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Teresa Jiménez Calvente – La Literatura Latina Antigua en su desarrollo cronológico.

La Literatura Latina Antigua en su desarrollo cronológico: la


periodización.

ISBN - 84-9822-160-9

Teresa Jiménez Calvente


teresa.jimenez@uah.es

Thesaurus: Canon literario. Edad Arcaica. Edad de Oro. Edad de Plata. El siglo
de Augusto. Antigüedad Tardía. Edad Imperial: Primera Edad Imperial y Edad
Media Imperial.

Resumen: La Literatura Latina Antigua, nacida en el siglo III a. C., tuvo un


rápido desarrollo a partir de una imitación consciente de los modelos griegos que
le sirvieron como base. Tras esos primeros pasos, gracias a ese hábil proceso
de imitación y emulación, se forjó una vigorosa literatura, cuyo devenir estuvo
influido necesariamente por los cambios sociales y políticos experimentados por
Roma y su Imperio. En este tema se realiza un sucinto recorrido por los
principales periodos en que podemos dividir esa rica literatura, desde sus
remotos orígenes hasta alcanzar el siglo V d. C.

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0. Diferentes periodos y etapas en la Literatura Latina Antigua.


Es habitual en los estudios de historia literaria marcar etapas o periodos. Está
claro que esta forma de actuar es muy útil desde un punto de vista propedéutico, pero
la apreciación de las fronteras entre unos periodos y otros, y la caracterización de
esas mismas etapas no es, por el contrario, una tarea sencilla. A la hora de marcar
esos periodos, sería conveniente seguir exclusivamente unos criterios literarios,
aunque es fácil dejarse influir por ciertos acontecimientos políticos y sociales, que
necesariamente hubieron de afectar al desarrollo de la literatura. Aún teniendo en
cuenta esto, es posible definir un periodo literario como un espacio de tiempo marcado
por un sistema de normas y convenciones literarias, cuya introducción, difusión,
modificaciones e incluso desaparición puede ser objeto de estudio. Desde luego, esta
división del grueso de la literatura latina en periodos o etapas es fruto de la
historiografía moderna, pues en el mundo antiguo no existió la misma apreciación
histórica que hoy tenemos; en el ámbito de la literatura, se operaba a través del
estudio y la formalización del canon, susceptible de algunas variaciones, generalmente
leves, a lo largo de los siglos. Este canon fue establecido por estudiosos, que
volvieron sus ojos sobre el fenómeno literario con el afán de clasificarlo. Así, se
percibe la existencia de etapas dentro del desarrollo literario y, de acuerdo con una
metáfora tomada de la vida humana, se habla del nacimiento, el florecimiento o punto
culminante (la acmé de los griegos) y su consiguiente decadencia (que se equipara a
la vejez). Dentro de esa visión, hay una tendencia común en desatacar que la mejor
literatura, la más floreciente, es la que se sitúa en torno al siglo primero, justo en los
momentos finales de la República y el periodo de Augusto. Esto es, al menos, lo que
señala el historiador Veleyo Patérculo al hablar de los autores del siglo de Augusto,
pues opina que la literatura había alcanzado con ellos cotas tan altas que, en el futuro,
sólo le aguardaba el descenso: “Es la emulación la que da vida a los ingenios, y ya la
envidia, ya la admiración encienden el afán de imitar; es natural que lo que se ha
buscado con el máximo empeño alcance la máxima excelencia, pero es difícil la
permanencia en la perfección, y natural que retroceda lo que avanzar no puede” (I 17,
5). Sin embargo, la opinión de este historiador de la época de Nerón no fue asumida
por todos los que le sucedieron, pues en el establecimiento del canon hubo también
un lugar para autores que vivieron después de Augusto.
Además de esa clasificación por etapas de mayor y menor vigor o fuerza,
antiguos concibieron la existencia de una oposición entre autores antiguos y
modernos, aunque no se señalan criterios muy precisos para marcar esas barreras.
Como señala Curtius en su magistral obra (1955:355), hubo determinadas épocas que

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se consideraron a sí mismas modernas en oposición a ciertos modelos pretéritos; así,


Cicerón habla del grupo de los poetae novi que se enfrentan al estilo antiguo creado
por Enio; más tarde, en la época de los Antoninos, aparecieron los neoterici. Esta
oposición antiguo/moderno no implicó siempre un juicio de valor, pues, en cada época,
se prefirieron unos modelos determinados, que pudieron ser vetustos o, por el
contrario, coetáneos. Tampoco existieron criterios precisos para encajar a un autor
entre los antiguos o los modernos, y se habla, así, de generaciones o saecula, aunque
sin que podamos precisar con exactitud cuánto tiempo abarcaba cada una de estas
generaciones de poetas. Desde luego, en la apreciación de la modernidad o no de un
autor influyeron de manera fundamental las circunstancias políticas del momento. De
ese modo, el advenimiento de Augusto y su duradera pax, entrevista por algunos
poetas como la vuelta de una nueva Edad de Oro, significó en el ideario político y
ciudadano la inauguración de un nuevo tiempo; por ello, todos los que participaron de
esa “novedad” tuvieron conciencia de iniciar una nueva etapa y de ser, por tanto,
modernos. Ese afán por enterrar un pasado cuajado de guerras y de desgracias se
reflejó en la literatura del momento, gran parte de ella surgida en el seno de
determinados círculos literarios mantenidos por influyentes personajes públicos de
enorme relevancia política, como Mecenas, Asinio Polión o Mesala Corvino; así, los
nuevos autores, que contaban con el beneplácito del poder, entraron pronto en la
escuela o, si se quiere decir de otro modo, se incorporaron al canon, desplazando a
autores del pasado. Esa modernidad supuso la búsqueda de nuevos modelos, la
exploración de nuevos géneros y la transmisión de unas nuevas consignas, que
sentaron las bases de una nueva estética válida para unas circunstancias igualmente
novedosas. Pero no sólo influían esas circunstancias estéticas y sociales en la fijación
del canon, pues también entraban en juego otras consideración de índole más técnica:
el admitir a un autor en la lista podía depender de criterios gramaticales de corrección
lingüística, pues no hay que olvidar que el canon desempeñaba un importante papel
en la escuela, donde los autores elegidos debían servir como modelo de escritura. El
canon fijado por gramáticos y estudiosos se amplió y modificó a lo largo del tiempo,
aunque, por lo general, hubo una serie de autores que siempre estuvieron ahí tanto
por sus cualidades estéticas como propedéuticas.
Por lo general, se ha admitido que en el desarrollo de la Literatura Latina
Antigua existe un corte tajante que coincide con el gobierno de Augusto, que marca un
antes y un después en el devenir de la historia literaria. Así, los estudiosos de la
Literatura Latina Antigua han establecido la existencia de una Época o Edad Arcaica,
previa a ese momento, una Edad de Oro y una Edad de Plata, iniciada tras Augusto y
cuyo término se asociaba a ciertos acontecimientos políticos, como el final de la

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dinastía de los Severos en el 235, coincidente con el inicio de la profunda crisis del
siglo III. A partir de ese momento, se abre la Antigüedad Tardía, en la que se destacan
dos momentos: el primero, el siglo III, se caracteriza por su pobreza literaria acorde
con la profunda decadencia política propia de esa época. En el segundo, el siglo IV y
V, en que se observa un renovado esplendor gracias a un renacer del clasicismo, que
emerge en el siglo IV. Algunos estudiosos se paran justo aquí; otros prefieren dilatar el
campo de estudio de la literatura latina tardía hasta el momento en que cayó el imperio
de Occidente, en el 476; otros tantos van incluso más allá y prolongan su estudio
hasta llegar al propio siglo VI, justo a las puertas de la Edad Media (de hecho, en la
magnífica obra coordinada por Cavallo, Fedeli y Giardina [1989-1991], el último autor
referido es San Isidoro de Sevilla).
Este modelo de periodización, con divergencias en cuanto a la última época, ha
sido el más comúnmente admitido; como se ve, se basa en criterios literarios, de
acuerdo con el parecer manifestado por los propios autores latinos que nos hablan de
sus creaciones y de las de sus contemporáneos, y en criterios históricos, pues
diferentes emperadores y políticos han servido para trazar las delgadas líneas que
separan unas épocas de otras (algo perfectamente lógico si se tiene en cuenta la
estrecha relación del poder con los intelectuales y escritores del momento). Con todo,
desde una perspectiva actual y un tanto alejada de los prejuicios de la crítica
historicista, no suele aceptarse sin más la distinción tajante entre una Edad de Oro y
otra de Plata, que parece apuntar hacia un juicio de valor, que llevó a centrar el interés
durante décadas sobre esos autores de periodo augústeo considerados como los
verdaderos “clásicos”. En este sentido, el adjetivo “clásico” ha sido sinónimo de
belleza, proporción, elegancia y buen gusto. Frente a ellos, los escritores incluidos en
la Edad de Plata (sobre todo los que se enmarcan en el periodo que va desde Augusto
hasta la muerte de Trajano en el 117) venían caracterizados como manieristas o bien
barrocos, de acuerdo con una apreciación según la cual el “manierismo” es la
degeneración del clasicismo. Esta percepción un tanto negativa ha sido objeto de
revisión en los últimos tiempos, pues numerosos estudios han vuelto sobre nuestra
concepción actual del canon antiguo y han reivindicado la gran calidad literaria de
muchos de los escritores argénteos, que en épocas pretéritas (anteriores al siglo XVIII)
han sido tan clásicos como los otros (entendido aquí el adjetivo en su sentido
etimológico, que equivale a decir que son autores susceptibles de convertirse en
“modelos de escritura”).
Si nos situamos en la propia Roma, hay que recordar que en el siglo IV, los
autores del periodo trajano fueron muy admirados, como lo demuestra el hecho de que
muchos eruditos y escritores paganos dedicaron su tiempo e interés en rescatar,

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rememorar e incluso imitar sus obras, como Amiano Marcelino, admirador confeso de
Tácito, o Quinto Aurelio Símaco y su imitación consciente del epistolario de Plinio. Más
tarde, en la Edad Media, el Renacimiento y el propio Barroco, los clásicos de la
Literatura Latina incluían sin distinción alguna a Lucano, Séneca, Marcial y Estacio,
por citar sólo unos cuantos nombres que solían situarse hasta hace poco del lado de
los escritores argénteos. Desde luego, no hay que pecar de anacronismo, pues la
preocupación por el estudio crítico de la literatura latina es posterior a la Edad Media,
ya que echa sus primeras raíces en el Renacimiento gracias a los estudios
gramaticales; justo en esta época, Nebrija afirmaba que la literatura latina había
iniciado su decadencia tras Antonino Pío, lo que lleva a suponer que para este autor
no se apreciaban grandes diferencias entre los autores del periodo augústeo y los del
primer principado. Muchos humanistas buscaron incluso sus modelos entre los autores
cristianos del siglo IV (que aunaban un buen latín a la doctrina cristiana), aunque en
este caso sí que percibieron ciertas peculiaridades en su estilo que precisaban
explicación (de nuevo vale recordar a Nebrija, quien en su comentario a Prudencio
señala algunas particularidades estilísticas de su poesía).
Hay que tener en cuenta, por tanto, que la división tajante entre Edad de Oro y
Edad de Plata obedece a una percepción influida por una consideración del clasicismo
que hunde sus raíces en el propio siglo XVIII y, sobre todo, en el XIX. A este respecto,
cabe señalar que la separación entre periodos nunca es estricta, por lo que conviene
hablar de suaves transiciones con continuos caminos de ida y vuelta entre unos
periodos y otros. Visto así, la literatura surgida tras la primera década del siglo I d. C.
vendría caracterizada por un cierto manierismo formal, entendido como una derivación
a partir del excesivo protagonismo de la Retórica en la literatura; con ello, daríamos la
razón a Curtius (1955: 386), quien establece que esta tendencia ha sido una constante
en la historia literaria, donde a los periodos de clasicismo le han seguido siempre los
manierismos:
El clasicismo normal dice lo que tiene que decir en una forma natural, adecuada
a su tema; sin embargo, también "adorna" su discurso, lo provee de ornatus,
siguiendo una tradición retórica acreditada. Uno de los peligros del sistema es el
hecho de que, en las épocas manieristas, el ornatus se acumula sin orden ni
concierto; o sea que en la misma retórica yace oculto el germen del manierismo.

