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TIERRA DEL FUEGO LAS MALVINAS

CAlO 'lLAR

OCÉANO ATLÁNTICO

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ISLA SIDNEY

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DE OBRAS CONTEMPORANEAS
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
E. LUCAS BRIDGES

EL ÚLTIMO
CONFÍN DE LA
TIERRA

EM Ee E E D 1T o R E S, S. A.
Título del original inglés:
UTIERMOST PART OP THE EARTH

Traducción de
ELENA CRUZ DE SCHWELM

Queda hecho el depósito que previene la ley número 11.723.


Copyright by EMECÉ EDITORES, S. A. . Buenos Aires, 1952.
" ... y me seréis testigos en Jerusalén ...
y hasta el último confín de la tierra."
Hechos 1, versículo 8.
A MI QUERIDA ESPOSA

"y sobre las montañas y más lejos aún,


Más allá de sus purpúreas cimas,
Más allá de la noche, a lo largo del día,
Por el mundo entero, ella lo siguió."

TENNYSON.
PREFACIO
A LA EDICIÓN INGLESA

Landau, en su libro que lleva el modesto título: Sin Impor-


R OM
tancia, hace 1m atinado comentario sobre las dificultades que
acosan a quienes pretenden escribir autobiografías.

"Es muy común entre los mortales formarse un imaginario concepto


romántico de sí mismo; rara vez se consigue atravesar la corteza del propio
engaño. .. En los libros de carácter autobiográfico, alguna que otra pa-
labra de censura se compensa, generalmente, con páginas enteras de elogios,
disimulados con más o menos ingenio."

El fondo de verdad contenido en estas concisas observaciones ha


retardado mucho tiempo la redacción de mis memorias.
He intentado sinceramente reprimir todas las "opiniones román-
ticas sobre mí mismo", pero dudo mucho haberlo conseguido. Sin
embargo, en todos los otros aspectos éste es un relato veraz e im-
parcial de mi vida en la Tierra del Fuego.
Muchos de los detalles en los comienzos del libro están tomados
directamente del diario de mi padre. En cuanto al resto, cuando he
dudado acerca de algún punto he escrito a mi hermano o a mis
hermanas, que viven aún en la Tierra del Fuego, y mando ellos no
respondier011 a mi entera satisfacción, preferí, sin excepción, aban-
donar el asunto antes que recurrir a la imaginación o a recuerdos
dudosos.
Además de mi mujer, mi hija y otros miembros de la familia,
son acreedores a mi agradecimiento: Mr. Jan Bell y Mrs. W. H.
Mulville, por sus útiles indicaciones respecto a la composición; Mr.
A. A. Cameron, el coronel Carlos Wellington Furlong, y el señor
Director de la Biblioteca del Colegio Nacional de Bl/enos Aires, quie-
nes generosamente me permitieron reproducir stlS fotografías; el doctor
Armando Bralm Menéndez y MI'. W. S. Barciay, por J'tIS fotografías
y buenos consejos, y el tíltimo, pero 110 el menos importante, MI'.
Lawrence Smith, por haber corregido el manuscrito y ayudado en la
distribución de los capítulos.
12 PREFACIO

Si debo a todos estos b1lenos amigos mi personal agradecimiento,


el lect01' debe el S1lYo, muy especialmente, a MI', A. P. Tschiffely,
a1ltor e infatigable viajero, que se hizo célebre por Stl hazaña de
haber ido desde Buenos Aires htlúta Nueva York a caballo, sin perder
ningtma de S1lJ dos cabalgadttras.
En 1938, durante una corta visita que me hizo en mi refugio,
en medio de las montañas del sur de Chile, trató por todos los medios
de arrancarme la promesa de escribir estas memoritlú. Un año después,
en un almuerzo que él ofreció en el Savage Club de Londres, dió
c(Jn el punto flaco y, administrándome una fuerte dosis de adulación,
aprovechó la oporttmidad, antes que yo pudiera reaccionar, y me
obligó a prometer que este libro sería escrito, Helo aquí.
Cuando lo terminé, el señor Tschiffely leyó mi manuscrito e hizo
atinadas sugestiones para que mi pesado material de trabajo tuviera
tina extensión moderada. Si bien debemos estar agradecidos a este
caballer(J P(Jf haber abreviado mi larga historia, a él incumbe, en
gran parte, la responsabilidad de que haya sido escrita.

*
Al año siguiente, en 1946, llevé mi manuscrito a Londres, y los
conocidos publicistas i11gleses Hodder and Stoughton, de esa ciudad, se
interesaron vivamente en mi relato. Encontraron, sin embargo, que
en mi obra faltaba cohesión, y que, igual a J1I tierra de origen, estaha
entrecruzada por barrancas escarpadas, dificultada por enmarañadas
malezas y pantanos.
MI'. Clifford Witting, uno de sus asesores literarios, también apro-
bó la obra; aseguró que los obstáculos podían ser franqueados y
que debería abrirse un claro sendero, en medio de esta maleza, a fin
de que aun un extraño pudiese avanzar por él.
Mi gran preocupación era que el valor histórico de mi relato no
r~sulta:e alterado, y que el libro en J1I totalidad fuese mi propia
hrstorra, relatada a mi modo; accedí a esa revisión, ttnicamente con
la co~dición de que si yo fuese llamado al otro mundo antes de que
termrnaran con ella, el resto que quedara sin I'evisar debería ser pu-
blrcado tal cual yo lo había escrito.
Me complace manifestar que me ha sido dado revisar mi obra
hasta su completo final, y estoy convencido de que el libro, tal Ctlal
lo presento ah(Jfa, es mejor; J1I lectura resultará más amena, más fácil
para aquellos que no conocen este pueblo y esta tierra de los Ctlales
me OCtlpo.
PREFACIO

Me vi acosado por centenares de preguntas que me llegaron por


vía aérea; una vez más me felicité por no haber inventado fábulas,
pues en ese caso) inevitablemente, hubiese sido sorprendido en mi
falta de veracidad. Con las contestaciones que di a Mr. Witting,
éste ha sabido sortear los obstáculos y abrir un claro sendero en medio
de la maleza; estoy seguro que muchos de los que seguirán hasta
el final este largo camino aceptarán, gustosos, compartir conmigo
mi caluroso agradecimiento por el laudable esfuerzo por él realiztrdo.

E. LUCAS BRIDGES.

Buenos Aires, agosto de 1941.


PRÓLOGO
1871

L 27 de septiembre de 1871, ya muy entrada la tarde, el Al/en


E Gardiner, goleta de ochenta y ocho toneladas de desplazamien-
to. ancló en la ensenada de Banner, en la costa norte de la isla de
Picton, próxima a la entrada oriental del canal de Beagle, en Tierra
del Fuego.
La isla de Garden, con sus dos montañas cubiertas de bosques y
unidas por un istmo verde, atraviesa la entrada cerrando la bahía.
Después de haber navegado desde las islas Malvinas hasta las cerca-
nías de Ushuaia la tripulación bajó para disfrutar de un bien mere-
cido descanso. Dos de los tres pasajeros de a bordo, un hombre y una
mujer, salieron de su camarote y permanecieron de pie, silenciosos,
sobre la cubierta abandonada.
Tendrían alrededor de veintiocho años. La mujer era rubia, de ojos
azules grisáceos, de complexión mediana y un metro sesenta de esta-
tura. Con todas las penurias del largo viaje, sus saludables colores
de niña criada en las huertas del condado de Devon habían desapare-
cido pero, a pesar de su palidez, su rostro irradiaba una luz suave
que ni los sufrimientos ni la edad podrían extinguir jamás.
El hombre en quien se apoyaba, pues estaba tan debilitada que
apenas podía tenerse en pie, sobrepasaba en diez centímetros su esta-
tura; era delgado, erguido y de nombras recios. Cada rasgo de su
fisonomía revelaba firmeza e ·inspiraba confianza. El rostro alargado,
de cutis claro, estaba iluminado por bondadosos ojos oscuros. El pelo
era negro azabache, lo mismo que la barba y el bigote, debajo del
cual se afirmaba una boca resuelta. Su voz era vehemente, y sus ade-
manes dinámicos, hasta en los menores movimientos. En un hombre
así podía apoyarse confiadamente una mujer.
Abajo en el camarote, dormía el tercer pasajero de a bordo: la
hijita de ambos, de nueve meses de edad.
En esa hora crespuscular la costa parecía cercar la nave andada, y
las montañas circundantes, cubiertas de oscuros bosques siempre verdes,
rodeaban el barco y se reflejaban en las aguas tranquilas, que pare-
PRÓLOGO

cían tan sólidas como un oscuro espejo de metal. El cielo cubierto


presagiaba una nevada, y la calma tenía algo de irreal después del es-
trépito de las últimas semanas. .
Tras un rato de contemplación, y saturada de las maravúlas de aquel
cuadro impresionante, la mujer alzó la mirada hacia su compañero y
le dijo dulcemente:
-Querido mío, me has traído a este país, y aquí debo quedarme.
Jamás podré volver a atravesar ese mar.

El la había traído desde Inglaterra; se habían conocido en Bristol,


dos años atrás, en 1869, en una reunión de maestros de escuela. El
le había contado que a la edad de trece años había visitado las islas
Malvinas junto con un grupo de misioneros; cómo había vivido doce
años en esas apartadas regiones, y hecho repetidos viajes a Tierra del
Fuego. En esa y en otras oportunidades le había hablado de los ya-
ganes, los indios de las canoas de Tierra del Fuego, los más australes
habitantes del mundo; del clima desagradable, de las largas y melan-
cólicas noches de invierno, de la soledad que aísla completamente
del resto del mundo, mediante leguas y leguas de tierras infranquea-
bles que separan al hombre del núcleo civilizado más próximo: el
presidio chileno de Punta Arenas, nada menos, en la costa norte del
estrecho de Magallanes. En aquella región desolada y salvaje no había
médicos ni policía, ni gobierno alguno; y en lugar de vecinos pací-
ficos, se estaba rodeado por tribus sin ley, disciplina ni religión, a
merced de las cuales se vivía.
Tal el país donde él se proponía establecerse y donde no mucho
después, renunciando a todo auxilio del mundo exterior, viviendo
solos y desamparados, se verían obligados a extraer el sustento de su
dura tierra. Era una vida difícil la que le proponía compartir con él;
y ella, pequeña y dulce, con la dignidad de una reina y el espíritu de
una Florence Nightingale, la aceptó sin titubear.
Se casaron cinco semanas después de aquel venturoso encuentro en
Bristol; y a los dos días estaban a bordo del Onega, con destino al
futuro hogar, en el confín del mundo.
Tres semanas después de su salida de Inglaterra anclaron en el
magnífico puerto de Río de Janeiro, desde donde transbordaron al
Amo, un gran barco a paletas. Habían soportado muy mal tiempo,
pero al cabo de cinco días llegaron a Montevideo; allí tuvieron la
PRÓLOGO 17

fortuna de encontrar otro barco, el Normanby, en el que efectuaron


la travesía de doce días hasta Puerto Stanley, capital de las islas Mal-
vinas. La joven esposa había permanecido veintidós meses en las
Malvinas mientras su marido realizaba frecuentes viajes a la Tierra del
Fuego. En Stanley nació María, su primera hijita.
El 17 de agosto de 1871 emprendieron la última etapa del largo
viaje que los separaba de Inglaterra; debían atravesar unos cuantos
cientos de millas hasta llegar a shuaia, su futuro hogar. El viaje
desde las Malvinas hasta Tierra del Fuego era siempre penoso, pero
éste fué peor que otros. El Al/en Gard;ner necesitó cuarenta y un
días para esta travesía, debido a una serie de tormentas o, más bien
a un huracán excepcionalmente violento apenas interrumpido por
breves calmas, de las que resurgía con más fuerza para renovar el
ataque. En la mañana del noveno día de navegación divisaron el cabo
San Diego, extremo oriental de la isla principal de Tierra del Fuego,
donde empezaron realmente sus vicisitudes. El pequeño navío había
ganado dos veces el estrecho de Lemaire y otras tantas había sido re-
chazado por el temporal. Muchos han oído o leído sobre los típicos
huracanes que barren los mares en la zona del. cabo de Hornos, pero
pocos han pasado el estrecho de Lemaire cuatro veces en menos de un
mes en tales circunstancias. Es difícil describir las olas convertidas en
montañas de agua, que se hacen aún más empinadas en aquellos estre-
chos por sus "mareas rompientes", de triste fama; o las noches ca-
peando, con las escotillas cerradas, cuando el agua baña la cubierta
o golpea contra el casco, entre el crujido del maderamen y de los más-
tiles acompañado del rugir del huracán en las jarcias, y del esporádi-
co restallar de las velas de tormenta, estrepitosamente sacudidas por
el viento.
El diario de George Anson, comandante en jefe de una escuadra
de barcos de Su Majestad Británica, que hizo una expedición a los mares
del Sur, da una idea de éstos. El 7 de marzo de 1741, Anson escribe:

"Desde la tempestad que se inició antes de abandonar el estrecho de


Lemaire, tuvimos una sucesión continua de tormentas que dejó asombrados
a los más antiguos y veteranos marineros de a bordo, y los obligó a
confesar que lo que hasta entonces habían llamado tempestades eran ven-
tarrones sin importancia comparados con la violencia de estos vientos, que
levantaban un oleaje tan corto y al mismo tiempo tan formidable, que resul-
taba más peligroso que el de todos los mares recorridos en otras partes
del globo. No sin razón este inusitado aspecto nos llenaba de terror; pues
habría bastado que una sola de estas olas hubiese roto sobre nosotros para
que hubiéramos ido, con toda probabilidad, a parar al fondo del mar."
18 PRÓLOGO

Aoson presenció esta tormenta desde la cubierta de un barco de mil


toneladas, mientras que el Al/en Gardiner, en el que mis padres so-
portaron un huracán parecido, era un barco pequeñito de ochenta y
ocho toneladas, que pasó a través de igual torbellino de viento yagua.
Hubo un momento en que la preciosa niña se asustó sobremanera,
al ser arrojada de su hamaca por una violenta sacudida y golpeada
contra la reja del camarote. A consecuencia de este accidente resultó
magullada.
Se internaron eventualmente en el relativo refugio de la bahía
de Buen Suceso, donde el Gardiner echó andas durante dos días y
dos noches. Por fin, tentada por una brisa regular, la goleta se hizo
a la mar, pero el viento había cesado, y el pequeño barco navegó a
merced de las olas y de la marea por más de cincuenta millas en di-
rección al Este. Afortunadamente, estaban despejadas las rocas del
cabo San Juan, en el extremo de las islas de los Estados, cuando una
ráfaga septentrional vino por fin a salvarlos, y navegaron hacia el
Oeste, costeando la parte sur de esta isla escarpada y dejando atrás
unas doce millas el cabo San Bartolomé; luego la bahía Española,
ahora conocida como bahía de Aguirre, y la bahía de Sloggett, donde
con tiempo mejor y al abrigo de las islas Nueva y Lennox el oleaje
marino fué cediendo, hasta que, por fin, reinó la calma al acercarse a
la isla de Pidon.
Así fué cómo, tres años antes de mi nacimiento, mis padres, Tomás
y María Bridges, con mi hermana María, arribaron a Tierra del Fuego.
1
USHUAIA
1826 - 1887
,
CAPITULO PRIMERO
EL "BEAGLE" VISITA LA TIERRA DEL FUEGO. JIMMY BUTTON, YORK
MINSTER Y FUEGIA BASKET REALIZAN UN VIAJE A INGLATERRA. RI-
CHARD MATTHEWS DESEMBARCA EN WULAIA. FRACASA EN SU OBRA
Y REGRESA EN EL "BEAGLE". ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE
EL CANIBALISMO.

J.

N 1826, ochenta y cinco años después del viaje de Anson a la


E
200
Tierra del Fuego, el barco de Su Majestad Británica Beagle, de
toneladas de carga, bajo el mando del capitán (más adelante vice
almirante) Roberto Fitzroy, fué enviado por el Almirantazgo junto
con otros tres buques, a estudiar el mar del Sur y en particular a trazar
un mapa hidrográfico de las intrincadas y poco conocidas costas meri-
dionales de la América del Sur.
Durante los cuatro años subsiguientes esta expedición realizó una
obra magnífica; muchos de los canales entonces descubiertos llevan hoy
todavía los nombres de algunos miembros de su tripulación o de héroes
nacionales británicos.
En cierta ocasión, durante esos años, el Beagle ancló en una bahía
abierta en la costa sudeste de la Tierra del Fuego, frente a un elevado
promontorio y a una isla de unos nueve kilómetros de ancho, que le
ofrecía protección contra el viento. Dieron a esa isla el nombre de
Lennox, llamaron Goree Roads al sitio donde anclaron y enviaron
cuatro botes en dirección Norte para explorar lo que aparentaba ser
una bahía circundada al Oeste por un grupo de montañas.
Pasaron varios días, y el capitán Fitzroy aguardaba intranquilo el re-
greso de los botes, cuando éstos fueron avistados por el Sudoeste. Lo
que ellos habían supuesto una bahía resultó ser un magnífico canal
cuyo ancho variaba entre tres y seis kilómetros y que corría paralelo
al estrecho de MagaIlanes entre una hilera de montañas orientadas de
Este a Oeste. Habían navegado por este canal hacia el Oeste y después
de haber recorrido alrededor de cuarenta millas, al observar la co-
rriente, creyeron que el canal, que corría entre ventisqueros montaño-
sos, estaba bloqueado completamente a unas treinta millas de distancia.
Se disponían ya a regresar, cuando divisaron un angosto y profundo
22 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

desfiladero por donde se podía llegar al océano Sur, y así alcanzar el


barco en Goree Roads atravesando la bahía de Nassau. Dieron el nom-
bre de Beagle al canal descubierto y llamaron desfiladero de Murray
al pasaje, en homenaje al teniente Murray, que estaba al mando de
los botes de la expedición. A la isla que habían circunnavegado la lla-
maron isla de Navarino. Habían visto en este recorrido a muchos in-
dígenas en canoas hechas de cortezas de árboles, pero no habían dis-
parado sus fusiles sino cuando temieron ser atacados.
El Beagle prosiguió su navegación hacia otros rumbos, pero antes
de regresar a Inglaterra volvió a surcar aguas fueguinas, esta vez más
hacia el Oeste.
Se decidió hacer otro corto viaje de exploración; algunos hombres
de la tripulación fueron enviados en un bote ballenero, pero perdieron,
no se sabe cómo, su embarcación y regresaron en una especie de balsa.
Culparon a los indígenas de aquella pérdida. Hay motivos para dudar
de la veracidad de este relato, pero Fitzroy parece haber creído en él,
quizá porque le agradara haber hallado, en favor de los tripulantes,
una excusa para llevar a bordo como rehenes, a cuatro jóvenes fueguinos
que casualmente se encontraban allí.
El bote de marras no fué devuelto, y este buen hombre se llevó a
los fueguinos a Inglaterra, con la laudable intención de inducirles, y
por medio de ellos a su pueblo, a una vida mejor y más feliz.
Existe una costumbre en casi todo el mundo según la cual, cuando
los bombres blancos hacen bautizar a los indígenas, eligen para ellos
los nombres más fantásticos. Al más inteligente de este grupo se le
llamó Boat Memory (Recuerdo del Bote); los otros eran un muchacho
de unos veinte años, fornido, bien formado, pero de aspecto sombrío,
a quien se le llamó York Minster (Monasterio de York), nombre de
una isla próxima al cabo de Hornos; una niñita de nueve años, de ex-
presión sonriente, Fuegia Basket (Cesta Fueguina), y a un muchacho
como de cinco años mayor que ella, Jimmy Button. Se dice que este
último fué comprado a sus padres a cambio de un botón, un cuento
ridículo, pues ningún indio habría vendido a su hijo ni por el mismo
Beagle con todo lo que contenía a bordo.
Al llegar a Inglaterra, Boat Memory enfermó y fué internado en
el Hospital Naval, donde murió de viruela. Los otros fueron vacunados
y se. les llevó a vivir a Walthamstow, cerca de Londres, a la casa del
c1éngo, ~everendo Guiller~o Wilson, donde fueron alojados a expen-
sas de Fltzroy. Se les envIó al colegio y les enseñaron artes prácticas
manuales, tales como carpintería y jardinería. Los fueguinos más jó-
USHUAIA

venes se adaptaron con gusto y facilidad a su nueva vida, pero York


Minster permaneció hosco y taciturno.
Alrededor de nueve meses después de la llegada de Fitzroy con sus
tres protegidos, le fué notificado a aquél que debía comparecer con
ellos en el Palacio de Saint James ante el rey Guillermo IV. En In-
glaterra se había corrido la voz de que estos jóvenes eran caníbales y
se comentaban con lujo de det¡¡¡lles las horribles orgías en las que habían
participado. Se decía que vivían casi desnudos, en miserables canoas
hechas de corteza de árboles, que se alimentaban de focas, pájaros y
pescados cuando no se comían unos a otros. Ahora, sin embargo, se les
iba a convertir al cristianismo bajo la vigilante dirección del reverendo
Wilson y se tenía la esperanza de que, a su debido tiempo, llevarían
a sus salvajes compatriotas las luces del Evangelio y algunas de las
comodidades que proporciona la civilización. Los fueguinos, bien asea-
dos y correctamente vestidos, se disponían pues a comparecer ante el
rey en las habitaciones privadas de Su Majestad. No cabe duda de que
su comportamiento fuéde lo más correcto. La reina Adelaida estuvo
también presente en esta reunión, y los aborígenes, especialmente la
pequeña Fuegia Basket, fueron agasajados tanto por el rey como por
la reina. El primero hizo muchas preguntas y se interesó vivamente
por todo lo que contó Fitzroy sobre los indios y su país de origen.
Antes que se retirasen, la reina Adelaida se despojó de su propia cofia
de encaje y la colocó sobre la cabeza de Fuegia Basket, mientras que
el rey le deslizaba uno de sus anillos en el dedo, además de regalarle
una suma de dinero para comprar un ajuar. ¡Cuántas encumbradas se-
ñoras que deseaban ser presentadas en la corte habrían envidiado el
honor concedido a esta niña fueguina!
Dos años han pasado desde el día en que estos jóvenes fueron indu-
cidos a embarcarse, en los canales fueguinos, a bordo del Beagle;
ahora los encontramos sobre la cubierta del mismo barco, al salir de
Inglaterra, con rumbo a su tierra natal, siempre bajo el mando de
Fitzroy, su generoso bienhechor. La buena gente de Walthamstow,
donde vivieron más de un año, había organizado una colecta y reunido
toda clase de cosas; ropas, herramientas, utensilios, provisiones, semi-
llas¡ y hasta libros, platos y fuentes. A bordo viajaban distinguidos pa-
sajeros, entre ellos Carlos Darwin, el naturalista; y también el joven
catequista Ricardo Mathews, recomendado por el reverendo Guillermo
Wilson, en cuya casa se habían hospedado los indios. Lo enviaba la
S?ciedad de la Iglesia Misionera con el objeto de proseguir la instruc-
CIón de los fueguinos durante el viaje, y se abrigaba la esperanza de
que pudiera quedar en la Tierra del Fuego y llegar a catequizar a otros
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
24
de la tribu con la ayuda de sus discípulos. Pasó más de un año antes
que el barco llegase a destino, a causa de ciertos estu?ios hidro~ráficos
que debían efectuarse; el catequista tuvo, pues, amplIa oportunIdad de
llevar a cabo su obra antes de llegar a los canales fueguinos.
El Beagle volvió a anclar en Goree Roads, y Fitzroy, Darwin, Ma-
thews y los jóvenes fueguinos se embarcaron en tres botes. Las mer-
caderías que les habían sido regaladas en Inglaterra, fueron cargadas en
una pinaza. Los viajeros entraron por e! canal de Beagle, lo remonta-
ron hasta los desfiladeros de Murray y, después de atravesarlos llega-
ron a Wulaia, en la costa oeste de la isla Navarino.
Luego descargaron los botes en una ensenada convenientemente
protegida; cavaron y sembraron la tierra para formar una huerta, y
construyeron tres chozas: una para Mathews, otra para Button y una
tercera para York Minster y Fuegia Basket, quienes se casaron poco
después de desembarcar. i Qué original debió de ser esta ceremonia
nupcial bendecida por el buen Mathews!
Cientos de fueguinos llegaron de todas partes en sus canoas y ob-
servaron con curiosidad las extrañas acciones de los hombres blancos.
Fitzroy y sus compañeros creían que e! encuentro entre los indíge-
nas y los tres que habían estado ausentes tanto tiempo sería muy in-
teresante, pero se vieron defraudados. No hubo ninguna manifesta-
ción de placer o de sorpresa; antes bien reinó una fría indiferencia.
Muchos de los fueguinos se retiraron una vez satisfecha su curiosidad.
Fitzroy, luego de hacer cuanto estaba en su mano para dar cierta
comodidad a Mathews y a sus tres acólitos, los dejó librados a su
propia suerte y regresó al Beagle. Pronto, sin embargo, empezó a
temer por la suerte de! solitario Mathews y decidió volver para saber
cómo se encontraba. Su ansiedad se transformó en temor al ver pasar
en canoas a algunos indígenas adornados con vestimentas europeas.
Al llegar, encontró a Mathews con vida, pero fuera de sí. El cate-
quista dijo que desde e! momento en que se alejaron los botes, los
indios no le dejaron descansar ni de día ni de noche con sus incesantes
peticiones. Como no accediera a ellas, lo amenazaron y maltrataron
apedreándole, tirándole de la barba, y arrebatándole finalmente los
efectos qu.e tanto codiciaban, pese 3. las protestas de los tres discípu-
los: Fuegla Basket, York Minster y Jimmy Button. Mathews rogó
qu~ le l!evara~ de vuelta, pues tenía la certeza de que si se quedaba
alh, sena asesInado y devorado por los salvajes. Decidióse entonces
repartir .las mercade:ías entre los tres convertidos, con lo que se puso
p.unto fInal. a la pnmera tentativa realizada para mejorar las condi-
CIones de VIda de los indios fueguinos.
USHUAIA

Quince meses después, antes de zarpar definitivamente para Ingla-


terra, Fitzroy volvió en el Beagle y ancló en Wulaia. El lugar estaba
desierto, pero esa misma tarde empezaron a llegar en gran número
canoas con indios. Uno de eLlos de aspecto salvaje, con pelo largo y
descuidado y sin otra vestimenta que un trozo de piel arrollado a la
cintura, los saludó militarmente. Era Jimmy Button, quien a pesar
de haber vivido más de tres años entre hombres civilizados, había
retornado a su estado natural.
No obstante su repugnante apariencia le hicieron subir a bordo, y
una vez que se hubo lavado, y vestido como marinero, fué llevado a
almorzar con Fitzroy y sus oficiales. Atrajo la atención la forma co-
rrecta en que usaba el cuchillo, el tenedor y la cuchara. Button contó
que York Minster había construído una canoa de gran tamaño. Bien
pronto descubrió Jimmy el porqué de aquellas excepcionales dimen-
siones: una noche con la ayuda de la fiel Fuegia Basket, York había
cargado en la canoa cuanto quedaba de las mercaderías que poseían
en sociedad, escapándose y dejándole a él, sólo con la escasa vesti-
menta que l.levaba puesta.
Con lo que Fitzroy había visto antes y con lo que oía ahora, tenía
motivos suficientes para convencerse de que era inútil intentar civili-
zar a aquella gente. Si hubiera podido prever lo que ocurriría veinti-
cinco años después y hubiese visto a su visitante, instigar, en aquel
mismo lugar, a la matanza de confiados e indefensos misioneros
mientras éstos celebraban ¡Jos oficios religiosos, su convicción se habría
visto plenamente confirmada.
Es grato, sin embargo, recordar que Button obsequió a Fitzroy, con
una lanza, un arco y flechas; y que a otros dos de sus buenos amigos
les regaló sendas pieles de nutria.
Una vez terminado el almuerzo, Jimmy bajó a tierra y el barco
levó anolas; sus tripulantes vieron, al alejarse, una gran fogata, que
Jimmy había encendido en la orilla y la interpretaron como señal
amistosa de despedida.

Estos jóvenes yaganes que vivieron entre ingleses durante más de


tres años, pasaron la mitad de ese tiempo a bordo, logrando conven-
cer a Fitzroy y a los otros tripulantes de que los indios eran caníba-
les. Hasta ese investigador de la verdad que fué Carlos Darwin, y
q~~ estuvo durante los doce meses de viaje a bordo del Beagle, con-
vIvIendo con los fueguinos, aceptó esas especies como veraces. Nos-
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

otros, que hemos vivido largos años en contact~ diar~~ con l~s ~bo­
rígenes. sólo podemos explicarnos esta burda equlvocaClon del slgwen-
te modo: suponemos que York Minster y Jimmy Button, al ser inte-
rrogados, no se preocupaban lo ~~ mínimo en co~testar la verdad;
sólo les importaba dar la contestaCl.on. que l~s ,FareCla q~e s: espera-
ba de ellos. Al principio, su conOCImIento 11ffiltado del Ingles no les
permitía dar explicaciones, ~ bie~ se sabe, qU 7 e~ mucho m~~ fácil
contestar sí que no. Los test1ffiomos que se atrIbUlan a estos Jovenes
y a la pequeña Fuegia Basket no eran más que respuestas afirmativas
a las sugestiones de quienes los interrogaban. Así, es fácil imaginar
su sorpresa, por ejemplo, ante preguntas tan ridículas como ésta:
-¿Matan ustedes hombres y se los comen después?
Pero cuando, al repetírseles la pregunta, captaban al fin su significa-
do y comprendían la contestación que se esperaba de ellos, no hay
duda de que asentían.
Y al proseguir con las preguntas:
-¿Qué clase de gente comen ustedes?
Ninguna respuesta.
-¿Comen ustedes gente mala?
-Sí.
-¿Qué hacen cuando no hay gente mala?
Ninguna respuesta.
-¿Se comen ustedes a sus ancianas?
-Sí.
Una vez empezado este juego y habiendo mejorado sus conoci-
mientos del inglés, es fácil imaginar el placer que sentirían estos mu-
chachos irresponsables al ver el crédito que merecían sus patrañas.
Alentados por Ilos oyentes, que tomaban nota de estos relatos, los
fueguinos siguieron inventando. Nos han contado que describían con
lujo de detalles cómo se comían a sus enemigos muertos en el campo
de batalla, y cómo llegaban a devorar a las ancianas a falta de otras
víctimas. Cuando se les preguntaba si comían a los perros cuando
tenían hambre contestaban negativamente, pues los perros eran útiles
para cazar nutrias, mientras que las ancianas no servían para nada.
Según ellos se mantenía a las ancianas en un humo espeso, hasta que
morían asfixiadas. Aseguraban que de esa manera la carne era muy
sabrosa.
Una vez aceptadas estas deliciosas ficciones, ningún intento de ne-
gativa podría ya desvanecerlas, pues sería atribuído a una creciente
::pugnancia a con~esar los horrores en otro tiempo admitidos. Los
Jovenes relatores dIeron rienda suelta a su imaginación, rivalizando
USHUAIA 27

para ver cuál contaba el cuento más fantástico, halagados, además,


por la admiración que suscitab~n en sus c~mpa?e~os. . .,
La creencia de que eran cambales no fue la umca eqUlvocaClon de
Carlos Darwin con respecto a los fueguinos. Al escuchar sus conver-
saciones le impresionó la constante repetición de las mismas frases
y llegó a la conclusión de que su idioma no podía abarcar más de un
centenar de palabras. Nosotros, que lo hemos hablado desde niños,
sabemos que esta lengua, dentro de sus propios límites, es infinita-
mente más rka y expresiva que el inglés o el español. El "Dicciona-
rio Yagán o Yamana-Inglés", escrito por mi padre, y al que me re-
feriré más adelante, contiene no menos de treinta y dos mil palabras
e inflexiones, que podrían haber sido considerablemente aumentadas
sin apartarse del idioma correcto. 1
Darwin, al observar la pobreza y suciedad de esta gente, pensó que
si no constituían el eslabón perdido que buscaba no podían estar
muy alejados de él. Los fueguinos, sin embargo, cumplían muy estric-
tamente ciertas prácticas sociales y, aunque el robo y la mentira eran
moneda corriente, se consideraba como una ofensa mortal culpar
a alguien de mentiroso, ladrón o asesino. .
Desde que Darwin y Fitzroy sostuvieron el caniba/lismo de aque-
Llos indígenas otros han abundado en la misma teoría. Es probable,
por ejemplo, que al descubrir un pueblecito desierto se encontraran
restos de una gran hoguera y se hallaran entre las cenizas huesos
humanos carbonizados, llIlgunos de ellos carcomidos. ¿No constituía
eso la mejor prueba de que eran caníbales? Sin embargo, la explica-
ción puede ser otra: supongamos que un indio haya muerto en invier-
no, cuando la tierra está endurecida como roca, por la helada; por
este motivo y careciendo de herramientas, les fué imposible a sus
amigos cavar una fosa. Tampoco arrojarían el cadáver al mar, sobre
todo si eran yaganes que se alimentaban de pescado. Seguramente los

1 Los yaganes tenían por lo menos cinco palabras para el vocablo "nieve"; para
"play~" t~nían más aún; la elección del vocablo dependía de varios factores, ya sea
la ublCaclón de la playa con relación al que hablaba, o al hecho de haber tierra
o agua entre el mismo y la playa o la orientación de ésta. Las mismas palabras va-
riaban de significado de acuerdo al sitio; así, una palabra empleada estando en una
car:oa tenía distinto significado que cuando se pronunciaba para describir el mismo
obJe:o e~tando la persona en tierra. Otras variantes se introdujeron de acuerdo a
la dIrecCión del compás del interlocutor y según éste estuviera en tierra o sobre el
agua. Pa.ra ;xpresar relaciones de familia, a veces tan distintas que en idioma inglés
se necesItarla toda. una frase para explicarlas, los yaganes tenían por lo menos cin-
~uenta palabras diÍerentes, cada una destacando alguna particularidad y a menudo
ImplICando parentesco. Entre las distintas acepciones del verbo ··picar" tenían un
solo vocablo que expresaba "encontrarse sorpresivamente con una substancia dura al
comer algo blando", ej.: una perla en la ostra.
28 EL ÓLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

indios encendieron un gran fuego y quemaron el cadáver dentro de


la misma choza. Luego abandonaron el lugar y evitaron acercarse allí
durante el mayor tiempo posible, no por temor a los fantasmas, sino
por no recordar el triste acontecimiento. Luego, los zorros pueden
haber roído los huesos.
Los parientes y amigos detestan que se les recuerde en modo algu-
no a sus muertos. Al llegar a un campamento después de una larga
ausencia, se debe tener sumo cuidado de no preguntar por ninguno
que no esté presente, pues en el caso de que hubiera muerto, sus
deudos se considerarían gravemente ofendidos.
Cuenta mi padre en su diario que en épocas de hambre, cuando era
imposible pescar debido al prolongado mal tiempo, ha visto comer
a los indios guascas o cueros de mocasines, con los que los hombres
se abrigan a veces en invierno, pero que nadie propuso nunca comer
carne humana. Hasta rechazaban la idea de comer carne de zorro o
de buitre. Hubieran censurado severamente a cualquiera que aguijo-
neado por el hambre hubiera comido un buitre por más sabroso y
bien asadita que estuviera. Alegaban que el buitre podía alguna vez
haber comido carne humana. Se indignaban más aún, como yo mismo
10 he comprobado, si alguno los convidaba a compartir 10 que ellos
consideraban un repugnante festín. Por el mismo motivo rehusaban
comer carne de zorro, aunque después se comprobó que otra tribu,
la ona, consideraba un buen zorro como manjar de lujo.
Es interesante consignar cuántos nombres han surgido a raíz de
equivocaciones y han quedado para siempre porque fueron inscriptos
en los mapas del Almirantazgo.
Recientes historiadores hablan de un lugar llamado Yaoppoh y de
la gente de ese pueblo. No existen tal lugar ni tal pueblo; esta pa-
labra no es más que la corrupción de un vocablo fueguino iapooh, que
quiere decir nutria. Sin duda, el capitán Fitzroy, señalando una costa
distante habrá preguntado cómo se llamaba, y los yaganes, con su
mirada penetrante, al divisar una nutria, habrán contestado: ;apooh.
En todos los mapas de este país, tanto españoles como ingleses, fi-
gura el'nombre de Teken;ka para cierta ensenada de la isla de Hoste.
Los indios no tienen tal nombre para ése ni para otro lugar. Esa pala-
bra significa en su idioma: difícil de ver o entender. Sin duda, la
bahía fué señalada a un indio, y cuando le preguntaron cómo se lla-
maba CO?testó: "teke unekd', que significa: no comprendo lo que
u: ted qUIere d~cir. Y así fué inscripto el nombre Tekenika. Se podrían
CItar muchos ejemplos de esta naturaleza, pero bastará con éstos.
,
CAPITULO 11
LA DESASTROSA EXPEDICIÓN DEL CAPITÁN ALLEN GARDINER. MI
PADRE VISITA LA ISLA KEPPEL O LAS MALVINAS A LA EDAD DE TRE-
CE AÑOS. LA MATANZA DE WULAlA. MI PADRE TOMA A SU CARGO
LA MISIÓN HASTA LA LLEGADA DEL NUEVO DIRECTOR, EL REVEREN-
DO WHAIT H. STIRLlNG. MI PADRE Y EL SEÑOR STIRLING REALIZAN SU
PRIMERA VISITA A LA TIERRA DEL FUEGO. EL ESTABLECIMIENTO EN
LAIWAlA. SE DECIDE ORGANIZAR UN ESTABLECIMIENTO EN USHUAIA.
STIRLlNG VNE SOLO EN USHUAlA DURANTE SEIS MESES. LUEGO VUEL-
VE A INGLATERRA. LLEGADA DE MIS PADRES A LAS MALVINAS. NAO-
MIENTO DE MI HERMANA MARÍA.

capitán ABen Gardiner, de la Marina Real Inglesa, había teni-


E
L
do ocasión de conocer muchas tribus bárbaras durante sus viajes
a los más apartados rincones del Imperio. Era un hombre recio, de
porte atlético, que gozaba de gran popularidad en la marina. Siempre
había sido ferviente cristiano; en el año 1834, cuando tenía cuarenta
años, perdió a su mujer y decidió entonces retirarse de la Armada para
predicar el Evangelio a los paganos.
Su vida nos demuestra que era un hombre capaz de sufrir animo-
samente el martirio, . tan inquebrantable era su fe. Sin embargo, a
pesar o, tal vez, a causa de sus elevados ideales y de sus prendas mo-
rales careció de ese sentido común que es frecuente encontrar en seres
menos dotados. En busca de un campo propicio a sus actividades
estuvo en Zululandia, Nueva Guinea y después en Bolivia, Chile y
Patagonia. Por último fué atraído hacia la Tierra del Fuego.
Gardiner fué uno de los principales fundadores de la Sociedad
Misión Patagónica, pero esta sociedad era increíblemente pobre, y él
estaba impaciente por empezar a trabajar. En enero de 1848, Gardi-
ner y cuatro marineros zarparon de Inglaterra a bordo del Barqlle
Clymene, que se dirigía a Lima con un cargamento de carbón. El
capitán del barco había facilitado una lancha para que estos cinco
hombres desembarcaran en la Tierra del Fuego. Llevaban también
un pequeño bote y provisiones para seis meses; no alcanzaban para
más sus recursos. Sin duda Gardiner esperaba encontrarse con el
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

grupo de Jimmy Button, pero no se podía pretend~r que un barco


mercante del tipo del Clymene entrase hasta WulaIa. Por lo tanto,
fueron desembarcados en la ensenada de Banner, situada en la isla
de Picton. Este plan estaba destinado a fracasar. El invierno se acer-
caba, la hostilidad de los fueguinos era evidente y, además, una furiosa
tormenta impidió a los compañeros de Gardiner armar siquiera sus
tiendas de campaña. En el último momento, y con gran pesar, Gar-
diner decidió reembarcarse y volver a Inglaterra.
Estaba desilusionado, pero no descorazonado. En septiembre de
18 50 lo encontramos a bordo del Ocean Qtleen, nuevamente con
rumbo al Sur. Esta vez llevaba consigo dos chalupas de metal, con
cubiertas de siete metros de largo y equipadas con velas, remo, y cada
una de ellas provista de un pequeño bote. Acompañaban a Gardiner
un doctor llamado Ricardo Williams; un joven catequista, Juan Maid-
mant; un carpintero, José Erwin, y tres fornidos pescadores oriundos
de Cornualles.
Igual que la vez anterior, fueron desembarcados en la ensenada de
Banner, siempre con la esperanza de encontrarse con Jirnrny Button.
La última vez que se los vió con vida estaban de pie, descubiertos,
entonando himnos, desde sus chalupas, mientras el Ocean Qtleel1 des-
aparecía detrás de un cercano promontorio a la entrada del puerto.
El resto de esta desgraciada pero gloriosa aventura lo conocemos
a través de las cartas y diarios empapados que fueron hallados casi
un año después alIado de los cadáveres carcomidos de estos abnegados
hombres. El relato ha sido publicado en varios idiomas, pero la breve
e imparcial versión de Armando Braun Menéndez es la mejor de las
que he leído; de ella me he valido principalmente. Se llama "Peque-
ña Historia Fueguina". 1
Cuando perdieron de vista al barco que los había albergado du-
rante tres meses, Gardiner y sus compañeros comenzaron por exami-
nar sus provisiones. Advirtieron en el acto una increíble y desastro-
sa omisión: su reserva de municiones, con la que contaban para pro-
porcionarse carne fresca, y que en el peor de los casos hubiera cons-
tit"u!do su único medio de defensa contra los indígenas, había quedado
olVIdada en el Ocean Queen. No quedaba otra alternativa: debían
buscarse el sustento como mejor pudieran y rezar para no tener nece-
sidad de defenderse.
No t~rdó en apoderarse de ellos la desilusión. A Jirnrny Button
no lo VIeron, y los fueguinos con quienes se encontraron, pronto se

1 Editada por EMEcÉ Editores, S. A.


USHUAIA

hicieron insoportables. Reunidos en grupos cada vez más numerosos,


su actitud era por momentos más hostil; exigían o tomaban lo que
les placía. A poco les resultó demasiado peligroso quedar en tierra.
Acudieron, pues, a los botes, manteniéndose a prudente distancia de
la costa. Los indígenas, muy agitados, empezaron a cargar sus canoas
con grandes piedras, especie de proyectiles en cuyo lanzamiento por
medio de hondas eran grandes expertos. Allen Gardiner dió órdenes
de partir inmediatamente. Se armaron los remos y las dos embarca-
ciones se hicieron a la mar perseguidas de cerca por los indios en
sus canoas.
Los botes eran demasiado pesados para avanzar sólo con los remos,
y las ligeras canoas no tardarían en darles alcance. A punto ya de ser
capturados y cuando la muerte parecía inminente, sopló el viento, 10
que les permitió izar las velas y dejar atrás a sus furiosos persegui-
dores.
Ahora eran fugitivos. En busca de algún lugar para esconderse
llegaron a un rincón solitario, que llamaron Puerto Bloomfield 1 a
unos veinticuatro kilómetros al noroeste de la ensenada de Banner.
Los indios vigilaban todos sus movimientos, por lo que tuvieron
que hacerse nuevamente a la mar y huir de aquellos mismos a quienes
habían venido a salvar desde tan lejos. En una ocasión se vieron
envueltos en una tormenta y obligados a virar y barloventear durante
dos días; perdieron sus botes chicos y el agua salada les dañó seria-
mente las provisiones.
Sobre la obscura y plana superficie de una roca, situada en la entra-
da de la ensenada de Banner, pintaron en blanco la siguiente ins-
cripción, que según mis informaciones fué renovada de tiempo en
tiempo durante más de cincuenta años:

DIG BELOW
GO TO SPANIARD HARBOUR
MARCH
18 5 1 •

Debajo de la roca Gardiner enterró una botella con pedidos de


urgente ayuda dirigidos a la expedición que debía rescatarlos.
El Puerto Español había sido bien elegido, pues su terreno es
tan desolado y su costa tan expuesta que casi nunca se aventuran por
allí los indios de las canoas ni los del interior.

1 Este lugar lleva actualmente d nombre de Cambaceres.


• Cave abajo - Vaya al Puerto Español- Marzo - 1851.
EL ÓLTlMO CONFiN DE LA TIERRA

Siendo los vientos predominantes allí los del Sudoeste, sorprende


cómo estos hombres no trataran de llegar a las islas Malvinas; segu-
ramente poseían brújulas, y Gardiner debió ser un experto navegante.
Sólo puede explicarse esta actitud si se supone que esper~ban un barco
de socorro en el término de seis meses. Antes de cumpbrse ese plazo,
todos estaban enfermos y medio muertos de hambre.
El invierno fué excepcionalmente riguroso y los hombres no estaban
preparados para afrontarlo. Uno de los botes fué arrastrado por el
agua, frente a la costa del Puerto Español, y averiado en tal forma
que fué imposible repararlo. El escorbuto hizo estrago entre ellos. La
mayor parte de lo que quedaba de las provisiones, que habían escon-
dido en una cueva, fué inutilizada por una marea extraordinariamen-
te alta causada por un gran temporal El resto, a pesar del estricto
racionamiento, debió terminarse en julio. Con excepción de un zorro
que cogieron con una trampa, tuvieron que vivir de unos pocos peces
o pájaros marinos que encontraron cerca de la playa y de algunos
mariscos y algas.
El doctor Williams, Erwin y los tres pescadores de Comualles se
cobijaban en una cueva, mientras que Gardiner y el catequista Maid-
mant vivían no muy lejos de allí en uno de los botes. En junio murió
Juan Badcock, uno de los pescadores, y en el transcurso de los meses
de junio y julio le siguieron los otros; a pesar de todo, los sobrevi-
vientes conservaron una admirable serenidad. En agosto sólo queda-
ban con vida el doctor Williams y Allen Gardiner. Ambos estaban
tan débiles que ni siquiera podían atravesar, arrastrándose, la corta
distancia entre la cueva y el bote.
El doctor Williams debió de morir al·rededor del 26 de agosto.
Manifiesta en su última carta que no cambiaría su situación por nin-
guna otra en el mundo y termina diciendo: "Soy más feliz de lo que
puedo expresar."
Gardiner, el último en sucumbir, intentó arrastrarse hasta la cueva
para ver si había allí algún sobreviviente, pero, siendo esta tentativa
superior a sus fuerzas, volvió al bote. Es evidente que ni siquiera pudo
tum~ar~e dentro del bote. Su cadáver fué encontrado en la planchada.
Sus ultun~s palabras datan del 5 de septiembre y prueban que no sólo
estaba resignado con su suerte, sino que vivía en un estado de éxtasis.
E~ribió que durante los últimos cuatro días no había probado ningún
alunento pero que no sentía ni hambre ni sed.
D~jó en sus escl'itos indicaciones bien claras de cómo se podía pro-
segwr la obra que había intentado. Se siguieron sus consejos, tan exac-
tamente como fué posible a través de ensayos y fracasos, hasta llegar
USHUA1A 33
al éxito. Aunque estoy convencido de que en menos de un siglo los
fueguinos, corno raza, casi se han extinguido, empleo deliberadamente
la palabra éxito.

No nos sorprende que al llegar a Inglaterra las noticias sobre la


suerte corrida por Gardiner, los diarios clamaran por el sacrificio inútil
de tantas Viidas valiosas en la ingrata labor de intentar domesticar a
aquellos remotos y degradados salvajes.
El reverendo Jorge Pakenham Despard B. A., pastor de Lenton,
en el condado ,de Nottingham, era en aquel entonces secretario hono-
rario de la sociedad fundada por Gardiner. Además de sus propios
hijos, tres niñas y un varón, había adoptado dos muchachos. Uno de
ellos era mi padre, Tornas Bridges.
El señor Despard combinaba un carácter de excepcional energía y
resolución con el más bondadoso de los corazones. Para tal hombre,
siempre que el objetivo valiese la pena, las dificultades y 13. oposición
sólo eran incentivos para renovados esfuerzos, y su contestación ante
el clamor de la prensa fué: "Con la ayuda de Dios, la misión será
continuada". Sabiendo que Dios tiende a ayudar a los que se ayudan
a sí mismos, se entregó de lleno a la nueva tarea valiéndose de su
personalidad, su 'influencia y sus recursos privados.
Figuraba en el programa trazado par el capitán Allen Gardiner
en sus úItimos días, establecer una pequeña colonia en una de las
islas Malvinas y adquirir un barco apropiado para hacer el viaje a
la Tierra del Fuego. Se intentaría nuevamente ponerse en contacto con
los fueguinos, si fuese pOs1ble con Jimmy Button, York Minster y
Fuegia Basket, a quienes el almirante Fitzroy había llevado a Ingla-
terra veinte años atrás. Gardiner creía que si lograba ganarse la con-
fianza de los indios, ello induciría a los más jóvenes a cruzar hasta
las islas Malvinas. No serían retenidos allí en contra de su voluntad
y quedarían en libertad de volver a sus tierras en cuanto así lo desea-
ran. El buen trato reoibido en las islas Malvinas convencería quizás
a otros a hacer el viaje, y de esta manera trabaría una sólida amistad
entre los fueguinos y los misioneros de las Malvinas. Gardiner sugería
también que los blancos aprendiesen el ·idioma nativo con toda rapi-
dez, y que tan pronto corno fuese prudente el campamento se estable-
ciese en la Tierra del Fuego.
El reverendo G. P. Despard no tardó en poner en práctica las ideas
de Gardiner. La isla de Keppel, una de las Malvinas, de una superficie
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
34
aproximada de dos mil hectáreas, fué cedida a la Sociedad. Una
elegante goleta de ochenta y ocho toneladas de registro fué adquirida
y bautizada con el nombre de Al/en Gardiner. Se designó como
capitán a Parker Snow, un vigoroso lobo de mar, a quien se encargó
que eligiera la tripulación.
En octubre de 1854, el Al/en Gardin el', bien equipado en todo
sentido, llevando a bordo una casa desarmable, materiales de cons-
trucción, herramientas y gran cantidad de galletas y otros regalos para
los indios, zarpó del puerto de Bristol, acompañado de las oraciones
y de los votos de Despard y de la Sociedad, para la cual, como había
hecho antes Allen Gardiner, aquél trabajó con tanto empeño.
Tres meses después llegaban a la islas Malvinas. Se estableció un
campamento en la isla de Keppel, se cultivaron huertos, y al año de
haber partido de Inglaterra, se intentó reaLizar la segunda pl1!rte del
plan que se había propuesto Allen Gardiner.
El pequeño barco zarpó para la Tierra del Fuego y echó anclas en
Wulaia. Al acercarse el buque a la costa, pronto aparecieron desde
distintas ensenadas numerosas canoas; de pie, en la proa de la primera
de ellas, estaba el hombre que justamente deseaban encontrar: Jirnrny
Button. No quedaban en él ni vestigios de sus cuatro años de conv,i-
vencia con los ingleses; sólo sus potentes alaridos podían reconocerse
como británicos. A pesar de estar casi desnudo y con el pelo largo y
desgreñado, pareció conservar algo del pudor que había adquirido
veinte años atrás, pues cuando subió a bordo y vió a la esposa del
capitán, pidió en seguida que le dieran un par de pantalones, que se
apresuró a vestir y, claro está, tuvo que pedir después unos tirantes.
El capitán habló largamente con Jirnrny, insisbiendo en que se embar-
case eL el Gardiner, pero el indio rehusó firmemente todos los ofreci-
mientos de hacer un viaje a la isla de Keppel, quizás a causa de sus
mujeres y demás familia, aunque probablemente todos hubieran sido
bienvenidos, y como en las Malvinas eran superabundantes la pesca,
los pingüinos y las focas, no hubiera habido dificultades por las pro-
v~siones. El fueg~ino, sin embargo, cuando Snow le expuso su plan,
hlZ? todo lo poslble por persuadir a algunos de sus compatriotas a
arnesgarse, pero todo fué inútil. Después de este pequeño esfuerzo
el barco regresó a la isla de Keppel.
USHUAIA 35

3
Como no se intentó por segunda vez establecer contacto con los
fueguinos, el comité de Inglaterra pensó, muy acertadamente, que se
estaba perdiendo el tiempo y llamó al barco de vuelta. Era indudable
que para realizar una labor provechosa había que encontrar un jefe
resuelto e indómito; el canónigo Despard se ofreció voluntariamente
para hacerse cargo de la empresa. No se perdió tiempo. En 1856,
Despard abandonó a Inglaterra en el Allen Gardiner con su mujer
y sus hijos, incluyendo a mi padre, entonces un muchacho de trece años.
La segunda expedición del Allen Gardiner, bajo la acertada direc-
ción de Despard, tuvo mucho más éxito que la primera. No tardaron
los yaganes en rendirse a estas pruebas de amistad, y pronto algunos
de ellos se convencieron de que debían arriesgarse a hacer un viaje
a la isla de Keppel con los hombres blancos. Después de cuatro años
de amistoso intercambio muchos de los indígenas habían aprendido
inglés y los blancos adquirieron conocimientos superficiales del idioma
yagán. Mi padre, con la ventaja de sus pocos años, su buen oído y su
entusiasmo, pronto fué el mejor conocedor de la lengua nativa y
continuamente era llamado a actuar como intérprete de uno y otro lado.
Así se llevaron a la práctica los preliminares del plan de Allen
Gardiner. Su punto culm.inante era, la fundación de una misión en la
Tierra del Fuego. En octubre de 1859, cuando ya parecían seguras
las relaciones am,istosas con los yaganes se decidió que había llegado
el momento de acometer la obra. El Allen Gardiner fué cargado con
todo el equipo y provisiones necesarias. El capitán Fell, de Bristol, re-
emplazaba al capitán Parker Snow en este segundo viaje; lo acompaña-
ba el catequista Felipe Garland. No se embarcaron ni el señor Despard
ni mi padre. Esta negativa causó gran desazón a mi padre, pero se
decidió que era más conveniente para él quedarse en la isla de Keppel
y proseguir sus estudios. Viajaban, además, en el barco tres familias
yaganas que volvían a la Tierra del Fuego después de diez meses de
permanencia en el campamento Keppel. Uno de sus componentes,
llamado Schwaiamugunjiz había sido bautizado en Keppel; su nombre
se había acortado quedando en Schweymuggins, y con el tiempo
convertido en Squire Muggins.
El Allen Gardiner levó anclas. Pasaron los meses sin tener noticias
de él, y los que habían quedado en Keppel esperaban con renovada
ansiedad la vuelta del barco. Transcurridos cinco meses, Despard,
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

temiendo que hubiese sobrevenido una tragedia, decidió salir en su


búsqueda. Se embarcó en un pequeño cúter para Puerto ~tanl~y. a
setenta millas de distancia, con la esperanza de encontrar alll notICIas
del barco desaparecido, pero su esperanza fué defraudada. Despard
permanecía indeciso, cuando la goleta ~ancy, bajo :-1 mando ?e!
capitán Smiley, entró a Puerto Stanl:y; fue comprometIda en segUIda
para salir en busca del Allen Gardmer.
Encontraron el barco andado en \'V'ulaia, pero completamente des-
mantelado; los indígenas lo habían desvalijado de todos los objetos
que pudieron ser quitados. Sólo quedaban e! casco y los mástiles
desnudos. Allí estaba Alfredo Cole, el cocinero de a bordo, único
sobreviviente de la tripulación. Estaba medio loco por todo lo que
había pasado, semidesnudo como los yaganes y con el cuerpo cubierto
de forúnculos, debido probablemente a su v,ida a la intemperie y a la
escasez sufrida durante los últimos tres meses.
Este fué su relato:
El Allen Gardiner, después de un viaje sin contratiempos, había
costeado e! lado sur de la isla de Navarino pasando por la bahía de
Nassau y anclado en Wulaia. Acababa de arriar las velas cuando los
fueguinos en sus canoas lo rodearon armando tal tumulto y algazara
que no entendieron si eran bienvenidos o todo lo contrario. Mientras
los pasajeros indios que volvían de la isla de Keppe! preparaban sus
fardos para desembarcar, uno de los marineros se quejó, ante el
capitán Fell, de que habían sido robadas varias prendas pertenecientes
a la tripulación; e! capitán dió orden de revisar los fardos. Al oír esto,
Squire Muggins se enfureció tanto que se abalanzó contra Fell aga-
rrándolo por la garganta con la evidente intención de estrangularlo.
Fell, que no se amilanó, arrojó lejos de sí al encolerizado muchacho.
Examinados los fardos se encontraron en ellos los objetos robados, los
cuales fueron devueltos a sus legítimos dueños, con gran indignación,
como es fácil imaginar, de Squire Muggins y de sus amigos.
A pesar de estos reveses en los comienzos de la Misión de la
Tierra de! Fuego Jos blancos desembarcaron su material y constru-
yeron una pequeña casa. Cercaron un terreno con madera de! bosque.
~ientras .~í trabajaban, los malos modos de los indígenas, sus con-
tInuas petiCiones y su resistencia a abandonar la proximidad de! barco,
a~ ~e noc~e, les causaron muchas molestias. Jimmy Button fué el
mas lIDpertmente por sus constantes e insaciables pedidos y su mal
ca~ácter cuando no era complacido; no hay duda de que se le había
ffilIDado por demás en las visitas anteriores que hizo la Misión.
Al cabo de una semana de niebla y de lluvia y a pesar de tantas
USHUAIA

dificultades, los misioneros y la tripulación habían construído un


cobertizo suficientemente amplio como para poder celebrar su primer
servicio religioso en la Tierra del Fuego. El domingo 6 de noviembre
de 1859 amaneció un día hermoso que aprovecharon para saltar a
tierra en una barcaza llevando por toda arma una Biblia.
El catequista Garland Philips condujo al grupo a la pequeña choza;
inmediatamente fueron rodeados por unos trescientos indios inclu-
yendo hombres, mujeres y niños. El servicio empezó con un himno.
Cole, que observaba desde la cubierta de la goleta, vió al gru-
po penetrar en la choza, oyó cantar las primeras estrofas del himno, y
luego, aterrado e indefenso fué testigo de la siguiente escena. Algu-
nos de los indígenas corrieron hacia el bote y luego de quitarle
Jos remos y llevarlos a un cobertizo cercano, le soltaron amarras.
Dentro de la choza el himno cesó bruscamente y fué seguido por
un terrible tumulto. Los fueguinos se abalanzaron sobre sus víc-
timas con garrotes, piedras y lanzas. Philips y un marinero sueco
llamado Augusto corrieron hasta el mar, bajo una lluvia de piedras;
el primero, con el agua hasta la cintura, estaba por subir al bote
cuando una piedra arrojada por Tommy Button, hermano de Jimmy,
le dió en la sien y lo tumbó desvanecido dentro de! mar, donde se
..hogó. Augusto corrió igual suerte y los restantes fueron apedreados,
golpeados y heridos con lanzas hasta que murieron.
El Allen Gard;ner iba armado con dos pequeños cañones para
señales o defensa, pero Cole, estaba demasiado aterrado como para
emplearlos o recurrir a las otras armas de fuego que se hallaban a
bordo. Enloquecido por el miedo saltó al chinchorro y remó hasta la
orilla opuesta al puerto perseguido por los yaganes en sus canoas y,
ya a punto de ser alcanzado, saltó a tierra y huyó al bosque. Los
indios se llevaron e! chinchorro a remolque y volvieron al barco para
saquearlo completamente.
El pobre Cole llevó una existencia espantosa, escondido de día
en el bosque, y saliendo por las noches a la playa en busca de mariscos
y lapas. Su captura era inevitable. Un día unos indios lo encontraron,
lo persiguieron y apresaron. Salvo el cinturón y un anillo, lo despo-
jaron de todas sus prendas; además, le arrancaron la barba y el bigote
lo que tal vez no fuera un acto de crueldad pues era costumbre
hacerlo entre los mismos indígenas.
Cole no corrió la infortunada suerte del resto de la tripulación.
Se le perdonó la vida y vivió entre los indios alrededor de tres meses,
hasta ser rescatado por e! Nancy.
Los yaganes, temerosos esta vez de represalias, recibieron al Nancy
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

en forma más amistosa que al Allen Gardiner. Se esforzaban por


aparecer complacientes y hasta el renegado Jimmy Bu~on se encar?6
de suministrar agua y leña al barco durante su estadla en Wulala,
estadía que debi6 prolongarse para reparar el AfIen Gardiner.
Fué una plausible labor la que debieron realizar el capitán Smiley
y sus hombres en la goleta abandonada a fin de ponerla en condiciones
de navegar desde Wulaia hasta las islas Malvinas; afortunadamente,
los vientos reinantes eran favorables.
El astuto Jimmy Button, antes de la salida de los dos barcos, pidi6
al capitán Smiley que 10 llevara a la isla Keppel, que hasta entonces
se había negado a visitar. Smiley acept6 inmediatamente pues así dis-
pondría de otra persona, además de Alfredo Cale, para atestiguar ante
la Justicia, en Puerto Stanley, sobre lo que había ocurrido en Wulaia
ese domingo tatal.
La declaración de Jimmy Button ante el tribunal no estuvo de
acuerdo con el relato de Coleo Jimmy Button declinó toda responsa-
bilidad y echó la culpa a la tribu ona que vivía en la isla principal,
pero no consiguió explicar por qué los onas habían abandonado su
propia tierra, cruzado el canal de Beagle y recorrido muchas millas
en la isla de Navarino para asesinar a los misioneros de Wulaia.
Las autoridades dieron fe al relato de Cole y consideraron necesario
enviar una expedición punitiva para dar a los indios una severa
lección, pero los misioneros opinaron que no era posible que los
blancos llevaran a cabo tal acto de venganza, i ellos que venían con
el Evangelio del perdón!, y cuyo propósito era seguir adelante con
su obra.
Revelaciones posteriores probaron, de manera indudable, que Jimmy
Button había sido el principal instigador del asesinato en masa. El
ataque traidor contra aquellos que lo habían tratado amigablemente
fué engendrado por el resentimiento y la envidia; resentimiento por
no baber conseguido todo lo que pedía, y envidia porque otros abo-
rígenes fueron beneficiados con favores que hasta entonces sólo él
había recibido. No obstante, es bien posible que aun sin su inter-
vención los misioneros y la tripulación del Allen Gardiner hubieran
sufrido el mismo trágico fin. La desguarnecida goleta y su indefensa
~rip~l~ci~n eran presas demasiado tentadoras para los fueguinos, esos
mdlsoplmados hijos de la naturaleza.
Este episodio fué un rudo gol pe para los hombres del pequeño
grupo que había quedado en la isla de Keppel. Sufrieron, no sólo
por la muerte de ocho amigos y compañeros de trabajo, sino también
porque no podían comprender cómo los indígenas, que habían reci-
USHUAIA
39
bido tan buen trato, y que parecieron corresponder a la enseñanza
cristiana, se habían rebelado contra sus bienhechores hasta matarlos.
i Ni un destello de gratitud, sentimiento que los blancos esperaban
se ahondaría con el correr del tiempo, parecía existir en esta gente
descarriada! Hasta el jefe, el infatigable Despard, que empezaba
entonces a creer en posibles progresos, estaba desengañado. El triste
destino del capitán G:udiner, seguido por esta tragedia aun más terri-
ble, agobiaba su espíritu pues un jefe, por libre de culpa que esté,
siempre se siente responsable de la seguridad de cada uno de sus
acompañantes.
Finalmente, después de profundas y angustiosas reflexiones, decidió
abandonar nuevas intentonas de fundar una misión en la Tierra del
Fuego. Antes de tomar esta decisión escribió a la Dirección General
de la Sociedad Misión Patagónica de Inglaterra, pero en aquellos
tiempos una respuesta demorab1 mucho en llegar. Pasaron dos años
antes de recibir de su patria la confirmación de su propia sugestión.
Poco después, acompañado de su familia y de casi toda la comitiva
que había venido con él desde Inglaterra, abandonó la isla de Keppel,
embarcándose en el Al/en Gardiner, que por entonces necesitaba ser
bien revisado y reparado a fondo.

Entre los que fueron a despedir a la goleta estaba Tomás Bridges,


mi padre. Despard le había dejado elegir entre volver a su patria o
quedar en la isla de Keppel, y él había optado por quedarse. Renun-
ciando a la vida de confort y de seguridad que le ofrecían sus padres
adoptivos había preferido seguir la solitaria y desamparada senda que
conducía, no a Inglaterra sino a la Tierra del Fuego. Ricardo Mathews
había fracasado y luego desaparecido. Allen Gardiner había muerto
por el hambre y el frío. Garland Philips había sido golpeado y luego
perecido en el mar. Jorge Pakenham Despard se había dado por
vencido. Sólo un hombre quedaba para realizar esta gran obra, y este
hombre era Tomás Bridges.
Así fué cómo, a los dieciocho años de edad, quedó encargado del
campamento de Keppel. Había vivido allí más de cinco años en
agradable compañía, pero ahora estaba casi solo y pasaría un año
antes de que el Allen Gal'dlner regresara de Inglaterra con un nuevo
director que lo relevara temporariamente de la pesada tarea que había
aceptado con tan buena voluntad.
Su ambición era ganar para el Evangelio a estos fueguinos. Debía,
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

pues, comenzar por adquirir un conocimiento profundo del idioma.


Durante el año solitario que pasó en Keppel adelantó mucho en ese
sentido. Entre los pocos yaganes que habían quedado después del
calamjtoso viaje del Allen Gardiner a Wulaia se encontraba un ma-
trimonio. 1:1 se llamaba Okoko, y fué bautizado con el nombre de
Jorge, y ella, Gamela. Ambos eran inteligentes y se prestaron de buena
gana a servirle de maestros. Mi padre trabajó y prácticamente vivió
con ellos, prestando atención a las incesantes charlas de la pareja, que
era de lo más alegre y conversadora. De esta manera le fué posible
descifrar los misteúos de esa intrincada aunque bella gramática. Em-
pleando el sistema fonético de Ellis comenzó a organizar un diccio-
nario, estudio monumental al que dedicaría muchos años y que estaba
destinado, antes de encontrar su lugar de reposo en el Museo Britá-
nico, a sufrir una curiosa y fantástica odisea que relataré más adelante.
El reverendo Whait H. Stirling era el nuevo director. Anterior-
mente había sido secretario honorario de la Sociedad de Inglaterra, y
después que se hubo retirado el señor Despard por propia voluntad
ocupó el cargo que su antecesor había abandonado en las Malvinas.
Al llegar a la isla de Keppel, Stirling se sorprendió del dominio del
idioma y compleja gramática de los aborígenes que había adquirido
Tomás Bridges.
Acompañado por este eficiente intérprete, Stirling realizó su primer
viaje a los canales fueguinos. Era también la primera vez que mi
padre visitaba esos lugares y ello sucedió a fines de 1863.
Desde la matanza de Wulaia, los indios vivieron en continuo temor
de represalias. Stirling relata en sus cartas que los yaganes, al aproxi-
marse cautelosamente en sus canoas, quedaron estupefactos al oír que
un hombre blanco los saludaba en su propio idioma.
Sus recelos pronto se disiparon al saber que existía un hombre
blanco que podía conversar con ellos y entender sus respuestas. Mi
padre visitó, él solo, varios campamentos de los aborígenes, valiéndose
del chinchorro del barco, no porque Stirling sintiera temor, sino para
evitar toda ostentación e inspirar confianza a los indios.
Los indígenas habían sufrido una terrible epidemia durante el
período en que quedaron aislados a raíz de la matanza, epidemia que
había ocasionado apreciables bajas en la población. Jimmy Button
vivía aún y tenía entonces tres hijos. En el transcurso de los cuatro
~ños siguientes, alrededor de cincuenta yaganes hicieron el viaje a la
Isla de Keppel; también mi padre visitó varias veces sus tierras. En
1866 Stirling llevó a Inglaterra cuatro muchachos yaganes (no fué a
USHUAIA

bordo del Allen Gttrdiner), de trece a dieciocho años de edad. Se


llamaban Urupa, Sisoi, Jack y Threeboy 1. Este último era hijo de
Jimmy Button. Según parece, cuando se preguntó al padre e! nombre
del niño, aquél creyó que le preguntaban cuántos hijos tenía; su
contestación fué Three boy, y así fué cómo le quedó ese nombre.
A fines de! año 1867 un pequeño grupo de aborígenes se estableció
en la isla de Navarino, donde se les prestó ayuda y consejo. El lugar
elegido era Laiwaia, cerca de la entrada de los estrechos de Murray.
Estos estrechos dividen a Navarino de la isla de Hoste y comunican el
canal de Beagle con el océano Sur. El Al/en Gardiner, provisto con
los materiales para el nuevo campamento, echó anclas en la protegida
ensenada de Laiwaia. El I I de enero de 1868 Stirling escribe desde
a bordo una larga carta a sus hijos, en la que relata las actividades
de mi padre; éste en ese entonces se hallaba en tierra construyendo,
con ayuda de los yaganes, una casa de troncos y techo de corteza, que
constaba de cuatro piezas, y un cerco alrededor del istmo para encerrar
las cabras que les habían regalado en Keppel. Terminadas las obras,
se embarcaron las cabras y se empezó el cultivo de los huertos; luego
se confió el pequeño establecimiento a Jorge Okoko, a Jack y a otros
dos yaganes llamados Pinoi y Lukka.
Mientras tanto, se exploraban las costas del canal de Beagle y las
islas vecinas con el propósito de establecer un campamento de blancos.
Se buscaban tierras adecuadas para que viviera y prosperara un gran
número de chacareros, en las que cada uno pudiera cultivar su propio
huerto y tener algunas vacas y cabras. Se necesitaba además un puerto
amplio, de fácil acceso para un barco de regular tamaño, situado en un
lugar central de la tierra de los yaganes, a fin de que éstos pudieran
acercarse con toda facilidad.
La pequeña ensenada de Laiwaia, tan pintoresca y protegida, rodeada
de pequeñas islas, era de difícil acceso en días de marea o de viento,
aun para el Allen Gardiner. La isla de Gable y la tierra de la isla
principal hubieran sido un sitio ideal de no estar tan distantes del
centro de la tierra de los yaganes. Wulaia quedaba lejos del canal de
Beagle, que era la ruta de los canales, y su extensión, además, no
bastaba para un establecimiento importante dedicado a la agricultura.
Por fin se decidieron por Ushuaia, lugar que contaba con un puerto
amplio y protegido y con una exten ión de tierra apropiada para la
agricultura. Era de fácil acceso a lo largo del canal de Beagle tanto

1 Three bOJ significa tres muchachos.


EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA
42
del Este como del Oeste, y estaba situado a poca distancia de los estre-
chos de Murray, por los que se entraba al canal desde las costas exte-
riores y las del grupo de islas del Cabo de Hornos.
La pequeña casa desmontable a instalarse en Ushuaia estaba casi
terminada en puerto Stanley, cuando mi padre fué llamado a Ingla-
terra. La comisión de la Sociedad Misión Sud-Americana 1 aconsejaba
a mi padre que se ordenase pastor a fin de proseguir su obra. Así,
pues, el último día de octubre de 1868 zarpó de las islas Malvinas a
bordo del Brisk, una goleta aparejada como corbeta. Tenía entonces
veinticinco años y había vivido doce en esas tierras remotas.

5
La casita de madera construida para la nueva Misión fué embarcada
en las Malvinas con rumbo a Ushuaia, en cuya playa fué levantada.
Medía aproximadamente seis metros por tres y estaba dividida en
tres habitaciones. El 14 de enero de 1869 el señor Stirling fué des-
embarcado allí, y el Allen Gardiner zarpó nuevamente para las Mal-
vinas, dejándolo solo con los indios. Contaba para su empresa con
dos compañeros: Jack, el joven yagán que había estado con él en
Inglaterra, y la nueva mujer que éste había conseguido. Jack había
tenido ciertas dificultades en Laiwaia y decidió irse a Ushuaia. Stirling
ocupó en la casa una de las habitaciones, Jack y su mujer otra, y la
restante fué utilizada como cocina.
Al mes siguiente volvió el Al/en Gardiner. El 13 de febrero Stirling
escribe a sus hijos:
"He vislumbrado el Allen Gardiner, i qué gran emoción, casi se me
han salido los ojos y mi corazón ha palpitado de alegría!" Debió de
sentir la soledad. Prosigue su carta relatando que a la llegada del
barco uno de los yaganes que formaba parte de la tripulación le dijo:
-Estoy muy contento, creí que mis compañeros lo matarían, pero
veo que su casa está rodeada de chozas.
"Se entiende, escribe Stirling, chozas de indios que son amigos
de verdad."
Stirling permaneció en Ushuaia más de seis meses. "Vivió entre los
indios, como más adelante dijera mi padre, en una paz relativa, instru-
yéndoles diariamente y enseñándoles diversas tareas." En el transcurso

1 Antes llamada Sociedad Misión Patagónica; se cambió el nombre en 1864.


USHUAIA
43
de esos meses notificaron a StirJing que sería nombrado obispo de las
islas Malvinas, la diócesis más extensa del mundo, pues abarcaba toda
la América del Sur.

6
Al llegar mi padre a Inglaterra fué ordenado diácono por el obispo
de Londres. Antes de reanudar sus tareas en el otro extremo de la
tierra, pronunció conferencias en varias ciudades sobre la Tierra del
Fuego y sus habitantes. En Bristol conoció a María Varder, una de
las hijas de don Esteban Varder, de Harberton. El 7 de agosto de 1869
se casaron en la iglesia de ese pueblo, situado al sur de Devon; dos
días después se alejaban de Inglaterra a bordo del Onega. A pesar
del buen tiempo reinante, mi madre sufrió de mareo durante todo el
viaje. Llegaron a Río de Janeiro el miércoles 1 9 de septiembre y allí
vieron por primera ve:z trabajar a esclavos, como 10 anota mi padre
en su diario: "es realmente un doloroso espectáculo".
Tres días después se embarcaron en el Amo, un barco de paletas
que hacía la carrera entre Río de Janeiro y el Río de la Plata. Con
tiempo borrascoso el mareo fué general. "Mi querida María, escribe
mi padre, estuvo muy enferma" . .. "El movimiento de las paletas es
mucho más desagradable que el de una hélice."
El 9 de septiembre arribaron al Río de la Plata y desembarcaron
en Montevideo. El día 18 llegaba Stirling a bordo del Lo/m, de paso
para Inglaterra. Dió a mi padre informes muy satisfactorios sobre el
nuevo establecimiento de Ushuaia. Mis padres quedaron en Montevi·
deo hasta el 24 de septiembre, día en que se embarcaron a bordo del
Normcmby. Era un barco de carga de guano tripulado principalmente
por negros americanos. Su patrón, el capitán Mackintosh, muy ama·
blemente les ofreció su propio camarote para hacer el viaje hasta las
Malvinas. El 5 de octubre llegaron a puerto William; desde allí un
cúter los llevó a Puerto Stanley, que entonces era una pequeña aldea.
En Stanley mi padre compró las provisiones necesarias antes de
continuar su viaje a la isla de Keppel. Este viaje duró tres días y lo
hicieron a bordo de la goleta Selton, cuyo dueño, el señor Dean, puso
la embarcación a disposición de mis padres, sin cargo alguno.
El grupo entonces residente en Keppel lo formaban: Guillermo
Bartlett, su señora y sus hijos, Phillips, Jacobo Resyck, y tres jóvenes
yaganes llamados Schinfcunjiz 1, Gyammamowl y Cushinjiz. Bartlett

1 Muchos nombres yaganes terminan con "jiz", que de por sí no tiene significa.
do; como afijo significa nacido e'l.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
44
era un trabajador infatigable; él y su esposa habían venido de Ingla-
terra junto con Despard y mi padre. Desde su llegada a la isla de
Keppel, en 1856, había cultivado una huerta y cuidado ganado lanar
y vacuno. Phillips, un chacarero cojo y que había perdido además
dos dedos de la mano derecha, lo secundaba en sus tareas. Jacobo
Resyck, un hombre de color, se ocupaba de la vida espiritu3Jl de la
comunidad y daba lecciones a los tres muchachos yaganes y a los hijos
de Bartlett; era un ferviente cristiano, aunque por su aspecto taciturno
daba la impresión de ser sordo o simplemente indiferente.
A su llegada a Keppel mis padres no encontraron a Bartlett. :f:ste,
ignorando que ellos debían llegar tan pronto, se había ausentado una
semana antes a bordo del Al/en Gardiner para vigilar las huertas de
los aborígenes en Ushuaia. Mi madre fué presentada a todo el grupo
incluyendo a Schifcunjiz, Gyammamowl y Cushinjiz, limpios y muy
decentemente vestidos. Cushinjiz, más adelante conocido por Jaime,
pertenecía al extremo este del canal de Beagle; volveré a ocuparme
de él en mi relato. Estos tres muchachos preparaban ellos mismos sus
comidas y vivían en la misma casita que en otros tiempos ocupó
mi padre en compañía de otros indios, con el propósjto de aprender
su idioma.
En el diario de mi padre encontramos referencias a la tarea que
incumbía a las dos mujeres; cinco días después de la llegada de mis
padres se ocuparon en arreglar la casa y atender las necesidades de
los hombres, rruentras éstos trabajaban en la huerta, donde "empiezan
a despuntar las verduras y las primaveras y los narcisos están en
plena floración". Mi padre y Resyck se ocuparon, durante unos días,
en instruir a los niños y a los indios.
Escribe, el sábado 17 de octubre de 1869: "Tiempo agradable,
calmo y lurrunoso. Estamos pasando una temporada muy feliz y tran-
quila. Llevé a mi querida María a nuestro cementerio, y le di pormeno-
res sobre cada una de las personas allí enterradas."
Otra tarea de mi padre fué hacer el inventario de las mercaderías
del establecirruento pertenecientes a la Misión. Tenía, además, otras
ocupaciones. Con una red habían cogido todo el pescado que pudiesen
necesitar. Además, rrus padres, acompañados por uno o dos de los
indios y con una yunta de caballos de tiro, se dirigían al lugar de
reunión de los pingüinos llevando canastos para recoger huevos.
Durante varias horas trabajaban afanosamente y a la tarde regresa-
ban c~n una re~olección de 800 a 1600 huevos. Luego de apartar
una CIerta cantIdad para las necesidades de la casa envasaban el
resto en barriles y cajones con el propósito de embarcarlos después
USHUAIA
45
en el Al/en Gardiner, rumbo a la Tierra del Fuego. Los huevos de
pingüino eran un regalo muy apreciado por los indios; antaño éstos
los habían comido en tales cantidades que en ese entonces esas aves
escaseaban. En las Malvinas, donde no vivían aborígenes, los pingüi-
nos habían seguido reproduciéndose sin inconvenientes. Estos huevos
se conservan en tan buen estado, que en una oportunidad, comí dos de
ellos, fritos, sin advertir que uno era fresco de pocos días y el otro
tenía más de un año.
Una de las principales ocupaciones en la isla de Keppel era cortar,
secar y almacenar la turba, único combustible del lugar. Es de interés
consignar que estas áridas islas, azotadas por los vientos, proporcio-
nan ese elemento con la misma generosidad con que prodigan el
pescado y las aves marinas.
El 14 de noviembre volvió Bartlett de la Tierra del Fuego en el
Al/en Gardiner, que traía como pasajeros a dos jóvenes parejas de
yaganes. Durante el viaje habían sufrido un temporal; el botalón del
mayor se había quebrado, el mastelero arrastrado y el piloto severa-
mente dañado. Bartlett, muy satisfecho de los progresos realizados en
Ushuaia, informó que una gran superficie de tierra había sido cercada,
cavada y sembrada. Bajo su dirección los yaganes habían sembrado
cerca de media hectárea de papas. La gran mayoría de ellos habían
adquirido la práctica en la isla de Keppel.
El Al/en Gardiner quedó algunos días en Keppel; luego zarpó
para Puerto Stanley, llevando a mi padre, quien viajaba por negocios
y para recibir además a los recién llegados Juan Lawrence y Santiago
Lewis, con sus respectivas esposas. El matrimonio Lewis traía consigo
a su hijo Guilllermito. Mi padre había conocido el año anterior en
Inglaterra a los hombres. Lawrence era práctico en trabajos de huerta
y Lewis carpintero de oficio. El comité había pensado muy acertada-
mente que ellos serían muy eficaces para enseñar a los aborígenes
los métodos de la vida civilizada y convertirlos al cristianismo; esta
elección había contado con la aprobación de mi padre. :este llegó a
Puerto Stanley a tiempo para saludar a sus dos nuevos asistentes y a
sus esposas; luego todos regresaron a Keppel a bordo de la goleta de
la Misión.
Los aborígenes suelen ser buenos imitadores. Mi padre relata en
su diario que a una de las parejas de yaganes recién llegadas, Quie-
senasan y su mujer Cushinjizkeepa 1, se les "veía a menudo caminar
tomados del brazo, i daba gusto verlos!". Bien sé yo de quién apren-

1 Otra terminación muy frecuente que significa "mujer nacida en".


EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

dieron eso. La segunda pareja, Laiwainjiz y Pakawalakihrkeepa, tuvo


un hijito la víspera de Navidad. A pedido de sus padres se le llamó
Shukukurhtu.mahgoon (hijo de una casa techada con pasto). Esta
casita de Keppel llevaba el ostentoso nombre de: "Villa Tierra del
Fuego". Aquella donde vivía mi madre se llamaba Casa Sullivan,
nombre de un ex gobernador de las islas.
Mi padre se había impuesto ahora una nueva obligación: dar lec-
ciones de yagán a Lawrence y Lewis. A mediados de mayo de 1870
volvió a hacer un viaje a la Tierra del Fuego en el Allen Gardine-r,
en el cual Cushinjiz trabajaba ahora como mozo, tarea que desempe-
ñaba perfectamente. Durante el viaje mi padre se ocupó en hacer ja-
rros de hojalata para los fueguinos y también les cortó y cosió panta-
lones; para alternar estudiaba álgebra o paseaba sobre cubierta cuando
disponía de un momento libre.
Por la ensenada de Banner, en la isla de Picton, súbitamente apa-
recieron doce canoas con setenta indios. Mi padre bajó a tierra y les
habló. "Les señalé el justo derecho que tiene Dios sobre nuestras vidas
y nuestros afectos, y la bondad de sus mandamientos." Se distribu-
yeron huevos de ganso y de pingüino de las Malvinas; y aunque,
según escribe mi padre, "todas las canoas parecían tener gran cantidad
de pescado y en el canal abundaban los pájaros", los indios insistían
pidiendo más. Al censurarles mi padre esa actitud, Cushinjiz lo apoyó
vivamente. A pesar de ello, se veía que deseaba volver al lado de su
gente: ésta era su tierra y había permanecido mucho tiempo en
Keppel. Por esa razón, a la mañana siguiente bien temprano mi
padre y el segundo piloto bajaron a Cushinjiz a tierra junto con un
cajón de provisiones. Uevaba el mandato de difundir la historia de
la Biblia y los buenos preceptos que había aprendido. Luego el barco
zarpó nuevamente para Ushuaia.
Ushuaia no había sido habitada por hombres blancos desde la
salida de Bartlett, cinco meses atrás. Sin embargo, las dieciséis fami-
lias yaganas que vivían allí no habían sido molestadas por otros indí.
genas, y durante ese tiempo se habían esforzado por mejorar el pe-
queño establecimiento; no se comieron las papas que Bartlett Jes había
ayudado a sembrar, ni siquiera las nuevas que ya alcanzaban buen
tamaño y estaban algo dañadas por la escarcha. Habían surgido al-
gunas divergencias de opinión entre ellos, pero en ninguna ocasión
recurrieron a la violencia.
No pasó lo mismo en el establecimiento Laiwaia, en la isla de Na-
varino, i~iciado en 1868, con Okoko, Pinoi, Lukka y Jack. Después
de la sabda de Jack, Jos otros se habían sentido hostigados por la
USHUAIA

envidia de sus compañeros más pobres. Había habido discordias y


no hay duda de que en un punto cercano dieron muerte a un hombre.
A Jorge Okoko, que era el principal del establecimiento, le quema-
ron la casa un día que había salido a pescar. Okoko cosechó apresu-
radamente sus papas (cuatro bolsas, lo único que sus enemigos le
habían dejado) y escapó a Ushuaia. Allí se sentía más seguro, en
compañía de sus connacionales chacareros. Por prudencia, sin embar-
go, se abstuvo de participar en los trabajos, esperando tranquilamente
el desarrollo de los acontecimientos.
El Allen Gardiner había traído materiales de construcción para el
nuevo edificio de la Misión, que debía llamarse Casa Stirling. A mi
padre le pareció justificado dejar este material bajo el cuidado de los
yaganes que vivían allí. Lo desembarcaron y llevaron a lo alto de
un cerro, a unos quinientos metros de distancia con el propósito
de utilizarlo más adelante. Mi padre y los indios cavaron una super-
ficie de tierra de diez metros cuadrados para emplazar los cimientos
de la casa; luego se internaron en la selva sobre la costa norte de la
ensenada. Cortaron postes, tan necesarios en las Malvinas, y los fue-
ron apilando en la goleta hasta tener un buen cargamento; luego
los venderían para ayudar a sufragar los gastos que demandaba el
barco de la Misión.
Muchos yaganes de apartadas regiones estaban ahora reunidos en
Ushuaia. Mi padre los exhortaba a no envidiar a los que poseían huer-
tos y habían aprendido a trabajar; no debían enojarse ni molestarlos
porque ya les llegaría el turno también a ellos; pronto se organizaría
en la Misión de Ushuaia un taller de aprendizaje y cada uno tendría
oportunidad de cultivar sus propios huertos y mejorar sus medios de
vida en otros lugares.
Antes de que el Allen Gardiner zarpara de nuevo para Keppel, se
regaló a todos huevos de pingüinos y unos pocos gansos de las Mal-
villas. Durante el viaje escribió mi padre: "Anoche estaba el mar
muy agitado, temía en todo momento ser arrojado de mi litera, tan
brusco era el movimiento del barco." Y más adelante: "Cabeceaba
tanto que no podía caminar sobre cubierta." A la hora 20 del 8 de
mayo la goleta echó anclas en la bahía Comité de la isla Keppel.
Mi madre y todos los demás se encontraban perfectamente, de modo
que mi padre no tardó en partir para Stanley, y el 25 de ese mes
lo encontramos en viaje de regreso a Ushuaia.
Después de gozar del clima moderado de las Malvinas, le sorpren-
dió ver en Ushuaia tanta nieve y hielo. Se encontró con que el pe-
queño grupo de yaganes establecido allí había sido molestado por
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

sus envidiosos parientes, menos afortunados. Sin embargo, no hubo


riñas fatales ni enfermedades y el material de construcción no había
sido robado ni destruído.
Jorge Okoko, hombre de carácter, se había impuesto a sus com-
pañeros y era ahora el principal en Ushuaia. Durante las diez sema-
nas que duró la ausencia del Allen Gardiner habían cosechado las
papas y comprobado que eran un buen alimento. ~e v~lvió a desca:-
gar material, que fué llevado sobre la nevada colma, Junto al desti-
nado al futuro edificio. A los indios que habían resuelto quedarse
allá se les regaló una sartén y un cuchillo y se les repartió un poco
de galleta y porotos. Después de la distribución general de papas
traídas de la isla de Keppel, la goleta volvió a zarpar para las
Malvinas.
Esa noche, mientras permanecían andados cerca del extremo este
de la isla de Gable, en el canal de Beagle, se acercaron cuatro canoas.
En una de ellas viajaba Cushinjiz. Estaba aún decentemente vestido,
pero debió haber repartido bastante, pues todos los aborígenes tenían
alguna prenda de vestir. Parecía feliz y no deseaba volver a las Mal-
vinas. Envió de regalo a mi madre una canasta y a otra señora de
Keppel dos de esos grandes caracoles de mar que los yaganes usan
para beber.
En agosto de ese año 1870, mi padre llevó a mi madre a Stanley
y la dejó al cuidado de la señora de Hanson. A fines del mes si-
guiente se embarcó en el Alten Gardiner rumbo a Ushuaia acompa-
ñado de Santiago Lewis, Jacobo Resyck, Gyammamowl (uno de los
tres muchachos yaganes) y Quisenasan con su mujer. Soportaron una
mala travesía pero llegaron a Ushuaia ello de octubre, e inmediata-
mente se pusieron a trabajar, construyendo un camino y terminando
la excavación para los cimientos de la Casa Stirling, comenzada por
mi padre cinco meses antes. No tardaron en aparecer veinte canoas
tripuladas por más de ciento cincuenta aborígenes.
El jueves 16 de noviembre mi padre encargó a Santiago Lewis y
a Jacobo Resyck que prosiguieran los trabajos más delicados: aconsejar,
convencer, enseñar a cultivar la tierra y a construir. La población
:esidente en Ushuaia alcanzaba a ochenta y dos personas, pero las
Jnstrucciones que dejó mi padre a sus dos asistentes misioneros eran
de emplear, durante su ausencia, sólo a siete de los indios, eligiendo
a lo más capaces y civilizados. De otro modo, muy pronto llegarían a
faltar .las. provisiones. Explicó esto a los otros indios, y les aconsejó
que Siguieran, mientras tanto, pescando y cazando como lo habían
hecho antes. La verdad era que estos aborígenes, que no estaban
USHUAIA
49
acostumbrados a un trabajo estable, necesitaban constante vigi1ancia;
cuanto más numerosos eran, tanto menor era el rendimiento individual.
No bastaba con decirles cómo debían hacer las cosas, sino que había
que enseñarles hasta el menor detal,le; luego hacerles repetir la misma
acción para asegurarse que obrarían correctamente.
De vuelta a las Malvinas, después de una travesía durante la cual,
según mi padre, "hasta los yaganes a bordo se sintieron mareados, y
yo inhibido de todo trabajo mental", quedó en Stanley hasta el 5 de
diciembre de 1870. Escribe en esa fecha en su diario: "Esta tarde a
la hora quince mi querida esposa dió a luz, con toda felicidad, a una
niñita. Escribí directamente a mis suegros (señor y señora de Var-
der) para informarles del feliz acontecimiento, y llevé la carta a
bordo de la goleta Foam, que se disponía a zarpar."
Al mes siguiente, mis padres y la pequeña María se embarcaron
en el Allen Garcfiner rumbo a la isla de Keppel. No hay que creer
que estos viajes a la Misión se hacían por deporte o por recreo.
A menudo aJgunos pasajeros o familias eran desembarcados en dis-
tintas islas, donde tenían sus pequeñas chozas. De este modo evitaban
largas esperas en Puerto Stanley o las molestias de un viaje en barcos
menos marineros o en chalupas abiertas.
En enero realizó mi padre su próxima visita a Ushuaia. Al acer-
carse la goleta a la isla Gable, Cushinjiz le salió al encuentro a bordo.
Iba acompañado de Gyammamowl y Quisenasan, quienes se habían
juntado con él en la isla. Habían hecho grandes plantaciones y pre-
parado la tierra para iniciar otras para el año siguiente. No podían
ser mejores las noticias sobre los dos misioneros que habían quedado
en Ushuaia.
Dos días después, al llegar mi padre a ese puerto, quedó muy sa-
tisfecho con la labor realizada y la tranquilidad que reinaba en el
campamento. Santiago Lewis y Jacobo Resyck, que ocupaban la casita
de la playa, donde antes vivió Stirling, habían adelantado en la
construcción de la Casa Stirling. Volvieron a cortar madera con des-
tino a las Malvinas, y el 13 de febrero zarpó el Allen Gardiner lle-
vando a Lewis como único pasajero. Mi padre ocupó la Casa Stirling,
aún sin terminar, y ayudado por Resyck, el hombre de color, prosi-
guió la tarea.
Sin duda, mi padre llevó en ese viaje unas cuantas ovejas, pues
cuenta que una se ahogó y quedaron trece. Había que encerrarlas de
noche y vigilarlas durante el día por temor a los perros de la región.
En verano los días son muy largos en la Tierra del Fuego. Mi padre
se levantaba a las 4 de la madrugada, y después de largar las ovejas
)0 EL ULTIMO CONFíN DE LA TIERRA

a pastorear, trabajaba durante todo el día; de noche se dedicaba a


escribir, estudiar el idioma, visitar indios enfermos o realizar distin-
tas tareas. Encuentro escrito en su diario: "Vivo en un estado de
elevación, frecuentes y fervorosas son mis plegarias, sólo El puede
guiarnos, protegernos, ayudarnos y bendecimos. Sólo Dios es mi
fuerza y la fuente de toda bondad ... El Hermano Jacobo amable-
mente me preparó una taza de café." Me imagino que mi padre debió
de sentirse agotado y necesitó un estimulante, pues nunca menciona
tal debilidad en su diario.
El viernes 14 de mayo, a las 7, mientras se desayunaban a la luz
de la lámpara -las noches se alargan en esta estación- descubrieron
con gran sorpresa al Allen Gardiner andado en el puerto. Había
llegado a las 3 y traía al señor Lewis con su señora y sus dos hijitos.
El menor, recién nacido en la isla de Keppel, fué bautizado por mi
padre el domingo 28 de mayo en la Casa Stirling con el nombre de
Francisco Doshooia, en presencia de Jacobo Resyck, del capitán del
Allen Gardiner y de gran parte de la tripulación.
Mi padre desocupó entonces la Casa Stirling y se alojó en la goleta.
Bajaba todos los días a tierra para enseñar a los indios y ayudarlos a
trabajar en el campamento o en la selva frente al puerto. A princi-
pios de junio estaba de vuelta en la isla de Keppel, y el 11 de ese
mes bautizó a la primera hija del matrimonio Lawrence con el nombre
de Emma Luisa.
El 17 de agosto, mis padres y mi hermana María se alejaron de la
isla de Keppel a bordo del Allen Gardiner. Fué ésta la última etapa
de la larga travesía entre Inglaterra y Ushuaia.


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CAPITULO III
LLEGADA DE MIS PADRES A USHUAIA. LA TIERRA DE LOS ALREDEDORES.
PRIMERAS IMPRESIONES DE MI MADRE EN LA CASA STIRLlNG. SUS
COMPAÑEROS. SUS VECINOS LOS FUEGUINOS. LOS ALACALUFES. LOS
YAGANES. ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE ALGAS MARINAS. LA IM-
PORTANCIA DE LOS FUEGOS. LOS PEDERNALES DE TIERRA DEL FUEGO.
FUEGO DENTRO DE LAS CANOAS. EL ORIGEN DE TIERRA DEL FUEGO.
LA TRIBU ONA.

E L primero de octubre de 1871 mis padres desembarcaron en


Ushuaia después de cuatro días de navegación por el canal de
Beagle, hacia el oeste de la ensenada de Banner.
Ushuaia, significa ,en el idioma de los nativos de esa región:
"puerto interior hacia el poniente". Está situada sobre la costa norte
del canal de Beagle y se halla bien protegida contra los poderosos
vientos de la región por una doble península. Un grupo de colinas
cubiertas de pastizales y arbustos forma la mayor parte de esta pen-
ínsula, que se extiende por más de tres kilómetros en dirección
sudeste. En sus valles anidan pequeños lagos, y la costa sur, frente
al canal, tiene una muralla gredosa y cumbres erizadas.
En la costa norte del puerto de Ushuaia, a menos de medio kiló-
metro de distancia, las montañas se elevan abruptas desde la misma
playa. A excepción de unos pequeños claros cerca de la costa, sitios
elegidos por los indios fueguinos para levantar sus chozas, las laderas
de las montañas están cubiertas de bosques inexplorados de hayas, que
alcanzan el nivel llamado de los árboles altos, a menos de seiscientos
metros sobre el mar. Arriba de los bosques, a más de trescientos metros
de altura se ven grupos de rocas cubiertas en parte de nieve, interrum-
pidas de cuando en cuando por ventisqueros azules. Esta cadena corre
al este y oeste de Ushuaia, siendo su pico más alto el monte Olivia,
que alcanza a más de mil doscientos metros sobre el nivel del mar.
Existen profundas y estrechas hondonadas, por donde bajan los to-
rrentes de las montañas y algunos ríos mayores que han encontrado
paso desde su fuente, entre los picos interiores, a través del cordón
paralelo a la costa, y se precipitan en el canal de Beagle. Hacia el
52 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Oeste esta cadena es más alta y desolada que en el Este; su pico más
alto, el monte Darwin, se eleva a más de dos mil metros. Aquí,
muchos de los ventisqueros bajan hasta el mar, tanto en invierno
como en verano, y los barcos que pasan por el canal a veces ven
dificultada su navegación a causa de estas masas de hielo. Hacia el
Este las montañas son más bajas y en el cabo San Diego parecen
sumergirse en el estrecho de Lemaire, para pronto reaparecer en for-
ma de un amenazante grupo de rocas agrietadas llamado la isla de
los Estados, antes de hundirse definitivamente en el océano Atlántico.

"Respecto al panorama de la tierra de la isla de los Estados -escribe


Anson en 1741-, sólo puedo observar que si la Tierra del Fuego presenta
un aspecto de aridez y desolación, dicha isla de los Estados la excede por
mucho en horror y salvajismo. Parece estar enteramente formada por rocas
inaccesibles, sin que haya entre ellas la menor parcela de suelo o tierra
vegetal. Las rocas terminan en numerosas cumbres escabrosas que alcanzan
prodigiosas alturas, todas ellas cubiertas por nieves perpetuas. Estas rocas
quedan muchas veces suspendidas en las más sorprendentes formas y estáu
rodeadas por todos lados por terribles precipicios. Los cerros que sostienen
estas cumbres están generalmente separados, unos de otros, por angostas
hendiduras casi perpendiculares, que llegan hasta la base misma de las
rocas mayores, casi hasta el fondo de algunas de ellas, dando a la tierra
el aspecto de haber sido resquebrajada por terremotos. Es difícil imaginar
nada más salvaje y sombrío que el aspecto de toda esta costa."

Es ésta por cierto una horrorosa descripción; sería, sin embargo


engañoso hablar únicamente de los aspectos lúgubres del paisaje. En
un plácido atardecer, de otoño, cuando las hojas tienen un color ro-
jizo y el oscuro espejo del agua sólo se ve quebrado por la estela
de un pájaro zambullidor, es imposible dejar de apreciar la belleza del
puerto de Ushuaia. Pero cuando mi madre lo vió por primera vez no
debió ofrecerle tan placentera acogida. Al desembarcar del Al/en GaJ'-
diner, en un bote de remos, esta Ushuaia de que tanto había oído
hablar le pareció extraña, casi aterradora.
Detrás de la playa cubierta de conchillas se extendían los pastizales
hasta llegar a un imprevisto abismo a menos de medio kilómetro de
la costa. Entre la playa y la montaña se veían unas chozas desparra-
madas, cobertizos medio enterrados hechos con ramas y techados con
paja y turba, que despedían un fuerte olor producido por el humo,
la esperma de ballena en descomposición y los desperdicios arrojados
muy cerca ,de estos refugios. Alrededor de las chozas individuos de
piel oscura, de pie o en cuclillas, algunos de ellos arropados con
USHUAIA
53
pieles de nutria, otros casi desnudos, miraban curiosamente el peque-
ño barco que se acercaba a la playa.
Había algunas canoas abandonadas en la playa. En otras más cer-
canas, algunas mujeres pescaban o remaban alrededor del barco inten-
tando trocar pescados o lapas por cuchillos o por esos manjares exqui-
sitos que introducen los extranjeros: galleta y azúcar. Estos paiakoala 1
llegaban movidos por el deseo de saber qué hacían los blancos en
Ushuaia.
En la cima del cerro cubierto de matorrales espinosos divisó mi
madre su futuro hogar: la Casa Stirling. Una casita de madera y
chapa de cinc de cinco habitaciones. No estaba aún terminada y pa-
recía muy solitaria suspendida así en lo alto.
A pesar de la estación primaveral quedaban aún montones de
nieve y en las noches apacibles todavía se formaba hielo en el puerto
protegido. Frente a éste, al borde mismo del agua, se destacaban,
contra la nieve, los árboles desprovistos de hojas, y sólo algunos gru-
pos de siemprevivas rompían la monotonía del paisaje. Por encima
del nivel de los árboles .lucía pura y blanca la nieve hasta los picos
más altos de las cadenas de montañas.
~sa era la región donde mi madre debía pasar gran parte de su
existencia. Si soñó a veces pensativa, añorando su pueblo natal de
Devon, su clima benigno, sus ricos campos, sus generosos huertos,
~u vecindario amigo. .. nadie lo supo. La atención prestada a mi pa-
dre, la crianza de sus hijos, los solícitos cuidados maternales que pro-
digaba a cualquier criatura que los necesitara, la ocupaban demasiado
para tener tiempo de lamentarse. En todo caso no fué una mujer
que inspirase lástima. La clase de vida por ella elegida hubiera ate-
morizado a un espíritu menos fuerte, pero mi madre supo encontrar
en ella su felicidad y sembrarla también a su alrededor.

Santiago Lewis, su mujer y el mulato Jacobo Resyck esperaban


ansiosos la llegada del barco. Si ellos estaban contentos de volverlo
a ver y recibir noticias del mundo exterior, no era menor la satisfac-
ción de mi padre y su alivio al ver que todos, incluso los niños,
estaban sanos y salvos.

1 Habitante de la playa de la tribu yag~n... Oa/a, aunque nunca se usa solo,


significa genJe en el sentido más amplio. He oído a algunos yaganes llamar ·'amu·
raoala" a una manada de guanacos. Amura significa guanaco.
EL ÚLTIMO CONFfN DE LA TIERRA
54
La Casa Stirling fué dividida en dos partes: una para mis padres y
otra para los Lewis. Resyck vivía solo en .1a primitiva casita Stir!ing,
donde se había hospedado durante tanto tIempo el bondadoso obISpo.
Más adelante ésta fué transportada en secciones desde la playa hasta
10 alto del cerro. Se suprimieron las divisiones y se levantó un pe-
queño campanario en uno de los extremos. Durante algunos años
hizo oficio de capilla y de sala de reunión; tiempo después se cons·
truyó un edificio más adecuado.
Como 10 había dicho mi padre, en la época de su corto noviazgo
en Bristol, la avanzada de civilización más próxima a Ushuaia 10
constituía el establecimiento penal chileno de Punta Arenas, distante
casi doscientos kilómetros de intransitables montañas y separado por
el estrecho de Magallanes. La distancia se duplica por mar, y para
llegar a Punta Arenas el navío debía o bien desafiar la cortante
marea del estrecho de Lemaire y del océano Atlántico o bien arros-
trar los potentes vientos occidentales, vencer al canal de Beagle y
salir al Pacífico por la bahía Desolación, bordeando la península de
Brecknock, donde las olas, al romper contra los acantilados, produ-
cen el ruido de grandes cañonazos; por último, penetrar por el
canal de Cockburn, pasar los peñascos de Kirk y el estrecho de Ma-
gallanes hasta llegar a Puerto Hambre y Punta Arenas.
Los frecuentes vientos tormentosos y los densos temporales con
que se debía luchar en aqueLlos estrechos canales de rocallosas riberas
tornaban muy arriesgada la travesía desde Ushuaia hasta el estable-
cimiento penal chileno. El viaje por tierra era completamente impo-
sible. A pesar de varias intentonas (hoy que está abierto el camino,
esto parece exagerado), pasaron más de veinte años antes de que
alguien se aventurara a cruzar la isla desde el canal de Beagle hasta
la ribera norte. El establecimiento de ,la Misión debía, pues, consi-
derar las islas Malvinas, distantes seiscientos kilómetros, como su
único eslabón con el mundo externo.
Así fué cómo un pequeño pero decidido grupo eligió su morada
en el archipiélago fueguino, constituído en realidad por muchas más
islas que las que figuran en los mapas y que cubría una superficie
de trescientos veinte kilómetros de Norte a Sur por quinientos setenta
y seis de Este a Oeste. Eran sus vecinos, no ya amigos ni conocidos,
nada menos que de siete a nueve mil indios fueguinos, hijos primi-
tivos de la Naturaleza.
Estos fueguinos estaban divididos en cuatro grupos diferentes, cada
cual con su lenguaje y costumbres propios: los alacalufes, los yaganes,
los onas y los aush (u onas del Est~). La sección oeste del archi-
USHUAIA
55
piélago era el territorio de los alacalufes. La península de Brecknock,
áspero y escarpado promontorio que penetra violentamente en el
Pacífico y termina en las islas de London y Sidney, formaba una
frontera natural entre las tribus de los alacalufes y Jos yaganes, cuyo
territorio se extendía desde la bahía Desolación, a lo largo de la
costa Sur de la isla principal hasta el Puerto Español, abarcando
,todas las islas del Sur hasta llegar al cabo de Hornos. Se cree que
nunca se aventuraron a cruzar a la isla de los Estados. Los onas habi-
taban en el interior de la isla principal y en sus riberas norte y este.
Los aush vivían en el extremo sudeste.
Los alacalufes eran una tribu de indios de canoas, que vivían casi
exclusivamente de aves, focas, pescados y moluscos. Como sus veci-
nos los yaganes, construían canoas de corteza de árbol, así como otras
embarcaciones de madera de mayor tamaño. Mi padre encontró una
que medía ocho metros ochenta y cinco cm. de largo y más de un
metro de profundidad. En estas últimas no sólo usaban palas, sino
también cierta clase de remos de forma primitiva sobre toletes de
madera. Eran muy diestros en el manejo de arcos, flechas, lanzas y
hondas. De espíritu aventurero, tanto los alacalufes como los yaganes
habían circundado la península Brecknock en sus canoas y las dos tribus
se mezclaban a veces entre sí por medio de casamientos.
Los yaganes eran los habitantes más australes de la tierra. La
ensenada y el establecimiento de Ushuaia estaban comprendidos en
su territorio. Vivían cerca de la costa y pasaban gran parte del tiempo
en sus canoas. Cuando mi padre se propuso estudiar su idioma eligió
sus maestros, siempre que le fué posible, en el centro mismo de este
país, buscando así aprenderlo en su forma más pura, no adulterada
por el contacto de tribus vecinas.
Su centro eran los estrechos Murray, apropiadamente llamados Yah-
gashaga (montaña-valle-canal). Mi padre acortó esta palabra redu-
ciéndola a "yagán", nombre por el cual fué universalmente conocida
toda esta tribu, aunque entre los aborígenes sólo lo aplicaban a los
habitantes del distrito de los estrechos de Murray. El nombre que se
daba la tribu a sí misma era yamana (gente). Del mismo modo los
onas (así denominados por los yaganes) se llamaban a sí mismos
shilknum, y los aush, que tenían lenguaje propio, eran conocidos por
los yaganes con el nombre de etalum ona (ona del Este).
Los yaganes eran audaces escaladores y notables marinos, pero en
cambio rara vez se aventuraban tierra adentro, pues además del temor
que les inspiraban ciertas extrañas criaturas creadas por su imagina-
ción, la tribu vecina de los onas les provocaba un terror mortal; por
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

otra parte las montañas nevadas y los pantanosos valles interiores


eran bien poco atrayentes. Como vivían casi exclusivamente de peces
y moluscos, contaban con muy pocas pieles para cubrirse, obtenían
algunas de nutria y de zorro, pero apenas les alcanzaban y solamente
unos pocos de estos individuos, que vivían en las costas de la isla
de Navarino y a lo largo de la ribera norte del canal de Beagle,
podían conseguir pieles de guanaco, una especie de llama salvaje de
piel amarillo-rojizo. Las de foca eran escasas y por lo general les
servían de alimento o cortadas en tiras largas que llamaban rmm,
eran usadas por los cazadores de pájaros para bajar a los despeñade-
ros. A pi ttl pan (cuerpo solamente) era la voz que empleaban para
Jesignar a una persona pobre. Fácil es deducir cómo este término
podía aplicarse con toda propiedad a muchos jóvenes indios.
En una oportunidad mi padre midió a treinta yaganes adultos. El
más alto de ellos medía un metro sesenta y dos centímetros y el más
bajo un metro cuarenta, siendo el término medio de un metro cin-
cuenta y cinco centímetros. Sin embargo, a pesar de su baja estatura,
eran fuertes. Fitzroy declara, con toda franqueza, que prohibió a sus
marineros luchar con los aborígenes, pues, siendo éstos los más fuer-
tes hubieran despreciado a los hombres blancos. Las mujeres de esta
tribu eran gruesas y de baja estatura pero con miembros delgados y
manos y pies pequeños.
Hombres y mujeres usaban un corto delantal hecho de piel de nu-
tria. También tenían una segunda prenda del mismo material, dema-
siado pequeña para poderse envolver con ella. La usaban colgando
de los hombros o, si no, sujeta al cuerpo como protección contra el
viento. Las mujeres usaban variados collares de delicadas conchillas
bellamente pulidas y primorosamente enhebradas. También lucían
trocitos de huesos de las patas y alas de pájaros pasados por un cor-
dón de tendones trenzados. El arma principal de los yaganes era la
lanza que fabricaban en tres tipos para diferentes usos. Prevalecía
una justa división del trabajo entre ambos sexos. Los hombres jun-
taban el combustible y los hongos mientras que las mujeres cocina-
ban, iban en busca de agua, remaban en las canoas y pescaban. Los
hombres vigilaban el fuego, fabricaban y remendaban las canoas,
cazaban nutrias, focas, guanacos, zorros, aves y peces mayores, estos
últimos con arpón. Estando las canoas a cargo de las mujeres los
hombres sólo empuñaban los remos en excursiones largas o cuando
tenían gran apuro; todas ellas sabían nadar, mientras que era muy
raro encontrar un hombre que supiera hacerlo. Las mujeres de nin-
gún modo eran esclavas. Dueñas de todo lo que atrapaban; el hom-
USHUAIA

bre no podía disponer más que de aquello que buenamente le daba


su mujer y ésta no necesitaba pedirle permiso para hacer regalos a
sus amigos.
Algunos miembros de esta tribu vivían a menudo en lugares donde
en una extensión de muchos kilómetros no se encontraba una playa
en que fuera posible botar sus canoas al mar. Debían, por consi-
guiente anclarlas, fuera de las rocas en el lugar más amparado que
pudiesen encontrar. Esta maniobra la realizaban las mujeres. Después
de descargar la canoa y de que el hombre se hubiese internado en e!
bosque en busca de combustible, la mujer remaba algunas brazas
hacia afuera entre las espesas algas, que formaban un espléndido
rompeolas; juntaba un haz de ramas de aquellas plantas, semejantes
a cuerdas, y aseguraba con ellas la canoa, que quedaba así firmemente
atada a sus raíces. Cumplida esta tarea, nadaba hacia la costa y corría
en busca de! fuego de su choza, para secarse y entrar en calor. Las
mujeres nadan como los perros y avanzan sin dificultad entre las
algas. Nunca he visto a un hombre blanco que fuese lo bastante
arrojado como para intentar tan peligrosa hazaña. Aprendían a nadar
en la infancia; sus madres las llevaban consigo para acostumbrarlas.
En invierno, cuando las algas estaban cubiertas por una fina capa de
nieve, ocurría a veces que las niñas dificultaban la natación a sus
progenitoras al subírseles a la cabeza para escapar de las aguas heladas.
Existían diferentes especies de algas marinas. La clase mencionada
echa raíces alrededor de las rocas, pero solamente crece en lugares
donde es posible a sus ramas llegar al agua y extenderse sobre su
superficie. En ciertos sitios se desarrolla en forma tan compacta que
las gaviotas, los patos y las garzas pueden posarse sobre sus hojas.
Se encuentra en lugares rocosos poco profundos, bordeando las costas
y también en aguas de más de veinte metros de profundidad. Estas
cuerdas vegetales llegan a alcanzar una longitud de más de sesenta
metros. Las hojas suelen ser de un metro aproximadamente de largo;
son correosas y anchas y tienen en su base una ampolla llena de aire
que mantiene la planta a flote. A menos que el remero sea experto,
es muy difícil deslizarse por entre las algas; una hélice se enredaría
en ellas y quedaría inutilizada. Peces y toda clase de fauna marítima
menor abundan en estos bosques de algas, que prosperan en todo
lugar, salvo donde haya arena y greda. Un pequeño bote o canoa
que huye de una tormenta puede encontrar refugio entre un grupo
de algas hasta tanto amaine el temporal; pero si bien estas plantas
han salvado muchas vidas, también han causado no pocas muertes
por haberse enredado en ellas los nadadores, aun estando a poca
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

distancia de la costa. Los yaganes dan a esta planta el nombre de


howush, y a un grupo grande y compacto de algas separadas de la
costa por aguas profundas lo llaman pala/l. El lugar donde r:os~t~os
residíamos en Ushuaia era denominado Tuschkapalan, que SJgOlfICa
"la isla de algas del pato". . '
Como esta gente vivía prácticamente desnuda en medIO de este ch-
ma riguroso, su mejor refugio lo encontraban junto al fuego. Su
yesca era la dtlnda, una delicada película membranosa de un hongo
terrestre, el puff ball. A falta de ella usaban fino plumón de pájaro
o nidos de insectos. Estos elementos eran guardados bien secos en
una vejiga de foca o de guanaco.
Para encender el fuego usaban piritas de hierro, unas piedras que
producían mucho mejor chispa que el pedernal. Estas piritas no eran
fáciles de hallar en estas tierras; se encontraban únicamente en un
lugar, el Mercury Sound, en la isla de Clarence, donde los yaganes
y los alacalufes se mezclaban.
Existe en esa región un puerto resguardado y una senda desgastada,
que conduce a un gran depósito de residuos, prueba evidente de que
los aborígenes trabajaron allí durante muchos siglos. Los montones
de desperdicios son enormes y aún pueden verse grandes masas re-
dondeadas de pirita, de las cuales, con ímprobo trabajo, obtenían su
abastecimiento tanto los yaganes como los alacalufes. Los isleños
que no podían llegar a Mercury Sound preferían ofrecer buenos
regalos a los que poseían las piritas antes que emplear los pederna-
les, muy inferiores, que conseguían en sus localidades. En realidad,
los yaganes rara vez necesitaban estos elementos pues mantenían las
hogueras encendidas día y noche; y si un ama de casa por descuido
dejaba apagar la suya, pedía generalmente brasas ardientes a una
choza vecina antes que encender un nuevo fuego con dunda o pirita.
Los niños se apiñaban alrededor del fuego en busca de calor y ali-
mento. Comían mariscos, moluscos, pescados, cangrejos, pájaros y
hasta focas, y siempre había algo cocinándose, pues aquella gente
no tenía horas regulares para sus comidas ni asignaba un nombre
particular a ninguna de ellas. Mientras tenían alimentos a su dispo-
sición comían simplemente cuando tenían apetito. También se man-
tenía fuego dentro de las canoas cuando estaban en uso. No existía
casi peligro, pues las canoas filtraban un poco por las costuras y se
mantenían siempre húmedas. Se encendía el fuego en el centro de
cada canoa sobre una base de arena y césped húmedo. Al llegar al
sitio donde se disponían a pasar la noche desde la canoa transpor-
taban brasas o una antorcha encendida, y cuando partían al día si-
USHUAIA
59
guiente o cuando las mujeres se iban de pesca por unas horas, el
fuego era n~evamente llevado a la embarcación. Así, excepto en
aquellas ocaSlOnes en que los hombres salían de cacería y pasaban
la noche fuera de sus chozas, rara vez se necesitaba encender un
nuevo fuego.
Algo más debemos consignar sobre los fuegos de estos aborígenes.
En los innumerables rincones abrigados a orillas del mar donde las
canoas podían ser botadas sin correr riesgos, vivían las familias yaga-
nes en sus chozas. Si se divisaba una vela distante o si ocurría algo
inesperado que perturbara a los que habían quedado en tierra, éstos
arrojaban ramas verdes o matas a la hoguera a fin de hacer señales
con humo negro. Los que se encontraban pescando, al ver la señal,
apresuraban su regreso. Así es cómo los primeros exploradores del
archipiélago pudieron ver innumerables columnas de humo elevarse
a cortos intervalos en kilómetros y kilómetros a lo largo de la costa.
on estas señales las que han dado origen al nombre de esta región:
la Tierra del Fuego, aunque también es probable que en algún lugar,
al norte de la isla, estuviesen quemando pastizales.

La tribu de los onas habitaba en el interior, así como en la parte


norte y oriental de la isla principal, pero en ciertas ocasiones, algunos
de estos individuos penetraban en la región de los yaganes hasta llegar
al extremo este del canal de Beagle. Sus únicas armas eran los arcos
y las flechas. Vivían casi exclusivamente de carne de guanaco. Se
vestían con las pieles de estos animales y las utilizaban también para
arreglar sus refugios.
Los onas eran tan distintos de los yaganes y los alacalufes como
lo son los pieles rojas de los antiguos británicos. Los indios de las
canoas temían a esta remota y casi legendaria tribu, habitantes de
tierras escarpadas, cubiertas de bosques y montañas que ningún hom-
bre blanco había hollado todavía, y a las que hasta los otros fuegui-
nos sólo se habían aventurado a bordear.
Fué mi destino nacer en Ushuaia. Aun de niño me obsesionaba el
deseo de recorrer esos bosques, esas montañas que parecían barreras
infranqueables, para unirme a las tribus salvajes, de las cuales mis
<.ompañeros yaganes me habían contado tan fantásticas histor.ias. .
Más adelante, en estas páginas, relataré cómo llegué a rea1Jzar mi
ambición.
,
CAPITULO IV
NACIMIENTOS DE MI HERMANO DESPARD y Mio EN USHUAIA. YEKA-
DAHBY LLEGA A USHUAIA. EL SEGUNDO AL LEN GARDINER. EL ESTÁ-
BLECIMIENTO QUEDA AISLADO DURANTE NUEVE MESES. NACIMIENTOS
DE MIS HERMANOS GUILLERMO, BERTA Y ALICIA. PRESENTACIÓN DEL
SEÑOR WHAITS. AUMENTA LA POBLACIÓN EN NUESTRO ESTABLECI-
MIENTO. CONSTRUCCIÓN DE UN CAMINO. EL NUEVO PUEBLO. YEKA-
DAHBY PREPARA DULCES. LAS BAYAS COMESTIBLES DE TIERRA DEL
FUEGO. INDIOS DE POBLACIONES PREHISTÓRICAS FUEGUINAS.

fines de 1874, tres años y dos meses después que mi padre


A trajera a mi madre a Ushuaia, aumentó la población en nues-
tro establecimiento. El matrimonio Lewis había regresado a Keppel
con sus dos hijitos, pero había sido reemplazado por los Lawrence,
que habían tenido dos niños. Mi madre había dado a María, a la
sazón de cuatro años de edad, un hermanito. Se lo llamó Tomás
Despard y fué el primer blanco nacido en Ushuaia, el segundo, tam-
bién varón, fué el segundo hijo de los Lawrence. Tres meses des-
pués, el último día de diciembre de 1874, vino al mundo el tercer
blanco nacido en Ushuaia: era yo.
Otro nuevo y valioso agregado a la población del establecimiento
fué mi tía. Era la hermana de mi madre una mujer joven, intrépida,
enérgica y activa, de la misma estatura que mi madre y varios años
más joven. En cierta oportunidad, poco antes del nacimiento de Des-
pard, se suscitó una discusión en la casa familiar de Harberton, en
el condado de Devon, entre las cuatro hermanas solteras Varder
sobre la difícil posición en que se encontraba mi madre. Ninguna
parecía dispuesta a prestarle ayuda, pero cuentan que Juana exclamó:
-Polly necesita ayuda, si ninguna de vosotras quiere ir, iré yo.
y así fué. Hizo el viaje hasta Montevideo en un barco de vapor; allí
trasbordó a otro de vela. Este la llevó a las Malvinas y, después de
una corta estada en dichas islas, finalizó su largo viaje desde Ingla-
terr~ ~asta Ushuaia en el Allen Gardiner, llegando a nuestro esta-
bleCImIento antes de que yo naciera. A pesar de mi insistente llanto
USHUAIA 6r
y de mi voracidad, me tomó bajo su protección como si le pertene-
ciese, y mi madre, tan comprensiva, no intentó disuadirla.
Yekadahby 1 es el término yagán que corresponde a tía materna;
su significado literal es madrecita, yeso fué en realidad mi tía Juana
para nosotros. Este apodo era tan apropiado para ella que cariñosa-
mente la llamábamos así. Fué, como ya lo he dicho, un valioso apor-
te en el establecimiento. Había pasado gran parte de su vida en la
granja de mi abuelo, en Harberton, y era una autoridad en la prepa-
ración de manteca, queso, mermelada y frutillas con crema. Era tam-
bién experta en la cría de pollos, patos y gansos.
Yekadahby nunca se mareó como mi madre, ni se ponía nerviosa
al navegar en el bote velero, aunque hubiese tormenta, siempre que
mi padre estuviese en el timón.

La pequeña goleta Allen Gard;ner había prestado buen servICIo


durante muchos años, pero su conservación implicaba gastos elevados.
Eventualmente hubo que reemplazarla por un barco menor que estu-
viese más de acuerdo con los precarios recursos con que contaba la
Sociedad Misionera Sudamericana. Siete meses antes de mi nacimiento
realizó su último viaje desde Ushuaia como barco de la Misión y
fué vendida al llegar a las Malvinas. Sus nuevos dueños le cambiaron
el nombre por el de Leúáa, y nosotros, a fin de perpetuar la memo-
ria de un hombre valeroso, llamamos Allen Gardiner al barco que
le sucedió.
El nuevo Allen Gardiner era un velero pesquero del mar del Norte
de cuarenta y una toneladas. La Sociedad lo compró en Inglaterra y
poco después zarpaba para la Tierra del Fuego bajo el mando del
capitán Willis, un hombrecillo fuerte, ancho de hombros, de una es-
tatura de un poco más de un metro cincuenta, de bigote y barba
castaños recortados de una manera muy personal. Su buen humor y
su inacabable repertorio de ocurrentes cuentos provocaban la risa
entre nosotros los jóvenes, aun antes de que empezase a hablar. Siem-

1 Este nombre se lo dábamos únicamente nosotros. o recuerdo cómo la llama·


ban los yaganes. Mis padres eran conocidos por Tanuwa y Tanuwakeepa respectiva-
mente, tratamiento de respeto que se empleaba (aunque no necesariamente) para
personas de edad. A nosotros los hermanos nos llamaban colectivamente Tushcapalan.
jiz o Ushuaianjiz. No hay duda que debíamos de tener nombres individuales, pero
yo no los conozco. El sobrenombre de mi padre era Perro-pescado, quizás por su
afilada nariz, y a mi madre la conocían por Rostro·brillante, característica que se
consideraba como belleza.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

pre estaba alegre, y con un malicioso guiño nos daba a entender que
nos comprendía, y que en la lucha contra la irritante tiranía de los
mayores simpatizaba con nosotros. .
A pesar de sus pequeñas dimensiones el nuevo Allen Gardmer
era muy marinero. Hizo una buena travesía en su largo viaje al Sur.
Parece ser que al cruzarse con grandes barcos los marineros dirigían
a gritos comentarios irónicos al hermoso barquito, tales como:
-¿Te ha dado permiso tu mamá para salir?
Estoy seguro de que el capitán Willis, y su segundo el tuerto
Carlos Gibbert no habrán sido lerdos en contestar en forma apropiada.
Este cambio de barcos fué causa de que el establecimiento de
Ushuaia quedase aislado del mundo por un período más largo que
nunca. En otras oportunidades habían transcurrido cinco, seis y hasta
siete meses; esta vez pasaron nueve. Mi padre, previó la demora pero,
no queriendo incurrir en el gasto de fletar especialmente un barco,
dió instrucciones al capitán del primer Allen Gardiner, antes de que
éste zarpara de Ushuaia en su último viaje en su carácter de barco
de la Misión, que aun en el caso de que el velero fuese detenido
a su llegada a las Malvinas, ningún otro barco debería ser fletado a
Ushuaia antes de diez meses.
Pasó el tiempo. El 19 de marzo de 1875, nueve meses después
de la partida de la goleta, escribe mi padre en su diario:
"A las 5 de la madrugada del día 15 fuimos conmovidos con la
noticia de que un barco estaba a la vista. Día a día durante las últi-
mas cinco semanas habíamos esperado al nuevo Al/en Gardiner. Al-
gunos de nosotros comenzábamos ya a inquietarnos por su suerte.
No hemos sufrido contratiempos ni necesidades durante este largo
período, aunque han transcurrido nueve meses desde la salida del
Gardiner . .. "
Pero el barco avistado en el horizonte no era el pesquero del mar
del Norte; era el Le/icia, el antiguo, el original Al/en Gardiner. La
buena gente de las Malvinas, preocupada porque el velero no llegaba
y temiendo por la suerte de sus amigos de Ushuaia, había desobedecido
las órdenes de mi padre y había enviado la goleta en nuestra ayuda.
Quizás haya sido mejor así; nueve meses es un largo plazo.
El velero llegó por fin a las Malvinas y comenzó a hacer viajes re-
gulares entre estas islas y Ushuaia, bajo el mando del valeroso capitán
Willis. Durante veinte años consecutivos este eficaz y alegre marino
cumplió con su deber al mantener en contacto el establecimiento de
blancos de la Tierra del Fuego con el mundo exterior.
USHUAIA

Mi madre tuvo tres hijos más después de mí. Guillermo Samuel


nació cuando yo tenía dieciocho meses; a los dos años y medio nació
Berta, y cuatro años después de ella llegó Alicia. Esta niña, la más
rubia de todas, y la única que tenía los ojos grisáceos de mi madre,
era bien típica del condado de Devon. '
De niño Guillermo era pequeño, regordete y lleno de picardía, en
contraste conmigo, que era de carácter tímido y de un crecimiento
exagerado. Recuerdo perfectamente que siendo Berta aún muy pe-
queña, una carretilla reemplazó el habitual cochecito, y como nosotros
gozábamos de gran libertad en nuestras correrías, esta carretilla sufrió
muchos percances. i Lo asombroso es que la niña haya sobrevivido!
Cuando le llegó a Alicia el turno de pasear en carretilla, sus hermanos
se habían hecho más fuertes y más salvajes, i su sobrevivencia es aun
más extraordinaria!
Mientras tanto, aumentaba la población en nuestro establecimien-
to. El pueblo iba tomando proporciones. Esta expansión se debió en
gran parte al esfuerzo de un hombre, Roberto Whaits. liste se unió
a nuestro grupo con su mujer y su hijita, cuando yo tenía un año
poco más o menos. Era un hombre de ojos grises, bondadosos, de ca·
bello y barba canosos y de una estatura de un metro setenta y cinco.
Además de ser un ferviente cristiano, muy apreciado por mi padre
por su eficiente y concienzuda labor y su agradable compañía, era a
la vez hábil carpintero, carretero y herrero. Poco tiempo después de
su llegada instaló en el bosque, frente al puente, dos o tres sierras
abrazaderas manejadas por yaganes que preparaban madera para el
nuevo pueblo.
Con gran esfuerzo mi padre, junto con una cuadrilla de indios de
los menos civilizados, construyó un camino que corría desde la playa
hasta el centro del pueblo, encaramado en lo alto de la loma. A mano
derecha de este camino había tres casas de chapa de cinc con interior
de madera. Viniendo desde la playa, la primera casa que salía al
encuentro estaba ocupada por la familia Lawrence, que se había mu-
dado allí cuando la Casa Stirling había resultado demasiado pequeña
para albergar a dos familias. A unos sesenta metros estaba situada la
Casa Stirling y a más o menos igual distancia había una construc-
ción llamada el Orfanato, un hogar para niños huérfanos yaganes
que estaba a cargo del matrimonio Whaits. Algo más alejada estaba
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

la casita Stirling, que en aquellos tiempos también se usaba como


iglesia, sala de reunión y escuela. Una iglesia más grande, con dos
o tres cuartos para el catequista, en un extremo, fué construída algún
tiempo después. El fiel Y silencioso Resyck dejó Ushuaia poco des-
pués de la llegada de mi madre. Además de estas casas había un
establo para las vacas y varios cobertizos. Cerca del Orfanato estaban
la carpintería y la herrería.
A medida que pasaban los años y que mis hermanos y yo nos íbamos
transformando de niños a muchachos era mayor la fascinación que
ejercía sobre nosotros la herrería de Whaits. Nos divertía observar
las chispas de la fragua y oír el pequeño toque suplementario que
seguía a los golpes del pesado martillo. Pero más que todo admirá-
bamos los pantalones que usaba para trabajar. Eran de una especie
de pana o fustán que aparte de su delicado olor, producían, al rozarse
una pierna con la otra rápidamente, como siempre andaba Mr. Whaits,
un sonido especial como el del frotamiento de un cepillo. Nosotros
no podíamos imitar ese sonido, jru-jm-jru-jru, por más que lo in-
tentábamos, hasta que al fin mi madre casi milagrosamente nos pro-
porcionó ese gusto. Al enterarse del buen resultado de esa tela, mi
madre consiguió el mismo material y con la ayuda de nuestra tía y
de la máquina de coser, nos confeccionó pantalones a los tres niños.
i Qué alegría la nuestra cuando descubrimos, después de practicar un
poco, que podíamos producir el deseado sonido al andar! i Nos sen-
tíamos tan hombres, tan importantes!
Del otro lado del camino había una hilera de chozas de yaganes
construídas por ellos bajo la dirección del señor Whaits. Existían
también dos o tres casas modelos, habitadas por los más civilizados
de los aborígenes. Unas tenían techo de ripia, otras de chapas de
cinc; algunas hasta tenían ventanas con cristales. Estas casitas estaban
rodeadas de huertos; unas pocas adornaban su entrada con macizos
de flores.
Todos los huertos del establecimiento estaban cercados, no como
medida de protección contra cualquier invasión, sino para alejar el
ganado. Detrás de la Casa Stirling estaba la huer,ta de verduras y por
delante, el jardín, con flores y árboles frutales. Algunos años la co-
secha de papas fué bastante buena, otros las heladas tempranas que-
maron las plantas. Los guisantes, nabos, zanahorias, coles, lechugas y
coliflores daban bien, pero se obtenía poco del huerto antes del pleno
ver~o. En cuanto a la fruta, había fresas inglesas, grosellas, uvas
espmosas, frambuesas, todas ellas importadas por la Misión. Pero lo
que realmente se daba muy bien era el ruibarbo.
\ i"a a través del puerto de Ushuaia. Fotografía tomada desde la playa en que
mi madre desembarcó por primera vez. El pico cónico es el Monte ülivla.

"lIlillas )' mlilas de costa sin playas", Cortesía del co:'onei Charles \Xfdlingtnn
Furlong, U, ,A.
Mi padre a los veinticinco años de edad.
USHUAIA 6s
En la época de la cosecha de fruta Yekadahby estaba muy atareada
haciendo dulces. Lo que no servía para hacer mermeladas se utilizaba
para prepar.ar sabrosos e~curtidos que duraban todo el largo invier-
no y la pnmavera, estaCiones en que la huerta no producía nada.
Además de la fruta cultivada, ella conseguía bayas silvestres de los
campos de los alrededores. Hay varias clases de bayas comestibles en
la Tierra del Fuego, pero sólo dos variedades llegaban a nuestra mesa.
La que más abunda, la baya espinosa o Berberis buxifolia, llamada
en yagán U1nmh-amaim (tl1nllsh espinosa, amaim baya), la produce
el arbusto espinoso calafate; su sabor es parecido al de la uva aunque
tiene poco jugo y muchas semillas duras. Su tamaño es mayor que
el de la grosella común y su color es azul obscuro. Mi padre la llama-
ba en su diario la baya dulce. Es uno de los cuatro arbustos del gé-
nero Berberis de la Tierra del Fuego.
i Qué placer era para nosotros, cuando niños, salir en excursión
con Yekadahby en busca de bayas! Además de comerlas junto al
árbol hasta que nuestras caras quedaban rojas como la grana, cose-
chábamos grandes cantidades para hacer jalea y vino. Nunca olvidaré
lo excelentes que eran aquellos budines de bayas con crema. También
es inolvidable el aroma de sus flores que parecen rosas amarillas en
miniatura.
La otra baya que llegaba a nuestra mesa era la fresa silvestre, que
no debe confundirse con la que se encuentra en gran abundancia en
las regiones andinas de la Patagonía y al sur de Chile. La variedad
fueguina es llamada por los yaganes belacamaim (que quiere decir
baya de lluvia). Abundaban en ciertos lugares, pero sólo por una
corta temporada. Son parecidas a las frambuesas, y los pequeños abul-
tamientos que la recubren hacen que cada fruto parezca a su vez un
racimo de pequeñas bayas. Crecen dentro de la tierra vegetal o el
musgo. Fácilmente pasan inadvertidas, pues uno puede andar por
encima del lecho que las contiene sin verlas. El pequeño tallo donde
crecen forma un ojal, la estrella verde que las protege está general-
mente al nivel del musgo y la fruta escondida debajo. El tallo se in-
clina al desarrollarse la fruta y la flor mira resuelta hacia el sol.
Estas fresas silvestres son deliciosas servidas con azúcar y crema o
comidas al natural recién cogidas de la planta; pero en ese distrito
rara vez se encuentran en cantidad como para hacer mermelada.
Crecen otras bayas silvestres, además de estas dos variedades, como
las grosellas negras silvestres, que tienen rico sabor aunque no es
conveniente abusar de ellas por su poder laxativo. Sus flores tienen
también un delicioso aroma. Uno de estos arbustos, el más grande de
66 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

todos, nunca dió bayas y dedujimos entonces que debía de ser el


macho de la especie. La baya más pequeña entre las comestibles es
la sepisa, conocida en las Malvinas como diddy-dee, que crece cerca
de la tierra en tal cantidad que la podíamos recoger a puñados y llenar
cubos. En la estación apropiada las empleábamos como alimento de
los gansos y los pollos, aunque a estos últimos no les gustaban mu-
cho. Debe de haber dos o más especies de estas bayas, algunas de un
color rojizo y otras casi negras. Existe también la shanamaim blanca
(baya de pantano) que casi no tiene tallo y se la encuentra como la
fresa, casi enterrada en el musgo, pero sólo en los pantanos.
La última baya que mencionaremos es la goosh. Es de interés re-
ferir aquí que el cronista de Sir Francis Drake menciona "una clase
de uva silvestre" que fué saboreada con gusto por algunos miembros
de la expedición al descubrir éstos el cabo de Hornos. No hay duda
de que la fruta a que se refieren es la llamada goosh, que crece abun-
dantemente en las islas de las costas más lejanas y que madura en
primavera, la estación en que estos aventureros desembarcaron y to-
maron posesión de dicha isla en nombre de la reina Isabel. La goosh
es generalmente de color rojo obscuro y la produce un arbusto que
a veces alcanza metro y medio de altura. Se encuentra en gran can-
tidad en las cumbres rocosas, aunque en estos lugares la planta crece
más achaparrada. Son, como la shanamaim, de textura algo esponjosa
con cavidades aéreas internas que les impiden reventar con las he-
ladas de invierno.
Cuando mis primeros años de la Tierra del Fuego pertenecían a
un lejano pasado vi en una exposición de flores en Chelsea, Londres,
algunos arbustos de gooJ'h con sus frutos. El hombre que estaba a
cargo de esa sección me dijo que se llamaban pernettya, que crecían
en los estrechos de Magallanes y que eran muy venenosas. Agrade-
ciéndole la información, recogí con su permiso algunas frutas caídas
y ante sus ojos horrorizados me las comí, retirándome poco después.
El pobre hombre debió dedicar varios días a revisar la sección ne-
crológica de los diarios en busca de la noticia de mi def.unción.
La goosh, la sepisa y la shanamaim eran muy apreciadas como ali-
mento por los yaganes. En Ushuaia era usual, en la estación adecua-
da, encontrar canastos llenos de estas frutas en las casuchas de los
más civilizados de entre ellos y en las chozas de sus hermanos más
primitivos en el extremo este del pueblo.
C~usa extrañeza comprobar que en aquel lugar primitivo se haya
segUIdo, aunque no deliberadamente, lo que parece ser una regla
general en las ciudades: la riqueza y el lujo se sitúan al Oeste mien-
USHUAIA 67
• tras que los barrios pobres están al Este. En Ushuaia al Este y al
Nordeste estaba el barrio pobre con sus chozas. Las concavidades del
terreno eran aprovechadas para Ie-."antar refugios cubiertos luego por
techos muy precarios hed10s con ramas, turbas o hierbas. Cada vez
que cambiaba el viento, las puertas siempre abiertas de las humildes
chozas giraban hacia sotavento. Todos los desechos, tales como con-
chas de almejas y lapas y los huesos eran arrojados afuera, cerca de
la puerta, y con el correr del tiempo se formaba un cerco protector
de más de dos metros de alto alrededor de la hondonada donde vivía
esa gente. La naturaleza prestaba su generosa contribución; groselle-
ros silvestres, calafates más lentos en crecer y otros arbustos arraiga-
ban en ese montón de basuras y florecían profusamente. Una hierba
alta de hoja perenne y ancha, con propiedad llamada por los yaganes
IIC11rh-rhllca (hierba de la casa, pues solamente crece en ese lugar)
mejoraba el aspecto de estas feas chozas, dándoles apariencia de pin-
torescos cobertizos.
A medida que pasan los años, el trabajo del hombre y de la na-
turaleza dejan sus marcas indelebles sobre la tierra. En los siglos ve-
nideros se verán todavía sobre la costa fueguina vestigios de muchas
de estas aldeas primitivas. Los montículos de conchas y huesos que
se levantaban cerca de las chozas, y que alcanzaban a veces dos metros
y medio de altura, son claros indicios de los lugares elegidos por los
yaganes, generación tras generación, para sus viviendas.
Preferían las tierras porosas para agrupar sus chozas, pues en eUas
las cavidades rara vez contenían agua a menos que hubiesen caído fuer-
tes lluvias después de helarse la tierra.
En los últimos años, un arqueólogo americano, el señor Junius
Bird, hizo excavaciones en estos lugares donde antes existían pueblos.
Halló a una profundidad considerable herramientas de piedra y armas
mucho más primitivas que las usadas en nuestro tiempo. Llegó a la
sensata conclusión de que había al1ondado muchos siglos en el pasado
y que durante ese período hasta los indígenas habían adelantado en
sus conocimientos, lentamente pero sin equivocarse.
,
CAPITULO V
DÍAS Y NOCHES DE PELIGRO. PELEAS ENTRE ABORÍGENES. HATUSH-
WAlANJIZ ES ASESINADO POR COWILIJ. LOS AMIGOS DE HATUSHWAlAN-
JIZ EXIGEN UNA INDEMNIZACIÓN. MI PADRE ES HERIDO CON UNA
LANZA. A TOM POST LE IMPIDEN COMETER UN CRIMEN. HARRAPU-
WAIAN CONCIBE UN PLAN PARA MATAR A MI PADRE. ENRIQUE LORY
PELEA CON DESVENTAJA. CEREMONIAS RITUALES PARA DIRIMIR DIFE-
RENCIAS. MI PADRE TRATA DE EVITAR DERRAMAMIENTOS DE SANGRE
Y MI MADRE SUFRE HORAS DE ANGUSTIA. USIAGU ROBA UN CUCHILLO.
MEEKUNGAZE SOLlOTA LICOR DE FRAMBUESAS. FUEGIA BASKET VUEL-
VE A APARECER.

el origen y desarrollo de la Misión en Ushuasia, en una


S OBRE
serie de conferencias pronunciadas muchos años después, mi
padre dijo lo siguiente:

"El idioma de estos aborígenes fué aprendido (en la isla de Keppel)


y puesto por escrito. Distintos instructores de la Misión impartieron a los
indios instrucción cristiana y enseñanza de las artes de la vida civilizada,
logrando pleno éxito. Después de cinco años de ininterrumpido intercam-
bio, durante los cuales los blancos visitaron repetidas veces la tierra de los
aborígenes, en la goleta de la Misión, y trajeron a unos sesenta de ellos
a vivir una temporada en el establecimiento de la Misión en las Malvinas,
consideramos prudente y necesario irnos a vivir entre ellos, en sus propias
tierras, a fin de cumplir con más eficacia el propósito de nuestra obra.
Nuestro Director, hoy obispo Stirling, fué el hombre valiente que tomó
esa iniciativa y la puso en ejecución solo; vivió durante seis meses entre
los aborígenes, en una paz relativa, instruyéndolos diariamente y enseñán-
doles diversas tareas. Después me tocó sucederle; con ese fin fui llamado
a Inglaterra por un período de nueve meses. Desde entonces, es decir en
1869, estos aborígenes han progresado paulatinamente en el conocimiento,
en el arte, y en las buenas costumbres de la vida civilizada, tratándonos
con todo respeto y observando excelente conducta. La poderosa palanca
que operó este cambio fué el conocimiento que llegó a la mente de estos
aborígenes en su propio idioma, y la práctica intensiva de las tareas inhe-
rentes a la creación de un establecimiento civilizado ... "
USHUAIA

Durante los quince años que estuvo mi padre a cargo de la Misión


en Ushuaia, fué la autoridad suprema; actuaba como juez y como le-
gislador. Al leer su diario o las crónicas de sus conferencias parecería
que nunca hubieran ocurrido hechos dignos de ser llamados aventuras.
Sin embargo, hubo momentos en que su propia vida, la vida de los
suyos y la seguridad del establecimiento corrieron peligro. Pasó mu-
chas noches tormentosas en barcos abiertos en medio de aquellas
islas y repetidas veces debió arriesgarlo todo en su afán de perseguir
y juzgar a los más turbulentos malhechores.
i Qué ansiedades no habrá pasado mi madre al enterarse de las fe-
roces peleas de estos indios y al ver salir a mi padre solo y sin armas,
con la esperanza, no siempre realizada, de evitar un derramamiento
de sangre! Y en ocasiones en que su marido navegaba en una cha-
lupa abierta llevando consigo a uno o dos de sus hijos, debe de
haber sentido verdadero terror al oír en noches de tormenta las rá-
fagas furiosas del viento azotar su casa mientras aguardaba, rezando
por la suerte de los navegantes que se retrabasan más de lo debido.
En esas angustiosas esperas debió de sufrir mi madre la peor parte,
ocultando a los demás sus temores.
Estos viajes de mi padre duraban a veces diez y hasta quince días
y no siempre eran apacibles, pues el buen tiempo pocas veces dura
en estas latitudes. Tormentas y chubascos se descargan sin previo
aviso desde las montañas. Aun antes de cumplir yo ocho años, solía
mi padre llevarme consigo. Si el frío era demasiado intenso, me
metían dentro de un saco lleno de hierba seca o paja, atado debajo
de los brazos. Esta sencilla protección es sorprendentemente eficaz
mientras no se humedezca el relleno con la espuma o la lluvia. Re-
cuerdo haberme visto obligado más de una vez a pasar toda la noche
a la intemperie, mojado y con frío, sintiéndome sumamente desdicha-
do. Cuando remontábamos de noche el canal de Beagle el barco se
nos antojaba frágil y el agua, negra y despiadada. Al mirar por en-
cima de la borda la blanca fosforescencia de la cresta de una ola
sentía escalofríos pensando que podía tragarse nuestra pequeña em-
barcación; pero peor sufrimiento me hubiera causado que me dejaran
en Ushuaia.
Mi único consuelo era ver allí a mi padre. Se lo consideraba en
general muy temerario, y en alguna ocasión hasta la tripulación de
yaganes había rehusado salir con él, pero su serena presencia ahuyen-
t~ba mis temores. Creo que nunca era mi padre tan feliz como cuando
tImoneaba un velero, con la tripulación acostada en la sentina de
barlovento para hacer lastre, y con la borda a sotavento casi a ras del
70 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

agua. Entonces, empuñando e! timón, cantaba de puro gozo. Cuando


e! tiempo era particularmente malo prefería el Gl;de along, my bonny,
bonny boa! o himnos como Fair tvaved the golden COrn. Yes, God ir
good ;n Earth and Sky.l

Estos eran los riesgos de! mar. En tierra también existían peligros.
Las frecuentes peleas entre yaganes empezaban generalmente por
intrigas, maledicencias, celos por mujeres, o por robos de escondidas
provisiones de grasa de ballena. Bastaba que alguien dirigiera una
palabra de enojo a un niño ajeno, para que su padre se sintiera
agraviado por mucho tiempo. Cuando se enfadaban proferían gritos
ante la casa de los contrarios; éstos salían a las puertas de sus chozas
y desde allí contestaban los insultos y las amenazas. Muchas veces los
histéricos actores, en sus accesos de rabia cabriolaban como caballos
pisadores y se pegaban garrotazos. En otras ocasiones los dos grupos
muy excitados enarbolaban palos o tiraban piedras, generalmente sin
hacer puntería, sólo para demostrar a sus contrarios cómo eran de
fuertes y lo irritados que estaban. Una vez el honor satisfecho regre-
saban exhaustos al seno de la familia, donde oirían quizá elogiosos
comentarios sobre la derrota infligida al enemigo.
A veces la lucha se hacía general y volaban piedras y palos. Fre-
cuentemente en estas peleas muchos resultaban heridos, a veces mor-
talmente. Otras veces había ludlas salvajes a puñetazo limpio. Algu-
nos solían tener una piedra tosca no con intención de arrojarla, sino
para golpear con ella. Sucedía también que un salvaje le retorcía el
pescuezo a otro o le quebraba e! espinazo con fatales resultados; en
estos casos, e! vencedor era maltratado por sus propios partidarios,
que sabían por anticipado e! perjuicio que esta acción ocasionaría
a la comurudad.
En un extracto de carta escrita por mi padre poco tiempo después
de la llegada de mi madre a Ushuaia encontramos una buena descrip-
ción de un incidente que nos ilustrará, además, sobre las costumbres
sociales de los yaganes.

"Una mañana, escribía mi padre, en que todos se apresuraban a ir de


mukka 2, Hatushwaianjiz, un hombre nacido en Puerto Hueso, estaba en

1 Canciones populares inglesas e himnos religiosos.


2 Sal.u en canoa en busca de grasa de ballena. Los fueguinos obtenían casi todas
sus raCIones de carne y grasa de ballena, de animales encallados, bien por haber
USHUAIA 71
la choza de Cowilij comiendo unos mariscos. Cowilij, que tenía una mujer
joven y era celoso, se abalanzó de repente contra el muchacho y, según la
costumbre de aquí, le dobló para atrás la cabeza con la evidente intención
de romperle la nuca. El muchacho me dijo que Cowilij lo había lastimado,
pero yo ~o imagi~,é la gravedad del daño. No s?lo le había lastimado el
cuello, smo tamblen el pecho. Nosotros no crelamos que muriera, pero
aconteció así el 21 de marzo, a pesar de los bondadosos cuidados que le
prodigaron aquellos que lo acompañaban en la choza ...
"Cowilij regresó con el resto de los balleneros ese mismo día y al
enterarse de lo que había ocurrido se escapó al bosque. .. Parece ser que
antes que Cowilij se escapara, llegó la madre de Hatushwaianjiz, y junto
con su hijo menor propinaron una buena paliza al asesino. Cowilij escapó
solo; sus dos mujeres, una de aproximadamente sesenta años y otra de
diecisiete, quedaron. Sin embargo, tuvo que presentarse ese mismo día a
repartir su grasa ... "
"El 8 de abril llegaron dieciséis canoas con indígenas decididos a vengar
la muerte de Hatushwaianjiz. Se me pidió que hablase con aquella gente y
prometí hacerlo. Cuando desembarcaron les salí al encuentro para expli-
carles el asunto y tratar de impedir que atacaran a personas inocentes.
Cowilij se había escapado nuevamente al bosque.
"Todos los indios, hombres o mujeres, que esperaban verse complicados
en la pendencia, se habían armado con garrotes, lanzas, hondas y piedras.
Los vengadores se encaminaron directamente a las chozas donde se encon-
traban los parientes o personas allegadas a Cowilij, los cuales, según la
costumbre fueguina, estaban expuestas al castigo.
"Un grupo se distinguía del otro por la peculiar pintura de la cara; los
vengadores la tenían cubierta de puntos blancos sobre un fondo negro;
los otros, cruzada por rayas blancas sobre un fondo rojo. .. Me interpuse
entre ellos y cogí del brazo al primero que se adelantó. Les expliqué que
no había más que un solo culpable y que éste se había ido; que la muerte
del muchacho había ocurrido mucho tiempo después de haber sido golpea-
do; que luego había sido tratado bandada amente por todos los que 6~aban
allí y que no había por qué atacar a personas inocentes. Me escucharon un
momento y luego se dirigieron al sitio donde estaban esperando los otros
indios. Seis de éstos, los principales actores, tenían grandes piedras redondas
en las manos. Meakol, por ser hijo de una hermana de Cowilij, era, en
ausencia de éste, el principal objeto de atención. Separándose de sus com-
pañeros se presentó ante ellos. Los vengadores se adelantaron hacia él y le
tiraron piedras desde todos lados. Meakol con sus manos colocadas contra
sus orejas las evitaba saltando ágilmente. Después que hubieron tirado

Il.egado a la deriva hasta la orilla después de haber sucumbido en aguas profundas


Vlcllmas de los cazadores de ballenas, bien a causa de sus esfuerzos desesperados
por escapar a los feroces perseguidores. Mi padre sólo oyó de un caso en que una
ballena fuese muerta por los yaganes; en esa ocasión se empleó toda una flota de
canoas y el alaque duró más de veinticuatro horas.
72 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

todas las piedras se juntaron los dos grupos. Los vengadores, siempre en
actitud amenazante; los otros, listos para defenderse si fuera necesario. Sólo
tres personas fueron levemente heridas y después de un gran tumulto y de
fingido alboroto, todo terminó, con gran alivio de nuestra parte.
"Los vengadores reclamaron airadamente su botín; los otros, especial-
mente Meakol, se vieron obligados, para apaciguarlos, a cederles todo aquello
que codiciaban y de lo que se apoderaban como si les correspondiera por
derecho.
"En lo concerniente a la familia, el asunto estaba terminado, pero Cowilij
estaría expuesto durante años a ser atacado, si se encontraba con algún
pariente cercano del muchacho asesinado, aunque no llegarían al extremo
de atentar contra su vida."

Cuando los ánimos se calmaron y algunos visitantes se hubieron


retirado en sus canoas, mi padre fué a su casa y decidió dar asueto
por el resto del día. Aún había algunos visitantes pero quedaron
como huéspedes, y las cosas estaban ya suficientemente tranquilas
como para que mi padre llevara a los leñadores a la orilla opuesta y
pasara con ellos el día siguiente en el bosque.
Algo más serio iba a acontecer. Nos avisaron que otro grupo, pro-
veniente del lugar donde vivía el muchacho asesinado, se aproximaba
por tierra a Ushuaia. Mi padre abandonó su trabajo y, acompañado
por algunos yaganes del establecimiento, se enfrentó con el grupo
de encolerizados indios que avanzaba; uno de ellos se adelantó con
su lanza y en una violenta arremetida alcanzó a tocar a mi padre en
el pecho, con la intención de intimidado a fin de que no interviniera.
Mi padre, sin embargo, no se amilanó, y las cosas amenazaban
tomar un mal cariz, cuando, afortunadamente, uno de los indios de
Ushuaia, que nada tenía que ver con la familia del asesinado, persua-
dió a los agresores, con algún riesgo de su parte, que abandonasen el
proyectado ataque.
En otra ocasión mi padre estuvo muy cerca de perecer. El hecho
aconteció en el bosque frente al puerto. Tenía en esa época un perro
Terranova que era su compañero inseparable. Uno de los leñadores,
un fuerte muchachón llamado Tom Post, a quien mi padre mencio-
na frecuentemente en sus memorias, se distinguía por su carácter vio-
lento y pendenciero; era muy poco inclinado al trabajo y sobre no
trabajar él se complacía en impedir que los otros lo hicieran. En esta
oportunidad mi padre lo reprendió severamente y ya iba a retirarse
cuando el perro inesperadamente se abalanzó contra el indio. Mi
padre, indignado, arrastró al perro propinándole fuertes puñetazos.
Pero después los otros trabajadores le dijeron que había hecho mal
USHUAIA 7;.
en castigar al perro, pues Tom Post se disponía a matarlo con su hacha
cuando fué atacado por el animal.
Tom Post no era en el establecimiento el único indio con inclinación
sanguinaria. Harrapuwaian era feo, fuerte y aun entre los yaganes
tenía fama de pendenciero; a pesar de tener ya varias mujeres había
robado otra a un hombre que le temía mucho. Mi padre, para casti-
garlo, lo reprobó severamente, y apoyado por la mayoría de los indios
lo obligó a devolver su última adquisición.
Harrapuwaian se puso furioso y planeó una venganza. Mi padre
fué informado de que el fueguino tenía la intención de presentarse
ante la puerta principal de su casa con un hacha escondida debajo
de la piel de nutria que usaba. El pretexto que invocaría para llamar
a la puerta era pedir una galleta. Tenía la intención de atacar a mi
padre de improviso mientras buscaba la galleta, asestándole un golpe
mortal en la cabeza.
Con su habitual optimismo mi padre dudó de la veracidad del
aviso y pensó que su informante podía tener motivos de rencor contra
el acusado o que éste se había estado jactando. Bruscamente se disipa-
ron sus dudas al presentarse Harrapuwaian ante su puerta para re-
damar una galleta. Mi padre por toda contestación asió al supuesto
asaltante por la muñeca y le dijo:
-¿Por qué viene Ud. aquí con un hacha? ¡Démela!
Sin contestar palabra, el indio se la entregó. El hacha había sido
cuidadosamente afilada. Mi padre, después de hablar un rato con
Harrapuwaian, se la devolvió recomendándole que en adelante cuando
viniera de visita, la dejara en su casa.

3
A diferencia de los onas que viven detrás de las montañas, los ya-
ganes reprobaban el homicidio, y la palabra wataptNuj (asesino) era
entre ellos considerada un insulto. Un yagán podía matar a su adver-
sario en una pelea pero el asesinato premeditado era poco común. Re-
cuerdo un solo caso de un indio que fué acusado de haber cortado,
mientras cazaban pájaros, una guasca a la que estaba atado su com-
pañero, haciendo que éste se estrellara desde lo alto del acantilado.
Parece que el culpable cometió el crimen para quedarse con la mujer
de la víctima; era un indio excepcionalmente fuerte y por extraña
coincidencia se llamaba Sassan, palabra parecida a la inglesa assa.rsin. 1

1 Asesino.
EL ÚLTIMO CONFfN DE LA TIERRA

Es difícil que una pelea, aun entre los hombres más civilizados,
pueda proseguirse con equidad, y ciertamente la primera pelea que
presencié entre los yaganes no era un ejemplo de corrección.
Recuerdo que siendo niño, en Ushuaia, me encontraba sobre el te-
jado de una dependencia cuando mi atención fué atraída por dos in-
dígenas que disputaban en el camino. Uno de ellos era Lory (bauti-
zado con el nombre de Enrique), un amigo nuestro al que me re-
feriré más adelante. Después de insultarse a gritos, comenzaron a
apalearse. Poco tardó Lory en empezar a sangrar; su adversario había
introducido en su garrote un afilado clavo, que sobresalía bien pun-
tiagudo. Una muchedumbre enardecida los rodeaba. Lory manaba
abundante sangre, su aspecto era lamentable. Entonces apareció mi
padre. Difícilmente un escuadrón de seguridad hubiera apaciguado
más prontamente el alboroto. Ordenó a los dos hombres encolerizados
que cesaran en la lucha, los reprendió con severidad, especialmente
al que había usado el clavo. Y reprochó después a los mirones no
haber intervenido en esta lucha tan desigual, aunque de haberlo
hecho probablemente hubieran sido parciales y la pelea se hubiera
generalizado.
Esta lucha fué un asunto puramente personal, sin premeditación.
En general los yaganes dirimían sus diferencias de manera ceremo'
niosa, observando un rito antiguo. El diario de mi padre, con fecha
sábado 2 de mayo de 1874, lo describe minuciosamente. Parece ser
que había acaecido un accidente a un miembro de la comunidad y se
sospechaba que uno de los indios de Ushuaia era el responsable.

