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La idea de “escuela pública” como un espacio común que proponía una igualdad en el trato a cada
uno de los alumnos/as, colocaba al sistema educativo en línea directa con la formación de la
ciudadanía y de la vida republicana.
La noción de igualdad moderna se planteó superar un sistema de castas y jerarquías que establecía
distintos derechos y posibilidades para los distintos rangos sociales. El establecimiento de la
igualdad ante la ley fue un paso importante para instituir una sociedad basada en principios
igualitarios. La afirmación de la igualdad como principio constitutivo de la sociedad es uno de los
principios de las repúblicas modernas, un principio que no siempre se ha cumplido pero que actúa
como horizonte orientador de las prácticas, y como un sentido de lo que es una “vida buena” para
todos.
La igualdad no es un concepto univoco, sino que tiene una gran variedad semántica.
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En el escenario de una Argentina en creciente empobrecimiento, la diversidad fue vinculándose a
nuevos sentidos. La “diversidad” es leída como un indicador de extrema pobreza o de discapacidad
manifiesta; lejos de ser un valor afirmativo sobre el que lo enuncia, parece referir a una desigualdad
total sobre la que hay poco por hacer.
La escuela incluyó a una población cuyos integrantes eran diferentes; pero su condición de diferente
no se anteponía a la posibilidad de educarse, sino que la educación tenía por objetivo borrar la
diferencia y superarla. Hoy pocos están de acuerdo en que hay que borrar y superar la diversidad.
El problema puede empezar a aclararse si cuestionamos esa equivalencia entre igualdad y
homogeneidad, y desigualdad y heterogeneidad. La igualdad se debería pensar como una igualdad
que habilita y valora las diferencias que cada uno porta como ser humano, sin por eso convalidar la
desigualdad y la injusticia. ¿Cuál es el punto en que la diversidad se convierte en desigualdad?
¿Solo garantiza un trato igualitario, a la par que se reconoce el derecho a la diferencia? Son
preguntas de las sociedades democráticas, que no se resuelven nunca del todo, sino que retornan
como interrogaciones sobre la justicia de nuestras acciones y la calidad de nuestra vida en común.
Las múltiples desigualdades sociales son persistentes y tienden a reproducirse entre las
generaciones, más allá de las buenas intenciones.
La desigualdad y la exclusión no son fenómenos automáticos, sino que se producen a través de
prácticas de sujetos que son conscientes de lo que hacen.
El aumento de la escolarización fue acompañado por un incremento en la segmentación social del
sistema. Las desigualdades persisten o se amplían en virtud del desarrollo más acelerado de las
escuelas para las clases privilegiadas, siempre más dotadas, no solo en términos de infraestructura
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física, sino también en tecnologías complejas, vínculos sociales, dominio de idiomas extranjeros,
etc.
Tres principios para estructurar una estrategia de lucha contra las desigualdades educativas:
a) La escuela no se puede. La política educativa debe articularse en una política general de
desarrollo para la integración social.
b) Sin la escuela no se puede. La escuela para construir una sociedad más justa y democrática,
desarrollo de conocimiento y actitudes básicas, tanto para entender y juzgar el mundo en que
vivimos como para transformarlo a través del trabajo socialmente productivo. Para ello es preciso
recurrir a toda voluntad y a todo el conocimiento, a todos los valores que distingue la tradición
republicana e igualitaria de la escuela pública argentina.
c) La construcción de la escuela para una sociedad más justa es una cuestión de ciudadanía; es algo
que excede el campo estrecho de la pedagogía y la política educativa. Es una cuestión de política.
Una sociedad más justa para construir una voluntad colectiva para la realización del interés general.
Esta debe tener un sentido y un proyecto. La política educativa deberá los instrumentar los medio
más adecuados para achicar desigualdades en la disponibilidad de recursos pedagógicos. Deberá
intervenir para cambiar aquellas mentalidades y prácticas que ponen en duda la capacidad de
aprendizaje de muchos niños y adolescentes que viven situaciones de dificultad. Provee de las
condiciones sociales y pedagógicas necesarias, suficientes y oportunas.
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El Ministerio reúne información del sistema educativo a través de dos instrumentos principales: los
relevamientos anuales (RA) de la Red Federal de Información Educativa y los Operativos
Nacionales de Evaluación de la Calidad (ONE).(ver datos en la fotoc)
La información que capta y consolida el Ministerio hace referencia a aspectos cuantitativos y
cualitativos del funcionamiento del sistema educativo, su alcance y sus resultados. Se requiere
desarrollar instrumentos que indaguen en las condiciones del contexto sociofamiliar de los alumnos
y la comunidad en la que se insertan las escuelas. Con la ONE intenta saber cuáles son los procesos
educativos y sus resultados en los diferentes grupos de población escolar y los efectos posibles de
las políticas educativas tendientes a superar las situaciones de desigualdad social.
