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ISBN - 84-9822-160-9
Thesaurus: Canon literario. Edad Arcaica. Edad de Oro. Edad de Plata. El siglo
de Augusto. Antigüedad Tardía. Edad Imperial: Primera Edad Imperial y Edad
Media Imperial.
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Teresa Jiménez Calvente – La Literatura Latina Antigua en su desarrollo cronológico.
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dinastía de los Severos en el 235, coincidente con el inicio de la profunda crisis del
siglo III. A partir de ese momento, se abre la Antigüedad Tardía, en la que se destacan
dos momentos: el primero, el siglo III, se caracteriza por su pobreza literaria acorde
con la profunda decadencia política propia de esa época. En el segundo, el siglo IV y
V, en que se observa un renovado esplendor gracias a un renacer del clasicismo, que
emerge en el siglo IV. Algunos estudiosos se paran justo aquí; otros prefieren dilatar el
campo de estudio de la literatura latina tardía hasta el momento en que cayó el imperio
de Occidente, en el 476; otros tantos van incluso más allá y prolongan su estudio
hasta llegar al propio siglo VI, justo a las puertas de la Edad Media (de hecho, en la
magnífica obra coordinada por Cavallo, Fedeli y Giardina [1989-1991], el último autor
referido es San Isidoro de Sevilla).
Este modelo de periodización, con divergencias en cuanto a la última época, ha
sido el más comúnmente admitido; como se ve, se basa en criterios literarios, de
acuerdo con el parecer manifestado por los propios autores latinos que nos hablan de
sus creaciones y de las de sus contemporáneos, y en criterios históricos, pues
diferentes emperadores y políticos han servido para trazar las delgadas líneas que
separan unas épocas de otras (algo perfectamente lógico si se tiene en cuenta la
estrecha relación del poder con los intelectuales y escritores del momento). Con todo,
desde una perspectiva actual y un tanto alejada de los prejuicios de la crítica
historicista, no suele aceptarse sin más la distinción tajante entre una Edad de Oro y
otra de Plata, que parece apuntar hacia un juicio de valor, que llevó a centrar el interés
durante décadas sobre esos autores de periodo augústeo considerados como los
verdaderos “clásicos”. En este sentido, el adjetivo “clásico” ha sido sinónimo de
belleza, proporción, elegancia y buen gusto. Frente a ellos, los escritores incluidos en
la Edad de Plata (sobre todo los que se enmarcan en el periodo que va desde Augusto
hasta la muerte de Trajano en el 117) venían caracterizados como manieristas o bien
barrocos, de acuerdo con una apreciación según la cual el “manierismo” es la
degeneración del clasicismo. Esta percepción un tanto negativa ha sido objeto de
revisión en los últimos tiempos, pues numerosos estudios han vuelto sobre nuestra
concepción actual del canon antiguo y han reivindicado la gran calidad literaria de
muchos de los escritores argénteos, que en épocas pretéritas (anteriores al siglo XVIII)
han sido tan clásicos como los otros (entendido aquí el adjetivo en su sentido
etimológico, que equivale a decir que son autores susceptibles de convertirse en
“modelos de escritura”).
Si nos situamos en la propia Roma, hay que recordar que en el siglo IV, los
autores del periodo trajano fueron muy admirados, como lo demuestra el hecho de que
muchos eruditos y escritores paganos dedicaron su tiempo e interés en rescatar,
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rememorar e incluso imitar sus obras, como Amiano Marcelino, admirador confeso de
Tácito, o Quinto Aurelio Símaco y su imitación consciente del epistolario de Plinio. Más
tarde, en la Edad Media, el Renacimiento y el propio Barroco, los clásicos de la
Literatura Latina incluían sin distinción alguna a Lucano, Séneca, Marcial y Estacio,
por citar sólo unos cuantos nombres que solían situarse hasta hace poco del lado de
los escritores argénteos. Desde luego, no hay que pecar de anacronismo, pues la
preocupación por el estudio crítico de la literatura latina es posterior a la Edad Media,
ya que echa sus primeras raíces en el Renacimiento gracias a los estudios
gramaticales; justo en esta época, Nebrija afirmaba que la literatura latina había
iniciado su decadencia tras Antonino Pío, lo que lleva a suponer que para este autor
no se apreciaban grandes diferencias entre los autores del periodo augústeo y los del
primer principado. Muchos humanistas buscaron incluso sus modelos entre los autores
cristianos del siglo IV (que aunaban un buen latín a la doctrina cristiana), aunque en
este caso sí que percibieron ciertas peculiaridades en su estilo que precisaban
explicación (de nuevo vale recordar a Nebrija, quien en su comentario a Prudencio
señala algunas particularidades estilísticas de su poesía).
Hay que tener en cuenta, por tanto, que la división tajante entre Edad de Oro y
Edad de Plata obedece a una percepción influida por una consideración del clasicismo
que hunde sus raíces en el propio siglo XVIII y, sobre todo, en el XIX. A este respecto,
cabe señalar que la separación entre periodos nunca es estricta, por lo que conviene
hablar de suaves transiciones con continuos caminos de ida y vuelta entre unos
periodos y otros. Visto así, la literatura surgida tras la primera década del siglo I d. C.
vendría caracterizada por un cierto manierismo formal, entendido como una derivación
a partir del excesivo protagonismo de la Retórica en la literatura; con ello, daríamos la
razón a Curtius (1955: 386), quien establece que esta tendencia ha sido una constante
en la historia literaria, donde a los periodos de clasicismo le han seguido siempre los
manierismos:
El clasicismo normal dice lo que tiene que decir en una forma natural, adecuada
a su tema; sin embargo, también "adorna" su discurso, lo provee de ornatus,
siguiendo una tradición retórica acreditada. Uno de los peligros del sistema es el
hecho de que, en las épocas manieristas, el ornatus se acumula sin orden ni
concierto; o sea que en la misma retórica yace oculto el germen del manierismo.