Sin embargo, ello no quiere decir que estos autores, llamados por la crítica
argénteos, sean de menor calidad o que no haya que conocerlos tan bien como a los
otros, pues ellos también fueron tenidos por verdaderos clásicos a lo largo de muchos
siglos. Del mismo modo, tampoco debemos desdeñar a los autores más tardíos, pues

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éstos siguieron las pautas de una tradición ya consolidada y, como hijos de su propia
época, consiguieron actualizarla, con lo que aportan también una sensibilidad distinta
y, en ocasiones, bastante cercana a la nuestra.
En función de la evolución literaria y social de Roma, que se explica por unas
determinadas circunstancias políticas y económicas, en nuestro estudio de la
Literatura Latina fijamos cuatro periodos fundamentales. De ese modo, los primeros
pasos de esta literatura, básicos para la conformación y el desarrollo de una lengua
literaria, se inscriben en la llamada Edad Arcaica (240-78 a. C.); a continuación, tras
esos primeros frutos, se inicia una época de gran esplendor, bautizada como Edad de
Oro (78 a. C.-14 d. C.). Esta denominación se ha mantenido por ser de uso común
tanto entre los estudiosos de la Literatura Latina como entre los estudiosos de otras
literaturas, en las que también se reconocen momentos de máximo esplendor o
dorados. En este periodo áureo, especialmente productivo y de enorme importancia
artística, hay que distinguir dos momentos diferentes: El periodo final de la
República (78 a. C.-43 a. C.) y El periodo de Augusto (43 a. C.-14 d. C.). Después,
una vez arrumbada la República e instalado un nuevo régimen político (el Principado),
se inicia otro periodo literario: la Edad Imperial (14-235 d. C.), en la que habremos de
distinguir, a su vez, una doble división: la Primera Edad Imperial (14-117d. C.), que
se extiende desde la muerte de Augusto hasta la de Trajano (117 d. C.), y la Edad
Media Imperial (117-235 d. C.), marcada por la caída de los Severos en el 235 d. C. y
el inicio del convulso siglo III, lleno de revueltas y muy pobre desde el punto de vista
literario. Nuestro viaje acaba al llegar al último período, el más dilatado, la Antigüedad
Tardía (235-476 d. C.), también llamada por algunos autores la Crisis del Imperio,
donde destaca el llamado renacimiento siglo IV, favorecido por unas mejores
circunstancias políticas tras las reformas de Diocleciano.

1. La Edad Arcaica (240 a. C.- 78 a. C.).


La Edad Arcaica es la que marca el inicio de la Literatura Latina que, como es
sabido, nace en el 240 a. C., año de la representación de una obra teatral escrita por
Livio Andronico, que ostenta el honor de ser el primer escritor literario latino. Junto a
este hecho literario, la Edad Arcaica se define también por el apogeo del régimen
republicano. Éste alcanza su cénit en los trágicos momentos de la Segunda Guerra
Púnica (218-202 a. C.), da los primeros síntomas de decandencia con las revueltas de
los hermanos Graco, Tiberio (164-133 a. C.) y Gayo (muerto en 121 a. C.), y avanza
hacia su desaparición con el advenimiento de la dictadura de Sila (82-79 a. C.), cuya
desaparición de la escena política sirve para marcar el final de este periodo literario.
En esta Edad Arcaica se realizó una ingente tarea de adaptación de la literatura griega
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y creación de los propios modelos literarios latinos. Es el momento del nacimiento,


desarrollo y máximo esplendor del teatro latino, surgido a partir de la adaptación de
tragedias y comedias griegas. El teatro latino presenta diferentes subgéneros: tragedia
-fabula cothurnata y praetexta- y comedia -palliata y togata-. La comedia de asunto
griego, inspirada en piezas procedentes de la Comedia Nueva griega, la conocida
como fabula palliata, fue el género más celebrado por el público. Sus autores más
conspicuos fueron Plauto (ca. 250-184 a. C.) y Terencio (ca. 193-159 a. C.), cuyas
obras son las únicas que hoy podemos leer, pues las comedias y tragedias de otros
autores se perdieron para siempre, de modo que sólo conocemos de ellas datos y
versos sueltos rescatados por gramáticos y eruditos. Tras este periodo de
florecimiento, la producción teatral latina dio muestras de decadencia (no así los
espectáculos teatrales de distinta índole, como los mimos, que gozaron del interés del
público).
De igual modo, en estos pocos siglos, la épica latina alcanzó una
extraordinaria madurez al lograr adaptar con éxito los diferentes subgéneros propios
de la épica griega. Este periplo se inicia con la adaptación de la Odisea de Homero por
parte de Livio Andronico (ca. 284-204 a. C.), un antiguo esclavo griego manumitido
por su dueño, célebre profesor de gramática y dramaturgo. Éste eligió para su peculiar
Odyssia un antiguo verso de raigambre itálica: el saturnio. También se sirvió de ese
metro saturnio Gneo Nevio (ca. 270-190 a. C.) para su poema épico sobre la Primera
Guerra Púnica: el Bellum Poenicum, con el que se inaugura el subgénero de la épica
histórica, de larga trayectoria en la literatura latina. Este periplo culmina con Quinto
Enio (239-169 a. C.) y sus Annales, quien consiguió fraguar una verdadera lengua
épica y adaptar al latín con éxito el difícil hexámetro griego. Con él, poeta de gran
ingenio y arte admirable, se inicia una nueva etapa, en la que el saturnio quedó
relegado para siempre.
Al lado de estos géneros literarios de inspiración griega, en Roma surgió un
género nuevo que los romanos consideraron siempre una creación propia: la sátira
(satura tota nostra est, como diría más tarde Quintiliano). Se trataba de un tipo de
poesía de intención moral que, para alcanzar su fin, se sirve de la ridiculización de las
costumbres o los personajes; de ese modo, en la sátira, de acuerdo con la etimología
del término satura, ‘mezcla’, se combinan, desde sus orígenes, la moral, la crítica y el
humor. El verdadero creador de este género, tras unos primeros pasos dados por
Enio, fue Lucilio (ca. 180-102 a. C.), quien consiguió aunar la idea de mezcla (como lo
había hecho Enio) con la finalidad moral y una profunda crítica que ejerce a través de
la ironía y un agudo sentido del humor; a estas características hay que añadir que

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Lucilio se decantó por el uso del hexámetro como metro característico de este tipo de
composiciones, aportación que será respetada por todos sus seguidores.
En estos primeros momentos, el desarrollo de la prosa fue más lento que el
del verso. Al tiempo que se escribían los primeros poemas épicos, algunos senadores
compusieron las primeras crónicas de Roma para las que se sirvieron de la lengua
griega. Con estas obras, los romanos pretendían defenderse del ataque de algunos
historiadores griegos que, en la Primera Guerra Púnica, se habían inclinado por el
bando cartaginés. De ese modo, la historiografía latina nació durante la Segunda
Guerra Púnica de manos de Fabio Píctor y Cincio Alimento, quienes escribieron sus
historias de acuerdo con los principios de la historiografía helenística vigentes en
aquel momento. Sin embargo, éstos no rechazaron por completo la tradición latina de
los Annales Maximi, un tipo de notación sin pretensiones literarias que los pontífices
hacían de los hechos más reseñables acontecidos a lo largo del año. Así, estos
autores decidieron componer unos relatos, annales, que daban cuenta de la historia
de Roma desde sus orígenes hasta sus propios días. Tras abandonar el griego como
lengua, Catón (234-149 a. C.) fue el primer escritor en utilizar el latín para escribir en
siete libros su peculiar historia de Roma, titulada Origines. Tras él, el género de los
anales, escrito ya en latín, continuó con pujanza. Junto a los anales, al final del
periodo, surgieron nuevos subgéneros historiográficos, como las monografías e
incluso la autobiografía.
También la oratoria experimentó, gracias al aprendizaje de la técnica retórica
griega, enseñada de la mano de profesores griegos emigrados a Roma, una rápida
evolución. Pero no sólo la técnica contribuyó al desarrollo de la retórica, pues las
propias circunstancias políticas de la urbe influyeron en el desarrollo de esta disciplina;
así, a partir de la segunda mitad del siglo II a. C., justo en la época de los primeros
intentos de llevar a cabo distintas reformas agrarias de mano de los ya mencionados
Graco, los políticos romanos tuvieron que hacer uso de unos discursos más efectistas
para poder dirigir a las masas. De acuerdo con Cicerón en su Brutus (un diálogo en el
que aborda una historia de la elocuencia en Roma), los políticos del periodo se
preocuparon, además, de publicar sus discursos. Los oradores afectos al llamado
“Círculo de los Escipiones” fueron los primeros en adoptar el llamado estilo aticista,
caracterizado por la búsqueda de la limpieza, brevedad, claridad y la sencillez, que
ellos creían encontrar en los oradores áticos del siglo V a. C. como Jenofonte o Lisias.
Además de este estilo aticista, hubo en Roma otras tendencias o escuelas retóricas,
como la asianista o asiática, en la que se destaca el gusto por lo excesivo, lo patético
y la abundancia de ornato. Por último, a medio camino entre unos y otros se situaba la
escuela rodia, la única que representaba la realidad de la oratoria en el único lugar,

