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La

Noche de los Cipreses


Por

Angel Soto H.


Nota del autor.


El Motivo.
En literatura, el motivo es entendido como la unidad elemental en la que
ocurre algo, en algún lugar, al o a los personajes; es decir, elementos
abstractos encontrados en una o varias escenas sobre las cuales gira alguna
historia. Estas escenas pueden ser encontradas en varios relatos con
extraordinaria semejanza sin que por ello pierdan su originalidad y valor.
Hace ya algún tiempo, cuando era un niño de nueve años, quedé prendido
de una escena que vi en una película en el ahora viejo televisor que mi padre
había comprado con su primer aumento de ese año. Esa escena quedó grabada
en mi mente a partir de entonces.
Nunca pude recordar el nombre de la película que en mi infancia encontré
por casualidad esa tarde en nuestro antiguo aparato –y después desistí de ello-,
hasta que después de un tiempo aquella escena se convirtió en el motivo que
justifica esta historia, dotada de rasgos totalmente distintos que le dan un
toque de singularidad.
Soto.

Amadas voces ideales


de aquellos que han muerto, o de aquellos
perdidos como si hubiesen muerto.
Algunas veces en el sueño nos hablan,
algunas veces la imaginación las escucha.
Y con el suyo otros ecos regresan
desde la poesía primera de nuestra vida
como una música nocturna perdida en la distancia.
CONSTANTINO KAVAFIS

CAPÍTULO 1
El callejón

Todos recuerdan aquella noche en que comenzó a diluviar sobre los


cipreses, fue la última tormenta de un año que tocaba a su fin y de un invierno
que recién comenzaba. Han pasado un poco más de quince años y en la
memoria colectiva permanece aún el recuerdo de la opacidad inconmensurable
que prosiguió a la extraña tormenta.
Era el invierno del año 1973, alrededor de las once de la noche, aquella
vieja calle se desvanecía envuelta en un paño sutil que poco a poco adoptaba
la calma característica de las noches frías y húmedas. La lluvia había caído
con singular fuerza acompañada de descomunales trozos de hielo que
tapizaron las aceras de un intenso color blanco, la hilera de cipreses que
flanqueaba la calle estaba inclinada a causa del feroz viento.
A esa hora de la noche, aún caía una débil brisa que perpetuaba el frío
ayudada por la resaca de la tormenta que horas antes había azotado la ciudad.
El empedrado estaba totalmente mojado y resbaloso a causa del hielo que en
esos momentos se derretía, una frágil bruma lo abrazaba con una lobreguez
que la brisa no alcanzaba a disipar.
No se veía a nadie transitar a esa hora bajo los cipreses, era tarde ya. A lo
lejos, se distinguieron las luces de un auto que se acercaba, un auto clásico de
color negro. En el interior iban dos ocupantes, un hombre en el asiento
delantero, quien conducía, y una mujer atrás. El auto se acercó y se estacionó
frente a una vieja casona de mitad del siglo pasado marcada con el número
treinta y dos.
El hombre bajó con un paraguas en la mano y abrió la portezuela trasera, la
mujer descendió tomando el paraguas dirigiéndose hacia la casa. Por un
movimiento natural volteó de pronto hacia un extremo mientras buscaba algo
en su bolso. En ese momento se detuvo, una silueta en medio de la bruma
aparecía recortada al final de la calle envuelta en un haz de claridad.
- ¡Emiliano!
- ¿Sí señora?
- Ese hombre… ¿Estaba aquí cuando saliste por la tarde?
- ¿Cuál hombre señora?
- El que está al final de la calle –dijo Doña Berta volviéndose mientras
señalaba hacia esa dirección.
No encontró nada al voltear, Emiliano la observaba extrañado. Doña Berta
permaneció por unos momentos vigilando dicho extremo, esperando a que la
silueta apareciera nuevamente, pero esto no ocurrió.
- Olvídalo Emiliano, debió ser una figuración mía.
- Muy bien señora, ¿Se le ofrece algo más?
- No, nada más, mete el coche y retírate a descansar, es tarde ya y está
helando aquí afuera.
- Como diga, buenas noches.
- ¡Emiliano! –dijo de pronto Doña Berta.
- Dígame.
- El árbol… ¿Cómo está?
- Bien señora, las lluvias han sido benévolas con él.
- Dios quiera que siga así, debe soportar el invierno que se avecina.
- Lo soportará señora, no debe preocuparse.
Doña Berta entró en la casa mientras el auto se dirigía a la cochera, dentro,
una mujer la recibió a su llegada.
- ¿Dónde está Tomy? –preguntó Doña Berta.
- En su habitación señora, durmiendo.
- ¿Ha venido alguien a buscarme?
- No señora.
- ¿Estás segura Eugenia?
- Sí señora.
- Muy bien, ve a descansar, yo subiré a ver a mi hijo.
- Como diga, buenas noches.
Doña Berta entró sigilosa en la habitación una vez que dejó atrás la
majestuosa escalera que conducía al primer piso. Los goznes emitieron un
rechinido particular que fue sustituido por el sonido de la chapa, al cerrarse.
La habitación permanecía en una tenue oscuridad, rota por los látigos de luz
que lograban traspasar una ventana entreabierta, sobre la cual, un par de
cortinas volaban libremente empujadas por el viento que dejara como recuerdo
la tormenta. Se respiraba una atmosfera helada que producía escalofríos en su
cuerpo. De entre la oscuridad surgió la imagen borrosa de una cama cubierta
por un dosel, sobre la cama, la silueta de un pequeño cuerpo se movía
pausadamente. Doña Berta se acercó despacio intentando no hacer ruido hasta
ubicarse a un costado. Observó con melancolía la imagen de Tomy navegar en
un mundo de sueños que parecían perderse entre los pliegues de las sábanas.
Se apresuró a cerrar la ventana y correr las cortinas, un hálito emanando de su
boca se descubría a la luz de los faroles. Regresó a la cama y se sentó
despacio, su mirada recorrió con exagerada lentitud los pliegues de las sábanas
bajo las cuales, Tomy temblaba imperceptiblemente. Pasó sus dedos por entre
los cabellos lacios y finos que caían en desorden sobre la cara del pequeño, le
acarició el rostro como el roce delicado de una fina tela, sumergiéndose en
meditaciones y suspiros en medio de la penumbra y el frío que iba
desapareciendo lentamente. Doña Berta volvió a incorporarse dirigiéndose a
paso lento y silencioso a la ventana, apartó las cortinas y fijó su vista en el
cristal, sobre este, algunas gotas de lluvia se descubrían como luciérnagas que
resplandecían al contacto con la luz de los faroles, dejando un rastro húmedo
al descender sobre del cristal.
Más allá, la imagen borrosa de un callejón se perfilaba entre las gotas, un
muro de tabiques rojizos y húmedos se impregnó en sus pupilas al igual que
un tatuaje sobre la piel. El callejón la separaba de la casa contigua unos tres
metros y tenía la longitud suficiente para desembocar en otra calle detrás de la
casa. Sobre el muro, las ramas de un pequeño árbol se asomaban a través de la
oscuridad de la noche, estaba enclaustrado entre los ladrillos justo frente a la
ventana. De sus ramas se sostenían y mecían seis capullos de flor a la voluntad
del viento que parecían ser parte del muro por momentos. Doña Berta cayó en
una especie de transe al observar la belleza de aquellos capullos que fingían
desprenderse indefensos a la voluntad de la frágil brisa que aún soplaba.
Sonrió con nostalgia volteando hacia la cama envuelta en las sombras. Para la
primavera, de aquellos capullos nacerían los motivos que Tomy, año con año,
tenía para vivir.
Súbitamente, su vista se desvió hacia abajo atraída por el eco de unos
pasos. Asustada, observó la silueta de un hombre caminar por el callejón
debajo de ella y salir hacia los cipreses. Era un hombre alto y robusto con un
sombrero de copa y una gabardina oscura que lo protegía de las gotas que los
árboles aún desprendían. Doña Berta lo siguió con la mirada, el hombre se
detuvo en la entrada del callejón y volteó hacia la ventana. Los ojos de aquel
hombre parecieron encontrarse con los suyos. Aterrada, salió de la habitación
y bajó de forma precipitada la enorme escalera, momentos después se
encontraba en la calle. Se dirigió al callejón y entró. No encontró a nadie, ni
un rastro de que hubiera estado alguien ahí momentos antes. Volteó hacia
todos lados cruzada de brazos para suavizar el frío que sentía en el cuerpo.
Después de un rato de buscar en vano, a paso lento y tembloroso, regresó a la
casa decepcionada. Dentro, Emiliano salió a su encuentro.
- ¿Pasa algo señora?
- No, nada, ¿qué haces levantado?
- Escuché que alguien salía y bajé a investigar.
- No ocurre nada Emiliano puedes retirarte a descansar, yo subiré unos
momentos más con Tomy.
- Como diga señora, buenas noches.
- Buenas noches.

CAPÍTULO 2
Reflejo

Tomy despierta de un sobresalto, con la respiración agitada siente cómo el


sudor resbala por sus sienes dejando un hilo húmedo y frío que abraza su piel
adormecida. Voltea de un lado a otro como buscando algo, quizá buscándose a
sí mismo en esa lucha por lograr que sus pupilas se acostumbren a la
oscuridad, para descubrirse por fin semidesnudo sobre la cama.
Voltea de pronto, no está solo. Sobre el lecho en desorden descansa la
figura ausente de su madre, Tomy fija su vista en aquella espalda cada vez más
débil, escucha su respiración que en ocasiones se convierte en sonoros
ronquidos. Ella se mueve un poco, Tomy permanece quieto, sin hacer el menor
ruido, no quiere que ella despierte y lo sorprenda ahí, mirándola. No puede
permitirse hacerlo, la necesita ahora más que nunca, con él, como única
compañía desde que tiene memoria, desde hace cinco años y la enfermedad.
Se levanta cauteloso, la alfombra le ayudará a que sus pasos no lo delaten,
se encamina a la ventana que permanece cerrada. De pronto voltea, se ha
ubicado frente al espejo oval que su madre le compró unos días antes como
regalo de cumpleaños. Se descubre muy delgado, demacrado, endeble, la
playera demasiado holgada no lo es lo suficiente para poder ocultar su
delgadez. No se reconoce, quiere creer que es una ilusión, que esa imagen no
puede ser él, quizá algo ande mal, pero el espejo no miente, es de gran calidad
y no distorsiona un centímetro la imagen reflejada, según había dicho el viejo
comerciante a Doña Berta al momento de adquirirlo.
Tomy se acerca despacio al espejo, pareciera tenerle miedo a esa imagen
débil que es él mismo, observa su rostro hinchado, sus cabellos desaliñados
que le caen en desorden sobre los ojos, su piel pálida, los labios entreabiertos
dejando escapar un hálito de nostalgia que humedece el espejo por momentos.
Lleva sus manos a ese rostro casi transparente, lo acaricia con las yemas de los
dedos, observa sus ojos tristes, siente la palidez de su piel, siente el dolor que
lo ha acompañado desde hace mucho tiempo, desde que le diagnosticaran la
enfermedad: “Osteogénesis imperfecta”, había dictaminado el médico en
forma categórica.
Descubrió entonces que sus huesos eran incapaces de sostenerlo, descubrió
que su cuerpo se convertía en una pieza inútil y débil con el pasar de los años,
descubrió que la soledad se convertiría en su única compañera a partir de ese
día, hacía ya cinco años.
Tomy siente correr las lágrimas que comienzan a caer por sus mejillas
resecas, las primeras lágrimas de esa noche inundándole los dedos aún sobre
su cara. Llora en silencio, cuidadoso, se reprime como muchas veces antes,
como si el llorar fuera un pecado, un error, una travesura por la cual –pensaba-
sería castigado. Ni siquiera siente ese derecho, esa libertad que no conoce y
que necesita. Doña Berta se mueve nuevamente, esta vez con más fuerza,
parece que regresará del sueño, Tomy permanece quieto, limpia las lágrimas
que aún quedan en su rostro, no hace ruido, ella duerme otra vez, no se mueve.
Tomy se dirige entonces a la ventana, al abrirla, una brisa penetra secándole el
rostro que por vez primera recibe algo amable. La bruma envuelve a una
ciudad de millones de almas durmientes con una opacidad extraña que el
viento no intenta sofocar. No se oye el menor ruido a excepción de su
respiración endeble y los ronquidos ocasionales de su madre. La noche muda y
la penumbra, únicos testigos de su desesperanza, parecen ajenas a su dolor. Se
siente atrapado, esa ventana por la cual penetran los rayos de la luna y las
luces lejanas de los faroles de la calle, es la única conexión que tiene con el
mundo exterior desde una prisión en la que ha permanecido por cinco años.
Cinco años llenos de sufrimiento, de cosas inentendibles, de momentos
desolados y lágrimas derramadas sin control, de silencios impregnados de
desesperanza e hilillos salados que siempre caen por su rostro, como una
rutina a la que espera acostumbrarse alguna vez.
La noche es joven aún, los destellos lejanos de las estrellas titilantes lo
dejan pasmado, se acerca a la ventana para que la brisa constante le bañe el
rostro con esa amabilidad que necesita. Tomy cierra los ojos al contacto con el
viento, sólo quiere sentir, no ver, no pensar, volver a acariciar alguna
ensoñación de esas que tenía cuando creía ser feliz, cuando era pequeño y salía
a jugar bajo los cipreses, cuando podía ubicarse debajo del pequeño árbol
pegado a la pared del callejón. Ese árbol se ha convertido en su único
compañero, su cómplice inmóvil, al igual que él. Por eso, todas las mañanas
corre la cortina ilusionado de poder ver los pequeños capullos que, como todos
los años, muy pronto abrirán.