¿Cómo son las trayectorias de los alumnos/as según pertenezcan o no a hogares pobres?
Los datos del INDEC permiten advertir la estrecha relación entre pobreza y resultados educativos;
ya que a medida que aumenta la presencia de alumnos pobres, se obtienen peores resultados. Los
datos muestran que el sistema educativo no está logrando revertir las desigualdades existentes en la
estructura social. Se debe subrayar la importancia de la tarea que realizan las escuelas a las que es
necesario trabajar para asegurar que el proceso de enseñanza pueda desarrollarse.
Las políticas educativas como las becas tienen como meta posibilitar una mejor y más eficaz
trayectoria escolar y mejores resultados en los alumnos y reducir las brechas entre los distintos
sectores.
La igualdad aparecía como algo que era factible. Ese supuesto iba de la mano de la idea de que toda
la población accediera a las bondades de un sistema educativo que, al ofrecer una cultura común a
todos, dibujaba un nosotros con ese todos.
Las desigualdades presentes en el punto de partida no eran pocas y las reubicaba en el plano de lo
que hay que borrar para convertirse en otra cosa. Porque la educación prometía igualdad no solo en
el gesto de disciplinar y construir los rasgos de una cultura común, sino también en la posibilidad de
acceder a una vida más digna.
Pretendía incluir pero siempre algo quedaba afuera. En el trabajo de lidiar con la pobreza, la escuela
masificó, sistematizó y homogeneizó: esto era parte de su tarea civilizadora.
El tratamiento de la pobreza en términos de diversidad insiste en que ciertos “rasgos” que portan
estos grupos deben ser atendidos de modo particular. En la naturaleza de la población en cuestión
inscriben marcas “previas” que preanuncia el corto alcance de la operación pedagógica.
Históricamente, si la educación se encontraba con sujetos que vivían en condiciones de pobreza, esa
condición no se anteponía a la posibilidad de poder educarse sino que la educación tenía por
objetivo diluirla como diferencia, superarla, completarla. La pobreza era vista como propia del
escenario social.
El establecimiento de un espacio diferenciado de educación para los sectores empobrecidos los
enfrenta a un modo de aprender diferenciado, de ser pensado. Se reordena no solo el punto de
partida sino también el punto de llegada, en cuanto el déficit no se re trabaja desde la educación
sino que se instituye en la misma operación educativa. Educar a los sectores más vulnerables desde
una propuesta pedagógica encerrada en esa diferenciación, no hace más que convalidar la ruptura de
la impronta común del sistema educativo público; en el campo de la educación queda polarizado en
circuitos progresivamente desconectados.
La cuestión puede pensarse en términos de nosotros y los otros. La educación se dirigía a los pobres
en operación de construir un nosotros. La cultura debía coincidir con la idea de nación sino era
construida. El pobre era el objeto de la construcción del nosotros. La operación dirigida a él se
planteaba su inclusión, y trabajaba con la igualdad como horizonte.
La atención a la cultura de la pobreza reconfigura la operación pedagógica y, en nombre de la
atención a las diferencias, se desdibuja el nosotros y con él la ilusión de igualdad.
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El cambio se opera al establecer una relación necesaria entre las condiciones deficitarias de acceso a
bienes y las posibilidades de educarse. La carencia que implica la pobreza como la escasez de
bienes materiales y simbólicos. Esta determinación de la pobreza instaura una identidad mucho
menos nómade de lo que la pobreza económica era, y se instituye como parte de su naturaleza y no
como el producto de una operación desigualitaria, de una injusticia.
Una vez interrumpida la idea de una educación igual para todos, ese todos se desdibuja, se desarma,
se disuelve en particularidades y segmentos que, si bien pueden tener razón de ser como modos
diferentes de habitar una cultura, no necesariamente implican la participación, como iguales, de
todas esas particularidades y segmentos en un espacio más amplio que los contiene. Deja de afirmar
la igualdad de derechos, la igualdad de posibilidades de que todos pueden aspirar a un futuro
distinto.
Como reflexión, debemos incluir la posibilidad de que nos demos, a todos, a un nosotros, un futuro
y una educación