Sin embargo, ello no quiere decir que estos autores, llamados por la crítica
argénteos, sean de menor calidad o que no haya que conocerlos tan bien como a los
otros, pues ellos también fueron tenidos por verdaderos clásicos a lo largo de muchos
siglos. Del mismo modo, tampoco debemos desdeñar a los autores más tardíos, pues
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éstos siguieron las pautas de una tradición ya consolidada y, como hijos de su propia
época, consiguieron actualizarla, con lo que aportan también una sensibilidad distinta
y, en ocasiones, bastante cercana a la nuestra.
En función de la evolución literaria y social de Roma, que se explica por unas
determinadas circunstancias políticas y económicas, en nuestro estudio de la
Literatura Latina fijamos cuatro periodos fundamentales. De ese modo, los primeros
pasos de esta literatura, básicos para la conformación y el desarrollo de una lengua
literaria, se inscriben en la llamada Edad Arcaica (240-78 a. C.); a continuación, tras
esos primeros frutos, se inicia una época de gran esplendor, bautizada como Edad de
Oro (78 a. C.-14 d. C.). Esta denominación se ha mantenido por ser de uso común
tanto entre los estudiosos de la Literatura Latina como entre los estudiosos de otras
literaturas, en las que también se reconocen momentos de máximo esplendor o
dorados. En este periodo áureo, especialmente productivo y de enorme importancia
artística, hay que distinguir dos momentos diferentes: El periodo final de la
República (78 a. C.-43 a. C.) y El periodo de Augusto (43 a. C.-14 d. C.). Después,
una vez arrumbada la República e instalado un nuevo régimen político (el Principado),
se inicia otro periodo literario: la Edad Imperial (14-235 d. C.), en la que habremos de
distinguir, a su vez, una doble división: la Primera Edad Imperial (14-117d. C.), que
se extiende desde la muerte de Augusto hasta la de Trajano (117 d. C.), y la Edad
Media Imperial (117-235 d. C.), marcada por la caída de los Severos en el 235 d. C. y
el inicio del convulso siglo III, lleno de revueltas y muy pobre desde el punto de vista
literario. Nuestro viaje acaba al llegar al último período, el más dilatado, la Antigüedad
Tardía (235-476 d. C.), también llamada por algunos autores la Crisis del Imperio,
donde destaca el llamado renacimiento siglo IV, favorecido por unas mejores
circunstancias políticas tras las reformas de Diocleciano.
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Lucilio se decantó por el uso del hexámetro como metro característico de este tipo de
composiciones, aportación que será respetada por todos sus seguidores.
En estos primeros momentos, el desarrollo de la prosa fue más lento que el
del verso. Al tiempo que se escribían los primeros poemas épicos, algunos senadores
compusieron las primeras crónicas de Roma para las que se sirvieron de la lengua
griega. Con estas obras, los romanos pretendían defenderse del ataque de algunos
historiadores griegos que, en la Primera Guerra Púnica, se habían inclinado por el
bando cartaginés. De ese modo, la historiografía latina nació durante la Segunda
Guerra Púnica de manos de Fabio Píctor y Cincio Alimento, quienes escribieron sus
historias de acuerdo con los principios de la historiografía helenística vigentes en
aquel momento. Sin embargo, éstos no rechazaron por completo la tradición latina de
los Annales Maximi, un tipo de notación sin pretensiones literarias que los pontífices
hacían de los hechos más reseñables acontecidos a lo largo del año. Así, estos
autores decidieron componer unos relatos, annales, que daban cuenta de la historia
de Roma desde sus orígenes hasta sus propios días. Tras abandonar el griego como
lengua, Catón (234-149 a. C.) fue el primer escritor en utilizar el latín para escribir en
siete libros su peculiar historia de Roma, titulada Origines. Tras él, el género de los
anales, escrito ya en latín, continuó con pujanza. Junto a los anales, al final del
periodo, surgieron nuevos subgéneros historiográficos, como las monografías e
incluso la autobiografía.
También la oratoria experimentó, gracias al aprendizaje de la técnica retórica
griega, enseñada de la mano de profesores griegos emigrados a Roma, una rápida
evolución. Pero no sólo la técnica contribuyó al desarrollo de la retórica, pues las
propias circunstancias políticas de la urbe influyeron en el desarrollo de esta disciplina;
así, a partir de la segunda mitad del siglo II a. C., justo en la época de los primeros
intentos de llevar a cabo distintas reformas agrarias de mano de los ya mencionados
Graco, los políticos romanos tuvieron que hacer uso de unos discursos más efectistas
para poder dirigir a las masas. De acuerdo con Cicerón en su Brutus (un diálogo en el
que aborda una historia de la elocuencia en Roma), los políticos del periodo se
preocuparon, además, de publicar sus discursos. Los oradores afectos al llamado
“Círculo de los Escipiones” fueron los primeros en adoptar el llamado estilo aticista,
caracterizado por la búsqueda de la limpieza, brevedad, claridad y la sencillez, que
ellos creían encontrar en los oradores áticos del siglo V a. C. como Jenofonte o Lisias.
Además de este estilo aticista, hubo en Roma otras tendencias o escuelas retóricas,
como la asianista o asiática, en la que se destaca el gusto por lo excesivo, lo patético
y la abundancia de ornato. Por último, a medio camino entre unos y otros se situaba la
escuela rodia, la única que representaba la realidad de la oratoria en el único lugar,
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Rodas, en que aún existía una república libre donde la eficacia del discurso tenía
repercusiones políticas.
El final de este periodo se marca, como se señaló, con un acontecimiento
político, la dictadura de Sila (muerto en el 78 a. C.), que dejó el poder en el año 79 a.
