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Cuatro edades 
 

   

del 
Profesionalismo 
y del 
Aprendizaje 
Profesional.  
Seminario internacional sobre 
Formación Inicial y 
Perfeccionamiento Docente. 
1996 ‐ Santiago de Chile. 

Autor: Andy Hargreaves
Cuatro edades del profesionalismo y del aprendizaje profesional1

Andy Hargreaves

Introducción
En numerosas partes del mundo, la docencia se encuentra al centro o a las puertas de una transformación
trascendental. Crece y se intensifica la esperanza de los docentes que sus alumnos alcancen buenos
niveles de rendimiento como forma de garantizar el que sean capaces y puedan aprender. La rapidez de
los cambios y un clima de incertidumbre, están impulsando a los maestros a trabajar colaborativamente
para responder a dichos cambios. Diversas presiones y exigencias en torno a qué se requiere para que
los alumnos aprendan nuevas destrezas como ser capaces de trabajar en equipo, usar formas superiores de
pensar y manejar efectivamente las nuevas tecnologías de la información, plantean la necesidad de
disponer de nuevos estilos de enseñanza que posibiliten el logro de estas capacidades - lo que significa
que crecientemente los maestros se hayan visto en la necesidad de enseñar en formas distintas a las que
ellos conocieron como estudiantes. Las escuelas están teniendo que recurrir cada vez más a los padres y
a la comunidad, hecho que plantea interrogantes acerca de los conocimientos que debe tener el educador
y cómo puede compartirlos con los padres de familia. Todas estas presiones y tendencias están forzando
a los maestros y a aquellas personas que colaboran con ellos, a reevaluar su profesionalismo y a
reconsiderar el tipo de aprendizaje profesional que necesitan para mejorar su trabajo.

Si se preguntara a los maestros qué significa “ser profesional”, por lo general la


respuesta apuntaría a dos aspectos (Helsby, 1995). Primero, se referirían a lo que es ser
profesional, lo que usualmente se refiere a la calidad del trabajo que realizan, el modo y
estilo de conducirse y a los estándares que enmarcan su actividad. En la literatura, este
concepto se conoce como profesionalismo (Englund, 1996).

Los profesores también podrían referirse a lo que es ser un profesional. En general, este
concepto va estrechamente ligado a la forma como el maestro siente que lo perciben
otras personas - en términos de status, posición social, respeto y el nivel de
reconocimiento profesional que recibe. En la literatura referida al tema, las iniciativas
tendientes a mejorar el prestigio y la posición social de la docencia se conocen como
profesionalización. Con frecuencia, el profesionalismo (mejoramiento de la calidad y
estándares de la práctica) y la profesionalización (mejoramiento del prestigio y la
posición social), se presentan como proyectos antagónicos. Por ejemplo, el definir los

1
Traducción del original en inglés de Ernesto Leigh

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estándares de evaluación profesional según criterios técnicos y científicos expresados
en niveles de conocimiento y competencias, puede menoscabar o ignorar el igualmente
importante componente afectivo de la labor del maestro, vale decir, la pasión por
enseñar y la preocupación por la vida y el aprendizaje del educando (Hargreaves y
Goodson, 1996).

Si bien se han cuestionado "en esencia" según la jerga de los filósofos, los conceptos de
profesionalismo y profesionalización , parte de la razón que existan opiniones
divergentes sobre el profesionalismo del docente, se debe a los diversos significados
que se le ha atribuido en el pasado (Murray, 1995). En muchas partes del mundo, se
han observado distintas etapas en la evolución del concepto de profesionalismo en la
docencia, cada una mostrando importantes rastros y vestigios de la precedente.
Enseñar no es lo que fue; ni tampoco lo es el aprendizaje que se requiere para
convertirse en maestro y mejorar como tal en el curso del tiempo. En las siguientes
páginas, se identifican cuatro etapas históricas que describen en forma general la
naturaleza cambiante del profesionalismo docente y el aprendizaje profesional:

• la edad pre-profesional
• la edad del profesional autónomo
• la edad del profesional colegiado
• la edad post-profesional

Quiero postular que esta última etapa, la edad post-profesional que actualmente
iniciamos, se caracteriza por una lucha entre corrientes y grupos que se empeñan en
desprofesionalizar la labor del educador y otras que buscan redefinir el profesionalismo
docente y el aprendizaje profesional en formas positiva y post-modernas que son más
flexibles, de mayor alcance y naturalidad.

La edad pre-profesional

La enseñanza ha constituido siempre una labor exigente. Aún remontándonos a los


primeros intentos por implementar sistemas de educación masiva, nos encontramos con
maestros lidiando solos frente a un curso de alumnos reticentes, esforzándose por "pasar
la materia" con pocos textos o recursos a su disposición y con un mínimo de
reconocimiento y remuneración. No podía concebirse la enseñanza o el aprendizaje sin
referirse a la necesidad de mantener el control sobre la clase, al punto que el éxito y

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sobrevivencia del maestro dependían en gran parte de su habilidad para equilibrar
ambos procesos.

Tras estudiar los antecedentes históricos de las iniciativas de reforma educacional


implementadas en los Estados Unidos, Tyack y Tobin (1994), destacaron la emergencia
de lo que llamaron la “gramática” de la escuela. En la opinión de los autores, al igual
que en el lenguaje, la instrucción posee una gramática fundamental. De la misma
manera que la gramática estructura la forma como hablamos, la gramática de la escuela
estructura la forma como enseñamos. Cada gramática tiene un origen distinto, pero una
vez establecida, ésta se vuelve extremadamente estable y resistente al cambio. Dos de
estas gramáticas - la escuela de multigrados (caracterizada por procesar grandes
cohortes clasificadas por edad y divididas en “cursos”) y los créditos Carnegie
asignados a las materias estudiadas (que constituyen los criterios requeridos para
egresar de la educación secundaria e ingresar a la universidad) - se institucionalizaron
hace décadas y hoy forman parte de la gramática de la escuela contemporánea. Otros
cambios educacionales, por el hecho de transgredir la gramática fundamental existente,
sólo gozaron de un éxito local o temporal, cual dialectos locales de cambio, destinados a
utilizarse por breves períodos o en la periferia del quehacer educacional.

En los hechos, la educación pública evolucionó como un sistema de educación masiva


inspirado en el concepto de producción industrial (concepto que posteriormente se
extendió a las escuelas secundarias que originalmente habían emergido como pequeñas
academias para elites especializadas), donde a los estudiantes - segregados en cohortes
etáreas - se les procesaba en grandes grupos. Estos grupos recibían enseñanza
(instrucción) a través de currículos normados y especializados (cursos ). (Goodson,
1988; Cuban, 1984; Hamilton, 1989; Curtis, 1988).

Por lo tanto, lo que para muchos ha llegado a representar la “verdadera escuela”, es


decir, la modalidad aparentemente normal, natural e institucionalizada de organizar la
enseñanza y el currículo, es una invención social e histórica específica, arraigada en las
necesidades e inquietudes de generaciones pasadas (Metz, 1991). La médula de este
legado histórico lo constituye un conjunto específico de estrategias de enseñanza que
por espacio de décadas definió la esencia misma de la docencia.

Los métodos básicos de enseñanza adoptados por la educación pública masiva


consistieron primordialmente en la exposición oral del maestro y la toma de apuntes,

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sesiones de preguntas y respuestas y trabajo del alumno en su banco (Cuban, 1984).
Estos modelos tradicionales de enseñanza, hicieron factible que el profesor que
trabajaba con grandes grupos de alumnos , poco motivados y con escasos recursos,
pudiera cumplir con los cuatro requisitos indispensables de la sala de clase: mantener la
atención del alumno, asegurar la cobertura del contenido, inspirar algún grado de
motivación y lograr cierto grado de dominio de la materia (Abrahamson, 1974;
Westbury, 1973; Hoetker y Ahlbrand, 1969).

Con el andar del tiempo, los investigadores han demostrado que canalizar la
conversación de la sala de clase a través del maestro, reduce efectivamente el “parloteo”
caótico al patrón cuidadosamente estructurado de preguntas y respuestas propio de una
conversación de dos, donde los alumnos seleccionados actúan como representantes de
todo el curso, donde el maestro inicia las líneas de indagación y los estudiantes
meramente responden, y donde el maestro evalúa la precisión, calidad y la conveniencia
de la contribución del alumno, pero no a la inversa (Sinclair y Coulthard, 1974). La
modalidad de participación consistente en “levantar las manos”, es cuidadosamente
orquestada por el maestro - se incentiva la competitividad, se mantiene la atención, se
asegura un clima de pseudo-participación - durante el proceso de comunicar el punto
pre-programado (Hammersley, 1974; 1976). Esta estrategia evita el aburrimiento e
inatención extremos, que podría acompañar las prolongadas sesiones de exposición
ininterrumpida - particularmente cuando al comienzo de la clase se emiten señales
falsas demorando la “respuesta” o el “sentido” de la clase con el fin de que el alumno se
vea obligado a trabajar intensamente para descubrirlo (Hammersley, 1977).

En este tipo de lecciones estructuradas, los profesores no se guían tanto por las
necesidades individuales de los estudiantes sino que tienden a tratar al conjunto de la
clase como a una especie de estudiante colectivo (Bromme, 1987). Este tipo de
maestro transmisor, controla muy de cerca el progreso exhibido por el grupo de
alumnos ubicados en la parte alta (aunque no en la más alta) de la escala de rendimiento
de la clase y lo utiliza como guía para “orientar” el manejo y desarrollo de la lección
que impartirá a la clase en conjunto (Dahloff y Lundgren, 1970). La experiencia
individual de aprendizaje del alumno no constituye la principal preocupación del
maestro, sino el "flujo" instruccional de la clase -es decir, la forma como la clase
progresa hacia la conclusión que se espera , procurando al mismo tiempo mantener un
clima de orden (Clark y Peterson, 1980).