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Rodas, en que aún existía una república libre donde la eficacia del discurso tenía
repercusiones políticas.
El final de este periodo se marca, como se señaló, con un acontecimiento
político, la dictadura de Sila (muerto en el 78 a. C.), que dejó el poder en el año 79 a.
C. Los romanos consideraron este periodo político como una verdadera edad de oro,
pues fue aquí cuando se forjó y dio sus mejores frutos el régimen republicano, al que
dedicó elogios el historiador griego Polibio, que auguró desde sus páginas un éxito
rotundo a Roma por su habilidad para combinar los tres sistemas de gobierno
existentes: monarquía, representada por los cónsules, oligarquía, representada por el
senado, y democracia, representada por las asambleas ciudadanas. El triunfo de este
régimen político vino también caracterizado por una rápida evolución de la sociedad,
que poco a poco se imbuyó de las ideas y las creencias propias del mundo griego. En
este contexto arraigó con fuerza la preocupación por el individuo y sus tribulaciones,
que llevaron a un cambio drástico en la opinión de los romanos sobre la importancia
de la educación. Junto a la familia, cada vez van a cobrar más importancia los
profesores y educadores profesionales, muchos de ellos venidos de Grecia. El aflujo
de riquezas tras las Guerras Púnicas y los éxitos militares provocaron cambios en las
condiciones de vida y, por ende, en el sentir de la sociedad, cada vez más sensible a
las manifestaciones personales del espíritu. Esta evolución se hace palpable en
algunas familias poderosas, entre las que se destaca la saga de los Escipiones, en
cuya casa tuvieron acogida los más grandes escritores latinos del momento, como
Terencio o Enio (enterrado junto a Escipión), y griegos, como el historiador Polibio o el
filósofo estoico Panecio. Es en esta sociedad romana del siglo II donde aparece por
primera vez el sentimiento de la humanitas, formulado magistralmente por Terencio
cuando en una de sus comedias señala (Heaut. 77): homo sum, humani nihil a me
alienum puto (“soy un hombre y considero que nada de lo humano me es ajeno”). A
partir de ese momento, el terreno se encuentra abonado para la gran cosecha literaria
y cultural de las generaciones siguientes.
En este corto periodo de tiempo que ocupa la Edad Arcaica, la Literatura Latina
bebió de los modelos griegos y supo crear unos modelos propios y originales. Estamos
así ante un momento en el que no sólo asistimos al nacimiento de la Literatura Latina
y, más en concreto, de los géneros literarios fundamentales (el teatro, la épica, la
sátira, la oratoria, la historiografía e incluso la prosa científica, de nuevo con Catón a la
cabeza y su enciclopedia, y los escritos eruditos, con la figura de Elio Estilón); esos
primeros pasos fueron desde el principio muy sólidos y, gracias a la enorme
creatividad y elevada formación de muchos autores, se lograron piezas artísticas de
gran calidad, lo que conforma una nueva Literatura Latina, un referente inexcusable

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para las generaciones venideras, que siempre hubieron de mirar esas viejas obras
para adoptarlas como modelo o para, por el contrario, reaccionar contra ellas.

2. La Edad de Oro de la Literatura Latina (78 a. C. - 14 d. C.).

La Edad de Oro de la Literatura Latina abarca desde el final de la dictadura


silana hasta la muerte de Augusto (14 d. C.). Una vez más son las figuras políticas las
que nos permiten señalar los límites del periodo literario; a estos criterios habría que
añadir otros puramente literarios, que supusieron un paso más y que dieron excelentes
frutos hasta el punto de conformar una literatura que se convirtió en referente
inexcusable durante toda la vida del Imperio. Dentro de esta edad dorada es
conveniente hacer una distinción entre los últimos años del periodo republicano (cuyo
límite podría ser la fecha de la muerte de Cicerón, en el 43 a. C.) y los años marcados
por el gobierno de Augusto, creador de un nuevo régimen político bautizado como
Principado. Tras las cruentas guerras civiles que tiñeron de sangre el siglo I a. C., el
régimen republicano dio sus últimos pasos: cada vez fueron más frecuentes las
disensiones entre las facciones de los optimates y los populares, que fueron
aprovechadas por algunos políticos para intentar hacerse con el poder absoluto. Las
viejas consignas de la concordia ordinum, defendida a ultranza por Cicerón como el
mejor medio para salvar al estado, habían decaído. El poder es ahora disputado entre
algunos famosos generales y políticos que aspiraban a inaugurar una nueva época.

2. 1. Los años finales de la República (78 a. C.- 43 a. C.).


En este periodo se produjo un extraordinario florecimiento de la prosa, que
llegó a su perfección clásica de la mano de César (100-44 a. C.), Cicerón (106-43 a.
C.) o Salustio (86-35 a. C.). Todos ellos estuvieron implicados de manera muy directa
en la realidad política y muchas de sus obras fueron concebidas como una
prolongación de esa ardua tarea. Pero, su actividad literaria no sólo se explica a través
de ese principio de utilidad, pues un factor coadyuvante fue la revalorización en la
sociedad romana de la cultura como elemento esencial en la conformación del
individuo. Este creciente aprecio por la cultura (en el sentido de interés por las letras y
por todos los demás frutos del espíritu humano, como la escultura, pintura o
arquitectura) se convirtió en una característica del ciudadano romano de finales del
siglo I a. C.; así, la sociedad romana comenzó a sentir que las letras eran el mejor
modo de estar ocupado en el tiempo de descanso (como más tarde diría Séneca, Ep.
82, 3, otium sine litteris mors est et hominis vivi sepultura). Ello explica que un hombre
de acción política y militar como César se interesase también por cuestiones

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lingüísticas, como expone en su De analogia, una obra hoy perdida, en la que


abogaba por ese principio regulador de la lengua que, para alcanzar su máximo
esplendor, debía huir de las palabras poco usuales y extrañas.
Del mismo modo, Cicerón se ocupó de editar con sumo cuidado y atención sus
propios discursos gracias a la ayuda de su amigo Ático, que se convirtió así en uno de
los primeros editores latinos en un momento en que comenzaba a despuntar el
comercio librario. Cicerón escribía para satisfacer una necesidad de su espíritu y vio
en esa actividad una tabla de salvación en momentos de alejamiento obligado de la
política; con ello, conseguía además cumplir con el ideal ciudadano de entrega a los
demás, pues sus obras no sólo eran una medicina para él sino que también valían
para formar a sus compatriotas.
En este periodo, tan marcado por las revueltas y la agitación política, no es de
extrañar que el cultivo de la Retórica alcanzase una enorme importancia. El
conocimiento de las técnicas del discurso elocuente se había convertido en un arma
indispensable en manos de una cierta elite que aspiraba a ejercer el poder. Ese
apogeo de la Retórica llegó a su punto culminante con Cicerón, quien no sólo destacó
como orador sino también como teórico de la materia. Éste, durante su juventud, había
frecuentado a los más célebres juristas y, en compañía de importantes filósofos, había
desarrollado un gran interés por la Filosofía, que dejó una profunda huella en su
espíritu. A Cicerón le debemos importantes discursos, que se erigieron en modelos
absolutos del género, tratados de Retórica y escritos filosóficos, diálogos y cartas
en las que exponía su muy peculiar visión de la Filosofía griega, adaptada por él a las
necesidades y el sentir romanos. Esta inmensa producción se completa además con
sus epístolas, un conjunto de 35 libros de cartas dirigidos a su hermano Quinto, a
Ático, a Bruto y a muchos otros familiares y amigos; con ellas, Cicerón se convirtió, sin
saberlo, en el verdadero creador de un nuevo género literario de enorme repercusión
en las generaciones siguientes.
El otro gran género en prosa, la historiografía, también vivió momentos
dorados. De nuevo, este auge se explica por las determinadas circunstancias políticas
del momento, pues las historias eran también valiosas armas de propaganda de las
ideas políticas. Entre los hombres de estado que quisieron contribuir al
enriquecimiento de la lengua literaria y al desarrollo de la historiografía, destacó Julio
César, quien forjó de manera definitiva para la posteridad el género del comentario.
En un principio, el comentario no era sino unas notas ocasionales recogidas para
luego servir como base para la elaboración de un verdadero relato histórico, que, de
acuerdo con la tradición, se definía como un género de gran elaboración literaria. Sin
embargo, César utilizó esta forma para redactar verdaderas monografías sobre dos

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empresas suyas; así, en los siete libros de sus Commentarii de bello Gallico, narraba
en tercera persona su conquista en siete años de la Galia (58-52 a. C.); en sus tres
libros de los Commentarii de bello civili narraba, también en tercera persona, su
peculiar visión de los inicios de la contienda que lo enfrentó con Pompeyo. Junto a los
comentarios, el género de la monografía histórica también alcanzó un notable
desarrollo gracias a la labor de Salustio, hombre de acción y político, apartado de la
vida pública tras numerosos escándalos. Desde ese retiro, Salustio se dedicó de
manera profesional a la historia en la idea de que podía hacer un gran servicio a la
patria, un pensamiento novedoso con un eco notable a partir de entonces. De sus
obras historiográficas conservamos completas dos monografías: el Bellum Catilinae,
donde narra la famosa conjura de Catilina contra el estado, y el Bellum Iugurthinum,
donde se narra la guerra de Roma contra el caudillo Yugurta.
Al igual que la prosa alcanzó en este periodo cotas muy elevadas de gloria y
madurez, también la poesía experimentó grandes cambios de la mano de un grupo de
jóvenes poetas, los llamados poetae novi, entre cuyos cultivadores destacó Catulo
(84-54 a. C.) (único autor del grupo cuya obra conservamos). Se trataba, por lo
general, de jóvenes de buena familia que, a pesar de estar destinados a la carrera
política, se sintieron llamados al cultivo de una nueva poesía como respuesta personal
a unas circunstancias políticas poco edificantes y atrayentes; para ellos, el rechazo a
la poesía tradicional romana (con su preferencia por los temas y modos épicos) fue su
forma de reivindicar su rompedora visión del ejercicio poético, convertido en un
instrumento para verter sentimientos más íntimos y personales, como el amor, la
amistad, la camaradería, la crítica política, la burla, el juego, etc.; con los ojos puestos
en este fin, buscaron sus modelos entre los poetas alejandrinos con Calímaco y
Euforión a la cabeza. Abogaron así por una poesía breve, concisa, con una técnica
depurada, contraria a la grandilocuencia de poetas épicos y trágicos, en la que cabían
los temas de la vida cotidiana. Junto a estos géneros menores (expresados en metros
líricos y dísticos elegíacos), estos poetas cultivaron también un nuevo tipo de poesía
épica, el epilio, un pequeño poema épico (como su nombre indica) escrito en
hexámetros, en el que se narraba algún episodio mitológico, generalmente con un
trasunto amoroso, evocado con inteligencia y sutil ingenio.
En esta línea de indagación dentro del marco de la poesía épica, hemos de
situar también el poema didáctico de Lucrecio (98- ca. 55a. C.), el De rerum natura,
todo un ejercicio de estilo (recordemos que los poetas alejandrinos, y sobre todo
Calímaco, admiraron el modelo de los poemas hesiódicos), que encandiló a Cicerón y
a su hermano Quinto, encargados, según la tradición, de revisar la obra que quedó
incompleta al morir de forma prematura Lucrecio. La composición de un poema de

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carácter científico se convirtió en un arriesgado reto para aquellos que querían


consagrarse como poetas (a este respecto, no está de más recordar la acerada critica
de Aristóteles contra este tipo de obras que, según él, no podían considerarse
verdadera poesía). De la revalorización de la poesía didáctica -un género poco
cultivado en Roma hasta ese momento, a excepción de algún poema de Enio- da
cuenta el propio Cicerón, quien en su juventud tradujo el poema de Arato (otro escritor
alejandrino) sobre el movimiento de los astros. En esta época, los ejercicios poéticos
de los poetae novi y la arriesgada apuesta de Lucrecio se sentaron las bases sobre las
que se alzaron los poetas de la generación siguiente, todos ellos formados dentro de
este gusto “novísimo”, como se aprecia, por ejemplo, en el Catalepton X de la
Appendix Vergiliana -sea quien sea su autor-, que se construye como una parodia
clara del carmen 4 de Catulo.

2. 2. El periodo de Augusto (43 a. C. - 14 d. C.).


