lengua a lengua. Así en alemán Sprache quiere decir lengua y lenguaje; Rede corresponde bas-
tante bien a habla (fr. parole), pero añadiendo el sentido especial de ‘discurso’. En latín, sermo
significa más bien lenguaje y habla, mientras que lingua designa la lengua, y así sucesivamente.
Ninguna palabra corresponde exactamente a cada una de las nociones precisadas arriba;
por eso toda definición hecha a base de una palabra es vana; es mal método el partir de las pa -
labras para definir las cosas.
Recapitulemos los caracteres de la lengua:
1° Es un objeto bien definido en el conjunto heteróclito de los hechos de lenguaje. Se la
puede localizar en la porción determinada del circuito donde una imagen acústica
viene a asociarse con un concepto. La lengua es la parte social del lenguaje exterior al
individuo, que por sí solo no puede ni crearla ni modificarla; no existe más que en vir-
tud de una especie de contrato establecido entre los miembros de la comunidad. Por
otra parte, el individuo tiene necesidad de un aprendizaje para conocer su funciona-
miento; el niño se la va asimilando poco a poco. Hasta tal punto es la lengua una cosa
distinta, que un hombre privado del uso del hablar conserva la lengua con tal que
comprenda los signos vocales que oye.
2° La lengua, distinta del habla, es un objeto que se puede estudiar separadamente. Ya
no hablamos las lenguas muertas, pero podemos muy bien asimilarnos su organismo
9

lingüístico. La ciencia de la lengua no sólo puede prescindir de otros elementos del


lenguaje, sino que sólo es posible a condición de que esos otros elementos no se in-
miscuyan.
3° Mientras que el lenguaje es heterogéneo, la lengua así delimitada es de naturaleza ho-
mogénea: es un sistema de signos en el que sólo es esencial la unión del sentido y de
la imagen acústica, y donde las partes del signo son igualmente psíquicas.
4° La lengua, no menos que el habla, es un objeto de naturaleza concreta, y esto es gran
ventaja para su estudio. Los signos lingüísticos no por ser esencialmente psíquicos
son abstracciones; las asociaciones ratificadas por el consenso colectivo, y cuyo con-
junto constituye la lengua, son realidades que tienen su asiento en el cerebro. Ade-
más, los signos de la lengua son, por decirlo así, tangibles; la escritura puede fijarlos
en imágenes convencionales, mientras que sería imposible fotografiar en todos sus
detalles los actos del habla; la fonación de una palabra, por pequeña que sea, repre -
senta una infinidad de movimientos musculares extremadamente difíciles de conocer
y de imaginar. En la lengua, por el contrario, no hay más que la imagen acústica, y
ésta se puede traducir en una imagen visual constante. Pues si se hace abstracción de
esta multitud de movimientos necesarios para realizarla en el habla, cada imagen
acústica no es, como luego veremos, más que la suma de un número limitado de ele -
mentos o fonemas, susceptibles a su vez de ser evocados en la escritura por un núme -
ro correspondiente de signos. Esta posibilidad de fijar las cosas relativas a la lengua es
la que hace que un diccionario y una gramática puedan ser su representación fiel,
pues la lengua es el depósito de las imágenes acústicas y la escritura la forma tangible
de esas imágenes.

1.4. Lugar de la lengua en los hechos humanos. La semiología


Estos caracteres nos hacen descubrir otro más importante. La lengua, deslindada así del
conjunto de los hechos de lenguaje, es clasificable entre los hechos humanos, mientras que el
lenguaje no lo es.
Acabamos de ver que la lengua es una institución social, pero se diferencia por muchos
rasgos de las otras instituciones políticas, jurídicas, etc. Para comprender su naturaleza pecu-
liar hay que hacer intervenir un nuevo orden de hechos.
La lengua es un sistema de signos que expresan ideas, y por eso comparable a la escritu-
ra, al alfabeto de los sordomudos, a los ritos simbólicos, a las formas de cortesía, a las señales
militares, etc. Sólo que es el más importante de todos esos sistemas.
Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida so-
cial. Tal ciencia sería parte de la psicología social, y por consiguiente de la psicología general.
Nosotros la llamaremos semiología1 (del griego semeion ‘signo’). Ella nos enseñará en qué consis-
ten los signos y cuáles son las leyes que los gobiernan. Puesto que todavía no existe, no se pue-
de decir qué es lo que ella será; pero tiene derecho a la existencia, y su lugar está determinado
de antemano. La Lingüística no es más que una parte de esta ciencia general. Las leyes que des-
cubra la semiología serán aplicables a la lingüística, y así es como la lingüística se encontrará
ligada a un dominio bien definido en el conjunto de los hechos humanos.

1
No confundir la semiología con la semántica, que estudia los cambios de significación, y de la que Ferdi-
nand de Saussure no hizo una exposición metódica, aunque nos dejó formulados sus principios tími-
damente en la página 140. (Nota de B. y S.).
10

Al psicólogo toca determinar el puesto exacto de la semiología: 2 tarea del lingüista es de-
finir qué es lo que hace de la lengua un sistema especial en el conjunto de los hechos semioló -
gicos. Más adelante volveremos sobre la cuestión; aquí sólo nos fijamos en esto: si por vez pri-
mera hemos podido asignar a la lingüística un puesto entre las ciencias es por haberla incluido
en la semiología.
¿Por qué la semiología no es reconocida como ciencia autónoma, ya que tiene como las de-
más su objeto propio? Es porque giramos dentro de un círculo vicioso: de un lado, nada más ade-
cuado que la lengua para hacer comprender la naturaleza del problema semiológico; pero, para
plantearlo convenientemente, se tendría que estudiar la lengua en sí misma; y el caso es que,
hasta ahora, casi siempre se la ha encarado en función de otra cosa, desde otros puntos de vista.
Tenemos, en primer lugar, la concepción superficial del gran público, que no ve en la
lengua más que una nomenclatura, lo cual suprime toda investigación sobre su naturaleza ver -
dadera. Luego viene el punto de vista del psicólogo, que estudia el mecanismo del signo en el
individuo. Es el método más fácil, pero no lleva más allá de la ejecución individual, sin alcanzar
al signo, que es social por naturaleza.
O, por último, cuando algunos se dan cuenta de que el signo debe estudiarse socialmente,
no retienen más que los rasgos de la lengua que la ligan a otras instituciones, aquellos que de -
penden más o menos de nuestra voluntad: y así es como se pasa tangencialmente a la meta,
desdeñando los caracteres que no pertenecen más que a los sistemas semiológicos en general y
a la lengua en particular. Pues el signo es ajeno siempre en cierta medida a la voluntad indivi-
dual o social, y en eso está su carácter esencial, aunque sea el que menos evidente se haga a
primera vista.
Así, ese carácter no aparece claramente más que en la lengua, pero también se manifies -
ta en las cosas menos estudiadas, y por contraste se suele pasar por alto la necesidad o utilidad
particular de una ciencia semiológica. Para nosotros, por el contrario, el problema lingüístico
es primordialmente semiológico, y en este hecho importante cobran significación nuestros ra-
zonamientos. Si se quiere descubrir la verdadera naturaleza de la lengua, hay que empezar por
considerarla en lo que tiene de común con todos los otros sistemas del mismo orden; factores
lingüísticos que a primera vista aparecen como muy importantes (por ejemplo, el juego del
aparato fonador) no se deben considerar más que de segundo orden si no sirven más que para
distinguir a la lengua de los otros sistemas. Con eso no solamente se esclarecerá el problema
lingüístico, sino que, al considerar los ritos, las costumbres, etc., como signos, estos hechos
aparecerán a otra luz, y se sentirá la necesidad de agruparlos en la semiología y de explicarlos
por las leyes de esta ciencia.

2. El signo lingüístico

2.1. Signo, significado, significante


Para ciertas personas, la lengua, reducida a su principio esencial, es una nomenclatura,
esto es, una lista de términos que corresponde a otras tantas cosas. Por ejemplo:

2
Cf. Ad. Naville, Classification des sciences, 2ª edición, pág. 104.
11

Esta concepción es criticable por muchos conceptos. Supone ideas completamente he-
chas preexistentes a las palabras; no nos dice si el nombre es de naturaleza vocal o psíquica,
pues arbor puede considerarse en uno u otro aspecto; por último, hace suponer que el vínculo
que une un nombre a una cosa es una operación muy simple, lo cual está bien lejos de ser ver-
dad. Sin embargo, esta perspectiva simplista puede acercarnos a la verdad al mostrarnos que la
unidad lingüística es una cosa doble, hecha con la unión de dos términos.
Hemos visto, a propósito del circuito del habla, que los términos implicados en el signo
lingüístico son ambos psíquicos y están unidos en nuestro cerebro por un vínculo de asocia -
ción. Insistamos en este punto.
Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una ima -
gen acústica.3 La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su huella
psíquica, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa imagen es
sensorial, y si llegamos a llamarla “material” es solamente en este sentido y por oposición al
otro término de la asociación, generalmente más abstracto.
El carácter psíquico de nuestras imágenes acústicas aparece claramente cuando observa-
mos nuestra lengua materna. Sin mover los labios ni la lengua, podemos hablarnos a nosotros
mismos o recitarnos mentalmente un poema. Y porque las palabras de la lengua materna son
para nosotros imágenes acústicas, hay que evitar hablar de los “fonemas” de que están com-
puestas. Este término, que implica una idea de acción vocal, no puede convenir más que a las
palabras habladas, a la realización de la imagen interior en el discurso. Hablando de sonidos y
de sílabas de una palabra, evitaremos el equívoco, con tal que nos acordemos de que se trata de
la imagen acústica.
El signo lingüístico es, pues, una entidad psíquica de dos caras que puede representarse
con la siguiente figura:

Estos dos elementos están íntimamente unidos y se reclaman recíprocamente. Ya sea que
busquemos el sentido de la palabra latina arbor o la palabra con que el latín designa el concepto
de ‘arbor’, es evidente que las vinculaciones consagradas por la lengua son las únicas que nos
aparecen conformes con la realidad, y descartamos cualquier otra que se pudiera imaginar.

3
El término de imagen acústica parecerá quizá demasiado estrecho, pues junto a la representación de
los sonidos de una palabra está también la de su articulación, la imagen muscular del acto fonatorio.
Pero para F. de Saussure la lengua es esencialmente un depósito, una cosa recibida de fuera. La ima-
gen acústica es, por excelencia, la representación natural de la palabra, en cuanto hecho de lengua
virtual, fuera de toda realización por el habla. El aspecto motor puede, pues, quedar sobreentendido
o en todo caso no ocupar más que un lugar subordinado con relación a la imagen acústica. (B. y S.)
12

Esta definición plantea una importante cuestión de terminología. Llamamos signo a la


combinación del concepto y de la imagen acústica: pero en el uso corriente este término desig-
na generalmente la imagen acústica sola, por ejemplo una palabra (arbor, etc.). Se olvida que si
llamamos signo a arbor no es más que gracias a que conlleva el concepto ‘árbol’, de tal manera
que la idea de la parte sensorial implica la del conjunto.
La ambigüedad desaparecería si designáramos las tres nociones aquí presentes por me-
dio de nombres que se relacionen recíprocamente al mismo tiempo que se opongan. Y propo-
nemos conservar la palabra signo para designar el conjunto, y reemplazar concepto e imagen
acústica respectivamente con significado y significante; estos dos últimos términos tienen la ven-
taja de señalar la oposición que los separa, sea entre ellos dos, sea del total de que forman par-
te. En cuanto al término signo, si nos contentamos con él es porque, no sugiriéndonos la lengua
usual cualquier otro, no sabemos con qué reemplazarlo.
El signo lingüístico así definido posee dos caracteres primordiales. Al enunciarlos vamos
a proponer los principios mismos de todo estudio de este orden.

2.2. Primer principio: lo arbitrario del signo


El lazo que une el significante al significado es arbitrario; o bien, puesto que entendemos
por signo el total resultante de la asociación de un significante con un significado, podemos de-
cir más simplemente: el signo lingüístico es arbitrario.
Así, la idea de sur no está ligada por relación alguna interior con la secuencia de los soni-
dos s-u-r que le sirve de significante; podría estar representada tan perfectamente por cual-
quier otra secuencia de sonidos. Sirvan de prueba las diferencias entre las lenguas y la existen-
cia misma de lenguas diferentes: el significado ‘buey’ tiene por significante bwéi a un lado de la
frontera franco-española y böf (boeuf) al otro, y al otro lado de la frontera francogermana es oks
(Ochs).
El principio de lo arbitrario del signo no está contradicho por nadie; pero suele ser más
fácil descubrir una verdad que asignarle el puesto que le toca. El principio arriba enunciado
domina toda la lingüística de la lengua; sus consecuencias son innumerables. Es verdad que no
todas aparecen a la primera ojeada con igual evidencia; hay que darles muchas vueltas para
descubrir esas consecuencias y, con ellas, la importancia primordial del principio.
Una observación de paso: cuando la semiología esté organizada se tendrá que averiguar si
los modos de expresión que se basan en signos enteramente naturales —como la pantomima— le
pertenecen de derecho. Suponiendo que la semiología los acoja, su principal objetivo no por eso
dejará de ser el conjunto de sistemas fundados en lo arbitrario del signo. En efecto, todo medio
de expresión recibido de una sociedad se apoya en principio en un hábito colectivo o, lo que vie-
ne a ser lo mismo, en la convención. Los signos de cortesía, por ejemplo, dotados con frecuencia
de cierta expresividad natural (piénsese en los chinos que saludan a su emperador posternándo-
se nueve veces hasta el suelo), no están menos fijados por una regla; esa regla es la que obliga a
13

emplearlos, no su valor intrínseco. Se puede, pues, decir que los signos enteramente arbitrarios
son los que mejor realizan el ideal del procedimiento semiológico; por eso la lengua, el más com-
plejo y el más extendido de los sistemas de expresión, es también el más característico de todos;
en este sentido la lingüística puede erigirse en el modelo general de toda semiología, aunque la
lengua no sea más que un sistema particular.
Se ha utilizado la palabra símbolo para designar el signo lingüístico, o, más exactamente,
lo que nosotros llamamos el significante. Pero hay inconvenientes para admitirlo, justamente a
causa de nuestro primer principio. El símbolo tiene por carácter no ser nunca completamente
arbitrario; no está vacío: hay un rudimento de vínculo natural entre el significante y el signifi -
cado. El símbolo de la justicia, la balanza, no podría reemplazarse por otro objeto cualquiera,
un carro, por ejemplo.
La palabra arbitrario necesita también una observación. No debe dar idea de que el signi-
ficante depende de la libre elección del hablante (ya veremos luego que no está en manos del
individuo cambiar nada en un signo una vez establecido por un grupo lingüístico); queremos
decir que es inmotivado, es decir, arbitrario con relación al significado, con el cual no guarda en
la realidad ningún lazo natural.
Señalemos, para terminar, dos objeciones que se podrían hacer a este primer principio:
1° Se podría uno apoyar en las onomatopeyas para decir que la elección del significante
no siempre es arbitraria. Pero las onomatopeyas nunca son elementos orgánicos de un sistema
lingüístico. Su número es, por lo demás, mucho menor de lo que se cree. Palabras francesas
como fouet ‘látigo’ o glas ‘doblar de campanas’ pueden impresionar a ciertos oídos por una so-
noridad sugestiva; pero para ver que no tienen tal carácter desde su origen, basta recordar sus
formas latinas (fouet deriva de fagus ‘haya’, glas es classicum); la cualidad de sus sonidos actua-
les, o, mejor, la que se atribuye, es un resultado fortuito de la evolución fonética.
En cuanto a las onomatopeyas auténticas (las del tipo glu-glu, tic-tac, etc.), no solamente
son escasas, sino que su elección ya es arbitraria en cierta medida, porque no son más que la imi-
tación aproximada y ya medio convencional de ciertos ruidos (cfr. francés ouaoua y alemán wau-
wau, español guau guau). 4 Además, una vez introducidas en la lengua, quedan más o menos en-
granadas en la evolución fonética, morfológica, etc., que sufren las otras palabras (cfr. pigeon, del
latín vulgar pipio , derivado de una onomatopeya): prueba evidente de que ha perdido algo de su
carácter primero para adquirir el del signo lingüístico en general, que es inmotivado.
2° Las exclamaciones, muy vecinas de las onomatopeyas, dan lugar a observaciones aná-
logas y no son más peligrosas para nuestra tesis. Se tiene la tentación de ver en ellas expresio-
nes espontáneas de la realidad, dictadas como por la naturaleza. Pero para la mayor parte de
ellas se puede negar que haya un vehículo necesario entre el significado y el significante. Basta
con comparar dos lenguas en este terreno para ver cuánto varían estas expresiones de idioma a
idioma (por ejemplo, al francés aïe!, esp. ¡ay!, corresponde el alemán au!). Y ya se sabe que mu-
chas exclamaciones comenzaron por ser palabras con sentido determinado (cfr. fr. diable!, mor-
dieu! = mort Dieu, etc).
En resumen, las onomatopeyas y las exclamaciones son de importancia secundaria, y su
origen simbólico es en parte dudoso.

4
[Nuestro sentido onomatopéyico reproduce el canto del gallo con quiquiriquí, el de los franceses co-
quericó (kókrikó), el de los ingleses cock-a-doodle-do. A. A.]
14

2.3. Segundo principio: carácter lineal del significante


El significante, por ser de naturaleza auditiva, se desenvuelve en el tiempo únicamente y
tiene los caracteres que toma del tiempo: a) representa una extensión y b) esa extensión es mensu-
rable en una sola dimensión; es una sola línea.
Este principio es evidente, pero parece que siempre se ha desdeñado el enunciarlo, sin
duda porque se le ha encontrado demasiado simple; sin embargo, es fundamental y sus conse-
cuencias son incalculables: su importancia es igual a la de la primera ley. Todo el mecanismo
de la lengua depende de ese hecho. Por oposición a los significantes visuales (señales maríti-
mas, por ejemplo), que pueden ofrecer complicaciones simultáneas en varias dimensiones, los
significantes acústicos no disponen más que de la línea del tiempo; sus elementos se presentan
uno tras otro; forman una cadena. Este carácter se destaca inmediatamente cuando los repre-
sentamos por medio de la escritura, en donde la sucesión en el tiempo es sustituida por la línea
espacial de los signos gráficos.
En ciertos casos, no se nos aparece con evidencia. Si, por ejemplo, acentúo una sílaba, pa -
recería que acumulo en un mismo punto elementos significativos diferentes. Pero es una ilu -
sión; la sílaba y su acento no constituyen más que un acto fonatorio; no hay dualidad en el inte-
rior de este acto, sino tan sólo oposiciones diversas con lo que está a su lado.

3. Inmutabilidad y mutabilidad del signo

3.1. Inmutabilidad
Si, en relación con la idea que representa, el significante aparece como libremente elegi -
do, en cambio, en relación con la comunidad lingüística que lo emplea, no es libre, es impuesto.
La masa social no es consultada y el significante escogido por la lengua no podría ser reempla -
zado por otro. Este hecho, que parece encerrar una contradicción, podría llamarse familiar-
mente “la carta forzada”. Se dice a la lengua: “¡Elige!”, pero se añade: “Será ese signo y no
otro”. Un individuo sería incapaz, aunque quisiera, no solamente de modificar algo en la elec-
ción ya hecha, sino que la masa misma no puede ejercer su soberanía sobre una sola palabra;
está ligada a la lengua tal como es.
La lengua, por tanto, no puede ser asimilada a un contrato puro y simple, y precisamente
por ese lado el signo lingüístico es particularmente interesante de estudiar; porque si se quiere
demostrar que la ley admitida en una colectividad es una cosa que se sufre, y no una regla li -
bremente consentida, es la lengua la que ofrece la prueba más definitiva de ese hecho.
Veamos pues cómo escapa a nuestra voluntad el signo lingüístico, y saquemos luego las
importantes consecuencias que derivan de este fenómeno.
En cualquier época, y por muy alto que nos remontemos, la lengua aparece siempre
como una herencia de la época precedente. El acto por el que, en un momento dado, se habrían
distribuido los nombres para las cosas, el acto por el que se habría pactado un contrato entre
los conceptos y las imágenes acústicas, ese acto podemos concebirlo, pero jamás ha sido com-
probado. La idea de que las cosas habrían podido suceder así nos es sugerida por nuestro vivísi-
mo sentimiento de lo arbitrario del signo.
De hecho, ninguna sociedad conoce ni ha conocido jamás la lengua de otro modo que
como un producto heredado de las generaciones precedentes y que hay que aceptar tal cual.
Por esto la cuestión del origen del lenguaje no tiene la importancia que generalmente se le
atribuye. No es siquiera una cuestión que haya que plantear; el único objeto real de la lingüísti -
15

ca es la vida normal y regular de un idioma ya constituido. Un estado de lengua dado es siem -


pre un producto de factores históricos, y son esos factores los que explican por qué es inmuta -
ble el signo, es decir, por qué resiste a toda substitución arbitraria.
Pero decir que la lengua es una herencia, nada explica si no vamos más lejos. ¿Se pueden
modificar de un momento a otro las leyes existentes y heredadas?
Esta objeción nos lleva a situar la lengua en su marco social y a plantear la cuestión como
nos la plantearíamos para las demás instituciones sociales. ¿Cómo se transmiten éstas? Tal es
la cuestión más general que encierra la de la inmutabilidad. En primer lugar hay que apreciar
la mayor o menor libertad de que gozan las demás instituciones; se verá que para cada una de
ellas hay un equilibrio diferente entre la tradición impuesta y la acción libre de la sociedad.
Luego se investigará por qué, en una categoría dada, los factores del primer orden son más o
menos potentes que los del otro. Finalmente, volviendo a la lengua, nos preguntaremos por
qué el factor histórico de la transmisión la domina por entero y excluye todo cambio lingüísti-
co general y súbito.
Para responder a esta cuestión se podrían hacer valer muchos argumentos y decir, por
ejemplo, que las modificaciones de la lengua no están ligadas a la secuencia de las generacio -
nes, que lejos de superponerse unas a otras, como los cajones de un mueble, se interpenetran y
contienen, cada una, individuos de todas las edades. Habría que recordar también la suma de
esfuerzos que exige el aprendizaje de la lengua materna, para concluir en la imposibilidad de
un cambio general. Habría que añadir que la reflexión no interviene en la práctica de un idio-
ma; que los sujetos son, en gran medida, inconscientes de las leyes de la lengua; y si no se dan
cuenta, ¿cómo podrían modificarla? Incluso si fueran conscientes, habría que recordar que los
hechos lingüísticos apenas provocan la crítica, en el sentido de que cada pueblo está general -
mente satisfecho de la lengua que ha recibido.
Estas consideraciones son importantes, pero no son específicas; preferimos las siguien-
tes, más esenciales, más directas, de las que dependen todas las demás.
• El carácter arbitrario del signo. Más arriba, nos había hecho admitir la posibilidad
teórica del cambio; profundizando, vemos que, de hecho, lo arbitrario mismo del sig -
no pone a la lengua al abrigo de cualquier tentativa que tienda a modificarla. Aunque
fuera más consciente de lo que es, la masa no podría discutirla. Porque para que una
cosa sea cuestionada, es menester que se poye sobre una norma razonable. Se puede
debatir, por ejemplo, si la forma monógama del matrimonio es más razonable que la
forma polígama y presentar razones a favor de una o de otra . También se podría dis-
cutir un sistema de símbolos, porque el símbolo tiene una relación racional con la
cosa significada (véase página 88); pero por lo que se refiere a la lengua, sistema de
signos arbitrarios, esta base falta, y con ella desaparece todo terreno sólido de discu -
sión; no hay ningún motivo para preferir soeur a sister, Ochs a boeuf, etc.
• La multitud de signos necesarios para constituir cualquier lengua. El alcance de este he-
cho es considerable. Un sistema de escritura compuesto de veinte a cuarenta letras pue-
de, en rigor, ser reemplazado por otro. Lo mismo ocurriría con la lengua si encerrara un
número limitado de elementos; pero los signos lingüísticos son innumerables.
• El carácter demasiado complejo del sistema. Una lengua constituye un sistema. Si,
como luego veremos, es ése el lado por el que no es completamente arbitraria y en el
que reina una razón relativa, también es ese el punto en que aparece la incompeten-
cia de la masa para transformarla. Porque eses sistema es un mecanismo complejo;
sólo se puede captar mediante la reflexión; incluso los mismos que hacen uso cotidia-
16

no de él lo ignoran profundamente. Podría concebirse tal cambio sólo gracias a la in-


tervención de especialistas, gramáticos, lógicos, etc.; pero la experiencia muestra que,
hasta ahora, injerencias de esta naturaleza no han tenido ningún éxito.
• La resistencia de la inercia colectiva a toda innovación lingüística. La lengua —y esta
consideración prima sobre todas las demás— es, en cada momento, asunto de todo el
mundo; difundida en una masa y manejada por ella, es una cosa de la que todos los in -
dividuos se sirven durante todo el día. Sobre este punto no se pueden establecer
ninguna comparación entre ella y las demás instituciones. Las prescripciones de un
código, los ritos de una religión, las señales marítimas, etc., no ocupan más que a cier-
to número de individuos a la vez y durante un tiempo limitado; en la lengua, en cam-
bio, todos y cada uno participamos en ella en todo momento, y por eso la lengua sufre
sin cesar la influencia de todos. Este hecho capital basta para mostrar la imposibilidad
de una revolución. De todas las instituciones sociales, la lengua es la que menos aside-
ro ofrece a las iniciativas. Forma cuerpo con la vida de la masa social, y por ser ésta
naturalmente inerte aparece ante todo como un factor de conservación.

Sin embargo, no basta con decir que la lengua es un producto de las fuerzas sociales para
que se vea claramente que no es libre; al recordar que es siempre herencia de una época prece -
dente, hay que añadir que estas fuerzas sociales actúan en función del tiempo. Si la lengua tie-
ne un carácter de fijeza, no es sólo porque está unida al peso de la colectividad, lo es también
porque está situada en el tiempo. Estos dos hechos son inseparables. En todo momento la soli-
daridad con el pasado pone en jaque la libertad de elegir. Decimos hombre y perro porque antes
de nosotros se ha dicho hombre y perro. Lo cual no impide que no haya en el fenómeno total un
lazo entre estos dos factores antinómicos: la convención arbitraria, en virtud de la cual la elec -
ción es libre, y el tiempo, gracias al cual la elección se encuentra fijada. Debido a que el signo es
arbitrario, no conoce más ley que la de la tradición, y precisamente por estar fundado en la
tradición puede ser arbitrario.

3.2. Mutabilidad
El tiempo, que asegura la continuidad de la lengua, posee otro efecto, contradictorio en
apariencia con el primero: el de alterar más o menos rápidamente los signos lingüísticos y, en
cierto sentido, puede hablarse a la vez de la inmutabilidad y de la mutabilidad del signo. 5
En última instancia, los dos hechos son solidarios: el signo está en condiciones de alte-
rarse porque se continúa. Lo que domina en toda alteración es la persistencia de la materia an-
tigua; la infidelidad al pasado es sólo relativa. Por eso, el principio de alteración se funda en el
principio de continuidad.
La alteración en el tiempo adopta diversas formas, cada una de las cuales proporcionaría
materia para un importante capítulo de la lingüística. Sin entrar en detalles, es importante
destacar lo siguiente:
En primer lugar, no nos equivoquemos sobre el sentido que aquí damos a la palabra altera-
ción. Podría hacer creer que se trata especialmente de los cambios fonéticos sufridos por el signi-
ficante, o bien, de los cambios de sentido que afectan al concepto significado. Este enfoque sería

5
Sería injusto reprochar a F. de Saussure ser inconsecuente o paradójico al atribuir a la lengua dos
cualidades contradictorias. Mediante la oposición de dos términos chocantes, sólo quiso subrayar con
fuerza esta verdad: que la lengua se transforma sin que los sujetos puedan transformarla. Puede de -
cirse también que la lengua es intangible, pero no inalterable.
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insuficiente. Cualesquiera que sean los factores de alteraciones, actúen aisladamente o combina-
dos, siempre conducen a un desplazamiento de la relación entre el significado y el significante.
He aquí algunos ejemplos. El latín necare, que significa “matar”, se ha convertido en fran-
cés en noyer [ahogar], con el sentido que todos conocemos. Imagen acústica y concepto, los dos
han cambiado; pero es inútil distinguir las dos partes del fenómeno; basta con comprobar in
globo que el lazo de la idea y del signo se ha relajado y que a habido un desplazamiento en su
relación. Si en lugar de comparar el necare del latín clásico con nuestro francés noyer, lo opone-
mos al necare del latín vulgar de los siglos IV o V, que significa “ahogar”, el caso es algo dife-
rente; pero también aquí, aunque no haya alteración apreciable del significante, hay desplaza-
miento de la relación entre la idea y el signo.
El antiguo alemán dritteil, “el tercio”, se ha convertido en alemán moderno en Drittel. En
este caso, aunque el concepto siga siendo el mismo, la relación ha sido cambiada de dos formas:
el significante ha sido modificado no sólo en su aspecto material, sino también en su forma
gramatical; no implica ya la idea de Teil; es una palabra simple. De una manera o de otra, siem-
pre hay un desplazamiento de relación.
En anglosajón, la forma preliteraria fot, “el pie” siguió siendo fot (inglés moderno, foot),
mientras que su plural *foti, “los pies”, se ha convertido en fet (inglés moderno feet). Sean cua-
les fueren las alteraciones que ello suponga, hay una cosa cierta: ha habido desplazamiento de
la relación; ha surgido de otras correspondencias entre la materia fónica y la idea.
Una lengua es radicalmente impotente para defenderse contra los factores que despla-
zan a cada momento la relación del significado y el significante. Ésta es una de las consecuen-
cias de la arbitrariedad del signo.
Todas las demás instituciones humanas —las costumbres, las leyes, etc.— están fundadas,
en diverso grado, en las relaciones naturales de las cosas; hay en ellas una adecuación necesa-
ria entre los medios empleados y los fines perseguidos. Incluso la moda que fija nuestra ropa
no es completamente arbitraria: no puede apartarse más allá de cierto grado de las condiciones
dictadas por el cuerpo humano. La lengua, por el contrario, no está limitada en nada en la elec-
ción de sus medios, porque no vemos qué podría impedir asociar una idea cualquiera con una
secuencia cualquiera de sonidos.
Para que se comprendiera bien que la lengua es una institución pura, Whitney insistió,
con toda razón, en el carácter arbitrario de los signos; y con ello situó la lingüística en su ver-
dadero eje. Pero no fue hasta el fin, y no vio que este carácter arbitrario separa radicalmente la
lengua de todas las demás instituciones. Se ve claramente por la forma en que evoluciona; nada
hay más complejo; situada a la vez en la masa social y en el tiempo, nadie puede cambiar nada
en ella, y, por otra parte, la arbitrariedad de sus signos entraña teóricamente la libertad de es -
tablecer cualquier relación entre la materia fónica y las ideas. De donde resulta que estos dos
elementos unidos en los signos conservan, cada cual, su vida propia en una proporción desco-
nocida fuera de la lengua, y que ésta se altera, o más bien evoluciona, bajo la influencia de to -
dos los agentes que pueden alcanzar bien a los sonidos, bien a los sentidos. Esta evolución es
fatal: no hay ejemplo de lengua alguna que resista a ella. Al cabo de cierto tiempo se pueden
comprobar desplazamientos sensibles.
Y esto es tan cierto que el principio debe verificarse incluso en las lenguas artificiales.
Quien crea una de ese tipo, la controla mientras no se ponga en circulación; pero desde el mo -
mento en que cumple su misión y se convierte en cosa de todo el mundo, el control escapa. El
esperanto es un ensayo de esta especie; si triunfa, ¿escapará a la ley fatal? Pasado el primer
momento, la lengua entrará, muy probablemente, en su vida semiológica; se transmitirá por le-
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yes que no tienen nada en común con las de la creación reflexiva, y ya no se podrá volver atrás.
El hombre que pretenda componer una lengua inmutable, que la posteridad debería aceptar tal
cual sale de sus manos, se parecería a la gallina que ha incubado un huevo de pato: la lengua
creada por él sería arrastrada, le guste o no, por la corriente que arrastra a todas las lenguas.
La continuidad del signo en el tiempo, ligada a la alteración en el tiempo, es un principio
de la semiología general; su confirmación puede encontrarse en los sistemas de escritura, en el
lenguaje de los sordomudos, etc.
Pero, ¿en qué se funda la necesidad del cambio? Quizá se nos reproche no haber sido tan
explícitos en este punto como sobre el principio de la inmutabilidad: es que no hemos dis -
tinguido los diferentes factores de alteración; habría que considerarlos en su variedad para sa-
ber hasta qué punto son necesarios.
Las causas de la continuidad están a priori al alcance del observador; no ocurre lo mismo
con las causas de alteración a través del tiempo. Más vale renunciar provisionalmente a dar
cuenta exacta de ellas y limitarse a hablar en general del desplazamiento de las relaciones; el
tiempo altera todo; no hay razón para que la lengua escape a esta ley universal.

Recapitulemos ahora las etapas de nuestra demostración, refiriéndonos a los principios


establecidos en la introducción.
1.° Evitando estériles definiciones de palabras, hemos distinguido primeramente, en el
seno del fenómeno total que representa el lenguaje, dos factores: la lengua y el habla. La lengua
es para nosotros el lenguaje menos el habla. Es el conjunto de los hábitos lingüísticos que per-
miten a un sujeto comprender y hacerse comprender.
2.° Pero esta definición deja todavía a la lengua al margen de su realidad social; hace de
ella una cosa irreal, puesto que no comprende más que uno de los aspectos de la realidad, el as -
pecto individual; es menester una masa hablante para que haya una lengua. Contrariamente a
las apariencias, en ningún momento existen éstas al margen del hecho social, porque la lengua
es un fenómeno semiológico. Su naturaleza social es uno de sus caracteres internos; su defini-
ción completa nos coloca ante dos cosas inseparables como lo muestra el esquema:

Mas en estas condiciones la lengua es viable, no viviente; no hemos te-


nido en cuenta más que la realidad social, no el hecho histórico.
3.° Como el signo lingüístico es arbitrario, parece que la lengua, así de-
finida, es un sistema libre, organizable a capricho, que depende única-
mente de un principio racional. Su carácter social, considerado en sí
mismo, no se opone precisamente a este punto de vista. Sin duda, la
psicología colectiva no opera sobre una materia puramente lógica; ha-
bría que tener en cuenta todo lo que hace desviarse a la razón en las
relaciones prácticas de individuo a individuo. Y, sin embargo, lo que nos impide mirar la len -
gua como una convención simple, modificable a capricho de los interesados, no es eso; es la ac-
ción del tiempo que se combina con la de la fuerza social; al margen de la duración, la realidad
lingüística no está completa y no hay conclusión posible.
Si se tomara la lengua en el tiempo, sin la masa hablante —supongamos un individuo ais -
lado que viviera durante muchos siglos—, quizá no se comprobaría ninguna alteración; el tiem-
po no actuaría sobre ella. Y, a la inversa, si se considera la masa hablante en el tiempo, no se
vería el efecto de las fuerzas sociales actuando sobre la lengua. Para estar en la realidad hay
que añadir, por tanto, a nuestro primer esquema un signo que indique la marcha del tiempo:
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Desde ese momento la lengua no es libre, porque el tiempo


permitirá a las fuerzas sociales que se ejercen sobre ella desarrollar
sus efectos, y se llega al principio de continuidad, que anula la liber-
tad. Pero la continuidad implica necesariamente la alteración, el
desplazamiento más o menos considerable de las relaciones.

4. El valor lingüístico

4.1. La lengua como pensamiento organizado en la materia fónica


Para darse cuenta de que la lengua no puede ser otra cosa que un sistema de valores pu-
ros, basta considerar los dos elementos que entran en juego en su funcionamiento: las ideas y
los sonidos.
Psicológicamente, hecha abstracción de su expresión por medio de palabras, nuestro
pensamiento no es más que una masa amorfa e indistinta. Filósofos y lingüistas han estado
siempre de acuerdo en reconocer que, sin la ayuda de los signos, seríamos incapaces de dis-
tinguir dos ideas de manera clara y constante. Considerado en sí mismo, el pensamiento es
como una nebulosa donde nada está necesariamente delimitado. No hay ideas preestablecidas,
y nada es distinto antes de la aparición de la lengua.
Frente a este reino flotante, ¿ofrecen los sonidos por sí mismos entidades circunscriptas
de antemano? Tampoco. La substancia fónica no es más fija ni más rígida; no es un molde a
cuya forma el pensamiento deba acomodarse necesariamente, sino una materia plástica que se
divide a su vez en partes distintas para suministrar los significantes que el pensamiento nece-
sita. Podemos, pues, representar el hecho lingüístico en su conjunto, es decir, la lengua, como
una serie de subdivisiones contiguas marcadas a la vez sobre el plano indefinido de las ideas
confusas (A) y sobre el no menos indeterminado de los sonidos (B). Es lo que aproximadamente
podríamos representar en este esquema:

El papel característico de la lengua frente al pensamiento no es el de crear un medio fó -


nico material para la expresión de las ideas, sino el de servir de intermediaria entre el pensa-
miento y el sonido, en condiciones tales que su unión lleva necesariamente a deslindamientos
recíprocos de unidades. El pensamiento, caótico por naturaleza, se ve forzado a precisarse al
descomponerse. No hay, pues, ni materialización de los pensamientos, ni espiritualización de
los sonidos, sino que se trata de ese hecho en cierta manera misterioso: que el “pensamiento-
sonido” implica divisiones y que la lengua elabora sus unidades al constituirse entre dos masas
amorfas. Imaginemos el aire en contacto con una capa de agua: si cambia la presión atmosféri-
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ca, la superficie del agua se descompone en una serie de divisiones, esto es, de ondas; esas on-
dulaciones darán una idea de la unión y, por así decirlo, de la ensambladura del pensamiento
con la materia fónica.
Se podrá llamar a la lengua el dominio de las articulaciones, tomando esta palabra en el
sentido definido anteriormente: cada término lingüístico es un miembro, un articulus donde se
fija una idea en un sonido y donde un sonido se hace el signo de una idea.
La lengua es también comparable a una hoja de papel: el pensamiento es el anverso y el
sonido el reverso: no se puede cortar uno sin cortar el otro; así tampoco en la lengua se podría
aislar el sonido del pensamiento, ni el pensamiento del sonido; a tal separación sólo se llegaría
por una abstracción y el resultado sería hacer psicología pura o fonología pura.
La lingüística trabaja, pues, en el terreno limítrofe donde los elementos de dos órdenes
se combinan; esta combinación produce una forma, no una sustancia.
Estas miras hacen comprender mejor lo que hemos dicho sobre lo arbitrario del signo.
No solamente son confusos y amorfos los dos dominios enlazados por el hecho lingüístico, sino
que la elección que se decide por tal porción acústica para tal idea es perfectamente arbitraria.
Si no fuera éste el caso, la noción de valor perdería algo de su carácter, ya que contendría un
elemento impuesto desde fuera. Pero de hecho los valores siguen siendo enteramente relati-
vos, y por eso el lazo entre la idea y el sonido es radicalmente arbitrario.
A su vez lo arbitrario del signo nos hace comprender mejor por qué el hecho social es el
único que puede crear un sistema lingüístico. La colectividad es necesaria para establecer valo -
res cuya única razón de ser está en el uso y en el consenso generales; el individuo por sí sólo es
incapaz de fijar ninguno.
Además, la idea de valor, así determinada, nos muestra cuán ilusorio es considerar un
término sencillamente como la unión de cierto sonido con cierto concepto. Definirlo así sería
aislarlo del sistema de que forma parte; sería creer que se puede comenzar por los términos y
construir el sistema haciendo la suma, mientras que, por el contrario, hay que partir de la tota-
lidad solidaria para obtener por análisis los elementos que encierra.
Para desarrollar esta tesis nos pondremos sucesivamente en el punto de vista del signifi-
cado o concepto (4.2), en el del significante (4.3) y en el del signo total (4.4).
No pudiendo captar directamente las entidades concretas o unidades de la lengua, opera-
mos sobre las palabras. Las palabras, sin recubrir exactamente la definición de la unidad lingüís-
tica, por lo menos dan de ella una idea aproximada que tiene la ventaja de ser concreta; las toma-
remos, pues, como muestras equivalentes de los términos reales de un sistema sincrónico, y los
principios obtenidos a propósito de las palabras serán válidos para las entidades en general.

4.2. El valor lingüístico considerado en su aspecto conceptual


Cuando se habla del valor de una palabra, se piensa generalmente, y sobre todo, en la
propiedad que tiene la palabra de representar una idea, y, en efecto ése es uno de los aspectos
del valor lingüístico. Pero si fuera así, ¿en qué se diferenciaría el valor de lo que se llama signi-
ficación? ¿Serían sinónimas estas dos palabras? No lo creemos, aunque sea fácil la confusión, so-
bre todo porque está provocada menos por la analogía de los términos que por la delicadeza de
la distinción que señalan.
El valor, tomado en su aspecto conceptual, es sin duda un elemento de la significación, y
es muy difícil saber cómo se distingue de la significación a pesar de estar bajo su dependencia.
Sin embargo, es necesario poner en claro esta cuestión so pena de reducir la lengua a una sim-
ple nomenclatura.
21

Tomemos primero la significación tal como se suele


presentar y tal como la hemos imaginado.
No es, como ya lo indican las flechas de la
figura, más que la contraparte de la imagen auditi-
va. Todo queda entre la imagen auditiva y el con-
cepto, en los límites de la palabra considerada como
un dominio cerrado, existente por sí mismo.
Pero véase el aspecto paradójico de la cuestión: de un lado, el concepto se nos aparece
como la contraparte de la imagen auditiva en el interior del signo, y, de otro, el signo mismo,
es decir, la relación que une esos dos elementos es también, y de igual modo, la contraparte de
los otros signos de la lengua.
Puesto que la lengua es un sistema en donde todos los términos son solidarios y donde el va-
lor de cada uno no resulta más que de la presencia simultánea de los otros, según este esquema:

¿Cómo es que el valor, así definido, se confundirá con la significación, es decir, con la con-
traparte de la imagen auditiva? Parece imposible equiparar las relaciones figuradas aquí por las
flechas horizontales con las que están representadas en la figura anterior por las flechas vertica-
les. Dicho de otro modo —para insistir en la comparación de la hoja de papel que se desgarra—,
no vemos por qué la relación observada entre los distintos trozos A, B, C, D, etc., no ha de ser dis-
tinta de la que existe entre el anverso y el reverso de un mismo trozo, A/A’, B/B’, etc.
Para responder a esta cuestión, consignemos primero que, incluso fuera de la lengua, to -
dos los valores parecen regidos por ese principio paradójico. Los valores están siempre consti -
tuidos:
1° por una cosa desemejante susceptible de ser trocada por otra cuyo valor está por deter-
minar;
2° por cosas similares que se pueden comparar con aquella cuyo valor se está por ver.

Estos dos factores son necesarios para la existencia de un valor. Así, para determinar lo
que vale una moneda de cinco francos hay que saber: 1°, que se la puede trocar por una canti -
dad determinada de una cosa diferente, por ejemplo, de pan; 2°, que se la puede comparar con
un valor similar del mismo sistema, por ejemplo, una moneda de un franco, o con una moneda
de otro sistema (un dólar, etc.). Del mismo modo una palabra puede trocarse por algo deseme -
jante: una idea; además, puede compararse con otra cosa de la misma naturaleza: otra palabra.
Su valor, pues, no estará fijado mientras nos limitemos a consignar que se puede “trocar” por
tal o cual concepto, es decir, que tiene tal o cual significación; hace falta además compararla
con los valores similares, con las otras palabras que se pueden oponer. Su contenido no está
verdaderamente determinado más que por el concurso de lo que existe fuera de ella. Como la
palabra forma parte de un sistema, está revestida, no sólo de una significación, sino también, y
sobre todo, de un valor, lo cual es cosa muy diferente.
22

Algunos ejemplos mostrarán que es así como efectivamente sucede. El español carnero o
el francés mouton pueden tener la misma significación que el inglés, sheep, pero no el mismo
valor, y eso por varias razones, en particular porque al hablar de una porción de comida ya co -
cinada y servida a la mesa, el inglés dice mutton y no sheep. La diferencia de valor entre sheep y
mouton o carnero consiste en que sheep tiene junto a sí un segundo término, lo cual no sucede
con la palabra francesa ni con la española.
Dentro de una misma lengua, todas las palabras que expresan ideas vecinas se limitan re -
cíprocamente: sinónimos como recelar, temer, tener miedo, no tienen valor propio más que por
su oposición; si recelar no existiera, todo su contenido iría a sus concurrentes. Al revés, hay tér-
minos que se enriquecen por contacto con otros; por ejemplo, el elemento nuevo introducido
en décrépit (“un viellard décrépit”) resulta de su coexistencia con décrépi (“un mur décrépi”). 6
Así el valor de todo término está determinado por lo que lo rodea; ni siquiera de la palabra que
significa ‘sol’ se puede fijar inmediatamente el valor si no se considera lo que la rodea; lenguas
hay en las que es imposible decir “sentarse al sol ”.
Lo que hemos dicho de las palabras se aplica a todo término de la lengua, por ejemplo, a las
entidades gramaticales. Así, el valor de un plural español o francés no coincide del todo con el de
un plural sánscrito, aunque la mayoría de las veces la significación sea idéntica: es que el sánscrito
posee tres números en lugar de dos (mis ojos, mis orejas, mis brazos, mis piernas, etc., estarían en
dual); sería inexacto atribuir el mismo valor al plural en sánscrito y en español o francés, porque el
sánscrito no puede emplear el plural en todos los casos donde es regular en español o en francés; su
valor depende, pues, verdaderamente de lo que está fuera y alrededor de él.
Si las palabras estuvieran encargadas de representar conceptos dados de antemano, cada
uno de ellos tendría, de lengua a lengua, correspondencias exactas para el sentido; pero no es
así. El francés dice louer (une maison) y el español alquilar, indiferentemente por tomar o dar en
alquiler, mientras el alemán emplea dos términos: mieten y vermieten; no hay, pues, correspon-
dencia exacta de valores. Los verbos schätzen y urteilen presentan un conjunto de significacio-
nes que corresponden a bulto a las palabras francesas estimer y juger, esp. estimar y juzgar. Sin
embargo, en varios puntos esta correspondencia falla.
La flexión ofrece ejemplos particularmente notables. La distinción de los tiempos, que
nos es tan familiar, es extraña a ciertas lenguas; el hebreo ni siquiera conoce la distinción, tan
fundamental, entre el pasado, el presente y el futuro. El protogermánico no tiene forma propia
para el futuro: cuando se dice que lo expresa con el presente, se habla impropiamente, pues el
valor de un presente no es idéntico en germánico y en las lenguas que tienen un futuro junto al
presente. Las lenguas eslavas distinguen regularmente dos aspectos del verbo: el perfectivo re-
presenta la acción en su totalidad, como un punto, fuera de todo desarrollarse; el imperfectivo
la muestra en su desarrollo y en la línea del tiempo. Estas categorías presentan dificultades
para un francés o para un español porque sus lenguas las ignoran: si estuvieran predetermina-
das, no sería así. En todos estos casos, pues, sorprendemos, en lugar de ideas dadas de antema-
no, valores que emanan del sistema. Cuando se dice que los valores corresponden a conceptos,
se sobreentiende que son puramente diferenciales, definidos no positivamente por su conteni-
do, sino negativamente por sus relaciones con los otros términos del sistema. Su más exacta
característica es la de ser lo que los otros no son. 7

6
[O con nuestro ejemplo español: el elemento nuevo introducido en el uso argentino de latente (“un
entusiasmo latente ”) resulta de su coexistencia con latir (“un corazón latiente ”). A. A.]
7
[Por ejemplo: para designar temperaturas, tibio es lo que no es frío ni caliente ; para designar distan-
cias, ahí es lo que no es aquí ni allí : esto lo que no es eso ni aquello. El inglés, que tiene dos términos,
23

Ahora se ve la interpretación real del esquema del signo. Así quiere decir que en español
un concepto ‘juzgar’ está unido a la imagen acústica juzgar; en una palabra, simboliza la signifi-
cación; pero que quede bien entendido que ese concepto
nada tiene de inicial, que no es más que un valor determi-
nado por sus relaciones con los otros valores similares, y
que sin ellos la significación no existiría. Cuando afirmo
simplemente que una palabra significa tal cosa, cuando
me atengo a la asociación de la imagen acústica con el
concepto, hago una operación que puede en cierta medida
ser exacta y dar una idea de la realidad; pero de ningún
modo expreso el hecho lingüístico en su esencia y en su
amplitud.

4.3. El valor lingüístico considerado en su aspecto material


Si la parte conceptual del valor está constituida únicamente por sus conexiones y dife-
rencias con los otros términos de la lengua, otro tanto se puede decir de su parte material. Lo
que importa en la palabra no es el sonido por sí mismo, sino las diferencias fónicas que permi-
ten distinguir esas palabras de todas las demás, pues ellas son las que llevan la significación.
Quizá esto sorprenda, pero en verdad ¿dónde habría la posibilidad de lo contrario? Pues-
to que no hay imagen vocal que responda mejor que otra a lo que se le encomienda expresar,
es evidente, hasta a priori, que nunca podrá un fragmento de lengua estar fundado, en último
análisis, en otra cosa que en su no coincidencia con el resto. Arbitrario y diferencial son dos cua-
lidades correlativas.
La alteración de los signos lingüísticos patentiza bien esta correlación; precisamente
porque los términos a y b son radicalmente incapaces de llegar como tales hasta las regiones de
la conciencia —la cual no percibe perpetuamente más que la diferencia a/b—, cada uno de los
términos queda libre para modificarse según leyes ajenas a su función significativa. El genitivo
plural checo zen no está caracterizado por ningún signo positivo; sin embargo, el grupo de for-
mas zena : zen funciona también como el de zena : zenb que le ha precedido; es que lo único que
entra en juego es la diferencia de los signos; zena vale sólo porque es diferente.
Otro ejemplo que hacer ver todavía mejor lo que hay de sistemático en este juego de las
diferencias fónicas: en griego éphen es un imperfecto y ésten un aoristo, aunque ambos están
formados de manera idéntica; es que el primero pertenece al sistema del indicativo presente
phemí ‘digo’, mientras que no hay presente *stemi; ahora bien, la relación phemí-éphen es justa-
mente la que corresponde a la relación entre el presente y el imperfecto (cfr. deíknumi-edeík-
nun), etc. Estos signos actúan, pues, no por su valor intrínseco, sino por su posición relativa.
Por lo demás, es imposible que el sonido, elemento material, pertenezca por sí mismo a
la lengua. Para la lengua no es más que una cosa secundaria, una materia que pone en juego.
Todos los valores convencionales presentan este carácter de no confundirse con el elemento
tangible que les sirve de soporte. Así no es el metal de una moneda lo que fija su valor; un escu-
do que vale nominalmente cinco francos no contiene de plata más que la mitad de esa suma; y
valdrá más o menos con tal o cual efigie, más o menos a éste o al otro lado de una frontera polí -
tica. Esto es más cierto todavía en el significante lingüístico; en su esencia, de ningún modo es

this y that, en lugar de nuestros tres, este, ese, aquel, presenta otro juego de valores. A. A.]
24

fónico, es incorpóreo, constituido, no por su sustancia material, sino únicamente por las dife-
rencias que separan su imagen acústica de todas las demás.
Este principio es tan esencial, que se aplica a todos los elementos materiales de la lengua,
incluidos los fonemas. Cada idioma compone sus palabras a base de un sistema de elementos
sonoros, cada uno de los cuales forma una unidad netamente deslindada y cuyo número está
perfectamente determinado. Pero lo que los caracteriza no es, como se podría creer, su cuali-
dad propia y positiva, sino simplemente el hecho de que no se confunden unos con otros. Los
fonemas son ante todo entidades opositivas, relativas y negativas.
Y lo prueba el margen y la elasticidad de que los hablantes gozan para la pronunciación
con tal que los sonidos sigan siendo distintos unos de otros. Así, en francés, el uso general de la
r uvular (grasseyé) no impide a muchas personas usar la r ápicoalveolar (roulé); la lengua no
queda por eso dañada; la lengua no pide más que la diferencia, y sólo exige, contra lo que se
podría pensar, que el sonido tenga una cualidad invariable. Hasta puedo pronunciar la r france-
sa como la ch alemana de Bach, doch [= j española de reloj, boj], mientras que un alemán (que tie-
ne también la r uvular) no podría emplear la ch como r, porque la lengua reconoce los dos ele-
mentos y debe distinguirlos. Lo mismo, en ruso, no habría margen para una t junto a una t’ (t
mojada, de contacto amplio), porque el resultado sería el confundir dos sonidos diferentes para
la lengua (cfr. govorit’ ‘hablar’ y govorit ‘él habla’), pero en cambio habrá una libertad mayor del
lado de la th (t aspirada), porque este sonido no está previsto en el sistema de los fonemas del
ruso.
Como idéntico estado de cosas se comprueba en ese otro sistema de signos que es la es-
critura, lo tomaremos como término de comparación para aclarar toda esta cuestión. De hecho:
1°, los signos de la escritura son arbitrarios; ninguna conexión, por ejemplo, hay entre la
letra t y el sonido que designa.
2°, el valor de las letras es puramente negativo y diferencial; así una misma persona pue -
de escribir la t con variantes tales como

Lo único esencial es que ese signo no se confunda en


su escritura con el de la l, de la d, etc.
3°, los valores de la escritura no funcionan más
que por su oposición recíproca en el seno de un siste-
ma definido, compuesto de un número determinado
de letras. Este carácter, sin ser idéntico al segundo, está ligado a él estrechamente, porque am-
bos dependen del primero. Siendo el signo gráfico arbitrario, poco importa su forma, o, mejor,
sólo tiene importancia en los límites impuestos por el sistema.
4°, el medio de producción del signo es totalmente indiferente, porque no interesa al sis-
tema (eso se deduce también de la primera característica). Escribamos las letras en blanco o en
negro, en hueco o en relieve, con una pluma o con unas tijeras, eso no tiene importancia para
la significación.

4.4. El signo considerado en su totalidad


Todo lo anterior equivale a decir que en la lengua no hay más que diferencias. Es más: una di-
ferencia supone en general unos términos positivos entre los que se establece; pero en la lengua
no hay más que diferencias sin términos positivos. Ya se considere el significado o el significante, la
lengua no implica ni ideas ni sonidos que preexistan al sistema lingüístico, sino sólo diferencias
conceptuales y diferencias fónicas nacidas de ese sistema. Lo que de idea o de materia fónica hay
25

en un signo importa menos que lo que hay a su alrededor en los demás signos. La prueba es que
el valor de un término puede modificarse sin tocar para nada ni su sentido ni sus sonidos, sino
solamente por el hecho de que tal otro término vecino a sufrido una modificación.
Pero decir que todo es negativo en la lengua, sólo es cierto del significado y del significante
tomados por separado: si se considera el signo en su totalidad, nos encontramos en presencia de
una cosa positiva en su orden. Un sistema lingüístico es una serie de diferencias de sonidos com-
binadas con una serie de diferencias de ideas; pero este enfrentamiento de cierto número de sig-
nos acústicos con otros tantos cortes hechos en la masa del pensamiento, engendra un sistema
de valores; y es ese sistema el que constituye el vínculo efectivo entre los elementos fónicos y
psíquicos en el interior de cada signo. Aunque el significado y el significante, considerados por
separado, sean puramente diferenciales y negativos, su combinación es un hecho positivo; es, in-
cluso, la única especie de hechos que implica la lengua, puesto que lo propio de la institución lin-
güística es precisamente mantener el paralelismo entre esos dos órdenes de diferencias.
Ciertos hechos diacrónicos son muy característicos a este respecto: son los innumerables
casos en que la alteración del significante conduce a la alteración de la idea y donde se ve que, en
principio, la suma de las ideas distinguidas corresponde a la suma de los signos distintivos. Cuan-
do dos términos se confunden por alteración fónica (por ejemplo, décrépit = decrepitus y décrépi de
crispus), las ideas tenderán a confundirse también, a poco que se presten a ello. ¿Qué se diferen-
cia un término (por ejemplo chaise y chaire)? Infaliblemente la diferencia que acaba de nacer ten-
derá a volverse significativa, sin conseguirlo siempre ni tampoco a la primera. Y a la inversa,
toda diferencia ideal percibida por el espíritu tiende a expresarse por significantes distintos, y
dos ideas que el espíritu ya no distingue tienden a confundirse en el mismo significante.
Si comparamos entre sí los signos —términos positivos— ya no puede hablarse de dife-
rencia; la expresión sería impropia, porque no se aplica bien más que a la comparación de dos
imágenes acústicas, pro ejemplo père [padre] y mère [madre], o la de dos ideas, por ejemplo, la
idea “padre” y la idea “madre”; dos signos, cada uno de los cuales implica un significado y un
significante, no son diferentes, son solamente distintos. Entre ellos no hay más que oposición.
Todo el mecanismo del lenguaje, de que trataremos luego, descansa sobre oposiciones de este
género y sobre las diferencias fónicas conceptuales que implican.
Lo que es cierto sobre el valor es cierto también sobre la unidad. Es un fragmento de cadena
hablada que corresponde a cierto concepto; uno y otro son de naturaleza puramente diferencial.
Aplicado a la unidad, el principio de diferenciación puede formularse así: los caracteres de
la unidad se confunden con la unidad misma. En la lengua, como en cualquier sistema semiológico,
lo que distingue a un signo es todo lo que lo constituye. La diferencia es la que hace el carácter,
como hace también el valor y la unidad.
Otra consecuencia, bastante paradójica, de ese mismo principio: lo que comúnmente se
denomina un “hecho de gramática” responde en última instancia al a definición de la unidad,
porque siempre expresa una oposición de términos; sólo que esta oposición resulta particular-
mente significativa, por ejemplo, la formación del plural alemán del tipo Nacht: Nächte. Cada
uno de los términos que se presentan en el hecho gramatical (el singular sin umlaut y sin e fi-
nal, opuesto al plural con umlaut y -e) está constituido por todo un juego de oposiciones en el
seno del sistema; considerados aisladamente, ni Nacht ni Nächte son nada: todo es, por tanto,
oposición. Dicho de otro modo, se puede expresar la relación Nacht : Nächte por una fórmula al-
gebraica a/b, donde a y b no son términos simples, sino que cada uno de ellos resulta de un
conjunto de relaciones. La lengua es, por así decir, un álgebra que no tendría más que términos
complejos. Entre las oposiciones que comprende las hay que son más significativas que otras;
26

pero unidad y hecho de gramática no son más que nombres diferentes para designar aspectos
diversos de un mismo hecho general: el juego de las oposiciones lingüísticas. Esto es tan cierto
que muy bien podríamos abordar el problema de las unidades comenzando por los hechos de
gramática. Planteando una oposición tal como Nacht : Nächte, nos preguntaríamos cuáles son
las unidades que entran en esta oposición. ¿Son esas dos palabras sólo o toda la serie de pala-
bras similares?, ¿o bien a y ä?, ¿o todos los singulares y todos los plurales?, etc.
Unidad y hecho de gramática no se confundirían si los signos lingüísticos estuvieran
constituidos por otra cosa que diferencias. Pero por ser la lengua lo que es, desde cualquier
lado que se la aborde no se encontrará en ella nada simple; en todas partes y siempre ese mis -
mo equilibrio complejo de términos que se condicionan recíprocamente. Dicho en otras pala -
bras, la lengua es una forma y no una substancia. Nunca nos percataremos bastante de esta ver-
dad, porque todos los errores de nuestra terminología, todas nuestras formas incorrectas de
designar las cosas de la lengua provienen de la suposición involuntaria de que hay una sustan -
cia en el fenómeno lingüístico.

5. Relaciones sintagmáticas y relaciones asociativas

5.1. Definiciones
Así, pues, en un estado de lengua todo se basa en relaciones; ¿y cómo funcionan esas re -
laciones?
Las relaciones y las diferencias entre términos se despliegan en dos esferas distintas,
cada una generadora de cierto orden de valores; la oposición entre esos dos órdenes nos hace
comprender mejor la naturaleza de cada uno. Ellos corresponden a dos formas de nuestra acti-
vidad mental, ambos indispensables a la vida de la lengua.
De un lado, en el discurso, las palabras contraen entre sí, en virtud de su encadenamien-
to, relaciones fundadas en el carácter lineal de la lengua, que excluye la posibilidad de pronun-
ciar dos elementos a la vez. Los elementos se alinean uno tras otro en la cadena del habla. Estas
combinaciones que se apoyan en la extensión se pueden llamar sintagmas.8 El sintagma se com-
pone siempre, pues, de dos o más unidades consecutivas (por ejemplo: re-leer; contra todos; la
vida humana; Dios es bueno; si hace buen tiempo, saldremos, etc.). Colocado en un sintagma, un tér-
mino sólo adquiere su valor porque se opone al que le precede o al que le sigue o a ambos.
Por otra parte, fuera del discurso, las palabras que ofrecen algo en común se asocian en
la memoria, y así se forman grupos en el seno de los cuales reinan relaciones muy diversas. Así
la palabra francesa enseignement, o la española enseñanza, hará surgir inconscientemente en el
espíritu un montón de otras palabras (enseigner, renseigner, etc., o bien armement, changement,
etc., o bien éducation, apprentissage);9 por un lado o por otro, todas tienen algo de común.
Ya se ve que estas coordinaciones son de muy distinta especie que las primeras. Ya no se
basan en la extensión; su sede está en el cerebro, y forman parte de ese tesoro interior que
constituye la lengua de cada individuo. Las llamaremos relaciones asociativas.

8
Casi es inútil hacer observar que el estudio de los sintagmas no se confunde con la sintaxis; la sintaxis,
como se verá luego, no es más que una parte de este estudio. (B. y S.)
9
[Si se toma la palabra española enseñanza, las palabras asociadas serán enseñar, o bien templanza, espe-
ranza, etc., o bien educación, aprendizaje, etc. A. A.]
27

La conexión sintagmática es in præsentia; se apoya en dos o más términos igualmente


presentes en una serie efectiva. Por el contrario, la conexión asociativa une términos in absen-
tia en una serie mnemónica virtual.
Desde este doble punto de vista una unidad lingüística es comparable a una parte deter-
minada de un edificio, una columna por ejemplo; la columna se halla, por un lado, en cierta re-
lación con el arquitrabe que sostiene; esta disposición de dos unidades igualmente presentes
en el espacio hace pensar en la relación sintagmática; por otro lado, si la columna es de orden
dórico, evoca la comparación mental con los otros órdenes (jónico, corintio, etc.), que son ele-
mentos no presentes en el espacio: la relación es asociativa.
Cada uno de estos dos órdenes de coordinación exige ciertas observaciones particulares.

5.2. Relaciones sintagmáticas


Nuestros ejemplos ya dan a entender que la noción de sintagma no sólo se aplica a las pa-
labras, sino también a los grupos de palabras, a las unidades complejas de toda dimensión y de
toda especie (palabras compuestas, derivadas, miembros de oración, oraciones enteras).
No basta considerar la relación que une las diversas partes de un sintagma (por ejemplo
contra y todos en contra todos, contra y maestre en contramaestre); hace falta también tener en
cuenta la relación que enlaza la totalidad con sus partes (por ejemplo, contra todos opuesto de
un lado a contra y de otro a todos, o contramaestre opuesto a contra y a maestre).
Aquí se podría hacer una objeción. La oración es el tipo del sintagma por excelencia.
Pero la oración pertenece al habla, no a la lengua; ¿no se sigue de aquí que el sintagma perte -
nece al habla? No lo creemos así. Lo propio del habla es la libertad de combinaciones; hay,
pues, que preguntarse si todos los sintagmas son igualmente libres.
Hay, primero, un gran número de expresiones que pertenecen a la lengua; son las frases
hechas, en las que el uso veda cambiar nada, aun cuando sea posible distinguir, por la refle -
xión, diferentes partes significativas (cfr. francés à quoi bon?, allons donc!, etc.). 10 Y, aunque en
menor grado, lo mismo se puede decir de expresiones como prendre la mouche, forcer la main à
quelqu’un, rompre une lance, o también avoir mal à (la tête, etc.), à force de (soins, etc.), que vous en-
semble?, pas n’est besoin de…, etc.,11 cuyo carácter usual depende de las particularidades de su
significación o de su sintaxis.
Estos giros no se pueden improvisar; la tradición los suministra. Se pueden también citar
las palabras que, aun prestándose perfectamente al análisis, se caracterizan por alguna anoma-
lía morfológica mantenida por la sola fuerza del uso (cfr. en francés difficulté frente a facilité,
etc., mourrai frente a dormirai, etc.).12
Y no es esto todo: hay que atribuir a la lengua, no al habla, todos los tipos de sintagmas
construidos sobre formas regulares. En efecto, como nada hay de abstracto en la lengua, esos
tipos sólo existen cuando la lengua ha registrado un número suficientemente grande de sus es-
pecímenes. Cuando una palabra como fr. indécorable o esp. ingraduable surge en el habla, supone
un tipo determinado, y este tipo a su vez sólo es posible por el recuerdo de un número suficien -
te de palabras similares que pertenecen a la lengua (imperdonable, intolerable, infatigable, etc.).

10
[En español tienen esta condición frases como ¡Vamos, hombre!, arg. ¡salí de ahí! como negativa en opo-
sición al interlocutor; ¿y a ti qué?, etc. A. A.]
11
[Frases de carácter equivalente en español: ganar de mano, arg. pisar el poncho, romper una lanza, a fuer-
za de (cuidados, etc.), no hay por qué (hacer tal cosa), soltar la mosca (‘dar dinero a pesar de la resistencia
o repugnancia’). A. A.]
12
[En español querré frente a moriré, dificultad frente a facilidad. A. A.]
28

Exactamente lo mismo pasa con las oraciones y grupos de palabras establecidas sobre patrones
regulares; combinaciones como la tierra gira, ¿qué te ha dicho?, responden a tipos generales que
a su vez tienen su base en la lengua en forma de recuerdos concretos.
Pero hay que reconocer que en el dominio del sintagma no hay límite señalado entre el
hecho de lengua, testimonio del uso colectivo, y el hecho de habla, que depende de la libertad
individual. En muchos casos es difícil clasificar una combinación de unidades, porque un factor
y otro han concurrido para producirlo y en una proporción imposible de determinar.

