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RETÓRICA FORENSE

RETÓRICA FORENSE

MIGUEL ANTONIO DE LA LAMA

Centro de Altos Estudios de Justicia Militar


2015
FUERO MILITAR POLICIAL DEL PERÚ
"Retórica forense" de Miguel Antonio De la Lama,
Reedición publicada por el Centro de Altos Estudios de Justicia Militar
Colección Publicaciones especiales del Fuero Militar Policial
Presidente del Fuero Militar Policial
General de Brigada EP (R) Juan Pablo Ramos Espinoza
Director del Centro de Altos Estudios de Justicia Militar
Contralmirante CJ Julio Enrique Pacheco Gaige
Director Académico del Centro de Altos Estudios de Justicia Militar
Capitán de Navío Carlos Schiaffino Cherre
Comité Editorial
Teniente Coronel EP Roosevelt Bravo Maxdeo, Presidente del Comité y
Sub Director del Centro de Altos Estudio de Justicia Militar
Licenciado Floiro Tarazona Ramírez
Técnico Supervisor Segundo AP Luis Urbina Huapaya
Oficial de Mar Primero AP Regina García Espejo
Abogada Mirella Oré Quispe
Diagramación
Socorro Gamboa García
Diseño de portada
Técnico de Primera EP Darío Castillo Román

RETÓRICA FORENSE
Miguel Antonio De la Lama Urriola

Primera edición: 1896


Segunda edición: setiembre, 1994
Tercera edición: abril, 2015
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca
Nacional del Perú N° 2015-05402
Tiraje: 500 ejemplares
Editado por:
FUERO MILITAR POLICIAL
Av. Arenales 321, Santa Beatriz, Lima Cercado
Telf.: (511) 6144747
E-mail: caejmp@fmp.gob.pe

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IMPRESO EN EL PERÚ
PRINTED IN PERU
MIGUEL ANTONIO DE LA LAMA
INDICE

Nota del editor ................................................................... 11


Autores consultados .......................................................... 19
Prenociones ........................................................................ 21
Principios generales .......................................................... 35

PARTE PRIMERA
ABOGADO

Capítulo I: Preliminares ................................................... 49


Capítulo II: Dotes intelectuales del abogado ................... 51
Capítulo III: Instrucción del abogado .............................. 55
Capítulo IV: Cualidades morales del abogado ................. 67

PARTE SEGUNDA
ORATORIA

Capítulo I: Preliminares ................................................... 83


Capítulo II: Orador ........................................................... 88
Vocación especial ........................................................ 89
Dotes físicas ................................................................ 89
Presencia de ánimo .................................................... 90
Ventajas del abogado que habla al último ................ 91
Capítulo III: Preparación del discurso ............................. 95
Capítulo IV: Construcción del discurso ............................ 97
§1. Exordio ................................................................. 98
§2. Proposición ........................................................... 100
§3. División ................................................................ 101
§4. Narración ............................................................. 103
§5. Demostración: pruebas ........................................ 106
§6. Refutación ............................................................ 124
§7. Peroración ............................................................ 130
§8. Epílogo ................................................................. 132
§9. Conclusión ............................................................ 135
Capítulo V: Operaciones del Espíritu en el discurso ....... 137
§1. Invención .............................................................. 138
§2. Disposición ........................................................... 140
§3. Elocución y estilo ................................................. 142
Estilo patético ...................................................... 153
§4. Pronunciación ...................................................... 161
Voz ........................................................................ 165
Movimientos del cuerpo ...................................... 171
Reglas especiales para el abogado ...................... 173
Capítulo VI: Improvisación ............................................... 179
§1. Principios generales ............................................ 179
§2. Aprendizaje .......................................................... 191
§3. Elaboración solitaria del discurso ...................... 198
§4. El improvisador en la tribuna ............................. 201
§5. El improvisador después de dejar la tribuna ..... 205
§ Epilogal. Resumen de las reglas de Gorgias .......... 206
Capítulo Final: Consejo de Bautaín ................................. 210

PARTE TERCERA
REDACTORIA

Capítulo I: Preliminares ................................................... 213


Capítulo II: Diferencias en el modo de redactar los
escritos ........................................................................ 215
§1. Juicios civiles ....................................................... 215
Consultas ............................................................. 215
Demanda .............................................................. 216
Réplica y dúplica ................................................. 216
Interrogatorios ..................................................... 217
Alegatos ................................................................ 217
Recursos ............................................................... 217
§2. Juicios penales ..................................................... 218
Querella ............................................................... 218
Acusación ............................................................. 218
Defensa ................................................................ 219

APÉNDICE

I. Cualidades esenciales de la elocución ....................... 221


II. Distintos géneros de estilo ......................................... 225
III. Exornación del estilo forense ..................................... 228
IV. Consejos de Sainz de Andino para perfeccionar
el estilo ........................................................................ 236

MODELOS

I. Foro francés
Defensa de la Condesa de Mirabeau, sobre
divorcio.- Portalis ....................................................... 243
Discurso de Mirabeau ................................................ 251

II. Foro francés


Defensa de la viuda del mariscal Brune, contra los
asesinos de su esposo.- Dupin .................................... 265

III. Foro español


Acusación de parricidio y adulterio contra la esposa
de don Francisco del Castillo y el cómplice.-
Meléndez Valdez ........................................................ 277

IV. Foro peruano


Defensa del comandante de la corbeta Unión don
M.A. Villavisencio, desobediencia militar.- Lama..... 297
V. Foro peruano
Defensa del Comandante de la Unión don Miguel
Grau, Isubordinación, etc.- Cisneros ......................... 309

VI. Foro español


Defensa en la causa contra varios diputados, sobre
Conspiración.- López .................................................. 342
NOTA DEL EDITOR

El Centro de Altos Estudios de Justicia Militar del Fuero Militar


Policial, en el año 2014, impulsó la reimpresión del libro “Fuerzas Mo-
rales Militares”, del Coronel Hernán Augusto Monsante Rubio, inician-
do así una nueva línea editorial que se agregaba a las ya existentes:
la publicación semestral de la Revista “El Jurista del Fuero Militar
Policial”, en la que se tratan temas de Derecho Penal Militar, Derecho
Internacional Humanitario, Derecho Operacional y otros temas afines
y la línea normativa que tiene que ver con las Leyes, Códigos y Manua-
les relativos al quehacer del Fuero Militar Policial.

La reimpresión de libros valiosos, como se dijo en la nota edi-


torial de “Fuerzas Morales Militares”, “pretende acercar a los lectores
a temas históricos relacionados con la Justicia Militar, a los valores
éticos tan esenciales para la correcta administración de justicia y a
otros temas de singular valía para el mejoramiento de las capacidades
cognitivas y éticas de los miembros del Fuero Militar Policial.” En esa
misma línea de pensamiento, el Centro de Altos Estudios de Justicia
Militar reimprime hoy el libro “Retórica Forense”, del ilustre jurista
Miguel Antonio De la Lama Urriola, cuya primera edición se hizo por
la Librería, imprenta y encuadernación Gil (Banco del Herrador 113
y 115) de Lima, en 1896.

Las razones que nos han impulsado a reimprimir la obra “Retó-


rica Forense” son, básicamente, dos: a) La vigencia de su contenido, no
obstante haber transcurrido ciento veinte años desde su publicación
inicial; y, b) La relación de su autor con la jurisdicción militar, de la que
fue su primer Fiscal General, cargo que ejerció entre el 17 de marzo de
1899 y 1912, año en que dejó de existir.

11
Miguel Antonio De la Lama

En cuanto a la vigencia del contenido del libro, qué duda cabe,


las dotes intelectuales y las cualidades morales de los abogados, en ese
tiempo y en éste, resultaban y resultan esenciales para el desempeño
exitoso de la profesión. En este tiempo de notoria competitividad pro-
fesional, pero también de “descomposición moral de la sociedad”, la
calidad intelectual del abogado es importante, más su comportamiento
honesto, marcan la diferencia. La oratoria, que retrotrae a los clásicos
griegos y romanos1, la preparación del discurso, la forma como deben
presentarse los casos en los tribunales de justicia son tratados por el
autor extensamente, de forma que podemos decir, que se trata cuasi de
un “manual de litigación oral”, tema tan de actualidad a raíz de su uso
y utilidad en el proceso adversarial acusatorio, vigente, también, en la
jurisdicción militar policial desde el 1 de enero del 2011.

La “redactoria”, que explica como formular los escritos y los te-


mas sobre el tratamiento de la elocuencia son otros de los acápites de la
obra, que, además, cuenta, en forma de modelos, con textos de alegatos
de defensas pronunciados en distintos casos civiles y penales. Es de
destacar, desde lo castrense, los alegatos pronunciados por el doctor
Luciano Benjamín Cisneros ante el Consejo de Guerra de Oficiales Ge-
nerales, en la audiencia de 14 de Febrero de 1867, a favor del Capitán
de Navío Miguel María Grau Seminario, acusado por la presunta comi-
sión de los delitos de insubordinación, rebelión y traición a la Patria, y
por el propio autor de este libro a favor del Capitán de Navío Manuel
Antonio Villavisencio, acusado por el delito de Desobediencia, ante el
Consejo de Oficiales Generales reunido en el Callao el 16 de Octubre de
1880, en el contexto de la “Guerra del Pacífico”.

Respecto del autor, debemos decir que el doctor Miguel Antonio


De la Lama Urriola (1839-1912) fue un eminente jurista, miembro del
Ilustre Colegio de Abogados de Lima, que de acuerdo con la “Memoria
del Ministro de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia Don Melchor

1 La pintura de la carátula representa a Demóstenes practicando oratoria. Es obra de Jean


Lecomte du Nouÿ (1842–1923). Se dice que Demóstenes, emblemático orador griego del
siglo III A. de C., dado que tenía deficiencias en el habla (tenía dificultad para pronunciar
la “R”), solía hablar con piedras en la boca y recitar versos mientras corría. Para fortalecer
su voz, hablaba en la orilla del mar, por encima del sonido de las olas.

12
Retórica Forense

García al Congreso Nacional de 1872” 2, obtuvo “la matrícula de aboga-


do… en el Distrito Judicial de Lima… el 10 de agosto de 1862”.

Se formó en el Seminario Conciliar de Santo Toribio, donde cur-


só la carrera de Teología, que le sirvió para escribir textos religiosos
diversos. Enseñó astronomía, cálculo, gramática castellana y filosofía;
y en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde gozaba de
gran prestigio, enseñó varios cursos de Derecho, tanto sustantivos, pro-
cesales como especiales y condujo, además, reiterados cursos de prácti-
ca forense, para los que elaboró una importante bibliografía.

Ocupó don Miguel diversos cargos; así fue juez, fiscal, notario,
Director General del Registro Mercantil y de la Propiedad Inmueble,
Director de la Penitenciaría de Lima, Secretario y Jefe de la Sección
Judicial de la Sociedad de Beneficencia de Lima y conjuez de la Corte
Suprema de Justicia de la República. Fue director, redactor y hasta
propietario de diversas revistas jurídicas y de un periódico. En esta
actividad, por ejemplo, dirigió “El Derecho”, publicación del Colegio
de Abogados de Lima. Basadre dice al respecto: “El Derecho, periódico
semanal, órgano del Colegio de Abogados, dirigido por Miguel Anto-
nio De la Lama, comenzó a parecer el 12 de diciembre de 1885. Siguió
publicándose hasta diciembre de 1889.”3 Carlos Ramos Núñez dice al
respecto: “El Derecho (1885-1909), órgano del Colegio de Abogados fun-
dado, dirigido y hasta redactado por Miguel Antonio De la Lama.” 4

Nuestro personaje, estuvo siempre comprometido con el mejora-


miento y comprensión de la legislación de la nación; y en tal sentido,
sumilló, concordó y comentó Códigos; escribió y publicó libros; presentó
proyectos normativos e impulsó campañas para la difusión de éstos.
Numerosos autores han destacado la valía del sapientísimo Miguel
Antonio De la Lama Urriola, por lo que dejaremos que ellos hablen de
algunos de sus importantes aportes académicos.

2 Imprenta de “La Sociedad”, Calle de Núñez N° 38/Por José Rufino Montenegro, 1872.
3 BASADRE GROHMANN Jorge. Historia de la República del Perú (1822-1933), Tomo 10,
El Comercio, Primera Edición 2005, p. 63.
4 RAMOS NÚÑEZ Carlos.- Historia del Derecho Civil Peruano (siglos XIX y XX). Tomo V.
Volumen 1. Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Primera edición:
noviembre 2005. p. 34.

13
Miguel Antonio De la Lama

Sobre la Ley de Registro de la propiedad inmueble, Jorge Ba-


sadre Grohmann dice: “Abrió campaña en ese mismo sentido Miguel
Antonio De la Lama en la revista El Derecho en 1886 y los diputados
Alejandro Arenas y Mariano Nicolás Valcárcel presentaron el revisto
proyecto que culminó en la ley de 28 de enero de 1888” 5.
Según Jorge Basadre Ayulo, “Una edición actualizada de la ley
procesal peruana apareció en el año de 1873, preparado al alimón por
los destacados publicistas don Manuel Atanasio Fuentes y don Miguel
Antonio De la Lama”; y el mismo autor considera, también, que “el li-
bro más importante en materia procesal en el siglo XIX en el Perú fue el
del profesor sanmarquino doctor don Miguel Antonio De la Lama, titu-
lado Elementos de teoría del enjuiciamiento y práctica forense peruana
del año 1875, en tres tomos.” 6
Sobre el Código Civil de 1852, Miguel Antonio De la Lama publi-
có varias ediciones con valiosas citas, notas y concordancias. “El acervo
legal modificatorio del Código Civil fue incrementado por este autor con
el correr de los años”.7 El profesor Carlos Ramos Núñez dirá: “Miguel
Antonio De la Lama, publicista de sucesivas ediciones del Código Civil,
incluye en éste agudos comentarios o notas.” 8
Publicó también De la Lama un Código de Comercio del Perú, con
citas, notas, concordancias hasta el 30 de diciembre de 18969 y un Re-
glamento de tribunales con citas, notas, concordancias y un apéndice10.
Con anterioridad, junto con Manuel Atanasio Fuentes, habían publi-
cado los Reglamentos de Tribunales, de Jueces de Paz y de Comercio,
con notas y concordancias (Lima: Imprenta del Estado, 1870). Miguel
Antonio De la Lama publicó además, en 1906, un texto sobre Derecho
procesal penal, con un apéndice que apareció en 1907.

5 BASADRE GROHMANN Jorge. Ob. Cit., p. 128.


6 BASADRE AYULO Jorge.- Historia del Derecho Universal y Peruano. Ediciones Legales.
Primera Edición: mayo del 2011. P. 773
7 Esta obra tuvo seis ediciones, la última en 1928; es decir, después de 16 años de la muerte
del autor.
8 RAMOS NUÑEZ Carlos Augusto. Toribio Pacheco jurista peruano del siglo XIX. Publicación
del Instituto Riva-Agüero, N° 245, 2da. ed. 2008 Fundación M.J. Bustamante. Pontificia
Universidad Católica del Perú. Lima.
9 Librería e Imprenta Gil, 1879.
10 Librería e Imprenta Gil, 1897. Hay otra edición de 1905.

14
Retórica Forense

Basadre Ayulo dirá, también, que “El primer libro de los más
importantes en materia penal en el siglo XIX, salió de la pluma prolí-
fica de don Miguel Antonio De la Lama, bajo la forma de diccionario
enciclopédico tan en boga en el Perú del siglo XIX”.11 12 El mismo autor,
al hacer “la división metodológica de los juristas peruanos del siglo
XIX”, coloca entre los enciclopedistas de ese siglo a Miguel Antonio De
la Lama, junto a Francisco García Calderón Landa y Manuel Atanasio
Fuentes; y en los inicios del siglo XX, a Germán Leguía y Martínez.
Carlos Ramos Núñez, en su Historia del Derecho Civil Peruano,
al tratar de los “Enciclopedistas” peruanos de los Siglos XIX y XX, dice:
“Tras la publicación del Diccionario de García Calderón en el horizonte
de la cultura jurídica peruana, aparecerían otros trabajos bajo ese nom-
bre. Manuel Atanasio Fuentes y Miguel Antonio De la Lama, hacia 1877,
daban a luz un Diccionario de Jurisprudencia y de Legislación peruana”
“Los afanes de El Murciélago (así se le conoce a Manuel Atanasio Fuen-
tes) y de Lama, recién concluirían casi veinte años después. La obra de
estos dos jurisconsultos se ceñía, apretadamente, a los códigos y, aunque
de menor extensión que el Diccionario del jurista arequipeño, tenía la
misma utilidad. Si este último traía menor información histórica que el
primero, lo aventajaba con creces en materia de Derecho Comparado”.13
“Miguel Antonio De la Lama, abogado de los tribunales, maestro
universitario, diligente editor de revistas jurídicas y profuso anotador
de las leyes del país”,14 participó, también, en las postrimerías de su vi-
da, en la elaboración del proyecto del Código de Procedimientos Civiles
de 191215.
Correspondió a Manuel Augusto Olaechea, en representación de
la Facultad de Jurisprudencia de San Marcos, pronunciar el discurso
fúnebre en las exequias de Miguel Antonio De la Lama (4 de agosto de

11 BASADRE AYULO. Ob. Cit., p. 800.


12 DE LA LAMA Miguel Antonio. Diccionario penal de jurisprudencia y de legislación peruana.
Lima Imprenta del Universo de Carlos Prince, 1889, 865 pp.
13 RAMOS NUÑEZ, Carlos. Historia del Derecho Civil Peruano. Siglos XIX y XX. Tomo III.
Pontificia Universidad Católica del Perú. Fondo Editorial 2002. pp. 325-326.
14 RAMOS NÚÑEZ Carlos. Historia del Derecho Civil Peruano (siglos XIX y XX). Tomo V.
Volumen 1. Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Primera edición:
noviembre 2005. p. 81-82.
15 RAMOS NÚÑEZ Carlos. Ibídem., p. 29.

15
Miguel Antonio De la Lama

1912), su antiguo y dilecto maestro, quién, declarándose “el más peque-


ño pero el más doloroso” de los asistentes declamaba: “La reputación
literaria del doctor Lama está firmemente consolidada. Su enseñanza
universitaria ha sido provechosa y amplia. La nativa tendencia orde-
nadora de ese hombre preclaro (…), su palabra fácil y viva, sus moda-
les afectuosos y llanos, le facilitaban la ardua misión de transmitir la
ciencia. Y sus comentarios legales inimitables, sus códigos hábilmen-
te concordados, sus libros copiosos de doctrina, sus ágiles polémicas
de prensa, completan el sólido pedestal de su renombre.” (Necrologías.
Dr. Miguel Antonio De la Lama. Revista Universitaria, año VII, vol. 2,
agosto 1912, pp. 115-128.)16
Como se puede apreciar de las citas glosadas, don Miguel Anto-
nio De la Lama tuvo una actividad académica sobresaliente. Estuvo
comprometido con la solución de los problemas legales de su tiempo
y fue, como maestro, un faro de luz que guió varias generaciones de
alumnos sanmarquinos.
En otro faceta de su vida, que tiene que ver con su papel en la
jurisdicción militar, debemos decir que el doctor De la Lama fue nom-
brado Fiscal del entonces Consejo Supremo de Guerra y Marina, por
Resolución Suprema del 17 de Marzo de 1899, en su condición de “le-
trado de nota”, en defecto de un General o Coronel, como prevenía el
artículo 109° del Código de Justicia Militar de 1898.
Con anterioridad a este nombramiento, nuestro ilustre personaje
había participado activa y directamente en la formación de la nueva
legislación militar y naval, que profusamente se dio, durante la reorga-
nización del Ejército por la misión francesa, a partir de 1896.
Tuvo De la Lama, por ejemplo, participación principalísima en la
formulación del Código de Justicia Militar de 1898 y en los proyectos
posteriores para su modificación; así, en el acta de la sesión del Consejo
de Oficiales Generales17 del 30 de marzo de 1910, se hace referencia que

16 RAMOS NÚÑEZ Carlos. Historia del Derecho Civil Peruano (siglos XIX y XX). Tomo VI.
El Código de 1936. Volumen 1. Los artífices. Fondo Editorial de la Pontificia Universidad
Católica del Perú. Primera edición: octubre de 2006. P. 120.
17 El Consejo Supremo de Guerra y Marina fue sustituido por el Consejo de Oficiales Generales
en diciembre de 1906, tras la dación de la Leyes 272 y 273 que modificaron el Código de
Justicia Militar de 1898.

16
Retórica Forense

se concedió “(…) al señor doctor don Miguel A. De la Lama, Fiscal del


Consejo de Oficiales Generales, la licencia que solicita por cuatro meses
sin goce de sueldo; y se acepta la propuesta que formula, encargándosele
la reforma del Código de Justicia Militar”.

En la sesión del Consejo del 28 setiembre de ese mismo año, se


hizo referencia que el doctor don Miguel A. De la Lama, puso “en cono-
cimiento del Consejo que habiendo terminado la reforma del Código de
Justicia Militar que se sirvió encomendarle el Supremo Gobierno” y se
reintegraba al Consejo.

Tras el fallecimiento del doctor De la Lama, en el acta de la se-


sión del Consejo de Oficiales Generales del 10 de agosto de 1912 se re-
gistró: “Estando vacante el cargo de Fiscal del Consejo por fallecimiento
del señor doctor don Miguel Antonio De la Lama, se acordó llamar para
el servicio accidental de este puesto, al adjunto doctor Arturo Osores,
mientras el Supremo gobierno efectúe la provisión respectiva.”

En este tiempo y como justo merecimiento, el Fuero Militar Po-


licial del Perú ha rendido homenaje, de formas diversas, a su primer
Fiscal General y la reedición de su obra: “Retórica Forense”, es una
más de esas formas.

Para la presente reedición, se ha mantenido su composición ini-


cial. El Centro de Altos Estudios de Justicia Militar del Fuero Militar
Policial, espera contribuir al reconocimiento de tan ilustre personaje,
como es el caso del doctor Miguel Antonio De la Lama Urriola, espe-
rando, en justicia por cierto, que su “Retórica Forense” despierte en
los lectores la necesidad de prepararse, mental y éticamente, para
cumplir a cabalidad con las obligaciones inherentes a la noble profe-
sión de abogado.

Roosevelt Bravo Maxdeo


Teniente Coronel EP
Presidente del Comité Editorial

17
AUTORES CONSULTADOS

Las obras que me han servido de guía para escribir este texto,
son: los Elementos de Elocuencia Forense por el Excmo. señor D. Pedro
Sainz de Andino, las Lecciones de Elocuericia Forense por D. Francisco
Pérez de Anaya, y las Lecciones de Elocuencia por D. Joaquín María
López.– Los párrafos que de ellas he elegido, están copiados literalmen-
te; porque en la versión a mi estilo habrían perdido en fuerza, belleza y
elegancia.– Las amplificaciones y los ejemplos están en tipo menor: los
estudiantes pueden prescindir de las primeras.

He consultado, además, á los siguientes autores, que cito en las


páginás indicadas á continuación de sus nombres; 18

Academia de la lengua: 19 y 48.


Aristóteles: 49 y 154.
Balrnes: 101.
Bacon: 220.
Bautaín: 165 y 255.
Bentharn: 114.
Blackstone: 114.
Caprriani: 48, 50 y 177.
Campomanes: 51.
Castro: 58.

18 Las páginas referidas corresponden a la edición original del Libro. En la presente edición,
su ubicación, ha sufrido alteración.

19
Miguel Antonio De la Lama

Cicerón: 5, 18, 40, 44, 50, 51, 52, 71, 76, 85, 105, 152, 161,
168, 176, 194 y 200.
Colt y Vehí: 149, 150, 151, 154 y 161.
D’Agesseau: 42, 44, 47, 48 y 77.
De Berryer: 10, 11 y 17.
De Gorgies: 40, 41 y 252.
Demades: 220.
Demóstenes: S 1, 52, 82, 96, 155 y 175.
Descartes: 207.
Dionicio de Halicarnaso: 49.
Dubrac, 61.
Dupin: 255.
Enciso Castrillón: 15,
Esquines: 153 y 175.
Fenelón: 48, 50 y 99.
Filangieri: 25 y 80.
Gomez Hermosilla: 19 y 149.
Hugo Blair: 12, 52, 55, 50, 55, 99, 100 y 185.
La Harpe: 55.
Levizac: 55.
Longino: 50.
Mauri: 50.
Meléndez Valdez: S 1. Olive: 9.
Platón: 48.
Quintiliano: 56, 44, 50, 56, 70, 100, 149, 161, 185, 194 y 207.
Rousseau: 507.
Sarmiento: 122.
Timón: 228.
Ucelay: 125, 124, 128, 159 y 16 1.

20
PRENOCIONES

SUMARIO. – 1. Concepto de la elocuencia: su ejercicio. – 2. Facul-


tades y móviles de que procede. – 3. Relaciones y diferencia entre
la elocuencia, la poesía y la didáctica. – 4. Concepto de la elegancia.
– 5. Diferencia entre la elegancia y la elocuencia. – 6. La elegancia
no es requisito indispensable de la elocuencia. – 7. Clasificación de
la elocuencia en conformidad con la del lenguaje: ejemplo de elo-
cuencia mímica: motivo y ejemplo de elocuencia muda. – 8. El arte
perfecciona la elocuencia: ejemplo de Demóstenes. – 9. Importancia
limitada de las reglas. – 10. El arte no basta para ser elocuente. –
11. Refutación de los que niegan el talento de la elocuencia: ejemplo
de elocuencia en los salvajes. – 12. Concepto del arte de la elocuen-
cia. – 13. División de la Retórica. – 14. Relación entre la Retórica y
la Oratoria. – 15. Diversos géneros de elocuencia. – 16. Justificación
del título de este tratado.

1. Concepto de la elocuencia.– La palabra elocuencia procede


del verbo latino eloqui, hablar con claridad y distinción; por lo cual dice
Pérez de Anaya, que la elocuencia, según su etimología, debe ser una
manera perfecta de hablar, una manera acomodada cornpletamente
al objeto que se propone el que habla, que llene cumplidamente sus
fines – para Cicerón es, en el sentido riguroso de la palabra, el talento
ó facultad de hablar bien; y desde la antiguedad se ha entendido por
ella, el talento de persuadir.

Partiendo de esas nociones, y consideranclo que la idea de con-


vencer se halla íntimamente asociada a la de persuadir; como quiera
que el convencimiento determina el juicio y la persuación determina la
volunad; es que llamamos elocuencia, a la disposición o don natural de

21
Miguel Antonio De la Lama

obrar sobre los entendimientos y sobre las voluntades, para dominarlos


y atraerlos a nuestra opinion y designio.

En la voz elocuencia se comprende, el ejercicio de esa facultad o


don natural; o sea, la fuerza y eficacia de expression para conmover,
convencer y persuadir.

2. Facultades y móviles de que procede la elocuencia.– Esa


disposición o don natural procede de la inteligencia, que penetra la
verdad y la razón de las cosas; de la memoria, que las reproduce cuando
se necesita valerse de ellas; de la imaginación, a la que se representan
los objetos con la mayor viveza y con toda exactitud; y de los afectos,
que se comunican por la expresión, cualquiera que sea el medio que al
efecto se emplee.

3. Relaciones y diferencia entre la elocuencia, la poesía


y la didáctica.– La Literatura, que tiene por fin próximo o remoto
expresar lo bello por medio de la palabra, comprende tres géneros prin-
cipales: la poesía, la elocuencia y la didáctica. En la primera, el literato
se propone únicamente producir la belleza; en la segunda, causar en los
ánimos los efectos que desea; en la tercera, transmitir conocimientos.
Entre las tres hay, entonces, las relaciones que entre las partes de un
mismo todo.

La diferencia entre la poesía y la elocuencia estriba; en que la


poesía sirve al agrado y al placer, y admite por consiguiente todo gé-
nero de digresiones y todo linaje de ficción; mientras que la elocuencia
no trata solo de agradar, sino que se propone el triunfo de la verdad,
condenando las desviaciones y todo lo que se aleje o separe de la de-
mostración más o menos apasionada. La poesía obedece a la inspira-
ción, y la elocuencia a la razón.

Si bien los razonamientos, solo o principalmente deleitantes, no


son propios de la elocuencia; el agrado es uno de los medios que se em-
plean en ella, como un auxiliar de las ideas o afectos que se intentan
comunicar, subordinándolo a la utilidad y a la verdad, que nunca me-
rece tanto asentimiento como cuando agrada.

Del mismo modo, la poesía puede subordinarle y dirigirle las


ideas y afectos al agrado, siendo siempre este su principal objeto.

22
Retórica Forense

Se diferencian pues en el fin, y en el uso de los adornos.

Así como la poesía o la escultura que hubiesen tomado los asun-


tos de sus obras de la historia o de la sociedad, mal podrían jus-
tificar aquellas con la verdad del modelo que hubiesen seguido,
cuando lo que de ellas se exige no es la verdad sino la belleza; del
mismo modo se vituperaría en la elocuencia y en la arquitectura,
que se descubriese en ellas el propósito exclusivo de agradar: todo
aquello que solo contribuye al ornato es vicioso; porque de estas
se exige, no un recreo, sino un servicio, la satisfacción de una
necesidad.

Ni el orador ni el historiador crean; y por consiguiente no nece-


sitan genio, en la acepción propia de esta palabra: su objeto es
la realidad; mientras que la poesía crea ella misma sus modelos.
Por manera que si se quiere definir la poesía con relación a la
elocuencia, se diría: que la primera es una imitación de la bella
naturaleza, expresada por el discurso medido, y la elocuencia.
La misma naturaleza expresada por el discurso libre. El orador
o escritor debe decir la verdad de un modo que convenza, y para
ello valerse de la fuerza y de la sencillez que persuaden; el poeta
debe decir lo verosímil de un modo que lo haga agradable, y con
toda la gracia y energía que encantan y que admiran.

Sin embargo; como el placer prepara el ánimo a la persuasión, y


como la utilidad efectiva agrade también al hombre, que no olvi-
da nunca su interés, por eso lo agradable y lo útil deben reunir-
se en la poesía y en la elocuencia; pero colocándose en un orden
determinado y en dosis proporcionadas al objeto respectivo de
los dos géneros de escritos. Si se dijese que hay escritos en prosa
que solo expresan lo verosímil, y otros en verso que solo expresan
lo verdadero, se contestará, que hallándose inmediatas y confi-
nando estas dos artes en su lenguaje, y siendo el fondo casi uno
mismo, se prestan mutuamente, ora la forma que las distingue,
ora el fondo que les es propio. (Pérez de Anaya)

La didáctica no tiene por objeto producir la belleza, como la poe-


sía, ni determinar las acciones del hombre, como la elocuencia; sino
enseñar, exponer regularmente y con método todos los principios de
una ciencia y las reglas de un arte, por lo que se diferencia de ambas.

23
Miguel Antonio De la Lama

4. Concepto de la elegancia.– Todo aquel que se explica, ya


de palabra, ya por escrito, con pureza y propiedad; que escoge con cui-
dado las palabras; que las coloca bien así como los pensamientos, del
modo más conveniente; se expresará con belleza, con gracia, esto es,
con elegancia. – Elegante es, pues, lo culto, lo adornado, lo escogido, lo
primoroso, lo esmerado.

5. Diferencia entre la elegancia y la elocuencia.– La elegan-


cia consiste en la hermosura del estilo y en la buena elección de las
palabras, porque su objeto es agradar; y la elocuencia, en la fuerza del
discurso y en la buena elección de razones, porque se propone persuadir.

La elegancia corresponde principalmente a la belleza y armonía


de las palahras y a la composición de la frase; la elocuencia se mani-
fiesta más en el orden de las ideas, en el vigor del pensamiento y en la
fuerza de la expresión.

Se diferencian, entonces, en su objeto y en su manifestación.

La elegancia agrada y seduce; la elocuencia domina: a la una


amamos y seguimos, a la otra respetamos y obedecemos. La ele-
gancia forma los brillantes retóricos; la elocuencia los grandes
oradores. (Olive).

6. La elegancia no es requisito indispensable de la elo-


cuencia.– La razón es, que un escritor u orador puede convencer y
conmover, aunque no se exprese con elegancia; y al contrario, un dis-
curso puede ser elegante y no convencer ni conmover. Es cierto, sí, que
no puede ser rigurosamente bueno, si carece de elegancia.

7. Clasificación de la elocuencia en conformidad con la


del lenguaje.– Aunque la voz elocuencia no debería aplicarse por su
origen más que al uso de la palabra; es un hecho que por los otros
medios de expresar los pensamientos se consigue también el objeto de
convencer y persuadir; por lo que, además de la elocuencia oral, hay
elocuencia en los escritos, cuando el lector se deja arrastrar por la per-
suasión y recibe los efectos que se propuso el escritor, elocuencia que
puede llamarse gráfica –en la acción, por extensión y figuradamente,
elocuencia mímica; y –hasta en el silencio y la inmovilidad, porque con

24
Retórica Forense

ello se comunica también impresiones profundas e ideas que conmue-


ven, se ejerce influencia en el ánimo, elocuencia muda.

El hombre existe, y con él la palabra, entendida esta en su más


amplia acepción; esto es, palabra de la voz, de la mirada, del ges-
to, y que será elocuente, según la forma de su expresión.(De Be-
rryer).

Ejemplo de elocuencia mímica o de acción.– Un guerrero es acu-


sado de un delito que no se aviene con la elevación del alma, ni
con el valor que la acompaña. Hace su defensa; la esfuerza; pero
en medio de su peroración, calla; rompe sus vestidos y muestra
un pecho lleno de cicatrices, de otras tantas heridas recibidas en
defensa de la patria. – ¿Qué figura oratoria, qué imagen por feliz
y atrevida que fuese, hubiera podido ganar en tan alto grado la
convicción y el corazón de los Jueces? (López).

Motivo y ejemplo de elocuencia muda.– Hay sentimientos que


el hombre no puede explicar; porque así como la música tiene sonidos
tan agudos que no alcanza ninguna voz cantante; así tambión existen
afectos que la imaginación comprende, que el corazón los mide por sus
latidos, pero que las lenguas no encuentran palabras para expresarlos.

Precisado a ir a Roma el anciano y virtuoso Flavio, a implorar al


Emperador en favor de los habitantes de Antioquía, contra los
cuales estaba muy irritado; llega al Palacio, descubre al Sobe-
rano, y en vez de dirigirle una palabra suplicatoria, se arrodilla,
inclina su venerable cabeza sobre el pecho, permanece inmóvil
y silencioso, y riega la tierra con sus lágrimas. El Emperador le
ve; se halla conmovido por la presencia y por el aspecto de aquel
hombre a quien todos respetaban, se llega a él, lo levanta y le
manda que hable.– ¿Para qué necesitaba hablar, si ya tenía mu-
damente concedido el perdón que venía á implorar? ¡Qué exordio
tan elocuente! ¿Oué oración por más sentida que fuese, hubiera
podido igualarle? (López).

Trasladémonos con la imaginación a aquellos bosques que la his-


toria designa como habitación de los primeros hombres…allí en-
contramos algunos que se hallan congregados y que deliberan.
De repente reina en esta asamblea un profundo silencio: un ora-
dor se levanta, y va a hablar. ¡Escuchemos! ¡La elocuencia existe

25
Miguel Antonio De la Lama

ya! – Sí, ya existe la elocuencia; pero con los caracteres que dis-
tinguen a los primeros pueblos: absolutamente exterior: gesticu-
la, levanta los brazos al Cielo, muestra una cabellera empapada
en sangre y cubierta de polvo, blande una flecha, da un grito de
guerra y llama a las armas! y sin embargo, todavia no ha combi-
nado frases, ni construido silogismos. El corazón ha obrado sobre
el corazón; la cólera ha excitado la cólera; y esto inmediatamente
y de una manera eléctrica: el gesto ha servido de lenguaje. (De
Berryer).

8. El arte perfecciona la elocuencia.– No cabe duda en que el


arte y el estudio desarrollan las disposiciones naturales.

Cuando la imaginación se exalta, todos son elocuentes, todos pro-


ducen rasgos enérgicos y admirables, aunque mezclados y desfigurados
con mil defectos; pero si basta la pasión para producir rasgos elocuen-
tes, no basta para producir un largo fragmento, ni menos un discurso
completo. En una obra de esta clase hay que trazar un plan, hay que
combinar sus diversas partes, hay que colocar las ideas en el orden más
conveniente, y hay que cuidar de no decaer nunca, aunque no siempre
se conserve el que habla en la misma elevación, ni se exprese con igual
fuego y arrebato; todo lo que reclama los auxilios del arte.

Basta al filósofo demostrar la verdad; al historiador, narrar con


sencillez, exactitud y amenidad; al literato, razonar con método,
y solidez; pero en los discursos de elocuencia, cualquiera que sea
su género o la materia sobre que recaen, como siempre se enca-
minan a dirigir la conducta de los hombres, a alcanzar de una
resolución y a impelerlos a que hagan o dejen de hacer alguna
cosa; no es suficiente convencer el entendimiento, y mostrar con-
formidad de lo que se propone con los deberes que imponen las
leyes divinas o las humanas; sino que es menester triunfar, unas
veces de la inercia habitual del hombre, y otras de las pasiones
que le retraen de obrar según debe, valiéndose de los afectos cue
le son gratos, para dar impulso a la voluntad. El entendimiento
puede estar convencido de que un acto es justo, laudable y vir-
tuoso; y la voluntad permanecer indecisa, porque el corazón está
frío y el alma en reposo. Otras veces se subleva este contra la
razón, desecha sus consejos, y desatiende la justicia por halagar
las pasiones; ¿y cómo superar esta quietud en caso, o triunfar de

26
Retórica Forense

la oposición en el segundo, y reponer el corazón bajo el yugo del


entendimiento? – Valiéndonos de la imaginación, que enardece
deleitando; y de la sensibilidad, que mueve y persuade – La elo-
cuencia se sirve al mismo tiempo de tres armas: el argumento,
la descripción y la emoción. Con argumentos sólidos y claros, de-
muestra lo justo, recto y verdadero; con las descripciones, deleita,
embelesa y atrae; con las emociones, inclina, mueve y decide la
voluntad, y todos estos elementos reunidos constituyen el arte de
la persuasión, que es a lo que está reducida la elegante y lacónica
definición con que Hugo Blair explicó la esencia de este arte su-
blime (Sainz de Andino).

Ejemplo.– El arte no solo perfecciona el talento especial de la


elocuencia, sino que hasta lo hace germinar. De esto último es
buen ejemplo Demóstenes, que ya estaba decidido a renunciar a
sus tentativas oratorias, en vista de la desgracia de sus primeros
ensayos; cuando un célebre actor, amigo suyo, tomó a su cargo
dirigir sus trabajos, con lo cual vino a ser el padre y el príncipe de
la elocuencia de los siglos.

9. Importancia limtada de las reglas.– Las reglas tienen la


ventaja de mostrar los medios que la experiencia y la observación han
demostrado ser los mejores; pero también tienen la desventaja de dar
esterilidad y servilismo al espíritu, y de ofrecerle no pocas veces el
error como si fuese una verdad acreditada.

El genio, cuando desplega sus anchas alas, no quiere cárceles,


ni ligaduras que lo aprisionen, o impidan al menos vuelo variado y
atrevido. No admite ni compás, ni nivel; él es su propio regulador y su
propia guía.

Las reglas, pues, sólo deben servir de puntos devista, para no


extraviarse en la larga carrera que se tiene que recorrer. Son como los
pilares que están en los lados de los caminos, que dicen al viajero que
no ha perdido la dirección; pero que no embarazan, en manera alguna,
la velocidad de su marcha.

¡Desgraciado el orador que al elevarse a las regiones del pensa-


miento, no aparta nunca su vista del materialismo reglas! El ni-
ño a quien se lleve siempre de la mano, ciertamente no andará
mucho. (López).

27
Miguel Antonio De la Lama

10. El arte no basta para ser elocuente.– La naturaleza es la


que concede a unos y niega a otros el don de la elocuencia: y de consigu-
lente, no puede adquirirse por el arte ni por el estudio. El que no la ten-
ga, después de trabajar mucho, tendrá que concluir con aquello de sudet
multum frustraque laboret. El que no tenga genio, es inútil que quiera
robar el fuego cual Prometeo: podrá alguna vez remontarse; pero no será
más que para ofrecer el triste espectáculo de una lastimosa caída.

Cuando se dice el orador se hace y el poeta nace, parece que se


quiere dar a entender: que siendo en cierto modo, y bajo cierto
aspecto, más común el talento natural de la elocuencia, es más
susceptible de mejorarse y perfeccionarse con el estudio y el arte;
pero de ningún modo se querria dar a entender con aquella bella
expresión, que el arte puede suplir la falta de talentos naturales.
El arte es indispensable para alcanzar la perfección; pero a este
punto sólo pueden llegar los talentos privilegiados, que sin cultivo
y abandonados a si propios, de seguro no llegarían a la perfección
de que son capaces auxiliados por el estudio y por el arte, es decir,
por la experiencia de los siglos. No bastan las reglas ni todos los
tratados de Retórica, desde Aristóteles hasta Hermosilla, para
que escriba o pronuncie un elocuente discurso, quien carezca de
la inteligencia, de la imaginación, de la sensibilidad, y sobre todo
de la ciencia y de otras muchas cualidades que resaltan en las
obras de los escritores elocuentes. (Pérez de Anaya).

11. Refutación de los que niegan el talento de la elocuen-


cia.– Algunos reconocen solo el arte o la elocuencia artificial; y en apo-
yo de su opinión, se refieren a los fines de la elocuencia y de la Historia.

__________

Dicen que el único fin de la elocuencia no es conmover; que es


aún más elevado: persuadir y arrebatar, lo que no se consigue sin el
conocimiento y el ejercicio del arte.

Contestamos con López: todavía estaban los hombres muy lejos


del arte, todavía no se conocían las reglas que fijan y arreglan los movi-
mientos oratorios; pero habían palabras, había razón que las dirigiera,
había pasión que las convirtiera en dardos, y esto bastaba para que

28
Retórica Forense

la elocuencia existiese. La inspiración es, si no el todo, al menos el


elemento germinador para la elocuencia; y esta inspiración está en la
fantasia, está en la sensibilidad, está en el corazón; y a todos nos ha
cabido al salir de las manos de la Naturaleza, en mayores o menores
proporciones, corazón, sensibilidad y fantasía.

A cada paso se nos presentan rasgos insignes, dictados únicamen-


te por la pasión que agita al que habla. Generalmente, siempre
que el hombre habla con pasión, o movido de algún gran interés,
su razonamiento aparece lleno de rasgos elocuentes; y esto suce-
de con particularidad, en las personas incultas y de mas abando-
nada educación, las cuales expresan su pasión con extraordinaria
energía y viveza, y con suma originalidad; pareciendo que, no
hallando suficientes medios de expresión en la cultura de que
carecen, la misma naturaleza, es decir, la pasión, se los presta en
su originalidad nativa. (Pérez de Anaya).

Los que tienen energia en sus pasiones, flexibilidad en su voz,


y viveza en su imaginación, sienten con suma viveza, se afectan
como sienten, lo expresan fuertemente en su exterior, y mediante
una impresión puramente mecánica, transmiten al auditorio su
entusiasmo y sus afectos. (Enciso Castrillón).

Se replica, que “es cierto que la Historia registra sublimes expre-


siones de hombres, cuya memoria es respetada por el tiempo; pero que
esos rasgos producidos por las emociones del momento, por el fuego y
la ternura del amor, por la alta estimación de la honra, por dolores o
placeres súbitos, no constituyen la verdadera elocuencia; la que no se
forma sin las reglas que sirven para vestir los pensamientos y exhibir
las imágenes con limpieza y correción, con claridad y hermosura, con
brillantez y sublimidad”.

Duplicamos: esos rasgos, esas sublimes expresiones, convencen y


persuaden, es decir, son elocuentes. Momentáneos o no, siempre proce-
den del mismo principio, del don o disposición que llamamos elocuencia.

__________

Citando la Historia, dicen: que “después de la tragedia del Pa-


raíso y durante el estado natural del hombre, no hubo una palabra
que imprimiera en los corazones el amor al bien: no hubo un lenguaje

29
Miguel Antonio De la Lama

claro, persuasivo, convincente, sublime – que frustrado el proyecto de


la torre de Babel, los hombres, con distintos idiomas, incultos todavía,
no podían revelar con brillantez la grandeza de sus concepciones, ni la
elevación de sus sentimientos”.

Colocándonos en el mismo terreno que los adversarios, responde-


mos: que si Noé no pudo lograr con sus exhortaciones, que los hombres
se apartaran del camino del mal, eso no prueba que su palabra no fuese
convincente y conmovedora. La elocuencia no produce, ni es presumi-
ble, siquiera, que produzca sus efectos en toda circunstancia. Los hom-
bres han podido quedar convencidos y conmovidos, y contestarle con el
Poeta Latino: video meliora, proboque, deteriora sequor: “veo lo mejor,
lo apruebo, y sigo lo peor”.

La distinción de idiomas no es un argumento en contra de la elo-


cuencia; pues nadie niega hoy ésta, a pesar de que aquella subsiste.

En cuanto a la falta de cultura, es un hecho, como dejamos dicho,


que puede ser elocuente el hombre rudo, y hasta el salvaje; pues para
serlo, basta a las veces estar conmovido, sentir con viveza y saberse
expresar con facilidad.

La elocuencia es tan antigua como el Mundo. ¿Quién fué el pri-


mero que favorecido de la palabra, hizo penetrar en el corazón de
los que le escuchaban, los sentimientos de su amor o de su odio?
¿Quién, el que comunicando su pensamiento, sintió la necesidad
de hacerle adoptar, y que para conseguir esto, comprendió que
era preciso mostrarlo bello y apasionado? ¿Quién en fin el que por
la vez primera fué elocuente, y elocuente sin saberlo? Más qué
digo! La elocuencia ha debido ser anterior a toda sociedad huma-
na, o mas bien, ha podido subsistir sin esta. Representémonos un
hombre abandonado a sí mismo, arrojado sobre la tierra, desnudo
y sin alimento, y al mismo tiempo rodeado de todos los recursos
necesarios para existir: este ser, incapaz todavía de bastarse a
si propio, llorando de dolor y de miseria, vomitando en una len-
gua desconocida vehementes imprecaciones, o prorrumpiendo
en gritos de gozo si conseguía satisfacer alguna de sus muchas
necesidades; este ser, en fin, ¿no tendría momentos de sublime
elocuencia? (De Berryer.)

Ejemplo de elocuencia en los salvajes.– Una tribu respondió a los


Misioneros que la querian obligar a alejarse del territorio en que

30
Retórica Forense

se hallaba establecida: “Nosotros hemos nacido en esta tierra: en


ella reposan los huesos de nuestros padres. ¿Diremos a los huesos
de nuestros padres: levantaos y venid con nosotros a buscar una
tierra extranjera?”. – Nadie negará que este pasaje es a la verdad
elocuente.

12. Concepto del arte de la elocuencia.– Entiéndese por ar-


te, el conjunto metódico de reglas para hacer bien alguna cosa; por lo
cual aquella voz no puede aplicarse a la elocuencia, don natural que
consiste en el ejercicio de la palabra y no en las reglas para ejercitarla;
así como se diría mal, que el idioma latino, que consiste en el habla y
uso de esta lengua, es el arte o la colección de reglas para hablarla. AI
conjunto de reglas que desarrollan y dirigen la elocuencia en el sendero
de la persuasión, darnos un nombre que la distingue de ella misma, el
de Retórica.

No necesitamos detenernos, dice Pérez de Anaya, en demostrar


que la elocuencia es un talento o disposición natural del hombre y
que, como dice Cicerón, no es un arte. La Retórica es a la elocuen-
cia, como la Poética a la poesía, como la Gramática a el habla:
las segundas forman la materia, y las primeras el arte. Es pues
la Retórica el arte que trata de la elocuencia, es decir, que dirige
ese talento del modo más conveniente a la persuasión: es la que
puede estudiarse.

13. División de la Retórica.– La elocuencia existe, tanto en lo


que se habla, como en lo que se escribe; de ahí es que la Retórica com-
prende los discursos orales y los escritos. La parte que dá reglas para
los primeros, es la Oratoria; y a la que dá reglas para los segundos, la
llamamos Redactoría.19

19 Oratoria es palabra derivada de oración, en latín oratio, formada de oris (boca) y ratio
(razón): la razón expresada por medio de la boca.
En la necesidad de un nombre que oponer al de Oratoria, no encontrándolo en el Diccio-
nario de la Lengua, y teniendo en éste redactar (en aceptación extensiva y usual: escribir
cualquier obra literaria ó científica, &) redacción, redactor y redactora, me he servido de
la desinencia oria para formar la voz Redactoria. Creo que esta palabra tiene mejor eufonía
y es más análoga que cualquiera otra que se formara con etimologías ó palabras griegas ó
latinas, para que fuera equivalente a razón escrita.

31
Miguel Antonio De la Lama

14. Relación entre Retórica y la Oratoria.– Algunos autores


son de sentir, que la Oratoria es el mismo arte de la Retórica; y que en
consecuencia ella dá las reglas, no solo para los discursos hablados, si
que también para los escritos.

No aceptamos esa opinión; porque hay disonancia en llamar Ora-


toria al arte que se ocupa de discursos escritos, siendo así que la pala-
bra oral se emplea para lo hablado, en oposición a lo escrito o gráfico.

La Real Academia de la Lengua, que en su Diccionario de 1869


dice: que Oratoria, es el arte de hablar y escribir con propiedad, elegan-
cia y persuasión; en la edición última de 1884 enseña, que es el arte de
hablar con elocuencia, de deleitar, persuadir y conmover por medio de
la palabra.20

Se debe tener en cuenta también dicha opinión, para cuando se


lean las obras de los autores que participan de ella.

La Elocuencia no se limita a la Oratoria. Ni en la etimología, ni


en el uso de aquella voz, hay tal limitación. Si así fuese, aun las
oraciones no pertenecerian a ella, sino en el acto de pronunciar-
las el Orador. Las hay que nunca se recitaron: tal son las de Ci-
cerón pro Milone, las arengas que Tito Livio pone en boca de sus
personajes, y las oraciones de muchos escritores del siglo XVI.
(Pérez de Anaya).

Bajo el nombre de composiciones oratorias, dice Gomez Hermosi-


lla, se comprenden todos los razonamientos pronunciados de viva
voz delante de un auditorio mas o menos numeroso; razonamien-
tos llamados comunmente oraciones, arengas o discursos.

15. Diversos géneros de elocuencia.– Atendiendo a la mate-


rial en que se ejercita el talento de la elocuencia, se distinguen en esta
cuatro géneros: elocuencia forense, política, académica y sagrada o re-
ligiosa. La primera tiene por objeto, la recta apliación de la ley en las
cuestiones que se ventilan ante los Tribunales; la segunda, el acierto
en la formación de las leyes y en el gobierno de los pueblos; la tercera,

20 La Academia reproduce, el edición de 1899 publicada durante la impresión de esta obra,


la definición de Oratoria que dió en 1884.

32
Retórica Forense

la propagación de las luces; y la última, los intereses relativos al orden


divino o sobrenatural.

La elocuencia política se llama parlamentaria, si se manifiesta


en los Cuerpos Legislativos; y popular, si en otra clase de reuniones.

La elocuencia militar, la fúnebre, la de la prensa, son especies de


las anteriores. Los géneros de elocuencia se distinguen principalmente
en la Oratoria; y así se dice, elocuencia sagrada o del púlpito.

16. Justificación del título de este Tratado.– La elocuencia,


es pues, la materia de la Retórica; y como lo que estudiamos es las
reglas que desarollan y dirigne aquella en las defensas judiciales, cree-
mos que hay mas propiedad en los términos y mayor claridad en llamar
a este texto Retórica Forense, y no Elocuencia Forense que es el nombre
adoptado en las obras de su especie.

Débese tener en cuenta esa circunstancia, para poder entender


los pensamientos de los autores que emplean la palabra elocuencia en
la acepción de arte.21

21 Para abordar el estudio de la Retórica Forense he creído indispensable las anteriores


Prenociones de Elocuencia en general, sea porque los alumnos no las hayan estudiado, o
siquiera para recordarlas.

33
PRINCIPIOS GENERALES

SUMARIO. – 17. Noción de Elocuencia y de Retórica Forenses. – 18.


La lógica es aliada inseparable de la Elocuencia Forense. – 19. Im-
portancia de la Elocuencia Forense. – 20. Refutación de los que consi-
deran inútil y aún nociva la Elocuencia Forense – 21. Requisitos de la
Elocuencia Forense: gravedad, severidad, nobleza, solidez, concisión,
claridad, verdad y justicia. – 22. Causas de la diferencia entre la
Elocuencia Judicial antigua y la moderna. – 23.Causas que impiden
el desarrollo de la Elocuencia Judicial. – 24. División del Tratado.

17. Noción de Elocuencia y de Retórica Forenses.– Por lo


anteriormente expuesto se comprende: que Elocuencia Forense es la
facultad de persuadir a los Jueces, arrastrando su razón y su voluntad
a la vez, para hacer triunfar la verdad y la razón, del error y de la injus-
ticia; y que Retórica Forense es el arte o rama de la Retórica que da las
reglas para desarrollar y dirigir esa facultad de persuadir a los jueces.

18. La Lógica es aliada inseparable de la Elocuencia Fo-


rense.– La lógica dirige el raciocinio; y sin argumentación severa e
inflexible, fuerte y vigorosa, no es posible vencer las resistencias de
la razón para atraernos la voluntad. Si los pensamientos y raciocinios
carecen de precisión, exactitud y método, el discurso será inconexo,
desordenado y sin plan, y en el efecto se hará siempre sentir este vacío.

Sin que un discurso vaya nutrido de conocimientos; sin que en su


enunciación se atienda a todas las reglas de la demostración lógica y de
la más fuerte trabazón entre las ideas que se emiten; no podrá conven-
cer, por más que la imaginación se afane en hacer bellas descripciones

35
Miguel Antonio De la Lama

y en aglomerar frases escogidas y seductoras imágenes, y que el senti-


miento se esfuerce en excitar los afectos: siempre se echará de menos
el fondo.

19. Importancia de la Elocuencia Forense.– Sus principales


armas son, la imaginación y el sentimiento. Con la primera, viste de
flores los razonamientos y los hace gratos al oído. Con el segundo, pone
en juego los afectos del corazón humano, para que sirvan de otras tan-
tas palancas con que mover, inclinar y atraer la voluntad.

Si bien es cierto que la lógica alcanza a dar claridad a las ideas


y a llevar al último punto una demostración; no lo es menos, que con
la lógica sola habrá método y exactitud, pero no vehemencia y senti-
miento: se convencerá y no se podrá conmover. Cuando se presenta la
verdad al natural, sin los bellos matices de la imaginación, sin el calor
de los sentimientos, sin la fuerza persuasiva, las formas y galas de la
elocuencia, no se arrastra la voluntad de los Jueces.

No es elocuente, dice un escritor contemporáneo, ni el que dis-


pone, arregla y clasifica bien las ideas, ni el que las produce con
armonía y con las gracias de la locución, halagando al oído y a la
imaginación a la vez; sino el que posee estos dos talentos, y los
sabe reunir y ejercitar.

Hay más, en el número 25 se demuestra la necesidad de la Aboga-


cía, y de ella es un corolario la importancia de la elocuencia; pues,
como dice Sainz de Andino: ¿para qué serviría la Jurisprudencia,
desentrañando y revelando los derechos que se derivan de las
leyes, si en la elocuencia no se hallasen armas para defenderlos
y asegurar su posesión? Estas son dos ciencias inseparables; y si
se reconoce la necesidad del ministerio de los Jurisconsultos, se
ha de convenir igualmente en que los Oradores son los órganos
indispensables para que la justicia que aquellos califican, se de-
muestre eficazmente y sea acogida y administrada con rectitud
y acierto.

20. Refutación de los que consideran inútil y aún nociva


la Elocuencia Forense.– Algunos autores fundan esa opinion en los
siguientes argumentos:

36
Retórica Forense

1° El cuadro de los hechos que ofrece la vista de un proceso, basta


para formar cabal idea y resolverlo con seguridad y acierto.

2° Los Magistrados tienen su pauta en el Código, y no deben apar-


tar jamás de él la vista. Tienen su deber en la ley de que son
ejecutores y no árbitros, y deben decidir por los consejos de su
razón y no por los estímulos de un corazón débil o conmovido. Su
ministerio es impasible; y cuando su entendimiento ve el crimen,
deben cerrar los ojos, deben taparse los oídos y descargar el golpe
su brazo inexorable.

Esas opiniones se contienen y están robustecidas en el siguiente


párrafo de Filangieri:

El Juez, dice, es en el Tribunal el órgano de la ley, y no tiene


libertad para separarse de ella. Si la ley es inflexible, debe serlo
el Juez igualmente. Si esta no conoce amor, odio, temor, ni lás-
tima, el Juez debe ignorar como ella estas pasiones. Aplicar el
hecho a la ley es el único objeto de su ministerio, y sin faltar a
él no puede conmoverse a favor de una de las parte. Si tiene un
corazón sensible y una alma fácil de apasionarse, esta será una
enemiga de la justicia, a la cual no debe dar entrada en el san-
tuario de las leyes. La imparcialidad de su juicio exige una fir-
meza de ánimo y una insensibilidad de corazón que sería viciosa
en cualquiera otra circunstancia. ¿Por ventura, los esfuerzos de
un arte sutil, ingenioso y halagüeño, no pueden aplicarse con
la misma eficacia para inclinar hacia el mal que hacia el bien?.
La elocuencia en el Foro se emplea en exagerar la atrocidad
del delito, si se acusa; en exagerar igualmente los motivos y las
excusas del crimen, si se defiende; en indagar las varias pasio-
nes de los Jueces, para moverlas según conviene al plan que se
ha adoptado; en excitar, según lo exige la necesidad, la ira, la
compasión, el furor y la lástima; en sustituir a la calma de la
razón, el entusiasmo de una imaginación acalorada; en hablar
al corazón cuando no se puede seducir al entendimiento, y en
conmover al Juez cuando no es posible seducirle. ¿Y no son estos
oficios de un arte pernicioso, de un arte destructor de la justicia,
de un arte que expone a mil riesgos a la inocencia y favorece á
la impunidad? Si se castiga al defensor de un reo que trata de
corromper a un Juez con dinero, ¿se le ha de permitir que lo
seduzca con el fuego de una alocución patética? Los medios son

37
Miguel Antonio De la Lama

diversos; pero el efecto es el mismo. La ley debería ver en ambos


casos, un rebelde que trata de destruir su imperio.

No hemos podido prescindir de argumentos anunciados con tanto


calor y con tan aparente viso de verdad.

__________

El cuadro de los hechos que ofrece la vista de un proceso, no re-


presenta siempre la verdad y la justicia. Nada más frecuente que leer
un proceso y formar nuestro juicio; volverlo a leer o a meditar, y variar-
lo. ¿Dónde esta la verdad entre las dos opiniones que mutuamente se
excluyen? Es preciso pues descorrer el velo que cubre la verdadera sig-
nificación de los hechos; deshacer los pliegues bajo los cuales se oculta
la verdad, y arrancar al error la máscara engañosa con que se cubre; y
la elocuencia del Foro desempeña tan alta misión.

Es cierto como se dice en la segunda objeción, que los Magistra-


dos tienen su pauta en el Código; pero también lo es, que con frecuen-
cia hay necesidad de escudriñar el espíritu de la ley, principalmente
cuando las formas son complicadas y hay falta de claridad y concisión
en ella que, aún conocido ese espíritu, no es fácil su aplicación al caso
especial o excepcional que se presenta; y a esas necesidades responde
la elocuencia judicial.

Puede haber leyes que esten proscriptas al mismo tiempo por la


opinión, por la cultura y por los instintos ilustrados de una época mas
filosófica y más humana. ¿Habría hoy Juez que condenara a los auto-
res o editores de impresos obscenos, a sepultar cadáveres en el Campo
Santo como lo prescribe el artículo 19 de nuestra ley de imprenta del
año 1823?

Hay otros hechos rodeados de circunstancias tan excepcionales


y no previstas en la ley, o constituidos por actos tan diversos, que re-
claman se suavice el rigor de la ley general; pues de lo contrario, se
incurriría en aquella máxima, de que “una suma justicia es a las ve-
ces una suma injusticia”. ¿No sería injusto, temerario, cruel, imponer
pena de cinco años de cárcel al que hubiese robado un ave de corral,
introducióndose por una acequia, por cuanto el artículo 328 del Código

38
Retórica Forense

Penal se impone esa pena a los que cometen robo, introduciéndose por
conducto subterráneo? La ley no puede restringir hasta ese punto ne-
cesario arbitrario de Juez.

Respecto de la impasibilidad de los Jueces, véase lo que decimos


en el capítulo sobre el Patético.

López dice al intento:

¿Son tan claras las leyes, que puedan los Jueces en todos los ca-
sos, con la mano sobre su conciencia, decir como el filósofo de la
antigüedad, que han encontrado la verdad y que no puede ya ni
oscurecerse ni escaparse? Y aun cuando la ley sea clara, ¿No se
entra por ventura a cada paso en el terreno de la duda y de la os-
cilación al querer aplicarla al caso que se controvierte, cuya índo-
le especial, cuyo carácter y cuyas circunstancias variables hasta
lo infinito, exigen que la equidad y la misma justicia extiendan o
contraigan la medida antes de aplicarla con una ceguedad lasti-
mosa y violenta? ¿Quién en una cuestión dada estará seguro de
haber encontrado la verdad que buscaba?

Es muy dificil decir, ha escrito un gran talento, “aqui está la ver-


dad, más allá principia el error».

¿Los Jueces deben ser una máquina de juzgar, y consultando


ciega y desapiadadamente a la ley en todo su rigorismo, no de-
ben hacer otra cosa que traducir en fallos sus disposiciones? ¿El
Juez no tendrá más que lengua con un resorte dado para dictar
sus decretos, y carecerá de razón para examinar las circuns-
tancias, y de corazón para sentir su peso y su influjo? ¿Aplicará
siempre la ley en su dureza y hasta en su crueldad, apartando la
viste de todas las consideraciones decisivas y apremiantes que
la condenan al silencio, o por lo menos reclaman más modera-
ción y lenidad?

¿Hubiera impuesto la Magistratura en años anteriores, la pena


de las leyes antiguas a los acusados de agoreros por ejemplo? Y
aunque se trate de una ley vigente robustecida por las necesi-
dades sociales y por la sanción de la opinión, ¿no admite cada
caso fisonomias y circunstancias tan diversas que aconsejan, en
la línea de la equidad y de la misma justicia, que se temple y
modere en su aplicación humana y compasiva?

39
Miguel Antonio De la Lama

La ley española imponía pena de la vida al que robase una peque-


ña cantidad en la Corte: ¿se hubiera pronunciado esta pena, ciega
e inexorablemente, aun cuando el ladrón fuera un padre que no
tuviese aquel día pan que dar a sus desgraciados y hambrientos
hijos, que imploraban en vano la caridad extraña, y aunque este
hombre lanzado por el brazo de hierro de la fatalidad en el cami-
no del crimen, hubiese mostrado honradez y parsimonia en el ac-
to de cometerlo, no tomando más que una cantidad insignificante
de la bolsa llena de oro que la desesperación habia puesto en sus
manos ¿no había de decir nada al corazón de los Jueces, esta con-
ducta de virtud en el crimen? ¿no habían de compadecer y mirar
con indulgencia al que, juguete o víctima de una necesidad supe-
rior al temor que las leyes inspiran, las viola a su pesar, y mues-
tra en la misma transgresión un espíritu de moralidad que el
infortunio ha sofocado por un instante, pero no destruido? La ha
tratado con dureza al que provoca o acude a un duelo: los Jueces
mirarán del mismo modo al calavera pendenciero dispuesto por
hábito a estas escenas sangrientas que forman el elemento de su
vida y de su vanidad, que al padre de familia honrado y retraido
en el asilo de la vida doméstica, que cuando menos lo esperaba
recibe un público y grosero insulto, que el honor y la dignidad
propia no permiten tolerar?

¡A cuántos peligros no estarían expuestos los derechos más pre-


ciosos del hombre, si la elocuencia no los escudase, protegiese y
tomase parte en la lucha que continuamente les están moviendo
la malicia y la injusticia de sus semejantes! ¿Qué otra cosa nos
representa los anales judiciales, sino una conspiración perpetua
del dolo contra la buena fé; del engaño contra la probidad; de la
envidia contra el mérito; de la calumnia contra la inocencia; de
la impostura contra la verdad; de la usurpación contra la pro-
piedad y del vicio contra la virtud?... Si la mentira se reviste de
las formas oratorias para adquirir mayor fuerza ¿cómo habria de
negarse este mismo recurso a la verdad, para que no se presente
con menos poder que la mentira? Acaso porque las pasiones sue-
len extraviar el corazón humano, ¿deberíamos privar a la virtud
del imperio que puede ejercer sobre ellas, valiéndose de las afec-
ciones generosas, que son las armas propias para combatirlas?
Seamos exactos y consecuentes en nuestros principios de moral
y de política, y no rehusemos todos los auxilios que puedan favo-
recer el triunfo de la justicia sobre la injusticia, ni privemos a la

40
Retórica Forense

virtud de los medios con que pueda defenderse del vicio y de la


mentira. (Sainz de Andino).

21. Requisitos de la Elocuencia Forense.– Son de tres clases:


característicos, formales y objetivos.

Los característicos son: gravedad, severidad, nobleza y solidez;


los formales, concisión y claridad; y los objetivos, verdad y justicia.

a. Característicos.– En un discurso judicial pedimos justicia, y no


hay nada tan severo como la justicia; la pedimos a los Jueces, y
nada hay tan grave como la Magistratura; nuestra arma es la
ley, y nada hay más noble y elevado que la ley. El discurso foren-
se por lo tanto, debe ser severo, grave y noble.

Si gravedad, severidad y nobleza debe haber en las ideas como en


el lenguaje; las digresiones inútiles, las redundancias fatigantes,
la insignificancia o al vacío de los pensamientos, la puerilidad
que disgusta, la petulancia que ofende, la procacidad que irrita,
la jocosidad y la burla que todo lo rebajan y todo lo desnaturali-
zan, deberán desterrarse de los discursos del Foro, que reclaman
profundidad y decoro.

La solidez es el arma más decisiva del defensor forense: si la ma-


neja mal, si sus golpes dan en falso, su causa es perdida. En los
Tribunales se trata de interpretar o explicar puntos oscuros de la
ley, de suplir su silencio por medio de inducciones; para lo cual
es indispensable afianzar los argumentos y desenvolverlos con
fuerza, a fin de que produzcan su efecto en el ánimo de los Jueces
y realicen o impidan las convicciones que se hallan vacilantes.

b. Formales.– La concisión consiste en expresar el pensamiento de


un modo claro y perceptible, sin más ni menos. Un estilo ner-
vioso y correcto; que exprese mucho en pocas palabras, conviene
siempre mejor ante los Tribunales, que un estilo flojo y difuso.
Es preciso contraer desde el principio el hábito de una elocuencia
concisa; cuya ventaja se apreciará mejor, cuando la multitud de
negocios exija un trabajo ligero. Al que se ha acostumbrado a
un estilo recargado y lánguido, no le será ya posible usar una
expresión fuerte y enérgica aún cuando pretenda producir una
viva impresión. Con todo, es preciso guardarse de incurrir en el

41
Miguel Antonio De la Lama

extremo de sequedad; porque podar el árbol no es mutilarlo, sino


quitarle un peso inútil.

Algunos hacen consistir su mérito, en formar escritos largos que


no se leen o se leen con harta pena, y en pronunciar informes di-
fusos que fatigan y hacen bostezar. Desde que una demostración
se ha llevado a su complemento, todo lo que se le añade es no solo
inútil, sino también perjudicial; pues no solo hay el riesgo de que
se equivoquen los fundamentos secundarios con los principales,
sino que la atención tiene su medida y solo se fija con intensidad
por cierto tiempo aún en las cosas más agradables.

Las defensas deben hacerse al alcance de la inteligencia de los


Jueces; y perdón por la metáfora, algunos de estos no se asimilan
las razones, si no se les propina en píldoras.

López, refiriéndose a la Oratoria, agrega: una peroración más


larga de lo que debiera ser, decae necesariamente; ofrece parén-
tesis y lagunas al interés, y lo que no se escucha o se escucha con
distracción, no puede convencer ni persuadir, ni menos deleitar
y conmover. Si la cuestión tiene varios puntos, es necesario que
cada uno de ellos, sin que le falte la unidad al todo, presente unas
ideas y un lenguaje igualmente sostenido para que la atención
de los Jueces y del auditorio no decaigan. Este es el único medio
para hacer breve lo que realmente es largo; y para conseguir que
el interés renazca a cada momento, cuando a causa de la difusión
parecía deber espirar. Sin esto, la atención no se sostendrá a la
misma altura en toda la duración del debate, y a ella reempla-
zarán bien pronto la distracción y la indiferencia. Es necesario,
pues, no tomar la verbosidad insustancial por la verdadera elo-
cuencia; y penetrarse de que aquella produce sólo viento y paja,
sin que deje nunca recuerdos en el alma, eco y emociones en el
corazón.

Se forma mala idea de un negocio, desde el momento en que se ve


que para sostenerlo se acude a argumentos capciosos y aparen-
tes, de poca o ninguna fuerza real. No consiste en alegar, mucho,
sino en que sea bueno y escogido lo que se alegue. Más convicción
producen pocas razones, pero poderosas y eficaces, que muchas
sin solidez, decoradas sólo con el brillo fascinador del ingenio o
con los rodeos y ardides de la sutileza.

42
Retórica Forense

La claridad no se limita sólo al fondo de la cuestión, sino que se


extiende hasta los pormenores: lo que no se comprende es como
si no se oyese.

Van muy equivocados los que miden la inteligencia ajena sobre


el alcance de la propia; no es bastante que el Orador o Escritor se
entienda así mismo, sino que ha menester que lo entiendan tam-
bién los Jueces; así que lejos de hacer cuenta sobre la perspicacia
de su penetración, ha de tener presente que ésta no es igual en
todos.

Voces propias y de una significación conocida y generalmente re-


cibidas, frases cortas y precisas, y analogía bien manifiesta en
las proporciones, son las bases de una argumentación despejada
y enérgica.

¿Cómo podrá el defensor forense, sin esta cualidad, introducir la


luz en medio de intereses difíciles complicados? Cómo producirá
la convicción, si no sabe por medio de un método seguro hacer
que salga la verdad del seno de las tinieblas, arrancándole los
velos que la cubren? Para conseguirlo, debe guardarse de que la
pasión lo domine; porque a la manera que el agua agitada dá a los
objetos que contiene una forma diferente, así el alma necesita de
calma para reproducir los sentimientos que experimenta.

c. Objetivos.– El triunfo de la justicia con las armas de la verdad, es


el fin de la elocuencia judicial. Si el objeto es demostrar lo verdade-
ro y lo justo, los sofismas y capciosidades, los errores disfrazados
con el traje de la verdad, la mala fé revestida con las apariencias
del derecho, serán igualmente medios a que no se debera apelar
nunca; porque estan en abierta contradicción con el fin a que se
aspira.

Si el Abogado ha de andar tras la justicia y la verdad, es consi-


guiente que haya de ser exacto y preciso en la narración, vigoroso
y fuerte en los argumentos, grave con nobleza y sencillo en el
estilo, severo con decoro y sentencioso en el lenguaje, comedido y
circunspecto en la acción; sin dejar por eso de mostrarse apasio-
nado y vehemente en favor de los intereses que tomó a su cargo
proteger y defender; pues que su deber le prescribe que en cuanto
a ellos aparezca haberse identificado con la persona de su cliente.

43
Miguel Antonio De la Lama

Lo justo se demuestra por su conformidad con la ley; el Abogado


pues ha de tener siempre a la vista, como dice Blair, la regla, la
escuadra y el compás. Ha de convencer el entendimiento y per-
suadir la voluntad, pero no ha de concitar las pasiones: la ley en
una mano y los méritos del proceso en la otra, todos sus racioci-
nios han de ser otras tantas demostraciones: el ardid y el sofisma
son armas prohibidas en el Foro. (Sainz de Andino).

La base de la elocuencia judicial es la verdad: el camino porque


marcha, es el deber; el término a que se dirige, es el triunfo de la
razón contra las malas pasiones que la combaten. Rectitud en el
fin; nobleza en el sentimiento; moralidad en el fondo; pasión en
las formas, he aquí el retrato del Orador forense y la línea que
está trazada a su ministerio importante y santo. (López).

22. Causas de la diferencia entre la elocuencia judicial


antigua y la moderna.– Esa diferencia proviene de la organización
que tenían los Tribunales griegos y romanos, y del mayor alcance de su
autoridad. Aunque en ambas Repúblicas hubiese algunos Tribunales
que estaban sujetos a juzgar con arreglo a las disposiciones legales,
había también otros que refundían en sí las atribuciones legislativas y
judiciales; y estos eran precisamente los que, por la elevación y exten-
sión de su poder, atraían a su conocimiento los negocios más arduos
que, en razón de su gravedad y complicación, presentaban un campo
más vasto al ingenio de los Oradores.

El que peroraba ante unos Jueces, que autorizados con el carác-


ter de Legisladores para alterar, modificar y corregir las leyes, en vez
de depender rigurosamente de su texto, podían decidir las causas se-
gún su equidad y prudencia, tenía a su disposición muchos más re-
cursos que el Orador moderno; porque aquel podía dar al sentimiento
cuanta extensión pudiese convenirle, y éste lo ha de sujetar al freno del
convencimiento.

Las facultacles de nuestros Jueces están reducidas a la aplica-


ción exacta de las leyes y a este punto tienen que contraerse hoy los
discursos judiciales. Hay necesidad de ceñirse en estos a instruir y con-
vencer; y aunque se haga uso de los afectos para invitar la voluntad, no
es dable poner en revuelta las pasiones, ni usar de las declamaciones
vehementes que los antiguos aplicaban con tanta frecuencia.

44
Retórica Forense

Debemos guardarnos de considerar, dice Blair, aun las oraciones


judiciales de Cicerón y Demóstenes, como dechados de la manera de
orar que conviene en el estado presente del Foro; y sería ahora muy
disparatada, una imitación rigurosa de aquellas producciones.

Entre los modernos se reduce ordinariamente el alegato a una


discusión didáctica, mucho más consistiendo la Legislación en
decisiones nacidas de circunstancias dadas, en diversos tiempos
y contradictorias muchas. Entre los antiguos la Legislación era
más sencilla, reduciéndose a estatutos generales, y la decisión de
las causas se dejaba en gran parte a la equidad y prudencia de los
Jueces. (Pérez de Anaya)

En un Tribunal ceñido a pocas personas, guarecidas estas en sus


creencias, atentas principalmente a sus convicciones, no puede
usarse de aquella expansión, de aquellas entonaciones, de aque-
llas imágenes y de aquellos movimientos a que tanto convidan y
se prestan los Tribunales numerosos, que sienten el influjo del
espiritu público y que con frecuencia lo toman como pauta segura
e inequívoca. (López)

En Atenas habia tres Tribunales diferentes: el Areópago, que


juzgaba las causas criminales graves; el de los Jueces particu-
lares, que conocia de las que no eran capitales, y la Asamblea
del pueblo, ante quien se avocaban todos los asuntos públicos de
importancia.

Roma, durante la era republicana, tenía también diferentes Tri-


bunales con sus atribuciones particulares. Estos eran el Senado,
los Pretores, los Censores y los Caballeros, pero todos ellos es-
taban subordinados al Forum o Tribunal Supremo, compuesto
de todos los ciudadanos romanos, que juzgaba en último grado
todos los asuntos graves. Bajo la Dictadura de César desapareció
esta autoridad popular, y el senado se apoderó del Poder Judicial
Supremo.

Bajo esa organización y con atribuciones legislativas y judiciales:


una impresión vehemente que pusiese en movimiento las pasio-
nes del auditorio, ganaba frecuentemente los sufragios, y decidí
a la cuestión, para lo cual contribuía mucho la composición de
las Juntas populares; tanto porque eran muy numerosas, como
porque entraban en ellas muchas personas que, por no estar

45
Miguel Antonio De la Lama

acostumbradas al ejercicio de la autoridad judicial, eran más sen-


sibles a los movimientos que excitaba el Orador en sus afectos.

En nuestros Tribunales, la imaginación no les ofrece a los Aboga-


dos grandes recursos; porque su estilo ha de ser preciso, nervioso
y grave como la misma Iey, que sirve de base a sus raciocinios.
Los Tribunales los escuchan por la misma razón con frialdad y
severidad, prescindiendo de todas las digresiones que no son sus-
tanciales a la causa, y contraen su atención a los argumentos y
pruebas que van fundados en la Ley y en los méritos del proceso.
(Sainz de Andino).

23. Causas que impiden el desarrollo de la Elocuencia Ju-


dicial.– Debemos llamar la atención sobre las principales de esas cau-
sas:

1. La falta de estudios lingüísticos y filosóficos, de una enseñanza


adecuada y de lectura de los modelos antiguos y modernos.

2. La mala lectura. Los libros de los Comentadores antiguos, que


necesitamos leer, están redactados en un lenguaje desaliñado,
los modernos, no pueden ofrecer giros ni imágenes en sus obras
puramente didácticas; las leyes tienen el laconismo aspero y seco
de toda producción que solo aspira a la claridad; y los expedientes
están plagados de frases vagas e incorrectas, con sus fórmulas
añejas y de mal gusto; todo lo que contribuye a sofocar las dispo-
siciones oratorias todavía no desarrolladas; y lo que es capaz de
corromper, como dice un escritor, la elocuencia de Cicerón.

3. La falta de preparación para los discursos orales. La multiud de


negocios unas veces, y otras la incuria o la costumbre, son causa
de que los Abogados hagan sus informes sin escribirlos, y fre-
cuentemente sin meditarlos.

No puede pedirse a un abogado que escribe todas sus defensas;


pero puede exigírsele: 1° que antes de presentarse en los tribu-
nales se haya ejercitado mucho en escribir; 2° a los principian-
tes, que escriban sus informes, hasta acostumbrarse a hablar con
limpieza, con elegancia, con energía; 3° a los más provectos, que
escriban los informes sobre las causas más importantes, en que
se versan grandes intereses, y se fija más la atencion del público;

46
Retórica Forense

y 4° a todos, que nunca hablen sin haber pensado y ordenado


primero lo que han de decir.

4° La falta de consideraciones por los Jueces, de estímulo y de res-


peto a la noble profesión de la abogacía. El artículo 155 de nues-
tro Reglamento de Tribunales, dice al intento: “los Tribunales y
Jueces tratarán a los Abogados con todas las consideraciones que
merece tan ilustre profesión; y serán responsables de cualquier
pena que indebidamente les impongan”.

5° La corrupción de buscar el éxito de las causas por medios menos


nobles que los de la elocuencia.

Algunos autores agregan a esas causas, la costumbre de dictar


los escritos, reprendida de Quintiliano, por cuanto dicen que esa
manera de escribir no da tiempo a la meditación ni licencia para
la lima.

Se comprende que escribiendo el abogado por si mismo, sus facul-


tades tienen menos motivos de distracción; pero no creemos que
el hecho de dictar los escritos sea una de las causas que impiden
el desarrollo de la elocuencia judicial: siempre hay tiempo para la
meditación y para la lima. Esa costumbre abrevia el tiempo; y el
que la ha adquirido desde la juventud, le lleva ventaja al que no
puede redactar sino lo que el mismo escribe.

24. División del Tratado.– Consecuentes con la división que de-


jamos hecha de la Retórica en general, dividiremos la Retórica Forense
en Oratoria y Redactoria; pero en primera parte debemos ocuparnos
del sujeto de ella, del Orador y Escritor forense, que es el Abogado.

47
PARTE PRIMERA
ABOGADO

CAPITULO I
PRELIMINARES

SUMARIO. – 25. Excelencia y Prerrogativas de los Abogados.

25. Excelencia y Prerrogativas de los Abogados.– Noble y


altamente humanitaria es la misión del abogado: penetrar en las es-
cabrosidades de la Ciencia hasta sorprender sus secretos; servirse de
estos, como de un escarpelo, para descrubrir, entre las oscuridades y
contradicciones de la ley escrita, la verdadera intención del Legislador;
y esforzarse en patentizar esta a los ojos del Juez, contra las interpre-
taciones antojadizas, arrastrando odios y decepciones; sin otro móvil
que el triunfo de la justicia hermanada con la equidad, ni otro fin que
la invulnerabilidad de la fortuna, de la vida y de la honra, contra los
ataques de la imprevisión, la ignorancia o la malicia.

Y en verdad, dice López: ¿qué hay más elevado y noble que la


profesión de la abogacía? Ella ha sustituido las luchas tranquilas
de la palabra, a los combates de la fuerza; ella ha establecido un
culto para la justicia, en cuyo templo los Magistrados y los Juris-
consultos son los Sacerdotes; ella se pone siempre de parte des-
valido, protege y defiende a los desgraciados que demandan su
ayuda, derrama consuelos hasta en la negra mansión del crimen.

La profesión de Jurisprudencia es de las más heroicas ocupaciones


que hay en la República, de modo que no sin razón fueron siempre
sus profesores los más dignos del aprecio de los pueblos. Ellos son
los que con sus sanos consejos previenen el mal de la tribulación,
los que con rectas decisiones apagan el fuego de las ya encendidas
discordias, los que velan sobre el sociego público; de ellos pende

49
Miguel Antonio De la Lama

el consuelo de los miserables: pobres, viudas y huérfanos hallan


contra la opresión, alivio en sus arbitrios: sus casas son templos
donde se adora la Justicia: sus estudios, santuarios de paz; sus bo-
cas, oráculos de las leyes: su ciencia, brazos de los oprimidos. Por
ellos cada uno tiene lo suyo y recupera lo perdido: a sus voces huye
la iniquidad, se descubre la mentira, rompe el velo la falsedad, se
destierra el vicio y tiene seguro apoyo la virtud. (Castro).

En tiempo de los romanos estaban exentos los Abogados de todas


las cargas públicas. En España, por Real Decreto de 17 de Noviembre
de 1765, se les concedió nobleza personal y goce de las mismas exencio-
nes que competen por su calidad y sangre a los nobles y caballeros: no
se podía por tanto imponerles carga concejil, ni gravamen personal, ni
prisión por deudas.

50
CAPITULO II
DOTES INTELECTUALES DEL ABOGADO

SUMARIO. – 26. Principales dotes del Abogado. – 27. Vocación de


estado. – 28. Memoria. – 29. Raciocinio. – 30. Reflexión. – 31. Ima-
ginación.

26. Principales dotes intelectuales del Abogado.– Si el Abo-


gado debe posesionarse de la verdad, apasionarse de la justicia, luchar
por ambas, atacando y defendiendo, y convencer y persuadir a los Jue-
ces; es incuestionable que necesita tener viveza de ingenio, perspicacia
y facilidad en penetrar y concebir, despejo de inteligencia para produ-
cir y comunicar las ideas, y cuantas dotes intelectuales haya concedido
el Creador alos seres más privilegiados; pero basta a nuestro intento
ocuparnos de las cuatro principales, que son la memoria, el raciocionio,
la reflexión y la imaginación, precedidas de la voz interior que se llama
vocación de estado.

27. Vocación de estado.– Es un llamamiento secreto que se ma-


nifiesta por una inclinación espontanea, por un gusto innato, por una
preferencia que no es hija de la combinación ni de un interés visible,
por una atracción simpática hacia las producciones de la abogacía; por
un presentimiento en fin, que inspira la misma naturaleza.

Esta, acorde siempre en sus obras, no deja de acompañar esa su-


gestion misteriosa e impenetrable, con las cualidades que son propias
para que se puedan cumplir sus designios.

El que no se estudie asi mismo, el que no escuche esa voz impe-


riosa, el que no sienta esa tendencia irresistible a la abogacía, es inútil
que pretenda sentar plaza entre los soldados de la Ley.

51
Miguel Antonio De la Lama

28. Memoria.– Esta facultad ha tomado mayor importancia en


el Foro, a medida que las Legislaciones han ido aumentándose y com-
plicándose, principalmente en países como el Perú, que tienen una Le-
gislación secular, heterogénea y en frecuencia flujo y reflujo.

En las defensas orales es de inapreciable mérito; por lo que Cice-


rón la llama tesoro de todas las cosas. El que no la posea en alto grado,
tiene que resignarse a ir tomando nota por escrito de los argumentos de
su adversario, perdiendo tal vez algunos de sus tonos.

La memoria sirve en las defensas y más aún en las improvisacio-


nes, de una manera prodigiosa. Exaltada la imaginación con la
pugna, ella acude en socorro de quien la llama; la retrata como en
un espejo que pone delante de sus ojos los principios, las teorías,
los hechos, las circunstancias todas; y arma en un momento al
combatiente para que pueda, entre la admiración y los aplausos,
derribar vencido a su enemigo. (López).

El Orador del Foro debe empeñarse principalmente en retener


las objeciones de su adversario, de modo que pueda refutarlas in-
mediatamente, colocándolas en el lugar más ventajoso a su cau-
sa. Debe estar dispuesto a emplear con espontaneidad y fuerza,
los medios que le ha suministrado la meditación solitaria; porque
no le hacen rico y poderoso las inmensas provisiones que tenga
depositadas en su memoria, sino lo que saca de ella para un caso
particular. Ya lo hemos dicho y lo repetimos: el Foro es un campo
cerrado; el que no sabe defenderse en él perece, a la manera de
un guerrero, que atacado de improviso, no se acordase de que lle-
vaba una espada a la cintura, y sucumbiese víctima de un olvido
fatal. (De Gorgias).

29. Raciocinio.– Esta es una de las facultades a que con mas


frecuencia ocurre el Abogado, no solo para posesionarse de la verdad,
sino también para comunicarla a los Jueces. Pocas veces se puede for-
mar juicio inmediato, por la simple confrontación del hecho con la ley;
en la generalidad de los casos, es preciso compararlos con un tercero,
formar el juicio mediato, lo cual se verifica por medio de la operación
intelectual que llamamos raciocinio.

Para que se muestre la belleza del discurso, se necesita una justa


y natural colocación de todas las partes que lo constituyen.

52
Retórica Forense

Y aquí ocurre la necesidad de aquel sentido íntimo, de aquel don


del Cielo, del juicio. Los talentos comunes tocan solamente la su-
perficie de las cosas; el talento reflexivo penetra en su profundi-
dad. Si falta esta dote al Orador del Foro, cualesquiera que sean
por los demás las riquezas de su imaginación y la actividad de
su genio, sus obras no pasarán nunca de la medianía. El todo
en ellas resultará mal ordenado, sucediendo con estos, como con
todo lo que procede de los que tienen mucho talento pero poco
juicio. (De Gorgias).

30. Reflexión.– Los conocimientos y las ideas no bastan por sí


solos: es necesario que entren al laboratorio de la meditación, y que en
él, el pensamiento creador y analizador del hombre los mida y calcule
en todas sus faces, que los una y arregle del modo más natural, y que
vaya siguiendo su generación hasta llegar al punto de aplicación que le
conviene. Según esto, el estudio reune los materiales, y la Reflexión los
aprovecha, arregla y aplica.

Esta observación dehe tenerse muy presente; porque el estudio


sin la meditación viene a ser estéril, y la meditación sin el estudio es
infecunda.

El Abogado no tiene suficiente con poseer la riqueza de la ciencia,


sino que necesita también unir la prudencia, y saber el tiempo,
el lugar y la forma en que debe gastarla. En un lugar deberá ser
conciso, en otro amplificador, en uno sencillo en otro ingenioso;
en uno vendrán bien las galas y las flores, en otro perjudicarian;
en uno deberá haber raciocinio, en otro afectos y pasión; aqui
deberá ser sólo claro, en otra parte brillante y magnífico; porque
la elocuencia es un verdadero Proteo que a cada paso se trans-
forma, que en todos los momentos se plega al objeto y toma su
tono, y que siempre atenta a seguir el compás y los rumbos de la
inspiración creadora, tiene necesidad de mudar continuamente
su fisonomia. (López).

31. Imaginación.– La imaginación presta inmensos recursos al


defensor forense; y este rompería su mejor arma si la desterrase de sus
defensas. Ella pinta al crimen con color tan negro y odioso, que sobre
su pintura desciende la cuchilla vengadora que purga a la tierra de los
malvados. Ella presenta a la inocencia tan pura e interesante, que la

53
Miguel Antonio De la Lama

misma inflexibilidad de los Jueces le teje coronas; y ella finalmente,


retrata la flaqueza del corazón, las debilidades del espíritu y el poder
violento de las pasiones, de tal modo, que no pocas veces arranca una
sentencia de compasión y perdón, de los mismos labios que estaban
dispuestos a pronunciar un fallo condenatorio y tremendo.

El célebre D’Agusseau ha hecho la siguiente pintura, con recar-


gado colorido, del secreto y poder de esa arma invencible. Tal es
dice, la extravagancia del espíritu humano, que quiere sujetar a
la razón a que le hable el idioma de la imaginación. La verdad
desamparada y desnuda halla pocos secuaces; la mayor parte de
los hombres la desconocen o la desprecian, cuando se les presen-
ta con sencillez y sin aliño. En vano se cansa el entendimiento
pintando con naturalidad lo que el alma siente: si la imaginación
no anima el cuadro, iluminándolo con colorido vivo y agradable,
la obra queda reducida a una imagen muerta y helada. La ima-
ginación es la que da vida y movimiento a la obra del Orador. El
simple concepto, por luminoso que sea, cansa la atención del espi-
ritu; Ia imaginación al contrario, la distrae y entretiene agrada-
blemente con las cualidades sensibles de que reviste los objetos,
que habían salido desnudos de mano del entendimiento. Todo lo
que no viene por esta vía, causa fastidio, y es desechado con des-
pego. Es tal el influjo que ejerce esta facultad, y tan arraigado se
halla el hábito que tenemos contraido de no dar buena acogida
sino a las ideas que nos vienen presentadas por su mano, aunque
sean verdades palpables, que muchas veces tiene más atractivo
a nuestros ojos una mentira bien adornada, que un axioma de-
sabrido. El Orador malograría todo el fruto que había de pres-
tarle el convencimiento, si no matizase sus raciocinios con las
bellezas de la imaginación. Esta es la que ha sometido el mundo
al cetro suave de la elocuencia; por ella vemos cerca de nosotros
los objetos más distantes, y en las palabras nos figuramos hallar
realmente las cosas mismas que ellas nos representan. El Orador
enmudece y la naturaleza es la que habla; la imitación, hiere cual
si fuese realidad; y aun cuando no se nos presenta más que una
descripción ingeniosa, nosotros creemos ver, sentir y tocar todo lo
que se nos pinta.

54
CAPÍTULO III
INSTRUCCIÓN DEL ABOGADO

SUMARIO. – 32. Extensión de sus conocimientos. – 33. Derecho Positi-


vo. – 34. Derecho Natural. – 35. Filosofía e Historia. – 36. Medicina Le-
gal. – 37. Bellas Artes. – 38. Teoría de la Elocuencia: obras que tratan
de ella. – 39 Su importancia y elección. – 40. Sus reglas. – 41. Ejercicios:
su objeto. – 42. Sus clases. – 43. Efectos de los ejercicios de composi-
ción. – 44. Sus reglas.– 45. Reglas para los ejercicios de recitación. – 46.
Importancia de los ejercicios académicos. – 47. Reglas de Quintiliano.

32. Extensión de sus conocimientos.– Cicerón y Quintiliano


decían, que el Orador debe estar instruido en todas las ciencias y artes;
porque no siempre estriba la dificultad de un pleito en la aplicación de
una disposición legal, sino que muchas veces no puede resolverse sin
el auxilio de los conocimientos propios de otras ciencias, y aún de un
arte mecánico. D’Aguesseau agrega: el Abogado que crea que puede
ceñir su ciencia a límites determinados, no tiene una idea exacta de su
profesión.

En medio de ese piélago interminable de instrucción y prescin-


diendo de los estudios preparatorios del Abogado que prescribe el Re-
glamento General de Instrucción Pública, hay ciertos conocimientos
sobre que debe fijar más particularmente su atención, y detenerse en
su estudio hasta posesionarse de ellos completamente; porque son los
que tienen una relación más íntima con sus funciones, y los que sirven
de pasto a su meditación y de material para sus trabajos. Esos conoci-
mientos son los de la Jurisprudencia y de sus ciencias auxiliares; los
que resultan del estudio del hombre y de sus pasiones; y las reglas,
preceptos y modelos de la Retórica Forense.