C. Los romanos consideraron este periodo político como una verdadera edad de oro,
pues fue aquí cuando se forjó y dio sus mejores frutos el régimen republicano, al que
dedicó elogios el historiador griego Polibio, que auguró desde sus páginas un éxito
rotundo a Roma por su habilidad para combinar los tres sistemas de gobierno
existentes: monarquía, representada por los cónsules, oligarquía, representada por el
senado, y democracia, representada por las asambleas ciudadanas. El triunfo de este
régimen político vino también caracterizado por una rápida evolución de la sociedad,
que poco a poco se imbuyó de las ideas y las creencias propias del mundo griego. En
este contexto arraigó con fuerza la preocupación por el individuo y sus tribulaciones,
que llevaron a un cambio drástico en la opinión de los romanos sobre la importancia
de la educación. Junto a la familia, cada vez van a cobrar más importancia los
profesores y educadores profesionales, muchos de ellos venidos de Grecia. El aflujo
de riquezas tras las Guerras Púnicas y los éxitos militares provocaron cambios en las
condiciones de vida y, por ende, en el sentir de la sociedad, cada vez más sensible a
las manifestaciones personales del espíritu. Esta evolución se hace palpable en
algunas familias poderosas, entre las que se destaca la saga de los Escipiones, en
cuya casa tuvieron acogida los más grandes escritores latinos del momento, como
Terencio o Enio (enterrado junto a Escipión), y griegos, como el historiador Polibio o el
filósofo estoico Panecio. Es en esta sociedad romana del siglo II donde aparece por
primera vez el sentimiento de la humanitas, formulado magistralmente por Terencio
cuando en una de sus comedias señala (Heaut. 77): homo sum, humani nihil a me
alienum puto (“soy un hombre y considero que nada de lo humano me es ajeno”). A
partir de ese momento, el terreno se encuentra abonado para la gran cosecha literaria
y cultural de las generaciones siguientes.
En este corto periodo de tiempo que ocupa la Edad Arcaica, la Literatura Latina
bebió de los modelos griegos y supo crear unos modelos propios y originales. Estamos
así ante un momento en el que no sólo asistimos al nacimiento de la Literatura Latina
y, más en concreto, de los géneros literarios fundamentales (el teatro, la épica, la
sátira, la oratoria, la historiografía e incluso la prosa científica, de nuevo con Catón a la
cabeza y su enciclopedia, y los escritos eruditos, con la figura de Elio Estilón); esos
primeros pasos fueron desde el principio muy sólidos y, gracias a la enorme
creatividad y elevada formación de muchos autores, se lograron piezas artísticas de
gran calidad, lo que conforma una nueva Literatura Latina, un referente inexcusable
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para las generaciones venideras, que siempre hubieron de mirar esas viejas obras
para adoptarlas como modelo o para, por el contrario, reaccionar contra ellas.
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empresas suyas; así, en los siete libros de sus Commentarii de bello Gallico, narraba
en tercera persona su conquista en siete años de la Galia (58-52 a. C.); en sus tres
libros de los Commentarii de bello civili narraba, también en tercera persona, su
peculiar visión de los inicios de la contienda que lo enfrentó con Pompeyo. Junto a los
comentarios, el género de la monografía histórica también alcanzó un notable
desarrollo gracias a la labor de Salustio, hombre de acción y político, apartado de la
vida pública tras numerosos escándalos. Desde ese retiro, Salustio se dedicó de
manera profesional a la historia en la idea de que podía hacer un gran servicio a la
patria, un pensamiento novedoso con un eco notable a partir de entonces. De sus
obras historiográficas conservamos completas dos monografías: el Bellum Catilinae,
donde narra la famosa conjura de Catilina contra el estado, y el Bellum Iugurthinum,
donde se narra la guerra de Roma contra el caudillo Yugurta.
Al igual que la prosa alcanzó en este periodo cotas muy elevadas de gloria y
madurez, también la poesía experimentó grandes cambios de la mano de un grupo de
jóvenes poetas, los llamados poetae novi, entre cuyos cultivadores destacó Catulo
(84-54 a. C.) (único autor del grupo cuya obra conservamos). Se trataba, por lo
general, de jóvenes de buena familia que, a pesar de estar destinados a la carrera
política, se sintieron llamados al cultivo de una nueva poesía como respuesta personal
a unas circunstancias políticas poco edificantes y atrayentes; para ellos, el rechazo a
la poesía tradicional romana (con su preferencia por los temas y modos épicos) fue su
forma de reivindicar su rompedora visión del ejercicio poético, convertido en un
instrumento para verter sentimientos más íntimos y personales, como el amor, la
amistad, la camaradería, la crítica política, la burla, el juego, etc.; con los ojos puestos
en este fin, buscaron sus modelos entre los poetas alejandrinos con Calímaco y
Euforión a la cabeza. Abogaron así por una poesía breve, concisa, con una técnica
depurada, contraria a la grandilocuencia de poetas épicos y trágicos, en la que cabían
los temas de la vida cotidiana. Junto a estos géneros menores (expresados en metros
líricos y dísticos elegíacos), estos poetas cultivaron también un nuevo tipo de poesía
épica, el epilio, un pequeño poema épico (como su nombre indica) escrito en
hexámetros, en el que se narraba algún episodio mitológico, generalmente con un
trasunto amoroso, evocado con inteligencia y sutil ingenio.
En esta línea de indagación dentro del marco de la poesía épica, hemos de
situar también el poema didáctico de Lucrecio (98- ca. 55a. C.), el De rerum natura,
todo un ejercicio de estilo (recordemos que los poetas alejandrinos, y sobre todo
Calímaco, admiraron el modelo de los poemas hesiódicos), que encandiló a Cicerón y
a su hermano Quinto, encargados, según la tradición, de revisar la obra que quedó
incompleta al morir de forma prematura Lucrecio. La composición de un poema de
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Homero está en la base del magnum opus virgiliano. Virgilio, gran conocedor y
estudioso de la literatura previa, muestra influencias de los grandes poetas trágicos y
de los poetas alejandrinos como Apolonio de Rodas. En cuanto a los poetas latinos,
no se puede obviar la influencia de Enio y de Nevio (quien ya había urdido la leyenda
de los amores de Dido y Eneas como un motivo para explicar las causas remotas de la
enemistad entre romanos y cartagineses), de Catulo y de Lucrecio. En otras palabras,
el alejandrinismo y el clasicismo griego se dan la mano en Virgilio con la poesía latina
más reciente, admirada por su generación, y con la tradición latina más añeja y de
sabor más rancio.
