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INDICE

I. LA REVELACIÓN DEL MISTERIO TRINITARIO ............................................................................... 4

1. Antiguo Testamento .............................................................................................................. 4

2. Nuevo Testamento ................................................................................................................ 6

II. HISTORIA DE LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA DEL DOGMA TRINITARIO .......................................... 9

1. El dogma trinitario en la patrología antenicena.................................................................... 9

2. El dogma trinitario en la patrología postnicena .................................................................. 13

3. Teología trinitaria en san Agustín ....................................................................................... 16

4. Teología trinitaria en el medievo ........................................................................................ 18

III. DEFINICIÓN DEL DOGMA DE LA TRINIDAD ............................................................................ 22

1. La profesión de fe bautismal ............................................................................................... 22

2. Los Símbolos de la fe ........................................................................................................... 23

3. Oraciones y doxologías........................................................................................................ 25

4. Los errores y herejías .......................................................................................................... 26

5. El Concilio de Nicea ............................................................................................................. 28

6. Nuevos errores y nuevas fórmulas trinitarias ..................................................................... 28

7. La cuestión del «Filioque» ................................................................................................... 30

8. Declaraciones posteriores ................................................................................................... 31

BIBLIOGRAFÍA DE LA ASIGNATURA ............................................................................................. 33


INTRODUCCION

Esta asignatura contempla el Misterio de Dios desde una perspectiva histórica y


sistemática. Consiste en desarrollar una síntesis teológica del misterio del Dios Uno y
Trino. Partiendo siempre de la plenitud de la Revelación de Dios en Cristo (Antiguo y
Nuevo Testamento), de la Tradición viva y de las grandes aportaciones de la teología,
desarrolla una exposición sistemática del misterio trinitario. Se hace especial hincapié
en la dimensión salvífica de la autorrevelación de Dios y en la intervención de la
Trinidad Beatísima en la historia de la salvación.

Según Jean Daniélou, «Orígenes decía que siempre es peligroso hablar de Dios. Es
cierto que todo lo que decimos de Él nos parece en seguida insignificante, en
comparación con lo que Él es. Y entonces tememos que lo que digamos de Él, más
que manifestarlo, lo oculte, y constituya más un obstáculo que una ayuda»1. Sin
embargo, hablar de Dios se nos presenta como una tarea a la cual no podemos
renunciar. Si la teología es, en efecto, la búsqueda de la inteligencia de la fe ―fides
quaerens intellectum― necesariamente tendremos que hablar de Dios. El problema
parece estar centrado no en el hecho mismo de hablar de (sobre) Dios, sino más bien
en cómo lo hacemos2 y cuáles son las pre-concepciones3 que sobre él tenemos o
imágenes que nosotros mismos nos hemos construido y que nos impulsan a hablar de
Dios de un modo determinado.

Nos preguntamos, entonces, por la imagen de Dios que nos hemos ido forjando a lo
largo de nuestra vida. Esta es la motivación fundamental de este escrito: redescubrir o
descubrir, si fuere necesario, corrigiendo nuestras pre-concepciones, el verdadero
rostro de Dios, el Dios de Jesucristo.

Nos hacemos la siguiente pregunta: ¿acaso conocemos a Dios? La respuesta es


afirmativa: sí, le conocemos. Y, sin embargo, tenemos que asumir que por culpa del
pecado original ―junto con nuestro pecado personal, además de nuestra limitación
creatural― dicho conocimiento es imperfecto, deficiente e inacabado. Imperfección o

1
J. Danielou: Dios y nosotros. Cristiandad, Madrid 2003, 39.
2
Con palabras de W. Kasper: «la pregunta es ahora cómo podemos hablar sobre Dios de modo
inteligible en esta situación», en El Dios de Jesucristo. Sígueme, Salamanca 2001, 23. Esto es, la situación
del mundo actual donde Dios ya no es tan evidente.
3
Sobre el problema hermenéutico y la valoración de las pre-concepciones respecto de un texto o un
pensamiento determinado, y que en este caso habría que aplicar al «misterio de Dios», véase H.-G.
Gadamer: Verdad y Método I. Sígueme, Salamanca 1977, 333; M. de la Maza: «Fundamentos de la
filosofía hermenéutica: Heidegger y Gadamer». Teología y Vida XLVI (2005), 133.
deficiencia que se manifiesta, entre otras cosas, en las falsas concepciones de Dios, y
que en la práctica se traducen, por ejemplo, en la dificultad para establecer un diálogo
amoroso con él por medio de la oración, o bien, en la dificultad para pedir y recibir el
perdón de Dios, con el siempre latente y desordenado deseo de querer merecer
personalmente antes que aceptar la gratuidad de la misericordia de Dios.

¿Dónde, pues, encontrar el auténtico rostro de Dios? Leyendo los evangelios sabemos
que el único que nos puede mostrar el verdadero rostro de Dios es su Hijo Jesucristo,
pues, «sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» conoce bien al Padre
(Mt 11,27; Lc 10,22). El diálogo entre Jesús y Tomás, que el cuarto evangelio ha
registrado, es la respuesta: «Tomás le dijo: ―Pero, Señor, no sabemos adónde vas,
¿cómo vamos a saber el camino? Jesús le respondió: ―Yo soy el camino, la verdad y
la vida. Nadie puede llegar hasta el Padre, sino por mí. Si me conocieran, conocerían
también a mi Padre» (Jn 14,5-7). Siguiendo esto último, bien podemos afirmar que la
cristología es la llave o clave que nos permite acceder al misterio de Dios, y en este
caso, el Dios de Jesucristo. Usando un lenguaje matemático, nos atrevemos a decir
que el conocimiento del misterio de Dios es directamente proporcional al conocimiento
del misterio de Jesucristo. ¿Qué camino tomar, entonces, para acceder al misterio de
Dios? Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Sólo él puede decirnos quién
es nuestro Dios.
I. LA REVELACIÓN DEL MISTERIO TRINITARIO

Al conocimiento de la Trinidad no podemos llegar directamente, ya que «nadie ha visto


nunca a Dios: sólo el Hijo único que está en el seno del Padre nos lo ha hecho
conocer» (lo 1,18). Fue el propio Hijo de Dios quien nos introdujo en el misterio divino.
La revelación de la Trinidad es algo específico del N. Testamento (NT); en el A.
Testamento (AT) hay sólo insinuaciones o, por mejor decir, indicios que, a la luz de la
revelación del N. T. y según las interpretaciones de los Padres a algunos pasajes,
pueden tomarse como gérmenes de explicitación de lo que es la misteriosa vida
divina.

1. Antiguo Testamento

Diversos Padres de la Iglesia han querido ver en los textos en que se emplea el plural
con relación a Dios (especialmente en los textos del Génesis que narran la creación) y
en algunas teofanías un preanuncio de la Trinidad. No parece, sin embargo, que ahí
se encuentre una insinuación del misterio (se trata más bien de un plural mayestático);
de modo que los comentarios patrísticos deben ser interpretados como
acomodaciones hechas a la luz del N. Testamento. Más importancia tienen, en
cambio, los textos veterotestamentarios sobre la paternidad divina, sobre la palabra y
sabiduría de Dios y sobre el espíritu.

a) La paternidad divina. Dios se desvela a lo largo de la historia de la salvación como


bueno y generoso. De ahí que sea llamado Padre y que tanto los individuos como el
pueblo de Israel sean llamados hijos. En el A. T. se prepara la revelación de la
paternidad divina, proclamando a Dios padre de todos los hombres y en especial del
pueblo elegido (Ex 4,22); verdad ésta expresada y predicada especialmente por los
profetas (Os 11,1; Jr 31,20; Is 63,16; 64,8). También los jefes del pueblo israelita son
llamados hijos de Yahwéh (Ps 89,27-28; 2 Sam 7,14). La revelación de la misericordia
y del amor divinos lo hacen conocer próximo y cercano «padre de los huérfanos y
protector de las viudas» (Ps 68,5-6), de una bondad y amor que supera toda justicia.
La proximidad y el amor de Dios se expresa en muchos lugares (cfr. Dt 4,7; Sal
145,18; Jr 23,23; Sal 119,151). Se anuncia además que en la era mesiánica esa
proximidad llegará a su culmen con el Emmanuel, o Dios con nosotros (Is 7,14; 8,8).
Dios es no sólo el creador que sostiene el mundo, sino el salvador: el justo implora al
Padre todopoderoso para obtener el socorro (cfr. Tob 13,4; Sap 2,16-17; 5,5; 14,3).
De esa forma el A.T. nos conduce a comprensión de la paternidad divina sobre la que
se levantará la revelación que se nos hace en el Nuevo: esa paternidad divina
manifestada en la historia no es más que el reflejo de una paternidad mucho más
honda propia de la vida misma de Dios.

b) La palabra. Cuando el A. T. se refiere a la palabra, y de modo especial a la palabra


de Dios, da al término un sentido activo. Es ahí que la refiere de un modo especial a la
creación: por medio de la palabra Dios crea las cosas (cfr. Gen 1,19.24). El salmo 33,6
dice: «Por la palabra de Dios han sido hechos los cielos, por el soplo de su boca, toda
su armada»; expresiones que recoge S. Juan en el prólogo de su Evangelio cuando se
refiere al verbo o palabra diciendo que «Todo ha sido hecho por Él y sin Él nada se ha
hecho de todo lo hecho» (lo 1,3). Esa eficacia creadora de la palabra se manifiesta en
que, como dice el profeta Isaías, opera cuanto anuncia o expresa, existiendo en ella
como una identidad entre decir y realizar: «Como la lluvia y la nieve descienden del
cielo y no retornan hasta que no hayan abrevado y fecundado la tierra y la hayan
hecho germinar, así ocurre con mi palabra que sale de mi boca: no torna a mí sin
efecto, sino que ella ejecuta lo que yo he querido» (Is 55,10-12).

