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OCÉANO ATLÁNTICO
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DE OBRAS CONTEMPORANEAS
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
E. LUCAS BRIDGES
EL ÚLTIMO
CONFÍN DE LA
TIERRA
EM Ee E E D 1T o R E S, S. A.
Título del original inglés:
UTIERMOST PART OP THE EARTH
Traducción de
ELENA CRUZ DE SCHWELM
TENNYSON.
PREFACIO
A LA EDICIÓN INGLESA
*
Al año siguiente, en 1946, llevé mi manuscrito a Londres, y los
conocidos publicistas i11gleses Hodder and Stoughton, de esa ciudad, se
interesaron vivamente en mi relato. Encontraron, sin embargo, que
en mi obra faltaba cohesión, y que, igual a J1I tierra de origen, estaha
entrecruzada por barrancas escarpadas, dificultada por enmarañadas
malezas y pantanos.
MI'. Clifford Witting, uno de sus asesores literarios, también apro-
bó la obra; aseguró que los obstáculos podían ser franqueados y
que debería abrirse un claro sendero, en medio de esta maleza, a fin
de que aun un extraño pudiese avanzar por él.
Mi gran preocupación era que el valor histórico de mi relato no
r~sulta:e alterado, y que el libro en J1I totalidad fuese mi propia
hrstorra, relatada a mi modo; accedí a esa revisión, ttnicamente con
la co~dición de que si yo fuese llamado al otro mundo antes de que
termrnaran con ella, el resto que quedara sin I'evisar debería ser pu-
blrcado tal cual yo lo había escrito.
Me complace manifestar que me ha sido dado revisar mi obra
hasta su completo final, y estoy convencido de que el libro, tal Ctlal
lo presento ah(Jfa, es mejor; J1I lectura resultará más amena, más fácil
para aquellos que no conocen este pueblo y esta tierra de los Ctlales
me OCtlpo.
PREFACIO
E. LUCAS BRIDGES.
J.
otros, que hemos vivido largos años en contact~ diar~~ con l~s ~bo
rígenes. sólo podemos explicarnos esta burda equlvocaClon del slgwen-
te modo: suponemos que York Minster y Jimmy Button, al ser inte-
rrogados, no se preocupaban lo ~~ mínimo en co~testar la verdad;
sólo les importaba dar la contestaCl.on. que l~s ,FareCla q~e s: espera-
ba de ellos. Al principio, su conOCImIento 11ffiltado del Ingles no les
permitía dar explicaciones, ~ bie~ se sabe, qU 7 e~ mucho m~~ fácil
contestar sí que no. Los test1ffiomos que se atrIbUlan a estos Jovenes
y a la pequeña Fuegia Basket no eran más que respuestas afirmativas
a las sugestiones de quienes los interrogaban. Así, es fácil imaginar
su sorpresa, por ejemplo, ante preguntas tan ridículas como ésta:
-¿Matan ustedes hombres y se los comen después?
Pero cuando, al repetírseles la pregunta, captaban al fin su significa-
do y comprendían la contestación que se esperaba de ellos, no hay
duda de que asentían.
Y al proseguir con las preguntas:
-¿Qué clase de gente comen ustedes?
Ninguna respuesta.
-¿Comen ustedes gente mala?
-Sí.
-¿Qué hacen cuando no hay gente mala?
Ninguna respuesta.
-¿Se comen ustedes a sus ancianas?
-Sí.
Una vez empezado este juego y habiendo mejorado sus conoci-
mientos del inglés, es fácil imaginar el placer que sentirían estos mu-
chachos irresponsables al ver el crédito que merecían sus patrañas.
Alentados por Ilos oyentes, que tomaban nota de estos relatos, los
fueguinos siguieron inventando. Nos han contado que describían con
lujo de detalles cómo se comían a sus enemigos muertos en el campo
de batalla, y cómo llegaban a devorar a las ancianas a falta de otras
víctimas. Cuando se les preguntaba si comían a los perros cuando
tenían hambre contestaban negativamente, pues los perros eran útiles
para cazar nutrias, mientras que las ancianas no servían para nada.
Según ellos se mantenía a las ancianas en un humo espeso, hasta que
morían asfixiadas. Aseguraban que de esa manera la carne era muy
sabrosa.
Una vez aceptadas estas deliciosas ficciones, ningún intento de ne-
gativa podría ya desvanecerlas, pues sería atribuído a una creciente
::pugnancia a con~esar los horrores en otro tiempo admitidos. Los
Jovenes relatores dIeron rienda suelta a su imaginación, rivalizando
USHUAIA 27
1 Los yaganes tenían por lo menos cinco palabras para el vocablo "nieve"; para
"play~" t~nían más aún; la elección del vocablo dependía de varios factores, ya sea
la ublCaclón de la playa con relación al que hablaba, o al hecho de haber tierra
o agua entre el mismo y la playa o la orientación de ésta. Las mismas palabras va-
riaban de significado de acuerdo al sitio; así, una palabra empleada estando en una
car:oa tenía distinto significado que cuando se pronunciaba para describir el mismo
obJe:o e~tando la persona en tierra. Otras variantes se introdujeron de acuerdo a
la dIrecCión del compás del interlocutor y según éste estuviera en tierra o sobre el
agua. Pa.ra ;xpresar relaciones de familia, a veces tan distintas que en idioma inglés
se necesItarla toda. una frase para explicarlas, los yaganes tenían por lo menos cin-
~uenta palabras diÍerentes, cada una destacando alguna particularidad y a menudo
ImplICando parentesco. Entre las distintas acepciones del verbo ··picar" tenían un
solo vocablo que expresaba "encontrarse sorpresivamente con una substancia dura al
comer algo blando", ej.: una perla en la ostra.
28 EL ÓLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
DIG BELOW
GO TO SPANIARD HARBOUR
MARCH
18 5 1 •
3
Como no se intentó por segunda vez establecer contacto con los
fueguinos, el comité de Inglaterra pensó, muy acertadamente, que se
estaba perdiendo el tiempo y llamó al barco de vuelta. Era indudable
que para realizar una labor provechosa había que encontrar un jefe
resuelto e indómito; el canónigo Despard se ofreció voluntariamente
para hacerse cargo de la empresa. No se perdió tiempo. En 1856,
Despard abandonó a Inglaterra en el Allen Gardiner con su mujer
y sus hijos, incluyendo a mi padre, entonces un muchacho de trece años.
La segunda expedición del Allen Gardiner, bajo la acertada direc-
ción de Despard, tuvo mucho más éxito que la primera. No tardaron
los yaganes en rendirse a estas pruebas de amistad, y pronto algunos
de ellos se convencieron de que debían arriesgarse a hacer un viaje
a la isla de Keppel con los hombres blancos. Después de cuatro años
de amistoso intercambio muchos de los indígenas habían aprendido
inglés y los blancos adquirieron conocimientos superficiales del idioma
yagán. Mi padre, con la ventaja de sus pocos años, su buen oído y su
entusiasmo, pronto fué el mejor conocedor de la lengua nativa y
continuamente era llamado a actuar como intérprete de uno y otro lado.
Así se llevaron a la práctica los preliminares del plan de Allen
Gardiner. Su punto culm.inante era, la fundación de una misión en la
Tierra del Fuego. En octubre de 1859, cuando ya parecían seguras
las relaciones am,istosas con los yaganes se decidió que había llegado
el momento de acometer la obra. El Allen Gardiner fué cargado con
todo el equipo y provisiones necesarias. El capitán Fell, de Bristol, re-
emplazaba al capitán Parker Snow en este segundo viaje; lo acompaña-
ba el catequista Felipe Garland. No se embarcaron ni el señor Despard
ni mi padre. Esta negativa causó gran desazón a mi padre, pero se
decidió que era más conveniente para él quedarse en la isla de Keppel
y proseguir sus estudios. Viajaban, además, en el barco tres familias
yaganas que volvían a la Tierra del Fuego después de diez meses de
permanencia en el campamento Keppel. Uno de sus componentes,
llamado Schwaiamugunjiz había sido bautizado en Keppel; su nombre
se había acortado quedando en Schweymuggins, y con el tiempo
convertido en Squire Muggins.
El Allen Gardiner levó anclas. Pasaron los meses sin tener noticias
de él, y los que habían quedado en Keppel esperaban con renovada
ansiedad la vuelta del barco. Transcurridos cinco meses, Despard,
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA
5
La casita de madera construida para la nueva Misión fué embarcada
en las Malvinas con rumbo a Ushuaia, en cuya playa fué levantada.
Medía aproximadamente seis metros por tres y estaba dividida en
tres habitaciones. El 14 de enero de 1869 el señor Stirling fué des-
embarcado allí, y el Allen Gardiner zarpó nuevamente para las Mal-
vinas, dejándolo solo con los indios. Contaba para su empresa con
dos compañeros: Jack, el joven yagán que había estado con él en
Inglaterra, y la nueva mujer que éste había conseguido. Jack había
tenido ciertas dificultades en Laiwaia y decidió irse a Ushuaia. Stirling
ocupó en la casa una de las habitaciones, Jack y su mujer otra, y la
restante fué utilizada como cocina.
Al mes siguiente volvió el Al/en Gardiner. El 13 de febrero Stirling
escribe a sus hijos:
"He vislumbrado el Allen Gardiner, i qué gran emoción, casi se me
han salido los ojos y mi corazón ha palpitado de alegría!" Debió de
sentir la soledad. Prosigue su carta relatando que a la llegada del
barco uno de los yaganes que formaba parte de la tripulación le dijo:
-Estoy muy contento, creí que mis compañeros lo matarían, pero
veo que su casa está rodeada de chozas.
"Se entiende, escribe Stirling, chozas de indios que son amigos
de verdad."
Stirling permaneció en Ushuaia más de seis meses. "Vivió entre los
indios, como más adelante dijera mi padre, en una paz relativa, instru-
yéndoles diariamente y enseñándoles diversas tareas." En el transcurso
6
Al llegar mi padre a Inglaterra fué ordenado diácono por el obispo
de Londres. Antes de reanudar sus tareas en el otro extremo de la
tierra, pronunció conferencias en varias ciudades sobre la Tierra del
Fuego y sus habitantes. En Bristol conoció a María Varder, una de
las hijas de don Esteban Varder, de Harberton. El 7 de agosto de 1869
se casaron en la iglesia de ese pueblo, situado al sur de Devon; dos
días después se alejaban de Inglaterra a bordo del Onega. A pesar
del buen tiempo reinante, mi madre sufrió de mareo durante todo el
viaje. Llegaron a Río de Janeiro el miércoles 1 9 de septiembre y allí
vieron por primera ve:z trabajar a esclavos, como 10 anota mi padre
en su diario: "es realmente un doloroso espectáculo".
Tres días después se embarcaron en el Amo, un barco de paletas
que hacía la carrera entre Río de Janeiro y el Río de la Plata. Con
tiempo borrascoso el mareo fué general. "Mi querida María, escribe
mi padre, estuvo muy enferma" . .. "El movimiento de las paletas es
mucho más desagradable que el de una hélice."
El 9 de septiembre arribaron al Río de la Plata y desembarcaron
en Montevideo. El día 18 llegaba Stirling a bordo del Lo/m, de paso
para Inglaterra. Dió a mi padre informes muy satisfactorios sobre el
nuevo establecimiento de Ushuaia. Mis padres quedaron en Montevi·
deo hasta el 24 de septiembre, día en que se embarcaron a bordo del
Normcmby. Era un barco de carga de guano tripulado principalmente
por negros americanos. Su patrón, el capitán Mackintosh, muy ama·
blemente les ofreció su propio camarote para hacer el viaje hasta las
Malvinas. El 5 de octubre llegaron a puerto William; desde allí un
cúter los llevó a Puerto Stanley, que entonces era una pequeña aldea.
En Stanley mi padre compró las provisiones necesarias antes de
continuar su viaje a la isla de Keppel. Este viaje duró tres días y lo
hicieron a bordo de la goleta Selton, cuyo dueño, el señor Dean, puso
la embarcación a disposición de mis padres, sin cargo alguno.
El grupo entonces residente en Keppel lo formaban: Guillermo
Bartlett, su señora y sus hijos, Phillips, Jacobo Resyck, y tres jóvenes
yaganes llamados Schinfcunjiz 1, Gyammamowl y Cushinjiz. Bartlett
1 Muchos nombres yaganes terminan con "jiz", que de por sí no tiene significa.
do; como afijo significa nacido e'l.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
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era un trabajador infatigable; él y su esposa habían venido de Ingla-
terra junto con Despard y mi padre. Desde su llegada a la isla de
Keppel, en 1856, había cultivado una huerta y cuidado ganado lanar
y vacuno. Phillips, un chacarero cojo y que había perdido además
dos dedos de la mano derecha, lo secundaba en sus tareas. Jacobo
Resyck, un hombre de color, se ocupaba de la vida espiritu3Jl de la
comunidad y daba lecciones a los tres muchachos yaganes y a los hijos
de Bartlett; era un ferviente cristiano, aunque por su aspecto taciturno
daba la impresión de ser sordo o simplemente indiferente.
A su llegada a Keppel mis padres no encontraron a Bartlett. :f:ste,
ignorando que ellos debían llegar tan pronto, se había ausentado una
semana antes a bordo del Al/en Gardiner para vigilar las huertas de
los aborígenes en Ushuaia. Mi madre fué presentada a todo el grupo
incluyendo a Schifcunjiz, Gyammamowl y Cushinjiz, limpios y muy
decentemente vestidos. Cushinjiz, más adelante conocido por Jaime,
pertenecía al extremo este del canal de Beagle; volveré a ocuparme
de él en mi relato. Estos tres muchachos preparaban ellos mismos sus
comidas y vivían en la misma casita que en otros tiempos ocupó
mi padre en compañía de otros indios, con el propósjto de aprender
su idioma.
En el diario de mi padre encontramos referencias a la tarea que
incumbía a las dos mujeres; cinco días después de la llegada de mis
padres se ocuparon en arreglar la casa y atender las necesidades de
los hombres, rruentras éstos trabajaban en la huerta, donde "empiezan
a despuntar las verduras y las primaveras y los narcisos están en
plena floración". Mi padre y Resyck se ocuparon, durante unos días,
en instruir a los niños y a los indios.
Escribe, el sábado 17 de octubre de 1869: "Tiempo agradable,
calmo y lurrunoso. Estamos pasando una temporada muy feliz y tran-
quila. Llevé a mi querida María a nuestro cementerio, y le di pormeno-
res sobre cada una de las personas allí enterradas."
Otra tarea de mi padre fué hacer el inventario de las mercaderías
del establecirruento pertenecientes a la Misión. Tenía, además, otras
ocupaciones. Con una red habían cogido todo el pescado que pudiesen
necesitar. Además, rrus padres, acompañados por uno o dos de los
indios y con una yunta de caballos de tiro, se dirigían al lugar de
reunión de los pingüinos llevando canastos para recoger huevos.
Durante varias horas trabajaban afanosamente y a la tarde regresa-
ban c~n una re~olección de 800 a 1600 huevos. Luego de apartar
una CIerta cantIdad para las necesidades de la casa envasaban el
resto en barriles y cajones con el propósito de embarcarlos después
USHUAIA
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en el Al/en Gardiner, rumbo a la Tierra del Fuego. Los huevos de
pingüino eran un regalo muy apreciado por los indios; antaño éstos
los habían comido en tales cantidades que en ese entonces esas aves
escaseaban. En las Malvinas, donde no vivían aborígenes, los pingüi-
nos habían seguido reproduciéndose sin inconvenientes. Estos huevos
se conservan en tan buen estado, que en una oportunidad, comí dos de
ellos, fritos, sin advertir que uno era fresco de pocos días y el otro
tenía más de un año.
Una de las principales ocupaciones en la isla de Keppel era cortar,
secar y almacenar la turba, único combustible del lugar. Es de interés
consignar que estas áridas islas, azotadas por los vientos, proporcio-
nan ese elemento con la misma generosidad con que prodigan el
pescado y las aves marinas.
El 14 de noviembre volvió Bartlett de la Tierra del Fuego en el
Al/en Gardiner, que traía como pasajeros a dos jóvenes parejas de
yaganes. Durante el viaje habían sufrido un temporal; el botalón del
mayor se había quebrado, el mastelero arrastrado y el piloto severa-
mente dañado. Bartlett, muy satisfecho de los progresos realizados en
Ushuaia, informó que una gran superficie de tierra había sido cercada,
cavada y sembrada. Bajo su dirección los yaganes habían sembrado
cerca de media hectárea de papas. La gran mayoría de ellos habían
adquirido la práctica en la isla de Keppel.
El Al/en Gardiner quedó algunos días en Keppel; luego zarpó
para Puerto Stanley, llevando a mi padre, quien viajaba por negocios
y para recibir además a los recién llegados Juan Lawrence y Santiago
Lewis, con sus respectivas esposas. El matrimonio Lewis traía consigo
a su hijo Guilllermito. Mi padre había conocido el año anterior en
Inglaterra a los hombres. Lawrence era práctico en trabajos de huerta
y Lewis carpintero de oficio. El comité había pensado muy acertada-
mente que ellos serían muy eficaces para enseñar a los aborígenes
los métodos de la vida civilizada y convertirlos al cristianismo; esta
elección había contado con la aprobación de mi padre. :este llegó a
Puerto Stanley a tiempo para saludar a sus dos nuevos asistentes y a
sus esposas; luego todos regresaron a Keppel a bordo de la goleta de
la Misión.
Los aborígenes suelen ser buenos imitadores. Mi padre relata en
su diario que a una de las parejas de yaganes recién llegadas, Quie-
senasan y su mujer Cushinjizkeepa 1, se les "veía a menudo caminar
tomados del brazo, i daba gusto verlos!". Bien sé yo de quién apren-
•
#
CAPITULO III
LLEGADA DE MIS PADRES A USHUAIA. LA TIERRA DE LOS ALREDEDORES.
PRIMERAS IMPRESIONES DE MI MADRE EN LA CASA STIRLlNG. SUS
COMPAÑEROS. SUS VECINOS LOS FUEGUINOS. LOS ALACALUFES. LOS
YAGANES. ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE ALGAS MARINAS. LA IM-
PORTANCIA DE LOS FUEGOS. LOS PEDERNALES DE TIERRA DEL FUEGO.
FUEGO DENTRO DE LAS CANOAS. EL ORIGEN DE TIERRA DEL FUEGO.
LA TRIBU ONA.
Oeste esta cadena es más alta y desolada que en el Este; su pico más
alto, el monte Darwin, se eleva a más de dos mil metros. Aquí,
muchos de los ventisqueros bajan hasta el mar, tanto en invierno
como en verano, y los barcos que pasan por el canal a veces ven
dificultada su navegación a causa de estas masas de hielo. Hacia el
Este las montañas son más bajas y en el cabo San Diego parecen
sumergirse en el estrecho de Lemaire, para pronto reaparecer en for-
ma de un amenazante grupo de rocas agrietadas llamado la isla de
los Estados, antes de hundirse definitivamente en el océano Atlántico.
pre estaba alegre, y con un malicioso guiño nos daba a entender que
nos comprendía, y que en la lucha contra la irritante tiranía de los
mayores simpatizaba con nosotros. .
A pesar de sus pequeñas dimensiones el nuevo Allen Gardmer
era muy marinero. Hizo una buena travesía en su largo viaje al Sur.
Parece ser que al cruzarse con grandes barcos los marineros dirigían
a gritos comentarios irónicos al hermoso barquito, tales como:
-¿Te ha dado permiso tu mamá para salir?
Estoy seguro de que el capitán Willis, y su segundo el tuerto
Carlos Gibbert no habrán sido lerdos en contestar en forma apropiada.
Este cambio de barcos fué causa de que el establecimiento de
Ushuaia quedase aislado del mundo por un período más largo que
nunca. En otras oportunidades habían transcurrido cinco, seis y hasta
siete meses; esta vez pasaron nueve. Mi padre, previó la demora pero,
no queriendo incurrir en el gasto de fletar especialmente un barco,
dió instrucciones al capitán del primer Allen Gardiner, antes de que
éste zarpara de Ushuaia en su último viaje en su carácter de barco
de la Misión, que aun en el caso de que el velero fuese detenido
a su llegada a las Malvinas, ningún otro barco debería ser fletado a
Ushuaia antes de diez meses.
Pasó el tiempo. El 19 de marzo de 1875, nueve meses después
de la partida de la goleta, escribe mi padre en su diario:
"A las 5 de la madrugada del día 15 fuimos conmovidos con la
noticia de que un barco estaba a la vista. Día a día durante las últi-
mas cinco semanas habíamos esperado al nuevo Al/en Gardiner. Al-
gunos de nosotros comenzábamos ya a inquietarnos por su suerte.
No hemos sufrido contratiempos ni necesidades durante este largo
período, aunque han transcurrido nueve meses desde la salida del
Gardiner . .. "
Pero el barco avistado en el horizonte no era el pesquero del mar
del Norte; era el Le/icia, el antiguo, el original Al/en Gardiner. La
buena gente de las Malvinas, preocupada porque el velero no llegaba
y temiendo por la suerte de sus amigos de Ushuaia, había desobedecido
las órdenes de mi padre y había enviado la goleta en nuestra ayuda.
Quizás haya sido mejor así; nueve meses es un largo plazo.
El velero llegó por fin a las Malvinas y comenzó a hacer viajes re-
gulares entre estas islas y Ushuaia, bajo el mando del valeroso capitán
Willis. Durante veinte años consecutivos este eficaz y alegre marino
cumplió con su deber al mantener en contacto el establecimiento de
blancos de la Tierra del Fuego con el mundo exterior.
USHUAIA
"lIlillas )' mlilas de costa sin playas", Cortesía del co:'onei Charles \Xfdlingtnn
Furlong, U, ,A.
Mi padre a los veinticinco años de edad.
USHUAIA 6s
En la época de la cosecha de fruta Yekadahby estaba muy atareada
haciendo dulces. Lo que no servía para hacer mermeladas se utilizaba
para prepar.ar sabrosos e~curtidos que duraban todo el largo invier-
no y la pnmavera, estaCiones en que la huerta no producía nada.
Además de la fruta cultivada, ella conseguía bayas silvestres de los
campos de los alrededores. Hay varias clases de bayas comestibles en
la Tierra del Fuego, pero sólo dos variedades llegaban a nuestra mesa.
La que más abunda, la baya espinosa o Berberis buxifolia, llamada
en yagán U1nmh-amaim (tl1nllsh espinosa, amaim baya), la produce
el arbusto espinoso calafate; su sabor es parecido al de la uva aunque
tiene poco jugo y muchas semillas duras. Su tamaño es mayor que
el de la grosella común y su color es azul obscuro. Mi padre la llama-
ba en su diario la baya dulce. Es uno de los cuatro arbustos del gé-
nero Berberis de la Tierra del Fuego.
i Qué placer era para nosotros, cuando niños, salir en excursión
con Yekadahby en busca de bayas! Además de comerlas junto al
árbol hasta que nuestras caras quedaban rojas como la grana, cose-
chábamos grandes cantidades para hacer jalea y vino. Nunca olvidaré
lo excelentes que eran aquellos budines de bayas con crema. También
es inolvidable el aroma de sus flores que parecen rosas amarillas en
miniatura.
La otra baya que llegaba a nuestra mesa era la fresa silvestre, que
no debe confundirse con la que se encuentra en gran abundancia en
las regiones andinas de la Patagonía y al sur de Chile. La variedad
fueguina es llamada por los yaganes belacamaim (que quiere decir
baya de lluvia). Abundaban en ciertos lugares, pero sólo por una
corta temporada. Son parecidas a las frambuesas, y los pequeños abul-
tamientos que la recubren hacen que cada fruto parezca a su vez un
racimo de pequeñas bayas. Crecen dentro de la tierra vegetal o el
musgo. Fácilmente pasan inadvertidas, pues uno puede andar por
encima del lecho que las contiene sin verlas. El pequeño tallo donde
crecen forma un ojal, la estrella verde que las protege está general-
mente al nivel del musgo y la fruta escondida debajo. El tallo se in-
clina al desarrollarse la fruta y la flor mira resuelta hacia el sol.
Estas fresas silvestres son deliciosas servidas con azúcar y crema o
comidas al natural recién cogidas de la planta; pero en ese distrito
rara vez se encuentran en cantidad como para hacer mermelada.
Crecen otras bayas silvestres, además de estas dos variedades, como
las grosellas negras silvestres, que tienen rico sabor aunque no es
conveniente abusar de ellas por su poder laxativo. Sus flores tienen
también un delicioso aroma. Uno de estos arbustos, el más grande de
66 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
Estos eran los riesgos de! mar. En tierra también existían peligros.
Las frecuentes peleas entre yaganes empezaban generalmente por
intrigas, maledicencias, celos por mujeres, o por robos de escondidas
provisiones de grasa de ballena. Bastaba que alguien dirigiera una
palabra de enojo a un niño ajeno, para que su padre se sintiera
agraviado por mucho tiempo. Cuando se enfadaban proferían gritos
ante la casa de los contrarios; éstos salían a las puertas de sus chozas
y desde allí contestaban los insultos y las amenazas. Muchas veces los
histéricos actores, en sus accesos de rabia cabriolaban como caballos
pisadores y se pegaban garrotazos. En otras ocasiones los dos grupos
muy excitados enarbolaban palos o tiraban piedras, generalmente sin
hacer puntería, sólo para demostrar a sus contrarios cómo eran de
fuertes y lo irritados que estaban. Una vez el honor satisfecho regre-
saban exhaustos al seno de la familia, donde oirían quizá elogiosos
comentarios sobre la derrota infligida al enemigo.
A veces la lucha se hacía general y volaban piedras y palos. Fre-
cuentemente en estas peleas muchos resultaban heridos, a veces mor-
talmente. Otras veces había ludlas salvajes a puñetazo limpio. Algu-
nos solían tener una piedra tosca no con intención de arrojarla, sino
para golpear con ella. Sucedía también que un salvaje le retorcía el
pescuezo a otro o le quebraba e! espinazo con fatales resultados; en
estos casos, e! vencedor era maltratado por sus propios partidarios,
que sabían por anticipado e! perjuicio que esta acción ocasionaría
a la comurudad.
En un extracto de carta escrita por mi padre poco tiempo después
de la llegada de mi madre a Ushuaia encontramos una buena descrip-
ción de un incidente que nos ilustrará, además, sobre las costumbres
sociales de los yaganes.
todas las piedras se juntaron los dos grupos. Los vengadores, siempre en
actitud amenazante; los otros, listos para defenderse si fuera necesario. Sólo
tres personas fueron levemente heridas y después de un gran tumulto y de
fingido alboroto, todo terminó, con gran alivio de nuestra parte.
"Los vengadores reclamaron airadamente su botín; los otros, especial-
mente Meakol, se vieron obligados, para apaciguarlos, a cederles todo aquello
que codiciaban y de lo que se apoderaban como si les correspondiera por
derecho.
"En lo concerniente a la familia, el asunto estaba terminado, pero Cowilij
estaría expuesto durante años a ser atacado, si se encontraba con algún
pariente cercano del muchacho asesinado, aunque no llegarían al extremo
de atentar contra su vida."
3
A diferencia de los onas que viven detrás de las montañas, los ya-
ganes reprobaban el homicidio, y la palabra wataptNuj (asesino) era
entre ellos considerada un insulto. Un yagán podía matar a su adver-
sario en una pelea pero el asesinato premeditado era poco común. Re-
cuerdo un solo caso de un indio que fué acusado de haber cortado,
mientras cazaban pájaros, una guasca a la que estaba atado su com-
pañero, haciendo que éste se estrellara desde lo alto del acantilado.
Parece que el culpable cometió el crimen para quedarse con la mujer
de la víctima; era un indio excepcionalmente fuerte y por extraña
coincidencia se llamaba Sassan, palabra parecida a la inglesa assa.rsin. 1
1 Asesino.
EL ÚLTIMO CONFfN DE LA TIERRA
Es difícil que una pelea, aun entre los hombres más civilizados,
pueda proseguirse con equidad, y ciertamente la primera pelea que
presencié entre los yaganes no era un ejemplo de corrección.