55
Miguel Antonio De la Lama

DERECHO POSITIVO

33. Esta es la ciencia propia, elemental y más necesaria del Abo-


gado; desde que las leyes que la constituyen son sus armas, los instru-
mentos de su arte, la base universal y común de sus raciocionios. Dos
puntos de partida y de referencia tienen todas las defensas: la ley, y el
caso del litigio; y todo se reduce a probar, que el último está compren-
dido en la primera.

DERECHO NATURAL

34. No basta que el Abogado conozca las leyes: necesita además


comprender su filosofía, los motivos que las produjeron, su espíritu y
su marcada tendencia; porque no otra suerte podrá penetrar en el in-
trincado laberinto através del cual se husca la oportunidad y la justicia
de aplicación.

López dice: primero es conocer la filosofía de la legislación, que su


traducción material en las leyes escritas: primero es conocer las bases,
las reglas, el espíritu a que deben acomodarse los Códigos, que estudiar
sus disposiciones, no pocas veces, caprichosas o incoherentes. Sin estar
profundamente imbuidos en las máximas de justicia universal; sin el
conocimiento claro de lo justo, independiente de las pasiones e intere-
ses que lo sofocan o destruyen, no puede comprenderse una legislación
determinada, ni ninguna de las partes de ese todo que debe descansar
sobre las nociones elementales del derecho universal, común a todos
los pueblos y a todos los hombres.

A veces hallaremos una ley, poco conforme con esas ideas primiti-
vas que deben ser el faro y el norte del Legislador; deploraremos
su ceguedad y nos veremos obligados a reconocerla como reina
soberana en los juicios; pero conociendo sus cimientos flacos y
contradicción abierta con la razón, que es la reina del mundo,
todavía podremos hacer ver con respeto y con tacto delicado, las
consecuencias a que lleva aquella resolución inconsiderada, y
desautorizada para la opinión, con el arma de la filosofía y de
la critica. Entonces se aplicará con mano tímida y en una escala
menos lata, o hará lugar a otra más meditada y razonable; y en
ambos casos, el espíritu de equidad o de reforma habrá triunfado
a despecho del error que suele hablar por boca de la ley, bautizán-
dose con su nombre y usurpando su autoridad. (López).

56
Retórica Forense

Para retener el texto de una ley, no se necesita mas que memoria;


y para aplicarla literalmente cuando se cree que viene al caso,
basta saber buscarla, por haber ojeado los Códigos y adquirido
alguna tintura de la distribución y clasiticación de las materias
que cada uno contiene; pero para penetrar el espiritu, la inten-
ción y la mente del Legislador, comprender toda la extensión que
quiso dar a su disposición, discernir los casos comprendidos en
ella y divisar todas sus consecuencias, es necesario penetrar la
ley de la ley; es decir, la razón intrínseca de ella, demostrar su
conformidad con los principios eternos de justicia, analizar cual
es el principio del derecho fundamental social de que cada Iey
positiva no debe ser más que una consecuencia, escudriñar las
circunstancias que motivaron la ley de cuya aplicación se trata,
y elevarse en fin a la misma altura de conocimientos que tuvo o
debió tener el autor de ella. Esta es la verdadera obra del Juris-
consulto. (Sainz de Andino).

Por lo cual, según la Ley 13, título I, Partida Iª., “saber las leyes
no consiste en aprenderlas de memoria, sino en entender su verdadero
sentido”.

FILOSOFÍA E HISTORIA

35. No es suficiente conocer el esqueleto de las leyes, su espíritu


y su tendencia; si no se tiene un conocimiento profundo del corazón
humano, sacado de la Moral y de la Historia. D’ Aguesseau ha dicho: en
vano se lisonjea el Orador de poseer el arte de persuadir a los hombres,
si antes no ha aprendido a conocerlos.

En la Etica, rama importante de la Filosofía, en las obras fun-


damentales de Moral y en la Historia, se aprenden las doctrinas más
puras, el conocimiento del corazón humano, la historia de sus extravíos
y de sus pasiones, los resortes que le mueven, el fin y objeto a que en-
caminan siempre sus pasos.

Siendo el hombre, sus afectos, sus relaciones y sus obras, el obje-


to de los trabajos del Orador, ¿cómo podrá éste prescindir de adquirir
un conocimiento exacto del mismo hombre, de los resortes que mueven
e inclinan su voluntad, y de las reglas seguras para medir y fijar la
moralidad de sus actos? El Creador le ha dado al hombre una guía
segura que le enseña a discernir el bien del mal; el filósofo escudriña

57
Miguel Antonio De la Lama

de que manera aquella luz interna le sirve de faro en la borrascosa


travesía de nuestra vida para evitar los escollos de las pasiones; qué
impulso pueden dar estas a su voluntad y a su acción; qué medios debe
oponerle para resistir a su influjo cuando le inclinan al mal; cómo se
traba y sostiene esta lucha empeñada, que a cada paso se mueve en-
tre nuestros afectos y nuestra conciencia; cuáles son las circunstancias
externas, independientes de la voluntad, que varían el carácter moral
del acto, porque impidiendo la deliberación oportuna, y subyugando la
misma voluntad, debiliten su acción, en qué casos puede decirse que
hubo elección libre, o bien que la voluntad se vió subyugada por una
coacción moral o física; y en una palabra, va siguiendo paso a paso to-
dos los movimientos internos que preceden a nuestras operaciones, y
analizando su índole, carácter y dirección. Todos estos elementos son
indispensables al Abogado, que debiendo calificar el momento legal de
los actos humanos, o sea su conformidad con los deberes que las leyes
imponen, ha de atender no solamente a sus efectos, sino también a la
intención de su autor y al fin con que obraba. (Sainz de Andino).

Fenelón se explica así: “Platón advierte que el gran defecto de


los retóricos está en querer ejercer el arte de la persuasión, antes de
haber aprendido con el estudio de la Filosofía, cuales son las cosas de
que conviene persuadir a los hombres; y para su remedio aconseja, que
el Orador empiece por su estudio del hombre en general; que después
se aplique a conocer el carácter particular de las personas a quienes
ha de hablar; y que no cese en este estudio hasta llegar a saber con
perfeccion, lo que es el hombre, cual es el fin de sus operaciones, cuales
sus verdaderos intereses, cuales son sus pasiones y los excesos a que
pueden arrastrarle”.

D’ Aguesseau ha dicho; el estudio de la Moral y el de la Elocuen-


cia nacieron a un tiempo, y su unión es tan antigua como lo es la del
pensamiento y la palabra; y, dirigiéndose a los Abogados, agrega; a
vosotros, los que aspiráis a reconquistar la gloria de vuestra profesión,
y a reproducir en nuestros días la imagen de la antigua elocuencia,
no titubeeis en sacar de la Filosofía los conocimientos que pertenecen
realmente a vuestro dominio, y antes de acercarnos al Santuario de la
Justicia, contemplad con atención el cuadro complicado que el hombre
está continuamente presentando al hombre mismo.

Capmani enseña: para ser Orador no basta hablar como Orador;


es menester además pensar como Filósofo.

58
Retórica Forense

MEDICINA LEGAL

36. Esta ciencia es necesaria al Abogado, como que estudia los


principios médicos que son indispensables para la formación, comenta-
rio y aplicación de algunas leyes; y como que en ella está comprendida
la Antropología forense o criminalista, que se ocupa del estudio anató-
mico, fisiológico, intelectual y moral de los hombres criminales.

BELLAS LETRAS

37. Sí, como dejamos demostrado en el número 25, la mala lec-


tura que necesariamente tiene el Abogado, tiende a sofocar sus dis-
posiciones oratorias y a corromper su elocuencia; menester es que se
consagre al estudio de las bellas letras para neutralizar esas influen-
cias destructoras, y respirar libremente en medio de esa atmósfera he-
lada, de completa esterilidad para la imaginación.

TEORIA DE LA ELOCUENCIA

38. Obras que tratan de ella.– La teoría de la elocuencia ha


adelantado poco del estado en que la dejaran los maestros de la an-
tiguedad; por lo que es necesario acudir a éstos para adquirirla, sin
perjuicio de los escritores modernos.

Si bien Aristóteles fue el primero que sentó los principios de la


Retórica, esos principios están reproducidos con más gusto y claridad
por los discípulos de su escuela, particularmente por Dionisio de Hali-
carnaso. Las obras de Cicerón y Quintiliano deben ser los manuales del
Orador principiando por las del segundo como más elemental, sencillo
y metódico. Cicerón, en el Tratado del Orador se ocupa de las cualida-
des que éste debe tener, de la composición del discurso y de las reglas
oratorias; y en otro tratado con el título de Orador, proponiéndose ex-
plicar a Bruto la idea que el se había formado de un Orador perfecto,
reasume en un cuadro suscinto, enérgico, claro y metódico, toda la doc-
trina del Arte Oratorio. Fenelón aconseja la lectura del Tratado de lo
Sublime por Longino, que según su expresión trata lo sublime de un
modo sublime, inflama la imaginación, eleva el ingenio del lector, le
inspira y forma el buen gusto, y demuestra una crítica juiciosa sobre
los Oradores más célebres de la antigüedad.

59
Miguel Antonio De la Lama

Entre los escritores modernos, el señor Sainz de Andino reco-


mienda los Diáologos de Fenelón sobre la elocuencia, los Principios del
Cardenal Mauri sobre la elocuencia del púlpito y del foro, las Lecciones
de Bellas Letras de Blair y la Filosofía de la Elocuencia de Capmany.
Por nuestra parte recomendamos a los autores que nos han servido
para formar esta obrita, cuyos nombres están en las citas y principal-
mente en la advertencia que la precede.

MODELOS

39. Su importancia y elección.– Los ejemplos o modelos corro-


boran la utilidad de los preceptos con la autoridad de la experiencia,
y los reproducen sin cesar a la contemplación del lector, indicándole
prácticamente sus efectos y la manera de servirse de ellos.

El campo donde el Abogado puede recoger esta cosecha es bien


vasto; porque en toda discusión y controversia en que hay oposición de
intereses, de caracteres y de afectos, se encuentran lecciones prove-
chosas de elocuencia. Así es que en la Historia, en los filósofos, en las
arengas, en los poemas y hasta en las fábulas y en los cuentos morales,
puede el Orador hacer un estudio útil y florido para observar la marcha
del corazón humano, y notar los medios más propios para conmover y
persuadir a los hombres en las diferentes situaciones de la vida, aco-
modándose a las vicisitudes que produce la diversidad de genios, de
intereses, de costumbres y de pasiones.

Más, el estudio adecuado y provechoso para familiarizarse con


la Oratoria práctica y adquirir facilidad en su ejercicio, debe hacerse
en los modelos propios de la elocuencia judicial; leyéndolos repetida-
mente, meditándolos con detenimiento y analizándolos con prolijidad;
haciendo observaciones escrupulosas sobre su composición, su estilo,
su argumentación y sus rasgos y movimientos oratorios, y buscando
en cada una de estas partes la manera en que han sido aplicadas las
reglas del arte.

Entre las obras de la antigüedad, tenemos las de Demóstenes y


Cicerón, los dos grandes Oradores de Grecia y de Roma. Con respecto
al Foro moderno, contamos con las alegaciones fiscales de Campoma-
nes, los discursos forenses de Meléndez Valdez, colecciones e informes
impresos.

60
Retórica Forense

40. Sus reglas.– Al hacer uso de los modelos, se debe tener pre-
sente las siguientes reglas:

1ª. Es preciso no dejarse seducir por los modelos, ni admirarlos to-


dos a ciegas. El que se aficiona exclusivamente a un Escritor u
Orador, no saldrá jamás de una imitación defectuosa y afectada,
y contraerá los defectos de su guía preferente.

Si es útil aprovecharse de los buenos modelos para imitar su


método y elocución, también es oportuno o indispensahle que
cada Orador se cree un estilo propio y original, y que no ligue
su ingenio a la servil imitación de un solo autor; sino que va-
ya como la abeja recorriendo las flores y chupando el almíbar
de cada una; es decir, escogiendo las bellezas mas selectas de
cada escritor, para tenerlas presentes e imitarlas en ocasión
oportuna.

2ª. Es cierto que algunas de las oraciones de los antiguos maestros,


principalmente las de Demóstenes y Cicerón, nos presentan
cuestiones análogas a las que ocurren frecuentemente en nuestro
siglo; y que en toda discusión nos serán siempre útiles los hermo-
sos ejemplos de energía, precisión y fuerza en los conceptos, de
gracias y vehemencia en el estilo, de variedad en la expresión, de
juego y sentimiento en todas las partes del discurso, que tanto
abundan en sus obras; pero no se debe olvidar, como queda ad-
vertido en el número 22, que la diferencia entre la legislación, los
usos y estilos forenses de aquellos tiempos con los de nuestros
Tribunales, no permite que sigamos exactamente la elocuencia
de los Oradores griegos y romanos.

Con esa preocupación, y bien instruidos en el orden moderno de


enjuiciar, discerniremos fácilmente lo que se debe abandonar co-
mo ajeno e impropio de la constitución actual de nuestros Tribu-
nales, y lo que se debe aprovechar como acomodable a ella.

3ª. En el examen de cualquier modelo, no solo hemos de procurar


buscar y distinguir con exactitud las perfecciones y bellezas dig-
nas de imitación, sino también notar los defectos que pudieran
escaparse a la pericia y vigilancia de su autor; porque adquirien-
do facilidad en conocerlos, la tendremos también para precaver-
nos de los mismos descuidos e imperfecciones.

61
Miguel Antonio De la Lama

Esta operación será más fácil y acertada, si el lector se aconseja


en ella de un buen maestro que haya hecho un análisis correcto
de las mismas obras, arreglándose a los preceptos del arte y a las
reglas de una sana crítica. El curso de Literatura de la Harpe, las
lecciones de Levizac y las de Hugo Blair, pueden servir útilmente
para este fin. (Sainz de Andino).

EJERCICIOS

41. Su Objeto.– El objeto de los ejercicios, o sea la práctica de


componer y recitar, es acostumbrarse a la aplicación de las reglas que
se hayan aprendido en los libros doctrinales y en los buenos modelos
del arte.

42. Sus clases.– Los ejercicios pueden, por una parte, recaer so-
bre la composición o sobre la recitación; y por la otra, ser privados, ha-
ciéndolos cada particular por si solo, o académicos reuniéndose muchas
personas para ocuparse de ellos en común.

43. Efectos de los ejercicios de composición.– Estos ejercicios


desarrollan los recursos del entendimiento, reduciéndolo a la necesi-
dad de discurrir; facilitan el discernamiento; perfeccionan el buen sen-
tido; enriquecen la imaginación y fortifican la memoria.

44. Sus reglas.– Las reglas que pueden darse para esos ejerci-
cios, son las siguientes:

1° Ocuparse en definir las cosas, con exactitud y precisión, o en


fijar las acepciones propias de las voces, explicando su signifi-
cado natural; en reducir a un sumario de proposiciones senci-
llas, algunos trozos de literatura y algunos alegatos o discursos
judiciales; y en analizar alguna cuestión forense, fijando en que
consiste la dificultad radical de ella, cuales son los medios car-
dinales de defensa, y cual es el sistema mas propio que puede
seguirse en esta.

Los trabajos analíticos proporcionan un conocimiento exacto


del valor y significación de las voces, para saber emplearlas con
propiedad, rectificar las equivocaciones y ambigüedades de un
lenguaje incorrecto, y hallar el verdadero sentido de los textos le-
gales; prestando al mismo tiempo mucha facilidad para habituar-

62
Retórica Forense

se a un lenguaje exacto y preciso, cuya adquisición es de suma


importancia para los Abogados, que se echa mas de ver cuando
se ha de reducir a un punto de vista fijo todo lo que constituye la
demanda o la excepción, y establecer cual es la cuestión del pro-
ceso. (Sainz de Andino).

2° Hacer el examen crítico de algunos trabajos literarios, y parti-


cularmente de los que versan sobre materias forenses; obser-
vándose atentamente el orden de su composición y el estilo del
autor, lo que se halle de bueno o de defectuoso, y lo que esté o
no hecho según los principios de la Retórica; porque al mismo
tiempo que se hacen estas observaciones, se recuerdan necesa-
riamente esos principios y se contrae el hábito de aplicarlos con
oportunidad.

3° Traducir con frecuencia; porque esta operación pone al entendi-


miento en la necesidad de hacer esfuerzos extraordinarias para
penetrar el verdadero sentido de las palabras y las frases ex-
traordinarios para penetrar el verdadero sentido de palabras y
las frases, y hallar el equivalente en los idiomas.

4° Leer mucho y escribir más. En cuanto a la lectura, se ha de poner


especial cuidado en escoger los escritos clásicos por su doctrina,
gusto y estilo; observando con atención las expresiones más se-
lectas, las frases más ingeniosas, las imágenes y pinturas más
vivas y elegantes; y teniéndolo todo presente para que sirvan de
modelo en los ejercicios de composición.

5° Poner mucha atención al componer, para guardar mayor propie-


dad y corrección en la elocución; á fin de no caer en defectos que,
haciéndose habituales, se corrigen después muy difícilmente, y
de acostumbrarse a hablar y escribir con desembarazo y pureza.

6° Hacer algunos ensayos de poesía, que en razón de los esfuerzos


que exigen del entendimiento en solicitud de voces propias para
la versificación, dan mayor actividad a nuestras facultades men-
tales; y los que carezcan de disposición natural para hacerlos,
deben dedicarse a la lectura de los poetas más célebres, procu-
rando conservar en memoria las máximas y pensamientos mas
notables; porque, como dice Sainz de Andino, “la poesía inspira
insensiblemente el gusto de un estilo armonioso, y proporciona

63
Miguel Antonio De la Lama

un caudal de imágenes y coloridos graciosos para hermosear toda


clase de producciones”.

45. Reglas para los ejercicios de recitación.– Es frecuente


que se malogre el mérito de las composiciones mejor concebidas y arre-
gladas, por los defectos que se cometen en la recitación.
Para precaverse de ellos, es menester acostumbrarse a leer, ha-
blar, pronunciar, acentuar y gesticular con atención y cuidado, obser-
vando si se incurre en alguna irregularidad para corregirla con tiempo
antes de parecer en público. Con este objeto, es preciso acostumbrarse
a leer en voz alta, y a declamar algunos retazos de composiciones en
prosa y en verso.

Si hay proporción para ello, es muy conveniente que el ensayo


se haga en presencia de un maestro de declamación, que note y
enmiende las faltas, y de algunas lecciones prácticas de un ar-
te cuyo conocimiento es mas interesante de lo que suele creerse
comúnmente; no olvidándose, que el tono natural es el solo que
conviene usar en los discursos judiciales, y que debe huirse de
la declamanción enfática, hinchada y afectada, que tendría muy
mal sonido en los Tribunales. (Sainz de Andino).

46. Importancia de los ejercicios académicos.– Esos ejerci-


cios son más provechosos e instructivos que los privados; porque en las
academias prácticas se arreglan y pronuncian defensas, se conferencia
y se discute, y hay un Presidente, de ilustración y experiencia, que nota
los defectos y los corrige con tino e imparcialidad.

47. Reglas de Quintiliano.– Este gran Retórico, recomienda la


práctica de los ejercicios académicos, bajo las condiciones siguientes; 1°
que estén bien dirigidos; 2° que no se traten en ellos otras materias que
las forenses; y 3° que en el modo de tratarlas se imiten en lo posible los
usos de los Tribunales.

No creemos inútil extractar las reglas que dá el señor Sainz de


Andino:

1°. Las juntas deberán constituirse bajo la dirección de un Presi-


dente, que será un profesor antiguo y experimentado, en quien
reconocerán los académicos autoridad suficiente.

64
Retórica Forense

2°. La reuniones no serán muy numerosas; porque entre muchos es


más dificil mantener el orden, se distrae fácilmente la atención,
y llega de tarde en tarde el turno del ejercicio.

3°. Los académicos han de haber concluido la teoría de la Jurispru-


dencia.

4°. El intervalo que medie entre sesión y sesión, habrá de ser sufi-
ciente para que se puedan preparar los trabajos que hayan de
presentarse en ella.

5°. Se dará principio por la lectura de algún capítulo de los tratados


de Oratoria, que recuerden la doctrina elemental de que se ha de
hacer aplicación en las composiciones académicas; interpolando
algunos días las oraciones selectas de los maestros antiguos y
modernos.

6°. Ocupada media hora en esa lectura, se empleará igual tiempo


cuando menos en los trabajos analíticos; y hecho esto se proce-
derá a formar algunas composiciones, haciendo sobre un mismo
objeto diferentes ensayos, que después se cotejarán y discutirán,
comparando no solo los puntos doctrinales, sino también el estilo
de cada autor.

7°. Cuando la materia lo permita, se deducirá una cuestión para con-


trovertirla entre dos o más academias, dejando a la elección de
cada una la tesis que le convenga sostener.

8°. Las contradicciones que hayan de hacerse a los discursos primi-


tivos que se presenten sobre la cuestión propuesta, se reserva-
rán para la sesión inmediata; a fin de que el contradictor pueda
meditar los argumentos a que debe responder, y preparar sufi-
cientemente la impugnación. Improvisando las réplicas, se con-
traería el hábito de hablar con ligereza, sin orden, oportunidad,
ni solidez.

9°. Las sesiones se terminarán por los ejercicios de lectura y decla-


mación, la que deberá hacerse de memoria y no leyendo.

10°. Después de algunos meses de esa instrucción, podrán los aca-


démicos dedicarse a los ejercicios con que esta debe tenerse por
consumada; y emprenderán la composición de discursos for-
males, que pronunciarán ante la misma academia, erigiéndose

65
Miguel Antonio De la Lama

ésta en un Tribunal aparente con sus Jueces y subalternos, y


alternando todos los individuos en estas funciones. Se le distri-
buirán causas civiles y criminales para que sobre ellas trabajen
sus informes, no siendo oportuno el método de improvisar hasta
haber adquirido mucha facilidad en éstos ejercicios, y se cele-
brarán vistas formales sobre las causas repartidas, observándose
todo el ritual y solemnidad que se acostumbra en los verdaderos
Tribunales. Concluida la vista, se hará por el Presidente un re-
sumen analítico de los discursos pronunciados, llamando la aten-
ción sobre lo que en ellos hubiese advertido digno de celebrarse,
e indicando también los defectos en que puedan haber incurrido
sus autores.

11°. En los ejercicios se deberán ir tocando sucesivamente todas las


diversas cuestiones que se presentan en los Tribunales; para que
más tarde no se vean sorprendidos con asuntos que no conozcan.

66
CAPÍTULO IV
CUALIDADES MORALES DEL ABOGADO

SUMARIO.– 48. Honradez.– 49. Circunspección: el secreto profesio-


nal es un derecho y un deber.– 50. Los Abogados no están obligados
a la revelacíón ante los Jueces.– 51. Amor apasionado a la justicia.–
52. Consecuencia sobre los pleitos injustos.– 53. El Abogado debe
encargarse de la defensa de los acusados, aunque para él sea cierto
el delito.– 54. Incurre en falta grave el Abogado que se empeña por
fiadamente en probar que su cliente no ha cometido el delito.– 55.
Firmeza inquebrantable de carácter.– 56. Gran amor al estudio y al
trabajo.– 57. Veracidad.– 58. Las personas son extrañas a las cuestio-
nes.– 59. Alabanza propia.– 60. Alabanza del cliente.– 61. Persona del
adversario.– 62. El Abogado contrario.– 63. Personal de los Jueces.–
64. Prudencia.– 65. Paciencia con los clientes.– 66. Desinterés.

HONRADEZ

48. Esta es la primera cualidad que debe adornar al Abogado; sin


ella, los Jueces desconfían de sus defensas, y los litigantes lo buscan
solo para las malas causas.

¿Quién querrá encomendar la defensa de su fortuna, de su honra


o de su vida, al Abogado venal y corruptible, de quien siempre hay que
temer una traición, un amaño, o una convivencia? ¿Ni que valor obten-
drá en defensa de la inocencia y de la justicia, la palabra desautorizada
de un perverso, para quien la justicia y la inocencia son cosas sin signi-
ficado, y tal vez palabras de escarnio? ¿Cómo perseguirá el crimen con
seguridad y dureza, el que en la crónica detestable de sus hechos se ha
ofrecido más de una vez, criminal a la vista del mundo?

67
Miguel Antonio De la Lama

Exigua es por cierto la pena de 50 a 200 soles de multa que se im-


pone en el artículo 175 del Código Penal a los Abogados que defienden
a ambas partes simultáneamente, o que después de patrocinar a una
de ellas defienden a la contraria en la misma causa.

CIRCUNSPECCION

Lo esencial de esta cualidad es el secreto profesional.

49. El secreto profesional es un derecho y un deber.– Los


Abogados, como los Sacerdotes, reciben revelaciones y secretos, en el
ejercicio de sus funciones, como un depósito inviolable. La confianza
que su profesión inspira, no seria sino una detestable red, si pudieran
abusar de ella, en perjuicio de sus clientes.

¿Quién querrá confiar sus secretos y los de su familia, a un hom-


bre atolondrado y ligero que no sabe calcular el precio de aquel depó-
sito?

El secreto es pues la primera Ley de sus funciones, y si la infrin-


gen prevarican.

El Abogado debe evitar toda conversación sobre las causas que


patrocina: una palabra indiscreta puede llevar a oídos del contrario
noticias de las armas que se van a emplear contra él, revelando el plan
de ataque o de defensa, con lo cual puede aprovecharse de las mismas
armas y cruzar o burlar el plan. A tal punto ha de llegar esa reserva,
que el abogado no debe dictar los escritos en presencia de personas
extrañas, aunque sean también sus clientes; ni dejarlos al alcance de
las miradas curiosas.

50. Los Abogados no están obligados a la revelación ante


los Jueces.– Apoyados en la misma ley que los obliga al secreto, tienen
el derecho y el deber de negarse a declarar sobre los secretos que se les
hayan confiado como Abogados, o sobre los hechos que han sorprendido
en el ejercicio de su profesión.

Citados a declarar, deben responder, más o menos, en los si-


guientes términos: “citado en mi carácter de Abogado, declaro que soy
depositario de un secreto que no puedo revelar, y por lo tanto, solo

68
Retórica Forense

responderé a las preguntas que no se refieran a ese secreto, ni directa


ni indirectamente”.

Según el articulo 193 del Código Penal, sufrirán multa de 25 a


200 soles, los Abogados que revelan los secretos que se les confía por
razón de su profesión, salvo los casos en que la ley les obligue a hacer
tales revelaciones.

No tenemos ninguna ley que determine esa obligación de revelar


el secreto profesional, ni seria aceptable; porque si la sociedad está in-
teresada en descubrir los delitos, un interés no menos sagrado la obliga
a no destruir la seguridad de las relaciones de ciertas profesiones con
los ciudadanos, a proteger la fé jurada, a velar por el cumplimiento de
los deberes morales.

La misma excepción del artículo 193, se contiene en el articulo


378 del Código de Francia; sobre lo cual dice Dubrac: “¿Cuál es la
utilidad y el fundamento de la excepción introducida en el articu-
lo 378 del Codigo Penal, y cuales son los casos en que la ley obliga
a los depositarios de secretos a ser denunciadores?”.

“Una Ordenanza de Luis XI, de 14 de Diciembre de 1477 obliga-


da, bajo penas demasiado severas, a toda persona, cualquiera que
fuese, que tuviese conocimiento de un crimen contra la seguridad
del Estado o la persona del Rey, a denunciarlo inmediatamente.
Esta disposición fue reproducida en los artículos 103 y siguientes
del Codigo Penal de 1810, y es a ella que se refiere la excepción
del artículo 378. La ley de 28 Abril 1832, que abrogó los artícu-
los 103 a 107, dejó subsistente tal como estaba el artículo 378;
pero en el día se reconoce, que no existen mas casos en que las
personas designadas tengan la obligación de denunciar, y que
no se trata, en este articulo, de la obligación impuesta a todo
ciudadano que tenga conocimiento de un delito, de dar aviso al
Procurador de la Republica”.

El mismo autor copia las siguientes interpretaciones de la Corte


de Casación:

1°. Que un Sacerdote no puede ser obligado a declarar ni aún


ser interrogado (fuera de los casos que tienden inmediatamente
a la seguridad del Estado), sobre las revelaciones que hayan
recibido en el secreto de la confesión, y aún fuera de ésta, pero

69
Miguel Antonio De la Lama

en calidad de confesor y por consecuencia de la confesión. 2°


(Por aplicación del artículo 378) que un Abogado que haya reci-
bido revelaciones en razón de sus funciones, no puede violar los
deberes especiales de su profesión, y la fe debida a sus clientes,
declarar sobre lo que ha conocido de esta manera; y que, si es
citado como testigo en una instancia relativa a los hechos que
le hayan sido confiados, antes de prestar el juramento prescrito
por la ley, puede anunciar al Tribunal que no se creerá obligado
por este juramento, a declarar como testigo sobre lo que el no
sabe más que como Abogado. 3° Que los Abogados de las partes
no están impedidos de ser testigos, y que solamente están obli-
gados a revelar lo que han conocido por consecuencia de la con-
fianza que les haya sido acordada. 4° Que un testigo que, en su
calidad de Abogado del acusado, y bajo el sigilo de la confianza
debida a su ministerio, hubiera tenido conocimiento de hechos
sobre los cuales sea llamado a deponer, tiene la facultada de no
declarar sobre esos hechos.

AMOR APASIONADO A LA JUSTICIA

51. Efectos que produce.– Ese amor es el que anima al Abo-


gado y le conforta para emprender con calor las causas justas; para
perseguir con indignación el dolo y la iniquidad; para alzarse contra la
opresión y la insolencia; para soportar la amargura que podrá ocasio-
narle su celo; para acometer las empresas grandes y nobles, por arduas
y penosas que sean; y para mantenerse siempre fiel a los preceptos de
la sabiduría, sin seducirle los halagos de la prosperidad, ni abatirse por
los reveses de fortuna, a cuyos caprichos opondrá, con pecho firme, su
virtud y su constancia.

52. Consecuencia.– Traiciona su noble misión y se hace indigno


de pertenecer al Foro, el Abogado que patrocina pleitos injustos.

53. El Abogado debe encargarse de la defensa de los acu-


sados, aunque para él sea cierto el delito.– En los juicios civiles, el
Abogado puede y debe elegir, porque no hay ninguna consideración su-
perior a su independencia, y porque es el hombre quien viene a deman-
darle un servicio, mediante una retribución. En las causas criminales,

70
Retórica Forense

por el contrario, no es el hombre que aspira a una fortuna tal vez sin
títulos, el que busca en el Abogado un instrumento a sus designios de
engrandecimiento y poder: es el infeliz que sumido en una cárcel, tal
vez en presencia del cadalso, tiende a su alrededor una mirada atri-
bulada, y busca en las ansias de su mortal agonía quien le sustraiga a
un destino tan cercano como horrible. No espera aquí por lo común el
defensor, el premio de sus trabajos en un dinero, que acaso bastaría a
prostituir una acción tanto mas laudable, cuanto es mas desinteresada.

Ese infeliz, cualquiera que sea la convicción de su crimen, tiene


un derecho de defenderse; porque, como dice López, los Tribunales no
están condenados a la ceguera de Edipo, ni a la cólera irreflexiva de
los Dioses de la Mitologia. Tienen su espada para herir; pero no la
desenvainan hasta que después de un examen maduro y circunspecto,
después de una defensa amplia, libre y sin restricción alguna, su razón
les presenta un criminal, y su deber les manda inmolarlo. Si derecho,
pues, tiene todo encausado a defenderse, obligación tendrá de prestarle
su ayuda el Abogado a quien elija como más a propósito a su entender
para patrocinarle.

Mas, esa obligación se concreta, a rigor de ley, en determinados


Abogados; cuando el Estado, cumpliendo con el deber de no castigar sin
oír la defensa del encausado, señala a los que deben defenderlos.

Según los artículos 52 inciso 19 y 154 Reglamento de Tribunales,


las Cortes nombran Abogados para la defensa de las causas de pobres
y de los reos en las criminales de oficio, bajo la pena de multa o sus-
pensión.

El Abogado es el ángel del consuelo para los infortunados que pa-


decen y lloran por consecuencia de sus extravíos, de sus errores,
y no será aventurado decir de su fatalidad; porque hay muchas
veces puesto en el camino de la vida un sendero funesto, en que el
destino ciego lanza al hombre con su brazo irresistible. Entonces
la desgracia es la causa del crimen y la desgracia también su tér-
mino y paradero, Seres maldecidos desde el momento en que ven
la luz, la miseria los recibe en sus brazos, la sociedad los rechaza,
los mira como una excrecencia fétida y peligrosa, y condenándo-
les anticipadamente a las privaciones y al desprecio, los forza a
ser sus enemigos para sostener una vida que por tantos títulos
les es odiosa.

71
Miguel Antonio De la Lama

¡Y cuantas veces los hombres más inofensivos y más puros, los


que recogen con la penalidad del trabajo los medios de sostener
a su familia en la oscuridad, pero en la honradez; son víctimas
de estrategias abominables, y bajan a los calabozos para morir
en ellos, si una voz amiga no hiciese triunfar su causa a la vista
del mundo! ¿Qué sería de estos infelices abandonados a sí mis-
mos y a su infortunio? ¿Qué sería de sus familias indigentes y
desoladas? (López).

54. Incurre en falta grave el Abogado que se empeña por-


fiadamente en probar que su cliente no ha cometido el delito,
cuando lo contrario resulta de los autos, y aún tal vez él mismo
lo tiene confesado.– Aunque el Abogado deba encargarse de la de-
fensa de todo acusado, y no convenir abierta y paladinamente en que
su defendido haya cometido el crimen de que se le acusa; porque esto
seria defraudar su objeto, y hacer hasta cierto punto traición a su mi-
sión protectora; pero tampoco debe insistir ciega y temerariamente en
procurar demostrar la completa inocencia del procesado, cuando está
convencido de lo contrario; porque esto sería prostituir la profesión con
la mentira, faltar a su probidad, y rebelarse contra su propia concien-
cia. Mas entonces, se nos preguntara acaso, ¿De qué sirve el Abogado?
¿Qué objeto tiene su intervención? ¿Qué esperanza podrá poner en él,
el desgraciado que se hace a su mano como el naúfrago se hace a la
punta de una roca o de un cable para salvarse?

La misión del Abogado en estos casos se reduce, a procurar atenuar


el cargo y el delito que no puede desconocer; a examinar las circunstan-
cias, a sacar de ellas el más ventajoso partido, a oponer a la ley, que es
severa e inflexible, los principios de la equidad, de la humanidad y de la
compasión, que inducen a la clemencia.

Ni pudiera ser otra cosa. Si la abogacía fundara su merito y su


realce en sacar al crimen de los Tribunales adornado con la corona
del triunfo, y escudado con un bill de indemnidad; esta profesión, que
es por naturaleza bienhechora, se convertiría en un azote de la hu-
manidad, presentándose siempre dispuesta a acariciar y nutrir a los
malvados, que son su plaga. Entonces el Abogado pondría el puñal en
la mano del asesino, la tea en la del incendiario, y las armas todas en
poder de los perversos, decididos por instinto y por hábito a emplearlas
contra el indefenso y contra el inocente.

72
Retórica Forense

FIRMEZA INQUEBRANTABLE DE CARÁCTER

55. El Abogado, antes de hacerse cargo de una causa, debe con-


vencerse de su justicia; pero una vez penetrado de este convencimiento,
ningún respeto humano debe arredrarle para dejar de emplear todos
los medios legales de defensa.

A las veces hay que luchar con un poderoso o con un malvado


intrigante, temibles por su opulencia o por sus venganzas; otras hay
que entrar en lisa contra los que ejercen el poder, que presentan las
formas de un gigante; otras hay que levantar la voz contra la pasión
popular, el más terrible de todos los enemigos; y si en esas ocasiones el
Abogado es tímido y pusilanime, si su alma débil vacila en la poquedad
y su corazón está falto de decisión y de ardimiento, naufragará en esa
navegación borrascosa; porque no encuentra dentro de sí, nada de lo
que debería oponer a su irritado adversario.

Papiniano consintió en el sacrificio de su vida, antes que prestar-


se a defender el horroroso fratricidio en que incurrió el Empera-
dor Caracalla. – Malesherbes pagó en el cadalso revolucionario,
el celo y valentía con que defendió la causa del desventurado Luis
XVI.

No deben acercarse al Foro las almas débiles y egoístas que,


ocupadas de su propia seguridad, rehusan exponerse a los sin-
sabores, y aún a las persecuciones que muchas veces resultan de
haber defendido la justicia con celo y valentía. En esta profesión
es inevitable que a cada paso tengamos que luchar contra el poder,
el favor y la opulencia; por lo que aquellos que no se encuentren
con vigor para pararles frente y entran en la lucha con las sim-
ples armas del derecho y de su ingenio, y con magnanimidad de
ánimo para sobrellevar con resignación los reveses y disgustos
que podrá causarles el resentimiento de un rival poderoso, o el
despique de un Juez apasionado, orgulloso e imprudente, más
les valdrá dedicarse a otra carrera menos arriesgada; porque la
del Foro es de suyo borrascosa y fecunda en amarguras. (Sainz
de Andino).

GRAN AMOR AL ESTUDIO Y AL TRABAJO

56. Esa decisión debe ser tal, que, como dice Sainz de Andino,
el Abogado, se engría, se complazca y se deleite en el; y que su afición

73
Miguel Antonio De la Lama

venza el cansancio que naturalmente causa la aridez y complicación de


la Ciencia Legislativa.

Mas, no hasta que el Ahogado tenga en su cabeza un arsenal de


todas armas, es preciso además que conozca a fondo la causa o cuestión
en que ha de esgrimirlas. Todos los negocios, todos los casos por más
complicados que parezcan, tienen un punto culminante y generador,
que es el origen y el nudo de la cuestión, en el cual consiste toda la
controversia; y de cuyo exacto conocimiento pende el acierto de la re-
solución legal.

La ciencia le da la pauta; pero solo en el conocimiento del proceso


encontrará el modo y la oportunidad de aplicarla. El debe hablar al
Juez, en una mano la ley y en otra el expediente; y es necesario que
conozca una y otro con igual claridad y con igual perfección.

“El Abogado que mejor estudie y profundice un negocio, será por


lo general el que mejor hable y el que mejor defienda”.

“Cuanto más nos separemos del trabajo, tanto más nos alejare-
mos de la gloria”.

Se cree que hay talentos que producen espontáneamente, y con


los cuales la naturaleza se ha mostrado tan pródiga que les bas-
ta aparecer para brillar. Si se pudiere seguir con vista fija la
vida anterior de esas notabilidades que fascinan, entonces se
hallaría el secreto de su superioridad pasmosa. Estudios pro-
longados, meditaciones profundas, fatigosas vigilias; la vida
del pensamiento, en una palabra, sostenida en una perseve-
rancia inquebrantable son los caminos por donde esos genios
han logrado elevarse a tan desmedida altura. Yo quiero que se
muestre el hombre privilegiado cuyo entendimiento se haya en-
riquecido sin estudio y sin trabajo. Ni se suponga tampoco que
bastan el trabajo de los primeros años o la lectura más o menos
detenida de la edad adulta: la lectura sin la meditación aprove-
cha muy poco, y la memoria es un reloj que se para si no se le
da cuerda. De otra operación debe acompañarse el estudio si ha
de ser provechoso: es sumamente ventajoso formar extractos de
cuanto se lee; porque estos nos proporcionan un gran ahorro de
tiempo para cuando se quiere repetir la misma lectura, y porque
en estas notas se contraen las ideas a un cuadro más reducido, y
con su auxilio puede recorrerse en poco tiempo una serie inmen-

74
Retórica Forense

sa de ideas, fruto recogido en mucho tiempo de nuestra asidua


laboriosidad. (López).

El secreto del acierto está en el trabajo. Cuando no se dá a los ne-


gocios sino una atención ligera y superficial: cuando nos contentamos
con conocerlos en sus puntos salientes sin penetrar en sus particula-
ridades y menos en sus arcanos; cuando el día que con ellos hacemos
conocimiento es también el de nuestra despedida, porque no volvemos
a acordamos hasta que llega el caso de la discusión; entonces es impo-
sible que esta corresponda a la idea que debe formarse de una buena
defensa, que nos haga brillar un sólo instante, ni que deje satisfecho
nuestro deber ni a cubierto la tremenda responsaliílidad que sobre no-
sotros pesa.

VERACIDAD

57. La escrupulosidad en observarla debe ser tan rígida en el


Abogado, que en fuerza de habérsele visto practicar esta virtud con la
mayor constancia y estrictez, se le llegue a creer incapaz de mentir. El
que se vé precedido en el Foro de una reputación de recto y veraz bien
sentada, presta a la causa que defiende la presunción de ser justa, y en
sus discursos la de que expresan la verdad.

Por el contrario; los Jueces se previenen muy pronto contra los


impostores, y les escuchan con recelo, temiendo que les tiendan una red
de engaño y seducción. Aún cuando dicen la verdad, no son oídos sino
con desconfianza; y sus demostraciones más acabadas quedan siempre
en la línea de los problemas.

Puede alguna vez ser perdonable, que en la celeridad del trabajo,


en la complicación de las diligencias, en esa gran balumba con frecuen-
cia de fárrago inútil que presentan los expedientes, se pierda, olvide o
altere alguna circunstancia interesante, que bien conocida y contraída
daría diferente fisonomía a la cuestión; pero lo que no tiene perdón, lo
que rebaja notablemente a un Abogado, lo que no se concilia de ningún
modo con la pureza y dignidad de la profesión, es que de propósito se
supongan hechos que no existen, se desnaturalicen o desfiguren los que
existen consignados; y en una palabra, que se mienta con descaro.

Se debe pasar ligeramente en la relación sobre las circunstancias


que perjudican, y aún procurar atenuarlas en el modo que se pueda sin

75
Miguel Antonio De la Lama

ofender la verdad; pero de esto a falsear los hechos y las cuestiones hay
una distancia inmensa; y si lo primero es un ardid ingenioso y lícito, lo
segundo es una falta gravísima, que los derechos de la verdad y de la
justicia prohíben disimular.

El Abogado no deberá mentir nunca en su narración; y nosotros


inculcamos más y más esta idea, porque Quintiliano escribió un
tratado para enseñar el modo de faltar con destreza a la verdad
en las relaciones, desfigurando los hechos de una manera que
será sagaz, pero no por eso menos reprensible. Agúsese cuanto
se quiera el ingenio, para darle gran importancia a lo que nos
conviene, y rebajarla a lo que nos perjudica: hasta aquí llega la
jurisdicción del Abogado en el campo de las estratagemas; pero
falsear los hechos y desnaturalizar las cuestiones, es un ardid in-
digno que la Moral condena, y de que nunca se valdrá como arma
el profesor que estime en algo su nombre y reputación. (López).

CULTURA

58. Las personas son extrañas a las cuestiones.– Lo que más


desdice de esta cualidad son las alabanzas y vituperios personales. El
caso, la ley, los principios y su aplicación, he aquí todo lo que debe
formar el círculo de una defensa: se trata de las cuestiones y no de las
personas, y no deben nunca mezclarse ni confundirse.

A las veces pueden convenir alguna alusión personal; y entonces


se hará con la mayor sutileza, sin lisonja ni oprobio.

Por Supremo Decreto de 14 Febrero 1827, está mandado: que no


se tenga presente en la distribución de destinos, a los Abogados inmo-
derados e insultantes en su estilo.

59. Alabanza propia.– Encarecerse a sí propio es necio y ridí-


culo, y produce el peor efecto posible: “alabanza propia es vituperio”. Se
necesita mucha presunción para presentarse en escena, en un teatro
destinado a objeto más grande, a más elevados fines.

Se objeta que Cicerón, tan justamente respetado y tan universal-


mente aplaudido por sus defensas, hablaba en ellas de sí propio
con harta frecuencia. Sin que pretendamos desconocer la exacti-

76
Retórica Forense

tud de la observación, responderemos que hay pocos hombres que


puedan tener los títulos que el Orador latino para rebasar la linea
de la modestia; que esta falta de medida circunspecta se le ha no-
tado como un borrón; y sobre todo, que excusa merece casi siempre,
porque sólo hablaba de si, de su probidad, de su amor a la patria y
de su desprendimiento, en las ocasiones solemnes en que se venti-
laban las materias más capitales, en las que era necesario dar por
fiador de su sinceridad y buen deseo, el testimonio de su anterior
conducta. Sus recuerdos no eran apologías, eran argumentos. (Ló-
pez).

60. Alabanza del cliente.– En cuanto a éste, podrá convenir


alguna vez tomarlo por materia de los exordios. Un hombre honrado,
pacífico, laborioso, de inclinaciones dulces, de necesidades poco dispen-
diosas, es acusado de robo o de asesinato. Podrá entonces el Aboga-
do formar su exordio sobre estos antecedentes, que pueden inspirar
una prevención favorable; más; aún en este caso, debe contentarse con
aquellas indicaciones que basten a su objeto, reservar la ampliación de
las ideas para la narración, y guardar toda su fuerza y toda su vehe-
mencia para la peroración o parte de afectos.

61. Persona del adversario.– Puede esta tomarse alguna vez,


principalmente por asunto del exordio, cuando se encuentre algún en-
lace entre el hecho particular de la cuestión, y los hábitos y cualidades
morales del demandando; pero sin inferirle vituperio.

En las causas criminales es más íntima esa conexión, porque la


moralidad del acusado es un principio de presunción vehemente en su
favor o en su contra. De un hombre acostumbrado al vicio y de conducta
relajada, se presume con más facilidad un delito, que de otro que haya
tenido siempre costumbres puras.

Más al usar de este recurso es preciso, que haya una verdadera e


íntima conexión entre el defecto que se imputa y los hechos de la cau-
sa, que no se deje traslucir la menor animosidad, y que si se hace en el
exordio, no sea más que una ligera insinuación, reservándose la fuerza
principal para la argumentación.

Al que es pobre, vago y holgazán, se le cree más capaz de incu-


rrir en un fráude, que no al acomodado, activo y dado al trabajo.

77
Miguel Antonio De la Lama

Una persona iracunda, altanera y pendenciera, se arrojará más


fácilmente a ofender a otro, que no un hombre sensato recogido
y moderado. Más, los defectos ajenos no pueden revelarse sino
con utilidad y necesidad, si esos motivos no intervienen seria una
difamación reprensible, muy ajena del ministerio del letrado.
(Sainz de Andino).

62. El Abogado contrario.– Nada más detestable en los discur-


sos forenses, que las ofensas al Abogado de la parte contraria; lo que
además de injusto, incivil y destructor de la confraternidad profesinal,
produce el efecto contrario del que se propone el Abogado díscolo; porque
los Jueces se previenen en su contra y sus compañeros lo desprecian.

Si el Abogado de la otra parte incurre en esa gravísima falta,


conviene por lo general dejar el castigo al severo juicio de los oyentes o
lectore; y si se emprende la respuesta, debe hacerse con ingenio y deli-
cadeza, como corresponde a la cultura y dignidad del Abogado: “fuerte
en el fondo suave en la forma”.

63. Personal de los Jueces.– Las personas de los Jueces se to-


man unas veces para alabarlas, con el fin de conquistar un fallo favora-
ble; y otras para vituperarlos, por el que han pronunciado ya.
Lo primero tiene lugar principalmente en el exordio. Tomado es-
te de las circunstancias o cualidades de los Jueces, de la confianza que
inspira su prudencia, su sabiduría y rectitud, se mirará solo como un
himno, como una arenga laudatoria; y por más que sea merecido el
elogio, siempre se verá como una baja e interesada lisonja. Los Ma-
gistrados mismos se prevendrán contra el Letrado que así los incensa,
descubriendo el arte y el designio a través de la delicadeza misma de
las palabras; y esta prevención aumentará a medida que sea más digna
de alabanza, porque el verdadero mérito es siempre modesto.

Es un contrasentido dirigirse a las personas, cuando estas desapa-


recen en el Tribunal, cuando el hombre queda en la puerta y sólo
se conserva bajo la toga el Sacerdote de la Justicia que va a hacer
resonar la voz de la ley en su Santuario. Bajo el solio no se pre-
sentan otros objetos más que la espada de Temis y la balanza de
Astrea. (Sainz de Andino).

78
Retórica Forense

En el segundo caso: cuando un Letrado se encuentra en la necesi-


dad de dirigir su crítica sobre un fallo judicial, y de sacar a luz pública
los defectos que advierte en él; lo hará sin desviarse en sus expresiones
de la consideración y respeto debidos a la Magistratura, aún cuando
se vea evidente que ha incurrido en error; porque al cabo los Jueces
no dejan de ser hombres, y sus juicios están sujetos a la ley de falibili-
dad. Evitará pues toda animosidad, toda censura acre, toda expresión
dura y capaz de herir el amor propio, y con mayor razón se abstendrá
de ataques directos y personales, y de declamaciones descompuestas e
injuriosas.

Por el contrario, si el Abogado hallase pretextos decorosos pa-


ra excusar el mismo error que combate, será noble que se anticipe a
manifestarlos. En observar esta moderación no sólo se cumple con el
miramiento debido a la dignidad del Magistrado, sino que también
se sirve bien al cliente; porque el espíritu de cuerpo domina natural-
mente en los Tribunales, y el amor propio irritado es rencoroso aún
involuntariamente. El mismo defensor tiene su utilidad en obrar con
esta circunspección; porque se granjea el afecto y la confianza de los
Jueces.

Conviene advertir, que en estos miramientos hay también su regla


de escala; porque la calificación de la sentencia de un Juez ante el supe-
rior, es mucho más desembarazada que ante otro Juez igual.

PRUDENCIA

64. Referimos esta cualidad al número de causas.– El Abo-


gado no debe recibir más de aquellas que pueda cómodamente des-
pachar. Cuando a su admisión no preceden la elección y el examen,
imposible es que todas sean ventajosamente defendibles, y que no se
corra el riesgo de admitir causas conocidamente injustas: este es el
escollo de las mayores reputaciones. Al ruido de su renombre acuden
clientes de todas partes; el Abogado no tiene bastantes manos para
escribir, y el trabajo siempre apresurado e irreflexivo, descubre la pre-
cipitación y la ansiedad con que se trazó.

Lo que se trabaja tan de prisa, cuesta desengaños, dolores, y obli-


ga a las veces a pasar por la mortificación del amor propio.

79
Miguel Antonio De la Lama

PACIENCIA CON LOS CLIENTES

65. Las conferencias repetidas con los interesados constituyen un


auxilio muy importante que nunca debe despreciarse; pues son por lo
común la guía que mejor dirige, y la luz que derrama más resplandor
y claridad.

Nadie conoce un negocio mejor que la parte: la vista del Abogado


es más clara, y más experimentada; la de su cliente es más continua y
más observadora. El Abogado tiene muchos negocios a que atender; el
interesado no tiene más que aquel que ocupa todas las horas y todos
los instantes.

Muchas veces se necesita armarse de una paciencia a toda prue-


ba, para sostener esas entrevistas, frecuentemente fatigosas y aún in-
soportables. En ellas se dicen cosas inútiles, redundantes, cansadas y
hasta necias; pero de pronto surge una idea luminosa, una observación
decisiva, un hecho importante en que no se había reparado, y el direc-
tor se ve iluminado de repente por el dirigido.

Para sacar todo el provecho posible de estos diálogos, convendrá


al Abogado colocarse por un momento en el lugar de la parte opuesta,
hacer reparos e impugnaciones; y frecuentemente las repuestas del in-
teresado, abrirán nuevos caminos y distintos horizontes.

Cicerón dice: que de nada sacaba más utilidad y más ilustración


que de estas conversaciones.

El Abogado ve de pronto la cuestión en su relación más inmediata


y palpable; el interesado la ha visto y revisto en todas las relacio-
nes posibles. El uno tiene la ciencia ayudada del celo; el otro tiene
el instinto ilustrado por el interés. El uno destina algunas horas
a pensar en aquel asunto; el otro piensa en él cuando se levan-
ta, cuando come, en sus paseos, cuando se acuesta, al despertar
de nuevo, y es un pensamiento vivo, continuo, intenso, profundo,
que le sigue a todas partes como una sombra. (López).

DESINTERÉS

66. A los escritos e informes desmesurados, podría llevar tal vez


en algunos la perspectiva de más crecidos honorarios. Esto sería añadir
a un defecto un vicio: lo que más rebaja a un Abogado, es la codicia.

80
Retórica Forense

Tratándose de una profesión reservada para almas delicadas y favo-


recidas de la naturaleza, de un ministerio que no puede ejercerse sin
grande elevación de sentimientos y entera independencia de los respe-
tos humanos, y de unas funciones consagradas directamente a proteger
el triunfo de la justicia, favorecer al oprimido y perseguir la iniquiedad;
el desinterés y generoso desprendimiento se imponen. La ley permite
a los Abogados que reciban una remuneración por sus penosas tareas;
esa es su profesión y de ella necesitan vivir; pero su lustre y decoro, no
les permite exigirla en términos que parezca que venden los favores y
patrocinio que el público recibe de su ministerio.

En los tiempos en que esta profesión se desempeñaba gratui-


tamente; en que los patronos que acudian a la defensa de sus
clientes, lo hacían estimulados por un sentimiento humano y
bienhechor, y sin esperar otra recompensa que la estimación
pública y el lustre de su nombre, las defensas eran vigorosas;
porque no se dilataban por miras interesadas, y la facultad se
desempeñaba con tanta pureza y dignidad, como gloria. Entre
los griegos, hasta Antifon no se recibió remuneración alguna por
las defensas judiciales. Entre los romanos, la ley Cincia y las
disposiciones de César Augusto consagraban el mismo principio,
pero los Emperadores Claudio, Trajano y Justiniano, permitie-
ron exigir honorarios, si bien la historia de aquellos tiempos no
presenta ejemplos de abuso e inmoderación en esta parte. Desde
entonces, el ejercicio de la abogacía ha formado una facultad lu-
crativa. (López).

Hay algunos, que haciéndose indignos del título de Oradores, han


querido que la Elocuencia fuese un arte mercenario, poniendo la
profesión más noble bajo la dependencia de la pasión más baja.
¿Qué es lo que puede esperarse de esos espíritus codiciosos, que
prodigan y prostituyen su pluma y su voz a los que en el orden
de la jerarquía civil son tan inferiores a su clase; o que por un vil
interés adoptan como suyos y sellan con su nombre trabajos aje-
nos que los desacreditan, venden públicamente su reputación, y
hacen un tráfico vergonzoso de su gloria? (D’ Aguesseau).

81
PARTE SEGUNDA
ORATORIA

CAPITULO I
PRELIMINARES

SUMARIO. – 67. Idea de Oratoria Forense. – 68. Importancia de la


Oratoria forense. – 69. Refutación de los que creen nociva la Orato-
ria Forense. – 70. La Oratoria Forense es difícil.

67. Idea de Oratoria Forense.– La Oratoria Forense, una de


las dos partes de la Retórica Forense, es el arte de persuadir a los Jue-
ces por medio de la palabra, arrastrando su razón y su voluntad a la
vez, para hacer triunfar la verdad y la razón, del error y de la injusticia.

68. Importancia de la Oratoria Forense.– Además de las ra-


zones aducidas en el número 19 sobre la importancia de la Elocuencia
Forense, milita en favor de la Oratoria, el mayor poder de la palahra
sobre la escritura para conmover, convencer y persuadir.

Cuantas veces por falta de destreza oratoria, de calor y anima-


ción en una defensa, se perderá un pleito, y con él la subsistencia y el
bienestar de una familia desgraciada; y lo que es lo peor aún, cuantas
sucumbirá un acusado en medio de su inocencia por haberse acogido a
un defendor sin pericia, sin vehemencia, sin colorido, sin medios orato-
rios para persuadir a los Jueces, y para arrastrar su razón y su volun-
tad a la vez a una sentencia absolutoria.

Grande es ciertamente, la importancia del papel que la elocuen-


cia judicial desempeña en el mundo; y no es menos tremenda la
responsabilidad que se contrae, cuando deja de llenarse digna-
mente el objeto por incuria o por abandono. La elocuencia del

83
Miguel Antonio De la Lama

Foro es y será siempre un elemento tan poderoso como necesario


en todos los pueblos cultos. (López).

69. Refutación de los que creen nociva la Oratoria Foren-


se.– En el número 20 dejamos desvanecidas las razones que se dan en
contra de la Elocuencia Forense en general; y pasamos a ocuparnos de
las dos siguientes que se refieren especialmente a la Oratoria:

1° El debate judicial entenebrece las cuestiones, deja perplejo el


ánimo y vacilante nuestro juicio.

2° En un tiempo los egipcios desterraron a los Oradores de sus


Tribunales; y el Areópago de Atenas prohibía en las defensas el
exordio y la peroración, y disponía que sólo se hiciesen de noche
en las causas criminales.

__________

El debate judicial no entenebrece las cuestiones. Tal podrá su-


ceder en la boca de un sofista mercernario, cuya astucia se ponga al
servicio de la iniquiedad: ese es el abuso de la elocuencia, y nosotros
explicamos y recomendamos su uso. El fin de la Elocuencia Judicial
es hacer triunfar la verdad y la razón, del error y la injusticia; y por lo
mismo, es el escudo de la virtud atropellada, de la inocencia persegui-
da, del huérfano desvalido a quien pretende expoliar un tutor perverso,
de la fortuna, de la honra y de la vida de todos los hombres que deman-
dan protección a la palabra autorizada, para que los salve en momen-
tos dados del conflicto en que se hallan y del peligro que les rodea.

No es exacta la comparación que hace Filangieri entre el Aboga-


do que apura sus medios en el Foro para persuadir y conmover a los
Jueces, y el corruptor que procura comprar con dinero sus conciencias.
Este último va a un término vedado, por caminos inmorales y vergon-
zosos; en tanto que el primero se propone un fin noble, y marcha a él
con una frente sin rubor, con un alma grande y con un corazón henchi-
do de virtud y de generosidad.

Las legislaciones modernas han señalado la escala de las penas,


según las circunstancias agravantes o atenuantes que concurren en los
delitos. ¿Más por ventura, estas circunstancias no pueden escaparse
alguna vez a los medios de prueba, y no por eso ser menos ciertas y

84
Retórica Forense

seguras para el sentimiento íntimo, más poderoso e irrecusable que las


pruebas mismas? La defensa, que aún en los casos comunes se dirija
a ofrecer en relieve y con todo calor y propiedad estas circunstancias
¿será como quiere Filangieri, la obra de la mentira y de la intriga; o
será mas bien la palabra que se lance en el asilo de la justicia, para que
ésta no hiera cubriendo la mano con su manto respetable y fascinador?

Quede para los habladores venales y corrompidos, encargarse de


causas malas o tal vez desesperadas; hacer en sus defensas, si no
la apoteosis del vicio, ostentación al menos de todas las doctrinas
indecisas o conniventes, y sacar de los Tribunales al verdadero
reo triunfante y orgulloso, con la jactancia en el rostro, y con una
nueva autorización en la mano para seguir siendo criminal. El
Abogado íntegro, el Orador del Foro que se estima así mismo y
aprecia su profesión, jamás solicitará ni menos envidiará esta
falsa y funesta glorisa. La elocuencia en su boca será la razón
armada que patea solo por ella misma, y que no se propone nin-
gún suceso que no deban aplaudir, la sociedad, en el sentimiento
ilustrado de su interés, y la justicia, en la anteridad invariable de
sus aspiraciones y de sus principios. (López).

El ejemplo de los egipcios y el del Areópago de Atenas, sólo prue-


ban que ha habido abusos; pero el abuso en las cosas, no son las cosas
mismas, no es su índole ni esencia; y fuera grave error confundirlo
todo, y destruirlo de un solo golpe con ciega brutalidad. La razón delira
alguna vez; y sin embargo, nadie ha intentado proscribirla; ni a nadie
le ha ocurrido tampoco la idea de que se mande cerrar las boticas, por-
que al lado de los remedios favorables a la salud están los venenos que
la destruyen.
Si se quieren condenar inconsiderablemente las defensas orales,
por el temor de que la astucia y el fraude prevalezcan en ellas, ¿no se
repara en que los mismos ardides se pueden poner en juego en las de-
fensas escritas, que no es posible en manera alguna negar a los conten-
dientes, y que en este caso, no hay otro remedio que poner en presencia
los intereses y las pretensiones opuestas, para que de su choque salte
la luz, se aclaren con ella las cuestiones, aparezca la verdad y se ilustre
la conciencia de los Magistrados?

En todas partes y en todas las épocas de ilustración, se ha conocido


la utilidad de la Elocuencia Forense, y se la ha mirado como un

85
Miguel Antonio De la Lama

elemento indispensable para la buena administración de justicia.


En Egipto, origen de las ciencias y las artes, se admitió desde
el principio en los Tribunales, la asistencia de los peritos en la
ciencia legal, para que dirigiesen y ayudasen a las personas que
les reclamaban sus defensas. En Grecia los Oradores políticos lo
eran igualmente de las causas criminales. En Roma se concedió
a los Patricios la atribución de defender a sus clientes, de que
nacieron la clientela y el patronato.

El Areópago, aquel Cuerpo célebre en los Anales de los Tribuna-


les, en cuyas deliberaciones se decía que tomaba parte Minerva,
según la sabiduría y acierto que las acompañaba; aquel Cuerpo
a quien no se atribuia un solo acto de injusticia en doce siglos
de existencia, según el dicho de Demóstenes; aquel Cuerpo que
exigía sacrificios y horribles imprecaciones puesta la mano sobre
las entrañas de las víctimas, para asegurarse de la buena fé de
los litigantes; aquel Cuerpo que daba tanta preferencia a la urna
de la misericordia sobre la de la muerte, y que no abría ni una ni
otra siempre que el acusado quisiera someterse voluntariamente
al destierro; aquel Cuerpo no proscribió la elocuencia, sino solo
su abuso; no se alarmó contra la palabra que busca y conmue-
ve las pasiones generosas y justificables, sino que solo pronunció
su recelo contra la palabra artificiosa y sutil que tiende lazos a
la razón y prepara al corazón cautelosas y pérfidas emboscadas.
(López).

70. La Oratoria Forense es difícil.– Es sin disputa el más di-


fícil de todos los géneros. En los demás, el circo es muy dilatado, puede
huirse al ataque y esquivar los golpes del contrario, hay un campo in-
menso por donde vagar, y unos espectadores a quienes se puede sor-
prender con la belleza y energía de las formas; pero en el Foro, colocado
el defensor a la presencia de los Jueces y frente a frente con su adver-
sario, no tiene más alternativa que la de salir vencedor o confesar su
derrota.

El Orador del Foro se dirige a un corto número de personas a


quienes pretende persuadir. Desde luego necesita de un método espe-
cial, sus palabras y su estilo requieren cualidades particulares.

En todas las demás materias, dice Cicerón, un discurso es un


juego para el hombre que no carece de talento, de cultura, del hábito de

86
Retórica Forense

las letras y de la elegancia: en el debate judicial, la empresa es grande,


y no se si diga que es la más grande de las obras humanas.

Los Jueces son severos e inflexibles, y no toman nunca las apa-


riencias por la realidad; el adversario es astuto y receloso, y no
pierde oportunidad de dirigir el golpe al corazón; los espectado-
res son mudos, y se hallan poseídos del sentimiento grave que el
lugar inspira: no hay escudo con que cubrirse, ni coraza que nos
defienda: se pelea partido el campo y la luz, pie con pie y pecho
con pecho: o vencer echando por tierra al enemigo, o reconocerse
vencido con el temblor de la sofocación, y con los colores de la
vergüenza. (López).

87
CAPITULO II
ORADOR

SUMARIO: – 71. Diferencia entre ser elocuente y ser Orador. – 72.


Dotes y cualidades del Orador Forense. – 73. Vocación especial. –
74. Dotes físicas. – 75. Presencia de ánímo. – 76. Ventajas del Abo-
gado que habla el último.

71. Diferencia entre ser elocuente y ser Orador.– En el nú-


mero II queda demostrado, que para ser elocuente basta a las veces
estar conmovido, sentir con viveza y saberse expresar con facilidad;
más para ser Orador, es necesario poseer las dotes, instrucción y cuali-
dades que dejamos explicadas en el capítulo del Abogado: es necesario
conocer todas las reglas, los resortes del corazón humano, sus pasiones
y el modo de herirlas: es necesario, en una palabra, poder seguir todas
las ondulaciones del pensamiento o inspirar a los demás las ideas y
sentimientos de que nosotros nos hallamos poseídos.

No debemos mirar como Orador, ni dar el nombre de tal, sino al


que posee el secreto de producir los afectos y variarlos de tal ma-
nera en sus oyentes, que le convenga la pintura que Driden hace
en su oda titulada “El Festín de Alejandro”, del ascendiente que
el cantor Timoteo ejercía con su voz y con su lira, en el ánimo de
aquel Príncipe.

Primeramente debe estudiar la senda de la convicción y de los


afectos; una vez hallada, vestirla con flores y adornarla con ga-
las: marchar siempre en pos del entendimiento, para apoderarse
de él por medio de la fuerza de raciocinios hábiles diestramente
presentados; y por último, dirigirse luego a los corazones, para

88
Retórica Forense

conmoverlos y dominarlos con la ayuda de la imaginación, que es


el auxiliar más seguro y poderoso. (López).

72. Dotes y cualidades del Orador Forense.– En los números


26 y siguientes y 48 y siguientes hemos explicado las dotes y cualida-
des del Abogado; pero, para ser Orador necesita además dotes físicas, y
una cualidad moral que es la presencia de ánimo; previo estudio de sí
mismo, para descubrir su vocación especial.

VOCACION ESPECIAL

73. La vocación de estado, o sea la atracción simpática hacia las


producciones de la Abogacia, de que hemos tratado en el número 27, se
dirige siempre a uno de los varios géneros o tipos que tiene la elocuen-
cia. Cada uno de estos cuenta en su favor disposiciones más o menos
felices, pide diversas facultades; por lo que debe estudiarse ante todo
así mismo el que quiera sobresalir un día, como el que desea ser cantor
mide primero lo cuerda y extensión de su voz para ver en que género
la debe ejercitar.

Hombres hay a quienes los detalles matan, y que tratan con


una facilidad y con una elevación admirables las cuestiones en
grande. Otros hay que no se ocupan sino con pena de la argu-
mentación, de sus reglas y de su rigorismo, y que desplegan una
imaginación sorprendente, que agrada, deleita o arrebata, según
los objetos a que se aplica. En este se ve una elocuencia dulce,
tranquila y persuasiva, que se infiltra en nosotros como el aroma
de la flor que aspiramos; aquel nos turba, conmueve y arrastra
con su palabra irresistible; no es esta ya el blando céfiro que nos
enviaba su soplo halagador; es el huracán desencadenado que
nos estremece y lleva en pos de sí. (López).

DOTES FÍSICAS

74. La voz es el instrumento esencial entre los medios físicos del


Orador. Todos los esfuerzos para pronunciar discursos con lucimiento
serán inútiles, si la naturaleza ha dado un órgano aspero y desagrada-
ble, o algún estorbo en la pronunciación.

En capítulo por separado daremos las reglas sobre ella.

89
Miguel Antonio De la Lama

El acento penetrante, el eco sonoro, y un tono melodioso y tierno


sin afectación, llevan consigo cierto hechizo que atrae insensible-
mente al auditorio, granjea su confianza y lo previene en favor
del Orador; así como por el contrario, una voz bronca se desapa-
ga, y cansa prontamente la atención. (Sainz de Andino).

La buena figura no es indispensable; pero si de grande impor-


tancia: una figura grotesca o repugnante es odiosa en todas partes y
previene en contra al auditorio.

El Orador debe tener el vigor y robustez suficientes para resis-


tir la fatiga del trabajo mental; una organización favorable para
hablar con melodía; con fuerza y con claridad; un pecho robusto;
mucha dignidad en la fisonomía; cierta gracia en los movimientos
y juego de nuestros órganos y miembros; y una grande energía
en el principio vital, que es la fuente de la actividad de nuestra
penetración, y de una sensibilidad viva y afectuosa. (Sainz de
Andino).

PRESENCIA DE ÁNIMO

75. Es necesario que el Orador conserve siempre una serenidad


imperturbable, esa libertad de pensamiento, esa calma en medio de su
agitación y de sus afectos, para poder discurrir sin ofuscación ni em-
barazo: la agitación del pecho no debe alterar la calma del espíritu, ni
causar trastornos que se hagan sensibles en el orden o ideas del discur-
so. Debe parecerse, dice López, al piloto que conduce su nave dirigiendo
el timón sin atolondramiento ni zozobra; bien sea que surque una mar
bonancible con tiempo próspero y feliz, bien que bramen los vientos a
su alrededor y que las olas le embistan con un furor imponente.

Esa necesidad debe ser tal, que ni la jerarquía, ciencia otra cua-
lidad preminente que distinga al auditorio, ni la gravedad del asunto
que se discute, ni el recelo de sucumbir en el juicio, ni accidente alguno
imprevisto, pueda sorprender y desconcertar al Orador.

Con la presencia de animo, el Orador hallará prontamente recur-


sos para rebatir una réplica imprevista, resolver una objeción descono-
cida, y corroborar un argumento débil que no hizo a primera vista la
impresión que se deseaba.

90
Retórica Forense

El Abogado que no tenga calma fría en medio de su pasión, se


turbará y sucumbirá desde las primeras palabras de su defensa;
principalmente, cuando haya de tratar la cuestión en un aspecto
diferente de aquel en que la había calculado, nada se le ocurrirá
fuerte y vigoroso; ninguna imagen se le presentará bella o feliz;
y sólo acertará a pronunciar con lengua balbuciente palabras en-
trecortadas y confusas, frases incoherentes o débiles, que dejarán
en pié y en todo su valor el argumento tal vez especioso de su
competidor. A las veces el demasiado fuego lleva a ese resultado
desastroso, y el exceso de vida en el corazón, ahoga y mata la
expresión de los conceptos; es más fácil reanimarse que tranqui-
lizarse en estos casos; y una vez perdido el aplomo, a cada paso
aumentan la confusión y el desorden de las ideas; sucediendo lo
que al nadador poco diestro o demasiado tímido, que cuando deja
de hacer pié se va a fondo sin remedio, por más que haya ensaya-
do sostenerse y girar sobre las aguas. (López).

76. Ventajas del Abogado que habla al último.– Al que sea


improvisador; al que no pueda formular contestaciones y raciocinios de
una manera instantánea y presentarlos con orden, método y claridad;
con cierta soltura y elegancia que agraden y cautiven; ciertamente le
será preferible hablar el primero. El Abogado tan infecundo en medios
repentinos, tan tristemente ceñido a la preparación, tiene que llevar
en la mano el hilo de su defensa, sin que pueda soltarlo nunca; y en el
momento que un accidente imprevisto le saca de su esfera o le presen-
ta consideraciones que no había calculado; en el momento en que la
cuestión cambia de cualquier modo su fisonomía; se reconoce cortado
y perdido. Este sólo puede hablar el primero; porque sus diversos se
reducen a relatar, con más o menos desenvoltura, lo que ya lleva estu-
diado y aprendido.

Al que por el contrario, le es fácil después de haber oído a su com-


petidor, someter a un plan instantáneo todo lo que ha dicho, encontrar
respuestas oportunas y concluyentes, y ofercerlas al Tribunal que escu-
cha, con un lenguaje claro, preciso y adornado de gracias y bellezas, le
es inmensamente ventajoso usar el último de la palabra.

El Abogado que habla primero es en verdad dueño de preparar


y exponer los argumentos que más le cuadran, detenidamente medita-
dos, limados y aliñados en el retiro de su gabinete; pero su competidor,
apenas los ha oído, se apodera de ellos, los junta y los destroza.

91
Miguel Antonio De la Lama

El primero produce con su palabra una impresión fija y si se quie-


re profunda; pero cuando la creía permanente, ve que otra voz enemiga
la va debilitando, que cambia de teatro el interés, y que las señales de
favorable acogida con que él se lisonjeaba van desapareciendo y reem-
plazándose por otras que disipan todas sus ilusiones y matan todas sus
esperanzas.

El que habla antes no puede refutar; y tiene que pasar por la


mortificación de verse refutado. Su deber y su amor propio le obligan
a lanzarse en el campo de las conjeturas, a calcular los argumentos de
que podrá valerse su contrario, y a darles anticipadamente la contesta-
ción que más podrá desvirtuarlos.

Esta táctica es muy provechosa; porque desarma al adversario


antes de que empiece a batirse; pero es casi imposible que pueda pre-
verse todo lo que formará después el discurso de nuestro antagonista.
Por esta razón, por más que el Abogado que habla primero se afane en
explorar los rumbos que seguirá su contrario, no podrá nunca imagi-
narlos todos y se encontrará sorprendido por raciocinios incalculados y
aún incalculables en la fecundidad del talento y en la rica mina de sus
creaciones.

El que habla primero tiene que ser hasta profeta; porque necesita
prever todo lo que dirá su adversario para repararlo préviamente;
el que habla el último no tiene que ocuparse de estos cuidados ni
de estas conjeturas, porque han de presentarle al enemigo el pa-
lenque con todas sus armas, y cuenta en sí mismo el de desarmarle
y vencerlo en cuanto le acometa. Aquel ha vivido en sus com-
binaciones y cálculos del porvenir y sus contingencias siempre
inciertas y dudosas; éste vive solo de lo presente, de lo actual, del
instante en que habla, y puede confiar en que parodiará el llegué,
ví y vencí de César, antes de ser llamado al combate, ni saber el
adversario con quien tiene que luchar.

El último que habla, entra a la arena por esta sola razón con
muchas probabilidades. La Sala de audiencia con su aparato y
con su solemnidad, Llama desde luego la atención en los Jueces
y en los concurrentes sobre la escena que va a representarse; y
al llegar el momento de dejarse oír la voz del primer defensor,
todos atienden y se contraen, porque este momento ha sido lar-
gamente esperado; pero la curiosidad se aviva y el interés crece
y se aumenta en favor del que le sigue, porque impresionados

92
Retórica Forense

los ánimos con las razones que escuchan, quieren adivinar co-
mo serán rebatidas, y aguardan con impaciencia el instante de
presenciar este desenlace. El posterior en la palabra encuentra
ya allanado el camino, ansiosa la atención y pendiente el audi-
torio de su boca, todo lo cual en distintas circunstancias sería el
resultado de un feliz y bien combinado exordio. No tiene por lo
común necesidad de formular proposición ni división; porque ha-
lla la cuestión ya planteada y desenvuelta, y puede formar de su
discurso un todo compacto, una falange impenetrable que resista
al examen más analítico y detenido.

En la parte de prueba tiene todavía ventajas más conocidas el


útlimo que habla; porque supuestos sus conocimientos y su facilidad
de improvisar, no se le puede coger en una emboscada, no se le puede
sorprender por más que se procure, y ve ante sus ojos un inmenso cam-
po en que moverse libremente, mil caminos y mil medios en su auxilio,
para responder victoriosamente a todo lo que ha oído. Tiene todas las
dificultades y todos los argumentos opuestos, delante de sí como en un
cuadro; y en la esfera trazada a la discusión puede escribir el non plus
ultra, porque no hay ya ni fuerzas auxiliares ni otros elementos que
vengan a la lucha mas tarde, y con que sea necesario entrar en nueva
contienda. Tal vez los raciocinios hechos por su competidor sean inopi-
nados y vigorosos; nada importa: la animación que produce la pugna,
el calor del instante, la memoria que franquea sus tesoros, la medi-
tación previa que todo lo ha enlazado, todo lo ha previsto y todo lo ha
calculado de antemano; vendrán en auxilio del luchador y le ofrecerán
proyectiles con que arruinar los últimos y más fuertes baluartes de su
antagonista.

Todo, generalmente hablando, tiene contestación. Las cuestiones


presentan varios lados a la discusión legal y filosófica; y cuando
no se las puede acometer de una manera directa, de frente y con
el pecho a la luz, se las embiste por la linea oblicua o circular y
por caminos cubiertos.

He aquí las grandes ventajas del último que usa de la palabra;


de aquí también un inconveniente a que nuestras prácticas y nuestras
leyes debían acudir. Como ya no se permite hablar al que primero ha
hablado, sino para rectificar hechos después que ha concluido su con-
trario; sucede frecuentemente que éste ha desvirtuado las cuestiones

93
Miguel Antonio De la Lama

con estudio y con designio, que ha sembrado su defensa de inexactitudes


en la esfera de la ciencia y de la polémica, y en vez de una voz enérgica
que las combatiera, sólo sucede un silencio profundo y respuestuoso, y
la palabra vista.

Convendría por esta razón permitir una réplica por cada parte,
con lo que las cuestiones y las ideas se aclararían y fijarían del modo
más terminante; pues si el tiempo tiene su precio, la verdad y la jus-
ticia tienen sus derechos de más valor e interés que el tiempo mismo.

94
CAPÍTULO III
PREPARACIÓN DEL DISCURSO

SUMARIO: – 77. Partes que comprende la preparación del discur-


so. – 78. Materiales. – 79. Plan del discurso.

77. Partes que comprende la preparación del discurso.–


Esa preparación comprende dos partes: la acumulación de los materia-
les para construir el discurso, y la formación del plan de la obra.

78. Materiales.– Los indispensables para construir el discurso,


son:

1° El examen prolijo y profundo de la historia de los hechos que


ofrezcan las actuaciones. En el número 58 dejamos demostrado,
que sólo en el conocimiento del proceso encontrará el Abogado
el modo y la oportunidad de aplicar la ley; y que el que mejor
estudie y profundice un negocio, será por lo general el que mejor
hable y el que mejor lo defienda.

Nuestra primera ojeada sobre el cuadro de los hechos y sobre las


cuestiones que abrazan, es por lo común confusa e imperfecta; el
examen más reflexivo y la meditación, van continuamente exten-
diendo la periferia de este círculo, y descubriendo nuevos hori-
zontes a nuestra inteligencia. No se defienden bien los negocios
sino cuando se conocen perfectamente; y no es dado conocerlos
con ese grado de claridad creadora, sino cuando se han visto y
examinado con toda atención y detenimiento. (López).

95
Miguel Antonio De la Lama

2° La posesión perfecta del punto capital de la cuestión, según he-


mos indicado en el número 56.

3° El estudio esmerado de todas las leyes y doctrinas que juegan en


la causa, así en pro como en contra.

4° Las conferencias con los interesados, de las que hemos tratado en


el número 65.

79. Plan del discurso.– Con esos materiales, es llegado ya el


momento de formular en nuestra mente la defensa hablada; formando
desde luego un plan general, sin guardar todavía el rigorismo de las
proporciones, sin pensar en la belleza del colorido.

El plan no debe ser más que la fórmula algún tanto vaga del dis-
curso; lo que son las líneas para el arquitecto, lo que es el contorno para
el dibujante. Entran en este golpe de vista, las réplicas y dificultades
que se nos podrán oponer: propuesto, y déseles el lugar más natural y
oportuno; sepárense las ideas generales de las secundarias, y examíne-
se la relación y dependencia que unas tienen con otras.

Hecho eso, el discurso o defensa nacerá fácilmente; y puede pre-


cederse al arreglo y medida de sus proporciones.

96
CAPÍTULO IV
CONSTRUCCIÓN DEL DISCURSO

SUMARIO: – 80. Partes que entran en la construcción del discur-


so. – 81. Exordio: su objeto y carácter.– 82. Utilidad del exordio.–
83. Condiciones del exordio.– 84. El exordio debe nacer del fondo de
la cuestión.– 85. Consecuencia.– 86. Reglas generales.– 87. Ideas y
reglas de la Proposición.– 88. Opiniones sobre la utilidad de la Di-
visión del discurso: la nuestra.– 89. Reglas generales.– 90. Idea e
importancia de la Narración.– 91. Sus cualidades.– 92. Orden cro-
nológico y orden sistemático: cuál de ellos debe preferirse.– 93. Obje-
to de la Demostración.– 94. Su necesidad.– 95. Demostración en las
causas de puro derecho.– 96. Demostración en las causas sobre he-
chos controvertidos.– 97. Punto de vista bajo el cual estudiamos las
pruebas judiciales.– 98. División de las pruebas.– 99. Idea de prueba
oral.– 100. Confesión en lo civil.– 101. Confesión en lo criminal.– 102.
Disposiciones de nuestro Código.– 103. Reglas sobre las pruebas li-
terales.– 104. Peligros de la prueba testimonial, y reglas sobre el he-
cho, la persona y la declaración.– 105. Causas por las que un testigo
puede no ser creíble.– 106. Reglas sobre las pruebas reales.– 107.
Presunciones: en qué consiste la habilidad del Orador en esta clase
de pruebas.–108. Reglas sobre ellas.– 109. Reglas generales sobre las
pruebas.– 110. Necesidad de la Refutación.– 111. Método que ha de
observarse en ella.– 112. Sus reglas.– 113. Idea de la Peroración.–
114. No es parte necesaria del discurso.– 115. Reglas sobre ella.–
116.– Diferencia entre el Epílogo y la peroración,– 117. Utilidad del
epí1ogo.– 118. Cual debe ser el fin del Orador en el epí1ogo.– 119.
Utilidad de los paralelos.– 120. Reglas sobre el epí1ogo.– 121. Impor-
tancia y dificultad de la Conclusión.– 122. Reglas sobre ella.

80. Partes que entran en la construcción del discurso.– En


esa construcción entran, por lo general, las siguientes partes: – exordio
o introducción – proposición – división – narración – demostración – re-
futación – peroración – epílogo; y – conclusión.

97
Miguel Antonio De la Lama

§1.
EXORDIO

81. Objeto y carácter del exordio.– El exordio no tiene otro


objeto que el de preparar los ánimos en el auditorio, captarnos por él
su atención, su interés y benevolencia, y venir a abordar naturalmente
a la cuestión: sembrar el germen de la convicción que ha de arraigarse
más tarde profundamente y dominar en los espíritus.

El exordio es el rocio que prepara la tierra emblandeciéndola,


para que penetre más suavemente el arado. (Sainz de Andino).

82. Utilidad de los exordios.– Opinan algunos, que los exordios


deben desterrarse de las defensas; se fundan en que, si con ellos se gana
benevolencia de los Jueces, no son más que un ardid coronado por el
suceso, una sorpresa que ataca la independencia, la inflexibilidad y la
libertad en el juicio de la Magistratura; y si nada se consigue, son inúti-
les y ociosos. Esta opinión está comprendida en la impugnación a la Elo-
cuencia Forense, de que ya nos hemos ocupado en los números II y 20.

El Abogado en todo su discurso, desde el principio al fin, debe


buscar la verdad por el camino de la verdad misma; y si en este
camino esparce la amenidad, si procura cautivar la atención de
los que han de decidir, para que pronuncien en la línea de la jus-
ticia y de su deber, laudeable es el fin, honesto y justificable el
medio. (López).

Debemos notar, sin embargo, que no todos los discursos merecen


exordio. A los de poca importancia que versan sobre materias sencillas
y de suyo obvias, bastan algunas palabras que sirvan de introducción,
sin que a estas ligeras frases deba darse una forma determinada. Los
exordios se deben reservar para las causas que revisten cierta solemni-
dad, por su gravedad, interés o importancia.

83. Condiciones del exordio.– El exordio debe ser claro, senci-


llo y proporcionado a la medida que haya de tener el discurso.
No hay nada que prevenga tanto contra el Orador y contra el dis-
curso que aún no se ha oído, como ver por muestra un exordio enfático,
lleno de pensamientos sutiles, y parada ridícula de conceptos premio-
sos y de frases forzadas.

98
Retórica Forense

El Orador cuando se levanta a hablar, debe examinar y cono-


cer las disposiciones de los que le escuchan; que pueden ser in-
diferentes, favorables o contrarias. Si domina la indiferencia, el
exordio debe procurar reemplazarla por el interés; si las preven-
ciones son favorables, la introducción debe aumentar el valor de
esta circunstancia; y si el auditorio está prevenido en contra, es
necesario ante todo que el exordio destruya y desarraigue esta
disposición perjudicial y funesta. (López).

84. Los exordios deben nacer del fondo de la cuestión.– Si


el exordio debe ser la preparación natural y calculada que atraiga y
fije los ánimos, para lanzar después sobre ellos y sobre el corazón las
pruebas y las corrientes de la pasión oratoria; inútil será buscarlo en
motivos remotos, en causas extrañas, en circunstancias que no tengan
un enlace directo e inmediato con la cuestión actual: debe nacer, como
dicen los retóricos, ex visceribus causae.

85. Consecuencia de esa teoría es, que los exordios se formen


después de arreglado todo el discurso; porque así se enlazan mejor, y
nacen por decirlo así, de sus mismas entrañas.

A pesar de esa regla, dice López, a la muerte de Demóstenes se


encontraron varios exordios, que sin duda tenia preparados para
hacerlos servir a otras tantas defensas, y esto da a conocer, que
el Príncipe de la elocuencia griega se separaba alguna vez de esta
máxima. Tales exordios, tomados de otro lugar que el fondo de la
causa misma, se levantan sobre ideas generales, sobre lugares
comunes, y no son ciertamente los más adecuados ni los que pro-
ducen más efecto.

86. Reglas generales.– Los exordios son el extremo del discurso


en que puede haber más invención y variedad; sobre ellos solo puede
darse reglas generales, que cada uno aplica después según su talento y
según su genio – Sainz de Andino da las siguientes:

1° Un texto legal terminante, una cita de autoridad acreditada y


respetable, una interrogación concluyente sobre la cuestión de
derecho, o una simple narración de alguna circunstancia muy
grave, característica y decisiva del hecho, llenan perfectamente
la intención del Orador en muchos casos, y causan en los Jueces

99
Miguel Antonio De la Lama

una impresión viva que se va fortificando más y más en el progre-


so del discurso.

2° Siempre que se pueda confundir y amalgamar el interés público


con el particular que se controvierte, el Orador puede utilizar
reflexiones enérgicas para atraerse la atención propicia del Tri-
bunal.

3° La posición social de los interesados, la importancia del interés


que se disputa, la gravedad y consecuencia del delito, y cualquie-
ra otra circunstancia que haga célebre e interesante la causa,
dan motivo al Orador para hacer una llamada fuerte y enérgica,
que causen un vivo interés en su auditorio. Por ejemplo: un Re-
ligioso incontinente, un Magistrado prevaricador, un depositario
de la fe pública falsario, un defensor del Estado traidor, un mal-
tratamiento de un hijo contra su padre.

4° Una circunstancia agravante o atenuante muy notable puede te-


ner lugar en el exordio; como el contrabando de artículos que
alimenten una epidemia, la exportación de armas en tiempo de
guerra nacional, un robo en época de miseria suma, la embria-
guez en días de júbilo y algazara.22

§2.
PROPOSICIÓN

87. Idea y reglas de la proposición.– Fijar la cuestión sobre


que va a versar el informe, en términos claros y precisos, es a lo que se
llama proposición o anunciación.

Podemos dar sobre ellas las siguientes reglas:

1°. Cuando hay exordio, la proposición queda embebida en este por


lo general; y si no lo hay, o si fuese tan extraño al asunto, que
después de haberlo oído no hayan adquirido todavía los oyentes
un conocimiento claro de lo que va a tratarse, parece conveniente
que el Orador manifieste, antes de internarse en la narración
cual es la proposición que va a sostener y demostrar.

22 Véase Invención, Disposición, Elocución, Estilo y Promoción.

100
Retórica Forense

2°. Si la proposición es explícita y se sujeta a una forma dada, debe


ser breve y clara, de modo que se fije bien en los oyentes y se
recuerde con facilidad; y el Abogado debe cuidar mucho de im-
primirle una novedad ingeniosa en los términos, que sorprenda y
agrade a la vez, de modo que aunque la idea sea la misma que se
esperaba, las formas la desfiguren y la hagan parecer otra cosa.

3°. Cuando no se emite la proposición de un modo preciso y directo,


el Abogado debe llevarla bien presente y como escrita en su es-
píritu; porque la cuestión toda no tiene otro círculo que el que la
proposición le señala, y todo lo que salga de él será una difusión
fatigante y una desviación censurable.

El discurso debe formar varios radios, según los varios rumbos


de demostración que se proponga; pero radios que salgan del mismo
centro y que no lleguen más allá de la periferia.23

§3.
DIVISIÓN

88. Opiniones sobre la utilidad de la división.– División es


la distribución de un todo en sus partes.

La mayor parte de los Oradores modernos opinan con Fenelón


que debe desterrarse la división en puntos del discurso; diciendo que
es una novedad introducida en la Oratoria por el escolasticismo, que
lejos de hermosear la oración, rompe su unidad y le da una dureza
desagradable; y que para sostener la atención del auditorio, es bastan-
te la conexión y enlace que el Orador debe procurar que tengan todas
las partes de su discurso.

Otros, con Blair, la tienen por muy útil para dar mayor claridad
al discurso, hacer más palpable la dependencia que entre sí deben tener
todas las partes de que se componga, ayudar la memoria de los oyentes,
facilitarles la retención de las doctrinas y entretener su atención con
la esperanza de hallar descanso en cada uno de los períodos marcados.

Nuestra opinión se mantiene a igual distancia de ambos extremos.

23 Véase la nota anterior.

101
Miguel Antonio De la Lama

Convenimos en que la división no debe hacerse cuando perjudi-


que a la unidad, o cuando la cuestión esté reducida a un solo punto de
hecho o de derecho; y convenimos también en que no es de absoluta
necesidad, ni aún en las cuestiones que tiene alguna complicación,
desde que el Orador puede muy bien enlazar sus argumentos de modo
que los unos se vayan anunciando y sosteniendo por los otros, encade-
nándose a manera de eslabones; pero reconocemos al mismo tiempo
su importancia en los asuntos complicados, y si las cuestiones depen-
den de hechos y principios diferentes, como sucede ordinariamente
en los pleitos.

En estos casos sirve a la claridad, que es antes que todo, en lo que


se habla y escribe; puesto que sin ella inútil es hablar y escribir, porque
nada se comprende; y la claridad debe ser tal, que la comprensión le
siga instantáneamente, que nos entiendan hasta las capacidades más
inferiores y hasta los que no procuren entendemos. La claridad en las
defensas, ha dicho un autor, debe parecerse a la luz del Sol, que la per-
cibimos de la manera más rápida, sin que necesitemos para ello poner
atención ni cuidado alguno.

Otra ventaja de la división es, que facilita bastante la memoria


de los oyentes para que retengan lo más esencial del discurso; cuya
circunstancia es de sumo aprecio en el Foro, porque el Orador aspira a
que los Jueces conserven en la memoria los argumentos y pruebas que
les propone, y no los hayan echado en olvido cuando van a fallar.

Es un hecho que la división entretiene la atención, como dice


Blair, y la sostiene por partes sin que se distraiga ni fatigue; ventaja
que Quintiliano había observado y manifestado ya.

Hay autores que la admiten; pero no como parte del discurso,


sino como una modificación de la proposición, que le va unida.

La limitación de nuestro entendimiento no permite abarcar


muchas cosas a un tiempo. Hasta en los objetos simples distin-
guimos varios aspectos, a manera de partes, con lo cual se nos
facilita la inteligencia de lo que nos sería muy difícil de enten-
der. (Balmes).

89. Reglas generales.– Cuando el Orador crea conveniente usar


de la decisión, debe observar las siguientes reglas:

102
Retórica Forense

1° Las partes en que se divida el discurso han de tener una línea de


separación bien marcada, de modo que la una no pueda incluirse
en la otra sin que resulte confusión.

2° Entre todos los miembros de la división debe estar comprendido


todo el plan de la defensa.

3° Se ha de seguir el orden natural de las cosas o de las ideas, empe-


zando por lo más sencillo y acabando por lo más difícil, pasando
de lo conocido a lo desconocido, y formando tal enlace entre las
diferentes partes del discurso, que todas concurran a probar la
proposición.

4° La división no debe ser violenta; sino que los diversos puntos en


que se divida el informe, se desprendan naturalmente del con-
tenido de la causa, y anuncie cada cual una cuestión distinta y
separada.

5° No se han de hacer más partes, que las que sean necesarias y


estén indicadas por la naturaleza del mismo asunto, evitándose
demasiadas subdivisiones, que lejos de ayudar la memoria y au-
mentar la claridad, cansan la atención y confunden las ideas.

6° Los términos en que se proponga la división deben ser lacónicos y


muy precisos; sin que por ello dejen de dar una idea bien expresa
y positiva de la materia que ha de servir de asunto a cada parte
del discurso.

§4.
NARRACIÓN

90. Idea e importancia de la narración.– La narración es la


exposición de los hechos sobre que debe recaer sentencia y de los que
se relacionan con ellos.

Algunos condenan la narración en las defensas forenses, supo-


niendo que la hace inútil la precedente exposición del Relator.