Las palabras de Yahwéh en el Sinaí son legislación, mandatos y mandamientos, y, por


tanto, algo que guía a Israel. En el Dt la «palabra» es descrita como revelación y como
ley, a la que remiten las aplicaciones prácticas hechas por los profetas, poniendo de
manifiesto que la fidelidad mayor o menor a la misma palabra es lo que da vida o
muerte, porque la palabra da vida y resucita y su silencio es privación de la vida
misma. En los libros sapienciales la palabra es identificada con la sabiduría de Dios
Padre, que está con Él antes del principio de todas las cosas. Es personificada sobre
todo en los Proverbios. Esa palabra o sabiduría aparece descrita como engendrada
antes de la creación (Prv 8,22), como hablante y preexistente al mundo (Ecclo 24,14),
como dotada de vida y amor y llena de dones (Sab 7,22 ss.). Los textos son fuertes,
pero no llegan nunca a afirmar una realidad personal distinta de Dios Padre, sino sólo
una personificación de algún atributo de Dios. Será Cristo quien, al darnos a conocer
su divinidad, nos llevará a releer todos esos textos proyectando sobre ellos una luz
nueva.

c) El espíritu. Del espíritu (rúah) se habla desde el versículo segundo del Génesis
como fuerza creadora y suscitadora de vida. Dios opera por su espíritu, por su virtud, y
opera tanto en la vida física (Gen 1,2; 2,7; Ps 104,3), como en la vida religiosa. A él se
le atribuye siempre lo que hacen los jefes del pueblo o su entusiasmo en llevar
adelante las empresas trazadas (cfr. Jdt 3,10; Jue 6,34; 14,5,19; 15,14-15). Algunos
reciben el don de Dios como una especie de espíritu permanente y que les da fuerza y
los mantiene siempre fieles y firmes en su misión, es el caso de José, de Moisés, de
Josué, de David, de Eliseo, etc. También la vida moral recibe su fuerza a través de ese
espíritu; y de él se dice que se derramará para restaurar el orden moral con ese
corazón nuevo que, en la era mesiánica, será dado al pueblo (cfr. Is 32,15; Jer 31,31-
34; Ez 25,27). El Mesías estará lleno de ese espíritu, y el espíritu será derramado en el
tiempo mesiánico. En todos esos textos se nos habla de la virtud misteriosa y oculta y
potentísima de Dios, pero todavía sin revelarnos a la tercera persona de la Trinidad.

2. Nuevo Testamento

a) Dios Padre y Dios Hijo. Cristo recoge el mensaje del A. T. sobre la paternidad
divina, dándole una ulterior hondura, manifestando el amor de Dios hacia los hombres
y la necesidad de que éstos se vuelvan a Dios con amor y fe. Así la oración ha de
dirigirse al Padre, en lo secreto del corazón (Mt 6,6; Mc 11,25); hemos de invocarle
como a Padre nuestro (Lc 11,1-13), poniendo en Él toda nuestra confianza (Lc 12,22-
23); esta filiación es condición de la entrada en el reino (Mt 18,3), etc. El Dios de los
cristianos es, con toda hondura, Padre.

A la vez, otra serie de textos nos hablan del Padre no como «Padre nuestro», sino
como «Padre de Cristo». Existen relaciones especiales entre el Padre y el Hijo, Cristo
mismo (Mt 11,37). Dios Padre ama a Cristo, y así lo repite Él muchas veces (Jn 3,35;
5,20; 10,17; 15,9; 17,23-24.26). Jesús quiere además que el mundo conozca que Él
ama al Padre (Jn 14,31) y que el Padre le ama (Jn 17,23), que sepa del amor eterno
del Padre al Hijo antes de la constitución del mundo (Jn 17,24). Porque el Padre ama a
Cristo,'no tiene secretos para Él (Jn 5,20) y le da todo poder (Jn 3,35), entregando
Cristo a su vez la vida por los demás, amándolos hasta el extremo (Jn 10,17).

La manifestación de las especiales relaciones del Hijo, Cristo, con el Padre vienen
entremezcladas con la Revelación que Cristo hace de su propia divinidad.
Inicialmente, para no chocar con el monoteísmo de los judíos, va revelándola poco a
poco a través del recalcar su dignidad eminente (Mc 1,41; Mt 8,7); del operar la
remisión de los pecados, efecto que sólo puede realizar Dios (Mc 2,5.10); del
declararse superior al sábado y a la Ley, regulándola, dándole nuevo sentido por el
amor (Mc 2,8), y corrigiéndola en una nueva y más profunda orientación ética
decididamente personalizante (Mt 5); etc. Luego procede a declaraciones más
explícitas. Se llama Hijo de Dios en la confesión de Pedro (Mt 16,16) y en su propia
confesión ante el pontífice (Lc 22,66 ss.); a los que se unen esos otros lugares en los
que aparece como Mesías e Hijo de Dios Padre: los ya mencionados y otros más, y
los numerosos textos del evangelio de S. Juan, especialmente abundante a este
respecto (cfr. especialmente Jn 10,22-39).

b) El Espíritu Santo. Del Espíritu se habla con profusión desde el inicio de los
Evangelios. Aparece en la Anunciación, narrada en Lc 1,35, como virtud operativa de
Dios sobre María. En el bautismo de Jesús inaugura Él la vida pública del Hijo (Mc 1,9-
11). Y una vez iniciada esa vida pública, el Espíritu interviene constantemente en ella;
contradecir la obra de Cristo es blasfemar contra el Espíritu (Lc 12,10), y a quienes
confiesen a Cristo, los asiste el Espíritu (Lc 10.11-12). Los Hechos de los Apóstoles
describen la obra del Espíritu en la historia de la expansión del cristianismo primitivo,
debiéndose a Él el progreso de la predicación cristiana. Así como la historia de Israel
iba siempre empujada y guiada por la virtud de Yahwéh, la historia de la nueva alianza
la conduce y empuja el Espíritu: Él dirige la Iglesia según la promesa de Jesús (Hch
1,8). Todo es atribuido al Espíritu, a partir del hecho fundamental de Pentecostés (Hch
2,14), con el cual se cumplió en la Iglesia la efusión del Espíritu con el don de lenguas
y el fuego como una de las manifestaciones de Dios (Joel 3,13; Hch 2,14-17). En torno
al don de lenguas se manifiesta la unidad de todo el pueblo nuevo y en especial de los
reunidos allí (Hch 2,4; 4,31). El don del Espíritu Santo da la fuerza del testimonio (Act
1,8; 9,31), y parece que no puede darse un testimonio extraordinario sin esa fuerza del
Espíritu, sin estar llenos del Espíritu (Hch 4,8; 7,35); a ello se refiere también la
expresión «obrar bajo el influjo del Espíritu Santo» (Hch 6,33; 9,17; 11,24.28; 13,932).
Y «resistir al Espíritu Santo» quiere decir no cumplir la voluntad de Dios, sobre todo la
manifestada por la Ley (Hch 7,51-53).

Especialmente importantes para poner de manifiesto su personalidad, y su distinción


del Padre y del Hijo, son los textos de la promesa del envío del Espíritu que recoge el
Evangelio de S. Juan (Jn 14,15-17; 15,26; 16,14). En otros textos no está tan claro que
sea una persona distinta, sino que parece hablarse más bien del don de un espíritu o
fuerza divina (Hch 8,15; 10,44-47; 15,8; 19,2). Su personalidad se manifiesta más de
cerca cuando se habla de impulso interior (Hch 16,6-7; 20,22) o de advertencias y
dirección (Hch 20,23; 21,4.11). A veces -y esto es lo más interesante- se le coloca al
mismo nivel que otra persona cualquiera (Hch 5,32; 15,28), o se dice que habla (Hch
10,19), o que manda a evangelizar (Hch 13, 2,4). No menos significativas son las
expresiones de S. Pablo, sobre todo en 1 Cor, en que habla de la obra del~ Espíritu en
nosotros, siendo o deviniendo templos suyos (1 Cor 3,16; 6,19). Está en relación con
la fe y con los carismas (1 Cor 12,341) y es principio de unidad en la Iglesia a partir del
bautismo de los cristianos (1 Cor 12, 13), jugando un papel capital en la obra de la
justificación (1 Cor 6,1). En Gal se afirma que tiene el poder de darnos la filiación
divina y hacérnosla sentir (Gal 4, 6-7); el que tiene el Espíritu está libre del peso de la
Ley y posee la verdadera libertad (Gal 5,18-23). Lo mismo podríamos decir de Rom,
donde el amor y el Espíritu vienen puestos en relación (Rom 5,5), y el Espíritu Santo
es afirmado como principio de resurrección (Rom 8,11) y como aquel que da
testimonio de la herencia celestial correspondiente a la filiación (Rom 8,14-17; cfr. 2
Cor 1,22;5,5)

c) Las fórmulas trinitarias. En los Evangelios encontramos, aunque no sean


propiamente fórmulas trinitarias, en primer lugar las manifestaciones de la Trinidad en
la Encarnación (Lc 1,30-33 y 35), en el Bautismo de Cristo (Mt 3,16-17) y en la
Transfiguración (Mt 17,5). Fórmula trinitaria por excelencia es el texto de Mt 28,19: «ld
por todo el mundo y enseñad, bautizando en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo». Algunos autores han puesto en duda la autenticidad de este texto,
intentando atribuirlo a una creación muy tardía de la comunidad cristiana; pero debe
darse por cierto que es auténtico y que es además una fórmula de uso litúrgico
bautismal.

Fórmulas trinitarias, con distinto valor y significación son particularmente frecuentes en


las Epístolas de S. Pablo. Algunas son profesiones de fe hechas por el Apóstol al
iniciar sus Cartas; otras son expresiones nacidas o empleadas en el uso litúrgico. Así
encontramos fórmulas trinitarias en 1 Cor 12,4-6; Rom 1,14; Gal 4,6; Ef 1, 3-14; Tit 35-
7; podría considerarse también como tal, si el amor es característico del Padre, la
fórmula de Filp 2,1. Citemos por entero una de las más significativas: «La gracia del
Señor Jesucristo y la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sean con
todos vosotros» (1 Cor 13,13). Referencias a la operación de las tres Personas en la
santificación de los hombres aparecen también en 1 Pe 1,2, y con un epíteto para
cada Persona en Ap 1,43.
II. HISTORIA DE LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA DEL DOGMA TRINITARIO

La Trinidad Beatísima es una verdad que trasciende nuestra razón y que sólo puede
ser conocida por Revelación. Dios, que había ido preparando esa revelación a lo largo
del A. T., la manifestó en Cristo. Nuestro Señor al dar a conocer su propia divinidad y
su condición de Hijo del Padre, y al hablarnos del Espíritu Santo, igual a Él y al Padre
en poder y dignidad, realizó esa Revelación. La palabra de Cristo, así como las
expresiones inspiradas que sobre la Trinidad se encuentran en los escritos del N.
Testamento, constituyen regla de fe para el cristiano. Es claro, sin embargo, que al
intentar predicar y explicar ese dogma, y al exponerlo en otros idiomas, los cristianos
tenían que realizar un esfuerzo para encontrar palabras y explicaciones que
transmitieran fielmente la verdad revelada. La inefabilidad del misterio hace ver que se
trata de una tarea difícil; no es por eso extraño que a lo largo de la Historia, no todos
los intentos de explicación del dogma trinitario, sean felices, y que a veces surjan
términos que no consiguen expresar adecuadamente la fe. Pero no deben
sorprendernos, pues los dogmas poco a poco se han ido definiendo.