Recuerdo que siendo niño, en Ushuaia, me encontraba sobre el te-
jado de una dependencia cuando mi atención fué atraída por dos in-
dígenas que disputaban en el camino. Uno de ellos era Lory (bauti-
zado con el nombre de Enrique), un amigo nuestro al que me re-
feriré más adelante. Después de insultarse a gritos, comenzaron a
apalearse. Poco tardó Lory en empezar a sangrar; su adversario había
introducido en su garrote un afilado clavo, que sobresalía bien pun-
tiagudo. Una muchedumbre enardecida los rodeaba. Lory manaba
abundante sangre, su aspecto era lamentable. Entonces apareció mi
padre. Difícilmente un escuadrón de seguridad hubiera apaciguado
más prontamente el alboroto. Ordenó a los dos hombres encolerizados
que cesaran en la lucha, los reprendió con severidad, especialmente
al que había usado el clavo. Y reprochó después a los mirones no
haber intervenido en esta lucha tan desigual, aunque de haberlo
hecho probablemente hubieran sido parciales y la pelea se hubiera
generalizado.
Esta lucha fué un asunto puramente personal, sin premeditación.
En general los yaganes dirimían sus diferencias de manera ceremo'
niosa, observando un rito antiguo. El diario de mi padre, con fecha
sábado 2 de mayo de 1874, lo describe minuciosamente. Parece ser
que había acaecido un accidente a un miembro de la comunidad y se
sospechaba que uno de los indios de Ushuaia era el responsable.
"Día frío, de gran calma, anoche heló, escribe mi padre. Hoy desem-
barcó de diecisiete canoas una cantidad de gente desconocida aquí. Hubo
un poco de tumulto y algunos temieron que resultara algo serio. Habían
llegado anoche y se instalaron en Hamacoalikirh 1. Algunas personas oyeron
varios shadatoo, es decir largos y trémulos alaridos característicos de aquellos
que tienen que vengar sangre. No sabiendo qué podía haber ocurrido en
otro lado y quiénes podían estar infortunadamente comprometidos, eran
muchos lo que sentían inquietud. Sin embargo, antes de que esta gente
desembarcara supimos por un hombre que venía en una canoa pesquera
que no había nada que temer.
"Los hombres se habían desfigurado con pinturas y carbón. Las mujeres
y los niños se quedaron en las canoas, un poco apartados de la costa, y
empezaron a moverse muy lentamente. Avanzaron los hombres, muchos
armados con cachiporras. Uno de ellos, Lasapowloom (o Lasapa), un
había una enorme roca; después de haber pasado, mi madre vió acer-
carse a unos indígenas con sus antorchas primitivas. Aullaban como
solían hacerlo cuando había un muerto. Mi madre se dió cuenta de
que llevaban un cadáver. Temió que lo peor hubiera sucedido; sus
rodillas se aflojaron; ya no podía sostenerse en pie. Uno de los deudos,
un yagán llamado Juan Marsh (nombre que le había puesto proba-
blemente algún benefactor de Inglaterra) que hablaba algo de inglés,
se adelantó a tranquilizarla diciéndole:
-Él no morir, Mam, él volver mañana.
Le entregó una hoja de papel arrancada de la libreta de mi padre
que ella leyó a la luz de la antorcha. En la nota le decía que no
debía preocuparse, que había resuelto quedarse a pasar la noche allí
donde estaba porque temía que volvieran a pelearse si él se ausentaba.
La comitiva, formada por algunos de nuestros indios de Ushuaia
volvía al establecimiento llevando a uno de los suyos a quien le
habían quebrado el pescuezo en una ludu salvaje. Después de haber
leído con gran alivio la nota de mi padre, mi madre volvió a Ushuaia
con los aborígenes.
4
A medida que transcurrían los años iba creciendo nuestro esta-
blecimiento, no sólo en tamaño, sino también en la esfera de sus
actividades. La influencia moral de la Misión sobre los indios se hacía
más notoria. Eran frecuentes los casos de arrepentimiento y de con-
fesión y no por temor al castigo en este mundo o en el otro. Los
yaganes viven al día, sin pensar en el mañana; mucho menos se preocu-
parían por algo que pudiera ocurrirles después de muertos. Mi padre,
a fin de atraer a su redil a estos pecadores, nunca los amenazó con
los terribles tormentos que les aguardarían en la vida futura; tampoco
los mimó o alabó indebidamente, ni mucho menos les dió recompensas
por actos de confesión o de arrepentimiento. Sin embargo, e~tos actos
de humildad ocurrían. Un tal Iaminaze vino desde muy lejos a de-
volver una cacerola que había robado i Quién sabe qué luchas internas
le habían quitado el sueño a este pícaro antes de resolverse a tomar
su canoa, hacer un viaje de varios días y devolver su tesoro!
?S interesante la historia de Usiagu, culpable del robo de un cu-
chillo. Sobre él escribió mi padre en su diario:
'~El ~ie~nes por I.a tarde, inmediatamente después del té, fuí a VISItar a
vanos indIOS que vIven en la playa, conocidos como paiakoaJa (gente de la
USHUAIA 77
playa), nombre qu~ se daba a los que iban y venían para distinguirlos de
aquellos otros, mejor consIderados, que estaban ya establecidos y tenían
sus huertos. Visité la choza de Usiagu, la última de todas. Una de sus
tres mujeres tenía un poco de pescado para mí, y yo le pedí a Usiagu que
me lo llevara. Así, después de una conversación muy amistosa, llegarnos
a la casa. Era ya de noche y dejé al indio en la cocina para ir en busca
de una luz; volví tan pronto como pude, le di unas galletas a cambio de su
pescado y lo despedí. Poco después tuve necesidad de usar el cuchillo y no
lo encontré."
5
Se recordará que cuarenta años antes de la fundación de la Misión
en Ushuaia el capitán Fitzroy había llevado a cuatro fueguinos de va-
caciones a Inglaterra. Uno de ellos había muerto, y los tres restantes
habían sido traídos de vuelta a la Tierra del Fuego: York Minster
y Fuegia Basket, quienes se habían casado en Wulaia, y el canalla
Jimmy Button.
78 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
Jork Minster eran I?~yores, pero, con todo, la madre clamaba por ellos.
Como todos los alis1ffioonoala echaba de menos su región natal; una
semana después emprendieron el regreso.
Pasaron diez años antes que mi padre encontrara nuevamente a
Fuegia Basket. Fué el 19 de febrero de 1883, cuando, en el curso de
una expedición hacia el Oeste, se enteró por unos indígenas de la
isla London de que ella vivía aún. Fué a visitarla. Debía de tener
entonces de sesenta a sesenta y dos años y su fin estaba próximo. Mi
padre la encontró muy debilitada e intranquila; hizo todo lo posible
para confortarla con las bellas promesas bíblicas en las que él creía tan
firmemente.
Finalmente mi padre tuvo que alejarse, pero se fué tranquilo sa-
biendo que estaría bien cuidada; además de su hija, que la atendía
cariñosamente, estaba rodeada de su gente: sus dos hermanos y los
hijos de éstos; no le faltaría nada de lo que podría necesitar en esas
circunstancias, y era poco probable que fuera víctima del Tabacana.
El Tabacana era un acto de misericordia, que consistía en apresurar
el fin de los parientes enfermos, por medio de la estrangulación. Se
practicaba abiertamente y con la aprobación de todos, pero sólo en
los casos de extrema debilidad o prolongada insensibilidad que pre-
ceden a la muerte.
,
CAPITULO VI
LOS YAGANES HACEN REGALOS Y RECIBEN RECOMPENSAS POR SER-
VICIOS PRESTADOS. EL NAUFRAGIO DEL "SAN RAFAEL".
Willis halló cuatro hojas sueltas dentro de una libretita: era una
nota escrita por el capitán ~cAdam, e iba dirigida a Juan Fleming,
su yerno, calle Canterbury numero, 84, Everton, Liverpool.
"El obispo Stirling, que escribe desde Stanley, nos envía la grata noticia
de que Su Majestad la Reina tiene el placer de transmitir al reverendo
Tomás Bridges y al capitán Willis su más expresivo agradecimiento por
la asistencia prestada a la infortunada tripulación del San &fael. Los lec-
tores recordarán que esta tripulación murió por hambre en la pen.í~sula
Rous de la isla de Hoste. Por consejo de lord Carnarvon el Corrute de
Comercio ha ordenado que se entregue una libra a cada uno de los 0dios
que intervinieron en el descubrimiento y auxilio de los náufragos. El obISpo,
por intermedio del go?ernador de las Malvinas, recomienda se entreg~e ~l
señor Bridges la suma de veinte libras para adquirir los regalos que dlstn-
buirá entre quienes, a su juicio, lo merezcan. El gobernador ha hecho suya
esta recomendación .....
1 La apertura del Canal de Panamá perjudicó mucho a Punta Arenas, pues desvió
la ruta de navegación hacia ese puerto. La exportación de lana y carnero congelado
le devolvió su perdida prosperidad; en nuestros días los trabajadores de esa región
son los mejor pagados y los más descontentos de todo Chile. La población en 1946
era aproximadamente de 35.000 habitantes.
88 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
tonelada o más de pescado de una sola vez, pero pasará mucho tiempo
antes que tal cantidad de peces se junten de nuevo en la misma
ensenada.
Dos clases de anguila-congrio se encuentran en las cavidades de
las lagunas que se forman en la playa en la marea baja; los indios
las localizan por los desechos de sus comidas en la entrada de sus
cubiles. Meten en ellos los arpones buscando al animal, el cual hace
frente al enemigo; los pescadores repiten el golpe hasta que los sacan
finalmente con la cabeza atravesada por el arpón. Donde se encuentra
uno hay seguridad de encontrar al compañero. Estos peces, despro-
vistos de escamas, sólo viven en sus cubiles en verano, probablemente
para cuidar a sus crías. Son gordos y proporcionan buen alimento.
Dos especies de caracoles viven entre los lechos de algas alimen-
tándose con las hojas de estas plantas. Pueden cambiar de lugar a
voluntad y se mueven a sacudidas abriendo y cerrando alternativa-
mente sus valvas, que son semitransparentes. Son muy sabrosos. La
especie más importante es la llamada shaapi por los yaganes. A veces
se encuentra en grandes cantidades, pero durante largos períodos
escasean mucho.
CAPITULO IX
CIENTíFICOS ITALIANOS VISITAN A USHUAIA. MI PADRE, DESPARD y YO
LOS ACOMPAÑAMOS A BORDO DE SU BARCO, EL "GOLDEN WEST".
NAUFRAGIO EN LA BAHÍA SLOGGETT. DESEMBARCAMOS Y LEVANTAMOS
NUESTRAS TIENDAS DE CAMPAÑA SOBRE LA NIEVE. INDIOS ONAs
ORIENTALES LLEGAN DE VISITA. SOMOS AUXILIADOS POR EL "ALLEN
GARDINER". LA HISTORIA DE JOE, EL ESPAÑOL. DOS DE LOS INDIOS
ONAS ORIENTALES VUELVEN CON NOSOTROS A USHUAIA. MI PADRE
INTENTA CRUZAR LAS MONTAÑAS PARA INTERNARSE EN LA TIERRA
DE LOS ONAS.
tuvo entonces que desistir por el temor que sentían sus compañeros
yaganes.
Tampoco esta segunda tentativa tuvo éxito.
Al llegar a lo alto de una meseta encontraron el camino comple-
tamente bloqueado por un ventisquero, lo que les obligó a volver
sobre sus pasos y escalar hasta el tope la montaña. Allí encontraron
que una quebrada profunda e infranqueable los separaba de la tierra
allende. Lo que buscaban ahora era echar un vistazo a la tierra del
lado norte, pero la lluvia y las nubes impidieron la visibilidad.
Durante ese viaje mi padre se desmayó dos veces. ¡Nunca debió
de haber emprendido tan penosa expedición!
Al llegar a lo alto de la montaña, cuando todos los esfuerzos pa-
recían inútiles deseaba aún intentar nuevamente, pero fué obligado
por sus fieles yaganes a regresar; éstos, indudablemente, swnaban a
la inquietud que les causaba la mala salud de su jefe el tradicional
terror no sólo a sus legendarios habitantes, sino también a unos tipos
especiales de hombres salvajes de los bosques, producto exclusivo
de su imaginación.
A los cinco días de su salida de Ushuaia regresaron a casa; mi
padre escribe en su diario: "Así terminó nuestro proyecto de poner-
nos en comunicación con los onas y su tierra."
Los futuros acontecimientos probaron que el fracaso fué para bien,
puesto que aquellos montañeses no hubieran recibido complacidos
una invasión a la entraña misma de sus santuarios, ni hubieran tenido
escrúpulos en deshacerse de todos los miembros de la expedición,
derribándolos con sus flechas, mientras ellos permanecían ocultos
en el bosque.
En ese mismo año (1884) llegó la goleta Rescue trayendo a nuestro
viejo amigo Bove, ahora capitán, a su joven esposa, y a un oficial ar-
gentino llamado Nogueira. Este último había sido enviado por su
gobierno para inspeccionar aquella tierra, cuya concesión había sido
pedida por la Soáedad Mú;ól1 Sudameácana; además, debía levantar
un plano general de los alrededores de Ushuaia. Estos visitantes
fueron huéspedes, y al día siguiente el Rescue prosiguió su viaje.
En marzo el capitán Bove y Nogueira emprendieron una expedi-
ción tierra adentro. Llevaron de guías a los mismos cinco yaganes
que habían acompañado a mi padre dos meses atrás. Antes de em-
prender la expedición mi padre, gracias a la experiencia adquirida
en las dos intentonas anteriores, pudo aconsejarles sobre la ruta más
propicia.
El grupo desembarcó en la orilla austral del río Hushan; allí
USHUAIA 1°9
almorzaron y luego siguieron viaje. El itineralio comprendía el valle
de Apaca y desde allí hacia el noroeste. A su debido tiempo consi-
guieron internarse algo más de lo que mi padre había alcanzado,
pero estuvieron siempre trabados en su marcha por el bosque, las
montañas escabrosas y un tiempo tan nublado, coo una visibilidad
tan pobre, que no podían distinguir 10 que tenían debajo. A su re-
greso, ocho días después, manifestaron que no habían visto ningún
guanaco ni otros animales, ni vestigios de la tribu ooa.
,
CAPITULO X
CIENTÍFICOS FRANCESES LLEGAN A LA ISLA DE HOSTE PARA TOMAR
FOTOGRAFÍAS DEL TRÁNSITO DE VENUS. EL DOCTOR HYADES CURA
ENFERMOS EN USHUAJA y OPERA SIN ANESTESIA. MIS HERMANOS Y
YO AYUDAMOS A LOS CIENTÍFICOS. YEKAIFWAIANJIZ IMITA A LOS
FRANCESES. MI PADRE CAE GRAVEMENTE ENFERMO Y ES ATENDIDO
POR EL DOCTOR HYADES. SE LEVANTA DESPUÉS DE PASAR DOS DÍAS
EN CAMA. NÁUFRAGOS GERMANOS. AVENTURA EN UNA BARCAZA
ALEMANA. OBLIGADOS A DETENERNOS EN LAPA-YUSHA, SUFRO HAM-
BRE POR PRIMERA VEZ. ROBADOS POR LOS YAGANES. LOS CAZADORES
DE FOCAS DE DIEGO RAMÍREZ.
3
El doctor Hyades dió pruebas de su amistad. Mi padre se sintió
muy enfermo; sufría del mismo mal que 10 había llevado a Inglate-
rra cuatro años antes; fué una feliz coincidencia que al sufrir este
ataque estuviese en viaje a la bahía de Orange en el Romanche. Hizo
la siguiente anotación en su diario, fecha 30 de agosto de 1883:
4
El paso de Venus sobre el Sol fué bien observado por los cientí-
ficos franceses. Afortunadamente, aunque lluvias y nubes son habi-
tuales en esta región, cuando llegó la hora que ellos aguardaban, el
cielo estaba límpido, y pudieron observar el planeta a través de sus
anteojos y fotografiarlo cuando cruzaba la faz del Sol.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
II4
Terminada esta labor se alistaron para regresar a Francia; más ade-
lante publicaron nueve o diez voluminosos tomos sobre la Tierra del
Fuego; son documentos cuyo valor está destinado a aumentar a me-
dida que pasen los años.
Mientras los franceses ultimaban sus preparativos para zarpar de
la bahía Orange, en Ushuaia nos sentimos un día muy agitados
cuando vimos al amanecer aproximarse tres botes por el Este, como
los tres osos del cuento que mi madre y Yekadahby nos habían re-
latado en nuestra niñez: uno de ellos parecía enorme y estar repleto
de tripulantes (nosotros nos preguntábamos si serían piratas); el
otro era algo menor, y el tercero más pequeño todavía. Nuestra ju-
venil expectación fué defraudada, pues los botes sólo llevaban veinti-
trés hombres en total y no eran piratas, sino veintidós tripulantes
alemanes del Erwin, que había naufragado, y nuestro viejo amigo
Jaime Cushinjiz. El barco, de 1300 toneladas, salió de Liverpool
rumbo a San Francisco, con un cargamento de carbón y se había in-
cendiado después de doblar el cabo de Hornos.
A muchas millas al sudoeste de las islas Ildefonso, la tripulación
abandonó la embarcación en momento muy oportuno, pues diez mi-
nutos después de haberse alejado en los botes, una explosión en las
bodegas hizo volar las cubiertas e inmediatamente el barco se trans-
formó en una hoguera.
Desde la cubierta del barco la tripulación había visto los picos ne-
vados de la Tierra del Fuego recortarse contra el horizonte y por
consiguiente fijaron el rumbo hacia el nordeste. En el mes de julio, que
corresponde al mes de enero en Inglaterra, con su cielo invernal color
plomizo, aun cuando el tiempo sea apacible y las olas del cabo de
Hornos no tengan sus habituales barbas blancas, el Pacífico Sur ofrece
un espectáculo nada alentador; vistos desde un bote abierto, inquietan
ese inmenso piélago de aguas frías y la lejana costa habitada por
salvajes.
El día que abandonaron el barco, uno de los oficiales observó en la
carta marina una referencia al establecimiento de Ushuaia, con ins-
trucciones a las tripulaciones naufragadas sobre la mejor ruta para
llegar a ese puerto.
Siguiendo dichas instrucciones, avanzaron junto a la costa externa
de la isla de Hoste, más allá del falso cabo de Hornos, se dirigieron
luego hacia el Norte a través de las bocas del Tekenika y del Pon-
sonby Sou?ds y pasaron sin ser vistos bastante cerca de la población
de la bahla de Orange, donde los hombres de ciencia franceses se
preparaban para zarpar de regreso a su tierra.
USHUAIA
5
A principios de la primavera siguiente, mi padre hizo a bordo de!
Leeloom un viaje a la parte oriental del país; Despard y yo lo acom'
pañamos nuevamente. Habíamos estado fuera casi una semana, y ya
volvíamos, cuando llegamos a Lapa-Yusha (la costa de las conchas),
un lugar del sur del canal de Beagle, a unas treinta millas de Ushuaia.
Allí encontramos una población bastante numerosa de indios yaganes.
Habíamos armado nuestra tienda de campaña en un lugar resguar-
dado y desembarcado nuestras provisiones, cuando estos indios nos
avisaron que había una foca en una laguna cercana. Mi padre tomó
un pequeño rifle comprado a los expedicionarios franceses, y salió a
cazar el animal para los indígenas. Mi hermano y yo, con nuestra
tripulación de indios, le seguimos esperando ver algo interesante y
deseosos también de probar la carne. Pero la foca nos defraudó, pues
se zambulló en e! canal que unía la laguna con el mar. Cuando retor-
namos con las manos vacías, hallamos que nuestro campamento había
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
Las tripulaciones del Golden IVest y del Erwin no fueron las únicas
que solicitaron ayuda a la Misión de! establecimiento, ni las únicas que
se beneficiaron con el trato amistoso de los aborígenes para con los
blancos. Poco después de la salida del Erwin apareció en Ushuaia un
barco ballenero manejado por una tripulación de aspecto fornido.
Una goleta ballenera los había depositado en Diego Ramírez, solitaria
isla bañada por las lluvias, situada a sesenta millas al sur del cabo de
Horn?s'y que no pertenecía al ard1ipiélago de la Tierra del Fuego.
El ob¡etlvo de estos hombres había sido cazar focas en Diego Ramírez,
pe.ro e! barco se había retrasado, y ellos, aprovechando e! buen tiempo
reInante, cruzaron la ancha franja de océano con el propósito de
USHUAIA
1 Esta bandera era algo parecida a la Unión Jack para evitar que se supusiera
que la Misión tenía aspiraciones imperialistas.
I22 EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
1 Hombre largo.
USHUAIA 12 3
4
Los indios sobrevivientes estaban aún muy débiles, y en el mes de
noviembre, que corresponde a mayo en Inglaterra, las huertas no
produjeron nada, a no ser algunas raíces o patatas que habían sido
protegidas contra las heladas del invierno y guardadas de la cosecha
anterior, lo que no era común entre esta gente tan poco previsora y
de generosidad comunista. La Misión daba todo lo que podía, pero
entre tantos la ración era necesariamente muy reducida. Afortunada-
mente, en esta emergencia los muchachos podíamos ahora prestar
ayuda.
Había en Ushuaia una red trabada para pescar, de ingenioso plan,
que se dejaba anclada en la orilla, y los peces grandes y pequeños
tarde o temprano quedaban atrapados en sus mallas. Tiene que ser
colocada en aguas tranquilas; si los flotadores de corcho están fuera
de la línea o si alguno de los corchos se ha hundido, es lo más pro-
bable que uno o más peces grandes estén aprisionados.
Mientras los yaganes se sentían aún imposibilitados para andar,
nosotros los tres hermanos ya habíamos mejorado de un ataque benigno
de sarampión y podíamos ocuparnos de la red. Usábamos la batea que
Despard y Chips Smith habían construído algunos meses antes. Cuando
el tiempo lo permitía salíamos en ella e inspeccionábamos la red al
126 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
•
;
CAPITULO XII
EL GOBERNADOR FÉLIX PAZ. HORAS DE ESTUDIO. SERAFÍN AGUlRRE,
NUESTRO ÍDOLO. MI PADRE Y YO EXPLORAMOS LA TIERRA DE LOS
ALACALUFES. UN CURIOSO ENCUENTRO CERCA DE LA ISLA DE WELL-
INGTON. LOS ELEGANTES INDIOS CHONOS. EXTRAÑA COINCIDENCIA.
DÍAS DE ENSUEÑO EN USHUAIA.
CAPITULO XIII
MI PADRE PLANEA UNA NUEVA AVENTURA. RENUNCIA A SU PUESTO
DE INTENDENTE DE LA MISIÓN. VISITA AL PRESIDENTE ROCA EN BUE-
NOS AIRES Y CONSIGUE UN LOTE DE TIERRAS. VIAJA A INGLATERRA
Y DE VUELTA TRAE PROVISIONES PARA NUESTRO HOGAR. NOS TRAS-
LADAMOS DE USHUAIA A HARBERTON.
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ISLA NAVARINO
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USHUAIA
1 Pensada en.
13 8 EL ÚLTIMO CONFfN DE LA TIERRA
con una extensión de ocho leguas cuadradas, poco más o menos vein·
te mil hectáreas, valuadas en esa época en cincuenta libras esterlinas
por legua cuadrada. Roca creyó que con el consentimiento del minis-
tro del Interior y del ministro de Tierras y Colonias podría otorgar
directamente el terreno sin llevar el asunto al Congreso, y por con-
siguiente aseguró a mi padre que esa tierra sería tan suya como la
chaqueta que llevaba puesta.
Resultó que el presidente, aun respaldado por sus ministros, no
podía hacer donación de tierras, así que el asunto tuvo que someterse
al Congreso. Allí, apoyado por los buenos y eficientes amigos de mi
padre, pasó por ambas Cámaras en tres horas, con muy poca oposición.
Aún había mucho que hacer antes de que la escritura pudiera ser
extendida. Hubo que localizar el terreno, medirlo, y trazar de él un
plano exacto. Resultó una enorme tarea, que ocupó durante mucho
tiempo al agrimensor del Gobierno, por el difícil acceso a la tierra y
sus innumerables bahías y ensenadas pantanosas e islotes irregulares.
El presidente Roca prometió a mi padre firmar las escrituras preli-
minares en cuanto estuvieran listas; y así fué cómo, el ¡Q de octubre,
dos meses después de su llegada a Buenos Aires, mi padre, en la
creencia de que el asunto estaba bien encaminado, se embarcó rumbo
a Inglaterra a fin de comprar materiales y provisiones para nuestro
nuevo hogar.
Mi padre había anunciado que volvería a los seis meses, pero pasó
este tiempo y él no regresaba. En Harberton, Jaime Cushinjiz y sus
compañeros habían consumido todas las provisiones y trabajado muy
poco. Esta indolencia era debida en gran parte a los efectos del sa-
rampión que había afectado al benévolo capataz. Cushinjiz se con-
tentó con mantener la hacienda mansa, aumentada con el nacimiento
de algunos terneros.
Mientras tanto, la familia aguardaba ansiosa el regreso. Los seIs
meses se fueron alargando a siete, ocho, nueve, hasta que mi madre,
no pudiendo aguantar más, dejó a mis hermanas Berta y Alicia al
cuidado de Yekadahby y se embarcó en el Allen Gardiner, que ca-
sualmente se hallaba en el puerto, con rumbo a Harberton llevándo-
nos a los tres varones.
Viajamos con la esperanza de encontrar a mi padre en Harberton,
pero no tuvimos esa felicidad. Como el Allen Gardiner no podía
quedar mucho tiempo allí y mi madre no estaba dispuesta a regresar
a Ushuaia, Robbins, el ingeniero de a bordo, nos ayudó en esta
emergencia; valiéndose de unas tablas y unas chapas de cinc que
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
CAPITULO XIV
NUESTRO NUEVO HOGAR EN HARBERTON. FAENAMOS CERDOS. VELA-
DAS HOGAREÑAS. DIVERSOS ENTRETENIMIENTOS. LLEGAN LIBROS DE
INGLATERRA. PATINANDO EN LOS LAGOS. ENCUENTRO UN PRETEXTO
PARA PATINAR LOS DOMINGOS. EL "SHEPHERDESS" LLEVA POSTES A
LAS MALVINAS. DESPARD ENFERMA DE FIEBRE TIFOIDEA.
H ACE siglos el nivel del mar en Ushuaia debió estar unos seis
metros más alto que hoy. En muchos lugares de formación
arcillosa hay colinas de suave declive que terminan bruscamente en
bancos muy escarpados. Al pie de estos bancos la tierra, general-
mente rocallosa, baja en declive más suave hasta el mar. No hay
duda de que las innumerables penínsulas que ahora forman parte de
la tierra fueguina eran, en otros tiempos, islas separadas. Existe en
Ushuaia un istmo de medio kilómetro de extensión que los indios
llaman Yaiyutlshaga. Está cubierto de vegetación y se alzó sobre el
nivel del agua quizás por miles de años; sin embargo, ashaga quiere
decir en yagán canal y no promontorio. Este hecho no sólo confirma
que el nivel del mar bajó durante el transcurso de los siglos, sino
que indica, además, que los aborígenes habitaban ya esta tierra antes
de que se produjera ese cambio geológico.
Una de estas penínsulas fué el sitio elegido para nuestra finca y
cerca de la playa, sobre una de las mencionadas colinas instalamos
nuestro nuevo establecimiento. Detrás se levantaba un banco escar-
pado de unos cuatro metros y medio de altura, cuya colina estaba
coronada por un espeso monte de árboles de hoja perenne y especies,
de ocho hectáreas poco más o menos de extensión. Las expuestas
colinas de los alrededores estaban cubiertas de hierba, pequeñas hayas
antárticas 1 y arbustos espinosos con cuyas frutas hacíamos deliciosos
budines.
Las ensenadas estaban cubiertas de bosques y sus playas eran in-
transitables para los caballos y de difícil acceso para el hombre de
a pie, por los muchos árboles caídos y sumergidos en el barro, blando
1 NOlhofaguJ pumi/io. Este árbol rara vez alcanza más de 13m.50 de altura ni
de 2m.50 de circunferencia. Crece como un arbusto en tierra seca o pantanosa y
queda sin hojas durante siete meses al año.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
4
Cada día de invierno que el Shephefdess quedase anclado en el
puerto de Harberton nos costaba quince chelines. Al llegar la prima-
vera, mi padre, viendo la oportunidad de ganar dinero, que tanta
falta nos hacía, y de procurar al mismo tiempo una ocupación remu-
neradora a sus queridos yaganes, decidió utilizar el barco para llevar
una carga de postes a las islas Malvinas, donde no existían bosques
naturales y en consecuencia se pagaban a buen precio.