CAPÍTULO 3
El futuro de la familia

A principios de la década de los 40, México era una ciudad de amplias


avenidas y edificios relucientes recién construidos que se derretían al calor de
los amaneceres del verano. Era una ciudad cuyas noches se pintaban de luz
durante el invierno descubriendo una gélida bruma que flotaba estancada en el
aire plomizo, una ciudad donde sus habitantes solían dar largos paseos por sus
plazas y parques arrastrando bajo sus pies las hojas que el otoño arrebataba a
los árboles; y a los que, los rumores de la gran guerra llegaban como susurros
arrastrados por el viento desde el mar.
En las costas y los puertos, las aguas parecían traer noticias devastadoras
de sangre y muerte flotando en la brisa que empujaba las olas sobre la arena.
Los muelles se atiborraban de gente en espera del arribo de los barcos
provenientes de Europa que contaran entre sus pasajeros a familiares y amigos
que volvían escapando de los horrores de la guerra. En sus rostros se reflejaba
una combinación de miedo y esperanza al divisar los barcos a la distancia,
como pequeños escollos que se bañaban entre las olas acercándose al puerto.
De entre todos ellos, una niña de once años se distinguía con claridad
divisando el horizonte. Con los ojos entornados intentaba encontrar algún
puntito en la lejanía de la inmensidad que se abría ante ella. La brisa de la
tarde le bañaba el rostro como la caricia de un paño fresco meciendo sus
cabellos sujetados por un broche pintado de flores. Detrás de ella, un jovencito
notablemente más alto, la tomaba por los hombros intentando transmitirle el
roce de la esperanza. Sus ojos se perdían igualmente en la inmensidad
intentando encontrar algo que rompiera la perfecta línea del horizonte.
- No se preocupe señorita Berta –dijo el joven cuando los tonos del
atardecer comenzaron a teñir la arena de ocre y sepia- el señor seguramente
llegará mañana.
- ¿Tú crees Emiliano? –preguntó la niña volteando hacia él- ¿crees que
mañana llegue algún barco?
- Estoy seguro señorita, mañana será el día, no debe preocuparse. Lo mejor
será volver a casa, pronto anochecerá.
- ¡No!, yo me quiero quedar hasta que llegue el barco.
- Señorita –dijo el joven con ternura- el barco no llegará hasta mañana, no
creo que quiera pasar la noche aquí sola. Venga, volvamos a casa, mañana a
primera hora la traeré.
- Prométemelo –dijo Berta con lágrimas en los ojos- promete que me
traerás cuando papá llegue.
- Lo prometo.
La promesa del joven Emiliano no pudo hacerse realidad hasta pasada una
semana. Día con día había tenido que renovarla para conservar la esperanza en
la pequeña Berta y lograr que aceptara regresar a casa por las noches. Por fin,
al término de esa semana algo se divisó por el horizonte, Emiliano distinguió
una mancha difusa que en ocasiones desaparecía en medio de las olas y los
espejismos que el sol agonizante del atardecer arrebataba al mar.
- ¡Un barco! –gritó la pequeña cuando aquella mancha estuvo lo
suficientemente cerca para adquirir la forma de un trasatlántico de
dimensiones colosales.
- Sí… -susurró Emiliano con una sonrisa en los labios.
Después de treinta minutos, el barco se acercó a puerto y tendió un puente
sobre el muelle. Decenas de pasajeros fueron abandonándolo en un dramático
desfile de rostros demacrados que parecían recibir una luz de esperanza al
tocar un suelo muy lejano del que abandonaran semanas atrás.
Con paciencia, Berta y Emiliano siguieron con la vista el desfile
interminable de pasajeros con la esperanza reflejada en sus pupilas y la alegría
contenida en sus corazones intentando escapar por cara poro de la piel. La
sonrisa de Emiliano comenzaba ya a borrarse presintiendo lo peor y pensando
la forma en que iba a convencer a Berta de volver a casa, cuando ella lanzó un
grito que lo hizo saltar de forma abrupta.
- ¡Ahí está!, ¡ahí está!, ¡papá ha vuelto! –dijo echando a correr al encuentro
de un hombre maduro, cubierto con una chaqueta de gamuza gris que
acariciaba la cuarentena, su rostro era protegido por una enorme barba que no
pudo ocultar una sonrisa de felicidad al ver a la pequeña correr hacia él. Abrió
los brazos y se inclinó sobre sus rodillas, Berta se abalanzó sobre aquellos
brazos abiertos y hundió su rostro en la barba tupida, vuelta un mar de
lágrimas.
¡Papito! –dijo Berta entre sollozos- ¿Por qué tardaste tanto?
- Nena –contestó el hombre con ternura- he venido lo más pronto que he
podido. Ya no llores, ya estoy aquí.
- Prométeme que jamás volverás a dejarme –dijo la pequeña viéndolo
directo a los ojos.
- Te lo prometo.
Emiliano se acercó en ese instante. El hombre lo miró con sorpresa.
- Bienvenido Don Jorge –dijo el joven.
- Emiliano… pero mira nada más. Ya eres todo un hombrecito.
- Casi señor.
- ¿Has cuidado bien de mi hija?
- Sí señor –dijo viendo de reojo a Berta con una sonrisa.
- ¿En dónde están los demás?
- En la casa, esperando por usted.
- ¿Cuánto tiempo llevan en Veracruz?
- Dos semanas señor.
- Muy bien, pues es hora de partir a México, hay muchas cosas por hacer –
dijo Don Jorge sacando una cajita forrada en piel.
- ¿Qué es eso papá?
- Nena, esto es el futuro de la familia.
- ¿El futuro?
- Así es, mira…
Don Jorge abrió la caja, dentro, descansaban algunas piedras preciosas que
absorbían el tono dorado del atardecer, e infinidad de brillantes metales
reflejándose en las pupilas asombradas de Berta y Emiliano.
**
“El futuro de la familia”
Doña Berta sonrió con nostalgia, hacía ya tantos años de todo aquello, que
el recordarlo le produjo un sentimiento de infinita añoranza. Las horas pasaban
lentamente mientras permanecía sumida en sus recuerdos recostada sobre la
cama una vez que dejó el cuarto de Tomy. Recordaba aquel día como el
preludio de una vida llena de felicidad, en medio de las paredes de aquella
casa que la había visto crecer y que ahora exhalaba un rumor de vacío que le
taladraba los oídos. La habitación descansaba en penumbras, sobre las paredes
pendían algunos cuadros con los rostros del pasado, las siluetas de los muebles
antiguos se perfilaban entre las sombras como mudos vestigios de aquella vida
de la infancia, llena de sueños y del brillo de las joyas que forjaron el futuro de
la familia Posada, tal y como su padre le había vaticinado aquella tarde del año
de 1941, en el puerto de Veracruz.
Jorge Posada regresó a México después de seis años de ausencia, cuando la
guerra devastaba el país que había elegido para cumplir uno de sus más
grandes anhelos: La pintura.
Jorge Posada era un prodigioso pintor. Desde muy niño descubrió que
poseía un extraordinario talento natural, un don con el que había nacido y que
llegado el momento lo llevaría a ser reconocido como uno de los pintores más
grandes de México, y quizá, del mundo entero. A los treinta y cuatro años,
cuando no tenía nada más que aprender, decidió emigrar al continente europeo
en busca de nuevos conocimientos, en busca de nuevas técnicas, de nuevos
retos que pusieran a prueba su gran talento y que le permitieran encumbrarse a
nivel mundial, aun a costa del sacrificio que implicaba abandonar a quien era
el gran amor de su vida, la pequeña Berta, de tan sólo cinco años de edad. A la
muerte de su esposa, justo el mismo día en que Berta naciera, la pequeña se
convirtió en su gran tesoro. No había un día en que Jorge Posada no estuviera
al lado de su amada hija, no había día en que no forjara los planes para su
futuro, y pensaba que la única manera de conseguirlo era buscar la grandeza,
la perfección, lo sublime, en lo que él amaba hacer.
Pero a su regreso, aquellos sueños de grandeza parecían haberse esfumado
como copos de nieve bajo los rayos del sol. Parecía haber olvidado por
completo la magia que encontraba en la pintura, los sueños de perfección y el
futuro forjados al calor de los tubos de colores y las telas limpias sobre los
caballetes. Quizás esos sueños se habían diluido entre los estruendos de las
bombas y los ríos de sangre que inundaban el viejo continente a principios de
aquella década.
Así, a su regreso, Jorge Posada encontró una nueva manera de forjar el
futuro y rescatar un poco aquellos sueños de grandeza: el arte de la joyería.
El talento nato de Jorge Posada se reflejó también en este nuevo arte
adquirido a fuerza de decepciones y bombardeos. En poco tiempo se convirtió
en uno de los joyeros más reconocidos de la ciudad, siendo uno de los
pioneros en la industria joyera contemporánea heredada de las influencias
extranjeras. Convertido en amigo de intelectuales y artistas de la época,
gozaba de fama y prestigio entre la sociedad mexicana en la primera mitad del
siglo XX. Su taller, ubicado en la calle de Francisco I. Madero en el centro
histórico, se atiborraba de los clientes más distinguidos; entre los que se
encontraban hombres de negocios, actrices, y toda una sociedad que anhelaba
formar parte de una elite selectiva llena de apariencias, detrás de las cuales, se
escondían todo tipo de dramas. Las joyas de Jorge Posada complementaban
esas apariencias, pero al mismo tiempo parecían desnudarlas al brillo de las
piedras y el fulgor de los metales. Aquellas joyas despojaban las falsas
armaduras que aquella sociedad portaba con orgullo.
Doña Berta había crecido en un ambiente en el que era muy normal
encontrarse rodeada de enormes anillos de oro, esclavas relucientes, collares
que adornaban las gargantas de las mujeres más bellas y ricas de la época.
Había visto forjarse lentamente el futuro al lado de su padre durante veinte
años, al término de los cuales, Jorge Posada faltó a la promesa que le hiciera
aquella tarde de principios de 1941: No abandonarla nunca más.
A la muerte de su padre, en el invierno de 1961, Doña Berta heredó el arte
que él formara con un esmero que envidiaría un judío y con un talento
indiscutible que lo perpetuaría en la memoria de la sociedad mexicana por
muchos años.

CAPÍTULO 4
Osteogénesis imperfecta

Sumida en los recuerdos, Doña Berta no pudo dormir durante la noche, las
horas pasaban lentamente mientras ella, recostada sobre la cama, permanecía
absorta en sus pensamientos. El amanecer la sorprendió en un estado de
semiinconsciencia que la mantenía bajo los mismos efectos de un sedante, los
contornos de los muebles comenzaban a distinguirse fatigosamente como
bocetos trazados al carbón. Hacía algunos minutos que en su mente los
recuerdos habían dado paso a otros pensamientos igual de angustiantes.
Le inquietaba de sobremanera la presencia de ese hombre, el recuerdo
fresco de aquella silueta misteriosa recorriendo el callejón. Sin embargo, lo
que más la alarmaba era la extraña forma en que él había aparecido esa noche
y el que únicamente ella hubiera podido notar su presencia. Nadie más lo
había visto, ni Emiliano, ni Eugenia, pese a que se habían encontrado
relativamente cerca en el momento de su aparición. Todo era muy extraño y
confuso, nunca había observado a alguien merodear en las cercanías de la
casa, mucho menos después de una tormenta como la que esa noche había
azotado los cipreses.
Se levantó muy temprano, sólo había conseguido dormir algunos minutos.
La enorme escalera que la noche anterior había conseguido subir con
esfuerzos, llegaba hasta una amplia estancia que a su vez conducía a un
comedor del lado derecho. Doña Berta llegó al comedor y observó que el
desayuno ya estaba servido, un par de huevos fritos y una taza de café
humeante; se sentó con dificultad. Se sentía agobiada, no sólo por el cansancio
de la noche sino por el severo ritmo de vida al que a diario se sometía
atendiendo la joyería personalmente. Nunca había querido contratar a alguien
al igual que lo había hecho su padre, y al igual que su padre, no confiaba en
nadie, nunca lo había hecho y nunca lo haría.
También pensaba en Tomy, le preocupaba su angustiosa y rara enfermedad,
“Osteogénesis imperfecta”. Habían pasado cinco años desde que,
extrañamente y sin explicación alguna, los huesos de Tomy se habían vuelto
porosos, débiles, tanto que cualquier golpe por muy insignificante que este
fuera podría romperlos sin dificultad. A Doña Berta le mortificaba, a causa de
ello, la forma de vida que el pequeño conocía hasta el día presente. Le aterraba
la idea de dejarlo solo algún día, “¿qué sería de él?”, se preguntaba, “¿quién lo
cuidaría?” En el fondo sabía que ese momento tendría que llegar tarde o
temprano, ella ya no era una jovencita y cada día que pasaba se sentía más
agotada.
En ese momento Eugenia entró con una jarra plateada en la mano.
- ¿Gusta un poco más de café señora?
- No Eugenia, muchas gracias.
- ¿Alguna cosa más?
- No, nada más, puedes retirarte.
- Está bien señora.
- ¡Eugenia espera!
- Dígame.
- Anoche, ¿estás segura de que no viste a nadie?
- Segura señora.
- ¿Nadie llamó a la puerta tampoco?
- No señora.
- Trata de recordar Eugenia.
- Por más que trato, no recuerdo haber visto nada extraño.
- Está bien, puedes retirarte.
- Con su permiso.
Doña Berta dio un último sorbo al café, los huevos ni siquiera los probó,
después subió a despedirse de Tomy. Este aún se encontraba dormido. Entró
con sigilo para no despertarlo y se sentó a su lado como lo hiciera la noche
anterior, la habitación se encontraba envuelta en una semioscuridad
melancólica. El pequeño comenzó a moverse poco a poco indicando que
regresaba del sueño. Abrió los ojos y vio a su madre quien a su vez lo miraba.
- Hola mamá, ¿aún estás aquí?
- Hola mi amor, vine a despedirme, ya voy de salida.
- Pero si hoy es sábado.
- Lo sé Tomy, pero tengo que ir a la joyería de todos modos.
- ¡Llévame contigo!
- Sabes que eso es imposible hijo.
El pequeño la miró con disgusto, pero después su semblante cambió por
completo tornándose en tristeza, Doña Berta también lo miraba afligida, al
igual que todas las mañanas en que Tomy le hacía la misma petición.
Le dio un beso y salió presurosa de la habitación, estaba retrasada, el auto
aguardaba ya frente a la puerta, Emiliano la esperaba; subió y se alejó con
rumbo al centro de la ciudad.
Aquel día, fue un día normal para Tomy, un sábado más como él lo
llamaba desde hacía mucho tiempo. Tomó el desayuno en su habitación como
era habitual, y como era habitual también, casi no lo probó. Permaneció toda
la mañana recostado en su cama observando los capullos, sus capullos, frente a
la ventana. Llegó la hora de comer, igualmente en su habitación sin probar
bocado. Por la tarde se entregó a la lectura, siempre echando una mirada a
través de la ventana abierta, el sol de la tarde iluminó de lleno el pequeño
árbol en haces de luz que se estrellaban sobre el muro bañado por los restos
del rocío de la mañana que aún se aferraban a él. Los capullos brillaban
reflejando los rayos solares en un hermoso tono verde que se hundía en sus
ojos abiertos de par en par, su sonrisa involuntaria expresaba la fascinación
que en ese momento sentía en su ser.
Justo en ese momento, en cuestión de minutos, el brillante tono de los
bulbos desapareció tras una nube que ocultó de súbito los rayos del sol, Tomy
corrió a la ventana y observó hacia el cielo, este, se comenzó a poblar de
nubarrones grises que presagiaban una fuerte tormenta. Tomy enfureció, su
respiración se agitó con fuerza y su rostro se tornó rígido, “¿por qué no para de
llover?”
Cerró la ventana y corrió las cortinas, fue a su cama y se acostó, no quiso
abrir la puerta a Eugenia quien traía ya la merienda. La habitación quedó casi
en completa oscuridad bajo el manto de las nubes que parecían fragmentos del
techo de un templo sepulcral. La tormenta parecía inevitable, caería en
cualquier momento. Tomy no quería ser testigo de aquello, pensó entonces que
la única forma de no ver ni escuchar la lluvia era estando dormido, hizo un
esfuerzo supremo, cerró los ojos apretándolos con todas sus fuerzas. Poco
tiempo después, logró su cometido.