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Por consiguiente, los problemas fundamentales de orden y control ocupan una posición
medular en los modelos tradicionales de enseñanza. En un estudio de cuatro escuelas
secundarias de primer ciclo, Metz (1978, p.67) observó que “los profesores de las
escuelas se preocupan por el orden porque éste está siendo constantemente amenazado”.
Willard Waller en su clásica Sociología de la Enseñanza describió la escuela en forma
memorable como “despotismo en estado de peligroso equilibrio ... susceptible de ser
derrocado en cualquier instante” (Waller, 1932, p.10). Bajo estas circunstancias,
agrega el autor, el maestro exitoso es “el que sabe subirse y bajarse del caballo
rápidamente” (p.385). Es comprensible que durante las primeras seis décadas de este
siglo, los modelos tradicionales de enseñanza representaran estrategias calculadas para
la sobrevivencia de los maestros dados los objetivos que debían cumplir y las
restricciones y requerimientos que se le imponían (Hargreaves, 1977; 1978; 1979;
Pollard, 1982; Scarth, 1987; Woods, 1977).

Por aproximadamente un siglo, la enseñanza de transmisión o repetición constituyó la norma casi no


cuestionada respecto a lo que es enseñar. Según esta visión pre-profesional, enseñar es algo
relativamente simple: una vez alcanzado el nivel de dominio, cualquier ayuda adicional es innecesaria.
Rosenholtz (1989), describe a las escuelas donde los maestros continúan creyendo que enseñar es
básicamente sencillo y donde la perspectiva pre-profesional aún persiste, como escuelas de “aprendizaje
empobrecido”. Logran resultados más bajos en lo que a destrezas básicas se refiere, que las escuelas que
siguen una orientación más profesional.

Dentro de este contexto de certeza pedagógica, el aprendizaje profesional para el nuevo


maestro se concebía principalmente como colocarse - en calidad de aprendiz - bajo la
tutela de una persona con más habilidades y destrezas. De hecho, mucho de este
aprendizaje ya se habría alcanzado a través de las miles de horas invertidas en observar
a sus propio profesores en las escuelas donde habían sido alumnos (Lortie, 1975). A
esta experiencia se agregaba un período de práctica cumplida junto a un profesor
cooperador (como llegaron a llamarse posteriormente), siendo parte de un programa
más amplio de capacitación docente (D. Hargreaves, 1995).

Dichos programas de capacitación docente tuvieron orígenes algo humildes dada la


visión restringida de la docencia que se ofrecía a los que iniciaban su formación
profesional; esto a pesar de que los formadores de profesores durante años habían
luchado incansablemente por mejorar el prestigio de los cursos y programas. David
Labaree (1992, pp. 136-137) ofrece una clara descripción de la trayectoria histórica de
estas iniciativas en los Estados Unidos.

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Las primeras instituciones abocadas específicamente a la formación de docentes
en Estados Unidos fueron las escuelas estatales normales que empezaron en
Massachusetts en la década del 1830 bajo el impulso de Horace Mann, para
luego extenderse al resto del país. Originalmente concebidas como escuelas
secundarias para capacitar maestros de primaria, ni su prestigio ni su función
permanecieron inalteradas por mucho tiempo. Impulsadas por una combinación
de ambición individual y profesional, pronto comenzaron a ascender por los
escalones de la movilidad institucional. Para muchos de los consumidores de
productos educacionales, estas escuelas normales ofrecían la oportunidad para
adquirir una educación secundaria y obtener un empleo, aunque no
necesariamente asociado con la docencia. La explosiva proliferación de
escuelas secundarias a finales del siglo XIX, si bien representó una amenaza
competitiva para las escuelas normales, también les otorgó la oportunidad de
subir sus requisitos de admisión y perseguir el status de instituciones de
educación superior. Hacia comienzos de 1920, parte de las escuelas normales
se transformaron en institutos de formación de docentes lo que a su vez,
convirtió a su personal en profesores universitarios. Una vez más, los
estudiantes tendieron a utilizar estas instituciones no sólo como instituciones
para obtener un título de profesor sino como mecanismos para obtener las
credenciales que necesitaban para surgir socialmente. Después de la Segunda
Guerra Mundial, los institutos estatales de formación docente continuaron
respondiendo a esta demanda y a las aspiraciones profesionales de sus
profesores, convirtiéndose rápidamente en instituciones de educación superior
propiamente tales.

En la medida que los programas y las instituciones educacionales adquirían mayor


prestigio y aceptación, se ofreció una base más filosófica y teórica en la formación de
los nuevos docentes. Sin embargo, tal era el peso de la forma tradicional de enseñar
dentro de la gramática de la escuela, que incluso los maestros que parecían haber
adoptado las nuevas filosofías de enseñanza y aprendizaje durante su formación, apenas
empleados revertían rápidamente a los modelos de enseñanza transmisiva. Y cuando
evaluaban retrospectivamente la experiencia vivida durante su formación inicial, lo
único que veían de valor era la práctica docente (Lacey, 1977; Hanson y Herrington,
1976; Sugrue, 1996; Hargreaves y Jacka, 1995).

La práctica hecha práctica (Britzman, 1991)

La no cuestionada gramática de instrucción fue pasando desde los profesores con


experiencia a los novatos. Y al cabo de su breve aprendizaje, los profesores novatos ya
no eran observados por los de experiencia, ya no se les proporcionaba retroalimentación

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sobre su práctica y sólo lograban cambiar y mejorar en el aislamiento de su aula, como
resultado de un proceso de ensayo y error. Así este enfoque individual, intuitivo e
incremental en esta era pre-profesional, encerró a los docentes en lo que Hoyle (1974)
ha llamado el “profesionalismo restringido” - algo que escasamente podría considerarse
como “profesionalismo”.

Resumen

En la edad del pre-profesionalismo, la enseñanza se visualizaba como una actividad


demandante en lo que a destrezas de manejo del aula se refiere, pero técnicamente
sencilla con principios y parámetros considerados como de sentido común que no se
ponían en cuestión: uno aprendía a ser profesor a través del aprendizaje práctico y
progresaba en su profesión mediante el método de ensayo y error. El “buen” maestro
era el “verdadero maestro” que “se entregaba a su oficio”, demostraba lealtad y recibía
una satisfacción personal al servir “sin trepidar en el costo”. En esta edad, los maestros
eran prácticamente aficionados: todo lo que se les pedía era que “aplicaran las
directrices provenientes de sus superiores con más experiencia“ (Murray, 1992: 495).

Estas imágenes pre-profesionales de la enseñanza y del desarrollo docente no son


simplemente curiosidades históricas. Ellas persisten en segmentos de la profesión hoy
en día, adquiriendo especial notoriedad en la percepción pública que se tiene de la
docencia, particularmente entre adultos cuyas propias experiencias de escolarización
tuvieron lugar durante la edad de la pre-profesionalización y cuyas ideas acerca de la
docencia permanecen enraizadas en esa época (Sugrue, 1996; Weber y Mitchell, 1996).
Esta persistente visión de la pre-profesionalización, muestra al docente (en el mejor de
los casos) como persona entusiasta que sabe su materia, logra comunicarla y es capaz de
conducir la clase en forma ordenada. Dicho maestro, aprende a enseñar mientras
observa a otros: primero como alumno y después como estudiante de pedagogía, tras lo
cual, sin perjuicio de uno u otro refinamiento aprendido durante el período de ensayo y
error, se le considera capaz de enseñar y se le deja librado a sus propios recursos. Bajo
una visión simplista del pre-profesionalismo, el maestro no necesita mucha formación
ni inicial ni continua; el tiempo dedicado a su preparación es relativamente prescindible
(ya que la preparación no impone grandes exigencias) y se considera que las
restricciones presupuestarias que reducen el contacto con colegas fuera del aula no
afectan la calidad de lo que acontece dentro de ella (puesto que se da por sentado que el
maestro controla todo y que su trabajo no trasciende los confines de su propia sala de

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clase). Si la labor de enseñar se percibe como una tarea relativamente sencilla, ¿por
qué invertir en iniciativas de perfeccionamiento, más allá de realizar algunas sesiones
en servicio relacionadas con la implementación de políticas gubernamentales recientes?
Sin embargo, tanto la enseñanza como desarrollo profesional han evolucionado - ello da
origen a implicaciones prácticas y de investigación de muy distinto orden.

La edad del profesional autónomo

A partir de los años sesenta, el prestigio y posición social del maestro mejoró
substancialmente en muchos países, en comparación con la edad del pre-
profesionalismo. Por ejemplo, en los setenta, los docentes canadienses obtuvieron
fuertes aumentos salariales. En prácticamente todo el mundo, la formación docente
estrechó sus vínculos con las universidades y la docencia empezó a acercarse al
cumplimiento de su aspiración de ser una profesión enteramente universitaria (Labaree,
1992). En particular, en Inglaterra y Gales, los profesores gozaron de una autonomía
sin precedentes en materia de desarrollo curricular y toma de decisiones -
especialmente en el trabajo con cursos o grupos etarios exentos de la obligación de
rendir exámenes externos (Lawn, 1990; Lawton, 1980). La carrera espacial y el
compromiso de invertir en la formación de científicos y técnicos, trajo aparejada una
serie de innovaciones en el campo de las matemáticas y las ciencias, así como en otras
disciplinas. Muchos gobiernos y fundaciones invirtieron en proyectos y paquetes
curriculares creativos y ambiciosos con el fin de estimular el interés en el desarrollo
curricular. Esto alentó tanto a escuelas como a maestros individuales en todas partes, a
recoger las propuestas de dichos proyectos y poner a prueba los nuevos enfoques de
aprendizaje centrado en el alumno. Esta fue la época de la innovación curricular, del
diseño de proyectos y del estímulo a la iniciativa individual del maestro como palancas
del cambio educacional (Fullan, 1991).