1. El dogma trinitario en la patrología antenicena

En la historia del dogma trinitario comprobamos con una especial intensidad el choque
y posterior diálogo de la cultura griega con la judeocristiana. Lejos de pensar, como
han afirmado determinadas teologías protestantes liberales, modernistas y
centroeuropeas, que hubo una helenización del cristianismo; pensamos que los
cristianos, en su diálogo con la cultura del momento, respondieron deshelenizando el
neoplatonismo con el dogma trinitario. Los Santos Padres cristianizaron los elementos
de la cultura griega. La dogmática cristiana no es fruto de la filosofía griega, y es que
los cristianos de los primeros siglos dialogaron con la cultura helénica, pero no
cedieron, ni perdieron su fidelidad a la fe revelada por Cristo. La Trinidad no es un
invento cristiano, tal y como se ha querido afirmar, es fruto de la revelación de Cristo, y
explicitado contra y frente a la cultura helénica, que desarman en sus expresiones y
contenidos.

La Trinidad en los Padres apostólicos no está explicada más que lo referido en las
Escrituras. Constatamos como la comunidad cristiana vivía su fe trinitaria en la liturgia,
tal y como nos indica la Didajé, donde aparece la referencia pastoral y simbólica
trinitaria constantemente. El bautismo se hará en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, en una triple inmersión y ablución. También es interesante la mención
en la carta de Clemente a los Corintios, en la que, ante los problemas de esa
comunidad, hace un interrogante retórico de si no tenemos un solo Dios, un solo Cristo
y un solo Espíritu de gracia. Es un modelo para la vida eclesial la vida comunitaria,
semejante a la Trinidad. El Espíritu Santo es ya santificador de la Iglesia, es fuente de
la paz, es el que guía y mueve a los ministros de Dios para perdonar los pecados y a
los Apóstoles. La Iglesia está guiada e impulsada por el Espíritu Santo. San Ignacio de
Antioquía mantiene también ese esquema Trinitario aplicado a la vida eclesial,
recomienda la unidad de la Iglesia según el modelo del Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Está usando la cristología pura de San Juan, al que cita preferentemente en sus
cartas. Estamos en un contexto profundamente antignóstico, de ahí que llame a Jesús
"logos de Dios", venido en carne. La carta a Bernabé indica como el Espíritu inspiró a
los profetas y preparó a aquellos a través de los cuales Dios nos llama. Es una
cristología pneumática. Su esquema es creacional, de hecho aparece el diálogo entre
el Padre y el Hijo, "hagamos al hombre a imagen y semejanza", en una línea
preexistente del hombre.

La Didajé está centrando la Trinidad en un contexto bautismal, San Ignacio en lo


eclesial y Bernabé en lo creacional. Los tres mantienen la firme convicción en la una fe
trinitaria, aunque no han desarrollado propiamente el dogma, la explicación sobre el
misterio de Dios Trino. Su contexto se lo impide, centrándose en otros problemas más
acuciantes.

Desde el siglo II y más en el III, nos encontramos con la teología de los Padres
apologistas. Arístides, San Justino, Taciano, Atenágoras, Tertuliano u Orígenes,...
todos ellos mantienen la repetición del esquema bautismal, en cuya profesión de fe
repiten y mantienen. Se bautiza en el nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cuando
hablan de Dios, no olvidemos que estamos en un ambiente antignóstico, lo hacen
desde una trinidad económica, por eso sus expresiones nos parecen hoy algo
desafortunadas, estamos iniciando una explicitación del Misterio y esto produce
problemas. Tienden a hablar de la Trinidad desde lo dinámico, lo económico y no
desde lo inmanente o las relaciones de unos y otros. Por eso la terminología que
emplean es estoica y platónica, incompleta para nosotros y errónea, es una referencia
constante al logos. En estas comunidades hay unos ataques constantes por parte de
los filósofos, y se defienden usando un lenguaje semejante al estoico y platónico.
Hablan de logos, de la palabra como analogía trinitaria, palabra que inspira las
Escrituras y que se encarna. La palabra no es pronunciable sin el Espíritu. Además
añaden los conceptos de fuego y luz, como los estoicos. La expresión "luz de luz", se
está elaborando ahora, del fuego sale el fuego, "es lo mismo pero es distinto, no
pierde nada de sí".

San Justino habla en sus apologías de las semillas del logos, en todos los hombres
habría algo de verdad, de semilla del logos, pero no hemos conocido verdaderamente
y en plenitud esto, hasta que esa sabiduría se ha encarnado en Jesucristo. No hay
más verdad real que Jesucristo. En su "Diálogo con Trifón" pone de manifiesto como el
Hijo estaba con el Padre antes de todas las criaturas. San Justino está deshelenizando
el platonismo, porque aquí el logos es Unigénito, y además se ha encarnado.
Estoicamente tiene analogías lingüísticas porque usa logos y luz, "cuando proferimos
una palabra engendramos una palabra pero no amputamos la palabra, igual que un
fuego enciende otro fuego, creamos una palabra sin que sufra otra palabra interior".
Los neoplatónicos afirmaban que todo lo creado son participaciones de las
percepciones del sumo bien, el hombre es una participación suprema de la percepción
divina. Para los cristianos no hay emanación cuando hablamos del Hijo, sino que es
engendrado, es generado sin perder nada de si, como una llama otra llama, un fuego
otro fuego, una luz otra luz. Estas ideas se repetirán en nuestro credo.

Taciano utiliza también un lenguaje semejante deshelenizando, al igual que Teófilo de


Antioquía, que dice que "engendró este logos proferido, primogénito pero sin ser el
Padre vaciado de logos, engendrándolo y uniéndolo al logos. Es Hijo de Dios, no como
hijo de los dioses, sino según una nueva verdad, el logos existe por siempre, es eterno
en el corazón de Dios". El "logos proforicos" del estoicismo es el logos engendrado
eternamente en el Padre, han usado el mismo lenguaje, pero lo cristianizan.

En la liturgia el esquema trinitario se mantiene en estos siglos, tanto para el bautismo


como la Eucaristía, es constante. Ya está presente el triple "Santo" hagios, de la
Eucaristía y las alabanzas doxológicas trinitarias, manteniéndose la premisa que
domina la liturgia: "lex orandi, lex credendi", se cree y se vive lo que se celebra.

El principal teólogo, defensor y luchador contra los gnósticos es San Ireneo de Lyon.
Atiende a un Cristo mediador y recapitulador de la creación. Es la teología del
intercambio, Jesucristo se hace hijo del hombre, para que los hombres nos hagamos
hijos de Dios, se hace obediente para que obedezcamos nosotros a Dios. Así inaugura
una nueva humanidad. Insistirá en la unidad radical de Dios, para desde ahí proponer
la Trinidad, la mediación de Cristo, encarnado y antes engendrado.

En el siglo III se van gestando, dada la confusión del lenguaje y la interpretación


helénica de los textos bíblicos, algunas herejías trinitarias y cristológicas tanto en
oriente como en occidente. Examinamos el subordinacianismo o adopcionismo (en
Oriente), y el monarquianismo (en Occidente), que provocarán la necesidad de
elaborar un Símbolo común para al fe, un credo.

Estas desviaciones afirman sustancialmente que el Hijo es inferior al Padre, es decir,


Jesús es un hombre que recibió en el bautismo el atributo o fuerza divina, es un
hombre superior pero no divino Al igual que indicaban en ese momento los grupos
gnósticos: Jesús era hijo adoptivo de Dios. En éste planteamiento la comprensión
trinitaria se resiente.

Las teorías adopcionistas fueron condenadas por la Iglesia afirmando que el Logos y
el Padre eran "homousiou", de igual sustancia o naturaleza. La vertiente modalista o
sabeliana, indicaba que Dios era una sola persona, una pero con tres modos diversos
de aparecer. Así, explicaban que Dios como creador y legislador le llamamos Padre,
como redentor lo llamamos Hijo, y como santificador e inspirador lo denominamos
Espíritu Santo. Son tres modos, no tres personas distintas como luego se afirmaría.

En la creación de un lenguaje más adecuado, es definitivo para Occidente Tertuliano.


Estamos ante un interesante autor cristiano, que si bien no aterriza su teología, es
determinante para acuñar una terminología nueva para la Iglesia Occidental. Para
definir la Trinidad dice: "tres personae unius divinitatis", tres personas una divinidad.
La idea que tiene Tertuliano de persona no es exactamente la que le damos nosotros
hoy Persona es aquí máscara, aspecto, pero es decisivo su lenguaje. En su afirmación
indica que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres unidos, coherentes,
cohesionados unos del otro. Otro autor como Hipólito de la Iglesia occidental, vuelve a
la insistencia en una analogía, para afirmar de nuevo la "luz de luz".

El último autor de esta Iglesia antenicena que mencionamos es Orígenes, que es


determinante para la teología posterior. Su terminología es confusa y poco clara para
lo intraeclesial, pero de cara al platonismo de Plotino será decisivo. Deshace el
modalismo, no ve las tres hipóstasis, afirmando que el logos es eternamente
engendrado por el Padre. El Padre sería el no engendrado, en su trascendencia
absoluta, el Hijo sería el logos intermedio, engendrado eternamente, tiene una
divinidad derivada, como un segundo Dios. El Espíritu Santo es aquí también eterno y
superior a todas las cosas, procede del Padre por el Hijo santificador, proporciona la
materia de los dones de Dios. Es como una fuente que mana de Dios Padre. Está
usando el lenguaje dominante de la teoría de la participación de Plotino. Orígenes
hace posible hablar mejor de la Cristología y la Trinidad, dota de lenguaje, aunque
comete el error de separar excesivamente la hipóstasis del Hijo y la del Padre, solo se
debería, en su concepción, adorar al Padre, afirmando que al logos engendrado le
debemos veneración.

Lo obvio de éstos siglos de teología es que se está acuñando un lenguaje


imprescindible que exprese bien lo que se está creyendo. No olvidemos, de todas
formas, que la Iglesia sigue celebrando en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu, el
problema está en aclarar y definir quién y como es cada uno, sin romper la fe de la
Iglesia. El choque está, no pocas veces, en compaginar un lenguaje y cultura hebrea,
en la que está escrito el Evangelio, con el lenguaje y cultura helénica, propio del
mundo al que pertenecen. Necesitan nuevas palabras y nuevos conceptos que no
existían en la cultura helénica, y que el mundo hebraico no desarrolló de forma
abstracta. El tiempo lo proporcionaría.

