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esos siglos remotos se eleva una algarabía de entrechocar de espadas
cuyo estruendo tapa los murmullos de la oración. Entrevemos a hombres
que combaten, ataviados de cuero y recubiertos por armaduras, en
nombre de causas que ahora nos parecen de menos peso que las hojas
que caen de los árboles, pero que para ellos gozaban de extraordinaria
importancia. Un tal Ingelgerius, joven galante, conde de Anjou, le corta la
cabeza a un tal Gontran, culpable de calumnia, y salva el honor de la
condesa de Gastón. O bien el cortés y audaz primo de la reina
Gundeberge la limpia de toda mancha, rompiéndole la crisma al mentiroso
Adalulfo. En esa época feroz, el duelo tenía un papel que a menudo ha
sido denigrado y sin embargo no resulta del todo inútil. En medio del caos,
representaba por lo menos una ley, una norma, por mucho que fuese una
norma irracional y caprichosa. Está claro por lo menos que ninguna dama
injuriada se quedaba sin vengar por falta de paladín. Más bien es probable
que muchos paladines echaran de menos una dama a la que vengar.
Las crónicas de las luchas entre caballeros no nos dejan olvidar, sin
embargo, los combates judiciales. El célebre y dramático enfrentamiento
entre Montargis y el sabueso tuvo lugar cuando el siglo catorce llegaba a
su fin. Pero todavía en el año 1547 se solventaba un proceso por combate
judicial. Nos referimos al famoso caso de Chasteneraye y Jarnac, que es
uno de los últimos episodios de esta serie, y también uno de los más
conocidos.
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virtud de la suegra de este último. El rey se interesó personalmente por el
asunto, y finalmente se acordó que la cuestión sería dirimida por las
armas. Resultaba que Chasteneraye era uno de los primeros
espadachines de Francia, de modo que Jarnac agotó su ingenio buscando
algún arma extraña y poco conocida a fin de reducir su desventaja
respecto a su rival. Los nombres de treinta armas de esas características
fueron anotados y sometidos a los jueces, los cuales sin embargo, con
gran desesperación por parte de Jarnac, las rechazaron todas, imponiendo
en su lugar el uso de la espada. Jarnac, apuradísimo, recurrió entonces a
un viejo y experimentado espadachín italiano. Éste le ordenó que fuera
valiente, y le confió un truco de esgrima que él mismo había inventado y
que nunca hasta entonces le había enseñado a ningún mortal.
Pero lo que hoy entendemos por duelo parece haber sido un invento
italiano. Durante los cincuenta años anteriores al reinado de Francisco I,
las tropas francesas habían estado acuarteladas sin interrupción en Italia.
Al regresar a su país de origen, llevaron consigo muchas de las
características menos admirables de los italianos. Eso explica que
estallara en Francia, a principios del siglo XVI, una verdadera epidemia de
asesinatos y matanzas. La vida de Duprat, barón de Vitaux, puede
tomarse como ejemplo de la de muchos otros jóvenes matones de noble
cuna del mismo período. Este curioso personaje fue calificado por
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Brantóme de «modelo de los franceses», de modo que el estudio de sus
peripecias nos ofrece una interesante oportunidad de conocer el tipo de
hombre que se ganó el aplauso del populacho a finales de la Edad Media.
Cuando aún no había cumplido los veinte, mató al joven barón de Soupez,
quien ciertamente le había provocado: le había golpeado la cabeza con un
candelabro. Su siguiente hazaña fue el homicidio de un tal Gounelieu, con
cuya familia tenía la suya una vieja disputa. Por esta acción, fue
desterrado; pero al cabo de muy poco tiempo regresó, y ayudado por dos
cómplices asaltó al barón de Mittaud y lo despedazó en plena calle, en
París. El favorito del rey, Guart, se atrevió a oponerse a la petición de que
Duprat, tras semejantes hazañas, fuera perdonado. En castigo a tamaña
ofensa, Guart fue atacado en su propia casa y asesinado por el joven
bandido. Este crimen resultó, sin embargo, ser el último de su corta pero
accidentada vida, pues poco después el hermano de una de sus víctimas
acabó con él. «Era un hombre exquisito —dice Brantôme—, aunque hay
quien dice que no mataba bien a sus víctimas». (Il ne tuait pas bien ses
gens.) La carrera de este bellaco marca el período de transición, cuando
los combates caballerescos, con sus bien establecidas normas, habían
desaparecido, mientras que el duelo, con sus rigurosas normas, no había
nacido todavía.
