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El Duelo en Francia

En uno de los innumerables códigos legales que existen en Francia, hay


una cláusula cuyo propósito es impedir, o por lo menos regular, la práctica
del duelo, según la cual es ilegal batirse en duelo por cualquier causa cuyo
valor económico sea inferior a dos peniques y medio. Esta limitación, por
más modesta que parezca, era por lo visto demasiado drástica para los
gustos de los caballeros a los que debería aplicarse, y en la larga lista de
combates singulares del pasado encontramos muchos cuyo origen, si lo
evaluáramos, no alcanzaría el elevado importe antes mencionado. La
mezcla de numerosas naciones, a cual más fogosa, que componen el
pueblo francés —galos, armoricanos, francos, borgoñones, normandos,
godos— ha producido una raza dotada al parecer de un espíritu combativo
más desarrollado que cualquier otra nación europea. A pesar de las
incesantes guerras que forman la historia de Francia, en ningún momento
se han interrumpido los combates y venganzas privados, a modo de un
largo arroyo sangriento que atraviesa todas las épocas, más estrecho o
más ancho según los siglos, y que alcanza a veces las proporciones de
una auténtica inundación, como si el país hubiera sido víctima de una
repentina epidemia de locura homicida. Acontecimientos recientes han
mostrado que esta tendencia nacional no se ha debilitado ni mucho
menos, y que lo más probable es que el duelo, cuando haya sido
erradicado de todos los demás países europeos, subsista todavía en ese
pueblo galante cuya preocupación por el honor les hace a veces descuidar
la inteligencia.

No hay duda de que el duelo fue, en su origen, una ceremonia religiosa: es


el descendiente directo de esos combates judiciales, en los cuales la
Providencia favorecía a la lanza más afilada y la espada más cortante.
Para las fieras naciones que vencieron al Imperio Romano, semejante
doctrina resultaba muy conveniente, y aunque olvidasen todos los demás
preceptos del cristianismo de la época, apoyaban con entusiasmo este
dogma que santificaba la fuerza. Los germanos, francos, godos, vándalos,
y sobre todo los borgoñones, convirtieron a la Divinidad en un supremo
mariscal de campo, que presidía sus combates y dirimía sus disputas. De

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esos siglos remotos se eleva una algarabía de entrechocar de espadas
cuyo estruendo tapa los murmullos de la oración. Entrevemos a hombres
que combaten, ataviados de cuero y recubiertos por armaduras, en
nombre de causas que ahora nos parecen de menos peso que las hojas
que caen de los árboles, pero que para ellos gozaban de extraordinaria
importancia. Un tal Ingelgerius, joven galante, conde de Anjou, le corta la
cabeza a un tal Gontran, culpable de calumnia, y salva el honor de la
condesa de Gastón. O bien el cortés y audaz primo de la reina
Gundeberge la limpia de toda mancha, rompiéndole la crisma al mentiroso
Adalulfo. En esa época feroz, el duelo tenía un papel que a menudo ha
sido denigrado y sin embargo no resulta del todo inútil. En medio del caos,
representaba por lo menos una ley, una norma, por mucho que fuese una
norma irracional y caprichosa. Está claro por lo menos que ninguna dama
injuriada se quedaba sin vengar por falta de paladín. Más bien es probable
que muchos paladines echaran de menos una dama a la que vengar.

Gradualmente, a medida que se desarrollaba la caballería, imponiendo su


código y su mentalidad a las clases altas, el combate singular por motivos
de honor se añadió al duelo judicial. Durante siglos, coexistieron ambos.
Los jóvenes caballeros ingleses, con un parche en el ojo y espoleando su
caballo, surgen de entre las filas del ejército e intercambian estocadas con
jinetes franceses tan fanáticos como ellos. El escocés Seaton cabalga
hasta las mismas puertas de París, y cumpliendo un voto, ataca como un
rayo y golpea durante media hora a todos los caballeros franceses que se
le ponen a tiro, hecho lo cual se retira al fin con un cortés «Gracias,
caballeros; muchas gracias». Treinta ingleses se encuentran con treinta
bretones en Ploermel; los bretones les zurran de lo lindo. Otros siete
ingleses no tienen mejor suerte en Montendre. En todas partes, tanto en la
contienda pública como en las riñas privadas, reina el mismo ambiente de
desafío y de aceptación del combate.

