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Robert Louis Stevenson en Orión Literaria, suplemento de diario Despertar de Oaxaca, 12 de

mayo de 2018.

Hoy, en Orión Literaria, hablaremos sobre los escritos de Robert Louis Stevenson, escritor escocés
cuyo legado literario incluye crónicas de viaje y novelas de aventuras e históricas. Stevenson es
conocido mundialmente por títulos como La isla del tesoro y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr.
Hyde.

Introducción

Robert Louis Stevenson fue un escritor escoces cuya literatura es uno de los más claros ejemplos
de la novela—narración y el romance por excelencia.

Stevenson se licenció en derecho en la Universidad de Edimburgo, aunque nunca ejerció la


abogacía. En busca de un clima favorable para sus delicados pulmones, viajó continuamente, y sus
primeros libros son descripciones de algunos de estos viajes, por ejemplo, Viaje en burro por las
Cevennes.

En un desplazamiento a California conoció a Fanny Osbourne, con quien contrajo matrimonio en


1879. Por entonces se dio a conocer como novelista con La isla del tesoro (1883). Posteriormente
pasó una temporada en Suiza y en la Riviera francesa, antes de regresar al Reino Unido en 1884.

La estancia en su patria, que se prolongó hasta 1887, coincidió con la publicación de dos de sus
novelas de aventuras más populares, La flecha negra y Raptado, así como su relato El extraño caso
del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886), una obra maestra del terror fantástico.

En 1888 inició con su esposa un crucero por el sur del Pacífico que los condujo hasta las islas
Samoa, donde viviría venerado por los nativos hasta el día de su muerte. Entre sus últimas obras
están El señor de Ballantrae, El náufrago, Cariona y la novela póstuma e inacabada El dique de
Hermiston.

Su popularidad como escritor se basó fundamentalmente en los emocionantes argumentos de sus


novelas fantásticas y de aventuras, en las que siempre aparecen contrapuestos el bien y el mal, a
modo de alegoría moral que se sirve del misterio y la aventura.

Al menos dos de las grandes obras de Stevenson han sido llevadas al cine. El planeta del tesoro es
la más reciente versión en película animada de la obra La isla del tesoro. Por su parte, El extraño
caso del doctor Jekyll y el señor Hyde ha sido ha sido hecha película en múltiples versiones.

También la novela La flecha negra se ha filmado para el cine y la televisión en varias ocasiones. La
primera adaptación data de 1911, dirigida por Óscar Apfel. Entre los largometrajes y series,
destacan la dirigida en 1948 por Gordon Douglas y la versión televisiva de 1985, de John Hough y
con actores como Oliver Reed, Fernando Rey, Benedict Taylor o Georgia Slowe.

En la tumba de Stevenson, en una lejana isla de los mares del Sur a la que se retiró por motivos de
salud, figura grabado el apodo que le dieron los samoanos: Tusitala, que en español significa “El
contador de historias”.
El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde
(Fragmento)

Aquella noche, Mr. Utterson llegó a su casa de soltero sombrío y se sentó a la mesa sin gusto. Los
domingos, al acabar de cenar, tenía la costumbre de instalarse en un sillón junto al fuego y ante un
atril en que reposaba la obra de algún árido teólogo hasta que el reloj de la iglesia vecina daba las
doce, hora en que se iba a la cama tranquilo y agradecido.

Aquella noche, sin embargo, apenas levantados los manteles, tomó una vela y se dirigió a su
despacho. Una vez allí, abrió la caja fuerte, sacó del apartado más recóndito un sobre en el que se
leía «Testamento del Dr. Jekyll» y se sentó con el ceño fruncido a inspeccionar su contenido.

El testamento era ológrafo, pues Mr. Utterson, si bien se avino a hacerse cargo de él una vez
terminado, se había negado a prestar la menor ayuda en su confección.