Junto a Virgilio, Horacio fue el primer poeta en adaptar con éxito la gran poesía
lírica griega (los clásicos del siglo VI y V a. C.), según queda reflejado en sus Odas.
Este mismo poeta se atrevió en su juventud con otro género tradicional griego: la
poesía yámbica, poesía de burla y escarnio, cuyo máximo cultivador había sido
Arquíloco. Con sus Epodos, Horacio se convirtió en el Arquíloco romano; en esta
colección de poemas, Horacio asumió, por un lado, los presupuestos de los neotéricos
sobre la necesidad de la poesía breve, con la inclusión de temas personales y con un
exquisito cuidado formal; por otro lado, su deseo de innovación le hizo explotar con
éxito la ironía y un alejamiento consciente respecto de los sentimientos de amor y
odio. Por último, Horacio también quiso, como su amigo Virgilio, reelaborar un viejo
género de la literatura latina: la sátira. Para ello, adoptó el modelo de la sátira de
Lucilio y le dio su forma definitiva (tanto métrica -el hexámetro- como temática).
Del mismo modo, Cornelio Galo (ca. 62-26 a. C.) y sus seguidores, Tibulo y
Propercio, conformaron un nuevo género, la elegía, dilatada y agotada en sus modos
y temas por el genio de Ovidio, capaz de mezclar todo con suma maestría. Con la
elegía, estamos ante un nuevo género poético escrito en dísticos elegíacos (hábil
combinación de hexámetro y pentámetro dactílico), nacido en un principio para cantar
el amor infeliz del poeta a su amada-señora, cruel y despótica (domina), que disfruta
con el sufrimiento de su rendido amante. La elegía se construye, por tanto, como el
lamento del poeta, quien recurre a la primera persona para expresar esos sentimientos
luctuosos. El género elegíaco como tal es una creación romana, aunque, igual que en
otros casos, tiene unos precedentes griegos, pues ya los poetas alejandrinos se
habían servido de la elegía para la narración de amores mitológicos, sin ser éste el
único tema posible. Sin embargo, la novedad estriba en la combinación de la elegía
mitológica y del epigrama amoroso griego (género éste también cultivado por los
poetas alejandrinos, amantes de las formas breves y sumamente cuidadas). Los
poetas latinos utilizaron el dístico elegíaco (desde Catulo en adelante) para narrarnos
sus propias desventuras amorosas, sazonadas con ejemplos sacados del mito, que
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otorgaban a ese sentimiento individual un valor universal. Al igual que había ocurrido
en la elegía griega, también la romana pudo dar cabida a otros temas: más allá del
sufrimiento amoroso, se escribieron elegías para expresar el sentimiento de dolor por
el alejamiento de la patria, como las elegías de exilio (subgénero inaugurado por
Ovidio con sus Tristia); otras sirvieron para abordar temas patrióticos (dentro de un
subtipo creado por Propercio, que convirtió a Roma, tras el agostamiento de su amor
por Cintia, en su objeto de amor y admiración, en su intento de erigirse como un nuevo
Calímaco romano) o para llorar a un ser querido. Más aún, incluso nació un nuevo tipo
de poema, algo más largo que la elegía pero más breve que los poemas didácticos
escritos en hexámetros, que se utilizó para dar consejos o transmitir enseñanzas
relacionadas con el amor. Se trata del poema elegíaco, género nacido del genio de
Ovidio.
Precisamente, Ovidio, el último gran poeta del siglo de Augusto, no se
conformó con el cultivo del género elegíaco, llevado por él hasta unos extremos
inimaginables, sino que su espíritu se atrevió con el género más difícil y de mayor
consideración social: la épica. Dentro de este género, estaba claro que era muy difícil
rivalizar con Virgilio, el verdadero y nuevo Homero romano, por lo que Ovidio se sintió
capaz de aclimatar y perfeccionar un nuevo subgénero: el de los catálogos a la
manera de la Teogonía de Hesíodo. Con las Metamorfosis, donde en 15 libros se
narran desde el comienzo del mundo hasta la apoteosis de César las
transformaciones más famosas de la Mitología, Ovidio volvía a situarse en una doble
tradición: la helenística, con su gusto por la poesía didáctica, los catálogos y el epilio, y
la propia romana, con el modelo de Virgilio a la cabeza, al que procuró sortear. Se
puede concluir que, con Ovidio, la poesía avanza hacia el barroquismo que caracterizó
a la generación siguiente.
De todas estas mezclas, opciones y opiniones sobre el ejercicio poético nos
hablan los propios poetas en sus obras; de ese modo, en la poesía del siglo I,
encontramos mucha metapoesía en forma de poemas programáticos (algo ya presente
en el propio Catulo una generación antes con su carmen 1) y de recusationes o
poemas de rechazo, en los que los poetas fijan sus posiciones frente a otros géneros
literarios considerados más antiguos y, por ende, más nobles (de nuevo una
costumbre alejandrina actualizada por una época en que se reivindica la importancia
del ejercicio poético).