"Día frío, de gran calma, anoche heló, escribe mi padre. Hoy desem-
barcó de diecisiete canoas una cantidad de gente desconocida aquí. Hubo
un poco de tumulto y algunos temieron que resultara algo serio. Habían
llegado anoche y se instalaron en Hamacoalikirh 1. Algunas personas oyeron
varios shadatoo, es decir largos y trémulos alaridos característicos de aquellos
que tienen que vengar sangre. No sabiendo qué podía haber ocurrido en
otro lado y quiénes podían estar infortunadamente comprometidos, eran
muchos lo que sentían inquietud. Sin embargo, antes de que esta gente
desembarcara supimos por un hombre que venía en una canoa pesquera
que no había nada que temer.
"Los hombres se habían desfigurado con pinturas y carbón. Las mujeres
y los niños se quedaron en las canoas, un poco apartados de la costa, y
empezaron a moverse muy lentamente. Avanzaron los hombres, muchos
armados con cachiporras. Uno de ellos, Lasapowloom (o Lasapa), un

1 La punta de la península que separa el puerto de Ushuaia del Canal de Beagle.


Por sí solo ikirh no tiene sentido, pero como afijo significa punta o promontorio.
USHUAIA

vigoroso Y activo muchacho, actuaba como paladín desafiador. Se adelantó,


listo para afrontar al primero y más animoso contrincante del bando contra-
rio. Tanto él como el hombre que le hacía frente lucían una ancha banda
blanca desde la barbilla hasta abajo y tenían la cabeza ceñida por una piel
de ganso marino con otra banda blanca por encima. El pelo también estaba
pintado de blanco. Lasapowloom traía una piedra blanca en cada mano.
El contrario, armado de un garrote, se acercaba saltando y haciendo mucho
alboroto. Pedía insistentemente que Iacasi 1 lo dejara matar a alguien, como
si estuviera sediento de sangre. Levantaba el garrote en actitud amenazadora.
Ambos hablaban animosamente dando fuertes voces. Luego Lasapa tiró
una de sus piedras en dirección a su contrario a más de un metro detrás
de éste y corrió hacia la piedra para levantarla de nuevo. En otro lugar
vi a otros dos indios muy pintados que vociferaban y gesticulaban animada-
mente. Cada uno de ellos rodeaba con el brazo el cuello del otro; ambos
meneaban la cabeza. Los demás miraban tranquilamente y luego se disper-
saron para dirigirse hacia distintos sectores adonde habían sido invitados.
"Me divirtió mucho, termina mi padre, oír que a Lasapa, debido al papel
que desempeñaba, se le llamaba según la costumbre Towwora o sea 'Tor-
menta de viento' y a su contrincante TlImutowwora o sea 'Aquel que invita
a la tormenta a bracear contra él'."

Pero la ejecución de las venganzas no era siempre una farsa. Un


grupo de indígenas tenía sus chozas en un lugar llamado Ushaij, a
una distancia de unos cuatro kilómetros del campamento de la Misión,
en medio de unas colinas bajas cubiertas de fachinales. En este lugar,
situado al sudoeste de la península, cerca de la playa frente al canal
de Beagle, alguien había sido asesinado, y nuestros indígenas mere-
cidamente o no eran culpados de este crimen. A mi padre le avisaron
que se acercaba por el Oeste y por el Sur la consabida flotilla de
canoas y que sus tripulantes no traían intenciones amistosas. Un grupo
de yaganes había salido ya de Ushuaia para atacar a los adversarios.
Mi padre se apresuró a salir en pos de ellos con la esperanza de evitar
derramamiento de sangre, y como pasaban las horas y no regresaba,
mi madre no pudo aguantar más la ansiedad. Tomó un revólver, que
nunca había usado y que le inspiraba mucho temor, nos encomendó
a nosotros, que éramos niños, al cuidado de Yekadahby y del matri-
monio Lawrence y se encaminó hacia la sombría asamblea.
A poco más de un kilómetro de la Misión y cerca del camino

1 Un vocablo genérico que se aplica a focas, pingüinos, albatros y otros pájaros


marinos, y también a peces de aguas profundas, que llegaban en otoño persiguiendo
al cardumen de sardinetas. Era una época de superabundancia para Jos aborígenes.
La llegada del Iacasi era celebrada con un festival de cosecha que podía durar hasta
dos meses.
76 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

había una enorme roca; después de haber pasado, mi madre vió acer-
carse a unos indígenas con sus antorchas primitivas. Aullaban como
solían hacerlo cuando había un muerto. Mi madre se dió cuenta de
que llevaban un cadáver. Temió que lo peor hubiera sucedido; sus
rodillas se aflojaron; ya no podía sostenerse en pie. Uno de los deudos,
un yagán llamado Juan Marsh (nombre que le había puesto proba-
blemente algún benefactor de Inglaterra) que hablaba algo de inglés,
se adelantó a tranquilizarla diciéndole:
-Él no morir, Mam, él volver mañana.
Le entregó una hoja de papel arrancada de la libreta de mi padre
que ella leyó a la luz de la antorcha. En la nota le decía que no
debía preocuparse, que había resuelto quedarse a pasar la noche allí
donde estaba porque temía que volvieran a pelearse si él se ausentaba.
La comitiva, formada por algunos de nuestros indios de Ushuaia
volvía al establecimiento llevando a uno de los suyos a quien le
habían quebrado el pescuezo en una ludu salvaje. Después de haber
leído con gran alivio la nota de mi padre, mi madre volvió a Ushuaia
con los aborígenes.

4
A medida que transcurrían los años iba creciendo nuestro esta-
blecimiento, no sólo en tamaño, sino también en la esfera de sus
actividades. La influencia moral de la Misión sobre los indios se hacía
más notoria. Eran frecuentes los casos de arrepentimiento y de con-
fesión y no por temor al castigo en este mundo o en el otro. Los
yaganes viven al día, sin pensar en el mañana; mucho menos se preocu-
parían por algo que pudiera ocurrirles después de muertos. Mi padre,
a fin de atraer a su redil a estos pecadores, nunca los amenazó con
los terribles tormentos que les aguardarían en la vida futura; tampoco
los mimó o alabó indebidamente, ni mucho menos les dió recompensas
por actos de confesión o de arrepentimiento. Sin embargo, e~tos actos
de humildad ocurrían. Un tal Iaminaze vino desde muy lejos a de-
volver una cacerola que había robado i Quién sabe qué luchas internas
le habían quitado el sueño a este pícaro antes de resolverse a tomar
su canoa, hacer un viaje de varios días y devolver su tesoro!
?S interesante la historia de Usiagu, culpable del robo de un cu-
chillo. Sobre él escribió mi padre en su diario:

'~El ~ie~nes por I.a tarde, inmediatamente después del té, fuí a VISItar a
vanos indIOS que vIven en la playa, conocidos como paiakoaJa (gente de la
USHUAIA 77
playa), nombre qu~ se daba a los que iban y venían para distinguirlos de
aquellos otros, mejor consIderados, que estaban ya establecidos y tenían
sus huertos. Visité la choza de Usiagu, la última de todas. Una de sus
tres mujeres tenía un poco de pescado para mí, y yo le pedí a Usiagu que
me lo llevara. Así, después de una conversación muy amistosa, llegarnos
a la casa. Era ya de noche y dejé al indio en la cocina para ir en busca
de una luz; volví tan pronto como pude, le di unas galletas a cambio de su
pescado y lo despedí. Poco después tuve necesidad de usar el cuchillo y no
lo encontré."

Uno o dos días después sucedió el feliz epílogo. Escribe mi padre:

..... Usiagu se acercó a la puerta quejándose de un terrible dolor de


estómago. Le hice entrar e inmediatamente empezó a dar violentas arcadas;
antes de que yo pudiera acercarme con una luz, me entregó el cuchillo que
me había robado el viernes anterior. Aparentó haberlo vomitado; natural-
mente, yo no lo creí. Cuando volví a la cocina vi, sin embargo, que las
violentas arcadas le habían hecho brotar lágrimas que corrían en profusión
por sus mejillas."

Este incidente ocumo mientras mi madre estaba aún en las Mal-


vinas; mi padre vivía solo en la Casa Stirling, aún sin terminar, con
Jacobo Resyck, el único hombre civilizado de la región. Otro episodio
semejante ocurrió en esa época. Lukka, uno de los cuatro primeros
yaganes establecidos en Laiwaia, vivía entonces con su mujer e hijos
y visitaba frecuentemente Ushuaia. En una oportunidad discutió vio-
lentamente delante de la Casa Stirling con otro indio llamado Mee-
kungaze y se trabaron en lucha; mi padre se interpuso, hizo entrar
a Lukka en su cuarto y alejó al otro. Este último, furioso, no quiso
oír razones y se condujo como un loco. Al día siguiente, sin embargo,
con el pretexto de que su hijito no estaba bien, Meekungaze vino a
hacer las paces y rogó encarecidamente le dieran medicamentos; mi
padre le dió jugo de frambuesas azucarado. El indio se alejó encan-
tado. El niño mejoró, por cierto.

5
Se recordará que cuarenta años antes de la fundación de la Misión
en Ushuaia el capitán Fitzroy había llevado a cuatro fueguinos de va-
caciones a Inglaterra. Uno de ellos había muerto, y los tres restantes
habían sido traídos de vuelta a la Tierra del Fuego: York Minster
y Fuegia Basket, quienes se habían casado en Wulaia, y el canalla
Jimmy Button.
78 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

Un grupo de yaganes de la costa exterior entre el brazo sudoeste


y la península de Brecknock vinieron de visita a Ushuaia. Estos alisi-
moonoala, como se llamaba la gente de esa desolada y tormentosa
región, miraban despectivamente, quizás con cierta razón, a los wii-
sinoala (gente de la ensenada), que vivían entre aguas más tranquilas.
Los consideraban de menos aguante que ellos e inferiores en fuerza
y vigor.
En este grupo de apariencia salvaje estaba nada menos que Fuegia
Basket. Mi padre la veía entonces por primera vez y le impresionó
como una persona fuerte y sana; era gruesa, de baja estatura y con
una boca muy grande, más de lo que es común aun entre los fuegui-
nos. Le faltaban muchos dientes. Cuando mi padre intentó refres-
carle la memoria, ella recordó London y también a Miss JenkinS",
que se había ocupado especialmente de ella. Conservaba, además, el
recuerdo del capitán Fitzroy y del buen barco Beagle y de ciertas pala-
bras como cuchillo, tenedor, cuentas. Cuando mi madre le mostró a
sus dos hijos María y Tomás, Fuegia Basket pareció muy complacida
y dijo: "Little boy, little girl'·.l Parecía haber olvidado todo lo demás,
incluso el arte de sentarse en una silla, pues cuando le ofrecieron una,
se acomodó al lado en cuclillas.
Mi padre le habló en yagán y así se enteró que habían muerto a
su marido, York Minster, en represalia por el asesinato de un hom-
bre, y que ella se había casado después con un joven de unos dieci-
ocho años que estaba allí a su lado. Ella tenía más de cincuenta años.
Esta diferencia de edad era corriente en los matrimonios yaganes;
hasta se aconsejaba, no sólo para conveniencia de los hombres viejos,
sino también para la de los maridos jóvenes, que disponían así de
mujeres de gran experiencia que sabían atender a sus necesidades,
aconsejarlos bien, manejar las canoas y ayudarles de muchos modos,
en circunstancias en que las jovencitas hubieran fracasado.
Fuegia Basket, mientras estuvo en Inglaterra, había recibido ins-
trucción religiosa, pero ahora aunque mi padre hizo todo lo posi-
ble para reavivar sus recuerdos, éstos se habían borrado completa-
mente de su mente.
Había vivido mucho tiempo entre los alacalufes y hablaba la len-
gua de éstos tan bien como la propia. Exceptuando esta visita a
Ushuaia, probablemente no había oído ni una sola palabra de inglés
desde el día en que desembarcó en Wulaia como novia de York Mins-
ter. Cuando mi padre la encontró, los dos hijos que había tenido con

1 Pequeño niño, pequeña niña.


USHUAIA

Jork Minster eran I?~yores, pero, con todo, la madre clamaba por ellos.
Como todos los alis1ffioonoala echaba de menos su región natal; una
semana después emprendieron el regreso.
Pasaron diez años antes que mi padre encontrara nuevamente a
Fuegia Basket. Fué el 19 de febrero de 1883, cuando, en el curso de
una expedición hacia el Oeste, se enteró por unos indígenas de la
isla London de que ella vivía aún. Fué a visitarla. Debía de tener
entonces de sesenta a sesenta y dos años y su fin estaba próximo. Mi
padre la encontró muy debilitada e intranquila; hizo todo lo posible
para confortarla con las bellas promesas bíblicas en las que él creía tan
firmemente.
Finalmente mi padre tuvo que alejarse, pero se fué tranquilo sa-
biendo que estaría bien cuidada; además de su hija, que la atendía
cariñosamente, estaba rodeada de su gente: sus dos hermanos y los
hijos de éstos; no le faltaría nada de lo que podría necesitar en esas
circunstancias, y era poco probable que fuera víctima del Tabacana.
El Tabacana era un acto de misericordia, que consistía en apresurar
el fin de los parientes enfermos, por medio de la estrangulación. Se
practicaba abiertamente y con la aprobación de todos, pero sólo en
los casos de extrema debilidad o prolongada insensibilidad que pre-
ceden a la muerte.
,
CAPITULO VI
LOS YAGANES HACEN REGALOS Y RECIBEN RECOMPENSAS POR SER-
VICIOS PRESTADOS. EL NAUFRAGIO DEL "SAN RAFAEL".

generosas de Inglaterra nos enviaban regularmente


P ERSONAS
gran cantidad de ropa usada para ser distribuída entre los fue-
guinos. Algunas prendas tales como zapatos de tacón alto o vestidos
para señoras de talle fino no se adaptaban a la constitución robusta
de las mujeres yaganas. La ropa útil era distribuída a su debido tiempo
entre los indios, que para esas ocasiones se reunían en gran número
en Ushuaia. 1
Aunque mi madre y las otras señoras de la misión hiciesen todo lo
posible para adaptar esa ropa, algunas modas extravagantes debieron
aparecer en la vecindad. Es asombroso que estas buenas señoras hayan
podido además de atender a las necesidades de sus maridos e hijos,
reunir continuamente mujeres yaganas y enseñarles a coser, zurcir
y tejer.
Una de estas mujeres cayó enferma y, en una de las visitas que
le hizo mi madre poco antes de que muriera, aquélla sacó de entre
el montón de cosas que le servía de almohada algo que evidente-
mente apreciaba como un tesoro. Era una bolsita llena de botones de
todos colores y tamaños que había juntado en el transcurso de los
años y conservaba con celoso cuidado. Ella entregó estos botones a
mi madre con el ademán de quien confía algo que no puede llevar
en su postrer viaje.
Este acto patético conmovió a mi madre; recuerdo que muchos
años después me fué mostrada esta bolsita con todo su contenido.
Otro ejemplo de la generosidad espontánea de los yaganes, sin
esperar recompensa, tueron los regalos que envió Jaime Cushinjiz
a las señoras de la isla de Keppel.
No hay que pensar que se daban a los fueguinos regalos única-

1 Relacionado con estas dácüvas enviadas desde Inglaterra es interesante consig-


nar el hecho de que un día apareciera un fino césped no originario de la región,
que se fué esparciendo rápidamente alrededor del campamento yagán. Mi padre esta-
ba convencido de que la semilla había venido adherida a la suela de unas zapatillas
de teanis.
l. LanzanJo un arpón. El indio que aparece en la fotografía era un Y'lg,ín ex-
cepcionalmente bien Jesarrollado, provenIente Je la cost.l. Cortesía del Dr. Ar-
mando Braun Menéndez. Fotografía tom,lda por 1,1 ExpeJición CientíficI francesa
de 1882.
2. Yagán atando la punta del arpón a la vara. Cortesía del Dr. Armando Braun
Menéndez, Fotografía tomada por la Expedición Científica Francesa de 1882.
Fotografía tomada durante nuestra visita a Inglaterra en 1880. De izquierda
derecha: Despard, Will, mi madre, Berta, mi padre, el autor, María.
USHUAIA 81

'mente por motivos filantrópicos; a veces los mandaban de Inglaterra


para ser distribuídos entre un grupo de indígenas como recompensa
por servicios ~resta~os a l~ tripu,lación de algún barco naufragado,
Otras de mIs pnmeras 1ffipreSlOnes están asociadas a unos cajo-
nes que me parecieron enormes y que contenían pequeñas hachas,
cuchillos, anzuelos y tabletas grandes de cacao, i Qué bien recuerdo
cómo mi padre dividía con un serrucho las tabletas de cacao y el
entusiasmo con que recogíamos y comíamos el delicioso aserrín,
Mi padre convocó a un grupo de yaganes y distribuyó los rega-
los entre aquellos que habían traído la noticia de un naufragio,
exhortando al mismo tiempo a todos los otros a que hicieran cuanto
les fuera posible para ayudar a marinos en peligro, Les dijo que
los poderosos parientes y amigos de estos marinos, que habían en-
viado en señal de gratitud estos regalos tan costosos desde su lejana
tierra, podían también mandar una expedición muy diferente, si cual-
quiera de los indios se portaba alguna vez mal con los marinos de
los barcos naufragados. Los yaganes apreciaron las pequeñas hachas
y los cuchillos, pero se negaron a usar los anzuelos, pues tenían sus
propios métodos para pescar. Corno prueba de la eficaz ayuda que
podían prestar los yaganes relataré una anécdota, ya que tengo ante
mí, mientras escribo, la correspondencia de mi padre referente al
hecho.
El cuatro de enero de 1876 el San Rafael, barco que debía reali-
zar la travesía entre Liverpool y Valparaíso con un cargamento de
carbón, se incendió y fué abandonado al sudeste del cabo de Hornos.
La tripulación se lanzó a los dos botes que se separaron desde la
primera noche. Veintisiete días después, el bote del segundo de a
bordo, con once sobrevivientes, fué recogido por un navío de Nueva
Zelandia que se dirigía a Inglaterra. Los náufragos habían sufrido
mucho por haber estado tanto tiempo expuestos a la intemperie, y
uno de ellos murió.
El bote que llevaba al patrón, capitán Jaime McAdam, con su
mujer y otros ocho tripulantes, se dirigió hacia la costa sudeste de
la isla de Hoste, no lejos del falso Cabo de Hornos.
He aquí unos extractos del informe que mi padre remitió al
gobernador de las islas Malvinas y que se publicó en Londres. Lo
escribió el 22 de mayo de 1876 a bordo del Allen Gardiner al re·
gresar del viaje cuyos incidentes relata.

"El 22 de abril llegó a Ushuaia desde New Years Sound, un grupo de


indios portadores de la noticia de la muerte por hambre de nueve hombres
82 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

y una mujer, en un lugar muy peligroso de la costa. .. Prueba de lo que


decían era la ropa que traían puesta y una moneda inglesa que ofrecían
en venta. El breve informe dice así: El indio Cushooyif había visto desde
su canoa señales de la presencia de extraños en una isla escabrosa. Sin
acompañante que le pudiera ayudar, salvo su mujer, tuvo miedo de desem-
barcar o simplemente acercarse y fué hacia el Este en busca de ayuda. Poco
después unos pocos indios, en una o dos canoas, se acercaron al lugar,
desembarcaron, caminaron tierra adentro y encontraron un grupo de náufra-
gos de los cuales sólo dos todavía con vida, pero muy débiles, con los
miembros rígidos, enflaquecidos y sin poder andar ni tenerse en pie. Los
indígenas, enternecidos hasta saltárse!es las lágrimas, encendieron fuego
para estos dos infortunados; uno de ellos estaba más fuerte que e! otro
y no había perdido e! conocimiento. Los pobres hombres no tenían ni
fuego, ni agua, ni comida y su cuerpo estaba en gran parte despellejado.
Los indios les trajeron agua, les dieron un sbag (pájaro de! mar) y se
alejaron llevándose alguna ropa, pero solamente aquella que encontraron
tirada alrededor. Luego supimos que lo que se habían llevado les fué
regalado por e! hombre a quien dieron de comer y de beber, a quien
auxiliaron tratando de enderezarle las piernas y ofreciéndole llevarlo en
sus canoas, pero en vano. El hombre bebió dos veces y probó e! shag, pero
no pudo comerlo pues estaba ya demasiado extenuado y débil como para
que la bondad de los aborígenes le fuera de utilidad. A pesar de todo, él
les regaló muchas cosas, haciéndoles señas para que se llevaran lo que
quisieran. Los fueguinos se fueron entonces, ya que no podían andar allí
sus canoas ni llevarlas a tierra en la costa abrupta y escabrosa.
"Oímos decir que el mal tiempo les impidió volver a la isla durante
algunos días y cuando al fin pudieron desembarcar encontraron a todos
los hombres muertos. Los indios se llevaron todo lo que quisieron, pero
no desnudaron a los muertos."

El Allen Gardiner estaba en Ushuaia en esa época; zarpó, pues,


inmediatamente hacia el lugar del desastre. Su viaje hacia la costa
externa fué extremadamente tormentoso, hasta que encontraron, a
cierta distancia del lugar de la tragedia, un refugio seguro donde el
velero podía permanecer andado. Desde allí, mi padre, el capitán
Willis, dos marineros y cuatro indios siguieron en bote. Los dos
marineros se quedaron en el bote para mantenerlo alejado de la
costa mientras que los otros aprovecharon el momento oportuno para
saltar a tierra y trepar por las empinadas rocas. Allí encontraron
los cadáveres de la mujer y de los nueve hombres.
"Los muertos, escribe mi padre, yacían alineados; algunos habían
sido colocados así por sus pobres compañeros; y se cree que luego
los fueguinos, dispusieron los restantes cadáveres en la misma forma."
En busca de algún signo para identificar los cuerpos, el capitán
USHUAIA

Willis halló cuatro hojas sueltas dentro de una libretita: era una
nota escrita por el capitán ~cAdam, e iba dirigida a Juan Fleming,
su yerno, calle Canterbury numero, 84, Everton, Liverpool.

"En latitud 54° 30' S, Longitud 71° 0, 15 de febrero de 18761.


"QUERIDO JUAN. Cuando recibas ésta tu madre y yo ya no existiremos
hemos estado cuarenta y un días en esta isla desolada a una dieta muy
estricta tu madre está muy débil y yo estoy casi ciego apenas puedo ver el
papel donde escribo. Mi reloj y la cadena de tu madre se las dejo a Willie
mi otro reloj para ti y debes usar el anillo de tu madre. Los pendientes
para Jessey Mis instrumentos ropa y reloj de oro y tres libras doce chelines
para ayudar a mantener a Willie, y espero que serás para él un padre
cariñoso y le darás buenos consejos, los muebles para ti hay también dos
cronómetros un telescopio un cronómetro de noche marca Webster y un
telescopio que tienes que llevar a la oficina puedes ver si hay allí algún
dinero que me corresponda si hay tendrá que emplearse para la manutención
de Williams y su madre se une a mi deseando que sea un niño bueno
y que no olvide a Dios y esperamos que tú y Jessie viváis por mucho
tiempo juntos y felices en paz con temor de Dios y ahora os enviamos
nuestra última y cariñosa bendición que Dios os bendiga a todos es el
sincero deseo de vuestro~ padres.
"JAIME McAoAM a JUAN FLEMING."

Se halló también un aviso oficial a los marineros instruyéndoles


sobre la manera de llegar a Ushuaia y los lugares del archipiélago
fueguino en que los aborígenes eran de confianza y aquellos en que
era conveniente evitarlos.
El primero de marzo de 1877 se realizó en Londres una reunión de
misioneros; en una crónica de la misma aparece el siguiente párrafo:

"El obispo Stirling, que escribe desde Stanley, nos envía la grata noticia
de que Su Majestad la Reina tiene el placer de transmitir al reverendo
Tomás Bridges y al capitán Willis su más expresivo agradecimiento por
la asistencia prestada a la infortunada tripulación del San &fael. Los lec-
tores recordarán que esta tripulación murió por hambre en la pen.í~sula
Rous de la isla de Hoste. Por consejo de lord Carnarvon el Corrute de
Comercio ha ordenado que se entregue una libra a cada uno de los 0dios
que intervinieron en el descubrimiento y auxilio de los náufragos. El obISpo,
por intermedio del go?ernador de las Malvinas, recomienda se entreg~e ~l
señor Bridges la suma de veinte libras para adquirir los regalos que dlstn-
buirá entre quienes, a su juicio, lo merezcan. El gobernador ha hecho suya
esta recomendación .....

1 Al traducir esla carla se ha respetado la puntuación del original inglés.


,
CAPITULO VII
1>U PADRE CAE ENFERMO. NUESTRO VIAJE A INGLATERRA. DESPUÉS
DE QUI CE MESES DE ESTADA VOLVEMOS A USHUAIA. LA EXPLOSIÓN
DEL "DOTTEREL" EN EL PUERTO DE PUNTA ARENAS. EL "ALLEN
GARDINER" ES LEVEMENTE DAÑADO, PERO PODEMOS PROSEGUIR EL
VIAJE HASTA UESTRO HOGAR.

yo niño de cinco años, mi padre cayó gravemente enfer-


S lE DO
mo; pero a pesar de ello continuó trabajando todo lo humana-
mente posible. Al fin, sin embargo, se vió obligado a ir a Punta
Arenas a consultar al médico de allí, el doctor Fenton. El diagnós-
tico fué un posible cáncer del estómago. Al saber esto, el obispo
Stirling decidió que el enfermo fuese a Inglaterra sin pérdida de
tiempo.
A fines de septiembre de 1879 toda nuestra familia se acomodó
en el camarote del pequeño velero de la Misión, rumbo a Punta
Arenas. Allí nos embarcamos para Inglaterra en el Galicia, un pa-
lacio flotante de 3829 toneladas, perteneciente a la Compañía Pacific
Steam Navigation.
El médico de a bordo, hombre alto, robusto, nos vacunó a todos.
Todavía recuerdo con horror esa operación; mis sentimientos hacia
el doctor no mejoraron durante el viaje.
Nuestro camarote estaba en la popa del navío; cerca de la proa
había algunos pasajeros de tercera clase que parecían alimentarse
exclusivamente de patatas cocidas que se les servían con su propia
ciscara; los marineros se las traían de la cocina en ollas o baldes,
volcaban el agua, la gente se amontonaba alrededor y cada uno to-
rnaba su parte. A pesar de todo, parecían muy alegres y hasta baila-
ban. Esto era algo nuevo y desconocido para mí. Los yaganes nunca
bailaban; sentados, balanceaban su cuerpo al compás de unos cantos
monótonos que ni siquiera merecían tal nombre.
Llevábamos a bordo animales y pollos, para ser sacrificados du-
rante el viaje, y también una vaca lechera.
Antes de nuestra partida de la Tierra del Fuego, Juan Marsh,
aquel yagán que había tranquilizado a mi madre al encontrarse con
ellos en la procesión de antorchas, me construyó un bote de juguete,
USHUAIA

obra de su propia iniciativa. Durante el viaje se resolvió que yo en


agradecimiento, le. hici.:ra u?a abr.igada b~fanda de punto que d~bía
comenzar en seguIda. AbaJo, arriba, abaJo, afuera. 'Qué movimien-
to más monótono para que un niño de cinco años lo repitiera indefi-
nidamente! Creo que llegué a odiar a Juan Marsh y a su maldito
bote. Cuando se me escapaba un punto, mamá o tía lo enganchaban,
y, tal vez para animarme, me hacían una vuelta con gran rapidez,
pero de haberme ayudado más, hubiera sido perjudicial para mi
carácter; debía yo, pues, proseguir solo. Afortunadamente, una bella
jovencita de quince años, que no se preocupaba de la formación de
mi carácter, al conocer el objetivo de mis esfuerzos me tuvo lástima
y de cuando en cuando añadía varios centímetros ~ mi bufanda. Po;
fin, salvo algunos nudos y unos pedazos desiguales, confeccioné una
bonita prenda que orgullosamente regalé a mi viejo amigo al regresar
a Ushuaia.
Dos meses después de zarpar de Ushuaia llegamos a Birkenhead.
Tuve la impresión de que en ese lugar debía de llover continuamente,
pues mientras estuvimos en Liverpool diluvió.
Recuerdo que nuestro padre nos llevó a una estación de ferrocarril
donde estaban ensayando una nueva clase de iluminación. La gente
decía que era demasiado brillante y sería perjudicial para la vista;
yo esperaba sinceramente que la nuestra no hubiera sido ya afectada.
Mi padre nos explicó que esta luz era similar a los relámpagos, de
los cuales habíamos visto bastantes cuando cruzamos los trópicos; la
llamaban luz eléctrica.
Fuimos a la casa de mi abuelo en el condado de Devon, donde
conocimos a varios tíos y tías. Recuerdo un gran corral con vacas,
cerdos, pollos, patos, gansos y pavos; un huerto, una herrería y el
aserradero, que tenía una sierra circuhr impelida por un molino. Los
niños lo considerábamos un lugar encantador.
Un día fuimos a visitar la granja de una de mis tías y de mis
primos. Ya oscurecido, regresamos a casa en un coche tirado por un
caballito; recuerdo haber tenido la sensación de que las nubes estaban
fijas mientras que la luna corría a través de ellas. Esta observación
me llenó de gran ansiedad.
Ya en esa temprana edad empezó a acentuarse en mí la extrema
prudencia que me caracteriza. Al oír mencionar la palabra tétano,
averigüé su significado; alguien me dijo que las personas atacadas
no podían ni hablar ni comer y morían lentamente por inanición.
Al observar mi madre que yo abría frecuentemente la boca hasta el
máximo, me preguntó la razón, y cuando yo se la conté, se rió de
86 EL ÓLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

mí y me dijo que al abrir así la boca podía dislocarme la mandíbula


y en ese caso el resultado sería el mismo. Acechado por el peligro en
ambos casos, no sabía qué actitud tomar, hasta que una tía me quitó
el miedo asegurándome que el tétano no atacaba nunca antes de
los cuarenta y cinco años.
Mi padre no quiso complacer a los médicos, muriendo como ellos
lo habían pronosticado; en cambio viajó dando conferencias por todos
lados sobre los indios de la Tierra del Fuego.
Mi hermano Despard y yo fuimos internados en un jardín de
infantes y mi hermana María en un colegio de niñas en Bristol.
Después de haber pasado quince meses en Inglaterra, mi padre
había mejorado tanto que nos fué posible partir para Ushuaia; el 23
de mayo de 1881 nos embarcamos en el Iberia, otro palacio flotan-
te, de 4671 toneladas. Mi hermana María quedó en Inglaterra en
un colegio. Los amigos de mis padres insistieron para que los varones
nos quedáramos también a fin de recibir una educación apropiada y
hasta ofrecieron sufragar ellos los gastos.
Era un serio problema para mis padres; creyeron, sin embargo, que
no debían dejarnos, y así fué como regresamos a nuestra tierra natal.
Recuerdo muy poco de nuestro viaje de vuelta, salvo que en algu-
nos puertos de parada vimos zambullirse en el agua a los negros en
busca de monedas. El 23 de abril llegamos a Punta Arenas, donde
el Iberia nos dejó y prosiguió su derrotero remontando la costa oeste.
Al acercarnos al estrecho de Magallanes, divisamos al Dotterel, un
crucero británico, que realizaba uno de sus periódicos viajes. A poco
vimos al Al/en Gardiner navegando pesadamente por los estrechos.
Cuando el Dotterel alcanzó al pequeño velero lo llevó a remolque y
ambos llegaron a Punta Arenas la noche del 24.
Más de una vez, en su breve y sanguinaria historia, Punta Arenas
fué prácticamente barrida del mapa por lo que se podría llamar una
combustión interna. En 1842, el antiguo establecimiento penal, un
grupo de casuchas rodeado por una alta empalizada de madera, con-
taba con una población aproximada de seiscientas almas, a pesar de
haber sufrido una sublevación de penados. Después de un largo
período sin ser visitado por ningún habitante del Norte, un nuevo
gobernador había llegado y encontrado el lugar reducido a cenizas
y cubierto de cadáveres; no había un solo ser viviente: el lugar pare-
cía haber sido arrasado por una horda de vándalos. Los indios tehuel-
ches de la Patagonia habían completado el saqueo.
Se formó un nuevo establecimiento, y la población alcanzó a unas
mil almas, en su mayor parte penados y guardianes. En 1877 hubo
USHUAIA 87
una tercera sublevación, en la que, sin lugar a dudas, cooperaron
también los guardianes. Naturalmente, corrió sangre; los sediciosos
y los penados, temiendo futuras represalias, se desparramaron en di-
rección norte hacia la Patagonia, i Qué inmigrantes indeseables y de
tan mala influencia para los tehuelches! La gran mayoría de los fugi-
tivos fueron capturados; otros, como suele suceder con esta clase de
gente, terminaron matándose entre ellos.
Punta Arenas había sobrevivido a este tercer golpe, y cuatro años
después se había formado un pequeño pueblo, el más austral del
mundo; su población alcanzaba a dos mil almas; contaba con una
iglesia, un fuerte diminuto, un barrio de casitas y, naturalmente, la
prisión. Este progreso de Punta Arenas se debió al movimiento de
barcos, de la línea P.S.N.e., que efectuaban al menos cuatro viajes
mensuales tocando dicho puerto, procedentes ya sea del Este o del
Oeste. Era casi el único sitio en toda la Patagonia donde los tehuel-
ches podían negociar sus cueros y plumas. Y además, y no tal vez,
lo más importante: fué en esa época cuando por primera vez se men-
cionó el vocablo mágico: Oro 1.
Nos alojamos en casa de unos viejos amigos de mi padre; nuestro
dormitorio, situado en el piso superior de la casa, daba a la fachada
pr:incipal, y a través del campo abierto se divisaba el mar.
A la mañana siguiente de nuestra llegada, viendo que el velero
de la Misión estaba anclado en el puerto, mi padre y mi tía fueron
temprano a bordo a desayunarse con el capitán Willis. Mientras tanto,
el Al/en Ga-rdiner fué amarrado a un casco viejo para ser cargado;
el Dotterel fué anclado allí cerca.
Los cuatro niños: Despard, Will, Berta y yo estábamos en el dor-
mitorio con nuestra madre observando el movimiento del puerto,
cuando, de repente, a las nueve de la mañana, se produjo una terrible
explosión; seguidamente, se abrieron de par en par nuestras ventanas
y una nube inmensa de humo negro salpicada por lenguas de fuego y
formas humanas lanzadas al aire, ascendió al cielo. i Ante nuestra
vista horrorizada el buque de Su Majestad Dolterel había estallado!
Hubo un silencio de muerte en el puerto, y durante algún tiempo
el humo lo cubría todo con una sombra oscura; nosotros forzába-
mos la vista para ver el Al/en Gardiner, temiendo que hubiera corrido

1 La apertura del Canal de Panamá perjudicó mucho a Punta Arenas, pues desvió
la ruta de navegación hacia ese puerto. La exportación de lana y carnero congelado
le devolvió su perdida prosperidad; en nuestros días los trabajadores de esa región
son los mejor pagados y los más descontentos de todo Chile. La población en 1946
era aproximadamente de 35.000 habitantes.
88 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

la misma suerte que e! otro barco. Al fin se desvaneció e! humo;


allí estaba anclado nuestro pequeño velero tan seguro como antes.
Sus dos chinchorros se alejaban rápidamente de su lado; otros botes
salían de la costa también en dirección al lugar donde momentos
antes descansaba plácidamente e! hermoso crucero.
Doce hombres fueron sacados de! agua; el bote de la Misión reco-
gió a cuatro de ellos; todos resultaron ser oficiales. Entre ellos estaba
e! capitán, que fué llevado al camarote de! Gardiner, donde le dieron
algunas ropas. Debido a su gran estatura, su cabeza chamuscada dejó
manchas negras en e! techo del camarote. Ulteriormente, el camarero
nos enseñó estas manchas a los niños, que las miramos con cierto
temor. Ni las ropas del capitán Willis, ni aun las de mi padre le
hubieran servido.
El capitán, que se estaba bañando cuando ocurrió la primera explo-
sión, se había .tirado al mar pasando por el ojo de buey. Cuando apa-
reció en la superficie, se produjo la explosión definitiva; algunas
llamas llegaron a chamuscarle e! cabello. Al enterarse de la pér-
dida de sus hombres y de su barco, y darse cuenta de que él estaba
vivo y sano, el pobre hombre se echó a llorar. Varios trozos sueltos
de metal habían caído sobre la cubierta del Alfen Gardiner, mellán-
dala en parte; también el casco presentaba abolladuras producidas
por la fuerte marejada que sacudió todos los barcos, al producirse
el hundimiento del Dotterel.
En memoria de unos doscientos hombres que fallecieron aquella
mañana, se colocó una piedra en el cementerio de Punta Arenas.
El 27 de abril zarpamos de dicho puerto en el velero de la Misión,
de 41 toneladas, pero en vez de llegar a Ushuaia en pocos días (una
vez se hizo el viaje en sesenta horas), tardamos diecisiete días. Mi
padre, que no era dado a exagerar en materia de tiempo, explicaba,
en una carta dirigida al comité, que la razón de nuestro retraso estri-
baba en el "tiempo excepcionalmente malo, con fuertes vientos de
frente, nieve y cellisca constantes" y que "una noche oscura y tor-
mentosa con violentos chubascos nos impidió llegar al puerto obli-
gándonos a esperar el día inquietos en alta mar".
El capitán Willis da en su informe una descripción mucho más
g:áfica de las dificultades pasadas: "Cegados por el granizo y la
meve, con velas doblemente rizadas, e! mar estaba tan agitado y las
ráfagas eran tan fuertes, que tuvimos que virar el barco y buscar
refugio en el canal de Cockburn. La oscuridad reinante nos impidió
encontrarlo y tuvimos que seguir navegando a sotavento entre las
rocas de Kirke hasta las diez horas de la mañana siguiente."
USHUAIA

Descubrimos, en esos momentos de ansiedad, cómo se las arreglaba


el capitán Willis para mantener recortado su erizado bigote y su
barba. Ferozmente arrancaba, masticaba y aparentemente tragaba tanto
de ellos como su lengua podía alcanzar. Nunca se le vió escupirlo
después, por lo que le deseamos buena digestión.
Aunque era un hombre diminuto, cuando bajaba con mi padre a
estudiar el mapa parecía, vestido como estaba con un gran capote
encerado, chorreando agua, llenar el pequeño camarote. Nosotros
admirábamos tanto su vestimenta como su expresión resuelta, y no
hay duda de que la compañía de mi padre, con su ponderada calma,
le servía de sedante para sus alterados nervios.
El 14 de mayo llegamos de vuelta sanos y salvos a mi tierra natal.
,
CAPITULO VIII
DlSOPLINA FAMILIAR. AVENTURAS JUVENILES. DESPARD RECIBE UNA
ESCOPETA. JUEGOS CON NIÑOS INDÍGENAS. MÉTODOS YAGANES PARA
PESCAR Y PARA CAZAR PÁJAROS. EL OBSEQUIO DE LEELOOM. SE LLE-
VAN CONEJOS A LAS ISLAS DEL CANAL. CACERÍAS, CON PERROS, DE
NUTRIAS DE MAR Y GUANACOS.

pesar de varios meses de estada en Inglaterra, en un am?iente


A que nos era extraño, poco tardamos, al volver a UshuaIa, en
reanudar nuestra vida habitual.
Papá y mamá eran los mejores padres del mundo. Mi madre supo
educarnos muy bien desde nuestros primeros años, pues la obediencia
instantánea nos era natural a todos. Recuerdo a mi padre cuando le
decía:
-Nunca digas a los niños que se den prisa. El solo hecho de que
tú los llames o los mandes a algún lado debe bastar1es para ir o
venir 10 más rápidamente que puedan.
Idolatrábamos a nuestro padre, aunque no dejábamos de temer1e,
pues, si bien nunca castigó con violencia a ninguno de nosotros, tenía
una costumbre que no aprobábamos: cuando consideraba que una
reprimenda era insuficiente nos condenaba a pan yagua hasta por
un día entero. Otras veces se nos castigaba con servicios penales y
trabajos forzados. Estos consistían en llenar cubos de piedras en el
huerto o escardar o recolectar patatas, durante las horas que hubieran
debido ser de recreo. Creo que lo que más me dolía era la condena
a pan yagua, pues era yo muy comilón.
Mi madre era demasiado buena esposa para darnos comida o con-
suelo cuando estábamos en penitencia, cualesquiera que fuesen sus
sentimientos, pero su modo triste de mirarnos, en estas ocasiones, era
más castigo para nosotros que el pan yagua. No nos obligaban a
comer sin apetito, pero el alimento despreciado en una comida, con
seguridad, aparecía en la comida siguiente en el plato del desdeñoso.
El criminal debía estar de buen humor en estas tristes ocasiones y
tomar parte en la conversación general, sin mostrarse ceñudo ni
enojado. Este sistema era por cierto desagradable para el resto de la
USHUAIA 91
familia, pero no tanto como saber que en el cuarto vecinO alguien
que uno quiere está sufriendo otra clase de castigo.
Cuando deseábamos algo especial, solíamos confiarlo a nuestra
madre, quien, si lo encontraba razonable, o bien nos animaba a pe-
dirlo directamente a nuestro padre o bien lo gestionaba ella misma,
generalmente con éxito.
Nuestro padre nos daba muchísima libertad y se abstenía de reco-
mendarnos continuamente que no nos mojásemos, ni fuésemos im-
prudentes. Estábamos obligados a estudiar cuatro horas por día ade-
más de trabajar en la huerta o cortar y llevar leña para el fuego, pero
del resto del tiempo, siempre que no estuviésemos castigados con servi-
cios penales, podíamos disponer a nuestro antojo.
Despard poseía herramientas de carpintería que guardaba celosa-
mente en orden perfecto y con las cuales hacía botecitos, marcos para
retratos y, más adelante, artículos útiles para el hogar. unca quedaba
satisfecho con su obra; buscaba siempre perfeccionarla.
Will era un muchachito resuelto, activo e intrépido. Trepaba a los
árboles, subía a las garitas o a las crucetas de las goletas ancladas
en el puerto y hasta se encaramaba a la punta de un mástil. Recuerdo
que realizó una vez la hazaña de Blondin, pues dió la vuelta a un
barco por las amuradas, sujetándose con las manos sólo para atravesar
las escotillas. Era sumamente independiente y no me tenía ningún
respeto a pesar de la diferencia de edad y tamaño. Si hubiese que-
rido castigarlo por su propio bien, amén de ser presa difícil de cap-
turar, habría tenido que vérmelas también con Despard. Will tenía
otra ardiente defensora, la pequeña Minnie, la hija menor de los
Lawrence. Cuando Will y yo nos preparábamos para hacer alguna
travesura, Minnie nos observaba detrás de los cristales de una ven-
tana y su mirada seguía siempre a Will; a mí no me manifestaba
ninguna conmiseración si llegaba a ser vencido en una pelea, ni
tampoco admiración si resultaba vencedor. Así es que Will siguió sin
freno alguno su mal camino.
En una ocasión me empujó desde la galería de la Casa Stirling
sobre los arbustos de grosellas espinosas que crecían abajo. Mis gritos
de dolor y de rabia atrajeron la atención de mi madre, que lo re-
prendió severamente diciéndole:
-Podías haber muerto a tu hermano.
Esto causó una impresión duradera en el chiquilín, quien, a me-
nudo, cuando se creía a salvo sobre una rama alta o el techo de algún
cobertizo, se mofaba gritándome:
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

_ j Ja, ja, ja!, te podía haber muerto si hubiera querido. Lo ha


dicho mamá.
j WiU era realmente terrible!
Uno de nuestros sitios preferidos para jugar, en esos lejanos días,
era un pantano. El puerto interior de Ushuaia tenía muy poca pro-
fundidad. Con marea baja más de la mitad era una superficie barrosa
cubierta de algas podridas y restos de cardúmenes de sardinetas en-
callados, en estado de descomposición. Al bajar la marea, esta mezcla
de elementos despedía un gas de fuerte olor, que los científicos mo-
dernos llaman, según creo, ozono. Avanzando más de un kilómetro
hacia el Oeste desde la ensenada norte, que formaba el puerto inte-
rior, había un gran pantano, cubierto por una excrecencia esponjosa
llamada shana por los indios; se formaban charcos, y en él desem-
bocaban innumerables arroyuelos que serpenteaban hasta perderse en
la ensenada. En esos charcos y arroyuelos había pececillos del tamaño
de los boquerones, llamados en lengua indígena yeemtlsh. Solíamos
pescarlos con redes de arpillera de tejido abierto. Además recogíamos
en el pantano huevos de pájaros, escarabajos o imaginarios tesoros.
A veces encontrábamos nidos de patos, aunque, por lo general, e!
lugar ya había sido recorrido por algún yagán de mirada de lince.
Estas correrías nos dejaban invariablemente en un estado lamentable
de suciedad; un enérgico baño en una bañera de madera frente a la
cocina familiar se hacía imprescindible antes que nos fuera permi-
tido meternos en cama.

Ibamos creciendo y, después de pasar por las etapas de! arco y


las flechas, de las hondas y las catapultas, nos dieron a los varones
rifles Stal' de aire comprimido, que recibimos con gran alegría. Miles
de gorriones, pinzones y hasta algunos zorzales venían del bosque
vecino a picotear nuestras fresas y grosellas, así que se nos permitió
perseguirlos por dañinos. Cuando traíamos bastantes, bien despluma-
dos y limpios, mi madre o mi tía hacían con ellos un delicioso pastel
que nos sabía aun mejor por ser producto de nuestra caza. Otras veces
hacíamos un festín asándolos, nosotros mismos, en una fogata fuera
de la casa.
Así aprendimos desde muy niños a manejar e! fusil y también a
acechar la caza. Despard nos aventajaba pues era muy hombrecito
para su edad, mientras que yo era todo lo contrario. Armado con la
escopeta que nuestro padre le regaló en su décimo cumpleaños y
USHUAIA 93
seguido de cerca por mí, su fiel secuaz, recorría la región en un radio
de cinco o seis kilómetros, en busca de caza, con preferencia patos
y gansos.
En verano hay en estas regiones cuatro clases distintas de gansos,
y muchas de patos, sin contar pitorras, tijeretas, perdices, y otras
aves lo suficientemente escasas y salvajes para hacer de su caza un
deporte interesante. Nunca en mi vida me he sentido tan orgulloso
como cuando llegaba a casa, en pos de este gran cazador, cargado
con una variedad de aves convenientemente clasificadas por especies.
Además de jugar y cazar por nuestra cuenta, se nos permitía con-
vivir con los yaganes. Sus juegos eran sencillos, pero requerían gran
habilidad. A veces, al atardecer, un chico indio corría arrastrando
una vieja canasta del tamaño aproximado de un casco de acero aun·
que mucho más profunda; nosotros, con arpones, tratábamos de per-
seguirlo y acertar en el movible bhnco. Llegamos a ser bastante dies-
tros en este juego que nos divertía muchísimo.
Algo que nunca conseguimos hacer fué arponear peces en el agua.
Muchas veces he remado mientras un yagán de pie, en la proa, con
su arpón en la mano, seguía la leve oleada producida por un pez
que nadaba a buena distancia de la superficie; cuando el arpón hería
el agua, la refracción me hacía creer invariablemente que había errado
el golpe, pero allí estaba el pez, quizás tan grande como un salmón,
traspasado y debatiéndose sin esperanza en la punta del arma.
Para cazar pájaros y pescar, los yaganes usaban arpones de punta
de hueso, a veces de más de treinta centímetros de largo, con muchas
barbas como se ve en la fotografía frente a página 80. Para despegar
mariscos, lapas y a veces para buscar cangrejos, usaban arpones de made-
ra de cuatro puntas firmemente unidas a la vara. Pero para caza mayor
utilizaban un gran arpón de hueso de cuarenta centímetros de longi-
tud, provisto de una enorme púa y fijado en una ranura, medio suelta,
en el extremo de una sólida caña de unos cinco metros de largo,
bien pulida y terminada en punta. Al arpón estaba atada una correa
firmemente sujeta a la caña a la altura del tercio de su largo, del
lado de la púa, de manera que cuando el arma entraba en el cuerpo
de la foca, de la marsopa, y alguna vez en el de una ballena dimi-
nuta, y el animal se lanzaba hacia adelante, la caña se soltaba y, arras-
trada por la correa, giraba formando ángulo casi recto con la direc-
ción en que nadaba la víctima, cuya velocidad, por consiguiente, se
reducía mucho y permitía al perseguidor alcanzar en su canoa al
exhausto animal y atravesarlo con otros lanzazos que ponían fin a
la lucha.
EL ÓLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
94
Los ardides que uSlban los indios para obtener alimentos eran di-
versos e ingeniosos, variaban mucho según la época y el lugar. Sólo
tengo espacio para describir algunos.
Un sistema para cazar alactlsh, pato a vapor, una enorme ave que
pesa a menudo más de diez kilos, era el siguiente: el hombre cons-
truía una enramada o simplemente se escondía entre los matorrales,
en la playa, a la entrada del bosque. Cuando veía pájaros cerca, si
no tenía uno que le sirviera de señuelo, imitaba con exactitud el grito
del ánade repitiéndolo hasta que los otros, llenos de curiosidad, se
acercaban más y más; el cazador tenía una caña fina y larga provista
de un lazo corredizo en la punta, que usaba con destreza; no pasaba
mucho tiempo sin que alguno de los pájaros metiera en el lazo la
pata o la cabeza y quedara preso. Los demás se asustaban, pero al
oír de nuevo al pájaro señuelo y no ver enemigo alguno, su curio-
sidad insatisfecha les bacia volver, y así caían nuevas víctimas.
Los indios tenían una ingeniosa manera de atrapar corvejones. Ata-
ban en estacas cortas unas cañas de pescar cuya carnada era un pece-
cillo; sabido es que aquellos pájaros los engullen empezando inva-
riablemente por la cabeza. Sólidamente atados a la carnada o dentro
de ella, cerca de la cola, ponían tres o cuatro trozos de madera dura
de unos cuatro centímetros de largo, con acerada punta, colocados
hacia atrás y algo bacia afuera. Estas púas se cerraban al ser tragadas
junto con la carnada; el infortunado animal, al sentir el cuerpo extra-
ño, trataba de vomitar la presa sin conseguirlo, pues las finas puntas
entonces se abrían y se clavaban en su garganta.
Otro medio de cazar estas aves consistía en acercarse en la obscu-
ridad de la noche a los acantilados donde dormían. Los indios cu-
brían previamente el fuego en su canoas y preparaban teas de corteza;
de repente las encendían al mismo tiempo que destapaban las foga-
tas. Las aves, súbitamente despertadas de su profundo sueño, caían
encandiladas al mar, donde los ocupantes de las canoas mataban
cuantas podían.
Existía un tercer método; antes que los corvejones volvieran al
lejano islote donde se reúnen en gran número para pasar la noche,
dos o más yaganes se escondían allí entre las piedras, provistos de
agua fresca y leña por si a causa del mal tiempo (pues siempre se
elegía tiempo nublado o lluvioso) no pudieran volver las canoas a
buscarlos al día siguiente. Caída la noche y congregadas las aves,
salían los hombres de su escondite con las mayores precauciones.
Cogían a un desprevenido durmiente por las alas y con ellas, para
evitar todo ruido o grito, le apretaban la cabeza, mordiéndosela hasta
USHUAIA 95
matarlo. Repetían la misma operación con otro y otro, hasta que por
alguna torpeza cundía la alarma y las aves levantaban el vuelo. Estos
corvejones duermen muy profundamente, con la cabeza debajo de
las alas; a veces pueden atraparse de esta manera centenares. He oído
decir que algunos fueguinos estuvieron retenidos durante varios días
en estos peligrosos islotes donde se congregan las aves acuáticas, pues
las malas condiciones del tiempo no permitían a las canoas volver
en busca de ellos.
Las mujeres tenían métodos propios para pescar. Usaban sedales
hechos con sus propios cabellos trenzados; cerca de la carnada ataban
a la caña una piedra perfectamente redondeada con un pequeña ranu-
ra hecha ex profeso para sujetar la línea. Ni mi padre ni yo vimos
nunca a los indígenas labrar estas piedras, ni les oímos decir que lo
hicieran en nuestra época; probablemente, anteriores generaciones de
aborígenes deben haberlas dejado en tal cantidad en las chozas aban-
donadas que resultaba innecesario el enorme trabajo de tallar nuevas
piedras.
La canoa, sólidamente amarrada a una mata de algas, tenía una
borda casi al nivel del agua, sobre la cual las mujeres tendían sus
cañas. Usaban como carnada colas de pececillos, y una vez engullida
por la infortunada víctima, la caña era recogida sin sacudidas. Incons-
ciente del peligro y sin querer abandonar su alimento, el pez se pren-
día en él, y en cuanto estaba a algunos centímetros de la superficie
la diestra mano de la pescadora lo agarraba y lo depositaba en la
cesta destinada a ese objeto. Se le sacaba la carnada de la boca y se
echaba nuevamente el anzuelo a la espera de otra víctima.
Para atrapar peces como el pejerrey y el róbalo tenían otro sistema,
en el que participaban todos los indígenas con gran alegría. Durante
la pleamar esos peces se internan en las angostas ensenadas, que abun-
dan en la región; cerca de donde desembocan hay murallas de piedra
construídas por los antiguos moradores del país, interrumpidas por
espacios en el centro. Estas murallas están a un metro poco más o
menos por debajo del agua durante la marea alta. Días antes de la
pesca los indios recogen gran cantidad de ramas, y cuando el agua
sube, con mucho cuidado para no alarmar a los peces, las colocan
tupidamente sobre las murallas y las sujetan con piedras. El agua
pasa a través de las ramas al bajar la marea; en el centro de la
muralla siempre hay una brecha que obstruyen con una red de fibra
o con ramas. Los peces, impedidos de avanzar, buscan para huir la
falla en la barricada, pero allí un indígena los espera con su arpón
para impedirles escapar. Por este procedimiento puede obtenerse una
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

tonelada o más de pescado de una sola vez, pero pasará mucho tiempo
antes que tal cantidad de peces se junten de nuevo en la misma
ensenada.
Dos clases de anguila-congrio se encuentran en las cavidades de
las lagunas que se forman en la playa en la marea baja; los indios
las localizan por los desechos de sus comidas en la entrada de sus
cubiles. Meten en ellos los arpones buscando al animal, el cual hace
frente al enemigo; los pescadores repiten el golpe hasta que los sacan
finalmente con la cabeza atravesada por el arpón. Donde se encuentra
uno hay seguridad de encontrar al compañero. Estos peces, despro-
vistos de escamas, sólo viven en sus cubiles en verano, probablemente
para cuidar a sus crías. Son gordos y proporcionan buen alimento.
Dos especies de caracoles viven entre los lechos de algas alimen-
tándose con las hojas de estas plantas. Pueden cambiar de lugar a
voluntad y se mueven a sacudidas abriendo y cerrando alternativa-
mente sus valvas, que son semitransparentes. Son muy sabrosos. La
especie más importante es la llamada shaapi por los yaganes. A veces
se encuentra en grandes cantidades, pero durante largos períodos
escasean mucho.

En 1880, un grupo de señoras, en su mayor parte de Lee, cerca


de Gosport, hizo una colecta para regalar a mi padre una embarca-
ción. Llegó a su debido tiempo a Ushuaia un hermoso bote ballenero
de nueve metros de largo, cincuenta centímetros más que la balle-
nera americana. Era la mayor de su clase que habíamos visto. Tenía
una orza de deriva y amplia manga con capacidad para dobles o tri-
ples bancos de remeros. Estaba provista de cinco largos remos y un
sexto aun más largo para timonear, el que podía ser sustituído por
un timón de caña o yugo. Tenía además un mástil con vela mayor y
foque. Se le bautizó con el nombre de Leeloom, que significa en len-
gua yagán venido de Lee.
El obsequio del Leeloom fué muy apreciado por mi padre y le
prestó innumerables servicios. Lo utilizaba con frecuencia para visitar
establecimientos yaganes apartados. Generalmente Despard y yo lo
acompañábamos; así fuimos aprendiendo a manejar un barco velero
lo mismo con mar tranquilo que con mar borrascoso.
En algunos de estos viajes mi padre llevaba otra clase de pasajeros.
En el canal de Beagle y en otros aun más australes existen innume-
rables islas, casi todas rocosas, pero, sin embargo, con abundante maleza,
USHUAIA

hierba y apio silvestre. Mi padre tuvo la idea de llevar allí conejos a


fin de que sirvieran de buen alimento a los aborígenes o a los náufra-
gos de buques que eventualmente encallaran en sus costas. Los trajo de
las Malvinas y tuvo sumo cuidado de que no escaparan a la isla
principal; tampoco los soltó en las islas más grandes del canal por
temor de que resultaran una plaga para los futuros granjeros. Pero
en todas las islas pequeñas que le parecían apropiadas desembar-
caba dos o tres parejas. Allí donde encontraron buena tierra arenosa
y vegetación suficiente los conejos prosperaron y se multiplicaron en
cantidad. Algunos años después, el crucero de Su Majestad Británica
Sirius ancló frente a una de estas islas, y la tripulación entera del
barco descendió a tierra en dos grupos en días consecutivos. La caza
de los descendientes de las dos parejas de conejos dejadas allí por
mi padre les proporcionó un saludable ejercicio; cobraron más de
seiscientos, uno para cada hombre del barco.
En otras islas los resultados no fueron tan espectaculares: sea por-
que los conejos fueran devorados por las aves de rapiña, antes de
que llegaran a multiplicarse; sea por el suelo demasiado húmedo o
pedregroso para sus madrigueras; sea porque los indios los cazaran
con sus perros hasta exterminarlos.
Los perros de los yaganes eran pequeños, de otra manera no hubie-
ran sido apropiados para acompañarlos en sus travesías en canoas.
Quizás por esta razón los perros yaganes eran poco más o menos
del tamaño de un foxterrier grande. Pero eran fuertes, feroces y de
una raza muy mezclada; algunos mud10 más lanudos que otros. Todos
tenían orejas puntiagudas y parecían el producto raquítico del cruce
entre un perro de policía y un lobo. Casi todos eran blancos, negros,
o grises; muy pocos eran castaños. Indisciplinados, poco dóciles, pe-
leadores, aunque temerosos siempre de recibir un golpe, se acamo·
daban con la familia cerca del fuego o se acurrucaban entre los
niños en las canoas a veces repletas.
En algunos lugares de la expuesta costa, donde el suelo está abo-
nado por algas y otros desechos del océano, hay matorrales favoreci-
dos por la copiosa humedad y azotados por los continuos vendavales.
Son a menudo tan espesos que una persona puede andar sobre ellos
y llevarse una sorpresa cuando, después de andar treinta o cuarenta
metros desde la playa, sobre lo que parece ser un mullido y tupido
césped, descubre que está andando en realidad sobre copas de árboles
a más de dos metros del suelo. El equívoco se justifica por el musgo
y las hierbas crecidos en las ramas de los árboles mientras éstos luchan
por elevarse buscando la luz. En estos espesos matorrales, cuyo suelo
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

es inadecuado para madrigueras se esconden las nutrias de mar, de


carne y piel muy apreciadas por los yaganes. Los perros se meten afa-
nosamente en ellos para darles caza. La nutria es fuerte, pero sólo se
siente segura en el agua. El indio, que calcula por los agitados ladri-
dos el lugar por donde saldrá del matorral, la arponea o la hiere c~n
un palo, y aunque la víctima consiga llegar al agua, como está slO
aliento, su primera zambullida será corta y es nuevamente arponeada
al salir a la superficie para respirar.
En los sitios donde la costa no era demasiado abrupta y las canoas
podían navegar cerca de ella, los perros corrían a menudo por la playa
con la esperanza de encontrar algo para comer; podían levantar un
pájaro, o una nutria y hasta algún guanaco; en la persecución de este
último los perros eran perseverantes y feroces, pero rara vez le daban
caza a menos que la nieve fuera abundante y estuviera recubierta por
una capa de hielo que pudiese soportar el peso de un perro pero no
el de un guanaco. Cuando tenían al animal acorralado, los perros no
se tomaban el trabajo de matarlo; la hambrienta jauría empezaba a
devorarlo vivo y los indios debían apresurarse si querían participar de
la presa.
En algunos lugares del canal de Beagle y de la isla de Navarino
la selva espesa tapiza las laderas de las montañas desde la zona neva-
da hasta el nivel del agua alta, y en invierno los guanacos se ven for-
zados a buscar su alimento en estas espesuras. Los árboles pesados
caen generalmente barranca abajo, pocas veces quedan atravesados;
por eso es más fácil, en las partes cubiertas de bosques, subir y bajar
por esas montañas que andar por las laderas. En invierno, cuando
hay mucha nieve, los aborígenes desembarcan sus perros en esos
lugares y los asustados guanacos comienzan a escalar los cerros lle-
vándoles una buena ventaja. Pronto, sin embargo, la nieve se hace
más espesa, y los animales, no pudiendo seguir adelante, descienden la
ladera a toda velocidad hasta llegar a la playa; pero algún promon-
torio rocoso les cierra el camino, y deben elegir entre escalarlo, repe-
tir su reciente experiencia o lanzarse al agua. Los guanacos son buenos
nadadores y a menudo eligen esto último; decisión que les resulta
fatal, porque las canoas están próximas y muchos son arponeados
por los contentos indios.
A diferencia del ganado salvaje, los guanacos nunca se unen para
defenderse; uno solo a veces hace frente y se defiende con éxito
contra uno y hasta dos perros no muy grandes, valido de sus dientes,
tan fuertes como los de sus adversarios, y de sus patas, que usa con
USHUAIA 99
mucha eficiencia para el caso. Atacado por muchos perros, es presa
de tal pánico que no puede resistir mucho y pronto cae exhausto.
Los cachorros de perras buenas cazadoras eran muy codiciados por
los yaganes, quienes esperaban que los hijos se parecieran a la madre,
pero nunca intentaron mejorar la raza seleccionando a ambos padres.
Se sabe de algunos indios que han domesticado nutrias, zorros, pá-
jaros y algún pato que aprovechaban como señuelo; pero estos ani-
males morían a menudo por los malos tratos de los niños, o la per-
secución de los perros.
Los mismos perros eran víctimas a veces del hambre y se aventu-
raban por los huertos donde roían nabos helados o troncos de repo-
llo, pero a diferencia de los perros de ciertas expediciones polares,
sólo he oído de un caso en que hayan atacado en masa a uno de su
especie para devorarlo.
;

CAPITULO IX
CIENTíFICOS ITALIANOS VISITAN A USHUAIA. MI PADRE, DESPARD y YO
LOS ACOMPAÑAMOS A BORDO DE SU BARCO, EL "GOLDEN WEST".
NAUFRAGIO EN LA BAHÍA SLOGGETT. DESEMBARCAMOS Y LEVANTAMOS
NUESTRAS TIENDAS DE CAMPAÑA SOBRE LA NIEVE. INDIOS ONAs
ORIENTALES LLEGAN DE VISITA. SOMOS AUXILIADOS POR EL "ALLEN
GARDINER". LA HISTORIA DE JOE, EL ESPAÑOL. DOS DE LOS INDIOS
ONAS ORIENTALES VUELVEN CON NOSOTROS A USHUAIA. MI PADRE
INTENTA CRUZAR LAS MONTAÑAS PARA INTERNARSE EN LA TIERRA
DE LOS ONAS.

mayo de 1882 llegó una expedición científica italiana en la


E N
goleta Golden West, que había sido fletada en Punta Arenas.
El barco estaba bajo el mando de un inglés de barba canosa, el ca-
pitán Prichard, y de dos fornidos portugueses, Moustache y Gerry-
man, como primero y segundo piloto. El teniente Bove, oficial de
la armada italiana, era un hombre alto e imponente, como corres-
ponde al jefe de una expedición; el signor Lovisato, que pasaba por
ser mineralogista, era bajo, moreno y dinámico; el signor Spegazzini,
el botánico, con su magnífica barba y su descomunal equipo causó
gran impresión en nuestros ánimos juveniles; el sirviente de Bove,
Reverdito, completaba el grupo de los visitantes.
Cuando manifestaron el deseo de visitar algunas de las zonas apar-
tadas de la región, mi padre se ofreció a acompañarlos; esto le pro-
porcionaba una oportunidad para visitar grupos distantes de indíge-
nas, sin peligro de hostilidad. Mi padre llevó consigo a Despard, a
mí, y a dos yaganes de Ushuaia.
Al principio reinó buen tiempo y la falta de viento nos impidió
a veces navegar; desembarcamos en distintos lugares para visitar a
indígenas o para complacer a nuestros visitantes. Uno de los sitios
donde anclamos fué la ensenada de Banner, donde tiempo después
se nos unió el Al/en Gardiner, en viaje desde las Malvinas a Us-
huaia; por 10 tanto, esa noche mi padre estuvo ocupado con su corres·
pondencia. Cerca de la ensenada de Banner, recogimos a un yagán
de esos parajes, llamado Paiwan, que hablaba algo de aush (ona
USHUAIA 101

oriental) y que conocía los alrededores de la bahía de Sloggett, hacia


donde nos dirigíamos.
Cuando por fin llegamos, había una fuerte marejada proveniente
del Sur. Estábamos en invierno, cuando son frecuentes los fuertes
temporales del Sur, que soplan directamente desde los hielos pola-
res. Era imposible desembarcar a causa de la rompiente, así que
anclamos al reparo de una isleta rocosa que esperábamos nos prote-
giera. Sin embargo, en vez de mejorar, el tiempo empeoró, y por
espacio de tres días estuvimos en ese lugar batidos por las olas.
El barco estaba haciendo mucha agua a causa del fuerte oleaje, y
mi padre, instó al capitán que saliera bordeando. :este contestó: "Le
arrancaría hasta los palos." Sin duda, se refería a los mástiles.
Si por seguir los consejos de mi padre, el capitán hubiese fracasado,
no estaría yo escribiendo este relato, pues hay en los extremos de
esta bahía abierta unos promontorios donde las poderosas rompien-
tes hubiesen reducido a añicos al pequeño barco y ni una vida se
hubiese salvado. Uno de estos promontorios se llama con razón De-
vil's Yacht l.
Las olas, que golpeaban a ambos lados de la isleta detrás de la cual
habíamos buscado reparo, eran tan arrolladoras que los canales de
los escobenes se desprendieron y el barco comenzó a astillarse al tirar
de las cadenas. :estas debían ser muy resistentes; pues bien, recuerdo
la tremenda fuerza con que el barco se enderezaba después de un
cabeceo extraordinariamente violento. No pudiendo permanecer allí
otra noche, decidimos, al caer la tarde, dirigirnos a la costa izando
sólo la vela de estay. A través de una tormenta de nieve divisamos
una línea de acantilados escarpados; el mar rompía sobre la playa,
y no contra ellos, como hubiera sucedido en marea alta.
El Golden West era una goleta americana, con un largo tajamar
sobresaliente. Sólo calaba alrededor de metro y medio en la proa;
encallamos en mar fuerte. Mi padre permaneció en el camarote con
Despard y conmigo el mayor tiempo y luego nos llevó sin impacien-
cia ni agitación hacia la proa, donde estaba apiñada la tripulación.
Algunos hombres habían trepado al bauprés, desde donde se arroja-
ron al mar y ganaron la playa; Moustache y Gerriman hacían esfuer-
zos heroicos para ayudar a compañeros menos fuertes que luchaban
en la contracorriente, demasiado poderosa para algunos de ellos. El
timonel, que había sido atado al timón y tenía un cuchillo para sol-
tarse, pasó corriendo al lado nuestro y saltó a tierra con gran estilo.

1 Yate del Diablo.


102 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

Cuando llegamos a la proa, mi padre me cogió de las muñecas y


me sostuvo en el aire lo más lejos posible de la borda, hacia Rever-
dito y Gerriman, que habían venido corriendo para ayudarle. Caí
en un mar revuelto de algas, piedras y espuma; en seguida me aga-
rraron y arrastraron hasta un lugar relativamente seguro al pie del
acantilado. Mi padre y Despard, los únicos que quedaban a bordo,
se hallaban ahora en gran peligro, pues el barco había sido arrastra-
do mar adentro y se había inclinado completamente hacia un costado.
Mi padre enrolló alrededor de su brazo una cuerda que colgaba del
palo del trinquete, y con Despard asido a él se descolgó hacia la
playa, pero sólo Despard cayó bien. La cuerda debió de cimbrar, y
mi padre no pudo soltarse en el momento oportuno, pues fué lleva-
do otra vez contra el aparejo. Al volcarse nuevamente el barco hacia
la orilla, mi padre describió una amplia trayectoria y llegó salvo a
la playa. La mano y el brazo, sin embargo, se le hincharon mucho
y debido al esfuerzo la muñeca le quedó resentida para siempre.
Creyendo que la marea podría continuar subiendo, y pensando,
probablemente, que sus vidas eran de mayor valor para la humani-
dad que las del rebaño, algunos de los hombres más importantes se
amontonaron sobre una roca del acantilado, que sobresalía casi dos
metros por encima de la playa. amenazando con sus revólveres. En
ese momento no pude darme bien cuenta del significado de esa acti-
tud, pero noté que el espectáculo desagradaba mucho a mi padre,
pues cuando volvió a reunirse con nuestro grupo, instó a aquéllos en
forma poco amistosa a que descendieran porque la marea ya bajaba.
Al leer la versión que da mi padre sobre el naufragio del Golden
West, comprendo que estuve equivocado al juzgarlo como un diver·
tido picnic. Sobre el desembarco escribe así:

"La embarcación, que tiraba constantemente de las anclas, hacía mucha


agua. Temiendo que la tensión sobre el cable pudiera provocar su rotura
si pasábamos otra noche como la última, se decidió vararla en tierra. Así se
hizo, y a tiempo; el oleaje, que era bastante fuerte, destrozó las amuradas
y rompió el bote que estaba a barlovento. Mis queridos hijos fueron cui-
dados por todos, y se les ayudó a llegar a la playa cuando yo los arrojé por
encima de la borda."

Después de haber desembarcado me hicieron correr de un lado


a otro al pie del acantilado; me sentía muy angustiado, hasta que al-
gunos de los hombres pudieron llegar hasta la embarcación, obtener
combustible y encender una hoguera en la playa. Debido a fuertes
temporales del Sur sopló durante varios días un aire helado prove-
USHUAIA 1°3
niente del polo glacial. Este viento levantó la espuma del mar, em-
papándonos durante casi dos horas, hasta que uno de los tres indios,
que había estado explorando, volvió a decirnos que la marea había
bajado lo suficiente como para que pudiéramos llegar a un sitio desde
dónde se podía escalar el acantilado. Sus compañeros ya se habían
adelantado para elegir un lugar donde acampar.
El indio nos condujo cerca de un arroyito en medio de una hon-
donada. Allí se habían formado grandes carámbanos, pero teníamos
las linternas del barco además de la claridad de la nieve para ilumi-
nar nuestro camino. Los otros dos exploradores yaganes ya habían
encendido fuego en los matorrales cubiertos de nieve; yo me había
despojado de mi ropa mojada, y me daba vueltas y vueltas tostándo-
me al agradable calor de la lumbre. Mis cuitas ya habían terminado,
pues además del calor había de sobra para comer. Un saco de harina
tiene que estar empapada durante mucho tiempo antes de que el agua
penetre hasta el centro; también se habían salvado del naufragio
muchas latas de provisiones en buen estado.
Algunos días después se decidió que saliera una expedición en el
único bote ballenero que nos quedaba y que había sido remendado con
lona y alquitrán para buscar auxilio en Ushuaia. Moustache, jefe del
grupo, se sintió muy halagado cuando mi padre puso a Despard a
sus órdenes. Mi padre obró de este modo porque no confiaba en los
hombres blancos que estaban armados, y que podrían asustarse y
comenzar a hacer disparos si aparecían yaganes en crecido número.
Sabía que éstos reconocerían a Despard, quien les podría hablar en
su propia lengua e impedir que se produjera un conflicto.
El tiempo ahora estaba bueno pero frío; y aun durante el día el
termómetro no subía más de cero grados. Sin embargo, el mar se
había calmado lo suficiente como para intentar la botadura del barco.
Había aún bastante marejada en la playa, y aunque muchos se
ofrecieron para echar el bote al agua en el momento más oportu-
no, éste estuvo a punto de hundirse, y algunos hombres se vieron
obligados a nadar a su lado para llevarlo más allá de las rompientes.
Luego todos ayudaron a achicar, utilizando algunos sus botas. Cuando
hubieron aligerado el bote, se alejaron remando entre los vivas del
grupo reunido en la playa.
Esa noche pudieron llegar remando hasta la ensenada de Banner,
pero al día siguiente no habían adelantado mucho, cuando empezó
a soplar el viento, y los navegantes tuvieron que refugiarse en una
pequeña ensenada cerca de la extremidad nordeste de la isla de Na-
varino.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
1°4
Al tercer día, pese a un leve viento de frente, lograron llegar a
Ushuaia antes de medianoche. Los remeros estaban completamente
exhaustos y uno o dos de ellos tuvieron que ser llevados en brazos a
tierra. El Alfen Gardiner, que por suerte todavía estaba allí, se .dis-
puso inmediatamente a salir en busca de los que aún quedábamos,
pero fué detenido por vientos adversos.
En los días de espera en la bahía de Sloggett tuvimos mucho que
hacer, pues aunque la embarcación se deshacía a pedazos bajo el
rigor de las sucesivas mareas, pasábamos el tiempo recuperando pro-
visiones, sogas y velas; gracias a estas últimas pudimos transformar
nuestro campamento en una ordenada aldea de tiendas de campaña.
Cuando mi padre escribe cuatro días después de desembarcar, re-
vela inadvertidamente el hecho de que nos mojamos mucho, pues
dice: "Hemos conseguido que nuestro campamento resulte bastante
cómodo y por fin logramos secar nuestra ropa y nuestras mantas."
Uno o dos días después vimos señales de humo a unos cinco kiló-
metros más allá de la desembocadura del río en la bahía y a kilóme-
tro y medio al Este de nuestro campamento.
Dichas señales podrían haber sido hechas por alguna otra tripu-
lación naufragada, pero se creyó que serían de onas orientales. En
consecuencia, mi padre partió acompañado por Paiwan y otro yagán
para ponerse en contacto con ellos. Pero al llegar al río no se ani-
maron a cruzarlo por estar helado desigualmente y regresaron al
campamento.
A la tarde siguiente, dos figuras altas vestidas con pieles de gua-
naco se hicieron presentes caminando rápidamente hacia nuestro cam-
pamento. Debían de ser unos sujetos audaces pues muy bien se los
podría haber recibido con una lluvia de balas; yo observé la pre-
mura con que los marineros se distribuyeron las armas de fuego y
las municiones cuando avistaron a los indios.
Mi padre dijo unas palabras de advertencia al capitán y luego se
apresuró a salir con Paiwan a recibir a los visitantes y a escoltarles
hasta nuestra hoguera. Poco después se les unieron otros nueve,
quienes sin duda habían estado observando para ver cómo eran reci-
bidos sus compañeros. Estos indios habían cruzado el río sobre el
hielo, cosa que mi padre y los yaganes no se habían animado a hacer
el día anterior. Los onas venían de gala, pintados a su modo, y con
s~ ~ejor vestimenta. Cada hombre tenía sobre la frente una pieza
COOlca de c~ero de cabeza de guanaco, que con su piel corta y espesa,
de ~olor gn~ azulado, les daba un aspecto agradable e imponente.
VeOlan proVIstos de arcos y flechas en carcajes de piel; rápidamente
USHUAIA 1°5
los canjearon por cuchillos. Mi padre les distribuyó una barrica de
pan; se sentó con ellos alrededor del fuego de nuestro campamento
y conversaron durante largo rato. m los describe como hombres fuertes,
altos, muy bien formados. Sus pies estaban calzados con mocasines
hechos con el cuero de las patas del guanaco. Algunos de los visi-
tantes entendían bastante yagán como para traducir lo que nosotros
decíamos a aquellos que no entendían nada. Paiwan tenía algunos co-
nocimientos de ona, que también fueron útiles. Algunos de los onas
tenían las piernas cubiertas de profundos rasguños que parecían haber
sangrado en abundancia; nosotros creíamos que se los habían hecho
cazando guanacos en tierras de arbustos espinosos. Más adelante su-
pimos que esas heridas se las hacían ellos mismos en señal de duelo.
Mientras esperábamos el Alten Gardiner me entretuve jugando en
la playa; llevaba un imán en el bolsillo y con él recogí un montón de
arena con hierro magnético que a su vez se imantó formando una masa
compacta. A su debido tiempo incorporé el imán, con la arena pegada
a él, a mi cofre de tesoros en Ushuaia. Este hecho tuvo interesantes con-
secuencias, las cuales describiré en un próximo capítulo.
Cuando al fin apareció el Alten Gardiner, fuí uno de los primeros
en ser subido a bordo; durante dos días anduvimos arrimándonos, y
alejándonos, pues el capitán se negaba a andar, y mucho menos a
pasar la noche en el lugar que él llamaba "Puerto Suicidio". Mientras
tanto, el chinchorro del Gardiner iba y venía cargando la mercadería
que habíamos podido rescatar del Golden West. El tiempo se mantuvo
frío y desagradable. Por fin, todo estuvo listo y zarpamos para Ushuaia.
Aceptando la invitación de mi padre, dos de los onas, que habían
tomado confianza y se habían hecho muy amigos, .se embarcaron con
nosotros.
Durante los dos días que estuvimos en la bahía Sloggett y durante
nuestro viaje de retorno a Ushuaia el cocinero del Alten Gardiner es-
tuvo muy atareado pues había en el barco treinta personas en vez de
las seis o siete que llevaba normalmente. A este diminuto y vivaracho
hombrecillo, que era al mismo tiempo camarero de a bordo, se le
llamaba Joe, el español; a pesar de estar recargado de trabajo me per-
mitió que me acomodase en sus reducidos dominios, sentado sobre
una caja de madera al lado de la estufa. Hasta me dió pedacitos de
carne que yo asé sobre la plancha de su aherrumbrada cocina; fué el
mejor modo de conquistar mi corazón.
106 EL ÓLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Cincuenta años después, al cruzar una zona muy poco poblada de la


Patagonia, me detuve en una pequeña granja, donde, según me infor-
maron, se había presentado un anciano vagabundo que aseguraba haber
conocido a mi padre. Tal noticia despertó mi curiosidad y me apresuré
a visitarle en su habitación. Al acercarme, un hombrecillo de pelo
blanco y aire picaresco me salió al encuentro. Estaba muy agitado y
hablaba una mezcla de inglés y español matizada con malas palabras,
en ambos idiomas, siendo muy difícil entenderle. Parecía sorprendido,
casi ofendido de que yo no lo reconociera y me dijo que su nombre
era Joe, el español.
De un pasado casi olvidado volvió a surgir en mi memoria el velero
con su fría cubierta abarrotada de pasajeros, y sobre todo revivió con
la claridad de un cuadro aquel ambiente caldeado de la cocina donde
se me había recibido tan cariñosamente. Profundamente conmovido
con la charla excitada del hombrecillo y el recuerdo de su gran bondad,
sentí que mi deuda hacia él había acumulado intereses durante cin-
cuenta años.
Al regresar a mi casa, distante unos sesenta kilómetros en el interior
de las montañas, mandé un camión a la granja para buscarlo a él y al
paquete que contenía todos sus bienes terrenales. En mi casa, se le
asignó un cuartito y un asiento, no en el comedor de los demás
hombres, sino junto al fuego de la cocina. Cuando tenía ganas de tra-
bajar, cortaba un poco de leña para la cocina, y como manejaba hábil-
mente, cual todo buen marinero, la aguja y el hilo, pronto se vistió
lujosamente con mi ropa usada, que supo ajustar a su pequeña estatura.
Cuando relaté su historia a los peones, éstos se encariñaron con el
bondadoso cocinero y lo trataron como a un ídolo chino. Una mañana
de invierno algunos años después de su llegada, no fué a la cocina
a tomar su café y sus costillitas de cordero; lo hallamos tendido en su
cama, muerto.
Relato esta anécdota al pasar; ahora debo volver a los días de mi
juventud.
USHUAIA 107

Después que el Al/en' Cardiner nos hubo desembarcado en Ushuaia,


los italianos prosiguieron con su labor; una vez que consiguieron de
nosotros toda la información deseada se alejaron.
Mi padre pasó largas horas conversando con los dos indios aush;
e! lenguaje de éstos era notable por lo cortante y lo gutural, y los
vocablos, aunque de estructura sencilla, resultaban difíciles de pro-
nunciar y más aún de escribir. Con todo, mi padre consiguió anotar
gran número de palabras.
El espectáculo y la proximidad de estos hombres fuertes ataviados
con pieles de guanaco y gorros de la misma pie! me fascinaba. Un
día desaparecieron sin una palabra de despedida, mas yo les seguí
con el pensamiento a través de su viaje de retorno. Habían inflamado
mi imaginación y el deseo de unirme a ellos siempre me acució. Los
cuentos de niños adoptados por lobos oídos en la niñez me habían
impresionado. Y en una ocasión en que un zorro se quedó mirándome
en el lindero del bosque, para luego desaparecer silenciosamente en
la espesura, tuve deseos de acompañarlo. Mi padre nos había leído un
cuento titulado Pobladores del Canadá, en e! que un jefe piel roja
llamado Víbora Furiosa había raptado y luego adoptado a un joven.
i Esa era la suerte que yo anhelaba: ser el héroe de una aventura si-
milar! Quería vivir en e! bosque, lejos de las ataduras de la civiliza-
ción que existía en Ushuaia.
No es de extrañar, pues, que yo estuviese furioso, cuando a los
veinte meses del naufragio del Colden West, mi padre realizó una ex-
pedición por las montañas y no me permitió acompañarlo. Sin em-
bargo, llevó a Despard y a cinco yaganes; cruzaron en bote el puerto
de Ushuaia y con gran desesperación de mi parte los vi desaparecer
en e! bosque.
Mi padre intentaba explorar un valle renombrado entre todos los
yaganes, porque se encontraban allí pedernales y ágatas que los indí-
genas empleaban para hacer puntas de flechas o instrumentos cor-
tantes. Sobre todo, quería penetrar lo más posible en el interior para
explorar las tierras detrás de la costa a fin de ponerse en contacto
con los onas, esa tribu esquiva y misteriosa tan temida por los ya-
ganes y los aush.
No era la primera vez que mi padre intentaba cruzar las montañas
desde Ushuaia. Una vez lo había hecho antes de mi nacimiento y
108 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

tuvo entonces que desistir por el temor que sentían sus compañeros
yaganes.
Tampoco esta segunda tentativa tuvo éxito.
Al llegar a lo alto de una meseta encontraron el camino comple-
tamente bloqueado por un ventisquero, lo que les obligó a volver
sobre sus pasos y escalar hasta el tope la montaña. Allí encontraron
que una quebrada profunda e infranqueable los separaba de la tierra
allende. Lo que buscaban ahora era echar un vistazo a la tierra del
lado norte, pero la lluvia y las nubes impidieron la visibilidad.
Durante ese viaje mi padre se desmayó dos veces. ¡Nunca debió
de haber emprendido tan penosa expedición!
Al llegar a lo alto de la montaña, cuando todos los esfuerzos pa-
recían inútiles deseaba aún intentar nuevamente, pero fué obligado
por sus fieles yaganes a regresar; éstos, indudablemente, swnaban a
la inquietud que les causaba la mala salud de su jefe el tradicional
terror no sólo a sus legendarios habitantes, sino también a unos tipos
especiales de hombres salvajes de los bosques, producto exclusivo
de su imaginación.
A los cinco días de su salida de Ushuaia regresaron a casa; mi
padre escribe en su diario: "Así terminó nuestro proyecto de poner-
nos en comunicación con los onas y su tierra."
Los futuros acontecimientos probaron que el fracaso fué para bien,
puesto que aquellos montañeses no hubieran recibido complacidos
una invasión a la entraña misma de sus santuarios, ni hubieran tenido
escrúpulos en deshacerse de todos los miembros de la expedición,
derribándolos con sus flechas, mientras ellos permanecían ocultos
en el bosque.
En ese mismo año (1884) llegó la goleta Rescue trayendo a nuestro
viejo amigo Bove, ahora capitán, a su joven esposa, y a un oficial ar-
gentino llamado Nogueira. Este último había sido enviado por su
gobierno para inspeccionar aquella tierra, cuya concesión había sido
pedida por la Soáedad Mú;ól1 Sudameácana; además, debía levantar
un plano general de los alrededores de Ushuaia. Estos visitantes
fueron huéspedes, y al día siguiente el Rescue prosiguió su viaje.
En marzo el capitán Bove y Nogueira emprendieron una expedi-
ción tierra adentro. Llevaron de guías a los mismos cinco yaganes
que habían acompañado a mi padre dos meses atrás. Antes de em-
prender la expedición mi padre, gracias a la experiencia adquirida
en las dos intentonas anteriores, pudo aconsejarles sobre la ruta más
propicia.
El grupo desembarcó en la orilla austral del río Hushan; allí
USHUAIA 1°9
almorzaron y luego siguieron viaje. El itineralio comprendía el valle
de Apaca y desde allí hacia el noroeste. A su debido tiempo consi-
guieron internarse algo más de lo que mi padre había alcanzado,
pero estuvieron siempre trabados en su marcha por el bosque, las
montañas escabrosas y un tiempo tan nublado, coo una visibilidad
tan pobre, que no podían distinguir 10 que tenían debajo. A su re-
greso, ocho días después, manifestaron que no habían visto ningún
guanaco ni otros animales, ni vestigios de la tribu ooa.
,
CAPITULO X
CIENTÍFICOS FRANCESES LLEGAN A LA ISLA DE HOSTE PARA TOMAR
FOTOGRAFÍAS DEL TRÁNSITO DE VENUS. EL DOCTOR HYADES CURA
ENFERMOS EN USHUAJA y OPERA SIN ANESTESIA. MIS HERMANOS Y
YO AYUDAMOS A LOS CIENTÍFICOS. YEKAIFWAIANJIZ IMITA A LOS
FRANCESES. MI PADRE CAE GRAVEMENTE ENFERMO Y ES ATENDIDO
POR EL DOCTOR HYADES. SE LEVANTA DESPUÉS DE PASAR DOS DÍAS
EN CAMA. NÁUFRAGOS GERMANOS. AVENTURA EN UNA BARCAZA
ALEMANA. OBLIGADOS A DETENERNOS EN LAPA-YUSHA, SUFRO HAM-
BRE POR PRIMERA VEZ. ROBADOS POR LOS YAGANES. LOS CAZADORES
DE FOCAS DE DIEGO RAMÍREZ.

la expedición italiana de 1882 sucedió una misión científica


A enviada por el Ministerio de Marina de Francia; llegaron a
aguas fueguinas en un cañonero, el Romanche, y se instalaron provi-
sionalmente en la bahía de Orange, en la extremidad sur de la pen-
ínsula de la isla de Hoste, uno de los lugares más desolados de esa
tierra escarpada, bañada por incesantes lluvias.
En la costa de esta ensenada bien guarecida, a unos dieciséis ki-
lómetros de distancia del falso cabo de Hornos, los franceses cons-
truyeron rápidamente barracas con las armazones, tablas, ventanas y
chapas de cinc, que habían traído a bordo del Romanche; también
levantaron refugios para sus telescopios y otros instrumentos.
El motivo principal de esta visita era observar y fotografiar el
tránsito de Venus, que debía ocurrir al año siguiente. Además de su
ocupación en dicha empresa, esos hombres de ciencia trabajaban como
hormigas. Estos valientes hombres no intentaban vivir aventuras ex-
traordinarias ni recoger laureles de gloria; sólo aspiraban a trabajar
incesantemente, y enilas condiciones climatológicas reinantes esa labor
debió de resultarles particularmente penosa. No obstante, supieron
realizarla con ánimo y energía. Poseían un buen observatorio meteoro-
lógico, estudiaron las condiciones climatológicas, la vegetación te-
rrestre y marítima y la variada vida animal de la zona. Para cada
rama del saber, había profesores o estudiantes. En el grupo figura-
USHUAIA 111

ban dos doctores en medicina, que hicieron un estudio de los yaganes,


para lo cual la ayuda de mi padre les fué muy valiosa.
Los franceses no tardaron en retribuirle su atención con actos bon-
dadosos. En la época de su llegada había habido muchas enfermeda-
des en Ushuaia. En un mes murieron ocho personas de nuestra pe-
queña población; de modo que cuando llegó el Ailen Gardiner, pro-
cedente de las Malvinas, mi padre, que había oído a los nativos co-
mentar el arribo de esos extranjeros, fué en esa embarcación a la
bahía de Orange con la esperanza de encontrar un médico que estu-
viera dispuesto a ir con él a Ushuaia.
Mi padre fué bien recibido; ellos decidieron que uno de los dos
médicos, el doctor Hyades acompañase sin demora a mi padre. Zar-
paron de la bahía Orange esa misma tarde. El doctor permaneció en
Ushuaia cuatro días visitando a los yaganes desde la mañana hasta
la medianoche. Durante ese tiempo realizó cuatro operaciones qui-
rúrgicas sin anestesia; uno de los casos fué el del viejo Palajlian, a
quien le operó ambos ojos, extrayéndole uno con la esperanza de
salvar en parte su vista. Mi padre recuerda que el paciente le apre-
taba la mano convulsivamente, pero se abstuvo de manifestar su
dolor ni aun con un quejido. El doctor Hyades volvió a la bahía
Orange con la satisfacción del deber cumplido.

Cuando visitamos a los franceses, los niños pronto descubrimos que


sus viviendas de madera, con las planchadas para cruzar los pantanos,
eran un lugar ideal para jugar. Al encontrarme por primera vez con
esos extranjeros, su aspecto de sabios, realzado por sus gafas ahuma-
das y variadas barbas llenó de admiración mi mente juvenil, pero no
tardamos en descubrir que los temidos hombres de ciencia tenían
un gran sentid~ del humor. Ellos a su vez encontraron que podíamos
serles útiles. Querían ejemplares de todo: plantas, piedras, huevos
de pájaros e insectos; nos dieron unas botellas con alcohol para
matar sabandijas, gorgojos, escarabajos y arañas; a Despard se le
confió un polvo blanco aun más mortífero para matar mariposas,
polillas y otros insectos alados antes de clavarlos en un tablero. ¡Cómo
nos divertíamos! Despard, con su escopeta, podía obtener muchos
ejemplares de pájaros. Se le instruyó en el arte de disecar estas aves;
también ayudamos a los científicos a superar las dificultades del idioma.
Varios entre ellos hablaban inglés pero ninguno el idioma yagán;
112 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

nosotros los niños nos sentíamos orgullosos de traducirles 10 que


un aborigen trataba en vano de hacerles entender.
Mi padre también les prestó toda la ayuda posible. Los científi-
cos tenían mucho deseo de conseguir moldes en yeso de los aborí-
genes, pero necesitaron de la influencia de mi padre para que los
indios elegidos permitieran que se les cubriera con esa sustancia. Re-
cuerdo que mi padre contaba cómo uno de ellos se había aferrado
a su mano mientras su cara estaba recubierta de yeso, y con dos ca-
nutos introducidos en la nariz para respirar.
No se crea, sin embargo, que los franceses tenían el monopolio
de las observaciones interesantes. Si ellos estudiaron la modalidad
de los indios, éstos demostraron igual curiosidad por los visitantes.
Muchos de los indígenas eran grandes mimos, que imitaron a la per-
fección los para ellos extraños modales y gestos de los extranjeros.
Uno de ellos era Yekaifwaianjiz. No era un indio buen mozo, pero
se distinguía, aun entre los yaganes de las costas más lejanas, por ser
muy fornido y resistente. Los blancos 10 llamaban Jack-knife (Jack-cu-
chillo), pero el prefería el nombre Jekaif; abreviatura que le pare-
cía más distinguida. En varias ocasiones había salido en goleta a
cazar focas, y finalizada la temporada volvía enriquecido con regalos
y gran cantidad de grasa y aceite de foca. En estos viajes había
aprendido una increíble mezcla de palabras españolas e inglesas que
usaba, sin duda para mostrar su superioridad y dar mayor énfasis a
sus peroratas, aun cuando hablaba en lengua nativa con su propia
gente.
Era servicial e inteligente y muy útil a los franceses como Euía e
lfitérprete. Así no tardó mucho en aprender una serie de picantes
interjecciones francesas que agregaba a su mezcolanza de yagán, es-
pañol e inglés. Algunas de las costumbres y modos de hablar de los
visitantes que imitó al principio para su propia diversión y la de sus
compañeros, le quedaron después como propias. Cada vez que ha-
blaba abría las manos, y mostrando las palmas señalaba a su interlo·
cutor, luego retrocediendo elevaba los hombros en un movimiento
tan cómico que bien podía ser envidiado por un comediante. Esos
ademanes ultrafranceses llegaron a ser en él tan naturales que los
hacía involuntariamente, sin darse cuenta.
USHUAIA

3
El doctor Hyades dió pruebas de su amistad. Mi padre se sintió
muy enfermo; sufría del mismo mal que 10 había llevado a Inglate-
rra cuatro años antes; fué una feliz coincidencia que al sufrir este
ataque estuviese en viaje a la bahía de Orange en el Romanche. Hizo
la siguiente anotación en su diario, fecha 30 de agosto de 1883:

"Tiempo feo, me había propuesto desembarcar después de comer, pero


no me fué posible. Mientras leía junto al fuego, me sentí con ganas de
vomitar y a punto de desvanecerme. Me recosté, pero tuve que levantarme
para vomitar. Escupí sangre, y sintiéndome más débil volví apresurada-
mente al salón, toqué el timbre y me tiré en el suelo, con el tiempo justo
para gritar "le docteur" antes de perder el conocimiento ... Cuando recu-
peré el sentido, el buen médico se hallaba a mi lado; mi cabeza descansaba
en una almohada y tenía un paño húmedo sobre la frente. Durante cinco
minutos no se pudo percibir mi pulso. Veinte minutos después fuí llevado
a la cama, pues estuve a punto de desmayarme nuevamente. El pulso cesó
durante catorce minutos. Para contener la hemorragia tomé peróxido de
hierro y hielo. Me pusieron emplastos de mostaza sobre el estómago y en
cada pantorrilla. Agradezco a Dios y a su Divina Providencia el haberme
hecho esta oportuna advertencia cuando yo disponía de buena ayuda médica.
Recibí los más solícitos cuidados."

A la mañana siguiente, a pesar de su extrema debilidad, mi padre


desembarcó y fué a hablar con los indígenas. El médico francés 10
acompañó bondadosamente, y dos horas después, como el enfermo
se sintiera desfallecer, retornaron al buque y mi padre tuvo que
acostarse. Después de este ataque, los únicos alimentos que pudo
tomar durante seis semanas consecutivas fueron leche, jugo de carne
y limonada, pero sólo guardó cama dos días.

4
El paso de Venus sobre el Sol fué bien observado por los cientí-
ficos franceses. Afortunadamente, aunque lluvias y nubes son habi-
tuales en esta región, cuando llegó la hora que ellos aguardaban, el
cielo estaba límpido, y pudieron observar el planeta a través de sus
anteojos y fotografiarlo cuando cruzaba la faz del Sol.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
II4
Terminada esta labor se alistaron para regresar a Francia; más ade-
lante publicaron nueve o diez voluminosos tomos sobre la Tierra del
Fuego; son documentos cuyo valor está destinado a aumentar a me-
dida que pasen los años.
Mientras los franceses ultimaban sus preparativos para zarpar de
la bahía Orange, en Ushuaia nos sentimos un día muy agitados
cuando vimos al amanecer aproximarse tres botes por el Este, como
los tres osos del cuento que mi madre y Yekadahby nos habían re-
latado en nuestra niñez: uno de ellos parecía enorme y estar repleto
de tripulantes (nosotros nos preguntábamos si serían piratas); el
otro era algo menor, y el tercero más pequeño todavía. Nuestra ju-
venil expectación fué defraudada, pues los botes sólo llevaban veinti-
trés hombres en total y no eran piratas, sino veintidós tripulantes
alemanes del Erwin, que había naufragado, y nuestro viejo amigo
Jaime Cushinjiz. El barco, de 1300 toneladas, salió de Liverpool
rumbo a San Francisco, con un cargamento de carbón y se había in-
cendiado después de doblar el cabo de Hornos.
A muchas millas al sudoeste de las islas Ildefonso, la tripulación
abandonó la embarcación en momento muy oportuno, pues diez mi-
nutos después de haberse alejado en los botes, una explosión en las
bodegas hizo volar las cubiertas e inmediatamente el barco se trans-
formó en una hoguera.
Desde la cubierta del barco la tripulación había visto los picos ne-
vados de la Tierra del Fuego recortarse contra el horizonte y por
consiguiente fijaron el rumbo hacia el nordeste. En el mes de julio, que
corresponde al mes de enero en Inglaterra, con su cielo invernal color
plomizo, aun cuando el tiempo sea apacible y las olas del cabo de
Hornos no tengan sus habituales barbas blancas, el Pacífico Sur ofrece
un espectáculo nada alentador; vistos desde un bote abierto, inquietan
ese inmenso piélago de aguas frías y la lejana costa habitada por
salvajes.
El día que abandonaron el barco, uno de los oficiales observó en la
carta marina una referencia al establecimiento de Ushuaia, con ins-
trucciones a las tripulaciones naufragadas sobre la mejor ruta para
llegar a ese puerto.
Siguiendo dichas instrucciones, avanzaron junto a la costa externa
de la isla de Hoste, más allá del falso cabo de Hornos, se dirigieron
luego hacia el Norte a través de las bocas del Tekenika y del Pon-
sonby Sou?ds y pasaron sin ser vistos bastante cerca de la población
de la bahla de Orange, donde los hombres de ciencia franceses se
preparaban para zarpar de regreso a su tierra.
USHUAIA

La tripulación alemana no podía encontrar la entrada meridional


de los estrechos de Murray, pues las escarpadas montañas parecían
impedir su paso, y entre los muchos riachuelos y canales por donde
intentaron penetrar no hallaron el que los conduciría hasta el canal
de Beagle. Estaban a menos de veinte millas de Ushuaia, en aguas
relativamente tranquilas, cuando se dieron por vencidos. Llegaron
a la conclusión de que la carta marina estaba equivocada; hicieron
rumbo hacia el sudeste a través de la bahía de Nassau, alrededor de
la isla de Navarino y penetraron en el canal de Beagle desde el Este.
El piloto era el único de los alemanes que hablaba inglés, y al ser
saludado por un indio en ese idioma, pudo entenderlo. Este indio,
Jaime Cushinjiz, fué para ellos un buen guía, y los piloteó hasta
Ushuaia.
Durante esos diez días, desde que abandonaron el Erwin, sólo se
habían aventurado a desembarcar tres veces para encender fuego y
entrar en calor; afortunadamente el tiempo se había mantenido ex-
traordinariamente bueno, pues de otro modo lo más probable es que
se hubieran perdido, como ocurrió a muchos en esa parte tan expuesta
de la costa. j Qué espectáculo confortante para estos náufragos debió
ofrecer nuestro establecimiento sobre la barranca!
Se hizo todo lo posible para dar comodidades a este numeroso
grupo; habían sufrido intensamente a causa del frío y muchos de ellos
tenían los pies helados. El contramaestre se había lastimado antes de
dejar el barco, y su estado era bastante delicado cuando fué bajado a
tierra.
Durante la larga temporada que pasaron en Ushuaia antes de ser
llevados a Punta Arenas, estos náufragos fueron útiles al estableci-
miento. El carpintero del barco, hábil y laborioso, no tardó en co-
menzar a trabajar con su auxiliar en la reparación del Leeloom, que
había sufrido daños considerables, y de los otros botes que también
necesitaban arreglo.
El piloto, hombre bondadoso, alto y rubio, poseía un enorme libro
de historia natural con interesantes láminas de animales, tanto mo-
dernos como prehistóricos. Debía de apreciarlo mucho para haberlo
salvado del incendio del barco. Antes de partir de Ushuaia me regaló
el precioso volumen, y durante muchos años fué éste uno de mis
tesoros más queridos.
Debo decir que no todos los hombres eran tan simpáticos como
el piloto. Un día, cuando un grupo de ellos cortaba leña, el piloto,
señalando a uno de los tripulantes, un hombrón de barba roja, dijo:
116 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

"None zo bad ahss jee".1 SU VOZ gutural y su tono convincente nos


hicieron gracia y la palabra rr onezobadahrjee" fué incorporada a nues-
tro vocabulario anglo-yagán para expresar un profundo desprecio.
Cuando llegó el momento de transportar la tripulación náufraga a
Punta Arenas en el Allen Gardiner, éste resultó demasiado pequeño
para llevar también los botes, de modo que fueron dejados; así quedó
cancelada, en parte, la deuda de esa gente por el viaje y por las pro-
visiones que habían consumido durante su larga estada entre nosotros.
El lanchón que nos dejaron era una embarcación grande y pesada
en comparación con el Leeloom, pero un día que queríamos traer una
buena carga de pasto para los terneros desde una de las islas y dejar
allí algunos conejos, la utilizamos debido a su mayor capacidad.
No tenía orza de deriva, y en vez de vela mayor y foque como el
Leeloom, estaba provista de una gran vela de tercio a la que nosotros
no estábamos acostumbrados.
Desembarcamos los conejos en una isla en medio del canal de
Beagle, a unas siete millas de Ushuaia, y llenamos de pasto muchos
sacos, que cargamos a bordo del lanchón, pero no volvimos inmedia-
tamente a Ushuaia pues soplaba un fuerte viento contrario. Permane-
cimos todo el día en un lugar resguardado y, como ocurre frecuente-
mente, a la tarde comenzó a amainar el viento, lo que aprovechamos
para zarpar y tratar de remontar el canal. Pero el asunto no fué tan
fácil debido a que después de esa calma que nos había tentado a
hacernos a la mar, volvió a soplar el viento con igual fuerza que antes.
Llegaba la noche, oscura y tormentosa, y con la vela arrizada no podía-
mos volver a la isla de donde habíamos partido. Entre nosotros y la
Isla de Navarino furiosas olas barrían el canal abierto. Nos dirigimos,
pues, hacia la costa rocosa del norte. Las montañas se elevaban abrup-
tamente desde el mar como una infranqueable muralla y la noche se
hizo tan oscura que no alcanzábamos a divisar su perfil contra el cielo.
El bote hacía ya bastante agua, y era urgente encontrar algún lugar
resguardado para desembarcar y pasar la noche, o de lo contrario
navegar a favor del viento hacia Shumacush 2, aproximadamente ocho
millas al Este. Esta alternativa, además de llevarnos a aguas aun más
peligrosas, hubiera significado un largo viaje de retorno al día si-
guiente o cuando el viento amainase. No había indicios de una abertura
en la rocosa muralla; mi padre consultó con los indios, y como uno
de ellos, natural de ese lugar, insistiera en señalar un punto que
nosotros no podíamos distinguir, mi padre prudentemente le confió
1 Pronunciación defectuosa de: None JO bad aJ he (Ninguno tan malo como él).
2 Ahora llamada Punta Remolino, nombre bien justificado.
USHUAIA n7
el timón. Los yaganes, diestros cazadores de pájaros dormidos y hábiles
pescadores, están habituados a navegar de noche, pues generalmente
hay menos viento a esa hora que durante el día; su vista en la oscuridad
es sorprendente.
Tomado el timón, el indio cambió el curso en uno o dos grados,
lo cual hizo aumentar nuestra velocidad y pareció llevarnos a un
desastre seguro, pues contra la costa abrupta se destacaba muy blanca
una línea continua de furiosos rompientes.
Surgieron de repente como lomos de ballenas dos rocas a ambos
lados del bote. Nos inundó la espuma cuando aún impelidos por la
vela nos deslizábamos entre ellas y entramos en una resguardada bahía;
allí, sobre la angosta playa de arenilla, se encontró en el extremo
más apartado una choza desierta.
Sin pérdida de tiempo encendimos una fogata, y aunque calados
hasta los huesos pronto nos sentimos bastante confortados. Al día
siguiente llegamos a casa. i Qué alivio para nuestra madre y nuestros
amigos, quienes habían avistado nuestro bote el día anterior, después
de la puesta de sol, al tomar la primera virada antes de ser arrastrados
por la tormenta!
He vuelto otras veces a Simachi, nuestro refugio en esa memorable
ocasión, y lo pensaría dos veces antes de hacer pasar un bote velero
entre aquellas rocas en pleno día. i Cuanto más en una noche como la
que acabo de describir!

5
A principios de la primavera siguiente, mi padre hizo a bordo de!
Leeloom un viaje a la parte oriental del país; Despard y yo lo acom'
pañamos nuevamente. Habíamos estado fuera casi una semana, y ya
volvíamos, cuando llegamos a Lapa-Yusha (la costa de las conchas),
un lugar del sur del canal de Beagle, a unas treinta millas de Ushuaia.
Allí encontramos una población bastante numerosa de indios yaganes.
Habíamos armado nuestra tienda de campaña en un lugar resguar-
dado y desembarcado nuestras provisiones, cuando estos indios nos
avisaron que había una foca en una laguna cercana. Mi padre tomó
un pequeño rifle comprado a los expedicionarios franceses, y salió a
cazar el animal para los indígenas. Mi hermano y yo, con nuestra
tripulación de indios, le seguimos esperando ver algo interesante y
deseosos también de probar la carne. Pero la foca nos defraudó, pues
se zambulló en e! canal que unía la laguna con el mar. Cuando retor-
namos con las manos vacías, hallamos que nuestro campamento había
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

sido saqueado; nos habían robado todas nuestras provisiones y mantas.


Lo único que quedaba era una latita con medio kilo de azúcar, inadver-
tida por los ladrones. Mi padre se dirigió a las d10zas vecinas y acusó
a los yaganes del robo. Pero ellos negaron tener conocimiento de!
asunto y echaron la culpa a un pequeño grupo proveniente de otro
lado, a quienes, según dijeron, habían visto pasar mientras nosotros
estábamos fuera. Fué e! único robo que recuerdo, aunque los aborígenes
tuvieron incontables oportunidades y habrán sufrido sin duda fuertes
tentaciones.
La situación era difícil, el tiempo había empeorado y no podíamos
zarpar de Lapa-Yusha debido al continuo ventarrón del Oeste; la
marea, que también estuvo contra nosotros la mayor parte del tiempo,
no bajó lo suficiente como para permitirnos buscar mariscos; no tenía-
mos nada para comer excepto e! medio kilo de azúcar, que dividimos
equitativamente entre nosotros ocho; en e! segundo día tuvimos la
suerte de que uno de nuestros hombres cazara un pingüino que teme-
rariamente se había alejado demasiado del mar, pero con un pingüino
no pueden mantenerse mucho tiempo ocho personas. La dificultad en
Lapa-Yusha no estribaba en no poder zarpar, sino en la dirección y la
fuerza del viento una vez mar afuera. Partimos en la noche del
segundo día, y tuvimos que navegar durante todo el trayecto hasta
Ushuaia con viento contrario. Tardamos tres días en cubrir las treinta
millas que nos separaban de casa, ya bordeando en e! canal, cuando
las condiciones climatológicas lo permitían, ya remando junto a la
costa que más reparo nos ofreciera. lisa fué la primera vez en mis
pocos años de vida que sentía los tormentos del hambre.

Las tripulaciones del Golden IVest y del Erwin no fueron las únicas
que solicitaron ayuda a la Misión de! establecimiento, ni las únicas que
se beneficiaron con el trato amistoso de los aborígenes para con los
blancos. Poco después de la salida del Erwin apareció en Ushuaia un
barco ballenero manejado por una tripulación de aspecto fornido.
Una goleta ballenera los había depositado en Diego Ramírez, solitaria
isla bañada por las lluvias, situada a sesenta millas al sur del cabo de
Horn?s'y que no pertenecía al ard1ipiélago de la Tierra del Fuego.
El ob¡etlvo de estos hombres había sido cazar focas en Diego Ramírez,
pe.ro e! barco se había retrasado, y ellos, aprovechando e! buen tiempo
reInante, cruzaron la ancha franja de océano con el propósito de
USHUAIA

esperar, en Ushuaia, a la goleta. En Diego Ramírez habían dejado


una nota dirigida al capitán del barco llamado, si mal no recuerdo,
Surprise.
El principal de la tripulación era el piloto Smith. Otro de los
tripulantes, del mismo apellido, era un muchacho joven, simpático,
bien parecido, conocido por el sobrenombre de Chips. Mientras espe-
raba el barco, el cual llegó a su debido tiempo y los recogió, Chips
y Despard trabajaron juntos en la construcción de una batea de 2m'70
de largo. Nosotros los muchachos afirmamos que Despard la había
construído con la ayuda del joven Smith; probablemente la versión
de este hábil artesano habrá sido la contraria, si es que aceptó reco-
nocer que Despard lo había ayudado algo. Sea como fuere, la batea
resultó de gran utilidad como comprobaremos en el capítulo siguiente.
,
CAPITULO XI
POR FIN LA ARGENTINA SE INTERESA POR LA REGIÓN AUSTRAL DE
SU TERRITORIO. MI PADRE IZA LA BANDERA ARGENTINA. SE ESTABLECE
UNA SUBPREFECTURA. PROPAGACIÓN DE UNA TERRIBLE EPIDEMIA. MIS
HERMANOS Y YO PROVEEMOS DE PESCADO A LOS IMPEDIDOS YAGAN ES.

archipiélago fueguino, de una superficie aproximada de 44. 160


E L
kilómetros cuadrados, está repartido entre Chile y la Argentina
en la proporción de dos a uno, respectivamente. La región chilena
comprende: primeramente, toda la parte de la isla principal contenida
al Oeste de una línea que empieza a cierta altura del canal de Beagle,
a diecinueve kilómetros al Oest,e de Ushuaia y que se extiende hacia el
Norte hasta el cabo Santo Espíritu por la entrada Este del estrecho de
Magallanes; segundo, todas las islas del Sur del canal de Beagle.
El resto, o sea una tercera parte de la Tierra del Fuego, incluída la
isla de los Estados, pertenece a la Argentina.
En la época a que me refiero, ni Chile ni la Argentina habían
demostrado activo interés por estas regiones australes de su territorio.
Mi padre había temido el avance de la civilización pensando más en
los aborígenes que en él mismo, pero comprendía que tarde o tem-
prano ambos países llegarían a establecer su autoridad en sus propias
tierras. Teniendo presente esta idea, había incluído, desde hacía algún
tiempo, el idioma español entre nuestras asignaturas.
En la tarde de un domingo de setiembre de 1884, dieciséis años
después de haber iniciado la Misión su obra en Ushuaia, no podíamos
dar crédito a nuestros ojos, al ver acercarse por el canal de Beagle
a cuatro barcos, evidentemente destinados a nuestro puerto. Tres
de ellos eran de vapor y uno llevaba un cúter de vela a remolque.
Inmediatamente se armó en nuestro tranquilo pueblecito un gran
alboroto, pues nunca hasta entonces se había presenciado tal espec-
táculo; los excitados indígenas se agruparon alrededor de mi padre
y de Lawrence preguntándoles qué amenaza les traería aquello. La
sensación de un ataque inminente a nuestra querida tierra llenó de
terror a algunos de los miembros más jóvenes del grupo.
Los barcos seguían su siniestro avance, hasta que por fin echaron
USHUAIA 121

anclas en e! puerto. El mayor de ellos era el buque transporte Villa-


fino, el segundo el cañonero Paraná, y el tercero un ténder del
gobierno, el Comodoro Py, todos pertenecientes a la flota argentina.
Mi padre salió a recibirlos a bordo de su ballenero, acompañado
por Lawrence, Whaits y su tripulación yagana. Al acercarse e! Villa-
rino, su comandante, el capitán Spurr, gritó en inglés:
-El otro barco, Mister Bridges.
y le señaló al cañonero Paraná, donde fueron muy amablemente
recibidos por el jefe de la expedición, el corone! Augusto Lasserre.
El objeto de esta expedición era establecer una subprefectura en
Ushuaia y de este modo poner en vigor las leyes argentinas en el
confín más austral de la república.
Los visitantes desembarcaron y quedaron encantados con todo lo
que "Vieron, pues habían pasado los seis meses anteriores en e! cabo
San Juan, en la isla de los Estados, construyendo un faro y estableciendo
una subprefectura; la isla de los Estados es probablemente la avanzada
más húmeda y desolada del archipiélago fueguino, y ese invierno había
sido especialmente riguroso. Nuestra alegre Misión en Ushuaia, con
sus aborígenes ya adiestrados en la horticultura, muchos de ellos
ocupados en trabajos de granja, ordeñando sus vacas, y cuidando sus
terneros, debió ofrecer un notable contraste con el sombrío lugar que
acababan de dejar.
El coronel Lasserre puso una bandera argentina en manos de mi
padre, éste arrió la bandera que había dado la bienvenida durante
tantos años 1 a todos los que llegaban, e izó en su lugar la bandera
del país donde él había establecido su hogar. Los barcos anclados en e!
puerto dieron una salva de veintiún cañonazos; y los yaganes en tierra
contestaron con vibrantes hurras a su estilo.
Los yaganes de los alrededores asistieron en masa a la ceremonia
inaugural. Mi padre, en nombre de la Misión, prometió cordial ayuda
al Gobierno Argentino, y en e! de los indígenas allí reunidos, expresó
la adhesión de los mismos al país que los había tomado bajo su
protección, y su anhelo por tener paz y orden.
El coronel Lasserre respondió asegurando que nuestra Misión segui-
ría gozando de la misma independencia, y contaría con el apoyo de!
Gobierno, que reconocía oficialmente el mérito de la cristiana y huma-
nitaria labor realizada por los misioneros ingleses.

1 Esta bandera era algo parecida a la Unión Jack para evitar que se supusiera
que la Misión tenía aspiraciones imperialistas.
I22 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Después de deliberar, fué elegido el SItIO para la subprefectura


en Alakushwaia (babía del pato biguá); está situado en la orilla
norte del puerto. Inmediatamente se iniciaron las construcciones. Un
faro fué instalado cerca de la subprefectura y otro en nuestro lado
del puerto, estando el cuidado del mismo a cargo de nuestro yagán
Juan Marsh.
El subprefecto señor Virasoro y Calvo, acertadamente elegido, había
sido educado en Inglaterra. Tenía bajo sus órdenes veinte hombres,
algunos de ellos eran marineros ingleses, lo que facilitó las comuci-
cac.iones entre la subprefectura y la Misión. Nosotros los muchachos
también nos esforzábamos en ayudar, y con nuestro superfkial cono·
cimiento del español estábamos encantados de servir de intérpretes
entre estos elegantes recién llegados y nuestros viejos amigos los
desaliñados yaganes. Recuerdo a Fred Greethurst, uno de esos mari-
neros ingleses, un rubio bondadoso que medía más de un metro
ochenta, a quien llamábamos Longfellow l.
El 4 de octubre, el buque transporte Villal'ino zarpó de Ushuaia para
internarse por los canales del oeste. El capitán Spurr estaba contento
de poder valerse de dos yaganes para el servicio de pilotos. Luego
de haber cumplido su misión, el coronel Lasserre partió dos semanas
después en el cañonero Pm'aná, con rumbo a Punta Arenas. Deseando
navegar por los intrincados, y en esos días poco conocidos canales
que mi padre había recorrido tantas veces, pidió a ést,e que lo acom-
pañara. Mi padre aceptó complacido, pues necesitábamos provisiones
de Punta Arenas. El ténder Comodol'O Py, que efectuaría la travesía
de Punta Arenas con el cañonero, debía volver desde allí a Ushuaia
con mercaderías para la subprefectura, de modo que mi padre podía,
al mismo tiempo, traer sus provisiones. El Comodoro Py, de más de
cien toneladas de registro, que tenía comodidades para el capitán, el
piloto y la tripulación, contaba también con camarotes para varios
pasajeros.
Cuando los barcos zarparon de Ushuaia, el Paraná llevaba a bordo,
~demás de mi padre, a nuestro viejo amigo yagán Enrique Lory y seis
Jóv,enes de la misma tribu.

1 Hombre largo.
USHUAIA 12 3

A medida que se avanza hacia el Oeste, desde Ushuaia, el paisaje


se vuelve en ambos lados cada vez más salvaje y desolado, y al acer-
carse a la isla de Gordon se torna grandioso, pues en la costa norte
de! brazo noroeste que separa esta isla de la parte principal de la
Tierra del Fuego, aparecen inmensos glaciares. Estos glaciares se
originan tierra adentro, inundan los valles que cruzan el cordón de
Marshall y terminan en precipicios de hielo que son bañados por el
mar, tanto en invierno como en verano.
Flotan en estos lugares grandes témpanos que se desprenden de los
glaciares, a veces en tal cantidad que impiden la circulación de navíos
en el brazo noroeste. Ha habido casos en que los barcos, no pudiendo
avanzar, se han visto obligados a pasar por e! brazo sudoeste de! otro
lado de la isla de Gordon. El Paraná y el Comodoro Py no se vieron
obligados a seguir esta ruta, sin embargo muchos bloques de hielo les
salieron al encuentro, y durante un viaje de exploración la lancha de
vapor del cañonero fué seriamente averiada, pero por fortuna no
hubo desgracias que lamentar.
Había a bordo de! Paraná dos oficiales pilotos, pero ninguno de
ellos había navegado antes por estos intrincados canales. La nave-
gación, pues, estaba a cargo de mi padre y del yagán Enrique Lory,
quienes durante un tiempo alternaron en esta tarea. Luego Lory fué
atacado por una fiebre violenta, y mi padre debió arreglarse solo;
permaneció continuamente en el puente de mando. Al cruzar por
algunos canales donde e! fuerte oleaje provocado por el barco bañaba
los precipicios de roca, los oficiales llegaron a sentir gran inquietud;
después de una semana de mal tiempo el Paraná y su ténder llegaron
a salvo a Punta Arenas.
Con respecto a los indios, las cosas, desgraciadamente, no iban tan
bien; durante el viaje otros seis jóvenes yaganes fueron atacados por
la misma fiebre mortal que padeció Enrique Lory. El doctor Alvarez,
cirujano de a bordo, diagnosticó el caso como tifoidea neumónica,
y en Punta Arenas e! doctor Fenton confirmó esa opinión. Se alquiló
una choza para los pacientes, y mi padre, ayudado por un marinero
de uno de los barcos, se quedó para atenderlos; a pesar de los solícitos
cuidados y de la atención médica, sólo uno de los enfermos sobrevivió,
y el pobre Enrique Lory figuraba entre los muertos.
Estas seis muertes causadas por tan virulenta enfermedad inquie-
taron sobremanera a mi, padre, pues antes de zarpar de Ushuaia, en e!
Paraná, varios aborígenes habían caído enfermos con los mismos sín-
tomas, aunque nadie pudo suponer entonces que esta epidemia se
desarrollaría con tal intensidad. El doctor Alvarez había dejado a
12 4 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

Whaits recetas e instrucciones para su uso. Teniendo en cuenta que


los medicamentos no habían salvado a Enrique Lory y a los cinco
yaganes, mi padre sentía gran ansidad por lo que pudiera estar acon-
teciéndonos en Ushuaia.
Sin embargo, no era posible regresar inmediatamente; el Comodoro
Py debió prestar ayuda a un vapor francés que había naufragado cerca
de la entrada este del estrecho de Magallanes y mi padre tuvo que
aguardar su regreso con una impaciencia e inquietud que aumentaban
día a día.

Mientras tanto, en Ushuaia los acontecimientos dieron razón a sus


temores. Después de la salida del Paraná y el Comodoro Py, uno tras
otro los indígenas enfermaron de esa fiebre, y en pocos días murieron
en tal cantidad, que no había tiempo para cavar sus fosas, y los muertos
de los distritos eran simplemente sacados de sus chozas o, cuando los
otros ocupantes tenían suficientes fuerzas, arrastrados hasta los arbustos
más cercanos.
En la Casa Stirling y en la de los Lawrence, sobre el camino, todos
los niños enfermaron al mismo tiempo. En el orfanato la señora
Whaits debía atender treinta niños yaganes atacados de la misma
epidemia. Mi madre y Yekadahby, no sabiendo nada de tifoidea neu-
mónica, se formaron una opinión diferente a la de los doctores Alvarez
y Fenton, y nos prestaron los cuidados que consideraron adecuados.
La señora Lawrence y su hermana, la señorita Martin, que se había
venido a vivir con ellos a la Misión, estaban de acuerdo con ese
diagnóstico, y la señora Whaits lo confirmó. Todas decidieron que
era sarampión.
Afortunadamente, ninguna de las personas mayores de la Misión,
que ya habían tenido sarampión en su juventud, se contagió, lo que
prueba que esta vez las señoras conocieron el caso mejor que los
médicos. Es, sin embargo, extraordinario que esta enfermedad, propia
de los niños, tan contagiosa en los centros civilizados y que rara vez
es fatal, lo fuera para más de la mitad de la población de un
distrito, y, que la mitad restante quedara tan reducida en su vitalidad
que un cincuenta por ciento de los que quedaron sucumbieron entre
el primero y el segundo año, debido, aparentemente, a los efectos
posteriores del mal. Como nuestros antepasados, a través de varias
generaciones, han padecido periódicas epidemias, nosotros, en conse-
cuencia, tenemos un cierto grado de inmunidad contra sus estragos.
USHUAIA 12 5

En cambio, los yaganes, aunque increíblemente fuertes para soportar


el frío y toda clase de molestias y aun para sobrevivir a sus heridas, no
habiendo tenido nunca en el curso de su historia que enfrentar este
mal, carecían de defensa para contrarrestarlo. No es difícil comprender
cómo los médicos no hayan podido reconocer esta enfermedad, al
manifestarse en forma tan virulenta.
Cuando mi padre regresó de Punta Arenas, lo peor había pasado,
aunque los yaganes seguían muriendo en gran cantidad; recuerdo
haberlo visto salir, tanto los domingos como los días de semana, con
un pico y una pala al hombro y luego regresar extenuado muy tarde
por la noche. A poca distancia, en un establecimiento aislado, encon-
traron a una familia entera muerta, salvo un niñito que mi padre trajo
a casa y que mi madre y mi tía cuidaron hasta que una mujer indígena
pudo hacerse cargo de él.
El bondadoso subprefecto Virasoro y Calvo puso a disposición de
mi padre a Fred Greethurst, Longfellow, quien lo secundó en la
dolorosa tarea de enterrar a los muertos.

4
Los indios sobrevivientes estaban aún muy débiles, y en el mes de
noviembre, que corresponde a mayo en Inglaterra, las huertas no
produjeron nada, a no ser algunas raíces o patatas que habían sido
protegidas contra las heladas del invierno y guardadas de la cosecha
anterior, lo que no era común entre esta gente tan poco previsora y
de generosidad comunista. La Misión daba todo lo que podía, pero
entre tantos la ración era necesariamente muy reducida. Afortunada-
mente, en esta emergencia los muchachos podíamos ahora prestar
ayuda.
Había en Ushuaia una red trabada para pescar, de ingenioso plan,
que se dejaba anclada en la orilla, y los peces grandes y pequeños
tarde o temprano quedaban atrapados en sus mallas. Tiene que ser
colocada en aguas tranquilas; si los flotadores de corcho están fuera
de la línea o si alguno de los corchos se ha hundido, es lo más pro-
bable que uno o más peces grandes estén aprisionados.
Mientras los yaganes se sentían aún imposibilitados para andar,
nosotros los tres hermanos ya habíamos mejorado de un ataque benigno
de sarampión y podíamos ocuparnos de la red. Usábamos la batea que
Despard y Chips Smith habían construído algunos meses antes. Cuando
el tiempo lo permitía salíamos en ella e inspeccionábamos la red al
126 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

menos dos veces por día. Generalmente, conseguíamos una cantidad


poco común de pescado. Casi todos eran róbalos y medían a veces más
de medio metro. Pescábamos también una buena clase de pejerrey,
llamada en yagán yeemacaia. Entrada la estación y persiguiendo al
cardumen de sardinetas conseguíamos un voraz pez marino llamado
hahpaim de la familia de los escombros, que apreciábamos mucho;
era un pez muy veloz y medía casi un metro desde su cola de golon-
drina hasta su afilada nariz. :estos y otros poderosos de las profun-
didades marinas rompían a veces la red y hasta arrastraban su pequeña
ancla a alguna distancia.
De cada viaje en batea volvíamos con más pescado de lo que podía-
mos llevar entre dos colgado de un remo puesto sobre los hombros;
a menudo necesitábamos hacer tres o más viajes desde la playa con
nuestro botín. Después de haber separado el pescado necesario para
la Misión dividíamos el resto entre los aborígenes y nos sentíamos
muy satisfecllos de haber proporcionado este alimento vital a los pocos
de nuestros infortunados amigos que habían sobrevivido.


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CAPITULO XII
EL GOBERNADOR FÉLIX PAZ. HORAS DE ESTUDIO. SERAFÍN AGUlRRE,
NUESTRO ÍDOLO. MI PADRE Y YO EXPLORAMOS LA TIERRA DE LOS
ALACALUFES. UN CURIOSO ENCUENTRO CERCA DE LA ISLA DE WELL-
INGTON. LOS ELEGANTES INDIOS CHONOS. EXTRAÑA COINCIDENCIA.
DÍAS DE ENSUEÑO EN USHUAIA.

L año siguiente, 1885, fué memorable para Despard, para Will


E y para mí, pues durante el transcurso del mismo llegaron a
Ushuaia tres personajes importantes: un gobernador oficial, un maestro
y un condenado por asesinato.
El personaje oficial era el capitán Félix Paz, de la Armada Argen-
tina, a quien nombraron jefe de administración cuando a la subpre-
fectura sucedió una gobernación. Era más bien rubio, de estatura
menos que mediana y rápido de acción y de temperamento. Trajo
consigo algunos caballos; a mi padre le regaló un colorado de distin-
guido perfil romano. El gobernador Paz era muy cariñoso con nos·
otros. Había elegido a Despard de compañero y solía llevarlo a
navegar en su pequeña canoa. Otras veces salían en un barco mayor,
de dos palos, y Despard y yo componíamos su tripulación; manejá-
bamos las velas bajo su dirección, y como él era oficial naval, el
aprendizaje fué excelente. Will no era aficionado a navegar, y a
pesar de ser tan osado para las otras cosas, en esa época se sentía
más bien nervioso en un velero. Tiempo después, sin embargo, como
oirán luego, tuvo que navegar más que Despard o yo.
El maestro se llamaba Armstrong, llegó en el Allen Gardiner el 4
de marzo de 1885. Medía más de un metro ochenta, y cuando supimos
que íbamos a ser sus alumnos, su terrorífico nombre Armstrong 1 y su
elevada estatura nos llenaron de pavor. Con su llegada la vida en
Ushuaia cambió, para mal nuestro. Teníamos que estudiar a horas
fijas, por la mañana y por la tarde, y debíamos observar cierta correc-
ción en nuestra vestimenta.
A mí personalmente nunca me estusiasmó Mr. Armstrong; reco·

1 Armstrong: brazo fuerte.


128 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

nozco que era universitario y buen dep?rtista, sin em.bargo él. y yo


pocas veces estábamos de acuerdo. OdIaba a los chICos servJles y
"maricas", y si yo hubiera ido a un colegio inglés sin duda me
hubieran llamado "marica" o algo peor, si es que existe alguna
expresión peor que ésa. Uno de los marineros del Allen Gardiner,
comparando desfavorablemente mi gran tamaño y extremada cautela
con la osadía y malicia del pequeño Will, me había bautizado "Doña
Juana". Este apodo, lleno de indecible desdén, se me pegó como brea.
¡Aun Mr. Armstrong se rebajaba a usarlo! Hasta que me reivindiqué
en una pelea. El conflicto ocurrió en pleno invierno; un día estábamos
jugando con los muchachos nativos, y uno de ellos tiró una bola de
nieve con una piedra dentro a uno de mis compañeros más pequeños
r 10 lastimó. No pude evitar pelearme con el indio, y éste fué derro-
tado. Mi nariz sangró hermosamente; Mr. Armstrong debió presenciar
la lucha desde alguna ventana o quizás viera en mi cara marcas de la
pelea aun después de habérmela limpiado, pues esa mañana en la
escuela, después de echarme un sermón muy poco convincente sobre
la maldad de reñir, anunció que no me llamaría más "Doña Juana".
Quedó en Ushuaia más de un año; antes de partir se casó con la
señorita Martin, hermana de la señora de Lawrence. Más adelante se
hizo pastor. Es indudable que su influencia sobre nosotros fué bené-
fica, pero confieso que me alegré al verlo desaparecer.
El tercer personaje importante, el condenado por asesinato, fué
mucho más atrayente y romántico. Era un gaucho llamado Serafín
Aguirre; llegó a Ushuaia con el gobernador Paz. Debía ser un pro-
tegido de éste, pues aunque estaba cumpliendo una condena por asesi-
nato gozaba de gran libertad. Oriundo de la provincia de Tucuroán,
era muy entendido en ganado vacuno y caballar, pero despreciaba el
trabajo fijo. De tez morena, de aspecto digno, medía cerca de un
metro ochenta de altura y combinaba una gran fuerza muscular con
una sorprendente habilidad; podía fácilmente voltear una vaca suje-
tándola con una mano de la quijada inferior y con la otra de un
cuerno. Con él aprendimos mucho castellano, aunque la mayor parte
de esas palabras hubieran hecho que nos expulsaran de un salón
respetable y aun de un establo. Este romántico forastero nos fascinaba,
y todos, decididos a ser gauchos cuando mayores, nos procuramos
pequeños lazos y boleadoras con los que practicábamos en gallinas,
perros y cualquier otro infortunado animal que se nos pusiera a tiro.
Cuando fuimos mayores, mayores fueron también nuestras fecho-
rías; hacíamos que los terneros se escaparan por el portón o por
alguna brecha en el cercado y nos dábamos el placer de perseguirlos
USHUAIA 12 9

tratando de enlazarlos y encerrarlos de nuevo. Estas travesuras ocupa-


ban el lugar de los partidos de fútbol, cricket y boxeo que encantan
a los colegiales de otras partes del mundo.
Otra de nuestras travesuras infantiles era fumar a escondidas; como
no teníamos cigarrillos, ni siquiera tabaco para nuestras pipas, usába-
mos cualquier basura: hojas de té secas, líquenes de los árboles, y
hasta la bosta seca de caballo nos parecía preferible a privarnos de
esta diversión tan varonil. Nuestro "Club de Fumadores" estaba en el
cobertizo donde se almacenaba la paja. Si conseguíamos algúo ciga-
rrillo, lo escondíamos entre las vigas junto con nuestros útiles de
fumar. Un pequeño nabo agujereado, con una pajita introducida por
un lado, hacía una excelente pipa; y uno más grande con tres o cuatro
pajas según el número de guerreros presentes, constituía la "pipa
de la paz", que fumábamos ceremoniosamente después de acaloradas
discusiones. Despard tenía demasiado sentido común como para parti-
cipar en estas extravagancias, aunque estaba enterado de ellas. El
enemigo público número uno en ésta y en otras travesuras era Will.
Aparte Fred Lawrence (otro miembro de la familia de nuestros vecinos
que no he mencionado aún), Will era el menor de la pandilla; sin
embargo era el "leader", pero tenía la habilidad de escapar cuando las
cosas andaban mal, dejando suponer que eran los otros quienes lo
habían arrastrado.
Nunca nos descubrieron, aunque nuestra afición por la menta,
que comíamos para disimular el olor a tabaco o a las otras porquerías
con que lo sustituíamos, no dejaba de sorprender a nuestra madre.
Esta inmunidad se debía en parte a nuestra buena suerte y en parte
a nuestra natural aptitud para cuidarnos solos. Una vez el gobernador
atravesó el puerto para protestar porque se nos había permitido salir
solos en el Leeloom en un día de viento; mi padre le contestó que
teníamos muy bien desarrollado el instinto de conservación, aprecia-
ción muy exacta.
Como Despard era el mayor, tenía más oportunidades para montar
a caballo. Nosotros los más chicos debíamos contentarnos con mon-
tar terneros. Me alegra poder afirmar que desdeñábamos montar ter-
neros aún no suficientemente fuertes como para poder saltar y tirar-
nos. Aprendimos así que la única manera de quedar montados durante
cierto tiempo consistía en sentarse de frente a la cola y asirse a ella.
Más adelante, y gracias a las enseñanzas de Aguirre, nos hicimos
hombres de a caballo. Will, por su osadía y seguridad, fué natural-
mente el preferido de Aguirre. Al principio, como nuestro héroe era
EL ÓLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
13°
tan pequeño lo montaba a las ancas. Muy pronto montó solo y no
hubo entonces caballo bastante ligero pala su gusto.
Yo en cambio buscaba diversiones menos turbulentas, más de
acuerdo con mi plácida naturaleza, inclinada a la meditación. Me
entretenía trenzando tientos y haciendo botones; éstas y otras labores
manuales me fueron enseñadas por Aguirre. Creo que a pesar del
horrible lenguaje que nos enseñó, sacamos más provecho que daño
de este perfecto tunante.

Mi padre siempre habia deseado conocer más íntimamente a los


alacalufes y a los onas, no sólo con la esperanza de llevarles los
beneficios del cristianismo, sino también para estudiar los dos idio-
mas, tan diferentes entre sí. Después de la reciente inauguración, en
que se impuso la ley argentina en la parte oriental de la región,
y la creciente afluencia de población blanca, mi padre comprendió
que una u otra civilización inevitablemente llegaría a los aborígenes
en un futuro cercano; ya fuese la de la Biblia, ya la de la botella de
ginebra y el rifle, ciertamente la primera era la mejor. Con ese pro-
pósito zarpó en el Alten Gardiner para explorar los desconocidos
canales de las islas occidentales, hogar de los alacalufes. Con gran
alegría de mi parte me llevó consigo.
Este Al/en Gardiner no era el mismo velero que conocimos, sino
su sucesor, el tercer barco que llevaba el nombre del honorable ma-
rino. Era una diminuta goleta aparejada con una hélice auxiliar a
vapor, no tan marinera como su predecesor, pero mucho más gober-
nable, con tiempo apacible o a través de los estrechos e intrincados
canales donde soplan los vientos que vienen de las montañas.
Teníamos a bordo dos yaganes oriundos de la abrupta región cer-
cana a las costas de la península de Brecknock; uno se llamaba Acua-
lisnan, de apodo Wapisa o Ballena, por su enorme cintura, y Sai-
lapaiyinij el otro, un hombre pequeño y activo de madre alacalufe.
Ambos hablaban con fluidez los dos idiomas.
Desde que los primeros exploradores pisaron la Tierra del Fuego
había habido choques sangrientos entre los indios alacalufes y los
b.lan~os; de modo que cuando navegábamos por las aguas interior~s,
SI bien veíamos a la distancia humo y canoas, ningún indígena se
dignó acercarse.
A fin de vencer estos recelos, mi padre, en cuanto avistaba un
campamento alacalufe, desembarcaba con sus dos yaganes en el chin-
USHUAIA

chorro y desarmado por supuesto; siempre me llevaba consigo, tal


era su confianza, justificada por cierto, pues sólo recibíamos testimo-
nios de amistad y cariño de aquellas gentes con las que nos enten-
díamos por medio de nuestros intérpretes. En un lugar convencimos
a tres jóvenes aborígenes (parientes lejanos de Acualisnan, según
creo), que acabaron por reunirse con nosotros en el Al/en Gardiner.
Después de explorar los grandes pero sombríos canales del sur
del estrecho de Magallanes, nos dirigimos hacia el Norte, donde en-
contramos menos viento y mejor tiempo. Los canales que atravesába-
mos en algunas partes no eran más que hendiduras entre las rocas
que se elevaban a más de mil metros de altura a cada lado como irre-
gulares murallas. El clima es tan húmedo que el musgo y los árboles
se adhieren a estos peñascos casi perpendiculares. En las noches sere·
nas y claras, las estrellas brillan con doble fulgor en la angosta faja
de cielo que se divisa y sus reflejos se multiplican en las sombrías
profundidades.
En uno de estos fiordos, cerca de la isla de Wellington, se nos acercó
una canoa. Sus ocupantes no vestían ni siquiera el parco delantal que
era costumbre entre esos indígenas al igual que entre los yaganes.
Un hombre, sin embargo, tenía un sombrero de copa por única vesti-
menta, y otro un cuello, que pudo ser blanco alguna vez, sujeto con
un pedazo de cuero a falta de botón. Ni Acualisnan ni Sailapaiyinij
los entendieron, pero sí uno de nuestros jóvenes alacalufes; en esa
forma poco usual, a través de una doble interpretación, supimos que
eran chonos de más al norte. Mi padre se sorprendió mucho de en-
contrarlos en esas altas latitudes.
Para impresionar a nuestros huéspedes acerca del poder y de la
importancia de los blancos, mi padre resolvió dirigirse hacia el Sur
y recalar en Punta Arenas, donde desembarcamos con Acualisnan,
Sailapaiyinij y los tres alacalufes. Mi padre y yo, con nuestros cinco
indios, todos vestidos con ropas civilizadas, fuimos a dar un paseo
por el pueblo más meridional del mundo. Nuestra pequeña banda
atrajo mucho la atención, y algunas personas bien vestidas, que hu-
bieran debido tener más discreción, hicieron comentarios en alta voz;
de pie en un umbral nos señalaban y aludían en español a la aparien-
cia de nuestros compañeros los indios. Mi padre, que no era ningún
tímido, hizo alto, y señalándolos a su vez, se refirió en yagán a los
vivos colores de sus vestimentas y al tamaño de uno de ellos que
era aun más obeso que nuestro campeón de gordura Acualisnan; com-
paró a aquél con un gordo pingüino y a Acualisnan con un elegante
corvejón; sus palabras fueron inmediatamente traducidas al alacalufe
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

y provocaron tal estallido de risa burlona, que el enemigo se retiró


derrotado.
En nuestro viaje de vuelta desde Punta Arenas a Ushuaia nos acer-
camos a un macizo de montañas llamado isla de Clarence. Acualisnan
nos dijo que no era una sola isla, pues estaba dividida en dos o tres
partes con un canal que la atravesaba. Con ese hábil piloto dimos
intrincadas vueltas, y el canal Acualisnan puede verse ahora, perpe-
tuando su nombre, en los mapas del Almirantazgo.
Después de dejar a nuestros tres amigos alacalufes entre los suyos,
con muchos obsequios y una calurosa invitación para que nos visita-
ran en Ushuaia, emprendimos el regreso.
En este viaje, antes de encontrarnos por primera vez con los alaca-
lufes, ocurrió un accidente que pudo haber tenido consecuencias fata-
les. Teníamos a bordo del Allen Gardiner una vieja arma traicionera
que estaba cargada con cartuchos de bala. Avistamos unos cuantos
patos silvestres y la escopeta fué recargada con municiones; uno de
los cartuchos se atascó, y cuando mi padre trató de sacarlo con un
cuchillo, estalló. La bala quedó sobre la cubierta, donde había apo-
yado el caño de la escopeta, .pero la cápsula de metal se disparó hacia
atrás con tal violencia que dejó una fea cicatriz en la sien izquierda
de mi padre. Su cara fué tan seriamente quemada por la pólvora
que temimos al principio que pudiera quedar ciego. Afortunadamente,
no fué así. Se le chamuscaron las cejas y la mayor parte del cabello;
y la piel y hasta las córneas quedaron manchadas con granos de pól-
vora, pero no hubo mayores daños.
A! llegar a Ushuaia encontramos a Despard en idénticas condicio-
nes. Mientras fabricaba cohetes la mezcla estalló sobre su cara. El
mismo día y a la misma hora, separados por una distancia de qui-
nientos kilómetros, padre e hijo fueron víctimas de igual accidente, el
único de esta clase que les ocurrió en toda su vida. i Qué extraña
coincidencia!

Arriba, sobre la montaña, frente al pueblo de la Misión, había en


el bosque un rincón muy verde y muy claro, atravesado por un arro-
yuelo. Era tan sólo un cuadrado de musgo saturado de humedad,
pero a mí me parecía mucho más romántico imaginarlo un paraíso
con césp.e~ y flores silvestres. Mi sueño era irme a vivir allí, lejos
del b~hclO del poblado, tener unas cuantas cabras y cultivar una
huerteclta. Desde esa altura podría divisar la lejana Misión y aun
USHUAIA 133
bajar de cuando en cuando a trocar mi queso de cabra por azúcar y
otros refinamientos. Pan no necesitaría, pues ya había comido sufi-
ciente durante mis penitencias.
Con el correr del tiempo creció mi ambición y decidí que la
isla de Gough, al sur de Tristán da Cunha, fuera el sitio de mi
residencia, y una encantadora damisela náufraga se deslizó en mis
ensueños. Pero eso mucho después. En aquel entonces, como ya dije,
mis sueños juveniles giraban alrededor de esa hondonada verde en
el bosque, frente al puerto, y de las laderas asoleadas de las montañas
del norte, que semana tras semana, en invierno, proyectaban sus som-
bras gélidas sobre nuestro hogar.
No era yo el único que ambicionaba transponer los límites fami-
liares en busca de una vida más amplia; Tomás Bridges, mi padre,
ese hombre indómito, aunque enfermo, había posado su intrépida
mirada sobre un nuevo horizonte.
~

CAPITULO XIII
MI PADRE PLANEA UNA NUEVA AVENTURA. RENUNCIA A SU PUESTO
DE INTENDENTE DE LA MISIÓN. VISITA AL PRESIDENTE ROCA EN BUE-
NOS AIRES Y CONSIGUE UN LOTE DE TIERRAS. VIAJA A INGLATERRA
Y DE VUELTA TRAE PROVISIONES PARA NUESTRO HOGAR. NOS TRAS-
LADAMOS DE USHUAIA A HARBERTON.

brevemente la obra realizada entre los aborígenes. En


R
ESUMAMOS
el transcurso de veinte años, unos pocos misioneros transfor-
maron a estos salvajes irresponsables en una comunidad respetuosa
de la ley. No sólo en Ushuaia, sino también en muchas pequeñas y
escondidas ensenadas de la costa vivían yaganes agrupados en colo-
nias provistas de huertas, cercadas algunas, y ganado. Un indio lla-
mado Samuel Mahteen era dueño de veinte animales. En la orilla de
un bosque resguardado cerca del río Ushaij, a unos tres kilómetros
al oeste de Ushuaia había construído una modesta casita y cercado
una huerta, donde crecían frutales y hortalizas apropiados al clima.
En una oportunidad él y su alegre mujercita nos recibieron en su
casa a toda la familia incluso mi madre y Yekadahby y nos sirvieron
en su rústica mesa frutillas con crema.
En otros órdenes también se notaba progreso, por ejemplo, en las
canoas. Durante muchas generaciones los yaganes habían construído
sus canoas con corteza de árbol'. :f:stas, al cabo de un año poco más
o menos, se pudrían y los aborígenes se veían obligados a construir
nuevas, o correr el riesgo que se les desfondaran en medio de una
tormenta. Ahora, gracias a las herramientas que la Misión les pro-
porcionaba, las hacían de troncos; no eran tan marineras, pero tenían
la ventaja de su larga duración, y podían ser encalladas sobre costas
pedregosas, mientras que las de corteza debían ser ancladas lejos de
la costa.
Mi padre y sus colaboradores, a fuerza de constancia, habían des-
arrollado en los yaganes el sentido exacto de la ley, del orden y de

1 Generalmente el haya siempreverde (NoJhofabus beJuloides), llamado "shush-


chi" por los yaganes.
USHUAIA 135
los derechos de la propiedad. Debido al poder de la opinión pública
y a un mayor grado de conciencia cívica los casos de asesinato eran
prácticamente desconocidos y los delitos menores habían disminuído
notablemente. No existían fuerzas de policía ni eran necesarias, pues
las leyes, aunque no escritas, habían sido inculcadas por la Misión y
eran respetadas por todos.
l!ste era el pueblo que Carlos Darwin había clasificado si no como
eslabón perdido, como algo muy parecido.
A pesar de toda esta obra, es comprensible que al llegar los hom-
bres blancos de una categoría muy distinta a la de aquellos que habían
vivido tan felices entre los aborígenes, estos hijos de la naturaleza
no supieran conservar lo que tenían; se introdujo el alcohol, y los
pobres fueguinos, incapaces de continuar su vida sencilla, se dieron
por vencidos.
Durante años mi padre había insistido ante la Misión para que se
tratara de obtener un lugar en donde los indios dispuestos a trabajar
pudieran establecerse. Aspiraba a que la sociedad, de la cual era inten-
dente en las Malvinas y en la Tierra del Fuego, consiguiera del
Gobierno Argentino una concesión de tierra donde establecer a los
indios para enseñarles su cultivo y otros trabajos. Sometió su proyecto
al comité en Londres, pero éste no fué aprobado unánimemente; mu-
chos consideraban que la Misión Anglicana debía limitar su acción
a la obra de evangelización. Se supo, además, que las autoridades
argentinas estarían poco dispuestas a otorgar una concesión a una
sociedad extranjera con asiento en Londres.
Mi padre se sintió defraudado pero no vencido; comprendió que
la época de la primera faz de la Misión había pasado, y ya que el
comité no quería, o no podía, seguir la única línea de conducta que
protegería a los indios contra la invasión prevista por él, debía re-
nunciar y tomar el asunto por su cuenta.
En esa época se realizó la inesperada visita del coronel Lasserre, de
Buenos Aires, y sobrevino la devastadora epidemia de sarampión.
j Qué cambio se produjo! Caseríos abandonados, huertas invadidas
por la maleza, ganado carneado por hambre o vendido por alcohol o
escopetas de tercera categoría, y lo peor de todo, un pueblo temeroso,
debilitado por la enfermedad y asolado por la muerte.
La obra de la Misión estaba condenada a morir. Otra consideración
muy humana debe de haber pesado en la decisión de mi padre:
tenía seis hijos, todos capaces de ganarse el sustento en la tierra de
su nacimiento, pero indefensos contra la competencia de seres criados
en ambientes más civilizados.
13 6 EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

Mi padre estaba convencido de que el Gobierno Argentino, si bien


podría juzgar inconveniente la concesión de tierras a una entidad
inglesa, no la negaría a un individuo que había pasado toda su vida
en la Tierra del Fuego, máxime teniendo hijos que por leyeran
ciudadanos argentinos y que por el hecho de hablar los idiomas in-
glés, yagán y español constituían útiles lazos de unión entre los fue-
guinos y las autoridades argentinas.
Después de arribar a estas conclusiones, mi padre se puso en busca
de un sitio adecuado para el nuevo establecimiento. Se decidió por un
lugar a unos sesenta y cuatro kilómetros al este de Ushuaia que abar-
caba una extensión de veinte mil hectáreas e incluía algunas islas
sobre el canal de Beagle, siendo la de Gable la mayor de ellas.
Durante muchos años mi padre había mantenido correspondencia
con estudiosos y hombres de ciencia de diferentes partes del mundo,
pero desde el establecimiento de la subprefectura y la instalación del
gobernador en Ushuaia (1884-1885), su correspondencia con las
autoridades del Museo de la Plata, cerca de Buenos Aires, aumentó
considerablemente. Además de estas relaciones tan útiles, mi padre
contaba con buenos amigos entre los oficiales navales que nos habían
visitado en Ushuaia, y su nombre era conocido por numerosas per-
sonas influyentes en Buenos Aires. Se valió de estos conductos para
hacer averiguaciones. La respuesta fué alentadora: era muy improba-
ble que el Gobierno le negase la concesión de la parcela de tierra
que él formalmente pidiese.
Tan convencido estaba mi padre de lo justiciero de su petición y
de la generosidad de las autoridades, que, alentado solamente por
las promesas verbales de algunos particulares, dió el paso más atre-
vido de su vida, tan llena de aventuras, renunciando a su cargo de
superintendente de la Misión.
Al conocerse la noticia hubo una protesta general. Sus amigos de
las Malvinas y de otras partes no dudaban que esta decisión le lle-
varía derecho a la bancarrota y se sentían realmente apenados por
su infortunada esposa e hijos. Señalaban, además, con gran fruición,
que aun si la tierra llegaba a ser suya, lo que no era un hecho toda-
vía, era muy arriesgado intentar lo que ningún hombre había osado
en esa región al sur del estrecho de Magallanes: es decir, asegurarse
la subsistencia sin contar con la ayuda del suelo.
En una reunión del directorio en Londres un miembro prominente
de la Sociedad no sólo comparó a mi padre a una rata escapando de
un barco náufrago, sino que piadosamente agregó que indudable-
mente el Diablo lo había seducido para arruinarlo.
USHUAIA y EL CA AL DE BEAGLE

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ISLA NAVARINO

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USHUAIA

No todos, sin embargo, fueron contrarios a sú proyecto. Compar-


tieron su opinión los miembros de su familia. Willis, el enérgico
hombrecillo capitán del Al/en Gardiner, se adelantó a prestarle sete-
cientas libras (los ahorros de toda su vida) a un interés fijo, cuando
nadie quería financiar lo que consideraban una alocada aventura.
Un vez decidido, mi padre no perdió tiempo. Salió a bordo de su
ballenero llevándonos a Despard y a mí, y navegando por el canal
de Beagle inspeccionó la tierra que nosotros llamábamos Downeast.
Al este de la isla de Gable, sobre aguas relativamente resguardadas,
existe un gmpo de ensenadas. Una de ellas fué elegida provisional.
mente, pero una segunda situada un poco hacia e! Este fué luego con·
siderada más apropiada. Llamamos a la primera Thought Of 1, por
razones obvias; la otra era conocida por los yaganes con el nombre
de Ukatush, cuyo exacto significado nunca supimos, y fué bautizada
Harberton por mi padre, en recuerdo del lugar de nacimiento de mi
madre.
En los alrededores de las costas de este puerto existían muchos
lugares que habían sido ocupados anteriormente por poblaciones yaga-
nes, y uno de ellos fué elegido para nuestro futuro hogar. Su nombre
yagán era Tuwujlumbiwaia (e! puerto de la Garza Negra).
A pedido de mi padre, Jaime Cushinjiz, que había nacido en los
alrededores de Downeast, se hizo cargo de esta nueva empresa. Se
le dejaron provisiones y suficiente autoridad para emplear a seis de
sus compañeros; debían levantar un cerco para la hacienda y otro
mayor alrededor de! istmo para evitar que los animales escaparan
fuera de la península y se internaran en los extendidos bosques del
fondo. Este indio recibió también instrucciones para construir chozas
para él y sus ayudantes y cultivar más tierra. Mi padre compró ocho
vacas y un toro a unos aborígenes.
Ello de julio de 1886 escribe en su diario:

"Salgo de Ushuaia en el Al/en Gardil1er para Punta Arenas. Me propongo


tomar allí pasaje para Buenos Aires y presentar mi solicitud de tierras;
una vez obtenidas, seguiré, Dios mediante, a Inglaterra, donde fletaré un
buque para traer todo lo necesario para mi instalación. Siento mucho dejar
a mi gente. Fuí a despedirme de todos y espero volverlos a ver dentro de
seis meses y vivir entre ellos por muchos años. Me complacieron mucho
sus buenos deseos."

1 Pensada en.
13 8 EL ÚLTIMO CONFfN DE LA TIERRA

Llegó a Buenos Aires el 23 de ese mismo m~s. Durante su estada


en la capital fué huésped del doctor Moreno, director del muse~ de
La Plata, quien lo trató con todo c~riño, y le presentó .muchos amigos
influyentes, incluso a su tío AntonlO Cambaceres, presidente del Con-
greso. También conoció a Rufin~ ~ar~~a, suegro .del d~or ,Moreno,
de quien dice mi padre en su dlano: hablaba bien el lOgles e hizo
cuanto pudo por defender mi causa".
Antonio Cambaceres lo acompañó repetidas veces a la Casa de
Gobierno y le presentó a varios ministros, senadores y diputados,
entre ellos al ex presidente Bartolomé Mitre y al entonces presidente
Julio Argentino Roca.
El general Roca, brillante y progresista hombre de Estado, había
sido soldado y político. En sus días de juventud había capitaneado
más de una expedición punitiva contra los turbulentos indios pampas,
que vivían en las inconmensurables planicies situadas entre los Andes
y el Atlántico. Más que cualquiera de sus contemporáneos se había
distinguido en la campaña de reducir al orden a esas fieras tribus.
Era, pues, capaz de apreciar el valor de este humilde soldado que
había actuado en el territorio de un pueblo igualmente salvaje, gene-
ralmente solo y siempre desarmado y sin más sostén que una fe inque-
brantable en su divina misión.
El presidente Roca recibió con gran simpatía a mi padre. Ambos
tenían rasgos comunes: poco más o menos de la misma estatura,
delgados y nerviosos, de mirada ardiente y ansiosa y cara pequeña, do-
minada por una frente alta y ancha. Ambos usaban barba y bigote
cuidadosamente recortados. Ahí terminaba el parecido. Roca era com-
pletamente calvo, rubio y de ojos claros de un azul grisáceo; en cam-
bio mi padre tenía una espesa cabellera negra como el azabache, en-
tonces veteada de blanco y sus ojos eran castaños muy oscuros.
El presidente hablaba bastante inglés. Por supuesto, estaba enterado
del objeto de la visita, pero hizo muchas preguntas a mi padre res-
pecto a esa región del Sur, tan poco conocida, y a sus habitantes, y,
finalmente, considerando a su interlocutor no como a un mero solici-
tante, sino como un valor ya acreditado, le preguntó:
-¿Cómo podría mi gobierno recompensar, de algún modo, la vida
de sacrificio que usted ha llevado y la humanitaria tarea que ha reali-
zado?
-Dándome una parcela de tierra -respondió mi padre- donde
pueda establecerme y crear un hogar para mis hijos nacidos en
este país.
Trajeron un mapa y se marcó el terreno solicitado por mi padre,
USHUAIA

con una extensión de ocho leguas cuadradas, poco más o menos vein·
te mil hectáreas, valuadas en esa época en cincuenta libras esterlinas
por legua cuadrada. Roca creyó que con el consentimiento del minis-
tro del Interior y del ministro de Tierras y Colonias podría otorgar
directamente el terreno sin llevar el asunto al Congreso, y por con-
siguiente aseguró a mi padre que esa tierra sería tan suya como la
chaqueta que llevaba puesta.
Resultó que el presidente, aun respaldado por sus ministros, no
podía hacer donación de tierras, así que el asunto tuvo que someterse
al Congreso. Allí, apoyado por los buenos y eficientes amigos de mi
padre, pasó por ambas Cámaras en tres horas, con muy poca oposición.
Aún había mucho que hacer antes de que la escritura pudiera ser
extendida. Hubo que localizar el terreno, medirlo, y trazar de él un
plano exacto. Resultó una enorme tarea, que ocupó durante mucho
tiempo al agrimensor del Gobierno, por el difícil acceso a la tierra y
sus innumerables bahías y ensenadas pantanosas e islotes irregulares.
El presidente Roca prometió a mi padre firmar las escrituras preli-
minares en cuanto estuvieran listas; y así fué cómo, el ¡Q de octubre,
dos meses después de su llegada a Buenos Aires, mi padre, en la
creencia de que el asunto estaba bien encaminado, se embarcó rumbo
a Inglaterra a fin de comprar materiales y provisiones para nuestro
nuevo hogar.

Doce años después, Roca fué reelegido presidente, y durante un


viaje al límite sur de sus dominios nos hizo a nosotros y a la memo-
ria de nuestro padre, que había muerto poco tiempo antes, el honor
de visitar a Harberton.
El séquito del presidente se componía de casi cincuenta personas.
Mi madre recibió a todos en su casa, y les sirvió té y frutillas con
crema a la \Jsanza del condado de Devon. El presidente habló de
mi padre en los términos más elogiosos, y nos dijo que recordando
su promesa había insistido para que el decreto que garantizaba la
tierra a mi padre le fuese sometido a su firma; había aparecido sobre
su escritorio el último día de su gobierno y fué, añadió, el último
decreto firmado por él durante su primera presidencia y el que le
había proporcionado mayor satisfacción.
Aproximadamente por la misma época de la visita de Roca a Har-
berton, fueron concedidas a Lawrence, leal y constante amigo de mi
padre, poco menos de ocho mil hectáreas, o sea tres leguas, en Punta
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

Remolino (Shumacush), en el canal de Beagle. Allí se estableció


con su familia aunque permaneció al servicio de la Misión hasta su
muerte, ocurrida a una edad avanzada.
Julio Roca fué un gran jefe de Estado, sabio y bondadoso. Su
mayor hazaña, en mi opinión, la realizó en un litigio de fronteras con
nuestro vecino Chile, hacia el final de su último período como pre-
sidente.
He vivido durante años a ambos lados de esa frontera y la he cru-
zado en cien lugares diferentes, muy lejanos unos de otros, y desde
mi punto de vista de ganadero considero que el terreno disputado
valía menos que una mediana estancia en la provincia de Buenos
Aires. Sin embargo, ensoberbecidos con la "dignidad nacional" y
roncos de damar "nuestros derechos soberanos" sobre desiertos, pan-
tanos, rocas y ventisqueros, estábamos dispuestos los pueblos de Argen-
tina y Chile a saltar uno sobre otro y deshacernos mutuamente. La
guerra parecía inevitable cuando Roca, dejando de lado su orgullo,
concertó una entrevista con el presidente Errázuriz en la pequeña
población chilena de Punta Arenas, en la cual los dos hombres pu-
dieron solucionar la cuestión como todas estas disputas debieran serlo:
i beneficiando a sus pueblos con muchas décadas de paz y amistad, en
lugar de quién sabe cuántas contiendas y amarguras!
En la ciudad de Buenos Aires, sobre un pedestal de mármol gris,
se levanta una gran estatua de bronce del presidente Roca. Está con
su uniforme de general, montado en un vigoroso corcel, pero, aunque
imponente, parece cansado; también su caballo, en lugar de corcovear
en alguna postura imposible, parece marchar tranquilamente, y si
bien su arqueado pescuezo y las tirantes riendas indican que tiene
aún fuerza y ardor para proseguir, algo en su actitud denuncia que
el animal ha soportado un largo día de trabajo.
Corrobora la sencillez de este monumento el hecho de no ostentar
inscripciones elogiosas en dorados caracteres; sólo están grabadas en
el mármol desnudo las cuatro letras: ROCA.