5.3. Relaciones asociativas


Los grupos formados por asociación mental no se limitan a relacionar los dominios que
presentan algo de común; el espíritu capta también la naturaleza de las relaciones que los atan
en cada caso y crea con ello tantas series asociativas como relaciones diversas haya. Así en en-
seignement, enseigner, enseignons, etc. (enseñanza, enseñar, enseñemos), hay un elemento común
a todos los términos, el radical; pero la palabra enseignement (o enseñanza) se puede hallar im-
plicada en una serie basada en otro elemento común, el sufijo (cfr. enseignement, armement,
changement, etc.; enseñanza, templanza, esperanza, tardanza, etc.); la asociación puede basarse
también en la mera analogía de los significados (enseñanza, instrucción, aprendizaje, educa-
ción, etc.), o, al contrario, en la simple omunidad de las imágenes acústicas (por ejemplo, en-
seignement y justement, o bien enseñanza y lanza). 13 Por consiguiente, tan pronto hay comu-
nidad doble del sentido y de la forma, como comunidad de forma o de sentido solamente. Una
palabra cualquiera puede siempre evocar todo lo que sea susceptible de estarle asociado de un
modo o de otro.

Mientras que un sintagma evoca en seguida la idea de un orden de sucesión y de un nú -


mero determinado de elementos, los términos de una familia asociativa no se presentan ni en
número definido ni en un orden determinado. Si asociamos dese-oso, calur-oso, temer-oso, etc.,
nos sería imposible decir de antemano cuál será el número de palabras sugeridas por la memo -
13
Este último caso es raro y puede pasar por anormal, pues el espíritu descarta naturalmente las aso -
ciaciones capaces de turbar la inteligencia del discurso; pero su existencia está probada por una cate-
goría inferior de juegos de palabras que reposa en las confusiones absurdas que pueden consultar de
la homonimia pura y simple, como cuando se dice en francés: “Les musiciens produisent les sons et
les grainetiers les vendent.” Este caso debe distinguirse de aquel en que una asociación, siendo for -
tuita, puede basarse a un tiempo en un acercamiento de ideas (cf. francés, ergot : ergoter, alem. blau :
durchbläuen ‘moler a palos’, [esp. señor : señero, migaja : miaja (* medalia), terror : aterrar)]; se trata aquí
de una interpretación nueva de uno de los términos de la pareja; éstos son casos de etimología popu-
lar; el hecho es interesante para la evolución semántica, pero desde el punto de vista sincrónico cae
simplemente en la categoría enseigner : enseignement, arriba mencionados.
29

ria ni en qué orden aparecerán. Un término dado es como el centro de una constelación, el
punto donde convergen otros términos coordinados cuya suma es indefinida.
Sin embargo, de estos dos caracteres de la serie asociativa, orden indeterminado y núme-
ro indefinido, sólo el primero se cumple siempre; el segundo puede faltar. Es lo que ocurre en
un tipo característico de este género de agrupaciones, los paradigmas de la flexión. En latín, en
dominus, domini, domino, etc., tenemos ciertamente un grupo asociativo formado por un ele-
mento común, el tema nominal domin-; pero la serie no es indefinida como la de enseignement,
changement, etc.; el número de casos es determinado; por el contrario, su sucesión no está orde-
nada espacialmente, y si los gramáticos los agrupan de un modo y no de otro es por un acto pu-
ramente arbitrario; para la conciencia de los sujetos hablantes el nominativo no es de modo
alguno el primer caso de la declinación, y los términos podrán surgir, según la ocasión, en tal o
cual orden.

6. La lingüística estática y la lingüística evolutiva

6.1. Dualidad interna de todas las ciencias que operan con valores
Pocos lingüistas sospechan que la intervención del factor tiempo puede crear dificultades
particulares a la lingüística, y que coloca a su ciencia ante dos caminos absolutamente divergentes.
La mayoría de las demás ciencias ignoran esta dualidad radical: el tiempo no produce en
ellas efectos particulares. La astronomía ha comprobado que los astros sufren notables cam-
bios, pero no se ha visto obligada por eso a escindirse en dos disciplinas. La geología razona
casi constantemente sobre sucesiones, pero cuando se ocupa de los estados fijos de la tierra no
convierte a éstos en un objeto de estudio radicalmente distinto. Hay una ciencia descriptiva del
derecho y una historia del derecho y nadie las ha opuesto entre sí. La historia política de los Es-
tados se mueve por entero en el tiempo, pero si presenta el cuadro de una época, no tenemos la
impresión de haber salido de la historia. Inversamente, la ciencia de las instituciones políticas
es esencialmente descriptiva, pero está capacitada para tratar, en ocasiones, una cuestión his-
tórica sin que su unidad se vea alterada.
En cambio la dualidad de la que hablamos se impone imperiosamente en las ciencias eco-
nómicas. Aquí, en oposición a lo que ocurría en los casos precedentes, la economía política y la
historia económica constituyen dos disciplinas netamente separadas en el seno de una misma
ciencia; las obras recientemente aparecidas sobre estas materias acentúan dicha distinción. Pro-
cediendo de esta manera se obedece, sin advertirlo muy bien, a una necesidad interna; y es una
necesidad muy similar la que nos obliga a escindir la lingüística en dos partes, cada una con su
propio principio. Es que aquí como en la economía política, es-
tamos ante la noción de valor; en ambas ciencias se trata de un
sistema de equivalencia entre dos cosas de órdenes diferentes,
en una un trabajo y un salario, en otra un significado y un signi-
ficante.
Por cierto, todas las ciencias encontrarían de interés
una delimitación más escrupulosa de los ejes en los que se si-
túan las cosas de que se ocupan; en todas habría que distinguir
según la siguiente figura:
30

1, el eje de las simultaneidades (AB), que concierne a las relaciones entre las cosas coe -
xistentes, donde está excluida toda intervención del tiempo; 2, el eje de las sucesiones (CD), so-
bre el que nunca se puede considerar más que una cosa por vez, pero donde están situadas to -
das las cosas del primer eje con sus cambios.
Para las ciencias que trabajan con valores, esta distinción es una necesidad práctica, y en
ciertos casos una necesidad absoluta. En este dominio se puede desafiar a los sabios a que orga-
nicen sus investigaciones de manera rigurosa sin tener en cuenta los dos ejes, sin distinguir en-
tre el sistema de valores considerados en sí y esos mismos valores considerados en función del
tiempo.
Esta distinción se impone al lingüista aún más imperiosamente, pues la lengua es un sis -
tema de puros valores que nada determina fuera del estado momentáneo de sus términos.
Mientras el valor tiene, por uno de sus lados, su raíz en las cosas y en sus relaciones naturales
(como es el caso de la ciencia económica —por ejemplo, un terreno vale en proporción a lo que
produce), hasta cierto punto se puede seguir ese valor en el tiempo, sin olvidar que en cada
momento depende de un sistema de valores contemporáneos. Su vínculo con las cosas le da a
pesar de todo una base natural, y por eso las apreciaciones que inspire nunca son completa-
mente arbitrarias: su variabilidad es limitada. Pero acabamos de ver que en lingüística los da-
tos naturales no tienen puesto alguno.
Agreguemos que cuanto más complejo y rigurosamente organizado es un sistema de va-
lores, más necesario se hace, a causa de su misma complejidad, estudiarlo sucesivamente según
los dos ejes. Ahora bien, ningún sistema posee este carácter en igual medida que la lengua: en
ninguna parte se asiste a una precisión similar de los valores en juego, a un número tan grande
y de tal diversidad de términos en una dependencia recíproca tan estrecha. La multiplicidad de
signos, ya invocada para explicar la continuidad de la lengua, nos prohíbe en absoluto estudiar
simultáneamente las relaciones en el tiempo y las relaciones en el sistema.
He aquí por qué distinguimos dos lingüísticas. ¿Cómo las designaremos? Los términos
que se ofrecen no son igualmente adecuados para señalar esta distinción. Así, no podemos uti -
lizar historia y “lingüística histórica”, pues suscitan ideas demasiado vagas; como la historia
política comprende tanto la descripción de las épocas como la narración de los acontecimien -
tos, se podría imaginar que al describir estados de lengua sucesivos se estudia la lengua según
el eje del tiempo; por eso, habría que enfocar separadamente los fenómenos que hacen pasar a
la lengua de un estado a otro. Los términos evolución y lingüística evolutiva son más precisos,
y los emplearemos a menudo; por oposición, se puede hablar de la ciencia de los estados de
lengua o lingüística estática.
Pero para enmarcar mejor esta oposición y este cruzamiento de dos órdenes de fenóme-
nos relativos al mismo objeto, preferimos hablar de lingüística sincrónica y lingüística diacró-
nica. Es sincrónico todo lo que se refiere al aspecto estático de nuestra ciencia, y diacrónico
todo lo que tiene que ver con las evoluciones. De manera similar, sincronía y diacronía desig-
narán respectivamente un estado de lengua y una fase de evolución.

6.2. Las dos lingüísticas opuestas en sus métodos y en sus principios


La oposición entre lo diacrónico y lo sincrónico resalta en todos los puntos.
Por ejemplo —y para comenzar con el hecho más evidente—, no tienen igual importan-
cia. En este punto, es obvio que el aspecto sincrónico es predominante, ya que para la masa ha-
blante es la verdadera y única realidad. Es lo mismo para la lingüística: si se coloca en la pers -
pectiva diacrónica, ya no es la lengua lo que percibe, sino una serie de acontecimientos que la
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modifican. Se afirma a menudo que no hay nada más importante que conocer la génesis de un
estado dado, esto es verdad en cierto sentido: las condiciones que han formado ese estado nos
ilustran sobre su verdadera naturaleza y nos libran de caer en ciertas ilusiones; pero justamen -
te esto prueba que la diacronía no tiene su fin en sí misma. De ella se puede decir lo que se ha
dicho del periodismo: que lleva a todas partes a condición de abandonarlo.
Los métodos de cada orden también difieren, y de dos maneras:
a) La sincronía no conoce más que una perspectiva, la de los sujetos hablantes. Y todo su
método consiste en reconocer su testimonio; para saber en qué medida una cosa es
una realidad, será preciso y bastará averiguar en qué medida existe para la conciencia
de los sujetos. La lingüística diacrónica, en cambio, debe distinguir dos perspectivas:
una, prospectiva, que siga el curso del tiempo y otra retrospectiva, que lo remonte: de
ahí un desdoblamiento del método. […]
b) Una segunda diferencia deriva de los límites del campo que abarca cada una de las dos
disciplinas. El estudio sincrónico no tiene por objeto todo lo que sea simultáneo, sino
sólo el conjunto de hechos correspondientes a cada lengua; en la medida en que fuere
necesario, la separación llegará hasta los dialectos y subdialectos. En el fondo no es
bastante preciso el término sincrónico; habría que remplazarlo por idiosincrónico, un
poco largo, es cierto. En cambio la lingüística diacrónica no sólo no necesita, sino que
rechaza una especialización semejante; los términos que considera no perteneces for-
zosamente a una misma lengua (compárese el indoeuropeo *esti, el griego ésti, el ale-
mán ist, el francés est). Justamente la sucesión de hechos diacrónicos y su multiplica-
ción espacial crea la diversidad de idiomas. Para multiplicar una comparación entre
dos formas, basta que ellas tengan entre sí un vínculo histórico, por indirecto que sea.

Estas opciones no son las más notables, ni las más profundas: la antinomia radica entre
el hecho evolutivo y el hecho estático tiene como consecuencia que todas las nociones relativas
al uno o al otro sean en la misma medidas irreductibles entre sí. Cualquiera de esas nociones
puede servir para demostrar esta verdad. Así es como el “fenómeno” sincrónico no tiene nada
en común con el diacrónico; uno es una relación entre elementos simultáneos, el otro la susti-
tución de un elemento por otro en el tiempo, un acontecimiento. Veremos también que las
identidades diacrónicas y sincrónicas son dos cosas muy diferentes: históricamente, en francés
la negación pas es idéntica al sustantivo pas (paso), mientras que, considerados de la lengua de
hoy, estos elementos son perfectamente distintos. Estas comprobaciones bastarían para hacer-
nos comprender la necesidad de no confundir los dos puntos de vista […].

6.3. Conclusiones
De esta manera, la lingüística se encuentra aquí ante su segunda bifurcación. Primero
debimos elegir entre la lengua y el habla; ahora nos hallamos en la encrucijada de rutas que
conducen una a la diacronía, otra a la sincronía.
Contando con este doble principio de clasificación, podemos agregar que todo lo que es
diacrónico en la lengua no lo es sino por el habla. Es en el habla donde se encuentra el germen de
todos los cambios: cada uno de ellos se inicia primero en cierto número de individuos antes de
incorporarse al uso. El alemán moderno dice: ich war, wir waren, mientras que el antiguo ale-
mán, hasta el siglo XIV, conjugaba: ich was, wir waren (el inglés dice todavía: I was, we were).
¿Cómo se ha efectuado esta sustitución de was por war? Algunas personas, influidas por waren,
han creado war, por analogía; se trataba de un hecho de habla; esta forma, repetida a menudo y
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aceptada por la comunidad, se ha convertido en un hecho de lengua. Pero no todas las innova -
ciones del habla tienen el mismo éxito, y mientras sigan siendo individuales, no es preciso te -
nerlas en cuenta, pues lo que estudiamos es la lengua; sólo entran en nuestro tiempo de obser -
vación en el momento en que la colectividad las acoge. Un hecho de evolución siempre está
precedido por un hecho, o más bien por una multitud de hechos similares en la esfera del ha -
bla; esto no invalida la distinción ya establecida, más bien la confirma, ya que en la historia de
la innovación hay siempre dos momentos distintos: 1º aquel en que surge en los individuos; 2º
aquel en el que se convierte en hecho de lengua, exteriormente idéntico, pero adoptado por la
colectividad.
El cuadro siguiente indica la forma racional que debe adoptar el estudio lingüístico:

Es preciso reconocer que la forma teórica e ideal de una ciencia no es siempre la que le
imponen las exigencias de la práctica. Esas exigencias son, en lingüística, más imperiosas que
en cualquier otra parte y excusan, en alguna medida, la confusión que reina actualmente en es-
tos estudios. Aunque se admitieran definitivamente las distinciones aquí establecidas, quizá no
se podría imponer, en nombre de ese ideal, una orientación precisa a las investigaciones.
Por ejemplo, en el estudio sincrónico del francés antiguo el lingüista opera con hechos y
principios que nada tienen en común con los que le permitirían descubrir la historia de esta
misma lengua, desde el siglo XIII al XX; en cambio son comparables a los que revelarían la des-
cripción de una lengua bantú de la actualidad, del griego ático en el año cuatrocientos antes de
Cristo o del francés de hoy. Es que esas diversas exposiciones se basan en relaciones similares;
si cada idioma forma un sistema cerrado, todos suponen ciertos principios constantes, que rea-
parecen al pasar de uno a otro, porque permanecemos dentro del mismo orden. Lo mismo ocu -
rre en el estudio histórico: recórrese un período determinado del francés (por ejemplo, entre
los siglos XIII y XX), o un período del javanés, o de cualquier otra lengua; en otras partes se
opera sobre hechos similares que bastaría comparar para establecer las verdades generales del
orden diacrónico. Lo ideal sería que cada estudioso se consagrara a una u otra de esas investi -
gaciones y abarcara la mayor cantidad posible de hechos en ese orden; pero es muy difícil po-
seer científicamente lenguas tan diferentes. Por otra parte, cada lengua forma prácticamente
una unidad de estudio, y por la fuerza de las cosas nos vemos llevados a considerarla alternati-
vamente desde el punto de vista estático o histórico. Pero a pesar de todo, nunca hay que olvi-
dar que en teoría esta unidad es superficial, mientras que la disparidad de idiomas oculta una
unidad profunda. Aunque en el estudio de una lengua la observación se desplace de uno a otro
aspecto, es necesario a toda costa situar cada hecho en su esfera y no confundir los métodos.
Las dos partes de la lingüística, así delimitadas, constituirán sucesivamente el objeto de
nuestro estudio.
La lingüística sincrónica se ocupará de las relaciones lógicas y psicológicas que vincu-
lan términos coexistentes y que forman sistema, tales como los percibe la misma conciencia
colectiva.
La lingüística diacrónica estudiará en cambio las relaciones que ligan términos sucesi-
vos no percibidos por una misma conciencia colectiva, y que se constituyen unos a otros sin
formar sistema entre sí.
33

Charles Sanders Peirce


La ciencia de la semiótica (fragmentos)
Buenos Aires, Nueva Visión, 1986

228. Un signo, o representamen, es algo que, para alguien, representa o se refiere a algo en al -
gún aspecto o carácter. Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo
equivalente, o, tal vez, un signo aún más desarrollado. Este signo creado es lo que yo llamo el
interpretante del primer signo. El signo está en lugar de algo, su objeto. Está en lugar de ese
objeto, no en todos los aspectos, sino sólo con referencia a una suerte de idea, que a veces he
llamado el fundamento del representamen. “Idea” debe entenderse aquí en cierto sentido pla-
tónico, muy familiar en el habla cotidiana; quiero decir, en el mismo sentido en que decimos
que un hombre capta la idea de otro hombre, en que decimos que cuando un hombre recuerda
lo que estaba pensando anteriormente, recuerda la misma idea, y en que, cuando el hombre
continúa pensando en algo, aun cuando sea por un décimo de segundo, en la medida en que el
pensamiento concuerda consigo mismo durante ese lapso, o sea, continúa teniendo un conteni-
do similar, es “la misma idea”, y no es, en cada instante del intervalo, una idea nueva.

229. Como consecuencia del hecho de estar cada representamen relacionado con tres cosas, el
fundamento, el objeto y el interpretante, la ciencia de la semiótica tiene tres ramas. La primera
es […] la gramática pura. Tiene por cometido determinar qué es lo que debe ser cierto del re-
presentamen usado por toda inteligencia científica para que pueda encarnar algún significa-
do. La segunda rama es la lógica propiamente dicha. Es la ciencia de lo que es cuasi-necesa-
riamente verdadero de los representámenes de cualquier inteligencia científica para que pue-
dan ser válidos para algún objeto, esto es, para que puedan ser ciertos. […] La tercera rama, la
llamaré retórica pura, imitando la modalidad de Kant de conservar viejas asociaciones de pa-
labras al buscar la nomenclatura para las concepciones nuevas. Su cometido consiste en deter-
minar las leyes mediante las cuales, en cualquier inteligencia científica, un signo da nacimien -
to a otro signo y, especialmente, un pensamiento da nacimiento a otro pensamiento.

Una tricotomía de los signos


243. Los signos son divisibles según tres tricotomías: primero, según que el signo en sí mismo
sea una mera cualidad, un existente real o una ley general; segundo, según que la relación del
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signo con su objeto consista en que el signo tenga algún carácter en sí mismo, o en alguna rela-
ción existencia con ese objeto o en su relación con un interpretante; tercero, según que su in-
terpretante lo represente como un signo de posibilidad, como un signo de hecho o como un
signo de razón.

Una segunda tricotomía de los signos


247. Conforme con la segunda tricotomía, un signo puede ser llamado ícono, índice o símbolo.
Un ícono es un signo que se refiere al objeto al que denota meramente en virtud de caracteres
que le son propios, y que posee igualmente exista o no exista tal objeto. Es verdad que, a menos
que haya realmente un objeto tal, el ícono no actúa como signo; pero esto no guarda relación
alguna con su carácter como signo. Cualquier cosa, sea lo que fuere, cualidad, individuo exis -
tente o ley, es un ícono de alguna otra cosa, en la medida en que es como esa cosa y en que es
usada como signo de ella.

248. Un índice es un signo que se refiere al objeto que denota en virtud de ser realmente afec -
tado por aquel objeto. […] En la medida en que el índice es afectado por el objeto, tiene, necesa-
riamente, alguna cualidad en común con el objeto, y es en relación con ella como se refiere al
objeto. En consecuencia, un índice implica alguna suerte de ícono, aunque un ícono muy espe -
cial; y no es el mero parecido con su objeto, aun en aquellos aspectos que lo convierten en sig-
no, sino que se trata de la efectiva modificación del signo por el objeto.

249. Un símbolo es un signo que se refiere al Objeto que denota en virtud de una ley, usual-
mente una asociación de ideas generales que operan de modo tal que son la causa de que el
símbolo se interprete como referido a dicho objeto. En consecuencia, el símbolo es, en sí mis -
mo, un tipo general o ley […]. En carácter de tal, actúa a través de una réplica. No sólo es gene -
ral en sí mismo; también el objeto al que se refiere es de naturaleza general. Ahora bien, aque -
llo que es general tiene su ser en las instancias que habrá de determinar. En consecuencia,
debe necesariamente haber instancias existentes de lo que el símbolo denota, aunque acá ha -
bremos de entender por “existente”, existente en el universo posiblemente imaginario al cual
el símbolo se refiere. […]

Representar
273. Estar en lugar de otro, es decir, estar en tal relación con otro que, para ciertos propósitos,
se sea tratado por ciertas mentes como si se fuera ese otro.
Consecuentemente, un vocero, un diputado, un apoderado, un agente, un vicario, un diagrama,
un síntoma, un tablero, una descripción, un concepto, una premisa, un testimonio, todos re-
presentan alguna otra cosa, de diversas maneras, para mentes que así los consideran. Cuando
se desea distinguir entre aquello que representa y el acto o relación de representar, lo primero
puede ser llamado el “representamen” y lo segundo la “representación”.
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Signo
303. Cualquier cosa que determina a otra cosa (su interpretante) a referirse a un objeto al cual
ella también se refiere (su objeto) de la misma manera, deviniendo el interpretante a su vez un
signo, y así sucesivamente ad infinitum. [...]

304. Un signo es o bien un ícono, o un índice, o un símbolo. Un ícono es un signo que poseería
el carácter que lo vuelve significativo, aun cuando su objeto no tuviera existencia; tal como un
trazo de lápiz en un papel que representa una línea geométrica. Un índice es un signo que per-
dería al instante el carácter que hace de él un signo si su objeto fuera suprimido, pero que no
perdería tal carácter si no hubiera interpretante. Tal es, por ejemplo, un pedazo de tierra que
muestra el agujero de una bala como signo de un disparo; porque sin el disparo no habría habi -
do agujero; pero hay un agujero ahí, independientemente de que a alguien se le ocurra o no
atribuirlo a un disparo. Un símbolo es un signo que perdería el carácter que lo convierte en un
signo si no hubiera interpretante. Es tal cualquier emisión de habla que significa lo que signifi -
ca sólo en virtud de poder ser entendida como poseedora de esa determinada significación.

Índice
305. Un signo, o representación, que se refiere a su objeto no tanto a causa de cualquier simili-
tud o analogía con él, ni porque esté asociado con los caracteres generales que dicho objeto
pueda tener, como porque está en conexión dinámica (incluyendo la conexión espacial) con el
objeto individual, por una parte, y con los sentidos o la memoria de la persona para quien sirve
como signo, por la otra.
Ninguna aseveración fáctica puede hacerse sin recurrir a algún signo que sirva como índice. Si
A le dice a B “Hay un incendio”, B preguntará “¿Dónde?”, como consecuencia de lo cual A debe-
rá forzosamente recurrir a un índice, aun cuando sólo quiera referirse a algún lugar no defini -
do del universo real, pasado y futuro. De lo contrario, sólo habrá expresado que hay una idea
tal como la de incendio, la cual no daría ninguna información, porque, salvo que ya fuera cono -
cida, la palabra “incendio” sería ininteligible.
Si A señala con su dedo el fuego, el dedo se conecta dinámicamente con el incendio, tanto como
si una alarma de incendio automática lo hubiera dirigido indicando dicha dirección; y, al mis-
mo tiempo, promueve que los ojos de B se vuelvan a esa dirección, que su atención se concen -
tre en el incendio y que su entendimiento reconozca que se ha dado respuesta a su pregunta.
Si, en cambio, la respuesta de A hubiera sido “A mil metros de acá, más o menos”, la palabra
“acá” es un índice, dado que tiene exactamente la misma fuerza que si hubiera señalado un
punto preciso del terreno entre A y B. Más aún: la palabra “metros”, aunque representa a un
objeto de clase general, es indirectamente indicial, dado que las varas métricas en sí mismas
son signos de una norma oficial […]. Las letras de uso común en álgebra que no presentan pe -
culiaridades son índices. También lo son las letras A, B, C, etcétera, asignadas a una figura geo-
métrica. Los abogados y otros profesionales que se ven en la necesidad de expresar algún asun-
to complicado con total precisión, recurren a letras para distinguir a los entes individuales. Las
letras, cuando son usadas así, no son sino versiones mejoradas de los pronombres relativos.
Mientras que los pronombres demostrativos y personales son, tal como se los usa generalmen-
te, “índices genuinos”, los pronombres relativos son “índices degenerados”, dado que, aunque
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en forma accidental e indirecta puedan referirse a cosas existentes, ellos en realidad se refie-
ren en forma directa, y sólo necesitan referirse a las imágenes mentales que las palabras prece-
dentes hayan creado.

306. Los índices pueden ser distinguidos de otros signos, o representaciones, por tres rasgos
característicos: primero, que carecen de todo parecido significativo con su objeto; segundo,
que se refieren a entes individuales, unidades individuales, conjuntos unitarios de unidades o
continuidades individuales; tercero, que dirigen la atención a sus objetos por una compulsión
ciega. Pero sería harto difícil, si no imposible, mencionar un índice que fuera absolutamente
puro, o hallar algún signo absolutamente desprovisto de cualidad indicial. Desde el punto de
vista psicológico, la acción de los índices depende de asociaciones por contigüidad, y no de aso -
ciaciones por parecido o de operaciones intelectuales.

Símbolo
307. Un signo (como se vio) que está constituido como signo mera o fundamentalmente por el
hecho de que es usado y entendido como tal, sea por el hábito natural o nacido por convención,
y con prescindencia de los motivos que originalmente llevaron a su selección.
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Kaja Silverman
La teoría semiótica de Peirce
En The Subject of Semiotics, Oxford, Oxford University Press, 1987,
pp. 14-25. (Traducción de Mabel González.)

Las ideas del filósofo estadounidense Charles Sanders Peirce se exponen en los ocho vo-
lúmenes de sus Collected Papers, así como en un conjunto considerable de material no publica-
do. El esquema semiótico que emerge de los escritos publicados difiere del esquema de Saussu-
re quizás más pronunciadamente en la atención que le presta al referente y en su apoyo sobre
dos tríadas entrelazadas.
La primera de estas tríadas consiste en lo que Peirce llama el “signo”, el “interpretante”,
y el “objeto”. La significación es entendida como incluyendo a los tres en una interacción com -
pleja:

Un signo [...] es algo que representa algo para alguien en algún aspecto o capacidad. Está
dirigido a alguien, es decir, crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o quizás
uno más desarrollado. A ese signo creado lo llamo el interpretante del primer signo. El sig -
no representa a algo, su objeto, no en todos los aspectos, sino en referencia a una clase de
idea que a veces he llamado el fundamento […].

El signo que inicia el juego del significado en este modelo corresponde en forma bastante
cercana al significante de Saussure por lo menos en un aspecto: es una forma capaz de produ -
cir un concepto. En otro aspecto, sus cualidades figurativas, parecería distinto. A diferencia del
significante de Saussure, el signo de Peirce a menudo se asemeja o se asocia al objeto.
El interpretante es el “efecto mental” o “pensamiento” generado por la relación entre
los otros dos términos. De ese modo es virtualmente sinónimo del significado. Peirce atribuye
al interpretante una cualidad que sería muy extraña para Saussure, pero que muchos semióti -
cos más recientes también han atribuido al significado: la cualidad de la conmutabilidad sin
fin. En otras palabras, el interpretante puede volverse un signo que produce un nuevo inter -
pretante, y la misma operación puede ocurrir con cada interpretante subsiguiente.
El significado de una representación puede ser únicamente una representación. De he-
cho, es sólo la representación misma concebida como despojada de toda envoltura irrelevante.
Pero esta envoltura nunca puede quitarse completamente; sólo se cambia por algo más diáfa-
no. De este modo, hay aquí una regresión infinita. Finalmente, el interpretante es solamente
otra representación a la que se entrega la antorcha de la verdad; y como representación, tiene
otra vez su interpretante. Y así, otra serie infinita.
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La “serie infinita” a la que pertenece cualquier interpretante dado, sugiere una semióti -
ca, que Eco en Tratado de Semiótica General llama una “semiosis ilimitada”; la conmutabilidad sin
fin del interpretante parece excluir cualquier referencia al objeto o dependencia del mismo.
Los signos y los interpretantes (significantes y significados) aparecerían come encerrados en su
propia contención. Peirce refuerza este sentido de cierre semiótico cuando agrega que “el obje-
to de representación puede ser únicamente una representación de la primera representación
del interpretante”. Al mismo tiempo, la base de la tríada de significación de Peirce parecería
ser su insistencia sobre la relación existencial de signo y objeto, o significante y referente, so-
bre la conexión, es decir, entre significación y realidad.
Solamente podemos llegar a una clara comprensión del tercer término de la tríada —el
objeto— a través de la discusión de los pasajes de The Collected Papers que tratan el tema de la
realidad, puesto que para Peirce las dos categorías son virtualmente sinónimos. Por un lado
Peirce argumenta que “lo real es lo que insiste en forzar su camino al reconocimiento como
algo diferente de la creación mental”, y por el otro propone que “una realidad que no tiene re -
presentación es una que no tiene relación ni cualidad”. Sin embargo, la forma en que Peirce
combina estas dos afirmaciones en otra ocasión sugiere que no las encuentra incompatibles:

[…] tenemos experiencia directa de las cosas en sí mismas. Nada puede ser más completa-
mente falso que pensar que podemos experimentar sólo nuestras propias ideas […]. Nues-
tro conocimiento de las cosas en sí mismas es totalmente relativo, es cierto; pero toda ex -
periencia y todo conocimiento es conocimiento de aquello que es, independientemente de
ser representado […]. Al mismo tiempo, ninguna proposición puede relacionarse, o aún si-
mular totalmente relacionarse, con cualquier objeto de otra manera que como ese objeto
es representado.

Este párrafo proporciona un ejemplo de la forma en que Peirce logra contrastar pragma -
tismo con idealismo; reconocer la materialidad divorciándola rígidamente, a la vez, de la idea.
La distinción crucial que se mantiene aquí es entre experiencia y pensamiento. Peirce
argumenta que tenemos experiencia directa pero conocimiento indirecto de la realidad. La pri -
mera nos enseña que hay un mundo de cosas, pero no nos da acceso intelectual a ellas; mien -
tras que el último nos proporciona el único medio de conocer esas cosas, pero ninguna forma
de verificar nuestro conocimiento. La realidad nos golpea, aún hasta cuando hemos encontra-
do un modo de representarla, permanece impenetrable al pensamiento. A veces Peirce lleva su
argumento todavía más lejos, insistiendo en que sólo aquellas partes de la realidad que son ca-
paces de ser representadas pueden afectarnos.
En vista de la naturaleza provisional de esta realidad, y del hecho de que se la puede co -
nocer solamente mediante los signos, parece que el objeto o referente está excluido completa-
mente del esquema semiótico de Peirce como lo está del de Saussure.
Podemos entender mejor la transacción significativa descripta por Peirce en los siguien -
te términos: el signo o significante representa en una u otra capacidad al objeto o referente,
que está disponible solamente como interpretante o significado, y al hacerlo produce en la
mente de un individuo otro interpretante o significado. Este generará con la misma verosimili -
tud otros interpretantes adicionales, en una suerte de relevo de significación. Peirce nos dice
que la realidad es accesible al hombre porque el hombre mismo es un signo. Esta es una de las
afirmaciones más radicales y también una de las más importantes de Peirce. El hombre (y
“hombre” para Peirce quiere decir lo que es constitutivo del sujeto humano) no sólo conoce el
mundo a través de la lengua; él mismo es el producto de la lengua:
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[…] la palabra o signo que el hombre usa es el hombre mismo [...] el hecho de que cada pen-
samiento es un signo, tomado en conjunción con el hecho de que la vida es un tren de pen -
samiento, prueba que el hombre es un signo [...] el hombre y el [...] signo son idénticos […].
Así mi lengua es la suma total de mí mismo; porque el hombre es el pensamiento

El punto sobre el que Peirce insiste aquí es que nuestro acceso y conocimiento de noso-
tros mismos está sujeto a las mismas restricciones semióticas que nuestro acceso y conoci-
miento del mundo exterior. En otras palabras, estamos disponibles cognitivamente para noso-
tros mismos y para los otros solamente disfrazados de significados, tales como nombres pro-
pios y pronombres en primera persona, o imágenes visuales, y consecuentemente, en realidad,
somos sinónimos de esos significados.
Este pasaje de Peirce anticipa desarrollos más recientes en semiótica, en especial los con-
ducidos por Emile Benveniste y Jacques Lacan, en los que las categorías de lengua y subjetivi-
dad están estrechamente vinculadas. Con la noción de que el sujeto está determinado por sig -
nificantes más que ser un productor trascendental de ellos, Peirce sienta las bases para esas in-
vestigaciones. Más aún, ningún tratamiento de la relación entre sujeto y significante estaría
completo sin el esquema de Peirce, que ofrece una explicación más satisfactoria del rol del su -
jeto cognitivo en el proceso de significación que los esquemas de Freud, Lacan o Benveniste.
Peirce nos recuerda que las conexiones que son productivas de significado pueden ser
hechas solamente en la mente del sujeto —que un signo no sólo se “dirige a alguien” sino que
además “crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o quizás uno más desarro -
llado”—.
La segunda tríada de Peirce da cuenta de las diferentes clases de signos que la conciencia
humana puede interpretar y acomodar. Esta tríada consiste en “iconos”, “índices”, y “símbo-
los”. El signo icónico se asemeja a su objeto conceptual. Puede compartir algunas de las propie-
dades de ese objeto, o puede duplicar los principios de acuerdo a los que ese objeto está organi-
zado.

Los que participan en cualidades simples [...] son imágenes; los que representan las relacio -
nes, principalmente diádicas, o así consideradas, de las partes de una cosa mediante rela -
ciones análogas en sus propias partes, son diagramas […].

Los iconos más obvios son las fotografías, las pinturas, las esculturas, y las imágenes ci-
nemáticas, pero las ecuaciones algebraicas y los gráficos también son icónicos.
Peirce define al signo indicial como “una cosa o un hecho real que es un signo de su obje -
to en virtud de estar conectado con él de hecho y también mediante su imposición forzosa so -
bre la mente, sin considerar que está siendo interpretado como un signo”. Algunos de los ejem-
plos que Peirce cita son una veleta, una mano señalando algo y un síntoma. Dado el énfasis que
pone sobre el vínculo existencial entre el signo indicial y su objeto, parecería apropiada alguna
aclaración adicional.
El valor significante de la veleta no reside en su relación física con el viento, sino en los
conceptos “viento” y “dirección” que ella permite que el observador vincule. En forma similar,
el dedo que señala funciona como un signo no por su adyacencia a un lugar determinado, como
por ejemplo Boston, sino porque genera en la mente del peatón o del conductor los términos
conceptuales “Boston” y “doblar a la derecha”. Finalmente, la capacidad significante del sínto-
ma reside no en su presencia física en el cuerpo del paciente, sino en su habilidad para ayudar
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al médico a hacer el diagnóstico. Dado que el signo indicial se entiende conectado al objeto
real, es capaz de hacer presente conceptualmente a ese objeto.
La categoría final de Peirce, el símbolo, designa a un signo cuya relación con su objeto
conceptual es totalmente arbitraria: “Un símbolo es un signo que se refiere al objeto que deno -
ta en virtud de una ley, habitualmente una asociación de ideas generales, que hace que el sím-
bolo sea interpretado en referencia a ese objeto”. No sólo es general en sí mismo, sino que tam-
bién el objeto al que se refiere es de naturaleza general. Ahora aquello que es general existe en
las instancias que él determina. Debe haber, por lo tanto, instancias existentes de lo que el sím -
bolo denota, a pesar de que aquí debemos entender por “existente”, existente en el universo
posiblemente imaginario al que el símbolo se refiere.
Las lenguas naturales y los sistemas notacionales de todo tipo son preeminentemente
simbólicos, en el sentido que Peirce le da a esa palabra. Los signos que forman esos sistemas
son lo que Saussure llamaría “arbitrarios” —su relación con sus objetos conceptuales es pura-
mente convencional, inmotivada por cualquier otra asociación—. (Debería notarse que Peirce y
Saussure usan el término “símbolo” de formas diametralmente opuestas; mientras que Peirce
lo considera una relación entre dos elementos disímiles, Saussure lo emplea para designar la
unión de elementos que tienen algún punto en común). Ocasionalmente uno de estos signos de
alguna manera se asemejará a su objeto conceptual, pero esa semejanza será incidental a su
condición de símbolo. El símbolo representa una clase general de cosas más que un objeto úni -
co, separado —de ese modo, el signo “hermana” se refiere a la idea general de hermana, a pesar
de que además pueda evocar la imagen de una hermana determinada—.
La división de signos de Peirce muestra no sólo una mayor flexibilidad que la de Saussu -
re, sino también un agudo sentido de las funciones superpuestas desempeñadas por una enti-
dad significante única. Por ejemplo, Peirce insiste en el rol vital que cumple el ícono en toda
comunicación:

El único modo de comunicar directamente una idea es por medio de un icono; y cada méto -
do indirecto de comunicación de una idea debe depender para su establecimiento del uso
de un icono. Por lo tanto, cada afirmación debe contener un icono o un conjunto de iconos,
o bien debe contener signos cuyo significado sea explicable únicamente mediante iconos.

Lo que Peirce dice aquí es que una imagen de un árbol puede comunicar directamente la
idea de un árbol aún a una persona que hable una lengua totalmente diferente, mientras que la
palabra “árbol” dirigida por un hablante inglés a otro, no transmitirá ningún significado a me-
nos que evoque la imagen mental (icono) de un árbol. El ícono de Peirce tiene muchas afinida-
des con lo que Freud llama la “cosa - representación”, la imagen mental de un objeto que se
une con la “palabra - representación” para formar una unidad significante, y sin la que no ha-
bría significado lingüístico. El icono también anticipa la noción de Lacan de lo “imaginario”, un
espectro de imágenes visuales que precede a la adquisición de la lengua en la experiencia del
niño, y que luego continúa coexistiendo con ella.
Peirce enfatiza que los sintagmas lingüísticos dependen no solamente de apoyo icónico,
sino también indicial. Los elementos indiciales ayudan a transformar las afirmaciones genera-
les en específicas, a ubicar un discurso en relación con el tiempo y el espacio. Por ejemplo, un
nombre propio produce la imagen mental de una persona viva, o una específica para un perío -
do histórico en particular, un trabajo de literatura, o una ficción legal. Así en lugar de referirse
a una clase completa de cosas, como lo hace la palabra “árbol” un nombre propio hace una re -
ferencia directa e individual, funcionando como una mano que señala. Las expresiones que di -
41

rigen nuestra atención, como “aquello”, “esto”, “que”, “aquí”, “ahora” y “allá”, también prove-
en asistencia indicial. Los pronombres personales funcionan mucho como nombres propios, re-
quiriendo de parte del oyente o lector una comprensión de las personas específicas que en el
momento de la enunciación constituyen el sujeto gramatical y el objeto gramatical. El discurso
está frecuentemente acompañado por índices extralingüísticos, tales como gestos o expresio-
nes faciales. (Ciertos elementos indiciales, más notoriamente los pronombres personales, tam-
bién gozan de un lugar de privilegio en el modelo semiótico de Benveniste).
El icono, el índice y el símbolo se complementan plenamente. Una imagen fotográfica,
por ejemplo, goza de una relación tanto de similitud como de adyacencia con su objeto.
Casi del mismo modo, un retrato se asemeja e indica su objeto, al menos para el especta-
dor que goza de lo que Peirce llamaría “conocimiento colateral” con ese objeto (es decir, para
el espectador que, como consecuencia de alguna experiencia previa con el objeto, tiene acceso
conceptual al mismo).
Para Peirce, los signos o significantes más ricos son siempre los que combinan de esta
forma los elementos icónicos, indiciales y simbólicos.
Las ventajas de esta clasificación de significados sobre la de Saussure se hacen quizás
más evidentes en el análisis cinemático. El esquema de Saussure no provee ninguna forma de
distinción entre los significantes lingüísticos, los significantes fotográficos o los significantes
generados por los códigos de edición, movimiento de la cámara, iluminación y sonido. El es-
quema de Peirce, por otra parte, nos habilita para hacer valiosas distinciones. Mediante este
esquema podemos notar que mientras que la relación de los significantes lingüísticos con sus
significados es fundamentalmente convencional, con elementos de iconicidad y de indicialidad,
los significantes de la fotografía, la edición, el movimiento de la cámara, la iluminación y el so-
nido se caracterizan por una preponderancia de las propiedades indiciales o icónicas.
Cada imagen cinemática es icónica. En efecto, el significante fotográfico goza con fre-
cuencia de una relación tan íntima con su significado que podría parecer casi superfluo dis-
tinguir entre ellos. Parecería un ejercicio de quisquillosidad decir, por ejemplo, que la imagen
fotográfica de un caballo funciona como un significante para la imagen mental de un caballo.
Al mismo tiempo la iconicidad de una imagen cinemática es a menudo bastante compleja dado
que tiende a mostramos más de una representación, y esas representaciones pueden formar di-
ferentes agrupamientos (una familia, una corporación, un curso de estudiantes). La imagen ci-
nemática también es (indirectamente) indicial, puesto que es producida por la exposición de la
película a la luz que organiza objetos en el espacio.
El movimiento de la cámara provee principalmente significantes indiciales, atrayendo
nuestra atención primero sobre una cosa, luego sobre otra. Cuando simula el movimiento que
es descripto en la narrativa de la película, como una persecución en coche, o una caída, es tam -
bién icónico. Los significantes creados por la iluminación controlan en forma similar la mirada
del espectador, induciéndolo a concentrarse en algunas características de la imagen más que
en otras. En consecuencia, estos significantes pertenecen a la categoría indicial. Pero dado que
la iluminación frecuentemente participa en la representación del día y la noche, y a veces ema -
na de lámparas y de artefactos que proveen parte de la escenografía, también puede generar
significantes icónicos. La edición origina significantes que son de nuevo enfáticamente indicia-
les. Atravesando de un evento a otro dirige y fuerza la atención del espectador, como lo hacen
la aparición progresiva de la imagen, su disolución en negro, y la combinación momentánea so-
bre la pantalla de dos imágenes —mientras una se desvanece gradualmente, la otra toma su lu-
gar—. Cuando el código de la edición es adaptado a la mirada de ciertos personajes dentro de la
42

narrativa de la película, se vuelve también icónico, describiendo lo que es visto por un par de
ojos en especial.
La banda de sonido, exclusiva de la música, es primordialmente icónica, simulando los
ruidos del discurso, las sirenas, bocinas, gritos, puertas que se abren y cierran, pájaros, perros
que ladran, etc. Sin embargo, dado que estos sonidos frecuentemente nos alertan sobre ocu-
rrencias y objetos insospechados o aun no vistos, también participan de la indicialidad.
Debería enfatizarse, por supuesto, que los significantes de todo tipo, aun los más pura-
mente icónicos o indiciales, pueden o bien convencionalizarse, y así proveer una base para el
acrecentamiento de significado adicional, o depender de la convención desde el principio. Por
ejemplo, un sistema especial de iluminación caracteriza las películas de Hollywood en las déca-
das de 1930 y 1940, época en que esa iluminación se usaba para acentuar el rostro femenino. La
estandarización de este efecto le permite significar más que “mire aquí”, sugerir tales valores
como “estrella”, “sistema de estudio”, y “belleza femenina ideal”.
De forma similar, en muchas películas mudas el agrandamiento de una imagen pequeña
hasta cubrir la pantalla completa, o la fusión de una imagen tamaño natural en una pequeña
parte de la pantalla, constituyen mecanismos estándar de transición entre una toma y otra. El
valor indicial de estos mecanismos palidece al lado de su enriquecimiento connotativo en pelí-
culas recientes. Cuando estas técnicas se usan en películas como Tom jones, significan “historia
del pasado”, “extravagancia”, “encanto pasado de moda”.
La convención también desempeña un rol central en la significación icónica. La historia
de la perspectiva, la pintura impresionista, las litografías orientales, las normas narrativas,
para no mencionar los ejemplos citados siempre por Peirce. Gráficos y ecuaciones algebraicas
muestran que necesitamos ser educados en sistemas de representación antes de que ciertos
significantes nos revelen su iconicidad. Esto también es verdad para las señales viales, que in-
dican al conductor ilustrado que va a encontrar adelante un signo de detención, una curva o
una pendiente, pero que no tienen sentido para el que las desconoce. No es solamente un pro-
blema de conocimiento colateral con el objeto, sino también con el significante.
El libro ampliamente leído de Peter Wollen Signs and Meaning in the Cinema acentúa la re-
levancia del esquema de Peirce para el estudio de la filmación, y hace algunos comentarios su-
gestivos sobre ejemplos especiales de iconicidad e indicialidad, pero el tema no ha sido amplia-
do por otros teóricos de la filmación. Esto es sorprendente, puesto que el énfasis en la semióti-
ca de Peirce sobre el rol mediático del icono parecería ser especialmente pertinente para el
análisis de la significación cinemática. Parecería también complementar la reciente amalgama
de estudio de filmación con la teoría lacaniana, en la que la categoría de “imaginario” figura
tan centralmente. Uno de los más importantes de los libros recientes sobre el cine Le Significant
Imaginaire, de Christian Metz, intenta dar cuenta de la imagen de la película como un signifi-
cante imaginario (un significante que representa visualmente a un objeto ausente), argumento
que encuentra una extensión pragmática lógica en la noción de iconicidad de Peirce.
El semiótico que ha demostrado el interés más duradero en Peirce no es un teórico de la
filmación, sino un lingüista. Roman Jakobson no sólo enfatiza repetidamente la importancia
del modelo significante de Peirce, sino que además se extiende sobre sus comentarios acerca
de las propiedades icónicas e indiciales de la lengua. En un ensayo ampliamente difundido
“Shifters, Verbal Categories and the Russian Verb”, Jakobson comenta detalladamente sobre
las palabras que, como los pronombres “se distinguen de todos los otros constituyentes del có -
digo lingüístico sólo por su referencia compulsiva al mensaje dado”, es decir, las palabras cuya
aplicación siempre depende de un contexto específico. En otra parte trabaja sobre los paráme-
43

tros icónicos de la lengua notando que la secuencia de palabras en una oración no sólo indica a
menudo una secuencia conceptual (por ejemplo: “el niño se levantó, hizo su cama, se vistió y
desayunó”), sino que también en muchas lenguas la forma plural de una palabra tiene un mor-
fema adicional, del que carece la forma singular.
Las características del sistema semiótico de Peirce que parecen tener valor más durade-
ro, y que realmente anticipan o facilitan desarrollos teóricos posteriores, incluyen las conexio-
nes que el sistema establece entre significación y subjetividad, el tratamiento de los significan-
tes motivados, y el énfasis que pone sobre la conmutabilidad sin fin del significado, sobre la ca -
pacidad del significado de generar una cadena de significados adicionales. Dos importantes
teóricos, Roland Barthes y Jaques Derrida, comparten la última de estas inquietudes, uno desde
un punto de vista retórico y el otro desde uno filosófico. Los intentos de Barthes de abordar la
conmutabilidad del significado también lo comprometen en un examen de los significantes
motivados. Estos dos proyectos son parte de su estudio más extenso de la connotación.
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ACTIVIDAD
1. Relacione los textos que ha leído de y sobre Peirce con el siguiente fragmento de La ciencia de
la semiótica:

Los signos y sus objetos


La palabra Signo será usada para denotar un Objeto perceptible, o solamente imaginable, o aun
inimaginable en un cierto sentido. […]. Para que algo sea un Signo, debe “representar”, como so-
lemos decir, a otra cosa, llamada su Objeto, aunque la condición de que el Signo debe ser distinto
de su Objeto es, tal vez, arbitraria, porque, si extremamos la insistencia en ella, podríamos hacer
por lo menos una excepción en el caso de un Signo que es parte de un Signo. […] Un Signo pue-
de tener más de un Objeto. […] Pero puede considerarse que el conjunto de Objetos constituye un
único Objeto complejo. En lo sucesivo, y a menudo en otros futuros textos, los Signos serán trata-
dos como si cada uno tuviera únicamente un solo Objeto, a fin de disminuir las dificultades del es-
tudio.
Ch. Peirce

2. Indique en qué parte del fragmento leído incorporaría los siguientes ejemplos:

A: Una cruz puede remitir a la crucifixión como tortura, a la religión…


B: Una imagen de una sirena o de un monstruo de mil cabezas.
C: Un cuadro dentro de un cuadro.

3. A partir de las lecturas realizadas sobre la semiótica de Peirce y su concepción de los signos,
proponga una interpretación de los siguientes fragmentos del texto de Italo Calvino, Las ciuda-
des invisibles:

Las ciudades y los signos

“Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai,


que no se debe confundir nunca la ciudad
con las palabras que la describen.”

Al llegar a Lòhjos, la ciudad escrita, el viajero ha atravesado un océano seco con restos fósiles de
especies de moluscos y edificios confeccionados en roca volcánica, algunos con formas de bival-
vos, lo que ha generado la hipótesis descabellada de que la ciudad, en sus bosquejos, era sub-
marina e inverosímil.
Por calles, se detiene a contemplar suburbios bajos y mercados de trueque en plazas que contras-
tan con la aridez y las expectativas. El viajero ha maquinado en el desierto marino la fantasía de
que una ciudad escrita había de ser un artificio que sólo podía ser leído. La ansiedad por arribar le
engendra finalmente la idea de que la ciudad, a ciencia real, es un texto. La comprobación de to-
dos sus miedos puede acarrear, ya en Lòhjos, una certeza más apabullante: la ciudad no difiere
de cualquier otra.
Su período fundacional se estipula en una serie de relatos míticos que se incrustan crudamente en
el inframundo pobre y estéril que habitaron las primeras familias, como una metáfora de la cruda
metonimia que supone. Historias de peregrinos nómades, y un minotauro salvaje que corría libre por
la salina. Cuentan que una mujer alada los guió hasta arenas seguras que hacían prever sentidos
ajenos al paisaje. Cuentan que los primeros años fueron arduos, que una tormenta de arena y pie-
dras destruyó el poblado y mató a los más ancianos y hubo que reescribir casi todo. Cuentan que
45

hay, en un valle fértil de ríos cristalinos, una ciudad idéntica y original, de la que Lòhjos es impúdica
copia. Pero hay quien se jacta de que Lòhjos, sólo por eso, es por mucho superior.
La ciudad, en rigor, posee una entidad dual: a la ciudad con sus cimientos y construcciones y ca-
lles y negocios y parques y casas y ciudadanos, le acontecen la materialidad de una ciudad hipo-
tética que el viajero, sin saberlo, trae consigo, y que contrasta con las partes de la Lòhjos real. El
resultado es una tercera Lòhjos, la única visible, y cuyo registro es tan misterioso como beligeran-
te: por sus calles, los elementos de una y de otra persisten en constante tensión y disputa de ma-
tices. Así, con cada viajero, la Lòhjos invisible e idéntica para todos deviene en ciudades cuyas ca-
racterísticas se pierden en interpretaciones, valoraciones, malentendidos y supuestos. Los oriun-
dos se quejan de que, con cada oleada turística, se hallan en situación embarazosa de compartir
un mismo espacio (y hasta un mismo cuerpo) con seres desiguales que actúan de modo similar,
piensan casi igual y, con el tiempo, suelen acentuar sus diferencias. Actualmente, se ven llegar
hordas de extranjeros que ocupan las vidas de la Lòhjos escrita y perdurable.
Limitada a una geografía precisa y discreta, la ciudad es potencialmente infinita. Me había intima-
do a mí mismo a no volver a Lóhjos desde mi última visita. Pero un afán por calles tristes y merca-
dos exóticos me indujo una vez más a armarme de equipaje y atravesar el desierto que quizás
nunca fue un mar como dicen, nomás para ensalzar su pasado. Veo el pórtico enorme, tallado en
marfil, que da la bienvenida y se abre en suburbios. Casa por casa, las palabras son saqueadas
brutalmente.

Las ciudades y los signos II

El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Rara vez el ojo se detiene en una
cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso
del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto
es mudo e intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que son.
Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de en-
señas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan
otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuer-
po de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres es-
trellas: signo de que algo —quién sabe qué- tiene por signo un león o delfín o torreo estrella.
Otras señales indican lo que está prohibido en un lugar -entrar en el callejón con las carretillas,
orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente— y lo que es lícito —abrevar a las ce-
bras, jugar alas bochas, quemar los cadáveres de los parientes—. Desde las puertas de los tem-
plos se ven las estatuas de los dioses, representados cada uno con sus atributos: la cornucopia,
la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas.
Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden
de la cuidad bastan para indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la es -
cuela pitagórica, el burdel. Incluso las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostrado-
res valen no por sí mismas sino como signos de otras cosas: la banda bordada para la frente
quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca
para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice
todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no ha-
ces sino retener los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas su partes.
Cómo es verdaderamente la cuidad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o escon-
de, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Fuera se extiende la tierra vacía hasta el hori -
zonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes
el hombre se empeña en reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante…

Ítalo Calvino, Las ciudades invisibles, Madrid, Siruela, 2008, 17ª ed.
46

4. Se presentan varias imágenes. Identifique en ellas algunos signos e indique el objeto y el in-
terpretante de cada uno. Para ello, observe especialmente los siguientes aspectos:
Colores
Gestos
Posturas
Miradas
Encuadres
Vestimenta
Las relaciones entre los signos que integran la imagen
47

Émile Benveniste
Semiología de la lengua
En Problemas de lingüística general II, capítulo 3, Buenos Aires,
Siglo XXI, 1999. (1ª ed.: Semiotica, La Haya, Mouton, 1969)1

La semiología tendrá mucho que hacer sólo


para ver dónde acaba su dominio.
Ferdinand de Saussure2

I
Desde que aquellos dos genios antitéticos que fueron Peirce y Saussure concibieron, des-
conociéndose por completo y más o menos al mismo tiempo, 3 la posibilidad de una ciencia de
los signos, y laboraron para instaurarla, surgió un gran problema, que aún no ha recibido for-
ma precisa y ni siquiera ha sido planteado con claridad, en la confusión que impera en este
campo: ¿cuál es el puesto de la lengua entre los sistemas de signos?
Peirce, volviendo con la forma semeiotic a la denominación σημειωτική ( semeiotiké) que
John Locke aplicaba a una ciencia de los signos y de las significaciones a partir de la lógica con -
cebida, por su parte, como ciencia del lenguaje, se dedicó toda la vida a la elaboración de este
concepto. Una masa enorme de notas atestigua su esfuerzo obstinado de analizar en el marco
semiótico las nociones lógicas, matemáticas, físicas, y hasta psicológicas y religiosas. Llevada
adelante durante una vida entera, esta reflexión se construyó un aparato cada vez más comple-
to de definiciones destinadas a distribuir la totalidad de lo real, de lo concebido y de lo vivido
en los diferentes órdenes de signos. Para construir esta “álgebra universal de las relaciones”,
Peirce estableció una división triple de los signos en íconos, indicios y símbolos, que es punto
más o menos lo que se conserva hoy en día de la inmensa arquitectura lógica que subtiende.
Por lo que concierne a la lengua, Peirce no formula nada preciso ni especifico. Para él la
lengua está en todas partes y en ninguna. Jamás se interesó en el funcionamiento de la lengua,
si es que llegó a prestarle atención. Para él la lengua se reduce a las palabras, que son por cier -
to signos, pero no participan de una categoría distinta o siquiera de una especie constante. Las
palabras pertenecen, en su mayoría, a los “símbolos”; algunas son “indicios”, por ejemplo los
pronombres demostrativos, y a este título son clasificadas con los gestos correspondientes, así
el gesto de señalar. Así que Peirce no tiene para nada en cuenta el hecho de que semejante ges-
to sea universalmente comprendido, en tanto que el demostrativo forma parte de un sistema
1
Se han suprimido algunas notas al pie de la versión original.
2
Nota manuscrita publicada en los Cahiers Ferdinand de Saussure, 15 (1957), p. 19.
3
Charles S. Peirce (1839-1914); Ferdinand de Saussure (1857-1913).
48

particular de signos orales, la lengua, y de un sistema particular de lengua, el idioma. Además,


la misma palabra puede aparecer en distintas variedades de “signo”: como cualisigno, como
sinsigno, como legisigno. No se ve, pues, cuál sería la utilidad operativa de semejantes distin-
ciones ni en qué ayudarían al lingüista a construir la semiología de la lengua como sistema. La
dificultad que impide toda aplicación particular de los conceptos peircianos, fuera de la tripar -
tición bien conocida, pero que no deja de ser un marco demasiado general, es que en definitiva
el signo es puesto en la base del universo entero, y que funciona a la vez como principio de de-
finición para cada elemento y como principio de explicación para todo conjunto, abstracto o
concreto. El hombre entero es un signo, su pensamiento es un signo, su emoción es un signo.
Pero a fin de cuentas estos signos, ¿de qué podrían ser signos que no fuera signo? ¿Daremos
con el punto fijo donde amarrar la primera relación de signo? El edificio semiótico que cons-
truye Peirce no puede incluirse a sí mismo en su definición. Para que la noción de signo no
quede abolida en esta multiplicación al infinito, es preciso que en algún sitio admita el univer-
so una diferencia entre el signo y lo significado. Hace falta, pues, que todo signo sea tomado y
comprendido en un sistema de signos. Ahí está la condición de la significancia. Se seguirá,
contra Peirce, que todos los signos no pueden funcionar idénticamente ni participar de un sis-
tema único. Habrá que constituir varios sistemas de signos, y entre esos sistemas explicitar una
relación de diferencia y de analogía.
Es aquí donde Saussure se presenta, de plano, tanto en la metodología como en la prácti-
ca, en el polo opuesto de Peirce. En Saussure la reflexión procede a partir de la lengua y la
toma como objeto exclusivo. La lengua es considerada en sí misma, a la lingüística se le asigna
una triple tarea: 1) describir en sincronía y diacronía todas las lenguas conocidas; 2) deslindar
las leyes generales que actúan en las lenguas; 3) delimitarse y definirse a sí misma. 4
Programa en el cual no se ha observado que, bajo sus aires racionales, trasunta algo raro,
que constituye precisamente su fuerza y su audacia. La lingüística tendrá pues por objeto, en
tercer lugar, definirse a sí misma. Esta tarea, si se acepta comprenderla plenamente, absorbe a
las otras dos y, en un sentido, las destruye. ¿Cómo puede la lingüística delimitarse y definirse a
sí misma, si no es delimitando y definiendo su objeto propio, la lengua? Pero ¿puede entonces
desempeñar sus otras dos tareas, designadas como las dos primeras que le incumbe ejecutar, la
descripción y la historia de las lenguas? ¿Cómo podría la lingüística buscar las fuerzas que in-
tervienen de manera permanente y universal en todas las lenguas y deslindar las leyes genera -
les a las que pueden reducirse todos los fenómenos particulares de la historia, si no se ha em-
pezado por definir los poderes y los recursos de la lingüística, es decir, cómo capta el lenguaje,
y así la naturaleza y los caracteres propios de esta entidad que es la lengua? Todo se interrela-
ciona en esta exigencia y el lingüista no puede mantener una de sus tareas aparte de las demás
ni asumir ninguna hasta el fin si no tiene por principio de cuentas conciencia de la singulari -
dad de la lengua entre todos los objetos de la ciencia. En esta toma de conciencia reside la con -
dición previa a todo otro itinerario activo y cognitivo de la lingüística, y lejos de estar en el
mismo plano que las otras dos y de suponerlas cumplidas, esta tercera tarea —“delimitarse y
definirse a sí misma”—, da a la lingüística la misión de trascenderlas hasta el punto de suspen-
der su consumación por mor de su consumación propia. Ahí está la gran novedad del programa
saussuriano. La lectura del Cours confirma fácilmente que para Saussure una lingüística sólo es
posible con esta condición: conocerse al fin descubriendo su objeto.

4
F. de Saussure, Cours de linguistique générale (abreviado C. L .G.), 4ª ed., p. 216.
49

Todo procede entonces de esta pregunta: “¿Cuál es el objeto a la vez íntegro y concreto
de la lingüística?”,5 y la primera misión aspira a echar por tierra todas las respuestas anterio-
res: “de cualquier lado que se mire la cuestión, en ninguna parte se nos ofrece entero el objeto
de la lingüística”.6 Desbrozado así el terreno, Saussure plantea la primera exigencia metódica:
hay que separar la lengua del lenguaje. ¿Por qué? Meditemos las pocas líneas en donde se des-
lizan, furtivos, los conceptos esenciales:

Tomado en su conjunto, el lenguaje es multiforme y heteróclito; a caballo en diferentes do -


minios, a la vez físico, fisiológico y psíquico, pertenece además al dominio individual y al
dominio social, no se deja clasificar en ninguna de las categorías de los hechos humanos,
porque no se sabe cómo desembrollar su unidad.
La lengua, por el contrario, es una totalidad en sí y un principio de clasificación. En cuanto
le damos el primer lugar entre los hechos de lenguaje, introducimos un orden natural en
un conjunto que no se presta a ninguna otra clasificación. 7

La preocupación de Saussure es descubrir el principio de unidad que domina la multipli -


cidad de los aspectos con que nos aparece el lenguaje. Sólo este principio permitirá clasificar
los hechos de lenguaje entre los hechos humanos. La reducción del lenguaje a la lengua satisfa-
ce esta doble condición: permite plantear la lengua como principio de unidad y, a la vez, en -
contrar el lugar de la lengua entre los hechos humanos. Principio de la unidad, principio de
clasificación —aquí están introducidos los dos conceptos que por su parte introducirán la se-
miología—.
Uno y otro son necesarios para fundar la lingüística como ciencia: no se concebiría una
ciencia incierta acerca de su objeto, indecisa sobre su pertenencia. Pero mucho más allá de este
cuidado de rigor está en juego el estatuto propio del conjunto de los hechos humanos.
Tampoco aquí se ha notado bastante la novedad del camino saussuriano. No es cosa de
decidir si la lingüística está más cerca de la psicología o de la sociología, ni de hallarle un lugar
en el seno de las disciplinas existentes. El problema es planteado en otro nivel, y en términos
que crean sus propios conceptos.
La lingüística forma parte de una ciencia que no existe todavía, que se ocupará de los de -
más sistemas del mismo orden en el conjunto de los hechos humanos, la semiología. Hay que
citar la página que enuncia y sitúa esta relación:

La lengua es un sistema de signos que expresan ideas, y por eso comparable a la escritura,
al alfabeto de los sordomudos, a los ritos simbólicos, a las formas de cortesía, a las señales
militares, etc. Sólo que es el más importante de todos esos sistemas.
Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida social.
Tal ciencia seria parte de la psicología social, y por consiguiente de la psicología general.
Nosotros la llamaremos semiología (del griego sēmeîon ‘signo’). Ella nos enseñará en qué
consisten los signos y cuáles son las leyes que los gobiernan. Puesto que todavía no existe,
no se puede decir qué es lo que ella será; pero tiene derecho a la exigencia, y su lugar está
determinado de antemano. La lingüística no es más que una parte de esta ciencia general.
Las leyes que la semiología descubra serán aplicables a la lingüística, y así es como la lin -
güística se encontrará ligada a un dominio bien definido en el conjunto de los hechos hu-
manos.