CAPÍTULO 5
Una melodía perdida en la distancia

Tomy despierta cuando la noche ha caído ya, están a punto de dar las once
en el reloj de péndulo que cuelga en la pared frente a su cama, la habitación
está sumida en penumbras, sus pupilas poco a poco se acostumbran a la
oscuridad distinguiendo con cierta facilidad los objetos que le rodean. Se
levanta y, a paso lento, llega a la ventana. La calle permanece tranquila,
ningún ruido se escucha en muchos metros a la redonda, está seca, no hay
indicios de que esa tarde hubiera caído una sola gota. El árbol permanece
inmóvil, no sopla la menor brisa, los capullos en el mismo estado parecen
descansar apacibles, pendientes de las ramas endebles del pequeño árbol.
“¿Qué habrá pasado?”, se pregunta Tomy, “la calle está seca”, murmura para
sí. Cierra la ventana y enciende la luz, no se escucha el menor ruido en la casa,
se recuesta en la cama y permanece quieto en medio del sepulcral silencio.
Tomy escucha atento el silencio con la respiración sosegada, algo le
impide volver a dormir, algo fuera de lo común se respira en la casa y le
ahuyenta el sueño. Se incorpora y permanece callado. Entonces, a lo lejos,
escucha algo, tensa su cuerpo y agudiza el oído. Logra percibir una distante
melodía que emana del viejo piano que pertenecía a su abuelo. Cosa extraña,
nadie tocaba el piano en la casa desde que su abuelo lo hiciera durante veinte
años hasta el día de su muerte. Sin embargo, las notas se escuchan con
claridad, forman una bella composición que Tomy no conoce. El viejo piano
está siendo tocado por alguien, “pero ¿quién?”, “es imposible”.
Las notas penetran en sus oídos produciéndole un placer inexplicable,
tejiendo un encanto alrededor de su corazón, una sensación confortadora que
lo toca en lo más profundo de su ser. Se levanta hipnotizado y sale de su
habitación, baja las escaleras despacio, hace tanto tiempo que no baja por esas
enormes escaleras que cualquier paso en falso podría ser fatal. Las notas se
escuchan cada vez más fuertes y nítidas. Una vez abajo, se dirige a la
habitación donde se encuentra el piano pasando por la pequeña sala que la
antecede, se ubica frente a la puerta y escucha.
Cierra los ojos permitiendo que la melodía lo envuelva, se deja atrapar por
la hermosa música que lo ha arrastrado hasta ahí sin saber por qué. Se acerca a
la puerta y rodea la perilla con su mano, la gira suave entreabriendo despacio.
Se siente asustado, no tiene el valor para echar una mirada dentro de la
habitación, piensa en regresar, pero la música lo mantiene hipnotizado. Por fin,
se asoma lentamente. Frente al piano, sentado en un taburete, un hombre
desliza sus dedos a través de las teclas de marfil, en la cola del piano
descansan una gabardina oscura y un sombrero de copa. Tomy cierra la puerta
súbitamente después de que el hombre voltea hacia él. Tiene miedo de haber
sido visto, respira con dificultad. De pronto la melodía cesa, el pequeño
permanece paralizado por el miedo, le es imposible moverse, espera a que el
hombre abra la puerta y lo descubra, pero esto no ocurre, pasan los minutos y
nada ocurre. Tomy se asoma de nuevo arriesgándose a todo, lo que ve lo deja
pasmado.
La habitación está vacía, los pasos del pequeño hacen eco en las paredes
revestidas de azul turquesa con relieves dorados en los ángulos superiores, el
piano descansa apacible sumido en un sopor descubierto por la luz de la luna
que entra por un enorme ventanal. “Es imposible”, murmura Tomy angustiado.
Camina despacio hasta llegar frente al piano, la tapa que cubre las teclas está
cerrada bajo llave.
Los ojos casi se le salen de las órbitas y un miedo aterrador invade su
cuerpo. Hecha a correr a su habitación sin mirar atrás, incluso olvida cerrar la
puerta tras de sí, una vez que llega arriba, se oculta entre las sábanas con la
respiración agitada y el terror a cuestas.

CAPÍTULO 6
Cáncer

La mañana llegó más rápido de lo que el pequeño hubiera deseado, ahora


había sido él el que no había conseguido pegar los párpados en toda la noche.
La amplia ventana de su habitación se encontraba abierta y era traspasada por
los destellos del sol de la mañana impregnándose en las sábanas de su cama.
Sobre una mesilla de madera descansaba el desayuno: huevos fritos, gelatina y
un vaso con leche caliente acompañado de un trozo de pan dulce. Se levantó
despacio y se sentó frente a los alimentos, los comió con inusual avidez, con
un apetito que no era frecuente en él.
Después se dirigió a la ventana, los bellos capullos volvieron a
resplandecer ante sus ojos ayudados del joven sol matinal, en ese momento
llamaron a la puerta.
- ¿Quién es?
- ¡Eugenia!
- ¡Pasa!
- Sólo vengo a recoger la charola del desayuno.
- Está ahí, sobre la mesa.
Eugenia observó extrañada los platos vacíos en la charola, luego dirigió
una fugaz mirada a Tomy quien a su vez la miraba con semblante tranquilo
recargado en la pared junto a la ventana.
- ¿Pasa algo Eugenia?
- No... No pasa nada, con permiso –dijo desconcertada.
La actitud de Eugenia causó tanta gracia en Tomy, que al salir esta última,
el pequeño echó a reír como hacía mucho tiempo no lo había hecho, como
pensó que nunca lo volvería a hacer; su risa flotaba en la habitación y
escapaba por la ventana bañada por la claridad de la mañana. Existía una
especie de magia que abrazaba el ambiente provocándole una extraña pero
agradable felicidad. En ese momento volvieron a llamar.
- ¿Quién es?
- ¡Soy yo Tomy!
- ¡Pasa mamá!
Doña Berta entró y vio en el rostro de Tomy algo que hacía mucho tiempo
no había visto, un rubor brillante envolviendo sus mejillas, un color de
esperanza impregnado totalmente en su semblante, sonriente y lleno de vida.
- Veo que esta mañana has amanecido de buen humor.
- Así es mamá.
- ¿Y puedo preguntar por qué?
- No lo sé.
- ¿Cómo que no lo sabes?
- No lo sé, simplemente me siento muy bien esta mañana.
- Me da mucha alegría escucharte hablar así Tomy.
- Lo sé mamá.
- Bueno, me voy a la joyería, tengo mucho qué hacer allá.
- Está bien.
Doña Berta salió cerrando la puerta tras de sí.
La mañana transcurrió apacible y con una atmósfera llena de vida, algo
extraño había pasado la noche anterior dentro del pequeño, algo tan grande
que inundaba su corazón por completo. Se acercaba el mediodía, hora en que
comenzaban sus clases diarias, clases que desde hacía cinco años le habían
sido impartidas por maestros particulares en esa misma habitación, convertida
en el único mundo que conocía y que absorbía su vida como una esponja al
agua. Tomy odiaba aquella habitación casi tanto como su enfermedad, era una
especie de prisión en la que estaba destinado a permanecer, un pequeño mundo
que lo alejaba del mundo real y que lo obligaba a tener que tomar clases
impartidas por hombres de rigurosa actitud, de modales anticuados y severos
métodos de enseñanza. Clases que tomaba con resignación siguiendo las
indicaciones de su madre y que en su mayoría detestaba. Sólo había una que
escapaba a todo aquello, una clase que lo llenaba por completo, que lo hacía
olvidar por unas horas la triste realidad perdiéndose entre telas blancas, tubos
de pintura y el olor del solvente con el que, con esmero, limpiaba sus pinceles:
la clase de pintura, su clase favorita.
Desde hacía cinco años, la pintura se había convertido en una parte crucial
en su vida, representaba en un inicio, una especie de escape al dolor en el que
vivía. Pero después se había transformado en una pasión, pasión que lo
liberaba del paso lento y desesperante de las horas interminables. Su maestro,
un anciano con más humo en los pulmones que la locomotora de un tren
antiguo, se dio cuenta demasiado pronto con una fascinación que rayaba en la
envidia que, desde que comenzó a tomar los pinceles, Tomy había heredado el
talento de Don Jorge Posada. Sin embargo, por instrucciones de Doña Berta,
no había hecho saber nada al pequeño con el propósito de no crearle
demasiadas ilusiones. Dolorosamente, Doña Berta pensaba que crear
esperanzas en Tomy respecto al gran talento que poseía, significaba un acto
cruel e inhumano. No sabía si su hijo conocería la edad adulta.
Dos veces por semana, desde que rayaba el alba, Tomy esperaba ansioso la
llegada del viejo maestro. Esa mañana, sin embargo, algo inusual ocurrió,
pasaba ya del medio día sin que el anciano apareciera, la espera se tornaba
desesperante, el tiempo transcurría lentamente deshilvanándose en
interminables minutos que, poco a poco, dieron paso a las horas. Tomy tenía
listos los materiales con los que usualmente trabajaba desde el momento en
que su madre se había marchado, pero ese día la espera resultó infructuosa, el
maestro no apareció. Enclaustrado en su habitación, Tomy intentaba pensar en
lo motivos que hicieron a su maestro faltar por primera vez desde que fuera
contratado por Doña Berta cinco años atrás, sin poder conseguirlo. Resignado,
guardó los materiales y se recostó en la cama con el ocre del atardecer
agonizando tras la ventana, al poco tiempo se quedó dormido.
Alrededor de las nueve de la noche, alguien llamó a la puerta. Tomy se
levantó ante la insistencia de los golpes, y dirigiéndose a ésta un poco
adormilado, abrió.
- ¿Por qué cierras con llave otra vez hijo?
- Perdón mamá, no me di cuenta.
- ¿Dormías ya?
- Sí, me quedé dormido en la tarde mientras esperaba al señor Dupont.
Doña Berta cambió su expresión en ese momento, bajó la cabeza y cruzó
los brazos.
- ¿Qué pasa mamá?
Doña Berta fijó su mirada en Tomy, sin contestar.
- ¿Qué ocurre mamá?, ¿tiene algo que ver con el señor Dupont?
- Sí Tomy.
- ¿Qué es?
- Tu maestro de pintura no vendrá más.
- ¿Qué no vendrá más?, –murmuró- Pero… ¿por qué?
- Porque él se ha marchado a Francia debido a que está enfermo.
- ¿Enfermo de qué mamá?
- Tiene cáncer Tomy, cáncer en los pulmones.
- No puede ser –contestó el pequeño mientras extraviaba su mirada en la
habitación- sólo han pasado cuatro días desde que vino a darme la clase.
- Lo sé Tomy, pero tienes que ser fuerte hijo.
En honor a la verdad, a Tomy no le conmovía el hecho de que su maestro
fuera víctima de aquella terrible enfermedad; de hecho, lo que hasta ese
momento conocía del cáncer era tan limitado que no imaginó nunca el
desenlace fatal que muy pronto tendría el señor Dupont. Lo que realmente le
afligía era el hecho de interrumpir sus clases de pintura, le consternaba no
poder seguir pintando más y tener que condenar a sus telas y pinceles a
permanecer guardados en el armario. Con su inocente razonamiento a cuestas,
se recostó acompañado de un dolor seco en la boca del estómago y un
semblante afligido, después de que su madre saliera de la habitación dejándolo
solo.

CAPÍTULO 7
Complicidad

A las once de la noche, Tomy despierta, la mágica hora se convierte poco a


poco en otra rutina. La habitación se encuentra presa de la penumbra al igual
que la noche anterior, al igual que todas las noches. Tomy permanece sentado
sobre la cama con la mirada fija en la ventana aún abierta escuchando su
propia respiración.
De pronto, percibe algo conocido para él, escucha de nueva cuenta el
piano. Las hermosas notas musicales vuelven a hacer eco en la casa hasta
llegar a sus oídos. “Alguien toca el piano nuevamente”, dice en voz baja, “me
había olvidado de eso”.
Se levanta despacio, sale de su habitación y desciende las escaleras
llegando hasta la puerta de la que emana la melodía, las notas penetran en su
cabeza sumiéndolo en una especie de trance, gira la perilla con decisión y abre
la puerta. Esta vez no es presa del miedo de la noche anterior, empuja despacio
la puerta y asoma la cabeza. Frente al piano, ve al mismo hombre paseando
sus dedos a través de las teclas de marfil, el sombrero y la gabardina están en
el mismo lugar que la vez anterior.
El hombre deja de tocar de pronto, permanece sentado con la cabeza baja y
los ojos sobre las teclas, esta vez no voltea a mirarlo, pero, aunque así lo
hiciera, Tomy no hubiera huido. Después, el hombre continúa tocando y el
pequeño escuchando, Tomy cierra la puerta, y, muy despacio, con una sonrisa
en los labios, emprende el regreso a su habitación con la tranquilidad y el
deleite dibujados en su rostro. La bella melodía siendo tocada dentro de la
habitación de la cual se aleja, la complicidad del artista y el espectador
complementándose se proyecta en la escena. Tomy llega a su habitación, se
acuesta y se arropa él mismo como nunca antes se lo habían permitido hacer
olvidándose de cerrar la ventana. Se queda poco a poco dormido escuchando
la melodía cada vez más lejana. Pero ésta continúa y continúa hasta hacerse
eterna, y Tomy no sabe en qué momento termina bajo el embrujo de un
confortable sueño, para cuando tiene otra vez conciencia de sí, está
amaneciendo.

