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Por
Angel Soto H.
CAPÍTULO 1
El callejón
CAPÍTULO 2
Reflejo
CAPÍTULO 3
El futuro de la familia
CAPÍTULO 4
Osteogénesis imperfecta
Sumida en los recuerdos, Doña Berta no pudo dormir durante la noche, las
horas pasaban lentamente mientras ella, recostada sobre la cama, permanecía
absorta en sus pensamientos. El amanecer la sorprendió en un estado de
semiinconsciencia que la mantenía bajo los mismos efectos de un sedante, los
contornos de los muebles comenzaban a distinguirse fatigosamente como
bocetos trazados al carbón. Hacía algunos minutos que en su mente los
recuerdos habían dado paso a otros pensamientos igual de angustiantes.
Le inquietaba de sobremanera la presencia de ese hombre, el recuerdo
fresco de aquella silueta misteriosa recorriendo el callejón. Sin embargo, lo
que más la alarmaba era la extraña forma en que él había aparecido esa noche
y el que únicamente ella hubiera podido notar su presencia. Nadie más lo
había visto, ni Emiliano, ni Eugenia, pese a que se habían encontrado
relativamente cerca en el momento de su aparición. Todo era muy extraño y
confuso, nunca había observado a alguien merodear en las cercanías de la
casa, mucho menos después de una tormenta como la que esa noche había
azotado los cipreses.
Se levantó muy temprano, sólo había conseguido dormir algunos minutos.
La enorme escalera que la noche anterior había conseguido subir con
esfuerzos, llegaba hasta una amplia estancia que a su vez conducía a un
comedor del lado derecho. Doña Berta llegó al comedor y observó que el
desayuno ya estaba servido, un par de huevos fritos y una taza de café
humeante; se sentó con dificultad. Se sentía agobiada, no sólo por el cansancio
de la noche sino por el severo ritmo de vida al que a diario se sometía
atendiendo la joyería personalmente. Nunca había querido contratar a alguien
al igual que lo había hecho su padre, y al igual que su padre, no confiaba en
nadie, nunca lo había hecho y nunca lo haría.
También pensaba en Tomy, le preocupaba su angustiosa y rara enfermedad,
“Osteogénesis imperfecta”. Habían pasado cinco años desde que,
extrañamente y sin explicación alguna, los huesos de Tomy se habían vuelto
porosos, débiles, tanto que cualquier golpe por muy insignificante que este
fuera podría romperlos sin dificultad. A Doña Berta le mortificaba, a causa de
ello, la forma de vida que el pequeño conocía hasta el día presente. Le aterraba
la idea de dejarlo solo algún día, “¿qué sería de él?”, se preguntaba, “¿quién lo
cuidaría?” En el fondo sabía que ese momento tendría que llegar tarde o
temprano, ella ya no era una jovencita y cada día que pasaba se sentía más
agotada.
En ese momento Eugenia entró con una jarra plateada en la mano.
- ¿Gusta un poco más de café señora?
- No Eugenia, muchas gracias.
- ¿Alguna cosa más?
- No, nada más, puedes retirarte.
- Está bien señora.
- ¡Eugenia espera!
- Dígame.
- Anoche, ¿estás segura de que no viste a nadie?
- Segura señora.
- ¿Nadie llamó a la puerta tampoco?
- No señora.
- Trata de recordar Eugenia.
- Por más que trato, no recuerdo haber visto nada extraño.
- Está bien, puedes retirarte.
- Con su permiso.
Doña Berta dio un último sorbo al café, los huevos ni siquiera los probó,
después subió a despedirse de Tomy. Este aún se encontraba dormido. Entró
con sigilo para no despertarlo y se sentó a su lado como lo hiciera la noche
anterior, la habitación se encontraba envuelta en una semioscuridad
melancólica. El pequeño comenzó a moverse poco a poco indicando que
regresaba del sueño. Abrió los ojos y vio a su madre quien a su vez lo miraba.
- Hola mamá, ¿aún estás aquí?
- Hola mi amor, vine a despedirme, ya voy de salida.
- Pero si hoy es sábado.
- Lo sé Tomy, pero tengo que ir a la joyería de todos modos.
- ¡Llévame contigo!
- Sabes que eso es imposible hijo.
El pequeño la miró con disgusto, pero después su semblante cambió por
completo tornándose en tristeza, Doña Berta también lo miraba afligida, al
igual que todas las mañanas en que Tomy le hacía la misma petición.
Le dio un beso y salió presurosa de la habitación, estaba retrasada, el auto
aguardaba ya frente a la puerta, Emiliano la esperaba; subió y se alejó con
rumbo al centro de la ciudad.
Aquel día, fue un día normal para Tomy, un sábado más como él lo
llamaba desde hacía mucho tiempo. Tomó el desayuno en su habitación como
era habitual, y como era habitual también, casi no lo probó. Permaneció toda
la mañana recostado en su cama observando los capullos, sus capullos, frente a
la ventana. Llegó la hora de comer, igualmente en su habitación sin probar
bocado. Por la tarde se entregó a la lectura, siempre echando una mirada a
través de la ventana abierta, el sol de la tarde iluminó de lleno el pequeño
árbol en haces de luz que se estrellaban sobre el muro bañado por los restos
del rocío de la mañana que aún se aferraban a él. Los capullos brillaban
reflejando los rayos solares en un hermoso tono verde que se hundía en sus
ojos abiertos de par en par, su sonrisa involuntaria expresaba la fascinación
que en ese momento sentía en su ser.
Justo en ese momento, en cuestión de minutos, el brillante tono de los
bulbos desapareció tras una nube que ocultó de súbito los rayos del sol, Tomy
corrió a la ventana y observó hacia el cielo, este, se comenzó a poblar de
nubarrones grises que presagiaban una fuerte tormenta. Tomy enfureció, su
respiración se agitó con fuerza y su rostro se tornó rígido, “¿por qué no para de
llover?”