5
C. L. G., p. 23 (trad. de A. Alonso).
6
C. L. G., p. 24.
7
C. L. G., p. 25.
50

Al psicólogo toca determinar el puesto exacto de la semiología; 8 es tarea del lingüista defi-
nir qué es lo que hace de la lengua un sistema especial en el conjunto de los hechos semio -
lógicos. Más adelante volveremos sobre la cuestión; aquí sólo nos fijamos en esto: si por vez
primera hemos podido asignar a la lingüística un puesto entre las ciencias es por haberla
incluido en la semiología.9

Del largo comentario que pediría esta página, lo principal quedará implicado en la discu -
sión que emprendemos más adelante. Nos quedaremos nada más, a fin de realzarlos, con los
caracteres primordiales de la semiología, tal como Saussure la concibe, tal, por lo demás, como
la había reconocido mucho antes de traerla a cuento en su enseñanza. 10
La lengua se presenta en todos sus aspectos como una dualidad: institución social, es
puesta a funcionar por el individuo; discurso continuo, se compone de unidades fijas. ¿Es la
lengua su unidad y el principio de su funcionamiento? Su carácter consiste en “un sistema de
signos en el que sólo es esencial la unión del sentido y la imagen acústica, y donde las dos par-
tes del signo son igualmente psíquicas”. 11 ¿Dónde halla la lengua su unidad y el principio de su
funcionamiento? En su carácter semiótico. Por él se define su naturaleza, por él también se in -
tegra a un conjunto de sistemas del mismo carácter.
Para Saussure, a diferencia de Peirce, el signo es ante todo una noción lingüística, que
más ampliamente se extiende a ciertos órdenes de hechos humanos y sociales. A eso se circuns-
cribe su dominio. Pero este dominio comprende, a más de la lengua, sistemas homólogos al de
ella. Saussure cita algunos. Todos tienen la característica de ser sistemas de signos. La lengua
es sólo el más importante de esos sistemas. ¿El más importante vistas las cosas desde dónde?
¿Sencillamente por ocupar más lugar en la vida social que no importa cuál otro sistema? Nada
permite decidir.
El pensamiento de Saussure, muy afirmativo a propósito de la relación entre la lengua y
los sistemas de signos, es menos claro acerca de la relación entre la lingüística y la semiología,
ciencia de los sistemas de signos. El destino de la lingüística será vincularse a la semiología,
que a su vez formará una parte de la psicología social y, por consiguiente, de la psicología ge -
neral. Pero hay que esperar que la semiología, ciencia que estudia “la vida de los signos en el
seno de la vida social”, esté constituida para que averigüemos “en qué consisten los signos y
cuáles son las leyes que los gobiernan”. Saussure encomienda pues a la ciencia futura la tarea
de definir el signo mismo. Con todo, elabora para la lingüística el instrumento de su semiología
propia, el signo lingüístico: “Para nosotros... el problema lingüístico es primordialmente se-
miológico, y en este hecho importante cobran significación nuestros razonamientos.” 12
Lo que vincula la lingüística a la semiología es el principio, puesto en el centro de la lin -
güística, de que el signo lingüístico es “arbitrario”. De manera general, el objeto principal de la
semiología será “el conjunto de sistemas fundados en lo arbitrario del signo”. 13 En consecuen-
cia, en el conjunto de los sistemas de expresión, la superioridad toca a la lingüística:

8
Aquí Saussure remite a Ad. Naville, Classification des sciences, 2ª ed., p. 104.
9
C. L. G., pp. 33-34.
10
La noción y el término estaban ya en una nota manuscrita de Saussure publicada por R. Godel, Sour-
ces manuscrites, p. 46, y que data de 1894 (cf. p. 37).
11
C. L. G., p. 32.
12
C. L. G., pp. 34-35.
13
C. L. G., p. 100.
51

Se puede, pues, decir, que los signos enteramente arbitrarios son los que mejor realizan el
ideal del procedimiento semiológico; por eso la lengua, el más complejo y el más extendido
de los sistemas de expresión, es también el más característico de todos; en este sentido la
lingüística, puede erigirse en el modelo general de toda semiología, aunque la lengua no
sea más que un sistema particular.14

Así, sin dejar de formular netamente la idea de que la lingüística tiene una relación nece-
saria con la semiología, Saussure se abstiene de definir la naturaleza de esta relación, de no ser
a través del principio de la “arbitrariedad del signo” que gobernaría el conjunto de los sistemas
de expresión y ante todo de la lengua. La semiología como ciencia de los signos no pasa de ser
en Saussure una visión prospectiva, que en sus rasgos más precisos es modelada según la lin-
güística.
En cuanto a los sistemas que, con la lengua, participan de la semiología, Saussure se limi-
ta a citar de pasada algunos, sin siquiera agotar la lista, ya que no adelanta ningún criterio de-
limitativo: la escritura, el alfabeto de los sordomudos, los ritos simbólicos, las formas de corte-
sía, las señales militares, etc.15
Por otro lado, habla de considerar los ritos, las costumbres, etc., como signos. 16 Volvien-
do a este gran problema en el punto en que Saussure lo dejó, desearíamos insistir ante todo en
la necesidad de un esfuerzo previo de clasificación, si se quiere promover el análisis y afianzar
los fundamentos de la semiología.
Nada diremos aquí de la escritura; reservamos para un examen particular ese problema
difícil. Los ritos simbólicos, las formas de cortesía, ¿son sistemas autónomos? ¿De veras es posi -
ble ponerlos en el mismo plano que la lengua? Sólo mantienen una relación semiológica por
mediación de un discurso el “mito” que acompaña al “rito”; el “protocolo” que rige las formas
de cortesía. Estos signos, para nacer y establecerse como sistema, suponen la lengua, que los
produce e interpreta. De modo que son de un orden distinto, en una jerarquía por definir. Se
entrevé ya que, no menos que los sistemas de signos, las relaciones entre dichos sistemas
constituirán el objeto de la semiología.
Es tiempo de abandonar las generalidades y de abordar por fin el problema central de la
semiología, el estatuto de la lengua entre los sistemas de signos. Nada podrá ser asegurado en
teoría mientras no se haya aclarado la noción y el valor del signo en los conjuntos donde ya se
le puede estudiar. Opinamos que este examen debe comenzar por los sistemas no lingüísticos.

II
El papel del signo es representar, ocupar el puesto de otra cosa, evocándola a título de
sustituto. Toda definición más precisa, que distinguiría en particular diversas variedades de
signos, supone una reflexión sobre el principio de una ciencia de los signos, de una semiología,
y un esfuerzo de elaborarla. La más mínima atención a nuestro comportamiento, a las condi-
ciones de la vida intelectual y social, de la vida de relación, de los nexos de producción y de in -
tercambio, nos muestra que utilizamos a la vez y a cada instante varios sistemas de signos: pri -
mero los signos del lenguaje, que son aquellos cuya adquisición empieza antes, al iniciarse la
vida consciente; los signos de la escritura; los “signos de cortesía”, de reconocimiento, de adhe-

14
C. L. G., p. 101.
15
Antes, p. 51.
16
C. L. G., p. 35.
52

sión, en todas sus variedades y jerarquías; los signos reguladores de los movimientos de vehí-
culos; los “signos exteriores” que indican condiciones sociales; los “signos monetarios”, valores
e índices de la vida económica; los signos de los cultos, ritos, creencias; los signos del arte en
sus variedades (música, imágenes; reproducciones plásticas) —en una palabra, y sin ir más allá
de la verificación empírica, está claro que nuestra vida entera está presa en redes de signos que
nos condicionan al punto de que no podría suprimirse una sola sin poner en peligro el equili -
brio de la sociedad y del individuo. Estos signos parecen engendrarse y multiplicarse en virtud
de una necesidad interna, que en apariencia responde también a una necesidad de nuestra or -
ganización mental. Entre tantas y tan diversas maneras que tienen de configurarse los signos,
¿qué principio introducir que ordene las relaciones y delimite los conjuntos?
El carácter común a todos los sistemas y el criterio de su pertenencia a la semiología es
su propiedad de significar o significancia, y su composición en unidades de significancia o sig-
nos. Es cosa ahora de describir sus caracteres distintivos.
Un sistema semiológico se caracteriza:
1) por su modo de operación;
2) por su dominio de validez;
3) por la naturaleza y el número de sus signos;
4) por su tipo de funcionamiento.

Cada uno de estos rasgos comprende cierto número de variedades.


• El modo de operación es la manera como el sistema actúa, especialmente el sentido
(vista, oído, etc.) al que se dirige.
• El dominio de validez es aquel donde se impone el sistema y debe ser reconocido u
obedecido.
• La naturaleza y el número de los signos son función de las condiciones menciona-
das.
• El tipo de funcionamiento es la relación que une los signos y les otorga función dis-
tintiva.

Ensayemos esta definición en un sistema de nivel elemental: el sistema de luces del trafico:
• Su modo de operación es visual, generalmente diurno y a cielo abierto.
• Su dominio de validez es el desplazamiento de vehículos por caminos.
• Sus signos están constituidos por la oposición cromática verde-rojo (a veces con una
fase intermedia, amarilla, de simple transición), por tanto un sistema binario.
• Su tipo de funcionamiento es una relación de alternación (jamas de simultaneidad)
verde / rojo, que significa camino abierto / camino cerrado, o en forma prescriptiva
go / stop.

Este sistema es susceptible de extensión o de trasferencia, pero sólo en una, nada más, de
estas cuatro condiciones: el dominio de validez. Puede ser aplicado a la navegación fluvial, al
abalizamiento de los canales, de las pistas de aviación, etc., a condición de conservar la misma
oposición cromática, con la misma significación. La naturaleza de los signos no puede ser mo -
dificada sino temporalmente y por razones de oportunidad.17

17
Constreñimientos materiales (niebla) pueden imponer procedimientos suplementarios, por ejemplo
señales sonoras en lugar de señales visuales, pero tales expedientes pasajeros no modifican las condi -
ciones normales.
53

Los caracteres reunidos en esta definición constituyen dos grupos: los dos primeros, re-
lativos al modo de operación y al dominio de validez, suministran las condiciones externas,
empíricas, del sistema; los últimos, relativos a los signos y a su tipo de funcionamiento, indican
las condiciones internas, semióticas. Las dos primeras admiten ciertas variaciones o acomoda-
ciones, los otros dos no. Esta forma estructural dibuja un modelo canónico de sistema binario
que reaparece, por ejemplo, en los modos de votación, con bolas blancas o negras, levantándo-
se o sentándose, etc., y en todas las circunstancias en que la alternativa pudiera ser (pero no
es) enunciada en términos lingüísticos como sí / no.
Aquí ya podemos deslindar dos principios que afectan a las relaciones entre sistemas se-
mióticos.
El primer principio, puede ser enunciado como el principio de no redundancia entre
sistemas. No hay “sinonimia” entre sistemas semióticos; no puede “decirse la misma cosa” me-
diante la palabra y la música, que son sistemas de fundamento diferente.
Esto equivale a decir que dos sistemas semióticos de diferente tipo no pueden ser mutua-
mente convertibles. En el caso citado, la palabra y la música tienen por cierto un rasgo en co -
mún, la producción de sonidos y el hecho de dirigirse al oído; pero este nexo no prevalece ante
la diferencia de naturaleza entre sus unidades respectivas y entre sus tipos de funcionamiento,
como mostraremos mas adelante. Así, la no convertibilidad entre sistemas de bases diferentes
es la razón de la no redundancia en el universo de los sistemas de signos. El hombre no dispone
de varios sistemas distintos para el mismo nexo de significación.
En cambio, el alfabeto gráfico y el alfabeto Braille o el Morse o el de los sordomudos son
mutuamente convertibles, por ser todos sistemas de iguales fundamentos basados en el princi-
pio alfabético: una letra, un sonido.
De este principio se desprende otro que lo completa.
Dos sistemas pueden tener un mismo signo en común sin que resulte sinonimia ni redun-
dancia, o sea que la identidad sustancial de un signo no cuenta, sólo su diferencia funcional. El
rojo del sistema binario de señales de tránsito no tiene nada en común con el rojo de la bande-
ra tricolor, ni el blanco de ésta con el blanco del luto en China. El valor de un signo se define
solamente en el sistema que lo integra. No hay signo transistemático.
Los sistemas de signos ¿son entonces otros tantos mundos cerrados, sin que haya entre
ellos más que un nexo de coexistencia acaso fortuito? Formularemos una exigencia metódica
más. Es preciso que la relación planteada entre sistemas semióticos sea por su parte de natura-
leza semiótica. Sera determinada ante todo por la acción de un mismo medio cultural, que de
una manera o de otra produce y nutre todos los sistemas que le son propios. He aquí otro nexo
externo, que no implica necesariamente una relación de coherencia entre los sistemas particu-
lares. Hay otra condición: se trata de determinar si un sistema semiótico dado puede ser inter-
pretado por sí mismo o si necesita recibir su interpretación de otro sistema. La relación semió -
tica entre sistema interpretante y sistema interpretado. Es la que poseemos en gran escala
entre los signos de la lengua y los de la sociedad: los signos de la sociedad pueden ser íntegra -
mente interpretados por los de la lengua, no a la inversa. De suerte que la lengua será el inter-
pretante de la sociedad.18 En pequeña escala podrá considerarse el alfabeto gráfico como el in-
terpretante del Morse o el Braille, en virtud de la mayor extensión de su dominio de validez, y
pese al hecho de que todos sean mutuamente convertibles.
Podemos ya inferir de esto que los subsistemas semióticos interiores a la sociedad serán
lógicamente los interpretados de la lengua, puesto que la sociedad los contiene y que la socie-

18
Este punto será desarrollado en otra parte.
54

dad es el interpretado de la lengua. Se advierte ya en esta relación una disimetría fundamental,


y puede uno remontarse a la causa primera de esta no reversibilidad: es que la lengua ocupa
una situación particular en el universo de los sistemas de signos. Si convenimos en designar
por S el conjunto de estos sistemas y por L la lengua, la conversión siempre sigue el sentido
S → L, nunca el inverso. Aquí tenemos un principio general de jerarquía, propio para ser intro-
ducido en la clasificación de los sistemas semióticos y que servirá para construir una teoría se -
miológica.
Para realzar mejor las diferencias entre los órdenes de relaciones semióticas, ponemos
ahora en la misma posición un sistema muy distinto, el de la música. En lo esencial, las diferen -
cias van a manifestársenos en la naturaleza de los “signos” y en su modo de funcionar.
La música esta hecha de sonidos, que tienen estatuto musical cuando han sido designa-
dos y clasificados como notas. No hay en música unidades directamente comparables a los
“signos” de la lengua. Dichas notas tienen un marco organizador, la gama, en la que ingresan a
título de unidades discretas, discontinuas una de otra, en número fijo, caracterizada cada una
por un número constante de vibraciones por tiempo dado. Las gamas comprenden las mismas
notas a alturas diferentes, definidas por un número de vibraciones en progresión geométrica,
mientras los intervalos siguen siendo los mismos.
Los sonidos musicales pueden ser producidos en monofonía o en polifonía; funcionan en
estado aislado o en simultaneidad (acordes), cualesquiera que sean los intervalos que los sepa-
ran en las gamas respectivas. No hay limitación a la multiplicidad de los sonidos producidos si-
multáneamente por un conjunto de instrumentos, ni al orden, a la frecuencia o la extensión de
las combinaciones. El compositor organiza libremente los sonidos en un discurso que no esta
sometido a ninguna convención “gramatical” y que obedece a su propia “sintaxis”.
Se ve, pues, por dónde el sistema musical admite, y por dónde no, ser considerado como
semiótico. Está organizado a partir de un conjunto constituido por la gama, que a su vez consta
de notas. Las notas no tienen valor diferencial más que dentro de la gama, y ésta es, por su
lado, un conjunto que recorre a varias alturas, especificado por el tono que indica la clave.
De modo que la unidad fundamental será la nota, unidad distintiva y opositiva del soni -
do, pero sólo adquiere este valor en la gama, que fija el paradigma de las notas. ¿Es semiótica
esta unidad? Puede decidirse que lo es en su orden propio, en vista de que determina oposicio -
nes. Pero entonces no tiene ninguna relación con la semiótica del signo lingüístico, y de hecho
es inconvertible a unidades de lengua, en ningún nivel.
Otra analogía, que pone de manifiesto a la vez una diferencia profunda, es la siguiente.
La música es un sistema que funciona sobre dos ejes: el eje de las simultaneidades y el eje de las
sucesiones. Pensaría uno en una homología con el funcionamiento de la lengua sobre dos ejes,
paradigmático y sintagmático. Ahora bien, el eje de las simultaneidades en música contradice
el principio mismo del paradigmático en lengua, que es principio de selección, que excluye
toda simultaneidad intrasegmental; y el eje de las sucesiones en música tampoco coincide con
el eje sintagmático de la lengua, puesto que la sucesión musical es compatible con la simulta-
neidad de los sonidos, y que por añadidura no esta sometida a ningún constreñimiento de enla -
ce o exclusión con respecto a cualquier sonido o conjunto de sonidos, sea el que sea. Así, la
combinatoria musical que participa de la armonía y del contrapunto carece de equivalente en
la lengua, donde tanto el paradigma como el sintagma están sometidos a disposiciones específi-
cas: reglas de compatibilidad, de selectividad, de recurrencia, etc., de lo que depende la fre -
cuencia y la previsibilidad estadísticas, por una parte, y, por otra, la posibilidad de construir
55

enunciados inteligibles. Esta diferencia no depende de un sistema musical particular ni de la


escala sonora elegida; la dodecafonía serial la exhibe tanto como la diatonía.
Puede decirse, en suma, si la música es considerada como una “lengua”, que es una len-
gua con una sintaxis, pero sin semiótica. Este contraste perfila por adelantado un rasgo positi -
vo y necesario de la semiología lingüística que vale la pena anotar.
Pasemos ahora a otro dominio, el de las artes llamadas plásticas, dominio inmenso, don -
de nos conformaremos con indagar si alguna similitud u oposición puede esclarecer la semiolo -
gía de la lengua. Por principio de cuentas, se tropieza con una dificultad de principio: ¿hay algo
en común en el fundamento de todas estas artes, de no ser la vaga noción de “plástica”? ¿Se
halla en cada una, o siquiera en una de ellas, una entidad formal que pueda denominarse uni-
dad del sistema considerado? Pero ¿cuál pudiera ser la unidad de la pintura o del dibujo? ¿La
figura, el trazo, el color? Formulada así, ¿tiene aún algún sentido la cuestión?
Es tiempo de enunciar las condiciones mínimas de una comparación entre sistemas de
órdenes diferentes. Todo sistema semiótico que descanse en signos tiene por fuerza que in-
cluir: 1) un repertorio finito de signos, 2) reglas de disposición que gobiernan sus figuras, 3)
independientemente de la naturaleza y del número de los discursos que el sistema permita
producir. Ninguna de las artes plásticas consideradas en su conjunto parece reproducir seme -
jante modelo. Cuando mucho pudiera encontrarse alguna aproximación en la obra de tal o cual
artista; entonces no se trataría de condiciones generales y constantes, sino de una característi-
ca individual, lo cual una vez más nos alejaría de la lengua.

Se diría que la noción de unidad reside en el centro de la problemática que nos ocupa y
que ninguna teoría seria pudiera constituirse olvidando o esquivando la cuestión de la unidad,
pues todo sistema significante debe definirse por su modo de significación. De modo que un
sistema así debe designar las unidades que hace intervenir para producir el “sentido” y especi-
ficar la naturaleza del “sentido” producido.
Se plantean entonces dos cuestiones:
1) ¿Pueden reducirse a unidades todos los sistemas semióticos?
2) Estas unidades, en los sistemas donde existen, ¿son signos? La unidad y el signo deben
ser tenidos por características distintas. El signo es necesariamente una unidad, pero la unidad
puede no ser un signo. Cuando menos de esto estamos seguros: la lengua está hecha de unida-
des y esas unidades son signos. ¿Qué pasa con los demás sistemas semiológicos?
Consideramos primero el funcionamiento de los sistemas llamados artísticos, los de la
imagen y del sonido, prescindiendo deliberadamente de su función estética. La “lengua” musi-
cal consiste en combinaciones y sucesiones de sonidos, diversamente articulados; la unidad
elemental, el sonido, no es un signo; cada sonido es identificable en la estructura escalar de la
que depende, ninguno está provisto de significancia. He aquí el ejemplo típico de unidades que
no son signos, que no designan, por ser solamente los grados de una escala cuya extensión es
fijada arbitrariamente. Estamos ante un principio discriminador: los sistemas fundados en uni-
dades se reparten entre sistemas de unidades significantes y sistemas de unidades no signifi-
cantes. En la primera categoría pondremos la lengua; en la segunda, la música.
En las artes de la figuración (pintura, dibujo, escultura) de imágenes fijas o móviles, es la
existencia misma de unidades lo que se torna tema de discusión. ¿De qué naturaleza serían? Si
se trata de colores, se reconoce que componen también una escala cuyos peldaños principales
están identificados por sus nombres. Son designados, no designan; no remiten a nada, no su-
gieren nada de manera unívoca. El artista los escoge, los amalgama, los dispone a su gusto en el
56

lienzo, y es sólo en la composición donde se organizan y adquieren, técnicamente hablando,


una “significación”, por la selección y la disposición. El artista crea así su propia semiótica: ins -
tituye sus oposiciones en rasgos que él mismo hace significantes en su orden. De suerte que no
recibe un repertorio de signos, reconocidos tales, y tampoco establece ninguno. El color, un
material, trae consigo una variedad ilimitada de matices que pasan uno a otro y ninguno de los
cuales hallará equivalencia con el “signo” lingüístico.
En cuanto a las artes de la figura, ya participan de otro nivel, el de la representación,
donde rasgo, color, movimiento, se combinan y entran en conjuntos gobernados por necesida-
des propias. Son sistemas distintos, de gran complejidad, donde la definición del signo no se
precisará sino con el desenvolvimiento de una semiología todavía indecisa.
Las relaciones significantes del “lenguaje” artístico hay que descubrirlas dentro de una
composición. El arte no es nunca aquí más que una obra de arte particular, donde el artista ins -
taura libremente oposiciones y valores con los que juega con plena soberanía, sin tener “res-
puesta” que esperar, ni contradicción que eliminar, sino solamente una visión que expresar,
según criterios, conscientes o no, de los que la composición entera da testimonio y se convierte
en manifestación.
O sea que se pueden distinguir los sistemas en que la significancia está impresa por el au -
tor en la obra y los sistemas donde la significancia es expresada por los elementos primeros en
estado aislado, independientemente de los enlaces que puedan contraer. En los primeros, la
significancia se desprende de las relaciones que organizan un mundo cerrado, en los segundos,
es inherente a los signos mismos. La significancia del arte no remite nunca, pues, a una con-
vención idénticamente heredada entre copartícipes. 19 Cada vez hay que descubrir sus términos,
que son ilimitados en número, imprevisibles en naturaleza, y así por reinventar en cada obra —
en una palabra, ineptos para fijarse en una institución. La significancia de la lengua, por el con -
trario, es la significancia misma, que funda la posibilidad de todo intercambio y de toda comu -
nicación, y desde ahí de toda cultura.
No deja de ser válido, pues, con algunas metáforas de por medio, asimilar la ejecución de
una composición musical a la producción de un enunciado de lengua; podrá hablarse de un
“discurso” musical, que se analiza en “frases” separadas por “pausas” o “silencios”, señaladas
por “motivos” reconocibles. También se podrá, en las artes de la figuración, buscar los princi -
pios de una morfología y de una sintaxis.20 Cuando menos, una cosa es segura: ninguna semio-
19
Mieczyslaw Wallis, “Mediaeval Art as a Language”, Actes du 5e Congrés International d’Esthétique
(Amsterdam, 1964), p. 427, n.: “La notion de champ sémantique et son application a la théorie de
l’Art”, Sciences de l'art, núm. especial (1966), pp. 3 ss., hace útiles observaciones acerca de los signos
icónicos, especialmente en el arte medieval: discierne en él un “vocabulario” y reglas de “sintaxis”.
Es verdad que puede reconocerse en la escultura medieval cierto repertorio icónico que corresponde
a ciertos temas religiosos, a ciertas enseñanzas teológicas o morales. Pero son mensajes convenciona-
les, producidos en una topología igualmente, convencional donde las figuras ocupan puestos simbóli-
cos, conformes a representaciones familiares. Por lo demás, las escenas figuradas son la trasposición
icónica de relatos o parábolas; reproducen una verbalización inicial. El verdadero problema semioló-
gico, que no ha sido planteado, que sepamos, seria el buscar cómo se efectúa esta trasposición de una
enunciación verbal a una representación icónica, cuáles son las correspondencias posibles entre un
sistema y otro y en qué medida esta confrontación podría ser perseguida hasta la determinación de
correspondencias entre signos distintos.
20
La posibilidad de extender las categorías semiológicas a las técnicas de la imagen, y particularmente
al cine, es debatida de manera instructiva por Chr. Metz, Essais sur la signification au Cinéma (París,
1968), pp. 66s, 84 ss., 95s. J. L. Scheffer, Scénographie d’un tubleau (París, 1969), inaugura una “lectura”
semiológica de la obra pintada y propone un análisis suyo análogo al de un “texto”. Estas indagacio-
57

logía del sonido, del color, de la imagen, se formulará en sonidos, en colores, en imágenes.
Toda semiología de un sistema lingüístico tiene que recurrir a la mediación de la lengua, y así
no puede existir más que por la semiología de la lengua y en ella. El que la lengua sea aquí ins-
trumento y no objeto de análisis, no altera nada de la situación, que gobierna todas las relacio -
nes semióticas; la lengua es el interpretante de todos los demás sistemas, lingüísticos y no lin-
güísticos.
Debemos precisar aquí la naturaleza y las posibilidades de las relaciones entre sistemas
semióticos. Establecemos tres tipos de relaciones.
1) Un sistema puede engendrar otro. La lengua usual engendra la formalización lógico-
matemática; la escritura ordinaria engendra la escritura estenográfica; el alfabeto normal en-
gendra el alfabeto Braille. Esta relación de engendramiento vale entre dos sistemas distintos
y contemporáneos, pero de igual naturaleza, el segundo de los cuales esta constituido a partir
del primero y desempeña una función específica. Hay que distinguir cuidadosamente esta rela-
ción de engendramiento de la relación de derivación, que supone evolución y transición histó-
rica. Entre la escritura jeroglífica y la escritura demótica hay derivación, no engendramiento.
La historia de los sistemas de escritura proporciona más de un ejemplo de derivación.
2) El segundo tipo de relación es la relación de homología, que establece una correla-
ción entre las partes de dos sistemas semióticos. A diferencia de la precedente, esta relación no
es verificada, sino instaurada en virtud de conexiones que se descubren o establecen entre dos
sistemas distintos. La naturaleza de la homología puede variar, intuitiva o razonada, sustancial
o estructural, conceptual o poética. “Los perfumes, los colores y los sonidos se responden.” Es-
tas “correspondencias” sólo son de Baudelaire, organizan su universo poético y la imaginería
que lo refleja. De naturaleza más intelectual es la homología que ve Panofsky entre la arquitec -
tura gótica y el pensamiento escolástico.21 También se ha señalado la homología entre la escri-
tura y el gesto ritual en China. Dos estructuras lingüísticas de índole diferente pueden revelar
homologías parciales o dilatadas. Todo depende del modo como se planteen los dos sistemas,
de los parámetros que se empleen, de los campos donde se opere. Según el caso, la homología
instaurada servirá de principio unificador entre dos dominios y se limitará a ese papel funcio-
nal, o creara una nueva especie de valores semióticos. Nada garantiza por adelantado la validez
de esta relación, nada limita su extensión.
3) La tercera relación entre sistemas semióticos sera denominada relación de interpre-
tancia. Designamos así la que instituimos entre un sistema interpretante y un sistema inter-
pretado. Desde el punto de vista de la lengua, es la relación fundamental, la que reparte los sis-
temas en sistemas que se articulan, porque manifiestan su propia semiótica, y sistemas que son
articulados y cuya semiótica no aparece sino a través de la reja de otro modo de expresión. Se
puede así introducir y justificar el principio de que la lengua es el interpretante de todos los
sistemas semióticos. Ningún sistema dispone de una “lengua” en la que pueda categorizarse e
interpretarse según sus distinciones semióticas, mientras que la lengua puede, en principio,
categorizar e interpretar todo, incluso ella misma.
Se ve aquí cómo la relación semiológica se distingue de toda otra, y en particular de la
relación sociológica. Si se interroga por ejemplo a propósito de la situación respectiva de la
lengua y de la sociedad —tema de debates incesantes— y acerca de su modo de dependencia
nes muestran ya el despertar de una reflexión original sobre los campos y las categorías de la semio -
logía no lingüística.
21
Erwin Panofsky, Architecture gothique et pensée scolastique, trad. de P. Bourdieu (París, 1967), pp. 104s.;
cf. P. Bourdieu, ibid., pp. 152s., citando las homologías entre la escritura y la arquitectura gótica indi-
cadas por R. Marichal.
58

mutuo, el sociólogo, y probablemente quienquiera que enfoque la cuestión en términos dimen-


sionales, observará que la lengua funciona dentro de la sociedad, que la engloba; decidirá pues
que la sociedad es el todo, y la lengua la parte. Pero la consideración semiológica invierte esta
relación, ya que sólo la lengua permite la sociedad. La lengua constituye lo que mantiene jun-
tos a los hombres, el fundamento de todas las relaciones que a su vez fundan la sociedad. Podrá
decirse entonces que es la lengua la que contiene la sociedad. 22 Así la relación de interpretan-
cia, que es semiótica, va al revés que la relación de encajonamiento, que es sociológica. Esta,
objetivando las dependencias externas, reifica parejamente lengua y sociedad, en tanto que
aquélla las pone en dependencia mutua según su capacidad de semiotización.
Por aquí se verifica un criterio que indicamos antes, cuando, para determinar las relacio -
nes entre sistemas semióticos, planteamos que estas relaciones deben ser, ellas mismas, de na -
turaleza semiótica. La relación irreversible de interpretancia, que incluye en la lengua los otros
sistemas, satisface esta condición.
La lengua nos ofrece el único modelo de un sistema que sea semiótico a la vez en su es-
tructura formal y en su funcionamiento:
1) Se manifiesta por la enunciación, que alude a una situación dada; hablar es siempre
hablar de.
2) Consiste formalmente en unidades distintas, cada una de las cuales es un signo.
3) Es producida y recibida en los mismos valores de referencia entre todos los miembros
de una comunidad.
4) Es la única actualización de la comunicación intersubjetiva.

Por estar razones, la lengua es la organización semiótica por excelencia. Da la idea de lo


que es una función de signo, y es la única que ofrece la fórmula ejemplar de ello. De ahí proce -
de que ella sola pueda conferir —y lo hace en efecto— a otros conjuntos la calidad de sistemas
significantes informándolos de la relación de signo. Hay pues un modelado semiótico que la
lengua ejerce y del que no se concibe que su principio resida en otra pacte que no sea la lengua.
La naturaleza de la lengua, su función representativa, su poder dinámico, su papel en la vida de
relación, hacen de ella la gran matriz semiótica, la estructura, modeladora de la que las otras
estructuras reproducen los rasgos y el modo de acción.
¿A qué se debe esta propiedad? ¿Puede discernirse por qué la lengua es el interpretante
de todo sistema significante? ¿Es sencillamente por ser el sistema más común, el que tiene el
campo más vasto, la mayor frecuencia de empleo y —en la práctica— la mayor eficacia? Muy a
la inversa: esta situación privilegiada de la lengua en el orden pragmático es una consecuencia,
no una causa, de su preeminencia como sistema significante, y de esta preeminencia puede dar
razón un principio semiológico sólo. Lo descubriremos adquiriendo conciencia del hecho de
que la lengua significa de una manera específica y que no es sino suya, de una manera que no
reproduce ningún otro sistema. Esta investida de una doble significancia. He aquí propiamen-
te un modelo sin análogo. La lengua combina dos modos distintos de significancia, que llama -
mos el modo semiótico por una parte, el modo semántico por otra.
Lo semiótico designa el modo de significancia que es propio del signo lingüístico y que lo
constituye como unidad. Por mor del análisis pueden ser consideradas por separado las dos ca -
ras del signo, pero por lo que hace a la significancia, unidad es y unidad queda. La única cues -
tión que suscita un signo para ser reconocido es la de su existencia, y ésta se decide con un sí o

22
Tratamos más en detalle de esta relación en una exposición hecha en octubre de 1968 al Congreso
Olivetti.
59

un no: árbol - canción - lavar - nervio - amarillo - sobre, y no *ármol - *panción - *bavar - *nertio -
*amafillo - *sibre. Más allá, es comparado para delimitarlo, sea con significantes parcialmente
parecidos: casa : masa, o casa : cosa, o casa : cara, sea con significados vecinos: casa : choza, o casa :
vivienda. Todo el estudio semiótico, en sentido estricto, consistirá en identificar las unidades,
en describir las marcar distintivas y en descubrir criterios cada vez más sutiles de la distintivi -
dad. De esta suerte cada signo afirmará con creciente claridad su significancia propia en el
seno de una constelación o entre el conjunto de los signos. Tomado en sí mismo, el signo es
pura identidad para sí, pura alteridad para todo lo demás, base significante de la lengua, mate-
rial necesario de la enunciación. Existe cuando es reconocido como significante por el conjunto
de los miembros de la comunidad lingüística, y evoca para cada quien, a grandes rasgos, las
mismas asociaciones y las mismas oposiciones. Tal es el dominio y el criterio de la semiótica.
Con lo semántico entramos en el modo específico de significancia que es engendrado por
el discurso. Los problemas que se plantean aquí son función de la lengua como productora de
mensajes. Ahora, el mensaje no se reduce a una sucesión de unidades por identificar separada-
mente; no es una suma de signos la que produce el sentido, es, por el contrario, el sentido, con-
cebido globalmente, el que se realiza y se divide en “signos” particulares, que son las palabras.
En segundo lugar, lo semántico carga por necesidad con el conjunto de los referentes, en
tanto que lo semiótico está, por principio, separado y es independiente de toda deferen-
cia. El orden semántico se identifica con el mundo de la enunciación y el universo del discurso.
El hecho de que se trata, por cierto, de dos órdenes distintos de nociones y de dos uni -
versos conceptuales, es algo que se puede mostrar también mediante la diferencia en el crite-
rio de validez que requieren el uno y el otro. Lo semiótico (el signo) debe ser reconocido; lo se-
mántico (el discurso) debe ser comprendido. La diferencia entre reconocer y comprender re-
mite a dos facultades mentales distintas: la de percibir la identidad entre lo anterior y lo ac -
tual, por una parte, y la de percibir la significación de un enunciado nuevo, por otra. En las for -
mas patológicas del lenguaje, es frecuente la disociación de las dos facultades.
La lengua es el único sistema cuya significancia se articula, así, en dos dimensiones. Los
demás sistemas tienen una significancia unidimensional: o semiótica (gestos de cortesía;
mudrās), sin semántica; o semántica (expresiones artísticas), sin semiótica. El privilegio de la
lengua es portar al mismo tiempo la significancia de los signos y la significancia de la enuncia -
ción. De ahí proviene su poder mayor, el de crear un nuevo nivel de enunciación, donde se
vuelve posible decir cosas significantes acerca de la significancia. Es en esta facultad metalin-
güística donde encontramos el origen de la relación de interpretancia merced a la cual la len-
gua engloba los otros sistemas.
Cuando Saussure definió la lengua como sistema de signos, echó el fundamento de la se-
miología lingüística. Pero vemos ahora que si el signo corresponde en efecto a las unidades sig-
nificantes de la lengua, no puede erigírselo en principio único de la lengua en su funciona -
miento discursivo. Saussure no ignoró la frase, pero es patente que le creaba una grave dificul-
tad y la remitió al “habla”, 23 lo cual no resuelve nada; es cosa precisamente de saber si es posi-
ble pasar del signo al “habla”, y cómo. En realidad el mundo del signo es cerrado. Del signo a la
frase no hay transición ni por sintagmación ni de otra manera. Los separa un hiato. Hay pues
que admitir que la lengua comprende dos dominios distintos, cada uno de los cuales requiere
su propio aparato conceptual. Para el que llamamos semiótico, la teoría saussureana del signo

23
Cf. C. L. G., pp. 148, 172, y las observaciones dc R. Godel, Current Trends in Linguistics, III, Theoretícal
Foundatíons, 1966, pp. 490 ss.
60

lingüístico servirá de base para la investigación. El dominio semántico, en cambio, debe ser re -
conocido como separado. Tendrá necesidad de un aparato nuevo de conceptos y definiciones.
La semiología de la lengua ha sido atascada, paradójicamente, por el instrumento mismo
que la creó: el signo. No podía apartarse la idea del signo lingüístico sin suprimir el carácter
más importante de la lengua; tampoco se podía extenderla al discurso entero sin contradecir
su definición como unidad mínima.
En conclusión, hay que superar la noción saussureana del signo como principio único,
del que dependerían a la vez la estructura y el funcionamiento de la lengua. Dicha superación
se lograra por dos caminos:
En el análisis intralingüístico, abriendo una nueva dimensión de significancia, la del dis -
curso, que llamamos semántica, en adelante distinta de la que está ligada al signo, y que será
semiótica.
En el análisis translingüístico de los textos, de las obras, merced a la elaboración de una
metasemántica que será construida sobre la semántica de la enunciación.
Sera una semiología de “segunda generación”, cuyos instrumentos y método podrán
concurrir asimismo al desenvolvimiento de las otras ramas de la semiología general.
61

II. TEORÍAS DEL DISCURSO

El enfoque sociodiscursivo

Mijaíl Bajtín
El problema de los géneros discursivos
En Estética de la creación verbal, Buenos Aires, Siglo XXI, 1982.

NOTA ACLARATORIA DEL EDITOR

Trabajo escrito en 1952-1953 en Saransk; fragmentos publicados en Literaturnaia uchioba (1978, Nº 1, 200-
219).
El fenómeno de los géneros discursivos fue investigado por Bajtín ya en los trabajos de la segunda mitad de la
década de 1920. En el libro Marxismo y la filosofía del lenguaje (Leningrado, 1929; el texto principal del libro per-
tenece a Bajtín, pero el libro fue publicado bajo el nombre de V.N.Volóshinov) se apunta un programa para el estu-
dio de “los géneros de las actuaciones discursivas en la vida y en la creación ideológica, con la determinación de
la interacción discursiva” y “partiendo de ahí, una revisión de las formas del lenguaje en su acostumbrado trata -
miento lingüístico”. Allí mismo se da una breve descripción de los “géneros cotidianos” de la comunicación dis-
cursiva: “Una pregunta concluida, una exclamación, una orden, una súplica, representan los casos más típicos de
enunciados cotidianos. Todos ellos (sobre todo aquellos tales como súplica y orden) exigen un complemento ex -
traverbal, así como un enfoque asimismo extraverbal. El mismo tipo de conclusión de estos pequeños géneros co-
tidianos se determina por la fricción de la palabra sobre el medio extralingüístico y sobre la palabra ajena (la de
otras personas). [...] Toda situación cotidiana estable posee una determinada organización del auditorio y, así, un
pequeño repertorio de pequeños géneros cotidianos”.
Una amplia representación del género como de una realidad de la comunicación humana (de tal modo que los gé-
neros literarios se analizan como géneros discursivos y la serie de los últimos se define en los límites que com -
prenden desde una réplica cotidiana hasta una novela de varios tomos) se relaciona con la importancia excepcional
que Bajtín atribuía, en la historia de la literatura y de la cultura, a la categoría del género como portadora de las
tendencias “más estables y seculares” del desarrollo literario, como “representante de la memoria creadora en el
proceso del desarrollo literario” (Problemas en la poética de Dostoievski). Cf. un juicio que desplaza las acostum-
bradas nociones de los estudios literarios: “Los historiadores de la literatura, lamentablemente, suelen reducir esta
lucha de la novela con otros géneros, y todas las manifestaciones de la novelización, a la vida y la lucha de las co -
rrientes literarias. [ ... ] Detrás del ruido superficial del proceso literario no ven los grandes e importantes destinos
de la literatura y del lenguaje, cuyos motores principales son ante todo los géneros, mientras que las corrientes y
las escuelas son apenas héroes secundarios” (Cuestiones de literatura y estética).
Desde la década de 1950, Bajtín planeaba escribir un libro titulado Géneros discursivos; el presente trabajo re-
presenta apenas un esbozo de aquel trabajo jamás realizado.
62

1. Planteamiento del problema


y definición de los géneros discursivos
Las diversas esferas de la actividad humana están todas relacionadas con el uso de la
lengua. Por eso está claro que el carácter y las formas de su uso son tan multiformes como las
esferas de la actividad humana, lo cual, desde luego, en nada contradice a la unidad nacional
de la lengua. El uso de la lengua se lleva a cabo en forma de enunciados (orales y escritos) con -
cretos y singulares que pertenecen a los participantes de una u otra esfera de la praxis huma -
na. Estos enunciados reflejan las condiciones específicas y el objeto de cada una de las esferas
no sólo por su contenido (temático) y por su estilo verbal, o sea por la selección de los recursos
léxicos, fraseológicos y gramaticales de la lengua, sino, ante todo, por su composición o estruc-
turación. Los tres momentos mencionados —el contenido temático, el estilo y la composición—
están vinculados indisolublemente en la totalidad del enunciado y se determinan, de un modo
semejante, por la especificidad de una esfera dada de comunicación. Cada enunciado separado
es, por supuesto, individual, pero cada esfera del uso de la lengua elabora sus tipos relativa-
mente estables de enunciados, a los que denominamos géneros discursivos.
La riqueza y diversidad de los géneros discursivos es inmensa, porque las posibilidades
de la actividad humana son inagotables y porque en cada esfera de la praxis existe todo un re -
pertorio de géneros discursivos que se diferencia y crece a medida de que se desarrolla y se
complica la esfera misma. Aparte hay que poner de relieve una extrema heterogeneidad de los
géneros discursivos (orales y escritos). Efectivamente, debemos incluir en los géneros discur-
sivos tanto las breves réplicas de un diálogo cotidiano (tomando en cuenta el hecho de que es
muy grande la diversidad de los tipos del diálogo cotidiano según el tema, situación, número
de participantes, etc.) como un relato (relación) cotidiano, tanto una carta (en todas sus dife -
rentes formas) como una orden militar, breve y estandarizada; asimismo, allí entrarían un de -
creto extenso y detallado, el repertorio bastante variado de los oficios burocráticos (formula-
dos generalmente de acuerdo a un estándar), todo un universo de declaraciones públicas (en
un sentido amplio: las sociales, las políticas); pero además tendremos que incluir las múltiples
manifestaciones científicas, así como todos los géneros literarios (desde un dicho hasta una
novela en varios tomos). Podría parecer que la diversidad de los géneros discursivos es tan
grande que no hay ni puede haber un solo enfoque para su estudio, porque desde un mismo
ángulo se estudiarían fenómenos tan heterogéneos como las réplicas cotidianas constituidas
por una sola palabra y como una novela en muchos tomos, elaborada artísticamente, o bien
una orden militar, estandarizada y obligatoria hasta por su entonación, y una obra lírica, pro -
fundamente individualizada, etc. Se podría creer que la diversidad funcional convierte los ras -
gos comunes de los géneros discursivos en algo abstracto y vacío de significado. Probablemen -
te con esto se explica el hecho de que el problema general de los géneros discursivos jamás se
haya planteado. Se han estudiado, principalmente, los géneros literarios. Pero desde la anti -
güedad clásica hasta nuestros días estos géneros se han examinado dentro de su especificidad
literaria y artística, en relación con sus diferencias dentro de los límites de lo literario, y no
como determinados tipos de enunciados que se distinguen de otros tipos pero que tienen una
naturaleza verbal (lingüística) común. El problema lingüístico general del enunciado y de sus
tipos casi no se ha tomado en cuenta. A partir de la antigüedad se han estudiado también los
géneros retóricos (y las épocas ulteriores, por cierto, agregaron poco a la teoría clásica); en
63

este campo ya se ha prestado mayor atención a la naturaleza verbal de estos géneros en tanto
que enunciados, a tales momentos como, por ejemplo, la actitud con respecto al oyente y su
influencia en el enunciado, a la conclusión verbal específica del enunciado (a diferencia de la
conclusión de un pensamiento), etc. Pero allí también la especificidad de los géneros retóricos
(judiciales, políticos) encubría su naturaleza lingüística común. Se han estudiado, finalmente,
los géneros discursivos (evidentemente las réplicas del diálogo cotidiano), y, además, precisa-
mente desde el punto de vista de la lingüística general (en la escuela saussureana, 1 entre sus
seguidores actuales, los estructuralistas, entre los behavioristas 2 norteamericanos y entre los
seguidores de K. Vossler,3 sobre una fundamentación lingüística absolutamente diferente).
Pero aquellos estudios tampoco han podido conducir a una definición correcta de la naturale -
za lingüística común del enunciado, porque esta definición se limitó a la especificidad del ha -
bla cotidiana, tomando por modelo a veces los enunciados intencionadamente primitivos (los
behavioristas norteamericanos).
De ninguna manera se debe subestimar la extrema heterogeneidad de los géneros dis-
cursivos y la consiguiente dificultad de definición de la naturaleza común de los enunciados.
Sobre todo hay que prestar atención a la diferencia, sumamente importante, entre géneros
discursivos primarios (simples) y secundarios (complejos); tal diferencia no es funcional. Los
géneros discursivos secundarios (complejos) —a saber, novelas, dramas, investigaciones cien-
tíficas de toda clase, grandes géneros periodísticos, etc.— surgen en condiciones de la comuni-
cación cultural más compleja, relativamente más desarrollada y organizada, principalmente
escrita: comunicación artística, científica, sociopolítica, etc. En el proceso de su formación es -
tos géneros absorben y reelaboran diversos géneros primarios (simples) constituidos en la co-
municación discursiva inmediata. Los géneros primarios que forman parte de los géneros
complejos se transforman dentro de estos últimos y adquieren un carácter especial: pierden
su relación inmediata con la realidad y con los enunciados reales de otros, por ejemplo, las ré-
1
La doctrina de Saussure se basa en la distinción entre la lengua como sistema de signos y formas mutuamente
relacionadas que determinan normativamente todo acto discursivo (este sistema es objeto específico de la lin -
güística) y el habla como realización individual de la lengua. La doctrina de Saussure fue analizada por Bajtín
en el libro Marxismo y filosofía del lenguaje como una de las dos principales corrientes de la filosofía del lenguaje
(el objetivismo abstracto), de las cuales separa el autor su propia teoría del enunciado. [Nota del editor.]
2
El behaviorismo o conductismo es una corriente de la psicología actual que analiza la actividad psíquica del hom-
bre basándose en las reacciones externas y considera la conducta humana como sistema de reacciones a los estí -
mulos externos en el plano del momento presente. La lingüística descriptiva norteamericana, cuyo máximo re -
presentante, Leonard Bloomfield, se guiaba por el esquema “estímulo-respuesta” al describir el proceso discursi -
vo, se orienta por esta corriente de psicología. [Nota del editor.]
3
La escuela de Vossler, en la cual se destaca sobre todo Leo Spitzer, cuyos libros menciona Bajtín en varios de sus
trabajos, es caracterizada por el autor como “una de las corrientes más poderosas del pensamiento filosófico y
lingüístico actual”. Para la escuela de Vossler, la realidad lingüística es la constante actividad creadora efectuada
mediante los actos discursivos individuales; la creación lingüística se asemeja, según ellos, a la creación literaria,
y la estilística es para ellos la disciplina lingüística principal; el enfoque vossleriano del lenguaje se caracteriza
por la primacía de la estilística sobre la gramática, por la primacía del punto de vista del hablante (frente a la pri -
macía del punto de vista del oyente, según la lingüística saussureana) y la primacía de la función estética. La esté-
tica de la creación verbal de Bajtín en una serie de momentos importantes se aproxima a la escuela de Vossler
(mientras que rechaza el “objetivismo abstracto” de la lingüística en mayor medida), ante todo en el enfoque del
enunciado como una realidad concreta de la vida de la lengua; sin embargo, la teoría de la palabra de Bajtín di -
verge del punto de vista vossleriano en cuanto al carácter individual del enunciado, y subraya el momento de la
“socialización interna” en la comunicación discursiva, aspecto fijado en los géneros discursivos. De este modo, la
misma idea de los géneros discursivos separa a la translingüística bajtiniana tanto de la corriente saussureana
como de la vossleriana dentro de la filosofía del lenguaje. [Nota del editor.]
64

plicas de un diálogo cotidiano o las cartas dentro de una novela, conservando su forma y su
importancia cotidiana tan sólo como partes del contenido de la novela, participan de la reali -
dad tan sólo a través de la totalidad de la novela, es decir, como acontecimiento artístico y no
como suceso de la vida cotidiana. La novela en su totalidad es un enunciado, igual que las ré -
plicas de un diálogo cotidiano o una carta particular (todos poseen una naturaleza común),
pero, a diferencia de éstas, aquello es un enunciado secundario (complejo).
La diferencia entre los géneros primarios y los secundarios (ideológicos) es extremada-
mente grande y es de fondo; sin embargo, por lo mismo la naturaleza del enunciado debe ser
descubierta y determinada mediante un análisis de ambos tipos; únicamente bajo esta condi-
ción la definición se adecuaría a la naturaleza complicada y profunda del enunciado y abarca-
ría sus aspectos más importantes. La orientación unilateral hacia los géneros primarios lleva
ineludiblemente a una vulgarización de todo el problema (el caso extremo de tal vulgariza -
ción es la lingüística behaviorista). La misma correlación entre los géneros primarios y secun-
darios, y el proceso de la formación histórica de éstos, proyectan luz sobre la naturaleza del
enunciado (y ante todo sobre el complejo problema de la relación mutua entre el lenguaje y la
ideología o visión del mundo).
El estudio de la naturaleza del enunciado y de la diversidad de las formas genéricas de
los enunciados en diferentes esferas de la actividad humana tiene una enorme importancia
para casi todas las esferas de la lingüística y la filología. Porque toda investigación acerca de
un material lingüístico concreto (historia de la lengua, gramática normativa, composición de
toda clase de diccionarios, estilística, etc.) inevitablemente tiene que ver con enunciados con-
cretos (escritos y orales) relacionados con diferentes esferas de la actividad humana y de la
comunicación; estos enunciados pueden ser crónicas, contratos, textos legislativos, oficios bu -
rocráticos, diversos géneros literarios, científicos o periodísticos, cartas particulares y oficia -
les, réplicas de un diálogo cotidiano (en sus múltiples manifestaciones), etc., y de allí los in -
vestigadores obtienen los hechos lingüísticos necesarios. Una noción clara acerca de la natura-
leza del enunciado en general y de las particularidades de diversos tipos de enunciados, tanto
primarios como secundarios, o sea de diferentes géneros discursivos, es necesaria, según
nuestra opinión, en cualquiera orientación específica del enunciado. El menosprecio de la na-
turaleza del enunciado y la indiferencia frente a los detalles de los aspectos genéricos del dis -
curso llevan, en cualquier esfera de la investigación lingüística, al formalismo y a una abstrac -
ción excesiva, desvirtúan el carácter histórico de la investigación, debilitan el vínculo del len-
guaje con la vida. Porque el lenguaje participa en la vida a través de los enunciados concretos
que lo realizan, así como la vida participa del lenguaje a través de los enunciados. El enuncia-
do es núcleo problemático de extrema importancia. Analicemos por este lado algunas esferas
y problemas de la lingüística.
Ante todo, la estilística. Todo estilo está indisolublemente vinculado con el enunciado y
con las formas típicas de enunciados, es decir, con los géneros discursivos. Todo enunciado,
oral o escrito, primario o secundario, en cualquier esfera de la comunicación discursiva, es in -
dividual y por lo tanto puede reflejar la individualidad del hablante (o del escritor), es decir
puede poseer un estilo individual. Pero no todos los géneros son igualmente susceptibles a se-
mejante reflejo de la individualidad del hablante en el lenguaje del enunciado, es decir, no to -
dos se prestan a absorber un estilo individual. Los más productivos en este sentido son los gé-
neros literarios: en ellos, un estilo individual forma parte del propósito mismo del enunciado,
es una de las finalidades principales de éste; sin embargo, también dentro del marco de la lite -
65

ratura los diversos géneros ofrecen diferentes posibilidades para expresar lo individual del
lenguaje y varios aspectos de la individualidad. Las condiciones menos favorecedoras para el
reflejo de lo individual en el lenguaje existen en aquellos géneros discursivos que requieren
formas estandarizadas, por ejemplo, en muchos tipos de documentos oficiales, en las órdenes
militares, en las señales verbales, en el trabajo, etc. En tales géneros sólo pueden reflejarse los
aspectos más superficiales, casi biológicos, de la individualidad (y ordinariamente, en su reali-
zación oral de estos géneros estandarizados). En la gran mayoría de los géneros discursivos
(salvo los literarios) un estilo individual no forma parte de la intención del enunciado, no es
su finalidad única sino que resulta ser, por decirlo así, un epifenómeno del enunciado, un pro -
ducto complementario de éste. En diferentes géneros pueden aparecer diferentes estratos y
aspectos de la personalidad, un estilo individual puede relacionarse de diferentes maneras
con la lengua nacional. El problema mismo de lo nacional y lo individual en la lengua es, en su
fundamento, el problema del enunciado (porque tan sólo dentro del enunciado la lengua na-
cional encuentra su forma individual). La definición misma del estilo en general y de un estilo
individual en particular requiere de un estudio más profundo tanto de la naturaleza del enun -
ciado como de la diversidad de los géneros discursivos.
El vínculo orgánico e indisoluble entre el estilo y el género se revela claramente en el
problema de los estilos lingüísticos o funcionales. En realidad los estilos lingüísticos o funcio-
nales no son sino estilos genéricos de determinadas esferas de la actividad y comunicación
humana. En cualquier esfera existen y se aplican sus propios géneros, que responden a las
condiciones específicas de una esfera dada; a los géneros les corresponden diferentes estilos.
Una función determinada (científica, técnica, periodística, oficial, cotidiana) y unas condicio -
nes determinadas, específicas para cada esfera de la comunicación discursiva, generan deter -
minados géneros, es decir, unos tipos temáticos, composicionales y estilísticos de enunciados
determinados y relativamente estables. El estilo está indisolublemente vinculado a determi-
nadas unidades temáticas y, lo que es más importante, a determinadas unidades composicio-
nales; el estilo tiene que ser con determinados tipos de estructuración de una totalidad, con
los tipos de su conclusión, con los tipos de la relación que se establece entre el hablante y
otros participantes de la comunicación discursiva (los oyentes o lectores, los compañeros, el
discurso ajeno, etc.). El estilo entra como elemento en la unidad genérica del enunciado. Lo
cual no significa, desde luego, que un estilo lingüístico no pueda ser objeto de un estudio espe -
cífico e independiente. Tal estudio, o sea la estilística del lenguaje como disciplina indepen -
diente, es posible y necesario. Pero este estudio sólo sería correcto y productivo fundado en
una constante consideración de la naturaleza genérica de los estilos de la lengua, así como en
un estudio preliminar de las clases de géneros discursivos. Hasta el momento la estilística de
la lengua carece de esta base. De ahí su debilidad. No existe una clasificación generalmente
reconocida de los estilos de la lengua. Los autores de las clasificaciones infringen a menudo el
requerimiento lógico principal de la clasificación: la unidad de fundamento. Las clasificacio-
nes resultan ser extremadamente pobres e indiferenciadas. Por ejemplo, en la recién publica-
da gramática académica de la lengua rusa se encuentran especies estilísticas del ruso como:
discurso libresco, discurso popular, científico abstracto, científico técnico, periodístico, oficial,
cotidiano familiar, lenguaje popular vulgar. Junto con estos estilos de la lengua figuran, como
subespecies estilísticas, las palabras dialectales, las anticuadas, las expresiones profesionales.
Semejante clasificación de estilos es absolutamente casual, y en su base están diferentes prin-
cipios y fundamentos de la división por estilos. Además, esta clasificación es pobre y poco di -
66

ferenciada.* Todo esto resulta de una falta de comprensión de la naturaleza genérica de los es-
tilos. También influye la ausencia de una clasificación bien pensada de los géneros discursivos
según las esferas de la praxis, así como de la distinción, muy importante para la estilística, en -
tre géneros primarios y secundarios.
La separación entre los estilos y los géneros se pone de manifiesto de una manera espe -
cialmente nefasta en la elaboración de una serie de problemas históricos.
Los cambios históricos en los estilos de la lengua están indisolublemente vinculados a
los cambios de los géneros discursivos. La lengua literaria representa un sistema complejo y
dinámico de estilos; su peso específico y sus interrelaciones dentro del sistema de la lengua li -
teraria se hallan en un cambio permanente. La lengua de la literatura, que incluye también
los estilos de la lengua no literaria, representa un sistema aún más complejo y organizado so -
bre otros fundamentos. Para comprender la compleja dinámica histórica de estos sistemas,
para pasar de una simple (y generalmente superficial) descripción de los estilos existentes e
intercambiables a una explicación histórica de tales cambios, hace falta una elaboración espe -
cial de la historia de los géneros discursivos (y no sólo de los géneros secundarios, sino tam-
bién de los primarios), los que reflejan de una manera más inmediata, atenta y flexible todas
las transformaciones de la vida social. Los enunciados y sus tipos, es decir, los géneros discur-
sivos, son correas de transmisión entre la historia de la sociedad y la historia de la lengua. Ni
un solo fenómeno nuevo (fonético, léxico, de gramática) puede ser incluido en el sistema de la
lengua sin pasar la larga y compleja vía de la prueba de elaboración genérica. *
En cada época del desarrollo de la lengua literaria, son determinados géneros los que
dan el tono, y éstos no sólo son géneros secundarios (literarios, periodísticos, científicos), sino
también los primarios (ciertos tipos del diálogo oral: diálogos de salón, íntimos, de círculo, co-
tidianos y familiares, sociopolíticos, filosóficos, etc.). Cualquier extensión literaria por cuenta
de diferentes estratos extraliterarios de la lengua nacional está relacionada inevitablemente
con la penetración, en todos los géneros, de la lengua literaria (géneros literarios, científicos,
periodísticos, de conversación), de los nuevos procedimientos genéricos para estructurar una
totalidad discursiva, para concluirla, para tomar en cuenta al oyente o participante, etc., todo
lo cual lleva a una mayor o menor restructuración y renovación de los géneros discursivos. Al
acudir a los correspondientes estratos no literarios de la lengua nacional, se recurre inevita-
blemente a los géneros discursivos en los que se realizan los estratos. En su mayoría, éstos son
diferentes tipos de géneros dialógico-coloquiales; de ahí resulta una dialogización, más o me -
nos marcada, de los géneros secundarios, una debilitación de su composición monológica, una
nueva percepción del oyente como participante de la plática, así como aparecen nuevas for-
mas de concluir la totalidad, etc. Donde existe un estilo, existe un género. La transición de un
estilo de un género a otro no sólo cambia la entonación del estilo en las condiciones de un gé -
nero que no le es propio, sino que destruye o renueva el género mismo.
Así, pues, tanto los estilos individuales como aquellos que pertenecen a la lengua tien-
den hacia los géneros discursivos. Un estudio más o menos profundo y extenso de los géneros

*
A. N. Gvozdev, en sus Ocherki po stilistike russkogo iazika (Moscú, 1952, pp. 13-15), ofrece unos fundamentos para
clasificación de estilos igualmente pobres y faltos de precisión. En la base de todas estas clasificaciones está
una asimilación acrítica de las nociones tradicionales acerca de los estilos de la lengua.
*
Esta tesis nuestra nada tiene que ver con la vossleriana acerca de la primacía de lo estilístico sobre lo gramati -
cal. Lo cual se manifestará con toda claridad en el curso de nuestra exposición.
67

discursivos es absolutamente indispensable Para una elaboración productiva de todos los pro-
blemas de la estilística.
Sin embargo, la cuestión metodológica general, que es de fondo, acerca de las relaciones
que se establecen entre el léxico y la gramática (y aún más la gramática normativa) puede
prescindir de las observaciones y digresiones estilísticas. En muchos casos, la frontera entre la
gramática y la estilística casi se borra. Existen fenómenos a los que unos investigadores rela-
cionan con la gramática y otros con la estilística, por ejemplo el sintagma.
Se puede decir que la gramática y la estilística convergen y se bifurcan dentro de cual-
quier fenómeno lingüístico concreto: si se analiza tan sólo dentro del sistema de la lengua, se
trata de un fenómeno gramatical, pero si se analiza dentro de la totalidad de un enunciado in -
dividual o de un género discursivo, es un fenómeno de estilo. La misma selección de una for-
ma gramatical determinada por el hablante es un acto de estilística. Pero estos dos puntos de
vista sobre un mismo fenómeno concreto de la lengua no deben ser mutuamente impenetra-
bles y no han de sustituir uno al otro de una manera mecánica, sino que deben combinarse or -
gánicamente (a pesar de una escisión metodológica muy clara entre ambos) sobre la base de la
unidad real del fenómeno lingüístico. Tan sólo una profunda comprensión de la naturaleza
del enunciado y de las características de los géneros discursivos podría asegurar una solución
correcta de este complejo problema metodológico.
El estudio de la naturaleza del enunciado y de los géneros discursivos tiene, a nuestro
parecer, una importancia fundamental para rebasar las nociones simplificadas acerca de la
vida discursiva, acerca de la llamada “corriente del discurso”, acerca de la comunicación, etc.,
que persisten aún en la lingüística soviética. Es más, el estudio del enunciado como de una
unidad real de comunicación discursiva permitirá comprender de una manera más correcta la na-
turaleza de las unidades de la lengua (como sistema), que son la palabra y la oración.
Pasemos a este problema más general.

2. El enunciado como unidad de la comunicación discursiva.


Diferencia entre esta unidad y las unidades de la lengua
(palabra y oración)
La lingüística del siglo XIX, comenzando por Wilhelm von Humboldt, sin negar la fun-
ción comunicativa de la lengua, la dejaba de lado como algo accesorio; en el primer plano es -
taba la función de la generación del pensamiento independientemente de la comunicación. Una
famosa fórmula de Humboldt reza así: “Sin tocar la necesidad de la comunicación entre la hu -
manidad, la lengua hubiese sido una condición necesaria del pensamiento del hombre incluso
en su eterna soledad”. * Otros investigadores, por ejemplo, los seguidores de Vossler, dieron la
principal importancia a la llamada función expresiva. A pesar de las diferencias en el enfoque
de esta función entre varios teóricos, su esencia se reduce a la expresión del mundo individual
del hablante. El lenguaje se deduce de la necesidad del hombre de expresarse y objetivarse a
sí mismo. La esencia del lenguaje, en una u otra forma, por una u otra vía, se restringe a la
creatividad espiritual del individuo. Se propusieron y continúan proponiéndose otros enfo-
ques de las funciones del lenguaje, pero lo más característico de todos sigue siendo el hecho
de que se subestima, si no se desvaloriza por completo, la función comunicativa de la lengua
que se analiza desde el punto de vista del hablante, como si hablase solo sin una forzosa rela-

*
W. Humboldt, O razlichii organizmov chelovecheskogo iazyka, San Petersburgo, 1859, p. 51.
68

ción con otros participantes de la comunicación discursiva. Si el papel del otro se ha tomado
en cuenta ha sido únicamente en función de ser un oyente pasivo a quien tan sólo se le asigna
el papel de comprender al hablante. Desde este punto de vista, el enunciado tiende hacia su
objeto (es decir, hacia su contenido y hacia el enunciado mismo). La lengua, en realidad tan
sólo requiere al hablante —un hablante— y al objeto de su discurso, y si la lengua simultánea-
mente puede utilizarse como medio de comunicación, ésta es su función accesoria que no toca
su esencia. La colectividad lingüística, la pluralidad de los hablantes no puede, por supuesto,
ser ignorada, pero en la definición de la esencia de la lengua esta realidad resulta ser innece -
saria y no determina la naturaleza de lenguaje. A veces, la colectividad lingüística se contem -
pla como una especie de personalidad colectiva, “espíritu del pueblo”, etc. y se le atribuye una
enorme importancia (por ejemplo, entre los adeptos de la “psicología de los pueblos”), pero
inclusive en este caso la pluralidad de los hablantes que son otros en relación con cada ha-
blante determinado, carece de importancia.
En la lingüística hasta ahora persisten tales ficciones como el “oyente” y “el que com -
prende” (los compañeros del “hablante”), la “corriente discursiva única”, etc. Estas ficciones
dan un concepto absolutamente distorsionado del proceso complejo, multilateral y activo de
la comunicación discursiva. En los cursos de lingüística general (inclusive en trabajos tan se -
rios como el de Saussure), 4 a menudo se presentan esquemáticamente los dos compañeros de
la comunicación discursiva, el hablante y el oyente, se ofrece un esquema de los procesos acti -
vos del discurso en cuanto al hablante y de los procesos pasivos de recepción y comprensión
del discurso en cuanto al oyente. No se puede decir que tales esquemas sean falsos y no co-
rrespondan a determinados momentos de la realidad, pero, cuando tales momentos se presen-
tan como la totalidad real de la comunicación discursiva, se convierten en una ficción científi-
ca. En efecto, el oyente, al percibir y comprender el significado (lingüístico) del discurso, si -
multáneamente toma con respecto a éste una activa postura de respuesta: está o no está de
acuerdo con el discurso (total o parcialmente), lo completa, lo aplica, se prepara para una ac-
ción, etc.; y la postura de respuesta del oyente está en formación a lo largo de todo el proceso
de audición y comprensión desde el principio, a veces, a partir de las primeras palabras del
hablante. Toda comprensión de un discurso vivo, de un enunciado viviente, tiene un carácter
de respuesta (a pesar de que el grado de participación puede ser muy variado); toda compren -
sión está preñada de respuesta y de una u otra manera la genera: el oyente se convierte en
hablante. Una comprensión pasiva del discurso percibido es tan sólo un momento abstracto de
la comprensión total y activa que implica una respuesta, y se actualiza en la consiguiente res -
puesta en voz alta. Claro, no siempre tiene lugar una respuesta inmediata en voz alta; la com-
prensión activa del oyente puede traducirse en una acción inmediata (en el caso de una or -
den, podría tratarse del cumplimiento), puede asimismo quedar por un tiempo como una
comprensión silenciosa (algunos de los géneros discursivos están orientados precisamente ha -
cia este tipo de comprensión, por ejemplo los géneros líricos), pero ésta, por decirlo así, es una
comprensión de respuesta de acción retardada: tarde o temprano lo escuchado y lo compren -
dido activamente resurgirá en los discursos posteriores o en la conducta del oyente. Los géne -
ros de la compleja comunicación cultural cuentan precisamente con esta activa comprensión
de respuesta de acción retardada. Todo lo que estamos exponiendo aquí se refiere, con las co -
rrespondientes variaciones y complementaciones, al discurso escrito y leído.