La segunda fase de esta edad dorada estuvo también necesariamente
marcada por las nuevas circunstancias políticas, pues Roma abandonó de manera
definitiva el régimen político republicano con el que había forjado sus señas de
identidad. El individualismo se había instalado de lleno y los poetas obtuvieron, por fin,
un lugar de honor en la nueva sociedad, cansada de las luchas y vendetas políticas.
La fama y la gloria, motores siempre del espíritu romano, podían alcanzarse también a
través de las letras; más aún, sólo las letras, según había demostrado Cicerón en su
defensa del poeta Arquías (Pro Archia), otorgaban esa inmortalidad futura. Los
romanos ricos e influyentes vieron en los escritores un medio para difundir su poder e
influencia; de ese modo, los círculos literarios, dirigidos o alentados por estos hombres
poderosos y sensibles, se convirtieron en una realidad operativa en la sociedad del
momento. Mecenas, Mesala Corvino o Asinio Polión fueron los promotores de muchos
poetas e intelectuales, que encontraron a su lado la tranquilidad necesaria para vivir
su dedicación plena a la literatura.
Se inicia aquí una etapa sumamente fructífera, en la que la literatura fue
cultivada por verdaderos profesionales de las letras, que pudieron llevar su existencia
dedicados al estudio y a la producción artística, sin una implicación obligada en la vida
política (aunque muchos de ellos sí mostraron sus preferencias y sus inclinaciones
hacia determinados personajes públicos). En este contexto, marcado por el optimismo
de una renovación encarnada por Augusto, produjeron sus obras los más grandes
poetas latinos, pues ésta es sin duda la edad de oro de la poesía latina: Virgilio (70-
19 a. C.), Tibulo (ca. 55-19 a. C.), Propercio (ca. 50-post 16 a. C.), Horacio (65-8 a.
C.) y Ovidio (43 a. C.-17 d. C.), que constituyen la verdadera generación de oro.

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Hijos de una nueva época, deseosos de participar en ella, formados en el


espíritu y el gusto de los poetae novi, buscaron de una manera consciente su posición
dentro de la tradición literaria, con una hábil combinación de lo griego (sobre todo de la
Literatura Clásica Griega) y lo latino. Asistimos aquí a la creación de la verdadera
Literatura Clásica Latina, considerada por los propios contemporáneos y por las
generaciones venideras el modelo por antonomasia: la Literatura Latina, sobre todo la
poesía, alcanzó su plena madurez. La labor de estos poetas no se limitó sólo a la
imitación o adaptación: gracias al bagaje previo de su propia literatura en lengua
latina, los autores del periodo fueron capaces de emular e incluso se atrevieron a
medir fuerzas en pie de igualdad con esos venerables modelos. De este modo, se
sintieron con fuerzas, conscientes como eran de su arte y de su talento particular, no
sólo de adaptar a los mejores modelos sino también de llevarlos a su perfección
formal.
El bienestar económico emanado de la Pax Augusta, la necesidad de
renovación tras las cruentas luchas civiles y los grandes éxitos en política exterior, que
garantizaron el dominio absoluto de Roma en todo el mundo, fueron las claves sobre
las que se asentó una nueva sociedad ansiosa de disfrutar de la vida y que se había
creado unas nuevas necesidades espirituales. En este momento se fundaron las
primeras bibliotecas públicas (tras el intento frustrado de César) y se percibe con
fuerza el desarrollo del comercio librario. De ese modo, el gran desarrollo literario se
cimentó también en una demanda pública: degustar poesía y atreverse a componer
versos fueron actividades normales en la vida de los miembros de las familiar más
acomodadas
En este contexto, Virgilio se estrena como gran poeta con sus 10 Bucólicas con
las que inaugura el género bucólico o pastoril de origen alejandrino, redefinido y
concretado gracias a su gran talento. Su madurez poética cristaliza en las Geórgicas,
un poema didáctico, en el que se presenta como un nuevo Hesíodo y demuestra su
profundo conocimiento de Lucrecio. De todos modos y para la posteridad, Virgilio
alcanzó la cumbre con la Eneida, un poema épico a la vieja usanza, llamado a
desterrar a Enio y construido a partir de una mirada continua en el espejo del gran
Homero. En sus 12 libros (los seis primeros construidos como una pequeña Odisea y
los 6 últimos, ideados como una respuesta a la Ilíada), Virgilio nos narra las aventuras
del héroe homérico Eneas, antecesor de la familia Julia a la que pertenecía Augusto,
desde su precipitada salida de Troya hasta su llegada al Lacio. En su construcción del
héroe, Virgilio crea un nuevo prototipo, pues Eneas es un héroe “moderno”, que antes
de pensar en sí mismo y en su honor, obedece al destino (fatum) y es piadoso (pius),
característica que casan bien con su misión providencial de caudillo. Pero no sólo

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Homero está en la base del magnum opus virgiliano. Virgilio, gran conocedor y
estudioso de la literatura previa, muestra influencias de los grandes poetas trágicos y
de los poetas alejandrinos como Apolonio de Rodas. En cuanto a los poetas latinos,
no se puede obviar la influencia de Enio y de Nevio (quien ya había urdido la leyenda
de los amores de Dido y Eneas como un motivo para explicar las causas remotas de la
enemistad entre romanos y cartagineses), de Catulo y de Lucrecio. En otras palabras,
el alejandrinismo y el clasicismo griego se dan la mano en Virgilio con la poesía latina
más reciente, admirada por su generación, y con la tradición latina más añeja y de
sabor más rancio.
Junto a Virgilio, Horacio fue el primer poeta en adaptar con éxito la gran poesía
lírica griega (los clásicos del siglo VI y V a. C.), según queda reflejado en sus Odas.
Este mismo poeta se atrevió en su juventud con otro género tradicional griego: la
poesía yámbica, poesía de burla y escarnio, cuyo máximo cultivador había sido
Arquíloco. Con sus Epodos, Horacio se convirtió en el Arquíloco romano; en esta
colección de poemas, Horacio asumió, por un lado, los presupuestos de los neotéricos
sobre la necesidad de la poesía breve, con la inclusión de temas personales y con un
exquisito cuidado formal; por otro lado, su deseo de innovación le hizo explotar con
éxito la ironía y un alejamiento consciente respecto de los sentimientos de amor y
odio. Por último, Horacio también quiso, como su amigo Virgilio, reelaborar un viejo
género de la literatura latina: la sátira. Para ello, adoptó el modelo de la sátira de
Lucilio y le dio su forma definitiva (tanto métrica -el hexámetro- como temática).
Del mismo modo, Cornelio Galo (ca. 62-26 a. C.) y sus seguidores, Tibulo y
Propercio, conformaron un nuevo género, la elegía, dilatada y agotada en sus modos
y temas por el genio de Ovidio, capaz de mezclar todo con suma maestría. Con la
elegía, estamos ante un nuevo género poético escrito en dísticos elegíacos (hábil
combinación de hexámetro y pentámetro dactílico), nacido en un principio para cantar
el amor infeliz del poeta a su amada-señora, cruel y despótica (domina), que disfruta
con el sufrimiento de su rendido amante. La elegía se construye, por tanto, como el
lamento del poeta, quien recurre a la primera persona para expresar esos sentimientos
luctuosos. El género elegíaco como tal es una creación romana, aunque, igual que en
otros casos, tiene unos precedentes griegos, pues ya los poetas alejandrinos se
habían servido de la elegía para la narración de amores mitológicos, sin ser éste el
único tema posible. Sin embargo, la novedad estriba en la combinación de la elegía
mitológica y del epigrama amoroso griego (género éste también cultivado por los
poetas alejandrinos, amantes de las formas breves y sumamente cuidadas). Los
poetas latinos utilizaron el dístico elegíaco (desde Catulo en adelante) para narrarnos
sus propias desventuras amorosas, sazonadas con ejemplos sacados del mito, que

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otorgaban a ese sentimiento individual un valor universal. Al igual que había ocurrido
en la elegía griega, también la romana pudo dar cabida a otros temas: más allá del
sufrimiento amoroso, se escribieron elegías para expresar el sentimiento de dolor por
el alejamiento de la patria, como las elegías de exilio (subgénero inaugurado por
Ovidio con sus Tristia); otras sirvieron para abordar temas patrióticos (dentro de un
subtipo creado por Propercio, que convirtió a Roma, tras el agostamiento de su amor
por Cintia, en su objeto de amor y admiración, en su intento de erigirse como un nuevo
Calímaco romano) o para llorar a un ser querido. Más aún, incluso nació un nuevo tipo
de poema, algo más largo que la elegía pero más breve que los poemas didácticos
escritos en hexámetros, que se utilizó para dar consejos o transmitir enseñanzas
relacionadas con el amor. Se trata del poema elegíaco, género nacido del genio de
Ovidio.
Precisamente, Ovidio, el último gran poeta del siglo de Augusto, no se
conformó con el cultivo del género elegíaco, llevado por él hasta unos extremos
inimaginables, sino que su espíritu se atrevió con el género más difícil y de mayor
consideración social: la épica. Dentro de este género, estaba claro que era muy difícil
rivalizar con Virgilio, el verdadero y nuevo Homero romano, por lo que Ovidio se sintió
capaz de aclimatar y perfeccionar un nuevo subgénero: el de los catálogos a la
manera de la Teogonía de Hesíodo. Con las Metamorfosis, donde en 15 libros se
narran desde el comienzo del mundo hasta la apoteosis de César las
transformaciones más famosas de la Mitología, Ovidio volvía a situarse en una doble
tradición: la helenística, con su gusto por la poesía didáctica, los catálogos y el epilio, y
la propia romana, con el modelo de Virgilio a la cabeza, al que procuró sortear. Se
puede concluir que, con Ovidio, la poesía avanza hacia el barroquismo que caracterizó
a la generación siguiente.
De todas estas mezclas, opciones y opiniones sobre el ejercicio poético nos
hablan los propios poetas en sus obras; de ese modo, en la poesía del siglo I,
encontramos mucha metapoesía en forma de poemas programáticos (algo ya presente
en el propio Catulo una generación antes con su carmen 1) y de recusationes o
poemas de rechazo, en los que los poetas fijan sus posiciones frente a otros géneros
literarios considerados más antiguos y, por ende, más nobles (de nuevo una
costumbre alejandrina actualizada por una época en que se reivindica la importancia
del ejercicio poético).
Frente a esta explosión de creatividad, el avance de la prosa fue mucho menos
sorprendente. Como no podía ser de otro modo, el modelo ciceroniano siguió vigente
en la oratoria y compartió espacio con los aticistas; de todas formas, la evolución de
los géneros, íntimamente conectada con las circunstancias políticas, se encaminó