Cerró la ventana y corrió las cortinas, fue a su cama y se acostó, no quiso
abrir la puerta a Eugenia quien traía ya la merienda. La habitación quedó casi
en completa oscuridad bajo el manto de las nubes que parecían fragmentos del
techo de un templo sepulcral. La tormenta parecía inevitable, caería en
cualquier momento. Tomy no quería ser testigo de aquello, pensó entonces que
la única forma de no ver ni escuchar la lluvia era estando dormido, hizo un
esfuerzo supremo, cerró los ojos apretándolos con todas sus fuerzas. Poco
tiempo después, logró su cometido.
CAPÍTULO 5
Una melodía perdida en la distancia
Tomy despierta cuando la noche ha caído ya, están a punto de dar las once
en el reloj de péndulo que cuelga en la pared frente a su cama, la habitación
está sumida en penumbras, sus pupilas poco a poco se acostumbran a la
oscuridad distinguiendo con cierta facilidad los objetos que le rodean. Se
levanta y, a paso lento, llega a la ventana. La calle permanece tranquila,
ningún ruido se escucha en muchos metros a la redonda, está seca, no hay
indicios de que esa tarde hubiera caído una sola gota. El árbol permanece
inmóvil, no sopla la menor brisa, los capullos en el mismo estado parecen
descansar apacibles, pendientes de las ramas endebles del pequeño árbol.
“¿Qué habrá pasado?”, se pregunta Tomy, “la calle está seca”, murmura para
sí. Cierra la ventana y enciende la luz, no se escucha el menor ruido en la casa,
se recuesta en la cama y permanece quieto en medio del sepulcral silencio.
Tomy escucha atento el silencio con la respiración sosegada, algo le
impide volver a dormir, algo fuera de lo común se respira en la casa y le
ahuyenta el sueño. Se incorpora y permanece callado. Entonces, a lo lejos,
escucha algo, tensa su cuerpo y agudiza el oído. Logra percibir una distante
melodía que emana del viejo piano que pertenecía a su abuelo. Cosa extraña,
nadie tocaba el piano en la casa desde que su abuelo lo hiciera durante veinte
años hasta el día de su muerte. Sin embargo, las notas se escuchan con
claridad, forman una bella composición que Tomy no conoce. El viejo piano
está siendo tocado por alguien, “pero ¿quién?”, “es imposible”.
Las notas penetran en sus oídos produciéndole un placer inexplicable,
tejiendo un encanto alrededor de su corazón, una sensación confortadora que
lo toca en lo más profundo de su ser. Se levanta hipnotizado y sale de su
habitación, baja las escaleras despacio, hace tanto tiempo que no baja por esas
enormes escaleras que cualquier paso en falso podría ser fatal. Las notas se
escuchan cada vez más fuertes y nítidas. Una vez abajo, se dirige a la
habitación donde se encuentra el piano pasando por la pequeña sala que la
antecede, se ubica frente a la puerta y escucha.
Cierra los ojos permitiendo que la melodía lo envuelva, se deja atrapar por
la hermosa música que lo ha arrastrado hasta ahí sin saber por qué. Se acerca a
la puerta y rodea la perilla con su mano, la gira suave entreabriendo despacio.
Se siente asustado, no tiene el valor para echar una mirada dentro de la
habitación, piensa en regresar, pero la música lo mantiene hipnotizado. Por fin,
se asoma lentamente. Frente al piano, sentado en un taburete, un hombre
desliza sus dedos a través de las teclas de marfil, en la cola del piano
descansan una gabardina oscura y un sombrero de copa. Tomy cierra la puerta
súbitamente después de que el hombre voltea hacia él. Tiene miedo de haber
sido visto, respira con dificultad. De pronto la melodía cesa, el pequeño
permanece paralizado por el miedo, le es imposible moverse, espera a que el
hombre abra la puerta y lo descubra, pero esto no ocurre, pasan los minutos y
nada ocurre. Tomy se asoma de nuevo arriesgándose a todo, lo que ve lo deja
pasmado.
La habitación está vacía, los pasos del pequeño hacen eco en las paredes
revestidas de azul turquesa con relieves dorados en los ángulos superiores, el
piano descansa apacible sumido en un sopor descubierto por la luz de la luna
que entra por un enorme ventanal. “Es imposible”, murmura Tomy angustiado.
Camina despacio hasta llegar frente al piano, la tapa que cubre las teclas está
cerrada bajo llave.
Los ojos casi se le salen de las órbitas y un miedo aterrador invade su
cuerpo. Hecha a correr a su habitación sin mirar atrás, incluso olvida cerrar la
puerta tras de sí, una vez que llega arriba, se oculta entre las sábanas con la
respiración agitada y el terror a cuestas.
CAPÍTULO 6
Cáncer
CAPÍTULO 7
Complicidad
CAPÍTULO 8
Los cuadros
Pocas horas después, muy temprano, cuando el rocío aún cubría las
delgadas ramas de los cipreses y los pequeños tallos de las flores que crecían
en la acera resplandecían reflejando los rayos matinales, un viejo hombre
llamó al número treinta y dos en la calle de los cipreses. El frío era aún
considerable, no había pasado mucho tiempo desde que las sombras de la
noche habían cedido su lugar a la luz del nuevo día. Ante la nula respuesta a
su llamado, el hombre insistió, después de unos momentos una mujer abrió la
puerta.
- Muy buenos días, disculpe usted, ¿se encuentra en casa la señora?
- ¿Quién la busca? –preguntó la mujer observando detenidamente el rostro
de aquel hombre.
- Darú, señora. Sebastián Darú, para servirle.
Lo mujer lo miró desconfiada, era aún muy temprano para que alguien
llamara a la puerta. Observándolo de pies a cabeza, por fin dijo:
- Pase usted, puede esperar en la sala si gusta.
- Muchas gracias, si fuera tan gentil de indicarme en dónde se ubica la sala.
Eugenia lo condujo a la salita donde Doña Berta solía recibir a sus visitas.
- Avisaré a la señora, espere un momento por favor.
El hombre asintió con una profunda reverencia.