Frente a esta explosión de creatividad, el avance de la prosa fue mucho menos
sorprendente. Como no podía ser de otro modo, el modelo ciceroniano siguió vigente
en la oratoria y compartió espacio con los aticistas; de todas formas, la evolución de
los géneros, íntimamente conectada con las circunstancias políticas, se encaminó
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hacia un lento abandono del género deliberativo; la propia oratoria judicial quedó
encerrada en el simple ámbito de los tribunales. Sólo el género epidíctico supo
hacerse un hueco gracias sobre todo al panegírico. Sin embargo, poco a poco y con
paso firme, la retórica entendida ahora como técnica literaria se apoderó de otros
géneros de la prosa (y también del verso), pues todos los romanos de cierta posición
pasaron por las aulas de los rétores como última etapa en su formación. Cicerón había
definido en sus tratados al orador como el tipo de hombre más acabado, por ser el
único capaz de alcanzar un conocimiento global, ya que entre sus tareas estaba la de
hacerse con un amplio conocimiento filosófico. Hubo así una clara identificación de la
retórica con la enseñanza superior, que cristalizó en ejercicios escolares pensados
para la exhibición pública (un romano bien educado debía hablar bien en público y ser
capaz de elaborar discursos convincentes). Este encasillamiento de la retórica en la
escuela propició el auge de dos tipos de discurso (conocidos antes de ésta época,
aunque cultivados de manera más marginal): las suasoriae, llamadas a desbancar al
viejo género deliberativo, y las controversiae, convertidas en el sustituto de los
discursos judiciales. El galardón lo obtenía el que había trabado el discurso más
brillante y original, capaz de sorprender a los oyentes; en otras palabras, la
preocupación por la forma fue por delante del interés por el fondo, dado que los temas
eran por lo general ficticios y estaban pocos conectados con los intereses reales del
público.
Con este bagaje, la historiografía experimentó un gran desarrollo, del que es
una buena muestra la gran obra de Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.). Este autor, como hijo
de su tiempo, no quiso desprenderse de dos fuentes de inspiración antagónicas en
apariencia: la historiografía tradicional romana, con el género analístico de narración
de los hechos año a año desde los orígenes hasta los tiempos más cercanos, y la
nueva historiografía nacida en los tiempos finales de la República con su preocupación
por el estilo y el tratamiento artístico de la materia, que imponía una forma mucho más
cuidada y alejada de la aridez propia de los anales. En Livio se aunaban a la
perfección estas dos tendencias y su Ab urbe condita, con sus 142 libros, se convirtió
en el mejor monumento de la historiografía romana; en ellos, se narra la historia de
Roma desde sus orígenes hasta el año 9 a. C. Su historia se construye como un
verdadero canto épico en prosa, en el que la heroína es la propia Roma y, en
particular, alguno de sus egregios ciudadanos. A su lado hubo otros importantes
historiadores, como Asinio Polión o Pompeyo Trogo, cuyas obras han llegado a
nosotros de manera muy fragmentaria. En el periodo floreció también una rica
literatura científica sobre técnica, retórica y jurídica, como la obra de Vitrubio (ca.
50-26 a. C.) De architectura, en la que la preocupación técnica iba acompañada de
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una cuidada elaboración retórica, con la que se pretendía captar la atención de los
lectores. En el campo del derecho sobresalieron autores como Marco Antistio Labeo y
Gayo Ateyo Capitón, admirado y respetado por Augusto y Tiberio.
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Trajano, saludado como un nuevo Augusto: la edad de oro augústea volvió así a revivir
en las conciencias de todos y sus modelos adquirieron renovada vigencia. No hay,
pues, una fractura entre el periodo augústeo y la llamada hasta hace poco edad de
plata, sino una evolución lógica marcada en lo estilístico por una acentuación de las
tendencias ya mostradas por los escritores de aquella generación; por lo demás, las
circunstancias no eran muy distintas y el grueso de la sociedad siguió viviendo un
período de florecimiento cultural, económico, social y político por más que la
historiografía de corte republicano nos haya ofrecido una imagen muy negativa de
algunos de los principes.
La retórica se enseñoreó de la prosa y el verso, con lo que se fue más allá de
los modelos clásicos (definidos por su armónico equilibrio y su rechazo a la
desmesura); se advierte así en la literatura del momento una tendencia manierista,
una derivación barroca, que se convirtió en la clave de la poética vigente. Una vez que
los autores augústeos habían sido aceptados y sancionados como modelos indiscutibles,
los escritores de las generaciones siguientes tuvieron más difícil encontrar su sitio dentro
de la tradición, pues, además de los clásicos griegos, debían tener presentes a sus
propios clásicos latinos; en este sentido, no hay que olvidar que estos nuevos clásicos
latinos se habían instalado en la escuela y habían ido sustituyendo poco a poco a los
autores de sabor más arcaico. En este siglo postaugústeo, fue muy difícil ser "el primero"
en adaptar con éxito y rigor un nuevo género, por lo que el problema se resolvió con "un
volver sobre los pasos de Virgilio, Horacio u Ovidio" (como dicen algunos estudiosos, la
imitatio fue ganando terreno a la aemulatio como principio creativo). Esta tendencia,
marcada además por el pesimismo de aquellos que creían que sus antecesores habían
sido superiores, experimentó un cambio cuando, en tiempos de Vespasiano, algunos
autores comenzaron a mirar mucho más atrás de esa Edad de Oro, movimiento que
tendrá su culminación en tiempos de Adriano con los autores arcaizantes.
Como temían algunos moralistas tardorrepublicanos, el bienestar conseguido con
la estabilidad política convirtió a la sociedad romana en un conjunto de hombres y
mujeres amantes de la buena vida, dados a los placeres y apasionados por la literatura,
que fue considerada un bien más de consumo; en este período hay un mayor número de
personas que saben leer, están más formadas y que, por ende, aprecian la literatura o, en
el caso de que no la aprecien, al menos se interesan por los libros y por hacer gala de un
cierto barniz cultural, que se ponía de manifiesto con la construcción de lujosas
bibliotecas privadas y la adquisición de numerosos volúmenes.