Durante este período de post-guerra, las expresiones “profesional” y “autonomía”


llegaron a formar parte inseparable de los conceptos manejados por los profesores.
Con el paso del tiempo, los maestros se hicieron acreedores a cierto grado de confianza,
recompensas materiales, seguridad laboral, dignidad profesional y discreción, a cambio
de cumplir en general la misión encomendada a ellos por el Estado (Helsby y
McCulloch, próximo a publicarse). Es lo que Hobsbawm (1995) ha llamado la “edad
dorada” de la historia del siglo XX (por lo menos en el Norte y Occidente
industrializado). El empleo pleno, un futuro cierto para los egresados de la escuela y la

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convicción de una economía en expansión justificaba el que a la educación se la tratara
como una inversión en capital humano. Todo ello contribuyó a liberar a los profesores
de presiones externas sobre su libertad pedagógica.

En el intertanto, la pedagogía misma perdía su sentido de singularidad. Si bien un gran


número de maestros continuó enseñando sin mayores cambios en sus técnicas
didácticas, el tema de “cómo” se enseña perdió su calidad de tema incuestionable. A
partir de los años sesenta, la pedagogía del aula se convirtió en el campo de batalla
ideológico entre la educación centrada en las disciplinas y la educación centrada en el
alumno, entre escuela o aula abierta y el aula cerrada, y entre los métodos
convencionales de enseñanza y los así llamados métodos progresistas. Vehementes
relatos de rotundos éxitos cosechados por la educación abierta en Inglaterra tomaron
raíz en los Estados Unidos difundiéndose aceleradamente (Silberman, 1970). Las
teorías de la desescolarización y la escolarización libre se convirtieron en materias de
lectura amplia y popular (Holt, 1969, 1971; Illich, 1971; Postman y Weingarter, 1969).
A nivel de educación primaria y secundaria, surgieron escuelas experimentales y
alternativas (Smith y Kleith, 1971). Las teorías centradas en el alumno que se
enseñaban en las Facultades de Educación - se extendían hacia el ámbito de la práctica
educacional. El conocimiento pedagógico había dejado de ser una tradición
transmisible de expertos a novatos. Para un número cada vez mayor de educadores, la
pedagogía se convertía en una decisión ideológica; un objeto de cuidadosa evaluación y
discernimiento racional. La indisputable rutina y tradición daba paso al conflicto
ideológico entre las dos grandes metanarrativas del tradicionalismo y el progresivismo.

De hecho, las virtudes de la educación abierta a menudo fueron exageradas. Los


avances de la práctica progresiva en el área de la gramática tradicional de enseñanza, en
el mejor de los casos, fueron modestos. No había mucha evidencia que realmente
ocurriera el aprendizaje por descubrimiento o el trabajo de grupos cooperativos (Galton,
y otros, 1980; Simon, 1981); y, por tanto, a las destrezas básicas se les continuó dando
un énfasis exagerado (Bassey, 1978). Varias encuestas realizadas en escuelas, revelaron
que el problema no era volver a lo básico sino, más bien, que dicha etapa nunca se
logró superar (Goodlad, 1984; Tye, 1985).

En medio de todo, los preceptos entregados durante la formación inicial del docente
correspondían muy poco a las realidades de la práctica en el aula tal como la
experimentaban la mayoría de los maestros principiantes. De ahí las dramáticas

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historias de cómo estos jóvenes realidad del aula con el fin de asegurar su sobrevivencia
en ella. Los ecos de estas historias resonaron por muchos años y continúan
escuchándose al presente (Hanson y Herrington, 1976; Lacey, 1977; Schempp, Sparkes
y Templin, 1993; Hargreaves y Jacka, 1995; Bullough, Knowles y Crow, 1991).

El desarrollo e impacto de la formación profesional continua y de la capacitación en


servicio, se vieron afectados por problemas similares. Si bien la expansión de la
educación en servicio durante este período fue algo digno de mención (Fullan y
Connelly, 1990), el rumbo que ésta tomó fue menos destacable. Los cursos y talleres
se impartían por expertos fuera de los lugares de trabajo del maestro y los afectaba
como a individuos; éstos, a su vez, al volver a sus lugares de trabajo no podían integrar
los nuevos conocimientos a su práctica, al faltar allí comprensión y apoyo para sus
esfuerzos (Little, 1993).

Una de las características principales de la enseñanza en esta época fue su


individualismo (D. Hargreaves, 1980). La mayoría de los maestros enseñaba en
completo aislamiento, separado de sus colegas. En los años setenta y ochenta el
individualismo, el aislamiento y el énfasis en la privacidad, definían la cultura de la
enseñanza (Rosenholtz, 1989; Zielinski y Hoy, 1983). El estudio de Johnson (1990)
sobre 115 “maestros destacados” (de quienes se podía esperar niveles de colaboración
más intensos que lo normal) detectó que una importante minoría de maestros operaba en
forma aislada. Entre quienes colaboraban, la mayoría mantenía relaciones estrechas
sólo con un reducido número de colegas. El siguiente comentario de unos de los
maestros entrevistados es particularmente impactante.

Los maestros son personas solitarias. Ni siquiera saben lo que hacen sus
colegas. Si algo les da resultado, continúan utilizándolo año tras año. No hay
tiempo para dedicarse a intercambiar ideas con personas de otras áreas. Incluso
en esta pequeña escuela, no conozco a todos los que aquí trabajan
(Johnson,1990, p. 151).

En las ocasiones en que sí interactuaban, el diálogo se limitaba a temas relativos a


materiales, actividades y problemas de alumnos específicos, en lugar de abarcar áreas
de más trascendencia como los objetivos curriculares o el comportamiento que debe
caracterizar a la docencia (Little, 1990; Lortie, 1975).

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Las consecuencias derivadas del marcado individualismo del maestro del aula, junto
con la forma individualista de su formación en servicio, realizada fuera de su contexto
local y lejos de sus colegas inmediatos, han sido variadas y preocupantes. Entre ellas
podemos mencionar:

• la falta de confianza y certeza acerca de su propia efectividad debido a lo


limitado de la retroalimentación que recibía el maestro (Rosenholtz, 1989);
• el modesto progreso como maestro, dada la falta de oportunidad de aprender
de sus colegas (Woods, 1990);
• el disminuido sentido de eficacia y auto-confianza en su poder para cambiar
la vida y el futuro de sus alumnos, debido a la falta de apoyo y de
retroalimentación (Ashton y Webb, 1985);
• la tendencia a concentrarse en mejoras de corto plazo que producen una
diferencia inmediata en los alumnos de su propia sala de clase, en lugar de
enfatizar reformas de largo plazo y de amplio alcance en el marco de la
escuela (Lortie, 1975);
• la propensión a alentar sentimientos negativos de culpabilidad y frustración,
particularmente entre aquellos maestros excepcionalmente dedicados
(Hargreaves, 1994; Johnson, 1990);
• la falta de consistencia y coherencia entre maestros respecto de las
expectativas y los programas creados para los alumnos (Campbell, 1985);
• la falta de un diálogo profesional que pudiera motivar la auto-reflexión y la
reformulación de prácticas docentes de manera de servir mejor a los
estudiantes (Little, 1980);
• la ironía de constatar que el aislamiento no crea un caleidoscopio de
individualidad y excentricidad iconoclasta en el aula, sino que favorece un
clima desmotivador de rutina y homogeneidad (Goodlad, 1984);
• una atmósfera tipificada por falta de preocupación y apatía con respecto a las
necesidades del estudiante, puesto que los maestros no tienen alumnos en
común, especialmente en escuelas secundarias (Hargreaves, Earl y Ryan,
1996).

Las causas del individualismo del maestro eran también diversas, incluyendo:

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• la estructura física, altamente compartamentalizada de la escuela que separa
a maestros los unos de los otros y que obstaculiza las iniciativas de
colaboración horizontal (Lortie, 1975);
• el hábito y rutina fuertemente arraigados en maestros que han trabajado de la
misma forma por décadas; la imposibilidad que siquiera consideren
estrategias alternativas (Hargreaves, 1994);
• la economía de esfuerzo frente a las innovaciones múltiples y rápidas
reformas educacionales indeseadas por ellos (Flinders, 1988; Dow, 1996;
McTaggart, 1989);
• el nerviosismo y la duda sobre la propia competencia ante iniciativas de
observación e inspección que podrían exponer falencias - un punto que ha
sido planteado reiteradamente aunque nunca ha sido comprobado
empíricamente (Joyce y Showers, 1988; D. Hargreaves, 1980; Rosenholtz,
1989)
• los fuertes vínculos afectivos con alumnos que proporcionan a sus maestros
valiosas “recompensas psíquicas” y que ellos se resisten a debilitar
compartiendo a dichos estudiantes con otros colegas - (más relevante a nivel
primario que secundario) (Hargreaves, próximo a publicarse; Lortie, 1975).

Resumen

Por consiguiente, la edad de la autonomía profesional fue marcada por el desafío


formulado a la singularidad de la docencia y a las indisputables tradiciones en que se
inspiraba. Si bien es cierto que, con frecuencia, el desafío era simplemente retórico,
justificaba el principio que el maestro tiene el derecho a escoger los métodos que
considera más idóneos para sus alumnos. Tan pronto como aparecieron los primeros
indicios de opciones en la actividad docente, la autonomía y la protección contra la
interferencia necesitaron ser salvaguardados más que nunca antes. La propagación de
la formación inicial para docentes en las universidades y el crecimiento de la educación
en servicio suministrada por expertos, contribuyeron a fortalecer las reclamaciones de
competencia sobre las cuales se sustenta el derecho a la autonomía.