La penumbra de la sala se iba disipando conforme los minutos avanzaban,
pequeños rayos de sol se filtraban por los resquicios de una cortina como
espadas radiantes estrellándose en la alfombra. Un sillón tapizado en
terciopelo dejaba ver sus sinuosos relieves a la luz del amanecer. Al fondo,
una pila de papeles y una máquina de escribir descansaban sobre un escritorio
tallado en caoba. Sobre las paredes, algunos cuadros se revelaban como
fotografías bajo los químicos descubriendo con lentitud sus contornos
garigoleados. Viejos retratos y pinturas de cenizos paisajes parecían hundirse
en la tela en opacos colores. El hombre los contempló uno a uno con
detenimiento, creyó reconocer en aquellos trazos grisáceos la técnica de un
artista aficionado. Sonrió con melancolía.
Doña Berta apareció bajo el dintel de la puerta, el lugar en el que el
hombre se encontraba le hacía dar la espalda a ella.
- Buenos días –dijo.
Inmediatamente después de escuchar estas palabras, volteó mirándola con
serenidad. Los ojos de Doña Berta parecieron salir de sus órbitas al observar el
rostro y la apariencia de aquel hombre, se llevó una mano a la boca
entreabierta y se recargó en un costado del marco de la puerta lo que evitó que
seguramente cayera al suelo impresionada. El hombre notó este hecho, sin
embargo, no dio muestras de extrañeza.
- ¿Le pasa algo señora?
Doña Berta aún no podía articular palabra, permanecía observando
aterrada a Darú.
- ¿Se siente bien señora? –insistió éste.
- E… es usted –pudo por fin balbucear Doña Berta.
- No sé a qué se refiere señora.
- ¡Claro que lo sabe, no finja!
- Me parece que usted me confunde con alguien más.
- No, yo lo vi la otra noche bajo la ventana del callejón.
- ¿Se refiere usted al callejoncito que está a un lado de su casa?
- El mismo.
- Permítame informarle –dijo Darú- que acabo de llegar hace unas horas a
la ciudad.
Darú alargó un billete a Doña Berta, ésta lo tomó y lo revisó
detenidamente, el billete era un pasaje de avión de un vuelo de París a la
Ciudad de México.
- No puede ser –murmuró consternada mientras se llevaba la mano a la
cabeza, devolvió el billete a Darú y se sentó en el sillón, notoriamente
apenada- debe disculparme, he estado un poco estresada los últimos días. Pero
dígame, ¿en qué le puedo servir?
- Vengo a remplazar al antiguo maestro de pintura de su hijo, señora –dijo
Darú sin más preámbulos.
- Pero ¿cómo se enteró usted de que hay una vacante como esa aquí en mi
casa?
- Me enviaron de la agencia de colocaciones en París, parece ser que usted
reportó la vacante en la filial aquí en la ciudad de México.
- Sí, pero no pensé que fuera tan rápido el trámite, apenas se los informé
ayer.
- Ya ve usted que en estos tiempos la eficacia está al mejor postor.
- Sí, ya veo..., sepa usted que mi hijo está enfermo y...
- Conozco los pormenores señora –interrumpió Darú.
- Ah… –murmuró Doña Berta- ¿entonces ya sabe todo sobre Tomy?
- Sí señora.
- Mi hijo aún está dormido, considero inoportuno despertarlo tan temprano.
- Como usted diga.
- ¿Gusta esperar mientras pasa un poco el tiempo?, quizá podría invitarle a
desayunar, ¿ya desayunó usted?
- No señora.
- Por favor si fuera tan amable de pasar al comedor, en un momento le
servirán.
- Muchas gracias.
Darú fue conducido al hermoso comedor en donde después de unos
momentos le fue servido el desayuno, Doña Berta lo acompañó con una taza
de café. Mientras desayunaba, Darú contó a Doña Berta todos los pormenores
de su viaje y algunas cosas relacionadas con su experiencia como docente.
Darú parecía ser un hombre bastante preparado y estaba totalmente dedicado a
la enseñanza desde hacía veinte años, según sus palabras. Concluido el
desayuno, tuvo que esperar una hora más antes de que le fuera permitido subir
a conocer a Tomy. Por petición personal se le dejó subir solo a la habitación
pese a la insistencia de Doña Berta en acompañarlo.
Darú tocó la puerta y esperó, desde dentro escuchó la vocecita del pequeño
permitiéndole la entrada, empujó lentamente y entró. El viejo hombre tardó un
poco en acostumbrarse a la semioscuridad en la que descansaba el pequeño.
Avanzó con tiento acercándose al dosel que se descubría pesadamente entre las
sombras. Tomy se incorporó un poco observando en todo momento la silueta
de aquel hombre acercándose a su cama como una aparición flotando en la
bruma. Darú tomó una pequeña silla y la colocó a un costado de la cama.
- Hola Tomy.
El pequeño no contestó.
- Sé que es un poco temprano para entrar así en tu cuarto, debes
disculparme, sólo quería conocerte lo antes posible.
De nuevo no obtuvo respuesta.
- Veo que no estás de buen humor esta mañana, ¿soy inoportuno? -
preguntó el viejo.
Tomy negó con la cabeza.
- Creo que debo empezar con algo interesante para comenzar a conocernos
¿no es así? Bueno, déjame pensar… -Darú meditó unos segundos con la vista
fija en la ventana- ¿puedo comenzar por decirte que yo conocí a tu abuelo?
Estas palabras dieron un giro inesperado a la conversación, Tomy pareció
interesarse, sus ojos se abrieron un poco más de lo usual y se incorporó por
completo sobre la cama.
- Veo que te interesó lo que acabo de decir.
Tomy asintió.
- Tu abuelo era un gran hombre Tomy, y un gran amigo también. ¿Tú lo
conociste?
- No.
- Vaya, ¿tu madre no te ha hablado de él?
- No mucho.
- Es una pena. Fue hace mucho tiempo, déjame recordar, sí, ya recuerdo,
fue en el verano hace más o menos treintaicinco años. Yo vivía en Europa, en
una provincia llamada Montpellier, al sur de Francia, muy cerca del mar
mediterráneo. En esa época era alumno de la Université de Montpellier, en
donde estudié pintura y dibujo artístico por tres años, después de esos tres años
conocí a tu abuelo. Él llevaba tres años en la provincia al igual que yo y
estudiaba también en la Université. Nos hicimos muy buenos amigos desde el
momento en que nos vimos, pasábamos casi todo el tiempo juntos, nos
gustaban las mismas cosas, compartíamos el mismo amor por el arte, porque
has de saber que tu abuelo era un gran artista, pintaba como el mismo Miguel
Ángel.