. ~n esa ?portunidad volvió a sentir mi padre la oposición del ca-
pItan. SabIendo que se seguía pagando invariablemente a la embar-
c~~ión d~s libras y medias diarias, éste continuó su política de dila-
Cton ~egandose a zarpar de Harberton hacia ningún puerto que no
estuvIese marcado en el mapa del Almirantazgo. Esto significaba que
el Shephefdess no podía ser utilizado para cargar madera apropiada
HARBERTON
3
Cuando el Shepherdess retornó a Inglaterra, la situación financiera
de mi padre era muy mala. Había abundante provisión de alimentos,
ropas, materiales de construcción y herramientas, además del carbón
que había comprado en Inglaterra con la esperanza de venderlo a las
embarcaciones que pasaran frente a nuestro puerto. También figu-
raban en el activo algunas ovejas, vacunos y caballos. Pero el pasivo
era gravoso. Los abastecimientos no durarían eternamente y nuestras
pérdidas en ganado vacuno y lanar habían sido considerables durante
e~e riguroso invierno. El precio de la lana en el mercado más pró-
xuno, Londres, era poco más o menos de cuatro peniques la libra,
r el mercado local, para la carne, era libre e incierto; nuestras reser-
vas disminuían en forma alarmante.
Pero mi padre no era hombre de amilanarse fácilmente. Se había
propuesto que la empresa de Harberton tuviera éxito; para conseguir-
lo había vencido muchas dificultades y estaba dispuesto a afrontar
otr~: Con un remanente muy importante de las fortunas del capitán
Will1s y de la suya propia fletó una goleta llamada llipling lIVave.
Esta embarcación ya había transportado ovejas desde las Malvinas
HARBERTON
4
Los trabajos de carpintería habían sido siempre la diversión fa-
vorita de Despard. De haber seguido su inclinación se hubiera pasa-
do todo el día en su banco de carpintero, como si de ello hubiese
dependido su subsistencia. Había construído un sinnúmero. de ~tes
de juguete; ahora aspiraba a construir un verdadero bote tlOgladillo
CAPITULO XVI
MARÍA VUELVE A TIERRA DEL FUEGO. ENCUENTRO CON SU FUTURO
MARIDO EN LA ISLA DE KEPPEL. CAZAMOS GUANACOS. LEYENDAS
CONTADAS ALREDEDOR DEL FUEGO EN EL CAMPAMENTO. EL HIJO DEL
LOBO MARINO. WASANA SE CONVIERTE EN RATÓN. ESPÍRITUS DE LOS
DIFUNTOS. LA GUARDIA DEL TEMIDO LAKOONA. LA ISLA FLOTANTE.
TERMINA EL DOMINIO DE LAS MUJERES. ESCRIBO PARA LA PRENSA.
Si esto pasaba con las niñas, era insensato pretender que Will'se
sintiera contento sujeto a una mesa manejando el lápiz o la pluma,
con la esperanza egoísta de beneficiarse en un futuro lejano. Afuera
había caballos para montar, ganado extraviado que buscar, canoas para
remar, pájaros para cazar, peces para pescar, todo de beneficio in-
mediato para la familia. Fácil será deducir que generosamente eligió
esto último; terminó su educación en la mitad del tiempo necesario,
y varonilmente se incorporó al grupo que trabajaba al aire libre.
Todos queríamos y admirábamos a María por el valor con que so-
portaba una vida que debía parecerle terrible después del confort y
la seguridad de Inglaterra. Guardó celosamente su secreto. Ni siquie-
ra nuestra madre pudo adivinarlo hasta el siguiente viaje del Allen
Gardiner, poco más o menos tres meses después de su llegada. Fué
entonces cuando mis padres recibieron una carta de Wilfred Grubb
en la que les rogaba consintieran su noviazgo con María y en caso
afirmativo le entregaran la esquela que para ella incluía en el mismo
sobre. La carta de Wilfred debió parecerles tan correcta y sincera
como su autor, ya que después de conversar con María mis padres le
entregaron la que a ella iba dirigida.
Esto dió lugar a que los novios se escribieran todo lo regularmen-
te que permitía nuestro correo intermitente. En seguida de su como
promiso, Wilfred decidió trabajar entre una tribu de indios aislados
de toda civilización, que vivían en el Alto Chaco paraguayo. En
otras páginas relataré el resto de la heroica aventura de María y
Wilfred.
otros motivos que nos hacían agradable la llegada de los meses in-
vernales.
Cuando las montañas se tornaban blancas y la nieve descendía
desde las cumbres a los valles, con profundidad cada vez mayor, sa-
bíamos que los guanacos bajarían a sus guaridas de invierno, y esto
quería decir que podríamos darles caza a una distancia razonable de
la playa, desde donde se podía trasportar la carne a casa en bote.
Hasta ya pasada la mitad del invierno los guanacos se conservaban
bastante gordos por lo que esperábamos con ansia esos primeros
meses invernales, durante los cuales su estado era mejor y abundaba
la nieve que amortiguaría nuestros pasos a través de los bosques. Era
esto nuestro deporte predilecto.
La caza de guanacos en los bosques frondosos era un arte. Si el
cazador no andaba con sumo cuidado podía ser visto por esos seres
tímidos y vigilantes siempre alerta, que lo precederían por los bos-
ques con sus gritos semejantes a risas sarcásticas, poniendo de esa
manera en guardia a todos sus congéneres.
Una mañana, después de haber dormido a la intemperie, Despard y
yo salimos temprano a cazar en un terreno escarpado situado a unos
veintidós kilómetros al oeste de Harberton. Pronto descubrimos a un
guanaco sobre un montículo a menos de un kilómetro de distancia.
Lo distinguíamos entre unos árboles quemados y evidentemente debió
vernos y estaba en guardia, pues permaneció tanto tiempo inmóvil
que era imposible creer que su largo cogote no fuera un tronco seco
que apuntaba al cielo entre las demás ramas chamuscadas. Finalmente,
sin mover el cuerpo, volvió la cabeza un instante, tal vez como aviso,
pues poco después otros dos animales se le acercaron. Los tres per-
manecieron alerta un momento y luego desaparecieron. Estábamos
demasiado lejos para poder oír el llamado de alarma, pero en cambio
pudimos ver en lontananza una larga procesión de guanacos que as-
cendía lentamente por la ladera de una montaña.
Actualmente los guanacos no son tan ariscos. Se han acostumbra-
do a las ovejas, caballos y vacas y a los pastores inofensivos, y en
algunos lugares, aun a los automóviles. Pero hace cincuenta años,
cuando los indios y los hombres blancos los cazaban para aprovechar
la carne, eran sumamente tímidos. Siempre que pastaban en un valle
había un centinela que en vez de comer con los demás vigilaba los
alrededores desde alguna prominencia del terreno.
A menudo salíamos en bote con varios yaganes hacia una de las
muchas ensenadas de la isla principal o de las islas de Navarino.
Desembarcábamos antes que anocheciera, nos cobijábamos durante la
EL ÚLTIMO CONFiN DE tA TIERRA
noche bajo las velas de los botes y al día siguiente nos divi~ía~~s
en grupos para ir por los bosques en busca de guanacos. Al pnnClplO
contábamos con anticuadas escopetas para cazar aves y con las balas
que fabricábamos con el plomo que los indios rescataban ~e ~os barcos
naufragados. Cazábamos por lo menos tres guanacos dlanos. Estas
cacerías resultaban doblemente interesantes porque sabíamos que la
carne se necesitaba urgentemente en casa, donde había muchas bocas
que alimentar, además de la familia. A principios del invierno salá-
bamos y ahumábamos los perniles para consumirlos en primavera y en
verano, épocas en que los guanacos disminuían o merodeaban por
las montañas.
Cuando los yaganes creían que la naturaleza del terreno o la pro-
fundidad de la nieve darían ventaja a los perros sobre los guanacos
más veloces, llevaban varios consigo; pero rara vez con éxito; gene-
ralmente los perros sólo conseguían ahuyentar la presa. Cuando la
cacería del día había llegado a su fin, se los ataba cerca del cam-
pamento. Si alguno aullaba durante la noche, los yaganes se ponían
muy contentos, pues el que un perro cazara en sueños era señal de
buena suerte para los cazadores al día siguiente.
Otro presagio, aun más propicio, era el grito agudo y penetrante
de la pequeña lechuza llamada Lujettia. Parecida a una pelotita de
lana, solía posarse sobre alguna rama apenas iluminada por el fuego
y desde allí, con su mirada, tan notablemente humana, aparentaba
interesarse sobremanera por cuanto ocurría en el campamento. En
seguida dejaba oír una serie de gorjeos metálicos semejantes al chirri-
do de un cudlillo afilado contra la piedra.
-Ella sabe -decían los yaganes-. Mañana tendremos carne.
No se incomodaba al pequeño profeta, que a menudo acertaba.
i Aquellos largos atardeceres alrededor del fuego del campamento,
hace cincuenta años!. .. Después de haber discutido la cacería del
día y planeado la del día siguiente, llegaba la hora de contar leyendas.
Cuando los yaganes encontraban un oyente interesado, solían hacer
memoria para recordar esos relatos que habían oído hacía mucho
tiempo y en los que aún creían a pie juntillas, y que, estoy seguro,
no eran inventados para entretenerme.
Una de las leyendas se refería a la causa por la que a Syuna, el
pescado de las rocas, se le acható la cabeza. A algunos kilómetros de
distancia, al este de Lanushwaia (puerto del Pájaro Carpintero) hay
una meseta de ripio y aun más al este una costa rocosa y escarpada en
la que se encuentran algunas ensenadas resguardadas, aptas para las
canoas. El mejor de estos pequeños puertos es el de Wujyasima (Agua
HARBERTON
3
Otra leyenda con metamorfosis se refiere a un yagán muy pequeño
llamado Wasana. En sus asambleas estas gentes peleadoras aunque
no guerreras se gritaban y amenazaban furiosamente, y el alboroto a
menudo acababa en pelea. Durante una de estas reuniones en la que
Wasana se hacía notar por sus chillidos y ridículas amenazas, un
movimiento de su adversario le advirtió de pronto que había ido de-
HARBERTON
5
Se ha dicho que todas las tribus prunltlvas tienen alguna leyenda
sobre el diluvio. He buscado diligentemente una leyenda ona a este
respecto pero sin resultado. Los yaganes, en cambio, tienen más de
una, diferente, según la localidad, ya que cada narrador sirúa la escena
en su distrito. Sin duda, algunas de estas leyendas han sido influí-
das por nuestra versión bíblica o por insinuaciones y comentarios de
algunos oyentes después de oír las pláticas de los misioneros. Sin em-
bargo, estoy seguro de que por lo m~nos una conserva su forma origi-
naria. Me la contaron los yaganes que vivían en el extremo oriental
del canal de Beagle.
Decían que hace mucho tiempo la luna cayó al mar, el cual a con-
secuencia de ello, se levantó en gran tumulto, tal como se levanta el
agua de un cubo, cuando una gran piedra cae dentro. Los únicos so-
brevivientes de la inundación fueron los afortunados habitantes de la
HARBERTON 167
isla Gable, que se desprendió del lecho del océano y flotó sobre el
mar. Pronto se sumergieron las montañas de los alrededores, y los
pobladores de la isla Gable, al mirar en derredor no vieron más que
océano hasta el confín del horizonte. La isla no fué a la deriva, debió
anc1arse de alguna manera; y cuando eventualmente apareció la Luna,
la isla emergió en el mismo lugar de antes, y con su carga de seres
humanos, guanacos y zorros se pobló nuevamente el mundo.
Los yaganes estaban seguros de ser la única tribu fueguina que des-
cendía de los sobrevivientes del diluvio. No trataban de explicar cómo
los alacalufes, aush y onas habían sobrevivido al desastre.
Esta leyenda es particularmente interesante, pues demuestra que los
indios intuían en alguna forma el enorme tamaño de la Luna. Sin
que los hombres blancos se lo dijeran, ellos ya tenían conocimientos
de que la Luna ejerce influencia sobre las mareas.
Igual que muchas otras tribus indígenas, los yaganes creían que en
el pasado las mujeres habían gobernado por su magia y astucia. Según
lo que ellos mismos contaban, hacía relativamente poco tiempo que los
hombres habían asumido el mando. Parece que se había llegado a esto
por mutuo acuerdo; no hay indicio alguno de una matanza total de
las mujeres como la que' ocurrió entre los onas, a juzgar por la mitolo-
gía de esa tribu. No muy lejos de Ushuaia quedan restos de lo que
una vez fué una vasta población, donde, según se dice, se efectuó una
asamblea de indígenas como jamás se vió ni se verá igual. Las canoas
llegaban de todos los confines de la tierra de los yaganes. Fué durante
esa trascendental reunión cuando los hombres decidieron hacerse cargo
<lel mando.
Esta leyenda sobre la pérdida del poderío de las mujeres, de grado
o por fuerza, no puede ser ignorada, pues se ha difundido ampliamen-
te por el mundo.
Conozco otro cuento, aunque de índole muy distinta. Una vez salí
con algunos indígenas a cazar guanacos. A la hora de comer compar-
timos algunos emparedados que mi madre había envuelto en un ejem-
plar del Liverpool Weekly N eUJS. Al echar un vistazo sobre el perió-
dico descubrí un artículo acerca de la Tierra del Fuego y sus pobla-
168 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
1 No/holaguJ anlare/ira. Este árbol, conocido por los yaganes con el nombre de
HaniJ, alcanza raras veces una altura de treinta metros hasta la rama más alta y su
periferia es de seis metros. Se lo encuentra en mayor cantidad en los valles secos
de las colinas orientales, mientras que el haya perenne (No/holaguJ be/uloideJ)
abunda en zonas más lluviosas. Las hnjas de ambos se parecen, pero las del haya
perenne son de contextura más firme y de un colnr verde más oscuro. El haya pe·
renne es más aromática y a veces se la encuentra formandn grupos entre selvas
de hayas de hoja caduca. Los tres tipos de haya; perenne, caduca y enana, el ciprés
fueguino y el tronco de Winter, son los únicos árboles que pueden subsistir en la
Tierra del fuego. Los tallos del ciprés, que crece solamente en la región húmeda y
templada del país, son apreciados por los yaganes y Ins alacalufes que los usan
a guisa de lanzas.
El trnnco de Winter, llamado así en recuerdn del capitán Jnhn Winter, que fué
el primero en llevarlo del estrecho de Magallanes a Inglaterra en 1579, era llamado
uJhcu/a por los yaganes. En español se llama canelo, pero creo que debe haber
algún error pues no corresponde a la planta denominada canelo. En la tierra de los
onas es desconocido. Llega a una altura de más de doce metros y su periferia es de
tres metros. Jamás se lo halla solo en el bosque, y es en realidad una maleza, en
medio de la selva de hojas caducas o perennes. Este hermoso árbol cónico con sus
grandes hojas correo as de un verde brillante queda bastante fuera de lugar entre
sus toscos compañeros de hojas pequeñas. Parece que se hubiera extraviado y hubiera
llegado allí desde algún clima más cálido. Esta idea está corrobnrada por el hecho
de que sus flores, parecidas a las margaritas, se abren ya muy entrado el verano,
como también por las pequeñas frutas que caen maduras en la estación siguiente.
de manera que en la misma rama pueden verse las flores de una estación junto a
las semillas de otra; ambas caen al mismo tiempo en otoño. La madera es poco re-
sistente, y por ser de naturaleza porosa sólo se sumerge mientras está verde, pero
cuando se seca es extremadamente liviana. Los árboles jóvenes crecen delgados y de-
lechos hasta una altura considerable y al igual que el ciprés se usan a menudo como
lanzas. La corteza es lisa, de un espesor de dos centímetros y medio aproximada-
mente; por fuera es verdoso y por dentro rojo. Es muy picante y se lo puede moler
y emplear en lugar de la pimienta. Al atravesar cerca de un grupo de troncos de
Winter se suele lagrimear, y si se echa la madera al fuego, es probable que llore
el cocinero. Si se extrae del fruto maduro la semilla negra, más pequeña que un
grano de arroz, y se la aplasta, se nbtiene una gota de líquido blanco que al tocar
la lengua hace pensar que uno se ha metido una cucharada de mostaza en la boca.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
CAPITULO XVIII
LA BÚSQUEDA DE ORO EN LA BAHiA SLOGGETT. ¿DE QUÉ MANERA
LLEGÓ EL ORO A TIERRA DEL FUEGO? VENDEMOS CARNE A LOS MI-
NEROS. DESPARD y WILL VENCEN A LOS COMERCIANTES RIVALES.
TRAGEDIA EN LA ENSENADA DE LENNOX. SE ME PRESENTA UNA
APARlOÓN y SACO PROVECHO DEL ENCUENTRO.
3
La llegada de los mineros fué para nosotros un envío del cielo.
Al aportar comercio ayudaron a mi padre a costear el establecimient?
de Harberton con algo más que los ahorros del magro sueldo de ml-
178 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
4
Cerca de cien mineros trabajaban en el refugio Lennox, donde el
ripio que cubría el lecho de la roca no sólo tenía muchos metros de
profundidad, sino que además era tan resbaloso que resultaba muy
difícil sostener las paredes de los pozos que se iban cavando. Sin
HARBERTON
5
Un anochecer volvía yo a casa bordeando un bosque, cuando de
pronto me estremeció una extraña aparición. Su parte inferior era
blanca, y se acercaba a mí por el sendero. Me escondí detrás de un
arbusto, y permanecí inmóvil. El fantasma se acercó hasta que pude
darme cuenta de lo que era: un hombrecito en calzondllos. Había
envuelto sus pies con los restos de sus pantalones; nunca vi mocasines
más rústicos.
Era un español; cuando le hablé me contó que había llegado con
otros buscadores de oro en un cúter de ocho toneladas, naufragado
en una región rocallosa de la bahía Moat, a poco más o menos veinte
millas de distancia del lugar en que nos hallábamos. Toda la tripu-
lación había conseguido desembarcar a salvo, pero el cúter se había
hecho añicos contra las rocas, hundiéndose cerca de la costa. Los
demás habían decidido llegar a pie hasta la bahía Sloggett, donde
estaban los campamentos mineros, pero este pobre hombrecillo había
preferido dirigirse a Harberton. Creyendo que podía llegar a nuestro
establecimiento en un día, había salido casi sin provisiones. Al sor-
prenderlo la noche en e! camino, empapado y hambriento, había gas-
tado su último fósforo en encender una fogata, y después de poner
sus botas a secar, se había echado a dormir. A la mañana siguiente,
al intentar ponerse las botas le fué imposible hacerlo, pues el cuero
estaba completamente tostado.
Le pregunté a quién pertenecía el cúter naufragado y su respuesta
me interesó sobremanera.
Volvió a Harberton conmigo. Mientras él comía opíparamente,
llamé a mi hermano Despard y le conté ,lo que sabía, le expliqué que
a ningún tripulante se le ocurriría que podría recuperar algo de!
cúte~ en esa costa expuesta y rocallosa. Con buen tiempo y provistos
de bICheros y de un garfio de hierro, un par de hombres -por ejem-
HARBERTON IMI
plo,. nosot:os- podrían pescar algunos objetos muy útiles sin que
nadIe sufrtera por ello. Despard estuvo muy de acuerdo conmigo, y
así fué cómo el primer día de calma partimos hacia la bahía Moat
antes de que amaneciera.
Precisamente en el lugar del naufragio, una muralla de rocas con.
tra la cual las olas se hinchaban y luego caían en vez de romperse
pesadamente como sucedía más al este, donde las aguas son menos
profundas; a este sitio sobre la orilla habían llegado a la deriva algu-
nos restos del naufragio.
Los objetos más codiciados yacían junto a los restos destrozados
del navío en el fondo de ripio, cerca del pie de la muralla. Aunque
el agua tenía una profundidad de seis metros, podíamos distinguirlos
perfectamente desde el bote. Con ayuda del bichero enganchamos
varios largos de soga, una compuerta suelta, y una gran marmita de
hierro. Más allá vimos una pequeña ancla, que buena falta nos hacía.
Después de varias tentativas infructuosas conseguimos izar todo a
bordo junto con un trozo de cadena.
Recogimos otros objetos útiles que encontramos en la costa y em·
prendimos el regreso a Harberton tan sobrecargados por el botín,
que la borda quedó a menos de veinte centímetros del agua. De·
bíamos recorrer veinte millas, pero no nos importaba. Ese cúter había
pertenecido a nuestros más inescrupulosos rivales en el comercio con
los buscadores de oro.
,
CAPITULO XIX
LA CASA DE CAMBACERES. VIGILO AL GANADO. CASI ME ATRAPA UN
TORO. LEVANTO CERCOS EN LA MONTAÑA NO TUP. PIERDO NUEVE
KlLOS DE PESO.
1 Aparece con este nombre en los mapas, pero debe pronunciarse Ooshoowaia.
HARBERTON 18 3
pado tod~, y que ~ ~ar de sus e~fuerzos no pud? hacerla volver. Según
parece, el se habla Ido de vacacIOnes por dos dlas y la hacienda había
aprovechado su ausencia.
j Qué gran ocasión para nosotros, con lo que nos gustaba montar a
caballo! Los animales se habían dispersado y nos tomó varios días
traerlos de vuelta. Era ésta mi oportunidad: al yagán había que des-
pedirlo y no tendrían más remedio que permitirme ocupar su lugar.
Mi padre, a su regreso, aprobó esta decisión.
Cambaceres se inició con una choza resquebrajada y una carpa. Más
adelante tuvimos un rancho de dos piezas y cuando instalamos el tam-
bo, Despard, con la ayuda de Will y mía, construyó una casita de
regular tamaño con tablones aserrados y techo de chapas de cinc.
También levantamos un galpón para las vacas y corrales que atra-
vesaban el istmo.
La tierra situada detrás de Cambaceres fué el lugar elegido para
criar nuestra hacienda. Con el correr del tiempo mis visitas a Har-
berton se fueron espaciando cada vez más, vivía casi todo el tiempo
en Cambaceres o en medio del monte. También Will trabajaba a la
intemperie, tenía a su cargo las ovejas en las distintas islas y en la
región oeste de nuestras tierras. Despard tenía todo su tiempo ocu-
pado en Harberton, durante el día (y a veces a la luz de la lámpara),
trabajaba en su carpintería o estaba ocupado en otras tareas en la
finca y por las tardes ayudaba a mi padre revisando la contabilidad y
atendiendo la parte comercial del creciente negocio.
Mis padres deben haber temido que yo me fuera a vivir para siem-
pre al bosque, pues durante dos veranos consecutivos me ordenaron
que volviese a Harberton para ocuparme de la hacienda de ese lugar
mientras Despard y Will me reemplazaban en Cambaceres.
La primavera era la estación en que yo estaba más ocupado, pues
los animales habían pasado todo el invierno librados a ellos mismos.
Rápidamente aumentaban en número, y en esa época yo debía cuidar
arriba de trescientas cabezas. Nuestros animales estaban dispersos en
una extensión superior a mil hectáreas; más de la mitad de esa super-
ficie estaba cubierta de espesos bosques cortados por innumerables
valles tan pantanosos o tan cubiertos de árboles caídos~ que en ~Igu
nos sitios apenas era posible el paso del ganado. Se hubiera necesitado
un ejército de hombres acostumbrados al trabajo en el bosque para
hacer en una sola vez el rodeo de esa grey. Yo solo podía ocuparme
del setenta por ciento de toda la hacienda, que en el año 1898 alcan-
zaba a seiscientas cabezas. Había clasificado a los animales en poco
más o menos cuarenta grupos teniendo en cuenta el sexo, la edad
EL ÓLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
CAPITULO XXI
LOS AUSH DIFAMAN A LOS ONAS. TENEMOS NOTICiAS DE KAUSHEL,
EL ASESINO. MIS HERMANOS Y YO TRATAMOS DE CRUZAR LAS MON-
TAÑAS. NUEVA TENTATIVA DE DESPARD Y MÍA. ME VISITAN LOS ONAS
EN CAMBACERES. TRABO RELACIÓN CON EL FAMOSO KAUSHEL.
AMENAZO A BERTRAM. Así ES LA JUVENTUD.
4
Una agradable tarde de fines de 1894 aparecieron en Cambaceres
dos erguidas siluetas en lo alto de una colina, a unos cuatrocientos
metros de la casa. Estaban conmigo a la sazón mis hermanas Berta
y Alicia, y como ambas manejaban muy bien el rifle, les dejé el mío
y salí al encuentro de los forasteros; llevaba un pequeño revólver y
un pañue!o lleno de galletas.
Para demostrar sus intenciones pacíficas los dos hombres habían
dejado sus arcos y aljabas entre unos arbustos. Ambos eran fuertes,
bien constituídos, de actitud resuelta. Sus vestimentas de piel de gua-
naco, sus tocados triangulares y sus pinturas, les hacían parecer aún
más grandes de lo que eran en realidad. El más alto, de un metro
ochenta aproximadamente, se llamaba, según supe después, Chalshoat.
Aunque su compañero era cinco centímetros más bajo, no vacilé en
dirigirme a él, pues adiviné en seguida que era el famoso Kaushel.
Aunque sonreía cordialmente, en respuesta a mis demostraciones de
amistad, tenía el hombre un aire de dignidad que me resultaba im-
ponente.
Nos sentamos los tres y los convidé con galleta, comiendo yo tam-
bién. Había oído cuentos de onas envenenados, por eso adopté la
costumbre d.e compartir siempre cualquier comida que les diera, para
que no pudiesen sospechar de mí, si acaso llegara a enfermar alguno
despué~ de comer.
HARBERTON
2°3
Nos esforzamos por conversar, pero lo UDlCO que pudimos como
prender en concreto fué que todos deseábamos ser amigos. Kaushel
tenía una voz agradable, no obstante el áspero lenguaje guturat que
hablaba. Por fin, les sugerí que regresaran a la mañana siguiente ya
que el sol se ha~ía puesto y era hora de dormir. No sé hasta qué
punto me entendieron, pero nos levantamos y ellos, después de como
poner sus vestimentas con un movimiento inimitable, tan natural
como elegante, y recoger sus arcos y aljabas, echaron a andar.
A pesar de que el encuentro había sido amistoso, juzgué más pru-
dente hacer volver a mis hermanas a Harberton. Como la noche estaba
serena, después de obscurecer salieron en un pequeño bote. A la ma-
ñana siguiente, antes del alba, llegó con el bote de vuelta Bertram,
el ex minero que me había regalado el reloj despertador; se hallaba
a la sazón en Harberton y me traía unas líneas alentadoras de mi
padre.
Como de costumbre salí temprano a caballo a retirar las vacas de
las colinas cercanas; pero me alejé un poco más de 10 indispensable
para ver si andaban los onas por los alrededores o alcanzaba a distin·
guir el humo de las fogatas de su campamento. Como era de esperar,
Kaushel, Chalshoat y otros estaban desparramados en grupos de dos
y tres, todos armados con arcos y aljabas. Desmonté y me aproximé
a un pequeño grupo llevando mi caballo de la brida. Pronto me ro·
dearon como veinte indios, y nos sentamos todos en círculo. Esta vez
había dejado mi revólver en casa, a propósito, pues me daba cuenta
de que me serviría de poco el arma, si era atacado de cerca por
aquellos fuertes hombretones.
Eran todos de muy buena presencia, de rostro severo pero amistoso;
comenzaron a hablar entre sí y adiviné que se estaba desarrollando
un serio debate. Algunos de los más viejos decían una palabra de
cuando en cuando, pero los portavoces que tenían opiniones con·
trarias eran, indudablemente, por un lado Kaushel y por el otro Kush·
halimink, el indio ona más gigantesco que jamás haya visto. Todos
hablaban en voz baja, pero cuando querían dar énfasis a sus pala-
bras el acento se tornaba más áspero. No movían la cabeza para
asentir o negar, pues esas modalidades eran desconocidas entre los
onas. Nadie interrumpía al que tenía la palabra. Se mantenía, en un
tono grave y digno, un debate cuyo tema, evidentemente, era yo.
Años después me 10 contaron con detalle.
Parece que el grandote y bonachón Kushhalimink quería llevar~e
con ellos, pues además de haberse encariñado conmigo, como podla
ocurrirle a un niño con una ardilla, pensaba que yo sería capaz de
204 EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
Schmidt era uno de los hombres de aspecto más fuerte que he co-
nocido, y me alegré de tenerlo conmigo en esos momentos. A la ma-
ñana siguiente Capelo y alguno de sus c?mpañeros vinjer?n a mi ~asa;
yo salí a recibirlos y recomendé a Schmldt que no se pUSIera nervIOSO,
y no empezara a disparar a menos que me atacaran, y en ese caso, con
sumo cuidado para no darme a mí y sí a los atacantes.