Mi. padre adquirió en Inglaterra todo lo que nosotros podíamos


necesitar por mucho tiempo. Hizo construir las armazones para una
gran casa de madera en la carpintería de mi abuelo, en el condado
de I?evon. lo más necesario era un buen barco, y su elección fué
motivo de angustia y preocupación. Después de muchas dificultades
USHUAIA

consigUlo fletar el ShepherdeSJ, un bergantín de unas trescientas se-


senta toneladas de carga que le costaba a razón de dos libras ester-
linas y media diarias. Su capitán no era hombre de carácter fácil.
Pertenecía a una secta religiosa muy peculiar y pretendió, después
de haber pasado una desenfrenada juventud, haberse dado cuenta de
lo reprobable de su conducta; con lágrimas de arrepentimiento había
prometido rehabilitarse y en prueba de ello llevaba cosida en la sola-
pa de su chaqueta una CInta blanca y celeste.
Se completó la carga del bergantín con ladrillos, piedra caliza y
un poco de carbón para ser vendido en Harberton a los vapores que
pasaban; así el barco equipado zarpó para Tierra del Fuego. Viajaban
a bordo dos carpinteros del condado de Devon y el señor Eduardo
Aspinall, que debía reemplazar a mi padre en el cargo de superin-
tendente de la Misión; llevaba también como pasajeros un toro del
sur de Devon, cuatro carneros Romney Marsh, una pareja de cerdos
del condado de Devon y dos perros ovejeros.
El capitán, pese a sus principios tan estrictos, se sintió inclinado
a aumentar sus ingresos a expensas de mi padre, y sabiendo que la
paga se calculaba por día y no por milla, procuró prolongar el viaje
lo más posible.

Mi padre había anunciado que volvería a los seis meses, pero pasó
este tiempo y él no regresaba. En Harberton, Jaime Cushinjiz y sus
compañeros habían consumido todas las provisiones y trabajado muy
poco. Esta indolencia era debida en gran parte a los efectos del sa-
rampión que había afectado al benévolo capataz. Cushinjiz se con-
tentó con mantener la hacienda mansa, aumentada con el nacimiento
de algunos terneros.
Mientras tanto, la familia aguardaba ansiosa el regreso. Los seIs
meses se fueron alargando a siete, ocho, nueve, hasta que mi madre,
no pudiendo aguantar más, dejó a mis hermanas Berta y Alicia al
cuidado de Yekadahby y se embarcó en el Allen Gardiner, que ca-
sualmente se hallaba en el puerto, con rumbo a Harberton llevándo-
nos a los tres varones.
Viajamos con la esperanza de encontrar a mi padre en Harberton,
pero no tuvimos esa felicidad. Como el Allen Gardiner no podía
quedar mucho tiempo allí y mi madre no estaba dispuesta a regresar
a Ushuaia, Robbins, el ingeniero de a bordo, nos ayudó en esta
emergencia; valiéndose de unas tablas y unas chapas de cinc que
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

habían quedado al cuidado de Jaime Cushinjiz en un viaje anterior,


nos construyó en dos días una casilla de dos piezas. La llamamos la
"Cabaña de Robbins".
Habíamos planeado ocuparla al día siguiente y vivir allí hasta la
llegada de mi padre, o, idea funesta, hasta que lo diéramos por per-
dido. Pasamos esa noche a bordo del Allen Gardiner.
La mañana siguiente amaneció fría; bajo un cielo despejado, mar
afuera, a tres millas de distancia, divisamos al bergantín, que aparen-
taba ser de gran tamaño bajo sus velas cuadradas. Había tardado
ciento ochenta días en su travesía desde Inglaterra.
Así fué cómo, reunidos después de tantos meses de angustiosa
espera, iniciamos en Harberton nuestra nueva vida.
11
HARBERTON
1887 -1899
#

CAPITULO XIV
NUESTRO NUEVO HOGAR EN HARBERTON. FAENAMOS CERDOS. VELA-
DAS HOGAREÑAS. DIVERSOS ENTRETENIMIENTOS. LLEGAN LIBROS DE
INGLATERRA. PATINANDO EN LOS LAGOS. ENCUENTRO UN PRETEXTO
PARA PATINAR LOS DOMINGOS. EL "SHEPHERDESS" LLEVA POSTES A
LAS MALVINAS. DESPARD ENFERMA DE FIEBRE TIFOIDEA.

H ACE siglos el nivel del mar en Ushuaia debió estar unos seis
metros más alto que hoy. En muchos lugares de formación
arcillosa hay colinas de suave declive que terminan bruscamente en
bancos muy escarpados. Al pie de estos bancos la tierra, general-
mente rocallosa, baja en declive más suave hasta el mar. No hay
duda de que las innumerables penínsulas que ahora forman parte de
la tierra fueguina eran, en otros tiempos, islas separadas. Existe en
Ushuaia un istmo de medio kilómetro de extensión que los indios
llaman Yaiyutlshaga. Está cubierto de vegetación y se alzó sobre el
nivel del agua quizás por miles de años; sin embargo, ashaga quiere
decir en yagán canal y no promontorio. Este hecho no sólo confirma
que el nivel del mar bajó durante el transcurso de los siglos, sino
que indica, además, que los aborígenes habitaban ya esta tierra antes
de que se produjera ese cambio geológico.
Una de estas penínsulas fué el sitio elegido para nuestra finca y
cerca de la playa, sobre una de las mencionadas colinas instalamos
nuestro nuevo establecimiento. Detrás se levantaba un banco escar-
pado de unos cuatro metros y medio de altura, cuya colina estaba
coronada por un espeso monte de árboles de hoja perenne y especies,
de ocho hectáreas poco más o menos de extensión. Las expuestas
colinas de los alrededores estaban cubiertas de hierba, pequeñas hayas
antárticas 1 y arbustos espinosos con cuyas frutas hacíamos deliciosos
budines.
Las ensenadas estaban cubiertas de bosques y sus playas eran in-
transitables para los caballos y de difícil acceso para el hombre de
a pie, por los muchos árboles caídos y sumergidos en el barro, blando

1 NOlhofaguJ pumi/io. Este árbol rara vez alcanza más de 13m.50 de altura ni
de 2m.50 de circunferencia. Crece como un arbusto en tierra seca o pantanosa y
queda sin hojas durante siete meses al año.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

como crema y profundísimo. Los árboles llegaban hasta el borde


mismo del agua, lo que nos evitaba la .pesada tarea d~l ar~astre. ~s
troncos que utilizábamos como combustIble y para carpmtena podIan,
durante la marea alta, ser cargados directamente al barco o, armados
como balsas, remolcados hasta nuestra finca. La tala cumplía una
doble finalidad: abastecer al campamento y abrir camino a través
del bosque.
Durante todo ese invierno, que fué muy riguroso, el Shepherdess
quedó fondeado en el puerto entretanto se trab~jaba, en l~ descarga.
Como no había muelles ni desembarcaderos, nI gulas, nI barcazas,
todo debía ser transportado en botes o arrastrado por la playa pedre-
gosa. La tierra estaba helada y dura como roca y se corría el riesgo
de que en una sola noche quedara sepultado bajo medio metro de
nieve. Los marinos del Shepherdeys consideraron terminadas sus obli-
gaciones una vez desembarcada la carga. Los dos carpinteros del
condado de Devon, que quedaron cierto tiempo en Harberton, eran
excelentes personas, pero poco prácticos como estibadores y sin gusto
por ese oficio; los yaganes en cambio, demostraban buena voluntad,
pero eran indolentes para un trabajo fijo; pertenecían a una raza en
decadencia y parecían estar compenetrados de ello. Sin duda, se es-
forzaban cuanto podían. El romántico gaucho Serafín Aguirre, que
nos había acompañado desde Ushuaia, era muy eficiente en materia
de caballos y demás ganado, pero detestaba el trabajo como obliga-
ción, era demasiado orgulloso. Quedaban, pues, mi padre, un hombre
ya muy enfermo, y sus hijos, que aunque jóvenes éramos muy vi-
gorosos.
Era imprescindible poner bajo techo el material perecedero descar-
gado del Shepherdess; fué, pues, necesario emplear gran parte de la
madera procedente de la carpintería de mi abuelo en el condado de
Devon y que estaba destinada al armazón de nuestra casa. Con gran
pesar de mi padre, la nueva finca no pudo ser construída enteramente
con ese material y debió completarse con madera del lugar. Vivimos
en la cabaña de Robbins hasta la primavera, época en que pudimos
habitar tres dormitorios de la nueva casa. Pasó más de un año antes
de que se terminara la construcción.
. Nuestro puerto, dada su orientación, estaba bien protegido por las
tierras que se levantaban detrás de él hacia el noreste; la nueva casa
recibía el sol en verano hasta bien entrada la tarde, cuando las pesa-
das sombras de la colina protectora del fondo invadían el lugar.
La luz crepuscular lucía sus últimos destellos en las colinas y en los
bosques de los alrededores del puerto. Era la hora en que mis padres,
HARBERTON

cogidos de brazo, daban su paseo vespertino hasta que caía la noche


y el aire se tornaba frío; luego, al reflejarse las colinas en las oscuras
aguas tranquilas, el paisaje adquiría un plácido encanto, tan especial,
que no encuentro palabras para describirlo.
Fué en abril de 1887 cuando nos mudamos de Ushuaia a Harber-
ton. Mis padres tenían ambos cuarenta y cuatro años de edad. Des-
pard tenía catorce, yo doce, Will diez, Berta ocho y Alicia, la menor,
cinco. Yekadahby, naturalmente, vino con nosotros a Harberton. Agui-
rre se trajo una rolliza mujer yagana con quien había condescendido
en casarse. No hay duda que fué por favorecerla a ella que mi padre
dió trabajo a Aguirre, y nosotros los muchachos estábamos encantados
de tener otra vez a nuestro héroe cerca.
De Ushuaia vinieron también algunas familias yaganes, muy con-
tentas de poder establecerse en un lugar donde seguirían gozando de
la protección de un amigo como mi padre. Variaban en número pero
a veces eran más de sesenta. A todos los que deseaban trabajar se les
daba ocupación a cambio de pan, café, azúcar y ropa. A los más
expertos, en especial a los que habían aprendido a manejar la sierra,
se les entregaba un vale para comprar otros productos, a cuyo con-
sumo se habían acostumbrado después de vivir en contacto con los
blancos. En la época de Iacasi, cuando un cardumen de sardinetas,
seguido de voraces peces y pingüinos, venía desde el océano, los
yaganes volvían a su vida primitiva. Quedaban todo el día afuera
en sus canoas arponeando pingüinos y sólo uno o dos de ellos seguían
trabajando en el establecimiento. Pero en época en que escaseaba la
comida contábamos con más de veinte ayudantes; unos trabajaban en
la tierra que estábamos obligados a cultivar para atender las necesida-
des de esta numerosa familia, otros aserraban tablas y tirantes para
construcción. Algunos habían aprendido en Ushuaia a usar la sierra
abrazadera, y pronto enseñaron a otros, de manera que poco tardamos
en tener tres sierras en marcha en Harberton.
A los cerdos del condado de Devon -entre ellos había una hem-
bra blanca- se los juntó con dos hembras negras: Mayorca y Mi-
norca, de Ushuaia. En las primeras tres pariciones: Mayorca tuvo die-
ciocho, Minorca catorce, y la cerda blanca de Devon se contentó con
una modesta familia de ocho. Estos animales se bastaban a sí mismos
durante el verano, pero en invierno había que alimentarlos. De-
bíamos arrancar arbustos y cultivar nabos para satisfacer su apetito.
Con el correr del tiempo los cuatro primitivos aumentaron a más de
ciento, que no tardaron en volverse salvajes y devoraron gran parte
de nuestros cultivos. Esto no disgustó a mi padre, pues le permitió
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

emplear a todos los yaganes, aun a los .menos in,c1inados a~ trabajo;


pero parte de la tarea del cultivo de la ,herra recala. sobr~ ,mis herma-
nos y sobre mí, y nosotros no comparhamos la satlsfacclon de nues-
tro padre. Preferíamos mil veces cazar guanacos y pájaros o pescar
con redes que cultivar verduras y cocinarlas para los cerdos. Fué,
pues, un alivio para nosotros y motivo de alegría la nueva decisión
de nuestro padre, de reducir la piara. La faena fué una tarea muy
divertida. Pronto hubo gran abundancia de jamones ahumados y
salados no sólo en el establecimiento, sino también en las chozas de
los yaganes.
Los carneros Romney Marsh que mi padre había traído en el
Shepherdess eran animales grandes, pero de lana gruesa y ordinaria,
y como la lana y no la carne era el principal producto para el mer-
cado, no resultaron una buena inversión; mi padre tenía la intención
de conseguir más ovejas de las Malvinas. El toro colorado de cuernos
cortos de la cría del sur de Devon era sumamente manso y pronto
alcanzó un tamaño enorme. Nuestro rebaño aumentaba, y los guam-
pudos toros criollos rodeaban al extranjero, mugiendo con odio, pero
prontos a retroceder humildemente apenas aquél ofreciera combate.
Sus descendientes mestizos, especialmente las vacas todas buenas le-
cheras, resultaron una excelente raza que hoy todavía existe en esas
regiones.

En Harberton hacíamos casi la misma vida que en Ushuaia, aun-


que nuestra labor diaria era mucho más pesada. Durante las veladas
comentábamos los trabajos de la jornada y los que preparábamos para
el día siguiente. Solíamos jugar al dominó y al snap, un juego de
cartas muy entretenido, en el que todos participábamos. Despard
j~gaba a las damas o al ajedrez con mi padre. Mi pasatiempo favo-
nto eran los problemas matemáticos, a los que me dedicaba, no con
el ánimo de mejorar mi inteligencia, sino para mi propio deleite.
Estos entretenimientos y otros similares se sucedían en la sala; tam-
bién pasábamos parte del tiempo en la cocina ocupados en otros
quehaceres: limpiar y aceitar las escopetas, hacer riendas para los
<;aballos, trenzar tientos, confeccionar botones y mocasines, calzado
este de tan poca duración que no servía más de una semana.
Mis ?adre~ p~seían. una colección de libros bastante importante.
Un amIgo ~len u:tenClonado legó en su testamento a mi padre la
suma de velOte lIbras para ser invertida en literatura destinada a
HARBERTON 149
alegrar nuestras largas noches de invierno. La persona encargada de
comprar los libros adecuados tenía ideas raras respecto a nuestras
necesidades. El cajón llegó a su debido tiempo, y al abrirlo descu-
brimos, ¡ay!, que contenía el Reposo de los santos de Baxter, la
Concordancia de Cruden y otros oscuros volúmenes igualmente edi-
ficantes y aburridos. Afortunadamente, nuestra biblioteca contaba con
libros amenos. Teníamos la colección anual encuadernada de The
Leisure Hour 1 y Stmday at Home 2, muchos de cuyos cuentos leíamos
en alta voz. Mi padre, de carácter fuerte y resuelto hasta la obsti-
nación, se enternecía sin embargo con los cuentos emotivos; su voz
se tornaba ronca y debía interrumpir su lectura. En cambio, mi madre
podía seguir leyendo, serena aún, los más emocionantes episodios.
De tiempo en tiempo, los niños recibíamos de nuestros buenos
amigos de Inglaterra The boyr Own Paper 3 y Ch1tms 4. Los relatos
que preferíamos eran aquellos en que niños de nuestra misma edad
clavaban sus puñales en los cuerpos de los malvados piratas o per-
seguidos por pieles rojas sedientos de sangre recorrían a galope in-
creíbles distancias en caballos incansables. Mi padre desdeñaba estos
relatos maravillosos, así que no los leíamos en voz alta, porque nos
daba pena que se desperdiciara tan buena literatura en oídos incrédulos.
Al finalizar la velada, nuestro padre nos leía un capítulo de la
Biblia, que a veces comentaba. Luego recitaba una corta oración, ge-
neralmente de acción de gracias, después de la cual nos íbamos a
dormir.

Nuestro deporte de invierno preferido era el patinaje. Cerca de


Harberton había varios lagos, y cuando el viento barría la nieve que
los cubría podíamos darnos el gusto de patinar. No tenía yo espe-
cial habilidad para saltar o correr, pero podía realmente patinar de
prisa; nunca me enfrenté allí o en otros sitios con nadie capaz de ga-
narme. Mientras los demás giraban con elegancia, yo me deslizaba
lo más rápidamente que podía; la velocidad era mi pasión. Mis pa-
tines favoritos tenían correderas largas y estrechas, con un gancho en-
corvado hacia arriba en la punta. Un capitán de Terranova que patinó
con nosotros en una ocasión y parecía entender mucho de este deporte,
me aconsejó que fuera a alguna parte a disputar un campeonato de

1 Las Horas de Ocio. 2 Los Domingos en Ca a.


3 El diario de los niños. 4 Compañeros.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

velocidad. Años después alguien encontró un Almanaque Whitaker,


donde estaban consignados los fecords de patinaje y me empeñé en
igualar el tiempo del campeón mundial de la milla. Si el reloj de
carreras que teníamos entonces merece crédito, resulta que no hubo
diferencia entre nosotros dos.
Cuando éramos muchacIlos en Harberton, nos gustaba jugar a la
mancha y a "vigilantes y ladrones"; señalábamos un límite en el
lago más extenso, que no debíamos traspasar; en estos juegos yo
siempre sacaba ventaja. Patinábamos a menudo por la noche, y nunca
olvidaré la belleza de la luz lunar reflejada en el lago, en medio de
la inmensa selva silenciosa.
A mi madre no le agradaba que patináramos los domingos, pero
yo encontré el medio de superar esa dificultad. En esa época abun-
daban los zorros y para atraparlos no utilizábamos trampas con resor-
tes, porque, además de ser costosas, eran consideradas crueles. Usá-
bamos una caja, que armábamos en casa, llamada "Iglesia Maltesa".
Para empezar, yo colocaba las trampas en el confín de uno de los
lagos y todos los días durante una semana me iba patinando a buscar
los zorros que se hubiesen capturado. Cuando llegaban los domingos
yo me mostraba afligido por el infortunado animal que podía haber
caído en la trampa durante la noche; mi madre estaba conforme en
que fuera a revisar las trampas; yo le explicaba entonces que haría
el camino mucho más rápidamente y con menos esfuerzo, en patines,
como lo hacía durante la semana; así fué cómo empezamos a patinar
los domingos.

4
Cada día de invierno que el Shephefdess quedase anclado en el
puerto de Harberton nos costaba quince chelines. Al llegar la prima-
vera, mi padre, viendo la oportunidad de ganar dinero, que tanta
falta nos hacía, y de procurar al mismo tiempo una ocupación remu-
neradora a sus queridos yaganes, decidió utilizar el barco para llevar
una carga de postes a las islas Malvinas, donde no existían bosques
naturales y en consecuencia se pagaban a buen precio.
. ~n esa ?portunidad volvió a sentir mi padre la oposición del ca-
pItan. SabIendo que se seguía pagando invariablemente a la embar-
c~~ión d~s libras y medias diarias, éste continuó su política de dila-
Cton ~egandose a zarpar de Harberton hacia ningún puerto que no
estuvIese marcado en el mapa del Almirantazgo. Esto significaba que
el Shephefdess no podía ser utilizado para cargar madera apropiada
HARBERTON

para postes desde distintos puntos a lo largo de la costa. Mi padre


explicó al capitán que podía explorar antes en un bote los lugares
donde había de llevar el bergantín, pero e! hombre se negó rotunda-
mente. El resultado fué que en lugar de zarpar rumbo a las Malvinas
con una carga completa de unos treinta mil postes, e! Shepherdess
partió con menos de cuatro mil en su bodega.
Poco antes de ese viaje, Despard había ido hacia e! Este con la
esperanza de cazar un guanaco. Al hallar un lago de agua límpida, se
detuvo a beber unos tragos, pero observó que e! agua tenía mal gusto.
Llegó de vuelta a casa el día de la partida del Shepherdess, con sín-
tomas de indisposición y fué derecho a la cama. Al principio supu-
simos que se había resfriado, pero empeoró rápidamente. Mi madre,
muy afligida, decidió solicitar ayuda médica a Ushuaia. Envió a
Jaime Cushinjiz con una carta urgente para el señor Aspinall, e!
nuevo intendente de la Misión.
Jaime, con unos cuantos compañeros yaganes, zarpó en el Berta,
un buen barco que mi padre había comprado en Inglaterra, pero ese
día el mar estaba demasiado embravecido como para que un bote
abierto intentara remontar el canal.
El tiempo siguió tormentoso y pasaron varios días antes de que e!
Be1'ta volviera a Harberton. Agotada por la ansiedad, mi madre reci-
bió a Jaime, quien le dijo tristemente:
-Demasiado viento, muy fuerte, señora. Todo el día, toda la noche
nosotros no venir a Ushuaia.
-¡Oh Jaime! -dijo mi madre-o ¿Cómo ha podido venir a de-
cirme eso?
Se iluminó el semblante del indio y contestó:
-Vapor muy cerca señora, venir ahora.
y así fué. Mientras hablaba apareció el Comodoro Py contornean-
do la punta, a la entrada del puerto.
La primera observación de Jaime había sido exacta, y con ella desea-
ba no sólo excusarse por haber tardado tanto, sino también impresio-
narla con los heroicos esfuerzos que habían realizado él y sus com-
pañeros. El mal tiempo les había impedido acercarse a más de diez
millas de distancia de Ushuaia. Desembarcaron en la Punta de Jones
e hicieron tres señales de humo, que fueron vistas desde Ushuaia. El
Comodoro Py fué enviado para averiguar y llevó de vuelta la carta
de mi madre al señor Aspinall. Luego este barco zarpó para Harber-
ton llevando a bordo al médico de! Gobierno. Jaime Cushinjiz en-
cabezó la marcha con el bote y gracias al fuerte viento conservó la
delantera hasta llegar a casa.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

En estos lugares apartados, cuando al fin llega el médico, el pa-


ciente ya ha muerto o se ha restablecido, y Despard no estaba muerto.
El doctor diagnosticó fiebre tifoidea, motivada por el agua del lago;
tenía razón. En el invierno anterior un enorme pescado muerto, pro-
bablemente un tiburón, fué arrastrado hasta la playa al Este de La-
nushwaia (Puerto Pájaro Carpintero). Un grupo de indios aush se
dió con él un gran banquete, con el resultado de que muchos de ellos
y algunos de sus perros murieron. Durante uno de los viajes que
efectuaba el Comodoro Py para suministrar ayuda, se comprobó que
los sobrevivientes habían arrojado los cadáveres al lago, debido a que
el suelo estaba demasiado endurecido como para cavar fosas.
No es de extrañar, entonces, que Despard contrajera la enfermedad.
,
CAPITULO XV
MI PADRE COMPRA GANADO VACUNO EN LAS MALVINAS. EL GOBER-
NADOR PAZ NOS VENDE CABALLOS. LA PROEZA DE COSMOS ESPIRO
Y JUAN FARIÑA. UN VIAJE TORMENTOSO A BORDO DEL "BERTA".
MI PADRE COMPRA MÁS OVEJAS. LAS DESEMBARCA EN LA ISLA DE
GABLE. ZORROS FUEGUINOS. DESPARD y YO CONSTRUIMOS UN BOTE.

C UANDO el Shepherdess arribó a las Malvinas, el capitán, ya


seguro al parecer de su salvación eterna, comenzó a divertirse
como suelen hacerlo los marinos, y a causa de ello se retrasó la salida.
No obstante, los cuatro mil postes fueron vendidos a buen precio, y
si se hubiese podido cargar la embarcación hasta el tope, mi padre
hubiera hecho pingües ganancias en ese viaje.
Había sido su intención traer ovejas en su viaje de vuelta a Har-
berton, pero tuvo inconvenientes pa'ra obtenerlas. Padece el ganado
lanar una enfermedad llamada escabro, motivada por un parásito
apenas visible para el ojo humano. Cuando se propaJ!a en un rebaño.
es sumamente difícil exterminarlo. Al llegar mi padre a las Malvi·
nas se enteró de la existencia de esa plaga y no quiso correr ni el
menor ries~o de importarla a una tierra donde aún no se conocía, no
obstante el excelente precio de cuatro chelines por oveja que le ca·
tizaban.
En las dos únicas islas en que estaba seguro de que no había sarna,
el precio oscilaba entre dieciocho chelines y una libra por cada hembra
y cinco libras por cada macho. Aun así mi padre sólo pudo conseguir
entre trescientos y cuatrocientos de esos animales. Uno de los criado·
res, a fin de dejar más lugar para las ovejas, estaba matando el ga·
nado vacuno, que se le había vuelto bagual tiempo atrás. Mi padre
adquirió unos setenta de esos animales, al precio de una libra y media
cada uno, entregados en el agua, al lado del barco.
El Shepherdess zarpó para Harberton llevando a bordo el ganado
lanar y vacuno. Las previsiones de mi padre dieron sus frut<ls. La
cl'ianza de ovejas en Harberton comenzó con animales absolutamente
sanos. Durante más de cincuenta años no hubo necesidad de bañar las
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
154
ovejas allí, y gracias al mar y a las montañas que las aislaban, nunca
fueron contaminadas por rebaños vecinos.
Las ovejas fueron desembarcadas del Shephe1"dess en las islas meno-
res del canal. La mitad del rebaño desembarcó en Walanika (la isla
de los Conejos) sita bien adentro del Canal y desde donde no podían
escapar los animales. La otra mitad siguió hasta Harberton, donde
fué desembarcada. Un cerco levantado alrededor del istmo unía la
península con la tierra principal y formaba un seguro corral para los
animales. El ganado, debilitado por las penurias del viaje, no tardó
en tierra firme en tornarse fuerte y hasta peligroso.
El cuidado de estos animales hacía necesario tener caballos: el ga-
nado bravío no respeta a los hombres de a pie. El único caballo que
poseíamos era aquel zaino de perfil romano que el gobernador Paz
regaló a mi padre. En otras épocas ese animal había pertenecido a los
lOdios tehuelches de la Patagonia, quienes, por su gran velocidad, lo
usaban para cazar guanacos; apenas sentía un jinete sobre el lomo,
partía como una flecha.
Mi padre compró al gobernador Paz diez animales más; cuatro de
silla, dos yeguas y los restantes potrillas. Po~teriormente se agrega-
ron otros siete como consecuencia de la extraordinaria conducta de
dos hombres muy guapos.
Un día tuvimos la gran sorpresa de ver un jinete solitario que
cabalgaba por la orilla norte del puerto de Harberton, proveniente
del Este. Era esto tan inesperado, que nuestra sorpresa no hubiera
sido mayor si el jinete y su caballo hubieran llegado nadando por el
océano. Cruzamos el puerto en un bote para salir al encuentro de este
hombre alto y delgado. Se presentó como Cosmos Erasmus Espiro, de
nacionalidad griega. Poco después se le unió su compañero, llamado
Juan Fariña, que llegó con cinco caballos y una yegua.
Espiro y Fariña, este últ>imo chileno o quizás uruguayo, habían ca-
balgado por la costa noroeste de la Tierra del Fuego, y cruzando
más hacia el Este, donde las montañas son menos elevadas, habían
llegado, cortando camino, hasta Harberton. Este viaje, que había du-
rado tres meses, tenía por objeto la busca de oro. Nos dijeron que
habían tenido que hacer fuego sobre los indios onas a primera vista,
pues habría sido peligroso dejarles aproximarse demasiado.
Las tierras que habían atravesado son menos boscosas y sus mon-
tañas menos abruptas que las del Oeste, pero hay leguas y leguas de
terrenos fangosos donde sólo se puede avanzar con los caballos si-
guiendo ~os arroyos que zigzaguean entre el lodo. Por lo general estos
arroyos tienen lechos de piedra, pero sus altas riberas de turba, cu-
HARBERTON 155
biertas de espesos arbustos impiden e! cruce a caballo en muchos sitios.
Estos dos hombres habían hecho un viaje extraordinario, y fueron
los primeros y únicos seres humanos que trajeron caballos por esa
ruta. Con gusto los vendieron a mi padre y volvieron a la vida civi-
lizada que ofrecía Ushuaia.

En una ocaslOn el Atlen Gal'diner llegó a Harberton con la ur-


gente necesidad de conseguir carne, y mi padre le facilitó veinte car-
neros capones, con la condición de que cuando volviera de la isla de
Keppel, donde no había escabro, le trajera el mismo número de
hembras panzonas. Cuando la embarcación volvió a anclar en el
puerto y nos avisaron que tenían a bordo las ovejas que nos debían,
era tanta nuestra inquietud ante el peligro de propagar la plaga a
estas tierras, que mi padre decidió desembarcar a esos animales en
una isla apartada y mantenerlos ahí en cuarentena durante un año.
Esa misma tarde, aunque e! tiempo no ofrecía perspectivas nada
halagadoras, hicimos subir las veinte recién llegadas a bordo de nuestro
mejor bote, el Berta, y partimos rumbo a Yekhamuka, una isla ade-
cuada en el canal interior del Gable, a unas ocho millas de Harberton.
Los tripulantes éramos: Despard, un par de yaganes, un joven ma-
rinero del Allen Gardiner, que estaba encantado con la idea del viaje,
y yo.
Avanzamos luchando contra el viento noroeste, que soplaba siem-
pre más fuerte, y desembarcamos las ovejas al atardecer. Mientras mi
padre se cercioraba de que había agua en una pequeña hondonada,
nos apresuramos a colocar piedras chatas como lastre en el fondo de!
bote y arrizamos la vela mayor, pues veíamos pasar grandes cúmulos
por encima de las montañas del norte, y sabíamos que el viento iba a
aumentar su violencia.
Mi padre volvió, y tomando el timón nos dijo que soltáramos
amarras y que izáramos las velas. Luego, disgustado al ver que había-
mos tomado un rizo sin su orden, nos hizo soltarlo inmediatamente,
de modo que con el viento a nuestra cuarta avanzábamos a toda vela,
a gran velocidad, en dirección a casa. A mitad de nuestro camino, la
barra de la boca del río Lasifharshaj nos obligó a mantenernos a
buena distancia de la costa. Ya era de noche, pero mi hermano y yo
vimos una línea blanca que se aproximaba rápidamente de barlo-
vento, y ya teníamos los rizos en la mano, listos para soltar. Mi padre
aguardó obstinadamente hasta el último momento para decidir que
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

tomáramos un rizo e inmediatamente después ordenó dos rizos. Luego,


casi en el mismo instante, cuando ya estábamos cubiertos de espuma,
mandó: "Abajo la mayor". Yo creo que obedecimos la orden antes
de que fuera dada, pero era tal la fuerza del viento que sin tiempo
para estibar la mayor, se nos ordenó bajar también el foqu~. Con sólo
un rinconcito de éste a la vista, volamos por el agua y pudimos alcan-
zar el refugio de la isla de Walanika, donde se podía amarrar el bote
sin peligro. Estábamos empapados, pero, por suerte, uno de nosotros
tenía fósforos. Con hierba y unos maderos hicimos fuego, aunque el
viento haóa volar la mayor parte de las brasas y nos privaba del
calor. Asamos lo mejor que pudimos un ganso silvestre que habíamos
llevado. No había árboles en la isla y no teníamos mantas, de mane-
ra que después de comer el ave, a medio cocinar, nos recostamos
junto al fuego tales como estábamos e intentamos dormir un rato. A
la mañana siguiente amainó el temporal y volvimos a Harberton,
cuyos habitantes tuvieron la alegría de vernos regresar sanos y salvos;
el viento, que sopló con fuerza durante la noche, había estropeado
parte de la casa, que estaba aún sin terminar, arrancado el techo de
nuestra leñera y tumbado uno de los botes, que estaba dado vuelta
cerca de la playa.

3
Cuando el Shepherdess retornó a Inglaterra, la situación financiera
de mi padre era muy mala. Había abundante provisión de alimentos,
ropas, materiales de construcción y herramientas, además del carbón
que había comprado en Inglaterra con la esperanza de venderlo a las
embarcaciones que pasaran frente a nuestro puerto. También figu-
raban en el activo algunas ovejas, vacunos y caballos. Pero el pasivo
era gravoso. Los abastecimientos no durarían eternamente y nuestras
pérdidas en ganado vacuno y lanar habían sido considerables durante
e~e riguroso invierno. El precio de la lana en el mercado más pró-
xuno, Londres, era poco más o menos de cuatro peniques la libra,
r el mercado local, para la carne, era libre e incierto; nuestras reser-
vas disminuían en forma alarmante.
Pero mi padre no era hombre de amilanarse fácilmente. Se había
propuesto que la empresa de Harberton tuviera éxito; para conseguir-
lo había vencido muchas dificultades y estaba dispuesto a afrontar
otr~: Con un remanente muy importante de las fortunas del capitán
Will1s y de la suya propia fletó una goleta llamada llipling lIVave.
Esta embarcación ya había transportado ovejas desde las Malvinas
HARBERTON

hasta el estrecho de Magallanes y Río Gallegos, en la Argentina;


fué perfectamente desinfectada y en ella se trajeron desde las islas
Malvinas mil quinientas ovejas libres de escabro, que fueron desem-
barcadas en Gable, que era la más grande de nuestras islas, pues tiene
casi diez kilómetros de largo y en algunas partes casi cinco de ancho.
A todo lo largo de su costa oeste los peñascos se levantan a una altura
de más de noventa metros semejando una sucesión de gigantescas casas
de tejados puntiagudos, de ahí el nombre de las isla. l En esa época
había en ella bastantes zorros y mi padre estaba muy inquieto por la
seguridad de nuestras ovejas, pues esta manada era la primera que
íbamos a desembarcar allí. Sin embargo, al surgir las mil quinientas
ruidosas forasteras parece que los zorros sintieron miedo, y aterrados
nadaron hacia el continente. Ninguno volvió a aparecer en la isla de
Gable durante doce años.
El tamaño de los zorros fueguinos es aproximadamente cuatro veces
mayor que el de sus hermanos de la Patagonia, los cuales a su vez
son algo menores que el zorro inglés. Sin embargo, la raza mayor se
encuentra mucho más al Norte, en la cordillera de los Andes. Cuando
los grandes zorros fueguinos eventualmente regresaron a la isla de
Gable y descubrieron lo inofensivas que eran esas bulliciosas invaso-
ras de la isla principal, comenzaron a hacer estragos en la manada;
con swna facilidad degollaban a la oveja más robusta. Mi padre
mató una vez en esa isla una zorra que llevaba en la boca un nido
de pajaritos vivos, posiblemente para que sus cachorros se entretuvie-
ran matándolos.
Hicimos cuanto pudimos para exterminar los zorros. En cierta ocasión
mandamos a Londres más de trescientas pieles de zorro seleccionadas,
y allí fueron clasificadas como cuero de lobo y vendidas en remate
al precio de dos o dos chelines y medio cada una. Evidentemente
alguien hizo un buen negocio.

4
Los trabajos de carpintería habían sido siempre la diversión fa-
vorita de Despard. De haber seguido su inclinación se hubiera pasa-
do todo el día en su banco de carpintero, como si de ello hubiese
dependido su subsistencia. Había construído un sinnúmero. de ~tes
de juguete; ahora aspiraba a construir un verdadero bote tlOgladillo

1 Gable: cabal1ete, remate en forma triangular.


15 8 EL ÓL TIMO CONFiN DE LA TIERRA

con remates de cobre. Cuando pidió permiso a mi padre para hacer-


lo, éste le contestó:
-Será una pérdida de tiempo, de tablas y de clavos, Despard; para
llevar a cabo tal obra necesitarás por lo menos un año de aprendizaje
bajo la dirección de un experto constructor de barcos.
Además, mi padre necesitaba la ayuda de Despard y no podía pres-
cindir de ella; pero mi hermano, seguro de sí mismo y deseoso de
probar su habilidad, prometió hacer todos los trabajos de costumbre
y estar siempre dispuesto cuando mi padre lo necesitara, y se compro-
metió a aserrar él mismo las tablas sin pedir ayuda a los yaganes y
a pagar los clavos de cobre. Por fin, mi padre cedió.
Despard y yo sabíamos manejar la sierra abrazadera, una herra-
mienta que se usa poco en nuestros días. Se necesitan dos aserradores: .
colocado el tronco sobre unos tablones encima de un pozo, el que
maneja el mango superior de la sierra sirve de guía, mientras que el
ayudante permanece en el pozo y tragará aserrín hasta por los ojos
y las orejas. La sierra corta en el movimiento descendente y hay que
levantarla fuera del corte para iniciar el próximo. El trabajo de sierra
es considerado una tarea pesada aun para hombres adultos; sin em-
bargo, Despard y yo nos dimos maña para aserrar una buena cantidad
de tablas que mi hermano luego cepilló.
El tipo de bote que construimos (el lector habrá notado que insisto
en reclamar mi parte) se asienta sobre dos o tres sólidos marcos. Las
varillas del costillar se encorvan a vapor, luego se colocan junto con
los bancos de los remeros y por último se retiran los marcos.
Muy acertadamente mi padre nos había dejado por último hacer
solos nuestra tarea, y seguía con interés nuestros trabajos. Un día,
después de observarnos en silencio, largo rato, dijo, dirigiéndose a
Despard:
-No te vaya necesitar más, hijito, hasta que termines este bote;
estoy seguro de que va a resultar muy bueno y espero que me lo de-
jarás usar de cuando en cuando.
y efectivamente, resultó bueno nuestro bote. Lo enjarciamos con
un mástil corredizo sobre el palo mayor. Los viejos marinos de los
buques de guerra se acordarán de ese aparejo, que no se ve a menudo
hoy en día. Bautizamos nuestro bote con el nombre Esperanza.
;

CAPITULO XVI
MARÍA VUELVE A TIERRA DEL FUEGO. ENCUENTRO CON SU FUTURO
MARIDO EN LA ISLA DE KEPPEL. CAZAMOS GUANACOS. LEYENDAS
CONTADAS ALREDEDOR DEL FUEGO EN EL CAMPAMENTO. EL HIJO DEL
LOBO MARINO. WASANA SE CONVIERTE EN RATÓN. ESPÍRITUS DE LOS
DIFUNTOS. LA GUARDIA DEL TEMIDO LAKOONA. LA ISLA FLOTANTE.
TERMINA EL DOMINIO DE LAS MUJERES. ESCRIBO PARA LA PRENSA.

N 1888, es decir al año siguiente de nuestro traslado de Ushuaia


E a Harberton, mi hermana María volvió a Tierra del Fuego.
Viajó en compañía de una señora que venía a hacerse cargo del orfa-
nato de Ushuaia. Después de los acostumbrados retrasos y trasbordos,
llegaron a la Misión de la isla de Keppel, donde esperaron al Alten
Gardiner para cumplir la última etapa de su viaje.
En esa época, además del matrimonio Bartlett e hijos y unos cuantos
yaganes, vivía en Keppel un joven misionero escocés llamado Wil-
fred Barbrook Grubb. No era catequista ni clérigo, sino un cristiano,
inveterado aventurero y explorador nato. Era del mismo alto que
María, quien tenía la estatura de mi padre; ni rubio ni moreno, su
boca y su mandíbula le hubieran dado el aspecto de un criminal de
los peores, de no haber sido por la bondadosa y a la vez picaresca
expresión que irradiaba su sonrisa y el alegre brillo de sus ojos.
Los dos jóvenes se vieron constantemente durante más de cinco se-
manas en esa isla casi desierta, hasta que llegó el Alten Gardiner
para llevarse a María y a su acompañanta a Tierra del Fuego.
Despard y yo habíamos dado fin a nuestra "educación" antes que
la familia partiese de Ushuaia, y ahora nos considerábamos, con mucha
razón, trabajadores, pero Will, Berta y Alicia podían aún aprovechar
las enseñanzas que María era capaz de impartirles. Las dos niñas eran
alumnas muy aplicadas, especialmente Alicia, que siempre tuvo afán
por estudiar. Le encantaba leer y se deleitaba con los pasajes descrip-
tivos de escenas salvajes tales como los que se encuentran en la obra
poética de Scott, aunque, a decir verdad, lo que tanto a ella como a
Berta les gustaba más era corretear al aire libre, ayudando a sus her-
manos.
160 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Si esto pasaba con las niñas, era insensato pretender que Will'se
sintiera contento sujeto a una mesa manejando el lápiz o la pluma,
con la esperanza egoísta de beneficiarse en un futuro lejano. Afuera
había caballos para montar, ganado extraviado que buscar, canoas para
remar, pájaros para cazar, peces para pescar, todo de beneficio in-
mediato para la familia. Fácil será deducir que generosamente eligió
esto último; terminó su educación en la mitad del tiempo necesario,
y varonilmente se incorporó al grupo que trabajaba al aire libre.
Todos queríamos y admirábamos a María por el valor con que so-
portaba una vida que debía parecerle terrible después del confort y
la seguridad de Inglaterra. Guardó celosamente su secreto. Ni siquie-
ra nuestra madre pudo adivinarlo hasta el siguiente viaje del Allen
Gardiner, poco más o menos tres meses después de su llegada. Fué
entonces cuando mis padres recibieron una carta de Wilfred Grubb
en la que les rogaba consintieran su noviazgo con María y en caso
afirmativo le entregaran la esquela que para ella incluía en el mismo
sobre. La carta de Wilfred debió parecerles tan correcta y sincera
como su autor, ya que después de conversar con María mis padres le
entregaron la que a ella iba dirigida.
Esto dió lugar a que los novios se escribieran todo lo regularmen-
te que permitía nuestro correo intermitente. En seguida de su como
promiso, Wilfred decidió trabajar entre una tribu de indios aislados
de toda civilización, que vivían en el Alto Chaco paraguayo. En
otras páginas relataré el resto de la heroica aventura de María y
Wilfred.

En Harberton se sucedieron los años. Desde pequeños, nuestro padre


nos había enseñado que nuestro futuro dependía exclusivamente de
nosotros m.ismos, y que debíamos elegir entre cargar con el fardo de
trabajar duro y ser independientes o resignarnos a trabajar a sueldo
el resto de nuestra vida. Nos dió un magnífico ejemplo; aunque
no podía ocultarnos su pésimo estado de salud, estaba siempre alegre
y jamás tuvo lástima de sí mismo. Durante los largos días de veranp
trabajábamos sin tregua de la mañana a la noche, y cuando llegaba
la hora de acostarnos nos sentíamos realmente cansados, aunque !lO
lo admitiésemos ni siquiera en pensamiento. Al llegar el invierno el
trabajo disminuía, porque aunque nos levantábamos y desayunábamos
a la luz de las velas, sólo podíamos trabajar seis o siete horas antes
de que volviese a oscurecer. Además de este relativo descanso, había
Indios onas. Primeros dueños de la tierra. Estos cinco hombres no figuran en
mi relato. La fotografía fllé tomada por Mr. A. A. C.lmeron, con cllya autorización
se reproduce aquí.
Aneki (El zurdo), Koniyolh, lshiaten (Muslos arañados), Kostelen (Cara ano
gosta), hilchan (Voz suave), hermano de Aneki. De Lo! Ol/aL Cortesía del
Director de la Biblioteca del olegio Nacional de Buenos Aires.
HARBERTON 161

otros motivos que nos hacían agradable la llegada de los meses in-
vernales.
Cuando las montañas se tornaban blancas y la nieve descendía
desde las cumbres a los valles, con profundidad cada vez mayor, sa-
bíamos que los guanacos bajarían a sus guaridas de invierno, y esto
quería decir que podríamos darles caza a una distancia razonable de
la playa, desde donde se podía trasportar la carne a casa en bote.
Hasta ya pasada la mitad del invierno los guanacos se conservaban
bastante gordos por lo que esperábamos con ansia esos primeros
meses invernales, durante los cuales su estado era mejor y abundaba
la nieve que amortiguaría nuestros pasos a través de los bosques. Era
esto nuestro deporte predilecto.
La caza de guanacos en los bosques frondosos era un arte. Si el
cazador no andaba con sumo cuidado podía ser visto por esos seres
tímidos y vigilantes siempre alerta, que lo precederían por los bos-
ques con sus gritos semejantes a risas sarcásticas, poniendo de esa
manera en guardia a todos sus congéneres.
Una mañana, después de haber dormido a la intemperie, Despard y
yo salimos temprano a cazar en un terreno escarpado situado a unos
veintidós kilómetros al oeste de Harberton. Pronto descubrimos a un
guanaco sobre un montículo a menos de un kilómetro de distancia.
Lo distinguíamos entre unos árboles quemados y evidentemente debió
vernos y estaba en guardia, pues permaneció tanto tiempo inmóvil
que era imposible creer que su largo cogote no fuera un tronco seco
que apuntaba al cielo entre las demás ramas chamuscadas. Finalmente,
sin mover el cuerpo, volvió la cabeza un instante, tal vez como aviso,
pues poco después otros dos animales se le acercaron. Los tres per-
manecieron alerta un momento y luego desaparecieron. Estábamos
demasiado lejos para poder oír el llamado de alarma, pero en cambio
pudimos ver en lontananza una larga procesión de guanacos que as-
cendía lentamente por la ladera de una montaña.
Actualmente los guanacos no son tan ariscos. Se han acostumbra-
do a las ovejas, caballos y vacas y a los pastores inofensivos, y en
algunos lugares, aun a los automóviles. Pero hace cincuenta años,
cuando los indios y los hombres blancos los cazaban para aprovechar
la carne, eran sumamente tímidos. Siempre que pastaban en un valle
había un centinela que en vez de comer con los demás vigilaba los
alrededores desde alguna prominencia del terreno.
A menudo salíamos en bote con varios yaganes hacia una de las
muchas ensenadas de la isla principal o de las islas de Navarino.
Desembarcábamos antes que anocheciera, nos cobijábamos durante la
EL ÚLTIMO CONFiN DE tA TIERRA

noche bajo las velas de los botes y al día siguiente nos divi~ía~~s
en grupos para ir por los bosques en busca de guanacos. Al pnnClplO
contábamos con anticuadas escopetas para cazar aves y con las balas
que fabricábamos con el plomo que los indios rescataban ~e ~os barcos
naufragados. Cazábamos por lo menos tres guanacos dlanos. Estas
cacerías resultaban doblemente interesantes porque sabíamos que la
carne se necesitaba urgentemente en casa, donde había muchas bocas
que alimentar, además de la familia. A principios del invierno salá-
bamos y ahumábamos los perniles para consumirlos en primavera y en
verano, épocas en que los guanacos disminuían o merodeaban por
las montañas.
Cuando los yaganes creían que la naturaleza del terreno o la pro-
fundidad de la nieve darían ventaja a los perros sobre los guanacos
más veloces, llevaban varios consigo; pero rara vez con éxito; gene-
ralmente los perros sólo conseguían ahuyentar la presa. Cuando la
cacería del día había llegado a su fin, se los ataba cerca del cam-
pamento. Si alguno aullaba durante la noche, los yaganes se ponían
muy contentos, pues el que un perro cazara en sueños era señal de
buena suerte para los cazadores al día siguiente.
Otro presagio, aun más propicio, era el grito agudo y penetrante
de la pequeña lechuza llamada Lujettia. Parecida a una pelotita de
lana, solía posarse sobre alguna rama apenas iluminada por el fuego
y desde allí, con su mirada, tan notablemente humana, aparentaba
interesarse sobremanera por cuanto ocurría en el campamento. En
seguida dejaba oír una serie de gorjeos metálicos semejantes al chirri-
do de un cudlillo afilado contra la piedra.
-Ella sabe -decían los yaganes-. Mañana tendremos carne.
No se incomodaba al pequeño profeta, que a menudo acertaba.
i Aquellos largos atardeceres alrededor del fuego del campamento,
hace cincuenta años!. .. Después de haber discutido la cacería del
día y planeado la del día siguiente, llegaba la hora de contar leyendas.
Cuando los yaganes encontraban un oyente interesado, solían hacer
memoria para recordar esos relatos que habían oído hacía mucho
tiempo y en los que aún creían a pie juntillas, y que, estoy seguro,
no eran inventados para entretenerme.
Una de las leyendas se refería a la causa por la que a Syuna, el
pescado de las rocas, se le acható la cabeza. A algunos kilómetros de
distancia, al este de Lanushwaia (puerto del Pájaro Carpintero) hay
una meseta de ripio y aun más al este una costa rocosa y escarpada en
la que se encuentran algunas ensenadas resguardadas, aptas para las
canoas. El mejor de estos pequeños puertos es el de Wujyasima (Agua
HARBERTON

en la entrada), que fué en una oportunidad el sitio elegido por los


yaganes para levantar sus chozas.
Había una vez una muchacha joven que se alejó de su casa en
Wujyasima y se encaminó sola hacia la meseta, donde se puso a jugar,
corriendo tras las olas en resaca y retrocediendo ante los rompientes.
Un viejo lobo marino enamorado la observaba sin ser visto, y cuando
una ola grande la volteó, se encontró ella con el animal a su lado.
Como todas las mujeres yaganes, la muchacha era una gran nadado-
ra, y por lo tanto intentó escapar. Pero manteniéndose entre ella y la
playa y obligándola a alejarse cada vez más de la costa, el lobo ma-
rino consiguió por fin extenuarla y ella se vió obligada entonces a
apoyarse en el pescuezo del animal.
Ahora que su vida dependía de él, la muchacha empezó a sentir
simpatía por su extraña escolta. Nadaron juntos durante muchas millas,
hasta que llegaron a una gran roca donde había una caverna. La
mujer sabía que no podría volver jamás a su casa por sus propios
medios, así que decidió aceptar lo inevitable y convivió con el lobo
marino en la caverna. llste le traía peces en abundancia, y como no
había fuego, ella se los comía crudos.
Después de un tiempo tuvieron un hijo. Parecía un ser humano,
pero estaba cubierto de pelos, como las focas. El niño creció rápi-
damente, y era un buen compañero para su madre, especialmente
después que aprendió a hablar, cosa que nunca consiguió el viejo
lobo marino. Sin embargo, era tan bueno y amable que la mujer
había llegado a quererlo mucho.
No obstante, ella deseaba con toda su alma ver una vez más su
tierra y su gente. Se las arregló para que él entendiera su deseo, y
un buen día los tres partieron para \X'ujyasima. A veces la madre y
el hijo nadaban al lado de su protector, otras, él los empujaba por
el agua a gran velocidad y a ratos iban montados sobre su lomo.
Por fin, llegaron a la meseta de ripio. El lobo marino se arrastró
fuera del agua y se echó a descansar bajo los templados rayos del sol,
en tanto que la madre, con su extraño hijito de la mano se encaminó
a Wujyasima. En el pueblo se encontró con algunos parientes, que
desde hacía mucho la daban por muerta. Grande fué su sorpresa
cuando la mujer les contó su historia y el absurdo pequeñuelo les
interesó sobremanera.
Después que se hubo tranquilizado el ambiente, las muje~~s del
pueblo propusieron ir en canoa hacia el Este en busca de me¡tllones
de aguas profundas y de esos erizos de mar, que tienen el tamaño y
la forma de manzanas achatadas y cuyo duro cascarón está cubierto
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

de rígidas púas que p:lrecen clavos. La joven madre las acompañó


en la excursión, en tanto que los hombres y los niños quedaban en
el campamento.
Los niños empezaron a jugar y el pequeño visitante se unió a ellos
con orgullo. Los hombres, sin embargo, deseaban comer carne, y
corno sabían que había una foca en la playa, uno dijo:
-¿Por qué esperamos aquí, hambrientos?
Así es que tomaron sus lanzas, se acercaron al vIeJo lobo marino
y 10 mataron. Cargados de carne, volvieron al poblado y asaron la
carne. Los niños olfatearon el delicioso aroma de foca asada y no
tardaron en reunirse alrededor del fuego. Cuando llegó el momento
de distribuir la carne, se le dió también un pedazo al joven visitante,
quien, después de probarla, gritó encantado:
-Arnma surn undupa. (Es carne de foca.)
Comiendo aún, echó a correr por el camino para reunirse con su
madre, que volvía en ese preciso momento. Las canoas atracaron a
10 largo de una roca abrupta que en la marea alta servía de desem-
barcadero y las mujeres desembarcaron con sus canastas llenas de
erizos de mar. El niño corrió hacia su madre y le ofreció el último
pedazo de carne que le quedaba diciendo que era muy sabrosa. Ella
Inmediatamente se dió cuenta de lo que había sucedido. Sacó un erizo
de su canasta y golpeó con él a su hijo en la frente. El niño cayó en
el agua profunda, e instantáneamente transformado en sYlma, el pez
de las rocas, se alejó nadando.
Las demás mujeres se dirigieron a las chozas para saborear la carne
de foca asada, pero la madre se negó a comer y sola lloró al hijo
perdido y al viejo y bondadoso compañero. Nunca volvió a casarse
con ninguno de los de su raza.
Si se examina un s)'lma se advertirá que su cabeza es achatada y
está marcada con los hoyitos que dejaron las púas del erizo de mar,
lo cual basta y sobra para probar la veracidad del cuento.

3
Otra leyenda con metamorfosis se refiere a un yagán muy pequeño
llamado Wasana. En sus asambleas estas gentes peleadoras aunque
no guerreras se gritaban y amenazaban furiosamente, y el alboroto a
menudo acababa en pelea. Durante una de estas reuniones en la que
Wasana se hacía notar por sus chillidos y ridículas amenazas, un
movimiento de su adversario le advirtió de pronto que había ido de-
HARBERTON

masiado lejos. Presa de pánico, intentó huir de la choza, pero al aga-


charse para pasar a través de una puerta trasera muy baja, su enemigo
no pudo resistir la tentación y golpeó violentamente a Wasana con
su lanza de pescar. Wasana huyó profiriendo agudos gritos y arras-
trando la lanza. Se convirtió en ratón, y la lanza fué su cola.
Como he dicho anteriormente, los yaganes creían en los hombres
salvajes de los bosques, cuyos dos jefes principales, los Hanush y los
Cushpij 1 eran sumamente fuertes. Se decía que tenían una región
calva en la parte posterior de la cabeza debido a que se frotaban
contra la áspera corteza de los árboles. Los yaganes creían también
en la existencia de fantasmas, que eran los espíritus de los muertos
y se parecían más a los concebidos por los seres civilizados que a los
fantasmas onas, de cuya existencia debía enterarme más adelante.
Cuando los tripulantes de alguna canoa se ahogaban no muy lejos
de la costa, uno de sus parientes acudía al lugar de la playa más
cercano al del accidente, encendía una fogata cerca del agua y espe-
raba, sentado. Cuando las llamas se extinguían, los espíritus de los
ahogados, transparentes pero reconocibles salían del mar en perfecto
silencio, a calentarse junto a los rescoldos.
Es probable que un indio supersticioso, solo junto al fuego mo-
ribundo y pensando en sus parientes desaparecidos, los con jurase en
su mente y creyese firmemente haberlos visto, o que, al comprobar
el fracaso de su experimento inventaría una historia para no defrau-
dar a los amigos que le esperaban en las chozas, historia que con el
correr del tiempo, él mismo llegaría a creer.

Existen ciertas cuevas, lagos y bahías donde, según la creencia de


los yaganes, los monstruos, llamados Lakooma, esperaban a los hom-
bres incautos y eran muchos los extraños relatos que al respecto circu-
laban.
A unos diez kilómetros al este de Harberton se hallan los montes
llamados Guanacos, escarpados peñascos de unos ciento cincuenta me-
tros de altura, entre los cuales hlY numerosos lagos, cinco de ellos
bastante extensos. Estos lagos se hielan en invierno y durante dos o
tres meses pueden ser atravesados sin peligro por 10 rebaños.
En uno de estos lagos merodeaba un Lakooma. Los yaganes decían

1 La "j" final se pronuncia en forma fuerte y gutural.


166 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

que cualquiera que se aventurase cerca de la ribera corría el riesgo


de ser atrapado por una mano gigantesca que salía del lago y arrastra-
do dentro del mismo para ser devorado.
Un invierno crucé solo ese mismo lago, cargado de carne de gua-
naco y convencido de que todavía la superficie debía estar endure-
cida y sólida. Pronto advertí que caminaba sobre una delgada capa
de hielo y que a mi frente se abría un gran agujero. Hice un largo
rodeo y crucé el resto del lago con la mayor precaución. Había estado
al borde de la guarida del Lakoo1lla.
Contrariamente a la del 10Lo marino, la leyenda del Lakooma puede
estar fundada en causas naturales. En la Tierra del Fuego no existen
fuentes termales, pero sí profundos manantiales templados en invier-
no y helados en verano. Es muy probable que bajo el lago Lakooma
haya una poderosa fuente que al levantar agua de temperahua más
elevada impida que se forme hielo parejo en la superficie.
Quizá la leyenda local se deba a que algunos indios, menos afor-
tunados que yo, se hayan ahogado allí; también puede ser que a algún
indio, de fácil imaginación, al ver un agujero en medio del hielo se
le haya ocurrido que era el respiradero de algún monstruo submarino.
Hay muchos otros lugares en la tierra de los yaganes donde se dice
que habitan los Lakooma. Yo conozco uno alrededor de una roca,
donde la corriente forma un remolino. No es difícil que en alguna
oportunidad se haya perdido allí una canoa con toda su tripulaciófl

5
Se ha dicho que todas las tribus prunltlvas tienen alguna leyenda
sobre el diluvio. He buscado diligentemente una leyenda ona a este
respecto pero sin resultado. Los yaganes, en cambio, tienen más de
una, diferente, según la localidad, ya que cada narrador sirúa la escena
en su distrito. Sin duda, algunas de estas leyendas han sido influí-
das por nuestra versión bíblica o por insinuaciones y comentarios de
algunos oyentes después de oír las pláticas de los misioneros. Sin em-
bargo, estoy seguro de que por lo m~nos una conserva su forma origi-
naria. Me la contaron los yaganes que vivían en el extremo oriental
del canal de Beagle.
Decían que hace mucho tiempo la luna cayó al mar, el cual a con-
secuencia de ello, se levantó en gran tumulto, tal como se levanta el
agua de un cubo, cuando una gran piedra cae dentro. Los únicos so-
brevivientes de la inundación fueron los afortunados habitantes de la
HARBERTON 167
isla Gable, que se desprendió del lecho del océano y flotó sobre el
mar. Pronto se sumergieron las montañas de los alrededores, y los
pobladores de la isla Gable, al mirar en derredor no vieron más que
océano hasta el confín del horizonte. La isla no fué a la deriva, debió
anc1arse de alguna manera; y cuando eventualmente apareció la Luna,
la isla emergió en el mismo lugar de antes, y con su carga de seres
humanos, guanacos y zorros se pobló nuevamente el mundo.
Los yaganes estaban seguros de ser la única tribu fueguina que des-
cendía de los sobrevivientes del diluvio. No trataban de explicar cómo
los alacalufes, aush y onas habían sobrevivido al desastre.
Esta leyenda es particularmente interesante, pues demuestra que los
indios intuían en alguna forma el enorme tamaño de la Luna. Sin
que los hombres blancos se lo dijeran, ellos ya tenían conocimientos
de que la Luna ejerce influencia sobre las mareas.

Igual que muchas otras tribus indígenas, los yaganes creían que en
el pasado las mujeres habían gobernado por su magia y astucia. Según
lo que ellos mismos contaban, hacía relativamente poco tiempo que los
hombres habían asumido el mando. Parece que se había llegado a esto
por mutuo acuerdo; no hay indicio alguno de una matanza total de
las mujeres como la que' ocurrió entre los onas, a juzgar por la mitolo-
gía de esa tribu. No muy lejos de Ushuaia quedan restos de lo que
una vez fué una vasta población, donde, según se dice, se efectuó una
asamblea de indígenas como jamás se vió ni se verá igual. Las canoas
llegaban de todos los confines de la tierra de los yaganes. Fué durante
esa trascendental reunión cuando los hombres decidieron hacerse cargo
<lel mando.
Esta leyenda sobre la pérdida del poderío de las mujeres, de grado
o por fuerza, no puede ser ignorada, pues se ha difundido ampliamen-
te por el mundo.

Conozco otro cuento, aunque de índole muy distinta. Una vez salí
con algunos indígenas a cazar guanacos. A la hora de comer compar-
timos algunos emparedados que mi madre había envuelto en un ejem-
plar del Liverpool Weekly N eUJS. Al echar un vistazo sobre el perió-
dico descubrí un artículo acerca de la Tierra del Fuego y sus pobla-
168 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

dores, con algunas noticias interesantes. Según ese informe, en el cabo


de Hornos, o en alguna otra isla cercana, había un pesado barril pro-
visto de candado. Los pobladores y los capitanes de algunos barcos
tenían la llave correspondiente. Nosotros los pobladores colocábamos
toda nuestra correspondencia en el barril, y cuando los barcos pasaban
por allí, los capitanes la recogían para despacharla en el primer puerto
de arribo y dejaban en cambio las cartas que nos enviaban del exte-
rior. Sólo de esa manera, afirmaba el autor, podíamos mantener con-
tacto con el resto del mundo.
Más notable aún era una descripción de las orgías canibalescas de
los indígenas durante las cuales se comían a las ancianas mujeres inúti-
les. Este relato macabro no perdió nada de su horror cuando lo traduje
a mis compañeros indios, quienes rieron a carcajadas. Finalmente uno
de ellos, Halupaianjiz se puso serio y me preguntó:
-¿Por qué miente esa gente acerca de nosotros? Nosotros no deci-
mos nada malo de ellos. Usted debería escribirles y decirles la verdad.
Prometí hacerlo y cumplí mi palabra. El invierno siguiente recibí
algunos ejemplares del Liverpool Weekly News. Allí estaba mi ar-
tículo, que leí a mis amigos indios, quienes quedaron encantados al
oír el relato de sus virtudes, traducido de un periódico inglés. El
editor me mandó también unas líneas amables, por las que me solici-
taba otras colaboraciones, y con sorpresa y alegría descubrí además
un cheque. Esta remuneración, resultado de un primer esfuerzo lite-
rario. fué a engrosar los agotados recursos de la fortuna familiar.
,
CAPITULO XVII
EL TORO SALVAJE DE LA ISLA DE GABLE Y CÓMO SE LO MATA FINAL-
MENTE. EL CASO DEL GANADO DESACLIMATADO. EJEMPLOS QUE
DEMUESTRAN QUE LA VACA ES MÁS INTELIGENTE QUE EL CABALLO.

doce años antes de la época a la que me referiré en este


U NOS
capítulo, la Misión de Ushuaia trajo ganado a la isla de Gable
y entregó algunas cabezas a ciertos yaganes que vivían allí. Como con-
secuencia nació la discordia que a veces engendra la riqueza. Las pujas
por la posesión del ganado provocaron peleas, y hasta un crimen. Por
esa causa tres años antes de que llegáramos a Harberton, los animales
fueron eliminados de la isla. Sólo dos, una vaquillona y un toro joven,
eludieron la captura. Después de un tiempo desapareció la vaquillona,
y el toro adquirió siniestra fama de astucia y ferocidad.
En una ocasión que faltó la carne en Harberton se envió a Despard
y al gaucho Aguirre a que lo matasen. Mi hermano iba armado con su
rifle y Aguirre con lazo y cuchillo, y llevaron además nuestros mejo-
res caballos. Pasaron allí varios días y no consiguieron dar con el toro,
que había trasladado sus dominios al extremo oriental de la isla, te-
rreno sumamente quebrado por peñascos y pequeños pantanos, y cu-
bierto en gran parte por espesos matorrales que hacían dificilísimo el
andar de prisa a caballo.
Volvieron a Harberton sin haber cumplido su cometido. Al poco
tiempo Aguirre fué atacado por la fiebre del oro y se unió a una
banda de mineros. Tuvo un trágico fin, después de más de una aven-
tura sangrienta.
Llegó el otoño, pero aunque en los lugares sin sol la tierra ya estaba
completamente helada, los guanacos no habían bajado aún de sus
montañas. Agotada la carne fresca en Harberton, un día Will, Des-
pard y yo recibimos con enorme alegría la orden de nuestro padre
de matar al toro. i Qué ocasión. Hicimos cruzar a nado hasta la isla
a la yegua madrina y a unos cuantos caballos, y después de elegir los
tres más fogosos iniciamos la pesquisa.
Will y yo dejamos de lado nuestras escopetas. Sabíamos que los re-
dondos balines de fabricación casera se aplastarían contra el cráneo
170 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

de! toro y que las armas inútiles nos entorpecerían la persecución de


aquel monstruo legendario, o la huída en caso de necesidad. Por e!
contrario, hicimos de batidores, y ciframos nuestras esperanzas de éxito
en Despard, que iba armado con su winchester.
Nos dirigimos hacia el Este. Gracias a una nevada reciente descu-
brimos la huella de! toro, pero en algunos lugares hubimos de se-
guirla a pie, por la espesura. Transcurrió todo e! día antes de que pu-
diésemos verlo y comprobar que el animal, más astuto que feroz, en
realidad nos perseguía a nosotros. La diversión duró varios días.
Cuando nosotros no lo perseguíamos, era él quien nos seguía. Ha-
bíamos iniciado la cacería con pocas municiones y debíamos cuidarlas.
Era necesario hacer buena puntería para derribar un toro a la defen-
siva con las balas de plomo de! winchester de aquella época. Andan-
do sobre esa clase de terreno es probable que un jinete nervioso
sobre un caballo igualmente excitado deba gastar muchas municiones
antes de acertar e! tiro. De manera que Despard ahorraba disparos.
Continuamos con esa táctica hasta que el toro, harto sin duda de
que molestaran su tranquila existencia, se echó al agua en un lugar
situado a un kilómetro y medio de la isla principal. Dejamos a Will
vigilándolo; Despard y yo corrimos hacia el Norte, felices ante la
perspectiva, tan poco deportiva, de tirarle desde el agua a muy poca
distancia. Remábamos frenéticamente con la esperanza de atajarlo,
cuando llegó Will a caballo por la costa gritándonos que el toro
había vuelto a internarse en el tupido monte.
Volvimos a la playa, y desde nuestros caballos vigilamos los alre-
dedores; luego Despard se subió a una rama baja de un enorme
árbol de hoja perenne, en tanto que Will y yo, una vez que hubimos
puesto a salvo su caballo, continuamos hostigando al toro. Will, que
era un experto en este arte, pronto consiguió provocar la ira de! ani-
mal, y perseguido de cerca por la bestia furiosa, galopó hasta colo-
carse debajo de la rama sobre la que se había subido Despard. Un
tiro certero en el espinazo abatió al animal y otro en el cerebro puso
fin a sus padecimientos.
Llegamos a Harberton a medianoche con el bote pesadamente car-
gado de carne y nuestras ropas duras de lodo y sangre, pero orgullo-
sos como reyes.
HARBERTON 171

Como ya he dicho, llegaron a la península de Harberton varias


cabezas de ganado bravío proveniente de las islas Malvinas. Un día
nos informaron que faltaban cuatro de estos animales. Había en la
península varios montes espesos que fueron revisados en vano una
y otra vez. Como los cercos que atraviesan el istmo llegan hasta el
agua por ambos lados, se pensó también en la posibilidad de que el
ganado perdido hubiera escapado a nado. Sólo tres días después unas
huellas reveladoras nos indicaron que los animales no habían atra·
vesado el cerco, sino que habían cruzado a nado el puerto por su
embocadura, cuyo ancho es superior a medio kilómetro, y huído luego
a la gran selva del otro lado.
A juzgar por la dirección de sus huellas, que seguimos hasta que
la lluvia copiosa las borró, obligándonos a volver a casa, los cuatro
animales iban directamente a las islas Malvinas. Unos informes recio
bidos varios años después confirmaron la sospecha. Uno de ellos
debió morir durante la travesía, pero los otros tres consiguieron al-
canzar la piedra arenisca cercana a los peñascos que protegen la costa
del Atlántico. De allí no pudieron proseguir hasta las Malvinas y
pronto cayeron víctimas de las flechas de los indios onas.
En su viaje de las Malvinas a la Tierra del Fuego ese ganado fué
arrastrado a bordo y metido en la oscura bodega de un velero, que
debido a los vientos contrarios viraba en todas direcciones. Después
de una semana larga de encierro, se había izado a los animales por
los cuernos y se los había arrojado al mar para que nadaran hasta la
costa. ¿Cómo supieron en Harberton la dirección exacta de su que-
rencia en las Malvinas? En línea recta la distancia es de más de
cuatrocientos ochenta kilómetros. Calcular las vueltas del Shepherdess
desde la profundidad de su bodega hubiera sido difícil aun para un
experto matemático dueño de la mejor brújula magnética. Sin em·
bargo, los animales supieron qué rumbo seguir y sólo el Atlántico
pudo impedir que continuaran su camino. No hay duda de que los
animales poseen un sentido de la orientación que supera la brújula
magnética. El hombre primitivo poseía el mismo instinto, aunque
tal vez menos desarrollado, pero el hombre civilizado lo ha perdido
ya casi por completo. .
En la isla Picton he cazado caballos cimarrones y hacienda salvaje.
Los caballos fueron atrapados sin demasiada dificultad, pero los va·
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

cunas me dieron muchas pruebas de astucia, casi diría de raciocJnlO.


De una corrida desaparecían detrás de una cuesta, y una vez que esta-
ban fuera del alcance de sus perseguidores, volvían y espiaban desde
otro lugar para ver si aún se los seguía. Si perseguidos hasta la deses-
peración se veían obligados a hacer frente a sus verdugos, jamás se
volvían sobre sus huellas ni esperaban, sino que elegían con pru-
dencia el punto que les conviniese para defenderse o para seguir hu-
yendo, colocando a sus perseguidores en desventaja.
Los animales mansos son igualmente inteligentes. Si una vaca en
medio de un potrero de doscientas hectáreas no quiere que se la se-
pare de su ternero recién nacido lo esconderá entre los matorrales,
pasará varios días en el extremo más opuesto del campo, e irá a
atender a su cría sólo durante la noche. Si la vaca es retenida deli-
beradamente durante veinticuatro horas por un ganadero deseoso de
encontrar el ternero, no correrá hacia su cría en cuanto la suelten,
sino que permanecerá un día entero tan lejos de ella como le sea
posible y no se acercará al matorral donde lo ha escondido hasta bien
entrada la segunda noche. Entretanto, el ternero, aun siendo capaz de
corretear, permanecerá donde lo dejó su madre, hasta morirse de
hambre, según creo, en caso de que la vaca no llegue.
En cuanto a los bueyes de traba jo, que arrastran pesados troncos
por sendas tortuosas y los levantan por encima de los maderos caídos,
son de una habilidad increíble.
Cuando se extraviaba la hacienda en la Tierra del Fuego, se la
encontraba generalmente dispersa en pequeños grupos alrededor de un
macizo de leña dtlra,! un arbusto perenne muy apetecido por los ani-
males. Este arbusto alcanza algunas veces una altura de seis metros
r un diámetro de hasta treinta centímetros.
Los animales más grandes solían enganchar sus cuernos a una
rama a veces tan gruesa como el brazo de un hombre y haciendo pa-
lanca con la cabeza, la bajaban luego; los animales más pequeños comían
cuanto podían hasta que se rompiese la rama. Entonces el más grande
los echaba, y una vez que había comido las mejores hojas se retiraba
en busca de otro árbol conveniente seguido por su juvenil cortejo.
Durante la primavera la hacienda errante pasa hambre. El pasto
de la estación anterior está tan enmohecido y empapado que no sirve

1 En español en el original. Llamado IaCIJ por los yaganes. Ignoro el nombre


inglés o latino. Alimenta y hace engordar al ganado y a los guanacos durante todo
el invierno y la primavera. Los caballos y las ovejas s6lo lo comen cuando no tienen
otra COsa mejor. La flor es insignificante y la semilla es como una pequeña bellota
de color muy vivo (rojo y amarillo). Casi nunca llega a una altura de seis metros,
generalmente es de tamaño pequeño. Mi padre lo describe como un arbusto.
HARBERTON

para comer, y aún no ha crecido pasto nuevo. Es entonces cuando el


ganado come las tiernas hojas de las hayas,l que florecen en esa esta-
ción; como ese árbol crece mucho, sus hojas quedan muy altas. Un
animal fuerte, en general un novillo o un toro, suele elegir un árbol
joven, engancharlo con los cuernos y empujarlo con todas sus fuerzas.
Se creería que baja la cabeza, pero es lo bastante astuto como para
levantarla lo más posible; algunas veces casi llega a alzarse sobre sus
patas traseras, en su esfuerzo por doblar el árbol. En cuanto éste
comienza a inclinarse, lo monta, sujetándolo hacia abajo con el cuerpo,
y va lentamente hacia adelante, comiendo por el camino hasta alcan-
zar la copa, donde los animales que lo siguen, al cosechar el fruto de
su ardua tarea, disfrutan de un rápido almuerzo. Una vez que ha comi-
do hasta hartarse, retrocede hasta desmontarse, lo que permite al árbol
volver a su posición primitiva y quedar casi tan derecho como antes.

1 No/holaguJ anlare/ira. Este árbol, conocido por los yaganes con el nombre de
HaniJ, alcanza raras veces una altura de treinta metros hasta la rama más alta y su
periferia es de seis metros. Se lo encuentra en mayor cantidad en los valles secos
de las colinas orientales, mientras que el haya perenne (No/holaguJ be/uloideJ)
abunda en zonas más lluviosas. Las hnjas de ambos se parecen, pero las del haya
perenne son de contextura más firme y de un colnr verde más oscuro. El haya pe·
renne es más aromática y a veces se la encuentra formandn grupos entre selvas
de hayas de hoja caduca. Los tres tipos de haya; perenne, caduca y enana, el ciprés
fueguino y el tronco de Winter, son los únicos árboles que pueden subsistir en la
Tierra del fuego. Los tallos del ciprés, que crece solamente en la región húmeda y
templada del país, son apreciados por los yaganes y Ins alacalufes que los usan
a guisa de lanzas.
El trnnco de Winter, llamado así en recuerdn del capitán Jnhn Winter, que fué
el primero en llevarlo del estrecho de Magallanes a Inglaterra en 1579, era llamado
uJhcu/a por los yaganes. En español se llama canelo, pero creo que debe haber
algún error pues no corresponde a la planta denominada canelo. En la tierra de los
onas es desconocido. Llega a una altura de más de doce metros y su periferia es de
tres metros. Jamás se lo halla solo en el bosque, y es en realidad una maleza, en
medio de la selva de hojas caducas o perennes. Este hermoso árbol cónico con sus
grandes hojas correo as de un verde brillante queda bastante fuera de lugar entre
sus toscos compañeros de hojas pequeñas. Parece que se hubiera extraviado y hubiera
llegado allí desde algún clima más cálido. Esta idea está corrobnrada por el hecho
de que sus flores, parecidas a las margaritas, se abren ya muy entrado el verano,
como también por las pequeñas frutas que caen maduras en la estación siguiente.
de manera que en la misma rama pueden verse las flores de una estación junto a
las semillas de otra; ambas caen al mismo tiempo en otoño. La madera es poco re-
sistente, y por ser de naturaleza porosa sólo se sumerge mientras está verde, pero
cuando se seca es extremadamente liviana. Los árboles jóvenes crecen delgados y de-
lechos hasta una altura considerable y al igual que el ciprés se usan a menudo como
lanzas. La corteza es lisa, de un espesor de dos centímetros y medio aproximada-
mente; por fuera es verdoso y por dentro rojo. Es muy picante y se lo puede moler
y emplear en lugar de la pimienta. Al atravesar cerca de un grupo de troncos de
Winter se suele lagrimear, y si se echa la madera al fuego, es probable que llore
el cocinero. Si se extrae del fruto maduro la semilla negra, más pequeña que un
grano de arroz, y se la aplasta, se nbtiene una gota de líquido blanco que al tocar
la lengua hace pensar que uno se ha metido una cucharada de mostaza en la boca.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Estos árboles jóvenes miden alrededor de diez o doce centímetros


de diámetro en la base del tronco, y su altura hasta la rama más alta
llega a ser de unos nueve metr:os; generalmente, no se recobran del
duro trato. No siempre se puede culpar al ganado de la inclinación
de los árboles, a veces una cantidad de nieve se hiela sobre sus ramas
y echa las copas al suelo, reteniéndolas allí durante todo el invier-
no, o hasta que un deshielo las libre.
El ganado con cuernos no es el único que se ingenia para comer
hayas. Es notable cómo los Polled Angus y otras razas mochas usan
sus fuertes pescuezos para derribar las ramas.
Los defensores de los caballos o más bien sus fanáticos, en especial
las mujeres, a menudo se han indignado cuando he sido lo bastante
audaz como para declarar que las vacas poseen mucho más sentido
común que los caballos. Sin embargo, cualquiera que haya cazado
tantos caballos cimarrones como vacunos salvajes estará de acuerdo
conmigo; y los ejemplos que acabo de citar ayudarán a demostrar que
tenemos razón.
~

CAPITULO XVIII
LA BÚSQUEDA DE ORO EN LA BAHiA SLOGGETT. ¿DE QUÉ MANERA
LLEGÓ EL ORO A TIERRA DEL FUEGO? VENDEMOS CARNE A LOS MI-
NEROS. DESPARD y WILL VENCEN A LOS COMERCIANTES RIVALES.
TRAGEDIA EN LA ENSENADA DE LENNOX. SE ME PRESENTA UNA
APARlOÓN y SACO PROVECHO DEL ENCUENTRO.

recordará que mientras esperábamos el barco que había de lle·


S E
vamos después del naufragio del Colden West, yo jugaba solo
en la playa de la bahía de Sloggett, y llegué a juntar un montón de
polvo de hierro magnético que se adhirió a mi imán de juguete for-
mando una masa compacta. El capitán Félix Paz, de la Armada Ar·
gentina, primer gobernador del territorio, cariñosamente se interesó
por los niños y por nuestros relatos acerca de la Tierra del Fuego.
Un día, como quien otorga un favor especial, yo le mostré mi caja
de tesoros. Cuando vió la arena negra adherida a mi imán manifestó
gran interés, y quiso saber dónde la había encontrado. Al oír mi
respuesta, mandó en seguida el Comodoro Py a la bahía de Sloggett.
El barco volvió cargado de bolsas de lodo en el que se encontró oro.
Este fué el primer hallazgo de oro en la costa sur de la Tierra
del Fuego, aunque ya habían llegado muchos mineros esperanzados
a la costa norte, cerca de la embocadura del estrecho de Magallanes.
La noticia de este descubrimiento cundió lentamente, porque en
esa época los medios de comunicación eran muy escasos, pero poco
a poco la costa se fué poblando de pescadores y mineros. Exploraban
las costas australes de la isla Grande, Lennox, Navarino y las islas
Nuevas. En algunos lugares encontraron oro suficiente como para com-
pensar su trabajo, pero es probable que ningún otro lugar fuese tan
rico como la playa donde llegó el Colden West. Sólo en una mañana
un grupo de mineros recogió allí un montón de lodo que contenía
oro por valor de más de cien libras esterlinas.
En esa época algún malintencionado dotado de gran imaginación
inventó un cuento interesante que pronto llegó a la imprenta. P~ece
que mi padre no era más que un aventurero avaro, mal encubIerto
bajo el disfraz de misionero, que desde hacía mucho había encontrado
r76 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

oro; secundado por los inocentes aborígenes, que desconocían su va-


lor, había juntado más de una tonelada del metal precioso y lo había
transportado en su barco ballenero a algún lugar cerca de Harberton,
donde lo había escondido con ayuda de sus pícaros hijitos, en lugares
desconocidos hasta para los yaganes. Con esta espléndida reserva de
que echar mano, la familia Bridges no había tenido dificultad en
crearse una cómoda situación. Esta historia explicaba, para satisfacción
de quienes nos envidiaban, el éxito que ya empezaba a coronar los
esfuerzos de mi padre por formar un hogar en Harberton frente a
dificultades casi invencibles.
Habíamos leído y oído acerca de la poco recomendable conducta
de los buscadores de oro en otros sitios, pero los que llegaron a
nuestra región nos impresionaron bien. Formaban un grupo inofen-
sivo de hombres provenientes de todas partes del mundo. Muchos
eran marinos de la costa dálmata, hoy yugoeslavos. Acostumbrados
a un régimen de pan negro, tomates, cebollas, aceitunas y vino, algu-
nos soportaban mal la carne salada y las habas y enfermaron de es-
corbuto. En general parecían honrados, y sus relaciones de familia nos
llamaron la atención, sobre todo al ver que un enorme muchachote
de veinte años se doblegaba ante la amenaza de una paliza que le
propinaría su tío, un anciano pequeñito que triplicaba su edad.
La industria de las minas de oro en el sur de la Tierra del Fuego
llegó a su apogeo alrededor de 1893. Había entonces unos ochocien-
tos hombres que trabajaban en ella, diseminados en pequeños grupos
a lo largo de varias playas, casi siempre a merced de las inclemencias
del mar. En efecto, sólo valía la pena trabajar en lugares donde el
océano mismo había realizado la mayor parte del lavado. Al pie de
las rocas conglomeradas, donde las olas rompen, o rompieron en otra
época, muy alto, había depósitos de ripio y arena. De ahí se sacaba
tan poco oro, que no valía la pena efectuar el lavado, de manera que
se desechaba. De treinta centímetros a seis metros debajo de estos
depósitos superficiales, se hallaba el lecho de la roca, en el cual el
oro se mezclaba con el negro polvo de hierro. Este lodo se recogía
cuidadosamente, y se escarbaban todas las cavidades y hendiduras
con una cuchara de té o con un cortaplumas. A veces se encontraban
pepitas del tamaño de dos o tres libras esterlinas, pero la mayor parte
del oro se presentaba en laminillas como escamas de sardina y no
mucho más pesadas que éstas. Un centenar de estos "colores" (como
se las llamaba) llegaba a valer poco más de un chelín. A veces la
cubierta de ripio suelto era tan profunda, que un grupo numeroso
de mineros conseguía apenas alcanzar el led10 de la roca antes de
Yekadahby.
Mis Joanna Varder.
nona del norte.
De la colección del señor Franciscovic, Punta Arenas. Cortesía del señor Francisco
Campos Menéndez.
HARBERTON 177
que la marea creciente arruinase su trabajo y les impidiese continuar.
Un pozo profundo con fondo aurífero despertaba la tentación de mi-
nar sus paredes, y más de un minero perdió la vida en esa tarea.

Muchos ingenieros de minas y buscadores experimentados que ha-


bían venido de las nieves de Alaska y de las arenas australianas halla-
ron lodo aurífero cerca de las desembocaduras de los ríos de la Tierra
del Fuego. Fijaron su meta en las montañas donde nacen estos ríos,
y cargados con sus mochilas y palas, henchidos de esperanzas, se en-
caminaron hacia las colinas. Sin embargo, al dejar detrás los depó-
sitos aluviales de conglomerado perdieron todo rastro del metal pre-
cioso. Que yo sepa no se ha descubierto, hasta la fecha, en esas cade-
nas de montañas ningún cuarzo aurífero.
¿De dónde provenía este oro que encontraron? No de tierra aden-
tro, tampoco de los canales resguardados ni de las costas o islas situa-
das al oeste del cabo Hornos. Es probable que las corrientes marinas,
distintas de las de hoy, hayan llevado grandes bloques de hielo desde
la Antártida o desde el extremo sur del continente americano hacia
la zona austral de la isla Navarino, las costas externas de las islas
Nuevas y de Lennox y la bahía de Sloggett. Cuando se forma hielo
en las ensenadas poco profundas o en las embocaduras de los ríos
varias pulgadas de fango y arena se congelan en el fondo. Las mareas
altas de la primavera quiebran este hielo formando bloques que van
a flotar al mar. Algunos se desintegran, pero otros caen en corrientes
que los llevan y dejan encallados en costas lejanas. A medida que
avanza el verano el bloque de hielo se derrite, y más de una tonelada
de fango es depositada en la playa, a muchas millas de su lugar de
origen.
y si ese lugar de origen hubiese sido un extenso banco de arena
aurífera del océano meridional, ¿no fué así como el lodo encontró
su camino hacia Tierra del Fuego?

3
La llegada de los mineros fué para nosotros un envío del cielo.
Al aportar comercio ayudaron a mi padre a costear el establecimient?
de Harberton con algo más que los ahorros del magro sueldo de ml-
178 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

sionero. Les vendíamos carne. Podríamos haberles vendido mucha


más cantidad en razón de la demanda, pero debíamos limitar el sacri-
ficio de reses para no acabar con nuestro pequeño rebaño.
El precio de la carne de nuestro establecimiento nunca pasó de
seis peniques la libra, ni aun en la época de apogeo de la búsqueda
de oro. Muchos mineros poseían botes con los cuales podrían haber
buscado la carne, pero no se animaban a manejarlos en esas aguas
traicioneras. Preferían que nosotros se la enviáramos. No recuerdo los
fletes que cobrábamos a las distintas playas, pero sé que no eran
exorbitantes. Estában10s lejos de ser buenos negociantes y mi padre
tenía prejuicios peculiares y anticuados de no aprovecharse del prójimo.
Despard y Will eran los encargados de entregar la carne. Después
de un naufragio habíamos adquirido un bote salvavidas muy prác-
tico. Medía treinta pies de largo, tenía dos palos aparejados con
velas y se acomodaba perfectamente al uso que le dimos. Mis herma-
nos, con una tripulación de yaganes, viajaban con regularidad a los
campos mineros transportando carne.
No carecían de rivales frente a sus dientes mineros. Una vez lle-
garon hasta la bahía Sloggett y vieron que una goleta de Punta
Arenas había realizado el viaje con fines comerciales. Estaba anclada
con sus reses colgadas del cordaje, al abrigo inseguro de la misma
isleta, que resultó protección tan inestable para el Golden West, diez
años antes. El fuerte oleaje de la playa impedía a la goleta llegar
hasta la costa.
Mis hermanos se acercaron lo más posible a la rompiente, y echa-
ron al agua una pequeña boya atada a una soga. La boya flotó hasta
la playa, donde fué recogida por los ansiosos mineros, que allí se
habían congregado. ~stos consiguieron asegurar una soga sinfín, a
la cual ataron las reses, que llegaron así sanas y salvas a la playa,
a través de la arena y de la resaca.
Entretanto, la goleta rival, cansada de esperar en vano que bajase
la marea, se dirigió a playas menos peligrosas con su provisión de
carne sin vender, colgando aún del cordaje.

4
Cerca de cien mineros trabajaban en el refugio Lennox, donde el
ripio que cubría el lecho de la roca no sólo tenía muchos metros de
profundidad, sino que además era tan resbaloso que resultaba muy
difícil sostener las paredes de los pozos que se iban cavando. Sin
HARBERTON

embargo, su tarea fué premiada; la capa de fango era tan rica en


oro, que un grupo de diecisiete hombres extrajo en tres meses setenta
kilos de oro, de un valor superior a siete mil libras esterlinas. Supi-
mos que el grupo partiría con su botín hacia Punta Arenas. Al em-
pezar sus trabajos se habían endeudado algo con nosotros, y como
nunca pagaron, Despard se fué en bote hasta Lennox a cobrarles lo
que nos debían antes de que los afortunados mineros tuvieran tiempo
de malgastar, en las diversiones primitivas que Punta Arenas podría
ofrecerles, el oro que habían ganado después de tan arduos esfuerzos.
Amenazaba tormenta, y como la costa exterior de la isla de Lennox
está expuesta a la furia del mar, Despard entró en una ensenada de
la costa resguardada. Dejó el bote a la tripulación yagana y atravesó
a pie la isla, que en su mayor parte está cubierta de pantanos y
malezas, en dirección a la ensenada de Lennox. Fué bien recibido
por un alegre grupo de hombres, algunos de los cuales ya estaban
por partir en una goleta anclada mar afuera. Con gusto pagaron su
deuda.
Los hombres del grupo que estaban por partir, unos ocho o nueve,
no podían llegar hasta la goleta. Fallaron varias tentativas de echar
al agua un barco ballenero. Por fin, el capitán se zambulló y nadó
hasta la costa llevando un cable. En seguida se ató una soga fuerte
a la popa del barco ballenero, que no tardó en llenarse de agua.
A pesar de esto fué halado sobre la resaca llevando a la rastra a los
mineros y al valiente capitán. Una vez que todos estuvieron a salvo
a bordo, el barco zarpó hacia Punta Arenas.
Al día siguiente, el mar se había apaciguado un poco, y los demás
mineros, impacientes por gastar su oro, decidieron partir en un balle-
nero; ofrecieron a Despard transportarlo hasta el sitio donde él había
dejado a los indígenas. Soplaba entonces viento del Oeste, y sólo
estarían seguros si se acercaban a la isla por el Este, pues del otro
lado el viento soplaba fuerte. Despard los previno, pero los hombres
estaban demasiado contentos con la fortuna adquirida y embriagados
pensando en su futura felicidad, de modo que no lo escucharon. Insis-
tieron en su invitación, y mi hermano respondió que iría con ellos
con la condición de ser el capitán. Debió parecerles un muchachuelo
presuntuoso, pues le contestaron riendo que estaban muy satisfechos
del capitán que llevaban, un excelente hombre diplomado de piloto.
Entonces Despard quedó atrás viéndolos partir.
Al virar a toda vela delante del viento, el ballenero rolló y al fin
zozobró. Despard vió a seis de los hombres encaramados sobre el
barco luchando por mantenerse a flote. A la distancia parecían pájaros
180 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

sobre un tronco a la deriva. No pudieron mantenerse mucho tiempo;


el viento tomó a la vela por debajo y tumbó completamente al barco
una vez más. Después de eso, mi hermano sólo pudo ver una figura
solitana agarrada al bote volcado que bogaba mar adentro a la deriva.
Nada podía hacerse para salvarlo, y por más fuerte que haya sido
el náufrago no pudo haber sobrevivido en esas aguas heladas.
Estos infortunados deben haberse hundido como piedras; es pro-
bable que cada uno llevara cosido a sus ropas más de cinco kilos de
peso en oro.

5
Un anochecer volvía yo a casa bordeando un bosque, cuando de
pronto me estremeció una extraña aparición. Su parte inferior era
blanca, y se acercaba a mí por el sendero. Me escondí detrás de un
arbusto, y permanecí inmóvil. El fantasma se acercó hasta que pude
darme cuenta de lo que era: un hombrecito en calzondllos. Había
envuelto sus pies con los restos de sus pantalones; nunca vi mocasines
más rústicos.
Era un español; cuando le hablé me contó que había llegado con
otros buscadores de oro en un cúter de ocho toneladas, naufragado
en una región rocallosa de la bahía Moat, a poco más o menos veinte
millas de distancia del lugar en que nos hallábamos. Toda la tripu-
lación había conseguido desembarcar a salvo, pero el cúter se había
hecho añicos contra las rocas, hundiéndose cerca de la costa. Los
demás habían decidido llegar a pie hasta la bahía Sloggett, donde
estaban los campamentos mineros, pero este pobre hombrecillo había
preferido dirigirse a Harberton. Creyendo que podía llegar a nuestro
establecimiento en un día, había salido casi sin provisiones. Al sor-
prenderlo la noche en e! camino, empapado y hambriento, había gas-
tado su último fósforo en encender una fogata, y después de poner
sus botas a secar, se había echado a dormir. A la mañana siguiente,
al intentar ponerse las botas le fué imposible hacerlo, pues el cuero
estaba completamente tostado.
Le pregunté a quién pertenecía el cúter naufragado y su respuesta
me interesó sobremanera.
Volvió a Harberton conmigo. Mientras él comía opíparamente,
llamé a mi hermano Despard y le conté ,lo que sabía, le expliqué que
a ningún tripulante se le ocurriría que podría recuperar algo de!
cúte~ en esa costa expuesta y rocallosa. Con buen tiempo y provistos
de bICheros y de un garfio de hierro, un par de hombres -por ejem-
HARBERTON IMI

plo,. nosot:os- podrían pescar algunos objetos muy útiles sin que
nadIe sufrtera por ello. Despard estuvo muy de acuerdo conmigo, y
así fué cómo el primer día de calma partimos hacia la bahía Moat
antes de que amaneciera.
Precisamente en el lugar del naufragio, una muralla de rocas con.
tra la cual las olas se hinchaban y luego caían en vez de romperse
pesadamente como sucedía más al este, donde las aguas son menos
profundas; a este sitio sobre la orilla habían llegado a la deriva algu-
nos restos del naufragio.
Los objetos más codiciados yacían junto a los restos destrozados
del navío en el fondo de ripio, cerca del pie de la muralla. Aunque
el agua tenía una profundidad de seis metros, podíamos distinguirlos
perfectamente desde el bote. Con ayuda del bichero enganchamos
varios largos de soga, una compuerta suelta, y una gran marmita de
hierro. Más allá vimos una pequeña ancla, que buena falta nos hacía.
Después de varias tentativas infructuosas conseguimos izar todo a
bordo junto con un trozo de cadena.
Recogimos otros objetos útiles que encontramos en la costa y em·
prendimos el regreso a Harberton tan sobrecargados por el botín,
que la borda quedó a menos de veinte centímetros del agua. De·
bíamos recorrer veinte millas, pero no nos importaba. Ese cúter había
pertenecido a nuestros más inescrupulosos rivales en el comercio con
los buscadores de oro.
,
CAPITULO XIX
LA CASA DE CAMBACERES. VIGILO AL GANADO. CASI ME ATRAPA UN
TORO. LEVANTO CERCOS EN LA MONTAÑA NO TUP. PIERDO NUEVE
KlLOS DE PESO.

de la hac;ienda semisalvaje que mi ~adre co~pró en las islas


P ARTE
Malvinas fue desembarcada en Walanika (la Isla de los Co-
nejos) a fin de que no pudiera escapar y se perdiera en los bosques
de la isla principal o se ahogara en aquellos peligrosos pantanos que
tanto abundaban. A esta hacienda se le había juntado el torito de
Devonshire y ocho o diez terneros de Harberton. Muy pronto, sin
embargo, se hizo evidente que por el awnento de los conejos, la
hacienda no encontraba en la isla suficiente comida.
Decidimos pues trasladarlos a la isla principal. El lugar elegido
fué una doble península situada a unos tres kilómetros a vuelo de
pájaro de Harberton, que se alargaban a cinco por mar y a ocho
contorneando pantanos y ensenadas. La larga ensenada interior que
formaba esta península era conocida por los yaganes con el nombre
de Lanushwaia 1 (ensenada del Pájaro Carpintero). En 1851 el ca-
pitán Allen Gardiner y su pequeña e infortunada tripulación la lla-
maron Puerto Bloomfield. Mi padre le dió el nombre de Cambaceres,
en homenaje a su buen amigo Antonio Cambaceres, el Presidente
del Gongreso.
Antes que Serafín Aguirre padeciera de la fiebre del oro, aprove-
chamos su gran fuerza y destreza en el manejo del '!azo para atrapar
la hacienda en Walanika. Por una pequeña swna de dinero una goleta
transportaba los animales a Cambaceres. El istmo que unía la doble
península a la isla principal tenía poco más o menos cien metros de
ancho; un yagán y su mujer estaban instalados allí para impedir que
la hacienda escapara y se perdiera.
Aguirre se fué en busca de oro y mi padre tuvo que viajar por
negocios a Punta Arenas. A los quince días de ser desembarcada la
hacienda, el cuidador yagán nos vino a avisar que se había esca-

1 Aparece con este nombre en los mapas, pero debe pronunciarse Ooshoowaia.
HARBERTON 18 3
pado tod~, y que ~ ~ar de sus e~fuerzos no pud? hacerla volver. Según
parece, el se habla Ido de vacacIOnes por dos dlas y la hacienda había
aprovechado su ausencia.
j Qué gran ocasión para nosotros, con lo que nos gustaba montar a
caballo! Los animales se habían dispersado y nos tomó varios días
traerlos de vuelta. Era ésta mi oportunidad: al yagán había que des-
pedirlo y no tendrían más remedio que permitirme ocupar su lugar.
Mi padre, a su regreso, aprobó esta decisión.
Cambaceres se inició con una choza resquebrajada y una carpa. Más
adelante tuvimos un rancho de dos piezas y cuando instalamos el tam-
bo, Despard, con la ayuda de Will y mía, construyó una casita de
regular tamaño con tablones aserrados y techo de chapas de cinc.
También levantamos un galpón para las vacas y corrales que atra-
vesaban el istmo.
La tierra situada detrás de Cambaceres fué el lugar elegido para
criar nuestra hacienda. Con el correr del tiempo mis visitas a Har-
berton se fueron espaciando cada vez más, vivía casi todo el tiempo
en Cambaceres o en medio del monte. También Will trabajaba a la
intemperie, tenía a su cargo las ovejas en las distintas islas y en la
región oeste de nuestras tierras. Despard tenía todo su tiempo ocu-
pado en Harberton, durante el día (y a veces a la luz de la lámpara),
trabajaba en su carpintería o estaba ocupado en otras tareas en la
finca y por las tardes ayudaba a mi padre revisando la contabilidad y
atendiendo la parte comercial del creciente negocio.
Mis padres deben haber temido que yo me fuera a vivir para siem-
pre al bosque, pues durante dos veranos consecutivos me ordenaron
que volviese a Harberton para ocuparme de la hacienda de ese lugar
mientras Despard y Will me reemplazaban en Cambaceres.
La primavera era la estación en que yo estaba más ocupado, pues
los animales habían pasado todo el invierno librados a ellos mismos.
Rápidamente aumentaban en número, y en esa época yo debía cuidar
arriba de trescientas cabezas. Nuestros animales estaban dispersos en
una extensión superior a mil hectáreas; más de la mitad de esa super-
ficie estaba cubierta de espesos bosques cortados por innumerables
valles tan pantanosos o tan cubiertos de árboles caídos~ que en ~Igu­
nos sitios apenas era posible el paso del ganado. Se hubiera necesitado
un ejército de hombres acostumbrados al trabajo en el bosque para
hacer en una sola vez el rodeo de esa grey. Yo solo podía ocuparme
del setenta por ciento de toda la hacienda, que en el año 1898 alcan-
zaba a seiscientas cabezas. Había clasificado a los animales en poco
más o menos cuarenta grupos teniendo en cuenta el sexo, la edad
EL ÓLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

aproximada, la disposición de los cuernos, el color (colorados, oscu-


ros, negros, rosillos, manchados o abigarrados). Como se presentó
una o dos veces el caso de animales tan parecidos que era difícil
distinguirlos, yo los marcaba, ya en el cnerno, ya en la oreja. Luego
en e! rodeo confrontaba los animales, a los que había pasado lista en
e! corral y marcaba con lápiz los que faltaban, borrándolos posterior-
mente si aparecían.
Algunos de los ausentes habían muerto en los pantanos o por el
mal tiempo. Otros fueron robados. No pude probar nada, pero era
significativo que el ganado desaparecido fuera aquel que andaba
cerca de! límite este de nuestro campo. Los animales no podían,
por sus propios medios, trasponer estos límites debido a un cerco
que volveré a mencionar, y estaba seguro que ni los ansh ni los onas
eran responsables. Tenía motivo para atribuir estas raterías a algunos
hombres blancos que solían llevar carne a los mineros; registré las
pérdidas con cargo a una marmita de hierro, un largo de cadena y
una pequeña anda, cuyo origen ya ha sido relatado, y que prestaron
muy buenos servicios.
En mi tarea de cuidar el ganado en Cambaceres contaba con la
ayuda de un muchacho yagán llamado Tom. También me acompa-
ñaban mis hermanas, cuando podían venir; además mi tía Yekadahby
se encontraba a menudo en Cambaceres. Les encantaba la vida al aire
libre y montar a caballo, sobre todo cuando había que perseguir el
ganado. Berta se hizo experta en rodeos, y podía identificar uno por
uno a todos los animales, cosa que, salvo yo, sólo Tom era capaz de
hácerlo. Después de pasar un día en el bosque, me detallaba todos los
animales que había encontrado, yesos datos me permitían borrar
algunas marcas en mi lista de animales.

Parte del ganado se internó profundamente en el bosque al fondo


de Cambaceres y algunos terneros se criaron allí completamente sal-
vajes. Si alguno volvía a aparecer hacíamos todo lo posible por atra-
parlo. Algunos tenían más de dos años y eran muy ariscos, hasta
feroces.
En una oportunidad en que Yekadahby y WiU estaban conmigo en
Cambaceres, Will y yo enlazamos, fuera del corral, uno de estos ci-
marrones, un ~orito joven y decidimos ultimado. Generalmente para
matar a un antmal 10 baleábamos o lo acogotábamos, es decir le cor-
HARBERTON 18S
tábamos con un cuchillo el cordón espinal, lo cual provoca una muerte
casi instantánea. Para realizar esta tarea usábamos dos postes sólida-
mente plantados a pocos centímetros uno de otro, cerca del corral.
Cuando Will hubo enlazado el toro, manteniendo el lazo atado a
su fuerte cincha de cuero de vaca, lo hizo pasar entre los postes,
apuró su caballo y arrastró al toro. Una vez que la cabeza del animal
estuvo cerca de los postes había llegado el momento en que yo le
aplicase el "coup de grace". El toro estaba furioso de verse tratado
de esa manera por primera vez en su vida. Como el lazo era excep-
cionalmente fuerte, pensé que sería una brillante idea demostrar mi
valentía decapitándolo.
Al acercarme a él caminando, con el cuchillo en la mano, dió un
violento brinco en mi dirección y el lazo se cerró de golpe cerca de
la argolla. Como relámpago se abalanzó sobre mí, no tuve tiempo
de escabullirme ni tampoco de tirarme boca abajo a tierra. Me eché
hacia atrás para evitar sus cuernos, pero asimismo recibí un golpe de
su belfo en la última costilla. Quedé cabeza abajo y mareado com-
pletamente.
Me pareció muy largo el tiempo que pasó antes de que mis pies
volvieran a tocar tierra. Cuando me incorporé; aturdido y tembloroso,
el toro estaba a cien metros de distancia cargando contra un bote
en la playa, y a veinte metros de la casa, en campo abierto, estaba
Yekadahby con una escoba en la mano. Había estado observando
desde la casa, me había visto caer y tomando el arma que tenía más
cerca, corrió con toda furia a auxiliarme. ¡Estas mujeres! Dudo que yo
tuviera el coraje de arremeter con una escoba contra un toro bravo.
El animal se dirigió hacia el mar y nadó hasta la entrada del puerto
interior. Esa noche lo matamos cerca del río.

En el otoño de 1894, WiIl con Teddy, su muchacho yagán, y un


joven español robusto y jovial llamado Modesto Pernas, habían divi-
dido la isla de Gable en tres partes. Aprovechando ciertos lagos que
utilizaron como cercos naturales, habían conseguido ahorrar tiempo
y material. Como es de suponer, cuando los lagos se helaban no ser-
vían de barrera para las ovejas, pero durante esa época del año no
eran muy necesarias las barreras.
Además prepararon potreros para las ovejas y corrales para juntar-
las en el tiempo de la esquila. los cercos se levantaron con postes
r86 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

y varillas que había que cortar y traer del bosque. En ~nvierno la


tierra estaba helada y como piedra, de modo que el trabajo de cavar
los pozos para los postes debía hacerse en verano. Aun entonces la
tarea era pesada y fastidiosa, pues el terreno, excepto en los pantanos,
era duro y escabroso.
Nosotros también habíamos levantado cercos en la isla principal.
Habíamos cerrado las diversas penínsulas cercando sus istmos; una
línea se extendía desde el puerto interior de Cambaceres hasta la
costa opuesta al establecimiento de Harberton y alrededor de las tres
ensenadas del oeste, cruzando la península de Thought Of hasta el
río Lasifharshaj. Siempre que disponíamos de árboles apropiados,
construíamos cercos de troncos para las ovejas, disponiéndolos como
lo hacen los niños con sus mosaicos de madera, por lo que no nece-
sitamos clavos; como no había que cavar pozos para los postes, pro-
seguimos todo el invierno usando como única herramienta nuestras
afiladas hachas. En esta forma cercamos alrededor de ocl1enta mil
áreas con sólo tres mil doscientos metros de cerco.
En el invierno de 1894, que corresponde al verano de Inglaterra,
Willy y yo planeamos dos nuevos cercos. Para esto debíamos dividir
nuestras fuerzas, él debía trabajar en el oeste mientras yo lo haría
en el este. Will, ayudado por Teddy y el valiente Modesto Pernas, se
proponía hacer un largo cerco en el límite interior del bosque, al
margen oeste de nuestra granja. Cuando estuviera terminado po-
dríamos traer ovejas de las islas, donde había demasiadas.
Tom, el otro mud1acho yagán, debía ser mi ayudante. Considerando
todo el trabajo por realizar parecía una tremenda empresa.
La colina No Tup se erguía a dieciséis kilómetros de Harberton
sobre un terreno escabroso, largo y angosto, con laderas arboladas en
fuerte declive sin ser escarpado. Por encima de la hilera de árboles
estaban los redondos páramos; de ahí su nombre, cubiertos de lagos,
salientes de rocas y parches de cortante pedregullo mezclado con
barro y musgo empapado. El límite de nuestra tierra corría de Norte
a Sur a través del centro de No Tup, y era mi intención levantar una
barrera para impedir que nuestro ganado se alejara hacia el Oeste.
Acompañado por Tom, partí en el Esperanza, el bote de Despard,
llevando una pequeña carpa, ropa de cama y provisiones: bizcochos,
harina, arroz, azúcar, sal, café, y gran cantidad de nabos y zanahorias
de la .huerta. Durante estos viajes lejos de casa observábamos siempre
una dieta espartana y considerando la mayoría de estos alimentos como
lujos, me propuse, antes de partir, vivir casi exclusivamente del pro-
ducto de la huerta y de la carne de guanaco que consiguiéramos.
HARBERTON 187
El día que partimos a remo de Harberton recorrimos dieciséis kiló-
metros y desembarcamos en la playa de ripio, cerca del promontorio
rocoSO. Era un día ideal de invierno, calmo y glacial. Desembarcamos
nuestro equipaje y pusimos el vagón en la orilla para deslizar el
bote sobre él y así transportarlo a un lugar donde no estuviera al
alcance de la marea más alta. Lo dimos vuelta para que no se llenara
de nieve y de hielo. Una vez hecho esto, abrimos un sendero angosto
a través del monte tupido al pie del No Tup y llevamos todas nues-
tras provisiones a un sitio por donde yo calculaba debía pasar el
cerco, y de inmediato comenzamos a derribar árboles.
Teníamos que trabajar con cuidado para que los árboles cayeran
uno sobre otro y así entrelazados formaran un cerco natural de tron-
cos porque, para un hombre y un muchacho, mover pesados troncos,
aun con la ayuda de una palanca, significa un tremendo esfuerzo.
Dejando que las ramas fueran aplastadas por el peso de otros árboles
formábamos una barrera infranqueable para el ganado; ni un guanaco
intentaría cruzarla.
La dirección del cerco, en un trecho de unos ochenta metros, no
tenía importancia, de manera que Tom y yo pudimos elegir el lugar
del bosque donde los árboles estaban dispuestos convenientemente
para nuestro propósito. A medida que ascendíamos el No Tup, los
árboles se hacían más achaparrados y nuestro progreso más lento.
A veces teníamos que arrastrar o hacer rodar los troncos barranca
abajo para colocarlos en lugares donde el fuego había quemado el
bosque tiempo atrás. En algunas hondonadas, donde la nieve era muy
profunda, debíamos construir el cerco en tal forma que cuando la
nieve se derritiera el cerco se hundiera entrelazado sin desmoronarse.
Nuestra única herramienta era también esta vez el hacha, y debido
a que no usábamos clavos se nos presentaban difíciles problemas
que requerían toda nuestra pericia.
Una de las normas de mi padre era que un cambio de trabajo
era tan bueno como un descanso. Los domingos en vez de cercar nos
dedicábamos con Tom a buscar carne de guanaco o a inspeccionar el
ganado. A propósito había dejado yo mis perros en Harberton para
que su ladrido no ahuyentara a los guanacos y no necesitáramos ir
muy lejos para conseguir carne.
La ladera de la montaña que estábamos cercando enfrentaba el Sur
y era tan escarpada que durante cuatro largos meses de invierno no
veía el sol; en consecuencia el lugar era extremadamente frío. A unos
dos kilómetros de donde trabajábamos sobre una roca puntiaguda
que sobresalía de los bosques, muy alto en la montaña daba el sol
188 EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

un rato en las primeras horas de la tarde. Un domingo que no .nece-


sitábamos carne subí allí y me trepé a la roca para echar un vIstazo
a nuestro viejo amigo. Su calor era apenas perceptible pero de todos
modos la experiencia me resultó muy agradable.
Habiendo llevado nuestro cerco hasta el pie de un acantilado sobre
el cual era muy difícil que el ganado pasara, botamos el Esperanza
y remamos hasta Harberton para descansar allí algunos días. 1?<:spués
de este bienvenido descanso, durante el cual gozamos las delICIas de
comidas bien preparadas, camas confortables y sillas donde sentarnos,
regresamos con Tom a No Tup para iniciar la tarea de levantar un
cerco muy largo sobre la orilla oeste. Una vez cerrada la brecha entre
la montaña y e! río este tendríamos un gran triángulo limitado por
e! mar, la montaña y el río. Los dos últimos no eran absolutamente
infranqueables, pero prestarían gran utilidad para detener las andan-
zas de los animales.
Sobre la tierra había una capa regular de nieve. Al llegar al lugar
elegido para nuestro campamento, Tom y yo construimos con postes
una choza cónica, de paredes muy inclinadas. Los vientos prevale-
cientes eran los del oeste; en consecuencia la abertura de entrada mi-
raba hacia el este. Contra las paredes amontonamos ramas y cortezas
de árboles dejando una pequeña abertura en lo alto. Estas chozas
no son sino grandes chimeneas, y cuando el viento no sopla con de-
masiada violencia se puede disfrutar en su interior del calor del
fuego sin ser molestado por el humo.
Yo tenía un reloj despertador que me fué regalado por un ex
minero llamado Bertram, que trabajó algún tiempo con nosotros en
Harberton. El reloj nos despertaba dos o tres horas antes de amanecer,
poníamos a hervir unas presas de guanaco con un puñado de arroz
y unos nabos picados para sazonar el jugo. El caldo lo tomábamos
como desayuno, y reservábamos la carne para nuestro almuerzo, a
fin de no desperdiciar las preciosas horas de luz de día en la prepa-
ración de comida. A menos que el tiempo fuera húmedo y pesado,
lo que ocurría rara vez, la carne estaba helada a la hora del almuerzo.
Encendíamos fuego para descongelarla y la comíamos de pie delante
de! fuego. No tardábamos más de diez minutos, y en cuanto con-
cluíamos volvíamos a tomar nuestras hachas hasta el oscurecer. Luego
regresába~os a la choza y asábamos carne de la que comíamos enor-
~es canttdades. L~ gallet.as las teníamos racionadas, y disponíamos
solo de una por dla; lo mIsmo ocurría con el té y el café, que tomá-
bamos por la mañana o por la noche. Por las tardes a veces debíamos
secar nuestras ropas y otras también remendarla. Yo confeccionaba
H ARBERT ON I89

todas las semanas un par de mocasines y con un suplemento de cuero


que habíamos traído trenzábamos cabezadas y riendas hasta caer
vencidos por el sueño.
Desde la ladera de la montaña veíamos a unos diez kilómetros de
distancia, a través del bosque, el establecimiento de Harberton, vista
que nos regocijaba. En los días tranquilos oíamos el canto de los
gallos; una mañana apacible nos llegaron flotando por los aires los
acordes de una música, el sonido era tan nítido que reconocí la to-
nada: era el himno nacional austríaco, que más adelante fué adoptado
por Alemania. Tom y yo nos miramos atónitos al oír esa música en
tal paraje. Al regresar al hogar, unas semanas después, averigüé y
supe que no había habido cantos en Harberton en esa fecha, pero
que un grupo numeroso de mineros austríacos se habían reunido al
aire libre en Puerto Toro en el extremo este de Navarino y en cele-
bración de una fiesta patria habían cantado su himno nacional. La
distancia desde ese lugar a través de bosques yagua era de más de
veintinueve kilómetros.
Durante ese invierno trabajé todos los días de la semana aun con
mal tiempo, pero en esos días me abstenía de llevar a Tom; no sólo
por el hecho de que por ser un muchacho joven no tenía el mismo
incentivo que yo para trabajar, sino también porque yo deseaba al
volver poderme calentar ante un hermoso fuego. A veces el viento
cargado de nieve rugía en los bosques, otras la nieve caía pausada-
mente durante toda la noche y las ramas se doblegaban bajo su peso.
Al comenzar los deshielos, podía ocurrir que las masas de nieve arras-
traran al caer trozos de hielo formados entre las ramas bajas. Por eso
en tales días llevabJ yo una bolsa para proteger mis espaldas de posi-
bles lastimJduras y salía a trabajar sin más indumentaria que los
mocasines y un par de pantalones. Trabajaba furiosamente hasta que
el ejercicio ya no me daba más calor y me sentía congelado por la
cantidad de nieve derretida que había caído sobre mí; corriendo vol-
vía a calentarme ante el fuego, feliz con el convencimiento de haber-
me ganado el día.
Un dominao por la mañana, antes del amanecer, oímos una extra-
ña llamada. Al principio creímos que sería un torito que se había
alejado de su manada, pero muy pronto comprendimos que era al-
guien que buscaba nuestro campamento. Contesté al llamamien~o con
voz potente y de repente aparecieron a la luz de la luna las sIluetas
de Despard y mis hermanas Berta y Alicia; yo estaba encantado de
verlos, no solo a ellos, sino también al enorme fardo que traía Des-
pard sobre sus espJldas y que me resultaba muy promisorio.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Sabiendo que yo salía al amanecer, ya sea a cazar o a vigilar la


hacienda ellos habían dejado Harberton el sábado por la tarde; en
Cambace~es habían dormido algunas horas y se habían internado nue-
vamente en el bosque después de medianoche.
Me dijeron que en Harberton seguían la brecha que nosotros había-
mos abierto en el bosque, la línea oscura del cerco se destacaba contra
la nieve y se iba alargando conforme ascendía la ladera de la mon-
taña hasta llegar al pie del acantilado.
Olvidando nuestro propósito de economía festejamos ese día prin-
cipescamente con las exquisiteces que nos había enviado mi madre:
pan, manteca, mermelada de Yekadahby, café y leche condensada.
Con gran alegría de mi parte, Despard sacó a relucir de su atado
algo que era muy raro en Harberton, para qué decir en No Tup:
j una ristra de cebollas! j Qué agradable mejora para nuestro guiso
de guanaco!
Después que hubimos comido y conversado, y que ellos hubieron
admirado la línea del cerco próximo al campameqto, se despidieron
y regresaron a Cambaceres. Antes de separarnos, anuncié a Despard
que mudaría mi campamento más hacia el Sur, pues el cerco adelan-
taba en esa dirección y cada día Tom y yo debíamos caminar más
lejos para llegar a nuestro trabajo. Tenía intención, le dije, de cons-
truir una choza de costaneras y techada con pieles de guanaco. Sugerí
a Berta y a Alicia que cuando estuviera lista, vinieran a pasar una o
dos semanas en el bosque conmigo; mis hermanas acogieron la idea
con júbilo.
La choza de madera fué debidamente construída por Tom y por
mí cerca de un lago helado; su tamaño no era mucho mayor que un
gran cajón de embalar. Una vez concluída, partí a Harberton a bus-
car a mis hermanas. Mi madre consintió que ellas se tomaran estas
vacaciones, y ambas vinieron conmigo a No Tup. Trajimos nuestros
perros, a los que después todas las noches veíamos correr sobre el
lago helado detrás de zorros imaginarios, cacería que nos divertía
tanto a mis hermanas y a mí como a los mismos perros.
Gracias a estas y otras diversiones, el trabajo fué más placentero,
y por fin en el término de dos semanas Tom y yo concluimos nues-
tra tarea de invierno llevando el cerco hasta una zanja honda a la
orilla del río.
Will terminó su cerco en el lado oeste más o menos al mismo tiem-
po, y mientras tanto, Despard no había quedado ocioso. Había cons-
truído una barcaza de ocho toneladas sobre la cual pudimos, más ade-
lante, transportar hasta una docena de caballos o más de cien ovejas
HARBERTON

en un solo viaJe. Creo que Despard, a su modo, trabajó más que


nosotros sus hermanos, pero prefirió un ambiente más civilizado. Se
sentaba a la mesa a comer comidas bien preparadas, dormía entre
sábanas, y no compartió nuestra vida despreocupada en el bosque.
No siendo celoso por naturaleza, no creo que nos envidiara, pero
de lo que estoy convencido es de que ninguno de nosotros dos lo
envidiábamos a él.
Poco después de mi regreso a Harberton comencé a sentir los efec-
tos de mi estricto régimen de economías en No Tup. Había perdido
fuerzas y energía y mi peso había bajado de más de noventa kilos a
ochenta. El gasto de provisiones para Tom y para mí, durante tres
meses, ascendió a seis chelines mensuales cada uno. . Cómo no adel·
gazar con una dieta de carne magra de guanaco y un trabajo excesivo!
,
CAPITULO XX
MI PADRE OBTIENE AUTORIZACIÓN PARA OCUPAR LA ISLA DE PICTON.
WlLL y YO CAZAMOS GANADO SALVAJE. CHRISTIAN PETERSEN NOS
PREPARA EL DESAYUNO ANTES DE HORA. NUESTRA ESPLÉNDIDA
CHOZA REDUCIDA A CENIZAS. TOM SUFRE UN ACCIDENTE Y ME
ACUSAN DE INTENTO DE ASESINATO.

otoño, dos años después de los incidentes relatados en el


U
N
capítulo anterior, Will y yo estábamos planeando nuestra cam-
paña de invierno que incluía el cercado de bosques, cuando mi pa-
dre, de regreso de un viaje a Inglaterra que hizo con mi madre, nos
dió una sorpresa. Nos dijo que había comprado cuarenta hectáreas
de tierra en la isla de Picton para fundar allí un establecimiento, y
que tenía, además, una carta oficial del gobernador de Punta Arenas
que lo autorizaba a ocupar toda la isla.
Mi padre había decidido que yo me trasladara ese invierno a la
ensenada de Banner, en nuestro bote salvavidas, con hombres, pro-
visiones y herramientas para iniciar el establecimiento; tendría que
cercar toda la tierra posible para los animales que desembarcaríamos
el próximo verano; también debía ocuparme de atrapar animales sal-
vajes de los que abundaban en la isla. Años antes el gobernador
chileno, deseando establecer su derecho sobre la isla, había desem-
barcado ganado y algunas yeguas y designado un prefecto del Puerto,
a cuyo cargo quedó la isla, y que no tardó en abandonarla: los ani-
males se desbandaron por toda la isla, y se volvieron completamente
salvajes. Chile, aparentemente, se desinteresó por completo de la
empresa. Mi padre había hablado de esos animales al gobernador,
y éste le dijo que serían nuestros si conseguíamos atraparlos.
Despard se hizo cargo de nuestros planteles de lanares y vacunos,
y permitió a WiU que me acompañara en esta nueva empresa. Cru-
zamos hacia la ensenada de Banner, distante unas dieciocho millas, a
fines del mes de abril, después de dejar el ganado bien instalado
en sus cuarteles de invierno. Teníamos cinco compañeros: dos de
ellos eran Tom y Teddy, nuestros muchad10s yaganes; el tercero era
José Radie, un minero austríaco fuerte y trabajador, pero medio sal-
HARBERTOÑ

vaje, que. se había pel.ea~o violentam~nte con ,sus compañeros, y por


ello quena pasar. un 1.nvIerno tranqUilo trabajando únicamente para
asegurar su SubSIstenCIa; a pesar de su falta de educación no era
un mal sujeto y con el hacha en la mano era un gran hombre.
Nuestro cuarto compañero era un capitán noruego, Olaf Aslaksen,
que había hecho algunos viajes al mando del Alten Gardiner. Había
contraído enlace poco tiempo antes en las islas Malvinas y deseaba
abandonar el mar y establecerse en tierra con su joven esposa. Mi
padre pensaba que sería el hombre indicado para hacerse cargo de la
isla después de terminados los trabajos preliminares. Era menudo y
de estatura mediana, aunque muy activo y fuerte.
El quinto era Christian Petersen, un alto y encorvado marinero danés
que había trabajado en los campamentos mineros del Norte; viejo,
casi pelado, tenía una frente noble, pálidos ojos azules de mirada
ansiosa y una barba blanca de treinta centímetros de largo. Debió
haber conocido tiempos mejores. Con pocos trazos de lápiz hacía re-
tratos de parecido perfecto. Su otro "hobby" era la concertina, que
tocaba constantemente. Solía hablar con aparente conocimiento de
rubíes y otras piedras preciosas, de las cuales decía haber encontrado
rastros en distintas partes de la Tierra del Fuego, pero la fortuna,
que en sus sueños tenía casi a su alcance, no le sonreía. En los últi-
mos años, según nos dijo, había sido cocinero en varios barcos. A mi
padre le daba lástima el viejo, y quiso que lo lleváramos a Picton
para ocupar igual cargo. Yo me opuse, pues Petersen no podía vivir
mucho y yo sabía lo difícil que es cavar una sepultura en la tierra
helada, pero mi padre se impuso.
Izamos nuestro bote del agua en la ensenada Banner, y levanta-
mos allí la mejor choza que he visto en mi vida. Empleamos postes
de casi nueve metros de alto y techamos con una enramada de más
de treinta centímetros de espesor de shushchi, follaje siempre verde,
capaz de atajar hasta la lluvia de la isla de Picton, que era dos veces
más fuerte que la de Harberton. Aseguramos las ramas del techo
con pesados troncos. Con los mismos materiales hicimos por separado
-y más adelante hubimos de alegrarnos de ello-- un dormitorio con
literas de ramas, y en lugar de colchones pusimos abundante follaje.
Esto era un verdadero lujo, porque las ramas de shflShchi que empleá-
bamos despiden, al secarse, un agradable aroma.
Cruzamos un tronco en el suelo de la choza, y le dije a Petersen
que el espacio del otro lado del tronco le pertenecía exclusivamente,
y si cualquiera, incluso yo, lo cruzaba y lo molestaba, él tenía dere-
cho a echarlo de sus dominios. Habíamos llevado mi veterano des-
194 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

pertador y el viejo recibió la orden de prepa~~r el desayuno con tie.m-


po suficiente como para que nosotros tuvIeramos calor y comIda
antes de empezar a trabajar al amanecer.
Hechos estos arreglos preliminares, nos dedicamos a nuestro traba-
jo del invierno. Pasé un día entero en los bosques delineando el tra-
zado de un cerco de madera, y en seguida Radic, Aslaksen, los dos
muchachos yaganes, Will y yo nos pusimos a trabajar activamente en
el derribo de árboles, mientras nuestro anciano "chef" se afanaba en
su cocina por elaborar las peores comidas que en mi mayor desgracia
haya tenido jamás delante de mí.
El plato fuerte era la carne, que merced a la cortesía del gobierno
chileno abundaba en la isla de Pidan. Procurársela, sin embargo, no
dejaba de ser empresa arriesgada y excitante. Una vez que se necesitó
carne, Will y yo, vestidos únicamente con pantalones, camisa y mo·
casines, salimos al despuntar el alba. Apenas habíamos recorrido tres
kilómetros, cuando encontramos huellas de ganado, y al poco tiempo,
al escalar un cerro, divisamos dos toros y dos vacas que se alejaban
apresuradamente. Era inútil tratar de tirarles desde atrás con mi win-
chester anticuado, pero la vaca que llevaba la delantera se volvió un
poco, permitiéndome así, apuntarle al corazón, y derribarla de un tiro
certero. La otra vaca pareció no haber oído el disparo, pero al ver
caer a su compañera, en su excitación cargó contra ella que estaba
agonizante, y entonces Will pudo matarla también.
Los toros, evidentemente se escapaban, porque habían cruzado un
arroyuelo al pie de la loma y estaban subiendo por la orilla opuesta.
Hay un lugar, entre los cuernos, justo entre la cabeza y el pescuezo,
donde una bala de pequeño calibre es suficiente para matar a un toro,
pero el área no es mayor que un huevo de gallina y hay que apuntar
bien; a la distancia que yo me encontraba, preferí elegir la espina
dorsal, que ofrecía mejor blanco, y con gran sorpresa mía, el toro que
iba delante cayó como una piedra.
Su compañero, un magnífico ejemplar negro azabache, se volvió
furioso para indagar la causa de tanta molestia, y al divisarnos a W ill
y a mí, cargó contra nosotros, subiendo la colina, Contuvimos nuestro
fuego y esperamos; cuando el toro se hallaba a treinta y cinco me-
tros abrimos fuego. Todas nuestras balas debieron alcanzarlo, pero
no se detuvo. Se acercaba peligrosamente y ya habíamos decidido tre-
parnos al árbol más cercano, cuando cayó sin conocimiento. A pesar
de nuestro orgullo por la magnífica presa, no dejamos de sentir pena
y admiración por el héroe caído.
HARBERTON
195

Además de la lluvia y el mal tiempo, hubo varios incidentes que


estropearon nuestra estada en Picton. Una vez, después de habernos
acostado tras un día de fuerte trabajo, nos despertó el viejo cocinero
danés, golpeando una olla con su llamado habitual: "Desayuno listo."
Estaba completamente oscuro y caía una fina llovizna helada cuan-
do nos apretujamos en la cocina, con mucho más sueño que hambre.
Había que probar la comida de Petersen para saber lo que era. Como
se lo dije una vez, yo ponía en duda que hubiese sido nunca cocinero
de un barco, pues seguramente los marineros, aun los de un barco
misionero, lo hubieran tirado por la borda. A pesar de su mala ca-
lidad y de nuestra evidente falta de ánimo, conseguimos ingenr el
desayuno y esperamos la llegada del alba. Al fin, como no amanecía
y el despertador señalaba más de las nueve, me acordé de que podía
consultar otro guardián de la hora, la marea. Tomando una antorcha
del fuego, fuí hasta la orilla del mar, pues sabía que la marea alta
se producía a las ocho de la mañana, pero con gran sorpresa comprobé
que todavía estaba bien baja, de modo que después de reprender se-
veramente al cocinero, volvimos a la cama.
Debíamos haber escarmentado con esta experiencia, pero la segun-
da vez que ocurrió lo mismo, la olvidamos y fuimos al lugar de nues-
tro trabajo, a más de un kilómetro de distancia donde tuvimos que
esperar más de dos horas sentados alrededor de una fogata hasta que
hubiera luz suficiente para empuñar el hacha. No cabía dude! de
que alguien había cambiado la hora del reloj mientras dormíamos.
Sospechábamos de Radic, el austríaco, quien tenía el más extraño
sentido de lo cómico. Lo que más le divertía era hacer quedar mal a
Petersen, a quien odiaba por las malas comidas que nos servía y por
su pereza; siempre estaba listo para molestar al viejo y ponerlo en
apuros. Yo sostuve una acalorada discusión con Radic sobre el asunto,
pero nunca pude saber realmente si era o no culpable.
Todavía faltaba lo peor; una noche, de regreso al campamento con
la esperanza de una buena cena alrededor del fuego, encontramos a
Petersen en actitud que daba verdadera lástima, de pie, inmóvil al
lado de lo que una vez había sido nuestra choza palaciega, y ahora
no era más que un montón de cenizas. Había volcado grasa sobre
el fuego con resultados catastróficos. Pero más serio que la pérdida
de la cocina era el hecho de que todas nuestras provisiones se habían
19 6 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

quemado o estaban completamente inutilizables. Lo ú~ico que el pobre


hombre había podido salvar era su adorada concertina.
Después de este desastre, nuestros c.ompañeros quisieron vol;er a
Harberton, pero Will y yo nos opusunos resueltamente; hablamos
venido a realizar un trabajo y no volveríamos hasta verlo concluído.
Si no contábamos con otras provisiones, por lo menos teníamos carne.
Los otros accedieron de mala gana y el trabajo en los cercados conti-
nuó en una atmósfera de mutua hostilidad hasta que quince días
después se produjo el desastre culminante.
Llegamos una mañana al lugar donde habíamos dejado nuestras
hachas la nocl1e anterior. Tom, el yagán, cogió la suya y descuidada-
mente intentó un corte en una rama que tenía sobre la cabeza. Erró
el golpe, el hacha se le escapó de la mano, describió una vuelta
entera en el aire y, filosa como una navaja, se le clavó profundamen-
te en el esternón. El pobre muchacho se cubrió el pecho con ambas
manos sin pronunciar exclamación alguna. Nos quitamos las camisas
y con eUas lo vendamos lo mejor que pudimos, juntando sus hombros
hacia adelante lo más posible de modo que la herida permaneciera
cerrada. Lo depositamos en el bote, en e! cual cargamos todo nuestro
equipo, y después de un día de temporal llegamos a Harberton esa
misma noche.
Durante el viaje Tom se había desvanecido varias veces. Mi padre
hizo cuanto pudo por él y mucl1as noches Despard, Will y yo nos
turnamos para velarlo. El hacha había atravesado el hueso, salvo la
membrana, y una congestión pulmonar parecía inevitable; no obstante,
mejoró rápidamente y se cerró la herida, aunque el pecho quedó un
poco hundido. Cuando un barco en ruta a Ushuaia hizo escala en
Harberton, le pedimos al médico de a bordo que revisase al paciente.
Después de hacerlo, e! doctor juzgó necesario operarlo y resolvió lle-
varlo a Ushuaia. Ninguno de nosotros creyó indispensable esta opera-
ción, pero tampoco podíamos discutir la autoridad de! médico; por
lo tanto Toro tuvo que irse. Quince días después nos avisaron que
podíamos ir a buscarlo, pues estaba mejor. Fuimos y nos encontramos
con una cuenta que nos pareció exorbitante y nos explicó e! urgente
viaje de Toro a Ushuaia, aunque no encontráramos roejora alguna en
su tórax.
La noticia de este accidente empezó a divulgarse, citándose al mé-
dico como autoridad para dar detalles. Una herida de esta naturaleza,
se decía, nunca pudo hacerse con un hacha. Tenía que haber sido
una puñalada, y mía la mano asesina.
~

CAPITULO XXI
LOS AUSH DIFAMAN A LOS ONAS. TENEMOS NOTICiAS DE KAUSHEL,
EL ASESINO. MIS HERMANOS Y YO TRATAMOS DE CRUZAR LAS MON-
TAÑAS. NUEVA TENTATIVA DE DESPARD Y MÍA. ME VISITAN LOS ONAS
EN CAMBACERES. TRABO RELACIÓN CON EL FAMOSO KAUSHEL.
AMENAZO A BERTRAM. Así ES LA JUVENTUD.

los primeros años que pasamos en Harberton, fui-


D URANTE
mos visitados varias veces por un pequeño grupo de aush, al-
gunos de los cuales conocimos en la bahía de Sloggett cuando e!
Golden West yacía averiado en la playa. Dos o tres de ellos hablaban
bastante yagán, y una de las mujeres, llamada Weetklh, de origen
yagán, tenía una numerosa familia y más adelante se estableció con
ella y con su marido, llamado Missmiyolh, en Harberton.
Estos aush temían a los onas, sus vecinos del norte y de! oeste,
más aún que a los yaganes, y con fundado motivo. Durante varias
generaciones habían sido obligados a evacuar una tierra buena, huir
hacia el extremo sudeste del territorio, y reducirse a vivir en medio
de la selva y la ciénaga. Por miedo a los onas, cada vez que los aush
nos visitaban cruzaban las cadenas de montañas del este y llegaban
por la costa. Nos decían que los onas, nuestros vecinos del Norte,
eran hombres muy malos y que habían muerto a muchos de su tribu.
Nos hablaban de un hombre terrible, un asesino de fuerza y audacia
extraordinarias, que se llamaba Kaushel. Además nos informaron
que en la tierra de los onas había un lago tan largo y tan ancho cerno
e! canal de Beagle, aunque pocos de ellos 10 conocían.
A pesar de nuestro buen entendimiento con estos raros visitantes,
ellos parecían siempre inquietos y sólo se quedaban pocos días con
nosotros. Intercambiaban con nuestros yaganes sus pieles de zorro y
otros artículos por cuchillos y hachas.
Al retirarse un grupo de aush a fines del otoño, dos mujeres deci-
dieron quedarse a pasar el invierno en Harberton. Ambas estaban
igualmente llenas de arrugas y era difícil deducir cuál de las dos era
más anciana; resultó que Yoiyimmi, la más baja, era la madre de
SakIhbarra. Cuando no llevaban cargas estas mujeres a pesar de su
19 8 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

edad, marchaban erguidas y con el andar gracioso peculiar de las gi-


tanas. Yoiyimmi tenía el privilegio, raro entre estas gentes, de ser
bisabuela; nos ocuparemos mucho, en las páginas siguientes, de su
nieto y de su familia.
Ambas ancianas conservaban completas las dos filas de su dentadu-
ra, no obstante que la de más edad, Yoiyimmi, por su cara tan arruga-
da, daba la impresión de no tener un solo diente. Era una viejita muy
alegre, y al reír no mostraba incisivos ni caninos, sino dos filas com-
pletas de molares tan pulidos y gastados que parecían estar al mismo
nivel de las encías.
La mayor parte de las ancianas de las tribus fueguinas conservan sus
dientes en las mismas condiciones. Nunca oí decir en esos lejanos
días que un indio sufriera dolor de muelas; creo que esa dolencia era
desconocida.
Yo me pasaba todo el tiempo posible con Yoiyimmi y Saklhbarra
a fin de aprender su idioma. Si hubiese sabido en aquella época que
el aush era hablado sólo por sesenta indígenas en toda la Tierra del
Fuego, no me hubiera tomado semejante trabajo. Los domingos yo
salía a cazar, generalmente mataba un guanaco y les daba una buena
porción de carne. Las mujeres miraban mi rifle con la mayor des-
confianza, como si fuera un ser viviente endiablado y hasta se tapaban
la cara para expresar su horror, de modo que yo me acostumbré a es-
conderlo cada vez que me sentaba a hablar con ellas.
Nos llevábamos muy bien, y antes de la primavera, con la ayuda
de algunas palabras que mi padre había anotado hacía tiempo y las
que yo había aprendido de esas mujeres empezaba a hacerme com-
prender por ellas. Ya entrada la primavera, la anciana madre y su
hija desaparecieron un día sin despedirse de nadie, pero no había
que temer por ellas, pues llevaban una buena provisión de carne medio
seca; además se sentían tan a gusto en el bosque como los mismos
zorros.
Poco después estas visitas de los aush cesaron por completo; pro-
bablemente debieron sufrir un choque sangriento con los onas, por-
que durante varios años nada supimos de ellos.
HARBERTON
199

A menudo, cuando soplaba viento del Norte, percibíamos el agra-


dable olor de fogatas que venía de los bosques, y veíamos cómo el
humo se entremezclaba con las nubes obscureciendo el brillo del sol
y dándole la apariencia de un disco rojo. Otras veces veíamos flotar
en el aire límpido finas espirales de humo provenientes de algún
valle distante o del medio del bosque; encontrábamos en lugares cer-
canos a nuestra finca restos de fogatas, que habían sido encendidas
por grupos de cazadores o de solitarios paseantes onas.
Otra señal de que, a pesar de que no los veíamos, los onas no se
hallaban lejos, era la de que el ganado que acostumbraba alejarse
del campamento, volvía en ocasiones aterrado para no moverse del
corral durante semanas.
También teníamos noticias poco tranquilizadoras sobre encuentros
fatales entre los onas y mineros o paisanos que se habían aventurado
en sus dominios al norte de la isla. Se hacía evidente que tarde o tem-
prano íbamos a tener una agarrada con esos misteriosos fantasmas.
Sabíamos que en invierno, cuando la capa de nieve es tan espesa
entre las montañas que el guanaco corre hacia la costa, no había nada
que temer porque los onas no encontrarían allí nada para comer.
Pero durante el verano, cuando los guanacos volvían a sus guaridas,
era diferente. Esperábamos que no nos dieran señales de vida lanzán-
donos una flecha por la espalda mientras abatíamos árboles o cami-
nábamos tranquilamente por el bosque.
Aunque no nos agradaba la idea de ser espiados continuamente,
no llegaba a inquietarnos demasiado, pero nos afligían las peleas
entre los onas y los invasores blancos. Nuestras intenciones haci:l los
indios eran amistosas, pero esas luchas sangrientas con gente de
nuestra raza haría ciertamente que nos consideraran sus enemigos.
Obsesionado por esta idea yo insistía continuamente ante mis herma-
nos para que tratáramos de ponernos en contacto con estos indios es-
quivos; estaba seguro de que con las pocas palabras de ona que había
aprendido podría persuadidos de que nosotros no vivíamos en Har-
berton para terminar con ellos, sino para hacerlos nuestros amigos.
Por fin mis hermanos se convencieron.
La excursión era imposible durante los meses de verano, pues te-
níamos muchas obligaciones en casa, pero al fin del otoño, cuando
nuestro ganado lanar y vacuno estuvo instalado en sus campos de
200 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

invierno, Despard, WiU y yo emprendimos viaje al Norte, bien en-


trenados después de nuestra tarea de verano. Llevábamos rifles (cada
uno tenía por entonces su propio winchester), una pequeña tienda
de campaña, jarras, cucharas, un poco de azúca~, sal, galleta, té y una
buena cantidad de arroZ. Siempre me ha pareCldo que el arroz es la
comida que, en proporción a su peso, tiene mayor valor alimenticio.
Con un puñado de arroz, un tordo o cualquier otro pájar~, un poco
de apio salvaje y sal se puede preparar un excelente gUISO, y. con
unas bayas y una pizca de azúcar un buen postre, aptos para satisfa-
cer el estómago más hambriento.
El primer día recorrimos más de quince kilómetros de bosque en-
marañado y de pantanos todavía no helados. Llovió casi todo el tiem-
po y avanzamos con dificultad, completamente empapados. Al pie
de una segunda cadena de montañas encontramos, en medio de un
bosque más limpio, una loma seca con un lago hacia el lado norte.
Pensamos que era un buen sitio para acampar; al poco rato nos dimos
cuenta de que poco antes otros habían tenido la misma idea. Había
señales de un gran campamento de onas, en el que se habían encen-
dido más de una docena de fogatas. Entre las cenizas descubrimos
huesos de guanacos que habían sido partidos para sacarles el tuétano.
Los indios siempre arrojaban los huesos al fuego, para que sus ham-
brientos perros no se atragantaran ni se rompiesen los dientes con ellos.
No vimos indios onas, pero teníamos la sensación de que nos esta-
ban espiando; así que decidimos turnarnos toda la noche para montar
guardia. La tienda de campaña nos resultó útil, pues llovió continua-
mente, y como no pudimos secar nuestra ropa tuvimos que dormir con
mucho frío y humedad. A la mañana siguiente contorneamos el lago
y la ladera de la montaña, cuya cima estaba escondida entre las nubes.
Poco después la lluvia se transformó en nevada y muy pronto se lé-
vantó un ventarrón que impidió la visibilidad a pocos metros alrede-
dor. Era de temer que el mal tiempo persistiera porque el invierno
estaba cerca, y en esas condiciones hubiera sido una locura internarse
en tierras escabrosas y desconocidas. Despard y Will resolvieron re-
gresar; aunque yo sabía muy bien que esta decisión, amén de ser la
más p~dent~, era también irrevocable, protesté con energía, pero
fueron mflexlbles, y cuando Despard me amenazó no tuve más reme-
dio que retornar con ellos a Harberton.
HARBERTON 201

Aproximadamente quince meses después de esta tentativa de cruzar


la cadena de montañas, Despard y yo emprendimos viaje nuevamente
hacia un lugar situado algunos kilómetros más al Oeste que el ante-
rior. Era pleno invierno, y desde las colinas cercanas a nuestra finca
podíamos ver un extenso erial que lucía su blancura de nieve salpi-
cada con algunos manchones obscuros de árboles de hojas perennes.
Esperábamos encontrar la nieve ya helada y de un espesor suficiente
para andar sobre ella, y que la caza sería buena. Esto último fué lo
que tentó a Despard más que el afán de saber lo que había detrás
de la cadena de montañas.
Avanzamos unos ocho kilómetros por montes tupidos, encontramos
los matorrales doblegados por el peso de la nieve que en las ciénagas
era profunda y quebradiza. En muchas partes nos hundíamos hasta
la cintura. Por la tarde, sin embargo, llegamos a un excelente lugar
para acampar. En medio de una isla tupida de árboles de hoja pe-
renne había un claro circular de unos cuantos metros de diámetro,
rodeado de árboles secos y erguidos, pero carcomidos en la base, por
la acción de la humedad del suelo. Esto nos permitió aprovisionar-
nos con facilidad de combustible, pues pudimos sin mayor esfuerzo
quebrar troncos del grosor del cuerpo de un hombre, y obtener gran
cantidad de leña seca. Elegimos para la fogata un lugar donde supu-
simos que el suelo estaría bien helado, barrimos la nieve y sobre una
base de ramas verdes apilamos leña seca y le prendimos fuego.
Esta vez viajábamos aliviados de carga, ya que no llevábamos
tienda de campaña; sólo teníamos nuestros rifles, un poco de charqui
(carne secada al sol) y galletas. No habíamos visto ningún guanaco
ese día, así que después de comer parcamente de nuestras raciones,
nos envolvimos en nuestras mantas, cerca del fuego, proponiéndonos
mantenerlo vivo toda la noche; alrededor de las dos de la mañana
me levanté a alimentarlo y me sorprendió ver tanta agua alrededor.
Levanté al hombro un tronco grande de nuestra pila de leña y estaba
ya por arrojarlo al fuego cuando el suelo cedió bajo mis pies y me
encontré en el agua hasta la cintura. La fogata se hundió con-
migo; mientras las brasas se iban apagando, dejándonos en la obscu-
ridad, yo me hundía cada vez más en un barro blando.
El precioso terreno despejado que habíamos elegido resultó ser
una laguna profunda tan protegida por los árboles y la nieve que
202 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

sólo estaba ligeramente helada; con nuestro fuego habíamos derretido


tanto la capa de hielo que no resistió mi peso y el del tronco que lle-
vaba. Conseguí salir del estanque con la ayuda de Despard, y a pesar
de la obscuridad encontramos la pila de leña y pronto encendimos
otro fuego en terreno más firme; allí intenté durante el resto de la
noche secar mi ropa sin quemarla. A la mañana siguiente Despard
declaró enérgicamente que ya habíamos ido suficientemente lejos. Yo
sabía que tenía razón, pero le repliqué con altanería que no había-
mos cumplido el objetivo de nuestro viaje; como en otras ocasiones,
no me escuchó. Me ofrecí para seguir solo, pero no quiso oírme, de
manera que emprendimos e! viaje de regreso a Harberton.
En todo ese páramo cubierto de nieve no habíamos visto ninguna
huella de zorro ni de guanaco; pero tres kilómetros antes de llegar
a casa, Despard cobró un notable ejemplar de! último, de modo que
si bien yo fracasé en mi propósito, él logró en parte el suyo.

4
Una agradable tarde de fines de 1894 aparecieron en Cambaceres
dos erguidas siluetas en lo alto de una colina, a unos cuatrocientos
metros de la casa. Estaban conmigo a la sazón mis hermanas Berta
y Alicia, y como ambas manejaban muy bien el rifle, les dejé el mío
y salí al encuentro de los forasteros; llevaba un pequeño revólver y
un pañue!o lleno de galletas.
Para demostrar sus intenciones pacíficas los dos hombres habían
dejado sus arcos y aljabas entre unos arbustos. Ambos eran fuertes,
bien constituídos, de actitud resuelta. Sus vestimentas de piel de gua-
naco, sus tocados triangulares y sus pinturas, les hacían parecer aún
más grandes de lo que eran en realidad. El más alto, de un metro
ochenta aproximadamente, se llamaba, según supe después, Chalshoat.
Aunque su compañero era cinco centímetros más bajo, no vacilé en
dirigirme a él, pues adiviné en seguida que era el famoso Kaushel.
Aunque sonreía cordialmente, en respuesta a mis demostraciones de
amistad, tenía el hombre un aire de dignidad que me resultaba im-
ponente.
Nos sentamos los tres y los convidé con galleta, comiendo yo tam-
bién. Había oído cuentos de onas envenenados, por eso adopté la
costumbre d.e compartir siempre cualquier comida que les diera, para
que no pudiesen sospechar de mí, si acaso llegara a enfermar alguno
despué~ de comer.
HARBERTON
2°3
Nos esforzamos por conversar, pero lo UDlCO que pudimos como
prender en concreto fué que todos deseábamos ser amigos. Kaushel
tenía una voz agradable, no obstante el áspero lenguaje guturat que
hablaba. Por fin, les sugerí que regresaran a la mañana siguiente ya
que el sol se ha~ía puesto y era hora de dormir. No sé hasta qué
punto me entendieron, pero nos levantamos y ellos, después de como
poner sus vestimentas con un movimiento inimitable, tan natural
como elegante, y recoger sus arcos y aljabas, echaron a andar.
A pesar de que el encuentro había sido amistoso, juzgué más pru-
dente hacer volver a mis hermanas a Harberton. Como la noche estaba
serena, después de obscurecer salieron en un pequeño bote. A la ma-
ñana siguiente, antes del alba, llegó con el bote de vuelta Bertram,
el ex minero que me había regalado el reloj despertador; se hallaba
a la sazón en Harberton y me traía unas líneas alentadoras de mi
padre.
Como de costumbre salí temprano a caballo a retirar las vacas de
las colinas cercanas; pero me alejé un poco más de 10 indispensable
para ver si andaban los onas por los alrededores o alcanzaba a distin·
guir el humo de las fogatas de su campamento. Como era de esperar,
Kaushel, Chalshoat y otros estaban desparramados en grupos de dos
y tres, todos armados con arcos y aljabas. Desmonté y me aproximé
a un pequeño grupo llevando mi caballo de la brida. Pronto me ro·
dearon como veinte indios, y nos sentamos todos en círculo. Esta vez
había dejado mi revólver en casa, a propósito, pues me daba cuenta
de que me serviría de poco el arma, si era atacado de cerca por
aquellos fuertes hombretones.
Eran todos de muy buena presencia, de rostro severo pero amistoso;
comenzaron a hablar entre sí y adiviné que se estaba desarrollando
un serio debate. Algunos de los más viejos decían una palabra de
cuando en cuando, pero los portavoces que tenían opiniones con·
trarias eran, indudablemente, por un lado Kaushel y por el otro Kush·
halimink, el indio ona más gigantesco que jamás haya visto. Todos
hablaban en voz baja, pero cuando querían dar énfasis a sus pala-
bras el acento se tornaba más áspero. No movían la cabeza para
asentir o negar, pues esas modalidades eran desconocidas entre los
onas. Nadie interrumpía al que tenía la palabra. Se mantenía, en un
tono grave y digno, un debate cuyo tema, evidentemente, era yo.
Años después me 10 contaron con detalle.
Parece que el grandote y bonachón Kushhalimink quería llevar~e
con ellos, pues además de haberse encariñado conmigo, como podla
ocurrirle a un niño con una ardilla, pensaba que yo sería capaz de
204 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

proporcionarles rifles y municiones y ayudarles así a defender su


tierra y vencer a sus enemigos. Kaushel se oponía a esta propuesta
alegando que yo probablemente no tendría ni los medios ni los co-
nocimientos para fabricar los artículos que ellos necesitaban. Soste-
nía que en aquel entonces yo me mostraba muy amistoso hacia ellos,
pero que tanto a mí, como a mi gente, nos disgustaría el rapto, de
modo que al hacerlo se acarrearían enemigos en ambos lados de las
montañas. Los argumentos de Kaushel resultaron ser los más con-
vincentes y el debate concluyó.
Como yo tenía que atender mi trabajo matutino, me despedí con
un ademán cordial, monté a caballo y regresé a Cambaceres. Al volver
a mi casa encontré a Bertram, muy ansioso, esperándome, pues había
visto gran número de indios en la lejana colina. Antes de venir al
Sur, Bertram había vivido en el norte de la Tierra del Fuego bus-
cando oro, y su experiencia con los onas lo hacían desconfiar de
ellos; Bertram creía firmemente en el viejo adagio según el cual el
único indio bueno es el indio muerto.
Varias horas después de haberme alejado yo de la reunión en la
colina apareció Kaushel seguido de una banda de más de veinte hom-
bres y muchachos, caminando rápidamente hacia la casa. Después de
las dos reuniones conmigo los indios adoptaron una actitud tan ami-
gable y confiada que llevaban sus arcos y al jabas con la misma na-
turalidad con que un inglés llevaría un paraguas. Sin embargo, ador-
nados y pintados como 10 estaban, ofrecían un espectáculo impresio-
nante. Bertram, lleno de inquietud los acechaba conmigo desde una
ventana. Al fin no pudo aguantar más y muy agitado, amartillando
su rifle, exclamó:
-Vaya disparar sobre ese diablo que va delante. Quieren hacer-
nos daño.
Yo no tenía todavía veinte años, pero en ese instante, dejé d~ ser
un muchacho. También mi rifle estaba listo y le dije:
-Bertram, si usted lo hace es hombre muerto.
Comprendió que yo decía la verdad.
Reco~endándole que se quedase en el fondo de la casa y no dispa-
rase mIentras no me atacaran dejé mi rifle y salí a recibir a nuestros
visitantes. No era un acto de valentía, porque después de haber esta-
do con <;llo.s por la mañana, imaginaba que no había el menor peligro.
Este inCIdente demuestra con qué facilidad una acción precipitada
pudo haber malogrado nuestras buenas relaciones con los onas y
quizá no hubiéramos podido recobrar ya nunca su confianza y afecto.
Permanecí un rato con ellos fuera de la casa; nos sentamos sobre
HARBERTON
2°5
el césped y tratamos de mantener una conversación. Kaushel sabía
dos o tres palabras de yagán y las repetía sin cesar como un loro, y
aunque no significaban nada para él, probaban su amistad. Yo ensa-
yé mis superficiales nociones de aush, que causaron mucha gracia a
íos indíos, y aunque no parecían entender, comprendieron qué idioma
estaba tratando de hablar.
Bertram, que se había mantenido prudentemente apartado de la
reunión, tuvo la impresión que todo iba bien; no obstante, no aban-
donó su rifle. Luego apareció en el umbral, por suerte sin mostrarlo,
y los onas se sintieron aliviados, pues hasta entonces habían estado
algo nerviosos, sabiendo que había alguien escondido en la casa, sos-
pechando quizás que hubiera otros e ignorando nuestros planes con
respecto a ellos.
Les hice señas para que se quedasen donde estaban y entré en la
casa a buscar un cubo de leche y galletas. No quisieron probar la leche
sino después que yo bebí un buen trago, y aun entonces apenas mo-
jaron sus labios hasta que por sugestión de Bertram, le añadí azúcar
yagua hirviendo.
Más tarde ese mismo día vimos aparecer una larga y desordenada
fila de mujeres, con grandes y prolijos fardos en forma de cigarros,
que traían también a sus hijos y a sus perros, estos últimos atados.
Se detuvieron a descansar cerca de nosotros, tomaron leche y galletas,
y luego todos juntos se fueron a Harberton, donde acamparon a la
orilla del bosque, frente a nuestro establecimiento.
Me abstuve de visitarlos allí, porque pensé que era conveniente
cuidar más de cerca el ganado mientras esa gente andaba por los al-
rededores. Al cabo de unos días de intercambio amistoso con los ya-
ganes y con nosotros, los onas partieron tranquilamente para su selva
natal, sin volver a Cambaceres.
A la madrugada siguiente, al ver, desde lo alto de una colina, el
humo del campamento de los indios levantarse a la distancia sobre
la copa de los árboles, ansié huir de mi monótona existencia y unirme
a ellos en sus perpetuas cacerías. Nada sabía yo entonces de sus trai-
ciones y de sus sanguinarios ataques. En mi ardor juvenil, hubiera
deseado reunirme con ellos, llevarles armas y compartir su lucha contra
los avances de la mal llamada civilización, en el romántico país que
les pertenecía. j Así es la juventud!
,
CAPITULO XXII
EL ONA CAPELO VA A BUENOS AIRES. AL VOLVER, SE ENTERA DE
QUE SU MUJER HA DESAPARECIDO Y PLANEA VENGARSE. LA MA-
TANZA DE LOS MINEROS. CAPELO VIENE A CAMBACERES. PROSIGUE
LUEGO A HARBERTON. DON LAVINO BALMACEDA DA PARTE A LA POLI-
cÍA. EL FIN DE CAPELO. MIS HERMANOS Y YO TEMEMOS REPRESALIAS.