Las crónicas de las luchas entre caballeros no nos dejan olvidar, sin
embargo, los combates judiciales. El célebre y dramático enfrentamiento
entre Montargis y el sabueso tuvo lugar cuando el siglo catorce llegaba a
su fin. Pero todavía en el año 1547 se solventaba un proceso por combate
judicial. Nos referimos al famoso caso de Chasteneraye y Jarnac, que es
uno de los últimos episodios de esta serie, y también uno de los más
conocidos.

Chasteneraye y Jarnac, ambos pares de Francia, riñeron a propósito de la

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virtud de la suegra de este último. El rey se interesó personalmente por el
asunto, y finalmente se acordó que la cuestión sería dirimida por las
armas. Resultaba que Chasteneraye era uno de los primeros
espadachines de Francia, de modo que Jarnac agotó su ingenio buscando
algún arma extraña y poco conocida a fin de reducir su desventaja
respecto a su rival. Los nombres de treinta armas de esas características
fueron anotados y sometidos a los jueces, los cuales sin embargo, con
gran desesperación por parte de Jarnac, las rechazaron todas, imponiendo
en su lugar el uso de la espada. Jarnac, apuradísimo, recurrió entonces a
un viejo y experimentado espadachín italiano. Éste le ordenó que fuera
valiente, y le confió un truco de esgrima que él mismo había inventado y
que nunca hasta entonces le había enseñado a ningún mortal.

Pertrechado con esta horrenda astucia, Jarnac hizo su aparición en el


escenario del duelo, donde, en presencia del rey, Enrique II, y de todos los
altos oficiales del reino, los dos litigantes se colocaron cara a cara.
Chasteneraye, confiando en sus habilidades, estaba acosando al menos
experto Jarnac, cuando súbitamente este último provocó la estupefacción
de los espectadores con una maniobra nunca vista, que sesgó el tendón
de la pierna izquierda de su enemigo. Un instante más tarde, gracias a una
repetición del mismo gesto, hizo lo propio con la pierna derecha, y el infeliz
Chasteneraye se derrumbó, desjarretado. Aun en semejante situación, de
rodillas, continuó atacando a su rival, y consiguió proseguir el combate.
Jarnac, sin embargo, pronto le pudo arrebatar la espada, dejándole
completamente a su merced. El astuto Jarnac estaba dispuesto,
contraviniendo las costumbres de la época, a perdonarle la vida; pero la
humillación era excesiva para su antagonista, que derrotado y mutilado, no
quiso que nadie le ayudara, y se dejó desangrar hasta morir. Como
recordatorio de este combate, se habla todavía, en los duelos a espada,
del coup de Jarnac.

Pero lo que hoy entendemos por duelo parece haber sido un invento
italiano. Durante los cincuenta años anteriores al reinado de Francisco I,
las tropas francesas habían estado acuarteladas sin interrupción en Italia.
Al regresar a su país de origen, llevaron consigo muchas de las
características menos admirables de los italianos. Eso explica que
estallara en Francia, a principios del siglo XVI, una verdadera epidemia de
asesinatos y matanzas. La vida de Duprat, barón de Vitaux, puede
tomarse como ejemplo de la de muchos otros jóvenes matones de noble
cuna del mismo período. Este curioso personaje fue calificado por