Sin embargo, la autonomía profesional lejos de estimular la innovación pareció


inhibirla. Fueron muy pocas las iniciativas de innovación que alcanzaron la etapa de
implementación y menos aún las que lograron institucionalizarse en todo el sistema.
Los beneficios de la capacitación en servicio impartida a educadores en forma

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individual, rara vez llegó a implementarse como práctica del aula, toda vez que el
solitario beneficiario regresaba a su escuela para encontrarse con colegas pocos
entusiastas y más bien escépticos que no habían compartido esta experiencia de
aprendizaje. Y la pedagogía languidecía ante la incapacidad - o renuencia - de los
maestros a romper esquemas, contentándose con realizar cambios mínimos a título
personal. La edad de la autonomía profesional no preparó adecuadamente a los
maestros para enfrentar los dramáticos cambios que se avecinaban y en contra de los
cuales las frágiles puertas de sus salas de clase no ofrecían protección.

La edad del profesional colegiado

En la segunda mitad de la década de los ochenta, la autonomía individual del maestro


como estrategia para responder a las progresivas complejidades de la educación escolar
se estaba haciendo insostenible. El mundo en el cual los maestros trabajaban cambiaba,
como también cambiaba su propio quehacer profesional. Crecientemente, los docentes
enfrentaban la necesidad de enseñar en maneras en que ellos mismos nunca fueron
instruidos (McLaughlin, próximo a publicarse). Sin embargo, la persistente corriente
individualista de la enseñanza significaba que, las respuestas a los desafíos enfrentados
por los docentes tuvieran un carácter primordialmente ad hoc, no se coordinaran con
los esfuerzos de otros colegas y estuvieran basadas en ritmos de desarrollo de sus
conocimientos y competencias que simplemente no correspondían a las constantes
demandas a las que tenían que responder (Fullan y Hargreaves, 1996).

En una época de creciente incertidumbre, proliferan métodos de enseñanza que van más
mucho más allá de la simple diferencia entre los métodos tradicionales y aquellos
centrados en el niño. Se imponen órdenes administrativas sobre cómo se debe enseñar y
que son dejadas de lado con igual rapidez. A medida que se erosiona el peso valorativo
del conocimiento científico externo y se cuestiona el desarrollo profesional conducido
por expertos fuera del ámbito escolar, los profesores comienzan a considerar a sus
colegas como fuentes de aprendizaje profesional, de orientación y apoyo mutuo. El rol
del maestro se ha expandido para incluir asesorías, planificación colaborativa y otros
tipos de trabajo realizado en conjunto con colegas. En un mundo de aceleradas
reformas educacionales, este tipo de trabajo cooperativo ayuda a los profesores a aunar
esfuerzos, a descifrar en conjunto el sentido de las intensas y, en ocasiones, caprichosas
demandas impuestas sobre su práctica y a elaborar respuestas colectivas a ellas.
Empero, ello también requiere nuevas destrezas, disposiciones y compromisos por

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parte de los maestros; algo que implica dedicar más tiempo y esfuerzo a la
reformulación de sus roles e identidades como profesionales que forman parte de un
ámbito laboral mas conscientemente colegiado.

Naturalmente que no todos los maestros buscan la asociación con colegas. Muchos
eligen ignorar la oportunidad de colaborar o permanecen indiferentes ante ella, al paso
que otros se aferran tenazmente a su autonomía en el aula cuando terceros intentan
imponerles el sentido de colaboración (Hargreaves, 1994; Grimmett y Crehan, 1992).
Si bien no se dispone de evidencia fidedigna acerca de cuanto más se ha intensificado el
trabajo colaborativo entre docentes, hay muchos estudios de casos y sondeos de
opinión basados en entrevistas, que revelan el progresivo compromiso con iniciativas de
colaboración y su creciente presencia en el panorama de la docencia. (Por ejemplo,
Acker, 1995; Nias y otros, 1989; Nias y otros, 1992; Campbell y Neill, 1992). ¿Qué
factores han incidido en la emergencia de culturas colaborativas de docentes? ¿Por qué
motivo han adquirido tal preponderancia en el último tiempo?

La colaboración no es el resultado de un sólo factor. Son numerosas las influencias que


la han forjado. Entre ellas:
• la expansión y el súbito cambio en los contenidos que los docentes deben
enseñar. Este dificulta más y más el poder mantenerse al corriente de los
progresos alcanzados en su área disciplinaria, al tiempo que transforma el
trabajo en equipo y la coordinación del conocimiento en factores de crítica
importancia (Hargreaves y otros, 1992; Campbell, 1985).

• la expansión del conocimiento y apreciación respecto a los estilos y métodos


de enseñanza. Cómo enseñan los maestros, ya dejó de representar una
conjetura de aficionados (Soder, 1990) o una tradición indisputable.
Tampoco se trata de una simple lucha entre posturas ideológicas progresistas
y tradicionalistas o entre la izquierda y la derecha. En los últimos quince
años, la base factual de las estrategias del conocimiento se ha expandido en
forme dramática (Joyce y Weil, 1980). Ningún profesor en forma
individual puede ser un músico virtuoso, como tampoco como demostrarse
en forma concluyente que algún método sea científicamente superior a otro.
Lo que sí importa es como las estrategias se seleccionan y combinan de
manera de satisfacer las necesidades particulares e individuales de alumnos
en cualquier ámbito. Un grupo de maestros trabajando en conjunto en una

15
escuela o departamento puede dar cumplimiento a esta tarea en forma
colaborativa, mucho mejor que en forma individual.

• la adición de una creciente carga de responsabilidades sociales a la labor


del docente. Los maestros declaran que su labor se ve cada día más afectada
por responsabilidades de orden social (Hargreaves, 1994). Deben
preocuparse y tomar cartas ante la espiral de violencia que amenaza a sus
escuelas (Barlow y Robertson, 1994). La cambiante estructura familiar y la
pobreza creciente se perciben como una fuente importante de dificultades
(Elkind, 1993, próximo a publicarse; Levin, 1995). La orientación o
cuidado de los alumnos se considera ahora parte de la responsabilidad de
todo maestro y no sólo de unos pocos especialistas (Levi y Ziegler, 1991).
Para resolver los problemas de aprendizaje y disciplina que se enfrentan, los
profesores necesitan trabajar juntos (Galloway, 1985).

• la integración de estudiantes de educación especial a clases regulares.


Hoy por hoy, el maestro debe enfrentar un espectro de habilidades y
comportamientos mucho más amplio que sus colegas de antaño. Esto,
requiere instrucción personalizada, planificación adicional y mayor consulta
con expertos en educación especial para suplementar los conocimientos que
el maestro del aula no siempre tiene (Wilson, 1983).

• la creciente diversidad multicultural. Este fenómeno, le plantea al maestro


el desafío de reconocer la amplia gama de conocimientos previos, maneras
de entender las cosas y estilos de aprendizaje presentes en sus alumnos y
modificar su práctica de enseñanza de acuerdo a esta diversidad (Ryan,
1995). Los profesores deben aprender a individualizar la enseñanza y a
crear oportunidades para que todos sus alumnos tomen parte activa en el
diálogo de la clase (Nieto, próximo a publicarse; Hargreaves y Fullan, en
prensa). Lo anterior, le impone una intensa demanda a su expertizaje, la
que puede mejorar sólo a través de la interacción con colegas (Lieberman,
1996; Newmann, 1994).

• los límites estructurales del mejoramiento de la enseñanza en el aula. Las


actuales estructuras y culturas de educación secundaria no fueron previstas
para acomodar nuevas estrategias de enseñanza. En una cultura

16
individualista, cuando los maestros trabajan a contrapelo con estructuras
arraigadas de asignaturas, horarios y clases mono-docentes, se ven forzados
a ensayar métodos nuevos repetidamente en el día, durante períodos fijos y
con diferentes cursos, en lugar de contar con espacios de tiempo más
amplios y con la cooperación de maestros de otras áreas disciplinarias para
ayudarlos (Hargreaves, Earl y Ryan, 1996). En estas circunstancias,
creyéndose solo en la tarea innovadora, se sentirán innecesariamente
vulnerables(Kelchtermans, 1996) cuando deban asumir riesgos, o
experimentar reveses prematuros. Otros profesores - que bien podrían
representar poderosas fuentes de aprendizaje y apoyo moral - también están
involucrados en las mismas luchas, en otras salas de clase (y otras
disciplinas) de la misma escuela (Hargreaves y otros, 1992).

• la naturaleza excluyente de las estructuras de educación secundaria lleva a


muchos estudiantes que inician su adolescencia a desertar físicamente de la
escuela o en una forma menos conspicua - aunque más crítica - a
desvincularse psicológicamente de ella. Con frecuencia, la escuela
secundaria no logra el objetivo de convertirse en una verdadera comunidad
para sus estudiantes (D. Hargreaves, 1982). Los estudiantes secundarios en
situación de riesgo suelen pensar que ningún adulto en su escuela los
entiende o se preocupa por ellos. Con el fin de paliar los problemas de
alienación e impersonalidad en las escuelas secundarias, un buen número de
países (pero no aquellos donde hay un currículo nacional con fuerte base en
las disciplinas) ha desarrollado iniciativas en torno a lo que se conoce como
mini-escuelas, sub-escuelas o escuelas-dentro-de-escuelas; que reúnen a
grupos de entre 80 y 100 adolescentes vinculados a un equipo de cuatro o
cinco maestros. El objetivo es lograr que los estudiantes y educadores
lleguen a conocerse bien y que los primeros desarrollen un sentido de
pertenencia con su comunidad. Las escuelas-dentro-de las-escuelas también
permiten que los profesores se junten para intercambiar visiones sobre sus
alumnos y sobre el modo de trabajar con ellos, y no solo para planificar las
materias de estudio que forman el programa (como suele ocurrir dentro de
los departamentos en escuelas secundarias) (Sizer,1988; Hargreaves y otros,
1993; Hewitt, 1994).