Capelo, después de explicarme lo hambrienta que estaba siempre su
gente y lo difícil que era suministrar carne de guanaco al campamento
sin tener municiones para su rifle, me pidió que le diera algunas a
cambio de arcos, flechas y cueros. Su relato no me pareció verídico y
le contesté que no podía darle municiones porque tenía muy pocas
para mi propio uso. Al oír mi negativa, fué tal la expresión de sus
ojos que me alegré de tener a Schmidt detrás de mí y de que los in-
dígenas no ignorasen su presencia.
Los onas se quedaron poco tiempo en Cambaceres. Pronto levanta-
ron el campamento y se instalaron en la península de Harberton a
menos de un lcilómetro de la finca y a medio del bosque principal.
Eso me impresionó favorablemente, pues si hubiesen tenido malas in-
tenciones, seguramente habrían acampado en el bosque y no en el
sitio que eligieron, donde era tan fácil cortarles la retirada. No tarda-
ron en ponerse en contacto con mi padre, que les obsequió con ali-
mentos y, valiéndose de Capelo como intérprete, convenció a los cuatro
hombres más jóvenes del grupo que ayudasen a los yaganes en la
tarea de limpiar un terreno cerca de nuestra finca.
En un puerto resguardado de la isla de Navarino, a diez kilómetros
del canal de Beagle, se había instalado temporariamente don Lavino
Balmaceda, un caballero con veleidades de aventurero, desterrado de
Buenos Aires por actividades políticas. Poseía unas cuantas ovejas y
se dedicaba a hachar árboles y cazar focas, firmemente convencido de
que este último era un medio rápido y seguro de hacer fortuna.
Un domingo, una semana después de la llegada de Capelo a Har-
berton, el señor Balmaceda nos hizo una visita. Yo pasaba con frecuen-
cia los domingos en la finca y ese día fuimos mi padre, mis hermanos,
el visitante y yo al campamento ona.
Yo e~taba deseoso de aprender su idioma, de manera que no perdía
oportunIdad de acercarme a los onas. Conversamos amigablemente con
ellos, y mis hermanos los asombraron por su habilidad en el manejo del
arco y la flecha.
~stábamos convencidos de que se había cometido un crimen, pero
sabIendo cuánto habían sufrido los aborígenes por culpa de algunos
blancos, habíamos decidido conservar una actitud neutral. Personal-
HARBERTON 211
3
Cuando conocimos la verdad sobre el asunto de Capelo, nos tran-
quilizó mucho saber que había muerto, pues en su desesperación por
conseguir municiones, tarde o temprano hubiera hecho un disparate.
Conociendo la naturaleza vengativa de los indios, esperábamos inquie-
tos su reacción. Yo seguía ocupándome, en Cambaceres, del ganado
mayor lo mismo que antes, pero confieso que me sentía muy nervioso.
Entre las montañas, a menos de un día de marcha, grupos de onas
se entretenían cazando animales o cazándose unos a otros. Y no era
difícil que decidieran cazarme a mí.
En la finca, Despard se había convertido en el brazo derecho de
nuestro padre, aunque siempre estaba dispuesto a ayudarnos a Will o
a mí, si lo necesitábamos. Will, aunque se había hecho cargo de las
ovejas, el rubro más importante de la finca, venía con Despard muy
a menudo y me ayudaban a cuidar el ganado mayor. Cuando los tres
cabalgábamos por el bosque, manteníamos entre uno y otro una dis-
tancia de cien metros, a fin de no ser atrapados juntos en caso de una
emboscada. Si pasábamos la noche en una choza y oíamos ladrar a los
perros, en seguida apagábamos las luces y salíamos a investigar con
gran cautela.
Ese año la llegada del invierno fué un gran alivio para mí, pues en
esa época debido a la espesa nieve y a la falta de caza, no era probable
que los indios cruzaran las montañas, por consiguiente, podía di~mi
nuir mi vigilancia.
Un día salí a pie a cazar y a unos cinco kilómetros de la casa encon-
tré dos guanacos y tuve la suerte de acertarles. Los faené allí mismo,
colgué tres medias reses en una rama, fuera del alcance de los zorros,
y llevé la restante a casa. Al día siguiente propuse a Will que fuéramos
a buscar la carne junto con Missmiyolh, el aush, a quien ponía siem-
pre contento proporcionar alimento a su numerosa familia; volvimos
al lugar por un sendero distinto del que yo había tomado el día ante-
rior y encontramos la carne intacta; alguien, sin embargo, había estado
HARBERTON
1 Los refugios de los onas (kowwhi) no eran realmente tiendas, sino simples
pieles cosidas y atadas a postes, colocadas contra el viento, alrededor del fuego. Los
postes eran muy delgados y se inclinaban hacia el fuego en un ángulo de casi cua-
renta y cinco grados. Los kowwhi no tenían techo y casi nunca medían más de un
metro cincuenta de alto. Algunos llegaban casi a los dos metros de circunferencia,
pero los armaban más cerrados cuando reinaba muy mal tiempo.
2 He aquí cinco palabras con sus equivalentes:
sus mocasines, O mirando al vacío, hasta que otro miembro del grupo
le llamaba la atención sobre el regalo recibido; entonces él lo levan-
taba casi sin mirarlo, y sin demostrar ningún placer lo ponía a su lado.
Talimeoat y Kaichin no se habían reservado ni un pedacito, ni
siquiera el pecho, que siempre era considerada la porción del matador.
Después de un rato, algunos de aquellos a quienes, quizás a propó-
sito, se les había dado una porción mayor que a los demás, la divi-
dieron con los afortunados cazadores. Entre los indios onas ése era
el modo correcto de repartir la carne en tales circunstancias, si bien
es muy probable que Talimeoat y su hijo hubieran saboreado ya el
sebo caliente recién sacado del interior del animal.
He aquí otro caso de ingratitud aparente que tuve ocasión de ob-
servar. Había pasado en compañía de un ona una larga y dura jor-
nada; a pesar del tiempo pésimo el indio había trabajado animosa-
mente conmigo desde el amanecer hasta el crepúsculo. Me sentía tan
satisfecho con mi compañero, que al llegar a la finca le regalé mi
cuchillo de caza con su vaina. Lo tomó en silencio con expresión tan
sombría como no la había tenido en todo ese día húmedo y abru-
mador. Dirigiéndome a mi madre, que según su costumbre había ve-
nido a la puerta para recibirme, le dije:
- j Qué desagradecido ese hombre, luego de un regalo semej ante!
j Hasta parecía enojado!
-No dirías eso -replicó ella-, si hubieras sorprendido la mi-
rada que dirigió al cuchillo cuando tú te volviste para hablarme. Pa-
recía encantado.
i Qué esfuerzo haría el pobre hombre para ocultar sus sentimientos
y abstenerse de manifestar su infantil alegría hasta que yo no lo viera!
5
Otro episodio que arrojará luz sobre las costumbres de los onas es
el noviazgo de TeeoOriolh con la hija de Missmiyolh, el aush. En un
capítulo anterior describí cómo éste vino a vivir a Harberton con su
mujer Weeteklh, que era yagana, y su numerosa familia.
Missmiyolh era un hombrecillo pacífico y feliz; nunca pude saber
cómo había conseguido una mujer yagana, ni cómo WeetekIh, adies-
trada para pescar y remar, se había acostumbrado a ambular por los
bosques y pantanos de las tierras onas del este, cargada con todos los
enseres de la familia y a veces un par de niños, además. Missmiyolh
era un experto cazador, silencioso y alerta. Con frecuencia salía al
bosque solo, con su arco y flechas y gracias a su inteligencia y expe-
riencia su familia raramente carecía de carne. Cuando iba de caza,
usaba un notable recurso: si al andar de prisa por el bosque encon-
traba un tronco atravesado en el carnino o un arbusto enmarañado
-a veces a no más de un metro del suelo-- se inclinaba hasta po-
nerse casi horizontal y pasaba bajo el obstáculo sin disminuir el ritmo
de su marcha.
Durante sus cacerías lejos de Harberton, Missmiyolh nunca esta-
blecía su campamento cerca de los verdaderos onas, prefiriendo, segu-
ramente a causa de su mujer yagana, la sociedad de los indios de
las canoas, quienes lo apreciaban mucho. Cuando estaba en Harber-
ton no temía a sus enemigos tradicionales, pues todas las antiguas
peleas entre los clanes parecían haberse olvidado por mutuo acuerdo;
pero aunque Missmiyolh estaba en muy buenas relaciones con los
onas nunca salía a cazar con ellos.
Missmiyolh y WeetekIh tenían una hija, cuyo nombre he olvidado.
Era la mayor y en esa época tendría unos quince años y era ya una
mujercita de aspecto muy agradable, especialmente a los ojos de
TeeoorioLh, que tenía diecinueve. Era éste un ona bien parecido,
de estatura mediana, de buenos modales y como todos los hombres
HARBERTON
ojo". Pronto pasaría el temor; las cautivas eran bien tratadas para
que no intentaran escapar; cuando se las maltrataba, escapaban en la
primera oportunidad, aun a riesgo de ser duramente apaleadas o heri-
das en las piernas con flechas si eran alcanzadas antes de poder llegar
hasta sus clanes. Las mujeres que se negaban a hacer lo que les man-
dara su marido eran igualmente apaleadas o atacadas a flechazos.
El chambón y alocado Chalshoat, al administrar una vez ese castigo,
apuntó un poquito más alto y mató a su mujer. Las otras mujeres
nunca se lo perdonaron.
Halimink, que ya tenía una mujer, consiguió otra en la matanza
que he narrado. Era una de las de Koh, la tercera creo, y se llamaba
Akukeyohn (la que teme los troncos caídos). Me di cuenta que
cuando Halimink hablaba con Akukeyohn, subrayaba innecesariamente
la palabra Koh, con una sardónica sonrisa en los labios. Ella adop-
taba una actitud de resentimiento. Su enojo, sin embargo, debía ser
leve pues Halimink era un buen marido con su mujer favorita, y
Koh había sido muy poco atrayente.
,
CAPITULO XXIV
EL BERGANTíN "PHANTOM". DAN PREWITT LLEGA A HARBERTON.
EL "BÉLGICA" E CALLA CERCA DE CAMBACERES. TRABAMOS CONoa-
MIE TO CO FEDERICO A. COOK, MÉDICO y ANTROPÓLOGO, QUE TOMA
FOTOGRAFÍAS DE LOS O AS Y LES RETRIBUYE CON MEZQUINDAD.
MI PADRE LE MUESTRA SU DlCaONARJO, Y SE OFRECE PARA HACERLO
IMPRIMIR. ME INVITA A FORMAR PARTE DE LA EXPEDICIÓN, PERO EL
"BÉLGICA" ZARPA SIN MÍ HACIA LAS REGIONES POLARES.
El primer día del año r898, por la mañana temprano, desde una
ventana de nuestra casa de Cambaceres vi un pequeño barco detenido
en un bajío, a unos ochocientos metros de distancia hacia el sur del
puerto exterior. Estaba bien encallado y escorado en ángulo muy
agudo. Bajé a la playa, empujé nuestro bote al agua y me acero
qué a él.
Hacía ya un rato que se hallaba varado y la marea descendía. Los
hombres de a bordo habían bajado un bote, y con un ancla pequeña
amarrada a su popa daban cadena desde la inclinada cubierta del
1 Un revolcón en el sumidero.
HARBERTON
1 Una especie de pan hecho de harina yagua, cocido sobre las cenizas sin levadura.
HARBERTON
CAPITULO XXV
EN QUE SE PRESENTA A SLIM JIM, CUYO NOMBRE ONA RESULTA
IMPRONUNCIABLE, Y A MINKlYOLD, EL HIJO DE KAUSHEL. CON ELLOS
COMO GuÍAs MIS HERMANOS Y YO PENETRAMOS, POR FIN, EN TIE-
RRA ONA. RECORREMOS REGIONES NUNCA HOLLADAS TODAVÍA POR
BLANCOS. EL FALLECIMIENTO DE MI PADRE.
mismo con una voz extraña y aguda, o rompía a reír sin razón apa-
rente. Además solía jactarse de su fuerza y de sus proezas, lo que no
se le ocurriría a ningún ona que se respetara, por mucho que se hu-
biera destacado entre sus compañeros.
A principios de marzo de 1898 partimos, mis dos hermanos y yo
con Slim Jim y Minkiyolh como guías, con el objeto de cruzar la ca-
dena de montañas que ya dos veces se había resistido a revelarnos
sus secretos; habíamos intentado hacerlo sin guías una vez a fin del
otoño y otra vez en pleno invierno. Esta vez estábamos seguros del
éxito. Marzo, primer mes del otoño, con sus días serenos y apacibles
es casi siempre el más agradable del año. Teníamos en Slim Jim un
guía cuyo hogar eran precisamente esos bosques y pantanos, y nues-
tro terror por los onas de las montañas era ahora cosa del pasado.
Cada uno llevó un rifle y una piel de guanaco sin forrar, para dor-
mir, pero no nos cargamos con nada más, ni siquiera una tienda de
campaña. Anduvimos los primeros ocho kilómetros a través de un
enmarañado bosque, cuyos enormes árboles caídos, cubiertos de reto-
ños que buscaban la luz, nos dificultaban la marcha. Nuestros guías
nos condujeron en mucho menos de la mitad del tiempo que hubiéra-
mos empleado sin ellos. Yeso que, entre los cristianos, teníamos
fama de ser expertos hombres de bosques.
Slim Jim nos condujo sin vacilaciones, como si siguiera alguna
huella invisible para nosotros, a un excelente vado a través del río
Varela, para pasar el cual apenas aminoró la marcha. Después ascen-
dimos por un banco escarpado, salimos de los bosques y entramos a
los marjales.
Al finalizar esa perfecta tarde, nos hallábamos cruzando un erial
cenagoso, flanqueado por enormes murallas rocosas que aún conser-
vaban, en sus cavidades, montones de nieve invernal. El pantano ter-
minó abruptamente y un escarpado declive nos condujo a un valle,
a través del cual corría un río hacia el Norte. Habíamos pasado la
cima y la tierra de los onas se extendía a nuestros pies. Este valle,
cubierto aquí y allá de bosques, se convertía luego en una gran selva,
que se extendía sin interrupción. A gran distancia divisamos por
primera vez el lago Kami, brillando a la luz del sol poniente. En su
parte más ancha este lago mide unos diez kilómetros y su largo de
este a oeste es de más de sesenta y cinco. Más allá, hacia el noroeste,
hay montañas coronadas de nieve con sus laderas cubiertas de vegeta-
ción hasta el borde del agua.
Estas lejanas montañas están a mayor distancia unas de otras que
las de las cadenas que separan el Kami y el canal de Beagle y en
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
uno de sus valles más anchos pudimos divisar el lago Hyewhin y sus
islas boscosas.
Los indios se sentían halagados por nuestras manifestaciones de ad-
miración hacia el país que ellos amaban; Slim Jim abandonó su
expresión abstraída y su actitud reservada, y nos señaló y nombró
diversos puntos, añadiendo en algunos casos datos de interés histórico
o legendario, que con nuestro somero conocimiento del idioma ona
nos resultaba difícil comprender.
Nos costó privarnos de la contemplación de ese espectáculo, pero
al fin bajamos por el cauce de uno de los torrentes que forma la
nieve al derretirse. Al pie de la montaña, donde empezaba el bosque,
acampamos para pasar la noche. A la mañana siguiente partimos tem-
prano, guiados por Slim Jim, con el mismo paso acelerado del día
anterior. Para sortear los árboles caídos y los matorrales, vadeaba
constantemente el torrente de agua helada antes mencionado, cruzán-
dolo y volviéndolo a cruzar a tal velocidad, que si uno se detenía para
atarse un mocasín, debía luego correr para alcanzarlo. Slim Jim, sin
embargo, no marchaba de prisa; ese paso rápido y sostenido era la
velocidad habitual de su marcha. Años después pude hacer lo mismo
con tan poco esfuerzo como él, tanto cuando viajaba solo como cuando
recorría el país con una banda de onas, pero en ese primer viaje era
novicio en ese deporte. Pocas veces se dignaba Slim Jim hacer una
pausa; al salir del agua, se detenía un momento, apretaba un pie
contra el otro para quitar el agua de los mocasines, y seguía luego
silencioso y alerta.
Después de más de dos horas de camino dejamos el torrente y
nos encontramos en el bosque tupido. Los árboles, a pesar de no ser
de la misma variedad, eran más altos y parecían más vigorosos que
los que estábamos acostumbrados a ver más al sur. Desde una cum-
bre llamada K-Jeepenohrrh 1 por los indios (lo que significa cima
aguda y prominente), a través de una brecha entre los árboles, con·
templamos una hermosa vista de las ondulantes colinas cubiertas de
bosques, que se sucedían kilómetro tras kilómetro hacia el Norte,
hasta perderse en la distancia. Sola y separada de la cadena principal,
vimos una meseta, cubierta de vegetación hasta la cima. Se llamaba,
según nos dijo Slim Jim, Heuhupen, y había sido tiempo atrás una
poderosa hechicera. Tiempo después, iba a saber algo más acerca de
sus ocultos poderes.
1 La inicial "K" se pronuncia sola, sin el socorro de ninguna vocal. En este caso
significa "Es"; otras veces corresponde a "de", por ejemplo: Sinu K·Tam (Hija
del Viento), picaflor.
HARBERTON
"Salí de. casa, dejando a todos bien, a las tres de la tarde, en nuestro
bote salvavidas. Remaban mis hijos y otros hombres. Llegamos a bordo del
HARBERTON
239
bergantín, anclado en las afueras de Owiyamjna, a las cuatro; llevamos
un lote de provisiones para e! viaje, que esperamos iniciar mañana temprano.
Atardecer tranquilo."
3
No habíamos sabido de nuestro padre desde hacía casi dos meses,
cuando, a mediados de agosto, divisamos desde Harberton el bergan-
tín, casi parado por falta de viento a unas ocho millas de distancia.
Ansioso por 'tener noticias, salí en un bote, y remé hasta el bergantín.
Mi padre no estaba sobre cubierta, bajé y hablé con el capitán Davis
en su cabina. :El me dijo que mi padre había fallecido. Había sido
desembarcado en Bahía Blanca después de sufrir una grave hemorra-
gia. De allí, acompañado por un oficial del Ejército de Salvación,
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
1 Los onas pretendían a menudo tener un parentesco más cercano que el real,
para demostrar sus sentimientos cordiales. La pluralidad de esposas traía como
consecuencia la existencia de numerosos medios hermanos. Las relaciones de familia
eran, por lo tanto, siempre complicadas y confusas.
2 Yain quería decir mi padre. Ain (padre) no se usaba nunca solo, sino combinado,
así como yailJ, main (su padre) YikwakailJ o en forma abreviada Yikwain (nuestro
padre) y T-ailJ (su padre). Madre se decía Ahm o Kahm, de ahí: ]ahm, Mahm,
Yikwakahm (o Yikwahm) y T-kahm. La inicial T correspondía al posesivo su,
por ejemplo T-oli (su traje) T-hah (su arco) o T-kos (su cara). Esta última pala-
bra era a menudo una exclamación usada por el interlocutor después de una pelea
infantil o un argumento pueril: ¡SU cara!
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
1 Sin punta.
HARBERTON 261
saba menos que yo, pero poseía la fuerza que da la locura, y amagaba
peligrosas dentelladas. Conseguí desprenderme de él en tanto llega-
ban algunos indios para socorrerme. Lo atamos de pies y manos, y de
repente el indio, debilitado, se quedó quieto y hasta aparentó estar
dormido. Durante la lucha él no se había lastimado, mas yo no tuve
igual suerte, pues, me disloqué el dedo pulgar; con torpes esfuerzos
pretendí colocarlo en su sitio, lo conseguí atándolo con una soga a una
viga del techo de la leñera y tirando bruscamente, pero aún hoy me
molesta algo.
Despard, WiU y yo discutimos sobre lo que debía hacerse con esa
carga. No podíamos, naturalmente, tenerlo atado durante el resto de
su vida, ni tampoco matarlo, aunque eso hubiera sido una solución.
La única alternativa era dejarlo en libertad, hasta que pudiéramos
deshacernos de él en alguna otra forma. Nos enteramos de que un
barco de transporte, el Santa Cruz, estaba cargando madera en el ase-
rradero recientemente establecido en Ukukaia 1 a unos veintiún kiló-
metros hacia occidente, y pensamos que si era posible alcanzarlo antes
que zarpase, tal vez quisiera su amable capitán Mascarelo llevarse al
indio para internarlo en un asilo en Buenos Aires. En consecuencia
libramos a Minkiyolh de sus ataduras, lo colocamos en un bote y lo
trasladamos hasta el aserradero. \'V'ill se hizo cargo de él y nos contó
que Minkiyolh durmió durante todo el viaje. El capitán Mascarelo lo
embarcó en el transporte rumbo a Buenos Aires.
Unos meses después estaba de vuelta el transporte con Minkiyolh.
Los médicos argentinos que lo reconocieron lo hallaron en estado nor-
mal. El capitán Mascarelo nos contó que se había portado bien du-
rante toda la travesía, y es probable que él y los médicos opinaran
que era uno de esos casos en que "es más el ruido que las nueces".
Cuando Minkiyolh regresó a Harberton, estaba mucho más comu-
nicativo que antes y se jactaba ante los indios de sus aventuras y de
las maravillas que había visto en la capital. Simulaba leer un diario
en español y sosteniéndolo muchas veces al revés traducía para el
auditorio ona textos imaginarios. En sus narraciones mencionaba con
frecuencia su amistad con el presidente de la República y los indios
se enteraron de que había sido elegido jefe de ellos, y sólo gracias
a su intervención el presidente les había permitido comer carne de
guanaco; al oír esta información uno de los veteranos aseguró que si
él veía la marca del presidente en la oreja de un guanaco, se absten-
dría de matarlo.
4
Tininisk, el curandero que había raptado al nieto de Kankoat, nos
visitaba con frecuencia en Harberton. Siendo un joon célebre, prefe-
ría cantar o instruirnos en antiguas creencias, a trabajar duro. Yo
siempre escuchaba con el debido respeto sus leyendas y doctrinas,
pero le decía abiertamente, a él y a los otros brujos, que su magia
no podía hacerme daño porque yo no le tenía miedo y la magia sólo
podía dañar a aquellos que la temían.
Muchas veces conversando sobre este tema con Tininisk, y otros
magos indios me descubría el pecho y los invitaba a que pusieran en
juego todos sus poderes para causarme dolor; ellos se esforzaban
por conseguirlo y en una o dos ocasiones presionaron tanto sobre mí
que no pude evitar un respingo, pero al final declararon que yo era
completamente invulnerable.
Algunos de esos embusteros eran consumados actores. De pie o
de rodillas al lado del paciente miraban fijamente la parte enferma
o dolorida, y una expresión de intenso horror indicaba luego que
habían visto algo espantoso, perceptible sólo para ellos. Se acercaban
lentamente a veces, otras con ímpetu, como temiendo que aquello
que causaba el mal se les escapara; simulaban llevarlo misteriosamente
hacia el lugar elegido, generalmente el pecho, donde aplicaban la
boca y chupaban violentamente. A veces la lucha se interrumpía des-
pués de una hora, para empezar de nuevo al rato; finalmente, el
brujo se echaba hacia atrás y daba muestras de tener algo en la boca,
que cubría con las manos cruzadas. En seguida, vuelto de espaldas al
campamento, se quitaba las manos de la boca y con un grito gutural,
ind.escriptible, arrojaba al suelo el objeto causante del mal y lo pisaba
funosamente. El profano veía un poco de barro, una piedrecita o algún
ratón muy pequeño. Yo personalmente nunca vi aparecer el animalito,
aunque ello era muy común; sin duda, en las ocasiones en que yo
estuve presente, el brujo no había podido dar con un nido de ratones.
Pregunté a Tininisk si no podría explicarme el origen de sus po-
HARBERTON 267
deres mágicos. De sus ambiguas declaraciones saqué en conclusión
que la luna era en cierto modo propicia a esas cosas; que era posible
a un curandero ponerse en contacto con espíritus fuera del alcance
del común de los mortales e incluso ver cosas que estuvieran ocu-
rriendo muy lejos. Aprendí que el poder de los brujos no era cons-
tante, pues unas veces era muy fuerte y otras casi nulo.
Viendo mi interés y mi deseo de aprender, Tininisk, al fin, con-
descendió a instalar en mí algo de su magia. Había entonces tres
magos juntos: Tininisk, su mujer Leluwhachin y Otrhsh06hl. Este
último, cuyo nombre significa "Ojo Blanco", pertenecía al clan de
San Pablo; su aspecto era parecido al de Tininisk, delgado, de un
metro sesenta de altura, ágil, con mirada de águila y expresión severa,
pero no desagradable. De Leluwhachin, aunque no se le permitía
compartir los secretos de la Logia (a la que me referiré más adelan-
te), decían que poseía los poderes mágicos de su marido. Como ya
lo he dicho, no he conocido ninguna otra ona con esos atributos, fre-
cuentes, sin embargo, entre las mujeres yaganas.
Mi iniciación tuvo lugar en torno a un fogón, protegido del viento
como de costumbre por pieles de guanaco. Después de hacerme un
discurso sobre la seriedad de mi propósito, Tininisk me indicó que
me desnudase; yo cumplí la orden y me mantuve reclinado sobre mi
ropa y algunas pieles de guanaco mientras él me exploraba el pecho
con las manos y la boca, tan cuidadoso y atento como un médico con
su estetoscopio, moviéndose de un lugar a otro y deteniéndose a
escuchar aquí y allá, según los ritos. Miraba además atentamente, como
si estuviera viendo a través de mi cuerpo con rayos X.
Luego los dos hombres se quitaron los vestidos y Leluwhachin la
capa que cubría su kohiyaten 1, los tres juntaron sus cabezas y alguno
de ellos extrajo un objeto color gris claro, de diez centímetros de
largo, con el aspecto de un perrito lanudo, de cuerpo robusto y orejas
levantadas, al cual, con el mismo temblor de las manos y el aliento
de su respiración le dieron una apariencia de vida. Percibí un olor
raro y repetidos sonidos guturales que parecían provenir de aquel
objeto, cuando tres pares de manos lo acercaron a mi pecho. De re-
pente, sin que yo notara ningún movimiento brusco, el objeto des-
apareció.
Esta ceremonia se repitió tres veces y aunque en cada una de ellas
1 Prenda de mujer de suave piel de guanaco usada con los pelos para afuera.
Cubría desde abajo de los pechos hasta las rodillas, daba una vuelta y media alre-
dedor del cuerpo y se sujetaba firmemente con un moji. De ahí el oombre de kohiya-
ten (cadera atada).
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
CAPITULO XXIX
DESAVENENCIAS ENTRE LOS ONAS y LOS POBLADORES DEL NORTh.
LA MISIÓN SALESIANA. HEKTLlOHLH, EL ÁGUILA ENJAULADA, MUERE
EN CAUTNERlO. PALOA DESAFÍA A LA POLICÍA. UN GRUPO DE ONAS
ES ASESINADO POR MClNCH y SUS COMPAÑEROS. K1LKOAT PLANEA
LA VENGANZA. KlYOHNISHAH ROBA ALGUNAS OVEJAS Y ME COLOCA
EN UNA POSICIÓN DIFÍCIL. AHNIKIN Y HALIMJNK ME PRESTAN AYUDA.
3
Existían también aquellos que no pagaban a otros para que hicie-
ran el trabajo sucio, sino que lo hacían ellos mismos. Uno de estos
era McInch.
Desde tiempo inmemorial era costumbre de esos indígenas ir de
tarde en tarde a ciertos lugares de la costa atlántica a cazar focas para
abastecerse de grasa y cueros. En una ocasión, un grupo numeroso
de onas se dirigió con ese objeto al cabo Peñas, un promontorio
donde había centenares de focas. Entre los bosques donde vivían y
el mar había kilómetros de campo abierto por donde debían cruzar
prácticamente sin resguardo, pero los indios estaban ávidos de aceite
y carne grasa de foca, después de haberse pasado meses comiendo
carne magra de guanaco.
McInch se enteró de la proyectada cacería por informe de un rene·
gado, quien, después de reñir con su clan, se había ido a vivir con
los blancos y guardaba rencor a los suyos.