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Brantóme de «modelo de los franceses», de modo que el estudio de sus
peripecias nos ofrece una interesante oportunidad de conocer el tipo de
hombre que se ganó el aplauso del populacho a finales de la Edad Media.
Cuando aún no había cumplido los veinte, mató al joven barón de Soupez,
quien ciertamente le había provocado: le había golpeado la cabeza con un
candelabro. Su siguiente hazaña fue el homicidio de un tal Gounelieu, con
cuya familia tenía la suya una vieja disputa. Por esta acción, fue
desterrado; pero al cabo de muy poco tiempo regresó, y ayudado por dos
cómplices asaltó al barón de Mittaud y lo despedazó en plena calle, en
París. El favorito del rey, Guart, se atrevió a oponerse a la petición de que
Duprat, tras semejantes hazañas, fuera perdonado. En castigo a tamaña
ofensa, Guart fue atacado en su propia casa y asesinado por el joven
bandido. Este crimen resultó, sin embargo, ser el último de su corta pero
accidentada vida, pues poco después el hermano de una de sus víctimas
acabó con él. «Era un hombre exquisito —dice Brantôme—, aunque hay
quien dice que no mataba bien a sus víctimas». (Il ne tuait pas bien ses
gens.) La carrera de este bellaco marca el período de transición, cuando
los combates caballerescos, con sus bien establecidas normas, habían
desaparecido, mientras que el duelo, con sus rigurosas normas, no había
nacido todavía.

A finales del siglo XVI, sin embargo, bajo el reinado de Enrique III, el duelo
empezó a someterse a un código bien definido. La imprudente costumbre
de que los padrinos participaran también en los duelos, en ayuda de los
caballeros a los que apadrinaban, procedía de Italia; gracias a ella, el
combate individual desembocaba a veces en una verdadera batalla. La
contienda entre Caylus y D’Entragues, dos conocidos cortesanos, ha sido
narrada con cierto detalle por los cronistas. D’Estragues llevaba dos
padrinos, Riberac y Schomberg; a Caylus lo acompañaban otros dos,
Maugerin y Livaret.

—¿No sería una buena idea que reconciliásemos a estos caballeros en


vez de permitir que se mataran el uno al otro? —le dice Riberac a
Maugerin.

—Señor —replica el aludido—, no he venido aquí a hacer encaje de


bolillos, sino a luchar.

—¿Y con quién, si puede saberse? —pregunta Riberac.

—Con usted precisamente.

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Sin más preámbulo se abalanzaron uno sobre otro y se molieron a golpes.
Schomberg y Livaret entre tanto habían llegado también a las manos, de
resultas de lo cual el primero había muerto y el segundo estaba herido en
la cara. Caylus, por su parte, había sido mortalmente herido, y su
adversario había recibido una estocada. Así pues, este único duelo
provocó la muerte inmediata de cuatro hombres, mientras que los otros
dos quedaron tullidos. A los duelos franceses de esa época se les puede
acusar de cualquier cosa, excepto de no ir en serio.

Bajo Enrique IV, los duelos alcanzaron su punto álgido. Se ha calculado


que durante dicho reinado no menos de cuatro mil nobles murieron como
consecuencia de esa moda. Chavalier relata que sólo en la región del
Limousin, en el espacio de siete meses, murieron de esta forma ciento
veinte personas. La mínima diferencia de opinión se dirimía apelando a las
armas. En ninguna época habría sido más certera la observación de
Montesquieu: que si tres franceses fuesen abandonados en el desierto
libio, dos de ellos se enfrentarían instantáneamente en duelo, y el tercero
sería el padrino.

A veces se hacía un uso bastante peculiar del derecho que tiene el


desafiado a elegir el arma del combate y definir las condiciones en las que
debería desarrollarse. Por ejemplo, se cuenta que un hombre de muy baja
estatura insistió en que su adversario, un gigante, llevara una especie de
alzacuellos con púas, de modo que al no poder bajar la cabeza, fuera
incapaz de vigilar los movimientos de su diminuto enemigo. Otro duelista
insistió en el uso de una coraza con un minúsculo agujero a la altura del
corazón, pues él era especialmente experto en la estocada
correspondiente. Semejantes condiciones pueden parecer injustas, pero
por lo menos daban ventaja al desafiado, de modo que los pendencieros
se lo pensaban dos veces antes de desafiar a alguien.