4
F. de Saussure, Curso de lingüística general, Buenos Aires, 1973, 57. [Nota del editor.]
69

Así, pues, toda comprensión real y total tiene un carácter de respuesta activa y no es
sino una fase inicial y preparativa de la respuesta (cualquiera que sea su forma). También el
hablante mismo cuenta con esta activa comprensión preñada de respuesta: no espera una
comprensión pasiva, que tan sólo reproduzca su idea en la cabeza ajena, sino que quiere una
contestación, consentimiento, participación, objeción, cumplimento, etc. (los diversos géneros
discursivos presuponen diferentes orientaciones etiológicas, varios objetivos discursivos en
los que hablan o escriben). El deseo de hacer comprensible su discurso es tan sólo un momen-
to abstracto del concreto y total proyecto discursivo del hablante. Es más, todo hablante es de
por sí un contestatario, en mayor o menor medida: él no es un primer hablante, quien haya
interrumpido por vez primera el eterno silencio del universo, y él no únicamente presupone
la existencia del sistema de la lengua que utiliza, sino que cuenta con la presencia de ciertos
enunciados anteriores, suyos y ajenos, con las cuales su enunciado determinado establece toda
suerte de relaciones (se apoya en ellos, problemiza con ellos, o simplemente los supone cono -
cidos por su oyente). Todo enunciado es un eslabón en la cadena, muy complejamente organi -
zada, de otros enunciados.
De este modo, aquel oyente que, con su pasiva comprensión, se representa como pareja
del hablante en los esquemas de los cursos de lingüística general, no corresponde al partici -
pante real de la comunicación discursiva. Lo que representa el esquema es tan sólo un mo-
mento abstracto de un acto real y total de la comprensión activa que genera una respuesta
(con la que cuenta el hablante). Este tipo de abstracción científica es en sí absolutamente justi-
ficada, pero con una condición: debe ser comprendida conscientemente como una abstracción
y no ha de presentarse como la totalidad concreta del fenómeno; en el caso contrario, puede
convertirse en una ficción. Lo último precisamente sucede en la lingüística, porque semejan-
tes esquemas abstractos, aunque no se presenten como un reflejo de la comunicación discursi-
va real, tampoco se completan con un señalamiento acerca de una mejor complejidad del fe -
nómeno real. Como resultado de esto, el esquema falsea el cuadro efectivo de la comunicación
discursiva, eliminando de ella los momentos más importantes. El papel activo del otro en el
proceso de la comunicación discursiva se debilita de este modo hasta el límite.
El mismo menosprecio del papel activo del otro en el proceso de la comunicación dis -
cursiva, así como la tendencia de dejar de lado este proceso, se manifiestan en el uso poco cla-
ro y ambiguo de tales términos como “discurso” o “corriente discursiva”, estos términos in -
tencionalmente indefinidos suelen designar aquello que está sujeto a una división en unidades
de lengua, que se piensan como sus fracciones: fónicas (fonema, sílaba, período rítmico del
discurso) y significantes (oración y palabra). “La corriente discursiva se subdivide” o “nuestro
discurso comprende...”: así suelen iniciarse, en los manuales de lingüística y gramática, así
como en los estudios especiales de fonética o lexicología, los capítulos de gramática dedicados
al análisis de las unidades correspondientes a la lengua. Por desgracia, también la recién apa -
recida gramática de la academia rusa utiliza el mismo indefinido y ambiguo término: “nuestro
discurso”. He aquí el inicio de la introducción al capítulo dedicado a la fonética: “Nuestro dis -
curso, ante todo, se subdivide en oraciones, que a su vez pueden subdividirse en combinacio-
nes de palabras y palabras. Las palabras se separan claramente en pequeñas unidades fónicas
que son sílabas. Las sílabas se fraccionan en sonidos del discurso, o fonemas...” *
¿De qué “corriente discursiva” se trata, qué cosa es “nuestro discurso”? ¿Cuál es su ex-
tensión? ¿Tienen un principio y un fin? Si poseen una extensión indeterminada, ¿cuál es la
*
Grammatika russkogo iazyka, tomo 1, Moscú, 1952, p. 51.
70

fracción que tomamos para dividirla en unidades? Con respecto a todas estas interrogantes,
predominan una falta de definición y una vaguedad absolutas. La vaga palabra “discurso”, que
puede designar tanto a la lengua como al proceso o discurso, es decir, al habla, tanto a un
enunciado separado como a toda una serie indeterminada de enunciados, y asimismo a todo
un género discursivo (“pronunciar un discurso”), hasta el momento no ha sido convertida, por
parte de los lingüistas, en un término estricto en cuanto a su significado y bien determinado
(en otras lenguas tienen lugar fenómenos análogos). Lo cual se explica por el hecho de que el
problema del enunciado y de los géneros discursivos (y, por consiguiente, el de la comunica -
ción discursiva) está muy poco elaborado. Casi siempre tiene lugar un enredado juego con to-
dos los significados mencionados (a excepción del último). Generalmente, a cualquier enun -
ciado de cualquier persona se le aplica la expresión “nuestro discurso”; pero esta acepción ja-
más se sostiene hasta el final.**
Sin embargo, si falta definición y claridad en aquello que suelen subdividir en unidades
de la lengua, en la definición de estas últimas también se introduce confusión.
La falta de una definición terminológica y la confusión que reinan en un punto tan im-
portante, desde el punto de vista metodológico, para el pensamiento lingüístico, son resultado
de un menosprecio hacia la unidad real de la comunicación discursiva que es el enunciado. Por-
que el discurso puede existir en la realidad tan sólo en forma de enunciados concretos perte-
necientes a los hablantes o sujetos del discurso. El discurso siempre está vertido en la forma
del enunciado que pertenece a un sujeto discursivo determinado y no puede existir fuera de
esta forma. Por más variados que sean los enunciados según su extensión, contenido, composi-
ción, todos poseen, en tanto que son unidades de la comunicación discursiva, unos rasgos es-
tructurales comunes, y, ante todo, tienen fronteras muy bien definidas. Es necesario describir
estas fronteras que tienen un carácter esencial y de fondo.
Las fronteras de cada enunciado como unidad de la comunicación discursiva se determi-
nan por el cambio de los sujetos discursivos, es decir, por la alternación de los hablantes. Todo
enunciado, desde una breve réplica del diálogo cotidiano hasta una novela grande o un trata-
do científico, posee, por decirlo así, un principio absoluto y un final absoluto; antes del co-
mienzo están los enunciados de otros, después del final están los enunciados respuestas de
otros (o siquiera una comprensión silenciosa y activa del otro, o, finalmente, una acción res -
puesta basada en tal tipo de comprensión). Un hablante termina su enunciado para ceder la
palabra al otro o para dar lugar a su comprensión activa como respuesta. El enunciado no es
una unidad convencional sino real, delimitada con precisión por el cambio de los sujetos dis-
cursivos, y que termina con el hecho de ceder la palabra al otro, una especie de un dixi silen-
cioso que se percibe por los oyentes [como señal] de que el hablante haya concluido.
Esta alteración de los sujetos discursivos, que constituye las fronteras precisas del enun -
ciado, adopta, en diversas esferas de la praxis humana y de la vida cotidiana, formas variadas
según distintas funciones del lenguaje, diferentes condiciones y situación de la comunicación.
**
Por cierto que no puede ser sostenida hasta el final. Por ejemplo, un enunciado como “¿Eh?” (réplica en un
diálogo) no puede ser dividido en oraciones, combinaciones de palabras o sílabas. Por consiguiente, no puede
tratarse de cualquier enunciado. Luego, fraccionan el enunciado (discurso) y obtienen unidades de la lengua.
Después, en muchas ocasiones definen la oración como un enunciado elemental y, por lo tanto, la oración ya
no puede ser unidad de enunciado. Se sobreentiende, implícitamente, que se trata del discurso de un solo ha -
blante; los matices dialógicos se dejan de lado.
En comparación con las fronteras de los enunciados, todas las demás fronteras (entre oraciones, combinacio -
nes de palabras, sintagmas, palabras) son relativas y convencionales.
71

Este cambio de sujetos discursivos se observa de una manera más simple y obvia en un diálogo
real, donde los enunciados de los interlocutores (dialogantes), llamadas réplicas, se sustituyen
mutuamente. El diálogo es una forma clásica de la comunicación discursiva debido a su senci-
llez y claridad. Cada réplica, por más breve e intermitente que sea, posee una conclusión espe -
cífica, al expresar cierta posición del hablante, la que puede ser contestada y con respecto a la
que se puede adoptar otra posición. En esta conclusión específica del enunciado haremos hin-
capié más adelante, puesto que éste es uno de los rasgos distintivos principales del enunciado.
Al mismo tiempo, las réplicas están relacionadas entre sí. Pero las relaciones que se establecen
entre las réplicas de un diálogo y que son relaciones de pregunta, afirmación y objeción, afir -
mación y consentimiento, proposición y aceptación, orden y cumplimiento, etc., son imposi-
bles entre unidades de la lengua (palabras y oraciones), ni dentro del sistema de la lengua, ni
dentro del enunciado mismo. Estas relaciones específicas que se entablan entre las réplicas de
un diálogo son apenas subespecies de tipos de relaciones que surgen entre enunciados enteros
en el proceso de la comunicación discursiva. Tales relaciones pueden ser posibles tan sólo en -
tre los enunciados que pertenezcan a diferentes sujetos discursivos, porque presuponen la
existencia de otros (en relación con el hablante) miembros de una comunicación discursiva.
Las relaciones entre enunciados enteros no se someten a una gramaticalización porque, repe-
timos, son imposibles de establecer entre las unidades de la lengua, ni a nivel del sistema de la
lengua, ni dentro del enunciado.
En los géneros discursivos secundarios, sobre todo los géneros relacionados con la ora-
toria, nos encontramos con algunos fenómenos que aparentemente contradicen a nuestra úl-
tima tesis. Muy a menudo el hablante (o el escritor), dentro de los límites de su enunciado
plantea preguntas, las contesta, se refuta y rechaza sus propias objeciones, etc. Pero estos fe-
nómenos no son más que una representación convencional de la comunicación discursiva y de
los géneros discursivos primarios. Tal representación es característica de los géneros retóricos
(en sentido amplio, incluyendo algunos géneros de la divulgación científica), pero todos los
demás géneros secundarios (literarios y científicos) utilizan diversas formas de la implanta-
ción de géneros discursivos primarios y relaciones entre ellos a la estructura del enunciado (y
los géneros primarios incluidos en los secundarios se transforman en mayor o menor medida,
porque no tiene lugar un cambio real de los sujetos discursivos). Tal es la naturaleza de los gé-
neros secundarios.* Pero en todos estos casos, las relaciones que se establecen entre los géne -
ros primarios reproducidos, a pesar de ubicarse dentro de los límites de un solo enunciado, no
se someten a la gramaticalización y conservan su naturaleza específica, que es fundamental-
mente distinta de la naturaleza de las relaciones que existen entre palabras y oraciones (así
como entre otras unidades lingüísticas: combinaciones verbales, etc.) en el enunciado.
Aquí, aprovechando, el diálogo y sus réplicas, es necesario explicar previamente el pro-
blema de la oración como unidad de la lengua, a diferencia del enunciado como unidad de la comuni-
cación discursiva.
(El problema de la naturaleza de la oración es uno de los más complicados y difíciles en
la lingüística. La lucha de opiniones en relación con él se prolonga hasta el momento actual.
Desde luego, la aclaración de este problema en toda su complejidad no forma parte de nuestro
propósito, nosotros tenemos la intención de tocar tan sólo en parte un aspecto de él, pero este
aspecto, en nuestra opinión, tiene una importancia esencial para todo el problema. Lo que nos

*
Huellas de límites dentro de los géneros secundarios.
72

importa es definir exactamente la relación entre la oración y el enunciado. Esto ayudará a vis -
lumbrar mejor lo que es el enunciado por una parte, y la oración por otra.)
De esta cuestión nos ocuparemos más adelante, y por lo pronto anotaremos tan sólo el
hecho de que los límites de una oración como unidad de la lengua jamás se determinan por el
cambio de los sujetos discursivos. Tal cambio que enmarcaría la oración desde los dos lados la
convierte en un enunciado completo. Una oración así adquiere nuevas cualidades y se percibe
de una manera diferente en comparación con la oración que está enmarcada por otras oracio-
nes dentro del contexto de un mismo enunciado perteneciente a un solo hablante. La oración
es una idea relativamente concluida que se relaciona de una manera inmediata con otras ide-
as de un mismo hablante dentro de la totalidad de su enunciado; al concluir la oración, el ha-
blante hace una pausa para pasar luego a otra idea suya que continúe, complete, fundamente
a la primera. El contexto de una oración viene a ser el contexto del discurso de un mismo suje -
to hablante; la oración no se relaciona inmediatamente y por sí misma con el contexto de la
realidad extraverbal (situación, ambiente, prehistoria) y con los enunciados de otros ambien-
tes, sino que se vincula a ellos a través de todo el contexto verbal que la rodea, es decir, a tra -
vés del enunciado en su totalidad. Si el enunciado no está rodeado por el contexto discursivo
de un mismo hablante, es decir, si representa un enunciado completo y concluso (réplica del
diálogo) entonces se enfrenta de una manera directa e inmediata a la realidad (al contexto ex -
traverbal del discurso) y a otros enunciados ajenos; no es seguida entonces por una pausa de -
terminada y evaluada por el mismo hablante (toda clase de pausas como fenómenos gramati -
cales calculados y razonados sólo son posibles dentro del discurso de un solo hablante, es de -
cir, dentro de un mismo enunciado; las pausas que se dan entre los enunciados no tienen un
carácter gramatical sino real; esas pausas reales son psicológicas o se producen por algunas
circunstancias externas y pueden interrumpir un enunciado; en los géneros literarios secun-
darios esas pausas se calculan por el autor, director o actor, pero son radicalmente diferentes
tanto de las pausas gramaticales como estilísticas, las que se dan, por ejemplo, entre los sin -
tagmas dentro del enunciado), sino por una respuesta o la comprensión tácita del otro hablan -
te. Una oración semejante convertida en un enunciado completo adquiere una especial pleni-
tud del sentido: en relación con ello se puede tomar una postura de respuesta: estar de acuer-
do o en desacuerdo con ello, se puede cumplirla si es una orden, se puede evaluarla, etc.;
mientras que una oración dentro del contexto verbal carece de capacidad para determinar
una respuesta, y la puede adquirir (o más bien se cubre por ella) tan sólo dentro de la totali-
dad del enunciado.
Todos esos rasgos y particularidades, absolutamente nuevos, no pertenecen a la oración
misma que llegase a ser un enunciado, sino al enunciado en si, porque expresan la naturaleza
de éste, y no la naturaleza de la oración; esos atributos se unen a la oración completándola
hasta formar un enunciado completo. La oración como unidad de la lengua carece de todos
esos atributos: no se delimita por el cambio de los sujetos discursivos, no tiene un contacto in -
mediato con la realidad (con la situación extraverbal) ni tampoco se relaciona de una manera
directa con los enunciados ajenos; no posee una plenitud del sentido ni una capacidad de de -
terminar directamente la postura de respuesta del otro hablante, es decir, no provoca una res-
puesta. La oración como unidad de la lengua tiene una naturaleza gramatical, límites gramati -
cales, conclusividad y unidad gramaticales. (Pero analizada dentro de la totalidad del enuncia -
do y desde el punto de vista de esta totalidad, adquiere propiedades estilísticas.) Allí donde la
oración figura como un enunciado entero, resulta ser enmarcado en una especie de material
73

muy especial. Cuando se olvida esto en el análisis de una oración, se tergiversa entonces su
naturaleza (y al mismo tiempo, la del enunciado, al atribuirle aspectos gramaticales). Muchos
lingüistas y escuelas lingüísticas (en lo que respecta a la sintaxis) confunden ambos campos: lo
que estudian es, en realidad, una especie de híbrido entre la oración (unidad de la lengua) y el
enunciado. La gente no hace intercambio de oraciones ni de palabras en un sentido estricta -
mente lingüístico, ni de conjuntos de palabras; la gente habla por medio de enunciados, que se
construyen con la ayuda de las unidades de la lengua que son palabras, conjuntos de palabras,
oraciones; el enunciado puede ser constituido tanto por una oración como por una palabra, es
decir, por una unidad del discurso (principalmente, por una réplica del diálogo), pero no por
eso una unidad de la lengua se convierte en una unidad de la comunicación discursiva.
La falta de una teoría bien elaborada del enunciado como unidad de la comunicación
discursiva lleva a una diferenciación insuficiente entre la oración y el enunciado, y a menudo
a una completa confusión entre ambos.
Volvamos al diálogo real. Como ya lo hemos señalado, es la forma clásica y más sencilla
de la comunicación discursiva. El cambio de los sujetos discursivos (hablantes) que determina
los límites del enunciado se presenta en el diálogo con una claridad excepcional. Pero en otras
esferas de la comunicación discursiva, incluso en la comunicación cultural complejamente or-
ganizada (científica y artística), la naturaleza de los límites del enunciado es la misma.
Las otras, complejamente estructuradas y especializadas, de diversos géneros científicos
y literarios, con toda su distinción con respecto a las réplicas, del diálogo, son, por su natura -
leza, las unidades de la comunicación discursiva de la misma clase: con una claridad igual se
delimitan por el cambio de los sujetos discursivos, y sus fronteras, conservando su precisión
externa, adquieren un especial carácter interno gracias al hecho de que el sujeto discursivo (en
este caso, el autor de la obra) manifiesta en ellos su individualidad mediante el estilo, visión
del mundo en todos los momentos intencionales de su obra. Este sello de individualidad que
revela una obra es lo que crea unas fronteras internas específicas que la distinguen de otras
obras relacionadas con ésta en el proceso de la comunicación discursiva dentro de una esfera
cultural dada: la diferencian de las obras de los antecesores en las que se fundamenta el autor,
de otras obras que pertenecen a una misma escuela, de las obras pertenecientes a las corrien-
tes opuestas con las que lucha el autor, etc.
Una obra, igual que una réplica del diálogo está orientada hacia la respuesta de otro (de
otros), hacia su respuesta comprensiva, que puede adoptar formas diversas: intención educado-
ra con respecto a los lectores, propósito de convencimiento, comentarios críticos, influencia con
respecto a los seguidores y epígonos, etc.; una obra determina las posturas de respuesta de los
otros dentro de otras condiciones complejas de la comunicación discursiva de una cierta esfera
cultural. Una obra es eslabón en la cadena de la comunicación discursiva; como la réplica de un
diálogo, la obra se relaciona con otras obras-enunciados: con aquellos a los que contesta y con
aquellos que le contestan a ella, al mismo tiempo, igual que la réplica de un diálogo una obra
está separada de otras por las fronteras absolutas del cambio de los sujetos discursivos.
Así, pues, el cambio de los sujetos discursivos que enmarca al enunciado y que crea su
masa firme y estrictamente determinada en relación con otros enunciados vinculados a él, es
el primer rasgo constitutivo del enunciado como unidad de la comunicación discursiva que lo
distingue de las unidades de la lengua. Pasemos ahora a otro rasgo, indisolublemente vincula -
do al primero. Este segundo rasgo es la conclusividad específica del enunciado.
74

El carácter concluso del enunciado prepresenta una cara interna del cambio de los suje-
tos discursivos; tal cambio se da tan sólo por el hecho de que el hablante dijo (o escribió) todo
lo que en un momento dado y en condiciones determinadas quiso decir. Al leer o al escribir,
percibimos claramente el fin de un enunciado, una especie del dixi conclusivo del hablante.
Esta conclusividad es específica y se determina por criterios particulares. El primero y más
importante criterio de la conclusividad del enunciado es la posibilidad de ser contestado. O, en
términos más exactos y amplios, la posibilidad de tomar una postura de respuesta en relación
con el enunciado (por ejemplo, cumplir una orden). A este criterio está sujeta una breve
pregunta cotidiana, por ejemplo “¿qué hora es?” (puede ser contestada), una petición cotidia -
na que puede ser cumplida o no, una exposición científica con la que puede uno estar de
acuerdo o no (total o parcialmente), una novela que puede ser valorada en su totalidad. Es ne -
cesario que el enunciado tenga cierto carácter concluso para poder ser contestado. Para eso,
es insuficiente que el enunciado sea comprensible lingüísticamente. Una oración totalmente
comprensible y concluida (si se trata de una oración y no enunciado que consiste en una ora -
ción), no puede provocar una reacción de respuesta: se comprende, pero no es un todo. Este
todo, que es señal de la totalidad del sentido en el enunciado, no puede ser sometido ni a una
definición gramatical, ni a una determinación de sentido abstracto.
Este carácter de una totalidad conclusa propia del enunciado, que asegura la posibilidad
de una respuesta (o de una comprensión tácita), se determina por tres momentos o factores
que se relacionan entre sí en la totalidad orgánica del enunciado: 1) el sentido del objeto del
enunciado, agotado; 2) el enunciado se determina por la intencionalidad discursiva, o la vo-
luntad discursiva del hablante; 3) el enunciado posee formas típicas, genéricas y estructurales,
de conclusión.
El primer momento, la capacidad de agotar el sentido del objeto del enunciado, es muy
diferente en diversas esferas de la comunicación discursiva. Este agotamiento del sentido pue-
de ser casi completo en algunas esferas cotidianas (preguntas de carácter puramente fáctico y
las respuestas igualmente fácticas, ruegos, órdenes, etc.), en ciertas esferas oficiales, en las ór -
denes militares o industriales; es decir, allí donde los géneros discursivos tienen un carácter
estandarizado al máximo y donde está ausente el momento creativo casi por completo. En las
esferas de creación (sobre todo científica), por el contrario, sólo es posible un grado muy rela -
tivo de agotamiento del sentido; en estas esferas tan sólo se puede hablar sobre un cierto mí -
nimo de conclusividad que permite adoptar una postura de respuesta. Objetivamente, el obje-
to es inagotable, pero cuando se convierte en el tema de un enunciado (por ejemplo, de un tra-
bajo científico), adquiere un carácter relativamente concluido en determinadas condiciones,
en un determinado enfoque del problema, en un material dado, en los propósitos que busca
lograr el autor, es decir, dentro de los límites de la intención del autor. De este modo, nos topa-
mos inevitablemente con el segundo factor, relacionado indisolublemente con el primero.
En cada enunciado, desde una réplica cotidiana que consiste en una sola palabra hasta
complejas obras científicas o literarias, podemos abarcar, entender, sentir la intención discur-
siva, o la voluntad discursiva del hablante, que determina todo el enunciado, su volumen, sus
límites. Nos imaginamos qué es lo que quiere decir el hablante, y es mediante esta intención o
voluntad discursiva (según la interpretamos) como medimos el grado de conclusividad del
enunciado. La intención determina tanto la misma elección del objeto (en determinadas con -
diciones de la comunicación discursiva, en relación con los enunciados anteriores) como sus
límites y su capacidad de agotar el sentido del objeto. También determina, por supuesto, la
75

elección de la forma genérica en lo que se volverá el enunciado (el tercer factor, que tratare -
mos más adelante). La intención, que es el momento subjetivo del enunciado, forma una uni-
dad indisoluble con el aspecto del sentido del objeto, limitando a este último, vinculándola a
una situación concreta y única de la comunicación discursiva, con todas sus circunstancias in-
dividuales, con los participantes en persona y con sus enunciados anteriores. Por eso los parti -
cipantes directos de la comunicación, que se orientan bien en la situación, con respecto a los
enunciados anteriores abarcan rápidamente y con facilidad la intención o voluntad discursiva
del hablante y perciben desde el principio mismo del discurso la totalidad del enunciado en
proceso de desenvolvimiento.
Pasemos al tercer factor, que es el más importante para nosotros: las formas genéricas
estables del enunciado. La voluntad discursiva del hablante se realiza ante todo en la elección
de un género discursivo determinado. La elección se define por la especificidad de una esfera dis-
cursiva dada, por las consideraciones del sentido del objeto o temáticas, por la situación con-
creta de la comunicación discursiva, por los participantes de la comunicación, etc. En lo suce -
sivo, la intención discursiva del hablante, con su individualidad y subjetividad, se aplica y se
adapta al género escogido, se forma y se desarrolla dentro de una forma genérica determina-
da. Tales géneros existen, ante todo, en todas las múltiples esferas de la comunicación cotidia -
na, incluyendo a la más familiar e íntima.
Nos expresamos únicamente mediante determinados géneros discursivos, es decir, to-
dos nuestros enunciados posen unas formas típicas para la estructuración de la totalidad, relati-
vamente estables. Disponemos de un rico repertorio de géneros discursivos orales y escritos.
En la práctica los utilizamos con seguridad y destreza, pero teóricamente podemos no saber
nada de su existencia. Igual que el Jourdain de Molière, quien hablaba en prosa sin sospechar-
lo, nosotros hablamos utilizando diversos géneros sin saber de su existencia. Incluso dentro de
la plática más libre y desenvuelta moldeamos nuestro discurso de acuerdo con determinadas
formas genéricas, a veces con características de cliché, a veces más ágiles, plásticas y creativas
(también la comunicación cotidiana dispone de géneros creativos). Estos géneros discursivos
nos son dados casi como se nos da la lengua materna, que dominamos libremente antes del es -
tudio teórico de la gramática. La lengua materna, su vocabulario y su estructura gramatical,
no los conocemos por los diccionarios y manuales de gramática, sino por los enunciados con -
cretos que escuchamos y reproducimos en la comunicación discursiva efectiva con las perso-
nas que nos rodean. Las formas de la lengua las asumimos tan sólo en las formas de los enun-
ciados y junto con ellas. Las formas de la lengua y las formas típicas de los enunciados llegan a
nuestra experiencia y a nuestra conciencia conjuntamente y en una estrecha relación mutua.
Aprender a hablar quiere decir aprender a construir los enunciados (porque hablamos con los
enunciados y no mediante oraciones, y menos aun por palabras separadas). Los géneros dis -
cursivos organizan nuestro discurso casi de la misma manera como lo organizan las formas
gramaticales (sintáctica). Aprendemos a plasmar nuestro discurso en formas genéricas, y al
oír el discurso ajeno, adivinamos su género desde las primeras palabras, calculamos su aproxi -
mado volumen (o la extensión aproximada de la totalidad discursiva), su determinada compo-
sición, prevemos su final, o sea que desde el principio percibimos la totalidad discursiva que
posteriormente se especifica en el proceso del discurso. Si no existieran los géneros discursi-
vos y si no los domináramos, si tuviéramos que irlos creando cada vez dentro del proceso dis-
cursivo, libremente y por primera vez cada enunciado, la comunicación discursiva habría sido
casi imposible.
76

Las formas genéricas en las que plasmamos nuestro discurso por supuesto difieren de
un modo considerable de las formas lingüísticas en el sentido de su estabilidad y obligatorie-
dad (normatividad) para con el hablante. En general, las formas genéricas son mucho más ági -
les, plásticas y libres en comparación con las formas lingüísticas. En este sentido, la variedad
de los géneros discursivos, es muy grande. Toda una serie de los géneros más comunes en la
vida cotidiana son tan estandarizados que la voluntad discursiva individual del hablante se
manifiesta únicamente en la selección de un determinado género y en la entonación expresi-
va. Así son, por ejemplo, los breves géneros cotidianos de los saludos, despedidas, felicitacio -
nes, deseos de toda clase, preguntas acerca de la salud, de los negocios, etc. La variedad de es -
tos géneros se determina por la situación discursiva, por la posición social y las relaciones
personales entre los participantes de la comunicación: existen formas elevadas, estrictamente
oficiales de estos géneros, junto con las formas familiares de diferente grado y las formas ínti -
mas (que son distintas de las familiares). * Estos géneros requieren también un determinado
tono, es decir, admiten en su estructura una determinada entonación expresiva. Estos géne-
ros, sobre todo los elevados y oficiales, poseen un alto grado de estabilidad y obligatoriedad.
De ordinario, la voluntad discursiva se limita por la selección de un género determinado, y tan
sólo unos leves matices de entonación expresiva (puede adoptarse un tono más seco o más re -
verente, más frío o más cálido, introducir una entonación alegre, etc.) pueden reflejar la indi-
vidualidad del hablante (su entonación discursivo-emocional). Pero aquí también es posible
una reacentuación de los géneros, que es tan característica de la comunicación discursiva: por
ejemplo, la forma genérica del saludo puede ser trasladada de la esfera oficial a la esfera de la
comunicación familiar, es decir, es posible que se emplee con una reacentuación paródica o
irónica, así como un propósito análogo puede mezclar los géneros de diversas esferas.
Junto con semejantes géneros estandarizados siempre han existido, desde luego, los gé-
neros más libres de comunicación discursiva oral: géneros de pláticas sociales de salón acerca
de temas cotidianos, sociales, estéticos y otros, géneros de conversaciones entre comensales,
de pláticas íntimas entre amigos o entre miembros de una familia, etc. (por lo pronto no exis-
te ningún inventario de géneros discursivos orales, inclusive por ahora ni siquiera está claro
el principio de tal nomenclatura). La mayor parte de estos géneros permiten una libre y crea -
tiva restructuración (de un modo semejante a los géneros literarios, e incluso algunos de los
géneros orales son aún más abiertos que los literarios), pero hay que señalar que un uso libre
y creativo no es aún creación de un género nuevo: para utilizar libremente los géneros, hay
que dominarlos bien.
Muchas personas que dominan la lengua de una manera formidable se sienten, sin embar-
go, totalmente desamparadas en algunas esferas de la comunicación, precisamente por el hecho
de que no dominan las formas genéricas prácticas creadas por estas esferas. A menudo una perso-
na que maneja perfectamente el discurso de diferentes esferas de la comunicación cultural, que
sabe dar una conferencia, llevar a cabo una discusión científica, que se expresa excelentemente en
relación con cuestiones públicas, se queda, no obstante, callada o participa de una manera muy
torpe en una plática de salón. En este caso no se trata de la pobreza del vocabulario o de un estilo
abstracto; simplemente se trata de una inhabilidad para dominar el género de la conversación

*
Estos fenómenos y otros análogos han interesado a los lingüistas (principalmente a los historiadores de len -
gua) bajo el ángulo puramente estilístico, como reflejo en la lengua de las formas históricamente cambiantes
de etiqueta, cortesía, decoro; véase, por ejemplo, F. Brunot, Histoire de la langue française des origines à 1900, 10 to-
mos, París, 1905-1943.
77

mundana, que proviene de la ausencia de nociones acerca de la totalidad del enunciado, que ayu-
den a plasmar su discurso en determinadas formas composicionales y estilísticas rápida y desenfa-
dadamente; una persona así no sabe intervenir a tiempo, no sabe comenzar y terminar correcta-
mente (a pesar de que la estructura de estos géneros es muy simple).
Cuanto mejor dominamos los géneros discursivos, tanto más libremente los aprovecha -
mos, tanto mayor es la plenitud y claridad de nuestra personalidad que se refleja en este uso
(cuando es necesario), tanto más plástica y ágilmente reproducimos la irrepetible situación de
la comunicación verbal; en una palabra, tanto mayor es la perfección con la cual realizamos
nuestra libre intención discursiva.
Así, pues, un hablante no sólo dispone de las formas obligatorias de la lengua nacional
(el léxico y la gramática), sino que cuenta también con las formas obligatorias discursivas, que
son tan necesarias para una intercomprensión como las formas lingüísticas. Los géneros dis-
cursivos son, en comparación con las formas lingüísticas, mucho más combinables, ágiles,
plásticos, pero el hablante tiene una importancia normativa: no son creados por él, sino que le
son dados. Por eso un enunciado aislado, con todo su carácter individual y creativo, no puede
ser considerado como una combinación absolutamente libre de formas lingüísticas, según sostie-
ne, por ejemplo, Saussure (y en esto le siguen muchos lingüistas), que contrapone el “habla”
(la parole), como un acto estrictamente individual, al sistema de la lengua como fenómeno pu -
ramente social y obligatorio para el individuo. La gran mayoría de los lingüistas comparte —si
no teóricamente, en la práctica— este punto de vista: consideran que el “habla” es tan sólo
una combinación individual de formas lingüísticas (léxicas y gramaticales), y no encuentran
ni estudian, de hecho, ninguna otra forma normativa. 5
El menosprecio de los géneros discursivos como formas relativamente estables y norma-
tivas del enunciado hizo que los lingüistas, como ya se ha señalado, confundiesen el enuncia-
do con la oración, lo cual llevaba a la lógica conclusión (que, por cierto, nunca se ha defendido
de una manera consecuente) de que nuestro discurso se plasma mediante las formas estables
y prestablecidas de oraciones, mientras que no importa cuántas oraciones interrelacionadas
pueden ser pronunciadas de corrido y cuándo habría que detenerse (concluir), porque este
hecho se atribuía a la completa arbitrariedad de la voluntad discursiva individual del hablan-
te o al capricho de la mitificada “corriente discursiva”.
Al seleccionar determinado tipo de oración, no lo escogemos únicamente para una ora -
ción determinada, ni de acuerdo con aquello que queremos expresar mediante la oración úni -
ca, sino que elegimos el tipo de oración desde el punto de vista de la totalidad del enunciado
que se le figura a nuestra imaginación discursiva y que determina la elección. La noción de la
forma del enunciado total, es decir, la noción acerca de un determinado género discursivo, es
lo que nos dirige en el proceso de discurso. La intencionalidad de nuestro enunciado en su to-
talidad puede, ciertamente, requerir, para su realización, una sola oración, pero puede reque -
rir muchas más. Es el género elegido lo que preestablece los tipos de oraciones y las relaciones
entre éstas.
Una de las causas de que en la lingüística se hayan subestimado las formas del enuncia -
do es la extrema heterogeneidad de estas formas según su estructura y, sobre todo, según su
dimensión (extensión discursiva): desde una réplica que consiste en una sola palabra hasta
una novela. Una extensión marcadamente desigual aparece también en los géneros discursi-

5
De Saussure, ibid. [Nota del editor.]
78

vos orales. Por eso, los géneros discursivos parecen ser inconmensurables e inaceptables como
unidades del discurso.
Por lo tanto, muchos lingüistas (principalmente los que se dedican a la sintaxis) tratan
de encontrar formas especiales que sean un término medio entre la oración y el enunciado y
que, al mismo tiempo, sean conmensurables con la oración. Entre estos términos aparecen fra-
se (según Kartsevski),6 comunicado (según Shájmatov7 y otros). Los investigadores que usan
estos términos no tienen un concepto unificado acerca de lo que representan, porque en la
vida de la lengua no les corresponde ninguna realidad determinada bien delimitada. Todas es -
tas unidades, artificiales y convencionales, resultan ser indiferentes al cambio de sujetos dis -
cursivos que tiene lugar en cualquier comunicación real debido a lo cual se borran las fronte-
ras más importantes que actúan en todas las esferas de la lengua y que son fronteras entre
enunciados. A consecuencia de esto se cancela también el criterio principal: el del carácter
concluso del enunciado como unidad verdadera de la comunicación discursiva, criterio que
implica la capacidad del enunciado para determinar una activa posición de respuesta que
adoptan otros participantes de la comunicación.
A modo de conclusión de esta parte, algunas observaciones acerca de la oración (regre-
saremos al problema con más detalles al resumir nuestro trabajo).
La oración, en tanto que unidad de la lengua, carece de capacidad para determinar di -
recta y activamente la posición responsiva del hablante. Tan sólo al convertirse en un enun-
ciado completo adquiere una oración esta capacidad. Cualquier oración puede actuar como un
enunciado completo, pero en tal caso, según lo que se ha explicado, la oración se complemen -
ta con una serie de aspectos sumamente importantes no gramaticales, los cuales cambian su
naturaleza misma. Pero sucede que esta misma circunstancia llega a ser causa de una especie
de aberración sintáctica: al analizar una oración determinada separada de su contexto se la
suele completar mentalmente atribuyéndole el valor de un enunciado entero. Como conse -
cuencia de esta operación, la oración adquiere el grado de conclusividad que la vuelve contes-
table.
La oración, igual que la palabra, es una unidad significante de la lengua. Por eso cada
oración aislada, por ejemplo: “ya salió el sol”, es perfectamente comprensible, es decir, noso -
tros comprendemos su significado lingüístico, su posible papel dentro del enunciado. Pero es
absolutamente imposible adoptar, con respecto a esta oración, una postura de respuesta, a no
ser que sepamos que el hablante expresó con ello cuanto quiso decir, que la oración no va pre -
cedida ni le siguen otras oraciones del mismo hablante. Pero en tal caso no se trata de una
oración, sino de un enunciado pleno que consiste en una sola oración: este enunciado está en-

6
La frase, como fenómeno lingüístico de índole distinta frente a la oración, se fundamenta en los trabajos del
lingüista ruso —que pertenecía a la escuela de Ginebra y que también participó en las actividades del círculo
de Praga— E. O. Karcevskij. La frase, a diferencia de la oración “no tiene su propia estructura gramatical. Pero
posee una estructura fónica que consiste en su entonación. Es precisamente la entonación la que constituye la
frase” (Karcevskij, S., “Sur la phonologie de la phrase”, Travaux du Cercle linguistique de Prague, 4, 1931, 190). “La
oración, para realizarse, debe adquirir la entonación de frase [...] La frase es la función del diálogo. Es la uni -
dad de intercambio entre los interlocutores” (Karcevskij, “Sur la parataxe et la syntaxe en russe”, Cahiers Ferdi-
nand de Saussure, 7, 1948, 34). [Nota del editor.]
7
A. A. Shájmatov definía la “comunicación” como acto de pensamiento que viene a ser base psicológica de la
oración, eslabón de enlace “entre la psiquis del hablante y la manifestación suya en la palabra a la que se diri -
ge” (Shájmatov, A.A., Sintaksis russkogo iazyka, 19-20). [Nota del editor.]
79

marcado y delimitado por el cambio de los sujetos discursivos y refleja de una manera inme -
diata una realidad extraverbal (la situación). Un enunciado semejante puede ser contestado.
Pero si esta oración está inmersa en un contexto, resulta que adquiere la plenitud de su
sentido únicamente dentro de este contexto, es decir dentro de la totalidad de un enunciado
completo, y lo que puede ser contestado es este enunciado completo cuyo elemento signifi-
cante es la oración. El enunciado puede, por ejemplo, sonar así: “Ya salió el sol. Es hora de le -
vantarnos.” La comprensión de respuesta: “De veras, ya es la hora.” Pero puede también sonar
así: “Ya salió el sol. Pero aún es muy temprano. Durmamos un poco más.” En este caso, el sen-
tido del enunciado y la reacción de respuesta a él serán diferentes. Esta misma oración tam -
bién puede formar parte de una obra literaria en calidad de elemento de un paisaje. Entonces
la reacción de respuesta, que sería una impresión artística e ideológica y una evaluación, úni -
camente podrá ser referida a todo el paisaje representado. En el contexto de alguna otra obra
esta oración puede tener un significado simbólico. En todos los casos semejantes, la oración
viene a ser un elemento significante de un enunciado completo, elemento que adquiere su
sentido definitivo sólo dentro de la totalidad.
En el caso de que nuestra oración figure como un enunciado concluso, resulta que ad -
quiere su sentido total dentro de las condiciones concretas de la comunicación discursiva. Así,
esta oración puede ser respuesta a la pregunta del otro: “¿Ya salió el sol?” (claro, siempre
dentro de una circunstancia concreta que justifique la pregunta). En tal caso, el enunciado
viene a ser la afirmación de un hecho determinado, la que puede ser acertada o incorrecta,
con la cual se puede estar o no estar de acuerdo. La oración, que es afirmativa por su forma,
llega a ser una afirmación real sólo en el contexto de un enunciado determinado.
Cuando se analiza una oración semejante aislada, se la suele interpretar como un enun -
ciado concluso referido a cierta situación muy simplificada: el sol efectivamente salió y el ha-
blante atestigua: “ya salió el sol”; al hablante le consta que la hierba es verde, por eso declara:
“la hierba es verde”. Esa clase de comunicados sin sentido a menudo se examinan directamente
como ejemplos clásicos de oración. En la realidad, cualquier comunicado semejante siempre
va dirigido a alguien, está provocado por algo, tiene alguna finalidad, es decir, viene a ser un
eslabón real en la cadena de la comunicación discursiva dentro de alguna esfera determinada
de la realidad cotidiana del hombre.
La oración, igual que la palabra, posee una conclusividad del significado y una conclusi-
vidad de la forma gramatical, pero la conclusividad de significado es de carácter abstracto y es
precisamente por eso por lo que es tan clara; es el remate de un elemento, pero no la conclu-
sión de un todo. La oración como unidad de la lengua, igual que la palabra, no tiene autor. No
pertenece a nadie, como la palabra, y tan sólo funcionando como un enunciado completo llega
a ser la expresión de la postura individual de hablante en una situación concreta de la comu -
nicación discursiva. Lo cual nos aproxima al tercer rasgo constitutivo del enunciado, a saber:
la actitud del enunciado hacia el hablante mismo (el autor del enunciado) y hacia otros partici-
pantes en la comunicación discursiva.
Todo enunciado es un eslabón en la cadena de la comunicación discursiva, viene a ser
una postura activa del hablante dentro de una u otra esfera de objetos y sentidos. Por eso cada
enunciado se caracteriza ante todo por su contenido determinado referido a objetos y senti-
dos. La selección de los recursos lingüísticos y del género discursivo se define ante todo por el
compromiso (o intención) que adopta un sujeto discursivo (o autor) dentro de cierta esfera de
80

sentidos. Es el primer aspecto del enunciado que fija sus detalles específicos de composición y
estilo.
El segundo aspecto del enunciado que determina su composición y estilo es el momento
expresivo, es decir, una actitud subjetiva y evaluadora desde el punto de vista emocional del
hablante con respecto al contenido semántico de su propio enunciado. En las diversas esferas
de la comunicación discursiva, el momento expresivo posee un significado y un peso diferen -
te, pero está presente en todas partes: un enunciado absolutamente neutral es imposible. Una
actitud evaluadora del hombre con respecto al objeto de su discurso (cualquiera que sea este
objeto) también determina la selección de los recursos léxicos, gramaticales y composicionales
del enunciado. El estilo individual de un enunciado se define principalmente por su aspecto
expresivo. En cuanto a la estilística, esta situación puede considerarse como comúnmente
aceptada. Algunos investigadores inclusive reducen el estilo di rectamente al aspecto emotivo
y evaluativo del discurso.
¿Puede ser considerado el aspecto expresivo del discurso como un fenómeno de la len -
gua en tanto que sistema? ¿Es posible hablar del aspecto expresivo de las unidades de la len -
gua, o sea de las palabras y oraciones? Estas preguntas deben ser contestadas con una categó-
rica negación. La lengua como sistema dispone, desde luego, de un rico arsenal de recursos
lingüísticos (léxicos, morfológicos y sintácticos) para expresar la postura emotiva y valorativa
del hablante, pero todos estos medios, en tanto que recursos de la lengua, son absolutamente
neutros respecto a una valoración determinada y real. La palabra “amorcito”, cariñosa tanto
por el significado de su raíz como por el sufijo, es por sí misma, como unidad de la lengua, tan
neutra como la palabra “lejos”. Representa tan sólo un recurso lingüístico para una posible ex-
presión de una actitud emotivamente valoradora respecto a la realidad, pero no se refiere a
ninguna realidad determinada; tal referencia, es decir, una valoración real, puede ser realiza -
da sólo por el hablante en un enunciado concreto. Las palabras son de nadie, y por sí mismas
no evalúan nada, pero pueden servir a cualquier hablante y para diferentes e incluso contra -
rias valoraciones de los hablantes.
Asimismo, la oración como unidad de la lengua es neutra, y no posee de suyo ningún as -
pecto expresivo: lo obtiene (o más bien, se inicia en él) únicamente dentro de un enunciado
concreto. Aquí es posible la misma aberración mencionada. Una oración como, por ejemplo,
“él ha muerto”, aparentemente incluye un determinado matiz expresivo, sin hablar ya de una
oración como “¡qué alegría!”. Pero, en realidad, oraciones como éstas las asumimos como
enunciados enteros en una situación modelo, es decir, las percibimos como géneros discursi-
vos de coloración expresiva típica. Como oraciones, carecen de esta última, son neutras. Con -
forme el contexto del enunciado, la oración “él ha muerto” puede expresar un matiz positivo,
alegre, inclusive de júbilo. Asimismo, la oración “¡qué alegría!” en el contexto de un enuncia-
do determinado puede asumir un tono irónico o hasta sarcástico y amargo.
Uno de los recursos expresivos de la actitud emotiva y valoradora del hablante con res-
pecto al objeto de su discurso es la entonación expresiva que aparece con claridad en la inter-
pretación oral.* La entonación expresiva es un rasgo constitutivo del enunciado. 8 No existe
*
Desde luego la percibimos, y desde luego existe como factor estilístico en la lectura silenciosa del discurso es -
crito.
8
La entonación expresiva como la expresión más pura de la evaluación en el enunciado y como su indicio cons-
tructivo más importante se analiza detalladamente por M. Bajtín en una serie de trabajos de la segunda mitad
de la década de los años 20. “La entonación establece una estrecha relación de la palabra con el contexto extra -
verbal: la entonación siempre se ubica sobre la frontera entre lo verbal y lo no verbal, lo dicho y lo no dicho. En la ento-
81

dentro del sistema de la lengua, es decir, fuera del enunciado. Tanto la palabra como la ora -
ción como unidades de la lengua carecen de entonación expresiva. Si una palabra aislada se pro-
nuncia con una entonación expresiva, ya no se trata de una palabra sino de un enunciado con -
cluso realizado en una sola una sola palabra (no hay razón alguna para extenderla hasta una
oración). Existen los modelos de enunciados valorativos, es decir, los géneros discursivos valo-
rativos, bastante definidos en la comunicación discursiva y que expresan alabanza, aproba -
ción, admiración, reprobación, injuria: “¡muy bien!, ¡bravo!, ¡qué lindo!, ¡qué vergüenza!, ¡qué
asco!, ¡imbécil!”, etc. Las palabras que adquieren en la vida política y social una importancia
particular se convierten en enunciados expresivos admirativos: “¡paz!, ¡libertad!” (se trata de
un género discursivo político-social específico). En una situación determinada una palabra
puede adoptar un sentido profundamente expresivo convirtiéndose en un enunciado admira-
tivo: “¡Mar! ¡Mar!” gritan diez mil griegos en Jenofonte. 9
En todos estos casos no tenemos que ver con la palabra como unidad de la lengua ni con
el significado de esta palabra, sino con un enunciado concluso y con su sentido concreto,10 que
pertenecen tan sólo a este enunciado; el significado de la palabra está referido en estos casos a
determinada realidad dentro de las igualmente reales condiciones de la comunicación discur-
siva. Por lo tanto, en estos ejemplos no sólo entendemos el significado de la palabra dada
como palabra de una lengua, sino que adoptamos frente a ella una postura activa de respuesta
(consentimiento, acuerdo o desacuerdo, estímulo a la acción). Así, pues, la entonación expresi -
va pertenece allí al enunciado, no a la palabra. Y sin embargo resulta muy difícil abandonar la
convicción de que cada palabra de una lengua posea o pueda poseer un “tono emotivo”, un
“matiz emocional”, un “momento valorativo”, una “aureola estilística”, etc., y, por con-
siguiente, una entonación expresiva que le es propia. Es muy factible que se piense que al se-
leccionar palabras para un enunciado nos orientamos precisamente al tono emotivo caracte -
rístico de una palabra aislada: escogemos las que corresponden por su tono al aspecto expresi-
vo de nuestro enunciado y rechazamos otras. Así es como los poetas conciben su labor sobre la
palabra, y así es como la estilística interpreta este proceso (por ejemplo, el “experimento esti -
lístico” de Peshkovski).11

nación, la palabra se conecta con la vida. Y ante todo es en la entonación donde el hablante hace contacto con
los oyentes: la entonación es social par excellence” (Volóshinov, V.N., “Slovo v zhizni i slovo v poezii”, Zvezda,
1926, núm. 6, 252-253). Cf. también: “Es precisamente este 'tono' (entonación) lo que conforma la 'música' (sen -
tido general, significado general) de todo enunciado. La situación y el auditorio correspondiente determinan
ante todo a la entonación y a través de ella realizan la selección de las palabras y su ordenamiento, a través de
ella llenan de sentido al enunciado entero” (Volóshinov, V.N., “Konstrutsia vyskazyvania”, Literaturnaia uchio-
ba, 1930, núm. 3, 77-78).
9
Jenofonte, Anábasis. [Nota del editor.]
10
En Marxismo y la filosofía del lenguaje, el sentido concreto del enunciado se determina terminológicamente como
su “tema”: “El tema del enunciado en la realidad es individual e irrepetible como el enunciado mismo [...] El
significado, a diferencia del tema, representa todos los momentos del enunciado que son repetibles e idénticos a
sí mismos en todas las repeticiones. El tema del enunciado es en realidad indisoluble. El significado del enun -
ciado, al contrario, se descompone en una serie de significados que corresponden a los elementos de la lengua
que lo conforman” (101-102). [Nota del editor.]
11
El “experimento estilístico” que consiste en la “invención artificial de variantes estilísticas para un texto” fue
un artificio metodológico aplicado por A.M.Peshkovski para el análisis del discurso literario (Peshkovski, A.M.,
Voprosy metodiki rodnogo iazyka, lingvistiki i stilistiki, Moscú-Leningrado, 1930, 133). [Nota del editor.]
82

Y, sin embargo, esto no es así. Estamos frente a la aberración que ya conocemos. Al se-
leccionar las palabras partimos de la totalidad real del enunciado que ideamos, * pero esta to-
talidad ideada y creada por nosotros siempre es expresiva, y es ella la que irradia su propia
expresividad (o, más bien, nuestra expresividad) hacia cada palabra que elegimos, o, por de -
cirlo así, la contamina de la expresividad del todo. Escogemos la palabra según su significado,
que de suyo no es expresivo, pero puede corresponder o no corresponder a nuestros propósi -
tos expresivos en relación con otras palabras, es decir con respecto a la totalidad de nuestro
enunciado. El significado neutro de una palabra referido a una realidad determinada dentro
de las condiciones determinadas reales de la comunicación discursiva genera una chispa de
expresividad. Es justamente lo que tiene lugar en el proceso de la creación lingüística con la
realidad concreta, sólo el contacto con la realidad que se da en el enunciado es lo que genera
la chispa de lo expresivo: esta última no existe ni en el sistema de la lengua, ni en la realidad
objetiva que está fuera de nosotros.
Así, la emotividad, la evaluación, la expresividad, no son propias de la palabra en tanto
que unidad de la lengua; estas características se generan sólo en el proceso del uso activo de la
palabra en un enunciado concreto. El significado de la palabra en sí (sin relación con la reali-
dad), como ya lo hemos señalado, carece de emotividad. Existen palabras que especialmente
denotan emociones o evaluaciones: “alegría “dolor”, “bello”, “alegre”, “triste”, etc. Pero estos
significados son tan neutros como todos los demás. Adquieren un matiz expresivo únicamente
en el enunciado, y tal matiz es independiente del significado abstracto o aislado; por ejemplo:
“En este momento toda alegría para mí es un dolor”, (aquí la palabra “alegría” se interpreta
contrariamente a su significado).
No obstante, el problema está lejos de estar agotado por todo lo que acaba de exponerse.
Al elegir palabras en el proceso de estructuración de un enunciado, muy pocas veces las toma -
mos del sistema de la lengua en su forma neutra, de diccionario. Las solemos tomar de otros
enunciados, y ante todo de los enunciados afines genéricamente al nuestro, es decir, parecidos
por su tema, estructura, estilo; por consiguiente, escogemos palabras según su especificación
genérica. El género discursivo no es una forma lingüística, sino una forma típica de enuncia -
do; como tal, el género incluye una expresividad determinada propia del género dado. Dentro
del género, la palabra adquiere cierta expresividad típica. Los géneros corresponden a las si -
tuaciones típicas de la comunicación discursiva, a los temas típicos y, por lo tanto a algunos
contactos típicos de los significados de las palabras con la realidad concreta en sus circunstan-
cias típicas. De ahí se origina posibilidad de los matices expresivos típicos que “cubren” las pa -
labras. Esta expresividad típica propia de los géneros no pertenece, desde luego, a la palabra
como unidad de la lengua sino que expresa únicamente el vínculo que establece la palabra y
su significado con el género, o sea con los enunciados típicos. La expresividad típica y la ento-
nación típica que le corresponden no poseen la obligatoriedad de las formas de la lengua. Se
trata de una normatividad genérica que es más libre. En nuestro ejemplo, “en este momento,
toda alegría para mí es un dolor”, el tono expresivo de la palabra “alegría” determinado por el
contexto no es, por supuesto, característico de esta palabra. Los géneros discursivos se some -

*
Al construir nuestro discurso, siempre nos antecede la totalidad de nuestro enunciado, tanto en forma de un
esquema genérico determinado como en forma de una intención discursiva individual. No vamos ensartando
palabras, no seguimos de una palabra a otra, sino que actuamos como si fuéramos rellenando un todo con pa -
labras necesarias. Se ensarta palabras tan sólo en una primera fase del estudio de una lengua ajeno, y aun con
una dirección metodológica pésima.
83

ten con bastante facilidad a una reacentuación: lo triste puede convertirse en jocoso y alegre,
pero se obtiene, como resultado, algo nuevo (por ejemplo, el género del epitafio burlesco).
La expresividad típica (genérica) puede ser examinada como la “aureola estilística” de
la palabra, pero la aureola no pertenece a la palabra de la lengua como tal sino al género en
que la palabra suele funcionar; se trata de una especie de eco de una totalidad del género que
suena en la palabra.
La expresividad genérica de la palabra (y la entonación expresiva del género) es imper-
sonal, como lo son los mismos géneros discursivos (porque los géneros representan las formas
típicas de los enunciados individuales, pero no son los enunciados mismos). Pero las palabras
pueden formar parte de nuestro discurso conservando al mismo tiempo, en mayor o menor
medida, los tonos y los ecos de los enunciados individuales.
Las palabras de la lengua no son de nadie, pero al mismo tiempo las oímos sólo en enun -
ciados individuales determinados, y en ellos las palabras no sólo poseen un matiz típico, sino
que también tienen una expresividad individual más o menos clara (según el género) fijada
por el contexto del enunciado, individual e irrepetible.
Los significados neutros (de diccionario) de las palabras de la lengua aseguran su carác-
ter y la intercomprensión de todos los que la hablan, pero el uso de las palabras en la comuni -
cación discursiva siempre depende de un contexto particular. Por eso se puede decir que cual-
quier palabra existe para el hablante en sus tres aspectos: como palabra neutra de la lengua,
que no pertenece a nadie; como palabra ajena, llena de ecos, de los enunciados de otros, que
pertenece a otras personas; y, finalmente, como mi palabra, porque, puesto que yo la uso en
una situación determinada y con una intención discursiva determinada, la palabra está com-
penetrada de mi expresividad. En los últimos aspectos la palabra posee expresividad, pero
ésta, lo reiteramos, no pertenece a la palabra misma: nace en el punto de contacto de la pala -
bra con la situación real, que se realiza en un enunciado individual. La palabra en este caso
aparece como la expresión de cierta posición valorativa del individuo (de un personaje promi -
nente, un escritor, un científico, del padre, de la madre, de un amigo, del maestro, etc.), como
una suerte de abreviatura del enunciado.
En cada época, en cada círculo social, en cada pequeño mundo de la familia, de amigos y
conocidos, de compañeros, en el que se forma y vive cada hombre, siempre existen enuncia-
dos que gozan de prestigio, que dan el tono; existen tratados científicos y obras de literatura
publicística en los que la gente fundamenta sus enunciados y los que cita, imita o sigue. En
cada época, en todas las áreas de la práctica existen determinadas tradiciones expresas y con -
servadas en formas verbalizadas; obras, enunciados, aforismos, etc. Siempre existen ciertas
ideas principales expresadas verbalmente que pertenecen a los personajes relevantes de una
época dada, existen objetivos generales, consignas, etc. Ni hablar de los ejemplos escolares y
antológicos, en los cuales los niños estudian su lengua materna y los cuales siempre poseen
una carga expresiva.
Por eso la experiencia discursiva individual de cada persona se forma y se desarrolla en
una constante interacción con los enunciados individuales ajenos. Esta experiencia puede ser
caracterizada, en cierta medida, como proceso de asimilación (más o menos creativa) de pala-
bras ajenas (y no de palabras de la lengua). Nuestro discurso, o sea todos nuestros enunciados
(incluyendo obras literarias), está lleno de palabras ajenas de diferente grado de “alteridad” o
de asimilación, de diferente grado de concientización y de manifestación. Las palabras ajenas
84

aportan su propia expresividad, su tono apreciativo que se asimila, se elabora, se reacentúa


por nosotros.
Así, pues, la expresividad de las palabras no viene a ser la propiedad de la palabra mis -
ma en tanto que unidad de la lengua, y no deriva inmediatamente de los significados de las
palabras; o bien representa una expresividad típica del género, o bien se trata de un eco del
matiz expresivo ajeno e individual que hace a la palabra representar la totalidad del enuncia -
do ajeno como determinada posición valorativa.
Lo mismo se debe decir acerca de la oración en tanto que unidad de la lengua: la oración
también carece de expresividad. Ya hablamos de esto al principio de este capítulo. Ahora sólo
falta completar lo dicho. Resulta que existen tipos de oraciones que suelen funcionar como
enunciados enteros de determinados géneros típicos. Así, son oraciones interrogativas, excla-
mativas y órdenes. Existen muchísimos géneros cotidianos y especializados (por ejemplo, las
órdenes militares y las indicaciones en el proceso de producción industrial) que, por regla ge-
neral, se expresan mediante oraciones de un tipo correspondiente. Por otra parte, semejantes
oraciones se encuentran relativamente poco en un contexto congruente de enunciados exten-
sos. Cuando las oraciones de este tipo forman parte de un contexto coherente, suelen aparecer
como puestas de relieve en la totalidad del enunciado y generalmente tienden a iniciar o a
concluir el enunciado (o sus partes relativamente independientes). * Esos tipos de oraciones
tienen un interés especial para la solución de nuestro problema, y más adelante regresaremos
a ellas. Aquí lo que nos importa es señalar que tales oraciones se compenetran sólidamente de
la expresividad genérica y adquieren con facilidad la expresividad individual. Estas oraciones
son las que contribuyeron a la formación de la idea acerca de la naturaleza expresiva de la
oración.
Otra observación. La oración como unidad de la lengua posee cierta entonación gramati-
cal, pero no expresiva. Las entonaciones específicamente gramaticales son: la conclusiva, la
explicativa, la disyuntiva, la enumerativa, etc. Un lugar especial pertenece a la entonación
enunciativa, interrogativa, exclamativa y a la orden: en ellas tiene lugar una suerte de fusión
entre la entonación gramatical y lo que es propio de los géneros discursivos (pero no se trata
de la entonación expresiva en el sentido exacto de la palabra). Cuando damos un ejemplo de
oración para analizarlo solemos atribuirle una cierta entonación típica, con lo cual lo conver-
timos en un enunciado completo (si la oración se toma de un texto determinado, lo entona-
mos, por supuesto, de acuerdo con la entonación expresiva del texto).
Así, pues, el momento expresivo viene a ser un rasgo constitutivo del enunciado. El sis-
tema de la lengua dispone de formas necesarias (es decir, de recursos lingüísticos) para mani-
festar la expresividad, pero la lengua misma y sus unidades significantes (palabras y oracio-
nes) carecen, por su naturaleza, de expresividad, son nuestras. Por eso pueden servir igual-
mente bien para cualesquiera valoraciones, aunque sean muy variadas y opuestas; por eso las
unidades de la lengua asumen cualquier postura valorativa.
En resumen, el enunciado, su estilo y su composición, se determinan por el aspecto te -
mático (de objeto y de sentido) y por el aspecto expresivo, o sea por la actitud valorativa del
hablante hacia el momento temático. La estilística no comprende ningún otro aspecto, sino
que sólo considera los siguientes factores que determinan el estilo de un enunciado: el sistema