CAPÍTULO 8
Los cuadros

Pocas horas después, muy temprano, cuando el rocío aún cubría las
delgadas ramas de los cipreses y los pequeños tallos de las flores que crecían
en la acera resplandecían reflejando los rayos matinales, un viejo hombre
llamó al número treinta y dos en la calle de los cipreses. El frío era aún
considerable, no había pasado mucho tiempo desde que las sombras de la
noche habían cedido su lugar a la luz del nuevo día. Ante la nula respuesta a
su llamado, el hombre insistió, después de unos momentos una mujer abrió la
puerta.
- Muy buenos días, disculpe usted, ¿se encuentra en casa la señora?
- ¿Quién la busca? –preguntó la mujer observando detenidamente el rostro
de aquel hombre.
- Darú, señora. Sebastián Darú, para servirle.
Lo mujer lo miró desconfiada, era aún muy temprano para que alguien
llamara a la puerta. Observándolo de pies a cabeza, por fin dijo:
- Pase usted, puede esperar en la sala si gusta.
- Muchas gracias, si fuera tan gentil de indicarme en dónde se ubica la sala.
Eugenia lo condujo a la salita donde Doña Berta solía recibir a sus visitas.
- Avisaré a la señora, espere un momento por favor.
El hombre asintió con una profunda reverencia.
La penumbra de la sala se iba disipando conforme los minutos avanzaban,
pequeños rayos de sol se filtraban por los resquicios de una cortina como
espadas radiantes estrellándose en la alfombra. Un sillón tapizado en
terciopelo dejaba ver sus sinuosos relieves a la luz del amanecer. Al fondo,
una pila de papeles y una máquina de escribir descansaban sobre un escritorio
tallado en caoba. Sobre las paredes, algunos cuadros se revelaban como
fotografías bajo los químicos descubriendo con lentitud sus contornos
garigoleados. Viejos retratos y pinturas de cenizos paisajes parecían hundirse
en la tela en opacos colores. El hombre los contempló uno a uno con
detenimiento, creyó reconocer en aquellos trazos grisáceos la técnica de un
artista aficionado. Sonrió con melancolía.
Doña Berta apareció bajo el dintel de la puerta, el lugar en el que el
hombre se encontraba le hacía dar la espalda a ella.
- Buenos días –dijo.
Inmediatamente después de escuchar estas palabras, volteó mirándola con
serenidad. Los ojos de Doña Berta parecieron salir de sus órbitas al observar el
rostro y la apariencia de aquel hombre, se llevó una mano a la boca
entreabierta y se recargó en un costado del marco de la puerta lo que evitó que
seguramente cayera al suelo impresionada. El hombre notó este hecho, sin
embargo, no dio muestras de extrañeza.
- ¿Le pasa algo señora?
Doña Berta aún no podía articular palabra, permanecía observando
aterrada a Darú.
- ¿Se siente bien señora? –insistió éste.
- E… es usted –pudo por fin balbucear Doña Berta.
- No sé a qué se refiere señora.
- ¡Claro que lo sabe, no finja!
- Me parece que usted me confunde con alguien más.
- No, yo lo vi la otra noche bajo la ventana del callejón.
- ¿Se refiere usted al callejoncito que está a un lado de su casa?
- El mismo.
- Permítame informarle –dijo Darú- que acabo de llegar hace unas horas a
la ciudad.
Darú alargó un billete a Doña Berta, ésta lo tomó y lo revisó
detenidamente, el billete era un pasaje de avión de un vuelo de París a la
Ciudad de México.
- No puede ser –murmuró consternada mientras se llevaba la mano a la
cabeza, devolvió el billete a Darú y se sentó en el sillón, notoriamente
apenada- debe disculparme, he estado un poco estresada los últimos días. Pero
dígame, ¿en qué le puedo servir?
- Vengo a remplazar al antiguo maestro de pintura de su hijo, señora –dijo
Darú sin más preámbulos.
- Pero ¿cómo se enteró usted de que hay una vacante como esa aquí en mi
casa?
- Me enviaron de la agencia de colocaciones en París, parece ser que usted
reportó la vacante en la filial aquí en la ciudad de México.
- Sí, pero no pensé que fuera tan rápido el trámite, apenas se los informé
ayer.
- Ya ve usted que en estos tiempos la eficacia está al mejor postor.
- Sí, ya veo..., sepa usted que mi hijo está enfermo y...
- Conozco los pormenores señora –interrumpió Darú.
- Ah… –murmuró Doña Berta- ¿entonces ya sabe todo sobre Tomy?
- Sí señora.
- Mi hijo aún está dormido, considero inoportuno despertarlo tan temprano.
- Como usted diga.
- ¿Gusta esperar mientras pasa un poco el tiempo?, quizá podría invitarle a
desayunar, ¿ya desayunó usted?
- No señora.
- Por favor si fuera tan amable de pasar al comedor, en un momento le
servirán.
- Muchas gracias.
Darú fue conducido al hermoso comedor en donde después de unos
momentos le fue servido el desayuno, Doña Berta lo acompañó con una taza
de café. Mientras desayunaba, Darú contó a Doña Berta todos los pormenores
de su viaje y algunas cosas relacionadas con su experiencia como docente.
Darú parecía ser un hombre bastante preparado y estaba totalmente dedicado a
la enseñanza desde hacía veinte años, según sus palabras. Concluido el
desayuno, tuvo que esperar una hora más antes de que le fuera permitido subir
a conocer a Tomy. Por petición personal se le dejó subir solo a la habitación
pese a la insistencia de Doña Berta en acompañarlo.
Darú tocó la puerta y esperó, desde dentro escuchó la vocecita del pequeño
permitiéndole la entrada, empujó lentamente y entró. El viejo hombre tardó un
poco en acostumbrarse a la semioscuridad en la que descansaba el pequeño.
Avanzó con tiento acercándose al dosel que se descubría pesadamente entre las
sombras. Tomy se incorporó un poco observando en todo momento la silueta
de aquel hombre acercándose a su cama como una aparición flotando en la
bruma. Darú tomó una pequeña silla y la colocó a un costado de la cama.
- Hola Tomy.
El pequeño no contestó.
- Sé que es un poco temprano para entrar así en tu cuarto, debes
disculparme, sólo quería conocerte lo antes posible.
De nuevo no obtuvo respuesta.
- Veo que no estás de buen humor esta mañana, ¿soy inoportuno? -
preguntó el viejo.
Tomy negó con la cabeza.
- Creo que debo empezar con algo interesante para comenzar a conocernos
¿no es así? Bueno, déjame pensar… -Darú meditó unos segundos con la vista
fija en la ventana- ¿puedo comenzar por decirte que yo conocí a tu abuelo?
Estas palabras dieron un giro inesperado a la conversación, Tomy pareció
interesarse, sus ojos se abrieron un poco más de lo usual y se incorporó por
completo sobre la cama.
- Veo que te interesó lo que acabo de decir.
Tomy asintió.
- Tu abuelo era un gran hombre Tomy, y un gran amigo también. ¿Tú lo
conociste?
- No.
- Vaya, ¿tu madre no te ha hablado de él?
- No mucho.
- Es una pena. Fue hace mucho tiempo, déjame recordar, sí, ya recuerdo,
fue en el verano hace más o menos treintaicinco años. Yo vivía en Europa, en
una provincia llamada Montpellier, al sur de Francia, muy cerca del mar
mediterráneo. En esa época era alumno de la Université de Montpellier, en
donde estudié pintura y dibujo artístico por tres años, después de esos tres años
conocí a tu abuelo. Él llevaba tres años en la provincia al igual que yo y
estudiaba también en la Université. Nos hicimos muy buenos amigos desde el
momento en que nos vimos, pasábamos casi todo el tiempo juntos, nos
gustaban las mismas cosas, compartíamos el mismo amor por el arte, porque
has de saber que tu abuelo era un gran artista, pintaba como el mismo Miguel
Ángel.
Tomy esbozó una sonrisa casi imperceptible.
Por desgracia, su trabajo no fue conocido en la provincia ni en ningún otro
lugar. Siempre se negó a ser reconocido como el gran artista que era, aunque
ignoro el porqué. La mayoría de sus obras sólo las conozco yo y algunos
amigos de aquella época que ya han muerto. Creo que algunas las trajo a
México, pero no sé en dónde podrían estar en estos momentos.
- ¿Si usted encontrara esos cuadros me contaría más acerca de mi abuelo?
- Desde luego que sí.
- Creo que hay unos cuadros en el sótano –dijo Tomy-, pero no sé si sean
obra de mi abuelo.
- ¿Tu madre nunca te dijo de dónde provenían?
- No, ¿cree usted que hayan sido pintados por él?
- Probablemente, pero primero tendría que verlos y decirte con certeza.
- ¿Usted va a enseñarme a pintar?
- Sólo si tú quieres. Pero primero me gustaría ver esos cuadros, ¿me los
enseñarías Tomy?, ¿harías eso por mí?
- Tenemos que esperar a que mi madre se vaya.
- Está bien, esperaremos.
No tuvieron que esperar mucho. Pasada una hora Doña Berta subió a
despedirse de Tomy, quien continuaba conversando con Darú; después de
despedirse de los dos, abordó su auto y partió con rumbo al centro capitalino.
Una vez que escucharon que el auto se había alejado, los dos cómplices
bajaron al sótano. Éste se encontraba debajo de la gran escalera y se llegaba a
él por una puertecita ubicada a un costado de la misma, por la cual penetraron
auxiliados de una pequeña lámpara que Tomy llevaba al frente. Después de
descender por una polvosa escalinata llegaron a un pasillo que se perdía entre
las sombras como un túnel de catacumba, éste desembocaba un cuarto amplio
y totalmente oscuro. Lo que alcanzaban a percibir con la escasa luz de la
lámpara eran sólo muebles viejos cubiertos por sábanas roídas y cajas de
cartón consumiéndose bajo el polvo de los años transcurridos.
Estuvieron registrando por espacio de media hora en todo el sótano, hasta
que por fin encontraron lo que tan afanosamente buscaban. Detrás de una vieja
mesa de madera, aparecieron recargados en la pared seis cuadros envueltos en
papel color marrón atados con cordones blancos. Darú movió la mesa de su
sitio mientras Tomy lo alumbraba con la lámpara, sacó uno a uno los cuadros
y los recargó en el extremo de la mesa, después se sentó en un banquito e
invitó a Tomy a sentarse en otro.
Darú examinó los cuadros con un el ojo clínico de un conocedor. En su
rostro se reflejaba una profunda emoción cada vez que observaba cada uno de
ellos. Uno por uno pasaron por sus ojos abriéndose más de la cuenta llenos de
emoción, hasta desbordar esa emoción en lágrimas, hecho que Tomy notó pero
no dijo nada, no quería interrumpir el emocionante momento con el cual se
sentía también identificado. Sin embargo, cuando Darú abrió el último cuadro,
su rostro cambió adquiriendo tonos lúgubres que se descubrieron fácilmente a
la luz de la lámpara, Tomy notó también cierta preocupación en medio de
aquel rostro impregnado de sombras y destellos de luz. Darú envolvió el
cuadro sin mostrárselo, se incorporó volviéndolos a colocar en su lugar, justo
como los encontrara momentos antes.
- ¿Cuánto tiempo tiene que estos cuadros están aquí?
- Desde que yo me acuerdo.
- ¿Y tu madre nunca los abre?
- No.
- ¿Estás seguro?
- Sí.
- Bueno hijo, creo que lo mejor es dejar aquí los cuadros que tu abuelo
pintó, no podemos hacer nada por el momento, aunque es una lástima porque
son unas verdaderas obras de arte, ¿te gustaron?
- Mucho.
- ¿Te gustaría pintar como tu abuelo?
- Sí –dijo Tomy visiblemente emocionado.
- Bueno, pues comencemos ahora mismo ¿te parece?
- Claro que sí.
Después, los dos nuevos amigos subieron por las viejas escalinatas
ayudados de la lámpara, cerraron la entrada al sótano y subieron a la
habitación teniendo cuidado de no ser vistos.