A finales del siglo XVI, sin embargo, bajo el reinado de Enrique III, el duelo
empezó a someterse a un código bien definido. La imprudente costumbre
de que los padrinos participaran también en los duelos, en ayuda de los
caballeros a los que apadrinaban, procedía de Italia; gracias a ella, el
combate individual desembocaba a veces en una verdadera batalla. La
contienda entre Caylus y D’Entragues, dos conocidos cortesanos, ha sido
narrada con cierto detalle por los cronistas. D’Estragues llevaba dos
padrinos, Riberac y Schomberg; a Caylus lo acompañaban otros dos,
Maugerin y Livaret.
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Sin más preámbulo se abalanzaron uno sobre otro y se molieron a golpes.
Schomberg y Livaret entre tanto habían llegado también a las manos, de
resultas de lo cual el primero había muerto y el segundo estaba herido en
la cara. Caylus, por su parte, había sido mortalmente herido, y su
adversario había recibido una estocada. Así pues, este único duelo
provocó la muerte inmediata de cuatro hombres, mientras que los otros
dos quedaron tullidos. A los duelos franceses de esa época se les puede
acusar de cualquier cosa, excepto de no ir en serio.
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un célebre duelista, y ha dejado constancia de algunos interesantes
ejemplos que muestran el favor de que gozaba esta práctica en la
sociedad francesa.
Luis XIV intentó, con cierto éxito, refrenar el pernicioso hábito. Para llevar
a cabo sus ambiciosos proyectos, necesitaba derramar la sangre de sus
súbditos, y lamentaba como un derroche cualquier vida sacrificada en el
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combate privado, perdida por lo tanto para las batallas públicas. De hecho,
durante su largo reinado anduvieron tan ocupados los estoques de su
noblesse, defendiendo las fronteras, que hasta los más pendencieros de
entre los aristócratas vieron sin duda más que satisfecha su afición a la
pelea.
Sin embargo, a pesar de los edictos y de las penas, nos encontramos con
que el duelo apenas si remitió. Hasta el pacífico La Fontaine desafía a un
capitán de dragones porque visita a su mujer con demasiada frecuencia, y
luego, arrepintiéndose, pretende entablar otro duelo con él porque se
niega a visitarla. Bajo el mismo reinado, el galante marqués de Rivard, un
hombre con una sola pierna, al ser desafiado por un tal Madaillon, le envió
un maletín lleno de instrumentos quirúrgicos, indicándole que estaba
dispuesto a batirse con él tan pronto como estuvieran en igualdad de
condiciones.
Durante el libertino reinado de Luis XV, los duelos florecieron con más brío
que nunca. En el mismísimo recinto del palacio, o a mediodía en el muelle
de las Fullerías, se desarrollaban fatales combates. Los financieros
usurparon los venerables privilegios de la noblesse, y el escocés Law,
famoso en el Mississippi, era tan hábil con las armas como con los
números. El duque de Richelieu, Du Vighan, Saint-Évremont y Saint-Foix
figuran entre los más notorios duelistas de la época. La truculencia de este
último no era incompatible con el sentido del humor. En cierta ocasión, fue
desafiado por un caballero al que había preguntado por qué olía tan
rematadamente mal. Saint-Foix, en contra de su costumbre, rechazó el
duelo:
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De esta época data también un desafío que ha pasado a la historia por su
carácter masivo. Fue su autor el marqués de Tenteniac: cuando le
reprendieron porque al sentarse entre bastidores, se había colocado
demasiado cerca del escenario, se consideró insultado por el público.
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esta autoridad, eran con mucho los mejores espadachines, pero los
jóvenes ingleses, confiando en su mayor fuerza física, se abalanzaban
sobre sus antagonistas con un desdén tal por la técnica del duelo, que no
pocas veces conseguían derribar a sus desconcertados adversarios.
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cualquiera de los que tenían lugar del otro lado del canal de la Mancha.
Pero por fin ha llegado el momento en que el duelo resulta tan anacrónico
en nuestro propio país, y en los Estados consolidados de la Unión, como la
tortura judicial o la quema de brujas. Sólo cuando pueda decirse lo mismo
de Francia, tendrá derecho este país a considerarse en pie de igualdad
con las naciones anglosajonas en lo que a civilización se refiere.
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