Tomy esbozó una sonrisa casi imperceptible.
Por desgracia, su trabajo no fue conocido en la provincia ni en ningún otro
lugar. Siempre se negó a ser reconocido como el gran artista que era, aunque
ignoro el porqué. La mayoría de sus obras sólo las conozco yo y algunos
amigos de aquella época que ya han muerto. Creo que algunas las trajo a
México, pero no sé en dónde podrían estar en estos momentos.
- ¿Si usted encontrara esos cuadros me contaría más acerca de mi abuelo?
- Desde luego que sí.
- Creo que hay unos cuadros en el sótano –dijo Tomy-, pero no sé si sean
obra de mi abuelo.
- ¿Tu madre nunca te dijo de dónde provenían?
- No, ¿cree usted que hayan sido pintados por él?
- Probablemente, pero primero tendría que verlos y decirte con certeza.
- ¿Usted va a enseñarme a pintar?
- Sólo si tú quieres. Pero primero me gustaría ver esos cuadros, ¿me los
enseñarías Tomy?, ¿harías eso por mí?
- Tenemos que esperar a que mi madre se vaya.
- Está bien, esperaremos.
No tuvieron que esperar mucho. Pasada una hora Doña Berta subió a
despedirse de Tomy, quien continuaba conversando con Darú; después de
despedirse de los dos, abordó su auto y partió con rumbo al centro capitalino.
Una vez que escucharon que el auto se había alejado, los dos cómplices
bajaron al sótano. Éste se encontraba debajo de la gran escalera y se llegaba a
él por una puertecita ubicada a un costado de la misma, por la cual penetraron
auxiliados de una pequeña lámpara que Tomy llevaba al frente. Después de
descender por una polvosa escalinata llegaron a un pasillo que se perdía entre
las sombras como un túnel de catacumba, éste desembocaba un cuarto amplio
y totalmente oscuro. Lo que alcanzaban a percibir con la escasa luz de la
lámpara eran sólo muebles viejos cubiertos por sábanas roídas y cajas de
cartón consumiéndose bajo el polvo de los años transcurridos.
Estuvieron registrando por espacio de media hora en todo el sótano, hasta
que por fin encontraron lo que tan afanosamente buscaban. Detrás de una vieja
mesa de madera, aparecieron recargados en la pared seis cuadros envueltos en
papel color marrón atados con cordones blancos. Darú movió la mesa de su
sitio mientras Tomy lo alumbraba con la lámpara, sacó uno a uno los cuadros
y los recargó en el extremo de la mesa, después se sentó en un banquito e
invitó a Tomy a sentarse en otro.
Darú examinó los cuadros con un el ojo clínico de un conocedor. En su
rostro se reflejaba una profunda emoción cada vez que observaba cada uno de
ellos. Uno por uno pasaron por sus ojos abriéndose más de la cuenta llenos de
emoción, hasta desbordar esa emoción en lágrimas, hecho que Tomy notó pero
no dijo nada, no quería interrumpir el emocionante momento con el cual se
sentía también identificado. Sin embargo, cuando Darú abrió el último cuadro,
su rostro cambió adquiriendo tonos lúgubres que se descubrieron fácilmente a
la luz de la lámpara, Tomy notó también cierta preocupación en medio de
aquel rostro impregnado de sombras y destellos de luz. Darú envolvió el
cuadro sin mostrárselo, se incorporó volviéndolos a colocar en su lugar, justo
como los encontrara momentos antes.
- ¿Cuánto tiempo tiene que estos cuadros están aquí?
- Desde que yo me acuerdo.
- ¿Y tu madre nunca los abre?
- No.
- ¿Estás seguro?
- Sí.
- Bueno hijo, creo que lo mejor es dejar aquí los cuadros que tu abuelo
pintó, no podemos hacer nada por el momento, aunque es una lástima porque
son unas verdaderas obras de arte, ¿te gustaron?
- Mucho.
- ¿Te gustaría pintar como tu abuelo?
- Sí –dijo Tomy visiblemente emocionado.
- Bueno, pues comencemos ahora mismo ¿te parece?
- Claro que sí.
Después, los dos nuevos amigos subieron por las viejas escalinatas
ayudados de la lámpara, cerraron la entrada al sótano y subieron a la
habitación teniendo cuidado de no ser vistos.
CAPÍTULO 9
El secreto es no rendirse
CAPÍTULO 10
Los árboles viven mucho tiempo
CAPÍTULO 11
Descubrimiento
CAPÍTULO 12
La luz
CAPÍTULO 13
Sueño
En medio de la oscuridad, Doña Berta se movía insistentemente debajo de
las sábanas, el reloj acaba de alinearse en la media noche y el tintineo de la
última campanada se escuchaba cada vez más débil, como el silbido de un tren
alejándose rápidamente en el horizonte.
Fue esa la noche en que los temores de Doña Berta comenzaron a hacerse
realidad. Aquellos fantasmas que tenían sus más profundos miedos y que la
habían perseguido todo ese tiempo –desde que Darú llegara a la casa-
comenzaron a tornarse sólidos, tangibles, tanto que, esa noche, podía tocarlos
con las yemas de los dedos.
Sumida en una horrible pesadilla que la hacía girar de un lado a otro sobre
la cama, Doña Berta pudo sentir en carne viva la tristeza y el dolor en
imágenes de un futuro posible que desfilaron por su vista aterrada. Una a una,
las imágenes dentro del oscuro sueño cambiaban cada cierto tiempo, como
diapositivas apresadas en el interior de un proyector. En ellas aparecía el Tomy
de un pasado reciente, enclaustrado en medio de la oscuridad de su habitación,
con el semblante abatido y la mirada perdida más allá de la ventana. Luego,
aquella mañana en que vio a Darú por vez primera, en la salita de las pinturas
opacas. La extraña llegada de aquel hombre y el milagro de la recuperación de
Tomy, sus risas que se escuchaban hasta el interior de la casa rebotando en los
adoquines y las ramas de los cipreses cuando corría perseguido por Darú. Los
días de pintura, los óleos, los ejercicios, el resplandor de los atardeceres, el
amor… Todo aquello desfilaba como un collage impregnado de felicidad, de
una felicidad que le parecía magnífica, y que, por ello, sentía tan irreal como
el sueño en el que ahora se encontraba.