2. El dogma trinitario en la patrología postnicena

El Concilio de Nicea del 325 d. C. supuso un punto y aparte en los planteamientos e


intentos de definir la fe trinitaria y cristológica. Hasta ese momento, el diálogo interno
no había llegado a la confrontación, apenas algunas diferencias culturales y el rechazo
absoluto del gnosticismo con características cristianas. El problema ahora será la
búsqueda de una expresión dogmática que, sin deteriorar la verdad de Dios, satisfaga
a la Iglesia universal. En estos intentos, hay ejemplos de errores, de controversias y de
dudas sobre las palabras.

El primer gran problema lo suscita el sacerdote egipcio Arrio, para quien: Dios Padre
en la Escritura es eterno, omnipotente e inmutable, el logos encarnado dice que nació,
que es engendrado, sufrió y murió en la cruz, luego es de naturaleza mudable. La
conclusión es clara, el inmutable según la naturaleza y el mutable según la naturaleza,
no pueden ser de la misma naturaleza, no son "homousiou". Deduce Arrio que el
Padre y el Hijo son de naturalezas distintas, el Padre el Dios, pero el Hijo es hombre,
el logos es criatura, fue creado y no es consustancial al Padre por ser mudable. La
Trinidad queda trastocada, no es un Dios en tres personas, sino que es el Padre
únicamente Dios.

El Concilio de Nicea del 325 es convocado para resolver esta polémica y determinar
cuál es la naturaleza del Hijo. No logra resolverlo del todo, pero pone los cimientos y
las bases para seguir avanzando en la explicitación del misterio trinitario. Nicea
afirmará que el Hijo es consustancial al Padre, es "homousios tou patri", exactamente
lo contrario que había afirmado Arrio. La explicación la conocemos porque se basa en
el lenguaje del estoicismo platónico, "Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios
verdadero", significa que son una misma divinidad, una misma cosa. Sigue el Concilio
afirmando: es Unigénito, "monogenés", "de la misma naturaleza que el Padre", "ousia
tou patros", "engendrado no creado" es la afirmación que ataca directamente el
arrianismo, por el cual fue todo hecho. Es decir, no hubo un tiempo en que no
existiera. El texto continúa afirmando la encarnación: "se hizo hombre, se encarnó,
padeció y resucitó por nosotros los hombres y por nuestra salvación. Sigue el texto
afirmando sin más "y en el Espíritu Santo", "kai eis to agiou pneuma". No hay polémica
en la cuestión del Espíritu por lo que dejan así la expresión. Sigue al símbolo de la fe
una condena explicita del arrianismo frase por frase.

La fórmula empleada en Nicea, si bien era apoyada por la mayoría de los padres; su
fórmula "homousios", consustancial, había sido de consenso, y no acababa de definir
ni de matizar lo suficiente. Es por eso que tras Nicea se multiplican los errores y la
confusión. Estos errores trinitarios y cristológicos están cerca en algunos casos del
arrianismo, en otros casos en las posiciones contrarias.

Entre estos grupos encontramos a los "anomeos o eunomianos", en su línea


mantienen que "el Hijo es desemejante al Padre en todo", por eso es de otra esencia.
En el fondo es un arrianismo matizado, le atribuyen la misma energía al logos que a
Dios, es consustancial. Es una arrianismo encubierto. Los "homeos o acacianos"
buscaron en la Biblia una expresión ambigua: "el Hijo es semejante al Padre" según la
Escritura, no quieren saber nada del término "homousios", lo consustancial, no les
gusta como terminología y afirmarán la semejanza sólo Bíblica. Los "semiarrianos o
homeousianos" afirman que "el Hijo es semejante al Padre en todo", es semejante
pero se niegan con el término consustancial: "homousios". Este semiarrianismo tuvo
una influencia notable en el concilio de Rimini en Occidente, por que sonaba parecido
a los latinos los términos "homoios" y "homoousios", es éste arrianismo moderado el
que llegó a los Visigodos y con ellos a Alemania y a España.

Dentro de éstas polémicas es decisivo San Atanasio de Alejandría, éste hombre ya


había participado como diácono en el Concilio de Nicea. Emplea una terminología
igual a la de Tertuliano, que ya afirmaba que hay que hablar de "una naturaleza, tres
hipóstasis", "mia fisis, trias upostaseis". San Atanasio utiliza la teoría de la
participación platónica, la divinidad del Hijo es clara, porque el Hijo nos deifica, nos
hace Hijos de Dios, si Él no fuera divinidad no podría comunicarnos lo que no es, si
nos comunidad la divinidad es porque es Dios. Lo mismo afirma del Espíritu Santo, es
nuestra santificación y nuestra conversión en Templos de Dios, y esto es posible
porque es Dios. San Atanasio queda como ejemplar defensor de lo afirmado en Nicea,
es consustancial, de la misma naturaleza. A los tres les atribuye los frutos del
bautismo.

La gran solución al conflicto y la gran definición la proporcionan los Padres


Capadocios, San Basilio, San Gregorio Nacianceno y San Gregorio de Nisa. Sus
planteamientos confluyen en el Concilio de Constantinopla del 381. La doctrina de los
Capadocios es esencial y sencilla a la vez. La complejidad y la profundización de sus
expresiones las elaborarán San Agustín y Santo Tomas de Aquino, este último en el
Medievo. Su afirmación central es que no todo lo que se dice de Dios en la Sagrada
Escritura es según la sustancia, "kata ipostaseis", sino también según la relación. Es
decir, el Padre es relativo respecto del Hijo y el Hijo es relativo respecto del Padre, los
nombres son relativos según la relación. Se da a las personas el sentido metafísico de
individualidad, la divinidad es lo genérico y lo hipóstasis es lo singular. Este es además
el inicio del término "persona" acuñado en Occidente, referido a la singularidad de los
hombres, su particularidad. Nuestro concepto de persona, surge de la búsqueda de un
término adecuado para expresar la Trinidad.

Cada "hipostasis" es ser según si mismo: "einai, kat´ekaston", una divinidad, una
esencia y tres hipostasis, tres relativos. Las propiedades de cada persona lo son en
relación unas con otras. San Basilio afirmará así la Paternidad, la Filiación y la
Santificación, para establecer al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En Gregorio
Nacianceno predomina la idea de identificar al Padre como el no engendrado, al Hijo
como el engendrado y al Espíritu como procedente. Constantinopla recoge estas
terminologías matizando la fe de Nicea, y aclarando el lenguaje sobre el Espíritu.
Estos problemas trinitarios llegan así casi a su fin. Desde este momento, las
controversias son cristológicas, el problema está en explicar en Jesucristo su
naturaleza humana y divina a la vez, su relación y persona. La Trinidad no es
discutida, aunque la expresión Niceno-constantinopolitana quedará como punto de
unidad para los Concilios posteriores de Éfeso en el 431 y Calcedonia en el 451.

El añadido que se hace a Nicea es que "se encarnó y que nació de María la Virgen, y
del Espíritu Santo", "por el cual fueron creadas todas la cosas", no son afirmaciones
filosóficas, usan la teología de los Capadocios, que llaman al Espíritu Santo Señor,
"Señor y dador de vida". Significa que el Espíritu es creador, no criatura, procede del
Padre, es decir, es diferente del Padre y del Hijo, es distinto. El problema es si
estamos ante otro hijo. ¿Por qué unas relaciones son de filiación paternidad y la otra
no? Será San Agustín el que lo resuelva. Originariamente en el Credo se aprueba que
el Espíritu Santo "procede del Padre". San Agustín es partidario de afirmar la
"procedencia del Padre y del Hijo". Notamos como luego, en la Iglesia Occidental se
añade la fórmula agustiniana en el Credo, hecho que trajo un elemento más de ruptura
con las Iglesias Orientales.

El gran riesgo de todas estas definiciones dogmáticas de Trinidad, para la teología


posterior, ha sido el olvido de una teología económica y dinámica, cediendo a lo
estático e inmanente. Al final, estamos analizando lo trinitario y a Cristo como si fueran
objetos de un laboratorio, no como vida entregada o diálogo de Dios de sus personas
con el hombre concreto de hoy. Analizamos las esencias de Dios, pero olvidamos su
intervención en la historia cotidiana. Es el precio que tuvo que pagar la teología por
lograr una formulación terminológica adecuada a la cultura griega, más estática y
racional que la cultura Judía, dinámica y relacional.

3. Teología trinitaria en san Agustín

La doctrina trinitaria de San Agustín constituye un gran progreso en la línea de la


tradición y gobierna el desarrollo posterior de la teología trinitaria en Occidente.
Comienza con la profesión de fe («Esta es mi fe, pues esta es la fe católica» De Trin
1,4,7), expone las dificultades que la razón se plantea (íbid , 1,5,8) y explora las
Escrituras para esclarecerlas, estudia la unidad y propiedades distintivas de las tres
personas (De Trin 1-4), aclara que las procesiones y misiones de que habla la
Escritura manifiestan el orden de origen de una persona a otra, no subordinación,
destaca que todas las operaciones ad extra de la Trinidad son comunes (la creación y
las teofanías del Antiguo y del Nuevo Testamento), aunque solo el Hijo se ha
encarnado (íbid , 2,10,18), propone la doctrina de las relaciones como única vía para
evitar los errores de Arrio y Sabelio (íbid , 5 7), fija las reglas para hablar
correctamente de este misterio (íbid , 5 7), ilustra su sentido contra los «gárrulos
razonadores» y, recurriendo a la imagen de la Trinidad en el hombre, expone su
fecundidad espiritual y encamina al lector al amor y a la contemplación de la Trinidad
(íbid 9-15)

El principio de la igualdad y distinción de las personas divinas es enunciado en los


siguientes términos «Dios es lo que tiene, excepción hecha de la relación que dice una
persona a otra. El Padre tiene Hijo, pero no es el Hijo » (De civ Dei 11,10,1). La
primera parte del principio profesa la absoluta simplicidad de Dios, en razón de la cual
las personas se identifican con la naturaleza divina, que no es, por tanto, común a
ellas, «como una cuarta entidad», sino que es, ella misma, la Trinidad (Ep 120,3,3-
17). La segunda parte profesa, con la doctrina de las relaciones, la distinción entre las
tres personas «Aunque sean cosas diversas ser Padre y ser Hijo, la sustancia,
empero, no es diversa, pues estos apelativos se dicen no según la sustancia, sino
según las relaciones, que no son accidentales, porque no son mudables» (De Trin
5,5,6). Además de la doctrina de las relaciones, la contribución de Agustín a la
inteligencia del misterio trinitario fue decisiva en otros dos puntos, que la escolástica,
con la doctrina de las relaciones, hizo también suyos la teología del Espíritu Santo y la
explicación «psicológica» de la Trinidad.