Armado de rifles de repetición y seguido por un grupo de jinetes
blancos deseoso~ de correr aventuras, McInch rodeó el promontorio,
cortando la retltada a los infortunados indios, que pronto serían
HARBERTON
!~'
ISLA NAVARINO
HARBERTON
1 Este nombre no era despectivo. Los onas usaban cuatro tipos de nombres: J)
Nombres antiguos, no necesariamente los de sus antecesores, cuyo significado se ha
olvidado con el correr de los años. 2) Nombres de lugares, pero no siempre (como
en el caso de los yaganes), de los lugares de nacimiento. 3) Nombres de cosas
o de animales, como, por ejemplo: Koh (hueso), Teilh (mosquito), Haarú (ganso
montañés), Yohn (guanaco) y Kiyohnishah. 4) Nombres descriptivos de peculiari-
dades, de modalidades, rasgos o accidentes, tales como: Ishtohn (caderas anchas),
Kostelen (cara alargada), Shilchan (voz dulce) y otros que serían muy mal recibi·
dos por los blancos y de cuyo significado, a fuerza de usarlos, los indios parecían
no tener conciencia. Es por esta razón que no puedo dar el equivalente en español de
algunos de Jos nombres onas mencionados en este libro.
HARBERTON
CAPITULO XXX
LOS ONAS NOS INVITAN A VIVIR EN SU PAlS. MIS HERMANOS NO
DESEAN ACEPTAR PUES AMBOS ESTÁN POR CASARSE. EN BUSCA DE
AVENTURAS, YO DECIDO INlCrAR UNA COLONrA EN NAJMISHK Y
COMIENZO A ABRIR UN CAMINO A DICHO LUGAR. MINKlYOLH VUELVE
A SER UN PELIGRO. NOS VISITA HOUSHKEN, EL JOaN DE HYEWHlN,
QUIEN DEMUESTRA SU MAGrA. SE LE MUESTRAN BRUJERÍAS DEL
HOMBRE BLANCO.
1 Esta palabra debe usarse con discreción con respecto a los onas. Es verdad que
Hechelash llevaba con orgullo mensajes de un grupo a otro, y los muchachos eran
enviados por sus padres a hacer diligencias, pero nadie, ya fuese hechicero u hombre
fuerte, impartía órdenes, salvo, quizás, durante un asalto.
288 EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA
de pie con los brazos cruzados, una de sus actitudes favoritas cuando
descansaba, y tener empuñado el revólver con la mano derecha listo
para disparar a través del impermeable contra cualquier atrevido
que intentara cogerlo de sorpresa. Llevábamos a Houshken de regalo
un joven sabueso muy lindo.
Ya le había tomado afecto al médico de Hyewhin. Me dijeron que
nunca había visto de cerca a un hombre blanco, lo que explicaba la
inquisidora y sostenida mirada que me lanzó cuando nos encontra-
mos en el bosque. Cuando le entregamos el perro, pese a su solem-
nidad, no pudo ocultar su placer, y lo tomó en sus brazos y lo apretó
contra su cuerpo como si fuera un niño. La conversación, como ocurría
siempre en tales encuentros, era lenta, con largas pausas, como para
dar tiempo a reflexionar profundamente. Dije a Houshken que había
oído hablar de sus poderes sobrenaturales y que me gustaría cono-
cer algo de su magia. A fin de impresionarlo le manifesté que nos-
otros por nuestra parte le mostraríamos magia de los hombres blan-
cos; no dañaría a nadie, le aseguré, y se llevaría a cabo la noche
siguiente. Houshken no se negó, pero me contestó modestamente que
no estaba inspirado, lo que de acuerdo con la modalidad ona signi-
ficaba que quizá lo hiciera más adelante.
Después de dejar transcurrir un cuarto de hora, Houshken mani-
festó que tenía sed y se alejó para beber en un arroyo cercano. La
luz de la luna y el reflejo de la nieve daban un:!. claridad diurna a
la escena de la próxima exhibición. A su vuelta del arroyo, Housh-
ken se sentó y comenzó un monótono canto, que continuó hasta que
repentinamente se llevó las manos a la boca. Luego las retiró con
las palmas vueltas hacia abajo y a unos cuantos centímetros de dis-
tancia una de otra; una tira de cuero de guanaco, de tres veces el
grosor de un cordón de zapatos y de no más de cuarenta y cinco
centímetros de largo, colgaba entre sus manos sostenida entre los
pulgares y los meñiques, pendiendo de estos últimos unos ocho cen-
tímetros por los extremos.
Houshken comenzó a sacudir las manos con violencia, separán-
dolas gradualmente y en un momento la tira, que permanecía floja
y con los dos extremos aún a la vista, tenía ya más de un metro de
largo. Después llamó a su hermano Chashkil, quien tomó el extremo
que colgaba de la mano derecha, y dió un paso hacia atrás. De la
mano izquierda de Houshken comenzó a crecer la tira hasta alcanzar
un largo de más de dos metros. Luego Chashkil avanzó y la cuerda
fué desapareciendo en la mano del hechicero hasta que éste pudo
retomar el extremo que había dado a su hermano. Con la agitación
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
CAPITULO XXXI
PRO EGUIMOS LA CONSTRUCCIÓN DEL CAMINO. LA GUARIDA DE UN
GUANACO. EXPLlCAOÓN DE UNA LEYENDA. KEWANPE EXTERIORIZÁ
SU GRATITUD EN FORMA ENCANTADORA. EL CRIMEN DE HALlMINK
Y AHNIKlN. LA ACTITUD DE LOS ONAS ANTE UN ASESINATO. TlNI-
NISK, OTRH HOOLH Y TE-ILH SE SIENTEN MÁS SEGUROS.
4
Una tarde de julio, a hora avanzada, en los rigores de ese invier-
no, llamaron violentamente a nuestra puerta. Al abrir, vi que dos
indios de aspecto hosco e indómito estaban parados en el lugar
donde la nieve había sido limpiada con palas. Sus cuerpos estaban
envueltos en mantos de piel de guanaco, calzaban mocasines, sobre
la cabeza llevaban el típico atavío y estaban armados con arcos y
flechas.
Yo conocía a los dos. Uno era Halah, un hombre fuerte, de
mandíbula cuadrada, ancho de hombros y de poco más o menos un
metro setenta de estatura. El otro era Chashkil, el hermano de Ki-
yohnishah y del gran curandero Houshken, el joon de Hyewhin.
Como sabía qué penosa era, en pleno invierno, la travesía de los
pantanos y montañas, la inesperada visita de estos dos hombres flacos
y extenuados me llenó de inquietud. No podía tratarse de un men-
saje cualquiera. Les pregunté el motivo de este largo viaje. Muy
impresionados a la vez que con mucha dignidad, me relataron su
historia. Halimink y Ahnikin habían salido de su propio territorio
de caza y se habían encaminado hacia la tierra de los indios del
norte con los rifles prestados por mí. Se encontraron con un pequeño
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
5
Entre los onas no era considerado un delito el dar muerte a un
hombre de otro dan. El axioma ona era: "Si yo no lo mato, con
toda seguridad me matará él, si cree que con eso gana algo." Tam-
bién aceptaba el sistema la eliminación de un miembro de otra tribu
con el fin de apoderarse de su mujer, aunque el matador ya tuviese
la suya, y la matanza del mayor número de amigos de la víctima
para debilitar el poder del clan y ponerse a cubierto de futuras re-
presalias. Sin embargo, se hacían distinciones. Existía la lucha de
EL CAMINO A NAJMISHK
3°1
hombr~ a hombre.. ~uando la pelea s~ realizaba en el campamento,
las mUjeres y los runos que la presenCIaban se cubrían la cabeza con
pieles de guanaco y proferían gritos para exteriorizar su indignación.
Cualquier infracción a las reglas que prohibían atentar contra la vida
de las mujeres y niños era repudiada. Al respecto recuerdo un hecho
que narraré más adelante: en reemplazo de un guerrero, ausente en
la ocasión, fueron muertos sus dos hijos pequeños y los mismos
compañeros del asesino protestaron enérgicamente por el atropello.
Sin duda, el principal objeto de estos crímenes era la obtención
de mujeres. Otra razón, muchas veces usada como pretexto para
encubrir la primera, era la de conseguir la eliminación del hechicero
del otro clan. He relatado, en páginas anteriores cómo rehusé ha-
cerme curandero por temor a que se me hiciera responsable de algu-
na muerte por síncope cardíaco ocurrida a cientos de kilómetros de
distancia. La muerte repentina, producida por enfermedad, se atri-
buía siempre a hechicería. Se aseguraba en esos casos que el hechi-
cero del bando contrario había introducido en el cuerpo de la víctima
un maleficio que lo había minado lentamente hasta destruirlo. El
curandero local pasaba entonces noches y días en terribles esfuerzos
físicos y mentales interpretando las cenizas o las brasas, o captando
mensajes del mundo de las sombras, mientras los pesarosos deudos
escuchaban ansiosos sus exelamaciones. La magia ona no se circuns-
cribía a la tierra o al cielo, estaba en todas partes. Al finalizar estas
investigaciones el "médico de familia" orientaba sus sospechas in-
directamente, o por deducción, contra un joon rival.
~sta era una conclusión muy conveniente para el curandero. No
solamente contentaba a sus clientes, sino que se libraba de un peli-
groso competidor, o preparaba el terreno para ello. Los parientes,
por su parte aceptaban gustosos esa explicación que le brindaba una
excusa para una expedición punitiva, siempre agradable, y además
una oportunidad de conseguir algunas mujeres jóvenes y atractivas,
entre los familiares de las víctimas.
El caso del asesinato de Houshken y Ohtumn, era claro. El móvil
del crimen de Halimink y Ahnikin era el desquite por las muertes
de Slim-Jim y Teeooriolh, hermanos de Ahnikin. La fama de Housh-
ken como brujo debió ser motivo de la envidia de más de un ex-
perto en las negras artes; y la favorable impresión que había produ-
cido en Harberton había sin duda atizado el fuego de los celos.
¿Qué mejor oportunidad entonces para Halimink y Ahniki~ ~ue la
ofrecida por las muertes de Slim-Jim y TeeoOriolh, para supnmlf de-
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
CAPITULO XXXII
HALIMINK Y AHNIKlN PIDEN MÁS MUNICIONES. EL ESQUIVO TE-ILH.
SUS MOTNOS PARA EVITAR LOS HOMBRES BLANCOS. AL LLEGAR LA
PRIMAVERA REANUDAMOS EL TRABAJO EN EL CAMINO. LA HO-
NESTIDAD DE LOS ONAS. NUESTRO CAMPAMENTO ES VISITADO POR
KIYOHNISHAH, QUIEN SE SIENTE JUSTAMENTE INDIGNADO.
3
La primavera había llegado. La nieve había desaparecido casi ente-
ramente de los terrenos bajos, y en los árboles del bosque (con excep-
ción de las hayas antárticas) brotaban las nuevas hojas. Era ya tiempo
de acercarnos a nuestros amigos andariegos y continuar con el trabajo
del camino. Sabía cuánto les agradaría saborear comida civilizada des-
pués del crudo invierno, así es que decidí acarrear la mayor cantidad
posible de arroz, azúcar, maíz, grasa y café.
Llevé como compañeros al alegre Kankoat y al pesado y taciturno
Chalshoat. Además de los comestibles debíamos transportar utensilios
de cocina, cubiertos, una docena de hachas grandes y algunos picos.
Kankoat se encargó del arreglo de nuestros respectivos bultos. Me di-
vertía ver cómo los repartía. Todo lo más pesado fué puesto en el
1. Te-al con su esposo Ishtohn (Muslos gruesos). Fotografía del autor.
2. De izquierda a derecha: Aneki, Kostelen y Shilchan. Adviértase la segunda
flecha que hi1chan ya tiene preparada en la mano izquierda, según era costumbre.
De Los Ollas. Cortesía del Director de la Biblioteca del Colegio acional de
Buenos Aires.
En el centro, lo campe:mes esquIladores: los hermanos Metet y Doihei. El
hombre que vIste el goochi,h, al lado de Metet es Yoshyolpe, sobrino de mi tío
adoptJ\'o Koiyot. Fotografía de Mrs. Goodall.
EL CAMINO A NAJMISHK
1 Oush ma t ushnain?
¿Es que tú Jo desapruebas?
2 Dowo
DO
kaw
ya está
chohn
hombre
ijen
haciéndose
I tani
no
telken
niño
EL CAMINO A NAJMISHK
1 Aneki era, yo creo, ambidextro, pero con seguridad no era raro. Eran muchos
los onas que defraudaban su nombre. Los niños a menudo eran llamados como un
a~tecesor muerto tiempo atrás, o por alguna peculiaridad de su niñez que luego per-
dían en el transcurso de los años. Uno de los del grupo de la fotografía frente a página
161 es Kostelen. El lector puede juzgar si este hombre merecía ser llamado Cara An-
gosta. Para dar dos ejemplos más, Otrhshoolh tenía, cuando yo lo conocí, ojos baso
tante normales, y Akukeyohn, como ha podido verse, ya no tenía miedo de cami·
nar sobre troncos caídos. Shilchan, por otra parte, tenía verdaderamente una voz
suave.
EL CAMINO A NAJMISHK
339
~l segundo cuen.to referente a Aneki data de una época en que
tuvimos muy mal tIempo y las ramas cargadas de nieve dificultaban
el trabajo en el camino. Como escaseaba la carne, decidimos dedicar
un día a la caza. Varios hombres fueron a Harberton por el día,
mientras yo, Aneki y otros dos nos dirigimos al nordeste en busca de
guanacos. Pronto empezó a nevar pesadamente. Después de haber
caminado un kilómetro y medio encontramos una huella de guanaco
que cruzaba en ángulo recto nuestro sendero. Era todavía fácil de
seguir, a pesar de que la nieve la iba borrando rápidamente, pero
como el guanaco iba al parecer corriendo, tuvimos que seguirle el
rastro durante dos kilómetros antes de alcanzarlo en un lugar donde
se había detenido para comer; allí pude finalmente dispararle un tiro.
Una vez repartida la carga de carne entre todos, regresamos por
el mismo camino, tomando yo la delantera. No soplaba ni el más
leve viento y nevaba tan copiosamente que aunque hubiésemos estado
en campo abierto, la visibilidad no hubiera alcanzado más de cin-
cuenta metros. En el bosque íbamos casi a ciegas. Mis compañeros
no conocían esa región, poco frecuentada a causa de los espesos ma-
torrales de hayas perennes, por el guanaco, objeto principal de
sus correrías. Después de haber andado una corta distancia, Aneki
preguntó:
-¿Por qué no vamos derecho a casa?
Rápidamente acepté su insinuación.
-Es mejor que tú tomes la delantera -le dije, y humildemente me
coloqué detrás. Sin la menor hesitación, Aneki nos llevó tan directa-
mente como lo permitían los matorrales a nuestro pequeño campa-
mento desierto. Tan cubierto estaba por la nieve que casi tropecé
contra mi refugio antes de advertir que habíamos llegado. Aneki nos
había guiado como si durante todo el tiempo hubiera estado viendo
la meta.
Entre los hombres blancos, aun entre aquellos que se pasaban la
vida en el campo y el bosque, se me consideraba como un baquiano
de primer orden, pero en comparación con un ona, aun el menos
diestro, yo era un simple principiante. He acechado venados en el
chaco paraguayo en compañía de los aborígenes de est: región; con
un guía mashona he cazado ciervos en terrenos montanosos del Sur
de Rhodesia, pero nunca he visto nada semejante a los rastreadores
onas de los bosques fueguinos.
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
3
Talimeoat era un indio que se hacía querer, y yo pasaba mudlas
horas con él. Una serena noche de otoño, poco antes que mis nego-
cios me llevaran a Buenos Aires, caminábamos cerca del lago Kami.
Estábamos justo sobre el nivel más alto de los árboles, y antes de
descender al valle descansamos sobre una loma verde. El aire estaba
CAPITULO XXXVI
DESPARD TRAE SU NOVIA A HARBERTON. MARiA SE VA A VIVIR AL
CHACO PARAGUAYO. VISITO A BUENOS AIRES Y ME ASUSTA EL TRÁN-
SITO. MI ABOGADO ARGENTINO SE CREE OBLIGADO A BUSCARME UNA
COMPAÑERA. MUY SATISFECHO, REGRESO A TIERRA DEL FUEGO PARA
CONTINUAR MI VIDA AL LADO DE LOS INDIOS ONAS.
3
He dicho ya que el camino salía de la playa, al pie de la colina
Tijnolsh en dirección noroeste y terminaba en un acantilado a ocho-
cientos metros del río Ewan. A unos diez kilómetros al noroeste, pa-
sando la desembocadura del río Ewan, el gran promontorio llamado
Acantilado Ewan, y una extensión de ocho kilómetros de playa de
4
E~ esos primeros días de Viamonte, me acompañó el remanente
del rnfortunado grupo de Najmishk: Koiyot, sus dos sobrinos, Ohr-
haitush y Yoshyolpe, los hermanos Shijyolh y Shishkolh, Shaiyutlh
(Musgo Blanco), Ishiaten (Muslos Arañados) y otros tres o cuatro
muchachos trabajadores, entre ellos Kautush. Este joven era hijastro
de Kautempklh, aquel anciano tan bondadoso del grupo norte. Su
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 359
5
Yo no estaba de acuerdo con aquellos que consideraban la zona de
Najmishk inadecuada para la cría de ovejas y me propuse traer de
Harberton cuantas pudiera. Antes era preciso cercar el terreno nece-
sario. Nuestra primer tarea después de habernos instalado en Via-
monte fué construir cercos. Comenzamos por uno de madera en 10
alto de la colina de Najmishk, que fuimos llevando, en descenso, por
la parte boscosa de la región. En esto trabajamos hasta bien entrado
el invierno, época en que creí poder dejar a Dan Prewitt a cargo de
Viamonte, mientras yo pasaría un mes o dos con mi familia en Har-
1 La frecuente repetición en estas páginas de unos cuantos nombres puede dar
la impresión de que eran los únicos indios que habitaban esos lugares en los co-
mienzos del siglo. Distaba mucho de ser la verdad. Además de los ya mencionados,
podría nombrar muchos otros con quienes he convivido y salido a cazar. Con sus
mujeres y familias formaban una población ambulante de más de doscientos cin-
cuenta habitantes. Si los nombrara a todos (en caso de que llegara a recordarlos),
este relato, profusamente salpicado de nombres propios, resultaría intolerable hasta
para los más indulgentes lectores. Debo señalar que me he esforzado en la tradu~
ción fonética d~1 habla sutural d~ los onas,
360 Jll ÚLTIlIfO CONFÍN DE LA TIERRA
se acostaba a sus pies con el ojo atento a los deseos de su amo. Como
dueño de casa era amistoso y cordial, no se incomodaba ni aun con
aquellos que se tornaban altivos. Sus ojos se posaban alternativamente,
y con la misma mirada indulgente, en el airado interlocutor y en su
perro. Pero bastaba una imperceptible guiñada para que el can se
abalanzara a las piernas del despavorido ofensor, lo que no impedía
que luego tironeara encolerizado al animal, declarando que nunca el
perro se había portado así y que probablemente habría enloquecido.
McInch se había repuesto desde hacía tiempo de los efectos de la
flecha de Taapelht, y me enseñó, para que yo lo examinara, uno de
sus tesoros más apreciados: el pequeño perdernal de vidrio que casi
le había costado la vida. Se proponía mandar hacer de él un alfi-
ler de corbata.
Al día siguiente se levantó un fuerte viento del Sur. McInch me
rogó insistentemente que me quedara en el establecimiento Primera
Argentina, pero yo, cumplido ya el propósito de mi visita, preferí
no escuchar sus advertencias y salí a caballo con el polvo de nieve
soplándome en los ojos. Un pastor de ovejas escocés que tenía su ca-
baña a pocas leguas de allí salió del establecimiento conmigo y andu-
vimos juntos hasta que divergieron nuestras distintas rutas. Antes de
separarnos sacó a relucir una botella de whisky y gentilmente me
ofreció un trago para precaverme del frío. En esos días yo considera-
ba esto una debilidad, de modo que rehusé. Él bebió y nos despedi-
mos. Fuí el último hombre que lo vió con vida; su caballo ensillado
volvió sin él a Río Grande algunos días después y, más adelante, su
cadáver helado fué hallado en la nieve. Estaba perfectamente sobrio
cuando me dejó.
Llegué a Viamonte sin novedades. El tiempo no presagiaba nada
bueno. Yo me arrepentí de haber prometido a mi madre estar de
vuelta en Harberton a los diez días. Sabiendo que ella se alarmaría
si yo no llegaba a tiempo, salí a pie, antes del amanecer del séptimo
día, con Ahnikin. Encontramos nuestros zapatones donde los había-
mos dejado, y bien' que nos vinieron pues la nieve impulsada por
un viento contrario cada vez más fuerte, se estaba poniendo muy
espesa. A la tarde del noveno día de viaje nos encontramos a la en-
trada norte de un valle angosto que se interna entre las montañas. Es-
taba al abrigo del viento, pero por ese mismo motivo los montículos
tenían en muchas partes más de nueve metros de espesor y no era
posible encender fuego en el suelo. Juntamos un montón de ramas,
y luego de colocadas sobre la nieve, hicimos fuego encima de ella;
pronto se derritió la nieve y la fogata se hundió, prodUCIendo más
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
CAPITULO XXXVIII
LA PRIMERA ESQUILA EN NAJMISHK. LUCHO CON CHORCHE. KlYOH-
NISHAH y SU GRUPO VUELVEN A HARBERTON. ALGUNOS RELATOS
SOBRE COSTUMBRES ONAS. DIVERSAS FORMAS DE OBTENER DOS ES-
POSAS. NIÑOS ONAS. HALlMINK CONTROLA SU NATURAL CURIOSIDAD.
COMPORTAMIENTO CORRECTO ENTRE SUEGRO Y YERNO. LOS ONAS
LLORAN A SUS MUERTOS. UN ENTIERRO ONA. PINTURAS Y TATUA-
JES. VESTIMENTAS INDíGENAS. LA CORRECCIÓN DE LAS MUJERES
ONAS. KEWANPE SE SOBREPONE A SU MODESTIA. EL MÉDICO DE LA
FAMILIA. UNA CURA DE LUMBAGO. ARCOS Y FLECHAs DE LOS ONAS.
ANTIGUOS Y MODERNOS PEDERNALES. EL CÓDIGO DE HONOR DE LOS
CAZADORES. CÓMO CAZAN UN GUANACO LOS ONAS. INESPERADA DE-
RROTA DEL TERRIBLE TIGRE. HÁBITOS DESCORTESES DEL GUANACO.
EL DR. HOLMBERG ES DEFRAUDADO.
y otros viejos amigos y por el otro sus adversarios más pesados Chash-
kil, Halah, Pahchik, Kautempklh y e! resto.
Terminada la esquila, todos se dispusieron a partir para sus corre-
rías de otoño, estación en que abundaban los gansos salvajes y otras
aves y los guanacos estaban en buenas condiciones. También en Naj-
mishk se dispersaron los grupos. Los onas son inquietos por natura-
leza y nunca permanecen largo tiempo en el mismo sitio. Casi todos
iban y venían a Viamonte, como habían hecho y continuaban haciendo
en Harberton y en Cambaceres, que estaba ahora a cargo del mestizo
chileno Contreras. Nuestros vecinos más cercanos en Viamonte eran
naturalmente los de! grupo Najmishk, siendo el principal de ellos
Koiyot, quien secundaba a Dan Prewitt en el cuidado de las ovejas
y yeguas. La mujer de Koiyot se llamaba Olenke. Ella y su hermana
Walush habían sido antes las mujeres del hermano de Koiyot. Se
decía que Koiyot había desnucado a su hermano en una pelea a fin
de conseguir a Olenke y a Walush. Esta última había sido por corto
tiempo su segunda mujer. Walush había tenido dos hijos por el her-
mano de Koiyot: Ohrhaitush y Yoshyolpe.
Olenke y las otras mujeres de este pequeño grupo me dispensaron
toda clase de atenciones. Todas las mujeres eran serviciales y siempre
había muchachas dispuestas a buscar combustible y acarrear agua. A
menudo, cuando llegaba, casi de noche, encontraba uno o dos dahapi
fresquitos, recientemente pescados en los charcos que quedaban entre
las rocas de la playa, colgados cerca de mi refugio, sin que la genero-
sa donante se diera a conocer; otras veces descubría un hermoso pes-
cado que me estaba esperando asándose entre las brasas cerca de mi
cama. Estas hadas buenas. eran generalmente Ijij y su hija Koilah.
Las dos bien parecidas; Ijij puede haber tenido treinta y cinco años
y la hija unos quince.
Se contaba sobre Ijij que al regresar una vez de la playa con otras
mujeres trayendo pescado, se habían encontrado con un tipo desam-
parado a quienes todas detestaban. Estaba empapado y aterido y le
castañeteaban los dientes. Ante una sugestión de Ijij, las mujeres le
dieron muerte con sus arpones y cañas de pescar. Tal era el cuento,
pero bien pudo acontecer que e! hombre se desmayara en la playa y
los voraces pájaros lo devoraran. ¿Quién sabe?
Ijij nunca parecía tener el mismo marido y en cuanto a mi amigui-
ta Koilah, unos años después, bien pudo ser llamada prostituta. A
pesar de esto puedo afirmar que durante toda mi vida con los onas
no recuerdo ningún caso en que las mujeres trasgredieran las reglas
de corrección, reglas que podían haber sido fijadas por puritanos. En
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
los que escaparon a la muerte que sembr~ron 1a~ fl.ed1as de los gue-
rreros de las montañas. Estos, que no sufneron perdIdas, se llevaron a
su tierra tantas codiciables mujeres que la incursión bien mereció la
pena. ..,' .
Puppup fué uno de los que conslgulO mUJer, una Joven en avanza-
do estado de preñez. La mayor parte de las cautivas logró escapar al
poco tiempo, pero varias prefirieron quedar con sus raptor'es. El bon-
dadoso Puppup fué uno de los favorecidos. Su esposa dió a luz una
niña, hija del primer marido asesinado, que más adelante pasó auto-
máticamente a ser la segunda mujer de Puppup. Madre e hija convi-
vían muy felices, ambas tenían hijos de Puppup casi al mismo tiempo
y se pasaban una a otra los pequeños para alimentarlos, sin pre-
ocuparse de cuál pertenecía a cuál.
Al morir la segunda mujer de Ahnikin, que era la hija mayor de
Houshken, su hermana menor debía, según la costumbre ona, irse
con Ahnikin, pero Houshken había prometido que ella sería la mujer
de Hinjiyolh, el atrético y bien desarrollado hijo único de mi viejo
amigo Tininisk. La vida de casado de Hinjiyolh fué trágicamente
breve. Seis meses después de dar a luz una hija su esposa murió,
pero fué por otra causa. Al pasar dos meses después cerca del campa-
mento de Tininisk, vi con sorpresa a su mujer Leluwhachin alimen-
tando a su nieta, una hermosa criatura, tal como lo haría una madre.
-¿Cómo es posible -le pregunté- que habiendo estado tanto
tiempo sin tener hijos pueda usted alimentar ahora a esta criatura?
-Es porque quiero hacerlo -contestó-; la pequeña necesitaba
leche o de lo contrario se hubiera muerto. - y añadió sonriendo-:
¿Le parece que está delgada?
La pequeña se desarrolló espléndidamente y la llamaron Matilde.
Cuando fué grande, se casó con Garibaldi, a quien yo había raptado
cuanto tenía cuatro años de edad y luego cambiado a Tininisk por
el nieto de Kankoat.
Pocas veces se despechaba al niño ona antes de los tres años. Las
madres que criaban debían comer solamente ciertas partes del gua-
naco. Para ellas se apartaban estas presas y, según la costumbre, les
estaba vedado comer ninguna otra porción del animal. Cuando un
niño resultaba mañoso para despecharse, la madre se untaba con unas
gotas de hiel. El guanaco no tiene hiel, así es que usaban la hiel de
una foca, de un zorro o de un pájaro. Las muecas de disgusto y de-
cepción del niño hubieran divertido a cualquier observador, pero
bien pronto entraba en razón.