Si esta consideración valiera, pudiera también decirse que es


inútil la defensa hablada porque ya se ha escrito; y aún que no se ne-
cesitan alegatos por escrito, bastando solo la exposición de los hechos
y la enunciación del caso en litigio, porque los Jueces conocen las leyes,

103
Miguel Antonio De la Lama

y no necesitan que se les desembarace ni trace un camino que de ante-


mano les ha señalado el estudio y la posesión de la ciencia.

El apuntamiento del Relator es la crónica general de los sucesos


y de los derechos que han tenido lugar o que se disputan; pero después
de oída esta historia vaga, entra la mano del Abogado a entresacar
lo que conviene a sus designios, y a presentarlo en la narración de su
defensa como un cuadro metódico, arreglado y en relieve, que hiera y
cautive la atención, y que sirva de centro común a todas las direcciones
en que ha de radiarse el discurso legal.

El Relator dibuja el objeto por su superficie, por su corteza: el


Abogado lo hace ver por su parte interior y en los pormenores
más ocultos. La relación de aquel es inanimada y fría, es el ca-
dáver, que no respira ni se mueve; la de éste es la voz de la pa-
sión que principia a relevarse, el cuerpo animado y en acción que
anuncia a donde va, y todos los caracteres de su poderosa vitali-
dad. (López).

Cicerón la ha llamado: “manantial de todo el discurso”.

91. Sus cualidades.– Las cualidades de la narración son las si-


guientes:

1° Ha de abrazar todos los hechos importantes de la cuestión que se


debate, y los demás que con ella tengan relación; porque en ella
se trazan las líneas sobre las cuales se ha de levantar después el
plan y proporción de la obra.

2° Debe ser lo más breve posible y sumamente clara; porque ha de


servir para el auditorio, en todo el progreso del discurso, de punto
continuo de partida, y de punto continuo de referencia: se ha de
construir sobre ella un discurso, cuya circunstancia podrá exten-
derse según convenga; pero cuyo punto céntrico estará siempre
cardinalmente en aquel bosquejo primitivo.

3° Debe ser veraz en el fondo y verosímil desde el momento en que


expone. Aunque la verdad, que produce asentimiento desde lue-
go, es más que la verisimilitud que solo lleva a juicios de probabi-
lidad más o menos remota; puede una proposición o una idea ser
verdadera en sí misma, y sin embargo presentarse por lo pronto
como inverosímil por sus circunstancias raras y extraordinarias.

104
Retórica Forense

La veracidad de una narración se desenvuelve y demuestra en el


progreso del discurso, porque este es el fin que el Abogado se propone, y
el término a que se dirigen todos sus conatos; pero la narración no pue-
de contener este desenvolvimiento: queda todavía una gran distancia
por recorrer hasta llegar al terreno de las pruebas, en que la luz brota
de la palabra, aclara las cuestiones y subyuga a la razón, antes dudosa
y vacilante.

Mas, si desde el principio los hechos que se refieren aparecieran


inverosímiles, esa misma razón se sublevaría contra lo que escucha,
y el Abogado lucharía en vano por disipar un precedente funesto que
había alarmado los ánimos y puesto en guardia las creencias.

92. Orden Cronológico y orden sistemático: cual de ellos


es preferible.– Sobre este punto no puede fijarse una regla general:
las circunstancias son solo las que deben decidir nuestra elección.

Convendrá preferir el orden cronológico, si en la exposición es


necesario para la claridad seguir el hilo de las fechas; si la genealogía
de los sucesos es por decirlo así la llave del discurso; si de no guardarse
esta afiliación habían de seguirse la inversión o la vaguedad en lo que
después se dijera.

Más, si no se hace sentir aquella necesidad mortificadora; si las


ideas pueden moverse libremente en la esfera del debate, sin guardar
ese método de servilidad y rigidez, si la índole de los hechos y no su
origen es lo que principalmente debe someterse al examen legal y fi-
losófico, entonces deberá preferirse el orden sistemático; porque en él,
el pensamiento vuela sin estorbo ni ligaduras, da a sus concepciones el
desenvolvimiento libre que más le place, las coloca en donde mejor le
parece sin puntos fijos de partida, de parada, ni de descanso.

Aconsejaremos a los Abogados que empleen en sus narraciones el


orden sistemático, siempre que puedan hacerlo sin inconvenien-
te, y aún cuando el interés de seguir el cronológico desaparezca al
lado de la ventaja mayor de dar completa unidad a la defensa, de
no mutilar ni desconcertar el plan que la forme, de agrupar des-
pués las razones, de eslabonarlas y estrecharlas de manera que
alcancen una fuerza y un valor que indudablemente perderían
en otro método de exposición más ceñido y mas severo. (López).

105
Miguel Antonio De la Lama

§5.
DEMOSTRACIÓN

93. Objeto de la demostración.– Esta parte del discurso, a la


que se llama también confirmación, argumentación, prueba o discu-
sión, tiene por objeto proponer ordenadamente las razones y pruebas
de las causas que se defiende.

94. Su necesidad.– La demostración es la parte esencial del dis-


curso; pues que en ella se hiere inmediatamente el punto dudoso en
que están discordes las partes, y se emplean los medios directos para
rendir el entendimiento y convencerlo de que es justo lo que se pide: de
la fuerza o debilidad de la demostración depende el éxito de la causa.

Las demás partes, aunque todas importantes, no dejan de ser


accesorias de la demostración; porque unas sirven para prepararle y
abrirle el camino, y otras para consumarla y cerrarla; puede concebirse
un discurso sin ellas, pero no sin demostración; de manera que esta es
realmente la parte que pueda llamarse constitutiva del discurso.

95. Demostración en las causas de puro derecho.– Cuando


la cuestión no versa sobre hechos, o si las partes están de acuerdo en
los que son materia del litigio, entonces todo está reducido a averiguar
cual es la ley que debe aplicarse.

No siempre existe una ley suficientemente clara y terminante.


Como el Legislador no puede preveer todas las cuestiones posibles en
las relaciones de los hombres, hay casos en que la ley falta; así como
hay otros que es oscura o insuficiente. En esos casos es que se presen-
ta un campo vasto al ingenio del defensor, y que debe mostrar toda la
fuerza de su inteligencia.

Si falta ley, debe suplirla con los principios generales del Derecho
o con otras leyes sobre casos análogos. Lo primero, haciendo relucir
el principio de justicia que le favorezca, y manifestando que el Legis-
lador lo habría declarado así, si hubiese previsto el caso. Lo segundo,
demostrando una gran semejanza entre el hecho de que se trata y otro
previsto por la ley; o que militan los mismos motivos para la ley que
falta y para otra que existe: la primera es analogía de hecho, y tiene

106
Retórica Forense

el carácter de una comparación material; y la segunda es analogía de


derecho, y tiene el carácter de una comparación jurídica.
Si la ley es oscura o insuficiente, el defensor debe ante todo re-
montarse a los principios que rigieron para dictarla, a las miras del
Legislador, a los motivos que lo impulsaron y a las bases de equidad
que la abonan, para desentrañar su espíritu y presentarlo a los Jueces:
debe interpretarla.
La interpretación se asemeja a la analogía de derecho; pero se
diferencian, en que ésta sólo busca la identidad o semejanza de moti-
vos, mientras que aquella investiga tanto estos, cuanto la voluntad y la
intención del Legislador.
El artículo IX del Código Civil dispone: que en los casos de falta,
oscuridad o insuficiencia de las leyes, se atienda:
1° al espíritu de la ley; 2° a otras disposiciones sobre casos análo-
gos; y 3° a los principios generales del Derecho.

96. Demostración en las causas sobre hechos controverti-


dos.– Cuando se trata de hechos que una parte afirma y la otra niega,
hay necesidad de prueba; porque nadie puede ser creído sobre su pa-
labra. La prueba es el medio de que nos servimos para establecer la
verdad de un hecho.

97. Punto de vista bajo el cual estudiamos las pruebas ju-


diciales.– La explicación de la naturaleza, carácter, valor legal y efec-
tos de las diversas clases de prueba, es del dominio de la Teoría del
Enjuiciamiento; por lo cual la Oratoria solo escudriña el uso que pueda
hacerse de ellas para proponerlas en el modo y lugar correspondientes.

98. División de las pruebas.– Todas ellas deben nacer del pro-
ceso; pero se dividen e directas e indirectas, según que las actuacio-
nes las arrojen inmediata y naturalmente, o según se necesite para
su deducción de una reflexión más detenida o de inducciones más in-
geniosas. Aquellas se ven, se perciben y se tocan desde luego; estas no
producen ese convencimiento pleno, sino que se fundan en la analogía
de una verdad conocida con el hecho que se controvierte. Las primeras
son la oral, literales, testimoniales, y reales; y las segundas consisten
en las presunciones.

107
Miguel Antonio De la Lama

PRUEBA ORAL

99. Ideas de ella.– Los Jurisconsultos dan este calificativo, a la


declaración prestada por persona a quien perjudica o puede perjudicar.
Es la confesión judicial o confesión de parte.

100. Confesión en lo civil.– La confesión en materia civil cie-


rra enteramente la puerta a toda discusión ulterior, acerca del hecho
confesado; así es que el defensor solo podrá controvertir sobre los re-
quisitos de su validez, y sobre sus efectos según haya sido judicial o
extrajudicial, tácita o expresa, simple o cualificada, divisible o indivisi-
ble, implícita o ficta, con juramento deferido o indeferido.

101. Confesión en lo criminal.– No sucede lo mismo en cuanto


a la confesión del acusado. La honra, el amor, el interés, el fastidio de
la vida y, en general, cualquier móvil o sentimiento que en el ánimo del
acusado domine al de evitar el mal de la pena, pueden impulsarlo a que
se declare culpable sin serlo.

¡Cuántas veces una delicadeza, una gratitud o un pundonor lau-


dables aunque funestos, han puesto en boca del acusado palabras
que han servido a su inmerecida condenación! ¿Cuántas otras un
hombre sumido en un cárcel, a pesar de estar inocente, agobiado
bajo el peso de mil desgracias, amargada su vida por mil sinsa-
bores, espantado por el anathema de una opinion que irreflexi-
vamente le condena y rechaza, ha confesado un crimen de que no
tenia ni aún noticia, por poner término a unos días de que había
tomado posesión el infortunio, y que regía a su antojo un destino
ciego e implacable? (López).

La historia registra en sus anales el caso de un alto cortesano


que, acusado de haber asistido a una reunión de conjurados, y no te-
niendo otra prueba de su inocencia que la coartada, se declaró culpable
antes de revelar que había pasado la noche de la reunión en brazos de
la Reina. Fresco está el recuerdo entre nosotros, del joven que se decla-
ró asesino de su padrastro, para salvar a su madre autora del crimen.
No son pocos los casos en que un hombre se declara autor de delito aje-
no o que no ha existido, ya para librarse de un mal mayor, o para suici-
darse por mano de la justicia, o por dádivas del verdadero delincuente.

108
Retórica Forense

La experiencia de esos hechos es el fundamente de la disposi-


ciones que existen en los Códigos de las Naciones modernas, iguales o
semejantes a las siguientes del nuestro.

102. Disposiciones de nuestro Código.– “La prueba oral con-


siste en la confesión del reo; y para ser plena, necesita los requisitos
siguientes: 1° que esté legalmente producida; 2° que sea libre y es-
pontánea; 3° que exista cuerpo de delito; y 4° que cuando menos esté
probada semiplenamente, por otros medios distintos de la confesión, la
criminalidad de que el reo se confiesa delincuente.- La confesión unida
solamente a indicios, nada prueba en su contra”. (Artículo 105 y 106
Código de Enjuiciamientos Penal).

El defensor debe pues poner el mayor cuidado, en investigar si


hay el menor defecto en alguno de los tres primeros medios probatorios
distintos de la confesión del reo, para demostrar que no forman prueba
semiplena, o sea, que no excluyen la posibilidad de que sea inocente o
menos culpable; exponer con claro el estado de las facultades mentales
de su defendido, la nobleza de los sentimientos o la aflictiva situación
que hayan podido conducirle a declararse culpable; y tener siempre
presente el incontrastable axioma; sin desviarse de todas las presun-
ciones naturales, morales y jurídicas, no puede tenerse por verosímil
que hombre alguno quiera por su propia confesión ser instrumento de
su condenación.

El defensor debe fijar la atención más escrupulosa, sobre el


modo en que el confesante fue interrogado; observando si se le
preguntó con capsiosidad, si medió alguna sugestion, si se le
intimidó con amenazas, si se le halagó con promesas, y si se
emplearon falsos supuestos, estratagemas y palabras equívocas
para soprender una confesión prejudicial, involuntaria y poco
meditada. En estos casos es cuando el Orador ha de dar rienda
suela a toda la vehemencia de su sensibilidad, y alzarse contra
abusos tan trascendentales y odiosos. (Sainz de Andino).

Indagará y expondrá la situación angustiosa o desesperada del


acusado, el estado de su imaginación y de su cerebro, su odio
por la vida que se la hiciera mirar como un fardo fatigoso que se
necesitara arrojar para verse libre de su peso. Si motivos de deli-
cadeza le obligan a abrazar resignado la muerte antes que hacer

109
Miguel Antonio De la Lama

revelaciones que pudieran salvarle, recorrerá estos motivos, se


fijará en estos sentimientos elevados de que nunca son capaces
las almas débiles y corrompidas dispuestas al delito; y ya que no
pueda pronunciar la apoteosis de una cualidad tan rara y subli-
me, la ofrecerá a la vista de los Jueces como un título de perdón,
de admiración y de lastima. En este terreno caben por su interés
todos los medios oratorios, todos los arranques y todas las figuras
más patéticas y solemnes. (López).

PRUEBAS LITERALES

103. Reglas sobre ellas.– La discusión sobre este medio de


prueba rueda ordinariamente, sobre si los actos que se acreditan do-
cumentalmente pasaron con las solemnidades prescriptas por las le-
yes, sobre si el documento es bastante, o sobre si intervino error, dolo
o violencia en su otorgamiento, o sobre su autenticidad o falsedad, o
sobre la inteligencia de las clausulas y expresiones contenidas en el
documento o de la intención del otorgante. De estas cuestiones unas
son meramente jurídicas, otras participan de morales, y algunas son
meramente gramaticales. El Abogado debe tener presente la facilidad
con que se suplantan los documentos, viniendo a ser, en lugar de una
prueba auténtica, el producto de una intriga asquerosa, de una tenta-
ción o de una recompensa inmoral.

PRUEBAS TESTIMONIALES

104. Sus peligros, y reglas sobre el hecho, la persona y la


declaración.– La prueba de testigos es la más antigua, más general, y
por desgracia más fácil y más expuesta a ser falseada. Cada siglo, dice
Sainz de Andino, tiene un carácter marcado por una virtud, y algunas
veces también por un vicio; y en el nuestro se advierte una relajación
escandalosa sobre la sagrada obligación que impone el juramento de
decir verdad. Por esa observación es sin duda que un publicista ha
dicho, que en el día ha llegado a ser un problema, si atendido el estado
actual de nuestras costumbres, tiene o no más inconvenientes que ven-
tajas la prueba testifical.

Los ejes de la discusión sobre esta prueba son – la calidad del


hecho articulado – las personales del testigo y – los términos de su
deposición.

110
Retórica Forense

En cuanto a lo primero, hay que observar si los hechos propues-


tos para la prueba son verosímiles, y después si son pertinentes y útiles
sobre la cuestión a que se aplica. Si hubiera inverosimilitud, y si se
hubiesen propuesto hechos contradictorios e incompatibles, la prueba
caducará por sus bases. Si no fuesen pertinentes y útiles, la prueba
será superflua.

Con respecto a lo segundo, el Orador tendrá presente, cuanto in-


fluyen la persona del testigo, sus circunstancias físicas, morales y le-
gales, y sus afectos, para estimar la fé que corresponda dar a su dicho;
y habrá de escrudriñar todo lo que pueda contribuir para acreditar o
debilitar su veracidad e imparcialidad.

En tercer lugar, sobre cada declaración habrá de examinarse pro-


lijamente, si guarda conformidad con lo que el mismo testigo u otros
tienen declarado anteriormente; la razón en que funda su dicho; si el
testigo expone de vista o de oídas; si ha depuesto de creencia, o afir-
mando en términos positivos; si sobre hechos o sobre palabras; y si en
lo que dice hay inverosimilitud o implicación, o bien contradicción con
la prueba documental.

Por conclusión; ninguna escrupulosidad es excesiva en una mate-


ria tan fecunda en sospechas, conjeturas e incertidumbres; y para ad-
quirir alguna seguridad de que se ha conseguido escudriñar la verdad,
es indispensable un análisis muy filosofíco, meditado y exacto.

Si la fidelidad del testigo dependiera solamente de sus faculta-


des intelectuales, no tendría más escollos que los errores a que
esta sujeto nuestro entendimiento; pero tiene también una rela-
ción muy inmediata con la disposición moral de nuestro ánimo,
y las pasiones son sus enemigos mas inmediatos y formidables.
Muchas son las consideraciones esenciales y características, que
determinan el grado de credibilidad que se debe atribuir a ca-
da deposición; por lo cual la demostración sobre este medio de
prueba, es la más abundante y fecunda que pueda presentarse
a un Orador experto. En ella hacen el primer papel, aparte de la
ciencia legal, la Filosofia y el conocimiento profundo del corazón
humano, que son los raudales de luz a cuyo favor desenvuelve el
Orador la buena y la mala fé, la verdad y la mentira, la impar-
cialidad y la pasión. Rango, educación, profesión, fortuna, edad,
sexo, reputación, carácter, costumbre, relaciones, parentescos,
amistades, odios, rencores, son todos elementos que están a la

111
Miguel Antonio De la Lama

disposición del Orador y debe tener siempre a la vista para ma-


nejar la prueba testifical. Allá atiende al número de los testi-
gos, y acá a sus cualidades; en una causa los cuenta, y en otra
los pesa; unas veces halla en su discordancia fundamento para
atacar sus dichos, y otras los impugna apoyándose en que todos
depusieron con tan absoluta conformidad, que en ella misma se
encuentra la prueba de su prevaricación: hay casos en que el
testigo por haber dicho demasiado, nada prueba; y otros, en que
la ignorancia de algunos hechos es titulo de creencia para que se
le de fé sobre otros.
En este laberinto no hay otra guía que el continuo estudio del
corazón humano, larga experiencia de negocios y profunda medi-
tación sobre cada asunto. (Sainz de Andino).

105. Causas por las que un testigo puede no ser creible.– To-
do testigo puede no ser creible por causas físicas, intelectuales o mora-
les; y el cuidado del Abogado debe estar en recorrer con prolija atención
todas su circunstancias, para ver si se encuentra en alguno de los casos
o situaciones en que puede y debe combatir su testimonio.

Causas físicas: como si depone haber presenciado un hecho a


hora determinada, y al mismo tiempo resulta que aquel día se en-
contraba en otro lugar; o si aunque estuviese en el sitio del suceso, le
separase del teatro del acontecimiento la interposición de un objeto
cualquiera, de modo que no lo pudiese presenciar con la claridad que
se necesita para imponerse bien de él y de sus circunstancias. Si el
testigo vé poco, y el hecho se supone acaecido en una noche oscura,
y más aún si no conoce de trato íntimo al supuesto reo a quien gra-
va con su declaración. Si depone sobre una conversación tenida en
una lengua que él no conoce: si se refiere a palabras o frases sueltas,
aunque conozca la lengua; porque sin llevar el hilo entero de la con-
versación, le es imposible comprender el sentido en que las frases se
pronunciaron, si estas expresaban el juicio del que estaba hablando,
o si eran la relación de las que otro hubiera dicho. Estos y otros mo-
tivos iguales o parecidos en casos anlogos, autorizarán a combatir el
testimonio que nos perjudica.

Causas intelectuales: El estado de la razón del testigo; su ima-


ginación exaltada o extraviada por el temor o por la sorpresa; su lige-
reza e irreflexión habitual en el modo de formar sus convicciones; su

112
Retórica Forense

completa ignorancia en la materia facultativa o científica sobre que ha


depuesto; estas circunstancias con otras muchas que podrán ocurrir en
la misma línea, serán motivos muy poderosos para destruir o rebajar
el valor de sus asertos.

Causas morales: No basta que el testigo sepa la verdad del su-


ceso; es necesario que quiera deponerla. Es necesario que no se halle
movido por el resorte de la enemistad, del odio, o del deseo de ven-
ganza; es necesario, en contrario sentido, que no tenga parcialidad por
interés, por amistad o por amor. Únese a estos motivos muchas veces
la compasión, especialmente si las penas son excesivas o si la ley pug-
na con la opinión pública; de aquí esos testigos que Blackstone llama
misericordiosos.

Bentham exige en el dicho del testigo para darle crédito, las cir-
cunstancias de que sea responsivo, particularizado y circunstanciado,
distinto, reflesivo y no sugerido de una manera indebida; y como me-
dios legales que sirven a excitar al declarante a producirse con lisura y
buena fe, enumera la pena de la ley, el interrogatorio, el contratestimo-
nio y la publicidad. Lopez explica cada una de esas ideas de la siguiente
manera:

Testimonio responsivo, es el que recae a las preguntas hechas,


que es la forma más adecuada para que aquel venga a ser particulari-
zado y circunstanciado. La muerte que se dá de una manera alevosa,
es ciertamente más criminal que la que se mira como resultado de una
cuestión acalorada y de un movimiento irresistible en la irritación y
efervescencia de las pasiones; y aún esta última rebaja en muchos qui-
lates su gravedad, cuando el matador, hombre pacífico y de costumbres
arregladas, se ve provocado y herido en su honor, instigado y ofendido
de un modo que agota todo sufrimiento. Si el testigo no se contrae y
ciñe al caso que se explora, o si no expresa todas esas circunstancias,
su dicho será en realidad falso, aunque no lo sea en cuanto al hecho
principal; porque dara de este una idea quivocada, y hará formar un
juicio muy diferente del que debiera formarse.

Testimonio distinto, es el que contiene toda la claridad necesaria,


y es contrario al confuso. En este último no puede decirse que hay ver-
dad ni error, porque no se comprende; y el Abogado, cuando le perju-
dica en la significación que se pretende dar, podrá señalarlo como una
cantidad que no existe.

113
Miguel Antonio De la Lama

Testimonio reflexivo, es el que se da después de haber concedido


al testigo tiempo para recordar los sucesos y para ayudar a su memo-
ria en todo lo que necesite. La precipitación engendra frecuentemente
errores; por lo que debe huirse toda sorpresa y permitir para responder
el espacio necesario a reunir y combinar todos los recuerdos.
Testimonio no sugerido de una manera indebida. Todo testimo-
nio debe ser libre, espontáneo e independiente; y esto aleja y condena
la idea de la sugestión. Se añade de una manera indebida; porque fre-
cuentemente el que ha de declarar necesita, para fijar su memoria,
invocar la de otros sobre fechas, pormenores y circunstancias; y esta
ayuda que pudiera calificarse de una sugestión, nada tiene de censura-
ble siempre que se preste con lealtad y buena fé.
La pena de la ley contra los que deponen falsamente, es la prime-
ra de las garantías para asegurar la veracidad del testigo. La ley solo
puede castigar la intención, el propósito de dar un testimonio falso;
pero mentir y faltar a la verdad no son lo mismo. Miente y es digno de
castigo, el que depone contra su propia convicción; esta podrá muy bien
ser equivocada, y entonces habrá mentira y delito en el testigo aún que
realmente no hay falsedad en lo que asegura. El que por el contrario
afirma lo que cree, si su convicción es equivocada, faltará a la verdad,
pero no habrá mentido.
El interrogatorio como queda dicho aclara y encadena las ideas,
las determina, y quita al testigo la ocasión de ser confuso con sus ro-
deos y de ocultar la verdad en las sinuosidades de una relación estu-
diada y vaga.
El contratestimonio es la oposición de otro testigo al aserto pri-
mero, y su posibilidad sujeta e intimida a todo declarante que recela
verse envuelto y confundido en su inveracidad y en sus ardides.
La publicidad es la mejor precaución contra la impostura o la
falsedad; porque lo que se produce a la luz y con el inminente riesgo de
provocar impugnaciones y cargos, tiene una garantía de verdad, que
falta en todo lo que se teje y combina la confianza del misterio.

PRUEBAS REALES

106. Reglas sobre ellas.– El Orador, al analizar esas pruebas,


debe fijarse principalmente en estos puntos.

114
Retórica Forense

1. Si los peritos son personas aprobadas en la materia sobre que


dictaminan.
2. Si han limitado su operación al objeto determinado en el auto de
su nombramiento.
3. Si sus apreciaciones están o no conformes con los adelantos de la
ciencia.
4. Si son o no contrarias a la evidencia material o prueba del espec-
táculo.
5. Si el dictamen es oscuro, insuficiente o si adolece de error esen-
cial. Este recae sobre la sustancia o naturaleza de las cosas, como
si se tasa maíz por trigo, pero no se refiere a las apreciaciones
facultativas de los peritos.
6. Si hay verdadera conformidad en las operaciones de los peritos
que forman la prueba.

PRESUNCIONES

No vamos a ocuparnos de las presunciones juris o legales, sino de


las naturales o de hombre, que son las que se forman por las circuns-
tancias que acompañan al hecho, y aún prescindiendo de la teoría de
los indicios y conjeturas que son sus actos generativos; pues todo ello
pertenece a la Teoría del Enjuiciamiento.

107. En que consiste la habilidad del Orador en esta clase


de pruebas.– Las presunciones o pruebas indirectas, como dejamos
dicho en el número 98, se fundan sobre las relaciones entre lo conocido
y lo oculto, entre lo cierto y lo dudoso, entre lo confesado y lo negado,
entre una cosa calificada y otra que no lo está.

La habilidad del Orador consiste pues en desenvolver y explicar


con claridad esas relaciones: las que existan entre los hechos que le
conviene demostrar, y los principios ciertos que le sirven de términos
de comparación.

La materia de las pruebas indirectas ofrece ciertamente a la


perspicacia del Orador una inmensa variedad de circunstan-
cias; sobre las personas y las cosas, los tiempos y los lugares,

115
Miguel Antonio De la Lama

los antecedentes y los consiguientes, las causas y los efectos,


las semejanzas y desemejanzas, y todos los demás principios
de analogía y comparación que sirven para inferir de lo cierto
lo incierto, y poner a descubierto las obras que el dolo y la mala
fé, quieren muchas veces encubrir con un velo tenebroso. ¡Mas
que caudal de conocimientos jurídicos y morales, y que viveza de
ingenio no son necesarios para manejar con destreza y acierto
instrumentos tan varios, finos y delicados! ¡Cuán complicados
no son los misterios de la ciencia legal en asunto tan arduo!
(Sainz de Andino).

108. Reglas sobre ellas.– Es principio fijo e inalterable en la


calificación de estos medios de prueba, y común a todos ellos, que mien-
tras mas inmediata, clara y natural sea la consecuencia deducida de
lo conocido a lo no conocido, y en proporción que sea mas íntima la
conexión entre ambos hechos, mayor será la eficacia del medio proba-
torio.

REGLAS GENERALES

109. Reglas generales sobre las pruebas.– Las principales


que podemos dar, son las siguientes:

1° Conviene llevar escritas sobre el papel algunas palabras que


recuerden los argumentos que queremos usar, y el orden de su exposi-
ción. Como esta es la parte principal de la defensa, interesa mucho que
no se olvide ninguno de los raciocinios que hemos hallado, combinado y
dispuesto en el recogimiento de la meditación, y no interesa menos que
el orden en que se expongan sea el mismo que les haya fijado nuestra
elección y nuestro estudio; porque del lugar que ocupan los argumentos
dependen una gran parte de su fuerza. No deben trazarse sino simples
notas de recuerdo, palabras, o tal vez señales que produzcan la remi-
niscencia de la idea en nuestro entendimiento; pues si pasan a ser mas
que esto, oscurecen en vez de aclarar, y sirven de traba al Orador, en
lugar de servirle de ayuda.

Cuando el Orador ha combinado ya sus ideas; cuando las ve con


claridad y conoce su enlace y afinidades, cuando hirviendo su ca-
beza le ha suministrado en el calor de sus meditaciones copia
abundante de imágenes, que volverá a inspirarle sin duda cuan-

116
Retórica Forense

do se inflame de nuevo; entonces, como preparación para hablar


en público, solo deben inscribirse las divisiones o arreglos del dis-
curso y las ideas capitales que han de servir en él de puntos de
partida. Para esto con muy pocas notas basta. Muchos Oradores
se parecen a los que se embarcan por primera vez, los cuales no
quieren perder la tierra de vista, sin pensar que en la tierra están
las rocas y la muerte. Oue se lancen al Océano insondable si quie-
ren seguridad, vientos y veloz derrotero. Asi los Oradores a quie-
nes aludo no quieren perder de vista sus notas, cuando éstas, si
son mas que simples señales de recuerdos, solo sirven a sujetar al
pensamiento y a la imaginación, encerrándolos en una cárcel muy
estrecha. Que se arrojen a los mares desconocidos de una discusión
libre e inspirada, y allí encontrarán las corrientes que en cualquie-
ra otra parte buscarían en vano. Un discurso es un cuadro; pero
un cuadro que debe pintarse en el momento dado; sin que antes se
hayan debido diseñar más que sus contornos. (López).

2° El principal conato del Orador debe ser fijar bien la cuestión.


Sin esto no hay verdaderamente objeto de debate, y todo queda redu-
cido a una palabrería insustancial e inoportuna, que a todos fatiga y a
ninguno convence. Los esfuerzos que entonces se hacen por una y otra
parte son vanos y perdidos y la contienda presenta el visible espectácu-
lo de una escaramuza en que los tiros se disparan sin dirección fija, de
modo que unos van altos, otros bajos, y ninguno da en el blanco.

El cuidado de establecer bien las cuestiones, de plantearlas con


exactitud y acierto, y de no permitir que salgan de su terreno, es de ma-
yor interés para el que habla el último; porque a las veces con solo este
trabajo fácil y sencillo, desvanece cuanto se ha dicho antes, o inclina
a su favor la balanza sin otros esfuerzos ni fatiga. Suele ocurrir que el
que habla primero, apela al medio de desnaturalizar la cuestión para
mirarla bajo el aspecto que más le conviene.

No se necesita pues, entonces, otra cosa que traerla a sus verda-


deros términos; y con esto solo vendrá a tierra todo el edificio y toda la
gran balumba que haya podido levantar un adversario diestro y poco
escrupuloso.

3° Las pruebas más fuertes y más robustas deben colocarse al


principio y al fin. Esta conducta es muy prudente; y en ella se imita
la del General, que al dar una batalla cubre los puntos avanzados y

117
Miguel Antonio De la Lama

de retaguardia con sus mejores tropas, dejando las menos aguerridas


situadas en el centro donde no pueda penetrar el empuje del enemigo,
cualquiera que sea la dirección en que acomete.

Algunos aconsejan que se vaya en gradación ascendente; y que


presentando primero las más débiles, se pase luego a otras de más
fuerza, de modo que a cada paso vaya creciendo el interés, y se reser-
ven para las últimas las más concluyentes o indeclinables.

Si una defensa hubiera de mirarse solo escrita sobre el papel,


o debiera oírse hajo el aspecto de un discurso oratorio con todas sus
medidas y proporciones, no hay duda en que este sistema de enuncia-
ción gustaría más; porque es el más natural, el más sencillo y el más
agradable; pero como se habla para convencer y mover a los Jueces,
necesario es sacrificarlo todo a este objeto y preferir lo útil a lo más
bello. Cuando las pruebas se enuncian con ese compás y con esa medi-
da de proporciones ajustadas, las primeras no hacen por su debilidad
grande impresión, regularmente enfriar si no enajenar la atención del
que escucha; y se necesita que esta sea muy perseverante, para que
fijándose después en argumentos más sólidos e indestructililes, les dé
en el ánimo y en el corazón todo el valor que en sí tienen.

Por lo cual es preferible, que siempre que la naturaleza de la


cuestión lo permita, se expongan al principio de la parte de prueba
uno o dos raciocinios de gran peso y entidad, para que desde el primer
instante se cautive la atención y se convenza; que a seguida se ofrez-
can las pruebas más débiles, que viniendo inmediatamente después de
otras poderosas, hacen poco notable su insinificancia; y que por último
se temine con las más concluyentes y robustas, porque así se hace una
impresión honda y durable en el entendimiento, y su recuerdo se con-
serva hasta estampar el fallo que viene a ser su inmediata y genuina
expresión.

Esta es una estratagema provechosa, agrega López, que en mu-


chas ocasiones da felices resultados. En un camino cualquiera,
lo que más recordamos es el punto de partida y el de parada;
lo demás, como no sea muy notable pasa por delante de nues-
tros ojos como desapercibido. Si en la parte de argumentación se
consigue impresionar fuertemente los animos con las primeras
razones, y si esta impresión se robustece y arraiga con los últimos
raciocinios, poco importa que el intervalo entre ambos extremos,

118
Retórica Forense

se llene de consideraciones de menos peso; porque estas están


defendidas a vanguardia y retaguardia, y el espíritu de examen
y de desconfianza no puede penetrar fácilmente hasta ellas. Por
el contrario, cuando empezando por tenues y fútiles argumentos
se vá progresivamente aumentando en fuerza y valor, el alma se
acomoda de una manera lenta a estas transtormaciones, como
nos acomodamos a los tránsitos graduados de una temperatura,
casi sin notarlo; y no se siente aquella impresión nueva, ines-
perada, irresistible, decisiva, que es la que se necesita producir
para triunfar en las luchas del Foro.

4° Se debe unir las pruebas débiles, para que ofrezcan más valor
e importancia, y de este modo presenten un frente y una fuerza que
realmente no tienen en sí, ni tendrían separadas.

5° En la exposición de las pruebas debe haber unidad en el fondo,


y variedad en la forma.

Los argumentos han de estar enlazados entre sí con la relación y


dependencia natural que más les convenga; y esta dependencia y enla-
ce debe verse a primera vista, como se ve en un esqueleto la trabazón
de las partes y hasta el mecanismo de las articulaciones.

Más, al lado de esa unidad que es absolutamente precisa, se


procurará la variedad en la forma, para que la defensa sea amena y
agradable. Unas veces reunirá el Abogado los argumentos, otras los
separará; ahora se valdrá del modo expositivo, después del interroga-
tivo; en tanto se dirigirá a los Jueces, en tanto a su adversario; en fin,
procurará por estos medios dar variedad a su discurso y quitarle la
monotonía de las formas continuas e invariables, que se hacen siempre
para el auditorio pesadas e insufribles.

6° Los argumentos deben exponerse con suma circunspección y


decoro, en conformidad con el principio general que dejamos sentado en
el número 21. Partiendo de esta máxima, que recomiendan la santidad
del lugar y la solemnidad y aparato de los juicios, condenamos desde
luego que se eche mano del risible; porque este no se aviene con el tono
serio y hasta severo de formalidad y compostura, que debe guardarse
en el porte y en el lenguaje. Los antiguos echaban frecuentemente ma-
no de estos medios; pero hoy apenas se usan; y cuando se apela a ellos
se hace con moderación, con prudencia y con fino tacto.

119
Miguel Antonio De la Lama

Cuando las cuestiones se presentan por el lado del ridículo, se


desconcierta fácilmente a los hombres; pero también se les irrita, y
esta irritación da lugar a respuestas envenenadas que convierten el
Santuario de la Justicia en teatro de ofensas y denuestos.

7° Debe preocuparse siempre aumentar el valor de las pruebas y


argumentos, por medio de reflexiones morales y de alusiones históri-
cas, hábilmente combinadas y expuestas.

8° Debe procurarse que no haya minuciosidad ni abandono. Al-


gunos incurren en la pimera, y con ello perjudican mucho su causa,
cuando creen que más la apoyan, rodeándola por todas partes de argu-
mentos y razones elegido con poco tino y acierto.24

24 Véase Concisión en el número 21.- No podemos resistir al deseo de transcribir los si-
guientes párrafos del docto e íntegro Magistrado español, señor Sarmiento, en un libro
poco conocido y digno por muchos conceptos de ser leído, titulado: Themis, Justicia para
todos: Observaciones sobre la naturaleza y estudio de la Jurisprudencia, la constitución
del Poder Judicial y el ejercicio de la Abogacía”; así como también varios consejos del
mismo Magistrado a un Abogado, con motivo de comunicarle éste que se dedicaba a la
profesión, en una notable carta ya del dominio público. Párrafos y consejos que tomamos
de los “Estudios Críticos de Oratoria Forense” por Ucelay:
Lo que más mortifica a los Jueces, lo que más perjudica a los litigantes, es la difusión y el
abuso en los informes en Estrados. Hay en esto algo de codicia; pero hay también mucho
de mal gusto y de ignorancia.
Créanme los Abogados: nada mejor que la concisión ante la censura de los Jueces ¡Cuántas
veces van las dos CC. Sobre la del Confirmo, por hablar más de lo necesario! ¿Quiénes
son los Abogados? Esta es la pregunta diaria que contestan los Relatores, y que da lugar a
señalar el orden de las vistas, dejando el último a la que debe sufrir el apremio de haber
sonado la hora, por necesitarlo su letrado o defensor.
Si algo debo aconsejarte, es que seas breve en Estrados: jamás olvides este consejo. Si el
litigante ha de estar en la barandilla, predícale la necesidad y conveniencia de que se
resigne a oírte poco tiempo, siquiera hable el contrario tres días seguidos.
Así te apreciarán los Jueces y te oirán con gusto y te darán la razón casi siempre que la
tengas, y aún alguna vez que te falte; y te hallarás con algunas condenaciones de costas al
contrario, en venganza del mal rato que dé a los señores del margen su defensor, cuando
hable mucho en competencia del que habló poco y molestó menos. Tú no sabes el hastío y
aún horror que causan los informes largos, a hombres que tienen por oficio oírlos, mudos y
quienes como la estatua del Comendador, cuando ya están apuradas en esos bancos todas
las reflexiones iguales y morales y políticas y hasta poéticas, sobre todos los puntos que
abraza la jurisprudencia.
Nunca digas “procuraré ser breve y molestar lo menos posible la respetable atención de la
Sala, etc.”; selo en efecto, y al salir tras la turba oirás muchas veces, esto se llama informar,
y no esa pesadez de fulano, que no hay paciencia que baste para oírle.

120
Retórica Forense

9° El que mejor amplifique en la prueba, será el que conseguirá


darle más valor, el que más cautivará la atención de los Jueces, y ga-
nará a la vez su aprobación y su fallo.

Si las amplificaciones, la elocuencia no se diferencia de la lógica:


“el argumento lógico puede compararse a la mano cerrada, y el argu-
mento oratorio a la mano abierta”.

Las amplificaciones de nombres, de adjetivos y de verbos, dan


fuerza, armonía y gala a la dicción; y las amplificaciones de ideas son
las que nutren un discurso y las que le dan el tipo y carácter de tal;
porque sin ellas no sería más que un cuerpo desnudo, un objeto árido
y seco, sin otro adorno que el ropaje desagradable del escolasticismo.

Un pensamiento encerrado en estrechos límites, anunciado con


pocas y secas palabras, tendrá tal vez solidez y grande profundi-
dad; pero esta escapará con frecuencia a una atención distraída o
a una capacidad limitada, dejará un vacío que nada podrá llenar
después. Por el contrario; cuando este mismo pensamiento recibe
varios giros en la boca del Orador; cuando se le presenta diestra-
mente por todas sus fases; cuando se le hace ver y notar en todas
sus relaciones; cuando en una palabra, se le amplifica, deja de ser
el mismo, no representa ya solo el valor de la unidad, sino que ha

Reserva para Estrados tus razones fuertes, y sobre todo la cita de las leyes, aunque las
indiques en los escritos; y nunca te incomodes de oír absurdos y desvergüenzas ni aún
hechos falsos pero rectifica los últimos en pocas palabras para que no te echen la campa-
nilla. Si el negocio es de escándalo y concurrencia, puedes permitirle alzar la voz y aún
algún grito: en otro caso, habla como entre cuatro personas de respeto, sentadas en visita,
y ten presente que es gente sin corazón la que te escucha, porque el corazón se acaba a
los veinte y cinco años en cuanto a miserias ajenas, y los Jueces le tienen más seco que un
esparto a los pocos años de fallar pleitos, y sobre todo procesos criminales.
Si puedes no hagas extracto, porque es trabajo que mata y hasta embrutece; pero paga bien
a quien te los haga con tino, concisión y buen orden. Escribe poco, o si quieres cobrar
por varas, busca quien escriba por ti, extractando el apuntamiento y comentando lo que
dijo el otro. Si así no lo haces, serás charlatán sin remedio y la vaciedad de los escritos se
traslucirá en tus informes orales, acabando por ser un Abogado como casi todos.
No asegures el buen éxito a las partes; sino que la cosa te parece justa, si en realidad te lo
parece, y que harás lo que puedas.
Ucelay agrega: el Orador se dirige a un Juez o a tres o cinco Magistrados, ora impacientes,
ora helados como la muerte, que miran constantemente al reloj de la Sala para ver el tiempo
que el Abogado emplea.

121
Miguel Antonio De la Lama

recibido en su dilatación provechosa un número crecido de unida-


des, que vienen a formar con él una suma considerable. (López).

10. Debe ponerse mucho cuidado en no repetir una prueba ya


presentada. No hay nada que moleste tanto a los que escuchan, como
las repeticiones. Esto no quiere decir, que no se insista en los argumen-
tos, todo lo que se crea necesario para producir y arraigar la convicción
en el ánimo de los Jueces; pero explanar una idea no es copiarla una y
otra vez, y puede darse gran dilatación a los pensamientos sin incurrir
en repeticiones enojosas.

11. No empeñarse en probar lo que nadie ha negado. Esto rebaja


siempre el tono de la defensa, debilita el interés en los que oyen, revela
la puerilidad, que siempre es enojosa; y lo que es peor todavía, enajena
la benevolencia y la atención, que en vano se procurará después con-
ducir, arrastrando a otras consideraciones más graves e importantes.

Las cuestiones, como las columnas, tienen su base; si se quiere


derribar estas, inútil es dirigir los esfuerzos contra la cúspide, no con-
tra el cuerpo de la obra: el cimiento es lo que debe atacarse; y una vez
socavado éste, todo cae y se derrumba desde el momento en que flaquea
el punto de apoyo que las sostenían.

En todos los debates jurídicos hay una idea, una consideración


capital sobre la cual descansan todas las demás ideas y conside-
raciones secundarias. Este es el punto de la muralla a que deben
dirigirse los fuegos para abrir la brecha: En el instante en que es-
to se logre, lo demás desaparece como el humo, por más brillante
o fuerte que antes pareciera. Búsquese, pues, este punto cardinal
y generador; señálese con exactitud; combátesele con energía y
con empeño; y tan luego como ceda o se destruya por la fuerza
de nuestras razones o de nuestras pruebas, desaparecerán los de
más argumentos que por el estaban sostenidos, o con él se halla-
ban enlazados. Lo demás no es otra cosa que repetir ataques sin
inteligencia ni dirección y hacer un inútil fuego de guerrillas, que
no basta a decidir la acción, ni a dar al combatiente una señalada
victoria. (López).

12. Debe haber propiedad y naturalidad en las transiciones. El


tránsito de una consideración a otra, tiene siempre cierta dureza por-
que rompe el hilo de las ideas que nos ocupaban y entretenían en aquel

122
Retórica Forense

momento, y esto le da siempre cierto aspecto repugnante. Necesario,


es pues, que el Orador sea tan diestro en sus transiciones, que ni los
Jueces ni al auditorio se aperciban de que se ha pasado a otra parte o
miembro del discurso, hasta que reconozcan con gusto que se encuen-
tran en otro sitio no menos bello y agradable. Para esto se necesita
que la transición no tenga forma determinada; que no se enuncie ni
se indique; que nazca, corra y se complete de la manera más natural,
como si fuera el curso propio y sosegado que llevara la defensa en todo
el espacio que debe correr.

Los exordios y las transiciones son ciertamente lo que más prue-


ba el talento y tacto delicado del Orador: de poco le servirán las
reglas, si para aplicarlas no le ayudan aquellas felices disposicio-
nes. (López.)

13. Debe haber circunspección y parsimonia en las citas. Los Tra-


tadistas forman un auxilio importante para la explicación de la ley;
pero su opinión sólo puede alegarse como un dato de confirmación a
nuestro juicio, sin que se la mire como decisiva; porque el carácter ais-
lado del hombre que escribe, dista inmensamente de la autoridad sobe-
rana del Legislador. Alegando la opinión de los Comentadores con esta
circunspección y prudencia, todavía debe cuidarse de no aglomerar las
citas porque esto oscurece y daña en vez de favorecer.

Las citas del Derecho Romano, y más aún las de sus Comentado-
res, sólo pueden mirarse como comprobación de razón.

En esta parte, el gusto de la época ha variado notablemente. En


lo antiguo, los alegatos e informes estaban empedrados, por de-
cirlo así, de citas y datos de erudición; y no parecía sino que los
Abogados se convertían en eco de las voces que habían resonado
anteriormente, como si abdicasen por entero a las prerrogativas
de su pensamiento, para recibir el yugo y la autoridad de los es-
critores que les habían precedido. Ahora, la inteligencia se ha
emancipado, y confía en sus medios más que en los extraños: se
discurre y no se cita, o se cita poco. El pensamiento se mueve
en todas direcciones para indagar, y no permanece quieto para
repetir servilmente lo que otros indagaron. Se cree, y se cree con
razón, que lo que otro hombre pudo descubrir podemos también
descubrirlo nosotros; y el cetro del Magistrado ha sido reempla-
zado por la discusión más amplia, más inquieta y más osada. En

123
Miguel Antonio De la Lama

esto sin duda se ganan las ciencias, que antes, puede decirse, que
sólo tenían un aspecto histórico; puesto que mirando lo pasado, se
renunciaba el porvenir y a las nuevas esferas que el talento podía
descubrir en sus diversos rumbos.

Toda cita ata y sujeta al pensamiento, imponiéndole el yugo de la


escuela, y despojándole del carácter filosófico y de libre indaga-
ción que le es tan esencial y preciso. La autoridad de los demás
no se recibe, sino cuando es conforme a la razón común; preferible
será, pues, buscar esta y demostrarla, a andar a caza de opinio-
nes y sentencias que nada valen si están en contradicción con los
buenos principios, o sirven de poco cuando les son conformes. La
luz refulgente del Sol no se aumenta con las llamaradas de nues-
tras hogueras, ni de nuestros volcanes. (López).

Evitad el abuso de la erudición, aun haciendo uso de ella. El Abo-


gado tiene necesariamente mucho que citar: artículos de las le-
yes, hechos, antecedentes, opiniones de Jurisconsultos, todo lo
que se refiere a estas cosas y que se puede hacer interminable con
los comentarios que lo apoyan. Citad solo lo que sea a propósito y
tenga directa aplicación a vuestra causa, y os veréis dispensados
de largas explicaciones. Una cita bien adaptada se explica por sí
misma. Esto es a veces hábil y de buen gusto: hábil, porque no
se fastidia a los Jueces, que quedan mejor dispuestos; de buen
gusto, porque se evita la oscuridad y la pulverización de los textos
que hacen el discurso pesado, embarazoso y sin efecto. (Ucelay).

14. El Orador debe estudiar la fisonomía de los Jueces. Debe pro-


curar leer en ella el estado de convicción en que se encuentra el al-
ma. Si cuando ha expuesto y dilucidado un argumento, trasluce en el
semblante del Magistrado señales de duda e incredulidad, debe seguir
amplificando y presentándolo en todos los conceptos y en todas las apli-
caciones posibles; pero si comprende que el entendimiento del Juez es-
tá ya convencido, que abandone aquel extremo y pase a otro diferente.

§6.
REFUTACION

110. Su necesidad.– La refutación es el complemento de la


demostración. No basta dar razones que concluyan y arrastren: es

124
Retórica Forense

necesario además no dejar en pié ninguna de las de nuestro adversario,


a quien debe procurarse llevar a la más completa derrota.

Cuando nos contentamos con exponer razones en apoyo de la opi-


nión que sostenemos, los Jueces ven por una y por otra parte méritos,
esfuerzos y elementos de convicción, los miden en su criterio ilustrado
e imparcial y en este trabajo lento y difícil todavía pueden permanecer
dudosos; pero la refutación dispersa las dudas, fija el juicio seguro y
destruye todas las perplejidades. Es necesario, pues, con una mano
edificar, y con la otra destruir.

Si no se ha hecho más que argumentar, los argumentos de una y


otra parte quedan como colocados en balanza… Mientras el en-
tendimiento duda, permanece como el fiel llamado por dos pesos
iguales, que cede alternativamente a todos los movimientos y a
todos los accidentes que oscila sin cesar, y que no acierta a fijarse.
Pero en el instante en que la refutación se deja oír, desaparecen
estas alternativas, una fuerza nueva viene a resolver en las leyes
del equilibrio, y el fiel cae son vacilación y sin demora del lado en
que sea puesto este nuevo peso tan inesperado y decisivo. (López).

111. Método que ha de observarse en la refutación.– Ese mé-


todo depende de las circunstancias. Hay ocasiones en que conviene ir
intercalando en la serie de nuestras observaciones los argumentos con-
trarios, y rebatiéndolos al propio tiempo: esto equivale a ir marchando
rápidamente y arrojando a la vez a gran distancia las piedras que nos
dificultan al paso. Otras veces es preferible dejar intactos los racioci-
nios opuestos, para la refutación; y cuando esta llega, presentarlos en
línea, e irlos pulverizando uno por uno, hasta dejarlos desvanecidos
todos. El primer medio suele tener más gracia, y siempre prueba gran
facilidad y comprensión. El segundo da una idea más acabada; produce
una convicción mas profunda, y lleva a una victoria más decisiva.

112. Reglas sobre la refutación.– Podemos reducirlas a las si-


guientes:

1º. Citar fielmente los argumentos contrarios para rebatirlos.–


Seguir una conducta opuesta, es tanto como confesar falta de medios o
razones para impugnar lo que realmente se ha dicho, y esta confesión,
aunque disimulada, equivale en el concepto de los que escuchan a una

125
Miguel Antonio De la Lama

verdadera derrota. Es peor todavía: se descubre desde luego la mala fe


con que se procede, y esta táctica se condena siempre, ya sea que prue-
be impotencia, o ya que arguya dolo y superchería.

El Orador colocado en esta posición se ofrece como un objeto ri-


sible; porque no hay nada que lo sea tanto, como el afán de cons-
truir una fantasma para dirigirle golpes y tiros a nuestro placer.
El no permitirse en los Reglamentos de nuestros cuerpos delibe-
rantes usar de nuevo de las palabra al que antes la obtuvo, sino
para rectificar hechos, da frecuente ocasión a que se desnaturali-
cen las cuestiones en la boca de impugnadores poco exactos; y na-
da es más común que estos cambios de fisonomía de los discursos
a que se contesta por los que sólo aspiran a un brillo pasajero, y
se muestran para obtenerlo poco veraces y escrupulosos. (López).

2º. No debe seguirse estrictamente el orden en que el adversario


haya presentado sus argumentos.– Abrazando con una mirada rápida
de nuestro espíritu todo el plan que nos proponemos seguir en nuestro
discurso, debemos traer a él, en el lugar más oportuno, más ordenado
y metódico, cuantas especies nos proponemos rebatir, con lo que, sobre
evitar la languidez que lleva consigo el procedimiento opuesto, obten-
dremos la ventaja de hacer servir a la refutación como parte natural y
constitutiva de nuestro discurso.

3º No incurrir en defecto, ni en exceso.– Sucede lo primero, cuan-


do no se procura responder a todas las observaciones hechas por el
antagonista, que merecen por su importancia ser rebatidas; y sucede
lo segundo, cuando se intenta rebatir con tanta minuciosidad, que se
desciende a pequeñeces que no valían la pena de tomarse en considera-
ción, con lo que se desentona y desvirtúa toda la defensa.

Cuando se analizan las ideas que forman un discurso, se ve que


hay una principal que domina a todas las otras, y frecuentemente
no se hace más que dar diferentes vueltas a los mismos conceptos
a la sombra de alguno nuevo que se le agrega; pero que realmente
depende y esta embebido en el que descuella como fundamental.
Basta pues, entonces, rebatir esta idea o principio culminante;
porque una vez destruido, o queda también de hecho cuanto le
estaba subordinado. Querer en tales casos emprender la ímproba
y enojosa tarea de seguir paso a paso cuantos argumentos se han

126
Retórica Forense

presentado, es rebajar la discusión de su primitivo tono, es me-


terse en un bosque en que los movimientos no pueden ser tan des-
embarazados y libres, y es por ultimo fatigar al auditorio, poco
dispuesto a seguir al Orador en el examen de estas pequeñeces,
y que por lo tanto empieza por distraerse y acaba por bostezar.
La perfección del talento consiste en no decir más que lo que debe
decirse. (López).

4º Debe ser completa e ingeniosa.– Completa, para que no quede


ningún punto por cubrir, ninguna fuerza enemiga por combatir y arro-
llar. Ingeniosa, para presentar los argumentos de nuestro competidor
del modo más ventajoso a nuestro designio, por el lado que pueden
recibir más fuerte y más serio ataque.

Todas las ideas son, por decirlo así, elásticas; y el entendimiento


que las crea, que las mide y que las calcula, puede fácilmente dilatarlas
o comprimirlas, darles varios giros, y hacerles presentar la superficie
que más le acomoda en sus sagaces combinaciones y en sus inagotables
recursos.

Cuando la idea en sí misma por su figura tersa y redonda, si nos


es licito expresarnos de este modo, no da lugar a esos ensanches,
entonces se la mira por el lado de las consecuencias que admite, y
se ataca el resultado ya que no se puede atacar el precedente. De
todos modos hay ataque, y ataque que cuando no da la victoria al
que lo ensaya, produce por lo menos el enflaquecimiento y parcial
derrota en las fuerzas de su contrario.

Llevados de este designio, deberemos procurar ofrecer siempre


en las ideas que combatimos, el lado que más se preste a la re-
futación de raciocinio, y a la refutación de pasión. Por el primer
camino hablaremos a los espíritus, los convenceremos y subyuga-
remos con las armas de la lógica; por el segundo, completaremos
la obra dirigiéndonos al corazón y a las imaginaciones, dispues-
tas ya por el eco de una convicción profunda y arraigada. En esto
último hay todavía otra ventaja más notable: como a seguida de
la refutación viene la parte patética, todo lo que la haya prepa-
rado es bien recibido y produce un efecto agradable, como lo pro-
duce en la música la ejecución de un preludio que dispone al oído
y á los afectos para las grandes armonías que debemos escuchar
después. (López).

127
Miguel Antonio De la Lama

4º. Debe ser completa e ingeniosa.– Completa, para que no quede


ningún punto por cubrir, ninguna fuerza enemiga por combatir y arro-
llar. Ingeniosa, para presentar los argumentos de nuestro competidor
del modo más ventajoso a nuestro designio, por el lado que pueden
recibir más fuerte y más serio ataque.

Todas las ideas son, por decirlo así, elásticas; y el entendimiento


que las crea, que las mide y que las calcula, puede fácilmente dilatarlas
o comprimirlas, darles varios giros, y hacerles presentar la superficie
que más le acomoda en sus sagaces combinaciones y en sus inagotables
recursos.

Cuando la idea en sí misma por su figura tersa y redonda, si nos


es lícito expresarnos de este modo, no da lugar a esos ensanches,
entonces se la mira por el lado de las consecuencias que admite, y
se ataca el resultado ya que no se puede atacar el precedente. De
todos modos hay ataque, y ataque que cuando no da la victoria al
que lo ensaya, produce por lo menos el enflaquecimiento y parcial
derrota en las fuerzas de su contrario.

Llevados de este designio, deberemos procurar ofrecer siem-


pre en las ideas que combatimos, el lado que más se preste a la
refutación de raciocinio, y a los espíritus, los convenceremos y
subyugaremos con las armas de la lógica; por el segundo comple-
taremos la obra dirigiéndonos al corazón y a las imaginaciones,
dispuestas ya por el eco de una convicción profunda y arraigada.
En esto último hay todavía otra ventaja más notable: como a se-
guida de la refutación viene la parte patética, todo lo que la haya
preparado es bien recibido y produce un efecto agradable, como
lo produce en la música la ejecución de un preludio que dispone
al oído y a los afectos para las grandes armonías que debemos
escuchar después. (López).

5º. No se debe usar la agudeza sino con gran economía.– Tal vez
en alguna ocasión sea oportuna una réplica pronta, que ridiculice algu-
na razón o argumento contrario, La agudeza suele a veces ser útil en
el Foro, y de ella usó Cicerón en varias ocasiones; pero debe usarse con
economía, y no hacer alarde de una dote, que llevada al exceso, supone
siempre ligereza de carácter.

128
Retórica Forense

6º. Conviene unas veces responder a cada razón, y otras a todas


juntas.– Sólo cuando haya un argumento que las destruya todas, se
deben derribar de un golpe. En los demás casos, conviene responder
detenida y separadamente a los principales; bastando a las veces una
ligera expresión para los segundos.

“Es un avaro o un necesitado, hablaba con envidia del caudal de


Pedro, tenía franca entrada en su casa, y conocía bien el lugar
donde estaba guardado el dinero, etc.- “Pero el día que se cometió
el robo, estaba a veinte lenguas de distancia”.- Esta respuesta
desbarata cuantos argumentos puedan oponerse.

Tachando Esquines a Demóstenes, que tenía la mano en el seno


mientras hablaba, él le respondió: “no es indecente perorar con
la mano en el seno, sino desempeñar con la mano en el seno una
embajada”; aludiendo a que cuando Esquines llevó una embajada
a Filipo, se dejó corromper por éste.

Debe sin embargo evitarse la bajeza, las acciones imitativas y la


frecuencia en las burlas. (Anaya).

7º. Los argumentos leves, así como se reúnen para probar, se se-
paran para impugnarlos.- Si el adversario ha hecho esa reunión de
pruebas débiles, para darles mas valor usando del ardid que antes in-
dicamos, convendrá mucho separarlas para reducirlas a la verdadera
importancia que cada una tenga en sí misma. La estratagema que se
habrá puesto en juego será la aplicación de aquel principio de Física
que nos dice: “que la fuerza unida es mas fuerte”; pero por este sencillo
y contrario medio, rebelarán los argumentos toda su flaqueza y desapa-
recerá el encanto que sólo debían a su colocación.

Se dice, por ejemplo, que “el acusado esperaba ser heredero”,


más, por esta razón los asesinatos se imputarían siempre a las
personas más allegadas y queridas, a los parientes, a los mismos
hijos. “Que estaba pobre”; pero la escasez de fortuna cuando no
la acompaña una vida criminal, no es razón bastante para hacer
creíbles tales delitos. “Que temía variase el testador su testamen-
to”; ¿Y cuánto más hacedero y seguro era reconciliarse con él y
adquirirse de nuevo su gracia?

¿Qué modo de raciocinar es ese, que persuade de los crímenes


más horrendos, por los motivos más débiles del mundo? (Anaya).

129
Miguel Antonio De la Lama

8º. Es útil descubrir contradicciones entre las razones del contra-


rio, o mostrar que no dañan, o convertirlas en sentido contrario.- Según
Aristóteles, disuadía un Sacerdote a su hijo de hablar al pueblo y para
ello le dijo: “si aconsejáis lo injusto, indignareis a los Dioses; si lo justo,
a los hombres”. A lo que el hijo contestó: “antes bien, si digo lo justo, los
Dioses me amarán; si lo injusto, los hombres”.

9º. Es conveniente que el que habla primero anticipe las refuta-


ciones de los argumentos que puedan hacérsele según queda dicho en
el número 76; y es también conveniente en algunos casos, como cuando
haya que desvanecer prevenciones contrarias, que el que hable des-
pués anteponga la refutación.

§7.
PERORACION

113. Idea de ella.– La peroración es la parte del discurso en


que el patético tiene su sitio propio y principal, aunque deban haberse
excitado los afectos en todos los parajes en que cuadren bien y sean
reclamados con interés y naturalidad, y viene cuando ha llegado ya la
demostración a su mayor grado de fuerza, y se han refutado los argu-
mentos contrarios. En ella es que debe ostentarse la pasión en todo su
poder, aparecer con toda su fuerza, y reunir como en un foco las más
grandes imágenes y los más vehementes afectos.25

No se crea que la emoción debe producirse sólo en el lugar que


como principal le hemos señalado. A él pertenece casi siempre,
pero no de una manera exclusiva. Conviene con frecuencia ir de-
rramando en el discurso algunos golpes de pasión en los lugares
que la admiten, para despertar así la sensibilidad que después
debemos sacudir de un modo fuerte y violento, y allanar el cami-
no que más tarde habremos de cruzar con paso tan seguro como
osado y veloz.

En la parte patética, el Orador debe echar mano de todos sus


medios, tanto en la fuerza de las ideas como en su vehemencia y

25 Véase Patético en el número 141.

130
Retórica Forense

en el colorido de las imágenes. Esta parte del discurso no admite


nada que sea lánguido o frio. Si en el exordio se procuró conciliar-
se la atención y benevolencia de los oyentes, si en la narración
se presentó la materia con método y claridad, para colocarla en
la altura de todas las capacidades; y si en las pruebas se aspiró
a grabar una convicción acabada y profunda en el entendimiento
de los que nos escuchan; en este periodo los tiros deben ir al co-
razón y no omitir nada de lo que pueda interesarlo y conmoverlo.
(López).

114. La peroración no es parte necesaria del discurso.– Por


lo general, las defensas tienen dos partes conocidamente distintas; la
una que habla a la razón, la otra que se dirige a las pasiones: la prime-
ra es la demostración, la segunda la peroración. Si el Abogado procura
con esmero llenar cumplidamente ambas partes, podrá entregarse a
la consoladora confianza de conseguir su fin, y a la dulce convicción de
haber cumplido con su deber: lo demás no depende de nosotros ni pesa
sobre nuestras conciencias.

Más hay casos en que es inconveniente o en que no tiene cabida


la excitación de los afectos, como en las cuestiones de puro derecho, en
las discusiones de rigurosa dialéctica y en las simples controversias
sobre interés pecuniarios.

En el número 94 queda manifestado, que la demostración es la


única parte esencial del discurso; y así se confirma con lo que expone-
mos en el párrafo de la conclusión.

115. Reglas sobre la peroración.– Si la peroración es la parte


del discurso destinada exclusivamente al patético, las reglas de este
son las de aquella. En este lugar haremos sólo la siguiente advertencia:

En la peroración puede incurrirse, á las veces, en el desorden de


las ideas. El método y correcta formación de estas, es el mérito de la
parte de prueba; en que no habiéndose excitado todavía la pasión, y
hablándose con calma y serenidad, no es disimulable la inversión del
orden más conforme y riguroso; la peroración por el contrario es el des-
bordamiento del calor oratorio, y este arroja lejos de sí el compás para
servirse sólo de sus alas.

131
Miguel Antonio De la Lama

§8.
EPÍLOGO

116. Diferencia entre el epílogo y la peroración.– Muchos


confunden el epílogo o recapitulación, con la peroración o parte de efec-
tos; y sin embargo son cosas muy diversas, separadas por una línea
que no se puede equivocar. El epílogo se refiere a la demostración antes
hecha, a las ideas en ella presentadas; y la peroración, al sentimiento
que se procura excitar después de concluido aquel trabajo. El epílogo
repite, la peroración solo desflora: aquel habla al entendimiento, éste a
la pasión. Ni en su índole, pues, ni en su causa, ni en sus efectos, tienen
nada en común.

117. Utilidad del epílogo.– Cierto es que deben evitarse las


repeticiones, y que el epílogo no es más que una repetición. De lo cual
resulta, que en las causas breves y sencillas, no sería más que una se-
gunda edición del discurso: una repetición fastidiosa de lo ya expuesto.

No sucede lo mismo en las causas graves, complicadas y arduas,


en que ha sido preciso extenderse mucho en la defensa y producir un
discurso largo y sobrecargado de cuestiones y medio de prueba distin-
tos, en ellas es incontestable la oportunidad de reasumir todo lo más
interesante, y aquellas ideas capitales que son como los guiones de la
memoria para conservar y retener el discurso.

López piensa que la teoría del epílogo tiene su confirmación y su


apoyo en la naturaleza, y lo demuestra en los siguientes términos:

Siempre son defectuosas las repeticiones en la parte de racioci-


nio; porque quieta y sosegada en ella el alma, debe suponerse
fresca y exacta la memoria, fija la vista en el orden del discurso,
en lo que se dijo, y en lo que queda por decir; pero no sucede así en
la pasión. En esta el calor domina, y ya vimos como excusa hasta
el desorden de las ideas. El epílogo viene a seguida de la parte
patética; cuando todavía el Orador esta poseído de sus arranques
y de sus transportes; cuando toma repetición como un desahogo,
porque la razón que cree asistirle le oprime y sofoca con su peso.
Esta parte del discurso tiene su fundamento como todas en la
observación. Es indudable que una persona que habla apasiona-
da repite con frecuencias las mismas ideas, porque estas, en su

132
Retórica Forense

movimiento incesante y rápido, se ofrecen continuamente a la


imaginación que afecta, la cual no puede condenar a la apatía ni
al silencio tan multiplicadas excitaciones. La teoría del epílogo,
pues, tiene su conformación y su apoyo en la naturaleza.

118. Cuál debe ser el fin del Orador en el epílogo.– El objeto


del epílogo es traer a un punto de vista el más sencillo, el más lacónico
y perceptible, todo lo que se ha dicho. El Orador debe, pues, procurar
entresacar del cúmulo de ideas que ha formado la defensa, las princi-
pales y más concluyentes; y exponerlas en breves palabras por el lado
que más impresionen y con tal ingenio y maestría que causen una se-
gunda impresión más poderosa y penetrante que la primera.

Para eso se necesita ver, con la mayor claridad, toda la gene-


ración de los principios, de sus consecuencias; la cuestión en su pun-
to céntrico; la alegación y las réplicas; abrazar ese gran todo de una
ojeada, abarcarlo con el pensamiento en uno de sus movimientos de
su concentración; notar los puntos salientes, y presentarlos con tanta
viveza como exactitud. El epílogo que reúna estas circunstancias, aña-
de mucha fuerza a la defensa, hace las veces de un discurso nuevo, y
sirve para enclavar otra vez en el alma y en el corazón la convicción y
la persuasión que han sido el objeto de todos nuestros afanes.

119. Utilidad de los paralelos.– Como en el epílogo se trata


con especialidad de dejar una impresión intensa y permanente, y como
a ello conduce en gran manera establecer un examen o comparación en
pocas pinceladas de causa a causa, de derecho a derecho de razones a
razones, y de personas a personas; los paralelos, que tienen este objeto
determinando, pueden ser muy ventajosos.

Al lado de una causa sostenida de una parte con ardides y es-


tratagemas, resalta más la razón de quien se ha conducido en ella con
lealtad y noble franqueza: a la vista de un derecho vago, oscuro e in-
determinado, ostenta doblemente su valor otro que se ha demostrado
hasta la evidencia por prueba seguras e irrecusables; las razones fúti-
les y contradictorias, revelan más su pequeñez cuando se las mira en
contraposición de otras poderosas que se enlazan y sostienen mutua-
mente; y por último, un hombre díscolo y osado, de conducta abando-
nada, entregado al ocio y a los vicios nunca parece más detestable, que

133
Miguel Antonio De la Lama

cuando se le compara con otro, prudente y medido en su conducta, mo-


rigerado e irreprensible, dedicado al trabajo, al cuidado de su familia y
al cumplimiento de todos los deberes domésticos y sociales.

Cuando se manejan bien los paralelos dan un resultado seguro;


porque en ellos el colorido es siempre vivo, y como los extremos
que se pone en parangón se tocan en todas sus dimensiones, se
hacen más perceptibles y notables todas las diferencias. Este es
el último golpe que acaba de desvanecer si alguna duda quedase,
y de arraigar la convicción de una manera decisiva y aún inde-
leble.

120. Reglas sobre el epílogo.– Después de lo dicho pueden re-


ducirse a estas tres:

1º. Como el epílogo es una repetición; a fin de que el resumen no


se haga pesado y enojoso, debe darse otra forma a las ideas, otras apa-
riencias y otro traje, para que aunque se conozca que es lo mismo que
antes se oyó, haya al menos el cebo y el atractivo de la variedad.

La regla de los retóricos es que se proceda con tal arte, que se en-
cuentre novedad en la repetición misma; y que parezca, no que se anda
por segunda vez el mismo camino, sino solo que se renueva la memoria
de los que antes hemos escuchado.

2º. La cualidad característica del epilogo es la precisión. En él no


se trata ya de discutir la justicia ni la verdad de lo que se ha propuesto,
sino de contraerlo a un punto de vista decisivo. El oyente desea natu-
ralmente que le dé descanso, después de haber tenido por largo tiempo
ligada su atención a un mismo objeto: y como ya no aguarda que se le
diga cosa nueva, si no se le engríe en el epílogo con el encanto de una
expresión selecta y la velocidad de los conceptos, se le impacienta, en
vez de atraerse su benevolencia.

Para López, un epílogo no es más que un relámpago.

3º. Cuando el número y complicaciones de las cuestiones daría


demasiada extensión al epílogo, conviene hacer uno pequeño al fin de
cada parte de la discusión, y concluir después el discurso por un resu-
men general, que viene a ser un epílogo de los epílogos.

134
Retórica Forense

S9.
CONCLUSION

121. Importancia y dificultad de la conclusión.– El Orador


no debe poner término a su discurso repentinamente, sino por medio
de una conclusión en la que complete el triunfo que haya obtenido y
dejando una impresión que sea como eco fiel que repita sus palabras
después que se haya apagado su voz.

Se puede concluir después de la argumentación, de la refutación,


de la peroración o del epílogo; pero la dificultad estriba en la elección
del punto y del modo en que se debe terminarse la defensa, lo que exige
mucha observación y gran tino, porque casi siempre determinan esa
elección las circunstancias, y estas son por lo común instantáneas e
imprevistas. De la oportunidad y acierto en esa parte, depende muchas
veces que el efecto se complete, o se destruya.

“Casi siempre sabe el Orador como va a empezar; pero no puede


calcular cuándo y cómo va a concluir”.

122. Reglas sobre la conclusión.– Apenas es posible dar las


siguientes:

1º. El Orador debe observar mucho el estado de persuasión de los


Jueces, el asentimiento que dan a sus palabras, el interés que en ellos
producen; y cuando note que el efecto es conocido y completo, en cuanto
puede serlo, debe poner término a su discurso.

2º. Según el género y carácter particular de cada asunto, y con-


tinuando el estilo predominante del discurso, debe el Orador elegir el
género de conclusión que halle más conveniente. En unas causas se
concluye simplemente, deduciendo por consecuencia la proposición que
el Orador se propuso demostrar. En otras, se despedirá con un ataque
general, en que trabajarán a un tiempo la conmoción y la demostra-
ción. Y en otras, en fin, con movimientos súbitos y enérgicos sobre las
ideas más notables. Estos podrán ser, ya el recuerdo y reproducción de
un principio decisivo, o bien un apostrofe picante, o una exclamación
vehemente, o ya una interrogación de aquellas que confunde, aterran y
llevan en si mismas la respuesta.

135
Miguel Antonio De la Lama

3º. Conviene que la conclusión sea estudiada, y de la misma en-


tonación que la parte animada del discurso; porque de otro modo se
naufraga al tocar ya en el puerto.

Si se termina de una manera tibia, la impresión decae o se debili-


ta, y el recuerdo corresponde a esta languidez; porque los recuerdos, co-
mo los ecos, responden siempre a las últimas palabras que resonaron.

El trabajo de una larga y bien enumerada arenga se pierde o re-


baja mucho, cuando en su conclusión decae o se debilita; y por el
contrario, la impresión que pudo causar se aviva y reanima si la
terminación es propia y bien desempeñada.

El Abogado debe procurar imitar a los gladiadores romanos, que


una de las cosas que más estudiaba era el modo de caer con dig-
nidad y con gracia en la arena del Circo.

Ya sea que el Orador pueda lisonjearse con las apariencias de


haber vencido, o ya que presienta que va a alcanzarle la triste
suerte de ser derrotado, siempre debe cuidar mucho de las últi-
mas palabras que salen de su boca; porque estas son su postrer
esfuerzo, y serán también su dogal o su corona. (López).

4º. En la demostración y la peroración, la gran regla es que deben


concluirse con lo más fuerte, con aquello en que consista principalmen-
te el éxito favorable de la causa; regla que es preciso observar con ma-
yor razón cuando a lo que se pone término es al discurso.

5º. De las reglas anteriores se deduce, que la conclusión debe ser


breve, sin digresiones y por lo general, apasionada. “Es preciso no bur-
larse de los oyentes, que crean que el Orador va a concluir, y se llevan
chasco”.

136
CAPÍTULO V
OPERACIONES DEL ESPÍRITU EN EL DISCURSO

SUMARIO:- 123. Determinación de ellas.– 124. En que consiste la In-


vención: sus manantiales.– 125. En que consiste la Disposición.– 126.
Reglas sobre ella.– 127. Diversas opiniones sobre el significado de las
voces Elocución y Estilo.– 128. Partes constitutivas de la eloción.– 129.
En qué consiste la perfecta elocución.– 130. Sus formas generales.–
131. Clasificación de sus cualidades.– 132. Subdivisión y enumeración
de sus cualidades esenciales: idea y reglas de cada una de ellas.– Cua-
lidades peculiares de la elocución forense.– 133. El estilo existe en
el entendimiento y en la dicción.– 134. Diferencia entre el estilo y la
dicción.– 135. Partes que deben considerarse en el estilo, en cuan-
to a los pensamientos.– 136. En que consiste el carácter del estilo:
ejemplo.– 137. En qué consiste el colorido del estilo: ejemplo.– 138.
Partes de la dicción que sirven principalmente para el colorido.– 139.
Definición e importancia del estilo oratorio.– 140. Causas del estilo
desaliñado en los discursos forenses.– 141. Clasificación del estilo.–
142. Enumeración de los estilos más generales.– 143. Idea y reglas
de las cualidades accidentales de la elocución o distintos géneros de
estilo.– 144. Importancia de la pronunciación: elocuencia córporis.–
145. Elementos de que consta.- lo que hay que considerar en la voz;
reglas sobre el tono, las inflexiones (declamaciones) y la celeridad.–
146. Reglas sobre el gesto y la acción.– 147. Reglas especiales para
el abogado; su fundamento: tono, inflexiones (énfasis), celeridad, ex-
presión del semblante, acción o ademán.– 148. Concurrencia de las
operaciones del espíritu en cada una de las partes del discurso.

123. Determinación de las operaciones del espíritu que


entran en el discurso.– El Orador antes de empezar a hablar, debe
reducir en su mente a una fórmula clara y determinada, cuatro cosas
muy diversas; a saber: qué es lo que va a decir, dónde o en qué parte

137
Miguel Antonio De la Lama

del discurso lo debe decir, en qué forma lo ha de decir o exponer, y cómo


debe manejar la voz, el gesto y la acción, porque en todo discurso debe
haber ideas, orden, formas y lenguaje.

Por lo cual han dicho los Retóricos que el Orador necesita hallar
los argumentos, presentarlos en un orden conveniente, adornarlos con
palabras y expresarlos con decencia y decoro; y esto es lo que han lla-
mado invención, disposición, elocución y pronunciación.

Las dos primeras se contraen a las ideas o pensamientos en sí


mismos, a trabajos preparatorios para encontrar materiales y darles
colocación, con lo que se tiene ya el plan; mientras que las dos segundas
se refieren a las formas de la expresión.

Todo el discurso se reduce en el orden de operaciones que deben


precederle, a buscar y encontrar los materiales, a disponerlos y
a arreglarlos en forma más oportuna, a darles barniz que los ha-
ga más interesantes, y a exponerlos por último, con ayuda de la
acción, del modo que produzcan más efecto y una impresión más
agradable, fuerte o sublime.

El privilegio de los talentos y del genio, está en encontrar en las


cosas las relaciones más importantes y representarlas con formas
que correspondan a esta grandeza. (López).

§1.
INVENCIÓN

124. En que consiste: sus manantiales.– Esta operación del


espíritu consiste en buscar y encontrar las ideas y argumentos con que
nos proponemos formar o construir el discurso.

Más; ¿cómo se hallan esas ideas, esos argumentos? ¿cuál es la


fuente donde se ha de recurrir?

Conocimientos extensos adquiridos por el estudio; el hábito de


reflexionar sobre las cosas; y un examen contínuo y profundo sobre las
materias de que quiere ocuparse, he aquí los manantiales de la inven-
ción de donde ha de sacar el Orador todos sus recursos.

Sin ideas no es posible ni aún hablar. El estudio asiduo para


hacerse con conocimientos extensos y profundos: tal es el secreto

138
Retórica Forense

para adquirir abundancia en la invención, y que ésta se ofrezca,


no como un terreno agostado ó estéril, sino como una tierra vir-
gen y feraz que presente por todas partes lozanas y sazonadas
producciones.

A proporción que la elocución debe ser más larga y sostenida, se


necesita para mantenerla mayor número de conocimientos; y el
caudal de éstos debe ser más considerable en el orador, que se ve
todos los días en la necesidad de tratar materias heterogéneas,
y de contraerse a objetos tan difíciles como complicados. El que
quiera llenar el vacío que forma la ignorancia con palabras va-
cías, matará el tiempo, hará ciertamente un ruido confuso e in-
comprensible; pero jamás pronunciará un discurso que convenza
ni haga sentir.

Pero el estudio es como los alimentos, que no prestan sustan-


cia alguna cuando no se digieren; para digerirlo se necesita esa
elaboración mental que llamamos reflexión. Asimilarse las ideas
no es sólo retenerlas. Cuando permanece hacinadas y en tropel,
forman una erudición desordenada e indigesta que no dá al en-
tendimiento sino oscuridad y embarazo; pero llega la meditación,
y del caos sale la luz. Por ella pasamos revista a los conocimientos
adquiridos, los analizamos, les damos en la mente la colocación
que les faltaba, formamos un sistema, y en esta filiación nueva,
una idea llama a otra, de un principio surgen todas las conse-
cuencias que admite y se llega a aquel punto de superioridad y
dominio que constituye el verdadero saber.

El que haya de alcanzarlo ha de entregarse a la meditación


solitaria. En esas horas calladas de recogimiento no está sólo;
puesto que le acompañan las grandes producciones de tantos
sabios y de tantos genios, entre cuyo recuerdo y a cuyo hálito
se mueve el alma ansiosa de beber en sus inagotables rauda-
les. Piensa, medita, comprende lo que antes se escapaba a una
atención superficial, adquiere el movimiento que le imprimen
aquellos resortes elásticos, ensaya a volar, y al fin encuentra y
crea: he aquí el Orador.

Más, la creación fantástica es sólo una disposición feliz que el


Orador necesita aplicar a un objeto dado. Aconsejemos que este
objeto se examine con todo detenimiento antes de hacerlo materia
de un discurso; porque sólo este examen nos ha de mostrar filón

139
Miguel Antonio De la Lama

en la rica mina de los argumentos o razones. La vista de la inte-


ligencia es miope: es necesario acercarnos al objeto, examinarlo
en todas sus dimensiones, recoger todas las ideas que le conviene,
componerlas y descomponerlas sucesivamente, descubrir el pun-
to de vista más interesante en que deben ser presentadas, darles
por último plan y formas de enunciación: he aquí el trabajo y el
fruto de la invención oratoria. (López).

§2.
DISPOSICIÓN

125. En que consiste.– La disposición consiste en la mejor colo-


cación que se dé a las razones o argumentos que han venido a formar
el arsenal del Orador.

126. Reglas sobre ella.– De la disposición nos hemos ocupado


ya al hablar de las partes del discurso; pero debemos concretar las si-
guientes reglas:

1º. El Orador no debe pasar jamás a la disposición, sin conocer


antes perfectamente la naturaleza, trabazón, adherencias y afinidades
de los argumentos que va a hablar, con toda claridad y exactitud; por-
que sólo así podrá dar a su discurso la unidad que le es tan necesaria,
y presentar sus observaciones en el mejor orden posible.

Si antes de haberlos comprendido con esta claridad, quiere en-


trar en la disposición de su discurso, se verá detenido a cada
momento, tendrá que abandonar el camino que había tomado y
seguir otro diferente y acaso contrario, y verá con disgusto que
sus pensamientos flotan en la oscuridad y el desorden, en vez de
arrojar la luz y la convicción a que aspira en sus inútiles conatos.
Más si no se da un paso en disposición hasta haber conocido exac-
tamente cuanto la invención ha reunido para formar el discurso,
entonces los argumentos y las ideas todas trazan en la cabeza del
Orador, como un árbol genealógico en que se descubren al primer
golpe de vista de todas las generaciones, y entonces el plan del
discurso será a su mirada contemplativa lo que es a nuestra vista
el árbol del jardín bien dirigido por la mano del podador, que nos
hace ver el punto de unión y de procedencia que todas las ramas
tienen con el tronco.

140
Retórica Forense

Cuando la idea cardinal se ve dominar y producir a todas las


otras, la obra se desempeña casi por si misma; y el Orador, así en
la formula mental que da a sus concepciones, como en sus elocu-
ción en la tribuna, no encuentra trabas ni obstáculos y corre libre
y desembarazado con la facilidad que le da la ventaja incalcula-
ble del método más riguroso.

2º. Una vez comprendidos los elementos del discurso en todas


sus relaciones, lo primero que debe hacerse es elegir y separar las
ideas que han de formar el exordio, la proposición, la narración y la
división cuando haya de haberlas; procurando que por su sencillez
y claridad correspondan al fin, que no es otro que el de preparar el
conocimiento de la cuestión, y presentar esta manera más lacónica y
perceptible, A seguida debe hacerse igual elección y separación res-
pecto a las ideas que han de formar el cuerpo del discurso, que es la
parte de prueba; cuidando mucho de que aquellas sean perentorias e
indeclinables, y que en si mismas tengan una fuerza que no se pueda
destruir.

Todas las ideas tienen su enlace y puntos de contacto que las


ligan o aproximan, y es muy de atender esta genealogía para no alte-
rarla, en el plan que se dé a nuestra alocución.

Por último; se debe hacer igual elección y separación con las ideas
que deben formar la peroración y la conclusión: las que más puedan ex-
citar y conmover, para que los golpes al corazón vengan a concluir la
obra que empezó la razón serena y tranquila.

3º. Toda la dificultad de la disposición está en encontrar la uni-


dad y hacerla servir a nuestro objeto.

Para ello ha de cuidarse mucho de no separar las ideas que deben


estar unidas, ni unir las que deben estar separadas; pues el faltar a
esta regla produce siempre confusión.

4º. Es aplicable a la disposición, lo que dejamos dicho en el núme-


ro 109 inciso 12 sobre las transiciones en las pruebas.

5º. Cuando se entra en la disposición, el modo más sencillo es ir


numerando los pensamientos sobre el papel en que están apuntados, y
significando por medio de estos números el orden gradual y sucesivo en
que aquellos se deben exponer.

141
Miguel Antonio De la Lama

§3.
ELOCUCIÓN

127. Elocución y Estilo: diversas opiniones sobre el signifi-


cado de esas voces: la nuestra.– Ambas se refieren a la manera de
expresar los conceptos.

Algunos autores, como Anaya, no establecen diferencia entre


ellas. Otros, como los de la Enciclopedia Moderna, dicen que la voz
elocución se aplica a la conversación, y estilo a las obras y discursos
oratorios.

En nuestros colegios de instrucción media siguiendo a Hermo-


silla, se enseña que, rigurosamente hablando, elocución se aplica al
lenguaje hablado; y estilo al lenguaje escrito.

“Elocución, dice la Academia, es la manera de hacer uso de la pa-


labra para expresar los conceptos –acertada elección y distribución de
las palabras y los pensamientos en el discurso–. Estilo, es la manera de
escribir o de hablar, no por lo que respecta a las cualidades esenciales
y permanentes del lenguaje, sino en cuanto a lo accidental, variable y
característico del modo de formar, combinar y enlazar los giros, frases
y cláusulas o periodos para expresar los conceptos: también, manera de
escribir o de hablar peculiar y privativa de un Escritor o de un Orador,
o sea carácter especial que, en cuanto al modo de expresar los conceptos
da un autor a sus obras, y es como sello de su personalidad literaria.”

De acuerdo con la noción académica, nos inclinamos a creer, co-


mo Coll y Vehí, que la palabra elocución se refiere a las propiedades
o cualidades permanentes del discurso, y que la palabra estilo se usa
mas bien para significar lo accidental, lo variable.

Por lo mismo, el estilo es inseparable de la elocución, como lo es


la forma del cuerpo, comparación que hace Quintiliano. Los distintos
géneros de estilo son cualidades accidentales de la elocución: el estilo
es la suma o resultado de todas sus buenas y malas cualidades.

Así como la especie humana presenta un tipo general y constante


que distingue al hombre de los demás seres, al propio tiempo que
una variedad de razas, pueblos, familias e individuos; asimismo
el estilo, sin traspasar los límites que esencialmente constituyen
la buena elocución, presenta una variedad notable de géneros y

142
Retórica Forense

especies, y recibe, por último, el sello individual del escritor. (Coll


y Vehí).

128. Partes constitutivas de la elocución.– Entendemos por


pensamiento, todo lo que nos proponemos comunicar a los demás, cuan-
do hablamos o escribimos; y por lenguaje, la colección de signos de que
nos valemos para conseguir este objeto: tratándose del oral, los signos
son los sonidos articulados o palabras.

Ahora bien; las ideas o pensamientos primarios se pueden produ-


cir de diferentes modos, Estos modos, o son pensamientos secundarios,
que sirven para desenvolver y presentar el principal, o son signos que
los manifiestan. Esos modos constituyen la elocución.

Los pensamientos secundarios y el lenguaje son, pues, las partes


constitutivas de la elocución.

129. En que consiste la perfecta elocución.– Si a la conclu-


sión anterior agregamos, que la relación entre el pensamiento y el len-
guaje es tan íntima, que no podemos hablar sin pensar, ni podemos
pensar sin hablar anteriormente; deduciremos que la verdadera elocu-
ción exige, tanto pensar bien, como enseñorearse bien del artificio de
la expresión.

El lenguaje es algo más que un simple medio de expresión; es


también un instrumento del pensamiento. Los adelantamientos
del lenguaje! Cuando en una nación se corrompe la lengua, el
espíritu nacional sufre profundas alteraciones; cuando la lengua
muere, muere la nacionalidad. (Coll y Vehí).

130. Formas generales: la elocución.– La elocución ofrece tres


formas generales: objetiva, subjetiva y mixta.
En la objetiva, parece que el entendimiento no hace más que ver
o percibir, y declarar lo que percibe por medio del lenguaje. Comprende
la narración y la descripción: tanto en la una como en la otra, aparecen
los fenómenos como independientes de nuestros juicios, y ambas pue-
den referirse a hechos y objetos, ya reales, ya imaginarios.

En la subjetiva predominan las apreciaciones y juicios que ha-


cemos de las cosas: generalizamos más, nos desprendemos más de los

143
Miguel Antonio De la Lama

fenómenos y de la materia, internándonos en las regiones del espíritu.


En la forma subjetiva se halla más profundamente retratada nuestra
personalidad.

La mixta es resultado de las dos precedentes. Es la forma dia-


logada, en la que se finge que dos o mas personas van manifestando
sucesivamente sus ideas de un modo parecido a lo que sucede en la
conversación, ora describiendo, ora narrando, ora enunciando juicios
y raciocinios.

Estas formas se combinan de mil maneras distintas en las obras


literarias, bien que siempre alguna de ellas prepondera sobre
las demás… En la mayor parte de los discursos oratorios, en las
obras morales, política y ascética, que se dirigen a la persuasión,
predomina la forma subjetiva. (Coll y Vehí).

131. Clasificación de las cualidades de la elocución.– Deja-


mos indicado en el número 127, que esas cualidades se distinguen en
esenciales y accidentales.

Las esenciales son pocas, constituyen el tipo fundamental de la


buena elocución y, por estar fundadas en la naturaleza misma del pen-
samiento y del lenguaje, deben hallarse reunidas, sin excepción algu-
na, en toda clase de obras literarias.

Las accidentales son infinitas y variables, constituyen los diver-


sos géneros de estilo, sus diversas especies y el carácter o fisonomía
particular que distingue a los escritores de alguna importancia.

De las cualidades accidentales nos ocupamos en el párrafo espe-


cial sobre el estilo.

132. Subdivisión y enumeración de las cualidades esencia-


les.– De las cualidades esenciales de la elocución, unas son propias
y peculiares de los pensamientos, otras pertenecen exclusivamente al
lenguaje y otras se refieren a la elocución en general, y dependen de los
pensamientos y del lenguaje a la vez.

La cualidad esencial del pensamiento, es la verdad.

144
Retórica Forense

Las cualidades esenciales del lenguaje, son: pureza, propiedad y


armonía.

Las cualidades esenciales de la elocución en general, son: hones-


tidad, claridad, precisión, unidad en la variedad, oportunidad, natura-
lidad y originalidad.
Los alumnos conocen ya las reglas sobre esas cualidades, desde
que hicieron el curso de Literatura General en la instrucción media;
por lo cual nos limitamos a indicarlas en el Apéndice.
Las cualidades peculiares de la elocución forense, son: severidad,
gravedad y dignidad; de las que nos hemos ocupado en los números 21
y 109 inciso 6º.

ESTILO

133. El estilo existe en el entendimiento y en la dicción.–


Los pensamientos secundarios y los signos que los manifiestan, pue-
den variarse subsistiendo el pensamiento principal; y esas variaciones
constituyen el estilo.

Así se ve que, propuesto un premio, y señalado al argumento


para una obra de cualquiera de las artes, cada uno de los op-
tantes le desempeña a su manera, o con su estilo particular,
presentando el argumento dado por distinto aspecto, la configu-
ración, la modificación que la idea fundamental recibe de todos
los pasos que dan el entendimiento y los órganos exteriores para
manifestarla. No se limita sólo a la dicción, sino comprende los
pensamientos, que principalmente le constituyen; los cuales se
concibe separados de la dicción, y pueden subsistir sin ella en
el espíritu.

Tradúzcase una oda de Horacio en alguno de los idiomas vulga-


res, la dicción del poeta desaparece en este caso, y sólo quedan
sus pensamientos; pero ¿Quién no llamará poético y horaciano el
estilo en la traducción?. Que se haga en prosa, y en una locución
corrompida, lánguida, rastrera; siempre que los pensamientos
se conserven, cualquiera dirá, después de reprobar el lenguaje,
que el argumento de aquella composición esta tratado en estilo
poético. Luego todos sienten, que haya un estilo separado de la
dicción, y que consiste en los pensamientos. (Pérez de Anaya).

145
Miguel Antonio De la Lama

El estilo existe entonces, tanto en el entendimiento como en la


dicción; aunque en acepción especial y usual se le considere sólo en
esta; o sea, en su manifestación exterior.

134. Diferencia entre el estilo y la dicción.– Aún en esa acep-


ción especial, el estilo no es la dicción misma, sino su manera y forma
particular. La dicción se constituye por las calidades generales y gra-
maticales, que pertenece a su correcta formación; el estilo consta de
las calidades especiales y retóricas, que la dicción recibe del talento y
gusto del hablista, tales como la sencillez, la grandeza, la energía, la
sonoridad.

El estilo pues modifica la dicción, así como modifica también los


pensamientos.

La palabra dicción tan solo dice relación con la elección de las pa-
labras y la contextura gramatical del discurso. La dicción de un
autor puede ser excelente, siendo pésimo el estilo. (Coll y Vehí).

135. Partes que deben considerarse en el estilo, cuanto a


los pensamientos.– Son: el carácter y colorido. El carácter es lo que le
da la forma al estilo y constituye su género o clase: el colorido templa o
aviva el carácter dentro de su mismo género.

El carácter en las obras es, dice Pérez de Anaya, como la disposi-


ción o inclinación dominante del ánimo a que se da este mismo nombre
en lo moral; la cual brilla en toda la conducta del hombre: el colorido es
como aquellos accidentes exteriores, que en francés se llaman maneras,
y en castellano modales, por lo que un mismo carácter o inclinación se
manifiesta en varias personas, con más o menos delicadeza o despejo.

El carácter es la figura y combinación de los miembros subalter-


nos que en la puntura se llama diseño, y en el rostro humano fisono-
mía: el colorido es, así como en la pintura y en el rostro, el que hace más
o menos visibles y brillantes aquellos miembros o facciones.

136. En qué consiste el carácter del estilo.– En todo discurso


hay una idea primaria y general, o varias si se le divide en partes; des-
envueltas por otras particulares, que presentan el objeto en sus últimas

146
Retórica Forense

diferencias. En la elección de estas ideas particulares, subordinadas a


las generales, es en lo que consiste el carácter del estilo.