17
• la evolución de estructuras y procedimientos de gestión y liderazgo escolar.
Los cambios en los patrones de gestión, toma de decisiones y liderazgo,
motivados en parte por la escasez de recursos fiscales y en parte por la
influencia de tendencias de reestructuración organizativa en el sector
corporativo, han puesto énfasis en el trabajo de equipo y la toma de
decisiones colaborativa entre el personal docente de las escuelas (Dow,1996;
Hannay y Ross, 1996).

• existe evidencia creciente sobre el aporte vital ofrecido por una cultura de
colaboración al mejoramiento de la enseñanza y el aprendizaje, y a la
exitosa implementación del cambio educacional. A partir de la década de
los ochenta, se ha ido acumulado evidencia en el sentido que las culturas de
colaboración no son simplemente un lujo para los profesores; sino que se
conectan positiva y sistemáticamente con la convicción por parte del
docente, de que es capaz de tener un efecto positivo en sus alumnos. Dichas
culturas también influyen positivamente sobre la decisión del maestro de
asumir riesgos y sobre la probabilidad que él/ella se comprometa a un
esfuerzo continuado de superación (Rosenholtz, 1989; McLaughlin, próximo
a publicarse); Ross, 1995; Talbert y McLaughlin, 1994; Ashton y Webb,
1986). Cuando esta colaboración se cristaliza en acciones prácticas y
trabajo en conjunto, cuando los lazos entre los maestros se perciben fuertes y
profesionalmente significativos, los beneficios son marcadamente positivos
(Little, 1990). Adicionalmente, se ha demostrado que el sistema de
enseñanza de pares entre profesores, incrementa substancialmente la
factibilidad de una exitosa implementación de las nuevas estrategias de
enseñanza (Joyce y Showers, 1988). Los profesores aprenden mejor en
forma colectiva que en forma individual. “Al igual que el estudiante, el
maestro aprende haciendo, leyendo y reflexionando, colaborando con otros
maestros, observando de cerca a sus alumnos y sus trabajos y compartiendo
lo que ve” (McLaughlin, próximo a publicarse).

En este sentido, el desarrollo profesional suele ser más efectivo no cuando es impartido
por expertos alejados del sitio de trabajo, sino, cuando se encuentra inmerso en la vida y
el quehacer de la escuela, cuando cuenta con el incondicional apoyo y participación del
director o directora y cuando constituye el foco de acciones y debates colaborativos
(Little, 1993). Los maestros aprenden mejor en sus propias comunidades de

18
aprendizaje profesional. Muchas de estas se encuentran en el propio lugar de trabajo
del maestro, incorporadas a equipos y relaciones de trabajo intradepartamentales, a
equipos transversales interdepartamentales, a proyectos y grupos de trabajo específicos,
etc (Grossman, en prensa; Siskin, 1994; Little y McLaughlin, 1994). Una sólida
cultura colaborativa (Nias y otros, 1989) o comunidad profesional (Talbert y
McLaughlin, 1994), puede inclusive hacer un uso extremadamente efectivo de aportes
externos - aún de los muy difamados talleres únicos y los discursos inspiradores de
“expertos” - puesto que los maestros pueden procesarlos en conjunto, en maneras que
tengan sentido y aporten a la comunidad escolar en que trabajan (Wideen y otros, 1996).

Resumen

En la edad del profesional colegiado, se evidencian esfuerzos cada vez mayores


encaminados a construir sólidas culturas profesionales de colaboración que apunten a
un propósito común, faciliten el manejo de la incertidumbre y la complejidad, que
respondan en forma efectiva a los rápidos cambios que caracterizan a nuestra era, que
ayuden a crear un clima que valorice la superación permanente y el asumir riesgos, que
desarrollen un sentido más intenso de la eficacia del maestro; y, que establezcan
culturas de aprendizaje profesional permanente que substituyan a los modelos
individualistas, episódicos y escasamente vinculados con las prioridades de la escuela.

Bajo esta perspectiva, el profesionalismo se visualiza como extendido, no restringido


(Hoyle, 1974), “nuevo” en lugar de “antiguo” (D. Hargreaves, 1994), colegiado y
colectivo, en lugar de autónomo e individualista (Hargreaves y Goodson, 1996). Sin
embargo, si la colegialidad fuese “impuesta”, el maestro la resentiría y, a poco andar,
optaría por resistirla (Hargreaves, 1994; Grimmett y Crehan, 1992). Por otra parte, las
estructuras de administración planas que en ocasiones se representan como formas de
otorgar poder (empowerment), pueden fácilmente transformarse en mecanismos de
explotación y avasallamiento (Renihan y Renihan, 1992). Por ejemplo, en Inglaterra
si bien el Currículo Nacional parece haber producido mayor nivel de consultas y
colaboración entre maestros, el “diluvio de directrices” que éstos han debido soportar
ha reducido esta colaboración a tareas técnicas de coordinación, en lugar de estimular el
trabajo en torno a producir cambios importantes (Webb y Vulliamy, 1996; también
Helsby, 1995). No es de admirarse que, una vez pasada la urgencia de la
implementación, este tipo de colaboración sea dejado de lado. Muchos de los
profesores cogidos en el cambio y las reformas educacionales, experimentan una

19
expansión y difusión de roles sin tener claro dónde debieran terminar sus
responsabilidades y compromisos. El profesionalismo docente y el aprendizaje
profesional se encuentran en una encrucijada -haciéndose más extensa y colegiada en
algunas formas y en otras, más explotadora y degradante. ¿Qué opciones le están
abiertas a los profesores? ¿Qué camino deberían tomar ellos y sus formadores?

Quisiera cerrar esta sección ofreciendo una breve reseña de las implicaciones que una
visión positiva del aprendizaje profesional colegiado, podría tener en la formación
inicial del docente y en el aprendizaje profesional continuo
1. Los maestros deben aprender a enseñar en maneras que desconocen... lo
que significa que la formación de docentes debe ser tan constructivista como
se pretende que sea la educación que estos profesores imparten a sus
alumnos. La formación de docentes debe comenzar por analizar las
concepciones previas sobre la enseñanza o las imágenes “pre-profesionales”
que el estudiante de pedagogía posee, ayudarlos a reformularlas y avanzar
más allá de ellas con el fin de convertirse en el tipo de educador que
necesitan ser (Bullough, Knowles y Crow, 1991).

2. Dentro de una ocupación que es creciente e inherentemente difícil, el


aprendizaje profesional debe visualizarse como un proceso continuo, no
como algo que no se volverá a repetir una vez finalizado el programa de
capacitación inicial, o como algo en lo que se involucran en forma episódica
a través de cursillos orientados a implementar iniciativas de política (Fullan
y Connelly, 1990).

3. El aprendizaje profesional continuo constituye una responsabilidad


individual y una obligación institucional. El maestro debe comprometerse
en forma individual con un aprendizaje profesional serio, mientras dure su
carrera. Lo anterior debe ser considerado, con toda propiedad, como
criterio de evaluación profesional y de competencia docente. Al mismo
tiempo, el sistema escolar y los Ministerios deben suministrar el tiempo, los
recursos y las oportunidades para el desarrollo durante la carrera profesional,
para que el aprendizaje profesional no sea considerado como algo extra sino
como parte integral del oficio. Una forma de lograrlo es que cada maestro
se haga un plan o confeccione un portafolio sobre su aprendizaje profesional
(Day, 1977). Esto puede motivarlo a pensar en forma más reflexiva sobre
su enseñanza, lo que desea mejorar de ella y cómo desea llevarlo a cabo. El

20
proceso también puede diseñarse de modo que cada maestro tenga derecho a
discutir su aprendizaje profesional y sus planes de carrera, con un mentor o
un colega en forma periódica - y a recibir retroalimentación, asesoría y
apoyo de alta calidad, algo que hoy no está al alcance de muchos maestros.
Adicionalmente, la formulación de planes de aprendizaje profesional exige
además la provisión de insumos de aprendizaje profesional - no solamente en
términos de cursos, sino que también en términos de tiempo y recursos.
Son demasiados los profesores que no tienen acceso a un aprendizaje
profesional de buena calidad, debido a la falta de compromiso de sus
directores o de aquellos responsables por la formulación de políticas para
proveerlo. El efecto acumulado de una planificación de iniciativas de
aprendizaje profesional presionaría a los responsables de las políticas para
que cumplan con sus obligaciones de provisión.

4. El mejor aprendizaje profesional generalmente se encuentra inmerso


dentro de las actividades cotidianas de los profesores, en sus propias
escuelas y salas de clase. En este sentido, los recursos para la enseñanza
profesional en lugar de ser asignados a cursos, talleres y conferencistas
alejados del lugar de trabajo de los maestros, serían mejor aprovechados si
se tradujeran en tiempo que el maestro utiliza para aprender de sus propios
colegas, trabajando con ellos, compartiendo ideas, planificando, enseñando
en equipo, conduciendo investigaciones de acción, transformándose en
mentor de algún colega, etc. (Little, 1993). El aprendizaje profesional es
menos efectivo cuando se reduce la caza de documentos que certifican la
aprobación de un curso.

5. Si bien los maestros aprenden más dialogando entre ellos y trabajando en


equipo que en manos de expertos externos, el conocimiento aportado por la
experticia externa desempeña un papel importante al facilitar la introducción
de nuevas ideas, al causar una perturbación creativa del statu quo interno de
la escuelas y al proporcionar un oasis lejos de la escuela donde discutir los
problemas se enfrentan dentro de ella. . El aprendizaje profesional exitoso
no está ligado a tener que optar entre modalidades basadas en la escuela y
modalidades realizadas por medio de cursos externos, sino, más bien, en
una integración activa y sinérgica de ambas.