Esta explosión de la literatura viene también confirmada por la práctica de las
recitationes públicas, el medio más efectivo para dar a conocer una obra antes de recurrir
a una edición escrita. Esta forma de difusión literaria imponía sus normas, pues el autor
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siempre había de tener presente que la primera forma de contacto con el texto era la
lectura en voz alta. Éste es otro factor más que explica la hegemonía de la retórica, pues
no en vano esa literatura tenía que cautivar sobre todo el oído de los lectores-oyentes; el
discurso o texto literario tenían que estar construidos para captar la atención del oyente
gracias a unos recursos que afectaban a la estructura de las partes, al contenido y, por
supuesto, a la forma, que se mimaba para conseguir, incluso en la prosa, una cuidada
cadencia. En la Roma imperial se organizaban lecturas públicas de textos poéticos y, por
supuesto, de textos prosísticos, como señala Plinio el Joven, que se defiende de aquellos
que le critican por leer públicamente sus discursos al aducir que nadie ponía en duda que
las obras históricas pudieran ser recitadas (ep. 7, 17).
El público impone sus criterios y los escritores se pliegan a sus exigencias; ello
explica la aparición o, quizás sería mejor decir, la expansión de nuevos géneros literarios,
que conviven con los tradicionales: ante la existencia de un buen número de lectores no
relacionados de manera directa con el mundo de la cultura, se observa el cultivo de
nuevos géneros menos ambiciosos, si se quiere, en sus pretensiones; de esa forma,
afloran la poesía de evasión, la historia reducida en biografías o por medio de epítomes,
tratados de culinaria, de juegos, obras eróticas, horóscopos, textos mágicos y cuentos. Es
el período del nacimiento de la novela con Petronio (muerto en el 65) y su Satyricon.
Este nuevo género literario, con su temática amorosa, de intrigas y de aventuras, llegó a
ocupar en las preferencias del público el espacio dejado por la épica. De esta manera,
entre este público heterogéneo que disfruta con la lectura, hay que destacar la
incorporación plena de la mujer, algo que ya empezó a notarse desde Ovidio, que
compuso su tercer libro del Ars amatoria pensando en esas lectoras femeninas (por no
citar sus Medicamina faciei femineae). Desde luego, ya en tiempos de Cicerón hubo
mujeres que mostraron su interés por la poesía, las doctae puellae, que pueblan los
versos de los poetae novi (como la Lesbia de Catulo) y de los elegíacos, mujeres capaces
de apreciar los poemas de sus amados e incluso de escribir sus propios poemas,
circunstancias que, por supuesto, continuaron en la generación siguiente; así, Marcial
alaba los poemas de una tal Sulpicia y el propio Plinio elogia las cartas escritas por la
mujer de su amigo Pomponio Saturnio.
Si el nuevo público masculino y femenino favoreció la creación de nuevos
géneros, también auspició la transformación de los géneros tradicionales llamados a
satisfacer nuevas exspectativas; de ese modo, cabe destacar, como ya se ha señalado, la
evolución experimentada por la oratoria, marcada por la ausencia de un verdadero
debate político. Como se vio en el caso del periodo augústeo, la práctica de la elocuencia
aún se oía en los tribunales de justicia (genus iudiciale) y, sobre todo, dado el carácter
escolar de la retórica y su sempiterna presencia, triunfó un nuevo tipo de discurso, la
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declamatio, apta para ser degustada por un público mucho más amplio y cuyo cometido
era principalmente deleitar enseñando o, podríamos decir también, enseñar deleitando.
Desde luego, los romanos más severos y tradicionales criticaron este uso diletante y
frívolo de la retórica, nacido en la escuela y con poca utilidad en términos relativos, como
lo pone de manifiesto Tácito en su Dialogus de oratoribus; sin embargo, ésta era la
oratoria que el público requería. Los declamatores, oradores o, si se quiere,
conferenciantes profesionales, se convirtieron en las grandes estrellas del momento:
podían llenar auditorios y teatros por su capacidad para hablar con amenidad de casi
cualquier tema (filosofía, literatura, política, gramática, etc.). Y éstos no sólo triunfaban en
Roma sino también en Grecia (este grupo de oradores fueron los hijos y creadores de la
llamada Segunda Sofística, que trajo un nuevo florecimiento literario, que triunfaría sobre
todo a comienzos del siglo II, en tiempos del emperador Adriano).
Dentro de los géneros oratorios tradicionales, la nueva época auspició el
desarrollo del genus demonstrativum en su faceta de laudatio, con la aparición de los
panegíricos a personajes importantes (Helvidio Prisco o Peto Trásea fueron honrados
con sendos panegíricos) o, lo más común, al Princeps, como el célebre Panegírico a
Trajano de Plinio el Joven, el verdadero creador de un género, reconocido como tal por
los panegiristas latinos del siglo IV. También hay que situar en este momento el
magisterio retórico de Quintiliano (ca. 30/5-ante 100), quien en su Institutio oratoria
aborda la formación del orador (ideal último al que se encamina la enseñanza, según este
autor) desde sus primeros pasos hasta alcanzar una completa formación intelectual.