CAPÍTULO 9
El secreto es no rendirse

Esa tarde, alumno y maestro permanecieron trabajando sin descanso, sin


reposo alguno hasta que las primeras luces del alumbrado público entraron a
través de la ventana de la habitación. Darú mostró a Tomy algunas técnicas
avanzadas de pintura y dibujo, las cuales el pequeño aprendía con gran
facilidad, le había permitido también pintar sobre algunos lienzos que había
traído desde Francia.
Al observar los ejercicios sobre los lienzos, el viejo artista se dio cuenta
con satisfacción de lo que el antiguo maestro notara en su momento: el
pequeño había heredado el sublime talento de su abuelo. Su estilo era nato,
diferente, natural. Sus trazos eran perfectos y armónicos, y su talento era el
más puro que había visto desde que observara a su amigo Jorge Posada pintar
al óleo treintaicinco años atrás. Pareciera que el pincel que sujetaba Tomy era
movido por su abuelo desde algún lejano lugar.
Conforme los días pasaban, Tomy pintaba sobre los delicados lienzos con
gran destreza. Sólo dos semanas después de que Darú llegara a la casa, su
salud había mejorado notoriamente. Todos los días bajaba al comedor
acompañado de Darú, quien estaba con él en todo momento. Comía con
avidez, conversaba con inteligencia y soltura, cada día sorprendía más al viejo
maestro quien se daba cuenta que su pupilo había nacido para hacer grandes
cosas, para ser un artista reconocido, para lograr lo que su abuelo no quiso
lograr en su momento. Pero sin duda, la más sorprendida del radical cambio
del pequeño era Doña Berta, observaba cómo su hijo volvía a la vida gracias a
la bondad de aquel hombre. Veía con gran satisfacción cómo Tomy parecía
recuperar las fuerzas que esa extraña enfermedad le había arrebatado, se
ilusionaba cada vez que lo escuchaba hablar sobre sus planes para el futuro,
sobre lo que él y Darú conversaban todas las tardes; ese hombre se había
convertido más que en su maestro, en su protector. Todo lo que Tomy hacía o
decía estaba precedido del consentimiento del viejo artista. Sin embargo, lo
que en esa casa se sabía de Darú era muy poco, casi nunca hablaba de sí
mismo, de su vida o de su familia, de su origen o de sus planes, era un perfecto
desconocido, incluso para Tomy quien había tenido el honor de saber un poco
de su pasado en aquella historia que le contara a su llegada y por la cual había
sabido algunos detalles sobre la vida de su abuelo.
Sus pláticas vespertinas estaban acompañadas de una taza de café
humeante para Darú y de una taza de chocolate caliente para Tomy.
Conversaban casi de todo, Darú se había convertido en el maestro que
enseñaba –además de pintura- sobre la vida, sobre la forma adecuada de
enfrentarla, sobre el significado de los éxitos y fracasos, sobre la adversidad
que llega a la vida de todos los seres y sobre la manera de afrontarla: “no hay
nada que un hombre no pueda sortear, el secreto es no rendirse nunca Tomy”,
decía Darú dando un sorbo a su taza de café.
Tomy aprendía así a vivir, poco a poco iba perdiendo ese miedo a la vida y
esa angustia constante: el temor al exterior. Le tomó aversión a la prisión en la
que se encontró durante tantos años, descubrió que ahora era capaz de sortear
la ventana para caminar por debajo de los cipreses y observar de cerca los
capullos. Tocándolos con ternura, era testigo de cómo brotaban lentamente
abriéndose a la vida. Darú consiguió permiso de Doña Berta para llevar a
Tomy a dar un pequeño paseo por las tardes una vez por semana. El pequeño
era feliz caminando del brazo de Darú, se sentía protegido a su lado, en poco
tiempo llegó a sentir un fuerte cariño hacia el viejo maestro de pintura.
Cuando en algunas ocasiones Darú no asistía, Tomy era presa de una profunda
tristeza y miedo, miedo a que su protector no regresara al día siguiente como
lo hiciera el señor Dupont. Sentía impotencia al no saber hacia dónde iba
después de salir de la casa; nadie sabía hacia dónde se dirigía, sólo lo veían
alejarse por las noches y llegar por las mañanas a través de las húmedas
banquetas próximas a la casa.

CAPÍTULO 10
Los árboles viven mucho tiempo

- ¡Maravilloso!, ¡realmente fantástico!, ¡esto es una obra de arte


completamente consumada!, hijo, tienes el don del que tu abuelo fuera
portador.
- ¿De verdad lo cree así señor Darú?
- ¿Que si lo creo? ¡Lo aseguro!, ¿y cómo no podría hacerlo? A menos que
mis ojos me engañaran, tengo en mis manos la primera obra maestra de
muchas de un gran artista.
Tomy rio lleno de satisfacción mientras los ojos del viejo se clavaban en la
imagen pintada sobre el lienzo que sostenía en sus manos.
- ¡Espera! ¡Qué veo! Aquí hay un error, sí, sólo un detalle que se te escapó.
- ¿Cuál es maestro? –dijo Tomy angustiado.
- No tiene firma.
Tomy tomó el pincel, lo empapó de pintura negra y firmó su cuadro con un
orgullo indescriptible.
- Muy bien –dijo Darú -, ahora te sugiero que lo envuelvas en papel y lo
guardes para cuando llegue el tiempo de sacarlo a la luz, porque un gran artista
debe saber cuándo mostrar su obra al mundo.
- Maestro, aún no me ha mostrado alguna pintura suya –dijo Tomy de
pronto.
- Eso es porque desde hace mucho tiempo no pinto, Tomy.
- ¿Por qué?
- Bueno, porque han cambiado algunas cosas.
- ¿Qué cosas?
- ¿Has sentido alguna vez que aún no has logrado la cúspide de tu vida, y a
veces la vida se te ha ido primero, antes de lograr esa obra maestra que
representa dicha cúspide?
- No.
- Claro que no –dijo para sí el viejo -, no me hagas mucho caso, son
palabras al aire.
- ¿Usted aún no ha hecho su obra maestra?
- No hijo.
- Pero la va a hacer, ¿no?
- Claro, sólo necesito un pretexto.
- ¿Un pretexto?
- Sí Tomy, un pretexto.
- Ah –murmuró Tomy sin entender del todo.
El pequeño se levantó de pronto y se paró frente a su ventana observando
las flores en que ahora se habían convertido los capullos sobre el árbol, eran
blancas y delicadas contrastando con la opacidad del muro. Darú se postró
detrás de él.
- Esas flores tiene gran significado para ti ¿no es así hijo?
- Sí, son mi vida –dijo el pequeño -, muchas veces he pensado que ese
árbol y yo somos iguales, que sentimos las mismas tristezas, que somos igual
de frágiles y que moriremos al mismo tiempo.
- Pero los árboles viven mucho tiempo –dijo Darú.
- Entonces significa que viviré mucho tiempo –dijo Tomy levantando la
vista hacia él.
- Claro que vivirás mucho tiempo hijo, mucho tiempo –contestó Darú sin
apartar la mirada del árbol.

CAPÍTULO 11
Descubrimiento

Las once de la noche. Tomy vuelve a sentir un sobresalto que lo hace


despertar. La habitación permanece en penumbras, la luz exterior oscila desde
la ventana tapizando finamente de líneas doradas los pliegues de la cama, el
frío tiene un cierto toque de paradójica calidez. Tomy observa de lado a lado
su habitación, poco a poco se va acostumbrando a la oscuridad. De pronto, a lo
lejos, vuelve a percibir una dulce melodía que él conoce, siente su corazón
latir con fuerza mientras las notas penetran con más claridad en sus oídos,
hace ya algún tiempo que había dejado de extrañar esa melodía.
Se levanta y se dispone a bajar, ya no tiene miedo, el recuerdo de la última
vez que escuchó el piano le da confianza. Baja lentamente por la escalera, las
hermosas notas penetran insistentes como lo hicieran la última vez. Llega a la
puerta, la misma puerta que él mismo abriera tiempo atrás para penetrar en la
habitación. Escucha atento, extasiado, como en una especie de transe que lo
transporta hacia otras dimensiones para él desconocidas y reconfortantes.
Vuelve a sentir deseos de abrir la puerta que lo separa del artista frente al
piano, esta vez se decide sin vacilar, abre la puerta y lo que ve lo deja queda
atónito. De pie, con los ojos descomunalmente abiertos, sin decir una sola
palabra, observando al hombre que acaricia el marfil.
El hombre voltea hacia él esbozando una tierna sonrisa, sus ojos se fijan en
los del pequeño dejando de tocar. Tomy no dice una palabra, no puede hacerlo,
¿cómo hacerlo?, es imposible. Darú tiende su mano a Tomy para que se
acerque junto a él, el pequeño avanza hipnotizado y se sienta junto al viejo. La
gabardina y el sombrero descansan en la cola del piano.
- ¿Es usted el mismo que tocaba la otra noche maestro? –pregunta Tomy
viendo al viejo artista.
- ¿Eres tú el mismo que escuchaba la otra noche Tomy? –contesta Darú.
- Sí.
- ¿Y te gusta lo que escuchas hijo?
- Mucho maestro.
Tomy esboza una pequeña sonrisa que el viejo acoge abrazándolo con
ternura. Permanecen largas horas tocando el piano, Tomy sigue las notas de la
melodía colocando sus pequeños dedos sobre los de Darú, así, la va
memorizando para que algún día, según palabras del maestro, lo recuerde
cuando él ya no esté ahí.

CAPÍTULO 12
La luz

A la mañana siguiente Doña Berta conversaba en la cocina con Eugenia, el


desayuno lo había tomado ahí y se disponía a salir rumbo a la joyería.
- Es maravilloso el cambio que Tomy ha experimentado, ¿no lo crees así
Eugenia?
- Sí señora, me da mucho gusto por el niño.
- Aún no puedo creer la excelente salud de la que goza, el médico me ha
dicho que no tiene explicación para este maravilloso fenómeno, Tomy no
presenta restos ni síntoma alguno de la extraña enfermedad que lo atacaba.
Está adquiriendo poco a poco fuerza en sus huesos, inclusive levanta algunos
objetos no muy pesados, ¡por ejemplo Eugenia!, los lienzos sobre los que
pinta, él mismo los transporta de un lado para otro.
Eugenia observaba complacida la felicidad de Doña Berta, en el fondo era
la suya propia, llevaba más de veinte años sirviendo en esa casa, desde que
Doña Berta era una jovencita y el señor Posada aún vivía.
- ¡Y los paseos!, los paseos con Darú, los paseos vespertinos que dan
juntos. He llegado a ver a mi hijo correr hacia la casa perseguido por aquel
maravilloso hombre que ha devuelto a Tomy las ganas de vivir, bendito sea.
¿Sabes Eugenia?, en ocasiones me parece conocer su rostro desde mucho
antes, hay algo muy familiar en él, pero no logro recordar qué es. Tal vez sea
alguna figuración mía, de las que acostumbro ¡ja ja ja!, no me hagas caso
Eugenia, es que estoy tan feliz que tengo miedo de que esto sólo sea un
espejismo, de que ese hombre celestial se vaya algún día y con él la salud de
mi hijo.
- Pero eso no va a pasar señora –dijo Eugenia.
- No Eugenia, no va a pasar.
Los días transcurrían apacibles, en calma, las tardes viajaban serenas,
esplendorosas, en medio de pinturas y óleos, de pláticas y juegos, de paseos y
correrías bajo los cipreses, de una salud completa y una satisfacción total.
Ambas almas eran felices, se complementaban el uno al otro e igualmente se
amaban; como amaban la pintura, como amaban la música, como amaban el
arte, como amaban la vida. Transcurrieron los días, las semanas, los meses, en
los que estos dos seres aprendieron a vivir juntos, necesitaron vivir juntos.
Darú había devuelto la vida al pequeño quien ahora era un niño normal como
cualquier otro, sólo que más inteligente y sensible, un gran artista en potencia,
un prodigio. Su rostro resplandecía de alegría y vida, sus mejillas ruborizadas
en todo momento reflejaban el alma sana de un infante devuelto al mundo por
un milagro, un milagro llamado Sebastián Darú.
Sin embargo, en esa casa, aún no se sabía nada de Darú. El viejo había
tenido buen cuidado en no dejar traslucir algo acerca de su vida, de su pasado
o simplemente, de su residencia fuera de los cipreses. Pero Doña Berta se
había olvidado casi por completo de este hecho, estaba tan extasiada con su
hijo que olvidó todo lo que le rodeaba. Darú no tuvo problema en ese aspecto,
casi no se le hacían preguntas de este tipo, y él se conducía con toda la
prudencia y educación que lo caracterizaban. Sólo en ocasiones, al observarlo
con atención, Doña Berta reflexionaba sobre el parecido que tenía con alguna
persona que ella conocía, había visto su rostro en algún lado, pero no podía
recordarlo por más esfuerzos que hacía. A excepción de esto, Sebastián Darú
seguía y seguiría siendo un enigma para la familia posada.
Darú caminaba detrás de Tomy a través de estrechos senderos bordeados
por arboledas que escupían sus hojas al viento y llenaban de sombras los
adoquines enmohecidos por la lluvia. El otoño tocaba a la puerta y exhalaba
un aliento fresco que se estrellaba en las ramas de los árboles produciendo un
delicado silbido. El pequeño corría abriendo los brazos al agonizante sol de
tonos dorados y persiguiendo cuanta ave se atravesaba en su camino. Darú lo
observaba, le parecía ver un rayo de luz en medio de las penumbras, dejando a
su paso, mientras corría, un destello luminoso que impregnaba por completo el
sendero. Sus risas repiqueteaban en sus oídos como el canto de un querubín en
una cúpula de cielo abierto y nubes danzando al compás del viento.
El viejo hombre se sentó en una banca cercana a una fuente. El caer del
agua se escuchaba nítido abriéndose paso entre los cantos de las aves y las
voces de los paseantes. Tomy llegó jadeando a su lado, sus mejillas se
pintaban de rubor como dos ciruelas frescas.
- Has corrido mucho hoy hijo –dijo Darú acariciando sus cabellos en
desorden- no debes agotarte demasiado.
- Me siento bien maestro. Hace mucho que no corría así.
- Se te nota en las mejillas Tomy –dijo Darú sonriendo.
- Cuanta luz –comentó el pequeño- es como un lienzo.
- En cierta forma lo es. La luz es la clave.
- ¿La clave?
- La luz es la materia prima de un pintor. No los óleos, ni los tubos de
pintura.
- Pero la luz es sólo de un color maestro, el blanco, no se puede pintar con
un solo color.
- ¿Lo crees así?
- Bueno, no lo sé… -dudó Tomy- es lo que puedo ver.
- Siempre hay que ver más allá de las cosas evidentes Tomy. La luz es en
realidad una combinación de colores. El secreto es poder ver a través de ella,
poder distinguir todos y cada uno de los colores detrás de ese blanco que
mencionas. La luz es lo que le da vida a un cuadro, es lo que se plasma en él y
lo que surge de él. La luz es el anhelo de todo pintor, conseguir atraparla en
sus cuadros y lograr que de estos emane con fuerza.
- ¿Cree que yo conseguiré algún día lograr eso maestro?
- Tú ya lo has conseguido hijo –dijo Darú con satisfacción- tus cuadros
atrapan la luz y la reflejan de una manera extraordinaria. Has conseguido lo
que muchos pintores intentan en toda su vida. Eres un maestro de la luz. Los
demás sólo somos espectadores de tu trabajo.
- Usted no es sólo un espectador –dijo Tomy abrazándose a Darú- es mi
maestro.
- Hijo –dijo el viejo viéndolo a los ojos- yo soy el principal espectador de
tu luz, para eso estoy aquí, para ser tu guía únicamente en el camino. Puedo
enseñarte lo que sé, pero eso únicamente es como mostrarte la entrada a ese
camino que ya conoces. En realidad, puedo aprender más de ti.
Tomy lo observó atónito.
- ¿Aprender de mí?
- Así es Tomy.
- Pero ¿cómo es que puedo ser un maestro de luz?
- Eso es un regalo que te ha sido dado Tomy. Un regalo que un hombre
dejó sembrado en tu camino para que tú lo encontraras.
- ¿Mi abuelo?
- Sí. Él era también un maestro de la luz, yo fui siempre un espectador de
su maestría como ahora lo soy de la tuya.
- Maestro… ¿por qué mi abuelo y usted se separaron?
- Porque el lugar en donde vivíamos fue devastado por la guerra.
- ¿La guerra?
- En esa época, Montpellier y la Europa entera fueron devastadas por la
gran guerra que enfrentó a todas las potencias del mundo. Vimos cómo
nuestros sueños se perdieron entre bombardeos, sangre y muerte. Algunos
pudimos escapar a ello, tu abuelo logró regresar aquí, y yo –Darú se
interrumpió- yo intenté ponerme a salvo en otro lugar.
- ¿En qué lugar maestro?
- Bueno, eso no tiene importancia por ahora. No debes pensar mucho en
ello, fue hace mucho tiempo hijo.
Tomy permaneció callado al notar una expresión de dolor en el semblante
de Darú.
- He visto que el árbol tiene nuevas flores –dijo el maestro cambiando de
tema.
- Sí, brotaron en la primavera. Son de un color blanco y brillante.
- ¿Te gusta que sean de ese color?
- Sí maestro, el blanco es el mejor de los colores. ¿No lo cree así?
- Sí hijo –dijo Darú rodeándolo con su brazo- es el mejor de los colores.
La tarde moría con rapidez, como una mariposa bajo la lluvia, algunas
gotas comenzaban a caer confundiéndose con los agonizantes tonos del sol
ocultándose en el horizonte. Los adoquines empezaban a emanar un vapor
tenue que parecía elevarse en espirales, sumiéndolos en una nube de tonos
dorados.
- Es hora de volver –dijo Darú- está comenzando a llover.