De vez en cuando aparecía algún hombre lo bastante valiente como para


atreverse a rehusar un duelo. El señor de Reuly, un joven oficial del
ejército, justificó su rechazo apelando a la ley de Dios y de los hombres.
Pero su adversario, convencido de que no era más que un cobarde, le
esperó en la calle, acompañado de un amigo, y se abalanzó sobre él. Pues
bien, el joven oficial les ensartó a los dos con su espada, reivindicando de
ese modo su derecho a que le dejaran en paz.

Lord Herbert de Cherbury, nuestro embajador en la corte de Luis XIII, era

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un célebre duelista, y ha dejado constancia de algunos interesantes
ejemplos que muestran el favor de que gozaba esta práctica en la
sociedad francesa.

«Estaba todo preparado para el baile —escribe—, y cada uno ocupaba su


lugar. Yo mismo me hallaba junto a la reina, esperando a que llegaran los
invitados. Uno de ellos llamó a la puerta con golpes más fuertes de lo que
corresponde, o eso me pareció, a una persona bien educada. Cuando
entró, recuerdo que corrió un murmullo entre las damas, que
cuchicheaban: C’est monsieur Balaguy. Entonces observé que tanto ellas
como los caballeros, uno tras otro, le invitaban a sentarse a su lado; es
más, cuando una dama gozaba de su compañía durante cierto tiempo, otra
dama la interpelaba, diciendo: “Ya le habéis disfrutado lo bastante, ahora
me toca a mí”. Esa extrema cortesía me tenía profundamente asombrado;
y lo que aumentaba mi asombro era que el hombre en cuestión no era
especialmente apuesto. Tenía el pelo muy corto y ya canoso; llevaba un
jubón de vulgar arpillera, y calzones de una tela gris de lo más basto. Al
preguntar a algunos de los presentes quién era, me dijeron que se trataba
de uno de los hombres más galantes del mundo, pues había matado a
ocho o nueve hombres en un solo combate. Era ése el motivo de que las
damas hicieran tantos aspavientos, pues es costumbre de todas las
francesas el mostrar su aprecio por los hombres galantes, como si
pensaran que son los únicos a los que pueden festejar sin peligro para su
honor». Un poco más tarde, encontramos al mismo lord Herbert intentando
entablar un duelo con el citado Balaguy, pero sin el éxito que sus
esfuerzos merecían. Sin embargo, su descripción del sombrío duelista
pavoneándose entre los alegres vestidos del salón de baile es una imagen
que se nos queda grabada en la memoria.

A la misma época pertenece De Boutteville, famoso por sus innumerables


duelos y sus interminables bigotes.

—¿Todavía pensáis en la vida? —le preguntó el obispo de Nantes,


mientras subía al patíbulo, que tan merecido se tenía.

—Sólo pienso en mis bigotes, los más gallardos de Francia —respondió el


matón.

Luis XIV intentó, con cierto éxito, refrenar el pernicioso hábito. Para llevar
a cabo sus ambiciosos proyectos, necesitaba derramar la sangre de sus
súbditos, y lamentaba como un derroche cualquier vida sacrificada en el

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combate privado, perdida por lo tanto para las batallas públicas. De hecho,
durante su largo reinado anduvieron tan ocupados los estoques de su
noblesse, defendiendo las fronteras, que hasta los más pendencieros de
entre los aristócratas vieron sin duda más que satisfecha su afición a la
pelea.