Después, las imágenes fueron dibujando el futuro tanto tiempo temido,
como una película que regresa en el tiempo tornándose en colores grises. El
pequeño Tomy en la misma cama cubierto por la penumbra, las sábanas y la
enfermedad; respirando con dificultad víctima de dolores que lo martirizaban.
Emiliano y Eugenia a su lado velándolo en todo momento. Doña Berta se vio a
sí misma, de rodillas, hundiendo el rostro entre los pliegues de las sábanas
aferrada a la mano de Tomy. Una escena que bien podría haber pintado su
padre si hubiera querido inmortalizar el sufrimiento. De la imagen de Darú no
había rastro…
En ese momento, Doña Berta escuchó una voz sonora que hizo que las
imágenes se desvanecieran como granos de arena entre los dedos. En su lugar
quedó un inmenso vacío y aquella voz consoladora.
- “Berta”
- “¿Papá?”, “¿en dónde estás?”
- “A tu lado, como siempre lo he estado”.
- “Pero…, no puedo verte…”
- “No siempre lo que no vemos está ausente, incluso lo que vemos puede
estarlo aún más”.
- “Ya no estoy tan segura de eso”.
- “Dime hija, ¿por qué lloras?”
- “Porque estoy perdiendo a Tomy, igual que te perdí a ti”.
- “Berta, ya te lo he dicho, tú no me has perdido, por el contrario, yo estoy
siempre a tu lado, en todo momento. Y tampoco has perdido a Tomy, él está
aún contigo, ¿no es así?
- “Pero… ¿por cuánto tiempo?”
- “El tiempo no te toca decidirlo a ti, hija”.
- “Lo sé papá” …
- “¿Por qué temes?, ¿acaso Tomy no goza de buena salud?”
- “Siento que todo esto es algo irreal, siento que pronto todo se esfumará
de la misma manera en que vino”.
- “Debes confiar Berta”.
- “¿Confiar en qué?”
- “En la vida”.
- “La vida te ha alejado de mí”.
- “La vida te ha dado a Tomy”.
- “Y siempre ha querido quitármelo”.
- “Lo hará sólo si tú lo permites, debes tener fe y cuidar de él”.
- “Pero no sé cómo hacerlo”.
- “Recuerda que no estás sola”.
- “Justamente, no sabría qué hacer sin la ayuda de ese maravilloso
hombre”.
- Ten fe Berta, confía en Darú, él no los abandonará”.
- “¿Cómo puedes estar tan seguro de eso papá?”
- “Porque tengo fe en él”.
- “Pero ¿cómo puedo tener fe yo también?, ¿qué podría hacer él si Tomy
enfermara de nuevo?, ¿Qué podría hacer él si no soporta el invierno que se
avecina?
- “Mientras más crudo sea el invierno, el sol saldrá con más fuerza en la
primavera. Nunca olvides eso”.
- “No creo entender lo que dices papá”.
- “Sólo recuerda Berta…, debes asegurarte de que Tomy vea ese sol de
primavera.
- “Papá”, ¡no te vayas, no me dejes otra vez!…
La voz calló…, todo quedó entonces en completa oscuridad; aún en el
sueño, Doña Berta se sentía flotar mientras recordaba las palabras de su padre.
Eran como un eco constante retumbando en cada pared de su mente, en cada
rincón de su corazón.
CAPÍTULO 14
Caída
Llegaba el invierno del año de 1974, uno de los más fríos inviernos de que
se tuviera memoria, un año había transcurrido desde aquella mañana en que
Darú llamó por vez primera a la puerta del número treinta y dos. Los tallos de
las flores difícilmente crecían en la acera y las gotas de rocío se aferraban a las
ramas de los cipreses convertidas en trozos de hielo aprisionados para siempre
por el descomunal frío y la ausencia de los rayos del sol.
Aquel invierno sembraba temperaturas de dos grados bajo cero durante el
día que descendían cuatro grados más durante la noche, dando razón a las
habladurías de las gentes que se atrevían a caminar bajo los cipreses, quienes
aseguraban que aquel frío sólo podía ser obra de algo sobrenatural.
Prácticamente era imposible transitar bajo los árboles sin correr el riesgo de
congelarse de pies a cabeza. Sin embargo, esto parecía no afectar al viejo
maestro de pintura, quien, durante aquel invierno, continuó llegando por las
mañanas y saliendo por las noches del número treinta y dos, rechazando con
firmeza las insistentes propuestas de Doña Berta de que se quedara a vivir en
la casa.
Pese a las inclemencias del tiempo, Darú continuó llegando con la
puntualidad de un inglés y nunca dejó ver durante aquel crudo invierno algún
indicio de enfermar. Muy por el contrario, trataba de dar a Tomy todos los
ímpetus de los que era capaz, contagiarle un poco de aquella aura que parecía
envolverlo y protegerlo de las inclemencias del tiempo. Había que tener
muchos cuidados con el pequeño a pesar de que la enfermedad se había
marchado, el frío era descomunal y agresivo, Tomy podría recaer en cualquier
momento. Pero eso no ocurriría mientras su protector estuviera con él, Doña
Berta sabía que mientras Darú siguiera al lado de Tomy el invierno podría
pasar de largo como un tren que no se va a abordar.