CAPÍTULO 13
Sueño

En medio de la oscuridad, Doña Berta se movía insistentemente debajo de
las sábanas, el reloj acaba de alinearse en la media noche y el tintineo de la
última campanada se escuchaba cada vez más débil, como el silbido de un tren
alejándose rápidamente en el horizonte.
Fue esa la noche en que los temores de Doña Berta comenzaron a hacerse
realidad. Aquellos fantasmas que tenían sus más profundos miedos y que la
habían perseguido todo ese tiempo –desde que Darú llegara a la casa-
comenzaron a tornarse sólidos, tangibles, tanto que, esa noche, podía tocarlos
con las yemas de los dedos.
Sumida en una horrible pesadilla que la hacía girar de un lado a otro sobre
la cama, Doña Berta pudo sentir en carne viva la tristeza y el dolor en
imágenes de un futuro posible que desfilaron por su vista aterrada. Una a una,
las imágenes dentro del oscuro sueño cambiaban cada cierto tiempo, como
diapositivas apresadas en el interior de un proyector. En ellas aparecía el Tomy
de un pasado reciente, enclaustrado en medio de la oscuridad de su habitación,
con el semblante abatido y la mirada perdida más allá de la ventana. Luego,
aquella mañana en que vio a Darú por vez primera, en la salita de las pinturas
opacas. La extraña llegada de aquel hombre y el milagro de la recuperación de
Tomy, sus risas que se escuchaban hasta el interior de la casa rebotando en los
adoquines y las ramas de los cipreses cuando corría perseguido por Darú. Los
días de pintura, los óleos, los ejercicios, el resplandor de los atardeceres, el
amor… Todo aquello desfilaba como un collage impregnado de felicidad, de
una felicidad que le parecía magnífica, y que, por ello, sentía tan irreal como
el sueño en el que ahora se encontraba.
Después, las imágenes fueron dibujando el futuro tanto tiempo temido,
como una película que regresa en el tiempo tornándose en colores grises. El
pequeño Tomy en la misma cama cubierto por la penumbra, las sábanas y la
enfermedad; respirando con dificultad víctima de dolores que lo martirizaban.
Emiliano y Eugenia a su lado velándolo en todo momento. Doña Berta se vio a
sí misma, de rodillas, hundiendo el rostro entre los pliegues de las sábanas
aferrada a la mano de Tomy. Una escena que bien podría haber pintado su
padre si hubiera querido inmortalizar el sufrimiento. De la imagen de Darú no
había rastro…
En ese momento, Doña Berta escuchó una voz sonora que hizo que las
imágenes se desvanecieran como granos de arena entre los dedos. En su lugar
quedó un inmenso vacío y aquella voz consoladora.
- “Berta”
- “¿Papá?”, “¿en dónde estás?”
- “A tu lado, como siempre lo he estado”.
- “Pero…, no puedo verte…”
- “No siempre lo que no vemos está ausente, incluso lo que vemos puede
estarlo aún más”.
- “Ya no estoy tan segura de eso”.
- “Dime hija, ¿por qué lloras?”
- “Porque estoy perdiendo a Tomy, igual que te perdí a ti”.
- “Berta, ya te lo he dicho, tú no me has perdido, por el contrario, yo estoy
siempre a tu lado, en todo momento. Y tampoco has perdido a Tomy, él está
aún contigo, ¿no es así?
- “Pero… ¿por cuánto tiempo?”
- “El tiempo no te toca decidirlo a ti, hija”.
- “Lo sé papá” …
- “¿Por qué temes?, ¿acaso Tomy no goza de buena salud?”
- “Siento que todo esto es algo irreal, siento que pronto todo se esfumará
de la misma manera en que vino”.
- “Debes confiar Berta”.
- “¿Confiar en qué?”
- “En la vida”.
- “La vida te ha alejado de mí”.
- “La vida te ha dado a Tomy”.
- “Y siempre ha querido quitármelo”.
- “Lo hará sólo si tú lo permites, debes tener fe y cuidar de él”.
- “Pero no sé cómo hacerlo”.
- “Recuerda que no estás sola”.
- “Justamente, no sabría qué hacer sin la ayuda de ese maravilloso
hombre”.
- Ten fe Berta, confía en Darú, él no los abandonará”.
- “¿Cómo puedes estar tan seguro de eso papá?”
- “Porque tengo fe en él”.
- “Pero ¿cómo puedo tener fe yo también?, ¿qué podría hacer él si Tomy
enfermara de nuevo?, ¿Qué podría hacer él si no soporta el invierno que se
avecina?
- “Mientras más crudo sea el invierno, el sol saldrá con más fuerza en la
primavera. Nunca olvides eso”.
- “No creo entender lo que dices papá”.
- “Sólo recuerda Berta…, debes asegurarte de que Tomy vea ese sol de
primavera.
- “Papá”, ¡no te vayas, no me dejes otra vez!…
La voz calló…, todo quedó entonces en completa oscuridad; aún en el
sueño, Doña Berta se sentía flotar mientras recordaba las palabras de su padre.
Eran como un eco constante retumbando en cada pared de su mente, en cada
rincón de su corazón.

CAPÍTULO 14
Caída

Llegaba el invierno del año de 1974, uno de los más fríos inviernos de que
se tuviera memoria, un año había transcurrido desde aquella mañana en que
Darú llamó por vez primera a la puerta del número treinta y dos. Los tallos de
las flores difícilmente crecían en la acera y las gotas de rocío se aferraban a las
ramas de los cipreses convertidas en trozos de hielo aprisionados para siempre
por el descomunal frío y la ausencia de los rayos del sol.
Aquel invierno sembraba temperaturas de dos grados bajo cero durante el
día que descendían cuatro grados más durante la noche, dando razón a las
habladurías de las gentes que se atrevían a caminar bajo los cipreses, quienes
aseguraban que aquel frío sólo podía ser obra de algo sobrenatural.
Prácticamente era imposible transitar bajo los árboles sin correr el riesgo de
congelarse de pies a cabeza. Sin embargo, esto parecía no afectar al viejo
maestro de pintura, quien, durante aquel invierno, continuó llegando por las
mañanas y saliendo por las noches del número treinta y dos, rechazando con
firmeza las insistentes propuestas de Doña Berta de que se quedara a vivir en
la casa.
Pese a las inclemencias del tiempo, Darú continuó llegando con la
puntualidad de un inglés y nunca dejó ver durante aquel crudo invierno algún
indicio de enfermar. Muy por el contrario, trataba de dar a Tomy todos los
ímpetus de los que era capaz, contagiarle un poco de aquella aura que parecía
envolverlo y protegerlo de las inclemencias del tiempo. Había que tener
muchos cuidados con el pequeño a pesar de que la enfermedad se había
marchado, el frío era descomunal y agresivo, Tomy podría recaer en cualquier
momento. Pero eso no ocurriría mientras su protector estuviera con él, Doña
Berta sabía que mientras Darú siguiera al lado de Tomy el invierno podría
pasar de largo como un tren que no se va a abordar.
Transcurría el invierno de forma serena, la familia entera lo soportaba
ayudada por la magia impregnada en cada pared y rincón de la casa desde que
Darú había llegado. Las noches familiares solían ser de lo más placenteras
para todos, quienes, reunidos frente a la chimenea, disfrutaban de agradables
momentos en los que se conversaba, se tomaba café, se hablaba sobre el futuro
y se reía. Estas reuniones solían acabar cuando Darú se retiraba, generalmente
ya muy entrada la madrugada. Pese a todo, el viejo parecía no sentir los
estragos del intenso frío, se le veía alejarse despacio por la acera envuelto en
su gruesa gabardina y con el sombrero de copa sobre su cabeza, en ocasiones,
cuando la lluvia se descubría a la luz de los faroles inundando la calle, portaba
un grande y hermoso paraguas negro; y a la mañana siguiente se le podía ver
llegar con su gabardina, su sombrero de copa y el gran paraguas bajo el brazo.
De forma insólita, el pequeño árbol, el cual continuaba siendo la
inspiración de Tomy, parecía ser partícipe de aquel momento de felicidad. Ese
año habían nacido nuevas flores, pero esta vez, emitían algo distinto al de
otros años: un brillo cegador que se descubría a la luz del sol y los faroles de
la calle, como si cada pétalo compartiera la felicidad que rodeaba al pequeño.
A pesar del gélido ambiente, ninguna de las seis flores había caído de sus
ramas, era el único árbol en toda la calle que conservaba alguna. El pequeño
Tomy era feliz y estaba orgulloso de la fortaleza del árbol, esa misma fortaleza
la sentía dentro de sí, el invierno no podría vencerlo de ninguna forma
mientras su compañero resistiera y su protector continuara a su lado.
Aquella mañana el cielo amaneció vestido de gris, los densos nubarrones
que parecían hechos de plomo se apilaban unos sobre otros impidiendo el
asomo de los rayos del sol, aún caía una ligera llovizna que había comenzado
la noche anterior. Doña Berta estaba recostada sobre la cama envuelta en
gruesas cobijas que aminoraban el frío que se sentía en la habitación. La
rodeaba un silencio extraño, casi sepulcral; no había escuchado aún a Darú
llegar, no había escuchado sonido alguno desde que el viejo saliera de la casa
por la madrugada y ella entrara en aquella habitación helada después de dejar
la de Tomy.
Recordaba la noche anterior como un sueño de imágenes difusas, como
algo que parecía muy lejano y que, sin embargo, sabía había ocurrido sólo
unas horas atrás. Recordó el calor del fuego dentro de la chimenea que
impregnaba con su calor las paredes, los muebles, los rostros, las palabras y
los corazones. La figura de Darú sentado frente a ella envuelta en manchas de
oscuridad y los destellos de la luz del fuego, el rostro de Tomy impregnado de
una sonrisa que ella ya se había acostumbrado a ver en aquel semblante
redondo y lleno de rubor.
Doña Berta inspeccionó la habitación con lentitud, posó su vista en cada
objeto, en cada mueble, agudizó el oído intentando escuchar algo, algo que
trajera de vuelta esa familiaridad que sintiera la noche anterior. Al no escuchar
nada, llegó a pensar que aquello había sido un sueño, algo que nunca había
ocurrido. Pero luego recordó el sueño de hacía algunos meses, la noche en que
escuchara la voz reconfortante de su padre y la esperanza que le provocaran
aquellas palabras venidas de algún lejano lugar. Esto la tranquilizó, todo
aquello que ahora rodeaba a su hijo debía en verdad estar ahí, en algún lugar
más allá del silencio que la envolvía. Cerró los ojos e intentó dormir, quería
escuchar, como desde hacía algún tiempo, la voz de su padre sin poder
conseguirlo.
Una hora después, Eugenia entró precipitadamente en la habitación, Doña
Berta se sobresaltó al sonido de la puerta arrancada de tajo de alguna
ensoñación. Observó a Eugenia con el rostro lívido. Un escalofrío la invadió.
- ¡Señora, el niño arde en fiebre!
- No… -murmuró Doña Berta saliendo rápidamente de la cama.
Tomy amaneció víctima de una fiebre de treinta y siete grados y un dolor
en los huesos que lo martirizaba. Cuando Darú llegó a su lado lo encontró
delirando.
- ¿Qué pasa? –preguntó Doña Berta entrando en la habitación- ¿qué es
todo esto?
- Perece que la enfermedad ha vuelto –susurró Darú.
Tras la inspección del médico las noticias no eran nada esperanzadoras,
Tomy había sido atacado de nuevo por la enfermedad y por una infección en
las vías respiratorias que lo ponían en calidad de grave. No podían trasladarlo
a un hospital porque el frío lo mataría al primer contacto con el exterior. Si
alguien en ese momento, por coincidencia, hubiera echado una mirada a través
de la ventana, se habría dado cuenta que del árbol de Tomy había caído una
flor.