Ejemplo.- Varios Oradores se proponen hablar contra la ambi-


ción de las conquistas. Este es el argumento o idea primaria y general.

El asunto es extenso y se le divide en estas tres partes: 1º., Las


conquistas no producen ventajas sólidas a quien las emprende; 2º., son
la asolación de los pueblos vencidos; 3º., son la ruina de los vencedores.
Esas tres partes son otras ideas principales, o tres puntos de vista por
donde puede mirarse el objeto.

Uno de los Oradores discurrirá sobre los verdaderos principios


de la felicidad pública, y hablará más a la razón; otro pintará los pue-
blos desolados y los campos yermos por la guerra, y hablará más a la
fantasía; otro lo hará con mas pompa y floridez; otro con mas fuego y
vehemencia. El razonamiento del primero será más filosófico, el del
segundo más poético, el del tercero más bello, y el último más sublime.

He aquí de donde reciben sus nombres los estilos, y lo que cons-


tituye su carácter.

Las ideas principales no hacen más que trazar el plan: aún no


muestran el estilo, que consiste en la manera de su desempeño.
En ellas sólo se ve el objeto de la obra confusamente, y todavía
no aparece el autor, de quien es el modo peculiar de manejarlo.
Son ideas muy generales, y casi nada dicen al entendimiento, ni
a la imaginación. Se necesitan otras muchas que las explanen,
que las comprueben, en una palabra, que las analicen; y estas
ideas particulares pueden ser de distinta naturaleza, según las
disposiciones del escritor, y su modo de sentir y ver los objetos.
(Pérez de Anaya).

137. En que consiste el colorido del estilo.– Las ideas secun-


darias, que constituyen el carácter del estilo, se presentan con más o
menos viveza, según los últimos toques o lineamientos que se les dan.
Aquellas solo forman el dibujo: es necesario darles la última mano.
Esto se hace por medio de otras ideas accesorias, que notan las circuns-
tancias más tenues y delicadas; las cuales se ofrecen a la mente con
suma ligereza, y sirven para dar exactitud a los pensamientos, y avivar
y definir los contornos de las imágenes.

147
Miguel Antonio De la Lama

En esas ideas accesorias está el colorido del estilo.

Ejemplo.- En la canción de Lupercio a Felipe II hay este pensa-


miento –La sagrada oliva formará tu corona–- Pero el poeta lo expresa
de la siguiente manera:

“O retorcido en tu corona hermosa, Sus hojas tenderá el olivo


sacro…”

¡Con cuanta mas viveza se presenta aquí. Retorcido tenderá sus


hojas. Parece que se ven separarse y extenderse las hojas por el retor-
cimiento de la rama. Esto es dar colorido al estilo.

Como el colorido estriba, agrega Pérez de Anaya, en estos pensa-


mientos ligeros, que se expresan las más veces con una palabra,
confina tanto con la dicción, y suele estar tan asido a las voces,
que se pierde cuando se mudan algunas de ellas. Así esta parte
del estilo es la más difícil de conservar en las traducciones. Tene-
mos una de las Eneida en prosa rastrera, hecha por Diego López,
en la cual absolutamente falta el colorido del estilo; sin embargo
de que se conserva el carácter épico, que consiste en pensamien-
tos más notables; no de otra manera , que permanece la fisono-
mía, aunque se pierda el color del rostro, o queda el diseño en un
cuadro deslabazado.

138. Partes de la dicción que sirven principalmente para


el colorido.– Estas son:
1º. Los verbos gráficos o descriptivos, que presentan con suma
viveza el estado o la acción, y dan movimiento aun a las cosas inanima-
das, Tal es el verlo temblar en estos veros de Valbuena:
“Sale el dorado Sol, la mar se altera, tiembla la luz sobre el cris-
tal sombrío…”
2º. Los epítetos pintorescos; es decir, aquellos adjetivos que sig-
nifican las calidades más sensibles de las cosas; como retorcido, en los
anteriores versos de Lupercio.

139. Definición e importancia del estilo oratorio.– La de-


finición que se da generalmente del estilo oratorio, es: “la manera

148
Retórica Forense

particular en que, según las reglas del arte, explicamos nuestros pen-
samientos para convencer, deleitar y mover, que son los fines de la
elocuencia”.

De esa definición se deduce la importancia del estilo: es la parte


esencial de la elocuencia, y la que caracteriza al Orador. “El estilo es
alma de la elocuencia” como lo llamó Capmany.

Es necesario que, mirando la locución oratoria con todo el interés


que merece, y advertidos de lo mucho que influye en el éxito de
nuestros discursos, procuremos adquirir un estilo arreglado a los
principios del arte, para que nuestras oraciones tengan todo el
mérito, lucimiento y brillo que corresponde. (Sainz de Andino).

140. Causas del estilo desaliñado en los discursos foren-


ses.– Además de las indicadas el número 23 inciso 3º podemos señalar
las siguientes:

1º. La dificultad de que el Orador tenga siempre a su disposición,


un caudal de voces adecuadas para representar exactamente todo lo
que piensa y siente, transmitir a sus oyentes su propio convencimiento,
su agitación y sus emociones, mover y calmar las pasiones a su placer,
y dar el entendimiento y al corazón la dirección que le conviene.

2º. Que la mayor parte de los Abogados, mirando como base esen-
cial de su profesión la Jurisprudencia, se contraen a ella, y descuidan lo
concerniente al estilo, desconociendo así las ventajas de proponer sus
discursos bajo las reglas y principios de la Oratoria.

3º. Que otros se desaniman del estudio de la Oratoria, porque


no se encuentran con las disposiciones naturales que exige este arte
delicado.

Es cierto que para tener el caudal de voces a que nos referimos


en la causa 1º., se necesita de un ingenio raro, de un discernimiento
penetrante, de una viveza singular, de una imaginación fecunda, y de
una sensibilidad exquisita; pero no es menos cierto, que el trabajo y la
aplicación, si bien no borran enteramente las tachas que hubiéremos
sacado de la misma naturaleza, con el tiempo las corrigen y enmien-
dan. No debe confundirse, dice Andino, la posesión plena de todas las
gracias, dones y requisitos para formar un Orador perfecto, con la ca-
pacidad precisa para no incurrir en defectos y errores imperdonables.

149
Miguel Antonio De la Lama

4º. Que el curso de Retórica Forense no figura en el plan de estu-


dios de Facultades de Jurisprudencia.

Cedemos a Ucelay la explicación de este punto. “En el plan ge-


neral de estudios de 17 de Setiembre de 1845, se fundó una cátedra
llamada de Estilo y Elocuencia con aplicación al foro; comprendiendo
el Gobierno y los hombres de administración, autores de las reformas
de aquella época, que el joven que asistía a la Facultad de Derecho,
para obtener el título de Abogado, debía no solo estudiar la ciencia del
Derecho, sino también ejercer la profesión para la cual le habilitaba
el título, ya como defensor de los Tribunales, ya como funcionario del
Ministerio fiscal en representación del Estado, interesado tanto como
los particulares, en que sus derechos, sus intereses mismos y la auto-
ridad sagrada y respetable de la ley, fueses dignamente defendidos en
los estrados.- Circunstancias y razones que no acertó nadie a explicar-
se, hicieron posteriormente suprimir esa asignatura; tal vez porque se
creyó, como se ha creído en esta última reforma, que en la de Procedi-
miento y Practica Forense, podía tener cabida la enseñanza a que se
estaba aquella dedicada. Que esto no es posible, ni se verifica de modo
alguno, lo saben cuántos han asistido a las aulas de las Facultades de
Derecho y cuantos conocen lo extenso y complicado de tales asignatu-
ras. Resultado de esto es, que los jóvenes que comienzan la carrera, y
que no han tenido el tino la tortura de practicar concienzudamente al
lado de hombre docto y entendido en su ejercicio, se presentan en los
Tribunales plagados de defectos, sin ninguna de las cualidades que se
adquieren con el arte y con el estudio, y en no pocos casos desmayan,
si no sucumben, abrumados por las dificultades, por los disgustos que
produce la falta de apoyo y de sana y prudente dirección. Y lo que fue
en un principio ligero defecto, llega a convertirse en pernicioso hábi-
to; las más brillantes condiciones se pierden en vez de desarrollarse y
perfeccionarse, las reputaciones padecen, y se ven todos los días en los
estrados Abogados y Fiscales que no alcanzan a llenar debidamente su
misión, más que por falta de fuerzas y de buen deseo, por carencia de
dirección y estudio”.

Aunque las ventajas inapreciables de una imaginación brillante


y de una sensibilidad viva y profunda, y los dotes privilegiados
de una fisonomía expresiva, de un órgano agradable, de una voz
flexible, de una articulación clara, de un acento penetrante y de
una acción majestuosa, no son generales ni comunes a todos;

150
Retórica Forense

ninguno está impedido, por carecer de algunas o de todas estas


perfecciones, de pulir y arreglar su locución, y a todos les es dado
poder evitar las frases triviales o bárbaras, las expresiones bas-
tardas, las repeticiones, las redundancias, las incorrección grose-
ras del lenguaje o de la pronunciación, el desentono ridículo, la
fastidiosa monotonía en el tono, los gritos descompasados, la des-
compostura y desarreglo en los movimientos, las contorsiones y
otros muchos vicios de rutina, de que es fácil preservarse estando
sobre si, y acostumbrándose a buenas maneras.- Confiemos que
el hechizo de las bellezas naturales de una buena composición,
el progreso que hace el buen gusto en este siglo, la emulación
plausible que excita el ejemplo de algunos Abogados estudiosos
y celosos de la gloria de su ministerio, la protección de los Ma-
gistrados que tan poderosamente puede influir en el fomento de
esta parte de la literatura, y finalmente el empeño que en las
postreras ordenanzas literarias ha manifestado el Gobierno en
que los letrados no carezcan de los conocimientos oratorios, su-
poniéndolos, con evidente razón, muy necesarios para el ejerci-
cio de su profesión, concurrirán simultáneamente, para que se
corrija el descuido que hasta ahora ha habido en el estilo de los
informes judiciales; con lo que conseguiremos que nuestro foro
no desmerezca del estado floreciente en que se van poniendo los
de otros pueblos cultos, que de media centuria acá se esmeran en
desterrar todos los abusos rutinarios, que hemos heredado de los
siglos oscuros, y en dar a las discusiones judiciales la sencillez,
naturalidad, buen método y elegancia, que corresponden a un ac-
to majestuoso, tan grave e importante, como la administración de
justicia. (Sainz de Andino).

141. Clasificación del estilo.– No es posible clasificar las va-


riedades del estilo por una división exacta. La diversidad de las cosas
que se tratan y la infinidad de lados y relaciones porque pueden mi-
rarse, influye en la variedad de los pensamientos, y por consiguiente
en la del estilo. Influyen también el escogimiento, las combinaciones
y giros de la dicción, los cuales admiten innumerables grados y mo-
dificaciones.

Cicerón y Quintiliano, fijándose en el ornato, y señalando solo las


diferencias mas notables y extremas, lo dividen en sencillo, templado
y sublime.

151
Miguel Antonio De la Lama

El estilo sencillo, solo admite ciertas galas ligeras, que parecen


producidas por la materia involuntariamente, como en las conversa-
ciones familiares. Los otros dos dividen entre sí los adornos del arte: el
templado, toma todos los que pertenecen a la belleza y a la gracia; y el
sublime, los que a la fuerza y magnificencia.

Estos tres géneros, dice Cicerón, corresponden a los tres oficios


del que habla: el sencillo sirve para instruir, el templado para deleitar,
el sublime para mover.

Tanto Cicerón como Quintiliano sabían muy bien, dice Coll y Ve-
hí, que en una obra de alguna extensión se combinaban estos tres gé-
neros del estilo, y que entre estos tipos fundamentales había distintas
e inapreciables gradaciones, como sucede con la rosa de los vientos.
Decían que el estilo tenue predominaba en el género didáctico, que el
templado era propio de los asuntos agradables, y el grave o sublime de
los que por su importancia agitaban las pasiones: que el primero era el
lenguaje de la razón fría; el segundo, el de la imaginación; el tercero,
el de la sensibilidad fuertemente excitada: reconocían, por último, que
la verdadera elocuencia consistía en aplicar convenientemente el estilo
al asunto.

Bajo tales conceptos, la anterior división tiene la utilidad, siquie-


ra, de fijar los puntos cardinales que marcan las diferencias fundamen-
tales de los estilos; por lo cual la aceptamos, no obstante el desdén con
que la tratan algunos autores modernos.

Hay otra división venida de los griegos, que se funda en la dife-


rencia de estilo entre los lugares –lacónico, el sentencioso y conci-
so: de los habitantes de la antigua laconia, llamados espartanos o
lacedemonios, del nombre de su capital –ático, el correcto y muy
limpio, que desecha todo lo vano y redundante: de los atenienses
–asiático, el hinchado y copioso: de Asia y –rodio, el que no tiene
la concisión del ático, ni la abundancia del asiático: de los habi-
tantes de Rodas.

En el día, la voz aticismo se emplea para indicar la corrección, la


pulidez, la correcta elegancia, el buen gusto del estilo.

142. Enumeración de los estilos generales.– Siendo pues ina-


preciable el número de las gradaciones que caben entre esos tres tipos

152
Retórica Forense

fundamentales; o sea, de las cualidades accidentales de la elocución;


indicaremos solamente las que determinan géneros de estilo muy ca-
racterísticos y generales reconocidos.

El estilo sencillo, se llama también tenue, llano o natural. En el


templado o medio, se comprenden el elegante y el florido. En el sublime
o grave, el enérgico, el vivo, el vehemente, el pomposo y el patético.

143. Idea y reglas de las cualidades accidentales de la elo-


cución.– Los alumnos conocen ya las reglas sobre esas calidades acci-
dentales de la elocución, o distintos géneros estilo, según dejamos dicho
en el número 132; pero por la importancia que tiene el patético en los
discursos, le dedicaremos un párrafo por separado; y en el Apéndice
daremos una idea general de los demás estilos.

ESTILO PATETICO

Es aquel en el que predomina la moción de afectos, ya dulces y


sosegados, ya enérgicos y fogosos.

El patético en las defensas judiciales, es no solamente útil, sino


también necesario. Pretender que el Juez juzgue solo con el entendi-
miento y no con el corazón, que su ministerio no de entrada a las pa-
siones, es querer negar la sensibilidad a los Jueces, o al menos, que sus
elevadas y consoladoras emociones se subyuguen y denominen por la
voz de un deber duro e impracticable. La razón no puede ser esclava, y
la sensibilidad muchas veces la dirige, la ilustra y la consuela.

El célebre Bautain, refiriéndose a la elocuencia del Foro, dice,


que se habla para convencer; pero que se convente también persua-
diendo, y se persuade conmoviendo; esto es, dirigiéndose al corazón y
a los afectos por medio de palabras o de acentos que hagan vibrar las
cuerdas más sensibles.

La pasibilidad de los Jueces es una palabra como otras muchas,


escrita en los Diccionarios; pero de muy difícil, de imposible realización.
Los Jueces son hombres como los demás; y a parte de un entendimiento
para comprender las cuestiones, siempre expuesto a error, tienen un
corazón sensible para amar lo bueno, para odiar lo malo, para compa-
decer las flaquezas de nuestra naturaleza débil o rebelde, para sufrir

153
Miguel Antonio De la Lama

con el que sufre, para sentir los estímulos de la piedad, y para templar
con la compasión la dureza y el rigorismo de su austero ministerio.

Por mas que se declame afectando esa filosofía fiera y superior


a la naturaleza humana, no podrá separarse nunca el corazón
de la cabeza; porque entre uno y otra, existirán siempre corrien-
tes de comunicación que los mantendrán en un dulce y reciproco
comercio. ¿Dejará nunca el Magistrado de ser hombre? ¿Podrá
dejar como tal de armar e interesarse por la virtud, de aborrecer
y decretar el castigo del vicio? ¿Obrará, al ceder a estos impulsos,
solo como el eco o el instrumento de vida de una palabra muerta,
escrita en los Códigos, o su corazón tomará al mismo tiempo par-
te en lo que su cabeza le presenta como justo? Esa impasibilidad
es un sueño; y nos atrevemos a decir, que es un bien para la hu-
manidad que lo sea.

¿Se prohibirá al defensor del infeliz que ha bajado a los calabozos


entre la miseria y el desprecio, que ha visto oscurecido y mancha-
do su nombre ínterin celebraban su desgracia sus despiadados
calumniadores, pintar todas estas maldades con el vivo colorido
que les presta la virtud indignada, el día en que pueda hacer oír
su voz después de tantos padecimientos atroces y de tan doloroso
silencio? ¿Se querrá en esta hora largamente deseada, atar la
lengua del Abogado que representa a su cliente, permitiéndosele
solo ocuparse de una demostración árida y fría, sin invocar un
recuerdo, sin exhalar una queja, sin que se tolere que su pasión
que se desborda pinte y hable a la pasión de los demás? ¿Se pre-
tenderá que el Juez como si no fuera hombre, como si otro día no
pudiera ser juguete de iguales o parecidas combinaciones, como
si no amenazasen también a sus hijos, a sus amigos, y a cuanto
quiere y respeta en la tierra, oiga la relación de tantas miserias y
de tantos crímenes con helada indiferencia, no afectando en nada
su corazón el infortunio de sus semejantes? Este es un delirio que
no puede medir la razón, y que apenas alcanza a comprenderlo.
(López).

Cuando se carga sobre el Abogado tan graves responsabilidades,


¿Quién se atrevería a ponerle trabas? En vano sería intentarlo;
porque no será fácil sustraerse a los recursos del genio; y el arte
por una noble venganza vencerá ese obstáculo. La perfección de
la elocuencia será entonces ejercer su imperio sin que se cono-
ciese; y cuando hubiere producido su efecto, cuando se hubiese

154
Retórica Forense

introducido en el corazón de los Jueces, ya no sería tiempo de


llamar al orden al Orador.
Al Abogado que trata de salvar a un inocente, de conservar a
un esposo a su esposa, un padre a sus hijos, un hijo a su madre,
¿quién se atrevería a encargarle el cumplimiento de ciertas re-
glas inciertas, despóticas, arbitrarias y mezquinas, a trazarle el
circulo estrecho del cual no pueda salir? En una causa de muerte,
¿Cómo podría reducírsele a discutir con frialdad, cuando se trata
de la causa de la humanidad, cuando según sus convicciones se
esfuerza en precaver a los Jueces de un error que sería a sus ojos
la violación sacrílega de las más santas leyes de la naturaleza? Y
si para caracterizar la moral de una acción, es preciso pintar con
sus verdaderos colores la pasión que fue su móvil, ¿Cómo se quie-
re que pueda hacerse comprender el delirio de la pasión, con las
formulas escolásticas de un frio raciocinio? Entonces es preciso
acudir al sentimiento, es necesario que el corazón juzgue al cora-
zón, y justo y legitimo excitar la debilidad e indulgencia, cuando
va a juzgarse de otra debilidad. (Ucelay).

Las reglas del patético forense pueden resumirse en las siguien-


tes:
1º. Como el estilo que debe dominar en el Foro es el sencillo, se
debe emplear el patético con suma moderación; por lo cual dice Ucelay:
“El Orador del Foro es un pensador, que quiere ir al fondo de su asunto,
analizándole exactamente para darse cuenta de él, y exponer todas sus
partes en su orden natural y con el mas riguroso encadenamiento: es
un lógico que después de sentar los principios, deduce legítimamente
las consecuencias y las aplica a la causa que defiende: es un fin, un
Jurisconsulto cuya erudición explota hábilmente los autos, los prece-
dentes de la jurisprudencia, las tradiciones y aun los hechos históricos.
El sentimiento ocupa un lugar secundario; y la razón tiene mucho más
que hacer que el corazón, aunque este puede y debe tener también su
parte en ocasiones determinadas.

2º. La pasión y el sentimiento tienen mayor lugar en las causas


criminales que en los pleitos civiles. Estos versan, generalmente, sobre
asuntos de por si antitéticos a la inspiración y al arte, como los que de-
jamos indicados en el número 114; mientras que en aquellas no puede
dejar de interesarse la sensibilidad, desde que sus fallos pueden com-
prometer la libertad, la honra, la vida de nuestros semejantes.

155
Miguel Antonio De la Lama

Los pleitos civiles son de suyo áridos y pocas veces salen de la


esfera de la lógica y de la convicción rigurosa; las causas crimi-
nales tienen otro círculo más extenso, y se prestan frecuente-
mente a la imaginación y a los movimientos oratorios. En los
primeros, el Abogado es el historiador que relata y geómetra
que hace demostraciones; en las segundas, es el Orador que am-
plifica, el genio que vuela, y el pintor que derrama sobre el cua-
dro de golpes de sentimiento y de pasión. En aquellos, se habla
a la razón sentada en el Tribunal como un Juez rígido, severo,
y que no quiere oír ni entiende más que su lenguaje; en estas se
habla además de a la razón, a la pasión que se mueve, que se
agita, que se inflama, y que es susceptible de grandes y varia-
das emociones. En los pleitos solo tiene lugar el entendimiento
con sus formas indeclinables, con sus frases cortadas y medidas,
con su aspecto ceñudo y descontentadizo; y en las causas, por el
contrario, sin quitar nada al entendimiento, se despliga la fan-
tasía con sus giros caprichosos, con su lenguaje vivo y animado,
y con su barniz seductor.

Alguna vez, sin embargo, se presentan pleitos que participan de


la índole de las causas en cuanto a las formas de expresión, y
causas hay también en que el vuelo no puede levantarse tanto
como se quisiera, porque su naturaleza no lo permite. Un pleito
con un tutor injusto y avaro; que haya faltado a la confianza que
de el hiciera el testador, espoliando a sus hijos, correspondiendo
ingratamente a la amistad del que le nombrara, íntima y aparen-
temente cordial durante su vida, formara un cuadro de interés
para el Abogado, de que podrá sacar mucho partido, aunque la
cuestión sea de cuentas, que es lo más seco y prosaico que puede
ocurrir. Una causa aunque tal sea por su índole, si es de peque-
ñas proporciones, si su importancia es escasa, no dará lugar a
movimientos apasionados, y quedará siempre encerrada en un
círculo estrecho y oscuro. (López).

3º. Sin sensibilidad no puede haber Orador. Si la sensibilidad es


el fundamento y manantial de la elocuencia patética, inútil será que
el Orador pretenda desarrollarla, a si el no siente, ni se ve en aquel
instante conmovido: las ideas y argumentos se encuentran buscándolos
con perseverancia; pero los movimientos del corazón son espontáneos y
no se llaman, sino que ellos se presentan.

156
Retórica Forense

El que falto de sensibilidad quiera mezclarse en las luchas de la


palabra, podrá convencer con sus razones; podrá tal vez deleitar
con sus figuras y giros; pero no alcanzará nunca a inflamar a sus
oyentes, a conmoverlos con su voz, ni a estremecer su alma con
las sorprendentes emociones de la agitación y del entusiasmo.
(López).

4º. No basta que el Orador sienta, sino que también es necesario


que presente en su exterior muestras de su sentimiento. Aunque se
nos digan las cosas más tristes y lamentables, si se nos dirigen con su
semblante alegre o sereno, con acento sosegado y con ademanes sin vi-
veza y sin expresión, lo oiremos sin afectarnos; porque la impresión de
la palabra se borra o debilita por la de la acción. Estas son dos aliadas,
como dice López, que alcanzan una fuerza inmensa cuando pelean uni-
das; pero que recíprocamente se destruyen, cuando se baten separadas
sin correspondencia ni armonía.

Hasta tal punto llevaban los antiguos la observancia de esta re-


gla, agrega el autor citado, que Cicerón quería que el Abogado llorase
en determinados casos. No condenaremos nosotros absolutamente es-
te consejo; pero si diremos que no debe usarse sino cuando el Orador
no lo puede evitar, que será la prueba mas segura de que es natural
el llanto y de que se lograra con el excitar la simpatía. El Abogado no
es el actor que en la escena puede y debe realzar los afectos, porque se
coloque en lugar de los héroes o personas a quienes representa. Que
no llore nunca por calculo, como medio previsto y ensayado; porque se
traslucirá su ficción y enfriará en vez de conmover; pero que derrame
lágrimas cuando se agolpan a sus ojos por un movimiento espontaneo
e irresistible en la conmoción que le produzca el cuadro que está tra-
zando, y entonces que este seguro de que no permanecerán enjutos los
ojos de sus oyentes. No hay nada tan contagioso como las lágrimas,
cuando se conoce que salen de las profundidades del corazón y de sus
senos misteriosos.

5º. El Orador debe usar del patético con naturalidad, para que
no se conozca su designio. Si en todo el discurso debe haber mucha
naturalidad, en el patético es doblemente precisa; porque siempre los
hombres previenen y alarman contra las palabras de los demás, cuan-
do conocen que son interesadas y producidas con un designio calculado
de antemano.

157
Miguel Antonio De la Lama

Cuando el sentimiento se fuerza, descubre su marca de arrastra-


do y violento, la lleva consigo, y la imprime en los que escuchan.
La afectación no da otro resultado que el de la risa, y afectación
es todo lo que no es sencillo y natural. (López).

6º. Para disfrazar la intención de mover y arrebatar, conviene


que el patético vaya precedido de raciocinio, y aun envuelto en él, para
que la razón lo defienda, lo autorice y le preste todo su peso. Cuando
no hay razón en el fondo, la parte de afectos no pasa de ser un entre-
tenimiento más o menos agradable, una música más o menos sentida;
porque deja en el alma con el vacío un débil y efímera impresión. El
patético es la coronación del edificio, que pide base y consistencia en el
cuerpo de la obra. El sentimiento sin punto de aplomo y solidez, es el
humo que no puede precipitarse sobre la tierra, sino que se dispersa y
disipa arrastrado por el viento.

La emoción ha de tener un principio cierto, probado y grave. Sin


esto, todo el trabajo pesara sobre el vacío y no podrá causarse
emoción; porque la razón no estará convencida, o la materia no
tendrá aquella solemnidad que sirve de base y de excitación a los
grandes afectos. La convicción, la fijeza y el interés, son siempre
el origen y el pábulo de estos giros elevados y de estas conmocio-
nes vivas y penetrantes. (López).

7º. Los resortes que deben emplearse para conmover, son: interés
individual, la benevolencia y la justicia.

Los dos grandes móviles del corazón humano, son el placer y el


dolor: adquirir aquel y evitar éste, es siempre en el hombre el fin y obje-
to de todos los actos de su vida. La diversidad de gustos, inclinaciones,
predilecciones y odios, se explican por este secreto. El hombre lo hace
todo originariamente con relación a si mismo, como dice el autor citado,
y los rasgos más pronunciados y decisivos de su interés por sus seme-
jantes, tal vez no son más que la traducción y la aplicación del interés
individual, que se transforma sin desvirtuarse. Siempre seguimos la
huella y el norte del placer; y aun cuando parezca que buscamos el de
otros, no es en realidad sino nuestro el que principalmente procuramos
si el hombre no sabe separarse del amigo con quien comparte sus inte-
reses y sus secretos, es porque la costumbre ha hecho de su compañía
un elemento de ventura y hasta una necesidad de la vida si el amante

158
Retórica Forense

delira, sufre y se sacrifica por la mujer a quien ama, es porque en-


cuentra un placer inexplicable en esa vida de ansiedad y de tormento,
es porque la separación y alejamiento le colocarían en una vida más
amarga y más insoportable.

Si el secreto en esos fenómenos de nuestra existencia está radi-


calmente en el yo, a pesar de las transformaciones que pueda admitir
en sus varios rumbos y afectos, por el yo debemos atacar al corazón
cuando queramos dominarlo y atraerlo a nuestros fines como impelido
por un poder magnético.

La benevolencia, esta disposición de adhesión e interés por los


demás hombres, produce en nosotros una impresión grata e intensa;
porque nos representa el bien que hoy se hace a unos, que mañana
se dispensará a otros, y que tal vez un día pudiera recaer en nosotros
mismos. Siempre nuestras ideas van acompañadas del presentimiento
de este comercio: el bien y el mal se miran como comunicables, y esta
mancomunidad de posibilidad al menos, prepara y dirige a nuestros
juicios y nuestros corazones. Cuando se habla en favor de lo que defien-
de, protege y consuela a la humanidad, las palabras encuentran eco en
cuantos escuchan.

La justicia es generalmente apetecida y acatada, porque se la mi-


ra como la divinidad protectora que vela en torno nuestro por nuestra
seguridad. El sentimiento de lo justo está grabado por la mano de Dios
en la conciencia humana, y responde a nuestra voz siempre que se le
invoca.

En todo caso, la sensibilidad es el origen de las emociones, y a ella


deben dirigirse en la parte de afectos todos los esfuerzos del Orador.

8º. Se debe intentar producir la emoción sólo sobre asunto que de


ella sea susceptible. La naturaleza en esta parte no puede ser nunca
forzada: inútil será que se procure causar un sentimiento serio y pro-
fundo, si la materia es de índole muy diversa, o si por su pequeñez e
insignificancia, ni inspira interés, ni se presta a las grandes formas.
Entonces los esfuerzos del Orador serán, no solo infructuosos, sino has-
ta ridículos.

En el período patético de un discurso, no cabe medianía alguna


en los resultados: o se produce la emoción, y el Orador consigue

159
Miguel Antonio De la Lama

su objeto, o escolla en sus conatos, y pasa por la vergüenza del


ridículo. Esta observación debe tenerse muy presente, para no
poner en juego la parte de afectos donde no tenga natural y
obvia cabida. No hay nada tan risible, como querer dar propor-
ciones y estatura de gigante, a lo que solo las tienen de pigmeo.
(López).

9º. No se debe insistir demasiado en el patético. La excitación que


produce es violenta, y todo lo que es violento se sostiene por poco tiem-
po; porque solo las situaciones tranquilas y normales son permanentes.

El corazón sufre y goza a la vez en sus apasionados arranques,


y ni el sufrimiento ni el placer se pueden prolongar sin que se
debiliten: cuando se insiste demasiado en la pasión, se cae bien
pronto en el cansancio. El corazón se embota y adormece, y echa
fuera de si todo lo que no puede ya contener. El Orador necesita
acaso más saber cuándo ha de callar y lo que ha de calla, que lo
que ha de decir y como ha de decir: si un momento menos puede
dejar incompleto un discurso, un momento más puede desvir-
tuarlo y destruir todo su efecto. No insistir, pues, con pesadez
en el patético; su impresión es casi siempre fugaz y por eso se ha
dicho sin duda que nada se seca tan pronto como las lágrimas.
(López).

10º. Es indispensable evitar hasta la más pequeña distracción.


No se trata en la parte de afectos, como en las demás partes del discur-
so, de un pensamiento cuyo recuerdo haya huido por un instante, y que
vuelva a encontrarse con mayor o menor prontitud; lo que sucede, lo
que se advierte, lo que desde luego se repara, es que el calor del Orador
ha decaído cuando debía ir en aumento, que su llama se debilita o apa-
ga; y entonces el auditorio se enfría con él, experimenta un postración
más o menos pasajera, pero siempre penosa, y difícilmente recobra el
tono, la elevación y el entusiasmo que antes sentía.

El Orador habrá imitado al instrumento que se desafina súbita-


mente cuando en él se tocaban los aires más brillantes y subli-
mes, que aunque bien pronto vuelva a la oportuna entonación, no
alcanza a hacer olvidar, con sus nuevas armonías, el desgraciado
paréntesis en que falto su vibración poderosa, ni la extrañeza y
disgusto que causó tan inesperada novedad. (López).

160
Retórica Forense

11º. Debe cuidarse mucho que la locución sea grata al oído. Para
esto se necesita, no solo que la dicción sea escogida, sino que se combi-
nen de la manera más proporcionada las frases, las palabras y hasta
las letras. Esto es lo que se le llama numero oratorio, y produce siem-
pre un efecto maravilloso.
Mas esta perfección debe ser la conquista de anteriores trabajos
y del hábito que por ellos se alcanza, y no el resultado de la atención y
fatigas del momento. Si se traslucen éstas, todo el efecto desaparece.

§4.
PRONUNCIACIÓN

144. Importancia de la pronunciación: elocuencia córpo-


ris.– La pronunciación o recitación consiste, como dejamos dicho, en el
manejo de la voz, el gesto y la acción: esa forma exterior que del Orador
recibe la palabra, es lo que se ha llamado elocuencia córporis.
Nada más importante que la pronunciación en todo discurso, pa-
ra que este produzca sus tres grandes efectos de convencer, deleitar y
conmover.
Cuando por medio de la palabra nos dirigimos a un concurso nu-
meroso, o a un Tribunal, nos proponemos, como es natural, producir
una impresión favorable en el animo de los que nos oyen, comunicán-
doles nuestras mismas ideas y sentimientos; entonces el tono de nues-
tra voz, nuestras miradas y nuestros gestos, interpretan las ideas y
conmociones, también como las palabras, y aun la impresión que hacen
en los otros suele ser mucho más fuerte que la de estas. Vemos muchas
veces que una mirada expresiva, un grito apasionado, sin ir acompaña-
dos de palabras, trasladan a otros ideas mas fuertes, y excitan en ellos
pasiones mas vigorosas, que las que puede comunicar el discurso mas
elocuente. La significación de nuestros sentimientos hecha por tonos y
gestos, tiene sobre la que hacen las palabras, la ventaja de ser el len-
guaje de la naturaleza. Ella ha dictado a todos los hombres este método
de interpretar los pensamientos, que por todos es entendido; mientras
que las palabras son puramente símbolos arbitrarios y convenciones de
nuestros conceptos, y por consiguiente hacen una impresión más débil.

Aunque la palabra sea de fuego, si sale mal articulada o acen-


tuada de una persona de exterior frio y cuya fisonomía no se conmueva

161
Miguel Antonio De la Lama

o inflame al pronunciarla, le sucederá lo que al fierro ardiente que se


mete en el agua, que en el mismo instante puede tocar todas las manos
sin que les comunique el mas pequeño calor.

Preguntaron un día a Demóstenes cuál era la parte principal en


la Oratoria, y contesto “la pronunciación”. ¿Y después de esta? Le vol-
vieron a preguntar: “la pronunciación” respondio del mismo modo. ¿Pe-
ro y después de la pronunciación? Le preguntaron por tercera vez “la
pronunciación” fue también su tercera respuesta.

La entonación, las inflexiones y el ademán, suplen mucho al pen-


samiento; y el Orador que pronuncia bien, da calor donde no le hay, y
produce armonía donde realmente falta. El mejor discurso cuando se
pronuncia mal, pierde todos sus atractivos; y el más mediano adquiere
gracia, belleza y encanto, cuando las formas exteriores se combinan
hábilmente para disimular sus defectos y realzar sus perfecciones.

La palabra tiene tal flexibilidad, que puede decirse que hasta su


significación depende muchas veces del tono y de los ademanes. A una
mujer se le puede llamar hermosa; y según la entonación de ceremonia,
de vehemencia o de burla, la palabra significará un mero cumplimien-
to, una pasión viva, o una picante ironía.

Esquines se retiró a Rodas en su destierro, y allí abrió su catedra


de elocuencia. En la primera reunión, leyó a sus discípulos su discurso
contra Demóstenes, y el que éste había pronunciado contra Esquines.
Los discípulos aplaudieron estrepitosamente el discurso de Demóste-
nes, y Esquines les grito: “Si así aplaudís la lectura, ¿Qué haríais si lo
hubierais oído a él mismo?”.

Preguntaba a un amigo suyo un célebre poeta que leía pesima-


mente las composiciones, si le gustaban sus versos. “Sí, contesto el inte-
rrogado: me gustan mucho aunque seas tú quien los lea”. Este hombre,
con su sencilla respuesta, hacia el mayor elogio de la poesía sobre cuyo
mérito era llamado a fallar.

Tal puede ser la recitación del Orador, que desmienta lo mismo


que asegura. Cuando Marco Calidio, acuso a uno de haber intentado
darle veneno, entablo la acusación lánguidamente, y sin calor ni fervor
alguno en su recitación; y Cicerón que defendía al acusado, se valió de
esa frialdad como de una prueba de la falsedad del cargo: “Y si no fuera
una ficción lo que dices Marco Calidio, ¿acusarías tú de esa manera?”.

162
Retórica Forense

Compruébase la importancia de la pronunciación, con la gran


diferencia que resulta de oír un discurso bien pronunciado, a leerlo
después: puede decirse con verdad que la imprenta, aunque copie con
fidelidad la palabra, no nos transmite más que su sombra.

No hay duda que tonos más variados y gestos mas animados,


llevan consigo una expresión natural de sentimientos más encen-
didos; por esto en las diferentes lenguas modernas, la prosodia de
la palabra, participa más de las música, según la mayor viveza
y sensibilidad de los naturales. Un español acentúa más que un
inglés; un francés varía más sus acentos y gesticula al hablar
mucho mas que un español; y un italiano abunda mas de acentos
y de gestos que cualquiera de los dichos: tanto que la pronuncia-
ción musical y el gusto expresivo, son hoy dia el distintivo de la
Italia.

Las palabras para tener su significación completa, necesitan re-


cibir casi siempre alguna ayuda de la manera de la pronuncia-
ción o recitan; y el que hablando usase de las palabras desnudas,
sin ayudarlas con tonos y acentos convenientes, hará en nosotros
una impresión débil y confusa, y muchas veces nos dejará du-
dosos de lo que dijo. La conexión entre ciertos sentimientos y la
manera propia de pronunciarlos es tan estrecha, que el que no
los pronunciarlos es tan estrecha, que el que no los pronunciare
según ella, jamás nos persuadirá de que cree o experimenta los
mismos sentimientos.- (Pérez de Anaya).

¿Qué alma habla tan helada que no se sienta los efectos de una
buena recitación? ¿Cuántos dramas defectuosos no producen un
efecto mágico en la escena? ¿Cuántos sermones leemos sin sentir
emoción alguna, que en boca del predicador hicieron una vivísi-
ma impresión en el auditorio? No hay razón para que estos efec-
tos dejen de ser comunes a los discursos forenses. No obstante
la impasibilidad de los Jueces, cuyo verdadero carácter queda
deslindado, como hombres no pueden dejar de ser sensibles al
deleite; y les ha de ser forzosamente mas grato un discurso bien
recitado, que una narración fría, mal articulada, y desnuda de
todos los adornos de la acción oratoria. El público manifiesta dia-
riamente el encanto con que oye un discurso recitado con perfec-
ción; porque al paso que un concurso numeroso ocupa las salas de
los Tribunales, para oír los informes de un Abogado célebre por
su talento y gracias oratorias; al contrario, se quedan aquellas

163
Miguel Antonio De la Lama

desiertas cuando informa un Orador deslucido por la imperfec-


ción de sus órganos, el desentono de su palabra, la torpeza de
su pronunciación y la grosería de sus movimientos. (Sainz de
Andino).

El mismo trozo pronunciado hábilmente en la Tribuna y leído


después, aunque se haya copiado con religiosa escrupulosidad,
dejan de ser la misma cosa. ¿Y Por qué? Porque la acción, que
es un lenguaje que viene en auxilio de otro lenguaje, el tono, las
modulaciones de la voz, el gesto y la expresión de la fisonomía,
auxiliares todos tan poderosos y de que tanto partido saca el
Orador, no se transmite al papel en que sólo puede trazarse
una copia muerte al lado y en comparación del cuadro vivo y
animado que levanto en el lugar de las arengas. Este lenguaje
de acción y de expresión de las emociones, es mil veces más po-
deroso que el de la palabra: su elocuencia es por lo mismo más
persuasiva. Estriba en la semejanza y afinidad que hay entre
todos los seres inteligentes y sensibles, y en ese secreto mágico
que hace que al gozo o a los quejidos de un corazón responda el
gozo o los quejidos de los demás corazones. Nunca se desconfía
de ese resorte, porque es movido por la mano de la naturaleza;
y esa elocuencia, omnipotente en si misma, y contagiosa en sus
resultados, tiene la doble ventaja de que habla directamente a
los ojos, de que se filtra por ellos como un veneno que se busca
con ansiedad, y de que manda en silencio hiriendo a grandes
distancias.

El corazón tiene sus tonos como los tiene la voz, Si se alteran


o cambian, la impresión resulta imperfecto y tal vez contradic-
toria. Los antiguos conocían hasta tal punto el interés de esta
observación, que tenían una especie de flauta para dar tono a
sus Oradores… Tómese, si se quiere hacer un ensayo, el discurso
mas acabado y sentido; recítese de propósito con un ademán y
entonación contrario o diverso de que requiere cada uno de sus
períodos, y pronto se hallará la insignificancia o el ridículo, en lo
que realmente hay tanta profundidad y tantos afectos. (López).

145. Elementos de que consta la pronunciación.– Lo que hay


que considerar en la voz; reglas sobre el tono, las inflexiones y la ce-
leridad.- Esos elementos son: la voz, la expresión de la fisonomía y la
acción del cuerpo.

164
Retórica Forense

VOZ
El don mas preciable que la naturaleza puede hacer al Orador, es
el de una voz propicia para el ejercicio de su ministerio; así como una
voz áspera y defectuosa, es el obstáculo más poderoso para brillar en
esta carrera.

Melodía es la suavidad que la hace graciosa, dulce, afectuosa y


armoniosa.

En la voz hay que considerar el tono, las inflexiones y la celeridad.

El tono es el grado de elevación que se da a la voz. Todos los hom-


bres tienen tres tonos de voz: el alto, el mediano y el bajo, y del uno al
otro en esta escala caben muchas modificaciones. El alto es el que se
emplea para llamar a uno que esta distante; el bajo, como cuando se
habla al oído; y el mediano, el que usa comúnmente en la conversación
y el que se ha de emplear por lo ordinario en los discursos públicos.

El tono es la clave en que hablamos, a diferencia del sonido, que


es el cuerpo o la fuerza de la voz: “puede un Orador llenar mas la
voz, sin mudar de todo”.- El eco es la calidad del sonido.

Las principales reglas sobre el tono, son estas:

1º. El Orador ha de dar a su voz suficiente plenitud de sonido, pa-


ra que le oigan todos aquellos a quienes habla; a cuyo fin es convenien-
te fijar la vista en la persona más distante del concurso y dirigir a ella
la oración. Así natural y maquinalmente pronunciaremos las palabras
con tal fuerza, que nos oiga aquel a quien hablamos, con tal que no esté
fuera del alcance de nuestra voz.

2º. No se debe forzar la voz más de lo que ella da naturalmente


de sí; porque entonces se fuerza, comprime y altera el orden natural
de la respiración, y no se deja a esta operación el tiempo y la medida
que exige su mecanismo. Por el contrario, cuando hablamos sin salir
del alcance natural de la voz, reconocemos que podemos hablar mucho
más tiempo sin fatigarnos, y que la voz se conserva despejada, el pecho
desahogado, y la respiración fácil: conservamos el dominio sobre la voz.

3º. La entonación ha de empezar en una cuerda media, para que


se pueda después, sin fatiga, subir o bajar la voz, según lo reclame la

165
Miguel Antonio De la Lama

necesidad de expresar las afecciones; pero sin excederse del tono me-
diano, sino para expresar pensamientos extraordinarios, o sentimien-
tos de ira, de odio o de horror. Es muy impropio comenzar con grandes
voces una discusión entonces tranquila y apacible; y el Orador se sujeta
a no salir de esa clave, hasta que fatigado tiene que bajar repentina-
mente de tono, lo que produce un efecto desagradable en el auditorio.

Andino aconseja: “si el Orador advirtiese que impensadamente,


y arrastrado por el fuego su imaginación, se ha salido del tono regular,
y su voz es demasiado elevada, aprovechará del primer tránsito de un
medio de defensa a otro, para hacer una pequeña pausa, y haciendo
como quien respira y toma descanso, abandonará al recomenzar su ora-
ción el tono alto, y adoptará otro más moderado”.

López observa, que “sólo debe esforzarse la voz desde el princi-


pio, cuando hay necesidad de dominar el ruido que impediría oír si se
hablase en tono regular”.

4º. En todo caso, los tonos de la locución pública deben formarse


por los de una conversación interesante y animada. El Orador debe
hablar siempre en voz natural, imaginarse que se ha suscitado entre
hombres graves y sabios una conversación de importancia y que toma
parte en ella: “sea que hable privadamente o en un concurso grande,
acuérdese siempre de que habla”.

Es el mayor absurdo imaginar, que así que uno sube a la Tri-


buna, haya de dejar la voz con que habla privadamente, y tomar un
tono nuevo musical y estudiado, una cadencia totalmente extraña a
su manera natural, creyendo dar fuerza o hermosura a los discursos.
Esto hecha a perder toda recitación, y ha dado origen a una monotonía
fastidiosa en varios géneros de elocuencia pública.

Respecto de las inflexiones, o variaciones del tono de voz, pue-


de decirse que la voz humana es un instrumento que tiene una
cuerda distinta para cada emoción del corazón. A una emoción
de pena aguda, siguen sonidos casi inarticulados, que vienen a
morir en un plañido lastimero: la emoción de un dolor profundo,
pide una palabra lenta y de un timbre melancólico y lúgubre: los
arrebatos de la desesperación se anuncian por lenguaje de calor y
movimientos. Las impresiones de la felicidad tienen por interpre-
te una palabra dulce, tranquila y afectuosa. (López).

166
Retórica Forense

Hay pues conceptos que piden una inflexión mas marcada en la


voz. La elevación de esta sobre una palabra, para distinguirla en me-
dio de una frase, se llama énfasis; y si la elevación de la voz es sobre
una sílaba, se llama acento oratorio, asi como hay acento gramatical, y
acento provincial.

Del buen manejo de la énfasis depende todo el espíritu y la vida


de un discurso; y podremos presentar a los oyentes ideas enteramente
diversas de un pensamiento mismo, con solo ponerla énfasis diferente-
mente. En las siguientes palabras de nuestro Salvador, dice Pérez de
Anaya, obsérvense los diferentes aspectos que toma el pensamiento,
según el tono o énfasis con que se pronuncian: “Judas ¿vendes tú al
Hijo del Hombre con un ósculo?” – Vendes tú, etc., hace que la increpa-
ción recaiga sobre la infamia de la traición.– Vendes tú, etc., hace que
recaiga sobre la conexión de Judás con su Maestro.– Vendes tú al Hijo
del Hombre, recae sobre el carácter personal y eminente de nuestro
Salvador.– Vendes tú al Hijo del Hombre con un ósculo, estriba sobre
prostituir la señal de paz y de amistad, haciéndola señal de destruc-
ción.

El acento oratorio es distinto de la entonación; porque esta rige


el tono general y común del discurso, acomodado para que el concurso
pueda oírlo; y el acento oratorio ciñe su acción a silabas determinadas,
cuya expresión esfuerza por medio de una detención o prolongación en
la articulación de ellas, sin variar de tono.

Cuando la elevación de la voz no es solo en una palabra o en una


silaba, sino en el tono general del discurso, sobre el tono ordinario de la
conversación y dando a la voz una modulación que se roce con la musi-
cal, se llama declamación.

Se puede asegurar, dice López, que si todo un discurso fuera pro-


nunciado en el mismo tono, sin ninguna diferencia en el acento, y for-
mando un ruido monótono, parecido al de un batan o de un cascada,
nos fatigaría a corto rato por mas belleza que contuviera, y ningún po-
der ejercería sobre los espíritus, ni sobre los corazones de los que lo es-
cuchasen. La voz tiene en si misma, su música y su poesía; y cuando se
desdeña o se olvida, solo queda una prosa repugnante e insoportable.

“Destinadas las inflexiones a expresar y comunicar sentimientos


de caracteres tan distintos y encontrados, como son los que pueden

167
Miguel Antonio De la Lama

herir nuestra alma, pregunta y se contesta Sainz de Andino: ¿Cómo


se explicarán tanta diversidad de emociones? ¿Cómo modular la voz, y
sujetar el acento a variaciones tantas y bajo que reglas procederemos
para dar a cada afecto la que le corresponde? La naturaleza es la que
puede satisfacer congruentemente a esta pregunta; porque ella es la
que nos inspira secretamente el modo más expresivo y adecuado que
corresponde al carácter y naturaleza de cada sentimiento. El que gime
y suspira al sentir las punzadas de un dolor, no tuvo necesidad de que
le enseñaran a gemir y suspirar. El Orador del Foro, que debe abrazar
como propios los intereses de su cliente, no puede dejar de participar de
sus deseos, de sus ansias, recelos y esperanzas; y sintiéndolas no habrá
menester de reglas para explicar sus sentimientos délentos, ni de estu-
diar en que forma lo hará, ni de calcular cual es el género de acento que
le conviene; antes bien se debe guardar de toda preparación, porque la
más leve combinación en esta parte, daría a su pronunciación cierto
aire teatral, que sería muy desacomodado y ridículo en un Tribunal”.

Las únicas reglas que pueden darse sobre el particular, son estas:

1º. El Orador debe ser natural en la expresión de sus sentimien-


tos. No debe esforzarse para manifestar más de lo que realmente sien-
te, ni afectar emociones de que su corazón no esté bien penetrado.

2º. El Orador, como aconseja Blair, debe tratar de adquirir una


idea exacta de la fuerza y espíritu de aquellos sentimientos que ha
de proferir; a cuyo propósito, si el discurso estuviese preparado por
escrito, lo lea y recite muchas veces antes de pronunciarlo en público,
señalado al mismo tiempo con la pluma en cada sentencia, las palabras
enfáticas y fijándolas bien la memoria; porque en el discernimiento con
que estas se colocan el discurso, se prueba la delicadeza con que sien-
te el Orador, y su tino en escoger los pensamientos mas propios para
transmitir a otros sus sentimientos.

3º. No se debe multiplicar demasiado las palabras enfáticas: la


prudente circunspección en el uso de ellas, es la que les da algún peso.
Si ocurren muy a menudo, si el Orador se empeña en dar mucha im-
portancia a todas las cosas que dice, multiplicando la énfasis y dándole
mucha fuerza, nos acostumbraremos bien pronto a hacer poco aprecio
de ellas. Atestar de palabras enfáticas todas las sentencias, es lo mis-
mo que llenar de letra bastardilla todas las hojas de un libro, que equi-
vale a no usar de tal distinción.

168
Retórica Forense

4º. Se debe dar precisamente a cada palabra el mismo acento que


en la conversación ordinaria. Ninguna palabra castellana, por larga
que sea, tiene más que una sílaba acentuada; y el genio del lenguaje
pide, que la voz señale aquella sílaba hiriéndola mas fuertemente y
pasando por las otras mas de ligero. Hay muchos que yerran en esto:
cuando hablan en público, para hacerlo con majestad, pronuncian de
diferente manera las sílabas que en otras ocasiones. Se detienen en
ellas, y las alargan: multiplican en una misma palabra los acentos,
por la errada idea de que esto da más gravedad y fuerza a su discurso
y aumenta la pompa de la declamación publica; siendo así que es una
de las faltas de más bulto que se puedan cometer en la pronunciación;
porque forma la manera que se llama teatral o aldeana, y da a la elocu-
ción un aire de compostura afectada, que la hace perder todo su agrado
y su impresión.

5º. Los discursos reclaman mucha mas sobriedad en la declama-


ción, que el arte escénico; no debiéndose prescindir de ella en lo ab-
soluto, porque está íntimamente enlazada con la persuasión, a cada
cosa da su medida, y a cada idea y a cada afecto la expresión, el tono
y el colorido que les corresponde. Conocida la teoría de la expresión
escénica, nada más fácil que aplicarla en menor escala a las luchas
de la palabra.

Comprendemos en la celeridad: la articulación, la escala y las


pausas; sobre las cuales se dan las siguientes reglas:

1º. La articulación debe ser clara, en términos que los oyentes


puedan percibir distintamente todas y cada una de las sílabas que
componen cada palabra; pero no ha de ser forzada, porque entonces se
convierte en dura y desagradable. Un hombre que tenga una voz débil,
puede darle mayor alcance con una articulación distinta, que el que le
daría sin ella otro que la tenga más fuerte.

2º. No se ha de hablar con precipitación, ni con languidez. La


precipitación confunde la articulación y el sentido de lo que se habla,
y comúnmente deja en tinieblas al auditorio sobre una gran parte de
los conceptos; y la languidez contando y pensando las palabras y las
sílabas, obliga a los oyentes a adelantarse siempre al Orador, lo que
molesta y fastidia. Entre la expresión y el pensamiento debe haber
cierta armonía: según sean las ideas que se enuncian y los movimien-
tos que produzcan en nosotros, deberá ser la velocidad y el timbre que

169
Miguel Antonio De la Lama

se de a la palabra –los pensamientos que producen en el discurso cierto


peso y cierta autoridad, deben enunciarse con voces medidas, lentas y
cadenciosas– a los que han de comunicarle viveza, deben expresarse de
una manera rápida y acalorada.

La pronunciación con la detención conveniente es de gran alivio


a la voz, por las pausas y reparos que permite hacer con más facilidad;
y proporciona al Orador llenar todos sus sonidos, ya con más fuerza, ya
con más música. Sírvele también para conservar el debido señorío de
sí mismo; en lugar de que una manera precipitada basta para excitar
aquella agitación de espíritu que en la Oratoria es el enemigo de todo
buen éxito. Quintiliano dice: “sea la pronunciación expedita, no preci-
pitada; con gravedad, no como con sorna”.

3º. Todo discurso debe por lo común empezar con calma y sere-
nidad, y con una palabra limpia y sostenida. Al paso que la discusión
se va animando y que el Orador se inspira con el interés y calor de la
materia, la palabra debe ser más fluida y veloz. Si de repente hay un
cambio de afectos, es preciso que la palabra se dome y que siga sin
titubear la dirección de este nuevo impulso; y debe correr con más ce-
leridad al final de los períodos, desde que el lenguaje recibe su impulso
del pensamiento, y las vibraciones del alma son siempre más rápidas
en los finales. No parece, dice López, sino que el pensamiento obedece
las mismas leyes de gravedad que los cuerpos físicos: acelera su movi-
miento a medida que se acerca a su término, y por eso los finales de los
períodos cuando la lengua sirve bien a la inspiración, deben ser más
rápidos y animados que los demás que le preceden.

4º. La pausa enfática, o sea la interrupción de la pronunciación


para llamar la atención de los oyentes, se hace antes o después de decir
una cosa de entidad. Semejantes pausas tienen el mismo efecto que
una fuerte énfasis; y están sujetas a las mismas reglas, principalmente
la precaución de no repetirlas muy frecuentemente; porque como exci-
tan una atención particular de consiguiente ponen en expectación, si la
cosa no es de importancia se incomoda del chasco el auditorio.

5º. La pausa prosódica es el reposo que toma el Orador de tre-


cho en trecho del discurso, para marcar la transición de un sentido a
otro; las pausas dan lugar al mismo tiempo al Orador para que tome
aliento, para pensar y hacer combinaciones instantáneas, para que
se serene y conserve el dominio sobre si mismo, que tan necesario es

170
Retórica Forense

principalmente al Abogado. Claro es que el orden mismo del discurso


es el que debe determinar cuándo han de hacerse las pausas, para se-
ñalar las divisiones del sentido; y que sería muy intempestivo cortar
el hilo de la disertación y dejar suspenso al auditorio, en medio de un
periodo o de una sentencia. Para evitar estas suspensiones violentas,
tan perjudiciales a la claridad del discurso como a la hermosura de su
estilo, debe cada uno cuando está hablando, tener cuidado de tomar
aliento suficiente para lo que ha de recitar. Es grande error creer, que
para tomar aliento se ha de esperar al fin del periodo, cuando falta
ya la voz; se puede recoger con mucha facilidad en los intervalos del
periodo cuando la voz queda solo suspendida por un instante, y con
esta economía tendrá siempre el Orador suficiente voz para concluir
las sentencias mas largas.

Las pausas en el discurso se han de disponer de la misma suerte


que en una conversación importante, y no conforme a aquella afectada
y estudiada manera que tomamos leyendo los libros, según la puntua-
ción común. Para que las pausas sean graciosas y expresivas, no solo
se han de poner en su propio lugar, sino que han de ir también acom-
pañadas del tono que indique su naturaleza. Unas veces es oportuna
solamente una breve suspensión de la voz; otras se requiere en la voz
algo de cadencia; y otras aquel tono y cadencia peculiar, que denotan
que se dio fin a la sentencia. En todos estos casos nos debemos confor-
mar con la manera que nos inspira la naturaleza cuando tenemos con
otro una conversación animada y de entidad.

MOVIMIENTOS DEL CUERPO

Comprendemos en este párrafo la expresión de la fisonomía y la


acción del cuerpo.

El gesto y la acción corren siempre unidos a la palabra. Si a un


hombre acostumbrado a hablar en público, le vendasen los ojos y lo
ligasen los pies y manos para que en este estado pronunciase un dis-
curso, se figuraría que tenía también la lengua clavada y los labios
cosidos, y no sabría articular una palabra, en fuerza de lo natural y
habitual que es a todo hombre, acompañar sus palabras con acciones y
gestos, particularmente cuando el ánimo esta enardecido.

Todos los músculos de la cara pueden recibir una expresión mar-


cada; y los ojos más que todo, como espejos del alma, descubren sin

171
Miguel Antonio De la Lama

disfraz y sin engaño todas sus emociones. La expresión de los ojos va


siempre acompañada de la de toda la fisonomía; porque cuando aquellos
hablan, esta no puede permanecer muda; y entonces la fisonomía del
Orador presenta un nuevo cuadro transparente de sus ideas y afectos,
debiéndose atribuir a esta doble fuerza el gran poder de los discursos,
que se pierde o debilita cuando la imprenta los recoge y los transmite.

Los movimientos del cuerpo revelan muchas veces lo que las pa-
labras no expresan; mas lo revelan con señales tan inequívocas, que
todos los corazones lo comprenden, porque les habla el lenguaje de la
naturaleza y de la pasión.

Las reglas sobre este punto pueden reducirse a las siguientes:

1º. Los movimientos deben corresponder a los sentimientos del


alma. Es perjudicial que el Orador busque, combine y estudie otros
movimientos que los que su misma alma le sugiera; porque todos los
que vengan preparados y estudiados se resentirán de afectación, y ca-
recerán del desembarazo, que es en lo que consiste la principal gracia
de acción.

La afectación mata todas las gracias y eclipsa toda la hermosura


del discurso: todo lo que descubre rastro de arte y afectación es fastidio-
so, y no puede causar más efecto que tedio y descontento.

2º. Los movimientos pueden variarse hasta lo infinito; pero deben


usarse con parsimonia, y procurarse sobre todo que tengan dignidad.

3º. El Orador debe conservar la posible dignidad en todo su cuer-


po. La posición debe ser recta, un poco inclinada hacia adelante, porque
así queda el cuerpo con mas libertad y soltura; pero sin inclinar la cabe-
za hacia el pecho, lo que es señal de apocamiento y confusión; así como
si se mantiene erguida indica descaro y arrogancia, y dejarla caer sobre
los hombres es costumbre de flojos y afeminados. La inclinación atrás
da a los movimientos dificultad y una dureza de mal afecto.

4º. El semblante ha de corresponder a la naturaleza del discurso;


y cuando no se expresa alguna conmoción especial, es mejor un mirar
serio y grave. Los ojos nunca han de estar fijos sobre un objeto, sino que
han de girar alrededor del auditorio.

5º. Los demás movimientos no deben ser todo el cuerpo, sino


que la acción ha de partir del brazo: el derecho es de más uso. Las

172
Retórica Forense

conmociones ardientes piden la acción de las dos manos, correspon-


diéndose la una a la otra; pero hágase la acción con una o con ambas, lo
que importa es que los movimientos sean desembarazados. Los duros y
enérgicos son desgraciados por lo general, por lo cual los movimientos
de las manos han de nacer del hombro y no del codo. También los mo-
vimientos perpendiculares, en línea recta de arriba abajo, raras veces
son buenos: los oblicuos son en general los más graciosos.

Los movimientos no deben ser ni muy pausados, ni muy ligeros;


sino que han de seguir naturalmente el curso de la expresión, se han de
hacer con cierto orden y compás, y al mismo tiempo con variedad; por-
que los movimientos desconcertados, así como los que son enteramente
uniformes, parecen maquinales, y pierden toda su significación.

6º. Se debe evitar las contorsiones y demás movimientos desagra-


dables; para lo que es bueno ejercitarse delante de un espejo, y mejor
aún, en presencia de un amigo acreditado por su buen gusto.

__________

147. Reglas especiales para el Abogado: su fundamento.–


Las anteriores reglas sobre la voz y los movimientos del cuerpo, para
el Orador en general, no bastan para el Abogado; porque su elocuencia
en esta parte difiere de todas las otras; y el respeto que inspira el Tri-
bunal en que habla, la solemnidad severa de aquel templo dedicado a
la justicia, la mayor compostura y templanza que exige en todo, hacen
forzosas e inexcusables otras prevenciones, que pueden resumirse en
las siguientes reglas:

1º. La voz debe tener cierta gravedad, y ser siempre en su acento


comedida y respetuosa; guardándose la decencia, el decoro y la digni-
dad que corresponden a la majestad de la justicia, que preside en las
discusiones forenses.

2º. Cuando la discusión es tranquila y apacible, el tono debe ser


el mediano; porque la voz debe estar en armonía con el estado del co-
razón. Cuando por el contrario la pasión se excita y se desborda, la voz
debe ser poderosa, enérgica y alguna vez terrible; porque entonces no
es mas que el eco de una tempestad interior, el trueno que anuncia el
desorden de la naturaleza. Esta vehemencia sienta muy bien cuando
las circunstancias la piden o la excusan; pero no hay nada tan ridículo,

173
Miguel Antonio De la Lama

como dar grandes gritos sin que haya ocasión que pueda justificarlos,
como si la razón de los Jueces estuviera en sus oídos, o como si se hu-
biese de convencer con la fuerza de los pulmones.

“El mismo lustre de la abogacía exige, que desaparezcan para


siempre de los Tribunales, los gritos descompasados, las entonaciones
destempladas, los acentos furibundos con que algunos letrados, en vez
de esforzar la defensa y lucir su ingenio oratorio, como tienen la sandez
de creerlo, no hacen mas que abusar de la indulgente tolerancia de los
Magistrados, fastidiar al auditorio y desacreditar sus trabajos”.

3º. La énfasis usada con la prudente circunspección que hemos


aconsejado en la regla 3a. Sobre las inflexiones, es el auxiliar más po-
deroso en boca de un Abogado diestro y entendido; porque en los in-
formes forenses es de la mayor importancia llamar la atención de los
Jueces y facilitar su comprensión, recalcando las palabras principales
de cada demostración.26

4º. Debe procurarse que la expresión del semblante sea tranquila


y afectuosa; el mirar, grave y serio. Los ojos del Orador estarán fijos
en el Tribunal a quien dirige la palabra; y de cuando en cuando los in-
clinara hacia el suelo, dando muestras de modestia. No debe mirar al
auditorio; porque es a los Jueces y no a él a quien se dirigen los razona-
mientos; mas si alguna vez le lanzara una mirada rápida, procure que
ésta no indique un ruego más o menos claro por su aprobación, porque
el Abogado no la necesita más que de su conciencia, y se rebaja en el
momento en que la busca en otra parte.

5º. En la elocuencia forense debe haber poca acción; porque grave


y austera, en nada se parece a la teatral. Las escenas teatrales repre-
sentan comúnmente situaciones extraordinarias y romancescas, hechos
heroicos y horrorosos, y rasgos sublimes y raros. Por el contrario, las
discusiones judiciales versan sobre sucesos ordinarios y frecuentes en
la vida humana; y los Abogados que solo hablan para instruir y persua-
dir, y para fundar el derecho que patrocinan en la justicia y en la ley,
no pueden servirse de exageraciones, ni otra especie de adornos que no
digan bien con la verdad y la razón, que son sus legítimas armas.

26 Sobre la celeridad no tenemos nada que aregar a lo que dejamos dicho en el número
anterior.

174
Retórica Forense

6º. En todo el porte del Abogado debe haber decoro y dignidad, sin
timidez y sin arrogancia. Las actitudes poco nobles, los golpes de ma-
nos y de pies, las miradas atrevidas y jactanciosas, todos los ademanes
de altivez y osadía se deben proscribir, porque son ajenos del lugar y de
suyo irreverentes. “Las contorsiones son propias de figurones de teatro,
y no del noble y excelso ministerio de un letrado”.

7º. En el exordio y la narración, los movimientos deben ser leves


y comedidos; porque, cuando no hay contradicción, ¿Qué motivo puede
haber para agitarse? La calma del Orador anuncia, en cierto modo, la
seguridad que tiene en la exactitud de los hechos que refiere.

8º. En la demostración y la refutación, que es cuando se empeña


la controversia, se desenvuelven todos los medios de defensa, se jue-
gan todos los resortes oratorios y se da mucha mas vehemencia a la
expresión, tienen mejor lugar los movimientos, y parece natural que
todos los miembros del cuerpo concurran a sostener y apoyar los sen-
timientos y deseos del alma del Orador, que se supone en un estado
de agitación. Guardando una perfecta correspondencia con los que los
labios pronuncian, el rostro del Orador estará diciendo que lo afirma
y lo asegura; mientras que los brazos y las manos, con sus ademanes,
parecerá que se están ofreciendo para sostenerlo y defenderlo.

148. Concurrencia de las operaciones del espíritu en cada


una de las partes del discurso.– Prescindiremos de la pronuncia-
ción; porque hemos dado ya, con la detención que se merece, las reglas
para su uso en cualquiera de esas partes.

En el exordio –la invención se reduce a determinar las ideas o


pensamientos que queremos hacer entrar en él –disposición, a colo-
carles en el orden mas oportuno –la elocución, a expresarlos con un
lenguaje claro, sencillo e insinuante. Más, se necesita hacer una ob-
servación: cabe claridad y sencillez sin que haya belleza, y el Orador
debe procurar que no falte esta en sus exordios; porque lo bello es
siempre un atractivo, y se recibe mejor lo que se nos dice, cuando se
nos presenta colocado entre flores. No deben sin embargo prodigarse
estas; porque nunca conviene hacer alarde desde el principio de toda
la riqueza de la imaginación, y si ir derramando sus galas con pru-
dencia y economía.

175
Miguel Antonio De la Lama

En la proposición y división – el inventar, el disponer y el enun-


ciar, están reducidos a pocos pensamientos y palabras, y basta que ha-
ya claridad, laconismo, método y exactitud.

En la narración –en ella entran hechos, y no ideas o pensamien-


tos; y por consiguiente no hay invención, si no es para escoger el aspec-
to en que mejor convenga presentarlos– en el número 92 hemos dado
la regla sobre la disposición o modo de ordenarla – respecto de la elocu-
ción, el lenguaje debe ser ligero y proporcionado al objeto. Su sencillez
no admite grandes movimientos, ni la hipérbole que todo lo exagera
o lo deprime; pero hay imágenes insinuantes, ligeras, con brillo, que
pueden aprovecharse muchas veces con gran suceso, a condición de
no desfigurar los hechos. Los giros y formas que dan gracia, belleza y
colorido, hacen mas interesante la relación, que se insinúe favorable-
mente en los ánimos y que se grave en ellos de un modo permanente:
una narración descarnada, seca, infecunda, a nadie gusta y con nadie
se recomienda; por lo que Cicerón y Quintiliano aconsejan mucho el
ornato en ella, y nos dicen que debe ser jucundíssima. Aún el patético
indirecto puede y debe mezclarse en las narraciones, para que así sea
luego mas intenso y mas seguro el efecto del patético directo de que se
echa mano en la peroración.27

27 Por patético indirecto se entienden ciertas pinceladas, ciertos golpes al corazón, que si no
lo exaltan, lo conmueven, y que empiezan la obra que el patético directo concluye más
tarde. Estos rasgos que pasan con la celeridad del relámpago, pero que brillan e impresio-
nan como él, dejan hondo recuerdo, despiertan los afectos que dormían bajo la helada
ceniza de la indiferencia, y los animan para que respondan a la impulsión de la palabra,
y a las vibraciones poderosas de la inspiración: así como en la música necesitamos de un
preludio que ponga a tono nuestro oído, así también el corazón, que no es más que un
instrumento con una cuerda para cada sonido y un sonido para cada afecto, necesita un
preludio antes que se conmueva intensa y profundamente. El patético indirecto templa la
lira y preludia: el directo se apodera de ella con mano diestra y segura, y vibra los sonidos
que estremecen y despedazan.
Tiene otra ventaja el patético indirecto esparcido en la narración. Cuando el Orador llega
a la parte de afectos, todos saben que va a poner en juego todos sus medios, y a atacar al
corazón con todas las armas de su elocuencia. Instintivamente se previenen y desconfían:
a las veces este recelo forma un muro que no pueden penetrar los golpes más certeros y
porfiados, ni las imágenes más bellas y seductoras. En el patético indirecto sucede lo con-
trario: como consiste en rasgos rápidos y fugaces, en frases sueltas que parecen nacidas al
acaso y sin designio ni premeditación; ni los Jueces ni el auditorio se alarman, y consigue
siempre su objeto porque encuentra las almas abiertas y confiadas. (López).

176
Retórica Forense

En la demostración – la invención es muy importante; porque


de encontrar los más y mejores argumentos depende todo el resultado
– en su disposición o mejor orden consiste una gran parte de su fuer-
za el lenguaje preciso, sonoro y persuasivo, es de absoluta necesidad
para que la palabra produzca y arraigue una convicción completa. En
esta parte de prueba tienen poco lugar los movimientos oratorios, las
galas y bellezas de expresión: lo único que se necesita es ingenio pa-
ra encontrar los argumentos, talento para combinarlos de la manera
más perceptible y convincente. No obstante, deben aprovecharse las
oportunidades que ofrezcan los argumentos para dirigir al corazón al-
gunas excitaciones, rápidas y pasajeras; pues el patético indirecto debe
sembrarse en todo el discurso, desde que dispone las almas a la fuerte
e irresistible emoción que luego completa el patético directo. Aún la ve-
hemencia y el calor deben emplearse, cuando haya prueba del crimen y
también de la inocencia; porque entonces es menester que el Abogado
despliegue todas sus fuerzas, ponga en acción todos sus medios y en
movimiento todos sus recursos, para rebajar y aún destruir las pruebas
del delito, realzar y ofrecer en relieve las de la inculpabilidad, y formar
un paralelo diestro y de pasión; figura, que recorriendo y comparando
principios, hechos y circunstancias, concluye con una proposición ex-
clusiva y victoriosa.

En la refutación no hay invención, sino memoria para recordar


e ingenio para presentar los argumentos del competidor, según queda
dicho en las reglas tercera y cuarta del numero 112 sobre la disposi-
ción o método que ha de observarse, hemos dado también la regla en
el numero 111– el lenguaje debe corresponder siempre a las impresio-
nes que le preceden, y al tono que estas hayan podido dar al alma en
sus movimientos y flexibilidad. En la refutación puede y debe haber
más calor, un lenguaje más elevado, movimientos y arranques que no
permite el carácter tranquilo de la parte de demostración: la oposición
enardece, y natural es siempre que el hombre responda a ella con más
pasión y con más vehemencia si esta vehemencia seria un defecto en
la línea reflexiva y templada de la demostración, otro defecto seria la
calma y la impasibilidad en la línea acalorada y ardiente de una res-
puesta en el acto provocada.

En la peroración –la invención consiste en encontrar las ideas


que mas hablan al sentimiento –la disposición, en arreglarlas de modo
que, aunque no sea el más rigurosamente ordenado, pueda llevar a

177
Miguel Antonio De la Lama

aquel fin la elocución, en valerse de las frases de más fuerza e intensi-


dad para conmover y arrebatar a cuantos nos escuchen: pocos adornos,
porque la pasión quiere vigor y no galas.

En el epílogo –puede decirse que más bien que invención hay


elección; pues no se hace otra cosa que tomar de todo lo expuesto lo que
creemos más fuerte y concluyente –la disposición sirve para ordenarlo
en la forma más propia –la elocución, para vestirlo de modo que lleve
en si belleza y energía.

La conclusión pide –invención, puesto que ha de formarse con


ideas –disposición, porque éstas reclaman arreglo intelectual –elo-
cución, porque se necesita adornarlas con formas externas, las más
a propósito para hacer durable y permanente la impresión que antes
hayamos producido.

178
CAPITULO VI
IMPROVISACIÓN

SUMARIO.– 149. Concepto de la improvisación.– 150. En qué con-


siste el talento y la destreza del improvisador.– 151. Excelencia de la
improvisación.– 152. Excelencia del improvisador.– 153. Necesidad
de la improvisación.– I54. El Abogado debe ser improvisador.– 155.
La improvisación es una facultad adquirible.– 156. El improvisar es
un arte.– 157. Importancia de las reglas.– 158. Condiciones para que
sea provechosa la educación del improvisador.– 159. El que trabaja
para hacerse improvisador debe estar prevenido contra el desalien-
to.– 160. Principales dotes naturales del improvisador.– 161. Se debe
emplear el método analítico.– 162. Reglas sobre las palabras.– 163.
Reglas sobre las frases.– 164. Reglas sobre los periodos.– 165. Cons-
trucción del discurso lógico.– 166. Reglas.– 167. El improvisador en
la tribuna: reglas.– 168. El improvisador después de dejar la tribu-
na: reglas.– 169. Resumen de las reglas de la improvisación que da
Gorgias.

§1.
PRINCIPIOS GENERALES

149. Concepto de la improvisación.– Improvisar es leer con


facilidad y prontitud en el diccionario de las ideas y de las palabras
escritas en la cabeza de cada hombre. Por lo cual se dice, que la impro-
visación no es más que la producción espontánea y repentina de lo que
ya se sabe, de lo que antes se ha aprendido y meditado. Bajo este punto
de vista, no hay nada improvisado absolutamente hablando; porque
toda improvisación es el resultado de las ideas antes adquiridas y de la
meditación ejercitada sobre ellas. Nadie puede improvisar, ni aún ha-
blar siquiera, en una materia o sobre un objeto de que absolutamente
no tenga noción alguna.

179
Miguel Antonio De la Lama

150. En qué consiste el talento y la destreza del improvisa-


dor.– El talento del improvisador consiste, en consecuencia, en apro-
vechar con oportunidad y rapidez en su discurso, los conocimientos que
ha logrado atesorar a fuerza de aplicación y de trabajo. Los juicios de
los hombres ofrecen diferente aspecto, según la diversa dirección en
que se les mira; de aquí es que no hay verdad o proposición que no pre-
sente un flanco por donde poder ser atacada.

La destreza del improvisador consiste en conocer instantánea-


mente, el lado por donde puede hacer el ataque con más suceso.

151. Excelencia de la improvisación.– La improvisación se


presenta como el fenómeno más admirable del genio, y como la obra
más pasmosa y difícil del talento. No es el improvisador el guerrero
que necesita disponer y vestirse sus armas para correr al combate: no
es el enemigo de un día, ni de una circunstancia, ni de un caso dado:
es el campeón siempre alerta y siempre amenazante, que lleva consigo
cuanto necesita para lidiar y para vencer. El improvisador posee la
inmensa y preciosa ventaja de no poder ser nunca derrotado; porque,
aunque alguna vez sea vencido en el fondo, siempre queda vencedor en
las formas; su caída entonces no se percibe, y por consiguiente no va
acompañada de la humillación ni de la vergüenza.

La concepción y la expresión son simultáneas: no media tiempo


alguno entre la obra del talento que busca, la del genio que encuentra
y crea, y la de la lengua que da con la voz una forma ostensible a lo que
el alma le envía como producto de aquella elaboración instantánea.

La palabra improvisada parodia a Dios en los momentos admira-


bles de la creación: si Dios con un sólo mandato hizo brotar la luz
del seno de las tinieblas y al Mundo todo de la masa informe del
caos, el improvisador quiere, y al impulso de su voluntad nacen
ideas con formas que les dan vida y movimiento y que atraviesan
el espacio como visiones misteriosas de esplendente claridad, do-
tadas de un poder mágico con que se apoderan de los espíritus y
de los corazones, y todo lo subyugan.

Los oradores preparados producen sólo en sus discursos lo que


han combinado y tejido en la soledad y en el silencio: son más
bien recitadores fríos que apasionados tribunos, y fácilmente se

180
Retórica Forense

distraen; porque su atención gira sobre los recuerdos, y no sobre


las emociones de la actualidad. El improvisador entretanto vive y
es sostenido por las impresiones rápidas del momento, se entrega
por entero al presente, y no vuelve su cara a lo pasado, ni lanza
su mirada al porvenir: en él no se ve al hombre del trabajo, al
hombre de ayer y de antes de ayer que ha arreglado su obra lenta
y concienzudamente a costa de desvelos y de fatigas; sino un ser
superior al hombre, que habita en otras regiones, y que es posee-
dor de un lenguaje más espiritual, dotado de todos los encantos y
de un poder fascinador. (López).

Sin duda hablaba de un improvisador, aquella Reina que para


excusar una acción harto libre, decía “que no había besado a un mortal,
sino a la boca de que salían tan bellas y arrebatadoras palabras”.28

152. Excelencia del improvisador.– Cuando el improvisador


ha adquirido el hábito de llevar al auditorio, hasta la evidencia en la
parte de convencimiento, y en los afectos hasta el entusiasmo, el pú-
blico se encarga de proclamar su gloria, y él mismo queda satisfecho
gozando de aquel placer indefinible que va siempre ligado a la idea de
la superioridad.

La superioridad en la palabra tiene otros encantos que la del ta-


lento. Discurrir con más exactitud que los demás, ver en las ideas y en
las cosas relaciones y misterios que otros desconocen, tener una vista
perspicaz que registra en las cuestiones hasta las arenas de este Océa-
no sin riberas, porque los confines del pensamiento son indetermina-
dos, es sin duda una gran prerrogativa que produce la admiración y da

28 Puede decirse de la improvisación lo que un Magistrado del siglo XIV. “¡Oh divina y más
que divina Elocuencia! ¿No eres tú la única que puede dar vida, duración, fuerza y luz a
los actos de nuestra justicia, cuyos actos, sin ti, serían mezquinos, estériles, vagos, oscuros,
ilusorios, y hasta calumniados y vilipendiados? ¿No eres tú la que, auxiliada de la fama,
conservas en nuestra memoria y en lo más profundo de nuestros corazones los bellos
triunfos de la Justicia? ¿No eres tú la que establece entre los fallos por ti dictados y los que
se han pronunciado sin tu participación, una diferencia tan grande como la que podría
imaginarse entre las batallas de griegos y troyanos, si Homero no las hubiese cantado, al
singular realce con que ahora aparecen en su magnífica Iliada? …. Los fallos que tú dictas,
¡oh Elocuencia! Se transmiten perpetuamente, en vez de que, si les faltase la vida que tú
le das, quedarían ahogados en un oscuro silencioso”. (Anaya)

181
Miguel Antonio De la Lama

del hombre una alta idea, colocándolo muy por encima del nivel de las
inteligencias comunes; pero vestir estos pensamientos con el traje más
brillante y fascinador, hablar el lenguaje de los ángeles y dominar por
este medio en los espíritus y en los corazones de cuantos no escuchan,
es más que ser hombres superiores, es participar de una naturaleza
ideal y casi divina, colocada en otras esferas y conocedora de otros ar-
canos.

Acostumbrado el improvisador, por sus continuos ejercicios, a


ver y pintar las cosas por el lado más bello y seductor, se forma una
existencia interior elevada, todos sus pensamientos participan de esta
grandeza, y cada día se aleja más de la vida exterior y prosaica a cuyo
compás rutinario se mueve y agita el mundo.29

153. Necesidad de la improvisación.– Todos los Oradores ne-


cesitan poseer, más o menos, el arte de improvisar; porque ninguno de
ellos puede tener la seguridad de que siempre le servirá lo que lleve
dispuesto, y de que no se verá nunca en el compromiso de desecharlo
para valerse de otros recursos, de otros argumentos, y de otra dicción,
enteramente nuevos y repentinos.

¿Qué dirá, el que haya de hablar en público, cuando los acciden-


tes de una discusión han metamorfoseado el debate, colocándole en un
terreno muy diverso de aquel en que al principio se encontraba? ¿Cómo
responderá a un argumento que no había previsto, y cuya contestación
no puede dejarse para el siguiente día? ¡Triste posición la de una Ora-
dor que va encerrado en su plan como una máquina neumática y que
no puede, sin tropezar, dar un sólo paso fuera de él! Su angustia, o más
bien su agonía, causa lástima; porque no acertará a salir de esta posi-
ción comprometida, si es enteramente extraño al arte de improvisar.

29 El improvisador vive en el mundo como si no le perteneciera, y su alma está siempre en


la región feliz del idealismo y de celestiales ensueños: para él no puede haber pesares
prolongados, porque en sí mismo lleva las compensaciones y los consuelos. Cicerón
recomendaba el comercio de las letras en las aflicciones de la vida; más, el de las bellas
letras, a que el improvisador necesita estar continuamente dedicado, es más dulce, más
grato y más fecundo en recursos. Se ha dicho que no se puede robar todo al poeta, porque
le queda siempre su lira: tampoco se puede robar todo al improvisador, que tiene en sus
pensamientos el delicado perfume de la poesía, sin imitar sus ficciones. (López).

182
Retórica Forense

El Orador que inicia el debate no se ve precedido de ningún otro


que haya podido variar la cuestión, ni desflorarla. ¿Más, por ventura,
después de ese Orador no ha de hablar otro que combatirá sus razones,
que procurará pulverizar sus argumentos, y que provocará indudable-
mente una contestación? Si el primero no cuenta entonces con la faci-
lidad de improvisar, no hará otra cosa que balbucear algunas palabras
sin orden, sin precisión, sin enlace y sin colorido, que no servirán más
que para echar una mancha sobre la reputación que hubiera podido
granjearle su preparado discurso.

Y no se nos oponga que en esos segundos discursos, en esas res-


puestas momentáneas, basta ser claros y correctos, sin que se necesite
hacer alarde de elocuencia; pues nada tiene muchas veces tanta difi-
cultad, como esos apéndices a los discursos, que si se saben aprovechar
completan su efecto y dan el golpe de muerte al adversario. Más en ellos
hay que luchar, no sólo con la dificultad de la materia, y principalmen-
te con la que siempre se encuentra para presentar en pocas palabras
un grupo de ideas que piden más ancho campo y mayor dilatación, sino
también con la tiranía de los reglamentos, que con la fórmula de: sólo
para rectificar hechos o deshacer equivocaciones, sujetan al Orador con
fuertes ligaduras, que ya que no se pueden romper, es necesario saber
darles la posible elasticidad. Ligar con suma ligereza las observaciones
a los hechos; mezclar diestramente lo que se permite decir con lo que
se prohíbe tratar de nuevo; rebasar el círculo que en torno del Orador
está trazado, sin que aparezca que se ha salido de él; y a favor de este
artificio anunciar una idea o un principio culminante que destruya una
larga serie de raciocinios, es empresa que pide mucho tacto, mucha ló-
gica, mucho dominio de la palabra, mucha sagacidad y mucha soltura
y arte en el decir.

Aún el Orador, pues, que inicia la discusión necesita saber im-


provisar, si desea completar su triunfo con una salida pronta y apre-
miante, que se aplaude siempre; porque se conoce que no ha podido
ser fabricada en los talleres de la meditación, sino que es la planta que
germina, arraiga y aparece en aquel mismo instante.30

30 Y si esto sucede al Orador que no habiéndole otro precedido, puede decir lo que quiera y
como quiera: ¿qué sucederá a los demás que vienen al debate cuando está ya apurado, o
por lo menos metamorfoseado cien veces en el curso de una discusión prolija y empeñada?
Se propone uno hablar, y arregla cuidadosamente su arenga para pronunciarla en tercero o

183
Miguel Antonio De la Lama

Lo que hemos dicho del Orador primero, llamado a replicar, es


aplicable con mayor razón al que debe combatir sus razones, que pue-
den tomarle de sorpresa.

No hay duda: el que sólo pueda pronunciar discursos preparados


de antemano, que siempre revelan el frío y languidez de su origen, no
puede decir que manda la palabra a su arbitrio, ni creer que es otra
cosa que la mitad del Orador en su bello conjunto.

154. El Abogado debe ser improvisador.– Lo expuesto en los


dos párrafos anteriores tiene mayor aplicación respecto de los Aboga-
dos.

Una lucha forense es un cambio animado de ideas. Un Abogado


habla; el Juez y el Abogado contrario escuchan, siguiendo atentamente
el curso de sus palabras; todos los asistentes toman parte en el debate,
y en cierto modo juzgan según él, se aconsejan de él, se instruyen por
él, y se determinan por él mismo.

En vez de la palabra, poned al Abogado en la mano un discurso


escrito y se acaba su poder. La atención del Juez necesita fijarse por
medio de los sentidos: quiere que el Orador tenga los ojos fijos en él, y
que las miradas de ambos se encuentren. No quiere tener delante una
máquina de lectura, sino por el contrario un hombre que hable con
emoción a su corazón, y que exprese por medio del gesto, del acento y de
las miradas, la vida que lo anima; ¿y sucederá esto, si dirigida la vista
al papel, desparece la dignidad de la acción, y si una actitud encorvada
y sin gracia, monótona o fría, no conviene con el sentimiento que debe
dominar el alma? Y en tal situación, ¿no es contrario a la naturaleza
que la voz del Orador se conmueva y apasione? ¿No es ridículo que

cuarto lugar, porque este es el que ocupa en el turno de la palabra. Asiste a la sesión desde
el primer día; y si no cuenta con la facilidad de improvisar, le veréis a cada momento lleno
de inquietud y de zozobra: ve que según van avanzando los Oradores que le preceden,
van echando mano de los argumentos que él tenía preparados. Cada uno de estos golpes
le quita una arma de agresión o de defensa, y presiente en su desesperación que al fin
quedará sin ninguna, y tendrá que aparecer así en la arena, dando segundas ediciones,
para sufrir una pública y vergonzosa derrota: cada uno de esos golpes es una pluma que se
arranca a las alas del ave que pensaba remontarse con su ayuda, y que cuando concluyan
de desaparecer, el ave no podrá hacer otra cosa que andar, o tal vez se verá obligada a
arrastrarse como un reptil. (López)

184
Retórica Forense

delibere con sus Jueces, teniendo fijos los ojos en el papel, y verle man-
tener un diálogo e interrogar, con su papel en la mano para responder?.

Supongamos que no lea, sino que recite un discurso trabajosa-


mente aprendido de memoria. Su escogimiento, su lujo prestado nos
desagrada: el arte exige que se oculte, principalmente en el foro. El
Juez conserva generalmente cierta sombra, cierta desconfianza del que
por medio de un discurso preparado se inspira de tibias emociones. Y no
hay modo de disimularlo, aunque parezca que con los ojos pidió al Cielo
auxilio e inspiración: vuestra misma facilidad os descubrirá; y hay por
otra parte un sello particular que distingue las producciones instantá-
neas de la improvisación y que permite hablar con certidumbre: aquí
concluye el trabajo del escritor, y principia el del improvisador.

¿Y cómo podrá conseguir que penetre la pasión en un discurso


escrito mucho tiempo antes? ¿Y qué sucederá sin cualquier accidente lo
turba, y le hace perder el hilo de su discurso? Desgraciado el Orador fo-
rense que funde sus esperanzas en la escritura; porque si de cualquier
modo que sea llega a romperse el hilo de su discurso, al punto aparece
una laguna en sus ideas: la inteligencia padece en este caso cruelmen-
te: embarazada, paralizada en su acción, se desordena, y a manera de
un caballo a quien se sujeta, se niega absolutamente a seguir adelante.

Suponed al Abogado que escribe su discurso, en concurrencia con


otro que improvisa el suyo: las más veces será de este último la victoria
porque en la improvisación solamente ocurren aquellos momentos fe-
lices en que la palabra conmueve el ánimo de los oyentes; a la manera
que el eslabón hiere al pedernal inerte, y hace que de él se desprenda
aquella chispa eléctrica, que se llama entusiasmo, y que se produce,
cuando habiendo llegado el discurso al más alto grado de su poder,
aparece el pensamiento del Orador con una luz resplandeciente, que
se comunica al auditorio, en el que ejerce su mágica virtud. Entonces
la palabra, en alas de su entusiasmo, salva la distancia que separa la
Tierra del Cielo.

Sólo se tolera un discurso escrito a los principios; y aún así, hace


formar un concepto poco ventajoso de la persona que lo ha pronunciado.

No merece el nombre de tal, el Abogado que no improvisa; será


un escritor, un literato, que podrá obtener las palmas de la victo-
ria en los juegos olímpicos; pero no el hombre siempre dispuesto,

185
Miguel Antonio De la Lama

siempre armado, a quien podréis confiar la defensa de vuestra


honra, de vuestra libertad, de vuestros bienes. El Abogado que
escribe, sólo camina con andadores; el que improvisa, no lleva
trabas: todo marca en las obras del primero las señales de sus
ligaduras, todo descubre en las producciones del segundo su no-
ble independencia. El Abogado que improvisa tiene sobre el que
escribe, la misma ventaja que un hombre a caballo respecto de
otro a pié.

Es imposible evitar la necesidad de improvisar: si falta este talen-


to especial, la carrera de la elocuencia forense, más que ninguna
otra, sólo puede ofrecer derrotas sangrientas y agonías mortales.
La causa que el Abogado está encargado de defender, puede de
un momento a otro variar de aspecto; en cuyo caso, es preciso es-
tar dispuesto a dominarla bajo el nuevo punto de vista con que de
repente se manifiesta; por consiguiente, el Abogado que no tenga
el hábito de la improvisación, se verá abrumado bajo tan pesada
carga: no podrá mantenerse en un estado permanente de guerra
encarnizada, que exige grandes fuerzas y un vigor extraordina-
rio. (López).

155. La improvisación es una facultad adquirible.– De tres


maneras expresa el hombre su pensamiento por medio de la palabra:
en la conversación alternativa o diálogo, en el discurso preparado y en
el discurso improvisado o espontáneo.

La conversación es una improvisación breve que cambia a cada


instante de materia y objeto, que muda continuamente de fisonomía,
que desflora y no profundiza; por lo que no pueden prevenirse las répli-
cas, pensarse de antemano las contestaciones, ni calcularse el giro que
llevará la discusión. El discurso continuo no es más que la perfección y
prolongación del discurso cortado del diálogo; por lo cual, lo que sucede
en éste es aplicable a aquel.

En la conversación familiar no brilla más el que más sabe, sino


el que tiene más facilidad y soltura adquirida con el uso y con el buen
trato. Corneille y Juan Jacobo Rousseau, dos hombres tan superiores,
de tan inmensos conocimientos y de imaginación tan fecunda, no solo
no hubieran podido pronunciar jamás un discurso, sino que en la con-
versación alternativa se veían cortados y oscurecidos; en tanto que a su
lado brillaban otros que no tenían ni sus facultades ni su saber. Es que

186
Retórica Forense

aquellos dos escritores, encerrados en la atmósfera de su pensamiento,


sin trato frecuente con el mundo, y sin el necesario ejercicio en la pa-
labra no conocían el modo de sacar de ella ventajas, porque no estaban
acostumbrados; mientras que la manejaban con gran soltura y elegan-
cia, los que habían adquirido por la práctica el hábito de dominarla y de
hacerla seguir todos los giros de sus concepciones y voluntad.

Ejercitémonos en la palabra como nos ejercitamos en la lectu-


ra, y estemos seguros de hacer los mismos o parecidos progresos.
Cuando leemos, recordamos y combinamos: adquiramos por el
uso de la palabra el hábito de hacer instantáneamente recuerdos
y combinaciones, y seremos improvisadores. (López).

Esa facilidad prodigiosa tan rara y sorprendente, que tanto nos


admira y nos encanta, puede adquirirse por todos los que tengan sólo
un regular talento, con tal que la educación sepa dirigir y arreglar sus
facultades y sus esfuerzos.31

Téngase presente que un hombre eminente ha dicho: “la sabi-


duría consiste menos en la abundancia de doctrinas, que en un hábito
feliz de discurrir bien sobre datos conocidos”.