Transcurría el invierno de forma serena, la familia entera lo soportaba
ayudada por la magia impregnada en cada pared y rincón de la casa desde que
Darú había llegado. Las noches familiares solían ser de lo más placenteras
para todos, quienes, reunidos frente a la chimenea, disfrutaban de agradables
momentos en los que se conversaba, se tomaba café, se hablaba sobre el futuro
y se reía. Estas reuniones solían acabar cuando Darú se retiraba, generalmente
ya muy entrada la madrugada. Pese a todo, el viejo parecía no sentir los
estragos del intenso frío, se le veía alejarse despacio por la acera envuelto en
su gruesa gabardina y con el sombrero de copa sobre su cabeza, en ocasiones,
cuando la lluvia se descubría a la luz de los faroles inundando la calle, portaba
un grande y hermoso paraguas negro; y a la mañana siguiente se le podía ver
llegar con su gabardina, su sombrero de copa y el gran paraguas bajo el brazo.
De forma insólita, el pequeño árbol, el cual continuaba siendo la
inspiración de Tomy, parecía ser partícipe de aquel momento de felicidad. Ese
año habían nacido nuevas flores, pero esta vez, emitían algo distinto al de
otros años: un brillo cegador que se descubría a la luz del sol y los faroles de
la calle, como si cada pétalo compartiera la felicidad que rodeaba al pequeño.
A pesar del gélido ambiente, ninguna de las seis flores había caído de sus
ramas, era el único árbol en toda la calle que conservaba alguna. El pequeño
Tomy era feliz y estaba orgulloso de la fortaleza del árbol, esa misma fortaleza
la sentía dentro de sí, el invierno no podría vencerlo de ninguna forma
mientras su compañero resistiera y su protector continuara a su lado.
Aquella mañana el cielo amaneció vestido de gris, los densos nubarrones
que parecían hechos de plomo se apilaban unos sobre otros impidiendo el
asomo de los rayos del sol, aún caía una ligera llovizna que había comenzado
la noche anterior. Doña Berta estaba recostada sobre la cama envuelta en
gruesas cobijas que aminoraban el frío que se sentía en la habitación. La
rodeaba un silencio extraño, casi sepulcral; no había escuchado aún a Darú
llegar, no había escuchado sonido alguno desde que el viejo saliera de la casa
por la madrugada y ella entrara en aquella habitación helada después de dejar
la de Tomy.
Recordaba la noche anterior como un sueño de imágenes difusas, como
algo que parecía muy lejano y que, sin embargo, sabía había ocurrido sólo
unas horas atrás. Recordó el calor del fuego dentro de la chimenea que
impregnaba con su calor las paredes, los muebles, los rostros, las palabras y
los corazones. La figura de Darú sentado frente a ella envuelta en manchas de
oscuridad y los destellos de la luz del fuego, el rostro de Tomy impregnado de
una sonrisa que ella ya se había acostumbrado a ver en aquel semblante
redondo y lleno de rubor.
Doña Berta inspeccionó la habitación con lentitud, posó su vista en cada
objeto, en cada mueble, agudizó el oído intentando escuchar algo, algo que
trajera de vuelta esa familiaridad que sintiera la noche anterior. Al no escuchar
nada, llegó a pensar que aquello había sido un sueño, algo que nunca había
ocurrido. Pero luego recordó el sueño de hacía algunos meses, la noche en que
escuchara la voz reconfortante de su padre y la esperanza que le provocaran
aquellas palabras venidas de algún lejano lugar. Esto la tranquilizó, todo
aquello que ahora rodeaba a su hijo debía en verdad estar ahí, en algún lugar
más allá del silencio que la envolvía. Cerró los ojos e intentó dormir, quería
escuchar, como desde hacía algún tiempo, la voz de su padre sin poder
conseguirlo.
Una hora después, Eugenia entró precipitadamente en la habitación, Doña
Berta se sobresaltó al sonido de la puerta arrancada de tajo de alguna
ensoñación. Observó a Eugenia con el rostro lívido. Un escalofrío la invadió.
- ¡Señora, el niño arde en fiebre!
- No… -murmuró Doña Berta saliendo rápidamente de la cama.
Tomy amaneció víctima de una fiebre de treinta y siete grados y un dolor
en los huesos que lo martirizaba. Cuando Darú llegó a su lado lo encontró
delirando.
- ¿Qué pasa? –preguntó Doña Berta entrando en la habitación- ¿qué es
todo esto?
- Perece que la enfermedad ha vuelto –susurró Darú.
Tras la inspección del médico las noticias no eran nada esperanzadoras,
Tomy había sido atacado de nuevo por la enfermedad y por una infección en
las vías respiratorias que lo ponían en calidad de grave. No podían trasladarlo
a un hospital porque el frío lo mataría al primer contacto con el exterior. Si
alguien en ese momento, por coincidencia, hubiera echado una mirada a través
de la ventana, se habría dado cuenta que del árbol de Tomy había caído una
flor.
CAPÍTULO 15
Uno mismo
CAPÍTULO 16
Sólo necesito un pretexto
Fue esa la última vez que el pequeño y Darú hablaron. Los siguientes días
fueron similares en cuanto a la salud de Tomy, el viejo continuaba a su lado en
todo momento sin que nadie pudiera convencerlo de lo contrario. El médico
comunicó a Doña Berta la fatal noticia un día cuando se cumplieron tres
semanas desde la recaída de Tomy. No había nada más qué hacer, la vida del
pequeño pendía de un hilo y sólo un milagro lo salvaría.
- Señora, debe perdonarme, siento mucho haberles fallado –dijo el joven
médico con los ojos cristalinos, esforzándose por no derramar lágrimas-
pero… es que no puedo hacer más, quisiera decirle que está en mis manos el
que su hijo se salve, yo… lo siento mucho –concluyó bajando la mirada.
El milagro estaba muy lejos de gestarse, Tomy no ofrecía ninguna mejoría
pese al dolor y los esfuerzos del médico por salvarlo. Doña Berta lloraba tan
sólo observar la desesperación en el semblante de aquel joven de bata blanca y
rostro descorazonado. Se angustiaba al saberse impotente al igual que él, al
saber que no dependía de ella por primera vez el lograr mantener a Tomy a su
lado. Si en el fondo se preparaba para perderlo, era algo que sólo ella sabía y
que mantenía celosamente oculto en ese rostro bañado en lágrimas
interminables.