CAPÍTULO 15
Uno mismo

La habitación de Tomy se convirtió en un verdadero cuarto de hospital en


cuestión de horas. Se trasladaron todo tipo de aparatos médicos con el
propósito de salvar su vida, la cual se encontraba pendiente de un hilo que a
cada minuto se tornaba más delgado. El pequeño era vigilado por una
enfermera las 24 horas del día y por los miembros de la familia quienes, por
instrucciones del médico, se turnaban para velar su agonía.
El invierno se recrudecía hora tras hora, día tras día, las temperaturas
comenzaban a descender lastimosamente con una fuerza que no sólo helaba el
cuerpo. Aquel crudo invierno parecía conocer el estado de Tomy, parecía
querer arrancarlo de este mundo robando el último suspiro de su garganta sin
que alguien pudiera siquiera impedirlo.
Sebastián Darú permanecía con él en todo momento sin que nadie pudiera
arrancarlo de su lado, no salía de la habitación por ninguna circunstancia por
muy insignificante que ésta fuera. Sus días y sus noches eran exactamente
iguales, recluido en una silla entre Tomy y la ventana como un vínculo entre el
pequeño y el árbol. A diario, le hablaba como si estuviera despierto, como
cuando podía escucharlo en sus correrías por el parque y las tardes de
lecciones.
Pero con todo el dolor de su corazón, el viejo artista se dio cuenta que, día
con día, la vida abandonaba a Tomy. Poco a poco se iba marchitando la razón
de su estancia en esa casa, su pretexto se le escapaba de las manos como si
fuera un puñado de arena fina, el inmenso talento iba abandonando este
mundo sin remedio alguno. El dolor que el viejo sentía era indescriptible, algo
que no pasaba inadvertido para nadie y que arrancaba suspiros enternecidos a
la joven enfermera, quien en una ocasión le escuchó decir lo siguiente:
- “No puedo fallar, no puedo permitir que pierda la vida”.
Quizá estas palabras no fueron entendidas por la joven enfermera ni les dio
mucha importancia en esos momentos, pero las conservó en su memoria
durante mucho tiempo, su significado tomó relevancia y sentido mucho
después.
Días más tarde, mientras Tomy dormía, Darú se dio cuenta de algo
aterrador. Se incorporó por unos momentos de la silla y se dirigió a la ventana,
la enfermera lo miraba extrañada. Sus ojos se posaron en la pared en el
callejón, entonces se dio cuenta que el árbol había perdido dos flores más,
Darú no pudo evitar que de su garganta escapara un leve y angustioso suspiro.
- ¿Le pasa algo? –preguntó la enfermera.
Darú volteó hacia ella con el semblante descompuesto y el color de un
espectro.
- No, nada –dijo volviendo a posar su vista en el árbol.
Tomy despertó de manera súbita en esos momentos. Observó a todos lados
como queriendo reconocer en dónde se encontraba, se topó con la mirada de
Darú desde la ventana.
- Maestro… -susurró hundiéndose en la cama.
- Aquí estoy Tomy –dijo el viejo acercándose.
- No quiero morir.
Darú sintió un espasmo recorrerlo por completo.
- No vas a morir hijo.
- ¿Cómo puede saberlo?, siento que las fuerzas me abandonan a cada
momento.
- Porque aún no es tiempo.
Tomy sonrió con melancolía incorporándose sobre la cama, volteó hacia la
ventana y pudo ver el árbol sobre el muro teñido por el gris agonizante de la
tarde nublada.
- Veo que él también muere.
Darú volteo hacia el árbol y luego al suelo.
- Parece que es inevitable, las flores caerán, ya casi han caído todas... –
repitió Tomy.
- Todos los años caen…
- Esta vez será distinto maestro, caerán para no volver más. Como yo.
- Descansa hijo, no pienses en eso.
Tomy esbozó una pequeña sonrisa mientras miraba a su maestro.
- No maestro, es imposible no pensar, él y yo somos uno mismo, así ha
sido siempre –dijo recostándose de nuevo sobre la cama.
Darú lo observaba con lágrimas en los ojos mientras sujetaba con fuerza
sus manos entre las suyas.
Tomy cayó de nuevo en su profundo y agónico sueño.

CAPÍTULO 16
Sólo necesito un pretexto

Fue esa la última vez que el pequeño y Darú hablaron. Los siguientes días
fueron similares en cuanto a la salud de Tomy, el viejo continuaba a su lado en
todo momento sin que nadie pudiera convencerlo de lo contrario. El médico
comunicó a Doña Berta la fatal noticia un día cuando se cumplieron tres
semanas desde la recaída de Tomy. No había nada más qué hacer, la vida del
pequeño pendía de un hilo y sólo un milagro lo salvaría.
- Señora, debe perdonarme, siento mucho haberles fallado –dijo el joven
médico con los ojos cristalinos, esforzándose por no derramar lágrimas-
pero… es que no puedo hacer más, quisiera decirle que está en mis manos el
que su hijo se salve, yo… lo siento mucho –concluyó bajando la mirada.
El milagro estaba muy lejos de gestarse, Tomy no ofrecía ninguna mejoría
pese al dolor y los esfuerzos del médico por salvarlo. Doña Berta lloraba tan
sólo observar la desesperación en el semblante de aquel joven de bata blanca y
rostro descorazonado. Se angustiaba al saberse impotente al igual que él, al
saber que no dependía de ella por primera vez el lograr mantener a Tomy a su
lado. Si en el fondo se preparaba para perderlo, era algo que sólo ella sabía y
que mantenía celosamente oculto en ese rostro bañado en lágrimas
interminables.
Sebastián Darú pasaba largas horas meditando en la sala de la casa, la
misma que lo recibiera a su llegada. Acompañaba sus meditaciones con una
taza de café que casi siempre se enfriaba antes del segundo sorbo. Solo, triste
y desesperado, hablaba en voz baja para sí, como meditando la posible
solución que pudiera poner fin al sufrimiento de Tomy. Su tristeza permeaba
cada centímetro de aquel pequeño cuarto, cada mueble, cada trecho de pared,
cada trozo de oscuridad, cada cuadro hundido en la penumbra. El pobre viejo
en la sala al borde del llanto, sin molestar a nadie, sin comer nada durante días
enteros. En ocasiones salía hacia el callejón y permanecía observando durante
horas las flores que aún quedaban en el árbol; las observaba con detenimiento
recordando las palabras del pequeño la última vez que había hablado con él.
Luego regresaba a la sala, permanecía en ella hasta que la noche llegaba y
subía a cuidar de Tomy durante la madrugada. No dormía ni un solo minuto,
no comía un solo bocado, sin embargo, en su rostro nunca se reflejaban los
estragos del insomnio, su semblante era siempre el mismo, como si acabara de
despertar por la mañana. Su falta de apetito tampoco afectaba su cuerpo, tenía
la misma figura robusta que tuviera a su llegada. Doña Berta en cambio
parecía que iba muriendo en vida, había adelgazado demasiado en muy poco
tiempo por falta de alimento y tampoco dormía lo suficiente, evadía al médico
cuando éste le cuestionaba su estado físico diciendo que lo principal para ella
era velar lo que podrían ser las últimas horas de su hijo. El joven médico caía
fulminado ante este argumento, no insistía más.
El momento más crítico en la agonía de Tomy llegó una noche de tormenta
exactamente veinticinco días después de que cayera enfermo.
Esa noche la temperatura corporal de Tomy rayaba los cuarenta grados, su
respiración se agitaba cada vez con más fuerza y el delirio hizo presa de él.
Todos acudieron inmediatamente a velar lo que parecía ser la última noche del
pequeño.
Afuera, se escuchaban incesantes truenos que presagiaban la terrible
tormenta, Darú acudió de inmediato a la ventana y corrió las cortinas, observó
en el cielo a través de los cristales los inmensos nubarrones que cubrían en su
totalidad la bóveda celeste, sus ojos se abrieron de forma exorbitante cuando
se dio cuenta que en el árbol quedaba una sola flor, ésta era movida
peligrosamente por la fuerza del viento y algunas gotas comenzaban a
humedecerla rápidamente.
La tormenta se desató descomunal, el viento soplaba a velocidades
extraordinarias a través del espacio golpeando todo lo que encontraba a su
paso, los truenos hacían temblar la casa amenazando con romper en cualquier
momento los frágiles cristales de las ventanas y los relámpagos iluminaban
por completo la habitación en donde la vida abandonaba al pequeño Tomy.
Alrededor de la cama permanecían todos los integrantes de la familia
incluyendo a Eugenia y Emiliano.
Darú permanecía callado, con los ojos fijos en el pequeño a quien la agonía
lo obligaba a decir frases incoherentes.
-¡La flor!, ¡la flor!, ¡aún está! ¿No es así? ¡Aún vive!
-Aún vive - le respondía Darú al oído.
Sólo así Tomy parecía tranquilizarse, sin embargo se encontraba cada vez
más débil y respiraba con mucha dificultad, el médico hacía todo lo
humanamente posible para mantenerlo con vida, pero parecía una lucha
perdida de antemano contra el tiempo.
La tormenta golpeaba cada vez con más fuerza la ventana de la habitación,
Darú observó a través de ésta hacia el árbol, la flor aún estaba ahí como le
había dicho a Tomy momentos antes, cerró las cortinas y regresó a la cama
junto a él, Doña Berta lloraba angustiada con la cara hundida entre las
sábanas, sabía que no había nada más qué hacer. Todos lo sabían.
Sebastián Darú bajó despacio la escalera, la estancia estaba en una
completa y desoladora oscuridad, se dirigió a la sala y cerró bajo llave. Sacó
una hoja blanca de un buró, encendió la lámpara que se encontraba sobre éste
y comenzó a escribir. Estuvo escribiendo alrededor de veinte minutos, al
término de los cuales, dobló la hoja y la metió en un sobre, lo cerró
perfectamente y salió dejándolo en el buró. Después subió a la habitación.
Cuando llegó la situación era aún más crítica, el pequeño casi no respiraba
y daba pocos signos de vida, aunque la fiebre había cedido un poco. Se sentó
junto a él mirándolo con ternura, con una mirada que enternecería el corazón
más severo, los demás lo observaban. Se inclinó un poco hacia Tomy y
susurró algunas palabras en su oído, después se levantó observando a Doña
Berta.
- Cuídelo mucho señora, no descanse hasta que él sea un gran artista.
Doña Berta quedó petrificada, la mirada y las palabras del viejo artista le
daban una consoladora esperanza. Después, Darú salió de la habitación.
Se situó en la puerta de la casa mirando hacia la calle, observó las
incesantes y pesadas gotas caer sobre el empedrado y a los cipreses indefensos
rendirse ante el embate del viento. Dio unos pasos hasta que esas mismas
gotas empaparon su rostro vuelto al cielo, levantó los brazos implorando
ayuda, los ojos cerrados recibían de lleno el ataque de la lluvia. De pronto, un
majestuoso relámpago atravesó la bóveda celeste iluminando por completo el
cielo, la calle, la casa y la figura del viejo artista. Darú sonrió satisfecho,
después cerró la puerta tras de sí y se alejó en medio de los cipreses
colocándose el sombrero entre las gotas que empapaban con rapidez su
gabardina.
Adentro, todo volvió a quedar en absoluto silencio.
Mucho tiempo después, Eugenia diría a Doña Berta las palabras que Darú
le susurró al oído esa noche a Tomy y que pudo escuchar gracias a su cercanía
con ambos en ese momento:
- “Un pretexto, sólo necesito un pretexto”.

CAPÍTULO 17
Sueño II

Tomy se siente flotar, no siente más dolor, como si se hubiera desprendido


de su cuerpo agonizante. Observa a su alrededor, no hay nadie aparte de él, un
túnel oscuro dibuja una luz al final como una luciérnaga que le indica el
camino. Sus pasos hacen eco en la nada, extrañamente lo hacen, rebotando en
la oscuridad; se escuchan nítidos, repetitivos. La luciérnaga se vuelve más
grande a cada paso, aumenta de tamaño y brillo hasta convertirse en una
abertura luminosa por la cual Tomy pasa sin dificultad. Detrás de ésta, la
inmensidad de un paisaje desolado se muestra ante él, un valle desértico de
tierra seca que dibuja grietas en forma de pentágonos. Una inmensidad.
De pronto, todo queda en completa oscuridad, el valle se esfuma como la
imagen en un televisor recién apagado, queda la penumbra, la nada. Tomy
siente entonces sus pies desprenderse del suelo, vuelve a flotar rumbo al vacío,
se deja conducir dócilmente como un paño arrastrado por el viento hasta
detenerse en medio del silencio. Entonces escucha una voz que nunca antes
había escuchado, pero que inmediatamente reconoce. Permanece quieto, casi
sin respirar, la voz parece rodearlo con su timbre sonoro, abrazarlo con su
calidez.
- “Tomy”.
- “¿Abuelo?”
- “¿A dónde vas Tomy?”
- “Voy contigo abuelo, al lugar en donde estás tú”.
- “¿Conmigo?”
- “Sí”.
- “¿Por qué?”
Tomy siente un escalofrío en su cuerpo, la sensación de quien no es
esperado.
- “Porque quiero conocerte abuelo, estar donde tú estás”.
- “Tú me conoces mejor de lo que piensas Tomy”.
- “¿Sí?”
- “Tú eres la única persona que puede conocerme”.
- “¿Cómo?”
- “Porque compartimos la misma alma”.
- “¿La misma alma?”
- “Sí Tomy, tú y yo somos un alma, somos un alma que posee la luz”.
- “Eso fue lo que dijo mi maestro”.
- “Darú tiene razón, has recogido mi alma al momento de nacer y la has
unido a la tuya. Por eso estoy contigo desde el interior. Dime Tomy ¿lo
quieres?”
- “Mucho abuelo, él me ha enseñado a vivir”.
- “¿Entonces por qué te niegas a hacerlo?”
- “Porque ya no nos quedan fuerzas”.
- “¿A quiénes?”
- “El árbol…”
- “Y tú…”
- “Sí”.
- “Les queda más fuerza de la que crees Tomy. Debes confiar”.
- “¿Confiar en qué?”
- “En la vida”.
- “La vida no ha sido buena conmigo”.
- “La vida es buena con todos, nosotros somos los que no somos buenos
con ella”.
- “No te entiendo abuelo”.
- “No debes preocuparte Tomy, el árbol vivirá, es fuerte. La flor será
perpetua, siempre”.
- “¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?”
- “Recuerda lo que dijo Darú: aún no es tiempo de que estés aquí”.
- “¿Cuándo será el tiempo?”
- “Eso no te toca decidirlo a ti hijo”.
- “¿Y a quién entonces?”
La voz no vuelve a escucharse, Tomy permanece en espera, apenas
respirando.
- “Abuelo no te vayas, no me dejes” …
En ese momento, siente un dolor punzante atacar su cuerpo, un calor
artificial inundar la habitación. Entreabre los ojos para darse cuenta de que se
encuentra recostado entre los pliegues de su cama. Observa a algunas figuras
difusas rodearlo: la enfermera, el joven doctor, Emiliano, Eugenia. Su madre
envuelta en sollozos, perdida entre los pliegues de la cama sosteniendo su
mano.
Cierra los ojos con dificultad preguntándose en dónde puede estar su
maestro…