Sin embargo, a pesar de los edictos y de las penas, nos encontramos con
que el duelo apenas si remitió. Hasta el pacífico La Fontaine desafía a un
capitán de dragones porque visita a su mujer con demasiada frecuencia, y
luego, arrepintiéndose, pretende entablar otro duelo con él porque se
niega a visitarla. Bajo el mismo reinado, el galante marqués de Rivard, un
hombre con una sola pierna, al ser desafiado por un tal Madaillon, le envió
un maletín lleno de instrumentos quirúrgicos, indicándole que estaba
dispuesto a batirse con él tan pronto como estuvieran en igualdad de
condiciones.

Durante el libertino reinado de Luis XV, los duelos florecieron con más brío
que nunca. En el mismísimo recinto del palacio, o a mediodía en el muelle
de las Fullerías, se desarrollaban fatales combates. Los financieros
usurparon los venerables privilegios de la noblesse, y el escocés Law,
famoso en el Mississippi, era tan hábil con las armas como con los
números. El duque de Richelieu, Du Vighan, Saint-Évremont y Saint-Foix
figuran entre los más notorios duelistas de la época. La truculencia de este
último no era incompatible con el sentido del humor. En cierta ocasión, fue
desafiado por un caballero al que había preguntado por qué olía tan
rematadamente mal. Saint-Foix, en contra de su costumbre, rechazó el
duelo:

—Si me mataráis, no por eso oleríais mejor —explicó—, mientras que si os


matara yo a vos, oleríais peor que nunca.

El breve y desastroso reinado de Luix XVI produjo por lo menos dos


duelistas notables, el caballero D’Eon, que llevaba enaguas, y el mulato
Saint-George. El longevo D’Eon murió en Londres en 1810; aunque no
había duda respecto a su verdadero sexo, nunca se halló una razón
convincente para explicar el capricho que le hizo vestirse durante casi un
cuarto de siglo con ropa de mujer. El negro Saint-George fue el mejor
duelista de su tiempo, tanto a espada como a pistola, y confirmó su
reputación en numerosos combates. A pesar de su fama, se dice que era
un hombre muy inofensivo, que hacía todo lo posible para evitar las riñas.

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De esta época data también un desafío que ha pasado a la historia por su
carácter masivo. Fue su autor el marqués de Tenteniac: cuando le
reprendieron porque al sentarse entre bastidores, se había colocado
demasiado cerca del escenario, se consideró insultado por el público.

—Señoras y señores —dijo—, con su permiso, mañana se representará


una obrita titulada La insolencia de la platea, castigada, en tantos actos
como ustedes deseen, de la que es autor el marqués de Tenteniac.

La pacífica platea hizo caso omiso del desafío del aristócrata.

Las terribles guerras de Napoleón eliminaron los duelos por un tiempo,


pero bajo la Restauración la costumbre resurgió con renovada energía.
Entre las disputas sociales, el odio político entre bonapartistas y
legitimistas, y la contienda internacional entre los franceses y las tropas
que ocupaban Francia, nunca hubo un campo tan abonado para los
pendencieros. Por una parte, los viejos oficiales de Napoleón, frenéticos al
ver a los oficiales del Ejército aliado en su propia capital, intentaban vengar
su derrota en el campo de batalla con proezas en el Bois de Boulogne. Por
otra, los jóvenes cortesanos que rodeaban a los Borbones estaban
dispuestos a replicar con estocadas y con balas al reproche de que por
mantener una dinastía habían sacrificado su país.