Sebastián Darú pasaba largas horas meditando en la sala de la casa, la
misma que lo recibiera a su llegada. Acompañaba sus meditaciones con una
taza de café que casi siempre se enfriaba antes del segundo sorbo. Solo, triste
y desesperado, hablaba en voz baja para sí, como meditando la posible
solución que pudiera poner fin al sufrimiento de Tomy. Su tristeza permeaba
cada centímetro de aquel pequeño cuarto, cada mueble, cada trecho de pared,
cada trozo de oscuridad, cada cuadro hundido en la penumbra. El pobre viejo
en la sala al borde del llanto, sin molestar a nadie, sin comer nada durante días
enteros. En ocasiones salía hacia el callejón y permanecía observando durante
horas las flores que aún quedaban en el árbol; las observaba con detenimiento
recordando las palabras del pequeño la última vez que había hablado con él.
Luego regresaba a la sala, permanecía en ella hasta que la noche llegaba y
subía a cuidar de Tomy durante la madrugada. No dormía ni un solo minuto,
no comía un solo bocado, sin embargo, en su rostro nunca se reflejaban los
estragos del insomnio, su semblante era siempre el mismo, como si acabara de
despertar por la mañana. Su falta de apetito tampoco afectaba su cuerpo, tenía
la misma figura robusta que tuviera a su llegada. Doña Berta en cambio
parecía que iba muriendo en vida, había adelgazado demasiado en muy poco
tiempo por falta de alimento y tampoco dormía lo suficiente, evadía al médico
cuando éste le cuestionaba su estado físico diciendo que lo principal para ella
era velar lo que podrían ser las últimas horas de su hijo. El joven médico caía
fulminado ante este argumento, no insistía más.
El momento más crítico en la agonía de Tomy llegó una noche de tormenta
exactamente veinticinco días después de que cayera enfermo.
Esa noche la temperatura corporal de Tomy rayaba los cuarenta grados, su
respiración se agitaba cada vez con más fuerza y el delirio hizo presa de él.
Todos acudieron inmediatamente a velar lo que parecía ser la última noche del
pequeño.
Afuera, se escuchaban incesantes truenos que presagiaban la terrible
tormenta, Darú acudió de inmediato a la ventana y corrió las cortinas, observó
en el cielo a través de los cristales los inmensos nubarrones que cubrían en su
totalidad la bóveda celeste, sus ojos se abrieron de forma exorbitante cuando
se dio cuenta que en el árbol quedaba una sola flor, ésta era movida
peligrosamente por la fuerza del viento y algunas gotas comenzaban a
humedecerla rápidamente.
La tormenta se desató descomunal, el viento soplaba a velocidades
extraordinarias a través del espacio golpeando todo lo que encontraba a su
paso, los truenos hacían temblar la casa amenazando con romper en cualquier
momento los frágiles cristales de las ventanas y los relámpagos iluminaban
por completo la habitación en donde la vida abandonaba al pequeño Tomy.
Alrededor de la cama permanecían todos los integrantes de la familia
incluyendo a Eugenia y Emiliano.
Darú permanecía callado, con los ojos fijos en el pequeño a quien la agonía
lo obligaba a decir frases incoherentes.
-¡La flor!, ¡la flor!, ¡aún está! ¿No es así? ¡Aún vive!
-Aún vive - le respondía Darú al oído.
Sólo así Tomy parecía tranquilizarse, sin embargo se encontraba cada vez
más débil y respiraba con mucha dificultad, el médico hacía todo lo
humanamente posible para mantenerlo con vida, pero parecía una lucha
perdida de antemano contra el tiempo.
La tormenta golpeaba cada vez con más fuerza la ventana de la habitación,
Darú observó a través de ésta hacia el árbol, la flor aún estaba ahí como le
había dicho a Tomy momentos antes, cerró las cortinas y regresó a la cama
junto a él, Doña Berta lloraba angustiada con la cara hundida entre las
sábanas, sabía que no había nada más qué hacer. Todos lo sabían.
Sebastián Darú bajó despacio la escalera, la estancia estaba en una
completa y desoladora oscuridad, se dirigió a la sala y cerró bajo llave. Sacó
una hoja blanca de un buró, encendió la lámpara que se encontraba sobre éste
y comenzó a escribir. Estuvo escribiendo alrededor de veinte minutos, al
término de los cuales, dobló la hoja y la metió en un sobre, lo cerró
perfectamente y salió dejándolo en el buró. Después subió a la habitación.
Cuando llegó la situación era aún más crítica, el pequeño casi no respiraba
y daba pocos signos de vida, aunque la fiebre había cedido un poco. Se sentó
junto a él mirándolo con ternura, con una mirada que enternecería el corazón
más severo, los demás lo observaban. Se inclinó un poco hacia Tomy y
susurró algunas palabras en su oído, después se levantó observando a Doña
Berta.
- Cuídelo mucho señora, no descanse hasta que él sea un gran artista.
Doña Berta quedó petrificada, la mirada y las palabras del viejo artista le
daban una consoladora esperanza. Después, Darú salió de la habitación.
Se situó en la puerta de la casa mirando hacia la calle, observó las
incesantes y pesadas gotas caer sobre el empedrado y a los cipreses indefensos
rendirse ante el embate del viento. Dio unos pasos hasta que esas mismas
gotas empaparon su rostro vuelto al cielo, levantó los brazos implorando
ayuda, los ojos cerrados recibían de lleno el ataque de la lluvia. De pronto, un
majestuoso relámpago atravesó la bóveda celeste iluminando por completo el
cielo, la calle, la casa y la figura del viejo artista. Darú sonrió satisfecho,
después cerró la puerta tras de sí y se alejó en medio de los cipreses
colocándose el sombrero entre las gotas que empapaban con rapidez su
gabardina.
Adentro, todo volvió a quedar en absoluto silencio.
Mucho tiempo después, Eugenia diría a Doña Berta las palabras que Darú
le susurró al oído esa noche a Tomy y que pudo escuchar gracias a su cercanía
con ambos en ese momento:
- “Un pretexto, sólo necesito un pretexto”.