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hacia un lento abandono del género deliberativo; la propia oratoria judicial quedó
encerrada en el simple ámbito de los tribunales. Sólo el género epidíctico supo
hacerse un hueco gracias sobre todo al panegírico. Sin embargo, poco a poco y con
paso firme, la retórica entendida ahora como técnica literaria se apoderó de otros
géneros de la prosa (y también del verso), pues todos los romanos de cierta posición
pasaron por las aulas de los rétores como última etapa en su formación. Cicerón había
definido en sus tratados al orador como el tipo de hombre más acabado, por ser el
único capaz de alcanzar un conocimiento global, ya que entre sus tareas estaba la de
hacerse con un amplio conocimiento filosófico. Hubo así una clara identificación de la
retórica con la enseñanza superior, que cristalizó en ejercicios escolares pensados
para la exhibición pública (un romano bien educado debía hablar bien en público y ser
capaz de elaborar discursos convincentes). Este encasillamiento de la retórica en la
escuela propició el auge de dos tipos de discurso (conocidos antes de ésta época,
aunque cultivados de manera más marginal): las suasoriae, llamadas a desbancar al
viejo género deliberativo, y las controversiae, convertidas en el sustituto de los
discursos judiciales. El galardón lo obtenía el que había trabado el discurso más
brillante y original, capaz de sorprender a los oyentes; en otras palabras, la
preocupación por la forma fue por delante del interés por el fondo, dado que los temas
eran por lo general ficticios y estaban pocos conectados con los intereses reales del
público.
Con este bagaje, la historiografía experimentó un gran desarrollo, del que es
una buena muestra la gran obra de Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.). Este autor, como hijo
de su tiempo, no quiso desprenderse de dos fuentes de inspiración antagónicas en
apariencia: la historiografía tradicional romana, con el género analístico de narración
de los hechos año a año desde los orígenes hasta los tiempos más cercanos, y la
nueva historiografía nacida en los tiempos finales de la República con su preocupación
por el estilo y el tratamiento artístico de la materia, que imponía una forma mucho más
cuidada y alejada de la aridez propia de los anales. En Livio se aunaban a la
perfección estas dos tendencias y su Ab urbe condita, con sus 142 libros, se convirtió
en el mejor monumento de la historiografía romana; en ellos, se narra la historia de
Roma desde sus orígenes hasta el año 9 a. C. Su historia se construye como un
verdadero canto épico en prosa, en el que la heroína es la propia Roma y, en
particular, alguno de sus egregios ciudadanos. A su lado hubo otros importantes
historiadores, como Asinio Polión o Pompeyo Trogo, cuyas obras han llegado a
nosotros de manera muy fragmentaria. En el periodo floreció también una rica
literatura científica sobre técnica, retórica y jurídica, como la obra de Vitrubio (ca.
50-26 a. C.) De architectura, en la que la preocupación técnica iba acompañada de

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una cuidada elaboración retórica, con la que se pretendía captar la atención de los
lectores. En el campo del derecho sobresalieron autores como Marco Antistio Labeo y
Gayo Ateyo Capitón, admirado y respetado por Augusto y Tiberio.

3. La Literatura Latina en la Edad Imperial (14 - 235).


El periodo literario que se inicia tras la muerte de Augusto, por ser
excesivamente dilatado, admite también una subdivisión. De ese modo, podría
hablarse de un primer momento, la Primera Edad Imperial, que englobaría los
gobiernos de la dinastía julio-claudia, los flavios y alcanzaría hasta el final del reinado
de Trajano, en el 117 de nuestra era. El segundo momento, que algunos autores
bautizan como Edad Media Imperial, iría desde ese 117 hasta el advenimiento de la
anarquía militar en el 235, tiempo en que se inició una aguda crisis que se alargó todo
el siglo III.

3. 1. La Primera Edad Imperial (14 - 117).


En este largo periodo asistimos a la culminación de los procesos que habían
arrancado en la época augústea. El dominio absoluto del Príncipe se hizo cada vez
más evidente, lo que garantizó un equilibrio social y cierta prosperidad económica. La
pugna existente entre los miembros de la clase senatorial y los caballeros duró hasta
el gobierno de Domiciano, que convirtió el dominio imperial en absoluto al privar a la
clase senatorial de su relevancia política. Muchos de los integrantes de esta clase
senatorial, imbuidos de estoicismo, se convirtieron en el reducto de una cierta
oposición al desmedido poder del príncipe y soñaron con la restauración del régimen
republicano, que se intuyó como un verdadero mito nacional; por ese motivo, a partir
de Nerva, esos senadores apoyaron con entusiasmo la inauguración del principado
adoptivo, recibido como una nueva edad de oro, ante la idea de que el poder recaería,
en teoría, en manos del más capacitado.
La relativa paz en las fronteras, el auge del comercio y la extensión del derecho
de ciudadanía convirtieron a Roma en una gran ciudad cosmopolita, donde la
afluencia de extranjeros dejó sentir su peso en todas las manifestaciones de la vida
cultural, las costumbres y la religión. Así, la lengua literaria acusó el influjo de los
diferentes idiomas locales, se impregnó de helenismos y neologismos, para dar salida
a una profunda renovación literaria. En este periodo se consolidó también la
enseñanza escolar (un instrumento básico para la difusión de los valores morales a
través de la literatura) gracias, entre otros, a la apuesta de emperadores como
Vespasiano o Domiciano, que instituyeron cátedras oficiales de retórica, como la que
tuvo el hispano Quintiliano. Este periodo de paz culminó con el acceso al poder de

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Trajano, saludado como un nuevo Augusto: la edad de oro augústea volvió así a revivir
en las conciencias de todos y sus modelos adquirieron renovada vigencia. No hay,
pues, una fractura entre el periodo augústeo y la llamada hasta hace poco edad de
plata, sino una evolución lógica marcada en lo estilístico por una acentuación de las
tendencias ya mostradas por los escritores de aquella generación; por lo demás, las
circunstancias no eran muy distintas y el grueso de la sociedad siguió viviendo un
período de florecimiento cultural, económico, social y político por más que la
historiografía de corte republicano nos haya ofrecido una imagen muy negativa de
algunos de los principes.
La retórica se enseñoreó de la prosa y el verso, con lo que se fue más allá de
los modelos clásicos (definidos por su armónico equilibrio y su rechazo a la
desmesura); se advierte así en la literatura del momento una tendencia manierista,
una derivación barroca, que se convirtió en la clave de la poética vigente. Una vez que
los autores augústeos habían sido aceptados y sancionados como modelos indiscutibles,
los escritores de las generaciones siguientes tuvieron más difícil encontrar su sitio dentro
de la tradición, pues, además de los clásicos griegos, debían tener presentes a sus
propios clásicos latinos; en este sentido, no hay que olvidar que estos nuevos clásicos
latinos se habían instalado en la escuela y habían ido sustituyendo poco a poco a los
autores de sabor más arcaico. En este siglo postaugústeo, fue muy difícil ser "el primero"
en adaptar con éxito y rigor un nuevo género, por lo que el problema se resolvió con "un
volver sobre los pasos de Virgilio, Horacio u Ovidio" (como dicen algunos estudiosos, la
imitatio fue ganando terreno a la aemulatio como principio creativo). Esta tendencia,
marcada además por el pesimismo de aquellos que creían que sus antecesores habían
sido superiores, experimentó un cambio cuando, en tiempos de Vespasiano, algunos
autores comenzaron a mirar mucho más atrás de esa Edad de Oro, movimiento que
tendrá su culminación en tiempos de Adriano con los autores arcaizantes.
Como temían algunos moralistas tardorrepublicanos, el bienestar conseguido con
la estabilidad política convirtió a la sociedad romana en un conjunto de hombres y
mujeres amantes de la buena vida, dados a los placeres y apasionados por la literatura,
que fue considerada un bien más de consumo; en este período hay un mayor número de
personas que saben leer, están más formadas y que, por ende, aprecian la literatura o, en
el caso de que no la aprecien, al menos se interesan por los libros y por hacer gala de un
cierto barniz cultural, que se ponía de manifiesto con la construcción de lujosas
bibliotecas privadas y la adquisición de numerosos volúmenes.
Esta explosión de la literatura viene también confirmada por la práctica de las
recitationes públicas, el medio más efectivo para dar a conocer una obra antes de recurrir
a una edición escrita. Esta forma de difusión literaria imponía sus normas, pues el autor

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siempre había de tener presente que la primera forma de contacto con el texto era la
lectura en voz alta. Éste es otro factor más que explica la hegemonía de la retórica, pues
no en vano esa literatura tenía que cautivar sobre todo el oído de los lectores-oyentes; el
discurso o texto literario tenían que estar construidos para captar la atención del oyente
gracias a unos recursos que afectaban a la estructura de las partes, al contenido y, por
supuesto, a la forma, que se mimaba para conseguir, incluso en la prosa, una cuidada
cadencia. En la Roma imperial se organizaban lecturas públicas de textos poéticos y, por
supuesto, de textos prosísticos, como señala Plinio el Joven, que se defiende de aquellos
que le critican por leer públicamente sus discursos al aducir que nadie ponía en duda que
las obras históricas pudieran ser recitadas (ep. 7, 17).
El público impone sus criterios y los escritores se pliegan a sus exigencias; ello
explica la aparición o, quizás sería mejor decir, la expansión de nuevos géneros literarios,
que conviven con los tradicionales: ante la existencia de un buen número de lectores no
relacionados de manera directa con el mundo de la cultura, se observa el cultivo de
nuevos géneros menos ambiciosos, si se quiere, en sus pretensiones; de esa forma,
afloran la poesía de evasión, la historia reducida en biografías o por medio de epítomes,
tratados de culinaria, de juegos, obras eróticas, horóscopos, textos mágicos y cuentos. Es
el período del nacimiento de la novela con Petronio (muerto en el 65) y su Satyricon.
Este nuevo género literario, con su temática amorosa, de intrigas y de aventuras, llegó a
ocupar en las preferencias del público el espacio dejado por la épica. De esta manera,
entre este público heterogéneo que disfruta con la lectura, hay que destacar la
incorporación plena de la mujer, algo que ya empezó a notarse desde Ovidio, que
compuso su tercer libro del Ars amatoria pensando en esas lectoras femeninas (por no
citar sus Medicamina faciei femineae). Desde luego, ya en tiempos de Cicerón hubo
mujeres que mostraron su interés por la poesía, las doctae puellae, que pueblan los
versos de los poetae novi (como la Lesbia de Catulo) y de los elegíacos, mujeres capaces
de apreciar los poemas de sus amados e incluso de escribir sus propios poemas,
circunstancias que, por supuesto, continuaron en la generación siguiente; así, Marcial
alaba los poemas de una tal Sulpicia y el propio Plinio elogia las cartas escritas por la
mujer de su amigo Pomponio Saturnio.
Si el nuevo público masculino y femenino favoreció la creación de nuevos
géneros, también auspició la transformación de los géneros tradicionales llamados a
satisfacer nuevas exspectativas; de ese modo, cabe destacar, como ya se ha señalado, la
evolución experimentada por la oratoria, marcada por la ausencia de un verdadero
debate político. Como se vio en el caso del periodo augústeo, la práctica de la elocuencia
aún se oía en los tribunales de justicia (genus iudiciale) y, sobre todo, dado el carácter
escolar de la retórica y su sempiterna presencia, triunfó un nuevo tipo de discurso, la