*
La primera y última oración de un enunciado generalmente son de naturaleza especial, poseen cierta cualidad
complementaria. Son, por decirlo de alguna manera, oraciones de vanguardia, porque se colocan en la posi-
ción limítrofe del cambio de sujetos discursivos.
85

de la lengua, el objeto del discurso y el hablante mismo y su actitud valorativa hacia el objeto.
La selección de los recursos lingüísticos se determina, según la concepción habitual de la esti-
lística, únicamente por consideraciones acerca del objeto y sentido y de la expresividad. Así se
definen los estilos de la lengua, tanto generales como individuales. Por una parte, el hablante,
con su visión del mundo, sus valores y emociones y, por otra parte, el objeto de su discurso y
el sistema de la lengua (los recursos lingüísticos): éstos son los aspectos que definen el enun-
ciado, su estilo y su composición. Ésta es la concepción predominante.
En la realidad, el problema resulta ser mucho más complejo. Todo enunciado concreto
viene a ser un eslabón en la cadena de la comunicación discursiva en una esfera determinada.
Las fronteras mismas del enunciado se fijan por el cambio de los sujetos discursivos. Los enun -
ciados no son indiferentes uno a otro ni son autosuficientes, sino que “saben” uno del otro y
se reflejan mutuamente. Estos reflejos recíprocos son los que determinan el carácter del enun-
ciado. Cada enunciado está lleno de ecos y reflejos de otros enunciados con los cuales se rela -
ciona por la comunidad de esfera de la comunicación discursiva. Todo enunciado debe ser
analizado, desde un principio, como respuesta a los enunciados anteriores de una esfera dada
(el discurso como respuesta es tratado aquí en un sentido muy amplio): los refuta, los confir-
ma, los completa, se basa en ellos, los supone conocidos, los toma en cuenta de alguna manera.
El enunciado, pues, ocupa una determinada posición en la esfera dada de la comunicación dis-
cursiva, en un problema, en un asunto, etc. Uno no puede determinar su propia postura sin
correlacionarla con las de otros. Por eso cada enunciado está lleno de reacciones —respuestas
de toda clase dirigidas hacia otros enunciados de la esfera determinada de la comunicación
discursiva. Estas reacciones tienen diferentes formas: enunciados ajenos pueden ser introdu -
cidos directamente al contexto de un enunciado, o pueden introducirse sólo palabras y oracio -
nes aisladas que en este caso representan los enunciados enteros, y tanto enunciados enteros
como palabras aisladas pueden conservar su expresividad ajena, pero también sufrir un cam-
bio de acento (ironía, indignación, veneración, etc.). Los enunciados ajenos pueden ser repre-
sentados con diferente grado de revaluación; se puede hacer referencia a ellos como opinio-
nes bien conocidas por el interlocutor, pueden sobrentenderse calladamente, y la reacción de
respuesta puede reflejarse sólo en la expresividad del discurso propio (selección de recursos
lingüísticos y de entonaciones que no se determina por el objeto del discurso propio sino por
el enunciado ajeno acerca del mismo objeto). Este último caso es muy típico e importante: en
muchas ocasiones, la expresividad de nuestro enunciado se determina no únicamente (a veces
no tanto) por el objeto y el sentido del enunciado sino también por los enunciados ajenos emi -
tidos acerca del mismo tema, por los enunciados que contestamos, con los que polemizamos;
son ellos los que determinan también la puesta en relieve de algunos momentos, las reitera-
ciones, la selección de expresiones más duras (o, al contrario, más suaves), así como el tono
desafiante (o conciliatorio), etc. La expresividad de un enunciado nunca puede ser comprendi-
da y explicada hasta el fin si se toma en cuenta nada más su objeto y su sentido. La expresivi -
dad de un enunciado siempre, en mayor o menor medida, contesta, es decir, expresa la actitud
del hablante hacia los enunciados ajenos, y no únicamente su actitud hacia el objeto de su
propio enunciado.* Las formas de las reacciones-respuesta que llenan el enunciado son suma -
mente heterogéneas y hasta el momento no se han estudiado en absoluto. Estas formas, por
supuesto, se diferencian entre sí de una manera muy tajante según las esferas de actividad y
vida humana en las que se realiza la comunicación discursiva. Por más monológico que sea un
*
La entonación es sobre todo la que es especialmente sensible y siempre está dirigida al contexto.
86

enunciado (por ejemplo, una obra científica o filosófica), por más que se concentre en su obje-
to, no puede dejar de ser, en cierta medida, una respuesta a aquello que ya se dijo acerca del
mismo objeto, acerca del mismo problema, aunque el carácter de respuesta no recibiese una
expresión externa bien definida: ésta se manifestaría en los matices del sentido, de la expresi -
vidad, del estilo, en los detalles más finos de la composición. Un enunciado está lleno de mati-
ces dialógicos, y sin tomarlos en cuenta es imposible comprender hasta el final el estilo del
enunciado. Porque nuestro mismo pensamiento (filosófico, científico, artístico) se origina y se
forma en el proceso de interacción y lucha con pensamientos ajenos, lo cual no puede dejar de
reflejarse en la forma de la expresión verbal del nuestro.
Los enunciados ajenos y las palabras aisladas ajenas de que nos hacemos conscientes
como ajenos y que separamos como tales, al ser introducidos en nuestro enunciado le aportan
algo que aparece como irracional desde el punto de vista del sistema de la lengua, particular-
mente, desde el punto de vista de la sintaxis. Las interrelaciones entre el discurso ajeno intro-
ducido y el resto del discurso propio no tienen analogía alguna con las relaciones sintácticas
que se establecen dentro de una unidad sintáctica simple o compleja, ni tampoco con las rela-
ciones temáticas entre unidades sintácticas no vinculadas sintácticamente dentro de los lími -
tes de un enunciado. Sin embargo, estas interrelaciones son análogas (sin ser, por supuesto,
idénticas) a las relaciones que se dan entre las réplicas de un diálogo. La entonación que aísla
el discurso ajeno (y que se representa en el discurso escrito mediante comillas) es un fenóme -
no aparte: es una especie de trasposición del cambio de los sujetos discursivos dentro de un
enunciado. Las fronteras que se crean con este cambio son, en este caso, débiles y específicas;
la expresividad del hablante penetra a través de estas fronteras y se extiende hacia el discurso
ajeno, puede ser representada mediante tonos irónicos, indignados, compasivos, devotos (esta
expresividad se traduce mediante la entonación expresiva, y en el discurso escrito la adivinar-
nos con precisión y la sentimos gracias al contexto que enmarca el discurso ajeno o gracias a
la situación extraverbal que sugiere un matiz expresivo correspondiente). El discurso ajeno,
pues, posee una expresividad doble: la propia, que es precisamente la ajena, y la expresividad
del enunciado que acoge el discurso ajeno. Todo esto puede tener lugar, ante todo, allí donde
el discurso ajeno (aunque sea una sola palabra que adquiera el valor de enunciado entero) se
cita explícitamente y se pone de relieve (mediante comillas): los ecos del cambio de los sujetos
discursivos y de sus interrelaciones dialógicas se perciben en estos casos con claridad. Pero,
además, en todo enunciado, en un examen más detenido realizado en las condiciones concre -
tas de la comunicación discursiva, podemos descubrir toda una serie de discursos ajenos, se-
micultos o implícitos y con diferente grado de otredad. Por eso un enunciado revela una espe -
cie de surcos que representan ecos lejanos y apenas perceptibles de los cambios de sus sujetos
discursivos, de los matices dialógicos y de marcas limítrofes sumamente debilitadas de los
enunciados que llegaron a ser permeables para la expresividad del autor. El enunciado, así,
viene a ser un fenómeno muy complejo que manifiesta una multiplicidad de planos. Por su -
puesto, hay que analizarlo no aisladamente y no sólo en su relación con el autor (el hablante)
sino como eslabón en la cadena de la comunicación discursiva y en su nexo con otros enuncia-
dos relacionados con él (estos nexos suelen analizarse únicamente en el plano temático y no
discursivo, es decir, composicional y estilístico).
Cada enunciado aislado representa un eslabón en la cadena de la comunicación discursi-
va. Sus fronteras son precisas y se definen por el cambio de los sujetos discursivos (hablantes),
pero dentro de estas fronteras, el enunciado, semejantemente a la mónada de Leibniz, refleja el
87

proceso discursivo, los enunciados ajenos, y, ante todo, los eslabones anteriores de la cadena (a
veces los más próximos, a veces —en las esferas de la comunicación cultural— muy lejanos).
El objeto del discurso de un hablante, cualquiera que sea el objeto, no llega a tal por pri -
mera vez en este enunciado, y el hablante no es el primero que lo aborda. El objeto del discur -
so, por decirlo así, ya se encuentra hablado, discutido, vislumbrado y valorado de las maneras
más diferentes; en él se cruzan, convergen y se bifurcan varios puntos de vista, visiones del
mundo, tendencias. El hablante no es un Adán bíblico que tenía que ver con objetos vírgenes,
aún no nombrados, a los que debía poner nombres. Las concepciones simplificadas acerca de
la comunicación como base lógica y psicológica de la oración hacen recordar a este mítico
Adán. En la mente del hablante se combinan dos concepciones (o, al contrario, se desmembra
una concepción compleja en dos simples) cuando pronuncia oraciones como las siguientes: “el
sol alumbra”, “la hierba es verde”, “estoy sentado”, etc. Las oraciones semejantes son, desde
luego, posibles, pero o bien se justifican y se fundamentan por el contexto de un enunciado
completo que las incluye en una comunicación discursiva (como réplicas de un diálogo, de un
artículo de difusión científica, de una explicación del maestro en una clase, etc.), o bien, si son
enunciados conclusos, tienen alguna justificación en la situación discursiva que las introduce
en la cadena de la comunicación discursiva. En la realidad, todo enunciado, aparte de su obje-
to, siempre contesta (en un sentido amplio) de una u otra manera a los enunciados ajenos que
le preceden. El hablante no es un Adán, por lo tanto el objeto mismo de su discurso se convier -
te inevitablemente en un foro donde se encuentran opiniones de los interlocutores directos
(en una plática o discusión acerca de cualquier suceso cotidiano) o puntos de vista, visiones
del mundo, tendencias teorías, etc. (en la esfera de la comunicación cultural). Una visión del
mundo, una tendencia, un punto de vista, una opinión, siempre poseen una expresión verbal.
Todos ellos representan, discurso ajeno (en su forma personal o impersonal), y éste no dejar
de reflejarse en el enunciado. El enunciado no está dirigido únicamente a su objeto, sino tam-
bién a discursos ajenos de este último. Pero la alusión más ligera a un enunciado confiere al
discurso un carácter dialógico que no le puede dar ningún tema puramente objetual. La acti-
tud hacia el discurso ajeno difiere por principio de la actitud hacia el objeto, pero siempre
aparece acompañando a este último. Repetimos; el enunciado es un eslabón en la cadena de la
comunicación discursiva y no puede ser separado de los eslabones anteriores que lo determi-
nan por dentro y por fuera generando en él reacciones de respuesta y ecos dialógicos.
Pero un enunciado no sólo está relacionado con los eslabones anteriores, sino también
con los eslabones posteriores de la comunicación discursiva. Cuando el enunciado está en la
etapa de su creación por el hablante, estos últimos, por supuesto, aún no existen. Pero el
enunciado se construye desde el principio tomando en cuenta las posibles reacciones de res -
puesta para las cuales se construye el enunciado. El papel de los otros, como ya sabemos, es su-
mamente importante. Ya hemos dicho que estos otros, para los cuales mi pensamiento se
vuelve tal por primera vez (y por lo mismo) no son oyentes pasivos sino los activos participan -
tes de la comunicación discursiva. El hablante espera desde el principio su contestación y su
comprensión activa. Todo el enunciado se construye en vista de la respuesta.
Un signo importante (constitutivo) del enunciado es su orientación hacia alguien, su pro-
piedad de estar destinado. A diferencia de las unidades significantes de la lengua —palabras y
oraciones— que son impersonales, no pertenecen a nadie y a nadie están dirigidas, el enuncia-
do tiene autor (y, por consiguiente, una expresividad, de lo cual ya hemos hablado) y destina -
tario. El destinatario puede ser un participante e interlocutor inmediato de un diálogo cotidia -
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no, puede representar un grupo diferenciado de especialistas en alguna esfera específica de la


comunicación cultural, o bien un público más o menos homogéneo, un pueblo, contemporáne -
os, partidarios, opositores o enemigos, subordinados, jefes, inferiores, superiores, personas
cercanas o ajenas, etc.; también puede haber un destinatario absolutamente indefinido, un
otro no concretizado (en toda clase de enunciados monológicos de tipo emocional) —y todos
estos tipos y conceptos de destinatario se determinan por la esfera de la praxis humana y la
vida cotidiana a la que se refiere el enunciado—. La composición y sobre todo el estilo del
enunciado dependen de un hecho concreto: a quién está destinado el enunciado, cómo el ha-
blante (o el escritor) percibe y se imagina a sus destinatarios, cuál es la fuerza de su influencia
sobre el enunciado. Todo género discursivo en cada esfera de la comunicación discursiva po-
see su propia concepción del destinatario, la cual lo determina como tal.
El destinatario del enunciado puede coincidir personalmente con aquel (o aquellos) a
quien responde el enunciado. En un diálogo cotidiano o en una correspondencia tal coinciden -
cia personal es común: el destinatario es a quien yo contesto y de quien espero, a mi turno,
una respuesta. Pero en los casos de coincidencia personal, un solo individuo cumple con dos
papeles, y lo que importa es precisamente esta diferenciación de roles. El enunciado de aquel
a quien contesto (con quien estoy de acuerdo, o estoy refutando, o cumplo su orden, o tomo
nota, etc.) ya existe, pero su contestación (o su comprensión activa) aún no aparece. Al cons -
truir mi enunciado, yo trato de determinarla de una manera activa; por otro lado, intento adi -
vinar esta contestación, y la respuesta anticipada a su vez influye activamente sobre mi enun -
ciado (esgrimo objeciones que estoy presintiendo, acudo a todo tipo de restricciones, etc.). Al
hablar, siempre tomo en cuenta el fondo aperceptivo de mi discurso que posee mi destinata -
rio: hasta qué punto conoce la situación, si posee o no conocimientos específicos de la esfera
comunicativa cultural, cuáles son sus opiniones y convicciones, cuáles son sus prejuicios (des -
de mi punto de vista), cuáles son sus simpatías y antipatías; todo esto determinará la activa
comprensión-respuesta con que él reaccionará a mi enunciado. Este tanteo determinará tam -
bién el género del enunciado, la selección de procedimientos de estructuración y, finalmente,
la selección de los recursos lingüísticos, es decir, el estilo del enunciado. Por ejemplo, los gé -
neros de la literatura de difusión científica están dirigidos a un lector determinado con cierto
fondo aperceptivo de comprensión-respuesta; a otro lector se dirigen los libros de texto y a
otro, ya totalmente distinto, las investigaciones especializadas, pero todos estos géneros pue-
den tratar un mismo tema. En estos casos es muy fácil tomar en cuenta al destinatario y su
fondo aperceptivo, y la influencia del destinatario sobre la estructuración del enunciado tam -
bién es muy sencilla: todo se reduce a la cantidad de sus conocimientos especializados.
Puede haber casos mucho más complejos. El hecho de prefigurar al destinatario y su re-
acción de respuesta a menudo presenta muchas facetas que aportan un dramatismo interno
especial al enunciado (algunos tipos de diálogo cotidiano, géneros autobiográficos y confesio-
nales). En los géneros retóricos, estos fenómenos tienen un carácter agudo, pero más bien ex-
terno. La posición social, el rango y la importancia del destinatario se reflejan sobre todo en
los enunciados que pertenecen a la comunicación cotidiana y a la esfera oficial. Dentro de la
sociedad de clases, y sobre todo dentro de los regímenes estamentales, se observa una extra-
ordinaria diferenciación de los géneros discursivos y de los estilos que les corresponden, en
relación con el título, rango, categoría, fortuna y posición social, edad del hablante (o escritor)
mismo. A pesar de la riqueza en la diferenciación tanto de las formas principales como de los
matices, estos fenómenos tienen un carácter de cliché y externo: no son capaces de aportar un
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dramatismo profundo al enunciado. Son interesantes tan sólo como ejemplo de una bastante
obvia pero instructiva expresión de la influencia que ejerce el destinatario sobre la estructu-
ración y el estilo del enunciado.*
Matices más delicados de estilo se determinan por el carácter y el grado de intimidad
entre el destinatario y el hablante, en diferentes géneros discursivos familiares, por una par-
te, e íntimos por otra. Aunque existe una diferencia enorme entre los géneros familiares e ín-
timos y entre sus estilos correspondientes, ambos perciben a su destinatario de una manera
igualmente alejada del marco de las jerarquías sociales y de las convenciones. Lo cual genera
una sinceridad específica propia del discurso, que en los géneros familiares a veces llega hasta
el cinismo. En los estilos íntimos esta cualidad se expresa en la tendencia hacia una especie de
fusión completa entre el hablante y el destinatario del discurso. En el discurso familiar, gra -
cias a la abolición de prohibiciones y convenciones discursivas se vuelve posible un enfoque
especial, extraoficial y libre de la realidad. ** Es por eso por lo que los géneros y estilos familia-
res pudieron jugar un papel tan positivo durante el Renacimiento, en la tarea de la destruc-
ción del modelo oficial del mundo, de carácter medieval; también en otros períodos, cuando
se presenta la tarea de la destrucción de los estilos y las visiones del mundo oficiales y tradi-
cionales, los estilos familiares adquieren una gran importancia para la literatura. Además, la
familiarización de los estilos abre camino hacia la literatura a los estratos de la lengua que an -
teriormente se encontraban bajo prohibición. La importancia de los géneros y estilos familia -
res para la historia de la literatura no se ha apreciado lo suficiente hasta el momento. Por otra
parte, los géneros y estilos íntimos se basan en una máxima proximidad interior entre el ha-
blante y el destinatario del discurso (en una especie de fusión entre ellos como límite). El dis -
curso íntimo está compenetrado de una profunda confianza hacia el destinatario, hacia su
consentimiento, hacia la delicadeza y la buena intención de su comprensión de respuesta. En
esta atmósfera de profunda confianza, el hablante abre sus profundidades internas. Esto de -
termina una especial expresividad y una sinceridad interna de estos estilos (a diferencia de la
sinceridad de la plaza pública que caracteriza los géneros familiares). Los géneros y estilos fa -
miliares e íntimos, hasta ahora muy poco estudiados, revelan con mucha claridad la depen -
dencia que el estilo tiene con respecto a la concepción y la comprensión que el hablante tiene
de su destinatario (es decir, cómo concibe su propio enunciado), así como de la idea que tiene
de su comprensión de respuesta. Estos estilos son los que ponen de manifiesto la estrechez y
el enfoque erróneo de la estilística tradicional, que trata de comprender y definir el estilo tan
sólo desde el punto de vista del contenido objetival (de sentido) del discurso y de la expresivi -
dad que aporte el hablante en relación con este contenido. Sin tomar en cuenta la actitud del
hablante hacia el otro y sus enunciados (existentes y prefigurados), no puede ser comprendido
el género ni el estilo del discurso. Sin embargo, los estilos llamados neutrales u objetivos, con-
centrados hasta el máximo en el objeto de su exposición y, al parecer, ajenos a toda referencia
al otro, suponen, de todas maneras, una determinada concepción de su destinatario. Tales es-
*
Citaré la correspondiente observación de Gógol: “No es posible calcular todos los matices y finezas de nuestro
trato... Hay conocedores tales que hablarán con un terrateniente que posee doscientas almas de un modo muy
diferente del que usarán con uno que tiene trescientas, y el que tiene trescientas, recibirá, a su vez, un trato
distinto del que disfruta un propietario de quinientas, mientras que con este último tampoco hablarán de la
misma a manera que con uno que posee ochocientas almas; en una palabra, se puede ascender hasta un millón,
y siempre habrá matices” (Almas muertas, cap. 3).
**
Este estilo se caracteriza por una sinceridad de plaza pública, expresada en voz alta; por el hecho de llamar
las cosas por su nombre.
90

tilos objetivos y neutrales seleccionan los recursos lingüísticos no sólo desde el punto de vista
de su educación con el objeto del discurso, sino también desde el punto de vista del supuesto
fondo de percepción del destinatario del discurso, aunque este fondo se prefigura de un modo
muy general y con la abstracción máxima en relación con su lado expresivo (la expresividad
del hablante mismo es mínima en un estilo objetivo). Los estilos neutrales y objetivos presupo-
nen una especie de identificación entre el destinatario y el hablante, la unidad de sus puntos
de vista, pero esta homogeneidad y unidad se adquieren al precio de un rechazo casi total de
la expresividad. Hay que apuntar que el carácter de estilos objetivos y neutrales (y, por con-
siguiente, la concepción del destinatario que los fundamenta) es bastante variado, según las
diferentes zonas de la comunicación discursiva.
El problema de la concepción del destinatario del discurso (cómo lo siente y se lo figura
el hablante o el escritor) tiene una enorme importancia para la historia literaria. Para cada
época, para cada corriente literaria o estilo literario, para cada género literario dentro de una
época o una escuela, son características determinadas concepciones del destinatario de la
obra literaria, una percepción y comprensión específica del lector, oyente, público, pueblo. Un
estudio histórico del cambio de tales concepciones es una tarea interesante e importante. Pero
para su elaboración productiva lo que hace falta es la claridad teórica en el mismo plantea -
miento del problema.
Hay que señalar que al lado de aquellas concepciones y percepciones reales de su desti -
natario que efectivamente determinan el estilo de los enunciados (obras), en la historia de la
literatura existen además las formas convencionales y semiconvencionales de dirigirse hacia
los lectores, oyentes, descendientes, etc., igual como junto con el autor real existen las imáge-
nes convencionales y semiconvencionales de autores ficticios, de editores, de narradores de
todo tipo. La enorme mayoría de los géneros literarios son géneros secundarios y complejos
que se conforman a los géneros primarios transformados de las maneras más variadas (répli-
cas de diálogo, narraciones cotidianas, cartas, diarios, protocolos, etc.). Los géneros secunda-
rios de la comunicación discursiva suelen representar diferentes formas de la comunicación
discursiva primaria. De allí que aparezcan todos los personajes convencionales de autores, na-
rradores y destinatarios. Sin embargo, la obra más compleja y de múltiples planos de un géne -
ro secundario viene a ser en su totalidad, y como totalidad, un enunciado único que posee un
autor real. El carácter dirigido del enunciado es su rasgo constitutivo sin el cual no existe ni
puede existir el enunciado. Las diferentes formas típicas de este carácter, y las diversas con-
cepciones típicas del destinatario, son las particularidades constitutivas que determinan la es -
pecificidad de los géneros discursivos.
A diferencia de los enunciados y de los géneros discursivos, las unidades significantes
de la lengua (palabra y oración) por su misma naturaleza carecen de ese carácter destinado:
no pertenecen a nadie y no están dirigidas a nadie. Es más, de suyo carecen de toda actitud
hacia el enunciado, hacia la palabra ajena. Si una determinada palabra u oración está dirigida
hacia alguien, estamos frente a un enunciado concluso, y el carácter destinado no les pertene -
ce en tanto que a unidades de la lengua, sino en tanto que enunciados. Una oración rodeada
de contexto adquiere un carácter destinado tan sólo mediante la totalidad del enunciado,
siendo su parte constitutiva (elemento). *

*
Señalemos que las oraciones interrogativas e imperativas figurar como enunciados conclusos en sus géneros
discursivos dientes.
91

La lengua como sistema posee una enorme reserva de recursos puramente lingüísticos
para expresar formalmente el vocativo: medios léxicos, morfológicos (los casos correspon-
dientes, los pronombres, las formas personales del verbo), sintácticos (diferentes modelos y
modificaciones de oración). Pero el carácter dirigido real lo adquieren estos recursos única-
mente dentro de la totalidad de un enunciado concreto. Y la expresión de este carácter dirigi-
do nunca puede ser agotada por estos recursos lingüísticos (gramaticales) especiales. Estos re-
cursos pueden estar ausentes, y sin embargo el enunciado podrá reflejar de un modo muy
agudo la influencia del destinatario y su reacción prefigurada de respuesta. La selección de to-
dos los medios lingüísticos se realiza por el hablante bajo una mayor o menor influencia del
destinatario y de su respuesta prefigurada.
Cuando se analiza una oración aislada de su contexto, las huellas del carácter destinado
y de la influencia de la respuesta prefigurada, los ecos dialógicos producidos por los enuncia-
dos ajenos anteriores, el rastro debilitado del cambio de los sujetos discursivos que habían
marcado por dentro el enunciado, todo ello se borra, se pierde, porque es ajeno a la oración
como unidad de la lengua. Todos estos fenómenos están relacionados con la totalidad del
enunciado, y donde esta totalidad sale de la visión del analista, allí mismo dejan de existir
para éste. En esto consiste una de las causas de aquella estrechez de la estilística tradicional
que ya hemos señalado. El análisis estilístico que abarca todas las facetas del estilo es posible
tan sólo como análisis de la totalidad del enunciado y únicamente dentro de aquella cadena de
la comunicación discursiva cuyo eslabón inseparable representa el enunciado.
92
93

La teoría de la enunciación

Émile Benveniste
De la subjetividad en el lenguaje
En Problemas de lingüística general I, México, Siglo XXI, 1982.
(1ª ed.: Journal de Psychologie, julio-sept, 1958).

Si el lenguaje es, como dicen, instrumento de comunicación, ¿a qué debe semejante propi-
edad? La pregunta acaso sorprenda, como todo aquello que tenga aire de poner en tela de juicio
la evidencia, pero a veces es útil pedir a la evidencia que se justifique. Se ocurren entonces, suce-
sivamente, dos razones. La una sería que el lenguaje aparece de hecho, así empleado, sin duda
porque los hombres no han dado con medio mejor ni siquiera tan eficaz para comunicarse. Esto
equivale a verificar lo que deseábamos comprender. Podría también pensarse que el lenguaje
presenta disposiciones tales que lo tornan apto para servir de instrumento; se presta a transmitir
lo que le confío, una orden, una pregunta, un aviso y provoca en el interlocutor un comportami-
ento adecuado a cada ocasión. Desarrollando esta idea desde un punto de vista más técnico, aña-
diríamos que el comportamiento del lenguaje admite una descripción conductista, en términos
de estímulo y respuesta, de donde se concluye el carácter mediato e instrumental del lenguaje.
¿Pero es de veras del lenguaje de lo que se habla aquí? ¿No se lo confunde con el discurso? Si
aceptamos que el discurso es lenguaje puesto en acción, y necesariamente entre partes, hacemos
que asome, bajo la confusión, una petición de principio, puesto que la naturaleza de este “instru-
mento” es explicada por su situación como “instrumento”. En cuanto al papel de transmisión que
desempeña el lenguaje, no hay que dejar de observar por una parte que este papel puede ser con-
fiado a medios no lingüísticos, gestos, mímica y por otra parte, que nos dejamos equivocar aquí,
hablando de un “instrumento”, por ciertos procesos de transmisión que, en las sociedades huma-
nas, son sin excepción posteriores al lenguaje y que imitan el funcionamiento de éste. Todos los
sistemas de señales, rudimentarios o complejos están en este caso.
En realidad la comparación del lenguaje con un instrumento —y con un instrumento ma-
terial ha de ser, por cierto, para que la comparación sea sencillamente inteligible— debe hacer-
nos desconfiar mucho, como cualquier noción simplista acerca del lenguaje. Hablar de instru -
mento es oponer hombre y naturaleza. El pico, la flecha, la rueda no están en la naturaleza. Son
fabricaciones. El lenguaje está en la naturaleza del hombre, que no lo ha fabricado. Siempre
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propendemos a esta figuración ingenua de un período original en que un hombre completo se


descubriría un semejante no menos completo y entre ambos, poco a poco, se iría elaborando el
lenguaje. Esto es pura ficción. Nunca llegamos al hombre separado del lenguaje ni jamás lo ve-
mos inventarlo. Nunca alcanzamos el hombre reducido a sí mismo, ingeniándose para concebir
la existencia del otro. Es un hombre hablante el que encontramos en el mundo, un hombre ha -
blando a otro, y el lenguaje enseña la definición misma del hombre.
Todos los caracteres del lenguaje, su naturaleza inmaterial, su funcionamiento simbóli-
co, su ajuste articulado, el hecho de que posea un contenido, bastan ya para tornar sospechosa
esta asimilación a un instrumento, que tiende a disociar del hombre la propiedad del lenguaje.
Ni duda cabe que en la práctica cotidiana el vaivén de la palabra sugiere un intercambio y por
tanto una “cosa” que intercambiaríamos. La palabra parece así asumir una función instrumen-
tal o vehicular que estamos prontos a hipostatizar en “objeto”. Pero, una vez más, tal papel
toca a la palabra.
Una vez devuelta a la palabra esta función, puede preguntarse qué predisponía a aquélla
a garantizar ésta. Para que la palabra garantice la “comunicación” es preciso que la habilite el
lenguaje, del que ella no es sino actualización. En efecto, es en el lenguaje donde debemos bus-
car la condición de esa aptitud. Reside, nos parece, en una propiedad del lenguaje, poco visible
bajo la evidencia que la disimula y que todavía no podemos caracterizar si no es sumariamente.
Es en y por el lenguaje como el hombre se constituye como sujeto; porque el solo lenguaje
funda en realidad, en su realidad que es la del ser, el concepto de “ego”.
La “subjetividad” de que aquí tratamos es la capacidad del locutor de plantearse como
“sujeto”. Se define no por el sentimiento que cada quien experimenta de ser él mismo (sentimi-
ento que, en la medida en que es posible considerarlo, no es sino un reflejo) sino como la uni-
dad psíquica que trasciende la totalidad de las experiencias vividas que reúne y que asegura la
permanencia de la conciencia. Pues bien, sostenemos que esta “subjetividad”, póngase en feno-
menología o en psicología, como se guste, no es más que la emergencia en el ser de una propie -
dad fundamental del lenguaje. Es “ego” quien dice “ego”. Encontramos aquí el fundamento de
la “subjetividad” que se determina por el estatuto lingüístico de la “persona”.
La conciencia de sí no es posible más que si se experimenta por contraste. No empleo yo
sino dirigiéndome a alguien, que será en mi alocución un tú. Es esta condición de diálogo la que
es constitutiva de la persona, pues implica en reciprocidad que me torne tú en la alocución de
aquel que por su lado se designa por yo. Es aquí donde vemos un principio cuyas consecuencias
deben desplegarse en todas direcciones. El lenguaje no es posible sino porque cada locutor se
pone como sujeto y remite a sí mismo como yo en su discurso. En virtud de ello, yo plantea otra
persona, la que, exterior y todo a “mí”, se vuelve mi eco al que digo tú y que me dice tú. La po-
laridad de las personas, tal es en el lenguaje la condición fundamental de la que el proceso de
comunicación, que nos sirvió de punto de partida, no pasa de ser una consecuencia del todo
pragmática. Polaridad por lo demás muy singular en sí, y que presenta un tipo de oposición
cuyo equivalente no aparece en parte alguna, fuera del lenguaje. Esta polaridad no significa
igualdad ni simetría: “ego” tiene siempre una posición de trascendencia con respecto a tú, no
obstante, ninguno de los dos términos es concebible sin el otro, son complementarios, pero se-
gún una oposición “interior/exterior” y, al mismo tiempo son reversibles. Búsquese un parale-
lo a esto; no se hallará. Única es la condición del hombre en el lenguaje.
Así se desploman las viajes antinomias del “yo” y del “otro”, del individuo y la sociedad.
Dualidad que es ilegítimo y erróneo reducir a un solo término original, sea éste el “yo” que de-
biera estar instalado en su propia conciencia para abrirse entonces a la del “prójimo” o bien
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sea, por el contrario, la sociedad, que preexistiría como totalidad al individuo y de donde éste
apenas se desgajaría conforme adquiriese la conciencia de sí. Es en una realidad dialéctica, que
engloba los dos términos y los define por relación mutua, donde se descubre el fundamento
lingüístico de la subjetividad.
Pero ¿tiene que ser lingüístico dicho fundamento? ¿Cuáles títulos se arroga el lenguaje
para fundar la subjetividad?
De hecho, el lenguaje responde a ello en todas sus partes. Está marcado tan profunda-
mente por la expresión de la subjetividad que se pregunta uno si, construido de otra suerte,
podría seguir funcionando y llamarse lenguaje. Hablamos ciertamente del lenguaje, y no sola-
mente de lenguas particulares. Pero los hechos de las lenguas particulares, concordantes, testi-
monian por el lenguaje. Nos conformaremos con citar los más aparentes.
Los propios términos de que nos servimos aquí, yo y tú, no han de tomarse como figuras
sino como formas lingüísticas, que indican la “persona”. Es un hecho notable —mas ¿quién se
pone a notarlo, siendo tan familiar?— que entre los signos de una lengua, del tipo, época o regi-
ón que sea, no falten nunca los “pronombres personales”. Una lengua sin expresión de la per-
sona no se concibe. Lo más que puede ocurrir es que, en ciertas lenguas, en ciertas circunstan -
cias, estos “pronombres” se omitan deliberadamente; tal ocurre en la mayoría de las socieda-
des del Extremo Oriente, donde una convención de cortesía impone el empleo de perífrasis o
de formas especiales entre determinados grupos de individuos, para reemplazar las referencias
personales directas. Pero estos usos no hacen sino subrayar el valor de las formas evitadas;
pues es la existencia implícita de estos pronombres la que da su valor social y cultural a los sus-
titutos impuestos por las relaciones de clase.
Ahora bien, estos pronombres se distinguen en esto de todas las designaciones que la
lengua articula: no remiten ni a un concepto ni a un individuo.
No hay concepto “yo” que englobe todos los yo que se enuncian en todo instante en boca
de todos los locutores, en el sentido en que hay un concepto “árbol” al que se reducen todos los
empleos individuales de árbol. El “yo” no denomina, pues, ninguna entidad léxica. ¿Podrá de-
cirse entonces que yo se refiere a un individuo particular? De ser así, se trataría de una contra -
dicción permanente admitida en el lenguaje y la anarquía en la práctica: ¿cómo el mismo tér-
mino podría referirse indiferentemente a no importa cuál individuo y al mismo tiempo identi -
ficarlo en su particularidad? Estamos ante una clase de palabras, los “pronombres personales”,
que escapan al estatuto de todos los demás signos del lenguaje. ¿A qué yo se refiere? A algo
muy singular, que es exclusivamente lingüístico: yo se refiere al acto de discurso individual en
que es pronunciado, y cuyo locutor designa. Es un término que no puede ser identificado más
que en lo que por otro lado hemos llamado instancia de discurso, y que no tiene otra referencia
que la actual. La realidad a la que remite es la realidad del discurso. Es en la instancia de dis-
curso en que yo designa el locutor donde éste se enuncia como “sujeto”. Así, es verdad, al pie
de la letra, que el fundamento de la subjetividad está en el ejercicio de la lengua. Por poco que
se piense, se advertirá que no hay otro testimonio objetivo de la identidad del sujeto que el que
así da él mismo sobre sí mismo.
El lenguaje está organizado de tal forma que permite a cada locutor apropiarse la lengua
entera designándose como yo.
Los pronombres personales son el primer punto de apoyo para este salir a luz de la subjeti-
vidad en el lenguaje. De estos pronombres dependen a su vez otras clases de pronombres, que
comparten el mismo estatuto. Son los indicadores de la deixis, demostrativos, adverbios, adjeti-
vos, que organizan las relaciones espaciales y temporales en torno al “sujeto” tomado como pun-
96

to de referencia: “esto, aquí, ahora” y sus numerosas correlaciones “eso, ayer, el año pasado,
mañana”, etc. Tienen por rasgo común definirse solamente por relación a la instancia de discur-
so en que son producidos, es decir bajo la dependencia del yo que en aquélla se enuncia.
Fácil es ver que el dominio de la subjetividad se agranda más y tiene que anexarse la ex -
presión de la temporalidad. Cualquiera que sea el tipo de lengua, por doquier se aprecia cierta
organización lingüística de la noción de tiempo. Poco importa que esta noción se marque en la
flexión de un verbo o mediante palabras de otras clases (partículas; adverbios; variaciones léxi -
cas, etc.) —es cosa de estructura formal—. De una u otra manera, una lengua distingue siempre
“tiempos”; sea un pasado y un futuro, separados por un presente, como en francés o en es-
pañol; sea un presente pasado opuesto a un futuro o un presente-futuro distinguido de un pa -
sado, como en diversas lenguas amerindias, distinciones susceptibles a su vez de variaciones de
aspecto, etc. Pero siempre la línea divisoria es una referencia al “presente”. Ahora, este “pre -
sente” a su vez no tiene como referencia temporal más que un dato lingüístico: la coincidencia
del acontecimiento descrito con la instancia de discurso que lo describe. El asidero temporal
del presente no puede menos de ser interior al discurso. El Dictionnaire général define el “pre-
sente” como “el tiempo del verbo que expresa el tiempo en que se está”. Pero cuidémonos: no
hay otro criterio ni otra expresión para indicar “el tiempo en que se está” que tomarlo como “el
tiempo en que se habla”. Es éste el momento eternamente “presente”, pese a no referirse nunca
a los mismos acontecimientos de una cronología “objetiva” por estar determinado para cada
locutor por cada una de las instancias de discurso que le tocan. El tiempo lingüístico es sui-refe-
rencial. En último análisis la temporalidad humana con todo su aparato lingüístico saca a relu -
cir la subjetividad inherente al ejercicio mismo del lenguaje.
El lenguaje es pues la posibilidad de la subjetividad, por contener siempre las formas lin -
güísticas apropiadas a su expresión, y el discurso provoca la emergencia de la subjetividad, en
virtud de que consiste en instancias discretas. El lenguaje propone en cierto modo formas “va-
cías” que cada locutor en ejercicio de discurso se apropia y que refiere a su “persona”, defini-
endo al mismo tiempo él mismo como yo y una pareja como tú. La instancia de discurso es así
constitutiva de todas las coordenadas que definen el sujeto y de las que apenas hemos designa-
do sumariamente las más aparentes.

La instalación de la “subjetividad” en el lenguaje crea, en el lenguaje y —creemos— fuera


de él también, la categoría de la persona. Tiene por lo demás efectos muy variados en la estruc -
tura misma de las lenguas, sea en el ajuste de las formas o en las relaciones de la significación.
Aquí nos fijamos en lenguas particulares, por necesidad, a fin de ilustrar algunos efectos del
cambio de perspectiva que la “subjetividad” puede introducir. No podríamos decir cuál es, en
el universo de las lenguas reales, la extensión de las particularidades que señalamos; de mo -
mento es menos importante delimitarlas que hacerlas ver. El español ofrece algunos ejemplos
cómodos.
De manera general, cuando empleo el presente de un verbo en las tres personas (según la
nomenclatura tradicional), parecería que la diferencia de persona no acarrease ningún cambio
de sentido en la forma verbal conjugada. Entre yo como, tú comes, él come, hay en común y de
constante que la forma verbal presenta una descripción de una acción, atribuida respectiva-
mente, y de manera idéntica, a “yo”, a “tú”, a “él”. Entre yo sufro y tú sufres y él sufre hay pareci-
damente en común la descripción de un mismo estado. Esto da la impresión de una evidencia,
ya implicada por la ordenación formal en el paradigma de la conjugación.
97

Ahora bien, no pocos verbos escapan a esta permanencia del sentido en el cambio de las
personas. Los que vamos a tocar denotan disposiciones u operaciones mentales. Diciendo yo su-
fro describo mi estado presente. Diciendo yo siento (que el tiempo va a cambiar) describo una im-
presión que me afecta. Pero, ¿qué pasará si, en lugar de yo siento (que el tiempo va a cambiar),
digo: yo creo (que el tiempo va a cambiar)? Es completa la simetría formal entre yo siento y yo creo.
¿Lo es en el sentido? ¿Puedo considerar este yo creo como una descripción de mí mismo a igual
título que yo siento? ¿Acaso me describo creyendo cuando digo yo creo (que…)? De seguro que no.
La operación de pensamiento no es en modo alguno el objeto del enunciado; yo creo (que…)
equivale a una aserción mitigada. Diciendo yo creo (que…) convierto en una enunciación subjeti-
va el hecho afirmado impersonalmente, a saber, el tiempo va a cambiar, que es la auténtica pro-
posición.
Consideremos también los enunciados siguientes: “Usted es, supongo yo, el señor X… –
Presumo que Juan habrá recibido mi carta. – Ha salido del hospital, de lo cual concluyo que está
curado”. Estas frases contienen verbos de operación: suponer, presumir, concluir, otras tantas
operaciones lógicas. Pero suponer, presumir, concluir, puestos en la primera persona, no se con-
ducen como lo hacen, por ejemplo, razonar, reflexionar, que sin embargo parecen vecinos cerca-
nos. Las formas yo razono, yo reflexiono me describen razonando, reflexionando. Muy otra cosa
es yo supongo, yo presumo, yo concluyo. Diciendo yo concluyo (que…) no me describo ocupado con-
cluyendo, ¿qué podría ser la actividad de “concluir”? No me represento en plan de suponer, de
presumir cuando digo yo supongo, yo presumo. Lo que indica yo concluyo es que, de la situación
planteada, extraigo una relación de conclusión concerniente a un hecho dado. Es esta relación
lógica la que es instaurada en un verbo personal. Lo mismo yo supongo, yo presumo están muy le-
jos de yo pongo, yo resumo. En yo supongo, yo presumo hay una actitud indicada, no una operación
descrita. Incluyendo en mi discurso yo supongo, yo presumo, implico que adopto determinada ac-
titud ante el enunciado que sigue. Se habrá advertido en efecto que todos los verbos citados
van seguidos de que y una proposición: ésta es el verdadero enunciado, no la forma verbal per -
sonal que la gobierna. Pero esta forma personal, en compensación, es, por así decirlo, el indica-
dor de subjetividad. Da a la aserción que sigue el contexto subjetivo —duda, presunción, infe-
rencia— propio para caracterizar la actitud del locutor hacia el enunciado que profiere. Esta
manifestación de la subjetividad no adquiere su relieve más que en la primera persona. Es difí -
cil imaginar semejantes verbos en la segunda persona, como no sea para reanudar verbatim una
argumentación: tú supones que se ha ido, lo cual no es una manera de repetir lo que “tú” acaba
de decir: “Supongo que se ha ido”. Pero recórtese la expresión de la persona y no se deje más
que: él supone que… y lo único que queda, desde el punto de vista del yo que la enuncia, es una
simple verificación.
Se discernirá mejor aún la naturaleza de esta “subjetividad” considerando los efectos de
sentido que produce el cambio de las personas en ciertos verbos de palabra. Son verbos que de -
notan por su sentido un acto individual de alcance social: jurar, prometer, garantizar, certificar,
con variantes locucionales tales como comprometerse a…, obligarse a conseguir… En las condicio-
nes sociales en que la lengua se ejerce, los actos denotados por estos verbos son considerados
compelentes. Pues bien, aquí la diferencia entre la enunciación “subjetiva” y la enunciación
“no subjetiva” aparece a plena luz, no bien se ha caído en la cuenta de la naturaleza de la opo -
sición entre las “personas” del verbo. Hay que tener presente que la “3ª persona” es la forma
del paradigma verbal (o pronominal) que no remite a una persona, por estar referida a un obje -
to situado fuera de la alocución. Pero no existe ni se caracteriza sino por oposición a la persona
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yo del locutor que, enunciándola, la sitúa como “no-persona”. Tal es su estatuto. La forma él…
extrae su valor de que es necesariamente parte de un discurso enunciado por “yo”.
Pero yo juro es una forma de valor singular, por cargar sobre quien se enuncia yo la reali-
dad del juramento. Esta enunciación es un cumplimiento: “jurar” consiste precisamente en la
enunciación yo juro, que liga a Ego. La enunciación yo juro es el acto mismo que me comprome-
te, no la descripción del acto que cumplo. Diciendo prometo, garantizo, prometo y garantizo
efectivamente. Las consecuencias (sociales, jurídicas, etc.) de mi juramento, de mi promesa, ar-
rancan de la instancia del discurso que contiene juro, prometo. La enunciación se identifica con
el acto mismo. Mas esta condición no es dada en el sentido del verbo; es la “subjetividad” del
discurso la que la hace posible. Se verá la diferencia reemplazando yo juro por él jura. En tanto
que yo juro es un comprometerme, él jura no es más que una descripción, en el mismo plano
que él corre, él fuma. Se ve aquí, en condiciones propias a estas expresiones, que el mismo verbo,
según sea asumido por un “sujeto” o puesto fuera de la “persona”, adquiere valor diferente. Es
una consecuencia de que la instancia de discurso que contiene el verbo plantee el acto al mis -
mo tiempo que funda el sujeto. Así el acto es consumado por la instancia de enunciación de su
“nombre” (que es “jurar”), a la vez que el sujeto es planteado por la instancia de enunciación
de su indicador (que es “yo”).
Bastantes nociones en lingüística, quizá hasta en psicología, aparecerán bajo una nueva
luz si se las restablece en el marco del discurso, que es la lengua en tanto que asumida por el
hombre que habla, y en la condición de intersubjetividad, única que hace posible la comunica-
ción lingüística.
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Émile Benveniste
El aparato formal de la enunciación
En Problemas de lingüística general II, México, Siglo XXI, 2002.
(1ª ed.: Langages, París, año 5, Nº 17, marzo de 1970).

Todas nuestras descripciones lingüísticas consagran un lugar a menudo importante al


“empleo de las formas”. Lo que se entiende por esto es un conjunto de reglas que fijan las con-
diciones sintácticas en las que las formas pueden o deben aparecer normalmente, por pertene-
cer a un paradigma que abarca las elecciones posibles. Estas reglas de empleo están articuladas
con reglas de formación previamente indicadas, de manera que se establezca cierta correlación
entre las variaciones morfológicas y las latitudes combinatorias de los signos (concordancia,
selección mutua, proposiciones y regímenes de los nombres y los verbos, lugar y orden, etc.).
Parece que, limitadas las elecciones de una y otra parte, se obtenga así un inventario que po-
dría ser, teóricamente, exhaustivo tanto de los empleos como de las formas, y en consecuencia
una imagen cuando menos aproximada de la lengua en uso.
Desearíamos, con todo, introducir aquí una distinción en un funcionamiento que ha sido
considerado desde el ángulo exclusivo de la nomenclatura morfológica y gramatical. Las condi-
ciones de empleo de las formas no son, en nuestro concepto, idénticas a las condiciones de em -
pleo de la lengua. Son en realidad mundos diferentes, y puede ser útil insistir en esta diferencia
que implica otra manera de ver las mismas cosas, otra manera de describirlas e interpretarlas.
El empleo de las formas, parte necesaria de toda descripción, ha dado objeto a gran nú -
mero de modelos, tan variados como los tipos lingüísticos de que proceden. La diversidad de
las estructuras lingüísticas, en la medida en que sabemos analizarlas, no se puede reducir a un
número exiguo de modelos que comprenderían siempre y sólo los elementos fundamentales.
Cuando menos disponemos así de algunas representaciones bastante precisas, construidas por
medio de una técnica comprobada.
Muy otra cosa es el empleo de la lengua. Aquí es cosa de un mecanismo total y constante
que, de una manera o de otra, afecta a la lengua entera. La dificultad es captar este gran fenó -
meno, tan trivial que parece confundirse con la lengua misma, tan necesario que se escapa.
La enunciación es este poner a funcionar la lengua por un acto individual de utilización.
El discurso —se dirá—, que es producido cada vez que se habla, esa manifestación de la
enunciación, ¿no es sencillamente el “habla”? Hay que atender a la condición específica de la
enunciación: es el acto mismo de producir un enunciado y no el texto del enunciado lo que es
nuestro objeto. Este acto se debe al locutor que moviliza la lengua por su cuenta. La relación
entre el locutor y la lengua determina los caracteres lingüísticos de la enunciación. Debe consi-
100

derársela como hecho del locutor, que toma la lengua por instrumento, y en los caracteres lin-
güísticos que marcan esta relación.
Este gran proceso puede ser estudiado de diversos modos. Vemos tres principales.
El más inmediatamente perceptible y el más directo —con todo y que en general no se le
relacione con el fenómeno general de la enunciación— es la realización vocal de la lengua. Los
sonidos emitidos y percibidos, ya sean estudiados en el marco de un idioma particular o en sus
manifestaciones generales, como proceso de adquisición, de difusión, de alteración —son otras
tantas ramas de la fonética— proceden siempre de actos individuales, que el lingüista sorpren-
de en lo posible en una producción nativa, en el seno del habla. En la práctica científica, se pro -
cura eliminar o atenuar los rasgos individuales de la enunciación fonética recurriendo a suje -
tos diferentes y multiplicando los registros, de manera que se obtenga una imagen media de
los sonidos, distintos o ligados. Pero todo el mundo sabe que, en el mismo sujeto, los mismos
sonidos no son nunca reproducidos exactamente, y que la noción de identidad sólo es aproxi -
mada, precisamente cuando la experiencia es repetida en detalle. Estas diferencias se deben a
la diversidad de las situaciones en que es producida la enunciación.
El mecanismo de esta producción es otro aspecto esencial del mismo problema. La enun -
ciación supone la conversión individual de la lengua en discurso. Aquí la cuestión —muy difícil
y todavía poco estudiada— es ver cómo el “sentido” se forma en “palabras”, en qué medida
puede distinguirse entre las dos nociones y en qué términos describir su interacción. Es la se-
mantización de la lengua lo que ocupa el centro de este aspecto de la enunciación, y conduce a
la teoría del signo y al análisis de la significancia. 1 En esta misma consideración pondremos los
procedimientos mediante los cuales las formas lingüísticas de la enunciación se diversifican y
se engendran, La “gramática transformacional” aspira a codificarlos y formalizarlos para des-
lindar un marco permanente y, a partir de una teoría de la sintaxis universal, propone elevarse
a una teoría del funcionamiento de la mente.
Puede, en fin, considerarse otro enfoque, que consistiría en definir la enunciación en el
marco formal de su realización. Tal es el objeto propio de estas páginas. Tratamos de esbozar,
dentro de la lengua, los caracteres formales de la enunciación a partir de la manifestación indi-
vidual que actualiza. Tales caracteres son necesarios y permanentes los unos, los otros inciden-
tales y ligados a la particularidad del idioma elegido. Por comodidad, los datos aquí utilizados
proceden del francés usual y de la lengua de la conversación.
En la enunciación consideramos sucesivamente el acto mismo, las situaciones donde se
realiza, los instrumentos que la consuman.
El acto individual por el cual se utiliza la lengua introduce primero el locutor como pará-
metro en las condiciones necesarias para la enunciación. Antes de la enunciación, la lengua no
es más que la posibilidad de la lengua. Después de la enunciación, la lengua se efectúa en una
instancia de discurso, que emana de un locutor, forma sonora que espera un auditor y que sus -
cita otra enunciación a cambio.
En tanto que realización individual, la enunciación puede definirse, en relación con la
lengua, como un proceso de apropiación. El locutor se apropia el aparato formal de la lengua y
enuncia su posición de locutor mediante indicios específicos, por una parte, y por medio de
procedimientos accesorios, por otra.
Pero inmediatamente, en cuanto se declara locutor y asume la lengua, implanta al otro
delante de él, cualquiera que sea el grado de presencia que atribuya a este otro. Toda enuncia -
ción es, explícita o implícita, una alocución, postula un alocutario.

1 Nos ocupamos particularmente de esto en un estudio publicado en Semiótica, I, 1969.


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Finalmente, en la enunciación, la lengua se halla empleada en la expresión de cierta rela-


ción con el mundo. La condición misma de esta movilización y de esta apropiación de la lengua
es, en el locutor, la necesidad de referir por el discurso y, en el otro, la posibilidad de correferir
idénticamente, en el consenso pragmático que hace de cada locutor un colocutor. La referencia
es parte integrante de la enunciación.
Estas condiciones iniciales van a gobernar todo el mecanismo de la referencia en el pro -
ceso de enunciación, creando una situación muy singular y de la cual no se adquiere la menor
conciencia.
El acto individual de apropiación de la lengua introduce al que habla en su habla. He aquí
un dato constitutivo de la enunciación. La presencia del locutor en su enunciación hace que
cada instancia de discurso constituya un centro de referencia interna. Esta situación se mani-
festará por un juego de formas específicas cuya función es poner al locutor en relación cons-
tante y necesaria con su enunciación.
Esta descripción un poco abstracta se aplica a un fenómeno lingüístico familiar en el uso,
pero cuyo análisis teórico apenas se está iniciando. Está primero la emergencia de los indicios
de persona (la relación yo-tú), que no se produce más que en la enunciación y por ella: el térmi-
no yo denota al individuo que profiere la enunciación, el término tú, al individuo que está pre-
sente como alocutario.
De igual naturaleza y atinentes a la misma estructura de enunciación son los indicios nu -
merosos de la ostensión (tipo este, aquí, etc.), términos que implican un gesto que designa el ob-
jeto al mismo tiempo que es pronunciada la instancia del término.
Las formas llamadas tradicionalmente “pronombres personales”, “demostrativos”, nos
aparecen ahora como una clase de “individuos lingüísticos”, de formas que remiten siempre y
solamente a “individuos”, trátese de personas, de momentos, de lugares, por oposición a los
términos nominales que remiten siempre y solamente a conceptos. Ahora, el estatuto de estos
“individuos lingüísticos” procede del hecho de que nacen de una enunciación, de que son pro -
ducidos por este acontecimiento individual y, si puede decirse, “semelnativo”. Son engendra-
dos de nuevo cada vez que es proferida una enunciación, y cada vez designan de nuevo.
Otra serie, tercera, de términos aferentes a la enunciación está constituida por el para-
digma entero —a menudo vasto y complejo— de las formas temporales, que se determinan por
relación con el EGO, centro de la enunciación. Los “tiempos” verbales cuya forma axial, el “pre-
sente”, coincide con el momento de la enunciación, forman parte de este aparato necesario. 2
Vale la pena detenerse en esta relación con el tiempo, y meditar acerca de la necesidad,
interrogarse sobre lo que la sustenta. Podría creerse que la temporalidad es un marco innato
del pensamiento. Es producida en realidad en la enunciación y por ella. De la enunciación pro-
cede la instauración de la categoría del presente, y de la categoría del presente nace la catego -
ría del tiempo. El presente es propiamente la fuente del tiempo. Es esta presencia en el mundo
que sólo el acto de enunciación hace posible, pues —piénsese bien— el hombre no dispone de
ningún otro medio de vivir el “ahora” y de hacerlo actual más que realizarlo por inserción del
discurso en el mundo. Podría mostrarse mediante análisis de sistemas temporales en diversas
lenguas la posición central del presente. El presente formal no hace sino explicitar el presente
inherente a la enunciación, que se renueva con cada producción de discurso, y a partir de este
presente continuo, coextensivo con nuestra presencia propia, se imprime en la conciencia el
sentimiento de una continuidad que llamamos “tiempo”; continuidad y temporalidad se en-

2 El detalle de los hechos de lengua que abarcamos aquí en una ojeada sintética es expuesto en varios
capítulos de nuestros Problèmes de linguistique générale I (París, 1966), lo cual nos disculpa de insistir.
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gendran en el presente incesante de la enunciación que es el presente del ser mismo, y se deli-
mitan, por referencia interna, entre lo que va a volverse presente y lo que acaba de no serlo ya.
Así la enunciación es directamente responsable de ciertas clases de signos que promue -
ve, literalmente, a la existencia. Pues no podrían nacer ni hallar empleo en el uso cognitivo de
la lengua. Hay pues que distinguir las entidades que tienen en la lengua su estatuto pleno y
permanente y aquellas que, emanadas de la enunciación, sólo existen en la red de “individuos”
que la enunciación crea y en relación con el “aquí-ahora” del locutor. Por ejemplo, el “yo”, el
“eso”, el “mañana” de la descripción gramatical no son sino los “nombres” metalingüísticos de
yo, eso, mañana producidos en la enunciación.
Aparte de las fuerzas que gobierna, la enunciación da las condiciones necesarias para las
grandes funciones sintácticas. No bien el enunciador se sirve de la lengua para influir de algún
modo sobre el comportamiento del alocutario, dispone para ello de un aparato de funciones.
Está, primero, la interrogación, que es una enunciación construida para suscitar una “respues-
ta”, por un proceso lingüístico que es al mismo tiempo un proceso de comportamiento de do -
ble entrada. Todas las formas léxicas y sintácticas de la interrogación, partículas, pronombres,
sucesión, entonación, etc., participan de este aspecto de la enunciación.
Parecidamente serán atribuidos los términos o formas que llamamos de intimación: órde-
nes, llamados, concebidos en categorías como el imperativo, el vocativo, que implican una rela-
ción viva e inmediata del enunciador y el otro, en una referencia necesaria al tiempo de la
enunciación.
Menos evidente quizá, pero no menos cierta, es la pertenencia de la aserción a este mis-
mo repertorio. Tanto en su sesgo sintáctico como en su entonación, la aserción apunta a comu -
nicar una certidumbre, es la manifestación más común de la presencia del locutor en la enun -
ciación, hasta tiene instrumentos específicos que la expresan o implican, las palabras sí y no
que asertan positiva o negativamente una proposición. La negación como operación lógica es
independiente de la enunciación, tiene su forma propia en francés, que es ne... pas. Pero la par-
tícula asertiva no, sustituto de una proposición, se clasifica como la partícula sí, cuyo estatuto
comparte, entre las formas que participan de la enunciación.
Más ampliamente aún, si bien de manera menos categorizable, se disponen aquí toda
suerte de modalidades formales, unas pertenecientes a los verbos como los “modos” (optativo,
subjuntivo) que enuncian actitudes del enunciador hacia lo que enuncia (espera, deseo, apren -
sión), las otras a la fraseología (“quizá”, “sin duda”, “probablemente”) y que indican incerti-
dumbre, posibilidad, indecisión, etc., o, deliberadamente, denegación de aserción.

Lo que en general caracteriza a la enunciación es la acentuación de la relación discursiva al


interlocutor, ya sea este real o imaginado, individual o colectivo.
Esta característica plantea por necesidad lo que puede llamarse el cuadro figurativo de la
enunciación. Como forma de discurso, la enunciación plantea dos “figuras” igualmente necesa-
rias, fuente la una, la otra meta de la enunciación. Es la estructura del diálogo. Dos figuras en
posición de interlocutores son alternativamente protagonistas de la enunciación. Este marco
es dado necesariamente con la definición de la enunciación.
Podría objetarse que puede haber diálogo fuera de la enunciación o enunciación sin diá-
logo. Deben ser examinados los dos casos.
En la justa verbal practicada por diferentes pueblos, y de la cual es una variedad típica el
hain-teny de los Merina, no se trata en realidad ni de diálogo ni de enunciación. Ninguna de las
partes se enuncia: todo consiste en proverbios citados y en contraproverbios contracitados. No
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hay una sola referencia explícita al objeto de] debate. Aquel de los dos competidores que dispo-
ne de mayor provisión de proverbios, o que los emplea más diestramente, con mayor malicia,
del modo más imprevisible, sale ganando y es proclamado vencedor. Este juego no tiene más
que las apariencias de un diálogo.
A la inversa, el “monólogo” procede por cierto de la enunciación. Debe ser planteado,
pese a la apariencia, como una variedad del diálogo, estructura fundamental. El “monólogo” es
un diálogo interiorizado, formulado en “lenguaje interior”, entre un yo locutor y un yo que es -
cucha. A veces el yo locutor es el único que habla; el yo que escucha sigue presente, no obstan-
te; su presencia es necesaria y suficiente para tornar significante la enunciación del yo locutor.
En ocasiones también el yo que escucha interviene con una objeción, una pregunta, una duda,
un insulto. La forma lingüística que adopta esta intervención difiere según los idiomas, pero es
siempre una forma “personal”. Ora el yo que escucha se pone en el lugar del yo locutor y se
enuncia pues como “primera persona”; así en español, donde el “monólogo” será cortado por
observaciones o injunciones como: “No, soy tonto, olvidé decirle que...” Ora el yo que escucha
interpela en “segunda persona” al yo locutor: “No, no hubieras debido decirle que...” Habría
que establecer una interesante tipología de estas relaciones; en algunas lenguas se vería predo-
minar el yo oyente como sustituto del locutor, poniéndose a su vez como yo (francés, inglés), o
en otras dándose por interlocutor del diálogo y empleando tú (alemán, ruso). Esta trasposición
del diálogo a “monólogo” donde EGO ora se escinde en dos, ora asume dos papeles, se presta a
figuraciones o trasposiciones psicodramáticas: conflictos del “yo profundo” y de la “concien-
cia”, desdoblamientos provocados por la “inspiración”, etc. Suministra la oportunidad el apa-
rato lingüístico de la enunciación suirreflexiva que comprende un juego de oposiciones del
pronombre y del antónimo (en francés je/me/moi).3
Estas situaciones pedirían una descripción doble, de forma lingüística y de condición
figurativa. Se contenta uno demasiado fácilmente con invocar la frecuencia y la utilidad prácti -
cas de la comunicación entre los individuos para admitir la situación de diálogo como resultan-
te de una necesidad y prescindir de analizar sus múltiples variedades. Una de ellas se presenta
en una condición social de lo más trivial en apariencia, de las menos conocidas en verdad. B.
Malinowski la ha señalado con el nombre de comunión fática, calificándola así como fenómeno
psicosocial de funcionamiento lingüístico. Trazó su configuración partiendo del papel que tie-
ne el lenguaje. Es un proceso donde el discurso, con la forma de un diálogo, funda una aporta-
ción entre los individuos. Vale la pena citar algunos pasajes de este análisis: 4

El caso del lenguaje empleado en relaciones sociales libres, sin meta, merece una conside -
ración especial. Cuando se sienta gente alrededor de la hoguera del pueblo después de con -
cluir su faena cotidiana o cuando charlan para descansar del trabajo, o cuando acompañan
un trabajo simplemente manual con un chachareo que no tiene que ver con lo que hacen,
es claro que estamos ante otra manera de emplear la lengua, con otro tipo de función del
discurso. Aquí la lengua no depende de lo que pasa en el momento, hasta parece privada de
todo contexto situacional. El sentido de cada enunciado no puede ser vinculado al compor-
tamiento del locutor o del oyente, a la intención de lo que hacen.
Una simple frase de cortesía, empleada tanto en las tribus salvajes como en un salón euro-
peo, cumple con una función para la cual el sentido de sus palabras es casi del todo indife-
rente. Preguntas sobre el estado de salud, observaciones sobre el tiempo, afirmación de un

3 Ver un artículo del BSL, 60 (1965), fasc. 1, pp. 71 ss.


4 Traducimos algunos pasajes del artículo de B. Malinowski publicado en Ogden y Richards, The Mea-
ning of Meaning, 1923, pp. 313 s.
104

estado de cosas absolutamente evidente, todas estas cosas son intercambiadas no para in-
formar, no en este caso para ligar a personas en acción, tampoco, de fijo, para expresar un
pensamiento...
Es indudable que estamos ante un nuevo tipo de empleo de la lengua —que, empujado por
el demonio de la invención terminológica, siento la tentación de llamar comunión fática, un
tipo de discurso en el cual los nexos de unión son creados por un simple intercambio de pa-
labras... Las palabras en la comunión fática ¿son empleadas principalmente para trasmitir
una significación que es simbólicamente la suya? No, de seguro. Desempeñan una función
social y es su principal meta, pero no son resultado de una reflexión intelectual y no susci-
tan por necesidad una reflexión en el oyente. Una vez más podremos decir que la lengua
no funciona aquí como un medio de trasmisión del pensamiento.
Pero ¿podemos considerarla como un modo de acción? ¿Y en qué relación está con nuestro
concepto decisivo de contexto de situación? Es evidente que la situación exterior no inter-
viene directamente en la técnica de la palabra. Pero ¿qué se puede considerar como situa-
ción cuando un grupo de gente charla sin meta? Consiste sencillamente en esta atmósfera
de sociabilidad y en el hecho de la comunión personal de esa gente. Mas esta es de hecho
consumada por la palabra, y la situación en todos los casos es creada por el intercambio de
palabras, por los sentimientos específicos que forman la gregariedad convivial, por el vai-
vén de los decires que constituyen el chacoteo ordinario. La situación entera consiste en
acontecimientos lingüísticos. Cada enunciación es un acto que apunta directamente a ligar
el oyente al locutor por el nexo de algún sentimiento, social o de otro género, Una vez más
el lenguaje en esta función no se nos manifiesta como un instrumento de reflexión sino
como un modo de acción.

Estamos aquí en las lindes del “diálogo”. Una relación personal creada, sostenida, por
una forma convencional de enunciación que vuelve sobre sí misma, se satisface con su logro,
sin cargar con objeto, ni con meta, ni con mensaje, pura enunciación de palabras convenidas,
repetida por cada enunciador. El análisis formal de esta forma de intercambio lingüístico está
por hacer.5
En el contexto de la enunciación habría que estudiar otras muchas cosas. Habría que
considerar los cambios léxicos que la enunciación determina, la fraseología que es la marca
frecuente, acaso necesaria, de la “oralidad”. También habría que distinguir la enunciación ha-
blada de la enunciación escrita. Esta se mueve en dos planos: el escritor se enuncia escribiendo
y, dentro de su escritura, hace que se enuncien individuos. Se abren vastas perspectivas al aná -
lisis de las formas complejas del discurso, a partir del marco formal aquí esbozado.

5 Sólo ha sido objeto de unas cuantas referencias, por ejemplo en Grace de Laguna, Speech, its Function and
Development, 1927, p. 244 n.; R. Jakobson, Essais de linguistique générale, trad. de N. Ruwet, 1965, p. 217.
105

María Isabel Filinich


La enunciación (selección)
Buenos Aires, Eudeba,1998.

1. Conceptos generales de teoría de la enunciación


1.1. Preliminares
Podemos abordar el estudio del lenguaje desde perspectivas diversas. Para referirnos
sólo a dos posibles maneras de hacerlo, diremos que una forma consiste en considerarlo como
un sistema de significación cuyos elementos se definen por las relaciones que entablan entre sí,
mientras que otra consiste en considerar que el ejercicio del lenguaje es una acción como tan-
tas otras cuya significación depende no sólo de las relaciones estructurales entre sus elementos
constitutivos sino también de los interlocutores implicados y sus circunstancias espacio-tem-
porales.
Adoptar una u otra perspectiva implica arribar a resultados diferentes y también, por su -
puesto, tener propósitos y partir de presupuestos diferentes con respecto al lenguaje.
Así, una frase como la siguiente:

¡Bello día el de hoy!

puede ser sometida a un tipo de análisis que sólo se interese por su gramaticalidad y
aceptabilidad dentro de una comunidad lingüística, al margen de las circunstancias en que tal
frase pueda ser emitida, o bien puede ser observada como un enunciado, esto es, como una ocu-
rrencia singular de la frase, efectuada en determinadas circunstancias —por ejemplo, para alu-
dir a la tormenta que arruina un día de campo—, hecho que pone en evidencia una estrategia
discursiva (la ironía) por la cual el enunciado asume una significación suplementaria que es ne-
cesario explicar. Volveremos más adelante sobre el caso de la ironía —que no es excepción en
el discurso, como podría pensarse— y bástenos por el momento advertir la diferencia entre dos
posibles tratamientos de una emisión lingüística.
Privilegiar uno u otro aspecto del lenguaje, esto es, su carácter de sistema de relaciones
autónomo, independiente de su realización, o bien su productividad significativa en posibles
situaciones comunicativas, implica adoptar concepciones diferentes acerca de la significación y
del lenguaje, y sobre el lugar de este dentro dela experiencia humana. 1
1 Una explicación sucinta de la diferencia entre ambas posiciones frente al lenguaje la encontramos en
Ducrot, quien la presenta en los siguientes términos: [Para Saussure, la lengua] “consiste en un códi-
go, entendido como una correspondencia entre la realidad fónica y la realidad psíquica a la que ex-
106

Quienes llamaron primeramente la atención sobre la capacidad del lenguaje de ejercer


acciones tan concretas como cualquier otra, fueron los filósofos del lenguaje. El título mismo
de la obra de Austin —pionero en destacar este rasgo del lenguaje— How to do things with words,2
revela la preocupación del autor por sacar a luz el poder del lenguaje “de efectuar acciones”.
Hablar, según Austin, no es simplemente hacer circular significaciones sino realizar alguna ac -
ción determinada que, como toda acción, tiene móviles y consecuencias.
Así, pronunciar la frase “Juro decir la verdad”, pongamos por caso, en el contexto de un
juicio, no es solamente comunicar una información sino realizar un juramento, el cual no po-
dría haber tenido lugar sino por obra de haber sido pronunciada la frase respectiva. En otros
términos, jurar es decir que se jura, entonces, decir es hacer. Además, desde el momento que se
ha realizado la acción de jurar por el hecho de decirlo, hay consecuencias jurídicas inevitables:
todo lo que prosiga a esta frase queda bajo el régimen del juramento efectuado y, por lo tanto,
es susceptible de penalización si se lo transgrede. Habría toda una serie de verbos en la lengua
que poseerían esta capacidad performativa: prometer, declarar, bautizar, inaugurar, clausurar,
advertir, aconsejar, felicitar, amenazar, agradecer, autorizar, etc.
La propuesta de estos verbos performativos (verbos que realizan la acción que significan)
puso en evidencia ciertas facultades presentes en todas las emisiones lingüísticas, incluyan o no
verbos performativos. Además de poseer un ordenamiento gramatical aceptable (acto locuciona-
rio), toda frase realiza un acto ilocucionario por el cual afirma, interroga, ordena, solicita, etc. Y a
ello hay que agregar otra capacidad del lenguaje que es la de efectuar un acto perlocucionario, esto
es, producir un efecto sobre el interlocutor (hacer creer, hacer saber, consolar, etc.).
Las observaciones de Austin se vieron enriquecidas por la obra de Searle, Speech Acts,3
quien desarrolló y sistematizó la teoría de los actos de habla esbozada por Austin. Searle parte
de una hipótesis global según la cual “hablar un lenguaje es participar en una forma de con-
ducta gobernada por reglas. Dicho más brevemente, hablar consiste en realizar actos conforme
a reglas” (1994, p. 31). El acto que se realiza al hablar es la unidad básica de la comunicación, de
ahí que el propósito de Searle sea distinguir entre diversos géneros de actos de habla y estable-
cer las diversas clases de reglas que los gobiernan. Así Searle reconocerá tres géneros distintos
de actos (actos de emisión, actos proposicionales, actos ilocucionarios) 4 a los cuales añade la

presa y comunica. El objeto científico “lengua” podría [...] explicar la actividad lingüística, considera-
da como un hecho, únicamente en la medida en que esta última fuera la puesta en práctica o la utili-
zación de ese código. Pero la lengua misma, el código, no contendría alusión alguna al uso, así como
un instrumento no hace referencia a sus diferentes empleos. La lingüística de la enunciación se ca-
racteriza por un funcionamiento inverso. [Considera que la lengua] comporta de una manera consti-
tutiva indicaciones referidas al acto de hablar [...]. Una lingüística de la enunciación postula que mu-
chas formas gramaticales, muchas palabras del léxico, giros y construcciones tienen la característica
constante de que, al hacer uso de ellos, se instaura o se contribuye a instaurar relaciones especificas
entre los interlocutores" (1994, pp. 133 y 134) Nos interesa citar esta concepción de Ducrot pues ella
adelanta que los rasgos enunciativos son constitutivos de la lengua misma, esto es, dependen de un
modo diverso de acercarse al estudio de la lengua, y no son elementos agregados por el uso o la pues-
ta en práctica del código lingüístico.
2 La versión en español es Palabras y acciones. Cómo hacer cosas con palabras, Buenos Aires Paidós, 1982
(1ª ed. 1962).
3 La versión en español de la obra de John Searle es Actos de habla, Barcelona, Planeta Agostini, 1994 (1ª
ed. 1969).
4 Los actos de emisión denominan la acción de emitir palabras; los actos proposicionales aluden al he-
cho de referir y predicar, y los actos ilocucionarios se refieren a los actos de enunciar, preguntar,
mandar, prometer etc. Esta reclasificación de los actos de habla le permite al autor incorporar la re -
107

noción austiniana de acto perlocucionario como correlativo del acto ilocucionario. El énfasis
puesto sobre las reglas que gobiernan los distintos tipos de actos lleva al autor a distinguir en -
tre reglas regulativas y constitutivas 5 para ofrecer un marco general en términos de las condi-
ciones necesarias y suficientes para realizar con éxito los diversos tipos de actos de habla ilocu-
cionarios.
Esta perspectiva adoptada frente al lenguaje fue incorporándose en el terreno lingüístico
y permitió focalizar aspectos tradicionalmente relegados en la investigación lingüística: la pre-
ocupación por el sujeto hablante, por su relación con el lenguaje y con su interlocutor, por los
efectos de su discurso comienzan a reaparecer como problemas complejos que obligan a una
revisión de las concepciones de base de la lingüística.
La incorporación de !as reflexiones de la filosofía analítica y de la teoría de los actos de
habla de Austin y Searle en el ámbito lingüístico se debe a los trabajos de Benveniste. Su explo -
ración toma como punto de partida la crítica a la concepción instrumental del lenguaje: consi -
derar el lenguaje como instrumento de comunicación es una evidencia de la cual, al menos, hay
que desconfiar. En efecto, al comparar el lenguaje con cualquier otro instrumento fabricado
por el hombre —el pico, la flecha, la rueda— se observa que éstos son indicadores de una esci-
sión entre hombre y naturaleza —los instrumentos están separados del hombre—, mientras
que el lenguaje en modo alguno es una realidad exterior al hombre, sino que está en los funda -
mentos de la propia naturaleza humana. Es en este sentido que puede afirmarse que no es el
hombre quien ha creado el lenguaje como una prolongación exterior a él, como una forma ex-
terna apta para la expresión de una interioridad preexistente, sino que, por el contrario, es el
lenguaje el que ha fundado la especificidad de lo humano y ha posibilitado la definición misma
de hombre. Por el lenguaje se ha establecido el reconocimiento de las fronteras entre el hom -
bre y las demás especies, la conciencia de sí y del otro, la posibilidad de objetivarse y contem-
plarse.
Afirma Benveniste: “Es en y por el lenguaje como el hombre se constituye como sujeto:
porque el solo lenguaje funda en realidad en su modalidad que es la del ser, el concepto de ego”
(Benveniste, 1978, p 180).
Pero no es posible concebir un sujeto hablante sino como un locutor que dirige su discurso
a otro: el yo implica necesariamente el tú, pues el ejercicio del lenguaje es siempre un acto transi-
tivo, apunta al otro, configura su presencia. Esta condición dialógica es inherente al lenguaje
mismo —el cual posee la forma yo/tú para expresarla— y su manifestación en la comunicación no
es más que una consecuencia pragmática derivada de su propia organización interna.
La polaridad de las personas (yo/tú) es el primer argumento esgrimido por Benveniste para
sostener el carácter lingüístico de la subjetividad. “Es ‘ego’ quien dice ‘ego’” (Idem, 181). Es el
acto de decir el que funda al sujeto y simultáneamente al otro en el ejercicio del discurso. El
hecho de asumir el lenguaje para dirigirse a otro conlleva la instauración de un lugar desde el
cual se habla, de un centro de referencia alrededor del cual se organiza el discurso. Tal lugar
está ocupado por el sujeto del discurso, por el yo al cual remite todo enunciado. Ante cualquier

ferencia y la predicación en el marco de una teoría general de los actos de habla.