21
6. Si el profesionalismo colegiado significa que el maestro trabaje más con sus
colegas y aprenda más de ellos, el o la profesora debe aprender a
convertirse tanto en líder de sus colegas como en líder de sus cursos. Las
habilidades y destrezas necesarias para trabajar con colegas no son siempre
las mismas que se utilizan cuando se trabaja con alumnos. El encanto
personal, el tacto, la diplomacia, la confianza combinada con humildad, la
habilidad para solicitar ayuda y la sensibilidad para otorgarla, el saber
criticar clara y constructivamente y la capacidad de recibir críticas, no son
siempre evidentes en el aula y tampoco se desarrollan en forma espontánea.
Se deben aprender, y quienes organizan el aprendizaje profesional deben
estar conscientes de cómo canalizar ese tipo de conocimiento.

7. Es necesario que los docentes tengan y traten de satisfacer un set exigente


de estándares profesionales. Si bien esta idea en general es aceptada, los
estándares tienen a visualizarse como algo que terceras personas establecen a
nombre de los docentes. Tal es el caso del National Board of Professional
Teaching Standards [el Consejo Nacional de Estandáres Profesionales del
Profesorado) de los Estados Unidos o el Teacher Training Agency (la
Agencia de Formación de Profesores) de Inglaterra. Sin embargo, hay más
probabilidad de elevar los estándares de enseñanza si nos convencemos que
son los maestros mismos quienes pueden y deben hacerlo. Esto significa
que la profesión docente debe ser primordialmente autorregulada. Un
organismo autorregulado cuya mayoría esté formada por miembros electos
(pero con representación de la comunidad) está mejor habilitado para
establecer, mantener y buscar constantemente formas de elevar sus propias
normas colectivas de práctica, en lugar de aceptar los estándares que otras
personas desean imponer sobre sus miembros. Dicho organismo actuando
como grupo independiente podría ejercer presión sobre las autoridades de
gobierno para que elaboraran políticas encaminadas a promover los altos
estándares de práctica y aprendizaje profesional que los mismos profesores
habrían establecido. Esto le brindaría a los docentes el privilegio y la
responsabilidad de establecer su propio profesionalismo colectivo,
colocándolos a la vanguardia en lugar de víctimas de la reforma educacional.

22
La edad post-profesional: Transformación de las geografías sociales
del profesionalismo y del aprendizaje profesional

A finales del siglo XX, el mundo en que vivimos está experimentando profundas
transformaciones sociales, económicas, políticas y culturales. Ya hemos considerado
algunos de los efectos de la transición social en el paso desde formas individuales hacia
modalidades colectivas de profesionalismo; y el fortalecimiento de las comunidades
profesionales como medio para mejorar el aprendizaje profesional ante la complejidad,
incertidumbre y rapidez de los cambios. Sin embargo, la edad post-moderna plantea
aún otros desafíos a la cambiante naturaleza de la labor del maestro y a su desarrollo
profesional. Estos, guardan relación con su distintiva geografía social (Shields, 1991;
Soja, 1989; Zukin, 1991; Hargreaves, 1995).

La geografía social del post-modernismo se caracteriza por la disolución de los límites


inter-institucionales, menor segregación de roles y bordes crecientemente irrelevantes.
Esto tiene inmensas implicancias respecto a la naturaleza confinada que las
instituciones, los grupos, las comunidades e identidades solían exhibir. Y, sus efectos
ya se perciben en la forma como la escolarización, la enseñanza y el desarrollo
profesional están comenzando a reestructurarse. Quisiera destacar dos áreas del
profesionalismo y el aprendizaje profesional donde el cambio de dichas geografías
sociales se está haciendo notar -

• en los tiempos post-modernos las implicaciones para el aprendizaje


profesional de las cambiantes geografías sociales en la relación escuela-
comunidad
• las cambiantes geografías en la forma de organizar y entregar aprendizaje
profesional

Geografías post-modernas de la relación escuela-comunidad

En los tiempos post-modernos, la creciente influencia del consumidor sobre los patrones
de relaciones sociales, económicas y gubernamentales (Baumann, 1992), significan que
la competitividad del mercado, la opción de elegir de los padres y la autonomía
individual, están redefiniendo la relación entre la escuela y su entorno. Las escuelas se
están tornando más “comercializadas” (Kenway, 1993); más conscientes del mercado,
más competitivas en la captación de clientes, más preocupadas de su imagen y de sus

23
relaciones públicas (Caldwell y Sprinks, 1992). El financiamiento que el Banco
Mundial otorga a los países en desarrollo, suele estar predicado en compromisos en
torno a la comercialización y privatización de la educación; para bien o para mal
(Calvert y Kuehn, 1994). Un efecto de esta comercialización, es que los maestros y
directores se han visto en la necesidad de volver su atención hacia un público más
amplio, a medida que planifican, preparan y defienden lo que enseñan.

Al mismo tiempo, un efecto del multiculturalismo y del impacto que la evolución de la


estructura familiar ha tenido en la educación, ha sido que los maestros deban
relacionarse en formas nuevas con comunidades que trascienden el perímetro de sus
escuelas. Las escuelas no pueden seguir engañándose confiando que sus paredes las
mantendrán a salvo del mundo exterior. Cada día, éstas se tornan más porosas y
permeables (Elkind, próximo a publicarse). Los maestros han tenido que aprender a
trabajar con una diversidad mayor de comunidades, a visualizar a los padres como
fuentes de aprendizaje y apoyo y ya no como obstáculos, a comunicarse más
activamente con asistentes sociales, maestros de idiomas extranjeros, etc.

Estas necesidades son particularmente apremiantes ante lo que muchos califican como
una crisis o el inminente colapso de la comunidad en la edad post-moderna (Etzioni,
1993; Sergiovanni, 1994). Esto, ha sido provocado por la modernización y la
planificación racional; los efectos del diseño urbano al distanciar los lugares de trabajo
de los hogares; y entre las personas acomodadas, el sacrificio de la cercanía con el
vecino en aras de vivir en grandes lotes rodeados de suntuoso césped; los efectos
individualizantes del automóvil; la seducción privada que otorga el comprar (“el
shopping”) y las variadas formas de entretención en el hogar; y en medio de todo esto,
la erosión de las relaciones humanas producto del consumo irracional de tiempo y
trabajo (Hargreaves, 1994). La escuela, al centro mismo de la crisis, se invoca como el
punto focal de donde podrían surgir estrategias para conservar y regenerar los valores
comunitarios. Sin embargo, esto plantea interrogantes sobre cómo redefinir el
profesionalismo del docente de manera que el profesional, lejos de ubicarse por sobre
los padres y la comunidad o aparte de ellos, esté en mejores condiciones de entablar una
relación abierta e interactiva con ellos (Hargreaves, 1997).

Las nuevas relaciones que el maestro ha tenido que cultivar con los padres, constituye
uno de los grandes desafíos a su profesionalismo post-moderno. La comunicación con
los padres siempre ha constituido una de las mayores responsabilidades del docente. A

24
menudo, el maestro enfatiza el rol del hogar en el éxito escolar. Tradicionalmente, la
participación de los padres en la escuela ha tomado varias formas, incluyendo
entrevistas de padres y maestros, reuniones de padres, consultas especiales sobre
problemas que afectan a los alumnos, consejos de padres y ayuda voluntaria a la escuela
y en el aula (Epstein, 1995). Pero en los últimos años, las relaciones de profesores con
padres en las escuelas más permeables se han tornado más extensas y con más filo.

Hoy día, resultado de estos cambios sociales, políticos y de orientaciones, al maestro se


le pide que desempeñe un nuevo liderazgo en sus escuelas y comunidad. Básicamente,
se le encomienda remover las barreras que obstaculizan la participación de los padres.
Sin embargo, los profesores no están preparados para asumir estas nuevas funciones.
Por lo general, no se sienten cómodos teniendo que extender su campo de acción a
padres y a grupos comunitarios. ¿Qué conocimiento profesional, destrezas y
habilidades necesita el maestro para responder eficientemente a estas nuevas exigencias
profesionales? ¿Qué nuevas presiones afectivas e intelectuales recaerán sobre el
docente al extender su trabajo más allá de los confines de la sala de clase?

Hay muchas formas de contacto entre padres y maestros - que no son las de los consejos
y los comités, o que ocurren cuando los padres tienen que elegir la escuela a la que sus
hijos asistirán. Según el trabajo de Vincent (1996), la mayoría de los docentes prefiere
que los padres participen en calidad de agentes de apoyo o en cuanto aprendiendo algo,
ya que esa participación no menoscaba su autoridad como maestro. Según este tipo de
participación, los padres movilizan fondos, organizan almuerzos especiales, preparan
material, etc. Incluso, pueden realizar tareas prácticas en el aula como mezclar pinturas
o escuchar la lectura de los niños (y al hacerlo, comprobar la complejidad de la labor
del maestro). Es posible incluso que se les ayude a entender innovaciones en el
curriculo mediante talleres o clases, o que se les solicite su participación como
cosignatarios de contratos hogar-escuela relacionados con la enseñanza y el
comportamiento de sus niños. Sin embargo, a menudo este “apoyo” se limita a
supervisar la observancia de los contratos, asegurando que las obligaciones de los
contratos sean específicos en los que se refiere a la familia y muy generales en lo que se
refiere a la escuela. Vincent destaca además que es comun que entre los profesionales
se produzcan desacuerdos acerca de los métodos de enseñanza que cada cual prefiere;
así los maestros tienden a excluir a la familia de temas medulares, que podrían ser los
que más les interesara - en un intento por minimizar situaciones potencialmente
amenazantes o bochornosas (también Brito y Waller, 1993). En otras palabras, la

25
intensidad de la relación entre maestros y padres fuera de la escuela en torno a temas
medulares de la enseñanza-aprendizaje, dependerá de lo sólida que sea la comprensión
profesional sobre los temas de enseñanza-aprendizaje, dentro de ella. En este sentido,
los profesionales post-modernos que interactúan con personas fuera, deben también ser
personas que se relacionan colegiadamente dentro de ella..