Otro género literario que encuentra una explicación en las circunstancias socio-
políticas de la época será la epístola. De nuevo es Plinio el Joven (61-113) quien nos
ofrece la recreación de este género que había nacido, como tal género literario, en
tiempos de Cicerón. Éste se convierte en un medio adecuado para reconstruir una
autobiografía parcial de uno mismo y de su círculo de amistades; por otro lado, las cartas
permiten ofrecer pequeñas piezas llenas de encanto y belleza por la pulcritud y cuidado
con que están escritas. Otro género epistolográfico, el de la epístola filosófica, había
sido cultivado poco antes por Séneca, con sus Epistolae ad Lucilium, quien renovaba así
la práctica del escrito de clara intencionalidad propedéutica-moral, para el que
generalmente los latinos se habían servido del molde dialógico. Más allá de este tipo de
carta-tratado, las misivas de Plinio, auténticas y literarias al mismo tiempo, vendrían a ser
en prosa lo mismo que las Silvas de Estacio o los Epigramas de Marcial, dos creaciones
novedosas del momento y que respondían a un tipo de literatura apta para una clase
adinerada, de gente refinada y culta, que tenía en el entretenimiento diletante una de sus
máximas definitorias: se trata en definitiva de una literatura que se basa en lo cotidiano,
en lo sencillo como motivo de inspiración galante y erudita. A su lado, la preocupación por
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misma manera, Estacio (ca. 45-ca. 96) vuelve sobre el mito en sus poemas épicos,
aunque adquiere un nuevo giro al optar por mitos nuevos, como los del ciclo tebano. En
cuanto al género de la épica didáctica, también está presente con el poema de Manilio
sobre astronomía. En esta tendencia de continuidad con el periodo previo, la sátira
encuentra un hueco confortable de la mano de Persio (34-62) y Juvenal, muerto ya en
tiempos de Adriano.
Al lado de esta poesía seria, y en cierto sentido agotada, cobró fuerzas un tipo de
poesía ligera, divertida y cum mica salis. Esta sociedad refinada acostumbrada al
virtuosismo formal exigía una cierta renovación poética, que se inspirará en un
manierismo conceptual. De ese modo, cobró un nuevo auge el epigrama, que se
convirtió en la forma más refinada de búsqueda de la agudeza, del golpe de ingenio (algo
ya presente en tiempos de Nerón con el auge de las antologías o coronas de epigramas
griegos); así, en la época de Domiciano y Trajano, nos encontramos con el máximo
representante de este género, Marcial (ca. 40-103/104), que consideró su poesía como
un vehículo de distracción y un entretenimiento adecuado para la sociedad de sus días.
Otra novedad aparece de la mano de Fedro (ca. 15 a. C.-ca. 50), el primer autor latino en
adaptar el género de la fábula poética, representado por el griego Esopo (aunque este
autor había escrito sus fábulas animalísticas en prosa). De nuevo (al igual que en la
sátira), el motor es la crítica a la sociedad a través de la alegoría, con la que se muestra,
desde el punto de vista de un autor de origen muy humilde, los vicios que afean a los
poderosos.
aceptaron de buen grado a los cristianos, que desde el principio se negaron a admitir el
carácter divino del emperador, con lo que incurrieron en delitos de lesa majestad (algo
que ya había ocurrido en tiempos de Nerón o Domiciano, que llevaron una dura política
de represión contra este grupo religioso). La difusión del mensaje cristiano, primero entre
las clases más humildes y luego incluso entre las más poderosas, trajo consigo el
nacimiento de una nueva literatura escrita en latín, modelada una vez más sobre los
textos escritos en griego de los primeros Padres de la Iglesia. Frente a otras religiones,
los cristianos tenían la obligación de difundir su mensaje, que debía llegar a toda la
humanidad, a la que había que convencer a través del ejemplo y del diálogo. En estas
circunstancias, los cristianos se encontraron ante una doble necesidad: por un lado, la de
difundir su mensaje y convencer al mayor número posible de personas para que
aceptasen la conversión; por otro, la autodefensa ante un mundo que los veía como
enemigos peligrosos. En este contexto, el cristianismo imprimió una huella indeleble en la
vida de sus fieles, que debían actuar siempre conforme a sus nuevos principios y
creencias para dar testimonio de las mismas, lo que necesariamente influyó en la forma
de escribir de los escritores cristianos. Hay que hablar, por tanto, de la existencia de una
literatura cristiana que se desarrolló en función de tres cometidos distintos (aunque el
docere estaba siempre por delante de cualquier otra pretensión): la exégesis y explicación
de la propia doctrina, la difusión del mensaje cristiano y la apología ante los no creyentes.
Al principio, esta doctrina fue difundida por griegos o judíos helenizados, y la lengua para
la transmisión del nuevo mensaje fue, por supuesto, el griego. Sólo a finales del siglo II
comenzó a utilizarse el latín para estos fines, un latín que necesariamente hubo de volver
a mirarse en sus precedentes griegos. Nos hallamos una vez más ante unos primeros
pasos, titubeantes y que, en ocasiones, reflejan demasiado su dependencia de los
modelos previos (la influencia del griego es especialmente visible, por ejemplo, en el
léxico relativo a la liturgia: palabras como ecclesia, apostolus, episcopus o baptisma son
sólo un ejemplo de ese nuevo latín, que también sabe atribuir nuevos significados a viejas
palabras, como ocurre con virtus, beatus, benedicere o maledicere); a ello hay que añadir
un nuevo concepto de auctoritas, la Biblia, la palabra de Dios, que marcará una nueva
forma de retórica, que varía profundamente su concepción de la inventio -ya no será
válida un argumentación basada en silogismos que buscan lo verosímil-, como más tarde
explicará el gran San Agustín.
En estos primeros momentos, cobran fuerza géneros nuevos, como la
hagiografía, los acta martyrum, las Passiones, los escritos apologéticos y las
homilías, un nuevo tipo de discurso dirigido a los fieles (a este respecto, no está de más
recordar que también de esta época son los Evangelios escritos en griego). Una vez más,
las traducciones volvieron a sentar las bases de los nuevos desarrollos: a medida que el
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cristianismo se difundía más allá de las primeras comunidades judías, en cuyo seno se
habían recabado los primeros adeptos, se hizo necesario traducir al latín los textos
sagrados. Esta labor se inició con fuerza en el siglo II, con resultados diversos, pues
ahora la traducción se afrontó con el deseo de seguir al pie de la letra un mensaje que no
debía ser alterado ni un ápice. Ello dio origen a textos en los que se violaban las reglas
sintácticas tradicionales y se creaban un sinfín de nuevos términos especializados; se
trataba de un latín extraño, bárbaro, que más tarde causaría espanto en espíritus tan
refinados como el de San Agustín. En estos inicios, cabe destacar la obra de Minucio
Félix (floruit ca. 200-240), autor del Octavius, un diálogo de corte ciceroniano en que se
defiende a la nueva religión frente a los prejuicios de los paganos. También resulta de
gran importancia de labor de Tertuliano (ca. 160-ca. 225), considerado el verdadero
iniciador de la literatura latina cristiana y de la patrística occidental.