5 Searle enuncia la diferencia entre ambas clases de reglas de la siguiente manera “Las reglas regulati -
vas regulan una actividad preexistente, una actividad cuya existencia es lógicamente independiente
de las reglas. Las reglas constitutivas constituyen (y también regulan) una actividad cuya existencia
es lógicamente dependiente de las reglas” (1994, p. 43). Para dar un ejemplo rápido, jugar al ajedrez
implica actuar de acuerdo con reglas constitutivas, específicas de ese juego; en cambio, una probable
regla de etiqueta, como llevar corbata en una reunión, no describe una conducta específica de la eti-
queta. En esta perspectiva, los actos de habla estarían gobernados por reglas constitutivas.
108

enunciado es posible anteponer la clausula Yo (te) digo que... puesto que no podemos sino hablar
en primera persona. Si yo afirmo Juan vino temprano o Yo llegué temprano en ambos casos subya-
ce la clausula yo (te) digo que para señalar el acontecimiento discursivo de un yo por el cual am-
bos enunciados han tenido lugar. La relación yo/tú a que hace referencia Benveniste es esta re -
lación que subyace a todo enunciado. De ahí que en el ejemplo Yo llegué temprano haya dos yo re-
conocibles: el del sujeto del enunciado, explícito en el discurso, que realiza el acto de llegar, y
el del sujeto de la enunciación, implícito, que realiza el acto de decir.
El segundo argumento para fundamentar lingüísticamente la subjetividad se basa en el
reconocimiento de otros elementos que poseen el mismo estatuto que los pronombres perso-
nales, es decir, que son formas “vacías” cuya significación se realiza en el acto de discurso.
“Son los indicadores de la deixis, demostrativos, adverbios, adjetivos, que organizan las relacio-
nes espaciales y temporales en torno al ‘sujeto’ tomado como punto de referencia: ‘esto, aquí,
ahora’, y sus numerosas correlaciones ‘eso, ayer, el año pasado, mañana’, etc.” (Idem, p. 183).
Los elementos indiciales o deícticos organizan el espacio y el tiempo alrededor del centro cons-
tituido por el sujeto de la enunciación y marcado por el ego, hic et nunc del discurso. Así, todo
acontecimiento discursivo marca un aquí índice que postula de inmediato un allí, un allá —que
marcan posiciones con respecto al aquí de la enunciación— y un en otra parte —que simula bo-
rrar las huellas del aquí—. De manera análoga, el discurso marca un ahora en función del cual se
traza una línea divisoria entre el presente —el ahora del acto de decir— y todo aquello que se
marca por relación al ahora como anterior o posterior; o bien, que se presenta figuradamente
como no marcado, aunque como veremos, se articula alrededor de otro centro de enunciación,
tal el caso de las formas entonces, en otro tiempo.
Observemos el siguiente inicio de una narración:

Esta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. Mas allá del laberinto para los extran -
jeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó
su ultima obra: una náyade que era una fuente [...] “¿Cómo un ser tan ínfimo —sin duda es-
taba pensando el tirano— es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?”
Adolfo Bioy Casares

Como en las narraciones tradicionales, la historia se sitúa en un tiempo y un espacio


(“reinos”) calificados de “pretéritos” en el sentido de remotos, distantes a tal extremo en el
tiempo y el espacio de la enunciación que su anterioridad y su distancia espacial no pueden
marcarse por relación al ahora y al aquí de la enunciación. Sin embargo, podríamos decir que
esa estrategia de distanciamiento constituye una doble marca: por una parte esta distancia ins-
tala la historia en un tiempo y un espacio míticos, los cuales la tornan trascendente a toda cir-
cunstancia temporal y espacial y, por lo tanto, le brindan un aire de universalidad; y, por otra
parte, una vez instalada la historia en otro tiempo y en otro lugar se constituye un nuevo cen-
tro de referencia por obra del cual el entonces (los tiempos pretéritos) y el otro lugar (los rei-
nos pretéritos) instauran otro hic et nunc, valido para los actores de la historia, desde cuya
perspectiva puede hablarse de un “más allá” y pueden ellos utilizar el tiempo presente en sus
alocuciones, cuando adaptan el papel de sujetos de enunciación (“¿Cómo un ser tan ínfimo [...]
es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?”).
Basten por ahora estas observaciones para reconocer las demarcaciones temporales y es-
paciales en el discurso. Volveremos en detalle, en los capítulos respectivos, sobre la enuncia-
ción del tiempo y del espacio.
109

El tercer argumento esbozado por Benveniste, en estrecha relación con el anterior es la


expresión de la temporalidad. El tiempo presente no puede definirse si no es por referencia a la
instancia de discurso que lo enuncia. El presente es el tiempo en el que se habla. Fuera del dis -
curso el tiempo no tiene asidero. Cada acontecimiento enunciativo inaugura un presente en
función del cual pueden comprenderse los variados tiempos del enunciado. Así, el enunciado
que sigue:

Ayer fue feriado.

marca la anterioridad del suceso con respecto al tiempo presente de la enunciación (Yo
[te] digo [hoy] que); la transformación del tiempo verbal del enunciado al futuro y el cambio de
adverbio marcarían la posterioridad del suceso con respecto al momento del discurso.
De estas tres consideraciones extrae el autor el siguiente corolario: “El lenguaje es pues
la posibilidad de la subjetividad, por contener siempre las formas lingüísticas apropiadas a su
expresión y el discurso provoca la emergencia de la subjetividad” (Idem, p. 184). Esta frase con-
densa la concepción de la subjetividad de Benveniste: es una virtualidad contenida en el len-
guaje, en las formas generales y “vacías” (pronombres personales /deícticos en general / tem-
poralidad) que ofrece para su actualización en el discurso. El sujeto del cual aquí se habla no
preexiste ni se prolonga más allá del discurso sino que se constituye y se colma en el marco de
su actividad discursiva. Volveremos más adelante sobre la definición del sujeto de la enuncia-
ción. Señalemos por ahora que el razonamiento de Benveniste apunta a incorporar las formas
de expresión de la subjetividad en la lengua misma, en su propia estructura. Tales formas de la
subjetividad están previstas por la lengua, y el hablante empírico no hace sino recurrir a ellas
para adoptar el papel de sujeto de enunciación y dejar las huellas de su presencia en el enun -
ciado. [...]

2. El sujeto de la enunciación
2.1. Definición
Conviene, desde el comienzo despejar ciertos malentendidos que pueden surgir al hablar
del sujeto de la enunciación. El concepto de sujeto de la enunciación no alude a un individuo
particular ni intenta recuperar la experiencia singular de un hablante empírico. No señala una
personalidad exterior al lenguaje cuya idiosincrasia intentaría atrapar. No nombra una entidad
psicológica o sociológica cuyos rasgos se manifestarían en el enunciado.
Tomemos un ejemplo para observar qué es lo que designa el concepto de sujeto de la
enunciación:
110

La fotografía está presentada como ilustración de un artículo, titulado “Stress”, de la re -


vista First (Nº 117, junio, 1996). Frente a la fotografía podemos conjeturar que un fotógrafo, in-
formado sobre el contenido del artículo, captó esta imagen que sugiere un desplazamiento agi-
tado en una ciudad tumultuosa, también podemos suponer que el diseñador de la publicación
seleccionó esta fotografía —originalmente realizada para otros fines— que quizás la recortó y
adaptó para ilustrar el tema del artículo. ¿Tiene alguna importancia dilucidar estas ambigüeda-
des? El conocimiento del autor real de la fotografía (su nombre, su biografía, sus intenciones),
¿contribuiría a la comprensión del sentido manifestado en la imagen? Evidentemente poco im -
porta, para realizar la lectura de la imagen, conocer a su autor empírico y sus motivaciones,
probablemente bastante alejadas del sentido transmitido por la fotografía en el contexto del
artículo. Sin embargo, hay otras marcas de la presencia del sujeto que destina esta imagen que
no podemos obviar al “leer” la fotografía. Esas marcas son perceptibles o inferibles de la imagen
misma. Así, hay una perspectiva desde la cual se presenta la imagen, que es la perspectiva focal
ofrecida por un sujeto enunciador al enunciatario para que este adopte su mismo ángulo de vi -
sión. De esa manera, el enunciatario —ese receptor virtual de la imagen— queda emplazado a
detenerse en la contemplación de este corte arbitrario de los cuerpos, de los cuales sólo se le
muestran las extremidades inferiores en agitado y desordenado movimiento, pasos apresura-
dos en múltiples direcciones que realzan el vaivén incesante y agobiante de una urbe sobrepo-
blada. Además de esta sinécdoque —figura muy frecuente en la imagen— que toma los pasos
por el movimiento general de los cuerpos al desplazarse —para sugerir el agobio propio del
stress— hay también un barrido de la imagen por efecto del cual la fotografía movida remite al
movimiento continuo que la cámara no puede detener.
De estas rápidas observaciones podemos extraer algunas conclusiones sobre el sujeto de
la enunciación.
En primer lugar, queda de manifiesto que el autor empírico del enunciado no tiene cabi-
da en el análisis de la enunciación. El sujeto del cual aquí se habla está implícito en el enunciado
mismo, no es exterior a él y cualquier coincidencia entre el sujeto de la enunciación y el pro-
ductor empírico de un enunciado sólo puede determinarse mediante otro tipo de análisis y
obedece u otro tipo de intereses. La riqueza y fecundidad del concepto de sujeto de la enuncia -
111

ción reside precisamente en el hecho de considerar al sujeto como una instancia subyacente a
todo enunciado, que trasciende la voluntad y la intención de un individuo particular, para
transformarse en una figura constituida, moldeada por su propio enunciado y existente sólo en
el interior de los textos.
En segundo lugar, se comprende que el sujeto de la enunciación es una instancia com-
puesta por la articulación entre sujeto enunciador y sujeto enunciatario, de ahí que sea preferi-
ble hablar de instancia de la enunciación para dar cuenta de los dos polos constitutivos de la
enunciación. Este concepto también es rescatado por Parret (1995, pp. 38 y ss.) por otra razón
de peso relacionada con lo que decíamos anteriormente: hablar del sujeto puede dar a entender
que se trata de una figura determinada son rasgos psicológicos o sociológicos y considerada
con anterioridad a su actuación discursiva; en cambio, hablar de la instancia de la enunciación
acentúa el hecho de que lo que interesa desde una perspectiva semiótica es la dimensión dis -
cursiva, o bien, en otros términos, la cristalización en el discurso de una presencia —una voz,
una mirada— que es a la vez causa y efecto del enunciado. Es necesariamente causa pues no
puede haber enunciado sin ese acto inaugural del que habla Benveniste por el cual el sujeto se
instala como locutor para apropiarse de la lengua y dirigirse a otro. Y es al mismo tiempo efec -
to del enunciado porque no está configurado de antemano sino que es el resultado de su propio
discurrir. Ese resultado no está enteramente plasmado en las marcas observables —deícticos,
tiempos verbales y demás rasgos de la subjetividad— sino que —como dijimos en el capítulo 1—
se requiere de un esfuerzo de interpretación para comprenderlo (Parret, 1983, p, 83 y ss.; 1987,
p. 99 y ss. y 1995, p. 38 y ss.). Enunciador y enunciatario son, pues, dos papeles que se constitu -
yen de manera recíproca en el interior del enunciado.
Hemos considerado ya la diferencia entre el sujeto enunciador y el emisor o sujeto empí -
rico. De manera análoga, debemos distinguir entre el enunciatario y el receptor real del enun -
ciado. El enunciatario es, como el enunciador, un sujeto discursivo, previsto en el interior del
enunciado, es la imagen de destinatario que el enunciador necesita formarse para construir
todo enunciado. Sabemos que el habla es necesariamente dialógica: todo hablante asume el
lenguaje para dirigirse a otro. Incluso el monólogo, como lo recuerda Benveniste (1978, pp. 88-
89), implica una operación por la cual el sujeto se desdobla y se habla a sí mismo, reúne en sí
los dos papeles de enunciador y enunciatario.
Veamos este ejemplo —extraído de una guía para el usuario de un lector óptico— para
reconocer la presencia del enunciatario. El manual se inicia así:

Este libro está preparado para ayudarlo a Usted a familiarizarse con iPhoto Deluxe tan pronto
como sea posible. Usted quizás pueda tener alguna idea de lo que iPhoto Deluxe puede ofre-
cer. Esta introducción completará esa idea general y le proveerá información básica sobre
imágenes.

No es extraño que este tipo de texto —de carácter instruccional— esté cargado de expre-
siones explícitas acerca del enunciatario previsto (veremos más adelanto que la presencia del
enunciatario esta generalmente implícita). La utilización enfática de la segunda persona, el
grado de saber presupuesto o sospechado en el virtual lector del manual, la determinación de
las necesidades del lector, son todos rasgos que configuran la imagen de enunciatario a la cual
el libro se ajusta. Sin embargo, lejos está el texto de presuponer que este manual fuera utiliza -
do no para los fines previstos sino para tomarlo como ejemplo de construcción de la imagen de
enunciatario. Quien escribe ha sido una receptora real de este texto, bastante distante por cier-
to del enunciatario a quien el texto va dirigido. Lo que interesa para el análisis de la situación
112

es evidentemente esa imagen de destinatario explicitada o sugerida por el texto, no los recep -
tores empíricos cuyas características no podrían aportar rasgos relevantes para comprender la
significación del texto.
Enunciador y enunciatario son entonces dos papeles configurados por el enunciado,
dado que no tienen existencia fuera de él. El enunciado no solamente conlleva una información
sino que pone en escena, representa, una situación comunicativa por la cual algo se dice desde
cierta perspectiva y para cierta inteligibilidad.
En síntesis, podemos afirmar que el sujeto de la enunciación es una instancia lingüística,
presupuesta por la lengua —en la medida en que ella ofrece las formas necesarias para la ex -
presión de la subjetividad— y presente en el discurso, en toda actualización de la lengua, de
manera implícita, como un representación —subyacente a todo enunciado— de la relación dia-
lógica entre un yo y un tú.

2.2. Las marcas del enunciador y del enunciatario


En los casos más transparentes, las referencias al enunciador y al enunciatario aparecerí-
an como el yo responsable del decir y el tú previsto por el enunciador.
Además de los pronombres de primera y segunda persona —únicos pronombres persona-
les en sentido estricto, según Benveniste—,6 la presencia de ambas figuras se puede reconocer
por todos aquellos indicios que dan cuenta de una perspectiva (visual y valorativa) desde la cual
se presentan los hechos y de una captación que se espera obtener.
Por lo general, en los trabajos sobre enunciación, se ha privilegiado el estudio de las
marcas de la perspectiva del enunciador. Así, en su texto ya clásico sobre el tema, Kerbrat-
Orecchioni (1986) aclara que aborda la problemática de la enunciación en el marco de una con -
cepción restrictiva de la misma, como el estudio de las huellas del sujeto enunciativo en el enunciado,
entendiendo por sujeto el yo de la enunciación. En este marco, la autora realiza un análisis de-
tallado de los deícticos (pronombres personales, demostrativos, localización temporal y espa-
cial, términos de parentesco) como así también de otros subjetivemas (indicadores de la subjeti-
vidad) tales como sustantivos axiológicos, adjetivos, verbos y adverbios subjetivos, a los cuales
añade la subjetividad afectiva, interpretativa, modalizante y axiológica.
Pero es necesario considerar que el enunciador no sólo se constituye a sí mismo sino que
construye una imagen del enunciatario. Las huellas de su presencia son múltiples. El estudio de
Prince (1973) dedicado al enunciatario en la narración literaria nos puede servir de base para
señalar algunos recursos frecuentes para la elaboración de su imagen.

6 Para argumentar el carácter de no-persona de la llamada “tercera persona”, Benveniste sostiene: “Así,
en la clase formal de los pronombres, los llamados ‘de tercera persona’ son enteramente diferentes de
yo y tú, por su función y por su naturaleza. Como se ha visto desde hace mucho, las formas como él, lo,
esto, no sirven sino en calidad de sustitutos abreviativos (‘Pedro está enfermo; él tiene fiebre’); reempla-
zan o relevan uno u otro de los elementos materiales del enunciado. [...] Es una función de ‘representa-
ción’ sintáctica que se extiende así a términos tomados a las diferentes ‘partes del discurso’ y que res-
ponde a una necesidad de economía, reemplazando un segmento del enunciado, y hasta un enunciado
entero, por un sustituto más manejable. No hay así nada en común entre la función de estos sustitutos y
la de los indicadores de persona” (1985, p. 177). Esa idea ya estaba presente entre los gramáticos de
Port-Royal. Leemos en la Grammaire..., en el capítulo dedicado a la diversidad de persona y número en el
verbo: “aunque la palabra persona, que no conviene propiamente más que a sustancias razonables e in-
teligentes, no sea apropiada más que para las dos primeras, puesto que la tercera es para toda suerte de
cosas, y no solamente para las personas” (Arnauld y Lancelot, 1969, p. 73).
113

Digamos primeramente que para designar el rol de enunciador en textos pertenecientes


al género narrativo la teoría literaria provee el término de narrador. Como concepto correlativo
a este Genette (1972) ha propuesto el de narratario para designar la función de enunciatario
dentro del relato.7 Prince, en el estudio citado, retoma el concepto de narratario y consigna las
señales que lo configuran: 1) pasajes del relato en el que el narrador se refiere directamente al
narratario (denominaciones como lector, audiencia, mi amigo, la segunda persona, etc.); 2) pasa-
jes que implican al narratario sin nombrarlo directamente (el nosotros inclusivo, expresiones
impersonales, el pronombre indefinido); 3) las preguntas o pseudo-preguntas que indican el
género de curiosidad que anima al narratario; 4) diversas formas de la negación: contradecir
creencias atribuidas al narratario, disipar sus preocupaciones; 5) términos con valor demostra-
tivo que remitirían a otro texto conocido por narrador y narratario; 6) comparaciones y analo-
gías que presuponen mejor conocido el segundo término de la comparación; 7) las sobrejustifi-
caciones: las excusas del narrador por interrumpir el relato, por una frase mal construida, por
considerarse incapaz de describir un sentimiento.
Este conjunto de rasgos puede darnos un bosquejo de aquellos aspectos discursivos que
contribuyen a formar la figura del destinatario.
En síntesis, diremos que la instancia de la enunciación se construye como una estructura
dialógica que es causa y efecto del enunciado, independiente de todo soporte empírico preexis-
tente y que es pasible de ser reconstruida mediante una actividad de interpretación que saque
a luz los rasgos que la caracterizan.

7 En este uso de la pareja narrador-narratario no seguimos la conceptualización de Greimas. En efecto,


en la entrada correspondiente a “Destinador” del primer tomo del Diccionario, Greimas propone con-
siderar tres pares dicotómicos: el primero, enunciador-enunciatario, para referirse al destinador y
destinatario implícitos de la enunciación; el segundo, narrador-narratario, para designar al yo insta-
lado explícitamente en el discurso —sería el caso de la enunciación enunciada—; el tercero, interlocu-
tor-interlocutario, para aludir a la situación de diálogo. Si bien nosotros conservamos la acepción de
enunciador-enunciatario greimasiana, y no tenemos dificultades en aceptar la tercera dicotomía, nos
parece que circunscribir el concepto de narrador al caso de la enunciación enunciada es introducir
una limitación poco fructífera. Esto nos conduciría a afirmar que los relatos en los que no hay un yo
explícito carecen de narrador, sólo tienen enunciador. Para una concepción generalizante de la na-
rratividad como la de Greimas, las tres dicotomías así planteadas pueden ser fecundas. Ahora bien,
para una concepción de lo narrativo como género, como clase de textos, creemos conveniente reser -
var el par narrador-narratario para designar las funciones de enunciador-enunciatario en el interior
del relato, sea cual fuere su forma de presencia, explícita o implícita.
114

Dominique Maingueneau
La noción de discurso
En Análisis de textos de comunicación, Buenos Aires, Nueva Visión,
2009.

Desde el comienzo de este libro nos enfrentamos no con el lenguaje ni con la lengua, sino
con lo que se llama el discurso. ¿Qué hay que entender con esto?

Los usos habituales


En el uso corriente se habla de “discurso” para enunciados solemnes (“el presidente dio
un discurso”), o peyorativamente para palabras sin consecuencias (“todo eso son discursos”).
Este término también puede designar cualquier uso restringido de la lengua: “el discurso isla-
mista”, “el discurso político”, “el discurso de la administración”, “el discurso polémico”, “el
discurso de los jóvenes”... En este uso, “discurso” es constantemente ambiguo porque puede
designar tanto el sistema que permite producir un conjunto de textos como ese mismo conjun -
to: el “discurso comunista” es tanto el conjunto de los textos producidos por los comunistas
como el sistema que permite producirlos, a ellos y a otros textos calificados de comunistas.
Cierta cantidad de locutores también conocen una distinción que proviene de la lingüís -
tica, aquella entre “discurso” y “relato” (o “historia”). Esta distinción tomada de Émile
Benveniste, en efecto, está ampliamente extendida en la enseñanza secundaria. Ella opone un
tipo de enunciación anclado en la situación de enunciación (por ejemplo, “Vendrás mañana”) a
otra, cortada de la situación de enunciación (por ejemplo, “César atacó a los enemigos y los
puso en desbandada”).

En las ciencias del lenguaje


En la actualidad vemos proliferar el término “discurso” en las ciencias del lenguaje, Se
emplea tanto en singular (“el campo del discurso”, “el análisis del discurso”...) como en plural
(“todos los discursos son particulares”, “los discursos se inscriben en contextos”), según se re-
fiera a la actividad verbal en general o a cada acontecimiento de habla.
Esta noción de “discurso” es muy utilizada porque es el síntoma de una modificación en
nuestra manera de concebir el lenguaje. En una gran medida, esta modificación resulta de la in-
115

fluencia de diversas corrientes de las ciencias humanas que a menudo se agrupan bajo la eti-
queta de pragmática. Más que una doctrina, en efecto, la pragmática constituye cierta manera
de captar la comunicación verbal. Al utilizar el término “discurso” implícitamente se remite a ese
modo de captación. Aquí tenemos algunos rasgos esenciales.

El discurso es una organización más allá de la frase


Esto no significa que todo discurso se manifiesta por series de palabras que son necesa-
riamente de tamaño superior a la frase, sino que moviliza estructuras de otro orden que las de la
frase. Un proverbio o una prohibición como “No fumar” son discursos, forman una unidad
completa aunque no estén constituidos más que de una frase única. Los discursos, en la medida
en que son unidades transfrásticas, están sometidos a reglas de organización en vigor en un
grupo social determinado; reglas que gobiernan un relato, un dialogo, una argumentación...,
reglas que remiten al plano de texto (una gacetilla no se deja recortar como una disertación o
una instrucción de uso...), a la longitud del enunciado, etcétera.

El discurso está orientado


Está “orientado” no sólo porque está concebido en función de un objetivo del locutor,
sino también porque se desarrolla en el tiempo, de manera lineal. El discurso, en efecto, se cons-
truye en función de un fin, se supone que va a alguna parte. Pero puede desviarse a mitad de
camino (digresiones...), volver a su dirección inicial, cambiar de dirección, etc. Su linealidad se
manifiesta a menudo de través por un juego de anticipaciones (“vamos a ver que...”, “volveré
sobre esto”...) o de retornos (“o más bien...”, “tendría que haber dicho...”); todo esto constituye
un verdadero “guiado” de su habla por el locutor. Obsérvese que los comentarios del locutor
sobre su propia habla se deslizan a lo largo del texto, aunque no estén ubicados en el mismo ni-
vel: “Paul, si se puede decir, no tiene ni dónde caerse muerto”, “Rosalie (¡qué nombre!) ama a Al-
fred”... Aquí, los fragmentos en bastardilla remiten a lo que los rodea, mientras que aparecen
insertados en la frase.
Este desarrollo lineal se despliega en condiciones diferentes según el enunciado esté sos-
tenido por un solo enunciador que lo controla de cabo a rabo (enunciado monologal, por ejem-
plo en un libro) o se inscriba en una interacción donde puede ser interrumpido o derivado en
todo momento por el interlocutor (enunciado dialogal). En las situaciones de interacción oral,
en efecto, constantemente ocurre que las palabras “se escapan”, que haya que atraparlas, acla -
rarlas, etc., en función de las reacciones del otro.

El discurso es una forma de acción


Hablar es una forma de acción sobre el otro, y no solamente una representación del
mundo. La problemática de los “actos de lenguaje” (o “actos de habla”, o incluso “actos discur-
sivos”) desarrollada a partir de los años sesenta por filósofos como J. L. Austin ( Cuando decir es
hacer, 1962), luego J. R. Searle (Actos de habla, 1969), mostró que todo enunciado constituye un
acto (prometer, sugerir, afirmar, interrogar...) que apunta a modificar una situación. En un ni-
vel superior, estos actos elementales se integran ellos mismos en discursos de un género deter-
minado (un folleto, une consulta médica, un telediario...) que apuntan a producir una modifica-
ción sobre los destinatarios. Más allá, la actividad verbal misma está en relación con las activi-
dades no verbales.
116

El discurso es interactivo
Esta actividad verbal es de hecho una interactividad que compromete a dos personas, que
están marcadas en los enunciados por el par de pronombres YO-TÚ. La manifestación más evi -
dente de la interactividad es la interacción oral, la conversación, donde los dos locutores coor -
dinan sus enunciados, enuncian en función de la actitud del otro e inmediatamente perciben el
efecto que tienen sobre él sus palabras.
Pero al lado de las conversaciones existen numerosas formas de oralidad que no parecen
muy “interactivas”; es el caso por ejemplo de un conferencista, de un animador de radio, etc.
Esto es todavía más claro en el escrito, donde el destinatario ni siquiera está presente: ¿puede
hablarse todavía de interactividad? Para algunos, la manera más sencilla de mantener de cual-
quier modo el principio de que el discurso es fundamentalmente interactivo sería considerar
que el intercambio oral constituye el empleo “auténtico” del lenguaje y que las otras formas de
enunciación son usos de alguna manera degradados del habla. Pero nos parece preferible no
confundir la interactividad fundamental del discurso con la interacción oral. Toda enunciación,
incluso la producida sin la presencia de un destinatario, está de hecho tomada en una interacti-
vidad constitutiva (también se habla de dialogismo), es un intercambio, explicito o implícito,
con otros enunciadores, virtuales o reales, siempre supone la presencia de otra instancia de
enunciación a la cual se dirige el enunciador y respecto de la cual construye su propio discurso.
En esta perspectiva, la conversación no es considerada como el discurso por excelencia, sino
solamente como uno de los modos de manifestación —aunque sin duda alguna el más impor-
tante— de la interactividad fundamental del discurso.
Si se admite que el discurso es interactivo, que moviliza por lo menos a dos personas, se
vuelve difícil llamar “destinatario” al interlocutor, porque se tiene la impresión de que la
enunciación va en sentido único, que no es más que la expresión del pensamiento de un locu -
tor que se dirige a un destinatario pasivo. Por eso, siguiendo en esto al lingüista Antoine
Culioli, no hablaremos ya de “destinatario” sino de co-enunciador. Empleado en plural y sin
guión, coenunciadores designará a los dos intervinientes en el discurso.

El discurso está contextualizado


No se dirá que el discurso interviene en un contexto, como si el contexto no fuera sino
un marco, un decorado; de hecho, sólo hay discurso contextualizado. Sabemos que no se puede
asignar verdaderamente un sentido a un enunciado fuera de contexto; el “mismo” enunciado
en dos lugares distintos corresponde a dos discursos distintos. Además, el discurso contribuye a
definir su contexto, que puede modificar en el curso de la enunciación. Por ejemplo, dos coenun-
ciadores pueden conversar de igual a igual, de amigo a amigo, y tras haber conversado algunos
minutos establecer entre ellos nuevas relaciones (uno de los dos puede adoptar el estatus de
médico, el otro de paciente, etcétera).

El discurso es asumido por un sujeto


El discurso no es discurso a menos que sea remitido a un sujeto, un YO, que a la vez se
plantea como fuente de localizaciones personales, temporales, espaciales e indica qué actitud
adopta respecto de lo que dice y de su co-enunciador (fenómeno de “modalización”). En parti -
cular indica quién es el responsable de lo que dice: un enunciado muy elemental como “Llueve”
es planteado como verdadero por el enunciador, que se da por su responsable, el garante de su
verdad. Pero este enunciador habría podido modular su grado de adhesión (“Tal vez llueva”),
atribuir la responsabilidad a algún otro (“Según Paul, llueve”), comentar sus propias palabras
117

(“francamente, llueve”), etc. Hasta podría mostrar al co-enunciador que sólo finge asumirlo
(caso de las enunciaciones irónicas).

El discurso es regido por normas


Como vimos a propósito de las leyes del discurso, la actividad verbal se inscribe en una
vasta institución de habla: como todo comportamiento, está regido por normas. Cada acto de len-
guaje implica a su vez normas particulares; un acto tan sencillo en apariencia como la pregunta,
por ejemplo, implica que el locutor ignora la respuesta, que esta respuesta tiene algún interés
para él, que cree que su co-enunciador puede darla... Más fundamentalmente, todo acto de enun-
ciación no puede plantearse sin justificar de una u otra manera su derecho a presentarse tal y
como se presenta. Trabajo de legitimación que es indisociable del ejercicio del habla.

El discurso está tomado en un interdiscurso


El discurso sólo adquiere sentido en el interior de un universo de otros discursos a través
del cual debe abrirse camino. Para interpretar el menor enunciado hay que ponerlo en relación
con toda clase de otros enunciados, que uno comenta, parodia, cita... Cada género discursivo
tiene su manera de gestionar la multiplicidad de las relaciones interdiscursivas: un manual de
filosofía no cita de la misma manera y con las mismas fuentes que un animador de venta pro -
mocional... El solo hecho de ordenar un discurso en un género (la conferencia, el telediario...)
implica que se lo ponga en relación con el con junto ilimitado de los otros discursos del mismo
género.
118

Dominique Maingueneau
Situación de comunicación
y escena de enunciación
Fragmento de “¿‘Situación de enunciación’ o ‘situación de
comunicación’?”, traducción de Laura Miñones para Discurso.org,
año 2, Nº 5, 2004.

Cuando se abordan las producciones verbales desde la perspectiva del estudio de los tex-
tos, las nociones de situación de comunicación y de escena de enunciación resultan cómodas
y operativas. Voy a emplearlas aquí de una manera poco habitual diciendo que permiten apre-
hender desde dos abordajes complementarios la situación de discurso asociada a un texto.

1. La situación de comunicación
Al hablar de situación de comunicación, se está considerando, en cierto modo, “desde el ex-
terior”, desde un punto de vista sociológico, la situación de discurso a la que el texto está indi-
solublemente ligada.

2. La escena de enunciación
Contrariamente a lo que acabamos de afirmar respecto de la situación de comunicación,
aprehender una situación de discurso es considerarla desde “el interior”, a través de la situa-
ción que la palabra pretende definir, del marco del que la palabra misma hace ostensión en el
movimiento mismo en el que ella se despliega. Un texto es en efecto la huella de un discurso en
el que la palabra es puesta en escena.
Esta noción de escena de enunciación, cuyo interés vengo señalando en mis trabajos desde
hace algunos años, no es simple. Para comprenderla en toda su dimensión, conviene distinguir,
dentro de este concepto, tres escenas que juegan en planos complementarios: la escena englo-
bante; la escena genérica y la escenografía.
119

2.1. Escena englobante y escena genérica


La escena englobante es aquella que se corresponde con el tipo de discurso. Cuando se
recibe un panfleto en la calle, se debe ser capaz de determinar si ese panfleto se relaciona con
el discurso religioso, político, publicitario, etc., en otras palabras, se debe poder establecer la
escena englobante en la que hay que ubicarse para interpretar lo recibido, para determinar de
qué modo el lector es interpelado por ese panfleto. Una enunciación política, por ejemplo, im-
plica “un ciudadano” que se dirige a “ciudadanos”. Esta puede ser quizás una caracterización
muy pobre pero que no resulta intrascendente: define el estatus de los participantes en un
cierto espacio pragmático.
Decir que la escena de enunciación de un enunciado político es la escena englobante po -
lítica, que la de un enunciado filosófico es la escena englobante filosófica, y así en un número
muy amplio de casos, no alcanza para especificar las actividades verbales, ya que nunca nos en -
contramos con lo político o con lo filosófico de manera no específica sino que nos encontramos
con géneros discursivos particulares: en el caso del discurso político, por ejemplo, podemos tener
el discurso de un jefe de estado, un panfleto, un diario propio a un partido político, etc. Estos
géneros se analizan de acuerdo según diversos componentes: en este caso podemos hablar de
escena genérica. Estas dos escenas, la “englobante” y la “genérica”, definen lo que podríamos
llamar el marco escénico del texto, dentro del cual el texto se manifiesta como pragmáticamente
adecuado.

2.2. La escenografía
No es el marco escénico aquello con lo que se relaciona directamente el alocutario sino
que se lo hace con una escenografía. Tomemos el ejemplo de un manual de iniciación a la in-
formática que, en lugar de apelar a los recursos tradicionales del género “manual”, se presen-
tara como una novela de aventuras en la que un héroe partiría al descubrimiento de un mundo
desconocido y se enfrentaría con distintos adversarios. En este caso, la escena dentro de la cual
el lector se ve ubicado es una escena narrativa construida por el texto, una “escenografía” que
tiene como efecto “desplazar” el marco escénico a un segundo plano; el lector se encuentra así
atrapado en una especie de “trampa” puesto que recibe el texto, en primer lugar, como una no-
vela de aventuras y no como un manual. Para un gran número de géneros discursivos, en parti-
cular aquellos que se encuentran en la situación de competir por captar público, tomar la pala-
bra representa, en diversos niveles, tomar riesgos. Esto se hace particularmente evidente cuan-
do consideramos textos publicitarios o políticos que, frente a la necesidad de captar la adhe-
sión de un público en principio reticente o indiferente, recurren frecuentemente a la elabora -
ción de escenografías.
La escenografía no es un simple marco o decorado. No se trata de que el discurso surja
en el interior de un espacio ya construido —e independiente de ese mismo discurso— sino de
que la enunciación, en su devenir, se esfuerza por poner progresivamente en funcionamiento
su propio dispositivo de habla 1. El discurso, en su mismo desarrollo, busca convencer institu-
yendo la escena de enunciación que lo legitima. En nuestro ejemplo del manual de informática,
la escenografía de la novela de aventuras “se impone” como regla del juego desde el inicio de la
recepción; pero, al mismo tiempo, es a través de la enunciación misma que este relato puede
legitimar la escenografía impuesta, haciendo que el lector acepte el rol que se le quiere asignar
en esta escenografía, es decir, el rol de un lector de novela de aventuras.

1 NdT: El término “habla” debe ser entendido aquí en el sentido saussureano, por oposición a “lengua”.
120

De este modo, podemos decir que la escenografía implica un proceso circular. En el mo-
mento en el que acontece, la enunciación del texto (pre)supone una cierta escena, escena que, en
realidad, se convalida progresivamente a través de la enunciación misma. La escenografía resulta
así, simultáneamente, aquello de donde el discurso proviene y aquello que el mismo discurso ge-
nera. La escenografía legitima un enunciado, un enunciado que, a su vez, debe legitimarla y esta-
blecer que esa escenografía de donde las palabras provienen es justamente la escenografía re-
querida para enunciar de modo adecuado, según sea el caso, la política, la filosofía, la ciencia, la
promoción de un cierto producto, etc. A medida que el texto avanza, el lector debe convencerse
cada vez más de que es la novela de aventuras el formato que constituye la mejor vía de acceso a
la informática; debe convencerse de que esta última debe ser aprehendida como un mundo des-
conocido, maravilloso y apasionante que merece ser descubierto. Todo lo que el texto enuncia
permite convalidar la escena misma a través de la cual esos contenidos surgen.
Existen, sin embargo, numerosos géneros discursivos sin escenografía, géneros cuyas es-
cenas enunciativas son, en cierto modo, fijas: la guía telefónica o los informes de peritaje, por
ejemplo, suelen ajustarse en general de un modo estricto a las rutinas de sus escenas genéricas.
Otros géneros discursivos, en cambio, son más susceptibles de poner en juego escenografías
que se alejan de los modelos preestablecidos. Así, en el ejemplo que ya hemos citado del ma-
nual de informática diseñado a la manera de una novela de aventuras, los autores, en lugar de
ajustarse a la escena genérica habitual de tipo didáctico, recurren a una escenografía original,
más seductora.
De acuerdo con lo que hemos afirmado, se pueden distribuir entonces los géneros discur -
sivos según una escala que tendría dos polos extremos:
• En un extremo, encontramos los géneros —no demasiado numerosos— que se ajustan
a su escena genérica y que no son susceptibles de permitir escenografías variadas (cfr.
las recetas médicas; las guías telefónicas; etc.).
• En el otro extremo de la escala, encontramos los géneros que exigen por definición la
elección de una escenografía: es el caso, por ejemplo, de los géneros publicitarios.
Algunas publicidades presentan así escenografías de conversación; otras, escenogra-
fías de discurso científico; etc. Dentro de este grupo encontramos también textos que
pertenecen al tipo de discurso filosófico o literario: existe una gran variedad de esce -
nografías que permiten instituirse como narrador de una novela y construir a partir
de allí la figura del lector. El discurso político resulta igualmente apto para la diversi -
dad de escenografías: un cierto candidato podrá hablar a sus (posibles) electores des-
de un rol de obrero, desde un rol de tecnócrata, desde el lugar de un hombre de expe-
riencia, desde el lugar de un joven ejecutivo, etc., y determinará, desde el rol en cues-
tión, los (posibles) roles del auditorio.

Entre estos dos extremos se ubican los géneros que son susceptibles de escenografías va -
riadas pero que generalmente se ajustan a su escena genérica rutinaria. Tal es el caso, por
ejemplo, de los manuales.
La variación escenográfica está indisolublemente ligada a la finalidad de cada género. La
guía telefónica, que no despliega una escenografía, es un género puramente utilitario. Por el
contrario, el discurso publicitario o el político movilizan escenografías variadas en la medida
en que, para persuadir a su destinatario, deben seducirlo, cautivarlo.
121

3. Un ejemplo
Podemos ilustrar y ver en funcionamiento los tres niveles de la escena de enunciación
que hemos definido en la plataforma electoral de François Mitterand quien en 1988 se presentó
a las elecciones nacionales con el objetivo de obtener un segundo mandato. Esta plataforma fue
presentada bajo la forma de una carta —“Carta a todos los franceses” [“Lettre à tous les Fran-
cais”]— que fue publicada en la prensa y enviada a través del correo postal a un cierto número
de electores. El contenido político de este texto es inseparable de la puesta en escena, de esta
escenografía de correspondencia privada: el entonces presidente se esfuerza con esta modali -
dad por hacer campaña en tanto individuo, por encima de los partidos; se esfuerza por hacer
campaña como padre de familia y no como hombre de un partido:

Mis queridos compatriotas:


Ustedes lo comprenderán. Deseo, a través de esta carta, hablarles de
Francia. Le debo a la confianza que han depositado en mí el ejercer, desde hace siete años, el
cargo más alto de la República. Al término de este mandato, no habría concebido nunca el proyec-
to de presentarme nuevamente ante sus votos si no hubiera tenido la convicción de que teníamos
aún mucho por hacer juntos para asegurarle a nuestro país el rol que se espera de él en todo el
mundo y para velar por la unidad de la Nación.
Pero quiero también hablarles de ustedes, de sus preocupaciones y
de sus justos intereses.
Elegí este medio, escribirles, para poder expresarme sobre todos los
grandes temas que valen la pena y deben ser tratados entre Franceses, para realizar una especie
de reflexión conjunta, tal como sucede cada noche, alrededor de la mesa, en familia […]

La escena englobante es en este caso la escena del discurso político. La escena genérica es la
de la plataforma electoral. La escenografía de correspondencia privada elegida pone en contacto
a dos individuos que mantienen una relación personal, casi familiar. La construcción de esta
escenografía llega a evocar en el tercer párrafo las condiciones de otra escena de habla: “ una
especie de reflexión conjunta, tal como sucede cada noche, alrededor de la mesa, en familia”. Con esta
invocación, el elector no solo es interpelado como lector de correspondencia sino que debe
participar, a través de la imaginación, en una conversación que se produce en la mesa familiar,
conversación en la que el presidente atribuye —implícitamente— a su figura el rol del padre y a
los electores el rol de los hijos. Este ejemplo ilustra un procedimiento muy frecuente: una esce-
nografía se apoya sobre otras escenas de habla que podemos considerar como “convalidadas”,
instaladas en la memoria colectiva, memoria que puede, por otra parte, retener estas escenas
considerándolas dignas o no de reproducción. El repertorio de escenas “convalidadas” disponi-
bles varía según el grupo al que el discurso se dirige: una comunidad de convicciones consoli-
dadas y fuertes (una secta religiosa, una escuela filosófica…) posee su propia memoria; pero en
general a todo tipo de público —aun cuando sea vasto y heterogéneo— se le puede asociar un
conjunto de escenas compartidas. La escena “convalidada” no es una escenografía sino un este-
reotipo descontextualizado, disponible para ser reutilizado y resignificado en otros textos. La
escena “convalidada” puede evocar eventos históricos (cfr. el llamado del general de Gaulle,
realizado el 18 de junio de 1940 para pedir a los franceses que resistieran frente a los alemanes,
que no colaboraran con ellos); o puede evocar también ciertos géneros discursivos.
122

Helena Calsamiglia y Amparo Tusón


La deixis: tipos y funciones
En Las cosas del decir, Barcelona, Ariel, 1999.

Cliente — ¡camarero, este croissant está duro!


Camarero — ¡ah!, ¿lo quería usted de hoy?
Cliente — ¡pues claro!
Camarero — entonces venga usted mañana.

¿Dónde reside la “gracia” en este chiste? Precisamente en el hecho de utilizar de forma


ambigua el deíctico temporal hoy. Se supone que el cliente quiere que el croissant sea de hoy,
“hoy”, porque si es de hoy “mañana”, le ocurrirá lo mismo que “hoy”, que está duro porque es
de “ayer”. Obsérvese que la correcta interpretación de esas piezas tiene que hacerse tomando
como referencia el momento de la enunciación.
Las lenguas tienen la capacidad de “gramaticalizar” algunos de los elementos contextua-
les, a través del fenómeno de la “deixis”, fundamental dentro de lo que se conoce como indexi-
calidad. Con este mecanismo, quienes participan en un encuentro comunicativo seleccionan
aquellos elementos de la situación (personas, objetos, acontecimientos, lugares…) que resultan
pertinentes o relevantes para los propósitos del intercambio, los colocan en un primer plano o
formando el fondo de la comunicación y, a la vez, se sitúan respecto a ellos. La indexicalización
permite jugar con los planos, con los tiempos y con las personas en el escenario de la comuni -
cación. Aunque las expresiones indéxicas pueden ser de muchos tipos, las lenguas poseen unos
elementos que se especializan precisamente en este tipo de funciones, nos referimos a los ele -
mentos deícticos de los que vamos a tratar en este apartado.

En esencia, la deixis se ocupa de cómo las lenguas codifican o gramaticalizan rasgos del
contexto de enunciación o evento de habla, tratando así de cómo depende la interpreta-
ción de los enunciados del análisis del contexto de enunciación […] Los hechos deícticos
deberían actuar para los lingüistas teóricos como recordatorio del simple pero importantí-
simo hecho de que las lenguas naturales están diseñadas principalmente, por decirlo así,
para ser utilizadas en la interacción cara a cara, y que solamente hasta cierto punto pue-
den ser analizadas sin tener esto en cuenta (Levinson, 1983: 47).

Los elementos deícticos son piezas especialmente relacionadas con el contexto en el sen-
tido de que su significado concreto depende completamente de la situación de enunciación, bá-
sicamente de quién las pronuncia, a quién, cuándo y dónde. Son elementos lingüísticos que seña-
lan, seleccionándolos, algunos elementos del entorno contextual. La deixis ha sido objeto de in-
123

terés para la filosofía y la lingüística y es uno de los fenómenos que más específicamente atañe
a la pragmática dada su función de indicador contextual, tanto en la elaboración como en la in -
terpretación de los enunciados. Los deícticos (llamados conmutadores por Jakobson, 1957) son
elementos que conectan la lengua con la enunciación, y se encuentran en categorías diversas
(demostrativos, posesivos, pronombres personales, verbos, adverbios) que no adquieren senti-
do pleno más que en el contexto en que se emiten. Así como los elementos léxicos no adquie -
ren sentido pleno más que en su uso contextualizado, en los deícticos este carácter se va acen-
tuando al máximo. Por eso Jespersen y Jakobson les confieren un estatus especial (Kerbrat-
Orecchioni, 1980). […]
La deixis señala y crea el terreno común —físico, sociocultural, cognitivo y textual—. Los
elementos deícticos organizan el tiempo y el espacio, sitúan a los participantes y a los propios
elementos textuales del discurso. […] Los elementos deícticos suelen formar clases cerradas y
son principalmente los pronombres, los artículos, los adverbios y los morfemas verbales de
persona y de tiempo, pero también algunos verbos, adjetivos y preposiciones. Los términos de-
ícticos pueden usarse en un sentido gestual o en un sentido simbólico (Levinson, 1983), como lo
muestran los siguientes ejemplos:

1. Uso deíctico y gestual: Me duele aquí (señalando el estómago).


2. Uso deíctico y simbólico: Aquí (en este país) se acostumbra a almorzar a la una del mediodía.

Veamos cómo se define —a partir de los elementos deícticos— la situación de enunciación.


124

1. Deixis personal
Señala a las personas del discurso, las presentes en el momento de la enunciación y las
ausentes en relación con aquéllas. En español funcionan como deícticos de este tipo los ele-
mentos que forman el sistema pronominal (pronombres personales y posesivos) y los morfe-
mas verbales de persona. A través de los deícticos de persona seleccionamos a los participantes
en el evento. Pero esa selección es flexible y puede cambiar. Quien habla es el “yo”, sin duda,
pero a través de la segunda persona podemos seleccionar a diferentes interlocutores de forma
individual o colectiva, para ello habrá que tener en cuenta a quién nombramos con la tercera
persona (también de forma individual o colectiva). Quien ahora es “tú” puede pasar a ser “ella”
o parte de “ellos” o “ellas” en un momento dado y viceversa, de forma que vamos incorporan -
do o alejando del marco de la enunciación a alguna o algunas personas. Lo mismo ocurre con la
primera persona del plural, que puede equivaler a un “yo” + “tú” (o “vosotros/as”) o no equi-
valer a un “yo” + X (menos “tú” o “vosotros/as” o menos parte de “vosotros/as”) y ese “X”
puede estar presente o no en el momento de la enunciación. Con la segunda persona del plural
sucede algo smilar, ya que puede incluir a todos o parte de los presentes (y el resto pasar a ser
parte de “ellos” o “nosotros”), o a todos o a parte de los presentes más alguien ausente. En
cuanto a la tercera persona, con ella se nombra lo que se excluye del marco estricto de la inte -
racción, pero, como hemos ido viendo, la persona o personas que denominamos como “él”,
“ellos”, “ella”, “ellas” pueden estar presentes o no. […]
Los siguientes esquemas intentan mostrar alguna de las configuraciones que pueden ad-
quirir las relaciones entre los actores de un intercambio comunicativo a través de la utilización
de los elementos deícticos de persona.
125

Otra forma de esquematizar las relaciones entre los interlocutores nos la proporciona
Kerbrat-Orecchioni (1980: 55):

1.1. La inscripción de las personas en el enunciado


Tras las huellas y las pistas del Enunciador examinaremos seguidamente con detalle las
diferentes estrategias que un hablante puede tomar al emprender su actividad verbal. El siste -
ma lingüístico permite, a partir del sistema léxico y del sistema deíctico referidos a personas,
que l os hablantes pongan en juego sus formas de presentación de una misma y de relación con
las demás.

1.1.1. La persona ausente


La inclusión de marcas de la persona que habla en su propio enunciado es algo potestati-
vo, ya que en un texto podemos encontrar una ausencia total de marcas del locutor. En este
caso se crea un efecto de objetividad y de “verdad” debido fundamentalmente a que se activa
verbalmente el mundo de referencia. En este caso, los elementos más claros en la expresión
lingüística son la presencia de sintagmas nominales con referencia léxica y el uso de la tercera
persona gramatical como indicador de que aquello de que se habla es un mundo referido, ajeno
al locutor. Benveniste llama a la tercera persona gramatical la no persona, refiriéndose a que
con el uso de la tercera persona no hay referencia a los protagonistas de la enunciación.
Ricœur (1990) comenta así estas cuestiones:

Mientras que, en el enfoque referencial, se privilegia la tercera persona o al menos cierta


forma de la tercera persona, a saber “él/ella”, “alguien”, “cada uno”, “uno” y “se”, la teoría
de los indicadores, una vez unida a la de los actos del discurso, no sólo privilegia la primera
y la segunda persona sino que excluye expresamente la tercera. Nos viene ahora a la mente
el anatema de Benveniste contra la tercera persona. Según él, sólo la primera y la segunda
persona gramaticales merecen ese nombre, siendo la tercera la no persona. Los argumen-
126

tos a favor de esta exclusión se reducen a uno solo: bastan el “yo” y el “tú” para determi-
nar una situación de interlocución. La tercera persona puede ser cualquier cosa de la que
se habla, objeto, animal o ser humano: lo confirman los usos incoordinables entre sí del
pronombre francés “il” —il pleut, il faut, il y a, etc.—, así como la multiplicidad de las expre-
siones de tercera persona —uno/se, cada uno, eso, etc.—. Si la tercera persona es tan incon-
sistente gramaticalmente, se debe a que no existe como persona, al menos en el análisis del
lenguaje que toma como unidad de cómputo la instancia del discurso conferida a la frase.
No se pueden soldar la primera y la segunda persona al acontecimiento de la enunciación
de mejor manera que excluyendo del campo de la pragmática la tercera persona, de la que
se habla solamente como de otras cosas (Ricœur, 1996: 25).

Según este punto de vista, con el uso de la tercera persona se borran los protagonistas de
la enunciación. Otras marcas también claras de que se borra la presencia del Locutor son el uso
de construcciones impersonales o construcciones pasivas sin expresión del agente. El código
gramatical pone a disposición del hablante recursos que esconden o borran su presencia dando
relevancia, por contraste, al universo de referencia:

A gran profundidad por debajo de las nubes de Júpiter el peso de las capas superiores de la
atmósfera produce presiones muy superiores a las existentes en la Tierra, presiones tan
grandes que los electrones salen estrujados de los átomos de hidrógeno produciendo un es-
tado físico no observado nunca en los laboratorios terrestres, porque no se han conseguido
nunca en la Tierra las presiones necesarias (C. Sagan, Cosmos, Barcelona, Planeta).

En este texto el Emisor y el Receptor han sido borrados para dar relieve al contenido re -
ferencial exclusivamente. Aun así, la elección del contenido y el nivel de especificidad del léxi -
co dibujan el perfil del posible autor y el posible destinatario. También observamos que se pue -
de objetivar al Receptor de tal manera que aparece nombrado (como usuario, lector, cliente,
estudiante, etc.) y está presentado como un elemento del universo de referencia y no como co-
protagonista de la enunciación:

Inicialmente el Sistema de Dictado Personal dispone de un léxico base de 22.000 palabras a


las que el usuario puede añadir 2.000 más con el objeto de adaptarlo mejor a sus necesida-
des. El usuario debe entrenar el sistema durante 35 minutos una única vez, lo que permite
al ordenador memorizar su modelo de voz y reconocer automáticamente y de manera per-
manente las peculiaridades de su acento (documento de empresa informática).

Hay situaciones que exigen una presentación “neutra” del universo de referencia. Las
prácticas discursivas en determinados géneros promueven un modelo de presentación “objeti -
va”: la información en los periódicos, la información científica, por ejemplo. Otra cosa distinta
es que el efecto de objetividad se corresponda con una objetividad real. Una aserción partidista
y parcial puede ser expresada con medios para parecer objetiva. Por eso importa tanto deter-
minar el contexto en que se emiten los enunciados.

1.1.2. La inscripción del yo


Existen situaciones que permiten o activan la presencia del Locutor en su texto. De ahí
que contemplemos lo que Benveniste llama la expresión de la subjetividad del lenguaje, es de-
cir, la aparición de los elementos lingüísticos que participan en otorgar una expresión propia y
desde la perspectiva del hablante al conjunto de enunciados que constituye un texto. La refe -
127

rencia deíctica a la persona es la más inmediata y central (véase 3. 5. 1). La enunciación es ge -


nerada por un yo y un tú, protagonistas de la actividad enunciativa. Pero así como podemos
considerar el yo como la forma canónica de representación de la identidad de la persona que
habla —el “centro deíctico” que encontramos descrito en las gramáticas— en el uso real, la re -
ferencia deíctica a la persona que habla se ofrece de forma calidoscópica para mostrar las dife-
rentes caras o posiciones con las que se puede mostrar o presentar el sujeto hablante.
La persona que habla no es un ente abstracto sino un sujeto social que se presenta a los
demás de una determinada manera. En el proceso de la enunciación y al tiempo que se constru-
ye el discurso también se construye el sujeto discursivo. Éste se adapta a la situación específica
de la comunicación modulando su posición a lo largo del discurso y tratando de que su interlo -
cutor le reconozca de una manera y no de otra. Por ello, si por un lado el yo (1.a persona singu -
lar) es el deíctico que representa modélicamente a la persona que habla, en el discurso también
podemos encontrar la autorreferencia presentada con otras personas gramaticales (2.a perso-
na singular, 3.a persona singular y 1.a persona plural) (véase Lavandera, 1984; Turell, 1988; Cal-
samiglia, 1996a):

1. Me siento atraída por este tipo de espectáculos (1.a persona singular).


2. Te sientes atraída por este tipo de espectáculos (2.a persona singular).
3. Una se siente atraída por este tipo de espectáculos (3.a persona singular).
4. Nos sentimos atraídos/as por este tipo de espectáculos (1.a persona plural).

En este punto conviene tener en cuenta la diferencia en la autopresentación en el ámbito


privado y en el ámbito público. La autorreferencia en el ámbito privado no es arriesgada, es re -
lajada y producida en un entorno conocido y tranquilizador (ejemplo 1). El uso del “yo” en pú -
blico deviene un uso comprometido, arriesgado. Con su uso, el Locutor no sólo se responsabili -
za del contenido de lo enunciado sino que al mismo tiempo se impone a los demás. Por esta ra -
zón se justifica que la autorrefencia se exprese con otras formas gramaticales. El uso de la
segunda persona con tratamiento de confianza se puede utilizar para producir un efecto deter -
minado: generalizar la experiencia enunciada e incluir un interlocutor de una forma personal y
afectiva. Por eso se asocia con actividades coloquiales (ejemplo 2). También se da el caso en que
el Locutor se presenta a sí mismo con formas pronominales como “uno/una”, en concordancia
con la tercera persona, con la cual se produce un efecto generalizador y el locutor se incorpora
así a un colectivo indefinido, a través del cual justifica su posición (ejemplo 3).
La identificación de la persona que habla con la primera persona del plural incorpora al
locutor a un grupo. Es el grupo, entonces, el que proporciona al locutor la responsabilidad del
enunciado; por eso hay un uso genérico del nosotros para representar al locutor que ocupa un
lugar en un colectivo (empresa, institución, organización, comunidad, gobierno):

Hemos decidido que este curso tenga una parte de teoría y una parte de práctica y aplica -
ción (profesorado).
Iremos hasta el final con la lucha contra el terrorismo (gobierno).
Nuestros análisis de mercado permiten augurar una temporada de ventas superior a la an-
terior (empresa comercial).
Para nuestro trabajo parece relevante señalar los siguientes aspectos (escrito académico).

A este uso se le ha llamado tradicionalmente “modestia”. Esto explicaría que el uso del
“yo” en público se considere inapropiado —arrogante— si a quien habla no se le otorga sufi -
128

ciente nivel de responsabilidad, autoridad, credibilidad o legitimidad. Para solucionar posibles


conflictos, con el uso del “nosotros” se diluye la responsabilidad unipersonal, y se adquiere la
autoridad o la legitimidad asociada con un colectivo.
El llamado plural “mayestático” es el uso de la primera persona del plural para la perso -
na que habla cuando ésta se inviste de la máxima autoridad: tradicionalmente el Papa o el Rey.
Se trata de un uso simbólico tradicional de “distinción”, que se percibe como arcaico por su es-
casa utilización fuera de estos personajes singulares. Sin embargo, su uso persiste, formando
parte de la escenificación y los rituales de presentación pública de la monarquía o del papado.
Asociado con este uso y más adecuado a la contemporaneidad y a los usos democráticos, nos
encontramos con representantes del gobierno, presidentes, etc., que suelen usar este “noso-
tros”, que queda a medio camino entre un uso ritual de las autoridades máximas y un uso de
representación del grupo.
Otro uso del “nosotros” es el llamado inclusivo, aquel que incorpora al Receptor en la re-
ferencia al Emisor. Puede ser un uso intencionado para acercar las posiciones de los protago -
nistas de la enunciación, y se da en todos los casos en que es importante para el emisor la invo-
lucración del receptor, particularmente en relaciones asimétricas como la de médico/paciente,
maestro/alumno, que necesitan una señal de acercamiento suplementaria para superar la ba-
rrera jerárquica y conseguir el grado suficiente de aproximación y complicidad.

Profesor a alumnos: Vamos a seguir con los problemas de matemáticas.


Médico a paciente: ¿Hemos tomado la medicina, hoy?
Científico a público: El segundo de los fenómenos apuntados es el de refracción. Aquí tene-
mos también un análogo cotidiano en el caso de la luz: cuando introducimos un lápiz den-
tro de un vaso lleno de agua nos da la impresión de que está roto. Ello se debe al hecho de
que las ondas al pasar de un medio —el aire— a otro distinto —el agua— sufren una desvia -
ción de su trayectoria (D. Jou y M. Baig, La naturaleza y el paisaje, Barcelona, Ariel, 1993).

También se da en otros casos, como en las columnas periodísticas y los artículos de opi-
nión, en los que los escritores buscan la complicidad de los lectores, para involucrarlos en su
punto de vista:

Estamos de nuevo en diciembre. Me silban los oídos de la presión del tiempo fugaz: es
como quien va en moto por una autopista y siente cómo le muerde el viento las orejas. Ya
han caído otros 12 meses a la tumba de la memoria y nos acercamos una vez más a Navi-
dad. Las ames o las odies, las fechas navideñas son fechas cruciales. Tienen demasiada car-
ga social, demasiada sustancia a las espaldas. Por es me silban los oídos más que nunca: el
tiempo se escurre siempre de la misma manera, pero es en navidades cuando te entra el
vértigo (R. Montero, “Navidad”, El País, 5-XII-1993).

En conclusión, los locutores pueden optar por inscribirse en su texto de variadas mane-
ras, ninguna de ellas exenta de significación en relación con el grado de imposición, de respon-
sabilidad (asumida o diluida) o de involucración (con lo que se dice o con el Interlocutor).

1.1.3. La inscripción del TÚ


El Receptor se hace explícito en el texto canónicamente a través de los deícticos de
segunda persona, singular y plural. Pero además encontramos la deixis social (Levinson,
1983:80), que ha quedado codificada en formas específicas de tratamiento. En la variante están -
dar de la península Ibérica se expresa con Tú (indicar de confianza, conocimiento, proximidad)
129

y Usted (indicador de respeto, desconocimiento, distancia). Por causas históricas (que indican
cómo han afectado a lo largo del tiempo los cambios sociales en el uso lingüístico de la referen -
cia personal) el tratamiento tiene usos variados en las diferentes comunidades y lugares de ha -
bla española (véase en el trabajo de Carricaburo, 1997, una presentación de los distintos usos
en España y América). Así, por ejemplo, se manifiesta:

- para la variante septentrional hablada en la península Ibérica: tú te marchas, usted se


marcha, vosotros os marcháis, ustedes se marchan;
- para la variante meridional hablada en la península: tú te marchas, usted se marcha, us-
tedes (vosotros) os marcháis, ustedes se marchan;
- para la variante hablada en Argentina: vos te marchás, usted se marcha, ustedes se
marchan, ustedes se marchan.

La combinación de deícticos de sujeto y de objeto, junto con la concordancia en segunda


y tercera persona han actuado en la práctica de las relaciones sociales para diferenciar el trato
con el Interlocutor, en los parámetros de distancia/proximidad, respeto/confianza, poder/soli-
daridad, formalidad/informalidad, ámbito público/ámbito privado, conocimiento/desconoci-
miento, etc. Estos parámetros pueden mezclarse, estableciéndose así una diferenciación sutil,
que es el resultado de la combinación entre los usos establecidos y el propósito que tiene el lo-
cutor al relacionarse con el Interlocutor en cada instancia de comunicación. Por ejemplo, pue-
de darse una situación que combine un alto grado de confianza y conocimiento mutuo, y al
mismo tiempo una diferencia de posición social que determine el uso de usted (caso de la rela-
ción padres/hijos en épocas pasadas, de jefe/subordinado, de empleada doméstica/empleado-
res, etc.). Y también se puede dar el caso que ante un encuentro nuevo, entre personas que no
se conocen previamente, la elección de formas de tratamiento construya el tipo de relación, es
decir, oriente la relación en un sentido más o menos formal.
El uso de los deícticos se adecua al papel que el locutor asigna a su interlocutor (la mayo -
ría de las veces determinado por el estatus y la posición social); pero así como hemos visto que
el Emisor se puede inscribir también con otras formas, el Receptor puede ser inscrito como
parte de un grupo (2ª persona plural) o también incluyendo al locutor (con primera persona
plura) o con la segunda persona singular generalizadora, especialmente en el uso coloquial
(ejemplo 2). Finalmente, en lo que se refiere al español estándar de la península Ibérica, la con -
cordancia gramatical en tercera persona de los deícticos que se refieren al interlocutor en el
trato de distancia o respeto han convertido este uso en indicador de formalidad y de distancia
en la relación con el Interlocutor. Las concordancias en tercera persona de las formas de trata-
miento de usted y de los honoríficos son, al separarse de la concordancia con la segunda perso-
na gramatical, marcas de “distinción”:

su excelencia está…, su majestad se encuentra…, su señoría ha dicho…


ustedes se van…, usted ha pronunciado…

2. Deixis espacial
Con la deixis espacial se organiza el lugar en el que se desarrolla el evento comunicativo.
Para ello se selecciona, del entorno físico, aquello que interesa destacar, y se sitúa en el fondo o
fuera del “escenario” aquello que no interesa o sólo de forma subsidiaria, es decir, se construye
130

el “proscenio” y los decorados del fondo del escenario. La deixis espacial señala los elementos
de lugar en relación con el espacio que “crea” el yo como sujeto de la enunciación. Cumplen
esta función (véase Kerbrat-Orecchioni, 1980: 63-70) los adverbios o perífrasis adverbiales de
lugar (aquí o acá / ahí / allí o allá; cerca /lejos; arriba / abajo; delante / detrás; a la derecha / a la iz-
quierda, etc.), los demostrativos (este/a / ese/a / aquel/la), algunas locuciones prepositivas (de-
lante de / detrás de, cerca de / lejos de), así como algunos verbos de movimiento (ir / venir, acercar-
se / alejarse, subir / bajar). Como veíamos con la deixis de persona, también podemos jugar con
el espacio y “mover” los elementos según nuestros propósitos. Así el “aquí” o “acá”, “esta” o
“este” puede señalar algo que está en mi persona o algo que está cerca de “nosotros”, puede
ser “aquí, en mi pierna” o “aquí, en el planeta Tierra”; igual sucede con el “ahí” / “ese/a”,
“allí” o “allá” / “aquel/la”, ya que su sentido siempre tendrá que interpretarse de forma local,
en relación con lo que hemos designado como “aquí”, y seguramente teniendo en cuenta otros
factores del contexto, por ejemplo, elementos no verbales (gestos, miradas, posturas, movi -
mientos, etc.). La deixis espacial tiene, además, una función muy importante —si se quiere de
tipo metafórico— para marcar el territorio, el espacio público y el privado, y, como consecuen-
cia, para señalar la imagen y la distancia de las relaciones sociales, como lo demuestran expre-
siones del tipo pasarse de la raya; meter la pata; ponerse en su sitio; no pase usted de ahí; póngase en
mi lugar; no te metas donde no te llaman, etc.
131

3. Deixis temporal
Indica elementos temporales tomando como referencia el “ahora” que marca quien ha-
bla como centro deíctico de la enunciación. Básicamente cumplen esta función los adverbios y
las locuciones adverbiales de tiempo, el sistema de morfemas verbales de tiempo, algunas pre-
posiciones y locuciones prepositivas (antes de / después de, desde, a partir de…), así como algunos
adjetivos (actual, antiguo / moderno, futuro, próximo…). Veamos las referencias deícticas de tiem-
po tal como las presenta Kerbrat-Orecchioni (1980: 61-62):

Deícticos Relativas al cotexto


Referencia: T0 Referencia: y expresado
En el contexto
Simultaneidad en ese momento; en ese/aquel momento;
ahora entonces
ayer; anteayer; el otro día; la víspera;
Anterioridad la semana pasada; la semana anterior;
hace un rato; un rato antes,
recién, recientemente un poco antes
mañana; pasado mañana; al día siguiente; dos días des-
el año próximo; pués;
Posterioridad dentro de dos días; al año siguiente;
desde ahora; pronto (dentro de poco); dos días más tarde;
en seguida desde entonces; un rato des-
pués;
a continuación
hoy; otro día
Neutros el lunes (= el día más próximo, antes o
después, a T0);
esta mañana; este verano

Con la deixis de tiempo ponemos las “fronteras” temporales que marcan el “ahora” res -
pecto al “antes” y al “después”. Pero los límites que se marcan con el “ahora” pueden también
referirse a una secuencia particular dentro del evento, sería el caso del “ahora” más estricto o
pueden referirse a un tiempo que abarca mucho más de lo que dura el evento (por ejemplo:
“ahora” = siglo XX). Por ello el sentido de los deícticos de tiempo también tiene que interpre -
tarse localmente, de acuerdo con las coordenadas concretas en que esas piezas se utilizan.
132

Delphine Perret
Los apelativos (adaptación)
En Langages, Nº 17, 1970.