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declamatio, apta para ser degustada por un público mucho más amplio y cuyo cometido
era principalmente deleitar enseñando o, podríamos decir también, enseñar deleitando.
Desde luego, los romanos más severos y tradicionales criticaron este uso diletante y
frívolo de la retórica, nacido en la escuela y con poca utilidad en términos relativos, como
lo pone de manifiesto Tácito en su Dialogus de oratoribus; sin embargo, ésta era la
oratoria que el público requería. Los declamatores, oradores o, si se quiere,
conferenciantes profesionales, se convirtieron en las grandes estrellas del momento:
podían llenar auditorios y teatros por su capacidad para hablar con amenidad de casi
cualquier tema (filosofía, literatura, política, gramática, etc.). Y éstos no sólo triunfaban en
Roma sino también en Grecia (este grupo de oradores fueron los hijos y creadores de la
llamada Segunda Sofística, que trajo un nuevo florecimiento literario, que triunfaría sobre
todo a comienzos del siglo II, en tiempos del emperador Adriano).
Dentro de los géneros oratorios tradicionales, la nueva época auspició el
desarrollo del genus demonstrativum en su faceta de laudatio, con la aparición de los
panegíricos a personajes importantes (Helvidio Prisco o Peto Trásea fueron honrados
con sendos panegíricos) o, lo más común, al Princeps, como el célebre Panegírico a
Trajano de Plinio el Joven, el verdadero creador de un género, reconocido como tal por
los panegiristas latinos del siglo IV. También hay que situar en este momento el
magisterio retórico de Quintiliano (ca. 30/5-ante 100), quien en su Institutio oratoria
aborda la formación del orador (ideal último al que se encamina la enseñanza, según este
autor) desde sus primeros pasos hasta alcanzar una completa formación intelectual.
Otro género literario que encuentra una explicación en las circunstancias socio-
políticas de la época será la epístola. De nuevo es Plinio el Joven (61-113) quien nos
ofrece la recreación de este género que había nacido, como tal género literario, en
tiempos de Cicerón. Éste se convierte en un medio adecuado para reconstruir una
autobiografía parcial de uno mismo y de su círculo de amistades; por otro lado, las cartas
permiten ofrecer pequeñas piezas llenas de encanto y belleza por la pulcritud y cuidado
con que están escritas. Otro género epistolográfico, el de la epístola filosófica, había
sido cultivado poco antes por Séneca, con sus Epistolae ad Lucilium, quien renovaba así
la práctica del escrito de clara intencionalidad propedéutica-moral, para el que
generalmente los latinos se habían servido del molde dialógico. Más allá de este tipo de
carta-tratado, las misivas de Plinio, auténticas y literarias al mismo tiempo, vendrían a ser
en prosa lo mismo que las Silvas de Estacio o los Epigramas de Marcial, dos creaciones
novedosas del momento y que respondían a un tipo de literatura apta para una clase
adinerada, de gente refinada y culta, que tenía en el entretenimiento diletante una de sus
máximas definitorias: se trata en definitiva de una literatura que se basa en lo cotidiano,
en lo sencillo como motivo de inspiración galante y erudita. A su lado, la preocupación por

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el individuo, sus sentimientos y angustias alientan la reflexión filosófica y la investigación


psicológica sobre el individuo, como se ve en las obras de Séneca (ca. 55- muerto entre
37-41).
Desde luego, para terminar con la enumeración de los géneros en prosa, no
podemos olvidar el cultivo de la historia, tarea propia, como en épocas anteriores, de los
miembros de las familias más conspicuas, abogados y políticos, que vuelven sobre los
pasos de la historiografía tradicional romana, aunque reflejan en su estilo los nuevos
gustos literarios del momento. De ese modo, asistimos la aparición y, sobre todo, el triunfo
de diversos subgéneros literarios como la biografía (ya sea exenta o formando
colecciones), como el Agrícola de Tácito (56/57-post 117), y la etnografía o historias de
lugares remotos que permiten soñar e idealizar los mundos alejados (como la Germania
del mismo autor). También a Tácito debemos la renovación de la monografía histórica,
en tanto que Veleyo Patérculo (ca. 19-post 30) cultiva el género de la historia
universal.
Al lado de la historiografía, con la que comporte en ocasiones temas y fuentes,
continuó con éxito la prosa científica, beneficiada por el escaso interés de los
intelectuales por la cosa pública; a este periodo pertenece Celso (14-37), autor de un
tratado de medicina, y Columela, célebre por su tratado sobre la agricultura; otros
nombres importantes son los de Frontino, Pomponio Mela y, por supuesto, el gran
Plinio el Viejo (23/4-79), autor de una de las más extensas y acabadas enciclopedias del
mundo antiguo.
Por lo que se refiere a la poesía, ésta contaba con una legión de cultivadores, en
la idea de que cualquier hombre de buena posición podía y debía componer versos. Junto
a estos hombres de buena familia que saben escribir poemas, encontramos también bien
asentada la figura del poeta profesional, capaz de sobrevivir gracias a su poesía, editada
con éxito o merecedora de algún tipo de recompensa por parte mecenas agradecidos. Al
igual que en los casos anteriores, los géneros tradicionales siguen cultivándose y
renovándose: la épica recibe el impulso del joven Lucano (39-65) con su Farsalia, un
intento de innovación alejada del modelo virgiliano, que vuelve sus ojos hacia la añeja
épica histórica, representada entre otros por Nevio (según Quintiliano, el poema de
Lucano estaba más cerca del género historiográfico que del poético). Fue el propio Nerón
quien instituyó certámenes poéticos en los que cobró vuelo esta poesía épico-história;
más tarde, en la época flavia, la huella profunda de Virgilio vuelve a sentirse en Silio
Itálico (ca. 26-ca. 101), autor de un nuevo poema de inspiración histórica, y Valerio
Flaco (muerto ca. 92 ó 93), que prefirió el tema mitológico de los argonautas en su
imitación y adaptación de la obra del célebre poeta alejandrino Apolonio de Rodas. De la

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misma manera, Estacio (ca. 45-ca. 96) vuelve sobre el mito en sus poemas épicos,
aunque adquiere un nuevo giro al optar por mitos nuevos, como los del ciclo tebano. En
cuanto al género de la épica didáctica, también está presente con el poema de Manilio
sobre astronomía. En esta tendencia de continuidad con el periodo previo, la sátira
encuentra un hueco confortable de la mano de Persio (34-62) y Juvenal, muerto ya en
tiempos de Adriano.
Al lado de esta poesía seria, y en cierto sentido agotada, cobró fuerzas un tipo de
poesía ligera, divertida y cum mica salis. Esta sociedad refinada acostumbrada al
virtuosismo formal exigía una cierta renovación poética, que se inspirará en un
manierismo conceptual. De ese modo, cobró un nuevo auge el epigrama, que se
convirtió en la forma más refinada de búsqueda de la agudeza, del golpe de ingenio (algo
ya presente en tiempos de Nerón con el auge de las antologías o coronas de epigramas
griegos); así, en la época de Domiciano y Trajano, nos encontramos con el máximo
representante de este género, Marcial (ca. 40-103/104), que consideró su poesía como
un vehículo de distracción y un entretenimiento adecuado para la sociedad de sus días.
Otra novedad aparece de la mano de Fedro (ca. 15 a. C.-ca. 50), el primer autor latino en
adaptar el género de la fábula poética, representado por el griego Esopo (aunque este
autor había escrito sus fábulas animalísticas en prosa). De nuevo (al igual que en la
sátira), el motor es la crítica a la sociedad a través de la alegoría, con la que se muestra,
desde el punto de vista de un autor de origen muy humilde, los vicios que afean a los
poderosos.

3. 2. La Edad Media Imperial (117-235).


Este segundo periodo se inició con el gobierno del culto Adriano, admirador
confeso del mundo griego, que marcó una nueva época de esplendor caracterizada por
su barroquismo (que se aprecia tanto en las obras literarias como escultóricas); pero tras
su gobierno, se agudizaron algunos problemas larvados de la economía y sociedad
romana, como el abandono del campo y de las explotaciones agrícolas, ante la escasez
de mano de obra, un problema que se intensificó con la peste del 177-180. Por lo demás,
Roma siguió privilegiando a las provincias y expandiendo por ellas su lengua y su cultura.
Al mismo tiempo, esta difusión favoreció la adopción de costumbres ajenas,
especialmente visibles en el ámbito religioso, donde Roma presentó una actitud muy
abierta: además del culto al emperador, establecido como parte integrante de la religión
romana, los cultos mistéricos venidos de oriente calaron profundamente en la sociedad
(basta leer el final de las Metarmofosis de Apuleyo y su apología sobre el culto a Isis).
Justo en este periodo, aflora con fuerza en Roma el cristianismo; sin embargo,
frente a la permisividad con que se acogieron otras creencias, los romanos no siempre
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aceptaron de buen grado a los cristianos, que desde el principio se negaron a admitir el
carácter divino del emperador, con lo que incurrieron en delitos de lesa majestad (algo
que ya había ocurrido en tiempos de Nerón o Domiciano, que llevaron una dura política
de represión contra este grupo religioso). La difusión del mensaje cristiano, primero entre
las clases más humildes y luego incluso entre las más poderosas, trajo consigo el
nacimiento de una nueva literatura escrita en latín, modelada una vez más sobre los
textos escritos en griego de los primeros Padres de la Iglesia. Frente a otras religiones,
los cristianos tenían la obligación de difundir su mensaje, que debía llegar a toda la
humanidad, a la que había que convencer a través del ejemplo y del diálogo. En estas
circunstancias, los cristianos se encontraron ante una doble necesidad: por un lado, la de
difundir su mensaje y convencer al mayor número posible de personas para que
aceptasen la conversión; por otro, la autodefensa ante un mundo que los veía como
enemigos peligrosos. En este contexto, el cristianismo imprimió una huella indeleble en la
vida de sus fieles, que debían actuar siempre conforme a sus nuevos principios y
creencias para dar testimonio de las mismas, lo que necesariamente influyó en la forma
de escribir de los escritores cristianos. Hay que hablar, por tanto, de la existencia de una
literatura cristiana que se desarrolló en función de tres cometidos distintos (aunque el
docere estaba siempre por delante de cualquier otra pretensión): la exégesis y explicación
de la propia doctrina, la difusión del mensaje cristiano y la apología ante los no creyentes.
Al principio, esta doctrina fue difundida por griegos o judíos helenizados, y la lengua para
la transmisión del nuevo mensaje fue, por supuesto, el griego. Sólo a finales del siglo II
comenzó a utilizarse el latín para estos fines, un latín que necesariamente hubo de volver
a mirarse en sus precedentes griegos. Nos hallamos una vez más ante unos primeros
pasos, titubeantes y que, en ocasiones, reflejan demasiado su dependencia de los
modelos previos (la influencia del griego es especialmente visible, por ejemplo, en el
léxico relativo a la liturgia: palabras como ecclesia, apostolus, episcopus o baptisma son
sólo un ejemplo de ese nuevo latín, que también sabe atribuir nuevos significados a viejas
palabras, como ocurre con virtus, beatus, benedicere o maledicere); a ello hay que añadir
un nuevo concepto de auctoritas, la Biblia, la palabra de Dios, que marcará una nueva
forma de retórica, que varía profundamente su concepción de la inventio -ya no será
válida un argumentación basada en silogismos que buscan lo verosímil-, como más tarde
explicará el gran San Agustín.
En estos primeros momentos, cobran fuerza géneros nuevos, como la
hagiografía, los acta martyrum, las Passiones, los escritos apologéticos y las
homilías, un nuevo tipo de discurso dirigido a los fieles (a este respecto, no está de más
recordar que también de esta época son los Evangelios escritos en griego). Una vez más,
las traducciones volvieron a sentar las bases de los nuevos desarrollos: a medida que el