URANTE varios años una subprefectura marítima estuvo esta-


D blecida en la bahía Thetis, cerca del cabo San Diego. El oficial
que estaba a su frente era muy bueno con los indios y en una ocasión
había enviado a un joven aush, con el consentimiento de su padre,
a hacer uo viaje a Buenos Aires en el transporte del gobierno que
hacía el recorrido más o menos cada dos meses. Le dieron el nombre
de Emilio; a su regreso, hablaba bastante español y parecía muy im-
presionado por las cosas maravillosas y las innumerables personas que
había visto.
Se le ocurrió al subprefecto, que vivía con su esposa en la bahía
Thetis, hacer el mismo experimento con un joven ona llamado Cape-
10. 1 Sabiendo lo bien que le había ido a Emilio, Capelo estaba tentado
de hacer el viaje. Dudaba, sin embargo, pues tenía una mujer joven y
temía perderla; la esposa del subprefecto prometió entonces cuidarla
hasta su regreso.
Capelo se fué muy contento, pero al volver algunos meses después,
su mujer había desaparecido. Segúo le dijeron, otros indios habían
planeado raptarla y a fin de que estuviera más segura la habían llevado
a la isla de los Estados, de donde debía regresar en el próximo viaje
del vapor; Capelo 00 quedó satisfecho con esta explicación; cuando
volvió el barco y comprobó que su mujer no estaba a bordo, se alejó
protestando. Por algún tiempo quedó en acecho en la vecindad, con
algunos miembros de su tribu, esperando la oportunidad de apoderarse
de la mujer del subprefecto para guardarla en rehén hasta que la suya
le fuera devuelta. La gente de la subprefectura sospechó el peligro y

1 El capelo es el sombrero de los cardenales; probablemente lo llamaron así a


causa del gorro cónico usado por los onas.
HARBERTON 207

se mantuvo alerta. Un día, un ~uchacho blanco salió a cazar pájaros


con su escopeta; Capelo le lanzo una flecha por sorpresa y se apoderó
de su arma, de los pocos ca~tuchos que tenía y de su ropa. Hecho esto,
Capelo y los suyos se alejaron por la costa en dirección Noroeste,
donde se encontraron con un grupo de onas de las montañas, siempre
dispuestos para empresas temerarias. Entre ellos se hallaban Chalshoat,
aquel que había venido con Kaushel a Cambaceres, y Halimink, a quien
me referiré a menudo antes de concluir este relato.
Acompañado de una banda de más de veinte voluntarios, Capelo
atacó a un grupo de mineros que había acampado debajo de una arbo-
leda, cerca de un arroyuelo que corría entre colinas cubiertas de bos-
ques. Los mineros tenían solamente tres caballos, dos de los cuales
pastaban sueltos; sólo uno estaba atado cerca. Estaban reunid0s alre-
dedor del fuego, mientras Capelo y su grupo, internados en el bosque,
los espiaban a unos doscientos cincuenta metros de distancia. Enton-
ces Capelo, vestido con ropas de hombre civilizado se encaminó solo
y sin armas por el sendero abierto y se presentó ante los mineros en
actitud amistosa. Estos lo recibieron muy bien. El jefe se llamaba San
:Martín y creo que era español; los demás eran un gauchito moreno, ar-
gentino, y cuatro dálmatas provenientes de una colonia de Punta Are-
nas de la misma nacionalidad, como casi todos los primeros mineros
de esa región. Estos dálmatas eran de huesos largos y músculos fuertes,
pero muy pacíficos, y rara vez llevaban puñales o revólveres. San
Martín tenía un revólver y el gauchito un largo cuchillo en el cintu-
rón. El indio les contó que estaba con cinco compañeros y que todos
se encontraban hambrientos, porque no habían tenido suerte en la caza.
El jefe de los mineros le contestó que podía ir en busca de sus com-
pañeros siempre que vinieran desarmados, y que se les daría comida.
Capelo volvió al bosque, eligió a cinco compañeros de los más fuertes,
tntre ellos a Chalshoat, que era muy resistente, pero lento de acción y
de inteligencia; Capelo, después de recomendar a los otros indios que
se quedasen en el bosque lo más cerca posible de la tienda de cam-
paña de los blancos, y que se presentaran con sus armas apenas empe-
zara el disturbio, regresó con los elegidos, todos desarmados.
Los mineros estaban preparando un guiso para sus visitas, cuando
Capelo dió la señal y cada ona asió al hombre que le había asignado.
Capelo eligió a San Martín, y lo derribó antes de que pudiera desen-
fundar su revólver. Chalshoat atacó al gauchito, que se escabulló y es-
capó hacia el caballo. Sacando a relucir el cudlillo de su cinturón,
cortó la soga con la cual estaba atado el animal y montando en pelo,
emprendió la fuga. Mientras tanto, los onas restantes armados de arcos
208 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

y flechas se unieron a los combatientes. Tres d~ los blanc?s ~~ero.n


exterminados a flechazos en el acto. Uno de los mmeros conslgUlo hUIr
y llegar hasta la playa; la marea estaba crecida y presa del pánico, iba
a lanzarse al agua, cuando una flecha terminó con sus tribulaciones.
San Martín fué atado de pies y manos, y aunque imploró por su vida,
Capelo, después de pensarlo, le coItó la cabeza.
El botín fué repartido entre los indios, quedándose Capelo con la
parte del león. Después se alejaron unos veinte kilómetros en dirección
Noroeste y acamparon en un lugar llamado Najmishk, bien elegido por
razones estratégicas. Allí se les unieron otros indígenas, con lo que el
grupo sumó más de ochenta personas. Sabían que un hombre blanco
había escapado y que informaría sobre la matanza, de modo que se
preparaban a recibir a los vengadores. Apostaron espías en lugares
convenientes y Capelo eligió para su emboscada un lugar frente :l un
lote de tierra tan blanda que era casi intransitable para los caballos.
Por un lado había un precipicio y por el otro un matorral impenetra-
ble que bordeaba el gran bosque. En los matorrales los indios limpia-
ron el terreno para abrir caminos por donde poder correr sin ser vistos
desde afuera y en otros sitios levantaron parapetos con ramas. A sus
armas habituales, arcos y flechas, los indios sumaban ahora por lo
menos, cinco armas de fuego, cada una de las cuales había costado
una vida humana.
Más de dos semanas transcurrieron sin novedades. Capelo, que
había asumido el mando supremo sobre sus fieros compañeros, se
había vuelto despótico y era tan odiado como temido. Los impacientes
guerreros tuvieron tiempo de recordar sus antiguas riñas y los ánimos
se exaltaron hasta tal punto que es extraño que no pelearan unos
contra otros. Muy pronto se dividieron en grupos pequeños, y la ma-
yoría volvió a sus atávicas correrías de caza, mientras Capelo, esperan-
do aumentar su disminuído acopio de municiones, se dirigió hacia el
Sur. Esta es la versión de los acontecimientos que recogí de los onas,
años después.

. ~na tarde, en Cambaceres, alrededor de dos meses después de la


vlSlta de Kaushel, los perros nos denunciaron la llegada de extraños.
Estaban entonces conmigo mi tía Yakadahby y mi dos hermanas Berta
y Alicia. Mirando a través de la ventana vimos acercarse en dirección
a. la ,cas~ a dos onas de~armados. Uno de ellos, Chalshoat, me impre-
sIono blen con su vestImenta y pinturas típicas; el otro, un hombre
l-IARBERl'ON

fuerte, de estatura mediana, me atrajo la atención por estar vestido


con un traje completo de hombre civilizado, pero su aspecto no me
gustó. Se presentó a sí mismo, en mal español, diciendo que su nom-
bre era Capelo, que había e~tado en Buenos Aires y que tenía el pro-
pósito de acampar en la orIlla del bosque, a menos de un kilómetro
de distancia, frente al puerto interno.
Mientras hablaba vi que otros indios salían del bosque y elegían
sitios para levantar sus refugios. Naturalmente, no opuse objeción a
eso, pero no me gustaba tenerlos tan cerca de la casa a esa hora tardía,
de modo que tomé una bolsa pequeña de galletas y me dirigí, acom-
pañado de mis dos visitantes, al campamento de los recién venidos. Eran
ocho en total, dos de los cuales, además de Chalshoat, nos habían vi-
sitado anteriormente. Había también algunas mujeres y varios niños.
Todos, con excepción de Capelo, usaban la vestimenta habitual de piel
de guanaco y estaban pintados. Noté, sin embargo, un atado de ropa,
un rifle, un revólver, una escopeta, anteojos de larga vista y dos perros
de caza de una raza desconocida entre los onas, por lo cual deduje
que habían saqueado algún campamento de blancos y posiblemente
cometido un crimen; volví a casa, al caer la tarde, con sombríos pre-
sentimientos.
Mi tía y mis dos hermanas regresaron a Harberton tan pronto como
anocheció. Corno de costumbre, el bote estaba amarrado en la costa
oeste del segundo istmo, en un sitio invisible desde la casa y también
desde el sitio donde los onas habían acampado.
Esa noche me acosté completamente vestido, hasta con cinturón y
revólver y mi rifle quedó en su lugar habitual al lado de mi cama. Al
despuntar el día oí ladrar a los perros y luego fuertes golpes en mi
puerta. Me acerqué sigilosamente, abrí y esperé en la oscuridad de mi
cuarto, revólver en mano. Una gran silueta se destacó en la penumbra;
afortunadamente el visitante habló antes de entrar en la casa porque
yo estaba asustado y un hombre armado en esas condiciones es doble-
mente peligroso. "lch shvirnmed it", dijo. Yo me di cuenta de que
era el nuevo empleado alemán a quien yo no conocía todavía, que mi
padre me enviaba para acompañarme. Se llamaba Roberto SchmidL
Mis hermanas debían haber dejado su bote en Puerto Vare1a, y
Schmidt, que había llegado de noche, no lo pudo encontrar. El alemán,
en vez de caminar alrededor del puerto interior de Cambaceres, cuyo
monte tupido llegaba hasta la playa misma, había aprovechado la marea
alta y cruzado a nado el río Vare1a en su desembocadura, luego había
andado hasta la punta y cruzado otra vez a nado la entrada del puerto
interior hasta llegar a mi casa.
210 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Schmidt era uno de los hombres de aspecto más fuerte que he co-
nocido, y me alegré de tenerlo conmigo en esos momentos. A la ma-
ñana siguiente Capelo y alguno de sus c?mpañeros vinjer?n a mi ~asa;
yo salí a recibirlos y recomendé a Schmldt que no se pUSIera nervIOSO,
y no empezara a disparar a menos que me atacaran, y en ese caso, con
sumo cuidado para no darme a mí y sí a los atacantes.
Capelo, después de explicarme lo hambrienta que estaba siempre su
gente y lo difícil que era suministrar carne de guanaco al campamento
sin tener municiones para su rifle, me pidió que le diera algunas a
cambio de arcos, flechas y cueros. Su relato no me pareció verídico y
le contesté que no podía darle municiones porque tenía muy pocas
para mi propio uso. Al oír mi negativa, fué tal la expresión de sus
ojos que me alegré de tener a Schmidt detrás de mí y de que los in-
dígenas no ignorasen su presencia.
Los onas se quedaron poco tiempo en Cambaceres. Pronto levanta-
ron el campamento y se instalaron en la península de Harberton a
menos de un lcilómetro de la finca y a medio del bosque principal.
Eso me impresionó favorablemente, pues si hubiesen tenido malas in-
tenciones, seguramente habrían acampado en el bosque y no en el
sitio que eligieron, donde era tan fácil cortarles la retirada. No tarda-
ron en ponerse en contacto con mi padre, que les obsequió con ali-
mentos y, valiéndose de Capelo como intérprete, convenció a los cuatro
hombres más jóvenes del grupo que ayudasen a los yaganes en la
tarea de limpiar un terreno cerca de nuestra finca.
En un puerto resguardado de la isla de Navarino, a diez kilómetros
del canal de Beagle, se había instalado temporariamente don Lavino
Balmaceda, un caballero con veleidades de aventurero, desterrado de
Buenos Aires por actividades políticas. Poseía unas cuantas ovejas y
se dedicaba a hachar árboles y cazar focas, firmemente convencido de
que este último era un medio rápido y seguro de hacer fortuna.
Un domingo, una semana después de la llegada de Capelo a Har-
berton, el señor Balmaceda nos hizo una visita. Yo pasaba con frecuen-
cia los domingos en la finca y ese día fuimos mi padre, mis hermanos,
el visitante y yo al campamento ona.
Yo e~taba deseoso de aprender su idioma, de manera que no perdía
oportunIdad de acercarme a los onas. Conversamos amigablemente con
ellos, y mis hermanos los asombraron por su habilidad en el manejo del
arco y la flecha.
~stábamos convencidos de que se había cometido un crimen, pero
sabIendo cuánto habían sufrido los aborígenes por culpa de algunos
blancos, habíamos decidido conservar una actitud neutral. Personal-
HARBERTON 211

mente mis simpatías estaban de! lado de los primitivos dueños de la


tierra, y Balmaceda, adivinando probablemente mis sentimientos se
abstuvo de manifestar su parecer. Al anochecer, como se manteni~ e!
buen tiempo, él se retiró; aparentemente se dirigió a su campamento
mientras yo volvía al mío, donde Schmidt me aguardaba.
Pocos días después un tiroteo de rifles alteró de repente la tran-
quilidad de Harberton, y los cuatro onas que estaban limpiando ma-
torrales cerca de nuestra casa se escabulleron entre la maleza. Afortu-
nadamente, mi padre, según lo supe después, había ido en ese momen-
to a inspeccionar el trabajo de los indios y éstos se dieron cuenta de
que él estaba tan sorprendido como ellos por las detonaciones. Parece
que Balmaceda, al retirarse ostensiblemente para volver a Navarino,
en realidad se había dirigido a Ushuaia para avisar a las autoridades
de lo que había visto en Harberton.
Casi al mismo tiempo llegó a Ushuaia, vía Punta Arenas, la noticia
de la matanza de San Martín y sus compañeros. Sin montura y sin
freno el gauchito había galopado sesenta y cinco kilómetros hacia el
Noroeste por la costa atlántica hasta Río Grande, donde acababa de
instalarse un puesto de policía; allí su caballo sufrió un síncope y
murió. No había medios directos de comunicación con Ushuaia y pa-
saron cerca de dos meses antes de que las noticias llegaran a esa es-
tación.
El alto y enérgico Ramón 1. Cortez, jefe de policía de Ushuaia,
aunque simpatizaba con los onas, tuvo que cumplir con su deber. Salió
en bote acompañado por Balmaceda y un pelotón de policías armados;
desembarcaron en una ensenada a poca distancia de Harberton hacia
el Oeste y, deslizándose furtivamente por el estrecho istmo, cortaron
toda posible retirada. El campamento ona fué tomado completamente
por sorpresa, pero el único hombre que había quedado allí, junto con
las mujeres y los niños era Chalshoat. Capelo, el indio a quien más
buscaban, sin sospechar el peligro que lo acechaba, había dejado su
rifle y sus otros bienes en el campamento ona y con otros dos compa-
ñeros se paseaba tranquilamente por el pueblo yagán. La policía dió
con ellos antes de que pudieran darse cuenta. El jefe de policía quería
evitar derramamiento de sangre y, al encontrar a Capelo a la entrada
de una choza, le ordenó que se rindiese, pero el indio, que era excep-
cionalmente fuerte, saltó sobre él y trató de arrebatarle el revólver. Al
instante, uno de los vigilantes, haciendo fuego a quemarropa, hirió de
muerte a Capelo. Otro de los indios fué preso y el tercero, que intentó
escapar, fué baleado. Esa fué la razón de los tiros que oímos.
Las pocas mujeres y niños que estaban ausentes del campamento
212 EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

cuando irrumpió la policía, consiguieron esconderse y desaparecer du-


rante la noche.
Después de enterrar al muerto, Chalshoat y el otro ~reso, junto con
diez o doce mujeres y niños, fueron llevados a UshuaI~, donde se .1~s
tuvo bajo custodia durante algún tiempo; luego descuIdaron la VIgi-
lancia, creo que a propósito, y se les permitió escapar.

3
Cuando conocimos la verdad sobre el asunto de Capelo, nos tran-
quilizó mucho saber que había muerto, pues en su desesperación por
conseguir municiones, tarde o temprano hubiera hecho un disparate.
Conociendo la naturaleza vengativa de los indios, esperábamos inquie-
tos su reacción. Yo seguía ocupándome, en Cambaceres, del ganado
mayor lo mismo que antes, pero confieso que me sentía muy nervioso.
Entre las montañas, a menos de un día de marcha, grupos de onas
se entretenían cazando animales o cazándose unos a otros. Y no era
difícil que decidieran cazarme a mí.
En la finca, Despard se había convertido en el brazo derecho de
nuestro padre, aunque siempre estaba dispuesto a ayudarnos a Will o
a mí, si lo necesitábamos. Will, aunque se había hecho cargo de las
ovejas, el rubro más importante de la finca, venía con Despard muy
a menudo y me ayudaban a cuidar el ganado mayor. Cuando los tres
cabalgábamos por el bosque, manteníamos entre uno y otro una dis-
tancia de cien metros, a fin de no ser atrapados juntos en caso de una
emboscada. Si pasábamos la noche en una choza y oíamos ladrar a los
perros, en seguida apagábamos las luces y salíamos a investigar con
gran cautela.
Ese año la llegada del invierno fué un gran alivio para mí, pues en
esa época debido a la espesa nieve y a la falta de caza, no era probable
que los indios cruzaran las montañas, por consiguiente, podía di~mi­
nuir mi vigilancia.
Un día salí a pie a cazar y a unos cinco kilómetros de la casa encon-
tré dos guanacos y tuve la suerte de acertarles. Los faené allí mismo,
colgué tres medias reses en una rama, fuera del alcance de los zorros,
y llevé la restante a casa. Al día siguiente propuse a Will que fuéramos
a buscar la carne junto con Missmiyolh, el aush, a quien ponía siem-
pre contento proporcionar alimento a su numerosa familia; volvimos
al lugar por un sendero distinto del que yo había tomado el día ante-
rior y encontramos la carne intacta; alguien, sin embargo, había estado
HARBERTON

allí y las huellas marcadas en la nieve no eran con toda seguridad de


Missmiyolh, ni de ningún otro yagán de la finca. Examinándolas cui-
dadosamente descubrimos que el desconocido me había seguido hasta
e! deslinde del bosque que enfrentaba a Harberton, luego había do-
blado a la derecha internándose en un monte de árboles de hoja pe-
renne. Dejamos allí nuestra carga y seguimos los rastros hasta cierta
distancia. No cabía duda de que el desconocido había andado a prisa,
pero como había seguido nevando desde que vimos por primera vez
sus huellas, éstas se hacían más difíciles de seguir; además caía la
noche, así que resolvimos recoger nuestra carga y volver a casa.
Esto me puso muy nervioso, pues si e! indio que me había seguido
no era un enemigo, ¿por qué me estaba acechando?
Yo tenía un cuero muy duro de toro, de! que había estado sacando
tiras hasta que no quedó más que un pedazo oval del centro. El ga-
nado ordinario, conocido con e! nombre de "criollo", tiene el cuero
mucho más grueso que las razas finas, tales como la Devon, Hereford
o Durham, y a juzgar por su grosor mi cuero debió de pertenecer a
un "criollo" muy ordinario por cierto. Se me ocurrió hacerme con él
un chaleco y empecé a darle con el martillo para ablandarlo un poco,
cuando llegó Missmiyolh con su arco y dos o tres flechas sin puntas de
pedernal! en la mano, como lo hacía siempre que andaba por el cam-
pamento, en previsión de que apareciera un pájaro marino en la playa
y fuera así posible agregar un plato a la comida familiar.
Le dije que los rastros en la nieve me habían vuelto prudente y que
usaría este nuevo chaleco cuando saliera a caminar solo. Me miró con
curiosidad y me dijo:
-¿No lo atravesarán las flechas?
Cerca de nuestra puerta trasera la nieve había sido retirada a pala
y los montículos que formaba a los lados de! sendero tenían más de
un metro de altura. Coloqué mi presunto chaleco a prueba de flechas,
firmemente estirado contra la nieve como hubiera quedado sobre mi
cuerpo y Missmiyolh tomando una de sus flechas retrocedió aproxi-
madamente diez metros, apuntó, y disparó. El resultado fué que queda-
ron hincados en la nieve sesenta centímetros de flecha, luego de atrave-
sar el cuero.
Ese fué el fin de mi cota de cuero.

1 No desperdiciaban pedernales ni puntas de vidrio en pájaros; las puntas afila·


das de madera dura eran suficientes.
,
CAPITULO XXIII
KAUSHEL VUELVE A HARBERTON. TININISK, EL CURANDERO Y KAN-
KOAT, EL BUFÓN. UN DOBLE RAPTO. LOS INDIOS DE LAS MONTAÑAS
VISITAN HARBERTON. TALIMEOAT, EL CAZADOR DE PÁJAROS. LOS
ONAS DISIMULAN SU GRATITUD. LA TINTURA DE YODO RESULTA UNA
PINTURA MÁGICA. UN TESTIMONIO NO SOLICITADO. UN NOVIAZGO
AL ESTILO ONA.

L 29 de diciembre de 1895, casi un año después de la muerte


E de Capelo y dos días antes de cumplir yo veintiún años, acam-
paron algunos onas en el bosque cercano a Harberton. No visitaron
el establecimiento, pero se adelantó un emisario para enterarse por
intermedio de los yaganes que trabajaban con nosotros, de nuestros
verdaderos sentimientos hacia ellos. Supimos que Kaushel, aquel exce-
lente hombre que ya conocíamos, formaba parte del grupo, y que
venían del Norte y no del Este como cuando él nos visitó anterior-
mente. Desde la muerte de Capelo temíamos llegara una expedición
vengadora, y nos alegró que los recién llegados, aunque evidentemente
estaban intranquilos, no parecieran abrigar intenciones hostiles.
Yo había venido de Cambaceres para celebrar mi cumpleaños. Fui·
mos con mi padre a visitar a los onas en su campamento del otro lado
del puerto. Cruzamos en bote y caminamos hasta el bosque, a cuya
orilla estaban sentados cuatro indios desarmados -naturalmente nos-
otros también- que se incorporaron al vernos. Uno de ellos era
Kaushel y el otro, un joven delgado de buena apariencia, resultó ser
su hijo mayor, llamado Kiyotimink. Medía un metro ochenta, unos
buenos cinco centímetros más que su padre; este último, aunque no
parecía grueso, pesaba cien kilos.
Nos condujeron hasta su campamento, situado a unos catorce me-
tros de la orilla del monte, en un lugar bien elegido, tanto para puesto
de observación como para facilitar una rápida fuga. Nuestra llegada
provocó cierto alboroto en el campamento, donde estaban reunidos
diez hombres y de treinta a cuarenta mujeres y niños. Kaushel me
señaló a su mujer, Kohpen. Tanto los hombres como las mujeres
ostentaban pinturas, la mayoría con puntos o rayas blancas sobre
HARBERTON 21 5

fondo rojo. Había mucha carne de guanaco colgada de los árboles


cercanos.
Kaushel nos condujo a su refugio de pieles de guanaco 1, alrededor
del cual se agolparon los demás indios, muy excitados. Hablaban rápi-
damente haciendo ademanes amistosos, pero a pesar de nuestra buena
voluntad no llegamos a entender ni una palabra. Yo creía haber
aprendido unas seiscientas palabras de aush, y aunque sabía que exis-
tía gran diferencia entre el idioma aush y el ona, me esforcé en
hablarlo, deseando sobre todo impresionar a mi padre con mis cono-
cimientos 2. Kaushel no me entendió, pero yo quedé muy satisfecho
al entender la contestación en aush de Kohpen, su mujer, que era
originaria de una tribu de onas del Este.
Mis esfuerzos por hacerme entender con mi modesto vocabulario
causaron cierta hilaridad, pero la conversación resultó de gran valor,
pues antes de separarnos de Kaushel y de su gente nos enteramos de
que los cuatro onas que escaparon de Harberton durante la incursión
policial habían convencido luego a sus compañeros de que la reacción
de sorpresa que tuvo mi padre ante el tiroteo era una prueba sufi-
ciente de que, quienquiera que hubiese sido el instigador del hecho,
con toda seguridad no pertenecía a la familia Bridges.
Después de oír esto, anduve por el bosque con mucha más audacia.

1 Los refugios de los onas (kowwhi) no eran realmente tiendas, sino simples
pieles cosidas y atadas a postes, colocadas contra el viento, alrededor del fuego. Los
postes eran muy delgados y se inclinaban hacia el fuego en un ángulo de casi cua-
renta y cinco grados. Los kowwhi no tenían techo y casi nunca medían más de un
metro cincuenta de alto. Algunos llegaban casi a los dos metros de circunferencia,
pero los armaban más cerrados cuando reinaba muy mal tiempo.
2 He aquí cinco palabras con sus equivalentes:

ESPAÑOL SHlLKNUM U ONA AUSH U ONA Y AMANA O Y AGÁN


DEL EsTE
Refugio (casa) kowwhi hahli ukurh
Hombce chohn hink ua
Mujer nah nimmin keepa
Río shike lyual wayan
Agua choh uta sima
216 EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

El alivio parece haber sido recíproco. Después de la visita del atre-


vido Kaushel parece que corrió la voz por toda la montaña de que
se podía confiar en nosotros, y con frecuencia recibíamos la visita
de pequeños grupos de onas, tanto en Harberton como en Camba-
ceres. No se quedaban en general más de una semana o diez días,
pero un grupo de seis o siete familias, de la región oriental a que
pertenecía Kaushel, permaneció acampado cerca de Haberton casi
un mes.
El territorio de caza de este grupo se extendía entre las montañas
llamadas Nokake y el océano Atlántico, cuya costa seguían desde el
cabo Santa María (llamado Shilan por los onas) hasta la ensenada
Policarpo, después del cabo San Pablo, llegando así hasta las fron-
teras del país de los aush. En verano llegaban en sus correrías de
caza en dirección sur hasta las colinas que dominan las bahías Sloggett
y Moat. Los llamaré en adelante el grupo del cabo San Pablo.
El hombre más importante del grupo, después de Kaushel, era el
curandero Tininisk. Había estado de paso en Harberton varias veces
en años anteriores, en compañía de algunos aush, pues era mitad
aush y mitad ona. Tenía una influencia considerable sobre los miem-
bros dispersos de esas tribus fronterizas. Esa influencia era tanto
más notoria por el hecho de que, con excepción de su hijito, nunca
supe tuviera ningún pariente varón vivo, ni siquiera primos, ni tíos,
ni sobrinos, si bien los parientes de su mujer formaban un grupo
numeroso.
De porte atlético, ancho de hombros aunque delgado, Tininisk me-
día un metro sesenta y cinco de estatura. Su mirada de águila, su
frente inclinada hacia atrás y su nariz en forma de pico le daban
un aspecto de pájaro de presa que no correspondía a la realidad,
pues era un hombre bondadoso y razonable; en los veinticinco años
que lo traté, lo encontré siempre tranquilo y bien dispuesto. En los
últimos años, cuando éramos ya más amigos, le halagaba que yo
por broma le dijese que él debía de tener entre sus antepasados un
cuervo o un águila; y en una ocasión en que, señalando a otro indio,
le dije que quiz~ ése debía agradecerle a algún antepasado pato la
forma de su hOCICO, todos se echaron a reír de buena gana incluso
la víctima de la broma. '
La mujer de Tininisk se llamaba Leluwhachin, era bien formada
HARBERTON 217

y de trato agradable. Fué la única mujer ona que he conocido a la


que se atribuyer.an poderes .mágico~, .aun.que a muchas mujeres yaga-
nas se las consideraba brujas. Ongmanamente había pertenecido a
un clan esquivo que vivía errante entre las cadenas de montañas detrás
de Harberton y de Ushuaia y que gozaba de muy mala fama entre
sus vecinos del este y del norte.
Otro miembro del grupo del cabo San Pablo era Kankoat, a quien
se le hubiese podido llamar el bufón. Era hijo de Saklhbarra y nieto
de Yoiyimmi, las dos ancianas aush que pasaron un invierno en
Harberton. Su padre, que era ona, murió cuando él era niño y puede
decirse que Kankoat había crecido al cuidado de la mujer de Kaushel,
que era aush y probablemente pertenecía a la familia de la madre del
niño. Nunca le oí decir que tuviera algún pariente varón, pero creo
que se sentía más cerca de Kaushel que de Tininisk.
Kankoat era un muchacho simpático aunque bastante feo, de vein-
ticinco años de edad y de estatura mediana; estaba siempre animado
de la mejor buena voluntad y su atrayente sonrisa hacía pensar que
descubría el lado cómico en todas las cosas. Era viudo y tenía un
hijito de unos cuatro años que era su orgullo y su alegría y a quien
cuidaba su hermana Chetanhaite, niña de trece años.
El invierno de 1897 había empezado ya a hacer sentir sus rigores
cuando, de pronto, el clan del cabo San Pablo resolvió abandonar
a Harberton. Yo lo lamenté, pues hubiera deseado que se quedaran a
invernar con nosotros, y así hubiera tenido el placer de salir a cazar
con ellos, aprender un poco más de su idioma, y conocer algunas
de sus creencias y costumbres. Antes de que partieran sugerí a Kankoat
que se quedara en Cambaceres con Chetanhaite y su hijito, para po-
der así, cuando las nieves invernales obligaran a los guanacos a bajar
de las montañas y disminuyera el trabajo en Cambaceres, salir a cazar
juntos. Kankoat aceptó la proposición, pero Tininisk no estaba dis-
puesto a perder tan bravo guerrero ni tan experto cazador y explo-
rador; con él no había que temer que faltase alimento a la tribu, ni
alegría, cuando era preciso levantar los ánimos.
Kankoat estaba ausente de Harberton el día que Tininisk y sus
compañeros empaquetaron sus cosas y partieron. Chetanhaite, a cuyo
cuidado estaba el hijito de Kankoat, se quedó esperando el regreso
de su hermano. Pero a último momento el astuto Tininisk se llevó
a la criatura sabiendo que Kankoat lo seguiría. El grupo pasó cerca
de Cambaceres de camino hacia el Este; los hombres se acercaron a
charlar amistosamente y luego prosiguieron su camino y acamparon
a unos dos kilómetros y medio de distancia en dirección Este.
218 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

A la mañana siguiente se presentó Kankoat con su hermana a de-


cirme que aun lamentándolo mucho -porque hubiera deseado que-
darse con nosotros- tenía que seguir a Tininisk, que había secues-
trado a su hijo; deseaba que creciera a su lado para tener, cuando
fuese viejo e inútil, alguien que pudiera defenderlo y ayudarlo.
Era tiempo de que yo tomara cartas en el asunto; dije a Chetanhaite
que se escondiera entre unos arbustos de grosellas cercanos a Cam-
baceres, donde estaba Yekadahby sola en ese momento, mandé a
Kankoat de vuelta a Harberton, lejos de Tininisk, de sus poderes
mágicos y sobre todo de su habla persuasiva, y partí yo mismo hacia
el campamento de los onas.
Creo que adivinaron el objeto de mi visita, pues cuando desmonté
Tininisk estaba sentado con el niño secuestrado a su lado; su esposa
y varias otras mujeres completaban el grupo. Dije al curandero 10
que deseaba y cuáles eran mis motivos, pero él se mostró inflexible.
Algunas mujeres empezaron a lamentarse ruidosamente ante la idea
de que les llevaran al pequeño a quien tanto querían. La que más
protestaba era una india aush llamada Honte, que había vivido du-
rante un tiempo con un italiano de la subprefectura de la bahía
Thetis.
Viendo que mis argumentos eran inútiles, me volví a buscar mi
caballo, que había dejado atado allí cerca y que encontré rodeado
por varios muchachitos completamente desnudos que hacían comen-
tarios acerca de ese extraño animal. Entre ellos se hallaba Garibaldi,
el hijo mestiw de Honte, de unos cuatro años de edad. Llevado por
un impulso, lo alcé, a pesar de sus protestas, y monté rápidamente;
dije a Tininisk al pasar por su refugio que devolvería a Garibaldi a
cambio del hijo de Kankoat. Luego, aturdido por los alaridos del
niño y los gritos de indignación de las enfurecidas mujeres, emprendí
el galope.
Al llegar a casa entregué el niño a Yekadahby, quien pronto le
encontró vestimenta adecuada; poco después Garibaldi, muy contento,
comía en nuestra cocina.
Mi plan dió resultado. Al poco tiempo se presentó Honte con el
hijo de Kankoat, el cual, a pesar de sus vigorosas protestas, fué
d~jado a nuestro cuidado mientras que la madre partía con su propio
hiJO. Cuando se marcharon, Chetanhaite salió de su escondite y muy
contenta se encaminó hacia Harberton llevando a su sobrino a la
espalda. Kankoat permaneció con nosotros durante el invierno; y más
adelante, cuando Tininisk volvió a Cambaceres era evidente que no
HARBERTON

nos guardaba rencor; al contrario, comentó el incidente como una


buena broma en la que yo había tenido la mejor parte.

He mencionado ya que Leluwhachin, la mujer de Tininisk, per-


tenecía a un grupo que ambulaba entre las cadenas de montañas,
detrás de Harberton y Ushuaia. Los límites de su territorio no esta-
ban claramente delineados, pues en sus andanzas no sólo recorrían
las montañas situadas entre el canal de Beagle y el lago Kami (ese
gran lago interior de que hablaban los aush y que se llama ahora
lago Fagnano), sino que también consideraban corno tierra propia
una ancha franja de algo más de treinta kilómetros que les permitía
el acceso a la costa atlántica. Allí cazaban focas y pájaros marinos;
y en el verano y a principios del otoño, en los charcos que se forma-
ban entre las rocas de la playa de piedra arenisca, encontraban abun-
dante dahapi, peces grandes y sin escarnas que los yaganes llaman
ttlkupi.
La composición de ese clan, que llamaré de las montañas, era tan
indefinida como los límites de su territorio. En general, el clan cons-
taba de menos de quince hombres con sus familias, pero si surgía
cualquier pequeña desavenencia, el grupo se dividía en dos, o uno
de los miembros se alejaba con su familia y no regresaba mientras
persistiera el malentendido. Estos hombres de las montañas gozaban
de muy mala reputación entre sus vecinos del norte y del este.
Poco después de la partida de Tininisk nos sorprendió la llegada
de ocho hombres de ese grupo con sus mujeres y sus familias. Estos
onas iban y venían sin descanso, pero esta vez, por el hecho de llegar
en pleno invierno, era evidente que tenían la intención de quedarse
con nosotros hasta la primavera.
Además de la carne, nuestro alimento más corriente, teníamos una
buena reserva de nabos, zanahorias y repollos, así como una cierta
cantidad de patatas; pero los indios se habían aficionado a ciertos
refinamientos, tales corno harina, arroz, café y azúcar. Hubiera sido
ruinoso para nosotros y moralmente nocivo para nuestros visitantes,
seguir dándoles estas cosas, sin que ellos se esforzaran por correspon-
der en alguna forma.
Nunca habían realizado un trabajo regular y si se los dejaba solos,
no hacían prácticamente nada, de modo que yo iba cada ~ía con
ellos a despejar senderos y a apilar enormes montones de lena para
220 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

reserva. Aunque la capa de piel de guanaco no molestaba para cazar,


porque el cazador podía quitársela fácilmente cuando recorría silen-
ciosamente e! bosque, no era conveniente para trabajar en e! bosque,
pues difirultaba el manejo del hacha o la sierra. Hubo, pues, que
proporcionar otra ropa a los trabajadores; además, todas las noches,
al volver al establecimiento, recibían una generosa ración de ali-
mentos para llevar a sus familias.
Los onas no tenían jefes hereditarios ni electivos, pero los hombres
que sobresalían por su habilidad, casi siempre se convertían de hecho
en dirigentes. Sin embargo, uno podía ser e! jefe hoy y otro mañana,
pues se lo cambiaba según la empresa a acometer y se designaba al
más vehemente partidario de cada una. La categoría social entre ellos
fué bien definida, años después por e! jovial Kankoat.
Un hombre de ciencia nos visitó una vez en esa región, y en con-
testación a las preguntas que me hacía le dije que los onas no tenían
jefes, según nuestra acepción de la palabra. Viendo que él no me
creía, llamé a Kankoat, que entonces hablaba bastante español. En
contestación a la pregunta que le hizo el visitante, Kankoat demasiado
amable para contestar con una negativa, dijo:
-Sí, señor, los onas tenemos muchos jefes: todos los hombres son
capitanes y todas las mujeres son marineras.
No conocían la diciplina. Sin embargo, e! más despiadado, e! más
fuerte, ya sea física o mentalmente, o el astuto capaz de una traición,
podía dominar la comunidad. El personaje más importante de! clan
de las montañas que vino a pasar e! invierno en Harberton ese año
era un hombre que poseía esas características, a las que agregaba la
elocuencia, un excelente sentido del humor y una simpática sonrisa,
como si su corazón estuviese pleno de las mejores intenciones. Era
un joven muy atrayente, de unos treinta años, delgado y dinámico y
de estatura no mayor de un metro sesenta y cinco. Su peculiaridad
era andar siempre de puntillas, y aunque llevara sobre sus hombros
una carga, sus talones apenas parecían apoyarse sobre e! suelo. Había
participado con Capelo y Chalshoat en la matanza de San Martín y
sus mineros. Era hermano de Leluwhachin, la mujer de Tininisk,
y se llamaba Halimink.
Varios miembros del clan de las montañas intervienen en mi narra-
ción. Mencionaré aquí a otros dos de ellos, padre e hijo: Talimeoat
y Kaichin. Talimeoat, un hombre delgado y silencioso, algunos años
mayor que Halimink, pariente cercano de él y unos seis centímetros
más alto, era famoso en toda la región, tal como lo había sido su
padre, por su audacia y habilidad para atrapar pájaros marinos, que
HARBERTON 221

infestaban los ac.antilados de la costa atlántica de la Tierra del Fuego.


Su lugar prefendo para cazar era el cabo Santa Inés. Kaichin era
todavía un niño, pero seguía ya las huellas de su padre, prometía
convertirse en excelente cazador y rastreador, como veremos en un
próximo capítulo.
El invierno no es época apropiada para abrir picadas ni para cortar
leña en el bosque; las excursiones de caza eran entonces más fre-
cuentes y el resultado fué que los guanacos empezaron a escasear en
los bosques cercanos a Harberton. Cuando necesitábamos una buena
provisión de carne debíamos, pues, tomar una barcaza y salir por dos
o tres días. Nuestro terreno de caza favorito era la costa de la isla
de Navarino; como no había indios en el interior de la isla, los gua-
nacos llevaban allí en verano una vida mucho más pacífica que sus
congéneres de tierra firme y, en consecuencia, cuando las nieves inver-
nales los obligaban a bajar hasta los bosques cercanos a la costa
estaban en mejores condiciones que los otros. Esos guanacos de la
isla de Navarino eran del mismo tipo que aquellos que se encontra-
ban al norte del canal de Beagle, pero de tamaño mayor.
En una de esas excursiones a la isla de Navarino me acompañaron
una veintena de onas, entre ellos Talimeoat y Kaichin. Amarramos
el bote en una bahía resguardada y nos dispersamos en todas direc-
ciones en busca de guanacos. El día era realmente demasiado sereno
y tranquilo para tener éxito en la caza de acecho y nuestras dificul-
tades aumentaron por el hecho, que no tardamos en comprobar con
gran disgusto, de que un grupo de yaganes había estado recientemente
cazando en ese distrito con perros, práctica que ahuyenta a los anima-
les en un área mudlO más extensa que el alcance de la flecha y hasta
de la misma bala de rifle.
De a dos o de a tres regresamos al campamento con las manos
vacías, a enfrentarnos con la triste perspectiva de una noche de ham-
bre. Por razones de economía y también por amor propio de cazador,
en esas ocasiones sacábamos pocas provisiones de nuestra casa. Sólo
faltaban dos de los nuestros, Talimeoat y su hijo; se estaba haciendo
tarde cuando aparecieron con una carga de carne. Yo demostré mi
alegría, pero mis compañeros onas, muy dignos, trataron de disimular
la suya.
Al carnear un guanaco, los onas generalmente dividían la res en
seis pedazos para facilitar su transporte. Esta vez, Talimeoat cortó el
animal en tantos trozos como hombres y a cada uno le arrojó su parte.
En cada caso, el beneficiado era el único individuo que no mostraba
interés en este reparto; simulaba estar arreglando el fuego o secando
222 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

sus mocasines, O mirando al vacío, hasta que otro miembro del grupo
le llamaba la atención sobre el regalo recibido; entonces él lo levan-
taba casi sin mirarlo, y sin demostrar ningún placer lo ponía a su lado.
Talimeoat y Kaichin no se habían reservado ni un pedacito, ni
siquiera el pecho, que siempre era considerada la porción del matador.
Después de un rato, algunos de aquellos a quienes, quizás a propó-
sito, se les había dado una porción mayor que a los demás, la divi-
dieron con los afortunados cazadores. Entre los indios onas ése era
el modo correcto de repartir la carne en tales circunstancias, si bien
es muy probable que Talimeoat y su hijo hubieran saboreado ya el
sebo caliente recién sacado del interior del animal.
He aquí otro caso de ingratitud aparente que tuve ocasión de ob-
servar. Había pasado en compañía de un ona una larga y dura jor-
nada; a pesar del tiempo pésimo el indio había trabajado animosa-
mente conmigo desde el amanecer hasta el crepúsculo. Me sentía tan
satisfecho con mi compañero, que al llegar a la finca le regalé mi
cuchillo de caza con su vaina. Lo tomó en silencio con expresión tan
sombría como no la había tenido en todo ese día húmedo y abru-
mador. Dirigiéndome a mi madre, que según su costumbre había ve-
nido a la puerta para recibirme, le dije:
- j Qué desagradecido ese hombre, luego de un regalo semej ante!
j Hasta parecía enojado!
-No dirías eso -replicó ella-, si hubieras sorprendido la mi-
rada que dirigió al cuchillo cuando tú te volviste para hablarme. Pa-
recía encantado.
i Qué esfuerzo haría el pobre hombre para ocultar sus sentimientos
y abstenerse de manifestar su infantil alegría hasta que yo no lo viera!

La reticencia característica de los indios onas se pone de manifiesto


en esta otra anécdota referente a un muchacho llamado Teeooriolh.
Un día, con la ayuda de un grupo de onas, estaba arrastrando unos
grandes postes por una huella muy mala para cargarlos en un trineo
de bueyes. Después de haber pasado dos o tres veces con carga, ob-
servé que TeeoOriolh estaba sentado a un lado de la huella con una
sonrisa triste, ajeno aparentemente al trabajo de los demás. Me acer-
qué a preguntarle:
-¿Por qué no trabaja usted? ¿Está cansado?
Se llevó la mano a la clavícula y la hizo crujir.
HARBERTON

-Tengo el hueso roto -contestó.


El hecho de quejarse, o aun de mencionar este asunto sin que le
hubieran preguntado, habría sido considerado corno una falta de vi-
rilidad.
Le puse algodón bajo la axila y con una cinta le até el codo contra
el cuerpo, pero este tratamiento no lo dejó satisfecho por ser dema-
siado sencillo. Me acordé de que tenía un frasco de yodo en casa, lo
llevé allí y le apliqué generosamente tintura en la parte afectada.
j Qué bálsamo tan maravilloso era aquello, tan roj izo y perfumado!
Teeooriolh se fué muy contento y volvió a trabajar pocos días des-
pués. Pronto cundió por toda la región la fama de esa extraordinaria
medicina, y los indios se presentaban con los pretextos más inverosí-
miles para que les diéramos una pincelada de esa pintura mágica, que
consideraban no sólo corno una cura, sino también como un preven-
tivo contra dolencias o accidentes.
Poco después descubrí que poseía otro producto maravilloso: un
jabón mágico, cuyos fabricantes, demasiado modestos, no habían dado
a publicidad sus estupendos efectos.
Uno de los onas se ausentaba frecuentemente por largos períodos
para trabajar en la isla de Picton. Durante una de sus ausencias, su
mujer dió a luz un niño de tez blanca, pelo rubio y ojos celestes (debo
dejar bien establecido que mis ojos son castaños y que en esa época
mi pelo era casi tan negro corno el de un ona). Yo, perplejo, me
preguntaba qué diría el indio al ver ese extraño vástago.
A su debido tiempo volvió el indio de la isla de Picton, y uno
o dos días después vino a visitarme para pedirme una pastilla de
jabón; no del común, sino del mágico jabón de color de vidrio oscuro
y forma de un huevo de ganso de las montañas. Yo no comprendí
al principio a qué se refería; pero él me explicó de muy buena fe que
durante su ausencia su mujer había tenido un hijo moreno corno
todos los niños onas, pero que cuando él lo había conocido ya se le
habían aclarado maravillosamente la piel y el cabello. Al preguntársele
a la esposa sobre esta increíble transformación, ésta, apoyada por el
testimonio de las dos mujeres que la habían atendido, atribuyó el
milagro a una pastilla de jabón mágico que le había dado mi hermana
Alicia. Dijo también que un poquito de jabón había entrado en. los
ojos del niño, que se habían vuelto al momento celestes como. el CIelO.
El orgulloso padre estaba tan impresionado por esas maravJ11as que
venía a buscar otra pastilla. . .'
Sospechando que quería hacer el experunento c~nslgo mIsmo ~
que, de fallarle, era capaz de llegar a dudar de su mUJer, me apresure
224 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

a decirle que la pastilla de jabón que mi hermana había dado a su


mujer debía poseer una virtud muy especial y que sería muy difícil
conseguir otra de esa misma clase.
Propuse a Alicia tomar una fotografía del feliz trío y mandarla a
los fabricantes por si deseaban utilizarla como testimonio inesperado
de los méritos de su asombroso producto, pero ella no creyó conve-
niente hacerlo y la fotografía nunca llegó a los señores Pears.

5
Otro episodio que arrojará luz sobre las costumbres de los onas es
el noviazgo de TeeoOriolh con la hija de Missmiyolh, el aush. En un
capítulo anterior describí cómo éste vino a vivir a Harberton con su
mujer Weeteklh, que era yagana, y su numerosa familia.
Missmiyolh era un hombrecillo pacífico y feliz; nunca pude saber
cómo había conseguido una mujer yagana, ni cómo WeetekIh, adies-
trada para pescar y remar, se había acostumbrado a ambular por los
bosques y pantanos de las tierras onas del este, cargada con todos los
enseres de la familia y a veces un par de niños, además. Missmiyolh
era un experto cazador, silencioso y alerta. Con frecuencia salía al
bosque solo, con su arco y flechas y gracias a su inteligencia y expe-
riencia su familia raramente carecía de carne. Cuando iba de caza,
usaba un notable recurso: si al andar de prisa por el bosque encon-
traba un tronco atravesado en el carnino o un arbusto enmarañado
-a veces a no más de un metro del suelo-- se inclinaba hasta po-
nerse casi horizontal y pasaba bajo el obstáculo sin disminuir el ritmo
de su marcha.
Durante sus cacerías lejos de Harberton, Missmiyolh nunca esta-
blecía su campamento cerca de los verdaderos onas, prefiriendo, segu-
ramente a causa de su mujer yagana, la sociedad de los indios de
las canoas, quienes lo apreciaban mucho. Cuando estaba en Harber-
ton no temía a sus enemigos tradicionales, pues todas las antiguas
peleas entre los clanes parecían haberse olvidado por mutuo acuerdo;
pero aunque Missmiyolh estaba en muy buenas relaciones con los
onas nunca salía a cazar con ellos.
Missmiyolh y WeetekIh tenían una hija, cuyo nombre he olvidado.
Era la mayor y en esa época tendría unos quince años y era ya una
mujercita de aspecto muy agradable, especialmente a los ojos de
TeeoorioLh, que tenía diecinueve. Era éste un ona bien parecido,
de estatura mediana, de buenos modales y como todos los hombres
HARBERTON

de las. montañas, ágil~ ~ctivo y sile~cioso. Es cierto que pertenecía a


otra tnbu y hablaban IdIOmas muy dIferentes, pero los jóvenes enamo-
rados se ingeniaban para vencer tales impedimentos.
Yo, resuelto a aprender el idioma de los verdaderos onas, vivía en
aquel enton~es ~ucho más cerca de ellos, algo alejado de mis amigos
aush. Un dla, sm embargo, para que no creyera que me olvidaba de
él, visité a Missmiyolh, quien como de costumbre me ofreció un
asiento cerca del fuego. Observé que su hija tenía un arco en la mano
y lo acariciaba. Nunca había visto a una mujer usar un arma en
esa forma ni en ninguna otra, y me preguntaba cuál sería la razón.
Más tarde, vi a Teeooriolh esperando a la sombra de un árbol grande,
a unos noventa metros de distancia; no miraba hacia el campamento,
parecía más bien interesado en algún objeto distante. Mientras la
muchacha acariciaba el arco, su madre le hablaba; no pude entender
todo lo que decía, pero comprendí que alegaba serie necesaria aún
la ayuda de su hija para el cuidado de los pequeños. El asunto era
evidentemente serio, pues el padre también intervino enérgicamente.
Por fin la muchacha entregó de mala gana el arco a su hermano para
que se lo devolviese a Teeooriolh, quien lo tomó y se alejó sin
dirigir ni una sola mirada hacia atrás.
Cuando pregunté a Missmiyolh sobre el significado de todo esto,
me dijo que era una propuesta de casamiento y que no era inesperada,
porque el joven había traído en otras ocasiones significativos regalos
de carne al volver de sus cacerías. Añadió que, salvo en lo que con-
cernía a los deberes para con la madre, era conveniente que se reali-
zara ese casamiento para que su hija entrase en el dan, pues él mismo
se sentía muy solo, y recibiría con gusto la protección de esa tribu.
Dos o tres meses después supe que la muchacha se había ido; el
enamorado le había enviado nuevamente su arco, y esta vez, ella en
persona había ido a devolvérselo. Según me informó Missmiyolh,
ésta era la forma más correcta y más antigua de hacer una propuesta
matrimonial; pero yo no conocí sino ese solo caso; la mayoría de los
casamientos de que tuve noticia, entre esos pueblos primitivos, se
hacían por conquista o por rapto.
En los primeros tiempos de nuestra estada en Harberton, antes de
que conociéramos, salvo de nombre, a Halirnink y a Kaushel, tres
hermanos al parecer inofensivos, nos habían visitado en compañía
de Tininisk, del amable Kankoat y de otros aush y onas de las zonas
fronterizas de ambos pueblos. El mayor de esos hermanos era un
curandero muy feo llamado Koh, que quiere deci: "~ueso" en ~na.
El segundo era Kanikoh, muy pequeño y extraordmanamente actlvo,
226 EL óLTlMO CONFiN DE LA TIERRA

el tercero era por mucho el más robusto de nuestros visitantes del


este. No conozco su nombre ona, pero algún chistoso le había puesto
de sobrenombre Tísico, probablemente para que rimara con los nom-
bres de sus herIrulnos.
Kanikoh y Tísico tenían, según creo, dos mujeres cada uno y Koh
probablemente tres. Consideramos a esos tres hermanos con la misma
amistad que a Tininisk y a Kankoat; en realidad los creíamos del
mismo grupo, el del cabo San Pablo.
Cuando Halimink y sus compañeros de las montañas empezaron
a visitar a Harberton, parecían estar en buenas relaciones con Tininisk,
Kankoat y los tres hermanos: sus campamentos se hallaban con fre-
cruencia muy cercanos y a menudo salían a cazar juntos.
Un buen día Koh, Kanikoh y Tísico desaparecieron de Harberton;
cuando preguntamos por ellos, Tininisk y Kankoat quedaron mudos
y en actitud de duelo. Lo más que conseguimos que alguien nos dije-
ra fué:
-¿Dónde están? No los hemos visto.
Observamos, sin embargo, que varios de los hombres de las mon-
tañas habían conseguido nuevas mujeres, que antes pertenecían a los
del clan del cabo San Pablo. Hasta muchos años después no supe
los detalles de la historia.
Tininisk, Koh, Kanikoh y Tísico se habían reunido con Halimink
y su gente, que eran del clan de la mujer de Tininisk. La reunión
se desarrollaba alegremente cuando los tres compañeros de Tininisk
se dieron cuenta, demasiado tarde, de lo que se tramaba contra ellos.
Koh y Tísico cayeron víctimas de los primeros flechazos. El pequeño
Kanikoh, escabulléndose, trató de escapar para salvar la vida, pero
al agacharse para pasar bajo una rama, una flecha de Halimink le
atravesó la garganta de lado a lado.
Kankoat no estaba en el grupo en el momento de la matanza.
Tininisk no tomó parte en los asesinatos, pero es indudable que hizo
de Judas. Si hubiera sido posible preguntar a esos hombres de las
montañas por qué habían dado muerte a sus amigos, que confiaban
en ellos, la respuesta directa y franca habría sido:
-¿Por qué no habíamos de hacerlo? No eran de nuestro grupo y
codiciábamos sus mujeres.
Las numerosas esposas se cortaron el cabello en señal de duelo,
pero si los funerales y las nuevas nupcias no fueron simultáneos poco
llltervalo hubo entre unos y otras. Las mujeres de un clan venci-
do hubieran demostrado poca prudencia al negarse a seguir a sus
nuevos esposos mientras los vencedores tuvieran la "sangre en el
HARBERTON 227

ojo". Pronto pasaría el temor; las cautivas eran bien tratadas para
que no intentaran escapar; cuando se las maltrataba, escapaban en la
primera oportunidad, aun a riesgo de ser duramente apaleadas o heri-
das en las piernas con flechas si eran alcanzadas antes de poder llegar
hasta sus clanes. Las mujeres que se negaban a hacer lo que les man-
dara su marido eran igualmente apaleadas o atacadas a flechazos.
El chambón y alocado Chalshoat, al administrar una vez ese castigo,
apuntó un poquito más alto y mató a su mujer. Las otras mujeres
nunca se lo perdonaron.
Halimink, que ya tenía una mujer, consiguió otra en la matanza
que he narrado. Era una de las de Koh, la tercera creo, y se llamaba
Akukeyohn (la que teme los troncos caídos). Me di cuenta que
cuando Halimink hablaba con Akukeyohn, subrayaba innecesariamente
la palabra Koh, con una sardónica sonrisa en los labios. Ella adop-
taba una actitud de resentimiento. Su enojo, sin embargo, debía ser
leve pues Halimink era un buen marido con su mujer favorita, y
Koh había sido muy poco atrayente.
,
CAPITULO XXIV
EL BERGANTíN "PHANTOM". DAN PREWITT LLEGA A HARBERTON.
EL "BÉLGICA" E CALLA CERCA DE CAMBACERES. TRABAMOS CONoa-
MIE TO CO FEDERICO A. COOK, MÉDICO y ANTROPÓLOGO, QUE TOMA
FOTOGRAFÍAS DE LOS O AS Y LES RETRIBUYE CON MEZQUINDAD.
MI PADRE LE MUESTRA SU DlCaONARJO, Y SE OFRECE PARA HACERLO
IMPRIMIR. ME INVITA A FORMAR PARTE DE LA EXPEDICIÓN, PERO EL
"BÉLGICA" ZARPA SIN MÍ HACIA LAS REGIONES POLARES.

1897 se terminó la espléndida reserva de provisiones que


E
N
había traído el Shepherdess, y por ser los fletes y precios loca-
les muy elevados era necesario tomar una decisión. La fiebre del oro
nos había sido propicia y gracias a ella no habíamos trabajado en
vano; mi padre pudo, pues, viajar a Inglaterra y comprar allí al precio
de novecientas libras esterlinas un viejo bergantín de trescientas to-
neladas de registro, llamado Phantom. Didlo navío fué parcialmente
cargado en Cardiff con provisiones y mercadería, pero la carga más
importante era el carbón, cuya venta a los vapores de paso por nues-
tras costas teníamos ahora asegurada.
Mi padre, al observar que Inglaterra sufría de una superproducción
de jóvenes d socupados, mandó construir una espaciosa cabina en
la bodega del bergantín e hizo saber que estaba dispuesto a llevar
consigo a la América del Sur a diez jóvenes. Sólo le interesaban
aquellos que estuvieran dispuestos a aceptar cualquier trabajo, a cam-
bio del cual recibirían dos libras mensuales, casa y comida, después
de dos años quedarían libres de toda obligación hacia nosotros y se
les pagaría el pasaje de regreso al hogar. Si preferían quedarse en la
Tierra del Fuego, ya fuera con nosotros o en otro sitio, recibirían
una paga en efectivo por el mismo valor del importe del pasaje.
No faltaron voluntarios; mi padre eligió diez entre ellos, pero
cuando el capitán del PIJantom, de nombre Davis, los vió, rehusó
salir de Cardiff a menos que mi padre quedara a bordo para mante-
ner el orden. Se vió, pues, obligado a realizar otro largo viaje a vela.
Había en el grupo varios casos serios, siendo el peor de entre
ellos Dan Prewitt, un hombre bajo, fornido, de cara marcada con
HARBERTON 229

cicatrices y desdentado. Muy pronto consiguió imponerse a sus nueve


compañeros y ganarse el respeto de la tripulación valiéndose del
único argumento que todos podían entender.
Sin embargo, no hubo ninguna muerte que lamentar a bordo y el
Phantom llegó felizmente a Harberton.
Para varios de estos muchachos, lo primordial al llegar a la Amé-
rica del Sur era comprarse un sombrero de alas anchas e imitar a
Búffalo Bill. i Cómo nos alegramos cuando seis de ellos decidieron
que los británicos nunca serían esclavos y nos abandonaron! Los
cuatro que quedaron dieron buen resultado; uno solo decidió volver
a Inglaterra, pero quedó mucho más de los dos años del contrato.
El que permaneció más tiempo con nosotros fué Dan Prewitt.
Al llegar a Harberton, Dan ensayó la misma técnica que había
empleado en el barco, hasta que se topó con un ona de sobrenombre
Dante. Cuando Prewitt lo atacó, Dante se limitó a abrazarlo, lo tiró
al suelo, y estaba por alzar una piedra para aplastarle el cráneo
cuando intervino Will, que por casualidad se hallaba cerca. Nunca
más Prewitt intentó la violencia contra un ona.
Después de esta desgraciada iniciación, Prewitt se resignó a V1Vlr
pacíficamente. Su fuerza y lealtad pronto le valieron la estimación y
respeto de los indios.
Muy a menudo había luchas amistosas en Harberton. Me gustaba
luchar con los indios, tanto onas corno yaganes; en ciertas ocasiones
he luchado contra marinos noruegos o mineros dálmatas con distintos
resultados, pero estoy convencido de que no hubiera habido ninguna
probabilidad para mí con un profesional ni aun de segunda categoría.
En las frecuentes peleas amistosas contra Kankoat el bufón, conse-
guía resistir, pero dudo que hubiera podido vencerlo en una lu-
cha seria.
Entre los onas regía la ley no escrita de que la lucha debía con-
tinuar hasta que uno de los contrincantes e negara a seguir. Uno
de mis adversarios amistosos era un yagán excepcionalmente fuerte
llamado Waiyellen, a quien apodaban Clemente; Waiyellen hacía
honor a su sobrenombre: yo podía vencerlo cinco de cada seis veces,
no obstante que él a menudo derribaba a Kankoat, mi oponente
más fuerte. He aquí un interesante problema: ¿cuál de nosotros tres
era el campeón?
Clemente Waiyellen había vivido mucho tiempo en la Misión,
tanto en Ushuaia como en la isla de Keppel. Corno todos los yaganes
era un marino nato y en mudlos viajes borrascosos había estado a
las órdenes de mi hermano Will. Como suele acontecer con la gente
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

de mar, se había aficionado a la bebida fuerte, que, con el avance de


la civilización y del comercio, se vendía ahora prácticamente en todos
los almacenes de Ushuaia.
Años después, luego de la muerte de mi padre, compramos un
cúter de veinticinco toneladas, llamado Jttanita, en el que transpor-
tábamos carne a Ushuaia; teníamos tanta confianza en Clemente que
10 mandábamos en esos viajes en calidad de capitán del barco. En
Ushuaia recibía dinero a nuestro nombre o 10 llevaba consigo para
comprar 10 que necesitábamos. En esas ocasiones este buen yagán no
probaba ni una gota de alcohol y nos rendía fielmente cuentas de
sus transacciones al regresar a Harberton.
Una vez que un traficante 10 mortificó más de lo tolerable, por
la sobriedad que se había impuesto a sí mismo, en vez de ceder en
la forma que aquél hubiera deseado, nuestro capitán lo puso k.o.
con un tolete. A consecuencia de ello estuvo preso, hasta que Will
pagó una fianza para que 10 dejaran en libertad. El lesionado tardó
bastante en volver en sí, pero recibió una buena lección.
Después de estos viajes a Ushuaia, el tremendo esfuerzo que hacía
este pobre indio para no apartarse del buen camino, 10 dejaba en un
estado de gran abatimiento mental y moral. Pedía entonces diez días
de licencia y se encaminaba a Harberton, para lo que un inglés, com-
pañero suyo de juerga, llamaba "a roll in the gutter" 1 y con fre-
cuencia terminaba en la cárcel.
Así Clemente Waiyellen quedará en mi relato como un ejemplo
vivo de lealtad y de firme resistencia ante la terrible tentación a la
que fué cediendo su raza agonizante.

El primer día del año r898, por la mañana temprano, desde una
ventana de nuestra casa de Cambaceres vi un pequeño barco detenido
en un bajío, a unos ochocientos metros de distancia hacia el sur del
puerto exterior. Estaba bien encallado y escorado en ángulo muy
agudo. Bajé a la playa, empujé nuestro bote al agua y me acero
qué a él.
Hacía ya un rato que se hallaba varado y la marea descendía. Los
hombres de a bordo habían bajado un bote, y con un ancla pequeña
amarrada a su popa daban cadena desde la inclinada cubierta del

1 Un revolcón en el sumidero.
HARBERTON

barco. , Cuat:o hombres remaban furiosamente en el bote, y otros,


aun mas fUClosamente, los alentaban en francés desde la cubierta. Con
los esfuerzos reunidos de todos el bote avanzaba hasta unos doce
metros del barco, pero allí la pesada cadena que descansaba en el
fondo lo mantenía andado, de modo que entre remada y remada
retrocedía exactamente la misma distancia que avanzaba. No se le
había ocurrido a ninguno de los marineros cargar la cadena en el
bote y soltarla a medida que se alejara, tirando por último el anda.
El S. S. Bélg;ca era una curiosa embarcación híbrida, ni vapor ni
velero, y sin embargo con algo de uno y otro. La cubierta, indinada
a un ángulo que no hubiera alcanzado con las velas desplegadas,
estaba cargada de un extremo a otro con un extraño surtido de mer-
caderías (grandes pilas de carbón, trineos, esquís, fardos de sogas,
tiendas de campaña, etc.) que aumentaba la confusión.
Observaba yo todo esto, cuando apareció un hombre sobre cubierta
y me interpeló en inglés, con ligero acento americano. Era un mozo
delgado y más bien bajo, de algo más de treinta años, elegante, atra-
yente y pletórico de vida. Se presentó como Federico A. Cook, mé-
dico cirujano y antropólogo, miembro de una expedición científica
belga al Antártico. Me dijo que el Bélg;ca, pesado barco de madera,
había sido especialmente equipado para ese objeto.
Yo le sugerí que, puesto que el barco había encallado durante la
pleamar, lo aligeráramos todo lo posible a fin de que pudiera zafar
con la marea de la tarde. Propuse entonces traer desde Harberton la
gabarra de ocho toneladas construída por Despard para transportar
el cargamento que se hallaba sobre cubierta, antes de que subiera la
marea. El doctor Cook consultó en francés al capitán, quien accedió.
Salí para Harberton, acompañado por el primero, y no tardé en
volver en la gabarra con una tripulación mixta de yaganes y algunos
de nuestros mejores onas.
Desembarcamos dos cargas de carbón en la parte más apropiada
de la cercana playa, y luego, con la marea ascendente y un viento
favorable, el Bélg;ca zafó de su varadura sin daño. Sus penurias no
habían terminado, pues pronto sopló el viento con tanta fuerza que
tardó casi dos horas en volver al abrigo del puerto de Cambaceres.
No es dable esperar que el hombre cuya mente está dedicada a
la ciencia demuestre sentido práctico; no condenemos, pues, con de-
masiado rigor este pequeño descuido en que incurrieron los explo-
radores: al desembarcar del Bélgha dejaron el bote sin amarrar, con
la soga enrollada sobre cubierta: naturalmente, al subir la marea,
aquél aprovechó la oportunidad y se escapó a la deriva. Pronto fué
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
23 2

recobrado, pero yo pensé que en las desoladas regio?es a que se


dirigían, un descuido semejante podría tener consecuenCIas fatales.
El doctor Cook y los otros hombres de ciencia cuyo objetivo era
explorar el polo Sur, se interesaban, sin embargo, por todo cuanto
encontraban en su ruta. Les informé que un grupo de onas, verda-
deros guerreros de la selva, de largas cabelleras, trajes de piel y ros-
tros pintados, estaban acampados a poco más de un kilómetro. de
Cambaceres. Nuestros visitantes manifestaron el deseo de fotograftar-
los y a la mañana siguiente los acompañé al campamento. Sospechaba
yo que los indios estarían intranquilos y me adelanté para calmarlos.
Justamente estaban por marcharse, pero conseguí que retardaran su
partida cerca de una hora.
A los onas, tanto varones como mujeres, les desagradaba tener
sobre sí el ojo mágico de la cámara, mas logré tranquilizarlos, y el
doctor Cook pudo tomar buenas fotografías, especialmente de las
mujeres con sus típicos fardos en forma de cigarro y uno o dos chi-
quillos encima.
Cuando terminó sus exposiciones, el doctor Cook sacó de su amplio
bolsillo un cartucho como de un kilo de caramelos pequeños y duros,
de varios colores, con una semillita en el centro. Dió un puñado a
cada uno de los numerosos indios y los que quedaban, quizás un cuar-
to de kilo, se los guardó de nuevo en el bolsillo, diciéndome:
-Creo que todos los han probado.
Los indios no sabían qué hacer con esas curiosas cuentas, por lo
que pedí unas cuantas al doctor Cook y me las metí en la boca mor-
diéndolas, con grave riesgo para mis dientes. Los indios me imitaron.
Convencido de que la escasa ración de dulces era recompensa insu-
ficiente para lo que habían hecho los indios a petición mía, llevé a
dos de ellos a casa y les di un saco de harina, regalo siempre apre-
ciado, pues con ella hacían dampers 1.
Antes de que se alejaran de nuestras playas para proseguir su
viaje al Sur, llevé a los exploradores a Harberton y los presenté a mi
padre. El doctor Cook se mostró vivamente interesado en el diccio-
nario yagán-inglés, obra a la que mi padre había dedicado unos treinta
años de trabajo y reflexión. Se discutió sobre la publicación del ma-
nuscrito; una de las mayores dificultades para imprimirlo consistía
en que mi padre había usado el sistema fonético de Ellis, retocando
o añadiendo cuando era necesario para ajustarse a la pronunciación
del lenguaje yagán.

1 Una especie de pan hecho de harina yagua, cocido sobre las cenizas sin levadura.
HARBERTON

Cook aseguró a mi padre que había en los Estados Unidos una


sociedad especializada en lenguas aborígenes americanas. Esta socie-
dad obtendría las facilidades necesarias para imprimir semejante obra,
y el doctor Cook confiaba en que realizarían el trabajo con el mayor
interés. Se ofreció a hacerse cargo en seguida y allí mismo del dic-
cionario, pero mi padre, temiendo que su precioso volumen se per-
diese entre los hielos polares, no se lo dió entonces, pero prometió
al doctor Coak entregárselo en el viaje de regreso del Bélgha.
Me sentí aliviado al oír esta negativa, pues no sentía ninguna
admiración por las condiciones náuticas del capitán ni de su tripula-
ción: habían encallado en un bajo señalado por las algas y por una
lengua de tierra que 10 unía a la playa; un marino experimentado
hubiera mantenido a su barco alejado de tan evidente peligro. El
asunto del ancla y el incidente del bote escapado a la deriva aumen-
taban mi desconfianza. Por estos buenos motivos no acepté la invita-
ción de acompañarlos en su expedición a las regiones polares. La pers-
pectiva de aventuras me tentaba fuertemente, pero no estaba dispuesto
a confiar mi vida a manos tan inexpertas. Además, tenía que cumplir
con mi tarea y consolidar mis contactos con los onas.
Así fué cómo zarpó el Bélgica de la Tierra del Fuego sin cargar
a bordo ni al diccionario ni a mi persona.
#

CAPITULO XXV
EN QUE SE PRESENTA A SLIM JIM, CUYO NOMBRE ONA RESULTA
IMPRONUNCIABLE, Y A MINKlYOLD, EL HIJO DE KAUSHEL. CON ELLOS
COMO GuÍAs MIS HERMANOS Y YO PENETRAMOS, POR FIN, EN TIE-
RRA ONA. RECORREMOS REGIONES NUNCA HOLLADAS TODAVÍA POR
BLANCOS. EL FALLECIMIENTO DE MI PADRE.

E NTRE los indios de las montañas e¡ue habían pasado el invierno


anterior en Harberton se encontraba el hermano de Talimeoat,
el cazador de pájaros. Se llamaba Yalhmolh, pero lo apodamos Slim
Jim 1 para evitar el esfuerzo de pronunciar su nombre ona; de un
metro cincuenta de estatura, delgado y enjuto, de prominente nariz
y pómulos salientes, poseía en alto grado esa vivacidad nerviosa ca-
racterística en los de su raza. Su cabeza, con el pelo casi siempre cu-
bierto con arcilla roja, le daba una apariencia salvaje pero no desagra-
dable. Siempre fué para mí un compañero bueno y servicial. Lo único
e¡ue yo no le perdonaba era su habilidad, de e¡ue yo carecía para
trepar por la escarpada y pantanosa ladera de una montaña con la
misma rapidez con que descendía por ella. Como la mayor parte de
los indios, cuidaba de sujetar las ramas para que no golpearan la cara
del e¡ue lo seguía; lo he visto tomarse esta molestia hasta cuando era
solamente su esposa quien iba detrás de él.
La lucha es un pasatiempo popular entre los onas y me gustaba
practicarla con Slim Jim. Hacía grandes demostraciones de fuerza,
pero rara vez aprovechó de las muchas oportunidades de vencerme
e¡ue le ofrecía mi inexperiencia. Supe que había dicho a los demás
indios e¡ue, con práctica, yo llegaría a ser un buen luchador y podría
ayudarles en sus peleas con otros clanes.
Además de Kiyotimink, su hijo mayor, nuestro amigo Kaushel
tenía un segundo hijo varón que se llamaba Minkiyolh. Era un
apuesto adolescente de unos diecisiete años, casi tan alto como Slim
Jim y sin duda inteligente. Los otros indígenas sospechaban que estu-
diaba magia, porque con frecuencia tenía ausencias y hablaba consigo

1 Slim: sutil, delgado. Jim: diminutivo de James, Santiago o Jaime.


HARBERTON

mismo con una voz extraña y aguda, o rompía a reír sin razón apa-
rente. Además solía jactarse de su fuerza y de sus proezas, lo que no
se le ocurriría a ningún ona que se respetara, por mucho que se hu-
biera destacado entre sus compañeros.
A principios de marzo de 1898 partimos, mis dos hermanos y yo
con Slim Jim y Minkiyolh como guías, con el objeto de cruzar la ca-
dena de montañas que ya dos veces se había resistido a revelarnos
sus secretos; habíamos intentado hacerlo sin guías una vez a fin del
otoño y otra vez en pleno invierno. Esta vez estábamos seguros del
éxito. Marzo, primer mes del otoño, con sus días serenos y apacibles
es casi siempre el más agradable del año. Teníamos en Slim Jim un
guía cuyo hogar eran precisamente esos bosques y pantanos, y nues-
tro terror por los onas de las montañas era ahora cosa del pasado.
Cada uno llevó un rifle y una piel de guanaco sin forrar, para dor-
mir, pero no nos cargamos con nada más, ni siquiera una tienda de
campaña. Anduvimos los primeros ocho kilómetros a través de un
enmarañado bosque, cuyos enormes árboles caídos, cubiertos de reto-
ños que buscaban la luz, nos dificultaban la marcha. Nuestros guías
nos condujeron en mucho menos de la mitad del tiempo que hubiéra-
mos empleado sin ellos. Yeso que, entre los cristianos, teníamos
fama de ser expertos hombres de bosques.
Slim Jim nos condujo sin vacilaciones, como si siguiera alguna
huella invisible para nosotros, a un excelente vado a través del río
Varela, para pasar el cual apenas aminoró la marcha. Después ascen-
dimos por un banco escarpado, salimos de los bosques y entramos a
los marjales.
Al finalizar esa perfecta tarde, nos hallábamos cruzando un erial
cenagoso, flanqueado por enormes murallas rocosas que aún conser-
vaban, en sus cavidades, montones de nieve invernal. El pantano ter-
minó abruptamente y un escarpado declive nos condujo a un valle,
a través del cual corría un río hacia el Norte. Habíamos pasado la
cima y la tierra de los onas se extendía a nuestros pies. Este valle,
cubierto aquí y allá de bosques, se convertía luego en una gran selva,
que se extendía sin interrupción. A gran distancia divisamos por
primera vez el lago Kami, brillando a la luz del sol poniente. En su
parte más ancha este lago mide unos diez kilómetros y su largo de
este a oeste es de más de sesenta y cinco. Más allá, hacia el noroeste,
hay montañas coronadas de nieve con sus laderas cubiertas de vegeta-
ción hasta el borde del agua.
Estas lejanas montañas están a mayor distancia unas de otras que
las de las cadenas que separan el Kami y el canal de Beagle y en
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

uno de sus valles más anchos pudimos divisar el lago Hyewhin y sus
islas boscosas.
Los indios se sentían halagados por nuestras manifestaciones de ad-
miración hacia el país que ellos amaban; Slim Jim abandonó su
expresión abstraída y su actitud reservada, y nos señaló y nombró
diversos puntos, añadiendo en algunos casos datos de interés histórico
o legendario, que con nuestro somero conocimiento del idioma ona
nos resultaba difícil comprender.
Nos costó privarnos de la contemplación de ese espectáculo, pero
al fin bajamos por el cauce de uno de los torrentes que forma la
nieve al derretirse. Al pie de la montaña, donde empezaba el bosque,
acampamos para pasar la noche. A la mañana siguiente partimos tem-
prano, guiados por Slim Jim, con el mismo paso acelerado del día
anterior. Para sortear los árboles caídos y los matorrales, vadeaba
constantemente el torrente de agua helada antes mencionado, cruzán-
dolo y volviéndolo a cruzar a tal velocidad, que si uno se detenía para
atarse un mocasín, debía luego correr para alcanzarlo. Slim Jim, sin
embargo, no marchaba de prisa; ese paso rápido y sostenido era la
velocidad habitual de su marcha. Años después pude hacer lo mismo
con tan poco esfuerzo como él, tanto cuando viajaba solo como cuando
recorría el país con una banda de onas, pero en ese primer viaje era
novicio en ese deporte. Pocas veces se dignaba Slim Jim hacer una
pausa; al salir del agua, se detenía un momento, apretaba un pie
contra el otro para quitar el agua de los mocasines, y seguía luego
silencioso y alerta.
Después de más de dos horas de camino dejamos el torrente y
nos encontramos en el bosque tupido. Los árboles, a pesar de no ser
de la misma variedad, eran más altos y parecían más vigorosos que
los que estábamos acostumbrados a ver más al sur. Desde una cum-
bre llamada K-Jeepenohrrh 1 por los indios (lo que significa cima
aguda y prominente), a través de una brecha entre los árboles, con·
templamos una hermosa vista de las ondulantes colinas cubiertas de
bosques, que se sucedían kilómetro tras kilómetro hacia el Norte,
hasta perderse en la distancia. Sola y separada de la cadena principal,
vimos una meseta, cubierta de vegetación hasta la cima. Se llamaba,
según nos dijo Slim Jim, Heuhupen, y había sido tiempo atrás una
poderosa hechicera. Tiempo después, iba a saber algo más acerca de
sus ocultos poderes.

1 La inicial "K" se pronuncia sola, sin el socorro de ninguna vocal. En este caso
significa "Es"; otras veces corresponde a "de", por ejemplo: Sinu K·Tam (Hija
del Viento), picaflor.
HARBERTON

Hacia la parte norte de esa aislada meseta hay un SitIO extraordi-


nario, cubierto de enormes peñascos que deben haberse desprendido
de la cima. Es muy difícil de atravesar y no he visto en ningún otro
lugar moles de igual magnitud.
Cerca de Heuhupen, pasó a la disparada una manada de guanacos;
Despard abatió a uno de ellos, así que estuvimos tranquilos respecto
a nuestra comida. Esa noche dormimos en el bosque de una de las
colinas cercanas al extremo este del lago Kami, y al día siguiente
proseguimos nuestra marcha hacia el norte, pero nuestros guías se
mostraban ahora nerviosos como si temieran encontrar enemigos. En
un sitio donde el bosque estaba quemado, lugar llamado Goljeohrrh
(Barrera de árboles secos pero en pie), Minkiyolh, el vidente, aseguró
haber visto un indio que nos espiaba, gritó:
-¿Quién es? ¿Por qué no contestan?
No obtuvo respuesta alguna. La inquietud aumentó cuando Slim
Jim descubrió huellas indicadoras de que por allí había pasado gente
poco antes; nos mantuvimos alertas durante todo el día.
Unos kilómetros más adelante de la playa del Kami, nos encon-
tramos con que los arroyos se dirigían hacia el Norte, en dirección al
Atlántico y había grandes extensiones de campo abierto, siendo no
obstante húmedos los valles. Todo el terreno seco estaba minado por
pequeños roedores llamados tucu-tucu (apen en ona), que parecen
conejos de Indias; son del color de los ratones y nunca se encuentran
del lado sur de las montañas. Eran tan numerosos que sus subte-
rráneos cruzaban el campo entero. No había hierba, pues la habían
comido o la secaban destruyendo sus raíces bajo tierra. Este terreno
hacía muy difícil y fatigosa la marcha. Despard, WiU y yo teníamos
los pies bastante doloridos, pues aunque acostumbrábamos usar mo-
casines, el esfuerzo de seguir a Slim Jim y de cruzar pedregosos to-
rrentes de montaña nos había despeado.
Hacia el mediodía alcanzamos otro macizo rocoso, llamado Shaikrh 1,
el cual tiene una vista magnífica, porque domina los bosques circun-
dantes. Hacia el norte se extendía por muchas leguas en dirección al
Atlántico, una verde pradera, rodeada de colinas boscosas. El arroyo
que la atravesaba desembocaba a dieciséis kilómetros de allí en un
río más importante, el Ewan. Las montañas nevadas podían verse
todavía a gran distancia detrás de los bosques.
En Shaikrh deliberamos acerca de la continuación de nuestro viaje.

1 Palabra emparentada con haikrh: "ver", "mirar". Otros lugares similares de


observación poseen nombres de terminación parecida. El final ohrrh, como en K-
]eepenohrrh y Goljeohrrh, significa "cima" o "nariz".
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

Habíamos realizado ya el objeto de nuestra expedición: cruzar las


montañas y caminar cierta distancia bordeando la costa del gran lago
del que tanto nos habían hablado los onas; habíamos explorado, ade-
más, la tierra interior, región no hollada hasta entonces por hombres
blancos. Sin embargo, yo no estaba satisfecho y deseaba seguir avan-
zando, mas los otros no compartían mi entusiasmo. Despard y Will
hablaron del trabajo en la finca, siempre apremiante, que nuestra
ausencia había interrumpido. Alegaron que nuestro padre debía estar
apurado por cargar el bergantín con madera que aún yacía en el
bosque, que el verano no era la estación más apropiada para tomar
vacaciones prolongadas y que debíamos volver a casa. Yo repliqué
con jactancia que a pesar de todo eso continuaría avanzando hacia
el norte sin ellos, si uno de los indios me acompañaba. De haber
accedido Slim Jim o Minkiyolh el amor propio me hubiera obligado
a seguir, pero lo hubiera hecho con el corazón en la boca. Por suerte,
mi desplante no tuvo eco, pues los indios temían encontrar algún
enemigo y no quisieron seguir adelante. Slim Jim, que había dejado
a su joven esposa en Harberton, exageró quizás los peligros; sea como
fuere, su opinión prevaleció.
Nos dispusimos, pues, a volver por otro camino, y acampamos esa
noche a poca distancia del lugar donde dormimos la noche anterior.
Despard, Will y yo nos turnamos para hacer guardia. Se acercaba el
otoño y la noche nos pareció larga; sin embargo, nada ocurrió. Regre-
samos por una huella que se internaba más en la montaña, evitando
de ese modo los innumerables cruces anteriores de ríos, y llegamos a
casa después de cinco días de ausencia.

Despard y Will tenían razón. Mi padre deseaba cargar el bergan-


tín con madera. Fuí a Cambaceres, que hacía tiempo no visitaba, y
allí recibí un mensaje urgente de mi padre en el que me daba ins-
trucciones para que fuera con algunos bueyes al extremo oriental de
nuestro campo, y preparara un cargamento de troncos destinados a
Buenos Aires.
Sus órdenes se cumplieron. Se cargó el bergantín, y el 15 de abril
de 1898, la víspera del viaje del cual no había de volver, escribió
mi padre en su diario:

"Salí de. casa, dejando a todos bien, a las tres de la tarde, en nuestro
bote salvavidas. Remaban mis hijos y otros hombres. Llegamos a bordo del
HARBERTON
239
bergantín, anclado en las afueras de Owiyamjna, a las cuatro; llevamos
un lote de provisiones para e! viaje, que esperamos iniciar mañana temprano.
Atardecer tranquilo."

El Phantom zarpó al día siguiente, comandado por el capitán


Davis. Llegó a Buenos Aires el 5 de mayo, pero no pudo entrar al
muelle debido a las desleales maniobras de ocultos competidores.
Pudieron por fin atracar el 13 de mayo, y a pesar de los muchos
obstáculos consiguieron descargar doscientas sesenta toneladas de
madera.
El bergantín fué cargado de nuevo con cemento destinado a la
base naval de Bahía Blanca y partió de Buenos Aires el 13 de junio.
El lunes 20 de ese mes anota mi padre en su diario:
lf
"Desde la última vez que escribí, hemos pasado momentos muy difíciles.
El viernes y el sábado sopló durante más de treinta y seis horas un espan-
toso ventarrón de! oeste y oestesudoeste, delante del cual corrimos por lo
menos catorce horas. Cuando las cubiertas estuvieron demasiado inundadas,
tuvimos que poner de nuevo proa al viento porque e! mar crecía rápida-
mente y correr se tornaba demasiado peligroso. Estábamos todos completa-
mente empapados y reinaba gran confusión. Los hombres se golpeaban fre-
cuentemente y las roturas y pérdidas fueron cuantiosas, tanto abajo como
en e! aparejo y en e! velamen. No me desvestí durante cuarenta y ocho horas.
"Ayer por la mañana amainó, pero siguió lloviendo pesadamente hasta
la tarde y e! barco aún se mueve mucho. Por fortuna, no ha habido ningún
herido; nuestra embarcación, que es profunda, no es muy marinera y hace
mucha agua.
"Lunes 20 de junio, a las tres de la tarde: de nuevo tenemos tierra a la
vista, aproximadamente en e! mismo lugar donde viramos delante del tem-
poral e! viernes por la noche. Viento nordeste y cielo encapotado. A pesar
de la hora temprana ya está oscureciendo."

3
No habíamos sabido de nuestro padre desde hacía casi dos meses,
cuando, a mediados de agosto, divisamos desde Harberton el bergan-
tín, casi parado por falta de viento a unas ocho millas de distancia.
Ansioso por 'tener noticias, salí en un bote, y remé hasta el bergantín.
Mi padre no estaba sobre cubierta, bajé y hablé con el capitán Davis
en su cabina. :El me dijo que mi padre había fallecido. Había sido
desembarcado en Bahía Blanca después de sufrir una grave hemorra-
gia. De allí, acompañado por un oficial del Ejército de Salvación,
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

había seguido en tren a Buenos Aires e internado en el Hospital


Británico. Después, a petición suya, fué trasladado a casa de un amigo,
donde murió el 15 de julio de 1898, a los cincuenta y seis años.
Permanecí muy poco tiempo en el camarote con el capitán Davis;
cuando salí a 1:1 cubierta, vi que habían izado el pabellón a media
asta; esperando que no lo hubieran notado desde Harberton, les
rogué que lo arriaran y remé con fuerza hacia casa.
Encontré a mi querida madre intranquila; con un anteojo, había
visto la bandera a media asta y mi regreso en el bote sin mi padre;
presa de sombríos presentimientos, me preguntó cuando entré:
-¿Malas noticias, hijito?
La tomé en mis brazos y contesté:
-No, mamá. Nuestro padre se ha ido al más allá ... , eso es todo.
Sí, mi padre ya no vivía. Pero fué tal su influencia y el ejemplo
de su fe y de su fortaleza, que aún está entre nosotros.
"Vivo en mis hijos", dijo una vez que estuvo seriamente enfermo.
Aunque desgraciadamente no he alcanzado a vivir conforme a sus
ideales, mi única esperanza es que los hijos que tengo actualmente
y no tenía entonces, hayan heredado algunas de las cualidades de
su abuelo.
,
CAPITULO XXVI
MIS HERMANOS Y YO QUEDAMOS SOLOS. LOS PERROS DE KIYOTlMINK
TRAEN HIDROFOBIA A LA TIERRA DEL FUEGO. KIYOTIMINK MUERE
DE ESA ENFERMEDAD. KAUSHEL CAE ENFERMO DE UN TUMOR Y
ATRIBUYE SUS INFORTUNIOS A UN PODER MALIGNO. EL DOCTOR COOK
VUELVE A HARBERTON Y SE LLEVA EL DICCIONARIO YAGÁN.

morir mi padre, Despard acababa de cumplir veintiséis años,


A L
yo tenía veintitrés y WiU veintiuno. Estuvimos de acuerdo en
prescindir de las demostraciones de duelo; lo esencial era continuar su
obra de mejoramiento del nivel de vida de los indios, cumplir sus
propósitos respecto a la propiedad que nos había dejado, permanecer
unidos y cuidar a nuestra madre, a nuestras hermanas y a Yekadahby.
Por consiguiente, a pesar del dolor que nos causó su desaparición,
las cosas siguieron como antes en Harberton y Cambaceres. Despard
tomó la dirección en la finca, WiU tenía a su cargo las ovejas de la
parte oeste y de las islas del canal de Beagle y yo continuaba ocu-
pándome del ganado que poblaba la zona este de nuestros campos.
Además de nuestra fiel colonia de yaganes, cada vez venían más
indios onas a radicarse con nosotros en Harberton. Uno de ellos era
Kaushel, el terrible asesino del cual los aush habían hablado con
tanto miedo. Habíamos aprendido a quererlo y nos alegramos cuando
vino a vivir en Harberton con su mujer Kohpen y sus cuatro hijos,
dos varones y dos mujeres. El segundo de los varones, Minkiyolh,
seguía tan excéntrico como antes y nos hacía temer futuros inconve-
nientes. El mayor, Kiyotimink, era muy distinto; estaba casado con
una joven llamada Halchic y ambos eran hermosos exponentes de la
tribu ona. Las hijas, Keelu y Haaru, eran muy jóvenes todavía, Keelu
de diez años, y Haaru, de ocho.
El entonces gobernador de la Tierra del Fuego, don Pedro Godoy,
tan apreciado por todos, deseaba vivamente envia~ dos o tres onas ~
una exhibición que debía realizarse en Buenos AIres y nos consulto
sobre quiénes podrían ir. Escogimos sin vacilar a Kiyotimink y Hal·
chic, los cuales, muy orguUosos por la distinción, se embarcaron con
su tienda de piel de guanaco, sus arcos, flechas, perros y enseres.
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TiERRA

KeeIu, el hermanito de Kiyotimink, fué también con ellos, y como


guardián e intérprete, don Ramón Cortez, je~e. de policía de Ushuaia,
quien había aprendido algunas palabras del IdIOma ona y demostraba
muy buena voluntad hacia aquella gente.
El grupo llegó a Buenos Aires y acampó en el Parque de Palermo.
Desde el punto de vista de la exhibición, la visita fué todo un éxito,
pero tuvo consecuencias lamentables. En una riña con otros perros,
varios de los de Kiyotimink fueron mordidos. Como se sospechaba
que estuvieran rabiosos, los otros perros locales fueron eliminados,
pero el indio se opuso tan terminantemente a la muerte de los suyos,
que se le permitió llevarlos de vuelta a la Tierra del Fuego, aunque
él mismo había sido mordido.
No nos enteramos de esto hasta que regresaron todos a Harberton,
con los perros. Don Ramón Cortez nos predijo la fecha aproximada
en que podía declararse la hidrofobia en Kiyotimink y los perros y
nos aconsejó que estuviésemos alerta.
Kaushel y su familia, muy contentos de estar reunidos y encanta-
dos con los regalos traídos por los viajeros, se fueron de caza. Cuando
volvieron, Kiyotimink no estaba con ellos; había muerto de un modo
nunca visto antes entre los indios. Poco más o menos en la misma
época, la rabia hizo presa entre los perros, muchos de los cuales mu-
rieron o fueron eliminados, antes de que desapareciera la plaga.
En una ocasión iba yo a caballo, cuando vi un perro que saltaba
y se revolcaba como accionado por resortes. El animal no trató de
atacarnos ni yo me detuve a diagnosticar el caso; sin bajarme, disparé
una bala de revólver a la cabeza del perro.
Kaushel, que sufría su duelo tan verdadera y profundamente como
cualquier blanco, cayó enfermo casi al mismo tiempo que su hijo
mayor Kiliutah, aunque no de hidrofobia. Los dos estaban conven-
cidos de que sus padecimientos se debían a las maquinaciones de
algún brujo. Mientras me hallaba en Harberton, visitaba a esa pobre
gente todos los días y les llevaba yodo y trementina, remedios que
ellos apreciaban mucho. Como ese otoño las lluvias fueron excepcio-
nalmente fuertes, les hice un pequeño techo para su precario refugio,
pero Kaushel me pidió que 10 quitara, porque le agradaba ver las
estrellas de noche cuando no dormía ...
Una vez estaba yo sentado al lado de su cama tendida sobre el
suelo, cuando un perro, evidentemente hidrófobo salió de la espesura
y se abalanzó sobre él; el enfermo desapareció inmediatamente debajo
de los cobertores de cuero, dejándome que me entendiera con el perro.
Decir que sentí miedo sería poco y sin duda alguna tuve el impulso
HARBERTON
243
de esc~par, pero lo resistí, tomé al perro por una de las patas traseras,
revoleandolo con fuerza para que no pudier~ alcanzarme, me acerqué
a un hacha clavada en un tronco, y puse fina los sufrimientos del
pobre animal.
Pasó todavía algún tiempo antes que esa terrible plaga desapare-
ciera de nuestra región.

A pesar de la desconfianza que me inspiraban los marinos del


Bélgica, este barco volvió de las regiones polares durante el transcurso
del verano siguiente, casi dieciocho meses después de su visita a
Cambaceres, sin haber perdido ni un solo hombre de su tripulación.
Hizo puerto en Punta Arenas, y el doctor Cook llegó a Harberton
en su cúter con el objeto de conseguir el diccionario de mi padre.
Este había muerto, pero nosotros conocíamos su promesa de entregar
el manuscrito cuando el Bélgica regresara de las regiones antártidas.
Confiamos al joven cirujano americano el precioso diccionario y la
gramática, junto con gran número de papeles escritos en yagán.
Antes de su partida, llevé al visitante a ver al indio Kaushel y a
su hija, quienes seguían enfermos y no habían mejorado. El pobre
Kaushel, que había sobresalido entre los suyos por su energía y fir-
meza, ahora estaba seguro de que algún enemigo hechicero le había
metido dentro algo horrible y que la enfermedad de su hijo y todos
sus infortunios se debían al mismo maligno poder.
Los onas tienen una sola palabra, Joon, para nombrar médico y
brujo, por lo cual cuando presenté a Cook como a un médico, el ona
le pidió que oyese la criatura que le roía las entrañas. El doctor Cook
examinó al padre y a la hija; diagnosticó a Kaushel un tumor de estó-
mago y a la joven tuberculosis en el hueso de la cadera y me mani-
festó que ambas dolencias, en ese avanzado estado eran incurables.
Cook me dejó una gran caja de píldoras, probablemente con opio u
otro narcótico, que yo debía administrarles. La muchacha, que sufría
mucho, esperaba ansiosamente mis visitas y sus ojos se animaban
perceptiblemente cuando yo sacaba el frasquito del bolsillo. Ambos
enfermos sobrevivieron algunos meses, y murieron con pocos días de
diferencia uno de otro. Las píldoras duraron hasta el final.
El doctor Cook atendió con mucha solicitud a varios otros indígenas
enfermos y operó con éxito al hijo de Kankoat, que estaba seri~m~nte
enfermo de los ojos. El mal estaba muy avanzado, pero el CIrujano
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

pudo salvar un ojo, con gran alegría y alivio de Kankoat. Desde


entonces el niño fué apodado Nelson.
Después de tomar las medidas de muchos indios y de declarar que
los onas eran, aunque de poca estatura, la raza de cuerpo más her-
moso que había visto, Cook se dispuso a partir. A pesar de sus
buenos servicios, pagué al doctor con un acto de horrible bajeza,
que ni siquiera podría confesar si el mismo Cook no me hubiera
jugado al final una partida aun más sucia.
El pequeño cúter en el que Cook viajaría a Ushuaia estaba an-
clado en Thought Of, y par:! despedirme de él tenía que cruzar la
península de Harberton. Fuimos juntos llevando todo su equipaje.
Cook tenía un buen abrigo forrado de piel que había usado en las
regiones antárticas. Contento por el resultado de su visita, me expresó
su agradecimiento por mi ayuda y dijo que deseaba dejarme algún
recuerdo. Mencionó el abrigo, deplorando que fuera demasiado es-
trecho para mí. Aunque yo era de la misma opinión, le contesté:
-No estoy seguro de eso, deje que me lo pruebe.
No podía negarse, y riéndose repuso:
-Con mucho gusto, pero es usted dos veces más grande. No
podrá entrarle.
Mientras tanto, yo me había quitado la chaqueta; con gran esfuerzo
me puse el abrigo de Cook y hasta conseguí abrochármelo sobre el
pecho; apenas me llegaba a las rodillas y las mangas no me b:!jaban
de los codos.
-Pero, doctor -exclamé alegremente- me queda como un guante.
Lo cual era perfectamente cierto.
Le agradecí calurosamente el obsequio y lo vi partir junto con
nuestro bien familiar, el inapreciable diccionario, que inició ese día
increíbles andanzas.
Cuando el doctor Cook llegó a Punta Arenas me mandó dos pares
de zapatos para nieve que había usado en el sur. Constituían un gran
adelanto sobre mis remedos de amateur, pues eran del tipo raqueta
de tenis canadiense, fuertes y livianos, y le quedé muy agradecido
por este nuevo regalo.
Cuatro años después de la expedición del Bélgica, Cook fué a ex-
plorar a Alaska y declaró haber ascendido al monte McKinley, el
mayor de la América del Norte, que se eleva a más de cinco mil me-
tros. En 1907 volvió su atención al Polo Norte, y dos años después
anunció haberlo alcanzado. El comandante Peary puso en duda esta
afirmación; el asunto fué investigado, y el doctor Federico A. Cook,
cirujano, antropólogo y explorador ártico, resultó muy desacreditado.
HARBERTON

En medio de estas y otras actividades, todavía encontró tiempo para


publicar el diccionario yagán y para tratar de hacerlo pasar por obra
suya. Unos días después de su partida de Harberton vendí el abrigo
forrado en piel por veinte gramos de oro, con lo que el saco de harina
que yo había dado a los onas, en lugar de Cook, el año anterior,
estuvo por fin pagado. En cuanto al diccionario de mi padre, ese
irreemplazable manuscrito, su canje por dos pares de zapatos para
nieve y un frasco de drogas calmantes, resultó un mal negocio.
,
CAPITULO XXVII
UNA LARGA Y PENOSA PERsEcuaóN. CRUZO LA ISLA CON SIETE
COMPAÑEROS ONAS. EL PRUDENTE AVANCE DE PUPPUP. LLEGAMOS
A NAJlIlISHK y PROSEGUIMOS HASTA RÍo FUEGO. UN SARGENTO DE
POLICÍA NOS RECIBE AMABLEMENTE. MI PRIMERA AFEITADA. NO EN-
CUENTRO A MCINCH EN RÍo GRANDE. REGRESAMOS A HARBERTON.
EL CONOCIMIENTO DEL BOSQUE DE LOS ONAS. SHAIYUTLH SIEMBRA EL
PÁNICO Y ES MOTIVO DE BURLA. LLEGO FELIZMENTE AL HOGAR.

N lote de más de veinte cabezas del ganado que yo cuidaba


U había desaparecido aproximadamente dos años antes, ahuyen-
tado por los perros de los indios onas. Me habían dicho que ese
ganado había huído a un valle cercano al río Lasifharshaj. Un verano
intenté rescatarlos, pero como ni en el espeso bosque, ni en la ciénaga
era posible andar a caballo, el ganado quedó allí y se volvió salvaje.
Como yo sabía que cuando hubiera una espesa capa de nieve en las
tierras altas, llamadas Flat Top, los animales se verían muy restrin-
gidos en sus andanzas, decidí perseguirlos en invierno.
Con ese propósito emprendí viaje con tres muchachos onas perte-
necientes a distintos clanes. Ya he dado a conocer dos de estos clanes:
el del cabo San Pablo y el de las montañas. El tercero era el grupo
de Najmishk, cuyas tierras de caza se extendían hacia el cabo Santa
Inés, al norte del territorio del clan del cabo San Pablo (Tininisk,
Kankoat, Kaushel). Un personaje importante entre los Najmishk
era el médico, Te-ilh (Mosquito), cuyo hijo, llamado Chauiyolh, era
uno de mis tres compañeros en este viaje; el segundo era Minkiyolh,
el extraño hijo menor de Kaushel, y el tercero era un joven del clan
de las montañas, que no era de elevada estatura pero tenía el desarro-
llo de un hombre fuerte; era resuelto, se llamaba Ahnikin y era her-
mano de Teeooriolh, el muchacho que se rompió el hueso del cuello.
Tenían también otro hermano, un niño todavía, al que llamábamos
"Cara Vieja". Nunca vi a su padre, pero conocía a la madre,
mujer grande y fuerte de Najmishk o de más al norte. Estaban
emparentados con la mujer de Tininisk, Leluwhachin y con su her-
mano Halimink, aunque no estoy seguro del grado de paren-
HARBERTON

tesco l. El. padre ~o~ría ser ~e~man~, medio hermano o primo de


Leluwhachtn y I:Iallmmk. Ahmkm solla llamarme Yain 2, yo lo cuidé
en una oportunIdad en que estuvo enfermo y creyó morir, y desde
entonces estaba convencido de que me debía la vida.
En la mañana del tercer día dejamos a Chauiyolh encargado del
campamento y nos fuimos a explorar los alrededores. No hallamos
más que rastros viejos del ganado, y al volver de noche nos encon-
tramos con que Chauiyolh se había escapado con todas nuestras pro-
visiones y mis municiones de reserva; en realidad, con todo lo que
teníamos, excepto mi poncho de guanaco para dormir.
Ahnikin, Minkiyolh y yo no habíamos comido nada en todo el
día; afortunadamente, encontramos un buho interesado por nuestro
fuego, sobre una rama lo suficientemente cercana como para bajarlo
con mi winchester. Estos buhos orejudos parecen muy grandes, pero
son pura pluma, y uno solo de ellos no resultaba comida muy sus-
tanciosa para tres hombres hambrientos; en fin, comimos 10 que pu-
dimos esa noche y a la mañana siguiente salimos temprano en busca
de un guanaco, o uno de los animales desaparecidos. Aunque no
había caído mucha nieve, el paraje era desolado y hasta los guanacos
parecían haber huído. Los indios estuvieron de acuerdo en que Ahni-
kin debía seguir por la orilla de un arroyo y buscar un sitio apropiado
para acampar, mientras que Minkiyo1h y yo daríamos una vuelta por
el valle en procura de cualquier especie de carne.
Ya regresábamos con las manos vacías y hambrientos, cuando nos
encontramos con los rastros de un guanaco macho que seguimos un
cierto trecho. Pasado un rato oímos delante de nosotros un leve cru-
jido de ramas; entreví al animal le disparé y 10 herí gravemente. Le
hubiera disparado un segundo tiro pero Minkiyolh observó:
-Va en la dirección del campamento y no tardará en morir. ¿Para
qué cargar con él?
El animal herido, sin embargo, pareció reanimarse y lanzándose

1 Los onas pretendían a menudo tener un parentesco más cercano que el real,
para demostrar sus sentimientos cordiales. La pluralidad de esposas traía como
consecuencia la existencia de numerosos medios hermanos. Las relaciones de familia
eran, por lo tanto, siempre complicadas y confusas.
2 Yain quería decir mi padre. Ain (padre) no se usaba nunca solo, sino combinado,
así como yailJ, main (su padre) YikwakailJ o en forma abreviada Yikwain (nuestro
padre) y T-ailJ (su padre). Madre se decía Ahm o Kahm, de ahí: ]ahm, Mahm,
Yikwakahm (o Yikwahm) y T-kahm. La inicial T correspondía al posesivo su,
por ejemplo T-oli (su traje) T-hah (su arco) o T-kos (su cara). Esta última pala-
bra era a menudo una exclamación usada por el interlocutor después de una pelea
infantil o un argumento pueril: ¡SU cara!
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

cuesta abajo cruzó el Lasifharshaj, que tenía cerca de un metro de


profundidad, treinta y seis metros de ancho y una fuerte correntada.
Cuando trepaba la orilla opuesta le disparé el tiro que debí haberle
pegado diez minutos antes, y luego, culpando a Minkiyolh de la
huída del guanaco, le ordené que fuese a buscarlo.
Cerca de los bancos de la ribera, se había formado una fina capa
de hielo, pero en medio del río la corriente era muy fuerte. Minki-
yolh se despojó de su capa y cruzó vadeando, con el agua hasta la
cintura, cogió al guanaco muerto por una pata y lo remolcó por el
agua. Cuando llegó al centro del río, la corriente, demasiado fuerte,
le obligó a soltar el guanaco, que se fué a la deriva río abajo.
No esperé a ver cómo se las arreglaba Minkiyolh y salí corriendo
por el banco para no perder de vista al animal. Más adelante el río
hacía una curva, pero todavía había un poco de claridad entre los
árboles, así es que con la esperanza de atrapar mi presa, corté a través
del istmo. Estaba ya oscuro, pero cuando lleW1é otra vez a la orilla,
vi al guanaco venir flotando a gran velocidad muy cerca de la costa.
Dejé mi rifle en el banco y entré en el agua con cuidado, porque el
banco bajaba en fuerte declive. Desgraciadamente, el guanaco estaba
todavía fuera de mi alcance, di otro paso más y agarré con una mano
al animal, pero yo había dejado de hacer pie.
La corriente me llevó río abajo antes que yo pudiera nadar hasta
hacer pie y arrastrar mi botín hasta la orilla. Cuando por fin lo con-
seguí, me encontré con toda la carne que quería, pero sin poder co-
cinarla. Tenía los fósforos y la ropa mojados; en ese bosque sombrío
no podía distinguir, a una distancia de dos o tres kilómetros, dónde
habían acampado mis compañeros. Me quité la ropa, la retorcí, volví
a vestirme y fuí a buscar mi rifle. Luego abrí con mi cuchillo el
guanaco y me comí una buena porción de sebo caliente.
Como caía una fuerte helada, era imprescindible que me mantu-
viera en movimiento; el borde de mi pantalón estaba ya duro, corté
un trozo de carne de guanaco y me encaminé a buscar a mis compañe-
ros, aunque tenía poca esperanza de encontrarlos. Al cabo de un
rato vi, con gran alivio, una chispa de luz centellear en la oscuridad
del bosque, al otro lado de una profunda quebrada. La crucé y en-
contré a mis dos amigos que se habían resignado a pasar la noche
hambrientos, sentados alrededor de una magnífica fogata. Cuando
vleron el pecho de guanaco que traía y mis manos manchadas de
sangre demostraron gran alegría, encendieron una antorcha y ca·
rneron a buscar el resto del animal, antes que lo encontraran los
HARBERTON
249
zorros. Mientras tanto, yo me desnudé y casi me asé dando vueltas de-
lante del fuego.
Muchos años han tran.scurrido desde aquella noche; pero cada vez
que en el bosque veo bnllar entre las ramas una luz distante, recuer-
do la emoción que experimenté entonces, cuando, después de dos días
de hambre, con las ropas heladas, divisé el alegre fuego de mis com-
pañeros del otro lado de la profunda quebrada.

Unos tres días después encontramos al ganado perdido. Aquellos


animales no habían visto seres humanos en más de dos años, y al
vernos huyeron despavoridos por el bosque. Sabía yo por experien-
cia que un hombre a pie puede abatir aun el ganado más salvaje, si
tiene la paciencia de seguirlo bastante tiempo, pues los animales ne-
cesitan detenerse a comer y en esa región desolada les lleva mucho
tiempo encontrar un poco de comida.
Minkiyolh, que era un tipo errático, pronto se cansó de aquella
tarea. Quejándose de enfermedad, se volvió al campamento de Har-
berton, mientras que Ahnikin y yo seguimos al ganado durante tres
días y la mayor parte de tres noches; la poca nieve caída sobre el
suelo nos alumbraba el camino. De ese modo no dimos tiempo al ga-
nado para descansar ni para comer.
Una tarde, un toro joven, fastidiado por nuestra intervención, nos
embistió de repente. Por suerte, había árboles que nos permitieron
esquivarlo y pude dispararle a la paleta cuando pasó a mi lado. Por
entonces ya estaba casi oscuro, así es que lo seguimos con mucho
cuidado y pronto oímos ruidos que nos revelaron que estaba en sus
últimos estertores y no necesitaba otra bala.
Ahnikin, que llevaba nuestros avías -un par de mocasines de re-
puesto, un poco de carne de guanaco y algunas menudencias--, advir-
tió entonces que había perdido mi cud1illo; como tenía una cuchara
de acero, frotamos un lado del mango sobre una piedra hasta que
estuvo suficientemente afilado como para cuerear y carnear el toro.
Después de hacerlo, colgamos la carne y la cubrimos con ramas para
ponerla fuera del alcance de los zorros y los buitres, acampamos allí
mismo y nos preparamos para comer rosbif y deliciosos trozos de
grasa y de tripas.
Había caído a intervalos un poco de nieve y al día siguiente estaba
el ganado a la vista, pero no podíamos arrearlo en la dirección que
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
25°
hubiéramos deseado. Lo seguimos por un valle en el que abundaban
los bosques, hasta que salimos a un pantano sobre el nivel de la selva.
Allí había una espesa capa de nieve lo suficientemente dura como
para sostenernos, pero el ganado se hundía continuamente, y gracias
a esa circunstancia en poco tiempo conseguimos pasarlo. En un in-
tento de evitar la derrota, los animales se volvieron hacia el bosque,
siguiendo sus mismas huellas, y nosotros corrimos gritando detrás
de ellos. La noche se había hecho muy tormentosa, soplaba viento del
Sur y nevaba pesadamente. Encontramos un pequeño refugio debajo
de una roca, donde hicimos fuego, y después de comer nuestro asado
nos acostamos muy cerca uno de otro, envueltos en nuestros ponchos
de guanaco y nos dormimos. A la mañana siguiente había más de
sesenta centímetros de nieve y seguía nevando, aunque el viento había
cesado. Las ramas de los árboles se doblegaban bajo el peso de la
nieve y las huellas del ganado habían desaparecido.
Llegamos a un lugar por donde Ahnikin estaba seguro de que el
ganado había pasado para entrar en el bosque. Para mí era todo un
mundo blanco, de bosques impenetrables, sin ningún mojón a la vista.
Ahnikin avanzaba golpeando con un palo las ramas chicas para que
se enderezaran y dejaran caer su carga de nieve, que de otra forma
hubiera caído sobre él.
A veces se detenía para elegir entre dos claros del bosque; el ga-
nado podía haber tomado por cualquiera de los dos. Al cabo de un
rato señaló una rama quebrada; al examinarla comprobamos que tenía
adheridos algunos pelos de vacuno. Esto ocurrió dos o tres veces y
después de haber caminado más de un kilómetro y medio llegamos
a la orilla del río, donde encontramos al ganado hambriento buscan-
do un poco de comida. Era asombroso cómo Ahnikin había seguido
el rastro.
Los animales parecieron entender que ya estaban vencidos, y esa
misma tarde pudimos hacerlos entrar al terreno cercado y juntarlos
con una tropa de ganado manso que habíamos dejado allí cerca con
esa intención. Llegamos a la finca alrededor de medianoche.
He realizado muchas excursiones similares, pero me he detenido a
relatar ésta, para demostrar cómo el raciocinio del hombre es capaz
de vencer al instinto del animal. Ello ha servido además para dar
una idea de la región montañosa situ:lda detrás de Harberton y para
pro~rcionar algunos datos sobre el carácter de dos onas, que serán
menCiOnados a menudo en las páginas siguientes.
HARBERTON 2)1

Hacia fines de noviembre de 1899 salí de Harberton en expedi-


ción a través de la Tierra del Fuego, desde el canal de Beagle hasta
Río Grande, con un recorrido de unos noventa kilómetros. Iban con-
migo siete indios onas dispuestos a seguirme hasta donde yo quisiera.
Eran Ahnikin, Minkiyolh (no muy bien recibido, pero que no quiso
quedarse atrás), el nervioso Halimink, Kankoat el bromista, y otros
tres, uno de los cuales se llamaba Puppup. Este Puppup era un indio
de las montañas, hermano de Chalshoat y primo de Talimeoat, el ca-
zador de pájaros de Shilan; medía casi un metro ochenta, era simpá-
tico, de buenos modales y poseía algunos poderes mágicos que, según
decía, sólo usaba para aliviar sufrimientos. Su tez era muy pálida para
un ona y él realzaba todavía esa particularidad aplicándose más cal y
cenizas blancas de lo que era común entre su gente.
Mis compañeros llevaban sus aljabas de cuero de foca llenas de
flechas y yo mi winchester y una buena provisión de municiones. En
general yo vestía camisa, pantalón y mocasines de piel de guanaco
rellenos de hierba suave, y el gorro cónico de los onas, de piel azul
grisácea sacada de la cabeza del guanaco. En esta excursión, como
tenía la intención de llegar hasta la región civilizada del otro lado
de la isla, cambié mi cubrecabeza por una gorra más convencional y
me puse una chaqueta encima de la camisa, aunque cubría el conjunto
con la capa de piel típica de los indios. Llevamos también una pe-
queña olla y varios jarros de estaño, algunas cucharas de hierro y
un poco de arroz, azúcar, café, sal y galleta.
Al principio seguimos el mismo camino que habíamos tomado en
el viaje con mis hermanos y Slim Jim; después de un trecho nos des-
viamos hacia el este a través de un macizo de montañas. El camino era
más corto, pero difícil; no me sorprendí cuando los indios me dijeron
que en algunos trechos tenían que llevar alzados sus perros para
seguir adelante. Llegados a un valle extenso, por la falda norte de
las montañas, donde comenzaba el bosque alto, acampamos para pasar
la noche.
Creo que mis compañeros siguieron ese camino .con la espe~anza
de encontrar guanacos, pero la ausencia de estos antmales combmada
con las huellas de perros que hallaron los convencieron de que alguien
había merodeado por la vecindad; esa noche discutieron_ anim~d~en­
te sobre quiénes podrían ser los cazadores. A la manana slgUlente
25 2 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

salimos temprano y caminamos cautelosamente por el bosque; pronto


los indios observaron ciertos signos, que yo no advertí; no se distin-
guía ninguna huella humana; tan escasas eran las señales y tan pru·
dente nuestra marcha, que empecé a pensar si mis compañeros no
estarían buscando una excusa para volver al lado de sus familias en
Harberton y querían acobardarme con ficticias alarmas. Ya estaba
casi convencido de ello, cuando un indio señaló un ganso colgado de
un árbol y cubierto de ramas. Ahora estábamos seguros de que, quien-
quiera fuese el cazador, volvería a buscarlo; mis compañeros redobla-
ron sus precauciones.
Puppup iba delante y los demás lo seguíamos en fila india andan-
do de puntillas, distanciados uno de otro, unos tres metros. De repente,
nuestro conductor se paró en seco y nos detuvo con un ligero movi·
miento de la mano; todos nos quedamos suspensos en nuestro sitio,
escuchando atentamente. Otra persona, sin embargo, tenía el oído tan
agudo y el andar tan silencioso como los nuestros, porque después de
unos instantes, oímos una voz ronca, muy alterada, que gritó en ona:
-¿Quién es? Conteste pronto.
El joven Ahnikin reconoció la voz; pertenecía a un hombre del
clan de Najmishk, con quien estaba en buenas relaciones, de modo
que contestó en seguida y dijo que Lanushwaiwa 1 estaba con él; des-
pués, me indicó que lo siguiera y avanzamos. Muy cerca de nosotros,
escondidos detrás de unos espesos arbustos de hayas, había unos diez
u once hombres; cuando los vimos estaban dispersos, restituyendo
los arcos con sus aljabas y arreglando sus mantos. A algunos los ca·
nocía, otros me eran extraños. Uno de estos últimos, llamado Shijyolh,
un hombre grueso y de mediana estatura envuelto elegantemente en
una capa de piel de zorro, me observaba, mientras hablaba con sus
compañeros, con la tímida curiosidad de un niño; supe después que
era la primera vez que veía un blanco tan de cerca y se sentía inti-
midado.
Después de una conversación amistosa, durante la cual Ahnikin les
nombró a los otros hombres de nuestro grupo, seguimos viaje rápi·
damente en dirección norte hasta alcanzar al sudeste de Heuhupen,
la meseta que, según la tradición ona, había sido antes una bruja.
Había allí un lugar separado, de cuatro áreas de extensión, cubierto
1 Uno de los nombres que me daban los onas. Es una corrupción ona del vocablo
yagán que significa: El hombre de la ensenada del Pájaro Carpintero. Me llamaban
también Khueihei (obstinado o persuasivo, según las circunstancias); y después que
perdí un dedo en 1908, Gooiyin o Whash Terrh Komn (El ZOrrO de las montañas
que . perdió una garra). Tenía otros sobrenombres, algunos elogiosos, otros des·
pecuvos.
HARBERTON

de .espesa h.ie~ba, atrav:sado por un arroyo y rodeado por escarpadas


colmas de mmterrumpldos bosques. A la orilla de esta pradera, se
hallaba el campamento ona, repleto de mujeres, niños y perros. Tenían
carne en abundancia y pronto pusieron a cocinar para nosotros trozos
escogidos. Nosotros, en retribución, cocinamos en nuestra olla arroz
con azúcar en cantidad suficiente como para que todos lo probaran.
No parecía haber ningún hombre importante en aquel grupo, ya
que Te-ilh, el padre de aquel Chauiyolh que huyó con nuestras pro-
visiones, estaba ausente. Yo me dediqué a conversar con Shijyolh y
lamenté que debiéramos tener que continuar la marcha una vez termi-
nada la comida.
Al día siguiente seguimos el curso del río Ewan hacia la costa del
Atlántico. Habíamos andado un trecho cuando oímos el agudo ladri-
do de un perro, prontamente reprimido. Nos quedamos inmóviles y
silenciosos durante un rato, luego con sumo cuidado avanzamos hacia
el lugar de donde provino el ladrido. No encontramos a nadie, ni
perro ni personas, y Halimink y los demás indios opinaron que ha-
bíamos sido avistados por indios que querían evitarnos, por lo cual
continuamos nuestro camino.
Durante todo el día seguimos el curso del río Ewan y acampamos
cerca del océano Atlántico. A la mañana siguiente vadeamos el río
en su desembocadura. No fué empresa fácil: aunque tranquilo y con
poca corriente, el río estaba muy crecido. Ningún ona sabía nadar;
Ahnikin y Halimink eran bastante más bajos que cualquiera de nos-
otro y ni siquiera Kankoat hubiera podido vadearlo sin ayuda. Nin-
guno de los tres hacía pie, pero tomándonos de los hombros pasamos
todos felizmente. La marea demasiado alta impedía pasar por la playa
debajo de los peñascos del Ewan, imponente formación de arenisca
como nunca había visto anteriormente. Seguimos un trecho aguas
arriba y después de trepar por una colina escarpada cruzamos una
magnífica pradera y nos acercamos otra vez a la costa. Allí encontra-
mos una playa de ripio de unos nueve kilómetros de largo. En aguas
bajas la marea, que entre la bajante y la creciente tiene una diferen-
cia de más de nueve metros, (cinco veces más que en Harberton) se
r tira aproximadamente kilómetro y medio y descubre un terreno llano
de arenisca. Justamente encima de la marca de la marea alta, en esta
playa de arenisca, se levanta un banco escarpado de una altura apro-
ximada de nueve metros, a través del cual algunos pequeños arroyos
se han abierto camino.
Detrás de la playa se divisaba una cadena de acantilados más altos,
terminada por los llamados Najmishk, en cuyas cercanías Capelo, el
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

renegado, se había fortificado contra un probable ataque que nunca


se produjo.
Cerca de la parte superior del banco crecen frondosos bosques
bajos; para evitarlos caminamos alrededor de medio kilómetro desde
la playa y encontramos un angosto sendero de unos cinco. kilómetros
y medio de largo que corre paralelo a la costa. Este cammo natural
se llama Shaiwaai, y más adelante conoceremos la leyenda ona sobre
sus orígenes. Seguimos andando por Shaiwaal, y al llegar al pie de
Najmishk encontramos las señales de un campamento que parecía
haber sido levantado a toda prisa. Temiendo una emboscada, volvi-
mos a la playa, que atravesamos, gracias a la marea baja, al pie de
acantilados de más de noventa metros de alto.
Hay en esa playa grandes peñas de una substancia más dura que
el resto de la piedra arenisca de donde se han desprendido, y en los
charcos que deja la marea las mujeres onas atrapan cantidad de
grandes peces sin escamas llamados dahapi, validas de pequeños ar-
pones con los cuales los hieren en la cabeza, pues los dahapis siempre
hacen frente al agresor.
Más allá de Najmishk cruzamos un arroyo, seguimos luego un acan-
tilado extenso y más bajo llamado Waken, vadeamos todavía otro
arroyo y nos alejamos por fin de la playa por un hermoso valle de
césped, la extensión más grande de campo llano que he visto; salvo
algunas lagunas de poca profundidad, era una inmensa pradera que
yo, en mi imaginación, veía poblada de ganado vacuno y caballar,
pues la tierra parecía demasiado húmeda para el lanar.
Cinco kilómetros más adelante el llano terminaba en colinas bajas
cubiertas de pequeñas hayas antárticas que avanzaban hacia la costa.
Bordeamos esta saliente de monte y a una distancia de tres kilóme-
tros vimos dos casitas de troncos con techo de cinc, situadas en medio
de un montecillo que dominaba el panorama. Era el destacamento de
policía de Río Fuego, la más lejana avanzada de civilización en di-
rección sur, distante siete leguas del establecimiento de Río Grande.
Caminábamos rápidamente, con el bosque a poca distancia a nues-
tra izquierda, y cuando nos hallábamos a poco más de medio kiló-
metro del destacamento, observamos una gran agitación; un grupo
de unos diez policías se estaban armando con rifles y cartuchos. Dije
a mis compañeros que se sentaran, les dejé mi rifle y me acerqué solo
al grupo. Dado mi aspecto de vagabundo temía ser mal recibido, y
para ponerme a cubierto saqué a relucir una carta de presentación
que Despard me había dado para el jefe de policía del distrito, señor
Pessoli, a quien había conocido en Ushuaia. Llegué a la choza, me
HARBERTON
255
adelanté hacia el sargento, le dije mi nombre, que él ya conocía, y le
entregué la carta.
Sin perder l~ dignidad propia de un representante del gobierno en
esta frontera aIslada, el sargento estuvo muy amable conmigo. Des-
pués de charlar un rato me dijo que mis compañeros onas podían
acampar en un bosque cercano, siempre que depositaran sus armas en
el edificio de la policía hasta que partieran nuevamente; pero al
asegurarle yo que eran viejos amigos, dignos de toda confianza, no
insistió sobre este punto.
Éramos el primer conjunto civilizado, si así puede llamarse, que
cruzaba "la tierra de nadie", directamente desde el canal de Beagle.
Algunos mineros habían pasado ocasionalmente por la costa, pero
desde que el desventurado grupo San Martín y uno o dos hombres
más no regresaron, estas expediciones no se habían vuelto a realizar.
Las visitas al destacamento eran, pues, raras y los policías nos acogie-
ron con entusiasmo y nos obsequiaron con buenas comidas, restadas
a sus modestas raciones.
El sargento me propuso acompañarme al día siguiente hasta el es-
tablecimiento La Primera Argentina, al sur de Río Grande, una de
las dos grandes estancias situadas, a cada lado del río, que poseía allí
Don José Menéndez. El establecimiento del lado norte del río se lla-
maba La Segunda Argentina, era el más pequeño de los dos y estaba
administrado entonces por Don José Menéndez Behety (Behety por su
madre), conocido por Josecito. Éste, que era el segundo de los hi-
jos del enérgico y previsor Don José, había sido enviado por su
padre, siendo muy joven, algunos años a Australia para estudiar la
cría de ovejas. La experiencia adquirida, junto con su propia energía,
10 capacitaron para dirigir más adelante los grandes establecimientos
que esa notable familia adquirió y aun posee en Tierra del Fuego y
en otras partes.
El administrador de la otra estancia, La Primera Argentina, era lla-
mado "El Rey de Río Grande", y por razones que comprenderán más
adelante, no lo mencionaré por su verdadero nombre, lo llamaré
McInch. Era un escocés inescrupuloso y dado a la bebida, cuyas ten-
tativas de iniciar la cría de ovejas al norte de Tierra del Fuego se
habían visto muy comprometidas por las depredaciones de los indios;
como consecuencia, era su enemigo declarado y tenaz. Su manera de
tratarlos no era aprobada por su patrón, ni por Josecito; pe~o su .pre-
decesor, que había ensayado métodos suaves, fracasó y se VIÓ oblIga-
do a retirarse.
La principal intención del sargento en nuestra proyectada excursión
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

a Río Grande era presentarme a McInch, a quien yo no conocía. Con


esta idea me miró de arriba abajo y pronosticó que si lo veían en el
puesto acompañado por semejante fantasma del bosque correrían
rumores por toda la comarca de que había capturado a un matón
criminal. Nunca en mi vida me había afeitado. ¿Por qué había de ha-
cerlo? Mi padre nunca lo hizo y yo ni siquiera lo había pensado. Sin
embargo, para complacer al sargento me sometí y me dejé afeitar
por el barbero de la policía.
Nunca olvidaré esa terrible prueba; tuve que recurrir a toda mi
fuerza de voluntad para no interrumpir la operación cuando estaba a
medias. La idea de que un extraño anduviera con una navaja tan
cerca de mi yugular me llenaba de terror. No obstante conseguí so-
breponerme, gracias a un supremo esfuerzo y luego afronté los riesgos
menores de un corte de cabello. Mi cabeza y mi cara estaban ya irre-
prochables. No contento con esto, el buen sargento tuvo otra preocu-
pación: mis mocasines. Como no había vigilantes londinenses en el
puesto, era inútil probar ni aun los números más grandes de las botas
reglamentarias que cualquiera de los vigilantes me habría prestado
con todo gusto, pero al sargento se le ocurrió otra idea. Un enorme
minero austríaco, contratado para desaguar un pantano de las cerca-
nías, debía seguramente tener un par de botas que yo pudiera usar.
Aunque esta idea no me hacía feliz, sabiendo cómo me incomodarían
las botas después de haber usado mocasines, consentí para complacer
al sargento.
A la mañana siguiente los policías nos convidaron a todos con
café; recomendé a mis compañeros onas que trataran de cazar un
guanaco para compensar el déficit que seguramente provocaríamos en
la despensa de nuestros anfitriones y salí con el sargento y uno de
sus hombres para La Primera Argentina. Me dieron un espléndido
caballo de sobrepaso o pastlco, un andar mucho más descansado que
el de nuestros caballitos de las montañas. Como nunca había andado
más de treinta kilómetros seguid~s sin encontrar obstáculos que vencer,
el largo viaje me pareció monótono. Afortunadamente, el gigante
austríaco había mudado su campamento y pude seguir usando mi có-
modo calzado.
Para mal del sargento, que estaba deseando exhibir la presa que
había capturado, McInch no estaba en la estancia, aunque pude reco-
rrerla. ~enía solamente siete casas o galpones de cinc, pero el galpón
de esquilar era el mejor que había visto hasta entonces. Almorzamos
allí y después galopamos de vuelta hasta el destacamento de policía en
Río Fuego.
HARBERTON
257
~ mi lleg.ada t:uve la alegrí~ de comprobar que mis amigos habían
satisfecho mi pedido. No necesitaron alejarse mucho para que el genial
Kankoat a~atl~~a un guanaco con un golpe certero de flecha, provo-
cando admlraClon y sorpresa en los de la policía, que habían cazado
en los alrededores con perros y rifles hasta que el guanaco se hizo
escaso y arisco.
Abandonamos Río Fuego al amanecer del día siguiente. Como
nuestro itinerario en las primeras veinticuatro horas costeaba la playa,
el sargento me propuso mandar a mis compañeros delante y alcanzar-
los yo luego a caballo con un pelotón que regresaría con las cabalga-
duras; pero en mi trato con los onas sostuve siempre principios comu-
nistas, que me impidieron aceptar tan tentador ofrecimiento.
En el viaje de vuelta, aunque yo marchaba a la par de mis com-
pañeros, ellos iban tan de prisa que casi me dejaron sin piernas; sin
embargo, debo decir que nunca tuvieron que esperarme. Resolvimos
volver a Harberton por un camino distinto, que nos conduciría a una
montaña cónica llamada No-kake, separada, lo mismo que Heuhupen,
de la cadena de montañas. Mis compañeros se detenían a explorar,
pues no comprendían por qué motivo los otros aborígenes trataban
de evitarnos. También dificultaban nuestro avance las desigualdades
del terreno reseco y minado por los tucu-tucu y los matorrales de los
valles húmedos. Todo esto cambió cuando llegamos a la región mon-
tañosa.
Durante la tarde del segundo día, notamos huellas que fueron mo-
tivo de discusión entre Halimink y los demás indios, pero por la ma-
ñana siguiente, al ascender a una meseta, se aclaró el misterio. Allí
las huellas estaban más marcadas y hasta yo podía verlas; bajaban la
montaña, en dirección opuesta a la nuestra, parecían de mocasines de
ona y tener ya una semana de antigüedad. A juzgar por los trancos y
saltos, el hombre que las había impreso debió haber sido perseguido
por el diablo en persona. Mis amigos, con su aptitud de rastreadores,
pronto convinieron en que eran de Shaiyutlh (Musgo Blanco), un
hermano o primo de Shijyolh, el hombre de la piel de zorro que con
tanta curiosidad me había observado.
Shaiyutlh estaba en Harberton en el momento de nuestra partida
y mis compañeros dedujeron que al ver salir a un grupo de p~rs.onas
armadas que no pertenecían a su propio clan, que era el de NajmJshk,
se había encaminado con toda rapidez en dirección norte por otro
rumbo para prevenir a su gente de la sangrienta expedición que se
dirigía contra ellos.
Esta ingeniosa deducción resultó exacta. Shaiyutlh se condujo tal
25 8 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

cual mis amigos pensaban: mientras corría por fachinales .Y p~ntanos


su imaginación nos había atribuído los planes más sangulOanos, era
así lógico que hubiésemos sido evitados por todas las personas que
de otro modo debíamos haber encontrado; no hay duda de que cons-
tantemente fueron espiados nuestros movimientos Fué una suerte que
ShaiyutIh eligiera la huella este; si no, no habrí~?s tenido ni si~uie­
ra ese interesante encuentro en el bosque con ShlJyolh y sus amlgos.
Cuando se conoció la verdad, todos lo echaron a la broma y rieron
de buena gana, hasta el mismo propalador de la infundada alarma.
Plenamente tranquilizados, Halimink, Kankoat, Puppup y los de-
más, emprendidos el viaje de regreso. Hacia mediodía llegamos al
desfiladero más elevado que debíamos cruzar en nuestro viaje de
vuelta; eran rocas desnudas con montes de nieve a un nivel mucho
más alto que el que alcanzan los árboles. Vimos a un guanaco avanzar
muy confiado en dirección nuestra, gozando sin duda de la seguridad
que le infundía horizonte tan amplio. Teníamos muchas ganas de
llevar un poco de carne de vuelta a Harberton, así es que, escondidos
detrás de un macizo de rocas por donde era probable que el guanaco
pasara, quedamos a la espera.
Me pareció que no había transcurrido más de un minuto cuando
fuí sorprendido por una explosión; Puppup me estaba sacudiendo
para despertarme y me apremiaba para que tirase contra el guanaco
antes que escapara. Me había quedado dormido tan pronto como me
senté. El guanaco había dado media vuelta antes de llegar a una
distancia de tiro de flecha del lugar donde estábamos escondidos, y
MinkiyoIh, queriendo distinguirse de los otros, había tomado mi rifle
y había disparado. Puppup, que no tenía confianza en la puntería de
su paisano, había intentado despertarme, pero mientras el indio apun-
taba para un segundo tiro y yo trataba de despabilarme, el animal
cayó entre las rocas y exhaló su último suspiro.
Pronto nos pusimos en marcha no sin antes haber comido unos
trozos de sebo crudos, al lado del animal abatido; según la costum-
bre ona, los indios, pensando en sus familias con las que se reuni-
rían al día siguiente en Harberton, no dejaron nada para los buitres.
Esa tarde pasamos por el extremo este del lago, cerca del sitio
donde mis hermanos y yo habíamos acampado aquella noche de tor-
menta, muchos años antes, cuando intentamos por primera vez atra-
vesar la tierra ona. En ese lago hay dos o tres islotes donde las ga-
viotas vienen a depositar sus huevos y empollados. Si no había en
el lago peces que valieran la pena, las abnegadas madres volaban
dieciocho kilómetros hasta el mar, se llenaban el buche y volvían a
HARBERTON 259
desembuchar el alimento en el pico de los voraces pichones. No lejos
del lago, posadas sobre unos árboles desparramados, encontramos tres
o cuatro águilas; gran cantidad de huesos y de plumas de gaviotas
atestiguaban el festín que se habían dado cuando esas madres volvían
fatigadas a alimentar a sus pequeñuelos.
Llegamos a Harberton al día siguiente.. Qué buen recibimiento me
hizo mi madre! A ella siempre le parecía que yo estaba o cansado, o
pálido, ° delgado, o las tres cosas a la vez. Esas expediciones indu-
dablemente me hacían adelgazar, pero yo comprendía ahora que era
una locura comer con demasiada avidez a la vuelta para resarcirse de
las privaciones del viaje y sabía moderar mi apetito antes de llegar al
hartazgo.
,
CAPITULO XXVIII
KANKOAT REALIZA UNA HAZAÑA. ME VENGO DE ÉL. MINKIYOLH,
EL HlJO DE KAUSHEL, SE VUELVE LOCO. ESTUDIO MAGIA BAJO LA
TUTELA DE TININISK y OTRHSHOOLH. NO ME DECIDO A HACERME
CURANDERO.

viaje a la costa atlántica fué seguido por un período feliz


M I
y sin aventuras, durante el cual se estrecharon, aún más, nues-
tras relaciones con los onas. Tuvimos, es cierto, muchas desavenencias
pueriles, pero ellas fueron muy interesantes para mí, porque me revela-
ron claramente la evolución mental que sufrían esos cerebros primiti-
vos. Tuve oportunidad de apreciar su agudo y peculiar sentido del
humor; Kankoat era el bromista por excelencia.
Una mañana temprano salimos Kankoat y yo a cazar en los bos-
ques de la montaña llamada No Top.1 Ascendimos lentamente un
kilómetro y medio hasta llegar a la cima, donde montones de nieve
se derretían bajo los rayos solares; luego comenzamos a descender por
la ladera norte. Allí, sobre un banco cubierto de vegetación, cercano
al deslinde del bosque, descubrimos a dos guanacos machos bien cre-
cidos. Maté a los dos.
Kushhalimink, aquel enorme indio de formidable pecho que quiso
llevarme consigo cuando Kaushel y su grupo hicieron su primera vi-
sita a Cambaceres, tenía fama de ser tan haragán que cuando mataba
un guanaco, por grande que fuera, ni siquiera lo abría, sino que pre-
fería llevarlo entero a su casa para que su mujer lo cuereara y lo
cortara. Otros onas menos indolentes realizaban ellos mismos esa tarea;
era justamente lo que Kankoat se disponía a hacer, mientras yo iba
por leña al matorral para asar las partes internas conocidas con el
nombre de achuras.
Los onas, salvo cuando tienen mucha prisa, dividen a los guana-
cos en esta forma: el pecho del animal, la porción del cazador, se
saca primero, en seguida los costillares, cada uno con su paleta y su
pata delantera correspondiente y uno con el pescuezo adherido. Luego

1 Sin punta.
HARBERTON 261

una de las patas traseras es cortada como un jamón, quedando la otra


unida al tronco, el cual se separa del pescuezo a la altura de la se-
gunda costilla; ésta es la porción más pesada. El animal queda así
dividido en cinco partes sin contar el pecho. La segunda parte en
cua?to al peso es la porción de la cabeza junto con el cogote y el
espmazo.
Si el ona necesita transportar la carne a cierta distancia, cuidadosa-
mente la envuelve y ata con un tiento de cuero delgado llamado
moji, que el cazador lleva siempre consigo, haciendo un nudo algo
parecido al que conocen los exploradores como pierna de carnero;
los extremos se enrollan al paquete a más de sesenta centímetros de
distancia. El largo del centro, sin embargo, en lugar de tener atrave-
sadas tres pasadas de cuero, como en el nudo pierna de carnero,
puede tener cualquier número impar, 15 o más, según el largo de la
cuerda. Esta cruza el pecho del hombre, pasa sobre sus hombros y lo
aprisiona como una red. El fardo descansa sobre las caderas, lo que
obliga a andar con el cuerpo inclinado hacia adelante, pero tiene la
ventaja, cuando se trasladan grandes pesos a larga distancia, de que
cansa solamente las piernas y no todo el cuerpo, como sucedería si
el peso fuera sobre los hombros.
Yo pensaba que Kankoat se proponía llevar la carne monte abajo
hasta encontrar unos árboles donde colgarla suficientemente alta como
para que estuviera fuera del alcance de los zorros, y luego volver con
algunas porciones a nuestro campamento. Me sorprendió pues al ver
que Kankoat, después de terminar de cortar los dos guanacos, juntó
hasta el último pedazo de carne, los cueros, la sangre 1 y hasta las
patas, y acomodó todo en dos enormes fardos en la forma ya des-
cripta. Cuando terminó su tarea, no quedaba en el suelo ni siquiera
la ración de carne suficiente para alimentar un ratón.
En Tierra del Fuego un guanaco adulto proporciona más de cien
kilos de carne y hueso, así es que con las pieles, las morcillas y otras
partes del animal cada uno de nuestros paquetes pesaba bastante
más que eso. Elegí el que parecía más chico y acostándome de espal-
das sobre él tiré fuertemente del moji acomodándolo sobre los hom-
bros; luego con un gran esfuerzo giré hasta ponerme .boca abajo
sobre la hierba. Inmediatamente, apoyándome sobre las rodIllas y sobre

1 Cuando el animal muere baleado y se lo vaela sacándole el est6mago, los intes-


tinos, el coraz6n, etc., queda siempre mucha sangre c:n el interior de la res. Los
onas la recogían con las manos y la volcaban en, las tflP~S~ que luego a~aban fuerte-
mente por sus extremos. Como los onas no tentan utens¡!J?s para herVIr agua, asa·
ban estas morcillas, que de este modo resultaban muy apelttosas.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

las manos me enderecé, y usando el rifle (con el cañón hacia abajo)


como bastón, conseguí ponerme de pie. Kankoat se había incorporado
aproximadamente de la misma manera, pero con gran asombro mío,
en lugar de echar a andar hacia abajo en dirección al bosque, dió la
vuelta y se encaminó hacia la montaña, en dirección a nuestro cam-
pamento.
Durante mucho tiempo yo había hecho todo lo posible para probar
a mis amigos indios que para trabajar en las tareas que les eran
propias era yo tan fuerte como ellos. De modo que no me detuve a
preguntar a Kankoat por qué tomaba esa dirección, sino que lo seguí
tozudamente, aunque con lentitud. Kankoat era quince centímetros
más bajo que yo y no pesaba seguramente más de ochenta kilos,
mientras que yo era por lo menos quince kilos más pesado; no obs-
tante estar yo bien ejercitado en aquel entonces, después de avanzar
penosamente más de un kilómetro, me declaré vencido. Viendo una
roca apropiada, del tamaño de una mesa, donde descargar mi paquete
sin echarme al suelo, conseguí articular:
-¿Por qué tanta prisa? Descansemos un poco sobre esta roca.
Kankoat accedió a mi pedido. Comprendiendo que no podría so-
portar otra marcha como la que acababa de realizar, propuse dejar
una porción de carne para los zorros, y Kankoat me aconsejó dejar la
parte del pescuezo, que era casi todo hueso y pesaba como veinticinco
kilos. Saqué esa porción y la dejé sobre la roca, y luego de atar de
nuevo el paquete, me preparé a seguir. Kankoat me propuso que
tomara la delantera; así lo hice, ya bastante aliviado por la reducción
de mi carga. Al cabo de un rato miré hacia atrás, y vi a mi compa-
ñero a una buena distancia, encorvado bajo su carga; confieso que
me produjo una indigna satisfacción pensar que si bien no podía
igualarlo, por lo menos no era tan inferior.
En cuanto llegué al bosque y encontré árboles adecuados para colgar
la carne, tiré la carga y esperé a Kankoat. No tardó en llegar. Mien-
tras acostado sobre su carga se quitaba el moji de los hombros, dijo:
-Tengo la espalda rota.
Al desatar su paquete noté que contenía el pedazo de carne que yo
había dejado sobre la roca; había recorrido más de un kilómetro y
medio sobre tierra barrosa y escabrosos pedregales con una carga de
más de ciento cuarenta kilos.
Tales bromas gastaba Kankoat.
HARBERTON

Kankoat dió nuevas pruebas de su inalterable buen humor. En


otra oportunidad trabajábamos con él y otros onas, entre los cuales
se hallaba Chalshoat, aquel indio fuerte, pesado y tonto que fué lle-
vado a Ushuaia después de la muerte de Capelo y que luego había
recobrado su libertad. Estábamos ocupados en quitar del sendero los
árboles caídos; se hacía tarde y me di cuenta de que mis compañeros
querían descansar. Cuando clavamos, al fin, nuestras hachas en los
leños y nos disponíamos a volver a casa, el alegre Kankoat dijo a los
otros algo en broma que no pude entender. Rieron los demás indios,
y puestos evidentemente de acuerdo, echaron a correr a esa velocidad
que los onas pueden mantener indefinidamente. Intentaban seguir así
todo el camino de regreso, escalando las lomas y vadeando los valles;
estaban seguros de que yo llegaría el último.
No queriendo darme por vencido desde el principio, corrí junto a
ellos; luego cambié de idea: simulé fatiga y aminoré la marcha. Uno
tras otro me fueron pasando sin ocultar su alegría. Chalshoat, que iba
a la retaguardia, mostró su sonrisa de consentida superioridad cuando
pasó a mi lado.
Yo conocía esa tierra, que era la mía más que la de ellos mismos,
y sabía que a la izquierda de nuestro tortuoso camino había un bajío
pantanoso y que cortando por ese lugar, se reducía considerablemente
la distancia.
Yo seguí a Chalshoat sin perderlo de vista hasta llegar a una ca-
ñada que me indicó que había llegado el momento de abandonar el
camino. Después de atravesar cincuenta metros entre matorrales me
alejé de la zona pantanosa corriendo con todas mis fuerzas. Resultaba
tarea penosa correr esos cuatrocientos cincuenta metros teniendo que
subir luego por una colina arbolada a la orilla de la cual pasaba
nuestro camino. Me tiré al suelo para recuperar el aliento y cuando
oí los pasos de mis amigos los indios, que venían corriendo con Kan-
koat a la cabeza, me puse a roncar. Cuando Kankoat me s~cudió fjn.~í
despertar sobresaltado. Me senté y restregándome los oJos, le dIJe
bostezando:
-¿Por qué me han hecho esperar tanto rato? Me he quedado dor-
mido.
Kankoat lanzó un gruñido. Esta vez era él quien debía aguantar la
broma.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Kaushel, aquel magnifico anciano, murió finalmente tal como lo


había predicho el doctor Cook. Antes de su enfermedad, fué el único
hombre sano que gozó de sustento en Harberton sin trabajar en
cambio. Su hija, Kiliutah murió también, de tuberculosis a la cadera,
según fué diagnosticado. Al morir de hidrofobia Kiyotimink, el hijo
mayor, su joven viuda llamada Halchic tomó por esposo a Kankoat,
quien a su vez era viudo.
Minkiyolh, el segundo hijo del finado, aquel que observaba tan
extraña conducta, se había casado con una hermosa muchacha llama-
da Yohmsh, hermana de Halchic. Minkiyolh, se había transformado
en un apuesto muchacho, tenía alrededor de un metro ochenta de es-
tatura. No era muy inclinado al trabajo a pesar de su afición por
aprender y su entusiasmo por el estudio de la nigromancía; estaba
orgulloso de su heroico aunque modesto padre y no podía compren-
der por qué viviendo en Harberton, tenía que trabajar para su sus-
tento, allí donde sus padres habían recibido alimentación gratuita.
Tal vez por tratarse de Minkiyolh y ser hijo de Kaushel proporciona-
mos una casita a la joven pareja. Ellos guardaban allí sus provisiones
y sólo vivían en ella en épocas de fuertes lluvias. Habitualmente se
refugiaban detrás de los cobertizos, al igual que sus antecesores.
Ya hacía dos meses que se habían casado, cuando Minkiyolh co-
menzó a proceder en forma más extraña de 10 habitual, y no tardó en
correr la voz de que estaba embrujado. Profería salvajes gritos y fi-
jaba su mirada aterrorizada en algún extraño objeto que nadie podía
distinguir. En una noche de tormenta, después de uno de sus ataques,
se irguió de golpe, salió afuera completamente desnudo y sin calzar
sus mocasines, y corrió un largo trecho antes que pudieran atraparlo
los amigos que 10 perseguían; luego cayó desvanecido y así fué lle-
vado a su casa. Yo estaba casi seguro de que él actuaba en esa forma
sólo para llamar la atención y crearse fama de hechicero.
Un día llegó a casa en Harberton, diciendo que estaba hambriento
y quería trabajar; le dimos de comer y luego le mandé cortar leña
para el fuego. Ya anochecía cuando pasé cerca del lugar; del obscuro
re~ug~o partió un grito salvaje. Miré alrededor, y de pronto vi a
Mlnklyolh que con todas sus fuerzas lanzaba hacia mí su hacha. Afor-
tunadamente, sólo me golpeó con el mango; en seguida el indio se
abalanzó sobre mí, luchamos y ambos rodamos por el suelo. :EI pe-
HARBERTON

saba menos que yo, pero poseía la fuerza que da la locura, y amagaba
peligrosas dentelladas. Conseguí desprenderme de él en tanto llega-
ban algunos indios para socorrerme. Lo atamos de pies y manos, y de
repente el indio, debilitado, se quedó quieto y hasta aparentó estar
dormido. Durante la lucha él no se había lastimado, mas yo no tuve
igual suerte, pues, me disloqué el dedo pulgar; con torpes esfuerzos
pretendí colocarlo en su sitio, lo conseguí atándolo con una soga a una
viga del techo de la leñera y tirando bruscamente, pero aún hoy me
molesta algo.
Despard, WiU y yo discutimos sobre lo que debía hacerse con esa
carga. No podíamos, naturalmente, tenerlo atado durante el resto de
su vida, ni tampoco matarlo, aunque eso hubiera sido una solución.
La única alternativa era dejarlo en libertad, hasta que pudiéramos
deshacernos de él en alguna otra forma. Nos enteramos de que un
barco de transporte, el Santa Cruz, estaba cargando madera en el ase-
rradero recientemente establecido en Ukukaia 1 a unos veintiún kiló-
metros hacia occidente, y pensamos que si era posible alcanzarlo antes
que zarpase, tal vez quisiera su amable capitán Mascarelo llevarse al
indio para internarlo en un asilo en Buenos Aires. En consecuencia
libramos a Minkiyolh de sus ataduras, lo colocamos en un bote y lo
trasladamos hasta el aserradero. \'V'ill se hizo cargo de él y nos contó
que Minkiyolh durmió durante todo el viaje. El capitán Mascarelo lo
embarcó en el transporte rumbo a Buenos Aires.
Unos meses después estaba de vuelta el transporte con Minkiyolh.
Los médicos argentinos que lo reconocieron lo hallaron en estado nor-
mal. El capitán Mascarelo nos contó que se había portado bien du-
rante toda la travesía, y es probable que él y los médicos opinaran
que era uno de esos casos en que "es más el ruido que las nueces".
Cuando Minkiyolh regresó a Harberton, estaba mucho más comu-
nicativo que antes y se jactaba ante los indios de sus aventuras y de
las maravillas que había visto en la capital. Simulaba leer un diario
en español y sosteniéndolo muchas veces al revés traducía para el
auditorio ona textos imaginarios. En sus narraciones mencionaba con
frecuencia su amistad con el presidente de la República y los indios
se enteraron de que había sido elegido jefe de ellos, y sólo gracias
a su intervención el presidente les había permitido comer carne de
guanaco; al oír esta información uno de los veteranos aseguró que si
él veía la marca del presidente en la oreja de un guanaco, se absten-
dría de matarlo.

1 Ahora Puerto Almirante Brown.


266 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

No obstante estas extravagancias, a Minkiyolh pareció haber apro-


vechado su estada en Buenos Aires; se sentía mucho más indinado a
trabajar, hacía vida tranquila de hogar al lado de Yohmsh y su con-
ducta ya no provocó recelos. Más adelante tomó una segunda esposa,
Ohmchen (Peine), la hermana menor de Yohmsh y con el correr del
tiempo echamos al olvido el asunto del hacha y otros incidentes de
su vida pasada.

4
Tininisk, el curandero que había raptado al nieto de Kankoat, nos
visitaba con frecuencia en Harberton. Siendo un joon célebre, prefe-
ría cantar o instruirnos en antiguas creencias, a trabajar duro. Yo
siempre escuchaba con el debido respeto sus leyendas y doctrinas,
pero le decía abiertamente, a él y a los otros brujos, que su magia
no podía hacerme daño porque yo no le tenía miedo y la magia sólo
podía dañar a aquellos que la temían.
Muchas veces conversando sobre este tema con Tininisk, y otros
magos indios me descubría el pecho y los invitaba a que pusieran en
juego todos sus poderes para causarme dolor; ellos se esforzaban
por conseguirlo y en una o dos ocasiones presionaron tanto sobre mí
que no pude evitar un respingo, pero al final declararon que yo era
completamente invulnerable.
Algunos de esos embusteros eran consumados actores. De pie o
de rodillas al lado del paciente miraban fijamente la parte enferma
o dolorida, y una expresión de intenso horror indicaba luego que
habían visto algo espantoso, perceptible sólo para ellos. Se acercaban
lentamente a veces, otras con ímpetu, como temiendo que aquello
que causaba el mal se les escapara; simulaban llevarlo misteriosamente
hacia el lugar elegido, generalmente el pecho, donde aplicaban la
boca y chupaban violentamente. A veces la lucha se interrumpía des-
pués de una hora, para empezar de nuevo al rato; finalmente, el
brujo se echaba hacia atrás y daba muestras de tener algo en la boca,
que cubría con las manos cruzadas. En seguida, vuelto de espaldas al
campamento, se quitaba las manos de la boca y con un grito gutural,
ind.escriptible, arrojaba al suelo el objeto causante del mal y lo pisaba
funosamente. El profano veía un poco de barro, una piedrecita o algún
ratón muy pequeño. Yo personalmente nunca vi aparecer el animalito,
aunque ello era muy común; sin duda, en las ocasiones en que yo
estuve presente, el brujo no había podido dar con un nido de ratones.
Pregunté a Tininisk si no podría explicarme el origen de sus po-
HARBERTON 267
deres mágicos. De sus ambiguas declaraciones saqué en conclusión
que la luna era en cierto modo propicia a esas cosas; que era posible
a un curandero ponerse en contacto con espíritus fuera del alcance
del común de los mortales e incluso ver cosas que estuvieran ocu-
rriendo muy lejos. Aprendí que el poder de los brujos no era cons-
tante, pues unas veces era muy fuerte y otras casi nulo.
Viendo mi interés y mi deseo de aprender, Tininisk, al fin, con-
descendió a instalar en mí algo de su magia. Había entonces tres
magos juntos: Tininisk, su mujer Leluwhachin y Otrhsh06hl. Este
último, cuyo nombre significa "Ojo Blanco", pertenecía al clan de
San Pablo; su aspecto era parecido al de Tininisk, delgado, de un
metro sesenta de altura, ágil, con mirada de águila y expresión severa,
pero no desagradable. De Leluwhachin, aunque no se le permitía
compartir los secretos de la Logia (a la que me referiré más adelan-
te), decían que poseía los poderes mágicos de su marido. Como ya
lo he dicho, no he conocido ninguna otra ona con esos atributos, fre-
cuentes, sin embargo, entre las mujeres yaganas.
Mi iniciación tuvo lugar en torno a un fogón, protegido del viento
como de costumbre por pieles de guanaco. Después de hacerme un
discurso sobre la seriedad de mi propósito, Tininisk me indicó que
me desnudase; yo cumplí la orden y me mantuve reclinado sobre mi
ropa y algunas pieles de guanaco mientras él me exploraba el pecho
con las manos y la boca, tan cuidadoso y atento como un médico con
su estetoscopio, moviéndose de un lugar a otro y deteniéndose a
escuchar aquí y allá, según los ritos. Miraba además atentamente, como
si estuviera viendo a través de mi cuerpo con rayos X.
Luego los dos hombres se quitaron los vestidos y Leluwhachin la
capa que cubría su kohiyaten 1, los tres juntaron sus cabezas y alguno
de ellos extrajo un objeto color gris claro, de diez centímetros de
largo, con el aspecto de un perrito lanudo, de cuerpo robusto y orejas
levantadas, al cual, con el mismo temblor de las manos y el aliento
de su respiración le dieron una apariencia de vida. Percibí un olor
raro y repetidos sonidos guturales que parecían provenir de aquel
objeto, cuando tres pares de manos lo acercaron a mi pecho. De re-
pente, sin que yo notara ningún movimiento brusco, el objeto des-
apareció.
Esta ceremonia se repitió tres veces y aunque en cada una de ellas

1 Prenda de mujer de suave piel de guanaco usada con los pelos para afuera.
Cubría desde abajo de los pechos hasta las rodillas, daba una vuelta y media alre-
dedor del cuerpo y se sujetaba firmemente con un moji. De ahí el oombre de kohiya-
ten (cadera atada).
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

se supotÚa que introducían en mí un nuevo perrillo, yo sólo sentí la


presión de las manos de los indios. .. . .
Sobrevino una solemne pausa, como de expectativa. TlnJOlSk me
preguntó si no sentía moverse algo en mi corazón, o si no pasaba
por mi mente algo extraño, como un sueño o un deseo de cantar.
Contesté con franqueza pero en la forma más suave posible, que no.
Agreaué que creía que los perritos mágicos no habían encontrado
en mi. un lugar adecuado de reposo y sin duda habían muerto o bien
habían regresado a su lugar de origen. Añadí que esperaría hasta el
día siguiente y si hasta entonces no sentía nada extraño, ello sería
señal de que yo no servía para aprendiz de brujo.
Hubiera sido interesante, por cierto, continuar estos estudios; de
haberlo hecho, habría podido explicar mejor algunas cosas que rela-
taré más adelante y que serán siempre misteriosas para mí. Pero si
Tininisk y los otros hubieran seguido sus prácticas me hubiera visto
obligado a mentir con frecuencia y advertí que no era bastante inteli-
gente para hacerlo. Además, me habría convertido en una criatura
aparte de los bueGOs cazadores indios que yo tanto admiraba, pues
ellos temían a los brujos y yo no quería inspirarles temor.
Había también otra razón: tenía miedo. Me di cuenta del gran
peligro que corrían los curanderos. Cuando algún hombre o mujer
en plena juventud moría sin causa aparente, el "curandero" de la
familia a menudo y de manera ambigua hacía recaer sospechas sobre
un mago rival; de ahí que frecuentemente el objeto principal de un
asalto fuera dar muerte al brujo del bando contrario. No, no deseaba
correr el riesgo de que me acusaran de la muerte de alguien que
hubiese sufrido un síncope a cien kilómetros de distancia.
Al encontrarme con mis amigos al día siguiente, después de un
estudiado silencio les dije que no sentía ningún efecto, ni bueno ni
malo, de la ceremonia del día anterior, y que consideraba conveniente
abandonar el estudio de la magia.
~

CAPITULO XXIX
DESAVENENCIAS ENTRE LOS ONAS y LOS POBLADORES DEL NORTh.
LA MISIÓN SALESIANA. HEKTLlOHLH, EL ÁGUILA ENJAULADA, MUERE
EN CAUTNERlO. PALOA DESAFÍA A LA POLICÍA. UN GRUPO DE ONAS
ES ASESINADO POR MClNCH y SUS COMPAÑEROS. K1LKOAT PLANEA
LA VENGANZA. KlYOHNISHAH ROBA ALGUNAS OVEJAS Y ME COLOCA
EN UNA POSICIÓN DIFÍCIL. AHNIKIN Y HALIMJNK ME PRESTAN AYUDA.

A PRlNCIPIOS de 189 0 se comprobó que la parte norte de la tierra


de los onas era excelente para criar ovejas, y extensos lotes de
tierras fueron comprados o arrendados a distintas compañías o par-
ticulares, en ambos lados de la frontera argentino-chilena. El gobierno
argentino cedió un valioso lote en la costa noroeste del Río Grande
a los padres salesianos, quienes bajo la dirección de monseñor Fa-
gnano, establecieron una misión para beneficiar a los indios; en Chile
la misma orden recibió toda la isla de Dawson para igual finalidad.
Con esas excepciones, nadie tomó en consideración a las antiguas
razas nativas, dueñas de la tierra por tiempo inmemorial.
De más está decir que muy pronto los invasores vieron que era
imposible mantener establecimientos en tierras pobladas por esos in-
disciplinados nómadas, cuyo idioma y costumbres les eran completa-
mente desconocidos. Según una versión que circulaba, y que aún no
se ha olvidado, algunos de los recién llegados pagaban una libra por
cada cabeza de indio que se les llevara.
Personalmente yo creo que eso sólo ocurrió en el caso de un indi-
viduo que abandonó el país hace cuarenta años. No era empleado
de ninguno de los actuales terratenientes y muy pocos recuerdan su
nombre. No era el hombre a quien he llamado McInch. Dos famosos
cazadores de indios, que se dice trabajaban para él, murieron de muerte
violenta. De uno de ellos, Dancing Dan, me ocuparé más adelante.
Aunque en general estos infortunados aborígenes eran físicamente,
y en ciertos casos hasta mentalmente, muy superiores a sus enemigos,
tenían la enorme desventaja de estar obligados a mantener sus nume-
rosas familias. Otras desventajas eran su falta absoluta de disciplina
y el hecho de estar divididos en pequeños clanes que continuamente
270 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

peleaban entre sí; y por último, y no era lo menos importan~e, los


indios eran gente de a pie, armados sólo de arcos y flechas, mientras
que sus adversarios disponían de caballos y rifles de repetición. Aun
así, los blancos consideraban peligroso perseguir a los indios en las
regiones boscosas del Sur.
Me han contado que algunos de los invasores pagaban cinco libras
por cada indio que se atrapara y se llevara a una Misión. Algunos
pensarán que ello fué meritorio, porque se desembarazaba al país
de una plaga peligrosa y se ayudaba al mismo tiempo a la Misión
a reformar a los salvajes y convertirlos en útiles ciudadanos; pero
otros lo consideraban como un medio de reducir a los aborígenes li-
bres, los verdaderos dueños de la tierra, a una servidumbre forzada.
Hektliohlh era uno de los indios más admirables que he conocido.
Lo consideraban como un gigante, aunque dudo que pasara de un
metro ochenta y siete. El y otros hombres, mujeres y niños fueron
capturados sin derramamiento de sangre. Ello se debió, según me
dijeron, a la actitud valiente de un pastor escocés que al ver rodea-
dos a los indios se adelantó desarmado y con ademanes amistosos
(pues no conocía su idioma) los indujo a rendirse. Ni siquiera sé
el nombre de este individuo. Hektliohlh y los demás fueron llevados
en barco desde la parte norte de la Tierra del Fuego hasta el esta-
blecimiento del gobierno en Ushuaia, donde ya tenían otros onas cau-
tivos. Cuando nos enteramos fuimos con Despard a visitar a los indios
y encontramos entre ellos algunos hombres de las montañas a quienes
conocíamos. Uno, y tengo un motivo especial para mencionarlo, era
medio hermano de Halimink y tío del joven Ahnikin. Su nombre
era Yoknolpe. El gobernador accedió a dejarlo en libertad, junto con
otros dos o tres hombres de las montañas; los demás, por quienes
Despard y yo no podíamos responder, tuvieron que quedar presos.
Recibían buen trato y pasado cierto tiempo se les suprimió, quizás
a propósito, la vigilancia, de modo que pudieron escapar por las mon-
tañas y regresar a su tierra.
Cuatro años después, de viaje en lill vaporcito que tocaba en la
misión salesiana, desembarqué en la isla de Dawson, donde estaban
confinados varios cientos de onas. Las mujeres tejían mantas y telas
bajo la dirección de las hermanas y cierto número de hombres corta-
ban madera destinada principalmente a Punta Arenas. Cuando visité
el aserradero hablé a los indios en su propio idioma y todos me ro-
dearon. Muchos de ellos eran magníficos ejemplares, pero Hektliohih,
a pesar de no ser el de mayor estatura, se destacaba por su porte y
gallardía.
HARBERTON

Los trabajadores indios estaban "decentemente vestidos" con desali-


ñad~s y sucias prend~s, en m~chos casos de. med~das .demasiado pe-
quenas para su tamano. Al mirarlos no podla evitar Imaginarlos de
pie, delante de sus querencias, altivos, bien pintados, armados de
arcos y flechas y vestidos como en otros tiempos con g(J'ochilh, olí y
jamni (atavíos de cabeza, capas de piel y mocasines).
Algunos me conocían de vista, otros de nombre nada más. El tra-
bajo se paralizó completamente, y como los hermanos legos parecían
intranquilos por esta interrupción, me retiré. Cuando dejaron el traba-
jo, pude hablar con Hektliohlh. Había conseguido escapar de Ushuaia,
pero fué capturado nuevamente, esta vez por los pobladores, y entre-
gado a la Misión Salesiana; parecía no tener motivo de queja en
cuanto al trato que recibía, pero estaba muy triste por haber perdido
su libertad. Mirando con ansia hacia las distantes montañas de su
tierra natal dijo con un suspiro:
-Shouwe t-maten ya (la nostalgia me está matando).
y así fué verdaderamente, no sobrevivió mucho tiempo. La libertad
es preciosa para los hombres blancos; para los salvajes, habitantes
de la selva, es una verdadera necesidad.
....... -
2

Paloa era un indio tranquilo, de edad madura, de estatura menos


que mediana, oriundo del extremo norte de la tierra boscosa. 111, su
hermano y unas pocas mujeres y niños cruzaban un campo abierto
cuando un pequeño grupo de policía montada apareció en un valle.
Dondequiera que estuvieran los onas, siempre tenían presente un
sitio cercano donde esconderse en caso de alarma. Podía ser un bosque
o un matorral o el lecho de un río. Para Paloa era una cueva en lo
alto de una roca. Rápidamente él y su hermano escondieron a las mu-
jeres y a los niños en la cueva, que era algo así como un pozo seco
con una angosta abertura hacia el cielo. Ellos permanecieron en la en-
trada, escondidos detrás de las rocas, pero con una buena vista de
los alrededores. Ambos estaban armados con arcos y buen número
de flechas, aunque el hermano de Paloa poca ayuda podía prestar
como tirador, debido a la herida que tenía en un brazo.
Cuando los jinetes se acercaron, Paloa disparó una flecha, que hirió
a un policía. El suelo era muy escabroso para los caballos, y los blan-
cos, convencidos de que un número considerable de indios estaban
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

escondidos detrás de las rocas no creyeron conveniente desmontar.