El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un único principio (íbid,
5,14,15), pero principaliter del Padre, pues el Padre, que es «el principio de la deidad»
(íbid, 4,20,29), concede al Hijo el espirar el Espíritu Santo (íbid , 15,17,29, ln lo 99,8-9),
procede como Amor, y, por tanto, no es engendrado, pues propio del amor es no ser
imagen, sino peso, don, comunión. De este modo, Agustín ofrece la razón teológica,
que Santo Tomás recoge, que permite vislumbrar la distinción entre la generación del
Hijo y la procesión del Espíritu Santo, una de las tres cuestiones que había prometido
esclarecer al principio del De Trinitate (1,5,8), y sobre la que vuelve varias veces a lo
largo de la obra «La voluntad [= amor] procede del pensamiento, pero no como
imagen del pensamiento, y, por ende, en esta realidad se insinúa una cierta diferencia
entre nacimiento y procesión. No es lo mismo ver con el pensamiento que desear y
gozar con la voluntad » (De Trin. 15,27,50, cf 9,12,18). En cambio, «el Hijo en tanto es
Hijo en cuanto es Verbo, y en tanto es Verbo en cuanto es Hijo» (íbid., 7,2,3). La
explicación «psicológica» de la Trinidad permite, en fin, ilustrar, a la vez, el misterio del
hombre, creado a imagen de Dios. La reflexión agustiniana es original y profunda
busca esta imagen en el hombre exterior (íbid , 1 1 ), mas la encuentra sólo en el
hombre interior, en la mente, y la expresa con la fórmula mens, notitia, amor, o con
aquella otra que es una «trinidad mas evidente» (íbid , 15,3,5) memoria, intelligentia,
voluntas. Esta última tríada, por tener un doble objeto, Dios y el hombre, se convierte
en memoria, inteligencia y amor de sí (íbid , 10), o en memoria, inteligencia y amor de
Dios (íbid , 14-15), que es la semejanza más cercana, pero que no deja de ser una
«semejanza desemejante» (Ep. 169,6, De Trin 15,14,24-16,26).

Para nosotros ésta teología sigue siendo válida, de hecho, la sistematización mejor
sobre la Trinidad es ésta, la agustiniana, recuperada y engrandecida tras el Concilio
Vaticano II. San Agustín es un autor que sigue estando el alza, dada la fecundidad y
profundidad de su pensamiento. En lo Trinitario y Cristológico presenta un dinamismo
que más tarde perdió la Escolástica, y que en el siglo XX volvió con fuerza.
4. Teología trinitaria en el medievo

La Escolástica medieval continúa la herencia agustiniana, al menos durante los


primeros siglos. Suelen interpretarlo correctamente, pero no faltan deducciones
provenientes de otras categorías culturales distintas, reductoras del genio originario.
En los siglos finales, en la Baja Edad Media, San Agustín entra en crisis, y sin
oponerse radicalmente a su teología, va siendo progresivamente dejado al margen. El
movimiento cultural novedoso es la Escolástica, que tiene su campo de desarrollo en
las Universidades. La teología es influida por el método Escolástico, y es
singularmente afectada por la síntesis y aceptación que se va haciendo
progresivamente de Aristóteles en el cristianismo. Santo Tomás de Aquino será el
máximo intérprete y traductor de Aristóteles, que lo cristianiza en lo que puede. Su
"Summa Theologica" es un monumento ineludible para las teologías posteriores, una
obra del siglo XIII, y con un pensamiento muy distinto al de San Agustín. Vemos
algunos autores de todos estos siglos.

San Anselmo de Caterbury, en el siglo XI, hace defensa de lo trinitario frente a


Roscelino, que reducía la Trinidad a una cuestión nominal. Rompe la unidad divina de
las tres personas que aparecen en su pensamiento como seres separados. San
Anselmo responde diciendo cómo nosotros podemos distinguir en toda persona divina
lo que es común a las otras dos personas, o sea, la esencia, con la cual cada persona
se identifica, y lo que es propio de cada una de las personas. También habla del
Espíritu en su procedencia, del Padre y del Hijo, frente al mundo ortodoxo.

De la misma época es también Pedro Abelardo que rechaza a Roscelino, y que al


igual que la Iglesia lo condena. Su argumento es la predicación de la divinidad de cada
persona, el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu es Dios, no es una convención
arbitraria, como lo había entendido Roscelino de Compiègne, sino que indica el mismo
estado y condición. Su exceso de celo le llevó a otras imprecisiones como presentar
las personas trinitarias como aspectos o modos, incurriendo en un cierto sabelianismo,
que fue criticado a su vez por San Bernardo. Hugo de San Víctor, siglo XII, vuelve al
espíritu de San Agustín, y afirma la necesidad de emplear el término persona como
más apto de lo que en la Trinidad no puede ser ni sustancia ni accidente.

Ya en plena escolástica, con San Buenaventura, el misterio trinitario va a tener una


correspondencia con las facultades del alma, y así, reduciendo a la psicología de los
clásicos, se aprecia como el Padre se corresponde con la memoria, el Hijo con la
inteligencia y el Espíritu con la voluntad; siendo tres personas, son un sólo Dios, igual
que el alma es una sola, pero con tres facultades. Estas tesis psicológicas tiene
repercusiones para la explicación del orden sobrenatural, puesto que la gracia es una
elevación del alma. En ésta cuestión sigue la terminología de San Agustín, pero el de
Hipona está muy lejos de una intención psicologista, su Trinidad reviste un carácter
más ontológico vital que racional. En San Buenaventura las procesiones trinitarias las
ilustra al igual que Dionisio el Areopagita, el bien es difusivo por si mismo. El Padre
eterno se difundiría necesariamente en el Hijo, y de la misma forma que un padre
amante tiende a perpetuarse en su hijo, así el Padre eterno engendraría al Hijo, y los
dos se amarían con un amor sustancial o esencial que es el Espíritu Santo, espiración
del amor. El problema es la necesidad trinitaria, que parece estar sometida a
categorías espacio-temporales, impropias de la eternidad divina de las personas. San
Agustín había criticado algo de esto, como también lo hará Santo Tomás: ninguna
procesión de las criaturas representa con perfección la generación divina, porque las
dos procesiones divinas son para nosotros un misterio en sentido estricto.

S. Tomás de Aquino, en la Summa theologiae, especialmente, ofrece una amplia y


trabada sistematización del tratado sobre Dios: comienza con el tratado sobre Dios
uno, es decir, según la unidad de su esencia (Sum. Th. 1 qq2-26). para dar paso luego
al tratado sobre Dios trino (qq27-43); dentro de éste considera primero las procesiones
(q27), luego las relaciones (q28) y finalmente las Personas, primero en general (q29-
32), luego cada una de ellas en singular (q33-38), y por último relativamente o en
comparación a la esencia o entre sí (qq39-43). El tratado se cierra (q43) con la
consideración de las misiones, entroncando así con la visión tomista de la creación
como salida (exitus) de las criaturas desde Dios ordenada a una vuelta (reditus) hacia
Él, vuelta que de hecho está llamada a realizarse a través de la ordenación de las
criaturas racionales a la participación en la vida trinitaria. Si, como ha llegado a decir
Gilson (La filosophie au Moyen Áge, 2 ed. París 1952, 587), cuando un medieval
escribe un De Trinitrate, y no De fluxu entis et de processione mundi, puede
reconocerse en él a un agustiniano auténtico, cabe sostener que S. Tomás intenta
armonizar ambas líneas integrándolas en una síntesis.

Santo Tomás de Aquino analiza la esencia divina, Dios es puro ser y su esencia es
existir. Por eso la Trinidad la estudia desde las dos procesiones eternas inmanentes,
reveladas en la Escritura. La primera de ellas se ilustra desde la analogía de la
generación del verbo mental en la inteligencia creada; la segunda desde la analogía
de la espiración amorosa por parte de la voluntad creada. Sus fuentes principales son
San Agustín y Ricardo de San Víctor, llegando al desarrollo trinitario más profundo,
aunque excesivo en cuanto sus categorías terminológicas y especulativas.
Duns Escoto, de finales del siglo XIII, elaboró también un tratado sobre la Trinidad, en
la que coordina las tradiciones agustiniana y la tomista, con las procesiones
inmanentes del alma humana. Tropieza de nuevo con la necesidad de las procesiones
divinas, como le sucediera a San Buenaventura.

Sustancialmente el Medievo no va a cambiar nada de lo expuesto en los dogmas, ya


perfectamente fijados y válidos en los Concilios Ecuménicos de siglos anteriores. Lo
que sí hacen es interpretar e ir más lejos con la doctrina de San Agustín. Incorporan
nuevas separaciones y distinciones filosóficas, que serán decisivas para el curso del
saber teológico, como la distinción y separación entre natural y sobrenatural. La
ontología trinitaria de San Agustín, llena de vitalidad, se acaba entendiendo como la
psicología aristotélica más clásica. Lo que en el de Hipona era "ser como vivir", es
traducido ahora como psicología racional.

En la Trinidad, las analogías a Dios se atribuían sin tiempo ni especie, y así el Hijo
procedía del Padre por generación espiritual, sin tiempo ni espacio, pero ahora la
definición de Santo Tomás de Aquino del ser dice que "procede de otro ser como
principio viviente y le comunica su misma naturaleza". Es un intercambio que tiende a
racionalizar el Misterio trinitario, la frescura de San Agustín se va perdiendo en
disquisiciones más racionalistas. Esta situación nos lleva incluso a la interpretación
actual de San Agustín, frecuentemente entendida con el espíritu medieval que no le
corresponde.

En las épocas posteriores el tratado De Trinitate no progresa apenas: se continúa


glosando el tratado de S. Tomás, que se impone por su profunda estructuración, y en
ocasiones se llega incluso a esquematizarlo con exceso. El único punto en que la
Teología se manifiesta más viva es en el estudio de la inhabitación de la Trinidad en el
cristiano, con especial referencia a la actuación de los dones del Espíritu Santo en la
vida mística. En el s. XX, como consecuencia en parte de los estudios bíblicos, de un
acercamiento a la patrística griega y del movimiento litúrgico, se advierte un resurgir
de los estudios trinitarios, especialmente de los dirigidos al análisis de la operación de
la Trinidad en la historia de la salvación, en la Iglesia y en el cristiano. Esa línea de
trabajo ha encontrado eco incluso en diversos documentos magisteriales, desde la
Encíclica Divinum illud munus de León XIII (a. 1897) y la Mystici corporis de Pío XII
(1943), hasta el Concilio Vaticano II (cfr. especialmente Constitución Lumen gentium,
1-4; Decreto. Ad gentes; 1-4; Constitución Sacrosanctum Concilium, 5-10, etc.). Es un
panorama amplio y prometedor, que puede llevar a poner de manifiesto nuevas
riquezas del misterio central de nuestra fe, con tal de que -y la advertencia no es
innecesaria- esa atención prestada a la vivencia del misterio no lleve a dejar en
segundo lugar la consideración de la vida trinitaria en sí misma, sino que, al contrario,
proceda de la realidad de la Trinidad, tal y como la regla de la fe nos la da a conocer,
para, a partir de ella y a su luz, analizar y valorar la obra de la Redención y Salvación.
III. DEFINICIÓN DEL DOGMA DE LA TRINIDAD

Vamos a documentar aquí la fe de la Iglesia en la Trinidad, deteniéndonos sobre todo


en los primeros siglos hasta culminar en las definiciones dogmáticas de los Concilios
ecuménicos de Nicea (325) y Constantinopla (381). En el siguiente tema se traza la
historia de los intentos de profundización teológica en esa fe; obviamente esos
intentos presuponen la verdad de lo creído y son, en ese sentido, testimonios de la fe
de la Iglesia: lo que se dice en este artículo debe, pues, ser completado con cuanto se
expone en ese otro a fin de tener así una visión más completa de la enseñanza de la
Tradición.