En el ámbito de la literatura latina no cristina, la apuesta de emperadores como
Adriano por la cultura griega trajo aparejado el triunfo de la llamada Segunda Sofística,
con su defensa de los modelos más antiguos, capaces de reflejar la pureza de la lengua
ática. En definitiva, nos hallamos ante un nuevo episodio de la vieja lucha entre antiguos y
modernos, en la que, en esta ocasión, triunfó la tendencia ya percibida durante el reinado
de Trajano de volver sobre los modelos más vetustos, aquellos que habían quedado
relegados por la imponente presencia de los autores áureos: escritores como Plauto,
Terencio o Enio se pusieron de moda y, con ellos, se impuso el gusto por el arcaísmo
como un valor destacado en la lengua literaria. Además, el griego volvió a estar muy
presente entre los escritores latinos, que, como Suetonio (autor a caballo entre el reinado
de Trajano y el de Adriano), Frontón (ca. 100-176) o el propio emperador Marco Aurelio,
decidieron escribir algunas de sus obras en esta lengua. Esta influencia de Grecia a
través de la Segunda Sofística supuso el auge de un renovado interés por la filosofía, por
buscar los orígenes y plantear nuevas soluciones a los problemas del hombre. En este
contexto, la literatura del periodo se caracterizará por el deseo de mostrar la erudición y
por un profundo retoricismo, percibido como un mecanismo adecuado para exponer por
escrito las graves tribulaciones del espíritu humano.
En el ámbito de la prosa, el género oratorio de la declamación (que había
cobrado fuerza en tiempos de Trajano) continuó su ascenso; así, cultivaron con éxito este
tipo de oratoria de salón autores como Apuleyo (floruit ca. 155) y Frontón. A la
historiografía le faltaron figuras de renombre y se inició la tendencia, de gran éxito en la
etapa siguiente, de confeccionar epítomes y compendios, como el que realizó Julio
Floro sobre la obra de Tito Livio, en el que destaca los episodios victoriosos y realiza la
comparación entre la historia de un pueblo y la vida de un hombre. Esta división nos
permite atisbar una cierta periodización de la historia romana, en la que la madurez
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revivir las tradiciones perdidas se manifiesta en obras como los Fescennini de Anniano
Falisco o los Lupercalia, recuerdo de las viejas fiestas de ese mismo nombre, de Mariano.
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cristianismo: para los escritores cristianos, la historia respondía a unos designios divinos,
por lo que el futuro era una meta, que no tenía carácter negativo como en los escritores
paganos admiradores rendidos de un pasado quizás demasiado lejano, pues con él
llegaría la instauración del reino de Dios en la tierra. Junto a esta reflexión histórica, los
cristianos escribieron también biografía de los santos, la hagiografía, en la que el relato
de los tormentos sufridos cobraba un especial significado. En manos de los cristianos, el
viejo género de la biografía adquirió nuevos desarrollos al crear el prototipo de nuevos
héroes, capaces de superar con creces los méritos de los héroes paganos, que
afrontaban aventuras y desventuras en clave novelesca, como la famosísima Vita Martini
de Sulpicio Severo, ya en el siglo IV. A medida que los cristianos fueron haciéndose con
las herramientas retóricas y elaborando sus propios modelos literarios, en el siglo IV
surgió una nueva historia, que atendía como punto de contraste al mundo pagano,
gracias a San Jerónimo (ca. 347-420), ciceroniano confeso, autor de una crónica en la
que las noticias históricas iban trufadas de datos de carácter literario. Esta tendencia se
asienta con su Vita de hominibus illustribus, en que, a la manera de Suetonio, recogían
las vidas de 113 escritores cristianos. Esta contraposición entre mundo cristiano y mundo
pagano se hizo más aguda en manos de San Agustín en su De civitate Dei, donde, con
su habitual carácter polemista, afirmaba que la Ciudad Terrena, representada por la Res
publica romana, estaba abocada al fracaso frente a la Ciudad Divina, representada por el
Iglesia y nacida por voluntad divina.
Mas los cristianos no sólo cultivaron estos géneros que tenían un engarce claro
con la tradición pagana, pues siguieron fieles a su propia tradición, la de la literatura
apologética, iniciada con fuerza a partir del siglo III durante las persecuciones, que se
mantuvo ante los ataques a los que fue sometida esta religión en distintos momentos
desde fuera, por parte de sectores nostálgicos que veían a los cristianos como culpables
de las desgracias venideras, y desde dentro, en el caso de las heregías. Como antídoto
ante esas desviaciones, surgieron numerosos escritos con un fuerte cariz polemista, que
hizo recuperar una práctica retórica ya caída en el olvido.
Por lo que se refiere a la poesía cultivada fundamentalmente en el siglo IV, se
constata una gran influencia de la poesía de la época augústea (como no podía ser de
otro modo por su valor simbólico y por su condición de textos escolares) y de la poesía
de los novelli, objeto ahora de estudio y admiración. Dichos modelos ejercieron su
influencia por igual sobre los autores paganos y los cristianos. Se trata de una poesía
en que domina el sentimentalismo, un léxico con sabor arcaizante y el mito, un medio
efectivo para recordar el pasado esplendor de Roma. Como en la época previa, los
autores hicieron gala, cada vez que se les ofrecía la posibilidad, de su virtuosismo
poético, su dominio de los recursos retóricos y de los juegos métricos, con la
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