Hicieron fuego así como estaban de a caballo.
Cuando un cazador ona acecha desde una roca, echa su cabeza bien
hacia atrás, de manera que únicamente su nariz y sus cejas quedan
a la vista de su enemigo, y no expone el cráneo. Paloa sabía esto,
pero la mitad de su arco tenía que asomar sobre la. roca p~ra po?:r
disparar. Debido a la inquietud de sus caballos los tiros de la pollCla
iban al acaso. Con todo, uno certero astilló el arco de Paloa justo
encima de la mano sin herirlo muy seriamente. Su hermano le pasó
su arco y Paloa valientemente continuó arrojando flechas hasta que
el enemigo se retiró desconcertado.
La policía volvió al ataque al día siguiente con grandes refuerzos
y comprobó que los pájaros habían volado. Paloa y sus compañeros
escaparon al bosque al oscurecer.
Una noche, alrededor del fogón, oí a Paloa contar este episodio
entre bromas y risas. También lo oí de boca de los blancos; de acuer·
do con esta segunda versión no había habido uno, sino veinte indios
escondidos entre las rocas. Con el tiempo el número de guerreros
indios aumentó a "alrededor de ciento".

3
Existían también aquellos que no pagaban a otros para que hicie-
ran el trabajo sucio, sino que lo hacían ellos mismos. Uno de estos
era McInch.
Desde tiempo inmemorial era costumbre de esos indígenas ir de
tarde en tarde a ciertos lugares de la costa atlántica a cazar focas para
abastecerse de grasa y cueros. En una ocasión, un grupo numeroso
de onas se dirigió con ese objeto al cabo Peñas, un promontorio
donde había centenares de focas. Entre los bosques donde vivían y
el mar había kilómetros de campo abierto por donde debían cruzar
prácticamente sin resguardo, pero los indios estaban ávidos de aceite
y carne grasa de foca, después de haberse pasado meses comiendo
carne magra de guanaco.
McInch se enteró de la proyectada cacería por informe de un rene·
gado, quien, después de reñir con su clan, se había ido a vivir con
los blancos y guardaba rencor a los suyos.
Armado de rifles de repetición y seguido por un grupo de jinetes
blancos deseoso~ de correr aventuras, McInch rodeó el promontorio,
cortando la retltada a los infortunados indios, que pronto serían
HARBERTON

!~'

ISLA NAVARINO
HARBERTON

desalojados de sus refugios al pie de las rocas por la marea ascen-


dente y caerían en las redes de los frenéticos cazadores.
No sé cuántos aborígenes fueron muertos en esa ocasión; pero
McInch declaró más adelante que habían sido catorce; sostenía que
al matarlos se realizaba una acción muy humanitaria, siempre que se
tuviera el coraje necesario. Explicaba que esa gente nunca podría con-
vivir con blancos, y cuanto más pronto fueran exterminados, mejor,
pues era una crueldad tenerlos cautivos, aunque fuera en una Misión,
donde languidecían o morían de enfermedades importadas.
McInch era un hombre absolutamente franco, nunca se esforzaba
por parecer mejor de lo que era. Medía alrededor de un metro se-
senta y ocho de estatura, su cara era grandota y colorada, su pelo
rojizo y sus ojos azules verdosos brillaban extrañamente. Era impe-
tuoso y su tenacidad corría pareja a su falta absoluta de escrúpulos.
A veces parecía feliz como un niño. Había sido soldado, y cuando
joven había estado con Kitchener en Khartum. En años posteriores,
a pesar de ser un bebedor inveterado, fué un admirable tirador de
rifle. En el período al cual me refiero tendría alrededor de treinta y
cinco años de edad.
Entre los afortunados que escaparon de la matanza estaba Kilkoat,
el primo de Paloa, un ona alto, delgado, que parecía muerto de ham-
bre y que no debe ser confundido con el alegre Kankoat. Escapó con
vida por una fracción de centímetro, pues una bala le rozó la cabeza,
encima de la oreja, dejándole una marca indeleble. Entre los muertos
había cuatro parientes cercanos de ese hombre, hasta entonces inofen-
sivo, que ahora sentía, naturalmente, un odio mortal contra los inva-
sores blancos.
Buscó a su mujer y a su hijo y se fué a vivir con ellos a los bos-
ques. Un día salió a cazar y al volver encontró su casa vacía; pensó
que su mujer había ido a la playa a pescar en las lagunas poco profun-
das y la fué a buscar. Entre los cañaverales la encontró muerta de un
balazo y con el niño vivo todavía, atado a su espalda. le habían dis-
parado desde atrás, y la bala que había muerto a la madre había rozado
el cuerpo del niño debajo de las costillas. El niño vivió, y yo mismo
he visto las marcas de bala mencionadas.
Después de eso Kilkoat estaba más sediento de venganza que nunca.
Al poco tiempo, un grupo de mineros acampó a dieciséis kilómetros
del lugar donde fué muerta su mujer; Kilkoat observaba y esperaba.
Hasta que un día vió a un hombre armado de rifle que caminaba
solo a lo largo de la playa, sin duda en busca de algo para la olla.
Kilkoat se escondió detrás de una roca cercana al camino que había
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

tomado el hombre, esperó que volviera, lo dejó avanzar unos metros


y lo flechó por la espalda. Luego tomó el winchester y las municiones
de su víctima y se alejó apresuradamente.

Debido a la creciente presión del norte, las visitas de los onas a


Harberton y a Cambaceres se hicieron siempre más frecuentes; ade-
más de los viejos amigos llegaba gente nueva que venía de más lejos,
por lo que debíamos tener cuidado de no provocar los celos de aqué-
llos, que se consideraban con mayor derecho a nuestro afecto.
En algunas ocasiones encontrábamos ovejas muertas, atravesadas
con flechas. Pero el hecho de que se hallaran en lugares muy visibles,
nos convenció de que era una treta de los indios para que recayeran
las sospechas sobre los recién llegados.
Al poco tiempo de haber escapado Kilkoat al bosque con el rifle
del hombre que había asesinado, llegaron dos grupos de estos indios
a Harberton. Cerca del establecimiento acamparon Ahnikin y Hali-
mink con seis o siete viejos amigos de las montañas, y a corta dis-
tancia el otro grupo, unos veinte hombres con sus mujeres e hijos,
casi todos conocidos nuestros, pero no tan amigos como los anteriores,
al que llamaré el grupo del norte. Entre éste estaban Kilkoat y su
primo Paloa, aquel hombrecillo que peleó solo contra la policía.
Entre los visitantes del norte había un muchachote robusto y fuerte,
ancho de espaldas y de cerca de un metro ochenta de estatura. Su
nombre era Kiyohnishah (Estiércol de guanaco)1.
Un día, durante la permanencia de estos indios, andaba yo por el
bosque acompañado por el alegre Halimink, que caminaba de punti-
llas, a unos tres kilómetros de casa, cuando el indio señaló una rama,
a una altura como de metro y medio del suelo, que tenía adheridas
unas hebras de lana de oveja, y me dijo irónicamente:

1 Este nombre no era despectivo. Los onas usaban cuatro tipos de nombres: J)
Nombres antiguos, no necesariamente los de sus antecesores, cuyo significado se ha
olvidado con el correr de los años. 2) Nombres de lugares, pero no siempre (como
en el caso de los yaganes), de los lugares de nacimiento. 3) Nombres de cosas
o de animales, como, por ejemplo: Koh (hueso), Teilh (mosquito), Haarú (ganso
montañés), Yohn (guanaco) y Kiyohnishah. 4) Nombres descriptivos de peculiari-
dades, de modalidades, rasgos o accidentes, tales como: Ishtohn (caderas anchas),
Kostelen (cara alargada), Shilchan (voz dulce) y otros que serían muy mal recibi·
dos por los blancos y de cuyo significado, a fuerza de usarlos, los indios parecían
no tener conciencia. Es por esta razón que no puedo dar el equivalente en español de
algunos de Jos nombres onas mencionados en este libro.
HARBERTON

-¿Son tan altas sus ovejas?


No sospeché que ese pícaro astuto me estuviera engañando, aun
cuando jamás aceptaba de primera intención las declaraciones o in-
directas que me hacían acusándose mutuamente. Esta vez parecía,
sin embargo, que el indicio no había sido preparado deliberadamente
para confundirme, sino que efectivamente alguien se había alzado
con una oveja al hombro.
Algunos días después, Shaiyutlh (Musgo Blanco), el muchacho que
había sembrado pánico en la tierra de los onas cuando nuestra expe-
dición a Río Grande, me dijo, con gran reserva, que había visto a
Kiyohnishah matar dos ovejas a unos diez kilómetros al Oeste.
En mi opinión es mayor pecado para un hombre dejar sufrir ham-
bre a su familia que robar una oveja; pero no debía tolerarse ni el
menor delito. Si dos ovejas habían sido muertas, ya fuera por Ki-
yohnishah o por aquellos que querían perjudicarlo, el asunto debía
ser investigado. El primer paso era asegurarse si efectivamente las
ovejas habían sido muertas y el relato de Musgo Blanco no era pro-
ducto de su imaginación, de cuya fertilidad ya teníamos pruebas.
Hablé del asunto con mi hermano Will y él se ofreció a ir con
Musgo Blanco al lugar del heCho, para poder acusar a los ladrones
sin necesidad de que Musgo Blanco y Halimink apareciesen como
delatores.
Salió Will a caballo con su compañero, y aunque no era esto un
proceder desacostumbrado, Ahnikin se presentó poco después en nues-
tra casa y me dijo que Kiyohnishah (Estiércol de guanaco), muy
enojado, estaba levantando su campamento para partir definitivamente
con su grupo. Yo me esforzaba por que toda esa gente me compren-
diera y me tuviera fe, pues sabía que si llegaban a temernos, pronto
serían nuestros enemigos; así, pues, dejando la chaqueta en casa, para
demostrar que no llevaba armas escondidas, fuí con Ahnikin al cam-
pamento de los onas. Allí me dirigí a Kiyohnishah y le pregunté por
qué partían de manera tan precipitada. Indudablemente, pensó en el
destino de Capelo al responderme:
-Porque usted tiene la intención de matarnos y ha mandado a
su hermano a Ushuaia a buscar soldados.
Le dije que mi hermano volvería antes de la puesta del sol, que
no había ido a buscar soldados, sino solamente a ver si habían dego-
llado algunas ovejas.
-Will -le dije- no es un pájaro, no puede volar, pero si toda-
vía desconfían de nosotros, como la selva donde ustedes pensaban
276 EL ÓLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

ponerse a salvo de toda persecución, está cerca, tienen tiempo de


partir, sin prisa, mañana temprano.
Kiyohnishah supuso que yo debía de estar enterado, por lo que
me declaró que no era él, sino sus perros los que habían muerto a
las ovejas, que él sólo había llevado la carne a los suyos, que estaban
hambrientos. Le contesté que si esto sucedía de nuevo él no debía
esconderse como un zorro, sino venir como un hermano, traerme los
cueros y contarme lo sucedido. Añadí que yo no me hubiera enfa-
dado, pero que le hubiese pedido un par de pieles de zorro en cambio
o, en caso de no tenerlas, que cortase leña hasta pagar las ovejas.
Evidentemente, Kiyohnishah se inclinaba a creer lo que yo le decía
y parecía calmarse, cuando Kilkoat y su primo Paloa salieron de detrás
de una especie de biombo, seguidos de otros parientes. Se hallaban
muy excitados y su aspecto era amenazador; Kilkoat llevaba su rifle
y los otros empuñaban arcos y aljabas.
Kilkoat sacudió el rifle y sus secuaces las aljabas, ademanes ame-
nazadores que indicaban que estaban dispuestos a usar sus armas.
Ronco de indignación, Kilkoat gritó a Kiyohnishah que no me cre-
yese; que como los otros blancos, yo era un mentiroso, que les hablaba
ahora de buena manera porque me hallaba solo y buscaba retardar
su partida para dar tiempo a que llegaran mis compañeros y me ayu-
daran a darles muerte.
En ese momento me di cuenta con inquietud de que Ahnikin, quien
a menudo me llamaba Yain (mi padre), había desaparecido, deján-
dome solo frente al peligro. Me sentí muy intranquilo y, sabiendo
que no podía retirarme sin riesgo, me senté en un tronco, invitando
a Kiyohnishah a hacer lo mismo, pero él permaneció de pie. Era
inútil argumentar con el furioso Kilkoat. Dirigiéndome a Kiyohnishah
le pregunté si él podía creer que yo hubiera venido solo y sin armas
a visitarlos en el bosque de ser malas mis intenciones. Además le dije
que nombrase a los indios que, según decían, yo había herido o
muerto. Kilkoat y sus amigos no cedían en su enojo y empezaba yo
a temer un mal fin, cuando observé que algo atraía la atención de
los indios.
Allá en el borde de un matorral, a menos de doscientos metros,
envueltos en sus capas, llevando arcos y aljabas y la cara cruzada de
oreja a oreja con una banda de pintura roja del ancho de la mano,
se hallaban Halimink y Ahnikin y seis o siete recios indios de las
montañas. Ahnikin, a quien yo acusaba mentalmente de haberme
abandonado, debió ir a escape a avisar a su pequeño grupo, acam-
pado a cierta distancia de allí, que yo estaba en peligro.
HARBERTON 277
La pintura era ya una amenaza, pero no para mí, y esta aparición
tuvo un efecto calmante, hasta para el turbulento Kilkoat. Unos mi-
nutos después dije a estos salvajes que no fueran necios y me acom-
pañaran a casa. Accedieron; salí con Kiyohnishah, dos docenas de
sus compañeros y Ahnikin y los suyos.
En casa, saqué de la despensa un gran saco de higos secos y otro
de nueces, los llevamos a un lugar adecuado, repartí el contenido
entre todos y nos sentamos, en círculo, sobre el césped a comer y
charlar. Kilkoat tomó parte en todo.
Mi hermano WiU y Musgo Blanco regresaron esa tarde y unos días
después Kiyohnishah y su gente partieron tranquilamente para sus
tierras, y Halimink y su grupo volvieron a sus montañas.
Yo esperaba que los dos danes depusieran sus diferencias y se
hicieran buenos amigos; todavía había de correr mucha sangre antes
de conseguirlo, unos seis años después.
111
EL CAMINO A NAJMISHK
1900 -1902
~

CAPITULO XXX
LOS ONAS NOS INVITAN A VIVIR EN SU PAlS. MIS HERMANOS NO
DESEAN ACEPTAR PUES AMBOS ESTÁN POR CASARSE. EN BUSCA DE
AVENTURAS, YO DECIDO INlCrAR UNA COLONrA EN NAJMISHK Y
COMIENZO A ABRIR UN CAMINO A DICHO LUGAR. MINKlYOLH VUELVE
A SER UN PELIGRO. NOS VISITA HOUSHKEN, EL JOaN DE HYEWHlN,
QUIEN DEMUESTRA SU MAGrA. SE LE MUESTRAN BRUJERÍAS DEL
HOMBRE BLANCO.

los capítulos anteriores hemos visto ejemplos de los tres modos


E N
de encarar el problema indio en la Tierra del Fuego hacia 1890:
el primero, la exterminación; el segundo, el cautiverio desolador; el
tercero, la cooperación amistosa, sobre la base de la buena voluntad
fomentada con paciencia y la aceptación del derecho de los indios
a vivir según sus propias costumbres en el país que les pertenecía
por derecho de nacimiento.
Ninguno de los invasores blancos, ya fueran McJnch u otros de
su calaña, ni la Misión Salesiana, habían tenido las magníficas ven-
tajas de que gozamos mis hermanos y yo. Ellos no habían nacido en
el país. No se les había enseñado a considerar al indio como a un
omigo inteligente y un camarada de trabajo. Para ellos los fueguinos
no eran seres humanos que debían ser tratados de acuerdo con sus
méritos, sino una horda de sujetos peligrosos e indómitos que era
preciso eliminar lo antes posible, o, como una alternativa menos vio-
lenta, despojarlos de sus atavíos hereditarios, cubrirlos con la ropa
desechada por los hombres blancos y exigirles que trabajasen para
ganarse la vida, hasta que murieran como había muerto el espléndido
Hektiohlh -igual que un pájaro silvestre en una jaula-, añorando
la libertad.
¿Era acaso de extrañarse, pues, que los onas, que se retiraban len-
tamente del norte, miraran hacia el sur, más allá de las fronteras de
su propio país, en busca de ayuda? En un futuro cercano, toda la
parte inferior de las tierras norteñas sería colonizada por extranjeros,
y los onas no tendrían dónde ir cuando las nieves invernales los
desalojaran, junto con los guanacos, de las montañas. Al paso que
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

su situación se tornaba más desesperada, grupo tras grupo de indios se


presentaban en Harberton con el mismo ruego: ¿les ayudaríamos
nosotros deteniendo el avance del usurpador hombre blanco?
Los onas no proponían que nos armáramos e hiciéramos retroceder
a los intrusos, sino que fuéramos a establecernos en la tierra de los
onas. Su idea era que si nosotros nos apoderábamos de su tierra, ésta,
no obstante, seguiría siendo de ellos. La pasión absorbente de estos
hombres era el amor a su tierra. Lo único que querían era libertad y
seguridad. Si nosotros tomábamos posesión de la tierra, tendrían
ambas cosas; si penetraban otros, se quedarían sin nada. Era ésa su
resignada filosofía.
Conmovía realmente oír cómo cada bando rivalizaba por exaltar
los méritos de sus propias tierras de caza. De haber aceptado todas
las invitaciones recibidas, hubiéramos ocupado muchos miles de kiló-
metros cuadrados, desde los matorrales rocosos y las tierras pantanosas
del cabo de San Diego al este, hasta más allá de la frontera chilena
hacia el Oeste, y desde los altos bosques y las ciénagas del sur del
lago Kami hasta los peñascos de arenisca, refugios de los pájaros ma-
rinos, de la costa atlántica.
Yo, personalmente, estaba muy a favor de la idea de obtener la
mayor extensión posible de tierra, no sólo para complacer a mis ami-
gos indios, sino también porque sentía sed de aventuras y, dicho sea
de paso, creía que podía ganarse dinero con el proyecto. Mis her-
manos, sin embargo, no compartían mi entusiasmo.
La autorizada opinión de Despard era que resultaría a la vez cos-
toso y arriesgado iniciar una finca más allá de la cadena de monta-
ñas. Nosotros no seríamos dueños, sino usurpadores, sin seguridad
en cuanto a la continuidad de la tenencia. Si la tierra que nosotros
ocupáramos, ulteriormente se pusiera en venta, las ricas compañías,
dueñas de grandes extensiones de tierra situadas más al Norte, esta-
rían siempre en condiciones de ofrecer mejores precios que nosotros.
El acceso, decía Despard, sería mucho más difícil que en Harberton.
Nuestro único puerto sería el de Río Grande, apto sólo para barcos
de poco calado durante el verano. Además, agregó, era preciso tener
en cuenta a los onas, que carecían de escrúpulos, y aun si se abstenían
de asesinarnos, no tendrían reparos en robarnos las ovejas. En resu-
men, si deseábamos obtener beneficio con nuestro dinero, podíamos
realizar inversiones más seguras en otras cosas.
El parecer de WiU era que ya teníamos más que suficiente para
vivir, y que si alguna vez fuera necesario aumentar nuestras entradas
podríamos mejorar la tierra que ya nos pertenecía. Despejando el
EL CAMINO A NAJMISHK

terreno de arbustos y secando los pantanos, se podía criar un veinte


y hasta un treinta por óento más de ganado.
Podrá verse por estas discuúones que ninguno de mis hermanos
deseaba correr riesgos. No les interesaba ninguna empresa incierta,
preferían lo poco asegurado, al resultado impreciso de nuevas aven-
turas. Ello obedecía a un moÜvo muy simple; hacía poco Üempo que
ambos se habían comprometido en matrimonio.
El primero había sido WÜl. La joven de su elecóón era Minnie,
la hija menor de los esposos Lawrence, quienes habían compartido
con nosotros las penurias de los primeros tiempos en Ushuaia. Re-
cuerdo que cuando éramos pequeños, a Minnie no le interesaba nin-
guno fuera de Will, ni le sobraba mucha compasión para las víctimas
de sus pícaras travesuras.
Algunos años después de la renuncia de mi padre a la dirección
de la Misión y de nuestro traslado a Harberton, la familia Lawrence
se instaló en ShumaCftsh (Punta Remolino), donde en reconoci-
miento por sus servicios de toda la vida, en pro de la civilización,
el gobierno argentino concedió una parcela de tierra al anciano mi-
SIOnero.
El siüo destinado a nuestra esquila estaba a algo más de treinta
kilómetros al este de Punta Remolino, pero el camino era tan sinuoso
que a caballo la distancia era mucho mayor. Para un muchacho joven
que pudiera correr kilómetros sin detenerse por sendas empinadas y
rocosas, resultaba más rápido ir a pie que a caballo.
Durante el verano trabajábamos allí hasta muy tarde, todos los
días. Los sábados Will trabajaba con nosotros como siempre hasta el
final de la tarea, luego se encaminaba a Punta Remolino, y en cuanto
lo perdíamos de vista, echaba a correr. Tal vez en el camino dur-
miera un poco, pero lo cierto es que aparecía en la residencia de los
Lawrence tan pronto como el humo de la chimenea de la cocina
indicaba que alguien se había levantado. Allí pasaba un domingo
feliz, y cuando la familia se retiraba a dormir, partía para reunirse
con nosotros el lunes a la mañana, listo para otro día de trabajo.
Viéndolo a veces algo demacrado el lunes por la noche, lo reconve-
níamos, instándole a que partiera temprano los sábados, a fin de que
pudiera gozar de una buena noche de descanso en Punta Remolino.
Pero WiU tenía su orgullo y estaba resuelto a no darnos jamás mo-
tivos para pensar que descuidaba su trabajo por cortejar a la dama
de su corazón.
El noviazgo de Despard no le exigía igual sacrificio, ya que no
podía hacer un viaje de ida y vuelta a Buenos Aires cada fin de
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

semana. En una de sus visitas a la capital de la Argentina había co-


nocido a Cristina, hija del profesor Reynolds, uno de los más viejos
amigos de mi padre. Cuando regresó, nos dijo que se había compro-
metido con Cristina.
Mis dos hermanos esperaban poder casarse pronto. Cuando Will
utilizó el argumento de que la tierra que ya poseíamos podía mejo-
rarse para dar cabida a un treinta por ciento más de ganado, yo le
repliqué, que si los tres nos casábamos, con un poco de suerte, aumen-
taríamos nuestra familia en una proporción mucho mayor, y por con-
siguiente Harberton no tardaría en resultar insuficiente, no sólo para
nosotros, sino para nuestra familia de onas, siempre en aumento, a
la que había que sustentar y proporcionar trabajo.
En un principio mis razones no tuvieron éxito. Ninguno de los dos
quiso acompañarme en la aventura. El debate duró muchos meses y
hasta el otoño del año 1900 no llegamos a una transacción final.
Convinimos en que yo solo me encargaría de la chacra nueva. Se
me permitiría dedicarle mi tiempo sin renunciar a mi participación
en la vieja casa, considerando la chacra nueva como una empresa
aparte, con una cuenta separada en el libro mayor. Se me concederían
facilidades de crédito en dinero, mercaderías, caballos, vacunos y ove-
jas, todo lo cual, se contabilizaría debidamente. Mis hermanos se
comprometieron a encargarse de Harberton sin mi ayuda y a partici-
par por partes iguales en los gastos de la chacra nueva. También par-
ticiparían en las ganancias, si las hubiere. Cada uno de nosotros reci-
biría un salario de doscientas libras por año, debiendo mi sueldo
cargarse a la cuenta nueva mientras me dedicara por completo a la
chacra del otro lado de las montañas.
Una vez resueltos estos preliminares indispensables, pude yo co-
menzar a actuar. Después de pensarlo bien, decidí instalar el nuevo
establecimiento en Najmishk, que quedaba algunos kilómetros al norte
de las tierras de caza de Halimink y otros viejos amigos de las mon-
tañas y bien dentro del territorio del grupo Najmishk, algunos de
cuyos miembros habíamos conocido en el viaje que hicimos a través
de la isla hasta Río Grande. Pero era inútil iniciar una chacra en
Najmishk antes de traer vacunos, ovejas y caballos desde el estable-
cimiento de Harberton hasta la costa atlántica. Era menester construir
un camino a través del páramo, que cruzara los bosques desde Har-
berton hasta los campos abiertos, y aun allí encontraríamos innume-
rables arroyos profundos y serpenteantes y valles pantanosos, lo que
exigiría la construcción de puentes para los animales de carga, y
aun para las ovejas.
EL CAMINO A NAJMISHK

Con los medios de que disponíamos era imposible construir kiló-


metros del camino de madera llamado "corduroy bridge", pero po_
dían aprovecharse los arroyos de lecho pedregoso que durante el
verano y el otoño llevaban poca agua. Muchos días estuve recorriendo
el terreno entre Harberton y el lago Kami antes de decidir finalmente
dónde habíamos de hacer e! camino. Había que tomar decisiones de im-
portancia; por ejemplo, había tres pasos, a distintas alturas, por donde
atravesar la montaña. Elegí e! más alto y e! que a primera vista pa-
recía más difícil. Puede apreciarse lo bien que exploraron la región
los onas, antes que yo, por e! hecho de que esta ruta se apartaba muy
poco de la que para nuestra primera marcha eligió Slim Jim, a pesar
de los suaves declives de los otros dos pasos.
Para evitar ciertos pantanos, resolví que el camino no saliera a la
costa atlántica en Najmishk, sino a un lugar nueve kilómetros al sud-
este, del otro lado de la desembocadura de! río Ewan. El camino ter-
minaría en la playa que bordea por el noroeste el monte Tijnolsh y
finaliza en un acantilado a poco menos de un kilómetro de la desem-
bocadura del río. Luego el resto de! viaje entre Harberton y Najmishk
podría hacerse por la playa de ripio. A vuelo de pájaro la distancia
entre Harberton y esa parte de la costa atlántica era de algo más de
ochenta kilómetros, pero debido a la naturaleza del terreno el camino
debía seguir un curso sinuoso, que alargaba e! recorrido varios kiló-
metros.
En uno de mis viajes de exploración, llevé de acompañante a Min-
kiyolh, e! joven excéntrico a quien los médicos de Buenos Aires
habían declarado perfectamente cuerdo. Después de un día de intenso
trabajo, acampamos para pasar la noche. Encendimos una buena fogata
y juntamos ramas para hacer nuestras camas. Mientras preparaba la mía
dirigí casualmente una mirada por encima del fuego a Minkiyolh.
Tenía los ojos fijos en mí. He visto a muchos zorros acorralados, que
espiaban la mano del hombre que les daría el último golpe; la cara
de Minkiyolh tenía ahora esa misma expresión; me corrió por la es-
palda un estremecimiento de terror, pues me di cuenta de que ese
hombre sufría el mismo acceso de su incurable demencia que la noche en
que me atacó con el hacha, con la diferencia de que ahora no había
nadie cerca para socorrerme y nuestros únicos testigos eran los bos-
ques oscuros y silenciosos.
Comprendí que él se daba cuenta de lo que cruzaba por mi mente,
porque sus labios se torcieron en una sonrisa fría y despia dada. Yo
tenía el rifle winchester, pero en un cuerpo a cuerpo no podía usarlo,
286 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

ni siquiera como un mazo. Tampoco podía disparar contra él a sangre


fría, sólo por miedo.
Junté bastante leña como para que durase toda la noche y luego
me senté con la capa de piel de guanaco puesta sobre los hombros.
Al ver que no me acostaba, Minkiyolh me preguntó si no tenía sueño.
Le contesté:
-Mahshink shoon me ya. (Sueño no tener yo.)
Al oír esto, el indio se acomodó en su cama de ramas. Creo que
durmió una buena parte de la noche, pero había ratos en que de segu-
ro fingía estar dormido; su respiración era artificialmente profunda
y la llama del fuego se reflejaba en sus ojos semicerrados.
Sentí gran alivio al despuntar el día, después de las largas horas
en que me esforcé por mantenerme despierto. Propuse a mi compa-
ñero que tomase la delantera para volver a casa, donde llegamos sin
ningún tropiezo. En lo sucesivo su conducta fué completamente nor-
mal, lo que me hizo pensar que quizás esa noche yo me hubiera
dejado influir por los nervios. Minkiyolh, continuó utilizando a Har-
bertan como centro de sus operaciones, pero a menudo se alejaba solo,
llegando a veces hasta el aserradero de Ukukaia, entre cuyos trabaja-
dores era muy popular por su conocimiento del español y su vívida
imaginación y porque los divertía. Llegaba también ocasionalmente
hasta las casa de los Lawrence en Punta Remolino, en busca de admi-
radores y de alguna comida gratis.
En una de esas excursiones al aserradero lo acompañó su hermano
Keelu (el mismo que con el infortunado Kiyotinink actuó en la ex-
hibición de Buenos Aires), pero volvió solo y contó que Keelu se
había apartado de él y que probablemente se había ahogado en el río
Lasifharshaj. Sabiendo lo cautos y ágiles que eran los jóvenes. onas,
nadie creyó esa historia, aunque no había ninguna prueba que la des-
mintiera. Nunca volvimos a ver al joven Keelu.
Algunos meses después Minkiyolh estuvo en Punta Remolino, de
donde salió junto con un mulato, cuyo cadáver apareció tiempo des-
pués en la playa, lo que nos hizo pensar que aquel se había ahogado.
Minkiyolh se presentó en Harberton demacrado e inquieto. Al pre-
guntarle yo dónde había estado, me respondió con una evasiva. In-
terrogado por la policía, dijo que se había separado del otro poco
después de salir de Punta Remolino. Fué imposible obtener pruebas
condenatorias y se le dejó en libertad.
EL CAMINO A NAJMISHK 287

Resuelto el trazado del camino desde Harberton a Najmishk, co-


mencé a trabajar en él. Para poder dar cabida a mayor cantidad de
ovejas, vendimos la mitad de nuestro ganado vacuno y contratamos
a Contreras, un vaquero mestizo proveniente del centro de Chile, para
que se encargara del resto. De este modo quedé libre para dedicar
todo mi tiempo y energías a la nueva tarea, contando con la ayuda
de mis viejos amigos los onas. Desde la partida de Harberton hicimos
los ocho primeros kilómetros entre espesas y enmarañadas malezas y
gran cantidad de troncos caídos. Además, parte del "corduroy bridge",
debió construirse sobre un suelo traicionero, constituído por pantanos
insondables y hondas zanjas entrecruzadas por las raíces de los acha-
parrados árboles.
Cierto día, habíamos interrumpido la labor para la merienda del me-
diodía, cuando Hechelash, el enano, apareció inesperadamente. Era un
hombrecito del grupo del Norte, que mediría apenas un metro y veinte,
grueso, feo, de cabeza grande y vientre sobresaliente, que hubiera sido
repugnante a no mediar su simpática sonrisa, lastimosa y atrayente a la
vez. Aunque mentalmente quizás fuera deficiente, era bondadoso por
naturaleza, salvo cuando algún bromista cargante lo molestaba más de
la cuenta; entonces se volvía contra su atormentador, como una criatura
salvaje. Hechelash no tenía enemigos y por ese motivo a menudo era
enviado 1 por los indios del norte en calidad de mensajero a otro grupo.
En esta oportunidad traía un mensaje de Houshken, conocido también
por Hyewhin JoOn (el médico Hyewhin). Yo había oído hablar mucho
de este misterioso hechicero del grupo del Norte, que poseía un poder
superior al de todos los otros y actuaba en la región boscosa que va desde
el lago Hyewhin hasta el gran lago Kami. Su aspecto reconcentrado,
ensimismado, había acrecentado su prestigio entre las tribus que lo ro-
deaban. Se narraban sorprendentes historias sobre sus mágicos poderes;
además era un cazador renombrado y estaba protegido por sus fuertes
hermanos: Kiyohnishah (Estiércol de Guanaco), quien ya ha sido pre-
sentado, y Chashkil, un joven alto y robusto, y por un grupo numeroso
de parientes entre quienes se contaba Kautemphlh, un viejo guerrero de

1 Esta palabra debe usarse con discreción con respecto a los onas. Es verdad que
Hechelash llevaba con orgullo mensajes de un grupo a otro, y los muchachos eran
enviados por sus padres a hacer diligencias, pero nadie, ya fuese hechicero u hombre
fuerte, impartía órdenes, salvo, quizás, durante un asalto.
288 EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

singular valentía. Kautempklh era un hombre muy atrayente, cuya na-


turaleza bondadosa y alegre se manifestaba en una afectuosa sonrisa,
aunque a veces su mirada era dura y penetrante como la de un águila.
Era de estatura mediana, aún se conservaba muy activo y se decía que
nunca había terminado una pelea sin matar a su adversario. Con todas
estas cualidades, en más de una oportunidad había actuado como jefe
en las incursiones de los hombres del clan del Norte.
El mensaje que traía Hechelash nos informaba que Houshken estaba
por hacernos una visita. Cuando mis compañeros supieron que el hechi-
cero se hallaba cerca, quisieron huir a sus casas, pero pude convencerlos
de que se quedaran, no sólo porque deseaba proseguir con el trabajo, si-
no también para demostrar a nuestros visitantes que no se les temía. Vi-
gilando atentamente, trabajamos sin descanso toda la tarde, hasta que
apareció Houshken acompañado de Chashkil, Kautempklh, cuatro o
cinco muchachos fuertes y unas pocas mujeres acostumbradas a andar
con paso rápido. Estaban todos pintarrajeados y ataviados con sus
mejores galas: trajes de pieles, cuidadosos peinados y mocasines con
tiras oscuras cruzadas sobre el empeine; estas tiras se sacan de las
manos del guanaco y son el distintivo del mocasin de calidad. Todos
los hombres traían arcos y aljabas.
Yo ya conocía a varios miembros del grupo, pero no a Houshken.
No era ni un centímetro más bajo que yo, delgado y ancho de hom-
bros. Su mirada, aunque penetrante, era bondadosa. Sus ojos suma-
mente oscuros, negros azulados. Nunca había visto yo ojos iguales y
me preguntaba si no sería corto de vista, pero luego me informaron
sus amigos que no sólo veía tan bien como cualquier cazador, sino
que podía mirar a través de las montañas y ver 10 que acontecía del
otro lado.
Mantuve una corta conversación, en tono amistoso, con Houshken y
su comitiva antes de que retornaran a su campamento. Me dijeron
que no quedarían mucho tiempo en nuestra vecindad ya que el invier-
no, que a menudo se anunciaba con una fuerte caída de nieve, se
aproximaba.
Aquella noche nevó unos cuantos centímetros. Me avisaron a la
tarde siguiente que había aumentado el número de visitantes y que
todos estaban acampados a orillas del bosque, a kilómetro y medio
de nuestro establecimiento de Harberton.
Al atardecer WiU y yo fuimos a visitarlos. Como estos hombres se
habían presentado abiertamente, yo no tenía temores, pero Will, ex-
celente tirador de arma corta, tuvo la precaución de llevar su revól-
ver, que colocó bajo su brazo izquierdo. En esta forma podía estar
"Guerreros todos." Cortesía del coronel harle WellIngton Furl:>ng, U..A.
Chalshoat y Puppup (de pie). Cortesía del coronel Charles Wellington Furlong,
U.S.A.
EL CAMINO A NAJMISHK

de pie con los brazos cruzados, una de sus actitudes favoritas cuando
descansaba, y tener empuñado el revólver con la mano derecha listo
para disparar a través del impermeable contra cualquier atrevido
que intentara cogerlo de sorpresa. Llevábamos a Houshken de regalo
un joven sabueso muy lindo.
Ya le había tomado afecto al médico de Hyewhin. Me dijeron que
nunca había visto de cerca a un hombre blanco, lo que explicaba la
inquisidora y sostenida mirada que me lanzó cuando nos encontra-
mos en el bosque. Cuando le entregamos el perro, pese a su solem-
nidad, no pudo ocultar su placer, y lo tomó en sus brazos y lo apretó
contra su cuerpo como si fuera un niño. La conversación, como ocurría
siempre en tales encuentros, era lenta, con largas pausas, como para
dar tiempo a reflexionar profundamente. Dije a Houshken que había
oído hablar de sus poderes sobrenaturales y que me gustaría cono-
cer algo de su magia. A fin de impresionarlo le manifesté que nos-
otros por nuestra parte le mostraríamos magia de los hombres blan-
cos; no dañaría a nadie, le aseguré, y se llevaría a cabo la noche
siguiente. Houshken no se negó, pero me contestó modestamente que
no estaba inspirado, lo que de acuerdo con la modalidad ona signi-
ficaba que quizá lo hiciera más adelante.
Después de dejar transcurrir un cuarto de hora, Houshken mani-
festó que tenía sed y se alejó para beber en un arroyo cercano. La
luz de la luna y el reflejo de la nieve daban un:!. claridad diurna a
la escena de la próxima exhibición. A su vuelta del arroyo, Housh-
ken se sentó y comenzó un monótono canto, que continuó hasta que
repentinamente se llevó las manos a la boca. Luego las retiró con
las palmas vueltas hacia abajo y a unos cuantos centímetros de dis-
tancia una de otra; una tira de cuero de guanaco, de tres veces el
grosor de un cordón de zapatos y de no más de cuarenta y cinco
centímetros de largo, colgaba entre sus manos sostenida entre los
pulgares y los meñiques, pendiendo de estos últimos unos ocho cen-
tímetros por los extremos.
Houshken comenzó a sacudir las manos con violencia, separán-
dolas gradualmente y en un momento la tira, que permanecía floja
y con los dos extremos aún a la vista, tenía ya más de un metro de
largo. Después llamó a su hermano Chashkil, quien tomó el extremo
que colgaba de la mano derecha, y dió un paso hacia atrás. De la
mano izquierda de Houshken comenzó a crecer la tira hasta alcanzar
un largo de más de dos metros. Luego Chashkil avanzó y la cuerda
fué desapareciendo en la mano del hechicero hasta que éste pudo
retomar el extremo que había dado a su hermano. Con la agitación
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

continua de las manos, la tira se acortaba más y más. De repente,


golpeó las manos unidas contra la boca, y profiriendo un penetrante
grito, las estiró hacia nosotros, con las palmas hacia arriba y vacías.
Ni siquiera un avestruz hubiera podido sin visible esfuerzo tragar
de golpe esa cuerda de más de dos metros. No pretendo saber en
qué otro lado pudo haber escondido el rollito. No pudo haberlo
metido en la manga de Houshken, pues éste había dejado caer su
manto al comenzar la exhibición. Se hallaban presentes unos veinte
o treinta hombres, pero sólo ocho o nueve eran del grupo de Housh-
ken. Los restantes estaban lejos de ser amigos del hechicero y lo
vigilaban con atención. Si hubieran descubierto la menor trampa, el
gran cu.randero hubiese perdido su influencia y ya nadie creería en
su magla.
La demostración aún no había finalizado. Houshken se puso de
pie y volvió a cubrirse con su manto. Nuevamente comenzó a cantar;
parecía estar en trance, poseído por algún espíritu extraño. Irguién-
dose cuanto podía, dió un paso hacia mí y dejó caer al suelo el manto,
su única vestidura. Llevóse las manos a la boca y con un gesto muy
expresivo las apartó de nuevo con los puños apretados y los pulgares
juntos. Levantó luego los puños hasta la altura de mis ojos y cuando
estuvieron a medio metro de mi cara, los separó lentamente. Pude
ver que ahora tenía un objeto pequeño, semitransparente, de unos
dos centímetros y medio de diámetro en el centro y que se adelgazaba
entre sus manos. Podía ser un pedazo de elástico o de amasijo; fuera
lo que fuese, parecía algo vivo y se revolvía con gran rapidez,
mientras Houshken temblaba violentamente, sin duda a causa de la
tensión muscular.
Era tan clara la noche que se hubiera podido leer, y el extraño
objeto parecía ponerse cada vez más transparente conforme iba el
hechicero apartando las manos hasta que cuando estuvieron a unos
siete u ocho centímetros de distancia, me di cuenta que el objeto ya
no estaba allí. No se rompió ni estalló como una burbuja, simple-
mente desapareció, después de haber estado a la vista durante menos
de cinco segundos. Houshken no hizo ningún movimiento brusco,
sino que abrió las manos lentamente y las dió vuelta para que yo las
inspeccionara. Parecían limpias y secas. Houshken estaba completa-
mente desnudo y no tenía ningún compinche a su lado. Eché una
mirada a la nieve, Houshken a pesar de su estoicismo no pudo re·
primir una sonrisa pues nada se veía allí.
Los otros nos habían rodeado, y cuando desapareció el objeto, al·
gunos suspiraron asustados; Houshken los calmó, diciendo:
EL CAMINO A NAJMISHK

-No se inquieten. Lo haré que vuelva a mí.


Creían los indios que era éste un espíritu sumamente maligno, es-
clavo del joon, de quien emanaba. Podía tomar forma corpórea, tal
como nosotros lo habíamos visto, o ser completamente invisible. Tenía
el poder de introducir insectos, ratones, barro, piedras puntiagudas
y aun pequeñas medusas o pulpos en el cuerpo de aquellos que irri-
taban a su amo. He visto a hombres valientes temblar a pesar suyo,
al recordar estos horrores. Era curioso comprobar cómo cada hechi-
cero, que no ignoraría, seguramente, que él mismo era un embauca-
dor y un farsante, creía en los poderes sobrenaturales de sus colegas
y les temía.
Mi hermano se impresionó con la ceremonia, aunque no alcanzó
a verla tan bien como yo, pues el viejo Kautempklh y otros lo
habían rodeado de cerca, y estuvo todo el tiempo intranquilo, sin
saber con certeza en qué momento se vería obligado a apretar el
gatillo del revólver que tenía escondido bajo el brazo izquierdo.

A la tarde siguiente cumplí mi palabra, haciendo una exhibición


de la magia de los hombres blancos. Houshken y su clan y algunos
hombres de las montañas vinieron a la finca; en un cobertizo espe-
cial habíamos instalado nuestra linterna mágica. Además de los
miembros de la familia que asistieron a la representación teníamos
una visita de Buenos Aires: era Percy Reynolds, hermano de Cris-
tina, la novia de Despard. Años después se casó con mi hermana
Berta.
Entre el público había muchas mujeres, y para infundirles coraje
mi hermana Alicia se sentó entre ellas. La linterna mágica estaba
oculta en un cuarto al fondo, detrás de un biombo, así es que nin-
guno de nuestros visitantes podía verla. Percy Reynolds, ayudado
por Berta, manejaba el aparato. La primera vista que pasamos en
la pantalla -que para el caso era una sábana- fué de mucho colo-
rido, pero medianamente interesante. Favorablemente acogida, no llegó
a provocar mayor entusiasmo. En la vista siguiente apareció Barba
Azul en toda su impresionante grandeza. Por una superposición de
imágenes sus ojos se movían con expresión terrible, mientras balan-
ceaba su cimitarra. Para causar mayor impresión, Percy retiró el apa-
rato o arregló el foco, de modo que Barba Azul parecía acercarse al
público anhelante. Esta vez la reacción fué inmediata. Hubo una co-
EL ÚLTIMO CONFlN DE LA TIERRA

rrida general hacia la puerta. Hombres valientes, cuyas proezas po-


drían llenar un libro, no pudieron soportar el horror de esa aparición.
Alicia y yo tratamos de contenerlos; Houshken, que estaba a mi lado,
retrocedió visiblemente asustado y yo apoyé mi mano sobre su hom-
bro murmurándole palabras tranquilizadoras. Nuestro viejo amigo
Chalshoat demostró esta vez mayor presencia de ánimo que los otros
al tomar por los brazos a Alicia, con su garra de acero, y mantener-
la firme entre él y el amenazante monstruo.
Por desgracia, la palabra ona para "imagen" o "sombra" es la
misma con que designan a uno de sus fantasmas; inútil pues asegu-
rarles que Barba Azul era tan sólo una imagen: sería como decir a
niños amedrentados que era el "cuco" o el "hombre de la bolsa".
Encendimos la luz y pudimos al fin calmar a los indios y decidir-
los a contemplar escenas más tranquilas. Permitimos después que
algunos de ellos vieran cómo funcionaba el aparato. Hubo luego
luces de bengala, buscapiés y cohetes. Para terminar la velada servi-
mos bizcochos, cocoa y frutas secas.
A la noche siguiente visité de nuevo a los indios del Norte en
compañia de Will, y éste se trabó en una lucha amistosa con el gran-
dote y robusto Chashkil, el hermano de Houshken. Eran los dos de
igual fuerza y hacían una buena pareja, pero no siguieron peleando
como en una lucha real entre onas, que continúa hasta que uno de
los contrincantes queda completamente exhausto y rehusa seguir la
pelea. Houshken y yo, sentados uno al lado del otro, como buenos
amigos, contemplábamos dignamente el encuentro deportivo de nues-
tros hermanos. Había entre los concurrentes un hombre muy bien
parecido llamado ühtumn que yo había visto varias veces anterior-
mente. Era un buen muchacho, de un metro ochenta de altura y tal
vez de unos treinta años de edad.
Mientras Housbken, Chashkil, y ühtumn y los otros permanecie-
ron en Harberton hubo mucha animación y se realizaron frecuentes
visitas entre ellos y otros amigos onas, como Halimink, Ahnikin y
demás hombres del clan de la montaña. Hubiera sido difícil con-
centrar la atención de mis hombres en el monótono trabajo cotidiano
de construir el camino, sin permitirles un desahogo, de modo que
no los molesté; por el contrario, con verdadero placer participé de
sus inocentes diversiones.
Yo deseaba adelantar ese trabajo, antes que el invierno nos impi-
diera continuarlo. Por este motivo me alegré cuando nuestros visi-
tantes, después de una estada de cinco días, comenzaron a hacer sus
preparativos para la partida. Houshken me dijo que debía marchar-
EL CAMINO A NAJMISHK
293
se al lago Hyewhin mientras el camino estuviera en buenas condi-
ciones.
Lo invité a volver el próximo verano, prometiéndole visitarlo en
su región, que él me ponderaba como muy hermosa. Todos conver-
sábamos amistosamente; no había duda de que las relaciones entre
los indios de las montañas y los del Norte eran excelentes. Cuando
finalmente se decidieron a partir, hubo intercambio de regalos y
nuestros visitantes recibieron cuchillos y algunas provisiones para el
camino, de manera que partieron muy contentos.
Había motivos para creer que estaban olvidadas las viejas pen-
dencias; mi gente y especialmente Ahnikin alentaron esa esperanza
por la amistad que demostraron a los visitantes. Personalmente, yo
deseaba volverme a encontrar con Houshken y Ohtumn, con quienes
había departido tan amigablemente, mas por desgracia no volvería a
ver ni a uno ni a otro.
~

CAPITULO XXXI
PRO EGUIMOS LA CONSTRUCCIÓN DEL CAMINO. LA GUARIDA DE UN
GUANACO. EXPLlCAOÓN DE UNA LEYENDA. KEWANPE EXTERIORIZÁ
SU GRATITUD EN FORMA ENCANTADORA. EL CRIMEN DE HALlMINK
Y AHNIKlN. LA ACTITUD DE LOS ONAS ANTE UN ASESINATO. TlNI-
NISK, OTRH HOOLH Y TE-ILH SE SIENTEN MÁS SEGUROS.

de la partida de Houshken, proseguirnos la construc-


D ESPUÉS
ción del camino. Los días corrían velozmente y perdíamos
mucho tiempo yendo y viniendo a Harberton, así que decidimos
acampar afuera y sólo volver a la finca los fines de semana. Los re-
fugios de los onas (kowwhi) estaban hechos con pieles de guanaco
cosidas entre sí; se les arrancaba el pelo y se las afinaba raspándo-
las, para hacerlas más livianas; mi única protección contra las incle-
mencias del tiempo era una sábana de lona, de poco peso. Resulta-
ba, pues, tarea fácil trasladar todo el campamento a medida que
avanzaba el trabajo. El entusiasmo por éste había decaído después
de la excitación que provocó la visita de Houshken y algunas veces
sólo tenía conmigo seis o siete hombres. Estábamos atravesando una
mala temporada climática; resultaba desagradable trabajar entre las
ramas cargadas de nieve. Pero pronto el tiempo mejoró. Después
de un temprana aparición, el invierno pareció aplacarse. El deshielo,
acompañado de recio viento norte y penetrante lluvia, arrastró la ma-
yor parte de la nieve. Se sucedieron entonces deliciosos días calmos
y sin nubes y claras noches en que las estrellas parecían despegarse
de un cielo azul oscuro. Tal vez fué este favorable cambio de tiem-
po lo que reanimó a mis compañeros onas. Llegaron en mayor nú-
mero y todos trabajaron bien. Echábamos de menos dos caras amigas.
Un tiempo antes, dos hombres jóvenes, Jalhmolh (Slim Jim) y Teeoo-
riolh, el hermano de Ahnikin, habían muerto a consecuencia de una
corta enfermedad. De neumonía, creo. Esta doble y trágica pérdida
nos había afectado a todos profundamente.
El deshielo fué seguido por la escarcha. Los pantanos, los riachos
y las pequeñas masas de nieve se endurecieron, facilitando la rápi-
da travesía de la ciénaga y el páramo. Aproveché esa excelente opor-
EL CAMINO A NAJMISHK 295

tunidad para explorar mejor algunos valles en busca de un paso que


pudiera habérseme escapado en la investigación anterior. La región,
aunque hermosa, parecía privada de vida. A pesar de la temperatura
ideal, el guanaco había abandonado su refugio veraniego; probable-
mente sabía que la estación estaba ya avanzada.
En una de esas excursiones, mi guía era el medio hermano de Ha-
limink, Yoknolpe, a quien Despard y yo habíamos rescatado del cau-
tiverio de Ushuaia. Era un hombre taciturno, delgado, activo y obser-
vador, el mejor entre todos los cazadores de la montaña. Un día,
al escalar juntos una escarpada cuesta, se detuvo en seco. Algo había
atraído su atención. Yo, que estaba cerca, no me moví ni hablé hasta
que él con el mayor sigilo, retrocedió. Juntos nos echamos a tierra.
En la parte del valle iluminada por el sol, al borde de un bosque-
cillo de hayas de hoja perenne, distinguimos un solitario guanaco,
casi invisible sobre el fondo amarillo de los juncos. La carne de gua-
naco era siempre bienvenida. Nuestro campamento quedaba a sólo
ocho kilómetros de distancia, así que emprendimos su persecución.
No era ello tarea fácil, pero el ojo avizor de Yoknolpe pronto des-
cubrió una senda que nos permitió acercarnos al animal, que no
sospechó nuestra presencia lo suficiente como para que yo le tirara.
Preparé el fuego y asé algunas achuras mientras Yoknolpe acomodó
el resto en dos fardos. Después que hubimos comido, el indio no
pareció tener apuro en partir y siguió explorando la espesura.
El resultado de su búsqueda fué el descubrimiento de una peque-
ña cueva. El suelo, al lado de la entrada, estaba pisoteado como un
corral. Era la guarida del animal que yo acababa de matar, y en su
interior, limpio y seco, estaba marcado aún el lugar donde su pro-
pietario acostumbrara dormir. Uno de los pocos guanacos que afron-
taban en la absoluta soledad el largo invierno de la montaña. Me
dolió pensar que mi mano había abatido al señor de esta región
salvaje.
Esa noche, discutiendo el asunto alrededor del fuego de nuestro
campamento, sugerí que el animal debió haber permanecido allí,
solo en su cueva como un ermitaño para estudiar la magia de los
guanacos. En vez de tomarlo en broma mis compañeros asintieron
con expresión grave, admitiendo una tal posibilidad. Creen algunos
blancos que el guanaco, como el elefante, al sentirse viejo y enfer-
mo, busca morir entre los suyos, en un lugar elegido donde yacen
sus compañeros. Hay una explicación más lógica para los depósitos
de huesos de guanacos que se encuentran en la Patagonia y Tierra
del Fuego. En inviernos muy rigurosos estos animales olvidan sus
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

rencillas y se juntan en grupos grandes allí donde la capa de nieve


es menos espesa y tiene más probabilidades de encontrar alimento.
Esta tendencia a congregarse se acentúa por el hecho de que es más
fácil seguir huellas rastreadas que abrir nuevos senderos a través de
la nieve profunda. En la Patagonia y el norte de Tierra del Fuego,
donde no existen bosques, los guanacos buscan reparo entre los grupos
de arbustos, a cuyo alrededor el viento, soplando sobre las colinas,
amontona la nieve.
A pesar de ser duros y espinosos, esos arbustos constit\lyen el único
alimento de los guanacos, los cuales, sin embargo, pronto sienten de-
bilitarse sus fuerzas y, ante una desolada llanura blanca que se ex-
tiende a su alrededor por muchas leguas, abandonan toda esperanza y,
se entregan a la muerte.
Después de un muy riguroso invierno, años atrás, conté los cuerpos
de cincuenta y dos guanacos que yacían en un espacio de menos de
una hectárea, entre los restos de unos arbustos que habían sido comi-
dos hasta su raíz. A pocos kilómetros del mismo lugar, un amigo
mío contó como doscientos animales en idénticas condiciones. He ahí
el origen de la leyenda del cementerio de guanacos. Las ovejas, a
veces, sufren un destino semejante. Se agrupan buscando reparo dentro
de un matorral y la nieve cubre por completo plantas y animales. La
oveja, no obstante, come la planta hasta las raíces, pero la nieve se
hiela y modela sobre su cuerpo un duro caparazón. La capa de
nieve se habrá derretido desde largo tiempo atrás y la sábana blanca
habrá desaparecido de la comarca, pero la oveja no tendrá suficien-
te energía para romper ese anillo aun helado que la aprisiona y
muere.

La mujer de Yoknolpe se llamaba Kewanpe. Era hija de Te-ilh


(Mosquito), el ¡oon de Najmishk. He aquí su historia. El epi-
sodio que relato sucedió poco después de la cacería del guanaco so-
litario.
Dos o tres hombres habían quedado cerca de Harberton para, con
la caza, proveer al campamento de carne, pero ésta empezó a faltar
y las mujeres se quejaban de quedar tanto tiempo solas. En vista
de ello decidimos que los hombres que me estaban ayudando fuesen
a cazar a un bosque distante unos cuantos kilómetros, en dirección
oeste, cerca del río Lasifharshaj. Una vez tomada esa determinación,
los hombres emprendieron la marcha por el sendero recién abierto.
EL CAMINO A NAJMISHK

Me alegraba la idea de tener un pretexto para pasar uno o dos días


en Harberton, pero sin saber por qué decidí pernoctar en nuestro
campamento. Al día siguiente emprendí solo la marcha. Tres kiló-
metros antes de llegar a Harberton vi venir a una mujer con una
pequeña carga sobre las espaldas, caminando rápidamente. Era Ke-
wanpe con su criatura. Me detuve hasta que ella me vió. Sabiendo
que el matrimonio estaba en buenas relaciones, me sorprendió verla
encaminarse sola a las montañas, en aquella época del año; le pre-
gunté el motivo.
-Mi hijito está enfermo y morirá --<:ontestó-, a menos que se
lo lleve a mi padre Te-ilh, que es un gran curandero. Yoknolpe odia
a mi padre y tengo que darme prisa para volver antes de que él re-
grese de la caza. El año pasado perdí otro hijo; mi padre hubiese
podido salvarlo, pero mi marido no me permitió ir a consultarlo.
Yo no podía aconsejar a la mujer que volviese a su casa, porque
si el niño moría, ella me lo hubiese inculpado; así es que nos sepa-
ramos siguiendo cada cual su camino.
Al día siguiente volvimos a nuestro campamento en el bosque.
Esa noche, muy tarde, llegó Yoknolpe acompañado por su hermano
Halimink y me preguntó si había visto pasar a su mujer; venía del
campamento de donde madre e hijo habían desaparecido. Le dije lo
que él probablemente ya habría comprobado con las huellas, que la
había encontrado en el camino y que iba en dirección a la casa de
su padre. Añadí que él no debía enojarse con ella, ya que el viaje
tenía por objeto salvar la vida de su hijo. Halimink, que hubiera
preferido que se lo comieran asado antes que perseguir a una mujer
que se escapaba del hogar, dijo:
-Eso no es cierto, se ha ido porque odia vivir entre nuestra gente.
Yo insistí en que estaba equivocado y que ella sólo había ido
buscando la salud del niño. El enfurecido marido no quiso oír más
argumentos y, seguido por su hermano, se perdió en la noche, sa-
biendo que debían alcanzar a su mujer antes de que llegase al cam-
pamento de su padre, porque, de lo contrario, serían vencidos en
la lucha y hasta podrían correr peligro sus vidas.
La mujer no podía saber exactamente dónde había acampado Te-ilh;
tampoco había ningún sendero especial que pudiese orientar a sus
perseguidores. Sin embargo, tres o cuatro días después los dos hom-
bres, la mujer y el niño llegaron a nuestro campamento. Y cuando
averigüé, Yoknolpe me dijo que la criatura estaba mejor y que habían
alcanzado a la madre antes que se juntara con el clan de Najmishk.
Kewanpe quedó con nosotros. Una tarde, dos o tres días después
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

se presentó ella trayéndome una cab.eza de g~anaco bien. asada. El


cráneo había sido cuidadosamente abierto y dejaba a la VIsta un sa-
broso manjar: sesos asados. Me preguntó amablemente:
-Oush ta yohn k-koyerh haiyin yorick? (¿No desea mi hermano
mayor sesos de guanaco?) 1
Yo contesté:
-Karr ya t-haiyin. (Mucho lo deseo.)
La mujer se quedó mirándome en silencio mientras yo comía; en-
tonces, me alcanzó una vejiga que contenía aceite de foca, y me invi-
tó en idénticos términos a tomarlo. Conocía yo el gusto de ese pro-
ducto; con un suspiro de saciedad, contesté:
-Omilh me ya. (Satisfecho estoy.)
Ella se marchó. Comprendí que su marido le había contado cómo
la había defendido yo cuando él y su enojado hermano emprendie-
ron su persecución.
3
No se podía esperar que el buen tiempo continuara eternamente.
El invierno estaba ya avanzado y pronto una espesa capa de nieve lo
cubriría todo durante varios meses. Dentro de pocos días tendría-
mos que dejar de trabajar en el camino, del lado de las montañas
de Harberton. Muchos de mis onas estaban ahora ansiosos por re-
gresar al lado de sus familias, a su propia tierra, antes de que la
estación mostrara todo su rigor. Esta decisión me convenía mucho,
por lo difícil que resultaba sacar provecho de los indios en el rigor
del invierno, máxime teniendo que conseguirles comida.
Halimink yAhnikin decidieron partir con los demás, pero me dieron
a entender que pasarían esos meses trabajando en la parte de cami-
no que debía atravesar el bosque, cerca del lago Kami. La nieve rara
vez duraba mucho allí y podrían hacer obra útil antes que la prima-
vera nos permitiese reanudar nuestras tareas en el lado de Harber-
ton. Yo estaba, por supuesto, completamente de acuerdo con esto,
pero recibí sin mucho entusiasmo la propuesta que me hicieron de
prestarles armas de fuego. Demostraron temer el ataque de los hom-
bres del norte, los cuales además de ser mucho más numerosos, habían
robado, unos años antes, dos rifles de unos blancos a quienes habían
muerto. Una de estas armas estaba en poder de Kilkoat.
Como Halimink y Ahnikin no se sentirían seguros ni podrían de-

1 Oush ta yohn k koyerh haiyin y orick?


¿No desea? quizás guanaco de sesos tomar mi hermano mayor
EL CAMINO A NAJMISHK
299
dicar bastante atención a su trabajo si no estaban suficientemente
armados, me pedían rifles.
Estos hombres habían sido tan dóciles y observado tan buena
conducta desde la matanza de Koh y sus hermanos, que consentí. Y
después de muchas recomendaciones, que escucharon con respetuosa
atención, les presté un par de escopetas viejas que ellos habían usado
muchas veces en las cacerías cerca de Harberton. Les di también un
suplemento limitado de municiones y los insté a que permanecieran
estrictamente dentro de los límites de su propio territorio.
El cielo tomaba un siniestro color plomizo, cuando, armada con
algunas hachas y los dos rifles, y llevando una regular carga de pro-
visiones, la caravana emprendió el viaje con mujeres y niños, a través
de áridas tierras, hacia el refugio del bosque que cubre la ladera
norte de la montaña. No habían andado mucho, cuando gruesos
copos de nieve empezaron a caer. Al segundo día se levantó un
fuerte viento sur y, con mucha dificultad, pudieron llegar al lugar
donde acamparon para pasar la noche. Los hombres debieron cargar
a los niños pequeños y ayudar a las mujeres en el transporte de sus
enseres.

4
Una tarde de julio, a hora avanzada, en los rigores de ese invier-
no, llamaron violentamente a nuestra puerta. Al abrir, vi que dos
indios de aspecto hosco e indómito estaban parados en el lugar
donde la nieve había sido limpiada con palas. Sus cuerpos estaban
envueltos en mantos de piel de guanaco, calzaban mocasines, sobre
la cabeza llevaban el típico atavío y estaban armados con arcos y
flechas.
Yo conocía a los dos. Uno era Halah, un hombre fuerte, de
mandíbula cuadrada, ancho de hombros y de poco más o menos un
metro setenta de estatura. El otro era Chashkil, el hermano de Ki-
yohnishah y del gran curandero Houshken, el joon de Hyewhin.
Como sabía qué penosa era, en pleno invierno, la travesía de los
pantanos y montañas, la inesperada visita de estos dos hombres flacos
y extenuados me llenó de inquietud. No podía tratarse de un men-
saje cualquiera. Les pregunté el motivo de este largo viaje. Muy
impresionados a la vez que con mucha dignidad, me relataron su
historia. Halimink y Ahnikin habían salido de su propio territorio
de caza y se habían encaminado hacia la tierra de los indios del
norte con los rifles prestados por mí. Se encontraron con un pequeño
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

grupo de gente en el que estaban Houshken y Ohtumn, el hombre


agradable y buen mozo que me había hecho tan buena impresión.
Halimink y Ahnikin se les habían acercado con gesto sonriente y
amistoso. Recordando los días felices pasados juntos en Harberton,
Houshken y los demás no dudaban de sus buenas intenciones. En-
tonces, cuando nadie desconfiaba de ellos, y habían dejado de lado
toda clase de precauciones, Halimjnk y Ahnikin hicieron fuego ma-
tando a Houshken y Ohtumn.
El tiroteo hubiera continuado si el rifle de Halimink no se hubiese
trabado después del primer disparo. Los asesinos huyeron después
que Ahnikin hubo raptado a la hija mayor de Houshken, a quien
hizo su esposa. Kilkoat, el impetuoso muchacho, no había formado
parte de la caravana de Houshken.
Este fué el trágico relato de Chashkil y Halah. Estos dos valientes
se habían arriesgado a atraves:u el territorio de sus enemigos para
averiguar si su gente podía aún contar con la hospitalidad de Har-
berton o si, como algunos de ellos sospechaban, yo había prestado
los rifles a Halimink y Ahnikin con el propósito de reducir el nú-
mero de los indios del norte. La mayor parte de ellos no 10 creía,
pero querían cerciorarse por mi propia palabra, además tenían inte-
rés de que yo me enterase de lo ocurrido, por boca de ellos.
Naturalmente, repudié la vil acción de que fueron víctimas Housh-
ken y sus compañeros. Con esta firme declaración Chashkil y Halah
parecieron satisfechos, pero me censuraron amargamente por haber
proporcionado las armas con las que se cometió el crimen.
No permanecieron mucho tiempo en Harberton; cuando se fueron,
yo quedé con la angustiosa certeza de que, con un golpe mortal, Ha-
limink y Ahnikin habían destruído todo el trabajo del pasado, y
provocado una nueva era de sangrienta y sediciosa lucha.

5
Entre los onas no era considerado un delito el dar muerte a un
hombre de otro dan. El axioma ona era: "Si yo no lo mato, con
toda seguridad me matará él, si cree que con eso gana algo." Tam-
bién aceptaba el sistema la eliminación de un miembro de otra tribu
con el fin de apoderarse de su mujer, aunque el matador ya tuviese
la suya, y la matanza del mayor número de amigos de la víctima
para debilitar el poder del clan y ponerse a cubierto de futuras re-
presalias. Sin embargo, se hacían distinciones. Existía la lucha de
EL CAMINO A NAJMISHK
3°1
hombr~ a hombre.. ~uando la pelea s~ realizaba en el campamento,
las mUjeres y los runos que la presenCIaban se cubrían la cabeza con
pieles de guanaco y proferían gritos para exteriorizar su indignación.
Cualquier infracción a las reglas que prohibían atentar contra la vida
de las mujeres y niños era repudiada. Al respecto recuerdo un hecho
que narraré más adelante: en reemplazo de un guerrero, ausente en
la ocasión, fueron muertos sus dos hijos pequeños y los mismos
compañeros del asesino protestaron enérgicamente por el atropello.
Sin duda, el principal objeto de estos crímenes era la obtención
de mujeres. Otra razón, muchas veces usada como pretexto para
encubrir la primera, era la de conseguir la eliminación del hechicero
del otro clan. He relatado, en páginas anteriores cómo rehusé ha-
cerme curandero por temor a que se me hiciera responsable de algu-
na muerte por síncope cardíaco ocurrida a cientos de kilómetros de
distancia. La muerte repentina, producida por enfermedad, se atri-
buía siempre a hechicería. Se aseguraba en esos casos que el hechi-
cero del bando contrario había introducido en el cuerpo de la víctima
un maleficio que lo había minado lentamente hasta destruirlo. El
curandero local pasaba entonces noches y días en terribles esfuerzos
físicos y mentales interpretando las cenizas o las brasas, o captando
mensajes del mundo de las sombras, mientras los pesarosos deudos
escuchaban ansiosos sus exelamaciones. La magia ona no se circuns-
cribía a la tierra o al cielo, estaba en todas partes. Al finalizar estas
investigaciones el "médico de familia" orientaba sus sospechas in-
directamente, o por deducción, contra un joon rival.
~sta era una conclusión muy conveniente para el curandero. No
solamente contentaba a sus clientes, sino que se libraba de un peli-
groso competidor, o preparaba el terreno para ello. Los parientes,
por su parte aceptaban gustosos esa explicación que le brindaba una
excusa para una expedición punitiva, siempre agradable, y además
una oportunidad de conseguir algunas mujeres jóvenes y atractivas,
entre los familiares de las víctimas.
El caso del asesinato de Houshken y Ohtumn, era claro. El móvil
del crimen de Halimink y Ahnikin era el desquite por las muertes
de Slim-Jim y Teeooriolh, hermanos de Ahnikin. La fama de Housh-
ken como brujo debió ser motivo de la envidia de más de un ex-
perto en las negras artes; y la favorable impresión que había produ-
cido en Harberton había sin duda atizado el fuego de los celos.
¿Qué mejor oportunidad entonces para Halimink y Ahniki~ ~ue la
ofrecida por las muertes de Slim-Jim y TeeoOriolh, para supnmlf de-
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

finjtivamente una vecindad tan peligrosa para Tininisk, OtrhshoOlh


y Te-ilh?
Si echamos una mirada retrospectiva sobre la historia relativamente
moderna de la magia en Inglaterra o en otros países de Europa o
América, nos sentiremos inclinados a juzgar a los onas menos severa-
mente. En una sola generación, o quizá en menos, dieron el paso
desde la época prehistórica a la actual civilización, paso que a nosotros
nos ha costado miles de años, si es que se puede decir que lo hemos
dado ya.
~

CAPITULO XXXII
HALIMINK Y AHNIKlN PIDEN MÁS MUNICIONES. EL ESQUIVO TE-ILH.
SUS MOTNOS PARA EVITAR LOS HOMBRES BLANCOS. AL LLEGAR LA
PRIMAVERA REANUDAMOS EL TRABAJO EN EL CAMINO. LA HO-
NESTIDAD DE LOS ONAS. NUESTRO CAMPAMENTO ES VISITADO POR
KIYOHNISHAH, QUIEN SE SIENTE JUSTAMENTE INDIGNADO.

principios de la primavera siguiente llegaron Halimink y Ahni-


A kin, solos, a Harberton. Me pidieron un suplemento de muni-
ciones y la compostura del rifle de Halimink. Cuando les reproché el
abuso que habían hecho de mi confianza admitieron abiertamente
haber dado muerte a Houshken y Ohtumn y hasta parecían esperar
recibir alabanzas por la hazaña. Quedaron sorprendidos y mortifica-
dos cuando no sólo me negué a proporcionarles municiones, sino que
les exigí la devolución inmediata de las armas. Esta falta de compla-
cencia de mi parte escapaba a su comprensión. Y sólo cuando se
convencieron de que si no cumplían con mi exigencia, nuestra amis-
tad concluiría definitivamente y ya no les tendría consideración algu-
na, devolvieron los rifles. Les di unas provisiones y les prometí que
me reuniría con ellos un poco más adelante, en su propia tierra, para
que continuásemos con el trabajo empezado cerca del lago Kami.
No estaban contentos conmigo. Quejáronse indignados de que yo
los había desarmado para ponerlos a merced de sus enemigos, y em-
prendieron viaje para el lago Kami. Quedé preocupado, pensando
en qué forma sería yo recibido cuando volviera allá.

Seguramente, los hombres del norte no olvidarían la muerte de


Houshken y Ohtumn. Tarde o temprano Kiyohnishah, Chashkil, Halah,
Kilkoat y los demás, vendrían al sur resueltos a vengarse. Esto signi-
ficaba un peligro, no solamente para Halimink y Ahnikin, sino para
todo el pueblo de Najmishk, al que estaban vinculados.
Te-ilh de Najmishk, el suegro de Yoknolpe, era famoso por su
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

poder mágico. Físicamente era inmensamente fuerte; aunque no medía


más de un metro sesenta, tenía un tórax y unas espaldas poco comu-
nes. Lo vi sólo tres o cuatro veces, porque era sumamente salvaje y
evitaba todo contacto con los blancos. Esto se debía a un encuentro
que tuviera en las costas atlánticas cerca de Najmishk, con un grupo
de mineros. Te-ilh, otro hombre llamado Koiyot y dos compañeros se
habían acercado al campamento de los mineros. flstos les hicieron
señas para que se aproximaran y al tenerlos a su alcance les dispararon
con sus rifles. Los otros dos hombres fueron muertos, pero Te-ilh y
Koiyot pudieron ganar el refugio del bosque. Los mineros, alegaron
en su defensa que los indios pretendieron robar una sierra de mano.
Argumento verosímil, por cuanto ese instrumento era altamente apre-
ciado por los onas, que la cortaban en varios trozos y la transforma-
ban en cuchillos y otras herramientas. Es posible, sin embargo, que
los indios fueran baleados para evitar que fuesen en busca de re-
fuerzos, o lo que parece aun más probable, para despojarlos de sus
mantos de piel de zorros, que despertaban la codicia de los blancos.
Después de esta aventura, en que corrió tan grave riesgo, Te-ilh
permaneció alejado de los cristianos del norte y sólo se acercó tres
veces a Harberton, sin demorarse mucho. Lamenté no haber conocido
mejor a este hombre intrépido; según todas las referencias debió ser
un individuo excepcional.
Conocí más a Koiyot. Era, como Te-ilh, bajo, ancho y más bien
corpulento. Ninguno de los dos era un exponente del tipo ideal de
belleza masculina de los onas.

3
La primavera había llegado. La nieve había desaparecido casi ente-
ramente de los terrenos bajos, y en los árboles del bosque (con excep-
ción de las hayas antárticas) brotaban las nuevas hojas. Era ya tiempo
de acercarnos a nuestros amigos andariegos y continuar con el trabajo
del camino. Sabía cuánto les agradaría saborear comida civilizada des-
pués del crudo invierno, así es que decidí acarrear la mayor cantidad
posible de arroz, azúcar, maíz, grasa y café.
Llevé como compañeros al alegre Kankoat y al pesado y taciturno
Chalshoat. Además de los comestibles debíamos transportar utensilios
de cocina, cubiertos, una docena de hachas grandes y algunos picos.
Kankoat se encargó del arreglo de nuestros respectivos bultos. Me di-
vertía ver cómo los repartía. Todo lo más pesado fué puesto en el
1. Te-al con su esposo Ishtohn (Muslos gruesos). Fotografía del autor.
2. De izquierda a derecha: Aneki, Kostelen y Shilchan. Adviértase la segunda
flecha que hi1chan ya tiene preparada en la mano izquierda, según era costumbre.
De Los Ollas. Cortesía del Director de la Biblioteca del Colegio acional de
Buenos Aires.
En el centro, lo campe:mes esquIladores: los hermanos Metet y Doihei. El
hombre que vIste el goochi,h, al lado de Metet es Yoshyolpe, sobrino de mi tío
adoptJ\'o Koiyot. Fotografía de Mrs. Goodall.
EL CAMINO A NAJMISHK

de Chalshoat; no obstante que Kankoat y yo llevábamos más de cin-


cuenta kilos cada uno, el fardo de Chalshoat pesaba casi el doble.
Cuando todo estuvo listo, salimos. Los primeros ocho kilómetros a
través del bosque no fueron malos, pero en las ciénagas que se exten-
dían más allá quedaba aún mucha nieve. Encontramos un gran ven-
tisquero de más de doce metros de profundidad. Cuando la capa de
nieve era superficial, cedía bajo nuestros pies y nos hundíamos en
el agua. A pesar de todo, Chalshoat seguía tozudamente su camino sin
una palabra de queja.
Al cuarto día encontramos, cerca del lago Kami, el comienzo del
camino que habían iniciado a través del bosque Halimink y Ahnikin
durante el invierno. Una eficaz tentativa había sido también hecha
para tender un puente a través del pantano. Esa misma tarde vimos
a Halimink y otro indio que sin duda nos estaban aguardando, pero
siguiendo la costumbre ona, lo disimularon, afirmando haber cruzado
nuestras huellas y estar allí "por casualidad".
Después de un rato de conversación fuimos a su campamento, don-
de pasamos la noche. Tenían carne de guanaco en abundancia, pero
se alegraron al ver los alimentos que llevábamos. Hombres, mujeres
y niños compartieron nuestro estofado y el café que luego servimos.
Vivían continuamente bajo el tem~r de los ataques de Kiyohnishah
y su banda. Sabiendo que los enemigos, en gran número, tratarían de
sorprenderlos, se habían dispersado en grupos de dos y tres, mante-
niéndose constantemente alerta. Su esperanza estaba en las numerosas
huellas que, entrecruzadas en todas direcciones, confundirían al ene-
migo y retardarían su llegada, dándoles así tiempo para dispersarse
más. Esta táctica, unida al mejor conocimiento de su propia tierra,
los pondría en condiciones de desplazarse a mayor velocidad que sus
perseguidores y elegir el campo de batalla. Tendrían que abandonar
a sus familias, aunque algunas de las mujeres jóvenes seguramente
los seguirían. Las ancianas y los niños estarían a salvo. Como ya se
ha dicho, el dar muerte, por venganza, a mujeres y criaturas, aun a
varones de poca edad, era costumbre desconocida en esos tiempos.
Esa noche nos quedamos hasta tarde alrededor del fuego, trazando
nuestros planes. Halimink sabía, con diferencia de pocas leguas, dón-
de tenía probabilidad de encontrar a sus amigos y convinimo.s que
se fuera al día siguiente para reunirlos en un lugar determmado.
Así lo hizo y en poco tiempo reunió a unos diez hom~res de la
antigua brigada, con sus familias. Entre ellos estaban Tallmeoat, el
cazador de aves, y su primo Puppup, alto, pálido de agradables mo-
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

dales. Empezamos a abrir el sendero en dirección Sur a través del


bosque hacia Kami, que sólo distaba cinco o seis kilómetros.
Aparte del temor de ser atacados, nuestra mayor preocupación era
la comida, pues si había más o menos diez o doce compañeros dis-
puestos a trabajar, los ancianos, mujeres y niños, a quienes también
había que alimentar superaban cinco veces este número, y cincuenta o
sesenta personas no podrían vivir mucho tiempo con los comestibles
traídos por tres hombres, aun cuando uno de ellos fuese el fornido
Chalshoat. Por este motivo estábamos obligados a vivir casi entera-
mente de carne de guanaco, que en esa época del año era excesiva-
mente magra debido a los rigores del invierno. Descubrí que el ali-
mentarse en esta forma frugal, aunque conservaba fuerte al individuo,
lo inclinaba a cierta haraganería y disminuía su voluntad de esforzarse.
Aun los vigorosos onas lo notaron. Cuando les podía proporcionar
estofados con arroz, arvejas o verduras, seguidos de té azucarado o
café con galleta marinera, notaba yo un marcado repunte en las ener-
gías que desarrollaban.
Confié nuestras valiosas provisiones al cuidado de una de las fami-
lias, que las distribuía cuando yo se lo ordenaba. He ahí los métodos
que yo ponía en práctica durante esas expediciones. Nunca tuve que
quejarme de robos ni de abusos. Una vez dejé un saco de bizcochos
colgado de una rama de un árbol en un lugar frecuentado por los
indios. Por consejo de uno de ellos, señalé mis huellas alrededor del
árbol, para que todos supiesen a quién pertenecían los bizcochos.
Cuando volví, diez días después, otras pisadas además de las mías,
llegaban hasta el árbol, pero la tentadora comida había sido respetada.
Estábamos acercándonos al lago Kami con nuestro camino, cuando
Hechelash, el enano, llegó con un mensaje de Kiyobnishah, con el
cual se nos enteraba que él y algunos de sus compañeros nos visita-
rían al día siguiente. Este ceremonioso procedimiento no dejaba nada
que desear, pero sin duda no era un mensaje de amistad; Kiyohnishah
y su gente guardaban un rencor que, tarde o temprano, deberían saciar.
Sabíamos que, desde bacía un tiempo, estábamos bajo observación.
Habíamos visto huellas que no eran nuestras y guanacos cansados,
que no habían sido perseguidos por nuestros perros. Así es que este
mensaje no nos causó gran sorpresa. Lo que nos asombró fué que
Kiyohnishah y sus amigos trajeran consigo mujeres y niños y se insta-
laran en un precario campamento a nuestra vista, a doscientos metros
de nosotros, del otro lado de un arroyuelo.
Tenía conmigo mi winchester de repetición, y no sabía qué partido
tomar, pues si lo llevaba en la mano al ir a conversar con Kiyohnishah,
EL CAMINO A NAJMISI-IK 307

creerían que desconfiaba de ellos, y hasta podían sucumbir a la tenta-


ción de arrancármelo para usarlo contra sus enemigos. Si lo dejaba,
Halimink o uno de los otros, podía aprovechar la oportunidad y
hacer fuego contra los hombres del norle. Resolví el problema va-
ciando el depósito del arma y llevándome todas las municiones en
los bolsillos. Me presenté a los recién llegados con las manos vacías.
Kiyohnishah vino a mi encuentro. Lo acompañaban, como cuando
su visita a Harberton durante el invierno, su hermano Chashkil y
Halah. Mi grupo quedó en el campamento, mirando por encima de
sus tiendas, dispuestas como escudos, pues las pieles de guanaco, flo-
jas y con el pelo hacia afuera, detenían a menudo las flechas.
Por naturaleza Kiyohnishah era un hombre de buen carácter, razo-
nable, cualidades que también tenían sus hermanos Chashkil y el
pobre Houshken. Ahora, ofendido en su dignidad, estaba enojado.
Con toda razón su indignación recaía sobre Halimink y sus compa-
ñeros, por haber dado muerte traidoramente a Houshken y Othumn;
y conmigo por haber confiado tan tontamente al prestar los rifles.
Hizo un llamado a los hombres de mi dan para que se presentasen,
echándoles en cara su cobardía y su perfidia. Parapetados detrás de
sus defensas, éstos contestaron, pero no salieron a campo abierto; una
actitud muy poco valiente, según mi parecer; en realidad mis sim-
patías estaban con los visitantes. Era mi costumbre permanecer estric-
tamente neutral en estas reyertas de tribus, pero esta vez el asunto me
concernía, y no me sentía satisfecho del papel que yo había desem-
peñado. Mientras el intercambio de epítetos continuaba, algunos de
los niños de los recién llegados empezaron a jugar sobre un tronco,
que hacía las veces de puente sobre el arroyo y dividía a los dos cam-
pos. Uno de los niños era el hijo menor de Kiyohnishah. Por ca-
sualidad miraba yo en esa dirección, cuando vi a la criatura caer al
agua. Corrí lo más rápido que pude y lo salvé.
El padre estaba a pocos metros detrás de mí, presenciando la esce-
na. Siempre he pensado que este incidente pudo ser la razón por la
cual se abstuvo de desafiarme a una ruda lucha, método que usaban
los onas para dirimir sus diferencias.
Los visitantes se retiraron silenciosamente, antes del anochecer.
Todavía no veía yo el desenlace; la cuenta quedaba, sin duda, dife-
rida. Quedé con una sensación de angustia, difícil de definir. Parecía
como si la sombra del crimen planeara sobre nuestro campamento, en
medio de la placidez de estos bosques.
,
CAPITULO XXXIII
HEUHUPEN NOS ENVÍA LLUVIA Y NOSOTROS LA DESAFIAMOS. SALI-
MOS CON HALIMINK EN PERSECUCIÓN DE SU MUJER. MÉTODOS ONAS
PARA DAR LA BIENVENIDA A LOS CAZADORES DEMORADOS. ALGUNAS
CON IDERACIONES SOBRE ANTORCHAS FUEGUINAS. HALIMINK, CHAL-
SHOAT y YO INTENTAMOS VADEAR EL RÍo VARELA.

UCHAS de las montañas en la tierra de los onas, en especial


M aquellas que estaban aisladas del macizo principal, habían
sido antes, según la leyenda, seres humanos y todavía debían ser tra-
tadas con respeto. Por ejemplo, era considerado de muy mala crianza
y peligroso señalarlas con el dedo: podía suceder que se envolvieran
en nubes y desencadenaran mal tiempo. Una de ellas era Heuhupen,
la meseta, que un día fué una bruja.
Estábamos atravesando una extensa región donde yacía la madera,
húmeda aún de la nieve del invierno, y habíamos continuado nuestra
huella hacia el sur, bordeando la ribera oriental del lago Kami. Ahora
nos internábamos en el inmenso bosque de hayas de hoja caduca que
tapizaban las laderas septentrionales del macizo. El sonido que pro-
ducían nuestras hachas en esas regiones, rompía el silencio de mu-
chos siglos.
Frente a nosotros, más o menos a tres kilómetros de distancia, esta-
ba Heuhupen, con su achatada cima y sus escarpadas laderas cubiertas
de vegetación, salvo el sitio en el cual un deslizamiento de rocas
había arrancado los árboles, peculiaridad que yo había observado en
el viaje con Slim Jim. Las dos hijas de Heuhupen, menos importan-
tes, se erguían a ambos lados de la madre. He olvidado sus nom-
bres onas.
Continuflffios el sendero pasando el lago Kami, en dirección a estas
montañas. Después de uno o dos días el cielo se encapotó y comenzó
a llover. Mi tienda y los kowwhi de los indios estaban orientados del
lado contrario al viento y frente al fuego. Uno se podía acostar o
acurrucar en esos abrigos y mantenerse relativamente seco, pero des-
pués de un tiempo, si el temporal no daba señales de amainar, resul-
taba aburrido. A los dos días de incesante lluvia mis compañeros onas
EL CAMINO A NAJMISHK

empezaron a sospechar que Heuhupen, en señal de protesta por el


ruido de nuestras hachas, había desencadenado los elementos en con-
tra de nosotros.
Hicimos todo lo posible por detener la lluvia. Salíamos de nues-
tros reparos de a uno, de a dos o de a tres, blandiendo teas encen.
didas, gritando de modo burlón a la vez que amenazador los nomo
bres de Mohihei y Kowkoshlh, dos hechiceros muertos tiempo atrás,
que una vez habían tenido el poder de atraer la fresca brisa del
oeste, que solía barrer la lluvia. i Pwhrah, Mohihei!; i Pwhrah, Kow-
koshlh!, era nuestro grito. (La palabra pwhrah se emplea para mo-
farse de alguien que ha hecho algo notoriamente tonto.) Los nombres
de Mohihei y Kowkoshlh se usaban siempre en ese orden, nunca
Kowkoshlh primero. Al caer la noche, los hombres quitaban las
puntas de pedernal o de cuarzo de sus flechas, y ponían en su lugar
brasas especialmente preparadas. Disparaban luego con fuerza la fle-
cha en dirección a la lluvia, con un grito de desafío agudo y salvaje.
Al atravesar el espacio este primitivo cohete se encendía por fricción,
describiendo en la oscuridad reinante una estela fugaz y encanta-
dora ... Yo mismo, accediendo al ruego de los indios, disparé, dando
el grito acostumbrado, dos o tres de mis preciosas balas, en la direc-
ción apropiada ... pero todos nuestros esfuerzos resultaron vanos.
No había en nuestro grupo ningún hechicero poderoso; Puppup
no pretendía ser más que un mago de muy limitados poderes. Cuando
se le pidió amablemente que prestara su colaboración, después de
haber fracasado todos nosotros, respondió sonriendo:
-Gootn me ya. (No tengo voluntad, tengo pereza.)
Sin embargo, observaba el más leve indicio del Kenenikhaiyin (vien-
to del oeste). Cuando creyó que se acercaba el momento, en forma
muy digna, tomó un trozo de leña encendida (no una antorcha) y
repitió nuestras ceremonias con respecto a Mohihei y Kowkoshlh,
pero con gestos y gritos más salvajes que los nuestros que habían
resultado vanos.
A la mañana siguiente la lluvia cesó y pudimos, durante algunas
horas, hacer un trabajo útil. Luego, en la tarde, Heuhupen se envol-
vió nuevamente en su manto y una vez más empezó a llover. Mohihei
y Kowkoshlh habían reaccionado ante el vituperio de Puppup y habían
emplazado a Kenenikhaiyin, pero Heuhupen era más fuerte que todos
ellos. La sosped1a que tuvimos en el primer aguacero se transformó
ahora en certidumbre: Heuhupen, que en un tiempo fué una bruja,
estaba descontenta con el ruido que hacíamos. Debíamos hacer un
rodeo grande hacia el oeste. Nos llevaría a través de un terreno más
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
3 10
fragoso y el camino a Najmishk sería mucho más largo; sin embargo,
Halimink, Kankoat y los otros creyeron que era lo que correspondía
hacer. Escuché atentamente sus argumentos, convencido de que yo
no tenía derecho a ridiculizar, ni aun a ignorar sus antiquísimas su-
persticiones, así como ellos no tenían derecho a despreciar nuestras
ceremonias religiosas y nuestras costumbres. Mientras los indios ha-
blaban, yo pensaba para mis adentros qué respondería si alguien en
lo futuro me preguntase el motivo por el cual no habíamos seguido el
camino evidentemente mejor y más directo. ¿Diría que las montañas
habían protestado por el ruido de nuestras hachas y desencadenado
una fuerte lluvia, lo que nos había obligado a hacer un rodeo a fin
de asegurarnos el buen tiempo?
No tenía ningún deseo de dar esa larga vuelta. Dije a mis compa-
ñeros que recordaba el caso de fuertes lluvias, no provocadas por el
disgusto de las montañas con el ruido de las hachas, y les propuse
vol ver a discutir el asunto al día siguiente.
Al despertarnos vimos una mañana espléndida. Una brisa fresca
del oeste secó prontamente la humedad de las ramas. Esperé hasta
que el sol estuvo bien alto y luego reuní a mis compañeros. Propuse
que las mujeres transportaran el campamento al pie de Heuhupen,
donde habíamos acampado ya otras veces y existía una agradable
cañada. Mientras tanto nosotros nos acercaríamos a la montaña y
empezaríamos a trabajar enérgicamente, como si no tuviéramos miedo
de hacer ruido.
Les prometí que si volvía a llover, llevaríamos el camino bien hacia
el oeste; si, al contrario, cesaba la lluvia, sabríamos entonces que ésta
llegaba por su propia voluntad, sin obedecer a los mandatos de
Heuhupen.
Después de una corta discusión, los indios accedieron de mala
gana. Las mujeres trasladaron el campamento y nosotros tuvimos un
día de intensa y ruidosa labor. No necesito decir con qué ansiedad
miraba yo el cielo y la cumbre de Heuhupen, no sólo ese día, sino
también los siguientes. Afortunadamente, el tiempo continuó muy
bueno y todo salió bien.

Mientras construíamos el camino, formábamos un grupo feliz que,


de cuando en cuando, trasladaba su campamento en dirección sur, a
medida que el trabajo adelantaba.
De mi provisión de alimentos civilizados ya poco quedaba; de-
EL CAMINO A NAJMISHK

bíamos, pues, vivir casi enteramente de carne de guanaco. Las dos


dases de hongos que se encuentran en los árboles, en esa época del
año, tienen escaso valor alimenticio. Las hayas muy jóvenes de hojas
caducas contienen una savia comestible; de la corteza de los brotes
nuevos, al despuntar las hojas, se puede extraer un líquido leñoso.
Toma poco tiempo juntar medio litro de este líquido, pero una per-
sona, por hambrienta que esté, sólo podrá tomar una pequeña canti-
dad debido a su gusto acre, que raspa la lengua y la garganta.
Después del trabajo del día nos entreteníamos luchando. El entu-
siasmo que ponían los muchachitos en ese ejercicio nos divertía mu-
chísimo. Nos preocupaba, sin embargo, la idea de que Kiyohnishah
y su banda estarían esperando la oportunidad para asestamos algún
golpe mortal; en consecuencia teníamos los nervios tensos, y cualquier
ruido en medio de la noche, el súbito ladrido de un perro o el grito
de un pájaro asustado, era suficiente para alarmarnos.
Nos manteníamos siempre juntos, nadie se aventuraba lejos del
campamento. Cuando el guanaco escaseaba en ese distrito y la nece-
sidad de carne para alimentar tantas bocas se hacía urgente, nos en-
contrábamos frente a una grave disyuntiva: ¿Debían algunos que-
darse en el campamento a continuar la faena, mientras los otros se
alejaran por unos días a cazar? Pero esta división debilitaría nuestro
grupo. Dos o tres hombres no podrían trabajar y vigilar al mismo
tiempo. Una lluvia de flechas podía ser el primer aviso que recibié-
semos de la vista de nuestros enemigos, atraídos al lugar por el
ruido de las hachas. La otra alternativa era partir todos a cazar, de-
jando a las mujeres y niños.
Después de mucha discusión optamos por esto último, que no sólo
era lo más conveniente, sino que además nos daba la oportunidad de
descansar. Ninguno de nosotros hubiese querido quedarse a trabajar
mientras los demás se dedicaban a la caza.
Con la intención de estar fuera dos o tres días, salimos todos jun-
tos, marchando rápidamente, para poner la mayor cantidad posible
de kilómetros entre nosotros y el área peligrosa, antes de dispersarnos
para la caza. A menos de tres kilómetros de nuestro campamento avis-
tamos un guanaco macho solitario que se alejaba velozmente, fuera
ya del alcance de las flechas; una bala de mi rifle lo abatió. Las mu-
jeres del campamento carecían de carne, así que decidimos, para
que no quedasen reducidas a los hongos y a la savia de los á:boles,
que Halimink y yo regresáramos llevándoles el guanaco, mientras
los demás seguirían avanzando en procura de más carne.
Cuando esa tarde Halimink y yo llegamos al campamento con
3 12 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

nuestra carga, me alegré de poder tomarme un descanso. Me quité


los mocasines y me recosté en mi lecho de ramas, ahora perfumado
con pimpollos y hierba seca, que las mujeres, sin que yo lo pidiera
juntaban para mi cama. Halimink se reunió con su familia en una
tienda más grande, a pocos metros de distancia. Por lo que oía saqué
en conclusión que algo no andaba bien en casa de Halimink. En vez
de acostarse con un aire de exagerado cansancio, como para impre-
sionar a las mujeres con e! heroico esfuerzo realizado para traerles
provisiones a tiempo, lo oí caminar ;.presuradamente por el campa-
mento; iba de uno a otro kowwhi, interrogando con ronca voz a todas
las mujeres.
La razón de todo este alboroto era la desaparición de Akukeyohn, la
viuda de Koh y la más joven de las dos esposas de Halimink. Poco
después de nuestra partida, esa mañana, ella hizo un pequeño fardo
y se marchó, con la evidente intención de abandonar a su amo y
señor. Halimink no pudo averiguar qué rumbo había tomado. Inte-
rrumpiendo impaciente la inútil charla de las mujeres, mi amigo dió
media vuelta y con expresión resuelta se internó velozmente en e!
bosque.
Como yo sabía que él se daría cuenta de! peligro de andar solo al
alcance del clan enemigo, no me sorprendió verlo aparecer diez mi-
nutos después al lado de mi cama. Me incorporé y él dijo:
-Mi mujer me ha dejado y debo perseguirla, ¿tendría usted in-
conveniente en prestarme su rifle por si encontrara gente mala en
el bosque?
No le recordé e! mal uso que había hecho del rifle cuando se lo
presté hacía menos de seis meses; en cambio le repliqué:
-¿Puedo yo acaso defenderme con arco y flecha como un ona?
Si yo le presto mi rifle quedaré tan indefenso como las mujeres en
e! campamento.
-Así es --mntestó en tono lúgubre-, y usted está demasiado
cansado para acompañarme, de manera que seguramente me matarán.
Aun en e! caso de estar extenuado, no hubiera podido confesar tal
debilidad ni negarme a tan plañidero y hábil ruego. Me puse apre-
suradamente los mocasines, recogí e! rifle y le dije que tomara la de-
lantera. Nuestro campamento estaba rodeado por kilómetros enteros
de altas hayas de hoja caduca conocidas por hanis por los yaganes;
los onas las llamaban kualchink y los eruditos NothofaguJ antar·ctica.
Aquí y allá había lomas pedregosas con árboles enanos, por falta de
suelo adecuado, y la mayor parte del terreno está cubierta por una
enorme cantidad de árboles caídos que tardan mucho en pudrirse. Las
EL CAMINO A NAJMISHK
31 3
brechas dejadas por los gigantes eran ocupadas por una nueva gene-
ración de árboles que luchaban mortalmente entre sí en su afán de
alcanzar la luz.
Nos internamos en esa selva intrincada en busca de la joven señora
de Halimink, tarea difícil por la cantidad de huellas de las mujeres
de nuestro campamento que habían salido a recoger hongos o leña
para el fuego, y de jóvenes aventureros que se ejercitaban para ser
grandes cazadores. Pero esto no preocupaba a mi ágil compañero
que seguía una huella, para mí invisible, y atravesaba los obstáculos
a tal velocidad que yo tenía que esforzarme para seguirlo. Mientras
iba tropezando detrás de él, crecía mi rencor por Akukeyohn; en vez
de estar recostado cerca del fuego trenzando o adornando algún pe-
dazo de cuero para hacer riendas, o conversando con las mujeres y
anotando palabras onas, i tenía que fatigarme por esos matorrales!
Había visto muchas mujeres onas llenas de cicatrices, principalmente
en la cabeza, causadas por sus irritados maridos, y dos o tres veces,
durante los años que viví entre ellos, oí proferir gritos o dar golpes;
pero, cualesquiera que hubiesen sido mis preferencias, jamás intercedí
entre marido y mujer. En esta ocasión no tenía el mínimo deseo de
levantar la voz en señal de protesta por lo que hiciera Halimink a
su mujer, en el caso, poco probable, de que encontrara la huella de
la fugitiva. Estaba furioso contra esa muchacha y me regocijaba de
antemano con la paliza que recibiría de su exasperado marido. Tan
grande era mi irritación que me hubiera gustado propinarle yo mismo
la paliza.
Caminamos a prisa durante una hora, luego Halimink se detuvo
con expresión preocupada. Aproveché esa oportunidad para sugerirle
que era más probable que su mujer se hubiera ido hacia Harberton,
por el sur, en vez de tomar la dirección nordeste que estábamos si-
guiendo. Me lanzó una larga mirada entre burlona y compasiva, sin
dignarse contestarme. Luego cambió de expresión, como si una idea
brillante lo hubiera iluminado, y retrocedió unos diez pasos hasta
un gran árbol caído y atravesado en el camino, sobre el cual habíamos
pasado; allí, sobre la tierra mohosa estaban bien visibles, aun para
mis ojos, dos marcas de pequeños talones que la joven había dejado
al saltar.
Avanzamos cautelosamente, no porque la huella fuese difícil de
seguir, sino por otro motivo. Después de andar unos cien metros,
Halimink se detuvo y me hizo sentar. En un pequeño hueco, acostada,
con la cabeza apoyada sobre el fardo, estaba la joven señora Halimink
profundamente dormida. Mi amigo se sentó, sin hacer ruido, sobre
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

un tronco, cerca de la mujer, mientras yo con el deseo de no incomo-


dar ni a él ni a la señora me quedé atrás fingiendo estar muy inte-
resado en los movimientos de los pajaritos que acababan de llegar
al bosque para pasar el verano con nosotros. Esperaba oír de Hali-
mink un estallido de recriminaciones, seguido de chillidos de indig-
nación o lamentaciones de dolor de parte de su mujer, pero tales
sonidos no llegaron a mis oídos. En cambio oí una sonora carcajada
de Halimink, que despertó a su mujer y me hizo acercar para descu-
brir la causa de esta alegría. Contestando a mi pregunta, di jo:
-Estaba pensando que si usted tuviera una mujer, y se le escapara,
nunca sería capaz de dar con ella.
Así fué como Akukeyohn, a pesar de todo, se libró de la paliza.

Nuestros compañeros volvieron con un buen suplemento de carne


de guanaco que nos mantuvo por un tiempo, pero muy pronto fué
necesario ir de nuevo a cazar. Los hombres del norte parecían haber
abandonado el distrito; no encontrábamos señales de su paso ni
veíamos sus fogatas. Decidimos entonces modificu nuestro procedi-
miento anterior y dividir nuestras fuerzas. Dos pequeños grupos de
cazadores partieron en distintas direcciones y los demás continuamos
el trabajo.
A la hora del crepúsculo cayó una ligera llovizna que humedeció
la maleza en flor. Uno de los grupos regresó con las manos vacías.
Se hizo la noche, oscura como un pozo. Perdimos la esperanza de
que la segunda expedición volviese esa noche, de modo que prepa-
ramos la comida con los pocos huesos que quedaban, a los que ralla-
mos y extrajimos el tuétano.
Nuestros fuegos estaban ya por extinguirse y algunos de nosotros,
envueltos en los quillangos, nos disponíamos a acostarnos en los lu-
gares más secos de nuestros precarios refugios, cuando se vislwn-
bró un reflejo de luz en 10 alto del tronco de un árbol cercano. La
luz vaciló, desapareció y pronto reapareció sobre el tronco lustroso;
esta vez no había duda sobre su origen: era el reflejo de una antorcha
agitada de cuando en cuando para reanimar su llama.
Nuestro segundo grupo de cazadores regresaba. Los perros, ner-
viosos, empezaron a ladrar. Al rato vimos avanzar a nuestros ami-
gos por la selva enmarañada, cubiertos de lodo y agobiados por
pesadas cargas de carne. La antorcha hábilmente manejada por el
EL CAMINO A NAJMISHK
31 5
que iba adelante alumbró el escenario y entonces surgió un fantástico
cuadro a nuestra vista. Ante una invitación de Kankoat nos pusimos
todos a ladrar como perros, para dar la bienvenida a los afortunados
cazadores. Los onas eran buenos imitadores, y acompañados por los
verdaderos perros, se armó en el bosque silencioso un alboroto de
todos los diablos; mujeres y niños se unieron al coro.
Entremezclados con los alegres ladridos se oían lúgubres lamentos
y furiosos gruñidos de algunos perros humanos. Kankoat y un com-
pañero hicieron una demostración realista, gruñendo y mostrando los
dientes, que parecía que en cualquier momento iban a arrojarse uno
contra el otro. Esta representación, en honor de los cazadores que
habían desafiado la oscuridad y el mal tiempo para traer alimento a
sus familias y amigos, en lugar de quedarse a pasar cómodamente la
noche, tenía un nombre peculiar que no puedo recordar; sólo tuve
cuatro oportunidades de presenciar semejante acogida. La segunda vez
fué en honor de Yoknolpe (el medio hermano de Halimink) y de
mi persona. El alegre recibimiento que nos dispensaron, tan poco
común en ellos, fué una amplia recompensa por la hazaña que hici-
mos de caminar algunas horas a través del bosque empapado, en vez
de detenernos a encender el fuego, comer abundantemente y quedar
allí hasta la llegada del día; mientras nuestros compañeros, de vuelta
en el campamento, sufrían con sus raciones insuficientes.
Las antorchas de los onas merecen ser descriptas. Cuando era nece-
saria una luz para viajar en medio de la noche, el cazador buscaba
a tientas hasta encontrar un árbol inclinado cuya corteza estuviese seca
y con unos trozos de la misma encendía un pequeño fuego. A la luz
de ese resplandor juntaba más leña seca, que colocaba verticalmente
alrededor de la débil llama, para establecer una corriente de aire.
Cuando conseguía una buena llama que alumbrase suficientemente,
el cazador buscaba cortezas adecuadas para su antorcha. Necesitaba
tres de ellas, cada una de un metro de largo más o menos y diez cen-
tímetros de ancho. Después de introducir a intervalos regulares unas
pequeñas cuñas del grueso de un dedo, para mantenerlas separadas,
ataba las cortezas, encendía el haz, y la antorcha estaba lista. Durante
la marcha, el cazador debía agitarla de cuando en cuando para man-
tener viva la llama.
El cazador ona llevaba su yesquero dentro de una bolsita in1permea-
ble, hecha con una vejiga, sujeta con una guasca alrededor de su
cintura. Después de mi experiencia durante la persecución al ganado
detrás de Flat Top, adopté un procedimiento similar y guardé mis
fósforos dentro de una cápsula de metal, tapada con un corcho, que
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

colocaba en un cinturón fijado al cuerpo. Así, aunque perdiese la


ropa, conservaría mis preciosos fósforos. A v~ces me pregun~o: ¿Qué
haría sin fósforos un cazador blanco en medIO del bosque IOvernal?
¿Frotaría dos ramitas hasta inflamarlas o dispararía su rifle sobre un
montón de pasto seco o de ramas? Lo primero exigiría ciertos cono-
cimientos además de una madera especial; en cuanto a lo segundo
podría resultar un fracaso, pues la fuerza de la explosión dispersaría
el combustible. Mejor método sería quitar la bala de un cartucho (lo
que no siempre es fácil), colocar en su lugar una yesca de género,
de telaraña o de cualquier pelusa seca, y disparar sobre un montón de
pasto seco o de ramitas. La yesca sale casi siempre inflamada y en-
ciende el fuego.

A medida que adelantaba nuestro trabajo en el camino, nuestras


hachas se iban mellando y nuestra avidez por café dulce, galletitas y
otros refinamientos iba creciendo. Decidimos, pues, que Halimink,
Chalshoat y yo fuésemos a Harberton a afilar nuestras cinco hachas
y conseguir un nuevo suplemento de provisiones. La verdad es que
yo necesitaba volver por unos días a la vida del hogar, después de
haber vivido únicamente de carne de guanaco, que, corno ya he dicho
anteriormente, es siempre magra después del invierno. En el monte
soñaba a veces hallarme con mi madre, tornando el té. .. en una mesa
provista de pan, manteca, tortas y otras delicias de la vida civilizada
que era una especialidad de Yekadahby y que a ella le encantaba
ofrecer al recién llegado. ¡Qué desilusión era despertar y comprobar
que no había sido sino un sueño!
La primavera estaba avanzada. Llovía persistentemente cuando los
tres salimos del campamento; parecía como si la lluvia no fuese a
cesar jamás. La nieve se iba derritiendo rápidamente en las montañas
y los ríos desbordaban. Evitábamos en lo posible cruzarlos; cuando
sólo nos separaban seis kilómetros del hogar, nos enfrentamos con el
río Varela. No me gustó nada su aspecto, pues estaba en plena cre-
ciente. Sus aguas oscuras arrastraban grandes ramas y de vez en cuando
bloques de hielo pasaban a gran velocidad. Halimink y Chalshoat,
ambos intrépidos, creían que podríamos vadearlo, pero yo no estaba
muy seguro. De todos modos, no nos quedaba otra alternativa, así que
resolvimos intentarlo.
Hubiese sido una locura que un hombre solo lo hiciera, porque la
corriente lo habría arrastrado, pero estando en grupo se podría em-
EL CAMINO A NAJMISHK

plear el sistema propio de los onas. Nuestro primer paso consistió


en cortar un palo de poco más o menos dos metros y medio. Luego
nos sacamos casi toda la ropa, no para conservarla seca, pues ya
estaba empapada, sino porque ella, especialmente los pantalones, re-
sultaría un impedimento en el agua correntosa. Halimink y yo éramos
los únicos que usábamos pantalones en ese viaje; Chalshoat, más con-
servador, estaba envuelto en su piel de guanaco. Poco a poco, el ona
iba adoptando la ropa del hombre blanco, pero Chalshoat se mante-
nía leal a su vestimenta atávica. Yo llevaba mi rifle y una de las
hachas, y cada uno de los otros, dos hachas. Con éstas y la ropa hici-
mos tres fardos que atamos con moji y cargamos sobre los hombros.
El sistema ona para atravesar ríos correntosos era el siguiente: uno
de los hombres, el más fuerte, tomaba el palo y entraba en el agua. y
medio enfrentaba la corriente. Sujetando el palo con ambas manos,
lo más separadas posible, apoyaba un extremo contra su hombro y el
otro en el fondo del río para contrarrestar la fuerza del torrente y
desviar las embestidas de los trozos de hielo y las ramas que iban a
la deriva. Lo que debía hacer este hombre era mantener el cuerpo
rígido y formar un baluarte contra la corriente. Los demás se coloca-
ban detrás de él bien asidos unos a otros. Cuando todos estaban ubi-
cados, el primero sacaba el palo del agua y lo hundía en el fondo del
río un poco más cerca de la otra ribera; mientras tanto, los otros em-
pleaban toda su fuerza para sostenerlo en esta difícil maniobra. Cuan-
do el palo estaba sólidamente plantado en su nueva posición, los
demás avanzaban un poco, repitiendo esta maniobra una y otra vez.
El segundo hombre de la fila era casi tan importante como el pri-
mero. Debía tener sumo cuidado de no perder pie y con ambas manos
agarrarse al cuerpo de su compañero. A veces necesitaba colocar una
mano cerca de las rodillas del hombre que estaba sosteniendo y la
otra debajo de la cintura. Con la fuerza que traía el río, el agua podía
llegarles del lado alto a la altura de las axilas, mientras del lado
bajo apenas alcanzaría a las rodillas. Los hombres que estaban agua
abajo eran menos importantes, y asimismo cada uno debía hacer lo
posible para sostener al hombre que rompía la fuerza del agua más
arriba. El último de la fila llevaba a veces un palo, pero éste resul-
taría de poca utilidad en el caso de que los demás llegaran a per-
der pie.
Una hilera de hombres puede cruzar de este modo un torrente,
mientras que sería compl tamente imposible para un hombr.e solo
hacerlo y un caballo no podría mantenerse sobre sus patas. SIempre
3 18 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

la tentativa resulta peligrosa y he oído de un caso en que varios aush


perecieron al realizar tal hazaña., . , .
Halimink, a pesar de ser el mas baJO de los tres, tomo vallente-
mente la delantera. Yo venía detrás y Chalshoat por el lado bajo del
río. Arrancamos del banco mientras Halimink sujetaba el palo en la
forma adecuada. En aguas correntosas lo más difícil es mantener los
pies en el fondo y nuestra mardla era lenta y ardua. Habíamos alcan-
zado el medio del río cuando casi nos ocurre un desastre. Chalshoat,
a pesar de ser extraordinariamente fuerte y resistente, parecía siempre
aflojar en el último momento. Fué él quien dejó escapar al hombre
que se proponía matar, cuando todo el resto de los trabajadores de
la Compañía Minera San Martín fueron asesinados por la banda de
Capelo. Ahora habíamos llegado a la mitad del río cuando perdió
pie. Estaba a mi lado, aguas abajo, y en vez de ser mi sostén, se agarró
fuertemente a mi cuerpo, mientras pataleando con fuerza trataba en
vano de tocar fondo. Quizá yo, obrando sin egoísmo, debiera haber
soltado a Halimink e ido a la deriva aguas abajo con Chalshoat, que
seguía debatiéndose; en ese caso no estaría ahora escribiendo esta
narración. En cambio, puse la vida de Halimink en peligro por col-
garme de él. No puedo explicarme cómo ese hombrecito se mantuvo
en su posición hasta que Chalshoat, con gran dificultad, consiguió
afirmarse nuevamente sobre sus pies.
Después de esta casi tragedia decidimos volver a la orilla de donde
habíamos partido. Conseguimos llegar a tierra firme y sin vestirnos,
pues contábamos entrar en el agua nuevamente, caminamos aguas
abajo en busca de un lugar mejor para cruzar. A corta distancia, en
la orilla opuesta del Varela, sobresalía un promontorio bajo que pare-
cía adentrarse en el agua. Sobre nuestra orilla había un banco escar-
pado y a unos seis metros más arriba del río, un árbol. Toda la
fuerza del río corría bajo ese banco; del lado opuesto, el promon-
torio lo hacía menos turbulento.
El árbol se inclinaba sobre el agua. Discutimos si debíamos hacer un
puente volteándolo; tenía quince metros de alto y tronchándolo por el
lado opuesto podríamos derribarlo; tal vez no alcanzara a atravesar
íntegramente el río, pero sí lo suficiente como para permitirnos llegar
a la parte tranquila de las aguas. Existía el peligro, por supuesto, de
que la corriente se lo llevara en el momento en que estuviéramos en-
caramados en él, pero había que correr el riesgo. A seis kilómetros de
allí estaba Harberton con todas las comodidades que brindaba el
hogar. La otra alternativa era pasar una noche en los bosques hú-
medos y tristes.
EL CAMINO A NAJMISHK

Comenzamos a hachar el árbol hasta que su gran peso lo hizo caer


estrepitosamente al río, se rajó hasta las raíces quedando así ama-
rrado al banco. Las ramas altas quedaron sumergidas en el agua un
poco más allá del gran caudal del torrente.
La presión de la corriente sobre las ramas bajas amenazaba des-
prender el árbol de su amarra sobre el banco. Antes de que fuese
arrastrado, con toda prisa nos deslizamos por las ramas más delga-
das hasta salvar la corriente. Luego vadeamos el resto con el agua
hasta la cintura.
i Qué grato resultó encontrarnos aquella noche en casa!
,
CAPITULO XXXIV
LA BALLENA E CALLADA EN EL CABO SAN PABLO. LO AFICIONA-
DO A LA CARNE DE BALLENA SON ATACADOS POR LOS HOMBRES
DEL ORTE Y SE PRODUCE UNA GRAN MATANZA. EL ASESINATO DE
TE-ILH. LA VENGANZA DE SHISHKOLH. UN TORNEO DE LUCHAS EN-
TRE EL SUR Y EL NORTE. LOS ONAS RESPETAN LAS LEYES DEL JUEGO.
MI LUCHA CON CHASHKIL. PELEAMOS HASTA QUE CHASHKIL SIEN-
TE SUEÑO.

oco tiempo después de la visita a Harberton relatada en el


P capítulo anterior, se unieron a nuestros trabajadores del bosque
algunos de nuestros amigos de Najmishk, Tininisk el curandero entre
ellos.
Una tarde llegaron dos jóvenes emisarios onas a nuestro campa-
mento. Era evidente que traían noticias importantes, pero eran de-
masiado orgullosos para comunicarlas en seguida. En cuanto a nos-
otros, teníamos demasiada dignidad para demostrar indebida impa-
ciencia, aunque creo que el olor que despedían nos dió el primer
indicio sobre el objeto de la visita.
Poco después nos informaron que una enorme ballena había sido
arrastrada hasta la costa del poblado de Tininisk, cerca del cabo San
Pablo. A mí esta noticia no me conmovió, pues nunca me gustó ese
animal como alimento. La ballena es una masa tan inmensa de sangre
caliente que mucho antes de enfriarse ya está podrida. Hasta el
aceite queda fuertemente penetrado de un olor desagradable. Pero
pra los indios onas era un envío del cielo. i Qué reconfortante para
ellos en primavera cuando la carne de guanaco es tan magra y esca-
sa, recibir una provisión ilimitada de grasa y aceite!
A menudo el olor, que traía el viento desde varias leguas, ponía
a los indios sobre la pista y los hacía correr hacia el lugar del acon-
tecimiento.
Tininisk y otros pobladores de las costas quisieron salir en segui-
da, el joon, probablemente, más por razones de prestigio que por
la perspectiva de un banquete, pues una ballena encallada atraía vi-
sitantes de todos los alrededores, y él quería que todos supiesen que
llL CAMINO A NAJMISHK
321
Tininisk el grande y poderoso mago, seguía siendo el señor de sus
antiguos dominios.
Todos mis ayudantes necesitaban un descanso; abatir árboles sobre
laderas de montañas surcadas de arroyos, bajo continuos chubascos,
pronto los fatigaba. Declaré asueto general. Supuse que todo el grupo
se dirigía al cabo San Pablo, pero no fué así; algunos de ellos pre-
firieron aprovechar en otros sitios sus cortas vacaciones.
Halimink, Ahnikin, Yoknolpe, TaJimeoat y otros indios de las
montañas pensaron más en su seguridad que en la grasa de ballena
y decidieron ir a cazar a los bosques de sus propias tierras, donde
estarían a salvo de la mano vengadora de Kiyohnishah. Fué mejor
para ellos que así lo hicieran.
Dividí nuestras provisiones y di a los cazadores la parte del león
bajo la condición que regresaran a su trabajo tan pronto como les
fuese posible. Luego partimos en tres direcciones: yo hacia Harber-
ton, los cazadores hacia regiones más tranquilas de sus propias tierras,
y el grupo de los balleneros, entre ellos el amable Puppup y su fa-
milia, hacia la costa oriental.
Cerca de la ballena encallada se habían reunido alrededor de ciento
cincuenta onas del cercano distrito, de los cuales unos treinta eran
hombres. El jefe era Te-ilh, el curandero de Najmishk, de contextu-
ra fuerte aunque pequeño de estatura; fué contra él que dispararon
los mineros acusándolo del robo de una sierra de mano; lo acompa-
ñaba el corpulento Koiyot; juntos habían conseguido escapar en aque-
lla oportunidad, dejando a sus dos compañeros muertos. Otro par-
ticipante de la fiesta de la ballena era Shijyolh, oriundo también de
Najmishk y emparentado con Te-ilh. Era aquel hombre tímido en-
vuelto en su manto de piel de zorro a quien yo había conocido al
cruzar la isla, en un viaje a Río Grande. Se encontraba ahora con su
mujer, sus dos hijitos, de nueve y siete años de edad y su hermano
llamado Shíshkolh.
Los aficionados a la carne de ballena habían levantado dos cam-
pamentos, vecinos y en excelentes relaciones. Tininisk, Puppup y los
restantes del grupo fueron bien acogidos y todos se prepararon para
la comilona. La abundancia de la comida y la seguridad que da el
número habían engendrado una sensación de seguridad. Despreocu-
pados, no apostaron guardias, de modo que no estuvieron en condi-
ciones de defenderse cuando una mañana a primera hora, Kiyohni-
shah y sus hombres cayeron sobre ellos con rifles, arcos y flechas.
Kiyohnishah no había permanecido ocioso después de la muerte de
su hermano Houshken. Recorrió las distantes orillas de los bosques
322 E L Ú L T I M O C O N F ~ ND E L A TIERRA

ahora destinados a la cría de ovejas, hasta reclutar unos sesenta hom-


bres con los cuales atacó a aquellos que confiadamente se habían
reunido alrededor de la ballena. Entre el grupo atacante estaban Chash-
kil, Paloa, aquel que había desafiado al pelotón de policía, el amar-
gado Kilkoat con el rifle robado y TaZpelht.
Taapelht, cuiiado de Puppup, era ágil, de estatura mediana y co-
nocido en toda la comarca de los onas par su velocidad y su coraje.
Era, además, famoso por ciertas proezas. Solo y armado Únicamente
con su arco había dado muerte a uno de los dos más conspicuos ca-
zadores de indios; a éstos, como ya he mencionado en páginas ante-
riores, se les pagaba una libra por cada cabeza de ona. En la Tierra
del Fuego ese cazador de seres humanos era conocido por un sobre-
nombre. En mi deseo de no herir la susceptibilidad de sus descen-
dientes, aunque fueran ilegítimos, no daré su nombre, lo llamaré
Dancing Dan; no diré que fuera un buen jinete, pero ciertamente
era muy temerario pues pasaba al galope por los terrenos más abrup-
tos. Para tirar sólo lo igualaba su compañero, más bien dicho, su
"leader", cuyo nombre tampoco quiero mencionar.
Taapelht se hizo también responsable de las heridas infligidas, en
una misma refriega, a otros dos hombres blancos muy conocidos. El
primero era el rey de Río Grande, el execrable McInch. La flecha de
Taapelht había atravesado las anchas espaldas del escocés y la extrac-
ción de la misma había sido muy dolorosa. La púa tuvo que ser ex-
cavada con un cuchillo antes de poder arrancar la flecha. La segunda
víctima fué nada menos que don Ramón L. Cortez, el Jefe de policía,
que había recibido pocos minutos después una flecha en la nuca al
acercarse demasiado al matorral donde se escondía su presa.
Además del rifle de Kilkoat, el grupo de Kiyohnishah tenía por
lo menos otra arma de fuego robada. Los atacantes cayeron de im-
proviso sobre sus víctimas y se produjo una gran matanza. Entre
aquellos que perdieron la vida esa mañana estaba el fuerte y salvaje
Te-ilh. Tininisk, Shijyolh, su hermano Shishkolh y mi amigo Puppup,
lograron escapar al bosque.
Convencido de que los enemigos respetarían las normas de comba-
te de los onas, estos fugitivos dejaron en el campamento a sus mu-
jeres y a sus familias. En esta oportunidad las leyes no se observaron.
Uno de esos feroces vengadores disparó sus flechas contra los dos
hijitos de Shijyolh, crimen inaudito en aquella época.
Puppup, que estaba a poca distancia del campamento cuando se
desencadenó la tormenta, corrió a través de un valle esperando llegar
EL CAMINO A NAJMISHK 323
a los bosques de las colinas, pero fué perseguido por un hombre más
veloz que él que le gritó:
-No corras, Puppup, soy tu cuñado, no tengo odio contra ti.
Cuando Puppup se dió cuenta de que era TaZpelht, se detuvo;
juntos descansaron un rato y luego volvieron al lugar de la matanza.
El grupo atacante fué seguido, en su marcha forzada, a corta distan-
cia por algunas enérgicas mujeres jóvenes que llevaban el mismo
paso que ellos. Aunque no me dieron detalles, estoy seguro de que
ellas se llevaron un buen cargamento de grasa y aceite en su viaje
de vuelta al norte. Kiyohnishah parecía haber venido únicamente para
vengar la muerte de Houshken. Es increíble que no se llevaran a nin-
guna de las mujeres ni siquiera a Ahli. Alta, bien parecida y sin
hijos, Ahli era la mujer de uno de los hombres asesinados, aunque
oriunda de la tierra de los asesinos.
Cuando la costa estuvo despejada los fugitivos volvieron a sus
casas, pero las fiestas y holgorios se habían trocado en aflicción y
luto. De todos, los más acongojados eran Shijyolh y su mujer. Shish-
kolh, al ver muertos a sus sobrinos y a sus amigos, clamó venganza.
Su mirada se posó en Ahli, que había pertenecido una v a al grupo
del norte. La atrajo a un lugar cercano al campamento, y luego, desde
poca distancia, le atravesó el cuerpo con una flecha que le produjo
la muerte.
Esta acción de Shishkolh fué criticada por los onas de todos los
grupos tan severamente como el asesinato de sus dos infortunadas
criaturas. Protestaban que era un acto indigno de un hombre. Hali-
mink, al enterarse, dijo:
-La mujer no tenia arco ni flechas.
Aún no estaba saciada la sed de venganza de Shishkolh. En otra
oportunidad emprendió solo una correría. En su exploración divisó
un humo distante y se encaminó hacia el campamento enemigo. Acer-
cándose lo más posible, en aquella noche de tormenta, disparó con
todas sus fuerzas una flecha, luego corrió para salvar su vida. Los
perros ladraron furiosamente y no tardó en armarse gran alboroto en
todo el campamento. No pudieron imaginar que era uno solo el
atacante, así es que esa noche durmieron poco.
Mucho después otros me contaron esta escapada, con gran diversión
y regocijo de todos; debo decir que el héroe hizo todo lo posible
para parecer modesto.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Tres meses después de la matanza en el lugar de la ballena enca-


llada, me encontraba yo en Harberton. Estaban conmigo algunos onas
del sur, entre ellos Halirnink, Ahnikin, Kankoat, Tininisk, Shishkolh
y Koiyot y el escaso remanente del grupo Najmishk, otrora tan nu-
meroso. Un día nos sorprendió agradablemente la visita de Kiyoh-
nishah y un buen contingente de hombres del norte.
Yo me alegré de verlos, pues Kiyohnishah era un buen muchacho,
y desde la muerte de Houshken, él y su gente contaban con mi sim-
patía. Todavía abrigaba yo la esperanza de unir a los dos clanes. Era
indispensable que esas criminales venganzas acabaran, a menos que
desearan exterminarse recíprocamente. No había posibilidad de so-
brevivencia a menos que prevaleciera, antes de mucho, el orden y la
ley en esa parte de la Tierra del Fuego libre aún de los invasores
blancos del norte.
Los recién venidos pidieron trabajo; las reglas de nuestra granja
nos prohibían rehusárselo a los indígenas ya fueran onas o yaganes;
pero pronto se evidenció que el verdadero motivo de la visita era
enfrentarse con sus enemigos en terreno neutral y desafiarlos a una
serie de torneos de lucha. No eran precisamente aquellas luchas amis-
tosas que solíamos entablar para divertirnos.
El grupo de Halimink alcanzaba apenas a una veintena, frente a
estos formidables visitantes. Los onas de los bosques y de las monta-
ñas del sur, aunque rápidos y decididos, eran por lo general menos
fuertes que sus vecinos del norte. En las tierras de éstos abundaban
los apen (tucu-tucu) y otros alimentos sustanciosos, escasos en las
zonas pantanosas de aquéllos. Así, al enfrentarse en luchas, los bom-
bres del norte, más pesados y numerosos, llevaban siempre la mejor
parte. Frente a Halimink y sus amigos estaban ahora apostados tipos
fornidos como Kiyobnishah, Chashkil, Halah, Paloa, Kilkoat, Taii-
pelht y ese viejo y bondadoso guerrero Kautempklh, secundados por
valientes luchadores como Hechelash el enano y sus hermanos Yoi-
yolh y A-yaiih, igualmente diminutos.
Era evidente que ninguno de los dos grupos tenía confianza en el
ot~o; .Halimink y su gente en vez de acampar en la orilla del bosque
pnnClpal, levantaron sus refugios casi en el pueblo yagán, mientras
que Kiyohnishah y los recién venidos alzaron los suyos a la sombra
EL CAMINO A NA)MISHK

de unos árboles en un bosquecillo, a menos de medio kilómetro de


distancia de nuestra finca.
A pesar de que esa mutua suspicacia, motivada por los daños que
ambas partes habían recibido en sus eternas luchas, hacía imposible
la convivencia en su propia tierra sin derramamiento de sangre, ahora,
al tomar contacto en tierra neutral, observaban, hasta en sus últimos
detalles, las leyes de la contienda impuestas por las antiguas costum-
bres onas.
La víspera del encuentro, Kiyohnishah mandó un mensajero con
el desafío oficial. Yo me mantuve en contacto con ambos bandos, y
mi hermano Despard, sabiendo lo difícil que sería para mí abstener-
me de intervenir en cualquier prueba de fuerza que pudiera surgir,
me previno que éste no era un torneo de lucha ordinario, y que si
yo me unía a cualquiera de los dos bandos quién sabe en qué com-
promiso me vería; así es que de mala gana prometí ser un espec-
tador estrictamente neutral.
Alrededor de las dos de la tarde del día señalado, en cuya ma-
ñana los participantes designados no comieron nada, los retadores sa-
lieron desarmados del matorral donde habían acampado, seguidos
por sus mujeres. Según la costumbre, los que se proponían luchar
vestían sólo sus capas y no tenían goochifh ni jamni (tocados de ca-
beza y mocasines). En esas ocasiones no se pintaban con dibujos
finos, sólo untábanse el cuerpo con pintura roja.
Halimink y sus partidarios estaban listos. Debían de haber estado
vigilándose mutuamente porque se arreglaron para llegar simultá-
neamente al sitio señalado, que era un vallecito cubierto de hierba,
situado entre los dos campamentos. Ambos bandos se colocaron frente
a frente, a distancia de unos diez metros. Los espectadores se alinea-
ron en círculo alrededor de los campeones. Las mujeres, los niños, los
ancianos y los enfermos, por el lado exterior, y los hombres aptos,
que tarde o temprano intervendrían en la lucha, por dentro. Recor-
dando el buen consejo de Despard, yo me paseaba, durante la lucha
de uno a otro lado, en actitud imparcial.
La contienda empezó con discursos; con fiera e impetuosa oratoria
los desafiadores exponían sus agravios en pocas y severas palabras
pronunciadas con voz enronquecida por la emoción; no hacían como
los yaganes, que eran pendencieros pero no guerreros, y se abstenían
de proferir an1enazas; sólo expresaban su desdén en términos enér-
gicos cuando se referían a la traición de sus adversarios. El grupo de
Halimink contestó en forma apropiada; mutuamente se dirigieron ex-
presiones tales como: whash-win y wishn-win (como zorros, como
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

perros). De cuando en cuando, alguna esposa desolada o una matro-


na de voz aguda, hacían oír prolongados aullidos de dolor o gritos
injuriosos.
La lucha no fué iniciada, según la costumbre, por los retadores, sino
por uno de los contrarios. lise fué Shishkolh, que, por el hecho de
haber perdido a Te-ilh y a sus dos sobrinitos, no aguantó los insul-
tos. Dejando caer su única vestimenta y no obstante su poca fuerza
como luchador, avanzó hacia Halah y le ofreció su mano izquierda.
Halah era aquel indio resuelto, de mandíbula cuadrada, ancho de es-
paldas, que, junto con Chashkil, había llevado a Harberton la noti-
cia de la muerte de Houshken.
Una vez comenzado el torneo, otros contendientes intervinieron y
a menudo dos o tres parejas luchaban simultáneamente en la cancha.
Shishkolh había empleado la forma correcta de desafío, pero el
desafiador nunca podía estar seguro de pelear contra el adversario
elegido por él, pues cualquier joven guerrero impaciente podía ade-
lantarse y luchar en su lugar. El retador, generalmente, agarraba con
su mano derecha la izquierda de su adversario, que éste tenía exten-
dida y luego ambos se abrazaban colocando el brazo izquierdo debajo
del derecho del otro. Después de este ceremonioso preliminar ambos
se trababan en una feroz lucha en la que estaban permitidas las zan-
cadillas; cada uno buscaba la forma de aprovecharse mejor de su
adversario.
A pesar del aparente desorden, siempre se observaban en estos
encuentros ciertas normas estrictas, no escritas. Ni en éste ni en otros
asaltos de los onas he visto que se golpearan en los ojos o en los
oídos; si era arrancado un mechón de pelo, en el acto se elevaba una
voz de protesta entre la gente del ofendido. He visto a un indio
rodear con una mano la nuca de su adversario y asirlo fuertemente
por la nariz con el propósito de torcerle el pescuezo; he visto también
apretar el cuello con el puño o con la mano a fin de interrumpir la
circulación, pero nunca he visto agarrar por el cuello o dar esos golpes
bajos con la rodilla que pueden poner fuera de combate. Un hombre
podía herir a su adversario con sus fuertes uñas al agarrarlo, pero
se reprobaba rasguñar deliberadamente, por ser este recurso bélico
privativo de las mujeres. También estaba prohibido morder.
En la pelea de esa tarde, Halah, que se agitaba convulsivamente
c?n la boca entreabierta fuertemente agarrado por Koiyot, clavó los
dIentes en el hombro de su adversario; de inmediato se oyó un grito
de reprobación: oush la wishn? (¿es un perro?).
Los hombres de las montañas eran delgados, veloces e inteligentes;
EL CAMINO A NAJMISHK

sus adversarios, además de tener la ventaja de ser más pesados, eran


mucho más numerosos. El caso era serio, pues los hombres de Hali-
mink tenían menos tiempo para descansar entre uno y otro ataque.
Cuando un hombre salía de la cancha para recobrar el aliento, podía
ser desafiado inmediatamente por otro que ya había descansado; se
consideraba con buena suerte si uno de los suyos se adelantaba a
reemplazarlo. Hasta aquellos que no podían tener ninguna probabi-
lidad de vencer, se lanzaban ferozmente a pelear, pues siempre con-
venía cansar al equipo contrario. Hechelash, a pesar de su pequeñez,
peleó valientemente. Su cuerpo corto y redondo resultaba difícil de
asir; no era yo el único que no podía contener la risa ante sus acti-
tudes salvajes y sus muecas.
Los espectadores se quedaban silenciosos cuando sus favoritos daban
un buen golpe, como si pensaran: "era exactamente lo que yo espe-
raba"; en cambio los contrarios a veces exclamaban: Haik ni chohn (es
un hombre), con lo cual querían decir que su campeón era fuerte y
que el otro debía de ser formidable para derribarlo.
Al finalizar la tarde, la hierba del lugar donde se había desarro-
llado la lucha tenía rastros de pintura roja y de sangre. Ninguno de
los dos grupos aceptaría la derrota, ni podía hacerlo; la lucha conti-
nuaba con algunas interrupciones hasta que uno por uno los guerre-
ros se envolvían en sus capas y tranquilamente abandonaban el lugar.
Cuando no quedaba ninguno sin pelear, el desafío se consideraba
terminado y se disolvía la reunión sin nuevo intercambio de insultos.
Esos habitantes del sur, tan valientes, especialmente Ahnikin, Koi-
yot y Kankoat, habían luchado brillantemente contra hombres de
mucho mayor tamaño; no hay duda de que recibieron la peor parte.
A pesar de todo, a los pocos días lanzaron un nuevo desafío. Cuando
manifesté mi sorpresa, Halimink exclamó desdeñoso:
-¿Acaso tenemos miedo de esos hombres?
Exigía el ritual, siempre estrictamente observado, que por mal que
lo hubiera pasado un equipo, debía pedir otro encuentro con los
primeros retadores. En esa oportunidad el grupo de Halimink fraca-
só también en el segundo combate, pero esto no los acobardó y vol-
vieron a desafiar a los hombres del norte en varias ocasiones subsi·
guientes.
Con el relato de esta lucha espero haber probado que estos llama-
dos salvajes eran más caballerescos en el cumplimiento de las reglas
del juego que muchos hombres blancos que se consideraban depor-
tistas.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Conforme avanzaba el verano y nos veíamos obligados a alternar


el trabajo en el camino con otras tareas importantes en esa estación,
la más activa del año, me empezaron a llegar de aquí y de allá adver-
tencias sobre la sed de venganza de Chashkil que no había quedado
satisfecha ni con la matanza en el lugar de la ballena encallada ni
con los torneos de lucha que tuvieron lugar después.
El principal motivo de su rencor no era otro sino yo. Este mucha-
cho, que creíamos tan bondadoso, se había amargado por la muerte
de su hermano Houshken y me culpaba (desgraciadamente con razón)
de ser directamente responsable. Su propósito, según los rumores de
mis informantes, no era matarme, sino desafiarme a un torneo de
lucha en el que me castigaría severamente. Esta especie de duelo in-
dividual no era desconocido entre los onas; he oído decir que una
vez pelearon así por una mujer.
Pensé que era probable que los enemigos de Chashkil hubieran
exagerado su enemistad hacia mí, pero seguro de que si recibía el
desafío tendría que aceptarlo para mantener mi posición entre esos
buenos deportistas, y sabiendo que la lucha no sería amistosa, sino
que pelearíamos hasta que uno u otro se declarase vencido, comencé
a ejercitarme. Después de trabajar largas horas con el hacha y acarrear
pesados maderos todas las tardes, me trababa en luchas con varios
amigos onas, así es que recibí un buen adiestramiento. El joven Ahni-
kin, extraordinariamente fuerte para su tamaño, era mi principal maes-
tro. Kankoat a veces lo substituía eficazmente.
A principios del otoño comprendí que mis precauciones estaban
ampliamente justificadas. Con Ahnikin, Kankoat, Halimink y varios
otros nos encontrábamos al oeste de Harberton construyendo puentes
de corduroy sobre unos pantanos, cuando llegaron al lugar cinco o
seis onas con sus familias y acamparon a menos de un kilómetro de
nosotros. Poco después de haber instalado su campamento, tres de
ellos fueron a sentarse en un montecillo a una distancia de medio
kilómetro, bien a la vista de nuestro campamento. Uno era Heche-
lash el enano, otro un hombre llamado Pahchick, que formaba parte
del grupo de Kiyohnishah en el torneo de lucha de Harberton, y el
tercero era Chashkil. Esto ocurría por la tarde, y el pequeño grupo
quedó inmóvil mucho rato. Luego Hechelash se puso de pie, y tra-
tando de asumir la digna actitud de un emisario real, llegó a nuestro
EL CAMINO A NAJMISHK
32 9
campamento. El mensaje que traía era que Chashkil quería luchar con-
migo al día siguiente.
Yo también tenía mi orgullo, y no queriendo demostrar a ninguno
de los dos bandos que daba importancia al asunto contesté:
-Tenemos que trabajar durante el día, pero mañana a esta hora
lucharé.
Yo estaba contento de que el período de espera hubiera terminado.
Al dar satisfacción al ofendido Chashkil (quienquiera que fuese el
vencedor) probaría mi hombría ante ese pueblo que yo tanto esti-
maba y al mismo tiempo habría encontrado el único medio pacífico
para reparar la brecha abierta entre los hombres del norte y yo.
Según los precedentes onas, el desafío debió provenir de Kiyoh-
nishah, quien era mayor que Chashkil, y a la muerte de Houshken se
había convertido en el jefe de la familia. Presumí que se habría re-
tirado de la lucha porque yo había salvado a su hijito cuando cayó
al arroyo.
Al partir Hechelash con mi respuesta, Ahnikin me previno, y no
era la primera vez que lo hacía, pues Chashkil era fuerte y feroz y que
debía prepararme para un revolcón. Él decía que mi única esperanza
era no gastar mi fuerza en la primera parte de la lucha, aun a ex-
pensas de muchas caídas. Haciendo sentir mi peso constantemente al
adversario, decía Ahnikin, podría llegar a cansado hasta que yo pu-
diera emplear mis reservas en forma eficiente. Ahnikin también me
aconsejó que me privara de comer antes del encuentro.
No obstante, tomé un poco de alimento, temprano, al día siguiente,
pero me abstuve de comer otra cosa y me cuidé de no cansarme tra-
bajando demasiado. A las siete de la tarde llegó Chashkil: venía
acompañado de su pequeño grupo y seguido por sus mujeres.
Halimink eligió para el encuentro un pequeño hueco, cerca de
nuestro campamento; en forma ostentosa, lo inspeccionó para asegu-
rarse de que no había ninguna piedra que sobresaliera en la cancha.
Era un sitio ideal, que pudo haber sido elegido por dos de nuestros
antecesores para una lucha a muerte. Hacia el oeste lucían dos lagos
gemelos, de muchas hectáreas de extensión y separados por una an-
gosta faja cubierta de arbustos, que reflejaban como espejos la vege-
tación otoñal de los bosquecillos vecinos. Al norte estaban las colinas
del gran bosque del Flat Top y más lejos el monte Cornú, con sus
nieves eternas. Al sur había tres colinas escarpadas cubiertas de bos-
ques cuyas laderas abruptas bajaban hasta el shana amarillento, sobre
el cual, en aquella época, construíamos puentes. Estos pantanos cu-
EL ÚLTIMO CONFfN DE LA TIERRA
33°
biertos de moho daban a las colinas arboladas la apariencia de islas
en el mar.
En el hueco los acompañantes de Chashkil y mi pequeño grupo
formaron un círculo alrededor de las principales figuras: Chashkil y
Pahchik, que era su consejero, Ahnikin y yo. La cara pintada de
Chashkil mostraba una expresión adusta. Vestía capa de piel, de la
cual se despojó al empezar el torneo, y estaba descalzo. Yo también
estaba descalzo, pero como tributo a la civilización usaba pantalones
y cinturón, 10 que daba cierta ventaja a mi rival, que así tendría
donde agarrarse, mientras que yo no podría hacerlo en su cuerpo
desnudo, resbaladizo a causa de la pintura. Los onas eran tan macizos
que su peso sorprendió a los hombres de ciencia. Chashkil, aunque
no lo aparentaba, pesaba más de noventa kilos, pero yo le llevaba
ventaja, pues andaba cerca de los ciento.
Chashkil comenzó su actuación brindándome la oportunidad de
desistir. Me preguntó si no tenía miedo de luchar contra él. Le con-
testé:
-¿Soy acaso un niño?
Pahchik murmuró algo que no llegué a entender, mas creo que me
comparó con una mujer; luego dijo en voz alta a Chashkil:
-Derríbalo fuertemente y pronto se cansará.
Ahnikin y yo cambiamos una mirada; Chashkil estaba recibiendo
consejos que se ajustaban perfectamente a nuestros planes. No se
perdió tiempo. Chashkil despojóse de su vestimenta y se adelantó ex-
tendiendo su mano izquierda, según la ortodoxia india. Yo se la tomé
con mi derecha, y la lucha comenzó. Ahnikin no había exagerado las
condiciones pugilísticas de Chashkil. Sus embestidas fueron de 10
más salvajes, y aun hoy conservo una de las muchas marcas que sus
fuertes uñas me dejaron. No había duda de que su intención era ter-
minar pronto la lucha. Yo supe defenderme, a costa, sin embargo,
de repetidas caídas. No había "rounds", como es costumbre entre los
hombres civilizados, pero de tiempo en tiempo, nos apartábamos uno
de otro, de mutuo acuerdo, y descansábamos a veces por pocos segun-
dos, otras durante diez o doce minutos. Podíamos quedarnos de pie,
y entonces nuestros ayudantes nos echaban encima nuestras túnicas
pues estaba refrescando sensiblemente, o nos acostábamos en el suelo,
hasta que uno u otro se adelantara para proseguir el torneo. Cual-
quiera de los dos que viera una ventaja en ello podía repetir luego
el desafío y reanudar la lucha.
Seguí el consejo de Ahnikin hasta que caí doce veces o más; mi
adversario pensaría que Pahchik estaba en lo cierto al compararme
EL CAMINO A NAJMISHK
33 1
a una mujer. Cuando advertí que sus fuerzas empezaban a flaquear
tomé la ofensiva y ya no le di tregua. f.l debió haber gastado todas
sus energías para terminar conmigo al principio, porque luego pa_
reció aflojar. Después de un prolongado ataque cerrado en que yo lo
derribé varias veces seguidas el torneo terminó repentinamente. Al
final de uno de los descansos, de pocos segundos, yo le tendí la
mano. Chashkil retrocedió. Pronunciando las palabras: "Mahshink
me ya" (tengo sueño), cogió su túnica y se alejó del lugar seguido
por sus compañeros y sus mujeres.
Era casi medianoche, la luna llena brillaba sobre nuestras cabezas.
Yo me sentía muy dolorido y hambriento. Nos reunirnos a comer al-
rededor del fuego; mientras mis compañeros discutían los detalles del
encuentro, yo escuchaba en silencio tratando de ocultar mi engrei-
miento. A pesar del resultado declaré, sin falsa modestia, que Chash-
kil había sido el mejor de los dos. Además de la diferencia de peso,
cerca de diez kilos, el pobre tipo tuvo otras desventajas. Estuvo mal
aconsejado, se consideraba agraviado y había padecido la vida irre-
gular del cazador. Yo había seguido los excelentes consejos de Ahni·
kin, no tenía ninguna ofensa que vengar y me había adiestrado du-
rante mucho tiempo en un trabajo fuerte y constante.
Nuestros visitantes no se dieron prisa para marcharse; comimos y
conversamos juntos a menudo y estoy seguro de que Chashkil no me
guardó rencor.
Habíamos ajustado nuestras cuentas. Nunca más me desafió a
luchar.
,
CAPITULO XXXV
SE TERMINA EL CAMINO. CONVICTOS ESCAPADOS. KAICHIN, HIJO DE
TALIMEOAT, DEJA ADMIRADO A SU EXCELENCiA EL GOBERNADOR.
ANEKI, EL ZURDO, REALIZA UNA MILAGROSA HAZAÑA. EL INSUPERA-
BLE CONOCIMIENTO QUE TIENEN LOS ONAS DEL BOSQUE. TALIMEOAT
CAZA CORVEJONES. CENO CON ÉL EN LA COLINA DE TlJNOLSH.
TALlMEOAT SUSPIRA.

E L trabajo en el camino a Najmishk continuó en forma acele-


rada hasta que fué terminado. Era posible ahora, durante cinco
meses del año, es decir, desde el principio de diciembre hasta fin de
abril, ir a caballo o arrear tropas de mulas o de ovejas desde Har-
berton hasta la costa atlántica. Will y yo recorrimos el camino con
una tropilla de caballos para probarlo; como en algunos lugares la
marcha resultó penosa para nuestros resistentes potrillas, yo después
corregí los defectos. Con todo, distaba de ser un trayecto fácil y de
ningún modo era un camino llano. Cerca de las montañas por el
lado de Harberton, había que cruzar el río Varela más de cien veces.
En algunos lugares de fuerte correntada, el agua llegaba hasta la
panza del caballo, pero a medida que uno se acercaba a su fuente, el
río Varela se transformaba en un pequeño arroyuelo y el viaje se tor-
naba más fácil. Después de cruzar 1:1. montaña, o más bien dicho, el
alto páramo que llamábamos Spion Kop, el camino llegaba a otro
arroyo, que más adelante se llamó río Valdés. Bste conforme corría
hacia el Norte se ensanchaba cada vez más y debía ser cruzado tan
a menudo como el Varela. Luego el camino se alejaba del río y atra-
vesando el bosque principal de la tierra ona, volvía a aparecer en la
costa del Atlántico, al pie del acantilado llamado Tijnolsh, a nueve
kilómetros al sudeste de la sierra Najmishk; ése era el lugar elegido
para el nuevo establecimiento.
A vuelo de pájaro la distancia entre Harberton y Tijnolsh no era
de más de ochenta kilómetros, pero con los rodeos y las vueltas na-
turales, el camino a caballo se alargaba hasta cerca de ciento sesenta
kilómetros. A pie se acortaba treinta y dos kilómetros, suprimiendo el
rodeo del río Ewan y vadeándolo por lugares imposibles de cruzar a
EL CAMINO A NAJMISHK
333
caballo. Acompañado por onas podía yo salir de Najmishk por la
mañana y llegar a Harberton a la noche del día siguiente, andando a
razón de sesenta kilóm~tros .por día, sin correr ni cansarnos, a pesar
de la carga que todos Invanablemente llevábamos en esos viajes.
Mi hermana Alicia deseaba contemplar el océano Atlántico desde
los acantilados que yo le había descripto, y decidió acompañarme en
uno. de. los primeros viajes. Siem~re había sentido gran simpatía por
los lQdJOs y deseaba conocer la Vida de los onas en su propia tierra.
Ella podía caminar o andar a caballo todo un día sin cansarse y era
capaz, sin mi ayuda, de encontrar un lugar apropiado para dormir en
el bosque y de encender un fuego casi en cualquier circunstancia.
Hicimos con ella un viaje de lujo, según mi parecer, pues llevá-
bamos una pequeña carpa e íbamos a caballo. Mi destino era Río
Grande, donde tenía algunos asuntos que arreglar. Al llegar a Naj-
mishk, Alicia no quiso seguir más lejos conmigo. Una mujer blanca
viniendo del sur a través de los bosques, en una región que se supo-
nía habitada por salvajes, hubiera causado sensación entre los hombres
de la frontera de Río Grande, y Alicia no quería que la consideraran
ni varonil ni heroica.
Un grupo bastante numeroso de familias onas estaban acampadas
cerca de Najmishk; Alicia decidió quedarse con ellas, mientras yo
seguía solo hasta Río Grande. Prefería la compañía de los indios a la
de algunos de los hombres blancos que podría encontrar siguiendo
conmigo. Era en el destacamento de policía de Río Grande del otro
lado del río donde yo debía arreglar el asunto, lo cual implicaba que
yo no podría regresar hasta el día siguiente. Por lo tanto, levanté
nuestra pequeña carpa al lado del campamento ona, dejé a mi herma-
na al cuidado de Te-al, mujer de Ishtohn (Caderas anchas) e hija
del famoso Kautempklh, y proseguí mi viaje.
Cuando llegué a Río Grande y conté a algunos hombres blancos
de allí que Alicia se había quedado con los onas, se horrorizaron; con
seguridad me juzgaron loco. Pero yo no estaba intranquilo por su
seguridad. A pesar de los horribles asesinatos y traiciones que he teni-
do que relatar en estas páginas, los indios onas tenían muy buenas
cualidades. El consejo dado por mi padre, de que tratáramos a las
mujeres onas como nos gustaría que ellos trataran a las nuestras,
nunca fué olvidado por ninguno de nosotros y nunca tuvimos que
arrepentirnos de ello. Al volver a Najmishk al atardecer del día si-
guiente de mi partida, me enteré de que durante mi ausencia ~li?a
había pasado unas horas muy entretenidas e interesantes con los IndIOS
y que Te-al había sido una leal compañera.
334 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

En el lugar de la playa donde nacía nuestro camino, debajo del


acantilado de Tijnolsh, planté un cartel con indicaciones en inglés y en
español, que señalaba la ruta a Harberton, con la intención de ser útil a
posibles viajeros náufragos. No imaginé que los primeros en beneficiar-
se serían unos soldados de a caballo y que desde Río Grande iban no
contra indios onas rebeldes, sino en busca de convictos fugados.
En el año 1883, antes que la bandera nacional fuera izada por mi
padre en Ushuaia, el gobierno argentino había fundado un estable-
cimiento penal en el Puerto Cook, de la isla de los Estados, ese desola-
do conjunto de rocas situado más allá del promontorio sudeste de la
Tierra del Fuego. Para los criminales llegados allí desde las asoleadas
pampas y los pueblos del norte de la Argentina, el cambio de clin1a
había sido tan difícil de soportar que muchos habían sucumbido.
Este deplorable estado de cosas continuó hasta principios del siglo,
cuando el gobierno decidió trasladar a los convictos a Ushuaia, lugar
más habitable de clima moderado, que en aquel entonces tenía una
población civil de alrededor de doscientas almas.
Mientras se realizaba este cambio, el número de guardianes del
penal de la isla de los Estados fué necesariamente disminuído, pues
muchos de ellos debieron encargarse del traslado de los convictos a
Ushuaia. Aprovechando esta oportunidad, los restantes intentaron una
fuga. Atacaron a los guardias matando a algunos de ellos, los despo-
jaron de sus rifles y municiones y escaparon en bote a través del es-
trecho de Lemaire.
Poco tiempo después supimos que dos de estos botes habían arri-
bado a nuestras costas y que unos cuarenta criminales armados y
desesperados se encontraban en el promontorio oriental de la Tierra
del Fuego.
Siendo Harberton el establecimiento permanente más cercano al
lugar donde habían desembarcado, las autoridades nos previnieron de
un posible ataque, así es que nosotros proseguimos nuestro trabajo
con gran recelo. El gobierno envió soldados, que desembarcaron en
Río Grande. La policía les facilitó caballos. Cabalgaron hacia el este
a lo largo de la costa, encontraron mi cartel indicador y se encamina-
ron a Harberton. A juzgar por sus observaciones, "mi camino" no
les había gustado nada.
Tan pronto como el gobernador 1 se enteró de que los fugitivos
1 Don Esteban de Loque. Los gobernadores ejercían sus funciones durante tres años.
Varios se habían sucedido en Ushuaia desde el reinado del capitán Félix Paz. Don
Es~eban de Loque, capitán de la Armada Argentina, estaba casado con una inglesa.
Mas adelante fué nombrado cónsul general en Londres. Su sucesor en Ushuaia fué
Manuel Femández Valdés.
EL CAMINO A NAJMISHK
335
habían desembarcado en la isla principal, vino de Ushuaia a Har-
berton y me confirió, y creo que a Will también, el altisonante título
de Comisario Honorario de Policía. Luego nos pidió o, mejor dicho
nos ordenó, que organizáramos a los onas para que nos ayudaran e¿
la persecución de los criminales. Un grupo de amigos indios andaba
por la cercanía. Les conté qué clase de hombres estaban invadiendo su
país y les pedí que me ayudaran. Me sorprendió que me hicieran
objeciones. El interlocutor fué Tininisk, el influyente curandero, y
sus palabras demuestran qué lejos estaban estos cazadores onas de ser
salvajes. I

-Nosotros no tenemos por qué pelear con extraños --<:ontestó


gravemente-o No han matado a nuestros amigos o parientes y no
nos importa la gente que puedan haber matado en su propia tierra.
Yo les contesté:
-Nadie les pide que los maten, pero a ustedes no les conviene
tener esa gente merodeando por su país, pues muy pronto serán ata-
cados por ellos. Lo único que se les pide es que los busquen y lleven
a los soldados al lugar donde estén acampados.
Tininisk comprendió la razón de ese argumento. Él y sus compa-
ñeros accedieron a prestar su colaboración y casi exclusivamente gracias
a ellos, los prófugos, salvo siete, estuvieron de nuevo cautivos a las
pocas semanas de su fuga. Tres, de aquellos siete, se resistieron y
fueron muertos a balazos; de los otros nunca más se encontró rastro.
Muchos meses después, tres de ellos escaparon nuevamente, esta
vez de la nueva prisión de Ushuaia. La policía los buscó en vano, por
lo que una vez más nuestros onas fueron requeridos. Tininisk, que
hablaba bastante español, hizo con otros dos la pesquisa. Pronto des-
cubrieron a los prófugos, que se habían alejado muchas leguas en
dirección oeste. Sin ser vistos, los indios volvieron a Ushuaia y guiaron
a la policía hasta el lugar. Mientras tanto, los otros habían prose-
guido su camino, pero fueron alcanzados y capturados o muertos a
balazos.
Las autoridades premiaron a los indios por su admirable colabora-
ción, pero, según el parecer de éstos, la recompensa fué exigua. De
manera que cuando más adelante otros peligrosos convictos escaparon
de Ushuaia, los indios estuvieron aun menos dispuestos a ayudar que
la primera vez.
En esa época era gobernador don Manuel Fernández Valdés. Cua~­
do comuniqué a los onas su pedido de un rastreador experto para Ir
a Ushuaia tan pronto como fuera posible, ellos repitieron su argu-
mento anterior: no tenían interés en las luchas de los hombres blancos.
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

Ante la obstinación de Tininisk, Talimeoat y Halimink y los otros,


escudriñé los semblantes de todos p:lfa saber cuál de ellos estaría dis-
puesto a ayudarme. Mi ojo avizor descubrió a Kaichin, hijo de Tali-
meoat, el cazador de pájaros. Era un muchacho despierto, de unos
dieciséis años de edad, y su expresión vivaz me reveló que le gus-
taría llevar a cabo esta aventura. Le dije:
-¿Tú estás de acuerdo en ir, Kaichin?
o me contestó, pero interrogó a su padre con la mirada. Le dije
a Talimeoat:
-Oush ma t ushnain? (¿Es que tú lo desapruebas?) 1
-Down ---contestó-- Kaw chohn ijen, tani telken (no, ya está
haciéndose hombre, no es niño). 2
Ante esta insinuación de que el muchacho podía hacer lo que qui-
siera, llevé a Kaichin a la finca, le di cuanto pudiera necesitar, in-
cluyendo una carta de presentación a Su Excelencia, y lo despaché a
Ushuaia, un largo camino de ochenta kilómetros a través de un terre-
no muy quebradizo.
En mi nota al gobernador le decía que a pesar de ser tan joven
creía ~ Kaicrun sería capaz de cumplir su cometido. Su Excelencia
no estuvo del todo de acuerdo conmigo. Además de la población resi-
dente, había en Ushuaia, en aquel momento, tanto como unos qui-
nientos convictos con sus guardianes y un número considerable de
soldados. Casi todos los penados se ocupaban en cortar leña, bajo
vigilancia, en el bosque de los alrededores y en apilarla en una playa
situada frente al edificio de la prisión; allí se cargaba en el transporte
del gobierno Santa Cruz con destino a los pueblos de la costa. Los
civiles también cortaban madera y arrastraban los troncos hasta la
costa con bueyes uncidos al yugo, que en sus momentos de descanso
pastaban a lo largo de una extensa zona; esto obligaba a sus dueños
a ir de aquí para allá cuando los necesitaban. Como resultado de
todas estas actividades y el continuo ir y venir propio de un pueblo,
los bosques de los alrededores de Ushuaia eran un laberinto de huellas
de todas clases. Entre todas ellas debía encontrar Kaichin el rastro
de los convictos escapados.
Su Excelencia dudaba del éxito y hubiera preferido un rastreador
de más experiencia. Siendo bondadoso por naturaleza, decidió dar a

1 Oush ma t ushnain?
¿Es que tú Jo desapruebas?
2 Dowo
DO
kaw
ya está
chohn
hombre
ijen
haciéndose
I tani
no
telken
niño
EL CAMINO A NAJMISHK

Kaichin una oportunidad para que éste probara su valer. Lo mandó


permitiera llevar a cabo la empresa en la forma que él creyera conve-
niente. Mostraron al muchacho una fotografía del hombre a quien
se buscaba y le dejaron examinar un par de zapatos que el preso había
usado; le proporcionaron, además, datos de su tamaño y estatura.
Por algunos días se vió poco a Kaichin; sólo aparecía en el cuartel
con gran puntualidad para la comida de la noche. Conocía superfi-
cialmente el español y además era tan poco comunicativo cuando se
le indagaba sobre sus actividades, que pronto cundió la voz de que
estaba perdiendo el tiempo mientras gozaba del privilegio de buenas
comidas y cómodo alojamiento. Una noche no apareció en el cuartel,
como solía hacerlo, y no se lo vió más por Ushuaia. Se creyó que
había escapado para unirse a su gente.
Su regreso fué tan furtivo como su partida. Una semana después
el Gobernador lo encontró sentado cerca de su casa, esperando, como
era la costumbre ona, que le dirigieran la palabra. En tono irónico,
Su Excelencia le preguntó por el actual paradero del convicto esca-
pado. En su mal español el indio respondió en forma categórica:
-Este hombre no escapa nada:
Esto fué todo lo que el gobernador pudo sacar de Kaichin. Impa-
cientado, despidió al fin al muchacho, que se alejó caminando, y
luego se volvió repitiendo la misma lacónica frase antes de proseguir
a los cuarteles militares para la cena.
Don Manuel Valdés descartó el asunto de su mente sin dar cré-
dito a las palabras evasivas del muchacho y no tomó ninguna medida.
Esa misma noche tuvo que recordar el conciso mensaje de cinco pala-
bras de Kaichin, cuando, por casualidad, el hombre que se buscaba
fué hallado, escondido detrás de la pila de madera justo frente a la
prisión. Había estado merodeando por allí unas tres semanas; debía
haber almacenado provisiones de antemano o habría sido abastecido
por un cómplice. Sin duda, habría proyectado irse como polizón en
el Santa Cruz cuando éste viniera a recoger la leña.
La temporaria desaparición de Kaichin fué posteriormente expli-
cada. Su búsqueda lo había llevado hasta la granja de los Lawrence
en Punta Remolino, veinticuatro kj1ómetros al este de Ushuaia, y por
el oeste, hasta un aserradero de Lapataia, más o menos a la mis-
ma distancia. ¿Quién sabe cuántos rastros humanos había seguido
Kaichin al dar vueltas alrededor de Ushuaia, ampliando cada vez más
el circuito? ¿Quién sabe cuántos grupos de leñadores y de hom-
bres que salían en busca de bueyes habían s~~o espiados por e~a
sombra silenciosa? A pesar de toda la confuslOn de huellas habia
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

llegado a la conclusión, para su tranquilidad, de que ninguna de


ellas pertenecía al hombre que buscaba.
Acuden a mi mente mudlOs otros ejemplos del prodigioso instinto
de esta gente. Daré sólo dos de ellos, ambos sobre el mismo hombre.
El mago OtrhshoOlh (O jo Blanco), del grupo del cabo San Pablo,
tenía dos hermanos, mucho menores que él. Uno se llamaba Aneki
(Raro o zurdo), el otro Shilchan (Voz suave). Mi dos anécdotas
conciernen a Aneki, el mayor de ellos. Tenía cerca de un metro ochen-
ta de estatura y aunque pesaba más de noventa kilos, su andar, que
yo me complacía en observar, era tan suave y descansado que parecía
más bien un deslizamiento 1.
Un domingo, en Harberton, Aneki y yo atravesamos el puerto a
remo con la intención de terminar con algunos perros semisalvajes
que molestaban al ganado de la península Varela. Desde lo alto de
una pequeña colina, cerca del centro del istmo, conseguí matar a
tres de estos estorbos, pero cuando tiré a un cuarto, que corría cerca
del río a unos doscientos metros de distancia, Aneki refunfuñó:
-Ma tirucush (tú le erró).
Al día siguiente andaba yo por las mismas vecindades con Aneki
y otros onas. Habíamos venido por tierra y nos acercábamos por una
dirección diferente a nuestra ruta del día anterior. El lugar donde
se hallaba el perro cuando yo le disparé estaba muy pisoteado por el
ganado y cubierto en partes por matas de pasto y unos pocos arbustos
de no más de treinta centímetros de altura. Aneki echó una mirada
a la colina donde nosotros habíamos estado, luego se encaminó direc-
tamente a cierto sitio, donde empezó a escarbar la arenisca con un
palo puntiagudo que llevaba. En poco tiempo desenterró lo que bus-
caba. Lo recogió y me lo entregó, diciéndome:
-Mak yahn (tu flecha).
Era la bala deformada que yo había disparado al perro. Anekt
debió ver que se agitaba una ramita o que se levantaban algunas par-
tículas de arena, pero ¿cómo supo el sitio exacto donde encontrarla?
j Eso sobrepasa mi entendimiento!