1. La profesión de fe bautismal

La primera manifestación de la confesión de fe cristiana nos es ofrecida por el uso


litúrgico bautismal. Al neófito se le exigía, desde el primer momento, una profesión de
fe, y en el acto mismo en que se le administraba el Bautismo era preguntado por su fe.
De ello nos dan testimonio muchos escritos antiguos. Así la Traditio apostolica de
Hipólito (a. 217-227) nos dice que el diácono entra con el bautizando en el agua y le
manda, ayudándolo, recitar la profesión de fe y que en el acto del bautismo se le
hacen las preguntas, respondiendo el bautizando a cada una de ellas Amen. Con ella
concuerdan Tertuliano; S. Dionisio de Alejandría, que escribiendo a Dionisio de Roma
(a. 256) atestigua que antes del Bautismo se hacía la profesión de fe (cfr. Eusebio,
Historia eclesiástica, VII,8); Firmiliano de Cesarea, que hablando de un Bautismo
administrado por una mujer durante la persecución de Maximino (a. 235) dice que era
inválido, «aunque no faltaron ni el Símbolo de la Trinidad ni la interrogación legítima y
eclesiástica» (entre la Carta de S. Cipriano: PL 3,1213), etc. Cerremos la enumeración
con un texto algo más tardío, pero muy completo, de S. Ambrosio:

«Fuiste interrogado: ¿Crees en Dios Padre omnipotente? Dijiste: Creo, y fuiste sumergido en el agua, es
decir, fuiste sepultado. De nuevo fuiste interrogado: ¿Crees en Nuestro Señor Jesucristo y en su Cruz?
Dijiste: Creo, y fuiste sumergido... Por tercera vez fuiste interrogado: ¿Crees también en el Espíritu Santo?
Dijiste: Creo, y por tercera vez fuiste sumergido» (De sacramentis, 2,7,20; cfr. también De mysteriis, 5,28;
ambos en J. Quasten).
2. Los Símbolos de la fe

Muy unidos a la liturgia bautismal, así como a la necesidad de oponerse a las herejías,
están los Símbolos de la fe, es decir, las fórmulas breves en las que se compendian o
resumen las verdades que el cristiano debe creer y profesar. Sin entrar aquí a trazar
las líneas generales de la historia de estos SÍMBOLOS, limitémonos a poner de
manifiesto lo que se refiere a la Trinidad. Insinuaciones, referencias o ecos de
profesiones de la fe trinitaria pueden verse en S. Clemente Romano (Carta a los
Corintios, 46,6 y 58,2), en S. Ignacio de Antioquía (Magn. 13,1) y en S. Justino (I
Apología, 21,31,46 y 61; 11 Apología, 6; Diálogo con Trilón, 85), pero ninguno de ellos
reproduce el Símbolo. Una obra apócrifa, escrita entre los años 160-170, nos da un
texto breve de Símbolo en cinco artículos: (creemos) «en el Padre omnipotente, y en
Jesucristo, y en el Espíritu Santo, y en la Santa Iglesia, y en la remisión de los
pecados» (Denz.Sch. l).

S. Irineo, situado en el momento de las grandes controversias gnósticas, apela frente a


ellas a la continuidad de la fe de la Iglesia, y se refiere ampliamente al Símbolo en sus
dos obras: la Demostratio apostolicae predicationes y el Adversus haereses.

«Ésta es la disposición y el ordenamiento de nuestra fe y el fundamento del edificio y de la constitución


del camino. Dios, Padre, increado, ilimitado, invisible, un solo Dios, creador de toda realidad, éste es el
primer artículo de nuestra fe. Y el segundo artículo es éste: El Verbo de Dios, el Hijo de Dios, el Señor
Nuestro Jesucristo que ha aparecido a los profetas según la forma de su profecía y según la virtud de las
disposiciones del Padre, por cuya obra ha sido creado todo. Es Él quien a la consumación de los tiempos,
para cumplir y comprenderlo todo, se ha hecho hombre entre los hombres, visible y tangible, para destruir
la muerte y manifestar la vida, y para obrar la comunión y la unión de Dios y del hombre. Y el tercer
artículo (es éste): El Espíritu Santo por virtud del cual han profetizado los profetas, y los Padres han sido
instruidos en la ciencia de Dios, y los justos han sido juzgados en la vía de la justicia. Y el cual al fin de los
tiempos se ha difundido de modo nuevo sobre la humanidad, por toda la tierra, renovando el hombre para
Dios» (Demostratio, 6; cfr. también 3, 7 y 99).

En el Adversus haereses se nos da no ya un comentario del Símbolo, como parece ser


el texto anterior, sino su fórmula misma:

«La Iglesia, extendida por todo el mundo hasta los extremos de la tierra, recibió de los Apóstoles y de los
discípulos la fe en un Dios Padre omnipotente, que hizo el cielo, la tierra y el mar y todo lo que en ellos se
contiene; y en Jesucristo Hijo de Dios encarnado para nuestra salvación; y en el Espíritu Santo, que
predicó por los profetas la disposición de Dios, y la venida, y la generación a partir de la Virgen, la pasión
y la resurrección ... » (Adv. haer. 1110,1-2; PG 7,549-550).

Como puede verse, la relación de la obra de Cristo es incluida, en cuanto predicha por
los profetas, en dependencia del tercer artículo de la fe trinitaria en lugar de en
dependencia del segundo artículo, como ocurre en cambio en otros textos. Es un
detalle interesante por lo que respecta a la historia del Símbolo, pero marginal a
nuestro tema: en cualquier caso la fe trinitaria resulta clara y palmaria.

Casi contemporáneamente, y también frente a movimientos heréticos, aunque esta


vez específicamente antitrinitarios o anticristológicos -el monarquianismo y el
adopcionismo, especialmente el modalismo de Práxeas- Tertuliano apela -como S.
Ireneo- a la regla de la fe, al juramento hecho en el Bautismo. Este juramento -nos
dice-tenía diferentes estadios, la renuncia a Satanás, la respuesta de los neófitos a las
preguntas que se le hacían durante la ceremonia. La profesión del Símbolo y el
Bautismo son dos elementos de un mismo rito y constituyen el «sacramentum fidei»,
donde se lee: «¿A quién se le manifiesta la verdad sin Dios? ¿Quién conoce a Dios sin
Cristo? ¿Quién vive de Cristo sin el Espíritu Santo? ¿A quién se le comunica el
Espíritu Santo sin el sacramento de la fe?» Con frecuencia, el mismo Símbolo es
nombrado con la palabra sacramentum para subrayar el vínculo que lo liga al
Bautismo, o también para representarlo como juramento que consagra al cristiano en
la armada de Cristo. La fe del Bautismo es la verdad esencial que da la salvación y
ante ella tiene que ceder toda otra doctrina; ella es la auténtica regla de fe. La fe en la
Trinidad y en Cristo, profesada en el Bautismo, es la regla para juzgar a los individuos
y a las comunidades. La Iglesia la tiene como algo común a todos y la transmite como
la ha recibido de los Apóstoles. Tertuliano no nos ofrece en ninguna de sus obras el
texto completo del Símbolo, aunque las referencias a él sean, como hemos visto,
constantes. El hecho ha sido diversamente explicado; en cualquier caso su contenido
trinitario es innegable.

Diversos autores de principios del s. IV nos ofrecen ya la fórmula neta y definitiva del
Símbolo que se ha llamado Símbolo de los Apóstoles. Hay de él dos versiones: la de
Rufino y la de Marcelo de Ancira. Citemos la primera:

«Creo en Dios Padre omnipotente; y en Jesucristo su Hijo unigénito, Nuestro Señor, que nació del Espíritu
Santo y de María Virgen, que bajo el poder de Poncio Pilato fue crucificado y sepultado, al tercer día
resucitó de entre los muertos, subió a los cielos, y está sentado a la derecha del Padre de donde vendrá a
juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia, la remisión de los pecados, la
resurrección de la carne» (Denz.Sch. 12).

En este Símbolo no sólo se profesa la fe en la Trinidad, sino que el Símbolo mismo


tiene una estructura trinitaria, subrayando así la centralidad y fundamentalidad que esa
realidad tiene en la fe cristiana.

Los Símbolos posteriores seguirán preferentemente este esquema.


3. Oraciones y doxologías

Otro testimonio de la fe de la Iglesia en la Trinidad son la oración y las doxologías. Por


lo demás, está relacionado con el anterior: en el desarrollo de la oración cristiana entra
de lleno lo recibido y lo profesado en la iniciación cristiana y en el Símbolo. Lebreton
resume así los rasgos de la oración cristiana, tal y como nos la documentan los
escritos de los primeros tres siglos cristianos: «(En el culto) se reconocen los trazos
esenciales que aparecían desde los primeros días del cristianismo, después de la
Ascensión del Señor: el cristiano ora al Padre celeste, como Jesús le ha enseñado, y
ora por la intercesión del Hijo, el gran Sacerdote de nuestra religión, el Salvador de
todos aquellos que creen en EI. Esta dirección del culto cristiano aparece
principalmente en el acto capital de toda liturgia, en el sacrificio eucarístico: es ofrecido
a Dios Padre este sacrificio y el Hijo es en él el sacerdote y la víctima. La plegaria
litúrgica en su conjunto obedece a la misma ley: la Iglesia ofrece al Padre sus
alabanzas, sus acciones de gracias, sus súplicas, y ama ofrecérselas por el ministerio
de Jesucristo Nuestro Señor. Esta ley, sin embargo, no es absoluta: Cipriano, que es
para esta época el teólogo por excelencia del sacrificio eucarístico, enseña que el
sacrificio es ofrecido al Padre, pero dice también que es ofrecido 'a Dios y a su Cristo'
(Epist. 69,9). Al lado de las doxologías al Padre hallaremos otras dirigidas al Hijo solo
o a la Trinidad entera: era ya el uso de los Apóstoles, lo es también el de la Iglesia
antenicena» (1. Lebreton, Histoire du dogme de la Trinité, 11, París 1928, 175-177).