Cuando oímos un discurso todos decimos: “eso lo sé yo, aunque


no puedo decirlo así”; luego no echamos de menos la inteligencia, sino

31 Generalmente se cree que son pocos los hombres que nacen con disposición para las com-
binaciones científicas, y de aquí el descuido en la educación que se da al mayor número; la
experiencia, sin embargo, y la opinión de varios filósofos, nos dicen lo contrario. No está la
diferencia principal en los talentos, sino en la voluntad y constancia para el trabajo, y en el
acierto del método que en él se sigue. Descartes ha dicho: “el talento está bien repartido;
más no basta tenerlo, sino que se necesita saberlo aplicar”. Quintiliano ha añadido: “es
un error creer que hay pocos hombres que nazcan con la facultad de formar rectamente
sus ideas; la mayor parte está igualmente organizada para pensar y retener con prontitud y
facilidad. El talento es tan natural al hombre, como el vuelo al pájaro, la carrera al caballo,
la ferocidad a los tigres; los hombres completamente inhábiles para las ciencias están tan
fuera del orden de la naturaleza, como los monstruos y los fenómenos que nos admiran”.
Todavía ha añadido Rousseau: “se cree que la diversidad de disposición que distingue a
los individuos es obra de la naturaleza; más, sin embargo, por ella todos los hombres son
susceptibles de pasiones bastante fuertes para darles aquel grado de atención a que está
ligada la superioridad del talento”. Y si esto puede decirse respecto a las ciencias en general,
mucho más cierto es respecto a la improvisación, en que todo depende del estudio y del
ejercicio.- (López).

187
Miguel Antonio De la Lama

que lo único que nos falta es el arte. Que nadie diga: “yo nunca podré
improvisar”. No es posible calcular lo que sucederá en el momento dado
de la inspiración, por lo que sucede en las horas calladas de calma en
una situación ordinaria: el Orador es el pedernal que arroja la chispa
luminosa tan pronto como es herido por el acero: el genio en estos en-
sayos es como la flecha que escapa del arco, que no se puede presentir
hasta donde alcanzará.

156. El improvisar es un arte.– La música es un lenguaje de


ideas, y aún más de sentimientos; y el que se dedica a ella; primero
aprende el nombre y el valor de cada nota; después las alterna, com-
prendiendo por este procedimiento todas las armonías; luego las aplica
a un instrumento dado, que sirve como de traducción o lengua a sus
concepciones; y por último, se entrega a la inspiración, creando hasta
poemas que representan una acción continua con todos sus caracteres
y con todos sus episodios. He aquí, aunque en diferente línea, la obra
del improvisador: primero reúne las ideas y sus signos que son las pala-
bras; después ensaya formar una pieza con aquellos elementos, y hace
un discurso; y por último se abandona a sus arranques, a sus emocio-
nes, a las corrientes de la inspiración, e improvisa. Así como el músico
es el resultado del arte; así lo es el improvisador, cuya facilidad debe
mirarse como el más alto punto de la perfección oratoria.

La improvisación es pues un arte que se aprende como cualquier


otro, con el estudio y el ejercicio. Según los sistemas ideológicos, todas
las operaciones del alma se reducen a movimientos y a repeticiones de
movimientos; por este mecanismo se adquieren los hábitos, y los hábi-
tos no son más que el triunfo de la constancia sobre las dificultades de
una naturaleza rebelde. No basta hablar, sino que es necesario domi-
nar por medio de la palabra; y a este punto no se llega, sino cuando la
palabra se presenta con la fisonomía que le da el arte: la improvisación
no se puede improvisar, con perdón del pleonasmo.

157. Importancia de las reglas.– Queda demostrado que el


improvisar es un arte, y todo arte se adquiere con las reglas y con el
ejercicio.

Hay dos clases de improvisadores: unos de genio y otros de talen-


to. Para formar los primeros no alcanzan las reglas, si bien les servirán

188
Retórica Forense

para marchar más veloz y más felizmente; más las reglas bastan por sí
solas para formar un improvisador de talento, y no es pequeño triunfo
hacer brotar flores en un terreno ingrato. Un escritor recomendable, al
marcar la diferencia entre ambos improvisadores, ha dicho: “El genio
es un don el más rico de la naturaleza; el talento es una adquisición del
hombre. El producto del genio es Minerva, que sale armada de la cabe-
za de Júpiter; el producto del talento es un hijo ordinario de los Dioses,
que nace y crece en el seno de la voluntad. El uno es la estrella fija que
tiene en sí misma su deslumbradora luz; y el otro es un satélite que no
tiene más que una luz opaca y prestada”.

158. Condiciones para que sea provechosa la educación


del improvisador.– Un escritor moderno ha dicho: “la educación es
la semilla, que unas veces cae en los caminos y se la comen los pájaros,
otras sobre las peñas donde no puede echar raíces, otras entre zarzales
y la maleza la ahoga, y otras sobre buena tierra y entonces fructifica”.
Siguiendo el mismo giro en la observación, puede decirse: que la se-
milla comida en los caminos por los pájaros, es la que se pierde por la
pereza y las distracciones; que la que cae sobre las peñas, es la educa-
ción que inútilmente se procura dar a los entendimientos obtusos; que
la que perece ahogada entre los zarzales, es la que aborta y se malogra
por los confusos y complicados sistemas que siguen los maestros; y que
por lo tanto, todo el secreto de una inútil y provechosa educación está
en que haya felices disposiciones, una aplicación continua, método y
claridad al paso que sencillez en el modo de enseñar y de ejercitarse.

159. El que trabaja para hacerse improvisador debe estar


prevenido contra el desaliento.– El desaliento y aún la desespe-
ración suelen apoderarse del ánimo, cuando se ve que los resultados
no corresponden, tan pronto como se quisiera, a los deseos y a las es-
peranzas. Este desdén del arte es ciertamente enojoso y mortificador;
pero el modo de vengarse es vencerlo, y para vencerlo solo se necesita
aplicación y constancia: para hacer una cosa bien es necesario, por lo
común, haberla hecho mucho tiempo mal: la perfección es rara, y todo
lo raro es costoso de alcanzar.

Todos los que un día sobresalen, tuvieron preparaciones no menos


incómodas, no menos desesperantes. Corneille, Racine y Crevillon co-
nocían muy bien su lengua; pero el aprender a fabricar aquellos versos

189
Miguel Antonio De la Lama

inmortales que les han merecido la admiración del mundo, les costó
porfiados conatos, lentos estudios, y ensayos por lo pronto infecundos.32

Las ideas, las palabras y los giros de concepción y de expresión,


son para nuestra cabeza y para nuestra lengua, lo que son para nues-
tros dedos las diversas pulsaciones de un piano cuando nos dedicamos
a su estudio: ni aún los aislados sonidos salen bien en el principio,
después formamos ya cláusulas y armonías completas, y concluimos
por dominar el teclado y enseñorearnos en su posesión. Otro tanto nos
sucede con el teclado de la memoria y de la imaginación, cuando las
queremos hacer servir para formar un discurso: al principio todo es
desaliñado e informe; pero de esas mismas tinieblas, a fuerza de ensa-
yos y de perseverancia, brota por último el orden y la regularidad.

160. Principales dotes naturales del improvisador.– Entre


esas felices disposiciones figuran en primera línea la memoria y la sen-
sibilidad.

Inútil será que aspire a ser improvisador, el que no cuente con una
memoria muy feliz, con ese don maravilloso del Cielo que hace patentes
a nuestra vista en todos los momentos de la vida, cuantas ideas hemos
adquirido y cuantas emociones hemos experimentado. El improvisador
no puede pedir plazo a un auditorio que le escucha impaciente: es ne-
cesario que se representen en su cabeza, como en un espejo, todas las
figuras o solo de actualidad, sino también de lo pasado. La memoria es la
vela de su buque; y en el momento en que ésta se rompa o abata, el barco
quedará parado aunque el viento de la inspiración le sople o impela.33

Más, no basta esa memoria feliz, razón clara, viveza y perspica-


cia de entendimiento, sino que es necesario también un gran fondo de
sensibilidad en el corazón. Donde no hay sensibilidad, no puede haber

32 Siempre se empieza mal, y la perfección viene con el trabajo y con el tiempo. Si el mis-
mo Demóstenes hubiera recordado en los bellos tiempos de su elocuencia poderosa, los
discursos que dirigía a las olas cuando se propuso seguir la carrera de la tribuna, sin duda
se hubiera avergonzado, y acaso no hubiera querido creer que fueran suyos. Su primera
arenga en la plaza pública, cuando quiso ser Orador sin haberse preparado con estudios
y ejercicios que le dieran la facilidad y el arte, le valió demostraciones tan ofensivas a su
amor propio, que bajó de lo que creía el trono de su gloria, confuso y humillado.- (López)
33 Véase el número 28.

190
Retórica Forense

emociones; y donde estas faltan, no puede haber arranques, no puede


haber inspiración, no puede resonar sino una palabra impotente y fría.

Improvisador sin recuerdos prontos y exactos, e improvisador sin


corazón que se inflame, son dos imposibles.

§2.
APRENDIZAJE DE LA IMPROVIZACIÓN

161. Se debe emplear el método analítico.– En todo discurso


hay ideas y lenguaje. Las primeras son del dominio de la ciencia, se
adquieren y perfeccionan por medio de un estudio asiduo y variado,
y debe tenerlas ya el que quiere aprender a improvisar; pasamos a
ocuparnos pues de las voces, como signo representativo de la idea y del
sentimiento.

Un discurso no es más que el conjunto de varias partes o párra-


fos: cada uno de éstos se divide en períodos, cada período se compone de
frases, y cada frase es el agregado de las palabras que la constituyen y
que son su cardinal elemento. El aprendizaje debe principiar, entonces
por esos elementos, y seguir en escala ascendente hasta la formación
del discurso: método analítico.

162. Reglas sobre las palabras.– Las principales son las si-
guientes:
1ª. Los conatos del que quiera ser improvisador deben empezar
por hacerse de un considerable número de palabras escogidas, que pro-
curará conservar con cuidado en los archivos de su memoria; a fin de
que vayan en su auxilio cuando las llame para significar con ellas sus
juicios o sus emociones. Al efecto, debe esmerarse desde el principio en
el lenguaje y los giros de la conversación familiar. El hombre se forma
sobre lo que ve, y caso es el mayor de todos el poder de la costumbre.
El hombre pule al hombre; y el buen trato mejora continuamente las
maneras y la conversación, y da un caudal de expresiones escogidas,
las mas a propósito por su propiedad, sonoridad y elegancia, para re-
presentar la idea con toda la belleza y encantos posibles.
Por lo mismo debe huir el trato frecuente de las personas que
solo tienen concepciones vulgares, triviales y bajas en su expresión,

191
Miguel Antonio De la Lama

y cultivar el de los hombres instruidos y de buen gusto, a cuyo lado


siempre se adelanta; porque las imaginaciones son como los líquidos
que tienen una constante tendencia a nivelarse. Hasta las personas
dotadas de más imaginación y gusto, pueden hacer en sí mismas esta
observación, cuando se ven en la necesidad de vivir por algún tiempo
en una población atrasada, y en continua comunicación con gentes sin
talento y sin cultura: buscan su antiguo temple intelectual, y no lo
encuentran: quieren pensar con libertad y con elevación, y no pueden:
ensayan a hablar como antes, y no aciertan: en la precisión incesante
de tomar el nivel de los demás para ser entendidos, vienen a contraer
aquel hábito pernicioso, y la cuerda de su imaginación duerme destem-
plada o muda porque ha perdido la costumbre de vibrar con sonoridad
y valentía.

El sello que se imprime sobre las ideas y sobre el lenguaje en los


primeros años, difícilmente se borra con la edad adulta, y en las situa-
ciones ulteriores más favorables a los progresos del entendimiento y de
la locución. No es pues de extrañar, que los romanos se mostrasen tan
cuidadosos en este punto, y que buscasen para nodrizas de sus hijos a
las mujeres que hablaban su lengua con más propiedad y elegancia.

Uno de los ejercicios que más contribuyen a dar al entendimiento


copia de ideas y de marcha convenientes, es la traducción escrita; pero
cuidándose mucho de conservar el genio y los giros de la lengua propia,
porque no hay nada que siente peor en un discurso que el aire o sabor
de extranjerismo.

2ª. No basta conocer las palabras; es necesario examinarlas a


fondo, y penetrarse de su propiedad para representar exactamente el
pensamiento a que deben servir. Para esto aprovecha mucho la lectura
de libros escritos en correcto lenguaje, sobre todo la de los poetas; por-
que en ellos se recorre la escala de los afectos, y se describen y dibujan
con un colorido encantador todas las situaciones de la vida y todos los
objetos de la naturaleza.

3ª. Para aumentar el caudal de palabras, que es la riqueza del


improvisador, conviene mucho ocuparse del examen de los sinónimos.
En rigor, éstos no pueden admitirse en la precisión didáctica; porque
aunque la significación principal de dos voces distintas venga a confun-
dirse, siempre contienen diferencias accidentales que hacen desapare-
cer la identidad; pero en la elocuencia improvisada sucede lo contrario.

192
Retórica Forense

Los sinónimos sirven al Orador hasta como traje de gala, y no


pocas veces sustituyen, en un momento fatal, a la palabra que había
perdido. Suele suceder que en medio de un discurso el Orador tiene un
instante de distracción o de olvido, y la palabra que se le presentaba
oficiosa se oculta y esconde; los sinónimos vienen entonces en su soco-
rrió y le sacan de su conflicto, como una mano amiga retira al que se
ahoga de las aguas en que se veía pronto a sumergirse.

4ª. No es bastante conocer muchas palabras adecuadas, y sinó-


nimos con que sustituirlas cuando ellas faltan, o se desea hacer una
amplificación: es necesario además penetrarse de su índole, y hasta de
su sonoridad. La misma idea se puede expresar de diferentes modos y
en la elección de las voces y giros está todo el secreto y todo el encanto:
la palabra es a la vez un medio de comunicación para el entendimiento,
una música para el alma, y, un soplo o un sacudimiento para el cora-
zón. Debe pues el improvisador clasificar las palabras, como el botánico
clasifica las plantas, y el geógrafo deslinda las regiones: debe separar
las que sirven para expresar pensamientos grandes y atrevidos, de las
que anuncian ideas suaves y dulces; las que retratan la alegría, de las
que pintan el dolor; las que han de servir a la grandilocuencia, de las
que solo deben emplearse en ofrecer situaciones halagüeñas y bonan-
cibles.

5ª. Procúrese recorrer con el pensamiento todas las voces que


puedan servir a la enunciación de cada idea. Así se presentarán a nues-
tras almas todas a la vez, y se contraerá el hábito de que esta compa-
recencia simultánea se repita siempre que la necesitemos, y de que el
entendimiento elija con acierto la flor más bella de cuantas forman
aquel ramillete.

6ª. Después de conocido el sentido propio de las palabras, es nece-


sario estudiar el figurado y ensayarse en hacer a él continuas aplicacio-
nes, porque en postrer análisis, todo viene a reducirse en un discurso a
palabras dispuestas de un modo más o menos ingenioso, más o menos
feliz.

La mañana es una parte del día: trasládese esta voz a las edades
del hombre, y llamaremos la mañana de la vida a los años dichosos de
nuestra infancia en que todo se nos sonríe. Estas traslaciones hacen
siempre un agradable efecto en la dicción; porque llevan consigo un
recuerdo grato y una imagen que nos halaga: de estas metáforas a la

193
Miguel Antonio De la Lama

comparación no hay otra diferencia, que la de estar la relación oculta


o desenvuelta.

El que aspira a ser improvisador debe ejercitarse en formar me-


táforas y comparaciones en sus discursos y ensayos mentales; pues este
es el único medio de irse acostumbrando a ellas, para que después se le
ofrezcan en la tribuna con la mas pronta y admirable espontaneidad.

7ª. Otro medio conduce también a variar y perfeccionar este útil


ejercicio. Tómese un libro, léase un párrafo, y procúrese después ir
trasladando la significación de las palabras que lo permitan, y forman-
do las metáforas, los demás tropos y las comparaciones que puedan ser-
vir a embellecerlo. El cuerpo muerto del escrito se animara de repente,
como sucedería si tomando un pincel diésemos sobre un cuadro pálido
algunos golpes maestros que lo hicieran adquirir la animación y la vida
que antes le faltara.

163. Reglas sobre las frases.– Pueden reducirse a las siguientes:

1ª. En la formación mental de frases enteras, no entran solo las


palabras: entra también el giro del pensamiento. Si al ejercitarse aisla-
damente en las voces y en sus traslaciones, deben construirse repetida-
mente tropos para hacerlos familiares, al llegar a la esfera de las frases
es conveniente que se ensayen todas las figuras ligeras y sencillas que
admita la dicción. La repetición, la conversación, la complexión, la con-
duplicación y otras varias de igual o parecida índole, deben ser materia
de los ensayos, para que no solo tenga el lenguaje que vamos formando
propiedad y belleza, sino también la fuerza que le dan estos modos par-
ticulares de enunciación.

2ª. Las frases así construidas deberán escribirse, para examinar-


las muchas veces y con prolija atención, y para intentar una y otra vez
el medio de mejorarlas. Aquí ya el futuro Orador empieza a entrever
la belleza y proporciones del embrión de su obra; y en esta situación
agradable es necesario detenerse por mucho tiempo. Aquí juega ya la
memoria que recuerda las voces, el gusto que las traslada con una apli-
cación metafórica, acertada y feliz, y el genio que marca los giros en
que empieza a mover sus alas antes de emprender su vuelo seguro y
atrevido. Estos ejercicios, pues, llevan derechamente al fin, y puede de-
cirse que en ellos el fin y el medio se confunden y son una misma cosa.

194
Retórica Forense

Hay una nueva ventaja en escribir y repasar continuamente es-


tas frases, que el entendimiento o la pasión fabrican en los instantes
callados y apacibles de sus meditaciones. A fuerza de repetirse esa ma-
nera de pensar y de expresarse bella e inusitada, el pensamiento y la
lengua se van plegando a esos rumbos, las tentativas se convierten en
hábitos, y se forma en la cabeza una especie de molde intelectual en
que se vacíen después por sí mismas todas las concepciones. El corazón
se apega a esa ocupación deleitosa, como nos apegamos, en un largo y
árido camino, a los sitios amenos que nos brindan sombra y frescura;
y se deja con pena aquella mansión afortunada, para volver a caer en
la trivialidad de pensamientos vulgares, en la nada de las costumbres
comunes, y en el fango asqueroso del mundo.

164. Reglas sobre los períodos.– Cuando el principiante tiene


ya palabras embellecidas por los tropos, y frases con la gracia y fuerza
que les dan las figuras que les son propias, debe entrar ya en la compo-
sición de los períodos. El objeto de esta parte de la enseñanza, es acos-
tumbrarse a todos los giros y movimientos oratorios; debe por lo tanto
en ellos pasarse revista a todas las figuras de pensamiento: la escala,
como en un instrumento músico, deberá recorrer todas las entonacio-
nes, desde las más graves hasta las más agudas.

1ª. Princípiese por formular un período sobre un raciocinio cual-


quiera en la forma expositiva, y pásese después a la interrogativa, que
aumenta la fuerza y energía de la locución; vuélvase después el período
a su forma primitiva; y repítanse estas transformaciones hasta adqui-
rir el hábito de que el pensamiento formule cualquiera de estas dos
vías de enunciación, pronta y repentinamente.

2ª. Ensáyense después descripciones en todos los géneros, desde


el más sencillo hasta el más elevado y sublime, y trácense sobre el pa-
pel, corrigiéndolas y retocándolas para que resulte un modelo acabado.
Cuando ya se tenga éste, debe el aspirante leerlo y releerlo con el fin
de que se graven en su memoria todas las ideas con todos sus matices;
con lo cual adquirirá la deseada facilidad de que se repitan espontánea-
mente los mismos rasgos; u otros no menos felices, no menos atrevidos
y valientes cuando se halle en igual o parecida coyuntura.

3ª. Las comparaciones deben jugar frecuentemente en todos los


discursos, si se quiere que una imagen venga en auxilio de una idea; y

195
Miguel Antonio De la Lama

el paralelo puede estar en la palabra o en el pensamiento, cuya diferen-


cia admite dos clases de fórmulas: una que se ciñe a una sola voz, otra
que amplifica y se deslíe en un período separado. Repítase también
este ejercicio hasta hacerse su mecanismo familiar.

4ª. Las antítesis son de maravillosos efectos por los contrastes


que ofrecen, y piden mucho cuidado y mucha práctica para que las
ideas se correspondan, como se corresponden los dos polos del glo-
bo en su diametral oposición. En uso de esta figura debe reservarse
para las situaciones de calma y de serenidad, en que el pensamiento
se mueve sin pasión y sin sobresalto, pues piden reflexión, y esta es
siempre ahogada por la voz de las pasiones, cuando se exaltan o in-
flaman.

5ª. En lo que más debe ejercitarse el improvisador novel, es en las


amplificaciones. Estas abrazan todas las palabras y todas las figuras;
y amplificar bien puede decirse que es construir un discurso con todas
sus gracias y atributos. En la amplificación de palabras se debe huir
el inconveniente de ser superfluo, cuando sólo se desea encontrar un
adorno; y en la amplificación de pensamientos, se debe conservar el
nervio y unidad a que se opone siempre, la redundancia.

En los primeros ensayos no se debe amplificar mucho. Las ampli-


ficaciones piden inteligencia y costumbre para sostenerse, y no siempre
es dado a los que empiezan conservar el equilibrio en estos prolongados
balanceos.

6ª. Iguales ejercicios deben hacerse y repetirse sobre las prete-


riciones, reticencias, sujeción, dubitación, exclamación, optación, de-
precación, imprecación, conminación, apóstrofe y prosopopeya; aunque
esta última pide circunstancias tan solemnes, que pocas veces se ve el
Orador en ellas, y por lo tanto es de escaso uso en la tribuna.

7ª. El Orador debe también ponerse en inmediato contacto con


los genios que han brillado en la elocuencia y de ensayar su vuelo a la
sombra de las alas de esas águilas. Debe elegirse un modelo en cada
género de oratoria: analizarse, entresacar los mejores pasajes, apren-
derlos de memoria, repetirse una y otra vez en la elaboración solitaria,
y procurar vestir el esqueleto descompuesto con diferentes trajes, pre-
sentando la misma idea con distintas palabras, con diversas frases y
con giros variados.

196
Retórica Forense

Este es el trabajo que más ayuda y dispone para la improvisa-


ción: el hombre tiende naturalmente a imitar, y en la imitación y la
costumbre está todo el secreto de la facilidad del improvisador. Es ad-
mirable el comercio que existe entre los genios, y no lo son menos las
leyes inalterables de su recíproca adherencia. Bacon ha dicho: “del mis-
mo modo que obran los cuerpos sobre los cuerpos, obran también los
espíritus sobre los espíritus”.

Cuando tenemos a la vista una producción armoniosa y magnífi-


ca, cuando la examinamos detenidamente y pugnamos por trasladarla
a los talleres de nuestra alma para darle en ella otras proporciones y
formas; empieza a germinar en nosotros una virtud creadora, cono-
cemos que insensiblemente se van desarrollando nuestras facultades,
nos vamos familiarizando con las imágenes y rasgos felices o atrevidos,
y empezamos a creernos capaces de concebir y formular una obra, si no
igual al menos parecida

Y no se crea que tal recurso es solo necesario a la debilidad de


los talentos medianos. Los hombres más superiores han ensaya-
do los mismos medios, y han procurado imitar y aún templar su
instrumento por el eco de otras superiores armonías. Corneille
ha imitado a Lucano y a Séneca; Bossuet a los profetas; y Racine
a los griegos y a Virgilio. Preguntaron un día a Demades donde
había aprendido la elocuencia: “en el foro de Atenas, contestó,
oyendo e imitando– A proporción que el hombre tienen más genio
y entusiasmo, es más sensible a los ejemplos, ambiciona mas la
gloria, y desea, si no oscurecer, igualar al menos la que otros han
adquirido. Alejandro, en medio de su fortuna y de sus repetidos
triunfos, siente al llegar al sepulcro de Aquiles, no tener todavía
la colosal reputación de aquel héroe, ni un cantor como Home-
ro que llene al mundo con el poema de sus hazañas. A su vez
cuando César ve a estatua de este mismo Alejandro, muestra su
impaciencia y su dolor por no poder sobrepujarle. Temístocles no
duerme pensando siempre en los triunfos de Milcíades; y llena
está la historia de los grandes hombres, de esos rasgos de rivali-
dad fecunda, de emulación inquieta y elevada que han poblado la
Tierra de hechos maravillosos. (López).

Más, todo ello, sin que el improvisador pierda su tipo y su fi-


sonomía: los modelos no deben desnaturalizar las formas de sus con-
cepciones ni de su expresión, y si solo guiarle, mostrándole el camino,

197
Miguel Antonio De la Lama

sin sujetar sus pasos ni sus movimientos. Los modelos deben ser para
nosotros, lo que para los Reyes Magos la estrella que con su luz y direc-
ción les mostraba el punto a que se encaminaba su esperanza y su fe.

¿De qué, pues, nos servirá entonces, podrá preguntársenos, el es-


tudio analítico y lento de los modelos, si en ellos se nos quiere
dar solo una sombra y no un cuerpo, un sonido y no el instrumen-
to de que parte? De familiarizarnos con los movimientos subli-
mes, con los rasgos elevados, con la llama de la inspiración, con
esa corriente creadora que fecundiza a la esterilidad misma; de
adquirir todos los tonos y todas las inflexiones. Por este estudio
práctico y de continuos ensayos, discurriendo sobre lo que otros
han escrito o hablado, y apropiándonoslo con distintos trajes y
con diversos adornos, llega a formarse en nuestra cabeza una es-
pecie de molde intelectual, en el cual se van vaciando los discur-
sos del aprendizaje, y después con mas suceso los de la madurez
oratoria. (López).

§3.
ELABORACIÓN SOLITARIA DEL DISCURSO

165. Construcción del discurso lógico.– Ya tenemos al que se


ejercita para improvisar, con ideas, con palabras propias y metafóricas,
con frases y sus figuras, y con periodos que comprenden todos los giros
y todos los medios de enunciación. Suponemos que todo ello lo posee
por medio de repetidos ensayos, y que ha adquirido la soltura y seguri-
dad que se necesita para dar el último vuelo. ¿En esta situación, como
se acostumbrará a formar los discursos de la manera instantánea que
después reclama la tribuna?

Lo primero que necesita es, abarcar de una sola mirada todo el


discurso que va a pronunciar: no en sus pormenores, sino en su esque-
leto, Un discurso, por largo que sea, puede reducirse a pocas proporcio-
nes que abracen en sustancia y en el rigorismo didáctico aquel todo tan
pomposo y tan bello; despojándolo de sus ricas vestiduras, y dejándolo
completamente desnudo y hasta descarnado. En ese esqueleto tiene
el improvisador los puntos de partida, de transiciones y de término, y
constituye el discurso lógico. Para construir este discurso, lo que debe
hacer el que estudia la improvisación es, pues, trazar sobre el papel las

198
Retórica Forense

proposiciones cardinales que quiere enunciar, enlazarlas con el mejor


orden, y empaparse de aquella serie de ideas hasta el punto de repre-
sentárselas todas en el orden de correcta formación que les haya dado
en su plan.

Pero se nos dirá: ¿y cómo hemos de formar, instantáneamente


el discurso lógico, base del discurso oratorio, cuando nos vemos sor-
prendidos por la urgencia de lanzarnos a la tribuna? Esa facultad se
adquiere con la repetición de los ejercicios de preparación. Al principio,
al lanzar la vista sobre toda la materia, veremos pardas nubes, des-
pués sombras, luego empezarán a dibujarse las ideas con claridad, y
por último se nos presentarán con método: con el método que es a los
discursos, lo que es al Mundo la luz. Así irá descorriéndose la cortina
que nos ocultaba la verdadera filiación de las ideas, y aparecerán estas
claras y precisas, con todos sus enlaces y con toda la expresión de su
fisonomía. Cada vez que el improvisador repita estos ensayos, les serán
obvios; hasta que el resultado, que antes se hacía esperar, venga a ser
instantáneo, y pueda hacer rápida y maquinalmente lo que antes le
costaba tiempo y dificultad.

166. Reglas.– Pueden darse las siguientes para la preparación


del discurso:

1ª. Para allanarse el camino desde el principio, es conveniente


no empezar a formular ningún discurso, hasta que la materia se haya
estudiado profundamente, y se refleje en nuestra cabeza con toda clari-
dad y orden. La expresión sigue siempre los rumbos de la inteligencia;
y cuando en ésta no hay más que oscuridad y confusión, es imposible
dar al discurso el enlace necesario, y más imposible todavía, revestirlo
con la energía de los pensamientos y engalanarlo con las gracias del
decir.

2ª. Ese estudio profundo debe extenderse al de todas las circuns-


tancias; éstas deciden frecuentemente las cuestiones, y el mejor las
conozca será el que tenga más ventaja en las luchas de la palabra, así
en el foro como en la tribuna.

En nada se altera tanto la índole de las cuestiones, como en la


relación de los hechos sobre que ruedan. En la cual, sin falta a
la verdad en lo que se dice, puede omitirse alguna circunstancia

199
Miguel Antonio De la Lama

cuya omisión venga a cambiar completamente la fisonomía de las


cosas. Tal puede hacerse la pintura de un padre para presentarlo
duro y aborrecible.

Yo lo he visto, se podrá decir, sentado en una opípara mesa en


que comía tranquilo; en tanto que su pobre hijo, niño que des-
fallecía por falta de alimento, pedía llorando pan, y extendía las
escuálidas manos que eran rechazadas sin conmiseración … El
médico había prevenido que, por poco que se le diese de comer
al niño, le seguiría una recaída, y tal vez la muerte. La omisión
de esta circunstancia, basta para alterar la índole de la cuestión.
(López).

3ª. En la elaboración oculta no se debe disponer discursos largos;


porque las tentativas del aprendizaje son como los primeros pasos del
niño; y no debe correrse voluntariamente el riesgo de caer, por prolon-
gar la carrera más allá de lo que la prudencia permite. En todo debe
haber sobriedad cuando la marcha no puede menos de ser vacilante;
porque todavía no se ha adquirido el talento, el aplomo y la robustez
que dan después la experiencia y el hábito.

4ª. En los discursos de ensayo, no debe tampoco derramarse


flores y galas, y sí contentarse con tener seguridad sin lujo; dejando
el deslumbrar con él, para cuando el aprendiz se haya convertido en
maestro. Según se va adelantando en el camino, y según se va ganando
en la posesión del arte, se deben ir añadiendo nuevos adornos a los dis-
cursos; así como el que educa sus fuerzas por medio de la gimnasia no
intenta levantar grandes pesos, sino después de haber manejado con
soltura otros más soportables y livianos.34

5ª. Desde que el aspirante a improvisar empieza sus trabajos


solitarios, debe hacerse la ilusión de que ya está hablando ante una
reunión numerosa; para ir así sacudiendo el temor que después ha de
causarle la vista del lugar y de la concurrencia.

34 Véase el número 162 regla 5ª.

200
Retórica Forense

§4.
EL IMPROVISADOR EN LA TRIBUNA

167. Reglas.– Ya tenemos al improvisador en la tribuna; ha


estudiado con mucha anterioridad, tiene ideas, tiene pasiones; y co-
locado en ella como un Rey en su trono, ve delante de sí un pueblo
de recuerdos que llamará en su ayuda, seguro de su fidelidad y de su
obediencia. Las reglas que debe observar en tan solemne momento,
son las siguientes:

1ª. Lo primero que debe procurar es, conservar la serenidad de


espíritu: el enemigo más temible de la improvisación es la timidez. Es-
ta especie de pudor del alma ofusca y enreda en sus mismas ideas, y es
imposible que en situación tan angustiosa y desesperada se produzca
nada que merezca ser escuchado. “La calma debe dominar a la tempes-
tad, y el genio debe ver y distinguir lo que la imaginación le presenta,
para admitirlo o desecharlo.

Perdidos serían todos los afanes del improvisador, completamen-


te infructuosa la facilidad que a fuerza de aplicación pudiese adquirir,
si llegado el instante de presentarse en la palestra se turbara y so-
brecogiese en coyuntura tan crítica y solemne. Entonces de seguro el
miedo paralizaría sus facultades y ahogaría su palabra: “el miedo en
estas circunstancias es a los conatos del Orador, lo que la fascinación
de la mirada de la serpiente es al ave que pierde con ella la facultad
de volar”. En vano sería que se encontrase armado de todas armas, si
había perdido la facultad de echar a ellas la mano, y de esgrimirlas con
resolución y denuedo.

Es necesario, pues, que el Orador se coloque fuera del alcance


de la censura y de los sarcasmos, que tenga en sí mismo una modesta
confianza, y que sin rebajar la línea que ella le traza, aspire sobre los
que le escuchan al ascendiente que lleva consigo el sentimiento de
cierta superioridad. “El que en aquel momento se crea de igual esta-
tura que los demás que le oyen, no podrá remontar mucho su vuelo,
ni adquirir proporciones gigantescas: la inspiración altera todas las
medidas”.

A ese efecto conviene descomponer el Tribunal y no mirarlo como


un todo cuya vista amedrenta, sino a cada individuo aislado que no
puede tener otra altura que la medida ordinaria de un hombre.

201
Miguel Antonio De la Lama

Cuando al ir a empezar el debate, note en su alma desesperan-


te postración, que no se retraiga ni intimide: la animación de la
escena y el calor de los accidentes despertará a la imaginación.
Aparecerá la lucha, resonará en el recinto el grito del combate, el
improvisador saltará a la arena, y desde aquel momento volará
con las corrientes de la inspiración. (López).

2ª. En el momento de empezar el improvisador, a usar de la pa-


labra, debe echar una mirada rápida sobre el todo del discurso que se
propone pronunciar, y abrazar su plan en conjunto con este examen
en globo de su espíritu. Debe además dividirlo en su mente en exordio;
parte de prueba y para de afectos, que son de tres puntos cardinales en
que ha de apoyarse.

Fácil le será tomar el primero de esos puntos, de los elementos


que le ofrece la misma discusión; para el segundo, necesita apelar
a su instrucción y a su lógica, y no se separará de él hasta conocer
que ha producido y arraigado la convicción en el ánimo de los que
le escuchan; en cuanto al tercero, bástale sentir y abandonarse a su
sentimiento.

Tiene, así, el improvisador un pensamiento fijo y determinado,


que lo guíe en su camino, para ir desarrollando todos los extremos de
su discurso: tiene ya el hilo de Ariana.

3ª. Con ese pensamiento fijo y determinado, debe romper su si-


lencio, abandonándose sin desconfianza a su talento y a su imagina-
ción; “acordándose del jinete Númida, que monta sin brida y sin silla, y
que sin embargo nunca cae ni aún pierde el equilibrio, por veloz y difícil
que sea la carrera”.

4ª. El improvisador ha de cuidar mucho de no separarse de su


idea principal; porque no de otro modo podrá dar a su discurso unidad
de pensamiento y unidad de sentimiento.

Para esto se necesita proceder con el método que separa las cosas
sin aislarlas, y las junta sin confundirlas; que coloca cada una en su lu-
gar, y que con el mecanismo de esta colocación, da claridad, aumenta la
fuerza y produce la vehemencia o la gracia. “Sin este método la misma
abundancia nos ahogaría, y en la anarquía de los recuerdos encontra-
ríamos un obstáculo invencible a la expresión”.

202
Retórica Forense

5ª. El improvisador no debe pensar jamás en las frases, cuando


el corazón se siente inspirado. En tales momentos todo estudio da al
discurso el aire de la afectación, y todo cuidado distrae y enfría. La
inspiración debe dominar a la memoria y a todas las facultades; por-
que quiere mandar como Reina, sin abdicar ni compartir su imperio.
Buscar entonces los medios en el talento, en los recuerdos, o en la ins-
trucción, es renunciar a todas las ventajas: la improvisación debe ser
creada y no construida.

6ª. El improvisador no debe retroceder ni vacilar jamás. No hay


cosa más enemiga de la inspiración, que esas fluctuaciones de un ins-
tante que se pagan con el éxito de todo el discurso.

Tras de esas perplejidades pasajeras, viene la tibieza, después la


frialdad, y por último el desorden y desconcierto de las ideas y de las
palabras. Si en el momento de una vacilación, un sinónimo no acude a
la voz de la impaciencia, no hay mas recurso que dar distinto giro a la
frase, imitando al caminante que toma un rodeo para salvar los arena-
les en que se hunde y detiene su planta.

7ª. El improvisador debe aprovechar los flancos que haya dejado


el que le ha precedido; porque nada gusta tanto como ese combate
de esgrima, en que no se deja pasar ningún descuido, y en que todos
los golpes van dirigidos al corazón. Cuando se desaprovechan estas
ocasiones favorables, se deja de creer en el talento y en la destreza
del Orador, y se rebaja la impresión que haya podido producir con su
brillo.

8ª. El improvisador debe estar muy apercibido de los sofismas


empleados en el discurso que se propone combatir. La lógica más se-
vera debe ser el arma principal del que improvisa, y el mejor modo de
combatir a los contrarios, es echar el escalpelo sobre sus discursos para
descubrir en su fondo los vicios de raciocinio, ocultos bajo la brillante
corteza de una dicción florida o arrebatadora.

9ª. Lo que mas forma el mérito y la reputación del improvisador


son sus respuestas prontas e inesperadas; porque se conoce que es im-
posible se hayan pensado antes, así como que la pasión las forje instan-
táneamente en los arranques de su ardor. Estos golpes inopinados son
siempre decisivos: ponen término a todas las fluctuaciones, y dan un
triunfo tan pronto como sorprendente.

203
Miguel Antonio De la Lama

“La oportunidad de una réplica oratoria, dice el célebre Timón,


admira y encanta hasta a los mismos adversarios, produciendo el efec-
to de las cosas inesperadas: es una repentina peripecia, que rompe los
nudos del drama y lo precipita: es el rayo que brilla en medio de la no-
che: es la flecha que, deteniéndose en el escudo del enemigo se recoge y
se lanza, y atraviesa el pecho del que la arrojó”.
10ª. No debe echarse nunca mano del ridículo; porque este es el
arma de la comedia, arma sin elevación y sin dignidad, que no debe
esgrimirse en las discusiones. El argumento del absurdo es a lo más
que permite avanzar la solemnidad del lugar y del acto; y no es poco
mortificador aunque no se le designe con ese nombre, porque revela la
completa falta de criterio en aquél a quien se echa en cara.
11ª. Como resultado del estudio y de la práctica adquirida el im-
provisador debe tener el hábito de elegir de pronto las palabras conve-
nientes, decorosas e inofensivas, con que pueden expresarse todas las
ideas, sean las que fueren; porque en el calor de la improvisación no
siempre tiene el alma la serenidad necesaria para obrar con ese tacto
y mesura. Debe procurarse ser enérgico en las ideas, templado y suave
en las palabras con que se anuncian.
12ª. Las figuras que con más frecuencia debe usar el improvisa-
dor, son la interrogación para dar viveza, la apóstrofe para dar una
fuerza indeclinable, la antítesis para ofrecer contrastes que siempre
agradan, y las comparaciones para derramar bellezas y hacer pensar.
Cuando estas últimas se repiten y agrupan, son de un efecto maravi-
lloso.35
13ª. La fuerza y el tono del discurso deben ir creciendo continua-
mente, según se va avanzando en la parte de prueba y en la pasión.
Un discurso sin este movimiento ascendente, por bueno que fuera dis-
gustaría a todos por lo igual, por lo acompasado y por lo monótono.36
El improvisador debe, pues dar variedad a sus producciones; y exci-
tando mas vivamente la atención y el sentimiento, según avance en
sus reflexiones y en la emoción; y procurar llevar al auditorio, hasta
la evidencia en la parte de convencimiento, y en la de afecto hasta el
entusiasmo.

35 Véase énfasis, en los números 145 y 147.


36 Véase tono, en el número 145.

204
Retórica Forense

§5.
EL IMPROVISADOR DESPUÉS DE DEJAR LA TRIBUNA

168. Reglas.– Ya hemos oído al improvisador que ha llegado a


formarse con el estudio y los ejercicios, y le hemos visto recoger en
una hora la recompensa debida a sus trabajos y perseverancia. Mas,
es necesario que observe algunas prevenciones, si quiere no deslucir su
éxito, y si desea conservar siempre su reputación en la altura a que ha
logrado elevarla:

1ª. Si los taquígrafos han copiado bien su discurso en la parte de


afectos, debe dejarlo como está y no porfiar en darle una pulidez y re-
forma que por lo común lo debita: ¿Hay alguna palabra repetida, algún
desorden en las ideas? Déjese sin embargo como la pasión lo ha dictado;
porque la pasión tiene su lenguaje peculiar, y no se acomoda al rigoris-
mo de los preceptos. En los movimientos apasionados, muchas veces la
irregularidad gusta, y las repeticiones dan fuerza. Lo que en un libro
es insoportable, en el discurso puede ser bello, animado y vehemente; y
la producción del improvisador ha de leerse siempre como discurso de
tribuna, y no como composición meditada de gabinete.

No lo dudamos, dice López; siempre que se quiere corregir lo que


la pasión ha inspirado en los momentos dichosos en que halaga con
su divino soplo el alma del improvisador, mejoraremos alguna línea
imperceptible; pero destruiremos cuanto había de bello, de grande y de
poderosos: daremos algún retoque parcial e insignificante; pero borra-
remos las valientes pinceladas que producían la vida: puliremos pobre
y débilmente una parte; pero mataremos el todo con nuestro ciego de-
seo de perfectibilidad y de puritanismo.

2ª. Si el éxito del discurso no ha correspondido a los deseos y a


las esperanzas del improvisador, no por eso ha de desesperarse o des-
alentarse. Siempre se empieza mal y la perfección viene con el trabajo
y con el tiempo.

3ª. Para ir aumentando continuamente su facilidad, es conve-


niente que el improvisador se haga una existencia solitaria al menos
por ciertas horas, en las cuales separado del mundo se entregue solo a
su pensamiento. Entonces irá meditando y haciendo una improvisación
silenciosa sobre cuanto le rodea. El alma en el recogimiento respira

205
Miguel Antonio De la Lama

cierta solemnidad muy superior a la que imprimen los hombres en sus


estudiados cuadros.

Si entonces el improvisador, agrega López, tiene a la vista los


campos o los jardines en su elaboración muda embellecerá la escena, y
no se los representará su imaginación como una obra imperfecta, sino
con toda la belleza del Edén antes del pecado. Sí piensa en una mujer,
la verá y pintará en su lienzo intelectual como la Eva de Milton, con la
hermosura y las gracias que revelan el inmediato contacto de la mano
que la formara. Si se acuerda de la tiranía, presentirá en sí mismo el
rayo que la ha de derribar, y formulará frases encendidas que un día
caerán sobre ella para aniquilarla. Así, para él será todo tribuna, y la
continuación y el hábito acabarán de darle el triunfo sobre todas las
dificultades.

§ EPILOGAL
RESUMEN DE LAS REGLAS QUE DA M. GORGIAS.

169. El arte sagrado que aparece bajo la triple manifestación del


genio que crea, de la palabra que ejecuta, y de la gracia que embellece,
tiene por caracteres principales la espontaneidad y el entusiasmo; y se
da a conocer, con aquel poder que saca al alma de su estado subalterno
y desprende de ella la parte ideal de su naturaleza.

He aquí las reglas de la improvisación.


Reglas generales: las principales son:
1ª. Ejercitarse en hablar. El que no tiene ánimo para hablar mal,
nunca hablará bien.

2ª. Triunfar de su amor propio. Para conseguir el objeto, el impro-


visador debe principiar por arrostrar la vergüenza, por cubrirse en sus
ejercicios de humillación a sus propios ojos.

3ª. En los primeros ensayos meditar lo que se ha de hablar – Me-


ditad vuestra improvisación, descubrid vuestros pensamientos y desa-
rrolladlos en vuestra mente. Primeramente recogeos mucho, después
menos y cada vez menos, hasta, que al fin, a fuerza de trabajo y de
ensayos, lleguéis a hablar desde luego, a la primera interpelación, con
abundancia de razones y con brillante locución.

206
Retórica Forense

¿Más como debe realizarse esta meditación? Veamos algunas re-


glas prácticas:

El trabajo del espíritu no debe limitarse a la formación de las


ideas y a las primeras formas de dicción: deberá extenderse a
los detalles de la elocución, relativamente a la elección de las
palabras y de los giros, a la precisión con que se expongan los
argumentos, lo mismo que a la dilucidación que se haga de los
lugares comunes, y a las formas de los movimientos. Entonces
podrán combinarse frases de memoria. Para mejor conseguirlo,
se producirán tales frases en el gabinete del que haya de hablar
en público, construyéndolas rápidamente y sin detenerse en la
perfección de las formas; de manera que las palabras salgan con
prontitud y con animación. No basta hacer esto una sola vez,
sino muchas.

Después de haber estado profundamente recogido, tomará uno


algunas resoluciones consigo mismo, y se dirá: en tal, paraje
iré poco a poco; en tal otro con más fuerza; en esta parte de mi
discurso seré metódico y discutidor, en aquella vehemente y bri-
llante, en otro lugar interesante, y me mostraré conmovido; y en
general, apareceré en todo mi discurso poseído de lo que hablo.
Mi gesto y mi voz los modificaré de tal modo, que consiga expre-
sarme siempre con aquel tono de verdad y de belleza, que consti-
tuye el acento oratorio.

Por medio de este discurso interior se facilita la elocución, sin


fijarla literalmente en la memoria.

4ª. Habiendo una vez principiado, encaminarse al objeto sin vaci-


lar – Para vencer las distracciones es preciso, al ejercitarse en hablar,
formar un todo completo, sin interrupción de ninguna especie.

5ª. Mantenerse firme en medio de las tempestades de las asam-


bleas públicas – Hay dos escollos que el Orador debe con igual cuidado
evitar: el uno es la presunción, y el otro la timidez.

Reglas particulares: ejercicios de memoria y de meditación:

1ª. Se escoge una obra que pueda servir de modelo en el género


de que se trata: se lee primero muchas veces para tomar una idea ge-
neral de ella: se reproduce después página por página, hasta que se

207
Miguel Antonio De la Lama

grave perfectamente en la memoria: se repite continuamente para no


olvidarla.

2ª. Examínese el plan general y los planes particulares del mode-


lo, objeto de nuestro estudio.

3ª. Estúdiense las fórmulas oratorias, examinando con cuidado


los sentimientos que ellas expresan.

4ª. Aplicarse a descubrir en el discurso escogido para modelo, el


artificio de las transiciones.

5ª. Se investiga el orden y gradación de las pruebas dilucidadas


en el modelo aprendido.

6ª. Se comprueba el razonamiento, y se examina sucesivamente


cada una de las ideas principales y secundarias del discurso modelo.

7ª. Descúbrase el arte del discurso escogido para modelo, en el


estilo, en la elección de las ideas, de las pruebas, del plan, del razona-
miento, de las transiciones y de las fórmulas.

8ª. Búsquese la unidad de pensamientos y de sentimiento en todo


el discurso, en los párrafos, en la frases y en las palabras.

Reglas particulares: ejercicios de palabra y de comparación:

1ª. Compárense bajo todos sus aspectos el discurso que se sabe, y


las obras de la misma o de diversa naturaleza.

2ª. Tradúzcanse otros discursos, de los que saquen los hechos que
se acomoden al esqueleto que se tiene estudiado.

3ª. Ábranse las obras de los retóricos para comprobar las reglas
de la Elocuencia, según el discurso que se sabe.

4ª. Justifíquense las expresiones de las obras que se leen, por los
hechos que contienen o suponen: se aprueban aquellas o se desaprue-
ban.

5ª. Refútese el discurso modelo, primero en su totalidad, y des-


pués página por página, e idea por idea.

6ª. Reprodúzcase lo que se lea.

208
Retórica Forense

7ª. Analícense las ideas que parezcan más fundadas en las obras
humanas, y examínese si existen en la propia inteligencia.

8ª. Háblese o improvísese acerca del arte y la Elocuencia en ge-


neral, teniendo presente las observaciones que se hayan hecho sobre el
modelo aprendido y comparado.

209
CAPÍTULO FINAL
CONSEJOS DE BAUTAIN 37

170. No podemos resistir al deseo de terminar esta segunda par-


te con los siguientes consejos de tan célebre escritor a los jóvenes que
comienza a informar en los Tribunales.

1°. “Estudiad, dice, cuidadosamente vuestro asunto; leed con pa-


ciencia los autos, explorad todas las piezas, meditadlas ante el texto de
la ley y de sus disposiciones; procurad discernir la aplicación más justa,
más sincera, más verdadera, a fin de reconocer el derecho. La palabra
no os faltará si sabéis bien lo que habéis de decir, y cuando poseáis
la materia en vuestro espíritu con su plan, la división de sus partes y
encadenamiento de sus ideas no se os escapará en el Tribunal, y en el
momento crítico del informe”.38

2°. “Si en vuestro asunto hay algo que se preste a lo patético


reservadlo para el exordio y la peroración a fin de disponer mejor al
auditorio en el comienzo conmoviéndole, o de dejarle una impresión fa-
vorable al terminar, para obtener su asentimiento. Tened cuidado, sin
embargo, de no colocarlo fuera de su lugar, porque entonces se provoca
la risa cuando se buscaba el llanto y por lo común el ridículo mata el
informe y quizás el negocio”.

3°. “Evitad el énfasis al principio y no empleéis grandes palabras,


frases ampulosas y voz hueca para decir poca cosa. No pretendáis que

37 Etude sur l’art de parler en public.


38 No esperéis nunca, dice el gran Dupin, presión en el pensamiento, ni elegancia en la
expresión de un Orador que no esté preparado.

210
Retórica Forense

vuestra causa es la más importante de todas las causas, y que el mundo


entero tiene interés en ella, como un autor tiene su obra por el mejor de
los libros o una madre a su hijo por el más hermoso”.

4°. “Empezad siempre sencilla y modestamente, aunque con dig-


nidad, y procurad iros creciendo en vuestro informe hasta la conclusión
a fin de conservar la atención del Tribunal y de atraerles en lo posible
a vuestro objeto. Pero si prorrumpís en gritos desde las primeras pa-
labras, como para producir desde luego una viva impresión, bajareis
necesariamente poco a poco, debilitándoos a medida que avancéis y no
tendréis ni fuerza ni voz al final de la carrera que es donde más son
necesarias”.

5°. “Evitad el abuso de la erudición aún haciendo uso de ella. El


Abogado tiene necesariamente mucho que citar; artículos de las leyes,
hechos, antecedentes, opiniones de jurisconsultos, todo lo que se refiere
a estas cosas y que se puede hacer interminable con los comentarios
que lo apoyan. Citad solo lo que sea a propósito y tenga directa aplica-
ción a vuestra causa y os veréis dispensados de largas explicaciones.
Una cita bien adaptada se explica por sí misma. Esto es a veces hábil
y de buen gusto; hábil porque no se fastidia a los Jueces, que quedan
mejor dispuestos; de buen gusto porque se evita la oscuridad y la pul-
verización de los textos que hacen el discurso pesado, embarazoso y sin
efecto”.

6°. “En cuanto a la dicción o a la forma del discurso, a la sencillez


y a la claridad, procurad unir la corrección y la elegancia. Se aprende a
hablar correctamente estudiando la Gramática y leyendo buenos auto-
res. La elegancia de la frase es más difícil de adquirir porque es preciso
tener una naturaleza dispuesta para ello”.

“Sin embargo, dada esta relación del espíritu como del cuerpo, se
puede alcanzar hasta cierto punto por el arte que le adiestra y dirige
en el ejercicio de sus fuerzas y en sus movimientos. La gimnasia y otros
ejercicios físicos, logran a veces dar al cuerpo un aspecto agradable,
unas maneras fáciles, una desenvoltura distinguida”.

“Hay también una gimnasia del espíritu que debe formarle forti-
ficándole con los ejercicios bien entendidos de la Lógica y de la Retórica,
a saber: la lectura frecuente de los escritores más correctos, cuyas más
bellas páginas deben aprenderse: el análisis frecuentemente repetido

211
Miguel Antonio De la Lama

y bajo la dirección de un maestro de la palabra, de sus composiciones,


de sus pensamientos y de sus frases; la recitación frecuente en alta voz
y ante Jueces competentes de los trozos aprendidos con todo lo que la
acción oratoria reclame, el tono de la voz, sus inflexiones, su mesura,
el carácter de la pronunciación y del desembarazo, los gestos, las ac-
titudes y los movimientos del cuerpo. Todo esto bien dirigido y bien
observado, contribuye eficazmente a formar el pensamiento, el estilo y
la dicción del Orador”.

7°. “No titubéis jamás, en el curso de la frase; y una vez comen-


zada llevadla intrépidamente hasta el fin, sea cualquiera el principio.
Esto es a veces difícil, si se ha empezado mal, sobre todo en ciertos idio-
mas donde no hay más que un camino para llegar al fin, lo cual hace
más escabrosa la improvisación, y más difícil salvar cualquier tropiezo
por las inversiones y la variedad de la construcción. Seguid adelante
aunque cueste trabajo, cortad la frase y cometed una incorrección. Es
un mal sin duda, pero menos grave y menos sensible, que interrumpir-
se, repetirse y, finalmente, anonadarse, balbucear, lo cual pone vuestro
embarazo a los ojos del auditorio y le quita la confianza, haciéndoos
caer en ridículo. Si se encuentra dificultad en hallar la palabra (y a
quién no le sucede un día u otro) váyase lentamente para dejarla tiem-
po de presentarse, pero sin turbación, porque si se la busca precipita-
damente se titubea”.

212
PARTE TERCERA
REDACTORIA 39

CAPÍTULO I
PRELIMINARES

SUMARIO.– 171. La elocuencia de los escritos difiere de la de los


discursos.– 172. Sus requisitos.– 173. Cuidado que se debe poner en
su redacción.

171. La elocuencia de los escritos difiere de la de los dis-


cursos.– Estos, por lo común, permiten giros, imágenes y movimien-
tos, que no cuadran a aquellos, formados en el retiro y en la calma, sin
contradicción instantánea, sin nada que avive y provoque, sin nada que
conmueva y arrebate.

172. Requisito de la elocuencia en los escritos.– Quedan in-


dicados en el número 21, para la elocuencia forense en general; pero lo
que decimos allí y en el Apéndice I sobre la concisión y la precisión, es
en los escritos de más rigurosa aplicación que en los discursos.40

173. Cuidado que se debe poner en la redacción de los es-


critos.– Mas difícil es escribir que hablar. “Escribir bien, ha dicho un
escritor moderno, es al mismo tiempo pensar bien, sentir bien; y expli-
carse bien. Es tener a la vez talento, corazón y gusto”.

39 Véase los números 13 y 24 – Algunos tratadistas reservan el nombre de Composición para


esta parte de la República; pero no es posible dejar de decir Composiciones oratorias.
40 Sobre la costumbre de dictar los escritos, véase nuestra opinión en el número 23.

213
Miguel Antonio De la Lama

Es mal medio para formar escritos que merezcan el título de bue-


nos, tejerlos con precipitación y con una ansiedad devorante, confiados
sus autores en que suplirán las faltas y llenarán los vacíos al hacer la
defensa de palabra. Los Magistrados forman mucha veces su juicio,
por lo que se escribe; porque lo oyen lo leen, lo repasan, lo meditan y
consultan; y no hay nada peor que tener que empezar un discurso, por
desarraigar creencias halagadas por mucho tiempo, y por destruir pre-
venciones que cada día han penetrado más hondamente.

Escríbase bien, con cuidado y con meditación, procúrese señalar


con destreza el punto de enlace y desenlace de la cuestión que se de-
bate, y se tendrá mucho adelanto, el día que la voz viva haya de poner
en acción todos los recursos en medio de la solemnidad y el aparato del
Tribunal reunido.

214
CAPÍTULO II
DIFERENCIAS EN EL MODO DE REDACTAR
LOS ESCRITOS

SUMARIO.– 174. Consultas.– 175. Demanda.– 176. Contestación.–


177. Réplica y Dúplica.– 178. Interrogatorios.– 179. Alegatos.– 180.
Recursos.– 181. Juicios penales.– 182. Querella.– 183. Acusación.–
184. Defensa.

§1.
JUICIOS CIVILES

CONSULTAS

174. Modo de redactar las Consultas.– Acaso entre todos los


objetos de que se ocupa un Abogado, no hay ninguno que deba tratarse
con tanto pulso y detenimiento como los dictámenes que se ve todos los
días en la necesidad de dar a las consultas que le hacen.

Estos dictámenes, son como sentencias anticipadas por la in-


fluencia que ejercen en la suerte de los negocios; porque según ellos, las
partes se deciden a emprender un pleito o a sostenerlo, resultando que
la equivocación del letrado es causa muchas veces de que se deje perder
una fortuna a que se podía aspirar en justicia, o de que se reclame sin
razón, y se compre solo con muchos disgustos y gastos un desengaño
amargo, y un resultado desastroso.

¡Terrible responsabilidad, agrega López, en que tal vez no se


piensa siempre, tanto como se debiera!

El lenguaje en que deben estar redactados estos dictámenes de-


be ser claro y conciso. Se trata sólo en ellos de consignar un derecho,

215
Miguel Antonio De la Lama

y para esto basta presentar la cuestión con sencillez, y resolverla con


exactitud. Toda amplificación, toda imagen, toda elevación de concep-
tos, sería una pura petulancia en estos trabajos en que todo rodeo es
una excrecencia, y toda compilación un defecto. Fundamento en el jui-
cio, y naturalidad en su exposición he aquí todo lo que se necesita, y
fuera de lo cual, cuanto se oponga y escriba, no será más que una noci-
va y ridícula redundancia.

DEMANDA

175. Modo de redactar la Demanda.– Las demandas deben


redactarse también con suma sencillez y naturalidad. El fin es presen-
tar la justicia de la acción y para ello debe atenderse con sumo cuidado,
a no equivocar ésta y a exponerla en los términos más claros y precisos.

La demanda es el primer paso en los juicios; todavía no ha habido


resistencia; todavía no hay contradicción ni pugna; todavía no puede
suponerse en los ánimos aquella efervescencia ni aquel calor que pron-
to producen los encontrados lances de la contienda. El lenguaje debe
por lo tanto ser limpio, sencillo y contraído, ceñidamente al objeto.

Tan mal cuadrarían en una demanda cierta expansión las ampli-


ficaciones, los giros y las imágenes, como frío vacío sería un alegato, un
escrito en que se funde un recurso, que dejara de tenerlos.

CONTESTACIÓN

176. Modo de redactar la Contestación.– La contestación


puede ya animarse algún tanto. El Abogado bajo cierto punto de vista
es la personificación de su cliente, y debe creérsele animado de sus mis-
mos intereses, y de sus mismos afectos. La contestación se escribe con
el tinte de la sorpresa, de la extrañeza, o de la irritación que ha podido
ocasionar la demanda, y por esto sin que deje la línea de la sencillez y
claridad puede tener algún ensanche más, y un poco de más vivo colo-
rido.

RÉPLICA Y DÚPLICA

177. Modo de redactar la Réplica y la Dúplica.– Llega la


réplica, y en ella como en la dúplica, ya las ideas y las pretensiones

216
Retórica Forense

encontradas, se han puesto en escena, ya la cuestión presentada pide


alguna dilatación, ya el espíritu de abierta pugna, autoriza mayor calor
en las ideas y en los raciocinios.

Todos estos escritos sin embargo no son más que la prótasis del
drama que se ha de seguir representando, y que es necesario que en
cada acto crezca en animación y en interés.

INTERROGATORIOS

178. Modo de redactar los Interrogatorios.– Los interrogato-


rios para las pruebas deben escribirse con toda la claridad y laconismo
posibles, para que los testigos que han de absolverlos, sea la que fuere
su capacidad, los comprendan fácilmente sin necesidad de intérpretes
ni comentadores.

ALEGATOS

179. Modo de redactar los Alegatos.– Vienen por último los


alegatos, y en ellos tienen ya lugar las amplificaciones, imágenes pro-
porcionadas, y giros tan templados como agradables.

Imposible es fijar una regla general que sirva en todos los casos.
Los negocios varían hasta lo infinito, y a su interés e importancia debe
acomodarse siempre la entonación. En esto consiste el tacto y el pulso
del Abogado; tacto y pulso que no se enseña; pero que los negocios, el
hábito, y el gusto, llegan a hacer familiar.

Húyase con cuidado de toda pedantería, pues que no hay nada


tan ridículo como emplear las grandes formas, cuando ni el negocio ni
el estado de la cuestión las merecen.

RECURSOS

180. Modo de redactar los Recursos.– La sentencia, agrega


López, pone término a la lucha en la primera instancia, para que los
combatientes descansen, para arrojarse de nuevo a la arena en la más
respetable presencia de la superioridad.

Ya aquí sin que el negocio haya variado, puede decirse que ha


crecido. El Tribunal que entiende tiene un carácter más elevado, y la

217
Miguel Antonio De la Lama

circunstancia de no ser una sola las personas que lo forman realza la


solemnidad.

La cuestión toma otras formas y otras proporciones, las ideas se


agrandan y el lenguaje debe responder a todas estas variaciones. Cada
escrito que se cruza en este nuevo palenque, hace más viva y animada
la pugna; y en cada uno de ellos pueden elevarse la cuestión, la dic-
ción y las formas, a una altura que mide con exactitud el pensamiento,
cuando son sus consejeros el juicio, el gusto y la crítica.41

§2.
JUICIOS PENALES

181. Es aplicable a ellos lo que dejamos dicho sobre consultas,


interrogatorios y recursos.

QUERELLA

182. Lo que debe contener.– Cuando se presenta la querella o


acusación provisional, todavía no hay prueba del delito, ni de la culpa-
bilidad del inculpado. Lo que principalmente debe contener ese escrito,
es la narración circunstanciada del hecho criminal; y por consiguiente
se debe redactar con sencillez y naturalidad.

ACUSACIÓN

183. Su contenido.– Cuando se presenta la acusación en forma


o definitiva, el delito está ya comprobado y hay por lo menos prueba
semiplena de la culpabilidad del acusado. En ese escrito se analizan los
comprobantes que resultan de la instrucción o sumario, para calificar
la culpabilidad del acusado; y se pueden hacer reflexiones sobre los
antecedentes del reo, el grado de perversidad que revela el crimen im-
putado, los desastrosos efectos que éste ha producido en la víctima o en
los suyos, y sus consecuencias en relación con el orden moral y social,

41 El estudio del contenido y forma de los escritos, vistas fiscales, sentencias y demás piezas
del proceso, corresponden al Derecho Procesal.

218
Retórica Forense

la honra y la tranquilidad de las familias. Caben entonces, la pasión y


el sentimiento, según lo expuesto sobre el patético en el número 143.

DEFENSA

184. Su contenido.– En ese escrito se combaten los fundamen-


tos de la acusación, para enervar o destruir el mérito del sumario, o
desvanecer los datos de que se haya deducido la participación del re-
currente en el delito; y se puede invocar la moralidad y mérito del reo,
interesar la sensibilidad de los Jueces, y alegar si por la práctica de
los Tribunales está suavizado el rigor de la ley sobre el delito de que
se trata. El estilo puede ser pues, apasionado y sentimental, como el
escrito a que se contesta.

219
APÉNDICE

I
(NÚMERO 132)

CUALIDADES ESENCIALES DE LA ELOCUCIÓN

Verdad.– consiste en la conformidad del pensamiento con su ob-


jeto: verdad objetiva. Cuando el juicio no está conforme con la natura-
leza de las cosas, se llama falso. En el acuerdo del pensamiento con las
leyes generales del entendimiento, consiste la verdad formal.
En la verdad va comprendida la solidez, que no es más que la
verdad del raciocinio; o sea, de la afirmación de una relación entre dos
juicios.
La verdad poética o probable consiste en la conformidad de los
pensamientos con las cosas, cuáles deberían ser, admitidas ciertas su-
posiciones. Por lo que toca a la elocución, y por consiguiente a los pen-
samientos, no es más que la perfecta conformidad de los medios con el
fin, la unión íntima entre la forma y el fondo: la verdad de expresión.
Pureza.– La pureza del lenguaje consiste, en su conformidad con
el uso de los buenos autores o de las personas que conocen perfecta-
mente el idioma.
La corrección que consiste en la fiel observancia de las reglas
gramaticales, se halla comprendida en la pureza.

Los vicios contra la pureza son: el arcaísmo, o uso de voces o lo-


cuciones anticuadas; el barbarismo, o falta contra alguna regla de la

221
Miguel Antonio De la Lama

Analogía; el extranjerismo, o uso de voces o locuciones de otro idioma


(galicismo, latinismo, helenismo, etc.); y el neologismo, o uso de voces o
locuciones nuevas.

Los defectos de Sintaxis se llaman en general solecismos.

El purismo es vicio de los que afectan nimiamente la pureza del


lenguaje, enervando el estilo a fuerza de querer depurar la dicción, y
privándole al propio tiempo de gracia, calor y movimiento. El purismo
es la pedantería de que adolecen generalmente los que sólo estudiaron
la lengua en los Diccionarios y Gramáticas, y no en los buenos autores
y en el trato con personas doctas.

Propiedad.– Es propia una voz cuando expresa la idea que nos


proponemos enunciar; cuando expresa otra idea distinta se llama im-
propia, y cuando enuncia la misma idea que queremos, pero no de un
modo completo, o bien añadiéndole circunstancias que no le pertene-
cen, decimos que es inexacta, que no es precisa.

Harmonía.– Es el agradable sonido que resulta de la elección y


combinación de las palabras, y de la acertada distribución de acentos
y pausas.

La harmonía es con respecto a la melodía, lo que el cuerpo con


respecto del alma.

En la harmonía del lenguaje se distinguen tres elementos: la me-


lodía, resultado de la agradable sucesión de sonidos; el ritmo de tiem-
po (número en la prosa y medida en el verso) o buena distribución de
tiempo y pausas; y el ritmo de acento, o proporcionada combinación de
sonidos fuertes y débiles.

Además de esa harmonía llamada mecánica que tiene por objeto


recrear el oído; como la música se dirige al corazón, como la palabra
debe estar subordinada al pensamiento, la harmonía del lenguaje debe
guardar conveniencia con el asunto, ya con el tono general que impri-
men en el estilo los afectos que en él dominan, ya con las ideas y afectos
particulares que en ciertas y determinadas frases se hayan expresados,
en lo que consiste la harmonía imitativa o expresiva.

222
Retórica Forense

Honestidad.– El escritor no solamente debe ser moral en el fon-


do, sino también en la forma y en los más insignificantes pormenores.
Las leyes del buen gusto proscriben los equívocos, las imágenes, las
metáforas, las comparaciones, las alegorías, y todas las figuras que, to-
madas de objetos innobles, lejos de avalorar el pensamiento, lo rebajen
o desdoren.

Claridad.– La voz claridad expresa el efecto producido en la


inteligencia, cuando el objeto del conocimiento se distingue perfecta-
mente de los demás objetos, y se distinguen unas cualidades de otras,
percibiéndose sus mutuas relaciones y su relación con el todo.

Cuando no se perciben los elementos de un objeto, el conocimien-


to es oscuro; si la oscuridad proviene de no percibir las relaciones de
dichos elementos, o las del objeto mismo con los demás objetos, el cono-
cimiento es confuso.

Precisión.– La precisión consiste en no decir ni más ni menos de


lo que debe decirse.

Se incurre en el vicio llamado difusión cuando se deslíe excesi-


vamente los pensamientos o se repiten inoportunamente las mismas
ideas vistiéndolas de diferente modo; y se incurre en vicio de redundan-
cia, cuando se llena la cláusula de palabras superfluas.42

Se cae en el extremo opuesto, cuando no se desenvuelven sufi-


cientemente los pensamientos, o se suprimen palabras necesarias para
completar el sentido gramatical: este defecto se llama concisión viciosa.

Unidad en la variedad.– La elegancia, la energía, la vehemen-


cia, la sublimidad misma, fatigarían la atención de lector más paciente,
si constantemente predominasen en una obra algo extensa; la repe-
tición de las mismas figuras, de los mismos giros, de las mismas ca-
dencias, de las mismas palabras, acabarían por causar hastío y sueño.
La variedad debe estar subordinada a la unidad: la falta de variedad
produce amaneramiento; la falta de unidad desigualdad.

42 Según Barnave, la brevedad es la pasión de los Jueces.

223
Miguel Antonio De la Lama

Oportunidad.– La oportunidad, conveniencia o congruencia de


la elocución consiste, en su relación íntima con el fin y el asunto de la
composición literaria. En la elocución debe hallarse fielmente reflejado
el pensamiento generador, el espíritu que vivifica la obra difundiendo
calor y movimiento por todas sus partes.

Naturalidad.– La naturalidad de la elocución consiste, en ex-


presar nuestras ideas y sentimientos sin descubrir ningún esfuerzo ni
estudio. La mucha naturalidad se llama facilidad. Cuando es efecto de
la sencillez de alma se llama candor, ingenuidad.

No debe confundirse la naturalidad con la sencillez: esta cuali-


dad accidental, excluye los adornos y la elevación de estilo; la natura-
lidad, cualidad esencial, es tan compatible con el estilo sublime como
con el sencillo.

La agudeza de los conceptos no es contraria a la naturalidad, si


no degeneran en sutiles y alambicados. Los simplemente ingeniosos
sazonan agradablemente los escritos festivos, y pueden admitirse en el
estilo medio o templado.

Los vicios opuestos a la naturalidad son: la afectación, la exage-


ración y la hinchazón.

Es afectado el estilo, cuando muestra demasiado estudio en la


elección y colocación de los pensamientos, figuras y palabras. Si los
vocablos, violentamente colocados, parece que riñen y se atropellan,
descubriendo los inútiles y penosos esfuerzos del compositor, recibe el
estilo el nombre de forzado. La afectación denota falta de habilidad y
tiene siempre algo de ridículo.

La exageración consiste en ponderar los objetos y los afectos de


tal manera que se traspasen los límites de la naturaleza y de la verdad
poética. Supone cierto desarreglo de la fantasía.

La hinchazón, es el abuso de imágenes, de adornos de relum-


brón, y de palabras sesquipedales y retumbantes. Cuando este abuso
se comete, decimos que es estilo es hinchado, hueco, campanudo. La
hinchazón ofende más aún, porque nace muy frecuentemente de una
estúpida jactancia.

224
Retórica Forense

Originalidad.– La novedad de los conceptos, y el modo de orde-


narlos y expresarlos, constituye la originalidad de la elocución. Todos
los grandes escritores se distinguen por la originalidad, por el carácter
propio y peculiar de su estilo en el cual se haya como reflejada su fiso-
nomía moral.

La falta de originalidad o falta de particular punto de vista supo-


ne vulgaridad.

Un absurdo a que ha llevado el deseo de ser original, ha sido el


desprecio de las reglas y de los buenos modelos. Lo que en este caso el
escritor consigue es trasladarse a la infancia del arte. (43)

II
(NÚMERO 143)

DISTINTOS GÉNEROS DE ESTILOS

Sencillo.– La sencillez excluye todo lo que tiene vicios de orna-


to. Contentándose con la claridad y corrección, no solamente prescinde
de los adornos brillantes y movimientos apasionados, sino también del
elegante artificio en la colocación y harmonía de las palabras. Para que
el estilo sencillo pueda interesarnos, es preciso que el fondo de la obra
tenga mucha importancia propia, y que no degenere en árido, áspero y
pesado.

El estilo sencillo, aplicado a objetos de grande importancia, reci-


be el nombre de austero y grave.

Elegante.– Es elegante el estilo adornado con todas las galas de


la imaginación, a la par que recrea dulcemente el oído con la harmo-
niosa coordinación de las palabras. En la elegancia van comprendidas
la gracia, la belleza, la finura, la delicadeza, de los pensamientos, imá-
genes y afectos.

43 Para Paignon, las condiciones esenciales del discurso forense son: la claridad, la concisión
y solidez.

225
Miguel Antonio De la Lama

Llámanse bellos los pensamientos, imágenes y sentimientos que


producen en el ánimo una impresión suave y placentera.

La gracia añadiendo a lo bello animación y movimiento, comuni-


ca al labio una apacible sonrisa. Generalmente se define, la belleza del
movimiento.

La finura presenta medio oculto el pensamiento, pero dejando


que el lector lo descubra con facilidad.

La delicadeza, no es más que la finura del sentimiento.

Florido.– Cuando el ornato se emplea con alguna profusión, el


estilo, según los casos, recibe los nombres de florido o brillante. Convie-
ne a poquísimos asuntos.

Enérgico.– El estilo enérgico o nervioso produce en el ánimo una


impresión viva y fuerte; de tal modo, que parece que los conceptos han
de quedar esculpidos en la memoria. Si las ideas pasan sin dejar en el
ánimo ninguna impresión buena ni mala, el estilo se llama flojo, débil,
lánguido, soporífero.

La concisión, concentrando toda la fuerza del pensamiento co-


mo en un punto, acrecenta de tal suerte el vigor de la elocución, que
muchos confunden el estilo nervioso con el estilo conciso. No obstante
la energía se compadece muy bien con cierto grado de amplificación; y
muchas veces nace la fuerza del discurso de la misma abundancia de
la expresión.

Vivo.- Se llaman vivos los pensamientos, los afectos y el estilo en


general, cuando están penetrados de un calor suave que les da anima-
ción y movimiento. Eso es el fuego del alma del escritor, que semejante
al calor en lo físico se transmite por ignorados medios al alma de los
lectores, produciendo una emoción agradable y tranquila.

En asuntos que exigen frialdad y calma, la viveza puede conver-


tirse en afectación.

Vehemente.– La vehemencia manifiesta, digámoslo así, un ex-


ceso de vida.

226
Retórica Forense

Es vehemente el estilo, cuando se precipita con ímpetu al reite-


rado impulso de la pasión y de la sucesión rápida de las ideas, que se
agolpan y hierven en el espíritu, pugnando por desbordarse al exterior:
agita fuertemente los ánimos y arrastra las voluntades.

En asuntos que exigen frialdad y calma, la vehemencia puede


convertirse en desapacible y fastidioso tono declamatorio.

No se deslindan generalmente con mucha precisión, el estilo


enérgico, el vivo y el vehemente; pero cuando; usualmente hablando,
decimos que la fisonomía del hombre debe ser enérgica, y que están lle-
nos de viveza los ojos de un niño, distinguimos perfectamente el sentido
de entrambos epítetos. Tampoco confundimos al hombre de carácter
vivo con el de carácter vehemente.44

Pomposo y sublime.– Cuando en la elocución encontramos uni-


das la brillantez, la grandeza, la elevación del pensamiento, la pompa
de la frase y la rotundidad del período, el estilo se llama pomposo, ele-
vado, magnífico, majestuoso, altísono.

Si la magnificencia de la elocución sobrepuja a la grandeza del


asunto, degenera el estilo en hinchado.

El estilo sublime es un resultado de la magnificencia, de la ener-


gía, de la vehemencia, de la concisión y de la sencillez misma, adapta-
das a la grandiosidad de los afectos, imágenes y pensamientos.

La sublimidad de los afectos pertenece al orden moral. Cuando


sobreponiéndose el hombre a sus pasiones y a los intereses de la tierra,
parece que tiende a romper los lazos que sujetan su libre albedrío; al
ver triunfantes la ley moral y la dignidad humana, experimenta el al-
ma una emoción más noble y profunda que la que pudieran causarnos
los más grandiosos espectáculos de la naturaleza.

La sublimidad de las imágenes procede de su grande extensión, y


excita en nuestra alma la idea de lo infinito. La oscuridad aumenta la
sublimidad de los objetos; porque borrando sus límites, los engrandece

44 Véase Estilo Patético en el número 143.

227
Miguel Antonio De la Lama

y dar lugar a que la imaginación supla lo que no pueda percibirse por


medio de los sentidos.

La sublimidad de los pensamientos se refiere a un tercer orden de


belleza: la belleza intelectual. Una gran verdad, un principio que en-
traña ilimitadas consecuencias, todo pensamiento que revele la fuerza
poderosa del genio, nos admira y conmueve profundamente. Arquíme-
des pidiendo un punto de apoyo para mover el Universo, expresaba un
pensamiento sublime.

No debe confundirse el estilo pomposo o magnífico con el sublime;


porque éste se aviene con la sencillez, con la vehemencia, con la conci-
sión, con la brevedad y hasta con la aspereza de la frase; y nada de todo
esto es compatible con la magnificencia y pompa de la elocución.

Las imágenes y pensamientos se llaman atrevidos, cuando pre-


sentan los objetos con rasgos tan extraordinarios, que parecen traspa-
sar los límites de la naturalidad.45 Tenemos un ejemplo en el primer
tercero de un soneto de Monseñor J.A. Roca y Boloña a santo Tomás
de Aquino:

Cual águila caudal te has encumbrado,


atrás dejando el firmamento hermoso,
rasgando nubes y pisando soles.

III
(NÚMERO 143)

EXORNACIÓN DEL ESTILO FORENSE

Se entiende bajo el nombre de exornación del estilo oratorio, “el


aparato exterior que lo hermosea, y realza su belleza”.

Ese aparato exterior del lenguaje puede consistir –o bien en ideas


accesorias y brillantes que se ingieran con el asunto del discurso– o

45 Para los extractos que se contienen en este párrafo y el anterior, hemos preferido los “Ele-
mentos de Literatura por D. José Coll y Vehí”.

228
Retórica Forense

bien en la compostura de palabras y frases figuradas que lo ilustran


y enriquecen.- Dé la primera clase son los lugares comunes o tópicos
y las descripciones; y a la segunda corresponden los tropos y figuras
retóricas.

“La expresión sencilla dice Blair, no hace más que dar a conocer a
otros nuestros pensamientos; pero el lenguaje figurado reviste además
de eso el pensamiento de un modo particular, lo que al paso que lo hace
más notable, lo adorna y hermosea”.

Hasta la gente vulgar y soez, cuando quieren expresarse con fue-


go, derraman un torrente de figuras, descripciones y comparaciones,
que aunque imperfectas, muchas veces importunas y casi siempre cho-
carreras, muestran la facilidad que todos los hombres encuentran para
explicarse en este lenguaje.

LUGARES COMUNES O TÓPICOS

Se da ese nombre, a los principios generales de que se sacan las


pruebas para los argumentos en los discursos.

Apenas habrá una cuestión forense en que no se presenten algu-


nos hechos o circunstancias que puedan enlazarse con las ideas gene-
rales de Legislación o de Moral, que explican y caracterizan los actos
humanos; de cuyas relaciones derivaban los antiguos sus tópicos o lu-
gares comunes, que aplicaron a todo género de causas, amplificando
sus pruebas directas con los argumentos que extraían de la naturaleza,
cualidades, causas y efectos de las cosas (46).

El señor Sainz de Andino, pone el siguiente ejemplo:

“Supongamos que nos interesa demostrar que un contrato adole-


ce del vicio de usura, y alegamos que el prestamista es hombre conocido
generalmente por su carácter avaro y excesivamente interesado, y que

46 Algunos retóricos consideran los lugares comunes como fuentes generales, manantiales
copiosos y fecundos, donde un Orador entendido y sagaz puede surtirse de argumentos,
de imágenes de elevadas figuras, etc., etc., pero han desparecido en la mayor parte de los
tratados modernos de Retórica.

229
Miguel Antonio De la Lama

en otros contratos de igual clase ha tratado con la misma dureza a los


infelices que la necesidad puso bajo su dependencia. En comprobación
de ello citamos varios hechos particulares que apoyan nuestra aserción,
y deducimos que la usura es habitual en nuestro adversario; supliendo
con este hecho general la deficiencia de prueba, que regularmente se
experimenta en casos de esta naturaleza, a causa de que los usureros
acostumbran guarecerse con todas las precauciones que pueden encu-
brir la verdadera convención del préstamo.- Probada la costumbre, es
consiguiente extenderse a proponer una pintura enérgica del poderío
que tiene sobre la voluntad: de la grande influencia que ejerce en los
actos humanos: de la firmeza con qué debe reprimirse un hábito vicioso
para extirparlo enteramente – Contrayéndose a la usura, se debe poner
palpable su inmoralidad, la grosería y bajeza del principio que induce
al hombre a aprovecharse de la indigencia de un semejante suyo, para
reducirlo a que pague un rédito desmedido y oneroso, que agrave su
miseria, y consume la ruina de su patrimonio – la frecuencia de este
delito, la facilidad de encubrirlo y sus funestas consecuencias, serán
materia de nuevas reflexiones, con qué el Orador esforzará sus argu-
mentos”.

Los argumentos fundados en consideraciones generales sobre la


costumbre de la usura, sus caracteres, causas y efectos, son los lugares
comunes del ejemplo propuesto.

Es incontestable que una inscripción exacta y enérgica de los ca-


racteres naturales de los actos humanos; la pintura elocuente que re-
presente al vivo las pasiones y sus tremendos efectos, con la belleza de
la virtud y el horror del vicio; y el análisis filosófico de las causas que
influyen en nuestras inclinaciones, y nos arrastran al bien o al mal,
son los grandes quicios de la Oratoria; y que en las discusiones forenses
tienen un uso frecuente y una eficacia conocida para dar al discurso
vigor, deleite y moción.

Mas, el estudio no es suficiente para adquirir esta facultad, si


la naturaleza no ha favorecido al Orador con un discernimiento muy
penetrante y exacto, con una imaginación tan fecunda como varia, y
con una sensibilidad tan viva como exquisita y delicada. Al que no re-
conozca en sí estas dotes le conviene mejor abstenerse de usar tópicos;
porque para describir y pintar sin gusto ni delicadeza, es mejor ceñirse
a la exposición sencilla del hecho.

230
Retórica Forense

DESCRIPCIONES

Para que los objetos que están lejos de nosotros puedan concurrir
a fortificar, nuestros argumentos, imprimiéndose en el ánimo de nues-
tros oyentes, cual sí los percibiesen por los sentidos, se han adoptado
las descripciones; por cuyo medio la imaginación representa lo que no
se ve ni se toca, hiriendo el alma, así como lo haría la presencia real del
mismo objeto representado.

El estilo ordenado de las descripciones es elevado, porque la ima-


ginación es hija del entusiasmo, y esto consiste principalmente en las
imágenes y movimientos.

Pintar con exactitud, con fidelidad y con fuego; reproducir con


propiedad los rasgos naturales y los verdaderos caracteres de las co-
sas, y presentarlas con unos colores tan vivos, con una semejanza tan
patente, y si es posible con identidad tan perfecta, que se vea, se toque
y se palpe lo que solo existe en la imaginación, es lo que se llama hacer
una buena descripción.

FIGURAS

La palabra figura, empleada metafóricamente, designa los diver-


sos aspectos que pueden presentar los pensamientos y el lenguaje.

Hablar, con figuras, es apartarse del modo natural de explicar


nuestras ideas; lo cual se usa con mucha frecuencia aún en las conver-
saciones familiares. Las figuras son el lenguaje favorito de la imagina-
ción y de las pasiones: son modos de decir que se apartan de otro más
sencillo, pero no más natural.

Las figuras se dividen comúnmente en tropos, figuras de dicción


y figuras de pensamiento.

Suponemos que los que se dedican a la carrera del Foro tienen la


suficiente instrucción sobre esta materia, desde que estudiaron Lite-
ratura general en la instrucción media; por lo que nos limitamos a dar
una idea general de los tropos y figuras, que pueda servir de recuerdo.

Tropo.– Es la traslación del sentido de las palabras o de las fra-


ses. Los tropos están fundados en la asociación de las ideas.

231
Miguel Antonio De la Lama

Los tropos de dicción están fundados en la conexión de las ideas,


en su correlación o correspondencia, o en su semejanza. De aquí nacen
tres especies de tropos: sinécdoques, metonimias y metáforas.

En los tropos de sentencia no se traslada el sentido de las pa-


labras, pero sí el sentido total de la oración o cláusula: no se expresa
una idea con el signo de otra idea, pero se refleja un pensamiento en
otro pensamiento literalmente expresado. La relación entre el sentido
literal y el intelectual se funda, ya en la semejanza, ya en la oposición
o contraste, ya en otras causas que no pueden referirse a un principio
general. De allí la división de los tropos de sentencia: 1°. en tropos
por semejanza (alegoría mixta o metáfora continuada o alegorismo y
personificación y prosopopeya); 2°. Tropos por oposición, (Preterición o
pretermisión, permisión, ironía y asteísmo): y 3°. Tropos por reflexión
(hipérbole, litote o extenuación o atenuación, alusión, metalepsis, reti-
cencia, asociación y paradoja).

Figuras de dicción.– No son otra cosa que “unas cuantas


maneras de construir las cláusulas con cierta belleza y gracia, y aún
a veces también con energía”. Modifican lo material de la frase, y
pueden reducirse a tres clases: 1°. Figuras por adición o supresión
(designación, disolución, conjunción, epíteto); 2°. Figuras de dicción
por repetición (conversión, complexión, reduplicación, conduplica-
ción, epanadiplosis, concatenación, retruécano); y 3°. Figuras de
dicción por combinación (aliteración, asonancia, equívoco, parono-
masia, derivación, polipote, similicadencia, sinonimia y paradiásto-
le o separación).

Figuras de pensamiento.– En unas predomina la imaginación


y las empleamos para dar a conocer los objetos; otras son producto del
talento o del raciocinio, y las empleamos principalmente en la prueba y
demostración de la verdad y otras son efecto de la sensibilidad excitada,
y sirven para transmitir las emociones del alma. Por lo que las figuras
del pensamiento se dividen: en 1°. Figuras pintorescas, (descripción,
enumeración, perífrasis o circunlocución, expolición o conmoración,
comparación y antítesis); 2°. Figuras lógicas (sentencia, epifonema,
dubitación, comunicación, concesión, anticipación, sujeción, correc-
ción, gradación y sustentación); y 3°. Figuras patéticas (obtestación,

232
Retórica Forense

optación, imprecación, execración, conminación, exclamación, interro-


gación, apóstrofe, dialogismo, interrupción y histerología).47

EFECTOS DE LAS FIGURAS

Según Sainz de Andino, el uso de las figuras produce en la locu-


ción los siguientes efectos:

1°. Hacen más abundante y copioso el lenguaje, proveyendo de


nuevas palabras y frases con que expresar los pensamientos, de un
modo nuevo, más agradable y más vigoroso, y multiplicando el uso de
la misma palabra con nuevas significaciones.

2°. Dan mayor energía a la expresión; pues cuando recurrimos a


las figuras es porque sintiendo con fuerza un pensamiento, y aspiran-
do a que participen de nuestra vehemencia las personas a quienes lo
comunicamos, adornamos la locución con ideas accesorias, o bien dán-
dola a un nuevo giro, para que por uno o por otro medio se haga más
penetrante y sensible.

3°. Hermosean y dan dignidad al estilo, porque siendo las expre-


siones figuradas otras tantas imágenes, divierten y recrean la imagi-
nación, y sustituyen a las frases comunes y familiares, que no causan
impresión porque el oído está acostumbrado a ellas, otra locución más
majestuosa, interesante y eficaz para despertar la atención. Muchos
pensamientos, que propuestos en el lenguaje ordinario se tendrían por
vulgares y despreciables, causan admiración y sorpresa, si se presen-
tan vestidos con gallardía y elegancia.

4°. Sirven para suavizar y modificar las ideas duras y desagrada-


bles, dulcificar las tristes y desabridas, disfrazar o paliar las groseras
e indecentes e ilustrar las oscuras. Aún en el lenguaje familiar es ne-
cesario a cada paso, encubrir bajo una frase figurada un pensamiento,
que propuesto con las palabras de su sentido propio y recto, ofendería
el pudor, causaría hastío, irritaría el amor propio, movería a cólera, o
produciría confusión.

47 La enumeración y clasificación anterior, han sido tomadas también de la obra de Coll y


Vehí, en la que se encuentran las explicaciones convenientes.

233
Miguel Antonio De la Lama

5°. Proporcionan el goce de dos objetos a un tiempo, a saber: la


idea principal y directa que se nos pretende mostrar, y la accesoria
que constituye la figura; con la cual se deleita nuestro ánimo, hacien-
do comparaciones entre estos dos objetos, y buscando su semejanza y
analogía.

6°. Suministran una idea más clara y exacta del objeto que se nos
representa, que la que tendríamos si nos fuere propuesto desnudo de
las ideas auxiliares con que lo viste la figura.

7°. Franquéanle al Orador mucha más amplitud para elevar o


debilitar la fuerza del pensamiento, y graduar, según más le convenga,
la impresión que haya de hacer en el auditorio.

El uso inmoderado de las figuras puede causar dureza y afec-


tación en el estilo. “La figura, dice Blair, no es más que el vestido: el
sentimiento es el cuerpo o la sustancia”.

REGLAS PARA EL USO DE LAS FIGURAS


EN EL FORO

El mismo autor da las siguientes.

1ª. Las figuras no son oportunas, sino cuando se presentan na-


turalmente a la imaginación, sin esfuerzo alguno, y nacen del mismo
asunto que se trata, o las prescribe la decencia. “Jamás debemos inte-
rrumpir, dice Blair, la serie de ideas, para andar a caza de figuras. Si
se buscan a sangre fría y con designio de adornar la composición, hacen
malísimo efecto. Es tener ideas muy equivocadas de los adornos del es-
tilo, creer que son cosas separadas del asunto, y que se le pueden coser
como una cinta a un vestido”.

2ª. Las figuras se han de usar con la debida economía y propor-


ción, y no se han de emplear fuera de tiempo y de lugar, ni con dema-
siada frecuencia.

También en lo bello debe haber su coto, fuera del cual degenera


en cansando y fastidioso.

¿No sería muy ridículo que el afligido, el lloroso, o el colérico, se


expresasen con antítesis, semejanzas y otras cadencias de igual clase?

234
Retórica Forense

En el estilo judicial debe ser aún más rigurosa la circunspección


del Orador, tanto en el uso de las figuras, como de todos los demás me-
dios de exornación. Fenelón reprendía con justísima razón al Abogado
que encargado de defender el patrimonio de una familia, o la vida de
un hombre, se divertía en entretejer su discurso de flores y primores,
en vez de contraer toda su atención sobre los medios serios y efectivos
de convencer, persuadir y defender la justicia de su cliente, y salvarlos
del peligro en que se encontraba. El Abogado que prefiere su gloria
personal al bien de su causa, falta a todos sus deberes.

Conviene advertir sobre lo dicho, que aunque de todas las figuras


deba usarse con sobriedad, hay algunas que se pueden emplear con
más frecuencia; porque al paso que dan sumo realce a la expresión su
repetición choca menos. Estas pertenecen a la clase de las que llama-
mos figuras de pensamiento; y son la gradación, la acumulación, la
interrogación, el apóstrofe y la exclamación.

La gradación o progresión que encadena los pensamientos en un


orden progresivo, aumentando simétricamente la fuerza y viveza de ca-
da uno, grava las verdades por el orden natural con que la inteligencia
las concibe, pinta en pocas palabras los acontecimientos más complica-
dos, y causa una impresión penetrante, que contribuye eficazmente a
la obras de la persuasión.

La repetición fija y liga fuertemente el alma sobre un objeto, re-


produciéndolo con distintos atributos y es muy del caso para insistir
tenazmente en una prueba, o inculcar alguna verdad que queremos
gravar profundamente en el ánimo del auditorio.

La exclamación llama vivamente la atención; caracteriza rápida-


mente los objetos, y da mucho vuelo al discurso, exaltando con activi-
dad y prontitud los sentimientos más notables que presenta el asunto.

El apóstrofe es el desahogo de una pasión fuerte cuando está en


una conmoción violenta; trae a juicio al adversario ante la opinión del
auditorio: concentra todas las miradas sobre él y descubre en un sólo
rasgo el punto de vista, en que desea el Orador que contemplen los
Jueces el asunto y su héroe, las prendas de su parte, o los defectos de
la contraria.

La interrogación, por último, es una forma de argüir viva, fuer-


te, varia y decisiva. Habla al alma, agita las pasiones, y arranca el

235
Miguel Antonio De la Lama

consentimiento. Eslabonada al fin de la frase, añade nueva fuerza a la


demostración, confirma y sella el raciocinio, y subyuga el ánimo de los
oyentes, sin dejarles lugar para discernir ni dudar; pero para conseguir
todos estos efectos, que son de una ventaja imponderable, es menester
no usarla sin sobre proposiciones de una verosimilitud palpable, que no
envuelva repugnancia ni incompatibilidad alguna.

3ª. Las figuras no deben ser triviales o vulgares.

En el Foro, principalmente, donde todo respira seriedad y majes-


tad, no podrán emplearse sino aquellos adornos que correspondan exac-
tamente al carácter severo, decoroso y austero de nuestra elocuencia.

IV.
CONSEJOS DE SAINZ DE ANDINO PARA
PERFECCIONAR EL ESTILO

Los medios oportunos para mejorar y perfeccionar el estilo pue-


den reducirse a cuatro: doctrina, ejemplos, ejercicios y método en la
preparación de los informes.

DOCTRINA

Entiéndese aquí por doctrina la ciencia de la composición; que


quiere decir: el conocimiento de las palabras de su significación, de sus
acepciones y sentidos propios y figurados; de la estructura del lenguaje
de las formas y medios oratorios, de las reglas del buen estilo, del gusto
y de la belleza. Las buenas Gramáticas, los Diccionarios, la Retórica,
los autores clásicos del arte oratorio y los buenos críticos, son las fuen-
tes en que ha de beberse esta doctrina.