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cristianismo se difundía más allá de las primeras comunidades judías, en cuyo seno se
habían recabado los primeros adeptos, se hizo necesario traducir al latín los textos
sagrados. Esta labor se inició con fuerza en el siglo II, con resultados diversos, pues
ahora la traducción se afrontó con el deseo de seguir al pie de la letra un mensaje que no
debía ser alterado ni un ápice. Ello dio origen a textos en los que se violaban las reglas
sintácticas tradicionales y se creaban un sinfín de nuevos términos especializados; se
trataba de un latín extraño, bárbaro, que más tarde causaría espanto en espíritus tan
refinados como el de San Agustín. En estos inicios, cabe destacar la obra de Minucio
Félix (floruit ca. 200-240), autor del Octavius, un diálogo de corte ciceroniano en que se
defiende a la nueva religión frente a los prejuicios de los paganos. También resulta de
gran importancia de labor de Tertuliano (ca. 160-ca. 225), considerado el verdadero
iniciador de la literatura latina cristiana y de la patrística occidental.
En el ámbito de la literatura latina no cristina, la apuesta de emperadores como
Adriano por la cultura griega trajo aparejado el triunfo de la llamada Segunda Sofística,
con su defensa de los modelos más antiguos, capaces de reflejar la pureza de la lengua
ática. En definitiva, nos hallamos ante un nuevo episodio de la vieja lucha entre antiguos y
modernos, en la que, en esta ocasión, triunfó la tendencia ya percibida durante el reinado
de Trajano de volver sobre los modelos más vetustos, aquellos que habían quedado
relegados por la imponente presencia de los autores áureos: escritores como Plauto,
Terencio o Enio se pusieron de moda y, con ellos, se impuso el gusto por el arcaísmo
como un valor destacado en la lengua literaria. Además, el griego volvió a estar muy
presente entre los escritores latinos, que, como Suetonio (autor a caballo entre el reinado
de Trajano y el de Adriano), Frontón (ca. 100-176) o el propio emperador Marco Aurelio,
decidieron escribir algunas de sus obras en esta lengua. Esta influencia de Grecia a
través de la Segunda Sofística supuso el auge de un renovado interés por la filosofía, por
buscar los orígenes y plantear nuevas soluciones a los problemas del hombre. En este
contexto, la literatura del periodo se caracterizará por el deseo de mostrar la erudición y
por un profundo retoricismo, percibido como un mecanismo adecuado para exponer por
escrito las graves tribulaciones del espíritu humano.
En el ámbito de la prosa, el género oratorio de la declamación (que había
cobrado fuerza en tiempos de Trajano) continuó su ascenso; así, cultivaron con éxito este
tipo de oratoria de salón autores como Apuleyo (floruit ca. 155) y Frontón. A la
historiografía le faltaron figuras de renombre y se inició la tendencia, de gran éxito en la
etapa siguiente, de confeccionar epítomes y compendios, como el que realizó Julio
Floro sobre la obra de Tito Livio, en el que destaca los episodios victoriosos y realiza la
comparación entre la historia de un pueblo y la vida de un hombre. Esta división nos
permite atisbar una cierta periodización de la historia romana, en la que la madurez
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(maturitas) correspondía, según su parecer, a la edad augústea, mientras que la vejez


(senectus) se identificaba con el Imperio, en el que el gobierno de Trajano era percibido
como una etapa de rejuvenecimiento. Otro subgénero que gozó de éxito fue el de las
biografías, sobre todo las de los emperadores y otros hombres célebres, como lo
muestra la obra de Suetonio.
En estrecha relación con la importancia de la formación en la sociedad, por ser
ésta el único medio de conquistar algún cargo en un estado cada vez más burocratizado,
se desarrolló con fuerza la literatura científica, sobre todo, la literatura jurídica. En este
aspecto, destaca sobre todo Gayo (ca. 120-180), autor de casi un centenar de obras,
entre las que hay que mencionar su Institutionum commentarii quattuor, convertido en un
libro indispensable para atender a la formación de los funcionarios estatales. Otro tipo de
indagaciones que también satisficieron los anhelos de la sociedad fueron los estudios
literarios y gramaticales, básicos para atender a la exigencia de pureza lingüística
preconizada por los escritores y maestros. Se inició así una labor de explicación y
reflexión sobre los modelos literarios y sobre la propia lengua. Aulo Gelio (ca. 130-180?)
es con sus Atticae Noctes un buen ejemplo de la preocupación de los romanos
acomodados por este tipo de erudición refinada, que pretende encontrar respuestas en un
mundo alejado en el tiempo y soñado como más glorioso.
Este interés por una literatura-cultura servida en pequeñas dosis a través de
misceláneas, que incluían comentarios, fragmentos de autores casi perdidos, biografías,
reflexiones sobre gramática, etc. , sirve para imaginar el perfil general del público de este
momento, que encuentra en la lectura el vehículo esencial para llenar el tiempo de ocio. A
este público, semejante e invariable a lo largo esta época imperial, le seguían gustando
las novelas, como muestra la obra de Apuleyo, Las Metarmofosis (también conocida
como El asno de oro) y las epístolas escritas con cuidado y erudición, espejo a su vez de
las biografías de sus autores y amigos, como las de Sidonio Apolinar o las de Frontón,
corresponsal nada menos que de Marco Aurelio, Lucio Vero y Antonino Pío.
En cuanto a la poesía, en tiempos de Adriano floreció la escuela de los poetae
novelli, con la que se sancionó la erudición extrema y el arcaísmo. Para ello, los poetas
volvieron conscientemente sobre los modelos de los poetae novi del siglo I a. C. Con esos
patrones en mente, escribieron una poesía ligera, en la que se cantaba un mundo
sencillo, el amor, los aspectos de la vida cotidiana y de la vida campestre. Estos poetas
gustaron de mezclar lo popular con lo culto y fueron muy aficionados a los juegos poéticos
como medio de mostrar un agudo ingenio y un dominio consumado de su arte. Esta
actividad cercana al juego explica la proliferación de los centones (poemas compuestos a
partir de fragmentos entresacados de otros poemas). El deseo de muchos poetas por

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revivir las tradiciones perdidas se manifiesta en obras como los Fescennini de Anniano
Falisco o los Lupercalia, recuerdo de las viejas fiestas de ese mismo nombre, de Mariano.

4. La Antigüedad Tardía (siglos III, IV y V).


Como ya se señaló al principio, es preciso hacer una distinción entre el siglo III,
periodo de crisis aguda marcado por la anarquía militar, y el siglo IV, época de un cierto
florecimiento político y, por ende, cultural a partir de las reformas políticas y
administrativas promovidas por Diocleciano. En este convulso periodo, se produjeron
fenómenos de gran trascendencia para la vida del imperio, como el reconocimiento del
cristianismo gracias a Constantino en el 313, y la división del imperio en dos partes a
partir de Teodosio (395), con lo que la cohesión entre el mundo latino y el griego se
quebró para siempre. A estos hechos, hay que añadir también las continuas incursiones
de los bárbaros en el imperio de occidente, que produjeron su caída en el 476, momento
en el que el germano Odoacro tomó Roma. Con ese suceso, se produjo el colapso total
del imperio y se certificó la desaparición de un mundo sobre el que se habían forjado las
aspiraciones y el sentir de los romanos. Por supuesto, la caída no fue inmediata y, en
algunos lugares, los rescoldos del imperio siguieron latiendo y ofreciendo importantes
frutos. Sin embargo, la fecha del 476 sirve para marcar el límite entre dos mundos.
Los cambios que se produjeron en el seno de la sociedad romana en este tiempo
fueron muchos y muy importantes. Así, frente a la hegemonía total de Roma como centro
de poder político y cultural, surgieron otros enclaves, como Burdeos, Tréveris, Milán,
Rávena o Constantinopla. También en este periodo se operó la transformación del
soporte material de la literatura latina, pues dejó de usarse el papiro en favor del códice
de pergamino, más resistente, más barato y que ofrecía un formato mucho más cómodo y
práctico; de ese modo, se hizo necesario transcribir las obras antiguas y ello fue un
acicate para la realización de transcripciones críticas de los textos clásicos. Unas cuantas
familias de rancio abolengo se erigieron en guardianes de esa rica tradición y su labor fue
fundamental para la conservación de una literatura que, de no ser por ese celo suyo,
habría sufrido pérdidas aún más cuantiosas. Esto no es más que una consecuencia de la
dualidad que marcó este periodo: por un lado, se hizo muy fuerte el deseo de continuidad
con el pasado y, sobre todo, con el pasado más glorioso, el de la Edad de Oro, que
supuso, en última instancia, el deseo de restaurar las costumbres y la moral más
claramente romanas; por otro lado, no hay que olvidar los procesos de innovación que
marcaron el periodo, que llevaron a cambios drásticos en la organización política del
imperio. Entre esos cambios hay que señalar la arriesgada apuesta del emperador
Constantino por la religión cristiana para convertirla en la religión oficial del imperio; de
ese modo, una religión modesta en sus orígenes logró imponer su moral y su forma de

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entender la existencia. Ello trajo consigo importantes transformaciones en la vida y, claro


está, en la literatura latina. Frente a la dependencia total del griego, los cristianos desde el
siglo II fueron creando un latín que servía como lengua sacra y, una vez desaparecidas
las persecuciones, también cambiaron las necesidades. De ese modo, el siglo IV marca el
inicio de una literatura cristiana conformada en sus moldes y géneros a partir de la
literatura clásica, lo que dio lugar a obras de gran calidad artística.
Por supuesto, en este proceso intervino el nuevo auge cobrado por la escuela, a la
que los príncipes confiaron la transmisión del patrimonio cultural griego y latino, base
indispensable para la formación de una clase dirigente y de un importante funcionariado.
Se forjó la idea de que la cultura era también un modo de oponerse al peligroso y asiduo
enemigo bárbaro. Esta relevancia de la escuela y su gran despliegue por todo el imperio
explica el acercamiento entre paganos y cristianos, lo que favoreció una progresiva
integración entre las dos culturas. Quizás el ejemplo de San Agustín (354-430) sirva para
ilustrar ese convivencia, pues él, antes de convertirse al cristianismo, había sido un
reputado profesor de retórica. También la prohibición de Juliano el Apóstata (362) a los
profesores cristianos de enseñar en las escuelas con el pretexto de que no podían
explicar convenientemente los dioses y mitos paganos muestra cómo éstos habían
estado perfectamente incardinados en la sociedad romana. La preocupación de los
emperadores por la educación tiene otra prueba en la creación de una escuela de
enseñanza superior cristiana en Constantinopla por parte de Teodosio II (425). A finales
del siglo V, Marciano Capela nos habla en su obra alegórica de una educación que se
basaba en las siete artes liberales, que conformaban el trivium (gramática, dialéctica y
retórica) y el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música). Nos hallamos, por
tanto, ante un tipo de educación preocupada sobre todo por el espíritu del individuo y que
otorgaba poca importancia a la innovación o estudio científico: la meditación y, a partir de
ella, el conocimiento del hecho religioso se convirtieron en el fin último de la enseñanza
(en esta escala, la Teología se convirtió en la disciplina reina).
La influencia del cristianismo también se aprecia en el abandono por parte del
público de los espectáculos circenses y del teatro (prácticamente reducido ya en este
momento a las representaciones de mimos y pantomimas). Ello llevó a un profundo olvido
de este género, hasta el punto de que la Edad Media hubo de reinventarlo, pues las
noticias que sobrevivieron del teatro clásico resultaron confusas y muy contradictorias.
Con todo, como consecuencia del renovado interés por el pasado clásico, Plauto y
Terencio se recuperaron como piezas aptas para la lectura y, en el caso de Terencio, se
convirtió en un verdadero ideal de lengua.
Como norma general, podemos decir que los siglos III , IV y V se caracterizaron
por su empeño en mantener la fidelidad a los textos clásicos, perfectamente presentes