El conde Gronow en sus interesantes memorias pinta un vivo cuadro del


París de la época. Los duelos internacionales eran cosa de cada día, y en
general los ganaba el contendiente francés, pues los franceses eran más
hábiles en el uso de las armas. Odiaban con especial ferocidad a los
prusianos, y no era nada raro que, prescindiendo de las formalidades del
duelo, un grupo de oficiales franceses se presentara en el Café Foy, junto
al Palacio Real, que era el lugar de cita habitual de los prusianos, con
intención de armar una zapastiesta con los parroquianos. En una de esas
riñas, perecieron no menos de catorce prusianos y diez franceses. Los
ingleses perdieron a muchos jóvenes y prometedores oficiales en esos
días en París. Gronow, sin embargo, que conoció personalmente esa
época, habla de muchos casos en que los resultados fueron favorables a
nuestros compatriotas. En el sur, en Burdeos, donde los franceses
cruzaban el río Garona con el expreso propósito de insultar a nuestros
oficiales, perdieron a tantos hombres que finalmente renunciaron a esa
costumbre. El doctor Millingen, cuya obra sobre el duelo es una mina de
información sobre el tema que nos ocupa, vivía en Burdeos en esos días y
nos ha dado algunos detalles de esos combates. Los franceses, según

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esta autoridad, eran con mucho los mejores espadachines, pero los
jóvenes ingleses, confiando en su mayor fuerza física, se abalanzaban
sobre sus antagonistas con un desdén tal por la técnica del duelo, que no
pocas veces conseguían derribar a sus desconcertados adversarios.

Que el duelo goza en Francia de inmensa vitalidad se demuestra por el


hecho de que ha conseguido sobrevivir a su adopción por las clases bajas
a lo largo de los veinte años siguientes a la batalla de Waterloo. Lo que los
edictos de los reyes no habían conseguido abolir, corría el riesgo de morir
de puro ridículo cuando los tenderos dieron en desafiarse unos a otros, y
el bañero le enviaba un cartel de desafío al calderero por haberle vendido
una estufa en mal estado. Por cierto, que esos combates plebeyos eran a
veces tan serios como los de los guerreros y hombres de Estado. En
Douai, un orfebre y un pañero se mataron uno a otro en un combate con
sables. Todas las disputas, cualquiera que fuese su motivo, terminaban
dirimiéndose por el mismo absurdo procedimiento. Se habla de críticos
literarios que se dispararon cuatro tiros para determinar los méritos
comparativos de la escuela clásica y la romántica. Dumas desafía a
Gaillardet, el autor teatral, e intentando decidir la autoría de un drama, se
arriesga a ser actor en otro. Finalmente, en Burdeos, tenemos el caso de
un capitán de dragones que se bate en duelo con un trapero, y se escapa
por los pelos de que le linchen los enfurecidos judíos.

El célebre enfrentamiento entre el señor Dulong y el general Bugeaud


merece tomarse como irrefutable ejemplo de la brutalidad y la estupidez
inherentes a todo duelo. Dulong era un pacífico abogado y diputado en el
Congreso; Bugeaud, un soldado, famoso por su habilidad con la pistola.
Dulong, en su calidad de miembro del cuerpo legislativo, se atreve a
formular en el Congreso algunas críticas, y es instantáneamente desafiado
por el fierabrás. En vano protesta Dulong, asegurando que no era su
intención hacer alusiones personales. Debe aceptar el desafío o
convertirse en un paria. Lo acepta pues, y el experto soldado mata a su
adversario civil sin darle tiempo a descargar su arma. Semejante resultado
nos deja frente a la misma dificultad que tuvo el matemático de la
universidad de Oxford al leer el Paraíso perdido de Milton. Por más que
nos preguntemos qué demuestra ese certero disparo, y en qué afecta a la
disputa que lo provocó, no disiparemos el misterio.

Un inglés difícilmente puede censurar a otros países cuando se habla de


los duelos del pasado, pues sus propias crónicas se ven manchadas, con
demasiada frecuencia, por combates no menos desesperados que

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cualquiera de los que tenían lugar del otro lado del canal de la Mancha.
Pero por fin ha llegado el momento en que el duelo resulta tan anacrónico
en nuestro propio país, y en los Estados consolidados de la Unión, como la
tortura judicial o la quema de brujas. Sólo cuando pueda decirse lo mismo
de Francia, tendrá derecho este país a considerarse en pie de igualdad
con las naciones anglosajonas en lo que a civilización se refiere.

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