Cuando un término del léxico es empleado en el discurso para mencionar a una persona,
se convierte en apelativo. Existen apelativos usuales; son los pronombres personales, los nom-
bres propios, algunos sustantivos comunes, los títulos (“mi general”), algunos términos de re -
lación (“camarada”, “compañero”), los términos de parentesco, los términos que designan a un
ser humano (“muchachita”). Otros términos, empleados metafóricamente para designar a un
ser humano, constituyen igualmente apelativos usuales (“mi gatito”); también algunos adjeti-
vos son empleados con la misma función (“mi querido”). Los apelativos se usan como la prime-
ra, segunda y tercera persona del verbo para designar la persona que habla, el locutor; aquella a
quien se habla, el alocutario; y aquella de la cual se habla, el delocutor. Se los llama respectiva-
mente locutivos, alocutivos (o vocativos) y delocutivos.

Todo apelativo:
a. tiene un carácter deíctico: permite la identificación de un referente, con la ayuda de
todas las indicaciones que puede aportar la situación.
b. tiene un carácter predicativo: el sentido del apelativo elegido, incluso si es pobre, per-
mite efectuar una cierta predicación explícita.
c. manifiesta las relaciones sociales: por eso permite efectuar una segunda predicación,
sobreentendida, que remite a la relación social del locutor con la persona designada.

El vocativo, en particular:
a. llama la atención del alocutario por la mención de un término que le designa, y le indi-
ca que el discurso se dirige a él. Por el término elegido, el locutor indica también qué
relación tiene con él y le atribuye una caracterización y un rol que tienden a hacerle in-
terpretar el discurso de cierta manera: compañeros, argentinos, ciudadanos, hijos valientes
de la patria. A veces el vocativo constituye un enunciado: “El que toca el bombo”.
b. la predicación efectuada con la ayuda del sentido de la palabra constituye un juicio
acerca del alocutario. El juicio es fácilmente reconocible en las injurias vocativas, donde
constituye la principal motivación de la enunciación del vocativo. La riqueza semántica
varía en función de la riqueza del léxico de los apelativos usuales. Pero los apelativos
inusuales son también posibles, ya que el léxico injurioso constituye una serie léxica
abierta.
133

c. la enunciación de un vocativo predica una relación social que puede ser conforme a la
relación considerada determinante, como no serlo, y puede tener entonces como única
motivación la predicación de esta relación. Se llama en general constitutiva toda predi-
cación de una relación que no ha sido nombrada entonces, incluso si se espera que sea
predicada de esa manera.
134

Dominique Maingueneau
Observaciones sobre casos temporales
(adaptación)
En Introducción a los métodos de análisis del discurso,
Buenos Aires, Hachette, 1976.

El presente: tiempo de base del discurso y forma cero


El presente es a la vez tiempo de base del discurso definido por su coincidencia con el mo-
mento de enunciación, y término no marcado del sistema del indicativo. Por eso es polivalente:
posee tanto un valor deíctico que lo opone a los otros tiempos, pasados y futuros, como valor
no-temporal, ligado a su estatuto de forma cero del sistema.
En tanto que forma no-marcada del indicativo, el presente es susceptible de integrar
enunciados que expresan el pasado o el futuro (los adverbios suministran la información tem-
poral): “Mañana viajo”.
• El presente genérico: es una forma atemporal (no se opone al pasado ni al futuro) pro-
pia de enunciados correspondientes a ciertos tipos de discursos: máximas, textos teóri-
cos, textos jurídicos, etc. El presente permite construir un universo de definiciones, de
propiedades, de relaciones extrañas a la temporalidad o planteadas como tales.
• El presente histórico: es el empleado en un relato, en lugar del pretérito indefinido,
con el cual alterna sin dificultad. El locutor narra como si comentara. El inconvenien -
te que presenta es que, como no puede explotar la alternancia indefinido/imperfecto,
achata el texto y pierde la posibilidad de todo escalonamiento en profundidad.

Valores modales del futuro


• La combinación de la primera persona con el futuro es a menudo interpretable como
un acto de promesa. El locutor no sólo informa de su intención de hacer algo sino que
asume la obligación moral de hacerlo. Cuando un político dice en un discurso electoral:
“Construiré escuelas” asume cierto compromiso.
• La combinación de la segunda persona con el futuro es generalmente comprendida
como una orden, a veces como una predicción. Esto deriva de las relaciones entre enun-
135

ciador y alocutario: la posibilidad de decir a alguien “Harás tal cosa” remite a un po-
der (orden) o a un saber (predicción) del enunciador.
• La asociación de la tercera persona con el futuro recibe en general tres tipos de inter-
pretación modal: necesidad y, a veces, posibilidad. La necesidad puede corresponder se-
gún los casos a una predicción o a una orden: “La decisión se tomará en este recinto”.
Expresada por las formas del futuro la modalidad de lo probable no tiene el valor
deíctico de un futuro sino de un presente: “Ahora estará ganando lo mismo”, “Serán
las ocho”. La modalidad de lo posible puede también ser expresada por el futuro, aun -
que se trate de una modalidad menos frecuente que las otras: “La aparición de este fe-
nómeno obedece a las leyes mal conocidas: se observará muchas veces durante un
mes y no se le verá más durante dos años”.

(No se debe olvidar que la forma más frecuente del futuro en el español rioplatense es la
perifrásica: ir a + infinito: “Voy a salir” por “saldré”, “te voy a matar” por “te mataré”.)
136

Harald Weinrich
Mundo comentado / mundo narrado
(adaptación)
En Estructura y función de los tiempos en el lenguaje, Madrid,
Gredos, 1975.

Las formas temporales son signos “obstinados” (los valores de recurrencia, expresados
en términos de frecuencia por línea son elevados), mientras que las localizaciones temporales
(fechas, adverbios, etc.) son débilmente recurrentes, es decir, “no obstinadas”. Las formas ver-
bales integran constelaciones donde predomina un tiempo o grado de tiempos. Podemos afir -
mar, entonces, que el fenómeno general de la obstinación es acompañado por el fenómeno más
específico del predominio temporal. Si examinamos textos correspondientes a diversos géne-
ros podremos comprobar que el tiempo dominante es o el presente o el indefinido (o pretérito
perfecto simple) asociado con el imperfecto. En relación con el presente aparecen el pretérito
perfecto y el futuro; los tres integran así un primer grupo de verbos. El segundo está compues-
to por el pretérito perfecto simple, el imperfecto, el pluscuamperfecto, el pretérito anterior y
el condicional. Los tiempos del grupo I pueden caracterizarse como tiempos comentativos, y los
del grupo II como tiempos narrativos.
La obstinación de los morfemas temporales en señalar comentario o relato permiten al
locutor influir en el alocutario, modelar la recepción que desea para su texto. Al emplear los
tiempos comentativos hago saber al interlocutor que el texto merece de su parte una atención
vigilante (grado de alerta I); con los tiempos del relato, en cambio, advierto que otra escucha,
más distendida, es posible (grado de alerta II). Es esta oposición entre el grupo de tiempos del
mundo narrado y el del mundo comentado la que caracterizamos globalmente como actitud de
locución (por supuesto que la actitud del locutor exige del alocutario una reacción correspon-
diente, de tal manera que la actitud de comunicación así creada les es común).
Géneros representativos de los tiempos del mundo comentado son el diálogo dramático,
el memorándum político, el editorial, el testamento, el informe científico, el ensayo filosófico,
el comentario jurídico y todas las formas del discurso ritual, codificado y realizativo. Todo co -
mentario es un fragmento de acción; por poco que sea, modifica siempre la situación de los in-
terlocutores y los compromete mutuamente.
A los tiempos del mundo narrado corresponden otras situaciones de locución: una his -
toria de juventud, un relato de caza, un cuento inventado por uno mismo, una leyenda piado -
sa, un cuento muy “escrito”, un relato histórico o una novela; pero también una información
periodística acerca del desarrollo de una conferencia política, aunque esta tenga gran interés
137

(lo que cuenta no es que el objeto de la información sea importante en sí, sino que el locutor,
por la manera como la presenta, haya querido o no provocar en el alocutario reacciones in -
mediatas).
El tiempo del texto y el tiempo de la acción pueden coincidir o no. Los tiempos verbales
son en general los encargados de señalar la coincidencia o divergencia entre los dos. En el gru-
po de los tiempos comentativos, el pretérito perfecto representa la retrospección y el futuro
marca la prospección. En el grupo de los tiempos narrativos, el pluscuamperfecto y el pretérito
anterior expresan la retrospección y el condicional es el que permite anticipar una informa-
ción no sancionada aún por la realización de la acción. Retrospección y prospección (informa -
ción referida e información anticipada) son reunidas bajo el concepto de perspectiva de locución.
Esta incluye igualmente en los dos grupos temporales un grado cero: el presente en el comen-
tario y el imperfecto y el pretérito perfecto simple en el relato. En ambos casos el locutor re-
nuncia a su poder de atraer la atención del alocutario sobre la separación entre los dos tiem-
pos. El futuro y el condicional compuesto, por su parte, combinan retrospección y prospección;
se los puede definir, cada uno en su grupo, como los tiempos de la retrospección anticipada.
A las dos dimensiones hasta ahora señaladas en el sistema de los tiempos hay que agre-
gar una tercera: la puesta en relieve. Este concepto intenta dar cuenta de la función que a veces
los tiempos cumplen de proyectar a un primer plano algunos contenidos y empujar otros hacia
la sombra del segundo plano. El imperfecto es, en el relato, el tiempo del segundo plano, y el
pretérito perfecto simple el del primer plano. En el comentario, gestos, deícticos y diversos da -
tos situacionales permiten diferenciar el primer plano. Cuando estos están ausentes, las pala -
bras se alejan del primer plano y retroceden hacia lo general.

Perspectiva
Retrospección Grado cero Anticipación
Pret. perfecto comp.
Pret. perfecto simple
Comentario Pretérito imperfecto Presente Futuro
Formas perisfrásticas
Actitud
del pasado
Pretérito Pret. perfecto
Pluscuamperfecto
Narración imperfecto simple Condicional
Pretérito anterior
(Indefinido)
Segundo plano Primer plano
Puesta en relieve
138

Helena Calsamiglia y Amparo Tusón


Mundo narrado y mundo comentado
(adaptación)
En Las cosas del decir, Barcelona, Ariel, 1999.

La aportación de Weinrich (1964) sobre este tema es muy valiosa porque estudia el uso de
los tiempos verbales en los textos, desde una perspectiva comunicativa. Coincidiendo con la
orientación enunciativa de Benveniste, defiende el estatuto subjetivo del tiempo en la lengua.
Efectivamente, para empezar, distingue claramente el Tiempo Lingüístico del Tiempo Físico
(cuarta dimensión, lineal, irreversible y unidireccional) y el Tiempo Cronológico (relativo a los
acontecimientos, percibido y pensado en bidireccionalidad, hacia el pasado y el futuro, base del
calendario establecido convencionalmente). El Tiempo Lingüístico, aunque presupone el tiempo
cronológico, no coincide con éste: presenta la particularidad de tener al hablante como centro
deíctico para que éste implante así su perspectiva por medio del sistema deíctico de tiempo.

No se trata en la teoría sistemática de la expresión del tiempo —en la cual puede, en nuestras len-
guas, corresponder a un nombre sustantivo o a otras categorías gramaticales—, sino de una impli-
cación (y de una subsiguiente explicación) de orden estrictamente formal: el verbo implica el tiempo
en su forma misma, y no en virtud de sus sustancia semántica, y, al implicarlo, lo explica por un
desfile de casos temporales, cosa de la que no es capaz el sustantivo ni ninguna otra parte de la
oración (Molho, 1975: 35).

[El verbo] se presenta como un sistema de representaciones temporales, que son otras tantas con-
ceptibilidades que la mente se da del tiempo que por experiencia percibe (ibid., 1975: 61).

Para Weinrich, el verbo, con sus morfemas de tiempo, tiene el valor de poder ser usado
para usar la predicación como no se puede hacer con ninguna otra categoría gramatical, ya que
proporciona pistas recurrentes de los dos modos fundamentales de representar la realidad:
como relato o como comentario. Weinrich divide en dos grupos los tiempos simples y com-
puestos del indicativo. Un grupo para referirse al mundo narrado y otro grupo para referirse al
mundo comentado. Para cada uno de los grupos establece un origen o tiempo 0 (T0) que se ins-
taura para mostrar al destinatario la posición que toma el hablante. Para representar el mundo
narrado hay dos T0: el Pretérito y el Indefinido (actualmente denominado Pretérito Perfecto
Simple). Para representar el mundo comentado sólo un T0: el Presente. El resto de los tiempos
de uno y otro grupo se sitúan con respecto a su origen de forma retrospectiva o prospectiva:
designan la perspectiva comunicativa relativamente al punto 0 de los grupos temporales co-
139

rrespondientes. La distribución, sin pretender ser exhaustiva, queda como se refleja en el cua-
dro de la página siguiente.
La asimetría entre los dos grupos, en favor de los tiempos del mundo narrado, la explica
Weinrich porque “el lenguaje pone a disposición del mundo del relato más tiempos porque es
más difícil situarse en el mundo narrado que en el mundo comentado en el que nos movemos
con toda confianza” (ibídem: 208). El hablante selecciona un origen y, en principio, se adecua al
uso de unos tiempos verbales que concuerdan con este origen a lo largo del texto. Así, un texto
narrativo es fácilmente identificable por su anclaje enunciativo en la deixis temporal de la na -
rración. De esta manera, la aparición recurrente de un grupo de tiempos verbales en un texto
funciona como una “llamada” a la conciencia del Oyente o Lector para que considere aquello
que se representa a través del discurso como algo que le implica (mundo comentado) o como
algo que le libera de la coerción de la situación y que le emplaza en un escenario distinto (mun -
do narrado).
La combinación de adverbios y otros organizadores textuales con el sistema de los tiem -
pos verbales es de crucial importancia en la creación de la coherencia textual.

Grupo temporal I Grupo temporal II


mundo comentado mundo narrado
habrá cantado habría cantado
cantará cantaría
va a cantar iba a cantar
canta (T0) cantaba (T0)
cantó (T0)
ha cantado había cantado
hubo cantado
acaba de cantar acababa de cantar
está cantando estaba cantando

Frente al presente del “mundo comentado” hay una pareja en el “mundo narrado”. La exis-
tencia de esta pareja la interpreta Weinrich como un indicio de que debe estar en relación
con el “narrar”. El imperfecto, efectivamente, se encuentra en el principio de la narración,
en la exposición que introduce al receptor al mundo narrado. El indefinido (Pretérito Per-
fecto Simple) se encuentra, sobre todo, en el núcleo de la narración. Así pues, el indefinido
reproduce los momentos esenciales, el imperfecto introduce las circunstancias más secun-
darias. […] Algunos organizadores como “de repente”, “de pronto”, advierten que se acerca
una complicación y suelen asociarse también al indefinido; otros como “después”, “en-
seguida” parecen indicar la sucesión de los acontecimientos, así como “entonces” se asocia
a la resolución (Ramspott, 1992: 102-103).

A las dos dimensiones hasta ahora señaladas en el sistema de los tiempos hay que agre-
gar una tercera: la puesta en relieve. Este concepto intenta dar cuenta de la función que a veces
los tiempos cumplen, de proyectar a un primer plano algunos contenidos y empujar otros ha-
cia la sombra del segundo plano. El imperfecto es, en el relato, el tiempo del segundo plano. En
el comentario, gesto, deícticos y diversos datos situacionales permiten diferenciar el primer
plano. Cuando éstos están ausentes las palabras se alejan del primer plano y retroceden hacia
lo general.
De hecho, los tiempos verbales, más allá de su valor deíctico estricto en relación con el
momento de la enunciación, tienen un valor simbólico y estructurador de los diferentes tipos
de discurso, como señala Ramspott en el fragmento que acabamos de citar. La narración es el
espacio de los juegos de los tiempos del pasado. En la explicación tiende a dominar el presente,
140

así como en la descripción, aunque, en este último caso, depende de cuál sea el entorno en el
que se sitúa una descripción (por ejemplo, si aparece como parte de una narración, el imper-
fecto es el tiempo típico). Para la argumentación parece que el condicional y el futuro son los
tiempos más apropiados.
Esto no significa, sin embargo, que los textos muestren siempre homogeneidad en los
tiempos verbales, porque la alternancia de tiempos y su ocurrencia en contextos no esperados
les confiere funciones nuevas. Esas funciones que algunos autores han llamado “secundarias”,
“dislocadas” o “metafóricas” y que permiten a los deícticos tener un papel en la modalización y
en la expresión del matiz. El hecho de que se encuentren cambios de un grupo a otro en el de -
curso de un mismo texto permite estudiar la función fundamental que éstos cumplen. Wein-
rich justifica la aparición de tiempos no concordantes por la utilización metafórica; es decir,
una vez establecidos los valores comentativos o narrativos de los distintos tiempos de indicati -
vo, si aparecen en un contexto que no les corresponde, adquieren una significación metafórica
que sólo se puede dar en el co-texto. La aparición de tiempos del grupo narrativo en el contex-
to de los tiempos del comentario constituyen metáforas que limitan el efecto o apariencia de
validez del discurso comentativo, suavizando su contenido originario con matices de cortesía,
modestia, cariño, transposición a un mundo que no es real y, en general, aportando distancia y
relajamiento en la implicación del enunciador. Por el contrario, la aparición de tiempos del
grupo del comentario en el contexto de los tiempos de la narración constituyen metáforas que
intensifican la apariencia de validez del discurso, aportando matices de tensión, dramatismo
o, simplemente, compromiso.

Las dos formas fundamentales de las metáforas temporales podemos colocarlas bajo el con-
cepto de como si: se comenta como si se narrase (con lo que se limita su validez) o se narra
como si se comentase (con lo que se insiste sobre la validez). El lenguaje no sólo gusta de
perspectivas, sino también de ilusiones de perspectiva (Weinrich, 1964: 167).

De ahí se derivan, por ejemplo, los valores corteses “yo venía a ver si me prestaba unas
sillas para una cena que tenemos hoy” o el valor de realidad evocada en los juegos de los niños
“yo era el rey y tú el gato con botas” en el mundo del comentario o bien el presente usado en
las narraciones, como puede verse en el siguiente fragmento de la conversación que hemos
presentado en el capítulo 2:

13. V — == y yo bajé:: | (???) cuando bajé:: a probarme aquella noche <…> que tú te ibas a cenar
14. pues entonces bajé ||
15. M — == explícaselo explícaselo
16. V — == y luego el domingo tu padre estaba ahí || y no dijo nada | y luego el domingo le digo
17. Virginia y digo que:: que ha dicho la Loli y la:: y la Rosa digo que van a poner ¡es verdá!
18. que van a poner un autocar || pa ir todos como los borregos todos juntos [risas] <…> juntos
19. <…> y dice tu padre || anda
20. M — ¡no::!
21. V — ¿no? ¿cómo fue?
22. M — fue tu marío que le dice::
23. V — == bueno sí uno de los dos
24. M — fue tu marío tu marío fue el que empezó | fue (???) tu marío que le dice al papa
25. salta y dice | ¡oye Pozuelo! || y:: y ¿tú dejas de ir a:: a tu mujer a la fiesta? dice hombre me
26. ha dicho que si no dejo ir a la fiesta que no va la tuya dice | ANDA | pues si la mía me ha
27. dicho lo mismo que si no vas <…>
141

Catherine Kerbrat-Orecchioni
Los subjetivemas (adaptación)
En La enunciación, Buenos Aires, Hachette, 1986.

Los rastros semánticos de los elementos léxicos que pueden considerarse subjetivos son
los siguientes:
▸ afectivo
▸ evalutativo, que puede dividirse en dos:
– axiológico, un rasgo bueno/malo, que afecta al objeto denotado y/o a un elemento
asociado contextualmente.
– Modalizador, que atribuye un rasgo del tipo verdadero/falso, también, en cierta for-
ma, axiológico, ya que el verdadero implica bueno.

Consideraremos los elementos léxicos en sus clases tradicionales, para mostrar cómo se
realizan estos rasgos.

Sustantivos
La mayor parte de los sustantivos afectivos y evaluativos son derivados de verbos o de
adjetivos, por los que consideraremos en el análisis de éstos (amor/amar, belleza/bello, etc.).
Hay, sin embargo, un cierto número de sustantivos no derivados que se pueden clasificar den -
tro de los axiológicos como peyorativos (desvalorizadores)/elogiosos (valorizadores).

a) El rasgo puede estar representado por un significante, mediante un sufijo:


-acho: comunacho
-ete: vejete
-ucho: pueblucho

b) El rasgo axiológico está en el significado de la unidad léxica; no son fijos, sino que de -
penden de varios factores: fuera ilocutiva, tono, contexto, etc. Por ejemplo:

“La casa de José es una tapera”

“Tapera” tiene, casi siempre, el rasgo peyorativo, lo que no impide que alguien mues-
tre su casa y diga: “¿Te gustó la tapera?” donde el rasgo puede ser elogioso mediante
142

ironía. Por lo general, en todas las lenguas los sustantivos relacionados con lo escato-
lógico o sexual tienen un rasgo peyorativo, aunque puede variar en ciertos contextos.

Adjetivos
Se pueden dividir según los siguientes rasgos:
a) Afectivos: además de una propiedad del objeto enuncian una reacción emocional del
hablante:

“Fue una escena terrible.”

b) Evaluativos no axiológicos: implican una evaluación cualitativa o cuantitativa del ob-


jeto, sin enunciar un juicio de valor ni un compromiso afectivo del locutor. Su uso es
relativo a la idea que tiene el hablante de la norma de evaluación para la categoría de
objetos:

“Esta casa es grande.”


“El camino es bastante largo.”

c) Evaluativos axiológicos: además de la referencia a la clase de objetos al que se atribuye


la propiedad, al sujeto de la enunciación y sus sistemas de evaluación, aplican al obje -
to un juicio de valor:

“Se dirigió a mí un hombre ambicioso.”

Adverbios
Los más importantes de los adverbios subjetivos son los modalizadores. Se pueden clasi-
ficar en los siguientes términos:
I) Modalizadores de la enunciación o del enunciado.
a) de la enunciación: remiten a una actitud del hablante con respecto a su enunciado:
“Francamente, no sé si vendré mañana.”
b) del enunciado: remiten a un juicio sobre el sujeto del enunciado:
“Posiblemente Juan no lo sepa.”
II) Modalizadores que implican un juicio.
a) de verdad:
“Quizá pueda curarse pronto.”
“Sin duda me casaré con ella.”
b) sobre la realidad:
“En efecto, Juan no vino ayer.”
“De hecho estuve totalmente equivocado.”

Finalmente, se pueden mencionar los adverbios restrictivos y apreciativos:


“Apenas me alcanzó para hacer la torta.”
“Resultó casi perfecto.”
143

Verbos
Algunos verbos están marcados subjetivamente de forma muy clara (por ejemplo “gus-
tar”). Su análisis implica una distinción triple:
I) ¿Quién hace el juicio evaluativo? Puede ser:
a) El emisor: es el caso de verbos del tipo pretender.
b) Un actante o participante del proceso, por lo general el agente, que en algunos ca-
sos puede coincidir con el sujeto de la enunciación (“Deseo que…”). En esta medida,
los verbos del tipo desear, querer, se incorporan en esta clase como subjetivos ocasio-
nales.
II) ¿Qué es lo que se evalúa?
a) El proceso mismo y, al mismo tiempo, el agente: “X chilla”.
b) El objeto del proceso, que puede ser:
1. una cosa o un individuo: “Detesto”.
2. un hecho, expresado mediante una proposición subordinada: “x desea que p”.
III) ¿Cuál es la naturaleza del juicio evaluativo? Se formula esencialmente en términos de:
a) bueno/malo: en el dominio de lo axiológico.
b) verdadero/falso/incierto: es el dominio de la modalización.

 Verbos subjetivos ocasionales


No implican un juicio evaluativo más que cuando están conjugados en primera persona
(o cuando el agente del proceso coincide con el sujeto de enunciación).
I) Tipo bueno/malo.
a) Verbos de sentimiento: expresan una disposición favorable o desfavorable del
agente del proceso frente a su objeto y, correlativamente, una evaluación positiva o
negativa de este objeto: apreciar, ansiar, amar, odiar, detestar, temer, etc.
b) Verbos que denotan un comportamiento verbal: alabar, denotar, censurar, elogiar.
II) Tipo verdadero/falso/incierto.
Se trata aquí de los verbos que denotan la manera como un agente aprehende una reali -
dad perceptiva o intelectual: a esta aprehensión puede presentársela como más o menos
segura o, al contrario, como más o menos discutible (a los mismos ojos del agente cuya
experiencia se narra).
a) Verbos de percepción:
“A Juan le parecía que el sol quemaba.”
“Me parece que el sol quema.”
b) Verbos de opinión (aprehensión intelectual):
“Creo que tiene razón.”

 Verbos intrínsecamente subjetivos


Implican una evaluación cuya fuente siempre es el sujeto de la enunciación.
I) Tipo bueno/malo.
La evaluación se refiere en primer lugar al proceso denotado (y, de contragolpe, a uno
y/u otros de sus actantes): “Dejate de rebuznar.”
Un verbo de este tipo implica una evaluación hecha por el emisor sobre el proceso deno -
tado (y de rebote sobre el agente que es responsable de este proceso).
II) Tipo verdadero/falso/incierto.
144

a) Verbos de decir:
1. Cuando el emisor no prejuzga de la verdad/falsedad de los contenidos enuncia-
dos encontramos verbos del tipo decir, afirmar, declarar. Por ejemplo: “Juan afir-
mó que Pedro tenía razón”.
2. Cuando el emisor toma implícitamente posición encontramos verbos del tipo
pretender, confesar, reconocer. Por ejemplo: “Juan pretendió que Pedro tenía ra-
zón”.
b) Verbos de juzgar:
1. Cuando el emisor emplea la estructura “Juan critica a Pedro por lo que hizo”
está admitiendo como verdadera la proposición “Pedro es responsable de haberlo
hecho”.
2. Cuando el emisor emplea la estructura “Juan acusa a Pedro de haberlo hecho”
no se pronuncia sobre la verdad de esta imputación.
c) Verbos de opinión: enuncian una actitud intelectual de X frente a P, por ejemplo:
imaginarse.
145

Dominique Maingueneau
Las modalidades (adaptación)
En Introducción a los métodos de análisis del discurso, Buenos Aires,
Hachette, 1980.

Penetramos en uno de los dominios menos estables, uno de los más confusos también, de
la teoría de la enunciación; lamentablemente, el análisis del discurso está obligado a recurrir a
él constantemente. Aquí nuestras ambiciones serán todavía extremadamente modestas, y
apuntarán sólo a presentar algunos elementos necesarios para un planteo del problema. Los
términos modalidades, modal, modalizador, modalización están cargados de interpretaciones,
son reclamados por distintas disciplinas, y remiten a realidades lingüísticas variadas.
Son términos tomados de la lógica, y la gramática tradicional hace de ellos un uso tan
abundante como poco riguroso (categoría verbal del “modo”, actitud del hablante con respecto
a su enunciado, matices del pensamiento, etc.).
Es en Charles Bally, precursor indirecto de la teoría de la enunciación, donde se encuen-
tra un empleo sistemático de esta noción. La modalidad es definida por él como “la forma lin -
güística de un juicio intelectual, de un juicio afectivo o de una voluntad que un sujeto pensante
enuncia a propósito de una percepción o de una representación del espíritu”. 1 En cada frase
hay dos elementos que deben ser distinguidos: el dictum y la modalidad. El dictum corresponde
al contenido representado —intelectual—, a la función de comunicación de la lengua, mientras
que la modalidad remite a la operación síquica que tiene por objeto al dictum. La relación entre
modalidad y dictum no es constante, pero sigue una escala, de lo implícito a lo explícito. Así, el
dictum puede ser realizado por un verbo modal con sujeto modal explícito:

yo = sujeto modal
Yo creo que está allí
creer = verbo modal

o sin sujeto modal: Es preciso que se vaya,


con un adverbio modal: Llegará probablemente,
con un modo gramatical (el imperativo): Quiero que te vayas: ¡vete!, etc.

Bally da un ejemplo significativo de escala, que va desde lo explícito hasta lo sintético (la
modalidad incorporada al dictum). Así, en los enunciados siguientes el dictum es constante:

1 Ch. Bally, “Syntaxe de la modalité explicite”, Cahiers Ferdinand de Saussure (1942), p. 3.


146

a) quiero que usted salga; b) le ordeno salir; c) es preciso que usted salga; d) usted debe salir; e) salga; f)
¡afuera!; g) ¡ust!; h) mímica; i) expulsión física.

Charles Bally piensa que la modalidad está siempre presente, la mayoría de las veces in-
corporada: así, llueve corresponde en realidad a (yo compruebo que) llueve.
Dentro de los límites de este trabajo no podemos ocuparnos de los medios que han pro -
puesto los gramáticos generativistas para integrar a la teoría generativa los elementos lingüís-
ticos que corresponde a las modalidades: nos contentaremos con algunas aclaraciones termi-
nológicas. Según André Meunier, que se inspira en M.A.K. Halliday, 2 se pueden distinguir en
particular dos grandes clases: las modalidades de enunciación y las modalidades de enunciado,
a las que se agregan las modalidades de mensaje.

Las modalidades de enunciación


La modalidad de enunciación corresponde a una relación interpersonal, social, y exige en
consecuencia una relación entre los protagonistas de la comunicación. Una frase no puede re-
cibir más que una modalidad de enunciación —obligatoria—, que puede ser declarativa, inte -
rrogativa, imperativa, exclamativa, y que especifica el tipo de comunicación entre el hablante
y el (los) oyente(s) (Jean Dubois y F. Dubois-Charlier no hablan de “modalidades de enuncia -
ción” sino de “constituyentes de frase”, con una definición muy semejante). Consideremos, por
ejemplo, las frases:

Estoy seguro de que Francia es afortunada.


Estoy afligido de que Francia sea afortunada.

La modalidad de enunciación puede desembocar en una teoría de los “actos de lenguaje”,


aprovechable para el análisis del discurso. Oswald Ducrot hace notar precisamente que el acto
de ordenar implica cierta relación jerárquica; asimismo, el derecho de interrogar no se adjudi -
ca a cualquiera, y remite a un tipo particular de relación social. El mismo autor señala que el
hecho de hacer una pregunta obliga al receptor a continuar el discurso, a responder. En otras
palabras, por vía de las modalidades de enunciación se contribuiría a constituir esta teoría de
las “relaciones interhumanas, de las que la lengua ofrece no solamente la ocasión y el medio sino
también el marco institucional, la regla”.3

Modalidades de enunciado
Las modalidades de enunciado son una categoría lingüística mucho menos evidente; no se
apoyan en la relación hablante/oyente, sino que caracterizan la manera en que el hablante si-
túa el enunciado en relación con la verdad, la falsedad, la probabilidad, la certidumbre, la vero -
similitud, etc. (modalidades lógicas), o en relación con juicios apreciativos: lo feliz, lo triste, lo
útil, etc. (modalidades apreciativas). Así, en: Es posible que venga Pablo, es posible constituye la mo-
dalidad lógica, sintácticamente distinta, aquí, de la “proposición básica” (Pablo venir). En cam-

2 “Modalités et communication”, en Langue Française, 21.


3 Dire et ne pas dire, Hermann, 1972, p. 4.
147

bio, en Pablo está seguramente allí, la modalidad lógica se manifiesta sintácticamente por un ad-
verbio (seguramente).
Lo mismo vale para la modalidad apreciativa: se puede distinguir, por ejemplo, entre Es
una suerte que Pablo esté allí y Afortunadamente Pablo está allí.
En la medida en que una lengua no es de ningún modo un lenguaje lógico, la manera
como las modalidades de enunciado se incorporan a la proposición básica no deja de tener
efecto sobre su significación. Como siempre que se compara lógica y lenguaje, es sorprendente
la diversidad de recursos de la lengua: así, para la modalidad de lo posible, nos encontramos
con estructuras de frases muy variadas, que llegan a hacer dudar de la homogeneidad lingüísti-
ca de esta modalidad:

a) Es posible que partamos.


b) No es imposible que partamos.
c) Puede que partamos.
d) Quizá partamos.
e) Puede ser que partamos.
f) Nuestra partida es posible.
g) Nuestra partida no es imposible.
h) Podemos partir.4

La equivalencia semántica de estas frases presenta dificultades: a) y b), f) y g), respecti-


vamente, difieren sutilmente, mientras que f) y d) son netamente distintas. Según Ducrot, los
tipos f) y d) corresponden a actitudes distintas en el enunciador: f) afirma una posibilidad,
mientras que en d) el hablante “toma cierta actitud, que no es ni afirmación ni rechazo, ante el
acontecimiento considerado […] La posibilidad es afirmada por f) y representada por d)”. 5 Ve
aquí una diferencia análoga a la que opone estoy triste (afirmado) y ¡ay! (representado), tanto
síntoma como expresión del dolor.
Tales diferencias son importantes en una perspectiva de análisis del discurso, teniendo
en cuenta la relación que existe entre enunciador y enunciado.
Además, la lengua no presenta un sistema evidente y simple de modalidades lógicas:
seguramente tiende más a la probabilidad que a la certidumbre; ¿qué decir de ciertamente, sin
duda, etc.? No puede decirse que ciertamente y seguramente sean el correlato exacto de cierto y
seguro. No hay más que evocar la complejidad de los verbos llamados “modales” ( poder, deber)
para comprender cuántas dificultades provoca la noción de modalidad de enunciado. En cuan -
to a las modalidades apreciativas, circunscribirlas o clasificarlas constituye una tarea altamen-
te problemática; es difícil, por ejemplo, identificar:

a) Es una suerte que León se vaya.


b) León se va, ¡por suerte!

4 Señalemos que la modalidad lógica puede estar implícita, ligada a los determinantes, a los tiempos
verbales, etc. Así, en Tes père et mère honoreras [“honrarás a tu padre y a tu madre”], la modalidad de
obligación está presente, ligada a la estructura de la máxima y al futuro. También puede haber ambi-
güedades: Estos vidrios se limpian puede ser interpretado como una posibilidad (pueden limpiarse) o una
necesidad (pueden limpiarse).
5 Op. cit., pp. 66-67.
148
149

La polifonía

Mariana di Stefano y María Cecilia Pereira


Interacción de voces:
polifonía y heterogeneidades

Las preguntas que han orientado la reflexión sobre la polifonía son las siguientes:
• ¿Qué voces se manifiestan en un enunciado?
• ¿El enunciador marca la presencia de otras voces en su enunciado o hay una presen -
cia disimulada?
• ¿Cómo son introducidas esas voces en el discurso?
• ¿Qué relaciones mantiene el enunciador principal con esas voces que deja oír en su
enunciado?
• ¿En qué tradición discursiva se inscribe la interacción de voces que presenta un enun-
ciado?
• ¿Qué función cumplen esas voces en el enunciado?

La presencia de múltiples voces en los discursos fue estudiada por distintos autores, des-
de perspectivas teóricas diferentes. Desde la perspectiva enunciativa, Oswald Ducrot se inte-
resó por observar cómo participa la polifonía de la “puesta en escena” discursiva a través de la
cual el hablante realiza una acción, en relación con sus interlocutores y su contexto, y orienta
hacia una conclusión argumentativa que responde a sus intenciones. Desde esta perspectiva,
destaca que las voces diferentes presentes en un enunciado están asociadas a puntos de vista
que pueden mantener una relación de coorientación o de oposición con el punto de vista del
locutor (o enunciador principal).
Según Ducrot (1984), la polifonía es “la puesta en escena en el enunciado de voces que se
corresponden con puntos de vista diversos, los cuales se atribuyen —de un modo más o menos
explícito— a una fuente, que no es necesariamente un ser humano individualizado.”
Desde la perspectiva del Análisis del Discurso, la presencia de múltiples voces en el
interior de un discurso es interpretada a la vez como una huella del fenómeno de “heteroglo-
sia”, que había señalado Mijail Bajtín, y como una huella de la regulación del interdiscurso en
la producción discursiva, que habían señalado M. Foucault y M. Pêcheux.
Bajtín llamó “heteroglosia” a la multiplicidad de formas del uso del lenguaje asociadas a
las distintas esferas de la praxis social, de las que los sujetos se apropian para hablar. Para
Bajtín, hablar es siempre hacerlo a partir de las palabras de otros, ya que el sujeto adquiere ca-
pacidad de comunicarse verbalmente en situaciones concretas en la medida en que se apropia
150

y adapta a su propia intención lo que otros han dicho a lo largo de la historia en situaciones di -
versas.
El hablante, dice Bajtín, no va a buscar las palabras al diccionario antes de hablar: el ha-
blante va a buscar las palabras a la boca de los demás, que ya hablaron en otros contextos. En
este sentido, para él, la palabra de un hablante es parcialmente ajena, porque lo que dice ya fue
dicho por otros. La idea de heterogeneidad contenida en el concepto de “heteroglosia” remite
a la idea de que todo enunciado deja oír los ecos de distintos sujetos sociales, inscriptos en dis -
tintos espacios sociales, en distintos momentos históricos y en distintas ideologías.
El “interdiscurso” remite al conjunto de reglas de una formación discursiva y al conjunto
de discursos que la componen. Para el Análisis del Discurso, el sentido de un discurso debe con -
siderarse a partir de su relación con el interdiscurso, es decir en relación con los discursos de
la propia formación discursiva y también con los ajenos. En este sentido, el interdiscurso no es
algo exterior a un discurso particular ni un marco que lo contiene, sino una presencia central
que define las posibilidades de producción de un discurso y su identidad frente a los otros. Es
en esa relación en la que se define también la interacción de voces.
Según Jaqueline Authier-Revuz, inscripta en la perspectiva del Análisis del Discurso, la
presencia de múltiples voces en un enunciado se manifiesta a través de dos formas:
• La heterogeneidad constitutiva de la enunciación (concepción de M. Bajtín de hete-
roglosia)
• La heterogeneidad mostrada: el enunciador muestra parcialmente en su enunciado
la heteroglosia; indica que algunas palabras las ha tomado de otro enunciador. Como
no muestra toda la heteroglosia, la heterogeneidad mostrada constituye una repre-
sentación de la constitutiva en el enunciado, construida por el enunciador principal o
locutor. De este modo, el yo representa su autonomía; se diferencia de los otros y
construye su propia identidad. Por eso la heterogeneidad es también designada como
alteridad, ya que deja ver al otro por oposición al yo.

1. Formas prototípicas de la heterogeneidad o alteridad mostrada


Son los llamados discursos referidos, es decir, discursos que remiten al discurso de otro.
Permiten identificar un discurso citante y un discurso citado, aunque los límites entre uno y
otro varían en cada caso:
a) Discurso directo.
b) Discurso indirecto.
c) Discurso indirecto libre.

a) Discurso directo (DD)


• Encadena dos acontecimientos enunciativos: una enunciación citante (la del enuncia-
dor principal) y una enunciación citada (la palabra del otro), diferenciando claramen-
te una de otra y restituyendo palabras textuales de la citada. Para diferenciar ambas
voces utiliza comillas, a veces luego de dos puntos, y utiliza un verbo introductorio
(verbo de decir), que puede aparecer en distintas posiciones.
• Es el discurso citante el que debe explicitar las referencias de la palabra citada, cuyo
grado de precisión varía según los géneros y los enunciados.
151

Ejemplos de DD
- Ejemplo de discurso académico (ensayo)1 en que se explicita quién es el responsable de la
palabra citada, se usa un verbo de decir en posición anterior a la palabra citada, dos puntos y
comillas:

Maingueneau (1991: 11) afirma: “Cuando hoy se habla de una ‘lingüística del discurso’ percibi-
mos que se designa así […] a un conjunto de investigaciones que abordan el lenguaje”. La carac-
terística común de estas investigaciones es que colocan en primer plano la actividad de los suje-
tos hablantes, la dinámica enunciativa, la relación con un contexto social, etc.
No hay duda de que las investigaciones retóricas se inscriben, desde el margen de la disciplina,
en este horizonte de pensamiento.

Cuando la cita excede las tres líneas, las marcas difieren. Se emplea un sangrado mayor y
se suprimen las comillas:

Maingueneau (1991: 11) afirma:


De hecho, cuando hoy se habla de una “lingüística del discurso” percibimos que se designa así no
una disciplina que tendría un objeto bien determinado, sino un conjunto de investigaciones que
abordan el lenguaje colocando en primer plano la actividad de los sujetos hablantes, la dinámica
enunciativa, la relación con un contexto social, etc.
No hay duda de que las investigaciones retóricas se inscriben, desde el margen de la disciplina, en
este horizonte de pensamiento.

Estas marcas de la heterogeneidad mostrada varían históricamente e incluso pueden ser


diferentes según las comunidades académicas de origen.

- Ejemplo de discurso periodístico (crónica)2 en el que se explicita quién es el responsable


de la palabra citada, se utilizan comillas y verbo de decir en posición posterior a la palabra ci-
tada, separado de esta por coma:

“Venimos a plantear la unidad detrás de estas políticas que tienen un impacto positivo a nivel so-
cial, económico y productivo en nuestras provincias que lleva adelante la Presidenta”, dijo Scioli
en declaraciones a la prensa al ingresar a la sede del PJ Nacional de Matheu 130.

b) Discurso indirecto (DI)


El enunciador utiliza diversos marcadores para diferenciar su voz de la citada. La pala-
bra del otro es reformulada, de modo que se pierde nitidez acerca de dónde comienza y termi-
na la palabra de cada uno y se pierde la enunciación original de la palabra citada. Los marcado-
res más frecuentes son:
- X dijo que ... - Según X / Para X / a juicio de X, ...
- Al parecer / se dice que ... - Uso del condicional.
Ejemplos de DI
- El uso de uno u otro marcador, o el uso combinado de estos, pueden marcar mayor o
menor distancia respecto de la voz citada:

1 Tomado de Christian Plantin, La argumentación, Barcelona, Ariel, 2000.


2 Tomado de una nota aparecida en La Nación, 30 de septiembre de 2013.
152

Según fuentes próximas, el Tribunal de Cuentas prepara un informe crítico sobre la Secretaría de
Transporte.

Podría reformularse de los siguientes modos:

El Tribunal de Cuentas prepara un informe sobre la Secretaría de Transporte que, se dice, sería
más bien crítico.

El Tribunal de Cuentas estaría preparando un informe crítico sobre la Secretaría de Transporte.

El presidente del Tribunal de Cuentas sostuvo que en breve se dará a conocer el informe sobre la
Secretaría de Transporte.

Ejemplos de formas híbridas que combinan DD y DI


- DI + Islotes textuales
El gobernador bonaerense Daniel Scioli encabeza la reunión del Consejo Nacional del Partido Justi-
cialista que, según afirmó, fue convocada para mostrar “la unidad” del peronismo detrás de la
presidenta Cristina Kirchner y en “respaldo de los candidatos” del Frente para la Victoria.

La Nación, 30/09/2013

- Alternancia DD/DI
El gobierno de Mauricio Macri planteó ante el Consejo Federal de Educación la necesidad de am-
pliar a 17 esas 10 orientaciones originales. Similar reclamo hicieron las provincias de Salta y de
Mendoza. Aún no se ha dado una respuesta al pedido, aunque se encuentra en estudio en una co-
misión especial de ese ente que agrupa a todos los ministros de Educación del país.
Al igual que en todo el período en que se mantuvieron ocupadas las escuelas por parte de los es-
tudiantes, ayer el jefe de gobierno porteño reiteró su rechazo a esa modalidad de protesta.
“El sistema de tomas aleja a los alumnos y a los padres de las escuelas públicas”, afirmó Mauri-
cio Macri durante el programa de televisión Almorzando con Mirtha Legrand. Insistió en marcar que
el diálogo con los estudiantes “sigue abierto” para lograr superar el conflicto que afecta el normal
dictado de clases y elogió al ministro de Educación, Esteban Bullrich: “Es el ministro más dia-
loguista de toda la historia”.

La Nación, 30/09/2013

c) Discurso indirecto libre


El locutor habla con palabras de otro enunciador, que reproduce en parte en forma tex-
tual y en parte en forma indirecta. El locutor adopta un punto de vista externo sobre el discur -
so del enunciador citado. Combina DD y DI, no tiene marcas propias y no puede ser identificado
fuera de contexto. No son claros los límites entre las voces citante y citada.

Ejemplo:
María salió al balcón. ¡Qué alegría! Hoy todo estaba preparado y por fin podía instalarse.
153

En este ejemplo, el locutor observa desde afuera lo que María hace y dice, y lo cuenta.
Para ello, recurre por momentos al DD (“¡Qué alegría! Hoy todo”), pero sin aviso pasa al DI (los
tiempos verbales son la marca de este: “estaba”, “podía”).

2. Otras formas de la heterogeneidad o alteridad mostrada


Son casos en los que el enunciador muestra una heterogeneidad que puede deberse a
otra lengua, otro registro u otro discurso. Se considera que en estos casos lo que el enuncia-
dor muestra es una ruptura de la isotopía estilística que rompe el estilo dominante del enun-
ciado, ya sea porque introduce otra lengua, o porque utiliza expresiones propias de otros regis-
tros (formas más o menos formales, coloquiales o especializadas en el uso del lenguaje, según
el destinatario), ya sea porque recurre a un léxico propio de determinadas teorías, ideologías o
comunidades discursivas. Es importante destacar que mientras para la perspectiva enunciativa
lo importante es observar los puntos de vista asociados a las lenguas, registros o discursos
puestos en contacto en el enunciado, para el Análisis del Discurso, además de ese aspecto poli -
fónico, se trata de analizar cómo está operando el interdiscurso en ese enunciado, en el que se
marcan determinados elementos como una ruptura del estilo, apreciación que puede ser o no
compartida por sus destinatarios o por el resto de los hablantes. Es decir, al Análisis del Discur -
so le interesa ver qué representación construye el enunciador sobre el estilo homogéneo y so-
bre los elementos que producen su ruptura. La ruptura de la isotopía estilística puede presen-
tarse de varios modos:

a) Marcada a través de comillas o de bastardillas.


Ejemplo:
Los fideos están al dente.

El uso de la bastardilla revela una inscripción en un interdiscurso que, al menos en de-


terminados contextos comunicativos, señala la expresión “al dente” como ajena y como índice
de la valoración de la italianidad en relación con las pastas. Así, este enunciador considera que
con la expresión “al dente” está usando una lengua distinta a la que venía utilizando y ajena a
la de la comunidad en la que está interactuando y por ello la marca de algún modo, para comu -
nicar a su destinatario su apreciación. En términos de Authier-Revuz (1984), son casos en que
el enunciador “vuelve sobre sus propias palabras y negocia con la heterogeneidad constitutiva
de su discurso” y por ello pone una marca (en este caso, la bastardilla), en función de las repre-
sentaciones que tiene sobre sus interlocutores y sobre la situación en que se encuentra.
Otro ejemplo: en la Sección Espectáculos, el diario Página/12 publicó:
154

Sábado, 14 de marzo de 2015


ZAZ EN EL LUNA PARK, CON CANCIONES PARISINAS Y DE TODA SU CARRERA

Encanto de una voz que sabe emocionar


Aunque tuvo que superar problemas de sonido y le costó hacer entrar en clima al público, Isabelle
“Zaz” Geffroy supo poner en juego su carisma y, sobre todo, la calidad interpretativa necesaria
para abordar clásicos de la chanson y no naufragar en el intento.

En este caso, el diario marca con comillas “Zaz”, el sobrenombre de la artista. De este
modo el enunciador indica una ruptura estilística ya que el interdiscurso en el que se inscribe
lo orientaría en este género (la crítica de espectáculos) a hacer una referencia a los artistas más
precisa y formal, a través de sus nombres y apellidos, mientras el sobrenombre sería un modo
informal de nombrarlos. Lo que marca la comilla, en este caso, es una ruptura por registro.
Pero nótese que mientras marca la heterogeneidad producida por el sobrenombre
(“Zaz”) no marca la palabra “chanson”, pese a que se trata de un término que pertenece a otra
lengua. Desde el Análisis del Discurso, este es un ejemplo de heterogeneidad constitutiva: se
habla con palabras de otros, como es en este caso la palabra utilizada por los franceses para de-
signar un género musical, que es naturalizada e indiferenciada de la palabra propia por este in-
terdiscurso. Todo enunciador señala algunas heterogeneidades como tales en su enunciado, en
función de sus representaciones sobre el género que está usando, sus destinatarios, su finali -
dad, entre otros. Al no marcar la palabra “chanson”, este enunciado sugiere que se trata de un
término ya incorporado en la lengua que habla la comunidad discursiva del diario.

Hay que destacar que la ruptura estilística puede darse también al introducir términos for-
males en un discurso íntegramente informal, o términos en variedad estándar del español en dis-
cursos en los que predomina otra variedad (regional, dialectal, sociolectal, cronolectal, u otra), ya
que la norma discursiva que predomina en un discurso no necesariamente es coincidente con la
norma estándar. Por ejemplo, en el tango “Cambalache”, hay una ruptura de la isotopía estilísti-
ca por registro, debida a la presencia de términos como “problemático” y “febril”:

…siglo veinte cambalache, problemático y febril


el que no llora no mama y el que no afana es un gil
Dale nomás…

Al igual que en el ejemplo de “chanson”, la falta de marcación de la heterogeneidad, ex-


plicable en el tango, en parte por la oralidad, permite tomar este ejemplo como un caso de he -
terogeneidad constitutiva: el enunciador del tango habla a través de palabras dichas por otros
en contextos diversos y no señala la alteridad.

b) En otros casos, puede no haber comillas ni bastardillas pero se marca la ruptura a tra-
vés de una referencia explícita del enunciador sobre sus palabras, a través de un comentario.
Ejemplos:

- Los fideos están al dente, como dicen los italianos.


- Para usar una expresión grosera, es un quilombo.
- El modelo, como dice el kirchnerismo.
- En el Curso de lingüística general encontramos, así, lo que debe ser reconocido como una
contradicción, en el sentido materialista del término.
155

3. Formas de la heterogeneidad integrada o formas de la alusión


Según Ducrot (1984), el enunciado en algunos casos muestra en su enunciación voces su -
perpuestas. El enunciado alude en forma implícita a otras voces. Por eso, estas formas son lla-
madas también formas de la alusión.

a) Negación
Tipos de negación:
• Negación polémica: opone el punto de vista de dos enunciadores antagónicos. Corres-
ponde a la mayoría de los enunciados negativos.
Ejemplos:
- La justicia actualmente no es democrática.
- Semiología no es un filtro.

• Negación descriptiva: presenta un estado de cosas que no necesariamente se opone a un


discurso adverso. Si bien siempre hay que considerar el contexto de producción del
enunciado, se trata de casos en los que la carga polémica es ínfima.
Ejemplo:
- No hay una nube en el cielo.

• Negación metalingüística: contradice los términos utilizados en un enunciado previo.


Permite cuestionar el empleo de un término o de un grupo de palabras en virtud de
alguna regla sintáctica, morfológica, social que se manifiesta, implícita o explícita-
mente, en el enunciado correctivo posterior.
Ejemplos:
—Juan se ha ido al laburo.
—No, no se ha ido al laburo. Se ha ido al trabajo

b) Ironía
- ¡Qué hombre encantador!
(Expresión de una mujer ante una situación en la que un hombre maltrata y agrede a su es-
posa)

c) Concesión
- Aunque se han logrado grandes avances en estos años, falta todavía bastante para una
distribución justa de la riqueza.

A partir de conectores adversativos, como aunque o pese a que, se introduce otra voz que
es la responsable de lo que allí se afirma. Esta forma suele llamarse concesión retórica, ya que
el enunciador principal trae esa otra voz a su enunciado, le concede cierto grado de verdad,
pero inmediatamente después hace una aserción que limita o refuta esa palabra aludida.

d) Presuposición
- En un mundo marcado por la interconexión y la velocidad, lo que puede ponernos en difi-
cultades es lo nuevo, lo desconocido.

Lo primero es lo supuesto (se presenta como evidencia y se sustrae a la impugnación), y


lo segundo es lo admitido, es una aserción sometida a eventuales objeciones. La polifonía está
156

dada por la presencia de dos enunciadores: el que es responsable de lo presupuesto (la voz de
la doxa, de la opinión común) y el que se hace cargo de lo expuesto.

- La inflación sigue subiendo.

En este caso, lo presupuesto es que antes de esta enunciación la inflación ya había subi-
do, lo cual se atribuye a una voz cuya palabra no se pone en duda.

-Es linda pero inteligente.


- Es varón pero sensible.

En estos casos lo presupuesto es otra voz, cuya conclusión es relativizada por otra voz
que introduce un caso que se aparta de lo que esa voz considera lo normal: “Las lindas son ton -
tas”, “Los varones son insensibles / rudos / fríos”.
Desde la perspectiva del Análisis del Discurso, el juego polifónico es analizado a partir de
la intervención del interdiscurso que lo produce, en este caso el discurso machista.

e) Intertextualidad
Es otra forma de alteridad integrada, definida por G. Genette. Refiere a la relación de co-
presencia entre dos o más textos, por la presencia efectiva de uno en otro. Se puede dar por
cita, plagio o alusión.

- Lo que el viento se llevó


(Titular de Página/12, al día siguiente de un tornado)

- Muerte en Buenos Aires


(Título de film que alude a Muerte en Venecia, film de Luchino Visconti y novela de Thomas
Mann).

4. Enumeración de las formas de la heterogeneidad mostrada


a través de comillas o bastardillas
Según Authier-Revuz (1984), tanto las comillas como las bastardillas:
• Son un llamado de atención del enunciador hacia su enunciatario, pero dejan a este la
tarea interpretativa. “Son un hueco, una falta que hay que llenar interpretativamen-
te.”
Maingueneau agrega:
• Suelen usarse, unas u otras, con sentidos similares, aunque algunos espacios sociales
regulan en mayor medida un uso diferenciado.
• Los espacios más regulados instalan usos obligatorios, especialmente de las comillas.

a) Comillas: usos y funciones frecuentes


• Citas directas, palabras o islotes textuales.
• Ruptura de la isotopía estilística (palabras extranjeras, cambio de registro).
• Función metalingüística (“Gato” tiene cuatro letras).
• Toma de distancia, reserva de un locutor respecto de otra voz (este uso es preferen-
cial respecto de la bastardilla).
157

b) Bastardilla. Usos y funciones frecuentes


• Palabras extranjeras (se la prefiere a las comillas en medios gráficos y escritos acadé-
micos).
• Cambio de registro.
• Para destacar ciertas unidades, que en el discurso académico suelen ser conceptos.
• Función metalingüística.

Ejercitación
• Analice el uso de comillas y bastardillas en los textos que siguen.
• Vuelva sobre las preguntas iniciales, planteadas al comienzo del artículo, y respónda-
las a partir del análisis realizado en el punto anterior.

Texto 1
Fue demasiado largo el litigio con los que no entraron en los canjes de deuda, los holdouts o como
los llaman desde el gobierno los “fondos buitre”. […]
Si insistimos en no pagar, las opciones son muy peligrosas. La primera que se podría verificar si
no se llegara a un acuerdo con los holdouts antes, podría ocurrir el 30 de junio. Si no les pagamos
a ellos antes, los "fondos buitre" podrían embargar el pago en el banco y, por la cláusula de cross-
default, entraríamos en una cesación de pagos, situación que sería muy mala para el país.

Orlando Ferreres, “La negociación, la mejor opción que tenemos”,


en La Nación, 18/06/2014.

Texto 2
Dediqué varios artículos entre 1987 y 1992, y un libro (1992) a tratar de explicar por qué, en mi
opinión, es tan errado hablar de “tipos de textos”. La unidad “texto” es demasiado compleja y he-
terogénea como para presentar regularidades lingüísticamente observables y codificables, por lo
menos en este nivel de complejidad. Es por esta razón que, a diferencia de la mayoría de mis pre-
decesores anglosajones, propuse situar los hechos de regularidad llamados “relato”, “descrip-
ción”, “argumentación”, “explicación”, y “diálogo” en un nivel menos elevado en la complejidad
composicional, nivel que propuse llamar secuencial. Las secuencias son unidades composicionales
más complejas que los períodos, […].
Un texto con secuencia dominante narrativa está generalmente compuesto de […].

Jean-Michel Adam, Linguistique textuelle. Des genres de discours au textes, París, Nathan, 1999.

Bibliografía
Arnoux, Elvira (1986): “La polifonía”, cuadernillo La Enunciación, Cátedra de Semiología, Ciclo
Básico Común, UBA.
Authier-Revuz, Jaqueline (1984): "Hétérogénéité(s) énonciative(s)", Langages, Nº 73.
Ducrot, Oswald (1984): El decir y lo dicho, Buenos Aires, Hachette.
Maingueneau, Dominique (2009): Análisis de textos de comunicación, Buenos Aires, Nueva Visión.
158
159

La tradición retórica

Hernán Díaz
Los estudios sobre el lenguaje
a lo largo de la historia

El siguiente es un panorama de la evolución de la reflexión sobre el lenguaje, atendiendo


principalmente a las condiciones sociohistóricas que dieron lugar a cada uno de los movimien -
tos señalados.

Retórica antigua
La reflexión sobre el “arte de hablar” nace en la antigua Grecia (siglos V y IV antes de
Cristo) a partir de una particular experiencia de la democracia, basada en la asamblea de hom -
bres libres de cada ciudad griega. (No está de más recordar que la “asamblea de hombres li -
bres” excluía a las mujeres, los esclavos, los extranjeros, los niños.) Las asambleas decidían
todo lo atinente a la ciudad y a los ciudadanos: impuestos, presupuestos, guerras, juicios parti-
culares. No existían los jueces, sino que estos eran elegidos entre los ciudadanos (a veces por
sorteo) en cada ocasión. En las deliberaciones políticas, los menos preparados para hablar po-
dían evitar la oratoria; pero en los juicios privados, desde Solón (siglo VI a.C.), los litigantes de -
bían defenderse por sí mismos ante el jurado y no podían recurrir a gente más preparada que
hablara por ellos.
Por eso, primero en Siracusa (476 a.C.) y luego en Atenas y todo el resto de las ciudades
griegas, empiezan a aparecer personajes que enseñan oratoria a aquellos que pueden pagar sus
clases. Al principio estaban más volcados a la preparación de los ciudadanos en sus juicios, pero
pronto se extendieron sus enseñanzas al discurso de deliberación política. La práctica de la ora-
toria, la necesidad de persuadir al auditorio, es indisociable de la toma de la palabra por parte de
un amplio número de personas en relativa igualdad de condiciones. Pero también es indisociable
de la diferenciación en cuanto a la adquisición y la habilidad en el uso de la palabra: sólo pueden
existir los educadores de la palabra si hay “ricos” y “pobres” en capital cultural.
Esos maestros de la palabra fueron llamados soflstas y se pueden señalar dos caracterís-
ticas, una referida a su concepción del saber y otra específicamente al lenguaje. Con respecto al
saber, eran escépticos, creían que no se podía conocer la verdad general, absoluta, sino que
sólo se podía saber la verdad que a cada uno le convenía. Por eso le enseñaban a cada “alumno”
160

a buscar los argumentos que le convinieran en un juicio y no necesariamente las razones ver-
daderas. “Lo que parece verdad es mejor que lo que es verdad”: mejor lo verosímil, aunque fal -
so, que lo verdadero pero inverosímil. En cuanto al conocimiento, son un antecedente del rela -
tivismo, y por eso los sofistas fueron rescatados recién en el siglo XIX.
Con respecto al lenguaje, insistían en la corrección y en la belleza de las palabras como
una forma de persuasión. Si la persuasión no estaba en la verdad de los hechos, debía hacerse
más hincapié en la seducción a través de un lenguaje agradable, entendible, bello, correcto,
elaborado. Los pitagóricos (sur de Sicilia) insistieron incluso en una oratoria psicagógica, es de-
cir “que conduce las mentes”. Otros sofistas empezaron a describir lo que más tarde se llamará
“figuras retóricas”: giros del lenguaje que podían impactar al oyente. Antilogías, contradiccio-
nes, paradojas eran consideradas agradables en sí mismas y causaban sensación en el público.
Con la decadencia de la democracia ateniense (siglo IV a.C.) se produce una reacción con-
tra este tipo de práctica del lenguaje. Sócrates, su discípulo Platón y luego Aristóteles van a re -
accionar contra el relativismo y el escepticismo de los sofistas. Desde el punto de vista del co -
nocimiento, plantearán que la realidad es una y no es contradictoria. La verdad puede ser difi-
cil de conocer para el hombre, pero existe una verdad ideal, a la cual el filósofo trata de acce-
der a través de la depuración de los argumentos. En cuanto al lenguaje, insistirán tanto en su
belleza como en la verdad de los hechos. En Aristóteles, la comprensión del lenguaje (como re-
alidad existente que hay que describir) empieza a inclinarse hacia una preceptiva o modelo
perfecto que hay que seguir.
La sociedad griega empieza a abandonar la democracia y a inclinarse por regímenes oli-
gárquicos, es decir, donde hay una elite económica y cultural que se consolida en el manejo de
los asuntos públicos y la asamblea de hombres libres va perdiendo importancia (un gran sector
de la población empieza a despreocuparse por la “cosa pública”). Consecuentemente, las for-
mas del lenguaje se cristalizan en modelos ideales a seguir en oposición a formas viciadas que
deben ser dejadas de lado. Aparecen en esta época las gramáticas normativas (la de Crates de
Melos, siglo II a.C., es la primera completa), que establecen distinciones entre lo “correcto” y lo
“incorrecto”.
El Imperio Romano es una extensión de ese mundo aristocrático y oligárquico tanto en lo
socioeconómico como en lo cultural. Los que reflexionan sobre la retórica (Cicerón, siglo I a.C.;
Quintiliano, siglo I d.C.) insisten en que el lenguaje debe reflejar la moral del orador, siendo esa
moral representación de un estatus superior, es decir, patricio. Los tratados de gramática se
multiplican y el de Elio Donato (siglo IV) se transforma en modelo para toda la Edad Media.

Retórica medieval
Sin insistir en este período, podemos decir que en la Edad Media todo depende de la lec-
tura y discusión de los textos bíblicos. La retórica y la gramática forman parte de los estudios
superiores, monopolizados por la Iglesia. Retórica, gramática y dialéctica forman el llamado
trivium, mientras que el quatrivium son cuatro disciplinas vinculadas a los números (aritmética,
geometría, astronomía y música). La gramática (entendida como el estudio del latín y el griego)
es la que provee las reglas para el hablar correcto. La retórica queda relegada a la belleza de las
palabras y las expresiones. La dialéctica abandona la argumentación y la persuasión y se queda
con la búsqueda de la verdad, vinculada a la palabra de la Iglesia, y se convierte en una abru -
madora clasificación de silogismos.
161

Retórica clásica
Entre el Renacimiento y la Revolución Francesa, la cultura se desarrolla bajo monarquías
absolutistas e ilustradas. La nobleza se considera a sí misma la clase modelo y retorna la cultu-
ra de Grecia y Roma para constituir una cultura elevada, refinada, noble, es decir, una cultura
“de clase” (de allí, “clásica”). Hacia Anales del siglo XVIII, en toda Europa impera el clasicismo
en las artes: la arquitectura, la pintura, la literatura se dedican a imitar los modelos griegos. La
retórica queda reducida al estudio de la literatura y, específicamente, de las llamadas “figuras
retóricas”, es decir, todo giro del lenguaje que se aparte del habla corriente y busque un ador -
no de la expresión. Por eso será llamada “retórica restringida”, ya que de todos los elementos
que habían sido estudiados por Aristóteles sólo quedaba la elocutio, es decir, el estilo. Y ese esti-
lo era analizado solamente en la “alta” literatura, a partir de una clasificación extensa de las
figuras retóricas. Por otro lado, nace un primer acercamiento a una reflexión sobre el signo
con la Gramática de Port-Royal. Se trata de una gramática general, escrita por Lancelot y Ar-
nauld, que supera tanto la reflexión meramente filosófica sobre el lenguaje como las gramáti-
cas no reflexivas, entendidas como una simple mecánica. Para Port-Royal, el signo es represen-
tación del pensamiento, y esta noción de representación se vincula tanto con la concepción re-
ligiosa de Dios como con la representación física de la realeza frente a su pueblo.
En definitiva, el período clásico se dedicó a elaborar modelos para imitar, pero no para
discutir ni reelaborar. Prevaleció el espíritu de las academias, concebidas como escuelas que
educan en un sistema cerrado de reproducción de esos modelos. Este esquema fue combatido y
desterrado durante el siglo XIX por el romanticismo, que significó el predominio del individuo
por sobre la escuela o la academia, la pasión por sobre la reflexión. A medida que avanzaba el
siglo, la retórica iba perdiendo fuerza hasta que fue eliminada de los planes de estudio.
Pero, paralelamente, empieza a conformarse la lingüística, heredera más de la gramática
y de la alología (sus principales exponentes son Christian Rask, Franz Bopp y Wilhelm von
Humboldt) que de la retórica aristotélica. Es decir que, mientras los románticos destruyen el
arte académico, la ciencia da nacimiento a la lingüística dejando de lado las reflexiones retóri -
cas. El siglo XIX es un siglo en el que prevalece el pensamiento histórico: en la lingüística pre -
domina entonces el estudio comparativo de las lenguas, la alología y el análisis etimológico
(origen de las palabras).