1 Aneki era, yo creo, ambidextro, pero con seguridad no era raro. Eran muchos
los onas que defraudaban su nombre. Los niños a menudo eran llamados como un
a~tecesor muerto tiempo atrás, o por alguna peculiaridad de su niñez que luego per-
dían en el transcurso de los años. Uno de los del grupo de la fotografía frente a página
161 es Kostelen. El lector puede juzgar si este hombre merecía ser llamado Cara An-
gosta. Para dar dos ejemplos más, Otrhshoolh tenía, cuando yo lo conocí, ojos baso
tante normales, y Akukeyohn, como ha podido verse, ya no tenía miedo de cami·
nar sobre troncos caídos. Shilchan, por otra parte, tenía verdaderamente una voz
suave.
EL CAMINO A NAJMISHK
339
~l segundo cuen.to referente a Aneki data de una época en que
tuvimos muy mal tIempo y las ramas cargadas de nieve dificultaban
el trabajo en el camino. Como escaseaba la carne, decidimos dedicar
un día a la caza. Varios hombres fueron a Harberton por el día,
mientras yo, Aneki y otros dos nos dirigimos al nordeste en busca de
guanacos. Pronto empezó a nevar pesadamente. Después de haber
caminado un kilómetro y medio encontramos una huella de guanaco
que cruzaba en ángulo recto nuestro sendero. Era todavía fácil de
seguir, a pesar de que la nieve la iba borrando rápidamente, pero
como el guanaco iba al parecer corriendo, tuvimos que seguirle el
rastro durante dos kilómetros antes de alcanzarlo en un lugar donde
se había detenido para comer; allí pude finalmente dispararle un tiro.
Una vez repartida la carga de carne entre todos, regresamos por
el mismo camino, tomando yo la delantera. No soplaba ni el más
leve viento y nevaba tan copiosamente que aunque hubiésemos estado
en campo abierto, la visibilidad no hubiera alcanzado más de cin-
cuenta metros. En el bosque íbamos casi a ciegas. Mis compañeros
no conocían esa región, poco frecuentada a causa de los espesos ma-
torrales de hayas perennes, por el guanaco, objeto principal de
sus correrías. Después de haber andado una corta distancia, Aneki
preguntó:
-¿Por qué no vamos derecho a casa?
Rápidamente acepté su insinuación.
-Es mejor que tú tomes la delantera -le dije, y humildemente me
coloqué detrás. Sin la menor hesitación, Aneki nos llevó tan directa-
mente como lo permitían los matorrales a nuestro pequeño campa-
mento desierto. Tan cubierto estaba por la nieve que casi tropecé
contra mi refugio antes de advertir que habíamos llegado. Aneki nos
había guiado como si durante todo el tiempo hubiera estado viendo
la meta.
Entre los hombres blancos, aun entre aquellos que se pasaban la
vida en el campo y el bosque, se me consideraba como un baquiano
de primer orden, pero en comparación con un ona, aun el menos
diestro, yo era un simple principiante. He acechado venados en el
chaco paraguayo en compañía de los aborígenes de est: región; con
un guía mashona he cazado ciervos en terrenos montanosos del Sur
de Rhodesia, pero nunca he visto nada semejante a los rastreadores
onas de los bosques fueguinos.
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

Talimeoat, padre de Kaichin, aunque encorvado y arrugado, no


era un hombre viejo. Su simpática expresión me resultaba atrayente.
Sn fama de cazador de corvejones del cabo de Santa Inés (Shilan)
se extendía por toda la tierra de los onas. Cuando niño, él y su padre
solían arrastrarse sobre el arrecife sumamente estrecho del acantilado
principal de Shilan, cuya pirámide de piedra arenisca, tan escarpada
como un campanario de iglesia, era llamada Tukmai. Pero ya en la
época en que murió el viejo indio la erosión había desgastado el
arrecife y se había vuelto tan estrecho que nadie, ni siquier-a Ta-
limeoat, se arriesgaba por su borde cortante como cuchillo. Ahora
los corvejones anidaban allí en paz.
Pero a lo largo de Shilan y sobre Tukmai había todavía un sinnú-
mero de agujeros o arrecifes donde los pájaros marinos encontraban
descanso.
A la luz del día Talimeoat realizaba la exploración preliminar de
agujeros o arrecifes. Descendía atado por la cintura con una fuerte
correa de cuero de foca que sostenían sus fieles amigos desde el extre-
mo superior del acantilado. Estudiaba el terreno lo bastante como
para poder luego operar en la oscuridad; esperaba la noche sombría y
lluviosa, en que los pájaros estuvieran durmiendo profundamente
con la cabeza escondida bajo el ala, y se hacía descender nuevamente
por el costado del acantilado. El descenso era peligroso pues debido
a la lluvia y a los excrementos de las aves, la roca era muy resbala-
diza. Deslizándose cautelosamente, pues el menor ruido provocaría
alarma, asía firmemente con ambas manos los pájaros que encontraba
dormidos y al estilo yagán les mordía la cabeza o el cogote hasta que
morían.
Pocas veces volvía Talimeoat con las manos vacías de estas excur-
siones. Los árboles que rodeaban su campamento se veían a menudo
ornamentados con numerosos cuervos marinos, desplumados, chamus-
cados y listos para cocinar. Los cazadores menos avezados que lo vi-
sitaban en otoño o en invierno, siempre estaban seguros de que el
famoso Talimeoat les regalaría un lindo pájaro gordo.
Había un procedimiento menos arriesgado que el de Talimeoat
para cazar corvejones. Con marea alta el mar llega cerca de los
acantilados, pero con la baja se retira a un kilómetro y medio o más
de ellos. Eligiendo para el caso una noche oscura y húmeda con
EL CAMINO A NAJMISHK
34 1
marea baja, los indios, armados de palos y provistos de antorchas y
montones de arbustos inflamables, se dispersaban en silencio por la
playa. Arriba, en lo alto del acantilado, se ubicaban los ancianos
y los niños también con antorchas y leña.
Cuando cada uno estaba en su puesto, con las antorchas, se en-
cendían los fuegos simultáneamente, y todo el grupo prorrumpía en
una gritería. Los cuervos marinos súbitamente despertados y asustados
por el estruendo, escapaban de sus guaridas y creyendo que la marea
estaba todavía alta, o demasiado aterrorizados para reponerse caían
precipitadamente sobre la playa. Usando sus mantos como escudos,
pues estos pesados pájaros pueden dar tremendos golpes, los indios
se abalanzaban sobre las desprevenidas víctimas con sus cachiporras,
y a veces mataban tantos que debían hacer varios viajes a la playa
para poder llevárselos todos al campamento.
Para cazar patos en lagos poco profundos se usaba un método
muy parecido. Los cazadores, amén de tiznarse ellos, tiznaban tam-
bién sus antorchas con carbón de leña. Sigilosamente se aproximaban
al lago y se metían en el agua con las antorchas ardiendo; los patos,
sorprendidos y encandilados, se agolpaban alrededor de las luces sin
intentar escaparse. Se los cogía uno a uno y se los sumergía en el
agua hasta ahogarlos, o apretados entre las rodillas se les retorcía
el pescuezo. Pronto numerosos patos muertos flotaban en el lago y
los cazadores volvían de su correría con una buena carga.
No mucho tiempo después de que el hijo de Talimeoat descubriera
al prófugo de Ushuaia, visité el cabo Santa Inés, donde Talimeoat
y los suyos estaban acampados con otras cuatro familias, incluyendo
la de Tininisk y Halimink, en lo alto de la colina de Tijnolsh. A la
distancia, hacia el noroeste, se veía la costa atlántica con sus líneas
de rompientes que se extienden legua tras legua hasta lo infinito,
hacia el sur las colinas boscosas, y en el lejano horizonte las nevadas
cadenas de montañas. Por el constante temor de ataques sorpresivos,
los onas preferían una buena vista de los alrededores a la protección
que ofrecían lugares más reparados. Se sentían más seguros en el
bosque achaparrado de una colina batida por los vientos que en el
resguardado y abrigado valle. Otra razón de su preferencia por los
lugares altos era el agua. Siempre que les era posible acampaban
cerca de un manantial, cuya agua era mucho más de su gusto que
la de las corrientes lentas que serpenteaban entre los valles de la
tierra ona. Guardaban su reserva de agua en bolsas de cuero que
colgaban en las ramas de los árboles cercanos al campamento.
El cobertizo de Talimeoat fué el primero que encontré cuando
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

llegué a lo alto de la colina Tijnolsh. Dentro estaban él y Kaichin.


Al verme, pidió a su hijo le alcanzara un manto, que dobló y coloc6
junto al fuego, para que no incomodara el humo. Luego, señalando
el manto, me dijo:
-Wahwurh pay naaiyim (Venga, siéntese aquí).
Acepté de buen grado la invitación, pues vi colgado de las ramas
cercanas no menos de treinta grandes y aceitosos pájaros marinos,
abiertos, algunos desplumados, otros sólo chamuscados, casi negros.
Los cobertizos vecinos de Tininisk y Halimink también estaban ador-
nados con corvejones.
Talimeoat llamó a su mujer y le ordenó que preparase un pájaro
para mí. Al tomar ella uno, le dijo:
-No, ése no, está flaco.
Una segunda elección fué objetada:
-Ese pájaro es viejo.
Con evidente ostentación discutió con su mujer acerca de las con-
diciones de las aves hasta que al final se decidieron por una, que
en su opinión era la mejor. Talimeoat, anfitrión perfecto, también
vigiló su preparación. Asado al horno o hervido en una olla, por su
gusto y olor, el corvejón se asemeja demasiado al pescado para ser
apetitoso, pero bien tostadito sobre las brasas, tiene un sabor tan
delicioso, que sólo al recordarlo se me hace agua la boca.
Los fueguinos tenían un método especial para asar pájaros, que
fué el que usó la mujer de Talimeoat. Bajo la vigilante dirección
de su marido, estiró el gran pájaro entre unas estacas, como el barri-
lete de un niño, y así lo colocó sobre el fuego. Talimeoat y yo con-
versábamos mientras se asaba. Pronto se acercaron Tininisk, Halimink
y otros amigos, que querían enterarse de las noticias que yo traía.
Entre otras cosas mencioné la hazaña de Kaichin en Ushuaia y lo
alabé calurosamente. El ona no se vanagloria, y Kaichin, al reunirse
de nuevo con su gente no les había relatado nada. Talimeoat me oyó
en silencio, sin hacer ningún comentario, pero comprendí que se
sentía halagado; al cabo de un rato Tininisk me dijo:
-Es mejor que usted duerma en nuestro cobertizo, aquí hay de-
masiados niños.
Su empleo de la palabra "nuestro" en lugar de "mi" era una
forma amable de indicarme que su casa era también la mía.
Cuando el corvejón estuvo debidamente asado, la esposa de Tali-
meoat se ocupó en trincharlo. Usó su cuchillo hecho con un trozo
de aro de un barril, utensilio común entre los indios en esos días en
que dependían para sus abastecimientos de metal de los restos de
EL CAMINO A NAJMISHK
343
mercancías que el mar arrojaba a la playa. El pájaro había sido pre-
viamente descoyuntado antes de ser extendido en el asador, pero
aun así, para dividirlo en forma adecuada, sin disponer de mesa ni
de fuente había que recurrir a difíciles artimañas y valerse de los
dientes y los dedos de los pies. Para que las dos manos le quedaran
libres, sujetaba una de las patas entre sus dientes y la cabeza entre
el primero y el segundo dedo del pie. Para pájaros más grandes se
usaban los dos dedos grandes de ambos pies.
Al lado de la mujer había un gran montón de ramas verdes, donde
iba apilando las presas a medida que hábilmente las separaba. Al
terminar el trabajo, lo único que quedaba era el descarnado cogote y
el espinazo y ni siquiera esto fué desperdiciado.
Terminada esta operación, se distribuía la carne. A los recién lle-
gados se les servía primero porque se suponía que debían tener más
apetito. Si los visitantes ya habían comido, cosa poco frecuente, lo
hacían saber apenas empezaban los preparativos de la comida:
-Karrhhaiyin shoon me yikua (Hambre no tenemos nosotros) 1.
Los onas no eran glotones, tenían buen apetito, como es natural en
aquellos que pasan mucho tiempo sin comer, pero nunca se hartaban
por gula. En todos los años que pasé con ellos sólo conocí a uno a
quien hubiese podido llamarse glotón. Era el anciano Hechoh, cono-
cido como Shaipoot o Hahhen (el anciano <le Shaipoot).
Una frase ona que se oía frecuentemente después de comer era:
-Omilh me ya (Estoy satisfecho yo).
La palabra omilh es un término que se aplica únicamente en lo
relativo al alimento. La noche que yo comí corvejón en el campa-
mento de Talimeoat en lo alto de la colina Tijnolsh podía yo verda-
deramente contarme entre aquellos que decían con toda sinceridad
cuando ya no quedaban más que los huesos:
-Omilh me ya.

3
Talimeoat era un indio que se hacía querer, y yo pasaba mudlas
horas con él. Una serena noche de otoño, poco antes que mis nego-
cios me llevaran a Buenos Aires, caminábamos cerca del lago Kami.
Estábamos justo sobre el nivel más alto de los árboles, y antes de
descender al valle descansamos sobre una loma verde. El aire estaba

1 Karrhhaiyin es una palabra compuesta: Karrh significa sustancia, e~ este caso


comida; haiyin significa querer, desear, amar, anhelar, pero no en el sentIdo sexual.
Ver nota página 298.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
344
fresco, pues los días ya se acortaban, y con atmósfera tan clara y
serena era evidente que caería una fuerte helada antes del amanecer.
Algunas nubes como irisadas de plumas plateadas rompían la mono-
tonía del cielo verde pálido, y el bosque de hayas que cubría las
escarpadas orillas del lago hasta el borde mismo del agua no había
perdido aún su brillante colorido de otoño. La luz crepuscular daba
a las lejanas cadenas de montañas un tinte purpúreo imposible de
describir o pintar.
Talimeoat y yo contemplamos largo rato y en silencio los sesenta
y cinco kilómetros de colinas cubiertas de bosques que se extendían a
lo largo del lago Kami, envueltos en los tintes del magnífico cre-
púsculo. Yo sabía que él buscaba en la distancia cualquier señal de
humo de los campamentos de amigos o enemigos. Luego se sentó
a mi lado y olvidó su vigilancia y hasta mi propia presencia. Yo, al
sentir el frío de la tarde, estaba a punto de proponerle que nos pu-
siéramos en mardla, cuando exhaló un profundo suspiro y dijo para
sí, en voz queda, y con el acento que sólo un ona puede dar a sus
expresiones:
-Yak haruin! (¡Mi tierra!)
El suspiro que precedió a estas suaves palabras, tan poco usuales
en un ona, ¿lo motivaba acaso la visión de un futuro, no muy lejano,
en que el cazador indio ya no recorrería la soledad de los bosques,
la leve columna de fuego de sus campamentos había sido reemplazada
por la chimenea de los aserraderos, y las potentes máquinas y las
ruidosas sirenas alterarían para siempre el secular silencio?
Si tales eran sus pensamientos, yo simpatizaba enteramente con él;
impotente para detener la invasión inevitable de la civilización, decidí
hacer todo lo que estuviera a mi alcance para suavizar el golpe. Me
iba a Buenos Aires, pero volvería, no a Ushuaia o a Harberton, o
a Cambaceres, sino a Na jminshk, en el corazón de la tierra ona,
donde podía ayudar a los dueños primitivos de la tierra, a quienes
yo podía llamar con orgullo amigos.
#

CAPITULO XXXVI
DESPARD TRAE SU NOVIA A HARBERTON. MARiA SE VA A VIVIR AL
CHACO PARAGUAYO. VISITO A BUENOS AIRES Y ME ASUSTA EL TRÁN-
SITO. MI ABOGADO ARGENTINO SE CREE OBLIGADO A BUSCARME UNA
COMPAÑERA. MUY SATISFECHO, REGRESO A TIERRA DEL FUEGO PARA
CONTINUAR MI VIDA AL LADO DE LOS INDIOS ONAS.

D ESDE la edad de once años, en que había acompañado a mi


padre en su viaje de exploración a las islas occidentales, tierra
de los a1aca1ufes, yo no había abandonado la Tierra del Fuego. Mis
contactos con la civilización se limitaban a Ushuaia y Río Grande.
Lo mismo le acontecía a mi hermano Will. Despard, en cambio,
había estado varias veces en Buenos Aires y realizado un segundo
viaje a Inglaterra con mi padre. Como se recordará, fué en una de
esas visitas a Buenos Aires que se comprometió en matrimonio con
Cristina Reynolds.
Algunos meses después volvió a Buenos Aires. No había correo
regular en esos días y los barcos sólo se detenían en las raras ocasiones
en que debían cargar nuestros productos o comprarnos carne; por 10
común, lo veíamos pasar de largo cerca de la costa de la isla Nava-
cino. De modo que no teníamos idea de cómo 10 pasaba nuestro via-
jero, ni de cuándo regresaría.
Un día en que Will se encontraba en Punta Remolino de visita en
casa de Minnie Lawrence y yo había estado trabajando con una do-
cena de onas en los bosques cercanos a Harberton desde la madrugada
hasta el oscurecer, al volver a casa y entrar en la cocina con la inten-
ción de quitarme los mocasines y lavarme un poco, antes, de ponerme
ropa limpia y seca, vi que la puerta que daba directamente de la
cocina a la sala estaba abierta, y oí voces provenientes del otro cuarto.
Una era la voz familiar de Despard, otra, femenina, me era desco-
nocida. Comprendiendo que mi aspecto tosco y salvaje no podía ser
agradable a los ojos de una dama, quise escapar a mi cuarto sin ser
visto. Demasiado tarde: Despard me vió, se me acercó, y me arrastró
a la sala para presentarme a su esposa. No sé si le chocaría mi as-
pecto, en todo caso supo disimularlo. Vino a mí, sin vacilar y supo
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

actuar como lo exigían las circunstancias. Desde ese momento fuí su


más rendido esclavo.
Mientras yo estaba trabajando en el bosque con mi cuadrilla de
peones, un barco había entrado al puerto y después de dejar a Des-
pard y su novia, había proseguido su ruta sin que nosotros advir-
tiéramos nada.
Despard y Cristina se instalaron en Harberton. Poco tiempo des-
pués Will también se casó y trajo a su esposa a vivir a la casa grande.
Yo había prevenido a mis hermanos el día que se suscitó la cues-
tión del establecimiento en la tierra de los onas, que las comodidades
de Harberton resultarían estrechas para nuestra creciente familia en
un futuro cercano.
Ya he relatado cómo mi hermana María conoció a Wilfredo Grubb
en la isla de Keppel, se comprometieron y luego él se fué a vivir al
Chaco Paraguayo, que bien podíamos llamar el último rincón de la
tierra, donde trabajó como voluntario entre una tribu de indios. Du-
rante diez años los novios mantuvieron correspondencia, tan regu-
larmente como lo permitía nuestro intermitente correo. Durante esos
largos años mi hermana vió poco a su novio nómada. Ella se quedó
unos cuantos años con nosotros en Harberton y después vivió algún
tiempo en Inglaterra. Al volver de ese país se casó con Wilfredo en
Buenos Aires, quince días antes del casamiento de Despard y Cristina.
María y Wilfredo volvieron juntos al Chaco, ese extenso territorio
de bosques, lagos y pantanos limitado por los ríos Pilcomayo y su
tributario el Paraguay, y se instalaron en una región anegadiza, de
clima detestable. Allí, lejos de los suyos, rodeados de tribus salvajes,
debían vivir los mejores años de su vida.
Wilfredo Grubb era un gran hombre. La mayor parte de su vida
está relatada en cuatro libros], pero sus mejores episodios nunca
verán la luz. Cuando yo lo visité años después, me los contó (la
mayoría iban en contra de su prestigio), mientras descansábamos
junto a una fogata en su campamento, prefiriendo aguantar la moles-
tia del humo antes que los mosquitos. De tiempo en tiempo, un
indio pintado y adornado con plumas le retiraba la pipa que él
mismo había hecho, la cargaba de nuevo y se la devolvía.
Debo limitarme a hacer conocer aquí sólo dos de las experiencias

1 "Un pueblo desconocido en una tierra desconocida", por Barbrooke Grubb.


"Una iglesia en la selva", por Barbrooke Grubb.
"Barbrooke Grubb, buscador de senderos", por Norman J. Davidson.
"Barbrooke Grubb en el Paraguay", por C. T. Bedford.
Obras publicadas por los señores Seeley, Servicio y Compañía Ud.
EL CAMINO A NAJMISHK 347

de Wilfredo. La primera ocurrió cuando estaba lejos de su casa


acompañado por un indio llamado Poet (Ranita). Wilfredo caminab~
delante de su compañero, cuando un golpe repentino, como un terri-
ble latigazo, lo alcanzó en las costillas. Poet le había disparado con
una flecha desde atrás. El delincuente echó a correr gritando aterro-
rizado, pues, entre esa gente, existía la creencia de que si el espíritu
del asesinado penetraba en el cuerpo del asesino, los dos espíritus
juntos en un mismo cuerpo lo volverían loco. Fué esta superstición
indudablemente la que le salvó la vida a Wilfredo, pues Poet no
esperó hasta ultimarlo. La flecha no estaba envenenada, pero había
sido especialmente preparada; llevaba en la punta una hoja de cu-
chillo de veinticinco centímetros afilada por ambos lados. Wilfredo
consiguió arrancársela. Quedó tirado allí hasta el día siguiente en
que un indio lo encontró y lo cuidó durante dos días; después, dos
compañeros de la misión se lo llevaron. Luego de un sinnúmero de
sinsabores, fué internado en el Hospital Británico de Buenos Aires,
donde le extrajeron coágulos de sangre de los pulmones. No permi-
tió que lo anestesiaran.
Poet hizo correr la voz de que Wilfredo había sido muerto por
un jaguar. Cuando se supo la verdad, alegó que se había visto obli-
gado a matar a Wilfredo a causa de un sueño que había tenido. Sus
compañeros convocaron una gran reunión en la que decidieron que
Poet debía morir. Cada uno de los jefes de tres tribus distintas enco-
mendó a uno de sus hombres jóvenes que lo ultimaran a puñaladas.
Así fué hecho.
La segunda aventura ocurrió allende la frontera boliviana, a orillas
del río Pilcomayo y a cierta distancia hacia el norte del lugar donde
se juntan Bolivia, Argentina y Paraguay. Wilfredo, con algunos com-
pañeros de la tribu Lengua, del Chaco paraguayo, exploraba una
zona desconocida de esa región, cuando encontraron una flecha atada
a una rama. La flecha apuntaba hacia ellos yeso advertía que habían
sido vistos y no serían bienvenidos. Sus compañeros rehusaron seguir
adelante, y Wilfredo siguió solo. No tardó en comprobar que era
espiado y de pronto se encontró rodeado por una tribu extraña cuyo
idioma no podía entender. Comprendió que s~ .vida corrí~ peligro.
Sabía que tanto las religiones como las superstICIones se dlfu?de~ a
pesar de los límites de los idiomas. Afortunadamente ya ~abl~ SI?O
admitido en los secretos de la logia Lengua, y como sabia dibUjar
y era buen parodista, tomó un palito y trazó cuidadosamente. e~ el
suelo la figura de un enorme escarabajo sobre el cual se acuclillo al
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

estilo Lengua, y haciendo ciertos movimientos con las manos y el


cuerpo comenzó a entonar un salmo.
La artimaña surtió efecto. Había allí un hechicero que conocía los
ritos místicos de la logia. Pronto llamaron a una mujer de la tribu
Lengua, que ellos habían robado, o estab~ allí. extraviada, ~uien actuó
como intérprete. Wilfredo, acerca de qUien ¡nformaron diversos pe-
riódicos que había sido muerto por los indios, quedó varios meses
con el10s y en la época de la zafra los acompañó a las grandes planta-
ciones de azúcar de los hermanos Leach en Jujuy; más adelante con-
siguió que se establecier:l una filial de la Misión en ese lugar.
Wilfredo fundó en el Paraguay una compañía llamada "Asocia-
ción Chaqueña de los Indios". Las acciones pertenecían exclusiva-
mente a indios del Chaco. Negociaban en ganado y en cueros; el
activo fué avaluado por un experto en 52.000 libras esterlinas. El Pa-
raguay es un país católico, Wilfredo pertenecía a la Low ChUfCh.
A pesar de eso fué llamado a Asunción, la capit:ll, donde le confi-
rieron el grado de Coronel Honorario y le impusieron el título de
"Protector de los Indios".
María se fué a Edimburgo poco antes del nacimiento de su hija
Berta. Cuando la niña cumplió unos pocos meses, ambas volvieron
al lado de Wilfredo en el Chaco paraguayo, donde los visité yo
poco después. Más adelante me encontré nuevamente con Wilfredo.
Estimulado por los hermanos Leach, había decidido establecer otra
filial de la Misión cerca del lugar donde vivían en San Pedro, Jujuy.

En 1902, un año después de los casamientos de María y de Des-


pard, fuí a Buenos Aires. Tenía yo entonces veintiocho años. El mo-
tivo del viaje era el de asegurar los títulos de la concesión de Har-
berton, que seguían a nombre de mi padre. Me acompañaron mi ma-
dre, Berta y Alicia. Viajamos en el transporte del Gobierno Santa
Cruz, al mando de nuestro viejo y fiel amigo el capitán Mascare1o.
El viaje duró treinta y un días. Cuando desembarcamos, me asustó
la enorme cantidad de gente que había en la capital; todos parecían
atareados y empeñados en estorbarse mutuamente. Durante años había
evitado visitar aun el pequeño poblado de Ushuaia. Me había criado
tan selvático y receloso de los blancos corno el cauteloso Te-i1h de
Najmishk. En ocasiones, al regresar a Harberton por unos días de des-
canso después de trabajar durante semanas en los bosques o en Cam-
EL CAMINO A NAJMISHK
349
baceres y divisar desde una colina un barco anclado en el puerto
prefería volverme al lugar de trabajo antes que encontrarme con
extraños. Usando una expresión moderada diré que Buenos Aires no
me gustó nada.
El profesor Reynolds y su señora, suegros de Despard, y su hijo el
doctor Roberto Reynolds fueron a recibirnos al puerto. Para trasla-
darnos a su casa tomamos un coche; fué indudablemente una de las
andanzas más peligrosas de mi vida. Estaba acostumbrado a montar
potros y había hecho en bote más de una travesía con tiempo tormen-
toso; sin embargo, nunca me sentí más perturbado que cuando me
vi arrastrado en medio de un verdadero torbellino de tránsito, en un
coche manejado por un extraño que no me inspiraba ninguna con·
fianza.
Cuando llegamos a destino, Bobby Reynolds, que había advertido
mi pánico, observó:
-No acabo de comprenderlo, es usted un manojo de nervios; por
lo que había oído de su vida en el Sur lo imaginaba más sereno.
Me sentí muy disminuído al contestarle:
-Es la primera vez que viajo en coche desde que tenía seis años.
El asunto que nos traía a Buenos Aires marchaba muy lentamente
y a veces se paralizaba completamente. La principal dificultad con-
sistía en que los hijos de Tomás y María Bridges no teníamos cómo
probar nuestra identidad. Mi padre había escrito nuestros nombres en
la Biblia familiar, pero esto no era aceptado por las autoridades como
prueba suficiente.
Por fin acudí a un abogado argentino animado por la mejor buena
voluntad en favor nuestro. Su primer paso fué buscar entre nuestras
viejas relaciones de Ushuaia alguien que ahora residiera en Buenos
Aires. Mientras esperábamos el resultado de las averiguaciones, este
amigo, tan leal y verdadero, hizo lo indecible por serme útil, no sólo
en asuntos legales, sino también en lo referente a vida social.
Se preocupó muchísimo por mi felicidad durante mi estada en la
capital, mostrándome fotografías de bellas muchachas conocidas suyas.
Consultó mi gusto, ¿quería una muchacha alta o baja, rubia o mo-
rena? Estoy seguro de que las desgraciadas esposas de Barba Azul
no han de haber sido de tipo más variado que la colección de damas
que puso a mi disposición para elegir. Me ofreció también tarjetas
de invitación enviadas a su oficina por personas bien intencionadas,
quienes podían mostrarme la ciudad y enseñarme a "vivir". Este
empeño obedecía a su gran bondad. Cuando yo decliné muy agra-
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
35°
decido sus repetidas ofertas, sin duda pensó que yo era un deficiente
físico o mental.
A pesar de nuestros distintos puntos de vista, o tal vez por eso
mismo, yo cobré por este amigo tan íntegro un verdadero afecto, y
aunque él tomaba a broma mis ideas puritanas estoy seguro de que
también me quería. Opinaba que una vida de abstinencia, en plena
juventud, era equivocada. Es interesante consignar que algunos años
después me aseguró que había cambiado de opinión al respecto.
La cofradía de mujeres livianas también estaba empeñada en que
yo lo pasara bien. No tuve ningún mérito al sustraerme a sus redes,
pues sus avances me resultaban en alto grado repelentes. La mujer
de Putifar tuvo más éxito con José que la más encantadora de esas
mujeres conmigo. Hasta los espantosos maniquíes de cera de labios
pintados y ojos fijos que había en los escaparates me obligaban a
apartar la vista y apretar el paso; i sus vidriosas miradas me resultaban
tan poco naturales y a la vez tan humanas! Otros tipos de diversiones
más respetables me produjeron distinta impresión. Conservo viva-
mente e! recuerdo de un baile al que fuí invitado por unos amigos.
Me quedé entre los espectadores para ver bailar a las parejas. Nunca
en mi vida había visto hombres y mujeres en traje de fiesta, y aunque
e! baile pretendía ser de niños, muchas de esas criaturas eran ya cre-
ciditas. Las jóvenes de expresión radiante ataviadas con ropas de
bríTlantes coloridos, algunas bastante ligeras, me parecieron muy her-
mosas. Ellas, la música y las luces, me deslumbraron a la vez que
me entristecieron. Me di cuenta por primera vez de toda la belleza
y alegría que había perdido, de los placeres de la juventud que ya
no tendría a mi alcance. Comprendí que durante toda mi vida sería
yo distinto a los otros hombres, incapaz de entregarme por com-
pleto a una reunión tan alegre como la que me era dado contemplar.
Sin embargo ... , olvidando la civilización y recordando los bosques
nevados y las cumbres azotadas por los vientos de mi tierra natal,
podía repetir las palabras que Adam Lindsay Gordon pone en boca
de! arriero moribundo:
-Viviría la misma vida si tuviera que volver a vivir.
Las laboriosas investigaciones de nuestro abogado dieron fruto. No
tardó en descubrir que algunos de nuestros viejos amigos ocupaban
ahora importantes cargos en Buenos Aires. Uno de ellos, el señor
Virasoro y Calvo, había sido el primer subprefecto de Ushuaia y era
ahora gerente de una importante entidad bancaria. Otro era un ca-
ballero que como oficial naval había formado parte de aquella me-
morable expedición de 1884, cuando el Gobierno Argentino tomó
I'1L CAMINO A NAJMISHK 35 1
por primera vez conocimiento de la tierra más austral de su territorio.
Era nada menos que el ministro de Marina.
Ellos declararon conocer a la familia y que los seis hijos eran legí-
timos herederos de sus padres. A partir de ese momento el asunto
comenzó a moverse con eficacia y muy pronto estuvo suficientemente
adelantado como para permitirnos a mi madre, a mis hermanas y a mí
volver a la Tierra del Fuego.
Me sentí feliz al alejarme del torbellino y la agitación de la ciudad,
de poder llenar mis pulmones con el aire puro y frío del estrecho de
Magallanes y ver de nuevo las nevadas cimas que conocía tan bien.
El sueño de mi infancia se estaba por realizar. Iba a vivir en la tierra
de los onas, entre mis amigos indios. Muy pronto podría decir con
Talimeoat, Halimink, Puppup, Kankoat, Yoknolpe, Taiipelbt y todos
los demás, aquellas palabras del cazador de cuervos marinos de Tuk-
mai, al mirar la puesta del sol sobre el lago Kami:
-jYak haruin!
IV
UNA CHOZA EN
LA TIERRA DE LOS ONAS
1902 - 1907
,
CAPITULO XXXVII
COMIENZO UNA ESTANCIA EN NAJMISHK. LA LLAMO VIAMONTE.
UTILIZAMOS EL SENDERO PARA TRANSPORTAR HERRAMIENTAS Y PRO-
VISIONES. CONSTRUIMOS UNA CHOZA Y CERCAMOS LA TIERRA. NO
TOMO EN CUENTA EL CONSEJO DE MCINCH. AHNIKIN y YO QUE-
DAMOS SITIADOS POR UNA TORMENTA DE NIEVE Y PASAMOS LA NO-
CHE EN VELA.

Despard que empezar una finca sobre la cadena mon-


O PINABA
tañosa de la costa era un negocio costoso y arriesgado, y esa
opinión la había expresado en los términos más enérgicos. Basaba
sus argumentos en tres razones principales: la dificultad de acceso,
la inclinación de los onas hacia el asesinato y la traición, y por último
la oposición que nos harían los poderosos criadores de ovejas del
norte. La primera objeción estaba en gran parte derogada por la
construcción del camino que unía Harberton a Najmishk; la segunda
tenía en cuenta un riesgo que yo había estado corriendo desde hacía
algún tiempo y que estaba dispuesto a seguir corriendo; la tercera
se basaba en un peligro de distinta naturaleza.
Ni mis hermanos ni yo dudábamos de que los grandes y poderosos
terratenientes del norte verían con desagrado nuestra intrusión del
otro lado de las montañas. Estábamos seguros de que habiendo ocu-
pado nosotros los mejores campos para criar ovejas cerca del puerto,
ellos u otros como ellos, no tardarían en intentar anexarse nuevas
tierras. Imposible era que tierra tan fértil como la de los alrededores
de Najmishk escapara a su observación. Se creía en esa época que la
región era inadecuada para las ovejas, pero no podía negarse su apti-
tud para el ganado vacuno y caballar. Yo persistía en mi lema "quien
nada arriesga, nada gana"; y alentado por el recuerdo de mi padre,
que, pese a su enfermedad y a su edad avanzada, tomó la heroica
determinación de dejar a Ushuaia y trasladarse a Harberton, seguí
adelante. No puedo comparar mi vida con la de mi padre; él cruzó
el inmenso océano para llevar a cabo la obra del Maestro; sin em-
bargo existía cierta similitud entre su empresa y la mía, aunque sólo
fuera la que puede haber entre el monte :flverest y un hormiguero.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

Cuando él fué por primera vez a Ushuaia se radicó donde ningún


hombre blanco había vivido todavía. Al dejar el lugar, las pocas casu-
chas se habían transformado en un pueblo floreciente y un centro
gubernamental se había establecido. Durante los años que la familia
había vivido en Harberton, también el establecimiento había crecido,
y aunque no llegaba a ser un pueblo, se bastaba, sin embargo, a sí
mismo y podía jactarse de tener suficientes casas de hombres blancos,
además de la nuestra, como para merecer el título de poblado.
Me hacía falta alguien que se hiciese cargo de Najmishk cuando
yo me ausentara a Harberton o a otros sitios. Las rivalidades de los
onas en esa época me impedían dejar un indio desarmado al cuidado
de los utensilios de trabajo y las provisiones; con toda seguridad
algún enemigo lo atacaría y terminaría con él. Después de mi infor-
tunada experiencia con Halimink y Ahnikin, no me atrevía a confiar
más rifles a los indios, por temor a que los usaran para luchar entre
ellos. Aun cuando los torneos de luchas en Harberton hubiesen sua-
vizado las seculares disputas entre los indios del norte y los de las
montañas del sur, subsistía la amenaza de sangrientas represalias.
Además, sabía por experiencia propia que era imposible dar auto-
ridad a un ona sobre otro. Estaban habituados a un género de vida
comunista. Cada uno hacía lo que quería; quién más, quién menos,
todos se hacían el gusto. Cuando surgía una diferencia de opinión
entre dos hombres, uno de ellos mataba al otro en seguida, y se
trasladaba con su familia y quizás algunos simpatizantes, a cazar a
otro distrito.
Busqué en los alrededores algún ayudante blanco y me decidí por
Dan Prewitt. Era el único de los diez jóvenes que mi padre había traído
en el Phantom en 1837 que había quedado con nosotros en Harberton.
Era muy buen tipo, bajo, fornido, seguro, y se había hecho querer
por los indios. Reunía exactamente las dotes del hombre que yo ne-
cesitaba en Najmishk para trabajar en armonía con mis amigos los
onas, tan bien dispuestos como él a ayudarme en mi nueva empresa.

Una vez que tuvimos el camino listo para el tránsito, necesitamos


caballos. Un buen caballo de montar de nuestra estancia de Harberton
valía, término medio, cien pesos moneda argentina, precio exorbitan-
te que equivalía entonces a ocho libras esterlinas. Las yeguas ariscas
me las dejaban en quince pesos cada una. Compré cuarenta y dos de
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 35 7

ellas y decidí amansarlas en el trabajo. No me costó demasiado es-


fuerzo, pues ya estaban acostumbradas a ser encerradas en corrales.
Elegí las mejores para montar y tenía la intención de utilizar el resto
como animales de carga para transportar nuestros enseres a Najmishk.
Confeccioné monturas y pude cargar las yeguas, con tan buen resul-
tado, que cuando Dan y yo dejamos a Harberton acompañados por
un grupo de nuestros amigos onas, pudimos acarrear casi una tone-
lada de herramientas y provisiones.
Con nuestra larga fila de animales cargados, el viaje a Najmishk
no fué fácil. Como ya he mencionado, nos veíamos obligados a cruzar
doscientas veces los ríos Varela y Valdés. En algunos lugares las
pendientes eran muy inclinadas. Las yeguas tenían que trepar incrus-
tando sus cascos en el suelo y aprovechando cuando era posible las
matas de pasto a los lados del sendero. En cierto sitio el camino se
elevaba completamente abrupto al salir de un arroyo. Cuando los ca-
ballos debían bajar esa pendiente húmeda y resbalosa, aprovechaban
el tumbadero 1, es decir, encogían las patas traseras, y afirmándose
en las manos, hacían resbalando un trayecto de treinta y cinco metros,
hasta llegar a un borde, donde, debido a esta maniobra, se había
amontonado una buena cantidad de barro. Con un salto el animal sal-
vaba el obstáculo y caía en un segundo tumbadero, que lo llevaba
resbalando hasta el arroyo, al pie de la colina. Nuestras yeguas, aunque
estaban acostumbradas a tierras quebradas tenían gran dificultad para
escalar esas pendientes. En el tramo final afirmaban los hocicos en
el borde, y luego, juntando las patas en un último y penoso esfuerzo,
alcanzaban el tope con las rodillas dobladas en tierra.
A pesar de estas y otras dificultades llegamos a Najmishk cuatro
días después de salir de Harberton, con nuestras cuarenta y dos ye-
guas y todas nuestras provisiones intactas.

3
He dicho ya que el camino salía de la playa, al pie de la colina
Tijnolsh en dirección noroeste y terminaba en un acantilado a ocho-
cientos metros del río Ewan. A unos diez kilómetros al noroeste, pa-
sando la desembocadura del río Ewan, el gran promontorio llamado
Acantilado Ewan, y una extensión de ocho kilómetros de playa de

1 En castellano en el original. Literalmente significa un lugar para tumbarse en


un gimnasio. Esta palabra la usan los traficantes de madera para describir lugares
muy escarpados donde se largan los troncos a fin de que bajen rodando o resbalando.
EL 'LTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

ripio, estaban las colinas boscosas de Najmishk. De formas redon-


deadas, con algunas prominencias en su parte superior daban naci-
miento a dos o tres manantiales grandes o arroyos pequeños; Naj-
mishk terminaba, lo mismo que Tijnolsh, en un acantilado de cerca
de un kilómetro y medio de largo y una altura término medio de
noventa metros. De su parte media, donde la altura no alcanzaba
más de sesenta metros, surgían dos de los arroyuelos mencionados,
entre los cuales Capelo había preparado su famosa emboscada a los
blancos, que habían rehuído la lucha.
En el extremo este-sudeste del acantilado había un banco cubierto
de hierba que se elevaba a unos treinta y seis metros sobre el nivel
del mar. En ese lugar levantamos nuestro primer establecimiento, a
cuatrocientos metros de la playa, lindando con los bosques protec-
tores que prácticamente cubrían las dieciséis áreas de la colina Naj-
mishk. Empezamos con un refugio instalado detrás de unos enormes
arbustos de grosellas salvajes; después construimos una choza de una
habitación, piso de tierra y una ventana de madera sin vidrio. Allí
pusimos un par de catres; Dan Prewitt fué el único que aprovechó
esta comodidad, pues yo prefería mi camastro de ramas y pasto seco
a sotavento de un refugio. Mis amigos los onas acampaban allí cerca.
El segundo catre lo utilizábamos como depósito de las provisiones y
las herramientas que no habían podido guardarse en otro lugar de la
pequeña choza.
He ahí el modesto comienzo del nuevo establecimiento. Lo bauticé
Viamonte, pintoresco nombre italiano de un general argentino que
pasó a la historia; además, el significado de "vía monte" convenía
admirablemente al lugar. Este fué el principio de una morada donde
conviví mucho tiempo con los onas en su propia tierra. Salvo algu-
nas escapadas en el rigor del invierno, quedé allí hasta que la primera
guerra mundial me llamó lejos de mi tierra natal.

4
E~ esos primeros días de Viamonte, me acompañó el remanente
del rnfortunado grupo de Najmishk: Koiyot, sus dos sobrinos, Ohr-
haitush y Yoshyolpe, los hermanos Shijyolh y Shishkolh, Shaiyutlh
(Musgo Blanco), Ishiaten (Muslos Arañados) y otros tres o cuatro
muchachos trabajadores, entre ellos Kautush. Este joven era hijastro
de Kautempklh, aquel anciano tan bondadoso del grupo norte. Su
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 359

madre era una mujer de Najmishk. Su padre había sido asesinado


poco antes por uno de los hombres del norte.
Del mismo grupo del norte llegaron Paloa, Dolal, el yerno de Ta-
limeoat, Kostelen (Cara Angosta) y Ishtohn (Caderas Anchas), yerno
de Kautempklh; todos ansiosos por ayudarme en la nueva empresa.
y del grupo este, el alegre y leal Kankoat y un joven aush llamado
Tinis, que tenía un brazo paralizado. Gracias a todos ellos me era
dable mantenerme en contacto con unos cincuenta cazadores ambu-
lantes a quienes podría recurrir en caso necesario. 1
Los hombres de las montañas Ahnikin, Halimink, Yoknolpe y el
resto rara vez nos visitaban; cuando lo hacían sólo quedaban con nos-
otros una o dos horas; se sentían más seguros en su zona del Sur.
Debido a su proceder traicionero la paz mantenida algunos años había
sido quebrantada. El grupo Najmishk había sufrido desastrosas pér-
didas mientras ellos escaparon indemnes. Ahnikin el tumultuoso pa-
jarraco, que sabía muy bien que Kiyohnishah (Estiércol de Guanaco)
nunca lo perdonaría por el asesinato de Houshken, prefería ahora
pasar la mayor parte de su tiempo en Harberton. Kiyohnishah, Chash-
kil y uno o dos más del grupo Norte, que habían intervenido abierta-
mente en la matanza del lugar de la ballena encallada también evi-
taban encontrarse con aquellos a quienes habían dañado y se abste-
nían de visitarnos en Najmishk.

5
Yo no estaba de acuerdo con aquellos que consideraban la zona de
Najmishk inadecuada para la cría de ovejas y me propuse traer de
Harberton cuantas pudiera. Antes era preciso cercar el terreno nece-
sario. Nuestra primer tarea después de habernos instalado en Via-
monte fué construir cercos. Comenzamos por uno de madera en 10
alto de la colina de Najmishk, que fuimos llevando, en descenso, por
la parte boscosa de la región. En esto trabajamos hasta bien entrado
el invierno, época en que creí poder dejar a Dan Prewitt a cargo de
Viamonte, mientras yo pasaría un mes o dos con mi familia en Har-
1 La frecuente repetición en estas páginas de unos cuantos nombres puede dar
la impresión de que eran los únicos indios que habitaban esos lugares en los co-
mienzos del siglo. Distaba mucho de ser la verdad. Además de los ya mencionados,
podría nombrar muchos otros con quienes he convivido y salido a cazar. Con sus
mujeres y familias formaban una población ambulante de más de doscientos cin-
cuenta habitantes. Si los nombrara a todos (en caso de que llegara a recordarlos),
este relato, profusamente salpicado de nombres propios, resultaría intolerable hasta
para los más indulgentes lectores. Debo señalar que me he esforzado en la tradu~­
ción fonética d~1 habla sutural d~ los onas,
360 Jll ÚLTIlIfO CONFÍN DE LA TIERRA

berton. Koiyot fué designado su brazo derecho. Después de una agra-


dable estada de un mes en Harberton decidí hacer una visita a Via-
monte. No me sentía intranquilo por la seguridad de Dan, pero quería
saber cómo se las arreglaba. Quizás me atrajera, más que nada, la
reluciente blancura de las montañas. Mi madre al enterarse de mi de-
terminación y observar el cielo, se inquietó, pero yo le respondí, con
todo optimismo, que estaría de vuelta a los diez días. Deseaba un
compañero para el viaje y pedí al joven Ahnikin que me acompañara,
y me alegré mucho cuando él aceptó. Había probado ser un muchacho
resuelto y resistente aquella vez que quedó a mi lado en la larga
persecución al ganado detrás de Flat-Top cuando todos nos abando-
naron.
Salimos juntos de Harberton; ambos calzábamos zapatones para
nieve. Entre las montañas vimos algún rastro de zorro. En pleno bos-
que, antes de llegar al lago Kami, hallamos un sendero abierto por
los zorros; más de treinta animales juntos debían de haber tomado
esa dirección. A,hnikin me dijo que algunas veces los zorros se reunían
en manadas para cazar guanacos. Yo personalmente nunca vi que los
zorros empleaban este sistema propio de los lobos. Tampoco lo vió
mi padre. J:ste nos dijo que había oído decir a los yaganes que ma-
nadas de zorros se reunían para cazar cuando el tiempo era muy malo,
pero había añadido que lo ponía en duda.
Al tercer día de viaje, cerca del lago Kami, la nieve se hizo menos
espesa y comenzó a helarse, así que colgamos nuestros zapatones para
nieve de unos árboles para encontrarlos a nuestro regreso y apuramos
el paso hacia Najmishk, donde llegamos a mediar el día siguiente.
Dan Prewitt se alegró de vernos. Estaba de buen humor y muy con-
tento con su ayudante Koiyot, pero creía que en Río Grande, adonde
había ido a buscar provisiones, no respetaban su condición de dele-
gado mío. Pensé que era conveniente aclarar las cosas allá antes de
regresar a Harberton, así que al día siguiente dejé a Ahnikin en Via-
monte, monté a caballo y tomé el camino al puerto orillando la costa.
Pasé la noche como huésped del hospitalario aunque a veces intrata-
ble McInch.
Este rey sin corona de Río Grande era un curioso personaje. Se
vanagloriaba abiertamente de haber perseguido y asesinado indios,
según él para el propio bien de ellos; sin embargo no podía ver una
matadura en el cogote de un buey ni espolear sin necesidad a un ca-
ballo. Además entre él y los perros existía una admirable comprensión.
Se sentaba en el corredor de su casa o de su almacén a charlar con
sus visitas; mientras tanto, su perro, un fuerte mastín de caza irlandés,
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 361

se acostaba a sus pies con el ojo atento a los deseos de su amo. Como
dueño de casa era amistoso y cordial, no se incomodaba ni aun con
aquellos que se tornaban altivos. Sus ojos se posaban alternativamente,
y con la misma mirada indulgente, en el airado interlocutor y en su
perro. Pero bastaba una imperceptible guiñada para que el can se
abalanzara a las piernas del despavorido ofensor, lo que no impedía
que luego tironeara encolerizado al animal, declarando que nunca el
perro se había portado así y que probablemente habría enloquecido.
McInch se había repuesto desde hacía tiempo de los efectos de la
flecha de Taapelht, y me enseñó, para que yo lo examinara, uno de
sus tesoros más apreciados: el pequeño perdernal de vidrio que casi
le había costado la vida. Se proponía mandar hacer de él un alfi-
ler de corbata.
Al día siguiente se levantó un fuerte viento del Sur. McInch me
rogó insistentemente que me quedara en el establecimiento Primera
Argentina, pero yo, cumplido ya el propósito de mi visita, preferí
no escuchar sus advertencias y salí a caballo con el polvo de nieve
soplándome en los ojos. Un pastor de ovejas escocés que tenía su ca-
baña a pocas leguas de allí salió del establecimiento conmigo y andu-
vimos juntos hasta que divergieron nuestras distintas rutas. Antes de
separarnos sacó a relucir una botella de whisky y gentilmente me
ofreció un trago para precaverme del frío. En esos días yo considera-
ba esto una debilidad, de modo que rehusé. Él bebió y nos despedi-
mos. Fuí el último hombre que lo vió con vida; su caballo ensillado
volvió sin él a Río Grande algunos días después y, más adelante, su
cadáver helado fué hallado en la nieve. Estaba perfectamente sobrio
cuando me dejó.
Llegué a Viamonte sin novedades. El tiempo no presagiaba nada
bueno. Yo me arrepentí de haber prometido a mi madre estar de
vuelta en Harberton a los diez días. Sabiendo que ella se alarmaría
si yo no llegaba a tiempo, salí a pie, antes del amanecer del séptimo
día, con Ahnikin. Encontramos nuestros zapatones donde los había-
mos dejado, y bien' que nos vinieron pues la nieve impulsada por
un viento contrario cada vez más fuerte, se estaba poniendo muy
espesa. A la tarde del noveno día de viaje nos encontramos a la en-
trada norte de un valle angosto que se interna entre las montañas. Es-
taba al abrigo del viento, pero por ese mismo motivo los montículos
tenían en muchas partes más de nueve metros de espesor y no era
posible encender fuego en el suelo. Juntamos un montón de ramas,
y luego de colocadas sobre la nieve, hicimos fuego encima de ella;
pronto se derritió la nieve y la fogata se hundió, prodUCIendo más
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

humo que calor. Teníamos alguna carne, que descongelamos y coci·


namos a medias. También pudimos cocinar en nuestra marmita arroz,
azúcar y grasa. Yo tenía un quillango de piel y una bolsa para dormir,
y mi compañero tenía dos quillangos, de manera que pasamos la
noche relativamente cómodos. A la mañana siguiente las perspectivas
distaban mudlO de ser halagüeñas, pero no deseábamos demorarnos
en ese lugar ni regresar al punto de partida. Cuando la nieve amai·
naba por un momento, podíamos verla precipitarse en nubes sobre el
borde del Spion Kop, a menos de un kilómetro de distancia. Decidi·
mas continuar, pues aunque no se nos ocultaba que en el alto páramo
ese cierzo, que nos golpearía de frente, no iba a tener nada de agra-
dable, sabíamos que dos o tres kilómetros más lejos encontraríamos
algún abrigo, y poco después, un bosque de árboles de hoja perenne,
donde podríamos encender un buen fuego.
La capa de nieve era blanda y extraordinariamente espesa en ese
lado, más resguardado; sin nuestros zapatones para nieve no habría-
mos podido avanzar ni un paso, pero llegamos a la cumbre y tratamos
de afrontar la ventisca en un corto recorrido. A veces teníamos que
valernos de los dedos para abrirnos los ojos pues se nos helaban las
pestañas y debíamos pellizcamos continuamente la nariz por la misma
razón. Nos desviamos, entonces, un poco hacia el Este, pero no veíamos
el suelo que pisábamos. Al fin hallamos refugio detrás de una roca
y descansamos un rato, esperando que amainara el viento, pero em-
pezó a oscurecer y la tormenta continuaba. La nieve nos cegaba por
completo, y estando fuera de la senda corríamos el peligro de caer
en alguna trampa mortal si tratábamos de volvernos o de avanzar;
cavamos, pues, un hoyo en la nieve y nos preparamos para pasar la
noche. Mi compañero opinó en tono lúgubre que los zorros nos en-
contrarían allí en primavera, cuando se derritiera la nieve. Le con-
testé que no éramos viejas y no debíamos dormirnos, pero añadí:
-Si me duermo golpéame fuerte, hasta que me despierte; yo haré
lo mismo contigo.
No teníamos frío en realidad, aunque nuestras ropas estaban pe-
sadas de nieve y húmedas, pero yo temía que si nos dormíamos, la
nieve nos sepultaría como a las ovejas, pues al abrigo de esa roca su
volumen aumentaba en forma increíble. Cuando el sueño parecía ven-
cernos nos incorporábamos y luchábamos violentamente para despabi-
larnos y entrar en calor; así pasamos la noche.
Al día siguiente, antes del alba, había amainado la tormenta y
empezaron a parecer las estrellas. Partimos calzados con los zapato-
nes, y al llegar al bosque de árboles de hoja perenne, encendimos un
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 36 3

fuego crepitante. Después de una buena comida caliente emprendi-


mos nuevamente la marcha y llegamos a Harberton al anochecer del
undécimo día. La familia me dispensó una cálida acogida, pues el
tiempo había sido espantoso y temieron por nosotros.
Mi hermano Will había estado en la isla de Gable ocupado en
rescatar nuestras ovejas sepultadas en la nieve. Vió nuestro fuego, y
pensando que podía ser un pedido de auxilio regresó a Harberton con
Kankoat para salir a buscarnos a la mañana siguiente.
Desde que mi padre estuvo en condiciones de conversar con los
yaganes siempre los oyó hablar de terribles inviernos que habían azo-
tado el país tiempo atrás. Como su propia experiencia se limitaba a
algunos moderadamente rigurosos, había relegado esas historias al
fárrago de leyendas y fábulas sin interés. Pero los fueguinos insistían,
algunos de los más viejos afirmaban recordar épocas en que los ca-
nales fueguinos helados no permitían salir en canoa a buscar pescado,
su principal alimento; y el hielo sólido que cubría las playas los pri-
vaba de sus recursos de almejas y lapas. Habían muerto de hambre
centenares de guanacos y sólo unos pocos sobrevivieron.
Sin descartar cierto margen de exageración, mi padre se convenció
de que esos relatos eran verídicos y que unos cincuenta años antes de
la llegada de la Misión se había sucedido una serie de prolongados
inviernos muy crueles, que desde entonces no se repitieron con igual
intensidad. Mi padre nos previno que lo ocurrido una vez podía re-
petirse y que debíamos estar preparados para sufrir, eventualmente,
fuertes pérdidas y hasta la total destrucción de nuestros rebaños.
A juzgar por el invierno de ese año, los relatos de los yaganes no
eran pura fantasía. Antes de que terminara -no recuerdo ningúo otro
similar- tuvimos una desagradable sorpresa. Aparentemente terminó
en la época habitual, pero cuando los árboles y arbustos empezaban
a cubrirse de hojas y un sinnúmero de pájaros habían vuelto a sus
nidos, recrudeció el frío. El 6 de octubre cayó una nevada de casi
un metro, seguida de una prolongada y fuerte helada. De cuatro mil
corderos que teníamos en Harberton sobrevivieron menos de cuatro-
cientos y gran número de madres murieron también. Miles de pája-
ros de la selva, pinzones, tordos, etc., se vieron obligados a huir de
los bosques nevados. Se posaron sobre las playas durante la bajamar,
y no acostumbrados a la situación permanecieron en ellas con las alas
abiertas y fueron arrastrados hasta morir ahogados cuando subió la
marea. Los gansos silvestres de la montaña, debilitados, yacían sobre
la nieve intentando en vano remontarse, tan indefensos que era
posible acercarse y atraparlos. Había en el puerto interior de Camba-
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

ceres una cueva pequeña donde ocasionalmente habíamos ido de pic-


nic; cuando la visitamos ese año, estaba tan repleta de pájaros muertos
que no quisimos utilizarla más.
Toda la región de los yaganes sufrió los intensos fríos y la zona
de Harberton fué la más castigada. La costa atlántica sólo padeció las
fuertes ráfagas heladas del Sur.
~

CAPITULO XXXVIII
LA PRIMERA ESQUILA EN NAJMISHK. LUCHO CON CHORCHE. KlYOH-
NISHAH y SU GRUPO VUELVEN A HARBERTON. ALGUNOS RELATOS
SOBRE COSTUMBRES ONAS. DIVERSAS FORMAS DE OBTENER DOS ES-
POSAS. NIÑOS ONAS. HALlMINK CONTROLA SU NATURAL CURIOSIDAD.
COMPORTAMIENTO CORRECTO ENTRE SUEGRO Y YERNO. LOS ONAS
LLORAN A SUS MUERTOS. UN ENTIERRO ONA. PINTURAS Y TATUA-
JES. VESTIMENTAS INDíGENAS. LA CORRECCIÓN DE LAS MUJERES
ONAS. KEWANPE SE SOBREPONE A SU MODESTIA. EL MÉDICO DE LA
FAMILIA. UNA CURA DE LUMBAGO. ARCOS Y FLECHAs DE LOS ONAS.
ANTIGUOS Y MODERNOS PEDERNALES. EL CÓDIGO DE HONOR DE LOS
CAZADORES. CÓMO CAZAN UN GUANACO LOS ONAS. INESPERADA DE-
RROTA DEL TERRIBLE TIGRE. HÁBITOS DESCORTESES DEL GUANACO.
EL DR. HOLMBERG ES DEFRAUDADO.

de las pérdidas sufridas, Will tenía suficientes ovejas en


A PESAR
Harberton y en la isla Gable como para que yo pudiera iniciar
mi estancia. El verano siguiente llevé, ayudado por mis compañeros
onas, las primeras dos mil trescientas ovejas hasta Viamonte, no
todas a un tiempo, sino de a quinientas por vez; cada arreo me tomó
de seis a siete días, más los dos de la vuelta para el siguiente. Pudi-
mos completar la tarea sin ningún tropiezo aunque a veces hubo di-
ficultades para que las ovejas cruzaran los arroyos. Al llegar la época
de la primera esquila hubo entre los onas de esas regiones gran ex-
pectativa. Se reunieron en gran número en Najmishk, algunos para
ayudar y otros simplemente para mirar. La mayoría de nuestros amigos
onas que habían aprendido a esquilar estaban ocupados con Will en
Harberton, así que mudlOS de los que estaban en Najmishk no eran
sino novicios ansiosos por probar sus manos en ese oficio. i Cuál no
hubiera sido la sorpresa de un criador civilizado al ver un grupo de
onas, enteramente desnudos y pintarrajeados, ensayando las tijeras de
esquilar sobre las ovejas! Las mujeres, que se habían amontonado al-
rededor del aprisco, convencidas de que esta función se realizaba
para su exclusivo entretenimiento, miraban con no disimulado placer
los esfuerzos de los desdichados animales por desasirse de las fuertes
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

manos de esos aprendices, incompetentes, por cierto, pero animados


por la mejor buena voluntad, mientras yo me esforzaba por enseñar-
les el correcto estilo. Todavía me pregunto, ¿qué habrán pensado los
compradores de lana al ver esas manchas de pintura roja que inad-
vertidamente los esquiladores habían dejado en los vellones?
Un muchachón gordo y de buen humor llamado Chorcl1e, que tenía
casi mi mismo peso y estatura, insistía en sujetar su oveja en forma
incorrecta, creyendo, sin duda, hacerlo muy bien. Yo lo corregí varias
veces, yeso lo molestó. Por fin haciéndome una observación inso-
lente, avanzó hacia mí con el evidente propósito de pelear. m era el
desafiador, pero yo me le anticipé, le tendí la mano izquierda y cuan-
do él me tendió la derecha, en lugar de abrazarlo según la costum-
bre ona, lo agarré por la muñeca y después de tirarlo hacia delante,
metí la cabeza y los hombros por debajo de su brazo derecho; luego
me incorporé de golpe. Cogido de sorpresa, dió una vuelta entera y
fué a caer de espaldas detrás de mí. Los otros rieron a carcajadas, in-
cluso las mujeres, que daban chillidos de regocijo. Chorche se levan-
tó bastante magullado y nada contestó. Yo me preparaba a recibir un
fuerte revolcón, pero Chorche no volvió al ataque. Esa misma tarde
le di el desquite en lucha libre según la costumbre ona, prueba de
la que resultó que nuestras fuerzas eran parejas. No quedamos resen-
tidos; después de eso muchas otras veces tuvimos luchas amistosas.
Fué una mala jugada que yo le hice, pues esos golpes de jiu-jitsu eran
enteramente desconocidos para los onas. Creo, sin embargo que ese
sencillo golpe, que solamente surte efecto cuando se da por sorpresa,
fué creado por el arte de pelear mucho antes de que se oyera hablar
de jiu-jitsu, pero yo no debí haberlo empleado.

Mientras tanto, en Harberton y en la isla Gable también se proce-


día a la esquila. Además de las familias habituales del grupo sur,
Harberton recibió la visita de Kiyohnishah, Chashkil, Pahchik y una
docena de bravucones del norte, todos con sus mujeres y niños. Will
llevó a todos ellos y a poco más o menos igual número de indios del
sur a la isla de Gable para trabajar en la esquila. Instalaron sus cam·
pamentos vecinos unos de otros y parecían estar en mejores relacio-
nes que nunca. Trabajaban muy bien juntos, y reían de los mismos
chistes. Una tarde, sin embargo, se trabaron en torneos de luchas que
distaban de ser amistosos; por un lado Halimink, Kankoat, Ahnikin
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 367

y otros viejos amigos y por el otro sus adversarios más pesados Chash-
kil, Halah, Pahchik, Kautempklh y e! resto.
Terminada la esquila, todos se dispusieron a partir para sus corre-
rías de otoño, estación en que abundaban los gansos salvajes y otras
aves y los guanacos estaban en buenas condiciones. También en Naj-
mishk se dispersaron los grupos. Los onas son inquietos por natura-
leza y nunca permanecen largo tiempo en el mismo sitio. Casi todos
iban y venían a Viamonte, como habían hecho y continuaban haciendo
en Harberton y en Cambaceres, que estaba ahora a cargo del mestizo
chileno Contreras. Nuestros vecinos más cercanos en Viamonte eran
naturalmente los de! grupo Najmishk, siendo el principal de ellos
Koiyot, quien secundaba a Dan Prewitt en el cuidado de las ovejas
y yeguas. La mujer de Koiyot se llamaba Olenke. Ella y su hermana
Walush habían sido antes las mujeres del hermano de Koiyot. Se
decía que Koiyot había desnucado a su hermano en una pelea a fin
de conseguir a Olenke y a Walush. Esta última había sido por corto
tiempo su segunda mujer. Walush había tenido dos hijos por el her-
mano de Koiyot: Ohrhaitush y Yoshyolpe.
Olenke y las otras mujeres de este pequeño grupo me dispensaron
toda clase de atenciones. Todas las mujeres eran serviciales y siempre
había muchachas dispuestas a buscar combustible y acarrear agua. A
menudo, cuando llegaba, casi de noche, encontraba uno o dos dahapi
fresquitos, recientemente pescados en los charcos que quedaban entre
las rocas de la playa, colgados cerca de mi refugio, sin que la genero-
sa donante se diera a conocer; otras veces descubría un hermoso pes-
cado que me estaba esperando asándose entre las brasas cerca de mi
cama. Estas hadas buenas. eran generalmente Ijij y su hija Koilah.
Las dos bien parecidas; Ijij puede haber tenido treinta y cinco años
y la hija unos quince.
Se contaba sobre Ijij que al regresar una vez de la playa con otras
mujeres trayendo pescado, se habían encontrado con un tipo desam-
parado a quienes todas detestaban. Estaba empapado y aterido y le
castañeteaban los dientes. Ante una sugestión de Ijij, las mujeres le
dieron muerte con sus arpones y cañas de pescar. Tal era el cuento,
pero bien pudo acontecer que e! hombre se desmayara en la playa y
los voraces pájaros lo devoraran. ¿Quién sabe?
Ijij nunca parecía tener el mismo marido y en cuanto a mi amigui-
ta Koilah, unos años después, bien pudo ser llamada prostituta. A
pesar de esto puedo afirmar que durante toda mi vida con los onas
no recuerdo ningún caso en que las mujeres trasgredieran las reglas
de corrección, reglas que podían haber sido fijadas por puritanos. En
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

sus hogares, los hombres y mujeres observaban decoro y buenos mo-


dales. Uno podía convivir semanas con ellos, día y noche, sin sentir
fastidio ni repulsión por su conducta. Con excepción del irresponsa-
ble Minkiyolh, nunca he oído a un ona jactarse de su fuerza o de sus
proezas; si alguien lo halagaba o lo elogiaba demasiado, se sentía in-
cómodo y quizás dijera: "Yi shwaken shi ma" (Puede que Ud. me
fastidie) .1
Durante mucho tiempo mi principal ocupación en Viamonte fué
cercar. Trabajaba únicamente con compañeros onas. Sin embargo, el
mal tiempo na se me hacía largo; salía a cazar o recorría la tierra de
los onas, aumentaba mis conocimientos del idioma y de las costum-
bres de esa gente valerosa, atrayente aunque traicionera. Antes de
proseguir con mi tema creo que debo explayarme, en unas pocas pá-
ginas, describiendo algunas de las costumbres de esta raza hoy virtual-
mente extinguida.
Ya he relatado cómo el joven TeeoOriolh cortejó y obtuvo la hija
del aush Missmiyolh, según el viejo estilo. Este hecho, de acuerdo
con mi experiencia, constituyó una notable excepción, pues los méto-
dos más comunes para conseguirse mujeres eran la conquista y el se-
cuestro. Otro, que no es desconocido en los medios civilizados, era el
convenio entre los padres, sin consultar los gustos de los jóvenes in-
teresados. En semejantes casos, si la novia era muy joven, él tomaba
una mujer de más edad como primera esposa. Esa matrona enseñaba
a la niña los deberes de esposa y más adelante le cedía humildemente
su lugar. No siempre abandonaba a su ex marido; a veces quedaba
como miembro de la familia, atendiendo a sus necesidades en forma
mucho más eficiente de lo que se podía esperar de la inexperta da-
misela que la había reemplazado.
Los onas no tenían ninguna clase de ceremonia para los casamien-
tos. El hombre se llevaba a la mujer a su casa, eso era todo. A veces
se notaba la ausencia, por uno o dos días, de una pareja recién unida.
Tal vez había un rival defraudado, y ellos se sentían más seguros
cerca de su gente. Siempre era el hombre quien tomaba la iniciativa;
sin embargo, a pesar de su aparente sujeción, la mujer ona tenía sus
derechos y sus propias costumbres. Por ejemplo, no era bien consi-
derado que una mujer, ya fuera jovencita o de edad madura, se entre-
gara con demasiada facilidad. Al contrario, era frecuente que la pa-
reja riñera; luego se veía aparecer al novio con la cara rasguñada y en
ocasiones con un ojo negro. Recuerdo que un hombre me pidió lo
1 Yi shwaken shi ma.
Ud. fastidiarme quizás a mí.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 36 9

atendiera de un fuerte mordisco en el antebrazo que le había dado


su novia, una mujer enérgica, de mucha experiencia.
Muy pocos onas tenían tres mujeres; según la costumbre debían
ser dos. La segunda mujer era a menudo la hermana menor de la pri-
mera, sin esta ayuda su felicidad hubiera corrido peligro. Era co-
rriente que la primera mujer se viese al poco tiempo con un par de
niños indefensos sobre las espaldas, además de las diversas mercan-
cías y enseres que como esposa estaba obligada a transportar de un
lado a otro. En tales circunstancias era natural que la hermana menor
prestara ayuda y automáticamente se convertía en la segunda esposa.
El marido gozaba del privilegio de poder exigir a sus suegros otra de
las hijas como segunda esposa. Lógicamente, muchas esposas, obte-
nidas por el marido en distintos sitios y por diferentes métodos, no
eran hermanas entre sí. Hubo casos en que el marido trataba a su
infortunada primera mujer en forma detestable, para complacer a la
segunda. Prodigaba atenciones a la mujer joven para inducirla a que-
darse con él y no estuviese tentada de escaparse en la primera opor-
tunidad. Tal era el caso del joven Ahnikin. Su primera mujer había
sido la hija de Kaushel (hermana de Kiliutah y del loco Minkiyolh).
Su segunda mujer era la hija mayor de Houshken a quien él había
asesinado. A fin de ganar el afecto de la jovencita trató a su primera
mujer con la mayor brutalidad. Tanto fué así que ella logró escapar
y buscó un protector entre los blancos. Luego murió su segunda mujer,
dejándolo viudo, y tuvo que buscarse otra. Del éxito de esta búsque-
da trataremos en un próximo capítulo.
Ahnikin había conseguido a su segunda mujer dando muerte al
padre. Otro método común entre los onas era matar al marido. Puppup
nos sirve de ejemplo en ese caso. Antes de que yo conociera a los
hombres de las montañas, ellos habían empezado a sentir la falta de
mujeres. Aunque muchos de los más viejos vivían felices con dos
mujeres, otros, entre ellos el amable Puppup, no tenían ninguna.
Para remediar esta deficiencia organizaron una expedición en direc-
ción nordoeste. Se reunió un grupo grande, no limitado a buscadores
de mujeres; incluía también a hombres bien provistos en ese sentido,
pero que no quisieron quedar atrás cuando se planeó semejante aven-
tura.
Los invasores transpusieron los límites de sus dominios cubiertos
de bosques y pasaron a la tierra más abierta de su confiados vecinos.
Avanzando con la mayor cautela consiguieron una tarde localizar a
algunos hombres del otro grupo. Esperaron hasta el amanecer para
caer sobre sus víctimas, a quienes superaban en número. Pocos fueron
3 70 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

los que escaparon a la muerte que sembr~ron 1a~ fl.ed1as de los gue-
rreros de las montañas. Estos, que no sufneron perdIdas, se llevaron a
su tierra tantas codiciables mujeres que la incursión bien mereció la
pena. ..,' .
Puppup fué uno de los que conslgulO mUJer, una Joven en avanza-
do estado de preñez. La mayor parte de las cautivas logró escapar al
poco tiempo, pero varias prefirieron quedar con sus raptor'es. El bon-
dadoso Puppup fué uno de los favorecidos. Su esposa dió a luz una
niña, hija del primer marido asesinado, que más adelante pasó auto-
máticamente a ser la segunda mujer de Puppup. Madre e hija convi-
vían muy felices, ambas tenían hijos de Puppup casi al mismo tiempo
y se pasaban una a otra los pequeños para alimentarlos, sin pre-
ocuparse de cuál pertenecía a cuál.
Al morir la segunda mujer de Ahnikin, que era la hija mayor de
Houshken, su hermana menor debía, según la costumbre ona, irse
con Ahnikin, pero Houshken había prometido que ella sería la mujer
de Hinjiyolh, el atrético y bien desarrollado hijo único de mi viejo
amigo Tininisk. La vida de casado de Hinjiyolh fué trágicamente
breve. Seis meses después de dar a luz una hija su esposa murió,
pero fué por otra causa. Al pasar dos meses después cerca del campa-
mento de Tininisk, vi con sorpresa a su mujer Leluwhachin alimen-
tando a su nieta, una hermosa criatura, tal como lo haría una madre.
-¿Cómo es posible -le pregunté- que habiendo estado tanto
tiempo sin tener hijos pueda usted alimentar ahora a esta criatura?
-Es porque quiero hacerlo -contestó-; la pequeña necesitaba
leche o de lo contrario se hubiera muerto. - y añadió sonriendo-:
¿Le parece que está delgada?
La pequeña se desarrolló espléndidamente y la llamaron Matilde.
Cuando fué grande, se casó con Garibaldi, a quien yo había raptado
cuanto tenía cuatro años de edad y luego cambiado a Tininisk por
el nieto de Kankoat.
Pocas veces se despechaba al niño ona antes de los tres años. Las
madres que criaban debían comer solamente ciertas partes del gua-
naco. Para ellas se apartaban estas presas y, según la costumbre, les
estaba vedado comer ninguna otra porción del animal. Cuando un
niño resultaba mañoso para despecharse, la madre se untaba con unas
gotas de hiel. El guanaco no tiene hiel, así es que usaban la hiel de
una foca, de un zorro o de un pájaro. Las muecas de disgusto y de-
cepción del niño hubieran divertido a cualquier observador, pero
bien pronto entraba en razón.
Cuando una criatura, sana en apariencia, lloraba incesantemente, la
UNA C/-IOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 371

madre daba muestras de impaciencia y solía gritar prolongadamente


dentro de los oídos del pequeño. Generalmente, el niño cesaba de
llorar. La sordera casi no se conocía entre esa gente. Cuando un niño
tenía sed, la madre, para evitarle la impresión del agua helada, la
entibiaba en su boca y luego la dejaba caer dentro de la de su hijito.
Los mellizos eran prácticamente desconocidos y los hijos no solían
llegar en rápida sucesión. Al bebé recién nacido generalmente se lo
envolvía en una piel de zorro, muy suave. Para protegerle los ojos
se los cubrían con un cuero flexible de guanaco al que habían arran-
cado los pelos, atado a la cabeza. Se lo pintaba de color rojo oscuro
y semejaba una gorra de jockey.
La cuna o ta-alh (que también quiere decir helecho) parecía una
escalera en construcción y mantenía al niño en posición vertical, en
lugar de la posición supina que las madres civilizadas prefieren para
sus hijos. El ta-alh tenía dos piezas laterales de un metro veinte a un
metro cincuenta de largo. En un extremo los palos eran puntiagudos
para poder clavarlos en el suelo y estaban unidos entre sí por trave·
sañas de treinta centímetros de largo, atados, a cortos intervalos, a
través de la parte superior.
Después de envolver bien al niño se lo colocaba encima de los tra-
vesaños sobre una piel doblada varias veces para formar un almoha-
dón y se lo ataba al ta-alh con tiras de cuero. No estaría mejor ven-
dada una extremidad herida, y muchas veces al observar esta operación
se me hacía duro el resistirme a dar consejos, tan preocupado estaba
por la circulación del infante. Una vez que el niño estaba sujeto, el
ta-alh se enderezaba y los palos puntiagudos se hincaban firmemente
en el suelo; en e a forma la criatura estaba fuera del alcance de los
perros y a salvo de ser pisoteado por niños descuidados.
El nacimiento de un niño imponía al padre ciertas restricciones. A
veces pasaban algunos días antes que supiera si su nuevo vá tago era
varón o mujer. En ocasiones, sin embargo, le daban un indicio. Un
invierno estaba yo dedicado con un grupo de onas, entre ellos Hali-
mink, a cortar leña en la ensenada oeste de Harberton. Regresábamos
a casa un atardecer y al acercarnos al campamento de los indígenas
vimos a Akukeyohn, la más joven de las mujeres de Halimink, que
llevaba una pesada carga de leña. Su marido le dijo, en son de pre-
gunta:
-¿Acaso ha tenido mi mujer hoy un varón?
Dos días después, cuando volví a encontrar a Halimink, le pregunté
si su hijo era niño o niña. Me contestó:
-No lo he visto todavía.
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

Puesto que esta gente se sentaba alrededor del mismo fuego y


vivía bajo la misma tienda de piel de guanaco, esta respuesta me
sorprendió, pero me enteré después de que no era correcto que el padre
mostrara curiosidad en estos casos; tampoco debía dirigir la palabra
a su mujer, después del nacimiento de la criatura, hasta que ella le
hablara. La mujer llevaba esa pesada carga de leña a fin de que el
niño que ella alimentaba se criara muy fuerte. Por esta .razón Hali-
mink supuso que el niño debía ser varón; su presunción resultó
exacta.
El relato del nacimiento del siguiente hijo de Akukeyohn, también
nos ilustra sobre problemas de maternidad entre los onas. Cada clan
usaba su propio camino para llegar a Harberton. Dos o tres de ellos
convergían cerca del lado este del lago Kami, pero se volvían a se-
parar al acercarse a las montañas.
Acompañado por unos pocos hombres y una o dos mujeres camina-
doras, volvía yo al hogar a paso rápido. En la peligrosa zona que
acabo de mencionar Halimink se unió a nuestro grupo con su joven
esposa. Seguramente buscaba nuestra compañía por temer a encon-
trarse con sus enemigos; me sorprendió encontrarlo por allí en esos
tiempos inseguros. En la tarde de nuestro primer día de marcha, me
pareció que su grupo se retrasaba. También es probable que yo, con
la esperanza de poder pasar la noche siguiente en Harberton, cami-
nara demasiado aprisa. Halimink se me acercó y me dijo:
-¿Por qué no acampamos aquí? Es un buen lugar.
Yo, corno no eran más que las cinco de la tarde, le contesté:
-¿Por qué lo hemos de hacer? El sol está todavía alto.
El añadió sencillamente:
-Mi mujer está por tener un niño.
No tenía yo nada que objetar, de modo que armamos el campa-
mento y nos dedicamos a las tareas habituales: cocinar, secar ropas
mojadas, arreglar mocasines, etc.; Halimink levantó a unos cincuen-
ta metros una pequeña tienda para las mujeres, y él vino a pasar la
noche con nosotros. Al amanecer del día siguiente se cruzó a la
tienda, y poco después de la salida del sol estábamos todos listos para
partir; Akukeyohn llevaba a la espalda, además de su carga usual, un
bultito pequeño. En esa jornada cruzamos más de un arroyo en las
montañas y subimos empinadas colinas y después de mediodía Hali-
mink se separó de nosotros, juzgando que ya se encontraba lo sufi-
cientemente adentrado en sus propias tierras como para andar sin
cuidado.
Los niños eran tratados cariñosamente por todos y muy apreciados
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 37 3

por sus padres. Aunque esta gente jamás se besa, he visto a algunos
hombres acercar sus labios a los cuerpecitos de sus niños. Cuando los
hombres se hacían demasiado viejos para salir a cazar, podían contar
con que sus hijos los abastecerían y defenderían. Siempre se podía
encontrar a otra mujer pero a los hijos no era tan fácil reemplazarlos.
También los hermanos eran mucho más apreciados que las mujeres;
un hermano pelearía al lado del otro y lo vengaría si lo llegaban a
matar.
Existía un código que regía las relaciones de suegros y yernos, cuan-
do estaban obligados a convivir.
En cierta ocasión pasé un día o dos en un pequeño campamento
cerca del río Chappel, en el que habitaba el viejo Kautempklh con
su hija Te-alh y su yerno Ishtohn (caderas anchas). Observé que cada
uno de los dos hombres parecía no darse por enterado de la existencia
del otro. Nunca cambiaban miradas al hablar, y cualquier observación
la dirigían al fuego o al cielo, o a la joven que actuaba de interme-
diaria y que parecía interesarse igualmente por ambos. Cuando Ishtohn
llegaba con unas presas de guanaco no decía nada al principio, y al
cabo de un rato anunciaba, dirigiéndose al aire, que el resto colgaba
de un árbol cerca de un peñasco llamado Kaapelht y expresaba el
temor de que los zorros pudieran acercarse durante la noche. Kau-
tempklh no daba señales de haber oído, y por dignidad dejaba pasar
unos diez minutos antes de pedir a su hija que le alcanzara los moca-
sines. Esta, sin decir una palabra, ponía cuidadosamente un puñado
de hierba tierna dentro de cada uno, rasgo que yo consideraba muy
amable. Kautempklh los calzaba, luego tomaba su moji, arco y carcaj
y partía hacia Kaapelht, de donde regresaba a la hora del crepúscu-
lo con el resto de la carne.
Este era, al parecer, el proceder cortés entre suegro y yerno mien-
tras vivían juntos; el mejor, sin duda, para evitar las disputas; podían
tener motivos de queja, pero nunca se dirigían la palabra. Años des-
pués, cuando Kautempklh yacía moribundo y Willle hizo una visita,
el anciano se lamentó amargamente de que Ishtohn fuese perezoso y
de que no hubiese cavado aún una fosa en la que él pudiera reposar.
Entre los onas, cuando alguien moría, los parientes más cercanos se
rasguñaban las piernas y los brazos con piedras afiladas, vidrios o
conchillas. A veces se ocasionaban tajos de cierta importancia y mu-
chos de ellos conservaban durante toda su vida las cicatrices. Koiyot
tenía una gran cicatriz de más de treinta centímetros que le cruzaba
el pecho. Se decía que se había herido junto al cadáver de su hern~a­
no, a quien había muerto en una pelea. Es probable que se haya ¡n-
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

fligido esa tremenda cuchillada para castigarse por lo que había hecho.
Me han contado que algunos hombres se hacían heridas tan graves
que morían a consecuencia de ellas. No he conocido semejantes casos.
Los yaganes, según mi padre, no se lastimaban para expresar su
duelo.
Cuando muere un ona, su arco y flechas son destruídos y arrojados
al fuego. La ceremonia de la destrucción de las armas· y de las he-
ridas voluntarias, a menudo comienza cuando el pariente entra en
agonía. Tanto Talimeoat como Kaushel (antes de la enfermedad que
lo llevó a la muerte) se habían curado después de haber estado tan
enfermos que sus amigos, en señal de duelo, quemaron sus arcos y
se tajearon en tal forma que la pérdida de sangre los había debilita-
do. Recuerdo que aquellos dos pícaros, comentando después este su-
ceso, se jactaban de haber confundido a sus parientes y hasta a la
muerte misma.
Los cuerpos se depositaban en fosas cavadas en la tierra. Ya he
relatado que cuando Kiyotimink, hijo de Kaushel, murió de hidrofo-
bia, su joven viuda Halchic fué presentada a Kankoat para que la
tomara como esposa. Desgraciadamente, no tardó mucho el pobre
Kankoat en volver a quedar viudo, pues Halchic murió de parto.
Fué la única mujer ooa que conocí a quien haya ocurrido tal cosa,
ni oí hablar de ningún otro caso. Ijij, la principal partera que la aten-
dió, se alejó por algún tiempo, por temor de ser muerta por el acon-
gojado esposo.
El cadáver fué envuelto en pieles de protección (cueros de guanaco
raspados y cosidos) y cubierto con otros comunes que, unidos a unos
cuantos palos livianos del mismo largo del cuerpo, formaban una
parihuela que los parientes cargaron sobre los hombros. Sólo seis o
siete hombres asistimos al entierro. Las mujeres quedaron en el cam-
pamento para lamentarse y rasguñarse. Tomamos un par de palas y
una azada y llevamos el cuerpo hasta un lugar elegido por Kaokoat,
a unos quinientos metros de distancia. El suelo estaba tan endurecido
que sólo cavamos un metro; depositamos el cuerpo en la fosa, y la
rellenamos con tierra y piedras. Cuando ya estábamos para retirarnos,
Kankoat lanzó un largo aullido. Necesitaría el talento de Roberto
Service o el de Jack London en sus relatos sobre las tierras de los
lobos, para poder describirlo.
Cuando era imposible cavar por estar la tierra helada, el cuerpo
era quemado; luego evitaban acercarse al lugar, no por miedo a los
fantasm~, sino porque traía recuerdos demasiado penosos.
La cnatura de Halchic sobrevivió, creo que fué una niña. De haber
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 37 5

sido varón, Kankoat ~: hubiera interes~do muchísimo más. Nada supe


de la suerte que corno. Mucho despues de haber conocido a Kankoat
y a su hijito Nelson, a quien el doctor Cook salvó un ojo, descubrí
que Kankoat tenía otro hijo menor. No vi al niño hasta que tuvo unos
cuatro años de edad; probablemente había vivido con alguna madre
adoptiva bajo la generosa protección de Tininisk. Se llamaba David.
Mencionar el nombre del difunto era tan ofensivo para los onas
como para los yaganes. También era impropio mencionar una persona
por su nombre estando ella presente. El método más cortés, según la
costumbre yagana, era señalarla con la mano. Los onas empleaban
circunloquios tales como: Toni-Nana 1 (el padre de Nana 2), T-kai
Kautush (la madre de Kautush), Hyewhin Joan (el curandero de
Hyewhin), Tamshk u hoiyipen (el cazador de Tamshk) o Tijnolsh
u kbowtn (el afortunado cazador de Ti jnolsh) .
En señal de luto, los yaganes y los onas, hombres y mujeres, se
afeitaban la cabeza, dejándose sólo unos flecos alrededor. Cuando
el único implemento usado era un pedernal, la operación ha de haber
sido muy larga y fastidiosa, pero a pesar de todo, la tonsura era casi
perfecta.
El visitante podía calcular, con bastante aproximación, la época
en que había ocurrido la desgracia, por el grado de crecimiento del
pelo a partir de la tonsura, y proceder en consecuencia. Lo más pru-
dente era adoptar una actitud meditativa, a menos que los otros dieran
muestras de hilaridad.
Tanto los yaganes como los onas usaban pinturas en señal de duelo:
negra los yaganes y los onas roja muy oscura. La forma de pintarse
era muy similar. Para otras ocasiones, usaban el rojo, el blanco y el
amarillo. El primero, el más común, lo hacían con una arcilla roja
llamada akel, que mezclaban con grasa y luego quemaban. El polvo
resultante se mezclaba nuevamente con otro poco de grasa hasta for-
mar una bola tan seca que fácilmente podía ser pulverizada de nuevo.
Generalmente, se llevaba en una bolsita de piel o en una vejiga de
foca o de guanaco. La pintura amarilla se preparaba con koore 3 por

1 En idioma ona "su padre" y "su madre" eran T-ain y T-kahm respectivamen-
te (ver nota pág. 247), pero cuando se evitaba mencionar a los padres por su
nombre, especialmente si él o ella estaban presentes, se decía Toni y T-kai.
2 Halimink; de su primer matrimonio nació Nana, su hijo mayor. En esa época
tenIa diez o doce años. Con cabeza en forma de bala y más bajo aún que su padre,
Nana lleg6 a ser un intrépido jinete, un diestro domador de caballos y buen cuida-
dor de ovejas, pero tenia el mal carácter propio de los hombres de las montañas.
a Arcilla arnarilla. Según la leyenda ona que relato con todo detalle en un
capítulo próximo, Koore había sido una vez un hombre y su mujer un guanaco.
Ambos se revolcaban continuamente en la arcilla amarilla, y cuando alguna erup-
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

igual procedimiento. La blanca se hacía con tiz.a (kaithtrrh) o con


cenizas; era el adorno favorito de Puppup. La pmtura negra se obte-
nía del carbón de leña.
Había varias formas de aplicar la pintura. Un trozo de mandíbula
de marsopa era un buen instrumento para dibujar rayas y puntitos
cotos o blancos sobre la cara o el cuerpo. Pintado el fondo rojo o
blanco, según el gusto, el otro color se aplicaba apretándolo suave-
mente contra la piel de la mandíbula, cuyos innumerables dientes sin
filo se habían untado previamente. Las manchas más grandes y las
líneas blancas, rojas o amarillas, se dibujaban directamente con el
dedo. La pintura amarilla, aplicada en líneas verticales a ambos lados
de la boca, daba a la cara una expresión ceñuda de enojo; al pintarse
así, el indio anunciaba a todos que estaba de mal humor y quería
que lo dejasen en paz. Debo declarar que me era suficiente mirar
esa cara seria, desfigurada por la pintura, para respetar los deseos del
taciturno. i Cuánto mejor sería para algunos hombres blancos, en
igual estado de ánimo, seguir la costumbre ona en lugar de contestar
a un amistoso saludo con un gruñido o una mirada ausente! Otro
procedimiento para pintar líneas era el siguiente: se untaba la palma
de una mano y con las uñas de los dedos índice, cordial y anular de
la otra, bien juntos, se raspaba la pintura en tres surcos paralelos,
con lo que se formaban cuatro líneas de color; raspando los már-
genes se obtenían más líneas. Finalmente, se apoyaba la mano pintada
sobre el cuerpo y las líneas quedaban dibujadas en la piel.
Cuando se deseaban manchas exóticas como las del leopardo, un
amigo del guerrero se llenaba la boca con pintura en polvo y la so-
plaba con fuerza por entre los dientes sobre un fondo, previamente
preparado, de un color diferente. Algunos se esmeraban y conseguían
efectos verdaderamente artísticos.
Los cazadores onas pintaban también el arco y el carcaj para hacer-
los menos visibles; la arcilla amarilla los confundía con el pasto seco
y la tiza con la nieve. En cuanto al tatuaje, los yaganes no lo usaban,
y los onas sólo en pequeña escala. Levantaban un pedacito de piel con
la punta de un cuchillo o con una aguja (antiguamente es probable
que usaran una espina) evitando que sangrara demasiado. Debajo
de la piel colocaban un grano de carbón de leña del tamaño de la
cabeza de un alfiler. La operación se repetía todas las veces que
fuera necesario; al cicatrizar las heridas, quedaban unas marcas inde-

ción o enfermedad de la piel los irritaba, se frotaban enérgicamente, se decía que


a veces hasta con pasión, contra ella. Se encuentran lugares donde los guanacos van
regularmente a revolcarse en el koore hasta lastimarse seriamente la piel.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 377

lebles de tinte azulado. Los puntos se disponían en línea recta, quizás


hasta una docena, con una separación de medio centímetro. Nunca vi
que copiaran un modelo. El tatuaje se hacía en un brazo o en una
pierna, nunca en ambos a la vez, y sólo en dos o tres casos lo vi en
la cara. Tanto los yaganes como los onas se arrancaban todo el vello
y los pelos de la cara y el cuerpo, con excepción de las pestañas y el
cabello.

Al ona no le preocupa el vestido; para él, sólo es motivo de ver-


güenza mostrar el cuerpo cuando es deforme u obeso; este último
defecto demostraría que es un glotón y que, como probablemente no
es cazador, su mujer tiene que alimentarlo con pescado.
La única vestimenta de los hombres era el chohn k-oli (la capa)
que los cubría enteramente desde el cuello hasta las rodillas. Nunca
estaba sujeta de manera alguna, pero era mantenida en su lugar con
la mano izquierda, en la que el cazador llevaba también el arco y la
aljaba. Durante el tiempo caluroso, el brazo y el hombro derechos
estaban generalmente desnudos y libres. Las capas de piel de zorro
eran tan apreciadas por los onas como codiciadas por los mineros
blancos. Generalmente, las capas estaban confeccionadas de piel de
guanaco. Sólo se usaba las partes del lomo y los flancos del animal
para este propósito y se necesitaban dos pieles de guanaco adulto para
cada capa. Los cueros, una vez recortados, se raspaban cuidadosamente
del lado de la carne; las raspaduras se recogían y aprovechaban como
alimento. Aunque no eran muy apetitosas, calmaban la angustia del
hambre, pues se las masticaba largo rato antes de tragarlas. Las capas
se usaban, naturalmente, con el pelo hacia afuera. Teniendo el cuero
contra el cuerpo no había peligro de que criaran parásitos, de los
cuales esta gente, en su estado natural, estaba exenta, salvo aquellos
que se habían descuidado por enfermedad o extremada vejez.
Un indígena completamente ataviado lleva sobre la frente, como
ya ha sido descripto, una pieza triangular de piel de color azul gri-
sáceo sacada de la cabeza de un guanaco. Este goochilh se levantaba
diez centímetros poco más o menos sobre el centro de la cabeza del
indio y estaba sostenido por una tira de nervio trenzado. Mirado de
frente el goochilh aparentaba forma cónica, mas en realidad sólo
cubría la frente y las sienes.
Tenían otro adorno llamado ohn, pero lo usaban rara vez. Sólo
he visto cuatro o cinco de ellos en mi vida. Se hacía con plumas pe-
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

queñas fijadas a una tira, que usaban alrededor de la cabeza, con las
plumas para abajo. Como era de esperar, el más bonito era el de
Talimeoat, el cazador de pájaros. Los otros ohm estaban confeccio-
nados con plumas cuidadosamente seleccionadas de algún pájaro apro-
piado, pero el ohn de Talimeoat ostentaba plumas que sólo se obtie-
nen de la cabeza de ciertos cuervos marinos negro-azulados de pecho
blanco, una especie muy poco común en la Tierra del Fuego. Las
plumas eran cilíndricas, de unos cinco centímetros de largo; cada
pájaro no tenía más que tres o cuatro de ellas. Talimeoat había dis-
puesto una buena cantidad de esas plumas en una trencilla de nervio
de guanaco extraordinariamente bien tejida y aunque la usaba rara
vez, se sentía interiormente orgulloso de esta visible prueba de sus
proezas de cazador.
Nunca he visto a los onas usar adornos llamativos de pluma en la
cabeza. Los yaganes a veces usaban plumas negras y blanclls, sin duda
para hacer resaltar los colores con que se pintaban. Ninguna mujer
de ninguna de las dos tribus llevaba estos adornos. Si se veía alguna
con un pedazo de cuero atado fuertemente alrededor de las sienes,
era porque sufría de dolor de cabeza y no por otra cosa.
Algunas veces cuando un ona emprendía una larga correría en la
que pensaba desarrollar una máxima velocidad, tomaba cinco o seis
plumas de golondrina, las sujetaba a un nervio y luego se las ataba
alrededor de uno de sus antebrazos. Me han asegurado que cuando
los onas disputaban sus largas carreras de leguas (no he presenciado
ninguna de ellas), algunos de los más veloces corredores, como Taa-
pelht, Ishtohn (Caderas Anchas) y Koniyolh 1 usaban este admi-
nículo como talismán para aumentar su velocidad y resistencia. He
olvidado su nombre.
El ona calza generalmente mocasines, jamni, hechos preferente-
mente con la piel de las patas del guanaco, cosida con el pelo hacia
afuera. El agua no pasa a través de una piel de afuera para adentro,
mientras que de adentro pasa con facilidad hacia afuera por el mismo
proceso que permite la transpiración del animal vivo. Calzando jamni,
el ona puede caminar durante horas a través del agua helada que
muchas veces le llega hasta más arriba de la rodilla. Cuando se retira
de noche a su campamento a descansar, escurre el agua de sus jamni
y se los vuelve a poner; se ajustan tanto al pie, que éste se calienta
muy pronto aunque el pelo de afuera puede estar duro por el hielo.

.1 Era el segundo en fama. de velocidad, después de Taapelht, y procedía del


mIsmo lugar al norte de la TIerra del Fuego. Tenía un metro cincuenta y cinco de
altura, pero era bien parecido, con ojos y nariz de águila.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 379

Calzado con jamni y bien envuelto en su capa, el indio pasa la noche


confortable, a pesar de que la temperatura marcara varios grados bajo
cero y tuviera las piernas expuestas a las estrellas, desde los tobillos
hasta las rodillas. Yo también podía caminar varias horas a través de
fríos pantanos calzando únicamente mocasines, con los pantalones
atados alrededor del cuello para mantenerlos secos, pero no hubiera
podido dormir de noche con las piernas expuestas a la helada. A me·
nudo se me quedaban adheridas las manos al caño del fusil como
si tuviera cola, y cuando colocaba tablas tenía que dejar el trabajo
porque los clavos se me pegaban a los dedos como atraídos por un
imán, pero nunca he visto que acontecieran semejantes cosas a un
ona, trabajando a mi lado, en las mismas condiciones.
Cuando por la acción del sol de día y de la helada de la noche
se formaba una capa de hielo sobre la superficie de la nieve, no lo
bastante sólida como para soportar el peso de un hombre, el ona
usaba ishmkil. Eran polainas hechas de cuero de guanaco con el pelo
raspado. Sólo uno de los hombres, el que encabezaba el grupo, usaba
ishmkil; era el encargado de romper la capa de hielo. Cuando se can-
saba de esa ardua tarea, la traspasaba a otro hombre, junto con las
polainas. Extraña el empleo de la palabra ishmkil, para designar esta
prenda, que no llega más arriba de la rodilla; la palabra ish significa
caderas (compárese Ishtohn, caderas anchas). La palabra ona para
pierna era kahtch.

Las mujeres usaban un delantal diminuto de cuero de guanaco con


el pelo raspado, y encima de éste un kohiyaten, la falda de piel des-
cripta en la nota debajo de la página 267. Además del kohiyaten usa-
ban una capa similar a la de los hombres, pero más pequeña. Se lla-
maba nah-k-oil (capa de mujer), y a diferencia de la masculina, se
sujetaba alrededor de los hombros con dos tiras de cuero. Cuando
la madre llevaba a su hijito sobre la espalda, para abrigarlo lo metía
dentro del olio Por fuera se extendían los moji formando una pequeña
red que semejaba una hamaca de jardín en miniatura.. Si la madre
llevaba otra carga, el niño iba sentado sobre ella, pero sIempre dentro
del olio Las mujeres nunca llevaban a los niños en brazos cuando
debían recorrer alguna distancia.
Cuando no alcanzaban para todos las pieles de las patas de gua-
naco, los mocasines de las mujeres se confeccionaban con la piel de
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

otras partes del cuerpo del animal. Ellas rara vez usaban mocasmes
a menos que tuvieran que hacer caminatas.
Los onas varones dedicaban más cuidado a su apariencia personal
que las mujeres. No obstante, éstas eran más delicadas para ciertas
cosas. Las reglas de la urbanidad ona permitían a los hombres hacer
sus abluciones (si podían llamarse así) a la vista de la comunidad;
en cambio las mujeres las hacían en privado, ya sea ocultándose
detrás de una capa o buscando la protección de un matorral. Sólo
una vez las he visto perturbadas por un mirón. f:ste, para molestar-
las, se acercó demasiado y emitió un sonido de fingida admiración;
no sabemos qué impresión habrá causado eso en realidad a las muje-
res, pero lo cierto es que manifestaron gran desprecio e indignación.
El culpable, es claro, no podía ser otro que el bufón Kankoat, que
siempre estaba dispuesto a gastar bromas.
Las mujeres se despojaban de su olí, en cualquier momento sm
vacilar, pero no seguían descubriéndose a la vista de nadie ni aun
en sus propios hogares. Se recogían el kohiyaten cuando era necesa-
rio, mas nunca se 10 quitaban. Una tarde de primavera, iba yo hacia
el Norte con un grupo de unos veinte indios, hombres, mujeres y
niños. Llegamos a un río que nace en una laguna situada al sudeste
del lago Kami. El tiempo caluroso, al derretir la nieve de las mon-
tañas, había convertido el río en torrente; por esa causa acampamos
en la orilla sur del mismo, a la espera de que la helada de la noche
parara el deshielo y disminuyera el ímpetu del agua.
Llegó la mañana, pero una niebla húmeda había impedido que
cayese la helada, y el río de un ancho aproximado de veinticinco
metros no había bajado casi nada. Rodear la laguna significaba varios
kilómetros a través de maleza mojada; dado que ninguno de Jos onas
sabía nadar, me desnudé y crucé el río un poco más arriba, donde
no había corriente. Había dejado todo preparado, y en el vado uno
de los hombres me arrojó una piedra atada a una tira de cuero, la
que a su vez estaba unida a mi fuerte lazo, que sujetamos firmemente
en ambas riberas. El viento era frío y me alegré cuando cruzó el
primer hombre, que llevaba mi atado de ropa sobre la espalda. Asién-
dose del lazo, los demás hombres fueron cruzando de a uno con los
niños y los fardos de las mujeres a cue taso Río arriba el 'agua les
cubría el cuerpo por encima de la cintura, río abajo no les llegaba
más que a la rodilla.
Las mujeres se habían acercado al agua y contemplaban muy diver-
tidas el espectáculo.
UNA CHOZA EN LA T1ERRA DE LOS ONAS 381

Sabiendo que pronto les llegaría el turno, simulaban timidez, de


modo que les grité:
-No seáis tontas, quitaos los kohiyaten, que todos nosotros mira-
remos hacia otro lado.
¿Acaso creeréis que estas púdicas criaturas así lo hicieron? Nada
de eso. Los maridos tuvieron que volver y traerlas cargadas, y aunque
las mujeres se alzaron las faldas tan alto como se lo permitía su sen·
tido de la corrección, quedaron empapadas.
Conozco otra anécdota que encuadrará muy bien aquí. Prueba cómo
una mujer ona, tímida y recatada, a semejanza de lady Godiva, venció
su natural modestia en beneficio de su pueblo.
No lejos de los acantilados del Ewan, sobre la costa atlántica, había
un grupo circular y espeso de árboles de media hectárea de exten-
sión, rodeado por un espacio de campo abierto. En este lugar estra-
tégico había acampado un pequeño grupo de hombres de las mon-
tañas con sus mujeres y niños. Dos de ellos eran Halimink y Yoknol·
pe. Entre las del otro sexo estaban Kewanpe, esposa de Yoknolpe, un
hermoso tipo de mujer ona, la misma que me había ofrecido sesos
de guanaco y aceite de foca en señal de gratitud.
No hacía mucho que habían instalado sus tiendas cuando un vigía
les previno que se acercaba un grupo de sus vecinos del norte, evi-
dentemente con propósitos de pelea. Halimink y los otros rápidamente
prepararon una defensa contra las flechas voladoras. Recogieron todos
las capas y abrigos de pie! y los colgaron flojos alrededor del campa-
mento. Al aparecer los enemigos en las cercanías, ellos se retiraron
dentro de su fortaleza' y se prepararon para resistir el ataque hasta
el último hombre.
A prudente distancia, los inoportunos visitantes cambiaron algunos
cumplidos de dudosa amabilidad con los defensores. Ambos bandos
dispararon algunas flechas, pero debido a la distancia nadie fué al-
canzado. Halimink invitó a los visitantes a acercarse, pero a éstos les
pareció más prudente mantenerse lejos. Impacientes, los sitiados de-
cidieron tender una trampa. Ordenaron a Kewanpe desnudarse y
avanzar hacia los hombres del norte. No siendo afecta al exhibicio-
nismo, lo probable es que Kewanpe protestara enérgicamente, pero
al fin salió desnuda, tan contrariada como lo hubiera estado cualquier
niña bien educada en su lugar. Cuando la mujer estuvo a la vista de
los visitantes, Yoknolpe, detrás de los escudos, gritó:
-Si lo que queréis es una mujer, acercaos y tomad ésta.
Ninguno de los guerreros se decidió a correr e! riesgo de capturarla,
probablemente con gran despecho de Kewanpe, y después de un rato
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

los sitiadores se retiraron. Habla en favor de ellos el hecho de que


ninguno disparó una fled1a a tan tentador blanco.

5
Vuelvo a mi tema, la vestimenta de los onas. Los nmos de uno
y otro sexo usaban capas como sus padres; las de los pequeños esta-
ban hechas con las suaves pieles de los guanacos muy jóvenes, aunque
no eran muy adecuadas para el mal tiempo, pues se empapaban fácil-
mente con la lluvia. Siempre que el tiempo lo permitiera, los varones
correteaban completamente desnudos, las niñas se despojaban de sus
capas pero conservaban siempre sus pequeños delantales. He oído
a un ona reprochar a su mujer el haberle permitido a su hijita, una
criatura de seis o siete años, jugar sin haber puesto el delantal. Lo
importante era que lo usara; si a causa de sus juegos el delantal se
levantaba hasta la mitad del cuerpo, el hecho no provocaba observa-
ción alguna de parte del padre.
Debido a la constante infiltración de hombres blancos en la Tierra
del Fuego, muchos de los onas abandonaron sus tradicionales capas
y adoptaron vestimenta civilizada. El principal motivo fué el cambio
de ocupación. Las capas eran muy adecuadas para cazar, pero resul-
taban una vestimenta muy incómoda cuando era necesario hacer uso
de las dos manos para aserrar, o realizar otras tareas no soñadas por
los indios de generaciones anteriores. Aunque fuí el prin1ero en com-
prender esta necesidad, sólo aconsejé a mis amigos onas que se quita-
ran la capa para trabajar y volvieran a vestirlas y a pintarse, no bien
terminara su tarea cotidiana. El de pintarse era en verdad un hábito
muy limpio, pues se quitaban la pintura vieja por medio de una enér-
gica fregadura antes de aplicar la nueva. Me enteré de que mi punto
de vista fué criticado, especialmente por los de la Misión Salesiana de
Río Grande. Ellos sostenían que yo fomentaba la vuelta del indio ya
civilizado, al estado de barbarie.
Con el tiempo fueron comparativamente pocos los onas que no
habían adoptado la vestimenta de los hombres blancos. Uno de ellos
fué Chalshoat, que se aferró a su capa, a sus mocasines y a su atavío
de cabeza hasta el día de su muerte, treinta años después de su venida
a Cambaceres con Kaushel y del comienzo de mi prolongada asocia-
ción con los onas.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 38 3

En un capítulo anterior he dado cuenta de los métodos que usaban


los médicos nativos para curar daños y enfermedades. Las enfermeda-
des graves siempre se atribuían a brujerías, y generalmente el culpa-
ble era el curandero del grupo rival. Uno o varios curanderos toma-
ban el enfermo por su cuenta. Fijaban los ojos en él como si fuera
un poseído. Después el curandero principal 10 apretaba y le mordía
y chupaba la parte afectada, hasta hacer sangrar al paciente con los
dientes y las uñas; luego ejerciendo presión con las manos sobre
otras partes del cuerpo y llevándolas hacia la herida simulaban empu-
jar hacia ese sitio la causa del mal -un pedacito de pedernal, un
poco de barro o una ratita viva- que estaba escondida dentro del
paciente, de modo que pudiera ser sorbida, arrojada violentamente al
suelo y pisoteada. A veces no producían ninguna herida; el curandero
conseguía localizar el mal en un brazo o una pierna, lo hacía hacia
la mano o e! pie y allí lo sorbía sin desgarrar la piel. Esta operación
podía ser repetida varias veces al mismo enfermo. Si conseguían ex-
traer todo el mal, el paciente sanaba. Pero si quedaba algo juzgaban
que la maligna influencia de! joon enemigo era demasiado poderosa
para que el curandero local la pudiera vencer, y el paciente moría.
Si sólo se trataba de dolores en e! cuerpo o de algún músculo dis-
tendido, el curandero daba masajes con los pies desnudos sobre el
sitio afectado. Empezaba con suavidad e iba aumentando la presión
hasta que al fin, si e! paciente podía soportarlo, el masajista pisaba
con todo el peso de su cuerpo. El paciente le indicaba dónde debía
pisar y si el dolor producido por el peso era intolerable se lo advertía
con un silbido, cuya intensidad aumentaba gradualmente según e!
dolor. Muchos de estos curanderos pesaban más de noventa kilos y
resultaba en verdad penoso verlos pisar e! estómago de un muchacho
de dieciséis años o de un abuelo de sesenta. Generalmente.la opera-
ción transcurría entre risas y expresiones de buen humor, que daban
oportunidad al enfermo para demostrar estoicismo. Algunos blancos
afirman haber visto a estos curanderos dar un salto en el aire y caer
sobre el cuerpo del paciente. Yo no lo he presenciado y me inclino
a dudarlo.
Para el dolor de espalda, probablemente lumbago, e! paciente se
tiende cara al suelo y el médico le va pisando lentamente la espalda
de arriba abajo. En la época de la esquila, después de un largo y
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

penoso día de trabajo, he visto a menudo aplicarse este tratamiento


entre compañeros a fin de aliviar su cansancio.

Los cazadores onas tenían su código de honor.


Ningún hombre, por poco éxito que hubiera tenido, pediría a un
camarada afortunado una parte del producto de su caza. Pero, como
hemos visto en un capítulo anterior, en ocasiones en que Talimeoat
y su hijo eran los únicos que volvían cargados al campamento, táci-
tamente se descontaba que el cazador repartía su botín con sus amigos
hambrientos. Estaba yo una vez ocupado en abrir una picada, con la
ayuda de unos cuantos onas, entre ellos Kankoat, que tomaba la vida
en broma, Koiyot y Othrshoolh (O jo blanco), el curandero del cabo
San Pablo que se iba poniendo viejo.
Cuando terminamos la tarea, se habían terminado también nuestras
provisiones; y una epidemia de resfríos con fiebre nos había impedido
salir a cazar. Llegamos a orillas del lago Kami bastante temprano,
aunque demasiado tarde para alcanzar ese día Harberton, así es que
decidimos salir en busca de guanacos, dos o tres de mis compañeros
en los bosques cercanos y Koiyot, Otrhshoolh y yo en la montaña
llamada Kasham, situada en el ángulo nordeste del gran lago, frente
a su hermana Heuhupen.
Pasando la playa de ripio que se extendía por kilómetros en el
extremo este del lago, decidí probar la suerte con mi rifle; disparé
a un oiyi grande (calimbo crestado) que estaba a gran distancia sobre
el mar y lo maté. La marea traería poco a poco al pájaro hacia la
playa, pero para no perder tiempo, Koiyot y yo dejamos a Otrhshoolh
encargado de recoger el ave, y seguimos nuestro camino.
Regresamos esa noche muy tarde con las manos vacías y comproba-
mos que los que habían salido a cazar en las cercanías no habían
tenido mejor suerte. Hambrientos y debilitados por la fiebre, Koiyot y
yo fuimos a buscar a Otrhsh06lh y al calimbo. Encontramos a Otrhs-
h061h pero no al pájaro. Unas porciones de esta presa tan gorda y
apetitosa nos hubieran venido muy bien, pero éramos demasiado
orgullosos para preguntar qué había pasado. Sospeché que el colimbo
había sido comido por nuestros compañeros, aunque me sorprendía
este proceder, no habitual entre los onas.
Comimos unas pocas raicillas y hongos, y a la mañana siguiente
temprano salimos para Harberton. Orthshoolh llevaba ahora un fardo,
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 38 5

tan recatadamente como le era posible. Los bosques parecían desier-


tos; no vimos ni un guanaco ni un pájaro que nos dieran oportunidad
de disparar. Encontramos un esqueleto de guanaco y sacamos algo de
médula de los pocos huesos que los zorros habían dejado intactos.
Nos sentíamos mejor de nuestro resfrío y mis compañeros estaban
en excelente estado de ánimo. Conforme avanzaba la tarde, uno u
otro de los indios profería un grito lastimoso, que era una perfecta
imitación del llanto del o;y;, grito tan expresivo como el maullido
de un gato hambriento, y una sonrisa misteriosa asomaba en el sem-
blante de todos con excepción de Otrhshoolh, que apretaba en silen-
cio su fardo de cañas de aspecto tan inocente.
Era evidente que todos, a excepción del joon del cabo San Pablo,
se estaban divirtiendo en grande. Cada vez se oía con más frecuencia
el grito peculiar del pájaro. Sólo a la hora de la puesta del sol, cuan-
do Harberton estaba casi a la vista, caí en la cuenta. El pobre viejo
OtrhshoOlh, que era un buen marido y un buen padre, había envuelto
al calimbo con las cañas para que su mujer y su familia pudieran
participar de este manjar. Yo había juzgado erróneamente a mis com-
pañeros; éstos, aunque muy hambrientos, habían guardado el secreto.
Hasta varios años después, al bufón Kankoat le era difícil contener
el impulso y no lanzar el lamento de marras siempre que el viejo
Otrhshoolh estuviera cerca para oírlo.
Cuando un ona sale de caza lleva consigo ciertos utensilio~: un
cuchillo, que en esos días estaba hecho del arco de un barril que
había llegado a la playa a la deriva; un moF, es decir, una tira de
cuero para enfardar; yesca y pedernal para encender fuego, que man-
tenía secos dentro de una bolsa atada a un cinturón de guasca, y por
supuesto su arco, carcaj y flechas.
Los arcos y flechas de los onas eran magníficas muestras de su
habilidad manual. El arco se hacía de madera de hayas enanas ( o/ho-
fagus pmn;¡;o) , que en pleno desarrollo tiene unos treinta centíme-
tros de diámetro. Justo debajo de la corteza, la madera es blanca,
pero el corazón del tronco es rojo. Sólo se usaba la madera blanca
para el arco, y eran pocos los árboles que la tenían en cantidad sufi-
ciente y de la calidad apropiada. Una vez elegido el árbol, se lo
abatía y se le cortaba un pedazo de tronco de casi un metro y medio
de largo 1. flste era luego rajado a fin de extraerle un trozo libre de
1 Cuando yo andaba con ellos, alguien llevaba siempre un hacha para abatir árbo-
les. Antes de la llegada de los hombres blancos deben de haberse ingeniado en el
empleo de piedras afiladas. He visto una piedra que con toda seguridad estuvo fijada
a un pedazo de madera y que los antiguos habitantes de Tierra del Fuego habrían
usado como hacha.
EL ÓLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

nudos y de madera roja, material con que el experto (a quien llama-


ban k-haalchin) daba comienzo a su delicado trabajo. Los extremos
se recortaban en forma de triángulo isósceles, cuya base semejaba una
pera alargada; ambas bases se unían en el centro del arco y coinci-
dían con la parte más elástica de la madera. Cada mitad era luego
trabajada hasta darle la forma de una pirámide de veinticuatro facetas,
y medía, del vértice a la base, cinco centímetros y medio; en el cen-
tro, el arco tenía un ancho de tres centímetros. Lo más difícil era
darle la curvatura adecuada. La pieza terminada, combinaba ingenio-
samente la mayor resistencia con el menor peso.
Las flechas se hacían con la madera amarilla del arbusto barberry.
Se obtenían buenas flechas de la variedad de bayas comestibles, pero
la mejor madera la daba el muérdago, arbusto que se encontraba al
sur de la tierra de los onas, de hoja perenne larga y espinosa y cuyo
fruto, a diferencia de los descriptos por mi padre como bayas dulces,
no tiene gusto agradable. El experto elegía una varita de aproxima-
damente ochenta centímetros de largo, le quitaba la corteza, la partía
en cuatro pedazos y extraía la médula. Cada trozo servía para una
flecha; se calentaba al fuego para hacerlo maleable y enderezarlo
perfectamente y se raspaba con un pedernal o un pedazo de vidrio
hasta darle forma, de modo que el centro de gravedad de la flecha
estuviese un poco más cerca de la cabeza que de las plumas. Desde
ese centro, que tenía ocho milímetros de diámetro, la flecha se iba
afilando en ambas direcciones hasta terminar en un diámetro de cua-
tro milímetros para cada extremo. Después de ser raspada, la flecha
era frotada con una piedra especial, que de tanto usarla se acanalaba
como una teja. El último pulimento se hacía con polvo fino de esa
misma piedra aplicado con un trozo muy suave de piel de zorro.
Las plumas y las cabezas de flechas estaban prolijamente ligadas a
la flecha con el mismo material que usaban los onas para sus otras
ligaduras y costuras, es decir con tendones de guanaco, no los gruesos
que se encuentran a lo largo de todo su cuerpo, sino los más fi-
nos, que se hallan justamente debajo de la piel del lomo. El tendón
se humedecía antes de usarlo. Al secarse se encogía y mantenía así la
cabeza y las plumas en posición firme. El extremo final se fijaba
con un pedacito de resina llamado teik.
Cada flecha llevaba dos plumas. Generalmente de ganso, cisne o
buitre crestado; muy pocas veces usaban las de esos enormes buitres
negros conocidos por pavos-zumbadores o las de los pájaros oceánicos
que llamaban mollymauks; y aun entre las de las tres primeras, pocas
eran las plumas que consideraban adecuadas y de ellas sólo usaban
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 38 7

las veletas anchas. Se cortaban a lo largo hasta menos de cinco cen-


tímetros y la misma atadura se:vía para las dos. Para impedir que se
quebraran se daba a la extremidad de las flechas una curva idéntica
a la de las plumas barbadas.
La palabra ona correspondiente a pluma era sheetrh, pero la clase
de pluma que más usaban para sus flechas se llamaba shosheetrh,
que significa pluma del ala izquierda. Si se cortan las barbas de una
pluma del ala izquierda y las del ala derecha y se compara la in-
clinación transversal del tronco, se demostrará por qué un hombre
acostumbrado a usar la mano derecha puede hacer un trabajo más
correcto, curvando una pluma del ala izquierda. Recuerdo haber visto
poner de lado plumas del ala derecha para uno o dos hombres que
las podían usar.
En la extremidad donde se fijaban las plumas, la flecha tenía una
pequeña muesca para encajar la cuerda del arco, paralela a la punta
del arma, vista de canto.
Originariamente los onas hacían la punta de la flecha (heurh) con
pedernal, pero cuando aparecieron las botellas, como otra señal del
paso del hombre blanco, los indios encontraron más fácil hacer de
vidrio sus puntas de flecha. El tallista ona rompía una botella y esco-
gía algunos fragmentos, seguramente no los mismos que el profano
hubiera considerado de forma más adecuadas. Ya fuera la materia
prima vidrio o pedernal, el procedimiento de elaboración era el mis-
mo. El fragmento se sostenía en una mano sobre un pedazo de piel
de zorro doblado, que hacía de almohadilla. La única herramienta
que usaba el tallista era un hueso seco de la pata de un guanaco o
de un zorro, que mantenía mellado en un extremo, frotándolo a
menudo en una piedra tosca. Con este primitivo instrumento obtenía
una pequeña y barbada punta de flecha, perfectamente tallada. A me-
nudo trabajaba en dos o tres puntas de flecha a la vez. Mientras
tallaba una conservaba las otras en la boca para entibiarlas. Cuando
el trozo que estaba trabajando se tornaba quebradizo, se lo introducía
en la boca y seguía con los otros pedazos. Las puntas terminadas
tenían unos dos centímetros y medio de largo y algo más de un cen-
tímetro de ancho.
En una de mis visitas subsiguientes a Inglaterra leí un artículo
titulado: "Los fabricantes de pedernal de Brandon". Me interesó
tanto que me trasladé al pueblecito de Suffolk para ver trabajar a
los tallistas ingleses. Además de explicarme los métodos actuales,
me enseñaron una colección de puntas de flechas que abarcaban un
período de más de ocho mil años; muchas de ellas encontradas en
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

los alrededores de las trescientas sesenta y seis canteras que se sabía


habían existido en ese distrito. En la colección había puntas de fle-
chas de pedernal fabric:ldas por los maestros modernos más expertos
en esa especialidad. inguna de ellas podía competir ni por el ma-
terial ni por la obra del tallista con las de los indios onas.
Fué para mí muy interesante enterarme que los tallistas de Bran-
don, cuando hacían trabajos muy delicados, tales como puntas de
flechas y adornos de pedernal, también empleaban el método de la
almohadilla y el hueso seco; la única diferencia consistía en que no
usaban la boca para calentar el material.
La aljaba del ona está prolijamente confeccionada con cuero de
foca con el pelo hacia afuera. Nunca el cazador se la ataba al cuerpo,
sino que la llevaba bajo el brazo. En la parte superior tenía un ojal
del mismo material que servía para colgarla cuando no se usaba.
La cuerda de! arco se hacía siempre retorciendo un tendón que se
sacaba del frente de las patas delanteras del guanaco; cuando cazaba
bajo la lluvia, e! ona la guardaba en la misma vejiga en que conser-
vaba la yesca y e! pedernal, y la fijaba al arco a último momento,
pues la cuerda no sirve si está húmeda.
Para disparar la flecha el ona toma e! arco con la mano izquierda,
teniendo el brazo ligeramente encorvado. La muesca de la punta de
la flecha se encaja en la cuerda del arco y flecha y cuerda se toman
con los dedos índice y pulgar de la mano derecha. Cuando el arco
está completamente distendido, se usaban también los dos dedos del
medio. En el momento de disparar, el cazador estira de golpe su
brazo izquierdo adelantándolo unos cinco centímetros, mientras que
con un brinco hacia adelante parece comunicar a la flecha mayor
ímpetu. Una herida de flecha sangra mucho más que una herida de
bala, pues ésta sólo desgarra los tejidos, en tanto que la flecha los
corta.
El cazador se despoja de su capa cuando usa el arco y las flechas.
Para cobrar su presa más común, el guanaco se aproximaba lo más
posible, dejaba bajo reparo la capa y la aljaba, y luego, con dos o
tres flechas de repuesto en la boca se iba acercando a la presa. El
mejor momento para descargar una flecha era aquel en que el ani-
mal, advirtiendo el peligro, giraba para emprender la fuga. La flecha
penetraba bajo las costillas y avanzaba dentro de! cuerpo, sin encon-
trar ningún hueso, hasta atravesar los órganos vitales del animal, que
quedaba abatido en el mismo sitio. Había tal fuerza en la flecha de
un ona, que he visto una que atravesaba el cuerpo de un guanaco,
desde la parte inferior de las costillas hasta la base del cuello. En
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 38 9

Paraguay y en Brasil los indígenas tienen maderas mejores y más


elásticas que las de las hayas enanas de Tierra del Fuego, sin embar-
go, nunca he visto en esos lugares ni en ningún otro un arma abo-
rigen que pueda compararse en cuanto a mano de obra con el arco y
la flecha del ona.
Con una flecha o una bala atravesada en los intestinos el guanaco
puede correr leguas antes de tumbarse o morir. El cazador descargaba
a veces otras flechas mientras el animal escapaba. Las flechas eran
muy valiosas para dejar que se perdieran, así que el cazador perse-
guía al guanaco herido hasta dar con él. Si encontraba al animal des-
cansando, esperaba tranquilamente que se debilitara para luego acer-
carse y ultimarlo. Después el cazador volvía en busca de las flechas
que hubieran errado el blanco. Así fué cómo los indios desarrollaron
el sentido de la vista y una increíble facultad de la memoria.
Es interesante consignar que la flecha empleada una vez para
matar un hombre, nunca se usaba de nuevo. Generalmente, quedaba
en el cuerpo del muerto.

Antes de retomar el hilo de mi relato, voy a detenerme para dar


unos datos sobre el animal que tantas veces he mencionado en estas
páginas: el guanaco.
Cuando yo era muy jovencito y vivía en Ushuaia, el gobernador
tenía un enorme perro mitad bull-dog, mitad mastín, que se llamaba
Tigre. El fiero aspecto de este monstruo había sido realzado por la
amputación de la cola y las orejas y un temible collar de pinchos.
Había matado a varios congéneres que se atrevieron a hacerle frente;
más adelante se volvió tan peligroso que hubo a su vez que matarlo
a tiros. Antes de esa oportuna eliminación, Tigre tuvo una aventura
que debe haberlo seguido en sueños hasta en sus últimos días.
Su Excelencia poseía también un ,guanaco que era muy manso y
no había llegado aún a su completo desarrollo. Provenía de Río Ga-
llegos, en Patagonia; el gobernador del territorio se lo había enviado
de regalo. Un día este joven visitante abusó de la hospitalidad del
dueño de casa, saltó la cerca y penetró en la huerta. Estaba comiendo
a sus anchas las hortalizas recién brotadas cuando lo vió el gober-
nador. Esta mala acción, que sumaba el hurto a la insolencia provocó
la ira de Su Excelencia, quien, llamando al terrible Tigre, abrió la
puerta del jardín y dijo:
-jChúmbale!
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
39°
Esto implicaba una invitación a devorar a) guanaco; el perro, sin
hacerse rogar, se abalanzó con la violencia de un tanque que fuera al
mismo tiempo un hipopótamo, mientras mis hermanos y yo, esperába-
mos conteniendo la respiración, el triste final que aguardaba al despre-
venido guanaco. Bste, al principio, no pareció darse cuenta del peligro.
Mas cuando Tigre estaba casi por alcanzarlo, levantó la cabeza con
la boca llena de tierna lechuga y se elevó en el aire y cayó con las
cuatro patas juntas sobre el perro, mientras que sus dientes buscaban
un lugar donde hincarse en el cuerpo redondo y musculoso de su ad-
versario. Tigre hizo un esfuerzo por aguantar la embestida, y devolverla,
pero después de unos pocos vanos intentos perdió coraje y volvió co-
rriendo presa de pánico y c1an1ando ayuda al lado de su dueño, per-
seguido por su enemigo que continuaba golpeándolo. A partir de en-
tonces, aun cuando Tigre siguiera siempre dispuesto a buscar camorra
con cualquier otro adversario, bastaba que viera al guanaco para que
corriera a refugiarse en su perrera.
Conforme envejecía, el guanaco se iba tornando tan fastidioso como
Tigre; no compartió, sin embargo, su suerte, pues fué enviado al Zoo-
lógico de Buenos Aires.
He relatado este incidente para demostrar que el guanaco no es una
pobre criatura indefensa como cree el vulgo.
Hasta un guanaco manso puede llegar a ser una bestia peligrosa.
En el Jardín Botánico de Edimburgo, Escocia, hubo un guanaco macho
de Patagonia que hirió muy gravemente a uno de los guardas, que,
pese a ser un hombre fuerte, hubiera muerto de no haber sido soco-
rrido a tiempo por sus compañeros. En el mejor de los casos el gua-
naco es una bestia desagradable, de feas costumbres. Rumia el ali-
mento igual que las vacas y tiene el sucio hábito de escupir en gran-
des cantidades esa nauseabunda mixtura, con excelente puntería y de
la manera más insolente, directamente a la cara de sus visitantes.
Los largos y afilados caninos del guanaco macho adulto casi po-
drían llamarse colmillos, y aunque el estudiante de odontología ani-
mal pudiera decir que no es posible tener más de dos caninos por
mandíbula, el guanaco parece tenerlos por pares. Quizás exista un
nombre especial para estos dientes extra.
Hallándome de visita en Buenos Aires, fuí invitado a almorzar por
el Dr. Holmberg director del espléndido Jardín Zoológico de esa
ciudad. Durante nuestra conversación afirmé que había ciertas peque-
ñ.as diferenci~ entre el guanaco de la Patagonia y los de la isla prin-
CIpal de la TIerra del Fuego, y también entre estos últimos y los de la
isla de Navarino. El doctor Holmberg no intentó disimular su incre-
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 39 1

dulidad; manifestó que tenían algunos guanacos de la Patagonia y


uno fueguino que se parecía tanto a sus hermanos que ni siquiera
los guardas podían distinguirlos. El los había estudiado prolijamente
hasta convencerse de que no había diferencia alguna entre los dos
tipos.
Tomé esto como un desafío y fuimos juntos a ver la manada de
quince guanacos. No tardé mucho en afirmar que no había ningún
guanaco fueguino entre ellos. Sugerí al doctor Holmberg que el ani-
mal de su referencia se habría muerto o escapado. Sonrió ante mi obs-
tinación e insistió que el guanaco fueguino estaba allí, delante de mí;
añadió que había sido enviado desde Ushuaia como un regalo para
el Zoológico.
Encontré entonces la explicación. Aquel animal que suponían de
origen fueguino era el mismo temible peleador que había ahuyentado
al formidable Tigre. Había nacido en Río Gallegos, Patagonia, y
debía tener por lo menos diecisiete años.
~

CAPITULO XXXIX
KOrvOT SE CONVIERTE EN MI Tío ADOPTIVO. LA DELINCUENCIA DE
CO TRERA. LA TERRlllLE MATANZA CERCA DEL LAGO HYEWHIN. EL
BRAVO KAUTEMPKLH ATRAPA NUEVA lENTE A SU HOMBRE. DARlo
PEREIRA REVELA CORAJE. CONTRERAS ENCUENTRA QUE HA HECHO
UN MAL NEGOCIO. AVENTAJO EN PERlCIA A HALlMINK Y AHNIKlN.

L año iguiente al de la iniciación de la estancia Viamonte dejé


E a Dan Prewitt a cargo de aquello y me fuí a la isla de Gable
para ayudar a Will en la esquila. Llevé conmigo a varios indios del
grupo de Najmishk, entre ellos Koiyot y su mujer Olenke. Cuando
llegamos a Harberton encontramos que Kiyohnishah (Estiércol de
Guanaco) y su grupo habían venido una vez más para la esquila. Ha-
limink, Yoknolpe, Ahnikin y otros hombres de las montañas se en-
contraban también allí y pronto estuvimos trabajando todos juntos
en aparente armonía. En el grupo de Kiyohnishah estaban su herma-
no Chashkil y otro hermano menor, un muchacho llamado Teorati.
También Kautempklh, su yerno Ishtohn, Hechelash el enano y Ki-
lehehen; este último era primo de Kautempklh, pero no poseía su
dinámica simpatía.
Pasamos unos días bastante tranquilos y sólo un incidente merece
mención aquí. Teníamos que embarcar cierta cantidad de ovejas desde
Gable a la tierra principal. Estos salvajes animalitos eran reunidos
por lotes en la playa y para impedir que escaparan se utilizaban redes
sostenidas por las mujeres, encantadas con la tarea; gran júbilo les
causaba ver a las ágiles ovejitas saltar contra la red una y otra vez
sin éxito.
En una de estas ocasiones en que habíamos llevado a la playa una
partida de ovejas, el servicial Koiyot corrió al campamento, que queda-
ba a doscientos metros, a buscar a las mujeres para que nos ayudasen. A
los pocos minutos estaba de vuelta con ellas, ansiosas de un poco de
diversión. Su mujer Olenke no venía en el grupo. Una vez que las
ovejas estuvieron embarcadas en la barcaza, construída algunos años
atrás por Despard, Koiyot se me acercó, extremadamente serio. Me
pidió que 10 acompañara al campamento pues su mujer tenía una
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 393

pierna rota. Me apresuré a ir y encontré a Olenke acostada en el suelo,


sosteniendo su pierna; dieciocho centímetros más arriba de la rodilla
tenía una enorme contusión. Cuando me vió, juntó los dos extremos
del hueso roto para hacerlos crujir. A su lado había un garrote de
madera.
Pregunté cómo había ocurrido el accidente, y Koiyot me dijo que
él le había pegado con el garrote. El espectáculo de aquella pobre
mujer postrada me indignó de tal manera, que con toda mi fuerza
asenté al desprevenido marido un puñetazo en la cabeza que lo hizo
tambalear.
Fué un proceder insensato. Si Koiyot hubiera contestado el ataque,
yo hubiera recibido mi merecido. Creo que me hubiera vencido, pues,
a pesar de ser diez centímetros más bajo, pesaba lo mismo que yo.
Afortunadamente, no me extendió la mano izquierda del desafiante,
sino que me ayudó humildemente, mientras yo hacía lo que podía
por Olenke. Preparamos un camastro donde pudiera reposar con los
pies un poco más altos que la cabeza. Para impedir que la pierna
dañada se acortase até al tobillo un pequeño peso, y lo suspendí a los
pies de la cama. Mientras estaba considerando, con cierta ansiedad,
lo que había hecho, oí con gran alivio la sirena de un vapor.
Supuse que sería el transporte del gobierno, anclado en el aserrade-
ro de Ukukaia, en la tierra principal. Dejando a Koiyot con su mujer,
corrí a la playa para buscar a Will. Inmediatamente, éste se alejó en
un bote para buscar ayuda médica, y regresó esa noche con el médi-
co del vapor, quien trajo consigo una especie de férula donde, sin
demora, fué encajada la pierna de Olenke.
Parece ser que cuando Koiyot llegó al campamento para buscar a
las mujeres, Olenke se había negado a ir. Anteriormente, ese mismo
día habían discutido sobre otro asunto, y ahora Olenke no podía mo'
verse. Si Koiyot hubiera tenido consigo su arco y la aljaba segura-
mente la pierna de Olenke habría sido alcanzada por una flecha,
pero el arma más cercana era una gruesa estaca de un metro cincuen-
ta de largo, y de un terrible golpe Koiyot había debajo a la pobre
mujer en el suelo. Koiyot no era ningún débil, por lo tanto había
que temer la pesadez de su mano cuando se enojaba.
Después que el cirujano hubo atendido a Olenke y ella estuvo con-
fortablemente instalada, Koiyot se me acercó y, con expresión humo-
rística a la vez que pesarosa, me tomó la mano y poniéndola en el
costado de su cabeza dijo:
-Sienta esto.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
394
El chichón parecía un blando huevo de ganso. Prosiguió en tono
incitante:
-¿Le gustaría pelear conmigo ahora?
Le contesté con el equivalente ona que más se parece a:
-No, muchas gracias.
Me sentía algo avergonzado de haber perdido los estribos y haber
atacado corno un niño enfadado a este buen hombre. Después de
todo, Olenke era su mujer, no la mía; y había sido por mi causa que
él le babía pegado, cuando ella se negó a prestar la ayuda que yo
solicité. Afortunadamente, todo salió bien. El cirujano arregló tan
esmeradamente la pierna rota, que cuando Olenke se puso de pie
nuevamente, podía caminar casi sin cojear. Se convirtió en la más
mimada de las mujeres. Koiyot seguía ayudándola en sus tareas aun
mucho después que ella podía hacerlas por sí sola, y a veces por temor
quizás a que su marido se tornara menos atento, ella cojeaba por
demás cuando él la miraba.
Como sucede a menudo, este brusco choque entre Koiyot y yo dió
a nuestra relación un cariz nuevo y más íntimo. Me acostumbré a
llamarlo Yi Pool que significa "tío paterno". Al correr de los años
el nombre le quedó y Koiyot fué conocido, aun en los círculos argen-
tinos civilizados como "el tío del señor Bridges".l

Terminada la esquila, los grupos se dispersaron. De nuevo abrigué


la esperanza de que las incursiones asesinas de unos contra otros
fueran ya para siempre cosa del pasado. Desgraciadamente, se urdie-
ron nuevos conflictos.
La mayor responsabilidad recayó no sobre un ona, sino sobre un
ganadero chileno mestizo, llamado Contreras. Cuando confié a su
cuidado el rebaño de Cambaceres, Contreras no tenía esposa. Al prin-
cipio parecía contento de su soltería, pero al correr del tiempo se
había cansado de la vida solitaria en la ensenada de Woodpecker y
había buscado una compañera.
A menudo había en Cambaceres uno o dos onas para ayudar a
Contreras en su trabajo. En una ocasión uno de estos ayudantes era
Ahnikin. Fué a este joven de mandíbula cuadrada, vengativo y trai-
cionero, a quien Contreras confió sus anhelos. Ahnikin, que nunca

1 En castellano en el original.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 395
pudo disimular su odio hacia aquellos que habían matado a sangre fría a
Houshken, vió ahora la oportunidad de hacer un excelente negocio.
Prometió conseguirle una buena joven ona a cambio de tres rifles y
suficientes municiones.
Incapaz de resistir a tan tentador ofrecimiento, Contreras compró
secretamente tres winchester 44, de repetición a unos mineros que
partían de vuelta a la civilización, y abandonó Cambaceres sin decir-
nos palabra, llevándose los rifle~ y algunas municiones. Uno fué para
Ahnikin, los otros dos para Halimink y Yokoolpe. Contreras viajó
con el grupo hasta el lago Kami donde instalaron el campamento.
La única ambición de los hombres del norte era ahora perseguir
al grupo de Kiyohnishah y aniquilarlo con las armas de fuego re-
cientemente adquiridas. Dejando a Contreras con las mujeres, salieron
en busca de sus enemigos. Además de Ahnikín y sus tíos (o medios
tíos) Halimink y Yoknolpe, el grupo vengador incluía a Kankoat y
a Kautush, de dieciséis años, cuyo padre había sido muerto en una
disputa anterior con los hombres del norte por uno llamado Kawhal-
shan. Kautush, que pasaba largos períodos en Harberton, era muy
inteligente y nosotros lo considerábamos uno de los onas más civili-
zados. Algunos hombres del grupo Najmishk se unieron también a la
expedición. Uno de ellos era Shishkolh, tío de los niñitos que habían
sido asesinados en la fiesta de la ballena.
Localizaron a los norteños cerca del lago Hyewhin y esperaron
hasta que amaneciera. Con Kiyohnishah estaban sus dos hermanos,
Chashkil y el joven Teorati, el anciano Kautempklh, ese hombre es-
pléndido, su primo Kilehehen; Pahchik, Halah, Kilkoat, Paloa y
Kawhalshan, el asesino del padre de Kautush y una comitiva de mu-
jeres y niños, entre ellos la mujer del viejo Kilehehen, sus dos rujas
y sus dos hijitos. Su única arma de fuego era el rifle, que aún era
útil, a pesar de algunas fallas, que Kilkoat quitó al hombre que había
asesinado años atrás.
Al amanecer, los atacantes avanzaron sobre el campamento dormi-
do. Los perros empezaron a ladrar, pero su aviso llegó demasiado
tarde. Kiyohnishah, cogido de sorpresa, se puso de pie. Al mirar por
encima de su kowwhi para averiguar por qué ladraban los perros, una
bala del rifle de Ahnikin le hizo volar la tapa de los sesos. De inme-
diato, una descarga derribó a seis o siete más, entre ellos a Chashkil,
que murió tan rápidamente como su hermano. Kawhalshan cayó con
una pierna rota. Kautempklh, Kilehehen, Teorati, Kilkoat con su rifle
y unos pocos más se internaron en el bosque, mientras las mujeres
escondían la cabeza y gemían.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

Kawhalshan, tendido en el suelo, desamparado, fué traspasado


lentamente con una flecha de punta roma por el joven Kautush. Mien-
tras remataba al herido le gritaba una y otra vez:
-Tú mataste a mi padre.
Fué el único caso de un ona ultimado poco a poco por uno de los
suyos, que yo conocí. i Y nosotros creíamos que Kautush era civili-
zado!
Halimink y su banda de asesinos se dispersaron por el bosque en
busca de nuevas víctimas. Algunos de los perseguidos no habían es-
capado lejos y todavía tenían ganas de pelear. Paloa le quitó el rifle
a KiIkoat y derribó a Kankoat de un balazo en la cadera. Kautempklh,
de quien se decía que nunca había participado de una pelea sin matar
a su adversario, disparó una flecha a Yoknolpe desde corta distancia,
le quitó el rifle y escapó.
Ahnikin, viendo muerto a su tío, a quien quería mucho, persiguió
al fugitivo, pero avanzó con cautela temiendo una emboscada, y así
dió tiempo para escapar al voluntarioso Kautempklh y a su primo
Kilehehen. Cuando Ahnikin volvió al lugar del asesinato encontró a
un grupo de acongojadas mujeres entregadas a la tarea de hacer pe-
dazos a Yoknolpe y alimentar con ellos a los perros. Ahnikin se en-
fureció. Levantó un rifle y mató a siete por lo menos de aquellas
mujeres. Fué un crimen inolvidable. Mucho después, aun las mujeres
de su propia tribu a menudo se cubrían la cara en señal de temor
cuando él pasaba cerca. Finalmente, obligó a la hija mayor de Kilehe-
hen a seguirlo, dejando a la madre con la hija menor, una niña de
trece años, y los dos niñitos.
De esta manera Ahnikin consiguió una nueva esposa y alivió el
tedio de su viudez.
Muchas otras mujeres fueron llevadas por los conquistadores, y
entre ellas la muy codiciada joven viuda de Chashkil que tenía as-
pecto de gitana. Cuando los guerreros llegaron al campamento con el
botín, fué entregada al expectante Contreras.

Kankoat estaba gravemente herido, pero no de muerte. Por un mi-


lagro la bala lo había traspasado sin romperle ningún hueso ni des-
hacerle los intestinos. Mayor milagro aún fué que pudiera arrastrarse
de vuelta hasta Harberton sin ayuda. Me di jo, después, que se había
desmayado varias veces y que había gateado la mayor parte del ca-
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 397

mino, pues estaba demasiado débil para caminar. Su herida cicatrizó


perfectamente.
Teorati, que había perdido a sus tres hermanos a manos de Hali-
mink y Ahnikin, huyó para salvar su vida, cruzó el campo enemigo
y se encaminó al único amparo que le quedaba: Harberton. los hom-
bres del norte dieron con su rastro, y adivinando su intención, lo si-
guieron con el propósito de acallado para siempre.
Como conocían el terreno mejor que él, tomaron por un atajo y
casi consiguieron cerrarle el camino, pero Teorati los eludió y llegó
a Harberton sólo unos pocos minutos antes que ellos.
Había caído la noche y todo el mundo dormía. El aterrorizado
muchacho no se atrevió a confiar en la protección de los indios yaga-
nes que tenían su campamento a menos de medio kilómetro del po-
blado y siguió corriendo en línea recta. El primer edificio que encon-
tró fué el hogar del carpintero, un español muy trabajador, de baja
estatura y de barba espesa, llamado Darío Pereira, que nunca hasta
esa noche había demostrado tener coraje.
Teorati, con los hombres de las montañas a unos pocos cientos de
metros detrás de él, golpeó la puerta de Pereira y despertó al hom-
brecito. Teorati, incoherente por la extenuación y el terror, imploró
su protección. Aunque Pereira estaba muy asustado, comprendió que
era un asunto de vida o muerte e inmediatamente hizo entrar al
muchacho.
Al momento de echar el cerrojo llegaron los perseguidores. Gol-
pearon y exigieron que Teorati les fuera entregado, pues era un mal-
vado y un gran mentiroso. Darío Pereira se negó rotundamente y les
dijo que se fueran. lo amenazaron, pero creyendo sin duda que el
español estaba armado, se retiraron sin intentar forzar la puerta y
dejaron a Teorati, quien contó su espantosa historia a su protector y
después a todos nosotros.
Contreras, el ganadero que había sido el causante directo de todo
este derramamiento de sangre, sabía que nunca podría volver a tra-
bajar con nosotros. Llevó a su joven mujer del lago Kami al aserra-
dero de Ukukaia, donde pidió trabajo. No sé si fué feliz en su ma-
trimonio, pero éste fué de corta duración. Al poco tiempo de haberse
instalado en Ukukaia tuvo una discusión, por una cuestión de veinte
pesos argentinos, con un hombrecillo decente llamado Villarreal. Con-
treras era cobarde y flojo. Nunca se hubiera animado a atacar a Vi-
llarreal solo. Pero con la ayuda de un amigo, de su misma calaña,
asestó una cuchillada tan brutal a Villarreal que el pobre hombre
murió mientras intentaba llegar a su choza.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Contreras fué condenado, creo que a tres años de prisión en Us-


buaia. Antes de concluir su condena fué puesto en libertad por buena
conducta. Huelga decir que a su regreso a Ukukaia, su mujer ona
había desaparecido.