CAPÍTULO 17
Sueño II
CAPÍTULO 18
La obra
La noche transcurrió lentamente, la tormenta había sido una de las más
violentas de los últimos años, en la habitación, todos dormían a excepción de
la enfermera quien acostumbrada a ese tipo de situaciones, había velado a
Tomy toda la noche hasta ese momento en que amanecía. El cansancio había
vencido a Doña Berta hacía apenas una hora y la luz matinal se mantenía tras
la ventana manteniendo en penumbras la habitación, aún caían algunas gotas
en el exterior como únicos residuos de la poderosa tormenta. La enfermera
tomaba el pulso al pequeño quien de forma milagrosa aún seguía vivo,
delicado pero vivo al fin.
Tomy movió la cabeza un poco y abrió los ojos, lo primero que vio fue el
dulce rostro de la joven enfermera.
-Tranquilo –dijo ésta - tienes que descansar, has pasado una noche terrible.
Tomy la observó por unos momentos.
-La ventana…, abra la ventana por favor.
La enfermera lo miró extrañada, Tomy la observaba con ojos suplicantes.
-¿Para qué quieres que abra la ventana?
-Haga lo que le digo por favor –dijo Tomy como respuesta.
Las cortinas fueron corridas por la mano de la enfermera, en ese momento
la luz iluminó la carita del pequeño, en ella se reflejaba una profunda alegría,
la joven observó hacia lo que parecía estar mirando Tomy. Afuera, frente a
ellos, la flor estaba ahí, había resistido de forma milagrosa a la tormenta. La
felicidad de Tomy fue inmensa, sintió de pronto cómo la vida regresaba a él,
ya no tenía miedo de morir, porque, al igual que la flor, sabía que sobreviviría.
En los días siguientes, la salud del pequeño se iba restableciendo de
manera sorprendente ante la consternación del médico, era un verdadero
milagro lo que sucedía, no sólo nunca antes había visto algo igual, sino que,
además, no tenía explicación científica para el caso. Cuando Tomy tuvo la
suficiente fuerza para conversar con su madre, éste le preguntó por su maestro,
Doña Berta le dijo que él había partido la noche de la tormenta, pero en
cambio, había dejado una carta explicándole las razones de su partida, Tomy
pidió que le dejaran leer la carta, Doña Berta mandó traerla y se la entregó.
Hijo mío:
La pena que en estos instantes embarga a tu familia y el sufrimiento del
que en este momento eres presa, me obligan a tomar la decisión de dejarte con
el propósito de que todo esto termine. Mi labor en esta casa y contigo ha
terminado, creo que no puedo enseñarte más, eres un gran artista en estos
momentos y lo serás aún más, eres un maestro de la luz destinado a brindarnos
tu talento a nosotros que somos y seremos siempre tus espectadores. Quizá no
vuelvas a saber de mí en el futuro, pero mi partida es necesaria para tu pronta
recuperación, me voy no sin antes pedirte un inmenso favor: quiero que seas el
más grande de los artistas, el más grande de los pintores; desde donde esté,
quiero verte siempre triunfar. Te doy las más infinitas gracias por haberme
dejado ser tu maestro, tu espectador y tu protector, y sobre todo por haberme
dado un pretexto para realizarme como artista.
Sebastián Darú.
Tomy quedó consternado y triste, porque no entendió muchas cosas que
Darú le decía en la carta, sin embargo, la petición de su maestro le daba
fuerzas para vivir y llegar a ser un gran artista como él le había pedido, lo
haría por Darú y por su abuelo, al que no conoció y al que, sin embargo, se
sentía unido a través de su alma. “El secreto es no rendirse nunca Tomy”. No
descansaría hasta ver cumplido el sueño de aquellos grandes hombres y el de
él mismo.
Las semanas pasaban y el pequeño iba recuperando la salud, tiempo
después, Tomy volvió a tomar los pinceles y las telas y se dio a la tarea de
practicar lo que Darú le enseñara. No se rendiría nunca.
**
En una mañana de primavera, cuando el invierno recién había terminado,
más o menos a mediados del mes de abril, Doña Berta permanecía parada en
la ventana de la habitación mientras Tomy aún dormía. Observaba que
empezaban a nacer nuevos capullos en el pequeño árbol y cómo se conservaba
aún hermosa la flor que sobreviviera junto con Tomy al cruel invierno, a la
tormenta y la enfermedad.
El día era muy claro, los rayos del sol se adherían al árbol penetrando en el
callejón con libertad, la flor resplandecía dejando ver un maravilloso prisma
de colores. Doña Berta la observaba detenidamente, estaba impactada ante su
belleza, pocas cosas podrían igualar tal perfección en este mundo.
Pero Doña Berta descubrió algo más esa mañana, algo insólito…
Se dio cuenta de pronto de un hecho que la dejó pasmada. Afuera, sobre el
árbol, vio que la flor extrañamente no se movía. El viento soplaba con libertad
jugando con los nacientes capullos, sin embargo, la flor que salvara la vida del
pequeño permanecía inmóvil. Bajó corriendo las escaleras y salió rumbo al
callejón víctima de una ansiedad indescriptible. Al llegar, permaneció parada
debajo del árbol con la mirada en la flor, entonces lo comprendió todo, y sin
poder evitarlo, comenzó a llorar. Sus ojos se llenaron de lágrimas y de
agradecimiento.
Extendió su mano hacia la flor y pudo tocarla, la tocó sobre los tabiques
que aún guardaban restos de humedad. La flor estaba magistralmente pintada
en el muro, hermosa, matizada de un blanco intenso, iluminada por los rayos
matinales de la primavera. Parecía real, tan real como la vida que se abría para
Tomy a partir de ese día, tan real como el sufrimiento de una madre que vio
con tristeza cómo su hijo se le escapaba de las manos, tan real que todos
creyeron que así era cuando la vieran desde la ventana, incluso el pequeño.
Doña Berta se hincó poco a poco, una vez que calló sobre sus rodillas, con
los ojos llenos de lágrimas, elevó una plegaria hacia el cielo y hacia ese
maravilloso hombre, el autor de la obra de arte que significó la salvación de
Tomy, de la flor que se aferró a la vida junto con él: Sebastián Darú.
CAPÍTULO 19
Pintura al óleo
CAPÍTULO 20
Flores y vida