Particularmente importantes para documentar la fe trinitaria son, en efecto, las


doxologías. Elenquemos algunas sin pretender ser exhaustivos: S. Clemente Romano,
Carta a los corintios, 38,4; 43,6; 47,7; 58,2; 61,3; 65,2; Didajé, 8,2; 9,24; 10-2 y 4-5;
Martyrium Polycarpi, 14,3; 19,2; 20 2; 21,2; Epist. ad Diognetum, 12,9; S. Justino, 1
Apol. 5,3; 67,2; S. Ireneo, Adv. haer. 111, 6,4; 25,7; IV,17,6; 33,9; id. Demonstr. 10;
Tertuliano, De spectacul. 25; De orat. 29; Ad uxorem, 1,1; S. Clemente de Alejandría,
Quis dives salvetur, 42,19-20, y Orígenes en multitud de lugares de sus exposiciones a
la S.Escritura sobre todo. Para no cansar con la repetición de textos, bástenos concluir
reproduciendo el Hymnus vespertinus graecorum del s. II o s. III, en el que leemos:

«¡Oh luz alegre de la santa gloria del Padre inmortal, celeste, santo, bienaventurado Jesucristo; al
acercarnos al ocaso, percibiendo la luz vespertina, alabamos al Padre, y al Hijo, y al Santo Espíritu de
Dios. Eres digno de ser celebrado en todos los tiempos, cien veces santo, oh Hijo de Dios, dador de vida;
por lo cual el mundo entero te glorifica».

«Junto a la fórmula breve -podemos concluir con Lebreton-, a partir del s. II existe una
fórmula más explícita y más solemne en que se hallan nombradas las tres personas
divinas. Esta doxología es atestiguada por S. Justino, se lee en Clemente de
Alejandría, en S. Hipólito, en Orígenes, en S. Dionisio de Alejandría, en muchas Actas
de mártires y en muchas piezas litúrgicas. Puede revestir dos formas diversas: a veces
es el Padre solo a quien se ofrece directamente el homenaje, pero se le ofrece por el
Hijo en el Espíritu Santo, o, según una fórmula más rara, por el Hijo y por el Espíritu
Santo. Otras veces, la Iglesia glorifica al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, o también al
Padre con el Hijo y el Espíritu Santo» (o.c. 11,629-630).

4. Los errores y herejías

Como ya hemos apuntado, uno de los factores que estimulan la formación de la regla
de la fe es el de desviaciones que pervertían la misma fe. El Símbolo profesado en el
Bautismo es la regla que permite rechazar a todo aquel que no profesa en su vida y en
su doctrina las verdades que un día prometió solemnemente con el sello bautismal.
Los cristianos de los primeros siglos tenían una gran sensibilidad para ello y
descubrían inmediatamente los errores que venían excluidos por la misma regla de la
fe.

a) Herejías modalistas. Ya en torno a los a. 166-161, S. Justino señala que en su


tiempo existían algunos que acentuaban tanto la unicidad de Dios y la inseparabilidad
del Hijo que decían que Éste era la dynamis o virtud del Padre y que Aquél podía
abandonarla cuando quisiera (Diálogo con Trifon, 128-129). Era, como se ve, el
barrunto de una negación de la Trinidad que herejías posteriores iban a decir más
claramente. Poco más tarde (ca. 180-200) un tal Noeto, difundía una doctrina parecida
en Esmirna. Sus ideas pueden reducirse brevemente en estas proposiciones: Cristo, si
es Dios, es Padre también, porque de lo contrario no sería Dios, ya que no hay más
Dios que el Padre; por tanto, ha nacido, padecido y muerto también el Padre (de ahí
que fuera calificado de patripasiano). Para defender su tesis apela sobre todo a los
textos de la Escritura sobre la unicidad de Dios y la unión del Hijo con el Padre,
interpretándolos de forma que se niega toda distinción en Dios. A él se opusieron los
presbíteros de Esmirna, proponiéndole una regla de fe que sonaba en estos términos:
«Nosotros confesamos verdaderamente a un único Dios; y confesamos a Cristo, el
Hijo, padecido y muerto, y resucitado el tercer día, y sentado a la derecha del Padre y
que ha de venir a juzgar a vivos y a muertos» (citado por Hipólito, Homilía adversus
hacresium Noeti, 1: PG 10,804). Casi contemporáneamente, enseña las mismas
doctrinas o casi idénticas un tal Praxeas, que parece haber sido el primero en
introducir en Roma la doctrina del monarquianismo, extendiéndola también a Cartago,
donde fue refutado por Tertuliano (Adversus Praxeam: PL 2,177220). El eje de la
doctrina de Praxeas y de sus discípulos era la frase «Monarchíam tenemus» (Adv.
Praxeam, 3); sostenemos que se da una monarquía (de ahí el nombre de
monarquianismo), es decir, no admiten en Dios más que una sola persona, la del
Padre. El Hijo -y por lo mismo el Espíritu Santo- no son más que nombres, formas de
hablar con las que nos referimos a un único ser («vox et sonus orís»: Adv. Praxeam,
7).

Hacia el a. 217 llegó a Roma otro modalista, el más famoso, cuyo nombre sirvió
históricamente para designar toda esta corriente: Sabelio. Parte, como todos, de la
afirmación de la unidad divina, entendiéndola de tal modo que concluye que el Padre y
el Hijo no son más que dos nombres para acciones diversas, no existiendo diferencia
real entre ambos. Padre, Hijo y Espíritu Santo no son más que tres energías de la
misma divinidad. El Espíritu, que se identifica con el Verbo, tomó carne de la Virgen y
es Padre también y, por tanto, compassus est con el Hijo. Es un monarquianismo
nominal o modalista, o un modalismo monarquiano, siendo uno sólo el Principio divino
y tres los nombres o modos.

b) Herejías subordinacionistas. Mientras las polémicas modalistas se desarrollaban


surge la figura de Pablo de Samosata. El 260 es elevado a la sede de Antioquía, pero
muy pronto por su vida y doctrina tuvo que ser juzgado por un sínodo, convocado en
Antioquía el a. 264. Asiste a él y promete enseñar rectamente, pero reincide. El a. 268
vuelve a convocarse otro sínodo del que nos quedan algunos fragmentos. La doctrina
de Pablo de Samosata se reduce también a un monarquianismo adopcionista o
dinamista: en Dios hay un único prosopon o persona, la Sabiduría y el Verbo no son
una sustancia, sino que son atributos de Dios. Dios profiere el Verbo eternamente,
pero es impersonal, como el verbo o la palabra del hombre. Obró en los profetas, en la
Virgen y en Cristo de modo especial. Jesús es un simple hombre, al que se le ha unido
el Verbo como un templo. Por esta vertiente cristológica es el trampolín de
lanzamiento para el arrianismo.

Arrio niega la Trinidad por la vía de romper su unidad. Afirma que hay tres hipóstasis,
pero dice que son otras tantas ousias o sustancias, no teniendo de común entre ellas
la misma esencia o naturaleza. Hay un solo Dios y éste es inengendrado, sin principio,
innacido, no inspirado, atributos que no pueden aplicarse ni al Hijo ni al Espíritu Santo.
El Verbo es sin duda, concluye, la más noble de todas las criaturas, pero a fin de
cuentas criatura, habiéndose dado un tiempo en que no existía el Verbo, y ya que éste
ha comenzado a existir, no es, por tanto, Dios verdadero. Si se le llama Dios lo es por
gracia (katá charim), por adopción (Adopcionismo).
5. El Concilio de Nicea

Sin entrar en la historia del Concilio, limitémonos a reseñar su resultado: el Símbolo


que en él se promulga. Su texto es el siguiente: «Creemos en un solo Dios Padre
omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles; y en un
solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la
substancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no hecho, consubstancial (omousios) al Padre, por quien todas las cosas
fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los
hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció y
resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los
muertos. Y en el Espíritu Santo» (Denz.Sch. 125).

Este Símbolo -que es el resultado de completar el Símbolo presentado al Concilio por


Eusebio de Cesarea con algunos añadidos directamente antiarrianos («de la
substancia del Padre», «consubstancial al Padre», «engendrado, no hecho»), tiene,
como se ve, clara relación con los Símbolos bautismales antes reseñados. Su textura
es trinitaria: se parte de la afirmación de Dios Padre, extendiéndose después al Hijo y
al Espíritu Santo, procedentes de EI. La parte más desarrollada es la referente al Hijo,
como se comprende fácilmente por la preocupación de afirmar la verdad frente a la
herejía arriana. Digamos finalmente que el Concilio completó el Símbolo con una
condena del tenor siguiente: «A los que afirman 'Hubo un tiempo en que no fue' y que
'antes de ser engendrado no fue', y que 'fue hecho de la nada', o los que dicen que es
de otra hipóstasis o de otra substancia, o que el Hijo de Dios es cambiable o mudable,
los anatematiza la Iglesia Católica» (Den. Sch. 126).

6. Nuevos errores y nuevas fórmulas trinitarias

La regla de fe y Símbolo de Nicea fue considerado como muro inexpugnable contra los
errores y las herejías (Teodoreto, Historia eclesiástica, 11,17). Sin embargo, los
arrianos continuaron su camino dando origen a diversos brotes o corrientes entre las
que podemos enumerar: los anomeos, según los cuales el Hijo es anómoios, es decir,
diverso por naturaleza del Padre, siendo sus defensores principales Aecio y Eunomio;
los orneos, para quienes el Hijo es omoios, es decir, semejante al Padre, y cuyos
promotores fueron Acacio de Cesarea, Eusebio de Emesa y Jorge de Laodicea; y por
último, los homoiusianos, llamados también semiarrianos, que enseñan que el Hijo es
semejante en la esencia al Padre, entre los que se pueden citar a Basilio de Ancira,
Eustatio de Sebaste, Eleusio de Cizico, Sabino de Eraclea y sobre todo Macedonio,
obispo de Constantinopla, que da el nombre a la herejía que negaba la divinidad del
Espíritu Santo. Las tendencias arrianas proponen a lo largo de estos años diversas
fórmulas de fe en las que no se recoge el omousios (consubstancial) de Nicea, pero en
las que tampoco se emplea la cruda fórmula arriana anómois (desemejante), sino que
se basan sobre todo en el concepto de semejanza (omoios), yendo hacia un cierto
subordinacionismo.