Tanto los maestros como los padres, suelen abordar los temas asociados con la
disciplina en forma particularmente desconfiada. Contrariamente a países como Japón,
donde las escuelas y familias colaboran estrechamente en cuestiones de comportamiento
y disciplina (Shimara y Sakai, 1995); en muchos países occidentales los docentes
enfrentan a padres que juzgan a la escuela según su trayectoria en materia de disciplina,
pero al mismo tiempo objetan que el profesor intervenga en sus propias decisiones
disciplinarias (Wyness, 1996; Blaise, 1987).

La evaluación es otra área en la que los profesores y profesoras se sienten inseguros


frente a los padres. Muchos profesores se ven a si mismos como impostores frente a la
evaluación; piensan que sus métodos de calificación son simplistas, subjetivos y
cuestionables -y, por tanto, se sienten vulnerables frente a los padres y prefieren evitar
someterse a su juicio (Hargreaves y otros, próximo a publicarse). La creación de un
proceso más abierto y sensitivo diseñado para evaluar al alumno y mantener a los
padres informados, reduciría la inseguridad de aquellos maestros interesados en
incrementar la comprensión y la confianza de los padres (Earl y LeMahieu, 1997).

Otra área problemática de las relaciones padres-maestros, son las conjeturas y


expectativas creadas respecto al interés y apoyo que deban prestar los padres y que
característicamente son social o etno-culturalmente sesgadas. Estudios realizados a lo
largo de muchos años, han destacado los errores que comete el docente en su
apreciación de la participación de los padres - por ejemplo, mal interpretando la no
asistencia de los padres como falta de apoyo a los hijos o a la escuela (eg. Central
Advisory Council for Education, 1967). Los profesionales por lo general tienden a
imponer sus propios valores - culturalmente sesgados - en su definición de lo que es un
buen padre de familia, o de los grupos sociales distintos a ellos (Burgess y otros, 1991).
Dehli y Januario (1994) recomiendan que las escuelas y las salas de clase permitan el
acceso regular y fácil de los padres, de manera que las vías de comunicación con éstos
adopten una diversidad de modalidades, facilitando la comunicación padres-maestros en
distintos idiomas (Henry, 1994).

26
La literatura que aborda la relación entre padres y maestros, sugiere que aún queda
mucho por hacer en cuanto a transcender los conceptos que afirman la superioridad
profesional del maestro, y avanzar hacia un concepto de genuina asociación
(partnership), en que la relación entre maestros y padres pueda ser tanto abierta como
autoritativa (Hargreaves y Goodson, 1996). Este breve examen de la cambiante
geografía social de la relación escuela-comunidad sugiere implicaciones adicionales en
términos del aprendizaje profesional de los maestros en la edad post-moderna.

8. La formación inicial y en servicio del docente debe ampliar y mejorar el


aprendizaje profesional sobre la relación padres-maestros, y el manejo
efectivo de la misma(Heath y McLaughlin, 1994). Esto significa
preparar a los docentes en dinámica interpersonal, manejo de conflictos,
resolución de problemas y autoanálisis introspectivo; como también
significa aumentar la comprensión de los procesos más sofisticados de
comunicación padres-maestros que se dan, por ejemplo, en los informes
que se hacen recíprocamente cada cual (Blase, 1987). La envergadura y
significancia de este problema no debe subestimarse. En circunstancias
en que muchos maestros principiantes aún no logran definir plenamente
las propias relaciones con sus padres... ¿cómo puede esperarse que
automáticamente desarrollen relaciones estables con los padres de otras
personas?

9. La comunicación padres-maestros debe ser tratada como una valiosa


modalidad de aprendizaje profesional per se. Los profesores y
profesoras deberían procurar aprender de los padres, así como éstos
aprenden de los maestros. Hay varias formas de lograrlo, incluyendo los
informes mutuos (Earl y LeMathieu, 1997) informes sobre alumnos,
entrevistas de alumnos a sus padres en relación a sus trabajos (en lugar
que el maestro monopolice todas las comunicaciones), (Hargreaves,
1997), y grupos focales de padres con el propósito de conversar sobre lo
que les preocupa y en que el rol del profesor sea simplemente el de
escuchar (Beresford, 1996). Sin embargo, más allá de estas técnicas
específicas, lo que verdaderamente importa es tratar las relaciones

27
padres-maestros esencialmente como relaciones de aprendizaje
recíprocas - más que como relaciones burocráticas o de mercado.

10. En las escuelas y comunidades que tengan acceso a las nuevas


tecnologías, los maestros pueden hacer uso efectivo de ellas con el fin
de abrir las vías de comunicación con los padres. Cuando las
circunstancias lo permitan los maestros pueden informar a los padres
sobre el rendimiento académico y la asistencia de sus hijos mediante el
correo electrónico.. La Casilla de Voz (Voice Mail) también puede
contribuir al clima de apertura. Se tiende a pensar que la Casilla de
Voz es una barrera tecnológica, porque no permite hablar directamente
con los profesores o con otros funcionarios escolares. Sin embargo, el
profesor puede usarla para dejar recados a los padres - como también
puede utilizarse para los mensajes del director/a, el menú del almuerzo,
tareas para el hogar o eventos a realizarse, etc. (Bauch, 1994).

Las geografías post-modernas del aprendizaje profesional

No sólo son los cambios de las geografías sociales de la escuela los que afectan el
aprendizaje profesional, sino que, a su vez, las propias geografías sociales del
aprendizaje profesional están cambiando. Hasta muy recientemente la geografía social
de la formación docente era marginal con respecto a la universidades y a las escuelas.
Las instituciones de educación docente se ubican en espacios marginales - en las
periferias de los campus universitarios, en instalaciones anexas o en lugares totalmente
separados. Al residir en los márgenes del campus, enfrentan una doble segregación
geográfica y posicional con respecto de las prioridades centrales de la vida universitaria.
Muchos de los profesores de las Facultades de Educación, están geográfica y
políticamente marginados -lejos del centro de acción. Las categorías culturales de
“alto”, “bajo”, “central” y “periférico”, se aplican apropiadamente a las
diferenciaciones geográficas de este tipo (Stallybrass y White, 1986). No es difícil
percibir cómo “las relaciones del poder y de la disciplina se inscriben en la espacialidad
aparentemente inocente de la vida social” (Soja, 1989:6).

Los espacios tienen propiedades tanto físicas como imaginarias (Shields, 1991). Así,
frente a los profesores de las escuelas, los docentes de las Facultades de Educación
aparecen como repositorios de teorías dogmáticas e intelectualismo irrelevante; en

28
tanto que para los académicos, los profesores de las escuelas representan enclaves
donde se combinan bajos estándares y deficientes aptitudes académicas. Mientras más
marginal sea el lugar, más vívida es la imagen y más poderoso el mito. Estos mitos no
sólo ayudan a definir el espacio marginal sino, además, reafirman las virtudes y valores
del “centro”, con respecto a la periferia. Por implicación entonces, las escuelas
aparecen como más intensamente prácticas y los intelectuales universitarios como más
rigurosamente académicos.

Las propiedades imaginarias y mitológicas de los espacios sociales dejan sus huellas de
significación mucho más allá del momento en que las prácticas que las originaron
desaparecen. Incluso los esfuerzos más hercúleos de las Facultades de Educación por
elevar su prestigio, mejorar sus esfuerzos de publicación, y redescubrir la rigurosidad
teórica en la racionalidad de la práctica, no logran superar el legado histórico de la
estigmatización con la que la corriente “central” de la vida académica y universitaria
definió su identidad y su valor. El que se ponga acento en los estándares se interpreta
como simple asignación de requisitos a cursos de segunda categoría. Asimismo, el
aumento las publicaciones, se explica como una ampliación del acceso a revista de
segundo orden.

Esta situación de marginalización la enfrenta tanto los estudiantes de pedagogía como


para los responsables de su formación. Por mucho tiempo, estos estudiantes tuvieron
que enfrentarse a la experiencia de una marcada división entre cursos teóricos y
prácticos. A menudo, el estudiante realizaba su práctica docente lejos de la
universidad, siendo visitado con poca frecuencia por su supervisor de práctica docente.
Por otra parte, los docentes supervisores de las escuelas estaban poco integrados a las
actividades de la Facultad y eran pésimamente remunerados por su trabajo de
supervisión.

Han habido intentos de cambiaar lo imaginario esta geografía con el fin de resolver el
problema de la marginalización en la formación del docente. El trabajo de Shulman
(1987), orientado a definir la base de conocimientos que tiene la enseñanza, constituye
un excelente ejemplo. Su equipo de trabajo distinguió los siguientes elementos
constitutivos del conocimiento pedagógico: conocimiento del contenido, conocimiento
pedagógico general, conocimiento del currículo, conocimiento del contenido
pedagógico (conocimiento de como enseñar los contenidos específicos de una
disciplina), conocimiento del educando, conocimiento de los contextos educacionales;

29
y, conocimiento de las finalidades, propósitos y valores de la educación Si bien las
categorías de Shulman apuntan a la naturaleza circunstancial y contingente del contexto
del conocimiento docente y de su aplicación, en la práctica, este trabajo ha significado
un primer paso importante hacia la configuración de una ciencia educacional,
estableciendo los cimientos de una nueva base de conocimiento para la enseñanza. De
hecho, el trabajo de Shulman, ha sustentado gran parte del reciente esfuerzo por definir
y redactar normas profesionales consensuadas para educadores (National Board for
Professional Teaching Standards, 1993; Ingvarsson, 1992).