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gracias a la escuela, y conocidos muchas veces a través de epítomes, florilegios y


antologías. En este contexto, la retórica mantuvo su primacía y, en el ámbito de la
oratoria, cobraron fuerza los panegíricos (género inaugurado por Plinio el Joven con su
alabanza de Trajano - un ejemplo más de la enorme influencia de la pequeña edad
dorada del saeculum Traiani dentro del periodo imperial-). La epístola también encontró
su espacio de la mano de Quinto Aurelio Símaco (ca. 340-402), quien forjó su
epistolario a partir de su lectura del epistolario, una vez más, Plinio el Joven.
La historiografía acusó el sentimiento de decadencia generalizado propio del
periodo y sirvió para plantear preguntas sobre el porqué de esa circunstancia (ese
sentimiento de pesimismo fue, por otra parte, un continuum en la historiografía romana,
según podemos apreciar ya en los escritos de Salustio y, posteriormente, en toda la
historiografía de la época imperial, que reflejó muchas veces el descontento de la clase
senatorial con el Principado y los principes). El más destacado historiador del periodo fue
Amiano Marcelino (ca. 330-395), un griego nacido en Alejandría, que escribió en latín
sus Rerum gestarum libri XXXI, tomando como modelo a Tácito, pues inicia su relato justo
donde acaban las Historiae de éste (la obra abarca, por tanto, desde la muerte de Nerva
en el 96 hasta la muerte de Valente en el 378). Esta historia refleja claramente el deseo
de continuar con la larga tradición historiográfica romana, marcada por el pesimismo
hacia el futuro y por grandes dosis de pensamiento moral. Ese mismo espíritu se adivina
también en los epítomes de las grandes obras del pasado, como el de Eutropio, autor de
un Breviarium ab Urbe condita. Otro género rescatado fue el de las biografías de los
emperadores a partir del modelo creado por Suetonio, recogidas en la llamada Historia
Augusta.
Por lo que respecta al género de la literatura científica, en esta época
siguieron cultivándose los escritos técnicos, en especial las monografías, sobre
agricultura, arte militar, geografía, veterinaria, jurídica, etc. , y las enciclopedias, como
la ya mencionada obra de Marciano Capela (floruit ca. 440) , De nuptiis Mercurii et
Philologiae; de igual modo, también conservamos los comentarios de célebres
gramáticos a las obras de los clásicos, como Servio (comienzos siglo V),
comentador de Virgilio, y Donato (siglo IV), autor de un célebre comentario a
Terencio. En este grupo, cabría incluir a Macrobio (floruit ca. 400), quien en sus
Saturnalia, recogía a modo de diálogo las conversaciones eruditas sobre aspectos
literarios; en ellas se refleja a la perfección la visión idealizada del pasado romano,
clave fundamental para entender el desarrollo intelectual del siglo IV.
Al lado de la historiografía pagana, a partir del siglo III se desarrolló la
historiografía cristiana, que se centraba en el juicio y análisis de la propia evolución del

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cristianismo: para los escritores cristianos, la historia respondía a unos designios divinos,
por lo que el futuro era una meta, que no tenía carácter negativo como en los escritores
paganos admiradores rendidos de un pasado quizás demasiado lejano, pues con él
llegaría la instauración del reino de Dios en la tierra. Junto a esta reflexión histórica, los
cristianos escribieron también biografía de los santos, la hagiografía, en la que el relato
de los tormentos sufridos cobraba un especial significado. En manos de los cristianos, el
viejo género de la biografía adquirió nuevos desarrollos al crear el prototipo de nuevos
héroes, capaces de superar con creces los méritos de los héroes paganos, que
afrontaban aventuras y desventuras en clave novelesca, como la famosísima Vita Martini
de Sulpicio Severo, ya en el siglo IV. A medida que los cristianos fueron haciéndose con
las herramientas retóricas y elaborando sus propios modelos literarios, en el siglo IV
surgió una nueva historia, que atendía como punto de contraste al mundo pagano,
gracias a San Jerónimo (ca. 347-420), ciceroniano confeso, autor de una crónica en la
que las noticias históricas iban trufadas de datos de carácter literario. Esta tendencia se
asienta con su Vita de hominibus illustribus, en que, a la manera de Suetonio, recogían
las vidas de 113 escritores cristianos. Esta contraposición entre mundo cristiano y mundo
pagano se hizo más aguda en manos de San Agustín en su De civitate Dei, donde, con
su habitual carácter polemista, afirmaba que la Ciudad Terrena, representada por la Res
publica romana, estaba abocada al fracaso frente a la Ciudad Divina, representada por el
Iglesia y nacida por voluntad divina.
Mas los cristianos no sólo cultivaron estos géneros que tenían un engarce claro
con la tradición pagana, pues siguieron fieles a su propia tradición, la de la literatura
apologética, iniciada con fuerza a partir del siglo III durante las persecuciones, que se
mantuvo ante los ataques a los que fue sometida esta religión en distintos momentos
desde fuera, por parte de sectores nostálgicos que veían a los cristianos como culpables
de las desgracias venideras, y desde dentro, en el caso de las heregías. Como antídoto
ante esas desviaciones, surgieron numerosos escritos con un fuerte cariz polemista, que
hizo recuperar una práctica retórica ya caída en el olvido.
Por lo que se refiere a la poesía cultivada fundamentalmente en el siglo IV, se
constata una gran influencia de la poesía de la época augústea (como no podía ser de
otro modo por su valor simbólico y por su condición de textos escolares) y de la poesía
de los novelli, objeto ahora de estudio y admiración. Dichos modelos ejercieron su
influencia por igual sobre los autores paganos y los cristianos. Se trata de una poesía
en que domina el sentimentalismo, un léxico con sabor arcaizante y el mito, un medio
efectivo para recordar el pasado esplendor de Roma. Como en la época previa, los
autores hicieron gala, cada vez que se les ofrecía la posibilidad, de su virtuosismo
poético, su dominio de los recursos retóricos y de los juegos métricos, con la

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composición de carmina figurata y, en muchas ocasiones, de centones, a partir de


retazos y fragmentos tomados de obras previas. También fueron frecuentes los versos
“ropálicos” (en los que el número de sílabas crece progresivamente) y los “recíprocos”
(que pueden leerse por igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda), que
denotan la importancia de la escuela en el aprendizaje de la técnica poética.
Frente a lo que pudiera parecer a primera vista, estos poetas supieron innovar
y dieron nueva vida a los ya en apariencia gastados géneros tradicionales, a través de
su erudición (quizás un tanto pedante para nuestro gusto) y del continuo recurso de la
mezcla de géneros, modos y tonos. Entre estos poetas destacó de manera especial
Décimo Magno Ausonio (ca. 310-ca. 395), que resume en su figura las
características esenciales de una época: hombre de refinada educación y afamado
gramático (Paulino de Nola fue alumno suyo) fue llamado a la corte para convertirse
en preceptor del joven Graciano. Es el prototipo del poeta-rétor, perfecto conocedor de
la técnica literaria y fiel defensor del sentimiento romano, que impregna toda su
producción; con este bagaje a cuestas, Ausonio cultivó varios géneros poéticos al
tiempo: epigrama, epístola poética, poesía de ocasión e inspirada en la vida cotidiana,
poesía de centón; de entre su obra cabe destacar su Mosella, escrito en hexámetros y
que rememora un viaje a través del valle de ese río, un viaje que se enriquece con la
alegoría, con descripciones idílicas de los paisajes (en clara rememoración bucólica) y
que se permite, incluso, la técnica del catálogo erudito con la inserción de un catálogo
(absolutamente ficticio) de peces. En este contexto de apego fiel a la tradición y deseo
de emularla, hay que destacar también a Claudio Claudiano (ca. 370-ca. 440),
egipcio de Alejandría, que supo insuflar nuevos aires a la épica histórica, de larga
tradición en Roma, con sus composiciones en honor del general Estilicón (un
verdadero panegírico en verso) o a la épica mitológica con su Gigantomachia y el De
raptu Proserpinae. A su lado hemos de citar también a Rutilio Namanciano, prefecto
de la ciudad en 414 y defensor a ultranza del papel civilizador de Roma, que cantó en
su De reditu suo, compuesto en dísticos elegíacos (el metro más característico de la
poesía de tema amoroso), su viaje de regreso desde la Galia Narbonense.
En definitiva, en todos estos poemas encontramos la técnica de la mezcla (el
panegírico, el epilio, la épica, la elegía y el epigrama se integran, casi sin darnos
cuenta, en muchas composiciones), que refleja el intento de estos autores de
encontrar un hueco en la tradición y satisfacer a un público exigente, perfecto
conocedor, como siempre, de esas evocaciones y reminiscencias. Pero, al lado de ese
apego constante y consciente a la tradición, en esta época nació también una nueva
manera de entender el ritmo poético, que evolucionó hacia un ritmo acentual, como se
percibe en los extraños hexámetros de Comodiano, pues tanto autores como público

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reconocían que ya entonces no eran capaces de percibir las diferencias cuantitativas


de las sílabas latinas.
En este siglo, al igual que había ocurrido con la prosa, la poesía cristiana
experimentó un auge considerable: los cristianos, formados en las escuelas a través
de la lectura de los textos clásicos, supieron aprovechar esos recursos para componer
su propia poesía. Nacen, así, los centones, como el de Proba (floruit siglo IV) sobre
episodios del Antiguo Testamento. Se escriben también epigramas, poemas de
circunstancias y elogios a los mártires, como los del papa Dámaso. Junto a estas
formas tradicionales, los cristianos desarrollaron también formas líricas propias, aptas
para el canto litúrgico, de enorme importancia en las celebraciones rituales: los
himnos. La tradición suele atribuir a San Ambrosio (ca. 39-397), obispo de Milán, la
composición de los primeros himnos literarios cristianos, breves canciones de ocho
estrofas con una estructura métrica sencilla y popular. Con todo, el poeta cristiano más
afamado fue el calagurritano Aurelio Clemente Prudencio (348-ca.450), autor de una
extensísima obra, dedicada por entero a cantar la gloria de Dios, ensalzar la figura de
Cristo y celebrar a sus seguidores. Así, compuso himnos, como el Peristephanon y el
Cathemerinon, poemas contra la ideología pagana e incluso un poema alegórico en el
que en clave épica relata la lucha entre la virtud y los vicios, la Psychomachia.
Con el paso del tiempo y la imposición total del cristianismo la dualidad entre
literatura pagana y cristiana desapareció: los cristianos llegaron a considerar la cultura
clásica como un simple anticipo de la cristiana: Virgilio, por ejemplo, fue considerado
casi un profeta a partir de la lectura alegórica de su Égloga IV; Séneca se convirtió en
ficticio corresponsal de San Pablo y Cicerón en su estoicismo fue un autor
perfectamente encajado en la nueva moral (recuérdese la actitud de San Jerónimo
hacia el viejo arpinate). El legado clásico se reinterpretó y actualizó para dar
satisfacción a nuevas necesidades, distintas por completo de las que habían arropado
las grandes creaciones del pasado. El público y los escritores habían cambiado,
también sus aspiraciones, su formación y su sistema de creencias. Se inicia, así, una
época de grandes cambios que desembocará en un nueva realidad en que las
fronteras entre Oriente y Occidente había quedado perfectamente marcadas. A pesar
de ello, los clásicos siguieron vigentes, reinterpretados a la luz de nuevos principios,
utilizados de otra manera -en ocasiones, como simple material para aprender la lengua
de la Iglesia-, pero vigentes al fin y al cabo.

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Teresa Jiménez Calvente – La Literatura Latina Antigua en su desarrollo cronológico.

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