EJEMPLOS

El estudio de los ejemplos se puede hacer por la lectura o por la


audición.

Leyendo podemos meditar con toda atención y detenimiento, es-


cudriñar y analizar las formas, perfecciones y defectos del autor.

236
Retórica Forense

La audición nos da lugar para observar los ejemplos prácticos


que pueden llamarse modelos con vida, que nos conmueven a la par
que nos ilustran, excitan nuestra emulación al mismo tiempo que nos
instruyen y exponen a nuestra vista para aguijar nuestra emulación
el brillante atractivo del lauro, con que el contento y el aplauso del
auditorio recompensen los esfuerzos y las tareas del Orador. Opimo es
el fruto que puede sacar el Orador principiante de frecuentar los Juris-
consultos acreditados por la elegancia y perfección de sus discursos. El
que se proponga seguir los pasos de los buenos Oradores, es menester
que los busque, que los trate, que los oiga, que los observe de cerca,
que no deje de asistir a sus discursos, y que se empape en su estilo. De
regreso a su gabinete, después de haber oído el informe de un letrado
de nota, recordará el plan de su composición, lo examinará a solas, me-
ditará los rasgos más notables de ella, y se ensayará a formar un nuevo
discurso sobre el mismo asunto.

EJERCICIOS

La doctrina y los modelos no serían suficientes para adquirir una


locución correcta sin la práctica y los ejercicios. El hábito continuo de
componer es el que forman el estilo de los escritores y la locución de los
Oradores: componiendo sin cesar es como se enriquece la memoria, se
ejerce el entendimiento, se cultiva la imaginación, y se contrae grande
facilidad en la aplicación de las voces. A la manera que los ejercicios
físicos dan agilidad al cuerpo, y garbosidad y gracia a sus movimien-
tos, así la continuidad de los trabajos mentales robustece el vigor de
nuestra inteligencia, facilita sus operaciones, y desarrolla todas sus
facultades.

Escribid, volved a escribir, escribir sin cesar, es lo que recomien-


dan todos los maestros, es lo que enseñaron Cicerón y Quintiliano, y es
el mejor efecto que confirma la experiencia

No solamente es necesario componer, escribir, y no cesar de es-


cribir, sino que se ha de poner toda la atención posible en la composi-
ción, se ha de meditar mucho lo que se escribe, se han de pensar los
pensamientos, se ha de castigar el estilo escrupulosamente, se ha de
pedir consejo a los censores ilustrados y no se ha de perdonar trabajo ni
diligencia hasta que salga la composición tan perfecta como lo permita
nuestra capacidad. Escribamos con pausa, con lentitud, con reflexión.

237
Miguel Antonio De la Lama

PREPRACION DE LOS INFORMES

Un buen método en la preparación de los informes sirve, no so-


lamente para que la defensa reúna toda la plenitud de doctrina con el
rigor y orden en la colocación de las ideas que exigen en la naturaleza y
transcendencia de ella, así como para precaver omisiones y transcuer-
dos perjudiciales al buen éxito de la causa; sino también para que los
Abogados usen de una locución perfecta y se acostumbren a ella.

Por defecto de preparación suficiente se malogran muchas de-


fensas, y se oyen en los Tribunales exposiciones indigestas, atestadas
de palabras insignificantes, inoportunas y triviales, que cansan a los
Jueces, fastidian al auditorio, y convierten la defensa en un charlata-
nismo insoportable.

Algunos Abogados no piensan en el informe hasta que se les pasa


el aviso para la vista del pleito, la víspera del día señalado para ello;
y aún así, esperan los últimos momentos de ir al Tribunal para pasar
una ojeada sobre el extracto de los autos, los borradores de los alegatos
e instrucciones de las partes, se recogen algunas citas doctrinales sobre
la cuestión de Derecho y se tiene por preparado el informe.

Pasemos al mecanismo de una buena preparación.

Lo regular, ordinario y corriente, es que los letrados lleven en


mente sus oraciones, y las pronuncien según las han aprendido y pre-
parado, agregando algunas ideas que les ocurren en el acto de la vista,
para impugnar algún argumento nuevo propuesto por la parte contra-
ria. Se desgracia mucho el Orador que lee su discurso, porque ni se le
descubre el fuego de la fisonomía ni tiene desembarazo en sus movi-
mientos; fuera de que en las discusiones judiciales ocurren en el acto
mismo de verse el pelito, mil incidentes que no podrían salvarse, si
el Abogado se hubiese de sujetar a lo que trajese escrito sin quitar ni
poner. Ni aun los discursos que se han de recitar de memoria se deben
escribir de antemano; excepto cuando se haya de discutir un negocio
muy grave y delicado, cuando la causa sea de mucho empeño y se es-
pere que por haber fijado con interés la atención pública, asistirá a la
vista un concurso distinguido, o bien en los primeros informes que hace
un letrado joven; con tal que, además de lo escrito y aprendido, se lleve
a los Estrados una reserva, digámoslo así, de especies sueltas, para

238
Retórica Forense

acudir a lo imprevisto, y que el defensor esté perfectamente penetrado


del negocio.

El Abogado debe arreglar el esqueleto de cada informe, consig-


nando sobre notas muy breves las ideas cardinales del discurso, las
raíces de los medios de defensa, las citas de leyes y autores en que haya
de apoyar su doctrina, y el plan general del discurso.

El Orador debe estar perfectamente instruido del proceso; y pro-


veerse de un extracto fiel y sucinto en que de un golpe de vista pueda
ver el cuadro de los hechos que le convenga tener presentes en la dis-
cusión; deslindar y caracterizar, con precisión y acierto, la cuestión de
derecho y la de hecho; y exponer su plan de defensa acudiendo a las
fuentes de donde debe surtirse de materiales para ella, dándoles la
colocación y orden conveniente.

Además de esos medios de preparación hay otros que son tam-


bién de suma importancia.

El primer cuidado del Orador debe fijarse en adquirir ideas cla-


ras y exactas sobre todas las materias que ha de tocar en el discurso.

La preparación fundamental que, dando un conocimiento pleno y


consumado de los medios de defensa, facilita una buena locución para
expresarlos, es la meditación profunda del asunto, recapacitar sobre
él hasta poseer una ciencia cabal y distinta de la cuestión y de todas
las ideas accesorias, hasta que hayamos tomado por ella interés y en-
tusiasmo. Entonces, y solo entonces, hallaremos que las experiencias
corren de suyo.

El caudal de ideas que se necesita no se recoge, sin reflexionar


mucho sobre el asunto del informe, sin analizar todas las deudas que
puede éste presentar, sin prever y hacerse cargo de las expresiones
que pueda hacer la parte contraria y de todas las dificultades que
puedan ocurrir a los Jueces, sin llevar entendida la diversidad de
opiniones con que podrán interpretarse las doctrinas y la distinta no-
tificación que podrá hacerse de los hechos; y por último, sin resolver
de mil maneras la cuestión, hasta que el entendimiento se empape
enteramente de ella.

239
Miguel Antonio De la Lama

No parará aquí la atención del Abogado; sino que descendiendo


a los minuciosos detalles de la dicción, combinará mil frases sobre un
mismo pensamiento, buscará diversas palabras para cada idea, cons-
truirá las oraciones de distintas maneras, multiplicará bajo diversas
formas la expresión de un mismo concepto; repitiendo estas operacio-
nes en ocasiones diferentes, sin embarazarse en que cada vez se repro-
duzcan las ideas en términos diversos.

La formación de las notas o extractos se reduce a indicar suma-


riamente las divisiones y subdivisiones del discurso; las ideas capita-
les de cada una de sus partes; las raíces de cada medio de defensa, y
las palabras indicativas de los raciocinios más selectos, persuasivos y
sublimes, poniéndose especial esmero en simplificar cuanto sea dable
estos signos de indicación.

Hay otra preparación más rápida, que no puede hacerse, o al


menos no puede perfeccionarse, hasta el acto mismo de la discusión.
Tal es la del Abogado llamado a impugnar el discurso del que habla
primero.

Es verdad que en vista de lo alegado y probado en la causa, se


presume regularmente cuales podrán los medios de defensa de que se
compondrá el informe contrario, y sobre esta presunción se lleva pre-
venida la impugnación; pero también suele ocurrir que el Abogado que
habla antes haya reservado para la vista los raciocinios más fuertes. Se
debe tener presente además, que el letrado que impugna una defensa
debe seguir en la impugnación el orden en que ésta ha sido propuesta y
no ha de dejar por tocar uno solo de los argumentos contrarios.

La preparación en esos informes que pueden llamarse imprevis-


tos, no puede ser otra que la meditación y examen del proceso, el estu-
dio de las doctrinas que tengan relación con la cuestión, el repaso en
mente de la defensa y su plan, el análisis de los argumentos propios, el
cálculo sobre los del contrario y la observación sobre lo fuerte y lo débil
en los unos y en los otros.

También es muy conducente que el cuadro sucinto del discurso


que debe ser como el guión del Orador, haya también indicado los ar-
gumentos radicales de la defensa contraria y las bases de su solución,
salvo de hacer después las reformas, supresiones y amplificaciones a
que dé ocasión la exposición del Abogado a quien debe contestarse.

240
Retórica Forense

Cuando el discurso de éste es muy largo, y la defensa consta de


muchos medios no puede haber inconveniente en que el defensor tome
con un lápiz una nota brevísima de los puntos cardinales de ella; no
omitiendo indicar en dicha nota los hechos que hayan podido alterarse,
desfigurarse y caracterizarse en un sentido erróneo, para reparar des-
pués estos errores y darles su verdadera calificación cuando le llegue
su vez de informar.

Al tomar esas notas, el Abogado no debe detenerse a buscar las


respuestas y réplicas; porque distraído con esta atención, se le escapa-
rían muchos raciocinios interesantes del adversario, y los dejaría sin
impugnación.

241
MODELOS

I – FORO FRANCÉS

DIVORCIO

Defensa de la Condesa de Mirabeau en pleito con su marido sobre


divorcio, y de Mirabeau, hecha por él mismo ante el Parlamento de
Provenza (1788).

NOTICIA DEL PLEITO

No sólo tiene celebridad este asunto por la índole de la cuestión


ventilada, sino por los personajes que en él intervinieron. Dos hombres
ilustres sostuvieron los respectivos derechos de las partes. Tratábase
de decidir sobre el divorcio pretendido por la Condesa de Mirabeau
contra el Conde. Este gran Orador defendió personalmente su causa, y
la Condesa encomendó la defensa de la suya al Abogado Portalis, uno
de los grandes Oradores de la Provenza, que murió siendo Ministro de
la Corona en Francia.

DISCURSO DE M. PORTALIS

Señores: La dignidad del matrimonio, la tranquilidad de las fa-


milias y las buenas costumbres, no permiten que se pronuncie una se-
paración sin causa grave; pueden considerarse como causas graves la
sevicia y malos tratamientos, todo aquello que pueda justificar la re-
pugnancia invencible de una mujer a volver a entrar en el hecho conyu-
gal, los hechos que ataquen la existencia física, y los que comprometan
la moral. Esta es la doctrina de Lacombe, Cochin, d’Agon y Pothier, que
han reconocido que en materia de separación era necesario apreciar la
naturaleza e importancia de los hechos, con relación a la calidad de las
personas, y que lo que no fuera causa razonable de separación entre

243
Miguel Antonio De la Lama

personas sin principios, pudiera serlo entre las que recibieron cierta
educación.

El primer motivo que alega la señora de Mirabeau para pedir la


separación es la difamación, y en efecto, es una de las causas graves y
justas que puede tener una mujer bien educada para exigirla; porque
es imposible que subsista la paz y tranquilidad en un matrimonio en
que el marido difama a su mujer. La difamación resulta de una Memo-
ria de Mirabeau y de cartas escritas a funcionarios públicos. En vano
trata de disminuir la gravedad y efectos de este motivo de separación,
no reconociendo su Memoria, y diciendo que no debe dar ninguna cuen-
ta de las cartas, ya porque las cartas mismas están bajo la fe pública,
ya porque las quejas una vez depositadas en el seno de los Ministros
del Rey no pueden pasar por difamaciones.

¿De qué sirve negar o desmentir privadamente, cuando la ca-


lumnia es pública? Redactóse una Memoria difamatoria que circuló y
se distribuyó al público, se esparció en el Reino y aún en los países
extranjeros; y para reparar el efecto que pudo causar en la opinión,
¿le parece suficiente no reconocerla en las cartas dirigidas a la familia
ultrajada, sin dar ningún paso público ni legal para detener la difama-
ción, dejando el veneno de la calumnia que se extienda por todas par-
tes, sin tomarse la pena de desengañar al público y a la sociedad? La
familia no contestó a estas cartas en que negaba Mirabeau ser el autor
de la Memoria, lo que prueba que no estaba satisfecha, y en efecto, no
merecía contestación una negativa privada que dejaba subsistir la pu-
blicidad del ultraje. El marido es el protector y defensor de la mujer, y
debe vengar la injuria que se le hiciere; de lo contrario, la injuria hecha
a su mujer es propia suya. Las leyes se arman de todo su rigor y poder
contra un marido que no pone todos los medios posibles para proteger
y vengar a la compañera que la Providencia le destinó, y desde luego
castigan con la pérdida de su dote tan cobarde silencio: ei qui mortem
uxoris non defendit, ut indigno dos anfertus. Es verdad que el texto
sólo habla de la muerte de la esposa, pero las leyes dan igualmente
acción al marido para defender el honor de la mujer, para vigilar su
reputación, bien más precioso que la misma vida. El marido es el pri-
mer ofendido en la persona de su mujer, y el derecho le llama arbiter
famoe, vindex uxoris; renuncia, pues a su poder, rompe toda comunión,
si descuida llenar un deber sagrado e inseparable de su calidad, y que
se deriva de la esencia misma de la sociedad conyugal.

244
Retórica Forense

La Memoria pública que se desconoce en privado, se encuentra


confirmada por cartas dirigidas a funcionarios públicos; que aunque no
se desconocen, se dicen que no pueden pasar por difamaciones, como si
no pudieran serlo las cartas o quejas dirigidas a funcionarios públicos.
¿Qué difamación hay más cruel y peligrosa que la que tiende a perder
una mujer o un ciudadano en la opinión del Soberano? Las cartas escri-
tas a los Ministros dan acción en justicia a aquello que por ellas se ven
ofendidos, y autorizan la reclamación en los Tribunales; quienes dan
con el castigo del culpado la correspondiente satisfacción a los que son
injuriados en semejantes cartas.

Además, no es posible mirar como documentos privados unas


cartas que han sido divulgadas, y prestado materiales a una Memoria
pública; una cartas que estaban a disposición de un tercero, y que una
mano indiscreta pudo hacer públicas. Aún cuando la difamación no fue-
ra pública, siempre sería una causa para pedir la separación, porque el
marido es responsable de la opinión que forma de su mujer; y de cual-
quier modo que sea conocida esta opinión, hace una llaga profunda en
el corazón de una esposa, a quien coloca en la más triste desconfianza
y humillación, no siendo posible que esta esposa sostenga la presencia
de un marido que la deshonra, y que no teme declararlo. Dejemos a un
lado estas cartas y esta Memoria, y convengamos ante todo en que los
desprecios capaces de indignar un corazón noble y sencillo, son motivos
legítimos de separación entre personas de su esfera.

Voy a tratar del segundo medio de separación, invocado por la


Mirabeau, fundado en el adulterio de que supone culpable a su marido.

Según nuestras leyes, la mujer no puede acusar de adulterio a su


marido, pero hay ciertos casos en que, aunque no la sea permitido in-
tentar la acción de adulterio, puede demandar la separación, como muy
bien lo acreditan Cochin, Bretonnier, Ferriére, Desormis, Despeisses,
Hericourt y Mornach. El adulterio cometido en la casa conyugal a vista
de la mujer, era entonces, como ahora, un motivo de separación, por-
que nada hay que pueda con más razón irritar a una mujer de honor
quod maxime castas uxores exasperat, y no debe ser menos cualquier
otra especie de adulterio, como está probado por varias sentencias de
Parlamento de París y por el de Dijón. Se ha visto ya que Mirabeau es
culpable de adulterio, por consiguiente, tiene su esposa el derecho de
demandar la separación. En vano se objetará que el adulterio es un deli-
to privado, y que la transacción de Pontarlier impide toda reclamación.

245
Miguel Antonio De la Lama

El adulterio es un delito privado, siempre que no vaya acompa-


ñado de rapto o desaparición pública de la persona, cuando de él no se
sigue escándalo; porque si concurrieran estas circunstancias, se hace
auténtico y solemne, el Ministerio Fiscal tendría acción para perse-
guirlo y pedir venganza a nombre de las leyes y de las costumbres,
públicamente ofendidas. ¿Qué importa, además, que el adulterio sea
en general un delito privado por su naturaleza? Aquí se trata del orden
público, se trata de vengar el honor de una esposa ofendida por el adul-
terio. No pueda enhorabuena acusar la mujer un adulterio clandestino
furtivo y pasajero; pero un adulterio que ha sido objeto de un procedi-
miento escandaloso y de un juicio público, es para la esposa un ultraje
gravísimo.

¿Qué nos quiere decir Mirabeau con advertirnos que los Tribu-
nales de Provincia no son competentes para conocer del adulterio, ya
decidido en el juicio de Pontarlier? Seguramente que no, ellos no pue-
den conocer de este adulterio por vía de acusación, y con el objeto de
imponer al culpable la pena que merece por este crimen; pero esta no
es la cuestión. La Mirabeau no acusa ni persigue criminalmente a su
marido; quiere solamente oponerle por excepción, como causa legítima
de separación, un delito justificado por un juicio público y solemne,
pronunciado por Jueces legítimos. No tiene necesidad de hacerle juzgar
de nuevo: con arreglo a la ley, la es suficiente que haya sido juzgado, si
maritum adulterum condemnatum invenerit; la es suficiente invocar la
fama pública, adulterium probatur per solam famam quoad separatio-
nem thori: la es suficiente presentar los autos que se han pedido, y los
decretos que subsisten en todo su vigor. La transacción de Pontarlier
no lo terminó todo; esta transacción, que no puede producir la absolu-
ción del culpable, es una prueba del delito; no extingue lo actuado, lo
deja en completa existencia, y no puede impedir que el Fiscal persiga
un adulterio público solemne. Por más fuerza que se quiera dar a esta
transacción, no puede jamás borrar el ultraje hecho a una esposa sen-
sible y virtuosa; podrá poner al acusado a cubierto de las persecuciones
del acusador, pero éste no puede remitir la injuria que sólo hiere a la
Mirabeau, y que tiene que devorar en silencio.

Es un principio inconcuso en nuestros fueros y en nuestra prác-


tica, que el divorcio y el repudio arbitrario es, respecto de la mujer,
el más poderoso motivo de separación, pues es excesivamente cruel
que viva bajo la dependencia de un marido, una esposa que ha sido

246
Retórica Forense

públicamente despreciada y tratada como extraña. No habiendo repu-


dio más arbitrario, divorcio más criminal e insolente que del que se
queja la Mirabeau a las leyes y a la justicia, debemos concluir, que le
asiste justa causa para demandar la separación. Ella expone que su
marido ha faltado indignamente a la fe conyugal, despareciendo a los
ojos de la Francia entera con una mujer que no le pertenecía; que ha
cohabitado públicamente por espacio de diez y ocho meses en Holanda
con esta mujer; que hablaban de matrimonio, y que sólo encontraban
por obstáculo a su unión la vida de un anciano octogenario. Estos he-
chos graves, que indican el desprecio y el olvido de todos los deberes,
hasta el exceso más inaudito, son una injuria sensible y funesta para
su esposa honrada, hacen que una mujer distinguida y virtuosa, puede
ser arbitrariamente envilecida y degradada a los ojos de la sociedad, y
el vil juguete de los caprichos y de las pasiones de su marido.

El matrimonio es, sin duda, el más santo y el más respetable


de todos los contratos, por lo que es necesario mucho tiento cuando se
trata de deshacer sus nudos; estos mismos son los principios por los
que reclama la Mirabeau contra un esposo, que por un repudio públi-
co y por un crimen, ha querido separarse de hecho de su esposa. Las
leyes reprueban, los Tribunales y las costumbres públicas condenan el
divorcio, que un marido por autoridad privada causa por medio de un
comercio criminal y por sus escándalos. Cuando llega a cometerse una
profanación tan vergonzosa del matrimonio, se rompen todos los lazos;
la unión de los cónyuges en tal caso, sólo subsiste a los ojos de las leyes
por el sacramento: se debe necesariamente romper una sociedad que
no tendría en adelante más objeto que el dominio arbitrario del marido
y la envilecida esclavitud de la mujer, que haría degenerar en suplicio
la vida conyugal.

La Condesa de Mirabeau ha expuesto en su Memoria, que desde


los primeros días de su matrimonio, ha sufrido constantemente pa-
labras ofensivas, injurias groseras y hasta golpes; el Conde de Mira-
beau desmiente esta acusación, presentando cartas llenas de ternura
que ella le había escrito; pero estas cartas sólo prueban la paciencia,
la constancia y la dulzura de su esposa; probarán, si se quiere que
perdonaba la sevicia; que consentía en devorar en secreto las veja-
ciones, los crueles y bárbaros tratamientos; que repugnaba la sepa-
ración con las esperanzas de un cambio, de un porvenir menos triste,
pues que ella más tenía que sufrir, que avergonzarse de una unión

247
Miguel Antonio De la Lama

tan desgraciada. Pero pasó ya este tiempo de compasión y paciencia,


acontecimientos posteriores han agotado los recursos de la prudencia;
la Mirabeau no puede ser insensible a sospechas injuriosas, a cartas
ultrajantes y a una difamación pública; no puede ver con indiferencia
el escándalo de Pontarlier, la violación solemne de la fe conyugal, los
desórdenes de que iba acompañada. Entonces, se nos dice, los dos
esposos se hallaban lejos uno de otro. ¿Qué importa este alejamiento?
Puede ponerse un límite a ciertos golpes, a ciertos hechos, a ciertos
excesos; pero la calumnia desde cualquier parte que dirija sus tiros,
siempre es pérfida, siempre peligrosa cuando circula en la sociedad.
No es necesaria la presencia del difamador para que el agraviado re-
ciba heridas morales y profundas, que no se cierran jamás. Es cierto
que Mirabeau se hallaba ausente, pero su calidad de esposo le sigue
por todas partes y la ausencia no podía relevarle de unas obligacio-
nes y deberes, ajenos a esta calidad que continuaban siempre siendo
inviolables. Si pudo hollar y desconocer todos estos deberes, ¿qué im-
porta al país dónde sucedieron aquellas tristes escenas que indignan
al público y despedazan el corazón de una esposa sensible y virtuosa?.
El escándalo no por esto dejó de verificarse, y la Mirabeau tuvo que
sufrir la injuria y el ultraje. Si en su persona no ha sufrido los bár-
baros tratamientos que se le atribuyen, su honor ha estado expuesto
a peligros más horrorosos. ¿Quién no ve que esta conducta, que los
atentados que la Mirabeau denuncia, la sevicia, todos los primeros
exceso de su marido, debilitados, quizás, por la paciencia de la esposa
que los sufría, renacen con toda su fuerza y vienen a formar un cuer-
po con todos los hechos escandalosos que se han sucedido por espacio
de ocho años consecutivos; que atacan al honor y a la seguridad de
la mujer y confunden la vida entera del esposo? ¡Quién no ve que los
desórdenes presentados en la Memoria de la Mirabeau, abrazan to-
dos los tiempos, están ligados por el mismo principio, forman un todo
indivisible y autorizan, por el cuadro espantoso de lo pasado, su justa
reclamación para vivir asegurada en el presente y apartar los tristes
y funestos presagios del porvenir?

Réstame examinar la cuestión de si durante la instancia de sepa-


ración, la Mirabeau debe ser devuelta a poder de su marido, depositada
en un Convento o quedar bajo la salvaguardia de su padre. Una mujer
que pide la separación, si continúa viviendo durante el proceso bajo la
inmediata autoridad de su marido, no tendrá libertad necesaria para
perseguir los abusos de su poder; por consiguiente no debe exigirse la

248
Retórica Forense

cohabitación en este caso; además de que obligar a los cónyuges, duran-


te la instrucción del proceso a vivir juntos, sería exponerlos a escenas
futuras que necesariamente lleva consigo una lucha abierta.

La reclusión en un Convento sólo puede ordenarse como pena


o como precaución: como pena no puede ser, pues que solamente se
aplica a los infractores de la ley; y recluyendo a la Mirabeau en un Con-
vento se castigaría a la inocencia y la desgracia. No podría ordenarse
tampoco como precaución sin injusticia, y sin insultar la santidad y
majestad de su padre. Los Monasterios son los asilos respetables de la
virtud; pero la casa paterna lo es más: a no dudarlo es el primer asilo de
la inocencia; es el verdadero santuario de las costumbres; y antes que
existiesen establecimientos que sólo deben su origen a las instituciones
particulares de piedad, la Naturaleza, la Religión y el Estado, designa-
ron la casa paterna como un templo sagrado en el que los hijos deben
recibir los principios de todos los deberes, la semilla y los ejemplos de
todas las virtudes. Las leyes no deben buscar otro asilo a una mujer
que vive bajo la inspección y protección de un padre virtuoso y respeta-
ble, pues que entonces nos veríamos reducidos al triste extremo de no
poder contar con los lazos de sangre, los sentimientos más religiosos y
las inspiraciones más poderosas de la naturaleza.

Pero es necesario, se dirá, librar a la Mirabeau de la obsesión.


¿Tiene la Mirabeau necesidad de esta obsesión, para rehusar vivir
con un marido que la ha ultrajado y difamado, que ha amenazado
su honor y atentado contra su seguridad, que no ha adquirido más
celebridad que la que le dan sus escándalos y desórdenes? ¿Quiénes
son, pues, los que la rodean? Un padre virtuoso y sensible, parientes
honrados que quisieran apartar la vergüenza, el ultraje y la infamia,
que se presentarían para proteger una esposa desgraciada e indigna-
mente atacada. Según los hechos expuestos y confirmados, sólo tiene
necesidad la Mirabeau de replegarse sobre sí misma, consultar los
sentimientos de su corazón, preguntar a su alma, y ceder al instinto
del honor, para desechar con energía una unión a que opone viva e
invencible resistencia, justificada por su repugnancia y sus temores.
Ella debía estar rodeada de personas que la dirigieran, y lo está por
la voz de su conciencia, por la de todos los hombres de bien, y por la
sociedad entera. ¿No es la misma familia de su marido la primera que
ha vertido en su alma las semillas cuyo desarrollo se ve en la actuali-
dad? ¿No es esta familia la que la advirtió estuviera prevenida contra

249
Miguel Antonio De la Lama

su esposo, pintado con los más horribles colores, y al lado del cual no
podía vivir sin comprometer su seguridad, su dignidad y su reposo?
¿No es la misma familia la que ha revelado todos los misterios domés-
ticos, inspirado todos los temores, y presentado a este hombre sin la
máscara que le cubría? ¿Para sustraer a la Mirabeau de esta supues-
ta obsesión, se la quiere enterrar viva en una tumba, para no dejarla
en este sombrío calabozo, sin más comunicación que la de aquel a
quien ella denuncia como su perseguidor y su tirano? ¿Bajo este pér-
fido pretexto, se la quiere arrancar de la protección paterna, de toda
su familia, de la naturaleza entera, arrebatarla el sagrado derecho
de la defensa natural, cerrarla la entrada en los Tribunales, negarla
todo recurso judicial, quitarla el desahogo del alma, abandonarla a
la desgracia y a la desesperación, privarla del beneficio de todas las
promesas solemnes que le fueron hechas de las palabras de honor que
le han sido dadas; para favorecer a su marido que ha tomado como por
diversión atentar contra el honor de su esposa, violar la fe conyugal,
y todos los deberes y obligaciones? ¿Y por esta alegación calumniosa,
se ha de atacar su tranquilidad, ofender a un padre virtuoso, acusar
e insultar a toda una honrada familia? No, las leyes no lo consienten,
las leyes no se prestan a tales procedimientos.

La Mirabeau no se halla en la clase de aquellas mujeres que


abandonan de repente la casa de su marido, para entablar una deman-
da de separación: hace ocho años que se halla en posesión del estado
cuya conservación solicita, disfruta de este estado con el consentimien-
to de su familia, con el de su esposo, que indignamente viene a turbar
su tranquilidad; le disfruta bajo la fe de un juicio doméstico, cuya san-
tidad y justicia invoca: ¿por qué, pues arrebatarle provisionalmente es-
tos derechos ciertos y reconocidos? Ella no se negó jamás a manifestar
sus intenciones a su marido, acogió sus emisarios, recibió sus cartas,
y sólo las devolvió cuando era necesario romper una correspondencia
inútil y fastidiosa, ofreció entrevistas con las precauciones que creía
deber indicar, respecto a su seguridad y dignidad; pero declaró que no
podía hacer el sacrificio de sus sentimientos, de su honor ultrajado y
que era responsable a su familia, al público y a la sociedad, de todo lo
que podía interesar a su estado y a su delicadeza. ¿Podrán, pues, las le-
yes desaprobar este lenguaje? ¿Podrán dejar de amparar a una esposa
desgraciada que reclama su protección? ¿Cuál es el hombre razonable
que a vista de todo lo que se ha escrito por la familia de la Mirabeau,
no se admira de la confianza audaz con que el marido corre desde su

250
Retórica Forense

prisión a demandar a su mujer, y quién no acusaría a ésta, si se deter-


minara a unirse con su esposo? El Tribunal decidirá.

DISCURSO DE MIRABEAU

Señores Magistrados: cuando en 1772 bendije al Cielo por ha-


berme concedido una esposa a quien tiernamente amaba y de quien
recibiera el corazón; cuando en 1773 bañé con lágrimas de placer el
fruto de su ternura, cuya prematura muerte debía llorar pronto, no es-
peraba que dentro de pocos años viniera a demandar en juicio nuestra
separación una esposa a quien el amor condujo al pié de los altares. Si
algún siniestro genio me hubiera enunciado tal desgracia, habría mal-
decido la cruel mano que escribiera tan fatal provenir. Corrióse el velo,
y desde luego aparece que la Mirabeau se ha visto forzada a desechar
a su esposo, obrando contra los sentimientos de su corazón. En vano
me he valido de los procedimientos más moderados, de las causas más
sagradas, de las súplicas más tiernas; todo esto no ha sido suficiente
para que se me viera y se me oyera. Hallándome separado de hecho
por una voluntad que se irritaba por cuanto yo hacía para interesarla
en mi favor, no trataron mis enemigos de pedir un auto de separación:
sólo cuando quise que cesara esta situación ambigua que pugnaba con
las leyes, los Tribunales y las costumbres, se me ha obligado a expresar
mi sentimiento por medio de un alguacil, rehusando toda especie de
explicaciones y conferencias, y hasta devolviéndoseme las cartas que
yo escribía.

Es necesario, pues, señores Magistrados, que decidáis nuestra


suerte. Confieso que he temido con razón llegar a este extremo dolo-
roso, y a la verdad no sostendría este triste proceso, si los que cau-
tivan el corazón de mi esposa y dirigen hasta sus pensamientos, no
hubieran comprometido mi honor con insolentes calumnias. Estoy
lejos de creer que una mujer vuelva a ser tierna esposa, fiel compa-
ñera, buena madre, por el mandato de los Tribunales; pero a pesar de
todo, no puedo prescindir de llevar adelante este extraño litigio, por
no exponerme a los ataques de los consejeros de mi esposa, que de
la más simple reclamación han querido hacer una causa de partido,
amotinar el pueblo, negarme todo consuelo, impedir mi comunica-
ción con mis amigos, y privarme de consultas y defensas. Los más
célebres Oradores del Foro han sido consultados contra mí con la
mayor precipitación, cuando asegurados de la razón de mi causa y

251
Miguel Antonio De la Lama

de mi estimación a mi esposa sólo trataba de enternecer a su familia


por numerosas deferencias, se creyó vanamente que sucumbiría a la
falta de defensor. Pero quedáis vosotros, rectos Magistrados, y ante
vosotros voy a exponer mis razones y sin hacer mérito del Orador,
examinaréis y decidiréis con justicia si su causa es buena. Los Jueces
y los espectadores van a oír a un Orador invisible, que espera indul-
gencia de todos los que prestan atención a los discursos que interesa
a la sociedad y a las costumbres.

Sin duda es de esta especie el proceso que se me forma en nom-


bre de mi esposa; lejos de ofrecer ninguna de esas discusiones litigio-
sas, donde la sutileza e ingenio del Abogado puedan poner en duda la
equidad misma, abogaré en una causa, en la que puede y debe juzgar
toda persona honrada. En vano mis adversarios tratan de prevenir
la opinión, presentando los numerosos yerros de la juventud, pues
todos son extraños a la causa. Todo me anuncia que sus armas só-
lo serán calumnias públicas y secretas, y si dejo subsistir la menor
señal de esta calumnia, el público, no acordándose de lo que haya
rebatido, no dará importancia sino a esta marcha involuntariamente
descuidada. ¡Tal es la deplorable posición del hombre perseguido por
la calumnia! ¿No hay ningún medio de ennoblecer esta cruel situa-
ción? Lejos de mí ese miserable ergotismo, que de todo quiere sacar
partido, que no teme asociar la luz pura y brillante de la razón, a la
débil de su sofisma: lejos de mí ese amor propio que quiere siempre
tener razón. He sufrido todas las desgracias que la fogosidad y las
pasiones pueden atraer sobre la juventud; y por esto mismo debía
merecer más indulgencia de mi esposa y mi familia, toda vía diré
más: aún cuando todo el mundo tenga derecho a condenarme, mi
esposa debiera compadecerme.

No sólo me presento aquí para defenderme, sino para absolver


a mi esposa, en vuestra opinión y en la del público, de la conducta
que se la ha hecho observar de mucho tiempo a esta parte. La Conde-
sa de Mirabeau abriga en su corazón los más bellos sentimientos, las
mas honestas acciones; entregada a sí misma, es incapaz de cometer
o proferir la más pequeña injuria; en prueba de ello véanse las cartas
que se ha dignado escribirme durante nuestra ausencia. Por ellas,
sin necesidad de comentarios, podéis juzgar de la íntima unión que
reinaba entre nosotros en el tiempo de nuestra felicidad. Examine-
mos si es posible conciliar todo lo que de mí ha dicho en la efusión

252
Retórica Forense

de un corazón sensible, tierno y amoroso48, con la conducta y el len-


guaje en que hoy se la obliga a explicarse. Discutiré esta cuestión, y
preguntaré al público, a este Tribunal que es el Juez de los Jueces,
cuál es el proceso que aquí nos conduce, si hay motivo para ello, y
si ve otra cosa que un deseo formal de impedir una reunión justa y
necesaria, pero que de ningún modo interesa a los que rodean a mi
esposa. Le preguntaré si les es permitido abusar de vuestro precioso
tiempo, y si debéis, por respeto a vuestras funciones, apresuraros a
decidir la reunión de la Condesa de Mirabeau con su esposo que ar-
dientemente lo desea.

¡Tú que siempre me amaste, y que jamás saldrás de mi corazón!


Escúchame, quiero manifestar la manera en que te vi, la en que te veo
y la en que te veré a pesar de las sugestiones de los que quieren divi-
dirnos: hablaré el lenguaje que es y fue constantemente peculiar tuyo,
mientras sólo escuchabas tu conciencia y corazón. No usaré, para salir
victorioso en esta lucha, sino las expresiones de la ternura, el tributo
de tu justicia. ¿Pero por dónde empezaré ¿Qué debo preguntar? ¡Ah!
¿Qué es lo que debo responder primero? El proceso que se me forma
en este día es de tal naturaleza, que mi causa y mis derechos están de
manifiesto por la lectura del acta de la celebración de mi matrimonio;
de suerte que me es imposible aceptar ninguno de los medios en que
se pretende apoyar la negativa de mi esposa a la reunión que solici-
to. Se habla de agravios extraordinarios, y no se alega un sólo hecho.
Los defensores de la Mirabeau, han fijado en la leyes y en las sutile-
zas del derecho toda la esperanza de un proceso que quieren hacerme

48 La Condesa de Mirabeau escribió a su esposo durante su separación las cartas mas tiernas y
expresivas que puede dictar el amor, todo lo que prueba la falsedad de la Memoria anterior
que la obligaron a escribir y los sentimientos que la animaban. Se lee en ellas: “la triste
separación; deseo habitar los países en que estás; mi amor se aumenta, a medida que prueba
los rigores de la separación, me hace verter lagrimas, que sólo contienen la esperanza de
una pronta reunión, que tanto anhelo. Eres tú quien me ha hecho ir a París, y a cualquier
parte del Mundo que me mandes ir, serán cumplidas tus intenciones. Si crees que te puedo
ser útil, escríbeme, que volaré, con la mayor alegría a donde te encuentres, sin que esto
me cueste ningún sacrificio.” Así imploraba sus órdenes y estaba dispuesta a seguirle por
do quiera. Ella demás invoca “la generosidad de su marido; y no teme presentarse a su
Tribunal que siempre creyó justo para ella.” Confiesa que el Juez más severo (su padre)
no se quejaba de la conducta de su esposo, todavía joven, “sino haciendo el elogio de
su corazón:“ si se lamenta de su posición lo hace en los siguientes términos: “Una mujer
separada de su marido es una especie de ser anfibio” … (N. del T)

253
Miguel Antonio De la Lama

abandonar; pero yo que no quiero procesos, yo que quiero borrar hasta


la más ligera señal de mis disensiones, yo para quien la más pequeña
cuestión doméstica es una desgracia, me apresuraré en el momento
en que tengo el honor de hablar a mis Jueces a manifestar a la Mira-
beau en público que se le engaña, y que no hay motivo de proceso entre
los dos. Este incidente no es extraño a la cuestión, porque su decisión
tiende a lo principal. Dejaré, pues, libre curso a las declamaciones, al
prurito de filosofar, fundar y destruir; y sin invocar la santidad de un
juramento augusto, la santidad no menos grande de un contrato, ba-
jo cuya fe vivimos todos sin examinar los lances chistosos de que se
hace mérito para justificar la necesidad del divorcio, que los ingleses
quieren prohibir en el momento en que en él vais a buscar un apoyo,
sin deciros que las convenciones secretas entre los ciudadanos, para
formar una ley que no está todavía en el Código, serían muy funestas,
os preguntaré por qué títulos o por qué derecho queréis arrancarme
mi esposa. La Condesa de Mirabeau no ocultó que fue el amor quien
la condujo a casarse conmigo, no siendo extraño que deseara dejar su
estado de soltera, una joven que no conoce el mundo, ni sus peligros;
el amor, ni sus tormentos; la seducción ni sus lazos, que no tenía más
guía que su inexperiencia, más apoyo que su debilidad, más confiden-
tes que sus parientes; que siente su corazón inflamado de deseos, cuya
causa busca con inquietud, a cuyos ojos presenta su imaginación la
antorcha de himeneo, conducida por el amor coronado de flores, con la
serenidad sobre la frente, la ternura en los ojos, la risa en los labios, la
felicidad en una mano y la libertad en otra.

La Mirabeau me prefirió a sus demás pretendientes, me vio y


me trató por espacio de seis meses antes de tomar mi nombre, así
que no fue sacrificada al interés ni a relaciones de sociedad, sino que
su amor la decidió a darme su mano. Pero si sus padres fueron de-
masiado complacientes, si la Mirabeau fue demasiado crédula a los
impulsos de su corazón si la unión que la prometía tantos encantos no
fue para ella más que una esclavitud triste y cruel … ¡Ah! Hechos, he-
chos, no conjeturas se necesitan. Ya lo he dicho y lo repito; confío mi
causa a mi esposa, ved cómo piensa de nuestra unión en sus propias
cartas. ¡Qué sentimientos tan tiernos, que expresiones tan cariñosas,
que testimonios tan puros, qué amor, en fin, manifiestan todas ellas!
¿A quién no enternecerá la lectura de las cartas de la Mirabeau? Es-
ta Fania, siguiendo las expresiones de Plinio, a quien hizo célebre
el amor conyugal, decía a su esposo: tu suerte será la mía; como no

254
Retórica Forense

tengo placer alguno sino en ti, no puedo tener otra pena que la de no
vivir y morir contigo. ¿Quién no se estremecerá al ver deshecha una
unión tan rara en cierta clase de ciudadanos? ¿Quién, aún entre los
que creen que la Mirabeau vencerá en el pleito, no la compadecerá
al verla obligada a destruir el santuario del matrimonio que tanto
adornó ella misma?

A pesar de algunas circunstancias desgraciadas y de las faltas


que había cometido en mi juventud, nuestra unión fue feliz los dos so-
los años que la suerte nos concedió la felicidad doméstica: sufrimos re-
veses, teníamos deudas; pero mi esposa sabe mejor que nadie, que me
fue imposible evitar el contraerlas, aunque me era posible disminuir su
número. Teníamos deudas, pero por razonables que fueron los gastos
de mi esposa, una gran parte de estas deudas, no tenía otra causa que
el deseo activo y sin cesar renaciente de adornar el ídolo de mi corazón.
Tenía deudas, es verdad: estaba atormentado por ellas; pero jamás esto
fue causa de que menguara la ternura conyugal, ni se turbara la tran-
quilidad doméstica. Mis pruebas son públicas y se intentará en vano
rebatirlas. Se ven obligados mis adversarios a abandonarme el tiempo
de nuestra cohabitación. ¿Pero se aprecia suficientemente esta victoria
que debo a las cartas de la Condesa’ No, sin duda, puesto que se la deja
litigar.

Hablemos ya a los Tribunales el lenguaje digno de la Magistra-


tura, y fijemos en las leyes los verdaderos principios que deben decidir
esta causa. Los lazos del matrimonio, indisolubles de hecho y de dere-
cho, hacen que sean comunes los bienes y los males de los cónyuges,
“consortium omnis vitae” Tal es el matrimonio, y tal es el principio que
ha proscrito el divorcio en nuestra Religión, en nuestra Legislación y
en nuestras costumbres. La separación de cuerpos no es un verdadero
divorcio, ni produce sus efectos en cuanto al tiempo ni en cuanto a las
consecuencias: no es sino una separación de habitación, como la lla-
man los autores prácticos, que siempre la miran como momentánea,
y convienen en que durante ella subsisten en todo su vigor y los lazos
del matrimonio. También están conformes en la naturaleza de los me-
dios que pueden autorizar una demanda de separación: es necesario,
dicen que la habitación común de los cónyuges se haya hecho odiosa e
imposible por la iniquidad y tiranía del jefe de la sociedad conyugal. A
veces, se ve al hombre asaltado por los innumerables accidentes que
nuestra débil vista y nuestro loco orgullo atribuyen al dominio de la

255
Miguel Antonio De la Lama

ciega fortuna; desaparecen sus bienes, su salud, su estado pero siem-


pre subsiste su compañía.

Las leyes, que lo creyeron así, están fundadas en la naturaleza,


pues que la perpetuidad de la unión es el eje de la sociedad; así, vemos
que una esposa no puede pedir la separación de cuerpo, sino invocando
los principios que proceden del Derecho Natural; no se atiende a sus
conveniencias momentáneas, se desprecian sus caprichos, se desconfía
de su alma débil o inconstante, que cambia de un día para otro su situa-
ción y sentimientos, hoy, poseída de los placeres y encantos del amor, y
mañana envuelta en el fastidio de la indiferencia, y aún en las quere-
llas de un rompimiento; no se les concede un divorcio que ellas mismas
tendrían pena en admitir a las pocas horas de haberlo demandado. Si
la mujer pudiera pedir la separación de cuerpo sin ningún temor, si el
legislador no hubiera previsto la veleidad y ligereza de este sexo, el edi-
ficio social se desplomaría por el peso mismo de tales desvaríos. ¿Qué
esposa desaprobaría estos sinceros deseos de la ley? ¿Cuál puede negar
que su interés principal es pertenecer toda su vida al hombre que eli-
gió? En el amor que nos ofrecen las mujeres, se encuentra un sacrificio
que el orgullo o la delicadeza hace superior a todo. No pueden prestarle
sino una vez y a un solo hombre: la rapidez de la juventud, la fragilidad
de sus atractivos, las obliga a la constancia, de suerte que cuanto más
vivan con un hombre, más interés tienen en vivir con él, debiendo ser
más desgraciadas por su ligereza que por su constancia; y si, como ellas
pretenden, y los hombres sensibles creen, llegan a inspirar el don de
amar, se hace este don el más grande de todos los placeres, y sirve de
base a la felicidad de ambos sexos.

Están ya fijados los principios; ahora bien: ¿Será preciso que ha-
ga aplicación de ellos a este pleito? ¿Se supondrá que la cohabitación
que mi esposa ha invocado tantas veces, durante mi ausencia, contra-
ría su primer derecho y amenaza de su vida?. Yo sé que la calumnia
se atreve a todo: mi corazón se horroriza a que la calumnia se atreve a
todo: mi corazón se horroriza a la idea de estos excesos… Pero estamos
en el templo de la justicia, donde no se pueden inventar crímenes: nada
tiene aquí que temer de mí la Condesa de Mirabeau; este espantoso or-
den de cosas, no se puede presumir sin decir y sin probar que mi esposa
no ha vivido conmigo con seguridad. ¿Se juzgará nuestra cohabitación
por los confusos clamores, repetidos por una multitud de bocas teme-
rarias? ¿Se juzgará por imputaciones vagas de hechos indeterminados,

256
Retórica Forense

mientras que yo presento los gratos testimonios de ternura, confianza,


estimación y reconocimiento de la Mirabeau? Apelo, dice, a tu Tribu-
nal, que siempre ha sido justo para mí… Sin ti el Universo es un desier-
to para tu Emilia… Dios quisiera que volvamos luego a unirnos, pues
no hemos nacido para vivir separados.

¿Dirán ahora que nuestra cohabitación es peligrosa? ¿Dirán que


no puede continuar? ¿Dirán que es imposible nuestra reunión, cuando
para ser posible, sería suficiente que no apareciese que mi esposa haya
corrido a mi lado los riesgos a que sería peligroso exponerla en el día?
Entonces todo estaría dicho, porque si la cohabitación no es imposible,
es necesaria. Riegos; qué injuria a la Condesa de Mirabeau, qué injuria
a mí mismo. ¿A qué monstruo no hubiera desarmado su dulzura? ¿Qué
hombre tiene, respecto del bello sexo, otros sentimientos que los de
agradarle, defenderle y hacerle feliz? ¡Ah! Dejemos a los perversos que
se complacen en buscar y encontrar culpables; dejémosles este odioso
refinamiento de calumnia que emponzoña las expresiones de mi ter-
nura, y hasta el sentimiento que inspiró a mi esposa en su elección.
Concretémonos a su testimonio¸ ella invocaba mi Tribunal, yo invoco el
suyo; ella pronunció ya, sus cartas son su sentencia, y vosotros debéis
confirmarla; y pues a los ministros de las leyes sólo se debe hablar el
lenguaje de las leyes, diré con satisfacción que, pues las cartas de la
Mirabeau, ni ningún otro documento pueden probar la sevicia que se
me imputa, debo yo conservar los derechos de esposo; lo contrario sería
tan absurdo como inicuo.

En este proceso, señores Magistrados, se trata de la cohabita-


ción, y sobre la cohabitación debe recaer la sentencia, siendo extraño a
la causa todo lo que lo sea a la cohabitación. No basta decir a nombre
de mi esposa, no quiere vivir con su marido: aún cuando probasen esta
voluntad, no tendría mayor peso y aún sería insuficiente e infructuoso
que yo mismo consintiera en la separación, y quisiera despedazar mi
corazón y dividir mi ser, pues la conformidad de las voluntades, que
es suficiente para unir, no lo es para separar; la sanción misma de un
Magistrado que autorizase este convenio antisocial, no podría produ-
cir efecto alguno. No existe otro medio de separar dos esposos, que la
imposibilidad de su cohabitación; así que, para dar a la Mirabeau otra
habitación que la mía, era necesario que se reconociese la indispensa-
ble necesidad de esta separación. Sin embargo, el proceso está incoado;
por todas partes se anuncia que mi causa es detestable, y que sufriré la

257
Miguel Antonio De la Lama

pena de mi temeridad. Examinemos, pues, las razones, o mas bien los


pretextos que puedan conducir a esta confianza, y ya que el examen de
la causa no descubre el menor indicio de separación, discutamos lo que
indica la Mirabeau.

La primera causa de separación que se alega en su nombre, es


un embargo de bienes que se pronunció tiempo ha contra mí por el
Tribunal de Chatelet de París… No os cause admiración nada de esto,
pues en este proceso todo es sorpresa. Este embargo se verificó cuando
la Condesa sustentaba a mi lado nuestro hijo, cuando iba a ser madre
otra vez, cuando vivíamos juntos en Manosque. Citaré por testigos de
nuestra mutua ternura en esta época a todos los convecinos; mis bienes
estaban aún embargados, cuando me escribía aquellas cartas tan tier-
nas y expresivas? y de aquí la lógica de las pasiones infiere una sepa-
ración de mi esposa? Yo espero, Magistrados, de vuestra complacencia
que permitiréis responder a este argumento, negando el hecho en que
se funda. El Presidente del Tribunal, a quien tengo el honor de diri-
girme, autorizó el mismo, poco tiempo ha, los poderes de los parientes
a los que mi padre pidió la aprobación para levantar este embargo, y
esperamos por momentos la sentencia de Chatelet de París, que puede
muy bien destruir lo anteriormente pronunciado.

Se alega, a nombre de la Mirabeau, por segundo motivo de sepa-


ración, las causas en que estoy complicado, y de las que todavía no estoy
bien justificado. Dos procesos he sufrido durante mi vida; el primero,
que es un asunto que se hizo demasiado serio por la publicidad que se
le dio, y del que si se me obliga a justificarme presentaré por apología
las cartas del Marqués de Marignane, ha sido ya juzgado, sin que la
exageración con que de él se habló en la provincia, pudiera desnatura-
lizarlo. ¿Pero no es bien extraño que siendo recíproco el honor de dos
esposos, se presenten a nombre de mi esposa acusaciones criminales
contra mí, mientras que la inmoralidad de esta conducta no tiene por
objeto la utilidad de la causa? Aunque se hubiera decretado mi prisión
, aún cuando hubiera sido condenado a una muerte civil, la Condesa no
por eso dejaría de ser mi esposa; aún cuando las leyes la autorizasen
para no serlo, la Mirabeau, generosa, tierna por extremo para amarme
en mi desgracia, uniendo al amor conyugal el amor que inspira la com-
pasión, esa propiedad de las almas nobles y sensibles, cuanto más per-
seguido y ultrajado me hubiera visto, se hubiera creído más obligada
a llenar sus deberes para conmigo: la familia de mi acusador, el padre

258
Retórica Forense

de mi esposa y sus parientes hubieran manifiestamente reconocido su


error, y toda la injusticia del proceso hubiese recaído sobre mi adver-
sario. ¿Pero para qué cansarse? Aquí no se ataca mi honor, porque el
proceso nada ofrece contra él; sólo se ataca mi carácter. Veamos si el
segundo proceso es de más gravedad.

El segundo proceso que se indica vagamente en la demanda de


mi esposa, y que tanto se ha preconizado en esta ciudad de un año a es-
ta parte, es el de Pontarlier, en el que, a petición de un marido que me
acusa de un supuesto rapto y seducción de su esposa, fui condenado a
prisión, y posteriormente en rebeldía a perder la vida. Antes de respon-
der a esta extraña discusión, séame permitido decir que es muy odioso
presentar, en nombre de una esposa contra su marido una acusación
criminal, de la que desistió por necesidad el supuesto ofendido. Pero
¿qué digo? Jamás él formó acusación de adulterio, y sin embargo, llega
la avilantez de los que toman el nombre de la Mirabeau, a sostener que
este proceso degeneró en injuria grave contra ella y en abdicación pú-
blica de la cualidad de esposo, lo que no puede entenderse sino de un
adulterio auténtico y solemne, como del que se me había declarado con-
victo por una sentencia que los Jueces que la pronunciaron se vieron
obligados a anular después de haberme oído; efectivamente, no puede
darse cosa más inicua que el pronunciamiento de un adulterio, del que
el marido no hizo mención en su acusación.

Un marido se queja de que yo facilitase a su esposa los medios de


evasión. Participando de la animosidad de los enemigos de su mujer,
llama por ignorancia del idioma y de principio, rapto por seducción, al
delito de haber facilitado a una mujer casada su fuga. Después de cin-
co años de vanas investigaciones, después de seis meses de sutilezas,
desistió de su querella, y hoy se la quiere hacer revivir; y con ella se
trata de deshonrar a mi esposa, más que a mí mismo. Pero sépase cuál
es la acusación que se intenta, si el rapto por seducción o el adulterio.
Si la primera no puede menos de preguntarse a la Condesa Mirabeau y
a sus defensores, si son ellos los conservadores del orden público, y por
qué razón no se dan por satisfechos cuando el señor Fiscal, cuando los
Jueces han declarado que mi conducta, en este negocio fue legalmente
irreprensible. Si la segunda, esto es, la acusación de adulterio, por una
nueva práctica que las buenas costumbres apartarían de la imagina-
ción de los Jueces, aún cuando la ley se la presentara, una mujer po-
dría intentar la acusación de adulterio contra su marido, aunque éste,

259
Miguel Antonio De la Lama

lleno de ardor y de juventud, se hallase a cien leguas de distancia, y su


esposa no quisiera reunírsele…. ¡Moral sublime! ¡Maravilloso decoro!
¡Razón profunda! Todo se encuentra en este bello sistema de defensa.
Pero no, la Mirabeau cambia la naturaleza del proceso, no es ya una
demanda de separación la que intenta, quiere ser admitida a probar
que mi coacusada y yo hemos cometido un adulterio, y creeréis que el
marido, su esposa y sus respectivas familias encontrarán este proceder
tan noble como regular… Confieso con los consejeros de mi esposa son
fecundos en recursos.

Habéis transigido, dirán; si; sin duda he transigido, pero no creía


que estaba reservado a vosotros reconvenirme por este noble generoso
proceder. Y qué ¿porqué un anciano desgraciado, y más esclavo y víc-
tima de mis enemigos, que mi enemigo mismo, haya sido extraviado
por consejos violentos y temerarios, deberé yo obstinarme en afligir su
caduca debilidad, después de haber sido la ocasión y pretexto de odios
funestos y agitaciones sin número que han atormentado su vejez? Lejos
de mi tan culpable cobardía; yo he transigido cuando mis enemigos han
pedido gracia, y si lo dudáis, mirad las Memorias demasiado célebres,
que me vi obligado a publicar para mi defensa; leedlas y decid, si os
atrevéis, que las súplicas, o la piedad han hecho desistir a mi acusador;
me he defendido con más energía que pudiera hacerlo cualquier acusa-
do: he transigido porque debía hacerlo. Nada podía pedir a mi acusador
sino perjuicios y costas, ¿y por esta sórdida codicia había de prolongar
sus tormentos y los míos, y un proceso tan escandaloso como deplorable
que tantos deseos tenía de ver concluido? ¿Quién fomentaba mi impa-
ciencia? ¿Quién hacía intolerables estas dilaciones? Fácil es conocerlo,
la Condesa de Mirabeau, esta esposa querida, de quien no esperaba
yo tan cruel recibimiento. En fin, transigí, debí hacerlo, y lo hice por
los perjuicios y costas, y de este modo se ha concluido un litigio, que
por tanto tiempo me había privado de la libertad y de mi existencia
civil. Esta transacción homologada por los Jueces del proceso, a reque-
rimiento del acusador y del encargado de la vindicta pública, encierra
mi absolución pura y simple. ¿Será mi esposa la que quiera encargarse
de rebatirla? ¡Qué vergüenza! ¡Qué delirio!
Esta transacción que presento como monumento de mi inocencia,
dice que, en caso de inejecución de alguna de las condiciones arriba
estipuladas, como quiera que proceda, las partes volverán a entrar en
la posesión de sus derechos. Luego todo no está concluido; el proceso no
está sino suspendido y cada día puede resucitar.

260
Retórica Forense

La difamación es el último motivo de separación que se alega en


nombre de la Condesa. A quien conozca el corazón humano, le probará
suficientemente el hecho de reclamar mi esposa, que yo no atenté ja-
más contra su honor: el honor, en general, y especialmente el del bello
sexo, para quien se inventó la delicadeza, como compañera necesaria
de la belleza, queda más puro cuando no se habla de él, que cuando se
hace su elogio. Me contentaré, pues, con observar aquí que en mis car-
tas a mi padre político y a mi esposa, he negado ser mías las Memorias
de que justamente puede quejarse como indignas de mí; y al ver que
mi familia adoptiva no contestó a esta negativa, debí convencerme de
que quedaba satisfecha con tal explicación. En cuanto a las cartas que
yo he escrito a funcionarios públicos, y que se presentan como testi-
monios, debo añadir, que no estoy obligado a dar cuenta alguna, tanto
porque las cartas están bajo la salvaguardia de la fe pública, cuanto
porque estas quejas, una vez depositadas en el seno de los Ministros
del Rey, no pueden llegar a ser difamaciones.

¡Difamaciones contra mi esposa! ¿Cómo podía yo difamar a mi


esposa, cuando en mi desesperación, en el exceso de mi más triste
severidad y de mis más injustos celos, sólo pensaba en que no podía
hacerla feliz? ¿No hubiera sido yo la primera víctima de mi venganza?
¿Qué mal hubiera sufrido mi esposa, que no hubiese pesado sobre mí?
Si los hombres de honrados sentimientos y de sana razón son buenos
por prudencia, son también clementes por venganza; ninguno, a no
ser un temerario, desposeído de juicio y de razón, puede difamar a la
madre de su hijo. Los hijos forman un nudo indisoluble entre los dos
sexos, entre las personas que les dieron el ser. Esta es la invencible
razón que se opone al divorcio: mi hijo vivía cuando se supone que yo
difamaba a su madre la Condesa de Mirabeau, a quien jamás he cesa-
do de amar, a mi esposa, de quien si no la hubiera amado, no hubiera
tenido celos.

Mi voz se extingue, al paso que temo haberos cansado con mi lar-


go discurso. El honor y la causa pedían detalles … ¡ingratos! … ¿Cuán-
to no les he perdonado? Si dijera con la mayor sencillez, si dibujase
sin los menores adornos el cuadro de los procedimientos inauditos e
injuriosos con que me han perseguido desde hace seis años, creeríais
que había ocultado delitos atroces sólo por justificar a la Mirabeau.
Las cartas que he publicado, de las que cada línea prueba mi conducta,
han manifestado ya todo lo que pueden pensar de nuestra unión los

261
Miguel Antonio De la Lama

hombres que posean una sana lógica y un alma candorosa: ellas han
manifestado que el orgullo que se ha afectado conmigo, y que ha sido
coronado con la injuria de volverme mis cartas, sin permitir que llegase
a manos de mi esposa, estaba destinado para cubrir el vacío de medios
y razones, y principalmente para dar a entender al público que se le
ocultaban secretos espantosos, que me perdonaba la generosidad de
mis adversarios. Yo me presento aquí a pedirles aclaración sobre estos
secretos: llamaré a la lid a mis adversarios con toda la fuerza y energía
que me presta la indignación contra tales impostores.

Mientras se repetían sin cesar las negativas más inflexibles, se


intrigaba para retirar la demanda judicial, para impedirme la defensa
natural, para obligar a mi familia a oponerse al proceso, para intro-
ducir el desorden en mis asuntos pecuniarios, para desanimarme, fa-
tigarme y privarme de defensores… Vanamente se me avisaba que la
Mirabeau consultaba contra mí antes que yo la reclamase; vanamente
se me prodigaban las hostilidades menos disfrazadas: la Condesa de
Mirabeau, respondía yo a estos oficios noveleros, es digna de compa-
sión porque tiene un pleito. Yo no consulto porque no le tengo: no les
respondía nunca de otro modo. Llega, en fin, el día en que ni yo, ni
los míos, ni aún mis cartas pueden penetrar en casa del Marqués de
Marignane, y me veo obligado a acudir al Tribunal; entonces busqué
Abogados, pedí consejos a un pequeño número de los que yo creía que
me servirían, por no haber sido consultados por la familia Marignane,
y muchos se negaron sin más razón ni motivos que el temor de empe-
ñarse en un asunto de partido. ¡Un asunto de partido! ¿Hay más par-
tido para un Abogado que el de la ley? ¿Debe reconocer otro imperio?
¿Tiene la noble profesión cosa más sagrada que el combatir las ilusio-
nes, mentiras y calumnias? Mi proceso debía ser un asunto de partido,
porque toda persona honrada que se interese en las buenas costumbres
y el orden público, debe temblar por las obligaciones contraídas en un
siglo en que la sola conveniencia del egoísmo, la sola repugnancia falsa
o verdadera confirmada por testigos sospechosos y un mal entendido
celo de figurar, dominan en las sociedades; y por temor a ridículas ven-
ganzas, puede darse crédito a voces injuriosas, a difamaciones atro-
ces, a calumnias despreciables, puédese entablar, sostener, prolongar,
eternizar el proceso más escandaloso y desesperado, engañando a los
débiles, secundado a los perversos, y cerrando la boca a los buenos,
pero pusilánimes, arrastrados siempre por los clamores que aturden a
los hombres débiles y pacíficos, y ponen desconfianza hasta en los más

262
Retórica Forense

sabios. Sin duda que este orden de cosas debe espantar a mis conciu-
dadanos, y nada extraño sería que yo les hubiese suplicado en nombre
de las leyes, de la justicia, de sus intereses y de los míos, observaran
atentamente mi causa y vieran en mi conducta la de un amigo de la
paz, y en mi proceso el de todas las familias.

En efecto, señores, es cosa deplorable y vergonzosa para el siglo,


para la nación, para los mandatarios de la autoridad, para los Magis-
trados, sostener estas connivencias que insultan a las leyes, a las cos-
tumbres, a la Religión, a la Moral, y en medio de las que la mujer vive
en el mundo, libre, independiente, teniendo marido sólo en el nombre,
a quien con frecuencia cubre de ignominia y de vergüenza. Desgracia-
do el marido que por ternura hacia su mujer, o por otros sentimientos
honestos, se niega a estas composiciones amistosas: nada puede po-
nerle a cubierto de una demanda de separación, y a la verdad (no es
preciso disimularlo), esta demanda encontrará apoyo en todo tiempo.
Una mujer interesante por sí misma, más aún por la apariencia del
infortunio que se pinta con vivos colores, hace penetrante el grito de
sus quejas; seduce desde luego el círculo que la rodea; sus padres, sus
amigos, sus conocidos, son otros tantos ecos; el vulgo que nada quie-
re profundizar, y cuya malignidad sólo quiere encontrar injusticias,
oír anécdotas, repetir epigramas, hará de este pelito de divorcio un
asunto de partido, y los Magistrados más sabios y más justos verán
la balanza inclinarse a su pesar en sus propias manos. El interés de
la moral y de las costumbres, el de este sexo tan seductor, a quien no-
sotros hemos hecho tan débil, el respeto debido al más augusto de los
contratos, la obligación sobre que descansa la sociedad entera, los re-
sultados terribles de la profanación de este sagrado vínculo, el orden
público, en fin, ante quien calla toda conveniencia, invocan altamente
el rigor de los principios en materia de divorcio. Es demasiado cierto
que los Tribunales han autorizado una multitud de divorcios sin cau-
sa, y me complazco en decirlo sin imprudencia ante nuestro Tribunal,
para que miréis este asunto con toda la detención que requiere. Pero
¿qué digo? Aquí no se trata de severidad, sino de beneficencia. La
Condesa de Miarabeau no ha cesado un instante de merecer este tí-
tulo. Si quiere ser feliz el resto de sus días, venga mi querida Emilia
voluntariamente a mis brazos, que la estrecharán con el más sincero
reconocimiento, y de este modo queda para siempre rota la cadena de
infortunios que pesa sobre entrambos.

263
Miguel Antonio De la Lama

La defensa de Portalis como trabajo forense, oponiendo la severi-


dad y la sencillez a la vehemencia y pomposa frase de su fogoso adver-
sario, y envolviéndole con pruebas hábilmente dispuestas, que hicieron
conseguir el triunfo de la ultrajada esposa, es un acabado modelo y un
título más para la reputación del que tanta fama conquistó como Con-
sejero de Estado de Napoleón.

264
II. FORO FRANCÉS

HOMICIDIO

Defensa de la viuda del Mariscal Brune en su querella contra los


asesinos de su esposo (1821)

NOTICIA DE LA CAUSA

El Mariscal Brune fue asesinado en Aviñón el 2 de Agosto de


1815.

En vez de perseguir a los culpables, se había procurado extender


el rumor de que se había suicidado, y se tuvo la precaución de atesti-
guar este supuesto suicidio por medio de un acta firmada por algunos
funcionarios públicos. Ciertos periódicos, confirmando esto mismo, ha-
bían hablado en tal sentido de la muerte del Mariscal.

Su viuda, desesperada, había demandado de calumnia a uno de


los periodistas que indignamente difamó a su esposo (Martainville, re-
dactor de La Bandera Blanca). Pero se resolvió por sentencia que ha-
biendo muerto el Mariscal, todo lo que hubiese podido decirse sobre él,
pertenecía a la Historia.

Por espacio de cuatro años fue imposible a la viuda, a pesar de


su infatigable celo, obtener prueba alguna, reunir ningún testimonio
positivo.

Por fin en 1819 parecían menos contrarias las circunstancias, y


habiendo uno de los Ministros del Rey pronunciado elocuentes pala-
bras en la Cámara, alusivas a aquel General, creyó su esposa favorable
el momento para presentar al Rey una demanda en la que suplicaba a

265
Miguel Antonio De la Lama

S.M. diese órdenes para que fuese legalmente castigada la muerte de


su esposo.

“Yo fui, dice Dupin en sus Memorias, el redactor de esta deman-


da, en la que hacía hablar a la mariscala con una dignidad y un vigor
que produjeron vivísima impresión en los ánimos. ¡Por todas partes se
manifestaba indignación…! Ya los Magistrados solicitados en tristes
visitas por la viuda de su antiguo compañero de armas, se disponían a
unir sus instancias a la de aquella señora, para que se incoase un pro-
cedimiento oficial. Pero no hubo necesidad de ello: leída la demanda en
Consejo de Ministros, a presencia del Rey, mandó en el acto S.M. que
se incoase la causa”.

“En cuanto llegó a noticia de la mariscala esta resolución, me


encargó que redactase su querella y la acompañé con la indicación de
los nombres de los testigos y con la manifestación de que se mostraba
parte civil”.

“Se encomendó el conocimiento del asunto al Tribunal de Riom”.

“Salí de París con la mariscala, acompañados de M. Degau, uno


de los fieles ayudantes de campo de Brune y llegamos a Riom en el mes
de Febrero de 1821, con un frío riguroso. En aquella noble ciudad fue
acogida la mariscala por los Magistrados y por todas las clases de la
sociedad con todas las señales de respeto y de interés que reclamaban
sus desgracias, su valor y su piadosa obstinación en vengar los manes
de su esposo”.

“Se señaló para la vista el día 25 de Febrero. La mariscala creyó


deber suyo asistir personalmente. Concurrió en traje de luto y a la en-
trada del Palacio de Justicia, los solados que habían formado a causa
de la afluencia de gente, la presentaron las armas como si hubiese sido
el Mariscal, demostración que produjo un efecto prodigioso. El acusado
estaba en rebeldía. Después de la relación del Juez y de la lectura del
informe, pronuncié el mío en nombre de la parte civil. Sostuvo la acu-
sación M. Pagés, Procurador General. La vindicta pública encontró en
él un digno órgano”.

El Tribunal pronunció en seguida su sentencia. El acusado fue


condenado a muerte; pero no pudo ser habido porque la misma fracción
que armó su brazo supo procurar su evasión. Tres años después, anun-
ciaron los periódicos que había muerto en Aviñón. Sin estimar lo que

266
Retórica Forense

resultaba del acta de suicidio, mandó la sentencia que se rectificasen


todas las actas del Registro civil en que la muerte del Mariscal consta-
se calificada de aquel modo.

Así quedó vengada la memoria del Mariscal Brune.

INFORME ORAL DE DUPIN

Señores Magistrados: mi ilustre defendida no viene a verter ante


el Tribunal el amargo veneno de la queja, y aunque dolorosamente con-
movida, no dirige su voz a las pasiones sino a la justicia, y se presenta
en su templo a tributar los últimos deberes a su ilustre y desgraciado
esposo. Espera confiada en estos Magistrados en quienes tiene fijos sus
ojos toda la Francia, y que han sido los primeros que, justificando la
esperanza de la Nación, han despojado el crimen del título horroroso
de represalias bajo el que se había querido ennoblecerle, declarando al
fin sus penas y su infamia.

Al entrar en vuestra ciudad, se detuvieron con complacencia las


miradas de mi defendida sobre el monumento que los ciudadanos de
Riom levantaron al General Desaix, y desde luego concibió un feliz
agüero. No, dijo, en una ciudad que honra de este modo el valor, no se
juzgará con indiferencia al asesino de un valiente; ¿se harán en esta
ciudad votos impíos a favor de un criminal que cortó la vida gloriosa de
un héroe a cuyas órdenes han tenido el honor de servir nueve Marisca-
les que todavía viven?

En 2 de Agosto de 1815 murió asesinado el Mariscal Brune en


pleno día, a presencia de una multitud de habitantes, después de una
lucha de muchas horas, y de haber sostenido una especie de sitio, sin
qué ninguna orden de la autoridad hiciera obrar en su defensa la fuerza
pública, sirviendo de pretexto a tan horrible asesinato la más infame
calumnia. Los hombres de partido hicieron correr entre los sicarios la
voz de que el Mariscal Brune había enarbolado la cabeza de la princesa
de Lamballe en la punta de una pica. Si contesto, Magistrados, a esta
imputación, no se atribuya a que su veracidad pudiese influir sobre
el crimen cometido en la persona del Mariscal; contesto únicamente
para lavar su memoria de la iniquidad de tal acusación: es un hecho
positivo que el Mariscal Brune salió para Bélgica en 18 de Agosto de
1792 en calidad de Comisario del Gobierno, y los mismos escritores
belgas atestiguan que Brune estaba en su país en esta época. En la

267
Miguel Antonio De la Lama

Galería Histórica de los Contemporáneos, obra impresa en Bruselas


después de la muerte del Mariscal, se lee lo que sigue en el artículo
Brune: “Se ha sostenido que Brune había sido uno de los asesinos de
la desgraciada princesa de Lamballe, asesinada en 2 de Setiembre de
1792 en la prisión de la fuerza: esta acusación se destruye por sí mis-
ma; Brune no estaba entonces en París”. Se hallaba, como ya he dicho
al principio, en Bélgica, enviado por el Consejo Ejecutivo; y existen, en
efecto, en los archivos del Gobierno, despachos oficiales que acreditan
que en esta época no estaba en París el General Brune, pues el 3 de
Setiembre de 1792 se hallaba aún en Rodenac, cerca de Thionville en
el norte de Francia. La calumnia precedió a la muerte del Mariscal, y
no dejó de perseguirle aún después de su muerte: pues no bien fue ase-
sinado, cuando los autores del crimen se esforzaron en desfigurar las
pruebas, tratando, si puedo explicarme así, de regularizar el asesinato.
Se instruyó una información sumaria que prueba el suicidio: se remitió
al señor Ministro de Gracia y Justicia copia de esta información, al
paso que otros se encargaron de acreditar en ciertos periódicos esta
insolente versión. El Diario de los Debates refirió también el suceso en
sus números de 9 y 12 de Agosto de 1815, y no hallando estos primeros
anuncios suficiente eco para vencer la incredulidad de los lectores, sus
redactores consagraron un nuevo artículo a este objeto en su número
de 17 de Agosto, que principia con estas palabras: “He aquí la relación
auténtica de los sucesos de Aviñón del 2 de Agosto, que nos ha sido
remitido por una de las principales autoridades de esta ciudad. El
Mariscal Brune, etc., etc.”.

Poco tiempo después se grabó, en París una medalla del Maris-


cal, que decía en el reverso: “Nacido en Brives el 13 de Marzo de 1763:
asesinado en Aviñón el 2 de Agosto de 1815”. Pero el director de la Casa
de Moneda, el honorable señor Marcasus de Puymaurin, no permitió
se acuñara en esta forma; deseando se escribiese muerto en Aviñón, al
fin se transigió, y la palabra asesinado se reemplazó por tantos pun-
tos como letras tiene esta palabra, y de orden superior se acuñó es-
ta medalla con la nueva corrección. Así es que los autores del crimen
obtenían cuanto deseaban, y no se hacía información alguna sobre la
muerte del Mariscal Brune. Disculpable podía ser tal vez esta inacción
en París, siendo resultado del error producido por la información del
suicidio: ¿pero lo era también en Aviñón? Cerca de cuatro años habían
transcurrido, y en este intervalo, mi ilustre defendida había empleado
todos los medios imaginables para reunir las pruebas del crimen: había

268
Retórica Forense

enviado a Aviñón un agente fiel y adicto, que a riesgo de su vida se


hizo con documentos importantes y aún consiguió recobrar los restos
del cuerpo del Mariscal, manes preciosos que recibió su viuda en una
caja de plomo, y que hizo depositar en sus posesiones de San Justo, en
una de las salas del palacio. Señores Magistrados, allí esperan vuestra
sentencia, y no bajarán a la tumba hasta que se les haya hecho justicia.

Ya asoma, sin embargo, la aurora de la esperanza: el discurso


pronunciado el 24 de Marzo de 1819 en la Cámara de los Diputa-
dos por el Ministro Guardasellos, anuncia por parte del Gobierno,
la voluntad de hacer justicia a los crímenes del mediodía, crímenes
negados largo tiempo por una facción, pero descubiertos por el mismo
Ministro, que indignado dijo: “el crimen es el que constituye el escán-
dalo, no la queja ni el grito de la sangre injustamente derramada”.
Esta frase elocuente sirve de epígrafe a la petición que mi ilustre
defendida, la mariscala Brune, se apresuró a elevar entonces al pié
del trono: mi defendida la dirigió al mismo con una circular a todos
los Mariscales de Francia, y estos ilustres guerreros, sacados de su
letargo por una mujer, se disponen a pedir en cuerpo la venganza del
asesinato cometido en la persona de su compañero de armas, y el Rey
les salió al encuentro comunicando al Ministro de Justicia la orden
para que se persiguiera a los autores de este atentado; orden que co-
municó a mi ilustre defendida, el señor Duque de la Albufera, y fue
confirmada poco después por una carta del señor Ministro Guardase-
llos. La mariscala contestó inmediatamente al señor Ministro, decla-
rándole que se mostraba parte civil, y remitió todos estos documentos
al Fiscal General del Tribunal de Nimes, y principió la instrucción del
proceso, bien circunscrita a la verdad, pero no se ha procedido contra
aquellos funcionarios, cuya conducta si no les acusa de connivencia,
les acusa al menos de una gran debilidad. No se ha procedido contra
el primero que se opuso a la marcha del Mariscal; no se ha procedido
contra aquél joven que según muchos testigos excitó y fomentó el tro-
pel; contra aquel audaz que, encontrándose en el cuarto del Mariscal,
le injurió cara a cara, le arrancó el penacho blanco que ornaba su
frente gloriosa y le amenazó con una muerte próxima, debida según
él a los crímenes del Mariscal; no se ha procedido contra aquel Co-
mandante que sólo encontró apologistas en uno de los que firmaron la
información; no se ha procedido contra aquel Comandante de la plaza
que tanta influencia tenía sobre la muchedumbre, que pudo calmarla
con una sola palabra. ¿Cuándo fue pronunciada esta palabra? Cuando

269
Miguel Antonio De la Lama

el objeto estaba cumplido, cuando el crimen estaba consumado, cuan-


do el Mariscal dejó de existir. No se procedió contra aquel hombre que
mandó retirar a la gendarmería, cuando debió, y era más necesario
obrar; y aún cuando no hubiese sido un motivo capaz de legitimar
su retirada su influencia numérica, no debió hacer ver que era una
palabra vana el deber de morir en su puesto. ¿Se ha procedido acaso
contra los testigos falsos que han declarado el pretendido suicidio?
¿Se ha procedido contra el robo de los efectos repartidos en la plaza
pública? No se crea, señores Magistrados, que al revelar estos vacíos
de la instrucción, quiero acusar las intenciones de los Magistrados
que la dirigieron; quiero sólo sacar la consecuencia de que al menos
resulta probado, que se ha procedido a la instrucción con la mayor
moderación y sin animosidad, y que merecen toda vuestra confianza
los hechos que han podido probarse. No se ha querido tampoco remon-
tar hasta los instigadores del crimen, y sólo se ha perseguido a los
instrumentos viles de que se sirvieron para cometerle, dirigiéndose
contra dos trajineros de los que uno ha muerto y el otro es contumaz
y se halla en rebeldía.

¡Roquefort contumaz! ¡Ah! ¿Por qué? Se le ha visto y señalado a


la autoridad, se paseaba públicamente por los muelles y calles de Avi-
ñón, y sin embargo, no se ha procedido a prisión; ¡en una palabra, no se
ha querido! Se le buscó, pero avisándole antes: se trasladó al Coman-
dante de la Gendarmería, pero aún no estaba destruida la influencia
de los instigadores y temían que el culpable, amenazado en su cabeza,
nombrase a sus cómplices. Sea lo que quiera, está justificada en todas
partes la querella de mi ilustre defendida, probado el asesinato con la
mayor evidencia, probados los insultos hechos al cadáver, su exhuma-
ción, el epitafio escrito sobre el puente del Ródano que el mismo señor
de Chamans declara haber leído con sus propios ojos y que no tuvo,
como Prefecto de Vaucluse, fuerza para hacerlo suprimir; probado está,
en fin, que a uno de los que firmaron la sumaria información del sui-
cidio, a un cobarde, le cupo en suerte y guarda en su poder la gloriosa
espada del Mariscal.

Todo este procedimiento judicial se sometió a la Sala de acu-


sación del Tribunal Real de Nimes, y la sentencia de remisión que
pronunció eta Sala, demuestra el crimen y señala al criminal: se re-
dactó el acta de la acusación contra dicho Roquefort, y después del
transcurso de cinco años, el Gobierno no juzgó oportuno hacer fallar el

270
Retórica Forense

proceso en los mismos sitios; y por sentencia del Tribunal de Casación


remitió el proceso para ante el Tribunal de Riom. ¡Remisión conside-
rada como una felicidad! ¿Qué mayor gloria puede caberos, señores
Magistrados, que las felicitaciones prodigadas a mi ilustre defendida
desde el momento en que se tuvo noticia de ese proveído? En Riom, la
decían, se os hará justicia: allí encontrareis en el seno de una pobla-
ción dulce y pacífica, enemiga de las turbulencias, ajena al espíritu de
facción, Magistrados íntegros y firmes que, no conociendo más que su
deber, y escuchando sólo el grito de su conciencia, saben que la gloria
y felicidad de su país, están interesadas en que se castigue el crimen,
cualesquiera que sean las personas, lugar y circunstancias en que se
haya cometido. Desde este momento se decidió a salir para Riom la
mariscala Brune, mi defendida: el Tribunal ha visto ya su dolor pro-
fundo, su valor superior a la debilidad de su sexo, su deferencia y res-
peto a la justicia, su adhesión a sus deberes. ¿Debía yo acompañarla?
Sí, sin duda; pues aunque sabía que hallaría en el Tribunal de Riom
talentos distinguidos, cortesanía extrema, auxilio y consejeros útiles,
había sido yo intérprete de la señora mariscala en su petición al Rey,
había yo redactado su querella y mi ilustre defendida deseaba verme
concluir mi obra. Su causa era honrosa para no defenderla y la con-
fianza con que se dignaba honrarme, era un doble título para que me
apresurase a corresponder a sus deseos y manifestarla una adhesión
que mi misma defendida conoce no tiene límites.

Magistrados: al entrar en el fondo de la discusión, diré que el


principal interés de la mariscala, es el de destruir la idea de que su
ilustre esposo se suicidase: el suicidio empaña la brillantez de la me-
moria: es un crimen a los ojos de la moral y de la religión y solo la rabia
insensata y el refinamiento del espíritu de partido, pudieron intentar
deshonrar de este modo la gloria de un guerrero, cuya vida acababan
de arrancar por medio de un asesinato. De aquí nació en la mariscala
y su familia la necesidad de pedir que despareciera la palabra suicidio
de todos los Registros del estado civil u otros en que hubiera podido
inscribirse. Se contestará tal vez que prohibiendo la ley anotar en los
Registros del estado civil el género de muerte, no debe temerse que se
haya violado esta regla; pero a esto diré que también prohibía la ley
formalizar una sumaria información con el objeto de presentar como
suicidio un asesinato: que prohibía a los funcionarios públicos de Avi-
ñón ocultar un crimen, cuando al contrario, la ley misma les mandaba
perseguirle; pues a pesar de todo se formalizó la sumaria, probando

271
Miguel Antonio De la Lama

el suicidio sin escrúpulo ni temor de formarla. Por otra parte las con-
clusiones sobre este punto, son sólo hipotéticas y será necesaria una
rectificación si de él se hiciera mención.

Magistrados, pocos serán los esfuerzos que tenga que hacer para
probar que hubo asesinato y no suicidio. ¿Revelaré desde luego aque-
lla forma insólita de la sumaria información, que se hizo firmar a una
porción de funcionarios cuyo concurso era inútil? ¿No estamos en el
caso de ver el dolo en el exceso mismo de la precaución? Un hombre
ha muerto; la ley llama al Juez instructor del sumario; él sólo de-
be proceder, ¿qué necesidad tiene de la colaboración y unión de los
funcionarios públicos del orden administrativo? ¿A qué su interven-
ción en un acto judicial, a no tener el objeto de prestarse un mutuo
socorro, afirmando todos los que cada uno de ellos en particular no
hubiese querido asegurar? ¡Acto vergonzoso de debilidad o de compli-
cidad, especie de petición oficiosa a favor del crimen cometido contra
aquella víctima, que acusará largo tiempo a los que la suscribieron de
connivencia y pusilanimidad! Pero la iniquidad se ha desmentido a sí
misma, y la información es muy suficiente para demostrar su propia
falsedad. Efectivamente, los funcionarios que la firmaron no figuran
en ella como testigos; nada dicen que sepan personalmente, y sólo se
presentan para dar una especie de autenticidad a las declaraciones
que encierra la información. Estas recuerdan los hechos de la reunión,
el ataque a la fonda, la invasión del cuarto del mariscal, los gritos des-
compasados y amenazas, la señal de las balas en el cielo raso y pared,
prueba de que se descargaron dos armas de fuego; el estado del cadá-
ver reconocido por facultativos y la descripción de sus heridas prueban
que se cometió el asesinato por detrás, y que no hubo suicidio, el que
hacen imposible todas las circunstancias del hecho. Sin embargo, los
autores de la información despreciaron y desconocieron la verdad más
palpable, que sucumbió baja la declaración de sólo dos hombres, que
se tuvo a bien interrogar con preferencia en medio de tanto tropel: un
cerrajero y un carnicero, dignos testigos de semejante escena. La in-
formación quedó sobre todo destruida por la instrucción subsiguiente
a que se procedió en vista de la petición de mi ilustre defendida, en la
que se retractan muchos de los que firmaron la información primitiva,
declarando que creyeron al pronto en el suicidio, pero que no pudieron
menos de reconocer después que se cometió un asesinato: los señores
de Chamans y Verger padre, son de este número, (El abogado lee sus
declaraciones.)

272
Retórica Forense

Para dar algún colorido a la alegación del suicidio, se sostuvo que


el Mariscal pidió una pistola al centinela del Regimiento de Cazado-
res de Angulema; pero esta aserción la desmintieron con firmeza los
mismos oficiales de este cuerpo que declaran, que sus soldados y par-
ticularmente el centinela, no iban armados de pistolas; luego debemos
convenir, por forzosa consecuencia, en que hubo asesinato y no suicidio.

¿Quién, pues, es el autor de este asesinato? Esta cuestión es se-


cundaria, y aunque no se hubiera descubierto al culpable, el interés
civil hubiera sido siempre el mismo. Conseguir se declare que no hubo
suicidio, y rectificar las notas falsas de los Registros y actos que atri-
buyen a esta causa la muerte del Mariscal; este interés, tan natural,
tan justo, tan urgente, sobrevivirá a la muerte del culpable, a su au-
sencia y hasta a su absolución; y aún esta consideración es superflua,
porque el hecho de la culpabilidad del contumaz, resulta plenamente
probado en autos. Trataré de evitar en lo posible hablar de las funcio-
nes del señor Fiscal, y lo hago con tanto más gusto, cuanto desempeña
en este proceso sus nobles funciones un Fiscal General que sabe con-
ciliar en el más alto grado el talento que distingue al hombre, con la
firme imparcialidad que honra al Magistrado: por otra parte, el inte-
rés del Gobierno habla más que el nuestro: el crimen es notorio, haced,
pues, que se castigue, imponed silencio a los que dicen: “Ya no hay
justicia en Francia: se mata a los hombres pública e impunemente”. Si
la muerte de un Mariscal de Francia queda impune, ¿qué seguridad
tienen los demás ciudadanos? ¿Si el hombre que ciñó la espada de
mando, a nombre de su príncipe, no se ve protegido por sus dignida-
des y glorias, qué suerte espera, quién vengará la muerte del paisa-
no y del simple soldado? Reflexionad, Magistrados, las consecuencias
de la impunidad de semejante crimen, en medio de la convicción de
su existencia, tan grabada en todos los corazones, y veréis, en efecto,
que en este proceso se trata menos de un interés particular que de la
gloria del príncipe y honor de su Gobierno. Recordad, Magistrados,
las circunstancias en que se formó la sumaria información: recordad
las pasiones locales que protegieron al crimen, y la ansiedad de los
mismos testigos… Recordad lo que en este mismo santuario decía Tr-
huphemy de los testigos citados contra él: “Si se hallaran en Nimes,
no hablarían de este modo”. Por consiguiente, debo decir, que si los
testigos examinados contra Roquefort, estuvieran ante este Tribunal,
demostrarían más valor que en Nimes y en Aviñón. ¿Quién puede du-
dar de la fatal influencia que se ejerció contra los testigos, cuando

273
Miguel Antonio De la Lama

vemos por una parte al señor Dusquet, Alcalde de Suze, declarar en la


instrucción, que estuvo presente a la sumaria información del suicidio,
y que cuando se trató de la pistola que se pretende arrancó el Mariscal
para matarse, un caballero hizo una señal al declarante para que no
dijese nada: cuando vimos, por otra, al señor Mailli-Fort, que en 1815
era soldado de la primera compañía de Marsella, declarar que, bajan-
do del cuarto del mariscal, dijo que éste había sido muerto, y que en
el mismo momento un oficial le mandó dijese que el Mariscal se había
suicidado, y que si decía lo contrario, le haría poner quince días en la
prisión? No obstante estas maniobras, la instrucción es concluyente
contra el acusado, el clamor público le designa. Mainier tiene dicho a
dos testigos fidedignos, que vio a Roquefort disparar la carabina con
que fue muerto el Mariscal: otros testigos señalan igualmente a este
trajinero como autor del asesinato; otros, en fin, sin designar el asesi-
no por su nombre, ofrecen las mismas señas de su persona que las que
dan cuantos le vieron, y aseguran también que observaron tan perfec-
tamente al asesino, que le reconocerían si se les presentase. En esta
conducta, sólo veo una reticencia de los testigos para ponerse al abrigo
de la venganza de un hombre, que sabían no estaba aún preso; una
reticencia, que es un aviso a la justicia; es decirla, prended al culpable,
hacedle sentar en los bancos de los acusados, póngasele en estado de
no perjudicarnos, y nosotros le reconoceremos. Además, ¿es necesario
también que los testigos designen por su nombre al individuo a quien
vieron cometer el crimen? ¿No es suficiente que le reconozcan en un
careo? Pero, si el acusado ha hecho imposible este careo, si tuvo la sa-
gacidad se sustraerse a las investigaciones de la justicia. ¿Llegará la
complacencia hasta el extremo de absolverle de oficio, porque con su
contumacia, privó a la justicia del medio más eficaz que tuviera para
convencerle, el de ponerlo en presencia de los testigos de su crimen?.

Grande es la diferencia que existe entre una sentencia que decla-


ra no haber lugar a la acusación, y la que determina definitivamente
sobre la misma acusación: la primera no prohíbe que se prenda de nue-
vo al individuo si resultan nuevos cargos: la segunda le absuelve de una
manera positiva, y prohíbe que se le persiga en lo sucesivo por el mismo
hecho; si, pues, fuera posible suponer la absolución de Roquefort, el
Tribunal aseguraría la impunidad del crimen, y privaría para siempre
a la justicia de la posibilidad de atacar al culpable y castigarle, aún
cuando estando preso, le reconocieran los que fueron testigos de su cri-
men; así es que todo el honor que quiso atribuirse al Tribunal de Riom

274
Retórica Forense

se consagrará al de Nimes: así es que el Tribunal de Casación habrá


cometido un error al arrancar el proceso de donde estaba: en Nimes, en
efecto, en el seno de las pasiones más vivas, de los odios más terribles,
del espíritu de partido más violento, no se ha dudado del crimen, ni del
asesinato, y en Riom se le absolverá por contumaz! ¡Su resistencia a las
órdenes de la justicia llegará a ser la causa de su salvación! Suponerlo
sólo es injuriar a este Tribunal; no, Magistrados, vosotros reuniréis
todos los testimonios, pesareis todas las pruebas, quedareis convenci-
dos de la existencia del asesinato, y de que Roquefort es su detestable
autor. Pronunciad, pues, Magistrados; pronunciad. ¡Sea vuestro fallo
la justificación del Gobierno que por tanto tiempo se ha visto acusado
de inerte; asegure vuestro fallo a todo buen ciudadano; sea el terror de
los culpables, espante el alma del monstruo que perpetró el crimen, y
llene de confusión en el seno mismo de su prosperidad a todos aquellos
no menos perversos que lo mandaron y dirigieron! ¡Piensen en el mal
espantoso que hicieron! Señores Magistrados; al estudiar el dolor de
mi desgraciada e ilustre defendida, he recogido con el mayor cuidado
sus quejas y las expresiones de su desesperación, en un tiempo en que
parecía faltar toda esperanza de obtener justicia. “¡Desdichados, gri-
taba algunas veces en la amargura de su corazón, desdichados de los
asesinos de mi esposo! Les deseo todos los males que me han hecho;
si son esposos, que pierdan sus esposas; si padres, que pierdan sus
hijos, y que pierdan cuanto les sea más caro en este Mundo; y cuando
lo hayan perdido todo, cuando tengan ya un pié dentro de la tumba,
que se les aparezca la honrada imagen de mi esposo, que se despoje
del hábito mortuorio y les diga: “¡Venid conmigo: vosotros me habéis
precipitado en la Eternidad: yo os arrastro a mi vez, venid ante el Dios
de la justicia, y que falle al fin entre los verdugos y su víctima!” Y vol-
viendo de repente a sentimientos más tranquilos mi ilustre defendida
se decía. “Pero no: se me hará justicia aún en este Mundo: el espíritu
de partido no puede triunfar eternamente de mi justo dolor: la impu-
nidad nos será constantemente la salvaguardia del crimen: los Gobier-
nos están establecidos para castigarle, y no cubrirle con su égida: los
Magistrados están instituidos para perseguirle y no para protegerle; la
justicia humana no puede volverme mi felicidad, pero sí la paz, com-
pañera inseparable del cumplimiento, por costoso que sea, de un gran
deber. Y bien; yo iré, sí, iré a reclamar justicia a los Jueces que se me
designen, ellos verán mi dolor, mis lágrimas, mi desesperación, y sean
quienes fueren, se enternecerán; no resistirán a la evidencia de las
pruebas: una sentencia solemne condenará a los asesinos del Mariscal:

275
Miguel Antonio De la Lama

una sentencia solemne libertará la gloria de mi esposo, de la odiosa y


cobarde acusación de suicidio, y esta sentencia yo la depositaré en su
tumba, el día de sus funerales, junto a sus restos queridos!!!” El Tri-
bunal tomará en consideración las propias reflexiones y justos deseos
de mi ilustre defendida, y pronunciará contra el acusado como es de
justicia, etc., etc.