Lingüística moderna
A principios del siglo XX nace la lingüística moderna, de la mano de Ferdinand de Saus -
sure, quien heredó algunos conceptos de los “neogramáticos” (grupo de lingüistas positivistas,
hoy olvidados), sobre todo en cuanto a la importancia de la fonética para estudiar la evolución
de las lenguas. ¿Por qué surge Saussure en ese momento? La proliferación de discursos socia-
les, el crecimiento de los medios de comunicación (sobre todo los diarios) y el surgimiento de
los movimientos de masas en Europa producen una preocupación por el significado: cómo es
que circulan y cómo son entendidos por la masa social. Lejos de una clase superior que tiene el
monopolio de la palabra y exige su imitación (siglo XVIII), ahora los discursos circulan sin posi -
bilidad de control, y eso lleva a la reflexión sobre el lenguaje. Saussure da nacimiento a gran
parte de la lingüística del siglo XX, y además va a generar conceptos epistemológicos para el
desarrollo de una importantísima escuela en determinadas ciencias sociales desde la década de
1950: el estructuralismo.
162

Retórica moderna
A fines de los años cincuenta reaparece la retórica, a partir de dos estudios filosóficos
(Perelman y Toulmin). Ahora estará centrada en la argumentación (no en la belleza de la ex-
presión, como en la retórica clásica), y en ese sentido retomará a Aristóteles. La argumentación
se transforma en uno de los principales ejes de reflexión de las ciencias sociales, y entre ellas
de la lingüística, y en eso se nota el influjo de la práctica habitual, en Occidente, de la polémica
democrática. Como los debates y los discursos políticos se transforman en el trasfondo central
de la vida política, las ciencias sociales toman la argumentación como eje de su reflexión.

Lingüística contemporánea (desde 1980)


Se puede observar una proliferación de diferentes escuelas:
• Se recupera el pensamiento de Charles S. Peirce (años veinte) y los años ochenta son
testigos del nacimiento de diferentes semióticas particulares (semiótica del cine, de la
fotografía, de la moda, etc.).
• Con el estructuralismo en crisis, se recuperan los textos de Bajtín y se incorpora a la
reflexión una dimensión social, histórica y diacrónica.
• La lingüística anglosajona desarrolla una reflexión sobre la dimensión pragmática del
lenguaje, es decir, no sólo qué decimos, sino además “qué hacemos” cuando habla-
mos.
• Retomando los planteos de Bajtín y de la pragmática, surge la teoría de la enuncia -
ción, cuyo objeto de estudio es la inscripción de la subjetividad en el lenguaje.
• Como una continuación de la teoría de la enunciación, desde la filosofía y la lingüísti-
ca se avanza hacia el llamado "análisis del discurso".
• Los estudios de retórica retoman fuerza y se cruzan con los estudios estructuralistas y
posestructuralistas. La argumentación es analizada no sólo desde los contenidos sino,
sobre todo, como una estrategia discursiva con marcas específicas.
• En las ciencias sociales en general (antropología, historia, sociología, psicoanálisis,
etc.) se opera un giro lingüístico, que implica otorgarle a las expresiones del lenguaje
un papel central para la comprensión de todo tipo de fenómenos.

¿Qué implicancias tuvo esta proliferación y esta multiplicación? Ante todo, perdió je -
rarquía la gramática en beneficio de la comunicación. Esto implicó incluso una tendencia esco-
lar a jerarquizar el sentido y las intenciones comunicativas por encima de los significados y las
reglas del lenguaje. Esto fue causa y efecto, a la vez, de un descenso en las preocupaciones es-
colares por la corrección lingüística, privilegiando un acceso intuitivo al discurso por encima
de un acceso racionalizador.
Hemos pasado de la modernidad (ascenso de la sociedad capitalista), en la que actúa un
sujeto racional, autónomo y en busca del progreso social, a la posmodernidad (período actual
de decadencia económica y cultural), donde actúa un sujeto sensible, hedonista, individualista
y escéptico en cuanto al progreso social. La lingüística hoy debe recuperar ambas tradiciones:
la retórica y la gramática, desarrollando la reflexión sobre la comunicación y las reglas, para
poder entender cómo ven hoy las ciencias sociales el fenómeno del lenguaje.
163

Aristóteles
El arte de la retórica (selección)
Buenos Aires, Eudeba, 2005.

Capítulo II. Definición de la retórica


Objeto de la retórica
Entendamos por Retórica la facultad de conocer en cada caso aquello que puede persua-
dir. Este no es el objeto de ningún otro arte; pues cada uno de los demás enseña y persuade res -
pecto de sus propias materias, como la medicina, que trata de lo que sirve para sanar y de lo
que daña a la salud, y la geometría, que versa sobre los cambios que pueden experimentar las
magnitudes, y la aritmética, que se ocupa delos números, e igualmente las demás artes y cien -
cias. Pero la Retórica, por así decirlo, parece que puede conocer, respecto de un asunto pro-
puesto, aquello que es apto para persuadir. Por lo cual afirmamos también que ella no posee un
conjunto de reglas que se refiera a un género propio y determinado.

Diversas clases de pruebas


De las pruebas, unas son extratécnicas, y otras, técnicas. Llamo extratécnicas a aquellas
que no han sido compuestas por nosotros, sino que ya existían, como los testigos, las confesio-
nes obtenidas por medio de las torturas, los documentos y otras semejantes; y técnicas, a todas
aquellas que se pueden preparar con método y por nuestra propia industria; de modo que es
menester usar de aquellas y encontrar éstas.
Las pruebas obtenidas por medio del discurso son de tres clases: las primeras están en el
carácter moral del orador; las segundas, en disponer de alguna manera al oyente, y las últimas
se refieren al discurso mismo, a saber, que demuestre, o parezca que demuestra.
Se persuade por medio del carácter moral cuando se pronuncia el discurso de tal mane-
ra, que haga al orador digno de ser creído, porque a las personas buenas les creemos más y con
mayor rapidez, en general, en todos los asuntos, pero principalmente en aquello en que no hay
evidencia, sino una opinión dudosa.
Pero conviene también que esto suceda por medio del discurso y no porque la opinión
haya anticipado este juicio respecto del orador. Pues no ocurre como dicen algunos precepto -
res de elocuencia, los cuales en el arte dela Retórica presentan la probidad del orador como
que de nada sirve en orden a la persuasión, sino que el carácter moral, por así decirlo, posee
casi la mayor fuerza probatoria.
Se persuade por medio de la disposición de los oyentes, cuando fueren conmovidos por
el discurso; porque no juzgamos de igual manera cuando estamos tristes que cuando estamos
164

alegres, o cuando amamos que cuando odiamos. Ya hemos dicho que los que componen los tra-
tados de Retórica en nuestros días, tratan únicamente de dar reglas acerca de esto. Cuando ha-
blemos de las pasiones las trataremos en particular.
Se persuade a los oyentes por medio del discurso cuando demostramos lo verdadero o lo
verosímil sobre la base de lo que en cada caso es apto para persuadir.

Retórica, dialéctica, ética


Y puesto que las pruebas se obtienen por estos medios, es evidente que conseguir estas
tres cosas es propio del que puede razonar por medio del silogismo, y del que puede conocer
las costumbres y las virtudes, y en tercer lugar, las pasiones. a saber, cuál es cada una de ellas y
de qué naturaleza, y cuáles son las causas que las producen y en qué forma; de tal manera que
Retórica es como una ramificación de la Dialéctica y del estudio de las costumbres, al cual es
justo denominar Política.
Por eso también la Retórica toma la forma de la Política, así como los que se la apropian,
ya sea por ignorancia, o por ostentación, o bien por otros motivos humanos. En efecto, es una
parte y una imagen de la Dialéctica, como lo dijimos también al principio, puesto que ni la una
ni la otra son ciencias que traten acerca de un asunto determinado, a saber, indicando cuál es
su naturaleza, sino que son ciertas facultades de preparar los argumentos.
Se acaba, pues, de tratar suficientemente acerca de la naturaleza de estas artes, y de
cómo se relacionan entre sí. [...]

Capítulo III. Los géneros de la Retórica


Distinción de los géneros
Los géneros de la Retórica son tres, pues los que oyen los discursos son también de tres
clases. Porque el discurso consta de tres elementos, a saber, del que habla, de aquello acerca de
lo cual habla, y de aquel a quien se dirige; y el fin se refiere a este mismo, es decir, al oyente.
Pero es necesario que el oyente sea o espectador o juez, y si es juez, que lo sea acerca de lo pa-
sado o de lo futuro. El uno es el que juzga sobre lo futuro, por ejemplo, el miembro de una
asamblea; el otro, el que juzga de lo pasado, como el juez; y el espectador es el que juzga acerca
del valor. De modo que necesariamente existirán tres géneros de discursos oratorios, a saber,
el deliberativo, el judicial y el demostrativo.

Partes y tiempos propios de cada género


La deliberación o es exhortación o es disuasión, pues así los que aconsejan privadamente,
como los que pronuncian sus discursos delante del pueblo, hacen siempre una de estas dos co -
sas. En la acción judicial existe la acusación por una parte, y la defensa por otra, ya que es ne-
cesario que los litigantes hagan una de estas dos cosas. Una parte, en fin, del discurso demos -
trativo es el elogio, y la otra, el vituperio.
Cada uno de estos géneros tiene sus tiempos determinados, a saber, el futuro para el que
aconseja (pues así el que persuade como el que disuade, aconseja respecto de lo futuro); el pa -
sado para el que pleitea en juicio (pues siempre uno acusa y otro defiende los hechos consuma-
dos); y el tiempo principal para el género demostrativo es el presente, pues todos alaban o cri-
tican los hechos actuales. No obstante, muchas veces emplean también lo pasado, trayéndolo a
la memoria, y el futuro, conjeturándolo.
165

Dominique Maingueneau
Problemas de ethos
En Pratiques, Nº 113/114, junio de 2002.

Luego de haber sido presa del movimiento de descrédito de la retórica, la noción de


ethos —no hablo aquí más que de ethos discursivo—2 está cada vez más presente. Pero mientras
1

que el rejuvenecimiento del interés por la retórica es relativamente antiguo (en 1958 aparecie-
ron las obras fundadoras de C. Perelman y de S. Toulmin), el ethos ha debido esperar hasta los
años ochenta para ocupar un lugar en la reflexión sobre el discurso: 3 no solamente ha suscitado
comentarios en tanto concepto del corpus teórico, sino que ha dado lugar a prolongamientos
nuevos en el marco de las disciplinas que estudian el discurso.
Nos podríamos preguntar por qué el ethos suscita hoy tanto interés. Evidentemente, tal
retorno entra en consonancia con la dominación de los medios audiovisuales: con ellos el cen-
tro de interés se ha desplazado de las doctrinas y de los aparatos que los habían ligado a la re -
presentación de sí, al “look”; fenómeno que Regis Debray, por ejemplo, ha teorizado en térmi-
nos de mediología. Esto va a la par con el arraigo de toda convicción de una cierta determina -
ción del cuerpo en movimiento, atestiguando la transformación de la “propaganda” de antaño
en “pub”: la primera mostraba argumentos para valorizar un producto, el segundo elaboró en
su discurso el cuerpo imaginario de la marca que es considerada como la fuente del enunciado
publicitario.
No me empeñaré más en esta dirección; aquí me propongo solamente brindar un cierto
número de reparos para que sea asible lo que está en juego en esta noción de ethos; para tener
una visión más rica se puede recurrir al volumen editado por R. Amossy (1999), que está citado
en la bibliografía. Comenzaré por recordar las principales características del ethos retórico,
cómo se presenta luego de la problemática aristotélica; evocaré después un cierto número de

1 El ethos implica problemas de ortografía: si se quiere respetar las convenciones usuales en materia de pala -
bras griegas, deberíamos escribirla con é, pero muchos utilizan una simple e, que es lo que yo hago. En plu-
ral, se escribe en general ethé y no ethoi porque se trata de una palabra neutra en griego antiguo.
2 Existe, en efecto, una explicación sociológica de la noción de ethos; puede tener un sentido aristotélico (Ética
a Nicómaco, II, 1), pero sobre todo de Max Weber quien en La ética protestante y el espíritu del capitalismo parte
del ethos (sin dar, sin embargo, una definición precisa) como de una interiorización de normas de vida, hacia
la articulación entre creencias religiosas y sistema económico en la coyuntura del capitalismo. En la prolon-
gación de esta concepción, citemos, por ejemplo, el libro de Herbert Mac Closky y John Zaller, The American
ethos: public attitudes toward capitalism and democracy, Cambridge (Mass.), 1984.
3 En lo que concierne a Francia, me parece que es en 1984 que comienza la explotación del ethos en términos
pragmáticos o discursivos: O. Ducrot integró el ethos a una conceptualización enunciativa (Ducrot, 1984: 201)
y yo mismo propuse una teoría en un marco de análisis del discurso (Maingueneau, 1984, 1987). Antes, M. Le
Guern (1977) había llamado la atención sobre el valor que tenía esta noción en la retórica del siglo XVII.
166

problemas que se presentan cuando uno quiere establecer esta noción; presentaré, en fin, mi
propia concepción del ethos, insistiendo en el hecho de que no es más que una de las aplicacio -
nes posibles de una noción que tiene vocación de ser transdisciplinaria.

I
El ethos retórico
Al escribir su Retórica, Aristóteles intenta presentar una techné con miras a examinar no
lo que es persuasivo para tal o cual individuo, sino para tal o cual tipo de individuos (1356b, 32-
33 (4)). La prueba por el ethos consiste en causar buena impresión, por la manera en la que se
construye el discurso, en dar una imagen de sí capaz de convencer al auditorio ganando su
confianza. El destinatario debe atribuir ciertas propiedades a la instancia que se establece
como la fuente del acontecimiento enunciativo.
La prueba por el ethos moviliza “todo lo que, en la enunciación discursiva, contribuye a
emitir una imagen del orador con destino en el auditorio. El tono de voz, la facilidad de pala-
bra, la elección de las palabras y de los argumentos, gestos, mímicas, mirada, postura, adornos,
etc., son igualmente signos, elocutorios y oratorios, de la vestimenta y simbólicos, por los cua-
les el orador da de sí mismo una imagen psicológica y sociológica” (Declercq, 1992; 48). No se
trata de una representación estática o bien delimitada, sino sobre todo de una forma dinámica,
construida por el destinatario a través del movimiento mismo de la palabra del locutor. El ethos
no se instala en el primer plano, sino de manera lateral, implica una experiencia sensible del
discurso, moviliza la afectividad del destinatario. Para recordar una fórmula de Gilbert (siglo
XVIII), que resume el triángulo de la retórica antigua, “se instruye por los argumentos; se mue -
ve por las pasiones; se insinúa por las costumbres”: los argumentos corresponden al logos, las
“pasiones” al pathos, las “costumbres” al ethos. Para A. Auchlin (2001: 92) “se puede considerar
que el ethos se construye sobre la base de dos mecanismos de tratamiento distintos, uno reposa
sobre la decodificación lingüística y el tratamiento inferencial de los enunciados, el otro sobre
el reagrupamiento de hechos en síntomas, operación de tipo diagnóstico, que moviliza los re -
cursos cognitivos del orden de la empatía”. Se comprende que en la tradición retórica el ethos
haya sido frecuentemente mirado con sospecha: presentado como tan eficaz, visto a veces
como más que el logos (los argumentos propiamente dichos), se supone que invierte inevita-
blemente la jerarquía moral entre lo inteligible y lo sensible. [...]
El ethos propiamente retórico está ligado a la enunciación misma y no a un saber extra-
discursivo sobre el locutor. Este es el punto esencial: “se persuade por el carácter cuando el
discurso naturalmente muestra al orador como digno de fe [...] Pero es necesario que esa confian-
za sea el efecto del discurso, no de una prevención sobre el carácter del orador” (1356a).4 R. Barthes su-
braya este punto: “son los rasgos de carácter lo que el orador debe mostrar al auditorio (poco
importa su sinceridad) para hacer buena impresión [...] El orador enuncia una información y al
mismo tiempo dice: yo soy esto, yo no soy aquello” (Barthes, 1970: 212). La eficacia del ethos de-
pende del hecho de que envuelve de algún modo la enunciación sin ser explicitado en el enun -
ciado.
Este fenómeno ha sido conceptualizado por Oswald Ducrot a través de su distinción en-
tre “locutor-L” (el enunciador) y “locutor-lambda” (el locutor en tanto ser en el mundo), que
cruza aquello de los pragmáticos entre mostrar y decir: el ethos se muestra en el acto de la
enunciación, no se dice en el enunciado. Se queda por naturaleza en el segundo plano de la

4 Subrayado nuestro.
167

enunciación: debe ser percibido, pero no [debe ser] hecho objeto del discurso. “No se trata de
las afirmaciones aduladoras que el orador puede hacer sobre su propia persona en el contenido
de su discurso, afirmaciones que corren el riesgo de, por el contrario, ofender al auditorio, sino
de la apariencia que le confieren la facilidad de palabra, la entonación, acalorada o severa, la
elección de las palabras, de los argumentos... En mi terminología, diría que el ethos está ligado a
L, el locutor en tanto que tal: es en tanto fuente de la enunciación que se ve disfrazado con
ciertos caracteres que, por contrapartida, vuelven esa enunciación aceptable o desagradable”
(Ducrot, 1984: 201).
Se ve que el ethos es diferente de los atributos “reales” del locutor; puede ser adjuntado
al locutor en tanto que este es la fuente de la enunciación, es desde el exterior que lo caracteri-
za. El destinatario atribuye a un locutor inscripto en el mundo extradiscursivo rasgos que son
en realidad intradiscursivos, pues son asociados a una manera de decir. Más exactamente, no
se trata de rasgos estrictamente “intradiscursivos” porque, se ha visto, intervienen también en
su elaboración datos exteriores a la palabra propiamente dicha (mímicas, vestimentas...).
En última instancia, la cuestión del ethos está ligada a la construcción de la identidad.
Cada turno de habla implica a la vez tomar en cuenta las representaciones que los participan -
tes se hacen el uno del otro; pero también la estrategia de habla de un locutor que orienta el
discurso de manera de formarse a través de él una cierta identidad.

Algunas dificultades ligadas a la noción


En sus desarrollos históricos como en las nuevas aplicaciones que son hechas hoy, la no-
ción de ethos, todo lo simple que puede parecer en un primer abordaje, instaura múltiples pro-
blemas si se la quiere circunscribir con cierta precisión. Señalaremos algunos.
El ethos está crucialmente ligado al acto de enunciación, pero no se puede ignorar que el
público construye también representaciones del ethos del enunciador antes incluso de que ha-
ble. Parece necesario, entonces, establecer una distinción entre ethos discursivo y ethos predis-
cursivo. Solo el primero, hemos visto, corresponde a la definición de Aristóteles. Ciertamente,
existen tipos de discurso o de circunstancias por las cuales el destinatario no dispone de repre-
sentaciones previas del ethos del locutor: así ocurre cuando se abre una novela. Pasa algo dis-
tinto en el dominio político, por ejemplo, donde la mayor parte de los locutores, constante -
mente presentes en la escena mediática, son asociados a un tipo de ethos que cada enunciación
puede confirmar o cancelar. De todas maneras, incluso si el destinatario no conoce bien el
ethos previo del locutor, el solo hecho de que un texto pertenezca a un género del discurso o a
un cierto posicionamiento ideológico induce a prejuicios en materia de ethos. Se puede, así, po-
ner en duda lo bien fundada de esta distinción entre “prediscursivo” y “discursivo”, argumen-
tando que cada discurso se desarrolla en el tiempo (un hombre que ha hablado al comienzo de
una reunión y que retoma la palabra, ha adquirido ya una cierta reputación que la continua-
ción de su propósito puede confirmar o no). De todas maneras, se puede pensar que la distin-
ción prediscursivo / discursivo debe tomar en cuenta la diversidad de los géneros del discurso,
que no es pertinente, entonces, sobre la nada.
Otra serie de problemas viene de que en la elaboración del ethos intervienen órdenes de
hechos muy diversos: los índices sobre los que se apoya el intérprete van de la elección del re-
gistro de lengua y de las palabras a la planificación textual, pasando por el ritmo y la facilidad
de palabra... El ethos se elabora, así, a través de una percepción compleja que moviliza la afecti-
vidad del intérprete que obtiene sus informaciones del material lingüístico y del medio am-
biente. Es incluso más grave: si se dice que el ethos es un efecto del discurso, se debería poder
168

delimitar lo que se releva en el discurso; pero es mucho más evidente en un texto escrito que
en una situación de interacción oral. Hay siempre elementos contingentes en un acto de comu-
nicación, de los que es difícil decir si forman parte del discurso o no, pero que influyen en la
construcción del ethos por el destinatario. Es, en última instancia, una decisión teórica saber si
se debe relacionar el ethos con el material propiamente verbal, dar el poder a las palabras, o si
se debe integrar elementos como el vestuario del locutor, sus gestos, ver el conjunto del cuadro
de la comunicación. El problema es mucho más delicado porque el ethos, por naturaleza, es un
comportamiento que, es tanto tal, articula lo verbal y lo no verbal para provocar en el destina-
tario efectos que no se deben solo a las palabras, al menos no por completo.
Por otro lado, la noción de ethos reenvía a cosas muy diferentes según se lo considere
desde el punto de vista del locutor o desde el del destinatario: el ethos ambicionado no es nece-
sariamente el ethos producido. El docente que quiere dar la imagen de serio puede ser percibi-
do como fastidioso, aquel que quiere dar la imagen de individuo abierto y simpático puede ser
percibido como reclutador o “demagogo”. Los fracasos en materia de ethos son moneda co-
rriente.
En la concepción misma de ethos existen grandes zonas de variación; Auchlin señala
algunas:
• El ethos puede ser percibido como más o menos carnal, concreto, o más o menos “abstrac-
to”. Es la cuestión de la traducción misma del término ethos la que está aquí en juego:
carácter, retrato moral, imagen, costumbres oratorias, porte, aire, tono...; el cuadro
de referencia puede privilegiar la dimensión visual (“retrato”) o musical (“tono”), la
psicología popular, la moral, etc.
• El ethos puede ser concebido como más o menos axiológico. Hay tradicionalmente discu-
siones sobre el carácter “moral” o no de la prueba por el ethos. ¿Hay o no autonomía
del ethos en relación con las costumbres reales de los locutores? Se atribuye a la retó-
rica latina el precepto según el cual para ser un buen orador es necesario, ante todo,
ser un hombre de bien. Posición, parece, opuesta a la concepción aristotélica.
• El ethos puede ser percibido como más o menos saliente, manifiesto, singular vs. colectivo,
compartido, implícito e invisible. Algunos autores, como C. Kerbrat-Orecchioni, asocian
la noción de ethos a los hábitos locutorios compartidos por los miembros de una co-
munidad: “Podemos, en efecto, suponer razonablemente que los diferentes comporta-
mientos de una misma comunidad obedecen a alguna coherencia profunda, y esperar
que su descripción sistemática permita delimitar el ‘perfil comunicativo’, o ethos, de
esa comunidad (es decir, su manera de comportarse y de presentarse en la interac-
ción —más o menos calurosa o fría, cercana o distante, modesta o inmodesta, despre-
ocupada o respetuosa del territorio del otro, susceptible o indiferente a la ofensa,
etc.)” (Kerbrat-Orecchioni, 1996: 78). Un tal “ethos colectivo” constituye para los locu-
tores que lo comparten un cuadro, invisible e imperceptible como tal, de lo interior
[de la mismidad].
• El ethos puede ser concebido como más o menos fijo, convencional vs. emergente, singular.
Es evidente, en efecto, que existe, para un grupo social dado, “ethé” fijos, que son rela-
tivamente estables, convencionales. Pero no es menos evidente que existe la posibili-
dad de jugar con esos ethé convencionales.

De todas maneras, desde su origen la noción de ethos no tiene un valor unívoco. El térmi-
no “ethos” en griego tiene un sentido poco específico y se presta a múltiples aplicaciones: en
169

retórica, en moral, en política, en música... Ya en Aristóteles, el ethos es objeto de tratamientos


diferentes en la Política y en la Retórica, y hemos visto que en este último libro designa tanto las
propiedades adjudicadas al orador en tanto que enuncia, como las disposiciones estables atri-
buidas a los individuos insertos en las colectividades. A esto se añaden todos los problemas que
presenta la interpretación del texto aristotélico y, aún más, los corpora antiguos. [...]
Lo que nos interesa aquí es saber a qué título la categoría atañe a un sector determinado
de las ciencias humanas contemporáneas, cuando hacen análisis de discurso. No vivimos en el
mismo mundo que el de la retórica antigua y la palabra no está constreñida por los mismos dis -
positivos; lo que era una disciplina única, la retórica, está hoy disperso en diversas disciplinas
teóricas y prácticas que tienen distintos intereses y captan el ethos bajo facetas diversas. No
hay modo posible de establecer definitivamente una noción de este tipo, que es mejor aprehen -
der como el nudo generador de una multitud de desarrollos posibles. Por ejemplo, los esfuer -
zos de M. Dascal por integrar el ethos a una “retórica cognitiva” fundada sobre una pragmática
filosófica (Dascal, 1999) o perspectivas de los “estudios culturales”, donde el ethos es asociado a
cuestiones de diferencia sexual y de etnicidad (Baumlin, 1994). Los corpora juegan también un
papel esencial en esta diversificación; aplicado a un texto filosófico del siglo XIX, el ethos no
puede establecer los mismos problemas que si se aplica a una interacción conversacional...
No obstante, si nos limitamos a la Retórica de Aristóteles, podemos acordar ciertas ideas,
sin prejuzgar la manera en la que pueden ser aplicadas eventualmente:
• el ethos es una noción discursiva, se construye a través del discurso, no es una “ima -
gen” del locutor exterior a la palabra;
• el ethos está profundamente ligado a un proceso interactivo de influencia sobre el
otro;
• es una noción híbrida (sociodiscursiva), un comportamiento socialmente evaluado que
no puede ser aprehendido fuera de una situación de comunicación precisa, integrada
ella misma en una coyuntura sociohistórica determinada.

Es en este espíritu que presentaré mi concepción personal del ethos, que se inscribe en el
marco del análisis del discurso: incluso si su problemática es bien diferente, me parece que no
es profundamente infiel a las líneas rectoras de la concepción aristotélica del ethos. Para per-
manecer en el espíritu de este número de Pratiques, pondré el acento sobre lo escrito.

II
He sido impulsado a trabajar esta noción de ethos en el marco del análisis del discurso y
en corpora relevantes de géneros que se podrían llamar “instituidos”, en oposición a los géne-
ros conversacionales. Entre los géneros “instituidos”, sean monologales o dialogales, los parti-
cipantes ocupan roles preestablecidos que permanecen estables en el curso del evento comuni -
cativo y siguen rutinas, más o menos precisas, en el desarrollo de la organización textual. En
los géneros conversacionales, en oposición, los lugares de los participantes son negociados sin
cesar y el desarrollo del texto no obedece a constreñimientos macroestructurales fuertes.
Mi perspectiva excede por mucho el marco de la argumentación. Más allá de la persua-
sión por los argumentos, la noción de ethos permite, en efecto, reflexionar sobre el proceso más
general de la adhesión de los sujetos a cierto posicionamiento. Proceso particularmente eviden-
te cuando se trata de discursos como la publicidad, la filosofía, la política, etc., que —a diferen-
170

cia de los “funcionales” como los formularios administrativos o los instructivos— deben ganar
un público que tiene el derecho de ignorarlos o de rechazarlos.

El “garante”
Según la entiendo, la noción de ethos es interesante por el lazo crucial que tiene con la
reflexividad enunciativa, pero también porque permite articular cuerpo y discurso más allá de
una oposición empírica entre oral y escrito. La instancia subjetiva que se manifiesta a través
del discurso no se deja concebir solamente como un estatuto, sino también como una “voz”,
asociada a un “cuerpo enunciador” históricamente especificado. Mientras que la retórica ha li-
gado estrechamente el ethos a la oralidad, reservándolo a la elocuencia judicial o incluso a la
oratoria, se puede establecer que todo texto escrito, incluso si la niega, posee una “vocalidad”
específica que permite relacionarlo con una caracterización del cuerpo del enunciador (y no,
entendámoslo bien, del cuerpo del locutor extradiscursivo), tiene un “garante” que, a través de
su “tono”, certifica lo que es dicho; el término “tono” presenta la ventaja de valer tanto para lo
escrito como para lo oral.
Es decir que optamos por una concepción más “encarnada” del ethos que, en esta pers-
pectiva, recubre no solamente la dimensión verbal, sino también el conjunto de determinacio-
nes físicas y psíquicas adjudicadas al “garante” por las representaciones colectivas. Así, se pue-
de atribuir un “carácter” y una “corporalidad”, cuyo grado de precisión varía según los textos.
El “carácter”5 corresponde a un haz de rasgos psicológicos. En cuanto a la “corporalidad”, es
asociada a una complexión física y a una manera de vestirse. Más allá, el ethos implica una ma-
nera de moverse en el espacio social, una disciplina tácita del cuerpo aprehendida a través del
comportamiento. El destinatario la identifica apoyándose en un conjunto difuso de representa-
ciones sociales evaluadas positiva o negativamente, de estereotipos que la enunciación contri-
buye a conformar o a transformar.
De hecho, la incorporación del lector va más allá de la simple identificación de un perso -
naje garante, implica un “mundo ethico” del cual ese garante es parte pregnante y al cual da ac-
ceso. El “mundo ethico” activado a través de la lectura subsume un cierto número de situacio-
nes estereotípicas asociadas a los comportamientos: la publicidad contemporánea se apoya ma-
sivamente sobre tales estereotipos (el mundo ethico del cuadro dinámico, de los snobs, de las es-
trellas de cine, etc.). En el dominio de la canción, por ejemplo, se notará que el pasaje de la sim -
ple presentación de un cantante al clip ha tenido por efecto la incorporación del garante en un
mundo ethico a su medida.
He propuesto designar con el término “incorporación” la manera en la que el destinata-
rio en posición de intérprete —auditor o lector— se apropia del ethos. Utilizando de manera
poco ortodoxa la etimología, podemos en efecto hacer jugar esta “incorporación” sobre tres re-
gistros:
• la enunciación de la obra confiere una “corporalidad” al garante, le da cuerpo;
• el destinatario incorpora, asimila así un conjunto de esquemas que corresponden a una
manera específica de relacionarse con el mundo habitando su propio cuerpo;
• esas dos primeras incorporaciones permiten la constitución de un cuerpo de la comu-
nidad imaginaria de los que adhieren al mismo discurso.

5 Que no se confundirá evidentemente con el término “carácter” por el cual se traduce frecuentemente el
“ethos” de la Retórica de Aristóteles.
171

Pero no se puede considerar el ethos del mismo modo en cualquier texto. La “incorpora-
ción” no es un proceso uniforme, se modula en función de los géneros y de los tipos de discur-
so. Consideremos esta publicidad de cámaras fotográficas aparecida en una revista.

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Canon: Muestre de qué es capaz.

El garante de este texto no está explícito, pero el texto lo “muestra” por su manera de
decir: hace entrar al lector en un mundo ethico viril de matriz tecnológica y de espíritu de
aventura (“muestre de qué es capaz”). Más precisamente, ese mundo ethico es el que ejemplifi-
ca la armada norteamericana, como lo indican la actualización del nombre “Canon”, la men-
ción del título de la película Full metal jacket y la cinta con los colores de los trajes militares,
ubicada debajo del texto y sobre la cual se despliega el eslogan “muestre de qué es capaz”. Aquí
no hay necesidad de mostrar el cuerpo del garante; la activación del mundo ethico se hace por
los estereotipos que la cultura masiva vehiculiza sobre la armada norteamericana.
El discurso publicitario contemporáneo comparte por naturaleza un lugar privilegiado
con el ethos: busca en efecto persuadir asociando los productos que promueve con un cuerpo
en movimiento, con una manera de habitar el mundo; como el discurso religioso en particular,
es a través de su misma enunciación que una publicidad, apoyándose en los estereotipos valo-
rados, debe “encarnar” lo que prescribe.
Consideremos ahora este extracto de un artículo de Marie France (rubricado “Vida priva-
da”), consagrado al “progreso” que las mujeres pueden lograr en su sexualidad:

[...] Sí, pero ¿cómo? Pigmalion-Papá Noel, que desembarca justo en el buen momento, cerca de
soltar todos los bloqueos, los pudores y las rigideces para revelarnos a nosotras mismas y cambiar
nuestros jugueteos morosos por fuegos artificiales, no pasa todos los días por nuestros rumbos...
¿Los casetes? ¿Los libros? ¿Las revistas? ¿Las posturas tántricas? Existe todo un arsenal pedagó-
gico sobre la cuestión, capaz de transformarla en una joven Agnes en algunas lecciones. Pero el
ambiente Assimil no es el mejor adaptado al sujeto. En los Estados Unidos, los “Better sex video
series” presentan el nivel 1 de las “Mejores técnicas sexuales” ilustradas por parejas de buena vo-
luntad [...].

(Marie France, enero de 1996, p. 48)


172

En una concepción “ingenua” del discurso, seríamos llevados a pensar que es el conteni-
do de este texto lo que importa, representativo de una cierta “ideología” de la mujer moderna.
De hecho, el “contenido” es inseparable de ese ethos de un cuerpo enunciante “liberado” de sus
rigideces. El texto envía su mensaje (resumido en el título “Sexo: podemos hacer progresos to -
dos los días”), a través de un ethos bien característico. Este artículo que trata de los “bloqueos”,
de las “rigideces” del cuerpo es en efecto enunciado a través de un ethos de mujer liberada que
juega con las referencias culturales (la mitología griega, Papá Noel, La escuela de las mujeres de
Molière), que se burla también de las rigideces de la lengua (mezcla de registros, metáforas lú -
dicas...): la mujer que se libera sexualmente es la que podría hablar así. La manera de decir, de
un cierto modo, es también el mensaje; el ethos, considerado como al margen, constituye sin
ninguna duda una condición esencial del proceso de adhesión de las lectoras a lo que es dicho.
Pero ese ethos (que hace pensar en aquel que prevalece en Liberation, por ejemplo) no es referi-
ble a un estereotipo social delimitado: es, sobre todo, un ethos periodístico ligero susceptible de
confederar las categorías sociales más diversas.
Puede también hacerse que el ethos no tenga más que una existencia intertextual:

No es bueno para el hombre recordar a cada instante que es hombre. Apoyarse sobre si mismo es ya
malo: apoyarse sobre la especie, con el celo de un obsesivo, es mucho peor: es prestar a las mise-
rias arbitrarias de la introspección un fundamento objetivo y una justificación filosófica. (1964: 9)

En las primeras líneas de la obra de Cioran, La Chute dans le temps [lit. El pecado en el tiem-
po], se muestra un ethos de moralista clásico, asociado de manera privilegiada a la máxima.
Aquí el mundo ethico que activa la lectura no corresponde a un universo de comportamiento
socialmente asignable, sino a una postura de escritura asociada a una corriente de la tradición
literaria. Esto tiene consecuencias en la relación con el lector: en un texto de este tipo, el públi-
co no es un conjunto dado, sociológicamente circunscribible, una “meta”, está de alguna mane-
ra instituido por la escena de enunciación misma. La enunciación juega con el ethos sobre el
cual se apoya; ciertamente, el ethos del moralista clásico es movilizado, pero una lectura más
atenta lo muestra como radicalmente pasado de moda, alejado de toda sociabilidad: en él “la
máxima supuesta del juego mundano se abole, y la elegancia procede menos del deseo de ofre -
cer un libro poli que de la necesidad de negarse a sí mismo” (Jarrety, 1999: 161).
En efecto, un verdadero escritor no se contenta con incorporar a su lector proyectándolo
de alguna manera sobre los estereotipos masivos, juega con esos estereotipos de modo singu-
lar. Mientras que el ethos publicitario canónico es concebido para ser inmediatamente recono-
cido, el ethos de la obra de Cioran no puede ser verdaderamente aprehendido si no es a través
de la lectura del texto mismo, del entrar progresivamente en el universo que configura. Y esto
puede expulsar. Se encuentra nuevamente aquí el problema de la distancia entre el ethos que el
texto, por su enunciación, pretende elaborar para sus destinatarios y el que aquellos ven efecti-
vamente como elaborado, en función de su identidad y de las situaciones donde se encuentran.
Volvemos a encontrar, igualmente, fenómenos de ethos compuesto, que mezclan múlti-
ples ethé. Así, en el folleto desplegable destinado a promover un festival organizado por la aso -
ciación “Cultura en la granja”:6

6 Se trata del festival “Los cómicos agrícolas”, que tuvo lugar el 3 y el 4 de julio de 1999 en Beauquesne (Picardie).
173

El festival es un momento, una emoción, una sola mirada absorbida por la escena, una concentra-
ción del tiempo en un espacio reducido. Pues está alrededor, delante, al costado. En Beauquesne,
el espectáculo tiene lugar en un corral de granja. Entonces alrededor, forzosamente, están los gra-
neros y las pasturas. En los graneros se ven exposiciones: fotos del festival, imágenes de perso-
nas, imágenes de momentos. En la pastura se bebe entre amigos, se come delante del espectácu-
lo, se cena para no irse del todo. Se habla de los espectáculos vistos o por ver. Se evocan los re-
cuerdos recogidos cada año. Se canta de vez en cuando, incluso se toca música. En fin, se conti-
núa vivendo.

Este texto está ubicado al lado de una foto de vacas en los prados. Un ethos tal mezcla os-
tensiblemente rasgos de mediador cultural y de ethos rural convencional; al hacerlo, permite al
lector “incorporar” el ethos de un garante imaginario, combinación improbable entre distin-
ción citadina y retorno a un mundo campesino considerado auténtico.
En el tema de los ethé discursivos que no permiten establecer una relación directa con un
estereotipo social determinado, se evocará, en fin, el problema que presentan los textos donde
parece que “nadie habla”, para retomar la célebre fórmula de Benveniste, es decir, los enuncia -
dos desprovistos de marcas de subjetividad enunciativa. ¿Cuál puede ser el ethos de un enun-
ciado (jurídico, científico, narrativo, histórico, administrativo...) que no muestra la presencia
de un enunciador? De hecho, cuando se trabaja con textos que pertenecen a géneros determi-
nados, el borramiento del enunciador no impide caracterizar la fuente enunciativa en términos
del ethos de un “garante”. En el caso de textos científicos o jurídicos, por ejemplo, el garante,
más allá del ser empírico que ha producido el texto materialmente, es una entidad colectiva
(los sabios, los hombres de leyes...), representante de entidades abstractas (la Ciencia, la Ley...).
Se supone que cada uno de los miembros de estas entidades abstractas asume los poderes que
ellas le confieren en cuanto toma la palabra. Partiendo de que en una sociedad toda palabra es
socialmente encarnada y evaluada, la palabra científica o jurídica es inseparable de mundos
ethicos bien caracterizados (sabios de guardapolvos blancos en laboratorios inmaculados, jue-
ces austeros en un tribunal...), donde el ethos toma, según el caso, los colores de la “neutrali-
dad”, de la “objetividad”, de la “imparcialidad”, etc.
Se debe tomar distancia de una concepción del discurso que aparece a través de nociones
como las de “procedimientos” o de “estrategia”, por la cual los contenidos serían independien -
tes de la escena de enunciación que los toma a cargo. La adhesión del destinatario opera por un
apuntalamiento recíproco de la escena de enunciación (en la que el ethos participa) y del conte-
nido desarrollado. El destinatario se incorpora a un mundo asociado con un cierto imaginario
del cuerpo, y ese mundo está configurado por una enunciación que es obtenida a partir de ese
cuerpo. En una perspectiva del análisis del discurso, uno no se puede contentar, entonces,
como en la retórica tradicional, con considerar al ethos como un medio de persuasión: es parte
pregnante de la escena de enunciación, al mismo título que el vocabulario o los modos de difu-
sión que implica el enunciado por su modo de existencia. El discurso no resulta de la asociación
contingente de un “fondo” y de una “forma”, no se puede disociar la organización de sus con-
tenidos y el modo de legitimación de su escena de habla [ejecución].

Ethos y escena de enunciación


A través del ethos, el destinatario es convocado, en efecto, a un lugar, inscripto en la es -
cena de enunciación que implica el texto. Esta “escena de enunciación” se analiza en tres esce-
nas, que he propuesto llamar “escena englobante”, “escena genérica” y “escenografía” (Main-
174

gueneau 1993). La escena englobante da su estatuto pragmático al discurso, lo integra en un


tipo: publicitario, administrativo, filosófico... La escena genérica es la del contrato ligado a un
género o a un subgénero del discurso: el editorial, el sermón, la guía turística, la visita médi -
ca... En cuanto a la escenografía, no es impuesta por el género, sino construida por el texto
mismo: un sermón puede ser enunciado a través de una escenografía profesoral, profética,
amistosa, etc. La escenografía es la escena de habla que el discurso presupone para poder ser
enunciado y que este debe validar a través de su enunciación misma: todo discurso, por su mis-
mo desarrollo, pretende instituir la situación de enunciación que le resulta pertinente. Enton-
ces, la escenografía no es un marco, un decorado, como si el discurso sobreviniera en el inte-
rior de un espacio ya construido e independiente de él, sino es lo que la enunciación instaura
progresivamente como su propio dispositivo de habla.
Existen géneros del discurso que se mantienen en su escena genérica, es decir que no son
susceptibles de permitir escenografías variadas (por ejemplo, la guía telefónica, las recetas mé-
dicas, etc.). Otros, por el contrario, exigen la elección de una escenografía: es el caso de los gé -
neros literarios, filosóficos, publicitarios (hay publicidades que presentan escenografías de
conversación; otras, de discurso científico, etc.)... Entre esos dos extremos se sitúan los géneros
que permiten escenografías variadas, pero que muy frecuentemente se mantienen en su escena
genérica rutinaria. Es así que existe, por ejemplo, una escena genérica rutinaria de los manua-
les escolares. Pero el autor de un manual tiene siempre la posibilidad de enunciar a través de
una escenografía que se distancia de esa rutina: por ejemplo, si desarrolla su enseñanza a tra-
vés de la escenografía de una novela de aventuras.
La escenografía, con el ethos del que participa, implica un proceso circular: desde su
emergencia, la palabra es transportada por un cierto ethos que, de hecho, se valida progresiva-
mente a través de esa enunciación misma. La escenografía es, a la vez, lo que viene en el dis -
curso y lo que engendra el discurso; legitima un enunciado que, volviendo sobre ella, debe legi -
timarla, debe establecer que esa escena en la que viene la palabra es precisamente la escena re -
querida para enunciar en tal circunstancia. Son los contenidos desarrollados por el discurso los
que permiten especificar y validar el ethos y su escenografía, a través de los cuales esos conte-
nidos surgieron. Cuando un hombre de ciencia aparece en televisión, se muestra a través de su
enunciación como reflexivo, medido, imparcial, etc., al mismo tiempo en su ethos y en el conte-
nido de sus palabras: al hacerlo, define circularmente lo que es el verdadero hombre de ciencia
y se opone al anti-ethos correspondiente.
El ethos de un discurso resulta de una interacción entre diversos factores; ethos predis-
cursivo, ethos discursivo (ethos mostrado), pero también los fragmentos del texto donde el enun-
ciador evoca su propia enunciación (ethos dicho): directamente (“es un amigo el que te habla”),
o indirectamente, por ejemplo, por la vía de metáforas o alusiones a otras escenas de habla (así
Mitterrand en su “Carta a todos los franceses” de 1988 compara su propia enunciación con la
palabra de un padre de familia en la mesa familiar). La distinción entre ethos dicho y mostrado se
inscribe en los extremos de una línea continua pues es imposible definir una frontera neta en -
tre lo “dicho” sugerido y lo “mostrado”. El ethos efectivo, el que construye tal o cual destinata-
rio, resulta de la interacción de las diversas instancias cuyos pesos respectivos varían según los
géneros del discurso. La doble flecha en el esquema siguiente indica que hay interacción.
175

Si cada coyuntura histórica se caracteriza por un régimen específico de los ethé, la lectu-
ra de muchos de los textos que no pertenecen a nuestro aire cultural (en el tiempo como en el
espacio) es frecuentemente obstaculizada no por lagunas graves en nuestro saber enciclopédi-
co, sino por lo cerrado de los ethé que sostienen tácitamente su enunciación. Cuando vemos las
estrofas de la Chanson de Roland dispuestas sobre una hoja de papel, es muy difícil restituir el
ethos que las sostenía; o ¿qué es una epopeya sino un género de performance oral? Sin ir tal le -
jos, la prosa política del siglo XIX es indisociable de los ethé ligados a prácticas discursivas, a si-
tuaciones de comunicación desaparecidas.
Por otro lado, de una coyuntura a la otra no son las mismas zonas de la producción se -
miótica las que proponen los modelos de maneras de ser y de decir más importantes, los que
“dan el tono”. Los estereotipos de comportamiento eran accesibles a las elites de manera privi-
legiada a través de la lectura de textos literarios, mientras que hoy ese rol lo cumple la publici-
dad, sobre todo en su forma audiovisual. Esto es categórico para los siglos XVII y XVIII, cuando
el discurso literario era inseparable de los valores ligados a ciertos modos de vida. Los innume-
rables textos que se revelaban principalmente como “galantes”, por ejemplo, no se contenta-
ban con contar ciertas historias o con exponer ciertas ideas, se revelaban así a través de un
ethos discursivo específico que participaba del mundo ethico de la galantería: ethos de lo “natu-
ral” y de la “jovialidad”.
La especificidad de un ethos reenvía en efecto a la figura del “garante” que, a través de su
palabra, se da una identidad a la medida del mundo que se considera que él hace surgir. Esta pro-
blemática del ethos conduce a oponerse a la reducción de la interpretación a una simple decodifi-
cación; todo lo concerniente al orden de la experiencia sensible entra en juego en el proceso de la
comunicación verbal. Las “ideas” suscitan la adhesión del lector a través de una manera de decir
que es también una manera de ser. Ubicados por la lectura en un ethos envolvente e invisible, no
solo desciframos los contenidos, participamos del mundo configurado por la enunciación, acce-
demos a una identidad encarnada de alguna manera. El poder de persuasión de un discurso de-
pende, en parte, del hecho de que conduce al destinatario a identificarse con el movimiento de
un cuerpo muy esquemático, investido de valores históricamente especificados.

Conclusión
Desde que hay enunciación, cualquier cosa del orden del ethos se encuentra liberada: a
través de su palabra, un locutor activa en el intérprete la construcción de una cierta represen-
tación de si mismo, poniendo así en peligro su maestría sobre su propia palabra; lo hace ensa-
176

yar el control, más o menos confusamente, del tratamiento interpretativo de los signos que en -
vía. A partir de este hecho indelimitable, muchas explotaciones del ethos son posibles, en fun-
ción del tipo y del género del discurso concernientes, en función también de la disciplina, de la
corriente dentro de esa disciplina en la que se inscribe la investigación. Un análisis del discurso
como el que yo practico no puede aprehender el ethos de la misma manera que una teoría de la
argumentación o una teoría del discurso de inspiración psicosociológica. Estos dos parámetros
(corpus y disciplina) no son más que parcialmente independientes: se sabe que cada disciplina
o cada corriente tiene tendencia a privilegiar tal o cual tipo de datos verbales.
Se podría, evidentemente, renunciar a la categoría de ethos, juzgada como muy inestable,
pero es innegable que reenvía por lo menos a un fenómeno único, incluso si no puede ser apre -
hendido de manera compacta. Como escribe A. Auchlin, que enfoca sobre todo las interaccio-
nes conversacionales: “la noción de ethos es una noción cuyo interés es esencialmente práctico,
y no un concepto teórico claro [...]. En nuestra práctica ordinaria del habla, el ethos responde a
cuestiones empíricas efectivas que tienen como particularidad el ser más o menos coextensivas
a nuestro ser mismo, relativas a una zona íntima y poco explorada de nuestra relación con el
lenguaje, donde nuestra identificación es tal que se ponen en escena estrategias de protección”
(2001: 93). Lo importante, cuando se confronta esta noción, es, entonces, definir por interme-
dio de qué disciplina la movilizamos, con qué perspectiva, y dentro de qué red conceptual.

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177

Estudios sobre las nuevas


textualidades

Dominique Maingueneau
Las nuevas textualidades
Capítulo 14 de Discours et analyse du discours. Introduction, París,
Armand Colin, 2014. (Traducción de Daniela Lauría.)

El análisis del discurso surgió y se difundió a partir de los años sesenta, en un mundo to -
davía estructurado por la dualidad oralidad/escritura: significativamente, Discourse Studies,1 la
principal revista dedicada a la materia, se presentaba a sí misma como una revista internacio-
nal “for the study of text and talk” (“para el estudio del texto y de la conversación”), expresión que se
apoya implícitamente sobre esta dualidad. El desarrollo, a fines del siglo XX, de las nuevas tec -
nologías de la comunicación hizo surgir nuevas prácticas, específicas del universo digital, pero
también modificó profundamente las modalidades tradicionales del ejercicio del discurso. Así,
los analistas del discurso se ven obligados a cuestionarse la pertinencia de las categorías que
utilizan, a preguntarse si están a la altura de esta nueva situación.

1. La multimodalidad
La primera evidencia que se impone es que una parte en crecimiento constante de la co-
municación es “multimodal”, es decir, que pone en acción simultáneamente varios canales.
El discurso oral es multimodal por naturaleza debido a que la comunicación activa la
producción de un flujo sonoro y de los movimientos corporales asociados simultáneamente. La
comunicación verbal es un todo expresivo que asocia gestos y signos lingüísticos. Esto incita a
los investigadores a proponer modelos de producción del lenguaje donde cognición verbal y
cognición espacial trabajen en conjunto. Entonces, el problema consiste en saber cuáles son las
relaciones entre estos dos modos, entendiendo que la gestualidad no se contenta con ilustrar lo
que dice la palabra, sino que mantiene con ella relaciones de complementación en función del

1 Publicado en 1999 por la editorial Sage y dirigido por T. Van Dijk.


178

tipo de actividad verbal que se practique (descripción, explicación, narración…) y de la actitud


del locutor en lo concerniente a su propia enunciación y a la de los demás.
En efecto, lo que más contribuyó a imponer las problemáticas ligadas a la multimodali-
dad es el aumento constante de enunciados “escritos” que conllevan elementos icónicos, lo
cual afecta constantemente la noción misma de “texto” e introduce el concepto de “íconotex-
to” con el fin de designar esas producciones semióticas donde imagen y palabra son indisolu-
bles. Sin nombrar el caso de los sitios web, es suficiente con sondear el fenómeno de los emoti -
cones en los sms y en el correo electrónico, la publicidad donde se entremezclan profundamen-
te el componente visual y el componente verbal, o las presentaciones en PowerPoint, que se
han convertido en un elemento esencial de la comunicación en el ámbito de las instituciones y
particularmente en el mundo científico. Incluso la prensa escrita tradicional se ve forzada a
una puesta en escena visual, limitando el diseño a un diagrama basado en el fenómeno de la hi-
perestructura, o sea, dividiendo un texto en varios textos más pequeños con el fin de resaltar-
lo. Esto genera, así, una suerte de mosaico de módulos heterogéneos dispuestos sobre una do-
ble página. De este modo, podemos ver desplegarse un nivel intermedio de estructuración en -
tre el conjunto del diario, elemento superior, y el artículo, elemento inferior.
La importancia de la dimensión icónica se traduce en dos niveles: por un lado, los enun-
ciados verbales que se incrustan en las imágenes o las imágenes acompañan los textos, y, por
otro, el ensamble de imágenes y enunciados verbales que trabajan como un todo.
La multimodalidad se infiltra en el conjunto de las manifestaciones de la palabra. Se
monta un meeting de envergadura considerable, se determina un entorno y las etapas de su de-
sarrollo se entrelazan por momentos musicales. La puesta en escena de la palabra se ve supera-
da por otras, la visual y la sonora, con las que interactúa. Esta multimodalidad va a menudo
acompañada de la multiplicación de los recursos: quienes participen del meeting podrán ver so-
bre una o varias pantallas la imagen del orador que están escuchando. Estas imágenes no mul-
tiplican aquello que ve el espectador, sino que son el resultado de las decisiones abordadas por
un equipo de dirección que puede, entre otras cosas, tomar distintos tamaños de planos del au -
ditorio.
Estas evoluciones modifican la mirada que el investigador tiene de los corpus que son
cada vez menos verbales en su totalidad. Puesto que un número creciente de producciones dis-
cursivas son multimodales, limitar el estudio exclusivamente a los materiales verbales (orales o
escritos) es insuficiente. Es una elección que necesita ser justificada por los objetivos de la in -
vestigación.

2. La Web
La multimodalidad es llevada al paroxismo por el desarrollo de la Web que, como pudo
haberlo sido en los tiempos de la escritura y la impresión, tiene una profunda incidencia no so -
lamente en las prácticas verbales (es una banalidad decir que Internet suscitó nuevas prácticas:
correo electrónico, foros, blogs…), sino también sobre la concepción misma que podamos tener
de la discursividad, y, en particular, de los géneros del discurso.
Respecto a los géneros utilizados en la Web, generalmente se distingue entre aquellos
que retoman géneros de otros medios (por ejemplo, la gráfica y el video) y los verdaderos “ci-
bergéneros” que son los específicos de Internet. Si adoptamos este punto de vista, una buena
parte de la web no hará más que adaptar a las condiciones de Internet los géneros prexistentes:
179

conversaciones (foros, chats…), periódicos, diccionarios, cursos, novelas, etc. Si bien es innega -
ble que un gran número de prácticas en la Web encuentra su origen en prácticas anteriores
esto no significa que tengan igual relevancia. ¿Desde el momento en que se aborda seriamente
la perspectiva de género del discurso, que se le otorga un verdadero peso al medio, se puede
realmente hablar del mismo género fuera y dentro de la Web? Podemos partir de un razona-
miento comparable con el pasaje de lo oral a lo escrito, las epopeyas recitadas por los aedos an-
tiguos no tienen relación con el mismo género del discurso de eso monumentales escritos que
son La Ilíada, La Odisea o La Eneida y que serán leídos en ediciones de bolsillo.
Los géneros discursivos, tal como fueron analizados anteriormente (Capítulo 10), se es-
tructuran por la jerarquía de planos de la escena de enunciación:

Escena englobante - Escena genérica – Escenografía

En este sistema, que podríamos llamar clásico, el hipergénero juega un papel periférico;
o sea, no se ubica a igual nivel que el género del discurso, sino del grupo de géneros. ¿Es este
sistema pertinente para la Web? Pareciera que no. Efectivamente, mientras que en el sistema
clásico la escena genérica se ubica en un lugar central, en la Web aparece debilitada. Las unida-
des de comunicación son, en efecto, de igual naturaleza: los sitios web están sujetos como tales
a los mismos límites técnicos. Esta homogeneización se ve reforzada por la necesidad de nave-
gar a través de hipervínculos de un sitio a otro. Así, se pierden algunas de las diferencias entre
escenas genéricas. Actualmente es la escenografía, la puesta en escena de la información, la
que juega un papel clave; la que además pone en acción los recursos multimodales (imagen fija
o en movimiento, sonido) y las operaciones hipertextuales.
En la Web, este debilitamiento de la escena genérica y de la escena englobante (donde
se distinguen lo político, lo religioso, lo publicitario…) va de la mano de una hipertrofia de la
escenografía digital, sin relación con la escenografía estrictamente verbal. De esta manera, po-
demos distinguir dos tipos de escenografía en los sitios web: una escenografía verbal y una es-
cenografía digital. La escenografía verbal es aquella que implica ser enunciada: por ejemplo,
para la Lettre à un provincial de B. Pascal es la relación epistolar del parisino a un amigo que
vive en provincia. Pero si subimos esta carta a un sitio web, queda integrada en otra configura-
ción, una escenografía digital que vehiculiza la escenografía propiamente verbal: es a la vez
una imagen sobre la pantalla, un soporte de operaciones (por ejemplo, si uno pudiera cliquear
sobre tal o cual palabra o grupo de palabras), un elemento de la arquitectura del sitio donde
figura. La escenografía digital puede, de este modo, analizarse en tres componentes:
• Componente íconotextual (el sitio muestra imágenes y es en sí mismo un conjunto de
imágenes sobre la pantalla).
• Componente arquitectónico (el sitio es una red de páginas vinculadas de cierta manera).
• Componente procedimental (cada sitio es una red de instrucciones destinadas a la na-
vegación).

La escenografía digital es el resultado de la interacción entre estos tres componentes que


tienen la capacidad de funcionar de manera convergente o divergente. Por ejemplo, una esce-
nografía procedimental muy didáctica puede contrastar con una escenografía íconotextual
muy “poética” (colores pastel, tipografía elegante…)
La transformación de la genericidad que implica la Web concierne también a la textuali-
dad. La Web tiende a desestabilizar la jerarquía entre lo que sería un texto principal y un para -
180

texto (prefacio, notas al pie de página…). Esto está ligado a la imposibilidad de abarcar con un
golpe de vista el conjunto de la página; es una pantalla que se ofrece a la mirada, como una
captación parcial de una totalidad que no es tal, que es necesario ir develando. En la mayoría
de los sitios, una página de pantalla no es un texto, sino un mosaico de módulos que son hete-
rogéneos desde una perspectiva enunciativa y modal: signos, diagramas, publicidades, avance
de artículos, esloganes, títulos, videos… Y, generalmente, esos módulos no son textos o frag-
mentos de texto autosuficientes sino una especie de puertas que a través de un click pueden
habilitar el acceso a otro espacio (páginas del mismo sitio u otros sitios, un video o una publici-
dad…). En estos casos no podemos hablar de microtextos, de textos cortos (por ejemplo, los es -
loganes o los pequeños anuncios tradicionales) sino de una subversión generalizada de la lógi-
ca del texto. Asistimos, de este modo, a una transformación profunda de la relación entre el
fragmento y la totalidad en la medida en que

[…] los discursos ya no están inscriptos en los objetos que permiten ser clasificados, jerar-
quizados y reconocidos en su propia identidad. El mundo digital es un mundo de fragmen-
tos descontextualizados, yuxtapuestos, indefinidamente rearmables, donde no existe la ne-
cesidad de comprender la relación que los inscribe en la obra de donde fueron extraídos.
(Chartier, 2012: 12-13)

En los sitios web, incluso la identidad de los anuncios es problemática debido al estado
transitorio constante. Los contenidos de los módulos pueden renovarse en todo momento en
función de las características del sitio, cada uno a su ritmo, haciendo vacilar una de las caracte -
rísticas implícitas de lo que comúnmente llamamos texto: la estabilidad.
Si bien, en rigor, toda cita extraída de una página web debe indicar no solamente la di -
rección URL y el año, sino también el día, la hora e, incluso, el minuto en el que el internauta
tuvo acceso a ella, entendemos los inconvenientes que atraviesan los organismos que están en -
cargados de capturar las páginas para conservar una memoria de la Web.
Si evidentemente existen “géneros” en la Web, grandes categorías de sitios (sitios de
compra-venta, blogs, sitios de información, sitios para compartir videos, etc.), no son géneros
clásicos. Estamos frente a lo que venimos categorizando como hipergéneros. Estos “géneros”
son, efectivamente, formatos poco restrictivos que hacen posible múltiples escenografías. Es,
por ejemplo, el caso del blog, que se caracteriza, ante todo, por poner en movimiento una lógi -
ca de programación. Se trata de un formato que es común a varios campos: blog personal, ins -
titucional, comercial, etc. Supone, efectivamente, una relación comunicativa mínima, es una
entidad que posee un nombre propio y habla de sí misma a cualquiera que visite el sitio. Las es -
cenografías que se despliegan en el marco del llamado hipergénero no están, sin embargo, di -
versificadas al infinito sino que se instala un determinado número de rutinas. En un estudio re-
alizado sobre 80 blogs de profesionales de la política online en Francia, durante el mes de sep-
tiembre del 2007, L. Lehti (2011) pudo distinguir cinco tipos de escenografías verbales: “diario
íntimo”, “álbum”, “cartelera”, “ensayo” y “debate”.
En la Web, tanto el hipergénero como la escenografía, lejos están de ser recursos insigni -
ficantes, ya que nos permiten darle sentido a la actividad comunicativa, instaurando cierta re-
lación entre quienes participan de la comunicación; y son estas elecciones síntomas de una
configuración social particular. Por ejemplo, en lo que concierne a la prostitución femenina,
una buena parte de las investigaciones policiales se hacen sobre los blogs personales. Esta nue -
va práctica contrasta con la prostitución tradicional que se ejerce bajo la protección de algún
proxeneta y en zonas marginales de las ciudades. El recurso del blog permite camuflar la dife-
181

rencia entre una prostituta profesional y una mujer cualquiera, entre clientela y grupo de ami-
gos. En principio, las relaciones se constituyen entre individuos y no a través de la mediación
de terceros. Esta tendencia entra en consonancia con la de relegar la escena englobante y la es-
cena genérica a un segundo plano: tanto en un caso como en el otro se hace difícil razonar en
términos de roles y de instituciones.

3. Las tres formas de textualidad


Más allá de los géneros del discurso, la Web pone en tela de juicio cierta concepción de la
textualidad. El concepto de hipertexto introducido en 1965 por Ted Nelson tuvo, precisamente,
por función cuestionar el carácter secuencial del texto. De hecho, los tres tipos fundamentales
de comunicación (oral, impreso, digital) implican formas de textualidad separadas.

1. En la oralidad conversacional, los interlocutores no pueden aprehender como texto


(globalmente y desde el exterior) la actividad que están desarrollando. Podríamos ha-
blar de una textualidad no planificada [sumergida, en el original]. Ciertamente, una vez
transcripta, se convertirá en texto para el análisis, pero no reflejará el punto de vista de
los interlocutores y no será la representación de la conversación, será solamente la re-
presentación a través de los otros, la que resulte de la técnica de transcripción elegida.
2. En el caso de los géneros instituidos estamos frente a una textualidad planificada, oral
o escrita, donde la palabra está dirigida por un dispositivo preestablecido cuyos parti-
cipantes están necesariamente interiorizados de las restricciones. Este tipo de textua-
lidad puede manifestarse de dos maneras:
 Monologal: cuando el locutor planifica solo el desarrollo de su enunciado. Es, por
ejemplo, la situación de un predicador, de un conferencista, de un periodista o de
un escritor. Cuando es escrita, esta textualidad planificada puede manifestarse de
dos maneras: lineal o tabulada. Ciertamente, cualquiera sea el texto escrito es de
alguna manera tabular, ya que se presenta al lector como una imagen inmersa en
las normas del diseño de página. Pero en regla general, estas normas tienen sola-
mente el objetivo de clarificar la articulación del texto, que es fundamentalmente
lineal. En la textualidad tabular, en cambio, el texto es también imagen y es trata-
do como tal. Es particularmente el caso de la publicidad o de la prensa escrita con -
temporánea, donde cada página y cada doble página están compuestas vertical-
mente, de manera que forman una especie de cuadro sometido a los imperativos
estéticos.
 Dialogal: generalmente asociado a la presencia de un público, en particular cuando
se trata de la radio o la televisión. Los enunciados son organizados con anteriori-
dad y administrados durante la actividad de la oratoria, ya sea por un moderador
que busca dar forma a ciertos esquemas, o por los mismos participantes que se so -
meten espontáneamente a las normas tácitas del género del discurso en el que es-
tán participando
3. La textualidad navegante es la concerniente a la web y que implica una transformación
de la noción de “lectura”: cada internauta es quien, a través de elecciones que realiza
en el transcurso de la navegación, fabrica el hipertexto que “lee”. De este modo, se
pone en cuestionamiento un presupuesto que es el corazón del humanismo tradicio-
182

nal: la relación entre un sujeto, autor y/o lector, y un texto dado. A la relación imagi-
naria que une un texto a su(s) autor(es) se la sustituye por una relación generalizada,
en un espacio abierto, establecida por sitios con aportes colectivos.

Es necesario reconocer que la concepción que tenemos comúnmente de la textualidad re-


fiere implícitamente a la textualidad “planificada”, que está estrechamente ligada a la clasifica-
ción genérica clásica donde se puede distinguir escena englobante, escenografía y escena genéri-
ca, sistema en el cual esta última funciona como pivot. Por razones muy diferentes, ni la textuali-
dad convencional ni la web se encuentran contenidas en esta lógica. Mientras la clasificación ge-
nérica clásica se apoya sobre una cartografía de actividades verbales (existen tipos de discursos y
dentro de ellos instituciones parlantes bien diferenciadas), la lógica de la web es aquella de la no
diferenciación de los múltiples ámbitos de la palabra, a causa de una exacerbación tanto de la es-
cenografía como del hipergénero. Esta marcada evolución se hace a expensas de las limitaciones
institucionales pero también a costa del texto uniforme. Sobre la pantalla aparecen imágenes
transitorias en composición perpetua, mosaicos de módulos tipográficos, cuadros de navegación,
nodos en red, y no textos circunscritos en territorios con fronteras claras.
Ciclo Básico Común
Universidad de Buenos Aires

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