4
Yo me hallaba ausente del distrito cuando ocurrió la matanza del
lago Hyewhin y no me enteré hasta que aparecí por Harberton unos
días después. Pasada la primera impresión de horror por el crimen
reciente de Halimink y Ahnikin, tuve una sola preocupación: los
rifles. KautempkIh tenía uno, pero tal vez no lo usara, pues me pa-
reció que fiaría más en su arco y sus flechas. No así Halimink y
Ahnikin. Tenía que quitarles esos rifles antes de que causaran más
daño.
Era un problema difícil. Sabía lo inútil que sería salir a buscar a
los dos hombres. Con mi escaso conocimiento de los bosques, tan in-
ferior al de ellos, nunca los hubiera encontrado y no era probable
que ellos por su propia cuenta me buscaran para entregarme los rifles.
Mientras estaba considerando el asunto, la Dama de la Fortuna me
sonrió.
Siempre había niños indios correteando alrededor de Harberton;
a menudo un grupo de ellos rondaba cerca de la estancia con la espe-
ranza de conseguir alguna golosina. Esa mañana aparecieron en la
casa, en busca de estas delicias, dos niños y una niña que tendrían
entre nueve y once años de edad; uno de los niños, Old Face (Cara
Vieja), era hermanito de Ahnikin, y sus dos compañeros, Nana y su
hermana, hijas de Halimink. Verlos y encontrar solución a mi pro-
blema fué todo uno.
Recordando mi éxito cuando rapté a Garibaldi del campamento de
Tininisk, me apoderé de los tres sorprendidos niños, los en1barqué en
uno de nuestros pequeños cúteres y di instrucciones para que los lle-
varan a la isla de Picton y los pusieran al cuidado del leal Modesto
Pereira, que estaba a cargo de aquello.
Realizada la primera parte de mi plan, hice saber a los indios de
Harberton que los niños serían devueltos a sus padres tan pronto
como los rifles fueran entregados en la finca. Añadí que los niños
estarían bien cuidados, pero que si los conminados tardaban mucho
en obedecer, los niños serían enviados a Buenos Aires, de donde di-
fícilmente volverían.
Sabiendo que este ultimátum sería debidamente transmitido a Ha-
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 399

limink y Ahnikin, proseguí el trabajo que me retendría una o dos


semanas en Harberton. A pesar de mi aparente tranquilidad, tembla-
ba interiormente porque sabía que esos hombres se pondrían furio-
sos al enterarse de lo que yo había hecho. Después de una matanza
en la que habían perdido su mejor cazador, Yoknolpe, serían capaces
de cometer cualquier locura. Mi única seguridad eran los niños. Por
temor a una represalia, Halimink y Ahnikin lo pensarían dos veces
antes de hacerme algún daño. Por si acaso, había dado algunas ins-
trucciones que debían cumplirse a mi muerte.
Nada pasó por un tiempo; más adelante supe que Halirnink y
Ahnikin, junto con algunos de los suyos y unas cuantas mujeres ro-
badas al grupo del norte, habían acampado cerca de Harberton. Pro-
seguí con mi habitual labor diaria y no me quedé cerca de la finca
para no demostrar temor.
Durante algunos días Halirnink y Ahnilcin evitaron encontrarme.
Hasta que una mañana, en que yo me hallaba solo en el bosque, a dos
kilómetros y medio al norte de nuestro pueblecito, se aparecieron ca-
sualmente de entre los árboles con los rifles en la mano.
Si quisieron atemorizarme lo consiguieron, pues yo no estaba nada
seguro de sus buenas intenciones. Pero no les dejé adivinar mis ver-
daderos sentimientos, y como era mi costumbre al hallarme en peli-
gro, me senté tranquilamente a conversar. En tono tranquilo les hice
notar que les sería difícil obtener municiones cuando su pequeña re-
serva se les terminara, y que cuando los blancos, cada vez más nume-
rosos en la Tierra del Fuego, y también su propia gente se enterasen de
la historia completa de su último crimen los considerarían sujetos pe-
ligrosos. Les aconsejé, por su propio bien, que devolviesen los rifles
cuanto antes. Después de unos minutos de discusión, finalmente acce-
dieron. Ahnikin de muy mala gana. No necesito confesar cuáles eran
mis sentimientos mientras me dirigía a la finca seguido por los dos
indios descontentos. Vinieron conmigo hasta la casa y allí me entre-
garon dos de los tres rifles que Contreras había permutado por una
esposa.
Los tres niños regresaron de Picton contentos y rebosantes de salud.
Modesto, en su solitario puesto de avanzada, los había mimado mucho.
Fueron devueltos al cuidado de sus familias y así concluyó el incidente.
Comprendí que el alegre, inconsciente y veleta Halimink no me
guardaba rencor. Ahnikin era de distinta calaña; él, que a menudo
me había llamado su padre, me echaba ahora una inescrutable mira-
da que nada me gustaba.
~

CAPITULO XL
GRAN DESASOSIEGO EN LA TIERRA DE LOS ONAS. AHNIK.lN VIENE A
RECLAMAR UNA SEGUNDA ESPOSA Y YO SE LA NIEGO. vIÁJO DE NUE-
VO A BUENOS AIRES. A MI VUELTA ME PREVIENEN QUE SE ATENTA
CONTRA MI VIDA. BUSCO A HALlMINK Y AHNIK.lN Y TRASTORNO
SUS PLANES.

de la matanza de Kiyohnishah y su gente, había gran


D
ESPUÉS
intranquilidad entre los indios, y a los sobrevivientes de ambos
clanes, les era imposible trabajar pacíficamente en el mismo vecinda-
rio, pues cada uno vivía temiendo el ataque traicionero del otro.
A los que no saben lo que era la Tierra del Fuego en esos días,
les será difícil apreciar el grado de tensión nerviosa, en que, aun en
épocas de relativa paz, vivían aquellos indios, que desde la niñez esta-
ban acostumbrados a perseguir o ser perseguidos. Su inquietud se re-
velaba en el cuidado con que examinaban cualquier rastro que seme-
jara una pisada; la cautela con que se internaban en la espesura de
los bosques y evitaban cruzar espacios abiertos, donde las largas som-
bras proyectadas por el sol poniente podrían ser vistas desde lejos; en
la ansiedad con que observaban una bandada de pájaros que levanta-
ban el vuelo, o un guanaco que corría como si hubiera sido sorpren-
dido. Pasaban largo tiempo tendidos, inmóviles, sobre algún promon-
torio, escudriñando atentamente la extensión de muchas leguas de
bosque, observando si una pequeña variación de color en el hori-
zonte azul denunciaba el humo de algún campamento; y si llegaban
a divisarlo, con qué interés discutían quiénes podrían ser los mora-
dores y el motivo de su presencia allí. Parecía que un sexto sentido
les indicara el sitio donde debían acampar, con posibilidad de esca-
par o de defenderse en caso de un ataque por sorpresa.
Continuamente iba yo de un grupo a otro, aunque sabía que eso a
nadie le gustaba. ¿Cómo era posible, argumentaban, que un buen
amigo estuviese en buenas relaciones con los odiados enemigos? Así
ofendidos por mi proceder y considerando sus naturalezas impulsivas
y la poca importancia que daban a las consecuencias de sus actos, es
extraño, que uno u otro de los grupos no pusiera fin a mis andanzas.
De izquierda a derecha: halshoat (hermano de Puppup), la hija de Chalshoat,
la egunda mujer de Puppup, Puppup, el hijo de Puppup, u hija. Las rayas per-
pendiculares en la cara de la hija de Chal hoat no son marcas de lágrima ino
líneas de barro amarillo destinada a mostrar que está melancólica y no de e3
que 13 mole ten
Canoa Yagana. Estas canoa eran hechas con corteza de árbol, generalmente de
hayas. Cortesía del Dr. Armando Braun Menéndez. Fotografía tomada por la
Expedición Científica Francesa de 1882.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 401

Yo sentía mayor cariño por los hombres de las montañas, pues eran
mi gente, aunque admiraba más a los norteños. Sin embargo, demos-
traba a todos igual amistad, y de noche me envolvía en mi piel de
guanaco y dormía tranquilamente en cualquiera de los dos campamen-
tos, eso sí, con mi apreciado winchester a mano. Todos sabían que
yo no lo consideraba como un arma para defenderme. En todo caso
de nada me hubiera servido a corta distancia.
Cierta vez pasé dos días y una noche en el bosque con Taapelht,
el renombrado guerrero que había asesinado al notable Dancing
Dan y herido gravemente por lo menos a dos hombres blancos, Don
Ramón 1. Cortez, el jefe de policía, y McInch, el rey de Río Grande.
Taapelht parecía irradiar buen humor. La noche que pasé en su com-
pañía era fría, y yo, que no había pensado pasarla afuera, no había
traído mi quillango. Taapelht me invitó a dormir muy cerca de él.
Su capa, única vestimenta que llevaba sumada a nuestra proximidad,
me mantuvo abrigado durante la noche. Entre los numerosos hombres
onas que yo conocía, los únicos a quienes temía realmente eran Min-
kiyolh por su locura y Ahnikin por su maldad.
Poco después de los incidentes relatados en el capítulo anterior,
tuve otro encuentro desagradable con Ahnikin. Como se recordará, la
mujer de quien él se había apoderado en la matanza del lago Hye-
whin era la hija de Kilehehen. Los hombres del norte que habían
sobrevivido a la matanza estaban ahora dispersos en la tierra de los
onas, vivían en constante temor de futuros ataques de los hombres de
las montañas y hacían todo lo posible por evitarlos. Uno de los so-
brevivientes era Kilehehen, quien instaló su campamento a medio ki-
lómetro de mi choza en Viamonte, seguramente por esto le infundía
seguridad. Vivía allí con su mujer, su hija menor y dos hijitos. Era
delgado, de expresión sombría, de edad más que mediana y de mayor
estatura que su primo el famoso Kautempklh. El hecho de que Kile-
hehen se sintiera seguro por estar cerca de nosotros acrecentó mi sen-
timiento de amistad hacia él.
Solía llegar por las tardes, sentarse cerca de mi fuego, y sin decir
palabra esperar mi regreso, y aunque no reclamaba nada, aceptaba
gustoso un jarro de café o un plato de estofado. Según mi modo de
ver, tanto él como uno o dos de sus compañeros merecían estas aten-
ciones, pues sus mujeres se preocupaban de abastecer mi despensa.
Un día Kilehehen se acercó a mi fuego, evidentemente preocupado.
Venía acompañado de su mujer, que parecía igualmente afligida, y
de su hija, una muchachita de trece años, de expresión temerosa y
carita angustiada, en la que se veían huellas de recientes lágrimas.
EL ÓLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Lo que Kilehehen tenía que contarme era que Ahnikin se había


llevado a la hermana mayor y estaba por exigir también la más joven.
Estas noticias los llenaron de aprensión, pues detestaban y temían a
su yerno, motivo por el cual buscaban mi vecindad.
El anciano me dijo:
-Mi hija no es todavía mujer, es una criatura y su madre está
vieja y necesita su ayuda; Ahnikin es un hombre malo, y si lo con-
trariamos nos matará.
Más de una vez, llevado por mis impulsos, he actuado con im-
prudencia; esta vez repliqué sin vacilar:
-Avísenme en cuanto llegue, yo me pondré de parte suya como
un hijo y los ayudaré.
Al día siguiente uno de los niños llegó corriendo para anunciar-
me que Ahnikin y otros hombres de las montañas estaban a la vista.
Yo sabía que tarde o temprano Ahnikin y yo íbamos a chocar, así
es que antes de correr al cobertizo de Kilehehen deslicé mi revólver
en el voluminoso bolsillo de mi chaqueta. El revólver siempre hay
que usarlo de apuro, por eso he tenido por norma que la culata del
mío fuese bien lisa y redondeada, a fin de que no pudiese engan-
charse al sacarlo precipitadamente. Es preferible esto a tener que dis-
parar a través del bolsillo. El fogonazo de un revólver aun pequeño,
da bastante calor; he visto una chaqueta humeando por esa causa.
En el campamento la anciana pareja no tenía más compañía que
tres niños. Cuando llegó Ahnikin con sus compañeros, tres muchachos
jóvenes ávidos de aventuras, nosotros, estábamos listos para recibir-
los; yo permanecí sentado al lado de la muchacha. Ahnikin llevaba
una escopeta de esas que se cargan por su único caño y los otros sus
arcos y al jabas. Yo los saludé en la forma amistosa que me era habi-
tual, pero era evidente que les habrá contrariado encontrarme allí.
Después de esperar un rato, probablemente para dar tiempo a que
yo me fuera, Ahnikin habló así dirigiéndose a los padres:
-Mi mujer quiere que su hermana vaya a vivir con ella y yo he
venido a buscarla.
Ordenó después a la niña, en términos muy poco amables, que lo
siguiera. La muchacha, en lugar de obedecerle, rompió a llorar des-
consoladamente; él adelantó un paso e hizo ademán de agarrarla por
el pelo, pero yo me abalancé:
-No la toque -le dije.
Mi mano estaba en el bolsillo de mi chaqueta. El debió ver el bulto
del Webley 455 que apuntaba al centro de su cuerpo pues retrocedió
y me contestó muy enojado:
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 403

-¿Por qué se mezcla usted en este asunto? ¿Qué hace usted aquí
en nuestra tierra?
Vi que Ahnikin, a pesar de la fina capa de pintura roja que le
cubría la cara, se ponía pálido de ira y parecía dispuesto a cualquier
cosa. Le contesté lo más suavemente posible:
-Desde que murió mi padre, me he sentido muy solo, y desde
que mataron a toda su gente, Kilehehen también está muy solo. Ahora
él es mi padre y soy yo su hijo. Mi hermana no se irá de su casa
hasta que sea grande y quiera marcharse por su propio gusto.
Ahnikin se detuvo un momento; yo me preguntaba qué haría. Mur-
muró algo que no alcancé a oír y volviéndose se marchó seguido por
sus tres compañeros.
Entretanto, Kilehehen, que como de costumbre tenía su arco y
flechas bien al alcance de la mano, se había quedado sentado, impa-
sible, sin aparentar ninguna emoción; frente a tres enemigos jóvenes,
dispuestos a usar sus armas, fué lo bastante sensato como para no
hacer ningún ademán brusco.
Cuando el grupo de Ahnikin ya no podía oírlo, hizo esta recon-
fortante observación:
-Karr irnrh hansh pemrh. Ma matiash noore. (Muy enojado está
ese hombre, lo matará a usted más adelante.) 1

A principios del invierno crucé las montañas hacia Harberton para


zarpar desde allí, en mi segundo viaje a Buenos Aires. Esperaba ter-
minar el negocio que me había llevado la primera vez: la transfe-
rencia legal de Harberton a nuestro nombre, que aún no había sido
arreglada. Llevaba también la intención de asegurarnos toda la tierra
que fuera posible en el área de Najmishk, en beneficio nuestro y de
los habitantes onas.
Acostumbrado como estaba a trabajar intensamente e impacienta-
do por las demoras, pronto llegué a la conclusión de que los em-
pleados de gobierno desempeñaban sus puestos con el único objeto
de entorpecer el progreso. Defraudado después de haber pasado todo
el invierno sin conseguir nada, aburrido hasta cierto punto de la vida
de la ciudad, a principios de la primavera tomé pasaje para Punta
Arenas. El barco era de la línea del Pacífico, que en esos días efectua-

1 Literalmente: Muy enojado está ése. Usted matado será más adelante.
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

ba viajes quincenales; procedía de Liverpool, tocaba varios puertos y


cruzaba por el estrecho de Magallanes para alcanzar luego el Pací-
fico y remontar la costa chilena. En consecuencia, mi viaje a Punta
Arenas era de puro lujo.
Una cosa es llegar a Punta Arenas y otra llegar desde allí hasta el
sur de la Tierra del Fuego. Me enteré de que no había ningún barco
que saliera para el canal de Beagle por lo menos hasta dentro de
un mes, de modo que crucé el estrecho de Magallanes (que a esa
altura es tan ancho como los estrechos de Dover) hasta el pequeño
pueblo de Porvenir, capital chilena de la Tierra del Fuego. En Por-
venir compré un caballo y desde allí partí en dirección a Río Grande
con destino al lejano Harberton. El caballo no valía gran cosa, pero
los simpáticos administradores de los grandes establecimientos de la
Bahía Inútil y de San Sebastián me prestaron otros de repuesto y
me brindaron hospitalidad, demasiado amable quizás, pues tardé cuatro
días en hacer los trescientos kilómetros que me separaban de Río
Grande. Haciendo el viaje desde allí hasta Harberton vía Najmishk
me ahorraba cuarenta y ocho kilómetros.
Llegué a la orilla norte de Río Grande un sábado por la mañana.
Para un hombre a caballo, este río es generalmente infranqueable y
casi siempre peligroso, así es que dejé atrás al cansado animal y
crucé en el único bote, que estaba bajo las órdenes de McInch; él me
dió la bienvenida en la estancia Primera Argentina.
A este rey sin corona de Río Grande le gustaba ejercer su autoridad
y siempre trataba de dominarme. A mí me divertía frustrar sus es-
fuerzos. Nunca tuve una pelea con él y nunca levanté la voz, pero
una vez le dije que nunca había creído en el infierno porque no
imaginaba que hubiera nadie tan malo como para ser mandado allí,
hasta que lo conocí a él. Su única respuesta fué calificarme de ...
zonzo, por no saber disfrutar de la vida mientras la tenía. Debo
decir, para ser franco, que el individuo más bien me gustaba. j Qué
confesión! Pero es verdad. Después de conocer muchas más fechorías
suyas que las que puedo publicar, podía, con todo, aceptar su hospi-
talidad y estrecharle la mano.
Esa mañana, en vez de facilitarme en seguida un caballo, me invi-
tó a pasar con él el fin de semana; el lunes me daría un caballo que
yo debía devolverle dejándolo en manos del más alejado de sus pas-
tores, o si no seguir viaje hasta Najmishk, a menos de sesenta ki-
lómetros de distancia. Estaba yo tan ansioso de ver a mi gente y
reanudar mi trabajo, que no podía soportar un domingo ocioso y le
expliqué que tenía mucha prisa. ~l no respondió ofreciéndome un
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 405

cabaIJo inmediatamente y como yo era demasiado orgulloso para pe-


dírselo, después del almuerzo y de una charla amistosa, emprendí el
viaje a pie a Najmishk con mi capa de piel y mi revólver; había
llevado ambas cosas a Buenos Aires.
Al anochecer llegué a Río Fuego, distante unos treinta kilómetros
de Río Grande, y viendo que la marea estaba alta, decidí cruzarlo al
amanecer. Dormí cerca del río, pero no sin haber comido antes, gracias
a una gansa apresurada que había llenado ya su nido de huevos;
comí algunos de ellos asados, me envolví como un cigarro en mi
capa y dormí bien a pesar de la fuerte helada. Al amanecer vadeé el
río y proseguí mi camino.
Mientras cruzaba el anchuroso valle verde, a pocos kilómetros al
sur de Río Fuego vi una fila de indios cubiertos con capas que cami-
naban apresuradamente por la orilla del bosque, a mi derecha, con
la evidente intención de interceptarme el paso. Cuando convergieron
nuestros caminos, me alegré de ver entre ellos a algunos de mis viejos
amigos del norte, como Pahchik, que había secundado a Chashkil en
nuestro torneo de lucha, Ishtohn y mi padre adoptivo Kilehehen. Me
detuve para charlar; pronto deduje que este encuentro no era casual.
Estos buenos compañeros habían venido a avisarme que Ahnikin, Ha-
lirnink y otros pocos compañeros estaban indignados de que yo me
hubiera puesto en contra de ellos, especialmente en el caso de la hija
de Kilehehen, y se proponían matarme en la primera oportunidad.
En la tierra de los onas generalmente eran las mujeres, al visitar a
sus amigos pasando de un campamento a otro, las encargadas de llevar
los informes acerca de los planes que fulano y mengano pensaban
realizar. Casi siempre las versiones eran exageradas aunque solían
tener un fondo de verdad. Por 10 tanto escuché atentamente.
Parece ser que durante el invierno Ahnikin y su gente habían ma-
tado muchos zorros. Con el producto de la venta de las pieles habían
comprado dos rifles a unos mineros que trabajaban en la bahía de
Sloggett y ahora estaban por tenderme una emboscada. Creyendo que
yo volvería a Harberton por mar y desde allí tomaría el camino a
Najmishk, se habían ubicado cerca del sendero y tenían la intención
de matarme a tiros cuando yo apareciera por el sur.
Los hombres del norte tenían al menos un rifle y me aconsejaron
que les permitiera acompañarme a Harberton para que el enemigo
se diera cuenta de que yo contaba con muchos amigos.
Después de pensar detenidamente el asunto, llegué a la conclusión
de que si hacía caso a mis amigos, ellos deducirían que yo temía ir
solo; y Ahnikin y su grupo no tardarían en pensar 10 mismo. En
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

muchas ocasiones he sentido miedo, pero no creo que ninguno de


ellos lo haya sospechado. Si demostraba no tener suficiente ánimo
para andar solo por el bosque era preferible abandonar inmediatamen-
te el país o ir siempre protegido por una escolta armada.
Dije a mis amigos del norte que no los necesitaba y que seguiría
solo hacia Harberton. Con todo, antes de dejarlos, escribí unas pocas
líneas para mis hermanos, dándoles instrucciones a fin de que, si me
encontraban baleado o ahogado, o si desaparecía camino a Harber-
ton, armasen con rifles a unos indios (cuyos nombres daba) y pusie-
ran precio a la cabeza de Ahnikin y Halimink, pues deseaba encon-
trarme cuanto antes con ellos, en el otro mundo. Naturalmente, no
enteré a Kilehehen y a los otros del contenido de esta carta; no fuera
cosa que ellos creyeran que valía la pena de cometer el asesinato a
fin de ser enviados, por mis hermanos, en tan atrayente expedición.
Les dije sin embargo que si Ahnikin y Halimink conseguían aten-
tar contra mi vida, ellos debían apresurarse y tomar todas las precau-
ciones para llegar a Harberton y entregar la carta a mis hermanos.
Después de averiguar en qué sitio era probable que me encontrara
con los conspiradores, continué mi camino: Pasé la noche en Viamon-
te. Dan Prewitt no estaba allí. Con mi consentimiento había aceptado
un trabajo más conveniente en otro lugar. Ocupaba su puesto Nicholas
Buscovic, un tranquilo yugoslavo que había trabajado para nosotros
bajo las órdenes de Modesto Pereira en la isla de Picton. Sabía cons-
truir cercos de madera. Era lento pero honesto y, como Dan Prewitt,
tenía suficiente sentido común -por lo menos así lo creía yo- para
no incomodar a las mujeres onas. En Viamonte encontré a todos per-
fectamente. Buscovic, mi tío Koiyot y el resto de la gente de Naj-
mishk vivían contentos después de haber pasado un invierno tranqui-
lo. Todos estaban enterados de las amenazas de Ahnikin, se preocu-
paban por mí y no querían que fuese solo. Como se suponía que la
gente de Koiyot era aliada de los hombres de las montañas, las pala-
bras de ellos tenían mucho más fundamento que las de Kilehehen
o Pahchik, que eran enemigos declarados de Ahnikin. A pesar de
todo, no me dejé disuadir de mi propósito.
Después de pasar un par de días en Viamonte, salí una tarde
rumbo a Harberton. Hubiera sido imposible llegar allí a caballo en
esa época del año, de modo que me fuí a pie, vigilando atentamente
conforme avanzaba. Como sabía con cierta aproximación en qué lugar
podía toparme con el grupo de Ahnikin, cuando esa misma tarde di-
visé humo a través del río Ewan, no tuve duda de que allí estaba su
campamento. Pasé la noche en el mismo sitio en que me encontraba
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 407

y a la mañana siguiente temprano crucé el río. Al acercarme al cam-


pamento, observé que estaba ubicado en forma de permitir una vista
excelente del acceso por el sur, que era mi camino habitual. Hacia
el lado norte la vista no era tan buena; fué el ladrido de los perros
10 que denunció mi proximidad.
Ahnikin y Halimink salieron los primeros de sus refugios, y luego
Puppup, Hinjiyolh, hijo de Tininisk, Chalshoat el hachador, Kinimi-
yolh hijo de Otrhshoolh, el niño Nana y varios otros. Puppup y Chal-
shoat no me guardaban rencor, pero les era difícil romper con Hali-
mink y Ahnikin. Estos dos últimos tenían sus rifles en la mano, los
demás, arcos y aljabas. Esto no era de sorprender, pues al oír ladrar
a los perros debieron pensar que eran los norteños quienes se aproxi-
maban. Se asombraron al verme.
Me adelanté hacia los dos jefes y les dije que casualmente había
oído decir que ellos me querían matar, por eso venía a hablar de
este asunto con ellos. Dije a Ahnikin:
-Usted se enfadó conmigo porque yo ayudé a un pobre viejo que
estaba solo, pero si usted fuera pobre y solo también vendría a implo-
rar mi ayuda seguro de que la obtendría. ¿Gané yo algo al hacer eso?
¿Tomé acaso la muchacha para mí? Usted sólo se acuerda de las cosas
malas y no recuerda todas las bondades que he tenido con usted.
¿Ha olvidado que yo lo ayudé y lo llevé a Harberton cuando su
gente creía que usted se moría? Recuerdo que me di jo entonces que
me consideraba como un padre. ¿Ha olvidado que cuando varios
onas, entre ellos su tío Yoknolpe, fueron llevados a Ushuaia y esta-
ban esperando que los desterrasen, yo dije al Gobernador que esa
gente era mi gente y obtuve la libertad de Yoknolpe y de otros dos
hombres de las montañas? Muchos de los que estaban con ellos
fueron llevados a otro país y no han vuelto. ¿Ha olvidado que
cuando su tío Tininisk estuvo enfermo yo fuí a visitarlo y le llevé
los medicamentos que lo curaron? ¿Por qué olvidan todas estas cosas
buenas que he hecho en favor de mi gente, los hombres del bosque
y sólo se acuerdan de lo que les duele y ahora están hablando con-
migo con sus rifles en mano?
Ahnikin replicó:
-Sus amigos le han estado contando mentiras sobre nosotros; no
hemos olvidado cuánto nos ha ayudado usted antes; nunca lo hemos
querido matar. Pero ellos nos detestan y son unos mentirosos.
Halimink se expresó casi en iguales términos. Era evidente que
aunque yo me había referido a ellos, considerándolos como mi propia
gente, estaban celosos de los hombres del norte. Acepté sus afirma-
EL ÚLTIMO CONFfN DE LA TIERRA

ciones de que no tenían intención de matarme, pero les dije que si


alguna vez deseaban hacerlo, no me esperasen escondidos, que me
enviaran un mensajero. Yo vendría entonces solo y sin armas.
Después de esta arenga y por sentimiento de dignidad no quise
quedarme a compartir su comida; les dije que tenía prisa por ver a
mi familia y que regresaría cuando los gansos estuvieran empollando,
es decir, dentro de un mes aproximadamente, y me alejé.
Debo añadir que nunca en mi vida he sentido tanto miedo. Yo
había estado alardeando, pues imaginaba que a esos individuos, arma-
dos como estaban, les sería difícil resistir a la tentación de dispa-
rarme un tiro par la espalda, cualesquiera que fuesen las consecuen-
cias. Si eso ocurría, yo sólo deseaba morir instantáneamente, pues
recordaba lo que el joven Kautush habh hecho a Kawhalshan en su
última pelea. Yo sabía que no debía apresurarme, ni mirar alrededor,
para que no adivinaran mis sentimientos. Al pie de la colina, dis-
tante poco más o menos doscientos metros, me volví y les hice un
saludo de despedida; ellos seguían observándome con las armas en
la mano; lentamente, me encaminé hacia Harberton.
Esa tarde, al oscurecer, busqué en los bosques del sur del lago
Kami un lugar donde dormir; después de hallarlo, hice fuego un
poco más lejos, apagué las últimas brasas y quedé un rato escuchando
atentamente. Luego, en medio de la oscuridad del bosque, me dirigí
con las mayores precauciones al lugar elegido, donde dormí tranqui-
lamente hasta la primera claridad del alba, hora en que proseguí mi
camino. En otras ocasiones en que me he sentido muy nervioso me
he valido del mismo subterfugio, mas debo confesar que siempre
fué una precaución inútil.
Ahnikin aún no me había muerto. Antes y después de este inci-
dente, a menudo debió haber deseado hacerlo. Sólo pudo haberlo
detenido el pensar que hasta su propia gente se indignaría y que mis
hermanos armarían a sus enemigos y todos juntos lo perseguirían
hasta dar con él.
,
CAPITULO XLI
"JELJ", EL RITO DE PAZ.

E L remanente de la tribu ona que estaba aún en libertad vivía en


tan desordenadas condiciones que eso no podía continuar. Mi
ambición, ahora, era reunir esos grupos dispersos en una comunidad
en que prevalecieran leyes perdurables y un mutuo entendimiento.
A fin de lograr este propósito abandoné frecuentemente a mis amigos
de Najmishk y visité a los hombres de las montañas, en sus propios
bosques, y también a los grupos de norteños dispersos que merodea-
ban por la vecindad. En toda oportunidad me esforzaba en inculcarles
que era una locura odiar y matar a su propia gente, casi a sus propios
hermanos; les hice ver también que de continuar ese estado de cosas
pronto no quedaría un solo ona.
Por fin los agresores, los hombres del sur, accedieron a dar el
primer paso hacia la reconciliación. Propusieron hacer revivir una
tradicional ceremonia llamada Jelj. Aseguraron que era un medio
muy antiguo de terminar con los sanguinarios feudos y que sólo se
llevaba a cabo cuando todos estaban de acuerdo en que la contienda
debía terminar. Era una promesa por la cual todos se comprometían
formalmente a no pelear de nuevo. Aunque yo estaba muy interesado
me abstuve de demostrar infantil curiosidad; preferí esperar los acon-
tecimientos.
Se despacharon mensajeros para avisar a los cazadores errantes
que se unieran al bando a que pertenecían. De común acuerdo eligie-
ron como lugar de la celebración del rito de paz un campo abierto,
cerca de mi choza, al pie de las colinas boscosas de Najmishk.
El grupo norteño llegó la víspera del día señalado y acampó en
la orilla del bosque, a unos cien metros de mi cabaña. A pesar de
las pérdidas sufridas, eran aún bastante numerosos. El rodeo había
sido tan completo, que hasta incluía a dos o tres hombres que pocas
veces había yo visto antes. Más conocidos eran Kautempklh, Kile-
hehen, Ishtohn, Taapelht, Koniyolh y Hechelash el enano y sus dos
hermanos diminutos A-yaah y Yoiyolh. Este último era ahora curan-
dero del grupo norte. Lo llamaban Oklholh (Pato de la cascada),
sobrenombre que respondía a su vivacidad. Además estaban Chor-
EL ÓLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

che, con quien yo había practicado el jiu-jitsu; Dante, el hombre que


había peleado con Dan Prewitt y cuyo nombre ona no recuerdo; Kos-
telen (Cara angosta), Dolal y Pechas. Dolal era yerno de Talimeoat,
el cazador de cuervos marinos, y venía a menudo a Viamonte para
ayudarnos. Pechas, un hechicero famoso de una región más al norte,
era hermano de Koniyolh. Hechelash y sus hermanos no tenían ene-
migos, e Ishtohn era querido por todos, pero en épocas difíciles nin-
guno de los cuatro vacilaba en reunirse al grupo del norte. Ishtohn
llevaba el rifle que su suegro Kautempklh había arrancado a Yok-
naIpe cuando éste fué muerto. La única arma de fuego que poseían
los del grupo del norte estaba en mallOS de Kilkoat, y era aquel
rifle averiado que casi había costado la vida al bufón Kankoat.
Esa t¡¡¡rde un mensajero de los hombres de las montañas nos anun-
ció que llegarían al día siguiente. Desde el amanecer, muchos ojos
escrutadores atisbaban su llegada. Alrededor de las diez de la mañana
aparecieron: una larga fila de hombres abiertamente armados con
arcos y aljabas seguidos por sus mujeres, niños y perros. Era lo que
quedaba de los grupos del cabo San Pablo y de las montañas. Vi
entre ellos a Halimink y Ahnikin, que aún tenían sus rifles, Kankoat,
Puppup, Chalshoat, Talimeoat y Tininisk con sus respectivos hijos
Kaichin e Hinjiyolh, los tres muchachos Kautush, Tinis y Nana y
Minkiyolh ese joven tan excéntrico. Otrhshoolh, el curandero, había
muerto, pero sus hermanos Shilchan (Voz suave) y Aneki estaban
allí con el hijo de Otrhshoolh, Kinimiyolh y los dos hijos de Aneki,
Doihei y Metet, a quienes no me he referido todavía, pero que en-
contrarán nuevamente en un próximo capítulo. Todo el grupo fué
directamente a un bosque situado a más de un kilómetro, hacia el
este del campamento de los nuestoros, y allí instalaron el suyo.
El grupo de Najmishk no había sido exterminado en la matanza
de la ballena encallada. Además del tío Koiyot, quedaban sus sobri-
nos Yoshyolpe y Ohrhaitush, los hermanos Shijyolh y Shishkolh, su
primo Shaiyutlh (Musgo blanco), Ishiaten, cuyo nombre significaba
caderas arañadas y varios otros. Aunque se habían unido a Ahnikin en
su último ataque a los norteños, cuando Kiyohnishah y los otros fueron
muertos, los hombres de Najmishk no cometieron la deslealtad de
sacarles ventaja con armas de fuego; y además, como algunos de los
norteños me habían visitado a menudo en Viamonte, mi tío y su
gente estaban ahora en relaciones casi amistosas con ellos.
No obstante, había una vendetta que era necesario olvidar, así es
que los hombres de Najmishk se juntaron con los de las montañas
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS

en el campamento de éstos; allí sin duda se ocuparon en dar los


últimos toques a sus atavíos.
Unas tres horas después de su llegada, [os hombres de! sur se
reunieron a orillas del bosque y se sentaron en e! suelo. De nuestro
lado, los hombres del norte hicieron lo mismo en e! campo abierto, y
por muy largo rato los dos bandos adversarios estuvieron mirándose
y cavilando en silencio.
Había algo grande e imponente en ese largo silencio y no pude
dejar de pensar que los viejos agravios, que yo presumía olvidados,
les obsesionaban. Tal vez no había un hombre ni una mujer que no
pudiese culpar al grupo contrario de alguna desgracia. Los veteranos
recordarían antiguas matanzas; los más jóvenes, las recientes muertes
de Teeooriolh y Jalhmolh (Slim Jim), ambas atribuídas, aunque in-
justamente, a Houshken, el Joan de Hyewhin; el asesinato de Housh-
ken y Ohtumn por Halimink y Ahnikin; la matanza cerca de la
ballena encallada, en el cabo San Pablo, cuando Kiyohnishah y sus
compañeros habían asesinado, entre otros, a Te-ilh, el hombre fuerte
de Najmishk y los dos hijitos de Shijyolh, y la tragedia final del
lago Hyewhin, en que Kiyohnishah, Chashkil y otros habían muerto;
Kautush había martirizado a Kawhalshan; Kautempklh había ultima-
do a Yoknolpe y Ahnikin había asesinado cruelmente a las mujeres.
Todos estos hombres y mujeres, reunidos ahora para el lelj tenían
mucho que olvidar y perdonar. Allí sentados, separados en dos gru-
pos compactos, parecían contemplar un inmenso abismo.
Al cabo de unos tres cuartos de hora, como si todos a la vez se
hubieran puesto de acuerdo, los hombres del sur se incorporaron y
avanzaron rápidamente sobre el espacio abierto, seguidos por sus
mujeres y niños. Después de recorrer unos ciento cincuenta metros,
el grupo se detuvo en seco; los hombres apilaron sus arcos y alja-
bas (sus dos rifles habían quedado en el campamento). Luego con-
tinuaron avanzando hasta situarse a unos pocos metros de nosotros,
las mujeres y los niños algo apartados de la fila de los hombres.
Nosotros seguíamos aún sentados.
El espectáculo era de lo más pintoresco. Aunque mucha de aquella
gente había adoptado ya la vestimenta de los blancos, todos lucían
en esta ocasión sus primitivos atavíos. Los hombres de uno y otro
bando estaban pintados con puntos blancos y rojos o con rayas varia-
damente dispuestas, que sin duda tenían algún significado para los
iniciados. Las mujeres también estaban pintadas, pero con menos
esmero. La mayoría se había pintado de rojo oscuro, en señal de luto.
No vi a ninguno pintado de negro en aquella oportunidad.
4 12 EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

Los hombres de la montaña hablaron, uno tras otro, tranquilamente


y con gran dignidad; los norteños les contestaron en igual forma y
a pesar de que algunos estaban roncos por la emoción, nadie alzó
indebidamente la voz ni fué interrumpido.
He aquí la esencia de sus observaciones:
-¿Dónde están ahora los shilknum? 1 No queda ninguno. Perte-
necemos todos a la misma raza y al mismo país. ¿Por qué hemos de
odiarnos y matarnos hasta que no quede ninguno? Ya no estamos
enojados, ni queremos enojarnos de nuevo; queremos olvidar.
Gertamente, sus cortas frases carecían de la elocuencia caracterís-
tica de las largas arengas de los yaganes 2. El ona, sin embargo, decía
todo lo necesario sin excitar la ira del contrario. Algunas de las mu-
jeres del norte, recordando quizá a aquellas que Ahnikin había
muerto, comenzaron a lamentarse, al principio débilmente, luego su-
biendo de tono hasta dar tales alaridos que un anciano les ordenó
severamente que callaran.
Los discursos preliminares continuaron hasta que Shishkolh los
interrumpió bruscamente; estaba impaciente por entrar en acción y
no podía esperar más. El que había sido el desafiador inicial en el
torneo de lucha en Harberton fué también el primero en esta oca-
sión. Con los sureños había participado en la incursión al lago Hyew-
hin, y ahora se adelantaba hacia Kautempklh, considerado por los
hombres del sur como el peor enemigo por el hecho de haber muerto
a Yoknolpe, su mejor cazador. Sacó de debajo de su capa cinco fle-
chas, cuyas puntas barbadas habían sido reemplazadas por pedazos
de cuero fino atados fuertemente con tendones; especie de botón que
hacía imposible una herida mortal. Las colocó en el suelo, pasó por
encima de ellas, giró y se alejó hasta una distancia de ochenta me-
tros; allí, encarándose con el público, se quitó de un puntapié los
mocasines, con ademán dramático se despojó de su capa y aguardó
desnudo e inmóvil.
El anciano KautempkIh se puso de pie y avanzó, y al llegar al
campo abierto también dejó caer su capa. El terreno tenía una bajada

1 El nombre que se daban los onas a sí mismos.


2 Darwin, en su libro El via;e de IIn naturalista, dice: "El idioma de esta gente,
según nuestro conocimiento, apenas merece que se le llame articulado". El capitán
Cook lo ha comparado con un hombre que trata de aclarar su garganta, "pero
ciertamente", agrega, "ningún europeo aclara su garganta con ruidos tan secos, tan
roncos o tan guturales". Como estas observaciones no podrían ser aplicadas al idio-
ma yagán, ambos comentaristas deben de referirse al lenguaje ona. Cuando estos
indios se entusiasmaban al hablar, pronunciaban con mucho énfasis consonantes
fuertes que se sucedían, sin ser interrumpidas por vocales que las suavizaran; en
esta reunión todos paredan expresarse con singular afán.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 413

que iba desde el sitio en que estábamos sentados hasta el lugar donde
Shishkolh se había detenido y ofrecía un excelente blanco. Kautemp-
klh colocó una flecha en su arco; cuando la disparó, Shishkolh corrió
hacia él. A pesar de su edad avanzada, Kautempklh podía aún arro-
jar sus flechas, con asombrosa fuerza; las otras cuatro siguieron a la
primera en rápida sucesión, mientras Shishkolh las iba eludiendo a
medida que llegaban. Algunos de los ancianos que me rodeaban lo
criticaron, alegando que Shishkolh no solamente saltó demasiado en
vez de avanzar rápidamente, sino que además estaba incorrectamente
pintado.
Después que las cinco flechas hubieron errado el blanco, Shishkolh
fué en busca de su capa y volvió a reunirse con su grupo. Uno des-
pués de otro todos los hombres del sur que estaban en edad de pelear
tomaron el lugar de Shishkolh; iban igualmente provistos de cinco
flechas y eligiendo diferentes adversarios llevaron a cabo la misma
operación. Jóvenes inexpertos como Nana y Metet no intervinieron;
tampoco Tinis, cuyo brazo paralizado le impedía usar el arco. Cuando
el hombre que ofrecía blanco, mediante una hábil maniobra evitaba
la flecha, se oían en la concurrencia exclamaciones guturales de apro-
bación, pero si no se acercaba a su adversario a suficiente velocidad
o hacía brincos inútiles, eran sus propios camaradas y no sus enemigos
los que desaprobaban.
Después que todos los hombres de las montañas hubieron pasado
por turno, los norteños sacaron sus flechas y cada uno de ellos per-
mitió a un adversario individual disparar los acostumbrados cinco tiros.
La rapidez visual y de movimiento de la mayoría de los hombres
de ambos bandos era sorprendente. A pesar de eso, más de uno re-
sultó con heridas sangrantes a las cuales no prestaba la menor atención.
El último de los hombres que se ofreció como blanco fué Yoiyolh,
el pequeño curandero del grupo norteño. Una vez más probó que su
sobrenombre, Pato de Cascada, era justificado. Entregó sus cinco
flechas a Halimink, el famoso matador, y brindó una magnífica exhi-
bición de arrojo y habilidad. No aprovechó toda la distancia permi-
tida, después de haber recorrido sólo sesenta metros se volvió para
enfrentarse con Halimink. Aunque el vuelo de una flecha a esa
distancia era tan rápido que la vista apenas podía seguirla, él esc~pó
sin un rasguño. Halimink disparó su última flecha desde unos tremta
metros; sin embargo, Yoiyolh supo evitarla. Esta demostración, que
Yoiyolh había reservado a propósito para el final, suscitó favorables
comentarios; a continuación, se entablaron conversaciones y hasta se
oyeron risas. Todos demostraban muy buen humor.
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

Durante tres días hubo comunicación amistosa entre los dos clanes;
se visitaron, las mujeres pasearon juntas y los muchachos entablaron
luchas amistosas, muy diferentes de los rudos combates del pasado.
También a los pequeños se los animaba a pelear y sus esfuerzos daban
lugar a regocijados comentarios de los observadores.
Puedo afirmar, con toda seguridad, que soy el único hombre blanco
que ha presenciado el Jelj, rito de paz. Aun entre los onas que inter-
vinieron, sólo los más viejos recordaban una única ceremonia similar.
Para ejercitarse, los jóvenes se hacían apedrear con guijarros o
con hongos de los árboles, llamados terrh, que son del tamaño de
una pelota de golf, e igualmente duros cuando están helados.
Siempre he tratado de leer cuanto se ha publicado referente a las
coshunbres de las tribus primitivas en diferentes partes del mundo,
pero nunca he leído ni conocido nada semejante a este antiguo rito
de paz de los onas.
El futuro había de demostrar que las promesas formuladas enton-
ces fueron fielmente cumplidas. Aunque hubo después luchas indivi-
duales que ocasionaron muertes, las incursiones premeditadas y las
peleas entre grupos no se repitieron. La larga era de sangre había ter-
minado.
,
CAPITULO XLII
LOS ESPÍRlTUS ONAS DE LOS BOSQUES: "MEHN, YOHSI y HAHSHl".
OIGO HABLAR DE OTROS MONSTRUOS. INGRESO COMO NOVICIO EN LA
LOGIA DE LOS ONAS. LOS ORÍGENES DE LA SOCIEDAD SECRETA. SE-
RES DE LAS SOMBRAS. LAS CONVENCIONES DEL "HAIN". VEO A HALPEN,
LA MUJER DE LAS NUBES, Y A HACHAI, EL HOMBRE CON CUERNOS.
SHORT INICIA A LOS NOVICIOS. K-WAMEN CONOCE EL GRAN SECRETO.
LOS DEBERES DE UN KLOKTEN. LA CURA MILAGROSA DE HALlMINK.
REPRESENTACIONES RITUALES DE LOS HOMBRES Y MUJERES ONAS.
CON EL AVANCE DE LA CIVILIZACIÓN LOS SECRETOS DEL "HAIN" QUE-
DAN EN DESCUBIERTO. ALGUNAS OBSERVACIONES REFERENTES A RE-
LATOS DE VIAJEROS.

T ERMINADAS las guerrillas entre los distintos clanes de la tierra de


los onas, me fué dado vivir un largo período de felicidad en
compañía de mis amigos indios. Las viejas rencillas estaban olvidadas
y ahora podía yo circular a voluntad de un grupo a otro sin ofen-
der a nadie. Con Ahnikin no me sentía tranquilo, su mirada seguía
siendo enigmática; en cambio Halimink desde el día del TeJj, me
demost>raba la más sincera amistad, y últimamente en Viamonte fué
el más leal de todos los cuidadores de ovejas.
Algún tiempo después de la gran ceremonia de paz fuí iniciado
en la Sociedad Secreta de los hombres onas.
Ya en los primeros días de Ushuaia sabíamos que los jóvenes
yaganes pasaban por un período de prueba y casi de iniciación. El
centro de estas actividades era una gran choza llamada Keena. En
algunas ocasiones los yaganes permitían a sus mujeres el acceso a la
Keena para tomar parte en ciertas representaciones teatrales. Los onas
seguramente tenían construcciones similares distintas completamente
a las que les servían de vivienda. Esos locales, llamados Hain, se
hallaban en malas condiciones e invadidos por la hierba, pero en
ocasiones, cerca del otoño, cuando los guanacos estaban gordos y
abundaban los gansos, observé que algunos parecían mejor cuidados
y habían estado habitados recientemente. Estaban ubicados por lo ge-
neral cerca de un grupo de árboles; un gran espacio los separaba de
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

algún lugar favorito para instalar sus tiendas de campaña. En el Hain


se instruía a los jóvenes de trece a diecisiete años sobre las verdades
de la vida y después de un período de prueba eran admitidos en el
círculo de los hombres. Creo que el Hain se usaba también para
misteriosos actos, que no podían presenciar las mujeres. Estas reunio-
nes se suspendían en épocas de conmoción.
Desde la niñez he sabido que los yaganes tenían gran respeto por
la magia y la brujería y que esas criaturas salvajes de los bosques
llamadas Hanush y Cushpij los aterrorizaban en mayor grado aún
que los mismos onas; en cuanto a estos últimos, a medida que fuí
conociendo mejor sus costumbres, comprobé que no sólo tenían mayor
número de supersticiones, sino también que eran más profundas, más
complicadas que las de los yaganes y que e! fundamento y origen de
muchas de ellas debían permanecer secretos.
Más adelante clasifiqué las supersticiones onas de este modo:
Primero: Miedo a la magia y al poder de los magos, aun al de
aquellos que se reconocían a sí mismos como embaucadores, y te-
nían, a su vez, e! poder de sus colegas.
Segundo: Folklore y leyendas sobre temas referentes a un período
que abarcaba desde los tiempos anteriores a la creación hasta la época
moderna. El narrador de leyendas esforzaba su memoria para ser pro-
lijo y minucioso, y consultaba a otros hombres sabios cuando no
estaba seguro de algún detalle que quería puntualizar.
Tercero: Creencia en dos clases de fantasmas (no espíritus de di·
funtos) que rondaban por los lugares más desolados de la región, y
que, como todo fantasma respetable y civilizado, sólo se aparecían
entre el ocaso y la aurora, a los viajeros solitarios.
Cuarto: Una creencia más o menos fingida en una familia fan-
tástica, dotada de fuerza sobrehumana, que salía a veces de las rocas,
árboles, nubes, etcétera, para asistir a las reuniones de hombres, y
que solía, si la provocaban, perseguirlos y despedazarlos, pues era de
muy mal genio.
Ya he desarrollado, en detalle, el primer capítulo de esta clasifi-
cación. De! folklore y la leyenda me ocuparé en páginas subsiguientes.
Ahora me referiré al tercero, como preliminar al cuarto.
Dos eran los tipos de fantasmas onas: Mehn, generalmente bien
dispuesto, y Y ohsi, un espíritu particularmente maléfico. El concepto
que ellos tenían de Mehn no sabría expresarlo con precisión. Aunque
nunca he oído que le dieran un sentido de vida o de pensamiento,
podría, sin embargo, significar cualquiera de los dos. Podía ser tanto
una quimera como una entidad o más bien un sinnúmero de entida·
Kautempklh }' Paloa, do héroe. Fotografía del autor.
La "danza de la serpiente", El pintoresco avance ceremonial de de los bosques
hasta el Ha;lI. Fotografía del autor,
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 4 17

des. Podía estar en la sombra de un hombre proyectada en el suelo


o en su reflejo en un lago; podían ser su indicio la luz a la deriva
en el bosque, una tenue corona de humo, una lánguida sombra en
un día nublado o un escalofrío que apenas se percibe. Mehn puede
hacer que los hombres presientan el peligro y prevenirles de inmi-
nentes calamidades. Quizás algún hombre civilizado, algún blanco
cazador solitario, haya sentido la presencia de Mehn, pero no habrá
comunicado a nadie, por temor de que se le creyera loco. Cuando un
ona moría su Mehn también desaparecía. Pero nadie se interesaba
por saber dónde había ido. El Mehn de un hombre puede abando-
narlo y refugiarse en su sombra, o en su reflejo en el agua, o en un
vidrio, pero nadie se lo puede quitar; volverá y el hombre no habrá
perdido nada. Cuando aparecieron las primeras cámaras fotográficas
en la tierra de los onas, a los indios, al principio, no les gustaba ser
fotografiados; temían perder a sus Mehns para siempre, al ser trans-
feridos a la película. La influencia del Mehn no se limitaba a los
hombres, también los animales la sentían: todo ser viviente tenía su
propio Mehn. Por ejemplo Whash K-Mehn, el espíritu del zorro,
puede despistar a los perros de caza engañando a su olfato; otro espí-
ritu advierte al guanaco la proximidad del cazador, aunque esto lo
hace más por aversión a los hombres que por amor a los guanacos.
El duende Y ohsi se manifestaba en forma menos etérea. Parecía
un hombre y tenía mujer e hijos en su casa. Era transparente pero no
invisible y podía dejar o no cierta clase de señales al pasar por la
nieve más blanda. Juntaba ramitas secas y pedazos de madera para
hacer fuego, pero era incapaz de encenderlo. Se aparecía muy fre-
cuentemente al solitario cazador que pasa la noche junto a su fuego.
Mientras el cazador duerme, Y oshi agita el fuego con su largo dedo
del corazón. Acontece que aquél se despierta sobresaltado y se en-
cuentra a Yohsi sentado frente a él. Yohsi puede desaparecer al ins-
tante, o quedarse mucho tiempo, con gran susto del cazador. Se han
citado casos de paseantes solitarios que fueron encontrados muertos
y horriblemente mutilados, evidentemente por Y ohsi, en el lugar que
habían elegido para pasar la noche.
En una ocasión viajaba yo con un par de onas. Habiendo salido
tarde de las montañas, habíamos acampado en un matorral junto al
nivel alto de los árboles, cuando el agudo chasquido de las ramitas
en el aire helado convenció a mis compañeros de que Yohsi andaba
por los alrededores. Era evidente la nerviosidad de los indios, y
cuando yo fuí lo suficiente tonto para burlarme de esta superstición,
uno de ellos me regañó, diciéndome que si yo estuviera solo y me
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA T1ERRA

encontrara con Yobsi sentado, frente a mí, al otro lado del fuego,
no sería tan valiente.
Por alguna razón desconocida, el número de los Y ohsi disminuyó
muchísimo, aun antes de la llegada de los blancos, encontrándoseles
ahora solamente en los más solitarios e inaccesibles lugares del país.
Tales eran Mehn y Y ohsi, los fantasmas de los onas, ambos eran
aceptados como seres sobrenaturales y temidos tanto por los hombres
como por la mujeres. Entre estos dos fantasmas y los demás seres
de las sombras estaba Hahshi, que era un eslabón intermedio, aunque
tenía su propia personalidad.
Hahshi era un solitario y ruidoso duendecillo, de color castaño
obscuro, como el de la madera húmeda y podrida. Decían que pro-
venía de los árboles muertos y andaba generalmente rondando en la
vecindad de los grandes bosques quemados. Era grueso, glotón, invul-
nerable a las flechas e increíblemente fuerte. Vagaba de noche por
los bosques, gritando de rato en rato: cooh-hooh, cooh-hooh. Proba-
blemente, todo esto ha sido sugerido por el grito de alguna de las
muchas clases de mochuelos que se encuentran en esos lugares. Cuan-
do el grito suena de noche cerca de algún campamento, es muy pro-
bable que se produzca una desbandada general por el temor de que
Hahshi, haya descubierto el lugar y tenga intención de acercarse.
Hahshi era muy dañino. Si encontraba el campamento desierto,
causaba gran estropicio; desordenaba los enseres, mezclaba las capas
que tomaba de los diferentes refugios; echaba abajo las chozas, vaciaba
las bolsas de agua sobre el fuego, y si encontraba cabezas de guana-
cos, las partía con los dientes y se comía los sesos, que le gustaban
muchísimo.
Si no se oían los gritos que daba Hahshi al retirarse, un valiente
se aventuraba hasta el campamento para espiar los movimientos del
duende y volvía al fin con la noticia de su partida. Entonces todo el
grupo regresaba y se dedicaba a reparar los destrozos y poner las
cosas nuevamente en orden.
Nunca vi a Hahshi, pero varias veces observé que el grito de un
mochuelo fué la causa de una precipitada fuga. Cuando las mujeres
manifestaban su temor a Hahshi, los hombres lo tomaban a broma.
Les brindaba la oportunidad de burlarlas simulando la aparición del
duende, para asumir luego esa actitud protectora que tanto nos gusta
a los varones. Para dar más realidad a su demostración y por si acaso
una de las mujeres los sorprendía mientras atravesaban el campa-
mento desierto, el falso Hahshi se cubría con hojas secas y pedazos
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 4 19
de cortezas pegadas con barro y moho; añadiendo así la suciedad a
las otras poco admirables peculiaridades del duende.
No era siempre el grito de un verdadero mochuelo lo que sem-
braba el pánico. Un cazador travieso, que se ha alejado del campa-
mento luego de manifestar su intención de no regresar en varios días,
puede, muy fácilmente, arrastrándose de noche a corta distancia del
campamento, y dando el grito convencional de Cooh-hooh, repetidas
veces, crear la consiguiente alarma, que los otros hombres se encarga-
rían de magnificar. En este caso, ni siquiera había necesidad de dis-
frazarse ni pintarse para representar el papel.
Después de HahsM, que no era ni un fantasma ni un monstruo
superhumano del Hajn, llegamos a la última serie de criaturas, la
fantástica familia que he consignado en mi cuarta clasificación. Estos
fantasmas, can excepción de uno, sentían especial aversión por las
mujeres, sus historias convergen y son difíciles de separar en la trama
del folklore. Eran la esencia misma de la Logia ona.
Cuando en 1898, poco después de la muerte de mi padre, perse-
guí al ganado arisco detrás de Flat Top, COn Ahnikin, Minkiyolh y
Chauiyolh, el hijo de Te-ilh, tuve oportunidad, durante los diez días
y noches que pasé con ellos, de ahondar mis conocimientos de la
mitología ona. Los tres pertenecían a distintos grupos: Ahnikin, al
de las montañas, Minkiyolh, al del cabo San Pablo y Chauiyolh al de
Najmishk; era, pues, lógico suponer que las leyendas que recogí
de ellos eran comunes a toda la tierra de los onas. o tardé en com-
prender así cómo creían en la existencia de Me/m y Y ohs;, a los
que de verdad temían, hablaban de otros seres misteriosos, sobrena-
turales, en quienes simplemente querían hacerme creer que creían.
Describían en tono muy serio extraños monstruos que pretendían
haber encontrado en lugares solitarios y de los cuales habían logrado
escapar a duras penas.
Se referían a una criatura semejante al hombre, pero con cuernos
largos y afilados, y a sus dos feroces hermanas, blanca una y roja
la otra. Estas tres parecían ser lo más temidas, pero existían muchos
más. De noche, Ahnikin, o uno de los otros, simulaba temer que uno
de esos seres anduviera rondando por la selva en que acampábamos.
Me convencí de que los jóvenes mentían cuando declaraban so-
lemnemente que habían visto a e os seres misteriosos y que habían
sido perseguidos por ellos. Yo sabía que demostrar incredulidad o
ridiculizar sus relatos significaba poner fin a los mismos, y como
sentía que estas antiguas supersticiones merecían algún respeto, les
escuchaba con gran interés y aparentaba creerles.
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

Algunos años después comprobé que estos relatos de los encuen-


tros con el hombre con cuernos, las hermanas roja y blanca y otras
criaturas misteriosas me fueron hechos por Ahnikin, Minkiyolh y
Chauiyolh, no porque ellos tuvieran fe en los mismos, así como
creían en las brujerías y en los espíritus de la selva, sino porque me
consideraban a la par de las mujeres onas, puesto que yo no era un
iniciado y no pertenecía a la Logia.

Aunque, naturalmente, yo estaba lleno de curiosidad, no quería


forzar mi ingreso a esa sociedad secreta; en consecuencia me man-
tenía apartado y aguardaba la ocasión propicia. Al final, mi pacien-
cia fué recompensada. Una tarde, poco después de quedar estable-
cida la paz en la tierra de los onas, fuí invitado a asistir a una gran
reunión de indios de todos los clanes, que se realizó cerca de un
viejo Httin en los bosques, a corta distancia de un campamento donde
se habían agrupado todas las familias.
Cuando llegué, un grupo de hombres reunidos alrededor de una
hoguera estaba empeñado en un debate sobre mis aptitudes para ser
admitido como miembro de la Logia; las opiniones estaban divididas.
La minoría, encabezada por los conservadores Shisbkolh y Shi jyolh,
era contraria a la propuesta. Entre aquellos que me apoyaban enér-
gicamente estaban Halimink y Tininisk, el influyente curandero. Des-
pués de referirse a varios episodios de mi vida que justificaban la
estimación de esos hombres primitivos, Tininisk concluyó diciendo
que aunque yo parecía un hombre blanco, mi corazón, que él como
;oon podía ver con sus propios ojos, era el corazón de un ona.
Estas palabras hicieron enmudecer a la oposición y de inmediato
se hicieron los trámites de mi ingreso al Hain como novicio. Halimink
empezó por decirme que yo era ahora un indio, un hombre y no un
niño, pero que tenía aún mucho que aprender. Mi mentor y guía
dijo, sería Aneki, cuyo padre, el prudente Heeshoolh, había trans-
mitido a sus hijos Aneki, Schilchan y al finado Otrhshool, la antigua
sabiduría. Aneki sería secundado por su hermano Schichan (Voz
suave). Yo debía prestar atención a lo que ellos me dijeran y obe-
cer las reglas de la Logia, que eran muy estrictas. Halimink me
advirtió gravemente que si alguien confiaba a una mujer o a un no
iniciado los secretos de la Logia, tanto uno como otro, debían ser
muertos. El culpable no encontraría quien lo defendiera, pues en el
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 4 21

caso de cometer tan imperdonable indiscreción un hermano mataría


a su hermano, un padre a su hijo.
Cuando Halimink terminó su impresionante disertación, me ordenó
que me retirara al Hain con mis mentores. ~stos me guiaron con el
mayor cuidado, como si obstáculos invisibles obstruyeran mi camino,
no sólo al acercarnos al Hain, sino también cuando estuvimos dentro
de esa espaciosa choza.
Había un fuego encendido en el centro de la misma. A lo largo
de las paredes unos pesados postes servían de soportes. Uno de
ellos, que quedaba en mitad del recinto, estaba ennegrecido por el
fuego. Aneki me invitó a que me sentara cerca de ese poste. Evi-
dentemente, ese asiento había sido elegido de antemano y era el que
me tenían destinado para todas las reuniones de la Logia.
Pronto empezaron a entrar otros indios, mientras Aneki me expli-
caba las reglas del Hain. De tiempo en tiempo, su hermano pronun-
ciaba una o dos palabras, pero casi siempre permaneció callado. Pensé
que su principal función era vigilar y oír y que lo correcto era que
el tutor tuviese un testigo; es interesante esa similitud entre los pro-
cedimientos de los hombres primitivos y los nuestros. Además, en
caso de necesidad, por ejemplo, si yo hubiese probado ser un alumno
intratable, Shi1chan estaría allí para ayudar a Aneki a matarme.
Después de un rato, Aneki me preguntó amablemente si le tenía
miedo al fuego. Sabiendo lo que se esperaba de mí, tomé una pe-
queña brasa entre los dedos y la coloqué sin prisa y con aparente
indiferencia, sobre mi brazo, pues sabía muy bien que unos cuantos
pares de ojos me vigilaban. Después de un momento que me pareció
interminable, Aneki la sacudió diciendo:
~K-pash kau. (Ya es suficiente.)
La conversación se hizo después general; me observaron de pies a
cabeza y discutieron mi aptitud para representar una u otra de las
criaturas semihumanas que visitaban el Hain. Debido a mi figura y
a mi estatura de un metro ochenta, consideraron conveniente que
tomara el papel de Short 1, aunque luego lo estimaron imprudente,
pues las huellas de mis pies desnudos, que hasta las mujeres podrían
reconocer, me hubieran descubierto. Pronto la reunión perdió su ca-
rácter de seriedad; se oyeron primero conversaciones en voz baja y
risas mal reprimidas y luego se sucedieron, con cortos intervalos, gran-
des alborotos; estos estoicos parecían haber perdido todo dominio
sobre sí mismos. Gritos de ira y de terror se mezclaban con aullidos

1 llsta es una palabra ona, no la inglesa Jhoo que significa corto.


4 22 EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

de excitación y de dolor; también se oían otros sonidos más extraños,


que se suponía eran proferidos por sobrenaturales, aunque no celes-
tiales visitantes de nuestra Logia. Uno de estos estallidos fué tan
ruidoso que las mujeres salieron del campamento, aunque se man-
tuvieron a respetuosa distancia, al fondo del Hain. En un momento
de calma en aquella babel, las oí gritar, destacándose entre todas, la
voz de Le!uwhachin, mujer de Tininisk, única hechicera de la tierra
de los onas. Preguntaba si su hermano mayor (yo) había sido muer-
to. Tininisk contestó que los hombres me protegían de las dos feroces
hermanas Halpen y Tantl y ordenó a las mujeres que regresaran a
sus casas.
Para dar mayor dramaticidad al acto, algunos hombres se hicieron
cortes bastante serios en el pecho y en los brazos con pedazos de
vidrio o piedras puntiagudas, se rasguñaron la cara y se hicieron san-
grar la nariz introduciendo en ella profundamente palos afilados.
Así podían luego contar a sus mujeres que las perversas hermanas,
la de las nubes blancas y la de la arcilla roja, se habían enfurecido al
encontrar un hombre blanco en su Log;a, y que las heridas habían
sido causadas por las largas garras de sus dedos del corazón (unas
peculiaridades de Halpen, de Taml y de Yohú, e! duendecillo venga-
dor de los bosques), mientras los hombres me defendían valerosa-
mente.

3
Para formarnos un concepto de la importancia de esta ridícula cere-
monia, debemos apelar a la historia. Dedicaré el próximo capítulo a
las expresiones de! folklore ona, recopiladas durante un período de
varios años, a partir de los días en que cacé por primera vez con los
indios en los bosques de Harberton. De ese fárrago de fábulas y
leyendas que me fueron relatadas por etapas, sin ninguna cohesión
y con muchas repeticiones, surge la historia del Hain de los onaso
En la época en que toda la selva era siempre verde, antes que
KeYlohprrh, el papagayo, pintara de rojo las hojas del otoño con los
colores de su pecho, antes que los gigantes Kwony;pe y Chashk;¡chesh,
cuyas cabezas sobrepasaban las copas más altas de los árboles, mero-
dearan por los bosques, en los días en que Krren (el Sol) y Kreeh
(la Luna) andaban por la tierra como hombre y mujer y que mu-
chas de las grandes y dormidas montañas eran seres humanos, en
aquellos lejanos tiempos la brujería era conocida solamente por las
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 42 3

mujeres en la tierra de los onas. Ellas mantenían una Logia privada


a la cual ningún hombre se atrevía a acercarse.
Las jóvenes, cuando llegaban a la pubertad, eran instruídas en las
artes mágicas y aprendían a atraer las enfermedades y hasta la misma
muerte sobre cualquier ser que las disgustara.
Los hombres vivían en un abyecto temor y sometimiento. Cierta-
mente, tenían arcos y flechas con los que proveían de carne a los
campamentos, pero ¿cómo podían ellos usar esas armas contra las
brujerías y las enfermedades? Aquella tiranía de las mujeres fué
agudizándose, hasta que los hombres comprendieron que una hechi-
cera muerta era menos peligrosa que una con vida. Tramaron una
conspiración y sobrevino una gran matanza, de la cual no escapó nin-
guna mujer adulta ni adolescente que hubiera empezado sus estudios
de hechicería. Así es que los hombres se encontraban ahora sin muje-
res y debían esperar hasta que las niñas crecieran. Otro problema
que se les presentaba era éste: ¿cómo harían los hombres para con-
servar la superioridad que habían conseguido? Tal vez cuando estas
niñas alcanzaran la madurez se congregarían y recuperarían su an-
tiguo ascendiente. Para prevenirlo, los hombres crearon una sociedad
secreta propia y proscribieron para siempre la Logia de las mujeres,
en la que se habían planeado tantos maleficios contra ellos. A nin-
guna mujer se le permitió acercarse al Hain, bajo pena de muerte.
Para que la orden fuera respetada por las mujeres, los hombres crea-
ron una nueva rama diabólica, una serie de seres extraños, en parte
producto de su propia imaginación y en parte adaptados a las anti-
guas leyendas, que tomarían forma corpórea al ser personificados por
miembros de la Logia y ahuyentar de este modo a las mujeres de
los concilios secretos del Hain. Se suponía que estos espíritus detes-
taban a las mujeres y estaban bien dispuestos hacia los hombres, al
punto de proveerles misteriosas comidas durante las prolongadas sesio-
nes de la Logia. En ocasiones, estos seres manifestaban mal genio y las
mujeres del campamento se enteraban de su irritabilidad por los
gritos y misteriosos llantos que llegaban del Hain y las caras rasgu-
ñada y las narices sangrantes con que los hombres volvían a sus
hogares después de una sesión turbulenta.
Los más espantosos visitantes sobrenaturales del Hain eran el hom-
bre con cuernos y las feroces hermanas a quienes Ahnikin y los otros
muchachos habían aludido durante nuestra persecución del ganado
detrás de Flat Top. El hombre con cuernos se llamaba HaJahachish
o más comunmente Hachai. Provenía de las rocas cubiertas de musgo
y era de aspecto tan grisáceo como su guarida. La hermana blanca
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

era Halpen, procedía de las nubes blancas (cúmulus) y junto con


su hermana Tanu, originaria de la arcilla roja, gozaba de una temi-
ble reputación de crueldad.
Un cuarto monstruo del Hain era Short; éste participaba con mu-
cha más frecuencia que los otros tres en las actividades de la Logia.
Lo mismo que Hachai procedía de las rocas grises. Su única vesti-
menta era un pedazo de piel blancuzca, parecida al pergamino, echa-
do sobre la cabeza y la cara. Tenía agujeros para los ojos y la boca,
ajustaba tirante la cabeza y se ataba por detrás. Había varios Shorts
y se podía ver a más de uno a la vez. Existía gran variedad en el
colorido y los dibujos de su pintura. Un brazo y la pierna opuesta
podían ser blancos o rojos, con puntos y rayas del otro color su-
perpuestos. Su cuerpo, revestido del plumón gris de pájaros jóvenes,
tenía la misma apariencia que los lugares cubiertos de liquen que
frecuentaban. A diferencia de Hachai, Halpen y Temu, se le encon-
traba lejos del Hain. A veces lo veían las mujeres, cuando juntaban
leña o bayas en el bosque; en tales ocasiones, ellas se apresuraban a
volver a sus casas a difundir la sensacional noticia, pues Short era
considerado muy peligroso para las mujeres por su afición a matar-
las. Cuando aparecía cerca del campamento las mujeres se echaban
boca abajo en el suelo de sus refugios, junto con sus hijos, y se cu-
brían la cabeza con cualquier capa suelta que encontraran a mano.
Además de estos cuatro, había muchas otras criaturas en el Rain,
algunas de las cuales quizás no habían aparecido en varias generacio-
nes. Por ejemplo, Kmantah, cuya madre era Kualchink (el haya cae-
diza) a la cual volvía y con cuya corteza se vestía. Otro era Kterrnen,
pequeño y muy joven, al que se tenía por hijo de Short; siempre estaba
muy pintado y cubierto de parches de plumas y era el único de los
seres de la Logia bien dispuesto hacia las mujeres, a las cuales les
estaba permitido mirarlo cuando pasaba.
A veces yo me preguntaba si estas extrañas apariciones no serían
los residuos de una religión en decadencia, mas luego llegaba a la
conclusión de que eso no podía ser. No existían leyendas que permi-
tieran deducir que alguna de las criaturas personificadas por los indios
hubiera andado por la tierra, bajo cualquier corporización que no
fuera producto de la fantasía.
El Hain era una choza grande ubicada generalmente a medio ki-
lómetro del poblado, al este del mismo y dándole la espalda, para im-
pedir que las curiosas mujeres espiaran su interior, ya que la puerta
estaba constantemente abierta. Siempre que era posible, se levantaba
cerca de un grupo de árboles que impidiesen observar el interior del
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 425

Rain, escenario en que aparecían los actores desde otras direcciones.


Algunos exploradores que observaron esas chozas las definieron
como lugares de adoración del sol, principalmente por su orientación.
~sta, sin embargo, no obedecía a ningún propósito religioso ni de culto
al sol naciente; ubicaban la entrada del Rain hacia el Este para pro·
tegerse contra los fuertes vientos que habitualmente soplaban del Oeste.
Había otra razón para que la sede de la Logia estuviera a sotavento
del poblado: sus miembros afirmaban que durante las reuniones sólo
tomaban alimentos místicos; si la brisa llevaba el olor de la carne asada
hasta el poblado, nadie creería esa. historia.
Aneki me dijo en esa primera lección, que en el centro del Rain,
donde estaba el fuego, se abría un abismo imaginario de enorme pro·
fundidad, con un fuego infernal en el fondo, que traspasaba el umbral
y se prolongaba muy lejos hacia el Este. Muchos años atrás, cuando
el Rain era nuevo, este abismo había existido realmente, y aquel que
intentaba cruzarlo caía en él y perecía. Ahora sólo se presumía su exis-
tencia, pero era igualmente peligroso cuando la reunión estaba en
pleno. Si una persona caminaba, aun sin saberlo, sobre el lugar donde
se suponía que estaba el fuego, sería arrojado a él; aunque, añadía
Aneki, no permanecería siempre allí. ~sta era una advertencia directa
para mí; ahora sabía yo por qué mis tutores habían guiado mis pasos
tan cuidadosamente al acercarnos y al penetrar en el Rain.
Este abismo hipotético tenía otro propósito. Dividía la Logia en
dos grupos, de acuerdo con el grado de parentesco o el lugar de na-
cimiento. Los hombres del norte se sentaban al sur y los hombres
del sur, al norte. Disposiciones semejantes regía para el acceso al
Rain. Yo, que procedía del sur del otro lado de las montañas, y que
no tenía ningún vínculo ni por el lugar de nacimiento ni por la sangre
con los norteños, cuando venía del pueblo debía acercarme por la iz-
quierda del Rain y penetrar en la choza cerca de la pared de la dere-
cha y con el fuego a mi izquierda. Hacia el centro estaba Kiayeshk,
que significaba corvejón negro; era el nombre del poste ennegrecido
por el fuego. Cerca de Kiayeshk se encontraba mi asiento. En los con-
cilios yo no debía pasar más adelante hasta el final de las ceremo'
nias o hasta que se me pidiera directamente que lo hiciera.
Si un hombre tenía dos lugares de origen, en razón de que sus
padres provenían uno del norte y otro del sur, no se le imponía nin-
guna restricción. Aneki era uno de estos miembros privilegiados. Su
padre, HeeshoOlh, era oriundo del sudeste y su madre norte~a, de m~­
nera que le era permitido pasar por ambos lados de la LogIa al venir
del pueblo y sentarse al norte o al sur del ardiente abismo.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Acabada la sesión, se abolían todas las restricciones y podíamos


abandonar el Hain en el orden que quisiésemos. Cuando no se usaba
como sede de la Logia, la choza servía de vivienda y cuarto de estar
para hombres solteros, o viudos tales como Chalshoat, que había per-
dido a su mujer como resultado de un descuido imperdonable en el
uso de su arco, o para los klokten que habían aprobado el examen de
admisión. Los muchachos no iniciados debían dormir en el campa-
mento.

4
En la tarde siguiente a la de mi iniciación se decidió que Tinis, el
muchadlO ausb lisiado, personificara a Ha/pen, la cruel hechicera de
las nubes. Cubrieron al infortunado, de la cabeza a los pies, con las
capas de piel de todos los presentes, puestas con el pelo hacia adentro.
Abrumado por el peso, cegado, perdió toda semejanza con un ser
humano. Mientras le iban echando las ropas, sólo cuidaron de no so-
focarlo; constantemente le preguntaban si podía respirar. Las capas
exteriores, fueron blanqueadas con tiza. Terminados estos preparati-
vos, la pesada criatura fué conducida secretamente hasta un grupo
de árboles, a unos ochenta metros del Hain. Allí le colocaron sobre la
cabeza un fardo que representaba un gran pescado con cara humana.
Cuando todo estuvo listo, dejaron a Halpen al cuidado de Tininisk
y uno o dos más, profirieron esos extraños gritos que no sé cómo
describir, y volvieron al Hain.
Aparecieron entonces delante del campamento las mujeres y los
niños, formando un excitado grupo, y los más temerarios se aven-
turaron unos metros más adelante para observar mejor.
El pobre Tinis no podía ver nada y le era muy difícil moverse
bajo el peso de tantas pieles, pero allí estaba Tininisk para ayudarlo.
Escondido tras el enorme bulto de Halpen, el curandero, desnudo, 10
sostenía y dirigía sus pasos.
La forma de la cabeza facilitaba el manejo a Tininisk y prestaba
al disfrazado una peculiar apariencia amenzadora, concordante con
la siniestra reputación de Halpen. En un silencio aterrador, Ha/pen
fué llevado hasta el grupo de hombres que esperaban cerca de la
puerta del Hain y todos juntos entraron en el mismo.
Para el hombre civilizado, esto sería una pantomima infantil y ri-
dícula, pero para el espectador, influído por la superstición y la ex-
citación del momento, el lento avance de Ha/pen, interrumpido con
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 4 27

frecuen~ia pa~a encararse directamente con las mujeres, era algo real-
mente impreSIOnante.
Los onas decían que los movimientos de Halpen no eran siempre
tan lentos, y que podía desplazarse con rapidez cuando así lo deseaba.
Solía atrapar seres humanos y llevárselos a las nubes, desde donde
devolvía luego sólo los huesos pelados.
Cualquiera que como Tinis estuviera dispuesto a llevar una pesada
carga en circunstancias penosas, podía personificar a Halpen o a Tanu,
su hermana; las únicas visibles diferencias entre las dos hermanas con-
sistían en que la última era roja en vez de blanca, y tenía un porte
mucho más elegante.
Esta fué la única vez que vi a HaJpen; a su hermana nunca la vi.
En realidad, sus apariciones eran tan poco frecuentes que muy pocos
de los onas que he conocido la habían visto.
Muchos de los seres del Hain requerían mayor habilidad dramática
que Halpen y Tanu, y pocos eran los actores capaces de encarnarlos a
gusto de los críticos onas. Quizás el papel que representaban mejor
era e! de Hachai, el hombre con cuernos. En una de las numerosas
reuniones a las que asistí después, se decidió que apareciera Hachai y
se e!igió a Talimeoat, el cazador de pájaros, uno de los pocos hom-
bres capaces de personificarlo bien. Lo pintaron de pies a cabeza con
dibujos blancos y rojos, predominando los blancos, y 10 revistieron
de plumón gris. Le ataron en la frente un arco de menos de un metro
de largo, bien forrado, que simulaba los cuernos; una máscara blanca,
con líneas rojas alrededor de las aberturas para los ojos, le cubría
la cabeza y la cara, dándole cierto parecido con una vaca de hocico
corto.
Como de costumbre, las mujeres se habían reunido frente al cam-
pamento para ver la representación. Hachai apareció entre los arbustos
más allá de! Hain, y bufando y amenazando con sus cuernos, amagó
algunas embestidas contra ellas. Las mujeres demostraron estar muy
alarmadas; algunos hombres corrieron para protegerlas en caso neceo
sario. A pesar de la presencia de estos valientes defensores, las mu-
jeres huyeron hacia sus casas, donde se tiraron al suelo boca abajo y
se cubrieron la cabeza con pieles.
Hachai atravesó el campamento escoltado por algunos hombres,
cuya misión era, sin duda, impedir que las mujeres espiaran de cerca.
Luego, dió la espalda al campamento y regresó al Hain. Las mujeres,
informadas de que había pasado el peligro, se apresuraron a salir
para dar un último vistazo al monstruo que se alejaba con la cara
vuelta hacia ellas, antes de desaparecer en la Logia.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

Es interesante consignar que no existe animal alguno ongmario


de la Tierra del Fuego que tenga cuernos; sin embargo, la actuación
de Talimeoat fué admirable. Sus avances inseguros, sus cabezazos
amenazadores, sus bufidos y las bruscas embestidas ya con un cuerno,
ya con el otro, fueron de lo más realistas. El papel que desempeñaba
tenía su origen en un mito legendario, y sin duda había sido repre-
sentado por innumerables generaciones de onas.
Aquélla fué la única ocasión en que Hachai visitó al Htún en mi
presencia. A su compañero Short, el morador de las rocas, lo vi varias
veces. Short era el único visitante indispensable en los misterios de
la Logia. Recuerdo un incidente que demuestra su predominio y la
importancia que daban al secreto de su identidad. Short había apare-
cido entre los hombres; y enmascarado, pintado y cubierto de plumón
gris, se acercó al campamento en compañía de ellos. Todas las mu-
jeres huyeron para ocultar la cabeza. Short, como acostumbraba ha-
cerlo, se lanzó al campamento aparentando buscar algo. Tomaba cual-
quier objeto, quizás un pedazo de madera, corría con él un corto
trecho, lo depositaba cuidadosamente y volvía a apoderarse de cual-
quier otra cosa que se le antojara. Luego sacudía violentamente uno
de los refugios; los hombres entonces desataban apresuradamente las
cuerdas que los sostenían, por temor a que se le ocurriera echar abajo
todo, cosa que hacía a menudo Short al visitar el poblado. Todas estas
travesuras formaban parte de la convencional ceremonia, pero este
Short asumió una actitud sin precedentes: tomó un pedazo de leña y
con un bufido de enojo lo arrojó violentamente contra una de las
mujeres echadas bajo su olio
Al regresar al Hain le pregunté por qué había hecho eso. Me con-
testó que la cabeza de la mujer no estaba bien tapada y que a él le
había parecido que lo espiaba. El madero pesaba unos cuantos kilos
y la mujer había sido golpeada fuertemente; sin embargo, el marido
no había intervenido contra Short. En otras circunstancias, semejante
ataque hubiera sido motivo de una seria pelea en la que hubiese pe-
ligrado la vida del agresor. Este episodio tiene aún más significación
por las circunstancias de que Short estaba representado por Minkiyolh,
detestado por todos; que el marido era el formidable y respetado Ti-
ninisk y que la mujer agredida era nada menos que Leh.iwhachin.
A pesar de todo, Tininisk no demostró entonces ni después, el menor
resentimiento por la acción de Minkiyolh; y Ahnikin y Halimink, que
estaban presentes y que gustosos hubieran aprovechado cualquiera
excusa para pelearse con Minkiyolh, también se abstuvieron.
El papel más importante que desempeñaba Short en los asuntos de
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 429

la Logia concernía a los klokterr (novicios). Durante los primeros


años de su aprendizaje, antes de la iniciación, los muchachos creen
sin reservas en estos monstruos sobrenaturales, pues desde niños habían
sido testigos de sus apariciones y tomado parte en las precipitadas
huídas cuando Halperr o Short se acercaban demasiado. Ahnikin,
Minkiyolh y Chauiyolh habían superado ya ese estado de ignorancia
cuando, en Flat Top, me hablaron de las feroces hermanas y el hom-
bre con cuernos, pues poco tiempo antes su educación había sido
completada.
Como primera etapa de su educación, los klokterrs debían hacer,
solos o en parejas, una expedición de un día al bosque. Se mataba
un guanaco, y a varias leguas del campamento se colgaba la carne en
unas ramas para ponerlas fuera del alcance de los zorros, o se sumer-
gía en alguna laguna o arroyo de poca corriente. Se instruía a los
kloktens sobre el lugar en que se encontraba la carne, qué camino
habían de seguir y qué trozos debían traer. Generalmente, la carga
pesaba tanto como el propio klokterr y el camino no era el más corto
ni el más fácil. Otras veces se les ordenaba además dar largos rodeos
alrededor de ciertas colinas o lagos, tanto en el camino de ida como
en el de vuelta. Para asegurarse de que estas órdenes eran obedecidas,
uno de los hombres estaba encargado de vigilarlos sin dejarse ver.
La verdadera finalidad de estas expediciones era probar el coraje
de los kloktens.
Al despedirlos, se les prevenía que podrían encontrarse con Short,
y que era inútil que se defendieran con las flechas, porque Shol't era in-
vulnerable y capaz de matar a quien intentara herirlo. Se les aconse-
jaba, en cambio, que en caso de ser perseguidos por Sho'l't se refu-
giaran en los árboles, a los que éste no acostumbraba treparse, por
muchas ramas bajas que tuviesen. Estas advertencias eran indispen-
sables, porque todos los muchachos llevaban arcos y flechas y eran
diestros en su manejo. Un ataque intempestivo de un klokte/l podía
costar la vida al hombre que personificaba a Sho-rt.
Se cuenta que un novicio, aterrorizado, descargó una flecha contra
Short, que cayó mortalmente herido. Al regresar a la Logia el klokten
fué muerto en represalia. Pero este infortunado incidente no se podía
contar a los klokterr, a modo de escarmiento, pues el fatal desenlace
no concordaba con la supuesta invulnerabilidad de Short.
Teniendo frescos aún en la memoria todos estos relatos sobre Short,
los kloktens iniciaban siempre sus expediciones con el mayor recelo.
Durante todo el recorrido estaban obsesionados por el temor a los
seres extraños y fantásticos que rondaban por la vecindad. Los ma-
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

yores se ocupaban de que Short apareciera a su debido tiempo. A


veces los muchachos advertían al monstruo de cara blanca, lo eludían
y cumplían valerosamente su misión sin más aventura. En otras oca-
siones, Short salía de los matorrales para perseguirlos. Si buscaban
refugio en las ramas de un árbol, él saltaba alrededor tirándoles palos
y piedras hasta cansarse y luego se alejaba. Más tarde, cuando se
quitaba el disfraz, se divertía enormemente oyendo contar a sus víc-
timas las terribles peripecias y la pavorosa impresión que Short les
había producido.
Cuando la educación preliminar de un klokten era considerada su-
ficiente, se lo iniciaba formalmente en la Logia. En esta ceremonia,
también Short tenía gran importancia, pues era al luchar frente a
frente con él en el Hain cuando el klokten se enteraba del gran secreto,
es decir: que Short, Halpen, Hachai y el resto no eran monstruos so-
brenaturales, sino seres humanos disfrazados para la representación.
Presencié una de estas iniciaciones. El klokten, un muchacho llama-
do K-Wamen, era hijo de Koniyolh y el rival más aventajado que
tenía el famoso corredor Taapelht. El papel de Sho1't estaba represen-
tado por un hombre de la región de Koniyolh. Al muchacho le habían
puesto el nombre de Martín y fué mi principal ovejero en Viamonte.
K-Wamen había escapado varias veces de Short, y esto, sin duda se lo
había relatado a su crédula madre y a otras mujeres, refirmando así
las creencias de ellas. Ahora era su padre el que lo llevaba al Herin.
Le informaron que se encontraría con el temido Sho1't, a muy poca
distancia de él. Koniyolh le dijo que no tuviese miedo y que demos-
trase coraje. Los hombres cuchicheaban, a la expectativa; el candida-
to estaba tan impresionado que cuando la extraña aparición se mostró
en el portal, temblaba de pies a cabeza.
Toda la atención de Short parecía estar concentrada en el mucha-
cho, hacia quien se adelantó lentamente, con largas pausas y cortos
saltos. Su aspecto era tan amenazador que el pobre muchacho apenas
podía sostenerse en pie y con seguridad hubiera huído ignominiosa-
mente si su padre y sus amigos no le hubieran cortado la retirada.
Con una mano apoyada en el hombro de su hijo, el padre murmuró
algunas palabras de estímulo. Al fin, Short quedó frente a frente al
aterrado novicio. Se arrodilló y lo olfateó como lo hubiera hecho un
perro mal criado. El muchacho retrocedió temblando. Ninguno de
estos espíritus puede hablar, pero con furiosos bufidos Short demos-
tró claramente que desaprobaba por completo al candidato; por signos
muy elocuentes di6 a entender que su conducta no había sido la que
sus padres esperaban.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 43 1

Cuando la cólera y el disgusto de Short se convirtieron casi en


frenesí, el aterrado klokten fué arrojado a sus brazos e incitado a lu-
char; lo hizo movido por la fuerza que da el pánico; ambos pelearon
en medio de las desenfrenadas carcajadas de los asistentes, quienes
alentaban con todo entusiasmo al mozalbete y cuidaban de apartar a
los combatientes del fuego.
En estos desafíos Short permitía siempre al klokten que 10 derri-
base al final; así esta lucha terminó con la victoria de K-Wamen,
pero cuando éste conoció la identidad de su atormentador, lo atacó
nuevamente con furia, con gran regocijo de los concurrentes, a los
cuales Short, la eventual víctima, se unió de todo corazón.
Cuando era posible, se elegía un pariente cercano del novicio para
representar a Short y completar más adelante la educación del mu-
chacho, a quien se mantenía en el estado de klokten hasta por lo
menos dos o tres años después de haber conocido el gran secreto.
La iniciación no exigía las torturas que, según nos han contado,
practicaban algunas tribus de indios norteamericanos; pero para probar
su virilidad el novicio debía aplicar a su piel una brasa que a veces
le dejaba la marca por años. Me contaron que a un candidato poco
dispuesto a obedecer a su instructor, le habían cortado los tendones
detrás de las rodillas, a consecuencia de 10 cual tuvo que andar a
gatas toda su vida. Dudo de la veracidad de esta historia, pues de
semejante proceder hubiera resultado una pesada carga para la tribu.
Durante el período de prueba, la dieta del klokten quedaba res-
tringida casi enteramente a carne magra; el tuétano, los sesos, los ojos,
los intestinos, etc., de la res, eran lujos que le estaban estrictamente
prohibidos. Los indios aseguraban que ningún klokten, sea cual fuere
su tentación o la oportunidad que se le brindare, faltaría a esta con-
signa, aunque nadie lo observara. Para hacerlo hombre, algún tiempo
después de su iniciación se le enviaba en largas expediciones de
prueba, durante las cuales debía subsistir con el producto de su caza,
o alimentarse sólo con hongos y raíces.
Tampoco debía buscar ni aceptar la compañía de cazadores. Algu-
nos años antes de la celebración del rito de paz, un atardecer desapa-
cible de otoño iba yo caminando con dos o tres compañeros onas;
divisamos un grupo de árboles adecuados y decidimos pasar allí la
noche. Al acercarnos, observamos a través de la niebla una pequeña
columna de humo azulado. Nos adelantamos entonces con la mayor
precaución, pues ignorábamos qué recepción nos esperaría, pero sólo
encontramos un débil fuego abandonado. Después de examinar cui-
dadosamente el terreno, mis compañeros opinaron que dos kloktens
EL ÓLTlMO CONFiN DE LA TIERRA

habían intentado pasar la noche allí, pero que al advertirnos habían


huído sin ser vistos; ésa era la conducta correcta que ellos debían
observar.
El ktokten debía ser prudente y lacónico, auditor atento de las sabias
palabras de sus mayores; obediente y diligente en el trabajo, especial-
mente transporte de carne o combustible; no debía entretenerse ju-
gando con niños más pequeños; en suma tenía que ser serio y cum-
plidor en todas sus actividades. En cuanto a su conducta con las mu-
jeres, debía ser discreto y circunspecto, y evitar toda frivolidad o
veleidad en su trato con las esposas de los otros hombres y aun con
sus propias parientas, para no despertar celos ni ser acusado, por
ejemplo, de pretender a su propia hermana, imputación ésta suma-
mente ofensiva.
Los consejos que se daban a los ktokten eran generalmente sensatos
y siempre se les explicaba por qué razones debían seguirse. He aquí
unos pocos ejemplos: Un hombre no debía ser glotón, porque se
pondría obeso y perezoso, dejaría de tener éxito en sus cacerías y
daría motivo para que se dijera que su mujer estaba obligada a ali-
mentarlo con pescado. En cambio, la mujer debía ser gorda, para que
todos lo respetaran al hombre, considerándolo un diestro cazador.
Para evitar los peligros de las uniones incorrectas con mujeres de
la propia tribu, se estimaba conveniente tomar esposas de muy lejos.
Esto tenía además la ventaja de la sumisión de la mujer a la voluntad
del marido, puesto que no habría parientes que tomaran su defensa
cuando riñeran.
Un hombre debía ser generoso en el suministro de carne a los an-
cianos, aunque no fueran parientes; podría acontecer que cuando él
mismo envejeciera y no pudiera alir a cazar, necesitara que algún
joven le trajera carne. En otras palabras: "Arroja tu pan sobre las
aguas porque lo encontrarás después de muchos días." Esto es lo
más parecido a un precepto religioso de todo cuanto llegué a oír
mientras viví con esa gente.
Entre los numerosos seres que frecuentaban el Hain estaba Ohti-
mink, el curandero de esa banda impía. Si un hombre yacía moribun-
do por una herida recibida, y eran vanos los esfuerzos del curandero
de la tierra por salvarle la vida, se invocaba a Ohtimink para que sa-
liera de las sombras y en la hora undécima curara milagrosmente la
herida del paciente.
Intentaré describir una ceremonia de ese drama inmemorial. Mien-
tras se realizaba una reunión en la Logia, trajeron al campamento a
Halimink mortalmente herido. El pobre hombre estaba cubierto de
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS
433.
sangre y jadeaba en tal forma que parecía que cada inspiración iba
a ser la última. De todos los refugios y del mismo Hain acude gran
número de hombres para acompañar al amigo moribundo, entre ellos
los famosos magos Tininisk y Yoiyolh, el "Pato de la Cascada". Ha-
limink yace en el suelo y de cuando en cuando exhala un suspiro,
prueba de que no ha perdido el conocimiento. Al fondo andan dando
vuelta las mujeres, dispuestas a traer agua o prestar cualquier otro
servicio que fuera necesario. Se hacen preguntas breves, ahogadas, a
los hombres que trajeron a Halimink. Ellos informan que fué herido
por un cazador solitario de otra región, y que al arrancarle la flecha,
la punta de pedernal quedó dentro. Tininisk y Yoiyolh intentan ex-
traer la punta de la flecha. Entonan cánticos, ponen las manos sobre
el cuerpo del enfermo, chupan la herida. Todo es inútil. Finalmente,
después de agotadores esfuerzos, admiten su impotencia y anuncian
que se acerca el fin del paciente.
Los quejidos de las mujeres se convierten en fuertes lamentos,
mezclados con aullidos prolongados; los parientes más cercanos y
queridos de Halimink se arañan fuertemente las piernas y brazos con
piedras y vidrios, hasta hacerse abundante sangre.
El arco y las flechas del indio moribundo son rotos y arrojados al
fuego.
En ese momento solemne, alguien, el más inteligente, sugiere:
-¿Por qué no llamar a Ohlimink? Si acudiera, quizás podría salvar
a nuestro hermano.
La proposición, que alienta la última esperanza, es acogida con en-
tusiasmo y muchos corren hacia el Hain; unos cuantos quedan para
contener a las mujeres que, impulsadas por su cariño y aflicción, se
agolpan sobre el herido. En el Hain, aullidos prolongados alternan
con gritos discordantes; hay mucho movimiento entre el mismo y el
bosque cercano.
Al cabo de algún tiempo aparecen los hombres, en grupos compac-
tos, caminando con rapidez, hacia el campamento, pues los minutos
son preciosos. Pero, ¿de quién es esa diminuta figura, casi escondida
en medio de ellos? No puede ser el pequeño A-yaiih -aun más pe-
queño que sus hermanos Hechelash y Yoiyolh- porque ha salido a
cazar. No, este ser asombroso, enmascarado y pintado en forma gro-
tesca, es Ohlimink, que ha dejado al grupo extraño, dramático y mi-
tológico al cual pertenece y ha venido para salvar a su amigo.
Las mujeres se retiran al aproximarse el excitado grupo radiante
de anticipada felicidad, y hasta los magos hacen l~gar respetuosa-
mente al bienvenido colega. Le explican con amplIOS ademanes y
EL óLTlMO CONFÍN DE LA TIERRA

voces guturales, enfáticos, la gravedad y urgencia del caso. Ohlimink


no tiene facilidad de palabra, y son visibles sus esfuerzos por com-
prender lo que le dicen; cuando lo logra, emite quejumbrosos sonidos
de simpatía y asentimiento. Luego, concentrando todo su poder mental
hace unos pases a la manera de un curandero común, para circuns-
cribir el mal alrededor de la herida. Después de succionarla enérgica-
mente, saca de su máscara la punta de flecha buscada.
Considerando su anterior postración, sorprende la facilidad con
que el herido, ayudado por Ohlimink y por otro hombre y rodeado
por sus satisfechos compañeros, puede retirarse al Rain; aún está
bastante débil, y en ese santuario su cura se completa, entre la ani-
mada discusión de los actores sobre el feliz éxito del engaño.
Los más ancianos critican la operación; naturalmente, ellos habían
visto practicarla mucho mejor cuando eran jóvenes, pero sus observa-
ciones son hechas con tal sinceridad y discreción, que no provocan
resentimiento.
La sangre con que se embadurnaba al paciente para hacer la repre-
sentación más realista, era generalmente de guanaco, a la que se agre-
gaban algunas donaciones adicionales de dadores voluntarios; por su-
puesto, un arco malo y las peores flechas eran elegidas para s.er des-
truídas en el fuego. No se buscaba necesariamente a un curandero
para personificar a Ohlimink: la única cualidad esencial era la baja
estatura; por lo tanto la elección de A-yaak fué automática. En lugar
de salir a cazar, accedió a desempeñar su papel en esta grave repre-
sentación de ópera cómica.
En caso de enfermedad seria, los curanderos onas no recurrían a
Ohlimink; tampoco, por cierto, rezaban o adoraban, ni a él ni a
ningún otro de sus semejantes.
Como las mujeres suelen ser menos tontas de lo que quieren hacer
creer al sexo contrario, he dudado muchas veces de que las onas es-
tuviesen tan engañadas y aterrorizadas como demostraban por estas
grotescas y cómicas travesuras de los hombres.
Cuando una vez me atreví a comunicarles mis sospechas, la reacción
de los hombres no me dejó lugar a dudas sobre su firme convicción
respecto a la ciega credulidad de las mujeres. Me parecía imposible
que estuviesen completamente engañadas; sin embargo, los kloktms,
que han vivido continuamente cerca de sus madres en sus doce o trece
años anteriores a su iniciación y que con toda seguridad hubieran oído
cualquier palabra imprudente que ellas hubieran podido decir, esta-
ban realmente aterrados cuando se encontraban por primera vez cara
a cara con Short. Estoy seguro, sin embargo, de que si una mujer
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS
435
hubiese sido lo suficientemente indiscreta como para expresar sus
dudas, y ello hubiera llegado a los oídos de los hombres, la renegada
hubiera sido muerta. De manera que si una de ellas sospechaba algu-
na trampa, se guardaba muy bien de decirlo.

5
Había ciertas ceremonias rituales en las que los monstruos no in-
tervenían para nada. Se efectuaban fuera del Hain y en algunas de
ellas participaban las mujeres.
En ciertas ocasiones los hombres y los muchachos, con el cuerpo,
los brazos y las piernas pintados con líneas horizontales de círculos
blancos sobre fondo rojo, se reúnen subrepticiamente debajo de un
grupo de árboles cerca del pueblo. Se alinean cada uno con los brazos
alrededor de los hombros del vecino, como en un scrum de rugby y
avanzan lentamente en dirección al Hain, con el movimiento ondula-
torio de una serpiente, por un espacio abierto entre los árboles a fin de
ser vistos por las mujeres, que están observando desde el pueblo.
Desde lejos este avance da la impresión exacta del movimiento labo-
rioso de un enorme reptil. El efecto se obtiene de la siguiente manera:
cuando todos están colocados y listos para salir al espacio abierto la
fila se pone en marcha empezando por el hombre que está al final;
éste da un saltito hacia el costado y otro hacia adelante, movimientos
que son imitados inmediatamente por sus vecinos y así hasta el final
de la fila. En un grupo de treinta hombres se forman por lo menos
tres de estas olas u ondulaciones paralelas, desde la cabeza hasta la
cola. Cuando los primeros de la fila han avanzado suficientemente
como para estar fuera de la vista del pueblo, se desprenden uno a uno
hasta que los que forman en último tramo dan una última coleada
penetrando en el Hain.
Si mal no recuerdo, esta ceremonia transcurre en ilencio y produce
gran placer a los actores. Me he preguntado si esta danza (si puede
llamarse así) no habrá sido creada en honor de la serpiente, en una
remota época en que esta gente haya vivido en tierras de clima cálido,
pues no hay serpientes en la Tierra del Fuego.
La danza de la serpiente tenía forma y un cierto ritmo. La danza
de la rana era una exhibición caótica. 1 Un grupo grande de hombres
cubiertos de cenizas y tierra, salían en masa de la Logia, en cuclillas,
1 Danza de la serpiente y danza de la rana, SOD nombres inventados por mí.
Los nombres que les daban los indios no se usaban a menudo y no Jos recuerdo.
EL ÚLTIMO CONFfN DE LA TIERRA

saltando como una caterva de ranas excitadas y haciendo un ruido


inferna!. Nunca se alejaban mucho de la Logia y volvían a ella con
el mismo desorden. En el juego también tomaban parte muchachos
demasiado jóvenes para ser miembros de la Logia, y todos se divertían
muchísimo.
Recuerdo otra horrorosa representación. Dos o tres hombres salie-
ron del Hain, en cuclillas, y empezaron a gritar y a hacer horribles
muecas de disgusto para demostrar su odio y desprecio a las mujeres,
quienes, desgraciadamente, se hallaban demasiado lejos para apreciar
sus esfuerzos. Los actores solían ponerse pedazos de madera en la
boca y aun bajo los párpados, para parecer más terribles.
Una de las representaciones en la que intervenían las mujeres era
llevada a cabo para darles ocasión de vengarse por la matanza que,
según se decía, había ocurrido muchos siglos atrás.
Los hombres se reunían en el Hain, se pintaban rayas rojas alre-
dedor del cuerpo y de las piernas, luego se blanqueaban profusamen-
te con tiza, pero sin borrar las rayas rojas. Entretanto, proferían un
agudo lamento, que podía servir para avisar a las mujeres que esta-
ban atemorizados y esperaban ser castigados. Una vez listos, se diri-
gían al pueblo, a saltos y manoteando como si tuviesen los pies atados
y fuesen ciegos, mientras continuaban profiriendo gritos quejumbrosos.
Las mujeres, despojadas de sus capas, vestidas únicamente con sus
kohiyatens, corrían presurosas hacia ese grupo ridículo que parecía
no darse cuenta de su proximidad, y con visible satisfacción acome-
tían y derribaban a los hombres; éstos no hacían ningún esfuerzo
para evitarlo y quedaban en la misma posición en que habían caído.
Las mujeres, cuando todas sus víctimas yacían inmóviles en el suelo,
regresaban triunfantes al pueblo. Los ancianos, que observaban los
acontecimientos desde un lugar cercano a la entrada de la Logia, avi-
saban a los hombres que la costa estaba libre. Los "muertos" resuci-
taban entonces, poníanse de pie y corrían hacia la Logia como si
estuviesen asustados.
Había otra diversión en que tomaban parte hombres y mujeres. El
preludio era un suave lamento de queja o de duelo que provenía del
Hain. Las mujeres tenían así tiempo suficiente para prepararse para
la representación pintándose un poco la cara con rayas o puntos blan-
cos o rojos. Acudían a un lugar situado a unos sesenta metros al
lado de la Logia que daba sobre el pueblo y se colocaban en fila
compacta, rodeando cada mujer con sus brazos la cintura de la que
tenía delante. La que era considerada más fuerte encabezaba la fila.
Las dos veces que presencié esta ceremonia fué elegida Leluwhachin
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 43 7

para este puesto. En ambas ocasiones, empuñó una fuerte vara dt


unos dos metros cuarenta de largo, uno de cuyos extremos descan-
saba en el suelo y el otro sobre su fuerte hombro; Leluwhachin,
bien sostenida por las mujeres que la seguían, se irguió desafiante,
a la espera de que los hombres salieran del Hain e intentaran desa-
lojarla.
~stos al fin salieron, tomados de las manos y con una especie de
movimiento de danza formaron un círculo alrededor de las mujeres.
Se acercaron cada vez más a ellas, haciendo la ronda y empujándolas
con sus hombros al pasar, con el objeto de deshacer el grupo. Las
mujeres debían mantenerse firmes hasta que se rompiera el círculo
formado por los hombres, los cuales no empleaban violencia. Las
mujeres oscilaban, sólo Leluwhachin se mantenía firme, apoyada en
su vara. Conforme se iban moviendo, uno a uno los hombres alcan-
zaban la vara y trataban de moverla tropezando contra ella, pero
perdía pie y se desprendía de su vecino.
Las mujeres vencían otra vez, como siempre, y los hombres em-
prendían una retirada ignominiosa hacia el refugio del Rain. Cuando
todos habían desaparecido, ellas, victoriosas y llenas de alegría, regre-
saban al pueblo.
Un tercer tipo de danza se llamaba Ewan. Rara vez se celebraba
y no tuve ocasión de verla. Las mujeres salían del campamento com-
pletamente desnudas y pintadas de motas, mientras los hombres pin-
tados de rayas avanzaban hacia ellas desde la Logia. No sé en qué
formación se ordenaba cada grupo, pero presumo que al mezclarse
ambos se produciría cierto desorden. No practicaban los onas ningu-
na clase de gimnasia colectiva, ni tenían jefes que hicieran cumplir
estrictamente sus órdenes.
En esta danza no se daban empujones como en la que he descripto
anteriormente, tampoco se tocaban ni parecían reconocerse individual-
mente. Esto último era característico en todos los juegos y ceremonias
en que intervenían hombres y mujeres, como actores o espectadores.
Un buen ejemplo fué la forma en que Minkiyolh trató a Leluwha-
chino Cuando él la golpeó con el leño, no quiso castigar a la mujer
de Tininisk, el curandero altamente apreciado, sino a "una" mujer, a
la que no conocía ni siquiera de nombre.
Durante estas ceremonias, yo me situaba al fondo, al lado de los
ancianos, que preferían ser espectadores, pero si se proponía una
lucha amistosa, yo, naturalmente, intervenía. Nunca llegué a repre-
sentar a ninguno de los monstruos del Rain. Mi función era ayudar
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

a vestir y a pintar a los actores, y aunque siempre me mantuve estric-


tamente dentro de las reglas, mi empeño por embellecer a Halpen fué
muy apreciado por los expertos.

Cuando los blancos comenzaron a establecerse en la tierra de los


onas, muchos de los aborígenes se vieron obligados a invadir los te-
rritorios de caza a que decían tener derecho otros grupos de indios
del sur, los que a su vez se vieron forzados a internarse en las mon-
tañas. Todo esto provocaba rivalidades y peleas en mayor grado que
antes de la intrusión de los blancos, y por consiguiente las grandes
y amistosas reuniones escaseaban. Oí decir que un grupo pequeño y
aislado fué severamente criticado por haber realizado una reunión
de la Logia en la que se corrió el riesgo de que todo el secreta fuera
revelado a las mujeres.
Infortunadamente, cada vez que me encontraba presente en los
variados actos del Hain, o no llevaba mi máquina fotográfica o si la
tenía no podía usarla, para no desagradar a mis amigos indios. Las
pocas fotografías que pude tomar corresponden a la última sesión
a que me fué dado asistir, poco antes de la primera guerra mundial,
que me mantuvo alejado de la Tierra del Fuego. Posteriormente supe
que los dos únicos alemanes que conocíamos en la región habían
sido condenados por la Logia a morir en el caso de que yo no re-
gresara.
Pahchik, segundo de Chashkil en nuestro torneo de lucha, se había
ofrecido para eliminar a uno de ellos, un viejo herrero inofensivo.
Cuando regresé a la Tierra del Fuego, Pahchik, que era un buen tipo,
me aseguró que hubiera cumplido su promesa.
Lamento ahora haber dado tanta importancia a mi trabajo y a la
formación de la estancia en Viamonte, mientras fuí miembro de la
Logia, pues ello me impidió asistir a muchas de sus reuniones. Los
onas tenían más tiempo libre que yo. En las reuniones del Rain el
factor tiempo no importaba. Se pasaban días enteros en charlas fúti-
les, organizando ceremonias aparentemente infantiles. No advertí que
muy en breve estos ritos debían terminar para siempre. El avance de
la civilización puso en descubierto el secreto de la Logia, tan celo-
samente guardado por innumerables generaciones. Las mujeres se
enteraron del engaño y los indios fueron inducidos, mediante algún
dinero, a representar sus comedias ante auditorios de científicos. He
visto fotografías en que los actores aparecen con pelo corto y pinta-
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 439

dos como nunca lo estuvieron en mis tiempos. Otras fotografías que


pretendían ser de primitivos onas salvajes probaban que muchos de
los indios de las nuevas generaciones habían olvidado, si alguna vez
lo supieron, la forma correcta de usar una piel de guanaco.
Las ceremonias de la Logia fueron manifestaciones de la evolución
de una bella raza. Me he encontrado con blancos que daban fe de
extrañas historias sobre la Tierra del Fuego. Uno sostenía haber en-
contrado en un lugar rrusterioso de la selva una gran piedra con in-
dicios de recientes sacrificios humanos. Otro sabía de una cueva donde
se depositaban guanacos jóvenes, pájaros gordos y otras delicadezas
en homenaje a los dioses, ofrendas sin duda devoradas después por
algún astuto sacerdote nativo.
Recuerdo a un conferenciante que anunciaba con solemnidad a su
auditorio:
-Creen en un dios llamado Klokten.
Imaginad a alguien que, hablando sobre la Marina, dijera:
-Creen en un dios llamado Guardamarina.
Según otros supuestos exploradores, los onas también adoraban a
Hyewhi, que quiere decir un canto o un cántico, y a loon, vocablo
que he mencionado tan a menudo en estas páginas, que no es necesa-
rio traducir nuevamente.
Una autoridad hasta llegó a probar, para su propia satisfacción, que
loan deriva directamente del hebreo Jehovah.
Todo esto prueba cómo una viva imaginación y el afán de la pri-
micia pueden influir sobre cierto tipo de hombres, por lo demás
instruídos y civilizados.
Ni durante las muchas horas que pasé en la Logia escuchando las
exhortaciones de los ancianos, ni en los años que viví casi exclusiva-
mente en compañía de indios onas, oí una palabra que permitiera
suponerles una religión, ni una esperanza de recompensa, o temor a
un castigo en una vida futura. Temían a la muerte por brujería y a
los monstruos de los bosques, pero no a los fantasmas de los muertos.
Ciertas montañas aisladas, como Heuhupen, infundían respeto; si se
las señalaba irreverentemente, podrían molestarse y provocar el mal
tiempo. Pueden haber sentido tácitamente el temor a la muerte y a
otros misterios, pero no practicaban el culto ni la plegaria, ni adora-
ban dios ni demonio.
,
CAPITULO XLIII
LA HISTORiA DE JACK, EL PRIMER NOVICIO BLANCO DEL "HAlN".
RELATOS JUNTO AL FUEGO. KWONYIPE HACE BAJAR AL SOL Y A
LA LUNA. KWONYIPE MATA A CHASHKlLCHESH, EL GIGANTE. ASTRO-
LOGÍA ONA. OKLHOLH SE TRANSFORMA EN· EL PATO DE LA CASCA-
DA. ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE EL PATO A VÁPOR. KwAwEISHEN
SE TRANSFORMA EN BUITRE CRESTADO y KIAYESHK EN CORMORÁN
NEGRO. CÓMO CONSIGUIÓ EL PETIRROJO SU PECHO COLORADO. LA
HORRIBLE DESVENTURA DE LOS HERMOSOS HERMANOS. SHAHMANINK
SE QUEJA Y ES TRANSFORMADO EN EL MATADOR DE BALLENAS. LA
CABEZA DEL MAGO. KOHLAH, EL ÚNICO OBJETO DE CULTO DE LOS
ONAS. KWONYTPE HACE DEL GUANACO UN ANIMAL SALVAJE. LA
HISTORiA DE LOS CUATRO VIENTOS. SHAJ CONSTRUYE UN CAMINO.
LEYENDAS DE ANIMALES QUE NO SE ENCUENTRAN EN LA TIERRA
DEL FUEGO. LOS ORÍGENES DE LOS ONAS Y DE LOS AUSH.
KAMSHOAT SE REGOCIJA.

o puedo decir que fuí e! único hombre blanco admitido en


N el Hain. Cuando me ausenté durante la primera guerra mun-
dial, mi hermano Will fué invitado a ocupar mi puesto. Ni siquiera
puedo pretender haber sido e! primer novicio blanco, pues esa distin-
ción correspondió a un muchacho llamado Jack. Nunca lo conocí por
otro nombre. El resto de su triste historia lo supe de labios de Otrh-
shoolh (O jo blanco), el curandero, y de su hermano Aneki. Esta his-
toria fué confirmada por muchos de los hombres de más edad, pero
el testimonio de OtrhshoOlh y Aneki era suficiente, pues Jack había
vivido como su hermano adoptivo por muchos años, bajo la protección
de su padre Heeshoolh. Tuve ocasión de tratar repetidas veces a ese
anciano, lo vi por primera vez, acompañado por Kaushel en 1894,
cuando la primera visita de los onas a Cambaceres.
Parece ser que entre los años de 1870 y 1880, cuando Aneki era
aún un niño naufragó un barco cerca de! cabo San Diego. Los tripu-
lantes, entre los que se hallaba Jack, que debía tener entre diez y
quince años, pudieron llegar a la orilla y caminar por la costa en direc-
ción nordoeste, sin que los aborígenes de esa región, los aush, los mo-
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS
44 1
lestaran. A poca dis~ancia del cabo San Pablo, Jac~, que tenía los pies
quemados por el fno y un brazo gravemente hendo cayó, sin fuerzas
para seguir andando.
Los demás continuaron hacia el norte hasta que, según dicen, caye-
ron en manos de unos onas y fueron exterminados.
Jack hubiera muerto seguramente en el lugar donde había caído, a
no haber sido por HeeshoOlh. Es increíble como un indio haya hecho
semejante cosa; HeeshoOlh alzó al muchacho sobre sus espaldas y se
lo llevó al campamento. Jack sin duda conocía las historias corrientes
de torturas y canibalismo, y cuando un ona pintarrajeado y armado con
arco y flechas lo llevó a presencia de otros guerreros igualmente temi-
bles, debió creer llegada su última hora. Su terror habrá aumentado al
oír las voces guturales del largo y animado debate que seguramente
se promovió para saber qué se hacía con él.
Afortunadamente para Jack, HeeshoOlh se encariñó con él, y como
resultado de la discusión, se le perdonó la vida. Se fué a vivir con
HeeshoOlh y su familia y quedó con ellos muchos años. Sus herma-
nos adoptivos me dijeron que recordaban muy bien los primeros
días que pasó entre ellos. Era un muchacho bondadoso y apacible
por naturaleza, y después que se curó, siempre estuvo dispuesto a
ayudar en sus tareas, tanto a los hombres como a las mujeres. Nunca
recuperó completamente el uso del brazo; por ese motivo no pudo
usar el arco con éxito. Salía, sin embargo, con los cazadores y les
ayudaba a transportar la carne. Otrhshoolh y su hermano recordaban
cómo Jack, cruzando los dedos sobre la lengua, silbaba estriden-
temente.
El muchacho inglés se desarrolló mucho en su nueva vida y apren-
dió el idioma de los indios. En su infancia debió haber recibido una
excelente educación pues, aun al llegar a la edad de la pubertad, las
mujeres parecían no atraer su atención más que en forma platónica.
A su tiempo, fué presentado como novicio en la Logia.
A medida que pasaban los años, Jack se ponía cada vez más triste,
añoraba su familia, su tierra natal. Sabiendo que a veces pasaban
barcos veleros muy cerca del cabo San Diego y conociendo bien a los
aush, pues Heeshoolh vivía en la frontera, a menudo merodeaba por
sus tierras, donde tanto se come carne de foca como de guanaco. Un
buen día, con gran pesar de sus amigos los onas, se despidió de ellos
y se fué a vivir allá. Cosió juntas varias pieles de guanaco e hizo
una gran bandera, que me imagino habrá pintado también. Cuando
ocasionalmente se avistaba un barco, él encendía fuego e izaba la
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

bandera sobre un mástil, silbaba y gritaba fuertemente, pero nunca


nadie lo vió.
Por último le llegaron noticias de la Misión instalada en Ushuaia
y resolvió dirigirse hacia el Oeste por la costa sur. La distancia a
vuelo de pájaro entre el cabo San Diego y Ushuaia es de poco más
de ciento sesenta kilómetros, pero el camino está cortado por preci-
picios que caen a pico sobre el mar y terminan en espesos matorrales
que crecen hasta la misma orilla, y por peligrosos torrentes, de modo
que Jack corría demasiados riesgos.
Dicen que Jack atravesó sin inconvenientes la región de los aush.
El resto de su camino atravesaba la tierra de los yaganes. Probable-
mente, iba vestido con pieles de guanaco y llevaba un arpón como
los aush, para atrapar peces y focas, y como debía tener la barba cre-
cida, ningún yagán pudo haberlo tomado por un verdadero ona.
Dicen que cerca de la bahía Moat se encontró con un grupo de
yaganes del este. No podía hablarles en su idioma y su aspecto debió
parecerles extraño y sospechoso.
¡Pobre Jack! Si hubiera sabido que podía haber evitado fácilmente
a esos hombres de las fronteras, haciendo un rodeo de treinta kiló-
metros tierra adentro, habría llegado al lugar hoy llamado Harberton.
Los indios de allí, influídos por la Misión, le hubieran ayudado;
pero ya es tarde para lamentarse. Después de su gran esfuerzo, y a
un. paso de su salvación, Jack encontró la muerte por manos de los
pruneros yaganes.

Ese fué uno de los muchos relatos que escuché alrededor del fuego.
En otoño, cuando las noches se hacen largas, solíamos dormir en los
bosques. Después de comer toda la carne que apetecíamos nos acos-
tábamos delante de las brasas envueltos en nuestros quillangos para
pasar la noche. La luz mortecina del fuego, en medio de la profunda
oscuridad que nos rodeaba, parecía inspirar al cuentista, y uno de
mis compañeros, quizás Tininisk, el del perfil de halcón, empezaba
a hablar lentamente, dirigiéndose a las brasas, que removía de cuando
en cuando con un palo. Todos lo escuchaban, pero nadie lo miraba ni
demostraba especial interés en lo que decía. A veces se detenía a
pensar, y hasta preguntaba algún nombre olvidado.
En esta forma tan simpática conocí muchas de las leyendas y del
folklore de los onas. Cada vez las escuchaba con mayor interés y me
cuidaba muy bien de interrumpir al cuentista con preguntas que pu-
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS
443
dieran incitarlo a alterar su relato. Los onas no ordenaban ni adorna-
ban sus relatos, se limitaban a dar una serie de informaciones con-
forme las iban recordando. Rara vez contaban un cuento desp~és de
otro. Los relatos que he reunido en este capítulo fueron recogidos
pacientemente durante muchos años, en el transcurso de los cuales
me vi obligado a escuchar con aparente interés innumerables repeti-
ciones del mismo cuento.
Me he abstenido de añadir a estas leyendas el menor detalle, y
las presento a mis lectores despojadas de todo romanticismo, tales
como me fueron relatadas por mis amigos los onas.

Antes de la matanza de las mujeres y de la inauguración del Hain,


vivían en la tierra como marido y mujer Krren (el Sol) y Kreeh (la
Luna). Siguiendo el ejemplo de los otros hombres Krren atacó a su
mujer con la intención de matarla. Ella conserva hasta hoy en la
cara las señales de sus golpes, lo que prueba la veracidad de esta
historia. A pesar de haber quedado malherida, Kreeh consiguió huir
de su esposo. Perseguida por él, se subió a una montaña llamada
Aklek Gooiyin 1 y saltó desde la cima. Krren, incansable, continuó
su persecución y siguió las huellas de la fugitiva dando vueltas y
vueltas alrededor del horizonte. Cuando estaba a punto de alcanzarla,
ella se hacía chiquita y desaparecía por cierto tiempo. Estando el
Sol en el cielo, reinaba siempre la luz, lo que no convenía a los pro-
pósitos de K wonyipe.
Entre todos los magos de los onas, Kwonyipe era considerado
el más importante, no sólo por su gran poder, sino por ser un gigante.
Su cabeza, sobresalía de las copas de los árboles; ni las zarzas ni los
matorrales conseguían aminorar su marcha.
Kwonyipe vivía muy feliz con su mujer y su hijito, hasta que un
día se encontró con una muchacha muy hermosa de quien se enamoró.
Esta joven era tan tímida y salvaje que la luz de pleno día no era
la hora más propicia para festejarla. Kwonyipe no tardó en advertir
que el principal obstáculo para la consumación de su amor era la con-
tinua presencia del Sol, que seguía corriendo tras su esposa, alrededor
del horizonte.
Kwonyipe resolvió eliminar ese obstáculo: en el momento en que
1 Montaña de arcilla roja. La palabra ona para arcilla era ake/ pronunciada con
una a larga. En ak/ek la a era breve; no puedo explicar el porqué de esa diferencia.
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA
444
Krren y Kreeh se acercaban al Sur desde la dirección Oeste recurrió
a todo su poder mágico. Sus esfuerzos tuvieron tanto éxito que am-
bos cayeron por cierto tiempo detrás del horizonte, y en el crepúsculo
y la oscuridad que siguieron, sus amores con la encantadora y tímida
criatura culminaron con toda felicidad.
Con sus órbitas arrojadas fuera del nivel de la muerte por la
magia de K wonyipe, el Sol y la Luna continúan circundando a la
Tierra. Pero poco a poco van cayendo cada vez más al Sur para le-
vantarse cada vez más al Norte del cielo. El resultado de este conti-
nuo proceso es doble: los períodos, bajo el horizonte Sur se van
haciendo gradualmente más largos y en verano se levantan más cerca
del Sur y se ponen más cerca del Oeste. Es por este motivo, dicen
los onas, que los días se hacen más cortos y las noches más largas
conforme van pasando los años.
Parece ser que Kwonyipe vivió muy feliz con sus dos esposas. Un
día se encontró con Chashkilchesh, otro gigante como él, pero de
siniestra reputación por su afición a devorar niños 1. Kwonyipe vió
que Chashkilchesh llevaba un pesado saco de piel sobre los hombros.
Sabía que en ese saco había varios niños muertos, alimento preferido
de su enemigo, pero prefirió ignorarlo y preguntó qué contenía el
saco. Chashkilchesh se enojó y contestó de mala manera. Kwonyipe,
que estaba dispuesto a poner fin a la horrible costumbre de Chashkil-
chesh, se abalanzó contra él, originándose una tremenda pelea.
El lugar de la pelea y el modo cómo murió ChashkilcheS'h varían
según los cuentistas. Cada clan consideraba sus propias tierras de
caza como el centro del universo. Los hombres de las montañas, que
fueron los primeros en contarme esta historia decían que la lucha se
desarrolló en un lago poco profundo, cerca de la orilla este del gran
lago Kami. Me mostraron el sitio exacto. Los gigantes cayeron juntos,
pero Kwonyipe, que estaba encima, pudo sumergir la cabeza de su
adversario en el agua hasta ahogarlo.
Después de este encuentro, Kwonyipe volvió a recorrer los bosques
con sus dos esposas y su hijito. En una ocasión encontraron dos niños
huérfanos que se habían perdido o habían sido abandonados. Bon-
dadoso por naturaleza, Kwonyipe los adoptó. No se sabe por cuánto
tiempo esta familia continuó vagando por los bosques, pero lo cierto
es que ahora están en el cielo. K wotlyipe es Antares, la gran estrella
medio rojiza de la constelación de Escorpión. Sus esposas están, a
igual distancia, de cada lado de su señor. Mas allá está su hijito y

1 Esta leyenda es la única referencia al canibalismo entre los onas.


UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS
445
más lejos todavía, cogidos de la mano, los dos niños huérfanos.
Chashkilchesh, el gigante caníbal, es ahora Canopo y ronda el cielo
austral en solitaria grandeza. ¿Cómo llegaron a encontrarse todos
allí? Nadie lo sabe.
Los onas sabían que Júpiter, Marte y Venus eran Kreeh-Kahn (pe-
queñas lunas) y que no estaban fijas como estrellas. Ellos no tenían
nombres propios para los planetas ni sabían cuántos eran. Llamaban
a todos T ehluS', que era el nombre que daban en general a las estre-
llas. Nueve o diez de las estrellas tenían nombres individuales. Era
una creencia ona que las estrellas fugaces centellean en el cielo en
busca de esposas. Se conmovían y alarmaban con los eclipses, y los
cometas les causaban gran ansiedad.
Creían que los hombres, las mujeres y los niños podían ser trans-
formados no sólo en estrellas, como Kwonyipe y su familia, sino
también en montañas, lagos, árboles, rocas, animales, pájaros, pes-
cados, insectos y arcilla amarilla, roja, o blanca. Nunca he oído decir,
sin embargo, que a ninguna entidad animal, vegetal o mineral se le
hubiese dado forma humana.
Algunas de estas transformaciones se produjeron en la época de
la matanza de las mujeres. Por ejemplo una joven muy activa llamada
Oklholh, que, huyendo de los hombres, saltó en medio de una alta
cascada, fué inmediatamente transformada en un pato, de brillante
plumaje y veloz zambullida, que lleva su nombre y vive solitario en
las cascadas y torrentes montañosos. A partir de entonces la cascada
donde cayó la joven fué conocida por Oklholh K- Warren (la última
palabra significa estruendo o cascada).
Otras que escaparon a la matanza fueron una anciana muy gruesa
y sus hijas. La madre cruzó la playa protegiendo valientemente a sus
hijas que cubrió con su capa. Cuando alcanzaron el mar fueron trans-
formadas en esos patos que no pueden volar y que los onas llaman
Alahksh 1 uno de los pocos vocablos que los onas han tomado a los
indios de las canoas, pues proviene del yagán aJamsh.

1 Un cu.rioso er.ro.r en que todavía incuHen algunos omitólogos es (Ieer que el


pato volador (tushca en yagán) es el pato a vapor, que no vuela. Dicen que cuan-
do joven puede volar bien, que emigra en invierno, y cuando (Ieee se vuelve tan
pesado que pierde el poder de volaL. Los yaganes, que se alimentaban principalmente
de ellos y conocían sus hábitos no sabían nada de este capricho de la natmaleza.
Hay otras pruebas de que el '¡ushca y el aJacush son dos especies distintas. El
tushca vive en gran parte de la región donde el alacush es desconocido y los huevos
de éste son casi de doble tamaño que los de aquél; en muchos otros aspectos
estas aves difieren. Sería interesante saber en qué imaginación fértil nació la idea
de que eran una sola. Para mí es tan extraordinaLia como cualquiera de las leyen-
das relatadas en este capítulo; espero que haya gente que pueda creer en todas ellas.
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

Uno de los Jovenes onas que asistía a la matanza de las mujeres


cayó en desgracia por abusar de los cadáveres y por ello fué transfor-
mado en korikek (ibis), el cual muestra una herida en el pescuezo.
Otra leyenda popular ona cuenta cómo el buitre consiguió su cresta.
Kwaweisherr era un curandero fuerte y malvado. Provenía de una
lejana región del Sur y como toda el agua allí estaba siempre hela-
da, no tenía nada para beber y se le secó el tuétano. En la tierra de
los onas asistió a un gran torneo de lucha y se enfrentó con Kiayeshk.
Los dos pelearon furiosamente. KwtUIJeishetJ era un luchador grosero
e intentó romper el espinazo a su contrario. Sin embargo, no escapó
indemne, pues Kiayeshk lo agarró por la cabellera y tiró hacia ade-
lante con tal ímpetu que le levantó la piel formándole un copete; con
la otra mano apretó tan fuertemente el cogote de KWdweisherr que
le dejó una marca blanca que le ha quedado hasta hoy. Así KWd-
weisherr fué transformado en un buitre crestado al que se llamó
Karkaai debido al graznido que había adquirido en su tierra natal
desprovista de agua. Kiayeshk se transformó en el cuervo negro o
cormorán, que hasta hoy mantiene el espinazo tieso. A menudo se
le ve, parado sobre una roca, estirando las alas, aunque sin hacer
ningún intento por volar, prueba de que le sigue doliendo el espinazo.
Cheip, a pesar de ser un hombre muy pequeño, desafió valiente-
mente en un torneo de lucha a Shijd, un tipo tosco de más del doble
de su tamaño. Cheip peleó magníficamente, pero al fin fué agarrado,
lo mismo que lo había sido K waweishen, por la cabellera y por el
cuello. Luchó por soltarse y lo consiguió con un feroz puñetazo en
la nariz del adversario, que la hizo sangrar profusamente. Shija nunca
pudo lavar la sangre de su pecho y se convirtió en el pecho-colorado
fueguino, o estornino militar. Cheip fué el padre del gorrión: su
copete y la mancha blanca de su pecho parecen probar la veracidad
de este relato.
La historia de la lechuza blanca y el murciélago es muy romántica.
O-Kerreechirr y su hermana Oklhtdh, formaban una pareja muy res-
petable, pues ambos sabían lo que era permitido y correcto entre
hermanos y eran muy buenos amigos. Los dos eran de elevada esta-
tura y bien parecidos. O-Kerreechin era un experimentado cazador
y traía a su casa abundante carne de buena calidad, y pieles de zorro y
de guanaco. Era muy ágil y activo; su hermana lo admiraba tanto
que a su lado los otros hombres, que venían a cortejada, le parecían
feos y contrahechos. Ella, a su vez, era muy admirada por su her-
mano, pues además de hermosa era trabajadora y habilidosa para
coser cueros.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 44 7

Kwonyipe, el gran curandero, pasó un día por allí, y al ver a la


encantadora Oklhtah le pidió que fuese su mujer. Pero el hermano
se negó, alegando que si su hermana quería casarse debía por lo
menos buscar un marido más joven que Kwonyipe, y que no tuviese
ya dos mujeres. Esta oposición enfureció a Kwonyipe y como 0-
Kerreechin se mostró inflexible le dijo:
-No volverás a comer guanaco, vivirás de ratones y te esconderás
durante el día, porque tus ojos serán débiles. La gente te odiará,
pues tu graznido será anuncio de sangre y aflicción.
En ese mismo momento O-Kerreechin quedó transformado en una
lechuza blanca, y lanzando un graznido voló en busca del hueco de
un árbol, para esconderse como lo había predicho el mago. Debido
a su grito se lo llamó Shee-et. Cuando de noche se posa sobre una
rama, cerca de un campamento e interrumpe el silencio de los bosques
con su horrible chillido, se sabe que la muerte y la violencia andan
rondando.
La pobre Oklhtah quedó sola con el gigante hechicero. Indignada
con la suerte corrida por su querido hermano, luchó contra él con
uñas y dientes. Al final K1IJonyipe, furioso, viendo que era inútil
tratar de dominarla, le gritó enfurecido:
--Serás odiada y temida por todos, pues donde vayas llevarás
contigo la enfermedad. Negra y desnuda, escondida, como tu her-
mano, todo el día en el hueco de un viejo árbol podrido, no comerás
más carne de guanaco, sino que vivirás de gusanos y polillas.
La encantadora Oklhtah se transformó en un asqueroso murciélago.
"Si al atardecer revolotea cerca de vuestra cara, debéis saber que la
enfermedad y la muerte os amenazan." Eso dicen los onas.
Recuerdo cómo en una oportunidad en que envueltos en nuestras
capas descansábamos cerca del fuego, el horrible grito de una lechuza
blanca estremeció de terror a mis compañeros; ya antes había adver-
tido su inquietud cuando algunos murciélagos aletearon cerca. ~stos
son hechos reales.

4
Kwonyipe, ese tipo enorme, parecía haber adquirido habilidad
para metamorfosear a los otros antes de ser, él mismo, transferido a
una esfera celestial de actividades. Se cuenta, por ejemplo, el trato
que dió al cazador que no estaba contento con la carne de guanaco.
Shahmanink siempre era afortunado en sus cacerías pues tenía tres
perros excepcionalmente buenos. Era oriundo del este de la tierra de
EL ÓLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

los onas, y pudo haber sido aliado de los aush, porque generalmente
cazaba en los confines de su tierra. Shahmanink se quejaba siempre
diciendo que los guanacos eran pequeños y flacos y su carne mala.
KU'onyipe, disgustado por sus continuas quejas, lo transformó en ese
animal feroz conocido como el matador de ballenas 1; en adelante,
siempre que, hallándose entre sus compañeros, veía una poderosa
Ohchin (ballena), la acometía y la mataba.
Los tres perros de caza de Shahmanink fueron transformados por
Kwon)'ipe en peces salvajes, tal vez de la especie pez espada, para
que ayudasen a su amo a matar ballenas. Algunas veces conseguían
remolcar a Ohchin a la orilla; entonces los onas estaban contentos
con Shahmanink y sus perros. En cuanto a Ohchin, la ballena, se casó
con Sinu, el viento, lo que no es extraño; pero uno de los insondables
misterios de la mitología es que de esta unión de gigantes nació
Sintt K. Tam, (hija del viento), el picaflor.
Hay una leyenda de otro tipo, referente a Ohchin. En tierra ya-
gana, sobre la playa de Lanushwaia (Ensenada del pájaro carpinte-
ro) ahora conocida por Cambaceres, se veían, y tal vez todavía hoy
se vean, los huesos enmohecidos y cubiertos de hierba, de una enorme
ballena, que había encallado siglos antes. En aquella ocasión, un
gran grupo de yaganes se había reunido para la fiesta. El privilegio
de faenar la ballena corresponde entre los indígenas al que la encuen-
tre primero. Como los últimos en llegar no conseguían las porciones
apetecidas, siempre había quejas y reclamaciones.
En esos días debían cortar la carne con piedras afiladas; i qué tra-
bajo tan fastidioso debía ser! Estaban los yaganes empeñados en esta
tarea, cuando un grupo de aushs apareció en la orilla del bosque
vecino, y, dejando sus arcos y flechas en un lugar bien visible, se
encaminaron al matadero, esperando recibir su parte en esta gran
provisión de carne.

1 Orca, según creo, es el nombre genérico, aunque debe haber distintas varie·
dades. Las descripciones que he leído no corresponden siempre a los animales que
he visto realmente perseguir a la ballena. En la trágica expedición de Scott, Pon-
tíng tomó unas buenas fotografías de estas feroces bestias y observó su costumbre
de romper y hundir los pedazos de hielo en que viajaban las focas, para atra·
parlas así en el agua. Estuve una vez en un barco ballenero, cuya tripulación, que
IOcluía dos hombres blancos, ambos balleneros experimentados, inmóvil y silenciosa
observaba aterrada a dos matadores de ballenas que nadaban lentamente, a una dis-
tancia de cuatrocientos metros. Eran más largos que nuestro barco, que medía ocho
metros cuarenta de largo, y tenían largas y delgadas aletas con las que producían
las horribles incisiones que se encontraban en los cuerpos de las ballenas muertas.
Con ellas también cortaban las lenguas de las ballenas, operación muy difícil, y
que me consta que la hacían, aunque no sé cómo. Ni los yaganes ni los onas
vieron nunca un matador de ballenas encallado.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS
449
Esta l1egad~ .contrarió a ~~s yaganes, que querían quedarse con
todo, pero reCIbIeron a los vlSltantes con sonrisas de bienvenida y les
ofrecieron carne. Repentinamente cayeron sobre ellos con sus lanzas;
los mataron a todos, excepto a Kawhayulh, un anciano curandero de
cabello blanco. A pesar de estar acribillado a lanzazos, este viejo no
quiso morir. Por último los yaganes decidieron cortarle la cabeza.
Considerando los instrumentos de que disponían debió ser una larga
y dolorosa operación.
Según la leyenda indígena, la cabeza, una vez separada del cuerpo,
lanzó una fuerte carcajada; saltó, escapó a gran velocidad y se volvió
para reír nuevamente, antes de desaparecer en el bosque. Se dirigió
en dirección Este hasta el cabo San Diego y luego al Oeste y al Norte
por la costa atlántica y se internó, nadie sabe hasta dónde, en la tierra
de los onas. Por el mismo sendero que siguió la cabeza se propagó
una epidemia; no es difícil que haya empezado entre la multitud
reunida en aquella fiesta. Se la consideró como un castigo por el
asesinato del viejo hechicero, cuya cabeza, una vez cumplida su mi-
sión, volvió con risa burlona a las montañas del sur; se dice que todo
aquel que se encontrara con ella estaba condenado a morir. Cierta
vez que los indios discutían animadamente acerca de una piedra blan-
ca que se veía a distancia y no había sido observada antes, yo, muy
imprudentemente, dije que podía ser la cabeza de Kawhayulh; ellos
censuraron severamente mi frivolidad, pues tales asuntos no debían
ser motivo de broma.
En Tierra del Fuego existe un curioso insecto que los onas llaman
kohlah. Dudo que un hombre de ciencia pueda clasificarlo como un
escarabajo, pues en lugar de élitros articulados y alas tiene un capa-
razón fijo como la tortuga; su cabeza se parece algo a la de un caballo.
Es mucho más alto que ancho, de dos o tres centímetros de largo,
de color castaño oscuro, tiene las patas encorvadas y sus movimientos
son muy lentos. El kohlah no abunda mucho y se le encuentra, gene-
ralmente, como al perezoso, colgado patas arriba de las ramas finas
de los húmedos árboles de hoja perenne. Sintiéndose seguro en su
armadura, cuando se le ataca no hace ni el menor esfuerzo por escapar
ni por defenderse. Lo más extraordinario sobre los kohlah es que los
onas, que no se compadecen de ningún animal viviente y pisarían
sin piedad un nido de pájaros, cuando encuentran uno de estos in-
sectos en un sitio donde puede ser pisoteado, se detienen para reco-
gerlo y ponerlo cuidadosamente sobre una rama u otro lugar seguro.
Si se les pregunta el porqué de esta atención, contestan que hace
mucho tiempo el kohlah fué un sabio y muy bondadoso loan que
EL ÓL TIMO CONFÍN DE LA TIERRA
45°
curaba los enfermos y no hacía mal a nadie. Nunca pude obtener
otros detalles sobre su vida, y creo que esto es todo cuanto se sabe
acerca de él. Es curioso, sin embargo, cómo, entre la gran variedad de
insectos, los onas hayan elegido este animalito y le demuestren una
solicitud que llega casi hasta la veneración. Como lo he probado en
la aventura de Wilfredo Grubb con los aborígenes de Jujuy, ciertas
tribus sudamericanas, especialmente los Lenguas del Chaco paragua-
yo, tienen en sus leyendas un animal del mismo tipo, conocido por
sus poderes sobrenaturales; ¿no habrá sido el escarabajo del antiguo
Egipto un pariente del insecto que he descrito?
Los hombres de ciencia de la expedición francesa de 1882, que
he mencionado en un capítulo anterior, se interesaron mucho por el
kohtah; los yaganes lo llamaban owachijbana. Owachij es el nombre
de un hongo comestible, de color amarillo brillante, que crece en el
shushchí (haya de hoja perenne). Los yaganes, sin embargo, no
tienen ninguna simpatía, que yo sepa, ni por éste ni por ningún
otro animal. Los hombres de ciencia franceses obtuvieron un ejem-
plar, y lo guardaron en una botella que contenía un líquido mortal
para todos los insectos. Con gran sorpresa de ellos, el owachijbana o
kohtáh parecía prosperar en el líquido; no recuerdo si era alcohol,
pero sospecho que en ese caso el animal hubiese cogido una magnífica
borrachera. Finalmente lo pusieron en otra botella con algunas hojas
y papel, y lo último que supimos fué que prefirió alimentarse con el
papel y seguía en muy buen estado. Si llegó a Francia y vive todavía,
eso no lo sé.
Antes de despedir a K wonyipe, debo contar cómo se hizo culpable
de que los guanacos se volvieran salvajes. Kwonyipe tenía muchos
guanacos mansos, según la costumbre de los onas de aquella época.
En una ocasión, un animal macho de malos instintos atacó a su hijo
y lo hirió gravemente. El padre, exasperado, tomó del fuego un leño
encendido y castigó con furia al animal culpable. El guanaco, malhe-
rido, se retiró a la espesura del bosque para reponerse; allí se en-
contró con un zorro, que le dijo:
- j Qué tontos sois los guanacos! ¿Acaso creéis que los hombres
se interesan por vosotros? Ellos os crían con el solo objeto de co-
meros más adelante. Vosotros podéis correr más rápidamente que
ellos; ¿por qué no os retiráis al bosque y vivís libres como yo?
El guanaco se quedó pensativo y luego fué a hablar con sus cama-
radas, hasta que un día todos huyeron al bosque. Desde entonces los
onas han tenido que salir a cazar para conseguir carne.
Los cuatro grandes vientos fueron en alguna época hombres, y
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 45 1
como tales tuvieron dificultades, entre ellos por saber cuál era el
más fuerte. Resolvieron terminar de una vez para siempre con sus
peleas en un torneo de lucha decisivo, como es costumbre entre los
onas cuando quieren evitar el uso del arco y de las flechas. Se habían
congregado muchos indios, que formaron el consabido círculo. Vea-
mos cómo le fué a cada uno de los luchadores:
Wintekhaiyin, el Viento Este, aunque tesonero, era demasiado mo-
derado, y después de haber sido derribado varias veces por todos los
otros juzgó su caso desesperado; tomó su capa y se colocó entre
los espectadores.
Orroknhaiyin, el Viento Sur 1, hizo mejor papel, pues era fuerte
y feroz, pero resultó un luchador desagradable y malhumorado; des-
pués de una lucha violenta y varias caídas tuvo que darse por vencido
y juntarse con Wintekhaiyin, dejando el campo a los otros dos.
Ahora se realizaría la verdadera lucha. Hechuknhaiyin, el Viento
del Norte, era un hábil luchador, fuerte y colérico, pero al final se
agotó frente al tremendo poder del infatigable Viento del Oeste,
Kenenikhaiyin, y después de un furioso cambio de golpes, fué vio-
lentamente abatido. Cuando se levantó fué desafiado instantáneamen-
te, pero retrocedió, pues se sabía vencido de antemano.
Otro relato describe en forma pintoresca, pero asombrosa por su
claridad, las características de los cuatro fuertes vientos: después del
mediodía, una mañana cálida de verano, cuando los otros están dur-
miendo o descansando, Wintekhaiyin sale cautelosamente de su casa
en el Este y sopla con fuerza moderada hasta que siente deseos de
descansar o ve venir el Viento Norte, amenazante; entonces se vuelve
tranquilamente a su casa. H echuknhaiyin, muy grosero y avieso, se
porta mal a menudo, hasta que Kenenikhaiyin se precipita desde el
Oeste; él entonces retrocede, aunque de mala gana, dejando el campo
al campeón. En el invierno, Orroknhaiyin, el Viento Sur, llega sin
ningún temor, puesto que los otros descansan, y con toda furia esparce
la nieve.
Aunque los nombres mencionados indican la dirección de donde
vienen sus dueños, Norte en ona es wohmshlea, Oeste es rey"k, Sur
es wooke y Este es wetek.

1 La terminación haiyill no significa viento, que ~n ona es sillu. H.aiy~n es ~I


verbo ona que significa "gustar" etc. (Ver nota pago 343.) La exp1JcaClón mas
plausible es que los onas apreciaban al viento. En. días de cal~a acer~a.rse al gua·
naco era muy difícil, aun para ellos. Quizás sera que a lJVmle.khalym le gusta
venir del Este, a Orroknhaiyitl le gusta venir del Sur, y así suceSIvamente.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
45 2

En épocas más recientes vivía un hombre muy fuerte llamado


Shai, que había estudiado magia y pertenecía al grupo de Najmishk.
Era también un experto cazador, pero sabía que su inmensa gordura
provocaba la risa de sus compañeros. Entre los onas de las montañas
del oeste había un corredor muy veloz que despreciaba a Shai por su
obesidad y su andar pesado. Shai no lo ignoraba, y un día, para gran
diversión de todos, hasta de los suyos, le ofreció disputar una carrera
desde un lugar cercano a los peñascos de Ewan, hasta Najmishk, una
distancia de más de seis kilómetros y medio a través del bosque que
corre paralelo a la costa.
Se convino, pues, la carrera. El día anterior Shai había ido al bos-
que, que por allí era bajo y enmarañado, y arrancando los árboles
de raíz, a la caída de la tarde había hecho ya un excelente camino.
Una gran multitud se había congregado en Najmishk para asistir a
la derrota de Shai, pero con gran sorpresa lo vieron llegar mucho
antes que su adversario, que había corrido cerca de él, pero teniendo
que vencer todos los obstáculos.
Ese camino, ya mencionado en estas páginas, se llama Shaiwaal
o (camino de Shai) en el dialecto aush; existe todavía, aunque en
parte está obstruído por la vegetación. Probablemente, la verdadera
razón de su existencia es que hace muchos años el océano debió
arrojar, en ese sitio gran cantidad de ripio, que impide el crecimiento
de los árboles. A casi veinte kilómetros al Oeste existe un lago lla-
mado Shaipoot, que quiere decir "el tío de Shai". Shaikush, o mujer
de Shai, es una colina cercana, y sobre una pequeña elevación lla-
JJ
mada Shai-w-num, "el hijo de Shai se levanta hoy la estancia Via-
,

monte, que sucedió a mi pequeña choza. Te-ilh y su gente, que tanto


habían sufrido a causa de los hombres del norte durante la matanza
de la fiesta de la ballena, se suponía eran descendientes del míti-
co Shai.

Entre los muchos cuentos que oí a Tininisk, sentados los dos junto
al fuego, en el bosque, se refería a un viejo indio que poseía un
objeto mágico, pequeño, pero muy fuerte, que se dejaba, con un peda-
zo de carne, en los lugares por donde merodeaban los zorros; cuando
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS
453
éstos se acercaban a comer la carne el talismán los apresaba y emitía
al mismo tiempo un sonido como el de una campana, avisando así a
su dueño para que viniese a matar al zorro. Yo pensaba si no se
trataría de una trampa para zorros, construída o salvada de su buque
por algún náufrago blanco, pero Tininisk y otros me aseguraron que
la leyenda era de una época muy anterior a la llegada de los blancos.
Tininisk, además, hablaba de un gran barco de vela que naufragó
cerca del cabo Santa Inés en la costa atlántica, hace alrededor de cien
años, cuyas maderas, aunque completamente podridas, con excepción
de algunos pedazos adheridos a unos hierros herrumbrados, pueden
verse allí todavía. Contaba que habían desembarcado algunos hom-
bres de la tripulación y unas pocas mujeres. Unos animales extraños
se habrían ido a la deriva desde el barco naufragado y estaban muer-
tos sobre la playa; algunos eran muy grandes y gordos, pero los indios
temían comerlos. Como me imagino que no habría circos viajeros en
aquella época, debo suponer que se trataba de un grupo de colonos,
con cierta cantidad de cerdos, burros y otros animales domésticos.
Nos contó asimismo Tininisk de una extraña criatura llamada ahí.
Era medio guanaco y medio pájaro; con las patas traseras como las
del guanaco y las delanteras como alas, que no le servían para volar,
pero sí para correr más ligero que cualquier perro. Ponía enormes
huevos y su cabeza era parecida a la de un ganso del altiplano. Es
evidente que se referían al avestruz patagónico o Rhea, que no existía
entonces en la Tierra del Fuego. Esto permite deducir que este ani-
mal vivió alguna vez allí y fué exterminado, o que los onas trajeron
el cuento de la Patagonia, su propio lugar de origen, sin duda alguna.
Estoy convencido de que los onas y los aush provenían de los
tehueJches del sur de la Patagonia, pero que los aushs llegaron a la
Tierra del Fuego mucho antes que los onas. Entretanto el idioma se
había alterado tanto que sólo los habitantes de las fronteras podían
entenderse. Había ciertamente mucha más diferencia entre el aush
y el ona que entre este último y el idioma de los tehueIches. Creo
que al principio los aushs ocuparon toda la región y que se vieron
obligados a correrse al Sur y al Este cuando los onas invadieron la
fértil y placentera zona norte de las islas. Los aushs tuvieron que
contentarse con la punta sudeste, de clima húmedo y plagada de
ciénagas y espesos matorrales. Confirma mi teoría el hecho de que
en la tierra ocupada por los onas existen nombres de lugares que no
tienen significado en su idioma; son en realidad palabras compuestas
que sólo tienen un significado apropiado en el idioma aush. Al norte
de Río Grande, en el centro mismo de la tierra de los onas, hay
454 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

una colina llamada Shimkai, que en aush significa colina boscosa.


Que yo sepa, Shimkai no significa nada en idioma ona.
Ambas tribus deben haber habitado la Tierra del Fuego desde
tiempo inmemorial, pues no existen leyendas que se refieran a una
migración. Al contrario, creen que esa tierra ha sido siempre su patria,
desde las épocas en que las montañas recorrían la tierra bajo la forma
de hombres y mujeres antes de Kwonyipe y Chashkilchesh. Desgra-
ciadamente, el tiempo que pasé entre los aushs fué tan limitado y mi
interés sobre estos temas entonces tan reducido, que no tomé notas
sobre sus leyendas y folklore. Sus costumbres, modales y apariencia
eran muy semejantes a los de los onas. Se alimentaban comúnmente
de focas y marisC{ s, que abundaban en sus costas, y en ocasiones
con apen (tucu-tuG'I), que era comparativamente escaso en esa tierra
pantanosa.
Que yo sepa, los onas no tienen leyendas sobre pumas, zorrinos o
venados de las montañas, animales que se encuentran en la Patagonia
y por la región sur hasta el estrecho de Magallanes. Los únicos rela-
tos que he oído con referencias a la fauna de otros países, los de
Kwaweishen, que fué transformado en buitre crestado, y Kamshoat,
que se cambió en Kerrhprrh, el papagayo.
Antes de contar la historia de Kamshoat debo referirme a una cu-
riosa costumbre de los cazadores indios.
Casi desde el principio de nuestra amistad con los onas, había yo
notado que a veces hablaban con los pájaros como respondiendo a
una provocación de aquéllos. En ocasiones, la réplica del indio bus-
caba, y generalmente lo conseguía, provocar la risa de sus compa-
ñeros. Otras veces el indio contestaba con un grito furioso, o arro-
jando un palo o una piedra contra el pájaro impertinente que se
permitía mofarse de las pobres criaturas humanas. En muchas opor-
tunidades he oído reprochar a algún pequeño cantor del bosque el
haber prevenido al guanaco de la llegada de los cazadores o el ha-
berse burlado de nuestras dificultades para cruzar un terreno difícil.
A veces un individuo chistoso llamado Kankoat traducía, con gran
diversión de todos, las desvergonzadas ocurrencias de estos pájaros,
que incluso se atrevían a burlarse de las peculiaridades de algunos
de los cazadores presentes, claro que sin nombrar a sus víctimas.
Entre esos insolentes figuraban dos diminutos picamaderos, que,
sin embargo, eran, al parecer, útiles al cazador, pues con su incesante
gorjeo le denunciaban la presencia de un zorro en un matorral. He
visto a un ona detenerse y, buscando con los ojos entre las zarzas,
pronunciar la única palabra: whash (zorro). Cuando el animal salía,
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS
455
en efecto, de su escondite, intentando huir, y se le preguntaba al
cazador cómo lo había sabido, él contestaba, y no por cierto en sen-
tido figurado:
-Me lo contó un pajarito.
Los pájaros del bosque que hacían más alboroto para delatar la
marcha cautelosa del cazador a través de la selva, eran los kerrh puh,
descendientes de Kamshoat.
Hace mucho, mucho tiempo, cuando todos los árboles del bosque
estaban siempre verdes y sólo perdían sus hojas al morir, el joven
Kamshoat comenzó a iniciarse en los secretos de la Logia. Había de-
jado de ser un telken (un niño), era ya un klokten, y partió solo en
uno de esos viajes a que su condición lo obligaba. Pasó tanto tiempo
sin saberse nada de él, que los suyos lo dieron por muerto, y queda-
ron muy sorprendidos cuando un día apareció entre ellos.
No había cambiado mucho, pero hablaba demasiado para un klok-
ten, que debe callar y pensar. Contaba de un maravilloso país, muy le-
jano en dirección Norte que había visitado; afirmaba que sus bosques
eran mucho más extensos que todo cuanto ellos habían visto, que sus
árboles perdían las hojas en el otoño y morían, pero que en la prima-
vera el calor los hacía revivir y las hojas volvían a brotar tan verdes
como antes. Naturalmente, nadie dió crédito a semejante historia;
una vez que un árbol ha muerto no puede volver a vivir, así es que se
burlaron de Kamshoat y lo llamaron mentiroso. ~ste no los aguantó
y, furioso, volvió a irse, pero esta vez su ausencia fué más larga aún.
Volvió transformado en un enorme papagayo, con plumas verdes en
el lomo y coloradas en el pecho, tales como las de sus actuales descen-
dientes. Era otoño, y Kamshoat voló de un árbol a otro en esos bos-
ques siempre verdes, pintando las hojas de rojo con el color de su
pecho. Estas hojas pronto cayeron al suelo y la gente se asustó, te-
merosa de que los árboles hubieran muerto. Los papeles se habían
cambiado, ahora era Kamshoat el que se burlaba. m les anunció que
en primavera todos los árboles volverían a vivir, y entonces todos se
sintieron de nuevo felices. Kamshoat, debido a su grito, fué llamado
Kerrhprrh.
Es digno de hacer notar que a pesar de las andanzas de sus ~nte­
pasados y de su colorido plumaje, propio más bien de los trópiCOS,
estos pájaros no emigran, y en invierno se les puede ver, aunque
parezcan muy fuera de lugar, encaramados en los árboles cargados
de nieve. Estos ruidosos pájaros se reúnen en grandes bandadas para
burlarse de los hombres que andan por el bosque, por haber llama-
do mentiroso a su padre.
,
CAPITULO XLIV
ANIMALES FUEGUINOS Y LA VIDA DE LOS PÁJAROS. TALIMEOAT EN-
CUENTRA HUEYOS. ¿CÓMO LLEGAN LOS PATITOS AL AGUA? YOSHYOL-
PE CAZA UNA LECHUZA. LOS ONAS ACECHAN A LOS GANSOS. LA AS-
TUCIA DEL ZORRO. SE SIGUE COMENTANDO AL TUCU-TUCU. AYEN-
TAJO A LOS ONAS EN SU ESPECIALIDAD Y PROPORCIONO UNA COMIDÁ
A SHISHKOLH.

STE libro no tendría fin si yo me embarcara -en la narración de-


E tallada de la flora y la fauna de la Tierra del Fuego; debo pues
limitarme a hacer conocer unas pocas observaciones sobre la yida de
sus animales, hechas durante mis continuos Yiajes de caza con di-
versos compañeros onas.
Al sur del estrecho de Magallanes, el guanaco es el único cuadrú-
pedo propio de la región, aparte de los mamíferos no rumiantes,
tales como el zorro y la nutria. Dicen que es la especie salvaje de
la que descienden la llama y la alpaca, animales de menor tamaño y
no tan graciosos. Se encuentran guanacos en la tierra principal y en la
isla de Navarino. Ambos provienen de una misma especie; el guana-
co de Navarino habrá probablemente cruzado el canal, sobre el hielo
que se formó, durante algún inyierno muy crudo, muchos siglos
atrás. Existían ciertas diferencias entre ellos. Los animales de Nava-
rino eran de mayor tamaño y de huesos más pesados, de color más
vivo y pelo más largo. Sus patas estaban más desarrolladas; el dedo
del lado externo tenía inclinación a salirse hacia afuera, en forma
más pronunciada. Esta última característica no debió necesitar mu-
chas generaciones para desarrollarse, pues la naturaleza pantanosa de
la región interior de Navarino debió modificar rápidamente sus patas.
Otras diferencias probaban que las dos variedades habían estado se-
parados por el canal de Beagle, durante mucho tiempo. Había gran
cantidad de zorros en ambas islas, y una variedad de mayor tamaño
se encuentra en la isla de Hoste. En ninguna otra parte del archipié-
lago fueguino hay guanacos o zorros, tampoco se encuentran perros
salvajes indígenas de esta región. Los indios tenían distintas crías de
perros cazadores. A los onas les gustaba la carne de zorros cuando
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 45 7

era gorda; fué la única carne que compartí con ellos que nunca me
gustó. Tampoco a los perros les agradaba. Si al alimentarlos con
carne de guanaco o de carnero se agregaba un pedazo de carne de
zorro, los perros inmediatamente la dejaban, o si por comer demasia-
do aprisa, la tragaban sin advertirlo, se esforzaban luego por vomi-
tarla. Según me han dicho, no ocurre 10 mismo con los perros de
caza en Inglaterra, pero tal vez éstos no están acostumbrados a la
buena carne de cordero, mucho menos a la de guanaco, que, dicho sea
de paso, es preferida por los perros a la de cordero.
Abundan la nutria grande de río y otra más pequeña de mar, y
ambas son muy apreciadas por su piel. En el género de los roedores
hay dos variedades de apen (tucu-tucu), por lo menos otras dos de
ratones y la enorme rata de agua conocida como coypu (sayapie en
yagán). El coypu, que se encuentra en la isla Gordon y en toda la
región este de la península Brecknock, en la tierra principal, no es
carnívoro y es muy sabroso. En la isla de Chiloé, más allá de la costa
de Chile, se 10 cría en la actualidad por su piel, conocida como piel
de nutria. El coypu es estrictamente monogámico, las hembras tienen
ubres que les llegan casi hasta la mitad de sus flancos, son muy ce-
losas y se pelean a muerte entre ellas.
En la Tierra del Fuego, en una extensión de novecientos kilóme-
tros a la redonda, no hay víboras. Las más próximas están en el terri-
torio del Chubut, en la Argentina. Pequeños lagartos hay sólo en la
tierra ona, y no existen en ningún otro lugar de la isla principal. Y
en la parte norte viven pequeñas ranas, que no miden más de dos
centímetros y medio de largo.
La Tierra del Fuego es ciertamente rica por la profusión y diver-
sidad de sus pájaros, de los cuales hay más de cien variedades: seis
de patos, cinco de cercetas, cuatro de avutardas, tres de becadas, cuatro
de colimbos, tres de pájaros carpinteros, cinco de buitres, siete de
gavilanes, dos de águilas, siete de lechuzas, diez de gaviotas, cuatro
de cuervos marinos (corvejones), tres de skuas, cinco de pingüinos,
por lo menos dos de chorlos y dos de cisnes; de estos últimos, el más
grande tiene la cabeza y el pescuezo negro azabache y el cuerpo y
las alas de un blanco inmaculado. Además hay gran cantidad de pá-
jaros del bosque, de la montaña y de la playa, tales como: becadas,
ibis, flamencos (en la tierra ona), martínpescadores, papagayos, chor-
los de pico corvo, ostreros, zorzales, gorriones, tordos, pechocolorados,
fu1mares, albatros, petreles, codornices, vencejos, golondrinas y aba-
dejos. Menos comunes son el faisán, el cóndor y el colibrí. Casi
todos son migratorios.
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

Algo que provocaba mi admiración una y otra vez, además de las


maravillas de la naturaleza, mientras andaba por las montañas y los
bosques de la Tierra del Fuego, era el conocimiento del bosque que
tenían los indios onas.
En cierta ocasión estaba yo con Talimeoat, el cazador de corvejo-
nes, y su hijo Kaichin, el joven que había dejado atónito a su Exce-
lencia el Gobernador de Ushuaia. Los tres estábamos tendidos en una
pequeña colina llamada Awul; frente a nosotros se extendía un valle
de muchas leguas de largo y de unos ochocientos metros de ancho, con
un arroyito serpenteando en el medio. Gran parte del valle estaba
cubierto de césped, pero aquí y allá sobresalían algunos grandes pe-
nachos de hierba gruesa y juncos. A lo lejos se erguían las colinas
boscosas.
Como de costumbre, andábamos en busca de alimento y nuestros
ojos observaban atentamente los numerosos grupos de árboles tras los
cuales podían guarecerse guanacos. Fuera de unos pocos pájaros que
volaban alto, la tierra parecía dormida. Después de un rato, Tali-
meoat se movió. Indicó una mata de juncos a medio kilómetro de
distancia y ordenó a su hijo:
-Hay un nido de gansos entre esos juncos, ve a buscar los huevos.
Kaichin obedeció; al acercarse a los juncos, un ganso levantó vuelo
y el muchacho regresó con una buena cantidad de huevos.
Dije a Talimeoat:
-¿Cómo supo usted que había un ganso entre esos juncos?
Con una sonrisa condescendiente, como si contestara a la inútil
pregunta de un niño, respondió:
-Un buitre me lo dijo.
y como yo insistiera, él replicó:
-A los karkaaí les gustan los huevos y vi uno de ellos que revo-
loteaba repetidas veces sobre los juncos, esperando que la hembra
dejara el nido para poder acercarse y romper los huevos.
Esta vez los buitres fueron generosos. Siempre es agradable comer
huevos, y aunque son mejores frescos, a medio empollar no son des-
~eñables; cuanto menos tengan de huevo tanto más tendrán de pá-
Jaro. Durante otra excursión, Talimeoat y yo estábamos sentados sobre
una pequeña loma en la ladera norte de Tijnolsh, a medio kilómetro
del río Ewan y a casi igual distancia del bosque achaparrado que co-
rona el Tijnolsh, cuando una cerceta (haskerl'h) de regular tamaño
aleteó súbitamente sobre nuestras cabezas y se posó en el río junto a
su pareja.
Mi compañero dijo:
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 459

-Oush ta pe ihlh? (Habrá huevos allí?)


Se incorporó, se encaminó directamente al lugar en que el pájaro
había levantado vuelo. A la orilla del bosque, en el hueco de un
árbol a dos metros escasos del suelo, encontró una nidada.
Las cercetas y otras variedades de patos tienen costumbres muy cu-
riosas para anidar. Resulta incomprensible para mí cómo llevan a sus
pequeños desde esas alturas, hasta el agua. Se encuentra a los picho-
nes, aún muy pequeñitos, nadando con sus padres; nunca vuelven al
nido una vez que lo han dejado.
En la Tierra del Fuego, en precipicios cubiertos de musgo, donde
nunca da el sol y hay una humedad permanente debido a la neblina
de las caídas de agua, crece una hermosa flor roja entre hojas verde
oscuro. En una ocasión, en que yo trataba de alcanzar una de estas
flores, observé, sobre una piedra situada poco más o menos a un
metro más abajo, el nido abandonado de un pájaro. Justamente el
mismo con cuyo nombre habían apodado al pequeño Yoiyolh, el curan-
dero: oklho1h, el pato de cascada (wayanbij en yagán). Sostenido
fuertemente de los pies por uno de los indios, para no perder el
equilibrio, examiné el lugar. Los restos de cáscaras de huevos indi-
caban que la familia había abandonado recientemente el hogar. Pero,
¿cómo?
Suponer que los patitos se hubieran arrojado de un acantilado de
más de nueve metros a la corriente espumosa, donde se forman casca-
das que se precipitan una tras otra entre las rocas en una caída de más
de treinta metros, hubiera sido creer en un suicidio; sin embargo, ni
una rata, ni un gato, ni siquiera un pájaro carpintero hubieran podi-
do descender andando, pues justo debajo del nido terminaba el musgo,
y la roca cortada a plomo, estaba mojada y como pulida. A unos cin-
cuenta metros corriente arriba había un tranquilo y hondo remanso,
debajo del cual nacían las cascadas, pero ningún animal en el mundo
hubiera podido llegar andando desde el nido hasta allí. O la madre
se había tomado el trabajo de empollados en ese ultraprotegido lugar
para que inmediatamente después se enfrentaran con una muerte se-
gura, o los había llevado hasta las aguas tranquilas por otros medios
que sus débiles alas. Los indios afirman que ellas los transportan, y
así debe ser, pero nunca lo he visto. Más de una vez los onas me han
"eñalado un colimbo que enseñaba a sus pequeños a zambullirse. Dos
o tres pichones están acostados sobre el lomo de la madre con los
picos hundidos entre sus plumas, mientras ella se zambulle una y
otra vez. Tal vez hagan lo mismo todos los pájaros zambullidores de
otras regiones del mundo. Si es así, yo nunca le he oído mencionar.
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

Todos, alguna vez, al observar un gato al acecho de un pájaro


hemos visto su codicia reflejada en cada uno de sus anhelantes movi-
mientos y su evidente desilusión cuando al prepararse para dar el
salto final, el pájaro vuela fuera de su alcance. Pues bien, en una
ocasión tuve la suerte de ver a un muchacho ona transfigurarse en
gato (si así puede decirse) y con la astucia y paciencia tí picas del
indio, resultar un temible adversario para el infortunado pájaro.
Yoshyolpe, que por la fuerza de la circunstancias era pariente cer-
cano mío, por ser sobrino del "tío" Koiyot, tenía alrededor de cator-
ce años de edad; heredaba su buena apariencia de la rama materna,
norteña, pues los hombres de Najmishk no eran reputados por su
belleza, y estoy seguro que su padre, el hermano de Koiyot, no había
sido una excepción.
Un día en que salí con el muchacho vimos un buha de largas orejas
posado a unos nueve metros del suelo sobre un árbol frondoso, fácil
de escalar. No teníamos hambre y yo no quería desperdiciar una bala,
pero Yoshyolpe se empeñó en cazar el pájaro, de modo que esperé
para ver cómo se ingeniaría. En el extremo más delgado de una vara
de unos dos metros de largo ató un trozo de tiento seco, fino y casi
tan rígido como una cuerda de guitarra, con el que hizo una lazada
de buen tamaño.
En tanto, yo quedé a una distancia de veinte metros, a la espera de
los acontecimientos. Yoshyolpe se acercó al árbol. Al verlo, el buho
pareció dispuesto a emprender el vuelo, pero luego cambió de idea.
Despojado de su capa y mocasines, el muchacho empezó a trepar al
árbol, acercándose a su presa con la misma cautela de un gato que se
arrastrara hacia un gorrión. El buba 10 miraba con asombro no exento
de miedo, entonces, durante algunos minutos, el muchacho se quedaba
completamente inmóvil. Luego, cuando el buba volvía a su expre-
sión de aburrimiento y sus ojos se velaban, el gato humano avanza-
ba unos decímetros más, o quizás sólo unos centímetros, hasta que
el buho miraba otra vez sorprendido y el cazador volvía a inmovilizarse.
Por fin estuvo el pájaro al alcance de la vara de Yoshyolpe. La llevó
lentamente hasta ponerla por encima de la víctima, y luego, con la
misma lentitud, aflojó el lazo. El buho no comprendía qué era ese
pedazo de tiento que oscilaba arriba de su cabeza; le dió dos o tres
fuertes picotazos, y al hallarlo inofensivo, pareció sumirse nuevamente
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 461

en sus propias reflexiones. Sin prisa, el muchacho deslizó el lazo por


la cabeza del pájaro y con un tirón brusco apresó al bubo, que quedó
colgado en el extremo de la caña, agitando inútilmente sus fuertes alas.
Para atrapar gansos salvajes, los onas y los yaganes empleaban un
método parecido al de Yoshyolpe. Elegían un lugar cerca del agua
donde hubiera pasto tierno y bajo. Allí plantaban gran cantidad de
estacas, próximas unas de otras, formando cercas en todas direcciones,
con pequeñas entradas aquí y allá, junto a las cuales disponían lazos
corredizos de tiento. No tardaban los gansos en suponer que estas cercas
eran inofensivas, pero demasiado perezosos para saltarlas, pronto se
acostumbraban a pasar por las entradas, donde de vez en cuando algu-
no quedaba sujeto por la cabeza o por una pata; sus compañeros, alar-
mados por los esfuerzos que hacía la víctima, levantaban vuelo, pero
al no verse atacados por ningún lado, volvían junto al amigo en difi-
cultades, solícitos y sorprendidos y así muchos de ellos caían en las
otras trampas.
Gran número de gansos anidaban en la isla de Gable. En la época
de la esquila, y después, se podían cazar pichones de gansos que aún
no sabían volar. Esto obligaba a correr de firme, pues además de la
extensa costa había que contar los ocho lagos de la isla; una vez que
los pichones llegaban al agua era imposible atraparlos.
La mayoría de los pájaros salvajes, desde las ratonas hasta los gansos,
cuando ven acercarse un gato o un zorro a su nido, fingen tener un
ala rota y caídos en tierra tientan al enemigo para distraerlo de la caza
de sus polluelos. Los perros siempre son engañados en esta forma pero
el astuto zorro no hace caso de los padres y va directamente en busca
de los pichones.
Como consecuencia de la difusión de la cría de ovejas y la consi-
guiente destrucción de los zorros, los gansos se han multiplicado en
forma increíble en los últimos años en la Tierra del Fuego; en algunas
chacras comen o echan a perder alrededor del veinte por ciento del
pasto destinado a las ovejas. Cuando se juntan en otoño para migrar,
lo que siempre parece ocurrir de noche, las bandadas son tan nume-
rosas que el que no conoce la causa se alarma por el ruido que pro-
ducen al emprender el vuelo. Vuelven a principios de primavera, los
pájaros más viejos en parejas, y los nacidos el año anterior en banda-
das, pues no encuentran su pareja hasta la segunda migración.
Creo que estas aves son monógamas, y fieles a su primer amor.
Cuando yo era muchacho y vivía en Cambaceres, los gansos eran es-
casos, y mucho más salvajes que ahora; había, sin embargo, una pareja
feliz que solía alimentarse en un charco cercano a mi cabaña. Un día
EL ÓLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

disparé contra la hembra, y el macho escapó. Durante varios años des-


pués, un ganso solitario frecuentaba el lugar; parecía tan triste que
me dió pena haberle muerto a su compañera.