276
III. FORO ESPAÑOL

PARRICIDIO

Discurso de acusación fiscal, pronunciado ante la


Sala segunda de Alcaldes de Corte de Madrid por
don Juan Meléndez Valdéz (1879)

Exordio

Señor:

V.A. ha escuchado estos días la triste relación de uno de los


atentados más atroces a que pueden atreverse una pasión furiosa y
el desenfreno de costumbres, y el loable empeño con que lo intentara
disminuir la elocuencia de sus defensores. Otro que yo, amaestrado
por un largo ejercicio en el arte difícil de bien hablar, y lleno de las
luces y conocimientos que me faltan, llorando hoy compadecido sobre
el delito y los infelices delincuentes, abrazaría gustoso esta ocasión
de hacer triunfar victoriosamente la santidad de las leyes, y escar-
mentar en sus cabezas con un ejemplo saludable a la maldad y a la
relajación, que ya parece no reconocen en su descaro ni límites ni
freno. Lejos, como lo está esta causa, de las marañas y criminales
artificios con que los malvados se suelen ocultar a cada paso para
huir la espada vengadora de la justicia, vería en ella a dos parricidas
alevosos sin velo ni disfraz alguno; un delito por sus atroces circuns-
tancias sin ejemplo, aunque envuelto al principio en el horror de las
tinieblas, descubierto ya, puesto en claro como la misma luz, y confe-
sado paladinamente al público; y la virtud clamando sin cesar por el
desagravio de la inocencia atropellada y a las costumbres y al santo

277
Miguel Antonio De la Lama

nudo conyugal, solicitando, ardientemente, las penas más severas pa-


ra respirar en adelante en seguridad y reposo.

Todo esto vería un Fiscal acostumbrado a hablar en este sitio,


y seguro ya de su reputación y su gloria. Pero yo, que empiezo por
la primera vez las funciones de mi terrible ministerio, acusando este
atentado, horror y execración de todos; yo, pobre de ingenio, escaso de
razones y falto de elocuencia, ¿qué podré decir que baste a satisfacer a
V. A., ni llene dignamente su celo y sus deseos? ¿Qué podré decir que
corresponda al público clamor contra los delincuentes? ¿Qué, instruido
en ese voluminoso proceso atropelladamente y en brevísimos días? Mis
palabras serán de preciso desmayadas; mis reflexiones y argumentos
menos poderosos que lo mucho que habrá meditado V. A. con su pro-
funda sabiduría y mis votos en nombre de la ley; acordándole como
abogado suyo sus sagrados decretos, inferiores en mucho a los votos de
todos los buenos, y al celo santo que veo resplandecer en el semblante,
y siento arder en el pecho nobilísimo y justo de V. A. Pero en medio
de esto me aliento y me consuelo con que si el fin del Orador, y mucho
más de un Magistrado, debe ser siempre increpar y perseguir el vicio,
defender la virtud y celebrarla, persuadiendo y moviendo aborrecer el
uno y amar y practicar la otra, no es arduo ni difícil ser elocuente en
este caso, ni habrá uno sólo de cuantos me oyen o han tenido noticia
de tan negra maldad que no una en este punto sus fervientes voces
con las mías, y le interpele en nombre del honor, de la inocencia, de la
humanidad, de su seguridad misma, para que dé en este día un ejem-
plar memorable de su justísima severidad, y con él asegure el lecho
conyugal y las costumbres públicas, vacilante y conculcadas, vengando
en su nombre, con la sangre de sus implacables asesinos, la sangre del
malogrado don Francisco Castillo.

Narración

Casado éste desde el año de 1788 con doña María Vicenta de


Mendieta, debía esperar a su lado el dulce reposo, el contento, la fe-
licidad a que le hacían acreedor su mérito y distinguidas prendas, y
una abundancia de bienes de fortuna poco común. El deseo de otros
más sólidos y más verdaderos le habían sin duda llevado al matrimo-
nio, mirando en él su espíritu ilustrado, con una aplicación laudable
y sus continuos útiles viajes, una perspectiva de bien y de purísimas
delicias que animaba su noble corazón, nacido para la amistad y las

278
Retórica Forense

más honestas afecciones, y que hubiera cierto gozado con otra compa-
ñera. La que le deparó en su cólera su suerte desgraciada era indigna
de hallar el bien en el seno de la inocencia, ni de disfrutar de otros
placeres que los que ofrece la relajación a una alma criminal y acom-
pañan perpetuamente el delito, la vergüenza y los agudos remordi-
mientos. Oído ha V. A. de la lengua veraz de los testigos las desazones
y tristes riñas de este desastrado matrimonio, nacidas todas ellas,
no como han querido probar los infelices delincuentes, y en vano se
esforzó en persuadirnos la elocuencia de sus defensores, de la altivez,
la ligereza, el genio duro y desavenido, ni mucho menos la criminal
conducta del sin ventura Castillo, sino de su infiel y torpe compañera.
Y qué! ¿ella misma no lo asegura así en su declaración del día 22 de
Diciembre? Tan grande es y poderosa la fuerza irresistible de la ver-
dad, y tanto imperio alcanza aún sobre las almas más perdidas. ¿No
dice en ella que su marido no la violentaba; que la trataba bien; que
la permitía las llaves y todo el gobierno de su casa; recibir gentes y
visitas en ella; concurría a las diversiones y tertulias; en suma, cuan-
to pudiera desea para llamarse feliz una madre de familia honrada,
virtuosa y digna de tan buen marido?

Por más que éste llevase en paciencia, como cuerdo, sus conti-
nuos desabrimientos y aquellas liviandades menores, sobre que el
honor suele a veces cerrar dolorido los ojos y deslumbrarse en sus agra-
vios por claros que los vea, no pudo, sin embargo, dejar de repugnar y
prohibirla su trato sospechoso con algunos, singularmente con el aleve
matador don Santiago. Aquí de nuevo se nos presentan los testigos do-
mésticos, veraces y sin tacha, diciendo todos sus continuas salidas, sola
y de trapillo, a visitarle; su porte y trato muy ajeno de una mujer de su
clase y circunstancias; haberle regalado en varias ocasiones con dinero,
ropas, y aún cama para dormir; dádole un picaporte para entrar en su
casa a escondidas y libremente; el baile escandaloso de que se estreme-
ce el pudor, y sobre el cual la justicia, las costumbres y el decoro público
deben a la par correr un denso velo; la ocultación del adúltero en un
rincón de la casa, inmundo y asqueroso como el alma de los dos, y cien
otras cosas que sin duda escucharía V. A. con inquietud y desagrado, y
en cuya enfadosa repetición abusaría yo de su paciencia y ofendiera de
nuevo sus honestos oídos y este augusto lugar.

Hay una, sin embargo, entre ellas que no puedo pasar en silen-
cio, porque pinta bien al vivo, así el carácter sanguinario de esta fiera

279
Miguel Antonio De la Lama

cruel, esta Meguera, como el sufrimiento y dulzura de su desgraciado


consorte. Dice el testigo Antonio García que el 3 de Diciembre, y seis
días antes del atroz atentado, en un desazón que tuvieron, se agarraron
los dos, le hizo ella tres arañones en la cara; y procurando los presentes
ponerlos en paz y sosegarlos, exclamó esta víbora: que la dejasen, que
ella era bastante para acabar con su marido. Sacad señor, os ruego, de
este solo hecho las consecuencias justas que os sugiera vuestra inalte-
rable rectitud; sacadlas, y estará juzgada la causa. ¿No halláis en él,
como yo veo, de parte de Castillo la moderación y la prudencia de un
hombre de bien, y en la torpe mujer la desenfrenada osadía, el encono,
las sangrientas iras que ya la atormentaban?

Desde entonces y mucho antes ella y el cobarde mancebo, ence-


negados en su pasión y perseguidos sin cesar de las furias infernales,
revolvían en su ánimo el horrible atentado que después cometieron,
caminando a su libertad y criminal reposo por medio de la sangre y del
parricidio. Para mejor ejecutarlo, fecundo en ardides cual es siempre
el delito, finge el adultero, un viaje a Valencia, en que engañado el
buen Castillo le favorece liberal con el dinero necesario; quédase en
Madrid oculto y escondido, muda de posada, y se anda de una en otra
disfrazado y mintiendo su patria y verdadero nombre, y se previene
en fin de las pistolas y el cuchillo que después le sirvieron; esperando
los dos todo este tiempo con una atroz serenidad, un día, una hora,
una ocasión segura para deshacerse de un hombre a quien debieran
entrambos adorar. En efecto; su porte con su aleve mujer era, según
consta de este proceso, cual oyó V. A. de su misma boca, el de un marido
ciego y deslumbrado, que la ama fino a pesar de sus tibiezas, y se lo
acredita aún más que debiera con sus obras; que se olvida de su sangre
y relaciones, de las amarguras y penas que sufría; del hielo, los desvíos
y culpable conducta de una adúltera para confundirla con sus regalos y
favores, para enriquecerla más y más y hacerla heredera de sus grue-
sos haberes en el fin de sus días. ¿Y cuál, señor, cual era respecto al
infame asesino? El de un pariente tan honrado como fino y afectuoso;
el de un buen amigo que le admite en su casa con llaneza y amor que
le acoge en ella con noble franqueza, le da generoso su mesa, le socorre
con dinero en sus necesidades, y llega, no hay que dudarlo, desconfiado
y receloso ya de su delincuente pasión, hasta de transigir con él sobre
su trato inmoderado, permitiéndole, si me es dado decirlo, una visita
diaria a su mujer; cosa increíble si así no resultase de las declaraciones
del proceso.

280
Retórica Forense

¡Pero acaso la maldad se sabe contener! ¡Perdonó jamás a la vir-


tud, o puede hacer paz con la inocencia! Ciegos más y más los dos ale-
vosos amantes, y como arrastrados de un infernal furor, se buscan y
frecuentan a escondidas, y así los hallan los testigos, cual oyó V. A.,
en los días inmediatos al 9 de Diciembre en las calles, en los portales,
en el paseo; hablando, concertando y alentándose mutuamente para la
atrocidad que habían tramado. Aquí fue donde el traidor propuso eje-
cutarla a su misma presencia, y atarla después para figurar un robo:
aquí donde exclamando ciego en su criminal pasión no poder vivir, sin
quitar la vida a su infeliz rival, ella le respondió que caso de morir uno
de los dos era mejor muriese su marido: aquí donde por último acorda-
ron el aciago fin del execrable parricidio.

Entre tanto, Castillo padece una indisposición, que, aunque lige-


ra le obliga a guardar su casa, y aún a quedarse en cama. Un destino
fatal parece que allana, que facilita, el camino a los malvados para
consumar su iniquidad: esta indisposición, que si por un instante pu-
diesen dar oídos al grito terrible de su conciencia y su razón, habría de
contenerlos y hacerlos temblar y entrar en sí, los acaba de despeñar.
Sale doña María Vicenta la mañana del desgraciado día 9 en busca de
su bárbaro amante: hállale, y fráguase entre los dos el sitio, el punto,
el modo de ejecutar el parricidio. El debe ir enmascarado, ella asegu-
rarle la entrada; la seña es una persiana del balcón abierta, y la hora
la de las siete y media de la noche. Hay al medio día una leve desazón
del paciente, nacida de su amor, y porque la adúltera no le llevaba la
comida; así lo oyó V. A. de boca del otro don Antonio Castillo, tan fino
con el malogrado amigo, como útil por su probidad y su celo al descu-
brimiento de los reos. Doña María al cabo se tranquiliza, o lo finge así
disimulada, pero ciega, ilusa, embebida en su criminal idea, ¿hay paso
alguno suyo en toda aquella tarde que no sea, si nos faltasen otras
pruebas, un convencimiento claro de su horrible maldad? ¿No se la ve
en ella oficiosa, solícita, ocupada en deshacerse de toda la familia para
quedarse por dueña de la casa; no se la ve entretener fuera de ella con
frívolos encargos a un criado; empeñarse en hacer salir, o más bien
dijera, echar a empellones al fiel huésped Castillo, a pesar de su ansia
y sus ruegos por acompañar al doliente, y lo crudo y lluvioso de la tar-
de; negar la entrada al cajero que venía a firmar la correspondencia;
y andar, en fin, hecha un Argos, inquieta y descuidada en los negocios
domésticos, sin solicitud ni vigilancia alguna por el gobierno y orden
de su familia? Pero las pisadas del fementido matador suenan en sus

281
Miguel Antonio De la Lama

torpes oídos, y es preciso tenerle el paso franco para que ejecute su


maldad sobre seguro.

Llega por último el malvado, y ella le recibe gozosa, saliendo en-


tonces de la alcoba del infeliz Castillo de servirle una medicina: hale
dejado abiertas las puertas vidrieras para que en nada se pueda dete-
ner. Sepáranse los dos, a entretener ella sus criadas y él a consumar
la alevosía. Entonces fue cuando la fría rigidez del delito, efecto de una
conciencia ulcerada y del sobresalto y el terror, ocupó, a pesar suyo,
todos los miembros de la doña María Vicenta; cuando entre las luchas y
congojas de su delincuente corazón la vieron sus criadas helada y tem-
blando, fingiendo ella un precepto de su inocente marido, insultándolo
hasta el fin, para venir a acompañarlas. ¿Y pudo su lengua en aquel
punto articular su nombre? ¿Y ser tan descarada la iniquidad?

¡Oh impudencia!” ¡Oh perfidia! ¡Oh barbaridad sin ejemplo! En-


tre tanto el cobarde alevoso se precipita a la alcoba, corre el pasador
de una mampara para asegurarse más y más, y se lanza un puñal en
la mano, sobre el indefenso, el desnudo, el enfermo Castillo. Este se in-
corpora despavorido; pero el golpe mortal está ya dado, y a pesar de su
espíritu y su serenidad sólo le quedan fuerzas en tan triste agonía para
aclamar por amparo a su alevosa mujer! María Vicenta! María Vicen-
ta! Repite por dos veces, y ella en tanto entretiene falaz a las criadas,
fingiendo desmayarse, el adulterio y el parricidio delante de los ojos, y
la sangre, la venganza y las furias de su inhumano corazón.

Castillo, el infeliz Castillo, que la ha llamado en vano, hace un


último esfuerzo y se arroja del lecho entre las angustias de la muerte,
lidiando, por defenderse con el bárbaro agresor, luchan y se agarran
los dos, y logra en su agonía arrancarle la máscara, y descubrirle y
conocerle; pero él, más y más colérico y despiadado, repite sus agudos
golpes, y le hiere hasta once veces en el pecho y en el vientre, siendo
mortales por necesidad cinco de sus puñaladas. Cae con ellas la víctima
inocente sin aliento volviendo sin duda sus desmayados y moribundos
ojos hacia la misma adúltera que le mandara asesinar; y el matador
en tanto, con un serenidad atroz y sin ejemplo, va tranquilo a buscar y
coger dos doblones de a ocho, precio de su horrible atentado, de la na-
veta de un escritorio, y a presencia del sangriento y palpitante cadáver.

Permita V. A. que en este instante le transporte yo con la idea a


aquella alcoba, funesto teatro de desolación y de maldades, para que

282
Retórica Forense

llore y se estremezca sobre la escena de sangre y horror que allí se re-


presenta. Un hombre de bien, en la flor de sus días y lleno de las más
nobles esperanzas, acometido y muerto dentro de su casa desarmado,
desnudo, revolcándose en su sangre y arrojado del lecho conyugal por
el mismo que se lo manchaba; herido en este lecho, asilo del hombre
el más seguro y sagrado; rodeado de su familia, y en las agonías de la
muerte, sin que nadie le pueda socorrer, clamando a su mujer; y esta
furia, este monstruo, esta mujer impía, haciendo espaldas al parricida,
y mintiendo un desmayo para dar tiempo de huir al alevoso; este infeliz,
el puñal en la mano, corriendo a recoger con los dedos ensangrentados
el vil premio de su infame traición; la desesperación y las furias que lo
cercan ya y se apoderan de su alma criminal, mientras escapa temblan-
do y azorado entre la obscuridad y las tinieblas a ponerse en seguro; el
clamor y las griterías de las criadas, su correr despavoridas y sin tino,
su angustia, sus ayes, sus temores; el tumulto de las gentes, la guardia,
la confusión, el espanto, y el atropellamiento y horror por todas partes.

¡Retira V. A. los ojos! ¡Se aparta consternado! No, señor, no: per-
manezca firme V. A. ¡mire bien y contemple! ¡qué cuadro, qué objeto,
qué lugar, qué hora aquella para su justísima severidad y sus entrañas
paternales, para su tierna solicitud y su indecible amor hacia todos
sus hijos! Allí quisiera yo que hubieran podido empezar las diligencias
judiciales; allí que hubieran podido ser preguntados los reos en nombre
de la ley; allí, delante de aquel cadáver, aún palpitante y descoyun-
tado, traspasado o más bien despedazado el pecho, caídos los brazos,
los miembros desmayados, apagados los ojos, y todo inundado en su
inocente sangre; allí, señor, allí, y entre el horror, las lágrimas y la
desolación de aquella alcoba; aquí a lo menos poderlos trasladar ahora,
ponerlos enfrente de esas sangrientas ropas, hacérselas mirar y con-
templar, lanzárselas a sus indignos rostros, y causarles con ellas su es-
tremecimiento y agonías. Así empezaría el brazo vengador de la eterna
justicia a descargar sobre ellos una parte de las gravísimas penas a que
es acreedora su maldad.

Cargados día y noche con su enorme peso, en vano señor, han in-
tentado huirlas. La Providencia que aunque inescrutable en sus cami-
nos, vela sin cesar desde lo alto sobre la inocencia atropellada, tendió
en derredor sus invisibles redes, tomándoles los pasos a uno y otro; y
cuantos han por salvarse, se puede bien decir han sido todos para co-
rrer al merecido cadalso.

283
Miguel Antonio De la Lama

Doña María es depositada en el momento, y empezada a interro-


gar, sonlo también sus criados y familiares íntimos; y aunque nada en-
tonces se vislumbrase de los reos, aunque los cubriesen las tinieblas de
la iniquidad, o abonase su nombre ante la justicia activa y consterna-
da, la razón suspicaz y reflexiva, ese pueblo inmenso de Madrid, cuan-
tos saben el atentado, todos a una voz la señalan, todos la acusan y la
increpan todos la denuncian cual parricida. Vosotros, señores, habéis
sido testigos de la impresión extraordinaria que hizo esta maldad en
los ánimos, corriendo en un momento su noticia de lengua en lengua,
de casa en casa, de una en otra ciudad: el recelo y el temor se apoderó
de todos, y no hubo siquiera uno que al oírla no se estremeciese, y mira-
se en derredor pavoroso y temblando por su seguridad y su vida. Yo me
hallaba entonces lejos de esta gran capital en una de las primeras ciu-
dades de Castilla; sus honrados vecinos temblaban y temían del mismo
modo, medrosas y exaltadas las imaginaciones, pero anunciando todos
la delincuente; y este triste atentado, este alevoso parricidio ha sido
el solo que entre esa multitud de novedades y rumores que caen y se
suceden unos a otros, y nacen tal vez, y mueren en un día, mantiene su
lugar, y conserva, como el primero, inquietos y azorados los corazones.

Examinada esta mujer, se encierra en una maliciosa ignorancia


y nada dice, a nadie señala, de ninguno recela Mas cuando temen todos
que la maldad se quede entre tinieblas, anhelando, aunque en vano,
su castigo, empieza a descubrirse, a ponerla en claro la eterna Pro-
videncia. Castillo, el amigo fiel del malogrado don Francisco, declara
con individualidad los lances importantes de aquel desastrado día; y
entonces es cuando aun ocupada en su culpable adúltero y ansiosa de
salvarle, escribe doña María la carta misteriosa, que el Tribunal ha
oído, al de todos desconocido don Tadeo Santisa. El mismo Castillo, a
cuyas manos llega por acaso, hace que se retenga y se presente al Juez:
y esta carta fatal, este inconsiderado papel, puesto por él delante de la
infeliz, la confunde y hace estremecer, y empieza a convencerla de su
horrible delito.

Por ella es también preso el alevoso adúltero; y ved, señores,


ved y bendecid admirados, la mano protectora del Cielo. Este hombre
desgraciado que tanto debía temer, que siéndole posible debiera haber
huido al último punto de la Tierra, o escondido en su profundo abismo;
que recibe ya antes de su criminal amiga otro aviso sobre su presta y
necesaria fuga; que por las dificultades que halla al querer sacar del

284
Retórica Forense

correo la importante carta de que tratamos, era de recelar verse ya des-


cubierto y espiado; este hombre infeliz, que con la señal del asesinato
sobre su culpable frente no halla reposo en parte alguna, en todas te-
me, y anda prófugo y azorado de posada en posada; este hombre iluso,
ciego, desatentado, que oye por todas partes el clamor popular contra
los reos, la actividad y el celo con que el magistrado los busca y los per-
sigue, el ahínco, la impaciencia de todos por descubrirlos; este hombre
desastrado no puede resolverse a dejar a Madrid, y es al cabo arrestado
y puesto en un encierro en 26 de Diciembre.

Desmaya al verse en él; desmaya y cae de ánimo, o porque cuasi


siempre son los asesinos tan cobardes como viles, o porque ve si duda la
imagen de su inocente amigo que le persigue y atormenta. Esta imagen
fatal, presente día y noche a su amedrentada conciencia, le acusa, le
confunde, hiere su espíritu de un vértigo, un pavor repentino, y arran-
ca en fin de su boca, desde el primer día, la confesión de su negro delito,
libre y espontáneamente, y con todas las circunstancias que escuchó V.
A. en la relación del proceso. Ya también lo había hecho su desgraciada
cómplice; y oyó en él V. A. sus sencillas declaraciones, admirando sin
duda una conformidad entre las dos, tan asombrosa como singular.

En el cofre alevoso se encuentra por otro prodigio el mismo ves-


tido que llevaba, al cometer el parricidio, tinto todo y manchado con la
sangre del inocente, que aun humea, y se levanta al Cielo; ese vestido
que tenemos delante, objeto de lágrimas y horror, que nos hace estre-
mecer sólo en mirarlo, irrefragable prueba contra su infeliz dueño.

Refutación

Y en vista de esto, ¿se podrá dudar con fundamento y razón que


doña María Vicenta Mendieta y don Santiago San Juan son reos con-
vencidos y confesos del parricidio alevoso de don Francisco del Castillo?
¿Hubo por desgracia este delito? Le hubo, no hay duda en ello. ¿Hay in-
dicios y presunciones contra los dos? V. A. los ha escuchado con horror
en la larga narración de este atentado. Los infelices acusados ¿se atre-
ven a negarlo? ¿lo desfiguran? ¿lo palian? ¿disminuyen su atrocidad?
En sus declaraciones lo confiesan a sabiendas o de su grado, como dice
la ley, lo confiesan sencilla y paladinamente, sin disculpa ni excepción
alguna, lo dicen ambos tan iguales, con tal conformidad, que si a un
mismo tiempo, en un solo acto judicial, una declaración, y uno de los

285
Miguel Antonio De la Lama

dos llevando la palabra lo hubieran confesado, no pudieran hacerlo con


una identidad más rara y singular.

Primer argumento

Ni se oponga por el defensor de la aleve doña María que su decla-


ración ha sido efecto de la violencia o del temor, y arrancada de su débil
y angustiada boca entre los horrores de un encierro. Yo bien sé cuán
sabia y justamente quiere nuestra ley de partida que la declaración
se haga sin premia, y obra sólo de voluntad, sea tan libre como ella;
también confieso que todo acto del hombre, nacido del dolor o miedo
injustos y vehementes, ni es deliberada, ni imputable al infeliz apre-
miado; ni menos olvido cuán francos, cuán puros y legales deben ser
todos los pasos de la santa justicia y sus fórmulas y procedimientos.
Pero también sé que las penalidades del encierro, donde fue trasladada
la infeliz criminal, son como tantas cosas qué exagera la compasión, y
se abultan y encarecen sobre lo justo por imaginaciones acaloradas:
que no es la cárcel un lugar de comodidad y regalo para los reos, sino
de seguridad y custodia, y que conviniendo tanto su separación y retiro
para precaver sus torcidas intenciones, y alcanzarlos a convencer de
sus excesos y maldades, una cuerda experiencia ha mostrado repetidas
veces a la justicia no haber sido vanas en guardarlos las más exquisitas
precauciones, y el entero apartamiento y los cerrojos.

No por esto me haré el apologista de la dureza o la arbitrariedad.


Lejos de mi lengua estas palabras de escándalo y execración, lejos para
siempre, cual lo están sus odiosas ideas de mi corazón y mis princi-
pios. Puro si nuestras cárceles son por desgracia incómodas, apocadas,
oscuras, y no cual anhelan justamente la humanidad y la razón; si la
indecible corrupción de los tiempos, y el lujo y la miseria multiplican
tanto los reos, que no hay cuadras ni patios que basten a su número,
los infelices detenidos en ellas de necesidad han de sufrir las estreche-
ces y defectos con que las tenemos hasta que venga el día de su mejora
deseada.

Segundo argumento

Pero se dice que la doña María Vicenta, debió ser tratada como
hijadalgo que es, muy de otro modo, y no aherrojada con los grillos, y

286
Retórica Forense

aún se añade que era de obligación del Juez examinar antes su estado
y calidad para mandárselos poner según derecho. No he hallado por
cierto esta delicadeza, estos principios, en la acendrada sabiduría de
nuestras leyes. Todo ciudadano es según ellas a los ojos de la autoridad
pública plebeyo, igual a los demás; y su clase aunque más encumbrada
y distinguida, queda eclipsada ante la majestad que representa. La no-
bleza es una excepción, una prerrogativa, un privilegio; y el reclamarlo
en tiempo, y aprovecharse de él, es un derecho de sólo el que le goza, y
una servil carga del Magistrado, para quien son todos, sin diferencia
alguna, esclavos de la ley.

Si se insiste, por último, en que el Juez excesivamente celoso


reconvino a la doña María en su declaración del 23 con preguntas cap-
ciosas sobre lo que no resultaba del proceso y conminándola con más
rigurosos apremios, ¿no están en él, no acabamos de oír sus diligencias
hasta igual punto, señalándola ya bastantemente? ¿ No está su oficio-
sidad maliciosa por toda la tarde del funesto día 9? ¿No es ya ella sola
un gravísimo y más que sobrado indicio? ¿No está su carta, su fatal, su
desgraciada carta al desconocido Santisa? ¿Su turbación al reconocer-
la? ¿Su indecible osadía en quererla arrancar de las manos del Juez?
¿El testimonio mismo de su misterioso contexto? ¿Aquellas criminales
palabras al don Santiago, retirado en su casa, o salirse fuera del lugar
y lejos del peligro? ¿Qué más señales, qué otros testimonios, qué mayo-
res indicios apetece su defensor? ¡Indecible Deslumbramiento! ¡Anhelo
inmoderado de disculpar o disfrazar los yerros! Si la carta era inocente
y nada contenía que la dañase, ¿a qué arrebatarla violentamente, ni
intentarla despedazar? ¿a qué aquel porte suyo tan escandaloso en esta
diligencia? Sobraban ciertos indicios, sobraban presunciones y cargos
para recelar por culpada aquella a quien el pueblo todo proclamaba ya
por delincuente desde el primer día.

Tercer argumento

Mas no hubo derecho para abrir esta carta, y así cuánto viene
de ella es ilegal y nulo. ¿No hubo, decís, derecho para abrir una carta
escrita por una persona indicada de un crimen tan atroz, puesta judi-
cialmente en depósito, y bajo la mano misma de la ley, a un hombre
desconocido en toda la familia; mandada echar en el correo residiendo
él en Madrid; encargada con tanto ahínco y exquisito cuidado al criado
don Domingo García y sospechosa a él y para el fiel Castillo, amigo

287
Miguel Antonio De la Lama

íntimo, por no decir hermano del infeliz don Francisco, y que tan bien
sabía todos los secretos y amarguras de este desgraciado matrimonio?
Castillo, ese hombre honrado, este testigo ingenuo, ese antiguo y acre-
ditado librero que todos conocemos, tan injustamente denigrado aquí.
¿Una carta, en fin, en que se podrían encerrar, las pruebas convincen-
tes de la inocencia y lealtad de los familiares de la casa, que seguirían
gimiendo de otro modo en la oscuridad de la cárcel, y entre grillos y
horrores hasta que se hallase la verdad, y el tiempo o los acasos descu-
briesen al fin los alevosos? De este modo haría mal, sería digno de pe-
na, el que sabiéndolo denuncia al delincuente si el Juez no le pregunta,
porque al cabo él revela un secreto; así como el que lleva a la justicia
con honrada solicitud el depósito recibido de unas manos sospechosas,
porque no hay duda, ellas se lo confiaron y él lo admitió.

Cada ciudadano, señor, es una centinela continua contra el cri-


men y la actividad incansable que agita a los malvados; la seguridad
de todos se libra en la fidelidad de cada uno, de su activa vigilancia se
fabrica y compone la común tranquilidad, y en ella reposan confiadas
la inerme virtud y la pacífica inocencia. Así que, si la delación baja y
oscura, vicio de todos el más infame y arma fatal de esclavos y tiranos,
debe ser proscrita y execrada como de los gobiernos ilustrados y justos,
así de las almas generosas; no cierto los avisos y denuncias sencillas,
autorizados cual el presente por una persona interesada y conocida,
recomendados altamente por señas importantes, hijos, en fin del celo,
la honradez y las más justas obligaciones. La carta por último no se
entregó por la doña María a la fe pública del correo, siempre inviola-
ble, sagrada para todos, sino a la diligencia de un criado; éste, si así
se quiere, faltaría enhorabuena a los encargos y confianza de una ama
imprudente, y tímido o curioso burlaría sus mal fundadas esperanzas.
Álcese, pues, contra él, y quéjese de su falsía, persígalo y acúselo, si
le dan las leyes una acción; pero, ¿a qué nada de esto para el proceder
judicial, ni contra las providencias sabias del Magistrado, ante quién la
carta misteriosa se presentó ya abierta’.

Recapitulación

Y demos de gracia que esta funesta carta, estos pasos tan útiles,
pero tan juzgados, estas diligencias y apremios fuesen cual anhela su
defensor, o no existiesen en el proceso: ¿por ventura los reclamó des-
pués la interesada? ¿Excepcionó algo sobre eso en estado de opresión

288
Retórica Forense

al declarar el parricidio, sobre la estrechez de la prisión, al áspero ri-


gor de los apremios, tanto aquí decantados? ¿No aprueba, no repite en
sus posteriores confesiones cuanto dijo en la que por ellos se pretende
hacer nula? La del 24 ¿no se le recibe en toda libertad, aun fuera del
encierro y en la sala misma de declaraciones? ¿Y no vemos todas las su-
yas confirmadas, ratificadas, identificadas, confundidas y hechas una
misma con las del sencillo y desgraciado reo? ¿Pues qué quiere la doña
María? ¿De cuál diligencia se queja? ¿Qué reclama su defensor, o que
niebla se podrá oponer a la verdad misma, clara y pura como es la luz?

Y el infeliz don Santiago de qué excepción querrá valerse contra


esta terrible verdad, declarada por él desde el primer punto de su mi-
lagrosa prisión, sencilla y paladinamente, a sabiendas e contra sí! ¡Qué
opondrá! ¡A que se acogerá para eludir su fuerza irresistible! Confieso
a V. A. que nada veo en todo este proceso cuando lo considero, sino
la mano omnipotente de la Providencia sobre los dos culpados, el pe-
so insufrible de su maldad que los oprimía y abrumaba, y los atroces
remordimientos que les arrebataban, a pesar suyo, la verdad de sus
labios criminales.

Confirmación

Así quieren la razón y la ley de Partida que sea la cosnocencia


o confesión: sin premia, a sabiendas e contra sí, para sujetar al delin-
cuente a la pena del delito; y así han sido, señor, las de don Santiago
San Juan y doña María Vicenta Mendieta, reos ambos ante el Cielo y
los hombres de la injusta muerte de don Francisco del Castillo con una
atrocidad sin ejemplo.

¿Pero qué género de muerte? ¿De cuál delitos son reos? Decir
pudiera que del más negro y horroroso, dejando el regularlo a la alta
sabiduría de V. A. Porque él, mirado bien, es una alevosía cualifica-
da con las circunstancias más crueles: un padre de familia desnudo,
desarmado y enfermo es acometido y muerto en su misma cama sobre
seguro. Es un asesinato, porque el cobarde matador recoge al ins-
tante el vil precio de su iniquidad en los dos doblones de a ocho del
escritorio y este premio, esta paga, este bajísimo interés se lo ofreció
su aleve compañera, para después de la muerte, en la mañana de
aquel día, por más que se me diga no haber sido precio sino dádiva
generosa. Es un parricidio, porque en la mujer y su adúltero amigo

289
Miguel Antonio De la Lama

se ayudan, y a tuerto y con armas matan a su marido e insigne bien-


hechor, casos comprendidos en este horrible crimen. Es un delito que
rompe, destruye despedaza los vínculos sociales en su misma raíz: un
delito contra la seguridad personal en medio de la corte, en el asilo
más sagrado y entre las personas más íntimas: un delito que ofenda
la nación toda, privándola de un hijo de quien eran de esperar inmen-
sos bienes por sus conocimientos mercantiles, su celo y su probidad:
un delito en fin que ultraje la humanidad y la degrada. El adulterio,
el nudo conyugal, las costumbres, la amistad, la patria, el seguro de
la corte, el asilo de la casa propia se confunden indignamente en él:
todo se vilipendia, todo se atropella y trastorna, y aumenta todo la
atrocidad del atentado.

¿Más acaso los infelices reos se arrostraron a cometerlo impeli-


dos de circunstancias que lo hagan menos horroroso?

La doña María, se dice, oprimida por su marido cruel insultada


continuamente por su genio altanero y atropellada y castigada, no ha-
llando otro medio de ponerse en seguro, abrazó éste, desgraciado por
cierto, pero más digna ella de nuestra tierna compasión que de la seve-
ridad y el odio de las leyes.

¡Cuáles nos gobiernan, señor! ¡Cuáles nos velan y defienden!


¡Qué país vivimos! ¡En qué lugar estamos! Por tan acomodados, tan
humanos principios, ¿qué seguridad tendremos ninguno de nosotros de
nuestra pobre vida ¿Quién no temerá hallarse, saliendo de este augus-
to Senado, con quien por una palabra sin razón, un desaire, un despre-
cio, un tono altanero y erguido no le prive de ella en un instante, parte
y juez a un mismo tiempo en el tribunal de sus venganzas? ¿Será el
puñal del ofendido el justo reparador de sus agravios? Un resentimien-
to, una ofensa, un genio duro, bárbaro si se quiere, ¿autorizan acaso el
asesinato ni la negra traición? ¡Sociedad desgraciada si estas fueran
tus leyes y velases así a tus hijos!.

Los Jueces, los Tribunales, tienen día y noche patentes sus puer-
tas, extienden su mano protectora a cuantos desvalidos los imploran,
y a ninguno que la buscara le negaron su sombra. ¿Los interpeló acaso
esta infeliz? ¿Recurrió a ellos en sus disgustos y amarguras? ¿O dio por
dicha algún paso para salvarse de su ponderada opresión? Demasia-
das gracias tienen ya las mujeres entre nosotros. Puede ser que estas

290
Retórica Forense

gracias, y el favor excesivo que les dispensamos los Jueces, por una
compasión y un principio de honor equivocados, hayan sido la causa de
la muerte que debemos llorar y yo persigo.

¿Y dónde, donde están estos insultos y crudos tratamientos tan


decantados ¿No hemos oído la desgraciada prueba de la doña María
para que aún clame tanto su defensor sobre este punto? Por toda ellas
se nos presenta el infeliz e indulgente Castillo de un genio vivo, claro,
y si se quiere intrépido y osado, pero facilísimo de acallar, de un co-
razón franco y generoso y sin resentimiento ni rencor. Es un marido
que transige por decirlo así, sobre su deshonor con el mismo que le
ofende, como oyera admirado V. A., en su conducta condescendiente
con el bárbaro don Santiago: es un marido que en medio de los excesos
y pasos criminales de su aleve mujer, que él sin duda sabia, hace con
ella, en uso de sus solemnes fueros, lo menos que pudiera y que debiera
hacer. Riñe una vez y quiere en lugar de corregirla salirse despechado
de su casa a habitar y dormir en su tienda: riñe, y por uno de aquellos
accidentes que le perfidia sabe tan bien fingir, corre a media noche con
un criado a buscar solícito un médico que la asista en su aparentada
locura. Riñe, y sufre que lo arañe en el rostro: riñe y es duro, y la deja
salir a todas horas, concurrir a tertulias y teatros y recibir en su casa
a cuantos quiere. ¿Y es el marido cruel? ¿Este el león implacable y tan
temido? ¿Este el hombre que la castiga y atormenta? ¿Este aquel a
quien su oprimida compañera no puede arredrar sin un asesinato. Más
severo, más duro le hubiera yo querido, y acaso no ejerciera mi terrible
ministerio, persiguiendo sus parricidas.

Nunca, se insiste, pudo la doña María recelar este atentado del


ánimo apocado de su adúltero amante. ¡Nunca lo pudo recelar y se em-
bebece con él en el modo de ejecutarlo por más de dos meses! ¡Y va
una vez a disuadírselo, agitada de anticipados remordimientos, por el
último suplicio de otro reo! ¡Y aprobándolo ella, aparenta el traidor su
fingido viaje para más bien cubrirlo y deslumbrar! ¡Y ella le llora para
más electrizarle! ¡Y da la terrible sentencia de que caso de morir uno
de los dos muriese su marido! ¡Y le busca y le persigue todos aquellos
días! ¡Y le ceba y le alienta con las dos onzas de oro! ¡Le da la señal de la
persiana! ¡Le habla al entrar de la sala! ¡Y corre artificiosa a entretener
las criadas y fingir un desmayo mientras se consuma la negra alevo-
sía! ¿Y se osa decir que no creía que el atentado se ejecutase? ¿Cómo,
os pregunto, lo pudiera creer? ¿Cómo concurrir y cooperar a él? ¿Se

291
Miguel Antonio De la Lama

quiere para esto que ella misma lleve con su mano el puñal del amante
y aseste impávida su punta al pecho del enfermo y desarmado marido?
Así tampoco concurrirá al robo el ladrón que tiene la escala por donde
sube el compañero, o apunta con el trabuco al caminante mientras otro
le registra y ata.

Quisiera, señor, quisiera ser indulgente y poderme contener, aca-


so mis palabras, herirán con más calor que el conveniente al Ministerio
de templada severidad que ejerzo en nombre de la ley. Pero tan horri-
ble maldad me despedaza el corazón: dad algún alivio a mi justo dolor
y mi ternura: el malogrado, cuya muerte persigo, era por desgracia mi
amigo; conocílo por la rara opinión con que corría su nombre; y cuando
se prometía y yo me prometía unirnos con mi nuevo destino en lazos de
amistad más estrechos, le veo robado para siempre de entre nosotros
y perdido para los buenos y la patria por la crueldad de una ingrata
mujer y de un amigo tan cobarde como fementido.

Por último, se dice que esta infeliz mujer estaba sin libertad ni
capacidad alguna para tan gran maldad. Feble y apocada por naturale-
za, añadía a la debilidad de su sexo la de su propia constitución, y una
pasión furiosa la había convertido en una máquina que sólo recibía su
impulso y movimientos de las insinuaciones del adúltero. Así se la ve
después ni sentir cual debiera la muerte del marido, siquiera por la
decencia y su seguridad, ni mudar de semblante, impasible cuando se
la prende, ni entristecerse por su encierro y dura soledad, ni faltarle en
fin el apetito entre los horrores de la cárcel, hasta dormir en ella con el
mayor sosiego.

Esto se ha dicho por su defensor. Esto se ha dicho. ¡Y podrá


sufrirse con paciencia! ¡Era tímida la que sabe exclamar a su alucio-
nado amante que, caso de morir, uno de los dos, muriese su marido!
¡Era débil la que se arroja a él y le llena de araños! ¡La que insiste, al
intentarla separar, en que la dejen, que ella sola basta para acabarle!
¡Tímida la que ceba, se complace por tantos días en un proyecto tan
horrible! ¡La que ve con impávida serenidad el alevoso puñal en la
mano! ¡Apocada la que, a pesar de las continuas reconvenciones del
inocente asesinado, continúa ciega en sus criminales amistades! ¡La
que anda a todas horas de calle en calle, de posada en posada en bus-
ca del don Santiago! Pero la pasión de este infeliz la tiene electrizada,
sin deliberación, frenética y sin seso. ¡Extraña jurisprudencia! ¡Sin-
gular raciocinio! ¡Raro modo por cierto de defender un reo y disculpar

292
Retórica Forense

sus delitos! Así el ladrón pudiera excepcionar que su pasión le ciega;


que la idea seductora del dinero le quita enteramente la libertad de
obrar; y que no está en su mano, si lo ha visto, dejar de arrebatarlo:
el adúltero, que la hermosura y los encantos de la madre de familia
honesta, le inflama y le enloquece; y el torpe violador, que en una
constitución toda de fuego no le es dado calmar la imperiosa fuerza
de su temperamento, ni domar en nada su brutal desenfreno. Nin-
gún delito será imputable por estos horrorosos principios: ninguno
lo sería si por desgracia fuesen verdaderos; porque, ¿cuál hay que no
nazca de una pasión furiosa? ¿O qué delincuente, por endurecido en
el mal, al cometer sus tentados estará sereno? No negaré tal vez que
la memoria aguda de su maldad y mil tristes presentimientos tengan
al presente como estúpida a la doña María: así también suelen estarlo
los mayores facinerosos cuando se ven en una cárcel, abandonados
al gusano roedor de sus conciencias, delante de sí la horrible imagen
de sus atrocidades, y desnuda sobre su garganta la espada de la ley:
que el mayor corazón se pierde, el mas despierto consejo se confunde
a la vista de los delitos. Pero no son por esto menos delincuentes sus
pasiones indóciles y su pervertida razón no pueden impedir el salu-
dable efecto de las leyes en la dirección de las acciones, ni eran ellos
estúpidos al cometer el mal. No lo era, no, la desgraciada doña María
Vicenta, combinando exactamente las infernales operaciones del de-
sastrado día 9; no lo era, no, volviendo en él a su causa a la una y me-
dia de la tarde, enfermo y en cama su marido, de acordar el parricidio
con su alevoso amante.

Ni tiene otros descargos este infeliz, por más que su defensor


quiera decirle loco en su delincuente amor. Bien sé yo la fuerza terrible
de las pasiones, y su funesto imperio en los corazones que inflaman y
sojuzgan: la Historia ofrece a cada caso ejemplos memorables de esta
fuerza, y la moral y el estudio detenido del hombre, apoyan y conven-
cen cuanto la Historia dice. Pero también sé que es nuestra obligación
el dirigirlas o domarlas, no siéndoles dado el poder de arrastrarnos al
mal irresistiblemente: que estas enfermedades del alma, por graves
que parezcan, no son sin embargo incurables: que para ello se nos dio
la razón y el sagrado instinto del bien, que se han negado al bruto: que
esta fiel compañera nos clama sin cesar si tropezamos: que en medio de
su imperio que ejercen, tan duro y tan temible, nos queda ilesa siempre
la libertad, y con ella la justa imputación de nuestros pasos; y que por
todo esto, cuando sucumbimos y caemos, somos reos ante Dios y los

293
Miguel Antonio De la Lama

hombres de nuestro vencimiento y cobardía, como lo es hoy el infeliz


don Santiago por los horribles frutos de un amor criminal, que debió
sofocar cuando lo vio nacer, trabajando en lograrlo noche y día, en vez
de embriagarse en él, ni abrigarlo en su pecho para llevar a cabo su
impías sugestiones.

Y si esto nada se hace, su apocamiento, su genio melancólico y


adusto, sus pocas expresiones, su excesiva cortedad ¿qué pueden, aún
dado caso que así fuesen, qué pueden hacer para disminuir un delito
tan execrable? ¡Qué pueden hacer para sustraerle al crudo escarmiento
que la ley le señala? ¿Qué puede hacer la dolencia que padeció por el
pasado don Santiago, naciese norabuena no de una insolación, sino de
aflicción de su espíritu? Este hombre melancólico, este tan encogido,
este apocado y cobarde se ceba como su cómplice por tanto tiempo en
la idea espantosa de su maldad: trata de preocupación sus saludables
reflexiones cuando de ella le intenta disuadir, y se atreve, siendo la pri-
mera, a la mayor atrocidad; pruebas todas nada dudosas de la feroci-
dad de su ánimo. Obra, si, como cobarde, porque acomete sobre seguro
a un hombre desnudo, desarmado y enfermo: ¿y quién es este hombre?
Temblad, señor, temblad al escucharlo: el mismo cuyo lecho ofende,
que le admite en su casa, que le pone a su mesa, su amigo, su bienhe-
chor, el que le dio liberal el dinero para su mentido viaje a Valencia, y
tal vez por alejarle así del lado sospechoso de su adúltera compañera.

Ninguno, pues, de los dos tiene ni sombra de disculpa con que


disminuir lo atroz del atentado: éste fue el mayor que pudo cometerse,
y yo por cierto, como digo antes, no alcanzó a señalarle lugar entre
los delitos. El ataca la seguridad personal hasta en los más íntimo y
sagrado; ataca el santo nudo conyugal, y le rompe impíamente y des-
pedaza: ataca las costumbres públicas y cuanto hay de más augusto y
venerable sobre la Tierra. Con este ejemplo fatal ¿quién fiará de nadie,
si debe recelar hasta de su mujer? ¿Quién abrirá su corazón a la dulce
amistad, si el amigo asesina? ¿Quién a la generosidad y la beneficencia,
si es su premio la muerte? ¿Quién en su lecho podrá dormir tranquilo,
si en el suyo, cercado de gentes y criados, no se vio seguro el desgracia-
do don Francisco Castillo? No encuentro ciertamente, lo repito, señor,
no encuentro ni pensamientos ni palabras para su horrible deformidad.

Así todos los pueblos le han perseguido y castigado con las ma-
yores penas, igual en este punto la antigüedad remota con la edad pre-
sente. Legisladores ha habido que no se atrevieron ni aún a nombrarlo

294
Retórica Forense

en sus Códigos creyendo imposible en la naturaleza un crimen tan


enorme. Más a cuantos lo han hecho la muerte les ha parecido poco, ha
sido preciso inventar y añadirle aparatos y circunstancias que la hagan
a la imaginación más y más espantable. Los antiguos egipcios punza-
ban todo el cuerpo del parricida con cañas muy agudas; revolvíanlo
después en un haz de espinas, y le pegaban fuego. Los griegos le ape-
dreaban hasta morir. Entre los virtuosos romanos, después de azotado
crudamente, se le encerraba en un saco con ciertos animales fieros pa-
ra hacerle su fin más doloroso. En otras partes se le enterraba vivo; en
otras se despedazaban sus miembros con ardientes tenazas; en otras se
abrasaban y rompían en una cuerda. Una ley del antiguo Fuero Juzgo
le señala la pena capital, repartida su hacienda entre los herederos del
difunto. Nuestro gran legislador D. Alfonso, siguiendo como suele en
sus Partidas los pasos de los sabios romanos, ordena en fin en la Ley
12 del título de los Omecillos que, “si el padre matare al fijo o el fijo al
padre, o el marido a su mujer, o la mujer a su marido, o cualquiera que
diera ayuda o consejo porque alguno de los dichos muriese a tuerto con
armas o con yerbas, paladinamente o encubierto, quier sea pariente
del que así muriere, quier extraño, que ese tal que fizo esta enemiga,
que se azotado públicamente ante todos, e desi que lo metan en un saco
de cuero, e que encierren con él un can, e un gallo, e una culebra, e un
jímio, e después que fuexe en el saco con estas cuatro bestias, cosan la
boca del saco, e láncelos en la mar, o en el río que fuese más cerca de
aquel lugar do acaesciere”. Así la ley Señores.

Peroración

Y vosotros, sabios ejecutores de ella, rectísimos ministros de la


santa justicia, ¿Podréis a su vista dudar un sólo instante en imponer
la clarísima pena que señala a los dos desgraciados parricidas, doña
María Vicenta de Mendieta y don Santiago San Juan? Otro os dijera,
arrebatado de su celo, que el fatal cadalso se levantase enfrente de la
casa, teatro del horrendo delito. El es tan atroz en sí mismo, y por sus
funestas consecuencias en el orden social, que merece que le deis el
mayor aparato judicial para que imponga y amedrente a los malvados.

Los grandes atentados exigen muy crudos escarmientos; este, se-


ñores, es el más grave que pudo cometerse. En esta perversión y aban-
dono brutal de las costumbres públicas, en esta funesta disolución de
los lazos sociales, en esta inmoralidad que por todas partes cunde y se

295
Miguel Antonio De la Lama

propaga con la rapidez de la peste, en este fatal egoísmo, causa de tan-


tos males, en este olvido de todos los deberes, cuando se hace escarnio
del nudo conyugal; cuando el torpe adulterio y el corrompido celibera-
to van por todas partes descarados y como en triunfo apartando a los
hombres de su vocación universal, y proclamando altamente el vicio y
la estéril disolución, en estos tiempos desastrados, este lujo devastador
que marcha rodeado de los desórdenes más feos, estos matrimoniales
que por todas partes se ven indiferentes o de hielo, por no decir más;
un delito tan horroroso la merece más particularmente, y esas ropas
acuchilladas que recuerdan su infeliz dueño; esa sangre inocentes en
que las veis teñidas y empapadas, clamándoos por su justa venganza;
la virtud que os la presenta cubierta de luto y desolada; ese pueblo que
tenéis delante, conmovido y colgado de vuestra decisión, el rumor pú-
blico que ha llevado este negro atentado hasta las naciones extrañas; la
patria consternada que llora a un hijo suyo malogrado, y hundidas con
él mil altas esperanzas; el Dios de la justicia que os mira desde lo alto,
y os pedirá algún día estrechísima cuenta del adúltero y del parricida;
vuestra misma seguridad comprometida y vacilante sin un ejemplar
castigo; todo, señores os grita, todo clama, todo exige de vosotros la
sangre impía de esos alevosos. Fulminad sobre sus culpables cabezas
en nombre de la Ley la solemne pena por ella establecida, y paguen con
sus vidas, paguen al instante la vida que arrancaran con tan inaudita
atrocidad. Sean ejemplo memorable a los malvados, alienten y reposen
en adelante la inerme inocencia y la virtud, estando vosotros para ve-
lar sobre ellos, o a los menos vengarlas.

__________

El Tribunal sentenció, conforme a lo solicitado por el Fiscal, con-


denando a los parricidas a la pena capital.

296
IV. FORO PERUANO

DESOBEDIENCIA MILITAR

Defensa del Comandante de la corbeta “Unión” Capitán de Navío don


Manuel Antonio Villavisencio, hecha por el doctor don Miguel Antonio
De la Lama, ante el Consejo de Oficiales Generales, reunido en el
Callao el 16 de Octubre de 1880.

Excmo. Señor:

Cábeme la honra de haber sido designado por el benemérito se-


ñor Capitán en Navío don Manuel Antonio Villavisensio, para desarro-
llar ante V. E. la abundante defensa que brota del juicio verbal que se
le sigue, por el delito de desobediencia militar.

Bien podría ahorrarse este trámite, atendidos los antecedentes y


las cualidades personales del acusado las circunstancias que rodean los
hechos imputados y el ilustrado patriotismo de los Jueces, si las leyes
no lo exigieran como esencial.

Honroso es, por cierto, defender una causa en la que está fija la
atención de nacionales y extranjeros, que pasará tal vez a la Historia
en la biografía del hombre célebre a que se refiere, cuando el triunfo
de ella significa una esperanza más para la Patria; cuando la defensa
tiende a que no caiga mancha sobre una gloria nacional; cuando las
simpatías de todo un pueblo sirven de cortejo al defensor. Así sucede
en el presente juicio, no por el delito sobre que versa, sino por la alta
figura que el enjuiciado representa en la guerra actual.

297
Miguel Antonio De la Lama

El Comandante que era del transporte “Chalaco” cuando Chi-


le nos declaró guerra a muerte; el que burlando las persecuciones y
arrostrando los fuegos de poderosos blindados, toreándolos verdade-
ramente, regresaba a los puertos de su primera dirección y desem-
peñaba las más arduas comisiones, trayendo de Panamá numerosos
elementos de guerra, haciendo presas y abasteciendo todo el Sur de
soldados, armas, municiones, vestuario, dinero y demás recursos bé-
licos – el actual Comandante de la Corbeta “Unión”, el popular héroe
del “17 de Marzo”, que con un débil barco rompe el bloqueo de Arica
sostenido por dos blindados y un transporte, de artillería superior,
entra en el puerto, pasa el día descargando por un costado el precio-
sos depósito que se le confiara y batiéndose por el otro con esas naves
para tenerlas a raya, y a la luz de la tarde leva anclas y sale por entre
los enemigos y los aplausos de la multitud amilanando a aquellos con
tanto arrojo, ostentando ante el mundo entero la pericia, el valor,
la intrepidez y el patriotismo del marino peruano – el Comandan-
te Villavisensio cuyas proezas han paralizado alguna vez el criminal
arreglo de Chile con nuestros acreedores del exterior, según la misma
prensa europea; aquel que desde el bloqueo del Callao no tiene otra
aspiración que forzarlo para desempeñar nuevas y peligrosas comi-
siones; sombra de los marinos chilenos, esperanza de dos naciones,
objeto de las más altas ovaciones de los pueblos del Perú, de quien no
se apartan las miradas de todos los hombres que observan nuestros
pasos en la guerra que sostenemos – el Comandante Villavisensio, en
fin, se encuentra arrestado en un buque que no es el suyo y sometido
a Consejo de Guerra------
Natural es, pues que así en la República como fuera de ella, hoy
como mañana, todos se pregunten ¿cuál es el delito del esforzado pa-
triota, a quien tanto debe la Alianza Perú-Boliviana y cuyos servicios
le son tan importantes? – El abnegado marino, el espíritu superior que
solicita empresas arriesgadas y que todo lo sacrifica, sin vacilaciones
ni reservas, por el triunfo de nuestras armas; ¿por qué ha descendido
desde el templo de la gloria, hasta el banco de los acusados?
Y los que le conocen personalmente agregarán ¿Qué delito puede
haber cometido el Comandante de la “Unión”, esa alma limpia de va-
nidad; ese guerrero amable, modesto, hidalgo, que ha esmaltado sus
laureles con estas virtudes; el marino que en veinticinco años de servi-
cios consecutivos no ha recibido la más ligera reconvención, y que por
el contrario se ha hecho acreedor al aprecio de todos sus superiores?

298
Retórica Forense

A esas preguntas, a esa duda mortificante para todos los perua-


nos, debo responder con el examen jurídico del sumario; abrigando
la convicción de que las conclusiones tendrán eco en la inteligente
rectitud de V. E., que está llamado a apreciarlas, y en la superior
ilustración del Supremo Gobierno, que ha de revisar el fallo; pues de
ese estudio resultará, que a pesar del rigor de las Ordenanzas milita-
res, el señor Comandante Villavisensio no ha cometido un delito, sino
quizá una simple falta, desvirtuada por un cúmulo de circunstancias
atenuantes.

Para entrar en dicho examen, necesario es hacer antes una breve


relación de los

Hechos

El día 5 de los corrientes, el señor Secretario de Marina preguntó


al señor Comandante Villavisensio, si el buque de su mando estaba
completamente listo para zarpar en el momento en que se le ordenase;
respondió afirmativamente, e indicó que sería conveniente pagar a la
tripulación los dos meses que se le debía.

Al medio día del siguiente, se presentó a bordo el pagador y dijo


al señor Comandante, que iba con el objeto de hacer el pagamento por
los meses de Agosto y Setiembre; y recibió respuesta de que sería mejor
dejarlo para el día siguiente.

Después de las cuatro de la tarde del mismo día, el señor Coman-


dante General de Marina transcribió al del buque una orden del señor
Secretario del ramo, expedida la víspera, para que el pagamento se
hiciese a primera hora del día que ya declinaba.

El señor Comandante Villavisensio tenía razones reservadas de


interés nacional, para que se demorase el pagamento. Sin necesidad
de ser marino se comprende, que el ajuste o pago de todos los sueldos
devengados es presagio de próximo viaje, y podría traslucirse el pro-
yectado; que esa sospecha, máxime cuando la tripulación no tiene ya
nada que recibir, abre las puertas a las deserciones y se pierde la gente
tal vez más útil para expedición; y que lo más conveniente es pagarles
una parte cuando se aproxime el día de la salida, a fin de que no tengan
tiempo de distraer el dinero con que deben procurarse los recursos para
el viaje, y asegurarlos con el retardo de la otra parte hasta que zarpe
el buque.

299
Miguel Antonio De la Lama

Dominado el señor Villavisensio de esas idea; convencido de que


no era urgente el pago, desde que no se habría ordenado, si él no lo
hubiese pedido; por cuanto faltaban aun otros elementos para la ex-
pedición, según se lo había revelado el señor Secretario de Marina; no
estando hechas las listas para el pagamento; teniendo en tierra ocho
individuos de la tripulación; y habiendo pasado ya la primera hora se-
ñalada en la orden; comisionó al Jefe del Detall para que expusiese al
señor Comandante General, que sabía no era urgente hacer el paga-
mento, y temía que la gente desertara encontrándose con tres sueldos
reunidos.

Al poco rato se presentó a bordo el señor Mayor de Ordenes del


Departamento, con una del señor Comandante General, para que se
efectuase el pago. Como las comunicaciones verbales son por su propia
naturaleza susceptibles de mala inteligencia, por su parte del que las
lleva o del que las recibe, creyó el señor Villavisensio que el Comandan-
te General no había sido bien enterado de las razones que mandó poner
en su conocimiento, y las reprodujo al señor Mayor de Ordenes.

Momentos después fue a bordo un Alférez de Fragata, Ayudan-


te de la Mayoría, y comunicó verbalmente al señor Villavisensio, en
presencia de las personas que le acompañaban y de los sirvientes de
cámara, que de orden del señor Comandante General no se moviera
del buque. El Comandante intimado, procediendo con la circunspec-
ción que le es característica, contestó que estaba bien; pero consi-
derado que una orden de arresto no podía ser comunicada de ese
modo y que tampoco había causa para librarla, entró en duda sobre
el alcance de la intimación y comisionó al segundo Comandante para
que indagase del señor Comandante General, si esa orden era por
razón del servicio o implicaba un arresto; agregando que en el primer
caso estaba bien, y que si era arresto no lo aceptaba. El comisionado
regresó y expuso al señor Villavisensio, que el señor Comandante
General le había hecho dejar por escrito la pregunta y contestádole
solamente que estaba bien. De este punto, que es el capital en el jui-
cio, me ocuparé después.

No habiendo recibido respuesta a la pregunta, fue a poner lo


ocurrido en conocimiento de S. E. el Jefe Supremo de la República;
y cuando regresaba a bordo para cumplir con la orden de no saltar a
tierra, hasta que se aclarase su objeto, se le comunicó otra del señor

300
Retórica Forense

Secretario de Marina para que permaneciese en su buque; a lo que


dio exacto cumplimiento durante veintisiete horas, después de las que
recibió otra orden para que se presentase arrestado a bordo del vapor
“Limeña”, la que también cumplió exactamente.

Habrá notado el Excelentísimo Consejo, quizá con extrañeza, que


para esta relación me he servido de todas las declaraciones que obran
en la sumaria, menos de la instructiva de mi defendido, despreciando
así algunos detalles favorables que ésta contiene y contra los cuales
no hay prueba legal. La razón de esa conducta es, que deseo evitar
todo pretexto de duda; y que estoy tan persuadido de que el señor Co-
mandante Villavisensio no ha incurrido en delito, que voy a abordar la
cuestión como Juez y no como Defensor.

De los hechos narrados se desprende, que el juicio abraza dos


puntos: la desobediencia sobre el pagamento, y la no aceptación del
arresto. Me ocuparé de ellos separadamente.

Pagamento

Los motivos expuestos ya, que tuvo el señor Comandante Villa-


visensio para observar la orden del pago inmediato, justifican plena-
mente su conducta a los ojos de cualquiera, a su simple enunciación.
Demostrado queda que el pago no era urgente, como se comprobó des-
pués con una segunda orden que se expidió para que no se verificase;
que el dinero estuvo listo a solicitud del mismo Comandante y que el
cumplimiento de esa orden podría haber causado grave daño nacio-
nal, dificultando una importante expedición. Resta averiguar si dicho
Comandante es delincuente conforme a las leyes, por o haber dado in-
mediato y ciego cumplimiento, sin hacer ni reiterar observaciones, de-
jando a un lado los intereses de la Patria.

Ningún hombre, y menos el Comandante de un buque de guerra,


puede ser deprimido con el rigor de la obediencia ciega. No es por ra-
zón de las circunstancias, Excmo. señor, que siento este principio: en
el Diccionario de Jurisprudencia y de Legislación Penal, que publiqué
desde el año de 1876 en colaboración del muy ilustrado jurisconsulto
y estadista señor doctor don Manual A. Fuentes, procuramos demos-
trarlo, fundándonos en la opinión y autoridad de los más conocidos y
respetables autores.

301
Miguel Antonio De la Lama

En esa obra, al hablar de la coacción, decimos: “Con respecto a


los militares, algunos escritores han sostenido la doctrina de la obe-
diencia pasiva en los términos más absolutos: esta cuestión puede
tener graves y terribles consecuencias. Los soldados han sido consi-
derados como instrumentos materiales, que la voz de mando, sea cual
fuere, debe siempre encontrar dóciles, abdicando su conciencia y sus
luces; no deben, se dice, juzgar y ver sino por las palabras y los ojos de
sus jefes; la orden que reciben forma su opinión, su moral, su religión.
Son máquinas humanas que la voz de un solo hombre anima; su mi-
sión es la abnegación y la obediencia ------- Esta doctrina es muy ab-
soluta, para ser verdadera. El hombre no puede nunca estar reducido
a un papel puramente material; su responsabilidad moral es esencial
a su ser; a nadie puede imponerse el sacrificio de su conciencia. ¿Có-
mo comprender un deber que prescribiera la ejecución de un crimen?
La obediencia jerárquica es uno de los principios fundamentales del
orden social; pero esta obediencia no debe ser ni ciega ni pasiva: ella
supone la legitimidad de la orden y del mandato------- Además, no
es cierto que los militares sean, aún sobre las armas, instrumentos
ciegos ------- La obediencia pasiva, tal como se exige, no ha existido
nunca, sino en las épocas del fanatismo. La disciplina militar está
fundada en deberes austeros, pero sagrados; estos deberes, para ser
observados, no necesitan ser formulados en reglas de esclavitud; el
soldado comprende su importancia por el interés de la Patria, y la
respeta; su inteligente obediencia es la garantía mas segura de la
sociedad”.
La doctrina contraria conduce al absurdo de la irresponsabilidad
absoluta de los subalternos, que perpetren cualquiera crimen por or-
den su jefe.
Si pues la obediencia no debe ser ni ciega, ni pasiva, el inferior
debe resistir a la orden en que se le prescriba un crimen y observar
aquellas que puedan producir otro mal grave.- Así lo ha hecho el señor
Comandante Villavisensio. El no ha resistido a la orden de pago inme-
diato, creyó que podría producir un grave mal y se limitó a observar-
la.- La observó por segunda vez, pensando que en la primera habían
sido mal explicadas o mal comprendidas sus observaciones, a causa de
haberlas hecho verbalmente por interpósita persona; pero aunque así
no fuese, y resolviendo por casos análogos, según el artículo 9 título
preliminar del Código Civil, las leyes administrativas obligan al infe-
rior a que observe por dos veces.

302
Retórica Forense

Hay mas; la facultad de hacer observaciones está naturalmente


en razón inversa de la distancia que hay del superior al inferior; y en
ningún Jefe resalta mas esa facultad, que en el Comandante de un
buque de guerra, sobre actos que se relacionan con la administración
de éste, que está exclusivamente a su cargo, bajo seria responsabili-
dad.- Por Real Orden del 10 de Mayo de 1804, los Capitanes genera-
les de provincia y los Gobernadores debían abstenerse en lo sucesivo
de entrometerse en lo económico y gubernativo de los cuerpos, por ser
privativo de sus Jefes y de los Inspectores generales; dejando en con-
secuencia obrar a los respectivos Coroneles y Comandantes con entera
libertad en el manejo y distribución de los caudales de los fondos.

Tanto es cierto que no debe privarse a los Jefes del discernimien-


to en el acto de cumplir las órdenes superiores, que el mismo señor
Villavisensio, en la primera expedición con la corbeta de su mando, re-
cibió órdenes de dejar el cargamento en Quilca llegó a ésta caleta, y no
encontrando allí los útiles de movilidad necesarios, de propio arbitrio
hizo la descarga en el puerto de Mollendo, acto que produjo un buen
resultado para la Patria, y no fue desaprobado.

Demostrado como queda, que mi defendido no ha cometido falta


alguna en la cuestión del pago inmediato, tanto por el fin patriótico que
perseguía con sobrada y manifiesta razón, cuanto por los fundamentos
jurídicos y legales que preceden, sigo en el segundo punto sobre el

Arresto

Lo que tiene en el juicio carácter de aparente gravedad, es la


circunstancia añadida a la consulta que mi defendido dirigió al señor
Comandante General por conducto del señor Comandante Aljobín, de
que si era arresto no lo aceptaba; y como nadie puede objetar al que
pronuncia una palabra el sentido en que la emplea, claro es que mi
defendido manifestó, según lo ha declarado, que no se sometía volun-
tariamente al arresto, por creerlo injusto, sin decir con eso que no lo
cumpliría.

Se le hace cargo de que después de la orden no se le encontró


en el buque; pero V. E. puede comprobar, que el señor Comandante
Villavisensio fue a poner lo acontecido en conocimiento de S. E. el Jefe
Supremo de la República, por no haber recibido contestación del señor

303
Miguel Antonio De la Lama

Comandante General. Quebrantar una pena, según el artículo 62 del


Código Penal, es fugar y no fuga por cierto, el que va a exponer su queja
al superior del Jefe que le ha impartido la orden, y vuelve voluntaria-
mente a cumplirla.

Suponiendo, por ahora, que el Comandante de la “Unión” cometió


una falta, veamos las circunstancias que la desvanecen.

Es un principio de Jurisprudencia universal, declarado en el


artículo 8 inciso 10 del Código Penal, que la obediencia es debida al
superior, cuando éste procede en uso de sus atribuciones y concurren
los requisitos exigidos por las leyes para que la orden sea obedecida.
Estos requisitos no fueron llenados por el señor Comandante General
de Marina; pues las Ordenanzas prescriben, que los superiores ejerzan
sus atribuciones, tratando a los inferiores con toda urbanidad, sin usar
palabra o acción que pueda humillarlos y dar lugar a que se falte a la
buena disciplina.

Con efecto; la forma legal de comunicar la orden de arresto al


señor Comandante Villavisensio habría sido, llamándolo el señor Co-
mandante General para intimársela personalmente, o por lo menos,
pasándole una nota reservada pero efectuarlo por medio de un oficial
subalterno y en presencia de otras personas que pertenecen a la dota-
ción de la corbeta, era rebajar el prestigio que necesita el Comandan-
te de un buque de guerra para hacerse respetar y obedecer. Preciso
es ocultar a la tripulación el castigo de un Comandante que delinque,
para que pueda continuar ejerciendo su autoridad sin rubor, evitando
el mal ejemplo que produce en los subordinados un castigo público al
superior, que los alienta para imitar la falta.

Por esa razón es, sin duda, que en el artículo 38, título I°., tratado
3°. De las Ordenanzas de la Real Armada se prescribe que la suspen-
sión de un oficial debe serle comunicada por el Comandante superior
inmediato. En las mismas se ordena a los superiores, que usen de su
autoridad sin faltar a la atención y estimación que corresponde a los
inferiores según sus empleos y circunstancias, haciendo que sean res-
petados y obedecidos; y que en todos los lances que se ofrezcan, se val-
gan de los modos mas regulares para no dar lugar a que se falte en cosa
alguna a la buena disciplina y subordinación.- En el artículo 21, título
4°. de la Ordenanza Naval de 1802 se preceptúa, que los Jefes usen
de su autoridad tratando a los oficiales con toda urbanidad, así por la

304
Retórica Forense

estimación a que son acreedores, como para sostener la sumisión que


les deben las clases subalternas; y en el artículo 29 del título 33 se pro-
híbe expresamente a todo Jefe, de cualquiera dignidad o grado que sea,
usar jamás con sus súbditos palabra o acción que pueda humillarlos,
bajo la pena de ser declarado incapaz del mando.

Otra circunstancia es la alta clase militar del señor Comandante


de la “Unión”, igual a la del señor Comandante General de la Marina;
pues la gravedad de la falta va disminuyendo con la proximidad de la
clase del inferior al superior.- Así, en el artículo 23, título 10 tratado 8
de las Ordenanzas del Ejército, que complementan las navales, se da la
regla de que la insubordinación de los militares debe sufrir la pena que
corresponda a las circunstancias de la culpa y calidad de las personas
inobediente y ofendida.

Finalmente; la calidad expresada en la pregunta de no aceptar el


arresto, sería el principio de la ejecución directa de la insubordinación;
y como queda exento de pena el delincuente que suspende la ejecución
del delito antes de causar daño y por su propia voluntad, y mi defendi-
do no consumó la desobediencia, pues que no hizo mas que hablar con
S. E. el Jefe Supremo de la República y volver a cumplir el arresto, cla-
ro es que no debe caer sobre él la sanción de la ley. Tal es la disposición
del artículo 5° del Código Penal.

En conclusión; la frase de no aceptar el arresto no es la traduc-


ción legal de la intención de no sufrirlo, y por lo tanto no constituye
una culpa; aún cuando esta hubiera existido, habría quedado reducida
a una culpa simplemente moral, en virtud de la circunstancias expues-
tas; y sobre todo, la interrupción voluntaria y sin daño de la ejecución
de la falta de obediencia, exime de toda responsabilidad.

Para terminar la defensa, me ocuparé del

Dictamen Fiscal

Basta conocer la ilustración del señor Juez Fiscal y leer su dic-


tamen, para convencerse de que no resulta del sumario ningún delito
comprobado y definido. Los tres artículos que cita de la Ordenanza de
1802, son completamente inaplicables.

305
Miguel Antonio De la Lama

El 33 del título I°., expresa la facultad que tiene el General en


Jefe de una Escuadra para suspender a cualquier Comandante de bu-
que; el 17 del título 4°., recomienda a los Comandantes que sostengan
la disciplina y subordinación; y el 28 del título 33, impone a los Coman-
dantes que cuiden de la observancia de la Ordenanza.

Esa deficiencia del dictamen, proviene de que no hay leyes que


condenen a mi defendido.

Conclusión

Señor Excmo: creo haber probado que el señor Comandante de la


“Unión” no es responsable de la falta sobre que versa este juicio. Si lo
fuese, a V. E. correspondería aplicar la pena, según su prudente arbi-
trio, atendidas las circunstancias y resultas de la desobediencia, como
expresamente se determina en el artículo 5°., título 4°. y artículo 10,
título 5°., tratado 5°., parte Ia. de las Ordenanzas de la Real Armada, y
artículo 31 de las Ordenanzas de 1802.

Por lo que hace a las circunstancias aludidas, inútil sería repetir


el cúmulo de las atenuantes de la culpa, si es que ésta ha existido; y
en cuanto a las resultas, se vio después que era mejor no pagar, y el
arresto se cumplió por lo que está mas que purgada cualquiera falta
con el arresto sufrido.

Por Real Orden de 29 de Setiembre del 1780, en los delitos leves


no debe exceder el arresto de ocho días, por considerársele mortifica-
ción suficiente.- ¿Si tal declaración se hace en una ley militar del siglo
pasado, en medio de la severidad de esa época y cualquier que sea la
condición del acusado; que mayor castigo podría infligirse al encum-
brado Comandante de la “Unión”?

Tremendo castigo ha sido para él, mas que una prisión de dila-
tados años para una persona que no tenga significación social, haber
sido separado de su puesto y encerrado en un buque. El hombre que
rodeado del aura popular y lleno de méritos y virtudes se encuentra
castigado, sufre moralmente mayor pena que cualquiera de las mate-
riales que pudiera imponérsele. Las penas no son iguales para todos,
no causan el mismo sufrimiento en las personas de diferentes condicio-
nes: la ley prescribe en general, y a los Jueces corresponde apreciar las
circunstancias especiales.

306
Retórica Forense

No he creído oportuno traer a consideración el artículo 8°. del


Estatuto Provisorio, a pesar de que en él se habla de la insubordinación
militar, porque la disposición que contiene al final, de que solo rige
durante la presente guerra, manifiesta su espíritu.- El Jefe Supremo de
la República que lo expidió, con el patriótico propósito de remover to-
dos los obstáculos y de asegurar los mejores medios de vencer a Chile,
no ha querido comprender en él, sino la insubordinación que directa o
indirectamente pudiera influir en el éxito de la guerra, o traducirse en
delito de traición a la Patria.

La insubordinación admite un número indefinido de grados, des-


de la leve falta hasta el crimen atroz, desde la simple negativa a una
orden sin importancia hasta el ataque a mano armada, según en lo que
consista y las circunstancias en que se cometa.

Si pudiera llamarse insubordinación las observaciones que el se-


ñor Comandante Villavisensio hizo a la orden de pago inmediato, y la
calidad contenida en la pregunta que mandó hacer al señor Comandan-
te General, esa culpa sería del ínfimo grado; porque el retardo del pago
por unas cuantas horas y la expresión de no aceptar un arresto que
cumplió espontáneamente, no tiene la menor trascendencia.

Pero, Excmo. Consejo, una de las condiciones exigibles de la pena


es la satisfacción de la vindicta pública. Y pregunto yo ¿la sociedad,
cualquiera que sea, llámese Perú, llámese Alianza, llámese América,
llámese Europa, se daría por satisfecha de una pena que se hiciera re-
caer con todo su rigor, sobre la cabeza que ella misma ha orlado con la
corona de los héroes? Por el contrario, el fallo condenatorio produciría
un sentimiento general; y ese dolor de nuestros compatriotas, se tradu-
ciría en inefables alegrías para nuestros enemigos de Chile.

Ah! señores, siento estímulos muy poderosos cuando llego a tocar


este punto, del que intencionalmente he querido apartarme en todas y
cada una de las partes de mi discurso porque el abogado que defiende
con la ley no debe tener mas mira que convencer a los Jueces de la
inculpabilidad del acusado; y mucho mas obligado se halla a proceder
de esta manera, sí, por fin de fines, este es un hombre como el Coman-
dante Villavisensio, cuyos hechos ilustran la presente epopeya de la
guerra, y para quien se abre el gran libro de la Historia.

307
Miguel Antonio De la Lama

Fallareis señores, no lo dudo, conforme a los principios de justi-


cia, a las inspiraciones de vuestro patriotismo y al voto popular.

El Consejo de Guerra dio por compurgada la falta con el arresto


sufrido.49

49 Se publica esta defensa, no porque el autor la crea modelo de oratoria, sino por estar sus
partes arregladas a las indicaciones del Texto, y por hacerse en ella referencia a episodios
gloriosos para el Perú en la guerra del Pacífico.

308
V. FORO PERUANO

INSUBORDINACIÓN – REBELIÓN – TRAICIÓN


A LA PATRIA

Defensa verbal que a favor del Comandante de la Corbeta


“Unión”, Capitán de Navío Miguel Grau,50 hizo en el Callao el
doctor Luciano B. Cisneros, ante el Consejo de Guerra de Oficiales
Generales, en la audiencia de 14 de Febrero de 1867.

Confieso, señores, que no creía sentirme tan profundamente con-


movido en este momento, que días hace, he visto llegar imperturbable
con la impasible serenidad del soldado que espera la batalla.

De donde provenga esta anormal agitación en un espíritu habi-


tualmente sereno, acostumbrado por otra parte a las tranquilas lides
del pensamiento, es enigma que escapa a mi criterio.

¿Proviene acaso de las secretas desazones del amor propio, que


temiendo comprometer el éxito de la defensa por absoluta falta de do-
tes para ella, tiembla ante la idea de no poder desempeñar cumpli-
damente misión tan delicada como augusta? No, señores, porque ello
tendría apariencias de injustificable orgullo y el orgullo, por dicha mía,
no ha empequeñecido todavía la grandeza de mi alma.

50 Que trece años después murió gloriosamente batiéndose en el monitor Huáscar contra la
poderosa escuadra de Chile.

309
Miguel Antonio De la Lama

¿Proviene de la naturaleza misma del asunto, temiendo que no


pueda ser tratado sino con engañosos sofismas para ocultar la verdad
y para extraviar el recto criterio de los Jueces? Tampoco, señores, por-
que no hay proceso que aventaje al nuestro en el fecundo campo de la
justicia y del derecho.

Sospecho entonces, que la alarmante agitación que me subyuga


nace de que resuelto como estoy a tratar la materia no sólo bajo la faz
meramente legal, como lo han hecho en sus precedentes defensas mis
estimables colegas, sino también bajo el punto de vista político, es po-
sible que recordando el ardoroso empeño con que siempre combatí los
excesos del Poder, se vea en mí, no al leal y sereno defensor de la jus-
ticia, sino al implacable adversario de todo poder irresponsable. Temo
que mi defensa se tome por recriminación, mis palabras por afrenta,
mis fríos razonamientos por otros tantos sofismas políticos, y recelo
que discurriendo bajo tan equivocado concepto, se me atribuya ideas
e intenciones de carácter subversivo que ni por un momento abrigo,
porque sé que el Poder constituido, por espureo que sea su origen, debe
ser acatado por todo ciudadano, siempre que ese poder aspire leal y
honradamente a la felicidad pública.

Presérveme la santa imagen de la justicia, que tanto ama mi


corazón, de que mis labios la profanen trayendo al debate el odioso
contingente de bastardas pasiones; presérveme ella, porque nada hay
más indigno del culto de esa purísima deidad que la flaqueza de las pa-
siones humanas. Pero esto no impide, que al examinar las gravísimas
y calumniosas acusaciones del Gobierno, emplee contra ellas todas la
independencia de mi noble ministerio, porque si censurable sería que
excediendo el límite de éste faltase a los respetos que la autoridad me-
rece aúnen medio de sus errores y de sus más vituperables extravíos,
el solemne juramente del abogado, los sagrados fueros de la verdad, el
interés de la justicia, que es superior a todo interés humano, y el honor
mismo exigen que nada calle y que hable en este solemne momento, en
presencia de los Jueces, con cuanta amplitud y vigorosa energía caben
en el mártir del deber.

Ni el temor, ni la lisonja, han de ahogar jamás la voz del aboga-


do: tal es nuestro dogma. Y si esa máxima que tanto realza la moral
de nuestra ilustre profesión debe ser siempre severamente cumplida,
hoy más que nunca es preciso recordarla, porque se trata de defender
en la modesta persona de los marinos los fueros de la Nación contra los

310
Retórica Forense

desafueros del Gobierno, las garantías públicas contra los desbordes


del Poder, las purísimas glorias de la República contra los desmanes de
una política indiscreta y calumniosa que tiende a oscurecerlas.

Digo que de esto se trata y que todo ello se contiene en el proceso,


porque el Gobierno interpretando torcidamente y afeando con negros
colores la conducta de los marinos, con motivo del nombramiento del
Comodoro Tucker, ha afirmado en solemnes documentos y repetido ba-
jo la fe de su autorizada palabra, que esos marinos han estampado
mancha indeleble sobre el pabellón nacional haciéndose reos del delito
de traición a la Patria; lo que importa proclamar a la faz de América
y del orbe entero que en el Perú no hay virtudes cívicas, que marcha-
mos a la más completa degradación, y que vivimos en odioso carnaval
político, toda vez que los que hace poco eran aclamados como perso-
nificación del heroísmo, se presentan después, arrojando la máscara
del patriotismo, como traidores de esa misma Patria en cuyo nombre
decían osadamente sacrificarse.

Y no temo, señores, exagerar el sentido de las acusaciones, por-


que llamar criminal al patriota, culpable al vencedor, traidor al héroe,
es no sólo trastornar el sentido natural de las ideas con agravio de la
verdad, sino ofender, herir en os más íntimo y profundo el honor del
país donde tales aberraciones se suponen, presentándolo como indigno
de la civilización de que blasona.

¡Traidores a la Patria los valientes, los dignos, los esclarecidos


marinos a quienes defendemos! ¡Traidores ellos, cuando sus pechos
han servido de sólido baluarte contra la dominación extranjera, cuan-
do su preciosa sangre ha escrito la gloria de todo el continente, cuando
sus hermosos sacrificios han dado a la Patria nueva honra, nueva vida,
los inmarcesibles laureles de Abtao y 2 de Mayo; traidores ellos, cuan-
do han ahogado con el eco de la victoria el rugiente estampido de los
cañones enemigos; traidores los marinos, cuando comparecen ante es
Excmo. Consejo precisamente por salvar los augusto fueros y la santa
dignidad de la Patria! ¡Traidores ellos!

¿Dónde estaban, señores, la conciencia y el corazón de los que


tales palabras estampaban en la nota ministerial, cabeza de proceso de
este juicio? ¿Dónde estaban que no palparon la luz de la verdad, ni las
inspiraciones de la justicia? ¿Dónde estaban que no sintieron desfalle-
cer bajo el peso de la gratitud que todo corazón honrado, que toda alma

311
Miguel Antonio De la Lama

elevada debe a los redentores de la libertad? ¿Dónde estaban, señores,


para no ver en el esmaltado cielo de la Patria los reflejos de la gloria?

Pero no se desalienten los ilustres mártires del pundonor, co-


mo justamente se les ha llamado; no se desalienten, porque si de las
altas regiones del Poder han descendido las negras sombras con que
se intenta opacar el esplendor de sus laureles, esas mismas sombras
harán resaltar su brillo, como la oscuridad del cielo hace resaltar el
diamantino fulgor de las estrellas. No se desalienten, porque si ha
habido quienes olvidando su heroísmo se han aventurado a presen-
tarlos como desertores y como desleales a la causa americana, hay
aquí abogados de su noble y santa causa; abogados, tal vez deficientes
en luces, pero resueltos a arrostrar, sin vacilación ni cobardía, las iras
del perseguidor proclamando muy alto el patriotismo y la inocencia
de las víctimas.

Cediendo a ese noble sentimiento; viendo en los marinos los va-


lientes soldados que tan alto han levantado el estandarte nacional,
todos hemos acudido en su ayuda en estos momentos, para ellos do-
lorosos. En cuanto a mí, declaro señores, que no tanto las encarecidas
solicitaciones de una amistad que me honra, cuando aquel digno sen-
timiento me han decidido a aceptar esta delicadísima defensa, porque
comprendo que todo corazón americano, así como debe admiración y
gratitud a los fundadores de la Patria, así también debe inclinarse re-
verente ante los que denodadamente defienden esa misma Patria en
la actual gloriosa lucha contra España. Que no se diga que los héroes
de Abtao y 2 de Mayo han sido olvidados como sus predecesores: que
no se llame ingrata a la generación actual, y que todo el mundo sea,
valerosos marinos, que si defendisteis el honor de la Nación contra el
enemigo extranjero, tenéis aquí los que han de defenderos contra el
enemigo del vuestro.

Gracias pues por haberme dado ocasión, como abogado, para


ensayar mis débiles fuerzas en esta hermosa lid; como peruano, de ren-
diros público testimonio de admiración y de respeto; como patriota, de
vindicar el honor peruano, demostrando muy alto que aquí, en el Perú,
en este suelo regado con la generosa sangre de mil héroes, jamás hubo,
no hay, no puede haber traidores. Así, aunque débilmente, habré con-
tribuido a restaurar el brillo de vuestro nombre, pues si la airada mano
del Poder os ha colocado en ese banco como reos, el poder de la justicia
que está sobre todo poder, porque es emanación del Cielo, os levantará

312
Retórica Forense

de allí con la aureola de purificación que ella imprime a los mártires de


las grandes causas.

II

¿Ni qué esfuerzo cabe en mí, para defender una causa ya fallada
no sólo por el soberano juez de los jueces, por la opinión pública, sino
por el Gobierno mismo, por los venerables y altísimos dignatarios que
forman el Consejo y hasta por los mismos reos por incomprensible que
ello sea? Pone el abogado en afanosa actividad su inteligencia y trabaja
por el triunfo, cuando oscurecida la justicia, le es preciso desentrañarla
de entre las sombras que la oscurecen y las pasiones que la martirizan,
para hacerla brillar en toda su pureza; pero cuando el abogado ve en
vergonzosa fuga las pasiones acusadoras y encuentra anteladamente
absuelto al acusado, entonces no trabaja sino es porque aun la inocen-
cia misma necesita fórmulas para asegurar su imperio e imponerse al
respeto de los hombres.

Y que la opinión tiene certeramente juzgada esta causa con ve-


redicto absolutorio, lo dicen la prensa, los comicios públicos, las clases
todas de la sociedad cuyos reproches contra el Gobierno se repiten acre-
mente como congojoso lamento del patriotismo, en tanto que para las
víctimas sólo hay palabras de aliento y de confianza: por consiguiente,
si como órgano de la razón general la opinión ha proclamado la in-
culpabilidad de los encausados, hay que acatar su fallo como dogma
purificador.

Cuando la opinión sensata, que sólo se adhiere a lo que la cautiva


con el seductor imán de la justicia falla, como lo ha hecho en cuanto
a este célebre proceso, nada hay que agregar a su sentencia. ¿Qué se
discute entonces?

En cuanto al Gobierno, todos hemos visto cuan diligentemente


y con cuantos esfuerzos ha procurado sustraer este juicio del domino
de la conciencia pública. Los Gobiernos que blasonan de la legalidad y
justicia de sus actos no los encubren con el misterio, ni rehúyen la luz,
ni esquivan el debate por agitado que sea. Lejos de eso, buscan en la
opinión el apoyo de su política y se esfuerzan por alcanzar esa publici-
dad reparadora. Sólo una conciencia culpable teme la mirada escudri-
ñadora de los hombres.

313
Miguel Antonio De la Lama

Sino es así, ¿por qué, señores, se ha obstinado el Gobierno en que


este ruidoso proceso; no alcance los honores de la publicidad en la Ca-
pital de la República? ¿Por qué se nos ha traído a este lugar?

Con ofensa de los altos respetos que merece el Consejo, desig-


nóle primero para sus funciones el local recientemente adjudicado a
los Fundadores de la Independencia. Apercibido después de la actitud
agresiva de la opinión cuyo arrebato le habría sido difícil contener el
día de la discusión solemne, varió de resolución, ordenando que el Con-
sejo se trasladase a bordo de la fragata “Apurímac”; y cuando no pudo
contrariar las razonables observaciones del Consejo acerca de tan im-
premeditada medida, resolvió, con general escándalo, que el Consejo se
constituyese en la isla de San Lorenzo por ser la residencia de los reos;
lastimando así la elevada circunspección de tan augusto Tribunal, y
estableciendo, con ofensa de los más elementales principios de juris-
prudencia, la extraña doctrina de que el Juez esté sujeto al reo, cuando
todo el que conoce estas vulgarísimas materias sabe que el reo sigue al
Juez como el delito a la justicia.

Por fin, para terminar tanta humillante peregrinación, se ha per-


mitido al Excmo. Consejo funcionar en este recinto de históricos recuer-
dos; y como si hubiera sido preciso reagravar el baldón con el sarcasmo
se ha traído el juzgamiento a este puerto, teatro de las hazañas de los
mártires, en cuyos aires resuena todavía, vibrante y conmovedor, el eco
inmortal de sus victorias.

Entre tanto, estas sorprendentes versatilidades impropias de un


Gobierno, ¿qué otra cosa prueban que el pánico que lo domina? Y a tra-
vés de ese pánico ¿qué se ve, sino la inculpabilidad de las víctimas? Las
vacilaciones en el acusador deponen contra la acusación; el temor a la
sanción pública es la debilidad que anuncia la derrota. Perdida tiene
pues su causa quien con tanta arrogancia se ha lanzado a promoverla;
perdida, aunque algo de consolador infunde al patriotismo ese mismo
pundonoroso miedo del Gobierno, porque al fin con él revela no serle
indiferente la soberana autoridad de la conciencia pública.

Ganado está nuestro proceso y si otra prueba fuese necesaria, allí


está la altiva, noble y serena actitud de los marinos, que vienen ante
VE., no como el criminal, que tímido y vergonzante rehúye la mirada de
sus Jueces, sino orgulloso la frente para lucir los laureles de la inocencia,
como en mejores días la alzó altiva para ostentar los laureles de la gloria.

314
Retórica Forense

Nunca, jamás tomó el crimen esa actitud ufana y arrogante: ja-


más se presentó así ante la justicia, porque su destino es precisamente
retroceder ante ella, con pavor y con espanto. Desengañémonos seño-
res; ese noble orgullo solo lo da la purificación de la conciencia. Por eso
decía que los encausados están absueltos por sí mismos, por incom-
prensible que parezca.

¿Y por qué he dicho que lo están también por el excelso Tribunal


que los está juzgando? Lo he dicho, señores, porque sí he estudiado el
proceso, ya tenía estudiada en la Historia nacional la vida ilustre de
todos y de cada uno de los esclarecidos Generales que me escuchan. Si
la acusación me es conocida, me es conocida también la inquebrantable
justificación de los que han de repudiarla; de manera que comparando
la incriminación calumniosa con la probidad de los Jueces; el deshonor
que entraña ese proceso con la aureola de honor que circunda a los que
han de sentenciarlo, he sentido retemplado mi espíritu y fortalecida mi
fe, porque es imposible, me he dicho, que venerables ancianos, valien-
tes soldados cubiertos de gloriosas cicatrices, cuyo ideal fue siempre el
engrandecimiento de la Patria se manchen con una debilidad culpable,
arrojando a los pies de la dictadura los trofeos del heroísmo; y esto, en
la edad sombría en que mirando el mundo como playa que se aban-
dona, solo se piensa en dejar tras de sí gratos recuerdos y hermosos
ejemplos de virtud y de civismo.

¿Ni cómo ha de ser posible esperar otra cosa del Excmo. Conse-
jo, cuando no hay en el proceso ni vagos indicios de culpabilidad, ni
pruebas condenatorias, ni delito ni delincuentes cuando las múltiples
páginas que lo forman, solo enseñan tristemente lo que pueden las pa-
siones cuando no las modera la prudencia? No hay delito, repito: no hay
delincuentes. Aquí, señores, solo hay mártires de la convicción y del
deber; mártires que vienen a recabar con perfecto derecho el derecho al
respeto y a la gratitud de la República; que vienen a pedir la reparación
de su honra; que vienen en pos de la absolución que ha de otorgárseles,
sí es cierto que honor, justicia y leyes no son vana ilusión, sino elemen-
tos protectores del hombre y de la vida social.

Para llegar a estas conclusiones examinaré por separado cada


uno de los tres puntos de la acusación, comentando razonadamente,
aunque con el más profundo respeto, la nota cabeza de proceso. Siendo
esa nota el documento que contiene los cargos oprobiosos, hemos de

315
Miguel Antonio De la Lama

impugnarla con vigorosos, acerados y nutridos razonamientos, a fin de


que no quede de ella ni el recuerdo.

En cuanto a la acusación fiscal, no siendo sino débil remedo y


casi servil reproducción del oficio gubernativo, hay que ponerla de lado,
porque no es digno de la majestad de la justicia enseñarse contra el dé-
bil. Más poderoso, más alto gladiador busca ella, porque es de lo alto de
donde vienen las inculpaciones criminosas. Si desde allí se nos provoca
a este fatigoso combate, aceptémoslo con fe y con valor, no dudando
alcanzar la victoria, porque ella pertenece a los que tienen de su lado
la ley, la justicia, la opinión sensata, la patria agradecida.

III
INSUBORDINACIÓN

No fatigaré, señores, la ilustrada atención del Consejo repitiendo


aquí en desgreñada frase la historia de los hechos que mis estimados
colegas Mesones y Zevallos han relatado elocuentemente con tanta
sencillez como verdad. Conocidos por el Excmo. Consejo, es inútil refe-
rirlos de nuevo porque ello duplicaría el trabajo ya desempeñado con
tanto lucimiento.

Así, solo he de mencionar, que en Julio del año próximo pasado el


Dictador de la República escribió privada y confidencialmente al Jefe
de la Escuadra, Capitán de Navío Montero, y al Comandante de la “In-
dependencia” García y García para darles a saber que el Gobierno ha-
bía contratado al Comodoro Tuker con el fin de que asumiera el mando
de la Escuadra y que en virtud de tal determinación, el nuevo Jefe se
constituiría muy pronto en Valparaíso a desempeñar las funciones de
su importante cargo.