Cuando una criatura, sana en apariencia, lloraba incesantemente, la
UNA C/-IOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 371
por sus padres. Aunque esta gente jamás se besa, he visto a algunos
hombres acercar sus labios a los cuerpecitos de sus niños. Cuando los
hombres se hacían demasiado viejos para salir a cazar, podían contar
con que sus hijos los abastecerían y defenderían. Siempre se podía
encontrar a otra mujer pero a los hijos no era tan fácil reemplazarlos.
También los hermanos eran mucho más apreciados que las mujeres;
un hermano pelearía al lado del otro y lo vengaría si lo llegaban a
matar.
Existía un código que regía las relaciones de suegros y yernos, cuan-
do estaban obligados a convivir.
En cierta ocasión pasé un día o dos en un pequeño campamento
cerca del río Chappel, en el que habitaba el viejo Kautempklh con
su hija Te-alh y su yerno Ishtohn (caderas anchas). Observé que cada
uno de los dos hombres parecía no darse por enterado de la existencia
del otro. Nunca cambiaban miradas al hablar, y cualquier observación
la dirigían al fuego o al cielo, o a la joven que actuaba de interme-
diaria y que parecía interesarse igualmente por ambos. Cuando Ishtohn
llegaba con unas presas de guanaco no decía nada al principio, y al
cabo de un rato anunciaba, dirigiéndose al aire, que el resto colgaba
de un árbol cerca de un peñasco llamado Kaapelht y expresaba el
temor de que los zorros pudieran acercarse durante la noche. Kau-
tempklh no daba señales de haber oído, y por dignidad dejaba pasar
unos diez minutos antes de pedir a su hija que le alcanzara los moca-
sines. Esta, sin decir una palabra, ponía cuidadosamente un puñado
de hierba tierna dentro de cada uno, rasgo que yo consideraba muy
amable. Kautempklh los calzaba, luego tomaba su moji, arco y carcaj
y partía hacia Kaapelht, de donde regresaba a la hora del crepúscu-
lo con el resto de la carne.
Este era, al parecer, el proceder cortés entre suegro y yerno mien-
tras vivían juntos; el mejor, sin duda, para evitar las disputas; podían
tener motivos de queja, pero nunca se dirigían la palabra. Años des-
pués, cuando Kautempklh yacía moribundo y Willle hizo una visita,
el anciano se lamentó amargamente de que Ishtohn fuese perezoso y
de que no hubiese cavado aún una fosa en la que él pudiera reposar.
Entre los onas, cuando alguien moría, los parientes más cercanos se
rasguñaban las piernas y los brazos con piedras afiladas, vidrios o
conchillas. A veces se ocasionaban tajos de cierta importancia y mu-
chos de ellos conservaban durante toda su vida las cicatrices. Koiyot
tenía una gran cicatriz de más de treinta centímetros que le cruzaba
el pecho. Se decía que se había herido junto al cadáver de su hern~a
no, a quien había muerto en una pelea. Es probable que se haya ¡n-
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
fligido esa tremenda cuchillada para castigarse por lo que había hecho.
Me han contado que algunos hombres se hacían heridas tan graves
que morían a consecuencia de ellas. No he conocido semejantes casos.
Los yaganes, según mi padre, no se lastimaban para expresar su
duelo.
Cuando muere un ona, su arco y flechas son destruídos y arrojados
al fuego. La ceremonia de la destrucción de las armas· y de las he-
ridas voluntarias, a menudo comienza cuando el pariente entra en
agonía. Tanto Talimeoat como Kaushel (antes de la enfermedad que
lo llevó a la muerte) se habían curado después de haber estado tan
enfermos que sus amigos, en señal de duelo, quemaron sus arcos y
se tajearon en tal forma que la pérdida de sangre los había debilita-
do. Recuerdo que aquellos dos pícaros, comentando después este su-
ceso, se jactaban de haber confundido a sus parientes y hasta a la
muerte misma.
Los cuerpos se depositaban en fosas cavadas en la tierra. Ya he
relatado que cuando Kiyotimink, hijo de Kaushel, murió de hidrofo-
bia, su joven viuda Halchic fué presentada a Kankoat para que la
tomara como esposa. Desgraciadamente, no tardó mucho el pobre
Kankoat en volver a quedar viudo, pues Halchic murió de parto.
Fué la única mujer ooa que conocí a quien haya ocurrido tal cosa,
ni oí hablar de ningún otro caso. Ijij, la principal partera que la aten-
dió, se alejó por algún tiempo, por temor de ser muerta por el acon-
gojado esposo.
El cadáver fué envuelto en pieles de protección (cueros de guanaco
raspados y cosidos) y cubierto con otros comunes que, unidos a unos
cuantos palos livianos del mismo largo del cuerpo, formaban una
parihuela que los parientes cargaron sobre los hombros. Sólo seis o
siete hombres asistimos al entierro. Las mujeres quedaron en el cam-
pamento para lamentarse y rasguñarse. Tomamos un par de palas y
una azada y llevamos el cuerpo hasta un lugar elegido por Kaokoat,
a unos quinientos metros de distancia. El suelo estaba tan endurecido
que sólo cavamos un metro; depositamos el cuerpo en la fosa, y la
rellenamos con tierra y piedras. Cuando ya estábamos para retirarnos,
Kankoat lanzó un largo aullido. Necesitaría el talento de Roberto
Service o el de Jack London en sus relatos sobre las tierras de los
lobos, para poder describirlo.
Cuando era imposible cavar por estar la tierra helada, el cuerpo
era quemado; luego evitaban acercarse al lugar, no por miedo a los
fantasm~, sino porque traía recuerdos demasiado penosos.
La cnatura de Halchic sobrevivió, creo que fué una niña. De haber
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 37 5
1 En idioma ona "su padre" y "su madre" eran T-ain y T-kahm respectivamen-
te (ver nota pág. 247), pero cuando se evitaba mencionar a los padres por su
nombre, especialmente si él o ella estaban presentes, se decía Toni y T-kai.
2 Halimink; de su primer matrimonio nació Nana, su hijo mayor. En esa época
tenIa diez o doce años. Con cabeza en forma de bala y más bajo aún que su padre,
Nana lleg6 a ser un intrépido jinete, un diestro domador de caballos y buen cuida-
dor de ovejas, pero tenia el mal carácter propio de los hombres de las montañas.
a Arcilla arnarilla. Según la leyenda ona que relato con todo detalle en un
capítulo próximo, Koore había sido una vez un hombre y su mujer un guanaco.
Ambos se revolcaban continuamente en la arcilla amarilla, y cuando alguna erup-
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
queñas fijadas a una tira, que usaban alrededor de la cabeza, con las
plumas para abajo. Como era de esperar, el más bonito era el de
Talimeoat, el cazador de pájaros. Los otros ohm estaban confeccio-
nados con plumas cuidadosamente seleccionadas de algún pájaro apro-
piado, pero el ohn de Talimeoat ostentaba plumas que sólo se obtie-
nen de la cabeza de ciertos cuervos marinos negro-azulados de pecho
blanco, una especie muy poco común en la Tierra del Fuego. Las
plumas eran cilíndricas, de unos cinco centímetros de largo; cada
pájaro no tenía más que tres o cuatro de ellas. Talimeoat había dis-
puesto una buena cantidad de esas plumas en una trencilla de nervio
de guanaco extraordinariamente bien tejida y aunque la usaba rara
vez, se sentía interiormente orgulloso de esta visible prueba de sus
proezas de cazador.
Nunca he visto a los onas usar adornos llamativos de pluma en la
cabeza. Los yaganes a veces usaban plumas negras y blanclls, sin duda
para hacer resaltar los colores con que se pintaban. Ninguna mujer
de ninguna de las dos tribus llevaba estos adornos. Si se veía alguna
con un pedazo de cuero atado fuertemente alrededor de las sienes,
era porque sufría de dolor de cabeza y no por otra cosa.
Algunas veces cuando un ona emprendía una larga correría en la
que pensaba desarrollar una máxima velocidad, tomaba cinco o seis
plumas de golondrina, las sujetaba a un nervio y luego se las ataba
alrededor de uno de sus antebrazos. Me han asegurado que cuando
los onas disputaban sus largas carreras de leguas (no he presenciado
ninguna de ellas), algunos de los más veloces corredores, como Taa-
pelht, Ishtohn (Caderas Anchas) y Koniyolh 1 usaban este admi-
nículo como talismán para aumentar su velocidad y resistencia. He
olvidado su nombre.
El ona calza generalmente mocasines, jamni, hechos preferente-
mente con la piel de las patas del guanaco, cosida con el pelo hacia
afuera. El agua no pasa a través de una piel de afuera para adentro,
mientras que de adentro pasa con facilidad hacia afuera por el mismo
proceso que permite la transpiración del animal vivo. Calzando jamni,
el ona puede caminar durante horas a través del agua helada que
muchas veces le llega hasta más arriba de la rodilla. Cuando se retira
de noche a su campamento a descansar, escurre el agua de sus jamni
y se los vuelve a poner; se ajustan tanto al pie, que éste se calienta
muy pronto aunque el pelo de afuera puede estar duro por el hielo.
otras partes del cuerpo del animal. Ellas rara vez usaban mocasmes
a menos que tuvieran que hacer caminatas.
Los onas varones dedicaban más cuidado a su apariencia personal
que las mujeres. No obstante, éstas eran más delicadas para ciertas
cosas. Las reglas de la urbanidad ona permitían a los hombres hacer
sus abluciones (si podían llamarse así) a la vista de la comunidad;
en cambio las mujeres las hacían en privado, ya sea ocultándose
detrás de una capa o buscando la protección de un matorral. Sólo
una vez las he visto perturbadas por un mirón. f:ste, para molestar-
las, se acercó demasiado y emitió un sonido de fingida admiración;
no sabemos qué impresión habrá causado eso en realidad a las muje-
res, pero lo cierto es que manifestaron gran desprecio e indignación.
El culpable, es claro, no podía ser otro que el bufón Kankoat, que
siempre estaba dispuesto a gastar bromas.
Las mujeres se despojaban de su olí, en cualquier momento sm
vacilar, pero no seguían descubriéndose a la vista de nadie ni aun
en sus propios hogares. Se recogían el kohiyaten cuando era necesa-
rio, mas nunca se 10 quitaban. Una tarde de primavera, iba yo hacia
el Norte con un grupo de unos veinte indios, hombres, mujeres y
niños. Llegamos a un río que nace en una laguna situada al sudeste
del lago Kami. El tiempo caluroso, al derretir la nieve de las mon-
tañas, había convertido el río en torrente; por esa causa acampamos
en la orilla sur del mismo, a la espera de que la helada de la noche
parara el deshielo y disminuyera el ímpetu del agua.
Llegó la mañana, pero una niebla húmeda había impedido que
cayese la helada, y el río de un ancho aproximado de veinticinco
metros no había bajado casi nada. Rodear la laguna significaba varios
kilómetros a través de maleza mojada; dado que ninguno de Jos onas
sabía nadar, me desnudé y crucé el río un poco más arriba, donde
no había corriente. Había dejado todo preparado, y en el vado uno
de los hombres me arrojó una piedra atada a una tira de cuero, la
que a su vez estaba unida a mi fuerte lazo, que sujetamos firmemente
en ambas riberas. El viento era frío y me alegré cuando cruzó el
primer hombre, que llevaba mi atado de ropa sobre la espalda. Asién-
dose del lazo, los demás hombres fueron cruzando de a uno con los
niños y los fardos de las mujeres a cue taso Río arriba el 'agua les
cubría el cuerpo por encima de la cintura, río abajo no les llegaba
más que a la rodilla.
Las mujeres se habían acercado al agua y contemplaban muy diver-
tidas el espectáculo.
UNA CHOZA EN LA T1ERRA DE LOS ONAS 381
5
Vuelvo a mi tema, la vestimenta de los onas. Los nmos de uno
y otro sexo usaban capas como sus padres; las de los pequeños esta-
ban hechas con las suaves pieles de los guanacos muy jóvenes, aunque
no eran muy adecuadas para el mal tiempo, pues se empapaban fácil-
mente con la lluvia. Siempre que el tiempo lo permitiera, los varones
correteaban completamente desnudos, las niñas se despojaban de sus
capas pero conservaban siempre sus pequeños delantales. He oído
a un ona reprochar a su mujer el haberle permitido a su hijita, una
criatura de seis o siete años, jugar sin haber puesto el delantal. Lo
importante era que lo usara; si a causa de sus juegos el delantal se
levantaba hasta la mitad del cuerpo, el hecho no provocaba observa-
ción alguna de parte del padre.
Debido a la constante infiltración de hombres blancos en la Tierra
del Fuego, muchos de los onas abandonaron sus tradicionales capas
y adoptaron vestimenta civilizada. El principal motivo fué el cambio
de ocupación. Las capas eran muy adecuadas para cazar, pero resul-
taban una vestimenta muy incómoda cuando era necesario hacer uso
de las dos manos para aserrar, o realizar otras tareas no soñadas por
los indios de generaciones anteriores. Aunque fuí el prin1ero en com-
prender esta necesidad, sólo aconsejé a mis amigos onas que se quita-
ran la capa para trabajar y volvieran a vestirlas y a pintarse, no bien
terminara su tarea cotidiana. El de pintarse era en verdad un hábito
muy limpio, pues se quitaban la pintura vieja por medio de una enér-
gica fregadura antes de aplicar la nueva. Me enteré de que mi punto
de vista fué criticado, especialmente por los de la Misión Salesiana de
Río Grande. Ellos sostenían que yo fomentaba la vuelta del indio ya
civilizado, al estado de barbarie.
Con el tiempo fueron comparativamente pocos los onas que no
habían adoptado la vestimenta de los hombres blancos. Uno de ellos
fué Chalshoat, que se aferró a su capa, a sus mocasines y a su atavío
de cabeza hasta el día de su muerte, treinta años después de su venida
a Cambaceres con Kaushel y del comienzo de mi prolongada asocia-
ción con los onas.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 38 3
CAPITULO XXXIX
KOrvOT SE CONVIERTE EN MI Tío ADOPTIVO. LA DELINCUENCIA DE
CO TRERA. LA TERRlllLE MATANZA CERCA DEL LAGO HYEWHIN. EL
BRAVO KAUTEMPKLH ATRAPA NUEVA lENTE A SU HOMBRE. DARlo
PEREIRA REVELA CORAJE. CONTRERAS ENCUENTRA QUE HA HECHO
UN MAL NEGOCIO. AVENTAJO EN PERlCIA A HALlMINK Y AHNIKlN.
1 En castellano en el original.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 395
pudo disimular su odio hacia aquellos que habían matado a sangre fría a
Houshken, vió ahora la oportunidad de hacer un excelente negocio.
Prometió conseguirle una buena joven ona a cambio de tres rifles y
suficientes municiones.
Incapaz de resistir a tan tentador ofrecimiento, Contreras compró
secretamente tres winchester 44, de repetición a unos mineros que
partían de vuelta a la civilización, y abandonó Cambaceres sin decir-
nos palabra, llevándose los rifle~ y algunas municiones. Uno fué para
Ahnikin, los otros dos para Halimink y Yokoolpe. Contreras viajó
con el grupo hasta el lago Kami donde instalaron el campamento.
La única ambición de los hombres del norte era ahora perseguir
al grupo de Kiyohnishah y aniquilarlo con las armas de fuego re-
cientemente adquiridas. Dejando a Contreras con las mujeres, salieron
en busca de sus enemigos. Además de Ahnikín y sus tíos (o medios
tíos) Halimink y Yoknolpe, el grupo vengador incluía a Kankoat y
a Kautush, de dieciséis años, cuyo padre había sido muerto en una
disputa anterior con los hombres del norte por uno llamado Kawhal-
shan. Kautush, que pasaba largos períodos en Harberton, era muy
inteligente y nosotros lo considerábamos uno de los onas más civili-
zados. Algunos hombres del grupo Najmishk se unieron también a la
expedición. Uno de ellos era Shishkolh, tío de los niñitos que habían
sido asesinados en la fiesta de la ballena.
Localizaron a los norteños cerca del lago Hyewhin y esperaron
hasta que amaneciera. Con Kiyohnishah estaban sus dos hermanos,
Chashkil y el joven Teorati, el anciano Kautempklh, ese hombre es-
pléndido, su primo Kilehehen; Pahchik, Halah, Kilkoat, Paloa y
Kawhalshan, el asesino del padre de Kautush y una comitiva de mu-
jeres y niños, entre ellos la mujer del viejo Kilehehen, sus dos rujas
y sus dos hijitos. Su única arma de fuego era el rifle, que aún era
útil, a pesar de algunas fallas, que Kilkoat quitó al hombre que había
asesinado años atrás.
Al amanecer, los atacantes avanzaron sobre el campamento dormi-
do. Los perros empezaron a ladrar, pero su aviso llegó demasiado
tarde. Kiyohnishah, cogido de sorpresa, se puso de pie. Al mirar por
encima de su kowwhi para averiguar por qué ladraban los perros, una
bala del rifle de Ahnikin le hizo volar la tapa de los sesos. De inme-
diato, una descarga derribó a seis o siete más, entre ellos a Chashkil,
que murió tan rápidamente como su hermano. Kawhalshan cayó con
una pierna rota. Kautempklh, Kilehehen, Teorati, Kilkoat con su rifle
y unos pocos más se internaron en el bosque, mientras las mujeres
escondían la cabeza y gemían.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
4
Yo me hallaba ausente del distrito cuando ocurrió la matanza del
lago Hyewhin y no me enteré hasta que aparecí por Harberton unos
días después. Pasada la primera impresión de horror por el crimen
reciente de Halimink y Ahnikin, tuve una sola preocupación: los
rifles. KautempkIh tenía uno, pero tal vez no lo usara, pues me pa-
reció que fiaría más en su arco y sus flechas. No así Halimink y
Ahnikin. Tenía que quitarles esos rifles antes de que causaran más
daño.
Era un problema difícil. Sabía lo inútil que sería salir a buscar a
los dos hombres. Con mi escaso conocimiento de los bosques, tan in-
ferior al de ellos, nunca los hubiera encontrado y no era probable
que ellos por su propia cuenta me buscaran para entregarme los rifles.
Mientras estaba considerando el asunto, la Dama de la Fortuna me
sonrió.
Siempre había niños indios correteando alrededor de Harberton;
a menudo un grupo de ellos rondaba cerca de la estancia con la espe-
ranza de conseguir alguna golosina. Esa mañana aparecieron en la
casa, en busca de estas delicias, dos niños y una niña que tendrían
entre nueve y once años de edad; uno de los niños, Old Face (Cara
Vieja), era hermanito de Ahnikin, y sus dos compañeros, Nana y su
hermana, hijas de Halimink. Verlos y encontrar solución a mi pro-
blema fué todo uno.
Recordando mi éxito cuando rapté a Garibaldi del campamento de
Tininisk, me apoderé de los tres sorprendidos niños, los en1barqué en
uno de nuestros pequeños cúteres y di instrucciones para que los lle-
varan a la isla de Picton y los pusieran al cuidado del leal Modesto
Pereira, que estaba a cargo de aquello.
Realizada la primera parte de mi plan, hice saber a los indios de
Harberton que los niños serían devueltos a sus padres tan pronto
como los rifles fueran entregados en la finca. Añadí que los niños
estarían bien cuidados, pero que si los conminados tardaban mucho
en obedecer, los niños serían enviados a Buenos Aires, de donde di-
fícilmente volverían.
Sabiendo que este ultimátum sería debidamente transmitido a Ha-
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 399
CAPITULO XL
GRAN DESASOSIEGO EN LA TIERRA DE LOS ONAS. AHNIK.lN VIENE A
RECLAMAR UNA SEGUNDA ESPOSA Y YO SE LA NIEGO. vIÁJO DE NUE-
VO A BUENOS AIRES. A MI VUELTA ME PREVIENEN QUE SE ATENTA
CONTRA MI VIDA. BUSCO A HALlMINK Y AHNIK.lN Y TRASTORNO
SUS PLANES.
Yo sentía mayor cariño por los hombres de las montañas, pues eran
mi gente, aunque admiraba más a los norteños. Sin embargo, demos-
traba a todos igual amistad, y de noche me envolvía en mi piel de
guanaco y dormía tranquilamente en cualquiera de los dos campamen-
tos, eso sí, con mi apreciado winchester a mano. Todos sabían que
yo no lo consideraba como un arma para defenderme. En todo caso
de nada me hubiera servido a corta distancia.
Cierta vez pasé dos días y una noche en el bosque con Taapelht,
el renombrado guerrero que había asesinado al notable Dancing
Dan y herido gravemente por lo menos a dos hombres blancos, Don
Ramón 1. Cortez, el jefe de policía, y McInch, el rey de Río Grande.
Taapelht parecía irradiar buen humor. La noche que pasé en su com-
pañía era fría, y yo, que no había pensado pasarla afuera, no había
traído mi quillango. Taapelht me invitó a dormir muy cerca de él.
Su capa, única vestimenta que llevaba sumada a nuestra proximidad,
me mantuvo abrigado durante la noche. Entre los numerosos hombres
onas que yo conocía, los únicos a quienes temía realmente eran Min-
kiyolh por su locura y Ahnikin por su maldad.
Poco después de los incidentes relatados en el capítulo anterior,
tuve otro encuentro desagradable con Ahnikin. Como se recordará, la
mujer de quien él se había apoderado en la matanza del lago Hye-
whin era la hija de Kilehehen. Los hombres del norte que habían
sobrevivido a la matanza estaban ahora dispersos en la tierra de los
onas, vivían en constante temor de futuros ataques de los hombres de
las montañas y hacían todo lo posible por evitarlos. Uno de los so-
brevivientes era Kilehehen, quien instaló su campamento a medio ki-
lómetro de mi choza en Viamonte, seguramente por esto le infundía
seguridad. Vivía allí con su mujer, su hija menor y dos hijitos. Era
delgado, de expresión sombría, de edad más que mediana y de mayor
estatura que su primo el famoso Kautempklh. El hecho de que Kile-
hehen se sintiera seguro por estar cerca de nosotros acrecentó mi sen-
timiento de amistad hacia él.
Solía llegar por las tardes, sentarse cerca de mi fuego, y sin decir
palabra esperar mi regreso, y aunque no reclamaba nada, aceptaba
gustoso un jarro de café o un plato de estofado. Según mi modo de
ver, tanto él como uno o dos de sus compañeros merecían estas aten-
ciones, pues sus mujeres se preocupaban de abastecer mi despensa.
Un día Kilehehen se acercó a mi fuego, evidentemente preocupado.
Venía acompañado de su mujer, que parecía igualmente afligida, y
de su hija, una muchachita de trece años, de expresión temerosa y
carita angustiada, en la que se veían huellas de recientes lágrimas.
EL ÓLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
-¿Por qué se mezcla usted en este asunto? ¿Qué hace usted aquí
en nuestra tierra?
Vi que Ahnikin, a pesar de la fina capa de pintura roja que le
cubría la cara, se ponía pálido de ira y parecía dispuesto a cualquier
cosa. Le contesté lo más suavemente posible:
-Desde que murió mi padre, me he sentido muy solo, y desde
que mataron a toda su gente, Kilehehen también está muy solo. Ahora
él es mi padre y soy yo su hijo. Mi hermana no se irá de su casa
hasta que sea grande y quiera marcharse por su propio gusto.
Ahnikin se detuvo un momento; yo me preguntaba qué haría. Mur-
muró algo que no alcancé a oír y volviéndose se marchó seguido por
sus tres compañeros.
Entretanto, Kilehehen, que como de costumbre tenía su arco y
flechas bien al alcance de la mano, se había quedado sentado, impa-
sible, sin aparentar ninguna emoción; frente a tres enemigos jóvenes,
dispuestos a usar sus armas, fué lo bastante sensato como para no
hacer ningún ademán brusco.
Cuando el grupo de Ahnikin ya no podía oírlo, hizo esta recon-
fortante observación:
-Karr irnrh hansh pemrh. Ma matiash noore. (Muy enojado está
ese hombre, lo matará a usted más adelante.) 1
1 Literalmente: Muy enojado está ése. Usted matado será más adelante.
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA
que iba desde el sitio en que estábamos sentados hasta el lugar donde
Shishkolh se había detenido y ofrecía un excelente blanco. Kautemp-
klh colocó una flecha en su arco; cuando la disparó, Shishkolh corrió
hacia él. A pesar de su edad avanzada, Kautempklh podía aún arro-
jar sus flechas, con asombrosa fuerza; las otras cuatro siguieron a la
primera en rápida sucesión, mientras Shishkolh las iba eludiendo a
medida que llegaban. Algunos de los ancianos que me rodeaban lo
criticaron, alegando que Shishkolh no solamente saltó demasiado en
vez de avanzar rápidamente, sino que además estaba incorrectamente
pintado.
Después que las cinco flechas hubieron errado el blanco, Shishkolh
fué en busca de su capa y volvió a reunirse con su grupo. Uno des-
pués de otro todos los hombres del sur que estaban en edad de pelear
tomaron el lugar de Shishkolh; iban igualmente provistos de cinco
flechas y eligiendo diferentes adversarios llevaron a cabo la misma
operación. Jóvenes inexpertos como Nana y Metet no intervinieron;
tampoco Tinis, cuyo brazo paralizado le impedía usar el arco. Cuando
el hombre que ofrecía blanco, mediante una hábil maniobra evitaba
la flecha, se oían en la concurrencia exclamaciones guturales de apro-
bación, pero si no se acercaba a su adversario a suficiente velocidad
o hacía brincos inútiles, eran sus propios camaradas y no sus enemigos
los que desaprobaban.
Después que todos los hombres de las montañas hubieron pasado
por turno, los norteños sacaron sus flechas y cada uno de ellos per-
mitió a un adversario individual disparar los acostumbrados cinco tiros.
La rapidez visual y de movimiento de la mayoría de los hombres
de ambos bandos era sorprendente. A pesar de eso, más de uno re-
sultó con heridas sangrantes a las cuales no prestaba la menor atención.
El último de los hombres que se ofreció como blanco fué Yoiyolh,
el pequeño curandero del grupo norteño. Una vez más probó que su
sobrenombre, Pato de Cascada, era justificado. Entregó sus cinco
flechas a Halimink, el famoso matador, y brindó una magnífica exhi-
bición de arrojo y habilidad. No aprovechó toda la distancia permi-
tida, después de haber recorrido sólo sesenta metros se volvió para
enfrentarse con Halimink. Aunque el vuelo de una flecha a esa
distancia era tan rápido que la vista apenas podía seguirla, él esc~pó
sin un rasguño. Halimink disparó su última flecha desde unos tremta
metros; sin embargo, Yoiyolh supo evitarla. Esta demostración, que
Yoiyolh había reservado a propósito para el final, suscitó favorables
comentarios; a continuación, se entablaron conversaciones y hasta se
oyeron risas. Todos demostraban muy buen humor.
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA
Durante tres días hubo comunicación amistosa entre los dos clanes;
se visitaron, las mujeres pasearon juntas y los muchachos entablaron
luchas amistosas, muy diferentes de los rudos combates del pasado.
También a los pequeños se los animaba a pelear y sus esfuerzos daban
lugar a regocijados comentarios de los observadores.
Puedo afirmar, con toda seguridad, que soy el único hombre blanco
que ha presenciado el Jelj, rito de paz. Aun entre los onas que inter-
vinieron, sólo los más viejos recordaban una única ceremonia similar.
Para ejercitarse, los jóvenes se hacían apedrear con guijarros o
con hongos de los árboles, llamados terrh, que son del tamaño de
una pelota de golf, e igualmente duros cuando están helados.
Siempre he tratado de leer cuanto se ha publicado referente a las
coshunbres de las tribus primitivas en diferentes partes del mundo,
pero nunca he leído ni conocido nada semejante a este antiguo rito
de paz de los onas.
El futuro había de demostrar que las promesas formuladas enton-
ces fueron fielmente cumplidas. Aunque hubo después luchas indivi-
duales que ocasionaron muertes, las incursiones premeditadas y las
peleas entre grupos no se repitieron. La larga era de sangre había ter-
minado.
,
CAPITULO XLII
LOS ESPÍRlTUS ONAS DE LOS BOSQUES: "MEHN, YOHSI y HAHSHl".
OIGO HABLAR DE OTROS MONSTRUOS. INGRESO COMO NOVICIO EN LA
LOGIA DE LOS ONAS. LOS ORÍGENES DE LA SOCIEDAD SECRETA. SE-
RES DE LAS SOMBRAS. LAS CONVENCIONES DEL "HAIN". VEO A HALPEN,
LA MUJER DE LAS NUBES, Y A HACHAI, EL HOMBRE CON CUERNOS.