No es necesario trazar aquí las vicisitudes históricas de este movimiento; sino que nos
vamos a limitar a hacer referencia al Concilio con el que se cierra este periodo: el I de
los de Constantinopla. Un punto debe ser subrayado: En la controversia arriana, y la
semiarriana inmediatamente posterior, está implicada principalmente la doctrina sobre
la segunda Persona de la Trinidad, el Hijo, esclareciéndose su naturaleza divina; del
Espíritu Santo, en cambio, no se trata directamente, aunque, como es obvio, su verdad
está constantemente presupuesta. De hecho, el Símbolo de Nicea se limita, como
veíamos, a mencionarlo. La necesidad de una definición directa se hace sentir al surgir
la tendencia de los pneumatómacos, o rechazadores del Espíritu Santo, cuyo origen
se supone en Egipto ca. 359-360, y a cuyo frente aparece luego Macedonio de
Constantinopla. Todos ellos sostenían un subordinacionismo del Espíritu Santo frente
al Padre y al Hijo, aplicándole, pues, cuanto el arrianismo aplicaba al Hijo.

A esta herejía hace referencia el Conc. de Constantinopla (a. 381) mediante una
ampliación del Símbolo niceno, dando así origen al Símbolo llamado
«nicenoconstantinopolitano» (Denz.Sch. 150). Así afirma que creemos en el Espíritu
Santo «Señor y vivificador, que procede del Padre, que juntamente con el Padre y el
Hijo es adorado y conglorificado». Con ello se afirma la divinidad del Espíritu Santo,
mediante una serie de expresiones adecuadamente escogidas: el «Señor», con pleno
sentido bíblico, significa la divinidad del Espíritu Santo; el «que procede del Padre»
pone de manifiesto su origen del Padre contra los macedonianos, que insistían en que
era una simple criatura del Hijo; el «que con el Padre y el Hijo es adorado y
conglorificado» recuerda la controversia entre S. Basilio y los herejes que le llevaron a
redactar su obra De Spiritu Sancto. Esta adoración y veneración común con el Padre y
con el Hijo manifiesta también que el Espíritu Santo es de naturaleza divina. A
continuación el Símbolo prosigue narrando la obra de la santificación, como apropiada
al Espíritu Santo: «que habló por los profetas. Y (creemos) en una Iglesia santa,
católica y apostólica. Confesamos un Bautismo para remisión de los pecados. Y
esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo futuro».
7. La cuestión del «Filioque»

Mientras los orientales siguieron recitando en su liturgia el Símbolo niceno-


constantinopolitano sin añadir nada, los occidentales añadieron muy pronto algo para
completar lo referente a la procesión del Espíritu Santo, diciendo qui ex Patre Filioque
procedit, que procede del Padre y del Hijo. La introducción en el Símbolo del inciso «y
del Hijo» (Filioque) data de un tiempo no precisado todavía aunque parece que el lugar
fue España. La adición se halla en las profesiones de fe del Conc. III de Toledo (a.
589; Denz.Sch. 470) y es reiterada en los posteriores (cfr. Denz.Sch. 485, 527, 586).
Como fuente de los Conc. de Toledo se remite especialmente a S. Agustín; existe, por
otra parte, una relación entre el Símbolo toletano y el «Quicumque», falsamente
atribuido a S. Atanasio y en realidad originado probablemente en el sur de las Galias
entre los s.I V y VI), y en el que se lee: «El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo,
no hecho, ni creado, ni engendrado, sino procedente» (Denz.Sch. 75). La finalidad que
los Conc. de Toledo habrían buscado con la introducción del Filioque en el Símbolo
niceno-constantinopolitano habría sido, probablemente, cortar con los resabios de
arrianismo que pudieran quedar entre las poblaciones visigodas.

El Filioque se introduce luego en las Galias, donde, en tiempo de Carlomagno, da


origen a algunas obras por parte de Alcuino, del abad Esmaragdo y de Teodulfo de
Orange, en las que se analiza si debe decirse «Filioque» o «Per Filii» («del Hijo» o
«por el Hijo»). Poco más tarde, en Oriente, se suscita una controversia entre los
monjes de la Laura de S. Sabas y los benedictinos del Monte Oliveti: los benedictinos
habían cantado el Símbolo con la adición del Filioque, motivando la reprobación de los
monjes orientales. En esa controversia intervino el papa León III (cfr. PL 129,1257-
1259), que, en el sínodo de Aquisgrán (Aachen), toma la defensa de los benedictinos y
profesa la fe en la procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo, aunque en cuanto
a la adición del Filioque en el Símbolo dijo que, no habiendo necesidad, no debía
hacerse en el canto del Símbolo en la misa (Esmaragdo, PL 102,971-976).

El uso del Filioque, sin embargo, se mantiene y difunde. Continúan también las
polémicas entre latinos y griegos al respecto, en las que intervienen los grandes
autores medievales: S. Anselmo, De processione Spiritus sancti contrae graecos; S.
Tomás de Aquino, Contra errores graecorum y Sum. Th. 1 q36 2-4, etc. De otra parte,
las especulaciones medievales, aunque llevan a amplios desarrollos teológicos,
desembocan en algún caso en errores; concretamente algunos autores inciden en una
desviación que ya había tenido ciertas manifestaciones en la época patrística: el
triteísmo, herejía que consiste en afirmar la igualdad de las tres divinas Personas, pero
rompiendo la unidad, viendo en la Trinidad no un único Dios en tres Personas, sino
tres Dioses. Todo ello constituye el trasfondo de las definiciones trinitarias de tres
importantes Concilios ecuménicos: el IV de Letrán, el 11 de Lyon y el de Florencia.

El Conc. Lateranense IV declara que «uno sólo es el verdadero Dios... Padre, Hijo y
Espíritu Santo: tres personas ciertamente, pero una sola esencia, substancia o
naturaleza absolutamente simple» (Denz.Sch. 800, cfr. también 801 y 803-806). En el
II de Lyon se dirige a los griegos una profesión de fe en la que se subraya la procesión
del Espíritu Santo del Padre y del Hijo diciendo: «Creemos en el Espíritu Santo, pleno,
perfecto y verdadero Dios, que procede del Padre y del Hijo ... » (Denz.Sch. 853). En
el de Florencia, la cuestión del Filioque es tratada ampliamente. De una parte se
define que todos los cristianos han de profesar «que el Espíritu Santo procede
eternamente del Padre y del Hijo, y que juntamente con el Padre y el Hijo recibe su
esencia y su ser subsistente, y de uno y de otro procede eternamente como de un solo
principio, y por única espiración» (Denz.Sch. 1300). Defiende luego la legitimidad de la
introducción del inciso Filioque en el Símbolo: «Definimos además que la adición de
las palabras 'y del Hijo' fue lícita y razonablemente puesta en el Símbolo, en gracia a
declarar la verdad y por necesidad entonces urgente» (Denz. Sch. 1302). Y finalmente
muestra la equivalencia entre las expresiones «y del Hijo» y «por el Hijo»:
«Declaramos que lo que los Santos Doctores y Padres dicen cuando afirman que el
Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo, se entiende en cuanto que quieren
significar por ello que también el Hijo es, como el Padre, según los griegos, causa, y,
según los latinos, principio de la subsistencia del Espíritu Santo. Y puesto que todo lo
que es del Padre, el Padre mismo se lo dio a su Hijo unigénito al engendrarlo, fuera de
ser Padre, el que el Espíritu Santo proceda del Hijo lo tiene el Hijo eternamente a partir
del Padre, del que es eternamente engendrado» (Denz.Sch. 1301).

8. Declaraciones posteriores

Con esas decisiones, la doctrina sobre la Trinidad queda esclarecida y zanjada. En los
siglos posteriores se registra sólo alguna vuelta a errores antiguos, mediante rebrotes
en la línea del modalismo o del arrianismo. En la Reforma protestante, tanto Lutero
como Calvino permanecieron fieles al dogma de la Trinidad, y lo mismo hicieron sus
seguidores inmediatos; sólo algunos pequeños grupos de entre los protestantes
negaron la Trinidad, dando origen a los llamados unitarios, entre los que sobresalen
los seguidores de Fausto Socino. En la época del racionalismo y de la Ilustración, los
autores que llegaron a posiciones deístas o panteístas negaron el dogma de la
Trinidad, bien rechazándolo sin más, bien sometiéndolo a reinterpretaciones de tipo
simbolista o secularizante, como ocurre en Hegel. El intento de Rosmini de conciliar el
hegelianismo con la ortodoxia cristiana desembocó en un fracaso, que fue condenado
por León XIII (Denz.Sch. 3225-3226). De cuño racionalista pueden ser considerados
los intentos más o menos velados de reformulación del dogma trinitario lanzados por
algunos autores en los años posteriores a 1960, frente a los cuales una declaración de
la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe, del 21 feb. 1972, después de
resumir las enseñanzas de los Conc. ecuménicos sobre el dogma trinitario, recordaba
que todo ello pertenece a la «verdad inmutable de la fe católica» (AAS 64, 1972, 237-
241). La regla de la fe sobre el misterio de la Trinidad ha sido ya claramente definida.
El desarrollo en la comprensión de la verdad cristiana no puede consistir en ponerla en
duda, sino al contrario, en iluminar desde ella el resto del mensaje de salvación y su
realización en la historia.
BIBLIOGRAFÍA DE LA ASIGNATURA

El manual recomendado para el estudio de la asignatura es:

L.F. MATEO - SECO, Dios Uno y Trino, Eunsa, Pamplona 2005 (2ª ed. corregida).

Otros textos de consulta:

MANUALES

J. DE S. LUCAS, Dios, horizonte del hombre, Madrid 1994.

J.J. O'DONNELL, Il misterio della Trinitá, Roma 1989.

C. PORRO, Dio nostra salvezza, Turín 1994.

M. SCHMAUS, Teología Dogmática, I. La Trinidad de Dios, Madrid 1960.

Otras obras:

M. BORDONI, La cristologia nell'orizzonte dello Spirito, Brescia 1995.

J. DANIÉLOU, Dios y nosotros, Madrid 1966

J. DANIÉLOU, La Trinidad y el misterio de la existencia, Madrid 1969.

B. MONDIN, La Trinità mistero di amore. Trattato di teologia trinitaria, Bolonia 1993.

F. OCÁRIZ, Hijos de Dios en Cristo, Pamplona 1972.

G.L. PRESTIGE, Dios en el pensamiento de los Padres, Salamanca 1977.

J.A. SAYÉS, Dios existe, 1985.

L. SCHEFFCZYK, Dios uno y trino, Madrid 1973.

D. STANILOAE, Dios es amor, Salamanca 1994.

B. STUDER, Dios en los Padres de la Iglesia, Salamanca 1993.

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