Existe una comarca a lo largo de la orilla norte de la gran selva, de


varias leguas de ancho, donde la mayor parte de los cerros están cu-
biertos de achaparradas Nothofaglls pllmilio hayas enanas de hojas
caducas (kicharm en ona). En otoño estos árboles tiñen sus hojas
con los colores más vivos y variados, y en algunos suelen encontrar-
se todas las gamas concebibles de rojo y amarillo, mientras algunas
ramas parecen esforzarse vanamente por conservar el color verde del
verano. Estas hayas quedan sin hojas durante más de seis meses, de
modo que el suelo se beneficia con la luz solar y se cubre de buen
pasto. En ese lugar tienen sus madrigueras gran cantidad de tucu-tucus,
animalitos a los que ya me he referido, muy parecidos a los cobayos,
aunque del color de los ratones, de cola pequeña en relación con el
tamaño del cuerpo y de vida absolutamente nocturna. La palabra tucu-
tucu es onomatopéyica y traduce el ruido metálico que hacen estos ani-
males debajo de la tierra, especialmente al caer de la tarde, parecido
al redoble de un pequeño martillo, interrumpido por intervalos de un
minuto, aproximadamente. Cavan cuevas bastante profundas, pero
duermen cerca de la superficie. Esto es su perdición, porque las vacas
y ovejas, a menos que las madrigueras estén protegidas por las raíces
de fuertes arbustos o árboles, o debajo de las piedras, los pisotean y
matan.
En estas selvas bajas hay innumerables claros cubiertos de agua que
en invierno se hiela. Allí, en las noches de luna, los muchachos indios
acechaban a los tucu-tucus, que cruzaban por el hielo en todas direc-
ciones. Se divertían enormemente corriéndolos y dándoles caza con
palos o flechas. De vez en cuando, un niño volvía trayendo su prime-
ra presa, con un orgullo que no podía disimular; sus padres exami-
naban el trofeo, lanzando exclamaciones de asombro por su gordura;
el joven cazador se sentía cada vez más orgulloso y era cómico obser-
var los esfuerzos que hacía por aparentar indiferencia.
Ciertamente el tucu-tucu introducía una agradable variación en la
monótona minuta a base de carne de guanaco; pero sus huesos son
tan finos y quebradizos que se debía masticar con cuidado para que
las astillas no se clavaran en la lengua o en las encías.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 46 3

En la parte norte de la isla, donde el suelo seco es más fácil de


cavar, sólo los pantanos o los cerros rocosos se ven libres de esta plaga.
La tierra estaba tan horadada que a caballo sólo se podía cruzar al
paso. Creo que los tucu-tucus son exclusivamente vegetarianos y lo
más probable es que se alimenten de raíces causando así la muerte
de las plantas.
Los tucu-tucus no suelen internarse en los bosques, pero en la Tie-
rra del Fuego algunos aventureros habían establecido pequeñas co-
lonias aisladas en sitios propicios para cavar, rodeados por leguas de
enmarañada selva.
Una mañana Shishkolh y yo, mientras cruzábamos un campo abierto
de varios kilómetros de extensión, encontramos un montículo que nos
indicó que un tucu-tucu había estado trabajando allí recientemente.
Al examinarlo, Shishkolh comprobó que el inquilino no estaba en su
casa; con un pedazo de alambre de púa que llevaba con ese fin, em-
pezó a escarbar el suelo. A varios metros del agujero, casi en la su-
perficie, encontró la madriguera. Sacó entonces su cuchillo y cortó al-
rededor un trecho de césped de poco más de treinta centímetros cua-
drados. Esa tarde volvimos por la misma llanura, sin que yo advir-
tiera que estábamos siguiendo alguna huella. Había olvidado lo ocu-
rrido esa mañana y me sorprendió la carrera inesperada de Shishkolh
y el salto que dió para caer con ambos pies sobre el sitio que había
marcado ese mismo día. Al apartarlos, apareció un enorme tucu-tucu
malherido. Miré alrededor sin ver ningún matorral ni señal alguna
que indicara el lugar dónde había cortado el césped. El árbol más cer-
cano, que hubiera podido servir de punto de referencia, se encontraba
a más de kilómetro y medio de distancia.

Al ocuparme de la aguda facultad de observación de los onas, deseo


relatar -pues aún me estremezco de orgullo al pensar en ello-- cómo
una vez superé a uno de estos indígenas en lo que era su especialidad.
Mi compañero era también esta vez Shishkolh. Necesitábamos ur-
gentemente carne en Najmishk, y decidimos salir a cazar guanacos en
los bosques altos de Tamshk. Debido a las frecuent~s cacerí~s, escas~­
ban los guanacos y los pocos que habían eran muy amcos. Vunos vanos
ese día, pero parecían prevenidos y como al acecho. Como el día era
sereno y el oído del guanaco es prodigiosamente sensible, el roce contra
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

los pastizales de! otoño denunciaba nuestra presencia y yo eché a perder


las pocas oportunidades que tuve para disparar un tiro.
Que un cazador empiece e! día con una comida pesada, no es co-
rrecto ni entre gente civilizada, ni entre los onas; que le quite comida
a un campamento hambriento ya sería un acto despreciable, algo así
como aceptar la derrota antes de iniciar la lucha. La noche nos sorpren-
dió, pues, tan hambrientos como es tradiClonal entre cazadores, pues no
habíamos comido desde e! amanecer más que unas raíces de diente de
león y unos insulsos hongos de los árboles.
Era otoño, y hacía ya doce horas que caminábamos, cuando encen-
dimos un mísero fuego, sin tener nada para cocinar. Shishkolh se dió
por vencido y esta vez fué el inservible hombre blanco e! encargado de
buscar comida. Poco antes de detenernos para pasar la noche yo había
notado una mancha verdosa en la corteza de un gran árbol hueco. Volví
sobre mis pasos, golpeé e! árbol y escuché atentamente. Desde su inte-
rior venía un suave murmullo que indicaba la presencia de pichones
de kel'l'hprl'h (papagayos). Estos pidlones son ya crecidos cuando em-
piezan a volar. Sus padres les llevan la comida, según creo, en el buche.
El agujero por donde los padres entraban y salían era muy peque-
ño y difícil de alcanzar, pero con un palo largo al que afilamos como
una lanza, conseguimos extraer ocho pájaros casi adultos, que trataban
en vano de defenderse. Me imagino que un miembro de la Sociedad
Protectora de Animales habría protestado por ese cruel proceder y en
consecuencia se hubiese negado a participar en nuestra comida.
Los pájaros estaban deliciosos; comimos seis y reservamos los otros
dos para la mañana siguiente. Así fortalecidos, y auxiliados por una
fresca brisa del oeste que facilitó el acecho, pudimos volver a Naj-
mishk la noche siguiente con una buena carga de carne. Luego, entre
risas, Shishkolh hizo el relato de la caza de los papagayos, otorgándo-
me generosamente todo el mérito de la suculenta comida, mientras yo
me limitaba a escuchar, con imperturbable modestia.
~

CAPITULO XLV
MEJORAS EN NAJMISHK. VIAJO A BUENOS AIRES Y TRATO DE ESTA-
BLECER NUESTROS DERECHOS SOBRE LA TIERRA. CONOZCO AL SEÑOR
RONALDO TIDBLOM y CUENTO CON UN NUEVO AMIGO. EL AGRIMEN-
SOR DEL GOBIERNO ADMITE SU FRACASO Y YO CONTINÚO SU OBRA.
ALENTADO POR EL ÉXITO, ACEPTO OTRA TAREA DE AGRIMENSOR,
CON LA CUAL SÓLO GANO EXPERlENCIA ACERCA DE LA CONDUCTA
DE LOS JÓVENES ELEGANTES DE LA CIUDAD. EL PADRE JUAN ZENONI
VISITA A VIAMONTE y BAUTIZA A LOS NIÑOS ONAS.

G RANDES cambios se habían producido en Najmishk desde que


yo me había instalado allí cinco años atrás. Ya no nos contentá-
bamos con vivir de carne de guanaco, sólo ocasionalmente sustituída
por la de yegua. Con la tierra cercada y los arroyos atravesados por
puentes, la estancia Viamonte poseía ahora de doce a quince mil ovejas,
y mantenía permanentemente ocupados a no menos de treinta onas. A
veces teníamos hasta sesenta de ellos trabajando como cuidadores de
ovejas, esquiladores o constructores de cercos, y todos recibían, cuando
desempeñaban tareas contratadas, los mismos sueldos individuales que
los blancos.
Las mejoras de la edificación habían sido lentas, debido a la escasez
de material. Las hayas enanas era en esa costa tan achaparradas, nudosas
e imperfectas, que ni siquiera servían para construir una choza de tron-
cos, y como desde el comienzo debí realizar las mayores economías para
demostrar al resto de la familia que no era mal administrador, me
abstuve de gastar en el transporte de madera y hube de contentarme,
durante los dos primeros años, con la choza primitiva. Al cabo de ese
plazo, construimos otra, algo más grande, y sólo tres años después me
sentí con derecho a invertir dinero en madera y chapas de cinc para
un tercero y más importante edificio; el material fué traído por barco
desde Harberton a Río Grande y la construcción se confió a Darío
Pereira, quien vino desde Harberton con ese propósito. Los lectores re-
cordarán al menudo carpintero español que había cobijado a Toerati,
el muchacho ona, cuando éste logró escapar de la matanza en que per-
dieron la vida los dos hermanos que le quedaban. La cara de Pereira,
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

salvo los ojos pequeños y oscuros y la punta de la nariz, era una sola
maraña de barba, bigote y cejas, que le daba un aspecto fiero, desmen-
tido por la bondad de su carácter. Era un esforzado trabajador y reali-
zó una obra excelente; la nueva morada avergonzó a sus dos humildes
vecinas, y fué considerada en la región como la última palabra en
cuanto a lujo y comodidad. Tenía seis metros de largo por tres metros
sesenta de ancho y estaba dividida en dos cuartos; uno servía como al-
macén y depósito y el otro como cocina, cuarto de estar y dormitorio.
Nos vanagloriábamos de tener piso de madera, cocina de hierro, mesa
y bancos, dos literas superpuestas y ventana de vidrio.
Nicholas Buscovic, el yugoslavo, ya no estaba conmigo. Cansado de
este país poblado sólo por hombres, se había alejado con la intención
de construir una casa cerca de Río Grande y hacer venir desde Punta
Arenas unas cuantas mujeres jóvenes que 10 ayudasen en la venta de
bebidas y otras delicias de la civilización. Cuando Daría Pereira hubo
terminado su construcción ocupó el lugar de Buscovic, hasta que poco
tiempo después fué reemplazado por Zapata, un ganadero argentino,
de origen mestizo.
A pesar de que todo lo concerniente a la granja y al ganado andaba
bien, nuestra posición no era muy segura. Se había obtenido la transfe-
rencia legal de la propiedad de Harberton y nos habían otorgado do-
cumentos de identidad como ciudadanos argentinos por nacimiento,
pero nuestros derechos sobre la nueva tierra en Najmishk, estaban aún
en suspenso. Trabajar la tierra virgen, trazar caminos entre matorrales,
tender puentes sobre arroyos y pantanos, cercar potreros y construir
casas, sabiendo que en cualquier momento uno podría ser expulsado, sin
recibir ninguna recompensa, resultaba en verdad tarea muy ingrata.
En invierno, cuando disminuía el trabajo, hice varios viajes a Buenos
Aires, pero no conseguí adelantar nada en beneficio de nuestros inte-
reses. Pasé días haciendo antesalas sin que nada recompensara mi pa-
ciencia; sólo inútiles entrevistas con los secretarios de los funcionarios
públicos, cuya única misión parece ser la de impedir la entrada a visi-
tantes como yo.
Tuve al fin la suerte de ser presentado al señor Rolando Tidblom,
hombre de negocios y agente de tierras. De cara grande, expresión enér-
gica y pesada figura, la primera vez que lo vi, si hubiera podido eclip-
sarme con alguna excusa, de buen grado lo hubiera hecho, pues esta
excelente persona era tan bizca, que resultaba difícil mirarla de frente.
Que nadie me diga que debe uno fiarse de las primeras impresiones,
porque no estaré de acuerdo. Pronto llegué a sentir un fraternal cariño
por este nuevo amigo, sentimiento que nunca disminuyó desde aquel
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 467

día en Buenos Aires, en que fijando mi vista en cualquier otra cosa ex-
cepto lo que tenía enfrente, resolví atacar de lleno el asunto de los
negocios.
Acababa de ser promulgada una ley que prohibía la venta a particu-
lares o a compañías, de lotes de tierra cuya superficie excediera de
cuatro leguas. En realidad era como cerrar la puerta de la cuadra des-
pués que e! caballo había sido robado, puesto que vastas extensiones
de la mejor tierra, ubicadas en los lugares más accesibles, habían sido ya
vendidas a numerosos particulares y compañías. Además de la compra
se nos permitía adquirir cuatro leguas cuadradas más, en base a un
arrendamiento.
Por medio del eficiente señor Tidblom, que actuaba como nuestro
representante, mis hermanos y yo deseábamos adquirir un solo lote, lo
más extenso que fuera posible. Tidblom y Percy Reynolds también lle-
naron solicitudes. Percy, casado con mi hermana Berta, había comprado
una granja en e! Paraguay, pero ambos deseaban volver a la Tierra del
Fuego, pues el clima de! Paraguay les resultaba intolerable. Si e! go-
bierno accedía a nuestro pedido, obtendríamos ocho leguas cuadradas,
poco más o menos veinte mil hectáreas cada uno. Durante los cinco pri-
meros años, seríamos arrendatarios, pero al finalizar ese plazo, tendría-
mos derecho a comprar cuatro leguas cuadradas cada uno, siempre que
llenáramos ciertas condiciones muy razonables. El resto seguiría arren-
dado.
Antes de que el gobierno pudiera prometer nada sobre la tierra, ésta
debía ser mensurada. Después de muchas dilaciones, que me dieron
tiempo para volver a la Tierra del Fuego, un agrimensor acreditado fué
enviado desde Buenos Aires. El gobierno cargaría los gastos de la
mensura a la cuenta del futuro comprador de la tierra, fuera quien
fuere.
Fuí a Río Grande con una tropilla de caballos, para esperar al agri-
mensor, herr Carlos Sewart, un anciano alemán que había hecho la
guerra franco-prusiana. Llegó a Río Grande con un catre, una tienda
de campaña, dos teodolitos y tal cantidad de otras prendas y objetos,
que parecía e! bagaje de un ejército. Conseguí transportar a este an-
ciano y a su cuantioso equipaje hasta Najminshk.
Después de trabajar con él algunos días, comprobé que e! alemán
estaba demasiado enfermo para poder concluir la tarea que había
emprendido. Cuando por segunda vez rodó con su caballo en los
pantanos, se descorazonó completamente. Trémulo de ira y sofocado
por las lágrimas, dijo que era imposible trabajar en aquel horrible
país y decidió regresar a Buenos Aires.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

Mi chifladura ha sido siempre la aritmética. Alrededor de mis oca-


sionales campamentos en los bosques quedaba siempre gran número
de astillas de leña cubiertas de jeroglíficos, que hubieran confundido
a un matemático y desanimado a un egiptólogo. Desesperado ante la
perspectiva de nuevas demoras, propuse a Sewart hacer la mensura
por él, siempre que me explicara los misterios de su libro de loga-
ritmos.
Me contestó que eso era imposible, que el trabajo exigía estudios
universitarios para resolver los intrincados problemas. A pesar de
todo insisti, y no queriendo cargar todo el verano con el anciano y
su equipaje, que incluía damajuanas de vino para un país donde el
agua era tan abundante, exageré las dificultades que nos esperaban en
la travesía de bosques y pantanos y se las comparé con las ventajas
de la vida tranquila que podía llevar en su tienda de campaña, al
reparo de las verdes colinas de Najmishk, en compañía del fiel Kaichin,
hijo de Talimeoat, que le proponía como servidor, y de una dama-
juana de vino que me comprometía a mantener siempre llena. Desde
allí podría vigilar mi trabajo en todos sus detalles y trazar los her-
mosos mapas, en cuya confección era experto.
Protestó al principio, pero al fin cedió. Al día siguiente salía yo
armado con uno de sus preciosos teodolitos y una libreta; me propo-
nía medir, como ensayo, dos leguas cuadradas. Era imposible tirar
líneas rectas a causa de los lagos y otros obstáculos semejantes, que
debía contornear para seguir la línea desde la otra orilla. Después de
tres o cuatro días volví con mi informe. Herr Sewart, al medir a lo
largo de la costa, sacó en conclusión que yo sólo me había equivo-
cado en trece metros en total y que podía dejarme con toda confianza
continuar el trabajo.
Pasé un verano muy interesante, vagando por la región con una
banda de jóvenes onas solteros, que resultaron los mejores compañeros
imaginables. Nuestro trabajo nunca fué monótono pues lo alternába-
mos con cacerías. Por las tardes, siempre que yo no estuviera en la
resolución de problemas relacionados con las mensuras del día, nos
entreteníamos luchando. De noche, alrededor del fuego, las fantásticas
y fascinadoras leyendas onas o la chismografía local de algún visitante
conversador alternaban con aquellas anécdotas inglesas, que yo con-
sideraba más adecuadas a la mentalidad de mis oyentes.
Estábamos al comienzo de la primavera y durante algún tiempo
tuvimos abundancia de huevos, gansos, cisnes y patos. El sol y los
fuertes vientos secos nos despellejaron las narices, aunque los mucha-
chos onas atribuyeron el accidente a la dieta de huevos de pájaros sil-
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 46 9

vestres, que daba al cutis la apariencia de la película que se encuentra


debajo de la cáscara de aquellos.
La mensura llevó cuatro meses. Una vez terminada, pude probar,
con gran satisfacción de Sewart, que contenía graves errores una men-
sura anterior que debía servir de base a nuestro trabajo; con estas
pruebas en la mano, Sewart llegó triunfante a Buenos Aires, anotán-
dose un tanto a su favor. Antes de partir, recorrió a caballo el terreno
para estar en condiciones de informar, y me obsequió con el más
gastado de sus dos teodolitos y el precioso libro de logaritmos.
Los gastos de esa mensura recayeron sobre nosotros. Dos o tres
años después tuvimos que volver a pagarlos cuando el gobierno nos
cobró 10 que había liquidado a Sewart, arriba de dieciséis mil pesos.
Después de la partida de herr Sewart y sin tener todavía ninguna
escritura de la tierra, ni ningún derecho reconocido sobre ella, pen-
samos que a pesar de todo no debía quedar desocupada, así es que
trajimos, aproximadamente, cuatro mil ovejas de cría de Harberton,
ya que nuestro primer ensayo había sido todo un éxito. De este modo,
pronto estuvimos en condiciones de conducir, en dirección opuesta,
mil capones para vender en Ushuaia.
Además del placer de un prolongado picnic con los onas y la sa-
tisfacción de haber hecho un buen trabajo, ese verano me trajo otros
provechos; armado con el teodolito y el libro de logaritmos, me sentía
ahora un experto agrimensor, y buscaba a mi alrededor nuevos cam-
po~ para mis actividades.
La familia Lawrence, como se recordará, había obtenido cuatro
leguas cuadradas o sea diez mil hectáreas de tierra en Punta Remoli-
no, mitad de camino entre Harberton y Ushuaia. Ellos se encontra-
ban en la misma situación nuestra; la escrituración fué diferida por-
que el inspector enviado por el gobierno no pudo siquiera llegar a
las tierras.
Aproveché la ocasión de matar dos pájaros de un tiro, dar rienda
suelta a mi pasión de vagar entre las montañas y prestar un servicio a
nuestros viejos amigos. La región era verdaderamente escabrosa, y a
pesar de que yo y mis compañeros onas no pudimos hacer un trabajo
perfecto, el informe presentado por el inspector fué aceptado por el
Ministerio de Tierras de Buenos Aires y finalmente se consiguió es·
criturar.
Al poco tiempo, se me presentó una oportunidad que me hizo
pensar que al fin podría ganar algún dinero en ese trabajo que tanto
me gustaba. Convine con un agrimensor de Buenos Aires, a quien el
ministerio había encomendado la medición y amojonamiento de unas
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

tierras, que yo haría el trabajo por él y que iríamos a medias en las


ganancias.
Se trataba de una extensión de cuatro leguas en Moat Bay, que
debía subdividirse en dos lotes de igual superficie, tomando como
punto de referencia un mojón situado a muchas leguas de distancia,
cuya ubicación era conocida con toda exactitud por el gobierno.
El trabajo debió hacerse a pie, porque excepto a lo largo de la
costa, era imposible andar a caballo. El tiempo era frío y tormentoso,
los bosques estaban húmedos y los ríos crecidos, pero con cuatro onas
jóvenes concluimos nuestro trabajo en una quincena; envié inmedia-
tamente el informe a mi amigo de Buenos Aires. ~l guardó todo el
dinero para sí.
Yo había pagado bien a mis ayudantes por la ardua tarea, de modo
que fuí a pura pérdida. Resolví abstenerme, en lo sucesivo, de cele-
brar convenios con jóvenes elegantes de la capital.

Mi costumbre de pagar en dinero, siempre que podía, a los indí-


genas fué criticada por el padre Juan Zenoni, de la Misión Salesiana,
establecida al norte de Río Grande. Según él, yo provocaba el descon-
tento entre los indios de la Misión y permitía a los míos adquirir be-
bidas alcohólicas. No diré que el vicio de la bebida fuese desconoci-
do, pero sí que hasta 1916 era excepcional entre aquellos a quienes
considerábamos nuestra gente, una población de más de doscientos
individuos. En verdad nunca, en mi vida, vi a ninguno de ellos ver-
daderamente borracho.
En 1907 recibí en Viamonte la visita de este mismo padre Juan
Zenoni. Era un italiano de tez blanca, de edad mediana, delgado y
de estatura regular, un hombre alegre y bondadoso que sentía verda-
dero afecto por los indios y deseaba realmente hacerles el bien. Lo
acompañaba un hermano lego llamado Dalmazzo, algo mayor que
él, de ojos grises y pelo castaño grisáceo. Labriego, jardinero, rústico
carpintero, digamos mejor un "carnicero de la madera", para todo siem-
pre dispuesto y en todo infatigable. En realidad, era un esclavo que se
esforzaba por servir a la Iglesia, y de paso ayudar lo más posible a
su superior.
Al ver reunidos en Viamonte a unos ciento veinte onas y gran
número de niños, el padre Juan con mucho tacto me dijo:
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 471

-Me gustaría mucho bautizar a esos pequeños y hacerlos cristia-


nos, si usted y los indígenas no tienen inconveniente.
-A mí tambié~ me gustaría hacerlos cristianos --eontesté-, y
no creo que el bautismo pueda hacerles daño.
A petición del sacerdote, expliqué a los indios, como pude, lo que
él se proponía hacer, y les aseguré que era cosa buena. En aquella
época, mi conocimiento del idioma ona, aunque suficiente para las
necesidades de comunicación de la vida corriente, no era completo;
pero aunque lo hubiera dominado perfectamente, no habría podido
hacerles comprender el significado que para nosotros tiene el bautismo.
-Nosotros los blancos --dije a los que me escuchaban-, cuando
niños, hemos pasado por la misma ceremonia. Su objeto principal es
ayudar a nuestro espíritu, el día que muramos, a llegar a una tierra
privilegiada, pero esto sólo puede alcanzarse si, después de la cere-
monia propuesta por el sacerdote, hacemos todo lo posible por llevar
una buena vida.
La explicación era imperfecta e incompleta, pero más no me hu-
bieran entendido. Algunos de los indios habían visitado la Misión
de Río Grande y conocían al padre Juan. Por lo menos uno, Ishton,
había sido bautizado (con el nombre de Felipe) y había sobrevivido; así
es que los indios trajeron a sus pequeños para que fueran bautizados.
El padre Juan había traído todo lo necesario para su atavío, en
un caballo de carga, y siguiendo mi consejo, instaló su tienda en el
extremo de un claro en el bosque, de unas veinte áreas de extensión
y cubierto de hierba. Era un sitio ideal, rodeado por frondosa vege-
tación de arbustos de grosellas salvajes y hayas antárticas. No se podía
haber encontrado un lugar más apropiado para una congregación, ya
fuera católica, protestante, mahometana, budista o parsi.
Esa tierra virgen, libre aún de la destructora acción del hombre,
el cielo azul con pasajeras nubes blancas, el solemne sacerdote vestido
de negro y aquella extraña muchedumbre de individuos pintados y
cubiertos con pieles, oyendo y mirando ansiosamente, incapaces de dis-
tinguir entre religión y magia, todo ello formaba un cuadro imponente.
En ese tiempo, el sacerdote sólo había aprendido unas pocas pala-
bras onas, de modo que durante toda la ceremonia se expresó en
latín, incomprensible tanto para mí como para los indios. Dalmazzo,
con la expresión de éxtasis y los solemnes ademanes que correspon-
dían a tan sagrada ceremonia, daba las respuestas adecuadas. Creo
que fué padrino de muchos niños, algunos recién nacidos.
El padre Juan quedó encantado con el éxito de su visita, que des-
pués repitió de tiempo en tiempo.
~

CAPITULO XLVI
EL NAUFRAGIO DEL "GLEN CAIRN". HALIMINK SALVA LA VIDA A LA
TRIPULACIÓN Y QUIERE SECUESTRAR A UNA DAMA PARA MÍ. RECIBO
A NUMEROSOS HUÉSPEDES EN VIAMONTE. UN RECUERDO DEL PA-
RAGUAY. EL CAPITÁN NICHOL DESAFÍA A BEBER A MdNCH. EL RESTO
DE LA TRIPULACIÓN DEL BARCO ZARPA PARA INGLATERRA, PERO EL
CAMARERO Y SU ESPOSA SE QUEDAN. LOS LLEVO A HARBERTON.
INTERESANTE CONSECUENCIA DE UNA AUDICIÓN DE LA B. B. C.

el final del mes de julio del año 1907 recibí visitantes


H ACIA
inesperados en mi refugio de la tierra de los onas. Durante casi
quince días sopló un fuerte viento nordeste acompañado de lluvias,
y aunque por fin amainó, el Atlántico siguió muy agitado y persis-
tieron la niebla y la lluvia.
Estas alternativas atmosféricas, en pleno invierno son estimadas
como una bendición por el criador de ovejas, porque, al derretirse
el hielo y la nieve, los hambrientos animales pueden llegar hasta el
pasto, tanto tiempo sepultado; pero no dejan de ser muy desagradables.
Una tarde, en Viamonte, poco después de mediodía, los desespera-
dos ladridos de los perros nos anunciaron la proximidad de extraños.
De repente surgió de entre la niebla la alta figura envuelta en pieles
de nuestro amigo Chalshoat. Lo seguían dos andrajosos hombres blan-
cos, uno de ellos de extraordinaria estampa. De más de un metro
ochenta de altura y mandíbula cuadrada, parecía fuerte como un roble.
Su mirada resuelta me produjo la impresión de que, a pesar de ha-
llarse fatigado y empapado, distaba mucho de estar exhausto, como
su compañero.
Adiviné en seguida que se trataba de marinos náufragos, y el apre-
tón de las manos callosas de este hombre fuerte me demostró que,
aun en el caso de que fuera un oficial, debía estar acostumbrado a
manejar las rugosas sogas de un barco de vela. Su acento revelaba
ascendencia irlandesa; según supe después, provenía de la bahía 00-
negal, costa escabrosa donde se crían fuertes marinos. Sacó a relucir
papeles que demostraban que era segundo piloto de un gran barco, el
Glen Cairn. Si la memoria no me es infiel, su nombre era Nielson.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE Las ONAS 47 3

Me dijo que el G/en Cairn había perdido la ruta debido al pro-


longado mal tiempo, y fué a estrellarse contra un escollo cerca de la
ensenada Policarpo, al oeste del cabo San Diego. El navío pudo zafar
de las rocas, pero hacía mucha agua. El capitán, con la costa a la vista,
tomó rumbo noroeste, hasta que fondeó cerca del cabo San Pablo.
Botaron tres de los botes, pero uno zozobró y dos marineros se aho-
garon. Los demás, veintitrés hombres, dos mujeres y el hijito del
capitán, de quince meses, desembarcaron con toda felicidad y fueron
atendidos por un grupo de onas dirigido por nuestro viejo amigo
Halimink.
Por boca del capitán supe después que la feliz maniobra del des-
embarco se debió en gran parte al valor y a la decisión del segundo
oficial.
El compañero de Nielson estaba en tan malas condiciones, que hu-
biera debido internarse en un hospital; Nielson mismo tenía los pies
llagados debido a la penosa marcha; ambos se mostraron muy con-
tentos de poder mudarse con ropas secas, comer algo y echarse a
dormir en nuestras literas.
De inmediato resolví escribir a Punta Arenas pidiendo un barco
de socorro para recoger a los náufragos. Confié este mensaje a un
ona para que lo llevara a McInch en Río Grande, el cual lo haría
llegar al establecimiento chileno en Porvenir, y de allí, a través del
estrecho de Magallanes, a Punta Arenas. Si todo andaba bien, el
barco de auxilio podía llegar a Río Grande en unos diez días.
Chalshoat, por motivos que sólo él conocía, había venido desde el
cabo de San Pablo por una ruta tan caprichosa que el viaje había du-
rado tres días; el piloto temía que el capitán, creyendo que les hubie-
ra sucedido algo, intentara llegar por tierra, pues la marea había
destrozado los botes poco después del desembarco en la misión An-
glicana de Ushuaia, como aconsejaban, con razón en su tiempo, los
viejos anuarios del Atlántico y Pacífico Sur a los marinos náufragos.
Yo sabía que muy pocos de esos hombres, mal equipados como es-
taban y en el rigor del invierno, sobrevivirían a semejante viaje. Re-
solví, pues, ir rápidamente en su ayuda, pero debido a la niebla tar-
damos mucho tiempo en encontrar nuestros caballos, y obscurecía ya,
cuando con tres onas jóvenes, una tropilla de caballos mansos y todas
las sillas de montar que pude reunir, estuve listo para marchar.
A pesar de que llovía a torrentes y la noche se tornaba ~6brega,. el
infatigable segundo piloto, despertado por nuestros preparativos, qUIso
acompañar a la expedición de socorro. i Qué hombre! Nos costó con-
vencerlo de que debía quedarse.
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

Al principio, la marcha por la playa nos resultó fácil, pero a poco,


a causa de los peñascos, debimos internarnos en las espesas y anega-
das selvas, y allí el avance fué más lento. Atravesamos el valle donde
San Martín y sus compañeros encontraron la muerte, doce años atrás,
a manos de Capelo y su banda, que incluía a Chalshoat, Halimink y
otros indios que ahora estaban ayudando a los náufragos del Glein
Cairn. Al cruzar un arroyo profundo, uno de nuestros caballos se
hund.ió en el hielo y nos costó mucho trabajo sacarlo. Al alba cesó
la lluvia, y al salir el sol llegamos al campamento de los náufragos,
que nos recibieron con demostraciones de alegría.
El capitán Nichol, aunque ya había dejado atrás la juventud, era
todavía un hombre vigoroso, de expresión enérgica y anchas espal-
das; debía pesar por lo menos ciento quince kilos. Su esposa era una
preciosa mujercita de Escocia. La otra dama del grupo era la señora
de Perry, esposa del camarero de a bordo.
Luego que hubimos cambiado los primeros saludos y decidido re-
gresar a Najmishk a la mañana siguiente, el capitán Nichol me' contó
su historia.
Después de abandonar el Glen Cairn, en los dos botes habían segui-
do la costa en dirección noroeste, avistando a ratos, a través de la
niebla, los peñascos y las colinas boscosas de la orilla. Pero igual hu-
biera sido estar en medio del océano, porque los formidables rompien-
tes, a todo lo largo de la playa, hacían imposible el desembarco. En esa
costa los peñascos avanzan en el agua, de modo que en muchos sitios
el mar rompe como a una milla de los acantilados.
Al fin les llamó la atención un paraje donde no había rompientes
y el agua parecía ser más profunda; pero es dudoso que se hubieran
atrevido a acercarse a no ser por una columna de humo que divisaron
en la orilla y que, muy acertadamente, interpretaron como una señal.
El capitán, que conocía la habilidad de su segundo piloto, le confió
el timón de su bote. El otro estaba a cargo del primer piloto.
Durante algunos momentos de tensa expectativa los dos botes estu-
vieron en grave peligro de zozobrar, hasta que alcanzaron un remanso
y pudieron llegar hasta donde Halimink los esperaba, junto al fuego
que había encendido; había tenido la feliz ocurrencia de vestirse con
ropas de hombre civilizado, a fin de no asustar a los visitantes con sus
capas de piel de guanaco, y cuando los botes tocaron fondo, se metió
en el agua para ir a su encuentro y llevó en sus brazos al niñito de
Nichol hasta la orilla, sonriéndole y haciéndole gestos amistosos todo
el tiempo.
Cuando todos hubieron desembarcado con las pocas cosas que habían
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 47 5

podido salvar, aparecieron los demás indios, que Halimink había man-
tenido ocultos detrás de las rocas y los árboles, temiendo que alarma-
ran a los náufragos y éstos desistiesen de acercarse a la orilla.
Muchos cuentos espeluznantes sobre el canibalismo de los fuegui-
nos _relatados por algunos mal llamados "exploradores", que en el
deseo de aparecer como héroes de aventuras sensacionales, no se
preocupaban de ser veraces- habían llegado a oídos de la señora de
Nidl01; al ver aumentar el número de sus acompañantes y observar
su siniestro aspecto, se alarmó sobremanera por la suerte de su tierno
hijito. Sin embargo, no tardó en tranquilizarse ante la simpática acti-
tud de Halimink, que trataba de demostrar con toda clase de panto-
mimas sus amistosas intenciones.
Algunos de los onas ya habían aprendido algo de español (Hali-
mink, entre ellos), pero ninguno sabía inglés, y como sus huéspedes
no conocían ni el español ni el ona, los dos grupos no pudieron
conversar entre ellos.
El "elocuente lenguaje de los signos" no siempre se interpreta
correctamente y ha dado origen a muchas historias fantásticas. Hali-
mink había insistido en trazar unos curiosos jeroglíficos en la libreta
del capitán Nichol, devolviéndosela luego con ademanes que el capi-
tán había interpretado como indicaciones para que firmara bajo los
garabatos de Halimink. Este, en realidad, no trataba de coleccionar
autógrafos, ni intentaba estafar al capitán haciéndole firmar un pa-
garé, sólo quería pedirle que me escribiese una carta donde me diera
detalles del naufragio, carta que pensaba enviarme con un veloz
mensajero.
El desconfiado capitán no había captado su intención, y rehusó toda
participación en el asunto, de modo que Halimink tuvo que tomar
otras medidas. El segundo piloto, cuyas energías no habían decaído,
se ofreció para ir en busca de ayuda con un guía indio, y partió en
efecto, con Chalshoat, llevando con él a un marinero.
El capitán me aseguró que su feliz desembarco se debía única-
mente a la señal de humo hecha por Halimink. Al atraerlos hacia el
único lugar de la costa donde se podía desembarcar, y tomarlos luego
bajo su protección, Halimink, indudablemente, les había salvado la
vida; esta buena acción realizada sin pensar en recompensa alguna.
borró, para mi estimación, las oscuras manchas de su dudoso pasado.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Cuando la señora de Nichol supo que después de atravesar con su


marido y su hijo tales angustias y peligros, tenía ahora abierto y fácil
el camino, desde los refugios de Halimink, en la desolada selva fue-
guina, hasta su querida patria escocesa, se sintió sumamente agrade-
cida a esos pintarrajeados nativos, y cuando se enteró de que nos pre-
parábamos para partir 10 más temprano posible a la mañana siguiente,
su semblante irradió felicidad.
Me pareció que Halimink estaba preocupado. En efecto, aprovechó
la primera oportunidad favorable para llevarme aparte y comunicarme
algo importante:
-La mujer blanca es joven -me dijo-- y es muy amable con
nosotros los indios. Además, tiene buen carácter y siempre sonríe.
Ayude usted a los hombres para que puedan volver a su país; yo,
mientras, secuestraré a la mujer y la tendré en los bosques hasta que
usted vuelva. ¿Por qué habría usted de vivir solo?
Mis acciones hubieran subido mucho ante los ojos de este buen
muchacho si yo hubiera sido lo bastante audaz para aceptar un plan
tan tentador. Sin embargo, y no sin lamentarlo, rehusé.
A la mañana siguiente, los huéspedes, después de despedirse de
sus nuevos amigos onas, hicieron resonar los tranquilos bosques dando
tres calurosos hurras en su honor. La señora Nichol, la señora Perry
y algunos de los hombres recorrieron a caballo, al paso, la mayor
parte del camino hasta Najmishk. Yo me encargué del niño. Du-
rante los primeros quince kilómetros el capitán Nichol se negó a
aceptar cabalgadura, a fin de que pudieran utilizarla, por turno, los
marineros de más edad. Solamente unos diez kilómetros antes de
llegar a Najmishk, cuando nos encontramos con un ona que traía dos
o tres caballos ensillados, consintió este bravo lobo de mar montar
en uno. I

Un kilómetro y medio más lejos y antes de que se pusiera el sol,


la comitiva cruzó el río Ewan y transpuso los acantilados justo al
norte de su desembocadura.
No había posibilidad de que se perdiesen ahora, de modo que yo
me adelanté a caballo.
La marea estaba baja y por la playa de arena dura se caminaba
bien. Les indiqué pues, que siguieran por la costa hasta encontrar
una gran fogata, donde alguien estaría esperándolos para mostrarles
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 4 77

el camino a nuestra "mansión". Salí entonces al galope con la inten-


ción de encargar a Zapata que preparara un buen estofado de carnero
con arroz en nuestras dos ollas de latón, además de dos o tres cor-
deros al asador; pero un indio le había anunciado ya nuestra llegada
y al desmontar encontré a Zapata ocupado en los preparativos. '
Cuando la comitiva llegó hasta e! fuego encendido en la playa,
Nielson, el fornido segundo piloto, estaba allí con unos cuantos indios
para darle la bienvenida. Algunos de los náufragos venían tan can-
sados que hubo que ayudarlos a subir la colina hasta llegar a Via-
monte. Dimos a las dos mujeres y al niño e! cuarto de estar; otros
durmieron en la despensa. Nuestro pequeño curandero Yoiyolh, que
se había ganado el mote de "Pato de cascada", se había construído
una extraordinaria choza; por sugestión mía la desocupó para dar
acomodo a los demás tripulantes.
Pasamos dos o tres días muy felices en Najmishk antes de seguir
nuestro viaje a Río Grande. Por la noche, en vez de amontonarnos
en la choza de Yoiyolh, nos reuníamos alrededor de grandes fogatas
en el bosque y allí los comunicativos marineros alternaban con los
silenciosos indios. La contagiosa alegría de la animada tripulación
había hecho perder a los indios su habitual expresión sombría.
A menudo los marineros cantaban y un grumete tocaba muy buena
música en una armónica que había salvado del naufragio.
Después de haber pasado tantos meses escuchando los cánticos noc-
turnos de los curanderos o los gemidos de alguna mujer abandonada,
las canciones de los marineros y la armónica de! grumete me sonaban
como música celestial.
No puedo titularme músico; sin embargo, hubo cuatro ocasiones
en que la música me quedó grabada profundamente en la memoria.
Una de ellas fué en e! Paraguay, donde me hallaba de viaje con mi
cuñado, Percy Reynolds, y un guía guaraní. lbamos a caballo por e!
bosque, siguiendo un sendero poco transitado, en una mañana par-
ticularmente calurosa. Por la tarde se desencadenó una tormenta de
truenos a la que siguió una lluvia que duró como veinticuatro horas.
La huella empeoró y pronto estuvimos empapados. Pasamos por dos
o tres cobertizos, pero nuestro guía se empeñó, quién sabe por qué
razones, en llevarnos a un lugar que él conocía, para pasar la noche.
Tardamos mucho y estaba ya oscuro cuando llegamos y al darnos
cuenta de lo que se trataba, Percy y yo lamentamos no habernos dete-
nido unas horas antes. Era un rancho de techo de paja, sostenido
por tres paredes de adobe, sin puertas y piso de barro. Estaban ya
refugiadas allí por lo menos veinte personas.
4 78 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

El guía llamó a un conocido y, por mera fórmula, pidió permiso


para desmontar y pasar la noche. Como es habitual, se accedió gene-
rosamente a nuestra demanda, y nos sumamos a la reunión. Estaban
todos aquellos hombres envueltos en sus ponchos empapados, de pie
o sentados en troncos y cabezas de vacas, delante de un fuego casi
apagado, y nadie parecía tener energía suficiente para cortar leña y
avivarlo.
Entre ellos había tres presos, y otros tantos guardias custodián-
dolos. Los seis parecían muy amigos yana ser por las esposas, no
hubiera sido posible distinguirlos.
Uno tenía una guitarra, cuyas cuerdas de alguna manera había con-
seguido mantener secas. Respondiendo al pedido de sus amigos la
templó y comenzó a tocar.
Salvo las mortecinas brasas y las puntas encendidas de los gruesos
cigarros hechos a mano, la obscuridad era completa. El guitarrero
rasgueaba unas cuantas notas y cantaba luego una estrofa, terminando
siempre con un lamento que era casi un aullido. Yo no entendía una
palabra de guaraní, pero la melodía se adaptaba perfectamente a las
circunstancias y al ambiente.
Esa quejumbrosa melodía es el primero de mis cuatro recuerdos.
El segundo es el de aquellas noches en Najmishk, en que ,lo~ mari-
neros coreaban sus canciones y el grumete tocaba su armomca con
los onas acurrucados en tomo. El tercero trae a mis oídos las notas
del Romance de Sibelius desgranándose en una pradera inglesa desde
el salón en que lo ejecutaba al piano la joven que sería mi esposa.
El último evoca una larga fila de soldados recortándose sobre el cielo
de la tarde; aún oigo el "Tipperary" que cantaban mientras marcha-
ban hacia el frente. La música que escuché en aquellas ocasiones ha
quedado indeleblemente impresa en mi mente, como no ha sucedido
con la voz maravillosa de Caruso ni con las de otros grandes can-
tantes.

3
Perry, el camarero del Glen Cairn, y su esposa, deseaban viva-
mente quedarse en Tierra del Fuego; así me lo dijeron añadiendo
que no tenían motivo alguno para volver a su patria, excepto el de
buscar ocupación. Estaban dispuestos para cualquier tarea, y aunque
la señora Perry era menudita (lo que resultó una ventaja como se
verá), ambos parecían fuertes y resistentes. Prometí llevarlos a Har-
berton en cuanto el camino estuviera transitable; allí podría asegu-
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 479

rarles trabajo como cocineros, panaderos, lavanderos o quinteros y


quizás en los cuatro oficios a la vez.
Por lo tanto, los Perry no acompañaron a los demás tripulantes del
Glen Cairn, cuando partieron para Río Grande, guiados por mí y tres
o cuatro indios. Ibamos todos montados, y dos días después llegamos
a nuestro destino; el paseo a caballo encantó a la mayoría de los ma-
rineros, pero perdí la cuenta de las veces que rodaron; aunque eran
animales mansos y acostumbrados a llevar carga, nunca habían lle-
vado marineros, y algunos se resistieron.
McInch proporcionó a sus huéspedes amplias comodidades, mien-
tras esperaban la llegada del vapor procedente de Punta Arenas. Re-
cibió al capitán Nichol y a su familia en su propia casa y hubo gran
revuelo entre los hombres del Glen Cairn y los granjeros para decidir
cuál de los dos amos era más resistente al alcohol.
Los marineros sostenían que el capitán Nichol era capaz de beber
hasta dejar a cualquier contrincante debajo de la mesa y salir cami·
nando derecho como si tal cosa; pero yo había visto beber a Mc
Inch; sabía que él se jactaba de ser campeón mundial en la materia
y capaz de vencer al más pintado. No asistí a esta lucha de gigan-
tes, y sólo tuve de los sucesos la versión de McInch, quien, tiempo
después, me dijo que había resultado vencedor, aunque tuvo la cor-
tesía de admitir que aquél fué uno de los más tremendos esfuerzos
de su vida. McInch bebía enormemente, pero nunca se emborrachaba.
El pobre, no obstante su resistencia física, no podía durar mucho
tiempo. Murió en Punta Arenas, de poco más de cuarenta y cinco años.
Una vez que mis nuevos amigos estuvieron confortablemente ins-
talados, mandé a mis indios de vuelta con los caballos y me disponía
yo mismo a partir para alcanzarlos, cuando vi a toda la tripulación
del Glen CtNrn formada a los costados de la tranquera de salida del
establecimiento.
Sobre uno de los dos grandes postes laterales estaba trepado Niel-
son, cuya espléndida figura era digna del mejor escultor. Sobre el
otro poste estaba el primer piloto, un típico marinero ya no del todo
joven, que se había mostrado bastante reservado hasta ese momento.
Cuando mi caballo y yo pasamos entre aquella doble fila de hombres
felices, nos dieron a ambos tres estentóreos hurras, alentados por el
primer piloto, que súbitamente parecía haberse convertido en el más
alegre miembro de aquella alegre tripulación. Mi caballo, asustado
por tan inusitada demostración, huyó al galope del griterío y yo no
hice nada por contenerlo. Sin embargo, si esos hombres hubiesen
sido ricos y me hubieran enviado un reloj de oro en agradecimiento
4 80 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

de lo poco que hice por ellos, no habría yo experimentado mayor


placer que el que me dió esa despedida.

4
En Najmishk, cedí a los Perry mi pequeña cabaña y me retiré a
un refugio cercano, esperando que las condiciones del tiempo me
permitieran escoltarlos hasta Harberton. Pero a pesar de la abundan-
cia de carne, harina y hasta azúcar, muy pronto echaron de menos
otros lujos que estaban acostumbrados y me lo hicieron notar.
Esta circunstancia me hizo dejar Najmishk más pronto de lo que
había pensado: el 20 de agosto, confiando en que las fuertes heladas
habrían solidificado los arroyos y endurecido la nieve de las ciéna-
gas, salimos de Viamonte para Harberton.
Nos acompañaban el fuerte "tío'· Koiyot y David, el segundo hijo
de Kankoat, robusto muchacho de doce años que había heredado el
buen humor de su padre.
"Tío" y yo íbamos bastante cargados, pues llevamos una pequeña
tienda de campaña, ropa de cama, varios utensilios que los Perry
habían salvado del naufragio y provisiones como para una semana.
El joven David llevaba unas ollas de lata, cudlaras, jarros, azúcar y
café. Perry se ofreció también para llevar carga, pero yo sabía que
por fuerte que fuese en su propio oficio, encontraría muy pesado este
nuevo ejercicio, de modo que le dije que sólo se ocupara de ayudar
a su mujer.
la mañana estaba helada y las montañas brillaban claras y tenta-
doras a la distancia cuando nuestra pequeña expedición se dirigió a
pie hacia ellas. j Vanas esperanzas! En vez de continuar la helada,
esa noche hubo neblina y llovizna. Tenía mi rifle, y la segunda tarde
encontré un guanaco entre la neblina; lo maté de un tiro, y acam-
pamos allí para pasar la noche. Al llegar a los bosques altos, maté
varios papagayos, y aunque las balas calibre 44 los destrozaron, a la
señora de Perry le gustaron mucho estos pájaros una vez asados.
A pesar de estos lujos, especialmente reservados para ella, al quinto
día de marcha flaquearon sus fuerzas y en ese momento su marido
tampoco estaba en condiciones de ayudarla, ni mental ni físicamente.
Al fin ella consintió en montar sobre mi carga, y desde entonces,
subida allí o sobre el fardo de "tío" tuvo excelente cabalgadura hasta
el final del viaje, mientras el pobre Perry, desilusionado y con los
pies doloridos, iba detrás cojeando penosamente. No creo que la
U NA CHOZA EN LA TIE RRA DE LOS ON AS 4 81

mujercita llegara a pesar cuarenta y cinco kilos, y cuando Koiyot la


hubo llevado dos o tres kilómetros a través de la nieve derretida y
los pantanos helados, y yo reclamé mi turno, él contestó alegremente:
-Esto no es una mujer, no es más que un pajarito.
Llegamos a Harberton esa misma tarde.

5
La historia del naufragio del Cien Cairn tiene un epílogo. Unos
treinta años después, mientras me hallaba de paso en Londres, me
pidieron que hablara desde la B.B.e. Así lo hice y a los pocos días
recibí nwnerosas cartas de diferentes personas, algunas de las cuales
habían sido socorridas por mi padre en los años 1870 a r880, y re-
cordaban a su familia. Una de esas cartas me causó sumo placer. Era
de la señora de Nichol, que había enviudado y tenía varios hijos
nacidos después del naufragio, y también nietos.
Me decía que el niño que yo había llevado sobre mis hombros te-
nía un buen puesto en las Fuerzas de Policía de Glasgow, y había
formado su hogar. La simpática señora agregaba que se alegraría de
verme de nuevo, de. modo que cuando anduve cerca de Androssan,
fuí a visitarla. Con gran sorpresa mía, me preguntó por varios de
los indios, llamándolos por sus nombres, y cuando le conté los gene-
rosos esfuerzos de Halimink por mi felicidad y le confesé qué atra-
yente me había parecido la idea de secuestrarIa y esconderla en los
bosques hasta que los demás náufragos hubieran vuelto a su país, rió
de buena gana.
v
LA ESTANCIA VIAMONTE
1907 - 1910
~

CAPITULO XLVII
NUESTROS DERECHOS SOBRE LA TIERRA DE NAJMISHK QUEDAN ESTA-
BLECIDOS Y PLANEAMOS DISPOSICIONES PARA UN NUEVO ESTABLE-
CIMIENTO. MIEMBROS DE LA FAMILIA SE MUDAN DE HARBERTON
A VlAMONTE. EL LEAL HALIMINK CASI COMETE UN EXCESO. NUES-
TRO NUEVO ASERRADERO LLEGA DE INGLATERRA Y LO INSTALAMOS.
PROSEGUIMOS NUESTROS TRABAJOS EN LA ESTANCIA VlAMONTE.
EL METEORO.

M I predicción de que la estancia de Harberton llegaría a ser


demasiado reducida para nuestra creciente familia resultó
exacta. Ya en 1907 Despard y Tina tenían dos hijos; a la hijita ma-
yor, María Cristina, la llamaban Tinita, y a su hermanito Walter
Despard le habían dado el sobrenombre de Boofy. Will y su esposa
Minnie también tenía una hija y un hijo, Clara María (Clarita), y
Tomás Lorenzo (Laurenzo). El grupo creció hacia fines de 1907 por
la llegada de Berta y Percy Reynolds desde el Paraguay. Habían recio
bido una oferta muy conveniente por su granja, y como el clima de
aquel país les resultaba demasiado penoso, vendieron su propiedad y
se asociaron a nosotros en la Tierra del Fuego. Trajeron con ellos
a su pequeño Percito, cuyo verdadero nombre era Percival Guillermo.
Yo había estado planeando un nuevo gran establecimiento. Debía
tener un galpón para esquilar y estar provisto de todos los adelantos
modernos y las comodidades necesarias para que sirviera de hogar a
algunos miembros de la familia que vivían en Harberton. El lugar
elegido quedaba unas cuatro leguas más cerca de Río Grande que
Viamonte. Todo dependía naturalmente de la legalización de nuestro
derecho sobre la tierra. Entretanto, habíamos pedido a Inglaterra las
máquinas para un aserradero a vapor y materiales de construcción,
todo lo cual debía ser despachado, urgentemente, al recibirse la con-
firmación telegráfica desde Buenos Aires.
En una conferencia de familia, realizada en Harberton se decidió
que Will quedara allí como amo y señor eficiente, a la par que bon-
dadoso, de nuestro viejo dominio. Su esposa, sus hijos, mi madre y
Yekadahby también debían quedar en Harberton. Los participantes
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

de la nueva empresa debían ser Despard y Percy con sus respectivas


familias, mi hermana Alicia y yo. Además, debía quedar con nosotros
la señorita María Jorgelina Reynolds, llamada Marina, la hermana
mayor de Tina y Percy. Lisiada desde la infancia, caminaba con difi-
cultad ayudándose con un bastón. Vivió con Despard y su familia
durante muchos años y fué una alegre Yekadahby para los niños.
Para la nueva empresa, diferente en todo a la de Harberton, for-
mamos una compañía privada limitada bajo la denominación "Brid-
ges y Reynolds. Compañía Granjera Limitada".
Cuando llegué a Harberton con el señor y la señora de Perry me
encontré con correspondencia reciente de nuestro amigo Ronaldo Tid-
blom. Aunque algunas personas importantes y adineradas se habían
interesado por la tierra que ocupábamos en Najmishk, él nos daba
esperanzas, pues ya se estaba en los trámites finales.
Después de pasar los días en Harberton, el "tío", el joven David
y yo volvimos a Viamonte, donde había mucho que hacer y todo
había quedado al cuidado de Zapata, el encargado. No hacía todavía
un mes que yo había regresado a Viamonte, cuando A-yaah, el hom-
brecillo que había personificado a Ohlimink, el mago familiar del
Hain, llegó de Harberton con buenas noticias. El gobierno había fir-
mado un contrato con Ronaldo Tidblom por el cual se nos arrenda-
ban ocho leguas cuadradas de tierra, a cada uno, por cinco años; al
término de los cuales, si llenábamos las condiciones estipuladas, ten-
dríamos derecho a comprar la mitad de cada lote y preferencia como
primeros colonos, para continuar como arrendatarios del resto, a
menos que el gobierno resolviera dar otro destino a las tierras.
Tan pronto como recibí tan buenas noticias salí a trabajar, con
unos cuantos onas escogidos, en las obras de nuestro futuro estable-
cimiento. Antes de que el calor de la primavera secara la savia y des-
mejorara en consecuencia la calidad de la madera, abatimos mil
árboles que quedaron listos para el aserradero.
Luego emprendimos la tarea de abrir un camino para poder trans-
portar la máquina de vapor semiportátil que esperábamos llegaría
antes del deshielo. Estábamos en octubre y había aún bastante hielo
en los valles como para aguantar la máquina.
Despard llegó de Harberton con dos peones chilotes 1 y se dispuso
inmediatamente a mejorar mi modesta vivienda de Najmishk; la lla-

1 De la isla Chiloé, allende la costa chilena. Pequeños de estatura pero fuertes


y de buena índole, los chilotes son un producto de la cruza entre ;oldados espa-
ñoles de la conquista y mujeres de las tribus de los chonos de los mapuches y de
los indómitos araucanos. '
LA ESTANCIA VIAMONTE

mábamos ya Viejo Viamonte para distinguirla en el futuro del nuevo


establecimiento, que se llamaría la Estancia Viamonte. Antes de tres
semanas, Despard y sus ayudantes terminaron su trabajo y volvimos
juntos a Harberton para traer al resto del grupo, que se alojaría
provisoriamente en el Viejo Viamonte.
Fué una cabalgata nunca vista por aquellos caminos la que salió
de nuestra casa una hermosa mañana de verano. La formaban cuatro
damas: Tina, Berta, Alicia y la señorita Reynolds, tres niños pe-
queños y Despard, Percy y yo. Seis onas -uno de ellos Chorche,
aquel pesado muchacho sobre quien yo había ejercitado mis tretas
de luchador durante la primera esquila en Najmishk- cuidaban los
caballos de carga.
El tiempo era demasiado bueno para durar, o tal vez, según la
opinión de los onas, las montañas se enfadaron al ver su tranquilidad
amenazada por tantos extraños. Sea cual fuere el motivo, lo cierto es
que al segundo día cayó tal aguacero que el río, cuya orilla norte
debíamos seguir, se desbordó e inundó sus riberas. Bajo una lluvia
torrencial, tuvimos que armar nuestra tienda en un paraje desolado
y árido donde no había nada para dar de comer a los caballos. Fué
una dura prueba para los niños, especialmente para Boofy, el más
pequeño de todos, que casualmente cumplió un año ese tremendo día.
Antes de partir de Harberton propuse a Tina que dejara al niño al
cuidado de una madre ona joven y fuerte, que hubiera llevado a
Boofy con la mejor buena voluntad y hasta con orgullo, bien abri-
gado contra su cuerpo dentro de sus ropas, como es costumbre allí
y perfectamente alimentado durante el viaje, para devolverlo al final
del mismo, sin más deterioro que algunas manchas de pintura roja.
Yo había visto a menudo los ojos brillantes de los niños onas,
espiando por encima de los hombros de sus madres, protegidos y
felices como en un nido, detrás de sus espesas melenas; además esta-
ba convencido de que la elástica pisada de la india calzada con mo-
casines era mucho menos molesta para un niño que el andar de un
caballo tropezando constantemente sobre una senda desigual.
Inútil decir que mi sensato consejo no fué escuchado, y que por
el contrario pareció ofender a Tina. La consecuencia fué que el pobre
niño sufrió tanto por el duro traqueteo del viaje, que necesitó varios
días para reponerse y recuperar su buen humor.
Mi mayor preocupación fué la señorita de Reynolds, inválida; pero
por fortuna, fué valiente. La mayor parte del viaje lo hizo a caba-
llo, y cuando el camino se ponía muy feo, desmontaba y Chorche y
yo compartíamos el honor de llevarla sobre los hombros.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

Al llegar a Najmishk, las damas tomaron posesión de mi casa, y


yo seguí viaje para trabajar en el nuevo establecimiento. Despard
y Percy se dedicaron después a preparar la instalación del futuro
aserradero; generalmente volvían de noche a Najmishk. Cuando esta-
ban ausentes, Halimink, que tenía aún en su poder el rifle para
deshacerse, según decía, de cualquier entrometido que anduviera por
el mundo, era el encargado de proteger a las mujeres. El buen mu-
chacho estaba deseando poder hacer algo para demostrar su abnega-
ción, y cuando Despard advirtió el infantil heroísmo, o más bien,
la caballeresca hidalguía del indio, se divirtió mucho y hasta lo alen-
tó, sin imaginar las consecuencias.
Halimink había construído su refugio entre unos arbustos enor-
mes de grosellas silvestres, distantes unos ochenta metros de la choza.
Un día se presentó con el rifle en la mano, para anunciar que dos
hombres se aproximaban a caballo por el lado Sur. El solo hecho de
que vinieran montados debió bastar para tranquilizarlo, pues en un
país donde no hay más que uno o dos caminos transitables para caba-
llos, si traían malas intenciones, probablemente hubieran preferido
andar a pie. Aparecieron por el valle y aun a cierta distancia, uno se
detuvo junto con el caballo que llevaba la carga, mientras su com-
pañero seguía avanzando. :I:ste venía ataviado como un cow-boy, con
su gran revólver y su montura mejicana; su aspecto tranquilizó a las
damas, pero al indio debió parecerle siniestro, porque de repente
levantó su rifle y se dispuso a disparar diciendo en español:
-Quién sabe hombre malo, mejor yo mata.
Una de mis hermanas o tal vez Tina, lo detuvo antes de que
pudiera apretar el gatillo. El señor Charles Wellington Furlong, un
conocido escritor y explorador de los Estados Unidos ascendido des-
pués a coronel, que venía desde Harberton siguiendo nuestro camino,
siguió montado hasta llegar a nuestra choza, sin la menor idea del
grave riesgo que había corrido, pues nuestro fiel Halimink era un
experto tirador.

Lle~ó por fin un barco a Río Grande con nuestras máquinas y


mate~I~les. T~es carretas con dieciséis yuntas de bueyes, que habíamos
adqumdo reCientemente, fueron enviadas para acarrear las mercade-
rías. La diferencia entre marea alta y marea baja es de unos nueve
metros y en aquellos días no existían muelles en ese puerto. Los
barcos encallaban con marea alta, descargaban al pie sobre el ripio
LA ESTANCIA VIAMONTE

de la playa con la marea baja y zarpaban cuando volvían a subir


las aguas.
La importante máquina de vapor semiportátil, que pesaba cinco
toneladas, quedó asentada sobre sus ruedas alIado del barco. La playa
era tan empinada que creí conveniente atar siete de nuestras mejores
yuntas de bueyes para arrastrarla. Yo estaba muy orgulloso de estos
animales que habíamos traído de Harberton; formaban el mejor equi-
po del país y estaban acostumbrados a arrastrar pesados troncos de
árboles a través de los bosques. Eran muy mansos, pero en medio
de una multitud de extraños, y con el ruido y mal olor del barco,
todo tan distinto a la tranquilidad de los bosques, no fué fácil con-
seguir que se acercaran; y cuando al fin conseguimos atar cuatro yun-
tas, los animales echaron a correr con la máquina a rastras casi medio
kilómetro, antes de que pudiéramos alcanzarlos. Cinco días después,
aquélla prestaba sus servicios en el aserradero, distante cincuenta y
cinco kilómetros del puerto.
Mientras duraron los largos días del verano, todos nosotros traba-
jamos dieciséis horas diarias, en ocasiones hasta veinte. Los mil tron-
cos que yacían desparramados, conforme fueron cayendo, debían ser
acarreados desde el bosque hasta el aserradero. Algunos de mis mejo-
res onas trabajaban orgullosamente al lado de Despard, en el banco
de carpintero, transformando los troncos en tablas del tamaño nece-
sario. Otros las transportaban hasta el sitio en que se levantaría la
nueva casa y allí las apilaban para que se secaran. Con el joven
Kautush, como principal carretero, los demás iban y venían entre
Viamonte y Río Grande, acarreando los otros artículos que habían
llegado de Inglaterra junto con la máquina de vapor: chapas de
cinc, alambre para cercos, tambores con clavos de todos los tamaños,
tornillos, sogas, pinturas, herramientas y abundantes provisiones para
nuestra creciente colonia. Ahora que estábamos seguros de la posesión
de la tierra nos sentíamos dispuestos a gastar dinero en ella.
Mientras Despard trabajaba como un troyano en el aserradero, yo
seguía, siempre con los onas, levantando cercos, construyendo puen-
tes y caminos, entregando madera en bruto al aserradero y vigilando
el ganado. Las ovejas, que eran ahora más de diez mil, tampoco
debían ser descuidadas. Debían ser arreadas desde una gran exten-
sión de tierra cubierta de bosques, a fin de proceder a la marcación
de los borregos l. Luego venía la esquila. Percy, en su nueva vida,
estaba tan ocupado como cualquiera de nosotros. Además del control

1 Una marca registrada en las orejas, corte de cola y castración.


EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
49°
de las provisiones, tenía que llevar la contabilidad de la madera que
llegaba del aserradero, de las mercancías que se enviaban al mismo
o los ovejeros, de los materiales que los carreteros traían de Río
Grande, y de mudus otras cosas. Además, atendía la pila de corres-
pondencia que supone una empresa semejante y llevaba la planilla
diaria de salarios.
No todas las señoras quedaron mucho tiempo en el Viejo Via-
monte. Muy pronto Tina y Berta con sus hijos se mudaron al ase-
rradero. Cuando hubo suficiente madera lista, el centro de actividad
se trasladó al nuevo establecimiento, y en marzo de 1908 todo el
grupo estuvo reunido en el Nuevo Viamonte.
Ninguno de los edificios estaba todavía habitable, así es que las
familias vivían en tiendas de campaña, al amparo de los matorrales;
yo dormía en un refugio de chapas de cinc abierto por un lado.
A una distancia de cien metros poco más o menos estaba el cam-
pamento ona.

Aquél fué el mes del meteoro. Una noche, poco después de las
23, estaba yo por dormirme cuando nos iluminó una poderosa luz que
iba en aumento hasta hacerse deslumbrante.
Yo no había visto nunca tal clase de luz y, muy inquieto, salí
apresuradamente; justo encima de mi cabeza se extendía el resplandor
de la cola de un inmenso cometa, cuya brillante extremidad estaba
como a sesenta grados por encima de nuestro horizonte sudeste.
Los que dormían en las tiendas de campaña fueron despertados;
los onas se levantaron rápidamente y corrieron muy excitados hacia
donde estábamos nosotros; algunos aseguraban haber visto la Luna
en llamas atravesar el cielo, otros decían que algo espantoso debía
baber acontecido, que nunca podrían volver a ver la Luna y que luego
seguirían otros fenómenos.
Algunos minutos después escuchamos un extraño sonido que con-
duyó en un sordo estampido. Hubiera deseado poder tomar con exac-
titud el tiempo que transcurrió entre el momento de mayor intensidad
de la luz y el estallido del meteoro, para calcular la altura en que
este celestial visitante se había desintegrado. Tal vez habrían pasado
dos minutos antes que la luz se desvaneciera completamente y dejara
de nuevo a las estrellas en posesión de sus dominios. Nunca supe
que la detonación de un meteoro fuese oída por aquellos que 10
veían, pero en este caso no hay error posible.
LA ESTANCIA VIAMONTE
49 1
El fenómeno no se oyó ni se vió en Río Grande, a treinta kiló-
metros al Noroeste, ni en Harberton, que queda a más del doble de
distancia hacia el Sur; seguramente todos dormían a esa hora y no
se despertaron como nosotros.
Expliqué a los indios que lo que habíamos visto era una estrella
errante de enorme tamaño y, como lo había hecho otras veces, les
informé cuanto sabía sobre estos cuerpos y la eficaz defensa de nues-
tra atmósfera contra la posibilidad de que nos dañaran. Tranquiliza-
dos, regresaron a su campamento, mientras nosotros volvíamos a
nuestro interrumpido reposo.
Merece la pena consignar aquí que yo estaba con los onas cuando
el cometa Halley apareció por última vez en 1910.
Juntos vimos, antes del amanecer, cómo se expandía su enorme
cola que parecía ascender del océano, seguida por el núcleo que se
fué esfumando lentamente a medida que avanzaba el día. El susto
de mis compañeros no fué mayor que el mío.
,
CAPITULO XLVIII
LA ESTANCIA VIAMONTE. LOS ONAS APRENDEN EL VALOR DEL DINERO.
LA DOS CARTAS DE MARTÍN. RODEO DE OVEJAS. UN PERRO CON IDEAS
PROPIAS. LA INTELIGENCIA DE LA MULA. EL SEÑOR LÓPEZ SÁNCHEZ
UTILIZA NUESTRO SENDERO. UN CABALLO INTENTA SUICIDARSE.

la estancia Viamonte el trabajo adelantaba rápidamente, y en


E N
realidad había apuro, pues la casa grande debía estar habitable
antes de que las heladas y la nieve del invierno hicieran insoportable
la vida de gitanos que llevaban las familias.
Despard trabajaba como un esclavo. Con la experiencia adquirida
en Harberton y Cambaceres y en los establecimientos de las islas de
Gable y Picton, sabía perfectamente cómo proceder. Era tan buen
herrero como carpintero, y soldaba el eje de un carro o el eslabón
de una cadena, con tanta habilidad que no se notaba la compostura.
Nuestro viejo amigo Darío Pereira había regresado a España de
suerte que ahora ayudaban a Despard un carpintero de Punta Arenas
y tres o cuatro chilotes muy útiles.
Entre todos, trabajando casi sin interrupción, consiguieron dejar
la casa en condiciones antes de la llegada del frío, muy oportuna-
mente, pues durante aquel mes de julio de 1908 la temperatura
nunca superó los cuatro grados bajo cero.
La casa grande, que era por mucho la construcción más amplia que
Despard había emprendido hasta entonces, tenía veinticinco metros
de frente por catorce de fondo. En parte, tenía dos pisos, y la mi-
tad del piso bajo estaba ocupada por una baranda cerrada por vidrios
en todo el frente y hasta la mitad de los costados. En ella, quien dis-
pusiera de tiempo, podía sentarse a gozar del sol invernal sin expo-
nerse al frío. Los dormitorios estaban arriba y tenían claraboyas en
el techo de dos aguas.
Antes de iniciar la construcción de nuestra mansión, habíamos le-
vantado cobertizos provisionales de chapas de cinc, para almacenar
provisiones y otras mercaderías, y mucho antes de que estuviera com-
pletamente terminada con todos sus refinamientos, habíamos ya cons-
truído una amplia casa-cocina, los establos, el galpón para esquila y
LA ESTANCIA VIAMONTE
493
depósito y unas quince cómodas casitas para los onas, por si algún
día se les ocurría ocuparlas. A su debido tiempo se levantó otro
edificio para ser usado como club por nuestros trabajadores, tanto
indios como chilotes. Cuando se terminó la instalación, el padre
Juan Zenoni pidió permiso para usarlo como vivienda propia y asien-
to de una capilla y una escuela, amén de ayuda pecuniaria para llevar
a feliz términos ambas empresas. Después de debatir el asunto en
familia, celebramos un convenio por el cual nos comprometimos a
cercar unas cuantas hectáreas de terreno, construir una casita para el
sacerdote y su ayudante, instalar una escuela que pudiera usarse como
capilla, proveer a la Misión de leña y otros recursos, y que el padre
Juan guardara cierto número de caballos y bueyes de uncir en nues-
tros potreros. En cambio el padre Juan se comprometía a marcharse
en el acto sin protesta ni discusión, no bien consideráramos sus ense-
ñanzas o su presencia nocivas para la estancia o para los indígenas.
Este sencillo contrato, firmado por ambas partes, fué observado
fielmente muchos años, durante los cuales el padre Juan dictó clases
regulares, diurnas para los niños y nocturnas para los jóvenes deseosos
de mejorar. Mucho tiempo después, cuando llegaron más colonos a
la región, la Misión obtuvo del gobierno una pequeña concesión de
tierra, ubicada más al Sur.
En los primeros tiempos del Nuevo Viamonte, nuestra planilla de
pagos se aumentó con dos nombres. El primero fué el de un vasco
llamado Gastelumendi, casado con una mujer yagana. Lo conocíamos
bien y sabíamos que se podía confiar en él como ayudante del en-
cargado del almacén. Despachaba las provisiones y ayudaba a llevar
las cuentas, bajo la supervisión de Percy o de Despard. El otro era
Pedro Barrientos, un muchacho bastante alto y delgado, oriundo del
sur de Chile, que había trabajado mucho tiempo en Harberton. Como,
a pesar de mi buena voluntad, no conseguía estar en dos lugares a la
vez, le pedí a Will que me cediera este artista del hacha. Empleo la
palabra a conciencia, porque sólo un verdadero artista como Barrien-
tos podía emparejar un tronco, con un hacha de tres kilos y un
metro de largo, hasta dejarlo tan liso como si lo hubieran cepillado.
Un hombre así era de gran utilidad para Will; sin embargo, genero-
samente lo envió a Viamonte. Barrientos sabía leer a su modo y
escribía trabajosamente con lápiz unas cartas que sólo aquel muy
acostumbrado a su género de escritura podría quizás descifrar. Lo
más importante era que gozaba de gran popularidad entre los onas
y ello le permitió ser un eficaz colaborador.
Los onas no eran virtuosos de las tareas monótonas y caseras; por
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
494
fortuna había muchos otros trabajos adecuados para ellos. Cuando
se acostumbraron al oficio, muchos se convirtieron, si no en artistas
del hacha, por lo menos en muy buenos leñadores, y les gustaba más
hachar que cavar. Trabajaban con mucho entusiasmo y amor propio
y se enorgullecían del trabajo que habían podido realizar. Algunos
de los mud1achos más jóvenes, fuertes y valientes, fueron contrata-
dos, pocos años después, como domadores de potros, y muchos otros
para levantar cercos; todos hicieron buen trabajo y cada vez con me-
nos supervisión.
Los más viejos encontraron el modo de ganar el poco dinero que
necesitaban para atender a sus modestas necesidades cazando guana-
cos jóvenes para negociar la piel, en la primavera y a principios del
verano. A los quince días de nacidos, esos animalitos 1 tienen una
piel muy suave, que pagan muy bien los peleteros. Los onas, después
de ayudarnos en el rodeo y la esquila, salían a mediados del verano
a cazar en las montañas y a iniciar a los jóvenes en los misterios
del Rain.
Desde el principio comprendí la necesidad de enseñarles el uso
y el valor del dinero, especialmente cuando vi a un pobre hombre
presentarse en el almacén con un papel -en apariencia oficial, y
que él creía muy importante, pero en realidad sin ningún valor- que
había recibido de un blanco poco escrupuloso a cambio de una valio-
sa capa de zorro. Como los indios no sabían llevar cuentas, era
lógico que temieran ser engañados, a menos que se les pagara diaria-
mente en efectivo, por su labor. Pagábamos más a los buenos traba-
jadores que a los perezosos, y hacíamos un descuento a los que lle-
gaban tarde, sin causa justificada. Cuando era posible los hacíamos
trabajar por contrato, a tanto por medida, en el corte de leña, en la
construcción de cercos con postes de madera, en la apertura de des-
agües y en la esquila.
De este modo llegaban a ganar bastante dinero; les pagábamos
exactamente lo mismo que ganaban los blancos empleados en tareas
similares, en todo el país. Los indios pronto se dieron cuenta de que
trabajando activamente ganaban 10 suficiente para abastecerse de todo
cuanto necesitaran durante el invierno.
La atención del ganado, que pocos años después formaba un re-
baño de más de ochenta mil ovejas con un crecimiento anual que
totalizaba ciento veinte mil cabezas, estaba enteramente a cargo de
los onas.

. 1 El nombre ona de los guanacos pequeños es 10M, con las dos vocales pronun-
Cladas clara y separadamente. En toda la Patagonia se les conoce por (hu/engof.
LA ESTANCIA VIAMONTE
495
Halimink, Talimeoat, Ishtohn y muchos otros viejos amigos tenían
ocupación permanente como ovejeros. Cuando deseaban tomarse un
corto descanso, nos avisaban con tiempo y hasta nos recomendaban
a algunos de sus compañeros para que los reemplazasen hasta que
ellos hubieran satisfecho su antojo de andanzas.
El jefe de los ovejeros era Martín, aquel que encarnó a Short du-
rante la iniciación de K-Wamen en el Hain. Su historia merece ser
relatada. Cuando era todavía un muchacho, Martín fué sorprendido,
junto con un grupo de onas, robando ovejas en la finca "Primera
Argentina". Los delincuentes fueron enviados a la Misión, con excep-
ción de dos simpáticos muchachos -uno de ellos Martín-, a quienes
se mandó a trabajar a una estancia situada en la orilla norte del Es-
trecho de Magallanes. Bajo la dirección de su competente y bonda-
doso administrador, el señor Kamp, los muchachos llegaron a ser ex-
celentes ovejeros y se destacaron aun entre los escoceses que esa com-
pañía contrataba siempre por su buen trato a las ovejas y a los perros.
Al cabo de unos años, Martín volvió a "La Primera Argentina".
Se había convertido en un hombre de regular estatura y con algo de
dandy, pues le gustaba andar limpio y bien vestido y sólo retomaba
su estado primitivo para las reuniones de la Logia. Reservado y taci-
turno, escuchaba a los demás con una leve sonrisa como si le divir-
tiera su inútil charla. Entendía bien el español y el inglés (que ha-
blaba con un fuerte acento escocés), pero prefería su lengua nativa
y no se daba importancia con su conocimiento de aquellos idiomas,
que sólo usaba para dar órdenes a su perro.
En la estancia de Río Grande, Martín consiguió trabajo como ove-
jero; le dieron una choza ubicada a unos veinticinco kilómetros al
sudeste del casco. Como nuestra carretas de bueyes, al ir al puerto con
la lana y al volver vacías pasaban a kilómetro y medio de la choza
de Martín, éste tuvo la brillante idea de hacer traer en ellas de Río
Grande sus provisiones de invierno, para evitarse la incomodidad de
ir a buscarlas con los caballos de carga. McInch aprobó la idea y
sabiendo que Martín no leía ni escribía, le propuso en broma, que
hiciera el pedido por escrito. Martín, sin inmutarse, prometió hacer-
lo así.
Pasó el tiempo, y cierto día un carretero, analfabeto como Martín,
presentó a McInch una hoja de papel cubierta de líneas ondulantes,
que podía tomarse por una nota escrita muy apresuradamente. El ad-
ministrador examinó la misiva con toda seriedad, fué a la tienda y em-
pezó a recitar, como si la leyera en la carta, la lista de los artículos
que sabía por experiencia que Martín necesitaba.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

La fama del indio estaba hecha y pronto se corrió la voz de que


realmente escribía largas cartas que e! patrón descifraba sin ningu-
na dificultad.
Algún tiempo después Martín pidió que se le saldara la cuenta,
y acudió a mí para conseguir otro trabajo. Como me disgustaba quitar
personal de mis vecinos, pedí consentimiento a McInoh. Este me con-
testó, en su habitual y expresivo lenguaje, que ningún editor querría
publicar, que había sabido que e! sujeto quería tener una mujer y
que se alegraba de poder librarse de él, pues no quería mujeres ron-
dando las dlozas de los ovejeros, y allí terminó el asunto.
Como nuestros onas tenían aún mucho que aprender sobre el cui-
dado de las ovejas y e! adiestramiento de los perros ovejeros y sa-
biendo que Martín era en eso muy competente y podría enseñarles,
lo recibimos muy satisfechos y lo contratamos para un trabajo per-
manente. Martín encontró muy pronto la felicidad en los brazos de
la hija de Puppup y de la otra mujer a cuyo marido había asesinado
mucho tiempo atrás.
Uno o dos meses después me hallaba yo trabajando con Martín y
otros onas en cercar un matorral a unos treinta kilómetros de casa,
cuando fuí llamado de la Estancia Viamonte; partí apresuradamente,
dejando a Martín como encargado. Mi ausencia duró más de lo que
pensaba, y un día llegó de! campamento un mensajero que me entregó
de parte de Martín una hoja de pape! cubierta de garabatos.
Yo la examiné y sin pensar se la devolví, diciendo:
-Esto no es escritura, no puedo leer ni una sola palabra. ¿Qué
quiere Martín?
El mensajero dobló la carta y la puso de lado con el mismo cui-
dado que si hubiese sido un billete de banco, y saliendo en defensa
de su paisano, me replicó muy resentido:
-¿Cómo es que su antiguo patrón podía leer perfectamente sus
cartas y usted no puede hacerlo? Martín escribe muy bien.
En tono más suave enumeró después algunas herramientas, davos
de diferentes tamaños y provisiones, tales como azúcar, café, harina
y arroz, pero se le olvidaron las agujas, e! hilo, y sobre todo, ¡oh,
desgracia!, el tabaco, que era lo que más le interesaba a Martín.
Cuando e! mensajero volvió con la carga al campamento, aquél
abrió los paquetes de provisiones y preguntó muy disgustado:
-¿Dónde están el tabaco, las agujas y el hilo que pedía en mi
carta?
-Yo di su carta a Lanushwaiwa -contestó el mensajero-, pero
él dijo que no podía leerla.
LA ESTANCIA VIAMONTE

Muy sorprendido, Martín se dió cuenta de que mi contestación


había defraudado a todos. El cuento cundió, y muy pronto, del mismo
modo que él había ganado su fama, yo perdí la mía.
Algún tiempo después, descubrí que Martín tomaba una hoja de
papel, pensaba intensamente en lo que quería decir, y luego garaba-
teaba, creyendo sinceramente que sus pensamientos pasaban al papel,
y que un cerebro inteligente podría traducirlos después en palabras.
Había llegado a una conclusión tan satisfactoria, que no intenté
probarle que McInch se había burlado de él y acepté humildemente
mi derrota.

Las distintas fincas de Viamonte cubrían una superficie de algo


más de cien mil hectáreas, que habíamos cercado por completo. En
su interior disponíamos de las fronteras naturales de los ríos y lagos,
pero no eran seguras en invierno porque los animales podían cruzar
sobre el hielo y alejarse mucho kilómetros; por lo tanto, poco a poco,
hubo que construir cercos divisorios. Uno solo de los potreros abar-
caba un área de catorce leguas cuadradas -casi treinta y seis mil
hectáreas-, con sus colinas, sus bosques y sus valles atravesados por
innumerables arroyuelos.
Esas corrientes de agua, salvo en los lugares donde existían vados
o habíamos construído puentes, constituían un peligro mortal para
las ovejas, porque al tratar de cruzarlas saltando, las más débiles
caían al agua sin posibilidad de escalar luego la escarpada ribera.
No era, por lo tanto, tarea fácil hacer un rodeo de veinte mil la-
nares; se reunía un grupo de treinta o más hombres, con sus caballos
y perros; se pasaba la noche en el rincón más apartado del potrero,
para poder empezar el arreo al alba del día siguiente después de
carnear y comer un par de ovejas.
Se comenzaba temprano, pues conforme apretaba el calor las ovejas
buscaban guarecerse a la sombra de los matorrales; convenía adelan-
tar lo más posible antes de mediodía y proseguir luego la tarea, con
el fresco de la tarde, hasta el anochecer.
Los hombres se distribuían por todo el terreno, y luego avanzaban
lentamente y aunque en una extensión tan grande no podían verse
unos a otros, ninguno debía adelantarse demasiado; para esto, los onas
eran muy hábiles, pues cada uno sabía como por instinto dónde se
hallaban los demás; pero aun así, muchas ovejas se rezagaban en el
monte y había que revisar continuamente los matorrales.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

Teníamos más de cien perros ovejeros, notables por su sagacidad


y destreza. Uno, llamado Ben, inventó un sistema perfecto de colabo-
ración. Ben era mío, pero como yo tenía también otros perros, debió
creer que yo, personalmente, no le necesitaba y empezó a alejarse tanto,
que, con frecuencia, ni ovejas ni ovejeros sabían dónde estaba.
Pero Ben trabajaba por su cuenta. Solía volver muy tarde al lugar
señalado para acampar, trayendo ovejas que habían quedado rezaga-
das en un campo que nosotros creíamos haber revisado a fondo.
En ocasiones entregaba la majadita a algún ovejero que encontraba
en su camino y volvía inmediatamente al terreno que habíamos esta-
do despejando, como si tuviera allí urgentes asuntos que atender. A
veces no se le volvía a ver hasta la noche; aparecía entonces con otra
majada, que incorporaba a los rebaños que balaoo.n encerrados en el
corral. Por fin, cansado, se echaba con mis otros perros para pasar la
noche, lo más cerca posible de mí.
Los perros dóciles eran generalmente más útiles, pero nunca ningu-
no lo fué más que el independiente Ben, cuyas proezas eran el tema
diario de todas las conversaciones. Salvo en las ocasiones en que venía
a entregar las ovejas rescatadas, durante el día nunca se veía a este
perro, que probablemente encontraba fastidioso recibir órdenes, cuando
él sabía perfectamente lo que había que hacer.
En un lado del campo existía un llano pantanoso de más de media
legua de ancho, atravesado por varios arroyuelos. Para hacerlo tran-
sitable habíamos abierto un sendero y construído puentes de troncos
sobre los trechos peores. En una oportunidad debíamos hacer cruzar
por ese lugar una gran cantidad de ovejas. Hubiéramos debido con-
tenerlas y hacerlas pasar en pequeños grupos o, si no, uno de nosotros
debió adelantarse para desviar las primeras hacia la izquierda después
de cruzar el último puente, cerca de las colinas densamente arboladas.
No sé qué nos detuvo tanto a mí como a Martín, mi principal ove-
jero ona, lo cierto es que cuando llegamos a la entrada del primer
puente, ya una fila de ovejas de más de kilómetro y medio de largo
serpenteaba por el valle. Era imposible cruzar a caballo sin utilizar
los puentes; los juncos eran tan altos en los trechos cenagosos, que
Martín temía que ni siquiera "Gaucho", su mejor perro, podría ade-
lantarse a la majada y desviarla, antes de que se internara en los
bosques. Si las apurábamos, las ovejas llenarían los estrechos puentes
y muchas caerían al agua, de modo que Martín y yo nos detuvimos,
impotentes, mirando cómo las primeras ovejas salían del último puente
y se desparramaban, cuesta arriba, en dirección a su amada selva.
Entonces, de improviso, algo aconteció: las ovejas estaban desvián-
LA ESTANCIA VIAMONTE
499
dose hacia la izquierda por el camino que nosotros deseábamos, y
las delanteras huían del bosque que cubría la colina como si el mismo
diablo las persiguiera.
-jAhí va Ben! -exclamó mi compañero. Yo tuve que apelar a
mis anteojos de larga vista para poder divisarlo.
El perro trabajó como un verdadero héroe hasta que los primeros
ovejeros pudieron cruzar con sus perros y hacerse cargo de las ovejas;
entonces desapareció de nuevo en el bosque.
Cuando volvió al campamento a la hora de la comida, le hicimos
los mayores agasajos. Estoy seguro de que el inteligente animal com-
prendió por qué.

Todos sabemos que los perros poseen una inteligencia maravillosa.


Debo ahora contarles algo que demuestra cómo también a veces se
puede apelar con éxito a la capacidad de raciocinio de una mula.
Un invierno tuve ocasión de ir desde Viamonte a Punta Arenas.
Como en esa época del año ningún vapor hacía escala en Río Grande,
resolví ir por tierra hasta Porvenir y tomar allí el barco para cruzar
los estrechos.
Por desgracia, el rigor del invierno había pasado ya, el hielo de
ríos y arroyos se estaba rompiendo y el sendero se hallaba en pésimas
condiciones, de modo que elegí una mula muy segura, herrada con
púas, y partí.
En la desembocadura del río Grande abundan los hielos flotantes
y cuando la marea del océano comienza a subir no hay corriente allí;
pude cruzar en un pequeño ferry-boat de dos remos, mientras la
mula iba nadando a popa. Más adelante debía cruzar el río Chico,
que esperaba hallar todavía helado, pero lo encontré fluyendo y
lleno de témpanos que flotaban a la deriva.
Yo sabía que habían construído un puente colgante liviano de
tablas, sostenido por alambres de cerco, en un punto donde el río
corre entre rocas y tiene menos de quince metros de anchura. Podía
soportar el cruce de las ovejas en fila de a una, pero me habían dado
a entender que era imposible pasarlo a caballo; a pesar de todo,
decidí cerciorarme por mí mismo.
Anduve cuesta arriba a alguna distancia del río, hasta que por fin
divisé el puente; entonces, poniendo la mula al trote, enfilé directa-
mente hacia él, como si estuviera dispuesto a cruzarlo.
Como yo lo esperaba, el animal dió un bufido de miedo y paró
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA
500
en seco cuando vió lo que tenía delante. Si hubiera usado el látigo
y las espuelas, la mula se hubiera dejado matar antes que subir el
puente. Desmonté tranquilamente y até la mula al puente con el
fuerte cabestro que tenía sujeto a la cabezada. Aquél no medía más
de medio metro de ancho, y estaba provisto de unas defensas laterales
hechas con tablas para impedir que las ovejas cayesen al río. Colgaba
de cuatro postes, dos en cada orilla del río, y se balanceaba bastante.
A la vista de la mula, crucé a la otra orilla, anduve unos pasos,
volví, la desensillé y crucé de nuevo con la montura. Repetí varias
veces la operación, acariciando el animal cada vez que volvía a su lado.
j Al fin mi estrategia surtió el efecto deseado! Desde la orilla
opuesta, vi que la mula erguía las orejas dando señales de interés.
Volví, aflojé suavemente el cabestro todo lo posible, sin desatarlo;
la mula, adivinando lo que me proponía hacer, dió una fuerte sacu-
dida para atrás, pero el poste y la soga no cedieron, y entonces, aban-
donando toda resistencia, me siguió sobre el puente, temblando de
miedo, y agachándose mucho, como si esperara así hacerse menos
pesada.
Nunca hubiera intentado hacer cruzar ese puente a un caballo;
pero si se me hubiera ocurrido esa temeridad, por cierto que no habría
perdido tiempo cruzándolo a pie varias veces para convencer al equino
de que no había peligro.
Prefiero, con mucho, el caballo a la mula; y una de las razones de
mi preferencia consiste precisamente en que la mula piensa y com-
prende demasiado para ser una esclava dócil y obediente del hombre.

4
Tuve yo una vez una yegua pequeña, que parecía más bien un
pony Exmoor bien desarrollado: pertenecía a aquel lote de caballos
salvajes que capturamos en la isla de Picton 1 y en esa época aún no
había tenido cría. La compré en la estancia vieja por quince pesos
argentinos, un poco más de una libra esterlina, y cuando luego de
unos años me ofrecieron el precio fantástico de quinientos pesos, no

.1. A éstos los .llamaban en el lu~ar la "Cría de Agua Fresca", prestaban gran
uti1Jdad en los dlas en que los cammos e~laban poco transitables. El gobierno chi.
leno .h.abía mandado un lote de ellos a Punta Arenas. Años después, encontrándome
de ViSita en las caballerizas reales de Madrid, se me ocurrió que los "Agua Fresca"
eran descendientes de los caballitos moros, a los cuales se parecían mucho y que
sin duda fueron traídos a la América del Sur por los españoles.
LA ESTANCIA VIAMONTE SOl

quise deshacerme de ella. Después produjo un buen número de po-


trillas, aunque creo que ninguno de ellos fué como su madre.
Esta yegüita figura en un incidente que ocurrió poco después de
estar terminado el camino de Harberton a Najmishk. El señor López
Sánchez, que había sucedido al señor Pessoli como jefe de policía del
distrito de Río Grande, tenía gran interés en usar ese camino para ir
por primera vez a caballo a Ushuaia.
Convine en encontrarme con él cerca de un lugar llamado cabo
María, a unos veinticinco kilómetros al sur de la comisaría de Río
Grande. Acudí a la cita montando mi yegua. Cuando los policías se
acercaron al galope debí de parecerles un enorme Sancho Panza sobre
su asno; ellos estaban todos espléndidamente montados y llevaban
entre los cabaBos de repuesto un magnífico animal destinado al go-
bernador de Ushuaia.
López Sánchez me dijo sonriendo:
-Con ese animal nunca podrá usted cruzar la montaña a la velo-
cidad que hace falta. Tiene a su disposición uno de los nuestros.
Agradecí, pero no acepté, reservando mi opinión.
En aquellos días, yo usaba siempre mocasines y tenía la costumbre,
cuando viajaba con un caballo manso, de desmontar al trote, sin fre-
narlo; pasaba la pierna derecha por encima del cogote del animal y
caía a su lado hacia adelante, más o menos como los hombres de la
ciudad bajan de un ómnibus en marcha. Corría luego al lado del ca-
ballo, quizás durante un kilómetro y medio, con una mano apoyada
sobre la montura o agarrado a un estribo. Para montar de nuevo,
aprovechaba uno de esos brincos que todo jinete sabe cuándo dará su
caballo, y volvía a estar sobre su lomo sin haber alterado su paso.
Esta operación nos daba a ambos un rato de descanso.
En aquel viaje con los policías hice lo mismo. A medida que nos
internábamos en los bosques y en los valles más bien fangosos que
los separaban, los caballos, pesados y acostumbrados a la llanura, iban
aflojando cada vez más, hasta no poder seguir el paso de mi yegüita,
y sin duda los jinetes debieron modificar su opinión sobre ella.
En la mañana del tercer día llegamos a la famosa pendiente o
tumbadero descripto en un capítulo anterior. Había llovido copiosa-
mente la noche anterior, pero la yegua conocía bien el procedimiento,
y encogiendo las patas, se largó por la pendiente conmigo, que esta-
llaba de orgullo, en perfecto estilo.
Los otros tardaron mucho tiempo en convencer a sus cabalgaduras
de que se lanzaran, y por fin descendieron en las más ridículas pos-
turas para terminar cubiertos de barro.
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
502
A esta altura del viaje, el caballo destinado al Gobernador estaba
seriamente disgustado por las dificultades del itinerario, y cuando nos
aproximamos al páramo llamado Spion Kop y el camino se hizo más
empinado, resolvió suicidarse, arrojándose desde la altura. Su pri-
mera tentativa fracasó, pues cayó sobre un montón de nieve y se desli-
zó sobre el musgo humedecido. Para tranquilizarlo, lo soltamos y lo
dejamos andar por una senda más p:ueja, que corría próxima a un
promontorio, con un desfiladero y un arroyo a mano izquierda y el
páramo fangoso a la derecha, pero este magnífico animal seguía de-
cidido a terminar con todo, y apartándose repentinamente de la senda,
claramente trazada, saltó por encima del desfiladero y cayó en el
arroyo, seis metros más abajo.
El agua amortiguó su caída y allí se quedó parado. Había cerca
un vado que los guanacos utilizaban para cruzar la hondonada, de
modo que desensillé mi yegua y la hice bajar por allí, esperando
convencer al caballo de que esta existencia valía la pena de ser vivida,
a pesar de las dificultades de nuestro camino. Le arrojé un lazo, lo
aparté a un lado y le puse un bozal. Tiré el extremo del cabestro a
los poliúas, y di una palmada a la yegua, que se lanzó por la barran-
ca y trepó hasta el tope, únicamente para mostrar al otro caballo cómo
había que hacer; pero le costó buen esfuerzo y pensé que el caballo
grande nunca podría imitarla.
El jefe de Policía me dijo con mucha razón:
-Mejor será pegarle un tiro y seguir nuestro camino.
Sin embargo, pensé que aún se podía salvar al equino; até dos lazos
juntos, envié a los hombres por el arroyo abajo, para que tiraran
cuando yo les diera aviso y conduje al animal hasta el borde de la
cascada más próxima, que debía tener más de nueve metros de alto.
Las rocas, debajo del agua correntosa, eran lisas y pulidas y el animal
resbaló sobre ellas, y se perdió de vista, zambulléndose en la laguna
de más abajo. Allí pudo vadear el río y salir seguro a la orilla. Tenía
la boca lastimada, pero llegó a Ushuaia sin más inconvenientes.
Sólo he sabido de dos caballos que hayan intentado deliberadamen-
te terminar con sus padecimientos en esa forma. Los potros enfureci-
dos se tiran a veces violentamente al suelo, sin preocuparse por lo
que les pueda pasar, pero lo hacen cegados por la ira, sin premedita-
ción. Nunca he visto que una vaca o una mula buscara de intento la
muerte. En cambio, no es raro que las ovejas se suiciden; he visto a
más de una pararse sobre un peñasco, y después de lanzar una mirada
en derredor, como queriendo despedirse de la tierra que ha decidido
abandonar, dar un salto en el vacío hacia una muerte segura.
,
CAPITULO XLIX
PEDRO BARRIENTOS SALDA SUS CUENTAS. LA HISTORIA DE ARÉVALO.

año, al acercarse el invierno, cuando las golondrinas ya habían


U N
emigrado hacia el Norte, y las avutardas iban abandonando la
región, las familias de Viamonte se prepararon para seguir su ejemplo
y pasar algunos meses en otra parte. Alicia no quería dejarme solo,
pero me pareció que le haría bien tomarse unas vacaciones en el vasto
e interesante mundo, y por eso insistí en que acompañara a los demás.
En realidad, yo mismo sentía fuertes tentaciones de irme con ellos,
cosa mucho más agradable que pasar solo el invierno en ese caserón,
que ahora me parecería más grande y más vacío, y mucho más soli-
tario que cualquier improvisado campamento en el bosque nevado.
Además, no había mucho que hacer en los próximos meses; las ovejas
estaban en sus campos de pastoreo de invierno, bajo el cuidado de
ovejeros onas de confianza, y el almacén bien provisto de todo lo
necesario para vivir, y hasta de algunos refinamientos como tabaco,
cigarrillos, gramófonos, concertinas y despertadores. Nunca habíamos
permitido vender en el establecimiento ninguna clase de bebidas al-
cohólicas, y el lugar más cercano donde se podían conseguir era un
boliche a cuarenta kilómetros de Río Grande, y, por suerte, el río que
le daba nombre no tenía puente entonces y era muy peligroso de
vadear.
En los meses de invierno no habría movimiento de provisiones, ni
era probable que pasaran viajeros cerca de Viamonte; no teníamos,
pues, motivos de preocupación, especialmente ahora que las riñas
entre los clanes onas habían pasado a la historia.
Un solo problema vital quedaba por resolver. ¿A quién dejar al
frente de nuestro precioso establecimiento? Si tomábamos un foraste-
ro, por bueno que fuera, tendría la desventaja de no conocer la región
ni la gente, ni ser conocido por ésta. Will estaba muy ocupado en
Harberton y en invierno la montaña nevada constituía una barrera
casi infranqueable. Discutimos la importante cuestión y llegamos a
una conclusión unánime: ¿Quién mejor que Pedro Barrientos? Era
semianalfabeto, pero honesto, resuelto y responsable; resolvimos pues
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

dejar la Estancia Viamonte a su cargo. Convinimos con Percy que


Gastelumendi, el vasco, se ocuparía del almacén, pero a las órdenes
de Barrientos, mientras durara nuestra ausencia; y arreglamos con
Mclnch, de "La Primera Argentina", que él adelantaría a Barrientos
cualquier suma razonable de dinero que solicitara, pero sin ejercer
ninguna vigilancia externa.
Pedro Barrientos, como ya he dicho, era oriundo del sur de Chile.
Los chilenos, como casi todos los sudamericanos, son un pueblo de
raza muy mezclada. Dicen que los señores y oficiales españoles de la
época de la conquista trajeron de Europa a sus esposas, tan pronto
como lo permitió el estado del país; pero los soldados y colonos
pobres no pudieron permitirse ese lujo y tomaron sus mujeres de los
pueblos conquistados, y aun, como en el caso de los araucanos chile-
nos, de aquellas que no habían podido sojuzgar. Ahora hay en Chile
descendientes de todas las razas europeas, pero mientras algunas de
las antiguas familias son de la más pura sangre española, la masa del
pueblo, inclusos algunos altos oficiales, tiene un fuerte aporte
de sangre aborigen, que en ciertos casos llega a borrar toda traza de
origen blanco. En la genealogía de esas familias mestizas hay muchos
antepasados nativos y no son raros los nombres indios. Barrientos,
aunque llevaba un nombre español, era un buen exponente de esa
mezcla.
Por no ofenderlo no le ofrecí aumentar su salario al partir; le pedí,
sencillamente, como a un amigo, que se ocupara de la estancia duran-
te nuestra ausencia.
Pasé fuera de Tierra del Fuego casi cuatro meses, viajando por
Europa. Llegué hasta Noruega, cruzando por Italia, Suiza y Alemania,
y volví luego por Francia y España hasta Lisboa, donde tomé el barco
para la América del Sur. Fuí el primero de la familia en volver, y
en Río Grande encontré a Kautush, el principal carretero de Via-
monte, aquel que cuando muchacho había dado muerte a su enemigo
traspasándolo repetidas veces con una flecha despuntada. Cuando le
pregunté cómo andaban las cosas en Viamonte me respondió:
-El tiempo ha estado muy bueno, se han muerto pocas ovejas, pero
Barrientos está muy delgado.
-¿Está enfermo? -pregunté.
-No creo -dijo Kautush-, pero nunca duerme, trabaja todo el
día y se pasea toda la noche, como si temiera que alguien robe en
las casas. Está deseando que usted vuelva.
Llegué a Viamonte. Barrientos me pareció algo avejentado, pero
no estaba tan mal como me habían hecho suponer. Después de reco-
LA ESTANCIA VIAMONTE
5°5
rrer con él todas las dependencias y oír el relato de lo que yo creía
habían sido sus mayores dificultades durante mi ausencia, le dije
que estaba muy satisfecho de su actuación y que deseaba que aceptase
una gratificación de cincuenta libras.
-No, patrón -me contestó resueltamente-; estoy muy satisfe-
cho con mi salario y muy orgulloso de que haya confiado en mí de-
jándome como encargado mientras usted no estaba. Si aceptase ahora
ese dinero, lo echaría todo a perder.
Yo le respondí:
-Esto es sólo una pequeña parte de lo que le debemos, Barrien-
tos. Ni con cien libras saldaría mi deuda con usted.
m insistió:
-No, patrón; eso empeoraría todavía más las cosas. No quiero
nada.
Comprendí que realmente prefería no aceptar el regalo y no insis-
tí. Estuvimos un rato más allí sentados, charlando, y era ya tarde
cuando se levantó para irse a su cercana casita.
-Dígame, patrón -me dijo al despedirse-o ¿Usted ha vuelto ya
a tomar la dirección del establecimiento? ¿Estoy ahora en la misma
situación que antes de su partida?
Vi que algo le preocupaba.
-Sí -le dije-, excepto que ahora tengo con usted una gran deuda
de gratitud, que usted no me deja pagar ni siquiera en parte.
No añadió palabra, pero observé algo extraño en su actitud cuando
se marchó, aunque no comprendí su significado hasta la mañana si-
guiente, cuando salí a hacer mi recorrida.
Uno de los primeros hombres que encontré me preguntó si había
visto al vasco esa mañana, y presintiendo que algo andaba mal me
dirigí apresuradamente hacia el almacén.
Gastelumendi nunca había sido buen mozo; ahora, la hinchazón
de sus labios hubiera llamado la atención hasta en un negro africa-
no. Tenía los ojos amoratados, y la nariz como una pera demasiado
madura. Estaba irreconocible. No puedo repetir aquí las expresiones
que usó para contarme el brutal ataque de que el "salvaje" Barrien-
tos lo había hecho víctima, y la venganza que se tomaría por medio
de la ley. Me pidió que le pagara en seguida, pues no quería quedar-
se ni un día más entre tales bárbaros.
Poco después encontré a Barrientos, y le dije, lo más severamente
que pude, tratándose de un hombre a quien apreciaba tanto:
-¿Por qué le pegó a ese infeliz con tanto ensañamiento?
-Mientras usted no estuvo, patrón -me contestó--, el vasco me
506 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA

ponía todo el tiempo en ridículo delante de los hombres y no perdía


ocasión de demostrar, cuando había testigos, que yo era un inútil y
un ignorante. Se dirigía a mí con exagerada cortesía, diciéndome:
"Señor don Pedro Barrientos", o "Señor Administrador". Quería evi-
dentemente demostrar que él, el hombre educado, debía haber sido
nombrado encargado, a no mediar el favoritismo del patrón.
"Yo sabía -siguió Barrientos-- que no podía arreglarme sin él.
Yo no podía llevar las cuentas y distribuir las raciones, así que tuve
que hundir las manos en los bolsillos y dejarlas allí, mientras me
ardían por las ganas de hacerlo pedazos. Cuando anoche usted me
dijo que estaba de nuevo al frente del establecimiento, y que yo era
un simple trabajador como antes, sentí que había llegado el mo-
mento de ajustar cuentas con él.
¿Qué podía decir yo? A pesar de haber atacado de modo tan sal-
vaje a un infeliz como el vasco, Barrientos era un caballero. Creo
que temía ser despedido, y en ese caso su negativa de aceptar el di-
nero que yo le había ofrecido resultaba aun más sorprendente.
Pero la idea de despedirlo ni cruzó por mi imaginación. Más ade-
lante, cuando Despard y Tina trajeron una encantadora niñera de
Portugal para cuidar a sus niños, Barrientos se enamoró de ella en
seguida y le pidió que fuera su esposa. Ella, que sabía apreciar lo
que era un hombre bueno, aceptó.

Antes de termmar mi historia debo recordar otro caso de lealtad.


Una tarde de primavera llegó a pie a la estancia Viamonte un
hombre, más moreno que los onas, que tenía esa mirada inescrutable
pero vigilante de las personas que han sido perseguidas.
Se dirigió hacia mí sin vacilar, y aunque me habló con el mayor
respeto, su actilud tenía la dignidad, casi insolente de los hombres
nacidos en las vastas tierras libres del norte de la Argentina, y con
ella parecía expresar: "Usted tiene el dinero, patrón, pero como hom-
bre, soy igual o quizás superior a usted."
Al observarlo, sentí que si eso pensaba, bien podía estar en lo cierto.
Era de casi un metro ochenta de alto y de fuerte contextura, y con
seguridad ágil y resuelto.
~n ~ompara~ión con sus andus espaldas, la cabeza parecía pequeña,
y SI bien su fisonomía recordaba a un ave de rapiña, sus movimien-
LA ESTANCIA VIAMONTE

tos se asemejaban más a los de un leopardo paseándose tras los ba-


rrotes de su jaula.
Llevaba por delante un enorme cuchillo, casi tan grande como una
espada, envainado y cruzado diagonalmente debajo del cinto con el
mango bien al alcance de su mano derecha.
Me dijo que se llamaba Arévalo y que había venido a pie desde
Ushuaia.
-Usted debe tener hambre -le dije-o Mejor será que vaya a la
cocina y le diga al cocinero que yo lo envío.
-Vi la puerta de la cocina abierta y entré -me contestó-o El
cocinero me dió bien de comer y me mandó a hablar con usted.
Yo estaba seguro de que era un preso, evadido o puesto en libertad,
que buscaba trabajo con la idea de llegar algún día al Norte, a la
tierra de su niñez o al escenario de sus pasadas fechorías.
-¿Qué puedo hacer por usted? -le pregunté.
--Soy un presidiario absuelto de Ushuaia, señor, pero no uno de
esos ladrones y tramposos miserables que mandan allí hoy en día.
Mi único crimen fué matar a un hombre en defensa propia, pues él
estaba tan armado como yo.
Me acordé entonces de que había oído hablar de este hombre
tiempo atrás. Decían que era el suyo un caso realmente difícil.
Se había escapado de la isla de los Estados antes de la subleva-
ción general de penados que allí hubo, y lo dieron por muerto du-
rante mucho tiempo. Me pareció que debía haber sufrido mucho y
lo alenté para que me contara su historia, invitándolo a sentarse con-
migo en un montón de leña que había allí cerca.
Empecé por preguntarle si había estado también en la isla de los
Estados. Me contó entonces cómo se había escapado de la prisión e
internado en la región sudoeste de la isla, donde pasó muchos meses
viviendo de carne de foca, a la espera de que algún barco quisiera
recogerlo. Cuando se le acabaron los fósforos, trató de conservar el
fuego permanentemente encendido, pero se le apagó al fin y se vió
reducido a llevar la ropa continuamente húmeda y a comer cruda
su carne::: de foca.
Finalmente un barco pasó lo suficiente cerca como para que lo
vieran y como el mar estaba sereno, mandaron un bote a buscarlo.
-Traté de hacer creer al capitán que era un marinero náufrago
-prosiguió Arévalo~, pero, ¿cómo podía engañarlo si no sabía
nada del mar? Cuando nos cruzamos con un barco argentino, me en-
tregó traicioneramente, y poco tiempo después estaba en el presidio
de Ushuaia. Entre los presos encontré a algunos de mis antiguos com-
5°8 EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

pañeros de cárcel de la isla de los Estados, quienes me contaron que


se habían sublevado después de mi evasión.
Con motivo de una de las grandes celebraciones patrióticas, Aré-
"ala, junto con muchos otros presos que habían observado buena
conducta, obtuvo su libertad. Trabajó algún t:empo en Ushuaia, pero
pronto sintió añoranzas de su pueblo natal en la provincia de Co-
rrientes cerca de la frontera argentinoparaguaya.
Había oído hablar de nuestro camino abierto entre las montañas,
entonces ya muy transitado, y había venido por él hasta Viamonte,
esperando encontrar trabajo de pueblo en pueblo, hasta llegar a su
lejano hogar, distante más de mil kilómetros.
Arévalo durmió esa noche en Viamonte. Al día siguiente, le ofrecí
un trabajo provisional, al tiempo que le advertía seriamente sobre la
conducta que debía observar con los onas. Con el mayor tacto que
pude le indiqué que llevara su gran cuchillo detrás, donde parecía
mucho menos temible y agresivo.
-El hombre más valiente -le dije- es el que saca el último su
arma. Cuando se sienta enojado, cruce fuertemente los brazos sobre
el pecho y domínese así.
Agradeció mis consejos con una media sonrisa, en la que segura-
mente había algo de desdén por mi simpleza. Cambió en seguida de
lugar su arma, manifestando al mismo tiempo que en su provincia
era costumbre llevar el machete adelante. Apmveché esta oportuni-
dad para decirle que, cualquiera fuese su pasado, yo consideraba que
lo había expiado con creces y esperaba que nunca volvería a pensar
en ello. Le recomendé expresamente que si alguna vez sentía ene-
mistad contra mí o contra cualquiera de la estancia, no debía guar-
dársela, sino venir a decírmelo con franqueza.
Arévalo trabajó con nosotros más de un año, demostrando ser un
hombre leal y bien dispuesto. En cuanto gané su confianza me contó,
poco a poco, la espeluznante historia de su vida, y mucho me temo
que el hecho de haber dado muerte a un hombre en "legítima defen-
sa" no era en modo alguno el único motivo de su condena a reclu-
sión perpetua en la isla de los Estados.
Al principio temí que no se llevara bien con los indios, pero nunca
oí a éstos quejarse de él. Sin embargo, algunos de sus compañeros
de trabajo lo miraban con recelo, pues a veces se excitaba y les con-
taba historias de crímenes en los que había tomado parte, con tal
lujo de terroríficos detalles que escandalizaba a sus oyentes.
Trabajábamos juntos, construyendo puentes de madera sobre los
ríos, a veces en el agua, y tuve oportunidad de observar que su cuerpo,
LA ESTANCIA VIAMONTE

bien formado y atlético, estaba cubierto de cicatrices. Las atribuía a


heridas de cuchillo recibidas en pelea, y al trato brutal que le dieron
en la cárcel.
A medida que cundió la civilización, se produjeron huelgas entre
los trabajadores de algunas de las estancias del norte y, naturalmente,
en época de esquila, cuando resultaban más perjudiciales para los
patrones.
Cierto día estaba yo trabajando con otros hombres cerca de la casa,
con la ropa tan manchada como la de ellos, cuando se acercaron dos
extraños muy bien vestidos. Adiviné en seguida que eran agitadores
profesionales y que no venían con buenos propósitos.
Los espié con el rabillo del ojo mientras se aproximaban a dos de
mis ayudantes, quienes me selañaron y parecieron divertirse con las
francas observaciones que ellos hicieron. Los visitantes se acercaron
entonces y con innecesarias disculpas por no haber reconocido en mí
al patrón, me pidieron permiso para soltar sus caballos en nuestro
campo y quedarse hasta el día siguiente.
Naturalmente, eso no se le niega a nadie, pero querían algo más,
que no se decidían a pedir. Por fin, uno de ellos dijo:
-Queremos dar una conferencia a los hombres, y le agradecería-
mos nos permitiera celebrar un mitin en el club.
-El club ha sido construido para los trabajadores --contesté-.
Si yo mismo quisiera usarlo tendría que pedirles permiso, de modo
que yo no puedo cederlo, pero probablemente ellos se lo darán si se
lo piden ustedes.
Había en ese momento alrededor de ochenta hombres en la Es-
tancia, entre ellos unos cuarenta onas, la mayor parte de los cuales
entendía bastante bien el español. Esa misma noche, después del tra-
bajo, se reunieron todos en el club para escuchar a los visitantes.
Uno de ellos discurrió con gran elocuencia sobre los crímenes de
los capitalistas explotadores, haciendo notar lo que valía cada fardo
de lana en Inglaterra, sin calcular, naturalmente, los gastos de pro-
ducción y flete y acabó su discurso diciéndoles que los patrones los
robaban.
j Eso era demasiado para Arévalo! Olvidando completamente mi
consejo, y enfurecido, se abalanzó de repente sobre el orador, vocife-
rando horribles amenazas y desafiándolo a pelear para destriparlo;
luego sacó su enorme cucllillo y le cruzó la cara de un planazo.
i Nunca terminó un mitin más violentamente! Los conferenciantes
huyeron a todo correr para salvar la vida.
Jamás mencioné a Arévalo este incidente pues yo estaba demasia-
510 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

do satisfecho para reprocharle su iracundo arranque; pero él no pa-


reció quedar muy conforme, pues poco tiempo después me pidió que
le pagara, alegando que debía volver a su casa, en el lejano Norte.
Comprendió, quizás, que había estado a punto de ganarse una segunda
condena a reclusión perpetua.
Supe después que había llegado a Santa Cruz, pueblo de la costa
patagónica, donde se quedó algún tiempo hasta que un día, estando
ebrio, se enfureció y fué muerto a tiros por un oficial de policía.
j Pobre Arévalo, tan salvaje y tan fiel!
,
CAPITULO L
EL CAMPEÓN DE LOS ESQUILADORES. METET, HIJO DE ANEKI, VENCE
A TODOS LOS COMPETIDORES. EL FIN DE AHNlK.IN. MINKIYOLH SALE
A CAZAR POR ÚLTIMA VEZ.

que había sido mi mentor en la época de mi iniciación


A NEKI,
en el Hain, tenía dos hijos, Doihei y Metet. Doihei, el mayor,
medía casi un metro ochenta de estatura, era grueso, muy fuerte y
excelente trabajador. Lo pusimos a cargo de la sierra circular, al prin-
cipio para cortar leña, y luego para aserrar tablas. i Con qué orgullo
veía él correr la sierra a través de la madera! Viamonte crecía cada
vez más; instalamos un segundo aserradero, e introdujimos esquila-
doras mecánicas accionadas por la misma máquina que movía el
aserradero.
La esquila era nuestra cosecha; época de gran actividad en que em-
pleábamos todas nuestras energías para terminar la tarea, lo más
pronto y mejor posible, a fin de restituir cuanto antes las ovejas a sus
dehesas y despachar la lana hasta el distante mercado. Los esquilado-
res chilotes y onas, además de buena y abundante comida, recibían
aproximadamente una libra por cada cien ovejas esquiladas, y se es·
forzaban en producir lo más posible. Sin embargo, para esos niños
grandes que eran los onas, mayor incentivo que el dinero era el orgu-
llo de realizar un trabajo con rapidez y eficiencia. Apurarse, descui-
dando la calidad de la mano de obra, era mal considerado. Un esqui-
lador descuidado lastimará la oveja o le dejará demasiada lana. Yo
era muy exigente con los aprendices. Si les hubiera hecho concesiones
al principio, nunca hubieran llegado a ser buenos esquiladores.
El galpón de esquila, con su máquina de vapor y su pito estridente
que llamaba a los trabajadores a aquel torneo de destreza y rapidez,
era escenario de gran actividad, en oposición a la quietud que común-
mente reinaba en la heredad de Viamonte. A todo lo largo de las
paredes interiores corrían dos tablones, uno de cada lado, de dos
metros diez de ancho, frente a una serie de corralitos. Los esquilado-
res trabajaban sobre los tablones, uno al lado de otro, y cada uno
tenía su propio corral, que contenía alrededor de doce ovejas y que
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

un pastor se encargaba de volver a llenar, con animales que sacaba


de unos corrales más grandes, situados en medio del cobertizo, tan
pronto como el esquilador P?nía sobre el tablón el. últ~o animal.
Las tijeras mecánicas eran aCCIonadas por una barra guatana colocada
en lo alto. La oveja no necesitaba ser atada ni apretada, pues estas
dos acciones incitan al animal a resistirse.
En la pared principal del galpón y frente a cada corralita había
una ventana y debajo una puerta de acceso a una rampa que extendía
el corralito fuera del cobertizo. La oveja esquilada era puesta por el
esquilador en la rampa que la llevaba fuera; allí, un encargado las
contaba cada dos o tres horas. Una oveja lastimada, o negligentemente
esquilada no se le acreditaba al esquilador, y si incurría con frecuen-
cia en falta, se exponía a ser reprendido y aun despedido. Para faci-
litar el recuento, cada esquilador, cada puerta y cada corralito tenían
un número. Los vellones eran recogidos de los tablones de esquilar
por unos muchachos que los llevaban corriendo hacia la mesa clasifi-
cadora; se envolvían y pasaban a la máquina prensadora que los acon-
dicionaba en fardos, que pesaban entre doscientos y trescientos kilos,
precintados con flejes de acero.
En el galpón trabajaban veinticuatro esquiladores, onas casi todos.
Doihei, después del primer año, fué uno de los mejores y con segu-
ridad el más rápido. En la lista que cada tarde se inscribía en un pi-
zarrón, él figuraba siempre a la cabeza con diez y hasta veinte unida-
des de ventaja y ninguna falta por trabajo deficiente. Las ovejas eran
casi todas de raza Romney Marsh, animales grandes, de piel suave,
mucho más fáciles de esquilar que las Merino, que son más peque-
ñas y de lana rizada.
Metet era bastante menor que su hermano. Debía tener menos de
dieciocho años cuando empezó a esquilar. Algo más alto que Doihei
aunque no tan corpulento; era de pocas palabras, pero una perma-
nente y leve sonrisa parecía decir que estaba muy seguro de sí mismo
y no tenía prisa. Llegaba algo retrasado, cuando los demás le llevaban
ya dos o tres ovejas de ventaja, miraba un rato a través de su ventana,
se quitaba tranquilamente la chaqueta y finalmente se ponía a tra-
bajar. En su segunda temporada sobrepasó ampliamente a su excelente
hermano. Trabajaba tan eficazmente al parecer y con tan poco es-
fuerzo que un día le dije, sabiendo que no sacrificaría la calidad por
la velocidad:
-¿Por qué no haces un esfuerzo mañana para ver cuántos borregos
puedes esquilar?
Llevándose la mano a la cintura, me contestó solemnemente:
TIERRA DE LOS üNAS
s o S 10 15
bt-t=t d ! : I
KILOMETROS
ACTUAL POSESION DE LA fAMILIA

POSES ION ORIGINAL

RUTA (APROXIMADA)

OC~ANO ATLÁNTICO

1I
LA ESTANCIA VIAMONTE

-No soy nada fuerte y cuando trabajo mucho me duele la espalda.


Los borregos que se crían a campo abierto, generalmente tienen
la panza pelada y poca lana en la parte inferior de las patas. Son,
pues, más fáciles de esquilar que las ovejas secas. Un experto puede
esquilar fácilmente un término medio de ciento veinte ovejas secas
por día y probablemente ciento cincuenta borregos. Al día siguiente,
en poco menos de ocho horas de trabajo, Metet rindió trescientos
veintinueve borregos perfectamente esquilados. Su ímpetu parecía con·
tagioso, pues Doihei esquiló trescientos, y dos o tres de los otros lle-
garon a los doscientos cincuenta.
A cincuenta y cinco kilómetros de distancia de Viamonte, hacia el
norte de Río Grande, se encontraba otra de las magníficas estancias
pertenecientes a la familia Menéndez Behety. Se llamaba "La Se-
gunda Argentina" y estaba administrada independientemente de "La
Primera Argentina", en la ribera sur del río. Creo que en esa época
se esquilaban alrededor de doscientas mil ovejas en "La Segunda
Argentina". Entre los treinta y seis esquiladores que empleaban había
un yugoslavo, famoso en la región por su rapidez. La fama del joven
Metet llegó hasta allí, y cuando terminó la esquila, en "La Segunda
Argentina", un grupo de hombres que incluía al yugoslavo, llegó a
Viamonte, a caballo, para ver qué había de cierto en el cuento. Todos
estaban dispuestos a apoyar a su campeón y se hablaba de grandes
apuestas. Pero sin llegar a formalizarlas, y después de observar con
interés cómo esquilaba nuestro ona, el yugoslavo pidió autorización
para usar un rato una máquina al lado de Metet. i Qué manera de
trabajar! Se oían rechinar los dientes del yugoslavo, mientras las tije-
ras volaban entre la lana. Metet, aunque sabía de qué se trataba y
no perdía tiempo, conservaba su sonrisa confiada. ¡ Veinte ovejas bien
trasquiladas salieron por la rampa en menos de treinta minutos! El
visitante se alejó entonces con sus amigos, mientras Metet continuaba
con su labor del día. El campeón blanco confesó abiertamente:
-Es inútil, trabajé todo lo que pude y estoy seguro de que el
indio en realidad no se esforzaba.
Durante más de veinte años, los dos hermanos se presentaron en
todas las esquilas; aunque seguido de cerca por Doihei, Metet no
fué vencido jamás y nunca se resintió la calidad de su trabajo. Ambos
eran seres pacíficos, inofensivos; a menudo, a fin de aumentar sus
entradas, se contrataban para alambrar, siendo siempre Doihei el que
decidía y hablaba por los dos. Un día, en 1935, allá lejos en la selva,
tuvieron una pelea; no creo que la causa fuera una mujer, probable-
mente habrían bebido con exceso, yesos indios pierden la cabeza
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

cuando se emborrachan. Ambos se hirieron con sus revólveres, y


Doihei murió. Oí decir más adelante que Metet fué muerto a balazos
por un blanco de clase baja.

Muchos años antes del lamentable final de estos dos magníficos


hermanos hubo otra pelea a tiros en que se vieron envueltos los dos
únicos onas a quienes yo he temido; uno, como ya lo he dicho, por
su maldad y el otro por su locura.
Los bosques ya vestían los vistosos colores de otoño, y al ponerse
el sol en aquellos días serenos, la helada cubría la tierra. Una de
esas noches tranquilas, Ahnikin estaba sentado junto al fuego en
compañía de sus dos mujeres, las dos hijas de Kilehehen, cuando
sonó un tiro en la oscuridad. El indio cayó de bruces sobre las brasas
ardiendo y las mujeres aterradas escaparon a los bosques. Nada más
sucedió ni interrumpió el gran silencio; pasado un rato volvieron
las mujeres y encontraron a su marido tendido en el suelo, sin cono-
cimiento, y con el brazo izquierdo asándose en el fuego. La bala
le había atravesado el omoplato, con orificio de salida por el lado
izquierdo del pecho; no sé cómo erró el corazón. Inútil decir que su
brazo quedó inutilizado para el resto de sus días. Nunca se repuso
del todo de la herida de bala y murió unos dos años después.'
No se supo quién había disparado el tiro, pero se sospechaba con
fundamento de Minkiyolh, quien prudentemente abandonó el país
ona y huyó a la Misión Católica de Río Grande, con sus dos mujeres
Yomsh y Ohmchen (Peine) a la que mis hermanas llamaban Small.
Como la poligamia no estaba permitida allí, las monjas se hicieron
cargo de Small. Durante su estada en la Misión, Minkiyolh se hizo
pasar por un jefe muy importante. Se hacía llamar el capitán Minki-
yolh Kaushel, pero desde Río Grande hasta el canal de Beagle era
conocido, desde hacía mucho, por el Loco.
Después de la muerte de Ahnikin, Minkiyolh volvió a Viamonte
e intentó reunirse con Jos suyos, pero éstos no habían olvidado su
pasado, y en una reunión resolvieron que era un hechicero loco y un
peligro para la comunidad. Un día salió a cazar con otros dos, cuyos
nombres no es del caso mencionar y después de cierto tiempo aquéllos
volvieron sin él, diciendo que Minkiyolh se había ido a cazar solo al
gran bosque que bordea el lago Kami. Nadie se sorprendió; aparen-
temente Minkiyolh sigue cazando allí, pues desde entonces nadie lo
ha visto ni oído.
~

CAPITULO LI
LA LITERA.

de vivir años difíciles en el Chaco paraguayo, María


D
ESPUÉS
trajo a su hija Berta a pasar un verano en Harberton. A prin-
cipios de invierno yo crucé desde Viamonte para disfrutar en el hogar
unos pocos días con ellas, después me embarqué con María y mi
sobrinita para Punta Arenas.
El barco era pequeño y la travesía dura, pero María se portó per-
fectamente. No regresaron al Paraguay y se embarcaron directamente
para Inglaterra. Después de despedirlas para su largo viaje, me dis-
puse a emprender el mío, más corto pero más cansador, a través de
los Estrechos y las nevadas colinas hasta llegar a Viamonte.
María nunca volvió a la América del Sur. Estableció su hogar en
Edimburgo con Berta; allí nació su segunda hija María. Wilfredo las
visitaba cada vez que su tarea en la Misión lo llevaba a su país de
origen. A pesar de una vida tan arriesgada en el "Infierno Verde",
con todas las incomodidades inherentes, puedo afirmar con perfecto
conocimiento que la mujer, como sucede generalmente, tuvo la parte
más difícil, y la afrontó con valentía hasta el final de sus días.
A principios de 1910, en Viamonte quedábamos diez, además del
profesor Reynolds, quien, después de la pérdida de su esposa en
Buenos Aires, quiso retirarse al calor del fuego hogareño. Calvo y
de barba blanca, Reynolds había sido uno de los tres primeros pro-
fesores de la República y examinador en los cursos finales de las
Universidades Naval y Militar.
Alicia y yo éramos muy buenos compañeros y pasábamos largas
temporadas fuera del hogar. De tiempo en tiempo, solíamos cruzar
a Harberton, donde estábamos seguros de ser acogidos afectuosa-
mente. Will tuvo que pasar mucho tiempo en las islas o en las tierras
del oeste, donde pastaban la mayor parte de nuestras ovejas. Había
construído dos casitas, en sitios adecuados, a fin de poder llevar a
vivir con él, en verano, a su joven esposa y a sus dos hijitos, y tener
su hogar, cerca de donde trabajaba.
Por su edad avanzada, mi madre no debía exponerse a penurias
innecesarias, máxime teniendo en cuenta las que ya había pasado, de
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

modo que no podíamos pensar en alejarla de nuestra VIeja casa ni


aun para pasar unas cortas vacaciones. Sólo deseábamos llevarla a
Viamonte, donde disponíamos de amplias comodidades y había más
vida y movimiento y por tanto estaría más entretenida que en el
tranquilo hogar de Harberton.
Mi madre caminaba diariamente alrededor de tres kilómetros, pero
no se le podía pedir que hiciera la pesada marcha hasta Viamonte.
No había pues otro camino para ella que el mar. Mi madre nunca
pudo olvidar las angustias pasadas, años atrás, cuando mi padre salía
con su bote ballenero a vela, borda abajo adondequiera que lo recla-
mara su deber. Cuando se lo propuse, declaró que no subiría a un
vapor a menos que fuera para emprender su último viaje. Siempre
deseó ser enterrada en un cementerio rural de Inglaterra.
No hablamos más del asunto hasta que un día, en Harberton, yo
dije, más en broma que en serio, que para llegar a Viamonte mi
madre no necesitaba embarcarse. Le construiríamos un cuartito, pro-
visto de una estufa y un sillón confortable, que un grupo de onas
vigorosos transportaría a través de las montañas.
Will puso en juego todo su genio inventivo para solucionar el
problema, e ideó un aparato que yo llamé "la litera".
Hizo una plataforma de poco peso pero fuerte, de poco más o me-
nos de un metro cincuenta de largo por noventa centímetros de an-
cho, con pequeñas muescas destinadas a asegurar las patas de una
silla de tijera construída especialmente, que podía ajustarse a cual-
quier ángulo, ya fuera para sentarse o recostarse. La plataforma col-
gaba, por medio de cuatro cuerdas, de un arco de madera que tenía
la forma de una U invertida, con los extremos doblados hacia afuera.
Las varas estaban bien aseguradas en los extremos sobresalientes
del arco. Cuando las varas descansaban sobre los hombros de los por-
tadores, la plataforma quedaba a sesenta centímetros del suelo y
todo estaba construído en tal forma que si alguno de los portadores
perdía pie, el piso seguiría manteniéndose a nivel y sólo sufriría un
bajón de siete centímetros. Una tienda de campaña, que se podía
abrir a ambos lados según la temperatura, se ajustaba perfectamente
a la litera. Finalmente, un juego de cuatro palos, de un metro y
medio cada uno y terminados en horqueta, cuyo extremo servía para
apoyar las varas, cuando los portadores descansaban por unos minu-
tos, de tal manera que no fuera necesario echar la litera sobre un
suelo desigual o un terreno pantanoso.
Alicia y yo llegamos a Harberton, donde la litera fué debidamente
examinada y admirada. Siete onas escogidos habían venido de Via-
LA ESTANCIA VIAMONTE 517

monte con nosotros; entre ellos Halimink, Kankoat, Shaiyutlh (Musgo


blanco) y Shilcan (Voz suave), hermano de Aneki y Shinkolh. Nana,
el hijo de Halimink, y otro muchacho vinieron también para llevar
de vuelta los caballos de carga. La noche anterior a la partida para
Viamonte no pude conciliar el sueño. Me perseguía el recuerdo de
algunos accidentados viajes; pensaba en esas tormentas de nieve que
se desencadenaban aun en el verano y duraban dos o tres días, y en
esos repentinos deshielos que convierten todos los arroyos de las mon-
tañas en torrentes capaces de hacer perder pie a un caballo.
Pero bien dicen que las desgracias que se prevén, nunca aconte-
cen ... Emprendimos viaje con rumbo hacia el Norte en un hermoso
día de verano. Como deseaba que esta aventura resultara un agrada-
ble paseo para todos, hice buen acopio de provisiones de lujo, espe-
cialmente leche condensada para el café de la mañana y cocoa con
azúcar a discreción para la noche, amén de otras cosas agradables.
Había prometido a mis compañeros onas doble sueldo mientras
mi madre estuviera con nosotros, con la condición de que por cada
caída que sacudiera la valiosa carga, se perdería un día de sueldo.
Todos estuvieron conformes, considerándola una buena broma y, na-
turalmente, ninguno pagó multa. No se podía esperar que aquella
gente llevara con gusto a mi anciana madre -que, aunque medía
treinta centímetros menos que yo, pesaba casi lo mismo- si yo no
compartía con ellos el trabajo; formamos, pues, dos equipos de cuatro
portadores cada uno, relevándonos por turno. Alicia, como de coso
tumbre, usaba mocasines en este viaje y marchaba al lado de la litera
sosteniéndola con una mano para que no se balanceara. Will también
partió con nosotros, con la intención de acompañarnos parte del viaje.
La huella para caballos obligaba a cruzar continuamente arroyos
de montañas y por consiguiente a subir y bajar pendientes, 10 que
no convenía a nuestra litera. Decidimos seguir la huella de las ovejas,
a través de las ciénagas. Teníamos la intención de acampar cerca
de Spion Kop la primera noche; de ningún modo debíamos ir de
prisa y cansar a nuestra apreciada pasajera, y siempre que el tiempo
se mantuviera bueno, nos internaríamos en la cercana selva protectora.
Sabíamos de antemano que en varios lugares mi madre tendría que
abandonar la litera y echar a andar.
Cruzamos el río Varela, trepamos las colinas, y después de andJr
los primeros kilómetros por terreno cenagoso, llegamos al lugar cono·
cido por K-Wheipenohrrh (Cerro desnudo o ariz). Ante nosotros
se presentaba ahora un hermoso panorama: arroyos serpenteantes bor-
deados de vegetación, valles montañosos cubiertos de ciénagas color
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA

amarillo claro, y grupos de hayas de hoja perenne que crecían en


las laderas de las rocas. Al fondo se veían los peñascos nevados y dos
arroyuelos se juntaban un poco más allá y caían en forma de peque-
ña cascada, por un tajo angosto abierto en la segunda cadena de
montañas.
\'V'ill, satisfecho de que su invención hubiera resultado todo lo
buena que esperábamos, regresó desde allí en rápida carrera. Después
de un breve descanso, reiniciamos la marcha; para acortar la travesía
de un pantano, cruzamos un arroyo que corre por una hondonada de
más de nueve metros de profundidad, entre barrancas rocosas cubier-
tas de musgo, muy resbaladizas y escarpadas, que era imposible subir
en zig-zag; de modo que, después de pasar el agua, emprendimos la
subida en línea recta. Mi madre, por supuesto, había descendido de
la silla. Si hubiera podido cargarla sobre los hombros, quizás habría
podido escalar la barranca a cuatro patas, agarrándome con las manos
de las raíces o a las piedras, pero esta clase de maniobra no figuraba
en nuestro convenio, de manera que tuve que llevarla en mis brazos.
Calzaba yo mocasines, muy adecuados para resbalar cuesta abajo en
1 s colinas, pero que no permitían afirmarse en las subidas. Mis siete
compañeros me ayudaban con la mejor buena voluntad; unos me
empujaban y otros tiraban de mí, de suerte que mi madre llegó a la
cima sin inconvenientes, corno la reina de las abejas llevada por un
enjambre de obreras diligentes. La depositamos nuevamente en la
litera, y unas dos millas más lejos, donde, bajo un grupo de árboles
grandes, nos esperaban los caballos de carga, acampamos para pasar
la noche; antes de acostarnos disfrutamos del desacostumbrado privi-
legio de la cocoa dulce y caliente. Recuerdo esa cocoa, porque apenas
llegarnos a Viamonte abatí, a gran distancia, a cuatro guanacos con
el mismo número de balas de winchester y Shiohkolh descubrió que
esta excepcional puntería se debía precisamente al "Kho-Kho" que
tomábamos por la noche.
Al segundo día de viaje dejamos el valle, y desde una prominencia
avistarnos a nuestra derecha una cascada, a la izquierda, montes bajos
y ciénagas.
Seguirnos adelante, escalando una colina cubierta de musgo seco
que a medida que subíamos se iba cambiando n arcilla húmeda, allí
en donde no hacía mucho se había derretido la nieve del invierno.
A doce millas de Harberton alcanzamos el punto más alto de nues-
tro itinerario, unos seiscientos metros sobre el nivel del mar. El cielo
estaba algo nublado y nos permitía una magnífica visibilidad, impo-
sible en días de sol brillante. La perfecta serenidad de ese desnudo
LA ESTANCIA VIAMONTE

altiplano estaba en armonía con nuestro estado de ánimo, de modo


que ahí nos detuvimos.
Hacia el Este una gran mole rocosa se levantaba a doscientos cua-
renta metros por encima de nosotros. Hacia el Norte y el Oeste, picos
más altos todavía, cubiertos de nieve, cerraban el horizonte. Hacia el
Sur se extendía un maravilloso panorama.
Mi madre abandonó su litera y le ofrecí mi brazo. Caminamos con
Alicia a lo largo de una prominencia rocosa, ha ta que los tres nos
detuvimos, y muy juntos y en silencio contemplamos el paisaje.
La llama de los grandes páramos, con sus innumerables lagos y
sus juncales amari los, era quebrada en mucho lugares por grupos
de roca, como No T1Ip, Flat Top y la montaña Harberton, todos cu·
biertos de bosques hasta cierta altura. Más lejos, las ciénagas cedían
el lugar a colinas cubiertas de vegetación, detrás de las cuales aso·
maban las costas irregulares del canal de Beagle y sus islas dispersas .
. Con qué placer debió acoger mi madre la protección de esas islas
y qué hermosas debieron parecerle cuando, casi cuarenta años atrás,
las vió por primera vez, con su hijita María en brazos y al lado de
mi padre, sobre la cubierta del Allell Gardiner, el pequeño barco
de la Misión que había surcado esas aguas rodeadas de tierra!
Hacia el Sudeste, a cuarenta kilómetros de distancia, se distinguía
claramente, en la protegida ensenada de Banner, la isla de Picton;
en esa caleta, en el año 1871, vió mi madre la primera familia de
yaganes en estado natural, remando, en una canoa de corteza de árbol,
al costado del barco. Era la misma ensenada de Banner, donde sesenta
años antes el capitán Allen Gardiner y sus heroicos compañeros habían
esperado en vano un barco de socorro, barco que llegó demasiado
tarde para poder salvar siquiera a alguno de ellos.
Más allá de Picton se halla la isla ueva y frente a nosotros, a
través del canal de Beagle, la de avarino. Esta isla, con sus bosques
y sus picos coronados de nieve, no hubiera cerrado el horizonte, a
no mediar un ancho valle con un gran lago al fondo, que quizás en
épocas remotas dividía la isla en dos.
A través de este valle podíamos ver la inmensa extensión del
océano del Sur, y, azul en la lejanía el de alado grupo \'V'ollast n,
cuyo último pico sur es el cabo de Hornos.
En esa tierra sJlvaje, tranquila, yerma, desolada, no exenta sin em-
bargo de belleza, que teníamos ante nuestros ojos, mi madre había
pasado la mayor parte de su existencia. Había organizado "Reunio-
nes de Madres" con las mujeres yaganas, enseñando a cientos de
ellas a tejer y a ejecutar otras labore domésticas, confortado a indí-
520 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA

genas moribundos y a niños doloridos, y educado a sus seis hijos,


cinco de los cuales habían nacido allí, lejos de las comodidades y
de la seguridad de los medios civilizados. Había cuidado y alentado
a un hombre muy enfermo, y más tarde llorado su muerte como fiel
esposa, y proseguido su obra, redoblando, si tal cosa hubiera sido
posible, sus esfuerzos por conseguir el bienestar de sus hijos.
Demasiado sabía ella que contemplaba por última vez esa tierra
del Sur que todos amábamos tanto; la cálida presión de su brazo
sobre el mío me decía que añoraba ese otro brazo en el que se había
apoyado con tanta confianza durante los felices y fecundos años del
pasado.
Era duro alejarse de este panorama; al fin me vi obligado a inte-
rrumpir su ensueño, el aire se tornaba frío, amenazaba lluvia, y nues-
tra meta estaba aún distante. Retomamos la litera, cruzamos un gran
ventisquero que bajaba por una abrupta pendiente de pizarra, y des-
pués de salvar casi un kilómetro de tierra pantanosa, llegamos a la
orilla del bosque.
La entrada de nuestro camino, de un metro ochenta de ancho, nos
pareció un túnel, y al avanzar por él, a cuatro días de marcha del
nuevo hogar de mi madre y del mundo inconmensurable, sentimos
que íbamos llegando al final de un largo y trabajoso capítulo de
nuestra vida, en que los peligros y ansiedades del comienzo se halla-
b:m ampliamente compensados por el recuerdo de tantos años felices.

FIN
,
INDICE

PREFACIO A LA EDICIÓN INGLESA II

PRÓLOGO 15

l. U S H U AlA

CAPÍTULO 1. El "Beagle" visita la Tierra del Fuego. Jimmy Button, York


Minster y Fuegia Basket realizan un viaje a Inglaterra. Richard Mat-
thews desembarca en Wulaia. Fracasa en su obra y regresa en el
"Beagle". Algunas observaciones sobre el canibalismo 21

CAPÍTULO lI. La desastrosa expedición del Capitán Alten Gardiner. Mi


padre visita la isla Keppel o las Malvinas a la edad de trece años.
La matanza de Wulaia. Mi padre toma a su cargo la Misión hasta la
llegada del nuevo director, el Reverendo Whait H. Stirling. Mi padre
y el señor Stirling realizan su primera visita a la Tierra del Fuego. El
establecimiento en Laiwaia. Se decide organizar un establecimiento
en Ushuaia. Stirling vive solo en Ushuaia durante seis meses. Luego
vuelve a Inglaterra. Llegada de mis padres a las Malvinas. Nacimien-
to de mi hermana María . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 29
CAPíTULO lIl. Llegada de mis padres a Ushuaia. La tierra de los alrede-
dores. Primeras impresiones de mi madre en la Casa Stirling. Sus
compañeros. Sus vecinos los fueguinos. Los alacalufes. Los yaganes.
Algunas observaciones sobre algas marinas. La importancia de los
fuegos. Los pedernales de Tierra del Fuego. Fuego dentro de las
canoas. El origen de Tierra del Fuego. La tribu ona 51
CAPÍTULO IV. Nacimientos de mi hermano Dcspard y mío en Ushuaia.
Yekadahby llega a Ushuaia. El segundo Allen Gardiner. El estableci-
miento queda aislado durante nueve meses. acimientos de mis her-
manos Guillermo, Berta y Alicia. Presentación del señor Whaits.
Aumenta la población en nuestro establecimiento. Construcción de
un camino. El nuevo pueblo. Yekadahby prepara dulces. Las bayas
comestibles de Tierra del Fuego. Indios de poblaciones prehistóri-
cas fueguinas 60
íNDICE

CAPÍTULO V. Días y noches de peligro. Peleas entre aDorígenes. Hatush-


waianjiz es asesinado por Cowilij. Los amigos de Hatushwaianjiz exi-
gen una indemnización. Mi padre es herido con una lanza. A Tom
Post le impiden cometer un crimen. Harrapuwaian concibe un plan
para matar a mi padre. Enrique Lory pelea con desventaja. Ceremo-
nias rituales para dirimir diferencias. Mi padre trata de evitar derra-
mamientos de sangre y mi madre sufre horas de angustia. Usiagu
roba un cuchillo. Meekungaze solicita licor de frambuesas. Fuegia
Basket vuelve a aparecer 68

CAPÍTULO VI. Los yaganes hacen regalos y reciben recompensas por


servicios prestados. El naufragio del "San Rafae!" 80

CAPÍTULO VII. Mi padre cae enfermo. Nuestro viaje a Inglaterra. Des-


pués de quince meses de estada volvemos a Ushuaia. La explosión
de! "Dotterel" en e! puerto de Punta Arenas. El "A1len Gardiner"
es levemente dañado, pero podemos proseguir el viaje hasta nuestro
hogar 84

CAPÍTULO VIII. Disciplina familiar. Aventuras juveniles. Despard recibe


una escopeta. Juego con niños indígenas. Métodos yaganes para pes-
car y para cazar pájaros. El obsequio de Leeloom. Se llevan conejos
a las islas de! canal. Cacería, con perros, de nutrias de mar y gua-
nacos 90

CAPÍTULO IX. Científicos italianos visitan a Ushuaia. Mi padre, Despard


y yo los acompañamos a bordo de su barco, e! "Golden W est".
Naufragio en la bahía Sloggett. Desembarcamos y levantamos nuestras
tiendas de campaña sobre la nieve. Indios onas orientales llegan de
visita. Somos auxiliados por el "Allen Gardiner". La historia de Joe,
e! español. Dos de los indios onas orientales vuelven con nosotros a
Ushuaia. Mi padre intenta cruzar las montañas para internarse en la
tierra de los onas 100

CAPÍTULO X. Científicos franceses llegan a la Isla de Hoste para tomar


fotografías del tránsito de Venus. El doctor Hyades cura enfermos
en Ushuaia y opera sin anestesia. Mis hermanos y yo ayudamos a los
científicos. Yekaifwaianjiz imita a los franceses. Mi padre cae grave-
mente enfermo y es atendido por el doctor Hyades. Se levanta des-
pués de pasar dos días en cama. Náufragos germanos. Aventura en
una barcaza alemana. Obligados a detenernos en Lapa-Yusha, sufro
hambre por primera vez. Robados por los yaganes. Los cazadores
de focas de Diego Ramírez no

CAPÍTULO XI. Por fin la Argentina se interesa por la región austral de su


territorio. Mi padre iza la bandera argentina. Se establece una sub-
ÍNDICE

prefectura. Propagación de una terrible epidemia. Mis hermanos 'j'


yo proveemos de pescado a los impedidos yaganes 120

CAPÍTULO XII. El gobernador Félix Paz. Horas de estudio. Serafín Agui-


rre, nuestro ídolo. Mi padre y yo exploramos la tierra de los alaca-
lufes. Un curioso encuentro cerca de la Isla de Wellington. Los ele-
gantes indios chonos. Extraña coincidencia. Días de ensueño en
Ushuaia 127

CAPÍTULO XIII. Mi padre planea una nueva aventura. Renuncia a su


puesto de Intendente de la Misión. Visita al Presidente Roca en
Buenos Aires y consigue un lote de tierras. Viaja a Inglaterra y
de vuelta trae provisiones para nuestro hogar. Nos trasladamos de
Ushuaia a Harberton 134

JI. HARBER TON

1887 - 1899

CAPÍTULO XIV. Nuestro nuevo hogar en Harberton. Faenamos cerdos.


Veladas hogareñas. Diversos entretenimientos. Llegan libros de In-
glaterra. Patinando en los lagos. Encuentro un pretexto para patinar
los domingos. El "Shepherdess" lleva postes a las Malvinas. Despard
enferma de fiebre tifoidea 14>

CAPÍTULO XV. Mi padre compra ganado vacuno en las Malvinas. El Go-


bernador Paz nos vende caballos. La proeza de Cosmos Espiro y Juan
Fariña. Un viaje tormentoso a bordo del "Berta". Mi padre compra más
ovejas. Las desembarca en la isla de Gable. Zorros fueguinos. Des-
pard y yo construímos un bote 153

CAPÍTULO XVI. María vuelve a Tierra del Fuego. Encuentro con su futuro
marido en la isla de Keppel. Cazamos guanacos. Leyendas contadas
alrededor del fuego en el campamento. El hijo del lobo marino.
Wasana se convierte en ratón. Espíritus de los difuntos. La guardia
del temido Lakoona. La isla flotante. Termina el dominio de las
mujeres. Escribo para la prensa 159

CAPÍTULO XVII. El toro salvaje de la isla de Gable y cómo se lo mata


finalmente. El caso del ganado desaclimatado. Ejemplos que demues-
tran que la vaca es más inteligente que el caballo 169

CAPÍTULO XVIII. La búsqueda de oro en la bahía Sloggett. ¿De qué


manera llegó el oro a Tierra del Fuego? Vendemos carne a los mi-
neros. Despard y WiU vencen a los comerciantes rivales. Tragedia
en la ensenada de Lennox. Se me presenta una aparición y saco pro-
vecho del encuentro 17 5
íNDICE

CAPÍTULO XIX. La casa de Cambaceres. Vigilo al ganado. Casi me atrapa


un toro. Levanto cercos en la montaña No Top. Pierdo nueve kilos
de peso 182

CAPÍTULO XX. Mi padre obtiene autorización para ocupar la isla de Picton.


Will y yo Ca2amos ganado salvaje. Christian Petersen nos prepara el
desayuno antes de hora. Nuestra espléndida choza reducida a cenizas.
Tom sufre un accidente y me acusan de intento de asesinato .... 192

CAPÍTULO XXI. Los aush difaman a los onas. Tenemos noticias de Kaushel,
el asesino. Mis hermanos y yo tratamos de cruzar las montañas.
Nueva tentativa de Despard y mía. Me visitan los onas en Camba-
ceres. Trabo relación con el famoso Kaushel. Amena20 a Bertram.
Así es la juventud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 197

CAPÍTULO XXII. El ona Capelo va a Buenos Aires. Al volver, se entera


de que su mujer ha desaparecido y planea vengarse. La matanza de
los mineros. Capelo viene a Cambaceres. Prosigue luego a Harberton.
Don Lavino Balmaceda da parte a la policía. El fin de Capelo.
Mis hermanos y yo tememos represalias 206

CAPÍTULO XXIII. Kaushel vuelve a Harberton. Tininisk, el curandero y


Kankoat, el bufón. Un doble rapto. Los indios de las montañas
visitan Harberton. Talimeoat, el cazador de pájaros. Los onas disimu-
lan su gratitud. La tintura de yodo resulta una pintura mágica. Un
testimonio no solicitado. Un noviazgo al estilo ona 214

CAPÍTULO XXIV. El bergantín "Phantom". Dan Prewitt llega a Har-


berton. El "Bélgica" encalla cerca de Cambaceres. Trabamos cono-
cimiento con Federico A. Cook, médico y antropólogo, que toma
fotografías de los onas y les retribuye con mezquindad. Mi padre
le muestra su diccionario, y se ofrece para hacerlo imprimir. Me
invita a formar parte de la expedición pero el "Bélgica" zarpa sin mí
hacia las regiones polares 228

CAPÍTULO XXV. En que se presenta a Slim Jim, cuyo nombre ona resulta
impronunciable, y a Minkiyold, el hijo de Kaushel. Con ellos como
guías mis hermanos y yo penetramos, por fin, en tierra ona. Reco-
rremos regiones nunca holladas todavía por blancos. El fallecimiento
de mi padre 234

CAPÍTULO XXVI. Mis hermanos y yo quedamos solos. Los perros de Kiyo-


timink traen hidrofobia a la Tierra del Fuego. Kiyotimink muere
de esa enfermedad. Kaushel cae enfermo de un tumor y atribuye sus
infortunios a un poder maligno. El doctor Cook vuelve a Harberton
y se lleva el diccionario Yagán 24 1
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CAPÍTULO XXVII. Una larga y penosa persecución. Cruzo la isla con siete
compañeros onas. El prudente avance de Puppup. Llegamos a Naj-
mishk y proseguimos hasta Río Fuego. Un sargento de policía nos
recibe amablemente. Mi primera afeitada. No encuentro a McInch en
Río Grande. Regresamos a Harberton. El conocimiento del bosque
de los onas. Shaiyutlh siembra el pánico y es motivo de burla. Llego
felizmente al hogar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 24 6

CAPÍTULO XXVIII. Kankoat realiza una hazaña. Me vengo de él. Min-


kiyolh, el hijo de Kaushel, se vuelve loco. Estudio magia bajo la
tutela de Tininisk y Otrhsh05lh. No me decido a hacerme curan-
dero 260

CAPÍTULO XXIX. Desavenencias entre los onas y los pobladores del norte.
La Misión Salesiana. Hektliohlh, el águila enjaulada, muere en cau-
tiverio. Paloa desafía a la policía. Un grupo de onas es asesinado
por McInch y sus compañeros. Kilkoat planea la venganza. Kiyoh-
nishah roba algunas ovejas y me coloca en un posición difícil. Ahnikin
y Halimink me prestan ayuda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 26 9

III. EL e A M 1N o A N A J M 1S H K

1900 - 1902

CAPÍTULO XXX. Los onas nos invitan a VIVIr en su país. Mis hermanos
no desean aceptar, pues ambos están por casarse. En busca de aven-
turas, yo decido iniciar una colonia en Najmishk y comienzo a abrir
un camino a dicho lugar. Minkiyolh vuelve a ser un peligro. Nos
visita Houshken, el Joan de Hyewhin, quien demuestra su magia.
Se le muestran brujerías del hombre blanco 28r

CAPÍTULO XXXI. Proseguimos la construcción del camino. La guarida


de un guanaco. Explicación de una leyenda. Kewanpe exterioriza su
gratitud en forma encantadora. El crimen de Halimink y Ahnikin.
La actitud de los onas ante un asesinato. Tininisk, Otrhshoalh y
Te-ilh se sienten más seguros 294

CAPÍTULO XXXII. Halimink y Ahnikin piden más municiones. El esquivo


Te-ilh. Sus motivos para evitar los hombres blancos. Al llegar la
primavera reanudamos el trabajo en el camino. La honestidad de los
onas. Nuestro campamento es visitado por Kiyohnishah quien se siente
justamente indignado 303

CAPÍTULO XXXIII. Heuhupen nos envía lluvia y nosotros la desafiamos.


Salimos con Halimink en persecución de su mujer. Métodos onas para
dar la bienvenida a los cazadores demorados. Algunas consideracio-
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nes sobre antorchas fueguinas. Halimink, Chalshoat y yo intentamos


vadear el río Varela ..... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 3 08

CAPÍTULO )L'{XIV. La ballena encallada en el cabo San Pablo. Los afi-


cionados a la carne de ballena son atacados por los hombres del norte
y se produce una gran matanza. El asesinato de Te-Ilh. La venganza
de Shishkolh. Un torneo de luchas entre el sur y el norte. Los onas
respetan las leyes del juego. Mi lucha con Chashkil. Peleamos hasta
que Chashkil siente sueño 3 20

CAPÍTULO XXXV. Se termina el camino. Convictos escapados. Kaichin,


hijo de Talimeoat, deja admirado a su excelencia el Gobernador.
Aneki, e! zurdo, realiza una milagrosa hazaña. El insuperable cono-
cimiento que tienen los onas del bosque. Talimeoat caza corvejones.
Ceno con él en la colina de Tijnolsh. Talimeoat suspira 332

CAPÍTULO XXXVI. Despard trae su novia a Harberton. María se va a


vivir al Olaco Paraguayo. Visito a Buenos Aires y me asusta e! trán-
sito. Mi abogado argentino se cree obligado a buscarme una compa-
ñera. Muy satisfecho, regreso a Tierra del Fuego para continuar mi
vida al lado de los indios onas 34)

IV. UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS O AS

CAPÍTULO XXXVII. Comienzo una estancia en Najmishk. La llamo Via-


monte. Utilizamos e! sendero para transportar herramientas y pro-
visiones. Construimos una choza y cercamos la tierra. No tomo en
cuenta e! consejo de McInch. Ahnikin y yo quedamos sitiados por
una tormenta de nieve y pasamos la noche en vela 355

CAPÍTuLO XXXVIII. La primera esquila en Najmishk. Lucho con Chor-


che. Kiyohnishah y su grupo vuelven a Harberton. Algunos relatos
sobre costumbres onas. Diversas formas de obtener dos esposas. Niños
onas. Halimink controla su natural curiosidad. Comportamiento correc-
to entre suegro y yerno. Los onas lloran a sus muertos. Un entierro
ona. Pinturas y tatuajes. Vestimentas indígenas. La corrección de las
mujeres onas. Kewanpe se sobrepone a su modestia. El médico de la
familia. Una cura de lumbago. Arcos y flechas de los onas. Antiguos
y modernos pedernales. El código de honor de los cazadores. Cómo
cazan un guanaco los onas. Inesperada derrota del terrible Tigre.
Hábitos descorteses del guanaco. El Dr. Holmberg es defraudado 365

CAPÍTULO XXXIX. Koiyot se convierte en mi tío adoptivo. La delin-


cuencia de Contreras. La terrible matanza cerca de! lago Hyewhin.
El bravo Kautempklh atrapa nuevamente a su hombre. Darío Pereira
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revela coraje. Contreras encuentra que ha hecho un mal negocio.


Aventajo en pericia a Halimink y Ahnikin 39 2

CAPÍTULO XL. Gran desasosiego en la tierra de los onas. Ahnikin viene


a reclamar una segunda esposa y yo se la niego. Viajo de nuevo a
Buenos Aires. A mi vuelta me previenen que se atenta contra mi
vida. Busco a Halimink y Ahnikin y trastorno sus planes .... 400

CAPÍTULO XLI. "Jelj", el rito de paz 40 9

CAPÍTULO XLII. Los espíritus onas de los bosques: "Mehn, YOhSl y


Hahshi". Oigo hablar de otros monstruos. Ingreso como novicio en
la Logia de los onas. Los orígenes de la Sociedad Secreta. Seres
de las sombras. Las convenciones del "Hain". Veo a Halpen, la mujer
de las nubes, y a Hachai, el hombre con cuernos. Short inicia a los
novicios. K-Wamen conoce el gran secreto. Los deberes de un Klok-
ten. La cura milagrosa de Halimink. Representaciones rituales de los
hombres y mujeres onas. Con el avance de la civilización los secretos
del "Hain" quedan en descubierto. Algunas observaciones referentes
a relatos de viajeros 415

CAPÍTULO XLIII. La historia de Jack, el primer novicio blanco del


"Hain". Relatos junto al fuego. Kwonyipe hace bajar al Sol y a la
Luna. Kwonyipe mata a Chashkilchesh, el gigante. Astrología ona.
Oklholh, se transforma en el pato de la cascada. Algunas observa·
ciones sobre el pato a vapor. Kwaweishen se transforma en buitre
crestado y Kiayeshk en cormorán negro. Cómo consiguió el petirrojo
su pecho colorado. La horrible desventura de los hermosos hermanos.
Shahmanink se queja y es transformado en el matador de ballena.
La cabeza del mago. Kohlah, el único objeto de culto de los onas.
Kwonyipe hace del guanaco un animal salvaje. La historia de los
cuatro vientos. Shai construye un camino. Leyendas de animales que
no se encuentran en la Tierra del Fuego. Los orígenes de los onas
y de los aush. Kamshoat se regocija 440

CAPÍTULO XLIV. Animales fueguinos y la vida de los pájaro. Taiimeoat


encuentra huevos. ¿Cómo llegan los patitos al agua? Yoshyolpe caza
una lechuza. Los onas acechan a los gansos. La astucia del zorro. Se
sigue comentando al Tucu-Tucu. Aventajo a lo onas en su espe-
cialidad y proporciono una comida a Shishkolh 456

CAPÍTuLO XLV. Mejoras en Najmishk. Viajo a Buenos Aires y trato de


establecer nuestros derechos sobre la tierra. Conozco al señor Ronaldo
Tidblom y cuento con un nuevo amigo. El agrimensor del Gobierno
admite su fracaso y yo continúo su obra. Alentado por el éxito,
acepto otra tarea de agrimensor, con la cual sólo gano experiencia
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acerca de la conducta de los jóvenes elegantes de la ciudad. El Padre


Juan Zenoni visita a Viamonte y bautiza a los niños onas .... 465

CAPÍTULO XLVI. El naufragio del "Glen Cairn". Halimink salva la vida


a la tripulación y quiere secuestrar a una dama para mí. Recibo a
numerosos huéspedes en Viamonte. Un recuerdo del Paraguay. El
capitán Nichol desafía a beber a McInch. El resto de la tripulación
del barco zarpa para Inglaterra, pero el camarero y su esposa se
quedan. Los llevo a Harberton. Interesante consecuencia de una au-
dición de la B. B. C. 472

V. LA EST AN e 1A V 1AM o N T E

CAPÍTULO XLVII. Nuestros derechos sobre la tierra de Najmishk quedan


establecidos y planeamos disposiciones para un nuevo establecimiento.
Miembros de la familia se mudan de Harberton a Viamonte. El leal
Halimink casi comete un exceso. Nuestro nuevo aserradero llega de
Inglaterra y lo instalamos. Proseguimos nuestros trabajos en la estan-
cia Viamonte. El meteoro 485

CAPÍTULO XLVIII. La estancia Viamonte. Los onas aprenden el valor del


dinero. Las dos cartas de Martín. Rodeo de ovejas. Un perro con
ideas propias. La inteligencia de la mula. El señor López Sánchez
utiliza nuestro sendero. Un caballo intenta suicidarse 492

CAPÍTULO XLIX. Pedro Barrientos salda sus cuentas. La historia de Aré-


valo 503

CAPÍTULO L. El campeón de los esquiladores. Metet, hijo de Aneki,


vence a tod~s !os competidores. El fin de Ahnikin. Minkiyolh sale
a cazar por últuna vez 5I I

CAPÍTULO LI. La litera 515


ESTE LIBRO
SE ACABÓ DE IMPRIMffi
E BUE OS AIRES
EL 25 DE ABRIL DE 1952,
EN LOS TALLERES DE LA
COMPAÑÍA IMPRESORA
ARGENTINA, S. A.,
ALSlNA 2049.

EMECÉ EDITORES, S. A.
SAN MARTÍN 427 - BUENOS AIRES

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