SHORT INICIA A LOS NOVICIOS. K-WAMEN CONOCE EL GRAN SECRETO.
LOS DEBERES DE UN KLOKTEN. LA CURA MILAGROSA DE HALlMINK.
REPRESENTACIONES RITUALES DE LOS HOMBRES Y MUJERES ONAS.
CON EL AVANCE DE LA CIVILIZACIÓN LOS SECRETOS DEL "HAIN" QUE-
DAN EN DESCUBIERTO. ALGUNAS OBSERVACIONES REFERENTES A RE-
LATOS DE VIAJEROS.
encontrara con Yobsi sentado, frente a mí, al otro lado del fuego,
no sería tan valiente.
Por alguna razón desconocida, el número de los Y ohsi disminuyó
muchísimo, aun antes de la llegada de los blancos, encontrándoseles
ahora solamente en los más solitarios e inaccesibles lugares del país.
Tales eran Mehn y Y ohsi, los fantasmas de los onas, ambos eran
aceptados como seres sobrenaturales y temidos tanto por los hombres
como por la mujeres. Entre estos dos fantasmas y los demás seres
de las sombras estaba Hahshi, que era un eslabón intermedio, aunque
tenía su propia personalidad.
Hahshi era un solitario y ruidoso duendecillo, de color castaño
obscuro, como el de la madera húmeda y podrida. Decían que pro-
venía de los árboles muertos y andaba generalmente rondando en la
vecindad de los grandes bosques quemados. Era grueso, glotón, invul-
nerable a las flechas e increíblemente fuerte. Vagaba de noche por
los bosques, gritando de rato en rato: cooh-hooh, cooh-hooh. Proba-
blemente, todo esto ha sido sugerido por el grito de alguna de las
muchas clases de mochuelos que se encuentran en esos lugares. Cuan-
do el grito suena de noche cerca de algún campamento, es muy pro-
bable que se produzca una desbandada general por el temor de que
Hahshi, haya descubierto el lugar y tenga intención de acercarse.
Hahshi era muy dañino. Si encontraba el campamento desierto,
causaba gran estropicio; desordenaba los enseres, mezclaba las capas
que tomaba de los diferentes refugios; echaba abajo las chozas, vaciaba
las bolsas de agua sobre el fuego, y si encontraba cabezas de guana-
cos, las partía con los dientes y se comía los sesos, que le gustaban
muchísimo.
Si no se oían los gritos que daba Hahshi al retirarse, un valiente
se aventuraba hasta el campamento para espiar los movimientos del
duende y volvía al fin con la noticia de su partida. Entonces todo el
grupo regresaba y se dedicaba a reparar los destrozos y poner las
cosas nuevamente en orden.
Nunca vi a Hahshi, pero varias veces observé que el grito de un
mochuelo fué la causa de una precipitada fuga. Cuando las mujeres
manifestaban su temor a Hahshi, los hombres lo tomaban a broma.
Les brindaba la oportunidad de burlarlas simulando la aparición del
duende, para asumir luego esa actitud protectora que tanto nos gusta
a los varones. Para dar más realidad a su demostración y por si acaso
una de las mujeres los sorprendía mientras atravesaban el campa-
mento desierto, el falso Hahshi se cubría con hojas secas y pedazos
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 4 19
de cortezas pegadas con barro y moho; añadiendo así la suciedad a
las otras poco admirables peculiaridades del duende.
No era siempre el grito de un verdadero mochuelo lo que sem-
braba el pánico. Un cazador travieso, que se ha alejado del campa-
mento luego de manifestar su intención de no regresar en varios días,
puede, muy fácilmente, arrastrándose de noche a corta distancia del
campamento, y dando el grito convencional de Cooh-hooh, repetidas
veces, crear la consiguiente alarma, que los otros hombres se encarga-
rían de magnificar. En este caso, ni siquiera había necesidad de dis-
frazarse ni pintarse para representar el papel.
Después de HahsM, que no era ni un fantasma ni un monstruo
superhumano del Hajn, llegamos a la última serie de criaturas, la
fantástica familia que he consignado en mi cuarta clasificación. Estos
fantasmas, can excepción de uno, sentían especial aversión por las
mujeres, sus historias convergen y son difíciles de separar en la trama
del folklore. Eran la esencia misma de la Logia ona.
Cuando en 1898, poco después de la muerte de mi padre, perse-
guí al ganado arisco detrás de Flat Top, COn Ahnikin, Minkiyolh y
Chauiyolh, el hijo de Te-ilh, tuve oportunidad, durante los diez días
y noches que pasé con ellos, de ahondar mis conocimientos de la
mitología ona. Los tres pertenecían a distintos grupos: Ahnikin, al
de las montañas, Minkiyolh, al del cabo San Pablo y Chauiyolh al de
Najmishk; era, pues, lógico suponer que las leyendas que recogí
de ellos eran comunes a toda la tierra de los onas. o tardé en com-
prender así cómo creían en la existencia de Me/m y Y ohs;, a los
que de verdad temían, hablaban de otros seres misteriosos, sobrena-
turales, en quienes simplemente querían hacerme creer que creían.
Describían en tono muy serio extraños monstruos que pretendían
haber encontrado en lugares solitarios y de los cuales habían logrado
escapar a duras penas.
Se referían a una criatura semejante al hombre, pero con cuernos
largos y afilados, y a sus dos feroces hermanas, blanca una y roja
la otra. Estas tres parecían ser lo más temidas, pero existían muchos
más. De noche, Ahnikin, o uno de los otros, simulaba temer que uno
de esos seres anduviera rondando por la selva en que acampábamos.
Me convencí de que los jóvenes mentían cuando declaraban so-
lemnemente que habían visto a e os seres misteriosos y que habían
sido perseguidos por ellos. Yo sabía que demostrar incredulidad o
ridiculizar sus relatos significaba poner fin a los mismos, y como
sentía que estas antiguas supersticiones merecían algún respeto, les
escuchaba con gran interés y aparentaba creerles.
EL ÚLTIMO CONFIN DE LA TIERRA
3
Para formarnos un concepto de la importancia de esta ridícula cere-
monia, debemos apelar a la historia. Dedicaré el próximo capítulo a
las expresiones de! folklore ona, recopiladas durante un período de
varios años, a partir de los días en que cacé por primera vez con los
indios en los bosques de Harberton. De ese fárrago de fábulas y
leyendas que me fueron relatadas por etapas, sin ninguna cohesión
y con muchas repeticiones, surge la historia del Hain de los onaso
En la época en que toda la selva era siempre verde, antes que
KeYlohprrh, el papagayo, pintara de rojo las hojas del otoño con los
colores de su pecho, antes que los gigantes Kwony;pe y Chashk;¡chesh,
cuyas cabezas sobrepasaban las copas más altas de los árboles, mero-
dearan por los bosques, en los días en que Krren (el Sol) y Kreeh
(la Luna) andaban por la tierra como hombre y mujer y que mu-
chas de las grandes y dormidas montañas eran seres humanos, en
aquellos lejanos tiempos la brujería era conocida solamente por las
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 42 3
4
En la tarde siguiente a la de mi iniciación se decidió que Tinis, el
muchadlO ausb lisiado, personificara a Ha/pen, la cruel hechicera de
las nubes. Cubrieron al infortunado, de la cabeza a los pies, con las
capas de piel de todos los presentes, puestas con el pelo hacia adentro.
Abrumado por el peso, cegado, perdió toda semejanza con un ser
humano. Mientras le iban echando las ropas, sólo cuidaron de no so-
focarlo; constantemente le preguntaban si podía respirar. Las capas
exteriores, fueron blanqueadas con tiza. Terminados estos preparati-
vos, la pesada criatura fué conducida secretamente hasta un grupo
de árboles, a unos ochenta metros del Hain. Allí le colocaron sobre la
cabeza un fardo que representaba un gran pescado con cara humana.
Cuando todo estuvo listo, dejaron a Halpen al cuidado de Tininisk
y uno o dos más, profirieron esos extraños gritos que no sé cómo
describir, y volvieron al Hain.
Aparecieron entonces delante del campamento las mujeres y los
niños, formando un excitado grupo, y los más temerarios se aven-
turaron unos metros más adelante para observar mejor.
El pobre Tinis no podía ver nada y le era muy difícil moverse
bajo el peso de tantas pieles, pero allí estaba Tininisk para ayudarlo.
Escondido tras el enorme bulto de Halpen, el curandero, desnudo, 10
sostenía y dirigía sus pasos.
La forma de la cabeza facilitaba el manejo a Tininisk y prestaba
al disfrazado una peculiar apariencia amenzadora, concordante con
la siniestra reputación de Halpen. En un silencio aterrador, Ha/pen
fué llevado hasta el grupo de hombres que esperaban cerca de la
puerta del Hain y todos juntos entraron en el mismo.
Para el hombre civilizado, esto sería una pantomima infantil y ri-
dícula, pero para el espectador, influído por la superstición y la ex-
citación del momento, el lento avance de Ha/pen, interrumpido con
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 4 27
frecuen~ia pa~a encararse directamente con las mujeres, era algo real-
mente impreSIOnante.
Los onas decían que los movimientos de Halpen no eran siempre
tan lentos, y que podía desplazarse con rapidez cuando así lo deseaba.
Solía atrapar seres humanos y llevárselos a las nubes, desde donde
devolvía luego sólo los huesos pelados.
Cualquiera que como Tinis estuviera dispuesto a llevar una pesada
carga en circunstancias penosas, podía personificar a Halpen o a Tanu,
su hermana; las únicas visibles diferencias entre las dos hermanas con-
sistían en que la última era roja en vez de blanca, y tenía un porte
mucho más elegante.
Esta fué la única vez que vi a HaJpen; a su hermana nunca la vi.
En realidad, sus apariciones eran tan poco frecuentes que muy pocos
de los onas que he conocido la habían visto.
Muchos de los seres del Hain requerían mayor habilidad dramática
que Halpen y Tanu, y pocos eran los actores capaces de encarnarlos a
gusto de los críticos onas. Quizás el papel que representaban mejor
era e! de Hachai, el hombre con cuernos. En una de las numerosas
reuniones a las que asistí después, se decidió que apareciera Hachai y
se e!igió a Talimeoat, el cazador de pájaros, uno de los pocos hom-
bres capaces de personificarlo bien. Lo pintaron de pies a cabeza con
dibujos blancos y rojos, predominando los blancos, y 10 revistieron
de plumón gris. Le ataron en la frente un arco de menos de un metro
de largo, bien forrado, que simulaba los cuernos; una máscara blanca,
con líneas rojas alrededor de las aberturas para los ojos, le cubría
la cabeza y la cara, dándole cierto parecido con una vaca de hocico
corto.
Como de costumbre, las mujeres se habían reunido frente al cam-
pamento para ver la representación. Hachai apareció entre los arbustos
más allá de! Hain, y bufando y amenazando con sus cuernos, amagó
algunas embestidas contra ellas. Las mujeres demostraron estar muy
alarmadas; algunos hombres corrieron para protegerlas en caso neceo
sario. A pesar de la presencia de estos valientes defensores, las mu-
jeres huyeron hacia sus casas, donde se tiraron al suelo boca abajo y
se cubrieron la cabeza con pieles.
Hachai atravesó el campamento escoltado por algunos hombres,
cuya misión era, sin duda, impedir que las mujeres espiaran de cerca.
Luego, dió la espalda al campamento y regresó al Hain. Las mujeres,
informadas de que había pasado el peligro, se apresuraron a salir
para dar un último vistazo al monstruo que se alejaba con la cara
vuelta hacia ellas, antes de desaparecer en la Logia.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
5
Había ciertas ceremonias rituales en las que los monstruos no in-
tervenían para nada. Se efectuaban fuera del Hain y en algunas de
ellas participaban las mujeres.
En ciertas ocasiones los hombres y los muchachos, con el cuerpo,
los brazos y las piernas pintados con líneas horizontales de círculos
blancos sobre fondo rojo, se reúnen subrepticiamente debajo de un
grupo de árboles cerca del pueblo. Se alinean cada uno con los brazos
alrededor de los hombros del vecino, como en un scrum de rugby y
avanzan lentamente en dirección al Hain, con el movimiento ondula-
torio de una serpiente, por un espacio abierto entre los árboles a fin de
ser vistos por las mujeres, que están observando desde el pueblo.
Desde lejos este avance da la impresión exacta del movimiento labo-
rioso de un enorme reptil. El efecto se obtiene de la siguiente manera:
cuando todos están colocados y listos para salir al espacio abierto la
fila se pone en marcha empezando por el hombre que está al final;
éste da un saltito hacia el costado y otro hacia adelante, movimientos
que son imitados inmediatamente por sus vecinos y así hasta el final
de la fila. En un grupo de treinta hombres se forman por lo menos
tres de estas olas u ondulaciones paralelas, desde la cabeza hasta la
cola. Cuando los primeros de la fila han avanzado suficientemente
como para estar fuera de la vista del pueblo, se desprenden uno a uno
hasta que los que forman en último tramo dan una última coleada
penetrando en el Hain.
Si mal no recuerdo, esta ceremonia transcurre en ilencio y produce
gran placer a los actores. Me he preguntado si esta danza (si puede
llamarse así) no habrá sido creada en honor de la serpiente, en una
remota época en que esta gente haya vivido en tierras de clima cálido,
pues no hay serpientes en la Tierra del Fuego.
La danza de la serpiente tenía forma y un cierto ritmo. La danza
de la rana era una exhibición caótica. 1 Un grupo grande de hombres
cubiertos de cenizas y tierra, salían en masa de la Logia, en cuclillas,
1 Danza de la serpiente y danza de la rana, SOD nombres inventados por mí.
Los nombres que les daban los indios no se usaban a menudo y no Jos recuerdo.
EL ÚLTIMO CONFfN DE LA TIERRA
Ese fué uno de los muchos relatos que escuché alrededor del fuego.
En otoño, cuando las noches se hacen largas, solíamos dormir en los
bosques. Después de comer toda la carne que apetecíamos nos acos-
tábamos delante de las brasas envueltos en nuestros quillangos para
pasar la noche. La luz mortecina del fuego, en medio de la profunda
oscuridad que nos rodeaba, parecía inspirar al cuentista, y uno de
mis compañeros, quizás Tininisk, el del perfil de halcón, empezaba
a hablar lentamente, dirigiéndose a las brasas, que removía de cuando
en cuando con un palo. Todos lo escuchaban, pero nadie lo miraba ni
demostraba especial interés en lo que decía. A veces se detenía a
pensar, y hasta preguntaba algún nombre olvidado.
En esta forma tan simpática conocí muchas de las leyendas y del
folklore de los onas. Cada vez las escuchaba con mayor interés y me
cuidaba muy bien de interrumpir al cuentista con preguntas que pu-
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS
443
dieran incitarlo a alterar su relato. Los onas no ordenaban ni adorna-
ban sus relatos, se limitaban a dar una serie de informaciones con-
forme las iban recordando. Rara vez contaban un cuento desp~és de
otro. Los relatos que he reunido en este capítulo fueron recogidos
pacientemente durante muchos años, en el transcurso de los cuales
me vi obligado a escuchar con aparente interés innumerables repeti-
ciones del mismo cuento.
Me he abstenido de añadir a estas leyendas el menor detalle, y
las presento a mis lectores despojadas de todo romanticismo, tales
como me fueron relatadas por mis amigos los onas.
4
Kwonyipe, ese tipo enorme, parecía haber adquirido habilidad
para metamorfosear a los otros antes de ser, él mismo, transferido a
una esfera celestial de actividades. Se cuenta, por ejemplo, el trato
que dió al cazador que no estaba contento con la carne de guanaco.
Shahmanink siempre era afortunado en sus cacerías pues tenía tres
perros excepcionalmente buenos. Era oriundo del este de la tierra de
EL ÓLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
los onas, y pudo haber sido aliado de los aush, porque generalmente
cazaba en los confines de su tierra. Shahmanink se quejaba siempre
diciendo que los guanacos eran pequeños y flacos y su carne mala.
KU'onyipe, disgustado por sus continuas quejas, lo transformó en ese
animal feroz conocido como el matador de ballenas 1; en adelante,
siempre que, hallándose entre sus compañeros, veía una poderosa
Ohchin (ballena), la acometía y la mataba.
Los tres perros de caza de Shahmanink fueron transformados por
Kwon)'ipe en peces salvajes, tal vez de la especie pez espada, para
que ayudasen a su amo a matar ballenas. Algunas veces conseguían
remolcar a Ohchin a la orilla; entonces los onas estaban contentos
con Shahmanink y sus perros. En cuanto a Ohchin, la ballena, se casó
con Sinu, el viento, lo que no es extraño; pero uno de los insondables
misterios de la mitología es que de esta unión de gigantes nació
Sintt K. Tam, (hija del viento), el picaflor.
Hay una leyenda de otro tipo, referente a Ohchin. En tierra ya-
gana, sobre la playa de Lanushwaia (Ensenada del pájaro carpinte-
ro) ahora conocida por Cambaceres, se veían, y tal vez todavía hoy
se vean, los huesos enmohecidos y cubiertos de hierba, de una enorme
ballena, que había encallado siglos antes. En aquella ocasión, un
gran grupo de yaganes se había reunido para la fiesta. El privilegio
de faenar la ballena corresponde entre los indígenas al que la encuen-
tre primero. Como los últimos en llegar no conseguían las porciones
apetecidas, siempre había quejas y reclamaciones.
En esos días debían cortar la carne con piedras afiladas; i qué tra-
bajo tan fastidioso debía ser! Estaban los yaganes empeñados en esta
tarea, cuando un grupo de aushs apareció en la orilla del bosque
vecino, y, dejando sus arcos y flechas en un lugar bien visible, se
encaminaron al matadero, esperando recibir su parte en esta gran
provisión de carne.
1 Orca, según creo, es el nombre genérico, aunque debe haber distintas varie·
dades. Las descripciones que he leído no corresponden siempre a los animales que
he visto realmente perseguir a la ballena. En la trágica expedición de Scott, Pon-
tíng tomó unas buenas fotografías de estas feroces bestias y observó su costumbre
de romper y hundir los pedazos de hielo en que viajaban las focas, para atra·
parlas así en el agua. Estuve una vez en un barco ballenero, cuya tripulación, que
IOcluía dos hombres blancos, ambos balleneros experimentados, inmóvil y silenciosa
observaba aterrada a dos matadores de ballenas que nadaban lentamente, a una dis-
tancia de cuatrocientos metros. Eran más largos que nuestro barco, que medía ocho
metros cuarenta de largo, y tenían largas y delgadas aletas con las que producían
las horribles incisiones que se encontraban en los cuerpos de las ballenas muertas.
Con ellas también cortaban las lenguas de las ballenas, operación muy difícil, y
que me consta que la hacían, aunque no sé cómo. Ni los yaganes ni los onas
vieron nunca un matador de ballenas encallado.
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS
449
Esta l1egad~ .contrarió a ~~s yaganes, que querían quedarse con
todo, pero reCIbIeron a los vlSltantes con sonrisas de bienvenida y les
ofrecieron carne. Repentinamente cayeron sobre ellos con sus lanzas;
los mataron a todos, excepto a Kawhayulh, un anciano curandero de
cabello blanco. A pesar de estar acribillado a lanzazos, este viejo no
quiso morir. Por último los yaganes decidieron cortarle la cabeza.
Considerando los instrumentos de que disponían debió ser una larga
y dolorosa operación.
Según la leyenda indígena, la cabeza, una vez separada del cuerpo,
lanzó una fuerte carcajada; saltó, escapó a gran velocidad y se volvió
para reír nuevamente, antes de desaparecer en el bosque. Se dirigió
en dirección Este hasta el cabo San Diego y luego al Oeste y al Norte
por la costa atlántica y se internó, nadie sabe hasta dónde, en la tierra
de los onas. Por el mismo sendero que siguió la cabeza se propagó
una epidemia; no es difícil que haya empezado entre la multitud
reunida en aquella fiesta. Se la consideró como un castigo por el
asesinato del viejo hechicero, cuya cabeza, una vez cumplida su mi-
sión, volvió con risa burlona a las montañas del sur; se dice que todo
aquel que se encontrara con ella estaba condenado a morir. Cierta
vez que los indios discutían animadamente acerca de una piedra blan-
ca que se veía a distancia y no había sido observada antes, yo, muy
imprudentemente, dije que podía ser la cabeza de Kawhayulh; ellos
censuraron severamente mi frivolidad, pues tales asuntos no debían
ser motivo de broma.
En Tierra del Fuego existe un curioso insecto que los onas llaman
kohlah. Dudo que un hombre de ciencia pueda clasificarlo como un
escarabajo, pues en lugar de élitros articulados y alas tiene un capa-
razón fijo como la tortuga; su cabeza se parece algo a la de un caballo.
Es mucho más alto que ancho, de dos o tres centímetros de largo,
de color castaño oscuro, tiene las patas encorvadas y sus movimientos
son muy lentos. El kohlah no abunda mucho y se le encuentra, gene-
ralmente, como al perezoso, colgado patas arriba de las ramas finas
de los húmedos árboles de hoja perenne. Sintiéndose seguro en su
armadura, cuando se le ataca no hace ni el menor esfuerzo por escapar
ni por defenderse. Lo más extraordinario sobre los kohlah es que los
onas, que no se compadecen de ningún animal viviente y pisarían
sin piedad un nido de pájaros, cuando encuentran uno de estos in-
sectos en un sitio donde puede ser pisoteado, se detienen para reco-
gerlo y ponerlo cuidadosamente sobre una rama u otro lugar seguro.
Si se les pregunta el porqué de esta atención, contestan que hace
mucho tiempo el kohlah fué un sabio y muy bondadoso loan que
EL ÓL TIMO CONFÍN DE LA TIERRA
45°
curaba los enfermos y no hacía mal a nadie. Nunca pude obtener
otros detalles sobre su vida, y creo que esto es todo cuanto se sabe
acerca de él. Es curioso, sin embargo, cómo, entre la gran variedad de
insectos, los onas hayan elegido este animalito y le demuestren una
solicitud que llega casi hasta la veneración. Como lo he probado en
la aventura de Wilfredo Grubb con los aborígenes de Jujuy, ciertas
tribus sudamericanas, especialmente los Lenguas del Chaco paragua-
yo, tienen en sus leyendas un animal del mismo tipo, conocido por
sus poderes sobrenaturales; ¿no habrá sido el escarabajo del antiguo
Egipto un pariente del insecto que he descrito?
Los hombres de ciencia de la expedición francesa de 1882, que
he mencionado en un capítulo anterior, se interesaron mucho por el
kohtah; los yaganes lo llamaban owachijbana. Owachij es el nombre
de un hongo comestible, de color amarillo brillante, que crece en el
shushchí (haya de hoja perenne). Los yaganes, sin embargo, no
tienen ninguna simpatía, que yo sepa, ni por éste ni por ningún
otro animal. Los hombres de ciencia franceses obtuvieron un ejem-
plar, y lo guardaron en una botella que contenía un líquido mortal
para todos los insectos. Con gran sorpresa de ellos, el owachijbana o
kohtáh parecía prosperar en el líquido; no recuerdo si era alcohol,
pero sospecho que en ese caso el animal hubiese cogido una magnífica
borrachera. Finalmente lo pusieron en otra botella con algunas hojas
y papel, y lo último que supimos fué que prefirió alimentarse con el
papel y seguía en muy buen estado. Si llegó a Francia y vive todavía,
eso no lo sé.
Antes de despedir a K wonyipe, debo contar cómo se hizo culpable
de que los guanacos se volvieran salvajes. Kwonyipe tenía muchos
guanacos mansos, según la costumbre de los onas de aquella época.
En una ocasión, un animal macho de malos instintos atacó a su hijo
y lo hirió gravemente. El padre, exasperado, tomó del fuego un leño
encendido y castigó con furia al animal culpable. El guanaco, malhe-
rido, se retiró a la espesura del bosque para reponerse; allí se en-
contró con un zorro, que le dijo:
- j Qué tontos sois los guanacos! ¿Acaso creéis que los hombres
se interesan por vosotros? Ellos os crían con el solo objeto de co-
meros más adelante. Vosotros podéis correr más rápidamente que
ellos; ¿por qué no os retiráis al bosque y vivís libres como yo?
El guanaco se quedó pensativo y luego fué a hablar con sus cama-
radas, hasta que un día todos huyeron al bosque. Desde entonces los
onas han tenido que salir a cazar para conseguir carne.
Los cuatro grandes vientos fueron en alguna época hombres, y
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 45 1
como tales tuvieron dificultades, entre ellos por saber cuál era el
más fuerte. Resolvieron terminar de una vez para siempre con sus
peleas en un torneo de lucha decisivo, como es costumbre entre los
onas cuando quieren evitar el uso del arco y de las flechas. Se habían
congregado muchos indios, que formaron el consabido círculo. Vea-
mos cómo le fué a cada uno de los luchadores:
Wintekhaiyin, el Viento Este, aunque tesonero, era demasiado mo-
derado, y después de haber sido derribado varias veces por todos los
otros juzgó su caso desesperado; tomó su capa y se colocó entre
los espectadores.
Orroknhaiyin, el Viento Sur 1, hizo mejor papel, pues era fuerte
y feroz, pero resultó un luchador desagradable y malhumorado; des-
pués de una lucha violenta y varias caídas tuvo que darse por vencido
y juntarse con Wintekhaiyin, dejando el campo a los otros dos.
Ahora se realizaría la verdadera lucha. Hechuknhaiyin, el Viento
del Norte, era un hábil luchador, fuerte y colérico, pero al final se
agotó frente al tremendo poder del infatigable Viento del Oeste,
Kenenikhaiyin, y después de un furioso cambio de golpes, fué vio-
lentamente abatido. Cuando se levantó fué desafiado instantáneamen-
te, pero retrocedió, pues se sabía vencido de antemano.
Otro relato describe en forma pintoresca, pero asombrosa por su
claridad, las características de los cuatro fuertes vientos: después del
mediodía, una mañana cálida de verano, cuando los otros están dur-
miendo o descansando, Wintekhaiyin sale cautelosamente de su casa
en el Este y sopla con fuerza moderada hasta que siente deseos de
descansar o ve venir el Viento Norte, amenazante; entonces se vuelve
tranquilamente a su casa. H echuknhaiyin, muy grosero y avieso, se
porta mal a menudo, hasta que Kenenikhaiyin se precipita desde el
Oeste; él entonces retrocede, aunque de mala gana, dejando el campo
al campeón. En el invierno, Orroknhaiyin, el Viento Sur, llega sin
ningún temor, puesto que los otros descansan, y con toda furia esparce
la nieve.
Aunque los nombres mencionados indican la dirección de donde
vienen sus dueños, Norte en ona es wohmshlea, Oeste es rey"k, Sur
es wooke y Este es wetek.
Entre los muchos cuentos que oí a Tininisk, sentados los dos junto
al fuego, en el bosque, se refería a un viejo indio que poseía un
objeto mágico, pequeño, pero muy fuerte, que se dejaba, con un peda-
zo de carne, en los lugares por donde merodeaban los zorros; cuando
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS
453
éstos se acercaban a comer la carne el talismán los apresaba y emitía
al mismo tiempo un sonido como el de una campana, avisando así a
su dueño para que viniese a matar al zorro. Yo pensaba si no se
trataría de una trampa para zorros, construída o salvada de su buque
por algún náufrago blanco, pero Tininisk y otros me aseguraron que
la leyenda era de una época muy anterior a la llegada de los blancos.
Tininisk, además, hablaba de un gran barco de vela que naufragó
cerca del cabo Santa Inés en la costa atlántica, hace alrededor de cien
años, cuyas maderas, aunque completamente podridas, con excepción
de algunos pedazos adheridos a unos hierros herrumbrados, pueden
verse allí todavía. Contaba que habían desembarcado algunos hom-
bres de la tripulación y unas pocas mujeres. Unos animales extraños
se habrían ido a la deriva desde el barco naufragado y estaban muer-
tos sobre la playa; algunos eran muy grandes y gordos, pero los indios
temían comerlos. Como me imagino que no habría circos viajeros en
aquella época, debo suponer que se trataba de un grupo de colonos,
con cierta cantidad de cerdos, burros y otros animales domésticos.
Nos contó asimismo Tininisk de una extraña criatura llamada ahí.