El documento estipulaba no sólo que tras el fallecimiento de Henry Jekyll, doctor en Medicina y
miembro de la Royal Society, todo cuanto poseía fuera a parar a manos de su «amigo y
benefactor, Edward Hyde», sino también que, en el caso de «desaparición o ausencia inexplicable
del Dr. Jekyll durante un período de tiempo superior a los tres meses», el antedicho Edward Hyde
pasaría a disfrutar de todas las pertenencias de Henry Jekyll sin la menor dilación y libre de cargas
y obligaciones, excepción hecha del pago de sendas sumas de menor cuantía a los miembros de la
servidumbre del doctor.

El testamento venía constituyendo desde hacía tiempo una preocupación para Mr. Utterson. Le
molestaba no sólo en calidad de abogado, sino también como amante que era de todo lo cuerdo y
habitual por ser hombre para quien lo desusado equivalía, sin más a deshonroso. Y si hasta el
momento había sido la ignorancia de quién podía ser ese Mr. Hyde lo que provocara su enojo,
ahora, por un súbito capricho del destino, lo que sabía de él era precisamente la causa de su
indignación.

Malo era ya cuando aquel personaje no constituía sino un nombre del cual nada podía averiguar,
pero aún era peor ahora que ese nombre comenzaba a revestirse de atributos detestables. De la
neblina movediza e incorpórea que durante tanto tiempo había confundido su vista, saltaba de
pronto a primer plano la imagen concreta de un ser diabólico.

«Creí que era locura —se dijo mientras volvía a colocar en la caja el odioso documento—, y me
empiezo a temer que sea infamia.» Apagó la vela, se puso el abrigo y se dirigió a la plaza de
Cavendish, reducto de la medicina, donde su amigo, el famoso Dr. Lanyon, tenía su casa y recibía a
sus numerosos pacientes. «Si alguien sabe algo del asunto, tiene que ser Lanyon», había decidido.

El solemne mayordomo le conocía y le dio la bienvenida. Sin dilación le condujo a la puerta del
comedor, donde sentado a la mesa, solo y paladeando una copa de vino, se hallaba el Dr. Lanyon.
Era éste un hombre cordial, sano, vivaz, de semblante arrebolado, cabellos prematuramente
encanecidos y modales bulliciosos y decididos. Al ver a Mr. Utterson se levantó precipitadamente
de su asiento y salió a recibirle tendiéndole ambas manos. Su cordialidad podía resultar quizá un
poco teatral a primera vista, pero respondía a un auténtico afecto. Los dos hombres eran viejos
amigos, antiguos compañeros, tanto de colegio como de universidad, se respetaban tanto a sí
mismos como mutuamente y, lo que no siempre es consecuencia de lo anterior, gozaban el uno
con la compañía del otro.

La isla del tesoro

(Fragmento)

Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él
arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el
color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los
hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con
uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra
blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a
cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo le escucharía:

«Quince hombres en el cofre del muerto...

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»

con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante. Golpeó en la puerta
con un palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un
tono sin contemplaciones le pidió que le sirviera un vaso de ron.

Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los catadores, chascando la lengua, y sin
dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba
sobre la puerta de nuestra posada.

—Es una buena rada —dijo entonces—, y una taberna muy bien situada. ¿Viene mucha gente por
aquí, eh, compañero?

Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia.

— Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! —le gritó al hombre que
arrastraba las angarillas—. Atraca aquí y echa una mano para subir el cofre. Voy a hospedarme
unos días —continuó—.

— Soy hombre llano; ron; tocino y huevos es todo lo que quiero, y aquella roca de allá arriba, para
ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre? Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba,
perdona, camarada... —y arrojó tres o cuatro monedas de oro sobre el umbral—. Ya me avisaréis
cuando me haya. comido ese dinero —dijo con la misma voz con que podía mandar un barco.

Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones indignas, no tenía el aire de un simple
marinero, sino la de un piloto o un patrón, acostumbrado a ser obedecido o a castigar. El hombre
que había portado las angarillas nos dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia
delante del «Royal George» y que allí se había informado de las hosterías abiertas a lo largo de la
costa, y supongo que le dieron buenas referencias de la nuestra, sobre todo lo solitario de su
emplazamiento, y por eso la había preferido para instalarse. Fue lo que supimos de él.
Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día vagabundeaba en torno a la ensenada o por
los acantilados, con un catalejo de latón bajo el brazo; y la velada solía pasarla sentado en un
rincón junto al fuego, bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua.

La flecha negra
(Fragmento)

Sir Daniel Brackley y sus hombres pernoctaron aquella noche en Kettley, cómodamente alojados y
protegidos por una buena guardia. Pero el caballero de Tunstall era uno de esos hombres cuya
codicia es insaciable, y aun en aquel momento, a punto de meterse en una aventura que no sabía
si había de favorecerle o arruinarle, ya estaba en pie a la una de la madrugada dispuesto a
esquilmar a sus pobres vecinos.

Solía dedicarse al tráfico de herencias en litigio; su método consistía en comprar los derechos del
demandante que tuviese menos probabilidades de ganar y una vez hecho esto, valiéndose de la
influencia que los lores tenían con el rey, se procuraba injustas sentencias a su favor; o, si eso era
andarse con demasiados rodeos, se apoderaba del dominio en litigio por la fuerza de las armas,
confiando en su influencia y en las marrullerías de sir Oliver para burlar la ley y conservar lo que
había arrebatado. Kettley era uno de los lugares adquiridos por él de tal modo; recientemente
había caído en sus garras y todavía luchaba con la oposición de sus arrendatarios y de la opinión
pública.

Precisamente para imponer respeto y contener ese descontento acababa de llevar allí sus tropas.
vez me haya yo cobrado lo que pueda, seré generoso contigo y te perdonaré el resto.

—¡Ay de mí, señor! Eso no puede ser... porque no sé escribir —contestó Condall.

—¡Qué pena! —dijo el caballero—. Porque entonces la cosa no tiene remedio. Yo que hubiera
querido perdonarte, aun teniendo que violentar mi conciencia... Selden —añadió llamando a éste:
coge a este viejo bandido con cuidado, llévale junto al olmo más próximo y cuélgale con cariño del
pescuezo en sitio que yo pueda verle al pasar a caballo. Ve con Dios, pues, mi buen master
Condall, apreciado master Tyndall; a todo galope vas hacia el Paraíso... Que Dios te acompañe.

—No, mi muy querido señor —replicó Condall dibujando una forzada y obsequiosa sonrisa—. Si
tanto es vuestro empeño, haré cuanto pueda por complaceros y, aunque torpemente, ejecutaré
vuestro mandato.

—Amigo —ordenó sir Daniel—, ahora tendrás que firmar por cuarenta. ¡Vamos, pronto! Eres
demasiado — marrullero para no tener más que setenta chelines. Selden, cuida de que firme en
debida forma y ante los testigos necesarios.

Y sir Daniel, que era el más jocoso caballero de cuantos en Inglaterra pudieran hallarse, sorbió un
trago de tibia cerveza y, recostándose cómodamente en su asiento, sonrió satisfecho.

Entretanto, el muchacho que estaba tendido en el suelo comenzó a agitarse, y pronto se halló
sentado contemplando a los que le rodeaban con asustada expresión.
—¡Ven acá! —exclamó sir Daniel, y en tanto que el muchacho se levantaba y se le acercaba
pausadamente, se recostó de nuevo en su asiento, riendo a carcajadas—. ¡Por la santa cruz! ¡Vaya
un muchacho valiente!

Al mozalbete se le encendió el rostro de ira, y sus ojos negros relampaguearon con destellos de
odio. Al verle de pie, resultaba más difícil precisar su edad. La expresión de su semblante le hacía
parecer mayor; pero su rostro era fino y delicado como el de un niño, y, en cuanto al cuerpo, era
desusadamente esbelto y delgado y su porte algo desmañado.

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