Los intentos por redefinir y codificar cuidadosamente el conocimiento práctico del


maestro le da certeza a la incertidumbre. Se establece una ciencia a partir de un oficio.
Responden a un problema moderno (el prestigio profesional amenazado y la relegación
a la periferia universitaria) con una solución moderna (reinventar el concepto de certeza
científica ligándolo a la aspiración de lograr un conocimiento de orden superior). Lo
que aseguramos saber sobre docencia se ve definido por aquello que deseamos regular y
controlar: la profesionalización del maestro y de quienes lo forman. Por ejemplo, el
documento emitido por el National Board of Professional Teaching Standards de los
Estados Unidos, está atiborrado de conocimientos, pero las referencias a sentimientos o
aspectos afectivos - precisamente lo que más interesa a la mayoría de los maestros -
están prácticamente ausentes (Hargreaves, próximo a publicarse). Este constituye uno
de los principales problemas del movimiento en pro de estándares profesionales.

Una segunda respuesta a la marginalización de la formación docente, es la que ha


intentado desinstitucionalizarla. Fuera del ámbito de la educación, las organizaciones
se están volviendo más fluidas y flexibles (Leinberger y Tucker, 1991; Hargreaves,
1994); ya no exhiben la compartimentalización rígida de una bandeja para huevos; más
bien, se asemejan a mosaicos intercambiables (Toffler, 1990). Ayudadas por la
tecnología informática, sus interacciones se extienden fácil y prolíficamente a través del
espacio geográfico (Harvey, 1989). Nuestro mundo ya no ostenta claros centros ni
periferias; se ha convertido en un mundo de redes.

Estos perfiles emergentes de organización post-moderna, han dejado su huella en la


formación docente. David Hargreaves (1994), ha descrito la transición que ocurre en el
campo de la formación de profesores como el desplazamiento de un modelo
tecnocrático a un modelo post-tecnocrático. El modelo tecnocrático, localizado
principalmente en instituciones de educación superior, enfatiza la transmisión de

30
conocimientos, su aplicación a la práctica y a la resolución de problemas y la
supervisión de la práctica en lugares selectos. el modelo post-tecnocrático, sin
embargo,

enfatiza las competencias profesionales ... que se desarrollan mediante la


experiencia y la reflexión sobre ella ... Encontrar empleo en una escuela es meta
esencial e integrativa de la formación inicial: es el fin más importante que
consagra el modelo tecnocrático. El empleador o supervisor desempeña un
papel muy poderoso; hay menos tiempo para aprender los conocimientos
académicos los que, a su vez, se reducen y se adaptan para convertirlos en
relevantes a la adquisición de las habilidades y competencias que permitan
resolver los problemas prácticos (p.14).

Ayudados por este tipo de retórica, gobiernos que han comenzado a socavar y destruir
los caminos usuales que llevaban a la profesionalización, entregando la formación
docente predominantemente a la escuela; y estableciendo mecanismos para que los
recursos financieros correspondientes vayan a los escuelas más que a las universidades
como centros de formación docente (Barton y otros, 1994). En este caso, las geografías
flexibles de la formación docente terminan, en efecto, desinstitucionalizándola
(Hargreaves, 1995), retirándola casi totalmente de las universidades y repartiéndola en
las escuelas. La formación del docente está en todas partes y, a la vez, no está en
ninguna. Esto significa, no el enriquecimiento de la colaboración y la colegialidad,
sino el retorno de la ciencia pedagógica al nivel de un oficio amateur y
desprofesionalizado, casi a la categoría de un oficio pre-moderno donde el
conocimiento y las destrezas pasa de expertos a novatos, y donde la práctica a lo sumo
puede ser replicada pero nunca mejorada..

Al mismo tiempo, en el área del desarrollo competencia de mercado y la autonomía de


las escuelas influyen en que los profesores cortejen a los padres para lograr su apoyo y
compromiso, e incluso quieran estrechar lazos de cooperación con sus colegas
inmediatos para garantizar su sobrevivencia y el éxito de sus escuelas, este tipo de
competitividad institucional tiende más a dividir las escuelas y a sus maestros. Si bien
la descentralización puede erradicar la burocracia, a menudo también elimina el apoyo
profesional local. Los profesores no se sentirán incentivados a trabajar con colegas de
otras escuelas o a aprender de ellos, si las respectivas escuelas están trabadas en
campañas de captación de clientes. En estas circunstancias, el desarrollo profesional
tiende a “centrarse más en la escuela”, y a ser parroquial, doméstico y mediocre (Day y
otros, 1993; Helsby y Knight, próximo a publicarse). Así, la consecuencia impensada

31
de la autonomía creciente de las escuelas consiste en generar grandes vacíos de
crecimiento profesional al nivel comunitario local (D. Hargreaves, 1994; ver Bullough y
Gitlin, 1994 para una crítica paralela en los Estados Unidos).

Por lo tanto, las cambiantes geografías de la escuela y el profesionalismo docente en la


edad post-moderna, bajo la apariencia de brindar más flexibilidad y poder
(empowerment), en la práctica pueden intensificar el control central y la
desprofesionalización de la docencia y limitar seriamente las posibilidades de
aprendizaje profesional. Asimismo, el aprendizaje profesional se limita en vez de verse
incrementado. En los modelos contemporáneos de reforma educacional, la
desprofesionalización constituye un grave riesgo, sobre todo cuando forma parte de
reformas cuyos objetivos aparentemente son lograr el efecto opuesto.

Una alternativa para la dispersión espacial que afecta a la formación de docentes para
algunos ha consistido en establecer lugares propios de formación: pequeños, especiales
e importantes para ellos. Cuando las redes se expanden y las actividades y relaciones
personales se propagan más difusamente a través del espacio, los individuos tratan de
crear y adherirse a las peculiaridades de un lugar. La gente se dedica a “la producción
activa de lugares con cualidades especiales” (Harvey, 1989:295) que sean fuentes de
significado e identidad. En el mundo post-moderno, estos son los lugares adonde se
puede ir, a los cuales se puede pertenecer, donde se puede invertir propósito y
significado. En la vorágine creada por la reforma de la formación de docentes, los
“professional development schools” (escuelas de desarrollo profesional) se han
convertido para muchos formadores de docentes, en precisamente en este tipo de lugar
(Darling-Hammond, 1994).

Para muchos formadores de formadores, las “escuelas de desarrollo profesional”


representan preciados microcosmos - pequeños mundos que encarnan las prácticas
predilectas de enseñanza y aprendizaje, de preparación del docente, de desarrollo
profesional continuo y de mejoramiento de la organización e investigación en terreno
(Stoddart, Winitsky y O’Keefe, 1992). Son lugares donde se congregan los profesores
nuevos, los experimentados y sus formadores, en torno a formas positivas de educar,
experimentar, capacitar, mejorar e indagar. Por mérito propio, las “escuelas de
desarrollo profesional” - al igual que las escuelas experimentales que las precedieron -
pueden llegar a ser lugares excepcionales de innovación e integración. Sin embargo, en

32
términos de su agenda más amplia de capacitación y reforma, ofrecen serias
limitaciones.

El mayor problema que enfrentan las “escuelas de desarrollo profesional”, es que


preparan muy bien al estudiante de pedagogía y aún cuando el estudiante de pedagogía
valoriza el conocimiento que adquiere y las capacidades y cualidades que recibe, ellas
no son aceptadas por las escuelas del sistema educacional más amplio y básicamente
inalternado, donde deberán emplearse por primera vez. En estas condiciones, el
flamante maestro sólo puede hacer lo que hicieron muchas de las generaciones que lo
precedieron -adaptarse a las prácticas convencionales de las “escuelas del mundo real
(Hargreaves y Jacka, 1995). En otras palabras, es fácil que las “escuelas de desarrollo
profesional” se conviertan en el Disney World del desarrollo: espacios segregados que
simulan condiciones ideales de enseñanza-aprendizaje, pero que no preparan a los
estudiantes de pedagogía para enfrentar la realidad de las escuelas en las que pronto
darán inicio a sus carreras. Estas observaciones acerca de las cambiantes geografías
sociales de la formación docente, llevan a dos recomendaciones finales dirigidas al
aprendizaje profesional de maestros en la edad post-moderna.

11. La principal directriz de las Facultades de Educación debe ser apuntar


al mejoramiento de la calidad de la enseñanza y el aprendizaje para
todo los docentes, y no tan sólo para quienes recién comienzan sus
carreras.. Las Facultades de Educación deben convertirse,
primordialmente, en agentes de cambio para todas las escuelas y todos
los maestros y no limitarse a las instituciones nuevas y a los maestro
inexpertos. De lo contrario, el sistema educacional no podrá sustentar y
brindar apoyo a las capacidades con que las Facultades formaron a sus
alumnos. Por eso, al momento de introducir reformas en la formación
docente, el peor punto de partida es el terreno mismo de la formación.
En cambio, las asociaciones entre Facultades y un sistema más amplio de
escuelas ofrece la mejor alternativa (Fullan y Watson, 1992).

12. La formación inicial de docentes y el aprendizaje profesional continuo


deben formar parte integral de este cambio sistémico, y no representar
algo que se realiza fuera de él o en su reemplazo.

33
Conclusión

Nos encontramos al borde de una edad de profesionalismo post-moderno en que los


docentes tratan con una compleja y diversificada clientela, en condiciones de creciente
incertidumbre moral, donde hay muchas estrategias de enseñanza que son viables, y
donde hay más y más grupos sociales ejercen su influencia y tiene algo que decir. El
que esta edad post-moderna vaya vaya a presenciar la emergencia de asociaciones
positivas y estimulantes grupos e instituciones que trascienden el ámbito de la escuela y
maestros que los docentes trabajen eficiente, abierta y autoritativamente con dichos
socios; o que, en su defecto, esta edad vaya a ser testigo de la desprofesionalización de
la docencia a la medida que los maestros sucumben bajo múltiples presiones, exigencias
laborales intensificadas y limitadas oportunidades para aprender de sus colegas, es algo
que aún está por decidirse. Esta decisión no debería abandonarse al “destino”, sino ser
moldeada por la activa intervención de todos aquellos educadores que realmente
entienden que si queremos un aprendizaje mejor en el aula para nuestros alumnos,
debemos crear un excelente aprendizaje profesional para quienes los forman.

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