Era medio guanaco y medio pájaro; con las patas traseras como las
del guanaco y las delanteras como alas, que no le servían para volar,
pero sí para correr más ligero que cualquier perro. Ponía enormes
huevos y su cabeza era parecida a la de un ganso del altiplano. Es
evidente que se referían al avestruz patagónico o Rhea, que no existía
entonces en la Tierra del Fuego. Esto permite deducir que este ani-
mal vivió alguna vez allí y fué exterminado, o que los onas trajeron
el cuento de la Patagonia, su propio lugar de origen, sin duda alguna.
Estoy convencido de que los onas y los aush provenían de los
tehueJches del sur de la Patagonia, pero que los aushs llegaron a la
Tierra del Fuego mucho antes que los onas. Entretanto el idioma se
había alterado tanto que sólo los habitantes de las fronteras podían
entenderse. Había ciertamente mucha más diferencia entre el aush
y el ona que entre este último y el idioma de los tehueIches. Creo
que al principio los aushs ocuparon toda la región y que se vieron
obligados a correrse al Sur y al Este cuando los onas invadieron la
fértil y placentera zona norte de las islas. Los aushs tuvieron que
contentarse con la punta sudeste, de clima húmedo y plagada de
ciénagas y espesos matorrales. Confirma mi teoría el hecho de que
en la tierra ocupada por los onas existen nombres de lugares que no
tienen significado en su idioma; son en realidad palabras compuestas
que sólo tienen un significado apropiado en el idioma aush. Al norte
de Río Grande, en el centro mismo de la tierra de los onas, hay
454 EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
era gorda; fué la única carne que compartí con ellos que nunca me
gustó. Tampoco a los perros les agradaba. Si al alimentarlos con
carne de guanaco o de carnero se agregaba un pedazo de carne de
zorro, los perros inmediatamente la dejaban, o si por comer demasia-
do aprisa, la tragaban sin advertirlo, se esforzaban luego por vomi-
tarla. Según me han dicho, no ocurre 10 mismo con los perros de
caza en Inglaterra, pero tal vez éstos no están acostumbrados a la
buena carne de cordero, mucho menos a la de guanaco, que, dicho sea
de paso, es preferida por los perros a la de cordero.
Abundan la nutria grande de río y otra más pequeña de mar, y
ambas son muy apreciadas por su piel. En el género de los roedores
hay dos variedades de apen (tucu-tucu), por lo menos otras dos de
ratones y la enorme rata de agua conocida como coypu (sayapie en
yagán). El coypu, que se encuentra en la isla Gordon y en toda la
región este de la península Brecknock, en la tierra principal, no es
carnívoro y es muy sabroso. En la isla de Chiloé, más allá de la costa
de Chile, se 10 cría en la actualidad por su piel, conocida como piel
de nutria. El coypu es estrictamente monogámico, las hembras tienen
ubres que les llegan casi hasta la mitad de sus flancos, son muy ce-
losas y se pelean a muerte entre ellas.
En la Tierra del Fuego, en una extensión de novecientos kilóme-
tros a la redonda, no hay víboras. Las más próximas están en el terri-
torio del Chubut, en la Argentina. Pequeños lagartos hay sólo en la
tierra ona, y no existen en ningún otro lugar de la isla principal. Y
en la parte norte viven pequeñas ranas, que no miden más de dos
centímetros y medio de largo.
La Tierra del Fuego es ciertamente rica por la profusión y diver-
sidad de sus pájaros, de los cuales hay más de cien variedades: seis
de patos, cinco de cercetas, cuatro de avutardas, tres de becadas, cuatro
de colimbos, tres de pájaros carpinteros, cinco de buitres, siete de
gavilanes, dos de águilas, siete de lechuzas, diez de gaviotas, cuatro
de cuervos marinos (corvejones), tres de skuas, cinco de pingüinos,
por lo menos dos de chorlos y dos de cisnes; de estos últimos, el más
grande tiene la cabeza y el pescuezo negro azabache y el cuerpo y
las alas de un blanco inmaculado. Además hay gran cantidad de pá-
jaros del bosque, de la montaña y de la playa, tales como: becadas,
ibis, flamencos (en la tierra ona), martínpescadores, papagayos, chor-
los de pico corvo, ostreros, zorzales, gorriones, tordos, pechocolorados,
fu1mares, albatros, petreles, codornices, vencejos, golondrinas y aba-
dejos. Menos comunes son el faisán, el cóndor y el colibrí. Casi
todos son migratorios.
EL ÚLTIMO CONFíN DE LA TIERRA
CAPITULO XLV
MEJORAS EN NAJMISHK. VIAJO A BUENOS AIRES Y TRATO DE ESTA-
BLECER NUESTROS DERECHOS SOBRE LA TIERRA. CONOZCO AL SEÑOR
RONALDO TIDBLOM y CUENTO CON UN NUEVO AMIGO. EL AGRIMEN-
SOR DEL GOBIERNO ADMITE SU FRACASO Y YO CONTINÚO SU OBRA.
ALENTADO POR EL ÉXITO, ACEPTO OTRA TAREA DE AGRIMENSOR,
CON LA CUAL SÓLO GANO EXPERlENCIA ACERCA DE LA CONDUCTA
DE LOS JÓVENES ELEGANTES DE LA CIUDAD. EL PADRE JUAN ZENONI
VISITA A VIAMONTE y BAUTIZA A LOS NIÑOS ONAS.
salvo los ojos pequeños y oscuros y la punta de la nariz, era una sola
maraña de barba, bigote y cejas, que le daba un aspecto fiero, desmen-
tido por la bondad de su carácter. Era un esforzado trabajador y reali-
zó una obra excelente; la nueva morada avergonzó a sus dos humildes
vecinas, y fué considerada en la región como la última palabra en
cuanto a lujo y comodidad. Tenía seis metros de largo por tres metros
sesenta de ancho y estaba dividida en dos cuartos; uno servía como al-
macén y depósito y el otro como cocina, cuarto de estar y dormitorio.
Nos vanagloriábamos de tener piso de madera, cocina de hierro, mesa
y bancos, dos literas superpuestas y ventana de vidrio.
Nicholas Buscovic, el yugoslavo, ya no estaba conmigo. Cansado de
este país poblado sólo por hombres, se había alejado con la intención
de construir una casa cerca de Río Grande y hacer venir desde Punta
Arenas unas cuantas mujeres jóvenes que 10 ayudasen en la venta de
bebidas y otras delicias de la civilización. Cuando Daría Pereira hubo
terminado su construcción ocupó el lugar de Buscovic, hasta que poco
tiempo después fué reemplazado por Zapata, un ganadero argentino,
de origen mestizo.
A pesar de que todo lo concerniente a la granja y al ganado andaba
bien, nuestra posición no era muy segura. Se había obtenido la transfe-
rencia legal de la propiedad de Harberton y nos habían otorgado do-
cumentos de identidad como ciudadanos argentinos por nacimiento,
pero nuestros derechos sobre la nueva tierra en Najmishk, estaban aún
en suspenso. Trabajar la tierra virgen, trazar caminos entre matorrales,
tender puentes sobre arroyos y pantanos, cercar potreros y construir
casas, sabiendo que en cualquier momento uno podría ser expulsado, sin
recibir ninguna recompensa, resultaba en verdad tarea muy ingrata.
En invierno, cuando disminuía el trabajo, hice varios viajes a Buenos
Aires, pero no conseguí adelantar nada en beneficio de nuestros inte-
reses. Pasé días haciendo antesalas sin que nada recompensara mi pa-
ciencia; sólo inútiles entrevistas con los secretarios de los funcionarios
públicos, cuya única misión parece ser la de impedir la entrada a visi-
tantes como yo.
Tuve al fin la suerte de ser presentado al señor Rolando Tidblom,
hombre de negocios y agente de tierras. De cara grande, expresión enér-
gica y pesada figura, la primera vez que lo vi, si hubiera podido eclip-
sarme con alguna excusa, de buen grado lo hubiera hecho, pues esta
excelente persona era tan bizca, que resultaba difícil mirarla de frente.
Que nadie me diga que debe uno fiarse de las primeras impresiones,
porque no estaré de acuerdo. Pronto llegué a sentir un fraternal cariño
por este nuevo amigo, sentimiento que nunca disminuyó desde aquel
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 467
día en Buenos Aires, en que fijando mi vista en cualquier otra cosa ex-
cepto lo que tenía enfrente, resolví atacar de lleno el asunto de los
negocios.
Acababa de ser promulgada una ley que prohibía la venta a particu-
lares o a compañías, de lotes de tierra cuya superficie excediera de
cuatro leguas. En realidad era como cerrar la puerta de la cuadra des-
pués que e! caballo había sido robado, puesto que vastas extensiones
de la mejor tierra, ubicadas en los lugares más accesibles, habían sido ya
vendidas a numerosos particulares y compañías. Además de la compra
se nos permitía adquirir cuatro leguas cuadradas más, en base a un
arrendamiento.
Por medio del eficiente señor Tidblom, que actuaba como nuestro
representante, mis hermanos y yo deseábamos adquirir un solo lote, lo
más extenso que fuera posible. Tidblom y Percy Reynolds también lle-
naron solicitudes. Percy, casado con mi hermana Berta, había comprado
una granja en e! Paraguay, pero ambos deseaban volver a la Tierra del
Fuego, pues el clima de! Paraguay les resultaba intolerable. Si e! go-
bierno accedía a nuestro pedido, obtendríamos ocho leguas cuadradas,
poco más o menos veinte mil hectáreas cada uno. Durante los cinco pri-
meros años, seríamos arrendatarios, pero al finalizar ese plazo, tendría-
mos derecho a comprar cuatro leguas cuadradas cada uno, siempre que
llenáramos ciertas condiciones muy razonables. El resto seguiría arren-
dado.
Antes de que el gobierno pudiera prometer nada sobre la tierra, ésta
debía ser mensurada. Después de muchas dilaciones, que me dieron
tiempo para volver a la Tierra del Fuego, un agrimensor acreditado fué
enviado desde Buenos Aires. El gobierno cargaría los gastos de la
mensura a la cuenta del futuro comprador de la tierra, fuera quien
fuere.
Fuí a Río Grande con una tropilla de caballos, para esperar al agri-
mensor, herr Carlos Sewart, un anciano alemán que había hecho la
guerra franco-prusiana. Llegó a Río Grande con un catre, una tienda
de campaña, dos teodolitos y tal cantidad de otras prendas y objetos,
que parecía e! bagaje de un ejército. Conseguí transportar a este an-
ciano y a su cuantioso equipaje hasta Najminshk.
Después de trabajar con él algunos días, comprobé que e! alemán
estaba demasiado enfermo para poder concluir la tarea que había
emprendido. Cuando por segunda vez rodó con su caballo en los
pantanos, se descorazonó completamente. Trémulo de ira y sofocado
por las lágrimas, dijo que era imposible trabajar en aquel horrible
país y decidió regresar a Buenos Aires.
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
CAPITULO XLVI
EL NAUFRAGIO DEL "GLEN CAIRN". HALIMINK SALVA LA VIDA A LA
TRIPULACIÓN Y QUIERE SECUESTRAR A UNA DAMA PARA MÍ. RECIBO
A NUMEROSOS HUÉSPEDES EN VIAMONTE. UN RECUERDO DEL PA-
RAGUAY. EL CAPITÁN NICHOL DESAFÍA A BEBER A MdNCH. EL RESTO
DE LA TRIPULACIÓN DEL BARCO ZARPA PARA INGLATERRA, PERO EL
CAMARERO Y SU ESPOSA SE QUEDAN. LOS LLEVO A HARBERTON.
INTERESANTE CONSECUENCIA DE UNA AUDICIÓN DE LA B. B. C.
podido salvar, aparecieron los demás indios, que Halimink había man-
tenido ocultos detrás de las rocas y los árboles, temiendo que alarma-
ran a los náufragos y éstos desistiesen de acercarse a la orilla.
Muchos cuentos espeluznantes sobre el canibalismo de los fuegui-
nos _relatados por algunos mal llamados "exploradores", que en el
deseo de aparecer como héroes de aventuras sensacionales, no se
preocupaban de ser veraces- habían llegado a oídos de la señora de
Nidl01; al ver aumentar el número de sus acompañantes y observar
su siniestro aspecto, se alarmó sobremanera por la suerte de su tierno
hijito. Sin embargo, no tardó en tranquilizarse ante la simpática acti-
tud de Halimink, que trataba de demostrar con toda clase de panto-
mimas sus amistosas intenciones.
Algunos de los onas ya habían aprendido algo de español (Hali-
mink, entre ellos), pero ninguno sabía inglés, y como sus huéspedes
no conocían ni el español ni el ona, los dos grupos no pudieron
conversar entre ellos.
El "elocuente lenguaje de los signos" no siempre se interpreta
correctamente y ha dado origen a muchas historias fantásticas. Hali-
mink había insistido en trazar unos curiosos jeroglíficos en la libreta
del capitán Nichol, devolviéndosela luego con ademanes que el capi-
tán había interpretado como indicaciones para que firmara bajo los
garabatos de Halimink. Este, en realidad, no trataba de coleccionar
autógrafos, ni intentaba estafar al capitán haciéndole firmar un pa-
garé, sólo quería pedirle que me escribiese una carta donde me diera
detalles del naufragio, carta que pensaba enviarme con un veloz
mensajero.
El desconfiado capitán no había captado su intención, y rehusó toda
participación en el asunto, de modo que Halimink tuvo que tomar
otras medidas. El segundo piloto, cuyas energías no habían decaído,
se ofreció para ir en busca de ayuda con un guía indio, y partió en
efecto, con Chalshoat, llevando con él a un marinero.
El capitán me aseguró que su feliz desembarco se debía única-
mente a la señal de humo hecha por Halimink. Al atraerlos hacia el
único lugar de la costa donde se podía desembarcar, y tomarlos luego
bajo su protección, Halimink, indudablemente, les había salvado la
vida; esta buena acción realizada sin pensar en recompensa alguna.
borró, para mi estimación, las oscuras manchas de su dudoso pasado.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
3
Perry, el camarero del Glen Cairn, y su esposa, deseaban viva-
mente quedarse en Tierra del Fuego; así me lo dijeron añadiendo
que no tenían motivo alguno para volver a su patria, excepto el de
buscar ocupación. Estaban dispuestos para cualquier tarea, y aunque
la señora Perry era menudita (lo que resultó una ventaja como se
verá), ambos parecían fuertes y resistentes. Prometí llevarlos a Har-
berton en cuanto el camino estuviera transitable; allí podría asegu-
UNA CHOZA EN LA TIERRA DE LOS ONAS 479
4
En Najmishk, cedí a los Perry mi pequeña cabaña y me retiré a
un refugio cercano, esperando que las condiciones del tiempo me
permitieran escoltarlos hasta Harberton. Pero a pesar de la abundan-
cia de carne, harina y hasta azúcar, muy pronto echaron de menos
otros lujos que estaban acostumbrados y me lo hicieron notar.
Esta circunstancia me hizo dejar Najmishk más pronto de lo que
había pensado: el 20 de agosto, confiando en que las fuertes heladas
habrían solidificado los arroyos y endurecido la nieve de las ciéna-
gas, salimos de Viamonte para Harberton.
Nos acompañaban el fuerte "tío'· Koiyot y David, el segundo hijo
de Kankoat, robusto muchacho de doce años que había heredado el
buen humor de su padre.
"Tío" y yo íbamos bastante cargados, pues llevamos una pequeña
tienda de campaña, ropa de cama, varios utensilios que los Perry
habían salvado del naufragio y provisiones como para una semana.
El joven David llevaba unas ollas de lata, cudlaras, jarros, azúcar y
café. Perry se ofreció también para llevar carga, pero yo sabía que
por fuerte que fuese en su propio oficio, encontraría muy pesado este
nuevo ejercicio, de modo que le dije que sólo se ocupara de ayudar
a su mujer.
la mañana estaba helada y las montañas brillaban claras y tenta-
doras a la distancia cuando nuestra pequeña expedición se dirigió a
pie hacia ellas. j Vanas esperanzas! En vez de continuar la helada,
esa noche hubo neblina y llovizna. Tenía mi rifle, y la segunda tarde
encontré un guanaco entre la neblina; lo maté de un tiro, y acam-
pamos allí para pasar la noche. Al llegar a los bosques altos, maté
varios papagayos, y aunque las balas calibre 44 los destrozaron, a la
señora de Perry le gustaron mucho estos pájaros una vez asados.
A pesar de estos lujos, especialmente reservados para ella, al quinto
día de marcha flaquearon sus fuerzas y en ese momento su marido
tampoco estaba en condiciones de ayudarla, ni mental ni físicamente.
Al fin ella consintió en montar sobre mi carga, y desde entonces,
subida allí o sobre el fardo de "tío" tuvo excelente cabalgadura hasta
el final del viaje, mientras el pobre Perry, desilusionado y con los
pies doloridos, iba detrás cojeando penosamente. No creo que la
U NA CHOZA EN LA TIE RRA DE LOS ON AS 4 81
5
La historia del naufragio del Cien Cairn tiene un epílogo. Unos
treinta años después, mientras me hallaba de paso en Londres, me
pidieron que hablara desde la B.B.e. Así lo hice y a los pocos días
recibí nwnerosas cartas de diferentes personas, algunas de las cuales
habían sido socorridas por mi padre en los años 1870 a r880, y re-
cordaban a su familia. Una de esas cartas me causó sumo placer. Era
de la señora de Nichol, que había enviudado y tenía varios hijos
nacidos después del naufragio, y también nietos.
Me decía que el niño que yo había llevado sobre mis hombros te-
nía un buen puesto en las Fuerzas de Policía de Glasgow, y había
formado su hogar. La simpática señora agregaba que se alegraría de
verme de nuevo, de. modo que cuando anduve cerca de Androssan,
fuí a visitarla. Con gran sorpresa mía, me preguntó por varios de
los indios, llamándolos por sus nombres, y cuando le conté los gene-
rosos esfuerzos de Halimink por mi felicidad y le confesé qué atra-
yente me había parecido la idea de secuestrarIa y esconderla en los
bosques hasta que los demás náufragos hubieran vuelto a su país, rió
de buena gana.
v
LA ESTANCIA VIAMONTE
1907 - 1910
~
CAPITULO XLVII
NUESTROS DERECHOS SOBRE LA TIERRA DE NAJMISHK QUEDAN ESTA-
BLECIDOS Y PLANEAMOS DISPOSICIONES PARA UN NUEVO ESTABLE-
CIMIENTO. MIEMBROS DE LA FAMILIA SE MUDAN DE HARBERTON
A VlAMONTE. EL LEAL HALIMINK CASI COMETE UN EXCESO. NUES-
TRO NUEVO ASERRADERO LLEGA DE INGLATERRA Y LO INSTALAMOS.
PROSEGUIMOS NUESTROS TRABAJOS EN LA ESTANCIA VlAMONTE.
EL METEORO.
Aquél fué el mes del meteoro. Una noche, poco después de las
23, estaba yo por dormirme cuando nos iluminó una poderosa luz que
iba en aumento hasta hacerse deslumbrante.
Yo no había visto nunca tal clase de luz y, muy inquieto, salí
apresuradamente; justo encima de mi cabeza se extendía el resplandor
de la cola de un inmenso cometa, cuya brillante extremidad estaba
como a sesenta grados por encima de nuestro horizonte sudeste.
Los que dormían en las tiendas de campaña fueron despertados;
los onas se levantaron rápidamente y corrieron muy excitados hacia
donde estábamos nosotros; algunos aseguraban haber visto la Luna
en llamas atravesar el cielo, otros decían que algo espantoso debía
baber acontecido, que nunca podrían volver a ver la Luna y que luego
seguirían otros fenómenos.
Algunos minutos después escuchamos un extraño sonido que con-
duyó en un sordo estampido. Hubiera deseado poder tomar con exac-
titud el tiempo que transcurrió entre el momento de mayor intensidad
de la luz y el estallido del meteoro, para calcular la altura en que
este celestial visitante se había desintegrado. Tal vez habrían pasado
dos minutos antes que la luz se desvaneciera completamente y dejara
de nuevo a las estrellas en posesión de sus dominios. Nunca supe
que la detonación de un meteoro fuese oída por aquellos que 10
veían, pero en este caso no hay error posible.
LA ESTANCIA VIAMONTE
49 1
El fenómeno no se oyó ni se vió en Río Grande, a treinta kiló-
metros al Noroeste, ni en Harberton, que queda a más del doble de
distancia hacia el Sur; seguramente todos dormían a esa hora y no
se despertaron como nosotros.
Expliqué a los indios que lo que habíamos visto era una estrella
errante de enorme tamaño y, como lo había hecho otras veces, les
informé cuanto sabía sobre estos cuerpos y la eficaz defensa de nues-
tra atmósfera contra la posibilidad de que nos dañaran. Tranquiliza-
dos, regresaron a su campamento, mientras nosotros volvíamos a
nuestro interrumpido reposo.
Merece la pena consignar aquí que yo estaba con los onas cuando
el cometa Halley apareció por última vez en 1910.
Juntos vimos, antes del amanecer, cómo se expandía su enorme
cola que parecía ascender del océano, seguida por el núcleo que se
fué esfumando lentamente a medida que avanzaba el día. El susto
de mis compañeros no fué mayor que el mío.
,
CAPITULO XLVIII
LA ESTANCIA VIAMONTE. LOS ONAS APRENDEN EL VALOR DEL DINERO.
LA DOS CARTAS DE MARTÍN. RODEO DE OVEJAS. UN PERRO CON IDEAS
PROPIAS. LA INTELIGENCIA DE LA MULA. EL SEÑOR LÓPEZ SÁNCHEZ
UTILIZA NUESTRO SENDERO. UN CABALLO INTENTA SUICIDARSE.
. 1 El nombre ona de los guanacos pequeños es 10M, con las dos vocales pronun-
Cladas clara y separadamente. En toda la Patagonia se les conoce por (hu/engof.
LA ESTANCIA VIAMONTE
495
Halimink, Talimeoat, Ishtohn y muchos otros viejos amigos tenían
ocupación permanente como ovejeros. Cuando deseaban tomarse un
corto descanso, nos avisaban con tiempo y hasta nos recomendaban
a algunos de sus compañeros para que los reemplazasen hasta que
ellos hubieran satisfecho su antojo de andanzas.
El jefe de los ovejeros era Martín, aquel que encarnó a Short du-
rante la iniciación de K-Wamen en el Hain. Su historia merece ser
relatada. Cuando era todavía un muchacho, Martín fué sorprendido,
junto con un grupo de onas, robando ovejas en la finca "Primera
Argentina". Los delincuentes fueron enviados a la Misión, con excep-
ción de dos simpáticos muchachos -uno de ellos Martín-, a quienes
se mandó a trabajar a una estancia situada en la orilla norte del Es-
trecho de Magallanes. Bajo la dirección de su competente y bonda-
doso administrador, el señor Kamp, los muchachos llegaron a ser ex-
celentes ovejeros y se destacaron aun entre los escoceses que esa com-
pañía contrataba siempre por su buen trato a las ovejas y a los perros.
Al cabo de unos años, Martín volvió a "La Primera Argentina".
Se había convertido en un hombre de regular estatura y con algo de
dandy, pues le gustaba andar limpio y bien vestido y sólo retomaba
su estado primitivo para las reuniones de la Logia. Reservado y taci-
turno, escuchaba a los demás con una leve sonrisa como si le divir-
tiera su inútil charla. Entendía bien el español y el inglés (que ha-
blaba con un fuerte acento escocés), pero prefería su lengua nativa
y no se daba importancia con su conocimiento de aquellos idiomas,
que sólo usaba para dar órdenes a su perro.
En la estancia de Río Grande, Martín consiguió trabajo como ove-
jero; le dieron una choza ubicada a unos veinticinco kilómetros al
sudeste del casco. Como nuestra carretas de bueyes, al ir al puerto con
la lana y al volver vacías pasaban a kilómetro y medio de la choza
de Martín, éste tuvo la brillante idea de hacer traer en ellas de Río
Grande sus provisiones de invierno, para evitarse la incomodidad de
ir a buscarlas con los caballos de carga. McInch aprobó la idea y
sabiendo que Martín no leía ni escribía, le propuso en broma, que
hiciera el pedido por escrito. Martín, sin inmutarse, prometió hacer-
lo así.
Pasó el tiempo, y cierto día un carretero, analfabeto como Martín,
presentó a McInch una hoja de papel cubierta de líneas ondulantes,
que podía tomarse por una nota escrita muy apresuradamente. El ad-
ministrador examinó la misiva con toda seriedad, fué a la tienda y em-
pezó a recitar, como si la leyera en la carta, la lista de los artículos
que sabía por experiencia que Martín necesitaba.
EL ÚLTIMO CONFiN DE LA TIERRA
4
Tuve yo una vez una yegua pequeña, que parecía más bien un
pony Exmoor bien desarrollado: pertenecía a aquel lote de caballos
salvajes que capturamos en la isla de Picton 1 y en esa época aún no
había tenido cría. La compré en la estancia vieja por quince pesos
argentinos, un poco más de una libra esterlina, y cuando luego de
unos años me ofrecieron el precio fantástico de quinientos pesos, no
.1. A éstos los .llamaban en el lu~ar la "Cría de Agua Fresca", prestaban gran
uti1Jdad en los dlas en que los cammos e~laban poco transitables. El gobierno chi.
leno .h.abía mandado un lote de ellos a Punta Arenas. Años después, encontrándome
de ViSita en las caballerizas reales de Madrid, se me ocurrió que los "Agua Fresca"
eran descendientes de los caballitos moros, a los cuales se parecían mucho y que
sin duda fueron traídos a la América del Sur por los españoles.
LA ESTANCIA VIAMONTE SOl
RUTA (APROXIMADA)
OC~ANO ATLÁNTICO
1I
LA ESTANCIA VIAMONTE
CAPITULO LI
LA LITERA.
FIN
,
INDICE
PRÓLOGO 15
l. U S H U AlA
1887 - 1899
CAPÍTULO XVI. María vuelve a Tierra del Fuego. Encuentro con su futuro
marido en la isla de Keppel. Cazamos guanacos. Leyendas contadas
alrededor del fuego en el campamento. El hijo del lobo marino.
Wasana se convierte en ratón. Espíritus de los difuntos. La guardia
del temido Lakoona. La isla flotante. Termina el dominio de las
mujeres. Escribo para la prensa 159
CAPÍTULO XXI. Los aush difaman a los onas. Tenemos noticias de Kaushel,
el asesino. Mis hermanos y yo tratamos de cruzar las montañas.
Nueva tentativa de Despard y mía. Me visitan los onas en Camba-
ceres. Trabo relación con el famoso Kaushel. Amena20 a Bertram.
Así es la juventud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 197
CAPÍTULO XXV. En que se presenta a Slim Jim, cuyo nombre ona resulta
impronunciable, y a Minkiyold, el hijo de Kaushel. Con ellos como
guías mis hermanos y yo penetramos, por fin, en tierra ona. Reco-
rremos regiones nunca holladas todavía por blancos. El fallecimiento
de mi padre 234
CAPÍTULO XXVII. Una larga y penosa persecución. Cruzo la isla con siete
compañeros onas. El prudente avance de Puppup. Llegamos a Naj-
mishk y proseguimos hasta Río Fuego. Un sargento de policía nos
recibe amablemente. Mi primera afeitada. No encuentro a McInch en
Río Grande. Regresamos a Harberton. El conocimiento del bosque
de los onas. Shaiyutlh siembra el pánico y es motivo de burla. Llego
felizmente al hogar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 24 6
CAPÍTULO XXIX. Desavenencias entre los onas y los pobladores del norte.
La Misión Salesiana. Hektliohlh, el águila enjaulada, muere en cau-
tiverio. Paloa desafía a la policía. Un grupo de onas es asesinado
por McInch y sus compañeros. Kilkoat planea la venganza. Kiyoh-
nishah roba algunas ovejas y me coloca en un posición difícil. Ahnikin
y Halimink me prestan ayuda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 26 9
III. EL e A M 1N o A N A J M 1S H K
1900 - 1902
CAPÍTULO XXX. Los onas nos invitan a VIVIr en su país. Mis hermanos
no desean aceptar, pues ambos están por casarse. En busca de aven-
turas, yo decido iniciar una colonia en Najmishk y comienzo a abrir
un camino a dicho lugar. Minkiyolh vuelve a ser un peligro. Nos
visita Houshken, el Joan de Hyewhin, quien demuestra su magia.
Se le muestran brujerías del hombre blanco 28r
V. LA EST AN e 1A V 1AM o N T E
EMECÉ EDITORES, S. A.
SAN MARTÍN 427 - BUENOS AIRES