He de mencionar asimismo, que las respuestas no se dejaron es-


perar y que por el tenor de ellas, expresado con tanta sinceridad como
respeto, pudo enterarse el Dictador de la profunda, malísima impresión
que en la Escuadra nacional y en la de Chile había causado aquel ines-
perado propósito, no por razón de celos profesionales o de amor propio
herido, decían los marinos, sino porque creían ver lastimada la dig-
nidad de la Patria, menospreciados sus servicios y puesta en duda su
lealtad de soldados y de ciudadanos, de que vivían ufanos y orgullosos.

316
Retórica Forense

He de mencionar igualmente que alarmado el Supremo Gobierno


con aquellas francas y caballerescas declaraciones y con otras que en el
mismo sentido hicieron el Comandante Grau y los demás Jefes de los
buques, creyó ver un siniestro plan de rebelión, y que entonces para
conjurar ésta en su principio y para ahuyentar los peligros de una tem-
pestad, más imaginaria que real, que suponía inminente por hallarse
ya en Valparaíso el Comodoro Tucker, comisionó al señor Secretario
de Hacienda para que trasladándose al lugar del peligro, arreglase las
cosas del modo más conveniente, invistiéndole al efecto de ilimitados,
amplios y absolutos poderes. El Secretario de hacienda no partió solo:
llevó consigo los Jefes de marina que debían reemplazar a los presun-
tos rebeldes; siendo el hecho que cuando llegó al lugar de su destino,
lejos de hallar la tormenta aquí soñada, lejos de encontrar elementos
conjurados contra la autoridad dictatorial, solo halló de parte de los
marinos docilidad y obediencia, merced a las cuales los Jefes idos de
aquí entraron a desempeñar sus funciones en reemplazo de los que, con
tanta impremeditación como injusticia, habían sido inmediatamente
destituidos.

El Comandante Montero ha referido al Excmo. Consejo con el


acento del patriotismo adolorido, que por orden del señor Secretario de
Hacienda quedó separado del mando de la Escuadra, y ahora agrego yo
que por orden del Comandante Montero, en los momentos últimos en
que desempeñaba la Jefatura de la División Naval peruana, entregó mi
defendido la corbeta “Unión” al nuevo Jefe destinado al efecto; quedan-
do así cumplidas con rigurosa e inusitada escrupulosidad las severas
prescripciones de la Ordenanza.

Mencionaré por último, que todo esto aconteció y tales cambios


de personal se efectuaban cuando no se había dado a reconocer como
Contra-almirante al Comodoro Tucker, cuando oficialmente se ignora-
ba su nombramiento y cuando ningún acto disciplinario o gubernativo,
emanado de autoridad competente, había dado a saber por orden gene-
ral o en otra forma, que el Gobierno hubiese constituido al Comodoro
yanque Jefe de la Escuadra peruana, haciendo así desparecer en éste
la escarapela bicolor que las balas de Abtao y 2 de Mayo respetaron
como homenaje al heroísmo.

Tales son los hechos, origen de esta ruidosísima causa; y aun-


que pudiera observar, como ya se ha notado, que fue grave violación
del tratado de alianza con Chile no haber recabado el consentimiento

317
Miguel Antonio De la Lama

de éste para el pacto ajustado con el Comodoro Tuker y que su nom-


bramiento como Jefe de la Escuadra Naval no fue hecho saber por el
Almirante Blanco Encalada en calidad de Jefe de las Escuadras com-
binadas, prescindiré de tales irregularidades, que por lo menos acusan
impremeditación, para insistir sólo en que de los hechos, tales cuales se
realizaron, puede la pasión política deducir cuanto quiera, pero jamás
el delito de insubordinación de que se acusa al Comandante Grau.

Para que existiera ese crimen, mancha odiosa que tanto afea la
brillante carrera de las armas, era preciso que dado a reconocer el Co-
modoro Tuker en la forma prescrita por las Ordenanzas Navales co-
mo Jefe de la Escuadra, hubiera mi defendido rechazádolo, negándose
a aceptarlo o reconocerlo; y era preciso sobre todo hubiese procedido
mandato solemne y oficial, porque sin mandato no hay desobediencia.
La idea de rebelión es correlativa a la idea de precepto, como la de obli-
gación lo es a la de ley, y así como cuando no hay ley no hay deber, así
también cuando no hay mandato no hay desobediencia.

Ahora bien, donde está la orden que compeliera a los marinos a


obedecer al Comodoro Tuker, para afirmar que puesto que ella fue vio-
lada ha sido ofendida la alta respetabilidad del Gobierno con el delito
de insubordinación?

Esa orden que jurídicamente debiera constituir el elemento gene-


rador del cuerpo del delito no existe, señores, porque ella fue comunica-
da, no a los marinos a quienes está juzgando el Excmo. Consejo, sino a
los nuevos que los reemplazaron. Esa orden fue posterior al cambio del
personal, y no puede por tanto, careciendo de fuerza retroactiva, cons-
tituir reos de desobediencia a aquellos a quienes no fue transmitida.
Falta entonces el cuerpo del delito; falta la materia justiciable y nada
hay que pueda servir de base para este inmotivado juzgamiento.

Todo lo que a este respeto se encuentra en el proceso es las refe-


rencias que en sus instructivas hacen los marinos a las cartas cambia-
das con el Jefe de Estado, pero como esas cartas ni están presentadas
ni mucho menos legalmente reconocidas, no pueden constituir elemen-
to de acusación.

No pueden constituirla tampoco, pues por formidable e ilimitado


que sea el poder de la dictadura, poder que se alimenta de las convul-
siones de la libertad agonizante, no lo es tanto que alcance a cambiar

318
Retórica Forense

la esencia de los hechos convirtiendo en preceptos de servil obediencia


simples ideas emitidas en la intimidad de correspondencia amistosa.
Cuando el Jefe del Estado se dirigió a los valerosos marinos no lo hizo
con la soberana autoridad de Dictador, sino con la sencilla y modesta
confianza del amigo: habló como ciudadano, no como Poder: no ordenó
sino que previno. ¿Cómo se pretende entonces sacar de cartas sin fuer-
za imperativa, preceptos militares de fuerza obligatoria?

No es la carta la forma consagrada por la ley para la ejecución


de mandatos que vienen de lo alto. Las cartas, vehículo sagrado e in-
violable de las relaciones privadas, servirán para la expresión de los
más delicados sentimientos, tal vez para fomento de los intereses del
comercio y de la industria, pero no son el órgano por el cual hablan los
Gobiernos imprimiendo a sus actos la publicidad e imperio que los hace
respetables. De más elevado y augusto ministerio se sirven ellos para
ejercer la autoridad pública. Por consiguiente, si por su tenor mismo, si
por el sello de inviolabilidad que los rodea, si por su procedencia esas
cartas no pueden constituir cuerpo de delito, hay que prescindir de
ellas, para no estimarlas sino como el medio astutamente empleado por
el Dictador con el fin de estudiar en la actitud de los amigos la actitud
de los subordinados.

¿Se sostendrá entonces que la insubordinación está en las res-


puestas dadas por los marinos, ya que no se la puede fundar en sentido
preceptivo, que las cartas no contienen? De ninguna manera.

En primer lugar, esas cartas no han podido dejar de ser contesta-


das, desde que, dirigidas con carácter amistoso, la respuesta se impo-
nía doblemente; a título de cortesía y a título de afecto. Por deferencia
siquiera o por deber de educación esas cartas necesitaban ser corres-
pondidas en el acto con el mismo espíritu y en el mismo tono en que
fueron dictadas. Y no debiendo limitarse a simple acuse de recibo ¿qué
pudieron hacer los marinos, sino tratar la cuestión con varonil fran-
queza, decir la verdad amplia y sin ambajes, exponer fielmente cuanto
pasaba en el cuerpo de marina, para que amoldando el Gobierno su
conducta a los datos que se le ministraba, conjurase todo peligro me-
diante una política más conforme a los grandes intereses de la Nación?
La franqueza leal e hidalga, la noble sinceridad fueron siempre el dis-
tintivo del soldado: el doblez no cabe en su alma, porque el doblez solo
es propio de almas degradadas.

319
Miguel Antonio De la Lama

¿Qué lenguaje debieron usar pues quienes al contestar al Dicta-


dor tenían que hacerlo en el doble carácter de soldados y de amigos? El
que emplearon; el de la franqueza caballeresca, el de la amistad que
no ofende, el de la expansión efusiva que transparenta la pureza del
alma. ¿Y es esa sinceridad lo que se intenta castigar en mi defendido?
¿Desde cuándo lo que es virtud en el orden moral y lo que tanto realza
al hombre se considera como crimen? La sinceridad en nadie es delito
y menos en quien está obligado a ser sincero. Considerarla así sería la
más funesta perversión de las ideas, porque sería a la vez el más com-
pleto olvido de las leyes que rigen la organización moral del hombre.

No hay entonces ni sombra de delincuencia en las respuestas de


los marinos, y si de ellas nos e desprende la insubordinación que se
les imputa, debemos concluir que ésta sólo existe en la fantasía de sus
injustos acusadores.

Pero, señores, voy más lejos y sostengo, no solo que no hay el


más vago indicio de culpabilidad en las afamadas cartas, sino que sus
autores han estado en su perfecto derecho para escribirlas en el sentido
que lo hicieron, esto es, formulando prudentes, razonables y patrióticas
observaciones, y pidiendo en tono de respetuosa súplica el retiro del
Comodoro Tucker, que llevado a ejecución, debía originar en los peti-
cionarios su separación del servicio en el modo y forma prescritos por
la Ordenanza. Feliz debió considerarse el Gobierno con tan oportuna
advertencia; feliz, porque no pocas veces la falta de datos ilustrativos,
ofuscando el criterio del mandatario, extravía y pierde la política mejor
intencionada.

No entraré desde luego, señores, en la cuestión tan debatida de si


el soldado tiene o no el derecho de deliberar; no entraré en tal cuestión,
a pesar de que las bayonetas han engendrado el Gobierno Dictatorial
que nos rige, porque lo creo completamente innecesario: pero creo que
nadie, ni aún más exaltados sostenedores de la obediencia ciega, siste-
ma que arrebata al hombre la razón para convertirlo en siervo, negará
al soldado el derecho de expresar en documento íntimo dirigido al ami-
go, cuantas observaciones le sugieran su inteligencia, su ilustración, su
experiencia y su civismo. No hay situación de la vida en que el hombre
pierda ese derecho natural e inalienable. La facultad de razonar sólo
nos abandona cuando nos abandona la razón, como la vitalidad moral
solo se extingue cuando la libertad desparece. Si los marinos usan-
do de su natural libertad y ejercitando su razón hicieron al Dictador

320
Retórica Forense

discretas y amistosas advertencias, no cometieron pues delito, porque


ni es criminal quien razona, ni cae en delincuencia quien obra con la
libertad que les es propia, inspirándose en los dictados de un patriotis-
mo sensato.

Y que los marinos no anduvieron descaminados al vaciar en do-


cumentos de carácter no oficial las palpitaciones de su corazón y las
severas reflexiones que creyeron luminosas y oportunas, es fácil com-
prenderlo, no sólo en vista de los hechos a cuya sombra ha surgido la
gravísima cuestión diplomática de que nos habló aquí el señor doctor
Ortiz de Zevallos, sino por razones de simple buen sentido, porque ni
la sana política, ni las conveniencias de la Alianza Americana que era
preciso robustecer a todo trance, ni el honor nacional, ni principio algu-
no se interesaba por el mantenimiento del aciago pacto, en mala hora
celebrado con el Comodoro Tuker.

No me tengo por hombre de Estado, ni aspiro a serlo por no es-


tar organizado para las ardorosas, innobles y cruentas luchas de la
política nacional. Pero en la anormal situación en que se colocó el Go-
bierno después de la patriótica y arrogante actitud de los marinos; en
presencia del mortificante repudio del Gabinete de Santiago; ante la
tempestad levantada en todos los espíritus por un suceso, que mírese
como se quiera, ha herido en lo más profundo el sentimiento america-
no, yo habría cancelado este pacto, mil veces odioso por el mercantismo
que lo caracteriza, para dar libre paso a las clamorosas exigencias de
la opinión pública.

Cierto que los pactos han de ser sagrados e inviolables; cierto que
sin su fiel observancia queda roto el más poderoso y solidario vínculo
del destino humano. ¿Pero, señores, qué pacto hay posible si el pacto
ofende el honor de la Nación, si con él se corrompe las costumbres po-
niendo precio al heroísmo, si a su sombra se quebranta, no simplemen-
te la ley civil, sino la ley suprema de la voluntad nacional? El Derecho
no reconoce pactos violatorios de la ley, de la moral o de las sanas cos-
tumbres; y al Derecho cuya santidad no prescribe y cuyo dogmatismo
se imponía en esta emergencia dolorosa, debió asirse el Gobierno para
desligarse de todo compromiso, a cambio de indemnizar, larga y gene-
rosamente, cualquier perjuicio que se hubiese originado. Unas cuantas
monedas habrían solucionado el angustioso problema y con eso habría
quedado redimido el oprobio en que los marinos vieron envuelto el pa-
bellón de la Patria.

321
Miguel Antonio De la Lama

Pero si la rescisión del contrato ajustado con el Comodoro, se im-


ponía como necesidad vital salvadora de grandes intereses, llevarla a
efecto era harto fácil, porque sin comprometer su autoridad ni sus res-
petos, pudo el Gobierno escuchar en sus altos consejos la voz profesio-
nal del cuerpo de marina, como había escuchado atento y dócil la voz
del clero cuando éste promovió y agito la ruidosa cuestión religiosa no
olvidada todavía. La flexibilidad y tolerancia con que entonces conju-
ró la tempestad, debieron servirle de saludable ejemplo para adoptar
igual política ante la ilustrada opinión, técnica y facultativa, de los
hombres competentes; pero no ha procedido así, y mostrando en esta
vez una intransigencia más parecida a la terquedad que al patriotismo,
ha pasado sobre todo hasta llegar a la acusación calumniosa.

Señores, nada es tan peligroso como la debilidad que toma las


falsas apariencias de la energía. Hay que temblar ante ella, porque los
Gobiernos así constituidos para ostentar una energía que no sienten,
van inflexiblemente a la violación de las leyes, a la supresión del dere-
cho al sacrificio de la libertad.

No debió, pues, el gobierno hacer alarde de poder y de energía


con los marinos cuando esos elementos lo habían abandonado más de
una vez en el curso de su vacilante política, y obrando sagaz y pruden-
temente, cual cumple a Gobiernos que buscan su apoyo en la opinión,
en vez de la inflexibilidad con que mantuvo su injustificado propósito
debió retroceder; sobre todo, cuando por no haber el Comodoro Tuker
tomado aún posesión de su cargo, era posible impedirle el acceso a él,
sin sujetarlo a las odiosas y mortificantes formas de una destitución.

Tal era el camino trazado por las inspiraciones de una política


previsora; pero un extraño vértigo cegó a los hombres del Poder, y de
allí esta enojosa cuestión en que aparecen acusados y perseguidos por
meras opiniones, por opiniones patrióticas, quienes al emitirlas sólo
hablaron el lenguaje de la sinceridad ciudadana, sin sospechar que es-
te noble escudo de la inocencia había de convertirse en manos de sus
perseguidores, en objeto de inculpación y de delito.

Lamentemos, pues, señores, esta triste debilidad del Gobierno,


y no recordemos esta primera parte de la acusación, sino para sacar
como provechosa enseñanza que de nada debe precaverse tanto una
buena política como de la impresión, porque ella lleva al error, el error

322
Retórica Forense

a la arbitrariedad, y la arbitrariedad a la desorganización social, sin


que los graves males que la acompañan queden curados con estériles
lamentos de un arrepentimiento tardío.

En conclusión y para no fatigar por más tiempo al Excmo. Con-


sejo en este primer punto de la acusación fiscal, la insubordinación no
está probada, tanto porque no existe la orden que diese a mi defendido,
el Comandante Miguel Grau, a reconocer como jefe al Comodoro Tuker,
cuanto porque ni las cartas del Director contienen mandato impera-
tivo, ni las respuestas de los marinos implican desobediencia. En las
cartas sólo hay juiciosas observaciones dictadas por el más puro pa-
triotismo y encaminadas a un santo objeto. Si esas ideas vertidas con
toda sinceridad y expuestas en la forma más correcta constituyen por
la mala interpretación del Gobierno delito de insubordinación, conven-
dré en que mi defendido es reo de él, pero probándoseme antes que el
patriotismo es crimen y que los hombres tienen autoridad como Dios
para castigar el pensamiento.

No: señores, no llegará hasta allí la soberbia de los acusadores;


y no pudiendo llegar, porque Dios ha puesto el pensamiento fuera de
las leyes de la penalidad humana, concluyo afirmando que los hechos
y el derecho repudian esta parte de la acusación fiscal, como tienen
que repudiarla los ilustrados Jueces que me escuchan. Y así ha de ser
señores, porque el titulado delito de insubordinación es mero fantasma
para amedrentar a los encausados, como si con razones de fácil desva-
necimiento, pudieran amedrarse los que, escudados por su congénito
valor y amparados por su inocencia, no conocen ni el miedo del combate
ni el miedo abrumador de la calumnia.

Pasaré ahora a ocuparme del llamado delito de deserción.

IV
DESERCIÓN

Poco tendré que decir, señores, en cuanto al supuesto delito de


deserción, porque hablando ante Jueces competentes, ante ilustres Ge-
nerales de la República cuya vida ha pasado rápida entre los estudios
profesionales y las fatigas de la campaña, sé que he de ser fácilmente
comprendido.

323
Miguel Antonio De la Lama

Ellos saben mejor que yo lo que significa deserción en el lengua-


je de la penalidad militar. Saben que deserción sólo hay cuando se
abandona la plaza sin permiso del superior; que deserta quien fuga
dejando en orfandad el puesto que le estaba encomendado; que con
ella se comete grave e imperdonable delito, porque se quebranta no
sólo la fe jurada, que es la religión del honor, sino la lealtad profesio-
nal, que sobre ennoblecer y realzar al hombre es la primera cualidad
del soldado.

Las leyes militares consideraron siempre la deserción como


afrentoso crimen, reagravado según las circunstancias con caracteres
más o menos odiosos; pero la que se imputa a los marinos no puede ser
ni más vergonzosa ni más execrable desde que se supone perpetrada
en suelo extranjero, al frente del enemigo y en los supremos momentos
en que a ellos, esperanza de la Patria, estaba confiada la defensa y la
custodia de los grandes intereses de nuestra amada América.

¿Pero es cierto, señores, que mis defendidos sean reos de aquel


abominable delito? Busco en el proceso las pruebas y no las hallo. In-
vestigo los motivos de imputación tan oprobiosa, y sólo encuentro el
nombre del delito más no las pruebas que lo confirmen.

Lejos de eso, leyendo la nota de acusación, veo que el Supremo


Gobierno mandó desde aquí a Chile, con el Secretario de Hacienda, a
los Jefes que debieron reemplazar a los supuestos insurgentes, acre-
ditando con tal procedimiento la firme e inquebrantable resolución
de separar a los marinos de las naves que servían; y como el Jefe a
quien el superior retira de su plaza no deserta, debemos concluir que
tal delito es tan imaginario como la llamada insubordinación, inven-
tado sólo para reagravar la condición de los encausados, buscando a
todo trance una culpabilidad que escapa a la luz de la razón y de los
hechos.

Y así es, señores, porque como muy bien observó mi estimable


colega, el doctor Mesones, mal pueden ser reputados desertores los que
después de haberse embarcado con el señor Ministro de Hacienda, con
dirección al vecino puerto, pasaron la revista de ordenanza percibiendo
el pre correspondiente a la época del viaje. Jamás habrá visto el Excmo.
Consejo en los anales militares que desertores, calificados como tales
por un Gobierno, en vez de sufrir el condigno castigo, gocen de emolu-
mentos pecuniarios durante el tiempo de la supuesta deserción: por

324
Retórica Forense

consiguiente ese hecho, tan oportunamente recordado, es el más severo


y elocuente desmentido contra esta parte de la acusación fiscal.

Y si a ese hecho se agrega que los marinos regresaron de Chile,


no por su propia voluntad sino por mandato del Gobierno; que dóciles a
la intimación del señor Ministro de Hacienda le acompañaron hasta el
Callao, como improvisada escolta de honor; que aquí se presentaron no
como Jefes insubordinados sino como soldados obedientes, habrá de re-
chazarse toda idea de deserción, la que casi toca los límites del ridículo
cuando se recuerda que la separación de los valerosos marinos fue eje-
cutada, no bajo la acción de una resistencia tumultuosa, sino en fuerza
y a mérito de la orden de destitución; solemnemente transmitida por
conducto del Comandante Montero. Destituidos no desertados, fueron
pues los marinos; y si destitución y deserción son actos que se excluyen,
apenas se concibe como ha podido hablarse de tal delito cuando contra
él protestan enérgica y elocuentemente las notas oficiales con que, en
mala hora, se les arrojó de naves que honraban con su comando.

Nada arraiga tanto al soldado al pié de sus banderas como la


victoria que alcanza con su esfuerzo. Parece que la savia de los laureles
que lo circundan, infiltrando en su espíritu, llevara a él con la victoria,
la pujante musculatura moral del heroísmo; ella infunde nuevo aliento,
energía vigorosa, fuerza irresistible; ella hace más grata y más querida
la hermosa profesión de las armas, que si impone cruentos sacrificios,
en cambio descubre, radiante y majestuoso, el horizonte de la gloria.

Cuando el soldado llega a la embriaguez de la victoria; todo, todo


puede pasar por su alma, menos la torpe y afrentosa idea de la deser-
ción, porque la grandeza moral de aquellos sentimientos rechaza todo
lo que, como la deserción, se traduce en deshonor y cobardía. Ella solo
podría explicarse entonces, no como acto de voluntad reflexiva, sino
como flaqueza intelectual cercana a la locura.

¿Cómo era posible, pues, que a raíz de sus victorias, los denoda-
dos marinos, marchitando sus laureles, abjurasen de la santa causa
confiada a su lealtad y sellada con su sangre, y que dando un escándalo
a los pueblos de América, desertasen de las banderas a cuya sombra,
y en defensa de la Patria, había cada uno engrandecido su fama? Ni el
honor, ni el patriotismo, ni la propia conveniencia podían consentirlo.
Duele por lo mismo, que a la injuria de hecho consistente en la in-
justificada destitución, se agregue el sarcasmo de afrentosa calumnia;

325
Miguel Antonio De la Lama

porque calumnia es para la ley la imputación de delito no imaginado


siquiera por aquel a quien se culpa. Y si duele que así se agravie a los
que en vez de respetuoso homenaje sólo reciben ofensas; más contrista
que después de cuarenta años de turbulenta vida en que hemos agota-
do nuestra vitalidad, nuestra riqueza y nuestra sangre; después de la
horrenda tempestad en que hemos vivido sin hacer otra cosa que viva-
quear en los campos de batalla, aun no sepamos calificar técnicamente
el delito de deserción y llamemos desertor al soldado que, asido fuer-
temente al pabellón de la Patria, forcejea por no entregarlo a extrañas
manos, sin más que la dulce esperanza de que le sirva de sudario en el
glorioso momento de la muerte.

No: no son ni pueden ser desertores mis dignos defendidos.


Deserta el Jefe en cuyo corazón no resuenan las palpitaciones de la
Patria, no el que a impulso de ellas vuela presuroso en su defensa.
Deserta el cobarde que huye del peligro, no el marino que en frágiles
tablas desafía las iras de escuadra poderosa. Deserta el pusilánime
que desprecia el deber, no quien está sufriendo las penalidades de
este juicio por tener la más alta idea del deber y de los mandatos del
honor nacional.

¡Atrás, pues, la acusación calumniosa contra los marinos!

¡Atrás esa palabra venenosa, con que falseando la historia, se in-


tenta empañar nombre y fama de valerosos soldados en quienes refleja,
como luz del cielo, la deslumbrante luz del heroísmo.

Y dicho esto, paso a ocuparme del célebre delito de traición a la


Patria.

V
TRAICIÓN DE LA PATRIA

Es tal la magnitud del delito y el delito es en sí mismo tan hu-


millante, tan ominoso, tan depresivo del honor militar y del honor na-
cional, que la simple acusación trae absorto mi espíritu y oprime mis
labios con el sello de profundo estupor. He de desplegarlos, no obstante,
con toda la energía que inspira el convencimiento, porque la más elo-
cuente defensa de mis patrocinados está en pedir al señor Fiscal que

326
Retórica Forense

presente las pruebas de la traición, que las califique, que las enuncie
siquiera; lo que no hará, señores, porque nadie puede realizar el mila-
gro de presentar lo que no existe.

No es, por otra parte, a los inculpados a quienes corresponde


comprobar en desagravio de la llamada traición, la nobleza y lealtad de
su patriótica conducta. Es al señor Fiscal a quien incumbe desmentir
ésta con pruebas fehacientes, porque es al acusador, no a la víctima, a
quien corresponde la prueba.

¿Pero, donde están ellas, donde se esconden esas pruebas que es-
capan al ojo escudriñador de la defensa? Puede el odio político inventar
acusaciones, pero es impotente, en medio de su osadía, para inventar
pruebas. Si la forjara quedarían destruidas con los hechos: si invocase
su fuerza opondríamos la fuerza indestructible de los principios.

Y así es, señores, porque es principio de sana razón y de legisla-


ción universal, y más que eso, es dogma científico y garantía inherente
a la personalidad humana, que todos tienen derecho a conservar su
buena reputación mientras no se declare lo contrario. La ley, ponién-
dose del lado del ofendido, contra las agresiones al honor, escuda éste
con esa garantía salvadora. Ella nos defiende contra la perversidad y la
calumnia: ella nos ampara contra la violenta irrupción de malignas pa-
siones, que en constante acecho, mancillan no pocas veces, con negras
sombras, la más limpias reputaciones.

Como la ley supone al hombre bueno, y no pervertido por los


vicios; como lo supone digno y honorable, no degenerado por el que-
brantamiento de las leyes morales, quiere que conserve la pureza de
su honor mientras no haya pruebas condenatorias porque la sociedad
sería un caos, la moralidad un sarcasmo, la probidad una ilusión, si
bastase la voz insolente de un calumniador para amenguar o destruir
la honra con mil sacrificios alcanzada.

Sobre más firmes bases descansan la moral privada y la moral


social, y por eso la ley, haciéndose intérprete de una y otra, quiere que
mientras no se presenten contra el honor incontestables y fehacientes
pruebas, conserve su brillo y resplandezca con la pureza que les es
propia. Por eso los que aspiramos al culto del honor vivimos tranquilos
a la sombra de esa garantía sagrada, sin la cual, no tendríamos los
pacíficos e inocentes goces de la vida inmaculada.

327
Miguel Antonio De la Lama

A esa garantía, que por amplia y general comprende tanto al sim-


ple ciudadano como al ciudadano armado, se acogen pues mis defendi-
dos para rechazar con altivez la agresión de que son víctimas; y como
no hay en el proceso ni fuera de él indicio siquiera de lo que, enfática
y osadamente se llama traición; como no hay ni vagas conjeturas de
que su inquebrantable lealtad haya desfallecido por un solo momento
ante la Patria amada, no debo insistir en este punto; a no ser que, pa-
ra orgullo y prez de los marinos, y para confusión de sus acusadores,
interroguemos a los rocallosos mares de chile y a las tranquilas aguas
de este puerto, cual fue sino el santo amor a la Patria, ese sublime sen-
timiento, lo que arrancó a España las espléndidas victorias de Abtao y
2 de Mayo. Visite el señor Fiscal esas rocas seculares, testigos mudos
del heroísmo americano; recorra con la admiración que ellas imponen,
las legendarias baterías de donde en alas de la gloria volaron Gálvez
y sus esforzados compañeros, y diga con la mano sobre el corazón, si
en almas tan grandes pudo caber idea tan menguada, y si pueden ser
traidores los que con tanto heroísmo se entregaron a inmolación irre-
mediable, por dar a su Patria un día de gozo y a la América un día de
gloria.

Aquí debiera terminar esta parte de la defensa porque ella es


bastante a disipar la acusación; pero a fin de perseguirla en sus últi-
mas trincheras, sin que de ella quede ni el recuerdo, voy a analizar los
fundamentos con que en la nota del Supremo Gobierno se apoya a la
supuesta traición; rogando al Excmo. Consejo me conceda la palabra
un momento más, porque ha llegado el día de la vindicación, y en ho-
ra tan solemne la defensa debe desbordarse amplia y vigorosa, no por
cierto con el acento lacrimoso de la víctima, sino con la ingenua expre-
sión de la inocencia. ¿Qué más necesito, señores, cuando están con ella
y están conmigo la verdad y la justicia?

VI

Indescriptible, profunda impresión recibí, señores, al examinar


con la debida calma la parte del oficio gubernativo en que se intenta
fundar lo que se llama traición a la patria. Leía ese oficio, y lamentaba
en silencio la extraña propensión que nos induce a desvirtuarlo todo
con fantásticas exageraciones. ¿Qué especie de fatalidad, decía, nos

328
Retórica Forense

persigue para no presentar jamás la verdad, franca y luminosa, sino


revestida con el odioso atavío de secretas pasiones? ¿Por qué nos lleva
la pasión política a estas recriminaciones vergonzosas, que amenguan-
do la grandeza de nuestros sentimientos rebajan de modo deplorable
el nivel social en donde nos colocan la cultura y civilización que alcan-
zamos? ¿Cómo es posible, repetía, que se consignen estos aprobiosos
conceptos en documentos que por sí mismos y por su alta procedencia,
están llamados a la celebridad histórica?

Y al perderme en estas bien sentidas y patrióticas lamentacio-


nes, casi tenía la evidencia de que el Excmo. Consejo ha de participar
de ellas cuando escuche de nuevo la lectura de este célebre documento,
que hablando del contrato celebrado con el Comodoro Tuker con el fin
de encargarle del comando de las Escuadras aliadas, dice así: (Leyó el
defensor).

“Guiado el Gobierno por el deseo de hacer a España la única gue-


rra posible en las actuales circunstancias, esto es, la guerra marítima
y a larga distancia; convencido de que, por más acreditado que fuese
el valor de nuestros marinos, no era suficiente para revestirlos de las
cualidades que son indispensables para conducir expediciones lejanas
y peligrosas; teniendo en cuenta que esa Escuadra es la que estaba lla-
mada a sostener la honra, la dignidad y los derechos no solamente del
Perú sino de la América entera; que en ella estaba cifrado el porvenir
de un continente, resultando de allí el imperioso deber en que se halla-
ba el Gobierno de sacrificar cualquiera susceptibilidad de nacionalismo
con el objeto de conseguir el gran fin que tenía en mira, para lo cual
era necesario confiar la Escuadra a un Jefe de acreditada experiencia;
y recordando lo que había sucedido en la gloriosa guerra de la inde-
pendencia, durante la cual si bien las Repúblicas americanas contaban
con oficiales distinguidos de marina, llamaban al servicio a otros que
estuviesen amaestrados por la práctica; el Gobierno, repito, no vaciló
en procurarse los servicios de un Comodoro americano dotado de las
cualidades que requería el alto puesto que se le iba a confiar y que al
efecto fue buscado y solicitado con ardoroso empeño. Este fue el Como-
doro don Juan R. Tuker, a quien el Gobierno confió la clase análoga de
Contraalmirante”.

¡Cuántos errores, cuántas inexactitudes, cuántas equivocadas


apreciaciones en tan pocas palabras!

329
Miguel Antonio De la Lama

Reconozco, señores, mi falta de derecho para escudriñar los se-


cretos de Estado, porque sé que la política como todas las instituciones
sociales han menester en momentos dados misterios y reservas que
constituyen su fuerza; pero no se me negará el derecho que como ciu-
dadano tengo para protestar enérgicamente contra un plan de guerra,
que comenzando por arrebatarnos los hermosos frutos de la paz, sólo
habría servido para precipitar a la República en el camino de aventu-
ras peligrosas.

Abdicar la paz, que es elemento de vida y prosperidad para estos


pueblos por lanzarse en lejanos mares a los azares de la guerra agre-
siva; librar a ella la suerte de todo un continente sin tener previso-
ramente preparados los poderosos elementos que requería tan colosal
empresa, y esto sin compensaciones tangibles ni más ideal que el de la
fantasía caballeresca, habría sido acto de política impremeditada, no
de sana política. Ella habría podido alcanzar nuestro perdón, juzgada
como colmo de delirio patriótico, pero jamás habría obtenido el solem-
ne, imparcial e irrevocable, veredicto de la historia.

No es lícito jugar con la suerte de los pueblos envolviéndolos en


olas de sangre. Si la guerra fue siempre ante el tribunal de la historia
la civilización salvaje, será y jamás dejará de ser ante el tribunal de
la filosofía espantoso crimen de lesa humanidad. ¿Por qué extenderla
entonces más allá del límite marcado por su falta destino? ¿Por qué
prolongar sus rigores y acrecentar sus estragos suprimiendo la vida
normal y progresiva digna de los pueblos civilizados?

Los grandes males, los cruentos sacrificios que la guerra impo-


ne sólo son aceptables, como extremidad dolorosa, cuando ella persi-
gue, o la reparación del honor nacional vilmente ultrajado, o el logro
más o menos encubierto de conquistas provechosas. Estando éstas
en lo absoluto fuera de nuestro alcance, no entrando en nuestras as-
piraciones ni imaginándolas siquiera, y habiendo el Perú vindicado
amplia y gloriosamente su honor con los hermosos triunfos que tanto
han levantado el estandarte de la Patria y tan alto han puesto el
honor americano; la guerra agresiva en apartados mares, sin más
elemento que aguerridos y esforzados corazones, se destaca ante el
criterio nacional como simple aventura, halagadora tal vez para el
patriotismo bullicioso e irreflexivo, pero preñada como toda aventura,
de incertidumbres y peligros.

330
Retórica Forense

No son muy felices ideas las que brotan en la febril embriaguez


de la victoria, y a ellas pertenece sin duda la que venimos analizando,
porque aparte de las gravísimas consideraciones que el Excmo. Con-
sejo acaba de escuchar, apenas se concibe como un Gobierno sensato
proyectase tan ardua empresa sin contar siquiera con el jefe llamado
a realizarla.

Campaña sin General, batalla sin Jefe, excursión sin Director,


no se comprenden. Cómo creer entonces que el Gobierno tuviese el fir-
me e inquebrantable propósito de la guerra agresiva contra España,
cuando no era posible que abandonase tan trascendental problema
al incidente fortuito. Esencialmente aleatorio, de que el Comodoro
se prestase a la aventura? ¿Qué seguridad había de que éste acepta-
se las condiciones de enganche que se le presentaban? Empresa tan
ardua, tan formidable, tan compromisiva para la causa de América,
requería más firmeza y más solidez que la contingente aceptación del
improvisado Jefe; por manera que fue imprudencia a lo menos, si no
locura, trazar el plan de guerra sin contar de modo indefectible con
aquel primordial elemento.

Por otra parte, sabido es que el nombramiento del Comodoro


Tuker fue en Chile objeto de vigoroso repudio ya de parte del Gobierno,
ya de parte de la opinión pública; tanto que, como es notorio, débese a
él la renuncia que de su alto puesto ha hecho el venerable, el histórico
Almirante Blanco, sin que ni al Gobierno le haya ocurrido someterlo a
juicio como a nuestros marinos, ni a la opinión improbar su conducta
que, por el contrario, ha sido cubierta con unánimes, calurosos y patrió-
ticos aplausos.

Si como es de presumirse nuestro Gobierno se puso de acuerdo


con el de Chile para la guerra agresiva, y si con tal fin se mandó en-
ganchar al jefe excursionista, no se explica el sentimiento de general
reprobación que allí se produjo hasta sublevar la conciencia pública. El
Gabinete de Santiago no debió alarmarse de un hecho por él previsto
y con él concertado; de un hecho, resultado de sus propias determina-
ciones: luego esa alarma y esa sorpresa que tan bien significadas están
con puntos suspensivos en la nota, que el proceso registra, de nuestro
Ministro Plenipotenciario en Santiago, están acreditando una vez más,
que el plan guerrero no pasó de sueño anheloso, patriótico sin duda,
pero desprovisto, como todo sueño, de la robustez y consistencia de
los problemas de alta política con que los Gobiernos suelen cambiar el

331
Miguel Antonio De la Lama

destino de los pueblos. Ilusión o realidad, el hecho es que jamás alcan-


zará en la historia resonancia simpática un pensamiento cuya misma
grandeza lo esconde en las nebulosidades de la utopía.

VII

No es esto lo más notable de la nota. Dice ella: “por muy relevan-


tes que sean el valor y las dotes de nuestros marinos, no bastan ellas por
si solas para conducir una Escuadra poderosa a expediciones lejanas y
peligrosas, y con tal motivo fue preciso contratar un jefe de acreditada
experiencia. Este es, agrega, el Comodoro Tuker a quien se ha conferido
la clase análoga de Contraalmirante.”

Mis estimables colegas Zevallos y Mezones dijeron a este respec-


to que conocían y confesaban las altas cualidades del Comodoro Tuker,
agregando el primero que abonaba su valor facultativo. No seré yo cier-
tamente quien las niegue y antes bien debo presumirlas, porque, aun-
que la gran República no alcance en el mundo como potencia marítima,
el lugar preponderante que le dan su comercio y sus industrias, juzgo
que no se obtenga allí el encumbrado rango que ocupa el Comodoro
Tucker, sin poseer aquellas relevantes cualidades, que imponen la es-
timación y el respeto de las gentes.

Conocimientos profundos, valor impulsivo, posesión del arte na-


val, actividad previsora, vigilancia y discreción, sed de gloria; todo lo
que puede hacer el hombre un aguerrido soldado y un experto marino
lo concedo al Comodoro Tuker.

Dudo solamente de que el Contraalmirante de la Nación perua-


na hubiera podido desempeñar, con lucimiento y con aplauso, aquellas
funciones que la práctica de los pueblos cultos confía a todo Jefe de Es-
cuadra en playas extranjeras, en defecto de representación diplomática
de su respectivo país.

En efecto, el Derecho Internacional y el uso de las Naciones cris-


tianas autorizan la práctica que convirtiendo al Jefe naval, de guerrero
en mensajero de paz, lo habilita con elementos más poderosos que las
armas de combate, con las armas de la diplomacia para que con ellas
llegue, en momento dado, al más breve y honroso término de la lucha;

332
Retórica Forense

de suerte que, aunque no en toda su plenitud ni con la profundidad que


la diplomacia impone como profesión habitual, debe ella ser conocida,
siquiera en parte, por el Comandante marítimo en esa parte a los me-
nos que relacionándose con la estructura política de la Nación, con los
Tratados internacionales, con la legislación civil y penal, con la riqueza
económica, con el número y disciplina de la fuerza armada y hasta con
las preocupaciones e ideales de la opinión, pueda conducir al ajuste
de conclusiones felices y provechosas, de esas que la hábil diplomacia
arranca del fondo mismo de la guerra, asegurando al vencedor paz sin
recelos y dando al vencido paz sin ignominia.

No hay pues ofensa para la alta respetabilidad del Comodoro


Tucker, si al mismo tiempo que con satisfacción proclamo su competen-
cia profesional y su absoluta posesión de arte de la guerra marítima,
agrego con sentimiento, que le es extraño cuanto concierne a nuestro
organismo político y administrativo, a nuestra diplomacia y a nues-
tra vida internacional, a nuestra nebulosa historia y hasta a nuestro
propio idioma; siendo presumible en consecuencia que por no poder
imprimir a todos sus actos el sello de su genio, las Naciones aliadas no
hubieran visto en él la digna personificación de sus esperanzas y de
sus ideales.

Todo ello habría sido sin embargo, de escasa o ninguna significa-


ción. Si existiera en el Comodoro Tuker la cualidad que, como primera
y dominante, debe caracterizar al soldado durante el aciago período de
la guerra.

Me refiero, señores, al nacionalismo, al amor a la patria, a ese


enérgico, inextinguible, ardiente amor en que se concentran todos los
amores; a ese hermoso sentimiento perennemente bendecido por el
cielo, a cada instante glorificado por las artes, sin cuyo impulso ni el
mundo antiguo ni el mundo moderno habrían podido realizar las por-
tentosas evoluciones de la historia; a ese sentimiento generador de la
libertad y del progreso de los pueblos, que si durante la paz lleva a
éstos a la cima de la grandeza, durante la guerra los eleva a la cima de
la gloria deificándolos por el sacrifico; a esa pasión noble y santa que
encarnado en héroes como Bolívar y como San Martín produce la subli-
me epopeya de la emancipación americana, y que alentando corazones
como el de Garibaldi produce en estos días el grandioso espectáculo de
la unidad de Italia.

333
Miguel Antonio De la Lama

Hay en el amor a la Patria algo de íntimo y profundo que tiene


su raíz en ella misma. No puede el Comodoro Tuker amar como aman
nuestros marinos la Patria a cuyos pechos han libado el néctar de la
libertad, en cuyos mares han recibido el bautismo de sangre, cuyos
ojos, vueltos hacia ellos en el momento de la tribulación, les piden el
esfuerzo de su brazo y el sacrificio de sus vidas.

Tiene sin duda el Comodoro Tuker noble, esforzado, valiente co-


razón; pero no tiene corazón peruano, y esto es precisamente lo que la
naturaleza impone, lo que ella exige cuando se trata de batallar por
el honor del Perú. Perdóneme tan esclarecido y venerable personaje:
más tengo para mí, que sólo la Patria con su fecunda y vigorosa savia
engendra el heroísmo. No concibo, señores, al héroe sin el patriota: no
comprendo el sacrificio sin el fuego sagrado de la Patria.

VIII

Pero si sensible es el error cometido por el Gobierno con aquel


nombramiento, que tan grandes resistencias ha suscitado en la opi-
nión general, mas lo es que para justificarlo apele a los antecedentes
de nuestra guerra de emancipación, afirmando que así como entonces
fueron llamados al servicio marinos extranjeros, así también se ha he-
cho ahora con un jefe de reconocida experiencia, sin cuya ayuda toda
agresión contra España habría sido imposible en peligrosos y lejanos
mares. Cree el Gobierno perfectamente asimilables ambas situaciones
y aplicando a la presente el elemento que con tanta eficacia contribuyó
entonces a afianzar la vida de las nuevas nacionalidades, encuentra su
conducta abonada por la historia y la presenta con el simpático relieve
de la más pura intención patriótica.

Debo declarar, sin embargo, que invocar la historia nacional para


justificar su política, es la más desgraciada idea que ha podido ocurrir
al Gobierno, ya porque con ello lastima la verdad histórica, digna de
profundo respeto como toda verdad, ya también porque ofende, sin pen-
sarlo tal vez, las cenizas de héroes y de mártires cuya memoria custo-
dia el ángel de la gloria.

No es a mí, es a vosotros ilustres generales, venerables ancianos


que formáis el Excmo. Consejo, es a vosotros a quienes corresponde

334
Retórica Forense

aquilatar el grado de verdad que puedan tener las aseveraciones del


acusador en punto que tan de cerca se confunde con vuestra propia
historia.

Vosotros, más cercanos que yo a esa época de inmortales recuer-


dos cuya evocación hace sacudir vuestras almas con el doble estremeci-
miento del gozo y del dolor; más cercanos a esa época en que soñaisteis
una patria unida, grande y feliz, no la patria anarquizada y desfalle-
ciente de estos días; vosotros más próximos que yo a ese brillante pe-
ríodo de reveses y de triunfos; de fe inquebrantable, jamás vencida;
de abnegación y sacrificios en que fortuna, hogar, ilusiones juveniles,
amor, vida, todo, todo se ofrendaba a la Patria sin que nadie osara
lastimarla con el egoísmo culpable de estos tiempos; en que la sangre
del enemigo derramada a torrentes apenas bastaba a calmar la sed de
independencia que agitaba las almas; en que el patriotismo, más que
sentimiento, más que pasión, más que culto, llegó a tomar las formas
del frenesí y del delirio; vosotros, repito, más cercanos que yo a esa
época, podéis saber si a los sucesivos triunfos y al maravilloso éxito de
la independencia americana coadyuvaron los marinos extranjeros en la
forma que expresa la nota ministerial que vengo analizando.

Por lo que a mí hace, sólo sé que los valientes marinos que tanto
ilustraron nuestras armas se alistaron en las banderas de la Repúbli-
ca, ora por amor a los principios y dogmas que habían de constituir
la nueva vida, ora por esa irresistible, avasalladora simpatía que en
toda alma noble despierta el hermoso espectáculo, siempre admirable
y siempre nuevo, del pueblo que agota el heroísmo por conquistar su
independencia.

La causa de la libertad apasiona con ardor a las almas generosas.


Igual pasión despierta la titánica lucha del débil contra el poderoso que
lo prime; y para honra de la humanidad existen, señores, quienes no
pueden escuchar el siniestro rugido de las cadenas del esclavo sin sen-
tir la santa indignación que arma el brazo para defender a la víctima y
castigar al verdugo.

¿Qué extraño es entonces que aquellos insignes marinos identifi-


cados con nuestros ideales, delirantes por el triunfo de nuestras armas,
se disputasen el comando de los débiles barcos que formaban nuestra
Escuadra, trayéndonos el contingente de su nombre y de su sangre?
¿Qué extraño que pusieran su espada en la balanza de nuestro destino,

335
Miguel Antonio De la Lama

cuando con ello no hacían otra cosa, ante el inexorable mandato de su


conciencia, que defender sus principios, su fe política, su amor al ideal
republicano?

Fue esa corriente de febril entusiasmo lo que trajo a nuestros ma-


res aquella ilustre pléyade de marinos, que al prestarnos sus servicios
rindiendo homenaje a su corazón, lo hicieron completamente ajenos
a las depresivas e interesadas condiciones de un enganche. Vinieron
como adoradores de una idea, no como derrotados de una guerra; vinie-
ron en pos de gloria, no de oro. Vinieron, señores, porque la libertad, sol
de las almas, tiene el feliz privilegio de unir a todos los hombres en un
común destino y en un común sacrificio.

Gravado está con letras de oro, y la humanidad recuerda con


amor el nombre del general ilustre, que divisando al través del océano
los resplandores de una nueva República, atravesó sus aguas para lle-
var a las colonias inglesas que luchaban por su emancipación política,
no tanto el valioso donativo de armas, que la libertad hizo invencibles,
cuanto las palpitaciones de un corazón fogoso y ardiente resuelto al
sacrificio por el triunfo de sus ideales.

Generoso el destino, correspondió ampliamente tanta nobleza,


pues después de servicios prestados con valor y con talento, volvió el
inmortal Lafayette trayendo a la Patria su gloriosa espada cubierta
de laureles y su grande alma empapada en los sublimes dogmas que
formulados en su proyecto sobre declaración de los derechos del hom-
bre, había de proclamar la Asamblea Constituyente para emancipar
pueblos y razas, y para imprimir al género humano nuevos horizontes
de luz y de justicia.

Fue así, señores, como el insigne marqués, el gran Lafayette con-


quistó la merecida gloria que engendra el heroísmo; y como nada es
más fecundo que el heroísmo cuando alcanza las bendiciones del Cielo,
ha de verse en él, en ese ejemplo grandioso, en esa imperecedera lec-
ción de la Historia el elemento generador de la protección a nuestra
causa, el móvil que impulsó a los marinos a tremolar nuestra bandera,
sin más estímulo que la generosidad de un sentimiento cuya pureza y
cuya excelsitud es imposible que puedan ser comprendidas por el mer-
cantilismo político de esta época.

336
Retórica Forense

¿Cómo es entonces, que olvidando estos antecedentes de no leja-


na fecha, ha podido el Gobierno colocar en el mismo nivel al Comodoro
Tuker y a los marinos que nos libertaron de la dominación extranjera,
Ya que se decidió a abrir sus tumbas, debió hacerlo, no para sustentar
una comparación insostenible, sino con más piadoso y patriótico objeto,
para recordar sus hazañas y confortarnos con sus virtudes que no para
otro fin se evoca el recuerdo de los que nos preceden en el sueño de la
muerte.

Pero si ofuscado o ligero olvidó el Gobierno esa máxima de sana


moral, yo la recordaré, señores, para protestar altamente contra una
nivelación que, odiosa por falta de verdad histórica, lo es más, porque
presenta como movidos por sórdido interés a ilustres próceres a quie-
nes sólo alentó la ardiente e inextinguible llama del patriotismo. ¡Jus-
ticia os sea hecha pues, venerandas sombras, ya que para vosotros ha
llegado también el día reparador de la justicia!

IX

¿Qué hado fatal se apoderó, señores, del Gobierno al instruir este


proceso basándolo en la desgraciada nota cuyo análisis voy a terminar?

Cuando no desliza una inexactitud infiere un agravio, y cuándo


invoca la Historia, hasta la Historia se revela en contra suya con nega-
ciones desdorosas. Todo es allí deleznable.

Por eso, después de evocar con tan mal suceso aquel episodio de
nuestra magna guerra, nos presenta al Comodoro Tuker como el hom-
bre providencial sin cuyo concurso era imposible toda agresión contra
España; cuándo para bien de la humanidad, ha pasado ya según ense-
ñan la razón y comprueban los hechos, la triste época de los hombres
necesarios.

Por eso también se nos habla en otra parte, como hecho cierto, de
una protesta atribuida a los marinos que jamás ha existido.

Por eso se insta, estimula y excita el celo del señor Fiscal para
que prosiga el juicio con afanoso empeño, pretendiendo así convertir en
reos y culpables a heroicos e inocentes soldados a quienes cumple más
bien el rol de acusadores.

337
Miguel Antonio De la Lama

Por eso seduciéndonos con palabras, no con hechos, se nos men-


ciona también un plan de expediciones lejanas y peligrosas, que a ser
cierto, denunciaría la demencia del patriotismo, no el patriotismo que
se inspira en una política sagaz y previsora.

Por eso dando a los asaltantes de Valparaíso, a los derrotados de


Abtao, a los vencidos del 2 de Mayo un encubramiento que traspasa
los límites de su tradicional bizarría, se supone que no hay entre los
marinos peruanos un solo capaz de castigarlos nuevamente en lejanos
mares.

Por eso, en fin, para colmo de sorprendentes injusticias y para


consuelo de los buenos corazones, concluye la nota poniendo en duda el
mismo delito que manda acusar, pues no otra cosa significa decir que
los marinos no sólo son reos de insubordinación y deserción, sino que
aun pueden ser reputados culpables de traición a la Patria.

Frases de tan incierto sentido están revelando que cuándo el


Gobierno las estampó no tenía certeza e íntimo convencimiento de la
supuesta traición, pues a tenerla, habría hablado de ella con la misma
acentuación y con la misma firmeza que respecto de los otros dos deli-
tos: pero visto está que resuelto a descargar sobre las víctimas todo el
peso de su poder, no halló inconveniente para agregar una nueva incri-
minación, como si fuera lícito acumular delito sobre delito, sólo porque
se ejerce el omnímodo poder de una dictadura irresponsable.

Pero, señores, cuando el Gobierno procedía de ese modo, ese Go-


bierno quebrantaba con un sólo golpe las leyes de la penalidad, las
leyes morales, los consejos de una sabia política.

Quebrantaba las primeras, porque debiendo recaer toda acusa-


ción sobre delito calificado, no sobre delito dudoso, mal puede la ley
penal aceptar y reconocer acusaciones dubitativas. Sólo el delito cuya
existencia se afirma cae bajo la acción represora de la penalidad. El
delito conjetural o dudoso es mera sombra que escapa a la acción de la
ley por falta de formas justiciables.

Quebrantaba los preceptos morales, porque ellos prohíben a todo


hombre, y con más razón a los Gobiernos, que están obligados a ser
la personificación de la virtud, mancillar el honor ajeno, imputando
sin prueba actos criminosos; sobre todo, delito tan afrentoso como el
de traición a la Patria, el más denigrante de cuantos puede afear la

338
Retórica Forense

personalidad humana, porque llevando la execración más allá de la


tumba, renueva perdurablemente en la Patria el dolor y la mancha.

Quebrantaba, por último, los consejos de una sabia política, por-


que no hay sabiduría sin justicia; y no es justo que un Gobierno que
debe la consolidación de su poder a la heroica e inmortal jornada del
2 de Mayo, acuse de traidores a los ínclitos vencedores de ese día; a
ellos, pedestal de su gloria; a ellos vivo engendro de la embriagadora
popularidad que lo circunda. ¿Cómo ha de ser sabia la política que os-
curece los laureles de la Patria? ¿Cómo ha de ser justo el Gobierno que
emplea esa misma popularidad para ahogar los sentidos clamores de
la conciencia pública?

¡Triste condición la del Gobierno! Comenzó por un error, y reco-


rriendo después largo camino de incertidumbres e injusticias, ha lle-
gado a doloroso fin tocando los dinteles de la ingratitud; todo, todo,
señores, por haber sobrepuesto la pasión ofendida a los consejos de la
razón ilustrada.

¡Pasiones humanas, cuan poderoso y cuan irresistible debe ser


vuestro dominio cuándo tan fácilmente cegáis las más claras inteligen-
cias y torcéis el rumbo de los más nobles y rectos corazones!

Voy a concluir señores.

Para concluir ésta prolongada defensa, que harto fatigado debe


tener nuestro espíritu, debería ocuparme de analizar con severo rigor
jurídico las conclusiones formuladas por el benemérito señor Fiscal en
su dictamen de acusación. No lo haré sin embargo, ya porque refutados
victoriosamente como quedan, los conceptos de la nota gubernativa los
están a la vez los del dictamen por ser servil reproducción de aquellos,
aunque presentados con la tibieza e inseguridad de una conciencia va-
cilante, ya también porque es ocioso analizar un documento inculpato-
rio en que el acusador mismo, doblegado ante la irresistible fuerza de
la verdad, confiesa que no están comprobados los delitos.

Esta expresa declaración de su señoría es nuestro canto de vic-


toria, porque cuando en materias justiciales no hay pruebas contra el

339
Miguel Antonio De la Lama

acusado tampoco hay culpa ni reo, y la ley sólo ve, como ahora, in-
ofensivas víctimas cuya inocencia tiene que proclamar y defender. A
esa conclusión ha debido llegar su señoría pues ya que con honrada
franqueza confesó la absoluta improbación de los hechos criminosos,
la fuerza de la lógica y el sentimiento de justicia lo compelían a procla-
mar la inculpabilidad, pidiendo en alta voz la definitiva e incondicional
absolución de los llamados reos. Así, la sinceridad del soldado habría
estado al nivel de la probidad del ciudadano.

¡Que importa, sin embargo, que el acusador, falto de valor moral,


haya quedado a la mitad de la jornada cuando el Excmo. Consejo habrá
de completarla, pronunciando por honor de la República y para honra
propia sentencia absolutoria?

No lo digo, señores, por jactancia: lo digo con íntima, sincera, in-


quebrantable convicción. Por mucho que los señores Jueces extremen
el rigor de la ley, el rigor de su conciencia, el rigor de la disciplina naval
para buscar actos justiciales, sólo hallarán en los marinos un generoso
arranque de exaltado patriotismo, y el Excmo. Consejo no podrá casti-
garlos, no los castigará jamás porque él sabe que las exaltaciones del
patriotismo se disimulan, no se penan.

De todas las pasiones que reflejan la grandeza moral del hom-


bre, ninguna como el patriotismo sustenta con más eficacia y con más
rigor la vida nacional. Hay que estimularlo pues, en vez de deprimirlo,
porque Dios lo mantiene en el alma de los pueblos para producir por
medio de él esas maravillosas evoluciones históricas que trazan a la
humanidad el rumbo de una civilización más perfecta.

¿Porque se empeña pues el Gobierno en castigar tan excelso sen-


timiento en los que más de cerca y más dignamente lo personifican?
¿Por qué se afana en ésta estéril lucha, malgastando prestigio y fuer-
zas recibidas del pueblo para más altos fines?

No señores. Es ya tiempo de terminar el escándalo. Lo exige el


lustre de las armas nacionales, lo manda la dignidad de la República,
lo impone la gloria de América. Sólo una sentencia reparadora puede
dar a la conciencia pública la satisfacción que ella reclama en nombre
del derecho herido: sólo vuestro veredicto absolutorio puede disipar,
por el brillo de su luz, las sombras que sobre la frente de los encausados
ha acumulado la pasión política.

340
Retórica Forense

Quien ama la libertad sabe defenderla; quien siente el honor as-


pira a enaltecerlo; quien palpa la inocencia se goza en proclamarla. He
allí la síntesis del augusto fallo, que anhelante e impaciente, espera de
vosotros la Patria congojada.

Felices vosotros que después de haber redimido del cautiverio


un continente, estáis llamados a redimir de la afrenta una generación
patriótica! Servir a la Nación en la juventud con la espada del guerrero
y servirla en la ancianidad con la espada de la justicia; agregar a la
aureola del heroísmo alcanzado en los combates la aureola de justifica-
ción alcanzada en esta batalla del honor y del derecho, es el más bello
rol que ha podido depararos el destino.

Cumplidlo, pues, venerables ancianos, con valor y con firmeza;


cumplidlo con austeridad espartana; que si sobre vuestra conciencia
está el ojo de Dios dirigiéndola y escudriñándola, de vuestro lado están
la ley y la justicia, los amantes del honor, los hombres de corazón, el
país entero.

__________

El Excmo, Consejo pronunció sentencia, absolviendo al Capitán


de Navío, Miguel Grau y demás enjuiciados.

341
VI. FORO ESPAÑOL

CONSPIRACIÓN

Defensa pronunciada ante la Sala Tercera de la Audiencia de


Madrid por don Joaquín María López, en la causa formada
contra el mismo y otros varios Diputados, por suponerles
complicidad en los sucesos que tuvieron lugar en Alicante a
principios del año de 1844

Excmo. Señor:

Después de haber comparecido tantas veces en este sitio como


abogado a defender a varios encausados, tal vez criminales, me en-
cuentro hoy en él con un doble carácter enojoso y desfavorable sin du-
da, para hablar en mi propia causa. No comparezco, sin embargo como
puede comparecer el crimen abatido, tímido, receloso, con una concien-
cia que le acusa, con un corazón sobresaltado, esperando y temiendo a
la vez el fallo de los sacerdotes de la justicia. No: todo lo contrario: me
presento con una conciencia tranquila, con un corazón inocente, con la
cabeza erguida y proclamando a la faz del mundo entero, que sobre el
maquiavelismo más horroroso de una política destructora, sólo la in-
moralidad más cínica y la ingratitud más pérfida, han sido los ocultos
resortes de éste malhadado proceso, ¡Amarga lección de la experiencia
y de la historia! El hombre que hace más de dos años ocupaba el pri-
mer lugar al lado del trono y aún le reemplazaba y sustituía en cierto
modo, porque el trono no era entonces regido todavía por una persona
augusta declarada mayor de edad, ese mismo hombre se le ve hoy ig-
nominiosamente arrojado sobre el banquillo de los criminales. Y no se
crea que tan rápida y súbdita transformación haya podido deberse a

342
Retórica Forense

una conducta por su parte poco prudente o circunspecta: no a una de


esas tentativas políticas, a cuyo término suele encontrarse el triunfo
con el poder, o él cadalso. Tan rara transformación se ha debido sólo a
la perfidia, a las intrigas, a las calumnias de ciertos hombres que han
clavado el puñal asesino en los pechos generosos que antes le tendiera
una mano amiga, para librarlos del infortunio que pesaba sobre sus
frentes. (Aplausos).

Pero por fortuna ha llegado el día de la reparación, y en que se


diga del modo más público y solemne la verdad; la verdad, que es antes
que todo; la verdad, que descuella sobre el interés y sobre las combina-
ciones detestables de los partidos; la verdad, hija del Cielo, hermana y
compañera inseparable de la justicia y a la que está reservada conceder
en estos momentos la palma del martirio y la aureola del triunfo a los
que han sido injustamente perseguidos en medio de su inocencia, al
paso que relegue a la execración y al odio público a esos viles impos-
tores, a esos instrumentos dóciles y venales, que se plegan a todas las
exigencias en manos de injustos y odiosos mandarines. (Aplausos).

Yo, señor, no hablaré de mis antecedentes políticos ni de mis


principios políticos. No de los primeros, porque mis antecedentes deben
ser bien conocidos en España y fuera de España después de diez años
que he consagrado sin interrupción a la vida parlamentaria: y aunque
se pretenda criticar o atacar alguno de mis actos en la época en que tu-
ve la desgracia de ocupar el Poder, como es la resistencia a convocar la
Junta Central, la formación del ayuntamiento de Madrid y otros seme-
jantes, sólo contestaré que sobre todo ello tengo recientemente escrito
un libro, con la exposición más veraz, de los hechos. Este libro anda en
manos de todos. Que se lea, que se piense y después que se decida. No
tengo ni he tenido nunca la vana y ridícula pretensión de atraer a los
demás a mis opiniones; pero también confieso que no tengo la docilidad
ni menos la abnegación de abandonar mi opinión por seguir la de los
demás, y menos cuándo no la he visto robustecida por el asentimiento
del mayor número. Y repito que no quiero hablar de mis antecedentes,
de mi fijeza en los principios más liberales, de mis sacrificios y despren-
dimiento de mi vida pública entera, en una palabra, porque esto me
daría en la causa una ventaja inmensa a que yo renuncio puesto que
me asemejaría al hombre que se defendiese con un cañón cargado a me-
tralla, del miserable que tuviera en la mano de un alfiler envenenado
para clavárselo por la espalda. (Aplausos).

343
Miguel Antonio De la Lama

También he dicho que aunque la causa sea política, yo no quiero


hablar de principios políticos; y es porque conozco muy pocos que pue-
dan pasar por absolutos y que no deban subordinarse al imperio y a la
calificación que les den las circunstancias. Profeso la máxima de que
la paz, la legalidad estricta y la justicia, son la situación normal de los
pueblos, la base de su prosperidad y ventura; pero añadiré hablando
en general, y sin que sea visto hacer alusiones ni aplicaciones de nin-
gún género, que si hubiera un Gobierno en cualquier país que despe-
dazase las Constituciones, que conculcase los principios más santos,
que hollara los derechos y las garantías, que cerrara todos los caminos
legales, que redujera al pueblo al último extremo de desesperación, de
modo que pudiera decirse con Virginio en la traducción de Hernández
de Velazco;

“Sólo les queda a los vencidos una


salud, que es no esperar salud alguna;”

Entonces la revolución sería necesaria, sería indispensable, sería


hasta santa; porque un Gobierno de esta especie es en sí mismo una re-
volución constante, una revolución perpetua, una revolución materia-
lizada. Vano sería dar a este pueblo esperanzas ilusorias fundadas en
medios que la violencia o la presión le negasen. Más bien se le podría
decir (y haré la cita sin temor de pasar por inoportuno, porque el Tribu-
nal conoce que una causa y mas una causa política como la presente, se
presta más a los giros del pensamiento que la árida y monótona índole
de los pleitos), más bien se podría dirigir a ese pueblo aquellos versos
de nuestro Ulloa en su Raquel:

“Tanta paciencia en pechos varoniles


no nos hace leales, sino viles”.

En vano sería en la hipótesis en que hablo acudir a las metas


electorales. El Gobierno tendría mil medios de eludir la voluntad pú-
blica y de formar un Congreso que sólo sirviera para anular al pueblo
y para colocarse a vanguardia de la tiranía; y si contra todas las proba-
bilidades, ese Congreso quisiera representar los verdaderos intereses
y la verdadera opinión nacional, bien pronto se le reduciría al silencio

344
Retórica Forense

por la disolución tantas veces repetida, cuantas la necesidad de pre-


sentarse cómo única arma para sostener un ministerio combativo. Y al
hablar así, no invoco sólo los principios; no me refiero a teorías más o
menos avanzadas; no llamo en mi apoyo hechos remotos consagrados
más o menos solemnemente por la sanción del tiempo y de la autori-
dad: me contraigo a una revolución de ayer; revolución a que se debe
cuanto hoy existe; revolución de que ha sido el producto inmediato la
que se llama situación actual; revolución a que todos contribuimos; y a
que se ha debido la formación misma de este Tribunal y demás depen-
dencias del Estado; la revolución de 1843. Entonces se creyó por todos,
aún por los que ahora afectan desconocer la doctrina, que hay circuns-
tancias en que las revoluciones se hacen justificables. Eso mismo es
lo que yo acabo de decir sin más diferencia que la de ser consiguiente
conmigo mismo, con mis hechos y con mis teorías, con los principios
reconocidos en política y con las máximas santas de la humanidad; en
tanto que otros se ostentan inconstantes en sus ideas, contradictorios
y olvidadizos.

Supuesta esta ligera indicación en que he entrado, porque aquí


se han enunciado antes y desenvuelto varias ideas políticas, paso a
contraerme al examen de la causa.

Desde luego conocerá el Tribunal cuan desventajosa es mi posi-


ción puesto que los cargos que tengo que rebatir están ya hasta pul-
verizados por los estimables compañeros que me ha precedido en la
palabra. El proceso era una mina rica, pingüe; pero se ha explotado
ya completamente, no dejándome más que poca y miserable escoria.
Procuraré sin embargo aprovecharla y veré si soy tan feliz que pueda
presentarla todavía con algún colorido de interés a la ilustrada rectitud
de V. E.

¿Qué es lo qué nos presenta el proceso que tenemos a la vista,


desde sus primeras páginas? El abuso de la autoridad; la violación de
todos los derechos; una prisión de Diputados ejecutada de real orden,
y en ella el brillante escándalo de la más inaudita tropelía. Llamo bri-
llante escándalo a este acto, sólo porque desciende de las elevadas re-
giones del poder, del mismo modo que llamaría brillante al rayo que
cae desde las altas nubes para causar en el mundo la desolación y la
muerte. (Aplausos).

345
Miguel Antonio De la Lama

Y repito que éste ha sido el mayor de los escándalos porqué en


un país regido por una Constitución en que están deslindados los Pode-
res, ningún Ministro ni el Rey mismo, puede por sí mandar la prisión
de ningún ciudadano. No se concibe una Constitución, no se concibe
un régimen representativo, sin que exista éste deslinde, esta sabia y
oportuna distribución de los Poderes Públicos, los cuales deben estar
separados, no para que contrabalanceen, como comúnmente se dice;
cubriendo con una ingeniosa frase un error lastimoso, pues entonces
habrían de ser hostiles, de dominarse o de paralizarse en sus fuerzas;
sino para que caminando siempre en armonía, por líneas distintas, por
líneas diferentes, pero no opuestas, lleguen al mismo término y produz-
can simultáneos resultados. Cada Poder debe mantenerse en su órbita,
y cualquiera translimitación es un ultraje que se hace a la santidad de
las leyes; un golpe que se dirige al corazón de las Constituciones: Pues
este crimen se cometió por el Ministerio en la real orden que prevenía
nuestra prisión. En ella el Poder Ejecutivo rebasó su línea y usurpó las
atribuciones del Poder Judicial, puesto que el artículo 63 de la Consti-
tución de 1837, dice a la letra: “A los Tribunales y Juzgados pertenece
exclusivamente la potestad de aplicar las leyes en los juicios civiles y
criminales, sin que pueda ejercer otras funciones que las de juzgar y
hacer que se ejecute lo juzgado”.

Se confundieron también los Poderes Públicos; y esta confusión


tiene su pena impuesta en la ley de 17 de Abril de 1821; en esa ley
porque se nos juzga; en esa ley, con arreglo a la cual se ha dado tan rá-
pido movimiento a esta causa, dejándonos las setenta y dos horas que
ella señala para examinar ese padrón enorme de intrigas y de impos-
turas; esa ley, cuyo carácter es hasta terrorífico, y que si se ha hecho
hablar contra nosotros, yo a mi vez la invoco contra los que hayan sido
realmente sus infractores. He aquí, señor, lo que dispone el artículo
1.°: “Cualquiera persona de cualquiera clase o condición que sea, que
conspire directamente y de hecho a trastornar o destruir o alterar la
Constitución Política de la Monarquía española, o el gobierno mode-
rado monárquico hereditario que la misma Constitución establece, o a
que se confundan en una persona o cuerpo la potestad legislativa, ejecu-
tiva y judicial, o a que se radiquen en otras corporaciones o individuos,
será perseguido como traidor y condenado a muerte. Aquí no fue sólo
el pensamiento, no fue el conato, sino que se realizó la confusión de los
Poderes de que la ley habla, puesto que las personas que obtenían por
su representación propia el Ejecutivo, usurparon y ejercieron un acto

346
Retórica Forense

determinado del Poder Judicial, violando con osadía los cánones consti-
tucionales y la ley de Abril a que se alude, haciéndose por lo tanto reos
según su contexto, y dignos de la pena que ella establece.

Dije antes que en un gobierno representativo, en que están sepa-


rados y distribuidos los Poderes como entre nosotros, ningún Ministro,
ni aún el Rey mismo, puede mandar por sí la prisión de ningún ciuda-
dano. He aquí las palabras del artículo 27 de la misma ley que queda
citada; “No, pudiendo el Rey privar a ningún individuo de su libertad ni
imponerle por sí pena alguna, el Secretario del despacho que firme la
orden y el Juez que la ejecute, serán responsables a la Nación, y uno y
otro quedarán inhabilitados perpetuamente para obtener oficio o cargo
alguno y resarcirán a la parte agraviada todos los perjuicios”.

Pero hay otra relación particular en que examinar este atentado


y la pena que le está impuesta. El artículo 29 de la ley que me es-
toy ocupando dice así: “Aténtase también contra la libertad individual
cuando el que no es Juez arresta a una persona sin ser in fraganti, o
sin proceder mandamiento del Juez por escrito, que se notifique en el
acto al tratado como reo. Cualquiera que incurra en cualquiera de estos
dos casos, sufrirá quince días de prisión y resarcirá al arrestado todos
los perjuicios, y si hubiere procedido como empleado público, perderá
además el empleo”.

Si tan monstruosa aparece la disposición de la real orden lanza-


da contra nosotros, no es menos raro el lenguaje que se inventó para
redactarla. Se mandó ponernos en custodia; y ésta fue una palabra
nueva, buscada ingeniosamente para darle más prodigiosa elasticidad,
y que se hizo servir como el lecho inventado por la ferocidad de los an-
tiguos para colocar y sujetar en él a los que se quería dar tormento, y
extenderlo o acortarlo, como más conviniera a prolongar su agonía. Así
es que esta palabra custodia, que al parecer se presentaba como suave
y poca significativa, se tradujo en una incomunicación rigorosa y de
muchos días en calabozos cuya vista estremece, en todos los sufrimien-
tos imaginables; en el más ingenioso esmero en deprimir y vilipendiar,
si vilipendiada pudiera ser la inocencia por la astucia y por el crimen.
Es decir que se añadió al triunfo de la fuerza el placer de la brutalidad.
Yo no puedo quejarme como los demás compañeros míos en esta causa,
porque fui bastante afortunado en deber a la causalidad el haberme
sustraído al golpe que me amenazaba; pero ni no me descargó en la ca-
beza vino a herirme en el corazón puesto que dio sobre otras personas

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Miguel Antonio De la Lama

que me eran muy queridas y que estaban unidas a mí por los lazos más
dulces de la amistad y de la simpatía.

Demos ya un nuevo paso y veremos el frágil y deleznable cimien-


to sobre que se construyó esta causa. El señor Madoz lo dijo ayer. Nues-
tra prisión fue acordada por el Ministerio sin más antecedentes que
dos confidencias dadas según todas las señales, por la misma persona,
y en que esta hablaba, no por conocimiento propio sino a consecuencia
de otras noticias que suponía haber recibido. Es decir que se procedió
por un dicho sólo, y éste de referencia sin tomar para nada en cuenta
la disposición de la ley de Partida que hablando de los testigos quiere
que depongan de ciencia propia, añadiendo: “Más si dijera que lo oyera
decir a otro no cumple lo que atestigua”.

Estas confidencias no eran ni delaciones formales ni acusaciones,


y solo por delaciones o acusaciones permite proceder el derecho. La Ley
Ia., título 33, libro 12 de la Novísima Recopilación, dice así: “Los mis
Procuradores, Fiscales y Promotores de nuestra justicia, no pueden
acusar, ni demandar, ni denunciar a persona alguna sin dar primero
ante la autoridad que haya de conocer el delator de las acusaciones y
que el tal delator diga por ante Escribano Público la delación, la cual
delación se ponga por escrito, para que no se pueda negar ni poner en
duda.

Pero hay más. Las confidencias de que se trata eran anónimas,


pues que algunas de ellas no tenían ni aún fecha: ninguna estaba fir-
mada, y a lo más algunas tenían a su pie una J y una R; iniciales que
podrían cuadrar a muchos nombres y apellidos. Veamos, pues, que va-
lor ha dado nuestra legislación en todos tiempos a esta clase de papeles.

El auto acordado, único del título 17, libro 8°. de la Recopilación,


se expresa de este modo: “Experimentándose con reparable frecuencia
la facilidad de incurrir en la execrable maldad de hacer falsas dela-
ciones, he resuelto que con la más rigorosa exactitud y observancia se
ejecuten las leyes dictadas para precaver estos males”.

La real provisión de 8 de Julio de 1776, dispuso que en ningún


Tribunal, se admitiese escrito anónimo, y que si alguno se presentase,
fuera firmado por persona conocida, dando fianzas de que probaría su
contenido, y que de lo contrario pagaría los gastos que ocasionara y
sufriría la pena que se le impusiera.

348
Retórica Forense

La Ley 7ª del título 33, libro 19 de la Novísima, dice así: “Por


ningún Tribunal ni Jueces no se admitan memoriales que no estén fir-
mados de persona conocida, y entregándolos la misma parte personal-
mente o en virtud de su poder; obligándose y dando fianzas primero y
antes todas cosas a averiguar y probar lo en ellos contenido, so pena de
las costas y demás que se le impusieren”.- La ley que sigue a la anterior
está concebida en estos términos: “Deseando que no padezcan injusta-
mente algunas personas por la temeridad de voluntarias calumnias
que regularmente se verifican en los memoriales y cartas sin firmas,
prohíbo de nuevo que se admitan semejantes papeles o delaciones para
el efecto de formalizar pesquisas ni otra especie de sumaria informa-
ción que sirva en juicio”.

Y todavía, Excmo. señor, como si la prevención hasta aquí anun-


ciada no bastase, añade la ley las siguientes palabras: “Pero aunque el
memorial sea firmado de persona conocida y entregado legítimamente
dando su fianza, no siempre se despache Juez a la averiguación del
caso, pues en todo esto se ha de tener mucha templanza para que no
causen con cualquier motivo crecidos males y costas, como suele acon-
tecer”.

Estas, señor, son las disposiciones de tiempos que se suponen


menos libre y ventajosos: compárense con la real orden de que hemos
sido víctimas, compárense con esa especie de vértigo que dicta dispo-
siciones tan arbitrarias, con ese poder desbordado que atropelló y ani-
quiló los principios más respetables y más santos, y dígase después sí
ha mejorado nuestra condición en la época que se llama de filosofía y
de cultura. Nosotros tenemos a la vista el triste ejemplo de haberse
reducido a prisión y a incomunicación larga y rigorosa, con todas las
humillaciones posibles, con todos los vejámenes imaginables, a varios
Diputados sin más fundamento que un papel anónimo. Que no se lla-
men pues los que han causado tantos males agentes de protección sino
agentes de destrucción; no agentes de seguridad pública, sino agentes
de inmoralidad pública.

Pero hay más todavía. El Juez de la causa conociendo que todos


los elementos que vienen a un juicio son por su naturaleza controver-
tibles, y controvertibles a la luz de la discusión y de las pruebas, pidió
al señor Jefe político los nombres de las personas que habían dado los
partes; y dirigiéndose al parecer aquella autoridad superior política al
que debía ser el autor de tan ridícula como mal urdida farsa, trascribió

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Miguel Antonio De la Lama

su contestación al Juez, reducida a que no podían indicarse los nom-


bres, porque en ello se perjudicaría a la causa pública, y porque las
personas que habían dado los avisos lo habían hecho confiadas en la
seguridad del secreto.

¿Qué es esto, Excmo. Señor? ¿Se permite asesinar tan impune-


mente a la inocencia, y entregarla al cuchillo del verdugo como una víc-
tima atada y sin defensa? ¿Se permite abusar así de una misión dada
para urdir calumnias y encubrirlas después con el velo del misterio?
Esto sólo quiere decir en buena razón y en buena lógica que esos per-
versos agentes pueden envolver cuando quieran al hombre más puro y
justificado; y que cuando éste quiera alzarse del polvo a que se le lanzó
y medir sus armas con las traidoras de un enemigo cauteloso, se le ce-
rrarán todos los caminos y se le negarán todos los medios. Esto quiere
decir que esos agentes desde el baluarte de la inmoralidad, y defendido
por el odioso escudo que cubre sus maldades, podrán dirigir a mansalva
saetas emponzoñadas contra la inocencia, y cuando ésta quiera rasgar
el velo de la iniquidad, no podrá conseguirlo, y sus enemigos quedarán
invulnerables como Aquiles. ¿Qué digo? Serán más invulnerables mil
veces que él; porque Aquiles recibiendo la invulnerabilidad por medio
del baño que le dio la diosa Tetis, según nos dice la Mitología, quedó sin
bañar el “talón y por él fue vulnerable y entró el hierro que le ocasionó
la muerte, pero esos agentes escudados y favorecidos por el secreto,
han cubierto perfectamente todo su cuerpo, y ni un talón nos han deja-
do fuera por donde podamos atacarles.

Y ya que por un giro excéntrico, si se quiere, del pensamiento me


he colocado por un instante en la región poética y mitológica, añadiré
que nosotros pudiéramos parodiar ahora las palabras del guerrero de
Homero, cuando sólo pedía la luz para pelear aún contra los mismos
Dioses. Nosotros podríamos en menor escala decir: Caiga la luz sobre
esta tenebrosa causa; vengan aquí los autores de esos papeles calum-
niosos: digan dónde nos han visto, dónde nos reuníamos y dónde hemos
conspirado; traigan a la arena del juicio sus aserciones malignas: dejen
de acogerse a la oscuridad, como el bandido o el tigre, que sólo en las
tinieblas de la noche o en el retiro de las selvas inmolan su víctima y
devoran su presa; y cuando las infernales tramas no sean descubiertas,
entonces pelearemos, no contra esos impostores que son demasiado mi-
serables para merecer ni aun nuestros ataques, sino contra los hom-
bres poderosos a cuya venganza y designios hayan servido, alguno de

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Retórica Forense

los cuales habrá ocupado el poder por medios reprobados, y servídose


de él en daño de la libertad, en ruina o mengua de la nación entera.

Si la teoría que se ha seguido con nosotros llegara Excmo. señor,


a establecerse por desgracia, demás estarían los Tribunales; y V. E.
mismo podría desde hoy retirarse al hogar doméstico, abandonando
esos bancos y renunciando a su noble y elevada misión de proteger
con el escudo de la ley a la inocencia desvalida; porque nunca podría
escuchar su acento lastimero ni prestarle su apoyo, sino después que
hubiera sido ultrajada y sacrificada por el crimen.

El Ministerio Fiscal ha dicho, sin embargo, y yo he debido extra-


ñarlo mucho, que lo que la ley prohíbe es recibir delaciones de personas
desconocidas, suponiendo al parecer que las que han sido causa de este
proceso no merecen aquel concepto. Yo diré ante todo al señor Fiscal
que las leyes que he enumerado detenidamente dicen todo lo contrario,
pues requieren como indispensable las circunstancias de que los pa-
peles vayan firmados y la firma sea de persona conocida. Al consignar
esta idea no hacen distinción ni excepción alguna; y según un axioma
de derecho, donde la ley no distingue, nosotros no podemos ni debemos
distinguir.

Además: ¿de quién son conocidas las personas que fraguaron la


delación remitiendo esos papeles? ¿Las conoce el señor Fiscal? Seguro
es que no. ¿Las conocía el Promotor? Tampoco. ¿Las conoce el Tribunal?
Las conocemos nosotros? De ningún modo. Pues las personas que he
nombrado son las únicas que debían conocerlas, porque son las únicas
que han instruido y sustanciado el proceso, las únicas cuyo juicio debió
ser ilustrado por este previo e inexcusable conocimiento. Las conocerá
a lo más el Jefe Político; pero ni estamos en el caso de jurar como se
juró en el antiguo, sobre la palabra del maestro, ni aquel conocimiento
aunque existiera, excéntrico y ajeno en todo sentido del juicio, podría
nunca traerse a él para perjudicarnos.

Y aun prescindiendo de todo esto, yo preguntaré al Ministerio


Fiscal: ¿Dónde encuentra más peligro de que se trame una calumnia,
en el círculo común y general de los hombres, donde a las veces no
tenemos ni un enemigo, donde nadie se mueve contra otro sino por un
motivo especial de interés encontrado, de odio o resentimiento; o en
esa familia que se llama policía, cual se halla entre nosotros, descono-
cida de lo más de la sociedad: familia que forma una colonia aparte,

351
Miguel Antonio De la Lama

heredera legítima del espíritu de inquisición y el espionaje de Venecia;


que sigue nuestro cuerpo como la sombra; que bebe nuestras respira-
ciones; que penetra hasta en los secretos del hogar doméstico y cuyos
malos instintos son excitados y alentados por largas recompensas?

Pero en vano es que yo siga ocupándome de la nulidad y vicios


de estos partes, cuando el señor Fiscal los ha reconocido, consignando
en su último escrito las siguientes frases: “Las confidencias o comuni-
caciones recibidas en que principalmente estriba el proceso y que han
sido ya examinadas y calificadas, las rechaza el Fiscal como oscuras y
misteriosas. Su ministerio pertenece a la ley, a la verdad, a la justicia;
y la justicia, que es la luz, repele la oscuridad y el misterio.

¿Y a qué estaban reducidas estas confidencias? En ellas se decía,


que según las noticias recibidas, se sospechaba que había una junta
revolucionaria en Madrid; y que según las mismas noticias, se sospe-
chaba también que a esa junta pertenecíamos nosotros. Es decir que
se trataba de sospechas de otras sospechas. ¿Y es esto legal? Lo pri-
mero, para proceder contra personas determinadas, es que conste de
una manera evidente que se ha cometido un crimen, pues sin su previa
existencia la instrucción sería fantástica, sin objeto dado, sin motivo
positivo, y traería mil consecuencias sin punto de qué partir ni motivo
que las justificase. Aquí, sin embargo, por un motivo presumido, me-
jor diré, soñado, se procedió contra nosotros, sin más que aplicarnos
el desfavorable y elástico nombre de sospechosos, sin que entonces ni
después se haya probado que existiera esa junta ni nuestra cooperación
a los planes a que se supuso gratuitamente unida nuestra complicidad.

Nótese, además, que en los partes se habla de otros muchos, co-


mo lo eran el marqués de Tabuérniga, el marqués de Camacho, y el
señor obispo electo de Jaén y varios más. ¡Hasta un obispo, señor! Para
que se vea que la policía con sus sublimes descubrimientos invade lo
espiritual y religioso, como lo temporal y profano. Sin embargo, contra
ninguno de estos señores se procedió. ¿Cuál podía ser el secreto de esta
rara lenidad y de estas incomprensibles excepciones? Seguro es que
yo no sentiré que dejara de aumentarse el número de los perseguidos,
y que su fortuna en aquel caso consuela y complace mi corazón; pero
cuando veo que con los mismos antecedentes, únicamente sobre noso-
tros se ha descargado el golpe, me confirmo en la idea de que sólo se
trató por el medio ensayado de separarnos de la escena política, porque
a nosotros se tenía más mortal antipatía; de alejarnos de las urnas

352
Retórica Forense

electorales; de formar un Congreso en que solo estuviera representada


una opinión política, quitándole la condición primera de toda Asam-
blea, que es la discusión y el libre examen, porque no hay idea alguna
que no deba someterse a la prueba de la contradicción. Lo que se quiso
fue inutilizarnos para algún tiempo, porque se temía a la fuerza de
nuestros principios de verdadera libertad, de reformas radicales, de
estricta justicia, de imparcialidad y de moralidad, que tanto contrastan
con otras doctrinas, proclamadas y seguidas por ciertos hombres con
ardor y hasta con cinismo. Así es que en la época de nuestra prisión,
alguno deseos señores, contestando a las preguntas curiosas que otros
les dirigieran en las expansiones confiadas de la amistad, manifesta-
ban que la causa no era nada, que no tenían motivo ni más objeto que el
de fatigarnos y anularnos por algún tiempo, como si nuestras personas
hubieran de servir de leve juguete a su omnipotencia.

Mas aquí se presenta un terrible argumento contra el Gobierno


en vista de las confidencias.- Por ellas, y sólo por ellas, se procedió
contra nosotros. ¿Cómo es que al paso que se les dio tanto valor para
prender a diputados intachables, de nada sirvieron para prevenir los
sucesos que tuvieron después lugar en Alicante, y evitar con saludables
avisos su realización y sangriento desenlace? En las confidencias se
decía que la revolución iba a estallar en Alicante, que la haría la fuer-
za de carabineros; se daban todos los pormenores, todos los detalles
de los proyectos sobre aquella plaza: sin embargo, sus autoridades al
rendir las declaraciones que se les pidieron con el piadoso fin de ver
si resultaba algo contra nosotros, dijeron que el Gobierno no les había
hecho prevención ninguna, que no les había encargado más vigilancia
ni indicádoles el menor peligro, de modo que fueron completamente
sorprendidos por los acontecimientos. ¿Qué significa esta inconcebible
anomalía? Una de dos: o bien que el Gobierno nada sabía cuando el
alzamiento de Alicante y que los partes y que las confidencias se con-
feccionaron después, aprovechando tan bella ocasión para comprome-
ternos; o bien que si el Gobierno sabía lo que iba a suceder, dejó correr
las combinaciones para que la tentativa llegara a realizarse, y tener
después el bárbaro placer de sacrificar víctimas. Esta es la verdadera
deducción lógica que yo todavía no me atreveré a creer, porque no en-
cuentro nada parecido sino en la conducta de Calígula, que hacía escri-
bir las leyes en letra muy menuda y colocarlas en paraje muy elevado
para que nadie pudiera leerlas, y tener así el gusto de hacer delincuen-
tes y de ejercitar su rigor.

353
Miguel Antonio De la Lama

Paso ahora al segundo cargo que se me hizo desde el principio,


relativamente a las dos proclamas que me dirigió don Manuel Carre-
ras desde Alicante. Este hecho no puede perjudicarme por ser ajeno,
pues que la razón, la justicia, las leyes de todos los países, se oponen
a que se haga cargos por hechos extraños, independientes de la propia
voluntad. El Ministerio Fiscal, no obstante, ha dicho, que cuando se me
mandaban las proclamas, señal sería de que se contaba con mi coope-
ración. Estoy seguro de que este modo de inferir no se habrá aprendido
en las lógicas de Traccy, Condillac, Valdinoti, Laroniguer ni ninguno
de los que han escrito en materias ideológicas. ¿Con que todos los que
reciben proclamas en casos iguales o parecidos al que nos ocupa, no
solo son simpáticos a los movimientos sino que cooperan a ellos? Si así
fuera verdad, todas las revoluciones tendrían una marcha veloz y un
resultado tan próspero como inmediato. Lo primero que hacen los que
se colocan a la cabeza de movimientos de esta especie, es procurar dar-
les toda la publicidad posible, para ver si su espíritu y sus deseos cun-
den y encuentran eco que les responda. Las proclamas o programas de
remiten aceleradamente a todas partes: no se consulta con la opinión
política de las personas: el simple conocimiento, la sola idea de que
puedan existir en tal o cual parte, con más o menos importancia, basta
para que se le dirijan estos papeles con la revelación de todo lo acaeci-
do; y tan cierto es esto, que yo podría citar en ese momento un número
considerable de personas, algunas de ellas conocidamente carlistas,
que recibieron iguales proclamas en los días que nos referimos. Acaso
fui yo el último que en Madrid supo los sucesos de Alicante y la prisión
de los Diputados; porque habiendo tenido necesidad de ocultarme y de
permanecer oculto y sin ver a nadie que pudiera darme noticia el día
en que fueron a realizar mi prisión, nada supe de lo ocurrido hasta el
día siguiente, en tanto que apenas habría una persona que lo ignorase,
porque los ciegos lo iban publicando en desaforados gritos por todos los
sitios públicos. A mi debió serme tanto más extraño el procedimiento,
cuanto que hacía dos años que ni siquiera una carta de amistad había
escrito a la provincia de Alicante. Pero cuando se quiere fraguar una
calumnia, poner en acción y en movimiento una trama infernal y com-
prometer a los hombres, porque así cumple a los inicuos designios de
sus enemigos, por todo se atropella y no hay ni antemural que los salve
ni escudo que los defienda.

A mí se me persiguió a los dos meses de haber dejado la Presi-


dencia del Gobierno provisional; y esta persecución me honra en un

354
Retórica Forense

concepto que para mí es muy importante. Me honra, porque si nuevas


garantías y seguridades necesitara mi conducta por esta persecución,
vería el mundo la inmensa distancia que me ha separado, me sepa-
ra y me separará siempre de los hombres que entonces ocupaban el
poder y de sus correligionarios políticos. Estos lanzaron contra mí la
persecución, y yo sufría una vicisitud tan extraña con los sinsabores y
disgustos que le eran consiguientes, en tanto que otros se hacían una
posición cómoda y feliz, disfrutando de valimento, de representación y
de ventajas. Yo jamás las he deseado; y si en mi delirio o en mi fatuidad
hubiera entrado alguna vez el adquirirlas, jamás las hubiera comprado
a precio de mis convicciones y de mi conciencia.

Supuesta esta reseña de la causa, la solicitud actual en ella no


puede ser más conforme ni más justa. El procedimiento fue nulo desde
su origen, como he demostrado. El Promotor pidió desde luego que se
suspendieran las actuaciones respecto a mí, y después la absolución.
Tal era el ningún mérito que todo producía. El Juez de primera instan-
cia me absolvió libremente y sin costas, si bien omitió las declaraciones
favorables y la reserva de derechos que dieron motivo a nuestra ape-
lación, y que hoy se demandan de la rectitud ilustrada de V. E. Estas
aclaraciones y reserva son una consecuencia precisa y necesaria de la
inocencia que ya se ha declarado; y cualquiera que hubiera caído en ese
banco acusado hasta de asesinato, tendría un derecho para pedir igua-
les salvedades, cuando de todo el proceso resultara la impostura de la
acusación y su absoluta inculpabilidad. Pido lo que cualquiera pediría;
y tengo una reputación y un nombre que defender, que no quedarían
satisfechos hasta el punto que deben quedarlo, sin esa proclamación
que debe reparar tantos ultrajes sufridos.

¿Y por ventura, esta satisfacción no es inexcusable en todo senti-


do? Cuando todo se ha perdido en este horrible naufragio; cuando no se
conserva ni un hogar, porque la persecución nos amaga y amenaza to-
dos los días, todas las horas, todos los instantes; cuando no se conserva
ni una patria, porque mal puede llamarse patria una mazmorra; cuan-
do se han perdido todas las afecciones mas tiernas del corazón, porque
casi todas ellas se pierden en la desgracia; cuando a cada momento se
ve la triste realidad de aquel desconsolador dístico del poeta de Roma;

“Donec eris felix multos numerabis amicos,


Témpora si fuerint nubila, solus eris;”

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Miguel Antonio De la Lama

Cuando no se puede descansar ni en lo pasado, ni en lo presente,


ni en el porvenir; cuando al lanzar la vista sobre el tiempo, sobre esa
mar inmensa sobre la cual navega la humanidad, unas veces con tiem-
po bonancible, y otras como a mí me ha sucedido, con tiempo proceloso,
se ven todos los objetos cubiertos de un crespón funeral, de un paño
mortuorio; de modo que, a nuestro pesar, se recuerdan las tristísimas
palabras de Ovidio:

“Crudelis ubique luctus, ubique pavor


Tristísima noctis imago;”

Cuando todo esto se ve, se sufre y se padece, permítasenos al me-


nos que tributemos un culto religioso a aquella preciosa máxima de la
antigüedad: “Omnia si perdas, faman servare memento”. Ya que todo
se ha perdido, conservaremos siquiera nuestra reputación. Esto es lo
que pretendemos del Tribunal, y lo que no dudamos conseguir de su
rectitud notoria. Por frágil que sea el principio que defiende a los ma-
gistrados, por expuesto que se encuentre a los ataques y demasías del
poder; el Juez íntegro se abraza con sus convicciones y con su deber, y
prescindiendo de todo lo que no es los autos y las leyes, dice al mundo
que le contempla: “Fiat, justitia et ruat, caelum”. Seamos justos, y su-
ceda después lo que sucediere.

Esta es, señor la esperanza que nos anima en éste momento, y


en la que nos sostiene la ventajosa, cuando merecida idea que tenemos
de los dignos magistrados a quienes está sometido el fallo de nuestra
causa.

__________

El Tribunal confirmó la sentencia de primera instancia que ab-


solvió a los procesados libremente y sin costas.

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