CAPÍTULO 18
La obra

La noche transcurrió lentamente, la tormenta había sido una de las más
violentas de los últimos años, en la habitación, todos dormían a excepción de
la enfermera quien acostumbrada a ese tipo de situaciones, había velado a
Tomy toda la noche hasta ese momento en que amanecía. El cansancio había
vencido a Doña Berta hacía apenas una hora y la luz matinal se mantenía tras
la ventana manteniendo en penumbras la habitación, aún caían algunas gotas
en el exterior como únicos residuos de la poderosa tormenta. La enfermera
tomaba el pulso al pequeño quien de forma milagrosa aún seguía vivo,
delicado pero vivo al fin.
Tomy movió la cabeza un poco y abrió los ojos, lo primero que vio fue el
dulce rostro de la joven enfermera.
-Tranquilo –dijo ésta - tienes que descansar, has pasado una noche terrible.
Tomy la observó por unos momentos.
-La ventana…, abra la ventana por favor.
La enfermera lo miró extrañada, Tomy la observaba con ojos suplicantes.
-¿Para qué quieres que abra la ventana?
-Haga lo que le digo por favor –dijo Tomy como respuesta.
Las cortinas fueron corridas por la mano de la enfermera, en ese momento
la luz iluminó la carita del pequeño, en ella se reflejaba una profunda alegría,
la joven observó hacia lo que parecía estar mirando Tomy. Afuera, frente a
ellos, la flor estaba ahí, había resistido de forma milagrosa a la tormenta. La
felicidad de Tomy fue inmensa, sintió de pronto cómo la vida regresaba a él,
ya no tenía miedo de morir, porque, al igual que la flor, sabía que sobreviviría.
En los días siguientes, la salud del pequeño se iba restableciendo de
manera sorprendente ante la consternación del médico, era un verdadero
milagro lo que sucedía, no sólo nunca antes había visto algo igual, sino que,
además, no tenía explicación científica para el caso. Cuando Tomy tuvo la
suficiente fuerza para conversar con su madre, éste le preguntó por su maestro,
Doña Berta le dijo que él había partido la noche de la tormenta, pero en
cambio, había dejado una carta explicándole las razones de su partida, Tomy
pidió que le dejaran leer la carta, Doña Berta mandó traerla y se la entregó.
Hijo mío:
La pena que en estos instantes embarga a tu familia y el sufrimiento del
que en este momento eres presa, me obligan a tomar la decisión de dejarte con
el propósito de que todo esto termine. Mi labor en esta casa y contigo ha
terminado, creo que no puedo enseñarte más, eres un gran artista en estos
momentos y lo serás aún más, eres un maestro de la luz destinado a brindarnos
tu talento a nosotros que somos y seremos siempre tus espectadores. Quizá no
vuelvas a saber de mí en el futuro, pero mi partida es necesaria para tu pronta
recuperación, me voy no sin antes pedirte un inmenso favor: quiero que seas el
más grande de los artistas, el más grande de los pintores; desde donde esté,
quiero verte siempre triunfar. Te doy las más infinitas gracias por haberme
dejado ser tu maestro, tu espectador y tu protector, y sobre todo por haberme
dado un pretexto para realizarme como artista.
Sebastián Darú.
Tomy quedó consternado y triste, porque no entendió muchas cosas que
Darú le decía en la carta, sin embargo, la petición de su maestro le daba
fuerzas para vivir y llegar a ser un gran artista como él le había pedido, lo
haría por Darú y por su abuelo, al que no conoció y al que, sin embargo, se
sentía unido a través de su alma. “El secreto es no rendirse nunca Tomy”. No
descansaría hasta ver cumplido el sueño de aquellos grandes hombres y el de
él mismo.
Las semanas pasaban y el pequeño iba recuperando la salud, tiempo
después, Tomy volvió a tomar los pinceles y las telas y se dio a la tarea de
practicar lo que Darú le enseñara. No se rendiría nunca.
**
En una mañana de primavera, cuando el invierno recién había terminado,
más o menos a mediados del mes de abril, Doña Berta permanecía parada en
la ventana de la habitación mientras Tomy aún dormía. Observaba que
empezaban a nacer nuevos capullos en el pequeño árbol y cómo se conservaba
aún hermosa la flor que sobreviviera junto con Tomy al cruel invierno, a la
tormenta y la enfermedad.
El día era muy claro, los rayos del sol se adherían al árbol penetrando en el
callejón con libertad, la flor resplandecía dejando ver un maravilloso prisma
de colores. Doña Berta la observaba detenidamente, estaba impactada ante su
belleza, pocas cosas podrían igualar tal perfección en este mundo.
Pero Doña Berta descubrió algo más esa mañana, algo insólito…
Se dio cuenta de pronto de un hecho que la dejó pasmada. Afuera, sobre el
árbol, vio que la flor extrañamente no se movía. El viento soplaba con libertad
jugando con los nacientes capullos, sin embargo, la flor que salvara la vida del
pequeño permanecía inmóvil. Bajó corriendo las escaleras y salió rumbo al
callejón víctima de una ansiedad indescriptible. Al llegar, permaneció parada
debajo del árbol con la mirada en la flor, entonces lo comprendió todo, y sin
poder evitarlo, comenzó a llorar. Sus ojos se llenaron de lágrimas y de
agradecimiento.
Extendió su mano hacia la flor y pudo tocarla, la tocó sobre los tabiques
que aún guardaban restos de humedad. La flor estaba magistralmente pintada
en el muro, hermosa, matizada de un blanco intenso, iluminada por los rayos
matinales de la primavera. Parecía real, tan real como la vida que se abría para
Tomy a partir de ese día, tan real como el sufrimiento de una madre que vio
con tristeza cómo su hijo se le escapaba de las manos, tan real que todos
creyeron que así era cuando la vieran desde la ventana, incluso el pequeño.
Doña Berta se hincó poco a poco, una vez que calló sobre sus rodillas, con
los ojos llenos de lágrimas, elevó una plegaria hacia el cielo y hacia ese
maravilloso hombre, el autor de la obra de arte que significó la salvación de
Tomy, de la flor que se aferró a la vida junto con él: Sebastián Darú.

CAPÍTULO 19
Pintura al óleo

Un día, pasados algunos meses, acomodando un poco la habitación de


Tomy aprovechando su ausencia, ahora que asistía a la escuela como cualquier
niño de su edad, Doña Berta encontró la carta que Darú dejara al pequeño. Se
hallaba en un cajón dentro de un sobre de color amarillo que a su vez
descansaba entre las hojas de un libro. Doña Berta la leyó una vez más,
mientras lo hacía, recordaba la infinita bondad de aquel hombre. Entonces fijó
su mirada en la firma, “Sebastián Darú”; su memoria empezó a trabajar y a
relacionar algunos recuerdos, “ese nombre me es conocido de mucho antes, de
eso estoy segura” -murmuró para sí.
El teléfono sonó en esos momentos.
- ¿Diga? –dijo levantando el auricular lentamente, casi con miedo.
- ¿La señora Berta Posada?
- Soy yo.
- Le llamo de la agencia de colocaciones, el motivo de mi llamada es el
informarle que tenemos un maestro de pintura para su hijo como usted lo
había solicitado, le pido mil perdones por la tardanza, sabemos que ha pasado
mucho tiempo, pero fue difícil encontrar un docente con las características que
usted solicitó.
- E… Entonces, ¿no han enviado ustedes a un docente? –preguntó Doña
Berta titubeante.
- No señora, pero lo enviaremos en cuanto usted dé la aprobación.
Doña Berta tardó un poco en contestar.
- ¿Bueno? ¿Continua usted ahí? –dijo la voz del otro lado de la línea.
- Sí, sí aquí estoy, muchas gracias por su oferta, pero creo que ya no
necesito los servicios del docente –contestó no pudiendo evitar esbozar una
sonrisa.
- Perfecto señora, estamos a sus órdenes cuando guste, le pido disculpas
nuevamente.
- Muchas gracias, hasta luego.
Al colgar, Doña Berta permaneció pensativa, todo era muy extraño, su
cabeza trabajaba a ritmo acelerado tratando de recordar y de darle sentido a
todo lo que estaba pasando. Así dejó transcurrir los minutos en medio de sus
meditaciones. De pronto, algo le vino a la mente, una idea irrumpió en sus
pensamientos de forma violenta. Se levantó y bajó al sótano, recordaba la
existencia de los cuadros a pesar de que los tuviera ahí desde hacía muchos
años, descendió por las escaleras auxiliándose de una lámpara, llegó al pasillo
y corrió hasta el lugar en donde los cuadros se encontraban; inmediatamente
los abrió, la desesperación hacía que Doña Berta rasgara el papel en lugar de
desatar las cuerdas. Los miró uno a uno sin encontrar nada particular en ellos,
hasta que llegó al último. Las manos le temblaban incontrolables, parecía
como si aquel cuadro le provocara miedo. Lo tomó despacio y lo abrió de la
misma manera, el sonido del papel siendo rasgado hacía eco en las paredes
oscuras del sótano, cuando el papel cayó al suelo, sus ojos se posaron en el
cuadro, la maestría con que estaba pintado no dejaba duda alguna sobre su
autor, a pesar de la oscuridad reinante aquel cuadro parecía irradiar una luz
cegadora. Se trataba de una imagen pintada al óleo en donde aparecían los
bustos de cinco hombres con un hermoso bosque como fondo, su vista los
recorría uno a uno, uno de ellos era su padre, le había visto el día que recibió
los cuadros pensando que sería el único que podría colgar en alguna pared de
la casa, los otros tres hombres le eran desconocidos, pero el busto y la cara del
último la hicieron retroceder aterrada.
-¡Dios mío! –dijo Doña Berta mientras se llevaba los dedos a los labios.
El último rostro era el de él, el rostro con las facciones idénticas a las de
Sebastián Darú. No había duda de que era el mismo, con su gabardina
cubriendo su cuerpo y el sombrero de copa adornando aquella cabeza
conocida. Doña Berta vio el reverso del cuadro en el cual se leía la siguiente
inscripción:
A mis amigos muertos durante la guerra: Esteban Louvre, Sandro Corelli,
Freddo C. y Sebastián Darú.
JORGE POSADA
Montpellier
28 de febrero de 1943

CAPÍTULO 20
Flores y vida

Frente a la ventana, Tomy observa el callejón, la luna cuelga del cielo


como una manzana deslumbrante que esparce su néctar sobre las calles
húmedas del otoño. El árbol apacible descansa pegado al muro y el viento
divulga su ligera brisa haciendo que las flores se muevan graciosamente a su
voluntad.
Tomy voltea al espejo, no queda nada ya de aquella imagen frágil de su
niñez, de esa piel reseca y pálida, de esos ojos tristes que hace mucho no
derraman una lágrima. Tiene que agacharse un poco para poder ver el reflejo
de sus ojos, ahora su imagen completa no la puede recibir el espejo, estaba
bien cuando era niño, pero ya no. Tomy se ha convertido en un hombre, han
pasado quince años desde la partida de Darú. Una barba le tupe el rostro
cubriendo sus mejillas por completo, su espalda ancha y fuerte sostiene una
hermosa cabeza de la cual cae un puñado de cabellos castaños y brillantes.
Sostiene una taza de café entre sus manos mientras admira las flores de su
árbol como lo hiciera antes, como lo ha hecho siempre. Ahora está lleno de
ellas, lo han invadido felizmente hasta hacerlo parecer una nube de algodón.
Sin embargo, la flor sobre el muro reluce majestuosa entre las demás, no ha
perdido el maravilloso prisma que disfraza el blanco y resplandece bajo el
embrujo de los rayos lunares, los años le han dado aún mayor belleza.
Tomy es un pintor exitoso y reconocido, sus cuadros se cotizan tan alto
como las joyas que su abuelo convirtiera en arte, ha tomado en sus manos el
reconocimiento al que el viejo Posada se negara y lo disfruta por los dos. Su
estudio se ubica justo arriba de la joyería de su madre, en el centro capitalino,
en la calle Francisco I. Madero, muy cerca de la catedral metropolitana.
Todos los días pinta sin cesar, desde el alba hasta que las luces del
alumbrado público entran por los ventanales y su esposa Rosario pasa por él
para llegar juntos a casa, en el número treinta y dos de la calle de los cipreses.
Escucha a lo lejos, en el piso bajo, las risas de su madre y Rosario, los
pasos apresurados, pero ya más lentos de Eugenia, y a Emiliano jugando con
un pequeño niño.
Recuerda, mientras da sorbos a la taza, a su maestro de pintura y el milagro
que tocó su vida; a su abuelo y aquellas palabras consoladoras. Esboza una
sonrisa al recordarlos, “¿dónde estarán?”, -se pregunta pensativo, “¿existirá un
más allá en donde puedan encontrarse las personas que se aman?”, Tomy
confía en que sí. Voltea al cielo y observa la luna, quizá Darú y su abuelo lo
puedan ver también, sus ojos cristalinos fulguran reflejando el disco lunar a
través de las lágrimas contenidas que los inundan. Voltea de pronto al interior,
sobre la pared frente a su cama, el cuadro de los cinco hombres que
permaneciera en el sótano por tantos años pende entre las penumbras, Tomy
permanece extasiado, observándolo, los recuerdos llegan a su mente tan claros
como el primer día, inundándolo de una dicha que sólo él conoce.
En ese momento, un niño entra en la habitación.
- Papá, la abuela Berta y mamá preguntan si bajas a cenar.
- Voy –contesta Tomy.
El niño se dispone a salir.
- ¡Espera Sebastián!
- ¿Qué pasa papá? -responde el pequeño.
-¿Has hecho tus ejercicios de hoy?
-Sí papá, aunque ya se me acabó el tubo de pintura blanca, el blanco es un
color muy bonito ¿no lo crees así papá?, es el mejor de los colores.
Tomy lo observa con ternura.
- Sí Sebastián, es el mejor de los colores –dice sonriendo.
Después el niño baja apresurado seguido de Tomy, antes de salir observa
de nueva cuenta la habitación que permanece en penumbras, la ventana, y más
allá, el árbol.
Después sale cerrando la puerta.
La habitación queda en silencio. Sobre una esquina, justo al lado del
espejo, se ve un caballete con una pintura recién terminada: un árbol sobre un
muro húmedo, tupido de flores blancas. “El color blanco es el mejor de los
colores, ¿no lo crees así papá?”
En la esquina inferior derecha del lienzo recién terminado se lee lo
siguiente:
“FLORES Y VIDA”
Tomás Darú
México, septiembre de 1989

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